Métricos pinceles: literatura y artes plásticas en el Siglo de Oro 9783968692463

El tópico ut pictura poesis ha sido fuente de controversia pero también uno de los lugares comunes con mayor recorrido d

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Métricos pinceles: literatura y artes plásticas en el Siglo de Oro
 9783968692463

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Adolfo R. Posada

Métricos pinceles Literatura y artes plásticas en el Siglo de Oro

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CLÁSICOS HISPÁNICOS Nueva época, nº. 26 Directores: Abraham Madroñal (Université de Genève / CSIC, Madrid) Antonio Sánchez Jiménez (Université de Neuchâtel) Consejo científico: Fausta Antonucci (Università di Roma Tre) Anne Cayuela (Université de Grenoble) Santiago Fernández Mosquera (Universidad de Santiago de Compostela) Teresa Ferrer (Universidad de Valencia) Robert Folger (Universität Heidelberg) Jaume Garau (Universitat de les Illes Balears) Luis Gómez Canseco (Universidad de Huelva) Valle Ojeda Calvo (Università Ca’ Foscari) Victoria Pineda (Universidad de Extremadura) Yolanda Rodríguez Pérez (Universiteit van Amsterdam) Pedro Ruiz Pérez (Universidad de Córdoba) Alexander Samson (University College London) Germán Vega García-Luengo (Universidad de Valladolid) María José Vega Ramos (Universitat Autònoma de Barcelona)

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Adolfo R. Posada

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Iberoamericana – Vervuert Madrid – Frankfurt 2022

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47). Derechos reservados © Iberoamericana, 2022 Amor de Dios, 1 – E-28014 Madrid Tel.: +34 91 429 35 22 - Fax: +34 91 429 53 97 © Vervuert, 2022 Elisabethenstr. 3-9 – D-60594 Frankfurt am Main Tel.: +49 69 597 46 17 - Fax: +49 69 597 87 43 [email protected] www.iberoamericana-vervuert.es ISBN 978-84-9192-264-3 (Iberoamericana) ISBN 978-3-96869-245-6 (Vervuert) ISBN 978-3-96869-246-3 (e-book) Depósito Legal: M-2715-2022 Imagen de la cubierta: Batoni Pompeo Girolamo, Allegoria delle Arti (1740), Städel Museum, Frankfurt. Diseño de la cubierta: Rubén Salgueiros Impreso en España. Este libro está impreso íntegramente en papel ecológico sin cloro.

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ÍNDICE

1. Introducción ............................................................................................... El tópico ut pictura poesis en el Siglo de Oro ....................................................... Boceto y primeras pinceladas ..............................................................................

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2. PICTURA LOQUENS: literatura y artes plásticas en el contexto aurisecular 37 2.1. La transposición áurea: correspondencias poético-plásticas en la «Égloga III» de Garcilaso de la Vega ................................................................................ 40 2.2. Poesía y arquitectura: topotesia y écfrasis en Los siete libros de la Diana de Montemayor y La casa de la Memoria de Espinel .................................... 62 2.3. La máquina abreviada: la écfrasis en la épica culta española ......................... 90 2.4. Cultura visual y alegoría en Los cigarrales de Toledo de Tirso de Molina ........ 118 2.5. El retrato de Casilda: la pintura como recurso de agnición en la comedia nueva barroca .............................................................................................. 135

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3. UT PICTURA POESIS: la representación del lugar común horaciano en la poesía del Siglo de Oro .................................................................... 3.1. Métricos pinceles: la comparación de poesía y artes plásticas en la España de los Austria............................................................................................... 3.2. La tabla de Mercurio: las artes plásticas en la poesía siglodorista .................. 3.3. A tu pincel, mi pluma: el encomio artístico en la Edad de Oro ....................

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4. VERBIS DEPINGERE: la hipotiposis en la poesía áurea ....................................

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5. Conclusión ..................................................................................................

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Bibliografía .....................................................................................................

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Índice onomástico...........................................................................................

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1. INTRODUCCIÓN

EL TÓPICO UT PICTURA POESIS EN EL SIGLO DE ORO1 La historia literaria española ha venido señalando el encuentro entre Juan Boscán y Andrea Navagero como punto de partida del Renacimiento en España. Si bien algunos poetas castellanos como el marqués de Santillana o Pedro Manuel de Urrea ya se habían sentido atraídos por la novedad petrarquista durante el siglo anterior, no será hasta 1526 cuando, con motivo de los festejos de la boda de Carlos I en Granada, se produzca el memorable encuentro entre nuestro poeta y un notable humanista italiano, cuya influencia invita a Boscán a adaptar a nuestra lengua las nuevas formas literarias. Cuenta el poeta en la epístola «A la duquesa de Soma», fechada en 1543, que, aun pareciéndole en un primer momento los «sonetos y otras artes de trovas» poco apropiados a la naturaleza del castellano por cuanto de artificioso tenían, no tardó en cosechar sus primeros frutos; pero tales frutos, según Boscán, además de provocar las sátiras de los poetas castellanos por razones infundadas, 1 Este libro pertenece a un ciclo de trabajos dedicados al tópico ut pictura poesis y que son fruto de la investigación realizada para la defensa de la tesis doctoral La imagen en la literatura: análisis crítico del tópico ut pictura poesis en el contexto aurisecular (Universidade de Santiago de Compostela, 2017). Así pues, este nuevo volumen en torno a la comparación de la literatura y las artes plásticas en el Siglo de Oro se suma a la labor iniciada con la publicación de un trabajo anterior (véase Posada, 2019a), en cuyas páginas se presentaba la historia conceptual del lugar común horaciano desde los albores de la écfrasis en la Ilíada de Homero hasta la crítica a la hermandad de las artes por parte de Lessing en el Laocoonte.

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no habrían sido posibles sin el apoyo de Garcilaso de la Vega. Aun cuando le corresponde al autor catalán el privilegio de haber juntado «la lengua castellana con el modo de escribir italiano»2, será el toledano quien logre acallar las críticas de cuantos denunciaban, como Cristóbal de Castillejo o Gregorio Silvestre, que la propuesta de los petrarquistas significaba, así lo señala R. O. Jones, «rechazar en su conjunto la literatura española de los siglos anteriores»3. Existe, pues, un amplio consenso entre los historiadores acerca de la trascendencia del encuentro entre Boscán y Navagero, si bien se tiene en consideración una segunda anécdota histórica, tal vez menos significativa que la primera, pero de un interés incuestionable para comprender la fortuna del petrarquismo en España. Me refiero al acontecimiento que, en buena medida, jalona la trayectoria del Renacimiento en la literatura española: el exilio de Garcilaso en Nápoles. En 1532 el poeta recala en el virreinato napolitano bajo la protección de don Pedro de Toledo, tras desatar la cólera del emperador por un motivo nimio, aunque justificado. Tal infortunio, de duras consecuencias emocionales para Garcilaso, es crucial, pues le permitió mantener un estrecho intercambio de ideas con algunos de los grandes teóricos y poetas renacentistas de principios de siglo —Bernardo Tasso, Minturno, Sannazaro, Bembo, Juan de Valdés—, al participar en las reuniones de la ilustre Academia Pontaniana y de cuya presencia en sus cenáculos se tiene constancia merced a algunas odas latinas legadas por el autor. En dichos cenáculos los humanistas discutían la excelencia de la poesía de Virgilio, pero también cuestiones estilísticas que ejercerán una incondicional influencia en la concepción poética del autor. De esta manera, Garcilaso se convierte en receptor directo de todo el acervo cultural compartido por preceptistas y poetas italianos4. No nos encontramos únicamente ante una mera importación de un movimiento literario a nuestras letras, sino asimismo ante la participación directa en una corriente que, aun dándose dentro de la literatura italiana, se producía, no se olvide, en los territorios que conformaban la dispersa geografía española de la época. Como bien anota Julián Gállego, «no hemos de

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Boscán, 1996, p. 29. Jones, 1974, p. 56. Por otra parte, resulta llamativa la opinión de Menéndez Pelayo, quien tilda la oposición del petrarquismo en España de «humorada sin alcance», pues «sólo se trataba de sustituir una imitación con otra», por ser la tradición lírica castellana, según el erudito santanderino, «derivación lejana la una del arte provenzal y galaico-portugués, pero modificada ya desde fines del siglo xiv por elementos italianos» (1994, p. 731). 4 Fosalba (2012, 2015, 2017) ha dedicado diferentes trabajos a indagar en las relaciones de Garcilaso con otros humanistas italianos, así como la huella dejada por la preceptiva italorenacentista en la concepción de sus églogas. 3

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olvidar que nuestras ideas nacionalistas son modernas en exceso para aplicarlas al Siglo de Oro, y que durante esa centuria el ambiente de Milán o de Nápoles, de Palermo y hasta de Roma, es tan español como italiano»5. A tenor de esta idea es posible explicar la temprana presencia del tópico ut pictura poesis en la literatura aurisecular, objeto principal del estudio que aquí se introduce6. Ahora bien, no deja de sorprender que, antes incluso de la recepción de los discursos de Torcuato Tasso en España, cuando ni siquiera la Epístola a los Pisones de Horacio era considerada el Ars poetica que conocemos hoy día, Garcilaso ya da muestras en su obra del tratamiento de una preceptiva compartida por un buen número de humanistas italianos —Lomazzo, Dolce, Varchi, etc.—, la cual, como bien ha demostrado Rensselaer W. Lee, alcanza la condición de doctrina desde la segunda mitad del siglo xvi hasta bien entrado el siglo xviii, momento en que Gotthold E. Lessing, gracias a la fortuna conocida por el tratado Laocoonte, pone fin a la malograda teoría altomoderna de la hermandad de las artes7. Buena parte de la culpa de esta temprana manifestación del tópico horaciano en el contexto aurisecular la tiene, por supuesto, la imitatio de Virgilio y Ovidio en la poesía bucólica garcilasiana, pero también la enorme influencia ejercida sobre el autor por el ambiente intelectual que se respiraba en Nápoles. Aunque breve, su estancia en Italia será decisiva para cultivar en Garcilaso un espíritu renacentista que superó con creces la mera importación del petrarquismo a España. La impronta patente en sus versos de las lecturas de Petrarca, Ariosto y Sannazaro dará lugar a que el poeta toledano se corone como uno de los principales adalides de la doctrina ut pictura poesis en Europa; pues no hay que olvidar que las variantes descriptivas contenidas en su poesía bucólica la convierten en una manifestación ejemplar de la literatura pictoricista del Renacimiento8.

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Gállego, 1987, p. 127. Conviene subrayar que la comparación de la literatura y la pintura, entre la palabra y la imagen, entre el pincel y la pluma, ha sido siempre una constante primordial dentro de la historia de las ideas artísticas, como bien señaló Mario Praz (1979) en uno de los estudios emblemáticos en torno a la cuestión: Mnemosyne: The Parallel between Literature and the Visual Arts. No es ni mucho menos descabellado considerar el parangón entre las artes uno de los más fecundos, si bien polémicos, tópicos de cuantos han cautivado la atención de los teóricos y artistas a lo largo de los siglos. En el caso de la literatura castellana existen pruebas notables de la presencia del tópico en la tradición anterior a Garcilaso. Véanse Chaffee (1982), Taylor (1994) y Ter Horst (1996). 7 La doctrina ut pictura poesis se origina a propósito de la recepción humanista de las comparaciones entre literatura y pintura localizadas en los tratados grecolatinos de poética y se convierte en lugar común tanto dentro de la preceptiva literaria como de la literatura artística de los siglos xvi y xvii, en virtud del vínculo común de la mímesis establecido por Aristóteles. Véase Lee, 1940, p. 203. 8 Como se plantea en este trabajo, bajo el término de «literatura pictoricista» se agrupan todas aquellas manifestaciones literarias en las que se observa la presencia de cualquiera de las 6

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En la Antigüedad clásica el parangón entre poesía y pintura contó con una fama excepcional a través de la tradición ecfrástica de los escudos iniciada por Homero, Hesíodo, Esquilo o Virgilio, y se transmitirá a la postre en tratados medievales tales como la Poetria nova de Godofredo de Vinsauf, hasta tal punto que incluso Petrarca se hace eco de la opinión de Luciano de Samósata sobre Homero localizada en Los retratos, popularizando el célebre aforismo procedente de los versos de Trionfi, «primo pintor delle memorie antiche», ampliamente repetido, traducido y adaptado durante los siglos xvi y xvii. No debe sorprender, por consiguiente, el hecho de que Garcilaso participe de una tradición que se venía cultivando en el mundo clásico desde los orígenes de la poesía. Pero, por muy visible que esta fuera —recordemos que en Laberinto de fortuna de Juan de Mena y en Comedieta de Ponza del marqués de Santillana ya advertimos la presencia de écfrasis9—, no deja de resultar llamativo que sea precisamente el toledano uno de los primeros poetas europeos en reflejar en sus versos la preceptiva ut pictura poesis renacentista; tanto como para hacer mención del ilusionismo de la profundidad pictórica en atención a las figuras vanas representadas en las telas descritas en la «Égloga III», cuando ni siquiera se había

variantes descriptivas recogidas por la tradición retórica y poética. Lo descriptivo en literatura implica necesariamente el efecto de poner ante los ojos (enárgeia) una imagen del objeto representado (phantasia). La preferencia por «literatura pictoricista», en detrimento de otros términos como «literatura ecfrástica» (véanse Spitzer, 1955; Heffernan, 1993), «literatura icónica» (véase Hagstrum, 1958), «literatura descriptiva» (véase Corbacho Cortés, 1998, p. 55) o «literatura sobre arte» (véase Portús Pérez, 2010), responde a la importancia que cobra en este trabajo el análisis de las descripciones pictoricistas (écfrasis, hipotiposis) en la literatura del Siglo de Oro. La adopción de la etiqueta «pictoricista» permite abarcar un número mayor de manifestaciones literarias que formalizan el tópico ut pictura poesis en el Siglo de Oro más allá de lo estrictamente ecfrástico, pero separándolas al mismo tiempo de aquellas composiciones cuyo contenido es un encomio pictórico o una exposición teórica del arte —«poemas artísticos» (véase Sáez, 2015)—, cuantas participan de la hibridación de los medios («literatura emblemática») o la literatura caracterizada por una notable prominencia de la iconicidad poética o los artificios iconográficos («literatura icónica»). Aun cuando las dos últimas han sido ampliamente estudiadas por figuras tales como Rafael de Cózar (1991), López Poza (2000) o Egido (2004) y no serán objeto de análisis exhaustivo en este trabajo salvo excepciones, sí abordaré el comentario de «poemas artísticos» por ser, junto a la «literatura pictoricista», una de las manifestaciones poéticas por antonomasia del lugar común en el periodo. 9 Véase Posada, 2015b. No se toman en consideración en este contexto las múltiples descriptiones puellae anteriores a Garcilaso, así como tampoco los numerosos loci amoeni localizados en las producciones medievales, pues, aunque ligados al tópico ut pictura poesis poseen, incluso antes del petrarquismo, una tradición propia como lugares comunes mucho más extensa y visible que la del parangón interartístico. Para un estudio detallado de las fuentes de la descriptio puellae en el Renacimiento español, véase Muñiz (2014); para el examen de la écfrasis en Mena y Santillana, véase Chaffee-Sorace (1982).

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consolidado tal efecto visual como lugar común en los programas pictóricos y los diálogos artísticos del Cinquecento10: De estas historias tales variadas eran las telas de las cuatro hermanas, las cuales, con colores matizadas, claras las luces de las sombras vanas, mostraban a los ojos relevadas las cosas y figuras que eran llanas; tanto que, al parecer, el cuerpo vano pudiera ser tomado con la mano11.

