Parnaso de dos mundos: De literatura española e hispanoamericana en el Siglo de Oro 9783964560353

Se analizan obras y autores, corrientes estéticas y principios ideológicos al abrigo de la idea de que el hallazgo de lo

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Parnaso de dos mundos: De literatura española e hispanoamericana en el Siglo de Oro
 9783964560353

Table of contents :
ÍNDICE
Introducción
El Romancero en América: un recorrido temático
El Romancero y América en el Siglo de Oro
Ultima América: los vaticinios imperiales de Ercilla
Lectura surrealista del barroco: Sor Juana Inés de la Cruz y Octavio Paz
Lo que cantó Sor Juana a los reyes de España: las loas en celebración de los cumpleaños reales
Fernando Diez de Leiva y las letras coloniales en Santo Domingo
Góngora en la poesía hispanoamericana del siglo XVII: revisión histórico-crítica, claves comparativas y ejemplos eminentes
De viajes, conquistadores y lecturas: humanismo y Nuevo Mundo en la poesía sevillana de la segunda mitad del siglo XVI
La Grandeza mexicana: ámbito y orbe de un poema descriptivo
Del antipetrarquismo en la América colonial: Agustín de Salazar y Torres
Filografia y razón dialogística en los sonetos amorosos de Aldana
La sintaxis del enredo en Los empeños de una casa
La Trilogía de los Pizarras de Tirso de Molina
Una aproximación a la novela pastoril hispana
Mitos clásicos en la novela pastoril de Bernardo de Balbuena
Las cinturas de América. Alegoresis, recurrencias y metamorfosis en la iconología americana
De la conquista a la colonia: Carlos V y don Quijote en una mascarada novohispana de 162 i
Espacios imaginarios del Nuevo Mundo en la literatura española del Siglo de Oro
Imágenes de la mujer en el Siglo de Oro español e hispanoamericano
Ecos renacentistas en el mundo andino: la Nueva coronica i buen gobierno de Guarnan Poma de Ayala
Ecos renacentistas en el mundo andino: los Comentarios reales del Inca Garcilaso

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BIBLIOTECA INDIANA Publicaciones del Centro de Estudios Indianos

Universidad de Navarra Editorial Iberoamericana

Dirección: Ignacio Arellano y Celsa Carmen García Valdés. Secretario ejecutivo: Juan Manuel Escudero. Coordinadora: Pilar Latasa.

Biblioteca Indiana, 21

PARNASO DE DOS MUNDOS DE LITERATURA ESPAÑOLA E HISPANOAMERICANA EN EL SIGLO DE ORO

J. M . FERRI J. C. R O V I R A (EDS.)

Universidad de Navarra • Iberoamericana • Vervuert • 2010

Este libro está basado en las actividades de los proyectos MEC/HUM2005-04177/FILC) y su desarrollo actual titulado La formación de la tradición hispanoamericana: historiografía, documentos y recuperaciones textuales (MCI FFI2008-03271/FILC) y GVA ACOMP/2009/149).

Derechos reservados © Iberoamericana, 2010 Amor de Dios, 1 - E-28014 Madrid Tel.: + 3 4 91 429 35 22 - Fax: + 3 4 91 429 53 97 info@iberoamericanalibros. com www. ibero-americana, net © Vervuert, 2010 Elisabethenstr. 3-9 - D-60594 Frankfurt am Main Tel.: + 4 9 69 597 46 17 - Fax: + 4 9 69 597 87 43 [email protected] www.ibero-americana.net ISBN 978-84-8489-507-7 (Iberoamericana) ISBN 978-3-86527-538-7 (Vervuert) Depósito Legal: M-231-2010 Diseño de la serie: Ignacio Arellano y Juan Manuel Escudero Ilustración de la cubierta: tomada del libro de Diego Durán, Historia de las Indias (1579), Biblioteca Nacional de España Impreso en España Este libro está impreso íntegramente en papel ecológico sin cloro.

ÍNDICE

Introducción Giuseppe

7 Bellini

El Romancero en América: un recorrido temático Aurelio

19

González

El Romancero y América en el Siglo de Oro Guillermo

Seres

Ultima América: Teodosio

los vaticinios imperiales de Ercilla

65

Fernández

Lectura surrealista del barroco: Sor Juana Inés de la Cruz y Octavio Paz Javier

45

de

. .

Navascués

Lo que cantó Sor Juana

a los reyes de España: las loas en celebración de los

cumpleaños reales José

Carlos

123

Rovira

Fernando Diez de Leiva y las letras coloniales en Santo Domingo Joaquín

141

Roses

Góngora en la poesía hispanoamericana

del siglo XVII: revisión histórico-crítica,

claves comparativas y ejemplos eminentes Francisco

95

Javier Escobar

161

Borrego

De viajes, conquistadores y lecturas: humanismo y Nuevo Mundo en la poesía sevillana de la segunda mitad del siglo xvi

189

6 Joaquín Roses La Grandeza mexicana: ámbito y orbe de un poema descriptivo Jaime José Martínez

227

Martín

Del antipetrarquismo en la América colonial: Agustín de Salazar y Torres . . 255 Ángel L. Prieto de Paula Filografia y razón dialogística en los sonetos amorosos de Aldana

271

Ulpiano Lada Ferreras La sintaxis del enredo en Los empeños

291

de una casa

José María Ferri Coll La Trilogía de los Pizarras de Tirso de Molina

305

Luis Beltrán Almería Una aproximación a la novela pastoril hispana

331

Trinidad Barrera Mitos clásicos en la novela pastoril de Bernardo de Balbuena

351

Remedios Mataix Las cinturas de América. Alegoresis, recurrencias y metamorfosis en la iconología americana 367 Eva María Valero Juan De la conquista a la colonia: Carlos V y don Quijote en una mascarada novohispana de 162 i

421

Rosa Pellicer Espacios imaginarios del Nuevo Mundo en la literatura española del Siglo de Oro

455

Mar Langa Pizarra Imágenes de la mujer en el Siglo de Oro español e hispanoamericano

479

Mercedes López-Baralt Ecos renacentistas en el mundo andino: la Nueva coronica i buen de Guarnan Poma de Ayala

511

Mercedes López-Baralt Ecos renacentistas en el mundo andino: los Comentarios Garcilaso

gobierno

reales del Inca 543

INTRODUCCIÓN

Ninguna época de la historia de la Humanidad ha sido testigo de un acontecimiento tan hondo de significado y trascendencia, como el que sorprendió al hombre europeo del Renacimiento, a cuya enciclopedia cultural venía a sumársele nada menos que el acervo constituido por el descubrimiento de civilizaciones, lenguas, y modos de vida absolutamente desconocidos en Europa hasta entonces. En un fogonazo visionario, Luis Vives intuyó que, con el descubrimiento, «se había abierto al género humano su orbe». Las palabras del humanista valenciano, con su gran dosis de utopía, albergan la idea de fraternidad y encuentro entre los hombres de ambos mundos. Pérez de Oliva, sin embargo, estaba convencido de que Colón «partió de España, al año siguiente de la primera navegación, a mezclar el mundo y a dar a aquellas tierras extrañas forma de la nuestra». A su modo, Cervantes también halló el reflejo de un m u n d o en el otro. Su Tomás Rodaja comparaba, sin resquemor, la ciudad de México con Venecia, la primera «espanto del mundo nuevo»; la segunda «admiración del mundo antiguo». Antes que él, el sevillano Juan de la Cueva, que había estado en México, apuntó el mismo caso: ¿Consideráis que está en una laguna México, cual Venecia fabricada sobre la mar sin diferencia alguna? N o en balde, la voz lírica más esplendente de la Nueva España, Sor Juana, asociará en su Neptuno la ciudad de México a la deidad pagana debido a las frecuentes inundaciones que padecía la urbe americana. La Conquista coincidió con el triunfo del Humanismo, que propugnaba como principio fundacional la idea de armonía, y no sólo en las dife-

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rentes artes, sinto también entre hombres de las más variadas calañas. El Inca Garcilaso bien p u d o concebir sus Comentarios reales c o m o u n a versión andina de la Utopía de Tomás Moro, en el sentido quevediano de ' n o hay tal lugar'. La idea de concordia, de filiación renacentista, mueve al autor a conciliar extremos opuestos, tales c o m o el de la C o n quista española y el de Imperio Incaico. Precisamente debido a la pluralidad de los seres humanos, sin ser ya todos descendientes de Adán, se h u b o de inventar el c o n c e p t o de América, tesis clásica defendida en 1958 p o r E d m u n d o O ' G o r m a n . La Carta del descubrimiento de C o l ó n transmitió a los lectores cultos europeos la primera imagen edénica del nuevo continente, mientras q u e los libros de viajes deVespuccio y la crónica de Pedro Mártir de Anglería acrecentaron la idea paradisíaca de América. Habría que esperar hasta 1606 para que el Inca Garcilaso de la Vega ofreciera, en La Florida del Inca, a curiosos y eruditos la primera descripción literaria del N u e v o M u n d o . Importa destacar que la llegada a América de los españoles coincidió con u n m o m e n t o de esplendor singular de la lengua española, en cuya primera gramática, Nebrija apuntó dos provechos fundamentales que entrañaba su uso: el literario y el histórico. La Antigüedad había dado sobrada lección de que todo imperio estaba abocado a periclitar, y de que su memoria era atesorada únicamente por la escritura, literaria o histórica, cuyo vehículo, naturalmente, debía ser una lengua fijada p o r reglas contenidas en u n arte, tal c o m o había postulado el Maestro de Salamanca. A partir de 1492, tratadistas y escritores de índole diferente se aplicaron en defender la licitud del español c o m o lengua de cultura: en 1534,Boscán y Garcilaso encumbraban el castellano a cuenta de la traducción de El cortesano que ese año publicó el poeta barcelonés; u n año más tarde, Juan deValdés sacó a la luz el Diálogo de la lengua, quizás el manifiesto más c o n o c i d o y leído hasta hoy; e n 1541 Miguel Salinas presentó su Retórica en lengua castellana, «cuyo a r g u m e n to n o menos es necesario que nuevo para nuestra lengua» con el objeto de que todos «hablen en su c o m ú n lengua y n o en latín»; en 1546, el D o c t o r Vaguer, en respuesta al autor, Alexio Venegas, del curioso volum e n que lleva p o r título Primera parte de las diferencias de libros que hay en el universo, se maravilla de que las sentencias del ejemplar que acaba de leer estén escritas en estilo tan claro, que los «lectores vulgares» puedan entenderlas sin dificultad; Pedro Mexía, en el prefacio a su Silva de varia leción, salida de las prensas vallisoletanas de Juan deVillaquirán en 1550,

INTRODUCCIÓN

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avisa al lector de que es el primero que escribe u n libro de tal género en castellano, lengua que nada tiene que envidiar a la latina o la griega; la Gramática castellana (1558) de CristóbalVillalón destaca «el valor, elegancia y perfeijión» del español; Benito Arias M o n t a n o remitió desde Amberes en 1570 una epístola al d u q u e de Alba e n q u e lo instaba a favorecer la expansión del español, porque «no hay cosa que más c o n cilie los ánimos de los hombres de varias naciones en amistad y c o n versación, y q u e más los d o m e s t i q u e y aficione a imitar y seguir las costumbres de los q u e los rigen, que la unidad y c o n f o r m i d a d de la lengua»; y así se podrían aducir muchos más testimonios q u e repiten los argumentos resumidos arriba. Los modelos italianos, los temas de inspiración clásica, la métrica de la patria de Petrarca habían arraigado con tal fuerza entre los poetas españoles del Quinientos, que consiguieron soslayar, aunque n o hacer desaparecer, la rica tradición castellana de los Cancioneros. El propio Garcilaso, el Inca, acometió la empresa de traducir los Diálogos de amor de León Hebreo, tarea que revela dos hechos significativos: el interés del autor de los Comentarios reales por el Neoplatonismo, y su vocación filológica de traductor, pericia que adornaba a todo buen humanista. Tal consideración se corrobora si se examina la nómina de autores cuyos libros se hallaron en el inventario de su biblioteca: Dante, Petrarca, Bocaccio, Ariosto, Castiglione, Ficino, Luis Vives, Femado de Rojas, Mateo Alemán, etc. Cervantes, en el Canto de Calíope incluido en su primera novela, La Galatea (1585), y en el Viaje del Parnaso (1614); Lope, en el Laurel de Apolo (1630); y la anónima autora del Discurso en loor de la poesia publicado en Sevilla c o m o prólogo del Parnaso Antàrtico (1608), se ocuparon de estampar los nombres de los mejores escritores americanos alabándolos y p o n i é n d o l o s a la altura de los creadores de la Península de mayor nombradla. Antes que Cervantes diera a la imprenta su Galatea, el culto Francisco Sánchez, en u n libro publicado en 1581 bajo el título de Quod nihil scitur había reconocido que los americanos se hacían «más religiosos, más agudos, más doctos q u e nosotros mismos». N o extraña, pues, leer en la dedicatoria de la Ortografía que Mateo Alemán publicó en M é x i c o en 1609 que allí había «tan sutiles y felices ingenios, que ningunos otros conocimos en cuanto el sol alumbra que p u e dan decir ni loarse de hacerles alguna ventaja». Las relaciones literarias y culturales entre el N u e v o y el V i e j o M u n d o durante el Siglo de O r o han sido el objeto de diferentes estu-

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PARNASO DE DOS MUNDOS

diosos que se han ocupado de indagar la huella que el hallazgo de América dejó en la literatura española de los siglos xvi y xvn, o de analizar la literatura publicada ya en los virreinatos, ya en España, pero de impronta novohispana. J.Toribio Medina (1922), Méndez Bejarano (1929), Miró Quesada (1935), Morínigo (1944), E. Carilla (1946), M. Aguilera (1952), M. Bataillon (1953), Á. Franco (1936 y 1954),V. de Pedro (1954), P. Buxó (1960), Shannon (1989),Ysla Campbell (1992), T. Berchem, y H. Laitenberger (1992), F. Ruiz R a m ó n (1993), M. Cobos (1997), Bellini (2001),T. Barrera (2007), J. Beverley (2008), entre otros, dedicaron monografías o compilaciones de estudios consagradas a este asunto, y que se irán citando en las páginas que siguen. El libro que ahora se presenta, acoge trabajos de diferente mano acerca de la literatura de los siglos xvi y XVII, atendiendo éstos al nuevo contexto cultural, político, social y económico que había ido tejiendo el Descubrimiento. Se ha estudiado la obra de escritores americanos; o de origen español que habían desarrollado su actividad literaria en los nuevos territorios de la Monarquía; o al contrario: de quienes, habiendo visto la luz en América, se habían aficionado a la literatura en España. Todos ellos compartieron una nueva realidad que ya tenía poco que ver con la existente antes de 1492. En este sentido se analizan obras y autores, corrientes estéticas y principios ideológicos al abrigo de la idea de que el hallazgo de lo ajeno representa también la revisión de lo propio y a un tiempo su enriquecimiento. Un debate historiográfico ha tendido a situar a veces en los extremos de dos posiciones los términos de la valoración de la literatura hispanoamericana clásica y sus relaciones con la española. La primera actitud emplazaba la literatura americana sólo como un apéndice de la peninsular, aditamento menor en calidad y cantidad, que no hacía otra cosa que seguir «en todo las vicisitudes de la general literatura española» (Menéndez Pelayo); frente a esta posición, una fundamentación criollista de la americana, con excesos insistentes y con falta de perspectiva de las relaciones, tendía a fundamentar la literatura de las colonias alejándola de su raíz originaria, inventando a veces confusos itinerarios que demostraban sobre todo desconocimiento. Este libro surge de un convencimiento contrario a los dos extremos del debate: un amplio conjunto de modelos peninsulares no impide el surgimiento de una progresiva originalidad en la producción literaria colonial, en una primera «búsqueda de nuestra expresión», como deter-

INTRODUCCIÓN

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m i n ó el maestro Pedro H e n r í q u e z U r e ñ a en su esencial Las corrientes literarias en la América Hispánica, obra de la que siempre nos sentiremos deudores. E n las líneas que siguen se da cuenta de los principales argumentos que el lector hallará desarrollados p o r extenso en los diferentes capítulos de este libro. El romancero ofrece u n o de los mejores ejemplos de pervivencia de la tradición poética castellana, más aún si se tienen en cuenta los nuevos vientos que soplaban en la Península desde que Andrea Navagero había seducido a Boscán con la dulzura y el ritmo de los metros italianos. Giuseppe Bellini y Aurelio González demuestran la vitalidad del género y su capacidad para adaptarse a los nuevos territorios, h e c h o de q u e ya habían i n f o r m a d o los primeros cronistas, Bernal Díaz del Castillo y Pedro Cieza de León principalmente. Puestos en boca de los guerreros españoles, los romances se recitaron en América, y su contenido fue m o d u l á n d o s e configurando dos grandes líneas temáticas: la amorosa y la bélica, aplicada esta última, es claro, a cantar las hazañas de los conquistadores, siendo C o r t é s el príncipe de ellos. N o tuvo, sin embargo, m u c h o arraigo la fórmula histórica. Pero n o sólo se transmitió de forma oral el romance, sino que llegaron al N u e v o M u n d o t a m bién impresos en libros. A recordar las victorias de los vencedores, se consagró asimismo la epopeya. Guillermo Serés ha estudiado La Araucana p a r t i e n d o de la idea de q u e Ercilla quiso, e m u l a n d o a Virgilio, defender el argumento político de que los grandes acontecimientos de la H u m a n i d a d se desarrollan sin q u e la voluntad del h o m b r e p u e d a impedirlo. E n ese sentido, la figura de los Austrias se enlaza a la d e Augusto, igual que Lepanto a Actium, de manera que triunfa la tesis del origen divino del poder. Pero n o sólo la guerra inspiró la pluma de los mejores escritores. La cima de la lírica americana durante el período fue alcanzada p o r Sor Juana Inés de la C r u z . Teodosio F e r n á n d e z ha realizado u n a lectura inteligente del Neptuno alegórico, océano de colores, simulacro político, obra que la m o n j a jerónima compuso a instancias de la Iglesia Metropolitana de México para celebrar con u n arco de triunfo la entrada solemne del n u e v o virrey, q u e tuvo lugar el 30 de n o v i e m b r e d e 1680. Es menester destacar que Sor Juana echó m a n o de la mitología grecolatina para construir su enigma, inclinación q u e venía siendo habitual, según las noticias de que se dispone, desde 1528, año en que se celebró

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la llegada de la primera Audiencia a la capital de la Nueva España. En los ocho lienzos o tableros se conjugaban perfectamente los motivos clásicos con los asuntos más cercanos de la ciudad que recibía al virrey: en paralelo se hallaban una Grecia anegada por el agua y las frecuentes inundaciones que amenazaban a la ciudad de México; la isla de Délos, en constante movimiento, como el gobierno del Virreinato, establecido también sobre una isla; los muros de Troya y la inacabada catedral de México. T. Fernández entabla debate con el argumento de Octavio Paz, quien, en su clásico ensayo sobre la monja novohispana, había interpretado que, bajo el Neptuno, se hallaba una suerte de contenido secreto. La conclusión de Paz es que las cualidades del virrey, a j u i c i o de Sor Juana, eran de tal magnitud, que sólo mediante su representación alegórica podrían entenderse. Propone, por tanto, que el Neptuno es obra hermética que entra en territorio prohibido rayano en la herejía; y asocia a la poetisa mexicana con Ficino y Pico della Mirandola acudiendo al Neoplatonismo y la literatura cortesana para amarrar tales vínculos. Si el Neptuno es una obra destinada al público en general, otras creaciones de Sor Juana, a las que se consagra el estudio de Javier de Navascués, fueron pensadas para que las paladearan pequeños g r u pos cortesanos. Se trata de aquellas loas en que la escritora hizo alarde de mayor ingenio, concentrado éste en el agasajo de pequeños acontecimientos de la vida de los poderosos, tales como cumpleaños o celebraciones del mismo cariz. En estos textos se revelan algunas inquietudes de índole política: la sucesión de Carlos II, por ejemplo; así como se plasma la perfecta asimilación de las fórmulas retóricas del barroco hispánico que había realizado Sor Juana; y finalmente la honda formación intelectual de la monja jerónima. En el caso de las letras españolas del Renacimiento, A. L. Prieto de Paula regala al lector un hermoso paseo por aquellos poemas de Aldana que presentan a un tiempo temática amorosa, estructura dialogística y alguna forma de unión/disensión de contrarios vinculada a ella. Son en concreto cinco, que principian así: De sus hermosos ojos, dulcemente; Cuál es la causa, mi Damón, que estando; Solías tú, Galatea, tanto quererme; Mil veces digo, entre los brazos puesto; y «¿Ya te vas, Tirsis?» «Ya me voy, luz mía». La función del diálogo en este breve conjunto amoroso tiene un significado más h o n d o que el de la propia armazón retórica. E n él comparecen encuentro y desencuentro, conjunciones y pérdidas. Estas últimas obedecen al desdén de uno de los amantes, a la imposibilidad

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de hallar la plenitud con el amor humano, y a la separación física. La materia amorosa, en cualquier caso, es tratada por los amantes; ninguna voz ajena se entromete. La calidad de estos sonetos los hace muestrario de la expresión amorosa y de sus derivaciones eróticas o aflictivas sin parangón en la poesía castellana de su siglo. Pero la historia literaria y cultural no se nutre sólo de figuras de relumbrón. Si así fuera, se perdería una parte importante del caldo de cultivo en que cuajaron las grandes obras y se dieron a conocer los mejores escritores. Al amparo de esta consideración, José Carlos R o v i ra ha rescatado la obra del curioso médico afincado en Santo D o m i n go Fernando Diez de Leiva, que publicó unos sorprendentes Antiaxiomas. .. en Madrid a finales del XVII. La obra de éste, aunque no se podría destacar por su valor estético, sí, en cambio viene como anillo al dedo para contextualizar la literatura y la cultura en Santo Domingo. El libro de Leiva, aparte, es un buen ejemplo del usus scribendi del Siglo de Oro. D e la m a n o de polianteas, centones, y otros repertorios similares, el autor construye un discurso en que aparecen subsumidos hitos fundamentales de la cultura occidental. Y es en el cedazo de los intereses y gustos del autor donde se percibe su verdadero nervio poético, que radica fundamentalmente en la imitación de lugares comunes. Capital importancia en la literatura de los diferentes virreinatos tuvo la figura de Góngora, a cuya presencia en las letras coloniales consagra J. Roses un sugerente trabajo. El Apologético de Espinosa Medrano es el texto fundamental del gongorismo americano. La influencia del cordobés se percibe en poetas como Agustín Salazar de Torres en su Soledad a imitación de las de Luis de Góngora, en la lírica de Sor Juana, o en la «Canción a la vista de un desengaño», de Matías de Bocanegra; o en el Poema de las fiestas que hizo el convento de San Francisco de Jesús de Lima a la canonización de los veintitrés mártires del Japón, de Juan de Ayllón. Fue la épica, sin embargo, el género donde mejor se percibe la huella del autor del Polifemo: Bernardo (1624) de Balbuena, en El Vasauro (1635) de Pedro de Oña, en la Tomasíada (1667) de Diego Sáenz O v e curi, y, sobre todo, en el Poema heroico de San Ignacio de Loyola (1666) de Hernando Domínguez Camargo. E n sentido recíproco, América también caló en la poesía sevillana del XVII, tema que ha escudriñado con rigor F. J. Escobar Borrego. Composiciones como la Silva de la nao Victoria de Hernando de Soria y La zarzaparrilla de Mejía de Guzmán, ofrecían a sus lectores curiosida-

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des respecto de los nuevos territorios. También el Hércules animoso de Mal Lara alude a la navegación de los españoles hacia las Indias. El dechado de este último poema es digno de consideración con más detalle. La fina y profunda cultura de Mal Lara unida a su curiosidad lo hicieron reparar en las Décadas de Pedro Mártir de Anglería, la Legado Babylonica, y el Opus epistolarum. A estos modelos hay que sumar el género de los mirabilia, de los que el sabio sevillano se nutrió para forjar los seres maravillosos que pueblan su poema. El autor, que se finge aventurero y viajero a un tiempo, narra a modo de cronista el espectáculo del paisaje americano que se pone ante sus ojos. Aproximadamente cuatro años después de que Mal Lara concluyese la redacción del Hércules, el licenciado Francisco Pacheco daba a conocer en la ciudad sevillana La Sátira apologética en defensa del divino Dueñas (c. 1569). A pesar de que Mal Lara y Pacheco ocupan lugar destacado en la poesía sevillana de mediados de siglo, en lo que al tratamiento de la materia americana se refiere, despuntó Juan de la Cueva en el período de entresiglos. Efectivamente, en su poesía descuella un momento en que se reflejan sus vivencias a partir de su estancia enVeracruz en 1574. En este contexto, cabe recordar, al tiempo, la polémica vinculación de Cueva con el manuscrito mexicano Flores de baria poesía (1577), en que comparecen el propio Cueva, Cetina, Herrera, Farfán, Baltasar del Alcázar, Iranzo,Vadillo y Mal Lara. Entre las obras que despuntan en América durante el Siglo de Oro, merece una atención especial la Grandeza mexicana de Balbuena, quien vivió y desarrolló su actividad literaria a caballo entre España y México, por lo que Menéndez Pelayo lo consideraba un «español americanizado». Lope de Vega no ahorró elogios para el escritor de Valdepeñas en su Laurel de Apolo ni tampoco lo hizo Cervantes en el Viaje del Parnaso. La sugerente idea de Pedro Henríquez Ureña de que «Balbuena representa la porción de América en el momento central de la espléndida poesía barroca», ayuda a situar su obra en la cartografía literaria de la época. Joaquín Roses ofrece una novedosa lectura de la Grandeza elaborada sobre la base de que estamos ante un poema descriptivo, tal como habían señalado los críticos anteriores al siglo x x . Se atiende especialmente a los procedimientos de variedad barroca y a los códigos sensoriales presentes en el poema. La novela del mismo autor Siglo de oro en las selvas de Enfile es igualmente digna de estudio. T. Barrera se ha ocupado de apuntar e interpretar la presencia de mitos clásicos en el

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célebre libro de pastores del obispo de Puerto R i c o , y más específicamente el de la Edad de Oro, que sirvió también a Balbuena para rotular el volumen. Los casos estudiados demuestran que el autor siguió la tradición grecolatina, que conocía perfectamente, porque, a la par que escritor, fue un gran lector. A este género literario ha dedicado L. B e l trán un enjundioso trabajo en que se revisan con detalle algunos presupuestos fundacionales del relato pastoril, y se reflexiona sobre la licitud de éstos, así c o m o de la necesaria interpretación de los libros de pastores en el seno de la estética del idilio. U n capítulo imprescindible en las letras americanas del Siglo de O r o obedece a la presencia en el N u e v o M u n d o de los tópicos petrarquistas en boga en la Europa de entonces, unas veces adoptados c o m o dechados indiscutibles, y otras puestos en tela de juicio. J. J. Martínez ofrece al lector un esplendente panorama a partir del e j e m p l o de la obra de Agustín de Salazar y Torres. Lo propio que había ocurrido en Europa, donde la polémica sobre la imitación de Petrarca había m o s trado c ó m o el magisterio poético del autor del Canzoniere no era aceptado por unanimidad, se dio también en América. Juan de Castellanos, en sus Elegías de varones ilustres de Indias, se hizo eco de tales posturas a favor y en contra. Más radical, sin duda, es la ruptura c o n el c a n o n petrarquista que podemos encontrar en la Silva de poesía de Eugenio de Salazar, donde, formando parte de un pequeño corpus de poesía satírico-burlesca, introduce un «Epistolio de Pablos Gonzalo a su Lorenza» en el que un proxeneta escribe una carta a su «dama», una prostituta, quejándose de su desdén. A la ridiculización del sistema a m o r o s o petrarquista, se suma la degradación de la amada. Así, Lorenza, que tal nombre recibe la «dama», es retratada c o m o antítesis de la belleza f e m e nina, según el patrón garcilasista que todo lector culto conocía. Era de esperar que el teatro español del Siglo de O r o acogiera con vehemencia motivos relacionados con las Indias, pero no fue así. Sólo un m a n o j o de comedias se consagró a tal asunto. Eso sí, n o faltaron referencias léxicas tocantes a la nueva geografía, y a las especies animales y vegetales recién descubiertas por el hombre europeo. J. M . Ferri se ha ocupado de la Trilogía de los Pizarros, y Ulpiano Lada de Los empeños de una casa de Sor Juana. E n el primer caso se analiza la presencia de dicho linaje, y su finalidad dramática, así c o m o la intención del mercedario a la hora de pergeñar la obra. Se presta atención a la idea de verdadera nobleza que se aplica al valor del esfuerzo personal antes que al

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bagaje heredado. La máxima cervantina de que cada cual es hijo de sus obras resume la postura de quienes defienden que los logros de los Pizarro fueron merecedores de más aplauso, si cabe, por el hecho de no proceder de una familia acaudalada y poderosa. En el segundo, U. Lada propone un análisis interno, por un lado, y externo, por otro, de la obra. La elaboración de la comedia se aborda atendiendo a parámetros tales como acciones, personajes, tiempo, y espacio. El escudriño de cómo la monja jerónima se adapta perfectamente a los patrones del teatro barroco hispánico forma la segunda parte del trabajo. Estas identificaciones entre formas y sentido de la comedia americana y las propias españolas pueden extenderse a dos aspectos: uno, el de la inclusión de elementos tradicionales, singular en la cultura del Siglo de Oro; y otro, las referencias intertextuales, e incluso explícitas, al teatro barroco español. Igual poder que la palabra tuvo la imagen en la construcción de la nueva cultura. Tal es la razón de que se hayan incluido dos capítulos de contenido iconològico. El primero, obra de R . Mataix, aborda la construcción y fijación de un paradigma a base de imágenes simbólicas del Nuevo Mundo, motivo que aparece con generosidad en las artes del Renacimiento y el Barroco. Tal interés obedecía en buena medida a la curiosidad de ese Occidente, circunscrito al Ecumene circunmediterráneo y tripartito, y a salvo de las «tinieblas exteriores», donde habría quizá otros mundos, otros seres, otra vida, que la imaginación tradicional había identificado, en el mejor de los casos, con el legendario País de los Antípodas, supuesto pueblo que habitaba en la parte contraria del mundo y cuya posible existencia fue objeto de encendidos debates intelectuales y teológicos desde la Antigüedad hasta el Renacimiento. El otro trabajo al que se aludía arriba es obra de M. Langa, quien estudia la representación iconològica de la mujer en el Siglo de Oro español e hispanoamericano. Según la autora, parece claro que la mujer es un ser desconocido para el hombre del Renacimiento: despreciable, inferior, taimado, infiel y temible. A pesar de ello, sigue ejerciendo una profunda seducción en la imaginación de quienes repararon en el asunto. La representación simbólica de América, convertida en una mujer salvaje y desnuda, sirvió para apuntalar la imagen europea del Nuevo Mundo. Al hilo de lo anterior, R . Pellicer aborda un estudio de los lugares imaginarios del Nuevo Mundo que la literatura española del Siglo de Oro coleccionó. Se concedió especial relevancia al espacio insular

INTRODUCCIÓN

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c o m o lugar adecuado para albergar la maravilla. N o sólo se emplazó en islas el sitio del Paraíso, de la Fuente de la Eterna Juventud o de la C i u dad de los Césares, sino también otros lugares relacionados directa o indirectamente con los «paraísos terrenales» y con la riqueza, c o m o los mitos de Ofir o El Dorado. Apenas publicada en la Península la primera parte del Quijote, n o h u b o de transcurrir m u c h o tiempo hasta que los personajes cervantinos se incorporaran también al acervo cultural hispanoamericano. Eva Valero analiza la presencia de estas figuras en el elenco de personajes de u n a mascarada mexicana celebrada en 1621, cuyo fin era principalm e n t e lúdico: se trataba de divertir a los espectadores a través de sus figuraciones cómicas. Pero a pesar de que n o era intención de los organizadores burlarse del discurso heroico que se trataba de propagar, d o n Q u i j o t e , en el escenario de una colonia nacida de la Conquista, bien podía traer a la m e m o r i a de los espectadores unos ideales castellanos rancios, los enarbolados p o r la caballería andante. La ruptura, a u n q u e seguramente n o deseada por los artífices del desfile, estaría presente en los destinatarios c o m o inversión de u n m u n d o heroico y glorioso ya periclitado. Y n o podía faltar en u n libro de estas características u n estudio de las crónicas. M . López-Baralt ha analizado las crónicas de Guarnan P o m a de Ayala (Nueva coronica i buen gobierno), y del Inca Garcilaso (Comentarios reales). Desde que, a principios del siglo x x , R i c h a r d Pietschmann diera con la crónica de P o m a de Ayala en la Biblioteca R e a l de Copenhague, se puede decir que se abrieron nuevos caminos para la interpretación de la cultura andina, y también de la del resto de América. El libro de Guarnan Poma es u n ejemplo singular de síntesis: lenguas europeas y americanas, clásicas y modernas, diferentes géneros literarios, retóricos e históricos (autobiografía, historia, etnografía, serm ó n , memorial de peticiones y remedios, literatura emblemática, c o n sejería real y literatura ilustrada de viajes), conviven con la intención de ofrecer al lector u n a estampa riquísima de la realidad del N u e v o M u n d o . Por lo que hace al Inca, en opinión de López-Baralt, nos hallamos ante el p r i m e r gran escritor hispanoamericano, p o r su naturaleza mestiza; también ante u n ejemplo vivo de sincretismo cultural. Se p o n e de manifiesto que Garcilaso, el Inca, n o adoptó sin más el ideario del Siglo de O r o español, sino que pasó éste p o r su cedazo personal para conseguir u n resultado diferente, con nervio propio. Ese libro renacen-

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PARNASO DE DOS MUNDOS

tista que consiguió pergeñar el Inca Garcilaso atesora una idealización del mundo clásico, así como en él demuestra el autor una gran curiosidad enciclopedista avant la lettre. En su conjunto, los estudios reseñados brevemente arriba han querido dibujar una estampa de las relaciones culturales y literarias entre América y España durante los siglos xvi y XVII, momento en que la síntesis de elementos precolombinos, criollos y europeos que se dio en el Nuevo Mundo, fiie cimiento de una literatura cada vez con más respiración propia. Tal vez fruta parecida a la española en el gusto, pero de otro natural, en el decir de Juan de la Cueva: Mirad aquellas frutas naturales, el plátano, mamey, guayaba, anona, si en gusto las de España son iguales. J.M.F. y J . C . R .

EL R O M A N C E R O E N AMÉRICA: U N R E C O R R I D O TEMÁTICO Giuseppe Bellini Universidad de Milán

1 N o es mi propósito, ni lo podría mi limitada competencia, aportar datos nuevos acerca de los romances en América. Para ello véanse los estudios de Menéndez Pidal y de los especialistas que le han sucedido. Mi intención es sólo hacer un recorrido entre los romances que se desarrollaron en el tiempo en América, para subrayar algunos cambios interesantes en los temas de los textos peninsulares. Todo para afirmar la gran vitalidad que lo importado ha tenido, y todavía tiene, en los territorios que un tiempo constituyeron el dominio español, político y cultural. Bien sabemos que los conquistadores conocían de memoria los romances y en ocasiones se sirvieron de ellos para aludir o superar dificultades. Lo atestigua Bernal Díaz del Castillo1 con relación a Cortés en varias ocasiones, y en particular en la famosa «Noche triste, cuando después de haberse refugiado en Tacuba, habiendo perdido muchos de sus hombres, observa muy triste a lo lejos Tenochtitlán, de la que había tenido que huir»2. Subraya el cronista el estado de ánimo de conquistador derrotado: Cortés «suspiró con una gran tristeza, muy mayor que la que antes tenía, por los hombres que le mataron antes que en alto

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Díaz del Castillo, 1984, i, pp. 157 y 251. Díaz del Castillo, 1984, n, p. 39.

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cuy subiese», y cuenta que para animarlo el bachiller Alonso Pérez se le dirigió con los versos del romance de Nerón: Señor capitán, no esté vuestra merced tan triste, que en las guerras estas cosas suelen acaecer, y no se dirá por vuestra merced: Mira Ñero de Tarpeya a Roma cómo se ardía. Confirman la presencia de los romances en los primeros tiempos de la conquista autores como Gonzalo Fernández de Oviedo, Pedro Cieza de León, Antonio de Herrera, Pedro Gutiérrez de Santa Clara, Juan Cristóbal de Estrella, Diego Fernández, «el Palentino», el mismo Garcilaso de la Vega, Inca. N o me demoraré en repetir sus pasajes; el hecho concreto es que la poesía romanceril penetra inmediatamente en América y empieza con vigor su vida autónoma, por un lado con romances de tema amoroso-dramático, por el otro con romances dedicados a los grandes personajes de la conquista, como Cortés, o a momentos difíciles de comienzos de la Colonia, como es el caso de la ejecución, en el Perú, en 1538, de Diego Almagro, o la aventura del rebelde Francisco Hernández Girón, protagonista hacia 1553 de dolidos romances. Al mismo Lope de Aguirre se le dedica un romance en el siglo xvi, de escaso valor. Hernán Cortés es protagonista de todo un ciclo, y pasará también a la épica. El tema, en uno de los romances más interesantes, se centra en la denuncia de la ingratitud del soberano hacia quien le dio nada menos que un imperio. Se trata de una composición de época tardía, la de Felipe II, puesto que se confunde a este rey con Carlos V. Sabemos que Cortés regresó por primera vez a España en 1528, acogido triunfalmente por el emperador, no así en 1540; pero Felipe II sube al trono en 1558. Del mencionado romance existen seis versiones muy semejantes y en el texto de mayor interés poético el momento cumbre lo representa la reacción del conquistador, nuevo Cid Campeador, frente a la indiferencia regia y la hostilidad de los cortesanos hacia quien «dejó de ser rey, / por ser a sus reyes firme». Acusado por la envidia sin que nunca su caso tuviera solución, Cortés no duda en asir del brazo al soberano protestando por la injusticia y la ofensa a su honor y le pide atención, recordándole los beneficios que su acción le dio:

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«Vuestra Majestad, señor, escuche a Cortés, y mire que con la capa que cubre y con la espada que ciñe le ha ganado más provincias (que por mí gobierna y rige) que le dejaron ciudades su padre y su abuelo insignes. Y en el mundo que gané le di a su escudo por timbres e hice su nombre oyesen hasta las aguas de Chile. No me vuelva las espaldas, aunque como el sol se eclipse, pues el día que se pone al que viene se remite; pues nunca las volví yo, con más trabajos que Ulises, a millones de enemigos, con dos soldados humildes».

Sorprendido por tanto atrevimiento y temeroso, el soberano abraza a Cortés llorando, le llama «Padre» y dirigido a su ayudante le confiesa su miedo y al mismo tiempo su admiración por la valentía del conquistador. Al final la celebración: «¡Oh, valiente capitán, tu nombre el mundo eternice, pues nunca vasallo a rey dijo lo que tú dijiste!»

Final que debía de gustar al público de la Nueva España, puesto que el anónimo poeta engrandecía la figura del conquistador. La retórica de la que estaba empapado el romance bien convenía al argumento, que llamaba a la memoria de tantos las experiencias de ingratitud y de injusticia no solamente abundantes en el Romancero, sino en su realidad cotidiana. El ciclo cortesiano cuenta con otros romances: tres debidos a Gabriel Lasso de la Vega, publicados en 1601, otro a Jerónimo R a m í rez, secretario del tercer marqués Del Valle; tratan respectivamente del

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«barreno de los navios», de la «prisión de Moctezuma», de la destrucción de los ídolos de parte de Cortés, mientras el de Ramírez p o n e énfasis en la fama del conquistador. U n último romance, anónimo, trata de la victoria de Cortés sobre Panfilo de Narváez. En el Perú se considera primer romance histórico el dedicado a la ejecución de Diego de Almagro, ocurrida en 1538, texto que concluye con la afirmación de confianza en la justicia del rey, el cual no podrá dejar de castigar a quienes dieron muerte al «gran don Diego de Almagro, / fuerte, noble y muy leal». El autor era, evidentemente, partidario del condenado. De mayor interés desde el punto de vista del resultado artístico son dos romances compuestos hacia 1553 y dedicados al rebelde Francisco Hernández Girón al final de su aventura, cuando abandonado de todos se despide de su esposa y se dirige a su última batalla. N o cabe duda de que el modelo lejano es el poema de Mío Cid, la escena en que el C a m peador, camino del exilio, se despide de doña Jimena, con más sensibilidad todavía. Después de lamentar la traición de sus amigos, la muerte que le están preparando, el rebelde abraza tiernamente a su esposa, que por un m o m e n t o se desmaya y luego pretende seguirlo: «los sollozos que dan ambos / de vellos es gran dolor». Luego el hombre monta a caballo y va al encuetro de la muerte. U n clima lóbrego invade ahora el romance, anunciando la tragedia, mientras el anónimo poeta acaba por hacer profesión de lealismo hacia la corona: Toda aquella noche escura va caminando Girón por sierras y despoblados, que camino no buscó. En esa Xauxa, la grande, gente del Rey le prendió, de ahí fue traído a Lima, do sus días acabó. Cortáronle la cabeza por traidor, dice el pregón, sus casas siembran de sal, por el suelo echadas son; en medio está una coluna, do escrita está la razón: «Vean cuán mal acaba el que es a su Rey traidor».

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El inquieto vagabundear del personaje llama a la memoria el del rey don R o d r i g o después de su derrota y naturalmente una infinidad de romances que llamaré «de la desdicha». El Inca Garcilaso 3 confirma la realidad histórica e informa que Girón «salió del fuerte a que los del rey le matasen o hiciesen de él lo que quisiesen» y que, condenado, le fiie cortada la cabeza, derribas sus casas y sembradas de sal, pero «Murió cristianamente, mostrando grande arrepentimiento de los muchos males y daños que había causado» 4 .

2 A pesar de lo dicho, el romance histórico no parece haber tenido demasiado desarrollo en América, mientras lo tuvieron romances dedicados a otros temas, sobre todo de amor con final trágico partiendo de textos de gran difusión en España, pasados a América y aquí inspiradores de elaboraciones varias, o de matices correspondientes a la sensibilidad hispanoamericana. Si consideramos el conocido ciclo del Rey don Rodrigo y la pérdida de España, con la terrible derrota, en 711, en la batalla del Guadalete, el tema se difunde relativamente en América, donde aparece curiosa una elaboración tardía argentina, que sin embargo nada tiene que ver con la tragicidad del momento. El romance es una curiosa parodia, donde el rey aparece enamorado de la bella Florinda, con la cual se dirige en una barquilla, quién sabe p o r qué, hacia Tierra Santa —¿acaso para hacer penitencia?, ¿pero con una linda muchacha?—, una ballena vuelca la barquilla y recoge a los náufragos para llevarlos a las Indias: Una ballena del mar la barquilla les volcó; Rodrigo, lleno de miedo, con Florinda se abrazó. La ballena, en sus espaldas, a los dos los recogió, y al otro día siguiente a las Indias los llevó...

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Inca Garcilaso, 1960, p. 122. Inca Garcilaso, 1960, pp. 123-124.

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Música alegre acompañaría el romance, pura diversión, que sólo tiene que ver con el original español por el nombre del protagonista.Y se comprende, porque, ¿a quién interesarían en la Argentina sucesos trágicos tan lejanos en el tiempo? De mayor fortuna por el número de las versiones gozó el romance famoso de Gerineldo. El tema amoroso-dramático interesaba más. El romance castellano presentaba a los protagonistas, la infanta y su paje, amorosamente unidos; el rey los sorprendía y para avisarlos de su próxima venganza depositaba en medio de los dormidos su espada. Al despertar, la infanta le declaraba a su padre que si mataba al joven ella también se mataría. En otra versión castellana, los dos enamorados despiertan y se dan cuenta de haber sido descubiertos, pero al final el rey decide unirlos en matrimonio. El joven es pobre y el padre de la muchacha se complace porque piensa que su hija será punida, en cuanto no podrá lucir lindos trajes. Sin embargo, el amor hace milagros y el joven enamorado declara que irá a la guerra para remediar a su pobreza y poderle dar vestidos preciosos a su esposa. El pasaje es de gran belleza. Los ideales caballerescos triunfan, con una nota interesante de erotismo, protagonista la mujer, como siempre decidida, además de responsable, al estilo machista, de la culpa: no había, en efecto, tenido escrúpulos en declarar al j o v e n su deseo: «¡dichosa fuera la dama / que se folgara contigo!». La noche transcurre, pues, en intensa unión, hasta que sobreviene el sueño: Juegos van y juegos vienen, juegan a brazo partido, juegos van y juegos vienen, los dos se quedan dormidos. Luego, la llegada del padre, el diálogo del j o v e n c o n él, y el final feliz. Este romance debió de gustar particularmente en América por sus alusiones moderadamente eróticas, el escalofrío de terror y la solución final positiva, con el previsible ascenso del joven a un rango más alto en la sociedad, debido a su valor. En una versión argentina, que contempla todas las fases del original castellano, el romance termina con una perspectiva dramática no declarada: el rey despierta de una pesadilla, se dirige al cuarto de la

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joven y «vio a su hija, vio a su paje / como mujer y marido». La punición se supone, pero lo interesante es el tema del amor, aquí tratado con extraordinaria delicadeza. La mujer se dirige hacia su enamorado y Tomáralo de la mano y en el lecho lo ha metido. Entre juegos y deleites la noche se les ha ido, y allá hacia el amanecer los dos duermen vencidos.

Más poética trodavía es una versión cubana; aquí la muchacha se porta tiernamente con su enamorado: Lo ha cogido de la mano en su cuarto lo ha metido. Se acostaron par a par como mujer y marido.

El final presenta una perspectiva de guerra, por la que el paje puede ascender a un rango distinto: Ya se ha formado una guerra entre Francia y Portugal y nombran a Gerineldo por capitán general.

Interesantes detalles presenta una versión de Nuevo México. El paje es presentado como un activo y ardiente enamorado. Cuando el joven llega a la puerta del cuarto de la mujer «da un fervoroso suspiro» y a su contacto le dan «calenturas y fríos», a pesar de lo cual con ardor «se acuestan boca con boca / como mujer y marido». La escena queda luego bastante fiel al orginal castellano. El problema para el rey es si matar a los dos amantes, pero reflexiona: «Si mato a mi hija, la infanta, queda mi reino perdido. / Les pondré en medio la espada que sepan que son sentidos». Todo termina felizmente; el joven está dispuesto a pagar con su persona, pero el rey lo perdona y le concede la mano de su hija, despertando en el muchacho una grande y legítima alegría:

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—Señor, yo seré la carne; vuestra merced el cuchillo. Corte de donde quisiere, de donde sea dolido. —Levántate, Gerineldo, mi camarero aguerrido; Que dice mi hija la infanta que hoy te estima por marido. Se levanta Gerineldo pegando saltos y brincos, Se fue pronto pal castillo, como otra vez había ido, Y allí se toman las manos como mujer y marido. En una versión puertorriqueña, breve síntesis finamente musical, está de nuevo presente el desarrollo dramático: Tomándolo de la mano ella lo llevó pasito adonde ella dormía y se acostaron juntitos. A la mañana siguiente los mataron allí mismo. Más curiosa es una versión dominicana, que repite las varias fases del romance original castellano, pero introduce una repentina e inexplicable ira del rey, quien habiendo apenas asegurado a su paje que no lo matará, de repente lo apuñala, causando con su muerte, a los pocos días, la de la misma infanta: No te mato Gerineldo, eres mi criado querido. El rey se está enfadando, el rey que ya se enfadó, le tiró una puñalada y a sus pies mortal cayó. Ya lo llevan, ya lo traen, ya lo llevan a enterrar. Ya le cosen las heridas con agujas de bordar; al completar los seis días ya lo llevan a enterrar. Al bajar las escaleras unos gritos se oyen dar: —¡Adiós, Gerineldo, adiós! A Dios te vas a gozar, al completar los seis días

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allá te voy a buscar. A los cuatro cayó enferma, a los seis la llevan a enterrar. Muertos injustamente por amor, los dos enamorados se transforman en f u e n t e de milagros, pero el a n ó n i m o autor, con improviso humor, se niega a aceptar sus poderes: Gerineldo es una ermita, la princesa un pie de altar, donde ciegos y tullidos allí se van a salvar. Una madre tengo tuerta, aquí ella no vendrá porque si es tuerta de un ojo tuerta de los dos saldrá.

3 A m o r y m u e r t e siempre van unidos en la tensa atmósfera de los enamorados. Desde tiempos remotos el tema tiene su resonancia en la literatura, donde siempre el amor aparece víctima de lo imprevisible, representado por un final trágico. La larga tradición de las Danzas de la Muerte se pone a la par en España con la de las desventuras de amor: la vida es precaria y está continuamente sometida al asecho de la Muerte. Sobre el tema tuvo enorme difusión en la península el romance de El enamorado y la Muerte, destinado a gran popularidad también en América. El sueño n o c t u r n o del enamorado venía presentado en el romance peninsular como algo maravilloso, tierno: Un sueño soñaba anoche, soñito del alma mía, soñaba con mis amores, que en mis brazos los tenía. Y de repente la aparición de una dama blanca, que el enamorado piensa ser la muchacha, y al contrario le revela que es la Muerte. Desesperado, el joven implora que le dé tiempo, pero inflexible la dama le anuncia que sólo le queda una hora. Corre entonces el enamorado a

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ver a su amada, que le baja una cuerda de seda para que suba a su cuarto, pero La fina seda se rompe; la Muerte que allí venía: —Vamos, el enamorado, que la hora ya está cumplida. En México, el romance castellano 5 da origen a desarrollos especialmente macabros. La Muerte es la Parca; el cordón de seda es una escala que la mujer entreteje c o n su melena y sus sábanas, detalle significativo; la conclusión fúnebre es subrayada por la inquietante carcajada de la Muerte: El enamorado sube por aquella fina escala, va llegando ya a lo alto cuando le sorprende el alba; cómo la escala es muy débil, no aguanta el peso y se rasga, y el enamorado cae a las plantas de la Parca, quien al verlo muerto dice, soltando una carcajada: «¡Vamos, el enamorado, que de mí ya no te escapas!»

4 Otro de los grandes temas del R o m a n c e r o fue el de la esposa infiel, cuyo final siempre desembocaba e n tragedia. El romance La amiga de

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Diego Catalán, 1970, p. 52, observa, en Por campos del Romancero, que el corrido mexicano, al contrario de lo que opina Mendoza en su estudio (1939), no es una «versión tradicional del romance español El enamorado y la Muerte», sino que «nada tiene de tradicional» y la fuente literaria es el texto que publicó Menéndez Pidal en su Flor nueva de Romances viejos, en 1928, «libro muy difundido en América a través de sus reediciones argentinas». Lo que no contrasta mi discurso acerca de la difusión y del origen del tema.

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Bemal Francés, de amplia difusión en la península, f u e en A m é r i c a el origen de varias versiones interesantes. A pesar de la realidad histórica, Bernal Francés era ciertamente símbolo de lo peligroso que se consideraban los caballeros de allende los Pirineos. El romance castellano abunda en lo trágico: aprovechando la oscuridad, el marido se presenta a su mujer c o m o el amante y una vez en la cama se muestra extrañamente frío; la esposa traidora, preocupada por su frialdad, le asegura que su esposo está lejos y de repente el supuesto amante se le revela su marido, anunciándole una terrible venganza: Lo muy lejos se hace cerca para quien quiere venir, y tu marido, señora, lo tienes ya junto a ti. Por regalo de mi vuelta te he de dar rico vestir, vestido de fina grana forrado de carmes!, gargantilla colorada como en damas nunca vi; el collar será mi espada, que tu cuello ha de ceñir. Nuevas irán al francés que arrastre luto por ti.

Deriva directamente de este romance el corrido mexicano La desgraciada Elena. Aquí Bernal Francés es Fernando el Francés y, m a r i d o traicionado, se prepara cuidadosamente a comprobar la traición de su esposa, decidido, u n a vez cierto, a matarla. A diferencia del r o m a n c e castellano, la mujer implora llorando piedad en nombre de sus dos criaturas, pero el m a r i d o inflexible la mata de u n disparo. E n el final el cantor interviene partícipe: ¡Oh, qué desgraciada de Elena cuando el cilindro tronó, con un balazo en el alma su marido la mató!

Agonizante, la m u j e r e n c o m i e n d a sus hijos a una criada y da una advertencia final a todas las mujeres casadas:

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Vengan todas las casadas a tomar ejemplo de mí; si no viven arregladas morirán como yo aquí. Más filosófica se presenta una versión de N u e v o México que vuelve al título original, implicando a la anterior protagonista: Bernal Francés (Elena). El ritmo es ágil y la historia se enriquece con otros detalles, la consideración, ante todo, de la ingratitud de las mujeres hacia quien tanto hace p o r ellas, y también la denuncia de c o m o el h o m b r e para su placer actúa de manera tonta: Qué trabajos pasa el hombre para gozar de placeres. Ponen su vida en peligro por las ingratas mujeres. El autor n o debía de ser ciertamente feminista. D e todos modos, la escena presenta al marido, d o n Benito, y al amante francés, d o n Fernández. Más decidido que el m a r i d o del texto anterior, d o n B e n i t o mata con cuatro balazos a d o n Fernández, luego viste su traje, se presenta a su mujer fingiendo ser su amante y esta, que n o le reconoce, lo trata con gran amor: «Le puso cama de flores / y se fueron a dormir». Viéndole tan frío, la traidora se muestra celosa y finalmente el marido se le revela y ella se echa a sus pies implorando, sin éxito, piedad en nombre de sus hijos: Elena se arrodilla pero no alcanzó perdón. En una cama de flores, allí fiie donde murió. Con tres tiros de pistola que su marido le dio. Elena era muy bonita, bonita y bien retratada. Su marido la mató a los tres años de casada. La cama florecida del amor era ya anuncio de muerte. E n el texto se subraya la belleza de la infiel y el a n ó n i m o autor parece que entiende

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rescatarla a través de su a r r e p e n t i m i e n t o e n p u n t o de m u e r t e . E l romance termina c o n acentos de gran ternura: Toda esa calle pa arriba de barandales enflorecidos; toda la gente asustada de ver a Elena tendida. —Adiós, queridos hermanos, arrastren luto por mí; adiós, mujeres casadas, no quieran vivir así. Doblen tristes campanas, al cabo se han de quebrar; que la traicionera Elena ya la llevan a enterrar. —Toma, criada, esos dos niños: llévaselos a mis padres. Si preguntan por mí diles que tú no sabes. O t r o t o n o t i e n e e n una v e r s i ó n argentina el r o m a n c e de Bernal Francés, sobre el a m b i g u o tema de la m u j e r que, previsora, ama c o n temporáneamente a dos hombres, aventajándose en ello: La mujer que quiere a dos dicen que es muy advertida, pues si una vela se apaga otra le queda encendida. S i g u e una rápida narración de los a c o n t e c i m i e n t o s , y el r o m a n c e concluye c o n el anuncio de parte del marido justiciero q u e se retirará en convento: «Yo entraré para siempre / al convento de San Gil». E n una versión chilena, titulada La adúltera, el r o m a n c e es más refinado: la esposa y el m a r i d o disfrazado se dicen palabras gentiles, pero el final es el m i s m o , incluso la d e c i s i ó n del o f e n d i d o de retirarse e n convento, esta v e z en el de San Agustín. A l contrario, San G i l l o n o m bra al c o m i e n z o la mujer, en su apreciación p o r el supuesto galán: ¡Válgame la Virgen pura, válgame el santo San Gil! ¿que caballerito es éste que las puertas me hace abrir?

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Sobre el mismo tema de la esposa infiel se difundió en España el romance de Blanca Niña, donde aparece una mujer furiosa con su marido que siempre va a la caza y la descuida; por eso formula contra él una serie de maldiciones: Rabia le mate los perros, y águilas el su halcón, y del monte hasta casa a él lo arrastre el morón. De la airada esposa se enamora un guerrero que desde siete años no se quita la armadura y tiene, por consiguiente, las carnes más negras que «tiznado carbón», feliz contraste con la blancura de la mujer, más blanca «que el rayo del sol». Acaso por su condición de guerrero, la esposa está dispuesta a correr la aventura, pero de repente aparece su marido que le pide razón de las desacostumbradas presencias en su casa: un caballo, una armadura, una lanza. La traidora admite su culpa y que merece el castigo. En una elaboración argentina, el tema se enriquece con ulteriores detalles. La aventura se desarrolla un domingo, vísperas de la Ascensión; la morada es una casa «enramada, / con armas de admiración»; el galán, don Carlos, es un lindísmo joven, nada menos que «hijo del emperador», rico, poderoso y tentador. La esposa infiel se dispone a la aventura, pero llega don Alberto, su marido, el cual viendo las citadas presencias en su casa le pide a su esposa la razón, luego oye los pasos del amante y toda tentativa de justificarse de parte de la mujer es inútil. Se traba una gran lucha a puñal y mueren todos, incluso la traidora: Desde el umbral de la puerta a la punta el corredor, se traban a puñaladas que daba temor a Dios. Carlos murió a media tarde, Don Alberto a entrar el sol, y mi señora Felipa al golpe de la oración. El romance concluye con un aviso útil y una nota tierna: En la orilla de este río y en el centro de este pueblo,

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oigan señoras casadas: nunca jueguen este juego. Al otro día de mañana redoblaron las campanas, para que pase un entierro de tres queridos del alma. En otro texto todavía, entre los numerosos sobre este tema, la venganza directa del marido no tiene lugar, porque éste devuelve la infiel a su padre para que él la mate; pero el pobre se niega a matar él mismo a su hija y anima al traicionado a hacerlo personalmente. Entonces el marido, evidentemente muy pío, prefiere remitirse a la justicia divina: «Que la mate el R e y del Cielo, / que para eso la crió». Otro romance tiene como protagonista a una bella mujer sin inhibiciones, doña Celimena, la cual desde su balcón viendo pasar un «galán / de muy buena condición», lo invita a subir: «Sube arriba, caballero, / que te quiero una razón». Cuando llega el marido, éste se muestra afectuoso con su esposa, la llama «luna», «sol», le trae un «conejito» —recordemos el significado erótico del animal—, pero descubre en tanto en la casa presencias nuevas: una capa, un caballo y se da cuenta del engaño; a pesar de que la mujer afirma ser regalos de su padre, el esposo observa que nunca les había regalado nada antes, cuando eran más necesitados; luego oye un respiro en la cama y la traidora le dice que es uno de sus hermanos; entonces el marido quiere conocerlo y la conclusión es la sangrienta de siempre. U n a versión chilena, La mala mujer, sigue en general la versión anterior. La «niña tan bonita / que le quita lustre al sol» es evidentemente de fáciles costumbres: tiene un marido, don Alberto, y sorprendida por éste intenta ineficaces justificaciones, acabando por confesar su culpa, lo que da lugar a la cruel venganza del ofendido, una matanza furiosa a la que siguen espléndidos funerales: La tomó de los cabellos, para el patio la sacó, le dio siete puñaladas y de la menor murió. Para dentro se entró; con don Carlos se encontró, y batieron las espadas, no se veía compasión.

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Don Carlos murió a la una y don Alberto a las dos. ¡Al otro día en la misa, qué bonita procesión! ¡qué repique de campanas en la iglesia mayor! ¡qué lindos los tres entierros de tres amantes que son! Aquí también parece q u e la m u e r t e rescata a todos de su culpa y sólo resplandece la fuerza del amor. D e interés es una versión dominicana, La esposa infiel, que, aunque presenta los mismos elementos, es m e n o s refinada. U n a vez q u e la mujer ha admitido su culpa, el marido le promete arteramente que n o la matará, y hace lo contrario: No te mataré, doña Ana, no te mataré, mi flor; la cogió de los cabellos, cinco puñaladas le dio. U n a versión venezolana p o n e el acento, en el título, sobre la p u n i ción del tentador: El adúltero castigado. N o r m a l m e n t e era la m u j e r la culpable, y aquí es el hombre, d o n Corva, que persigue a una p o r cierto n o virtuosa doña Alba, esposa de d o n Francisco. La conclusión es la matanza de costumbre. Descubierto, el adúltero intenta justificar su presencia en la casa y afirma que ha entrado en ella persiguiendo una garza, pero el esposo le responde amenazador: Esa garza que tú buscas, muerta te la tengo yo, y como muere la garza así muere el cazador. Sigue inmediatamente la escena de sangre; el marido se apodera de la mujer: La cogió de los cabellos, siete salas la arrastró, llegando a la última sala

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siete puñaladas le dio. A la una murió doña Alba, a las dos murió don Corva, y a las tres don Francisco, al primer rayo del sol. Venganza espantosa y un solo detalle poético, que redime la escena: el primer rayo del sol, como para borrar el espantoso espectáculo.

5 M u y difundido en España fue el romance del Conde Olinos, rico en lirismo en t o r n o a una fábula delicada, d o n d e la m u e r t e corona al amor, debido a la incomprensión y la diferencia de casta. La escena inicial presenta un sugestivo panorama m a r i n o que introduce en la dimensión fabulosa de la aventura. Es el alba y Madrugaba el Conde Olinos mañanita de San Juan, a dar agua a su caballo a las orillas del mar. Mientras el caballo bebe canta un hermoso cantar; las aves que iban volando se paraban a escuchar. También oye ese canto la reina y creyéndolo de una sirena llama a su hija para que ella también lo oiga: «Mira, hija, como canta / la sirena de la mar». Pero la muchacha le aclara que se trata del Conde Olinos y que ambos son enamorados. La reina declara entonces que lo hará matar, porque no es de sangre real. E n vano la muchacha la suplica, pero la cruel mujer hace eliminar al joven a «lanzadas» y la muchacha muere también por el dolor: La infantina, con gran pena, no cesaba de llorar: él murió a la media noche, ella a los gallos cantar.

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En una versión argentina, El Conde Niño, se denuncia la envidia de la reina y se afirma la fuerza del amor, como dice Quevedo, fuerte «más allá de la muerte» 6 . El final del romance es originalmente poético, aunque pone de relieve una vez más la índole cruel de la reina: Dos arbolitos nacieron en una llana amistad: de los gajos que se alcanzan, besos y abrazos se dan, y la reina envidiosa luego los mandó cortar: ella se volvió paloma, él se volvió gavilán. Una versión colombiana menos refinada, trata del Condetiillo o Niño Condenillo y sigue el romance peninsular. Sin embargo, un detalle, el de los peces que se detienen a escuchar el canto del conde, envía al romance del Conde Arnaldos, donde avanza una misteriosa galera, con un marinero que canta un misterioso y atractivo cantar: que la mar facía en calma, los vientos hace amainar, los peces que andan n'el fondo arriba los hace andar, las aves que andan volando n'el mástel los faz posar. La trama es la misma del romance argentino El conde Niño, y al final la princesa se transforma en «paloma» y el Condenillo en «gavilán». En una versión cubana, el romance llamado nuevamente del Conde Niño, también las aves se ponen a cantar y al final los dos enamorados, una vez difuntos, se transforman, ella en una iglesia, él en un rico altar, «donde celebran la misa / la mañana de San Juan». El significado es comprensible más allá de las referencias religiosas. M u y poética es una versión dominicana del Conde Niño, donde el acento se pone con logrado énfasis sobre el poder atractivo del canto: no solamente las aves se paran a escucharlo, sino el caminante desanda su camino para oírlo y el navegante vira su barco: 6

Ver el poema «Amor constante más allá de la muerte».

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caminante que camina su marcha vuelve hacia atrás, navegante que navega su barco vuelve a virar. Este final r e ú n e de m a n e r a curiosa todas las innovaciones de las versiones antes ilustradas y con sentido lógico la princesa es enterrada bajo el altar, mientras el conde, de categoría nobiliaria inferior, «un poquito más allá». Las transformaciones sucesivas se salen de toda lógica, a pesar de lo cual los últimos versos crean u n eficaz clima poético marino: Ella se volvió una iglesia, él se volvió un rico altar, donde celebran sus misas la mañana de San Juan. Ella se volvió una paloma, él se volvió gavilán, y allí fabrican sus nidos a las orillas del mar. Vale decir que, puesto que los dos infelices n o pudieron ser esposos en vida, lo son ahora c o m o aves.

6 G r a n m o t i v o lírico ha sido siempre la celebración de la belleza femenina y para los romances americanos la referencia es individuable en el t e x t o peninsular La misa de amor, q u e presenta u n a m u j e r de encantadora presencia. La bella criatura, que se dirige a la misa en una «mañanita de primor», fascina por su traje y sus adornos: Viste saya sobre saya, mantellín de tornasol, camisa con oro y perlas bordada en el cabezón. Pero más encanta p o r su belleza, el resplandor q u e dimana de su cara, de la que el cantor exalta la boca, el color y los ojos:

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En la su boca muy linda lleva un poco de dulzor; en la su cara tan blanca, un poquito de arrebol, y en los sus ojos garzos lleva un poco de alcohol. N i n g u n a maravilla, p o r consiguiente, si u n a criatura tan bella, maquillada sabiamente, sin exageración, y de ojos azules, despierta en las mujeres envidia, en los hombres amor y trastorna hasta monacillos y curas: Las damas mueren de envidia, y los galanes de amor. El que cantaba en el coro en el credo se perdió; el abad que dice misa ha trocado la lición: monacillos que le ayudan no aciertan responder, non, por decir amén, amén, decían amor, amor. D e gran finura es la representación: frente a tan hermosa m u j e r se piensa n o tanto en la Beatriz de D a n t e , sino en la doña E n d r i n a del Arcipreste de Hita, igualmente bella y vital, motivo de turbación en los hombres: ¡Ay, Dios, e quán fermosa viene Doña Endrina por la plaça! ¡Qué talle, qué donaire, qué alto cuello de garza! ¡Qué cabellos, qué boquilla, qué color, qué buenandança! Con saetas de amor fiere quando los sus ojos alza. E n una versión argentina, Misa de amor, la finura del romance p e n i n sular se pierde, a pesar de que el texto queda fiel al original en cuanto a efectos de la belleza de la mujer sobre quien la ve. Se acentúa, al c o n trario, la carga erótica. Protagonista es doña María, hija el gobernador, y sus atractivos son el traje y las piernas, que, al salir de la iglesia, muestra, sin quererlo, cuando recoge el chai que se le ha caído; y tanto es el efecto que quien «estaba repicando», trastornado, cae del campanario,

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mientras el cura, intentando celebrar la misa, turbado también, maldice del amor, inmediatamente reprendido por el sacristán: El que estaba repicando del campanario cayó y el que decía misa en la misa se turbó. Por decir: —¡Santo Evangelio! dijo: —¡Maldito el amor! Y el sacristán le responde: —¿Qué es eso, padre, por Dios? Si lo refinado del romance peninsular se ha perdido en parte en esta versión argentina, el resultado es más inmediato e introduce costumbres y relaciones sociales propias del área d o n d e nace: n o se celebra inmediatamente el amor, sino que éste se afirma en el contraste entre la maldición del cura y la protesta del sacristán.

7 La literatura abunda en encuentros y enamoramientos entre bellas mujeres de alto estado social y hombres de clase inferior: siervos, jardineros, pastores, algunos reales, otros que se disfrazan c o m o tales para llegar a la mujer que aman. Pensemos en el Don Duardos de Gil Vicente y en los innumerables casos de enamorados presentes en el teatro del Siglo de Oro. El tema floreció también en el Romancero, pero enamorada es la mujer, n o el pastor. Es le caso del Romance de la gentil dama y del rústico pastor, donde la dama requiere de amor al «villano vil», u n pastor verdadero, pero éste para quedar libre la rechaza, a pesar de todo lo que ella le ofrece, amor, una vida maravillosa, regalos y hasta u n a f u e n t e abundante donde abrevar sus ovejas. —Yo no quiero tu gran fuente, responde el villano vil: ni mujer tan amorosa no quiero yo para mí. El rústico personaje desconfía sobre todo del demasiado amor de la mujer, que acabaría p o r sofocarlo, y de esta manera interpreta el miedo

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masculino a perder su independencia, estimando mejor la aventura. El romance se califica también c o m o u n elogio a la vida del campo, que asegura libertad al individuo. En una versión chilena, La dama y el pastor, que sintéticamente sigue el modelo castellano, la mujer frustrada advierte al final de que hay que desconfiar de quien, crecido en el m u n d o rural, n o conoce al amor. E n otra versión argentina, Estaba un pastor un día, la dama q u e declara al pastor su amor es más decidida; rechazada, elogia al h o m b r e por su resistencia y le pide que, c o m o caballero, n o revele a nadie su rechazo. El pastor se erige entonces orgullosamente en ejemplo: «En mí pueden aprender». U n a versión de N u e v o México, La dama y el pastor, presenta nuevam e n t e a una m u j e r ardiendo en a m o r p o r u n pastor, a q u i e n le da a entender claramente su deseo: Una niña en un balcón le dice a un pastor: —Espera, que aquí te habla una zagala que de amor se desespera. Vente, pastor amoroso, que aquí te habla tu paloma: arrímate para acá: no haya miedo que te coma. El romance presenta u n ritmo ágil y rico en movimiento. El pastor rechaza el ofrecimiento de amor, pero, más sensible que el «villano vil», sucesivamente se arrepiente, le pide perdón a la dama por haberla ofendido y parece que está a p u n t o de entregarse; pero ahora es la m u j e r quien rechaza al pastor y lo condena a la soledad, a la pérdida de u n bien que n o supo apreciar cuando se lo ofrecía. Declara la mujer: «Llora tu soledad, / que yo la lloré primero». Amargamente concluye el hombre: —Haré de cuenta que tuve una sortija de oro, y en el mar se me cayó: ahora la perdí del todo. Naturalmente se da también el caso del pastor que se desespera p o r que n o encuentra correspondencia a su amor, c o m o pasa en el r o m a n ce peninsular El pastor desesperado. Tanta es su p e n a q u e ni siquiera

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m u e r t o quiere paz y suplica q u e su sepultura sea en el verde p r a d o donde pastan sus ovejas: ¡Adiós, adiós compañeros, las alegrías de antaño! Si me muero deste mal no me enterréis en sagrado; no quiero paz de la muerte, pues nunca fui bien amado; enterréisme en prado verde, donde paste mi ganado, con una piedra que diga: «Aquí murió un desdichado; murió de mal del amor, que es un mal desesperado». C o m o bien es sabido, la infelicidad en amor es fruto con frecuencia de malentendidos o de descuidos. E n este caso, el pastor n o se había dado cuenta de que una joven pastora lo amaba. D e algunos e l e m e n t o s de estos romances peninsulares derivan interpretaciones americanas interesantes. E n Colombia, u n Corrido del llanero introduce una escena típica del m u n d o rural, la doma de u n toro y el hombre, herido de una cornada, pide sepultura en u n sitio elevado donde, al contrario del protagonista hispano, n o le pise el ganado. Al verde del prado, q u e d o m i n a en el romance original, el c o l o m b i a n o sustituye el rojo de u n letrero, alusión a la sangre de la herida: Que me entierren en la loma onde no suba el ganao y me pongan en la tumba un letrero colorado, pa que digan las muchachas aquí murió un desgraciao. No murió de tabardillo ni de dolor de costao, sino de un fuerte tirón que le dio un toro pintao. Nada de mal de amor: sólo una desgracia corriente en la vida campesina.

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E n una versión chilena, más breve, el romance Bartolillo, el tema es el mismo, pero el texto se enriquece en notas cromáticas. El joven Bartolillo, puesto a guardia de u n toro, pide, si h e r i d o de muerte, que lo entierren n o en lugar sagrado, sino «en campo verde», y que lo pise el ganado, c o m o en el romance peninsular, manifestando de esta manera su apego a la vida del campo. Al final quiere que se ponga u n «letrero colorado» sobre su sepultura, donde se indique que ha sido matado p o r el toro, n o «Pintao», sino «Nevao»: Si este toro me matase, no me entierren en sagrado, entiérrenme en campo verde donde me pise el ganado. A mi cabecera pongan un letrero colorado, y digan las cinco letras: «Aquí murió un desdichado; no murió de calentura ni de dolor de costado, murió de una cornadilla que le dio el toro Nevado». C o m o se ve, la historia es la misma y sólo cambia el color del animal. U n a versión nicaragüense, Sáqueme ese toro pinto, se centra en una demostración de valor ante su esposa. Dice el protagonista: «Sáquenme ese toro pinto, hijo de la vaca mora, quiero sacarle la suerte delante de mi señora». E n el caso de q u e el t o r o lo mate, el h o m b r e pide, c o m o en los demás romances, que se le cave la sepultura «onde la pise el ganao» y se ponga sobre ella u n letrero en «letras coloradas» que diga c ó m o «murió de la gran cornada / que le dio el toro pintao». M u y fina y delicada es una versión dominicana titulada El niño, elaboración plenamente original. Trátase ahora de u n joven, que sufre p o r u n amor sin esperanza; cuatro médicos «de los mejores de España», n o han podido sanarle y ahora se encuentra entre la vida y la muerte. E n

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esta condición el joven les pide, caso de que muriera, que lo entierren «en prado verde / en donde pasta el ganado».Ya no se trata de «pisa», sino de «pasta», lo que nuevamentre subraya el apego a la tierra, y otro detalle lo confirma, puesto que el pobre quiere que le pongan como cabecera la silla de su caballo y en la sepultura «cuatro ladrillos dorados», y en fin un letrero que denuncie la causa de su muerte: «Aquí yace un desdichado. N o murió de calentura, ni de dolor de costado: ha muerto de un mal de amor, de un amor desesperado».

Pocos detalles nuevos sobre una trama común, pero que valen a diferenciar positivamente los romances citados; lo que demuestra cómo el contenido sustancialmente se transmitía de una elaboración a otra, como a través de vasos comunicantes, pero con intervenciones originales. La misma versión de El niño encontramos en N u e v o México, donde, sin embargo, aparece un detalle que amplía el panorama rural: el que está muriendo por penas de amor desea ser sepultado no en un prado verde, sino en un arroyo: «Entiérrenme en el arroyo / donde me pise el ganado». Una suerte de purificación por el agua y de continuidad en la vida rural a través del ganado. Los ilustrados son sólo algunos ejemplos, sacados de la vasta mies producida por el Romancero peninsular en América y confirman a través del tiempo la vigencia de la creación hispánica.

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EL R O M A N C E R O Y AMÉRICA E N EL SIGLO DE O R O Aurelio González El Colegio de México

Menéndez Pidal considera que se puede «decir con seguridad que un copioso romancero pasó a América en la memoria de aquellos que tripulaban las naves descubridoras y en el recuerdo de cuantos después allá fueron» 1 . Tomando en cuenta la popularidad del género en aquel momento y su difusión por la imprenta, es claro que el género romancístico estuviera en los labios y la mente de los españoles de la época y por tanto acompañara a los navegantes, misioneros, exploradores, soldados y funcionarios al Nuevo Mundo como parte de su acervo cultural tradicional, pues los versos de los romances reflejan y reflejaban los valores de la comunidad, además de contener historias fascinantes y ejemplos de vida desde el mundo de la ficción. Por otra parte, los hombres y mujeres que los cantaban lo hacían de manera natural, con la tranquilidad del saber no aprendido. Pero también sabemos que de múltiples maneras los romances también llegaron al Nuevo Mundo impresos en forma de pliegos sueltos y cancioneros muy variados. Por otra parte, no hay que olvidar que en líneas generales en la poesía de los Siglos de Oro tiene especial importancia el Romancero nuevo, posiblemente por la popularidad de sus textos y el reconocimiento y calidad de algunos de los poetas que escribieron obras en este género, el cual, en una visión panorámica de la poesía de la época, habría que situar a partir del decaimiento del gusto por los romances viejos hacia 1584, después de la publicación de la colección de Loren-

1

Menéndez Pidal, 1968, p. 226.

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zo de Sepúlveda2, y concluiría, si nos guiamos por la existencia de ediciones, casi un siglo después en 1677 con el libro de romances «nuevamente impressos por un corioso» en Amsterdam. El momento de mayor brillo de este Romancero nuevo hay que situarlo entre 1589 y 1621, esto es el momento de esplendor de lo que llamamos el Siglo de Oro, entre la aparición de la primera de las Flores de Moncayo y la publicación de la Primavera y flor de Arias Pérez. Desde luego, hay colecciones que se pueden considerar de transición en las cuales, al lado de los romances que conservan el antiguo estilo tradicional y temas viejos, aparecen textos con nuevos temas, y escritos ya bajo los principios del nuevo gusto, como las Rosas deTimoneda (1573) o las mismas Guerras civiles de Granada (1595) de Pérez de Hita. Podemos sintetizar planteando que en el período que definimos del o los Siglos de Oro, esto es buena parte de los siglos xvi y XVII, el Romancero tiene plena vigencia en la cultura literaria de esa época, básicamente en los estilos y períodos que definimos como Romancero viejo y Romancero nuevo y en menor medida en los romances vulgares o de ciego. Regresando al Nuevo Mundo, decíamos que los romances también llegaron a América impresos en libros. Por un lado están los libros de música cuyo contenido en el siglo xvi básicamente está formado por villancicos y romances tradicionales, núcleo que se refuerza con el auge que adquiere la vihuela. Sabemos del desarrollo y la riqueza que tiene la música en América por los ricos archivos catedralicios de las ciudades de México, Puebla, Oaxaca, Lima o Bogotá, y desde luego es muy difícil suponer que los tocadores de vihuela o guitarra o los cantores sacros desconocieran los romances cuya música de gran popularidad y presencia muchas veces era la pauta para interpretar las nuevas composiciones. Por otra parte también está claramente documentada en los siglos xvi y xvii, gracias a la ordenanza de Carlos V del 5 de septiembre de 1550, que exigía que se anotaran los nombres de cada obra y no en bloque, la presencia de obras que son fuente de romances en los inventarios de libros despachados desde Sevilla por la Casa de Contratación para el Nuevo Mundo. Pero los romances no sólo llegaron a América, sino que arraigaron en la nueva tierra como cosa propia al grado que también se generaron

2 Sepúlveda, Romances nuevamente sacados de historias antiguas de la crónica de España.

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romances en el N u e v o M u n d o a partir de los mismos modelos vigentes en España. C o m o decíamos al principio, en América, además de los músicos y cantores —transmisores profesionalizados—, t a m b i é n se afincará ese otro transmisor n o profesionalizado — e n realidad n o importa m u c h o que sea u n clérigo misionero, u n bachiller letrado, u n soldado inquieto, u n simple hidalgo o u n villano en busca de f o r t u n a — que es poseedor de una cultura tradicional y u n espíritu cercano al juglaresco que le permite tanto refuncionalizar y adaptar las historias de los romances a su nuevo contexto social e ideológico, c o m o transformar las acciones y los hechos cotidianos que vivió o le contaron de la Conquista y de los años inmediatos, en materia literaria, tal c o m o sucedía y había sucedido en España en las décadas anteriores 3 . N o se trata en este caso de refundiciones, sino de creaciones y recreaciones que podían darse en u n ámbito culto o semiculto, pero después t a m bién correr el abierto espacio de la oralización y la tradición oral. Sabemos de la presencia de los romances en el N u e v o M u n d o , además de p o r los bien conocidos testimonios cronísticos de los primeros años de la Conquista (Bernal Díaz del Castillo, en la Historia verdadera de la conquista de la Nueva España o Pedro Cieza de León en De la crónica del Perú), por otros testimonios en documentos de índole distinta de la cronística, c o m o p o r e j e m p l o u n m a n u s c r i t o c o n i n t e n c i ó n legal procedente de la Biblioteca Nacional de Chile que dio a conocer Julio Vicuña Cifuentes 4 a partir de la información que sobre el manuscrito le proporcionó Federico Hansen. El d o c u m e n t o , fechado en 1605, se encuentra en el expediente del capitán Francisco D o n o s o C e r r u d o a propósito de la entrega de cuentas del t i e m p o en que llevó a cabo la curaduría de los hijos m e n o r e s de H e r n a n d o de P r a d o y Lorenza Berru. Se trata de u n manuscrito poético con 24 composiciones, 22 de ellas romances c o m o el Enojo del Cid («Pensativo estaba el Cid») o Bernardo del Carpió. Por los errores que presentan los textos es fácil suponer que fueron escritos de m e m o r i a p o r el capitán D o n o s o o tal vez c o p i a n d o de algún o t r o d o c u m e n t o n o impreso, mientras hacía el inventario de los bienes de los menores a su cuidado. Dieciocho de los romances incluidos en ese manuscrito se hallan también en el Romancero general de 1604 (publicado en M a d r i d p o r Juan de la Cuesta), lo

3

González, 1992, pp. 211-224.

4

Real Audiencia, vol. 1, pieza l.Vicuña, 1912, pp. 7-8.

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cual muestra lo cercano que estaba el gusto en América de sus modelos peninsulares, los cuales tenían indudable vigencia en t o d o el á m b i t o hispánico. Otros textos que también nos muestran la vitalidad del R o m a n c e r o tradicional entre los autores del primer m o m e n t o de la presencia española en el N u e v o M u n d o son claramente literarios c o m o las Elegías de varones ilustres de Indias de J u a n de Castellanos, q u i e n escribe en el N u e v o R e i n o de Granada, hoy C o l o m b i a , a mediados del siglo xvi. Castellanos, nacido enAlanís (Sevilla) en 1522, llegó al N u e v o M u n d o hacia 1540 y participó en diversas expediciones por la isla Margarita y el interior de Venezuela; después se estableció en Cartagena, R í o de la Hacha, Santa Fe, buscó oro y perlas, y finalmente se ordenó sacerdote hacia 1555. Entre 1577 y 1601 fue que trabajó en su largo p o e m a épico en endecasílabos Elegías de varones ilustres de Indias mientras se estaba c o m o Beneficiado en la catedral de Tunja, C o l o m b i a . El p o e m a trata de la historia del descubrimiento en México,Venezuela y Colombia a partir de C o l ó n . E n su obra, Castellanos utiliza de distinta f o r m a al menos seis romances tradicionales: El Marqués de Mantua, Montesinos, Gómez Arias, Mira Ñero de Tarpeya, Mis arreos son las armas, Gaiferos y Melisenda. Estos romances, salvo el de G ó m e z Arias, se e n c u e n t r a n publicados en la gran recolección de Martín N u c i ó que tuvo múltiples secuelas y ediciones 5 . Parece claro, según los estudios de Isaac Pardo y Gisela Beuder 6 , que Castellanos utiliza las referencias romancísticas en su obra c o m o tópicos literarios p l e n a m e n t e vigentes en el c o n t e x t o cultural del N u e v o M u n d o . Es u n hecho que el R o m a n c e r o se afincó m u y pronto en el N u e v o M u n d o y, c o m o se ve p o r los ejemplos anteriores, son claras las huellas de la presencia del R o m a n c e r o tradicional, pero c o m o hemos dicho, en u n p e r í o d o más largo de t i e m p o el género n o se limita a ese estilo romancístico, y p o r lo tanto en A m é r i c a t a m b i é n deja su huella el R o m a n c e r o n u e v o — t a n en boga en la época gracias al impulso de Lope, Góngora o Liñán de R i a z a — en autores cultos c o m o el novohispano Fernán González de Eslava, quien, aunque nacido en España (probablemente en Toledo en 1534), escribió su obra en México en el últim o cuarto del siglo xvi (muere hacia 1603). Eslava cita o contrahace,

5 6

Martín Nució, Cancionero de romances, Amberes, 1550. Pardo y Beutler, 1977, pp. 3-56.

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además de otros cantarcillos y coplas populares, hasta treinta romances nuevos y viejos en sus Coloquios espirituales y sacramentales, destacando la «Ensalada de San Miguel» 7 en la que, entre otros, utiliza versos de El prisionero, El infante vengador, Virgilios y Roncesvalles, además de romances nuevos c o m o Las redes sobre la arena, de Góngora, De pechos sobre una torre y Des fierran al moro Muza, de Lope de Vega, y Encima de un pardo escollo de Liñán de Riaza, así c o m o otros anónimos c o m o Medio día era por Jilo o Sobre las blancas espumas. Estos últimos necesariamente debían de ser del d o m i n i o c o m ú n , pues de lo contrario n o se justificaría su utilización, vueltos a lo divino p o r Eslava, en una ensalada alegre que tendría c o m o destinatario una colectividad multirracial y popular. Esto además nos indica que los romances nuevos también debieron circular p o r las calles de México, emparejados con romances viejos tradicionales, casi al mismo tiempo que en España, esto es a partir de 1580 8 . Pero n o sólo se difundieron los romances de estilo tradicional y los nuevos con sus artificios m u c h o más cultos, también se tiene constancia de la presencia de algunos romances vulgares difundidos originalm e n t e p o r m e d i o de pliegos, pero en proceso de tradicionalización, c o m o lo indica la versión de La esposa infiel asonantada en ó también conocida c o m o La mujer del gobernador9, encontrada manuscrita en el margen de u n d o c u m e n t o de 1630 en el Archivo Capitular de Jujuy, Argentina, y dada a conocer en 1917 p o r R i c a r d o Rojas, que probablemente date del siglo XVIII 10 . A pesar de la indudable importancia histórica, política, social y cultural que tuvo para España el hecho del Descubrimiento y la posterior conquista de América, la traza que dejó p o r u n lado en la literatura del R e n a c i m i e n t o y el Barroco y por otro en la literatura de tipo tradicional y sus formas derivadas, n o fue tan intensa c o m o podría suponerse. Sin embargo, aunque de f o r m a limitada, el h e c h o mismo de la C o n quista, sus acciones, intrigas y personajes, sí f u e r o n tema para textos romancísticos que se integraron tanto a la transmisión tradicional oral c o m o a la transmisión escrita culta, d o m i n a d a p o r el R o m a n c e r o nuevo, que se desarrolló en las últimas décadas del siglo xvi y primeras del siglo XVII. 7 8 9 10

González de Eslava, 1989, pp. 229-232. Frenk, 1990, II, p. 332. Publicada en Carrizo, 1934, pp. 26-27. Chicote, 2001, p. 101.

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Muestra de esta presencia se encuentra, en el caso de la épica renacentista y barroca, en autores c o m o Alonso de Ercilla y Pedro de Oña, quienes trataron con sentido épico o elegiaco acciones y personajes de la conquista de Chile; Juan de Miramontes y Zuazola o Alonso Enríquez de Guzmán en el mismo sentido pero sobre la conquista del Perú, y Gabriel Lobo Lasso de la Vega o Francisco de Terrazas de México 1 1 . Todos estos textos poéticos tienen p o r referente alguno de los episodios más i m p o r t a n t e s de la conquista y colonización del N u e v o Mundo. El ciclo más importante de romances relacionado con el proceso de la Conquista de América, indudablemente es el q u e se desprende del p o e m a épico de Ercilla La Araucana, sobre acciones de la conquista de Chile y las luchas entre Pedro de Valdivia y el cacique indígena Lautaro 1 2 . Esta obra, probablemente la m e j o r de la épica renacentista española, gozó de grandísima popularidad, ya q u e entre su aparición en 1569 (en realidad,la primera parte en 1569, la segunda en 1578 y finalm e n t e la tercera en 1589) y 1632, tuvo 23 ediciones, cantidad nada despreciable si t o m a m o s en cuenta q u e la poesía de u n escritor tan i m p o r t a n t e e influyente en el m u n d o literario c o m o Garcilaso de la Vega, sólo tuvo 15 ediciones entre los siglos xvi y xvn. Del p o e m a de Ercilla, de la parte tercera, se generan 16 romances, u n o de los cuales, Por los cristalinos ojos, ya aparece publicado en 1589 en la primera Flor de varios romances (Huesca, 1589), de Pedro de Moncayo 1 3 , inicio de las publicaciones del R o m a n c e r o nuevo. Ese mismo romance, más Durmiendo estaba Lautaro, Con el gallardo Lautaro y El cabello de oro puro, se incluyen en la Flor nueva de varios romances nuevos. Primera y segunda parte publicada en Barcelona en 1591. Otros dos romances, Con un lucido escuadrón y Ufano con mil Vitorias, se publican en la sexta parte del Ramillete de flores (Lisboa, 1593), así c o m o otros nueve en u n a especie de apéndice (fols. 424-444) intitulado Nueve romances en que se contiene la tercera parte de la Araucana [...]. Sin embargo, al Romancero general (Madrid, 1600), magna recopilación de la nueva tradición romancística, solamente pasaron los seis romances sueltos, pero n o los que c o m p o n e n la mencionada serie de nueve publicada en Lisboa. La populari-

11 12 13

Pierce, 1968, pp. 327-362. Ver Rodríguez-Moñino, 1976, pp. 243-251. Pedro de M o n c a y o , Flor de varios romances nuevos y canciones, I, fols. 1 2 5 v - 1 2 6 r .

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dad de los romances araucanos corrió pareja con la que gozó la obra de Ercilla, pues estos romances también se recogen en pliegos sueltos (por ejemplo en el Séptimo quaderno de varios romances, letras y seguidillas las más modernas que hasta hoy se han cantado,Valencia, 1601) y en manuscritos c o m o el Cancionero de poesías varias14. Entre los romances derivados de La Araucana unos se distinguen p o r su acentuado t o n o lírico siguiendo los moldes desarrollados p o r la p o e sía amorosa y cortés de la época, tal c o m o se puede ver en esta colorística descripción en la cual n o están ausentes tópicos c o m o los rubios cabellos, lógicamente expresados c o m o oro, a u n q u e se trata de G u a colda, la amada del cacique indígena Lautaro: Por los cristalinos ojos el corazón destilando, todo el resto hecho ventanas, el pecho acardenalado, denegrido, y ceniciento, el color blanco, rosado, el cabello de oro fino, por tierra todo sembrado está la bella Guacolda atenta solo al cuidado de lamentar sus desdichas sobre el cuerpo de Lautaro15. C o m o es natural otros tienen u n t o n o m u c h o más épico y se c e n tran en las acciones guerreras. El t o n o es m u c h o más romancístico y acorde c o n el estilo q u e p r o p u g n a el R o m a n c e r o n u e v o y q u e lo m i s m o aparece en algunos romances moriscos, q u e caballerescos de tipo ariostesco o de cautivos: Con un lucido escuadrón de gente valiente armada y en cosas de la milicia toda bien disciplinada, viene el hijo de Pilán blandiendo una gruesa lanza prometiendo a sus soldados 14 15

Manuscrito 2803, Biblioteca del Palacio Real de Madrid, c. 1582. Romancero general, 1947, p. 38.

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libre saco, franca entrada. Llegan a Concepción, adonde aguardando estaba no gente que la defiende sino mucho oro y plata que los míseros vecinos dejaron, por poner guarda a sus miseras personas pues sin ello todo es nada 1 6 .

Aunque esto no quiere decir que se renuncie al artificio brillante como se puede ver en la dilatada enumeración siguiente plena de imágenes colorísticas: Los Bárbaros acometen con tal furor y pujanza cual los griegos indignados hicieron en Troya entrada Cuál se carga de fino oro cuál de la cendrada plata, cuál de las ropas de seda, cuál de los paños de grana, cuál del jacinto o rubí 1 7 .

Entre estos polos lírico y épico se desarrollaron los mencionados 16 romances entre 1589 y 1593 teniendo múltiples impresiones y reimpresiones que hicieron que el pueblo no docto pudiera «a través de pliegos sueltos y romances, tener acceso a una de las obras cumbres de nuestra literatura, y a su vez La Araucana, al volcarse en el vehículo más popular, pudo cumplir y cerrar perfectamente el ciclo de sus influencias y proyecciones» 18 , lo cual es muestra de la importancia que tuvo el Romancero en la cultura de los Siglos de Oro. Mientras esto sucede en España, el fraile murciano Antón de Lescámez escribe en la ciudad de Ozama el Romance de Ximénez de Quesada cuyos 80 versos parecen ser los primeros escritos en el Nuevo R e i n o de Granada 19 y el tema es el vasallo rebelde. 16 17 18 19

Romancero general, 1947, p. 322. Romancero general, 1947, p. 322. Rodríguez-Moñino, 1976, p. 251. Otero Muñoz, 1932, pp. 50 y 54.

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Otro ejemplo de la relación del Romancero con la Conquista lo tenemos en Perú, aunque con otro tipo de romances y con otra importancia. En Perú, los romances compuestos sobre los hechos más importantes de la Conquista se refieren básicamente a las guerras y revueltas entre los distintos bandos de conquistadores y contra la autoridad constituida de la Audiencia o del virrey que sacudieron la región durante los primeros años de la presencia española en la zona. U n o de los primeros romances que se conservan de esta región de América trata del alzamiento y muerte de Diego de Almagro en 1538 y se atribuye a Alonso Enríquez de Guzmán, aventurero controvertido, cortesano y culto que utiliza varios géneros poéticos cuando escribe «Así pasó con el relato de la muerte de Almagro, después de la crónica, después del verso de arte mayor, viene el romance "el qual se ha de cantar al tono del Buen conde Fernand González"»20, referencia que de por sí es otro indicio de la popularidad en América de los romances en boga en la Península en este caso relacionado temáticamente con lo sucedido a Almagro. El romance empieza así: Porque a todos los presentes y a los que dellos vernán este caso sea notorio, lean lo que aquí verán, y noten, por ello visto, para llorar este afan la más cruel justicia que nadie puede pensar contra el más ilustre hermano 21 .

El estilo se aleja tanto del tradicional viejo, como del culto nuevo y recuerda más bien la literatura popular noticiera y escandalosa de pliego profundamente normativa, que en los géneros modernos encontramos, por ejemplo en el corrido mexicano. Aunque en los romances de esa época predominan los conflictos entre los españoles, el m u n d o indígena también está presente, c o m o ejemplo tenemos el romance que se atribuye a Gonzalo Zúñiga sobre el rescate de Atabálipa (Atahualpa) que narra también un episodio central de la Conquista del Perú.

20 21

Coello, 2001, p. 300. Romero, 1952, p. 18.

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O t r o de los romances sobre los acontecimientos en el Perú recién conquistado, m u c h o más llamativo y perdurable q u e los anteriores, trata del alzamiento de Francisco H e r n á n d e z Girón, la última de las rebeliones de los primeros conquistadores en la región de Perú y Ecuador. Los romances recuerdan las acciones de Hernández Girón, quien, apoyado p o r los i n c o n f o r m e s con las Leyes Nuevas, declaró el 12 de noviembre de 1553 su oposición a la C o r o n a , y a u n q u e venció en la batalla de Chuquinga, fue derrotado en Pucara capturado y ejecutado. El siguiente romance se incluyó en la Relación de lo acontecido en el Perú desde que Francisco Hernández Girón se alzó hasta que murió: D e ese fuerte de Pucara, Francisco Hernández salía un lunes a media noche, de octubre, octavo aquel día. Casi mil trae consigo, que pocos menos tenía, muy en orden su escuadrón, caballos e infantería, cuatrocientos arcabuces, muy diestros los que los tiran. Tocando sus atambores y sus banderas tendidas, van a dar al campo real, que cerca dél atendían; porque entonces fue avisado que munición no tenía, piensa dalle encamisada con la escuridad que hacía. Los del rey, como supieron que allí el tirano venía, los toldos dejaron solos y en escuadrón se ponían. Cuando tocaron el arma cada cual mucho se anima; El capitán Diego López, que la munición tenía, en aquel punto llegara, que a todos diera la vida 22 .

LohmannVillena considera que «por la índole supersticiosa y romántica de su caudillo, al lado de las agudezas y donaires propios de campañas bélicas, florecieron romances teñidos de suave melancolía por la infortunada suerte del protagonista y de su esposa, llamada con u n sobrenombre legendario: "la reina del Perú"» 23 . Hasta donde se sabe, los dos romances: En el Cuzco, esa ciudad y De esefuerte de Pucará, sobre el alzamiento y muerte de Hernández Girón, sólo fueron publicados en el siglo xix, sin embargo, Emilia R o m e r o afirma, refiriéndose a doña Mencía, esposa de H e r nández Girón, que «Por largos años se cantaron en el Perú sus desventuras de amor y las hazañas de su rebelde esposo» 24 . 22 23 24

Romero, 1952, pp. 23-24. LohmannVillena, 1950, pp. 22-23. Romero, 1952, p. 22.

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También se tiene noticia de otro romance relacionado con la C o n quista; se trata de Riberas del Marañón, texto sobre las atrocidades c o m e tidas p o r Lope de Aguirre durante su rebelión y viaje hacia la región amazónica. Este texto se encuentra en la Relación muy verdadera de todo lo sucedido en el Río del Marañón, en la provincia del Dorado, hecha por el gobernador Pedro de Orsúa, dende que enviado de la ciudad de Lima por el Marqués de Cañete, Visorrey de los reinos del Pirú, y de la muerte del dicho Pedro de Orsúa y el comienzo de los tiranos D. Fernando de Guzmán y Lope de Aguirre su subcesor, y de lo que hicieron fasta llegar a la Margarita y salir della: Riberas del Marañón do gran mal se ha congelado, se levantó un vizcaíno, muy peor que andaluzado. La muerte de muchos buenos el gran traidor ha causado, usando de muchas mañas, cautelas como malvado; matando a Pedro Dorsúa, gobernador del Dorado; y a su teniente donjuán, que de Vargas es llamado. Y después a don Fernando su príncipe, ya jurado, con más de cient caballeros y toda la flor del campo, matándolos a garrote, sin poder nadie evitarlo25. En México, los romances sobre la Conquista están ligados a la figura de H e r n á n Cortés, y el primer texto romancístico que conocemos se refiere a la escena en Tacuba en la cual Cortés se duele del sacrificio de dos de sus hombres que han sido capturados por los aztecas durante el sitio de la Gran Tenochtitlan. El fragmento del romance En Tacuba está Cortés se conserva gracias a la voluntad cronística de Bernal Díaz del Castillo (capítulo 145): En Tacuba está Cortés, con su esquadrón esforzado; triste estava y muy pensoso, triste y con gran cuidado, una mano en la mexilla, y la otra en el costado, etc. 26 Los versos anteriores citados por Bernal Díaz del Castillo terminan con u n «etc.» que indica que todavía en la época en que escribe el cronista, varias décadas después de los acontecimientos relatados (1568), el romance era lo suficientemente conocido c o m o para que bastara con los versos citados. La figura de C o r t é s t a m b i é n despierta interés en 25 26

Romero, 1952, p. 25. Ed. Barbón, 2005, p. 444.

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España por m e d i o de Gabriel L o b o Lasso de la Vega, u n o de los poetas importantes de ese renacimiento romancístico que c o n o c e m o s c o m o R o m a n c e r o N u e v o . Lasso de la Vega publica en Zaragoza, en 1601, el Manojuelo de romances nuevos y otras obras27. Los romances ahí publicados sobre Cortés son El que de la varia diosa, Las habladoras estatuas y Donde su crespa madeja. Así se inicia este último: Donde su crespa madeja reclina el Sol y su carro, donde empieza el Nuevo M u n d o y el Imperio mexicano, mira Cortés sus navios ya en el puerto deseado, con tanto afan descubierto, para tener mayor daño 2 8 . En ese mismo año, Lasso de la Vega vuelve a publicar los tres romances en los Elogios en loor de los tres famosos varones don Jaime rey de Aragón, don Fernando Cortés, marqués del Valle, y don Alvaro de Bazán, marqués de Santa Cruz (Zaragoza, 1 6 0 1 ) . E n esta obra elegiaca se añade otro romance sobre el conquistador de M é x i c o : A dar tiento a la fortuna, de Jerónimo Ramírez, secretario del nieto de Cortés. Otros dos romances sobre el capitán e x t r e m e ñ o — E n la corte está Cortés y Pensativo está Cortés— se c o n o c e n a través de pliegos sueltos 2 9 . D e l primero de ellos se c o n o c e n varias versiones manuscritas, siendo la más antigua e importante la que se encuentra en el Cartapacio de M a t e o Rosas de O q u e n d o 3 0 , datado entre 1 5 9 8 - 1 6 1 2 , que se encuentra en la

27 28 29

Ed. Eugenio Mele y Ángel González Palencia, 1942. Lasso de la Vega, 1942, p. 300. «Pliego d e C o p e n h a g u e » : Siete romances de los mejores que se han hecho, C u e n -

ca, 1638, reimpreso en Madrid en 1653. 30 Rosas de Oquendo está muy relacionado con la tradición romancística aunque destaca por otro estilo: el romance satírico. Nos quedan pocos ejemplos de poesía satírica novohispana en el siglo xvi y mayoritariamente son anónimas. Es más abundante en el virreinato del Perú donde destacan Mateo Rosas de Oquendo y Juan del Valle Caviedes. La Sátira a las cosas que pasan en el Perú, de Rosas de Oquendo, es un romance noticiero, aunque también una denuncia de las costumbres y la forma de vida del virreinato peruano; su autor ofrece una hiriente descripción de la vida a fines del siglo xvi en América.

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Biblioteca Nacional de España (ms. 19387). Fragmentos de estos dos romances fueron incluidos en dos comedias de mediados del siglo XVII: El valeroso español y primero de su casa de Gaspar de Avila, y Los pleitos de Hernando Cortés de Monroy, posiblemente de Cristóbal de Monroy. El r o m a n c e p o s i b l e m e n t e inspirado en el s e g u n d o viaje de C o r t é s de regreso a España en 1540, en realidad a la corte de Carlos V, aunque el romance, anacrónicamente hable de Felipe II, se inicia así: En la corte está Cortés Del católico Felipe, Viejo y cargado de pleitos, Que así medra quien bien sirve. El que venció tantos reinos, tantas batallas felices, calificando su honra por tribunales asiste. El que entró por cien mil indios tan pobre y sujeto vive que, para entrar a quejarse, sólo un portero le impide. El que dejó de ser rey, por ser a sus reyes firme, agora la envidia teme, que haberlo intentado dice [...]31. Si la atribución a Cervantes de este romance que Gregorio Mayans y Sisear hizo en el siglo xvm fuera cierta, tendríamos otro ejemplo del t r a t a m i e n t o q u e de los temas histórico-épicos relacionados c o n la Conquista hicieron los grandes autores peninsulares relacionados con el R o m a n c e r o Nuevo. E n otros casos tal vez pueda tratarse de romances al m o d o culto, pero con u n espíritu más bien cronístico o erudito, lo cual explicaría en algunos m o m e n t o s la falta de vuelo poético tanto culto c o m o incluso tradicional. Es lógico suponer que debió haber existido m u c h a más i n f o r m a ción sobre la presencia del R o m a n c e r o en la Conquista y de la visión de la Conquista en el Romancero, pero sabemos que el romance vive

31

Pliego de Copenhague:

Reynolds, 1967, pp. 61-66.

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en la inestabilidad de la tradición oral o en la aparente estabilidad impresa del pliego suelto, que es también m u y perecedera. Sin embargo, a pesar de lo limitado de la d o c u m e n t a c i ó n que ha llegado a nosotros, los textos existentes nos p e r m i t e n señalar algunas características de lo que fue el R o m a n c e r o de la Conquista, faceta a m e ricana del R o m a n c e r o en los Siglos de Oro. E n primer lugar hay que subrayar la c o m u n i c a c i ó n existente entre la Península y el N u e v o M u n d o . Por u n a parte t e n e m o s a escritores c o n fama más o m e n o s bien cimentada en los círculos literarios de Madrid, c o m o Lasso de la Vega, que se ocupa de una figura directamente relacionada con la C o n quista, Cortés, y cuya obra, el Manojuelo, circula ampliamente en España. En este caso, su interés por el tema (o el mecenazgo de los Cortés) lo lleva más allá del romance, y escribe poemas épicos largos c o m o el Cortés valeroso y Mexicana, tratando también, tal vez, de aprovechar la gran popularidad de la obra de Ercilla. Por otra parte también tenemos al autor anónimo que desde España refunde o crea textos sobre la Conquista, los cuales adquieren popularidad tanto por la tradición oral c o m o a través de la imprenta en pliegos sueltos, los mismos que, a pesar de las trabas legales, llegaban abundantemente al N u e v o M u n d o y circulaban con rapidez. En este sentido es especialmente llamativa la fama de los romances sobre La Araucana, de u n r e f u n d i d o r o autor a n ó n i m o ; de h e c h o es la única presencia americana en el Romancero general, la gran colección del R o m a n c e r o N u e v o , presencia q u e se limita a los seis romances sobre Lautaro y Guacolda (incluidos en las ya mencionadas Primera y Sexta parte de las Flores que dieron origen a dicha gran colección) y a algunas m e n ciones m u y de pasada de las Indias, C o l ó n y el d e s c u b r i m i e n t o de América, el uso de estas referencias es también m u y limitado, básicam e n t e c o m o término de comparación. En estos primeros m o m e n t o s de la presencia y creación del r o m a n ce en A m é r i c a e n c o n t r a m o s ejemplos de textos q u e r e c u e r d a n los romances viejos; pero también hay otros textos q u e parecen ser más bien romances compuestos al m o d o erudito, con u n espíritu más bien cronístico y circunstancial, lo cual explicaría en algunos m o m e n t o s la falta de vuelo poético culto o tradicional.Tal vez este último sea el caso del romance Fernán Cortés de Monroy, recogido en u n manuscrito de la Biblioteca Nacional de M é x i c o (ms. 1.241 [1608]) con versos c o m o éstos:

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Fernán Cortés de Monroy gran simulacro de César, nuevo Alejandro español, y nuevo Tiburcio en Tebas32. C o n respecto al estilo de los romances de la C o n q u i s t a vemos entonces la posibilidad de señalar tres expresiones: una m u y marcada p o r la moda del R o m a n c e r o Nuevo: tendencia al cuartetismo, empleo de imágenes y referencias cultas, etc. En este estilo se situarían los textos de Lasso de la Vega y el citado En la corte está Cortés. E n este r o m a n ce llama la atención el t o n o con que se abre el texto y la descripción q u e se hace del conquistador de M é x i c o a su regreso a la c o r t e en 1540, con notas amargas que de alguna manera recuerdan la situación de Cervantes, también él perdido entre intrigas e infortunios después de acciones al servicio de la corona; hecho que puede reforzar la h i p ó tesis de la a t r i b u c i ó n de este r o m a n c e al d e s a f o r t u n a d o h é r o e de Lepanto. También es de destacar la repetición, casi a m o d o de estribillo de las palabras «el que...» al principio del primer verso de cada una de las seis primeras cuartetas, muy en el gusto del R o m a n c e r o Nuevo. La capacidad de poetizar y dramatizar son inmensas en los Siglos de Oro. U n mismo hecho c o m o la lucha de Valdivia en el valle del Arauco, se puede hacer poema épico, romance y teatro: Lope de Vega escribió el Arauco domado (1598-1603), y Ercilla nos da La Araucana (1569), pero la fuerza poética individualizada o colectiva también puede desgajar del texto culto u n romance artificioso o una versión romancística de t o n o más tradicional. Incluso u n autor c o m o Lasso de la Vega puede de hecho desarrollar u n mismo episodio en u n texto épico largo y en u n romance, c o m o lo hace en Las habladoras estatuas. D e una manera similar a lo que sucedió c o n los viejos romances históricos, que nacieron al fragmentarse los poemas épicos antiguos, así este romance derivó del largo poema épico Mexicana del mismo Lasso. El t o n o de los romances de la Conquista, acorde con la tradición romancística es variado. José María de Cossío considera, p o r ejemplo, que los cuatro primeros romances sueltos derivados de La Araucana tien e n u n tono m u c h o más lírico, subrayando la relación entre Lautaro y Guacolda, q u e los nueve de la serie posterior, los cuales considera 32

Reynolds, 1957, pp. 71-72.

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m u c h o más cercanos al estilo de los «romances historiales» 3 3 . Esto puede verse en el principio del segundo romance de la serie de nueve: Deseoso el Caupolicán de libertar a su patria, y de abatir p o r el suelo la fuerza y valor de España, quiso usar de una industria principio de su desgracia [...].

y en el que empieza Con el gallardo Lautaro: C o n el gallardo Lautaro la hermosa Guacolda estaba de u n grave y terrible sueño temerosa y fatigada y tan llorosa, quan agraciada y hermosa, y tan turbada, quan hermosa y agraciada [...] 34 .

O t r o elemento que hay que notar es el desplazamiento del espíritu épico histórico hacia el novelesco. En los romances araucanos, el mayor peso lo tiene, c o m o se puede ver por los ejemplos anteriores, de t o n o menos lírico y estilo más historial, la relación entre Lautaro y Guacolda p o r encima del conflicto entre los araucanos y los españoles. E n los romances sobre Cortés también aparece el drama h u m a n o , individual, del h o m b r e traicionado por el destino: Pensativo está Cortés, a u n q u e del rey satisfecho; tirando sus blancas canas, Les daba p o r sitio el viento 3 5 .

U n tema a medio camino entre lo épico y lo novelesco sería el del vasallo rebelde, de gran tradición literaria, el cual encarnan, en diferen-

33 34 35

Cossío, 1954, pp. 203 y 225. Rodríguez Moñino, 1976, pp. 241-251. Pliego de Copenhague: Reynolds, 1957, pp. 67-69.

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tes circunstancias y c o n distintos objetivos, diferentes capitanes de la Conquista, c o m o Cortés cuando derrota las tropas al m a n d o de Pánfilo de Narváez, enviadas p o r D i e g o Velázquez, g o b e r n a d o r de C u b a , para someter al rebelde. Así lo presenta el siguiente romance anónimo recogido a finales del siglo XVII en una colección manuscrita: Poesías barias y recreación de buenos ingenios36: Con luz blanda y rostro claro Diana al campo alumbraba de Panfilo de Narváez, que esperaba la batalla cercado de cuatro torres llenas de cuidadosas guardas de arcabuz, ballesta y lanza, y de más de mil soldados cuando el sosiego y silencio rompieron las trompas claras, diciendo: «¡Fernán Cortés, cierra, cierra! ¡Al arma, al arma!» Entró el capitán gallardo, armado de blancas armas, desnuda en su diestra mano el aguda y fuerte espada. Y con tal fuerza y denuedo rompe en la coraza y malla, que sólo se ve en el campo la que está despedazada. Quedó Narváez turbado, viendo su gente turbada, pero volviole en su acuerdo un gran golpe de alabarda. Y aunque el golpe le ha dejado de un ojo la luz quitada, con el otro vio a Cortés, a quien dijo estas palabras: «A mucho podréis tener, capitán, haberme preso; pues no habrá ningún suceso que así os pueda engrandecer. Y pues con tan poca gente me ponéis en prisión dura, tenedlo a más ventura que a ser diestro ni valiente». Rióse Fernán Cortés, y viendo que airado habla, con rostro grave y sereno dijo, en voz templada y mansa: «Lo menos que yo he podido y he hecho en aquesta tierra, después que trato en la guerra, es el haberte vencido. Y porque menos te asombres, basta que sepas, en suma, que yo prendí a Moctezuma entre quinientos mil hombres»37. E n algunos casos, el tono novelesco se impone claramente; así es en el romance sobre Juan R o d r í g u e z Suárez que para Simmons es el más importante de tema americano que quedó del siglo xvi 3 8 . El conquistador, conocido en las tierras que hoy son Venezuela c o m o el Invencible

36 37 38

Ms. 17556 de la Biblioteca Nacional de España, fols. 72v y 73r. Reynolds, 1957, pp. 45-46. Simmons, 1963, p. 36.

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Caballero de la Capa Roja, fue cantado así por el texto que dio a c o n o cer Luis Alberto Sucre en Gobernadores y capitanes generales de Venezuela: Los gallos de Santa Fe la hora del alba dan se alongó en la ciudad. y el bueno de Juan Rodríguez Huyendo va por el campo, que ni para a descansar y por todo el su camino no cesaba de hablar: —Justicia ya no la espero de la Audiencia Real; justicia la espero en vos, mi espada siempre leal!— Allegóse a la encomienda do lo esperaba Román. —¡Román, apréstame el potro, mi potro de guerrear! —Aquí lo tenéis, señor, aquí lo tenéis, don Juan. Aprestados he también los arreos de batallar—. Cabalgó el buen Juan Rodríguez cual solía cabalgar; ya va la rota de Mérida, caballero en su alazán. Buscando va sus amigos, buscando la su ciudad, y corre con tanta prisa que deja el viento detrás39. Se p u e d e decir q u e el R o m a n c e r o , expresión de origen medieval hoy profundamente arraigada en todo el m u n d o hispánico, es u n nexo de comunicación literaria entre España y América desde la integración de ésta al m u n d o cultural occidental a fines del siglo xv, y t a m b i é n visión reducida, pero polifacética y multiforme, del h e c h o de la C o n quista. Por otra parte, estos romances también son, p r i m e r o desde la óptica del Renacimiento y después desde la cultura del Barroco, testim o n i o del efecto y después de la asimilación del hecho del Descubrim i e n t o y Conquista, y son el reflejo en los autores del Siglo de O r o , más o m e n o s c o n o c i d o s y famosos, o absolutamente a n ó n i m o s del efecto que tuvo la extraordinaria ampliación de horizontes debida a los viajes colombinos y las posteriores expediciones de la Corona española por el territorio recién descubierto.

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Almoina, 1975, pp. 123-124.

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ÚLTIMA AMÉRICA : LOS VATICINIOS IMPERIALES D E ERCILLA * Guillermo Serés Universidad Autónoma de Barcelona

SÉNECA Y LOS PRIMEROS HUMANISTAS

En los versos finales del acto segundo de la tragedia Medea, cantados per el coro, se encierra la célebre profecía de Séneca sobre el futuro descubrimiento de tierras transoceánicas: Venient annis saecula seris, quibus Oceanus vincula rerum laxet et ingens pateat tellus Tethysque novos detegat orbes nec sit terris ultima Thule 1 .

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[«Tiempos vendrán al paso de los años en que suelte el océano las barreras del mundo y se abra la tierra en toda su extensión y Tetis nos descubra nuevos orbes y el confín de la tierra ya no sea la última Tule»] Estas palabras son el colofón del asombro del poeta por la audacia del hombre, por su ambición de superar todos los límites; también los * Este estudio se inscribe en el marco del proyecto de investigación «Edición y estudio de algunas crónicas de Indias de los siglos xvi y xvii» (HUM2005-06196). 1 En su ejemplar del teatro de Séneca, Hernando Colón, hijo de Cristóbal, escribió al margen de este pasaje: «haec prophetia explota est per patrem meum Christoforum Colon almirantem anno 1492»; lo comenta Maravall, 1966, pp. 432433; ver también Blüher, 1983, p. 230, y, específicamene, Clay, 1992.

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del mar, q u e ha sido sometido a la ley h u m a n a , sin q u e q u e d e nada q u e n o sea c o n o c i d o y d o m i n a d o p o r aquél. Pero, p o r otra parte, t a m b i é n q u i e r e significar, desde su estoicismo estricto, q u e t o d o cuanto pueda descubrirse tiene su correspondiente vaticinio o preanuntiatio y sucederá, b u e n o o malo que sea, a despecho de la voluntad humana. Las dos nociones de Séneca —hispano al fin y al cabo, dirán poster i o r m e n t e — parece tener en cuenta Nebrija en su Isagogicon cosmographiae (Salamanca, 1496), en ocasión de confirmar que n o ha encontrado en los antiguos noticias de la existencia de nuevos m u n d o s , pero está c o n v e n c i d o de q u e las habrá en el f u t u r o p r ó x i m o , gracias a la audacia de los navegantes contemporáneos: De reliquo huic nostro hemispherio e regione opposito, quod incolunt antichthones, nihil certi nobis maioribus traditum est. Sed ut est nostri temporis hominum audacia, breve futurum est ut nobis veram terrae illius descriptionem afferant, tum insularum, tum etiam continentes, cuius magnam partem orae maritimae nautae nobis tradiderunt, illam máxime quae ex adverso insularum nuper inventarum —Hispaniam dico Isabelam reliquasque adiacentes— posita est.

Los versos prológales, «ad lectores», son m u y significativos: Si primos aditus elementaque cosmographiae scire cupis, fuerint haec tibi pauca satis. Si maiora voles cognoscere, perlege libros quos scripsit Strabo, Plinius atque Mela, quos artis princeps Ptholomaeus quodque latinum ex graeco Priscus carmine fecit opus, quos pius Aeneas, quos Antoninus et illud in quo Solinus prodigiosa refert, historicosque omnes, nam designado terrae maximus est illis praecipuusque labor...

Alude, obviamente, a los historiadores c o m o él, que, aun teniendo presentes los prodigios y las profecías de la progenie de Eneas que han referido Solino y otros, las confirmarán con datos, en el contexto del reinado de los Reyes Católicos, c o n la completa «designatio terrae.» que se llevará a efecto con su patrocinio. N o es casual, p o r lo tanto, esta vinculación del «pius Aeneas» con Isabel y Fernando, p o r q u e Nebrija

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ya los considera orbis moderatores2; obvios herederos, p o r la translatio imperii, de u n título regio cuyo o r i g e n se sitúa cerca del Jardín del Edén, que fue transferido posteriormente de los asirios a los romanos y que, finalmente ha recaído en los españoles, a pesar de los alemanes, pues el núcleo real del Sacro Imperio romano es España 3 , que, a su vez, está trasladando su imperium, a África, a Italia (donde está el studium que venía de Egipto, Grecia, R o m a , etc.; ver abajo) y a A m é r i c a . C o m o apostilla el mismo Nebrija en sus Décadas, su versión latina de la crónica de Pulgar (p. 790), aunque se basa en u n concepto que, desarrollado p o r Plutarco en su De fortuna Romanorum, hicieron suyo más tarde autores c o m o Maquiavelo o Campanella. Según Nebrija, España se aprestaba a recoger el relevo de la translatio imperii y studii; a llevar su poder, su moral y su saber a través del o c é ano. Se cumplía, así, u n designio o plan divino que algunos ya habían creído leer en San Agustín, que n o se cansa de afirmar que «todo está e n c e r r a d o d e n t r o del orden» 4 , i n c l u y e n d o el «reliquo huic nostro hemispherio e regione opposito, q u o d incolunt antichthones», a que alude en el Isagogicon cosmographiae. Siguiendo este razonamiento, si cualquier región y sus moradores forman parte del plan divino, incluidos los aborígenes de la región antàrtica, incluso los del limes mundi, también criaturas de Dios y muestras de su omnipotencia, entonces la mirada y la reflexión del hombre ha de considerarlos c o m o f o r m a n d o parte del orden de la creación, pues están incluidos en su «mosaico». D e n o hacerlo así, o sea, si se restringe el campo visual y nos fijamos únicamente en algunas teselas del mosaico del mundo, se censuraría al artífice, como ignorante de la simetría y proporción de tales obras; se creería que no hay orden en la combinación de las teselas, por no considerar ni examinar el conjunto de todos los adornos que concurren a la formación de una faz hermosa. Lo mismo ocurre a los hombres poco instruidos, que, incapaces de abarcar y considerar... el ajuste y armonía del universo..., luego piensan que se trata de un desorden o deformidad (De ordine, I, I, 2).

2

3

Nebrija, De bello navariense, p. 910.

Para el desplazamiento o translatio de dicho núcleo, basta ver Chazan, 1999, pp. 334-369. 4 «Totum igitur ordine includitur» (De ordine, i, vil, 19)

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Lo remoto, e incluso lo monstruoso, así, también se dejaban integrar en el orden natural, e incluso contribuían a su armonía, que se alcanzaba, como siempre, por la concordia oppositorum5.

«ESTILO» ÉPICO Y FONDO HISTÓRICO. E L UNIVERSALISMO

En el Prólogo a la «Segunda parte» de La Araucana (1578), Ercilla incide en la idea de orden universal, en tanto que compara la Concepción con Lepanto y establece una analogía que las acomuna, por encima de los continentes, y que engrandece tanto a los combatientes de la Santa Liga como a los araucanos: Quisiera mil veces mezclar algunas cosas diferentes; pero acordé de no mudar estilo..., autorizándole con escribir en él el alto principio que el R e y nuestro señor dio a sus obras con el asalto y entrada de San Quintín, por habernos dado otro aquel mismo día los araucanos en el fuerte de la Concepción. Asimismo trato el rompimiento de la batalla naval que el señor don Juan de Austria venció en Lepanto. Y no es poco atrevimiento querer poner dos cosas tan grandes en lugar tan humilde; pero todo lo merecen los araucanos... y siempre permaneciendo en su firme propósito y entereza, dan materia larga a los escritores (pp. 463-464).

Porque la variatio que aportan las victorias de San Quintín y Lepanto magnifica el valor de los araucanos 6 , como recordaba en el prólogo de la «Primera parte»: «Todo esto he querido traer para prueba y en abono del valor destas gentes, digno de mayor loor del que yo le podré dar con mis versos». Es consciente de que el poeta épico debe prestar atención a lo universal, a partir de lo particular, como muy bien resumía el neoaristotélico Baltasar de Céspedes en su De arte poética, recogiendo los ecos de una polémica secular:

En Seres, 2004, me extendi sobre estas ideas agustinianas aplicadas al Persiles. Nicolopulos, 2000, pp. 34-35, remacha indicando que «the valor of the Araucanians, however, is worthy of even such great company... He is announcing his intention to ennoble explicity his account of the obscure police action at the ends of the Earth by interweaving it with the two greatest victories of the metropolitan, imperial center». 5 6

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El poeta épico tomará el asunto ya de su propia inventiva, en la q u e i m a ginará c u a n t o ha de o c u r r i r ; ya de la historia verdadera, y n o p o r eso se dirá que n o imita, pues a u n q u e lo q u e escribe sea verídico, en m o d o algun o lo c u e n t a c o m o v e r d a d e r o . . . Es preciso q u e t o d o lo p i n t e n o c o m o ocurrió, sino c o m o hubiera debido o c u r r i r . . . Y así, a veces, el poeta t o m a rá algo de la historia para escribir de m o d o que lo lleve de la mera posibilidad a la realidad [MÍ ab hypothesi ad thesim traducat],y cuando, p o r ejemplo, cuente la llegada de Eneas a Italia (que Virgilio t o m ó de la historia a u t é n tica), introduzca cosas q u e n o sean verdaderas, c o n tal q u e lo pinte justo, piadoso, enérgico y p r u d e n t e al príncipe 7 . Vale d e c i r : el t r a s f o n d o d e l p o e m a é p i c o d e b e ser h i s t ó r i c o ; las a c c i o n e s y d e s c r i p c i o n e s , verosímiles; la m a t e r i a p u e d e ser c o n o c i d a , p e r o la fábula ( c o n m á s o m e n o s e p i s o d i o s ) , n u e v a , o, al m e n o s , c o n n u e v o desarrollo o trama («scioglimento» dirá el Tasso), sea o n o lineal. T a m p o c o h a y q u e descartar i n t e r v e n c i o n e s m á g i c a s , q u e p r o c u r a n deleite y s o n susceptibles d e interpretarse alegórica o p r o f è t i c a m e n t e : Poco dilettevole è veramente quel p o e m a che n o n ha seco quelle maraviglie che tanto m u o v o n o n o n solo l'animo de gl'ignoranti, ma de' giudiziosi ancora: parlo di quelli anelli, di quelli scudi incantati... Ma, n o n potendo questi miracoli esser operati da vitù naturale, è necessario ch'a la virtù sopranaturale ci rivolgiamo... Diversissime s o n o . . . queste due nature, il maraviglioso e '1 verisimile... ; n o n d i m e n o l'una e l'altra nel poema è necessaria; ma fa mestieri che arte di eccellente poeta sia quella che insieme le accoppi M a bench'io stringa il poeta epico ad u n obligo perpetuo di servare il verisimile, n o n però escludo da lui l'altra parte, cioè il maraviglioso; anzi giudico ch'un'azione medesima possa essere e maravigliosa e verisimile 8 . Tal es, e x a c t a m e n t e , el p r o c e d e r de Ercilla e n La Araucana9,

que, c o n

el auxilio del m a g o Fitón, relata «una verdad histórica sujeta a las n e c e -

7

En Marín, 1966, p. 147. Torquato Tasso, Discorsi dell'arte poetica e in particolare sopra il poema eroico, pp. 353-355.Tiene presentes, principalmente, varios pasajes de la Poética (ix, 1451b 19 y ss.) de Aristóteles. 9 Sin ninguna duda, el de Ercilla es el poema épico español que más interés ha suscitado entre la crítica, como lo prueba su bibliografía. Para una recensión completa de la bibliografía hasta 1972, ver Aquila, 1975, donde se contienen asimismo ediciones, traducciones y textos relacionados con el poema de Ercilla. Entre los 8

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sidades poéticas» 1 0 , pero también políticas.Y ya el primer párrafo del prólogo nos indica dichas «necesidades» y referencias: Considerando ser la historia verdadera y de cosas de guerra..., me he resuelto en imprimirla, ayudando a ello... el agravio que algunos españoles recibirían quedando sus hazañas en perpetuo silencio, faltando quien las escriba (p. 69). Porque Ercilla, c o m o los épicos antiguos, n o p u e d e permitir que se o l v i d e n las hazañas o que se sepulten e n p o l v o r i e n t o s anales historiográficos; ni, deudor de la épica clásica, dejar de darle a su Araucana u n sentido i d e o l ó g i c o , moral, figural o profético. La pura literalidad histórica, p o r otra parte, t i e n e u n interés relativo; ha de declararse el valor moral que encierran o el misterio que ocultan: «al c o n o c i m i e n t o de la historia agregúese el c o n o c i m i e n t o de la fábulas, p e r o de las doctas y de las que, si al caso viniere, p u e d e n aplicarse c o n fruto a la práctica de la vida» 1 1 . Sin restarle a d i c h o referente h i s t ó r i c o su c o m p o n e n t e « p a n e g í r i c o y t a m b i é n a p o l o g é t i c o , es

estudios sobre épica hispánica, Pierce (1968) es la única obra hasta el momento en la que puede encontrarse un panorama comprehensivo y en el que se toma en cuenta un corpus extenso, si bien el análisis de los poemas es, en general, demasiado breve; retoma brevemente algunas de las conclusiones generales en Pierce, 1985, mientras que en 1982 y 1984, trata particularmente del poema de Ercilla. Es ineludible Chevalier, 1966, pp. 144-164, que señala, además de los préstamos ariostescos (complétese con Cossutta, 1995), los que Ercilla tomó de Lucano. La cuestión de la influencia de modelos épicos anteriores, fundamentalmente de Os Lusiadas. El poema de Ercilla ha sido también tratado, entre otros, por Asensio, 1973. Otros autores, como Lagos (1981) o Wentzlaff-Eggebert (1984), estudian el poema frente a los presupuestos generales del género. Quint, 1992, cap. 4, rastrea en la obra el modelo de Virgilio y Lucano, fundamentalmente, y propone que La Araucana formaría parte de la tradición que él denomina «Épica de los vencidos». 10 Lerner, 1998, p. 124. Por lo tanto, no hay un «incumplimiento de la programación épica del texto, transformando la relación del narrador con su materia, haciendo de él un sujeto divertido, es decir, distanciado del discurso épico» (Lagos, 1981, p. 191, cursiva suya), porque el poeta puede distanciarse y acercarse, interpolar reflexiones amorosas, retrotraerse, etc. Tampoco hay que buscar «su valor innovador en mostrar las series de posibles textuales que construyen y destruyen el discurso épico verosímil» (Lagos, 1981, p. 191), porque de inverosimilitudes (profecías, magias, visiones, etc.) está llena la épica, como tendremos ocasión de comprobar. Sobre la consideración poética de la historia, ver Serés, en prensa. 11

Vives, De disciplinis, ii, 4.

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decir, p o l í t i c o » 1 2 . Aquellos sentidos (moral, figural o p r o f é t i c o ) los t o m ó , verosímilmente, de Virgilio y de sus exegetas para aplicarlo a la r e c i e n t e historia de España, cuyos episodios más sobresalientes (Lepanto, San Quintín o la t o m a de Portugal) va interpolando en el p o e m a . E n estos sentidos, precisamente, es también Ercilla

autor13.

Las interpolaciones, obviamente, n o deben afectar a la unidad, ni al universalismo, del p o e m a (y no la afectan en La Araucana), pues, c o m o indica Céspedes, la íabula desarrollada por el poeta épico deber ser una sola, la cual, aunque amplificada con numerosas digresiones, pueda, sin embargo, suprimiéndolas, reducirse a una síntesis [unicam periocham], que los latinos llaman argumento, como hace Aristóteles en la Poética [1455b 16-23]... Esto mismo es lo que recomienda Horacio [Ad Pisones, 2 3 ] . . . , esto es, que la fabula, o sea, la narración del asunto escogido para su imitación, sea simple y pueda reducirse a breves síntesis (p. 145). También convendría Ercilla c o n Céspedes en que «el poeta épico se emplea en u n relato ú n i c o al que agrega descripciones y etopeyas» (capítulo vi», p. 149) y, por supuesto, en que a tal fin «será muy provec h o s o reunir la m a y o r cantidad posible de ejemplos de los mejores poetas, de los que aprenderemos a pintarlo t o d o y nos entrenaremos

1 2 Lerner, 1991, p. 127. Más abajo amplía: «El poema se habría de convertir en un texto exaltador del imperio. La conquista de Chile se transforma así en parte de un diseño y un designio más general y adquiere otras perspectivas. No se trata de las aventuras guerreras de un puñado de soldados en el extremo sur de un continente nuevo y desconocido, sino de hechos centrales en la idea misma de gobierno de Felipe II» (p. 128). 1 3 Algo de esto señala Albarracín, 1974, p. 19, queriendo delatar un afan compensatorio del escaso protagonismo de Ercilla «en los sucesos de inspiración histórica, es imagen simbólica del vate y es imagen negativa (o negadora) de la importancia asignada por el autor al cronista (y a su crónica) en el poema». Las palabras de Wentzlaff-Eggebert, 1984, p. 229, también van en este sentido: «en la opinión de sus contemporáneos, Ercilla había logrado elevar literariamente un asunto histórico», porque «el autor Ercilla escribe... teniendo en cuenta al público español y como homenaje a su rey» (p. 235); Davies, 1979, pp. 409-410, condicionaba a este fin la elección de la Farsalia como fuente principal: «emular al poeta latino sería pues para Ercilla un modo de encajar ciertos sucesos contemporáneos en un friso clásico». Complétese con la excelente disección crítica y contextualización de Marrero, 2002, pp. 39-40 y ss.

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GUILLERMO SERES

frecuente y diligentemente en las descripciones» (capítulo x, p. 153). En esta línea, por ejemplo, es destacable la imagen que traslada Ercilla de los indios, que, a la vez, revierte en mayor nobleza y grandeza de los españoles 14 , de m o d o similar a como operaba Virgilio al presentar el bando de Marco Antonio, al que llama victor en la ecphrasis de la batalla de Actium, a pesar del fracaso de sus últimas expediciones militares 15 .

LA ENEIDA Y LA

FARSAUA

Porque, en efecto, el modelo más sustancioso que tiene en cuenta Ercilla para cimentar el universalismo de La Araucana es la Eneida, como recordaba arriba Nebrija a otro respecto; concretamente, la analogía que establece entre Felipe II y Augusto. Baste recordar que, al vencer en Actium (31 a. C.) a Marco Antonio y Cleopatra, Octavio Augusto ponía bajo su égida y pretendía unificar culturalmente las tierras de occidente y oriente 1 6 . N o difería demasiado de los objetivos supuestamente conseguidos en la batalla de Lepanto, que permitió otras comparaciones, incluso con su padre: ZOROASTES

Aqueste Felipe que agora levanta placer en Castilla con próspero bien ha de ganar a Hierusalem y poner sus armas en la tierra santa.

14

Uno de los momentos culminantes de esta imagen engrandecedora lo constituye la espléndida y sobrecogedora descripción del suplicio y la muerte de Caupolicán (xxxiv). Aunque vale la pena destacar también que, antes de morir, el cabecilla indio decide convertirse al catolicismo. 15 Rabb, 1960. 16 Entre las miríadas de trabajos sobre el significado de la batalla de Actium, ver Grimal, 1985; Zanker, 1987, cap. 3; Stahl, 1998, y Craig, 2003. N o son menos las entradas bibliográficas sobre la significación de Actium en el diseño estructural e ideológico de la Eneida y, en particular, al pasaje del escudo en el que se representa la batalla; baste ver los de Grandsen, 1976; Hardie, 1986; Quint, 1992, pp. 2148; entre nosotros, el ya clásico estudio de López de Toro, 1944, o el de Cristóbal, 1992. Para la construcción del mito de Felipe II, Bouza, 1994.

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ABACHUC

Ansí pasará aqueste monarca por lo despoblado, poblado y por mar; [...] Este, señores, ha de conquistar más que Alejandro ni César obró [...]

NEEMÍAS [•••]

Será en el su tiempo Dios trino y un rey honrado y servido de la humana gente, solo el monarca y rey excelente, él un pastor y el mundo una grey. BALAAM

Los indios ocultos que viven abajo, adonde el Antartico rige sus velas, sintiendo la fama con que andas y vuelas, a ser tus subjectos vendrán sin atajo, de modo y manera que cierto ha de ser señor de lo cógnito y no conoscido, quien de tal padre y madre es nascido mucho más que esto será su poder 1 7 . El u n i f o r m i s m o o universalismo, que permite comparar Jerusalén c o n el Antartico, lo hace extensivo al otro gran paralelo, entre Augusto y Felipe: éste se portará c o n los araucanos c o n la supuesta pietas de Eneas que hereda Augusto 1 8 . Felipe, «alter Augustus», la contrapondrá a la ira y el furor de los indígenas:

17 Diego Hernández, «Obra compuesta sobre el nascimiento del serenísimo príncipe don Felipe ... con otras que dice la reina y los cuatro profetas», en Rela-

ciones de los reinados de Carlos Vy Felipe II, pp. 5 4 - 5 5 . 18

«As Aeneas lands in Italy and conquers its indigenous inhabitants, he articulates more and more successfully the values which would come to be associated with imperial Rome, until in the final scene of the poem he slays Turnus, the enemy leader, and removes the last obstacle to Roman power and glory. At this

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E n fin, si hado y clima desta tierra, si su estrella y pronósticos se miran, es contienda, furor, discordia, guerra y a solo esto los ánimos aspiran. Todo su bien y mal aquí se encierra, son hombres que de súbito se airan, de condiciones feroces, impacientes, amigos de domar estrañas gentes (i, 45).

En los cantos siguientes insiste en parecidos argumentos y caracterizaciones: «De cólera Lincoya y rabia insano / responde...» (n, 23, 12); Lautaro se dirige a los suyos «ardiendo en furor» (xi, 73,2);Tucapel es «rabioso y vivo fuego» (xx, 11,3) y «ardiendo en ira y de furor insano» (XXII, 3 9 , 2 ) .

Al usar el modelo de la colonización troyana de R o m a aplicado al Nuevo Mundo 1 9 , es como si el poema de Ercilla proyectase los valores europeos en los indígenas; con especial hincapié en la piedad de Eneas, convertida por Felipe II en la virtud de los Austrias, simbolizada a su vez en la cruz de su escudo 2 0 y confirmada por la construcción del Escorial, réplica moderna del templo de Salomón y corolario de su destino mesiánico, que se confirma con la victoria contra los turcos y, por supuesto, con el descubrimiento de América.

ORIENTE Y OCCIDENTE

Porque la guerra americana, que es la base del poema de Ercilla, no deja de ser asimismo un reflejo del conflicto entre oriente y occidente que existía en Europa en ese mismo momento, cuyas causas, en ambos point he has overcome the forces offuror and ira, both within himself and as represented by the people who oppose him, so that he successfully embodies pietas, that particularly R o m a n virtue that embraces one's duties to God, country, and family. This approach is fundamentally optimistic, with Aeneas serving as the ideal hero o f ancient R o m e , the Aeneid celebrating the achievements o f Augustus and his age, and the poem enduring as a monument to the values o f order and civilization, so that modern studies ofVirgil that rely on it are often labelled "optimistic"» (Kallendorf, 2003, p. 397). 1 9 Que a veces se ha visto como «the rebirth o f the classical tradition as a justification o f colonial expansion» (Mignolo, 1995,vn). 2 0 Braudel, 1975, caps. 10 y ll;Tanner, 1993.

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continentes, se pretendían religiosas. Al igual que Virgilio identificaba la causa de Augusto con una opción religiosa y con occidente, enfrentada a la oriental de los dioses monstruosos de Antonio y Cleopatra, Ercilla despliega a los españoles cristianos, símbolo de occidente y del catolicismo, la religión verdadera, en tres frentes: contra los indios paganos en América, y en Europa, frente a los turcos en Lepanto y frente a los protestantes de Francia en la descripción que hace de la batalla de San Quintín (cantos xvn-xviii). De esta forma se incluyen en la materia araucana, y de manera verosímil, sendas descripciones de dos batallas europeas, donde, además, la preeminencia española es manifiesta 21 . A su vez, el paso de la materia bélica americana a la europea le permite introducir una alabanza de la figura del monarca, que perfila una imagen de rey prudente y pío, como Eneas, que sanciona la legitimidad, al final del poema, de la anexión de Portugal de 1580 (canto xxxvn) y el recurso a la guerra cuando de ésta depende la instauración final de la paz, que, a grandes rasgos, significaba que «la Monarquía Universal realmente había llegado» 22 . Por ello, el alcance de la batalla de Lepanto se dejará sentir en todo el mundo, hasta la última región antàrtica, y por eso mismo la interpola Ercilla en La Araucana. Nunca antes ni después una batalla habrá golpeado sus cimientos de igual forma: «en el pasado tiempo y el futuro / no se vio ni se verá tan espantosa» (xxm, 74,3-4). Los lectores conocemos el resultado, al igual que los contemporáneos de Ercilla, pero en tanto que «profecía», el poeta, como hiciera Virgilio, puede atribuirle un carácter providencial: «Todo, punto por punto, lo que vieres / lo disponen los hados» (xxm, 75, 5-6), relacionándola él mismo y muy significativamente, con la de Actium: Y por aquel lugar se descubría el turbado y revuelto mar Ausonio, d o n d e se difinió la gran porfía

21 Bermejo, 1994. En este sentido, Ercilla contrasta, por ejemplo, con Marino, en cuyo Adone (xvil, 167-175), incidiendo en la relación entre Lepanto y Actium, considera a la primera c o m o justa venganza del Amor contra los turcos por haber destruido su reino (Chipre). Frente a los poetas españoles, Marino atribuye la victoria al valor del giovinetto ibero, don Juan de Austria, al que califica de difensor del'ltalia e dellafede [xvn, 175,1]. En otras palabras, no a España, sino a Italia. 22

Kamen, 1997, p. 256.

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entre César Augusto y Marco Antonio; así en la misma forma parecía por la banda de Lepanto y Favonio, junto a las Curchulares, hacia el puerto, de galeras el ancho mar cubierto (xxm, 77).

La cercanía del golfo de Lepanto a Actium vino como anillo al dedo a los propagandistas de Felipe II. Poéticamente, constituía una feliz y oportuna coincidencia; políticamente, permitía la reutilización de toda la propaganda imperial de la Eneida para lisonjear y adular a la dinastía austríaca, que se presentaba como sucesora del linaje del héroe troyano y, en general, de la Antigüedad 2 3 . R e c o r d e m o s que San Q u i n t í n y Lepanto son hechos históricos pasados respecto a la redacción del poema, pero en La Araucana se presentan como contemporáneo uno y futuro el otro en la trama 24 . Para introducir las descripciones de estas batallas, Ercilla recurre en el primer caso al sueño présago: el yo poético dice haber soñado que Belona se le aparece mientras dormía y que lo exhorta a seguirla si quiere presenciar hechos realmente dignos y gloriosos de ser escritos. Llegados a la cima de un monte paradisíaco, el narrador contempla la batalla y posterior victoria española en San Quintín. Concluida la visión, una mujer vestida de blanco se acerca al narrador para hacerle partícipe de una serie de hechos gloriosos futuros de la estirpe española entre los que se anuncia la batalla de Lepanto (XVIII, 54-59). Por lo tanto, la descripción de la batalla de Lepanto de La Araucana constituye, como la de la batalla de Actium en la Eneida, una profecía, y no la narración de unos hechos pasados; una suerte de prolepsis que se sirve de la analepsis. C o m o Virgilio, por otra parte, Ercilla antepone el héroe colectivo, o nacional, al individual, dotándolo de una moral que lo aleja definitiva-

23

Tanner, 1993; Cristóbal, 1995; Nicolopulos, 2000, pp. 214-216; Jordán,

2004. 24

La victoria de San Quintín tuvo lugar en 1557, primera victoria de Felipe II contra Francia, al año de haber subido al trono, y la de Lepanto en 1571. Ambas descripciones se encuentran en la segunda parte del poema, cuya primera edición es de 1578, pero la materia tratada en ella, narrada en el presente del yo poético, se pretende contemporánea de San Quintín y claramente anterior a Lepanto, ya que la primera parte de la obra fue publicada en 1569; la segunda, que incluye la visión y celebración de Lepanto, es de 1578; el poema, con todo, fue publicado por primera vez en su totalidad (partes I, II y III) en 1590.

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mente del modelo griego, homérico (Aquiles o Héctor). Lo ratifica la figura de Eneas, que es caudillo, guerrero y sabio a la vez, cuya trayectoria representa el nacimiento y crecimiento de R o m a en cumplimiento de su destino. Los tres planos del poema (divino, miticolegendario e histórico) están perfectamente relacionados, de la destrucción de Troya a la creación del Imperio romano, que le competerá a Augusto, émulo de Eneas 25 . Troya y Anquises son el pasado; Italia y Eneas, el presente de la narración; Roma y Augusto significan la posibilidad del futuro. La analogía con el Imperio español bajo Carlos V y, especialmente, Felipe II, es palmaria.Y así como, según la Eneida, la historia previa de R o m a estaba teleológicamente enderezada a la batalla de Actium, que se interpretaba como su culminación y justificación, las que describe La Araucana predeterminan la de Lepanto.

ALTER

KAROLUS,

SECUNDUS

AUGUSTUS

Porque si Carlos V es «alter Karolus», o sea, el otro Carlomagno, su hijo Felipe, «secundus Augustus»; y si el primer Augusto tuvo su Actium, el rey español, su Lepanto. Tampoco se olvide que entre algunos erasmistas se creía que Carlos V había sido enviado por Dios a la tierra para culminar la obra iniciada, en el siglo ix, por Carlomagno 26 , algo de eso barruntaba su abuelo Fernando, como vimos. Para vincular a ambos Caroli se enfatizaba su linaje godo, como también vimos en Nebrija.Y para confirmar el epíteto dedicado al hijo, se abundaba en la línea romana, como señala Ercilla al adoptar como modelo al Virgilio que interpola en su poema una sucesión de ciclos bélicos de cada momento historicolegendario (Lavinia, Roma, el Imperio) 27 , que, en realidad, son una selección de momentos históricos significativos y premonitorios, praefigurationes de Actium, que cierra y explica total-

Austin, 1979;Tanner, 1993, pp. 142-178 y ss. Para la tesis erasmista, Bataillon, 1954; de Carlos V c o m o segundo Carlomagno se ocupa Tanner, 1993, pp. 116 y 128. 2 7 En primer lugar, Eneas, tras vencer a los rótulos, fundará Lavinia y dará leyes nuevas a la ciudad; luego, R ó m u l o , que hará lo mismo con la nueva R o m a , anunciando así la futura actuación política de Octavio y la creación del Imperio.Ver R u i z de Elvira, 1985. 25

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mente el ciclo y sustentará la creación del imperio y la paz definitiva.28 La misma función tiene la inclusión de la batalla de Lepanto en La Araucana (canto xxvi), pues aquélla aún no ha tenido lugar, como hemos visto. Este proceder no es anómalo; ya lo recomendaba Céspedes e n su citado De arte poética: Así como las cosas pasadas se narran por medio de episodios, así también se predicen las futuras; por ello se llamó vates a los poetas, pues presentan bien dioses que pronostican, bien a oráculos con que manifiestan cosas pasadas ciertamente, si se atiende al poeta que las narra, pero que estaban por venir en el m o m e n t o en que supone que se anuncian, c o m o son en Virgilio... las que Anquises predice a su hijo Eneas en el libro vi, hablando del Imperio romano y de su feliz descendencia (p. 163).

Por la elección de una materia histórica cercana, con todo, Ercilla se aproxima, más que a Virgilio, al modelo épico de Lucano, cuyo poema relata acontecimientos auténticos de la historia pasada de Roma 2 9 . Porque si Lepanto equivale a Farsalia (Lucano), España (Pompeyo) resiste el imperialismo turco (César), del mismo modo que los araucanos resisten el imperialismo español 30 . En este sentido, y sólo en éste, la influencia de Lucano es mayor que la de Virgilio, porque así dignifica la memoria de los vencidos y, de paso, vitupera a los vencedores 31 . Pero Virgilio sigue siendo el modelo antonomástico 32 , porque Ercilla lleva a cabo una selección de los hechos destinada a conferirles un carácter más elevado, sin que importe demasiado la brevedad ni el apego a la historia que recomendaba Lucano. Porque

28

El sentido teleológico de la historia previa de R o m a lo explica muy bien Hardie, 1986, cap. 8. Sobre la praefiguratio en general, Auerbach, 1998 [1967], 29 Morford, 1967; Holgado Redondo, 1984, pp. 41-48, y Lemer, 1994 y 1998; en general, Davies, 1979. 30 Quint, 1992, pp. 158-159, trae un significativo esquema de equivalencias, para explicar que «the inclusion of both models [Virgilio y Lucano] allows Ercilla to avoid this Choice, to celebrate both Spanish imperialismo and the Indians' defense of their liberty». 31 Janik, 1969; Davies, 1979. 32 Comparetti, 1943/81; A. Blecua, 1985; Cristóbal, 1992,pp. 112-129.Y desde Virgilio, «la visión de las glorias futuras del linaje real y sus heroicos servidores será traída por los cabellos gracias a los conocidos trucos del escudo del héroe, la caverna del mago, el sueño celeste o la profecía directa» (Asensio, 1949, p. 78).

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en toda narración ha de mantenerse el m i s m o m o d o y el p o e t a n o d e b e relatarlo t o d o , sino elegir lo m á s i m p o r t a n t e [illustriora]

para a q u é l l a . . .

N a d i e o p o n g a al p o e t a épico el precepto de los retóricos, en q u e m a n d a n q u e la narración sea b r e v e . . . pero c o m o en las epopeyas toda la narración se endereza al deleite, n o d e b e reducirse c o n brevedad 3 3 .

La épica, por tanto, acaba siendo la forma poética que, por excelencia, convierte en histórico lo mítico (Virgilio) y al revés, lo histórico en poético (Lucano), independientemente del punto de partida.

L a PREANUNTIATIO

Para que se pueda vaticinar el futuro, Ercilla hace intervenir «quelle maraviglie» a que aludía Tasso encarnadas en el m a g o Fitón, que c o n duce al narrador hasta una amplia habitación en la que, sostenida en el aire, se encuentra una enorme esfera, donde, inmóviles, pueden distinguirse unas figuras humanas cuyos nombres, según refiere el m a g o , «han sido y serán siempre celebrados» (xxm, 7 0 , 4 ) . Al mismo tiempo, la esfera recuerda la circularidad del escudo de Eneas, que simbolizaba que la historia de R o m a era también la del mundo, tanto por su circularidad (o sea, universalidad) c o m o por su mención expresa de que se trata de un trasunto reducido del mundo. L o que otorga a la batalla de Lepanto un carácter universal, pues, de la victoria cristiana, c o m o dirá más adelante, depende el destino del orbe terrestre. C o n f o r m e a la petición del narrador, Fitón promete mostrarle los hechos bélicos que le ha pedido y que, a su vez, conferirán veracidad a la materia poética global de La Araucana: «sólo te falta una naval batalla / con que será tu historia autorizada» (xxiii, 73,5-6). Puesto que Ercilla se propone cantar hechos de guerra, ahora podrá también escribir sobre campañas marítimas, en concreto, sobre una real, Lepanto, cuya historicidad revierte en el p o e m a por entero. D e esta f o r m a traba Ercilla la relación entre épica e historia y consigue conferir un carácter mítico tanto a la materia americana c o m o a la europea para celebrar las gestas guerreras de los españoles, de las que el yo poético, trasunto del propio Ercilla, podrá ser «testigo y verdadero coronista» (xxm, 75, 8). El mismo

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Céspedes, p. 161.

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será el testigo y el narrador de la profecía, a diferencia de lo que ocurría en la Eneida, en la q u e Virgilio refiere (e interpreta) aquello que ve Eneas. E n este caso, personaje y poeta concuerdan, al ser el primero u n trasunto poético del segundo, lo que contribuye a otorgar veracidad a lo visto y escrito 3 4 .Y esto sirve n o sólo para la profecía de Lepanto, sino para el poema por entero: Hasta aquí lo que en suma he referido yo no estuve, Señor, presente a ello, y así, de sospechoso, no he querido de parciales intérpretes sabello; de ambas las mismas partes lo he aprendido, y pongo justamente sólo aquello en que todos concuerdan y confieren, y en lo que en general menos difieren. Pues que en autoridad de lo que digo vemos que hay tanta sangre derramada, prosiguiendo adelante, yo me obligo que irá la historia más autorizada; podré discurrir como testigo, que fui presente a toda la jornada (XII, 69-70). Por lo mismo, Ercilla n o puede permitirse dejar vacíos que puedan malinterpretarse.Y ya que se supone que Lepanto es u n h e c h o q u e aún n o ha sucedido, debe justificar convenientemente la identidad de los personajes que aparecerán a continuación. Al ser la materia tan heroica y elevada, necesita, c o m o dijera Virgilio al empezar su Bucólica iv, abandonar el estilo humilde y adoptar el propio de lo grandilocuente: «Sicelides Musae, paulo maiora canamus!» (iv, 1). El canto xxiv se abre, significativamente, c o n la dedicatoria de la victoria a Felipe II: La sazón, gran Felipe, es ya llegada en que mi voz de vos favorecida, cante la universal y gran jornada en las ausonias olas definida; la soberbia otomana derrocada,

34

Del carácter testimonial del poeta se ocupa Albarracín, 1974 y 1986, p. 100.

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su marítima fuerza destruida, los varios hados, diferentes suertes, el sangriento destrozo y crudas muertes (xxiv, 1).

siendo la batalla, a su vez, una universal y gran jornada, c o n el sentido universalista atribuido a la misma y a la monarquía filipina, sancionada, asimismo, p o r la autoridad paterna y su título de emperador romano. N o se olvide, dicho sea de paso, que los imperios o t o m a n o y de los Austrias rivalizan entre sí, porque estos dos emperadores, Carlos y Solimán, poseen tanto c o m o poseyeron los romanos, y si digo más, n o erraré, por lo que los españoles han descubierto y ganado en las Indias.Y entre estos dos está partida la monarquía: cada cual dellos trabaja por quedar monarca y señor del m u n d o 3 5 .

E L dominium

mundi

A la dedicatoria, sigue una invocación a las Musas para que p e r m i tan al poeta describir lo que sigue «con estilo y lenguaje conveniente» (xxiv, 2,3). La descripción se abre, c o m o la virgiliana, con la enumeración de los pueblos que forman cada una de las flotas enfrentadas, aunque los primeros en figurar son los miembros Ppueblos y cargos militares? de la flota turca: Vi corvatos, dalmacios, esclavones, búlgaros, albaneses, trasilvanos, tártaros, tracios, griegos, macedones, turcos, lidios, armenios, gorgianos, sirios, árabes, licios, licaones, númidas, sarracenos, africanos, genízaros, sanjacos, capitanes, chauces, beherueleyes y bajanes (xxiv, 4).

La flota turca podría m u y bien definirse c o m o ope barbaríca, variisque armis, t o m a n d o la misma expresión de Virgilio, p o r la diversidad de gentes que la forma. Simétricamente, Alí Bajá, el almirante de los tur-

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López de Gomara, Crónica de los Barbarrojas, p. 346.

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eos, en su arenga denostó la h e t e r o g e n e i d a d de la Liga al calificarla c o m o una «bárbara canalla», a quienes «the Turks will incorpórate to their o w n Empire f r o m the Ganges to Chile» 3 6 . Porque, en efecto, la Liga cristiana está formada p o r «la nación de España / la flor de j u v e n tud y gallardía, / la nobleza de Italia y Alemaña» (xxiv, 5,1-3). Significativamente, silencia Ercilla en su presentación aVenecia y al Papado. Tanto Italia c o m o Alemania estaban bajo influencia de los Habsburgo y, en cierta forma, bajo control español. El poeta consigue, gracias a su presentación sesgada, o p o n e r una unidad, que se pretende compacta y representada por España c o m o nación dominante, a la variedad de p u e blos que forman la flota turca, del mismo m o d o que Virgilio enfrentaba al pueblo romano, c o m o u n bloque, la ops barbarica de Antonio. Y al predominio de lo español se suma, además, la autoridad del h e r m a n o de Felipe II, que se desplaza en una pequeña fragata de una a otra galera dando las últimas instrucciones; lo reconocemos p o r una inscripción c o n su n o m b r e , q u e cobra el mismo sentido que la estrella de César brillando sobre el y e l m o de A u g u s t o en la ecphrasis del escudo de Eneas 3 7 —«aperitur vertice sidus» (vm, 680): incide en el motivo de la autorización paterna, y vincula Lepanto a Carlos V 3 8 —al que solía llamarse, significativamente, César— y a su título de emperador, haciend o de la batalla q u e va a tener lugar u n s e g u n d o A c t i u m en el q u e España, c o n el apoyo del Papado, renueva y e x t i e n d e la conquista imperial. E n su discurso (xxiv, 11-18), d o n j u á n empieza « d i c i e n d o : " ¡ O h valerosa compañía, / muralla de la Iglesia inexpugnable, / llegada es la

36

Quint, 1992, p. 158. Quint, 1992, p. 49. Nótese, además, que existe cierta similitud entre el caso de Octavio y donjuán. Octavio no era hijo de César, sino que, designado por éste como su heredero, se apropió del nombre y los atributos de su padre adoptivo para sancionar su autoridad, y posiblemente también para impedir la legítima reclamación de Cesarión, supuesto hijo de César y Cleopatra. Por su parte, donjuán era el hijo ilegítimo que tuvo Carlos V con su amante, Bárbara Blomberg, y al que reconoció años más tarde. Muy interesante es la versión de Prieto, 2004, p. 94, que subraya que Juan de Austria aporta la vertiente guerrera que le faltó a su medio hermano para que éste herede plenamente la continuidad política de su padre, el «último emperador mundial, en su versión de Segundo Carlomagno». 38 Similar llamada a la autoridad paterna aparece en Ambrosio de Morales: «quantum in regis cathoÜci fratris mandatis habent, quantum Caroli Quinti patris clarissimi exempla instimulent et Pii Quinti potissimum jussa dogant» (p. 42). 37

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ocasión, éste es el día / que dejáis vuestro nombre memorable"» (xxiv, 11,1-4): vemos reflejado aquel sentido universalista atribuido a la victoria de Lepanto. Por tanto, la batalla que va a tener lugar es la que mantiene la verdadera religión con la falsa e idólatra y es, p o r tanto, análoga de la que enfrenta a los españoles en el Arauco. Por ello, les recuerda que luchan por su Dios, por su R e y y por la vida (xxiv, 12, 6). La causa de Dios es la misma que la de Felipe, de la misma forma que la causa de Augusto era la de los verdaderos dioses, los de R o m a , que lucharon a su lado en la batalla contra los monstruosos dioses egipcios. Se repite, al igual que en Actium, la relación entre religión y política. De su conjunción nace el sentido de que se está librando una batalla de alcance cósmico o universal: «Mirad que del valor y espada vuestra / hoy el gran peso y ser del mundo pende» (xxiv, 13,1-2). Por ello, su resultado está ya decidido desde las alturas. Puesto que los cristianos luchan en nombre de la verdadera religión y del verdadero Dios, Éste ya ha decidido su victoria, de la misma forma que Júpiter sancionaba la de Augusto en Actium: Vamos, pues, a vencer; no detengamos nuestra buena fortuna que nos llama; del hado el curso próspero sigamos (xxiv, 14,1-3). Si se trata, por tanto, de una batalla que afecta al equilibrio del orbe, las dos facciones eternamente enfrentadas, y como estableciera Virgilio, se resumen en dos puntos cardinales oriente y occidente. La victoria de una sobre otra implica, por tanto, el dominio del mundo entero. Mirad por ese mar alegremente cuánta gloria nos está ya aparejada, que Dios aquí ha juntado tanta gente para que a nuestros pies sea derrocada y someta hoy aquí todo el Oriente a nuestro yugo la cerviz domada, y a sus potentes príncipes y reyes les podamos quitar y poner leyes (xxiv, 15). El discurso de don Juan evoca al que dirige Anquises a los romanos del futuro en el libro vi de la Eneida. En él no sólo establece la legitimidad de la opción político-religiosa representada en Felipe II, sino

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también el derecho de los vencedores a extender su dominio sobre los vencidos. Esta asimilación de oriente a occidente en u n m u n d o centralizado bajo u n ú n i c o poder, el de Augusto y el pueblo r o m a n o e n la Eneida; el de Felipe y España, sucesores del I m p e r i o r o m a n o , en La Araucana, se simboliza en la imposición de las propias leyes a los vencidos, una vez se han eliminado las suyas. Ercilla recontextualiza, p o r tanto, el concepto del dominium mundi de la Eneida, con u n mismo fin, a través de la identificación de la causa nacional de España a la universal del cristianismo: «Hoy con su perdición establecemos / en t o d o el m u n d o el crédito cristiano» (xxiv, 16,1-2).

E L THEATRUM

ORBIS

Previamente, ha establecido el theatrum orbis, o sea, la descripción del m u n d o , p o r q u e , c o m o apunta Estrabón, las grandes empresas requieren grandes espacios. Empieza con la descripción, siempre libresca, de Asia, en diez octavas, siguiendo el periplo del otro gran héroe y protagonista de otra gran transíatio, Alejandro Magno: Mira al principio de Asia a Calcedonia Junto al Bosforo enfrente de a laTracia, a Lidia, Caria, Licia y Licanonia, a Panfilia, Bitinia y a Galacia, y junto al Ponto Euxino a Paflagonia, la llana Capadocia y la Farnacia y la corriente de Eufrates famoso, que entra en el mar de Persia caudaloso (xxvn, 6).

Es u n territorio que corresponde al itinerario y conquista de Alejandro M a g n o entre su desembarco en la primavera de 334 a. C. y la batalla de Isos, en 333 a. C. 3 9 . La segunda octava concierne a Siria, Judea, sometidas a Alejandro en 332. Desde aquí, se da u n salto hacia el oeste, sin mencionar a Mesopotamia ni a Babilonia; en la siguiente octava, la India; en las octavas cuarta a séptima enumera lo que podríamos llamar

39 Con Alejandro, precisamente, compara Cristóbal de Figueroa a Ercilla, pues «si todo lo que anduvo Alexandre se juntase y numerase con lo que don Alonso ha andado, no sería la décima parte».

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los límites asiáticos del ecúmeno: China, el Maluco y Taprobana, y los países bárbaros del Cáucaso: Tartaria, Iberia, Albania y el reino de C o i cos, «adonde el trabajado Jasón vino, / en busca del dorado vellocino». El periplo descriptivo de Asia termina en la ciudad de Babilonia, donde murió Alejandro (xxvii, 15). Algunas regiones poseen una carga histórica que Ercilla n o podía olvidar y que se refieren, por este orden, a Cristo, Moisés, Jasón y los argonautas, y, en fin, Tamorlán. «La técnica del periplo c o m o eje narrativo la volvemos a encontrar en la descripción de los demás continentes» 40 : Africa (siete octavas) y Europa, catorce; de las q u e o c h o son para España, de d o n d e destaca la precisa alusión al Escorial (xxvii, 33 y 34). La descripción de América ocupa doce octavas, e m p e z a n d o c o n el r u m b o seguido p o r C o l ó n , centrándose en la cordillera de los Andes, que constituye u n itinerario similar al del Nilo en África, y cerrando el periplo en el estrecho «por d o n d e Magallanes con su gente / al mar del Sur salió desembocando» (xxvii, 51, 1-2) 4 1 . El teatro del m u n d o que presenta es el de los modelos clásicos paganos. Las leyes que se impondrán a los vencidos son las de Dios —«en defensa de su ley venimos / contra esa gente infiel y renegada» (xxiv, 18,3-4)—, o sea y redundantemente, las de España.Vencer al turco significará, lógicamente, vencer a o r i e n t e y hacerse c o n el p o d e r í o del orbe; también para el enemigo significa lo mismo vencer al cristianism o de occidente: Que esas gentes sin orden que allí vienen en el valor y número inferiores, son las que nos impiden y detienen el ser de todo el mundo vencedores. Muestren las armas el poder que tienen, tomad desos indignos posesores las provincias y reinos del Poniente que os viene a entregar tan ciegamente (xxiv, 31).

En pocas palabras, se trata de imponer la pietas de Eneas y la p r u d e n cia de las societas «occidental» a la ira y organización política araucana.

40

ÁlvarezVilela, 2000, p. 83. «Al igual que las batallas de San Quintín, Lepanto o el relato de la historia de Dido y Eneas, la descripción del mundo amplifica de modo magistral los límites del pequeño territorio de Arauco, teatro de la narración» (ÁlvarezVilela, 2000, p. 89). 41

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La presentación de ambas flotas y la supuesta transcripción de los discursos de sus generales es, por lo tanto, idéntica aunque de signo distinto: en Lepanto, como en Actium, va a decidirse el futuro del m u n d o entero, el viejo y el nuevo. Ahora ya p u e d e iniciarse la batalla. E n los versos que siguen, se describen los horrores de la guerra de una manera m u y parecida a c o m o Lucano relata la batalla naval de Marsella en la Farsalia (m, 681-690). Entre la muerte y la destrucción, sobresale nuevamente la figura de d o n j u á n , que resplandece en la popa de la galera real c o m o Augusto en A c t i u m (vm, 679-680), pues en aquél se f u n d e n la doble presencia de Augusto y de su general en Actium. C o m o hijo de Carlos V, la sombra del padre se proyecta en la batalla y legitima el sentido universalista de la misma; c o m o general de la flota coligada, se asegura la corona naval de la victoria que ceñía las sienes de Agripa. La injerencia de estos conflictos europeos en la materia americana que es el a r g u m e n t o principal de La Araucana implican la exaltación del poderío español sobre sus enemigos, llámense araucanos, franceses o turcos, y sobre el m u n d o entero. E n Lepanto n o sólo queda clara la victoria cristiana, sino que Dios m i s m o es el principal valedor de la opción cristianoespañola. P o r q u e el f o n d o e c u m é n i c o de la religión sirve para dar u n sentido universal a una victoria que se presenta c o m o eminentemente española, y que legitima el dominio hispano del orbe terrestre. Más adelante (canto xxxvn) trae el a r g u m e n t o de la guerra justa para legitimar la reclamación de Felipe II y la toma de Portugal. Pero será la guerra injusta l u e g o que del fin de la paz se desviare, o cuando por venganza o furor c i e g o o fin particular se comenzare (XXXVII, 4 , 1 - 4 ) .

N o en otros casos o supuestos será injusta. Por eso, antes de la relación de los hechos q u e o c u p a casi t o d o el canto, Ercilla la justifica c o m o necesaria para el bien público 4 2 ; a la postre, para «elevar literariamente u n asunto histórico» 43 .

42

A u n sin desvincularlo de su tesis erasmista, Lerner, 1984, pp. 269-270, cree que aquí «Ercilla se entusiasma excesivamente con la guerra... Estas contradicciones son semejantes a las de la generación erasmista anterior: la de los Valdés». 43 Wentzlaff-Eggebert, 1984, p. 229; a continuación la compara con el mucho menos exitoso Cario famoso, de Luis Zapata, aparecido tres años antes que La Araucana.

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C o n todo, para e n t e n d e r el sentido ú l t i m o del p o e m a hay q u e recordar de nuevo que Virgilio mantiene la ficción de q u e el destino estaba ya trazado desde tiempos i n m e m o r i a l e s y q u e la misión del héroe era hacer posible que ese futuro se realizara c o n f o r m e a lo establecido. Antes del anuncio de la profecía, Eneas se dispone a bajar al Averno; previamente ha hecho los sacrificios en h o n o r de la N o c h e , la Tierra, Proserpina y P l u t ó n (vi, 248-251). Son ritos religiosos, pero necesarios para una profecía de claro signo político que, a la postre, arrastra u n c o m p o n e n t e ideológico y religioso fundamentales, interdependientes. Allí ve Eneas a sus nietos (vi, 679-683), reencarnaciones de las almas que moran en el Elíseo, almas de los buenos que transmigrarán metempsicóticamente, una vez estén purificadas (vi, 712-715); el subsiguiente catálogo de futuros héroes completa la escena. D e Eneas, p o r lo tanto, parten dos árboles genealógicos divinos, encabezados p o r u n rex y u n sacerdos,44 que convergerán en el César futuro, Augusto, q u e asumirá el linaje de Julio y el de Silvio e instaurará u n o nuevos aurea saecula. Bajo su mando, R o m a —urbs e imperium ahora— se asimilará al orbe terrestre 4 5 . U n a nación gobernada p o r u n e m p e r a d o r divino es superior al resto 46 , que le debe obediencia y respeto; la m e j o r representación de este h e c h o es la apoteosis de Augusto en el escudo de Eneas. Los escoliastas creyeron que Virgilio fue u n autor pagano inspirado p o r el Dios de los cristianos: Lactancio, especialmente, que estableció que aquella virgo (Astrea, diosa de la Justicia) era la Virgen María. Por lo tanto, si la relacionamos con la Eneida, deducimos que Augusto preparó la llegada de Cristo al haber unido el m u n d o en paz tras la batalla de Actium: la pax augusta se acabará asimilando a la pax christiana. Así va perfilándose la idea cristiana del I m p e r i o romano, que permitiría las sucesivas aplicaciones de la translatio imperii por parte de los diferentes emperadores del Sacro I m p e r i o r o m a n o de Occidente, desde C a r l o -

44

Tanner, 1993, analiza esta doble característica de Eneas. Pagden, 1997, pp. 23-44, discierne, clarifica y documenta los conceptos. 46 Así lo indica Anquises: «Tu regere imperio populos, R o m a n e , m e m e n t o / (Hae tibi erunt artes), pacisque imponere morem, / parcere subiectis et debellare superbos» (vi, 851-853). Bendice, así, la expansión imperial y lo legitima por su relación c o n la divinidad: R o m a tiene el derecho y el deber de regir al resto de pueblos del mundo, imponiendo sus leyes. 45

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magno hasta CarlosV y Felipe II 4 7 . Ello permitía una vinculación simbólica del poder temporal al espiritual en la persona del emperador.

E L MPERIUMY

EL LINAJE DE LOS AUSTRIAS

Sin toda esta vuelta atrás no se entendería cómo lo utilizaron CarlosV y Felipe II para difundir la idea del carácter providencial y divino de su poder político. CarlosV era el dominus largamente esperado, el destinado a pacificar el mundo e instaurar la fe cristiana: muchas leyendas y poemas (entre ellos, el propio Orlando furioso) contribuyeron a difundirlo 48 . N o en balde, cuando CarlosV incorpora las columnas de Hércules junto a las armas de los Habsburgo, ornadas con el lema horaciano transfigurado, plus ultra*9, era más que una mera insinuación de que su mandato iba a ser la encarnación final del dominus totius orbis, de la ciceroniana respublica totius orbis; el encargado de convertir de nuevo el orbis terrarum en orbis christianus o en el posterior imperium christianum50. O sea, de Augusto a Constantino el Grande y de Constantino a CarlosV, vía Carlomagno, el Karolus propiamente dicho. A Constantino se le invoca especialmente en ocasión de la segunda «donación» ficticia que hizo Moctezuma de su «imperio» a CarlosV, de modo que el imperio americano de Occidente pasaba a ser una prolongación del antiguo imperio oriental 51 . España, así, era para muchos la destinada a cumplir la translatio impertí final profetizada por el libro de Daniel (11, 44). Sea por su condición de verdugo del Islam, sea por ser depositaría de la pietas de la que había emanado la grandeza de la antigua Roma, sea por su ascendiente gótico. Incluso después de la abdicación de CarlosV, en 1556,

4 7 Berosio el Caldeo, en el siglo XIII, estableció para la posteridad una línea genealógica real iniciada en Eneas, postulando una raíz c o m ú n para los dioses paganos y los santos cristianos, que condujo a una identificación real entre Eneas y Cristo. Amplíese conTanner, 1993, p. 54. 48

Yates, 1975, cap. 1.

Ver simplemente Rosenthal, 1971. Menéndez Pidal, 1 9 6 3 ; Pagden, 1 9 9 7 , pp. 3 8 - 3 9 y 5 9 - 6 0 y ss.; Fernández Álvarez, 1994, y Vaca de Osma, 1998. 49

50

5 1 Elliott, 1989, pp. 2 7 - 4 9 ; ver también Elliott, 2 0 0 6 , pp. 2 8 1 - 3 0 0 , donde presenta a Cortés c o m o un nuevo Moisés.

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con la separación formal del imperium de la monarchia, siguió siendo España la única candidata viable a un imperio auténticamente universal. C o n la subida al trono de Felipe II, la estructura del poder de los territorios heredados sufrió una alteración inevitable: las tierras de los Habsburgo estaban ahora divididas en los bloques del norte y del sur, erigiéndose Castilla en centro de un imperio estrictamente español. C o m o consecuencia de este ajuste, las posesiones de ultramar se convirtieron en el foco principal de atención de la monarquía, mientras que las zonas que anteriormente habían ocupado un lugar central en la estructura del imperio (los Países Bajos, Milán y Ñapóles, especialmente) eran relegadas a la periferia 5 2 . Garibay incluso llama a Felipe II «Emperador de la monarquía del Nuevo Mundo» 5 3 . N o es de extrañar, pues, la importancia de La Araucana, que canta la universalización del imperio hasta la región Antàrtica 54 . La redacción de una genealogía mítica que emparentara a la figura de los sucesivos emperadores de Occidente con sus supuestos ancestros paganos y bíblicos, a través del modelo de la leyenda troyana, consistía en trazar una línea de ascendencia desde el primer emperador romano (Augusto) hasta el último de sus «descendientes». Semejantes árboles genealógicos sólo se entienden a partir del carácter providencial otorgado al trono de Occidente: Dios ha concedido el dominio del Imperio romano al sucesor de Eneas a perpetuidad. Este, p o r efecto del cruce genealógico miticorreligioso, se revelaba a su vez como el único repositorio de la sangre divina en la tierra, para que se instaurara de nuevo la paz universal bajo el signo de la Cruz 5 5 . Se demuestra, así, el concepto del divinus omnium rerum ordo, patrocinado por San Agustín, y se cumple aquella vaticinado del hispano Séneca, acomodando los dos linajes, el romano y el godo, como querían Nebrija y muchos humanistas españoles, porque así, la idea de imperio que añade España a la heredada supera la de los romanos y la de los humanistas italianos, republicanos, ajenos a la noción, «universalista», de monarquía (que

52 Felipe II vio la necesidad de contar con una capital fuerte y dirigir su monarquía desde un centro de poder perfectamente constituido: «Desde Madrid debió de paracer que uno podía gobernar la totalidad del mundo» (Elliot, 1989, P- 34). 53 Compendio historial, fol. il del prólogo. 54 Lerner, 1998. 55 Tanner, 1993, p. 88.

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h a b í a n d e f e n d i d o sus paisanos, d e s d e D a n t e y P e t r a r c a hasta C a m p a n e 11a) y q u e m u y p r o b a b l e m e n t e d e s c o n f i a b a n d e u n a renovatio

imperii

q u e n o c o m p o r t e , a su vez, u n a renovatio i n d i v i d u a l y n a c i o n a l . A d e f e n d e r a q u e l l a n o c i ó n e s p a ñ o l a d e renovatio c o n t r i b u i r á Ercilla, a partir del m o d e l o d e Virgilio; pero, a diferencia del m a n t u a n o , lo hará sin d e s c u i d a r a los p e r d e d o r e s , c o m o h i z o el h i s p a n o L u c a n o . Y l o v i n c u l a r á a la m i s m a p r o f e c í a d e c a r á c t e r u n i v e r s a l , e l imperium

sinefine

p r o m e t i d o p o r J ú p i t e r a los t r o y a n o s , q u e a h o r a , s i g u i e n d o la «línea» o l i n a j e , r e c a e e n F e l i p e II, el r e y q u e p r e t e n d e « u n i f o r m a r » e s p i r i t u a l m e n t e los c u a t r o c o n t i n e n t e s , h a c i e n d o d e las translationes

imperii,

studii,

e i n c l u s o religionis, su divisa, e n u n theatrum mundi a m p l i a d o h a c i a o c c i d e n t e y h a c i a el sur, h a c i a la, d e m o m e n t o , ultima A m é r i c a .

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L E C T U R A SURREALISTA DEL B A R R O C O : S O R JUANA INÉS DE LA C R U Z Y OCTAVIO PAZ Teodosio Fernández Universidad Autónoma de Madrid

Tal vez Juana de Asbaje «tanto epistemológica como ontológicamente abre espacios para el sujeto femenino, colonial y criollo», pero cuando se asegura que «mientras más paganas y opuestas a la "santa ignorancia" sus ideas, más ingeniosa y elusiva ropa verbal les quiere dar»1, se da por hecho que los escritos de Sor Juana encierran sentidos ocultos. Cuando además se interpreta Neptuno alegórico como «un tratado del príncipe Isisiano» o como una fiesta barroca que «preside, a escondidas del gran público y en silencio, la diosa egipcia» 2 , cabe deducir que tales planteamientos tienen su origen en las páginas de Sor Juana Inés de la Cruz o Las trampas de la Fe donde Octavio Paz escribió: El arco del Neptuno alegórico fue efectivamente un jeroglífico. Más exactamente: un emblema, un enigma. Adivinanza compuesta de tres términos que, como las ilustraciones de las láminas del libro de Cartario, eran figuras dobles: Neptuno y el virrey; Anfitrite y la virreina; Isis y, escondida, la madre Juana Inés de la Cruz. El centro de ese enigma hecho de conceptos y entretejido de alusiones eruditas —invisible pero presente como los misteriosos espíritus que movían a las estatuas de H e r m e s — era ella misma 3 .

Arenal, 2005, pp. 20 y 21. Arenal, 2005, p. 24. 3 Paz, 1982, pp. 240-241. Las citas procederán siempre de esta edición, por lo que en adelante se indicará solo el número de las páginas correspondientes. 1

2

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C o m o es bien sabido, Sor Juana Inés de la Cruz escribió Neptuno alegórico por encargo de la Iglesia Metropolitana de México para celebrar con un arco de triunfo la entrada solemne del nuevo virrey, que tuvo lugar el 30 de noviembre de 1680. Cabe imaginar su intención de estar a la altura de las circunstancias y su preocupación ante tal reto: «Ha sido el lucimiento de los arcos triunfales erigidos en obsequio de los señores virreyes que han entrado a gobernar este nobilísimo reino, desvelo de las más bien cortadas plumas de sus lucidos ingenios; porque según Plutarco, praeclara gesta praeclaris indigent orationibus»4, recordaría después para insertar su aportación personal en una tradición acreditada, integrada por precedentes que habían exaltado las cualidades de los personajes celebrados identificando a éstos con figuras mitológicas relevantes. Cabe imaginar, pues, a la monja jerónima en su celda, rodeada de las obras de los autores clásicos que frecuentaba y de cuantos tratados de mitología había podido reunir, decidida a emprender la tarea de celebrar cumplidamente a ese personaje que antes de convertirse en «Virrey, Gobernador y Capitán General de esta Nueva España y Presidente de la Real Audiencia que en ella reside» ya era el Excelentísimo Señor D o n Tomás Antonio Lorenzo Manuel de la Cerda, Conde de Paredes y Marqués de la Laguna, entre otros títulos que habían de constar en el título de ese Neptuno alegórico, océano de colores, simulacro político cuando hacia 1681 se imprimió en México «por Juan de Ribera en el Empedradillo» (p. 353), y que además había llegado con su esposa, doña María Luisa Manrique de Lara y Gonzaga, Condesa de Paredes, con quien tan estrecha amistad había de establecer la monja novohispana. Cualesquiera que fuesen las opciones previas que manejó, lo cierto es que en Neptuno encontró las cualidades que podían permitirle elo4 Ver Neptuno alegórico, océano de colores, simulacro político, que erigió ¡a muy esclarecida, sacra y augusta Iglesia Metropolitana de México, en las lucidas alegóricas ideas de un Arco Triunfal que consagró obsequiosa y dedicó amante a la feliz entrada del Excelentísimo Señor Don Tomás Antonio Lorenzo Manuel de la Cerda, Manrique de Lara, Enríquez, Afán de Ribera, Portocarrero y Cárdenas, Conde de Paredes, Marqués de la Laguna, de la Orden y Caballería de Alcántara, Comendador de la Moraleja, del Consejo y Cámara de Indias y Junta de Guerra, Virrey, Gobernador y Capitán General de esta Nueva España y Presidente de la Real Audiencia que en ella reside, etc., en Sor Juana Inés de la Cruz, Obras completas IV, Comedias, saínetes y prosa, 1994 [1957], pp. 3 5 3 - 4 1 0 (p. 357). Las citas procederán siempre de esta edición, por lo que en adelante se indicará sólo el número de las páginas correspondientes.

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giar al Marqués de la Laguna, y que eso no resultaba una solución original. «Estilo común ha sido de los americanos ingenios hermosear con mitológicas ideas de mentirosas fábulas las más de las portadas triunfales que se han erigido para recebir a los Príncipes»5, recordaba Carlos de Sigüenza y Góngora antes de poner de manifiesto los inconvenientes de esa costumbre y de declarar su preferencia por historias de su patria, como demostraba con su esfuerzo para hallar en «los mexicanos emperadores» (p. 8) lo que otros mendigaban en tradiciones ajenas. Sor Juana prefirió seguir el estilo común, a juzgar por las noticias sobre otros arcos de triunfo erigidos en México desde que en la fecha ya lejana del 22 de diciembre de 1528 se celebrara la llegada de la primera Audiencia a la capital de la Nueva España6, cuyos títulos permiten deducir que se recurrió habitualmente a dioses y a personajes ilustres de la antigüedad grecolatina como referencias válidas para comparar y halagar a las autoridades objeto de los homenajes 7 . Al respecto merece recordarse que Sigüenza y Góngora pretendía defender su posición más que atacar la de Sor Juana cuando se declaraba seguro de que, al elegir el «asumpto», ella habría tenido en cuenta «no ser Neptuno quimérico rey o fabulosa deidad, sino sujeto que con realidad subsistió, con circunstancias tan primorosas, como son haber sido el progenitor de los indios americanos»8. También Sor Juana entendía «que las fábulas

5

Ver Teatro monarcas antiguos la muy noble, muy del Excelentísimo

de virtudes políticas que constituyen a un Príncipe: advertidas en los del Mexicano Imperio, con cuyas efigies se hermoseó el Arco Triunfal que leal, imperial Ciudad de México erigió para el digno recibimiento en ella Señor Virrey Conde de Paredes, Marqués de la Laguna. I d e o l o e n t o n -

ces, y ahora lo describe D. Carlos de Sigüenza y Góngora, Catedrático proprietario de Matemáticas en su Real Universidad. En México: por la Viuda de Bernardo Calderón, 1680 (p. 6). Era la descripción del arco triunfal que le encargó el Cabildo de la capital novohispana para celebrar la llegada del virrey, y en el que los antiguos gobernantes aztecas se proponían como modelos dignos de imitación, conciliando datos históricos con pretensiones alegóricas en un alarde de erudición que no ocultaba la identificación del México criollo con el pasado precortesiano. Las citas procederán siempre de esta edición, por lo que en adelante se indicará solo el número de las páginas correspondientes. 6

7

Sigüenza y G ó n g o r a , Teatro de virtudes políticas, p. 4.

Morales, 1993. 8 Sigüenza y Góngora, Teatro de virtudes políticas, p. 12. El título del «Preludio m» era, precisamente, «Neptuno no es fingido dios de la gentilidad, sino hijo de Misraim, nieto de Cam, bisnieto de Noé, y progenitor de los indios occidentales» (P-11)-

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tienen las más su fundamento en sucesos verdaderos», y que los llamados dioses fueron realmente «príncipes excelentes» o, como había leído en Plinio, «inventores de las cosas» (p. 359). La identificación del nuevo virrey con Neptuno exigía tener en cuenta esos presupuestos. La laguna que ostentaba su título de marqués facilitaba su aproximación al dios de las aguas, pero era necesario encontrar otras justificaciones que permitieran asentar en bases sólidas esa relación hasta poder concluir, como haría Sor Juana, que en aquella divinidad «parece que no acaso, sino con particular esmero, quiso la erudita antigüedad hacer un dibujo de Su Excelencia tan verdadero como dirán las concordancias de sus hazañas» (p. 360). La sabiduría y la prudencia debían ser congénitas en don Tomás Antonio Lorenzo Manuel de la Cerda, descendiente de aquel Fernando de la Cerda que era hijo de Alfonso el Sabio. Neptuno, hijo de Saturno y hermano de Júpiter —rey del cielo, lo que permitía recordar al Duque de «Medina Coeli» (p. 369), hermano del Marqués de la Laguna y por entonces valido del rey Carlos II—, era de estirpe real, por supuesto, y también era sabio por herencia, pues su madre era Isis, «aquella tan celebrada reina de Egipto» (p. 361), y tan sabia que resultó identificada con la sabiduría. Además, era también Harpócrates, dios del silencio y, por tanto, encarnación de la discreción y la prudencia. En cuanto a sus aportaciones, inventó el arte de la navegación y domó los caballos, preparándolos para la guerra, lo que constituía un elogio indirecto para ese oceánico Marqués de la Laguna que además pertenecía a la Orden y Caballería de Alcántara. Hasta las vacas que figuraban en su escudo de armas recordaban al animal en que se transformó lo hasta volver a su ser en Egipto como Isis, adorada por ello bajo esa figura. Los tratados de mitología ofrecían soluciones para todo, con tal de tener paciencia y talento para encontrarlas. Por supuesto, los ocho lienzos o tableros del arco figuraban hazañas y virtudes de Neptuno, a veces en relación con lo que la Nueva España esperaba del recién llegado: el segundo mostraba a Grecia anegada por las aguas del mar y socorrida por Neptuno, como la ciudad de México, siempre amenazada por las inundaciones, requería las soluciones del virrey; en el tercero podía verse la errante Délos, isla en constante movimiento hasta que el tridente del dios le dio la estabilidad que necesitaba, como necesitaba de estabilidad la capital del virreinato, significativamente fundada sobre una isla; y el octavo contraponía la

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inacabada catedral de México —sólo el interior estaba completo, desde 1 6 6 7 — a los muros de Troya que Neptuno había construido, para mostrar una vez más las esperanzas significativamente depositadas en el Conde de Paredes. Aconsejarle en el arco triunfal elaborado para recibirlo constituía una costumbre, no un atrevimiento: no sólo se trataba de plasmar las ilusiones despertadas por su llegada, sino de relacionar esas expectativas con los méritos y las virtudes ya acreditadas por el nuevo gobernante. Cuatro basas completaron la representación de las cualidades del homenajeado recurriendo a «empresas marítimas» relacionadas con Neptuno, con su discípulo Canopo, o con los gigantes, sus hijos, mientras que los dos intercolumnios se reservaron para alabar la belleza de María Luisa Manrique de Lara y Gonzaga, la nueva Anfitrite. Los versos de la «explicación del arco» ofrecían aquel efímero monumento al virrey y explicaban brevemente cada una de las pinturas que ilustraban los lienzos. Convencido de que los arcos de triunfo barrocos eran «verdaderos enigmas» (p. 197) y de que no bastaba cualquier explicación para desvelar sus contenidos ocultos, Octavio Paz no se sintió satisfecho con las razones que parecían justificar Neptuno alegórico y se aprestó a descubrir sus intenciones secretas. Desde las primeras líneas, desde que escribió que «costumbre fue de la antigüedad, y muy especialmente de los egipcios, adorar sus deidades debajo de diferentes jeroglíficos y formas varias» (p. 355), Sor Juana le iba a dar ocasión de encontrar lo que andaba buscando. Probablemente ella sólo procuraba justificar la fórmula que emplearía para encarecer la grandeza del virrey, pues, según la interpretación vigente en la época, estimaba que los jeroglíficos egipcios pretendían «por similitud, ya que no por perfecta imagen», representar la inexpresable grandeza del «Criador del Universo» o de otras divinidades, y sin transición se referiría de inmediato a la personificación de las «cosas invisibles» y de los elementos de la naturaleza que consideraba de uso en la antigüedad, sin más precisiones. La conclusión de sus razonamientos hace evidente ese propósito: si recurre a Neptuno para referirse a la grandeza del virrey, es porque las proezas y la estirpe y la perfectísima nobleza del Marqués de la Laguna eran tales que había que recurrir a ideas y jeroglíficos para representar simbólicamente lo que el entendimiento no podía comprender ni la pluma expresar. Al explicar ese uso de los antiguos, había escrito que «hiciéronlo no sólo por atraer a los hombres al culto divino con más agradables atractivos, sino también por reverencia a las deidades, por no vulga-

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rizar sus misterios a la gente común e ignorante» (pp. 355-356), pero eso n o significa que esos misterios afectaran a sus creencias personales, y ni siquiera que estuviese especialmente interesada en conocerlos. Bastó la m e n c i ó n de esos misterios religiosos y egipcios para que Paz, aun creyéndola «una católica sincera» (p. 149), entreviera intenciones ocultas en la escritura de Sor Juana. Esa intuición parecía confirmada al comprobar que entre los mitólogos mencionados p o r ella n o estaban todos los que había consultado. C o m o el lector p u e d e c o m probar, los tratados de mitología citados en Neptuno alegórico son, sobre todo, tres: Hieroglyphica seu de sacris aegyptiorum aliarumque gentium literis comentarii, de Giovanni Pierius Valeriano Bolzani, Imagines Deorum, qui ab antiquis colebantur: in quibus simulacro, ritus, caerimoniae, magnaque ex parte veterum religio explicatur, deVincenzo Cartari (Cartario), y Mythologiae, sive explicationum fabularum libri decem, de Natal C o n t i (Natalis Comes). Paz insistiría en relacionar los datos utilizados con el Teatro de los dioses de la gentilidad de Baltasar de Victoria, volumen que el poeta m e x i c a n o tenía en su biblioteca y q u e la escritora novohispana n o menciona 9 . A u n q u e se aducen coincidencias e incluso se citan dos fragmentos de innegable parecido — c a b e pensar que los más ajustados al fin q u e se buscaba—, esa insistencia revela la intención de despertar sospechas, sobre todo porque no se dedica esfuerzo alguno a c o m p r o bar si tales textos proceden de una fuente c o m ú n , a sabiendas de que las fuentes de Victoria y de Sor Juana eran las mismas 10 , y porque además, c o m o para justificar la desconfianza, se añade que otro texto utilizado p o r la monja novohispana, sin confesarlo, era «la Filosofía secreta de J u a n Pérez de Moya, otro tratado de mitología m u y p o p u l a r en su tiempo» 1 1 . Paz parece olvidarse de esta referencia y de sus implicacio-

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Paz, 1982, p. 213. Paz poseía u n ejemplar de la edición de Teatro de los dioses de la gentilidad (primera y segunda parte) de Baltasar de Vitoria [sic], dos v o l ú m e nes, publicada en M a d r i d , en la I m p r e n t a R e a l , 1673 (Paz, 1982, p. 120, nota 4). 10 Paz, 1982, pp. 218-220. «Or, le Teatro de los Dioses compile, précisément, les manuels antérieurs, italiens et français: l'Officina de Textor, la Religion des anciens Romains, de D u C h o u l ; les Emblèmes d'Alciat et de Valeriano, et les gloses de leurs c o m m e n t a t e u r s ; enfin la Mythologia de " N a t a l C o m i t é " , c'est-à-dire de C o n t i ; et les Images de Cartari. C'est à travers tous ces intermédiaires q u e Fray Baltasar d e Victoria recueille la tradition antique, d'ailleurs grossie de toutes les alluvions d u M o y e n Âge» (Seznec, 1980, p. 279). 11

Paz, 1982, p. 214. Páginas después vuelve a esos libros c o n las mismas i n t e n ciones: «Entre los tratados españoles de mitología el más i m p o r t a n t e y c o n o c i d o

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nes para ocuparse de inmediato en una descripción minuciosa del arco y de su explicación, pero el lector ya ha empezado a desconfiar de un texto y de una escritora que ocultan fuentes y omiten la mención de títulos c o m o ése de Pérez de Moya, en el que el adjetivo «secreta» resulta tan prometedor. Tal desconfianza llevará probablemente a aceptar páginas después que la genealogía de Neptuno elaborada por Sor Juana «no es inusitada, para su época, pero sí es tendenciosa» (p. 217), y que, al anotar que la madre de Neptuno fue «la diosa Opis o Cibeles, la cual es lo mismo que Isis, por representar estos dos nombres la Tierra» (p. 360), la autora trataba de «acentuar el carácter egipcio de la diosa y, por derivación, de su hijo, que ya no es Neptuno, el dios marino de griegos y romanos; mejor dicho, que sin cesar de serlo, es también Harpócrates (Horus), divinidad del silencio, hijo de Isis y adorado por los egipcios en la forma de un niño-dios» (p. 217). El lector prevenido no se dejará engañar por los supuestos misterios de la Filosofía secreta de Pérez de Moya, de ortodoxia indiscutida 12 , ni hará suyas las sospechas de Paz: la escritora novohispana «demuestra que ha manejado las obras de los autores citados», y, además, utilizar información de segunda mano no era sino «el proceder característico de los ingenios del siglo XVII»13. Por otra parte, la genealogía elaborada por Sor Juana para Neptuno no era más tendenciosa que la que Sigüenza y Góngora le atribuía cuando encontró su nombre en la Biblia y dedujo que era hijo de Misraim 14 : era, exactamente, la misma.

fue el de Juan Pérez de Moya: Filosofía secreta donde debajo de historias fabulosas se contiene mucha doctrina provechosa... (1611). Sor Juana no lo cita pero tampoco menciona a Baltasar de Vitoria, no obstante que en el Neptuno sigue muy de cerca a su Teatro de los dioses de la gentilidad» (p. 336). 12 Para confirmarla basta con leer su título completo, y comprobar que el libro fue escrito para que ayudara a «huir de los vicios, y seguir la virtud», como proclama el libro quinto, o, como prefiere el séptimo, para que el análisis de las fábulas sirviese «para persuadir al hombre al temor de Dios, y a que tenga cuenta con la que ha de dar de su vida, pues según ésta fuere, así recibirá el galardón» (Pérez de Moya, Filosofía secreta, pp. 468 y 524). López Poza, 2003, p. 260. Sigüenza y Góngora podía asegurar que «entre los mentidos dioses sólo Neptuno tiene tan legitimada su alcuña, que es su Nobiliario el Génesis, y su Historiador Moysés: At vero (Genes, cap. 10 vers. 13.) Mifraim genuit Ludim, etAnamim, et Labim, et Nephthuim» (p. 12). El parecido de los vocablos y distintas autoridades garantizaban a Sigüenza y Góngora que ese Nephthuim no era otro que Neptuno. 13

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A la hora de elogiar al marqués de la Laguna, para Sor Juana carecía de interés que Harpócrates fuese Horus —una de tantas manifestaciones del sincretismo religioso derivado de los intereses políticos de la dinastía de los Ptolomeos o Lágidas—, y que Horus fuese adorado por los egipcios en la forma de un niño-dios. En consecuencia, ignoró esa relación, que Paz recordó porque convenía a su intención de extender las analogías hasta rozar los límites de la heterodoxia. Tal intención resulta otra vez evidente a la hora de interpretar el pasaje en el que la autora — c o n la ayuda de Horacio, que había calificado de «mudos» a los p e c e s — aventura una justificación para el hecho comprobado de que los antiguos veneraban a Neptuno como dios del silencio. El propósito de Sor Juana era, evidentemente, el de atribuir la silenciosa virtud de la prudencia al nuevo virrey, pero encontraba algunas dificultades a la hora de dar una personificación mitológica a esa virtud. Por supuesto, sabía que entre Harpócrates y Neptuno existía una relación estrecha, como lo sabía Sigüenza y Góngora cuando recordaba que «entre los nombres de Neptuno es célebre el de Conso» (p. 13) — e n Neptuno alegórico consta también esta última equiparación (p. 368), originada en el remoto proceso que ya había identificado a Chonso o Jonsu («el Consejero»), hijo de Amón y de Mut, con Horus, el hijo de Osiris e Isis—, y, con acopio de autoridades, identificaba asimismo a este hijo de Isis con Harpócrates 15 , y aun con el llamado Sigalión por los griegos. Sor Juana no se conformó con saber que Neptuno era Harpócrates y que Harpócrates era el dios del silencio, y trató de ajustar la relación de los términos que quedaban sueltos: «La razón de haber los antiguos venerado a Neptuno por Dios del silencio, confieso no haberla visto en autor alguno de los pocos que yo he manejado», declaraba tras haber apuntado su opinión de que «estaban sus aras debaj o de la tierra, no sólo para denotar que el consejo para ser provechoso ha de ser secreto (Servio, 8 Aeneid. Qui ideo templum sub tecto in circo habet, ut ostendatur, tectum consilium esse deberé), sino para dar a entender que también honraban con silencioso recato a Neptuno en el supuesto de Harpócrates, dios grande del silencio» (pp. 3 6 0 - 3 6 1 ) . Paz, no sin

15 «[...] este pues Dios Conso, o Neptuno fue hijo de Isis como afirma Bulengero, de Circ. Román, cap. 9, y siendo Conso lo mismo que Harpócrates por sentencia del mismo autor, que dijo fol. 35. Hic igitur Consus est Harpócrates lo cual, y que sea hijo de Isis quiere Varr. lib. 4 de Ling. Lat. [...]» (Sigüenza y Góngora, Teatro, p. 14).

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antes imputarle una «fingida ingenuidad» sospechosa, prefiere atribuir a Sor Juana esa asociación entre Neptuno y el silencio — d e la que no era responsable— para concluir que «ni la explicación es una explicación ni la cita de Horacio viene a cuento, salvo para hacer del tempestuoso e imprevisible Neptuno un dios hermético y silente» (p. 218). «Hermético»: he ahí la clave. Ignorando la probable incompatibilidad de la formación tomista de Sor Juana con «el carácter óntico — o hermético— de los jeroglíficos, es decir, la vinculación directa de tales signos con la divinidad y sus atributos» 16 , Octavio Paz se desliza con habilidad desde la autora novohispana hasta Hermes Trismegisto, alejándose de Neptuno alegórico para ocuparse de la «escritura» jeroglífica — q u e a fines del xvn aún no era una escritura—, del arte de los emblemas y de la conjunción de la visión emblemática del universo con el neoplatonismo en la corte florentina de Cosme de Médicis. Indirectamente, la monja jerónima termina sospechosamente asociada con Marsilio Ficino 17 y con Pico della Mirándola, e incluso, al comentarse la difusión del hermetismo neoplatónico en la Europa del xvi, con Giordano Bruno, o al menos con la conjunción del neoplatonismo con el hermetismo y el «egipcianismo» que Paz trataba de resaltar. Más interesado en prolongar la pervivencia del hermetismo que en constatar su decadencia — a sabiendas de que «comenzó a declinar cuando, en 1614, un hugonote refugiado en la corte de Jacobo I, el

Pascual, 1998, p. 248. C o m o si las páginas respectivas hubieran sido redactadas en momentos diferentes y con planteamientos distintos, Paz anota después que «probablemente sor Juana no leyó a Ficino, aunque en el Neptuno alegórico menciona a uno de sus herederos directos: el poeta neoplatónico florentino Pedro Crinito» (p. 279); «No sabemos si sor Juana tuvo entre sus libros la traducción de Ficino del Corpus hermeticum pero es seguro que debe haberla conocido, ya sea directamente o a través de los incontables autores que, desde el Renacimiento, se referían a esa obra» (p. 325). Conviene recordar que el interés por Hermes Trismegisto no equivalía a la heterodoxia: el lector puede fiarse de Lope de Vega, quien en la «Historia mitológica» de Baltasar de Victoria no hallaba «cosa que repugne a nuestra fe, ni a las buenas costumbres: antes bien una lección importantísima a la inteligencia de muchos libros, cuya moralidad envolvió la antigua filosofía en tantas fábulas para exornación y hermosura de la poesía, pintura y astrología, y en cuyo ornamento los teólogos de la gentilidad, desde Mercurio Trismegisto hasta el divino Platón, hallaron por símbolos y jeroglíficos la explicación de la naturaleza de las cosas, c o m o consta del Pimandro y del Timeo, que los egipcios por cosas sagradas tanto escondieron del vulgo» (Victoria, 1620, fol. 4r). 16 17

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helenista Isaac Casaubon, probó que el Corpus hermeticum pertenecía a los primeros siglos de la era cristiana» (p. 224)—, se fijó sobre todo en que «se sobrevivió a lo largo del XVII no sólo en movimientos de esoterismo religioso como el de los rosacruces sino en figuras que ejercieron una gran influencia intelectual en su época» (p. 224), entre las que Athanasius Kircher ofrece particular interés a propósito de Sor Juana. Paz dedica considerable atención a la orientación sincretista y hermética de ese jesuita alemán, antes de señalar las peculiaridades de España al respecto, para concluir que «el tema del hermetismo en las letras hispanas de los siglos xvi y XVII no ha sido estudiado pero, incluso si nuestras noticias son incompletas y fragmentarias, no es aventurado pensar que su influencia fue mayor de la que se supone» (p. 227). Olvidando que «la literatura cortesana fatalmente tiende al hermetismo pero sus misterios no son religiosos ni filosóficos sino estéticos» (p. 68), Paz consideraba que esa «digresión» debería poner al lector en condiciones de entender «la actitud de Sor Juana y la verdadera significación del Neptuno alegórico» (p. 229), lo que quiere decir que, sin tales presupuestos, esa significación verdadera quedaría oculta o inalcanzable. Cabe deducir entonces que los elogios al virrey encubrían significados oscuros, que ahora se pretendía sacar a la luz. Las pistas que conducen al hallazgo son fundamentalmente dos: la mención de «la Eunoía de Simón Mago» 18 y la «asombrosa etimología de Isis»19. El recuerdo de aquel personaje que dio nombre a la simonía, tan denostado por los padres de la Iglesia, y sobre todo el de su amante, la prostituta Helena en la que se habría refugiado la Sapiencia divina, permite a Paz encontrar sorprendente «que Sor Juana —coincidiendo en esto con los gnósticos y los herméticos— atribuya un sexo al Espíritu y que ese sexo sea precisamente el femenino» (p. 230), para luego decidir que «esas ideas eran claramente heréticas» (p. 231). En cuanto a la etimología de Isis, el lector del Neptuno alegórico puede comprobar que era la recogida por Sor Juana en Jacobo Bolduc, quien, «después de bien fundados discursos, dice: A Misrain, et Heberprimis aegyptiorum doctoribus, illustrissimisque viris divina sapientia, seu de religione doctrina, ex duplicato nomine hebraeo Is, quod es Vir, Isis videtur appellata» (p. 366). Según Paz, la etimología de Isis ponía a Sor Juana «al abrigo de toda sospecha» — d e las suspicacias que la atribución de un sexo femenino

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Sor Juana, Neptuno, p. 366. Paz, 1982, p. 231.