Tal circunstancia no pasó desapercibida para Leo Spitzer, autor a quien le debemos la moderna definición de écfrasis12. Tres años antes de la publicación del célebre artículo en torno a «Ode on a Grecian Urn» de Keats, el crítico austriaco ya había dedicado un comentario a la estrofa garcilasiana en vista de la doctrina pictoricista ligada a la hermandad de las artes13. A través de este decisivo trabajo, sumado a los diferentes estudios que dedica a la cuestión y que ven la luz a principios de la década de 1950, Spitzer introduce un tipo de análisis comparativo, enmarcado en la metodología estilística articulada en torno al concepto de «círculo filológico», que examina las écfrasis de pinturas, esculturas, telas u objetos preciosos no como meras secuencias descriptivas sin mayor alcance que el ornamento poético, sino como una sustancial transposición de arte, en razón de la cual es permitido ponderar el carácter imaginativo del medio literario, así como la iluminación recíproca de la literatura y las artes plásticas como un fenómeno productivo para la consolidación de estilos y subgéneros de escasa visibilidad dentro de la tradición crítica, tales como el pictoricismo14, la literatura de la écfrasis, el encomio pictórico o el blasón poético, entre otros. 10

No solo Garcilaso se convierte en temprano portavoz de la doctrina ut pictura poesis, sino que asimismo su amigo Boscán se hace eco de la preceptiva pictoricista, en cuya poesía encontramos referencias tempranas a Timantes. De Armas (2016, p. 158; 2017, pp. 55-56) recuerda que el poeta barcelonés también exploró las cualidades visuales de la poesía a través de la écfrasis, si bien con menor fortuna y trascendencia que Garcilaso. 11 Garcilaso, 1993, pp. 129-130, vv. 265-272. Todas las variantes de los fragmentos seleccionados pertenecientes a obras literarias del Siglo de Oro han sido modernizadas siguiendo las normas ortográficas actuales a fin de facilitar su lectura y comprensión. No obstante, no se ha procedido a la modernización del texto cuando iba en detrimento de la estructura métrica o afectaba al sentido de la composición. 12 Véase Posada, 2016b. 13 Véase Spitzer, 1952. 14 Se opta en este trabajo por emplear la voz «pictoricismo», prestada de Blanco (1998, p. 265), antes que su equivalente «pictorialismo», derivado directamente del inglés pictorialism. El

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Los criterios introducidos en este particular por el romanista austriaco gozarán de una inopinada fortuna, la cual, lejos de menguar conforme han pasado los años, ha ido acrecentándose, de suerte que existe en estos momentos una inabarcable bibliografía acerca del lugar común como gran motivo del comparatismo interartístico15. Así y todo, aun cuando los trabajos dedicados a la materia han sido numerosos y excelentes, por abundantes y magistrales que estos hayan sido, las aportaciones por número distan mucho de rendir justicia a la verdadera dimensión del tópico ut pictura poesis en el Siglo de Oro16. Según el parecer de Ponce Cárdenas, «se podría sostener que el enfoque inter-artístico no ha gozado en el campo del Hispanismo de excesiva prédica [...] si se compara con lo sucedido en otros ámbitos, donde hemos asistido a una verdadera floración de estudios»17. Este hecho no deja de resultar harto llamativo, pues como subraya con razón María Pilar Manero Sorolla «la doctrina horaciana de la ‘correlación fraternal’ de las artes está en la base de muchos de nuestros mejores teóricos de la obra literaria

término fue difundido por Jean H. Hagstrum en su memorable estudio The Sister Arts (1958) para nombrar el estilo que caracteriza la «pintura verbal». Dicho estilo en ocasiones se ha identificado con el concepto de lo pintoresco (malerish en el alemán original, painterly en inglés) que puso en circulación Wölfflin. A grandes rasgos, el pictoricismo en literatura responde a una serie de trazos lingüísticos o estilemas —deícticos, léxico concerniente al campo de la visión, epítetos y adjetivos que denotan y connotan colorido, apóstrofes, correlativos y enumeraciones, empleo recurrente del presente de indicativo y el imperativo, etc.—, resultado del intento por parte de los escritores de representar la realidad verbalmente bajo una concepción plástica del referente (ut pictura poesis). Asimismo, Domínguez Prieto añade que el estilo pictoricista se caracteriza fundamentalmente por componer «unha descrición construída mediante a linguaxe técnica da pintura» (2004, p. 525), con lo cual es habitual del verbis depingere la recurrencia de términos procedentes del mundo de las artes plásticas. Sáez, de hecho, considera como principio basilar de esta suerte de composiciones de inspiración artística «el uso de voces características del campo semántico de pintores y escultores» (2015, p. 23) y añade como marcadores estilísticos «el presente verbal (en alternancia)», «la semántica de ubicación espacial», «la enumeración detallada de las partes» o «los marcadores videndi» (Sáez, 2018, pp. 225-226). 15 Véase Denham, 2010. 16 Una excepción a la regla serían los estudios de emblemática aurisecular, al disponer, por consiguiente, de un excelente repertorio de trabajos dedicados a la cuestión; no obstante, recurriré a ellos cuando convenga, pues buena parte de las referencias al tópico ut pictura poesis en el contexto aurisecular se hallan precisamente en las investigaciones enmarcadas en el análisis de emblemas, empresas y otros géneros híbridos de los siglos xvi y xvii. Véase en este punto el artículo que he dedicado al estudio de la evolución de los estudios interdisciplinares sobre el Siglo de Oro, donde realizo una tentativa de recopilar la bibliografía esencial en torno a la materia (Posada, 2015a). No deje de consultarse asimismo el compendio bibliográfico recogido por Jaquero Esparcia (2018, pp. 1-9). 17 Ponce Cárdenas, 2012a, p. 1.

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o poética»18. Hablamos, por lo tanto, de una tarea dentro de los estudios hispánicos que, pese a lo advertido por Javier Portús Pérez en Pintura y pensamiento en la España de Lope de Vega, sigue sin contar con una visibilidad acorde a su profusión en la poesía y preceptiva auriseculares, máxime si se tiene en cuenta «la conciencia casi generalizada entre las capas intelectuales de nuestro país de la bondad de esta fórmula»19. Es verdad que la bibliografía acerca de la comparación entre literatura y artes plásticas en los autores más reconocibles de nuestras letras —Garcilaso, Cervantes, Lope, Góngora, Quevedo— supera con creces las expectativas generadas, gracias a las valiosísimas aportaciones de numerosos críticos que se han sumado a la labor iniciada en su día por el profesor Emilio Orozco Díaz20. Resulta indiscutible que el estudio de las relaciones entre poesía y pintura en el contexto siglodorista atrajo rápidamente la atención de los primeros comparatistas hispánicos, convirtiéndolo en «una de las ocupaciones clásicas de la crítica de la poesía hispana del Siglo de Oro, que ha sabido responder así a una preocupación y tendencia indiscutible entre los poetas áureos»21; sin embargo, a partir del éxito de la definición moderna de la écfrasis, las aproximaciones interdisciplinares se distanciaron sobremanera de las perspectivas clásicas enraizadas en la historiografía artística y la retórica, explorando así nuevos derroteros, más acordes a la mentalidad semiótica de la segunda mitad del siglo xx. La primera consecuencia de este hecho estriba en que el interés por las obras descriptivas o caracterizadas, en su defecto, por una tendencia natural de explorar las propiedades visuales de las palabras, se vio limitado al estudio de las descripciones de arte y no al conjunto amplio de prácticas y fenómenos ligados a la tradición del lugar común. Todo ello supuso, por ende, dejar de lado ciertas 18

Manero Sorolla, 1988, p. 179. Portús Pérez, 1999, p. 31. 20 Además de los trabajos clásicos de Orozco Díaz (1947, 1955, 1968a, 1968b, 1969, 1977, 1988), Spitzer (1952, 1954, 1955), Vosters (1973, 1987, 1990) o Bergmann (1979), resultan de referencia obligada las investigaciones de Álvarez (1988), Egido (1989, 1990, 2004), Cancelliere (1990), De Armas (1998, 2004, 2005, 2006, 2008, 2013a, 2013b, 2016, 2017), Blanco (1998, 2010, 2012), Ruiz Pérez (1999), Sánchez Jiménez (2006, 2009a, 2009b, 2011, 2013, 2014, 2015a, 2015b, 2016, 2017), Neri (2007), Béhar (2012, 2017), Gherardi (2013, 2017), Sáez (2015, 2017a, 2017b, 2018), Mercado (2015), Zulaica López (2016, 2017), Jaquero Esparcia (2018, 2019), Lucas Alonso (2019), Castellví (2020) o los trabajos de los ya mencionados Portús Pérez (1992, 1999, 2010) y Ponce Cárdenas (2010, 2011, 2012a, 2012b, 2013, 2015). Las contribuciones de los artículos se suman a la labor de teóricos como García Berrio (1977), Ferrari (1983), Manero Sorolla (1988, 1990, 2005), Elorriaga del Hierro (1990), Vega Ramos (1992, 2002), López Grigera (1994), Pineda (1996, 2000), Corbacho Cortés (1998), De la Flor (1999), López Poza (2000), De la Calle (2005), González García (2015) o Agudelo Rendón (2017), por citar algunos nombres destacados. 21 Osuna y Sánchez Jiménez, 2012, p. 309. 19

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composiciones, aun estando fuertemente enraizadas en la tradición del tópico ut pictura poesis, por el mero hecho de no encajar con la definición moderna de écfrasis brindada por Spitzer y difundida por sus seguidores. «For all their variety», defiende Webb, «these definitions place a central importance on a certain type of referent: the visual arts (a category which sometimes includes and sometimes excludes buildings and monuments). But this was not its ancient sense»22. De esta forma nos encontramos con que, cuando atendemos al caso de muchas piezas examinadas en este trabajo, en especial cuantas salieron de la pluma de aquellos autores áureos de menor renombre, cuyo brillo en el firmamento poético se ha visto siempre eclipsado por el esplendor de los grandes monumentos literarios de nuestras letras, rara vez han vuelto a ser objeto de reflexión desde la publicación de los magistrales trabajos de Orozco Díaz. He aquí, pues, una de las principales justificaciones de esta investigación: cartografiar el tópico ut pictura poesis más allá de la literatura ecfrástica y emblemática como medio de recuperar un legado que sigue sin contar con la visibilidad que quizás se merece. Esta es una de las grandes razones que explican por qué las obras de los autores más representativos de la doctrina pictoricista junto a Garcilaso, Cervantes, Lope o Quevedo en el Siglo de Oro —Hurtado de Mendoza, Cetina, Bonilla, Paravicino, Espinosa, Jáuregui, Bocángel, Barrios, Ovando, etc.— no han gozado de gran apoyo entre los grandes especialistas y, en contadas ocasiones, se ha vuelto a proceder a su comentario conjunto desde la publicación de Temas del Barroco del profesor Orozco. Y ni que decir tiene cuando hablamos de los autores pertenecientes a la épica culta como Barahona de Soto, Cristóbal de Virués, Bernardo de Balbuena, Diego de Hojeda o José de Villaviciosa, cuyas obras han sido poco exploradas en este sentido, a pesar de encontrarse en ellas posiblemente el mayor paradigma de la literatura ecfrástica en el contexto aurisecular23. Por desgracia, no se trata únicamente de que las figuras referidas apenas hayan suscitado la atención que merecen a este respecto, sino que, en ocasiones, así es el caso de obras como La casa de la Memoria del insigne Vicente Espinel o la singular Selva de Aranjuez atribuida a Gregorio Hernández de Velasco, no han sido ni siquiera objeto de un estudio individual, cuando menos hasta donde alcanza mi conocimiento. No deja de sorprender, en resumen, la discreta correspondencia que ha existido entre el considerable número de escritores auriseculares —desde Garcilaso hasta Bocángel, desde Hurtado de Mendoza hasta Paravicino, desde Herrera

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Webb, 2009, p 1. No obstante, Lara Garrido (1994), Vilà (2001, 2005, 2016) o Zulaica López (2016, 2017) han ayudado con creces a visibilizar la recurrencia de la écfrasis en la épica culta. 23

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hasta Ovando— que reflejaron en sus obras la doctrina ut pictura poesis, y la respuesta moderada que, desde la historiografía hispánica, se le ha venido dando a la materia. Este hecho llama más la atención si cabe al contar con dos tempranas publicaciones como El espíritu del barroco de Díaz-Plaja o el ya mencionado Temas del Barroco de Orozco Díaz, sin olvidar dos herramientas bibliográficas tan valiosas como Fuentes literarias para la Historia del arte español de Sánchez Cantón y Contribución de la literatura a la historia del arte de Herrero García24, tanto más útiles cuanto que recogen una colección de textos donde se evidencia la clara iluminación recíproca de las artes en los siglos xvi y xvii. Eso sí, sería muy injusto no subrayar la valiosa aportación de los especialistas anteriormente citados y tantos otros que serán mencionados en las páginas que siguen, gracias a los cuales el vacío que pudiera existir hasta hace dos décadas con respecto al estudio de la comparación entre literatura y pintura en autores de renombre como Cervantes, Lope, Góngora o Quevedo ha quedado más que subsanado25. En efecto, la labor conjunta de los investigadores referidos ha acabado por destacar sobradamente, como demandaba Orozco Díaz en Temas del Barroco, que «esta orientación visual, plástica, esencialmente pictórica, preside [...] en esta época el desarrollo de la poesía»26. Aun cuando los avances en este campo han sido enormes en las últimas décadas, existe todavía un largo camino por recorrer dentro de los estudios hispánicos en cuanto al examen del tópico ut pictura poesis en el Siglo de Oro. Habiendo puesto en evidencia diferentes trabajos el calado del lugar común y a juzgar por la transcendencia sobre todo que tuvo la doctrina pictoricista para fomentar la dimensión imaginativa de la poesía en la época altomoderna, queda todavía por inspeccionar palmo a palmo la profundidad de un terreno apenas sondeado en muchos de sus tramos. Y no solo se limita el recorrido de esta senda, poco explorada en comparación con otras tendencias, al marco de la crítica, sino también al de la teoría27. 24

Véanse Díaz-Plaja (1940), Sánchez Cantón (1941), Herrero García (1943) y Orozco Díaz (1947). 25 Como anotan Osuna y Sánchez Jiménez, «la tendencia general dentro de los estudios sobre écfrasis en la poesía áurea es privilegiar la obra de unos pocos autores, por este orden Lope, Góngora, Garcilaso y Quevedo» (2012, p. 311). 26 Orozco Díaz, 1947, p. xii. 27 Siguiendo este hilo de ideas, es oportuno advertir que, al asumir la definición de Spitzer, los críticos hispanistas especializados en la materia han analizado por regla general hasta ahora, como se ha venido argumentando, una parte reducida del enorme corpus de manifestaciones que se enmarcan dentro de la literatura pictoricista como expresión del tópico ut pictura poesis en el contexto aurisecular. Pero no nos confundamos: no debemos dejar de insistir en el valor de las aportaciones de críticos como Spitzer, Bergmann, Egido, De Armas, Portús Pérez, Sánchez Jiménez, Ponce Cárdenas o Sáez en cuanto al análisis de las transposiciones de arte de nuestro

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En efecto, contamos con el formidable soporte de especialistas como García Berrio, López Grigera, Manero Sorolla, Vega Ramos o Guillermo Serés, los cuales han incidido en el tópico ut pictura poesis en mayor o menor medida desde la tradición retórica y la preceptiva poética siglodorista, sin olvidar tampoco las aportaciones en torno a la écfrasis de Bergmann y De Armas28. Sin embargo, resulta necesaria una revisión teórica diferente hasta las ahora registradas para ofrecer respuestas sólidas a ciertos fenómenos poéticos característicos de la literatura pictoricista áurea, fenómenos que, en mayor o menor grado, no han sido objeto tal vez de una reflexión a la altura de la problemática que suscitan. No porque las aportaciones realizadas hasta el momento resulten poco rigurosas o efectivas, insisto; bien al contrario, ofrecen orientaciones valiosas e imprescindibles para la lectura cabal de aquellos poemas y pasajes novelísticos compuestos a la luz de las artes plásticas, favoreciendo por igual la comprensión de la mentalidad retóricopoética implícita en las obras clásicas de nuestra literatura29.

Siglo de Oro se refiere, pues sin sus brillantes aportaciones no habría sido posible consensuar las diferentes lecturas reunidas en estas páginas. Aun así, no debemos olvidar que la mayor contribución acerca de la cuestión debatida ha llegado de la mano de Orozco Díaz; en cambio, al haber sido sus reflexiones formuladas al margen de la crítica de la écfrasis por ser anteriores a la eclosión del comparatismo interartístico en la década de 1990, el profesor granadino no recoge, como es natural, la problemática que ha venido generando la tensión entre la tradición retórica clásica y la teoría semiótica contemporánea a propósito del concepto de écfrasis. Y dado que los mayores avances en el campo de la retórica en España han seguido un curso distinto, aunque paralelo, a la teoría y crítica ecfrástica, y siendo a su vez posteriores a los trabajos pioneros de Orozco, parece conveniente actualizar la materia siguiendo una óptica alternativa hasta la ahora seguida para tratar, en la medida de lo posible, de encauzar las dos principales vertientes de estudio del lugar común: por un lado, las investigaciones en torno a la «pintura verbal» en las retóricas y poéticas españolas renacentistas; por otro, la teoría de la écfrasis aplicada al contexto aurisecular. 28 Téngase en cuenta la amplia tipología elaborada por De Armas (2005, pp. 21-22) y ampliada por el propio autor en De Armas (2013, p. 61, n. 3). 29 Mi tesis doctoral La imagen en la literatura: análisis crítico del tópico ut pictura poesis en el contexto aurisecular (Universidad de Santiago de Compostela, 2017) presenta un tramo de la investigación dedicado a revisar la tradición poética ligada al tópico interartístico en el Siglo de Oro. El objetivo no es otro que intentar evidenciar la difícil circunstancia que ha venido ocasionando la aplicación sistemática de la definición moderna de écfrasis al Siglo de Oro, pues contradice la preceptiva retórica a la que responden los textos literarios clásicos de nuestra literatura y limita sus verdaderas posibilidades de estudio. Comparto, en este sentido, la revisión histórica del concepto de écfrasis realizada por Webb (2009) y Plett (2012), por considerarlas útiles a la hora de consensuar los fundamentos teóricos sobre los que pivota el análisis crítico que aquí se presenta. Aunque la investigación de Webb rechaza parcialmente el sentido moderno de Spitzer, en este trabajo se respetará, no obstante, la diferencia entre las definiciones modernas de hipotiposis (Erasmo, Alfonso de Torres, Dumarsais, Fontanier) y écfrasis (Spitzer, Krieger, Heffernan) para no generar una mayor confusión terminológica.

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En otras palabras, no ha existido una correlación entre las dos tradiciones bajo cuyas perspectivas se ha venido abordando el estudio de la comparación de literatura y artes plásticas en los siglos xvi y xvii. Así pues, por un lado, desde el comparatismo se ha restringido el examen de la écfrasis a las transposiciones de arte como fuentes de intermedialidad, ignorando por defecto un buen número de piezas descriptivas consideradas para la época igualmente enárgicas (hipotiposis, blasones poéticos, topotesias, encomios pictóricos, etc.); por otro, desde la tradición retórica, el estudio del tópico ut pictura poesis en el Renacimiento y Barroco en España rara vez se ha enfocado a propósito del concepto de iluminación de las artes como un posible mecanismo productivo para explicar el origen y desarrollo de ciertas manifestaciones líricas de interés («retrato», «bodegón», «poemas emblemáticos», «epigrama ecfrástico», etc.). La perspectiva que aquí se introduce propone, por lo tanto, conciliar ambas vertientes para ofrecer un análisis lo más completo posible del parangón entre las artes, la iluminación recíproca entre ambas y la literatura pictoricista en el contexto aurisecular. Asimismo, en el caso de las inquisiciones dedicadas al Siglo de Oro desde un enfoque comparatista y ecfrástico, cabe destacar que no se ha tomado en consideración la tensión presente en los tratados de retórica de la época entre descripción, hipotiposis y écfrasis en el contexto de autores como Luis Vives, Antonio Lulio, Juan Lorenzo Palmireno o Alfonso de Torres30; pero igualmente extraño resulta que, desde los estudios de la teoría literaria concernientes a la preceptiva siglodorista, en contadas ocasiones se haya sopesado la relación entre mímesis y el imprescindible concepto de phantasia31, cristalizada en la

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Tómense como referencia para el estudio de las figuras enárgicas en los tratados retóricos del Siglo de Oro el trabajo de Elorriaga del Hierro (1990) y las ediciones modernas de Vives (1998) y Torres (2003). Este último brinda en Rhetoricae Exercitationes (1569) una definición de la hipotiposis que es clave para entender la concepción pictoricista de la figura en el Siglo de Oro y el consiguiente interés que despertó entre los poetas áureos el verbis depingere para rivalizar gracias a él con los pintores en cuanto a la capacidad de generar imágenes: «Otros la llaman hipotiposis, enargía, evidencia, representación; es decir, cuando con el fin de amplificar, adornar o deleitar, no nos limitamos a exponer el asunto, sino que lo ponemos por delante para que se vea como si estuviera expresado con colores en un cuadro, de modo que parezca, lector, que lo hemos pintado y no narrado, que lo hemos contemplado y no leído» (Torres, 2003, p. 317). 31 Phantasia fue el término empleado por los antiguos para referirse a la imaginación. La facultad imaginativa del intelecto proyectaba en la mente además visiones interiores o phantasiai. Los retóricos antiguos —Aristóteles, Cicerón, Quintiliano, Pseudo-Longino— trataron de describir los principales mecanismos para activar la phantasia de los oyentes/lectores. Entre ellos, la metáfora, la personificación o la descripción detallada eran las principales figuras retóricas señaladas por los retóricos grecolatinos, capaces de poner ante los ojos (enárgeia) los objetos y realidades representadas. Para un estudio con propiedad de la cuestión, véase Serés (1994).