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al Espíritu podía despertar—, concluyendo que «la diosa Isis es la personificación de la sabiduría pero su origen es doblemente masculino: Is-Is = dos veces varón» (p. 231).Tal interpretación decide ignorar que en su momento esa etimología no resultaba asombrosa: no lo era para Sor Juana, como tampoco lo era para Sigüenza y Góngora cuando, en busca de los antepasados de N e p t u n o , se r e m o n t ó hasta Moisés y el Génesis y no se extrañó de que la sabiduría de Misraim y la de su inseparable Heber, «los varones que fueron los primeros jefes en Egipto después del diluvio» —«primeros fundadores de Egipto y primeros y principales autores de las ciencias» (p. 366), explicaba Sor Juana—, se conociesen como Isis: la sabiduría «de dos varones», no de alguien «dos veces varón», c o m o Paz hubiera querido 2 0 . Tanto en el caso de Sor Juana como en el de Sigüenza y Góngora, la referencia a Jacobo Bolduc y su De Oggio Christiano Libri Tres tampoco constituía una razón para la alarma, como el mero título completo de ese tratado permite deducir 21 : se trataba de un esfuerzo más para exaltar la excelencia de las creencias cristianas remontándolas hasta los orígenes de la humanidad, aunque fuese sólo en grado de anticipación profética y con mucha frecuencia adulteradas por el sembrador de la cizaña hasta convertirlas en caricaturas horrendas. Bolduc era capuchino, de m o d o que tampoco es fácil adjudicarle la orientación sincretista con implicaciones herméticas que Paz consideraba propia de los jesuítas. Aunque éste hubiera preferido también que Sor Juana hiciera al Espíritu Santo encarnarse en una 20 Según Sigüenza y Góngora, «la doctrina de los primeros sabios del mundo se denominó de aquellos mismos de quienes tuvo el origen [...]. Léase a el docto Fr. Jacobo Bolduc Capuchino en su recóndito, y singularísimo tratado de O g g i o Christiano lib. 2 cap. i. donde dice, y comprueba que de la doctrina de Sem se originó el nombre de Semeles: de la de Heber solo, la apelación de Sibere, o Cybeles, y de Misraim la de Isis, pero con una circunstancia, y es haber acompañado siempre a Misraim el patriarca Heber, conque de uno y de otro se dijo Isis. Afirmolo primero en el dicho cap. 2. pág. 94. y después en el cap. 15. pág. 155. al principio: A quibus duobus Magistris talis doctrina sapiencia mystico nomine Isis primo donata fuisse videtur ex Hebreo ISC, quasi IS IS id est V I R , V I R . Luego si Isis es la misma Sabiduría de Misraim, no hay razón para que Misraim no se confunda con Isis, c o n que siendo N e p h t h u i m hijo de Misraim habrá de ser N e p t u n o hijo de Isis según la doctrina, y enseñanza, y de Misraim según la naturaleza» (p. 13). 21 De Oggio Christiano Libri Tres, in quibus declarantur antiquissima et sacrosanctae Eucharistiae typica mysteria, quae in frumento ab Adam instituía, deinde a Noe, additione vini, illustrata, perque totum orbem pie celebrata, sensim apud Gentiles in orgiorum vocabulo mendam, in ritibus horrendas foeditates contraxerant (Lyon, 1640).

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prostituta de Tiro, igualmente inocua resulta la m e n c i ó n previa de la Eunoía de Simón Mago: a los efectos que pretendía la autora de Neptuno alegórico, sin duda no significaba más que «la Egeria de N u m a » y «la Urania de Avito», citadas en el mismo lugar y c o n el mismo propósito de recordar algunos n o m b r e s entre los que los antiguos dieron a la sabiduría o a las diosas que la representaban, c o n frecuencia para designar la capacidad individual de cada u n o de esos sabios, al m e n o s inicialmente. Sor Juana participaba de lleno en una de las más características exaltaciones del p o d e r entre las ofrecidas p o r la é p o c a , y la evocación de la diosa egipcia n o tenía otra función, c o m o ella misma expresaba c o n claridad ante el nuevo virrey: ¿Qué otra cosa es ser hijo de Saturno, que ser hijo de la real estirpe de España, de quien descienden tantos reyes que son deidades en la tierra? Es también Su Excelencia hijo de Isis, esto es, de la sabiduría del Señor R e y Don Alonso, el Sabio por antonomasia, llamado así por la excelencia de sus estudios, especialmente matemáticos; Misraim español, a cuyos compases parece que obedecía el curso de las estrellas (p. 369). Así pues, es difícil hallar rastro alguno de esas ideas «claramente heréticas» que Paz había decidido descubrir, y quienes siguieron ese camino de la sospecha c o n la convicción de que, «con el Neptuno alegórico, Sor Juana entró en tierra prohibida» 22 , pudieron haberse ahorrado el esfuerzo 2 3 . Si n o había nada que ocultar ni la etimología de Isis era

Bouvier, 2005, p. 45. En el lienzo séptimo, que presentaba a Neptuno vencido por Minerva cuando ambos pretendían dar nombre a Atenas —los jueces prefirieron el olivo de la diosa al caballo que él había hecho surgir de la tierra—, se ha podido advertir la introducción de «una pequeña revisión soijuaniana en la jerarquía aristotélica, porque la victoria de Minerva era también la victoria de la razón sobre lo irracional, de lo humano sobre lo animal, de la mujer sobre el hombre, o, tal vez mejor dicho, la victoria de la parte femenina sobre la parte masculina de la naturaleza de Neptuno» (Bouvier, 2005, p. 49). Probablemente, sin embargo, sor Juana nunca vio en su Neptuno-Marqués de la Laguna a alguien inquietado por tales oposiciones internas, sino, simplemente, triunfante en la victoria suprema de vencerse a sí mismo. No en vano recordó los testimonios que hacían a Minerva hija de Neptuno: la sabiduría que él mismo había engendrado —«su propio entendimiento» (p. 391), para evitar la aventurada identificación de la sabiduría con lo femenino—, cualidad tan suya y tan asexuada como la que Isis representaba en Neptuno alegórico para Misraim y Heber, o Eunoía para Simón el Mago. 22

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como se pretendía, se puede prescindir de las páginas en las que Paz desarrolla sus premisas si lo que se busca es saber algo más sobre Neptuno alegórico y sobre su autora. Allí se comenta la significación de la diosa egipcia, derivada en buena medida de su relación o identificación con otras figuras mitológicas, antes de decidir que Isis, «a su vez, se transforma en una suerte de emblema secreto —aunque proclamado a voces— de la madre Juana Inés de la Cruz» (p. 232). En esa figura mitológica se proyectarían los deseos y las obsesiones de la escritora, y, desde luego, una «ambición descomunal: Juana Inés, madre y virgen, es de la estirpe de Isis y su nombre ha de figurar un día en la lista de las "mujeres sabias"» (p. 233). El furor analógico de Paz se desborda al recordar que ya había señalado la naturalidad con la que Sor Juana adoptaba a veces el papel de «viuda»24 —papel derivado de la transformación de la nostalgia del padre ausente en la imagen de un marido muerto—, para descubrir ahora que «la analogía con el mito de Isis y Osiris es turbadora y significativa», hasta el punto de que «la historia de la resurrección de Osiris completa la identificación de la "viuda" Juana Inés con la diosa: la maternidad se resuelve en la resurrección simbólica del pasado y sus muertos. Los agentes de la resurrección son los signos: las letras, la poesía» (p. 233). Neptuno alegórico no fue el único escrito en el que Paz creyó ver a la monja novohispana al borde de la herejía. Recordando su crítica al «Sermón del mandato» del jesuíta portugués Antonio deVieyra, advertiría que «Sor Juana se muestra no sólo molinista sino que roza el pelagianismo» 25 , opinión que había de confirmar cuando analizaba en la Carta atenagórica los «beneficios negativos» —propuestos allí como la mayor «fineza» o prueba del amor de Dios hacia los h o m b r e s — y deducía que implicaban una noción de la libertad humana con la que Sor Juana estaría «más cerca de Pelagio que de San Agustín», o al menos suscribiría los planteamientos del jesuíta Luis de Molina, quien «trató de conciliar libertad y predestinación pero acrecentando la esfera de la

2 4 En efecto, Paz había anticipado esta conclusión al ocuparse de las circunstancias familiares de sor Juana y suponer que —simbólicamente, desde luego— «la niña mata a su padre, no a su madre», y que más tarde «convierte el fantasma paternal en el espectro de su marido y ella se transforma en su viuda» (p. 112), anunciando esa identificación con Isis que desarrollará a propósito de Neptuno alegórico.

Paz, 1982, p. 331. Acababa de recordar en el mismo lugar la herejía de Pelagio, «que afirmó que los hombres podían salvarse sin la gracia divina». 25

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libertad» (p. 518).Tanto el recuerdo de la gnóstica Eunoía, citada en Neptuno alegórico, c o m o el de Hipasia, quien «enseñó astrología y leyó m u c h o tiempo en Alejandría» 26 , según consta en la Respuesta a Sor Filotea, le permitían concluir que la admiración de la m o n j a jerónima por esas mujeres ilustres «era más fuerte que su temor a traspasar los límites de la ortodoxia» 2 7 . Por otra parte, Paz n o sólo tuvo en cuenta asuntos relacionados con la religión a la hora de alarmarse, c o m o demuestra su perplejidad ante las insólitas ideas sobre el origen del estado que Teseo expresaba en la primera j o r n a d a de Amor es más laberinto, sin acertar a explicarse «cómo semejantes principios pudieron externarse en el palacio virreinal sin escándalo» (p. 439). Ante el rey Minos y su corte,Teseo exponía sus ideas sobre la trasformación q u e en tiempos r e m o t o s habría llevado a distinguir entre reyes y vasallos, entre nobles y plebeyos, e infería [...] que sólo fue poderoso el esfuerzo a diferenciar los hombres que tan iguales nacieron, con tan grande distinción como hacer, siendo unos mesmos, que unos sirvan como esclavos y otros manden como dueños 28 .

Esa mención del «esfuerzo» justificaba las referencias a Bernardo de Balbuena, a los filósofos neotomistas españoles Francisco de Vitoria, Francisco Suárez y Luis de Molina, a Thomas Hobbes y a Jean-Jacques Rousseau, a San Agustín y a Juan de Mariana, antes de que Paz decidiera que Sor Juana, a través de Teseo, «postula a la fuerza c o m o el factor que hace posible el salto de la sociedad natural a la sociedad política» (p. 440). Basta con recurrir a Sebastián de Covarrubias y comprobar

26

Sor Juana 1994, iv, p.461. Paz, 1982, p. 547.Y en el mismo lugar apunta: «Hipatia (Hipasia) de Alejandría, hermosa e inteligente, virtuosa y sabia, filósofa neoplatónica, fue asesinada en marzo de 415 por una banda de monjes cristianos. Es imposible que sor Juana ignorase las circunstancias de la muerte de Hipatia, mártir no de la fe que ella profesaba sino de la filosofía». 28 Sor Juana, 1994, iv,p.277. 27

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que definía esfuerzo como 'el ánimo, brío, valor' 29 , para que se desvanezca el «realismo desolador» (p. 440) atribuido esa vez a la autora y resulten fuera de lugar las eruditas referencias a los planteamientos políticos dominantes en su época y a los sesudos clérigos juristas que guardarían silencio ante una propuesta que no era escandalosa y ni siquiera era una propuesta. Ajeno a preocupaciones de índole filológica, el libro de Octavio Paz sobre Sor Juana constituye un buen pretexto para la reflexión sobre los poderes de la lectura. A este respecto, algunas consideraciones no tienen desperdicio. Como ésta: Los autores más citados en el Neptuno

alegórico son, naturalmente, los

mitólogos. Todos ellos están ligados, directa o indirectamente, con el sincretismo hermético. Francés A. Yates indica que entre los libros de la biblioteca de J o h n D e e figuraban, en primer plano, «los acostumbrados libros de referencia del R e n a c i m i e n t o : Hieroglyftca de Pierio Valeriano, Mythologiae de Natalis Comes (Natal Conti), los Emblemas de Alciato». Son los mismos autores que aparecen una y otra vez en el Neptuno

alegórico30.

Cabe entender: John Dee —-«el astrólogo de Isabel, amigo y guía de Bruno durante su estancia en Londres» (p. 2 2 6 ) — contaminaba de hermetismo los tratados sobre mitología que caían en sus manos en el siglo xvi, hermetismo que un siglo más tarde esos tratados de mitología contagiaban a Sor Juana en el lejano México. Pierre Menard, referencia inevitable a la hora de subrayar los poderes de la lectura, ya advirtió que «no hay ejercicio intelectual que no sea finalmente inútil. Una doctrina filosófica es al principio una descripción verosímil del universo; giran los años y es un mero capítulo —cuando no un párrafo o un nombre— de la historia de la filosofía»31. SorJuana Inés de la Cruz o Las trampas de la Fe pudo parecer un estudio profundo sobre las obra de Juana de Asbaje y sobre el barroco novohispano; hoy conviene leer esas páginas más bien como una ficción literaria de Octavio Paz, de notable significación autobiográfica. De Menard sabemos también que su obra

Cov.,p. 372. Paz, 1982, p. 235. Giordano Bruno and the Hermetic Tradition (1964) y The Rosicrucian Enlightenment (1972) parecen haber sido los libros de Francés A. Yates consultados (p. 60, nota 3). 31 Borges, 1989, p. 450. 29

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subterránea enriqueció el arte rudimentario de la lectura con la técnica del anacronismo deliberado y de las atribuciones erróneas, técnica que «puebla de aventura los libros más calmosos» 32 . Leer Neptuno alegórico c o m o si fuese obra de André Bretón o de Octavio Paz, ¿no es una suficiente renovación de esa muestra de barroca sumisión cortesana y contrarreformista? La relación del surrealismo c o n esa lectura n o es, desde luego, la que Alfonso Reyes —tras apuntar que «los sones y luces de la estética gongorina» son «catacresis para evocar algún objeto sin nombre» y referirse a los «mundos latentes» que «parecen revolverse en los lechos de la subconsciencia y del yo p r o f u n d o » — pareció establecer al p r e g u n tarse: «¿Se han asomado los suprarrealistas a los sueños de Sor Juana?» 33 , c o m o Paz también recordó (p. 471).Tiene que ver sobre todo c o n u n original acercamiento a la tradición literaria q u e en este caso se f u e a b r i e n d o paso p a u l a t i n a m e n t e y e n c o n t r ó apoyo sobre t o d o en corrientes ocultistas o herméticas. E n El arco y la lira, al ocuparse de «La inspiración», Paz recordaba a André Bretón para manifestar sus reticencias a ese respecto: La duda sobre las posibilidades de real comprensión que ofrece la psicología lo ha llevado a aventurarse en hipótesis ocultistas. Ahora bien, el ocultismo nos puede ayudar sólo en la medida en que deja de serlo, es decir, cuando se hace revelación y nos muestra lo que oculta. Si la inspiración es un misterio, las explicaciones ocultistas la hacen doblemente mistenosa . A pesar de esas reticencias, una convicción empezaría a manifestarse p o r entonces, al menos cuando observaba que «como lo creían los antiguos, y lo han sostenido siempre los poetas y la tradición oculta, el universo está compuesto p o r contrarios que se u n e n y separan c o n f o r m e a cierto ritmo secreto», y concluía que el surrealismo había sido y seguiría siendo una invitación a la aventura interior y u n signo de inteligencia, «como las sectas gnósticas de los primeros siglos cristianos, c o m o la herejía cátara, c o m o los g r u p o s de iluminados del R e n a c i m i e n t o y la época romántica, c o m o la tradición oculta q u e desde la

32 33 34

Borges, 1989, p. 450. Reyes, 1948, p. 114. Paz, 1956, pp. 171-172.

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antigüedad n o ha dejado de inquietar a los más altos espíritus» 35 . E n El arco y la lira, mientras escribía sobre «El verbo desencarnado», haría más precisas esas referencias al ocultismo al recordar que Monnerot ha comparado la historia de la poesía moderna con la de las sectas gnósticas y con la de los adeptos de la tradición oculta. Esto es verdad en dos sentidos. Es innegable la influencia del gnosticismo y de la filosofía hermética en poetas como Nerval, Hugo, Mallarmé, para no hablar de los poetas de este siglo:Yeats, George, Rilke, Breton. Por otra parte, cada poeta crea a su alrededor pequeños círculos de iniciados, de modo que sin exageración puede hablarse de una sociedad secreta de la poesía 36 . La referencia a Jules M o n n e r o t parece estrechar aún más la relación de los planteamientos de Paz c o n el surrealismo: las insistentes referencias de Breton a La poésie moderne et le sacre11 llevaron probablemente al poeta m e x i c a n o hasta ese libro, donde puede encontrarse la comparac i ó n m e n c i o n a d a , y t a m b i é n la relación entre el g n o s t i c i s m o y los surrealistas, establecida allí c o n n o pocas cautelas 38 . Lo cierto es que la

35

Paz, 1954, pp. 178 y 180. Paz, 1956, p. 240. 37 Se había publicado en París, en 1945, y sus ecos son notorios en Fragrant délit: «On sait, en effet, que les gnostiques sont à l'origine de la tradition ésotérique qui passe pour s'être trasmise jusqu'à nous, non sans s'amenuiser et se dégrader partiellement au cours des siècles. [...] Or, il est remarquable que, sans s'être concertées le moins du monde, tous les critiques vraiement qualifiés de notre temps, ont été conduits à établir que les poètes dont l'influence se montre aujourd'hui la plus vivace, dont l'action sur la sensibilité moderne se fait le plus sentir (Hugo, Nerval, Baudelaire, Rimbaud, Lautréamont, Mallarmé, Jarry), ont été plus ou moins marqués par cette tradition» (Breton, 1949, p. 826). Breton se referiria luego a su convicción de que «si les révélations attendues se produisent, on vérifiera la realité et l'on saisira pour la première fois la nature de ces liens fulgurants qui ont permis à M.Jules Monnerot d'embrasser du même coup d'oeil la démarche gnostique et la démarche surrealiste» (Breton, 1949, pp. 826-827). 36

38 «Georges Sorel compare les socialistes parlementaires aux gnostiques, traite ceux-ci comme Tertullien avait traité ceux-là. Les uns et les autres il les juge imbelles et iulmine l'anathème contre cette horreur du martyre qui est ce qu'il leur voit de commun. L'analogie s'arrêterait là. Un parallèle entre surréalistes et gnostiques irait sans doute aucun plus loin, bien que la chose ne présente, convenons-en, qu'un degré très relatif de nécessité. Des analogies dont aucune n'est incontestable, et qui ne doivent d'être qu'à la partialité résolue de l'esprit qui les propose ne peuvent valoir en elles-mêmes, mais seulement pour éclairer» (Monnerot, 1949, p. 78).

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idea arraigó e n Paz, q u i e n la había madurado p l e n a m e n t e c u a n d o e m p e z ó a escribir lo que años después constituiría Sor Juana Inés de la Cruz o Las trampas de la Fe. Según su propio testimonio, fiie en 1971, y c o n la ayuda de los estudios de Francés A.Yates, cuando consiguió «atar cabos» y establecer la relación del Primero sueño c o n el viaje astronómic o narrado p o r Kircher e n Iter exstaticum, y además c o n los antiguos «sueños de anabasis», o, lo que era lo mismo, c o n la tradición hermética (pp. 4 7 6 - 4 7 7 ) . Por entonces también parece haber adquirido, a propósito de la poesía moderna, una convicción que manifestaría c o n distintos matices en ocasiones diversas. Es ésta, tal c o m o quedó formulada en el «Prefacio» a Los hijos del limo: En su disputa con el racionalismo moderno, los poetas redescubren una tradición tan antigua como el hombre mismo y que, trasmitida por el neoplatonismo renacentista y las sectas y corrientes herméticas y ocultistas de los siglos xvi y xvn, atraviesa el siglo xviii, penetra en el xix y llega hasta nuestros días. M e refiero a la analogía, a la visión del universo como un sistema de correspondencias y a la visión del. lenguaje como un doble del universo 39 . Bretón tardó en aparecer en Los hijos del limo, pero significativamente se hizo presente al recordarse su contribución al descubrimiento de Charles Fourier 4 0 y sobre t o d o cuando Paz insistía e n que «la historia de la poesía moderna de Occidente está ligada a la historia de las d o c trinas herméticas y ocultas» 41 , al tiempo que relacionaba los nombres de Blake,Yeats, Pessoa, H u g o y R i m b a u d c o n los de Swedenborg, Madame Blavatsky y el Abbé (Alphonse Louis) Constant, alias Eliphas Lévi: Las afinidades entre Fourier y Lévi, dice André Bretón, son notables y se explican porque ambos «se insertan en una inmensa corriente intelectual que podemos seguir desde el Zohar y que se bifurca en las escuelas iluministas del xviii y el xix. Se la vuelve a encontrar en la base de los sistemas idealistas, también en Goethe y, en general, en todos aquellos que se rehusan a aceptar como ideal de unificación del mundo la identidad matemática» 42 .

39

Paz, 1974, p. 10. A ese respecto ver también las pp. 85,98 y 102-103. Paz, 1974, p. 103. 41 Paz, 1974, p. 134. 42 Paz, 1974, p. 134. En realidad la cita parece proceder de una carta que Jacques Gengoux, autor de La Symbolique de Rimbaud, escribió el 12 de mayo de 1947 a 40

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El interés de Breton por la tradición ocultista — d e la que se consideraba en alguna medida heredero— era notorio, y Paz lo conocía bien: las relaciones entre ambos se iniciaron cuando estaba reciente la publicación de Arcane 17 — e n N u e v a York, aún e n el exilio, e n 1945; e n París e n 1 9 4 7 — , d o n d e el poeta m e x i c a n o p u d o encontrar al hada Melusina, pero también referencias a Isis y el entusiasmo c o n que el incansable p r o m o t o r del surrealismo recordaba una frase enigmática, oscura y sin embargo cargada de sentido, leída en la Histoire de la magie de Eliphas Lévi a propósito de los misterios de Eleusis 43 : «Osiris est un dieu noin>44. Si n o lo sabía ya, Paz supo también por entonces que Breton era un lector asiduo de Lévi, lo que parecía convenir a lo que c o n sideraba «la heterodoxia de la poesía moderna tanto frente a las religiones c o m o ante las ideologías» 4 5 y a su valoración positiva de los surrealistas cuando les atribuía la creencia «en el poder subversivo del deseo y en la función revolucionaria del erotismo» 4 6 . C o n ello guarda relación el «grandioso misterio sexual» (p. 230) de la gnosis cuyos ecos creyó percibir cuando se ocupaba de la m e n c i ó n de la Eunoía en Neptuno alegórico, aunque la significación del amor comprobable en Arcane 17 parece ajena tanto a S i m ó n el M a g o c o m o a las críticas que Lévi dirigió contra él e n Histoire de la magie47. E n t o d o caso, lo evidente es que la

André Breton, quien incluyó fragmentos de ella en nota a «Ajours, III», de la primera edición francesa de Arcane 17: «Fourier et Lévi s'insèrent dans un inmense courant de pensée que nous pouvons suivre depuis le Zohar et qui se diversifie dans les écoles illuministes du xvne et du xvme. On le retrouve à la base des systèmes idéalistes, chez Goethe aussi et en général chez tous ceux qui se refusent à poser comme idéal d'unification du monde l'identité mathématique» (Breton, 1947, p. 112). 43 «Aussi, lorsque l'initié aux mystères d'Eleusis avait parcouru triomphalement toutes les épreuves, lorsqu'il avait vu et touché les choses saintes, si on le jugeait assez fort pour supporter le dernier et le plus terrible de tous les secrets, un prêtre voilé s'approchait de lui en courant, et lui jetait dans l'oreille cette parole énigmatique: Osiris est un dieu noir. Ainsi cet Osiris, dont Typhon est l'oracle, ce divin soleil de l'Egypte, s'éclipsait tout à coup et n'était plus lui-même que l'ombre de cette grande et indéfinissable Isis, qui est tout ce qui a été et tout ce qui sera, mais dont personne encore n'a soulevé le voile éternel» (Lévi, 1860, pp. 28-29). 44 Breton, 1947, p. 87. 45 Paz, 1974, p. 81. 46 Paz, 1974, p. 178. 47 «Le caïnisme, tel est le nom qu'on pourrait donner à toutes les fausses révélations emanées de cette source impure. Ce sont des dogmes de malédition et de haine contre l'harmonie universelle et contre l'ordre social; ce sont les passions

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insistencia con que Paz recordaba por entonces a ocultistas, cabalistas, gnósticos, herméticos, alquimistas e incluso libertinos, como precursores de la poesía moderna, preparaba el terreno en el que luego trataría de situar a la escritora novohispana, como se puede comprobar apenas iniciada la lectura de SorJuana Inés de la Cruz o Las trampas de la Fe: Dos corrientes adversarias nacen del hermetismo renacentista. Una va de Ficino y Pico de la Mirandola a Cornelio Agrippa, Giordano Bruno y Tomasso Campanella, se extiende por toda Europa, inspira a las Academias francesas, al mágico isabelino John Dee y al movimiento de los rosacruces en Alemania. A través de las sectas ocultistas y libertinas de los siglos XVII y xviii esta corriente entronca, por una parte, con el movimiento socialista, especialmente con Fourier, y por la otra, con el pensamiento poético moderno, de los románticos a la poesía contemporánea. La religión de los astros de Bruno y Campanella es el común origen del socialismo y de la teoría de la correspondencia universal, sostenida por los primeros románticos alemanes e ingleses, Nerval y Baudelaire, los simbolistas,Yeats y los surrealistas. [...] La otra tendencia, representada sobre todo por los jesuítas, trató de reconciliar las religiones no cristianas con el catolicismo romano (p. 60).

Esa segunda corriente era la que Paz identificaba con el sincretismo que en la Nueva España del siglo XVII «fiie obra de teólogos e historiadores de la Compañía de Jesús y de intelectuales cercanos a ella, como Carlos de Sigüenza y Góngora» (p. 56). Esa opción era la que incluía a Athanasius Kircher, quien parece haber decidido ignorar la datación de los escritos herméticos efectuada por Casaubon, «a watershed separating the Renaissance world from the m o d e m world» 48 . Paz preferiría también ignorar esa línea divisoria al insistir en que, «por Kircher, Sor Juana se enlaza con una tradición universal y todavía viva, una tradición que no ha cesado de inspirar a nuestros poetas, desde el Renacimiento hasta la época contemporánea» (p. 239). Esa opinión no parece respaldada por Neptuno alegórico, donde Kircher brilla por su ausencia, ni por el conjunto de la obra de Sor Juana, donde las muy escasas menciones del jesuíta alemán nada tienen que ver con la tradición aludida. De más está decir que Paz no encontró ninguna referencia precisa al Corpus hermeticum, aunque déréglées affirmant le droit au lieu du devoir; l'amour passionel, au lieu de l'amour chaste et dévoué; la prostituée, au lieu de la mère; Hélène, la concubine de Simon, au lieu de Marie, mère du Sauveur» (Lévi, 1860, pp. 191-192). 48 Yates, 1979, p. 398.

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intentara rastrear en El divino Narciso los ecos de la lectura del Pimandro (p. 464). Argumentar que «esa tradición, por su naturaleza, ha sido siempre una corriente subterránea» (p. 239), significa menos una prueba de su existencia que la confesión del fracaso al intentar descubrirla. Por otra parte, la tradición neoplatónica y egipciaca prolongada p o r Kircher, n o t o r i a m e n t e ortodoxa, n o i m p o r t a b a sino c o m o p r e t e x t o para llevar aún más lejos las intenciones atribuidas a Sor Juana: algún poema religioso permite a Paz reencontrar a la autora de Carta atenagórica y sus disquisiciones sobre la excelencia de los «beneficios negativos» de Dios, y asegurar que «estas paradojas, para llamarlas así, rozan la herejía» 49 ; también los villancicos que en noviembre de 1691 se cantaron en la catedral de Oaxaca, en honor de Santa Catarina, le dieron la o p o r t u n i d a d de referirse a la traducción alejandrina de la Biblia —la realizada p o r los Setenta en el siglo iii antes de Cristo, p o r o r d e n de Ptolomeo Filadelfo— y a la cruz de Serapis, pretexto para insistir en el hermetismo «egipcio» de Sor Juana y para explayarse sobre los significados q u e Ficino, B r u n o y Kircher dieron a la crux ansata (pp. 4 2 2 426). D e los versos «¿Qué m u c h o , si la cruz, que p o r oprobio / tuvo Judea y el R o m a n o Imperio, / entre sus jeroglíficos Egipto, / de su Serapis adoró en el pecho—» 5 0 apenas cabe deducir la convicción de que también en este aspecto los dioses y los ritos paganos preservaban o anticipaban las verdades que sólo el cristianismo y la Iglesia habían de representar legítimamente 5 1 . Recordar a Ficino y a Kircher es rela-

49 Paz, 1982, p. 387. Se trataba del romance sacro «En que expresa los efectos del A m o r Divino, y propone morir amante, a pesar de todo riesgo» (Sor Juana, 1994, i,pp. 166-168). 50 Sor Juana, 1994, n, p. 168. Quizá con alguna decepción, Paz anotó una vez que «tampoco podía faltar la alusión malévola en contra del pobre Simón el Mago, c o m o es costumbre desde los Hechos de ¡os Apóstoles» (p. 417). La había encontrado entre los que en 1680 se cantaron en la catedral de Puebla de los Angeles en honor de San Pedro Apóstol, atribuidos a la monja jerónima (Sor Juana, 1994, n, 265). 51 Desde esos planteamientos se elabora la interpretación «sincretista» de las creencias religiosas de los indígenas atribuida por Paz a los jesuítas, y que guía su interpretación de las loas de El cetro de José y El divino Narciso (pp. 4 5 7 - 4 6 2 ) , en particular la del segundo de esos autos sacramentales. Tratando de acercar la significación de la eucaristía a los ritos prehispánicos, Sor Juana aprovechaba allí información que pudo encontrar en Monarquía indiana, donde fray Juan deTorquemada había dejado noticias sobre la fiesta que «en el quintodécimo mes llamado Panquetzliztli» hacían los mexicanos en honor de Huitzilopuhdi, en la que con «semi-

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cionar esos versos c o n el h e r m e t i s m o cristiano, tal vez sin necesidad; recordar a B r u n o es implicar a Sor Juana en la doctrina herética que veía en la cruz u n símbolo genuinamente egipcio que los cristianos se habrían apropiado. Primero sueño daría a Paz nuevas oportunidades para insistir en su propuesta: la sombra piramidal que pretende llegar a las estrellas, la t e m prana mención de Harpócrates, le referencia al faro de Alejandría y a las pirámides de Menfis, eran pretextos para volver sobre la enigmática cultura egipcia. Quizá conviene reparar en que una y otra vez (pp. 4 9 1 492, y también 427, 501, 503 y 544) r e c o r d ó q u e Sor J u a n a debía a Nicolás de Cusa, y n o a Kircher, la imagen de Dios c o m o una circunferencia cuyo centro está en todas partes: la «Causa Primera» q u e en Primero sueño es «céntrico p u n t o donde recta tira / la línea, si ya no circunferencia, / que contiene infinita toda esencia» 52 . Si, c o m o Paz quería, esa i m a g e n de D i o s «es u n o de los ejes del p e n s a m i e n t o de Sor Juana» (p. 492), y también había sido fundamental para Bruno, la reiterada m e n c i ó n de este ú l t i m o parece en este caso destinada, una vez más, a contaminar de heterodoxia los escritos de la m o n j a j e r ó n i m a . Y ni siquiera esa mención era imprescindible a los fines buscados. C u a n do la identificación de Isis con Misraim encontrada en De oggio christiano permite a Sor Juana deducir —razonablemente: Misraim y H e b e r fueron los primeros jefes (chiliarchi) que vivieron en Egipto tras el diluv i o — que h u b o u n tiempo en que Isis «representaba sólo a la sabidu-

llas de bledos» construían las estatuas o imágenes de ese dios guerrero y de su c o m pañero Tlacahuepancuexcutzin, estatuas que, concluida la fiesta, los fieles se repartían y comían, «lo cual les servía c o m o de comunión» (Torquemada, 1615, t o m o 2, pp. 3 0 0 - 3 0 2 ) . Aquel rito de la gentilidad americana parecía anticipar ese otro sacrificio i n c r u e n t o que reiteraba la m u e r t e que significó la r e d e n c i ó n del g é n e r o humano y en el que el pan y el vino, convertidos en el cuerpo y la sangre de Cristo, servían de alimento para quienes antes se hubiesen lavado en las aguas del bautismo. El divino Narciso debía completar la explicación del misterio, que el O c c i d e n t e y la A m é r i c a — v e s t i d o s respectivamente «de i n d i o galán» y «de india bizarra», representaban evidentemente a los nativos— trataban ya de comprender en todo su alcance. C o m o la de El cetro de José, esa loa mostraba que la superioridad moral de la nueva fe era argumento suficiente para lograr la conversión de los idólatras, sin necesidad de recurrir a la violencia. 52

Sor Juana, 1994, i, p. 345. En la Respuesta de la poetisa a la muy ilustre Sor Filotea de la Cruz se atribuía a Kircher la demostración de que «todas las cosas salen de D i o s , que es el centro a un t i e m p o y la circunferencia de d o n d e salen y d o n d e paran todas las líneas criadas» (Sor Juana, 1994, iv, p. 450).

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ría»53, Paz le hace decir, «triunfalmente», que esa sabiduría era «la verdadera, la q u e tiene su f u e n t e en la Biblia» (p. 231). E n u n c o n t e x t o que insiste en sus argucias teológicas para ponerse a salvo de ataques doctrinarios, la evidente e inocua relación de la revelación bíblica con la sabiduría representada p o r Isis parece situar a Sor Juana bajo sospecha: ¿qué trataba de ocultar? Desde luego, Paz n o se atrevió a atribuirle la convicción (de Bruno) de que la sabiduría egipcia era n o sólo la más antigua, sino además la verdadera, la que se debería recuperar. Los esfuerzos hermenéuticos de Paz adquieren pleno sentido si se advierte que trataba de llevar a Sor Juana hasta «la gran familia de los iluministas» elaborada por Bretón 5 4 . Desde luego, porque le interesaba sobre todo el pensamiento poético moderno, creyó encontrar el terren o adecuado especialmente en el ámbito de la poesía. Al analizar Neptuno alegórico n o dejó de reparar en que Sor Juana se había referido en algún m o m e n t o a Isis, «aquella reina de Egipto» q u e había merecido los elogios de Platón, «el cual en el lib. 2 de Legib., tratando de la música de los egipcios, dijo: Ferunt, antiquissimos illos apud eos concentus Isidis esse poemata» (p. 362). Eso le permitía concluir que «Isis era n o sólo diosa de la sabiduría sino poetisa» (p. 220), lo que implicaba una c o n cepción de la poesía que parecía explicar los méritos que le permitían destacar a Sor Juana frente a Sigüenza y G o n g o ra, y n o sólo p o r la calidad de su estilo: El espíritu de Sigüenza no era sintético mientras que el de Sor Juana lo fue en alto grado. También lo aventajó en su capacidad para relacionar hechos, conceptos y situaciones. Ambas facultades, la de relacionar y la de sintetizar, son filosóficas en el sentido que daba Baudelaire a esa expresión cuando dice que «la imaginación es la facultad filosófica por excelencia» (P- 240).

El análisis de la poesía de Sor Juana le dio ocasiones sobradas de constatar su condición filosófica, aunque escasos pretextos para descubrir la 53

Sor Juana, Neptuno, p. 366. «Incluye en la gran familia de los iluministas al alquimista del siglo xm Raimundo Lullio, al gnóstico del siglo xiv Flamel, a los filósofos del siglo xviii Fabre d'Olivet y Louis Claude Saint-Martin, a los visionarios del siglo xix, Charles Fourier y Eliphas Lévi, a pensadores herméticos como Frazer y Fulcanelli, y a una variada lista de poetas desde Novalis hasta Baudelaire, Rimbaud, Goethe, Hugo, y, más recientes, Apollinaire.Jarry y Raymond Roussel» (Balakian, 1971, p. 60). 54

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corriente subterránea a la que debería pertenecer. Primero sueño era el territorio ideal para adentrarse en esa dimensión, de m o d o que en su glosa del poema, aun reconociendo en ocasiones la raíz aristotélica y escolástica del pensamiento de la autora, Paz no perdió ocasión para resaltar su inspiración neoplatónica y hermética, asimilando la búsqueda descrita a las experiencias que en los tratados herméticos permitían alcanzar alguna forma de iluminación o de conocimiento intuitivo, con lo que hábilmente se situaba a la monja novohispana al lado de quienes después adoptarían una posición decididamente antirracionalista a ese respecto. La imagen de Dios como una circunferencia cuyo centro está en todas partes enriquece especialmente su significado cuando se advierte que Paz alguna vez recordó también que Nicolás de Cusa «postuló la coincidencia de los opuestos» (p. 501), como si viese en ello un precedente de la búsqueda de ese «certain point de l'esprit d'où la vie et la mort, le réel et l'imaginaire, le passé et le futur, le communicable et l'incommunicable, le haut et le bas cessent d'être perçus contradictoirement» 55 . Paz no podía ignorar la relación entre ese «punto supremo» de la cosmología surrealista y aquella imagen de la divinidad que en su opinión, reiteradamente declarada, Sor Juana heredaría del Cusano 5 6 , lo que explica su insistencia en recordar esa deuda, en perjuicio de Kircher. N o menos relevantes resultan las presencias de diversos representantes destacados de la poesía moderna mientras se habla de Juana de Asbaje, imponiendo otra relación que ya había tenido ocasión de manifestarse, como la mención de Charles Baudelaire antes recordada permite comprobar: quizá sólo un heredero de Baudelaire y de «Correspondances» pudo imaginar que para la monja novohispana y para su época «el mundo era un tejido de reflejos, ecos y correspondencias» (p. 221). Otros parentescos literarios resaltaron la actitud transgresora de Sor Juana: no deja de resultar significativo que, tras la referencia a las implicaciones de la crux ansata —a propósito de los villancicos cantados en Oaxaca en 1691—, las relaciones entre la cruz y el cír-

55

Breton, 1930, p. 781. En André Breton et les données fondamentales du surréalisme, Michel Carrouges relacionaba ese «point suprême» de los surrealistas con otras nociones similares, c o m o las que había hallado en el Zohar y en la geometría esotérica de John Dee, y se sorprendía al descubrir en el cardenal de Cusa «une cosmologie analogue, fondee, elle aussi, sur la conception du point c o m m e générateur intégral de l'univers, et le contenant tout entier en puissance, ou m ê m e en acte, d'un point de vue supérieur, supra-mondial» (Carrouges, 1950, p. 29). 56

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culo establecidas en unos versos escritos en honor de Santa Catarina permitieran evocar una alegoría blasfema incluida por Alfred Jarry en su Acto heráldico de César Anticristo57. Al respecto resultó de nuevo fundamental Primero sueño, que permitía a Paz hablar de poesía intelectual o más bien de «poesía del intelecto ante el cosmos», y encontrar en ese poema una «extraña profecía» de Un coup de dés jamais n'abolira le hasard, «que cuenta también la solitaria aventura del espíritu durante un viaje por el infinito exterior e interior. El parecido es más impresionante si se repara en que los dos viajes terminan en una caída: la visión se resuelve en no-visión» (pp. 470-471). Se daba así un paso definitivo para asignar al poema de Sor Juana un lugar preciso en la historia de la poesía: C o n Primero sueño principia una actitud —la confrontación del alma solitaria ante el universo— que más tarde, desde el romanticismo, será el eje espiritual de la poesía de Occidente. Es un tema religioso como el del viaje del alma pero lo es de una manera negativa: es el reverso de la revelación. Más exactamente: es la revelación de que estamos solos y de que el mundo sobrenatural se ha desvanecido. De una manera u otra, todos los poetas modernos han vivido, revivido y recreado la doble negación de Primero sueño: el silencio de los espacios y la visión de la no-visión. En esto reside la gran originalidad del poema de Sor Juana, no reconocida hasta ahora, y su sitio único en la historia de la poesía moderna 58 . La mención de Un coup de dés jamais n'abolira le hasard, también insistente (pp. 500, 505 y 627), no contradice la lectura «surrealista» implícita también en la voluntad de establecer, si no una tradición, esa corriente 57

Paz, 1982, p. 426. La voluntad de atribuir una condición transgresora a lo escrito por sor Juana concita otras asociaciones inesperadas, como la que reúne a la monja novohispana con Marsilio Ficino, Giordano Bruno y Marcel Duchamp a la hora de especular sobre los diferentes tipos de luz y de colores (p. 489). 58 Paz, 1982, p. 482. No tardaría en confirmar esa opinión, con mayor precisión aún: «Aunque su forma es la de la poesía culterana, la filiación de Primero sueño está en la tradición del viaje del alma del antiguo hermetismo redescubierto por el Renacimiento. Tampoco es una profecía de la poesía de la Ilustración sino de la poesía moderna que gira en torno a esa paradoja que es el núcleo del poema: la revelación de la no-revelación. En este sentido Primero sueño se parece a Le Cimetière Marin y, en

el ámbito hispano, a Muerte sinjin y Altazor. Se parece, sobre todo y ante todo, al poema en que se resume toda esa poesía: Un coup de dés. El poema de sor Juana inaugura una forma poética que se inscribe en el centro mismo de la Edad Moderna; mejor dicho, que constituye a la tradición poética moderna en su forma más radical y extrema: justamente en el polo opuesto de la Divina Comedia» (p. 500).

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secreta que conformarían los representantes de la poesía m o d e r n a , la corriente que llevaría hasta el surrealismo: Paz había recordado alguna vez que «los primeros poemas de Bretón ostentan las huellas de una lectura apasionada de Mallarmé. N i en los momentos de mayor violencia y libertad verbales abandonó ese gusto por la palabra, a u n tiempo precisa y preciosa» 59 . La relación de ambos escritores se vuelve eficaz para alejar a Primero sueño de la poesía barroca del desengaño que parecía ejemplificar a la perfección, justificando así el lugar que Paz había decidido asignar a ese «papelillo» de la monja jerónima en la trayectoria seguida p o r la p o e sía moderna. N o en vano observaba que «Faetón es u n arquetipo porque determinó "eternizar su nombre en su rüina", verso memorable y ejemplo insigne de lo que consideraba Bretón metáforas ascendentes» (p. 496). Más que con el fracaso, Faetón queda así asociado con la animosa voluntad de la búsqueda, con la rebeldía y la transgresión, con la libertad que asume sus riesgos, de m o d o que el sueño relatado en el poema se c o n vierte en «una alegoría del acto de conocer. Describe la visión, las dificultades del Entendimiento, sus vacilaciones y su osadía, su ánimo heroico: quiere conocer aunque sabe de antemano que seguramente fracasará» (p. 498). En consecuencia, el despertar que pone fin a los versos n o significa necesariamente que el alma n o vuelva a intentar la aventura, pues desde esta perspectiva el p o e m a «es una confesión que termina en u n acto de fe: n o en el saber sino en el afan de saber» (p. 499). Así pues, Primero sueño es el relato de u n fracaso, pero las referencias a la tradición hermética consiguen enriquecer su significado de tal m o d o que «la e m o ción intelectual que describe es la de u n vértigo ante lo infinito» (p. 471), lo que cabría asociar a la ambición esotérica de alcanzar u n saber absoluto, tan ajena a Sor Juana como grata a esa tradición que en tiempos más recientes relacionaría estrechamente la poesía y el conocimiento.

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LO QUE CANTÓ S O R JUANA A LOS REYES DE ESPAÑA: LAS LOAS EN CELEBRACIÓN DE LOS CUMPLEAÑOS REALES Javier de Navascués Universidad de Navarra

La loa, para la época en que Sor Juana da a luz las suyas, es un género que ha sufrido una gran evolución y poco o nada tiene que ver con su diseño original. Heredada del teatro latino e italiano y concebida a principios del siglo xvi como un medio de introducir al público en el clima teatral, la loa primitiva disponía de un esquema sencillo por el que, generalmente, un actor presentaba a la compañía y pedía un silencio benevolente al auditorio. Poco a poco fueron introduciéndose diálogos en los que se trataba diversidad de temas, desde la amistad o el amor, a los colores o los días de la semana. De esta forma la pieza breve adquirió un carácter semiautónomo hasta convertirse, ya un siglo después y en manos de Quiñones de Benavente, en una loa entremesada. Algo más tarde, Calderón de la Barca, a quien Sor Juana sigue de cerca, añade espectáculo y música en abundancia e incluye las loas como prólogos a los autos sacramentales y a las representaciones cortesanas1. De las dieciocho loas escritas por Sor Juana, cinco iban dirigidas a presentar piezas teatrales (dos a sus comedias y tres a sus autos). Asimismo, otra ensalzaba el dogma de la Inmaculada Concepción, todavía no

1 Para los orígenes de la loa en España, su definición y su trayectoria hasta Lope de Vega y Quiñones de Benavente, ver el estudio de J. L. Fleniakoska. Por su parte, K. Spang (1994) se ha detenido en un estudio específico de la loa en las postrimerías del Siglo de Oro.

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aprobado p o r R o m a , pero de fuerte aceptación en el m u n d o hispánico, siete se dedicaban a alabar a distintos personajes, algunos de ellos próximos c o m o el virrey marqués de la Laguna o su esposa, la condesa de Paredes, así c o m o otros lejanos: la reina María Luisa de Orleans, primera mujer de Carlos II, y la reina madre, Mariana de Austria. Por último, c o m p u s o cinco loas c o n motivo de distintos cumpleaños de Carlos II. Todas ellas aparecieron en u n período de quince años, entre 1675 y 1690. D e esta p r o d u c c i ó n de teatro m e n o r , m e centraré j u s t a m e n t e en aquellas en d o n d e Sor Juana Inés tuvo que hacer gala de su ingenio y erudición con mayor denuedo, es decir, en las que, pese a la poquedad del tema (el aniversario de u n rey tan remoto c o m o lamentable) sacó a relucir todo su arsenal retórico aderezado de mitología y emblemática. «Sorprende», escribe Octavio Paz, «que con una materia tan vil c o m o los cumpleaños de los poderosos, Sor Juana haya l o g r a d o p e q u e ñ a s obras que, en su género, son perfectas» 2 . Se trata, p o r supuesto, de teatro de ocasión, pero hay que recordar que más de la mitad de la p r o d u c c i ó n de Sor Juana tiene u n carácter circunstancial. Son b i e n conocidas las quejas en su Respuesta a Sor Filotea acerca de la repugnancia que le causaba la escritura y c ó m o se veía forzada a acudir a la pluma p o r obediencia de sus superiores, en particular obispos y virreyes. Es verdad que tal afirmación tiene algo de retórica y se p u e d e rastrear en muchos escritores de la época, c o m o ha recordado R o s a Perelmuter 3 ; sin embargo, aquí n o parece q u e se trate de u n m e r o t ó p i c o . S e g ú n le recuerda e n carta a su f u t u r o exconfesor, el Padre N ú ñ e z , dos loas f u e r o n escritas p o r e n c a r g o directo de las autoridades, una de ellas a petición del virrey Fray Payo (por tanto, anterior a 1680) y otra «por orden de la Ecxma. Sra. C o n desa de Paredes» 4 . En la misma epístola, la autora declara que estas composiciones tenían una finalidad «no pública», en contraposición a otros mandatos de mayor resonancia social c o m o el texto del Neptuno alegórico o los villancicos. Si ello es así, debemos suponer que fueron para ser leídas por unos pocos y representadas en ámbitos cerrados c o m o en el Salón de Comedias del

2 3 4

Paz, 1992, p. 443. Perelmuter, 2004, pp. 36-37. Paz, 1992, p. 640.

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FIGURA 1. Carlos II

Palacio virreinal5. De hecho, Sor Juana apenas suministra referencias escénicas, lo que se explica porque no tenía a la vista el escenario durante la redacción de sus piezas. Si comparamos sus acotaciones con las que, por ejemplo, introduce Bances Candamo, poeta áulico por excelencia en la corte española de la época, encontramos que las de éste llegan a ser mucho más profusas en detalles escenográficos. El dramaturgo asturiano, fiel a la estética postcalderoniana, funde artes visuales, texto y música. En la loa para la comedia Duelos de ingenio y fortuna, escrita en conmemoración del vigesimosexto aniversario de Carlos II, se abre la representación con la pintura de los héroes de la Fama en cuyo centro se halla una estatua de oro del rey Nada de esto se da en las loas de Sor Juana. Allí el rey es 5 C o m o recuerda Octavio Rivera, todas debieron ser representadas. El mismo crítico resalta el hecho de que tenemos pocos datos acerca de su puesta en escena, espacio teatral, actores que debieron participar, etc.

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siempre una figura in absentia, alguien de quien se habla pero que n o c o m parece, ni como personaje ni, lógicamente, como espectador. D e todas formas, cabe suponer que, ya que las loas fueron escritas para ser representadas en el palacio virreinal, se tuviese en cuenta el lugar central que a la autoridad, en este caso el virrey, debía corresponder en la sala, posición desde la cual pudiera disfrutarse de la representación sin distorsión visual alguna 6 . C o m o veremos más adelante, Sor Juana Inés n o sólo se dirige al rey, sino también a su representante en Nueva España, sobre el que la autora siembra una cosecha de tropos y metáforas semejante a la que ha prodigado sobre Carlos II. Hay, n o obstante, una ligera excepción a la pobreza de datos escenográficos que porporciona Sor Juana Inés. E n la Loa quinta, según el orden cronológico establecido p o r M é n d e z Planearte, se m e n c i o n a n los «bofetones» en d o n d e h a n de ir los dioses planetas. T a m b i é n en algún caso Sor Juana reparte las entradas a izquierda y derecha, c o m o ocurre en la Loa ni (siempre p o r el orden cronológico mencionado), en donde debaten la Vida con la Naturaleza y, sucesivamente, la Majestad con la Lealtad. Las entradas de los actores, entonces, se hacen sucesivamente p o r u n lado u otro del escenario, de acuerdo con los apoyos que reciben en sus argumentos unos u otros personajes 7 . La figura más importante de la loa suele estar en el centro y, en ocasiones, se dirige a su vez a una parte del público que merece destacarse. Así, en el tramo final de la Loa i, aquella que fue comisionada p o r el Virrey y arzobispo Fray Payo, el Cielo invoca a éste en una extensa tirada de versos que viene a desviar p o r u n m o m e n t o la alabanza del rey español hacia el virrey: Y Vos, pastor soberano, ejemplar de lo perfecto, Alcides de tanta esfera, Atlante de tanto cielo, a cuyo cuidado deben los más distantes gobiernos, el eclesiástico el logro

6

Según Amadei Pulice, 1983, el punto de vista del rey, el lugar desde donde asistía, determinaba la concepción de la representación en palacio. 7 Como recuerda Farré, 2003, pp. 80-83, se trata, por otro lado, de un recurso habitual en la loa palatina cuando se representa un debate entre los méritos de tal o cual.

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FIGURA 2 .

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Escena de una representación

y el político el acierto, [...] cuya lealtad, al gran Carlos corona de más trofeos, que el imperial, dilatado círculo de tanto reino 8 . Así pues, e s t a m o s a n t e u n teatro de circunstancias, p e r o n o p o r ello m e n o s i m p o r t a n t e e n la p r o d u c c i ó n de S o r J u a n a . L a c r í t i c a c o n t e m -

8 Sor Juana Inés de la Cruz, Obras completas, C D - R o m , Rosario (Argentina), ed. digital Nueva Hélade, 2004, w . 310-317 y 326-330. A partir de aquí citaremos las loas de Sor Juana siempre por este texto.

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poránea ha atendido mucho más, por sus implicaciones ideológicas, a la famosa loa a El Divino Narciso. Sin embargo, el número mayor de piezas dedicadas a un asunto tan convencional c o m o los cumpleaños de los poderosos, obliga a no desatender esta faceta creativa de la monja novohispana. D e su lectura y estudio se deduce una serie de consideraciones que iluminan, una vez más, su talento singular. D e hecho, en las próximas páginas me propongo analizar la producción encomiástica de Sor Juana desde una triple dimensión de los saberes desplegados en sus loas cortesanas: el saber político, el retórico y el intelectual.

E L SABER POLÍTICO

Acabamos de mencionar el desvío en las alabanzas que se da en la conclusión de cada pieza. A los vivas finales que se alzan a favor de los reyes de España siguen los vítores a los virreyes y, en una ocasión, incluso, al hijo recién nacido de la virreina. Sor Juana no pierde de vista quién le pide directamente la obra. Sabe que el virrey gobierna en Nueva España, aunque sea por delegación, y que, por tanto, su autoridad emana de los designios de la Providencia, de acuerdo con la doctrina de la época sobre el poder político. El virrey, además, llegó a gozar del uso de distintos símbolos de la potestad real, como el ser recibido bajo palio procesional en su entrada triunfal en la capital o el derecho de tener una escolta personal armada 9 . D e esta forma, su poder se asemejaba al del rey de la metrópoli, lo que le permitía congregar en torno a su palacio una corte nutrida de personas que buscaban favores y privilegios. En este contexto ha de leerse la producción áulica de Sor Juana. Por otra parte, la lectura de sus loas permite comprobar cuáles eran las inquietudes generales de la clase gobernante de la época. Salta a la vista, por ejemplo, la preocupación existente en la corte española, y por extensión en la virreinal, por la descendencia del rey, ya que ésta habría de asegurar la continuidad de la dinastía de los Austrias. Carlos II fue el único hijo legítimo que sobrevivió a la edad adulta de todos los que tuvo su padre, Felipe IV. El retraso físico y psicológico del infante, comprobado desde sus años tempranos, hizo a muchos temer, con razón, por la pervivencia de los Habsburgo en el trono español. D e ahí

9

Escamilla González, 2005, pp. 378-379.

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que el matrimonio concertado con la sobrina de Luis XIV, María Luisa de Orleans, fuera objeto de una permanente vigilancia por parte de todos los estamentos sociales.Vigilancia, sí, porque se jugaba mucho ante la posibilidad de que la reina se quedase embarazada 10 . Ante la falta de noticias, bien pronto se hizo famosa en Madrid una copla satírica que resumía la zozobra vivida en la corte metropolitana: Parid, bella flor de lis, en aflición tan extraña. Si parís, parís por España, y si no parís, a París 1 '.

En México se conocía muy bien esta situación. En la única loa dedicada a los años de la reina se hacen votos, como no podía ser menos, para que «goce España / los gloriosos herederos / del valor y la nobleza / la beldad y el ingenio» (w. 378-381).Y más adelante se equiparan los reyes con un matrimonio mitológico, el formado por Venus y Marte: ¡Viva, porque la Hermosura Y el amor produzca bellos Anteros de mejor Marte, Cupidos de mejor Venus.

Marte y Venus tuvieron muchos hijos, ya fuera entre ellos (Anteros y Cupido), como fuera del matrimonio.Venus, por supuesto, se asocia al amor y la belleza de la joven María Luisa de Borbón, y Marte, dios de la guerra, bien puede aplicarse al idealizado Carlos II. Ambos dioses, por último, remiten a la fecundidad 12 . Más aún, esta idea tiene tanta fuerza en la caracterización de la reina, que es recurrente, incluso, en las 10 Hubo, de hecho, varias noticias de falsos embarazos que no hicieron sino aumentar la tensión. En marzo de 1683 llega a la corte novohispana una carta del duque de Alcalá informando de la alegre noticia que luego no fue tal (Castro López, 1998, p. 95). La preocupación formaba parte de la vida cotidiana de palacio de forma que las loas la tienen en cuenta hasta el final del reinado. Bances Candamo en su loa de Cómo se curan los celos, escribe: «Con cuanta razón es justo / que su real nombre se aplauda / y que esperemos tener / en fecundidades largas / muchos Carlos en castilla, / debiendo tener España / el nombre de Carlos siempre / vinculado a sus monarcas» (Bances, 1994a, p. 272). 11 12

Son versos citados por Jaime Contreras, 2003, p. 231. Castro López, 1998, p. 98.

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loas consagradas al rey. En la Loa v, datada en 1684 por Méndez Planearte, se lee: LUNA Y la sagrada María, clara emulación del día, vuestra esposa generosa, MÚSICA ¡Viva gloriosa! MERCURIO Y para que goce el mundo, segundo, de otro segundo, clara sucesión conciba (w. 360-366). Si la fecha de composición es, en efecto, 1684, hace ya cinco años que los reyes se han casado y las voces de alerta se propagan en los dos lados del Atlántico. Hay que tener en cuenta, además, que el régimen virreinal es subsidiario de la metrópoli en el reparto de cargos y prebendas. U n a dinastía estable asegura que el statu quo n o vaya a cambiar, algo que, p o r cierto, n o sucedió en el caso de Nueva España en la centuria siguiente. Al carecer Carlos II de descendencia, el advenimiento de los B o r b o n e s al t r o n o español impuso u n progresivo r e f o r m i s m o que se notó en el nombramiento de los virreyes. Aquí llegó u n cambio interesante. Estos dejaron de ser necesariamente aristócratas bien situados en M a d r i d . A partir de 1710, la nobleza cedió paso a u n a nueva clase burocrática, formada por administradores, militares o recaudadores de impuestos q u e iban a ocupar los cargos virreinales de acuerdo con los vientos reformadores traídos desde Francia 13 . O t r o e l e m e n t o considerable en las referencias a la reina María Luisa de B o r b ó n radica justamente en su origen francés. E n la loa p o r su aniversario, la M e m o r i a interviene para recordar las ventajas políticas que sobrevendrían del m a t r i m o n i o entre el rey español y la reina francesa: 13

Escamilla, 2005, pp. 394-396.

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M i r a los estrechos lazos c o n q u e las familias regias de Austria, B o r b ó n y Valois tan d u l c e m e n t e se estrechan, q u e Alemania, España y Francia, partes de E u r o p a supremas, c o m p r e h e n d e el círculo dulce de su amorosa cadena. M i r a las obligaciones, q u e en m u t u a correspondencia, p o r Francia obligan a España, y a España p o r Francia e m p e ñ a n . . . ( w . 8 1 - 9 2 )

Tenía gran importancia la paz con Francia para el bienestar del Virreinato. En mayo de 1683 (esta loa está datada entre 1681 y 1682) se supo en la capital que quince navios franceses se encontraban frente al puerto de Veracruz, lo que obligó al virrey a disponer tropas para prevenir un ataque. D e hecho, un año después estallaba la guerra entre España y Francia, pese a los augurios del matrimonio concertado, y la amenaza de una guerra de corso estaba a la vuelta de la esquina. N o es de extrañar, por tanto, que Sor Juana impetre la paz entre las dos potencias, ya que la estabilidad del virreinato, dependiente de las débiles armas españolas, se veía comprometida si no la hubiese.

E l SABER RETÓRICO

A fin de cumplir con su cometido, Sor Juana se sujeta a la tradición retórica asumida por el barroco hispánico. C o m o ocurre con tantas loas escritas en conmemoración de los aniversarios reales, siempre apela al «día» y al «hoy», referencias sincrónicas que exaltan la actualidad del suceso cantado.Y, por la misma razón, el panegírico adquiere resonancias cósmicas cuando se hace participar a todo el orbe en la grandeza del acontecimiento 1 4 . Este eje espacio-temporal sirve de marco a la representación desde sus primeros versos: Judith Farré, 2003, pp. 24-25, habla de una «realidad envolvente» por la que la loa palatina carece de conflicto dramático y presenta una simultaneidad de la realidad dramatizada. El hoy, el «aquí y ahora», así c o m o la implicación del mundo entero en la acción, son rasgos estructurales distintivos del género. 14

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Hoy, al clarín de mi voz, todo el orbe se convoque; que a celebrar tanto día aún no basta todo el orbe (Loa i, w . 1-4). Ya hemos insistido en que estas loas tienen u n timbre eminentemente cortesano, lo que quiere decir que asumen la ideología gobernante y, más aún expresan un m u n d o regulado por la idea de que la jerarquía política es espejo o reflejo del orden cósmico.Y, como ya señalamos más arriba, el rey, objeto de alabanza por antonomasia, es una figura in absentia, nunca aparece en escena, acaso p o r q u e n o se prevé que deba participar en la representación. Así pues, n o es de extrañar que el rey aparezca mencionado mediante comparaciones o metáforas referidas al Sol. En la misma loa arriba citada, los versos siguientes cumplen con la imagen tópica: Hoy, para el natal de Carlos, de tejidos resplandores vistan galas las estrellas, de rayos el sol mejore. ¡Que bien es que el cielo celebre y honore a quien es columna de su templo inmóvil! (Loa i, w. 5-12). La loa palatina y sacramental de la época abundaba en este tipo de asimilaciones. Bances C a n d a m o , en la loa del Primer duelo del mundo, escribe refiriéndose al rey cuyos «rayos» abrasan a los infieles e iluminan benéficamente a los fieles: [...] Madrid, corte augusta, Sacra esfera, trono digno Del más católico Sol, Que con afectos distintos Abrasa al infiel a rayos Y al fiel ilumina avisos [...] 15 Por supuesto, estas comparaciones n o se prodigaban sólo a Carlos II. Sin ir más lejos, lo mismo se dijo de Luis XIV, contemporáneo de C a r -

15

Bances Candamo, 1994b, p. 174.

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los II, c o m o es de sobra conocido y, en realidad, a lo largo del siglo XVII

es corriente adjudicar al monarca atributos solares 16 . Se trata de un lugar común rastreable en emblemas, discursos, monumentos efímeros, etc., y que vale tanto para calificar al rey como al virrey 17 . El padre de Carlos II, Felipe IV. fue llamado «el rey Planeta». Así como el Sol era considerado el Cuarto planeta, según la cosmología de la época, el rey Felipe, cuarto entre los de su nombre entre los reyes de España, se relaciona con el astro central del universo en razón de su posición hegemónica en el orden político 18 . Nueva España fue el territorio imperial donde se prodigó con mayor abundancia este tipo de representaciones solares, ya fuera en forma de jeroglíficos, emblemas, inscripciones funerarias o composiciones cortesanas19. Por otro lado, como recuerda Mínguez, ningún rey español cruzó el Atlántico para conocer sus posesiones de Ultramar. Los novohispanos jamás tuvieron oportunidad de contemplar directamente a su monarca. De esta forma, la imagen solar resultaba especialmente apropiada, ya que el sol, poderoso, distante e inalcanzable, brillaba por igual tanto para los súbditos de uno y otro lado del Océano. La asimilación solar, por otra parte, responde no sólo a una simple exageración cortesana, sino que está en consonancia con la cosmovisión

Así como se adjudica a la reina, o a la virreina, el atributo lunar, que complementa al sol del monarca, formándose así un matrimonio metafórico que preside el día y la noche, es decir, todo el orbe celeste (Farré, 2007, pp. 117-119). Esta asimilación lunar aparece en la quinta Loa dedicada a Carlos II, en donde la Luna, refiriéndose a María Luisa de Borbón, declara: «Y la sagrada María / clara emulación del día, vuestra esposa generosa...», a lo que responde el Coro: «¡Viva gloriosa!» (w. 360-363). 16

17 Respecto del Virrey Mancera escribe Alonso Ramírez de Vargas en su Descripción poética de la máscara y fiestas (1670) compuesta con motivo del cumpleaños de Carlos II: «Y si quien tiene sus veces / de el rey, vive, otros tres mayos / celebro en que el sol Mancera/ rige este cielo indiano» (Ramírez de Vargas, 2007, p. 332). 1 8 «El emblema del sol como centro del universo podía aplicarse a Felipe con especial acierto por parte de poetas y propagandistas que aspirasen a cantar sus alabanzas. Pronto llegó a ser conocido como el rey Planeta, cuyos rayos penetraban hasta los rincones más escondidos de la tierra. El sol, escribía, Juan de Caramuel y Lobkovitz en la década de 1630, simbolizaba tanto a España como a Su Católica Majestad, que iluminaba distantes hemisferios» (Brown y Elliot, 1980, p. 40). La traducción es mía. 1 9 Mínguez, 2001. También señala la continuidad simbólica que se establece con la Luna y la reina en representaciones novohispanas (Mínguez, 2001, pp. 2 4 2 243).

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astral de la época, heredera de la ciencia antigua y medieval. Aquí se dan la mano la teoría política, la astrología y la teología: para el hombre culto del Barroco, las esferas celestas influían directamente en los acontecimientos humanos 20 , en la personalidad del individuo y hasta en el mundo vegetal y en el mineral. Esta creencia, originada en las teorías pitagóricas y en la astrología clásica, no era necesariamente incompatible con la fe católica, lo que explica que Sor Juana introduzca sin problemas, no ya la teoría heliocéntrica, sino también nociones relacionadas con la influencia de los planetas en el destino manifiesto del monarca. Es lo que sucede en la que es, quizá, la más brillante de sus loas cortesanas.

E L SABER INTELECTUAL

La loa a la que nos referimos, quinta según el orden de Méndez Planearte, hace descender a los siete planetas de la antigua astronomía (Saturno, Júpiter, Marte, Mercurio,Venus, la Luna y el Sol, o sea, el dios Apolo) que cantan la dichosa influencia astral conferida por ellos al rey en el día de su nacimiento. Paz21 la considera la mejor entre las compuestas por la autora dentro de la categoría de loas cortesanas: A los años alegres y festivos del soberano, el invencible Carlos, concurren las estrellas con sus luces, concurren los planetas con sus rayos, mostrando en el concilio de luceros que hubieron menester para formarlo, el estudio de todas las estrellas, de todo el cielo el especial cuidado (Loa v, w . 1-8).

El motivo de los siete planetas había sido empleado en una loa con anterioridad por Antonio Enríquez Gómez. N o obstante, el precedente tiene poco que ver con el texto de Sor Juana. La loa del judío y heterodoxo español es de carácter sacramental y en ella los siete planetas

2 0 La Iglesia católica combatía, en realidad, derivaciones de la práctica astrológica, a saber: el uso lucrativo de las predicciones, el determinismo astrológico y el pecado de idolatría de los planetas (Lewis, 1980, pp. 77-78). 2 1 Paz, 1992, p. 443.

LO Q U E C A N T Ó S O R JUANA A LOS REYES DE ESPAÑA

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F i g u r a 3.

Heptagrama

representan mediante comparaciones de ingenio a los siete sacramentos (Marte la Extremaunción, Mercurio la Confirmación, el Sol la Eucaristía, Venus al Matrimonio, etc.). Considerando la tortuosa historia del manuscrito y el desgraciado final de su autor, perseguido por la Inquisición por judaizante22, es más que improbable que Sor Juana llegase a conocer el texto 23 . Hay, sin embargo, alguna coincidencia aislada que permite ver que la utilización de ciertos temas llevaba consigo necesariamente la reflexión sobre aspectos filosóficos y teológicos, ya fuese en una loa religiosa o en otra palatina, aunque en este último caso con menor frecuencia. Es lo que sucede con la tensión existente entre la libertad individual y la Providencia, derivada de la idea de que los astros determinan la conducta de los hombres. Para Enríquez Gómez, la influencia astral no puede entrar en conflicto con la libertad, con lo que su postura se adhiere al pensamiento católico tradicional: Los siete Planetas lleva por Astros de su destino, y aunque le inclinan, no fuerzan, las luces de su Albedrío 2 4 .

Esta misma idea la desarrolla la monja novohispana en boca del Sol cuando, apelando a los planetas que le escuchan, les pide a todos que expongan cuáles son las benignas influencias que han aportado al joven monarca español. El parlamento es una larga explicación acerca de la 22 23 24

Hubbard Rose, 1987, vi-Liv. Hubbard Rose, 1987, vi-liv. Enríquez Gómez, 1987, p. 4.

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doctrina de la influencia de la influencia de los astros y su conciliación con la libertad individual que es considerada una excepción: Pues dejando de excepción que por privilegio raro le dio Dios al albedrío para que obrase espontáneo (cuyo siempre libre obrar para elegir, bueno o malo, no lo fuerzan los influjos, aunque pueden inclinarlo), lo demás todo os compete, que influencias combinando, a unos exaltais felices, a otros hacéis desdichados (Loa v, w . 103-114).

Así pues, la libertad es «privilegio raro» que se ve, si no absolutamente empujado, al menos inclinado a actuar en cierto sentido de acuerdo con las influencias externas. Santo Tomás de Aquino es claro en este asunto 25 . N o niega la influencia de los astros en el plano físico: los cuerpos celestes afectan a la creación entera, incluidos los hombres. Y, de forma indirecta, al influir en nuestro cuerpo, pueden hacerlo también sobre nuestra voluntad y nuestra razón. Sin embargo, esta propensión no implica un costreñimiento absoluto. Lo que sucede es que la mayoría de las veces no habrá resistencia, pues los hombres son imperfectos. Obviamente Sor Juana no profundiza en todo el argumento del Aquinate, aunque sin duda lo conociese.Y así, a partir de este pasar por alto la noción de libertad y de ciertas razones últimas que explican el determinismo astral —cortesano desdén de la autora—, Carlos II es necesariamente bendecido con toda clase de virtudes. Marte le va otorgando valor y fuerza,Venus belleza, Júpiter autoridad, Saturno experiencia, etc. La visión cosmológica y política que se desprende de la loa entra en perfecta consonancia con los hábitos y conductas de la época. De hecho, esta suerte de determinismo se registraba en la propia corte española.Ya Felipe IV sentía que sus muchos pecados de negligencia determinaban que la Providencia se hubiese olvidado de España.Y era,

25

Santo Tomás, Summa, Ia, cxv. Contreras, 2003, p. 118.

LO QUE CANTÓ SOR JUANA A LOS REYES DE ESPAÑA

F I G U R A 4.

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Ángel pasionario

p o r lo demás, m u y c o m ú n q u e los astrólogos vaticinasen constantemente designios para los nacimientos y las ocasiones de crisis 26 . A Sor Juana, la defensora de la libertad intelectual en su Respuesta a Sor Filotea, le interesa, paradójicamente, insistir en la influencia cierta e irrevocable del m u n d o astral en la figura del monarca. D e esta f o r m a los saberes retóricos e intelectuales se p o n e n al servicio del saber político. N o olvidemos que las loas en celebración de los años del rey Carlos II, así c o m o las dedicadas a María Luisa de B o r b ó n y Mariana de Austria, son piezas maestras de adulación. C o n su escritura, Sor Juana Inés cumple u n encargo de los virreyes, encargo previsto para que éstos adulen, a su vez, al rey de España, a quien sirven. N o es improbable, p o r cierto, que sus loas viajasen a la corte madrileña, c o m o obsequio del marqués de la Laguna a Carlos II. Así, la cadena de halagos se completaría. En cualquier caso, Sor Juana escribe para el virrey, quien adula, con palabras de la Décima Musa, al monarca. D e esta forma Sor Juana juega complaciente su papel dentro del engranaje del poder. 26

Contreras, 2003, p. 118.

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JAVIER DE NAVASCUÉS

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F E R N A N D O D Í E Z D E LEI VA Y LAS L E T R A S C O L O N I A L E S EN SANTO D O M I N G O José Carlos Rovira Universidad de Alicante

Temo que mi argumento distorsione uno de los sentidos de este volumen que tiene como objetivo recuperar relaciones entre la literatura que se p r o d u j o en América y la que se escribía en España a lo largo de los Siglos de Oro, porque rescatar a un escritor olvidado que publica su única obra conocida a fines del XVII y, como veremos, una obra muy menor en la tradición literaria, tiene el riesgo de presentar una imagen negativa de la escritura en América. N o hace falta que diga que, en ese siglo XVII, hay figuras de dimensión literaria importante como las hubo en la centuria anterior. La historia literaria las ha recuperado suficientemente, pero una cierta tendencia a transitar espacios desconocidos quizá sirva para explicar las posibilidades de u n texto y un autor, cuyas referencias críticas previas eran breves y reiteraban la misma idea, menciones que demostraban que no se había leído la obra y que se estaba repitiendo lo que alguien dijo hace muchos años, lo cual ha sido también manera habitual de construir la historia literaria. D e Fernando Diez de Leiva se ocuparon m u y pocos en breves menciones y se olvidaron de leer el libro, los Antiaxiomas^, con los que 1

Antiaxiomas morales, médicos, philosóphicos y políticos o impugnaciones varias en estas materias, de algunas sentencias admitidas comúnmente por verdaderas. Dedicadas al Señor Maestro de Campo Don Francisco Segura Sandoval y Castilla, del consejo de su Majestad, y su Presidente de la Real Audiencia de Santo Domingo, Gobernador y Capitán General de la Isla Española, por el Licenciado D o n Fernando Diez de Leiva, Médico de la Ciudad de Santo Domingo, Madrid, Julián de Paredes, Impresor de Libros, 1682.

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pretende desmontar «sentencias admitidas c o m ú n m e n t e p o r verdaderas», obra que contiene p o r ejemplo sesenta sonetos que nadie m e n ciona. Piénsese en el alborozo de quien obtiene el microfilm de una obra rarísima y se encuentra con sesenta sonetos que abren cada u n o de los sesenta epígrafes del volumen. Tenemos en esos casos la sensación de descubrimiento trascendente para la historia literaria de Santo D o m i n g o y de la América colonial, que podría ampliar u n corpus literario que es relativamente escaso; la lectura de la obra nos devuelve a la dura realidad de que n o hemos hecho ningún descubrimiento poéticam e n t e trascendente, p e r o a lo m e j o r nos p e r m i t e reflexionar sobre algunas cosas q u e t i e n e n q u e ver c o n la relación de la obra c o n la sociedad en la que surge. Llegué a Fernando Diez de Leiva por dos fuentes para mí habituales e inevitables: José Toribio M e d i n a 2 fue la primera y Pedro H e n r í quez Ureña 3 , la segunda, y mi título de las letras coloniales en Santo D o m i n g o es deudor, c o m o parece evidente, del libro La cultura y las letras coloniales en Santo Domingo de Henríquez Ureña. Este libro, c o m o la mayor parte de la obra del e r u d i t o dominicano, y sobre t o d o Las corrientes literarias en la América hispánica4, lo sigo considerando c o m o u n recorrido imprescindible para adentrarnos en la historia literaria y cultural de Hispanoamérica en los tiempos de la dominación española y, tras las independencias, hasta mediados del siglo x x . Lo que d o n Pedro n o p u d o cerrar p o r su temprana muerte son, en la anotación m i n u c i o sa de su obra, datos, sugerencias, referencias bibliográficas que haremos bien en seguir recorriendo. Sintetizo ahora inicialmente c ó m o llegué y lo que encontré de este autor que es una propuesta inicial de recorridos de interés. Medina da cuenta del autor y su libro y se basa para hacerlo en la Biblioteca hispanoamericana septentrional de José M a r i a n o Beristáin de Sousa 5 , quien comenzaba diciendo que Diez de Leiva se le había pasado a bibliógrafos iniciales c o m o León Pineo o Eguiara y Eguren. C o n m u y pocos datos, Beristáin lo hacía sevillano y se basaba en unos epigramas latinos que anteceden, j u n t o a otros poemas, a su obra conocida, los Antiaxiomas; concretamente en u n o firmado por el arcediano de 2 3 4 5

Medina, iii, pp. 297-298. Henríquez Ureña, 2001, pp. 341, 352,359 y 377-380. Henríquez Ureña, 1949. Beristáin de Sousa, 1947,m,pp. 116-117.

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la Metropolitana de Santo Domingo, don Baltasar Fernández de Castro, cuando dice: Grande opus ingenii, quo non felicius ullum, Hispalis enixa est, si India nostra tenit. [«Una grandiosa obra de ingenio, más acertada que ninguna otra, ha engendrado Sevilla, aun cuando la guarda nuestra India»]

Otros lo hicieron toledano, pero el epigrama aludido no deja lugar a dudas de su origen sevillano. Pedro Henríquez Ureña creó un cuadro espléndido de Santo Domingo en su obra citada de 1936, La cultura y las letras coloniales en Santo Domingo, y en él reconstruye algunos datos de nuestro poeta pensador, como su condición de profesor de la Facultad de Medicina, a la que se incorporó en 1687; al recorrer el grupo de axiomas o apotegmas que impugna recurre a los mismos que Beristáin, y en el mismo párrafo incorpora una idea muy reiterada: «anticipa la actitud de Feijoo», nos dice (p. 352). En otro momento de su libro, nos habla de que la obra revela «en los preliminares laudatorios, una breve mina de poetas dominicanos» (p. 359), a los que antologa al final de su libro. Otra referencia crítica fue la que procedía de la vinculación de la manera de proceder del autor a un autor español más conocido como Juan de Zabaleta y su obra Errores celebrados. La trazó, creo que el primero, David Hershberg, en su edición de la obra de Zabaleta publicada en 1971 6 . Hasta aquí los datos de los que disponíamos, pero éstos eran suficientes como para querer leer el libro que nunca, desde 1682, ha vuelto a ser editado y creo que muy pocas veces leído. En los Antiaxiomas, a cuyos paratextos iniciales luego me referiré, introduce sesenta «axiomas», que son los que va a desmontar mediante dos sistemas de referencia diferentes: un soneto inicial en el que retoma la idea del llamado axioma combatido, seguido por una larga disquisición teórica en la que reitera citas e ideas de la Antigüedad para reafirmar la impugnación. Los llamados axiomas, que nosotros consideraríamos refranes, frases o tópicos de la sabiduría popular, son del tipo: «Ventura te de Dios, hijo, que el saber poco te basta»; «Al amigo, ámalo

6

Zabaleta, 1972, pp. xxvni-xxix.

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con su vicio» o enunciados latinos como «Audentes fortuna iuvat; timidosque repellet», y otros producto de su condición profesional de médico como «Al que le duele la muela, que se la saque», o dichos habituales como «Donde fueres, haz como vieres». Una tabla, dividida en tres secciones, da cuenta del cuerpo teórico del libro, que, en su sección segunda, acumula los consejos médicos, al comentar algunos como «Buena orina y buen color, y dos higas para el Doctor», o «Come poco, y cena más», o «Cum caput dolet, caetera membra dolent». Diez de Leiva considera axiomas a enunciados que van desde el refrán al decir más culto, con una inequívoca dimensión popular basada en la sabiduría extendida en el vulgo, que es la que quiere combatir. Nos lo dice en su «Proemio al lector», donde hay una declaración explícita de propósitos: Lector pío, o impío, platillo es de gusto, y tu ingenio censurador este libro que te ofrezco, pues si no platillo, hago en él censura, y escrutinio de muchas proposiciones, o Axiomas introducidas a verdades, que ya puede ser que tú, como lince agudo, hayas reparado claudicantes, aun de probables, si hasta ahora han corrido parejas (como quien no cojea) con las más perfectas...

Un mito clásico, el de Atalanta vencida en la carrera por su pretendiente Hipómenes, le sirve para presentarse y defender su trabajo: Me he hecho Hipones Christiano de estas ligeras Atalantas; y con las manzanas de mis sonetos, guarnecidas de sus Apéndices (no digo de oro, que la mina de mi vena poética bastará llamarse de Mercurio) que les he ido arrojando en medio de su carrera, juzgo que si no quedaren atrás vencidas de mí, han de llegar, al menos, muy cansadas, y flacas a la Meta de los siglos.

Sigue el Proemio con una línea justificadora en la que nos dice que, para desmontar los errores, ha hecho acopio de «erudición, elocuencia y solidez de argumentos», no para demostrar estas virtudes (ya que su intención «sabe Dios que es pura, y limpia de vanidades»), por lo que ha decidido «traducir los lugares Latinos», tan frecuentes en la obra, y escribir en prosa, como hiciera nos dice, San Severino Boecio, y en verso, como San Gregorio Nacianceno. La defensa del verso castellano, como igual que los versos griegos para «tratar tan difíciles ciencias», cierra de manera hiperbólica el Proemio al afirmar que son sobre «los Sonetos que hoy, según lo supuesto,

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la cultura de prodigiosos Cisnes, que en nuestra España han excedido Horneros, y Virgilios, fueran dignos, si yo los supiese ejecutar como ellos, de la universal Enciclopedia». Abre a partir de aquí el catálogo de los axiomas que se impugnan y vamos a comenzar con el procedimiento de impugnación seguido con el primero.

V E N T U R A TE DE DIOS, HIJO, QUE EL SABER POCO TE BASTA

La réplica, el antiaxioma, comienza por el soneto habitual, que en este caso es el siguiente: Ventura es el saber, no hay más ventura; porque el que sabe, en su infortunio espera constante, alegre, hasta que el fin prospera mudable el tiempo tanta desventura: A no saber Joseph el hambre futura, del grillo al Principado no ascendiera, y el que es necio, y de dicha lisonjera mal sabe usar, de ser infeliz jura. Nada es acaso, todo es providencia de suma ciencia, en ella el desdichado de hoy, mañana halla premio a su paciencia. Témala más el muy afortunado, cuanto a más dura indebida excelencia, dolerá más quitar lo más pegado, que el fin corona, y otro Axioma dice: No es felice hasta el fin el más felice.

El primero es un soneto de dieciséis versos, o sea con un estrambote, para introducir otro axioma que no tiene mucho que ver con el que está impugnando, pero en cualquier caso lo primero que demuestra Diez de Leiva no es solamente que no domina técnicamente el soneto (en algunos versos como el 11 y el 13 sólo unas sinalefas de gran incorrección fónica, nos permiten contar once sílabas), sino que consigue construirlos sin que acabemos de entender lo que quiere decir. Suponemos que será el «Apéndice argumental» el que nos va a sacar de dudas, aunque confieso que los apéndices de cada soneto resultan

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muchas veces un galimatías reiterativo de una idea a través de nombres y citas. Para combatir este axioma, con la defensa de la sabiduría como necesaria que va a mantener, recorre inmediatamente un conjunto de citas de Octaviano Estrada, Erasmo de Rotterdam, Aristóteles, Séneca, Caesio, Ovidio y el Eclesiastés. Todas son citas que enuncia en latín y traduce, como por ejemplo los dos adagios de Erasmo: «Sui cuique mors fortuna fingunt» y «Sapiens a se ipso pendet», que traduce como «Las costumbres labran a cada uno su fortuna» y «El sabio de sí mismo pende». El segundo es un proverbio de gran difusión desde la Edad Media7 que efectivamente está en los Adagios de Erasmo, pero no hace falta decir que la cita de Erasmo no nos pone a Diez de Leiva en la tradición del erasmismo tardío, sino en el uso de los Collectanea adagiorum que tan amplia difusión y cita obtuvieron desde su primera edición en 1500.

U N EJEMPLO DE DELIRIO SOBRE LOS CALVOS

Alguno de los llamados axiomas tiene una respuesta divertida. En la sección segunda, la correspondiente a los «axiomas médicos y filosóficos», introduce «Si vis non fallí fugias commertia calvi» («Si no quieres ser engañado, evita el trato del calvo», p. 87). El soneto es un nuevo desperdicio de palabras, bastante ininteligible: N o es indicio el ser calvo de engañoso, sino de ingenio astuto, y delicado; que el calvo al mal su ingenio haya aplicado de hábito, nace accidental vicioso: el calvo está más apto a virtuoso, porque el mal más penetra del pecado; pero el necio, al mal hábito estragado, que lo conozca es más dificultoso. N o es lo mismo ser apto a obrar engaño Por astucia sutil, que fraudulento

7 Ver Guillermo Seres, «A mis soledades voy... Fuentes remotas y motivos principales», en , y la tradición del motivo en Walther, 1963.

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N o hace la facultad, sí el vicio, el daño. Y al fin si al Astro evita el sabio atento, Más santo será un calvo al desengaño Que da mayor, mayor entendimiento.

El «Apendix» roza también lo incomprensible, aunque a veces lo dota de un humor involuntario que nos puede hacer hasta reír. Su defensa de los calvos, contra el axioma, que en la tradición aparece atribuido a Aristóteles por Giambattista Della Porta en su De Humana Physiognomia (1560) es respuesta en el siglo xvii, donde la diatriba ha avanzado a través de polianteas famosas8, hasta el famoso romance burlesco de Quevedo «Varios linajes de calvas». Pero Diez de Leiva saca el debate de la habitual diatriba entre virilidad/fuerza/valor y sus contrarios, que forman el entramado de apreciación de los calvos, para contestar el llamado axioma con la afirmación de la inteligencia de los mismos, frente a los de poblada cabellera, con argumentos fisiológicos como el inicial: La Calva muestra calor, y sequedad en la cabeza, de la que nace aptitud para las operaciones más intelectuales.

A partir de esta afirmación, inicia una diatriba contra los que tienen pelo que comienza misógina y concluye filosófica: Por esto, las mujeres, los capones, ni la parte postiza del cerebro son calvas, por la humedad demasiada.

Y se arma tras la afirmación de la inteligencia de los calvos, mayor de la de las mujeres y los castrados, de citas del comentarista de Aristóteles, Alejandro Afrodiseo, o de Heráclito, que son consideraciones sobre lo seco y la inteligencia, para derivar a otras diatribas de Plauto y Salustio, antes de dar su argumento definitivo a favor de la inteligencia, ampliada a la bondad de los calvos: Del más bien educado de Elias, Elíseo, advierte la Sacra Historia, que era calvo, y no se escapó por Santo, y Profeta de la burla que hicieron de su calva los Hebreillos. De San Pedro es común pintura, y aprobada por la iglesia. Sócrates, declarado por el Oráculo Délfico por el más sabio, y virtuoso, 8

Un interesante resumen a través de la tradición formada en Polianteas como la de Nicolás Caussin, enVega Rodríguez, 1996.

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particularmente en la virtud de la paciencia. Fue calvísimo aquel gran orador, émulo de Cicerón, llamado Hortensio, que tantas veces menciona, loándolo Séneca en sus obras. Fue calvo Eschines, gran Poeta Griego (p. 88).

Esta línea argumental le lleva a ejemplos que proceden del neoplatónico Silesio, autor en el siglo iv de un famoso «Elogio de la calvicie», y a concluir su disertación con un rotundo: «Unos tienen la fama y otros cardan la lana».

A M É R I C A EN LA OBRA

Una cuestión importante es si esta poliantea americana tiene algo que ver con América. Lina Rodríguez Cacho 9 se plateó en un acertado trabajo el silencio y la curiosidad sobre América en las misceláneas. Me planteo ahora si esta poliantea americana tiene que ver con el territorio donde surge. Son pocas las referencias que encontramos. La primera es de orden cultural pretendiendo una demostración a través de un ejemplo. Se trata de un curioso comentario al llamado axioma iv, donde Diez de Leiva responde al enunciado «Al que duele la muela que se la saque», negando que sea necesario esto, para lo que recurre, sin tener mucho que ver, a citas de Plutarco, San Gregorio, Ovidio, Casio, Epitecto, mediante las que va mantener la idea de que a veces hay que dejar el dolor como ejercicio y terminará éste debilitándose. Y América irrumpe de pronto, sin demasiada relación, a través de un ejemplo histórico: N o faltó esta elección a otro Gentil Americano, Montezuma, que preguntado por qué no reprimía como a otros pueblos a los Tlaxcaltecas dijo, déjolos porque tenga nuestro valor con quien ejercitarse (p. 8),

por lo que de la referencia americana sólo entendemos que los tlaxcaltecas eran como un dolor de muelas, o como, con la recuperación final de un ejemplo de Séneca, que «la vida del hombre es una guerra». La

La riqueza de América, el indiano adinerado a costa de los naturales, anécdotas de la conquista, fenómenos geográficos sorprendentes o la habitabilidad de las nuevas tierras, forman parte de los temas del corpus estudiado en Rodríguez Cacho, 1991. 9

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disertación ha servido para decirnos en otro m o m e n t o que a él le d u e len las muelas y n o se las saca, mediante u n epigrama latino propio en el que, de nuevo, demuestra su saber Alguna otra referencia, más importante para las cuestiones de c o n texto, la veremos luego.

L o s PARATEXTOS

El libro se abre con una serie de poemas, en castellano y latín, firmados p o r personalidades religiosas y administrativas de la isla. H e n r í quez Ureña supuso que revelaban, «en los preliminares laudatorios, una breve mina de poetas dominicanos» (p. 359). H o y sabemos que los firmantes de los poemas, los religiosos Baltasar F e r n á n d e z de Castro, D i e g o Martínez y Francisco Melgarejo P o n c e de León, o el maestro José Clavijo, o los capitanes y hermanos García y Alonso de Carvajal y Campofrío, o la hija del autor, doña Tomasina de Leyva y Mosquera, que escribe u n texto en castellano y otro en latín, n o tienen p o r qué ser los autores, sino que forman parte de una construcción encomiástica habitual en la concepción del libro, mediante la que el autor realiza u n autoelogio sin rubor porque lo p o n e en boca de otros. Rastreados los nombres en el Archivo de Indias, casi todos tienen referencias d o c u mentales y son personajes principales de la colonia, por lo que suponemos q u e su presencia da sentido a la i n t e r p r e t a c i ó n c o n t e x t u a l q u e luego propondré.

LA TRADICIÓN EN LA QUE SE ASIENTA

La m a n e r a de p r o c e d e r de Diez de Leiva es la expansión de u n núcleo expositivo hacia contenidos más o menos conexos que tienen la cita clásica c o m o recurso principal en u n proceder cuyo origen está bastante claro. Todo el texto procede de las polianteas renacentistas, de aquellos repertorios en los que ha formado su saber acumulativo, en las que ha o r d e n a d o innumerables citas latinas y traducciones de las mismas, siguiendo los consejos para construir su codex excerptorius, proverbiador o cartapacio que recomendaron Erasmo o Juan Luis Vives para ordenar el

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saber. Pero Diez de Leiva está seguro, y sus textos así lo demuestran, entre aquellos que nunca acuden a los textos originales, y se fían del ordenamiento y la versión que en las polianteas principales han dado sus autores, cuestión q u e ya J u a n Luis Vives señalaba en el siglo xvi c o m o una causa principal de la decadencia de los estudios e n su De corruptis artibus. Para n o utilizar yo el mismo recurso, diré que los trabajos de la p r o fesora Sagrario López Poza 10 nos pueden guiar en el camino de entender a u n escritor c o m o Diez de Leiva, q u e se afana en deshacer los refranes, proverbios y lugares comunes con ese amplio campo de repertorios que conforma el saber de muchos escritores desde el siglo xv y, en el m o m e n t o que escribe, de muchos de sus contemporánéos. E n el escritorio y e n el cartapacio de D i e z de Leiva se habrían unido citas, apotegmas, ejemplos, emblemas, procedentes de las misceláneas y polianteas, o de las recopilaciones de emblemas que conocía. En algún m o m e n t o nos descubre sus instrumentos de trabajo, c o m o en u n o de los axiomas finales: «Cuando fueres yunque, sufre; cuando f u e res mazo, da», ante el que se plantea el debate ante el símbolo o emblema de Fernando el Católico, consistente en el y u n q u e y en el martillo, y comenta si fue éste acertado, para lo que recurre a citar nombres que nos interesan, más que p o r los argumentos que aportan, p o r el significado que tienen para entender la obra ante la que estamos: cita a Juan de O r o z c o y Covarrubias y a Juan de Solórzano, que aparecen c o m o referencias explícitas en el texto, y nos p o n e n p o r esto en la tradición de la literatura emblemática, de los Emblemas morales de O r o z c o (1589) y de los Emblemata Centum Regiopolitica de Juan de Solórzano, que son de 1653, datos que sirven para visualizar la cultura real del autor, enlazado a las polianteas y ahora a la literatura emblemática. La obra emblemática originaria, la de Alciato, aparece en varias referencias. Su entramado cultural, evidentemente de segunda m a n o en la parte que remite a la tradición clásica, es por tanto amplísimo: una abundante cita de Séneca, al que llama «mi» Séneca, se u n e a Juvenal, Plauto, Eurípides, O v i d i o , Plinio, Plutarco, C i c e r ó n , A u l o Gelio, D i ó g e n e s Laercio, San Agustín, Erasmo, Tomás M o r o , y tantos otros n o m b r e s

10

Es riguroso su trabajo de recopilación de materiales y bibliografías generales en la Biblioteca Digital Poliantea (). Una síntesis de aproximación metodológica y bibliográfica en López Poza, 1990.

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mayores y menores, que se unen también a algunas referencias que responden a literatura probablemente leída en fuente directa: de los españoles, Juan de Mena, Góngora, Lope de Vega, y el imprescindible maestro y colega de un siglo antes Juan Huarte de San Juan, cuyo Examen de ingenios conoce. De los italianos, citando sus versos, Petrarca, Sannazaro y Policiano, son los que contribuyen con alguna cita a completar su amplio conjunto de referencias. La síntesis rápida e insuficiente sobre el uso de un saber reiterado y muy difundido, no parece que nos haga avanzar m u c h o en la valoración de un autor sin duda menor del siglo xvn. Otras cuestiones del libro quizá nos hagan avanzar en otra dirección.

U N CONTEXTO HISTÓRICO QUE LO DETERMINABA

¿Qué deducción última podemos hacer entonces? N o es un libro valioso como para formar con él una tradición literaria; sin embargo, sí puede ser contextualmente de interés para explicarnos algo referente a la literatura y la cultura en Santo Domingo. M e refiero a que esta extraña poliantea con momentos poéticos de regular interés, posiblemente responda a una intencionalidad concreta en relación al estado de lo que había sido primera colonia española y no sólo por el hecho fundacional. La creación fallida en la isla del Fuerte Navidad, el 12 de diciembre de 1492 por el propio Colón; la segunda fundación de Nueva Isabela, por Bartolomé Colón, el 4 de agosto de 1496, a las orillas del río Ozama, es decir de la actual Santo D o m i n go, llevó como sabemos a cincuenta años iniciales memorables de ciudad y de cultura: el alcalde de 1532, cuando se construye la catedral de Santa María la menor, primada de América, es Gonzalo Fernández de Oviedo, quien escribe su crónica y se cartea al tiempo con humanistas principales de Italia y de España. Hay un impetuoso desarrollo urbano, de templos, hospitales, edificios civiles, y en 1538 y 1540 se crean las dos Universidades, la de los franciscanos y la de los dominicos, que son las primeras de América (la de México y la de Lima son de la década del cincuenta). Sabemos que, hacia 1550, la influencia de la ciudad comienza a decrecer porque Nueva España le arrebata la preeminencia, pero todavía se mantiene como lugar de atracción para los peninsulares un siglo

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después de la fundación. Aún en 1616, y en estancia de tres años, Tirso de Molina pasa sus días en la isla y, al nombrar al mercedario, quiero decir que van muchos peninsulares, y existe además una cultura urbana que genera escritores que generosamente fueron tratados p o r Pedro H e n r í q u e z Ureña en su obra ya citada: Lázaro Bejaraño, Alonso de Zorita, Eugenio de Salazar, Leonor de Ovando, Francisco Tostado de la Peña, o Cristóbal de Llerena forman nombres de creación que, j u n t o a otros referentes culturales, provocan la reflexión de Henríquez Ureña: «La leyenda local dice que la ciudad de Santo Domingo, capital de la isla, mereció el nombre de Atenas del Nuevo Mundo» (p. 335) . N o tiene evidentemente la afirmación y el exceso encomiástico más valor que servir de entrada para narrar un siglo xvi espléndido, que, sin embargo, empezó a debilitarse desde 1550 y, c o m o dice Henríquez Ureña tras hacer un catalogo de glorias, «con el tiempo todo se redujo, todo se empobreció; hasta las instituciones de cultura padecieron; pero la tradición persistió». A fines del XVII las cosas estaban muy mal por Santo Domingo, y vuelvo ahora a un paratexto que antes no comenté, el de la dedicatoria del libro de Diez de Leiva, cuyo destino es «Al Señor Maestre de Campo don Francisco Segura Sandoval y Castilla, del Consejo de Su Majestad, y Su Presidente de la Real Audiencia de Santo D o m i n g o , Gobernador y Capitán General de la Isla Española». En ella, una primera referencia a la figura del Capitán General nos sitúa levemente en un contexto histórico preciso tras decirnos que, como el sol no muda su cielo, ni el río su cauce, él tampoco muda de Mecenas: Vuelvo, pues, a dar otro poco de los mucho que debo; y es lo bueno, que en lo mismo que parece que pago, se aumenta mi deber; pues logro favores en Vuestra Señoría como que obligará: al fin es segura sombra piadosa, a quien se vale del laurel de sus triunfos militares, contra los rayos que suelen

fulminarse a los escritos de envidiosas censuras. La protección de quien se afirma a continuación que «tiene lo valeroso de Julio César; lo liberal de Alejandro Magno; de Philipo su padre lo accesible; lo pacífico de Octaviano; lo diestro de Ciro, lo recto de Trajano; lo astuto de Metelo; lo magnánimo de Pompeyo, lo incansable de Mario; lo circunspecto de Q u i n t o Fabio Máximo; de Antonino lo pío; de Justiniano lo justo; y deTeodosio lo religioso» bien puede leerse en el contexto de la isla Española en esos mismos años. La guerra

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con Francia y la transformación de los bucaneros en agricultores, asentados como terratenientes en la parte noroccidental de la isla, tiene en 1680 la firma de un acuerdo sobre la frontera que dividirá la parte española de la francesa, tratado que signa el Gobernador Segura Sandoval y Castilla y el representante de los franceses De Pouaencey. Pero en 1682 y 1683 continúan los ataques sobre las poblaciones españolas del Este. Los triunfos militares aludidos en su dedicatoria son parcos en el momento que la escribe, pues Segura Sandoval ha tenido que firmar un acuerdo, tras la paz con Francia en 1678, que reconoce la ocupación de la isla, y el Capitán General se dedica sobre todo a repeler ataques con los que el tratado no ha conseguido terminar. Los diecisiete nombres de la Antigüedad con los que el mecenas es comparado no son otra cosa que una consolación necesaria a la vanidad del mismo. Hay dos referencias americanas más en la obra que no he citado hasta aquí. La primera es la respuesta en el segundo de los antiaxiomas «filosóficos» al famoso emblema de Alciato «Ex bello pax» («De la guerra viene la paz»). Se lanza Diez de Leiva a una demostración de la falsedad de la guerra, aunque la guerra justa es paz para él, para trazar, tras las citas de rigor, una defensa de la monarquía española y la paz en los siguientes términos: De la Monarquía de nuestra España alabo esta continencia prudente, que le afianza duraciones [•••]> pudiendo, [...] con las riquezas que le tributa la América conquistar el Orbe; pero como sus Reyes son tan Católicos, más quieren continuar su paz, que adquirir con guerras; pues como dice el Magno Basilio; no hay cosa más propia de Reyes Cristianos que el conservar la paz (p. 106).

El antiaxioma iv de la misma serie da respuesta a «Quien mucho abarca, poco aprieta», que contiene una advertencia contextual a propósito de la monarquía española y su situación en América, en el soneto introductorio cuyos dos tercetos dicen: Rey que lo pierde, no abarca un Estado, que abarcarlo es tenerlo cuidadoso; eso lo pierde, no por no apretado. Un Nuevo Mundo el Español dichoso abarca, y porque abarca con cuidado, a quitárselo no hay rey poderoso.