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noción de poesía enarrativa discutida por Pinciano en los diálogos que dan vida a Philosophía antigua poética32. Claro que los rasgos formales visuales en el Siglo de Oro han sido examinados convenientemente en razón del estilo pictoricista de Góngora y sus imitadores33; pero, por la contra, no se ha contemplado su análisis como una herramienta crítica alternativa a los estudios comparatistas sobre intermedialidad —los cuales establecen la principal directriz sobre la que se fundamenta la mayoría de trabajos encuadrados dentro de la rama, como bien han señalado Osuna y Sánchez Jiménez34—, a fin de examinar la naturaleza de la imagen en la literatura, que sigue siendo una de las grandes asignaturas pendientes de la teoría literaria contemporánea. Por último, merced a las valiosísimas reflexiones ofrecidas por Portús Pérez, parece necesario profundizar en la constitución de aquellos subgéneros líricos (paisaje, retrato, naturaleza muerta, ruina, caricatura, etc.) fruto de una evidente inspiración pictórica. Tales manifestaciones fueron objeto de una primera aproximación en las tempranas investigaciones de Díaz-Plaja u Orozco Díaz y contaron con una notable presencia en las memorables antologías de la poesía barroca editadas por José Manuel Blecua en la década de los 70 y 80. Con todo, falta por determinar y valorar si podemos considerarlas subgéneros de pleno derecho, resultado de una adaptación literaria siguiendo el modelo pictórico; o, en todo caso, si nos hallamos ante una consabida distorsión propiciada por el sentido metafórico que comporta en todo momento la mera comparación entre dos expresiones tan opuestas como la literatura y la pintura. Comoquiera que sea, lo que parece indiscutible es que la fortuna del tópico ut pictura poesis se tradujo en España, al igual que en Italia, Francia o Inglaterra, en una corriente literaria pictoricista que se inicia con Garcilaso y deriva en último término en la teoría gracianesca del concepto como absoluta expresión de la virtud visiva de las palabras. Una idea poética, la hermandad de las artes, y una metáfora controvertida, la «pintura verbal», que, conforme deviene el Renacimiento en Manierismo y el Manierismo en Barroco, acaban

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Véase Posada, 2019a, pp. 108-114. Entre otros, por Lara Garrido (1987), Cancelliere (1990), Blanco (1998, 2010, 2012), Ponce Cárdenas (2010, 2013) y Villamía (2012). 34 «Pese a la destacada tradición de los estudios de emblemática y la importancia de las contribuciones reseñadas, en estos años hemos observado cómo se desarrollaba una tendencia muy seguida en los estudios sobre relaciones de artes gráficas y pintura: la que se ocupa directamente de cuestiones de écfrasis o de comparar representaciones poéticas y pictóricas de un tema determinado» (Osuna y Sánchez Jiménez, 2012, p. 311). 33

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comportándose como ideales de primer orden en el contexto de la literatura del Siglo de Oro35. «Pintores y poetas siempre andan hermanados, como artífices que tienen una misma arte», celebraba López Pinciano en Philosofía antigua poética (1596)36. Según Civil, no pretendía el humanista español «sino elevar a nivel teórico el famoso motivo del ut pictura poesis de Horacio»37. Desde luego, el lugar común de inspiración horaciana «fue un resorte predilecto de la creación poética»38 y generó además «toda clase de ramificaciones teóricas y un sinfín de resultados prácticos en las artes y la literatura»39. Géneros menores como el retrato y la pintura de damas, el bodegón literario o el blasón poético, estilos como el pictoricismo, la adaptación y trasvase de técnicas tales como los «lejos» y el claroscuro, el atractivo ejercido por las pinturas de Flandes, de Tiziano o El Greco, así como la inspiración de numerosas metáforas y conceptos de raigambre plástica, es el legado que deja tras de sí la iluminación recíproca promovida durante más de dos siglos por la hermandad de las artes. La relación fraterna de plumas y pinceles aspira en el Siglo de Oro a transcender su condición de afortunada metáfora. No se trata únicamente de una intuición peregrina sin visos de realidad entre dos expresiones artísticas distanciadas entre sí por los límites impuestos por sus diferentes medios, sino de un procedimiento estético que incide sobre la poesía con la adaptación al ámbito verbal —y viceversa— de técnicas, estilos y temas propios de la plástica. De ahí que convenga cuando corresponda dirigir la mirada al arte, pero no para establecer relaciones ingenuas entre poesía y pintura, mutatis mutandis, por el mero interés interartístico y el atractivo que ejerce en nuestro siglo todo lo relacionado con la imagen y el universo visual; sino, como observa Mercedes Blanco, para desentrañar las razones por las cuales «la intuición crítica multisecular

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El término de «pintura verbal» es recurrente en la crítica hispánica dedicada al estudio de la comparación de poesía y pintura en el Siglo de Oro. Hace referencia a las descripciones vívidas pictoricistas que tienen la capacidad retórica de poner ante los ojos el objeto o realidad representada (enárgeia) y de pintar con palabras (verbis depingere), por lo tanto, en la imaginación. Sánchez Jiménez emplea el término para referirse justamente a los pasajes poéticos ricos en detalles «que hacían la imagen parecer presente, o ‘manifiesta’» (2014, p. 103). También Ponce Cárdenas lo menciona en referencia a la descripción literaria que presenta un paisaje «concebido a la manera de un cuadro de género» (2014, p. 15). Por otra parte, la distinción establecida aquí entre Renacimiento, Manierismo y Barroco encuentra su base teórica en el estudio emblemático de Orozco Díaz (1988). 36 Pinciano, 1998, p. 96. 37 Civil, 1998, p. 419. 38 Civil, 1998, p. 420. 39 Egido, 1990, p. 165.

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que adivina un parentesco entre esta poesía y la pintura podría ser fundada con cierto rigor a pesar de las objeciones graves y obvias que pueden hacérsele»40. Parece claro entonces que los poetas áureos, animados por las novedades introducidas en el Renacimiento de la mano de Boscán y Garcilaso, «comenzaron a pensar y crear sus propias poesías con el empleo de conceptos pictóricos»41, circunstancia que en ocasiones dificulta la comprensión de ciertas composiciones pictoricistas y poemas artísticos a menos que se dirija la mirada a la teoría del arte de la época. «Tanto en poesía como en prosa», sostiene Garzelli a este respecto, «un acercamiento plástico-visual puede resultar la decisiva clave de lectura para descifrar agudezas e imágenes simbólicas, matices y contrastes de difícil explicación»42. Sobre todo es útil para aclarar e interpretar en su justa medida ciertas metáforas y pasajes intrincados cuando su inspiración procede de la plástica43: hablamos de sopesar y ponderar, siguiendo a Jaquero Esparcia, «el peso específico de lo pictórico en el ambiente literario»44. Merece la pena adelantar que dicha doctrina se produce fundamentalmente dentro de la lírica, pero no significa que la novela y el teatro áureos no se hicieran eco de su conveniencia. Así lo han puesto de relieve los estudios de Bruno Damiani45 o los diferentes trabajos de De Armas en torno a las novelas cervantinas y la comedia nueva; y se encuentra muy presente por igual en la aportación de numerosísimos hispanistas cuyas interpretaciones y juicios resonarán a través de estas páginas. Pues no resulta difícil localizar tanto en los tratados retóricos y poéticos como en incontables obras de los siglos xvi y xvii al poeta áureo considerado como pintor y a la poesía caracterizada como pintura; reflejo a todas luces de un sentido metafórico, dada la imposibilidad de una identificación plena entre colores y palabras, entre proporción métrica y geométrica, como así lo pretendía

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Blanco, 1998, p. 274. Méndez Rodríguez, 2015, s. p. 42 Garzelli, 2007, p. 85. 43 El verso «borrasca es de colores la que ves» del singular poema quevediano «A la ballena y a Jonás, muy mal pintados» vendría a ser un ejemplo de la importancia del acercamiento a la poesía aurisecular desde la perspectiva de la historia del arte, a fin de aclarar el contenido de ciertos pasajes que de otro modo resultarán difíciles de interpretar en toda su complejidad. La noción de «borrasca» de Quevedo hace referencia a los nubarrones oscuros de la tormenta que escenifica el mito bíblico; pero encierra asimismo un concepto pictoricista fundamentado en los «borrones» pictóricos, causados quizás por una mala aplicación de la técnica del claroscuro por parte del autor del cuadro que sirve de inspiración al poema de Quevedo, dando lugar así a un mal ejecutado tenebrismo. Véanse para más detalles los comentarios dedicados por Garzelli (2007) y Sáez (2015, p. 22) al poema en cuestión. 44 Jaquero Esparcia, 2018, p. 430. 45 Véanse Damiani, 1983 y 2012. 41

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Gaspar Gutiérrez de los Ríos a la hora de defender en 1600 la liberalidad de la mecánica y servil pintura46. Tal consanguineidad, autorizada por los malinterpretados aforismos de Simónides, Cicerón, Horacio y Luciano, dará lugar a una concepción exageradamente visual de la poesía, cuya comunión en el Siglo de Oro, y con especial incidencia en el Barroco, convierte al tópico ut pictura poesis y su consecuente formalización literaria a través de las variantes descriptivas en uno de sus rasgos más reconocibles, como bien defendía el profesor Orozco: La tendencia descriptiva hay que reconocerla como dominante de la época; es entonces cuando aparece el poema descriptivo, con las preocupaciones de la profundidad, de primeros términos, de claroscuro y de color. También es entonces cuando aparece el poeta-pintor, cuando se gusta de repetir la identificación de la poesía y la pintura. Y en la tendencia a la síntesis de las artes que se produce en la época, es la pintura la que preside este apretado coro. Bien expresivo es que Calderón, el que mejor logró en sus autos sacramentales este coleccionismo estético, reconociera a la pintura como «el arte de las artes que a todas domina»47.

Pese al sentido metafórico que pueda encerrar la comparación interartística, la iluminación recíproca de las artes es decisiva, por lo tanto, a la hora de reivindicar el valor de numerosas piezas de nuestra literatura clásica que no siempre han encontrado en la crítica hispánica a un fiel aliado48. La razón estriba en el carácter anecdótico cuando no peyorativo que, desde Lessing hasta la segunda mitad del siglo xx, se le atribuyó a la literatura descriptiva y a todas aquellas piezas literarias fruto de los ideales de la doctrina pictoricista. Como bien recuerda Wendy Steiner, «[l]as objeciones de Lessing al argumento neoclásico de la ut pictura poesis contribuyeron al cambio general en la teoría estética que marca el periodo romántico»49. Aun así, son innegables los abundantes abusos interpretativos cometidos en nombre del ut pictura poesis50, no solo por los teóricos de la pintura, sino también por preceptistas, retóricos y poetas auriseculares, al intentar justificar 46

Véase Calvo Serraller, 1981, p. 69. Orozco Díaz, 1988, pp. 32-33. 48 Calvo Serraller (1981, p. 24) ha ofrecido alguna de las claves que bien podrían explicar esta ligera indiferencia en el contexto español hacia el tópico ut pictura poesis y la producción poética inspirada por la teoría artística dentro de la crítica hispánica. Dicha indiferencia parece proceder, según el historiador, del rechazo manifestado por Menéndez Pelayo y seguido por sus discípulos hacia los primeros tratadistas de arte españoles por «la ausencia de ‘ideas estéticas’», a excepción de Céspedes a quien consideró «siempre excelente poeta, y, sobre todo, ‘crítico estético de los de raza’» (Calvo Serraller, 1981, p. 89). 49 Steiner, 2000, p. 44. 50 Véase García Berrio, 1977. 47

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la ilusoria identificación entre los medios de dos expresiones tan opuestas en cuanto a su forma de figurar la realidad. Ahora bien, no es posible interpretar el arte de una época sin comprender el concepto que los teóricos y artistas poseían del mismo, por mucho que este parezca erróneo o peregrino como discutió en su día Menéndez Pelayo51; pues se incurrirá en anacronismos que derivarán en sobreinterpretaciones de los textos, es decir, lecturas poco rigurosas que son consecuencia de la imposición de un análisis sesgado, y no tanto de su examen cabal en atención a la mentalidad de una época concreta, caracterizada por una concepción estética única, producto de las diferentes motivaciones sociológicas que determinan su contexto histórico52. Así lo destaca Egido al abordar la cuestión en De la mano de Artemia: La contención y reducción fueron tan esenciales en las letras y en el arte del Siglo de Oro, como sus contrarias, más dilatadas y amplificadoras. Ambas cabían en la retórica. Era un problema de discreta elección que, con el correr de los años derivó, en muchos casos, en digresiones y amplificaciones gratuitas que hirieron de muerte a casi todos los géneros. Pero no por eso se debe enjuiciar y analizar todo un siglo o una época por sus epígonos. O al menos no sólo por ellos o por cuanto supusieron los casos extremos. Se hace, así, necesario un análisis más ponderado y diverso, pues en el ámbito de las generalizaciones, las particularidades se pierden y no siempre justamente53.

Tanto es así que resulta difícil entender la evolución de géneros líricos tales como la silva o la fábula, la fecundidad de lugares comunes como el Deus pictor, figuras como la topotesia en la literatura bucólica y la épica culta o el concepto

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El erudito santanderino deja entrever en muchos de sus juicios el desprestigio que envuelve al tópico ut pictura poesis en el cambio de siglo; sin embargo, sus reflexiones dejan constancia al mismo tiempo de la importancia del lugar común para la época, como bien se observa en la valoración del peso de la plástica en Philosophía antigua poética: «El antiguo tránsito de Ut pictura, poesis, tan desacreditado después del Laocoonte de Lessing, no podía dejar de ejercer sus efectos en el Pinciano, que con singular frecuencia toma del mundo pictórico sus imágenes y comparaciones» (Menéndez Pelayo, 1994, pp. 709-710). 52 El debate en torno a la confrontación de un modelo presentista como el que caracteriza a Menéndez Pelayo y otro historicista que es el defendido por Calvo Serraller sigue copando la reflexión teórico-literaria en la posmodernidad, avivada en gran medida tras la consolidación de la crítica deconstructivista, enfrentando así a aquellos críticos que defienden, siguiendo a Umberto Eco, el respeto del sentido original del texto, y quienes abogan, partiendo de las reflexiones de De Man, Rorty o Culler, por la sobreinterpretación como una superación de los límites de la crítica tradicional. Aunque la cuestión desborda el marco de la presente investigación, conviene tenerla en mente en todo momento a propósito de la problemática hermenéutica suscitada por el tópico ut pictura poesis en el Renacimiento y Barroco. Véase Eco (1997). 53 Egido, 2004, p. 200.

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mismo de «pintura verbal», amén del parangón entre plumas y pinceles presente en la mayoría de autores áureos, sin valorar antes la fortuna del tópico ut pictura poesis en la España de los siglos xvi y xvii. Pues la realidad es que los teóricos y poetas del Siglo de Oro no se libraron tampoco de realizar lecturas desafortunadas que dieron lugar a los abusos interpretativos de Aristóteles, Cicerón, Horacio, Quintiliano o Hermógenes. Ni siquiera un pensador tan agudo como Erasmo se vio libre de distorsionar parcialmente las opiniones de Cicerón y Quintiliano, que acabaron por desatar, dada su enorme autoridad, una fiebre en torno a la figura de la hipotiposis y el estilo copioso, que desencadenó en la Europa renacentista el gusto por una literatura descriptiva y cuya pretensión no era otra que convertir al lector en un espectador de la imaginación. Prueba de tales licencias es la identificación entre la difícil dicotomía aristotélica enérgeia/enárgeia en el Renacimiento y Barroco, como bien ha señalado Vega Ramos54; o, según se verá, la definición de hipotiposis de Erasmo que ejemplifica su identificación con aquella descripción de la realidad como si fuera una obra de arte55. La descontextualización de los manidos aforismos de Simónides, Cicerón o Luciano fue la causa de la mayoría de los abusos cometidos con respecto al tópico ut pictura poesis. Especialistas como R. W. Lee, García Berrio, Wendy Steiner o Henryk Markiewicz han ilustrado los frecuentes atropellos sufridos, en especial, por los versos de Horacio durante el Renacimiento y Barroco. Cuanto más que las palabras del poeta latino llegaron a expresar una identificación tácita entre poesía y pintura, en cuyo origen albergaba una correspondencia metafórica que en ningún momento pretendía constituir una preceptiva poético-estética, tal y como durante tales siglos se llegará a interpretar. Dicha sobreinterpretación derivó en un precepto que desencadenó una fiebre por la poesía descriptiva que Horacio mismo, a todas luces, no habría dudado en desacreditar, a juzgar por la famosa condena dentro de la propia Epístola a los Pisones de aquellos poetas que abusaban de las descripciones amplificadas, esto es, hipotiposis o écfrasis. En palabras de R. W. Lee: «‘As is poetry so is painting’ was invoked more and more as final sanction for a much closer relationship between the sister arts than Horace himself would probably have approved»56. 54 «La confusión está propiciada por la semejanza fónica entre ambos términos, así como por la asociación del poder visivo de las metáforas con energeia y del poder visivo propio de la enargeia» (Vega Ramos, 1992, pp. 302). 55 Como recuerda Le Bozec es bastante frecuente en la teoría literaria contemporánea la identificación de écfrasis e hipotiposis: «Un terme récurrent est celui d’ekphrasis, concept qui est souvent l’objet d’une confusion avec l’hypotypose, car il est fréquemment défini en des termes similaires» (2002, p. 3). 56 Lee, 1940, p. 197.