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Tras recorrer los modelos de algunos que sí perdieron imperios tras abarcar mucho, llega a la conclusión concreta que pretende: Lo que carece de orden y gobierno no tiene alegres consecuciones: por el bueno que influye nuestro amado Rey Católico en sus Indias Occidentales, mediante la administración recta de sus Audiencias, hace que estén tan unidas a su Corona, como si no hubiese tanto Océano en medio. No hay poder que pueda conquistar lo que así se abarca, y gobierna; que aquel Axioma Virtus unita estfortior (la virtud unida es fuerte), que no sólo se debe entender de lo unido en el sitio y cercanía, sino de lo unido por la virtud, por la ciencia, y por la Cristiandad, que es la unión más firme, y la más segura de lo que se posee, no contrastan ni desunen a esta rectitud los infortunios (de cuantos ha tenido nuestra invicta Monarquía); son como olas que impugnan, pero pasan (p. 111). La referencia estaba clara y nos lleva al contexto preciso en el que está situado el libro, el de 1682: en ese momento confuso de política internacional que marcaba la propiedad de los territorios en los que vivía el autor, es cuando aparece en Madrid la poliantea antiaxiomática de Diez de Leiva. N o podemos reconstruir más lo que provoca su publicación. U n genio tardío, e incomprendido, de lo que había sido la «Atenas» del Nuevo Mundo, lanza su sabiduría a los cuatro vientos, aunque ésta no parece que fuera recogida más que por el autor de la primera licencia aprobatoria que abre el libro, que viene de la mano del Maestro Fray Andrés de la Moneda, «Definidor Mayor y Maestro General de la R e l i gión de San Benito,Teólogo de Su Majestad en sus Reales Juntas, y Abad antes de los Monasterios de San Martín de Madrid, San Juan de Burgos, y Santa María la R e a l de Hirache [s/c], y General de la Congregación de San B e n i t o de España». E n su texto, tras presentarnos a D i e z de Leiva c o m o «Médico de la Ciudad de Santo D o m i n g o de la Isla Española de las Indias Occidentales», nos dice de él que «aunque no le hallo en las Universidades graduado más que de la Facultad de Medicina, en sus doctos escritos, fecundos en la variedad de las demás, descubro debérsele la borla de D o c t o r en todas» y nos concreta además que «este tesoro de su rico mineral nos comunicó en esta Flota de 1681», para comunicarnos con insistencia, hasta el límite de repetir la idea varias veces, que el oro de sus pensamientos vale más que cualquier riqueza de la tierra: Estime el codicioso los tesoros de la tierra, el oro y plata que vienen de Indias, que el sabio, y entendido, no se enriquece con estos metales terres-

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tres, sí con los espirituales que salen del mineral racional del Licenciado Leiva.

E insiste varias veces en la misma idea, diciéndonos que: Este es el tesoro verdadero que enriquece el entendimiento castellano, y Católico; éste el verdadero oro, y fina plata, que lo demás es sombra que envanece [...] este pequeño volumen, grande en las verdades, que descubre el oro de más subidos quilates, la plata de mejor Ley que produce las Indias de nuestro Gran Monarca en el mineral ingenioso del Licenciado Leiva [...] y de otro mundo viene a apartar el engaño de la verdad, la sombra de la luz [...]. Alégrense los mundanos con las riquezas materiales que llegan en esta flota, pero los sabios con las espirituales que nos envía en este libro el Licenciado Leiva.

N o estaba muy inspirado el 8 de enero de 1682, cuando firma la aprobación, Fray Andrés de la Moneda, que es una figura bastante conocida 11 , pues repite como digo la misma idea insistentemente, necesaria para un tiempo en el que la flota aludida no venía desde luego cargada de riquezas, al menos de la Española, y sí debía partir repleta de las mismas y de soldados para mantener aquel enclave difícil. Propongo, por tanto, una lectura contextual y no puedo hacerla más que conjetural: un médico sevillano afincado en Santo Domingo intentaba llamar la atención a la corte con su sabiduría, en un momento en el que la integridad de la isla se había visto fracturada por la presión francesa y seguían guerras territoriales que hacían peligrar la continuidad española de aquella colonia. Las referencias al cuidado que la monarquía española tiene, o debe tener, de sus territorios, tienen el valor fragmentario de presentar la situación en la que un sabio nuevamente restituye lo que casi dos siglos antes había sido aquel lugar ahora en peligro. Le ayuda en su objetivo, con su desprecio de los bienes terrenales y su canto a los espirituales e intelectuales que Leiva tan bien representa, Fray Andrés de la Moneda. A lo mejor, seguramente, es sólo un exceso interpretativo que me sirve para concluir la presentación de un libro farragoso y extraño, de 11 Al año siguiente a la escritura de esta licencia, 1683, era Obispo de Almería; es conocido además por su curso de teología aparecido en Lyon en 1672 en cuatro

volúmenes: Cursus utriusque Theologiae, tam scholasticae quam moralis, d o n d e intenta

identificar el pensamiento de San Anselmo con el de Santo Tomás.

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regular poesía además, que tiene el interés de mostrar a un médico sevillano del siglo xvn realizando una poliantea americana, que, de momento, es la única que conocemos. Sirva en todo caso para determinar algunos usos culturales en las colonias que también es necesario conocer para entablar el diálogo con una cultura que, c o m o se sabemos, tuvo otros momentos de indudable y excelente originalidad 1 2 .

¿PARA UNA AMPLIACIÓN DEL CORPUS COLONIAL?

M i primera tentación, tras la lectura del libro, fue seleccionar los sesenta poemas que contiene y realizar una ampliación del corpus colonial mediante ellos. Era lo más nuevo, puesto que nadie, ni Pedro Henríquez Ureña, había hablado de que contuviese esos ejemplos poéticos, ya que sólo habla de los poemas del grupo de autores que preceden al libro. M i querido amigo Teodosio Fernández me dijo una vez que, si algunos seguíamos empeñados en la ampliación del corpus colonial, al final terminaríamos destrozando la literatura virreinal y novohispana. Era una broma, claro, ante algunos intentos más o menos apasionados de rescatar libros que no han sido casi abiertos desde hace algún siglo, no han sido por tanto estudiados e, incluso, algunos que nunca han sido leídos, da la sensación, ni por los mismos autores... Recordaremos siempre que el sentido de la broma que comento es el mismo que, en serio, opinaba Alfonso Reyes sobre las famosas Historia y Antología de poetas hispanoamericanos que don Marcelino M e n é n d e z Pelayo había puesto en circulación a fines del siglo xix: acumuló tantos poetas, entre los que había tantos malos poetas, que el resultado que buscaba fue seguramente el contrario del que obtuvo, a no ser que quisiera real-

El intento de estudiar de alguna manera las cuestiones concernientes a la edición del libro, tras su llegada en la flota de 1681, c o m o cuenta Fray Andrés de la M o n e d a , tiene la carencia de d o c u m e n t a c i ó n habitual que padece la imprenta española del siglo xvn. D e la imprenta de J u a n de Paredes c o n o c e m o s sólo los datos de Delgado, 1996, y el panorama contemporáneo de Alonso Víctor de Paredes, Institución y origen sobre el arte de la imprenta y reglas generales para los componedores (1680), reeditado por Molí, 2002, que no nos ofrecen ningún dato que nos permita acercarnos a esta obra. 12

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mente demostrar a los poetas de la colonia sólo c o m o accidentes de una imitatio desafortunada en relación a los que hacían la verdadera escritura, que eran para el santanderino lógicamente los de la metrópoli. Mi intención en cualquier caso es otra y procede de una actitud conjetural ante la escritura: creo que no va a salir, entre los que he editado alguna vez, esa voz poética que renueva perspectivas, opiniones y atracciones. C r e o que Harold B l o o m n o modificará en el futuro su canon occidental tras la lectura de Bartolomé de Flores, Pedro Flores, Sebastián Fernández de Medrano,Juan Pablo Fretes, Melchor Jufré del Águila, o Gabriel de Ayrolo Calar..., a los que edité, informáticamente claro, en el año 2000 1 3 . C o n Diez de Leiva, Harold B l o o m no va a poder hacer nada, pues creo que no voy ni a editarlo. Pero, al margen de bromas, sí son indicios de la historia cultural del continente. Nuestro médico Diez de Leiva, afincado en Santo D o m i n go como figura influyente, estudiaba latín, conocía las polianteas y los libros de emblemas, y leía a autores hasta de su siglo, y escribió u n libro, pretencioso diremos ahora, con el que quiso presentarse en la capital de un Imperio desde su lejana isla, posiblemente para llamar la atención también sobre la situación que vivían allí. N o pasará a la Historia de la Literatura como ejemplo, pero sí puede servir como parte de ese filón que debemos recorrer nosotros, como decía Marcel Bataillon a propósito de la obra de José Toribio Medina, para «penetrar en la intimidad de la conciencia americana durante los siglos de su incubación».

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13

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WALTHER, H . ,

G Ó N G O R A E N LA POESÍA HISPANOAMERICANA DEL SIGLO XVII: REVISIÓN H I S T Ó R I C O - C R Í T I C A , CLAVES COMPARATIVAS Y EJEMPLOS EMINENTES Joaquín Roses Universidad

de Córdoba

Es cuestión de tiempo: uno termina cansándose de todo, hasta de la literatura. O quizá se trate sólo de un insoportable hastío de la literatura como institución, parque recreativo o negocio. Hubo un tiempo en que resultaba impensable que la empresa poética llegara a compartir los espacios de la estafa con ciertos discursos artísticos del siglo xx. Pero actualmente nos aproximamos con peligro a la biblioclastia, no por odio a los libros, sino por aversión a los libros que hablan de los libros, o dicho de modo más enfático, por la confusión entre los hechos literariós y su construcción crítica. En cierto modo, este trabajo tiene que ver con esa confusión. Que Luis de Góngora sea uno de los autores esenciales de la tradición occidental no impide que Jordi Llovet, en una reciente nota de periodismo cultural, lo califique con acierto de monstruo literario «que casi nadie ha leído ni ha entendido jamás» (p. 22). Si eso es así en el caso de Góngora podemos sospechar qué sucede en el caso de la «Literatura Hispanoamericana Colonial», inabarcable quimera crítica que se refiere a las innumerables producciones escritas durante tres siglos en los distintos virreinatos americanos. Por todo ello, la tarea más urgente consiste en la acotación. El primer deslinde debe ser cronológico, pues sería desproporcionado incorporar en este estudio las manifestaciones del gongorismo en el siglo XVIII, algunas muy destacadas, como las del ecuatoriano Juan

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Bautista Aguirre. Por tanto, si exceptuamos algún atisbo m í n i m o en el siglo xvi, lo más razonable será que nos centremos en el siglo XVII, lo que ya de p o r sí constituye todo u n abuso. U n segundo deslinde debe ser genérico, porque aunque la vigencia de Góngora, c o m o sucedió en la metrópoli, p u e d e rastrearse también en el teatro y en la prosa, sería también desmedido ir más allá del género poético. Ello nos obliga a renunciar a u n o de los ejemplos más sobresalientes de la influencia de Góngora en América, el Apologético de Espinosa Medrano, defensa de Góngora de innegable valía que tuve ocasión de abordar en el contexto histórico-crítico de la polémica gongorina hace ya muchos años 1 . Se trata de u n d o c u m e n t o cada vez más estudiado, aunque con desigual fortuna crítica, u n texto central del gongorism o h i s p a n o a m e r i c a n o colonial, c o m o destacó Teodosio F e r n á n d e z (1991) al elaborar una de sus primeras aproximaciones a este asunto. N o considerarlo en u n trabajo de estas características s u p o n e una amputación severa, pero razonable si queremos evitar la desmesura. Incluso la limitación del corpus a la poesía no es tal, sino todo u n atrevimiento. Lo más fácil y operativo sería introducir también en ese ámbito genérico un nuevo desglose separando la lírica de la épica. N o lo haré por una razón que supone ya una de las conclusiones relevantes de este estudio, que adelanto ahora para tenerla presente y n o volver más a ella: la proyección de Góngora se percibe más en la épica que en la lírica. G ó n gora ejerce una influencia notable en poetas líricos como Agustín de Salazar y Torres, en su Soledad a imitación de las de Luis de Góngora, por ejemplo; o en gran parte de la poesía lírica de Sor Juana Inés de la Cruz; o en la «Canción a la vista de un desengaño», de Matías de Bocanegra; o en el Poema de las fiestas que hizo el convento de San Francisco de Jesús de Lima a la canonización de los veintitrés mártires del Japón, de Juan de Ayllón. Pero las más sorprendentes, originales y rentables manifestaciones del gongorismo americano hay que buscarlas en las distintas modalidades de la épica: en el Bernardo (1624) de Bernardo de Balbuena, en El Vasauro (1635) de Pedro de Oña, en la Tomasíada (1667) de Diego Sáenz Ovecuri, y, sobre todo, en el Poema heroico de San Ignacio de Layóla (1666) de Hernando Domínguez Camargo. D e todos ellos podemos decir con más razón que n o han sido leídos ni entendidos jamás. El tercer deslinde debe ser estético o valorativo. Es necesario aplicar criterios y seleccionar autores. Si examináramos aquí todos y cada u n o 1

En mi tesis doctoral defendida en 1991 (Roses, 1994).

G Ó N G O R A EN LA POESÍA HISPANOAMERICANA DEL SIGLO XVII

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de los autores del siglo xvn incluidos, por ejemplo, en el útil repertorio de Emilio Carilla, El gongorismo en América (1946), caeríamos en una saturación informativa, pues el espacio adecuado para sistematizaciones, nomenclaturas y largos títulos sería más bien una monografía de nuevo cuño, muy necesaria, por cierto.Y es que, con demasiada frecuencia, se ha utilizado un concepto excesivamente lato de gongorismo, el cual ha sido confundido con ciertas extravagancias circunstanciales, síntomas de una influencia y una pasión, pero de dudoso valor literario.Ya lo vio claramente José Pascual Buxó en su Góngora en la poesía novohispana (1960), cuando denunciaba que la crítica oficial mexicana contraria a Góngora, empezando por el decimonónico Francisco Pimentel, confundía «el gongorismo con los artificios retóricos más extremosos» (p. 15). Décadas antes ya lo había detectado, con su peculiar perspicacia, su maestro Pedro Henríquez Ureña, quien calificaba a los centones, los acrósticos, los laberintos, los criptogramas, los poemas en eco o los poemas plurilingües, como reducción al absurdo del Barroco y sentenciaba con justicia: «cargarle todo esto a Góngora es una aberración de críticos posteriores y mal informados, pues él nunca prohijó tan extraños monstruos» (p. 87). Cualquiera que haya leído de verdad a Góngora sabe que, si bien coqueteó con algunos (pocos) de estos despliegues del ingenio más superficial, no constituyen en m o d o alguno la esencialidad de su poesía ni sirven para definir la radicaüdad de su agudeza, que iba por derroteros más profundos y menos epidérmicos. Tras los deslindes cronológico, genérico y estético hemos llegado al título que propongo, cuyo desarrollo es preciso iniciar. Si reparamos en que el ú n i c o libro de c o n j u n t o sobre este f e n ó m e n o se publicó hace más de sesenta años, comprenderemos la urgencia y la justificación de una revisión historiográfica. D e ella sólo puedo ofrecer aquí un resumen, una sinopsis que sirva de pórtico a la presentación de claves comparativas con sus ejemplos eminentes.

R E V I S I Ó N HISTÓRICO-CRÍTICA

U n siglo de investigación filológica sobre Góngora, que incluyó una rehabilitación interesada de su figura2 y un espectro sumamente 2

A lo que yo apunté en dos páginas (4-5) de la «Introducción» de mi libro de 1994, sobre los errores estratégicos de la estilística y la lectura oblicua realizada por

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diverso de interpretaciones, no ha sido tiempo suficiente para descartar ciertos tópicos sobre su poesía, sino que quizás ha contribuido a su cicatrización irreparable. El ejercicio metódico de refutación de las inercias derivadas del siglo xix propició un abandono apresurado de ciertas cuestiones pendientes y su consecuente enmascaramiento por otras inercias del siglo xx. Durante muchos años, se repitieron mecánicamente los procedimientos interpretativos sancionados tan sólo por coincidir con las escuelas cultural y políticamente dominantes. A finales del siglo pasado, el reducido círculo claustrofóbico de los gongoristas se amplió con desmesura, desparpajo e imprudencia. De la inercia se pasó a la inepcia. Hace más de cien años se desprestigiaba a Góngora por incomprensible, lo que ocasionó que la principal directriz crítica del siglo xx fuera trabajar con denuedo en el esclarecimiento literal de su poesía. Se trazó de ese modo una avenida saturada de luces que dejaba al margen escondidas sendas, necesarios espacios para la reconstrucción cabal y tal vez imposible de un legado universal, no reductible a las claridades ni sometido a las falsillas. Como todo espíritu genial, Góngora es rebelde a las clasificaciones. Contra los tópicos, ya Luis Cernuda, con su fructífera disidencia, y algunos investigadores de mediados del siglo xx supieron rechazar o matizar la idea de un Góngora rutilante, de pureza absoluta y casi extraterrena, a la que iba asociada su marmórea perfección y su supuesta insensibilidad3. Era el concepto construido por el Veintisiete, porque se acomodaba a una faceta de su estética y porque formaba parte de una operación de conquista de un espacio cultural.

ciertos miembros del Veintisiete, debe añadirse ahora el contundente y razonado ejercicio de reconstrucción historiográfica e interpretación literaria elaborado por José Lara Garrido, 2008. Ver otras observaciones dispersas sobre este asunto en Roses, 2007. 3 Muy iluminadoras, a este propósito, son las tempranas reflexiones de Cernuda en sus notas inéditas «Góngora y el gongorismo» (1937): «Hoy, cuando tanta gente pretende hallar el sentimiento, o la pasión (como dicen), como algo inherente de por vida al escritor, en el impulso que guía sus palabras y no en las palabras mismas, Góngora suele ser tachado de frío.Y, sin embargo, es uno de los más apasionados poetas españoles» (1994, p. 145). Son conspicuos en este mismo sentido los numerosos estudios de Emilio Orozco y Robert Jammes. En el caso de este último, es una idea que recorre gran parte de su producción crítica y que puede documentarse más explícitamente en su breve nota del año 1997.

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Frente a esto debe afirmarse que Góngora es el poeta de la variedad inagotable, ya que por varias razones su poesía merece ser identificada con el precepto estético de la variedad y con el alcance histórico de lo inagotable 4 . En pocos poetas podemos encontrar un mayor alejamiento de la uniformidad, y en pocos podemos rastrear la repercusión de un mensaje poético que trasciende siglos y territorios. Góngora es uno de ellos. C o m o las simplificaciones confunden, la anterior afirmación ni siquiera puede ser legitimada cuando el poeta muere en 1627, y quizá tampoco sería suscrita por muchos lectores insolentes a principios del siglo xxi. Estas reflexiones, no exentas de sátira historiográfica, son necesarias para explicar el fenómeno que hoy nos ocupa, tan reiterado con amplificadores como poco estudiado. Las lecturas oblicuas y los errores estratégicos perpetrados contra Góngora han determinado negativamente el estudio de su proyección hispanoamericana, un estudio plagado de innumerables desviaciones interpretativas que han impedido una c o m prensión sistemática y clarificadora del asunto. Necesitamos ciertas aclaraciones para orientarnos en este laberinto y es mi propósito ofrecer algunas de ellas. El examen debe comenzar por la llamada periodización historiográfica que apela a constantes estéticas o movimientos culturales. U n a de las simplificaciones que más ha peijudicado al estudio del gongorism o en América ha sido la identificación entre Góngora y el Barroco. A estas alturas cada vez descreo más de ciertas etiquetas cuando se trata de aplicarlas a Góngora. La de Barroco es una de ellas. El concepto sirvió estratégicamente para dignificar un campo de estudio, pero continúa cargado de contradicciones y se ha revelado incapaz de dar cuenta de una heterogeneidad de manifestaciones artísticas ricas, precisamente, por su carácter heterodoxo e insurrecto a la taxonomía. Si a eso le sumamos que uno de los grandes debates críticos de finales del siglo xx fue el del Barroco colonial, los malentendidos crecen. C o m o sabemos, ese debate estuvo ligado, para nuestra fortuna o desgracia, a la búsqueda de unos rasgos específicos de la literatura hispanoamericana. N o voy a detenerme en un proceso tan conocido que tiene su emblema en el prólogo de Alejo Carpentier a su novela El reino de este mundo (1949) 5 .

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Traté el asunto en 2009a. Para el desarrollo de este proceso en Alejo Carpentier, ver el resumen trazado por Seymour Mentón, 1998. 5

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Sí quiero recordar que la diatriba sobre el Barroco de Indias (en una época en que proliferaron los congresos sobre el tema) se entremezcló a su vez, para mayor confusión, con las reflexiones ensayísticas, divagaciones y pseudoteorías en torno al Barroco y al Neobarroco, enunciadas por creadores, principalmente cubanos, como el citado Carpentier, José Lezama Lima o Severo Sarduy. Algunas de estas formulaciones fueron brillantes y razonables, otras disparatadas y delirantes. En ambos casos fueron generadoras de secuelas académicas y han terminado por ser inevitables: una parte no despreciable del vertido tóxico-crítico en que todavía hoy nos movemos. Cuando a Carlos Fuentes le entregaron en 1992 el Premio Menéndez Pelayo, ofreció un discurso de aceptación titulado «Elogio del Barroco». Un inquietante síntoma de esas confusiones que denuncio es que al leerlo uno extrae la conclusión de que Barroco puede ser todo lo que tenga que ver con América o incluso con la sociedad actual 6 . Como resumía Fuentes en un párrafo del final: «Del Barroco al Barrocanrol». La cosa venía de lejos, porque ya en 1948, un año antes del prólogo de Alejo Carpentier, el catedrático mexicano Julio Jiménez Rueda, en un curso sobre literatura barroca española impartido en la Universidad Nacional Autónoma de México, afirmó que hasta el mole, rica salsa mexicana, era barroco 7 . Y ahí está Góngora, sumergido en mole, cargando con el peso de tanto barroco barroquista de poética barroca. Seamos serios: aunque todos los estudiosos coinciden en que Góngora es el poeta más imitado en la literatura hispanoamericana colonial, convertirlo en emblema, epítome y compendio del Barroco no es el mejor camino para explicar una literatura tan rica como la suya y como la de los poetas de América. En buena (y malvada) lógica con las anteriores identificaciones, los desenfoques crecen al haber predominado durante décadas, en disposición maniquea, dos principales líneas interpretativas del Barroco colonial, de las cuales Góngora ha terminado contaminándose 8 . Fue el gran Menéndez Pelayo quien consideró con contundencia la literatura colo-

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Es la «vieja» tesis de O r n a r Calabrese, que p r o p o n e el t é r m i n o «neobarroco» para lo q u e ha t e r m i n a d o llamándose «postmodernidad», tal c o m o e x p u s o en su libro La era neobarroca, del que p u e d e leerse u n a sinopsis en Calabrese, 1993. 7 Citado p o r M e n t ó n , 1998, p. 168. 8 Ver para estas cuestiones la sinopsis establecida en la tesis de Mayers, 2003, pp. 3-6.

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nial como una continuación de los postulados y manifestaciones literarias de la metrópoli; y ese planteamiento fue secundado en el siglo xx por destacados estudiosos9. Esta visión vicaria nos presentaba al Barroco, y por simplificación a Góngora, como un instrumento del dominio de la metrópoli sobre las colonias en el ámbito ideológico y cultural. Frente a dicha interpretación, otros críticos buscaban en el Barroco, y por tanto en los emuladores de Góngora, un ejemplo de cómo los autores coloniales adoptaban, pero también modificaban, unos modelos, disentían de ellos y aportaban novedades para ofrecer unas manifestaciones literarias específicas y diferenciadas.Ya Mariano Picón Salas (1944) defendía como rasgo definitorio del Barroco el mestizaje cultural (o transculturación, si empleamos el concepto acuñado por Fernando Ortiz) de componentes europeos, prehispánicos y africanos 10 . Dicha corriente crítica propugnaba la otredad, la especificidad del barroco hispanoamericano como producto de otra evolución socio-histórica, donde influyó, entre otras cosas, la heterogeneidad cultural de las colonias, el impacto del colonialismo, el proceso de mestizaje. Picón-Salas llegó a afirmar: «No hay una época de complicación y contradicción interior más variada que la del barroco, especialmente la del barroco hispánico» (p. 122). Por eso mismo las simplificaciones no sirven sino para tergiversar desarrollos culturales de difícil inteligibilidad. Establecer una dualidad interpretativa tan categórica (barroco epigonal frente a barroco distintivo) constituía uno de los modos más ingenuos de reducción conceptual. Ello justificaba que ciertos estudiosos reclamaran una huida de las explicaciones fáciles11. Son iluminadoras a este propósito las aportaciones de Irlemar Chiampi, quien no sólo resume con elegancia todo este proceso sino que afirma y demuestra con argumentaciones precisas que Hispanoamérica alcanzó primero su legibilidad estética con el Modernismo y la Vanguardia y

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Compruébese en los estudios clásicos de Emilio Carilla, José Antonio Maravall, Leonardo Acosta o John Beverley. 10 Posteriores estudios de Lezama Lima, Irving Leonard, 1973; Alfredo R o g giano, Mabel Moraña o Georgina Sabat se sitúan en esa estela. 11 Ver para el ámbito de Nueva España, los estudios de Octavio Paz y Yolanda Martínez San-Miguel sobre sor Juana Inés de la Cruz, o el de Kathleen Ross sobre Carlos de Sigüenza y Góngora. El problema, sin embargo, persiste cuando tratando de huir de las simplificaciones se cae en otros disparates y extravíos, de los que casi nadie con el atrevimiento necesario está exento.

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más tarde c u l m i n ó su legitimidad histórica c o n la nueva novela, el boom, y el postboom. Por el contrario, la anterior predisposición y adhesión al Barroco la esclarece p o r una carencia: Latinoamérica n o p u d o incorporar el proyecto del Iluminismo, lo que provocó una m o d e r n i dad disonante. Toda la literatura hispanoamericana de los siglos xvm y xix es u n vivero para entender este principio. E n las coordenadas de esa disonancia se entiende la centralidad del Barroco y el reciclaje de Góngora ideado p o r Lezama en su «Sierpe de d o n Luis de Góngora» (1951) y más tarde en las páginas que le dedica en La expresión americana (1957), d o n d e la conciencia americanista se sustenta, entre otras cosas, en el ideal anti-racionalista de la defensa de la oscuridad c o m o dificultad del sentido. A partir de esas premisas, acrisoladas en el f u l g o r ensayístico de Lezama Lima, las dos líneas interpretativas, más o menos enmascaradas p o r nuevos collares, se repetirían hasta la saciedad. Las rectificaciones y hasta las matizaciones parecían una tarea imposible porque el d e m o n i o m a n i q u e o se había instalado ya hacía t i e m p o en nuestra bibliografía crítica. C o m o en la novela Concierto barroco, de Alejo C a r p e n t i e r , la concepción teleológica había acabado por impregnarlo todo. El Barroco sólo se leía, se estudiaba y se explicaba c o m o precursor de la identidad americana. D i c h o ejercicio de exoneración cimentaba las explicaciones de numerosos críticos, para quienes la historia literaria colonial n o era aséptica, ni siquiera era historia literaria, sino discurso colonial. D u r a n t e muchas décadas los escritores dejaron de ser considerados escritores para convertirse en productores de discursos estéticos q u e provocaban interpretaciones políticas y culturales. H e r n a n d o D o m í n guez Camargo y Sor Juana Inés de la C r u z antes que poetas eran sujetos coloniales. Todas esas iluminaciones llevaron a sobrevalorar la f u n c i ó n del Barroco de Indias en el desarrollo de las nuevas naciones latinoamericanas, hasta el p u n t o de que u n crítico tan sagaz c o m o Gustavo G u e rrero llegó a establecer la cadena de lecturas que en el siglo x x convirtieron a G ó n g o r a en «uno de los padres f u n d a d o r e s de nuestra modernidad» (p. 231) 1 2 . Eso, que n o voy a cuestionar ahora, sucedió n o sólo porque se c o n f u n d i ó a Góngora con el Barroco, sino p o r q u e en sus alumbramientos críticos Severo Sarduy había transformado a G ó n -

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Ver el contexto crítico de esta afirmación en Mayers, 2003, pp. 20-22.

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gora en el paradigma de las nuevas vanguardias de los años sesenta. Pero las afirmaciones absolutas deben ser probadas. Si verdaderamente Góngora supuso el comienzo de la crisis del sujeto colonial, la única manera de demostrarlo fehacientemente es mediante el estudio de los propios textos coloniales. Esa obviedad no siempre se ha cumplido. Para fortuna de Góngora, en principio, los nuevos planteamientos teóricos podrían haber servido para revitalizar las aproximaciones al gongorismo en América, porque suponían un cambio metodológico decisivo. Pero, por desgracia, se pasó casi sin transición, y a veces hubo coexistencia, de un extremo a otro. Todo ello tiene su explicación. Durante gran parte del siglo xx, el modelo metodológico fue la estilística, y Dámaso Alonso era su profeta en América.Ya lo advertí en las primeras páginas de mi tesis defendida hace dieciocho años: Góngora no es Dámaso Alonso. Por eso puedo afirmar que quienes piensen que el gongorismo en América está suficientemente estudiado gracias a los importantes libros de Emilio Carilla y José Pascual Buxó se equivocan rotundamente 13 . Estos dos estudiosos fundamentaron sus meritorios trabajos en los planteamientos de Dámaso Alonso, lo cual motivó un predominio del estudio comparativo basado en el componente estilístico o en la teoría de la emulación, como ya se atisbaba, por otro lado, en los artículos de Eunice Joiner Gates y Dorothy Schons, escritos a finales de la década de los treinta 14 . El agotamiento de ese paradigma metodológico explica que hayan pasado más de sesenta años sin que tengamos una verdadera monografía comprehensiva sobre Góngora en la literatura hispanoamericana colonial. Grave carencia. La llegada de un nuevo planteamiento metodológico no sirvió para paliar el agotamiento del anterior, sino para aumentar la confusión. Con independencia de las teorías mencionadas sobre el sujeto colonial y la conciencia americanista, el otro modelo interpretativo, también teleológico, se llamaba Neobarroco, y su profeta era Severo Sarduy.

13 Las aportaciones sintéticas más recientes de Teodosio Fernández, 2004 o José Carlos Rovira, 2004, demuestran, subliminalmente, el callejón sin salida a que aboca lidiar con esa desviación, contra la cual, más allá de los repertorios de nombres y textos, sólo pueden ofrecer (y no es poco) inspiradas iluminaciones o renovadas propuestas que abran nuevas perspectivas. 14 El estudio de Carilla, 1946, obedece fundamentalmente a un criterio geográfico, histórico e informativo; el de Pascual Buxó, 1960, es más restringido geográficamente y aplica pautas de análisis formalistas.

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Discípulo de Lezama, quien recicló a Góngora sin que pareciera importarle cometer errores de bulto, Sarduy hizo honor a su maestro. Sus aproximaciones al Barroco y a Góngora (otra vez juntos) tuvieron al menos la virtud de renovar el debate crítico, e intentar extender la influencia de Góngora más allá de la vertiente expresiva. Era necesario, como se había hecho con el Barroco, explorar el significado social de la literatura producida por el cordobés. También en este caso las polarizaciones fueron tajantes. Para algunos, con J o h n Beverley de nuevo como abanderado, el gongorismo representaba un ejemplo sublime de discurso dominante, proyección de una moral de conquista y expresión de conformismo con los valores oficiales. Esta explicación es legitimada literariamente por el papel preponderante de la dificultad estética, cerrada sobre sí misma, propiciadora de un discurso dirigido a las elites que tiene como principal propósito la ratificación del orden y la dominación metropolitana. Para otros, seguidores del atractivo sistema poético lezamiano, el gongorismo suponía el subterfugio perfecto para enunciar el discurso de la disputa, una inteligente manifestación del «arte de la contraconquista», en feliz expresión del genial autor de Paradiso. Dicha explicación se sustenta en otros valores menos tópicos de la poesía de Góngora, definida ahora, más allá de lo estilístico, por constantes que revelan su inconformismo y su disidencia, línea interpretativa muy privilegiada en la monografía de R o b e r t Jammes, quien señala el antiimperialismo, el antibelicismo, la antimisoginia o la exaltación de la sensualidad y del placer sexual como verdaderos ejes pragmáticos de la poesía del cordobés. Quizá el Góngora de Alonso y el Góngora de Sarduy puedan cohabitar. Pero en este asunto lo que posee radical importancia es la rebeldía de Góngora a las clasificaciones fáciles. Ni la estilística ni el estudio de la literatura como manifestación de las corrientes culturales agotan el caudal de sus interpretaciones ni explican su proyección en América. Existen otras claves de comparación que me permito tan sólo esbozar en las páginas siguientes. Antes de eso, algo debe quedar claramente establecido: un nuevo examen de la vigencia de Góngora en la poesía hispanoamericana colonial está por hacer, un examen que en ningún caso puede limitarse a la cantidad de cultismos, hipérbatos y metáforas por decímetro cuadrado que aparece en los manuscritos e impresos americanos.

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CLAVES COMPARATIVAS

El estudio del g o n g o r i s m o en América debe c o m e n z a r p o r la reconstrucción histórica de las condiciones materiales q u e hicieron posible la lectura del poeta en los focos culturales de los distintos virreinatos. ¿Llegaron manuscritos? ¿Cuándo llegaron los primeros impresos? E n su monografía de 1946, Carilla le dedica a esta clave sólo cuatro páginas (23-26). Hay párrafos dispersos sobre el asunto en estudios posteriores, por lo que es necesario recopilar todas las investigaciones y elaborar una historia de la lectura de Góngora en América. Sabemos por los tempranos estudios de Irving Leonard (1933) que ya a finales del xvi llegaron Romanceros a Indias; en muchos de ellos figuraban romances de Góngora. Por otro lado, Dorothy Schons (p. 23) nos recuerda la llegada de ejemplares de las Flores de poetas ilustres de Espinosa a nueva España en 1608; al ser Góngora el poeta más representado en ellas, ésta sería otra vía de c o n o c i m i e n t o de sus primeros sonetos y canciones. Más complicado resulta precisar cuándo se leyeron allí el Polifemo y las Soledades: quizá pronto en copias manuscritas, ya que hacia 1617 aparecen rastros en México, y la misma difusión habían tenido autores anteriores c o m o H e r r e r a o Mal Lara 1 5 . A partir de la m u e r t e del poeta, q u e es cuando comienzan a editarse c o n j u n t a m e n t e sus obras, p u e d e d o c u mentarse la llegada a América de los principales impresos: la edición Vicuña (1627), que sería prohibida en Lima en 1629 y en M é x i c o en 1630, igual que lo fue en España poco después de su aparición (1628) 16 , y la muy popular edición Hoces, de 1633. Por supuesto, llegaron también los comentarios (que incluían textos de Góngora) de Salcedo Coronel, Pellicer y Salazar y Mardones. Además de toda esta información, contamos con u n dato m u y relevante que n o sólo nos sirve para documentar la lectura de Góngora sino que nos aclara su penetración en determinados círculos intelectuales q u e determinarían su t r i u n f o estético en América. C o m o señala Carilla, existen numerosos testimonios de que Góngora se leía en los colegios j u n t o a los clásicos latinos y se utilizaba en los ejercicios de retórica. Ello era m u y frecuente, sobre

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Carilla, 1946, p. 24. D e m o d o inexplicable, Carilla, 1946, p. 25, considera e r r ó n e a m e n t e que Obras en verso del Homero español y la edición Vicuña son dos impresos distintos, cuando se trata de la misma edición. 16

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todo, en aquellas escuelas regidas p o r jesuítas. R e c o r d e m o s a este respecto que Domínguez Camargo y Aguirre, entre una legión de gongoristas americanos, pertenecieron a la Compañía de Jesús. Otra clave n o suficientemente atendida y que resulta necesaria para calibrar este proceso es la intermediación de autores entre Góngora y los poetas coloniales. U n conocimiento más p r o f u n d o de la poesía del Siglo de O r o p u e d e evitar algunos errores habituales. Salvo en casos excepcionales, los poetas americanos n o van directa y exclusivamente a la fuente principal, sino que acuden también a distintos poetas anteriores y posteriores a Góngora y elaboran su propia síntesis. El ejemplo de Sor Juana Inés de la C r u z es quizá el más relevante. C u a n d o todavía se reiteraban los estudios estilísticos derivados del libro de Alonso La lengua poética de Góngora, Rosa Perelmuter Pérez 1 7 demostró con eficacia que muchos de los cultismos del Primero sueño n o procedían de G ó n gora, sino de Herrera. Ello n o oscurece la paciente labor de un Alfonso M é n d e z Planearte, que tanto hizo p o r rastrear las huellas de G ó n g o r a en Sor Juana Inés de la Cruz, entre otros muchos poetas novohispanos, sino que enriquece los perfiles de u n f e n ó m e n o complejo. Similares trayectorias de intermediación p u e d e n ser soslayadas si olvidamos que en América n o sólo se leía a G ó n g o r a sino a los poetas de su órbita, algunos de ellos tan notables c o m o Pedro Soto de Rojas o Juan de Tassis, C o n d e deVillamediana; otros menos conocidos c o m o Jacinto Polo de Medina, cuya influencia en los ovillejos de Sor Juana que c o m i e n zan «El pintar de Lisarda la belleza» resulta m u y directa, pese a haber sido considerado este p o e m a simultáneamente c o m o u n h o m e n a j e y parodia del gongorismo. Por esa vía llegamos a una de las claves más valiosas para demostrar una presencia esencial de G ó n g o r a en América, la que tiene que ver m e n o s c o n los m e c a n i s m o s propiciadores de oscuridad idiomàtica (cultismos, hipérbatos, metáforas) y atiende sobre todo a procedimientos tonales y relaciones de intertextualidad. U n ejemplo sublime es la parodia, u n a de las grandes aportaciones del poeta de C ó r d o b a a la poesía de su época y rasgo peculiar de su poética. Obviamente, n o es el único poeta del Siglo de O r o q u e toca esa cuerda, pero una indagación detenida en los textos paródicos coloniales podría ofrecer resultados sobre su procedencia que mostraran su ascendencia en la poesía

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Perelmuter, 1982a.

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de Góngora. Si, c o m o advertí al principio, se admite la preeminencia del gongorismo en la épica, puede llegarse a la conclusión apresurada de q u e los americanos, g e n e r a l m e n t e , n o abusaron de ese p r o c e d i m i e n t o . Ello n o i m p i d e que al ejemplo ya citado de los ovillejos de Sor Juana, p o d a m o s añadir ciertas c o m p o s i c i o n e s de J u a n del Valle Caviedes que, pese a su vinculación canónica a Quevedo, nos puedan deparar alguna sorpresa. Además, este a u t o r es f u n d a m e n t a l , c o m o sabemos, para otros de los p r o c e d i m i e n t o s tonales y pragmáticos, c o m o son la sátira y la burla, otras dos claves inestimables para u n estudio del g o n g o r i s m o americano q u e pretenda exceder el plano de la expresión formal. Las aproximaciones que p r o p o n g o nos p e r m i t e n abordar u n interrogante medular, la clave de las claves: lo más esencial de la poesía de Góngora, lo que la define y la singulariza, más allá de caricaturizaciones estilísticas, ¿fue captado e imitado en América? Se nos puede caer encima el edificio crítico construido en t o r n o al gongorismo en A m é rica cuando contestemos a esta pregunta. El p o e m a de G ó n g o r a q u e representa ese núcleo es la Fábula de Píramo y Tisbe, la composición preferida p o r el poeta y la que constituye el meollo de su poética, la que, en palabras de Antonio Carreira, es «cifra de toda su evolución, meta a la que tiende desde el principio la cuádruple raíz de su poesía: seria y festiva, popular y culta» 18 . ¿Qué poetas coloniales podrían adscribirse a ese programa poético? Pocos. Sin duda, la más cercana, aunque con sus brillantes disidencias, Sor Juana Inés de la Cruz. Tal diversidad tonal y mixtura de tradiciones literarias debe inscribirse en u n f u n d a m e n t o estético d e n o m i n a d o variedad barroca. Pese a la carencia de explicaciones definitivas, es irrebatible q u e lo q u e l l a m a m o s «variedad» (que incluye los c o n c e p t o s de variatio y varietas) p u e d e definirse c o m o u n p r i n c i p i o general de la literatura que determina el f u n c i o n a m i e n t o de varios niveles del discurso literario, p e r o q u e afecta t a m b i é n al m e c a n i s m o p r a g m á t i c o . E n o t r o lugar h e i n t e n t a d o clasificar la abusiva y a m b i g u a m e n t e llamada «variedad barroca», sobre la q u e hay u n gran vacío crítico, en siete tipos: 1) estilística, 2) compositiva, 3) temática, 4) tonal, 5) genérica, 6) enunciativa y 7) cotextual o histérico-literaria 1 9 . N o p u e d o e x t e n -

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Carreira, Góngora, p. xxn. Ver un estudio más completo del fenómeno en Roses, 2009a.

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d e r m e ahora en esta cuestión, pero el estudio de cada u n o de esos tipos de variedad sería m u y rentable en los poetas coloniales. Este recorrido p o r las claves comparativas parece revelar más carencias de las que esperábamos. Paradójicamente, otra de las claves nunca atendidas p o r los estudiosos del g o n g o r i s m o en América es, precisamente, la que provocó mayores debates a principios del siglo XVII, en el p e r í o d o central de las polémicas sobre las Soledades y el Polifemo. M e refiero a la controvertida cuestión sobre el género o subgénero de esos poemas. Góngora fue minando progresivamente la estructura y la naturaleza de los géneros poéticos. E n el Polifemo, a u n q u e se seguían los modelos líricos clásicos de Teocrito y Ovidio y los modernos de italianos y españoles, se adoptaba el molde estrófico épico de la octava y en cada u n o de sus versos se alcanzaba la excelsitud de lo heroico; en las Soledades, aunque se relataba la historia de u n príncipe, n o se cantaban sus heroicidades sino el intento de olvido de u n amor, en el ámbito de u n paisaje natural y h u m a n o repleto de elementos humildes, más p r o pios de la lírica 20 . Porque el cordobés quería, podía escribir una fábula mitológica seria en romance y sonetos burlescos y satíricos. Lo que he llamado en otros lugares la hibridación genérica constituía otra m é d u la de la poesía de Góngora.Ya que el gongorismo n o sólo es la dificultad idiomàtica, sino que debe ser definido radicalmente p o r la variedad e hibridación de asuntos, formas y géneros, es mediante el examen de dichos elementos c o m o debe analizarse e interpretarse el gongorismo colonial. Ello n o invalida ni prohibe los acercamientos q u e adoptan c o m o clave comparativa la llamada dificultad docta, de cuyas manifestaciones textuales p u e d e n derivarse semejanzas y diferencias. C u a n d o se cotejan, c o m o tan reiteradamente se ha hecho, las Soledades y el Primero sueño siempre se señala q u e el tipo de oscuridad n o p u e d e ser igual en u n p o e m a y en otro: la oscuridad de Góngora es idiomàtica, la de Sor Juana, además, es doctrinal. ¡ C u á n t o habría q u e pensar y luego escribir sobre esto! La lógica histórico-literaria nos dice q u e nada más obvio: lo que era sorprendente, original y difícil a p r i n c i pios del siglo XVII t e r m i n a siendo p e r f e c t a m e n t e asimilado a finales de ese siglo, después de las ilustraciones a la obra de G ó n g o r a , des-

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Sobre el arte del olvido como explicación general de las Soledades, ver Roses, 2009b.

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pues de la polémica sobre sus innovaciones, después de las imitaciones incansables en la metrópoli y las colonias. Por muchos hipérbatos trenzados o verticales o regresivos que encontremos en el Primero sueño, los lectores cultos poseían ya la suficiente habilidad como para comprender el sentido literal después de unos ochenta años de adiestramiento. Esto me lleva a la conclusión de que «complicar la expresión» no tiene la misma función en Góngora que en sus imitadores, empezando por los españoles. Góngora complica, oscurece y dificulta, ente otras cosas, para singularizar la materia común lexicalizada, en definitiva, para resemantizar desde el propio ejercicio poético (de ahí su modernidad radical). Cuando los imitadores lo hacen mediante el calco de expresiones concretas se desvanece toda esta revolución estética. Para encontrar a un verdadero gongorista habría que hallar una analogía en la actitud renovadora, en la intención transformadora, en el ejercicio innovador, no una copia de los resultados del mismo. Por eso los interminables cotejos de versos de Góngora y los poetas coloniales nos dejan fríos, por eso evitaré llenar estas páginas de esos cotejos. Junto a las anteriores, sustanciales y necesarias, existen otras rutas de comparación, otras claves de menor calado teórico y más particulares, pero no por ello menos productivas. Por ejemplo, el escrutinio de determinados subgéneros o modalidades poéticas, según su naturaleza y funcionamiento, tanto en Góngora como en los poetas coloniales resultaría eficaz. Si reparamos en Domínguez Camargo, no sólo se trataría de cotejar estilísticamente los pasajes de banquetes, juegos y cornucopias que aparecen en el Poema heroico a San Ignacio de Loyola con sus correspondientes de las Soledades, sino determinar las relaciones entre su soneto satírico «A Guatavita» («Una iglesia con talle de mezquita») con el clarísimo modelo gongorino («Grandes, más que elefantes y que abadas») dedicado a Madrid. El estudio podría completarse con la incorporación de similares sonetos enumerativos, como el de Góngora dedicado a Galicia («Pálido sol y cielo encapotado»), el anónimo contra México («Minas sin plata, sin verdad mineros») y el soneto a Lima de Mateo Rosas de Oquendo («Un visorrey con treinta alabarderos»)21 .

21

Para ello es imprescindible el estudio de José Lara Garrido, 1999, con su útil

apéndice de sonetos enumerativos.

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Algo similar podría intentarse (pese a varias aportaciones previas) con los poemas de retrato de Góngora y de Sor Juana 22 . Se trataría de estudiar esta modalidad de ejercicio retórico en que son importantes la selección de los elementos, el orden adoptado y la expresión. En varios casos, estas composiciones suponen auténticos retos para el ingenio. Así, vemos cómo la décima de Sor Juana «Tersa frente, oro el cabello» cambia el orden de los dos primeros elementos, siguiendo la transformación operada por Góngora en su soneto «De pura honestidad templo sagrado» y también por Polo de Medina en su «Fábula burlesca de Apolo y Dafne», donde se nos presenta al revés la descripción de esta última. Además esa décima de Sor Juana es sumamente interesante, pues al terminar con el verso quebrado «ni un pie» se establece una relación de analogía entre el discurso poético (pie métrico) y el referente (pie de la dama). El carácter reflexivo de algunos retratos es un buen modo de compararlos. Eso sucede en el impresionante soneto de Góngora «Hurtas mi vulto y cuanto más le debe», donde más importante que la enumeración y la descripción es la presentación del retrato como algo que se está ejecutando al mismo tiempo que se escribe el soneto. Es una muestra prodigiosa del genio de Góngora. Más convencional sería el soneto de Sor Juana «Este que ves, engaño colorido», donde el sujeto poético no se dirige al pintor, como en el de Góngora, sino a quien contempla el cuadro. Al contrario, el distanciamiento del tópico es máximo en los ovillejos «El pintar de Lisarda la belleza», donde encontramos parodias múltiples del petrarquismo, del antipetrarquismo y del gongorismo, sin dejar de ser un homenaje a Góngora. Otra de estas claves productivas sería el estudio comparativo de temas y motivos utilizados por Góngora y sus seguidores americanos. Por citar un ejemplo, ofrecería sorpresas el estudio de la música y los motivos musicales utilizados en el nivel expresivo para configurar las construcciones metafóricas o alegóricas, procedimiento muy frecuente

2 2 Estos poemas de sor Juana fueron estudiados tanto por Georgina Sabat de Rivers, pp. 207-223 c o m o por Martha Lilia Tenorio, aunque atendiendo parcialmente a su relación con Góngora. También Octavio Castro L ó p e z examina este tipo de composiciones, y especialmente dos conocidos sonetos, el que comienza «Hurtas mi vulto, y cuanto más le debe», de Góngora, y el que se inicia «Este, que ves, engaño colorido», de sor Juana. A m b o s sonetos son abordados también p o r Alan S.Trueblood. Estos artículos sobre la modalidad del retrato han sido mil veces saqueados.

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en Góngora y que cuyo examen sería fructífero en Sor Juana, autora del tratado musical perdido El caracol y lectora de El Melopeo y Maestro (1613), de Pedro Cerone 2 3 . U n nuevo ámbito de comparación podría ser el erotismo, tan importante como poco estudiado en la poesía de Góngora y cuyas características definitorias podrían extenderse a determinados poemas hispanoamericanos de la colonia. En estudios particulares más específicos podría hacerse un seguimiento de las versiones y recreaciones americanas de poemas concretos de Góngora.Ya en su antigua monografía de 1946, Emilio Carilla dedicaba una breve nota a la imitación de la letrilla «Aprended, Flores, en mí» en el siglo XVII; allí señalaba los nombres del mexicano Manuel de los Olivos y del ecuatoriano Antonio Bastidas, pero su fortuna continúa varios siglos después.

EJEMPLOS EMINENTES

Hernando Domínguez Camargo Cuenta Gerardo Diego (pp. 108-109) que fue en Santander donde descubrió a Hernando Domínguez Camargo, en los años previos a la preparación de su Antología en honor de Góngora, mientras, gracias a su amistad con Miguel Artigas, rastreaba la biblioteca de Menéndez Pelayo. Más de veinte años después, Emilio Carilla (1948) presentó la primera selección de textos del poeta santafereño. También Lezama Lima en La expresión americana llamó la atención sobre el poeta de Nueva Granada. En las décadas siguientes, gracias a la labor de Rafael Torres Quintero, sus textos completos se pusieron a disposición de los (pocos) lectores y se acrecentó exponencialmente su campo crítico. E n este recorrido no podemos olvidar la tarea avizora de Alfonso Reyes, que ya advirtió sobre la calidad del poeta en 1911. Pero al poeta de Nueva Granada le sucede como a Bernardo de Balbuena: los dos descollaron en la épica (el de Nueva España en la de carácter histórico-novelesco, el de Colombia en la religiosa). La épica, que era la rama noble de la poesía en el Siglo de Oro, es un género pro-

23

U n estudio sugerente, por sus posibles desarrollos, sobre este complejo asunto es el de Elena del Río Parra, 2000.

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teico y monstruoso, extensos poemas de interminables versos de difícil lectura, y muy alejados de nuestra sensibilidad actual, c o m o el Bernardo de Bernardo de Balbuena, unos 40.000 versos 24 . Frente a esa e n o r m i dad, ¿cómo n o atreverse entonces a leer y estudiar exhaustivamente los casi diez mil versos del Poema heroico de San Ignacio de hoyola? Resulta fatigoso, pero es necesario hacerlo para n o seguir repitiendo lugares comunes. Hasta q u e llegue ese glorioso m o m e n t o , quiero adelantar algunas breves observaciones en torno a su vinculación con Góngora. Las comparaciones comienzan a establecerse m u y pronto, cuando A n t o n i o Navarro Navarrete (seudónimo del padre A n t o n i o Bastidas) publica el poema en 1666, siete años después de la muerte de D o m í n guez Camargo, quien será llamado desde entonces «primogénito del espíritu de Góngora». Esto ú l t i m o d e t e r m i n ó el severo j u i c i o de M e n é n d e z Pelayo: «Su Poema heroico de San Ignacio de Loyola es, sin duda, u n o de los más tenebrosos abortos del gongorismo, sin n i n g ú n rasgo de ingenio que haga tolerables sus aberraciones» (p. 424). C u a n d o Gerardo Diego selecciona los pasajes del poema q u e describen distintos banquetes, se abre una primera línea de comparación, sustentada en el motivo del banquete y en el despliegue de bodegones y cornucopias, tan característico de las Soledades de G ó n g o r a . Desde entonces, nadie le discutió a Gerardo D i e g o q u e esa filiación fuera «incuestionable y deliberadfa]» (p. 110), aunque al menos, en u n artículo publicado en 1961, él mismo supo matizar que la estrofa elegida (la octava real) vinculaba el r i t m o y la sintaxis con el Polifemo y c o n el Panegírico (pp. 125-126). Pero lo más i m p o r t a n t e es q u e c o m e n z ó a establecer desviaciones respecto del modelo, las cuales se i n t r o d u c e n frecuentemente cuando se trata de pasajes «trágicos, ariscos, desgarrados, feos, de su poema» (p. 128). E n esos casos: Camargo suele volar con alas propias porque ya no encuentra tan a mano modelos de don Luis. En Góngora cuando se alude a la realidad desollada o fea, suele ser para buscar la poesía por el camino de lo burlesco y sólo de paso lo repelente entra en el juego de su estética embellecedora. Un pasaje notable es la descripción de la vida anacoreta de un ermitaño, ya al final del poema, y no menos el que en la cueva de Manresa nos pinta con pinceles dignos de Ribera y aun deValdés Leal (p. 128).

24

Raúl Díaz Rosales defendió su tesis doctoral sobre el Bernardo en la Universidad de Málaga el 17 de diciembre de 2008.

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C o m o era u n a b u e n a vía de d i f e r e n c i a c i ó n , la supo aprovechar Rafael Osuna en u n artículo posterior en el que, bajo la sensata premisa siguiente: «Bien está q u e se vea a G ó n g o r a p o r todas partes en su poema, pero n o es Góngora el único» (p. 516), demuestra que dos pasajes f u e r o n inspirados p o r la Canción a San Jerónimo de Adrián de Prado, u n poeta recogido en el Cancionero de i 628. El crítico podría haber ido más lejos, pues, c o m o afirma (sin demostrarlo) en las p r i meras páginas de su artículo, los pasajes más atractivos, los de los b a n quetes (los tres seleccionados p o r D i e g o y el señalado p o r Carilla) proceden más de Lope que de Góngora. Esa brillante sugerencia n o ha i m p e d i d o que siga repitiéndose, siempre, la misma cantinela sobre D o m í n g u e z Camargo, c o m o si hubiera sido u n poeta tan pobre que sólo hubiera leído a Góngora. D e ese prejuicio procede la insistencia de u n Emilio Carilla (1953) c u a n d o analiza, c o n brevedad desesperante, las huellas de Góngora en el p o e m a más conocido del santafereño, «A u n salto p o r d o n d e se despeña el arroyo de Chillo», que, según él, tiene u n precedente claro en el pasaje de la Soledad segunda e n q u e se describe a u n arroyo en m e t á f o r a de sierpe. M e n o s mal que, al concluir su artículo, matiza: «si la c o n s t r u c c i ó n general nos recuerda a Góngora, su final nos aproxima a formas y fórmulas calderonianas» (p. 47).Y es que, c o n demasiada frecuencia, se pierde este sentido de las intermediaciones literarias, y se olvida que Calderón, a u n q u e d r a m a t u r g o p r i n c i p a l m e n t e , f u e u n o de los imitadores de Góngora. El Góngora de Alonso, que tanto determinó los desarrollos críticos sobre el tema que nos ocupa a mediados del siglo xx, afectó también a la voluminosa y meritoria contribución de Giovanni M e o Zilio en su estudio del año 1967, donde todas las concomitancias halladas y sistematizadas son de tipo esencialmente lingüístico 25 . En recientes aproximaciones a la poesía descriptiva de D o m í n g u e z Camargo se ha vuelto a insistir, desde otros parámetros críticos, en la vinculación de los pasajes que contienen cornucopias con otros similares de las Soledades26, o

25

Meo Zilio aborda el asunto en un apéndice de su estudio: «El gongorismo de Domínguez Camargo» (1967,pp. 309-331), que es reelaborado en el apartado 4 de su prólogo a la edición de Ayacucho (Domínguez Camargo, 1986, pp. LXVxcv). 26 Ver el artículo, de enfoque general, de Carmen de MoraValcárcel. Más específicos son los trabajos de Zamir Bechara y Antonella Cancellier.

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se ha adoptado una perspectiva ya empleada en el análisis de la poesía de Góngora, como es la influencia de la tradición emblemática 27 . C o m o era previsible, la poesía del colombiano es relacionada también con las dos corrientes interpretativas básicas del gongorismo en América, pues, como ha señalado recientemente Mayers 28 , el autor del Poema heroico es primogénito de Góngora por dos motivos: por culminar una tradición occidental que con abuso se ha llamado culteranismo, pero también por representar con su americanismo incipiente 29 , con sus expresiones de orgullo y con sus veladas críticas, el espíritu rebelde del poeta de Córdoba 30 .

Sor Juana Inés de la Cruz La ejemplaridad de Sor Juana Inés de la Cruz es algo fuera de discusión. Su producción poética, amplia y variada, comparte con la de Góngora las mescolanzas de lo serio y lo festivo, de lo culto y lo popular. En ese sentido, es quien más se aproxima a la esencialidad del mensaje poético gongorino. Toda una línea de investigación, dentro de la desmesurada bibliografía sobre Sor Juana, está especializada en las conexiones con Góngora. En las propuestas ofrecidas en el apartado de claves comparativas he acudido con frecuencia al ejemplo eminente de Sor Juana para mostrar esa vinculación; por ello, con más brevedad que en el ejemplo anterior, quisiera cerrar ahora con una aproximación sinóptica. El trabajo pionero sobre este asunto fue el de Eunice Joiner Gates, un artículo del año 1939 en que estudiaba las huellas de Góngora en Sor Juana mediante un nutrido cotejo de versos de ambos poetas. Del mismo año, pero de carácter más general, es el artículo de Dorothy Schons, donde se examinaba la proyección gongorina no sólo en Sor Juana, sino en otros poetas novohispanos. Las notas de Méndez Plan-

2 7 Pueden leerse los estudios pioneros de Ester Gimbernat de González y, más recientemente, las aportaciones de María Carmen Pinillos. 28

Mayers, 2 0 0 3 , pp. 9 9 - 1 0 0 .

Es la línea interpretativa que sostiene Georgina Sabat de Rivers en los capítulos 1 y 3 de su colectánea de 1 9 9 2 . 29

30

El trabajo de Fajardo Valenzuela es una útil actualización crítica de la rela-

ción de Domínguez Camargo c o n el Barroco.

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carte a su edición de las Obras completas de Sor Juana, a mediados del siglo x x , suponen u n hito importante en la valoración de esta influencia, a las que hay que añadir la monografía más general y varias veces citada de José Pascual B u x ó (1960). Los importantes artículos de Rosa Perelmuter Pérez en los años ochenta retoman la vinculación a p r o p ó sito, sobre todo, del cultismo (1982a), aportaciones que se articulan organizadamente en su libro de 1982 Noche intelectual. La oscuridad idiomática en el Primero sueño, donde se dedican tres páginas a «los cultismos gongorinos» (pp. 44-46). Desde principios de los noventa, el estudio comparativo de ambos poetas es frecuente 3 1 . Los poemas más importantes de ambos poetas, Soledades y Primero sueño, son puestos en relación p o r varios estudiosos. Andrés Sánchez Robayna, en u n artículo redactado en 1988, aborda el tema tangencialmente; el asunto será abordado asimismo, m u y de pasada, en las p r i m e ras y últimas páginas de u n artículo de A n t o n i o Alatorre (1995), en donde destaca la originalidad del poema de Sor Juana. H a n s - O t t o Dill y Elias L. Rivers también se detienen en el cotejo. Últimamente, José Pascual Buxó 3 2 ha retomado el estudio de esas conexiones en u n trabajo respetable que hubiera ganado m u c h o con u n mejor conocimiento de la bibliografía gongorina de las últimas décadas, y que f u e luego recogido, ampliado, con ilustraciones y u n título distinto, en «Sor Juana y Góngora: teoría y práctica de la imitación poética», de su libro Sor Juana Inés de la Cruz. Lectura barroca de la poesía (2006). • * * En las páginas anteriores he pretendido elaborar una reformulación de viejos conocimientos mediante una maniobra continuada de matiza-

31

Antonio Carreño le dedica un artículo muy difundido tanto en inglés como en español (1990) y volvería al asunto más tarde (2004). Como señalé arriba, otro aspecto concreto, los poemas de retrato, es estudiado por Georgina Sabat de Rivers, Martha Lilia Tenorio, Octavio Castro López, Lisa Rabin y Alan S.Trueblood. Otros perfiles son estudiados en diversos trabajos de Antonio Alatorre, 1977, Robert Savukinas, Elena del Río Parra y Emilie L. Bergmann. La comparación entre ambos poetas se complementa con la del colombiano Domínguez Camargo en la Tesis Doctoral inédita de Kathryn Marie Mayers, que tiene como objeto de análisis los procedimientos de la descripción literaria en los tres poetas. 32 Buxó, 2004.

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ción de las teorías canónicas. Pero, sobre todo, he tenido el propósito de ofrecer nuevas herramientas metodológicas para enfrentarnos a un fenómeno de difícil comprensión y de naturaleza proteica. Esa voluntad de apertura es el auténtico núcleo (generoso o incitante) de este trabajo. Resulta lamentable encontrar, todavía hoy, aproximaciones al gongorismo colonial realizadas por expertos en literatura hispanoamericana que desconocen no sólo el campo crítico actualizado sobre Góngora, sino los propios rudimentos necesarios para acercarse a su poesía desde una perspectiva que supere el viejo enfoque estilístico. Igual de lamentable (pero vergonzosamente más tolerado) es el viaje inverso: el ninguneo por parte de expertos en literatura española de un cúmulo de manifestaciones poéticas coloniales que forman parte de la tradición de nuestra lengua y entre las que encontramos ejemplos eminentes como los de Hernando Domínguez Camargo o Sor Juana Inés de la Cruz. Esa barbarie de la ignorancia altanera nos explica claramente por qué un libro como el de Frank Pierce, La épica del Siglo de Oro, no ha podido ver completados sus innumerables propuestas de investigación. Esa barbarie de la ignorancia orgullosa de sí misma nos aclara por qué es tan difícil ir más allá del libro de Emilio Carilla, publicado hace más de 60 años. Esa barbarie del desconocimiento chulesco descifra plenamente la situación de hastío en que nos encontramos y que seguirá acrecentándose con las nuevas directrices políticas que determinan el estudio de las humanidades. La batalla contra la especialización idiotizante continúa: tengamos presentes estas reflexiones para empezar a transformar esta parcela del conocimiento y de la sensibilidad.

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DE VIAJES, C O N Q U I S T A D O R E S Y LECTURAS: HUMANISMO Y NUEVO M U N D O EN LA POESÍA SEVILLANA DE LA SEGUNDA MITAD DEL SIGLO X V I Francisco Javier Escobar Borrego Universidad de Sevilla

Durante la segunda mitad del Quinientos, la ciudad de Sevilla fue testigo del creciente interés de humanistas y poetas por los viajes, sea como materia de estudio o fruto de su experiencia vital, con destino preferente hacia las Indias occidentales1. Humanismo, cosmografía y navegación venían, por ende, de la mano, ya desde los aledaños de siglo, erigiéndose la capital hispalense como el punto geográfico medular donde se allegaron los descubridores del Nuevo Mundo. A ello se sumaba el hecho de que el 14 de febrero de 1503 se estableciese, en la ciudad, la Casa de la Contratación. Estas circunstancias históricas propiciaron, en consecuencia, la foija de un fértil marco para la reflexión intelectual potenciando, a la par, la sublimación de aventuras, en el marco discursivo, por parte de señeros auctores. No obstante, el tema americano no gozó, en contraste, de la atención esperable en el dominio de la poesía. A este respecto, se han puesto de relieve varios apuntes a dicho núcleo argumental en la prosa de la Sevilla renacentista, a saber: dos de Mal Lara (en La Filosofía vulgar, 1568, y en El Recibimiento, este

1 U n detallado panorama ofrece, a este respecto, Juan Gil, 1987, pp. I-LXIX. Por nuestra parte, el presente trabajo es un adelanto de la monografía que estamos llevando a cabo sobre el tema. El volumen se publicará en la colección Cuadernos de América si nombre, dirigida por José Carlos Rovira.

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último a propósito de Cristóbal Colón) y otro de Herrera en las Anotaciones (1580), en lo que hace a Hernán Cortés 2 . El Divino, además, a diferencia de Mal Lara, elogia a los conquistadores. Por lo tanto, nuestro objeto de estudio queda, a priori, prácticamente ausente en la poesía sevillana de mediados de siglo, salvo notables casos, como veremos. En efecto, a la vista de tales datos, habremos de esperar para la forja de una composición heroica íntegra de asunto americano, al decir de Cobos, a la poesía sevillana del siglo XVII, como la Silva de la nao Victoria de Hernando de Soria y La zarpaparrilla de Mejía de Guzmán. Es en este siglo, por el predicamento que adquiere la lectura estoica, cuando se censura, en virtud de un prisma ético-moral, la actitud avasalladora de los conquistadores españoles. Ahora bien, se hace necesario profundizar y aportar nuevos testimonios —éste será el propósito de las páginas que siguen— en el período de transición al XVII en lo que concierne al tema de las Indias occidentales. En este marco, si se atiende a la cronología del Hércules animoso de Mal Lara —poema en el que se localiza un pasaje sobre la navegación de los españoles hacia las Indias 3 —, no cabe traer a colación únicamente las obras aducidas del humanista junto a las Anotaciones herrerianas. El maestro hispalense fue, en consecuencia, el primero en acometer un canto de esta naturaleza, breve pero en el contexto épico, entre 1561 y c. 1565. Además, en su otro poema mitográfico, La Psyche, contempla, en importantes momentos del libro séptimo, el tema americano 4 . De esta suerte, antes de llegar a la lectura estoica de los viajes y el imaginario de las Indias occidentales en la poesía sevillana del siglo XVII, contamos con un primer eslabón en Mal Lara, un segundo, en la Sátira apologética de Pacheco, remozada

Cuestión abordada por Mercedes Cobos en un estudio de 1997. Desgraciadamente, por su precario estado de conservación, desmedido volumen y otras circunstancias, el Hércules animoso (Lisboa, Biblioteca da Ajuda, 50-1-38) ha permanecido inédito hasta la fecha. Sirva este estudio como adelanto de mi edición (Madrid, Fundación José Antonio de Castro) actualmente en prensa. Los múltiples problemas textuales derivados, así c o m o el ingente aparato crítico fruto de esta edición son objeto de análisis en una monografía que estoy ultimando. E n el curso del presente artículo, se transcriben los textos, modernizando ortografía, puntuación y acentuación. Además, regularizamos el uso de mayúsculas y minúsculas. 2 3

4 En cuanto a La Psyche, de la que hemos acometido la edición y que aparecerá en la Fundación Castro en otro volumen —acompañada de la poesía dispersa del autor tanto latina c o m o vernácula—, puede verse Escobar, 2 0 0 2 , pp. 7 7 - 1 6 9 ; pp. 2 0 3 - 2 1 8 .

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de una pedagogía ex contrario, y, u n último, de transición al Barroco, en Juan de la Cueva, fundamentalmente, las epístolas v y vi. El género de la épica, p o r otra parte, habrá de dar cabida al leitmotiv de los viajes, conquistadores y las Indias occidentales, entroncando con la aportación de Mal Lara, en virtud de las Elegías de varones ilustres de Indias, de Juan de Castellanos, a finales del xvi, y ya, en los albores del XVII, aunque en m e n o r medida, en La Hispálica de Luis de Belmonte Bermúdez. Pero antes de adentrarnos en estas cuestiones, veamos, en primer lugar, con qué testimonios precedentes contaba el autor del Hércules de cara a su propósito.

LA NAO VICTORIA: DE PERO MEXÍA A LA POESÍA SEVILLANA DE TRANSICIÓN

El tema de la nao Victoria y la figura de Fernando de Magallanes alimentan, al unísono, la imaginación de los auctores sevillanos, entre los que se encontraba Mal Lara, Pacheco y Cueva. C o m o se sabe, la Victoria fue u n o de los cinco barcos de la primera vuelta al m u n d o (15191522) y el ú n i c o en regresar a España — e n Sanlúcar de Barrameda, para ser más precisos— liderado p o r Elcano. El p r o p i o Magallanes, héroe de la gesta, m u r i ó en Filipinas. Este hito, según los textos aducidos, despierta, paulatinamente, el interés p o r los viajes y conquistadores, sin menoscabo de una gradual inclinación hacia la lectura moral. Se trata de una forma diferente de concebir la épica, sea en lo que hace al género per , sea en cauces genológicos de la naturaleza de la sátira (Pacheco) o la epístola (los testimonios de Cueva). Sucede que, m e d i a n t e la literatura, los sevillanos subliman su avidez y sueño de aventuras hasta el p u n t o de que Mal Lara convierte, en el Hércules, a sus amigos F e r n a n d o de H e r r e r a y J e r ó n i m o de Carranza en viajeros y soldados de vuelo épico. Su proceder conlleva, p o r ende, una voluntaria conciencia de neutralización entre la realidad y la materia ficticia. La piedra angular de este interés p o r la nao Victoria q u e llegará hasta los albores del siglo XVII en Sevilla viene dada, en esencia, p o r la obra del polígrafo hispalense Pero Mexía. El humanista había sido

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O a la aplicación d e la m o d a l i d a d e n otros cauces c o m o la prosa ensayística. Es el caso d e la Tabla del Hércules animoso.

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designado cosmógrafo de la Casa de la Contratación el 20 de abril de 1537. Sin embargo, su influencia en Mal Lara n o radica tanto en esta materia sino en su concepción de la Historia y la actitud narrativa del cronista. E n cualquier caso, M e x í a , en u n pasaje de los Diálogos (iv, 1547), menciona la nao Victoria, concediéndole protagonismo a Magallanes 6 . D e forma similar, en la Historia del emperador Carlos V, recuerda Mexía la figura del descubridor y aventurero 7 . Mal Lara, p o r su parte, tomando c o m o eje axial la lectura detenida de Mexía, cita en el Hércules tres obras, en concreto, la Crónica Imperial, Historia imperial y cesárea y Silva de varia lección. C o m o f r u t o de esta influencia, el motivo pervive en las entradas Antípodas y Océano de la Tabla en prosa del Hércules. Asimismo, en correspondencia con su comentario, en u n lugar proveniente del canto de las navegaciones del Hércules, ensalza, ya en verso, el retrato de Magallanes (iv, 4, 337-343). C o m o suele ser habitual en la interacción propuesta entre poema y comentario, Mal Lara le dedica, p o r añadidura, el ítem Magallanes al preclaro protagonista, a m o d o de información complementaria. La pervivencia de Mexía resulta evidente en tanto q u e Mal Lara confiesa su admiración p o r el cosmógrafo, según recuerda en el canto a la Biblioteca de Palas en el Hércules. Lo trae a colación, en efecto, a propósito de su labor c o m o cronista e historiador de las hazañas de Carlos V (iv, 1,329-336). Del mismo modo, el maestro sevillano rememora a Mexía en una semblanza de naturaleza panegírica (Pero Mexía) en la que aduce las obras reseñadas sobre la nao Victoria. Incluso Mal Lara, al representar los diversos prodigios que sorprenden al navegante, llega a imitar a Mexía en otro lugar dedicado al pez echeneis en la Silva de varia lección, a u n q u e p u d o tener en cuenta, en paralelo, u n pasaje del Laberinto de Fortuna de M e n a — a m o d o de intertexto—, fuente del mismo Mexía (ii, 39) 8 . E n concreto, Mal Lara evoca este motivo asociándolo, en u n plano simbólico, a la remora que cons-

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Lo comprobamos en palabras de Antonio dirigiéndose a Petronio y Ludovico (Mexía, 2004, p. 395). 7 Mexía, 1945, p. 117. 8 Mexía, 1990, p. 803. El pasaje del humanista está inspirado, en efecto, en otro del Laberinto, 242 (Mena, 1994, p. 163), a propósito del episodio de la maga deValladolid. Este, a su vez, acusa la influencia de La Farsalia (libro vi) en lo que hace a la maga Ericto. El texto latino, de notoria vigencia en el Hércules animoso, pervive, por otra parte, en el conjuro del mago Fitón en la Araucana de Ercilla (xxxm, 80-83).

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tituye para la misión de los Argonautas la estancia en Lemnos. Nuestro humanista conoce, pues, ambos textos, el de Mexía y el de Mena. Sabemos, de hecho, que a este último accedió por la edición y comentario de H e r n á n N ú ñ e z (Todas las obras delfamosíssimo poeta luán de Mena con la glosa del Comendador Fernán Núñez sobre las Trezientas), según m e n ciona en la entrada Alcyones. C o m o resultado, Mal Lara (v, 4, 97-104) reelabora, en calidad de variatio, la iunctura referida al tamaño p e q u e ñ o del pez — e n M e n a y M e x í a — trocada aquí p o r su naturaleza m o n s truosa ('prodigiosa') 9 . E n cambio, la vehemente fuerza que éste ostenta a la hora de provocar el naufragio de u n navio p e r m a n e c e en los tres testimonios. Por último, el influjo de Mexía en el autor del Hércules en cuanto al m u n d o de las navegaciones, sus prodigios y la heroica empresa de la nao Victoria se proyecta, en u n último eslabón, en la p r o d u c ción sevillana posterior. Es el caso del Elogio a don Alonso de Ercilla (1597), de Mosquera de Figueroa y de R o d r i g o Caro — q u i e n aspiró al cargo de cronista de Indias— tanto en el Memorial de Utrera (1618) c o m o en las Antigüedades y principado de la ilustrísima ciudad de Sevilla y corografía de su convento jurídico a antigua chancillerta (1634).

E L IMAGINARIO DE LAS INDIAS OCCIDENTALES EN LOS POEMAS MITOGRÁFICOS DE M A L LARA

E n armonía con su interés por la nao Victoria, el descubrimiento de las Indias occidentales en la época de los R e y e s Católicos nutre, en paralelo, la imaginación de Mal Lara. En este sentido, el modelo erudito más destacado para el humanista viene dado p o r las Décades de Pedro Mártir de Anglería. J u n t o a esta obra, le interesan, además, la Legado Babylonica y el Opus epistolarum10. En este híbrido contexto, las alusiones a elementos fabulosos, relatados desde la perspectiva del cronista — c o n huellas de M a r i n e o Sículo—, reflejan este t r a t a m i e n t o en el libro séptimo de La Psyché11. La plasmación literaria de una geografía mítica favorece, p o r ello, la presencia de seres fabulosos y otros realia de

El motivo Son obras 11 Además, a ítems Toledo y D. 9

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lo glosa el humanista en la entrada Rémora. citadas en los vocablos Babylón, Parque y Bálsamo. Marineo Sículo lo trae a colación Mal Lara c o m o auctoritas en los Ysabel.

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las Indias. En la concepción creativa de Mal Lara debieron mediar sus lecturas sobre el género de los mirabilia, a saber: la Collectanea rerum mirabilium o Polyhistor de Solino, obra en cincuenta y siete capítulos a imitación de la Historia Natural de Plinio, así c o m o el acopio de hechos extraordinarios en la línea del De dictis factisque memorabilibus Libri XI ad Tiberium Caesarem Augustum o Dictorum ac factorum magis memorabilium, de Valerio M á x i m o y las Cosas memorables de Gaudencio M e r u la 12 . Pertrechado de estas fuentes y con la intención de concebir en el plano de la léxis tales mirabilia, Mal Lara se vale, j u n t o a diversos progymnasmata13, del recurso retórico de la admiratio, en consonancia c o n el Actius de Pontano 1 4 . Por otra parte, en equilibrio con las directrices aducidas, M a l Lara plasma, en la ficción, su asombro y perplejidad ante la realidad que describe. Ello es lo que explica que Psique, alter ego del autor en disímiles aspectos, adopte el papel de viajero-conquistador, coincidiendo c o n otros personajes literarios que acuden a las Indias con desigual fortuna (es el caso de Pablos en El Buscón). Sea c o m o fuere, son varios los textos que reflejan esta voluntad creativa de Mal Lara. Así, en vn, 512-516, la voz narrativa acomete la descriptio de una canoa a la manera de u n cronista que p o n e ante los ojos, en virtud de la evidentia, la realidad que le sorprende. U n recurso similar se encuentra en vil, 594-599, aflorando la referencia metadiscursiva a la canoa pero vinculada, a su vez, a las perlas margaritas. Más adelante, en vil, 655-661, tras contemplar Psique c ó m o los indios recolectan el preciado d o n del mar, el narrador p o n e énfasis, valiéndose de epifonemas exclamativos, en el hecho de que el idioma del nativo resulta incomprensible. Se trata, claro está, del p r o blema de la comunicación con el otro (es decir, el motivo de la alteridad) que pondrá de manifiesto, años después, Cueva en su descripción de la realidad mexicana. E n u n contexto parejo, Mal Lara, valiéndose de la perspectiva del cronista, en vn, 685-694, desarrolla la pintura de costumbres en calidad de apunte etnológico; en este caso, en relación a la pesca o el sonido que llevan a cabo los indios con sus cascabeles. En el pasaje en cuestión, el humanista bosqueja la idolatría de los habitantes

12 La referencia a tales modelos se encuentra en las entradas Abdera, Timantes y Rémora. 13 Sobre los que reflexionó en un tratado (Progymnasmata Scholia, Sevilla, 1567) a partir del realizado por su maestro Francisco de Escobar. 14 D e gran predicamento, en efecto, en la Academia napolitana.

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autóctonos respecto a Psique, quien caracteriza, a tenor de una máscara ficticia, la figura del conquistador y viajero de antaño en la época de los descubrimientos. En este sutil tejido de alusiones a las Indias, se percibe, en otro momento del canto (vil, 7 8 2 - 7 8 7 ) , una proyección del imaginario mítico en lo que hace a las islas de plata y oro, a modo de topónimos simbólicos. Sucede con la isla Chryse que los geógrafos antiguos ubican en el delta del Ganges, pero que está en consonancia, en situación de coexistencia, con el ingente yacimiento áureo de las Indias occidentales. En esta conjugación de dicho espacio y otros enclaves geográficos, interesan a Mal Lara, en paralelo, la estampa de las Indias orientales en el Hércules como reflejo del imaginario mítico, a tenor de las entradas Assyria, Sopht, Asia, Cathaio —esta última con una mención al emperador «Gran Chan» 1 5 — y Arismapos, en un recuerdo de los cíclopes, desde la lectura de Lucano. A tenor de esta neutralización consciente de ambos marcos geográficos, Mal Lara, con una voluntad creativa, plasma un atractivo universo mítico-simbólico, como demuestra en el pasaje referido de La Psyche. N o obstante, la focalización por parte de la voz narrativa hacia el tema de la prodigalidad de plata y oro coincide, en general, con la atención de Mal Lara a la riqueza que las Indias occidentales pueden proveer al Imperio español. En síntesis, el maestro sevillano llegó a contemplar la posibilidad de convertirse en el futuro cantor épico del Imperio, de manera que una de las líneas asentadas, según estamos viendo, era el tema americano. Este habría sido liderado —si la fortuna no hubiese trocado tal propósito— por el príncipe Carlos, el primogénito de Felipe II caído en desgracia hasta su inexorable fallecimiento en 1568. Por esta razón, las elevadas aspiraciones del humanista, alentado por el conde de Gelves, se vieron, en consecuencia, frustradas. En cualquier caso, antes de acaecer el suceso mencionado, en Hércules xi, 1066-1071, resulta visible el ofrecimiento de plata y oro de las Indias occidentales al desafortunado Príncipe. Ahora bien, la adquisición de los metales preciosos conlleva, como contrapunto, un esfuerzo considerable y, sobre todo, una granada preparación a la hora de emprender el viaje. Este argumento, justamente, lo eleva Mal Lara a la categoría de motivo literario. De esta suerte, Psique necesita una iniciación previa e instrumentos adecuados en aras de

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Ver para esta cuestión Juan Gil, 1993.

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acometer su empresa. D e hecho, en vil, 976-985, en u n pasaje inspirad o en Ovidio, Metamorfosis, iv, 48-51 e Indica de Arriano (xxxi, 2 , 6 - 8 ) , una Nereida habrá de entregarle a Psique una especie de mapa ilustrado a fin de proseguir c o n mayor seguridad su viaje mítico. M a l Lara refleja en el p o e m a , p o r tanto, su ávido interés p o r la cartografía, de n o t o r i o p r e d i c a m e n t o en la Sevilla del Q u i n i e n t o s . T a m b i é n en los versos siguientes (vn, 1003-1007), el poeta insiste en este asunto, enfatizando, con mayor relieve, la sugerente imagen del pergamino. Por los datos señalados, se hace necesario, en efecto, contextualizar estos versos en virtud de la presencia que tenía por esos años la c o n j u gación de H u m a n i s m o , cosmografía y navegación e n la Sevilla del Quinientos. Sabemos, además, de la existencia de u n taller cosmográfico vinculado a la Casa de la Contratación en el que notables figuras ponderadas p o r Mal Lara trabajaban en u n sendero similar. La c o s m o grafía en la Sevilla renacentista era, de Jacto, una práctica reservada, casi con exclusividad, a humanistas. J u n t o a Pero Mexía, sobresalen, al decir del maestro hispalense, otros egregios personajes c o m o C r i s t ó b a l C o l ó n y su hijo H e r n a n d o , alabado en u n texto del Hércules en c o m pañía de Alonso y J e r ó n i m o de Chaves. H e r n a n d o C o l ó n , en particular, llega a diseñar una carta general en el marco cosmográfico sevillan o en t o r n o a la Casa de la C o n t r a t a c i ó n 1 6 . Lo recuerda, p o r ende, Palas j u n t o a los Chaves (padre e hijo) en su canto circunscrito a la biblioteca de Iberia (iv, 1,337-352). E n el pasaje, se alzan j u n t o a H e r nando C o l ó n , en u n lugar privilegiado, Alonso y J e r ó n i m o de Chaves. A este respecto, el p r i m e r o d e ellos 1 7 tenía su estudio en Goles e n tanto que la casa del segundo hijo de C o l ó n se había convertido en u n taller cosmográfico. Le acompaña en tal remembranza su hijo J e r ó n i m o , quien, al decir del humanista, emula a P t o l o m e o , E s t r a b ó n y P o m p o n i o Mela. El afamado cosmógrafo llegaría a publicar su concisa Chronografía o repertorio de los tiempos (Sevilla, 1580), c o n u n a sucinta descriptio de Asia (fols. 92v-94r). E n este marco contextual, la cosmografía y el m u n d o de la navegación interesaron, pues, a Mal Lara en virtud de las diversas fuentes que maneja en el Hércules. Por ello, compara a J e r ó n i m o de Chaves c o n Estrabón (Geographta), P t o l o m e o y P o m p o n i o Mela (De situ orbis o

16 17

D a t o apuntado p o r J u a n Gil, 1987, p. LIX. Sobre Chaves ver: Pulido, 1950, pp. 607 y ss.; y Castañeda et al., 1977.

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Chorographia), modelos evocados n o sólo en el poema sino también en numerosos vocablos de la Tabla. Constituyen, en cualquier caso, las tres obras de referencia que circularon en Sevilla en el dominio de la cosmografía. Mayor importancia gozan, en este sentido, p o r su envergadura y calado, las dos primeras que la última, publicada en Salamanca en 1498 18 . C o n todo, n o son éstas las únicas lecturas puntuales reconocibles en el Hércules. C o b r a n aliento, en consecuencia, otros m o d e l o s recuperados p o r Mal Lara en lo que hace a este propósito; así, Artemid o r o de Efeso (Enseñanza sobre la descripción de la tierra), Eratóstenes (Geográficas y los Catasterismorum Fragmenta), Macrobio (Somnium Scipionis) e H i g i n o (Poeticdn Astronomicón Librt). Especial calado merecen los Kykliké Theoria Meteórón (Teoría de los movimientos circulares de los cuerpos celestes), de Cleomedes. El prestigioso humanista Lorenzo Valla trad u j o esta obra, de hecho, por primera vez al latín, Doctrina circularis de sublimibus (Venecia, 1488), texto que p u d o conocer Mal Lara. E n consonancia con tales clásicos, aducimos, por último, la lectura, en el plano de la intentio auctoris, de la Urania seu de stellis Libri Quinqué, incluida en Pontani Opera (Venecia, 1505), de Giovanni Pontano 1 9 . J u n t o al r e c u e r d o de las autoridades de la m a n o de Mal Lara, el motivo de la mirada reflexiva e interpretación de las estrellas por parte del viajero se convierte en un leitmotiv literario en el plano de la héuresis. E n relación c o n la cosmografía c o m o descriptio astronómica del m u n d o , desde la óptica del navegante, resulta fundamental la práctica de c o n t e m p l a r y c o n o c e r los signos astrales, en u n preludio, mutatis mutandis, del Basilio calderoniano. Lo rememora el maestro sevillano, quien se vale de u n símil en el canto vn, 2, cuando los troyanos advierten la magnanimidad y visible soberanía de Hércules ( w . 481-488). A partir de este núcleo temático, Mal Lara habrá de ponderar la ciudad de Sevilla c o m o centro cosmográfico de capital relevancia en lo que a las Indias occidentales se refiere. D i c h o enclave geográfico venía a constituir u n espacio cardinal para su concepción de futuro imperio de la m a n o del príncipe Carlos, si bien acabó cristalizando en u n intento frustrado. B a j o este p ó r t i c o compositivo, la plasmación y d e s c u b r i -

18 En cuanto a la relación de los libros grecolatinos que circularon por la ciudad hispalense y las Indias, ver Gil, 1986, pp. 61-111. 19 Son fuentes todas ellas que rezan en la Tabla del Hércules.Ver Escobar, 2004, pp. 79-98.

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miento del imaginario indiano en sus poemas mitográficos revelan, a las claras, su palmario interés por tan atractiva materia que, como un cronista, le hacía soñar con una realidad ilustrada en los libros pero que, a diferencia de Cueva, Castellanos o Belmonte, nunca disfrutó iti situ en beneficio de su experiencia vital.

ÉPICA HUMANÍSTICA E IMAGINARIO INDIANO EN EL HÉRCULES

ANIMOSO

Según se ha venido señalando precedentemente, el Hércules de Mal Lara se erige como un caso excepcional con vistas a reconstruir los eslabones textuales que jalonaron la transición al xvii. En este sentido, notorio fuste ostentan los paratextos preliminares en lo que respecta a «la aplicación de los doze trabajos de Hércules a doze hazañas de César máximo, Carlos Quinto». Con cierto énfasis, el símbolo de los cuernos de oro del ciervo al que tiene que dar caza Hércules lo pone en relación Mal Lara, en su texto, con el gobierno de las Indias. En consonancia con el tratamiento de los preciados metales en el continente americano, el maestro sevillano insiste en el leitmotiv de la cornamenta áurea del ciervo en el argumento y moralidad del libro iv. Mediante un proceder análogo, en el resumen del undécimo libro —el más deteriorado del Hércules por desgracia, dado su interés—, el poeta vuelve a tratar este tema pero mediante variado, en este caso, ceñido al jardín de las Hespérides, de las que Hércules obtiene las preciadas manzanas de oro. En esta proyección del imaginario literario, aunque las amazonas no se sitúan precisamente en las Indias occidentales, como sucede con las islas «Chryse» e «Argire», vienen a arrojar luz sobre el universo míticogeográfico diseñado por Mal Lara20. La mitificación de la categoría espacial siguiendo el principio alejandrino de la poikilía no se limita, claro está, a una única perspectiva. De hecho, los conquistadores españoles, en su voluntad de descubrir el Nuevo Mundo, llegan a ser comparados a los Argonautas a la hora de buscar ávidamente el vellocino de oro. Sobresale, en calidad de punto de referencia imitativo, la influencia de las Argonáuticas de Apolonio de Rodas. El hallazgo del vellocino de oro —es decir, las riquezas de las Indias— reza ya, en los primeros compases del poema, en consonancia

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Motivo igualmente presente, c o m o veremos, en la Sátira de Pacheco.

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con el ritual épico preliminar (Hércules, i, 1, 41-48). Por ello, a medida q u e el lector se adentra en los sucesivos cantos del libro primero, su autor repara, de f o r m a continuada, en el N u e v o M u n d o a m o d o de p a l m a r i o enclave e n sendos pasajes (i, 2, 3 3 7 - 3 4 4 ; y i, 4, 7 4 5 - 7 5 2 ) . Incluso en el tejido in fieri del poema, Mal Lara, consciente de la notabilidad del tema abordado, anticipa su designio de redactar el canto de las navegaciones (m, 4, 569-576). A partir de este m o m e n t o , el h u m a nista focaliza la atención del lector en el sendero previsto con la voluntad de adoctrinarlo en virtud del prodesse et delectare. Para ello, se centra en la crítica a la navegación y la codicia humana, línea compositiva que desarrollará, por extenso, en dicho canto. E n estos versos preliminares, coincide nuestro poeta, en b u e n a medida, con la lectura estoica planteada p o r Cueva en varios poemas del período mexicano así c o m o de otros ductores sevillanos de transición. Así, u n h o m b r e avisa a los Argonautas del peligro de desafiar al mar de esta forma tan insensata (iv, 1,801-808). C o n este núcleo temático, en realidad, Mal Lara trata de ponderar los peligros a los que se enfrentan los Argonautas. Crea, por tanto, una evidente tensión dramática. Paradójicamente, Hércules, emblema moral estoico p o r excelencia, alentado p o r la sed de aventuras y la necesidad de llevar a cabo su misión, responde a u n hombre que trata de persuadir a los Argonautas a fin de que olviden su arriesgada empresa. El personaje constituye, por lo demás, u n excelente reflejo de las visibles contradicciones en las que incurre Mal Lara, quien se siente atraído p o r la sed de aventuras. M o r a liza, p o r ello, en otras ocasiones, c o m o sil alter ego mítico. Sea c o m o fuere, en el pasaje en cuestión, asistimos a u n claro ejercicio imitativo respecto a la Eneida de Virgilio 21 . Por otra parte, la lectura estoica se extrapola a diversos contextos del p o e m a . D e esta suerte, en los versos «Dichoso el que de amores j u b i l a d o / en tierra mira el mar tempestuoso» (iii, 1, 1-2), Mal Lara conjuga, en su canto conyugal, la imagen de la nave horaciana — q u e

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Horacio, Epodo n, 1-8: «¡Esfuerzo, mis señores, que aventura, / gran honra para siempre aquí ganamos! / Dexarlo por temor es gran locura. / Es una poquedad si la pensamos. / Es un querer morir muerte segura, / pues poco es lo que aquí nosotros damos. / El premio es de querer gloria desnuda. / Fortuna a los osados siempre ayuda» (iv, 1,865-872). El texto virgiliano reza en x, 284-286: «audentis Fortuna iuuat. / haec ait, et secum uersat quos ducere contra / uel quibus obsessos possit concredere muros».

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adquirirá cierto vuelo en el tratamiento epistolar de C u e v a — con el beatus ille22. C o n t i n u a n d o con su propósito, los peligros marítimos se u n e n más adelante a la crítica al negociante avaro —recuérdese la ironía del texto horaciano— en palabras de un h o m b r e que alerta y aconseja a los Argonautas sobre las peligrosas consecuencias del reto asumido. La amplijicatio de H o r a c i o p o r Mal Lara e n Epodo n, 6 7 - 7 0 2 3 proporciona, en fin, la piedra angular para el tema mencionado 2 4 . Sin embargo, el desafio se contextualiza tomando c o m o núcleo medular el descubrimiento del imaginario mítico indiano. U n ingente n ú m e r o de alusiones avala este referente, a tenor de la entrada Tierra firme. Por tal razón, j u n t o a la presencia de metales c o m o el oro, símbolo al tiempo del paraíso perdido 2 5 , sobresale la continua mirada a la alteridad, atendiendo a la perspectiva del indio. C o m o resultado, al igual q u e en La Psyche, Mal Lara, en el Hércules, se muestra sensible a este m o t i v o en aras de acercar al lector la representación del otro, según se comprueba en los vocablos Potosí y Veta. C o n todo, este espacio utópico n o muestra siempre una apariencia amable. Así lo refleja, con claridad, el h u m a nista cuando trata de los antropófagos o caribes en el ítem Anthropóphagos, motivo que habrá de recuperar, andando el tiempo, Castellanos en sus Elegías. En cualquier caso, esta estrategia de focalización aplicada a la figura del nativo se completa, a la par, con el enaltecimiento de personajes legendarios de la conquista, c o m o se ve con H e r n á n C o r tés 26 en el contexto mexicano. Sucede que, en el marco trazado, esta figura se parangona a Alejandro Magno, al m o d o de las Vidas paralelas

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«Beatus ille, qui procul negotiis, / ut prisca gens mortalium, / paterna rura bubus exercet suis, / solutus omnifaenore, / ñeque exátatur classico miles trurí, / ñeque horret iratum mare, / forumque vitat et superba ávium / potentiorum limina». 23 «Haec ubi locutus faenerator Alfíus, / iam íamfuturus rusticus, / omnem redegit Idibus pecuniam, / quaerit Kalendis ponere». 24 «Aquel que tuvo esfuerzo en ser primero / en comendar al Ponto su ventura / fue negociante auaro, gran logrero, / enemigo de toda la natura. / Algún mal genio fuera su remero; / que hizo con él pacto él asegura. / Esta ganancia nueva introdujese, / porque Charón de hambre no muriese» (iv, 833-840). Ello conlleva el riesgo para los Argonautas, que desafian al mar en la nave Argo, c o m o harán los viajeros españoles en su afan de descubrir el N u e v o M u n d o : «Junta va la osadía que nauega, / que quiere encomendarse a cosa ciega» (ii, 2 , 1 9 9 - 2 0 0 ) . 25 26

pálica.

Presente a su vez en la Sátira de Pacheco. Mencionado por Cueva en su epístola v así c o m o por Belmonte en La His-

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de Plutarco, en el enclave México21. En armonía con esta directriz, el poeta sevillano centra, asimismo, su lectura en la mitología y costumbres del Perú. Allí brillan, por sus hazañas, Francisco Pizarra y Diego de Almagro, como se corrobora, en fin, en los vocablos Perú y Picaros. Fruto de esta línea compositiva, se alza, en el marco esbozado, el establecimiento de Cuzco como ciudad legendaria 28 . En ella, a m o d o de arquetipo mitémico, se contextualiza el imperio de reyes incas en concordia con la entrada Ingas. N o obstante, en su intento, Mal Lara conjuga, desde su prisma de humanista cabal, la reelaboración mítica con un especial interés por las costumbres cotidianas de este pueblo 2 9 . Tiene lugar a propósito del vocablo Guayras con motivo de las guayras o especie de hornillo de barro. Sin embargo, su conocimiento de las costumbres del Nuevo Mundo, según se ha venido señalando, no responde a la observación directa de la realidad, a diferencia de Cueva, Castellanos o Belmonte, sino a un meditado discernimiento libresco y erudito. Ello es lo que explica que no oculte, en modo alguno, la fuente para la entrada Venlo en su relato de la conquista de Perú. Se trata, en definitiva, de la influencia del libro cuarto del Viage del Príncipe de Cristóbal Calvete de Estrella, uno de los volúmenes que perteneció a la biblioteca personal del humanista 30 . Ahora bien, tales retazos, de naturaleza varia, habrán de dar paso al testimonio de mayor relieve c o m prendido en el poema, el canto de las navegaciones, que abordamos a continuación.

EL CANTO A LA NAVEGACIÓN DE LOS ESPAÑOLES HACIA INDIAS, DE MAL LARA

En consonancia con las alusiones indicadas a lo largo del poema, despunta, en un lugar meritorio, el canto a las navegaciones de los conquistadores españoles en su viaje a Indias 31 . Mal Lara, preludiando el eje matriz inscrito en el siglo XVII —así se descubre en La Hispálica—, 27

Dedicando también Mal Lara a la cuestión el ítem D. Femando Cortés. La entrada más notoria, a este respecto, resulta ser Gvaynacapa. 29 D e manera que acerca el texto al lector no avezado en la materia. 30 Bernal, 1989. 31 Lo editamos, a m o d o de apéndice, en la monografía referida junto a otros textos que no podemos aducir en estas páginas por razones de espacio. 28

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en el excurso poético sobre las navegaciones del Hércules, trata, entre otras cosas, la conquista protagonizada p o r H e r n á n Cortés 3 2 . Al t i e m po, opta el humanista p o r una lectura estoica, con huellas de Horacio, Lucano y Séneca, revestida de una enseñanza ético-moral. N o obstante, pese a la actitud aculturalista y avasalladora de los conquistadores españoles, Mal Lara aprueba la necesidad de evangelizar puesto que el indio, por su forma de vida, se encuentra, desde su óptica, tentado p o r el demonio (iv, 4,284). E n lo que hace a la factura del pasaje, se p r o d u ce u n error de o r d e n compositivo p o r parte de nuestro humanista. Anuncia, de hecho, el engaño de la maga Ata a Hércules en el canto iv, 3 y n o lo recrea, en realidad, hasta el siguiente, donde se ve obligado a referirlo desde el argumento del mismo. Después de la apelación i m p e rialista y patriótica a España — a fin de cobrar su pluma el vuelo que necesita—, comienza este canto remontándose a los pueblos antiguos viajeros (es el caso de los griegos y fenicios) con vistas a enlazar este núcleo temático c o n la osadía de los españoles. Estamos, c o m o u n a constante en la obra, ante u n excelente ejemplo de conjugación entre historia y ficción, hechos «reales» (discursos factuales) y materia mítica prolongada, en el marco del canon épico sevillano, hasta las Elegías de Castellanos y La Híspálica de Belmonte. Se hace visible, en cualquier caso, la plasmación de la translatio imperii ya en el exordio con el recuerdo de estas civilizaciones remotas (iv, 4,225-240). B a j o este p ó r t i c o de entrada, desfilan, en u n a suerte de catálogo, representativas figuras relacionadas con el descubrimiento y conquista de A m é r i c a . U n lugar de e x c e p c i ó n ocupa, claro está, Cristóbal Colón 3 3 , amigo de Francisco Pinelo, residente en Sevilla y partícipe de los asuntos indianos tratados en la ciudad al ser nombrado factor de la Casa de la C o n t r a t a c i ó n (iv, 4, 253-256). El c o n c e p t o p o é t i c o se ve arropado, al igual que en ocasiones anteriores, por la entrada dedicada a Colón, que sirve c o m o estampa ilustrada. Resulta palpable, a este tenor, la preeminencia de la época de los Reyes Católicos (política imperialista, visión del Humanismo, etc.) al decir de Mal Lara, propuesta, a su entender, con continuidad en la de Carlos V, mediante translatio imperii et studii, en la foija del imaginario indiano. El mismo, al igual que se ha señalado para La Psyche, actúa del m o d o que en su m o m e n t o procedieron cronistas de la talla de M a r i n e o Sículo o Anglería, en una actitud

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Recordado por Herrera en sus Anotaciones.

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asumida p o r Castellanos en sus Elegías. Sea c o m o fuere, en calidad de p u n t o de transición, M a l Lara concibe u n enlace semántico entre C o l ó n y H e r n á n Cortés. Además de las concomitancias aducidas, c o m probamos en el texto iuncturae c o m o «Nuevo Mundo» (v. 266) y «tierra nueva» (v. 271) de cara a evocar el humanista el continente americano (iv, 4, 257-272). D e f o r m a específica, el c o m e n t a r i o explicativo a la figura histórica de Cortés reza en la entrada D. Fernando Cortés, en la habitual confluencia entre historia y literatura. E n el m a r c o de este sucinto panegírico, H e r n á n Cortés queda equiparado, en virtud de la translatio studii, a Julio César. C o m o se sabe, este último, progresando en su avance imperialista hacia Siria, en el 47 a. C., entabla una lucha con Farnaces, rey de Ponto e hijo de Mitrídates, al que derrota en la batalla de Zela 3 4 . E n dicho c o n t e x t o p r o n u n c i ó la conocida m á x i m a «ueni, uidi, uici». Se trata, en efecto, de u n motivo transmitido p o r Suetonio, Vida de César, xxxvil, 2 3 5 . Mal Lara, por su parte, formula, en el plano de la léxis, u n trícolon similar pero m e d i a n t e variatio. Por ello, cobra aliento el protagonismo de M o c t e z u m a de manera análoga al modus operandi de Cueva en su epístola v dedicada al corregidor de México 3 6 . Desde esta perspectiva, Mal Lara, c o m o hará también Castellanos en las Elegías, brinda u n nuevo parangón entre los conquistadores españoles y los Argonautas en su afán de búsqueda del vellocino de oro. Lo lleva a cabo mediante u n mecanismo similar respecto a las referencias precedentes. Asistimos, en verdad, a una lectura ético-moral, en consonancia con su propuesta de ideal cívico, contra la codicia y el egoísmo c o m o preludio de la poesía sevillana de transición. El texto anticipa, al tiempo, los conocidos pasajes de Os Lusíadas, iv y G o n g o ra en las Soledades37. C o n esta intencionalidad, Mal Lara contrapone así la persona justa frente a la ambiciosa mientras que celebra u n diseño de carácter

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Retrato también señero en el arranque de las Elegías de Castellanos.