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La doctrina ut pictura poesis en Europa es, por consiguiente, producto de una lectura desmedida que acaba por transformar el símil del poeta latino en un precepto artístico ineludible, cuya autoridad se mantendrá hasta la época de Lessing. Una vez desacreditado el tópico como mera fórmula metafórica sin ninguna transcendencia efectiva, toda comparación entre poesía y artes plásticas cae en desgracia en mayor o menor grado hasta la consolidación del comparatismo interartístico contemporáneo. Abusiva o no, la lectura sesgada de los diferentes aforismos que dan sentido al topos tiene un fuerte impacto, como aquí se destaca, en la mentalidad artística de los humanistas. Resulta innegable que, si bien ilusoria y peregrina, la comparación entre las artes cuenta con una tradición tan antigua como la literatura misma. La defensa de la consanguineidad de las artes llevó al parangón a extremos tales que no es extraño toparse en la época una identificación plena entre plumas y pinceles como entronizará Lope o, según reza el siguiente soneto satírico atribuido a Góngora y dirigido a Quevedo con motivo de su afición a cultivar el arte pictórico, entre «tablas y papeles»: ¿Quién se podrá poner contigo en quintas, después que de pintar, Quevedo, tratas? Tú escribiendo ni atas ni desatas; y así, haces lo mismo cuando pintas. Poesía y pintura son distintas, y ambas cosas en ti son poco gratas, pidiendo tuertos ojos, cojas patas, sátiras varias y diversas tintas. Imita el mismo Ovidio al mismo Apeles; tu pintura será cual tu poesía, bajo los versos, tristes los colores. Veremos en tus tablas y papeles ser igual el poder y la osadía de los malos poetas y pintores57.

El exceso de la consanguineidad artística propiciará que se lleguen a difuminar las fronteras de las artes, aun a sabiendas de que «poesía y pintura son distintas», como bien puntualizan los versos atribuidos a Góngora. Con todo, los pintores del Siglo de Oro emulan a los poetas tratando de narrar en sus cuadros, dando lugar a la máxima expresión del arte pictórico según André Félibien: la pintura histórica. Por su parte, el intento imposible de los poetas de pintar a través de los versos tendrá como resultado una exploración de la visualidad literaria 57

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Góngora, 1981, p. 219.

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hasta entonces no conocida y rara vez repetida en la historia posterior, de tal modo que en la época se llega incluso a definir el acto de figurar con palabras como una «pintura» de la imaginación. El idealismo de los poetas por superar las limitaciones del medio verbal, aproximándose así al ideal plástico, provoca que el estilo pictoricista devenga en los juegos de artificio formales (laberintos, lipogramas, caligramas, enigmas, logogrifos, logogramas multilingües, etc.) tan característicos de la producción icónica de Juan Caramuel o Alonso de Alcalá y Herrera. Así las cosas, es en el Barroco cuando encontramos la mayor adhesión posible a la doctrina de la consanguineidad de las artes. Durante el Renacimiento el tópico se manifiesta de acuerdo con el ideal imitativo de Horacio, Virgilio, Ovidio y los poetas renacentistas italianos; en cambio, a partir de las primeras producciones manieristas de autores como Damasio de Frías, Terrazas, Alcázar o Céspedes presentan rasgos que se alejan sobremanera de la mera imitación de los poetas clásicos, al exagerar el artificio frente a la naturalidad a la que aspiraba el petrarquismo en origen. Todo ello permite que, llegado el siglo xvii, el tópico ut pictura poesis cobre el cariz de una doctrina poética que persigue sistemáticamente una iluminación recíproca de las artes, estableciéndose así relaciones inmoderadas entre los elementos e instrumentos representativos de una y de otra. R. W. Lee ha dedicado buena parte de su labor investigadora al examen de tales correspondencias, siendo especialmente significativo el análisis del concepto de Sister Arts de Dryden con motivo de las equivalencias entre los rasgos ontológicos del teatro y la pintura, el cual no sale bien parado a juzgar por las opiniones del historiador norteamericano58. Siguiendo el criterio introducido por Lee, se puede observar que esta misma idiosincrasia abusiva que caracteriza la visión interartística de Dryden, bajo cuyo modelo se registran múltiples paralelismos entre las artes gemelas conforme a la estética barroca, se equipara a la propuesta de muchos teóricos y poetas españoles del periodo. Se establecen de este modo correspondencias metafóricas entre el tono pictórico y los estilos poéticos; entre la perspectiva de los cuadros y el uso de deícticos en las descripciones; entre la disposición de las figuras en las escenas plásticas y la estructura métrica y estrófica de los poemas; entre el color y la proporción, amén de recursos tales como el epíteto y la hipérbole; entre la cornucopia de los bodegones y la amplificatio retórica; entre los gestos de las alegorías de la pintura y las prosopografías y etopeyas de la poesía. Y bien que dichas correspondencias 58

«It is still not easy to understand how a man of the acute critical sense of John Dryden could, in comparing literature with a painting, fall into such absurdities as when he compares the subordinate groups gathered about the central groups of figures in a painting to the episodes in an epic poem or to the chorus in a tragedy, or the sketch of a painting to stage scenery, or the warts and moles in a portrait to the flaw in the character of tragic hero» (Lee, 1940, p. 259).

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no tienen razón de ser desde un punto de vista riguroso, sino que actúan como meras metáforas estilísticas, imponen una manera de «pintar» la realidad con palabras de acuerdo con los referentes plásticos de la época. En tanto que el pintor rivaliza con el poeta en su propósito de representar la historia a través de una poesía muda (poema silens), el poeta dibuja y colorea la realidad en la imaginación del lector gracias a una pintura que habla (pictura loquens). Si los pintores imitan a Virgilio y Ovidio en sus cuadros, Paravicino y Lope buscarán emular a El Greco y Juan van der Hamen en sus paisajes, retratos y bodegones. He aquí una pequeña muestra de cómo la iluminación recíproca de las artes resultó harto productiva en el contexto aurisecular, pues generó nuevas formas, recursos y estilos. De igual modo, la reflexión en torno al lugar común llevará a los teóricos a hacer hincapié en que la realidad figurativa es el principal fundamento del arte poético. La supremacía del epos como esencia de la poesía en detrimento de la imagen mental entra en crisis con la llegada del Renacimiento, y es origen de una profunda controversia entre los teóricos, controversia incentivada en buena parte por la eclosión de la cultura libresca; pero también, como recuerda Pineda59, por el descubrimiento de numerosos manuscritos perdidos como Instituciones oratorias de Quintiliano, por no hablar de la recepción de la Poética de Aristóteles o los Progymnásmata de Hermógenes y Aftonio durante el siglo xvi. Este cambio se observa claramente en los ya mencionados diálogos de Pinciano, quien pone en duda a través de sus personajes que el verso determine la esencia misma de la poesía, sino que es la mímesis, esto es, la naturaleza figurativa e imaginativa de las obras de arte la que impone su razón de ser. A través de este criterio defendido por el teórico español, los vínculos entre poesía y pintura se fortalecen y propician una mayor hermandad entre ambas, que se verá ejemplificada en la exaltación de la propiedad enárgica de las palabras en el Barroco y, además, en la consagración de la novela como género literario de pleno derecho. Por otra parte, a la luz del tópico ut pictura poesis y máxime en relación con el concepto de descripción de la época, existe una separación clara, tal y como refleja el diálogo de Pinciano, entre la reproducción poética y la historiográfica, pues la primera imita y crea y la segunda reproduce y conserva60. Dicha consideración contradice una vez más la lógica sobre la que reposa la definición moderna de écfrasis, pero no así la concepción de la hipotiposis o «pintura verbal» 59

Pineda, 1996, p. 398. «Así que las descripciones de tiempos, lugares, palacios, bosques y semejantes, como sean con imitación y verisimilitud, serán poemas; y no lo serán, si de imitación carecen; que el que describiesse a Aranjuez o al Escurial así como están, en metro, no haría poema, sino escribir una historia en metro y así no sería hazaña mucha, porque la obra principal no está en decir la verdad de la cosa, sino en fingirla que sea verisímil y llegada a razón» (Pinciano, 1998, p. 148). 60

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de la realidad como si fuera una obra de arte, que es la natural del periodo. Por tal razón, no es de extrañar que Webb haya denunciado las consecuencias del desplazamiento semántico: «It is ironic that the modern meaning (which after all has been current for only about half a century at the time of writing) should have almost totally eclipsed the ancient meaning»61. Un ejemplo de ello lo contemplamos en el hecho de que las descripciones de las telas de la «Égloga III» de Garcilaso son igual de ecfrásticas, si atendemos a los criterios clásicos de la retórica aurisecular, que las meras descripciones del Tajo presentadas por el poeta toledano bajo la configuración del locus amoenus. Esta contradicción procede de la mencionada disfunción que se produce entre el sentido moderno de la écfrasis y el sentido que tal figura posee en el seno de la mentalidad poética clásica sobre la que Garcilaso erige los cimientos de lo descriptivo en su poesía. Nos encontramos pues ante la problemática derivada de aplicar instrumentos teóricos que no responden a las circunstancias de la época, sino a una concepción literaria muy posterior. No solo es que haya cambiado la teoría descriptiva; es que ni siquiera el concepto de arte es el mismo. La teoría de la écfrasis parte de la base de una idea tanto de la naturaleza como del arte que no es propia de los siglos xvi y xvii. Nos enfrentamos de nuevo al dilema establecido entre la visión presentista de la literatura y su lectura historicista. No es necesario decantarse por una u otra; antes bien, se trata de generar un espacio donde ambas operen dialécticamente, con objeto de observar cómo el valor histórico de una concepción retórica de lo descriptivo obsoleta se ha visto revitalizado y actualizado a través del valor semiótico y comparatístico que, desde la teoría literaria moderna, se le concede a la virtud visiva de las palabras, es decir, la enárgeia62. De ahí que una de las principales novedades que presenta este estudio con respecto a otros de similares características se colige del intento de conciliar la tradición retórica y la teórico-literaria al abordar el tópico ut pictura poesis en el Siglo de Oro. Por tal motivo, se ha optado por respetar, como se ha mencionado anteriormente, las actuales definiciones de la écfrasis a fin de no generar una mayor confusión terminológica de la que ya de por sí existe, recuperando para ello un concepto presente en los tratados de retórica aurisecular, útil en el sentido en que supone un término medio entre la descripción y la écfrasis, además de 61

Webb, 2009, p. 11. La propiedad de la enárgeia se identifica con el efecto por el cual las palabras ponen lo representado ante los ojos del oyente o lector. El primero en abordar el fenómeno verbal fue Aristóteles en la Retórica (1994, p. 539, III, 11.1, 25), vinculándolo a la metáfora y la personificación. Pero será sobre todo Quintiliano (1916, pp. 92-93, IX, 2) quien, inspirado por Cicerón (2002, p. 67, 69), relacionará la propiedad de la enárgeia con la figura de la descripción amplificada o hipotiposis, y a esta con el ideal de pintar con palabras (verbis depingere). 62

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responder a la concepción poética de lo descriptivo en el Siglo de Oro, y cuyo origen se remonta a Quintiliano y a los autores clásicos de los progymnásmata: la hipotiposis63. Se ofrece, pues, un estudio crítico sobre las relaciones de la literatura y las artes plásticas en la España de los Austria en el marco del lugar común horaciano y a partir de los testimonios poéticos de la época que mejor reflejan los diferentes elementos extraídos tanto de la tradición clásica como del comparatismo interartístico en el que se encuadra este trabajo. Recapitulando, se presenta una visión panorámica de la representación literaria del tópico ut pictura poesis y de la doctrina pictoricista que a partir de él se genera en los siglos xvi y xvii, recuperando así el quehacer de los estudios pioneros de Orozco Díaz, pero desde una perspectiva actual que conecta con los distintos elementos de crítica reunidos bajo el paradigma metodológico de la literatura comparada como disciplina64. Todo ello con el objetivo último de examinar la evolución y sentido de la hermandad entre literatura y pintura, la iluminación recíproca de las artes en la época, así como la formalización de la «pintura verbal» en la literatura pictoricista del Siglo de Oro.

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En los últimos años, autores como Yves Le Bozec (2002) o Román de la Calle (2005) han recuperado el término clásico de hipotiposis con la intención de superar las limitaciones impuestas por la definición restrictiva de écfrasis introducida por Spitzer. Dicha noción permite abrazar una concepción mucho más amplia y tanto más acorde a la mentalidad de la época, pues la diferencia entre las variantes descriptivas no viene forzada tanto por la problemática referencialidad cuanto por la modalidad representativa o por las funciones narratológicas asignadas a cada una de ellas (véase Posada 2017c). Cabe señalar, hasta donde se me alcanza, que no existe un trabajo en el marco de los estudios hispánicos que haya contemplado y menos estudiado la figura de la hipotiposis como variante descriptiva con independencia de la descripción y la écfrasis en el contexto de la literatura aurisecular. Sánchez Jiménez (2011, p. 104) recupera la figura en función de la écfrasis, pues considera a esta última una subespecie de la hipotiposis. López Grigera (1975) ha estudiado su importancia en el Siglo de Oro, pero desde una perspectiva retórica. Solo en los casos de los artículos de Juan Emilio Estil-les Farré (1996) y Sánchez Jiménez (2015a) he encontrado la definición de la hipotiposis como aquella descripción que «pinta» la realidad como una obra de arte. Pero el origen de tal definición no procede de la retórica francesa neoclásica, como argumenta Estil-les Farré, sino que se remonta a Cicerón y ya se encuentra presente en la preceptiva retórica del siglo xvi de la mano de Erasmo, Reinhard Lorich y Alfonso de Torres. 64 Existen numerosas vertientes no necesariamente ligadas a los estudios literarios y que se integran dentro de otras disciplinas que, como Claudio Guillén (1985, pp. 126-129) observaba, desbordan el alcance de la literatura comparada con otras artes y se adscriben a los estudios culturales, la estética, la retórica o la historia del arte.

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BOCETO Y PRIMERAS PINCELADAS El tópico ut pictura poesis sirve como motivo de composición de un amplio espectro de producciones renacentistas y barrocas tanto españolas como novohispanas. Sobra decir que resultaría una tarea titánica analizar en detalle el inmenso corpus de piezas que abordan de una u otra forma las artes plásticas como tema en el Renacimiento y Barroco españoles. Con todo, es menester ofrecer el análisis de algunas muestras significativas para reorientar la materia que nos ocupa, reconsiderando así su verdadero alcance. Ni mucho menos agota esta investigación el campo referido; más bien, se pretende constatar con ella cuán lejos se está aún de dar debida cuenta de la representación del lugar común en el vasto conjunto de la literatura del Siglo de Oro. El estudio en torno a la relación entre poesía y emblemática, el cromatismo en la lírica o la écfrasis como instrumento de transposición artística ha demostrado que el análisis comparatista favorece una mejor comprensión de aquellos textos inspirados por la imagen plástica. Las aportaciones a este respecto, citadas a lo largo de las páginas que siguen, ponen de relieve que la hermandad de las artes es determinante a la hora de valorar en su justa medida una serie de composiciones pictoricistas del Siglo de Oro. En palabras de Bergmann, para interpretar con rigor «the poets’ response to painting, and their ‘imitation’ of the arts of painting and sculptures in words, it is first necessary to examine contemporary theories of imitation in visual arts»65. Es decir, sin la oportuna aproximación a la teoría artística y al arte plástico como instrumentos auxiliares de la crítica literaria, resultarán tales composiciones carentes del valor de los textos que ocupan el centro del canon hispánico, por ser consideradas por regla general una manifestación circunstancial de los excesos del Barroco66. Este aspecto desfavorable se ha visto soslayado, en cierto modo, gracias a que la mayoría de hispanistas reseñados ha recurrido a los textos canónicos para explorar la influencia de las artes plásticas en la literatura aurisecular. Garcilaso, Lope, Cervantes, Góngora, Quevedo o Calderón han sido analizados con profusión por formalizar en sus obras de modo inequívoco el tópico ut pictura poesis, hecho más que comprensible si se tiene en cuenta que son los autores de mayor 65

Bergmann, 1979, p. 18. La manifiesta incomprensión dentro de la crítica hispánica con respecto a la poesía de circunstancias se observa en los juicios de numerosos críticos de finales del siglo xix y principios del xx, entre ellos Manuel Serrano y Sanz, quien critica sin miramientos el pernicioso alambicamiento culterano de la producción lírica barroca: «Todos los defectos naturales del ingenio español se acentuaron en el siglo xvii con la decadencia literaria y con la abundancia de versos de ocasión, con pensamiento y aun con pie forzado, que se escribían para los muchos certámenes, academias, obeliscos y pompas fúnebres» (1915, p. xv). 66