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La Farsalia, ii, 637; x , 4 7 6 .

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«Pontico triumpho interpompae fercula trium verborum praetulit titulum, veni, vidi, vid non acta belli sígniftcantem, sicut ceteris, sed celeriter confecti notam». 36

«La mexicana gente, que fundada / tiene alguna ciudad en la laguna / con altas puertas, puentes y calzada, / con ponzoñosas flechas importuna, / según que Moctezuma manda armada / en guerra y paz en todo hecho a una. / Mas Hernando Cortés, el animoso, / llegó y venció y dio un reino populoso» (iv, 4,273-280). 37 Este último texto, como se sabe, con alusiones a los Argonautas y a Alcides, 398 y ss.

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nacionalista avalado por la heroicidad de Colón, Cortés o Pizarra. En este marco, en la línea doctrinal de Bartolomé de las Casas, enfatiza tanta avidez de codicia desmedida 38 que se encargará de refrenar con orden y concierto CarlosV (w. 217 y ss.). Precisamente, en la plasmación de un comportamiento ético y atendiendo al ejemplo heroicomoral del Emperador, Mal Lara sueña, como habían hecho sus personajes simbólicos Ferrabel y Charilao en el Hércules, con gestas legendarias o, más bien, con ser el cantor-cronista de estas hazañas (iv, 4 , 2 9 7 - 3 0 4 ) . Sin embargo, al igual que se ha indicado para otros pasajes, Mal Lara pone de relieve la hostilidad de la naturaleza y sus habitantes indianos en una contra-Arcadia. Interés merece la presencia, una vez más, de los indios antropófagos o caribes (iv, 4, 305-312) 3 9 . En este desarrollo del concepto de contra-Arcadia —visible, asimismo, en las Elegías de Castellanos—, el correlato de la Babilonia cobra entidad en calidad de categoría espacial. Por ello, los españoles, a causa de su sed de ambición, edifican una Babilonia renacida. En el pasaje, abogando por el pertinente exorno estilístico, Mal Lara lleva a cabo una apelación epidíctica a España como nación en virtud de los epifonemas exclamativos (iv, 4, 3 1 3 - 3 2 0 ) . Junto a este apunte retórico, la referencia bíblica a la legendaria ciudad es, en consecuencia, una constante en los dos poemas mitográficos de Mal Lara. Ahora bien, se distinguen, en especial medida, las menciones en el Hércules; es el caso de la entrada Biblia. Ello sucede porque en el tratamiento de la categoría espacial y la geografía mítica por parte del humanista, la navegación comporta adentrarse en los límites espaciales donde el territorio es desconocido y propicio para los mirabilia, de ahí que se justifiquen las preceptivas alusiones al Jinis terrae y a las Antípodas. Presenta, por lo demás, un claro interés la dualidad ius / fas en una armonización del poder político y divino desde el proceso de aculturación patriótico (iv, 4,321-336). Especial calado ofrece el descubrimiento del Perú y la notoriedad de su oro en la acostumbrada simbiosis entre historia y ficción. Este hecho lo relaciona Mal Lara, justamente, con la trama mítica que materializa en el poema, a saber, la captura del ciervo de los cuernos de oro por Hércules. Una vez más, realia históricos y contenido literario se

38

El tema lo desarrolla, igualmente, por su parte, Castellanos en las

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Motivo glosado en el vocablo

Anthropóphagos.

Elegías.

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dan la m a n o en este canto a m a n e r a de p ó r t i c o de entrada para el binomio ius / fas, según refleja el verso 352 (iv, 4,345-352). Por ello, el oro estará siempre presente c o m o u n relevante pilar en el c o n t i n u o diálogo entre la aplicación del discurso histórico a partir del exemplum mythologicum (iv, 4, 345-360). El motivo del preciado metal permite a Mal Lara, p o r ende, la moralización sobre la dualidad estoica ratio / furor en el conflicto planteado, al t i e m p o q u e acomete, c o m o hará Cueva en sus epístolas v y vi, una invectiva contra la ambición. Destaca, en especial medida, la praxis concreta de la lección moral ceñida a la presencia de los españoles en Perú (iv, 4,361-368). Este contexto ético sirve, además, para poner de manifiesto el arquetipo mítico de la discordia entre los hermanos Atabáliba y Guáxcar. La trama se construye, en síntesis, a m o d o de historia novelada o relato en consonancia c o n el c o n c e p t o de guerras civiles de Lucano, q u i e n recuerda a Eteocles y Polinices en su obra 4 0 . Según el pasaje en cuestión, el maridaje entre discordia y codicia, en calidad de c o n t r a p u n t o respecto a T h é m i s y Astrea, no afecta, por tanto, sólo a los españoles sino también al entorn o indígena. Se trata, al decir de Mal Lara, de u n universal arquetípico que afecta al ser humano. Llega a manifestar el maestro sevillano, puesto que n o pierde de vista su lectura política e imperialista — a u n q u e moralice en tales t e x t o s — , q u e esta sed de avaricia de los indios se extrapola a los españoles (iv, 4, 377 y ss.). Estamos, en consecuencia, ante la compleja perspectiva del cronista que le lleva, en ocasiones, a incurrir en contradiciones de cuño compositivo. Así, por una parte, se plantea brindar una moralización de carácter ético-cívico a nivel generalizante mientras que, por otra, n o abandona su mirada servil para con la política imperial. En cualquier caso, el pasaje (iv, 4, 369-374) queda complementado, a la par, con las entradas Atabáliba y Guázcar. En su voluntad de aplicar la estrategia moralizadora concebida, Mal Lara da cuenta, en este contexto, de una guerra civil p o r los conflictos intestinos. Presenciamos, p o r consiguiente, una clara censura de la beligerancia interna («guerras más que civiles renacieron», iv, 4 , 3 8 6 ) , cuyo eje matriz evoca el arranque de la Farsalia de Lucano (i, 1 y ss.): «Bella

40 E n concreto, e n i, 5 4 9 - 5 5 2 («... Vestali raptus ab ara / ignis, et ostendens confectas fiamma Latinas / scinditur in partes geminoque cacumine surgit / Thebanos imitata rogos») y iv, 549-551: «... Sic semine Cadmi / emicuit Dircaea cohors ceciditque suorum / uolneribus, dirum Thebanis fratribus omen».

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per Emathios plus quam ciuilia campos / iusque datum sceleri canimus, populumquepotentem / in sua uictrici conuersum uiscera dextra: [...]». Sobre los hechos circunscritos a César y Pompeyo, Mal Lara amplía la i n f o r m a ción facilitada en La Farsalia, c o m o sucede en buena parte del poema, con la de D i ó n Casio en su Romaniké Istoría*1. Además, j u n t o a los personajes míticos, los de naturaleza histórica son víctimas del furor. Se señala, de f o r m a concreta, el leitmotiv, aquí a propósito de Pizarra y Almagro 4 2 . Mal Lara insiste, p o r ello, en hacer visible su marcada perspectiva del descubrimiento (iv, 4, 385-392). E n la situación bosquejada, gracias a su reinado clemente y ejemplo de prudencia 4 3 , Carlos V refrena la evidente tiranía y sed de avidez de los españoles. Llega el monarca incluso a ser objeto de elogio c o m o soberano en Indias, e j e m plificado, en este contexto, en el caso de Perú. Atendiendo a esta p r e misa, con la presencia de Carlos V — u n nuevo Hércules moral y estoico en la tierra—, vuelve la Edad de O r o con el regreso de la Arcadia, en la que reina el orden y concierto, conllevando, p o r ende, la supresión de la Edad de Hierro. Bajo la égida de Astrea, en una Aurea Aetas renaciente, el E m p e r a d o r será, en consecuencia, quien p r o p o r c i o n e equilibrio y paz en esta delicada situación. E n esta etopeya, Mal Lara alaba, entre sus virtudes, la clemencia, lo que trae a la memoria las recomendaciones doctrinales de Séneca a N e r ó n en aras de contribuir a su f o r m a c i ó n c o m o b u e n monarca. A partir de este crisol temático, en cuanto a las fuentes, se alzan, conjuntamente, la doctrina estoica del De Clementia de Séneca en conformidad con u n conciso (y excepcional) boceto del personaje de César en La Farsalia4*. E n esta prolongación de las claves estoicas, el negocio (nec-otium, v. 419) se opone, claro está, al otium (iv, 4,417-424). Por último, el canto a las navegaciones abre una fértil directriz c o m positiva que Mal Lara expande, de forma diseminada, en otras partes de su poema. Despunta, entre variadas referencias intratextuales, u n pasaje en concreto. En síntesis, el humanista, antes de proseguir con las aventuras de los Argonautas en Lemnos, p o n e énfasis en la importancia de la navegación en lo que hace al descubrimiento, siendo ciudades desta41

Ver, a este tenor, la entrada Pompeío. De interés para este propósito resulta la entrada D. Diego de Almagro. 43 Descuella, en efecto, el término técnico prudens, desde la lectura estoica. 44 Se observa en iv, 363-364: «Dixerat; at Caesarfacilis uoltuque serenus / Jlectitur atque usus belli poenamque remittit». 42

DE VIAJES, CONQUISTADORES Y LECTURAS

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cadas Sevilla — d e notorio predicamento también en La Hispálica— y Lisboa (v, 2, 9-16). El interés de Mal Lara por diferentes espacios para la navegación tendrá su correspondencia en otro texto de notable calado para nuestro propósito, la Sátira apologética, de su amigo el licenciado Pacheco —si bien en el marco de la parodia burlesca—, según veremos en el siguiente apartado.

LA SÁTIRA APOLOGÉTICA DE PACHECO: UN CONTRAFACTUM BURLESCO DEL IMAGINARIO MÍTICO-GEOGRÁFICO

Aproximadamente cuatro años después de que Mal Lara concluyese la redacción del Hércules, el licenciado Francisco Pacheco daba a conocer en la ciudad sevillana La Sátira apologética en defensa del divino Dueñas (c. 1569) 4 5 . Su naturaleza proteica y versátil entronca, según se sabe, con géneros como la sátira al modo de Juvenal, la pasquinata, en virtud de la conocida fórmula italiana de divulgación pública de versos, la paradoja humanística, desde Erasmo hasta Francesco Berni, y la poesía macarrónica, cuyo principal artífice era Merlín Cocayo, es decir, el benedictino mantuano Teófilo Folengo. Bajo esta heterogénea caracterización genérica, Pacheco plasma una visión satírica de diversos referentes de Sevilla, ajustada, a priori, a sus poetastros pero que afecta, en el marco general del poema, a diferentes planos de la vida social. En este contexto, no falta, en efecto, la acerba invectiva contra representativos emblemas ya descritos de la ciudad hispalense, a saber, su centro portuario vinculado a Indias, la Casa de la Contratación, el recuerdo de preclaros viajeros (es el caso de Magallanes) o el imaginario mítico de una geografía fabulosa, marcada por elementos como el «río dorado», opuesta a la sórdida realidad que vive el poeta. En este juego de contraposiciones y contrastes, luces y sombras, que conciernen a la poética del espacio, reza, asimismo, una dicotomía antitética temporal: la Aurea Aetas, que se remonta a un pasado mágico y legendario 46 , frente a la Edad de Hierro, ubicada en el hic et nunc de la composición. Así, tras la irrecuperable pérdida de los siglos áureos, las Musas que habitan 4 5 Una edición de la Sátira ofrece Rodríguez Marín, 1907, por la que citaremos. Sobre Pacheco y su obra, ver Juan Montero y José Solís, 2005, con bibliografía específica sobre el tema. 4 6 Como en los poemas de Mal Lara.

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en el Parnaso se han convertido en viles prostitutas a la manera de amazonas armadas, personajes presentes en el Hércules animoso. Entre tanto, Apolo, en vez de actuar en calidad de magnánimo soberano del lugar, interviene como «el puto» que representa a las mismas (p. 8, w . 3-15). En un desarrollo de dicho retrato —sea en calidad de prosopografía o bien de etopeya—, estas «Musas» aparecen armadas como violentas mujeres guerreras, alentadas por el furor desmedido (v. 31). Se produce, en consecuencia, una notoria animalización de sus rasgos mediante la imagen de la «perra cachonda» y el empleo metafórico relativo al sexo más carnal (p. 9, w . 31-36). Este proceder explica, por ende, la posterior amplificatio de los personajes-actantes, en oposición a la imagen idealizada que corresponde a las moradoras del Parnaso a lo largo de la tradición literaria 47 . Por tal razón, estas «doncellas» no se muestran avezadas en las nobles artes de la danza o la música (w. 289 y ss.). Además, en una contaminatio de personajes míticos —Musas y Ninfas—, frente a las gráciles pobladoras del Tajo de la Egloga iii de Garcilaso, las jóvenes bosquejadas en la ficción satírica permanecen «Sin verde lauro ni clara fontana» (v. 294) y «sin tejer doradas hebras en sus tapices» (p. 15, v. 307). La razón de esta abrupta metamorfosis obedece a que la situación presente para los poetastros se enmarca, de modo inexorable, en una Edad de Hierro, que conlleva el abandono del Jloruit de antaño: «¡Oh desastrado y triste siglo nuestro! / ¿Quién tu oro trocó en tanta herrumbre, / Tu dicha en acídente tan siniestro?» (p. 13, w . 217-219). Su actitud justifica, en consecuencia, la añoranza y nostalgia del pasado in illo tempore, dado el contenido de varios pasajes en los que Pacheco emplea un tono soez y provocador, a diferencia de Mal Lara (p. 18, w . 427-429). El anclaje en tan nefasta realidad pone de relieve, en esencia, cómo los seres humanos se mueven por sus desvelos y pasiones personales, según refleja, mediante la focalización de un microcosmos característico, el visible trasiego mundano del puerto de Indias. Al unísono y en virtud de este mensaje ético, la casa de la Contratación no es, de forma análoga, un centro cabal ligado al estudio, como se ha referido en el caso de su amigo Mal Lara, sino un espacio corrupto para «cobranzas inmortales y mezquinas» (w. 379-380) además de un «Purgatorio de ánimas mohínas» (p. 17, v. 381).

Así lo había puesto de relieve Mal Lara tanto en La Psyche c o m o en el Hércules. 47

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A la vista de los datos aducidos, asistimos, grosso modo, a una clara estampa paròdica de Sevilla como espacio para la navegación. Este prisma satírico-burlesco es el que permite a Pacheco recordar, al igual que en los textos precedentes (Mexía, Mal Lara, Mosquera o Caro), aunque con intencionalidad bien distinta, el celebrado viaje de Magallanes. Lo a c o m p a ñ a el m o t i v o legendario del pece Nicolao, n ú c l e o t e m á t i c o basado en u n afamado hombre anfibio en el marco de la tradición folclòrica medieval, evocada por Pedro Mexía en su Silva de varia lección (i, 23) hasta llegar al Quijote (n, 18). Para este decidido propósito de viajes y conquistas, cobra sentido, en calidad de disciplina auxiliar, la cartografía, de ahí que se aluda, irónicamente, en el texto, al «mapamundi de supinos» y a los «Tolomeos» ( w . 452-453). Bien pertrechado de planos y cartas — c o m o sucede en La Psyche de Mal Lara—, el viajero osado podrá acometer, por ende, su arriesgada empresa con destino a los límites del m u n d o («Al nuevo reino, antípodas, malucas», señala Pacheco en el v. 455). Llega a mofarse nuestro poeta, en este sentido, del motivo de las arriesgadas e infértiles conquistas, con la mención, por añadidura, al «río dorado» (v. 465). Desde esta atalaya, insta a Guevara, su interlocutor, a que abandone sus sueños fútiles en aras de «disfrutar» la dura realidad, jalonada sobre la miseria y la pobreza (w. 469-471). Si se decanta, finalmente, p o r esta opción, obtendrá, valga la paradoja, tanto una «tierra felicísima» (v. 466) c o m o una «vida dulcísimo» (pp. 18-19, v. 468). El gusto de Pacheco p o r los viajes n o resulta exclusivo de la Sátira apologética sino q u e se encuentra, además, en su p r o d u c c i ó n poética neolatina, en concreto, los Sermones y la Macarronea. E n aras de trazar los correspondientes paralelismos, cabe señalar que en el p r i m e r caso, el motivo tiene cabida en i, 82-83, donde se censura, al m o d o horaciano, la ambición del ser h u m a n o al precipitarse a viajar p o r mar con el propósito de obtener el oro de las Indias occidentales: mee iam contentas proprio lare currit ad Indos / mercator (nunc occiduas adnauigat oras) ...» («Y n o contento ya con los lares paternos, el mercader se apresura a viajar a la India -—ahora navega a las costas de occidente—») 4 8 . D e forma similar, pero a propósito de las Indias orientales, fustiga Pacheco el ávido deseo de ambición del mercader en la Macarronea (597 y ss.) a fin de conseguir preciosas perlas. Para ello se vale de la técnica de la priamel: «Naviget extremos cupidus mercator ad Indos / Occeanique ferat ventos et

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Citamos por la edición de Pozuelo, 1993, p. 108.

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mille (ofobras / Ut referat tejos perlasque Oriente petitas» («Navegue el ambicioso mercader hasta las más lejanas Indias y aguante los vientos del océano y mil zozobras para traer tejos y las perlas pedidas de oriente») 49 . Es más, en consonancia con esta visión delineada en los Sermones y la Macarronea, la inclinación de Pacheco por los viajes habrá de dar paso, en otro momento de la Sátira, a un pormenorizado recorrido irònico-burlesco por diversos enclaves geográficos. Entre éstos, se encuentra el vocablo guayacán, que designa varios árboles americanos y de donde proceden, al parecer, en esta cosmovisión o Weltanschauung satírica, «las bubas y la roña» (p. 13, v. 229). Por otra parte, atendiendo a una lectura tematológica plural, no menos calado ostenta la mención a las dos composiciones épico-míticas referidas de Mal Lara — L a Psyche y el Hércules— en las que se recrea el amplio imaginario que venimos analizando. La indignatio de Pacheco, recurso que entronca con la sátira de Juvenal, se centra, en estos versos de sesgo metadiscursivo, en el hecho de que tales obras mitográficas no gozan de mecenazgo («sin abrigo») ni tampoco premio en el espacio sevillano, presidido, empero, por el desventurado «arte» de los poetastros (p. 20). Una vez más, en la plasmación de un universo mítico-legendario presente en los testimonios poéticos sevillanos —aunque sea a modo de parodia—, reza un Hércules de por medio. La lectura moral, patente en los Sermones y en la Macarronea, queda puesta, igualmente, de relieve. C o n todo, en la Sátira, j u n t o a algún detalle esporádico de cuño estoico 50 , brilla, de forma palmaria, el manejo de la pedagogía ex contrario por parte de Pacheco.

JUAN DE LA CUEVA: DE LA ACTITUD CONTEMPLATIVA DEL IMAGINARIO MEXICANO AL ESTADO DE INTROSPECCIÓN ESTOICA

Si bien las aportaciones poéticas de Mal Lara y Pacheco presiden la Sevilla de mediados de siglo, en lo que hace al tratamiento de la materia americana en la transición al xvii, se erige como una figura preclara el poeta hispalense Juan de la Cueva. Efectivamente, en la producción

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Agradezco el acceso al texto, en ciernes de editarse, a José Solís, reconocida autoridad en la materia. 50 C o m o la alusión al desmedido furor de las Musas.

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poética del escritor se diferencia u n ciclo que ostenta vínculos con su conocimiento y vivencia personal del espacio americano, dada su estancia enVeracruz en 1574. E n este contexto, cabe recordar, al tiempo, el controvertido ligamen de Cueva con el manuscrito mexicano Flores de baria poesía (1577), para el que algunas teorías lo han hecho responsable de su compilación. En cualquier caso, dicho códice misceláneo fue preparado en México p o r m a n o desconocida en 1577. Se trata, c o m o se sabe, de u n testimonio que presenta ligazón con Sevilla según denota la notoria presencia de poetas c o m o el propio Cueva, Cetina, Herrera, Farfan, Baltasar del Alcázar, Iranzo,Vadillo y Mal Lara 51 . Precisamente, en el contexto de la estancia de Cueva en México, centraremos nuestra atención en las páginas que siguen a fin de ofrecer u n análisis de las epístolas v y vi, de interés para nuestro propósito 5 2 . En la primera de ellas, titulada^/ licenciado Laurencio Sanches de Obregón, primer corregidor de México. Descrívesse el assiento de la ciudad, el trato i costumbres de la tierra i condiciones de los naturales delta..., brinda Cueva u n nutrido ramillete de apuntes etnológicos deVeracruz en tanto que proyecta la acostumbrada visión patriótica, c o m o se ha indicado para el Hércules y La Psyche; de hecho, el poeta o p o n e el imperio español a los bárbaros ( w . 10-12). Entre los pensamientos contemplados por Cueva, a su entender, el corregidor debe instaurar u n orden político estricto, en consonancia con el oficio que desempeña, mientras que él, en calidad de vate alentado por las Musas, cantará los temas que le corresponden (w. 205 y ss.). Los versos 211 y ss. son, p o r tanto, una amplificatio de la temática q u e p u e d e abordar el sevillano. Para la descripción de México se vale Cueva de elementos etfrásticos, u n o de los progymnasmata más empleado por Mal Lara en sus poemas mitográficos 5 3 . Así, además de la pintura de los edificios (w. 240 y ss.) y de las figuras representadas en los lienzos p o r los indios (w. 274-279), brillan las reiteradas apelaciones en virtud de la evidentia a fin de que el lector pueda focalizar su atención en la realidad («veis», v. 259; «Mirad», v. 265).

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El manuscrito ha sido objeto de estudio por parte de Rovira, 2007, entre otros, a propósito de Cetina. 52 Dejando para el libro referido un desarrollo del tema en otras composiciones del poeta. En cuanto a estas epístolas pueden verse: Higinio Capote, 1952; Cobos, 1997, pp. 134-140; y Cebrián, 2001. 53 En cuyo entorno pretendió integrarse de la mano de Diego Girón, amigo de ambos.

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E n c o n c i e r t o c o n este ejercicio de écfrasis, los e l e m e n t o s de la naturaleza adquieren una dimensión mítica con la estampa de P o m o na (v. 270) y Venus, a la que el poeta consagra el aguacate (v. 271). Su observación de los realia ( w . 295, 320) provoca, c o m o en Mal Lara, la necesidad de manifestar la preceptiva admiratio, recurso manejado p o r B o c c a c c i o e n su Genealogía deorum gentilium y atendido, desde el p u n t o de vista teórico, p o r P o n t a n o en el Actius. A b o g a n d o p o r la poikilía y al hilo de la diseminación de datos, c o m o en La Psyche de Mal Lara, insiste Cueva en la dificultad de c o m p r e n d e r la lengua de los indios (vv. 286-288). E n el m a r c o trazado, asistimos, pues, a u n a clara continuidad del estoicismo — e n una línea abierta p o r el autor del Hércules—, en relación al imaginario americano, con recuerdo de la doctrina senecana. E n consonancia con esta lectura, Cueva m a n i fiesta su deseo de vivir en México, lejos del trasiego m u n d a n o y de la envidia, actitud contraria a su ambicioso h e r m a n o Claudio. C o n todo, recuérdese que Juan de la Cueva estuvo ligado al mecenazgo fraterno, a quien Felipe II otorgó la renta de la Catedral de México, t e n i e n d o relación con el Cabildo de la Catedral y c o n la Audiencia en esta ciudad y, en territorio español, con el Consejo de Indias 54 . C o m o sucede con Mal Lara, en esta epístola, resulta perceptible la asociación del t e m a a m e r i c a n o c o n el género o m o d a l i d a d épica. Cueva, en efecto, emplea en la epístola v el ritual épico, a la manera del humanista sevillano, con derivaciones hacia la Tradición clásica. Especial realce cobra, en continuidad con la propuesta de Mal Lara, el intertexto en lo que concierne al mito de Hércules, héroe épico-mitográfico por excelencia. Le concede este referente, claro está, u n cariz épico al p o e m a al t i e m p o q u e actúa c o m o u n emblema moral relacionado con el afán de viajes y aventuras en ambos poetas. Al igual que su c o e táneo, Cueva adopta la perspectiva de u n cronista que retrata, m i n u c i o samente, la realidad contemplada. Atiende, en concreto, a los realia a m e ricanos en virtud de la referida admiratio, u n o de los recursos retóricos vigentes en el Hércules y La Psyche. Buena parte de tales «maravillas», en entronque con los mirabilia, n o las localiza el poeta en España ( w . 258264). Además, descuellan varios paralelos entre el texto de Cueva y el de Mal Lara con motivo del tema mexicano. D e hecho, en su poema, Cueva rememora las figuras de M o c t e z u m a y H e r n á n Cortés, en una

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Cebrián, 2001, 52.

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línea afín al canto a las navegaciones (w. 295-300). Consta, igualmente, en la epístola la imagen de la nave horaciana de sesgo estoico con la mención a la «hercúlea mano» que alude al primer corregidor de M é x i c o (vv. 2 1 - 2 7 ) . D e forma pareja respecto a Mal Lara, se hace manifiesta la vigencia de Lucano por el tema de la fortuna y los personajes de Pompeyo y César, aquí acompañados de otros 55 . Su vigencia se materializa tanto en lo que hace a la epopeya como a la lectura estoica, de sesgo moral, con una censura a los soberbios y altivos, en virtud de la guerra, entre otras cosas, por las disputas intestinas (w. 58-63). En armonía con el Hércules, resulta necesario enfatizar, en fin, la notoriedad de Julio César al hilo de la argumentación moral de Cueva sobre la arrogancia y la vanagloria (w. 331-339). Mas, de modo palmario, uno de los pilares relevantes viene dado por los trabajos de Hércules, emblema moral estoico unido a Sevilla. El leitmotiv fundamental se circunscribe al tema primario del poema de Mal Lara —recordado por Pacheco en su Sátira—-, a saber, la continua demostración de ojeriza por parte de Juno hacia su hijastro Hércules. Por ello, la cruel diosa le encomienda al rey Euristeo que le encargue al héroe doce trabajos preceptivos. En este contexto interactúan dos insignias simbólicas fundamentales como señas de identidad del protagonista mítico: la virtud y la justicia. Estos estandartes metafóricos, de sesgo estoico, los había ponderado Mal Lara, con suma frecuencia, años atrás en lo que atañe al ilustre par formado por Hércules, en el plano mítico, y Carlos V, a nivel histórico, aunque sujeto, en determinados aspectos, a un proceso de ficcionalización (w. 70-117). En este interés por la epopeya, ya en los primeros versos del poema de Cueva comprobamos apuntes del ritual épico conjugados con referencias mitográficas y de la Tradición clásica, del gusto de Mal Lara. Existe, además, una voluntad de plasmar la translatio studii con la mención de escritores de la Antigüedad clásica recordados, con frecuencia, por el autor del Hércules (w. 22-45). Por ello, a partir del verso 118, sigue un excurso moral, con un tono similar al de Mal Lara, sobre el hombre justo en virtud de los decretos de Licurgo y Solón. Cueva, en definitiva, deriva su argumentatio hacia la importancia de las leyes en la vida del ser humano. D e forma análoga a esta composición, la epístola vi ofrece una visible continuidad con la lectura estoica ligada al imaginario americano.

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Traídos a colación, del mismo modo, por el humanista en el Hércules.

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Ostenta el título de Al Maestro Girón. Trata los contrarios que siguen en esta vida, reprehende la lisonja i adulación en el sabio, cuenta un caso de una dama queriendo con él encomendar la constancia i fidelidad que se debe a los amigos (pp. 1 2 5 - 1 3 1 ) . E n su poema, Cueva le confiesa al humanista y caro amigo Diego Girón la necesidad de vivir retirado en México, abogando por el seccessus. Atiende, por tanto, nuestro escritor a una reclusión «con vida suelta», mediante un proceder parecido al «vivamos desceñidos» de Medrano en la ode xxxm, otro notorio punto de referencia para el análisis de la transición poética sevillana. E n este contexto, le transmite el poeta a su interlocutor que, gracias a su estancia en México, se encuentra libre de la envidia y de los ambiciosos, personajes caracterizadores de la Edad de Hierro que están padeciendo (w. 29 y ss.) 56 . En el transcurso de su carta, antes de pasar a tratar el caso amoroso de una dama, lleva a cabo una dura crítica contra la codicia, defecto visible, en contraste, en su hermano Claudio. E n este marco, apunta una serie de estereotipos, entre ellos, el del ambicioso (v. 83), a la manera de Teofrastro y que recrea, por su parte, Mal Lara en los poemas mitográficos, sobre todo, al inicio de los cantos. Frente a esta perjudicial rémora, el poeta aboga por la virtud (v. 35) y la ataraxia (w. 75 y ss.) en tanto que desarrolla la tópica estoica con la crítica al codicioso (w. 108 y ss.). A modo de contrapunto, la dama referida arde en el furor (v. 136) con su «loco desear» (v. 150) o su «encendido frenesí» (v. 182), en una contemplación de la dualidad estoica ratio / furor vigente en Mal Lara y Herrera. Como se ve, la epístola a Girón es, en cierta medida, una forma de imprimir una distancia ético-moral por parte de Cueva en contraposición a su hermano Claudio. D e hecho, la Academia de Mal Lara opta por esa línea neoestoica continuada por Girón, al asumir el papel de éste como sucesor, prolongada en Herrera y que habrá de alcanzar a los poetas sevillanos del siglo XVII. La visión estoica de Cueva, en el contexto vivencial mexicano, viene a unir, por ello, ambos ejes que marcan la paulatina transición de la perspectiva renacentista al incipiente barroco, en la que el tema americano alcanza una visible presencia en el entorno hispalense. Por esta razón, el poeta disfruta enVeracruz de una vida apacible, «en vida suelta» (w. 226-228). Su estancia en dicho espacio sugiere al poeta, en suma, proponer una mirada interior a fin de

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Como reza en la Sátira apologética de Pacheco.

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encontrar sosiego y descanso espiritual. La epístola concluye, después de una clara armonización entre la descriptio de los realia y la lectura doctrinal estoica, con la referencia a Moctezuma, quien permanece «al y u g o hesperio atado» en una evocación, en fin, de la epístola v así como del canto de las navegaciones de Mal Lara.

LAS ELEGÍAS DE VARONES ILUSTRES DE INDIAS, DE CASTELLANOS: LA PROLONGACIÓN DE UNA ÉPICA HUMANÍSTICA DESDE LA POÉTICA CULTA

Soldado y clérigo, cronista del Nuevo R e i n o de Granada y beneficiario deTunja, el hispalense Juan de Castellanos (Alanís, 1522-1607) ofrece, en las Elegías de varones ilustres de Indias, su visión de la realidad americana entre la realidad y la elaboración creativa 57 . Se trata, en efecto, de un proyecto de visible fuste, cuya primera edición data de 1589, emprendido, en un primer momento, en prosa y desarrollado, con posterioridad, mediante el cauce poético de las octavas reales, si bien resulta palmario, en paralelo, el uso de la polimetría. En cualquier caso, en su propósito compositivo, Castellanos aboga por la hibridación genérica, a medio camino entre la crónica y la literatura. En el sendero delineado, desfilan, por ello, variados géneros como la épica, la novela y la tragedia, este último visible mediante el motivo temático del hambre. La obra preludia, en tal amalgama de referentes heterogéneos, los primeros compases de una incipiente poética culta barroca que va alejándose paulatinamente del prisma manierista, lo que constituye una prolongación del aporte previo de Mal Lara. Destaca, de hecho, su gusto por los juegos de agudeza y los conceptos, recursos ambos que dan pie a la génesis de disímiles células temáticas. En dicho crisol de elementos proteicos, Castellanos subraya su interés por los modelos históricos que le facilitan claves precisas a la hora de forjar su concepción narrativa. Especial entidad atesoran, en este sentido, las autoridades de Heródoto,Tucídides y Tito Livio. Siguiendo esta actitud, anuncia el autor, desde los primeros versos, su voluntad de 5 7 Por razones de economía discursiva, se ofrece aquí un conciso resumen del capítulo que dedicamos a las Elegías de Castellanos en el libro mencionado. Otros aspectos han sido tratados en varios estudios recientes, que brindan un estado de la cuestión acompañado de amplia bibliografía al respecto: Kohut, 2003; Bolaños, 2003; Restrepo, 2004; y Varela, 2007.

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ajustarse a la verdad de la información aducida, habiendo estado p r e sente en el lugar de los hechos. E n ocasiones, en contraste, se vale de los datos proporcionados por otros testigos merecedores de su confianza. Procede, p o r tanto, Castellanos, al margen del sistema empleado, c o m o u n cronista, cualidad que n o encubre hasta el p u n t o de desvelar sus fuentes, sobre todo, la Natural y General historia de las Indias de Fernández de Oviedo (1535,1547). La Historia, al mismo tiempo, le p e r mite a Castellanos abogar p o r u n valor ejemplar que se infiere de los relatos imbricados en su discurso. Lo hace tomando c o m o núcleo axial la máxima ciceroniana «Historia magistra vital»58. Sin embargo, la p r o puesta de veracidad n o está exenta, empero, de la evocación de temas fabulosos. Estamos, en consecuencia, ante la creación literaria a partir de u n complejo entramado histórico. E n lo que concierne a la genología literaria, la elección del cauce elegiaco, perceptible ya en el título, se justifica por la vigencia de trenos o lamentos debido al fallecimiento de hombres ilustres. Por ello, prima, de forma ostensible, la laudatio funebris en una suerte de elegía luctuosa. C o n bastante frecuencia, asistimos, p o r ende, a una demostración de duelo colectivo, produciéndose así la pertinente conclamatio, de abolengo clásico. D e m o d o análogo, la descriptio del lamento femenino, materializada en el desgarro violento de los cabellos c o m o signo de duelo, recuerda el proceder trazado p o r Mal Lara en sus poemas épico-mitográficos. Incluso tiene cabida, en estas contaminaciones, la representación de epitafios en u n nuevo ejemplo de maridaje genérico. Por otra parte, en la macroestructura de estas «elegías», los cuentos y facecias e n r i q u e c e n la base épica de la obra. Se hace ostensible, p o r ende, la influencia de Homero,Virgilio (entre otros motivos, p o r los símiles épicos remozados de filosofía natural) y Lucano, en lo que hace a la epopeya grecolatina. Sabemos, defacto, a partir de estas directrices, que Castellanos disfrutó de una excelente formación en el dominio de los clásicos grecolatinos. Así, debió conocer, al igual que Mal Lara, la versión en octava rima de la Eneida p o r Gregorio Hernández deVelasco (1555) c o m o también la traducción de la Odisea (De la Ulixea de Homero, 1550) a cargo de Gonzalo López. En consonancia con los clásicos actúan, además, sub cortice, variadas fuentes vernáculas, q u e van desde Ariosto, en el marco de la épica romance, hasta autores medieva-

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De oratore, n, 9 , 3 6 .

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les como Juan de Mena y su Laberinto de Fortuna. Asimismo, el género de la novela de caballerías, representado, en esencia, por el Amadis y sus continuaciones, dejó su huella en las Elegías de Castellanos. Lo dejan ver, por ejemplo, diversos motivos, entre ellos, la mención sea a los gigantes o bien a los encantamientos. Es más, como en el Hércules animoso, existe cierta atención, en una confluencia entre el discurso factual y el literario, en personajes de calado épico como el Cid Campeador. Por esta razón, en armonía con las fuentes rememoradas, se repara, en un último capítulo, en el influjo de obras épicas canónicas, a saber: La Araucana de Alonso de Ercilla junto a las huellas de Camóes, con Os Lusiades (1572), y TorcuatoTasso y su Gerusalemme Liberata (1575). Pero sin duda, Castellanos sintió especial predilección por los referentes grecolatinos a fin de dotar a su obra de una prosapia acorde con el prestigioso canon que contemplaba. Así, en conformidad con el recuerdo de otras fuentes como Ovidio, Horacio o Séneca, adquiere, por ello, visible valor la pintura de temas de abolengo clásico. Castellanos, efectivamente, compara la conquista de América con el leitmotiv de los Argonautas y su búsqueda del vellocino de oro, recreado por Apolonio de Rodas en las Argonáuticas59. A la par, siguiendo un procedimiento técnico parejo, reza la reelaboración de las viriles amazonas, como habían hecho Mal Lara y Pacheco. Sin embargo, a diferencia de estos artífices, dibuja Castellanos tales guerreras belicosas, en una técnica de contrapunto, a la manera de las arcádicas pastoras de Garcilaso y Montemayor en La Diana. No faltan tampoco, al igual que procede el autor de La Psyche, la actuación de otras mujeres varoniles como la virgiliana Camila. En este rescate del mundo antiguo, tiene lugar, por otra parte, un proceso de mitificación y forja de espacios fabulosos en divergencia con los enclaves de la realidad. Por ello, cobran razón de ser actantes extraordinarios que contrastan con los históricos documentados en las crónicas. Es el caso del pez-mujer, motivo evocador de la terrible nereida de La Psyche por influencia de Ovidio y Arriano. Están presentes, de la misma forma, emblemas mítico-helénicos como dioses, ninfas y sátiros, Hércules, Proteo, etc. Además, junto a los referentes clásicos evocados aparecen otros personajes que, al igual que en Mal Lara, están relacionados con el imaginario concebido; sucede así con los pigmeos.

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Obra que dejó también su huella en el Hércules animoso.

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E n este marco, brillan, por añadidura, los apuntes a emblemas indianos c o m o la canoa o los caribes. Por último, otras células temáticas enfatizan la importancia de la Fama, difusora de noticias y hechos heroicos, así c o m o la n o t o r i e d a d de las riquezas proporcionadas p o r el marco americano. Ahora bien, Castellanos conjuga, en buena parte de su obra, la lectura ficticia con el mensaje cristiano; de ahí el apostrofe a santos c o m o Santiago y la c o n t i n u a a t e n c i ó n a detalles de sesgo ético de los q u e p u e d e extraerse una enseñanza. Seguramente, entre los más sobresalientes, brilla la crítica a la avaricia que conlleva el deseo y afán desmedido de oro. Existe, p o r lo demás, en virtud de u n valor ético-moral, u n espacio definido para la amplificado de elementos. Lo demuestra la descripción de batallas — a m o d o de morosidad narrativa—, excursos, catálogos, elogios, refranes y dichos populares. Esta c o n f l u e n c i a de enclaves heterogéneos, entre el saber erudito y la paremiología, trae a la memoria, en la práctica humanística sevillana, tanto la Silva de varia lección de Pero Mexía c o m o la Filosofía vulgar de Mal Lara. Todos estos elementos constituyen, en síntesis, el reflejo de una épica humanística englobadora de diferentes elementos y géneros, según había concebido Mal Lara en su Academia. D e tal suerte, Castellanos exhibe su erudición y saber integral con u n nutrido acopio de alusiones a distintas disciplinas, tales c o m o la historia, la astrología o la cosmografía. Por esta razón, en el marco bosquejado, se mencionan, en el capítulo segundo, a Mela y a Ptolomeo, fuentes empleadas p o r el autor de La Psyche. Finalmente, se hace visible la inclinación de Castellanos p o r las semblanzas y los retratos, lo que trae a la m e m o r i a la tradición hispalense comprendida desde Mal Lara al pintor Pacheco. Especial atención merece, a este tenor, la parte dedicada a Cristóbal C o l ó n , en el arranque de la obra, y a otros celebrados conquistadores, c o m o se c o m prueba en el Hércules animoso. E n síntesis, n o sabemos si el concepto de épica humanística f o i j a d o en el e n t o r n o de Mal Lara p u d o dejar su huella en la obra de Castellanos, aunque se ha sugerido p o r parte de la crítica que éste frecuentó las academias sevillanas de su época, donde debió adquirir una sólida formación 6 0 . Sea c o m o fuere, sus Elegías, en u n visible contexto compositivo vinculado a la épica de sesgo humanístico, constituyen u n a clara

60

Reynal, 1989, p. 402.

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p e r m a n e n c i a de este sendero marcado p o r los inicios de u n a poética culta de la m a n o de poetas sevillanos. Ello viene a preludiar, claro está, el n a c i m i e n t o de la estética barroca. Tal afirmación explicaría c ó m o otro vate mencionado, Cueva, inmerso, según hemos visto, en el imagin a r i o americano, exploraba también en paralelo, p o r esos años, este sendero, aunque abogando, en fin, por la épica de sesgo burlesco.

D E LA TRANSICIÓN A LOS ALBORES DEL XVII: LA HISPÁUCA

DE BELMONTE O EL IMAGINARIO DE U N ESCRITOR-VIAJERO

E n el proteico y lábil p e r í o d o de transición al siglo XVII, j u n t o a Castellanos y Cueva, asume u n lugar loable el escritor e hidalgo hispalense Luis de Belmonte Bermúdez. Artífice de obras c o m o la Vida del Padre Maestro Ignacio de Loyola (Méjico, 1609) y La Aurora de Cristo (Sevilla, 1616), acometió u n testimonio épico vinculado a su ciudad natal, La Hispálica (conclusa c. 1618), q u e custodia la Biblioteca Colombina en su manuscrito 84-3-35, autógrafo, p o r cierto 6 1 . E n esta obra —seguramente su empresa de mayor calado—, narra el autor, en d o c e cantos y b a j o el cauce m é t r i c o de las octavas, la conquista de Sevilla p o r Fernando III, en una alianza literaria entre la m e m o r i a histórica y la leyenda. Sin embargo, al hilo de la trama — e n la que c o n vergen f u e n t e s c o m o La Jerusalén conquistada de Lope de Vega, de 1609—, B e r m ú d e z inserta pasajes que presentan relación con el tema de los viajes, conquistadores e Indias occidentales. Se c o m p r u e b a , al hilo, la codificación de otros motivos habituales en los textos ya analizados, tales c o m o el omnipresente emblema de Hércules —vigente en Mal Lara, Pacheco, Cueva y Castellanos—, revestido de oropeles m i t o lógicos, o la referencia a egregios personajes del vuelo de H e r n á n C o r tés, Pizarro o Magallanes, vigentes en M e x í a , M o s q u e r a o R o d r i g o Caro. El licenciado Juan B e r m ú d e z y Alfaro, administrador del Hospital de San Bernardo de Sevilla y pariente cercano del poeta, en el prólogo de La Hispálica, facilita valiosos datos biográficos sobre la vinculación vital de Belmonte con las Indias (p. 6). Así, el responsable de dicha semblanza enmarca, más adelante, la foija de esta epopeya en el contexto

61

Citamos por la edición de Piñero, 1974.

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de otros testimonios notorios realizados p o r escritores de transición al xvii —conexos, en cierto sentido, con Indias y Sevilla—, c o m o el Arauco domado (Lima, 1596) de Pedro de O ñ a (1570-¿1643?), la Historia de Cortés — o b r a perdida— de Fray Juan de Gálvez y La Cristiada (1611) de Fray D i e g o de H o j e d a (¿1570P-1615). Se permite, de hecho, B e r múdez, sabedor del mérito de la empresa, rivalizar, mediante la aemulatio, c o n el c a n o n épico italiano defendido, entre otros, p o r Ariosto y Torquato Tasso (pp. 6-8). E n el mismo paratexto se nos indica que con motivo de la e x p e d i c i ó n de u n a armada p o r las regiones del Austro — c o n data del 12 de diciembre de 1 6 0 5 — partió Luis de B e l m o n t e c o m o secretario y cronista de la misma. C o n t i n ú a , p o r tanto, el tema de los viajes ligado a la experiencia vital del poeta, según demuestran sus estancias en Nueva Guinea, las islas Salomón, las dos Javas (mayor y menor), incluso pasando p o r el archipiélago de San Lázaro.Volverá a México Belmonte p o r segunda .vez d o n d e escribió sendas comedias y u n poema, bien acreditado, de la Vida del Patriarca San Ignacio de Loyola. C o m o se ve, este conocimiento de distintos espacios en virtud de los viajes permite a B e l m o n t e avivar su fantasía incluso en u n p o e m a c o m o La Hispálica en el que n o necesariamente tendría por qué haber aludido a las Indias occidentales. Se justifica, en efecto, por el hecho de q u e el autor sevillano plasma sus vivencias personales en su poesía épica, en la que conviven, en concierto, historia y leyenda, realia factuales e imaginación literaria, c o m o sucedía con Mal Lara, Cueva o Castellanos. Ello explica que los enclaves más gratos a él, con u n significad o c o n n o t a t i v o añadido, merezcan u n lugar privilegiado en La Hispálica. Por esta razón, el arranque de la misma ensalza, en concordia con la laus urbis natalis y el habitual apostrofe al Betis, la ciudad de Sevilla c o m o macrocosmos digno de encomio. Además, dirige Belmonte la mirada del lector hacia la figura de Fernando III, protagonista de la historia, y Marte, c o m o dios de la guerra que éste habrá de emprender (p. 11). C o m o máximo exponente mítico-legendario de Sevilla reza, con frecuencia, Hércules. E n esta ocasión, Alcides e m e r g e en el p o e m a actuando c o m o a f a m a d o viajero y f u n d a d o r de espacios, según se observa en el motivo de las columnas, de notoria magnitud para la ciudad hispalense (p. 32) 6 2 .

62

Otras referencias a Hércules rezan en ii, 7 6 , 9 5 ; m, 3 7 , 1 1 5 ; v , 3 8 , 1 1 4 ; vi, 41; viii, 80; ix, 106,132; x, 5, 9 2 , 1 4 2 ; xi, 110.

DE VIAJES, CONQUISTADORES Y LECTURAS

221

Mas el espacio de la mitología dará paso al c o m p o n e n t e histórico, de manera que el leitmotiv de los viajes sugiere a B e l m o n t e la evocación de egregios conquistadores en el marco de las Indias occidentales. Sucede con H e r n á n Cortés, quien es m e n c i o n a d o a propósito de una encomiástica alusión a su patria; c o m o se indica en La Hispálica, nació en Medellín, en 1485 (p. 120). N o obstante, el pasaje de mayor envergadura para nuestro propósito es el que se refiere al canto a las hazañas españolas para culminar, seguidamente, c o n la conquista de Sevilla p o r Fernando III (libro ix, octavas 154-162). Entre tales gestas, se citan, en virtud de epifonemas exclamativos e interrogaciones retóricas, los viajes de Cristóbal Colón, H e r n á n Cortés, Pizarro y Magallanes, emblemas de feliz p r e d i c a m e n t o en los testimonios sevillanos comentados. Casi en una suerte de mitificación — e n la que los planos del discurso histórico y la ficción confluyen—, sus nombres se c o n j u gan, m e d i a n t e apuntes diseminados, c o n otros estandartes míticos, c o m o el marino de Anfitrite («las n o domadas ondas de Anfitrite») o el viajero de Ulises («más p e r e g r i n o s q u e en el P o n t o Ulisefs]»). Este polimórfico canto da cabida, c o m o detalles complementarios, a la lectura metadiscursiva desde el prisma de B e l m o n t e en la m e d i d a q u e evoca la figura de escritores canónicos; es el caso de Lope de Vega en «(no es hipérbole vano, ¡oh Lope!, el mío)», autor de La hermosura de Angélica (1602) y La Jerusalén conquistada (1609), Ercilla y su Araucana (1569, 1578 y 1589), m o d e l o con el que, en cierta medida, quiere ser asociado p o r la empresa bélica («Ercilla de los bárbaros chilenos, / si bien yo anduve más y escribí menos»), y con Camoens y sus Os Lusiadas, a propósito de las proezas del navegante portugués y virrey de las Indias lusitanas Vasco de Gama, quien descubrió en 1498 el sendero de las Indias p o r el cabo de Buena Esperanza. Por último, a t e n o r de la translatio studii, n o falta el recuerdo a auctores señeros de la Antigüedad, c o m o H o m e r o y Virgilio («debe el h o n o r que goza en sus Lusiadas, / mayor que Troya a Eneidas, Grecia a Ilíadas»), con los q u e B e l m o n t e desea entroncar, en el plano de la tradición literaria, en cuanto al merecido valor y linaje de su obra. La marca autorial (o sphragís) del escritor en este canto resulta palmaria cuando él mismo, inscribiéndose en su discurso, describe su f u n c i ó n de cronista de la expedición («la falta de escritor que yo suplía») (pp. 156-157). En síntesis, La Hispálica, c o m o notable pilar q u e preludia el tratamiento de nuestro objeto de estudio en el siglo xvii, entabla lazos vin-

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culantes c o n otras obras sevillanas a t e n d i e n d o a u n doble p u n t o de vista. Por una parte, ostenta concomitancias c o n la concepción épica de mediados de siglo —es el caso de Mal Lara—, entre otras razones, puesto que comprende u n canto de las hazañas españolas que recuerda el del Hércules animoso tanto p o r su inserción en el género épico c o m o p o r la importancia emblemática de Sevilla y Hércules en el mismo, c o m ú n también a Pacheco y Cueva. Por otra parte, considerando su eje temporal de gestación, La Hispálica se encuentra cercana, a u n q u e con diferencias respecto a su naturaleza genérica, a empresas heroicas de asunto americano del siglo xvn, c o m o las referidas Silva de la nao Victoria de H e r n a n d o de Soria y La zarpaparrilla de Mejía de Guzmán. Pero c o m o c o n t r a p u n t o , a B e l m o n t e n o le interesó, en n i n g ú n m o m e n t o , censurar, mediante una lectura ético-moral, la codicia y desmedido riesgo de los viajeros y conquistadores españoles, rasgo que lo separaba, a la par, de la mirada compositiva de los poetas hispalenses analizados.

A MODO DE EPÍLOGO

E n virtud de su épica humanística, Mal Lara, a mediados del siglo xvi, contempla el tema americano c o m o una valiosa directriz compositiva, poética prolongada, años más tarde, p o r Castellanos en sus Elegías. E n este marco, se ubica su canto a las navegaciones de los españoles hacia las Indias occidentales, que habrá de tener su reflejo p o r esos años en los Sermones de Pacheco y más adelante en La Hispálica de Belmonte. J u n t o a esta concisa alusión del canónigo, se trata, en efecto, del primer testimonio en el panorama de la poesía sevillana de la segunda mitad del Quinientos, anterior al de la Filosofía vulgar y al de Herrera en las Anotaciones. E n armonía con este hito de evidente calado, asistimos a u n considerable n ú m e r o de motivos en ambos poemas mitográficos (La Psyche y el Hércules) acordes con este maridaje entre realidad y ficción, historia y literatura, en lo que concierne al tema americano. Las referencias en prosa al imaginario indiano en el Hércules vienen a ilustrar, a m o d o de comentario, el canto a las navegaciones, a u n q u e una parte de las entradas corresponda a otros pasajes del poema en los que se ofrece algún dato preciso sobre las Indias occidentales. Para ello, la perspectiva de cronista, a la manera de Anglería en sus Decades, M a r i -

DE VIAJES, CONQUISTADORES Y LECTURAS

223

neo Sículo y Mexía 6 3 , le permite a Mal Lara describir la realidad a m e ricana de forma eminentemente libresca, c o m o también Pacheco, frente a Castellanos y Cueva. C o n todo, esta actitud le sugiere sublimar tal sed de aventuras épicas en lo referente a los viajes, moralizando, a la par, el exceso de ambición de los conquistadores, motivo, en contraste, objeto de parodia en la Sátira apologética. El poeta se debate, p o r ello, entre la admiración hacia los viajeros y su obligación de neutralizar, mediante la lectura estoica, el c o m p o r t a m i e n t o impropio para con la moral. Resulta necesaria, p o r tanto, la contextualización de este canto a las navegaciones en el marco del H u m a n i s m o hispalense. D e hecho, está en consonancia c o n el saber cosmográfico, la importancia de la Casa de la C o n t r a t a c i ó n en la ciudad y, c ó m o no, el leitmotiv de los viajes con r u m b o al espacio americano, motivos censurados, en c o n traposición, p o r P a c h e c o e n la Sátira y los Sermones. Mal Lara, a su vez, a m o d o de híbrido crisol, evoca, a lo largo de su p o e m a , figuras relevantes a este respecto, a saber: Mexía, H e r n a n d o C o l ó n , Alonso y J e r ó n i m o de Chaves. Los instrumenta de interés, en este sentido, vien e n dados p o r el c o n o c i m i e n t o de auctores clásicos c o m o Estrabón, P t o l o m e o — r e f e r i d o en la Sátira apologética— y P o m p o n i o Mela 6 4 , proceder que deja su huella en la proyección del imaginario mítico. Es más, tal c o n c e p c i ó n literaria c o n t e m p l a d a p o r M a l Lara en el e n t o r n o h u m a n í s t i c o p o r esos años e n t r o n c a , p o r otra parte, e n lo que atañe a su c o n t e n i d o moral y estoico, c o n la poesía sevillana de transición al siglo xvn. Asistimos, pues, a una prolongación, a m o d o de continuum, de la clave moral estoica desde M a l Lara — e n v i r t u d de la lectura detenida de H o r a c i o , L u c a n o y S é n e c a — , v i g e n t e en Pacheco y q u e llegará a Herrera y a los poetas ubicados en los aledaños del xvn. E n este contexto, Alcides, recordado en la Sátira, en La Hispálica, la epístola v de Cueva y las Elegías de Castellanos, se alza c o m o u n emblema épico-moral de abolengo estoico representativo de la ciudad hispalense. A la lectura moral de dicho distintivo (identificado, c o n frecuencia, c o n Carlos V) debió contribuir, además, la

63 Este ú l t i m o interesado por el tema de la nao Victoria, que llegará hasta Mosquera, Caro y Belmonte. 64 Autoridades ambas, c o m o se ha señalado, mencionadas por Castellanos en sus Elegías.

224

F R A N C I S C O JAVIER E S C O B A R B O R R E G O

influencia e n Mal Lara de su a m i g o el Brócense durante su etapa salmantina, p e r í o d o e n el que se e m p e z ó a gestar el Hércules, e n 1549. Se trata, en efecto, de u n o de los principales artífices en la frecuentac i ó n del n e o e s t o i c i s m o , p u e s t o que, entre otras cosas, a c o m e t e r í a , c o n el t i e m p o , el c o m e n t a r i o del Enchiridion de E p i c t e t o (Doctrina del estoico filósofo Epicteto, de 1 6 0 0 ) 6 5 . La presencia de esta divisa estoica aúna, p o r tanto, el imaginario americano c o n la ciudad hispalense. Por último, la a r m o n i z a c i ó n de viajes — c o m o los de H é r cules y P s i q u e — , c o n q u i s t a d o r e s de la talla de C o r t é s o Pizarro y lecturas eruditas a p r o p ó s i t o del N u e v o M u n d o , de v i s i b l e sabor h u m a n í s t i c o , c o n s t i t u y e , e n fin, u n atractivo caudal literario q u e avivó la i m a g i n a c i ó n de buena parte de los poetas hispalenses de la segunda mitad del Q u i n i e n t o s .

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LA GRANDEZA MEXICANA : ÁMBITO Y ORBE DE U N POEMA DESCRIPTIVO Joaquín Roses Universidad de Córdoba

Fiel al título, en las páginas que siguen prestaré una atención especial al concepto de «poema descriptivo» que, contra lo obvio y esperable, no ha sido convenientemente abordado por los estudiosos del texto. N o desperdiciaré tampoco la apelación sesgada a una acepción de «ámbito» que se refiere al contorno del poema, con una reflexión específica sobre su construcción crítica, ámbito lamentablemente frecuentado por el lugar común y la reiteración perezosa. Por último, como la palabra orbe remite, entre otros significados, al conjunto de todas las cosas creadas, indagaré sobre el abuso interpretativo derivado del carácter referencial de la Grandeza mexicana. Mi objetivo, por tanto, no será demarcar los límites esféricos de la Grandeza mexicana, sino exponer con brevedad un estado de la cuestión que nos permita señalar defectos y excesos exegéticos y adelantar cuáles son las tareas pendientes más perentorias. Presentaré, además, las claves de un nuevo encuadre crítico y ofreceré dos muestras de su rentabilidad hermenéutica.

REEVALUACIÓN DEL «ÁMBITO»

Una reevaluación del ámbito crítico debe comenzar necesariamente por recordar lo que se desconoce o se olvida con demasiada frecuencia, que existen estudiosos de la obra de Bernardo de Balbuena anterio-

JOAQUÍN ROSES

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res al siglo x x . Antes de los trabajos monográficos de John Van H o r n e (1940) y José Rojas Garcidueñas (1958) se publicaron las tempranas iluminaciones críticas de Nicolás Antonio, Alberto Lista, Manuel José Quintana, Manuel Fernández Juncos y Marcelino Menéndez Pelayo 1 . Nicolás A n t o n i o , «interrumpiendo c o n un rasgo de entusiasmo su habitual sequedad bibliográfica», según anota M e n é n d e z Pelayo (pp. 5 1 - 5 2 ) , declaró a Bernardo de Balbuena superior a todos los poetas españoles por su elegancia en el uso de la técnica descriptiva, una de las principales aptitudes del buen poeta, c o m o ya señaló Aristóteles. Junto a ese e n c o m i o se destacan otras virtudes c o m o la majestad, la invención, la variedad, el estilo comparativo o las alusiones geográficas y astronómicas, muestra de erudición 2 . Sobre la descriptio, Manuel José Quintana pensaba algo tan notable c o m o olvidado hoy, aunque fuera sancionado más tarde por Menéndez Pelayo: «las facultades descriptivas del Abad de la Jamaica eran casi iguales a las del Ariosto, y por de contado superiores a las de cualquier poeta nuestro» 3 . D e «brillante y deslumbradora» califica M e n é n d e z Pelayo la «luz poética» de Bernardo de Balbuena (p. 45), a quien d e n o mina «el primer poeta genuinamente americano, el primero en quien

1

Lo tiene e n c u e n t a y lo utiliza c o n a c i e r t o R a ú l Díaz R o s a l e s e n su tesis doctoral inédita defendida el 17 de diciembre de 2008 en la Universidad de M á l a ga. E n el estudio preliminar de la misma, añade c o m o apéndices dos d o c u m e n t o s de s u m o interés. Por u n lado, el «Examen del Bernardo de Balbuena» d e A l b e r t o Lista, del cual existe u n m a n u s c r i t o a u t ó g r a f o e n la Biblioteca N a c i o n a l (ms. 23000). Se trata de u n discurso leído el 15 d e septiembre de 1799 en la A c a demia de Letras H u m a n a s de Sevilla y publicado m u c h o más tarde en la Revista de Ciencias, Literatura y Artes de Sevilla, III, 1856, pp. 81-92, 133-143. Por otro lado, el librito de M a n u e l Fernández Juncos, D. Bernardo de Balbuena, Obispo de Puerto-Rico. Estudio biográfico y crítico por..., P u e r t o - R i c o , Biblioteca de «El Buscapié», Imprenta Las Bellas Letras, 1884. A m b o s estudios f u e r o n editados p o r el m i s m o Díaz R o s a les en la revista Analecta Malacitana (ver referencias en la bibliografía). 2

« C u m sane carminis majestate fere c o n t i n u o exurgat, r e r u m adinventione ac varietate p l u r i m u m delectet, orationis perspicuitate & castitate nulli cedat, c o m p a r a t i o n u m vero appositissimarum usu, descriptionum elegantia, geographicae astron o m i c a e q u e rei l o c o r u m p u l c h e r r i m a tractatione, m i r a q u e e x p r i m e n d i , f e r e q u e oculis subjiciendi, q u o d tam longe a conspectu est, virtute, mea q u i d e m sententia nostros poetas o m n e s (quod praefiscine dictum) longo post se relinquat intervalo» (Antonio, 1783, p. 221). Estos elogios de Nicolás A n t o n i o corresponden al Bernardo, a u n q u e M e n é n d e z Pelayo los vincule a la Grandeza mexicana. 3

M e n é n d e z Pelayo, p. 51.

LA GRANDEZA

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se siente la exuberante y desatada fecundidad genial de aquella prodigiosa naturaleza» (p. 46). A la zaga de Quintana, Menéndez Pelayo destaca también la ornamentación y originalidad de su poesía y, lo que más nos interesa, su «intemperancia descriptiva unida a cierto refinamiento que le hace buscar nuevos aspectos en el paisaje y apurar menudamente los detalles con un artificio de dicción primoroso y nuevo» (p. 49). Afirma también que Balbuena convierte «su pluma en pincel con ímpetu y furia desordenada» (p. 51) y que tiene «más interés, más verdad y más animación [...] la descripción que hace de las grandezas de la ciudad que la del campo», pues en esta última no llega a liberarse de la «tiranía de los recuerdos clásicos e italianos» (p. 52). Todas estas insinuaciones, muy conocidas, pero poco atendidas, podrían haber provocado fecundos desarrollos. Muy al contrario, parecen haber sido solapadas por la crítica contemporánea, obsesionada por repetitivas búsquedas temáticas, contextúales o ideológicas. D e las aproximaciones a cuestiones genéricas, formales y expresivas quedan retazos en páginas de J o h n Van Horne, Francisco Monterde o José Rojas Garcidueñas, para citar varios estudios y prólogos de los años centrales del siglo x x . Pero en la eclosión crítica sobre la Grandeza mexicana que se produce en la última década de ese siglo y en la primera del xxi, lo que prevalece son otros asuntos: el elogio de la codicia, «el interés, señor de las naciones» 4 , lo cual ya había sido señalado mucho antes por Van Horne 5 ; el concepto de alteridad6; la noción de utopía 7 , en un artículo que deriva de otro de Durán Luzio; la inversión de las oposiciones tradicionales: campo/ciudad, naturaleza/artificio, vida contemplativa/vida activa (Ryjik), dicotomías también señaladas previamente por Van Horne (p. 131), quien las pone en relación con razones vitales: el alejamiento de lo intelectual a que aboca la vida rural y que Balbuena padeció; las tradiciones literarias y precedentes textuales, ya apuntados por Monterde (pp. x-xi) y Rojas Garcidueñas (pp. 137-138) pero que son amplificados por Sabat 8 ,Tovar y Barrera, cuyo artículo del año 2 0 0 6 reclama con acierto la necesidad de profundizar en el esquema retórico del poema.

4

Iñigo, Barrera, 2 0 0 3 .

5

Van Horne, 1940, p. 134.

6

Sabat, 1992a.

7

Torres, 1998.

8

Sabat, 1992b.

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En este panorama, supuso una excepción el enfoque crítico abierto por José Pascual Buxó en 1977 y Ángel Rama en 1983. Rama no sólo consideraba a Balbuena fundador del manierismo americano sino que apelaba con utilidad crítica a la relación entre los avances de la óptica en la época en que se escribe el poema y los procedimientos descriptivos desplegados en el mismo; también señalaba la relevancia teórica que se derivaba de las múltiples menciones al concepto de «cifra». Este último punto sería desarrollado más tarde por Pascual Buxó. Las anteriores insinuaciones críticas han sido poco aprovechadas: hasta donde conozco, sólo los artículos de Fernando Gómez (2003) y Jaime L. Martell-Morales (2003), se sitúan en esa línea, aunque con desigual fortuna. El artículo de Gloria María Hintze de Molinari (1991) es anterior cronológicamente, pero muy inferior. A la edición de Matías Barchino me referiré luego, aunque quiero utilizar ahora unas palabras de su introducción: «no se ha hecho un estudio específico sobre el estilo poético de Balbuena en toda su amplitud» (p. 50); son la constatación de un fracaso. En definitiva, el estudio del poema como uno de los ejemplos máximos de la poesía descriptiva del Manierismo, con el consiguiente análisis de sus recursos expresivos y la interpretación de su diseño retórico, ha quedado oscurecido por otros enfoques, más rutilantes y acordes con las modas de nuestro tiempo. Recuperar y desarrollar ese enfoque hermenéutico es una de las principales tareas pendientes, pero, como veremos inmediatamente, no la principal. Por desgracia, la tarea principal y más urgente es empezar por los cimientos textuales: elaborar con rigor filológico una edición crítica donde se palien todas las carencias que contienen las ediciones más accesibles9.

9 Son las ediciones de José Carlos González Boixo (Balbuena, 1988) y Matías Barchino (Balbuena, 2000), cuyos logros y carencias señalo en las líneas siguientes. Quisiera, no obstante, exponer en esta nota algunas observaciones sobre los estudios preliminares de ambas. En el de Barchino son dignos de elogio la voluntad de permanente actualización, el dominio bibliográfico (salvo extrañas omisiones), así como el intento de trazar un recorrido crítico sin renunciar al análisis; afean este esfuerzo las erratas y deslices técnicos, fruto quizá del descuido. Es grosero el siguiente error: «las cuatro mil octavas —esto es, los veinte mil versos— del Bernardo» (p. 14). Si el Bernardo estuviera compuesto de 4.000 octavas los versos serían 32.000 y no 20.000, pero el número de octavas del Bernardo ronda las 5.000, es decir, unos 40.000 versos. Es lamentable también que se le atribuya a Pedro Hen-

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Para ello, y ante la ausencia de manuscritos, el texto base debe ser, lógicamente, la editio princeps (1604). Ese año salieron dos ediciones de la Grandeza mexicana: Ocharte y Dávalos. Las investigaciones demostraron muy pronto que se trataba de dos ediciones idénticas, cuyo primer pliego, debido a una doble tirada, era distinto. En la bibliografía he recogido las entradas abreviadas correspondientes a las ediciones de la Grandeza mexicana publicadas después, tanto en el siglo xix como en el x x . Durante el último siglo aparecieron ediciones en Estados Unidos, México, Italia y, sólo al final (2000), apareció una edición española, la contenida en el volumen Poesía lírica preparado por Matías Barchino. Poco antes, en 1988, otro estudioso español, José Carlos González Boixo, editó la Grandeza mexicana, si bien fue publicada en una editorial italiana. Es triste que, después de haber esperado tanto, esas dos ediciones sean, finalmente y tal vez por imposiciones editoriales (lo cual disculpa a sus autores), ediciones mutiladas, pues no se incluyen en ellas los adjuntos de 1604. Esa es una razón más para editar la Grandeza mexicana: editarla completa. Hoy por hoy, no disponemos de una edición que, como la antigua de Van Horne 1 0 o la muy difundida de Luis Adolfo Domínguez 11 , recoja la editio princeps íntegra, a cuyo texto poético acompañan no sólo las dedicatorias y preliminares de rigor, sino también otros importantes documentos: la «Canción al Conde de Lemos», la «Carta al Arcediano» (que incluye la «Canción al Arzobispo de México» y la glosa en prosa, así como otros cuatro poemas sueltos) y el «Compendio apologético en alabanza de la poesía». Este último tratado es de sumo rendimiento, pese a ciertas declaraciones despectivas y apresuradas que se han hecho sobre el mismo. Lo que ocurre es que, ante estos difíciles y extensos mamotretos teóricos y sobrecarga-

ríquez Ureña, con mención incluso de un artículo suyo en la nota, una cita que pertenece a Francisco Monterde (p. 49 y nota 54). El estudio preliminar de José Carlos González Boixo, e incluso la edición en su conjunto, quizá haya quedado lastrado por su orientación escolar para un público extranjero, que limita claramente su potencial. De ahí que resulten decepcionantes las escasas seis páginas que llevan el engañoso título de «Análisis de la Grandeza mexicana» (pp. 20-25), sobre todo cuando se reducen a una descripción bibliográfica de los adjuntos al poema en la editio princeps. A esos importantes documentos, el propio González Boixo les asigna escaso valor literario y desestima su relación con el poema. Pascual Buxó piensa, creo que con razón, todo lo contrario. 10 11

Balbuena, 1930. Balbuena, 1971.

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dos de erudición, lo más fácil siempre es despachar su estudio diciendo aquello de que es de una pedantería insufrible y otras simplezas por el estilo. Así pues, inexplicablemente, las ediciones más recientes y accesibles, preparadas por colegas españoles, sólo contienen el poema j u n t o con la notable introducción en prosa al mismo escrita por el propio Balbuena. Es una carencia que debe solventarse. Resulta extraño también que no dispongamos en ninguna de esas dos ediciones, aunque esto debe hacerse extensible a todas las del siglo xx, de una necesaria numeración de los versos correspondientes a cada u n o de los nueve capítulos que f o r m a n la Grandeza mexicana o, en ausencia de esto, al menos de una numeración de los tercetos. La omisión de este instrumento tan útil hace penoso el seguimiento de la construcción crítica sobre el poema, pues la mayoría de los estudiosos debe citar los versos sin numeración. Por lo que respecta a la anotación, es merecedora de aplauso la labor realizada por González Boixo y Barchino, ya que se enfrentaban a un terreno baldío. Sin embargo, el volumen final de notas en ambas ediciones me parece escaso. Considero que 120 notas (Boixo) y 119 (Barchino) para un poema de 1.956 versos que contiene importantes dificultades, no sólo en el nivel léxico, constituye un balance aclaratorio más bien exiguo 12 . Desde la editio princeps (1604), han aparecido más de diez ediciones de la Grandeza mexicana durante los siglos xix y xx. La mayoría no recoge todos los documentos contenidos en la primera; sólo lo hacen dos ediciones (1930, 1971). Es significativo que la más atrayente de todas sea la publicada por Van H o r n e en 1930, la más antigua del siglo xx, pues es la más fiel a la princeps e incluye todos los preliminares. Debe reconocerse que en la última de las ediciones, la de Barchino, se hizo un importante trabajo con la fijación del texto, pero las diversas consideraciones expuestas anteriormente nos obligan a ratificar que, al día de hoy, la tarea crítica más urgente sobre la Grandeza mexicana sigue siendo realizar una edición íntegra y cuidada de la obra, para lo que será necesario utilizar los criterios de Van H o r n e con respecto a la

12 Aunque la mayoría de las notas son acertadas y útiles, una revisión minuciosa de las mismas sería muy recomendable. Así se evitarían inadvertencias y descuidos llamativos, a veces derivados de errores de perspectiva o de simples malentendidos, c o m o la interpretación de unos versos recogida por Barchino en su nota 119.

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selección de materiales adjuntos, aprovechar los avances en la fijación del texto y, muy especialmente, proceder a una anotación del texto más refinada y exhaustiva 13 .

CONTRA EL «ORBE»

El nuevo encuadre crítico que propongo se sustenta en la necesidad de considerar la Grandeza mexicana como lo que es y ya definieron sus primeros y olvidados críticos: un ejemplo sobresaliente de poesía descriptiva. Este enfoque no contradice las aportaciones obtenidas sobre el género específico del poema, derivadas de su esquema enunciativo como epístola poética dirigida a doña Isabel de Tovar y Guzmán, asunto bien desarrollado por Georgina Sabat 14 . Tampoco son desechables los resultados alcanzados mediante el anáfisis de los componentes pragmáticos e ideológicos, vinculados en gran medida al intento de obtener beneficios tanto del Arzobispo de México (Fray García de M e n d o za y Zúñiga) como del Conde de Lemos 15 . Ninguno de estos enfoques es excluyente, pero el predominio de los asedios interpretativos contextúales ha oscurecido el núcleo incandescente que concede relevancia y calidad estética a este importante poema del Siglo de Oro. El problema, en este sentido, no es que los críticos hayan desestimado los valores descriptivos de la Grandeza mexicana, sino que han abordado esa faceta de su estudio desde parámetros impresionistas, con observaciones superficiales que tenían que ver más con los referentes históricos (si es que eso existe) del poema que con el lenguaje poético mismo. El nuevo encuadre es una lucha contra el orbe porque estudiar un poema descriptivo no es situarse tan sólo en el orbe referencial de

13

Antes de que esto suceda, tendremos que esperar a que aparezca una nueva edición, supongo que no precisamente crítica, encomendada por la editorial Cátedra a Asima F. X. Saad Maura, la autora de una tesis doctoral inédita sobre Bernardo de Balbuena defendida en la Universidad de Pennsylvania en 1999. Espero tan sólo que esa edición no se sitúe en el mismo nivel de competencia y novedad que dicha tesis, aunque, como diría Borges, «consigno mi esperanza [...] de no tener razón». 14 Sabat, 1992b. 15 Recordemos que esa dualidad de destinatarios explica la doble tirada del primer pliego que da lugar a dos ediciones: Ocharte, 1604 y Dávalos, 1604.

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ese poema, o parafrasear o incluso glosar el universo de cosas que lo constituye, sean caballos, damas o edificios. Estudiar un poema descriptivo es trascender su índole referencial y desvelar su juego de correlaciones entre discurso y mundo. Reitero que, salvo algunos análisis parciales, no existe un estudio de conjunto de la Grandeza mexicana que se haya propuesto el análisis y la interpretación del poema desde este presupuesto crítico. Dicho trabajo debería comenzar con un capítulo dedicado a los fundamentos teóricos sobre la poesía descriptiva, lo cual, independientemente de su utilidad práctica, nos ofrecería gratas sorpresas por las posibilidades de aplicación al estudio del texto, c o m o demostraré seguidamente en el esbozo, forzosamente esquemático, que ofrezco. La teoría literaria moderna ha dedicado muy destacadas investigaciones al fenómeno de la descripción, a la que Wittgenstein ya le asignó «el lugar de toda explicación» 16 . La mayoría de esas indagaciones teóricas han sido aplicadas a los estudios narratológicos donde opera el par narración/descripción, cuyo ingenuo carácter antitético hace ya décadas que fue superado. En esa ingente producción sobre el asunto, algunos teóricos han explorado los fundamentos y naturaleza de la descripción en poesía lírica y, por tanto, su empleo privilegiado en el poema descriptivo. C o m o premisa, según apunté arriba, debe quedar claro que en una teoría sobre la naturaleza y funcionamiento de la descripción no todo puede reducirse al referente, al objeto descrito 17 , un proceder que ha sido perpetrado con abuso en el caso de la Grandeza mexicana. Es necesario, por el contrario, reparar en que «toda práctica descriptiva está al servicio de la optimización de la correspondencia entre la intención elocutiva del enunciador y la interpretación por parte del enunciatario de aquello que se le hace ver»18. Atender con precisión al marco enunciativo del poema de Balbuena supone el primer paso para asentar la pertinencia de este principio. En la Grandeza mexicana, los vínculos más rentables para el análisis no son, pues, los establecidos con el referente, sino con los códigos retóricos y semióticos. A este respecto debe recor16

Casas, 1999, p. 7. Para la elaboración teórica de las próximas páginas, aplicada con todo interés a la Grandeza mexicana, sigo muy de cerca la síntesis de Arturo Casas citada en la bibliografía. 17 Casas, 1999, p. 8. 18 Casas, 1999, p. 10.

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darse que, en las prácticas de la antigua retórica, la descripción nace con mayor libertad que otras técnicas, c o m o la narrado, lo que confirm a el h e c h o de que la descriptio fuera u n o de los primeros ejercicios retóricos en liberarse del yugo de la referencialidad, con lo cual, y esto es lo más interesante, los modelos imitados ya n o se situaban en el c o n texto sino en el intertexto 1 9 . Sobrepasando los anteriores espacios comunicativos, la descripción debe incardinarse en u n ámbito cognitivo, dentro del cual son esenciales las dimensiones antropológica (marcos culturales) y fenomenológica (teoría de la percepción) 2 0 . En este último sentido, son m u y fértiles las propuestas de Jean M o l i n o sobre el esquema descriptivo c o m o herramienta perceptiva y cognitiva orientada a la representación de u n m u n d o 2 1 , algo que j u z g o c o m o elemento clave en el estudio literario de la Grandeza mexicana. También inciden en lo fenomenológico p e r ceptivo los trabajos de Denis Apothéloz, que define el objeto descrito c o m o u n continuum que en la descripción debe ser sometido a las actividades de desglose, elección y ordenación 2 2 . Esta sucesión de operaciones que se produce en todo poema descriptivo resulta m u y rentable en el análisis de la estructura compositiva y dispositiva del p o e m a de Balbuena. E n estos asuntos, la oposición a los viejos postulados de Gerard Genette, que consideraba a la descripción c o m o una pausa, concede relevancia en el estudio de los mecanismos fenomenológicos de la descripción a lo procesual, pues todo acto de describir es procesual, frente a la añeja idea de que la descripción se sustentaba en lo estático. Desde estas coordenadas, debe ser estudiada, sin más dilación, la octava inicial del poema, p o r su carácter claramente metadiscursivo y procesual: De la famosa México el asiento, origen y grandeza de edificios, caballos, calles, trato, cumplimiento, letras, virtudes, variedad de oficios, regalos, ocasiones de contento, primavera inmortal y sus indicios,

19 20

21 22

Casas, 1999, p. 12. Casas, 1999, p. 18. Casas, 1999, p. 13. Casas, 1999, p. 14.

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gobierno ilustre, religión y estado, todo en este discurso está cifrado 23 .

C o m o bien sabemos, este arranque, e m b r i ó n y cifra a la vez de todo el poema, será desarrollado en los nueve capítulos del mismo, los cuales funcionan como un reajuste siempre pendiente de lo ya dicho, de lo que se prevé añadir y también de su totalidad en cuanto acontecimiento discursivo. En otro orden de cosas, sería rentable también la aplicación de las teorías de Philippe H a m o n , quizá quien ha dedicado más estudios al f e n ó m e n o que nos ocupa. Sus aportaciones acerca de los elementos enunciativos, constructivos y tipológicos de la descripción resultan fundamentales para cualquier aproximación a los textos poéticos descriptivos. En el caso concreto de la Grandeza mexicana se revela como u n criterio central de análisis la llamada «descripción de tendencia horizontal» 24 , de claro predominio en el poema de Balbuena. Se trata de un tipo de procedimiento orientado a la exhaustividad y que se formaliza en esas interminables listas enumerativas tan representativas del texto que estudiamos. También resulta aplicable su concepto de «previsibilidad léxica», frente a la «previsibilidad lógica» de la narración 2 5 , sobre todo si consideramos la relevancia del componente léxico. Pese a lo defendido y reiterado sin ponderación por numerosos críticos del poema, muchos de sus tercetos no se sustentan en la construcción de imágenes o alusiones, no se consolidan poéticamente en el despliegue de la metáfora, sino en la pura nominación. Al rebatir los automatismos críticos repetidos hasta la saciedad y asentar esa nueva vía de análisis, se llegaría a resultados provechosos: bastaría con determinar la forma y funcionamiento en la Grandeza mexicana del sistema descriptivo, tan frecuente en ella, formado por un pantónimo (o denominación) y una expansión jerarquizada integrada por una nomenclatura y por una serie de cualidades o, incluso, por ambos procedimientos 26 . Si pasamos ahora del terreno de los procedimientos al de las taxonomías, sería también m u y productiva la utilización práctica de los conceptos de la narratóloga Mieke Bal, quien distingue seis modalida23 24 25 26

Cito siempre por la edición de Matías Barchino: Balbuena, 2000. Casas, 1999, p. 38. Casas, 1999, p. 39. Casas, 1999, p. 41.

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des de descripción, entre las cuales tanto la llamada referencial enciclopédica como la retórico-referencial, así como las cuatro restantes 27 podrían servir para determinar las tipologías descriptivas en la Grandeza mexicana. Con todo, quizá lo más llamativo en la aplicación de estos avances teóricos, sería la constatación de que en el poema de Balbuena existe una significativa ausencia de la llamada por Vladimir Toporov operación generativa, propia de los poemas épicos y de las grandes cosmogonías. Al referirnos a la épica se abre un caudal de posibilidades críticas inexploradas en la Grandeza mexicana. Aunque se trata de un poema descriptivo, las conexiones con las otras grandes obras de Balbuena, tanto con el Siglo de Oro (especialmente la égloga vi) como con el Bernardo, serían muy ilustrativas de un pulso poético que Balbuena aprende en los modelos clásicos latinos e italianos. Ese tipo de conexiones han sido apuntadas tangencialmente por los estudiosos del poema, pero no han sido desarrolladas para explotar toda su fecundidad. Por ejemplo, pese a las comparaciones tradicionales del genio descriptivo de Balbuena con el modelo de Ariosto, considero que deberíamos atrevernos a exceder los cotejos establecidos por Quintana y Menéndez Pelayo y prolongarlos en el plano creativo con las novedades introducidas por Tasso en la Gerusalemme Liberata (1581) y en el plano teórico por las reflexiones del mismo Tasso en los Discorsi del poema eroico (1594). Y es que en filología la apasionante aventura intelectual de la teoría poética contemporánea no invalida los logros ineludibles de la poética clásica y sus revisiones modernas en la quiebra de los siglos XVI y xvn. Por ello, todo este recorrido por la teoría de la descripción en el siglo x x debe aplicarse sin menoscabo de lo ya sabido y trillado, o sea, de las veteranas teorías de la descripción, no como género sino como técnica. Éstas se fundamentan en el carácter mimètico de la poesía que preside la Poética de Aristóteles, para quien describir era «poner ante los ojos» del lector, así como en la catalogación de las hipotiposis por Cicerón y en el conocido tópico horaciano «ut pictura poesis», cuyas derivaciones y sistematizaciones en Quintiliano nos llevan a las figuras retóricas sustentadas en el criterio de la adición, tanto de pensamiento (écfrasis) como de dicción (enumeración), verdaderos ejes de la Grandeza mexicana, donde predomina de igual modo, y con genialidad, la virtud retórica de la «vivacidad» o

27

Casas, 1999, p. 42.

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«intensidad» (enargeia). Sobre esto último, debe quedar claro que no hablamos en ningún caso de veracidad. La confusión ha causado una nefasta deriva en la consideración crítica y en la selección de temas de estudio del poema. Lo que quiero decir es, sin más, que la urgencia o inmediatez del efecto de representación subjetiva es más importante que la estricta verdad de sus contenidos28. Sin este principio, coherente con el carácter epistolar y pragmático del poema, la interpretación del mismo está abocada al error. Un ejemplo de todo lo anterior es la citada Gerusalemme liberata de Tasso, muchos de cuyos pasajes descriptivos conjugan la imaginería vivaz con la intensidad pictórica y la perspicacia psicológica. Todos estos efectos literarios son también visibles en la Grandeza mexicana.

EJEMPLOS DE PROCEDIMIENTOS DESCRIPTIVOS

Al principio de este trabajo hablaba de un estado de la cuestión, un nuevo encuadre crítico y algunos ejemplos de su rentabilidad hermenéutica. N o es posible desarrollar aquí en toda su extensión las posibilidades exegéticas de los presupuestos teóricos anteriormente apuntados. Por ello ofreceré tan sólo un avance de las mismas centrándome en dos muestras específicas: a) la presencia y tratamiento en el poema de la doctrina de la variedad barroca, b) la apelación en el poema a los distintos códigos de los sentidos, especialmente el visual.

a) Variedad barroca Nos encontramos ante un tema complejo cuyo estudio puede ser controvertido. Con frecuencia el concepto de variedad se confunde fácilmente con el de cornucopia, por lo que en las prácticas creativas se formaliza, a veces metadiscursivamente, mediante el empleo de vocablos como variedad, vario, mil, etc. En la Grandeza mexicana son muy numerosas esas expresiones, cuya aparición y alcance no han sido estudiados29.

Web y Weller, p. 284. Tuve ocasión de examinar el fenómeno en «Góngora, emblema de la variedad barroca», Congreso Internacional Andalucía Barroca, Sevilla, Junta de Andalucía, 28 29

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E n el ingente repertorio de frases proverbiales y dichos latinos que nos ha legado la tradición clásica figuran palabras c o m o varietas y variado. E n todos los casos, el c o n c e p t o se halla v i n c u l a d o al sustantivo voluptas o a derivaciones del verbo delectare. Algunas consideraciones sobre la varietas se encuentran ya en la Poética de Aristóteles, casi siempre ligadas al ornato. Las Instituciones oratorias de Quintiliano abordan, de nuevo, la cuestión. Varios siglos después, a finales del iv, M a c r o b i o retomará el tópico de la variedad en sus Saturnalia. C a n ó n i c a m e n t e , C i c e r ó n en la prosa y Virgilio en la poesía serán los m o d e l o s latinos fundamentales para la formación del escritor en la Edad Media. Dichas coordenadas se m a n t i e n e n hacia el siglo x v y serán esenciales para c o m p r e n d e r la teoría de la imitación, en cuya transformación y desarrollo o c u p a u n papel central la llamada docta varietas. El n o m b r e ineludible a este respecto es Angelo Poliziano, quien en su polémica epistolar con Paolo Córtese, defensor del estilo ciceroniano, había p r o clamado la doctrina de la docta varietas. Poliziano, con perspicacia y refinamiento, aun admitiendo la perfección estilística de Cicerón, sugiere la necesidad de imitar más de u n modelo. Su tesis es renovadora, p o r cuanto concede al escritor la libertad de acrisolar en sus propios textos, de f o r m a original, los materiales procedentes de diversos autores latinos. D e ese renovador precepto derivará gran parte de la poesía renacentista. En el tratado teórico más relevante del Siglo de O r o español, la Filosofía Antigua Poética de Alonso López Pinciano, las menciones al f e n ó m e n o son abundantes. Este c ú m u l o de alusiones teóricas a la varietas quizá n o tenga la misma fortuna e influencia que u n solo verso, más leído, citado y reelaborado sin duda que los mamotretos teóricos, y que servirá para d i f u n dir el precepto en la literatura del Siglo de Oro. M e refiero a u n verso del poeta petrarquista de finales del siglo x v Serafino dei Ciminelli, más conocido c o m o Serafino dell'Aquila o Serafino Aquilano (14661500), de cuyo éxito en el siglo xvi son testimonio las cincuenta y tres ediciones de su poesía que aparecieron entre 1502 y 1568, aparte de su presencia en numerosos manuscritos. El verso al que m e refería es el último del soneto XLVIII, según la numeración del impreso Opere, apa-

2009, en prensa. Para completar el resumen que sigue, remito a esas páginas, más completas, tanto para la documentación exhaustiva de los textos y referencias citados como para ampliaciones de tipo bibliográfico.

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recido en R o m a , Ioani de Besicken, 1515, y dice así: «et per tal variar natura é bella». Este verso se difundirá mediante la cita literal, variantes (ejemplo, los endecasílabos «per molto variar natura é bella» o «per troppo variar natura é bella») y reelaboraciones por parte de los poetas españoles. Desde el año 1916 se han venido dedicando artículos y notas a su fortuna, de m o d o que sólo me compete recordar ahora que en Italia será central en las polémicas sobre la épica. En España será utilizado por Cervantes en La Galatea y en su comedia Pedro de Urdemalas, y por otros autores como Lope de Vega, Tirso de Molina o Liñán de Riaza para defender la variedad c o m o fuente de belleza y propiciadora de placer. En prosa, una de las citas más conocidas es la del capítulo 1 del libro primero de la segunda parte del Guzmán. Tanto de los testimonios teóricos como de las reelaboraciones procedentes del verso de Aquilano deducimos que el f e n ó m e n o de la variedad es, al menos, tan amplio c o m o lo que, en su sentido más común, la palabra determina. Lo anterior no impide que intentemos establecer algunas definiciones y tipologías. Pese a la carencia de explicaciones definitivas, es irrebatible que lo que llamamos «variedad» (que incluye los conceptos de variatio y variétas) puede definirse c o m o u n principio general de la literatura que determina el funcionamiento de varios niveles del discurso literario, pero que afecta también al mecanismo pragmático. H e intentado clasificar la abusiva y ambiguamente llamada «variedad barroca», sobre la que hay un gran vacío crítico, en siete tipos: 1) estilística, 2) compositiva, 3) temática, 4) tonal, 5) genérica, 6) enunciativa y 7) cotextual o histórico-literaria. Estoy convencido de que la nómina es insuficiente y de que las categorías n o f o r m a n compartimentos estancos. D e la interacción de las siete y la ampliación de sus tipos podrían derivarse interesantes conclusiones sobre el fenómeno en sí y sobre su relevancia en la Grandeza mexicana. Obsérvese, para empezar, cómo los dos ejemplos de procedimientos descriptivos cuyo estudio adelanto, el de la variedad y el de la visualidad (poesía como pintura), se hallan conjuntamente en un fragmento del cap. iv, cuyo título es ya indicio de esa tendencia («Letras, virtudes, variedad de oficios»): Ríndase el mundo, ofrézcale la palma, confiese que es la flor de las ciudades, golfo de bienes y de males calma;

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pida el deseo, forme variedades de antojo el gusto, el apetito humano 3 0 sueñe goloso y pinte novedades, que aunque pida el invierno en el verano, y el verano y sus flores en invierno, hallará aquí quien se las dé a la mano (cap. iv).

En el terceto central se formaliza de manera clara la vinculación entre deleite y variedad. Contiene este terceto tres cláusulas, las dos primeras con el sujeto al final y la tercera con el sujeto al comienzo, cuyo orden convencional reconstruido sería: «el deseo pida, el gusto f o r m e variedades de antojo y el apetito h u m a n o sueñe g o l o s o y pinte novedades». D e manera que «deseo», «gusto» y «apetito» (tres sustantivos del mismo campo conceptual) representan el universo del deleite, ligado a los sustantivos «variedades» y «novedades», c o m o corresponde a la doctrina de la variedad. La presencia del verbo «pintar», de los sustantivos «gusto» y «apetito» y del adjetivo «goloso» consolida también el predominio de los códigos sensoriales en el poema 3 1 . En la Grandeza mexicana encontramos a veces fragmentos metadiscursivos, cuando no directamente alegóricos, que pueden relacionarse con la propia experiencia vital o creativa de Bernardo de Balbuena. Es el caso del importante comienzo del capítulo v: La fresca yedra que en el tronco y falda del olmo antiguo en mil engaces sube sus bellos enrejados de esmeralda

30 Estos versos ofrecen algún problema textual: González Boixo (Balbuena, 1988) pone una coma al final del verso anterior y lee «forme variedades, / dé antojo al gusto»; Barchino (Balbuena, 2000) respeta con criterio el encabalgamiento del verso anterior, pero lee «forme variedades / de antojo al gusto». Opino que ambos editores se equivocan y propongo la lectura que aparece en la cita: «forme variedades / de antojo el gusto», donde, en buena lógica, «el gusto» funciona como sujeto de «forme variedades de antojo». Esa es la lección de Van Home (Balbuena, 1930), pero parece que Barchino ha reproducido sin más el error de la edición de Luis Adolfo Domínguez (Balbuena, 1971). 31 Una nueva defensa de la variedad engendrada por el gusto reaparece, de modo tangencial, al final del poema: «cuanto en un vario gusto se apetece / y al regalo, sustento y golosina / julio sazona y el abril florece» (cap. ix).

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y con una agradable y fresca nube hace verano y sombra por su parte al sitio ameno donde ayer estuve, por más belleza que le añada el arte, si le faltan los varios ramos bellos en que se enreda, cruza y se reparte, caerá su verde lozanía con ellos, o será cobertor de un seco tronco, sin fruto asida en él por los cabellos (cap. v). Por un lado, en una primera lectura tenemos aquí la matización del viejo tópico «ars naturam adiuvat» (el «arte» ayuda a la «naturaleza»), que ya encontramos en los Emblemas de Alciato, concretamente en el número 98. Balbuena parece suscribir la doctrina platónica, expresada entre otros p o r Luis Alfonso Carvallo en su Cisne de Apolo (1602), según la cual, en la disciplina poética, al contrario de otras, «tiene la naturaleza el primo lugar». N o obstante, más allá de esa lectura literal, debemos interpretar este pórtico del capítulo v de otro modo. Reparemos para ello en la presencia clara del sujeto poético, mediante el uso de la primera persona, en el sintagma «ayer estuve».Tras los versos citados, confiesa el poeta en el cuarto terceto: ¿Qué mucho que hable con lenguaje ronco quien tantos años arrimado estuvo al solitario pie de un roble bronco? (cap. v). Balbuena alude, sin duda, a sus años en el curato de San Pedro Lagunillas a fines del siglo xvi, período vital de residencia en el campo que ha determinado uno de los más conocidos pasajes de la Grandeza mexicana, el del capítulo iv en que maldice la vida en los pueblos chicos. Los versos que siguen a este terceto ratifican esta hipótesis y permiten una lectura en clave de este comienzo, donde se elogia la variedad de «ramas», la posibilidad de «cruzar de rama en rama / varios lazos de varias ocasiones». Todo ello puede encontrarse en la ciudad, emblema de la variedad frente a la monotonía del campo, con lo cual este pasaje es susceptible de ser leído como una alegoría cortesana en la que el poeta pide el amparo bajo el tronco diverso de ramas de los potentados a los que se acoge, especialmente el Arzobispo de México, a quien dedica su libro.

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Otras menciones a lo vario carecen de las implicaciones metapoéticas y alegóricas que propician las anteriores y son, p o r tanto, m e n o s relevantes. La mayoría de ellas obedece a la propia condición diversa y enciclopédica del poema y, c o m o era esperable, aparecen m u y pronto, ya el capítulo i, en u n o de cuyos pasajes leemos: De varia traza y varios movimientos varias figuras, rostros y semblantes, de hombres varios, de varios pensamientos; arrieros, oficiales, contratantes, cachopines, soldados, mercaderes, galanes, caballeros, pleiteantes, clérigos, frailes, hombres y mujeres, de diversa color y profesiones, de vario estado y varios pareceres, diferentes en lenguas y naciones, en propósitos, fines y deseos, y aun a veces en leyes y opiniones, y todos por atajos y rodeos en esta gran ciudad desaparecen de gigantes volviéndose pigmeos (cap. i). La elegancia rítmica y la selección léxica de estos tercetos son una prueba indudable de las capacidades descriptivas de Balbuena. El inicio del pasaje está presidido p o r la reiteración semántica mediante el uso del adjetivo «vario» y sus derivados morfológicos; mientras en el segundo terceto se hace gala del dominio enumerativo tan característico del estilo de este poema, los sinónimos «diverso» y «diferente» (en sus variedades morfológicas) o c u p a n c o n equilibrio m e d i t a d o los tercetos siguientes. El cierre del fragmento no sólo es rotundo e impactante sino que demuestra con claridad el uso de la perspectiva en la Grandeza mexicana, el juego de lo macrocósmico y lo microcósmico, el contraste entre lo grande y lo pequeño; procedimientos que podemos relacionar, c o m o hizo Ángel R a m a , con los avances científicos en las disciplinas ópticas 32 . 32

A lo largo de todo el poema encontramos jalones dispersos de esas constantes menciones a lo variado, como en los ejemplos siguientes que reproduzco aquí

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b) Códigos sensoriales La relación de los procedimientos descriptivos con lo cognitivo fenomenológico nos permite apelar a la teoría de la percepción, en la cual ocupa u n lugar de privilegio el ámbito de los sentidos. E n el poema descriptivo Grandeza mexicana se acude con frecuencia a los códigos sensoriales: olfativo, táctil, gustativo, auditivo y visual, siendo este último el que adquiere relevancia frente a los anteriores. Los mecanismos de descripción basados en la visualidad adoptan una plasmación específica en las referencias verbales e histórico-culturales al arte de la pintura y a sus campos semánticos correspondientes, de cuyo fondo de palabras se sirve Balbuena para denotar y connotar su propia tarea descriptiva. Esto, que parece una obviedad en el caso de un poema descriptivo y que podría obedecer a un conocido recurso clásico, no lo es tanto si reparamos en una notoria excepción.Varios estudiosos, y más recientemente Veronika Ryjik, afirman que el poema es tan general y panorámico en su planteamiento, que Balbuena casi nunca desciende a casos particulares y mucho menos a la mención de nombres propios de persona, salvo las realizadas a la destinataria de la epístola y a las autoridades civiles y eclesiásticas. Ello le sirve a R y j i k para volver al debatido asunto del «indio feo», una mención genérica, aunque calificada, que aparece en los versos finales del poema, y considera que esa presencia no es gratuita, sino que, muy al contrario, Balbuena ha querido destacar a ese personaje frente a la galería de anónimos diversos que pueblan el poema. Sin embargo, la autora no parece reparar en lo que supone una notable excepción a este proceder. En el capítulo iv, al hablar de letras, virtudes y variedad de oficios, el poeta no sólo inicia su desarrollo con versos dedicados al arte y la artesanía que contienen numerosas alusiones pictóricas, sino que destaca nominalmente, cosa que no hará

en nota para aligerar el texto: «los varios altibajos de fortuna, / por donde su potencia creció tanto, / que pudo hacer de mil coronas una» (cap. 11); «Telares de oro, telas de obra prima, / de varias sedas, de colores varias, / de gran primor, gran gala y grande estima» (cap. iv); «aves de hermosísimos colores, / de vario canto y varia plumería, / calandrias, papagayos, ruiseñores» (cap. vi); «Juegan, retozan, saltan placenteras / sobre el blando cristal que se desliza / de mil trazas, posturas y maneras» (cap. vr); «Pues tras los pasatiempos de la vida, / ¿quién torció el paso aquí que le faltase / en mil varios placeres acogida?» (cap. ix).

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en otros casos, a tres pintores de la época, con sus propios apellidos: Concha, Franco, Chávez. Esta peculiaridad es, c o m o digo, muy trascendente. El caso es que Balbuena podría haber procedido del mismo modo en cualquiera de las innumerables disciplinas nobles mencionadas en el poema, pero no lo hace. Rojas Garcidueñas ya detectó hace muchas décadas la virtualidad crítica de estas menciones: «en cuanto a esas referencias a la pintura, como en otros pasajes, aunque la Grandeza mexicana ni es ni quiso ser historia ni memoria informativa, tiene renglones que son un chispazo, una señal fugaz que marca un rumbo al investigador, por cuanto alude a obras o autores que nos son desconocidos, a pesar del r e n o m b r e indudable que tendrían hacia 1600» (p. 122). Resulta legítimo especular con que tales menciones obedezcan a una predilección personal de Balbuena por el arte pictórico, lo que se confirma por el uso constante del procedimiento comparativo más allá del pie forzado de un tópico. N o es necesario esperar al primer verso del poema para comprobar esta inclinación pictórica. Entre los preliminares del volumen correspondiente a la emisión Dávalos, que vio la luz en 1604, encontramos la «Canción al Conde de Lemos», en cuya estrofa 15 podemos leer: «No se ocupará más el pincel mío / en alzar sombras, dibujar grandezas». ¿Tópico o distinción precisa? Es difícil calibrarlo. Pero, junto al comentado comienzo del capítulo iv, encontramos en la Grandeza mexicana pasajes muy significativos al respecto. Entre todos ellos, destaca, por su tono alegórico y metadiscursivo, el comienzo del capítulo vm, en el que Balbuena, plantea un dilema estético: Hay una duda y no está averiguada: de una rosa, un clavel y una azucena, de olor süave33 y vista regalada, ¿cuál es la parte más preciosa y llena de regalo? ¿El olor o la hermosura? ¿A cuál de los sentidos es más buena? A la vista entretiene su pintura, el olor por el alma se reparte, éste deleita, aquélla da frescura;

33

Señalo la diéresis, que se les olvida a los editores modernos.