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renombre de nuestras letras y los que mayor interés, por ende, despiertan entre los investigadores. Pero queda pendiente de revisión un sinfín de «pinturas verbales» y poemas artísticos salidos de la pluma de figuras secundarias o enmarcadas en géneros de menor relieve. De hecho, cabe insistir en que no es en los grandes nombres, exceptuando a Garcilaso, Lope, Quevedo y quizás Calderón, donde encontramos las mayores aportaciones pictoricistas de la época, sino en la llamada poesía de circunstancias de los poetas menores. Siguiendo con atino la censura de Horacio, Cervantes mismo ridiculiza en Don Quijote la tendencia abusiva de «pintar» las circunstancias por parte de los escritores siglodoristas67; Quevedo, en diferentes lugares, critica la manía de los poetas de «pintar» a las damas por medio de hortalizas y flores o bien como si estas fueran estatuas de Nabuco. Y no estaban faltos de razón, pues si se revisa la producción lírica de Cetina, Espinosa, Bonilla, Paravicino, Jáuregui, Bocángel, Ovando o Delitala, por citar algunos casos ejemplares, encontraremos en ella abundantes manifestaciones del verbis depingere68. Cierto es que la obra de los poetas mencionados no ha sido analizada puntualmente teniendo en cuenta este aspecto, y hasta donde tengo noticia, más allá de las investigaciones de Orozco Díaz, Egido o Portús Pérez, en contadas ocasiones han sido objeto de un estudio conjunto a la luz del tópico ut pictura poesis69. Como han reivindicado los investigadores cuyas aportaciones iluminan estas páginas, los distintos análisis reunidos aquí buscan favorecer una mayor 67

Véase Posada, 2016c. La expresión verbis depingere, pintar con palabras, está tomada del discurso ciceroniano De finibus bonorum et malorum y hace referencia en origen a la descripción del cuadro del Placer elaborado por el retórico Cleantes: «illius tabulae, quam Cleanthes sane commode verbis depingere solebat» [aquel cuadro que Cleantes, muy apropiadamente, solía pintar con palabras] (Cicerón, 2002, pp. 67, 69). 69 Cabe señalar que, en los últimos años, Alejandro Jaquero Esparcia ha defendido su tesis doctoral titulada La teoría de la pintura versificada en España durante la Edad Moderna (siglos XVIXVII): de Pablo de Céspedes a Diego Antonio Rejón de Silva (Universidad de Castilla-La Mancha, 2018), cuya investigación dará lugar además al estudio Poesía con fines didácticos sobre las artes. Génesis y recepción en la España de la Modernidad (2019). El trabajo es de vital importancia para la perspectiva crítica aquí abordada, por el riguroso examen que presenta Jaquero Esparcia de la doctrina ut pictura poesis y los poemas didácticos renacentistas, barrocos e ilustrados que contienen y desarrollan teorías de la pintura versificadas desde Pablo de Céspedes hasta Juan Moreno de Tejada. Idéntico caso es el de Lucas Alonso (2020), cuya tesis doctoral El Persiles: ¿una imagen o mil palabras? La écfrasis y otros procedimientos visuales en la última novela de Cervantes fue leída el pasado año 2020. Por último, mención especial merece la reciente publicación de Hispanic Baroque Ekphrasis. Góngora, Camargo, Sor Juana (2020) de Luis Castellví Laukamp, en cuyas páginas se analiza la presencia de la écfrasis en las composiciones de los poetas novohispanos Camargo y sor Juana sobre la base del modelo pictoricista desarrollado y difundido por Góngora. 68

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conciencia acerca de cómo el vivo diálogo que mantienen la literatura y las artes plásticas en el Siglo de Oro alienta una corriente pictoricista que insiste en convertir la poesía en una pintura de segundo grado. Por peregrina que resulte la idea, raro es el escritor áureo que no confíe en el poder sinestésico de la palabra para pintar con «métricos pinceles», como ensalzó Bocángel, la apariencia del mundo sobre el lienzo de la imaginación. Con las muestras significativas ofrecidas en este estudio, se pretende, pues, revisar ciertos aspectos hasta ahora no contemplados por el comparatismo interartístico, así como recuperar un corpus de obras que demuestra la plena operatividad de la preceptiva ut pictura poesis en el contexto aurisecular. Por supuesto, existen cuestiones pendientes que, por descubrirse durante el transcurso de la investigación de este trabajo, no se han desarrollado con propiedad en estas páginas. Apenas ha habido lugar para abordar, por ejemplo, subgéneros poéticos tales como las llamadas pinturas barrocas y que localizo en la producción lírica de Bocángel, Barrios, Ovando o Catalina Clara Ramírez de Guzmán70. Desconozco si el blasón poético se extiende más allá de algunas composiciones prerrenacentistas del marqués de Santillana71, bien que la codificación heráldica como estilema se percibe con claridad en los versos de Aldana, Gaspar de Aguilar o Paravicino. Las aportaciones magistrales de Orozco o Egido han llamado la atención sobre manifestaciones singulares como el retrato «a lo divino» o el poema emblemático, pero falta por explorar con exhaustividad su recorrido en la trayectoria poética del Siglo de Oro; por otro lado, queda mucho por hacer en cuanto al estudio de la formación de paradigmas autónomos dentro de la poesía barroca72, añadido al examen de la «pintura verbal» de monstruos o prodigios que propician teratoscopias y el vínculo establecido con la imagen en calidad de phantasia73. Por no mencionar además la figura de la hipotiposis, que en este trabajo se introduce en el último tramo, por ser un instrumento útil para aclarar ciertas descripciones que persiguen no tanto representar las circunstancias cuanto pintar con palabras un lienzo imaginario, tomando como modelo el arte de la época. 70 Véase Alban Davies, 1975. Siguiendo a Portús Pérez, el subgénero barroco de la pintura, cultivado en otros por los poetas Miguel de Barrios y Juan de Ovando, «se compone básicamente de ‘retratos’ generalmente de damas en rima y tiene su origen tanto en la tradición petrarquista que construía imágenes poéticas de personas con metáforas tomadas frecuentemente de la botánica o de la pedrería, como en la intensificación del uso del verbo ‘pintar’ como sinónimo de ‘describir’» (1999, p. 41). 71 Véase Posada, 2015b. 72 Como es el caso del paradigma autónomo dentro de la poesía de ruinas constituido por los poemas dedicados a las esculturas de colosos salidos de la pluma de Quevedo, Espinosa, Cáncer y Velasco o Pérez de Montoro. Véase Posada 2019c. 73 Véase Vega Ramos, 2002.

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Los magníficos avances en el estudio de la emblemática áurea y el teatro como expresión visual permiten no detenerse en la materia y poder abordar otras cuestiones de interés que han padecido desigual fortuna, al contar con la labor de investigadores como Egido, Arellano, López Poza, Bernat Vistarini y tantos otros especialistas que han consagrado buena parte de su labor a la materia. Asimismo, la fiebre desatada en las últimas décadas por la écfrasis ha permitido ahondar en la relación poético-plástica en referencia a los autores áureos de mayor renombre, lo cual invita a inspeccionar la descripción de objetos de arte en otras composiciones que hasta ahora no han tenido excesiva cabida en los trabajos de los hispanistas. En lo tocante a este último aspecto es preciso tener en cuenta que, al haber acaparado por completo la écfrasis la atención de los investigadores, se ha reducido sin quererlo el tópico a uno de sus aspectos. Como se ha adelantado, recurriendo en exclusiva a la descripción de arte como instrumento de análisis, se limita sobremanera el estudio del tópico ut pictura poesis. Conviene volver a hacer hincapié en que no se trata de menospreciar la utilidad de la écfrasis como concepto, sino de complementarla con otras herramientas hermenéuticas que permitan proceder a un examen crítico más extenso y menos sesgado de la formalización de la comparación interartística en las producciones del Siglo de Oro. Antes de nada, se debe apuntar que existen innumerables vías por las cuales se manifiesta la comparación de plumas y pinceles en la literatura aurisecular. Conforme a lo expuesto, el lema horaciano promueve una doctrina que empuja a poetas, novelistas y dramaturgos a caracterizar su arte como una pintura de segundo grado. Tal idea, aunque discutible por cuanto la imagen poética no puede competir con la plasticidad de la pintura o escultura74, no deja de repercutir por ello en el medio verbal y de mantenerse como uno de los signos más reconocibles de la poesía en la España de los Austria. Y para ello los poetas áureos recurrieron a diferentes formas y estrategias de abordar el tópico horaciano que no se ciñen a la «pintura verbal» y escapan al dominio de las figuras enárgicas. 74 Entre los detractores, como recuerda Blanco (1998, p. 265), se encuentra M. J. Woods, quien en referencia a la visualidad en la poesía de Góngora «rebatía la idea ingenua de que cuando leemos estamos viendo algo». En efecto, la imagen poética inspirada por el medio verbal, por más visual que resulte, no origina tanto un simulacro mental del icono (opsis), como una phantasia que no se deja explicar «por relaciones de semejanza entre dos objetos visibles, sino por conexiones culturales y conceptuales». Esta cuestión planteada forjó un intenso debate en el Renacimiento entre los seguidores de Leonardo y los partidarios de Comanini (véase Posada, 2019a, pp. 85-108). Si bien la discusión quedará en cierto modo resuelta gracias a la teoría del concepto de Gracián y la posterior reflexión filosófica de los empiristas ingleses sobre las nociones del entendimiento, la polémica en torno a la imagen poética alcanzará su punto álgido con el Laocoonte de Lessing (véase Posada, 2019a, pp. 137-142).

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De tal forma que el presente volumen tiene por objetivo analizar el verbis depingere como praxis pictoricista en la España renacentista y barroca; pero no sería de recibo dejar de examinar, aun cuando sea desde una mirada panorámica, la forma en que la comparación de poesía y artes plásticas se ve representada más allá del vínculo establecido por la imagen. La cuestión no es nueva, pues ya destacaba Egido en De la mano de Artemia que a «la inagotable identificación de plumas, cinceles y pinceles, o a la de páginas y lienzos, habría que añadir toda la serie de símiles que, en definitiva, transforman la operación artística en lenguaje»75. Además de la tópica consideración de la poesía como pictura loquens, existen diferentes formalizaciones del lugar común que casan con las tres directrices en este libro reunidas: el parangón de poesía y artes plásticas con motivo de la correspondencia de sus medios, técnicas y efectos; el arte y el artista como tema compositivo de la poesía aurisecular; y el elogio de pintores por parte de poetas. A todo ello se le añade como epílogo una breve revisión de la hipotiposis en la poesía del Siglo de Oro por establecer la mencionada figura retórica el término medio entre la descripción y la écfrasis: la descripción de la realidad como si fuera una obra de arte. Así es que en el primero de los bloques se presenta un examen de la influencia ejercida por las artes plásticas en los autores áureos. Se dirigirá la mirada en primer término a la producción bucólica de Garcilaso, en concreto a la «Égloga III», en la cual es posible observar ya el influjo de las artes plásticas sobre la poesía del periodo, merced a la transposición verbal de la imagen plástica, y cuyo análisis revelará, o así se defiende en el epígrafe correspondiente, el posible intento por parte del toledano de adaptar estructuralmente la proporción áurea a la poesía. Se sondeará, a continuación, el verbis depingere de lugares a través de las topotesias localizadas en La Diana de Montemayor y La casa de la Memoria de Espinel, para sopesar la naturaleza de la imagen en el Renacimiento y su respectiva formalización en función de la preceptiva retórica de la descriptio en la época. Se dará paso entonces al análisis de la écfrasis en un género poco frecuentado por los comparatistas como lo es la épica culta. La cultura visual y la alegoría como expresión imaginativa en el Barroco será igualmente objeto de estudio en atención a las pragmatografías contenidas en Los cigarrales de Toledo de Tirso de Molina. Cierra este bloque el análisis del modo en que los dramaturgos barrocos convierten la pintura en un mecanismo de agnición en la comedia nueva. Tras el desarrollo de tales cuestiones, se continuará con la revisión de aquellas perspectivas que desbordan el concepto de «pintura verbal» y que conectan directamente con la representación del lugar común en la poesía áurea. A partir 75

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Egido, 2004, p. 195.

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de alusiones, poemas artísticos y encomios pictóricos ofreceré pruebas tanto de la presencia del parangón poético-plástico y la representación de objetos de arte en los versos de los poetas siglodoristas, sin olvidar los elogios dirigidos por estos a los artistas del periodo. El objeto no es otro que reivindicar el tópico ut pictura poesis como uno de los principales motivos de composición de la literatura áurea española. El estudio finaliza con un quinto bloque como adenda donde se analiza el papel de la hipotiposis como figura descriptiva característica del Siglo de Oro y máxima expresión del verbis depingere, por ser reflejo en última instancia de la preceptiva pictoricista en la praxis poética. AGRADECIMIENTOS La publicación de este libro no habría sido posible sin el apoyo incondicional de mi mujer y mi familia; sin la inestimable ayuda de César Domínguez y mis profesores de la Universidad de Santiago de Compostela y la Universidad de Vigo; Coman Lupu, Mianda Cioba, Anca Crivaţ y Mihai Iacob de la Universidad de Bucarest; Ilinca Ilian, Luminiţa Vleja, Raluca Vîlceanu y Raluca Ciortea de la Universidad de Vest; así como el resto de antiguos compañeros y compañeras de departamento tanto en Bucarest como en Timișoara. Debo un especial agradecimiento al programa de Lectorados MAEC-AECID y a la Embajada de España en Bucarest, en especial al Consulado y sus miembros, a Virginia González García, Tada Bastida, Miguel Soler y Rozalia Petcu, por el apoyo y la confianza depositada. Estoy en deuda asimismo con Antonio Sánchez Jiménez, Adrián J. Sáez, Silvia Ştefan y Leticia Mercado por sus sabios consejos y la ayuda prestada que ha sido enorme. A todos vosotros, gracias.

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2. PICTURA LOQUENS: LITERATURA Y ARTES PLÁSTICAS EN EL CONTEXTO AURISECULAR

El tópico ut pictura poesis como motivo de composición irrumpe en la literatura del Siglo de Oro a través de la poesía bucólica de Garcilaso de la Vega. Hasta tal punto es temprana su presencia en la poesía del toledano que no es descabellado considerarlo como uno de los principales valedores del pictoricismo en la Europa renacentista. Ya se ha recalcado que Spitzer no pasó por alto esta realidad. En efecto, en las églogas garcilasianas, al igual que en las composiciones de Boscán, la pintura se convierte en objeto de atención para el poeta. Sus versos dirigen la mirada a la imagen pictórica, se dejan seducir por la sensualidad de su medio, caen en sus redes y acaban por aspirar a pintar con palabras, esto es, intentar hacer ver al lector la imagen de un objeto de arte. A partir de este punto se desarrolla en España una praxis poética, cuyo interés reside en la forma en que se evidencia la hermandad de la palabra y la imagen. No todas las épocas han llevado la figuración verbal a tales límites. La fortuna del gongorismo entre los poetas barrocos consolida la literatura como manifestación imaginativa, como concepto visual, como singularidad enárgica. Pero tal proyecto, tal idea, tal perspectiva estaba condenada al fracaso desde su origen. Derivó el pictoricismo áureo en un dogmatismo poético excesivo. Ya a mediados del siglo xvii se muestra como un fenómeno literario que sume a la palabra en la fría artificialidad, propia de una poesía de circunstancias, como la que caracteriza la lírica barroca tardía. La metáfora que encierra el aforismo de

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Simónides1, que da vida a un buen número de ingeniosas metáforas de inspiración pictórica, acaba por perder su fuerza. Se manifiesta en el Bajo Barroco como un recurso manido, carente de todo ingenio e incapaz de producir los efectos inesperados de las primeras generaciones de poetas barrocos. La «pintura verbal» se esquematiza, hecho que se observa en los rígidos programas de los florilegios de Barrios o Delitala. Se pone punto final así al esplendor de la doctrina ut pictura poesis que deviene en el rígido academicismo del Siglo de las Luces. Tras de sí deja dos siglos de poesía pictoricista en la que la imagen se erige como protagonista, fruto del empeño de los poetas por demostrar que era posible pintar y esculpir con palabras a imitación de las artes plásticas2. A través del poder figurativo del signo verbal, de la dimensión visual de los significados, del efecto enárgico de la metáfora, los estilemas pictoricistas y el detallismo descriptivo, la poesía rivaliza con la pintura en respuesta al parangón que viven las artes imitativas en el Renacimiento. El poeta emula la labor del pintor en incontables ocasiones, dirige la mirada a los cuadros de la época y sus versos acusan el influjo de la deslumbrante labor de los pinceles. La nueva consideración de la poesía como figuración imaginaria bajo el auspicio del tópico ut pictura poesis, que desde los orígenes de la teoría del arte se hallaba presente en el pensamiento estético de los filósofos y retóricos antiguos, se ve cristalizada en el verbis depingere de los poetas áureos. Es una fiebre que se extiende por toda Europa y que en España produce notables efectos dada la hermandad que viven poetas y pintores en la corte de los Austrias. Primero el neoplatonismo y más tarde la Contrarreforma impulsarán sobremanera el encuentro de plumas y pinceles bajo un fin ideológico común. Las correspondencias, similitudes, puntos de conexión entre pintores y poetas se 1

Recordemos que, según Plutarco (1989, p. 296, 346F), Simónides llamaba a la pintura poesía silenciosa y a la poesía pintura que habla. Véase Posada (2019a, pp. 19-26). 2 Tal es la motivación que encierra en términos generales la condición pictoricista de la poesía a la luz del tópico ut pictura poesis en el Siglo de Oro. La influencia plástica lleva a los vates a explorar la dimensión imaginativa de la poesía y se redescubre por extensión la antigua hermandad que mantuvieron metros y colores en el mundo antiguo. Es entonces, con el descubrimiento de la imagen como vínculo consanguíneo y principio esencial de las artes, cuando la pintura reivindica, por parentesco con la poesía, su liberalidad como expresión; pero, asimismo, cuando el poeta, en parangón con la flamante y cautivadora imagen exterior del icono, explora las propiedades visuales del medio verbal, hasta saturar las composiciones barrocas, con la fortuna del gongorismo, de imágenes interiores o conceptos. «Se trata de construcciones intelectuales, verbales sí», anota Blanco, «pero que se orientan, de modo semejante a lo que sucede con las construcciones y las experiencias del pintor, hacia la representación significativa y estéticamente satisfactoria de experiencias visuales reales o tal vez mejor de experiencias visuales posibles, aunque irrealizables en la práctica. Inventar, a través de un lenguaje, y por tanto de una construcción lógica y lingüística, un mundo posible de experiencia perceptiva y hacer que este mundo sea proyectado sobre la experiencia efectiva de lo visible» (1998, p. 274).