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mas, bien mirada, es toda de tal arte, que no hay olor sin parte de belleza, ni beldad que en su olor no tenga parte (cap. vm). N o sólo estamos ante la r e f o r m u l a c i ó n del viejo debate sobre la prioridad de los sentidos, en este caso u n a disputa entre la vista y el olfato, sino que, a la luz de la solución híbrida ofrecida p o r el poeta, nos hallamos ante u n a propuesta q u e está a la altura de la principal corriente literaria de la época, el Manierismo, y en consonancia c o n ello detectamos aquí una característica esencial del estilo descriptivo de Balbuena, c o m o es la sinestesia y el uso dosificado, en aras de una estética de la variedad barroca, de los diversos códigos sensoriales. Es cierto q u e este comienzo, c o m o se especifica en los tercetos siguientes, sirve al propósito de igualar con discreción política lo civil con lo eclesiástico, pero el planteamiento del dilema y su resolución es u n b u e n indicio de las ideas poéticas que determinan la expresividad descriptiva de la Grandeza mexicana, d o n d e n o falta la ironía revelada p o r el sintagma «bien mirada». Casi al final de ese mismo capítulo encontramos destacadas referencias al «guarismo», la «suma», las «letras» y los «ceros»: sus fundaciones, dotación y renta, ¿de qué guarismo compondrá la suma por más letras y ceros que consienta? (cap. vm), Lo que nos lleva a los siguientes tercetos: ¿Y de qué cisne la delgada pluma el valor contará de sus patrones, indigno de que el tiempo le consuma? Sus ánimos, grandezas y blasones, que piden por padrón un mundo entero, ¿cómo se estrecharán en tres renglones? (cap. vm). D e nuevo los procedimientos autorreferenciales figuran c o m o u n c o m p o n e n t e esencial de los propósitos pragmáticos de B e r n a r d o de Balbuena. El será el cisne cuya delgada pluma ejecute el milagro de c o m p e n d i a r la grandeza de M é x i c o en los estrechos límites de u n texto poético, y p o r ello será vencedor del tiempo que todo lo consu-

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m e . O t r a v e z los j u e g o s contrastivos entre l o mayúsculo y lo m i n ú s c u lo se apoderan del n e r v i o del p o e m a . C o n adelanto considerable a las obsesiones de B o r g e s en «El A l e p h » , se expresa aquí la ansiedad del poeta ante el reto de encerrar l o extenso del m u n d o e n la representac i ó n diminuta de la palabra. Esta alusión hacia el final del capítulo v i i i está magistralmente medida, pues prepara el arranque del «epílogo y capítulo último», d o n d e «Todo en este discurso está cifrado». A n t e ese radical e j e r c i c i o de c o n s c i e n c i a p o é t i c a , el p r o p i o B a l b u e n a se p r e gunta: Pero si es todo un mundo lo que encierra, y yo no sé hacer mundos abreviados como el que está del Cáucaso en la sierra, ¿quién alborota en mí nuevos cuidados para cifrar lo que cifré primero, pues todo es cifra y versos limitados? (cap. ix). C a s i toda la Grandeza

mexicana (desde el capítulo i al viii) es una

cifra de la c i u d a d de M é x i c o ; p e r o ese e x t e n s o e s p a c i o textual será sometido a u n n u e v o dinamismo inclusivo de cifrado en el capítulo i x ( c o m p e n d i o de u n t e x t o p r e v i o q u e p r e t e n d i ó ser el c o m p e n d i o de una ciudad). Se trata de u n proceso sucesivo de miniaturización abocad o a una reductio ad absurdum q u e haría las delicias de u n B u s t o s D o m e c q 3 4 . E n ese trayecto n o h e m o s p e r d i d o la perspectiva visual, pues lo más relevante para nuestros propósitos analíticos es q u e antes de estos tercetos el paradigma t e ó r i c o c o n el q u e se inicia el ejercicio de reducción poética es de índole pictórica: D e cosas grandes los retratos bellos, si se ha de ver la proporción y el aire de su famoso original en ellos y en breve espacio con igual donaire pintar un Ixión y un Ticio fiero, éste hiriendo la tierra, el otro el aire;

Léase, siempre por deleite, el magistral «Catálogo y análisis de los diversos libros de Loomis». 34

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ora escorzando láminas de acero el precioso buril suba el relieve, o el pincel haga su artificio entero; de cualquier modo el que a encerrar se atreve en un pequeño cuadro grandes lejos, y un gran coloso en un zafiro breve, sin los pinceles, gurbias y aparejos de Apeles y Calícrates, que hacían casi invisibles músculos y artejos y las líneas por medio dividían, y en cuerpo a las hormigas cercenaban lo que de perfección les añadían; si con tales cinceles no se graban, o con destreza igual no se colora, será milagro hallar la que buscaban. ¿Quién me hiciera un Mircímides, señora, que a sombra de una mosca y de sus alas entalló un carro, que aun se mueve ahora? Porque, excediendo en su dibujo a Palas, desta última grandeza de la tierra cifrar pudiera la riqueza y galas (cap. ix). Magníficas alegorías en términos pictóricos y escultóricos de todo el proceso de cifrado del poema, que desembocan en una declaración ansiosa de ese tema poético tan m o d e r n o que es la lucha del artífice con su instrumento, la constatación de las limitaciones artísticas frente al caótico mundo. Sintagmas c o m o «cosas grandes», «breve espacio», o hallazgos expresivos c o m o «encerrar [...] / en un p e q u e ñ o cuadro grandes lejos / y un gran coloso en un zafiro breve» son una muestra luminosa de la potencia descriptiva y de la capacidad conceptual del arte verbal de Bernardo de Balbuena 35 .

35

Otras alusiones al arte de la pintura son más convencionales y cercanas a un uso tópico del motivo, por lo que, sin ningún afán de exhaustividad, las recojo

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D e d i c a r varias páginas d e nuestro acelerado y digital siglo x x i a u n p o e m a d e 1 . 9 5 6 versos escrito h a c e más d e 4 0 0 a ñ o s es t a m b i é n u n e m b l e m a de la cifra y el c o m p e n d i o . R e c o n s t r u i r (o matizar) su á m b i t o crítico y enfriar las obsesiones p o r su o r b e referencial es m a y o r atrevim i e n t o , mas n o m e n o r l o c u r a . H e q u e r i d o p r o p o n e r a q u í , q u i z á , u n n u e v o enigma. Si tanto El Siglo de Oro c o m o el Bernardo h a n t e n i d o q u e brillar t í m i d a m e n t e b a j o las sombras respectivas d e La Diana y La Araucana, tal vez n o sea j u s t o q u e u n p o e m a descriptivo anterior a las Soledades de G ó n g o r a y al Paraíso de S o t o de R o j a s haya t e n i d o q u e sufrir la m i s m a suerte, precisamente p o r olvido de la sublimidad descriptiva q u e hizo grandes a p o e m a s posteriores a la gran Grandeza mexicana.

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DEL A N T I P E T R A R Q U I S M O E N LA A M É R I C A C O L O N I A L : AGUSTÍN DE S ALAZAR Y T O R R E S Jaime José Martínez Martín UNED (Madrid)

C o m o es bien sabido, la introducción del petrarquismo en España se inició en 1526 cuando, durante las celebraciones del matrimonio del emperador Carlos V con Isabel de Portugal, el embajador de la Serenísima República de Venecia, Andrea Navagero, incitó a Juan Boscán a usar en lengua castellana sonetos y otras artes de trabas usadas por los buenos authores de Italia [...]. Mas esto no bastara a hazerme pasar muy adelante, si Garcilaso con su juizio, el cual no solamente en mi opinión, mas en la de todo el mundo, ha sido tenida por regla cierta, no me confirmara en esta mi demanda.Y así, alabándome muchas veces este mi propósito y acabándomele de aprobar con su enxemplo, porque quiso él también llevar este camino, al cabo me hizo ocupar mis ratos ociosos en esto más fundamentalmente 1 .

Comenzó así una verdadera revolución poética, quizá la más radical de la historia de la poesía en lengua castellana, que culminó con la adaptación del endecasílabo y de las formas estróficas y géneros más característicos de la tradición italiana, soneto y canción principalmente. Sin embargo, en esta misma epístola «A la Duquesa de Soma», Boscán nos ofrece otra información que también es de gran importancia: 1

Boscán, 1999, p. 118.

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Porque la cosa era nueva en nuestra España [...] topé con hombres que me cansaron [...] los unos se quexavan que en las trobas desta arte los consonantes no andavan tan descubiertos ni sonavan tanto como en las castellanas; otros dezían que este verso no sabían si era verso o si era prosa, otros argüían diciendo que esto principalmente havía de ser para mugeres y que ellas no curavan de cosas de sustancia sino del son de las palabras y de la dulzura del consonante2. Es decir que, al mismo tiempo que el petrarquismo, en la literatura española entró el antipetrarquismo. N o obstante, para ser más precisos, habría que hablar n o de una sino de varias corrientes que, aun coincidiendo en su c o m ú n oposición a este sistema poético, divergían en las causas y en la forma en que se manisfestaron. Por ejemplo, el que describe Boscán en las palabras que acabamos de ver refleja fundamentalmente la respuesta negativa de aquellos autores que, c o m o Cristóbal de Castillejo, rechazaban las novedades q u e venían de Italia en nombre de u n nacionalismo que se oponía a c a m biar la tradicional poesía cancioneril castellana por otra extranjera. Pero también existió otro grupo de autores que rechazaron esa literatura p o r razones de índole religiosa o moral. Posiblemente el índice más revelad o r del fracaso de su i n t e n t o de i m p e d i r su difusión y lectura (pero quizá también, en algunos casos, la prueba de u n implícito r e c o n o c i m i e n t o de su valía artística) f u e la proliferación de los contrafacta, es decir, de las versiones sacralizadas de los grandes modelos poéticos p r o fanos. Es lo que hizo en Italia Girolamo Malipiero con su Petrarca Spirituale (1536) y, en España, Sebastián de C ó r d o b a con su Garcilaso a lo divino (1575). Sin embargo, el más d i f u n d i d o e i m p o r t a n t e de los m o v i m i e n t o s antipetrarquistas es el q u e surgió e n Italia a principios del siglo xvi c o m o consecuencia del cansancio que provocaba la constante repetición y m a n o s e o de los temas y f o r m a s retóricas del Canzoniere p o r parte de sus infinitos imitadores. E n este sentido, es importante subrayar la importancia de la labor de Pietro Bembo, quien logró convertir al autor toscano en el modelo poético p o r excelencia del R e n a c i m i e n to a través de u n gran proyecto intelectual en el que destacan su labor legisladora de lo que debía ser la lengua poética en sus Prose della volgar lingue (1525), de su tratado de a m o r platònico, Gli asolani (1505), así 2

Boscán, 1999, p. 116.

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como el ejemplo que suponían sus Rimas, en las que no sólo se veían aplicadas las ideas defendidas en los tratados mencionados, sino que, además, eran un buen ejemplo de sus teorías sobre la imitación. Hasta tal punto tuvo éxito este proyecto, que los poetas posteriores que siguieron su ejemplo, en su gran mayoría con pocas novedades, acabaron imponiendo en poco tiempo esta particular manera de reflejar el sentimiento amoroso y de convertirlo en poesía. Surgió así en Italia un movimiento, el petrarquismo tal como lo conocemos hoy día, que estaría llamado a extenderse por todo el continente, e incluso más allá, y a marcar el desarrollo de la lírica occidental. Pero casi al mismo tiempo produjo un hartazgo que condujo a autores como Pietro Aretino, Francesco Berni o BenedettoVarchi a degradar mediante la parodia y la burla los elementos esenciales de ese sistema poético, principalmente la filosofía amorosa de naturaleza neoplatónica y la idealización de la dama 3 . El hecho de que el introductor de esta corriente en España en el siglo xvi fuera don Diego Hurtado de Mendoza ya es un claro ejemplo de hasta qué punto el antipetrarquismo no llegó a constituirse en un sistema orgánico y coherente sino que fue fundamentalmente una simple m o d a en la que participaban los mismos autores que, en otros momentos, petrarquizaban. Sin embargo, hay que decir que esta visión paródica y burlesca tuvo su m o m e n t o de mayor esplendor durante el siglo xvn y en ella participaron, en mayor o menor medida, casi todos los poetas barrocos: Lope, Góngora, Quevedo, Polo de Medina, etc. Este proceso tuvo su continuación también en América, donde, como es sabido, se difundieron con gran rapidez los gustos literarios triunfantes en España. De tal manera que, en pocos años, la forma más prestigiosa del poetizar también allí fue el petrarquismo, pero donde también es posible seguir la polémica antipetrarquista. Así, por ejemplo, Juan de Castellanos se hará eco en sus Elegías de varones ilustres de Indias del debate en torno a los nuevos versos en términos no muy distintos a los que usara Boscán, poniendo de manifiesto la dificultad que encontraban algunos en adaptarse a unas novedades que creían extranjeras: [...]Y esta dificultad hallaba siempre Jiménez de Quesada, licenciado,

3

Mañero Sorolla, 1987, pp. 140-152 y Cacho Casal, 2003, pp. 230-259.

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que es el Adelantado deste reino, de quien puedo decir no ser ayuno del poético gusto y ejercicio. Y él porfió conmigo muchas veces ser los metros antiguos castellanos los propios y adaptados a su lengua, por ser hijos nacidos de su vientre, y éstos [los italianos] advenedizos, adoptivos de diferente madre y extranjera. Mas no tuvo razón [...]4. Incluso en u n o de los más tempranos y mejores poetas italianizantes mexicanos del siglo xvi, Francisco de Terrazas, es posible encontrar u n soneto, el famosísimo «¡Ay,basas de marfil, vivo edificio...», que, a u n q u e ni p o r su t o n o ni p o r su retórica s u p o n e n u n a violación del m o d e l o consagrado, su tema marcadamente erótico sí implicaba una desviación del mismo. Más radical, sin duda, es la r u p t u r a c o n el c a n o n petrarquista q u e p o d e m o s encontrar en la Silva de poesía de E u g e n i o de Salazar donde, f o r m a n d o p a r t e d e u n p e q u e ñ o c o r p u s de poesía satírico-burlesca, introduce u n «Epistolio de Pablos Gonzalo a su Lorenza» 5 en el que u n «rufo», es decir, u n proxeneta escribe una carta a su «dama», u n a prostituta, quejándose p o r n o ser correspondido y pidiéndole que le otorgue sus favores. A la ridiculización del sistema a m o r o s o petrarquista q u e s u p o n e su uso p o r dos p e r s o n a j e s p e r t e n e c i e n t e s a la m a r g i n a l i d a d social y a la utilización de u n lenguaje de germanías, se une, c o m o elem e n t o esencial, la degradación de la amada. Así, Lorenza se nos presenta c o m o una m u j e r gorda y m u y grande («Mirándote m e corre la babaza, / que, en viendo tu grandeza, m e embeleso / según eres de gorda y de grandaza», w . 35-36), a pesar de t o d o lo cual n o duda en calificarla de «hermosa». Pero es que, además, el color d e su rostro es «de b u e n b l a n c o puro», m u y lejos del «rosa y azucena» d e Garcilaso; p o r n o hablar de su «cabello aljofarado», es decir, c u b i e r t o p o r las liendres de los piojos. A pesar de estos ejemplos más o m e n o s tempranos, será en el Barroco cuando definitivamente el petrarquismo entrará en decadencia y se

4 5

Castellanos, 1997, p. 1262. Salazar, 2001, fols. 311r-312r.

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limitará cada vez más a ser u n simple cajón de sastre al que los poetas que deseaban expresar, o fingir, u n sentimiento amoroso podían recurrir en busca de tópicos, temas, sintagmas, etc., pero vacío de ese significado trascendente que convertía a Petrarca y, p o r extensión a todos sus imitadores, en ejemplos de vida dignos de emulación. Basta recordar, p o r ejemplo, lo que dice Sor Juana Inés de la C r u z cuando busca en la tradición u n modelo de belleza suprema con el que comparar a la Condesa de Galve 6 : En Petrarca hallé una copia de una Laura, o de una duende, pues dicen que ser no tuvo más del que en sus versos tiene.

R e s u l t a evidente que, al negar la existencia misma de m a d o n n a Laura, la monja mexicana demuestra ser plenamente consciente de que se las estaba viendo n o ante u n esquema de gran trascendencia h u m a na, sino ante u n simple j u e g o artístico que n o tenía valor más allá de los papeles, lo q u e facilitaba de paso el acercamiento burlesco y la degradación de sus pilares básicos. U n caso particular d e n t r o de esta c o r r i e n t e a ambas orillas del Atlántico es el del poeta y d r a m a t u r g o Agustín de Salazar y Torres (1642-1675). Nacido en España, se trasladó a México siendo aún m u y niño 7 siguiendo a su tío materno, d o n Marcos de Torres y R u e d a , obisp o de Yucatán, quien, debido a los enfrentamientos habidos entre el virrey C o n d e de Salvatierra y el Obispo Palafox y M e n d o z a , se hizo cargo del gobierno de la Nueva España de manera interina desde 1648 hasta su muerte en 1649 8 . Siendo m u y joven aún, destacó tanto en el colegio de San Ildefonso c o m o en la Universidad p o r su dedicación a las letras y p o r su habilidad versificadora hasta tal p u n t o que, con menos de doce años, fue capaz de recitar de memoria el Polifemo y las Soledades 6

Sor Juana Inés de la Cruz, 1994, p. 124. Aunque su editor, D.Juan de Vera y Tassis, dice que lo hizo con cinco años, es decir, en 1647,J. Ares Montes, 1961, p. 284, señala que probablemente se trata de un error, ya que parece ser que su tío, en cuyo séquito viajaba, hizo ese viaje en 1645. 8 Aunque algunas fuentes hablan de él como virrey, entre ellos Vera y Tassis, sin embargo parece que en su nombramiento (1648) no se hacía mención a esta palabra, sino que se le nombraba como Gobernador y Presidente de la Audiencia. Ocupó el cargo muy poco tiempo, pues falleció en 1649 (González Dávila, 2004, p. 406). 7

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de Góngora y de responder a las preguntas que le hacían sobre ambos textos explicando sus aspectos más oscuros. La fama que esta habilidad suya le deparó explica que entrara en contacto con el Duque de Alburquerque, para el que había compuesto una «Descripción en verso de la entrada en México del virrey Alburquerque», y que éste le convirtiera en su protegido. Además, en 1654 recibió el primer premio en el certamen que se celebró en honor de la Inmaculada Concepción 9 . En 1660 regresa a España acompañando al Virrey, quien seguramente le facilitó la entrada en la corte, gobernada por entonces por la reina Mariana de Austria debido a la minoría de edad de Carlos II. Para ambos, es decir para el Duque y para la Reina, compondría gran parte de sus obras de teatro, así como algunos poemas. En 1666 formó parte de la comitiva que acompañaba a la infanta Margarita María, hija de Felipe IV, que iba a reunirse con el emperador Leopoldo I, con quien se había casado por poderes. Cumplido este trámite, volvía a seguir de nuevo al Duque de Alburquerque, esta vez a Sicilia, donde había sido nombrado virrey. Durante el tiempo que permaneció allí, ocupó los cargos de Sargento Mayor (gobernador) en Agrigento (Sicilia) y Capitán de armas. De nuevo regresó a Madrid, donde murió en 1675 de una penosa enfermedad, a la edad de 33 años. Salazar y Torres pertenece a ese numeroso grupo de escritores del período virreinal que vivieron a caballo entre España y América. Aunque algunos críticos han establecido un cierto tira y afloja pretendiendo encasillarle como escritor sólo español (en virtud de su lugar de nacimiento y de que fue aquí donde desarrolló la parte fundamental de su obra artística) o sólo mexicano (destacando que fue allí donde adquirió su formación y donde dio sus primeros pasos en el mundo de las letras), creo que el asunto lo dejó definitivamente zanjado Octavio Paz: «¿Español o mexicano? Más bien: español y mexicano»10. N o olvidemos que, en ese momento, no existía aún una neta diferencia entre la cultura peninsular y la americana, sino que ambas formaban una unidad. Sin embargo, esta doble pertenencia no le ha servido para conseguir la atención de la crítica hasta tiempos muy recientes, en los que, sin embargo, se ha centrado principalmente en su producción dramática, mientras que la poética ha permanecida en un segundo plano.

9 10

Méndez Planearte, 1994, p. 179. Paz, 1992, p. 81.

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La Cítara de Apolo (1681), nombre bajo el que recogió su obra su amigo Juan deVeraTassis 11 , contiene en su primer volumen, además de algunas loas y bailes teatrales, también un buen número de poemas sentimentales, sacros, de circunstancias, fábulas mitológicas, etc., pero, además, un importante corpus satírico-burlesco, de acuerdo con los gustos de su época. Por lo que se refiere a estas últimas, hay que destacar un cierto interés por parte de su amigo en presentarlas como fruto exclusivo de su juventud: «Algunas travesuras del ingenio se hallarán en sus obras, que fueron efectos y trabajos de la puerilidad, no ocios de la juventud, pues su juiciosa discreción supo distinguir los tiempos y las edades» 12 . Este aparente menosprecio de esta literatura, sin embargo se contrapone a las varias ocasiones en las que, en los diversos textos preliminares que abren el volumen, se expresa claramente el alto valor que se le reconocía en la época. Por ejemplo, cuando se le compara con dos de los máximos representantes del género: «Formó don Agustín nuevo Parnaso / en su capaz gloriosa poesía / pues [...] / de Q u e v e d o [alcanzó], lo agudo y lo picante; [...] / de Marcial, lo juicioso y lo salado» 13 . Esta aparente contradicción no era rara en los siglos xvi y xvn, y es el fruto de los problemas teóricos que planteaba a la teoría poética durante el Siglo de Oro el género de la sátira. En efecto, los tratadistas conocían la existencia de una tradición de origen clásico, la satura lati-

11 La obra plantea un problema previo que hay tener en consideración aunque no voy entrar ahora en él y que no es otro que el de determinar con certeza la autoría de las composiciones que se recogen en el volumen. En efecto, hay algunos indicios que nos obligan a considerar la posibilidad de que no toda su producción lírica esté recogida allí, ya que el propio editor nos informa de que tiene la certeza de que compuso varias obras más, pero que no las publica porque no las ha encontrado entre sus papeles. Además, nos dice que otras no aparecen en el v o l u m e n porque no quiere poner en evidencia a algunos malintencionados que se las han apropiado sin ser suyas. Por otra parte, no hay que descartar que quizá algunas de las composiciones que se le atribuyen en él pudieran no ser suyas en realidad. Es lo que ocurre con la que allí se denomina «Fábula de Eurídice y Orfeo», que no es sino el «Orfeo» de J u a n de Jáuregui, que probablemente Salazar tenía entre sus papeles por ser obra de su agrado. Además,Vera Tassis terminó algunas comedias y poesías que Salazar había dejado incompletas, lo que nos obliga a no rechazar de antemano la posibilidad de que haya podido manipular también otras. 12 13

Salazar y Torres, 1694, xn. Salazar y Torres, 1694, xix.

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na, que se caracterizaba, sobre todo a partir del ejemplo horaciano, p o r u n estilo medio, u n carácter moral y p o r el rechazo del ataque personal; además, en este sistema, la risa sólo se admitía c o m o m e d i o para favorecer q u e el lector huyese del vicio. Sin embargo, la existencia paralela de otra tradición de origen medieval, relacionada con el carnaval, en la que el ataque ad hominem estaba permitido y en la que la risa y la mordacidaz f o r m a b a n parte consustancial de su naturaleza, hizo q u e durante m u c h o t i e m p o el género de la sátira fuera rechazado y que en la mayor parte de los estudios teóricos o n o se mencionase el género o se hiciese con muchas preocupaciones, admitiendo exclusivamente aquella que tenía u n fin claramente didáctico-moral 1 4 . E n cualquier caso, lo que sí podemos afirmar es que, pese a los ataques y prevenciones de los tratadistas, la literatura satírico-burlesca, en especial durante el Barroco, tuvo u n gran desarrollo, sobre todo en sus formas más abiertas a la risa, incluyendo aquella que se derivaba del uso de u n ridiculum extremo y del ataque personal 1 5 . N o es el caso, sin embargo, de nuestro autor, al menos p o r lo q u e conservamos de él. Salazar y Torres se nos presenta c o m o u n poeta que practica m u y p o c o la sátira moral; incluso al tocar u n tema clásico del género, c o m o el de la rosa, ligado c o m o se sabe al del paso del tiempo, aunque se anuncia en el epígrafe inicial (suponiendo que sea suyo, p o r supuesto) que se escribe «con moralidad», lo cierto es que, al igual que haría Sor Juana al acogerse al m i s m o motivo, la posible enseñanza queda en u n segundo plano ante el evidente t o n o burlón: «[...] R e i n a del soto del abril jurada, / c o m o el p u r p ú r e o dice real vestido, / de tanto tirio m ú r i c e teñido, / que esto quiere decir que es colorada» 16 , donde vemos c ó m o el autor parece tener más interés en reírse del estilo culterano que en trasladar una enseñanza dirigida a reformar c o m portamientos. Pero t a m p o c o cae nunca en el ataque visceral y personal. Sus ataques más duros son quizá los que se insertan en la antigua tradición de la sátira misógina (viejas a las que se acusa de recurrir a la brujería para conseguir galanes, damas pedigüeñas, mujeres que tienen varios aman14

Esto explica la dificultad que existe a la hora de distinguir claramente entre poesía satírica y poesía burlesca y de encuadrar muchos poemas en una de estas dos categorías (Arellano, 2006, pp. 340-341). 15 Roncero López, 2006, pp. 285-328. 16 Salazar y Torres, 1694, p. 65.

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tes al mismo tiempo o que abandonan a uno joven por otro viejo, etc.), pero ni siquiera en ellos alcanza nunca la crueldad que tan habituales fueron en autores como Quevedo y Del Valle y Caviedes, prefiriendo buscar la sonrisa irónica. Pero sin duda, el motivo que más frecuenta su poesía burlesca y en el que con más soltura se mueve Salazar y Torres es el de la parodia del modelo petrarquista y, como no podía ser de otro modo, sus grandes ataques se dirigen contra la filosofía amorosa neoplatónica y contra la dama. Así, por ejemplo, podemos ver cómo en el soneto «Queriendo una dama matarle a rigores, él se resiste, hallando poca comodidad en morirse»17, concluye rechazando el tópico de la muerte por amor: Pues si tú prosiguieres en matarme, yo también he de dar en no morirme y veremos quién se sale con la suya.

N o acaso en otro define al amor como una «pesadilla» de la que, dice, antes o después uno se despierta como si tal cosa18. En otro momento se ríe del lugar común que enfatizaba los efectos que sobre la naturaleza tienen las desgracias amorosas del poeta, presente en multitud de autores y obras, como, por ejemplo, en la Égloga i de Garcilaso.Ya en el título se señala que el autor «exagera» y, en efecto, tras trece versos en los que se pondera la reacción solidaria de las estrellas, el mar, el viento, las plantas y animales, que permanecen alerta de noche acompañando al desafortunado amante, en el último endecasílabo se ofrece un final sorprendente que altera irónicamente el significado del conjunto: «[...] Cintia, mira el poder de tu hermosura / que condolidos todos de mis males / todos velaban, pero yo dormía» 19 , estructura esta a la que recurrirá en varias ocasiones. Sin duda uno de los esquemas retóricos más repetidos en el Renacimiento sobre todo a partir del ejemplo de Petrarca, fue el horaciano «pone me...», al que, por ejemplo, Garcilaso recurrió en la Canción i: Si a la región desierta, inhabitable, por el hervor del sol demasiado

17 18 19

Salazar y Torres, 1694, pp. 62-63. Salazar y Torres, 1694, p. 64. Salazar y Torres, 1694, p. 61.

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y sequedad d'aquella arena ardiente, o a la que por el hielo congelado y rigurosa nieve es intractable, del todo inhabitada de la gente, por algún accidente o caso de fortuna desastrada, me fuésedes llevada, y supiese que allá vuestra dureza estaba en su crueza, allá os iría a buscar, como perdido, hasta morir a vuestros pies20. Pues bien, Salazar y Torres subvierte un sistema retórico que venía avalado por modelos tan prestigiosos como los indicados con el fin de menospreciar el sentimiento amoroso que lo sustentaba situando en su lugar una visión antiidealizada del mismo: Si a la región a donde el sol no llega me fueses colocado, dueño mío; donde se yela el mar y cuaja el río y ni uno corre ni otro navega; Si te huyeses mi bien a la Noruega en los rigores del invierno frío; o a donde en el ardiente y seco estío golfo de rayos la Etiopía anega; si en el Africa estéril y arenosa, de víboras ardientes habitada, te viese entre sus áspides más fiera; tal es de Amor la fuerza poderosa, que si a estas partes fueras trasladada, lleve el Diablo mi vida, si allá fuera 21 . Sin duda otra de las convenciones más frecuentadas por la poesía petrarquista era la de ofrecer a la amada ejemplos de amantes sacados de la mitología, o de la historia, que podían actuar c o m o ejemplo de amores felices a los que imitar o desgraciados a causa de la dureza del corazón femenino, en cuyo caso la dama debía aprender del ejemplo

20 21

G. de la Vega, 1995, p. 65. Salazar y Torres, 1694, p. 62.

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ajeno y cambiar su actitud. Pero lo que nunca se había visto, ni siquiera en el Lope de La gatomaquia, es que un poeta ofreciese a su dama como modelo a seguir el de las gatas en celo: Mira la miza cómo, lisonjera, del mizo atiende a los maullos gratos obedeciendo a Amor sin pataratas. ¡Ah, cruel! ¡Ah, tirana! ¡Ah, Cintia fiera! yo no digo que aprendas de los gatos, pero aprende, siquiera, de las gatas 22 .

En donde la mezcla de una retórica propia de la literatura seria con un asunto jocoso provoca mayor risa. Pero también la dama es objeto de su parodia. Para ello Salazar y Torres recurre al retrato burlesco. C o m o es sabido, se trata de un tópico poético de larga trayectoria 23 que, tanto en su forma seria como en la paródica, adquirió mayor difusión a partir de la Contrarreforma y, sobre todo, en el Barroco 2 4 (Sor Juana, Caviedes, pero también Polo de Medina, Quevedo, Lope, etc.). En su forma más tradicional, solía incluir una descripción descendente de la amada en la que el poeta centraba sus alabanzas en algunas partes (pelo, rostro, ojos, boca, cuello, manos) mediante una serie de imágenes más o menos establecidas 25 . Este esquema retórico fue degradado por el antipetrarquismo, según el momento, en todos sus puntos al tiempo o en parte de ellos. Así, es posible encontrar descripciones ascendentes; otras en las que se introducen o se enfatizan elementos considerados poco nobles (nariz, orejas); otras en las que se describen las piernas y, en general, todas aquellas partes de la mujer que no podían haber sido vistas sin sospecha de que se hubiese faltado a la necesaria castidad (lo que Góngora en la «Fábula de Píramo y Tisbe» denominaba irónicamente «el etcétera»); o, simplemente, se produce una burla del lenguaje utilizado, por ejemplo, al señalar el exceso de riquezas que acumulaban estas damas con tanto cabello de oro, dientes como perlas, cuello de

22 23 24 25

Salazar y Torres, 1694, pp. 65-66. Sabat de Rivers, 1992, pp. 207-223. Heugas, 1969, pp. 5-30. Mañero Sorolla, 1992, pp. 5-71.

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marfil, contrastando con la pobreza del poeta 2 6 , idea que también retoma nuestro autor: ¿ N o fueron tantas mis galanterías que ofrecí a su belleza por despojos dos carbunclos pintándola los ojos, siendo así que de piedra tan preciosa sola una tiene el Turco por gran cosa? ¿Qué perlas en sus dientes y qué rubíes no gasté en su boca? Mas, ay, que yo soy bobo y ella es loca, pues, con lo que ella me ha desperdiciado, pudiera estar hoy día muy sobrado 27 .

Son muchos los retratos burlescos de damas que introduce Salazar y Torres, bien como tema único del poema o como parte de otro más extenso. Así, por ejemplo, en el que dedica «A una mondonga 2 8 que llamó sastre a un letrado»29 recurre al ejercicio, en consonancia con el insulto, de hacerle un traje, con el doble sentido que tiene la expresión aún en el español actual, del que resulta que la tal moza sería calva, que sus ojos no tenían pestañas, que sus dientes estaban negros y que a su garganta jamás le alcanzó el jabón, que sus manos eran de fregona y que su pie, aunque no lo ha visto, deduce que será demasiado grande. En otras ocasiones, el poema se centra en la descripción de un único rasgo de la dama. Así, por ejemplo, ocurre con el soneto «A una dama de pie demasiadamente crecido», que «es tan grande en efecto, que barrunto / que delante del Rey puede cubrirse»30, donde busca el efecto cómico mediante el doble sentido del término grande, que hace referencia al tamaño de la extremidad, pero también a los Grandes de España, los únicos que, por concesión real, podían tener cubierta la cabeza en su presencia. Pero la subversión de la imagen femenina no tiene por qué limitarse a sus rasgos físicos, como ocurre en el poema que dedica a una dama

26 27 28 29 30

Cacho Casal, 2003, pp. 231-234. Salazar y Torres, 1694, p. 73. Mondonga:'criada zafia'(DRAE). Salazar y Torres, 1694, p. 106. Salazar y Torres, 1694, p. 60.

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que se había purgado, lo que le provocaba algunos olorosos inconvenientes, como vamos a ver: Amantes los más leales, que os ardéis en vivas llamas, mirad que tienen las damas arrabales. [...] D e Ignacia y Luisa, que hermosas son en cuerpo y en semblante, por detrás y por delante son airosas. Bernarda y Teresa, crea de sus penas el Amor, que si suspiran no es por su chimenea. Y solamente Beatriz tan bello milagro esconde que no huele por donde la perdiz 31 .

Conviene no olvidar que, frecuentemente, en la degradación del modelo petrarquista confluían otras corrientes misóginas, de antigua tradición, que centraban sus ataques en la mujer por motivos morales o de otro tipo. Paralelamente a estas descripciones burlescas de las damas, podemos encontrar en Salazar y Torres varios autorretratos paródicos (también habituales en la época, como, por ejemplo en Polo de Medina), como el que responde a la petición de cierta dama en el que recurre de nuevo al esquema descendente ya comentado aplicándoselo a ella de forma elogiosa y al tiempo a él mismo de forma ridicula 32 . O el que ofrece de su persona a otras señoras, en el que se presenta como tonto, puerco e insulso, con el fin de que se imaginen cómo será la que le quiere, en realidad una etopeya burlesca33. En definitiva, Agustín de Salazar y Torres se nos presenta como un interesante ejemplo de poeta burlesco que recurrió con frecuencia a uno de los temas más de moda en el siglo xvi y, sobre todo, en el xvn: la paro31 32 33

Salazar y Torres, 1694, p. 116. Salazar y Torres, 1694, p. 105. Salazar y Torres, 1694, p. 63.

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dia antipetrarquista. Es verdad q u e e n él n o e n c o n t r a r e m o s n i la carga m o r a l ni la m o r d a c i d a d a la q u e nos t i e n e n a c o s t u m b r a d o s los grandes maestros satíricos barrocos c o m o Q u e v e d o y Caviedes; a u n q u e a veces sí c o m p a r t e c o n ellos cierto gusto p o r la d e f o r m a c i ó n grotesca. E n realidad, en su obra parece prevalecer el simple j u e g o cortesano n o exento de gracia y, en ocasiones, fina ironía. Por tanto, n o hay q u e caer e n el error de intentar sacar conclusiones extraliterarias a partir de estos textos, pues la máscara satírico-burlesca a la q u e obliga el m i s m o género exige u n o s p u n t o s de vista q u e v i e n e n determinados p o r la tradición e n muchísimas ocasiones, lo q u e explica la aparente contradicción q u e p o d e m o s percibir al confrontar estas composiciones c o n su poesía sentimental.

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FILOGRAFÍAY R A Z Ó N DIALOGÍSTICA E N LOS SONETOS AMOROSOS DE ALDANA Ángel L. Prieto de Paula Universidad de Alicante

Si Aldana hubiera escrito sólo los ocho o diez poemas en los que un buen lector piensa, probablemente ocuparía un lugar cimero en el canon de la historia literaria. Su discreto lugar en el mismo se debe no a la ausencia de esos poemas que caracterizan a los poetas eximios, sino a la existencia de otras composiciones más circunstanciales o menos acabadas que oscurecen la relevancia de las primeras. A mayor abundamiento, unas y otras han padecido el furor hagiográfico de sus primeros editores, más pertrechados de entusiasmo que de bagajes filológicos. Sopesadas, sin embargo, estrictas razones literarias, en el panorama de la poesía española de la segunda mitad del Quinientos el capitán Aldana no desentona de los mayores; al contrario, logra cotas creo que inigualadas de intensidad expresiva en el tratamiento de ciertos lugares temáticos cuya originalidad no resulta velada por los diversos aportes de la tradición a que se acoge. Pese a la afirmación de Octavio Paz de que los poetas no tienen biografía, algunos como Aldana sí la tienen, al extremo de que es ella la que fija las claves que dan acceso al sagrario de su obra. Con explicable frecuencia, la figura de Aldana ha sido abordada sobre una atractiva base psicobiográfica que desvía la atención hacia zonas laterales de su estética. La atracción de escoliastas y críticos por la estela funeral del autor tiene que ver con las circunstancias de su muerte en el pudridero de Alcazarquivir, tal que si su escritura anticipara premonitoriamente una muerte que vendría a confirmar la pertinencia de la profecía.

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C o s m e de Aldana, su amantísimo h e r m a n o , f u e el primero en b r u ñ i r esta estampa embellecida por la muerte, a la que contribuyeron, solícitos, autores c o m o Vossler — q u i e n subrayó su ajenidad o su insularidad respecto al m u n d o en q u e vivía 1 —, C e r n u d a — e n su ensayo «Tres poetas metafísicos» 2 ; también en alguna referencia poética— o Rivers, entre otros varios 3 . Las oscilaciones de su ánimo respecto a la vida de milicia, así c o m o sus pretensiones contemplativas, i n t e r r u m p i d a s o contradichas p o r la quijotesca expedición armada que le conduciría a la muerte, constituyen u n ingrediente que aviva la leyenda del sebastianismo, construcción romántica impugnada p o r su editor m o d e r n o Lara G a r r i d o 4 . Y n o p r o p o n e m o s aquí q u e se e r r a d i q u e el c o m p o n e n t e patético en una valoración compendiosa del poeta, pero sí que se evite su protagonismo absoluto frente a las consideraciones estéticas. La c o n fesión del peruano CésarVallejo («En suma, n o poseo para expresar mi vida sino mi muerte»), tan fácil de aplicar a Aldana, igualmente podría invertirse sin que variara la entidad del dictum: vida y m u e r t e estableciendo relaciones biunívocas de fatalidad, para hallar explicación cada una de ellas en la otra; o sea, para tener que ser abordadas desde una perspectiva exógena, lo que constituye una hermosa mixtificación. E n la percepción del historiador de la literatura, sorprende el p r o n to desvanecimiento del nombre de Aldana a pesar de la nombradía que tuvo entre sus c o n t e m p o r á n e o s . H a residido más de tres siglos en el purgatorio de la inadvertencia, y su obra n o cundió fructuosamente en la escritura americana. Es habitual que la posteridad reivindique a autores q u e vivieron desajustados respecto a la estética d o m i n a n t e en su época. Tratándose, además, de escritores áureos, a ello debe añadirse la forma de transmisión textual, que hizo que se salvaran aquellos que el azar dispuso: la posteridad e x h u m ó materiales a los que la contemporaneidad había tenido u n acceso muy limitado, propiciando de este m o d o u n tardío descubrimiento restrospectivo. Más inhabitual es, c o m o aquí ha sucedido, la «desaparición» de un escritor que en su tiempo gozó de simpatías múltiples, y de cuyas calidades poéticas se hicieron lenguas m u c h o s autores. Por encima de los encomios de Cervantes, Lope de

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Vossler, 1946. Cernuda, 1994. Rivers, 1955; Rivers, 1957. Lara Garrido, 1985, pp. 13-14.

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Vega o Quevedo, debidos, salvo acaso los de este último — q u e lo admiró m u c h o y en ocasiones lo remedó—, a una convención que desactiva lo que pudieran tener de verdad sentida, quedémonos con el impresionante de Gaspar Gil Polo en el «Canto de Turia» que cierra el libro tercero de su Diana enamorada5. Ese tempranísimo elogio — p o r lo que respecta a la edad de Aldana, de veintitantos años—, efectuado p o r u n coetáneo suyo, constituye el núcleo de la summa laudum en que consistieron los cantos de río de los libros de pastores, o los centones sobre poetas c o m o el cervantino Viaje del Parnaso (1614; Cervantes había citado a Aldana en La Galatea) o El laurel de Apolo de Lope (1630; ya se había referido a él en Jerusalén conquistada). E n el caso del «Canto de Turia», p o r q u e está situado al final, o c u p a n d o las tres últimas octavas salvo los cuatro versos de remate, lo que, unido a su gran extensión, le confiere una entidad fundamental: la de ser, c o m o en su c o n j u n t o prop o n e el poema, m o d e l o neoestoico d o n d e confluyen corrientes c o n trapuestas 6 . C o m o antes lo fuera Garcilaso el príncipe, él es ahora «único monarca, / que j u n t o ordena versos y soldados», siervo tanto de Marte c o m o de A p o l o - F e b o , tras cuyo resplandor queda «la más lumbrosa estrella oscurecida»: todos los demás van a su zaga. Y, n o obstante, contra el apagamiento de su estela p o c o p u d i e r o n intentos posteriores de recuperación, a veces lastrados p o r el afán de i m p u g n a c i ó n de lo establecido —¡es tan habitual en nuestros días, a propósito de autores de anteayer!— que t e r m i n a p o r convertirse en una actitud del todo previsible. Algo así c o m o si admitiéramos, aunque con la boca chica, la simpleza de que «los buenos son los que n o están».

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Primera parte de Diana enamorada, Valencia, Casa de loan Mey, 1564. D e las 44 octavas que constituyen el «Canto de Turia», el elogio a Aldana ocupa la 42, la 43 y los primeros cuatro versos de la 44: «Por fin de este apacible y dulce canto, / y extremo fin de general destreza, / os doy aquel c o n quien extraño espanto / al mundo ha de causar naturaleza; / nunca podrá alabarse un valor tanto, / tan rara habilidad, gracia, nobleza, / bondad, disposición, sabiduría, / fe, discreción, modestia y valentía. / / Este es Aldana, el único monarca, / que junto ordena versos y soldados; / que en cuanto el ancho mar ciñe y abarca, / con gran razón los hombres señalados / en gran duda pondrán si él es Petrarca, / o si Petrarca es él, maravillados / de ver que donde reina el fiero Marte / tenga el facundo Apolo tanta parte. / / Tras éste no hay persona a quien yo pueda / con mis versos dar honra esclarecida, / que, estando junto a Febo, luego queda / la más lumbrosa estrella oscurecida [...]» (fol. 91r). 6

Egido, 1987, p. 383.

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Pues las pretensiones recuperadoras de autores c o m o C e r n u d a , p o r ejemplo, venían motivadas por una suerte de sedicente analogía espiritual. Así se manifiesta no ya en su obra crítica sobre los «poetas metafísicos», sino en el poema «A sus paisanos», de Desolación de la Quimera, donde se asimila prospectivamente a Aldana en el olvido en que caerá su nombre tras su muerte, ensombrecidos uno y otro por «la ignorancia, / la indiferencia y el olvido» de sus paisanos. La obra del capitán Aldana mana, por supuesto, de la fuente neoplatónica florentina, dentro del espíritu de la Academia fundada p o r Cosme de Medicis en 1459, en la estela de Bessarion y Ficino.Traductor de todo Platón al latín y comentarista de El Banquete, en Ficino alienta una pretensión armonizadora entre razón y fe revelada. Dicho espíritu obedecía a la nostalgia de la unidad perdida del Medievo, concretada en una síntesis o enciclopedia —enseñanza en círculo, saber c o m pendioso y omniabarcador— c o m o relicario universal del c o n o c i miento 7 . Sin embargo, los principios inspiradores de dicha f u e n t e encuentran en la obra de Aldana tanto la confirmación como la contestación, pues el poeta alcanza su entidad más plena en la personal manera de contravenir la tradición en que se inserta. Su dedicación guerrera y sus vicisitudes psíquicas ante las escasas ventajas obtenidas de la vida militar y de su larguísima dedicación al rey Felipe, le hicieron solicitar alguna prebenda al monarca, también fuera del modelo moral de repliegue a lo íntimo con el que suele vinculársele. Así lo expresa en las Octavas dirigidas a Felipe II, donde da cuenta de sus veinticuatro años de servicios ininterrumpidos «por Italia, por Flandes, por Levante y p o r Berbería, a costa de mi sangre y de los que nacieron della», en dedicatoria en prosa fechada el 24 de octubre de 1576 8 . La Carta para Arias Montano recoge los aires de la cumbre contemplativa más como un desiderátum que como una experiencia vivida. El monte anhelado en dicha Carta n o es montaña excelsa, ni valle florido y

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Cherchi, 1993, p. 86. La condena del averroísmo y del aristotelismo radical de Sigerio de Brabante por parte deTempier (1277) supuso la exclusión del tomismo de las universidades, donde se pronunció considerablemente la separación entre religión y filosofía. 8 La dedicatoria, publicada en 1997, corresponde a una versión abreviada del poema, tal como aparece en el ms. 578 de la Biblioteca Xeral de Santiago de Compostela, editado por María José Martínez López (Martínez López, 1997); la dedicatoria completa, en p. 44 (fol. Ir del manuscrito).

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húmedo, sino otero mediano, y se corresponde alegóricamente con el U r g u l l de San Sebastián, a d o n d e pretendía atraer a Arias M o n t a n o desde su peña de Aracena. Realidad física y símbolo de elevación que p e r m i t e la contemplación quieta, el m o n t e tiene una amplia tradición: Alverna (Francisco de Asís),Sión (Laredo), posteriormente el Carmelo (Juan de la Cruz). Bajo cobertura horaciana, ese deseo de contemplación espiritual se ve desdicho por su último proyecto político relacionado con el e m p e ñ o africano del joven rey portugués don Sebastián, a cuya ayuda acorre por determinación de Felipe II. A u n q u e la misión e n c o m e n d a d a a Aldana era persuadir a d o n Sebastián de lo i m p r o c e d e n t e de su propósito bélico en el n o r t e de Marruecos, el entusiasmo del monarca portugués terminó p o r convencer a Aldana, quien, alguacil alguacilado, el 4 de agosto de 1578 c o m bate y encuentra la muerte en la Batalla de los Tres Reyes. Alcazarquivir se convierte en tumba de la nobleza portuguesa y de Portugal, que, desaparecido d o n Sebastián en la hecatombe de la batalla y m u e r t o en 1580 su sucesor el cardenal d o n E n r i q u e , pasa a f o r m a r parte de la U n i ó n Ibérica bajo la corona de Felipe II. Se completaba de este m o d o el Imperio ultramarino español con los territorios portugueses que se extendían desde Brasil hasta las Molucas. La mística secular del sebastianismo, alimentada p o r el hecho de que n o se reconociera el cadáver del rey, primero, y pronto p o r las trovas de Bandarra, arrastró consigo la leyenda alrededor del monarca y su mítico retorno, c o m o en los clamores proféticos de Isaías o en el mesianismo de la Égloga iv de Virgilio. También lo hizo con el propio Francisco de Aldana, en t o r n o del cual surgió, en tono m e n o r y sin la espesura del mitologema, la imagen simbólica de la unión de contrarios: a u n lado, la propensión a la c o n quista «de las Indias de Dios, de aquel gran m u n d o / tan escondido a las mundanas vistas», c o m o expone en la Carta para Arias Montano ( w . 275-276) 9 , donde la riqueza del N u e v o M u n d o metaforiza el paradisíaco reino celeste; al otro, su dedicación guerrera, esa suicida voluntad de disolución en la nada concretada en Alcazarquivir (Wed al M a k h a zín,'río de la Podredumbre'). 9

Tomo los versos de la edición de Lara Garrido, 1985, p. 450, como en los restantes casos. Pero la expresión más architópica de la vida retirada del mundo, incluida su formulación retórica, aparece poco después: «¡Dichosísimo aquel que estar le toca / contigo en bosque o en monte o en valle umbroso / o encima la más alta, áspera roca!» (w. 295-297).

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La procelosa vida de Francisco de Aldana n o le impidió dar curso a una obra amplia. Su h e r m a n o Cosme, en las ediciones de Milán (1589) y Madrid (1591), h u b o de limitarse a publicar las composiciones que el poeta habría salvado de una probable destrucción, sin que quepa achacar los defectos de la edición más a la impericia de C o s m e q u e a los avatares biográficos que afectaron a la escritura. Sonetos y epístolas, poemas en octavas y canciones religiosas, las coplas y la Fábula de Faetonte..., constituyen u n corpus n o demasiado extenso, cuyo universo lírico sólo podemos percibir en la simultaneidad de la recepción post mortem, descarrilado de la secuencia evolutiva en q u e se p r o d u j o la aventura existencial de su autor. El neoplatonismo en que funda su tratamiento del amor choca con el belicismo del que se impregnó en las campañas flamencas, q u e alcanza u n a c u m b r e artística en la Carta a Galanio10. E n sus descripciones bélicas, es ésta una poesía musculada, de violento dinamismo y bronca belleza, con agitados torbellinos expresivos y series prolongadas de encabalgamientos de gran palpitación patética. Resulta, sin embargo, peligroso asociar estas descripciones a la tajante reprobación de la vida militar, incluso en los poemas más fácilm e n t e interpretables en clave negativa si hemos de atender a la crudeza de las descripciones y a su capacidad para dibujar el horror; pienso, por ejemplo, en el soneto que comienza «Otro aquí n o se ve que, frente a frente». La i n d e t e r m i n a c i ó n valorativa de ese estilo de vida, tan

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«Hacia el primer rumor ya corren todos, / las sonorosas cajas ya retumban; / aquél toma el escudo, éste el estoque, / éste y aquél la lanza, otro la pica, / otro la espada, ese otro el instrumento / que relámpago, rayo y trueno junto / echa de sí con daño de mil vidas, / aquél su cuerda enciende, éste su mecha / sopla, de balas éste boca y bolsa / hinche; quién la trabada y vieja malla / cubre, quién la manopla y la celada / toma, quién el arnés trabado encima / carga, quién del almete y la coraza / traba, quién la jineta o la albarda / coge, quién espaldar y peto junto / ata, quién una y otra pieza luego / trueca, quién el quijote sobre el muslo / pega, quién la escamosa coracina / ase, quién grebas, bufa y contrabufa / pone, quién tachonadas taheñas / ciñe y se ensalza con presteza el yelmo. / Veréis tras esto el fiero y generoso / caballo, al alto son de la trompeta, / alzar la frente alegre y plateada, / sacudir el copete y la cabeza, / el cuello encaramar, erguir la oreja, / el ojo ensortijar, volar las crines, / las narices abrir, temblar los labrios, / el suelo patear, tender la cola, / los dientes rechinar, torcer la boca, / la cerviz abajar, tascar el freno, / las ancas recoger, doblar las corvas, / el pecho dilatar, volar los cascos, / luego entonar relinchos atronados / que n o puedes dudar que en su lenguaje / quiera decir:"¡Arma, arma, cierra, cierra!"» (pp. 365-366).

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perceptible en el final del aludido soneto —«¡Oh sólo de hombres diño y noble estado!»—, tanto puede interpretarse c o m o exaltación de dicho modelo que como amargo sarcasmo sobre la destrucción y la ruina bélicas, que afectan a los cinco sentidos corporales 1 1 . Lo cual situaría su hipotética reprobación en la encrucijada de alguien en quien se cruzan tormentosamente dos propensiones divergentes: hacia la acción asertiva una, hacia la pasividad espiritual otra. Llegados aquí, quisiera detenerme en un aspecto de la poética de Aldana que me parece de gran relevancia. Si no consideramos las epístolas a Galanio (ciertas zonas de la misma) y a Arias Montano, lo mejor de su poesía se halla en algunos de sus sonetos. D e la cuarentena cumplida con que contárnoslos hay amorosos (muchos), religiosos (varios), políticos (pocos), morales (algunos) e incluso tal cual soneto de circunstancias. Centrándonos en aquellos en que la personalidad del poeta consigue expresarse con más viveza, bien porque su pujanza expresiva y experiencial hace agrietar la corteza del tópico, bien porque se mueve con escasa obediencia al mismo, hagamos cuenta de que los mejores son los morales —poemas de un desencanto que deriva hacia la renunciación— y un subgrupo dentro de los amorosos. Son éstos de una pluralidad conceptual notable, toda vez que en ellos se muestran las diversas modulaciones del amor: amor, dilectio, charitas. Pues bien, en los sonetos amorosos es muy frecuente la estructura dialogística, como un marco de locuciones cruzadas entre dos amantes. Se inscriben éstos dentro de la tradición bucólica: pastor y pastora, que utilizan los nombres de Damón y Filis, o de Tirsis y Galatea. El diálogo a veces ocupa todo el poema, sin participación de relator alguno, o está ahilado por la intervención de alguien externo (o interno: puede hacerlo uno de los dos personajes). La plasmación retórico-temática, y en última instancia constructiva, de estos poemas se presenta como una sintaxis espiritual de escrutación y acotación del misterio, choque de contrarios y, también aunque sólo desiderativamente, coincidentia oppositorum tal como la definiera el Cusano: lugar del encuentro donde radica la verdad supre-

11 La importancia de los sentidos viene dada tanto por su condición de obstáculos para el estado contemplativo en la pasividad, como por su función de «ventanas de su cárcel» (la del alma), única vía por la que el mundo sensible se comunica con el alma, según expone Juan de la Cruz en los comentarios parciales a la Noche oscura (Subida del Monte Carmelo, libro primero, 3 , 3 ) .

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ma —Dios mismo— más allá de cualquier contradicción, adonde habría de accederse a través del abandono anímico (docta ignorantia) y la intuición intelectual. Esta estructura dialogística se mantiene en estado de latencia cuando el diálogo no es explícito, allí donde habla sólo uno de los personajes, limitándose el otro a la función de receptor pasivo. El motivo centralizador de esta armonización de contrarios, o de una manifestación de disidencias provocadas por la actitud de los personajes o por circunstancias objetivables del entorno, es preponderantemente el amor; pero también puede serlo la amistad, como en el soneto xvi 12 : una amistad, amenazada por la separación, de los pastores Niso y Damón, sobre la falsilla clásica de la relación entre Niso y Euríalo. Salvo esa peculiaridad temática, su estructura recuerda a la de algunos poemas amatorios: el monólogo de uno de los pastores da paso, tras una transición explicativa —«Esto dijo Damón»...—, a la locución simultánea de ambos: «juntamente / diciendo: "Adiós, amigo, adiós, hermano"». Pero ciñamos nuestra lectura a aquellos poemas que presentan a un tiempo temática amorosa, estructura dialogística y —last, but not least— alguna forma de unión/disensión de contrarios vinculada a ella. Son en concreto cinco, contiguos en la secuencia de Lara Garrido (del XVII al xxi) 13 . Fuera de ellos, hallamos composiciones que presentan algunas de estas notas, pero no todas en conjunto, o no se trata de sonetos, cuya estructura claustral favorece la contundencia del remate o la indeterminación temática, según los casos. He aquí el primero (número XVII): De sus hermosos ojos, dulcemente, un tierno llanto Filis despedía que, por el rostro amado, parecía claro y precioso aljófar transparente; en brazos de Damón, con baja frente, triste, rendida, muerta, helada y fría, 12

Numero siempre según la edición de Lara Garrido, 1985. El orden que establece Lara Garrido no se corresponde con el de Primera parte de las obras... (Milán, 1589), donde, no obstante la distinta secuencia, se encuentran todos los poemas aquí referidos. A la pretensión de reducir la complejidad de Aldana a una sustancia unitaria y comprensible, se debe un empeño precedente, respecto a la acotación de un grupo de sonetos que concentran los ingredientes de su mito personal y su paradigma poético (ver Ferraté, 1957, pp. 69-80). 13

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estas palabras breves le decía creciendo a su llorar nueva corriente: «¡Oh pecho duro, oh alma dura y llena de mil durezas!, ¿dónde vas huyendo?, ¿dó vas con ala tan ligera y presta?» Y él, soltando de llanto amarga vena, della las dulces lágrimas bebiendo, besóla, y sólo un ¡ay! fiie su respuesta.

El soneto nos presenta a Filis en brazos de Damón, deshecha en llanto e inconsolable en su tristeza. La figuración de la amante, abatida por la idea del alejamiento espiritual del amado o del amor encarnado en él, contiene algunas notas que la convierten en una plasmación de la muerte: «triste, rendida, muerta, helada y fría». En esta ocasión no ha lugar a batallas carnales de amor, tan características en Aldana como extrañas en otros contemporáneos, sino a la exposición de una aflicción irrevocable. Una presentación a lo largo de los dos cuartetos sirve de introito al diálogo, que no se produce aquí entre dos monólogos encontrados, sino entre la pregunta de ella y la lacónica respuesta a que se reducen las explicaciones de él. La manifestación del amor («besóla») parece contradecir el desvío del que se queja Filis. Esa distancia de las almas (y de los pechos) se resuelve en un encuentro que descansa paradójicamente en su expresión desolada: el llanto de ella enciende el llanto de él, y el beso no tiene más acompañamiento que un «¡ay!» que deja en suspenso toda otra explicación verbal; pero también toda forma de intelección de las razones últimas del amor o del desamor. Al cabo, en las conceptualizaciones neoplatónicas de la unió, el contacto con el otro cuerpo es habitualmente un sucedáneo (o, en el mejor de los casos, un reflejo) de la unión con lo divino, que permite el conocimiento intuitivo de su sustancia, mas no consiente su enunciación verbal. Una tristeza sin motivo real, o con un motivo sellado por el enigma final, acuerda el carácter esquivo del amor, imposible de verbalizarse y aun de concretarse en concepto: sustrato de una desdibujada, pero no por ello menos efectiva, implenitud amorosa. Q u i z á no haya otro caso tan nítido como éste de explanación de la cortedad del decir aplicada no a la experiencia espiritual unitiva, c o m o suele ser lo usual, sino al carácter inabordable e incognoscible del amor y de los mecanismos del dolor por su ausencia. Pues el laconismo de la

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intelección como sola respuesta no aclara ante los ojos del lector las causas de la tristeza de Filis. Por el contrario, es un signo de apertura poética hacia una incógnita que se ha exclaustrado del poema. Éste es uno de los elementos de mayor atractivo de la composición, rara muestra de una irradiación hacia las zonas indefinidas del alma no concretadas en ninguno de los soportes explícitos del poema. El desvío del amor —ya ni siquiera es seguro que del amante, de cuya dureza se lamenta ella— se sitúa al margen de la voluntad enunciada de los pastores. En este punto de desdibujamiento anecdótico y de propensión conceptual fuera del marco acotado verbalmente radica la singularidad de este poema; también su inequívoca modernidad. El soneto xvm es, sin duda, el más conocido y recordado de Francisco de Aldana, por el apasionamiento y la sensorialidad en la manifestación amorosa, pero también por la patética discordancia entre almas y cuerpos de los amantes: «¿Cuál es la causa, mi Damón, que estando en la lucha de amor juntos, trabados, con lenguas, brazos, pies, y encadenados cual vid que entre el jazmín se va enredando, y que el vital aliento ambos tomando en nuestros labios, de chupar cansados, en medio a tanto bien somos forzados llorar y suspirar de cuando en cuando?» «Amor, mi Filis bella, que allá dentro nuestras almas juntó, quiere en su fragua los cuerpos ajuntar también tan fuerte, que, no pudiendo, como esponja el agua, pasar del alma al dulce amado centro, llora el velo mortal su avara suerte».

Nos encontramos con un diálogo, en forma de pregunta-respuesta, entre Filis y Damón. Ella inquiere por la causa de un dolor que acompaña al goce de los cuerpos en la cima del acmé erótico, él atribuye dichas manifestaciones a la implenitud de la unión de los cuerpos. Estos pugnan ansiosa e improductivamente por ser uno, a imagen de las almas incorpóreas, que se compenetran hasta alcanzar dicha fusión. En la cima

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del placer, los amantes sienten una dilaceración provocada porque, frente a las almas, los cuerpos sólo se apretujan, pero n o se fusionan.Y ello a pesar de la lucha de amor que, buscando el estado unitivo, contribuye a trabar brazos, encadenar piernas, intercambiar alientos, verterse (convertirse) en las cavernas de la boca por donde exhala el alma. La exposición en forma de pregunta-respuesta excluye la intromisión de u n sujeto tradicional, identificable con la persona del poeta y, en última instancia, c o n c r e c i ó n psicológica de la lectura filosófica dimanada del diálogo: una suerte de encarnación de la verdad poética. N o hay aquí quien introduzca a los personajes desde la perspectiva del poeta. Son ellos, mediante una estructura estrictamente dramática, los que nos obligan a supeditar esa presunta verdad a la ficcionaHzación teatral propia de u n o s seres literarios, c o m o lo delata el n o m b r e de D a m ó n 1 4 y su aparición convencional en otros sonetos-pastores del autor. N o s hallamos, pues, lejos de esa ficción verista — t a m b i é n una ficción a la postre—, a lo q u e ayuda sobremanera el q u e n o haya en el p o e m a otra cosa que diálogo; y n o estaría de más recordar la f u n c i ó n de dicha teatralización, tal c o m o expuso R o b e r t L a n g b a u m en The poetry of experience (1957) a propósito de la poesía victoriana de diversos posrománticos (Alfred Tennyson, R o b e r t Browning). El poema comienza ex abrupto. La pregunta sobre la causa de la tristeza subyacente a las batallas del amor ocupa los dos cuartetos, turbadores en razón de la sensualidad escasamente platónica c o n q u e se refiere dicha contienda. La estética idealista de León H e b r e o a través de los Dialoghi d'amore que sostienen Philón y Sophía son una fuente fácilmente reconocible del soneto: la cópula de los cuerpos se correspondería con la u n i ó n de las almas. N o obstante, n o hay en el p o e m a — q u i e r o decir en sus cuartetos— el «soberano desprecio de la m a t e ria» al q u e alude M e n é n d e z Pelayo a propósito de H e b r e o 1 5 . E n t r e otras tantas cosas que nos sorprenden en el soneto, destacan la crudeza expositiva del encuentro amoroso en los cuartetos, lejos de la filografia de Hebreo, y el realismo descriptivo y corpóreo excepcional en la p o e sía del xvi. Se diría que hay que remontarse a Lucrecio para leer unos

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Reiterado en diversas composiciones, y presentado a sí mismo como «yo, tu siervo Damón, pobre cabrero» (soneto xi, v. 5); siervo de Venus, aclárese: pastor, pues, enamorado, como corresponde a la tradición bucólica con la que enlaza. 15 Menéndez Pelayo, 1974, p. 520.

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versos análogos donde se conjuntan la explosión sensorial y la insatisfacción que ello produce, en términos de daño espiritual que se transcribe en daño físico16. La violencia inarmónica de Lucrecio es conectable con el dinamismo de Aldana, que se retroalimenta en la busca enfebrecida de la fusión andrógina. Aunque los dos amantes convergen en el sentimiento amoroso, la oposición Filis-Damón se corresponde con los componentes sensoriales, por el lado de ella, y los intelectivos, por el de él. La contundente respuesta de Damón en los tercetos es ejemplo de un discurso ergotista que no va en detrimento de la intensidad expresiva: el cuerpo, velo mortal, llora por no poder satisfacer su propensión a ser conjuntamente con el otro. El razonamiento de Damón se produce en otros lugares de Aldana en muy parecidos términos; así, en la Carta a Galiano, donde hay idéntica inclinación a una fusión en el ser común en el cual se disolverían las respectivas especificidades de los amantes: «¡Donosa conversión de dos que buscan / los cuerpos convertir, como las almas, / uno en el otro y ser nuevo androgino!» (w. 431-432) 1 7 . El motivo del andrógino tiene un precedente platónico, a través de la teoría de las personas esféricas y de los tres sexos expuesta por Aristófanes en El Banquete. Pero esta alegoría pagana, que tiene su eco en la teoría del cuerpo segmentado de Bembo en Gli Asolani, o en Ficino, también aparece en el propio Hebreo, para quien Platón recibe el mito de las Escrituras, toda vez que Adán sería H o m b r e genérico y no sexualmente masculino; vale decir, andrógino. Si en los cuartetos aparecía la plenitud de lo corporal, en los tercetos se dibuja su hueco: ese lugar que atiende u ocupa la mirada unitiva (Meister Eckart), pero en el que no va a producirse la germinación de lo nuevo. El soneto se configura, así, en dos laderas irreductibles y de significación opuesta. Su violencia conceptual proviene de la intensidad de la experiencia referida en los cuartetos, y de su truncamiento en la imposibilidad de la unión de los cuerpos, enunciada taxativamente en el último verso 18 . Impide dicha unión el velo mortal, símbolo en Garcilaso o en San Juan de los obstáculos que se interponen (pero también, y con las singu-

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De rerum natura, iv, 1082-1096. Los versos iniciales de la Carta a Galanio inciden en esta misma idea, a propósito ahora de la amistad entre Galanio y Aldino, el locutor, de quienes afirma que «dos nombres son y sola un alma vive» (v. 4). 18 Respecto a la más radical imposibilidad de que dos contrarios quepan en el mismo sujeto, ver Juan de la Cruz, Subida del Monte Carmelo (libro primero, 4, 2). 17

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laridades pertinentes, en Fray Luis o, andando el tiempo, en diversos autores simbolistas).Tópico recurrente asimismo en Aldana 19 , el velo actúa a m o d o de himen que impide la compenetración, pues el deseo cupidiscente no conduce a la unió o plena posesión, en la teoría de Castiglione, también expuesta en los comentarios de Ficino a El Banquete platónico 20 . Símbolo contrapuesto, la esponja es territorio de la penetración, y en sus concavidades se asienta la otra naturaleza, que se pierde en una realidad distinta y nueva «sicut spongia acquam» (Aldobrandinus de Cavalcantibus, Sermones festivos). Llegados aquí, no parece oportuno atribuir la explanación de la angustia a una mayor influencia de Hebreo — en la estela de Ficino, concebido el amor ya como gaudium, ya c o m o voluptas— o de Bembo; sino, más bien, a la propia contextura anímica del autor, atrapado en una contradicción de resolución imposible, seña de la condición humana y muestra singular de su psiquismo. M u y brevemente, y a m o d o de tránsito, nos referiremos al soneto xix: «Solías tú, Galatea, tanto quererme con un deseo tan vivo y tan ardiente, que estando un solo punto de mí ausente de perdida temías luego perderme. Ahora, ya crüel, no puedes verme; ¿cuál nueva sinrazón, cuál acídente, nueva tigre crüel, nueva serpiente, te hacen contra mí, sin defenderme?» Tirsis dijo esto convertido en río, y queriendo seguir: «El niño arquero sabe, mi bien, cuán grave mal sostengo»; responde ella llorando: «¡Ay Tirsis mío, si más que estos dos ojos no te quiero, que pierda yo la luz que en ellos tengo!»

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En el soneto v, y trayendo a colación la idea del centro que interesa en el poema a que nos referimos, escribe: «Mas paréceme ver que el mortal velo, / no consintiendo al mal nuevo aposento, / lo guarda allá en su centro el más profundo» (w. 9-11). 20 Wind, 1972, pp. 57-59.

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El soneto en cuestión n o tiene la intensidad de los precedentes. Formalmente adolece de u n cierto desaliño que afecta a la rima. Las de los cuartetos pecan de m o n o t o n í a , toda vez que, con distintas consonantes, la serie vocálica es idéntica en las dos rimas (e-e): «quererme», «ardiente», «ausente», «perderme»; y algo semejante sucede c o n las rimas en e-o de los versos segundo y tercero de los dos tercetos: «arquero», «sostengo». Incurre, además, en alguna repetición p o c o elegante (el término «crüel» referido a Galatea las dos veces que se utiliza, ambas en el segundo cuarteto). E n esta ocasión, las intervenciones de los pastores v i e n e n engarzadas p o r leves eslabones de los verbos dicendi («Tirsis dijo...», «responde ella...»), de lo que n o cabe deducir una postura autón o m a del sujeto enunciativo. En su parlamento,Tirsis se queja tópicamente del rechazo que su persona despierta en Galatea, otrora amantísima, la cual se comporta c o m o «nueva tigre crüel, nueva serpiente». El llanto con que remata la primera parte de su intervención deja paso a u n intento de prosecución, abortado por la conmoción sentimental. El paso de su intervención a la de Galatea viene acompañado p o r el llanto de ésta, en simpatía c o n el de aquél, lo que parece contravenir el sentimiento de rechazo. Así t a m b i é n lo certifican las c o n m o v e d o r a s palabras finales de la pastora. La convención del tema se r o m p e p o r la falta de argamasa lógica que resuelva la contradicción entre las afirmaciones respectivas de los amantes: el a m o r de q u e hace ostentación Galatea n o resulta explicado a partir de la queja de Tirsis, sino c o m o una realidad sobrevenida e incógnita. D e carácter bien distinto es el p o e m a x x , q u e copio a c o n t i n u a ción: Mil veces digo, entre los brazos puesto de Galatea, que es más que el sol hermosa, luego ella, en dulce vista desdeñosa, me dice: «Tirsis mío, no digas esto». Yo lo quiero jurar, y ella de presto, toda encendida de un color de rosa, con un beso me impide y presurosa busca atapar mi boca con un gesto. Hágole blanda fuerza por soltarme, y ella me aprieta más y dice luego: «No lo jures, mi bien, que yo te creo».

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Con esto, de tal fuerza a encadenarme viene que Amor, presente al dulce juego, hace suplir con obras mi deseo.

Frente a otros sonetos, en éste no se produce ningún tipo de desencuentro al que las palabras servirían de contrapunto. Al contrario, se nos rinde cuenta de un amor que, expresado en su forma de deseo, termina obturando el conducto del lenguaje para convertirse en realización erótica plena. Todo el poema está lleno de tenuidades, casi agujeros de sentido, como si el fragmentarismo que en otras composiciones aparece al final se hubiera diseminado sutilmente a lo largo de los endecasílabos. El dialogo es aquí la excepción, y el relato la norma. La intervención de Tirsis viene en estilo indirecto y referida a una tercera persona («Mil veces digo [...] que es más que el sol hermosa»), y la de Galatea incide en dos ocasiones en la misma idea: la inocuidad de las palabras ante las incitaciones eróticas. Así como el poema «muestra la tesis antiplatonizante de que la consecución del placer no termina con el deseo como tensor del "dulce juego" amoroso» 21 , las palabras de Galatea subrayan la inutilidad de las mismas («no digas», «No lo jures»), como desconfiando de su propia función ante la evidencia de lo factico («hace suplir con obras mi deseo»). El poema xxi es el que más extrema el juego dialogístico, incluso con procedimientos manieristas: «¿Ya te vas, Tirsis?» «Ya me voy, luz mía». «¡Ay muerte!» «¡Ay Galatea, qué mortal ida!» «Tirsis, mi bien, ¿dó vas?» «Do la partida halle el último fin de mi alegría». «¿Luego en saliendo el sol?» «Saliendo el día». «¿Te vas sin dilatar?» «Me voy sin vida». «¡Ay Tirsis mío!» «¡Ay gloria mía perdida!» «¡Mi Tirsis!» «¡Galatea, mi estrella y guía!» «¿Quién tal podrá creer?» «No hay quien tal crea». «¡Oh muerte!» «Acabaré yo mis enojos». «¡Ay grave mal!» «¡Ay mal grave y profundo!»

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Lara Garrido, 1985, p. 204.

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«¡Tirsis, adiós!» «Adiós, mi Galatea». «¡Tirsis, adiós!» «Adiós, luz de mis ojos». «¡Oh lástima!» «¡Oh piedad, sola en el mundo!»

Estamos ante un modo de dialogismo infrecuente, pues no sólo no hay elemento alguno fuera del propio diálogo, sino que éste se dispone en breves intervenciones alternativas, muchas de ellas de sentido redundante, donde los sentimientos de los amantes y las referencias al adiós de Tirsis se superponen semánticamente. Las cláusulas de la interlocución son cortantes, atropelladas casi, pese a que no suponen progresión en el relato indirecto de la acción. A esa sensación contribuyen los versos con numerosas columnas acentuales, la abundancia de acentos antirrítmicos, las sinalefas forzadas y las contracciones métricas no regulares («Galatea» tiene cuatro sílabas en el verso 12; pero sólo tres en los versos 2 y 8), en alguna ocasión hasta más allá de lo fonéticamente pautado («¡Ay Tirsis mío!» «¡Ay gloria mía perdida!»)22. Llama la atención una arquitectura que ordena una relación bilateral, mediante analogías de concepto (normalmente subrayadas por la reiteración anafórica), paralelismos estructurales, quiasmos y metábolas, insistencias y refuerzos semánticos. Aunque podría esto entenderse como una anticipación de los modos barrocos con sus proclividades hacia los rizos formales, creo que la interpretación debe acomodarse, más bien, a la propia relación dialógica de los dos amantes, que a través de estas construcciones dialógicas expresan una identidad geminada. Así, en varias ocasiones un mismo verso contiene dos estructuras anafóricas y semánticamente concordantes, aunque existan variaciones en la persona verbal, en el tipo de la frase (interrogativa / afirmativa o negativa) o en la cantidad de información semántica; por ejemplo: «"¿Ya te vas, Tirsis?" "Ya me voy, luz mía"» (interrogación más vocativo, afirmación más vocativo); aunque hay otros diversos casos: «"¿Luego en saliendo el sol?" "Saliendo el día"»; «"¿Te vas sin dilatar?" "Me voy sin vida"»;

22 La amenazante hipermetría del verso obliga a contraer en sinéresis las formas «mío» y «mía», que deben pronunciarse como monosílabos, pese a lo cual el verso trastabilla por la contigüidad de dos sílabas tónicas (4.* y la 5.a sílabas), que producen un efecto antirrítmico. Pero la voluntad de mantener un paralelismo anafórico («Tirsis mío», «gloria mía») impide corregir métricamente el verso, que hubiera podido recuperar las medidas usuales en los términos contraídos con la eliminación de «mía» (ello suponiendo que no hay yerro de los editores).

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« " ¡ A y Tirsis m í o ! " " ¡ A y g l o r i a m í a p e r d i d a ! " » ; « " ¿ Q u i é n tal p o d r á creer?" " N o hay quien tal crea"»; etcétera. E n otros casos, y dentro aún de estructuras contenidas en u n solo verso, d o m i n a el quiasmo, c o m o en el interior de los versos 12 («"¡Tirsis, a d i ó s ! " " A d i ó s , mi Galatea"») y 13 («"¡Tirsis, a d i ó s ! " " A d i ó s , luz de mis ojos"»), que a su vez mantienen entre ellos una relación paralelística con fuerte c o m p o n e n t e anafórico. El dibujo conceptual al q u e sirve esta estructura se caracteriza p o r la c o n c o r d a n c i a de los s e n t i m i e n t o s en r e c i p r o c i d a d (la a m a n t e y el amado, el amante y la amada), el solapamiento de sus expresiones verbales, la falta de avance en el discurso. Al servicio de ello están las figuras de repetición, que no se deben a u n gusto predominantemente lingüístico — p r o t o b a r r o c o — p o r el retruécano, sino q u e t i e n e n u n carácter funcional para la f o r m u l a c i ó n literaria de las relaciones a m o rosas. La amenaza de la separación inminente propicia idénticas lamentaciones en q u i e n se va y en quien se q u e d a , q u e d e s e m b o c a n en la postrera invocación a la pietas, único punto de apertura centrífuga respecto de las anteriores intervenciones. La función del diálogo en este breve conjunto amoroso es m u c h o más que un recurso de construcción. E n él se ciñen encuentro y desencuentro, conjunciones y pérdidas. Estas, las pérdidas, pueden deberse a desvío de u n o de los amantes (de él en el soneto xvn; de ella en el x i x ) , a la implenitud del amor humano (xvm), a la separación física (xxi).Tanto en unos casos c o m o en otros, la sustancia amorosa según emana de las palabras de los amantes aparece desvinculada de un sujeto relator, que mediatizaría los sentimientos y canalizaría su interpretación. La gran calidad de los sonetos, aun c o n notables diferencias de resolución, hace de este minúsculo cancionero u n muestrario de la expresión amorosa y de sus derivaciones eróticas o aflictivas que no encuentra parangón en la poesía castellana de su siglo. La inadvertencia que tanto tiempo ha afectado al poeta, o la más insidiosa supeditación de su obra a los marcos tópicos en los que pudiera inscribirse, no tienen ya justificación alguna.

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LA SINTAXIS DEL E N R E D O E N LOS EMPEÑOS DE UNA CASA Ulpiano Lada Ferreras Universidad de Alicante

El estudio de un texto literario puede abordarse desde multitud de enfoques y seguir en su desarrollo muy variadas metodologías, que por lo general no se declaran de manera explícita por parte del investigador, o en todo caso se señala de manera general una determinada escuela sin aclarar ni justificar el porqué de esta elección, dentro siempre de la libertad que ampara al investigador para delimitar y abordar su objeto de estudio 1 . En esta ocasión, para llevar a cabo el análisis y consiguiente (espero que también consecuente) interpretación de algunos aspectos de la comedia de Sor Juana Inés de la Cruz, Los empeños de una casa2 partiré, siguiendo un procedimiento deductivo, de una sintética espistemología que aclare las posibilidades de desarrollar unos presupuestos teórico-literarios que permitan ejercer la crítica sobre

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Bobes, 2008, pp. 8-50. Se trata de una comedia de enredo amoroso en la que dos personajes, Doña Leonor y Don Carlos, participan de sendos triángulos amorosos. Don Pedro pretende a Doña Leonor, pero ésta ama a Don Carlos y es correspondida. Por su parte Doña Ana, la hermana de Don Pedro, se ha enamorado de Don Carlos, olvidándose de su hasta entonces amado Don Juan. Con un papel importante en el desarrollo de la trama encontramos a Castaño, criado de Don Carlos, y a Celia, criada de Doña Ana. Tras múltiples enredos desarrollados en la casa de los hermanos, el desenlace lleva a un doble matrimonio: Doña Leonor con Don Carlos y Doña Ana con Don Juan. Don Pedro se queda sin Doña Leonor, pero con su honor a salvo por la boda de su hermana. Sigo la edición de Alberto G. Salceda, 2001. 2

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esta obra dramática de Sor Juana y, de ahí, proponer una interpretación en el marco de las relaciones con el teatro barroco español. La Ciencia de la Literatura, c o m o es sabido, se integra en la Filología, j u n t o con la Ciencia Lingüística, y se c o m p o n e de Historia literaria, Teoría de la Literatura y Crítica literaria, desde u n p u n t o de vista teórico, que en la práctica se resuelve en una Teoría-Crítica, p o r cuanto que la colaboración entre ambas es tan estrecha, que llegan a fundirse principios teóricos con principios críticos. La Teoría Literaria, incluida en las poéticas tradicionales, c o m o señala Dolezel, siempre ha estado abierta, entre otras orientaciones, a la filosofía y a la adopción de c o n ceptos, modelos y métodos filosóficos. El rasgo más general de la filosofía en el siglo x x p r o b a b l e m e n t e sea su interés p o r el l e n g u a j e y, c o m o consecuencia, el lenguaje literario, c o m o uso específico del lenguaje general, se ha beneficiado de las nuevas reflexiones y de alguno de los c o n c e p t o s q u e aclara la filosofía. E n t r e las diversas teorías de marco filosófico, la semiótica, desde nuestro p u n t o de vista, proporciona la base teórico-metodológica esencial para el estudio del f e n ó m e n o literario, p o r cuanto p r o p o n e u n acercamiento a la literatura q u e dé cuenta de la totalidad del proceso c o m u n i c a t i v o (emisión, mensaje, recepción) en todos sus niveles (sintáctico, semántico, pragmático) 3 . Si acabo de referirme a la semiótica c o m o la base t e ó r i c o - m e t o d o lógica esencial para el estudio del f e n ó m e n o literario en general, existe u n acuerdo casi unánime en considerar a la semiótica c o m o base teórico-metodológica esencial m u y especialmente para el estudio de la obra dramática en t a n t o q u e aborda los c o n c e p t o s f u n d a m e n t a l e s de su peculiar proceso comunicativo, c o m o son las características específicas del texto dramático (categorías del texto dramático), el signo dramático, el discurso dramático y el proceso de transducción dramático. U n o de los conceptos más importantes que ha aclarado la semiótica dramática es el del propio Texto Dramático. El texto dramático p e r m i te distinguir dos aspectos: el Texto Literario y el Texto Espectacular; el primero, señala la profesora Bobes Naves, está constituido f u n d a m e n talmente por los diálogos, pero puede extenderse a toda la obra escrita, desde el título hasta la relación de las dramatis personae, incluyendo los prólogos y t a m b i é n las acotaciones, si t i e n e n valor literario. Por su parte, el Texto Espectacular está formado p o r todos los signos que en el

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Lada Ferreras, 2003, pp. 1-63.

LA SINTAXIS DEL ENREDO EN LOS EMPEÑOS

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texto escrito diseñan una virtual representación: acotaciones y didascalias (indicaciones escénicas) contenidas en los diálogos 4 . E n Los empeños de una casa, c o m o en el teatro barroco en general, apenas existen acotaciones, pero los diálogos c o n t i e n e n continuas indicaciones escénicas, las didascalias. E n la j o r n a d a i, p o r ejemplo, Celia se dirige a D o ñ a Ana: «CELIA: Lloras» (I, 161). E n la tercera jornada, e n u n alarde c ó m i c o en el que el criado de D o n Carlos, Castaño, se viste de mujer, encontramos las siguientes indicaciones escénicas: CASTAÑO:

Lo primero, aprisionar me conviene la melena, porque quitará mil vidas si le doy tantica suelta. Con este paño pretendo abrigarme la mollera; si como quiero lo pongo, será gloria ver mi pena. Agora entran las basquiñas. Jesús, y qué rica tela! N o hay duda que me esté bien, porque como soy morena me está del cielo lo azul. ¿Y esto qué es? Joyas son éstas; no me las quiero poner, que agora voy de revuelta. Un serenero he topado en aquesta faltriquera; también me lo he de plantar [....] ¿Qué les parece, señoras, este encaje de ballena? [...] Los guantes; aquesto sí, porque las manos no vean (iii, 319-360). Se ha dado, en estos versos, una detallada descripción del peinado y vestuario que llevará Castaño, en el que menciona: la melena, el paño, las basquiñas, las joyas, el serenero (toca), la faltriquera, el encaje, los guantes...

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Bobes, 1997, pp. 31-32.

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Podemos distinguir en la obra dramática, siguiendo la metodología establecida por Carmen Bobes, cuatro categorías: acciones, personajes, tiempo y espacio, categorías que tienen unas formas de presentación y distribución (sintaxis), que puede en las obras barrocas en general y en esta comedia de Sor Juana en particular llevar a un enredo extremo, tienen también un valor significativo propio en los límites de la obra dramática (semántica) y pueden ser interpretadas en el ámbito de los sujetos que intervienen en el proceso comunicativo, autor y receptores (pragmática). 1) Acciones. Las acciones se suceden en el texto dramático de la misma forma que en el relato. Puesto que el relato cuenta una historia ficcional y el texto dramático igualmente construye una fábula, parece que es posible el análisis de ambos textos con el mismo método para identificar las unidades de narración. Las acciones por medio de un proceso de abstracción se conceptualizan en funciones, es decir, en esquemas de acción o de relaciones, despojados de sus rasgos individualizadores, libres de la anécdota. Cuanto más amplio sea el proceso de abstracción, más obras individuales tendrán cabida en la función propuesta, pero, al mismo tiempo, menos nos dirá, lógicamente, de sus especificidades; de este m o d o a partir del punto de vista del personaje que partamos podremos establecer para la obra que nos ocupa diversos esquemas de acción; si partimos de D o n Pedro, en su intento de conseguir a Doña Leonor podría proponerse el siguiente esquema: carencia inicial (Doña Leonor no le ama) medios para superarla (rapto de Doña Leonor) fracaso (Doña Leonor se casa con D o n Carlos). De la misma forma, la hermana de D. Pedro, Doña Ana, repite el mismo esquema de acción al intentar conseguir el amor de D o n Carlos pero fracasar en su intento. Por el contrario, el esquema funcional básico de don Carlos y Doña Leonor partiría igualmente de una situación inicial de carencia, pasaría por unos medios para superarla y finalizaría con el éxito al conseguir subsanar la carencia inicial. C o m o puede comprobarse las f u n ciones, por su grado de abstracción no permiten indagar en las acciones individuales y específicas que aportan los elementos diferenciadores a distintas obras y distintos personajes que para llegar a un mismo resultado emplean diferentes medios 5 . En cualquier caso, no debemos olvidar que estamos ante una comedia de capa y espada donde, como veremos, se impone un final feliz, y por tanto el fracaso que se manifiesta

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Bobes, 1997, pp. 283-325.

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en las funciones de algunos personajes queda matizado explícitamente: D o n Carlos se da por satisfecho con la boda de su hermana D o ñ a Ana, mientras que ésta acepta, finalmente gustosa, la boda con D o n Juan. 2) Personajes. Al hablar de acciones y f u n c i o n e s , n e c e s a r i a m e n t e debe hablarse de personajes, otra de las categorías del texto dramático que forma parte de las unidades sintácticas. La construcción del personaje se atiene a dos principios generales y fundamentales: el de discrecionalidad y el de unidad. Inicialmente, el personaje dramático se presenta c o m o u n nombre, que es una etiqueta semántica en blanco: D o ñ a Ana, Celia, D o n Pedro, D o ñ a Leonor (nada nos dicen); a medida que avanza el diálogo se va construyendo el personaje mediante datos discretos y discontinuos, procedentes de tres fuentes: 1) su propias palabras, 2) sus propias acciones. 3) lo que los demás personajes dicen de él. Al final de la obra la etiqueta semántica del personaje está completa. Los actantes, c o m o las funciones, son conceptos que se logran a partir de u n proceso de abstracción, y los distintos discursos sobre u n mismo esquema teórico se consiguen debido a que los actantes se convierten en personajes y las f u n c i o n e s son acciones q u e se concretan en circunstancias propias e irrepetibles 6 . Desde el p u n t o de vista actancial, p o r tanto, podríamos descubrir el mismo esquema en distintos personajes de Los empeños de una casa, de u n lado, unos seductores c o n sus ayudantes, y, de otro, unas (posibles) seducidas, que en el caso de D o ñ a Ana podríamos considerar una seductora con su ayudante (Celia) y de otra parte u n posible seducido (Don Carlos, que en m o m e n t o s parece flaquear ante las insinuaciones de D o ñ a Ana). El actante, en c o n s e cuencia, es una categoría abstracta, que respecto al personaje, estaría en la misma relación que la función respecto a la acción. E n cambio, del personaje podemos hacer ciertas matizaciones, pero siempre teniendo en cuenta que en la comedia de capa y espada se i m p o n e el carácter funcional del personaje, es decir, los personajes están supeditados a las acciones, y en consecuencia nos encontramos ante personajes planos: el galán, la dama, el criado, el padre. Los personajes son meros instrumentos de la fábula y actúan guiados por la secuencia de motivos, lo que les impide reflexionar. D o n Carlos se muestra c o m o u n galán que desarrolla una estratagema para conseguir a su amada; D o ñ a Ana se muestra c o m o una dama astuta que intenta conseguir p o r m e d i o de la

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Bobes, 1997, pp. 325-362.

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astucia el amor de Don Carlos que a su vez pretende a la dama Doña Leonor. Por su parte el personaje que encarna la autoridad paterna está representado por Don Rodrigo. Todos ellos fieles a los tipos existentes en el teatro del Barroco, donde no podía faltar la figura del gracioso, contrafigura de su señor, Castaño de don Carlos y Celia de Doña Ana. Una vez más el gracioso sirve para dar a conocer el interior de los protagonistas, ya que los señores manifiestan ante él sus pensamientos y sentimientos, además de funcionar como coordinador de dos espacios separados, el de los amos y el de los sirvientes. 3) Tiempo. Por lo que respecta al tiempo, precisa la profesora Bobes que el texto dramático no puede disponer más que del tiempo presente del personaje, es decir, no puede oponer la temporalidad de dos figuras y señalar «pasado» frente a «presente» en relación a los personajes (enunciado) y al narrador (enunciación); no tiene el drama, al contrario de lo que ocurre en la novela, la posibilidad de contrastar dos temporalidades en todas sus facetas, pues no cuenta con el tiempo del narrador. El tiempo del drama puede ser medido en tres niveles: el de las acciones o situaciones en su secuencia, tiempo de la historia, que puede ser más o menos extenso; el de las palabras que crean las acciones, es tiempo del discurso, que no puede extenderse más allá del tiempo del espectáculo; y el tiempo de la representación, que suma a las palabras los signos no verbales del Texto Espectacular que aparecen en escena; el tiempo de la representación suele estar fijado en las convenciones teatrales de cada tiempo y cultura7. La historia es temporalmente más amplia que el discurso y la representación. En la obra de Sor Juana Inés el tiempo de la historia comienza dos años antes que el primer diálogo entre Doña Ana y Celia: «Bien sabes tú que él salió / de Madrid dos años ha / y Toledo donde está, / a una cobranza llegó» (i, 17-20), y finaliza en la escena xvi de la tercera jornada, con la resolución de los conflictos por medio de los matrimonios con que concluye la obra. El tiempo del discurso, en cambio, queda reducido a una noche y al día siguiente; mientras que el tiempo de la representación incluiría la propia comedia junto con la loa, canciones, saínetes y fin de fiesta, que componen esta fiesta barroca. 4) Espacio. El espacio es, para muchos teóricos, la categoría más relevante del género dramático, aquella en la que adquiere mayor espe-

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Bobes, 1997, pp. 3 6 2 - 3 8 7 .

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cificidad. Todos los signos dramáticos encuentran en el espacio escénico su lugar semiótico, es decir, el lugar donde adquieren sentido en la unidad global de la obra. El espacio es específico del género dramático y aquello que, precisamente, lo caracteriza frente a los otros géneros literarios, porque en éstos el espacio no desciende del plano imaginativo y no se materializa sobre un escenario para imponer unos límites reales concretos. U n aspecto fundamental del espacio es el ámbito escénico, es decir, el conjunto formado por la sala y el escenario: el lugar físico donde se realiza la representación y donde se establecerán de un m o d o concreto las relaciones entre el lugar de la acción que representa el m u n d o ficcional (escenario) y el lugar de la espectación (sala), donde los espectadores se disponen a ver y comprender lo que se diga y haga en el escenario. Los ámbitos escénicos son reducibles a dos: envolvente y enfrentado. El ámbito escénico envolvente más característico es el ámbito en O, es el ámbito del teatro griego primitivo y también de los espectáculos ingleses con osos o de los españoles con toros. El ámbito escénico de los corrales de comedias, de la representación de Los empeños de una casa, es también envolvente; es el ámbito en U, una variante del ámbito en O, en el que la escena se desplaza del centro y se dispone de u n m o d o que permite al público rodear el escenario por tres lados. Mantiene la tensión media entre el enfrentamiento del ámbito en T y la participación del ámbito en O. Dentro de los espacios, podemos distinguir espacios dramáticos (lugares que crea el drama para situar a sus personajes); espacios lúdicos (creados por los personajes con sus distancias y movimientos); espacios escenográficos (que reproducen en el escenario, mediante la decoración, los espacios dramáticos) y espacios escénicos (escenario, plaza, tablado, etc., donde se representan los otros espacios). Los dos primeros podrían coincidir con los espacios de la narración en cuanto a la ficcionalidad, pero no coinciden porque su posterior realización en la escena los condiciona por un efecto feedback, desde su origen 8 . Podemos, p o r tanto, hablar de los siguientes espacios en Los empeños de una casa: un espacio dramático formado por la casa de D o n Pedro, la casa de don Rodrigo y la calle, frente a la casa de don Pedro; un espacio lúdico que construye a partir de los movimientos y distancias que mantienen entre sí los personajes en función de sus respectivos papeles (cercanía de los amantes, lejanía respetuosa

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Bobes, 1997, pp. 387-432.

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ante la autoridad, etc.), expresión de la distancia psíquica en las relaciones humanas. Aunque el espacio lúdico está diseñado en el texto espectacular (acotaciones o didascalias incluidas en el diálogo) se materializa por los actores en la representación. El espacio escénico es aquel en el que se lleva a cabo una determinada representación (teatro, corral, calle...), mientras que el escenográfico se refiere a los medios empleados en la decoración para reproducir los espacios dramáticos de la obra, de forma realista, simbólica, etc. Ahora bien, los límites materiales del espacio escénico pueden ampliarse en la representación mediante palabras, o por medio de signos no verbales (gestos, luces, pinturas, etc.) con espacios latentes contiguos al que escenográficamente representa la escena. El espacio patente es el que está a la vista y el espacio latente es la continuación física del patente, pero no se ve, y el espectador sabe que está contiguo a partir de su experiencia. En la jornada i de la obra encontramos un espacio patente, contiguo a aquel en el que se encuentran conversando Doña Ana y Celia, exterior a la casa; se indica con la acotación «Dentro» que indica que sucede fuera del escenario y verbalmente se marca por medio de un diálogo en el que uno de los interlocutores está en escena y el otro en el espacio contiguo latente (fuera del escenario): « D O Ñ A A N A : Sólo decir puedo / que es un Don Carlos de Olmedo / el galán. Mas han llamado; / mira quién es, que después / te hablaré, Celia. CELIA: ¿Quién llama? EMBOZADO ( D E N T R O ) : ¡La justicia!» (i, 174-179).También nos podemos encontrar en el drama con espacios narrados, que no son propiamente escénicos, pero que se introducen en la escena a través de posibles relatos de los personajes; para estos espacios rigen las mismas leyes que para los espacios novelescos, al no ser representados, es decir, no tienen otra limitación que la propia imaginación, como son el espacio narrado de la villa de Madrid: « D O Ñ A A N A : y así en Madrid me dejó, / donde estando sola yo, / pudiendo ser vista y ver, / me vio d o n j u á n y le vi» (i, 22-25), o el espacio narrado introducido por Castaño en su relato de carácter sin duda tradicional, como más adelante veremos: Salió un hombre a torear, y a otro un caballo pidió, el cual, aunque lo sintió, no se lo pudo negar. Salió, y el dueño al mirallo, no pudiéndolo sufrir,

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le envió un recado a decir que le cuidase el caballo, porque valía un tesoro, y el otro muy sosegado respondió: «Aquese recado no viene a mi, sino al toro» (m, 255-266).

De gran importancia en la construcción sintáctica de la comedia barroca son las «zonas de acecho», espacios escénicos visibles para el público, pero que convencionalmente no son visible para los personajes (o para alguno de ellos), por lo que el personaje oculto puede recibir información que se le pretendía ocultar sin necesidad de recurrir a un personaje coordinador o repetir la escena con otros personajes (una clara alteración de la sintaxis). En la jornada segunda, para rizar el enredo, es Don Carlos quien se sitúa en un espacio de acecho: Ya que fue fuerza ocultarme por el debido respeto de doña Ana, como a quien el amparo y vida debo, desde aquí quiero escuchar, pues sin ser yo visto puedo, a qué vino don Rodrigo, que entre mil dudas el pecho, astrólogo de mis males me pronostica los riesgos (i, 792-801).

Y más adelante: ¿No escuchas esto, Castaño? ¡La vida y el juicio pierdo! (n, 939-937)

O en la jornada tercera, donde el lugar de acecho lo ocupa Doña Ana y es indicado por medio de dos tipos de signos de texto espectacular, por una acotación: «Sale Doña Ana al paño» y por una didascalia en el discurso verbal: Don Rodrigo con mi hermano está. Desde aquí pretendo escuchar a lo que vino; que como a Don Carlos tengo

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oculto, y lo vio mi hermano, todo lo dudo y lo temo (iii, 891-896). U n a vez que han sido identificadas las unidades sintácticas y destacadas algunas de sus características, es posible, en el nivel semióticosemántico datar a estas unidades de significación, para n o quedarnos en una mera descripción, q u e permita una interpretación en el ámbito contextual, esto es, en el nivel pragmático. La oposición de espacios dramáticos casa/calle en Los empeños de una casa, c o m o en muchas otras comedias barrocas, está claramente semiotizado, es decir, adquiere valor de signo: la calle es signo de libertad para los hombres y está vedado a las mujeres, mientras que la casa es p a t r i m o n i o de los h o m b r e s y recinto cerrado para las mujeres, en el que p u e d e n organizar sus enredos. La oposición casa/calle se corresp o n d e y se extiende con las oposiciones dentro/fuera, p e r m i t i d o / p r o hibido, h o n o r / d e s h o n o r . La comedia de Sor Juana Inés de la Cruz, c o m o el teatro español de capa y espada, plantea el tema de la libertad de la mujer y de la responsabilidad del h o m b r e sobre sus acciones. El sentido de la obra tomada en su referencia interna (semántica) y en relación con el contexto histórico en que fue creada (pragmática) supone que la organización sintáctica que construye el enredo pretende denunciar, a través de unos casos particulares, la relación libertad-responsabilidad p o r reducción al absurdo: Resulta absurdo que la mujer carezca de libertad para actuar, al igual que resulta absurdo que el h o n o r del caballero (padre, h e r m a no, marido en su caso) dependa, n o de su propia conducta, si n o de la conducta de las damas, a quienes n o puede exigírseles responsabilidad p o r carecer de libertad. La crítica a la sociedad es clara, aunque la solución no, porque, c o m o señala la profesora C a r m e n Bobes, es absurdo que alguien quiera decidir p o r otro, es absurdo que alguien sea responsable de lo que otro hace, pero también es absurdo que la solución p r o puesta sea el matrimonio que n o cambia la situación 9 . Es posible, en consecuencia, hablar de u n mismo sistema de construcción dramático, en este caso de construcción sintáctica del enredo, y de una percepción c o m ú n del problema de la libertad/responsabilidad en la sociedad del Siglo de Oro, tanto en América c o m o en Espa-

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Bobes, 1990; Rubiera, 2005.

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ña, o al menos es la lectura que permite Los empeños de una casa. Estas identificaciones entre formas y sentido de la comedia americana y las españolas p u e d e n extenderse a dos aspectos: u n o el de la inclusión de elementos tradicionales, p r o p i o de la cultura del Siglo de O r o y las referencias intertextuales, e incluso explícitas, al teatro barroco español. R e s p e c t o a estas últimas, p o d e m o s señalar, en la j o r n a d a tercera, las palabras de D o ñ a Leonor a Celia a propósito de los enredos de la casa que adquieren, para este personaje, tintes misteriosos: Celia, yo me he de matar si tú salir no me dejas de esta casa, o de este encanto (m, 1-3), que nos trae a la memoria los supuestos encantamientos de La dama duende de Calderón. D e la misma forma que el título rinde h o m e n a j e intertextual a la obra de C a l d e r ó n Los enredos de un acaso, o q u e el admirado escritor español sea introducido c o m o guiño en la comedia: así dice Castaño en la jornada tercera: ¡Oh tú, cualquiera que has sido; oh tú, cualquiera que seas, bien esgrimas abanico, o bien arrastres contera, inspírame alguna traza que de Calderón parezca, con que salir de este empeño! (m, 299-305). Por lo que respecta a los elementos folklóricos incluidos en obras cultas, nos dice el profesor M á x i m e Chevalier q u e en la España del Siglo de O r o la tradición oral goza de u n gran vigor y prestigio: los hombres, incluso los más eruditos, escuchan y cuentan cuentos, en los m o m e n t o s de ocio, c o m o u n entretenimiento más 10 . La tradición oral, en síntesis, vive en todos los niveles de la sociedad, y los escritores más cultos n o tienen inconveniente en plasmarla en sus obras, c o m o hace Sor Juana Inés en algún pasaje de la obra, entre los que destacaremos la m e n c i ó n q u e hace Castaño de Garatuza, p e r s o n a j e real (Martín de Villavicencio Salazar), nacido a principios del siglo XVII, pero q u e a

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Lada, 2003, pp. 88-90.