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anteponen a las notables diferencias de sus medios. Se llega a negar la realidad de sus limitaciones, incurriendo en numerosas sinestesias y metáforas peregrinas que operan durante más de dos siglos como una verdadera teoría del arte. Todo con el fin de exaltar la virtud visiva de la poesía y que no vaya a la zaga de la flamante pintura renacentista. El arte pictórico, por su parte, reivindica sin tapujos su poder poético pese a su naturaleza muda, con objeto de desvincularse de su condición servil y autorizar su liberalidad. Se celebra antes que nada la paradoja. Bien que no es posible ver realmente el escudo de Aquiles, lo imaginamos; bien que no podemos oír los gritos del Laocoonte, los intuimos. El arte se convierte en un simulacro que aspira a hacer posible un imposible, convertir lo natural en artificial y lo artificial en natural por medio de la imitatio artística. Reduce la inmensidad y volatilidad de lo natural a un microcosmos ficticio, una máquina abreviada, una imagen del mundo, un símbolo perfecto de su esencia. Garcilaso reduce la naturaleza, a imitación de Homero, a una urna que engloba el macrocosmos y teje mediante el artificio poético una imagen que plasma el recuerdo doloroso por la pérdida de Elisa. Montemayor y Espinel transforman tales recuerdos en las esculturas y los frescos que decoran palacios y casas de fantasía. Lo mismo sucede con los autores de la épica culta que recurren a la pintura para celebrar la grandeza del Imperio español. Y los poetas manieristas reconstruyen a través de un retrato imaginario la figura de la dama como un templo de Eros ante el cual se arrodillan para manifestar su devoción. Pero no es la única manera en la que los escritores áureos abordan el tópico ut pictura poesis como tema de sus composiciones. Talentos dobles como Céspedes o Jáuregui no dudarán en poner sus versos al servicio de la teoría artística3. Conciben la poesía como un instrumento paralelo a los tratados de arte en su defensa de la pintura y la escultura. La peculiar visión de Cervantes con respecto al tópico horaciano y la preceptiva pictoricista que gira en torno a ella transforma el verbis depingere en una pauta de la verosimilitud gracias al efecto de realidad inherente a la descripción4. Y de igual modo proceden los dramaturgos barrocos, en cuyos dramas la pintura se concibe como un mecanismo de agnición a tenor del espíritu neoaristotélico de la comedia nueva. Sin olvidar a autores como Tirso, quien refleja en sus pragmatografías de fastos el gusto por la cultura visual del Barroco5. 3

Véase Jaquero Esparcia, 2018, pp. 69-171 y pp. 186-190. Véanse Posada, 2016c; 2019a, pp. 182-190. 5 El término pragmatografía fue acuñado en la época moderna por el influyente retórico inglés Henry Peacham en el tratado The Garden of Eloquence (1593). Como recuerda Ángel Ferrari, la retórica clásica la «circunscribe a acontecimientos y actos reales» (1983, p. 442) y se correspondería con lo que López Grigera (1994, p. 135) denomina «hipotiposis dinámica». Se trata 4

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Todo ello es muestra de cómo la relación de literatura y artes plásticas se mantiene vigente a lo largo del Siglo de Oro. Las diferentes formalizaciones del tópico ut pictura poesis en las obras y géneros estudiados en este capítulo así lo avalan. La comparación de plumas y pinceles es por añadidura una constante que se aprecia en un sinfín de composiciones pictoricistas circunscritas al lugar común. De hecho, los objetos de arte protagonizan encomios pictóricos y poemas artísticos, cuyo valor no será ponderado en su justa medida si, como se ha dicho, no nos aproximamos a ellos desde una metodología comparatística. Tanto más cuando se entiende que las artes plásticas son uno de los principales modelos de imitación para la poesía barroca, circunstancia que propicia un considerable elenco de géneros menores, fruto del trasvase y adaptación de técnicas, motivos y modalidades procedentes del arte pictórico. Pero la iluminación recíproca de tablas y papeles no solo se traducirá en la profusión de «pinturas verbales» de toda índole, sino, además, en la constitución de una figura descriptiva característica de la poesía aurisecular: la hipotiposis. Bajo su directriz, el poeta figura la realidad como si fuera una obra de arte, tomando para ello como paradigma los géneros propios de la plástica de la época, así como sus técnicas y conceptos, con objeto de dar vida a la máxima expresión del verbis depingere con el desarrollo de un estilo pictoricista, que estriba en el empleo de la terminología del arte, el cromatismo, los epítetos, los deícticos, la traslatio temporum y toda suerte de mecanismos verbales, como se verá a continuación, vinculados a la propiedad retórica de la enárgeia. 2.1. LA TRANSPOSICIÓN ÁUREA: CORRESPONDENCIAS POÉTICO-PLÁSTICAS EN LA «ÉGLOGA III» DE GARCILASO DE LA VEGA No han sido escasos los hispanistas que han señalado la trascendencia de la producción lírica de Garcilaso de la Vega para la renovación poética en España. Pero no tantos han incidido en el imprescindible papel que desempeñó el poeta toledano en la difusión de la preceptiva pictoricista, en tiempos en que los teóricos del Renacimiento, como apunta acertadamente Roland Béhar, «aún no han

de un término útil, por lo tanto, para designar la descripción de acciones. Siguiendo a Heinrich Lausberg (1990, pp. 224-225, pp. 810-819), entre las acciones adscritas habitualmente a la descripción narrativa o pragmatografía se encuentran edificaciones de ciudades, acontecimientos bélicos, catástrofes naturales, fiestas (bailes, bacanales, mascaradas) y epidemias. Urí Martín (1998) incluye también dentro de la pragmatografía los retratos dinámicos o retratos anecdóticos que dan lugar a descripciones de figuras en movimiento o en el transcurso de acciones.

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integrado la lectura de la Poética aristotélica y que no aceptan como tópico el famoso ut pictura poesis de Horacio»6. Cierto es que el toledano pertenece a la pléyade de poetas renacentistas —Bembo en Italia, Ronsard en Francia, Sá de Miranda en Portugal o Sidney en Inglaterra— que permanecen en cierto modo a la sombra de Petrarca. Pero en el caso de Garcilaso, reducir su figura a un mero importador de las nuevas formas en nuestras fronteras supone incurrir en una enorme injusticia. Máxime cuando, a diferencia de otros países europeos, la relación entre España e Italia es harto compleja. No se debe olvidar que si el poeta toledano recala en Nápoles es porque la hoy provincia italiana pertenecía como virreinato a la dispersa geografía del Imperio español en el siglo xvi. No es que Garcilaso entre en contacto con la cultura literaria italiana y adapte a nuestra lengua, siguiendo los pasos de Boscán, las formas y tópicos petrarquistas: esta es la diferencia en relación con otros poetas de su misma generación. El toledano participa de la eminente Academia Pontaniana en la capital napolitana y comparte espacio literario con los humanistas italianos. De igual manera que Diego Hurtado de Mendoza, quien se interesó por los círculos artísticos venecianos en calidad de embajador español7, el destierro de Garcilaso propicia su diálogo con las grandes figuras de la época y que, por ende, comparta sus inquietudes e intervenga en las polémicas que acaparan la atención de sus reflexiones estéticas. La impronta que deja la agitada vida cultural de Roma, Nápoles o Venecia en la primera mitad del siglo xvi en figuras como Delicado, Alfonso y Juan de Valdés, Hurtado de Mendoza, Cetina o el propio Garcilaso explica por qué el Renacimiento español jalona la trayectoria de nuestra literatura. En una época en la que Benedetto Varchi todavía no ha popularizado el paragone entre los teóricos del arte italianos, cuando ni siquiera las reflexiones de Erasmo a propósito de la hipotiposis y la enárgeia se habían convertido en un lugar común para los poetas, el toledano ya adelanta en sus composiciones bucólicas la emergente preceptiva ut pictura poesis. La temprana presencia de lo que Spitzer da en llamar el pictoricismo de Garcilaso lo convierte a todas luces en uno de los padres del movimiento, no solo en el contexto español, sino también europeo. Únicamente es posible asumir tal hecho o bien considerándolo un auténtico visionario o bien comprendiendo que su temprana adhesión a la doctrina pictoricista procede de las disquisiciones poetológicas sobre la virtud visiva que tienen lugar en el seno de la Academia Pontaniana8. A este respecto, Béhar

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Béhar, 2012, p. 1. Véase Ponce Cárdenas, 2012b, p. 70. Véase Vega Ramos, 1992, pp. 285-343.

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considera decisiva la influencia de Minturno o Gáurico para entender la razón de la presencia de ciertas nociones teórico-artísticas en la producción garcilasiana9. Destaca el hispanista, en la línea de Vega Ramos, que este inusitado conocimiento del arte por parte de Garcilaso bien podría emanar del círculo de Giovanni Pontano, pero cabría no descartar la influencia de Poliziano, siendo como fue adalid de la «pintura verbal» en el Renacimiento. Aunque la trascendencia de Garcilaso para la renovación petrarquista en el contexto de la poesía española es inestimable, no es menos ejemplar su posición como uno de los primeros poetas europeos en cuyos versos se manifiesta la temprana fiebre por el tópico interartístico. Las transposiciones de arte y las menciones de las señas de identidad del controvertido lugar común llamaron la atención de los críticos hispánicos del siglo pasado a la par que el comparatismo literario se asentaba como disciplina. Porque por mucho que cueste admitirlo, hasta la publicación de los trabajos de Orozco y Spitzer en torno a la década de 1950, el carácter pictoricista y el influjo de la teoría artística renacentista en la poesía garcilasiana apenas había encontrado adeptos. Lapesa, por ejemplo, destacaba la evidente influencia de las técnicas pictóricas renacentistas en la «Égloga III»; pero, al mismo tiempo, censuraba la écfrasis de la urna del Tormes descrita en la «Égloga II» por ser fruto de la malograda normativa ut pictura poesis: Nunca fue más operante la máxima horaciana ut pictura poesis. Pero cuantos autores emplearon —antes del Laocoonte de Lessing— esta mezcla de relato y descripción, no se dieron cuenta de que la plástica sólo podía eternizar momentos sin antes ni después, estáticamente, y atribuyeron a cuadros y esculturas el dinamismo propio de las artes del tiempo. Garcilaso incurre en este convencionalismo general10.

Es de notar cómo la autoridad de Lessing opera aún con intensidad en la lectura del eminente filólogo. No sorprende el escaso valor que en primera instancia se le concede al pictoricismo implícito en la poesía bucólica garcilasiana, toda vez que responde a las convenciones de la malograda hermandad de las artes. La condena del Laocoonte pesa todavía sobre el juicio de los críticos de la primera mitad del siglo pasado. Es la tónica general en la mayor parte de la crítica anterior y coetánea a Orozco Díaz con respecto a la presencia del lugar común en nuestra poesía. Lapesa, lógicamente, discute el fundamento que da vida a la écfrasis de Garcilaso, pero obviando que dicho fundamento era tan antiguo como Homero mismo. Es decir, desconfía como Menéndez Pelayo del ideal clasicista de transgredir los límites de las artes y de convertir así la poesía

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Véase Béhar, 2012, pp. 8-12. Lapesa, 1987, p. 110.

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en una pintura que habla. A fin de cuentas, como tantos otros en la época, no deja de tirar una raya y hacer la suma, como bien expresó Ortega y Gasset en atención a ciertas ideas preconcebidas sobre el arte español. Pero se trata de una lectura que reduce un problema capital que se remonta a la Antigüedad, motivada en parte por la tajante distinción que la crítica moderna establece entre narración y descripción. No se reparó en que la tradición retórica procedente de Quintiliano preceptuaba precisamente que el verbis depingere como fenómeno literario pivota sobre la mezcla de lo narrativo y descriptivo, rasgo característico sin ir más lejos de la transposición de arte presente en la «Égloga II» garcilasiana. Quizás el error de aquellos críticos del siglo pasado que se dejaron guiar por la condena de Lessing haya sido anteponer la estética vigente en sus respectivas épocas a la concepción artística dominante en el periodo histórico estudiado. Las hoy denominadas écfrasis, por ejemplo, son producto de la insoslayable imitatio que determina la poesía del siglo xvi y responden en todo momento al antiguo ideal de pintar con palabras. Homero, Teócrito, Virgilio, Catulo, Horacio o Estacio son los modelos grecolatinos que instruyen al petrarquista en el arte poético11. Y todos ellos tienen en común haber compartido el gusto por lo descriptivo, esto es, la tendencia natural de dotar de enárgeia a sus metros para poner ante los ojos una phantasia de lo figurado. Es más, cuando atendemos a los propósitos que mueven al poeta renacentista se percibe que este centra su atención en la paradoja visual que promueve la detallada pintura de las circunstancias y por ello extiende su interés hacia la descripción de objetos artísticos (armas, urnas, telas, cuadros, etc.). Nada casual en absoluto, siempre y cuando se contemple que escudos, urnas o telas fueron los objetos predilectos de la «pintura verbal» en la Antigüedad, por el simbolismo que estos comportaban. La circularidad de vasos o escudos representa para la poesía antigua el cosmos y circunscriben en ella una significación hermética que casaba a la perfección con el espíritu neoplatónico del Renacimiento, inclinado por el descubrimiento de correspondencias que afiancen la armonía entre la pluralidad natural y la unidad como fundamento de Dios12. 11 No han sido escasos los hispanistas que han estudiado las fuentes de la poesía bucólica de Garcilaso. En sus reflexiones Alan K. G. Paterson defiende que «Garcilaso’s Egloga II indicates that he worked on the basis of such an anthology of models» (1977, p. 73). Tales modelos ecfrásticos bien podrían ser la Europa de Mosco, el Peleo y Tetis de Catulo, el Orlando furioso de Ariosto, pero en especial Virgilio y Ovidio. Al igual que en los modelos grecolatinos, es de notar que la écfrasis en la «Égloga II» sirve como un excurso, una digresión que suspende la acción principal: «inset between the two sections of pastoral narrative there is a description of an artefact, the decorated urn inside the cavern of the river-god Tormes, which traces the epic progress of the House of Alba» (Paterson, 1977, p. 73). 12 No hay que olvidar tampoco que urnas, vasos, copas, lámparas y escudos como soporte pictórico, a diferencia de los cuadros, ofrecían la posibilidad al poeta de superar el estatismo

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Garcilaso, haciéndose eco de las reflexiones de Nicolao Beraldo acerca de la erudición poética como doctrina, que permite al humanista desentrañar el sentido secreto de los textos y rescatarlos de la oscuridad de los siglos, lleva la imitación de las autoridades a sus máximas consecuencias13. Y pocos fenómenos se prestan mejor a la docta iluminación de la ciencia poética como las écfrasis grecolatinas. No le importa tanto al poeta renacentista persuadir al lector que tal elenco de imágenes se hallaban grabado sobre la superficie reducida de la urna del Tormes, cuanto la posibilidad de diseñar una genealogía de la casa de Alba en imágenes, a través de una miniatura narrativa, un epilio ecfrástico, que encierra un microcosmos abreviado que era preciso descifrar mediante la erudición. Ahora bien, este interés mostrado por los poetas renacentistas de recurrir a las figuras descriptivas, así como su marcada tendencia a transponer verbalmente objetos de arte, no se explica sin dirigir nuestra mirada a la pintura y escultura. La eclosión que viven las artes de la mano de los grandes maestros del Cuatrocientos —Ghiberti, Donatello, Botticelli, Leonardo, Rafael, etc.— propicia su estatuto como modelo primordial para la poética. Es inevitable que el humanista manifieste interés por el medio plástico, con más razón si el poeta reside en Italia justamente a principios del siglo xvi. Tales atenuantes favorecen, para bien o para mal, que la influencia de la pintura, por su histórico vínculo con la palabra, sea uno de los aspectos más llamativos de la poesía bucólica de Garcilaso. Un interés que en la tradición de

plástico y crear una ilusión de temporalidad gracias a la representación en su superficie de diferentes escenas pictóricas. Esta peculiar característica favorece que tales objetos de arte se hayan convertido en los predilectos para la tradición ecfrástica, por cuanto ofrecen la posibilidad de transponer en una secuencia narrativa la sucesión de figuras grabadas. Compárese, por ejemplo, la écfrasis de la urna descrita en la «Égloga II» de Garcilaso con la descripción de las telas en la «Égloga III». En referencia a esta última, las telas representan sendas escenas mitológicas, sin alterar la espacialidad propia de la pintura. Tanto en un caso como en otro, la écfrasis respeta el decoro y no incurre en la verosimilitud. La urna del Tormes presenta una secuencia de imágenes y la transposición de tal ilusión de temporalidad en el medio verbal da lugar tanto más a una narración que a una descripción; las telas, en cambio, son representadas como descripciones independientes, por cuanto su soporte impide su transposición como secuencia narrativa encadenada. Si bien no es desacertado el juicio de Lapesa acerca de la excesiva temporalidad de las imágenes grabadas en la urna garcilasiana, eso no quita que no pueda verse transpuesta en un epilio como bien acontece en la «Égloga II», sin incurrir por ello en inverosimilitudes. Véanse Spitzer (1955) y Ferrari (1983). 13 Paterson resume así la reflexión de la función de la crítica para Beraldo: «in the introduction to his commentary on Angelo Poliziano’s Rusticus, dwells on the function of criticism. His first grandiloquent requirement for the ‘interpres’ to possess ‘universal knowledge’ and his accrediting of divine fury to the critic as much as to the poet, suggests overstatement prompted from within the Neoplatonic circle of Florence [...] Beraldo sees the ‘interpres’ as a mediator between poet and reader: the ‘the lamp of the interpreter’ clarifies the mystery of poetry, the ‘hidden doctrine’» (Paterson, 1977, p. 74).