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mitad de siglo ya se había convertido en un personaje proverbial, que forma parte de la tradición popular. Dice Castaño: ¡Quién fuera aquí Garatuza, de quien en las Indias cuentan que hacía muchos prodigios! (m, 293-295).

Resulta interesante comprobar cómo una autora de la Nueva España introduce España en América en la ficción dramática; recordemos que el espacio dramático de la obra se sitúa en Madrid y Toledo, pero a su vez introduce América en España por medio del personaje de Castaño, nacido en las Indias, quien por ese motivo conoce a Garatuza: Que yo, como nací en ellas, le he sido siempre devoto como a santo de mi tierra (m, 296-298).

El otro de los elementos folklóricos que quiero destacar es un dicho tradicional en forma de proverbio o refrán del que, en un principio, sólo se enuncia la primera parte, sin duda debido a su popularidad: D O N CARLOS:

Yo he visto (¡pierdo el sentido!) en esta casa a Leonor. CASTAÑO:

Aqueso será, Señor, que quien bueyes ha perdido... (n, 21-24).

«Cencerros se le antojan» se completa el refrán, como se documenta en el libro iv de El viaje entretenido11 de Agustín de RojasVillandrando de 1603 (además de estar incluido en múltiples refraneros); y más adelante en Los empeños es el propio Castaño quien vuelve sobre el dicho para completarlo: Pero, Señor, ¡vive Dios! Que es cosa muy pegajosa tu locura, pues a mí se me ha pegado

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1995, p. 445.

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D O N CARLOS:

¿En qué forma? En que escucho los cencerros, y aun los cuernos se me antojan de los bueyes que perdimos (n, 379-385).

BIBLIOGRAFÍA

del C., «Cómo está construida La dama duende, de Calderón», Tropelías. Revista de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada, 1, 1990, pp. 65-80. — Semiología de la obra dramática, Madrid, Arco/Libros, 1997. — Crítica del conocimiento literario, Madrid, Arco/Libros, 2008. LADA FERRERAS, U . , La narrativa oral literaria. Estudio pragmático, Kassel, R e i chenberger, 2003. ROJAS VILLANDRANDO, A . de, El viaje entretenido, e d . J . P. Ressot, Madrid, CastaHa, 1995. RUBIERA FERNÁNDEZ, J., La construcción del espacio en la comedia española del Siglo de Oro, Madrid, Arco/Libros, 2005. SOR JUANA INÉS DE LA CRUZ, Los empeños de una casa, en Obras completas de Sor Juana Inés de la Cruz, iv. Comedias, saínetes y prosa, ed. A. G. Salceda, Fondo de Cultura Económica/Instituto Mexiquense de Cultura, 2001. BOBES NAVES, M . A

LA TRILOGÍA

DE LOS PIZARROS

DE T I R S O DE MOLINA

José María Ferri Coli Universidad de Alicante

TEATRO DE TEMA AMERICANO Y REFERENCIAS EN ALGUNAS OBRAS DE TIRSO

Era de esperar que los poetas españoles, cuyos compatriotas habían protagonizado la expedición al Nuevo Mundo, se hicieran eco del mayor acontecimiento de la historia de la humanidad. El citadísimo juicio de Gomara, impreso en la dedicatoria al Emperador de su Historia general de las Indias\ comparaba el hecho con el nacimiento y muerte de Jesús. Tirso, por su parte, puso en boca de D. Gonzalo en El amor médico la afirmación de que «dio patrimonio Colón / de un Nuevo Mundo a Castilla»2.Y ese silencio a pesar de que en textos de vuelos preceptivos como la Loa de la comedia (1603) de Agustín de Rojas se indicaban como adecuados para la comedia los temas relacionados con la conquista americana: Y para más honra suya y de la comedia nuestra, en los días que Colón descubrió la gran riqueza de Indias y Nuevo Mundo y el Gran Capitán empieza a sujetar aquel reino

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López de Gomara, 1554, p. 4. Tirso de Molina, 1952, i, w . 6 9 7 - 6 9 8 .

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de Ñapóles y su tierra, a descubrirse empezó el uso de la comedia, porque todos se animasen a emprender cosas tan buenas, heroicas y principales, viendo que se representan públicamente los hechos, las hazañas y grandezas de tan insignes varones, así en armas como en letras3.

D e los tres grandes dramaturgos españoles del Siglo de Oro, el único que pisó las nuevas tierras de la Monarquía fue Tirso, que permaneció en Santo Domingo de 1616 a 1618. Lope y Calderón, los otros dos genios a que aludía antes, se hubieron de conformar con los testimonios que iban dejando desde 1492 cronistas y viajeros. Sin embargo, del aluvión de obras que llegó a representarse en los corrales españoles del Siglo de Oro, sólo un pequeño manojo de ellas se inspiró en América tratando de personajes y sucesos históricos, describiendo el paisaje del Nuevo Mundo, argumentando a favor o en contra de conquistadores y conquistados, etc. Lope consagró una comedia a la figura de Colón — E l Nuevo Mundo descubierto por Cristóbal Colón—, otra a la recuperación por parte española de las tierras de Brasil — E l Brasil restituido (Juan Antonio Correa compuso otra comedia del mismo tema: Pérdida y restauración de Bahía de Todos Santos)—, dos piezas a los araucos —Arauco domado y el auto sacramental La Araucana—; y otra que no conservamos: La conquista de Cortés4; Calderón dedicó una sola pieza —La aurora en Copacabana— al asunto indiano; y Tirso la conocida tri-

Sánchez y Porqueras, 1972, p. 122. C. Romero Muñoz, 1983 y 1984, defendió la posibilidad de que la obra La conquista de México atribuida a Antonio Enríquez Gómez (bajo el pseudónimo de Fernando Zarate) pueda ser realmente la comedia perdida de Lope. Hay, en otro orden de cosas, cierto embrollo a la hora de referirse a esta comedia. Barrera y Leirado catalogó La conquista de Cortés y El marqués del Valle como dos obras diferentes, aunque no sabemos a ciencia cierta si se trataba de dos comedias o de una sola (Medina, 1915, i, pp. 20-21). En la actualidad se citan a menudo los dos títulos yuxtapuestos dando a entender que se trata de una sola comedia, o se usa uno de los dos. 3

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logia de los Pizarro, integrada por tres obras cuyos protagonistas son los hermanos Pizarro—Todo es dar en una cosa (centrada en Francisco), Amazonas en las Indias (consagrada a Gonzalo) y La lealtad contra la envida (dedicada a Hernando, aunque también aparece Juan)—, que tratan de materia histórica referida a la conquista del Perú.Vélez de Guevara, por su parte, compuso una comedia del mismo asunto: Las palabras a los reyes y glorias de los Pizarros. Los españoles en Chile, de Francisco de G o n zález Bustos; La belígera española, de Ricardo del Turia; El gobernador prudente, de Gaspar de Avila; y Algunas hazañas de la muchas de don García Hurtado de Menzoza, compuesta por nueve ingenios, trataron de las luchas contra los araucos. Sorprende asimismo el casi absoluto silencio del mexicano R u i z de Alarcón, quien no se ocupó del tema americano salvo en su participación en la colectiva Algunas hazañas5. C o m o se puede apreciar en la relación anterior, sobresalieron dos asuntos fundamentales ligados a su vez a dos familias de conquistadores: los Hurtado de Mendoza en Chile, y los Pizarro en el Perú. Menos suerte tuvieron los descendientes de Colón y Cortés 6 . Este último llegó a convertirse en personaje nacional p o r la aureola que rodeaba a sus hechos y el declive que sucedió a su esplendor 7 . A Cortés se consagró la comedia, posiblemente de Antonio Enríquez Gómez, La conquista de México. Se han perdido, sin embargo, la de Jacinto Cordero Hernán Cortés triunfante en Tlaxcala y la de Lope, probablemente, citada anteriormente. Aparte de estas piezas mentadas, se pueden encontrar alusiones, americanismos y otras referencias al N u e v o M u n d o en u n n ú m e r o mayor de comedias, pero que todavía en los cálculos más generosos éstas representarían una cifra muy baja si se compara con la inmensa producción del Siglo de Oro. El primer asunto, por tanto, del que quiero tratar es éste. ¿Por qué la materia de la comedia histórica seguía procediendo de crónicas medievales y del Romancero? Podemos preguntarnos la razón p o r la cual seguían interesando en Castilla todavía los hechos que nutrían las biografías de personajes como Bernardo del Carpió, la reina doña María, el rey don Pedro, don Alvaro de Luna, los Vargas, Céspedes, o el rey don Sebastián, y acontecimientos relacionados sobre todo con la Reconquista; en lugar de llamar la atención un asunto de la tras-

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Franco, 1954, p. 25, pp. 43-48; V. de Pedro, 1954, pp. 186 y ss. Campos, 1949. Medina, 1915, i,pp. 19-20.

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cedencia del descubrimiento de América. La pregunta, c o m o todas las que carecen de respuesta, se presta m u y bien a la especulación. Ahora sólo voy a apuntar tres razones que se p u e d e n considerar. La primera radica en que la llegada de los europeos a América n o tenía el mismo significado cien años después del primer viaje de Colón, que en nuestros días. En seguida vamos a ver c ó m o en las obras de Tirso se alude una y otra vez a la riqueza inmensa que atesoraban las nuevas tierras, que se convierten en la imaginación del castellano de entonces en una especie de minero de oro y plata. Paraísos míticos c o m o El Dorado o la tierra de Jauja, esta última llevada a las tablas p o r Lope de R u e d a en 1547, venían a sumarse a las antiguas ideas grecolatinas de la Edad de O r o y la Arcadia 8 . Los límites con la utopía y la leyenda se van difuminando de manera que se soslayan los materiales de una historia precolombina cuyos principales actores eran del todo desconocidos en E u r o pa. La proverbial codicia de los españoles en este sentido n o tiene cuento. Sirva c o m o muestra u n botón: en la comedia de Tirso La lealtad contra la envidia, la india Guaica es deseada fervientemente p o r u n guerrero español llamado Castillo, que intenta abusar de ella. A n t e el peligro, la muchacha inca propuso al español que, si éste abandonaba sus pretensiones lujuriosas, ella le daría oro que guardaba en u n pozo. Al asomarse Castillo a éste, Guaica lo e m p u j ó para zafarse de él. La segunda razón a que m e refería arriba tiene que ver con la escasez de datos, en comparación c o n los que tenía en su p o d e r el escritor a la hora de abordar u n asunto nacional, y la lejanía de los nuevos territorios, lo que hacía difícil la contemplación in situ de los nuevos d o m i nios de los Habsburgo. Este hecho viene acompañado del m e n o r prestigio de que gozaba el destino de Indias frente a otros territorios de la Monarquía. La facilidad de Lope para arrimar el ascua a su sardina llevó al cómico madrileño a recordar en La Dorotea el suceso que le aconteció a la familia a la muerte del padre: DON FERNANDO: M u r i e r o n mis padres, y u n solicitador d e su hacienda cobró la q u e p u d o y pasóse a las Indias, dejándome pobre; que siempre fui desdichado e n las Indias; pues c o m o otros traen dellas hacienda, m e llevaron allá la mía [ . . . ] . Y ¡ c ó m o lo siento! ¡Pluguiera al c i e l o q u e n u n c a se hubieran descubierto, ni C o l ó n hubiera nacido e n el m u n d o ! 9 8

Franco, 1954, p. 260. Lope de Vega, 1980, p. 315. Cervantes, que quiso ir a América, aunque no lo consiguió, inauguró El celoso extremeño c o n estas palabras referidas a las Indias: 9

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El N u e v o M u n d o parece q u e quedaba reservado a aquellos para quienes la fortuna n o había sido propicia en la Península, los nobles procedentes de n o m u y claro o r i g e n (Tirso h u b o de esforzarse p o r aclarar el linaje de Francisco Pizarra), o quienes huían de la justicia. Y la última está relacionada c o n la máxima q u e Lope aireó en su Arte nuevo: el poeta se debe a los gustos del público. D e ahí q u e debamos suponer que, si n o se escribieron más comedias de asunto americano, f u e p o r q u e los espectadores de los corrales n o manifestaron especial predilección por tal motivo. Trataré a continuación sobre algunos tópicos americanos en obras de Tirso n o consagradas a asunto indiano, que el erudito peruano M i r ó Quesada agavilló en la siguiente nómina de la que excluyo la trilogía de los Pizarra: Celos con celos se curan, Desde Toledo a Madrid, Don Gil de las calzas verdes, Doña Beatriz de Silva, El amor médico, El burlador de Sevilla, En Madrid y en una casa, Escarmientos para el cuerdo, La celosa de si misma, La dama del olivar, La fingida Arcadia, La gallega Mari-Hernández, La huerta de Juan Fernández, La mejor espigadera, La ninfa del cielo, la trilogía de la Santa Juana, La villana de la Sagra, La villana de Vallecas, Los amantes de Teruel, Los balcones de Madrid, Los hermanos parecidos, Marta la piadosa, No hay peor sordo, Por el sótano y el torno, Quien no cae no se levanta,y Tanto es lo demás como lo de menos10. Dellepiane (1968) llegó a identificar hasta treinta y siete comedias en que aparecían elementos americanos. La procedencia de éstos es variada: la difusión a través de crónicas y obras literarias de numerosos lugares comunes en t o r n o al N u e v o M u n d o , la propia experiencia de Tirso en América, y las noticias de diferente fuente que llegaran a oídos del mercedario. Es menester asimismo anotar que Tirso se hico eco de numerosas voces americanas cuyo inventario n o viene ahora al caso. Lo i m p o r t a n t e de la cuestión, sin embargo, estriba en que, tras esas palabras, se ocultaba un nuevo paisaje y unas gentes diferentes totalmente desconocidos para el público español. Los tintes exóticos descuellan sobre cualquier otra consideración, aunque es verdad que Tirso, en la dedicatoria a la Quinta parte (1636) de sus comedias se atrevió a bautizar c o n el g e n é r i c o

«Refugio y amparo de los desesperados de España, iglesia de los alzados, salvaconducto de los homicidas, pala y cubierta de los jugadores (a quien llaman ciertos los peritos en el arte), agañaza general de mujeres libres, engaño c o m ú n de muchos y remedio particular de pocos» (1614, fol. 118v). 10 Miró Quesada, 1948, pp. 197-198.

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«lengua americana» a los diferentes idiomas hablados en América. Y el mercedario llegó a más: esa variedad lingüística que él atesora en una sola lengua es comparable con el latín o el griego, justificando así que pudieran usarse extranjerismos en las comedias. E n muchas de ellas se percibe el orgullo de Tirso p o r la empresa q u e los españoles habían a c o m e t i d o en A m é r i c a . Elige, de esta f o r m a , la figura de los R e y e s Católicos c o m o e j e m p l o del p o d e r imperial hispano. E n La gallega Mari-Hernández, Tirso recordó al público que habían sido Fernando e Isabel los mecenas de C o l ó n gracias a los cuales el almirante había podido realizar su expedición: A Fernando e Isabel digo, que a Castilla añaden un nuevo mundo, blasón de sus hechos alejandres11. E n La dama del olivar, el mercedario argumenta a favor de la expansión territorial en u n parlamento donde Maroto lanza el siguiente desiderátum: Los sabios estudien leyes, tienten pulsos los doctores, dense placer los señores y ganen tierra los Reyes 12 . Las victorias militares alegraron sobremanera a Tirso, quien llevó a las tablas en Desde Toledo a Madrid la feliz noticia de la reconquista del Brasil (6 de julio de 1625), h e c h o que casi coincidió con la rendición de Breda (5 de j u n i o de 1625), sucesos que airearon Lope, en su Brasil restituido, y Calderón, en El sitio de Breda, respectivamente: Soy mozo y no sé perder fiestas que ilustran hazañas, con que España alegre está: convida a toros Bredá, y el Brasil pone las cañas13. n 12 13

Tirso de Molina, 1944, i, w. 29-32. Tirso de Molina, 1970, p. 131. Tirso de Molina, 1999, iii, w. 2186-2190.

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Y no podía faltar la mención al papel evangelizador de los españoles: en la segunda comedia de la Santa Juana, al referirse a Hernán Cortés, atribuye a éste la extensión de «nuestra ley cristiana por infinitas leguas». Hay asimismo alusiones frecuentes a las riquezas de América. En la primera y en la tercera comedia de la trilogía de la Santa Juana se menciona el Potosí como metáfora de abundancia, mientras que en la segunda se habla de «un nuevo mundo rico y extendido». La misma alusión al Potosí se halla en Don Gil de las calzas verdes14. En La huerta de Juan Fernández Petronila presenta un «[...] orbe todo de oro, / hoy español, antes inga»15. Acerca de los cultos precolombinos,Tirso mencionó en Celos con celos se curan la divinidad solar de los indios 16 . La misma cita hallará el lector en Amazonas en las Indias. A diferencia de Lope, que suele presentar en sus comedias de tema indiano las dos posturas beligerantes en torno al indio, aparte de idealizarlo frecuentemente, Tirso nunca puso en escena la opinión de los indios ni la defensa que de ellos habían hecho un Las Casas por ejemplo. En la primera comedia de la Santa Juana mienta el mercedario al «indio necio» que es engañado fácilmente por los españoles, y se refiere a los indios caribes como bárbaros. Las referencias al «otro mundo» 17 en La villana de Vallecas, por citar un ejemplo, se explican por la lejanía de las nuevas tierras con respecto a la metrópoli. Doña Violante, recién llegada de Nueva España siguiendo a su esposo, aclara a D o n Juan, su pretendiente español, su situación y el engaño en que han caído él y su hermana, a quien se iba a desposar con un hombre ya casado en América, don Pedro de Mendoza, marido de doña Violante.

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Pero donde verdaderamente Tirso exaltó la grandeza de los c o n quistadores fue en la conocida trilogía de los Pizarros. E n la segunda década del XVII, los descendientes del Conquistador de Perú quieren conseguir que se reconozca el título de marqués que Carlos V había otorgado a sus antepasados en recompensa a sus hazañas bélicas. El

14 15 16 17

Tirso Tirso Tirso Tirso

de de de de

Molina, Molina, Molina, Molina,

2003, 1982, 1635, 1944,

n, w . 639-640. i, pp. 746-747. III, v. 1114. III, v. 409.

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asunto se había torcido por la deslealtad de uno de los Pizarra, Gonzalo, quien anteponiendo sus intereses económicos a los de la Corona, infringió las Leyes de Indias, de manera que su estirpe perdió el favor real, al menos por dos generaciones. De los cuatro hermanos por parte de padre que habían participado en la expedición americana, tan sólo sobrevivió Hernando, que además era el único hijo legítimo de Gonzalo Pizarro el largo y el que gozaba de una mayor cultura. Aquél se casó con su sobrina Francisca, hija de Francisco Pizarro, y sus descendientes continuarían la línea genealógica de la familia hasta llegar a don Juan Hernando Pizarro, nieto de Hernando y Francisca, quien, transcurrido el lapso aludido arriba, envió al rey un prolijo memorial en que solicitaba la restitución de los privilegios perdidos. Sin embargo, los hechos que afeaban a los Pizarro no eran baladíes. Gonzalo había sido degollado acusado de un delito de traición al acaudillar a los encomenderos, y Hernando vivió desde 1540 encarcelado más de cuatro lustros en La Mota de Medina del Campo fruto de las intrigas de los partidarios de Almagro. Los otros dos hermanos, Juan y Francisco, también habían muerto. El primero en un lance de guerra en 1536; y el segundo asesinado de una estocada en la garganta en 1541 por los almagristas como represalia por la muerte de su caudillo auspiciada por Hernando en 1538. Por si esto fuera poco, los Pizarro no salían muy bien parados en algunas crónicas como la de López de Gomara o Fenández de Oviedo. Se había aireado el hecho de que las cruentas guerras civiles entre Almagras y Pizarras fueron el desencadenante de un sinfín de hechos luctuosos y violentos que jalonaron los años sucesivos a la conquista del Perú. El que Gonzalo y Hernando habían puesto todos los medios a su alcance en la defensa de sus intereses, y no tanto del beneficio de la corona española, era tema que repetían los cronistas. Por el hecho de haber vivido Tirso enTrujillo de 1626 a 1629, una vez que fue nombrado comendador del convento mercedario de la ciudad extremeña, el célebre hispanista Otis H. Green (1936) asoció la génesis de la trilogía con el contacto que, en su nuevo destino, el fraile pudo haber tenido con la familia Pizarro, hipótesis que se ha venido admitiendo hasta nuestros días18. De esta forma, las comedias

18

Miró Quesada, 1948, pp. 168 y ss.; Dellepiane, 1952-53, p. 50; Vázquez, 1984, p. 204, p. 247, p. 256 y p. 258 —si bien en esta última página defiende el autor el «enorme margen de libertad que se reserva» Tirso, que no es «esclavo de

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dedicadas por Tirso a los hermanos Pizarro habrían sido un encargo de los descendientes de éstos, quienes las habrían usado con fines propagandísticos. Es verdad que hay numerosos ejemplos, en el haber de Lope sobre todo, de comedias genealógicas escritas para proclamar la higalguía de un apellido. Sin descartar tal fin, no parece que éste por sí solo pueda explicar la atención de Tirso por los hechos de los Pizarro. Nancy K. Mayberry 1 9 , M . Gleeson O Tuathaigh 20 , y R u i z R a m ó n 2 1 han indicado que la trilogía puede leerse atendiendo además a otros factores. Creo que hay que recordar al respecto dos hechos significativos: un año antes de instalarse enTrujillo, el 6 de marzo de 1625, la Junta de Reformación de Costumbres apercibió seriamente al fraile mercedario por sus comedias 22 , lo que puede explicar el hecho de que se inclinara por asuntos más edificantes como los históricos, entre los que el severo y anónimo autor de los Diálogos de las comedias (1620) incluye en el quinto de éstos los «descobrimientos de Indias»23 —sin que ello significara que olvidara el ingrediente cómico presente, como han estudiado Hermenegildo (1994) y Melchora Romanos (1998) en la trilogía—; y después de abandonar Trujillo, fue nombrado Cronista General de la Orden de la Merced. U n caso similar al de Tirso nos brinda el renombrado Padre Alonso R e m ó n , que, al ingresar en la Orden de la Merced, abandonó la escritura de comedias y sustituyó ésta por argumentos más edificantes, entre otros los historiográficos. La atracción de los religiosos por las comedias y su afición por oírlas cuando tenían oportunidad, se demuestra por el hecho de que la misma Junta de Reformación que había censurado los quehaceres poéticos de Tirso había prohibido el año anterior, 1624, que los religiosos acudieran a los corrales, a pesar de que existían opiniones previas diferentes, como había recordado Cascales a Lope de Vega en una conocida carta de la que copio el párrafo en cuestión:

nada»—; Souto, 1988, pp. 3 6 - 3 7 ; Fernández, 1991, p. 90;Torres Nebrera, 1993, p. 11; Zugasti, 1993, i, pp. 1 5 - 2 0 —aunque con matices sobre la prevalencia de la creación artística en un artículo anterior [1992, p. 1 3 1 ] — ; Hermenegildo, 1994, p. 77; Chierici, 2 0 0 1 , p. 180. 19 20 21 22 23

Mayberry, 1975, p. 235. Gleeson Ó Tuathaigh, 1986, p. 65. Ruiz Ramón, 1993, pp. 4 5 - 4 6 . González Palencia, 1946;Vázquez (ed.), 1990, pp. 4 4 - 5 1 . Vázquez (ed.), 1990, p. 90.

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Pues ¿qué será no habiendo acciones, bailes, ni cantares torpes y lascivos, sino tan limitados y compuestos como hoy los vemos en las comedias? Será lo que infiere el dicho autor [el Padre Tomás Sánchez]: que cuando las cosas que se representan no son torpes, y el modo de representar no es torpe, no pecan mortalmente los que los representan, ni los que las oyen, ni los que las consienten, ni los poetas que las escriben, ni los clérigos que asisten a oírlas, no obstante la prohibición del capítulo Clerici y el capítulo Non oportet; porque, según Cayetano, pueden lícitamente asistir cesando escándalo y menosprecio, el cual cesa hoy, a parecer del P. Tomás Sánchez (Epístola m). Pero las prohibiciones sirvieron de poco, porque al finalizar el siglo, el P. Camargo todavía recuerda en su Discurso teológico sobre los teatros y comedias de este siglo (1689) que a oír comedias «concurre [...] la mayor parte de la república, de todos los gremios y estados, gente de m u c h o juicio y temor de Dios, eclesiásticos circunspectos y ejemplares [.. ,]» 24 . Resulta verosímil, pues, creer que la curiosidad de Tirso reparara en la saga de los Pizarra para c o m p o n e r su trilogía; asimismo n o es descabellado q u e los d e s c e n d i e n t e s del C o n q u i s t a d o r b r i n d a r a n i n f o r m a c i ó n al mercedario para pergeñar el argumento; incluso q u e Tirso fuera partidario del restablecimiento de los honores a la f a m i lia; pero creo que el encargo de limpiar la imagen de u n a familia n o prevaleció sobre la voluntad artística e ideológica del autor. E c h a n d o m a n o de las crónicas del Inca Garcilaso sobre t o d o , y A g u s t í n d e Zárate en m e n o r m e d i d a , c o m o ha establecido D e l l e p i a n e ( 1 9 5 2 1953) c o n u n e s m e r a d o c o t e j o ; de la o b r a de F e r n a n d o P i z a r r o y Orellana Varones ilustres del Nuevo Mundo, descubridores, conquistadores y pacificadores... de las Indias occidentales, que, aunque se puso en letra de molde en 1639 (la censura es de 1631), estaba redactada m u c h o antes, c o n lo q u e Tirso b i e n p u e d o t e n e r acceso a ella; y de leyendas q u e pudiera haber escuchado en Trujillo, Tirso compuso las tres comedias sobre las que ahora trataré brevemente. La obra de Orellana, p r i m o de d o n Juan Fernando Pizarro, solicitante del marquesado, consta en apéndice del Discurso en que se muestra la obligación que su majestad tiene en justicia, conciencia y razón política, a cumplir y mandar ejecutar la merced que la majestad imperial hizo a don Francisco Pizarro..., m e m o r i a l q u e Juan Fernando Pizarro había enviado al rey en 1625. Hay q u e recor-

24

En Sánchez y Porqueras, 1972, p. 328.

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dar las conocidas palabras del propio escritor, quien en los Cigarrales (1621) se defiende de los ataques recibidos a través de u n «pedante historial» p o r las inexactitudes históricas de su comedia El vergonzoso en palacio: ¡Como si la licencia de Apolo se estrechase a la recolección histórica, y no pudiese fabricar, sobre cimientos de personas verdaderas, arquitecturas del ingenio fingidas!25

Venían a cuento las palabras de Tirso para explicar la libertad creadora del artista frente a la obligación del historiador, que debe atenerse a los hechos 2 6 . U n verso de Amazonas en las Indias lo dice todo: «Lea historias el discreto» (m, v. 3292). La misma idea tuvo Calderón, y la expresó así en La aurora en Copacabana:«[...] Y pues no son / éstas cosas para dichas / tan de paso, remitamos / a la historia que lo escriba [...] que a un gobernador no toca / hablar como coronista» 27 . El poeta diferencia claramente la obra que él incluye en el género trágico de las indagaciones historicistas destinadas no al entretenimiento de la mayoría, sino al juicio del discreto. Tal diferencia de raíz aristotélica n o ha sido bien entendida por todos los estudiosos de la trilogía, y en algunos casos se presenta c o m o tara de la obra la inexactitud en el relato de los hechos de su creador. El trabajo de Tirso no era el del Inca Garcilaso o de López de Gomara, cronistas que intentan contar los hechos históricos. En defensa del mercedario, hay que decir que éste siempre mostró su predilección por los libros de historia c o m o fuente para sus c o m e dias históricas antes que echar mano del fabuloso romancero castellano, u otras creaciones literarias. Sobre hasta qué p u n t o Tirso manipuló los datos históricos conocidos en su época, traigo a colación la autorizada opinión de Dellepiane: Tirso no se dejó arrastar nunca por las exageraciones. Allí donde los hechos no eran favorables a sus defendidos, Tirso como buen abogado, les da un giro distinto, mas nunca excesivo. En el fondo hay siempre un asidero histórico 28 .

25 26 27 28

Tirso de Molina, 1996, p. 224. Franco, 1954, p. 177. En Souto (ed.), 1988, p. 355. Dellepiane, 1952-1953, p. 168, la cursiva es mía.

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La autora que acabo de citar alude a los Pizarra c o m o «defendidos», y p o n e a Tirso en el papel de abogado. Quizá esta lectura de la trilogía deje en segundo plano la consideración de la obra c o m o creación artística y a c e n t ú e más los aspectos históricos y propagandísticos de la misma. Pero miremos u n p o c o más en detalle cada una de las comedias que conforman la trilogía, que se publicó p o r primera vez en 1635 en la Quarta parte de sus comedias. El orden en que aparecieron publicadas, c o m o ha indicado Zugasti 2 9 , obedece a la cronología interna de los hechos (Todo — u l t i m o cuarto del x v — ; Amazonas —1540-1548—-; y Lealtad — 1 5 3 5 - 1 5 6 1 — ; y n o al m o m e n t o en que Tirso compuso las comedias: Todo es dar en una cosa y La lealtad contra la envida, p r i m e r o entre 1626 y 1629, y finalmente Amazonas en las Indias, d o n d e ya se alude, c o m o se verá abajo, al título de Marqués de la Conquista que ha sido otorgado a Juan Fernando Pizarra en 1631. Se entenderá m e j o r el título de la p r i m e r a comedia si se leen los dos versos que la rematan, ajustados, en otro orden de cosas, a la cost u m b r e de los c o m e d i ó g r a f o s de e n t o n c e s de incluir el título en el remate: «Que d o n d e hay valor y dicha / todo es dar en una cosa» (m, w . 3693-3694) 3 0 . La obra sorprende porque está dedicada al relato del nacimiento y mocedades de Francisco Pizarra, y toda la acción transcurre en España, más específicamente en Trujillo casi siempre, a finales del siglo xv. En lugar de poetizar las hazañas bélicas del Conquistador, Tirso se fijó en sus orígenes. C o m o el público de los corrales c o n o c e ría los hechos del héroe militar, el mercedario quiso encumbrar éstos mostrando las dificultades que había tenido que vencer el protagonista. E n la última escena, que se desarrolla en Granada, el conquistador de Perú aparece ante la R e i n a Católica, a quien llama «Semíramis española» y a la que promete lo que sigue: Si otro orbe Colón descubre, en vuestras minas hermosas os hago pleito homenaje de no volver a las costas de España mientras no os diere más oro y plata, más joyas

29

Zugasti, 1993, p. 45. Cito siempre las tres comedias de la trilogía por la magnífica edición de M. Zugasti, 1993, indicando tan solo acto y versos. 30

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que cuando dueño del mundo triunfó de sus partes Roma (m, w . 3663-3670). A la idea de que traté al principio —la abundancia americana— se suma en el broche de la comedia otra que tiene su correlato perfecto en la inauguración de ésta. El Francisco Pizarra histórico fue, según Gomara en su Historia de las Indias, hijo natural de Gonzalo Pizarra el largo; sabemos que la madre fue una doncella llamada Francisca González (en la comedia la noble Beatriz Cabezas). E n la sociedad de la época de Tirso debió de haber u n porcentaje considerable de hijos ilegítimos. Pero el h e c h o de que fuera una realidad social n o significaba que tal origien n o avergonzara a una familia y le quitara lustre. Gomara relata asimismo q u e Francisco Pizarra f u e a b a n d o n a d o en la p u e r t a de la iglesia y a m a m a n t a d o p o r u n a marrana. Tirso se hizo eco del relato legendario del cronista, pero por razones obvias sustituyó la cerdita p o r u n a cabra. E n el Persiles cervantino se alude a la misma leyenda. El parentesco del héroe con R ó m u l o y R e m o , alimentados en su niñez p o r una loba, sitúa a éste en la órbita de los mitos clásicos que, huérfanos, son cobijados por la Naturaleza, una especie de prueba de fuego que sólo quienes están predestinados a las más grandes hazañas p u e d e n superar. Pero hay también otra enseñanza que se desliza entre los versos de la comedia y que Cervantes había usado en la ejemplar La fuerza de la sangre:«[...] La intención de sus abuelos [de Luis] era hacerle virtuoso y sabio, ya que n o le podían hacer rico» 31 . Lo que viene a sacarse en claro después de leer la primera comedia de la trilogía es precisamente que a u n h o m b r e la posteridad debe juzgarlo p o r sus obras y n o solam e n t e p o r su origen. Es más, el mérito de quien haya alcanzado b u e n puerto partiendo de inicios difíciles, debe ser más digno de admiración que el de aquellos que consiguieron lo mismo, pero al abrigo de una familia poderosa. D e paso Tirso arrimó el ascua a su sardina y se encargó de aclarar el linaje hidalgo del protagonista. E n la comedia, el m e r cedario inventa el personaje de doña Beatriz c o m o madre de Pizarra, que explica a éste su nacimiento: Naciste, en fin, en los brazos de la fortuna, y convino

31

Cervantes, 1613, fol. 131v.

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fiarte de sus mudanzas permitiéndote a su arbitrio, por no fiarte a tu agüelo, y envuelto entre los armiños de un rebozo que la noche más que el discurso previno, el cóncavo y duro tronco de una encina fue, Francisco, sucesor de mis entrañas, puesto que áspero, benigno (n, w . 2325-2336).

La historia inventada por Tirso hace a Pizarra hijo ilegítimo de una mujer noble, quien por miedo a la ira de su padre abandona al bebé recién nacido. Pero los versos que acabo de copiar contienen dos símbolos que anuncian el origen hidalgo del protagonista: el armiño y la encina. La piel del armiño se relaciona fácilmente con la realeza, que acostumbraba a usarla como signo de opulencia, mientras que la encina, árbol que representa la sempiterna Castilla hasta Machado, por lo menos, es relacionada con los cristianos viejos, hasta el extremo de que Pizarro afirme: «[...] N o hay encina judía» (11, v. 1968) 3 2 . E n otro momento de la obra, Tirso presenta a un Pizarro, todavía niño, junto a un Cortés, a quien es verdad que el conquistador del Perú había conocido, pero no en la infancia. El encuentro entre los dos héroes está también cargado de simbolismo. Ambos juegan con una esfera, que se parte de dos, y como resultado cada uno de los personajes mantiene en sus manos una midad: presagio inequívoco del destino que aguarda a Francisco, parejo al de Cortés, con quien se reparte el mundo, mostrando además claras dotes de clarividencia. La acción de Amazonas en las Indias transcurre en América aproximadamente desde 1540 hasta 1548. La primera fecha viene asociada a la expedición emprendida p o r Gonzalo Pizarro y su lugarteniente Francisco de Carvajal al país de la canela en busca de El Dorado. La última se refiere al momento del ajusticiamiento de Gonzalo a manos de Pedro de la Gasea por haber infringido las Nuevas Leyes de Indias. El título desconcierta al más pintado: ¿qué papel desempeñan las míticas amazonas en una obra destinada a narrar las hazañas de los Pizarro?

32

Otras lecturas simbólicas de la encina se hallan en Mayberry, 1975, p. 240 y Zugasti, 1993, i,p.90.

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Al sabio chileno José Toribio Medina no le gustó en absoluto la licencia poética adoptada por Tirso. Creía que la obra era la más disparatada de la trilogía33. Más indulgentes han sido otros críticos como Green 34 , Aurelio Miró Quesada 35 y V. de Pedro36, quienes han interpretado con acierto la presencia de estos seres como una forma de presentar los rasgos telúricos del nuevo continente. Actúan a modo de oráculo anunciando la fatalidad que acompaña al protagonista de esta comedia, Gonzalo Pizarro. Menalipe y Martesia además inician un cortejo amoroso, tan del gusto de Tirso, con Gonzalo y Carvajal respectivamente. Por ellos están dispuestas a desoír la ley que les prohibe casarse o enamorarse. Mientras que el maestre de campo desdeña a Martesia, Gonzalo promete a Menalipe que volverá para casarse con ella. En este momento, el espectador conoce de boca de la amazona el destino negativo que aguarda al héroe: Pues si mi vida deseas escucha avisos: no creas los que lleguen a adularte porque hallarás infinitos que tus dádivas desfruten y en el peligro te imputen sus traiciones a delitos (i, w . 688-694).

Y al despedirse Menalipe de Gonzalo: ¡Adiós, mi español! ¡Ah cielos! ¡Ah eterno sol, desmiente males que temo! (i, w . 724-726).

El mestizaje entre las amazonas y los guerreros españoles, venía a ser una apuesta por el ayuntamiento entre las fuerzas de la naturaleza americana y el valor marcial español. El mejor dechado de tal convivencia en la realidad sigue siendo el caso del Inca Garcilaso. El fondo político de la comedia radica en la presentación de los hechos que llevaron al ajusticiamiento de Gonzalo. Tirso cambió el 33 34 35 36

Medina, 1915, p. 42. Green, 1936, p. 225. Miró Quesada, 1940, pp. 65-67; 1948, p. 158 y pp. 166-167. De Pedro, 1954, p. 145.

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interés crematístico del protagonista por el deseo de éste de evangelizar a los indios, quienes, si quedaran libres de las encomiendas españolas, abandonarían el culto cristiano: Nuestra ley, cuyos principios saben los indios apenas, ¿podrá en ellos ser durable si en su libertad los dejan? (ni, w. 2356-2359). Los versos anteriores constituyen el principal argumento que emplea Carvajal para convencer a Gonzalo de que se subleve contra las nuevas leyes. Tirso carga las tintas en el hecho de que Pizarro actuó mal aconsejado, según había augurado Menalipe, pero de buena fe. Al mismo tiempo llegó a oídos de Gonzalo la noticia de que su sobrina, Francisca Pizarro, se hallaba presa en Lima, un nuevo argumento con que Tirso justifica el levantamiento en armas de Gonzalo.Tras su derrota en Jaquijahuana (1548), Pizarro fue declarado culpable de traición y degollado, hechos que Tirso moduló considerablemente. El mercedario discrepa así de la mayoría de los cronistas, quienes habían relatado los hechos muy de otra manera. Tirso perserveró en mostrar al espectador la vida retirada de Gonzalo en su encomienda de Las Charcas, tras regresar de su expedición amazónica, y la lealtad al rey hasta el punto de que renuncia a ejercer su derecho de suceder a su hermano Francisco en la gobernación de Perú por deseo de éste. Pero las intenciones de Carlos V eran muy diferentes: acababa de enviar a NúñezVela, el primer Virrey del Perú, a quien el monarca había encargado que aplicara las nuevas leyes. Se puede, en este punto, volver a leer entre líneas los argumentos de Tirso: las obras de los Pizarro legitiman a éstos para gobernar las tierras que ellos han conquistado. Al final de la comedia, las amazonas vuelven a intervenir para anunciar un hecho contemporáneo a Tirso. Martesia barrunta la restauración del título de Marqués de la Conquista: Fernando, su hermano heroico, puesto que preso en España, dará a sus reyes un nieto que vuelva a resucitarla. Al marqués de la Conquista vuestra Estremadura aguarda, luz del crédito español, nuevo Alejandro en las armas (iii, w. 3236-3243).

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Y ese descendiente no es otro que don Juan Fernando Pizarra, nieto de Hernando, a quien Tirso había conocido en Trujillo y quien, finalmente, ostentó el título de marqués de la Conquista por Real Cédula de Felipe IV en 1630. La última comedia de la trilogía — L a lealtad contra la envidia—presenta acciones que ocurren en España y Perú en diferentes momentos cronológicos a partir de 1534, año en que Hernando, único hijo legítimo, como ya se ha dicho, y ejemplo de hidalgo para Tirso, regresó del Perú. En el acto n, el protagonista está de vuelta en Cuzco para participar en la revuelta de Manco II (1536-1537). Hernando, Gonzalo, y otro de los hermanos Pizarro, Juan, que muere en el asalto, se niegan a rendirse ante los indios. En desigual batalla, Tirso echó mano del apóstol Santiago que, como deus ex machina, bajó de una nube en auxilio de los españoles despertando el pánico entre los incas. Pero para evitar que el fuego que devora la ciudad pueda perjudicar a los españoles, la propia madre de Jesús descendió cual oportuno bombero extinguiendo las llamas. En un diálogo entre Hernando y Gonzalo, Tirso vuelve a insisir en el valor de las obras. Muerto el otro hermano, Juan, se lamenta Gonzalo del escaso premio que recibe el soldado a cambio de servir al rey: Pero ya que él descansa [se refiere a Juan] y nosotros al daño, al peligro, Fernando, siempre expuestos sin que la quietud mansa permita en todo un año dar en paz al arnés ocios honestos, ¿qué es lo que aquí esperamos? ¿qué adquirimos si poco a poco, en fin, nos consumimos? A la corte española navegando dos mares te llevó la lealtad, no la codicia (II, w . 2 1 9 4 - 2 2 0 4 ) . ¿Qué premios adquiriste? ¿Qué medras o qué cargos nos trujiste? (II, w . 2 2 0 8 - 2 2 0 9 ) .

El lamento del soldado menospreciado por el rey no es nuevo. Los juglares que poetizaron los hechos del Cid tienen muy en cuenta el desaire de Alfonso al Campeador y exclaman con lástima: «¡Oh qué buen vasallo, si oviesse buen señor!». El propio Garcilaso de la Vega, en 1535, tras la jornada de Túnez, reflexiona sobre el escaso reconocimiento a

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quien p o n e su vida en el tablero: «¿Qué se saca d'aquesto? ¿Alguna gloria? / ¿Algunos premios o agradecimiento?» 3 7 .Y más tarde, Aldana, al dirigir su epístola a Arias Montano, coincide en el mismo parecer: «Oficio militar profeso y hago, / baja condenación de mi ventura / que al alma dos infiernos da por pago» 38 . Tirso se empeña una vez más en presentar a los Pizarro como buenos vasallos, y grandes militares que no han recibido recompensa ajustada a los servicios prestados. Acaba diciendo Gonzalo, en alusión a los privilegios otorgados por CarlosV, lo que sigue: «¡Marqués sin renta, bien podré decillo, / es fantástico honor, marqués de anillo!» (n, w . 2232-2233). Concluye la comedia relatando el alzamiento de Gonzalo y la muerte del virrey NúñezVela en 1546 en la batalla de Añaquito. Hernando, entonces, se desmarca de su h e r m a n o renegando de él. Tiene ocasión de huir de su celda, pero n o lo hace para demostrar que es inocente de los cargos que se le imputan. Felipe II decició liberar de la prisión a H e r n a n d o en 1561 y restituirle su hacienda. Se deja ver una posible boda entre éste y su sobrina, hija de Francisco. Sabemos que fiie precisamente esta mujer quien entregó bienes propios para la fundación del convento de la O r d e n de la Merced enTrujillo, hecho que unía aún más a la congregación con la familia Pizarro. La realidad fue que, tras la m u e r t e de D i e g o de Almagro, se inició una salvaje guerra civil que asoló el Perú. Tirso achacó a los defensores de Almagro el haber confabulado contra Pizarro para conseguir su encarcelamiento en el castillo de la Mota, una especie de Bastilla española en aquel tiempo.

A MODO DE CONCLUSIÓN

A m é n de las referencias culturales y lingüísticas que habían llegado a Tirso p o r diferente medio, y p o r la estancia del mercedario e n Santo D o m i n g o , la trilogía de los Pizarros contiene las tres comedias de tema americano p o r excelencia en el catálogo dramático de Tirso. Estas tres obras elogian las hazañas militares de los Pizarro en el Perú, siguen las pautas establecidas por Lope en su Arte nuevo: mezclan lo trágico con lo cómico, a pesar de lo épico del asunto, hay constantes saltos de lugar y tiempo, aparece la figura del gracioso, se recurre a los cambios métricos

37 38

Garcilaso de laVega, 1986, p. 102. Aldana, 1985, p. 438. Miró Quesada, 1948, p. 186.

LA TRILOGÍA DE LOS PIZARROS DE TIRSO DE MOLINA

323

para indicar diferentes tonos del diálogo, se presentan escenas amorosas y de enredo que truncan la acción principal de la comedia, etc. La calidad literaria de las tres comedias es diferente. Sobresale Amazonas en las Indias, pero ninguna de las tres está a la altura de las mejores obras del mercedario. Atendiendo al propósito de la trilogía, es preciso sumar diferentes factores que, unidos, pueden responder a la pregunta de qué fin perseguía Tirso con estas comedias. Habría entonces que empezar por el principio: el apercibimiento de la Junta de Reformación de Costumbres a instancias del Consejo de Castilla un año antes de instalarse enTrujillo; el contacto con los descendientes del Conquistador; la oportunidad de acceder al manuscrito de los Varones ilustres, obra de otro miembro de la familia Pizarro; el deseo de seguir escribiendo comedias, aunque de tema más serio; y la postura claramente favorable del mercedario a la petición de los Pizarro; contribuirían en su correspondiente medida a la creación de la trilogía. Se puede afirmar, en definitiva, que Tirso vio en los Pizarro un buen ejemplo de vera nobilitas. Sin muchos medios a su alcance y con todo en su contra, partiendo de la nada, habían conseguido encumbrar su apellido y engrosar los dominios españoles. En La lealtad contra la envidia, Quintanilla, aludiendo a la expansión europea iguala ésta a la llevada a cabo en el otro continente: Dichoso vos, don Fernando, que no cabiendo en el mundo buscastes otro segundo, nuevos polos conquistando que el non plus ultra dilata y al César su globo humilla (i, w . 289-294).

En esta historia, Tirso concedió poco espacio a los conquistados, aunque se dejan oír las quejas por la codicia y los abusos de los conquistadores. N o comparto, en este sentido, la opinión del excelente crítico literario Aurelio Miró Quesada, que en su Discurso de ingreso en la Academia Peruana de la Lengua, correspondiente de la Real Academia Española, expresó su convicción de que Tirso había introducido «en el teatro español de la Edad de Oro, no un motivo episódico sino un personaje concreto: el Perú» 39 . Al contrario pienso que el afán por mostrar la grandeza épica de los conquistadores eclipsó el espacio y las 39

Miró Quesada, 1948, p. 186.

324

JOSÉ MARÍA FERRI COLL

gentes conquistados. En ese proceso de encumbramiento poco importaba que la acción se desarrollara en el Perú o en la China. Se explica de esta forma que en la primera de las comedias no se hable apenas de la conquista del Perú, sino que el mercedario se consagre a relatar el origen y mocedad del Conquistador. Si se lee la trilogía de Tirso atendiendo a las fechas de los sucesos históricos, se c o m p r u e b a q u e éstas coinciden casi con exactitud con la f o r m a c i ó n del imperio español, que tiene su inicio simbólico con el reinado de los Reyes Católicos para llegar a su cumbre en el de Felipe II. E n el debate sobre si merecen más reconocimiento quienes han heredado títulos y posesiones de sus antepasados, o aquellos, c o m o los Pizarro, que han t e n i d o q u e hacerse a sí mismos, Tirso se inclinó por los segundos, haciendo buena la opinión de Cervantes de que «cada u n o es hijo de sus obras» 40 .

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U N A A P R O X I M A C I Ó N A LA N O V E L A P A S T O R I L H I S P A N A Luis Beltrán Almería Universidad de Zaragoza

En aquel tiempo que el mundo no tan envuelto en maldades y vicios ofrecía a los hombres menos recatada y más apacible vida. Siglo de Oro en las selvas de Erífile, 87

Escribió Goethe que la historia universal se debería volver a escribir de t i e m p o en t i e m p o (en carta a Sartorious de 4 de febrero d e 1811). Algo parecido podemos decir nosotros de la historia literaria, y con mayor razón todavía de ciertos aspectos de la historia literaria hispana. Sin embargo, he elegido u n o de los aspectos que gozan de mejor salud en ese ámbito: el género de la novela pastoril. Las contribuciones de Juan Bautista Avalle-Arce (1974) y Francisco López Estrada (1974 y 2001) se encuentran entre las más sólidas que p u e d e n verse en los estudios relativos a u n género literario hispánico. Se trata de dos estudiosos que se han manejado con una generosa amplitud de miras, q u e n o se han mostrado dispuestos a encerrarse en u n solo juguete, c o m o viene s u c e d i e n d o tan a m e n u d o , y q u e han a p u n t a d o observaciones m u y meritorias y duraderas. A pesar de t o d o esto y precisamente p o r la riqueza de sus respectivos estudios, es posible una revisión que extraiga nuevas conclusiones del amplio material que ambos pusieron al alcance de los estudiosos de la historia de la literatura hispánica. La denominación misma del género, novela pastoril, nos remite a la figura del pastor c o m o elemento estructural del género. López Estrada p r o p o n e la fórmula «libros de pastores» con lo q u e consigue acentuar

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LUIS BELTRÁN ALMERÍA

todavía más la dependencia del género respecto al tipo de personaje. Avalle-Arce recurre al concepto de tipo, tomado de Dilthey —sea de forma directa o mediada— para definir el papel del pastor en este género. Ambos estudiosos han fundado su investigación en la figura o tipo del pastor. Recientemente Doris Schnabel ha insistido en esa línea estudiando esa figura en su doble vertiente, poética y prosística. Este hecho ciertamente permite ofrecer un dato incuestionable sobre la coherencia del género, pero quizá resulte insuficiente para explicar los problemas más profundos que presenta este tipo de novelas y, desde luego, ayuda poco a comprender los vínculos que este género novelístico tiene con otras formas de novela y otros géneros, tanto anteriores como posteriores y aun modernos. El mismo Avalle-Arce polemiza con la idea de William Empson de que la literatura proletaria continúa la pastoril, y que la figura del pastor se ha metamorfoseado en la del obrero industrial. El argumento de Avalle-Arce es bueno, pero insuficiente. Es verdad que el pastor es tradicionalista y el proletario revolucionario. El pastor mira al pasado y el proletario al futuro. Pero también es verdad que hay algo en la imprecisa propuesta de Empson que merece ser tenido en cuenta. La revisión del problema de la novela pastoril que voy a esbozar a continuación se funda precisamente en la dependencia de estos estudios mencionados de la figura del pastor. Avalle-Arce dice en su estudio —cuya primera versión data de 1959— que las obras de Croce y Dilthey han abierto nuevos horizontes a la crítica. Hoy, medio siglo después, otros pensadores han seguido ensanchando esos horizontes.Y, en consecuencia, es posible un replanteamiento de la cuestión sobre bases quizá algo más sólidas. Incluso, me atrevo a observar, que la riqueza de los acercamientos de Avalle-Arce y López Estrada sugiere algo del planteamiento que vamos a proponer.

D O S ETAPAS EN LA APROXIMACIÓN A LA NOVELA PASTORIL

El proceso de acercamiento a la novela pastoril hispana ha pasado por dos etapas. La primera se funda en la lectura que Menéndez Pelayo hizo de este género novelístico. La segunda es una reacción a la primera y está representada por los trabajos de Avalle-Arce y López Estrada. Esta reacción no es una ruptura completa. Representa un giro en la valoración del género, supone avances importantes, pero también con-

UNA APROXIMACIÓN A LA NOVELA PASTORIL HISPANA

333

tiene algún aspecto de retroceso y, sobre todo, de continuidad. Por u n lado, la segunda etapa acentúa la búsqueda de u n denominador común: la figura del pastor. Esa búsqueda es la respuesta a la apreciación de la diversidad de materiales q u e c o n f o r m a n este género. El principal aspecto de c o n t i n u i d a d es la c o n c e p c i ó n misma del género, q u e M e n é n d e z Pelayo definió c o m o «cierto concepto ideal y poético de la vida rústica» (n, 116). Nuestra intención es la de esbozar una línea distinta de aproximación a la novela pastoril y al f e n ó m e n o estético pastoral a partir de otra concepción básica del género y también de otro método. La lectura de la novela pastoril que hace M e n é n d e z Pelayo parte de una contradicción: que su contenido carece de verdad —«género falso y empalagoso»—, pero que, a veces, ofrece excelentes manifestaciones poéticas —«la insipidez del f o n d o sólo está compensada p o r las galas del b u e n decir y la fantasía poética» (i, 11)—. Según el erudito santand e r i n o , «ninguna razón histórica justificaba la aparición del género bucólico; era puro dilettantismo estético, que n o p o r serlo dejó de p r o ducir inmortales bellezas» (n, 105-6) 1 .Así es la p r i m e r a etapa en la comprensión de la novela pastoril de la literatura hispánica: contradictoria. Este género de novela choca con u n estado de opinión y de gusto que se funda en el realismo y lo pastoral aparece c o m o el polo opuesto a los intereses estéticos de la era moderna. Pero u n espíritu ilustrado n o puede dejar de valorar y apreciar ciertos resultados poéticos. La segunda etapa constituye u n notable paso adelante en cuanto a la apreciación

1 Esta acusación de dilettantismo parece provenir de la defensa que Guarini hizo de la literatura pastoral, en sus Veratos de 1588 y 1593. Para Guarini esta literatura se justifica por el placer que puede suscitar su lectura y no por su contribución a la educación del ciudadano. Menéndez Pelayo dice de la novela pastoril a propósito de la Biblioteca de Autores Españoles: «Hubiera sido excesivo, en verdad, un volumen entero a este género falso y empalagoso, en el que la insipidez del fondo sólo está compensada por las galas del buen decir y los destellos de fantasía poética; pero no parecía justo que se echase de menos en una biblioteca de autores españoles la obra capital y más antigua de nuestra novela bucólica, la Diana, de Jorge de Montemayor, ni que dejase de ir acompañada de la continuación de Gil Polo, preferida por el gusto de muchos y célebre por la lindeza de los versos que contiene; elogio que debe extenderse a El pastor de Fílida, de Luis Gálvez de Montalvo, que Cervantes manda guardar como joya preciosa» (i, 11). La concepción de lo pastoral de Menéndez Pelayo es muy simple: «cierto concepto ideal y poético de la vida rústica» (n, 116). Sus continuadores parecen mantenerlo.

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del género. Esta etapa se funda en una revisión explícita de la m e t o d o logía de los estudios literarios hispánicos y se inscribe en el marco de u n impulso reformista que recorrió esos estudios. Avalle-Arce se refiere a Dilthey y Croce c o m o los principales renovadores de los estudios literarios y critica c o n dureza el positivismo de la etapa anterior. Sin embargo, ese giro n o f u e suficiente para alcanzar las raíces de las incomprensiones que p o n e de manifiesto M e n é n d e z Pelayo. Para ir u n p o c o más allá de este segundo estadio necesitamos corregir dos presupuestos fundamentales. El primero es la tendencia a definir u n género p o r su m í n i m o c o m ú n denominador. El segundo es la tendencia a tomar la figura del pastor p o r el eje de estas novelas. Esta tendencia es la expresión de una idea que ha recorrido Europa en el siglo x x según la cual sería posible distinguir entre literatura pastoril y literatura bucólica atendiendo al ganado que atienden estos pastores. La literatura bucólica tendría que ver con ganado vacuno, mientras que cabras y ovejas darían lugar a una literatura pastoral 2 . A estas tendencias hegemónicas hoy vamos a proponer una línea de interpretación basada en el concepto de idilio y en una concepción del género c o m o u n ideal que se alcanza a principios del siglo XVII y que responde a la defensa de una utopía estética: la utopía de la Edad de Oro.

IDILIO PASTORIL Y EDAD DE O R O

Hay u n c o n c e p t o en el que apenas ha reparado el hispanismo: el idilio. López Estrada señala en su p r i m e r libro q u e la crítica del siglo XVIII apuntó hacia este concepto para comprender la literatura pastoril. En efecto, el siglo xvm desarrolló la idea del idilio hasta llegar al ensayo de Friedrich Schiller Sobre poesía ingenua y poesía sentimental, que representa la culminación de las posibilidades de esta categoría en ese tiempo. Después el concepto ha permanecido vivo en algunos ámbitos filológicos, en especial en los estudios bíblicos, d o n d e ha dado u n j u e g o magnífico. Pero la filología española le ha dedicado m u y p o c a a t e n ción.Y ésa p u e d e ser la razón de que tenga tan poca presencia en las obras de nuestros filólogos de referencia. El c o n c e p t o de idilio, sin

2

La distinción entre bucólico y pastoril según el tipo de ganado apacentado es recogida por A. Souriau en el Diccionario de Estética de E. Souriau.

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embargo, n o se ha perdido para la investigación estética. Mijaíl Bajtín (1989) le ha dado u n nuevo impulso en su ensayo «Formas del tiempo y del c r o n o t o p o en la novela» y m e voy a servir de ese impulso para aproximarme a la novela pastoril hispana. Bajtín ha t e n i d o m u c h o s lectores y lecturas. La crítica de las tres últimas décadas se ha servido de sus obras c o m o si se tratara de u n autoservicio o, mejor, de u n rastrillo, al que cada cual acude en busca de alguna pieza suelta o rareza que necesita con urgencia para reparar o disimular la indigencia. Esta primera oleada ha dado frutos más bien pobres y tópicos. Pero, p o r f o r t u n a , ya pasó, c o m o o c u r r e c o n las modas.Y hoy la obra de Bajtín ya n o sirve para ponerse el traje de estar a la última. Para eso están hoy Zizek, Bhabha y Spitvak, o quizás ya otros. D i g o esto para evitar t o m a r lo que dice Bajtín del c r o n o t o p o idílico c o m o si fuera una prescripción sin receta en vista de u n resfriado. Bajtín persiguió en su obra u n objetivo: dotar a los estudios literarios de u n f u n d a m e n t o estético o, si se prefiere, filosófico histórico, capaz de sustituir la desgastada vulgata filológica, llámese estilística, lingüística o estructuralista, que ha dominado el siglo xx.Vaya p o r delante mi diagnóstico: n o lo consiguió, pero su trabajo es imprescindible para continuar esa tarea. D e sus trabajos, el que mayor utilidad tiene para la filología actual es precisamente el llamado «Formas del t i e m p o y del cronotopo», que ha conocido dos traducciones castellanas. Este ensayo es el mayor y más completo esfuerzo de Bajtín por desplegar una estética de la novela. A pesar de ello ofrece grandes lagunas. Lo revisó en el último tramo de su vida (no llegó a verlo publicado p o r unas semanas) y n o estaba ya en condiciones físicas idóneas para llevar a cabo ese p r o yecto. Quiero decir con todo esto que, al cuestionar la figura o tipo del pastor c o m o elemento esencial del género de la novela pastoril invocando a Bajtín, lo que estoy postulando es una tarea compleja: r e c o n vertir el planteamiento estilístico actual del género en u n planteamiento estético, estético histórico para ser más preciso. E n esencia, la idea de Bajtín por lo que hace al f e n ó m e n o pastoril es que se trata de una de las formas del cronotopo idílico. Bajtín recoge la tradición q u e ha venido trabajando sobre el c o n c e p t o de idilio desde el siglo x v i i i y la desarrolla dentro del esquema que elabora para la novela. Ese esquema parte de la idea de que la novela es u n género histórico, esto es, que nace con la escritura y para la sociedad histórica. Pero ese origen n o impide que recicle cronotopos cuyas raíces perte-

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necen a la etapa tradicional, es decir, oral y prehistórica. Esos c r o n o t o pos surgen de lo que Bajtín llama folclore. Entre los cronotopos q u e nacen del folclore, Bajtín destaca el cronotopo de la plaza pública (que se expresa en las figuras del picaro, el b u f ó n y el tonto), el c r o n o t o p o rabelaisiano y el cronotopo idílico. Los primeros tienen u n perfil c ó m i co. El cronotopo idílico puede ser serio (lo que n o quiere decir que lo sea siempre, pues admite también tratamientos cómico y joco-serio). Su esencia es la u n i d a d espacial y el papel de la tierra natal. Por eso M o n t e m a y o r sitúa a sus pastores en la ribera del Esla y los montes de León, escenarios de su infancia. Bernardo de Balbuena coloca su f u e n te Enfile en las riberas del Guadiana —Balbuena nació en sus proximidades—. Cervantes elige la ribera del Tajo, de la que llega a decir que D i o s ha h e c h o su habitación allí p e r o hace venir de «las riberas de nuestro Henares» a los poetas Tirsi y D a m ó n , «naturales de mi patria», según Theolinda (p. 142).También Cervantes nos ofrece otra muestra de esa reafirmación. Galatea se o p o n e al propósito de su padre de casarla con u n rico pastor lusitano. El argumento con el que prepara la revolución pendiente es que ese matrimonio supone u n destierro y n o está dispuesta a abandonar el lugar delimitado p o r la Fuente de las Pizarras y el Arroyo de Las Palmas. T a m b i é n Diana y Sireno han p e r d i d o sus amores por abandonar su tierra. Quiere decir esto que el tiempo juega u n papel menor, casi insignificante. Esto p u e d e significar cosas diversas. Suele significar q u e el t i e m p o es cíclico y, p o r tanto, se autoanula. Las generaciones repiten comportamientos anteriores, completan sus ciclos y vuelven a su o r i gen. Pero otra f o r m a de vaciamiento de la temporalidad, n o prevista por Bajtín, es la que domina en las novelas pastoriles hispanas: el t i e m p o se reduce a unas pocas jornadas en las que nada cambia. Bajtín define la novela idílica c o m o el c r o n o t o p o del «restablecimiento del complejo antiguo y del tiempo folclòrico» (p. 375). E n u n lenguaje algo menos opaco esto puede entenderse c o m o la exposición de u n a utopía tradicional, la u t o p í a de u n a h u m a n i d a d en relación armónica con la naturaleza, tal c o m o la entiende Hesiodo en Trabajos y días. Esta es una utopía agrícola y se f o g a durante milenios en el período neolítico y la Edad de los metales. Las culturas antigua y humanística la recuperan y la adaptan a los nuevos géneros de esas edades. Este es el caso de la novela pastoril entre otros géneros idílicos — d e la poesía y de la prosa—. En ella la recuperación de la esta utopía agrícola, la Edad

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de Oro, aparece asociada a una de las variantes puras del idilio: el idilio del amor (las otras variantes puras, según Bajtín, son el idilio del trabajo agrícola, el idilio del trabajo artesanal y el idilio familiar). Estas formas puras suelen combinarse. Así son la mayoría de las obras idílicas, pero en ellas predomina uno de los momentos (amoroso, laboral o familiar). Antes de proseguir con las características que Bajtín aprecia en el idilio amoroso pastoril conviene que nos detengamos en un aspecto: el del sentido de la recuperación de la Edad de Oro. Este aspecto fue expuesto con gran claridad p o r el mismo Cervantes. E n la primera parte del Quijote, capítulo once, D o n Quijote y Sancho se encuentran con unos cabreros. La reacción de D o n Quijote es improvisar el discurso de la Edad de Oro. Para una conciencia libresca la presencia de cabreros y pastores sugiere la Edad de Oro. Es un discurso precioso, pero los cabreros se dan cuenta de que están ante un loco.Y la lección cervantina no queda ahí, en la inadecuación del discurso utópico a los cabreros, sino que continúa con la exposición de la novela pastoril interpolada de Marcela y Grisóstomo. Esta novela corrige todos los excesos de La Galatea. El planteamiento es el mismo. Marcela se niega a contraer m a t r i m o n i o p o r q u e ansia ser libre. El final dramático se impone. Tanto el discurso como la novela interpolada se subordinan a un conjunto y a una lección superior («Dichosa edad y dichosos siglos aquellos a quien los antiguos pusieron el n o m b r e de dorados...»).Y aún va todavía más lejos Cervantes en el episodio de las bodas de Camacho, capítulos xx y xxi de la segunda parte. Aquí el idilio pastoril se revela como banquete y comedia.Y todo ello es congruente con el triunfo del amor de Basilio y Quiteria. Esa es la conclusión a la que llega la aproximación cervantina a la cuestión pastoril. Pero volvamos al sentido de la reivindicación de la Edad de Oro. Se trata de un sentido estético: recuperar la armonía con la naturaleza supone la sublimación de un espacio y la contemplación del desarrollo armónico de las potencialidades humanas, esto es, la expresión poética (la dimensión intelectual) y el fluir natural de los sentimientos (la dimensión animal). Esta recuperación conlleva una aspiración: la de expresar una belleza similar, si no superior, a la belleza de la poesía lírica, que se produce ante la contemplación de la belleza en f o r m a de mujer (el ideal petrarquista del Cancionero). Esta nueva forma de belleza poética se alcanza mediante la cohabitación armónica con la naturaleza. Y puede ser por ello superior porque trasciende la individualidad y

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se apoya en la interacción del espíritu con lo bello natural. El reverso de esta propuesta es el convencionalismo, esto es, la aspiración a la construcción de un mundo estático, situado fuera de los procesos naturales de la evolución y fundado en la imitación estética. Esta recuperación se enfrenta en el H u m a n i s m o a u n problema: que ya existe otra forma utópica que no existía en la Antigüedad, la utopía moderna, expresada en la Utopía de Tomás M o r o y en sus continuadores. Y esa utopía no sólo existe en el plano ideológico y ensayístico, sino también en el estético e incluso es comprendida en un plano teórico-literario. La novela como género es especialmente sensible a la utopía moderna y así lo vio ya G. B. Giraldi Cintio en pleno siglo xvi. U n testimonio de esta antinomia entre la utopía de los orígenes y la del futuro nos lo ofrece Schiller, a propósito del idilio. Schiller concibe la estética idílica c o m o «la representación artística de la humanidad inocente y feliz», «una situación de armonía y de paz consigo mismo y con lo exterior» (p. 121). Schiller menosprecia el que esa representación se sitúe en el pasado de los orígenes. Para él, el recurso al pastor es una «disposición meramente accidental» de los poetas para ilustrar la infancia de la humanidad, «antes del comienzo de la cultura» (p. 121). C o n ello demuestra su desapego de la noción de Edad de Oro, que ha perdido para él su trascendencia histórica.Y la reinterpreta como una utopía moderna, esto es, futura. Al hacerlo, se está haciendo eco de la estética idílica del siglo xvm, que ha abandonado el horizonte de la Edad de Oro. Pero volvamos al idilio amoroso según Bajtín. En el idilio amoroso las características generales del idilio (unidad de lugar, tiempo cíclico, el lenguaje c o m ú n para fenómenos naturales y humanos) se atenúan (a excepción de la contaminación poética de la prosa). Esto sucede porque domina el idilio amoroso una fuerte tendencia al convencionalismo. Pese a que al convencionalismo de la vida cortesana se le contrapone, en la novela pastoril, la simplicidad de la vida en contacto con la naturaleza, la vida pastoril no es menos convencional. Se reduce a la exposición de una sensibilidad amorosa totalmente sublimada. «Sin embargo, más allá de los momentos convencionales, metafóricos, estilizados se percibe vagamente la total unidad folclòrica del tiempo y las antiguas asociaciones. Por eso, el idilio amoroso pudo constituir la base de una forma novelística y entrar a formar parte como componente de otras variantes novelísticas (por ejemplo, Rousseau)» (p. 378). C o n esta observación termina el estudio de Bajtín de la novela pastoril. El resto

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de su ensayo sobre el idilio está dedicado a formas más modernas, como la novela regional, la novela generacional y familiar, con especial atención a Rousseau y a la novela alemana e inglesa del siglo xvm. Además de esta intervención, Bajtín analizó la novela de Longo Dafnis y Che en el marco de la novela griega. Señala Bajtín que esta novela responde al cronotopo pastoril-idílico y no al de la aventura. Pero advierte que este cronotopo idílico aparece afectado de descomposición, pues está roto el carácter clauso del idilio. «Dicho cronotopo está rodeado por todas partes de un mundo ajeno y él mismo se ha convertido en semiajeno [en esta novela]. El tiempo idílico natural ya no es tan condensado, se ve rarificado por el tiempo de la aventura» (p. 256).

E L DIDACTISMO DEL E R O S PASTOR

Esta es, sin duda, una aproximación iluminadora. Supera las habituales categorías del tema y del estilo para situarse en una perspectiva estética, conceptual e histórica. N o se limita a referir los antecedentes antiguos del género —Teócrito,Virgilio, etc.— sino que muestra cómo se trata de una recuperación estética de la utopía tradicional y lo hace en el marco de otras recuperaciones (las humorísticas). A esta luz es posible comprender que los aspectos de la novela pastoril y del idilio en general no son el producto de meras influencias ejercidas en ciertos autores y obras sino la manifestación de una estética-utopía que está firmemente arraigada en la etapa del aprendizaje y asentamiento agrícola de la humanidad. Y, sin embargo, no resultará difícil encontrar voces que encuentren esta aproximación estética insuficiente. Creo que no les faltará razón. M e explicaré. Este modelo teórico permite explicar muy pocas novelas. Habrá quien diga que ninguna. Me atrevería a decir que al menos una sí responde a esta idea: el Siglo de Oro de Balbuena. En esta novela podemos encontrar una exposición muy completa y coherente del idilio amoroso y su conexión con la Edad de Oro e, incluso, una explicación clarividente en el diálogo poético que se entabla en la égloga segunda entre Liranio y Florencio 3 . Sin embargo, en la mayoría de las novelas pastoriles europeas encontramos híbri-

3 Q u i z á el hecho de que Siglo de Oro en las selvas de Enfile alcance el m o m e n to de esplendor del género pastoril se deba a que conjuga una clarividente c o n -

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dos o proyectos parciales: desde la Arcadia de Sannazaro, a L'Astrée de Urfé, incluidas las Dianas españolas y sus continuadoras 4 . El tratamiento de la novela pastoril por Bajtín es mínimo y requiere un desarrollo más amplio. Si comparamos la novela de Longo con las novelas pastoriles hispánicas o humanistas, veremos que hay entre ellas una sensible distancia. E n parte esa distancia la explica el propio Bajtín por el contagio del tiempo de la aventura en la novela de Longo. Pero el Eros Pastor que rige esta novela no es filósofo ni poeta, a veces hace sonar la zampoña o la siringa, pero no encontraremos el papel de la poesía que vemos en las novelas humanistas.Tampoco se da en ella la reivindicación de la Edad de Oro y sí que encontramos en Longo un argumento: las peripecias por las que ha de pasar el amor de dos ingenuos hasta que consiguen componer una familia. D e este hecho podemos extraer una conclusión: que las novelas pastoriles humanistas forman u n g r u p o compacto — e n el que habría que incluir ciertas composiciones poéticas (las églogas) y el teatro pastoril— 5 , si lo c o m paramos con Longo y con la evolución de la novela idílica posterior, que tiende a la hibridación y pierde su reivindicación de la Edad de Oro. Esto significa que recibe un fuerte impulso simbólico a partir de la combinación del idilio del amor con otros desarrollos. En este grupo compacto destacan la novela de Balbuena y otras, como las Dianas, que

cepción de la Edad de Oro —resaltada por el mismo título— con la más intensa vivencia del mundo prehistórico y tradicional, con el que Balbuena convivió durante la mayor parte de su vida, en Méjico y en el Caribe. Esta explicación quizá permita comprender que no haya contradicción entre la utopía de la Edad de Oro y el elogio de la vida urbana que llevó a cabo en Grandeza mexicana. 4 La Arcadia de Sannazaro es una obra simbólica, al estilo de la Vita nova de Dante. Se trata de un juego de lamentaciones y consolaciones en el que predomina la lamentación por la decadencia de los tiempos: «Nuestras musas se han apagado, secos están nuestros laureles; ruina es nuestro Parnaso». Esta lamentación histórica tiene como trasfondo la lamentación de Sincero, una autobiografía sentimental, como la de Dante, que ocupa la prosa séptima. L'Astrée de H. d'Urfé es una novela sentimental, los amores de Astrea y Celadón, con ropaje pastoril y una simbología nacional y hermética. 5

Este conjunto poético-novelístico-teatral fue considerado en su tiempo como una creación menor, irregular incluso, pues no había sido considerado por Aristóteles. Algunas obras de teatro pastoriles alcanzaron relevancia: II pastor Fido de Guarini (1590), Sylvanire (1625) de Honoré d'Urfé, y en Inglaterra Endimion (1579) de John Lyíy, The Faithful Shepherdess de John Fletcher (1610) y The Sad Shepherd de Ben Jonson (c. 1637).

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contienen desarrollos que las aproximan a la novela sentimental, a la novela de aventuras o a la novela didáctica6. Q u e la mayoría de estas novelas no responda a la forma pura del idilio amoroso significa que esta estética, la idílica, se adapta mal al mundo de los géneros literarios históricos, en general, y a la novela, en particular. Para comprender el fenómeno de la novela pastoril europea (y del drama pastoril asociado a esta forma novelística) conviene tener en cuenta que se trata de un género que apenas tiene siglo y medio de vida —el siglo xvi y la primera mitad del xvii—. Este género es complemento o desarrollo de la poesía pastoril. La Antigüedad desarrolló la línea poética —Teócrito, Virgilio— y contaminó la novela de aventuras —Longo—. Pero no parece que tuviera la necesidad de desarrollar una línea novelística pastoril. El Humanismo, en cambio, no se conforma con la recuperación de la poesía idílica antigua. Necesita un nivel superior de reflexión sobre la idea de la Edad de Oro. La poesía idílica contiene la propuesta de una utopía tradicional, pero esa utopía debe ser desarrollada y ese es el fin de estas novelas. Una comparación entre la poesía y la novela pastoriles ofrece el siguiente resultado. Mientras que la poesía idílico-pastoril se contiene en los límites del dominio del idilio amoroso, la novela pastoril tiende a desbordarlos. Quizá la razón sea que la novela, como género, requiere y posibilita un grado de reflexión mayor que el que suscita la poesía. Este impulso hacia la reflexión lleva a la formación de híbridos en la novela pastoril —y en el conjunto del género novela—. La estética idílica es en esencia poética y tradicional y se adapta mal a los géneros de la prosa —géneros desplegados en un mundo histórico, distinto del mundo tradicional, origen del idilio—. Por eso la tendencia de la novela idílica —y de la pastoril dentro de ella— ha sido la de formar híbridos, mixtificaciones, variaciones. De hecho, la ciencia literaria moderna ha olvidado (parcialmente, como puede apreciarse) el idilio porque lo confunde con el sentimentalismo y con otras formas ligadas a la educación y al didactismo. En el primer caso, la fusión del idilio y sentimentalismo, que es el más frecuente en la era moderna, basta con señalar las obras de Rousseau y Turguéniev. 6

La elección de la figura de Diana c o m o eje de la novela permite un enfoque dramático del que carece la Arcadia de Sannazaro. Diana ha optado por el celibato. Esto es una actitud antiidílica, no permite fundar una familia y crecer. Los continuadores de la Diana de Montemayor aprovecharon este hecho para alargar la serie planeando matrimonios a costa de desbaratar el simbolismo de Diana.

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Del segundo caso mencionaré únicamente una obra española: La tia Tula, un idilio familiar casi puro que desemboca en la cuestión de la educación, porque los valores no se trasmiten por la herencia sino por la educación. A la luz de estas mixtificaciones parece llegado el momento de preguntarnos qué ocurre en la novela pastoril hispánica — y aun en la europea—. La respuesta ya la hemos sugerido: no basta el esbozo bajtiniano del idilio del amor porque explica sólo una parte —quizá la parte esencial— de este género de novela. Hay otra cara del género que no aparece en esa caracterización. Esa otra dimensión tiene dos vertientes: didáctica y simbólica, la primera, y humorística, la segunda.Ya la crítica ha señalado este hecho aun de forma muy provisional. María Goyri de Menéndez Pidal escribió que la Arcadia de Lope era una «enojosa obra didáctica». Moreno Báez definió la Diana de Montemayor c o m o una novela psicológica. Avalle-Arce llamó la atención de una orientación autobiográfica que se daba en este género. Otros se han fijado en la carga filosófica y en la deriva religiosa del género. Son indicios de que la crítica ha detectado el problema, pero también de que no le ha dado el tratamiento idóneo. ¿Cuál debería ser ese tratamiento? El didactismo, como el idilio, es una forma estética. También tiene su primera edad en el mundo tradicional. Cuando ese mundo tradicional se ve amenazado por la emergencia del m u n d o histórico se hace frecuente la aparición de colecciones de proverbios, sentencias, sabidurías y otros géneros que recogen el saber tradicional y tratan de ponerlo a salvo. El m u n d o histórico tiene una necesidad aún mayor de esta forma estética, pues las sociedades complejas requieren mayores conocimientos y refuerzos en los principios morales que sostienen la cohesión social. La forma didáctica se aprecia en la carga doctrinal (filosófica, religiosa y estética) que domina estas novelas. Pero hay otros rasgos todavía más claros y determinantes, que suelen.ser tenidos como simples deficiencias del género. El didactismo, según he explicado en otro lugar, se caracteriza por ausencia de fábula o argumento y de personaje. Además le acompaña una doble dimensión polémica y simbólica. Vamos con el primer aspecto. La crítica hispánica ha visto con extrañeza y perplejidad el tenue marco narrativo de estas novelas, que en alguna llega a ser muy débil (por ejemplo, en Siglo de Oro de Balbuena). Este fenómeno de no reconocimiento del didactismo se ha repetido en otros ámbitos de la filología hispánica: apenas se han valorado las novelas de educa-

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ción españolas — y las hay en abundancia—. A diferencia de las literaturas alemana (Meister), francesa (Emilio) o inglesa (Shandy) en la literatura española no se ha destacado una novela didáctica y la sensibilidad para el didactismo es mínima 7 . Los instrumentos críticos para el estudio del didactismo y de la novela didáctica son minúsculos. N o es de extrañar que la novela didáctica resulte enojosa. O que a La colmena, una novela didáctica y carente de argumento, la crítica se haya empeñado en endosarle uno. E n la novela didáctica el lugar que tiene el argumento en otras formas novelísticas (patéticas o humorísticas) está destinado a la exposición de un estado de conciencia, individual o colectivo, que suele concretarse en un simbolismo más o menos elaborado —alusivo o hermético—. En las novelas pastoriles hispánicas el contenido de ese simbolismo es variado: la búsqueda de la felicidad en Montemayor, la defensa de la poesía hispánica en Cervantes, la reivindicación de la Edad de Oro en Balbuena. Pero se trata de una variación limitada a los distintos matices posibles en el idilio amoroso. Este simbolismo tiene, c o m o he señalado, u n complemento polémico. E n la novela pastoril ese polemismo aparece atenuado. El polemismo pastoril apunta a la vida cortesana, pero se agota en la alabanza de la vida natural y en la sublimación del amor y del pensamiento que debe acompañarlo (ya sea neoplatónico o neoestoico). U n tercer aspecto relevante del didactismo es la convencionalidad de los personajes. N o es sólo que sean convencionales los nombres — c o m o ha señalado López Estrada— sino que tienen una entidad tan convencional que no es extraño que a Cervantes o a Balbuena se les olviden o les cambien el nombre o sus caracteres. Su papel es insignificante en estas novelas. La contrapartida de su insignificancia es su proliferación. Las novelas didácticas suelen ser prolíficas en personajes. Se ha dicho que La colmena tiene más de trescientos. Las novelas pastoriles son auténticas norias de personajes. La relación entre la ausencia de fábula y la ausencia de personaje es directa. La fábula construye el personaje y, al contrario, el personaje, la fábula. Los pastores-poetas son meras funciones simbólicas y no crean fábula 8 . Otro aspecto didáctico de las novelas pastoriles es la concepción del 7

Quizá la novela didáctica más relevante sea El Criticón, pero no ha levantado el entusiasmo unánime de la crítica española. 8 Para una exposición más completa de los problemas estéticos del didactismo puede verse Beltrán, 2002.

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tiempo. El tiempo es estático en estas novelas. E n La Galatea apenas supone tres o cuatro días. E n general, las estampas idílicas o églogas empiezan al amanecer y terminan con la noche. La temporalidad se reduce a una sucesión de momentos. Y si se da una sucesión de días y noches, no se debe a una motivación realista sino a la necesidad de marcar simbólicamente esos momentos, con amaneceres, atardeceres y oscuridades nocturnas 9 . El tiempo se convierte en puro decorado simbólico del momento, que es una instancia poética, y no afecta ni a los personajes ni a la trama. La otra faceta poco considerada de la novela pastoril es el humorismo.

LA RISA DE LOS PASTORES POETAS

Se ha dicho que en los libros de pastores estos ríen m u c h o pero ofrecen poca risa. La observación es acertada pero tampoco se han deducido las necesarias consecuencias. Para desvelar el contenido de verdad que hay en esa frase es conveniente abrir el abanico temporal del género pastoril. D e sobra sabemos que la literatura pastoril ha conocido una vertiente cómica: las farsas de pastores. Convendría darle a este dato una utilidad superior a la del mero ornato erudito. AvalleArce comienza su estudio sobre nuestro tema con una larga cita del tercero de los Coloquios satíricos de Torquemada en la que se reivindica la Arcadia pastoril y su «quietud y reposo» contrastados con la locura de los que «no viven sino contra todo lo que quiere la naturaleza, buscando riquezas, procurando señoríos, adquiriendo haciendas, usurpando rentas, y esto para vivir desasosegados y con trabajos, con revueltas y 9 Cervantes se ríe de este y de otros aspectos de la novela pastoril en el Quijote. En el capítulo segundo de la primera parte se puede leer lo siguiente: «Yendo, pues, caminando nuestro flamante aventurero, iba hablando consigo mismo y diciendo:" —¿Quién duda sino que en los venideros tiempos, cuando salga a la luz la verdadera historia de mis famosos hechos, que el sabio que los escribiere no ponga, cuando llegue a contar esta mi primera salida ten de mañana, desta manera? "Apenas había el rubicundo Apolo tendido por la faz de la ancha y espaciosa tierra las doradas hebras de sus hermosos cabellos, y apenas los pequeños y pintados pajarillos con sus harpadas lenguas habían saludado con su dulce y meliflua armonía la venida de la rosada aurora"...» (pp. 46-47).Y vuelve a reírse de esta retórica en el comienzo del episodio de las bodas de Camacho (capítulo xx de la segunda parte).

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con persecuciones y fatigas» 10 . La caracterización que hace Torquemada de la vida urbana y cortesana n o es una simple opinión «unipersonal» —eso dice Avalle-Arce— sino que está tomada de la filosofía de la risa de la Antigüedad. U n a declaración m u y semejante — y probablem e n t e inspiradora de ésta— la encontramos en la «Novela de Hipócrates», u n a colección epistolar q u e relata, entre otras cosas, la visita de Hipócrates a Demócrito, para curarle la locura. E n el curso de la entrevista D e m ó c r i t o explica a Hipócrates que los locos son los que viven en el desasosiego de la avaricia, del desenfreno y de la ambición. La declaración de Demócrito, certificada por Hipócrates, es el f u n d a m e n to de la filosofía de la risa: la denuncia de la nueva forma de vida que alumbra c o n la historia, la vida de las ciudades y del e n t o r n o de las nuevas formas de poder. C o n esta observación quiero llamar la atención sobre el h e c h o de q u e la defensa de la Edad de O r o n o es u n ideologema aislado o una mera ocurrencia diletante, u n mito más. Es la otra cara de la filosofía de la risa.Y si la filosofía de la risa apunta hacia la utopía m o d e r n a —las obras de M o r o y Erasmo constatan eso—, la arcadia poética ve el m u n d o ideal en la armonía tradicional, c o m o lo había visto Hesiodo. Esta es la esencia del H u m a n i s m o , q u e c o n t i e n e todavía esta doble orientación, hacia el pasado del paraíso perdido y hacia el futuro u t ó pico; frente a la Antigüedad, que sólo ve el ideal h u m a n o en el pasado, y frente a la Modernidad, que sólo lo ve en el futuro, c o m o meta del trayecto del espíritu de la humanidad 1 1 . El nacimiento de la teoría sobre la literatura pastoral surgió precisam e n t e de la combinación de tragedia y comedia que se apreciaba en la literatura pastoral. Giason Denores atacó en escritos de 1586 y 1590 ese nuevo tipo de poesía, a la que llamó tragicomedia y pastoral. Battista G u a r i n i replicó c o n II Verato, en dos versiones, la de 1585 y la de 1593, que alude en el titulo a la defensa de su Pastor Fido. El hecho de que se asocie la tragicomedia a la pastoral ya es significativo de la pre-

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Avalle-Arce, 1974, p. 22. El debate mantenido entre Battista Guarini, autor de II pastor Fido, y Giason Denores entre 1586 y 1593 cruzó la cuestión de la tragicomedia con la literatura pastoril. Denores negaba validez a la tragicomedia porque Aristóteles no la había tenido en cuenta, según él, porque no era justificable teóricamente (Weinberg, 196, p. 673). El ataque de Denores a la pastoril se funda en que no sirve para el progreso de la vida urbana (Weinberg, 1962, p. 674). 11

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sencia de la risa. Pero más significativo resulta q u e Guarini sostuviera en su segundo Verato q u e la pastoral c o m p o n e una acción en esencia cómica y que se justifica p o r su excelencia poética (y n o p o r su utilidad pública o política) 12 . Esa excelencia poética permitía la innovación y una forma potencial de verosimilitud, una verosimilitud que n o tiene nada de lo ordinario, pero que p u e d e ser creíble). E n ese debate cabe advertir dos niveles distintos. D e u n lado, el reconocimiento de la pastoral c o m o u n género nuevo, vinculado a la tragicomedia y, p o r tanto, c o n rasgos trágicos y cómicos. Por otro, el consenso q u e suscita la d i m e n s i ó n seriocòmica de la pastoral. Tanto D e n o r e s , el detractor, c o m o Guarini, el defensor y autor pastoral, están de acuerdo e n que la pastoral tiene una dimensión cómica, que para Guarini es decisiva. Acerca del vínculo del idilio con la risa tenemos otra prueba de la íntima asociación entre ambos en Dafnis y Cloe, la novela de Longo. Para ilustrar el carácter cómico de esta novela pastoril bastará c o n leer su párrafo final, que relata su apoteosis erótica: Dafnis y Cloe, en el lecho juntos y desnudos, se abrazaban y besaban, más desvelados que lechuzas esa noche.Y Dafnis practicó las lecciones de Licenion [una mujer joven casada con un viejo, que le ha iniciado en el sexo].Y fue entonces cuando Cloe aprendió por primera vez que lo que ocurriera allí en el bosque eran chiquilladas de pastores. E n esta novela, aparte de cierta dosis de aventura, q u e ya señalara Bajtín, hay u n proceso de aprendizaje, la iniciación sexual de la pareja de personajes.Y t o d o ello está c o n f o r m a d o p o r la risa, que impide el grado de sublimación que encontramos en la novela pastoril hispánica. C o n todo, la vecindad del idilio amoroso c o n la risa es tan fuerte que resulta innegable, a pesar de la atenuación, en varios aspectos de las novelas pastoriles. Esos aspectos son la casuística, los juegos y fiestas, y, por último, el tiempo del crecimiento. La casuística es u n f e n ó m e n o que aparece en distintos géneros artísticos y convencionales. E n el derecho, la filosofía moral, la medicina o el periodismo ha desarrollado su dimensión convencional. Pero en la literatura los casos ofrecen su dimensión estética y esa dimensión va ligada al desarrollo de la novela cómica y de otros géneros cómicos (cuentos y coplas). Este género se funda en el d o m i n i o de la oralidad y ofrece la 12

Weinberg, 1962, p. 1089.

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risa mediante casos que muestran las limitaciones de la cultura popular. En otro lugar he retomado la idea de la antropóloga Michelle Rosaldo que vio un sistema de géneros de la oralidad dividido en tres secciones: los géneros directos (los de la actualidad), los géneros oblicuos (que nosotros llamaríamos literarios, marcados por el simbolismo y la metáfora) y los géneros mágicos. El caso recoge la experiencia reciente. Forma parte de esos géneros directos. Pero en el mundo histórico se introduce en el dominio de los géneros oblicuos, manteniendo su perfil oral. Esto ocurre en la novela y en géneros afines, y suele tener un perfil cómico (los casos de fortunas y adversidades) o costumbrista (casos tremendos o de bajos fondos). También hay casos con prueba (que suelen ser el dominio de la casuística moral). La Diana de Montemayor se articula como una serie de casos. La Galatea es ya una sucesión atropellada. En ella la risa se halla atenuada por el convencionalismo. En cambio, en la novela de Balbuena los casos aparecen en forma de lamentaciones poéticas — n u n c a c o m o casos orales— y no se incorporan al escenario novelístico. El término caso aparece en las novelas mismas. En La Galatea, D a m ó n dice saber «la historia de los casos a entrambos sucedidos» (p. 322). La abundancia de relatos orales que introducen historias personales menores es una forma de cuestionar el convencionalismo del género. Y pone de manifiesto su vinculación con el entorno de la risa. En otros géneros, como la picaresca, la presencia de los casos responde a la necesidad de ofrecer la diversidad social. En la pastoril esa diversidad está más próxima a la casuística moral o cultural. U n segundo fenómeno que pone en relación el género de la novela pastoril con la risa es la presencia de la fiesta. La forma festiva más idónea es, naturalmente, la boda, el himeneo. La presencia de la fiesta no es sólo temática. Es también compositiva. La transición permanente de la prosa al verso —incluso a la canción— es una necesidad del género y un producto de su dimensión alegre, festiva, aunque el tono del poema sea elegiaco. En la Modernidad esta misma faceta la podemos ver en el cine y el teatro musicales. Fruto de esta convergencia temática y compositiva es la presencia en estas novelas de certámenes poéticos, églogas representadas, debates poético-filosóficos, juegos y otras formas musicales o coreográficas. El espíritu de este género está marcado por la ociosidad festiva.Y esa ociosidad festiva permite el cultivo del amor. Algo parecido, pero de sentido contrario, una ociosidad pasiva, es el sustento de la novela patético-sentimental.

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Ese mundo festivo va asociado a otro aspecto central en la cultura de la risa: el tiempo del crecimiento. El tiempo del crecimiento es la categoría clave del folclore y de la cultura de la risa. Esta categoría viene a establecer la siguiente norma: todo lo bueno debe ser grande y lo malo perecer. Esta es la fórmula de la proporcionalidad directa entre formas, valores y sentidos. La canción de Arsindo —una copla oncena— en La Galatea define con gran precisión este concepto y su entorno: Celébrese en todo el suelo este alegre casamiento con general alegría [-] todo el bien suceda en colmo entre desposados tales, tan para en uno nascidos; peras les ofirezca el olmo, cerezas los carrascales, guindas los mirtos floridos, hallen perlas en los riscos, ubas les den los ventiscos, macanas los algarrobos, y sin temor de los lobos ensanchen más sus apriscos (pp. 262-263). Otra de las facetas de la risa capaz de burlar la atenuación del convencionalismo es la menipea. Rasgos de menipea aparecen en el Siglo de Oro de Balbuena, con el sueño que contiene, entre otras, la visión de la ciudad de México desde las aguas subterráneas (églogas vi y vil) al estilo de la Arcadia de Sannazaro y en el vuelo estratosférico de Anfriso en la Arcadia de Lope. También el homenaje al «famoso pastor Meliso», con la aparición de la musa Calíope y su Canto, es una muestra de periodismo menipeo, tamizado por el convencionalismo poético, pues es una imitación de las églogas iv y x de Petrarca.

IDILIO Y SIMBOLISMO

Pero estos aspectos cómicos o jocoserios son sólo muestras de una rebeldía ante el convencionalismo idílico y simbólico que domina este género. El dominio de lo convencional es una amenaza para la supervi-

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vencía y los factores de desequilibrio le dan vida. Esa vida es la de un equilibrio inestable y de ahí que el género no alcanzara más allá de unas décadas, ni siquiera un siglo en la literatura hispana. Cervantes confiesa en el libro final de La Galatea su «cansancio de lamentaciones de amor y endechas enamoradas» (p. 474) y sabemos que no cumplió su compromiso de continuar esta novela, pese a recordarlo en otros momentos de su obra. La inestabilidad del género provocó dos orientaciones contrarias aunque coexistentes en algunas obras. Una de esas orientaciones fue la mixtificación, en especial con la novela sentimental cortesana, aunque también con formas didácticas. Cervantes ya dijo de El pastor de Fílida que más que pastor era cortesano. La segunda orientación consistió en una acomodación un tanto servil a los modelos —Sannazaro, Virgilio, Petrarca—. Esta acomodación ha sido el aspecto más apreciado por la crítica. Contiene también una tendencia destructora: el convencionalismo, que llegó en algún caso al plagio (es el caso de Jerónimo deTejeda y su Diana, respecto a ciertos momentos de La Galatea). Esta antítesis entre mixtificación y convencionalismo facilitó la parodia y la disolución de la etapa pastoril del idilio. H e aludido al principio a la necesidad de revisar la historia literaria de tanto en tanto. Avalle-Arce se remitía hace cincuenta años a las obras de Dilthey y Croce como motivo de estímulo para revisar entonces la historia de la novela pastoril hispana. En esta exposición he señalado las enseñanzas de Schiller y Bajtín y, tras ellas, hay otras no mencionadas, pero igualmente relevantes (las de N o r b e r t Elias, Maurice MerleauPonty, Marshall MacLuhan...). A partir de esas enseñanzas he tratado de acercarme a la novela pastoril hispana en cuanto género partícipe de la gran evolución de la estética idílica. Esa estética requiere la comprensión del idilio como categoría central. La figura del pastor es, sin duda, importante y central para esta novela hispana, como han señalado quienes me han precedido, pero requiere de la comprensión del idilio como una dimensión más amplia, en la que la figura pastoril constituye sólo una etapa. Este planteamiento debe permitir una mejor comprensión de las novelas y de su valor y lugar en el conjunto genérico, una mayor integración de los elementos constituyentes y una lectura más profunda del sentido del género. El resultado debe ser una exposición del simbolismo pastoril. Los aspectos idílicos lo tiñen de un color especial: la vindicación de la Edad de Oro. El didactismo amoroso le presta

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contenido. La secularización de lo sacro y la divinización de l o profano, las correspondencias entre los pastores poetas y personajes reales, y otros e l e m e n t o s esporádicos, tales c o m o el viaje ( M o n t e m a y o r ) , la magia, los juegos, los enigmas, etc. acentúan su carácter simbólico.

BIBLIOGRAFÍA

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MITOS CLÁSICOS E N LA NOVELA PASTORIL DE B E R N A R D O DE BALBUENA Trinidad Barrera Universidad

de Sevilla

Éste es aquel poeta memorando que mostró de su ingenio la agudeza, en las selvas de Enfile cantando. Cervantes, Viaje del Parnaso, Libro n

Es bien sabido que Bernardo de Balbuena es una de las figuras más destacadas de la literatura colonial que ejemplifica, en su vida y obra, el tránsito y puente entre dos mundos, algo habitual en muchos escritores del Siglo de Oro. Nació en Valdepeñas (Ciudad Real) 1 , alrededor de 1562, donde quedó al cuidado de su madre, y sabemos que obtiene la licencia para salir de España en 15842, respondiendo a la llamada de su padre. Pronto comenzó a destacar en tierras mexicanas como poeta, con la obtención de premios en certámenes. La carrera eclesiástica, comenzada en México, le llevó por tierras de Guadalajara (donde fue capellán de la Audiencia), San Pedro de Lagunilla, San Miguel de Culiacán, Compostela y algunos viajes a la capital del virreinato, hasta

1

Hoy día se han exhumado con bastante exactitud los datos biográficos del escritor, gracias a los estudios de John Van Horne, 1940. Ver, además, J. Rojas Garcidueñas, 1958. 2 Publicada por G. Porras Muñoz en la Revista de Indias, X, 41,1950, pp. 591595; y reproducida por J. I. Rubio Mañé, 1960.

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que en 1606 regresó a España. Aquí se doctoró en Teología, por Sigüenza, publicó su novela pastoril, Siglo de Oro en las selvas de Enfile (1608) 3 y fue nombrado abad de Jamaica. En 1610 salió de España, rumbo a su destino y nueve años más tarde accedería al obispado de Puerto Rico, adonde puso pie a principios de 1623 —un Concilio Provincial en Santo Domingo le retuvo allí dos años—. Amargos sinsabores tuvieron sus últimos años en la isla. Su casa y su biblioteca se vieron destruidas por el incendio provocado por los piratas holandeses y, dos años después, en 1627 murió, en San Juan, siendo enterrado en la capilla de su catedral. Así lo rememoraba Lope de Vega: Y siempre dulce tu memoria sea, generoso prelado, doctísimo Bernardo de Balbuena. Tenía tu el cayado de Puerto R i c o cuando el fiero Enrique, robó tu librería, pero tu ingenio no, que no podía, aunque las fuerzas del olvido aplique 4 .

Nuestro hombre escribe durante su vida, a más de poemas sueltos, tres famosas obras, cuyo orden de preparación no coincide con el de publicación. La que inicia primero, hacia 1592, Bernardo o la victoria de Roncesvalles, será la que vio la luz más tarde, en Madrid, en 1624. Tuvo un proceso de elaboración lento, mezclado con problemas relativos a la impresión5, al igual que le ocurrió con el Siglo de Oro, que, iniciada en sus años mexicanos —no antes de 1582, según J. G. Fucilla— se verá publicada en Madrid, 1608, cuatro años después de su Grandeza mexicana y gracias a las gestiones que él personalmente realiza cuando llegó a España6. Mayor fortuna acaeció a la tercera de sus obras, Grandeza mexicana, que escrita en 1603 —probablemente tras terminar la primera ver-

Seguimos la edición de J. C. González Boixo, 1989. Lope de Vega, Laurel de Apolo. 5 En enero de 1609 se decreta que se examine la obra y Mira de Amescua la aprueba el 9 de febrero en Madrid, pero el proyecto de publicación tiene que aplazarse y Balbuena seguirá puliendo lo que estimaba como su gran obra, cuyo prólogo es de 1615 o 1616. 6 Su doctorado por Sigüenza se confirma en la dedicatoria de la obra, fechada el 31 de octubre de 1607. 3 4

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sión del Bernardo— se publicó al año siguiente, en la edición mexicana de Melchor Ocharte, uno de los últimos impresores del siglo xvi. Entre sus estadías mexicana e isleñas estuvo cuatro años en España ( 1 6 0 6 - 1 6 1 0 ) , un período fructífero, de aceptación y reconocimiento entre sus contemporáneos de profesión (tanto Cervantes c o m o Lope de Vega lo celebran en Viaje del Parnaso y el Laurel de Apolo, respectivamente) y, al parecer, pudo estar cercano al círculo de Lope y el conde de Saldaña, a través de su primo el humanista Fray Miguel Cejudo, según comentarios de R o m e r a Valero. Muchas voces de la crítica han insistido en la conciencia criolla de Balbuena, basándose sobre todo en su poema Grandeza Mexicana y una de las que más ha perseverado ha sido Sabat de Rivers que se expresa así: Podemos también considerar a estas obritas como una expresión, no tan ambigua, del nacimiento de la conciencia criolla de su época: Balbuena escribió en América, el tema de su Grandeza mexicana —al que van atadas la mayor parte de estas obras que hemos visto— refleja la admiración que la mayor ciudad americana de su época había dejado en él y el orgullo que ella le producía; como escritor, se considera americano al incluirse en lo de «nuestras letras mexicanas»7.

Sin obviar todo lo que significa Grandeza mexicana como canto de alabanza a la capital del virreinato, tema sobre el que me he ocupado en más de una ocasión 8 , mi teoría es que Balbuena, como otros muchos escritores españoles de la colonia, a la hora de escribir, tiene presente en su mente a España y a sus modelos, y difícilmente puede explicarse la totalidad de su obra sólo desde una conciencia criolla y no c o m o parte de una cultura común que, como él sabe, tiene su epicentro en la península y como radios de acción todo el caudal de la literatura clásica y humanista. E n otra ocasión me ocupé de las composiciones líricas que adornan su novela pastoril Siglo de Oro en las selvas de Erífile9, y sin necesidad de insistir en la tradición pastoril a la que se suma Balbuena, que hace oídos sordos a la renovación del género de la mano de Montemayor o

Sabat de Rivers, 1996, p. 99. Sobre el criollismo de Balbuena han hablado también Rama, Calderón de Puelles. 8 Ver Bibliografía. 9 Barrera, 2002. 7

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Cervantes, para volverse a los clásicos y a Sannazaro, sí podemos analizar el fondo mitológico que alimenta el libro. Lo primero que debe llamar la atención es la alusión al mito del Siglo de O r o o Edad de Oro, tema de la mitología clásica que el Renacimiento recrea como el modo de vivir acorde con la Naturaleza. Los griegos transfirieron al mundo occidental la idea de un estado perfecto del ser humano existente en un pasado remoto. La poesía de Virgilio y de Ovidio se encargó de difundirlo en la Europa renacentista y el ejemplo más conocido nos lo da Cervantes al colocar en boca de D o n Quijote su discurso sobre la Edad de Oro. Ligado a esa época dorada está el tópico de la Arcadia, originariamente una península situada en el Peloponeso, transfigurada en la poesía de Virgilio, quien siguiendo a Teócrito la convierte en un territorio mítico. Llega así a convertirse en un lugar privilegiado donde es posible el ocio creador y el mero goce de la existencia. Con la aparición de Bocaccio y Sannazaro, la Arcadia se liga al mito de la Edad de Oro y entra en la literatura pastoril 10 . Balbuena se refiere a esa edad en más de una ocasión, bellos bosques o selvas donde se llevan a cabo fiestas populares y una de sus primeras citas está en la Égloga n, cuando Florencio dice: «Dulce es la historia de la vida nuestra: / aquí se muestra vivo el Siglo de Oro, /rico tesoro a pocos descubierto» (p. 130).Teócrito,Virgilio, Sannazaro son los pasos previos sobre los que camina Balbuena. Asociado a la bucólica está el manejo de los mitos. N o podían faltar dentro de las composiciones líricas de El Siglo de Oro alusiones o desarrollo de mitos célebres en la Antigüedad y puesto que su pastoril está plagada de quejas de amor casi resultaba obligada la alusión a una de las historias más famosas, la de Orfeo y Eurídice. El clásico mito de Orfeo fue frecuentadísimo en los siglos xvi y XVII. Huella de la tradición clásica en nuestra literatura es símbolo por antonomasia del poeta y del amante, del mágico poder de la poesía, de la fuerza desmedida del amor, poderoso más allá de la muerte. Aunque su origen

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La bucólica es la pintura idealizada de la vida campestre y de la pureza de la vida rural y a través de ese molde se describe la existencia de los pastores y los paisajes naturales en los que habitan, remozado todo con un sutil erotismo. Los pastores son concebidos como espíritus sublimes que alejan las fatigas y los dolores mediante el canto y la danza. Ver José Carlos Martínez García, «Historia de la utopía. Del Renacimiento a la Antigüedad», en .

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está en Grecia, sus grandes difusores fueron Virgilio, en el libro iv de las Geórgicas y Ovidio en el x de las Metamorfosis. La historia de este legendario héroe tracio pasó a la literatura, a la pintura, a la escultura e incluso, con el tiempo, a la ópera, pues en su argumento juega importantísimo papel la música junto al trágico amor 11 de aquel que por dos veces perdió a su amada. Los manuales de El Tostado, Juan Pérez de Moya y Baltasar de Vitoria, además de los diccionarios, fueron los principales vehículos de transmisión del mito en el Renacimiento, aunque no hay que olvidar que los escritores de entonces sabían latín por lo general y además Balbuena era hombre de Iglesia. En el Renacimiento español se hacen eco del mito sus principales nombres: Boscán, Garcilaso, Hurtado de Mendoza, Gutierre de Cetina, Fernando de Herrera, Juan de Arguijo, Francisco de la Torre, Sá de Miranda, Sebastián de Horozco y Juan de Coloma. Además de la preeminencia que toma en el género bucólico, «al trastornarse la naturaleza con el canto, sin hacer mención expresa del mito de Orfeo, pero atribuyéndole al pastor idénticos poderes» 12 . N o hay que olvidar tampoco que la consideración de Orfeo como amante trágico viene posiblemente de la Fabula di Orfeo de Poliziano. Ya Fucilla 13 apuntó, para la Égloga vi del libro de Balbuena, el seguimiento de la prosa XII de Sannazaro, así como el influjo de «Leandro y Hero» de Boscán a propósito de la profecía de Proteo, señalando los paralelismos en el tratamiento a los que habría que añadir, como señaló Colombí, la Égloga m de Garcilaso. La historia de Hero y Leandro es una duplicación de la de Orfeo y Eurídice y así aparecen unidas en el Marqués de Santillana como más tarde hará Góngora en su fábula burlesca de Hero y Leandro. Sin pretender agotar el tema en la literatura de ambos siglos, veamos sólo otros cuantos ejemplos más. En el soneto xv de Garcilaso, el poeta amante se autocompara con Orfeo combinando sabiamente lo mítico con lo personal, en cuartetos y tercetos respectivamente. Dice así: Si quexas y lamentos pueden tanto que enfrenaron el curso de los ríos y en los diversos montes y sombríos los árboles movieron con su canto;

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Fernández de Mier y Piñero, 1999, pp. 137-163. Berrio, 1994, p. 198. Fucilla, 1953, pp. 87-88.

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si convertieron a escuchar su llanto los fieros tigres y peñascos fríos; si, en fin, con menos casos que los míos baxaron a los reinos del espanto: ¿por qué no ablandará mi trabajosa vida, en miseria y lágrimas pasada, un corazón conmigo endurecido? Con más piedad debría ser escuchada la voz del que se llora por perdido que la del que perdió y llora otra cosa (p. 51). Más digno de pena que Orfeo es el poeta. Garcilaso, dentro del molde petrarquista, subordina el mito a la historia amorosa personal. En el caso del sevillano Juan de Arguijo pueden rastrearse hasta cuatro versiones del tema, los sonetos xxxvi, XXXVII, xxxvm y XL en la edición deVranich (1985), que van desde la presentación autónoma del mito a la implicación personal, c o m o hiciera Garcilaso. En su soneto x x x v m hay ecos visibles de Virgilio y Ovidio. D e Lope de Vega — c o n t e m p o ráneo de Balbuena— podemos señalar dos sonetos sobre el tema, en el primero, además de la huella garcilasista incluso en el nombre pastoril Salicio, ya aflora el desengaño barroco en el tratamiento del tema órfico al igual que en el segundo. Son estas piezas la número 129 de sus Rimas y el soneto «Encarece el poeta el amor conyugal de este tiempo», perteneciente a sus Rimas humanas y divinas del Lic. Tomé de Burguillos. Citamos la primera: A las ardientes puertas de diamante coronado del árbol de Peneo, mostraba en dulce voz, llorando, Orfeo: que allí puede llorar un tierno amante. Suspendidas las furias de Atamante, y parado a sus lágrimas Leteo, en carne, que no en sombra, su deseo vio su querida Eurídice delante. ¡Oh dulces prendas, de perder tan caras! Tú, Salicio, ¿qué dices? ¿Amas tanto, que por la tuya a suspender bajaras los tormentos del reino del espanto? Paréceme que dices que cantaras que le doblaran la prisión y el llanto (p. 68).

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U n sesgo m u y distinto ese final al que propone Garcilaso. E n G ó n gora también se p r o d u c e u n contraste entre el m i t o y la realidad del poeta, canto de O r f e o y llanto del poeta que aparecen finalmente confundidos. Su soneto, de 1583, dice así: Ni en este monte, este aire, ni este río corre fiera, vuela ave, pece nada, de quien con atención no sea escuchada la triste voz del triste llanto mío; y aunque en la fuerza sea del estío al viento mi querella encomendada, cuando a cada cual de ellos más le agrada fresca cueva, árbol verde, arroyo frío, a compasión movidos de mi llanto, dejan la sombra, el ramo y la hondura, cual ya por escuchar el dulce canto de aquel que, de Strimón en la espesura, los suspendía cien mil veces ¡Tanto puede mi mal, y pudo su dulzura! (p. 131). Es bien sabido que el mito de O r f e o es representación e m i n e n t e m e n t e renacentista y Balbuena, además de los modelos clásicos,Virgilio o Sannazaro, m u y posiblemente conociese buena parte de estas c o m posiciones y aun otras, dada su importancia y difusión. Lo mitológico va unido a lo bucólico en el Renacimiento y n o podemos olvidar que en el m u n d o bucólico es clave la existencia de cantos para conmover a la Naturaleza y que forma parte de ese tópico la reacción de la Naturaleza ante la música, tradición que se remonta a Teócrito. Los poderes catárticos de la música de O r f e o r e s p o n d e n a la i m p o r t a n c i a de la música en ese m u n d o pastoril. Si para Virgilio, O r f e o era el perfecto poeta, c o m o dejó palpable tanto en las Geórgicas c o m o en las Bucólicas y en la Eneida, el á m b i t o de desarrollo del canto es h a b i t u a l m e n t e la selva, espacio natural, en el sentido clásico, de ahí el título del libro de Balbuena, lugar de las fuerzas mágicas de la naturaleza que conectan con el hombre a través de la música. Los poderes catárticos de O r f e o son evocados en primer lugar en la Égloga i de la novela pastoril de Balbuena, en la composición poética de Rosanio y Beraldo:

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ROSANIO:

También a mí otro vaso delicado Cleantro me labró, también el mío De ninfas y de bosques ilustrado: Donde pintó de Orfeo el desafio, Que hizo con los montes que le oían, Y a oír su canto se detuvo un río: Las selvas puso allí que le seguían, Y los pinos también, que sin ruido De las más altas sierras descendían14. En la Égloga vi, después de la visión de la ciudad de México, tantas veces comentada, se cuenta extensamente la historia de Orfeo y Eurídice, con la intervención de Aristeo, que trae el recuerdo de la prosa XII de la Arcadia de Sannazaro, como explicación del bordado que realiza una de las ninfas. La écfrasis de Balbuena amplifica la tradición de Sannazaro y culmina en la Égloga m de Garcilaso. La cita, aunque larga, merece la pena traerla al completo: Al principio bien pensé labrar aquí toda la celebrada historia de Orfeo y su amada Eurídice, de la suerte que a Nerea con tierno y lamentoso sentimiento una tarde se la oí cantar, y según mi pretensión me ha salido dichosa, ya quisiera no haber olvidado nada del amoroso suceso; porque en esta parte a los principios así tenía trazada la fértil ribera de Peneo que aun en el borrón creyeras que las resonantes arboledas movidas del blando viento convidasen a gozar de su agradable frío, sembrados por los floridos campos los rebaños del pastor Aristeo, que ya también en esta parte se mostraba dibujado en aquella misma figura que por entre espinas y abrojos a todo correr iba siguiendo la amada Eurídice, no sé si por alcanzarla o por no perder de vista su hermosura; pero convidada de más gustoso entretenimiento por entonces no quise, de lo que ahora me pesa, proseguir este dibujo, sino comenzar la historia de lo más delicado della, como sea cierto que siempre las cosas tristes más que las alegres muevan nuestros ánimos.Y así comencé los trabajos de mi aguja desde aquel punto que el delicado pie de la ninfa tocó en la peligrosa huida el encogido áspide con que, así dioses lo quisisteis, entre las flores una rosa más se vio caída, no de otra suerte que sobre el verde surco cae la olorosa y tierna azucena del rústico 14

El Siglo de Oro..., p. 100. En adelante citaremos en el interior del trabajo colocando el número de la página entre paréntesis.

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arado descomedidamente arrancada. Y todas las vecinas selvas, llorando el desdichado suceso, blancos canastillos de rosas derramaron sobre el frío cuerpo, que en ellas sepultada una Venus dormida parecía sobre la yerba; y dejados aparte los infructuosos llantos que por aquellos desiertos el rústico Aristeo hizo, y el castigo que a su delito dieron las diosas de los cercanos montes, apocando sus enjambres, destruyendo sus rebaños y sembrando fuego en sus mieses, que no es digno de pasar en silencio, ni como aquí has visto yo me desdeño de ponerlo en lo más precioso de mi tela. Lo que en artificio sobre todo mi trabajo se aventaja es de Orfeo aquella célebre bajada a los temerosos reinos de la muerte; y aunque la pena de su mirar se vea viva en él todavía, hazaña es a mi parecer digna de no pasar en silencio. Mas, ¿qué no puede el amor? Todo lo facilita, y no es el mayor de sus milagros ir a buscar placer a la morada de los tormentos; pues siéndome fuerza pintar en este paso las no vistas regiones que en los senos de la tierra se hallan, los vacíos reinos de Plutón y las casas de los ya enterrados, moradas de una eterna y triste noche, no pudiendo hacer transparentes aquellas espantosas concavidades, ni olvidar en mi pintura lo que en ella los soberanos dioses han guardado, con esta confusa niebla me pareció oscurecer los primeros resplandores de las figuras, la cual yo no me admiraré que tú demasiadamente me alabes, porque ya ha habido ninfas que con templado aire han pretendido levantarla, deseosas de gozar mi labor sin aquel fingido impedimento.Y si acaso de Flegeton las ardientes ondas no corren con aquel desenfrenado curso que deseas, advierte, divina ninfa, a la suavidad de aquella cítara de Orfeo, que si debajo de la perfección de mi arte cupiera su poderosa armonía, no fuera necesario decirte que ella era quien dulcemente las tenía encantadas, y la que bastó a sacar de la negra lama y podridas ovas del estigio lago aquellas delgadas fantasmas, imágenes de los que ya no viven, que allí envueltas en podrido cieno de mil siglos atrás estaban olvidadas, sembrando la consonancia de sus acentos tal deleite que, si creer se puede, pudo por algún tiempo ablandar las cruelísimas hijas de la muerte; y dejando de silbar sus ponzoñosos cabellos, oyeron las serpientes su dulzura y detuvo el vuelo la amortiguada luna, que como verdadera imagen de la noche por aquellas calladas riberas con delgada luz y encogido rostro vive. Mas ahora vuelve los ojos a esta pequeña sombra ya segunda vez arrancada por los escuros hados de la presencia de su descuidado amante, que antes del divino término volvió a la cara prenda los amorosos ojos, no por quebrantar, ¡oh castísima Proserpina!, tu precepto, más por satisfacer su amor: Yerro por cierto digno de perdonar, si algo allí se perdonase. ¡Terrible cosa de oír! Tres veces se oyó resonar el infierno, y tantas el temeroso bramido de las furias corriendo fue por las profundas cavernas del mundo, y la desdichada Eurídice, muerta dos veces en su florida edad, «ya —dijo— de los rigurosos dioses soy llamada. A todos está definida su suerte. Cortó la parca

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una vez el precioso estambre, y la vida sólo hasta la muerte se concede: Los ojos, que de alguna luz se iban vistiendo y el nuevo aire los abría poco a poco, con un eterno sueño se han cerrado. A Dios, querido esposo, que cercada de una escura sombra volverme siento a la universal noche; vano ha sido tu trabajo, y en vano, pues no soy tuya, trabajas en detenerme». Así es fama que dijo; y no de otra manera que un negro humo se fue desvaneciendo por el aire; tres veces con sus brazos procuró el liviano amante encadenar el amado cuello, y tantas, cual ligero sueño, se huyó de los amorosos lazos, faltándole aquella virtud y fuerza que enlazada vive por los duros nervios, mientras el sutil espíritu está en ellos detenido. Mas lo que después al desdichado Orfeo sucedió, llorando en vano los engañosos dones de los sepultados reyes, trayendo a escuchar su música las hayas, los cipreses y los álamos, encantando los fugitivos ríos y, últimamente, la infame muerte que las crueles mujeres deTracia le dieron, aún se está como ves en dibujo, y en ello a ratos ocupo mi gusto y tiempo (pp. 215-218). Clitiso ha bordado la historia en cuatro cuadros, centrándose especialmente en el segundo y el tercero p o r estar el p r i m e r o y el ú l t i m o aún incompletos, es decir, cuenta c o n t o d o l u j o de detalles la trágica m u e r t e de E u r í d i c e , e n el s e g u n d o , y el descenso a los i n f i e r n o s de Orfeo, en el tercero, p o r eso los tercetos que le siguen dicen así: Si Orfeo antes del término forzoso bajar pudo a los reinos del tormento; si a más que esto es el tiempo poderoso hacerlo pudo amor. ¡Extraño cuento que el que en la tierra sin placer vivía hallase en el infierno su contento! Con su canto alcanzó cuanto pedía; bien que la pena de volver los ojos en el se halle viva todavía. Así tú te avendrás con tus enojos, y deste infierno donde está tu gloria triunfante sacarás ricos despojos. Y aunque vuelva los ojos la memoria atrás, no arriesgará contento alguno; que siempre es dulce el mal puesto en historia (pp. 221-222).

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Los pasos habituales p o r los que circulaba el m i t o eran: m u e r t e de Eurídice, llanto de la naturaleza, dolor de Orfeo, descenso a los infiernos, recuperación y nueva pérdida de Eurídice, separación de los amantes y nuevo dolor de Orfeo. Si reparamos en la composición de Balbuena, veremos que los tres primeros tercetos reflejan el mito órfico sólo en lo relativo al descenso y a la nueva pérdida de la amada al n o cumplir el precepto divino de n o mirarla hasta salir de allí. Los tres siguientes son la aplicación personal de la historia que curiosamente establece un distanciamiento respecto al mito, invirtiendo su resultado gracias al oxímoron, «infierno donde está tu gloria», «ricos despojos», «dulce el mal». Es cierto que Balbuena trufa toda su novela pastoril con alusiones a la materia órfica, la creación del personaje de Aristeo más bien parece una duplicación de Orfeo, capaz de seducir con su música a la N a t u r a leza, Leucipo es otro pastor de cuyos lamentos ni los pinos se hacen eco. La recreación poética del mito es plasmada en la novela mediante la narrado y con una función estética. C o n la recreación del mito órfico en su novela, Balbuena se inscribe automáticamente en la lista de los más ilustres poetas españoles que lo recrearon, pero n o es la única ocasión en la que hace gala de su conocimiento del m u n d o clásico. Otra historia mítica, muy famosa en la época, se desarrolla en un soneto de la égloga ix, se trata de «Venus busca a su hijo», puesto en boca del pastor Polibio, «con estos renovados versos del antiguo Sincero» que remite, según Fucilla, a Sannazaro una vez más, de sobrenombre «Sincero». En este caso, en el decir de Entrambasaguas, se trata de la composición «De amore fiigitivi» contenida en su Opera omnia (p. 496). Hasta aquí lo que se había dicho pero puede completarse más la información y añadir que en la base está la composición del poeta pastoril griego Mosco de Siracusa 15 en su Idilio Primero, titulado «Amor fugitivo», cuyo texto reproducimos: Venus a su hijo A m o r c o n altas voces Buscándole gritaba, si v i o alguno Entre caminos al amor errante, D e mí se h u y ó . Cualquier q u e le enseñare Tendrá su hallazgo: de Citere u n b e s o Será su premio: tú si le trajeres, N o solo u n beso, sino mas, amigo.

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Fue discípulo de Aristarco y seguidor de Teocrito. Se le atribuyen tres cortos poemas de inspiración bucólica llamados Idilios, uno de los cuales es éste.

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Es asaz señalado el pequeñuelo, Y le conocerás aun entre veinte. N o es blanco de color, parece fuego: Sus ojos son agudos y fulgentes: Es de mala intención, y hablar suave; N i lo mismo que entiende es lo que dice: Es c o m o miel su voz; y si se enfada, Es de ánimo cruel, es engañoso, Nada veraz, doloso rapazuelo, Y de pesadas burlas. Bien trenzadas Su frente, y de mirar feroz y osado, Son sus manos pequeñas, pero tira Lejos, y asaetea hasta el Erebo, Y hasta al Monarca del escuro Dite. Lleva desnudo el cuerpo, y encubiertas Las mientes. C o m o pájaro es alado; Y de unos a otros vuela c o m o quiere Varones y mujeres, y se sienta En las mismas entrañas. Tiene u n arco M u y pequeño, y en él una saeta Sutil, pero con ella al cielo llega. Tiene a los hombros su dorado aljaba, Y dentro de ellas las doradas flechas C o n las cuales a mi también m e hiere. Todo, todo es cruel, y mas la tea Pequeña, más al mismo sol enciende. T ú pues si lo cogieses tráelo atado, Y ni te compadezcas aunque llore. Guárdate no te engañe; y aunque ría, T ú tráele, y si besar también te quiere, Huye, su beso es malo, y en sus labios Tiene veneno; y si por caso dice: Toma, todas mis armas quiero darte; ¡Ay! N o las toques, engañosos dones, Todas en vivo fuego están bañadas.

Así recrea Balbuena la búsqueda de Cupido por parte de Venus: Venus busca a su hijo, que escondido está en lo más guardado de mi pecho; ¡triste de mí que puesto en tal estrecho no sé cuál me será mejor partido!

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Si encubro al que en mis venas se ha encendido dejará el corazón ceniza hecho; si le descubro, con mayor despecho se vengará de quien traidor le ha sido. Mi mal por todas partes se empeora; y si la diosa busca al niño tierno,

es por la guerra que en mi pecho trama. Niño huido, escóndete en buena hora; más pues te escondes, templa en mí tu fuego o te descubrirá tu misma llama (p. 270). Se podría añadir que el desarrollo que realiza Balbuena le acerca al tópico de la cárcel de amor y al pastor c o m o cautivo, esclavo o vasallo del dios mítico. N o se olvide que en los textos del Siglo de O r o una de las figuras más sobresalientes es la de A m o r - C u p i d o y por tanto el amor mítico es siempre el hijo de Venus, que dentro de la tradición clásica aparece casi siempre unido a su madre. Es presentado c o m o rapaz, niño travieso y tierno, connotaciones que vemos en Mosco y en Balbuena y q u e p o d r í a m o s constatar en otros escritores c o n t e m p o r á n e o s , p o r ejemplo en Lope de Vega. Ciego, alado, portador de fuego, desnudo... son algunos de los caracteres c o n los que aparece en los textos de la época para ejemplificar el sentir amoroso. Por último cabría señalar las alusiones a la historia de Narciso y Eco en la copla castellana, «Carta de Felicio» (égloga v) en la que este plantea su crisis amorosa, m u y posiblemente inspirado en la égloga vi de Sannazaro aunque, c o m o en el caso de otras utilizaciones míticas, las ramificaciones afectan a buena parte de los escritores de la época. E n este caso son dos las alusiones, la écfrasis del pastor Felicio al describir el espejo y la Carta de Felicio a su amada en la que el pastor compara su suerte con la del desdichado héroe. El mito de Narciso es u n o de los más ilustres de la tradición española ya desde la Edad Media, con Fernán Pérez de Guzmán, Micer Francisco Imperial o el Marqués de Santillana. La fuente remite a Ovidio en el libro iii de las Metamorfosis que hace sombra a las otras dos fuentes del mito, la de C o n ó n y la de Pausanias. A partir de entonces la belleza de Narciso se hace célebre así c o m o su atractivo para los jóvenes. C u a n d o Narciso se asoma a la fuente y se enamora de su imagen está marcando una actitud de gran éxito futuro, la angustia del enamorado que, estand o p r ó x i m o al o b j e t o amoroso, n o p u e d o tocarlo. E c o repetirá sus

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lamentos y Narciso morirá por su pasión y al morir surgirá una flor de su cabeza que llevará su nombre. Dos serían entonces las metamorfosis, la de Narciso en flor y la de Eco condenada a repetir voces ajenas. Este tema amoroso venía como anillo al dedo a la pastoril. En el Renacimiento y Barroco se hacen frecuentísimas sus recreaciones tanto en la poesía como en el género teatral; sirvan de ejemplo en lo último Calderón de la Barca y Sor Juana Inés de la Cruz. Poco a poco y según su utilización se va matizando el enfoque, así Gutierre de Cetina o Pérez de Guzmán en «El gentil niño Narciso» hacen que el poeta prevenga a su amada de no mirarse al espejo para que no le sobrevenga la desgracia de Narciso, para que «no os mate vuestra propia hermosura», diría Cetina; sin embargo en Hernando de Acuña o Gregorio Silvestre se prefiere aludir al desaire del personaje hacia el amor aprovechando para aconsejar a su amada que abandone la actitud fría y distante. El sentido moralista y ejemplar que estos mitos tuvieron durante la Edad Media va perdiéndose poco a poco al llegar al Renacimiento aunque todavía Cetina conserva la finalidad de «aviso»16. Será Garcilaso quien olvide la carga moral y didáctica para atender a la sugestión estética: la fuente de la Égloga n es testigo de los desdichados amores de Albanio, en otro momento es Eco quien se convierte en repetidora de los lamentos de Albanio. La inversión garcilasista, Narciso/ Camila, Albanio/Eco, entre galán y dama viene de la tradición trovadoresca que refleja la imagen del hombre como sufridor de los desdenes de su amada. Así lo reflejará Balbuena: en la carta que Felicio manda a su amada, el pastor compara su suerte con la del desafortunado héroe. La utilización de este mito tiene amplio reflejo en los más importantes poetas del momento, Juan de Arguijo, Góngora, Lope de Vega y una lista irrepetible, pero casi todos van a abundar en señalar el desdén y la frialdad respecto a aquellos que los/las aman. Los casos aquí analizados prueban cómo la utilización del caudal mitológico clásico hace a Balbuena partícipe del legado cultural de occidente, la tradición greco-latina y renacentista que exhibe con las armas de su erudición lo convierten en deudor de un entorno cultural que

16 También se dio el tratamiento alegórico del mito, c o m o ocurre en El Divino Narciso de Sor Juana, y el burlesco satírico, c o m o es el caso practicado por el andaluz peruanizado Juan del Valle y Caviedes en su fábula burlesca de «Narciso y Eco».

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mira a España, a Italia y a toda la tradición del viejo continente, a u n q u e la creación y b u e n a parte de su vida transcurra en tierras americanas.

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LAS CINTURAS DE AMÉRICA. ALEGORESIS, R E C U R R E N C I A S Y METAMORFOSIS E N LA I C O N O L O G Í A A M E R I C A N A Remedios Mataix Universidad de Alicante

América soy, en cuyo extremo se enlazan los mares del Sur y el Norte con cinta estrecha de plata. VALENTÍN DE CÉSPEDES, Las glorias del mejor siglo,

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América arboleda, útero verde zarza salvaje entre los mares diosa serpiente vestida de plumas de polo a polo balanceas, tesoro verde, tu espesura. PABLO NERUDA, Canto general, 1 9 5 0 Las dos citas que encabezan este trabajo son apenas dos pequeñas muestras —entre las muchas posibles— de lo que pretendo abordar en él: parte de la trayectoria secular de la imagen de América que se desprende tanto de la sensual alegoría teatral del padre Valentín de Céspedes, religioso de la Compañía de Jesús que compuso su obra para celebrar el p r i m e r siglo de la fundación de su O r d e n , c o m o de la cimbreante cintura de esa «Amor América» de N e r u d a que preside y recorre la monumental y enciclopédica crónica poética que es su Canto General. U n gran arco temporal separa esos textos, pero los une una imagen femenina del continente tempranamente fijada a manera de arquetipo en la imaginación (iconográfica y literaria) europea y americana, que resulta ser producto de contenidos ideológicos, morales, con-

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vencionales, fantásticos o fantasmáticos —todos ellos piezas claves en los procesos intelectuales de asimilación de lo otro, lo nuevo, lo desconocido (para el caso europeo), o en los de autoafirmación identitaria (para el caso hispanoamericano)— que, a través de una fortísima cadena de transmisión forjada por la interrelación secular entre textos e imágenes, configuran de manera decisiva la «idea» de América y de su realidad material y simbólica a ambos lados del Océano. La Iconología, teoría y descripción razonada de las imágenes, como la definió el primer gran iconólogo renacentista, Cesare Ripa 1 , nos permite emprender este seguimiento diacrònico de las «cinturas» de América que propongo, pues el método iconològico proporciona claves e instrumentos explicativos para indagar en los porqués de una imagen simbólica en su contexto semántico, en los significados profundos que representa, en su origen y en su evolución, lo que permite también descubrir por qué algunas de esas imágenes han entrado a formar parte del saber común e intemporal con la persistencia de, por ejemplo, «la Justicia», a la que se identifica omnicultural e inequívocamente con una figura femenina, con los ojos vendados y una balanza en la mano. La alegoría de América que trataré es una de esas imágenes, de sólida implantación en la memoria cultural colectiva y con una extraordinaria capacidad de persistencia psicosocial, artística y literaria; una imagen arquetípica cuyo análisis permite, por una parte, conocer cómo imaginaron el Nuevo Mundo o leyeron los textos que daban cuenta de él los contemporáneos a su hallazgo, y por otra —quizá lo más apasionante de la cuestión— comprobar que las imágenes producidas en esa época traspasan la frontera de los siglos manteniendo la esencia de sus características iconográficas y buena parte de sus atributos ideológicos, de manera que no sólo determinan la idea de América en los inicios del proceso de asimilación intelectual y fantástica de aquel nuevo mundo imprevisto, sino que seguirán haciéndolo hasta hoy, a través de su persistencia en los imaginarios del americanismo contemporáneo. Aunque de ese trasvase al siglo xx ofreceré apenas unas pinceladas, confío en que puedan ser suficiente indicio para dejar apuntada la iconología americana de los Siglos de Oro como una clave nada desdeñable para una mejor comprensión de las producciones literarias y artísticas de la Hispanoamérica poscolonial.

1

Ripa, 2007, i,pp. 46-47.

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D e s d e m u y p o c o después del hallazgo c o l o m b i n o , c u a n d o aún ni siquiera el ser g e o g r á f i c o de A m é r i c a se asomaba c o n seguridad a los mapas, comienza la construcción y fijación de u n paradigma i c o n o l ò g i c o o imagen simbólica de aquella tierra que aparece con enorme recurrencia e n las artes del R e n a c i m i e n t o y el B a r r o c o . El f e n ó m e n o o b e d e c e e n buena medida a la curiosidad de ese O c c i d e n t e recluido hasta entonces en el E c u m e n e circunmediterráneo y tripartito, un m u n d o íntimo, rodeado de una zona infranqueable llena de terribles peligros y fuerzas naturales desencadenadas, más allá de la cual se despliega el misterio insondable de las denominadas «tinieblas exteriores», donde habría quizá otros m u n dos, otros seres, otra vida, que la imaginación tradicional había identificado, e n el m e j o r de los casos, c o n el l e g e n d a r i o País de los Antípodas, supuesto p u e b l o q u e habitaba en la parte contraria del m u n d o y cuya posible existencia fue objeto de encendidos debates intelectuales y teológicos desde la Antigüedad hasta el Renacimiento. Si se recuerda la imago mundi vigente desde la época helenística y difundida en la tardomedieval por las Etimologías de San Isidoro c o m o consecuencia de la repartición del m u n d o entre los tres hijos de N o é — e l llamado esquema «T e n O » , donde la T representa la división entre los continentes conocidos (Europa, Asia y Africa) y la O el océano e x t e r i o r — , podremos entender m e j o r la significación del sintagma «nuevo mundo» frente al m u n d o c o n o c i d o hasta inmediatamente antes de la difusión del descubrimiento de C o l ó n : la tierra habitada se encontraba en el hemisferio norte y sus límites reales se desconocían, especialmente el sur de Africa, que se creía no llegaba más allá de la barrera infranqueable trazada por la línea del Ecuador; y sobre el hemisferio Sur se suponía que o bien sólo había mar, o bien una remota terra incognita antípoda, que servía de contrapeso al Ecumene, deshabitada o habitada sólo por criaturas extrañas, seres insalvablemente separados del resto del mundo, monstruosos y fronterizos entre la naturaleza animal y la humana, c o m o los cinocéfalos c o n cabeza de perro, los hombres c o n cola o c o n pezuñas de caballo, los acéfalos c o n los ojos y la boca en el pecho, los esciápodos c o n u n solo pie gigantesco, u otros c o n labios enormes que les servían de cobijo. Los recuerdo aquí por lo que tienen de emblemático c o n respecto a las actividades de exploración y recolección de información que promovió ese nuevo mundo, directamente asociadas a las prácticas de escritura, de lectura y de representación gráfica que determinan su inscripción en la cultura: esas «razas», cuyos rasgos se consideraban c o n g é nitos, n o son sino la traducción iconográfica del ser diferente, del que es

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lo otro, lo extraño; u n bestiario moral por el que el aspecto exterior de esas gentes era reflejo de lo «monstruoso» de un alma pecadora que n o había conocido la Verdad del dogma cristiano, y por cuya lógica aterradora y simbólica la sociedad tardomedieval podía pensar los polos de esa disyuntiva. En su diálogo con la tradición cultural europea, pues, la materialización en el horizonte del concepto Nuevo M u n d o constituyó, además de la irrupción en lo real de una inquietud imaginaria latente desde la más remota Antigüedad, una evidencia que no sólo corregía, ampliaba y reestructuraba la cosmografía con u n continente desconocido hasta entonces, sino también constataba la habitabilidad humana de las «tinieblas exteriores», lo que tuvo el significado trascendental de desestabilizar y poner en tensión casi todos los saberes y creencias aceptados. Es comprensible, pues, la necesidad occidental de visualizar aquel m u n d o inesperado, exótico, diferente e invisible por el m o m e n t o salvo a través de los diarios y crónicas escritos p o r sus primeros exploradores, o a través de una cartografía titubeante y m í n i m a m e n t e trazada hasta m u y tarde, que, p o r otra parte, sancionaba con su autoridad las más variadas prefiguraciones imaginarias de aquellas tierras, c o n la a b u n d a n t e presencia en los mapas de lugares y seres mitológicos, o incluso de monstruos autóctonos que nada tenían que envidiar a aquellos antípodas del Ecumene, c o m o los Blemmia cartográficamente localizados c o m o habitantes de Iwapanoma (Guayana) en la Brevis et admiranda descriptio regni Guianae (1594) del aventurero b r i t á n i c o Walter Raleigh (Fig. 1).Tales seres formaban parte de la información general y «veraz» sobre el N u e v o M u n d o proporcionada p o r escritores y cartógrafos, y tampoco en estos casos esa antihumanidad que se desplegó en imágenes en t o r n o a la monstruosidad física dejaba de proyectar, c o m o veremos luego, una monstruosidad moral y cultural. Esa curiosidad inherente a las reverberaciones psicológicas e intelectuales causadas en el Viejo M u n d o p o r el imprevisto asomarse al Nuevo, pues, está en la base de la formulación y consolidación de la alegoresis americana 2 , aunque el f e n ó m e n o se deba en parte también a

2

Manejo en este trabajo una diferenciación entre alegoría y alegoresis, habitual en los estudios de emblemática e iconología, que parte de la propuesta por Maureen Quilligan (en The Language ofAllegory: Dejining the Genre, Ithaca, Cornell U n i -

versity Press, 1979), y delinea las diferencias entre ambas nociones entendiendo por alegoría la «técnica», el producto, la figura (literaria, iconológica, emblemática) definida ya por la retórica clásica como continua metaphora, y por alegoresis el «meto-

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1. Acéfalos o Blemmias habitantes de América. Detalle de u n mapa de Jodocus H o n d i u s que sirvió c o m o ilustración para Brevis et admiranda descriptio regni Guianae, auri abundantissimi, in America, de Walter Raleigh (1594). FIGURA

la moda estética procedente de la restauración clásica renacentista de representaciones retórico-iconográficas de virtudes, vicios, fenómenos naturales o regiones geográficas a través del emblema y la alegoría, esto es, un modo de representación capaz de asumir una relación significante mucho más amplia y compleja que la del lenguaje —que ya se había revelado insuficiente en materia americana para los primeros cronistas del descubrimiento—, al que se reconoce la capacidad de «representar» un concepto abstracto o inefable, y hasta un mundo: la capacidad de «reproducirlo» y no sólo describirlo. Tal procedimiento alegórico, difundido a través de las más variadas formas de arte, pasará casi inmediatamente a la literatura, y su función modélica y modeladora del imaginario colectivo determinará durante siglos la percepción en Europa de ese otro mundo lleno de novedades naturales, humanas y morales, haciendo de él un territorio remoto pero no inaccesible —y en última instancia hasta familiar—, capaz de excitar a la vez la aversión y el deseo. do» o proceso imaginario que permite entender la fijación del significado de una alegoría y su persistencia tradicional.

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Una de esas primeras representaciones alegóricas de las ya cuatro partes del mundo se encuentra en el frontispicio del considerado como primer atlas moderno de la historia, el célebre e influyente Theatrum Orbis Terrarum del cosmógrafo flamenco Abraham Ortelius (Fig. 2) publicado en 1570 y ejemplo privilegiado de la llamada Edad de Oro de la cartografía en que ésta adquiere enorme importancia cultural y de Estado y se convierte en «una edificación de la realidad geográfica de acuerdo con unos protocolos de presentación que combinan técnica, mitología, suntuosidad y eurocentrismo» 3 . Su sugestiva iconografía, que no es sólo una forma elegante y lujosa de acompañar la producción científica, sino que forma parte de la legitimación de la información a que aspiran sus artífices, presentaba c o m o principal novedad precisamente la inclusión del Nuevo Mundo en ese teatro de la Tierra, en cuya «puesta en escena» puede verse a la antigua concepción tripartita del mundo —tres figuras humanas alegóricas, una para cada uno de los continentes, con la presidencia superior reservada a Europa— presentando a un cuarto personaje, América, que ocupa el centro del escenario. Su imagen se describía así en la Frontispicii explicatio: La ninfa que se ve en la parte inferior se llama América, de la cual no ha mucho se apoderó el audaz Vespucci cruzando el mar y abrazándola con tierno amor. Ella, olvidada de sí y de su casto pudor, está sentada, desnuda por completo, excepto por la cinta con que ata las plumas de sus cabellos, la gema con que señala su frente y las tintineantes ajorcas con que ciñe sus piernas. En la mano derecha tiene una clava de madera con la que sacrifica a los hombres que ha capturado en la guerra, cuyos cuerpos desmembra y quema a fuego lento o cuece en una caldera. En la mano izquierda se ve una cabeza humana recién cortada, pues cuando le aguijonea el hambre devora los miembros crudos, todavía chorreando negra sangre y estremeciéndose bajo sus dientes: su alimento es la carne de los vencidos y su oscura sangre su bebida, crimen tan espantoso de ver como de contar. ¡Qué representación de bárbara impiedad y desprecio a los dioses! He ahí asimismo las veloces flechas con las que, tensando bien el arco, inflige fatales heridas a los hombres y los mata. Después, cansada por la caza del hombre, quiere entregarse al sueño en su merecido lecho, hecho, cosa rara, como una red, y sujeto por un clavo en sus extremos 4 .

3 4

Laborda, 1996, p. 5. Ortelius, 1570, p. 5.

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FIGURA

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2. Frontispicio alegórico de Theatrum Orbis Terrarum, de Abraham Ortelius (1570).

N o conocía aún el famoso cartògrafo la palabra hamaca, de origen taino, uno de los primeros americanismos que trajo consigo Colón del que se hizo eco por primera vez Pedro Mártir de Anglería en sus Décadas del Nuevo Mundo (1511), pero sí daba cuenta ya de casi todos los atributos que desde entonces se convertirían en tópicos de la personificación del Nuevo Mundo en la figura de «la India América», con la que asistimos a una fascinante superposición de datos procedentes de las primeras descripciones etnográficas elaboradas por sus cronistas, y de influjos y sugestiones ejercidos por el gusto, las creencias, los prejuicios o la tradición mitológica y legendaria, todo ello vertido en los moldes representativos vigentes de una cultura de las imágenes notablemente proclive en la época a la comunicación simbólica, lo que favoreció la adopción por parte de los artistas de una morfología común, es decir, de un paradigma iconològico convencional y canónico. En primer lugar, en esa temprana y teatral presentación, la personificación de América dispone ya de dos de los atributos que la caracte-

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rizarán casi invariablemente a lo largo de su historia imaginaria como lo que podemos llamar «la antípoda femenina»: la feminidad y la desnudez, rasgos que desde los orígenes impresos o iconográficos de la materia americana constituirán los ejes recurrentes sobre los que descansen las diferencias entre el «nosotros» europeo y el «ella» americano. Los cimientos de esa construcción tan resistente fueron, lógicamente, responsabilidad de Colón, que (pese a la inconmovible convicción del Almirante de haber llegado a las Indias occidentales), ante la evidencia de que lo «diferente» humano hallado nada tenía que ver con lo monstruoso previsto, articula en sus textos un concepto de alteridad que apunta ya las oposiciones básicas de la «retórica colonial» que nombra al otro desde la posición epistemológica inamovible de quien nombra: nosotros / los otros, civilizados / salvajes, cultura / naturaleza. Además de esas antítesis, del discurso colombino se desprende otra: la oposición masculino / femenino, probablemente por la poderosa idea, tan antigua p o r lo menos c o m o Hesíodo 5 , que identifica a la humanidad omniconquistadora c o m o masculina y a la naturaleza descubierta y conquistada como femenina; pero también porque es desde su propia perspectiva desde donde nombra el Almirante. Colón otrifica sus ínsulas feminizándolas, desde que el 12 de octubre de 1492 avista las primeras desnudeces de unos seres «todos muy bien hechos, de muy fermosos cuerpos y muy buenas caras»6 y se deja llevar por la emoción estética que le producen los «lindos cuerpos de mugeres» desnudas o ataviadas exclusivamente con «una foia de yerba» o «una cosita de algodón que escassamente les cobija su natura y no más» 7 . Prácticamente todas las referencias que aparecen en sus textos sobre la m u j e r indígena están relacionadas con su desnudez, la hermosura de su cuerpo, la firmeza de sus senos, el brillo de sus cabellos; unos cuerpos bellos y desnudos que no sólo se ofrecen libremente a la vista, sino que se acercan amistosos, oferentes y sin dar ninguna señal del recato y el pudor que espera la mentalidad occidental de entonces, modelada por la rígida moral cristiana que ha procedido a la condenación del sexo y, negación de lo corporal mediante, identifica la desnudez con el pecado, o la acepta sólo en el espacio límbico del lupanar que la propia Iglesia exonera de

5 6 7

Hesíodo, Trabajos y días, pp. 55-106. Colón, 1989, p. 31. Colón, 1989, pp. 54 y 141.

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culpa. La actitud contemplativa del Almirante, en principio, n o asocia a esos desnudos ninguna condena moral y hasta los cree, p o r el contrario, u n indicio del Paraíso Terrenal (el otro espacio culturalmente permitido para la desnudez), pero sí hace derivar de lo «simple e sin malicia» contemplado la suposición aprioristicamente irrebatible —desde la inevitable perspectiva del conquistador civilizado, cristiano y «superior» que ostenta— de la entusiasta disposición de los indígenas a «quedar nuestros» y convertirse en «buenos servidores» 8 , lo que en el caso de las mujeres admitió enseguida una acepción lasciva con importantes consecuencias para la configuración imaginaria de «la India América». Lo iremos viendo por partes. D e que el dato de la desnudez femenina constituyó lectura preferente de los textos colombinos dan testimonio las imágenes que a c o m pañaron las múltiples ediciones y traducciones europeas de la Carta a Santángel de 1493 — o n c e sólo en ese mismo año—, que bien p u e d e n considerarse c o m o los primeros datos de la recepción imaginaria del N u e v o M u n d o . D e las dos primeras ediciones ilustradas, la de Florencia, atribuida a Giuliano Dati y titulada La lettera dell isole che ha trouvato nuovamente el Re di Spagna, muestra en u n grabado la presencia simbòlica del R e y en los nuevos t e r r i t o r i o s y, enfrente, a sus curiosos habitantes; y la edición de Basilea, atribuida a J o h a n n B e r g m a n n de O l p e y titulada Epistola de Insulis Inuentis, incluye además el grabado «Insula hyspana», sobre lo que podríamos llamar el «motivo del e n c u e n tro» (Fig. 3). En ambos casos, en obediencia al texto, las nuevas islas se caracterizan precisamente por los «fermosos cuerpos desnudos» que las pueblan, femeninos en apariencia o de sexo ambiguo, que desde la orilla observan a los europeos y les ofrecen obsequios, ratificando las descripciones colombinas de la «liberalidad» de unos indígenas que «muestran tanto amor que darían los corazones» 9 . Idéntico entusiasmo ante la sensualidad prodigiosa del d e s n u d o h u m a n o tan «bem-feito» y c o n «tanta inocencia» q u e lo a c o m p a ñ a se repetía p o c o s años después (1500) en la carta de PeroVaz de Caminha al rey Manuel de Portugal — e l primer texto sobre la América portuguesa, aunque difundido sólo m u c h o más tarde—; y lo mismo podría decirse de la carta de A m e r i c o Vespucci a Lorenzo y Pierfrancesco de M è d i c i desde Lisboa en q u e describe su viaje a Suramérica de 1501-1502, ésta sí r á p i d a m e n t e 8 9

Colón, 1989, p. 30. Colón, 1989, p. 142.

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impresa y distribuida por toda Europa como Epístola Mundus Novus (el primer texto en que América es nombrada con ese sintagma), acompañada de grabados ilustrativos del texto (Fig. 4). En todos los casos citados vemos a los indios —a las indias, en especial— como seres «jóvenes y de buenos cuerpos» que no se avergüenzan de su desnudez, que se muestran amorosos, dóciles, sanos y felices, y que parecen confirmar que la recepción de las desnudeces americanas por los primeros descubridores y los primeros lectores de sus relatos practicó lo que podemos llamar una «mirada renacentista» sobre la hermosura estética y la inocencia moral del desnudo, que llevaba implícita la poética arcádica y bucólica con que el Renacimiento empezaba a releer las etapas primitivas de la humanidad, olvidando la tosquedad del «salvaje» al que el cristianismo más o r t o d o x o seguía rodeando con los estigmas de lo monstruoso y la bestialidad. Esa recepción encuentra su mejor traducción en imágenes en la obra del ilustrador holandés Theodore de Bry que, fascinado por los relatos de navegantes y cronistas de Indias, y ane-

3. «Insula hyspana», ilustración para la Epistola De Insulis Inuentis (Carta del Descubrimiento de Cristóbal Colón) en la edición de Basilea (1493). FIGURA

4. Grabado de una hoja volante (1505) sobre la epístola Mundus Novus de Americo Vespucci (1502). FIGURA

LAS CINTURAS DE AMÉRICA

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FIGURA 5. T h e o d o r e de Bry, «Encuentro entre los indios y los europeos»,

Historia Americae sive Novi Orbis (1592). xando sus fuentes verbales de inspiración como un recurso legitimador de las ilustraciones, emprendió una Exactissima descríptio de América en decenas de volúmenes profusamente ilustrados, publicados entre 1585 y 1634, y organizados en las colecciones Admiranda narratio, Historia Americae y Grandes viajes (con versiones en latín, alemán e inglés), que ofrecieron a Europa la más amplia ventana abierta hacia ese mundo aparecido detrás del Océano. Después de las cartas de Colón y Vespucci no habría otra obra más significativa e influyente en las décadas posteriores que la de Theodore de Bry, cuya representación del Nuevo Mundo (Fig. 5) redunda en la abundancia de cuerpos desnudos y en una concepción pagana de la sensualidad y la belleza corporales que adoptó un canon formal renacentista de proporciones grecolatinas —sus indias tienen siempre la nobleza idealizada y clasicista de las «dianas hermosísimas» o las «ninfas salidas de las fuentes de que manan las fábulas antiguas» que también vieron en América muchos cronistas 1 0 —

10

Mártir de Anglería, 1989, p. 49.

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y adquirió, precisamente por ello, un papel normativo para la representación del desnudo indígena. Percepciones como ésas, j u n t o con otras «señales muy conformes» — u n a naturaleza infinitamente pródiga, un medio físico de indescriptible dulzura—, desembocaron en un primer momento, como es sabido, en la rotunda imaginación edénica de A m é rica, que al término del tercer viaje de Colón (1498) ya había traspasado los límites de la metáfora cristiana o del motivo literario arcàdico con la revelación de la ubicación del Paraíso Terrenal en la región del Orinoco, que cristaliza en la famosa imagen del mundo (en el contexto imaginario en que nos movemos creo que nada insignificante) como «una teta de muger», donde «esta parte d'este pe^ón sea la más alta e más propinca al cielo» 11 . Aún muchos años después, el Cronista Mayor de Indias Antonio de León Pinelo ofrecería en El Paraíso en el Nuevo Mundo (1656) una larga disquisición sobre las pruebas literarias favorables a la tesis de la existencia geográfica del lugar bíblico del Paraíso, para deducir de ellas que el Edén «comprehendió todo aquel Continente» 1 2 , pero para un enfoque iconològico de esta construcción conceptual e imaginaria de la geografía quimérica del Edén lo que resulta más interesante es la transferencia operada en la doble identificación del Paraíso con el nuevo continente, y de éste con una figura femenina «edénica», habitante humana de aquellas tierras que se emblematiza como una espléndida m u j e r joven de senos turgentes c o m o los de las Afroditas griegas recientemente reencontradas y ambientada, si no en el Paraíso, sí en un espacio natural muy similar. La iconografía no tardará en incorporar a sus elaboraciones esa ilusión de reencuentro múltiple con —diríamos con Freud— «el objeto arcaico» (sean los senos, el Edén, la pródiga Natura o el «estado de naturaleza» que el hombre occidental ha perdido), como se puede apreciar en la temprana alegoría de América que aparece en la recopilación Navigazioni et viaggi de Giovanni Battista Ramusio publicada enVenecia en 1550 —la colección de textos de viajes más importante del siglo xvi, y pieza clave para el debate sobre América en el Cinquecento—, en la que, pese a la tosquedad del dibujo, puede comprobarse cómo los atributos alegóricos de América son ya los de la Natura emblemática: la feminidad, la desnudez 1 3 , más la 11 12 13

Colón, 1989, p. 213. León Pinelo, 1656, i, p. 136. Ver Ripa, 2007, i,p. 109.

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6. Alegoria de America. Giovanni Battista Ramusio, Navigazioni et viaggi (1550).

FIGURA

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F I G U R A 7. Alegoría de América. Boceto de Crispijn van Passe (1580). The University of Michigan Museum of Art.

juventud correspondiente a un mundo «nuevo» y la vegetación exótica y paradisíaca (Fig. 6). De ahí a la imagen de América como proveedora para los sentidos y el cuerpo en general no habrá más que pequeños pasos, previstos, por cierto, también desde que Hesíodo hiciera de Gea, sede segura y ubérrima para mortales e inmortales, un vientre fecundo e inagotable al que será encomendada la misión de propagar el género humano 14 . El primero de esos pasos nos lleva a una conceptualización de América cercana a las tradicionales representaciones de la Abundancia y la Prodigalidad15, como pronto imaginó Crispijn van Passe (Fig. 7) con los tópicos de la desnudez y el estado de naturaleza compitiendo con otros tropos por los que las tierras y gentes del Nuevo Mundo se identifican también con los bienes y mercancías objeto de la explotación y el tráfico comercial: oro, plata, perlas, esmeraldas, animales exóticos, tabaco, cacao, especias o nuevos alimentos básicos con los que América no sólo renovaba la gastronomía mundial y contribuía a extinguir el milenario fantasma europeo del hambre, que se había hecho especialmente dra-

14

15

Teogonia, 572-602.

Ver Ripa, 2007, i, p. 52; ii, p. 228.

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R E M E D I O S MATAIX

mática a finales de la Edad Media, sino que se empezaba a erigir como objeto de deseo internacional. Si América es el depósito o la mercancía para el consumo europeo, como tal será representada recurrentemente por las artes, como ilustran ejemplos tempranos y con larga descendencia como la alegoría de Groenin (c. 1580) que se conserva en la Biblioteca del Escorial (Fig. 8) y presenta a América sobre una carroza repleta de riquezas y arrastrada por animales fantásticos, o la de Jacob van Meurs (c. 1600) (Fig. 9) que la identifica con la tierra de promisión en una serie de representaciones alegóricas del hombre como peregrino en el mundo a la que originalmente perteneció el grabado. Todo ello conllevará enseguida la adopción del símbolo emblemático de la cornucopia o cuerno de la abundancia que la India América exhibe como uno de sus atributos tópicos más persistentes en el tiempo (Fig. 10), u ofrece generosamente a Europa en la mayoría de sus coincidencias iconográficas a lo largo de los siglos xvi, xvn y xvm (Fig. 11), pese a que no tardaría en operarse un interesante trasvase de significados —procedente de las crónicas religiosas, los manuales de evangelización y hasta las bulas papales sobre América— entre la abundancia, el oro y las riquezas como valores económicos reales, y el oro metafórico de la salvación de las almas; un trasvase simbólico por el que los tesoros usur-

FIGURA 8.

Alegoría de América. Grabado de Groenin (hacia Colección de El Escorial.

1580).

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FIGURA 9. Alegoría de América. Jacob van Meurs (hacia 1600), en Mapas e imágenes del Nuevo Mundo (1671), de Arnoldus Montanus.

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FIGURA 10. Alegoría de América. Porcelana de Johann Joachim Kândler (hacia 1745). Blérancourt, Musée National de la Coopération FrancoAméricaine.

pados se bendicen en nombre de la fe y la conversión, c o m o demuestran en los aspectos iconográficos más espectaculares la arquitectura sacra de la Colonia, con los prodigiosos retablos incrustados en oro del barroco hispano y lusoamericano, y, no menos suntuosamente, n u m e rosos frontispicios alegóricos de la época, c o m o el de Antonio Horacio Andreas para la Istoria del Regno de Brasile (1698) escrita p o r Frei Joao José de Santa Thereza (Fig. 12), u n o de los más lujosos trabajos sobre el N u e v o M u n d o publicados en el siglo XVII, en q u e la India A m é r i c a recibe a cambio de su entrega la luz de la Revelación. U n a concreción m u y interesante de las diversas modulaciones imaginarias de esa América ubérrima y objeto de explotación la p r o p o r cionaba ya la —hasta donde conozco— primera representación alegórica del n u e v o c o n t i n e n t e en el viejo: la q u e incluyó el artista florentino Francesco Pellegrino en su libro de modelos ornamentales La Fleur de la Science de Pourtraicture et patrons de broderie, impreso en París en 1530 (Fig. 13). Además de p o r los elementos característicos que ya c o n o c e m o s (la feminidad, la j u v e n t u d , la desnudez, la vegetación exótica), América está marcada por el yugo y las cadenas propios

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REMEDIOS MATAIX

de las representaciones emblemáticas de la Servidumbre 1 6 , además de por la leyenda latina Exitus acta probat: el resultado que se persigue sanciona con su éxito o con su mérito la acción; quizá una apología de los métodos de la conquista espiritual o terrenal que, n o obstante, n o tuvo descendencia iconológica directa. Sí la tuvo indirecta, y nada apologética, en la configuración — m á s textual que iconográfico-alegórica— de lo que podemos llamar el «imaginario de la víctima», destinado también a recorrer Europa y a dejar una profunda huella en la conciencia social del continente, de la m a n o de la Brevísima relación de la destrucción de las Indias de Bartolomé de Las Casas (publicada en 1552, pero sólo difundida ampliamente en otra de las obras editadas e ilustradas p o r

FIGURA 11. Grabado dejoris Hoefnage para El Nuevo Mundo, de Isaac Tirion (1765): América ofrece a Europa el Cuerno de la Abundancia.

16

Ver Ripa, 2007, ii, p. 311.

12. Frontispicio alegórico para Istoria del Regno de Brasile, de Frei Joào José de Santa Thereza (1698). FIGURA

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F I G U R A 13. América. Francesco Pellegrino, La Fleur de la science de pourtraicture et patrons de broderie (1530).

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F I G U R A 14. Theodore de Bry, «Modalidades de suidicios, matricidios e infanticidos practicadas por los indios para escapar de la violencia ejercida por los españoles», Americae Pars Sexta sive Historiae ab Hieronymi Benzoni (1596).

T h e o d o r e de Bry, en 1598) y especialmente de la Historia del Nuevo Mundo de Gerolamo Benzoni, un italiano que en 1541 decidió emprender su «caza del tesoro americano» y durante casi quince años acompañó a los españoles por los territorios de América Central y Suramérica a la búsqueda de El Dorado. A su regreso en 1565, publicó enVenecia la narración de su experiencia con impactantes ilustraciones de D e Bry (Fig. 14), toda una «narrativa visual» en la que las escenas de tortura y violenta esclavización de los indígenas o las masacres de Tenochtitlan, Cajamarca o C u z c o compiten en términos de horror moral con los cuadros de Las Casas sobre las atrocidades en La Española, Cuba y Tierra Firme: fueron los más tempranos y contundentes testimonios de denuncia contra los crímenes y abusos perpetrados por la conquista, y el primer paso para la implantación de la llamada «leyenda negra» sobre la actuación española en América, cuyo eco remoto es rastreable, ya en los primeros años de la Hispanoamérica independiente, en las representaciones de una breve pero nada desdeñable saga alegórica de «Indias de la Libertad» en que la India América emblemática aparece siendo liberada del yugo y las cadenas coloniales, y alegoriza las configuraciones imaginarias fundacionales de las nuevas patrias,

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como en Bolívar y América (1819), de Pedro José Figueroa — ó l e o con que la Asamblea de Notables colombiana quiso agasajar al Libertador y sus tropas después del triunfo de Boyacá—, como en el frontispicio del Mapa de Venezuela (1839) elaborado por la Comisión Corogràfica dirigida por Agustín Codazzi, primera descripción sistemática del territorio de una república hispanoamericana (Fig. 15), o como, aún, en la interesante caricatura alusiva a la posibilidad neocolonial de la Cuba del 98 que publicó entonces el Chicago Herald (Fig. 16). Salvo por las derivaciones apuntadas, como decía, la alegoría de América-Servidumbre inaugurada por Francesco Pellegrino no tuvo descendencia iconográfica directa en los Siglos de Oro. O no la tuvo con formas tan explícitas, porque también es posible rastrear su presen-

FIGURA 15. Frontispicio del Atlas Físico y Político de la República de Venezuela (1839), de Agustín Codazzi.

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FIGURA 16.

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«Miss Cuba recibe una invitación», ilustración d e l Chicago Herald

(1898).

cia en confluencia con otras configuraciones imaginarias muy significativas, c o m o la que —procedente de la temprana visión de la m u j e r indígena que bella, desnuda y con disposición abierta o resignada a su inferioridad cultural se ofrece pródiga al intercambio con los extrañosestá en la base de otra tesis presente ya en la descripción del Theatrum Orbis Terrarum que hemos comentado y ampliamente difundida en la crónica y la historia de América, que apunta al fundamento mismo del ser hispanoamericano y se desenvuelve simultáneamente en dos niveles: el erótico y el cultural. M e refiero al mestizaje y a los estereotipos o mitos construidos a su alrededor casi desde el inicio mismo del proce-

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so de conquista y colonización; mitos casi siempre de doble lectura (el mestizaje y la construcción de la nueva cultura por u n lado; el «Malinchismo», la violencia y la orfandad o bastardía originales por otro) que han venido a caracterizar la historia misma de América Latina y que tantas reflexiones identitarias han permitido a su literatura. Desde este p u n t o de vista destaca la sugerida proposición de Abraham Ortelius de que ese mestizaje — y con él la construcción de la nueva cultura— fue posible gracias a la presunta disposición incitadora o receptiva de la m u j e r indígena para el «abrazo amoroso» con el conquistador del que hablaba el cartógrafo; u n conquistador q u e además se presenta en el imaginario compartido de la época c o m o el portador de la luz civilizadora, de la Verdad y la Salvación, de m o d o que la posesión o supuesta entrega sexual de la india significa la vía de acceso a u n doble goce, corporal y trascendente, disfrutado en brazos de quien la hará empezar a existir ontològicamente en la Historia: Exitus acta probat, c o m o dibujara Pellegrino (Fig. 13). Esa proposición, implícita en la mayor parte de los cronistas — y en n o pocos estudiosos c o n t e m p o r á n e o s — . j u n t o a la r e c u r r e n t e desnudez cronística e iconográfica de A m é r i c a , tuvo c o m o consecuencia historiográfica (además de exculpar a la conquista de los actos de violación, individual o colectiva, perpetrados contra la m u j e r india) q u e cayera en el olvido esa terrible historia de abusos registrada en el corpus cronístico desde que en 1495 el italiano M i c h e le da C u n e o escribiera a su regreso del segundo viaje de C o l ó n el relato que se convirtió en el registro de la primera violación documentada de una india en la conquista americana 1 7 . Por supuesto, n o p u e d e negarse la ocurrencia de uniones sexuales consensuadas bajo la aceptación — y el deseo— de ambas partes, pero los modos habituales p o r los que al parecer se encauzó la dominación erótica del conquistador sobre la mujer indígena son el origen de una sólida tradición de mitos etiológicos hispanoamericanos sobre la violencia original o la patria v i o lentada y su m i t e m a básico de la Naturaleza vuelta M u j e r ; mientras q u e desde el p u n t o de vista iconològico (y europeo, p o r tanto) sólo q u e d ó constancia de ello c o n la casi instantánea identificación del N u e v o M u n d o con una especie de materialización sexual del País de Jauja 1 8 , c o m o ilustraba bien la Historia Americae d e T h e o d o r e de B r y

17

Gil yVarela, 1984, p. 235. Esa «especialización» puede considerarse la principal aportación americana al m o t i v o literario tradicional, que c o m e n z ó a forjarse c o n cierta autonomía 18

LAS CINTURAS DE AMÉRICA

FIGURA 17. Theodore de Bry, Historia Americae

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quae continet exactam et

accuratam descriptionem rerumque memorabilium

(1590).

(Fig. 17), donde no podía suponerse que pasara otra cosa que la que obligaba a los hombres indígenas a «esconder sus mugeres de los cristianos», según consigna Colón ya en el Diario del primer viaje 1 9 : la desenfrenada posesión de las indias —fuera consentida o n o — por parte de unos conquistadores a los que desde antes de partir se autorizaba a tomar por suyo cuanto encontraran. Hay historiadores que no descartan la hipótesis de que la iconografía americana que ilustra esos aspectos ocupara un lugar importante en

durante la Edad Media, de esa tierra imaginaria —denominada también Cucaña— caracterizada por la abundancia y la gratuidad de alimentos, la ociosidad y la prohibición del trabajo, la juventud eterna y el completo bienestar social en condiciones de libertad e igualdad. La entrada de América en el imaginario occidental, además de alguna ubicación para esa geografía utópica o de evasión (desde muy temprano los cronistas se referirían a la región peruana de Jauja, una Cucaña americana), añadió al tópico el rasgo de la amplia libertad sexual de las mujeres (ver Júnior, 1999). 19

Colón, 1989, p. 90.

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el circuito icónico privado destinado a la mirada erótica 2 0 . Fuera así o no, la relación entre el material americano escrito y dibujado y el erotismo queda suficientemente demostrada p o r el análisis de la relación entre figuras y textos de muchas publicaciones: el texto escrito abunda en descripciones «atrevidas» de los cuerpos desnudos y de las prácticas sexuales de los indígenas, y los dibujos ofrecen a la mirada europea la prueba de la descripción. D e esa manera comienza a emerger de los relatos la alegoría de América c o m o mujer deseable, impúdica y voluptuosa, de naturaleza ardiente y siempre dispuesta a «usos licenciosos», c o m o insistían los cronistas, que casi inmediatamente pasa a reproducir otra dialéctica reconocible: la alternancia entre atracción y repulsión que puede señalarse en el origen del proceso de fetichización del salvaj e en la cultura europea moderna, donde, según qué resonancias culturales se invocase, el indio p u d o ser visto c o m o inocente y primigenia criatura «pura», desprovista de malicia, o c o m o u n ser inferior, malvado y sólo útil c o m o animal de trabajo, objeto sexual o botín de guerra. La ya tópica desnudez de América adopta entonces, p o r lo menos, un sentido ambivalente, entre la nuditas virtualis (pureza e inocencia) y la nuditas criminalis (lujuria, maldad), esta última abonada e interesadamente propagada por los discursos espirituales o bélicos de la conquista, para los que la de América es una desnudez de vestidos, de cultura, de valores y de moral. La inocencia pasa a transformarse así en incapacidad para una verdadera «humanidad», y la desnudez y la ausencia de cultura hacen de la India América u n ser sin normas ni restricciones, y p o r tanto perverso, que contribuirá poderosamente a que el código edénico pierda vigencia 21 . La difusión de estos tópicos se inaugura con otra carta de Americo Vespucci, ésta de 1504 o 1505 a Pietro Solderini, conocida c o m o Lettera di Amerigo Vespucci delle isole nuovamente tróvate in quattro suoi viaggi y también m u y traducida y publicada en la época, que arraiga en el imaginario europeo esa versión perversa de la m u j e r americana que, «lie—

20

Amodio, 2002, pp. 7-8. No olvido el determinante papel que en ese cambio de paradigma desempeñó también el problema teológico producido por la caracterización edénica de América: si los indios eran inocentes como Adán, no habían pecado y, en consecuencia, no había necesidad de redimirlos, con lo que se venía abajo una de las justificaciones más importantes de la conquista: la evangelización. 21

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vada p o r su desordenada lujuria, t o d o lo c o n t a m i n a y prostituye» 2 2 . U n o de los más ricos testimonios de los efectos de su lectura q u e d ó impreso en los grabados que acompañan la traducción alemana de la Lettera hecha en Estrasburgo en 1509. R e c o g e n lo rasgos más llamati-

22

Vespucci, 1951, p. 204.

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vos de esas mujeres desnudas y «sin vergüenza de sus vergüenzas», de las que n o sorprende que sean «lujuriosas sin medida» ni que se m o s traran «muy deseosas de ayuntarse con nosotros los cristianos» 23 . A u n que Vespucci se excusa, «por honestidad», de entrar en detalles, los grabados inmortalizaron una escena de su tercer viaje en la que asistimos a la transformación de las mujeres fuertemente erotizadas pero inofensivas de las primeras páginas americanas en feroces devoradoras de h o m bres. El texto y su traducción en imágenes (Fig. 18) cuentan q u e los cristianos mandaron a u n o de sus hombres, «un joven m u y esforzado», a mediar con u n grupo de mujeres «indias de cueva» que se mostraban hostiles: «Cuando llegó j u n t o a ellas le hicieron u n gran círculo alrededor, y tocándolo y mirándolo se maravillaban.Y estando en esto vimos venir una mujer del m o n t e que traía u n gran palo en la mano; y cuando llegó donde estaba nuestro cristiano, se le acercó p o r detrás y, alzando el garrote, le dio tan gran golpe que lo tendió m u e r t o en tierra. En u n instante las otras mujeres lo cogieron p o r los pies, y lo arrastraron así hacia el m o n t e » 2 4 . Más tarde se c o m p r o b ó q u e allí «estaban las mujeres despedazando al cristiano y en u n gran f u e g o q u e habían hecho lo estaban asando a nuestra vista, mostrándonos muchos pedazos y comiéndoselos» 2 5 , y tal escena f u e invariablemente trasladada a la imagen en la mayoría de las ediciones ilustradas de la Lettera, lo que da indicios del interés q u e despertaban sus significados p r o f u n d o s . E n ellos, entre otras consecuencias fantasmáticas, la lascivia va unida al canibalismo porque ambos significan exceso de apetitos; una destemplanza monstruosa con la que la India América exhibirá su condición de heredera de la representación iconográfica tradicional de pecados c o m o la gula y la lujuria mediante imágenes femeninas 2 6 , se hará d e p o sitaría además de arquetipos universales referidos a la M u j e r Fatal (brujas, diablesas, sirenas, gorgonas, sin olvidar el paradigma bíblico de la m u j e r tentadora de naturaleza o aspecto diabólicos que obra la perdición del h o m b r e c o n sus seductores encantamientos), y se convertirá en lugar de confluencia entre el mito de los antropófagos proveniente de la Antigüedad clásica, el discurso de la barbarie humana (que prove-

23 24 25 26

Vespucci, 1951, p. 217. Vespucci, 1951, p. 265. Vespucci, 1951, p. 266. Ver Ripa, 2007, i, p. 109; n, p. 36.

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erá a los conquistadores de nuevas justificaciones empíricas para su empresa) y los terrores inconscientes masculinos proyectados sobre la feminidad, c o m o el fantasma ancestral y omnicultural de la vagina dentata, que había resurgido en el m u n d o medieval cristiano de la m a n o del célebre Malleus Maleficarum (1486) y subyace tanto al relato deVespucci sobre el joven esforzado —las mujeres lo seducen para devorarl o — como, en otra de sus variantes fantasmáticas (la castración), a otras muchas aventuras sexuales relatadas en la cronística americana 2 7 . D e ahí parecen proceder las configuraciones imaginarias que acabarían p o r vincular semántica e imaginariamente el Otro que n o m b r a a América con el canibalismo i m p u t a d o a los aborígenes en c o n j u n t o —mezclando en u n mismo concepto los estereotipos de la promiscuidad, el incesto, la vida comunitaria, la impiedad, el desgobierno y la a n t r o p o f a g i a — , c o n la t r u c u l e n t a visión de los m i e m b r o s h u m a n o s mutilados que para la segunda mitad del siglo xvi acompañan ya c o n vencionalmente a las alegorías de América c o m o «canibalesa» de apetitos extremos, devoradora del hombre europeo, que camina entre restos humanos. Algunas de las más célebres y difundidas fueron la de Philippe Galle (1581), quien dedica a América el n ú m e r o 43 de sus Personificaciones y la describe c o m o una mujer que «es rica en oro», pero t a m bién salvaje y fiera que «devora a los hombres», va desnuda salvo p o r u n tocado de plumas y se arma con arco, flechas y lanza emplumada (Fig. 19); la de Crispijn Van Passe (1596), que recibe cabezas y m i e m b r o s h u m a n o s c o m o o f r e n d a (Fig. 20); o la «América» de J o h n Stafford (1634), dispuesta a disfrutar de su banquete caníbal, elaborada para una serie alegórica de los cuatro continentes también m u y difundida en su tiempo (Fig. 21).

27 El propio Vespucci se hace eco de ello en su descripción de las prácticas sexuales de esas mujeres lujuriosas: «Otra costumbre tienen tan atroz y fuera de toda credulidad humana: con cierto artificio suyo y la mordedura de ciertos animales venenosos, hacen hinchar los miembros de sus maridos de tal manera gruesa que parecen deformes y brutales, y por esta causa muchos de ellos lo pierden y quedan eunucos» (Vespucci, 1951, p. 220).Y el mismo fundamento fantasmático parecía tener en el f o n d o la violencia sexual de Michael da C u n e o que h e m o s mencionado antes, dado que, c o m o prolegómeno a su «proeza», explicaba que su víctima, aunque «muy bella y moza», procedía de «una isla grande que está poblada por caníbales» y que las mujeres caníbales «cortan el miembro generativo de los hombres al ras del vientre» (en Gil y Varela, 1984, p. 235).

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FIGURA 1 9 .

América. Philippe Galle, Personificaciones

(1579).

D e todo ello se hacía eco la temprana imagen del Theatrum Orbis Terrarum (Fig. 2) con la gastronomía antropófaga referida y con la presencia de la maza o macana que, c o m o arma típica de los caníbales americanos, se popularizó en Europa hasta el grado emblemático gracias otros dos relatos de importancia fundamental en el proceso de alegoresis americana: uno de ellos fue el primer tratado sobre América en francés, Les singularités de la Franee Antaretique (1557) del franciscano AndréThévet, quien había viajado a América en 1555 al amparo de los

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FIGURA 20. América. Crispijn van Passe (1596).

Amsterdam, Rijksmuseum. intentos de H e n r i II por establecer una colonia francesa en la bahía de R í o de Janeiro. El libro describe lugares, productos, flora y fauna, así c o m o a los habitantes de aquellas tierras, sus formas de vida y costumbres alimenticias, c o n imágenes en buena medida tópicas del salvaje cristiano, c o m o la irracionalidad, la idolatría y los tratos con el d e m o nio, a las que se suman las costumbres sexuales licenciosas y de apetito irrestricto, y los sacrificios h u m a n o s y el canibalismo. Sus detalladas descripciones las corroboraría ese mismo año el testimonio de Hans Staden, marinero alemán cautivo de los tupinambas amazónicos durante u n año, que a través de engaños y negociaciones con los indios logró aplazar su sacrificio y deglución hasta que fue rescatado p o r u n navio francés. N a r r ó su aventura en el relato autobiográfico titulado Verdadera historia y descripción de un país de salvajes desnudos, feroces y caníbales, que m u y p r o n t o f u e traducido a otras muchas lenguas en u n mercado al parecer ávido de noticias sobre los caníbales americanos. Más i m p r e sionantes aún que las historias de Thévet y Staden resultarían, entonces c o m o hoy, los grabados q u e salpican sus textos c o n u n eficaz relato

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21. América. John Stafford (1634). Londres, The British Museum. FIGURA

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gráfico por el que la imagen del canibalismo queda cultural y etnográficamente inserta (Fig. 22), además de asociada en el imaginario colectivo a la brutalidad de los nativos y a la extraordinaria violencia reinante en un Nuevo M u n d o hasta hacía poco paradisíaco. Ese impacto psicosocial, que modificó radicalmente la imagen de América en Europa, lo completarían los grabados con que se interpretaba las vivencias de T h é v e t y Staden en la Historia Americae de Theodore de Bry y en las páginas de Grandes Viajes que les dedicó el grabador holandés, donde el lector europeo p u d o ver a las mujeres indias atormentando con extraños rituales a sus prisioneros blancos, cortándoles la barba, descuartizando sus cuerpos para cocinarlos, o saboreando la sopa obtenida de sus visceras (Fig. 23). Son escenas en

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FIGURA 22. Hans Staden, viñetas del autor para su Verdadera historia y descripción de un país de salvajes desnudos, feroces y caníbales situado en el Nuevo Mundo, América (1557).

las que el artista representa (con esos desnudos que él mismo había arropado con los rasgos de una edénica sensualidad) nada menos que los dos aspectos doctrinariamente más espinosos de la recepción europea de las civilizaciones americanas —sus cultos idólatras y el canibalismo—, en los que el protagonismo, de nuevo, recae sobre las m u j e res. Esto tiene una sencilla explicación, relacionada tanto con la «economía representativa» de la alteridad como con el maniqueísmo estratégico occidental por el que el grado de voracidad del caníbal fue directamente proporcional a la resistencia que ofrecía frente al apetito evangelizador o comercial, pues no era posible mayor salvajismo que no querer trato o comercio con tal misión civilizadora 28 : tanto Thévet como Staden dividen a los caníbales en «amigos», que practican una antropofagia sólo ritual y como venganza contra sus enemigos, y los caníbales-Otros, que se encuentran más allá de los circuitos del comercio europeo de almas o de mercancías, y esa recodificación masculina, guerrera y heroica de la antropofagia de los primeros obligaba a destacar la presencia femenina en los banquetes caníbales de los segundos, esos «caníbales-otros» que para el imaginario androcéntrico europeo son mujeres.

28

Ver Whitehead, 2000.

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23.Theodore de Bry, ilustraciones para Singularités... de André Thévet y Verdadera historia... de Hans Staden. En Grands voyages (1595). FIGURA

Ser propietaria del tropo «mujer caníbal», que la otrijica de manera múltiple como hemos visto (la alteridad femenina, la mala salvaje, la vagina dentata que devora al hombre), significa para América que Europa puede definirla como monstruosa, pese a la ausencia de las características físicas que eran de esperar en los antípodas, porque también (y sobre todo) el canibalismo es cifra moral de la alteridad, y en este caso, de la adscripción como periferia bárbara y colonial a Occidente. D e ahí que la metáfora antropófaga haya sido clave en las definiciones y redefiniciones de la identidad cultural americana poscolonial, haya servido para pensar la relación de América con los centros culturales hegemónicos y haya sostenido modelos de apropiación de lo ajeno que imaginan la cultura continental como devoradora del otro y capaz de asimilarlo —hacerlo suyo— hasta revertir la tradicional relación colonizador-colonizado, en una articulación alegórica que atraviesa el siglo xx y llega hasta el pensamiento contracolonial de nuestros días a través de la recurrente resemantización del caníbal o de su metáfora literaria Calibán. Volviendo al siglo xvi, encontramos que de la presunta hostilidad hacia el hombre de esas mujeres que viven solas en sus islas o sus cue-

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vas se desprende otra importante transformación del tipo iconográfico: la confluencia definitiva de la imagen de América con la representación imaginaria de la Amazona clásica, que hasta pasaría a formar parte de la toponimia del continente. Tal asociación q u e d ó apuntada desde que C o l ó n —contradiciendo a San Isidoro, una de las fuentes principales de su geografía fantástica, que aseguraba en las Etimologías29 que las Amazonas f u e r o n exterminadas p o r obra de Hércules, Aquiles y Alejandro Magno, sucesivamente— consignara en su diario la existencia de «la isla de Matinino, que diz que era poblada de mugeres solas, sin hombres, y armadas» 30 , y diera origen a la leyenda de la «Isla de las Mujeres» que Juan de Grijalba buscará en las costas de Yucatán en 1518 y, lustros después (en 1541), Francisco de Orellana en el área selvática desde entonces llamada amazónica. Son mujeres legendarias pero a la vez vistas en América: «con mis propios ojos», subrayó Fray Gaspar de Carvajal en su crónica de la expedición de Orellana antes de describirlas c o m o «mujeres m u y altas con m u y largo el cabello y entrenzado y revuelto a la cabeza; muy membrudas y andan desnudas en cueros, con sus arcos y flechas en las manos, h a c i e n d o tanta guerra c o m o diez indios» 3 1 D e la m a n o de ese relato, y especialmente de las ediciones ilustradas de las Singularidades de André Thévet (Fig. 24) y de la Breve y admirada descripción deWalter Raleigh (Fig. 25), la Amazona americana (que a diferencia de sus antecesoras clásicas mantenía los dos pechos) causó u n notable impacto en el imaginario europeo del siglo xvi, que n o tardó en trasladar sus atributos a las alegorías del continente, c o m o ilustran la elaborada por Etienne Delaune c o m o boceto para u n decorado mural sobre los cuatro continentes destinado al Palacio de Fontainebleau (Fig. 26) que finalmente realizó Jean François D u m o n t (Fig. 27), la también célebre d e j a n Sadeler, que superpone el imaginario de la Amazona al de la aurea aetas arcádica (Fig. 28), o la diseñada p o r M a r tin de Vos para el Arco del Triunfo erigido para la entrada en Amberes en 1594 del Archiduque Ernesto, gobernador de los Países Bajos (Fig. 29), que tendrá mucha descendencia a través de la difusión del espléndido grabado de Adrien Collaert (Fig. 30), y dará origen a u n nutrido catálogo, sobre los más diversos soportes, de alegorías de América con

29

30 31

ix, 2, p. 64. Colón, 1989, p. 119. Carvajal, 1542, pp. 86-87.

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R E M E D I O S MATAIX

LES

S I N G V I A R I J E Z

mieres A rnazones. Elles font guerre ordinai remet contre quelques autres nationsi.& traitent fort inhumainec •'¿mêla N I E N T ceux qu'ELLES peuucnt prendre en GUERRE. Pourles JITTUXS F a j r c mourir elles les pendent par vne jambe À Q U E L Q U E autc R& aux ^ branche d'vn ARBREIPOUR{'auoir ainfilaiifé Q U E L Q U E (¡»¡h pre eipace de temps, quand elles y RETOURNENT,ii de cas fornent en tuit n eft TREIPAITÉJCILCS tirerôt dix mille coups de flefehes: *#ww. ôcne le mangentcommeles autresSauuages,ainsle patientpar le feu, tant qu'il eft reduiten cendres. Dauantà-

emine g e ces femmes approehans pour combatrc, icttcnt hordu j l - ribles & merueilleux cris,pour eÎpouuétcr leurs ennemisi De l'origine de ces Amazones en ce patsneft facile d'en S eicrire au certain. Aucuns tiennent, qu'après la guerre de Trofi^ou elfes allerenr(çôme défia nous auons ait) foubs Pente-

Las Amazonas americanas. André Thévet, Les singularités de la France antarctique, autrement nommée Amérique (1557).

FIGURA 2 4 .

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FIGURA 25. Iodocus Hundius, «La Isla de las Amazonas». Ilustración para Walter Raleigh, Brevis et admiranda descriptio regtti Quianae... (1594).

FIGURA 26. América. Grabado de Étienne Delaune (1575). Berlín, Staad. Museen.

400

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FIGURA

FIGURA

27. América. Jean François Dumont (1742). Palacio de Fontainebleau.

28. Alegoría de América. Grabado d e j a n Sadeler (1581). Munich, Graphische Sammlung.

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FIGURA 2 9 . América. Grabado de Martin de Vos ( 1 5 9 2 ) . Amberes, Stedelijk Prentenkabinet.

atuendo de Amazona, aspecto fiero y rebelde, actitud guerrera y cabalgando sobre un armadillo gigante, representante de la fauna americana que se hará habitual en los emblemas europeos, y muy polisémico, pero asociado en principio a la tierra, la feminidad, la astucia diabólica o el carácter guerrero. C o m o respuesta a esa creciente práctica y demanda de diseños artísticos de figuras alegóricas, proliferan desde fines del siglo xvi los manuales teóricos sobre la cuestión, que en breve tiempo, con la progresiva estabilización de los cánones formales correspondientes a la estética cortesana y su necesidad de autocelebración, se convirtieron en

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herramientas de importancia fundamental para una producción artística ya inconcebible sin el lenguaje alegórico como instrumento de exaltación de las formas y contenidos representados. El más importante de esos manuales, la Iconología de Cesare R i p a publicada en 1593 y en 1603 en edición ilustrada que conocerá numerosísimas reediciones, fijó de ahí en adelante la representación canónica de América, a partir de la confluencia entre la emblemática tradicional y los principales rasgos y atributos que se le asociaron desde las primeras configuraciones imaginarias del c o n t i n e n t e . Así, las imágenes de N a t u r a , Lujuria y Gula (antropófaga, por supuesto), tradicionalmente femeninas 3 2 , se superpon e n en una imagen canónica de América (Fig. 31) para la q u e R i p a estableció que debía ser «una mujer desnuda y de color oscuro, fiera de rostro, cuyos cabellos han de parecer revueltos y esparcidos».Y explicaba: «La pintamos sin ropa por ser costumbre y usanza de estos pueblos el andar siempre desnudos, aunque es cierto que se cubren las vergüenzas», lo que iconográficamente puede reflejarse «poniéndole alrededor del cuerpo una ligera tela o u n bello y artificioso ornamento, h e c h o de plumas de muy diversos colores». «En tierra —prosigue el iconólogo— se pintarán plantas y frutos y algún lagarto o caimán de desmesurado tamaño», una íntima vinculación de América con los reptiles que obedece tanto al énfasis que hacían los cronistas sobre su abundancia en la fauna americana c o m o a una proyección de «lo Siniestro» más familiar sobre la persona novedosa del aborigen americano: recordemos que en el Occidente cristiano los reptiles se han estereotipado ya c o m o criaturas malignas simbolizadoras del pecado o hasta del Demonio, y que en el caso de la India América ese Pecado con mayúscula era su Lujuria polisémica, u n desenfrenado apetito de carne h u m a n a o «de la carnal concuspicencia», c o m o dice Ripa, que «es sin duda incitadora vía hacia el infierno, y aun escuela donde se aprenden la mayoría de los crímenes», cuyo emblema es el cocodrilo, pues «ya decían los egipcios que dicho animal era su símbolo, en atención a su carácter fecundísimo, y de tan contagiosa libidinosidad que, atando al brazo diestro los dientes de su mandíbula superior, encienden grandemente la lascivia y pueden excitar y provocar nuestra lujuria». Además, la India América «con la m a n o izquierda ha de sostener u n arco, y una flecha con la diestra, poniéndosele al costado una bolsa o carcaj bien provista de flechas, y

32

Ver Ripa, 2007, i, p. 121; ii, p. 36.

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FIGURA

30. América. Grabado de Adrien Collaert (1595). Amsterdam, Rijksprentenkabinet, R i j k s m u s e u m .

FIGURA 3 1 .

América. Cesare R i p a , Iconologia (1603).

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levanta, arrastra o pisa una cabeza o extremidades humanas traspasadas por alguna de las saetas que digo», pues «aquellas gentes, dadas a la barbarie, acostumbran g e n e r a l m e n t e a alimentarse de carne h u m a n a , comiéndose a aquellos hombres que han vencido en la guerra, así c o m o a los esclavos que compran y otras víctimas, según las ocasiones» 33 . Era, c o m o se ve, la sistematización de los principales tópicos imaginarios proyectados sobre América hasta entonces, correspondientes al temario erótico-edénico, al de la Amazona y al de la canibalesa, y sobre ese canon se elaborará la mayoría de alegoresis del continente, en ése y en los siglos siguientes, especialmente cuando el m u n d o de las artes se adhiera con entusiasmo a asociar la gran novedad cultural de aquella terra aún m u y incógnita a las alegorías de los otros tres c o n t i n e n t e s conocidos (tendrían q u e pasar a ú n casi doscientos años para q u e se descubriera Australia), lo que generó el prototipo iconográfico de las Cuatro Partes del M u n d o (Fig. 32), que ofrecería resultados tan espectaculares en la historia del arte c o m o Los cuatro continentes de R u b e n s (1616; París, Musée du Louvre) o de Grégor Brandmüller (1682; París, Musée du Louvre), la serie pictórica d e j a n van Kessel Alegoría de los Continentes (1664-1666; M u n i c h , Alte Pinakothek), las esculturas de François Guérin (1678) que adornan los jardines del Palacio deVersalles, los frescos de Andrea Pozzo en la falsa bóveda de la Iglesia de San Ignacio en R o m a (1694) y los de Giambattista Tiepolo para el Palacio del Príncipe-Obispo de Wutzburg (1753), o paradigmas de la pintura histórica c o m o la Alegoría de la abdicación del Emperador Carlos V en Bruselas, de Frans Francken (1620; Amsterdam, R i j k s m u s e u m ) . Las más detallada explicación de ese cuarteto — y la que más frecuente aplicación tuvo en el Barroco e u r o p e o — se halla también en la Iconología de Ripa, a partir de la cual América se enfrentará a Europa, Asia y África en atlas, almanaques, frescos, lienzos, esculturas, tapices, grabados, alegorías teatrales, emblemas o arte efímero, siempre c o m o u n a m u j e r joven, desnuda y de piel cobriza, de aspecto m u c h o más salvaje q u e África (que se asoció enseguida a una fértil matrona, pese a los atributos que habrían sido de esperar para lo que, al fin y al cabo, era considerado también periferia bárbara), adornada con los emblemas de la lujuria y la barbarie o los de la abundancia y la prodigalidad, y complaciente y amenazante a la vez, rodeada de paradisíaca vegetación y de

33

Ripa, 2007, H, pp. 108-110.

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FIGURA 32. Las cuatro partes del m u n d o (Europa, Asia, África y América). Cesare R i p a , Iconología (1611).

un banquete de miembros humanos. El contraste simbólico se hace especialmente evidente con respecto a Europa, «la primera, principal y parte dominadora del mundo», como establecía Ripa, que se representa como «mujer muy ricamente vestida con atuendo Regio que llevará una corona en la cabeza, aparecerá sentada entre dos Cornucopias que se cruzan, sosteniendo un templo con la diestra para indicar que en ella radica la Religión perfecta y verdadera, y señalando con el índice de la siniestra muchos reinos y cetros, guirnaldas y coronas, que se pondrán a su lado porque en Europa residen los mayores y más poderosos Príncipes del mundo, contándose entre ellos la Majestad Cesárea y el Sumo Pontífice Romano, cuya autoridad se extiende inmensamente por la totalidad de las tierras en las que impera la Santísima y Católica Fe

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Cristiana; la cual, p o r especialísima gracia de Dios Nuestro Señor, alcanza actualmente incluso al Nuevo Mundo» 3 4 . Junto a la regia Europa aparecerá convencionalmente un caballo (o un toro, si se sigue la versión mitológica), escudos, armas y trofeos, instrumentos musicales, escuadra y cincel, una paleta de pintor, un libro y sobre él la emblemática lechuza, dada «su pasada y presente abundancia en destacadísimos ingenios, tanto en las armas como en las letras y en las artes liberales»35. El vivo contraste entre ese abundante atrezzo iconològico y la salvaje desnudez de América sancionaba de paso la imaginación recurrente que había depositado sobre ella un tropo más: el de la «carencia» de un Nuevo M u n d o desnudo, como apuntábamos antes, de vestidos, de cultura, de valores, de moral, en el que falta todo lo que permite a Europa «demostrar su perpetua y constante superioridad sobre las restantes partes del Mundo» 3 6 . Exactamente ésa era ya la iconología que sostenía una de las alegorías americanas más difundidas e imitadas en la Europa de los Siglos de Oro: el célebre grabado d e T h e o d o r e Galle sobre un original d e j a n van der Straet (o Stradanus) para su colección Nova Reperta (1576), toda una celebración renacentista de la modernidad que cataloga lo que el autor consideraba grandes invenciones que no alcanzaron los antiguos. La imagen (Fig. 33), aunque no deriva de ninguna narración cronística concreta, parece provenir de todas ellas, de casi un siglo de imágenes y lecturas superpuestas y decantadas. Muestra a Americo Vespucci en el momento de desembarcar en el Nuevo Mundo, un escenario expresamente paradisíaco conforme con las primeras descripciones del continente, en el que aún son visibles los bajeles y la costa oceánica dejados atrás. Vespucci, con ademán solemne y sosteniendo en sus manos un astrolabio y un pendón con lo que podría ser la cruz cristiana o el Crucero del Sur —la constelación que descubrió en su tercer viaje—, parece despertar a una joven india llamada América, representada con la sensual belleza del desnudo cinquecentista, que se levanta de su hamaca para recibirlo con una expresión que se diría entre la sorpresa y la curiosidad, y le tiende la m a n o con gesto delicadamente seductor. El paisaje muestra la esplendorosa naturaleza americana, plena

34 35 36

Ripa, 2007, il, pp. 102-103. Ripa, 2007, ii, p. 104. Ripa, 2007, ii, p. 104.

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de citas de la flora y la fauna recientemente descubiertas, y al fondo, en el centro, unos indios sentados en torno a u n fuego celebran el inevitable b a n q u e t e caníbal. Al pie del grabado, una leyenda reza: Americen Amerícus retexit, semel vocauit inde semper excitam. E n otro de los grabados del mismo volumen (Fig. 34) el c o n t i n e n te a m e r i c a n o es representado, a c o m p a ñ a d o p o r su habitual alegoría f e m e n i n a , j u n t o a los principales d e s c u b r i m i e n t o s de la época —la imprenta, la rosa magnética, la destilación, el gusano de la seda o el reloj m e c á n i c o — y definido p o r contigüidad c o m o u n o más de los artefactos científico-técnicos del progreso en su f o r m a m o d e r n a , de m o d o que fácilmente p u e d e concluirse que en la alegoría de Galle de

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q u e estamos hablando (Fig. 33) se e n t i e n d e al descubridor c o m o el verdadero «inventor» de A m é r i c a : repertus cubre los significados de encontrar, descubrir e inventar. Es la base de las significativas oposiciones binarias q u e p u e d e n señalarse en la c o m p o s i c i ó n , cuya idea central apunta a la contraposición entre la cultura y la naturaleza, la historia y el letargo, Europa y América, y en la que las figuras protagonistas, el descubridor y lo descubierto, ilustran esa antítesis: la figura del p r i m e r o , masculina y r i c a m e n t e vestida, p o r t a p e n d ó n , c r u z y astrolabio (la civilización, la religión, la ciencia, la conquista); las p o d e rosas naves fondeadas en la costa parecen traer la técnica, el curso de la historia, el movimiento, el despertar a una América adormecida q u e aparece a la espera, pasiva y disponible, en u n m u n d o cuyos principales distintivos son la ausencia de cultura, de destino histórico y, p o r consiguiente, de conciencia: la desnudez, la macana caníbal q u e reposa sobre u n árbol, plantas y animales salvajes, la escena de antropofagia y el estado «de naturaleza» del N u e v o M u n d o inmerso en u n o r d e n a n t e r i o r a la Historia y la Ley. La leyenda q u e a c o m p a ñ a la i m a g e n redunda en esa interpretación: A m e r i c o reveló, reconoció o puso al descubierto a América; una vez la n o m b r ó , q u e d ó p o r siempre despierta / animada / levantada o cobró vida (con u n verbo, excito, sufic i e n t e m e n t e polisémico c o m o para adaptarse a la discreta m e t á f o r a erótica que atraviesa la composición); y ambas invitan a la posesión (o el abrazo) de la india, aunque n o dejan de incluir también una advertencia: la m a n o de América, a los ojos del espectador, parece apuntar hacia la hoguera con la escena (moral) de los caníbales, que ya sabemos reúne buena parte de los fantasmas occidentales sobre el salvaje proyectados sobre la a n t í p o d a f e m e n i n a , y transferibles — p a r e c e advertir la i m a g e n — a quienes p e n e t r a n en esas tierras c o n similar «exceso de apetitos». C o n ello esta India América exhibe de nuevo su condición de barbarie ambivalente, edénica y diabólica, complaciente y amenazante, buena y mala salvaje a la vez, y confirma su estatuto de realidad desnuda que n o tiene ni nombre, a la espera de la llegada del h o m b r e europeo que la hará reconocerse a sí misma y despertar, pese a q u e «la relación de vasallaje doctrinario se haya transformado aquí en el principio ilustrado de dominación intelectual» y por m u c h o que a «la concepción heroica del descubrimiento, vertical y jerárquica, en conformidad con u n ideal providencial y teocrático del mundo» haya sucedido «una reinterpretación horizontal e igualitaria de los descubrimientos, formulada con arreglo a u n principio empírico de r e c o -

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nocimiento» 3 7 . Alegoresis c o m o ésta demuestran que incluso el ser atribuido a América como «cuarta parte del mundo», es decir, el m o d o de enunciar el significado que le corresponde dentro de la nueva imagen del mundo que ella misma suscitó, se plantea en términos de pertenencia a la mirada, el descubrimiento, la posesión del otro, lo que la constituye imaginariamente para siempre c o m o espacio ambiguo donde se entrecruzan el establecimiento de su ser geográfico e histórico y la proyección del valor simbólico que le correspondía antes de su aparición en el horizonte real: el de la Isla mítica, que se había venido perfilando desde la más remota antigüedad en los relatos de marinos, las hipérboles de los náufragos o los sueños de utopistas y poetas, unida desde siempre a la feminidad por fuertes lazos imaginarios que la conciben como espacio erotizado que moviliza el deseo (de conquista, de posesión, de penetración), aunque —desde El Dorado, emblema de esa voracidad insaciable— el seductor vaivén de su cintura fácilmente oscile entre el Paraíso y el Infierno. En España y sus colonias de Ultramar la alegoresis americana recogerá esos mismos significados profundos, aunque el proceso se retrasará algo más, en perfecto correlato con la tardía y reticente aceptación de la denominación América38. Ese nombre, y por tanto su iconografía, aparece muy poco en el ámbito hispánico durante los siglos xvi y XVII, en los que hay u n predominio abrumador de términos c o m o «las

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Subirats, 1994, pp. 335-339. C o m o se recordará, el p r i m e r registro del n o m b r e América para designar al c o n t i n e n t e q u e había r e c i b i d o hasta e n t o n c e s varios n o m b r e s , d e aplicación y aceptación generalmente regional, apareció en 1507, en la Cosmographiae Introductio elaborada p o r el g r u p o de cartógrafos de la abadía de Saint-Dié-des-Vosges e n Lorena encabezado p o r M a r t i n Waldseemüller, quien, impresionado p o r la lectura de las proezas vespucianas en la Lettera y Mundus Novus, decidió darlas a c o n o c e r e n su tratado. E n el capítulo I X del t e x t o se sugería q u e el n o m b r e del N u e v o M u n d o debería ser «América» ( f e m e n i n o p o r analogía c o n «Europa», «Asia» y «África»), en h o n o r de quien la reconociera c o m o tal: «Ab A m e r i c o Inventore [...] quasi Americi terram sive Americam», y se inscribió tan sonoro n o m b r e en el planisferio q u e incluye el tratado, en cuya parte superior se asocia al V i e j o M u n d o c o n u n retrato de P t o l o m e o y al N u e v o M u n d o , c o n u n o de Vespucci (ver Waldseemüller, 1507). La eufónica voz se afincó inmediatamente en Europa, pero tardó en ser a d o p t a d a e n España, d o n d e esa «tierra d e A m e r i c o » h u b o d e v e n c e r u n a persistente campaña (iniciada ya p o r B a r t o l o m é de Las Casas) contra el florentino q u e trabajaba para Portugal, acusado d e haber u s u r p a d o la gloria q u e pertenecía p o r derecho a Cristóbal C o l ó n . 38

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Indias occidentales» o «Nuevo Mundo», o referidos a otras entidades geográfico-culturales menores, como los principales virreinatos de Nueva España y Perú, cuyas alegorías adornan el frontispicio del Tratado de confirmaciones reales de Antonio de León Pinelo (1630) (Fig. 35), e incluso a sus ciudades más destacadas, como en el frontispicio de Arcae Limensis de Gaspar de Escalona (1647), donde son las alegorías de ciudades y pueblos peruanos las que rodean al monarca (Fig. 36). Estos nuevos modelos iconográficos son parte de los nuevos imaginarios que la reciente sociedad criolla comenzaba a fabricar con lo que consideraba sus propios rasgos de identidad, y hacen referencia tanto a la diversidad cultural del continente como al deseo de cada una de esas partes de alimentar su identificación en exclusiva con España, de la que oficialmente no eran sino prolongación: los «reinos de Indias», como se quería desde la península. De ahí el desinterés de los artistas hispanos y de su clientela habitual (la Corona y la Iglesia) por la interpretación y divulgación de una imagen unitaria de América que se insertaba en la nueva imago mundi tras el Descubrimiento. Sólo muy a finales del siglo xvii, con la llegada a España de Luca Giordano, cuyo protagonismo en el universo artístico europeo era ya absoluto y que fue llamado por Carlos II para redecorar importantes zonas de los Reales Sitios de Madrid, Aranjuez, Segovia y El Escorial, se incorporará a los repertorios artísticos hispanos esa imagen tan utilizada en Europa pero aceptada hasta entonces sólo en algunas alegorías teatrales o en manifestaciones del arte efímero, empezando por la inaugural Cuarta Parte del Mundo con que Giordano decoró una de las pechinas (actualmente destruidas) de la bóveda central del Casón del Buen Retiro en 1697 3 9 . A Giordano le seguirían otros importantes artistas italianos que consolidarían entre los artistas españoles los principios iconográficos euro-

3 9 Aun antes de la llegada del pintor a España habían llegado los bocetos de su serie Las cuatro partes del mundo, enviados para el Alcázar de Madrid en torno a 1689, que sí se conservan (en grabados de Juan Antonio Salvador Carmona, entre los fondos de la Colección Banco Santander) y que tuvieron mucha difusión. El conjunto, muy fiel al canon iconològico de Ripa y base para las múltiples composiciones y variaciones sobre el tema que realizó Giordano en España, presenta a América como una india semidesnuda con tocado de plumas, arco, flechas y aljaba, que lancea a un hombre desnudo en presencia de varias otras mujeres igualmente desnudas, que sacan conchas del mar. En la lejanía, las naves españolas arriban a las costas, y desde el cielo una alegoría de España, coronada y acompañada por el emblemático león, contempla la escena.

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