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la crítica hispánica se ha ponderado como una peculiaridad antes que una razón para coronar a Garcilaso como uno de los primeros valedores de la preceptiva pictoricista. De hecho, resulta difícil localizar, como bien demostró Spitzer, una mención de las celebradas tablas de Apeles y Timantes anterior a la «Égloga III»14, no solo en el contexto aurisecular, sino, asimismo, por qué no reivindicarlo, en la poesía renacentista europea. Es verdad que Garcilaso descubre esta antigua doctrina poética de la mano de Petrarca y Poliziano, pero pocas piezas del Renacimiento anteriores a sus composiciones bucólicas se adhieren con tanta fuerza al tópico ut pictura poesis. En su intento de emular el poder sensorial de los iconos, la preceptiva pictoricista derivada del parangón de las artes promueve en poesía la adaptación de recursos técnicos de la pintura, unas veces con mejor fortuna que otras. Según Portús Pérez, este trasvase se realizaba por regla general de forma consciente, pero no estaban las artes exentas de contagiarse mutuamente por la estrecha relación que mantienen poetas y artistas, humanistas y estetas, críticos e historiadores del arte ya desde los albores del Siglo de Oro15. La presencia del claroscuro en la «Égloga III» despertó el interés de Spitzer16, probando que Garcilaso no se limitó a imitar los modelos, sino que incorporó al gusto por el verbis depingere los conceptos estéticos pertenecientes al orden pictórico renacentista. Por tal razón no sería de recibo considerar a Garcilaso un mero imitador de Homero y Virgilio a la manera de Hernando de Acuña; bien al contrario, el poeta toledano promueve con sus descripciones de arte la recepción en España de las técnicas y conceptos artísticos, junto con los tópicos vinculados a la hermandad de poesía y pintura: el claroscuro, el trampantojo, la elaboración artesanal de los materiales plásticos, el aforismo de Simónides, la anécdota de los pintores antiguos o lugares comunes como el locus amoenus o Natura artifex. No es necesario insistir mucho más en que la pintura se convierte, bien iniciado el siglo xvi, en el modelo estético por excelencia, y la poesía no puede menos que parangonarse con ella, por cuanto las palabras pueden figurar la belleza 14 Resulta importante recordar que la mención a Timantes en el Siglo de Oro «se asocia principalmente con la técnica del velo que usa para ocultar el dolor de Agamenón» (De Armas, 2016, p. 169). Esta lectura casa, como es evidente, con la significación elegíaca de la «Égloga III» garcilasiana, en cuyos versos el velo textual de la écfrasis obrado por la ninfa oculta el dolor del poeta por la muerte de Elisa. 15 «Aunque las técnicas y los medios artísticos del pintor y del poeta eran radicalmente distintos, lo cierto es que el tópico de la igualdad esencial entre poesía y pintura caló tan profundamente en la mentalidad de la época que con bastante frecuencia se utilizaron términos pertenecientes al patrimonio pictórico para designar técnicas o características literarias. A menudo se hacía de manera consciente, aunque en ocasiones, y esto es muy significativo, el traspaso se produjo de forma mecánica» (Portús Pérez, 1999, p. 36). 16 Véase Spitzer, 1952, p. 247.

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con la misma fuerza o más si cabe que los iconos. La poesía no está sometida a los límites de un material como así acontece con la pintura y la escultura frente al lienzo o el bronce, pues el medio verbal es capaz de figurar en la imaginación cualquier realidad por fantasiosa que sea. He aquí el argumento que teóricos como Comanini esgrimen para reivindicar el poder visual de la imagen poética tras los ataques de Leonardo a la marcada ceguera de la poesía. Pero mucho antes, un autor como Garcilaso, sensible a las novedades de la Italia renacentista, no podía dejar de abordar en sus composiciones una cuestión que se convertirá en un referente ineludible con el paso de las décadas y cuanto mayor sea la proximidad con el Barroco. La poesía renacentista aspira a reproducir la armonía musical a través de la perfección eufónica, pero no es menos cierto que su objeto último sea la figuración de la naturaleza. La enárgeia pone ante los ojos del lector lo figurado con palabras, de suerte que se contemplará en el Renacimiento como uno de los mecanismos más efectivos para alcanzar la perfecta imitatio de lo natural. El toledano funda el paradigma de una concepción poética, palpable a lo largo de todo el Siglo de Oro, traducida en la búsqueda incesante de la armonía sonora de los versos y en la exaltación del poder enárgico de la «pintura verbal». Cetina, Herrera, Montemayor, Espinel, Alcázar, Lope, Cervantes, Góngora, Virués, Quevedo, Paravicino, Espinosa, Jáuregui, Tirso, Calderón, Balbuena, Bocángel, Barrios o Delitala buscarán cautivar el oído a través de la voz, pero también «pintar» para el ojo interior del alma la perfección de las apariencias. En tanto que la poesía es una pintura de la imaginación, la pintura es una poesía que logra comunicar ideas visualmente. En tablas o papeles, con pinceles o plumas, pintores y poetas se ven hermanados en el Renacimiento y Barroco por su capacidad para igualar la perfección creadora de la Natura artifex y el Deus pictor. A tenor de las razones expuestas, resulta evidente que, sin la consideración oportuna de las artes plásticas y los tópicos ligados a la consanguineidad de los medios expresivos, muy difícilmente se podrán aclarar y explicar ciertas dificultades que plantea una serie de composiciones de la época. La óptima comprensión de la recurrencia en Garcilaso de las descripciones de arte, amén de la influencia de la teoría artística en sus versos, pasa a ojos vistas por su lectura desde una perspectiva interdisciplinaria, pues proponen planteamientos que desbordan los límites de la filología y la poética. Como argumenta Sáez en su estudio sobre la presencia del arte pictórico en la poesía de Quevedo, en lo tocante a la poesía áurea «la pintura ofrece la mejor clave para entender algunas de las apuestas de innovación»17. En determinados 17

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Sáez, 2015, pp. 14-15.

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poemas, novelas y comedias las artes plásticas ejercen tal influencia que es necesario interpretarlos desde una mirada interdisciplinar a fin de sopesar con justicia su verdadero valor. De otra forma resultará su significado menospreciado, por ser fruto de cuanto los críticos hispánicos más ilustres durante varias centurias, hasta las reivindicaciones de Dámaso, Díaz-Plaja u Orozco, dieron en llamar el culteranismo. Pero no se reducen estos «poemas artísticos», siguiendo la denominación de Sáez, únicamente a aquellos en que el poeta áureo busca poner ante los ojos lo representado por medio de la enárgeia, ejecutando para ello algunas de las estrategias preceptuadas por la retórica gimnástica, sino que acogen por igual a aquellas piezas literarias que presentan una clara dialéctica con el resto de las artes. Las variantes descriptivas, las referencias eruditas, la adaptación de técnicas pictóricas, la iconicidad como fenómeno vinculado al medio plástico o la presencia de la cultura visual en la literatura son los elementos reunidos en torno al amplio espectro que abarca el tópico ut pictura poesis. Hablamos de un lugar común y, por ello, de múltiples vías de formalización, tanto desde una concepción puramente literario-artística, en la cual la pintura es objeto de elogio dando lugar al encomio pictórico, como desde una visión retórico-poética, donde se persigue dar vida al ideal aurisecular de «pintar» con palabras. Y es en la poesía bucólica de Garcilaso donde se percibe tempranamente, como en ninguna otra obra del periodo, la difusión del tópico ut pictura poesis. Cierto es que la máxima horaciana se constituye como tópico en el Renacimiento carolingio con la recuperación de la teoría poética latina en las poetriae medievales. Pero no será hasta principios del siglo xvi cuando el aforismo cobre vigor y se traduzca en un lugar común tanto de la poesía como de los tratados artísticos. Se acumulan las referencias a pintores, las menciones a los adagios clásicos en los que poesía y pintura se vinculan, las anécdotas sobre la maestría de los mitos artísticos grecolatinos; se recuperan figuras olvidadas como la hipotiposis y propiedades como la enárgeia, autores como Quintiliano, Hermógenes, Estacio, los Filóstratros o Claudiano, amén de la reflexión en torno a la phantasia poética interrumpida por la llegada de la concepción cristiana, siempre proclive a neutralizar los desvíos de la imaginación. Todo este sustrato en torno a la consanguineidad de las artes nutre el pensamiento estético de los humanistas y cristaliza en una preceptiva que busca, por un lado, justificar la liberalidad y ejemplaridad de las artes del diseño18; pero, 18

Lo cierto es que la facción de artistas y tratadistas pictóricos recurrieron al tópico ut pictura poesis como medio para autorizar escritos teóricos autónomos de un arte que hasta la década de 1630 no alcanzará la ansiada condición de práctica liberal en España. Se recurre todavía a la hermandad con la poesía y a la autoridad de Simónides, Aristóteles, Cicerón, Horacio o Quintiliano para evidenciar la nobleza del oficio de los artistas por su parentesco con los poetas. De ahí que

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por otro, dotar a los poetas de un instrumento con el que rivalizar con la pintura, igualando de este modo su poder estético en cuanto que mueve el ánimo del espectador y figura la belleza de los cuerpos. Nace así la teoría general de las artes, con la mímesis y la imagen como fundamento, bajo la égida del tópico ut pictura poesis. No se trata únicamente de que los renacentistas hermanen poesía y pintura porque así lo estipularon los antiguos. Nada más lejos de la realidad. Concilian poesía y pintura conforme a unos mismos criterios por su capacidad para imitar mediante el artificio la armonía y belleza del medio natural. El arte propicia un simulacro de percepción del mundo por el cual el receptor cree estar contemplando la naturaleza misma. Pero el hombre renacentista, determinado por la cosmovisión neoplatónica no observa en la naturaleza una entidad física caótica, sino un universo armónico lleno de correspondencias, símbolos, emblemas naturales por descubrir. El mundo es la obra maestra creada por la Natura artifex o, en su defecto, por el Deus pictor. Y corresponde tanto al poeta como al artista igualar y aun superar, como Prometeo, semejante poder creador. La poesía como la pintura, la pintura como la poesía, no desisten de su empeño de alcanzar la simetría y armonía divina mediante metros y dibujos, figuras y colores, sonidos y esmaltes, detalles y gestos. Nunca antes, ni siquiera en la Antigüedad, pinceles y plumas se habían hermanado con tantísimo prurito. Tal es la herencia estética del Renacimiento. Por ello sorprende que Garcilaso se convierta en portavoz de una concepción unitaria del arte en paralelo a los primeros teóricos renacentistas del parangón: Leonardo, Gáurico, Lomazzo, Dolce, Francisco de Holanda, etc. Este hecho no fue ignorado por los primerísimos receptores de su obra. Cabe recordar, sin ir más lejos, que Herrera en las Anotaciones19 tildaba de pinturas las descripciones localizadas en las composiciones garcilasianas. Desde luego, en ellas se entrevé el paradigma de la preceptiva pictoricista: en primer término, por su talante descriptivo, traducido en la pintura del locus amoenus como paisaje pictórico, la hipotiposis de la realidad —las orillas del Tajo, el color y gesto de la dama, los mitos antiguos— como si fueran las tablas de Apeles y Timantes;

no sea casual que tanto Arfe como Céspedes, o Jáuregui en su célebre diálogo, todavía compongan sus escritos teóricos en verso. Será con el tratado de Carducho y el Memorial de los pintores de 1929 (véase Sánchez Jiménez y Sáez, 2019) cuando la literatura artística conozca un desarrollo autónomo al margen de la poesía y su hermandad a través del ut pictura poesis. Aun así, será un proceso lento la consolidación de la liberalidad de la pintura, pues no hay que olvidar que García Hidalgo todavía escribe su arte pictórico versificado. No obstante, el uso del verso en la composición de los tratados pictóricos bien puede responder a estrategias didácticas vinculadas entre otros motivos a la mnemotecnia, como ha planteado Jaquero Esparcia (2018, pp. 229-234). 19 Véase Ştefan, 2016.

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en segundo lugar, por la adaptación verbal de técnicas procedentes de la pintura —la transpoetización del claroscuro por medio de la antítesis, el colorido formalizado en el cromatismo de los epítetos20, la iconicidad, etc.—; y, por último, por las alusiones a la tradición pictórica a través de la anécdota erudita tan del gusto del renacentista. Para Orozco Díaz, este interés por las artes plásticas es una de las novedades colaterales que trae consigo el Renacimiento y da lugar a una serie de rasgos estilísticos, temas y géneros que irán in crescendo hasta alcanzar su cúspide en el Barroco: el poeta maneja términos que responden a la técnica o práctica de la pintura; se incorporan temas pictóricos a la poesía y, en general, se valoran en ésta los elementos visuales, de color, luz y sombra, de acuerdo con una orientación estética que se recrea en la descripción o sugerencia visual de lo humano, de la naturaleza, y hasta de lo inanimado artístico y artificial. Así se llegará, incluso, a la creación del poema descriptivo, algo contrario a la concepción clasicista predominante21.

En este sentido, la producción bucólica de Garcilaso es ejemplar. Destaca por la forma en que el poeta toledano pone ante los ojos del lector los objetos figurados por la «pintura verbal» de sus versos, ya sea la urna del río Tormes en la «Égloga II», ya sean las cuatro telas bordadas por las ninfas en la «Égloga III»; pero destaca igualmente porque en ella se manifiestan casi todos los rasgos señalados por Orozco Díaz. No han sido pocos los críticos que han comentado y analizado los rasgos pictoricistas de Garcilaso; y a ellos remito a fin de fijar sus modelos y fuentes, además de la óptima comprensión, como en el caso de la «Égloga II», de la significación política que encierra la écfrasis de la urna del Tormes22. 20 Para un análisis del cromatismo en la poesía del poeta toledano, véanse las «Notas al paisaje garcilasiano» incluidas en el emblemático estudio, Garcilaso de la Vega, de Margot Arce (2001, pp. 101-219). Para un estudio del color en la poesía siglodorista, véanse los estudios pioneros de Orozco Díaz (1947, pp. 71-109), Socrate (1966) y Rogers (1964), así como el monográfico Les Couleurs dans l’Espagne du siècle d’or: écriture et symbolique (2012) dirigido por Yves Germain y Araceli Guillaume-Alonso. 21 Orozco Díaz, 1968a, pp. 33-34. 22 A semejanza de la écfrasis en la épica culta como se estudiará en este capítulo, la genealogía de la casa Alba presentada en forma de écfrasis en la «Égloga II» encierra un significado político que no debe ser pasado por alto. Es verdad que la imitatio era condición sine qua non para los poetas renacentistas que aspiraban a alcanzar la gloria de los modelos literarios. Según Paterson, la imitación de los modelos «is a calculated aspect apprenticeship and craft» y «secured for the poet a place in an unbroken continuum of poetry making» (1977, pp. 73-74). Pero no fue el Renacimiento una época carente de originalidad. Las écfrasis de Garcilaso, en efecto, son fruto de la emulación de Homero, Virgilio, Ovidio, Catulo, pero no se contenta con recurrir a tales modelos para esbozar una mera «pintura verbal»; antes bien, en la «Égloga II» la écfrasis adopta la forma

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Aunque regresaré a esta última más adelante para abordar brevemente la representación del tópico ut pictura poesis en la poesía áurea, en este punto me centro en la «Égloga III». A diferencia de la precedente, la correspondencia entre literatura y pintura en su contexto va más allá de la mera representación de arte. Tanto es así que los defectos que puedan achacársele a la descripción de las imágenes grabadas en la urna del Tormes, como observó Lapesa y no sin razón a causa de su desmesura, son enmendados en la última de sus églogas, al componer una de las más perfectas expresiones del verbis depingere en la historia de la literatura. Como afirma Elias Rivers, «in the Third Eclogue the complex problem of artistic imitation or representation becomes itself a poetic theme»23. Desde luego pocas composiciones renacentistas reflejan de un modo tan evidente el profundo interés que despertaba entre los humanistas la capacidad de la poesía de representar la naturaleza. No es en absoluto difícil localizar en la poesía de Garcilaso el ideal de convertir la poesía en una mímesis de lo natural. En los primeros versos de la «Égloga I», por ejemplo, se encuentra la referencia al intento de imitar, mediante el artificio de la poesía, el lamento de los pastores: El dulce lamentar de dos pastores, Salicio juntamente y Nemoroso, he de cantar, sus quejas imitando24.

La naturaleza era el modelo imitativo al que aspiraba todo poeta renacentista, pero la imagen que ofrece de esta procede de la peculiar visión neoplatónica. Los elementos que construyen el locus amoenus no son presentados en cuanto a lo que son, entidades físicas; bien al contrario, como advierte Santiago Fernández Mosquera, el paisaje se presenta estructurado como sistema estético25. Tal estructuración del lugar ameno pasa por la observación del paisaje, desde la mirada neoplatónica, como obra maestra de la Natura artifex. Así lo confirma Rivers cuando sostiene que el paisaje en la «Égloga III» «is represented here de un epilio, en virtud del cual se ensalza la grandeza del varón a quien el poeta dirige sus versos. Tal aspecto no se registra en la tradición clásica y es un rasgo de plena originalidad por parte de Garcilaso. Establece así el poeta una lectura ideológica, política si cabe, circunscrita a la écfrasis, que será la norma en el contexto de la épica culta española. 23 Rivers, 1962, p. 143. 24 Garcilaso, 1993, p. 35, vv. 1-3. 25 «[E]l lugar ameno no es la simple suma de los distintos elementos aislados sino que configura un lugar apacible, amoenus, propicio para la instalación de los personajes. Es esta transformación la que supone una manipulación más clara de una descripción de la naturaleza aparentemente realista» (Fernández Mosquera, 1996, p. 304). Para un estudio de la representación de la naturaleza en la poesía siglodorista, véase Orozco Díaz (1968b).

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as peculiarly artificial, as natura artifex»26. La naturaleza es un artífice que obra en lo natural un diseño artístico rebosante de armonía, belleza y perfección. Teje el medio natural como tejen las ninfas sus telas con el «estambre sotil». El poeta busca en todo momento igualar el poder creador de la natura, su técnica excelsa, su divino artificio. Siguiendo una vez más la lectura de Rivers27, se observa cómo se produce la identificación plena entre la naturaleza creadora, personificada por las cuatro musas, y el poeta como artista. Así pues, en la «Égloga III» la Natura artifex encuentra en las cuatro ninfas su trasunto. Son a todas luces personificaciones de su poder creativo. De la misma forma que confeccionan las cuatro telas descritas, la naturaleza teje con sumo artificio la hiedra formando un manto natural, creando así un espejo de la propia textura de signos que elabora Garcilaso con sus palabras28. Egido considera que «antes de que aparezcan los tapices, la naturaleza se convierte en el modelo de un oficio que el arte imitará en los versos siguientes, pues en ellos la hiedra que sube hasta la altura ‘así la teje arriba y encadena’ en la espesura»29. La propia naturaleza entrega a las ninfas los elementos naturales para elaborar sus obras, a semejanza del poeta que encuentra en lo natural el modelo y la materia prima para su poesía: Las telas eran hechas y tejidas del oro que el felice Tajo envía, apurado, después de bien cernidas las menudas arenas do se cría. Y de las verdes hojas30, reducidas en estambre sutil, cual convenía

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Rivers, 1962, p. 135. «There is an analogy between the nymphs’ creative activity and that of the poet himself; such words as ‘convenía’ and ‘estilo’ belong to the poetic precepts concerning stylistic decorum. Just as the ivy weaves shade in the treetops and the nymphs weave their pictures of silk and gold, so the poet is weaving his highly poetic fabric» (Rivers, 1962, p. 136). 28 La idea de la tela como tejido en la «Égloga III» ha sido comentada por numerosos críticos, entre ellos, Brito Díaz: «La Naturaleza es, por tanto, un tejido: la urdimbre vegetal se convierte en una trama enlazada del mismo modo que el texto es una operación de interrelaciones. Texto como tejido, tejido como texto» (1991, p. 24). Las telas son, por tanto, una metáfora del propio poema y se erigen como un monumento funerario de la memoria, más perenne que el mármol igual que rezaban los versos de Horacio. La vida muta en arte e inmortaliza a través de la fama a su creador. Garcilaso coloca su sufrimiento por la muerte de Elisa al nivel de los mitos. Lo inmortaliza, lo transforma en arte, en una textura verbal, en una tela que representa la imagen de un pasado que se ha mitificado, es decir, se ha metamorfoseado en poesía. 29 Egido, 2004, p. 88. 30 Para el verso 109 de la «Égloga III» sigo la variante de la edición de Rivers: «y de las verdes ovas, reducidas» (Garcilaso, 1972, p. 197, v. 109). La ova es un «alga verde, cuyo talo está dividido 27

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para seguir el delicado estilo del oro ya tirado en rico hilo. La delicada estambre era distinta de las colores que antes le habían dado con la fineza de la varia tinta que se halla en las conchas del pescado. Tanto artificio muestra en lo que pinta y teje cada ninfa en su labrado, cuanto mostraron en sus tablas antes el celebrado Apeles y Timantes31.

Son las verdes ovas y las conchas del pescado, órganos y frutos de la naturaleza, los materiales que las ninfas emplean para fabricar el hilo y la tinta con el que tamizan, tejen y colorean las «tablas» con «delicado estilo de oro», semejante al que aspira el poeta renacentista en sus composiciones. Para Portús Pérez es una clara señal de la forma en que la poesía renacentista encuentra en el arte un modelo de imitación, algo que supone una considerable novedad frente a las propuestas de la Antigüedad32. La comparación poético-pictórica implícita en el sentido metafórico de las tablas como figuración del poema mismo tiene su réplica en el juego de espejos propiciado por la mise-en-abîme33. A juicio de Brito Díaz, «la naturaleza es recreada de forma artificial en los tapices de las ninfas, labor ésta que ahora sucede a la del entramado vegetal anterior en la descripción inicial de la Égloga»34. Lo que antes era presentado por el poeta como un locus amoenus, ahora es figurado por las musas como un locus eremus teñido de tintes fúnebres y ásperos como consecuencia del dolor y la tristeza que inspira en el poeta la muerte de su musa: Pintado el caudaloso rio se vía, que, en áspera estrecheza reducido, un monte casi alrededor ceñía, con ímpetu corriendo y con ruido; querer cercarlo todo parecía en su volver, mas era afán perdido; dejábase correr, en fin, derecho, contento de lo mucho que había hecho.

en filamentos» (DRAE); dada la descripción hidrográfica contenida en la estrofa, parece tener mayor coherencia el empleo de la voz recogida por Rivers frente a la variante de la edición de Burell. 31 Garcilaso, 1993, p. 124, vv. 105-120. 32 Véase Portús Pérez, 1999, p. 36. 33 Dällenbach, 1991, pp. 15-17. 34 Brito Díaz, 1991, p. 25.

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Estaba puesta en la sublime cumbre del monte, y desde allí por él sembrada, aquella ilustre y clara pesadumbre, de antiguos edificios adornada. De allí con agradable mansedumbre el Tajo va siguiendo su jornada y regando los campos y arboledas con artificio de las altas ruedas35.

El detallismo con que describe Garcilaso el paisaje toledano representado en la tela estila la influencia pictórica36. No es descabellado entroncar el modo de describir la escena paisajística, según la enumeración de elementos vinculados a la elevada aspereza del Superbi colli37 —la sublime cumbre del monte, la ruina de los antiguos edificios, el estrecho caudal del río, las altas ruedas de las norias—, con la técnica de profundidad de los «lejos» tan característica de numerosas pinturas renacentistas38. Se produce así la transmutación del paisaje en pintura paisajística. Por inspiración de la perspectiva plástica y su adaptación 35

Garcilaso, 1993, pp. 127-128, vv. 201-216. Sostiene Villamía, en referencia a la poesía de Góngora, que las correspondencias conceptuales entre poesía y pintura «aplicadas al entorno facilitan en su esmero descriptivo el vínculo de algunas de sus composiciones poéticas con los cuadros de paisajes» (2012, p. 12). Este mismo criterio es extensible a toda la literatura paisajística del Siglo de Oro que arranca con la poesía bucólica garcilasiana. 37 Bien se podría alegar que la «pintura verbal» del locus eremus que presenta la écfrasis, ajustada al esquema del Superbi colli y en consonancia no obstante con el tono elegíaco de la «Égloga III», acusa el influjo de las escenas costumbristas de los paños holandeses y tablas de países que caracterizan buena parte de la pintura de Flandes: el curso del río, la noria, los campos inundados, etc. Nótese además que el escalonamiento provocado por el encabalgamiento del primer verso (la sublime cumbre / del monte), introducido por el anticlímax descendente (monte, clara pesadumbre, antiguos edificios, Tajo, campos y arboledas), figura de manera icónica el descenso desde la sublime cumbre. Así pues, la referencia a los antiguos edificios acaba por vincular la estrofa al tópico de las ruinas. Y he aquí lo curioso, pues no presenta Garcilaso en este contexto el tópico del Superbi colli en razón del modelo clasicista de Castiglione, sino como un paradigma autónomo paisajístico para intensificar el efecto de la elevada aspereza, vislumbrada en la aliteración de la /r/ en los grupos consonánticos br, tr, rn, gr, etc. No está de más recordar en este punto, con Vega Ramos, que en la poética renacentista ligada a la virtud tanto eufónica como visiva «los sonidos ‘sublimes’ y ‘elevados’, además de grandeza y magnitud, presentan de forma concomitante la cualidad áspera: entre ellos se encuentran la aspérrima R y los concursos consonánticos, también ‘ásperos’, que detienen el curso de la dicción» (1992, p. 256). Pero tampoco se ha de descartar que el fin de Garcilaso tal vez haya sido la mera imitación en el medio literario del efecto visual de profundidad producido por los «lejos», que dan lugar a las miniaturas y fondos paisajísticos de la pintura renacentista. Las pautas enunciadas prueban en todo caso el marcado pictoricismo de la estrofa. 38 Véase Orozco Díaz, 1947, p. 43. 36

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al medio verbal, la écfrasis garcilasiana representa de manera fidedigna, como perfecta descripción pictórica que es, una estampa reconocible del Renacimiento. Se cumple entonces en la «Égloga III» lo estipulado por Blanco en referencia a las Soledades de Góngora, dignas herederas del modus operandi descriptivo de Garcilaso: «Es probable que una descripción así hubiera sido inconcebible en una cultura anterior al gran despliegue de la pintura moderna. Lo que se nos da no es un espacio considerado en sí, [...] sino un espacio concebido como objeto visual, desde una perspectiva determinada»39. Por otra parte, la mise-en-abîme que producen las estrofas ecfrásticas de la «Égloga III» garcilasiana pone de relieve la dimensión en el poema de la tríada formada por naturaleza, arte y vida, cuyos límites quedan desfigurados gracias al artificio. Esta misma coherencia se aprecia en el efecto especular producido por la reproducción de un contenido idéntico: el carácter artístico de la égloga se ve duplicado en las telas bordadas, y triplicado, a la postre, en la representación del paisaje pergeñado por la Natura artifex. Al contener las descripciones de las telas una imagen en miniatura del contenido de la égloga, se propicia la identidad por correspondencia entre la metafiguración de la écfrasis y la figuración del marco general bucólico que la contiene. El trauma vivido se reproduce en una sucesión fatal de imágenes en una puesta en abismo. Las ninfas a través de los mitos bordan un emblema del poema para convertir la vida en un recuerdo artístico, una instantánea de la memoria que detiene el devenir de la vida al verse cosificada en la imagen. Inmortaliza el sufrimiento del poeta como si este buscase exorcizar un fantasma de la mente encerrándolo en un sello ecfrástico40. La poesía es como la pintura, en efecto. Pese a que en esencia sea temporal, la phantasia logra poner ante los ojos, merced a la ilusión de la enárgeia, un recuerdo congelado en la memoria de Garcilaso, como si las palabras únicamente fueran el vehículo telepático, los neuma que conducen las fantasías desde la imaginación del poeta a la imaginación del lector. Como anota Egido, Quintiliano «había desarrollado la posibilidad de pintar (‘rerum imago quodamodo verbis depingitur’), mostrando las posibilidades de ver y oír lo que se lee a un tiempo», y precisamente en la égloga garcilasiana «la fusión de lo oral y lo escrito apela además a lo grabado (en el árbol), a lo pintado y a lo tejido sobre un texto en el que, como en el Orlando furioso de Ariosto, el tapiz dibuja a los protagonistas del poema»41. 39

Blanco, 1998, p. 271. En estos casos, siguiendo a Mercado en su análisis de la écfrasis en la poesía funeraria del Siglo de Oro, «el texto ecfrástico o retrato verbal se transforma en sepulcro invertido, en un receptáculo que a la vez contiene la esencia de un difunto y la conserva en la fama y la memoria» (2015, p. 26). 41 Egido, 2004, p. 91. 40

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El poeta, las ninfas y la propia naturaleza en su papel de artista reiteran en una misma secuencia la repetición de un instante inmortal, lo cual da pie a plantearse si la correspondencia entre literatura y arte no va más allá del mero carácter ecfrástico de la pieza y no se extiende la correlación de las imágenes a la propia estructura de la composición. Ya planteaba Paterson que las écfrasis en la «Égloga III» actúan como «central organizing principle»42. Ello da pie a establecer, según Rivers43, la distribución del poema en tres bloques: la introducción abarca 13 octavas, el cuerpo central ecfrástico ocupa 21, y al canto amebeo le dedica Garcilaso las 13 últimas. Cabe destacar que Katharina Maier-Toxler ha observado a raíz de esta división ternaria que la estructura del poema corresponde a la de un tríptico pictórico: Entre los tres segmentos A, B y C se establece una densa red de correlaciones temáticas y de ecos lexicales que hacen del poema un todo orgánico. Las dos tablillas laterales de nuestro tríptico (segmentos A y C) se rigen por sus estructuras binómicas (división de A en dos mitades exactas, articulación de C en dos veces 2 octavas de comentario y dos veces 4 octavas de canto amebeo), en la placa central (segmento B) se superponen a las estructuras antitéticas los elementos ternarios (3 tapices dedicados a historias antiguas, cada una en 3 octavas, opuestos al tapiz con el «caso» moderno, de tres veces 3 octavas)44.

Es evidente que existe una marcada tendencia por parte de Garcilaso a construir la estructura de la «Égloga III» en torno al omnipresente número tres45. Esta división ternaria, cuyo núcleo son las tres écfrasis, se ve reflejada tanto en la estructura interna del cuerpo central —tres musas, tres telas, tres mitos— como externa —tres octavas por cada tela—, de forma que la disposición gráfica de las estrofas propicia la figuración icónica del significado. En palabras de Egido, «los textos comportan elementos variados que incluyen aspectos verbales, visuales, orales y numéricos», remitiendo el acto de tejer signos que supone la poesía «a una construcción material, a la creación de un objeto en el que todo se entrelaza de manera ordenada»46. 42

Paterson, 1977, p. 73. Rivers, 1962, pp. 131-132. 44 Maier-Troxler, 2009, p. 88. 45 Son numerosos los críticos que han destacado la importancia del número tres en la poesía de Garcilaso, entre ellos Ángel García Galiano, quien, en consonancia con Antonio Prieto, señala «que la Égloga I está compuesta de 30 estrofas, 12 para cada pastor, tres de enlace y tres para la dedicatoria. O que la Égloga III está construida también según este esquema tripartito a la hora de narrar las fábulas mitológicas tres estrofas respectivamente para Orfeo, Dafne y Adonis y nueve (3+3+3) para Elisa» (2000, p. 15, n. 6). 46 Egido, 2004, p. 90. 43

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Nos encontramos ante un isomorfismo entre la estructura interna y externa, entre el significante y significado, entre obra y natura, entre literatura y pintura, que se acentúa en las octavas que sirven como colofón al pasaje ecfrástico. Parece, pues, innegable que la simetría estructural de la «Égloga III» redunda en una iconicidad que en absoluto procede de la sobreinterpretación del texto. Aun cuando se analiza el aparente elemento discordante con respecto a la armonía conceptual del poema —la cuarta écfrasis de la tela que figura la muerte de Elisa—, el número tres sigue constituyéndose como principio estructural inexorable. Como ha señalado Paterson, la écfrasis de la imagen bordada por Nise es un epítome de las tres anteriores47. El epítome encierra en sí mismo una síntesis del universo mítico representado por las musas. La armonía formal en torno al número tres se repite en esta ocasión creando una nueva mise-en-abîme en el corazón mismo del poema. Las nueve estrofas que abarcan la última écfrasis mantienen una simetría formal con las nueve octavas que ocupan en total las tres descripciones anteriores. Las tres estrofas dedicadas a la metafiguración de las telas de Filódoce, Dinámene y Climene suman en total las nueve octavas que abarcan el epítome ecfrástico de Nise. Las muertes de Eurídice, Dafne y Adonis, las cuales son representadas en las tres primeras microestructuras mitológicas, encuentran su eco en la cuarta y última, materializándose así no solo la autosimilaridad de la forma, sino también del contenido: En la hermosa tela se veían entretejidas las silvestres diosas salir de la espesura, y que venían todas a la ribera presurosas, en el semblante tristes, y traían cestillos blancos de purpúreas rosas, las cuales esparciendo, derramaban sobre una ninfa muerta que lloraban48.

La imagen de la muerte de Elisa actúa como un espejo de las figuraciones mitológicas anteriores. Estas se ven reflejadas en los ecos visuales ostensibles en la última de las écfrasis, pero también en la resonancia estructural que propicia el efecto especular entre las octavas. 47

«The dead nymph by the river’s edge has, like Eurydice, been killed in violence (‘degollada’) before she could achieve mature perfection (‘casi en flor cortada’); like Adonis, she lies on the ground; the pastoral motif of the epitaph carved on the tree-trunk echoes Apollo’s laurel that stood as a reminder of erstwhile beauty» (Paterson, 1977, p. 86). 48 Garcilaso, 1993, p. 128, vv. 217-224.

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Asimismo, el grado de referencialidad entre la distribución estrófica de las écfrasis y las telas descritas por estas dotan a la composición de iconicidad. La imagen gráfica se aproxima a la imagen del objeto que representa, neutralizando así su arbitrariedad como símbolo para aproximarse a la correspondencia icónica, incluso cuando esta se cimenta sobre una abstracción numerológica. Y tanto más si se repara en que el objeto de la representación poética es justamente una figuración plástica, esto es, un icono, circunstancia que convierte las écfrasis de Garcilaso en únicas de su especie. La iconicidad de la transposición ejecuta el ideal ut pictura poesis: la poesía como una verdadera pintura que habla, pergeñada no por el pincel, sino por la pluma del autor. Lo expuesto viene a afianzar lo defendido por críticos como Rivers o MaierToxler. Ahora bien, con arreglo al criterio del diseño numerológico de la «Égloga III», se observa por añadidura que la disposición estrófica de la cuarta écfrasis supone el cuadrado de tres, el equivalente a la suma de las tres anteriores, llevando Garcilaso la proporción estructural a tales extremos que la inspiración aritmética de la composición invita a pensar en la presencia de la sección áurea sobre la que Leonardo, por ejemplo, diseña la imagen de El hombre de Vitruvio o la Gioconda (lám. 1). Llegados a este punto interesa destacar un aspecto, en el cual, hasta donde se me alcanza, no se ha reparado: la presencia de la proporción áurea en la «Égloga III». Se han realizado excelentes análisis de las propiedades de la «pintura verbal» esbozada por el poeta toledano, así como de la relación entre la estructura de la pieza con las artes plásticas, pero no se advertido aún cómo la armonía que se ha venido señalando parece inspirarse en la divina proporción. A juzgar por el criterio numerológico seguido por Garcilaso en el diseño del poema, es posible establecer una serie de observaciones que permitirán concluir que tal vez nos encontramos ante una transposición áurea, es decir, una secuencia ecfrástica cuya composición estructural responde al número áureo49. Es importante señalar que la plasticidad de muchos poemas pictoricistas no solo afecta al plano del contenido, sino también de la forma. Recuerda Rafael Osuna, con respecto a los bodegones, que no es poco habitual en ellos encontrar que el poeta dispone temporalmente en estrofas los elementos que convergen en la espacialidad pictórica50. El lienzo se divide, en el contexto de la transposición 49 Si Garcilaso se mostró interesado en las artes, tal y como han defendido Lapesa, Spitzer, Paterson o Béhar, de una u otra forma tuvo que tener noticia del enorme interés que despertó entre los artistas italianos el número áureo. Eso explicaría en cierto modo la recurrencia del número tres como principio estructurador de la «Égloga III». 50 «En pintura, el bodegón es por lo general un cuarterón único, donde una o más especies encuentran cabida. Aunque esto ocurre también en literatura, por ejemplo al describir un canasto de fruta, en ésta es más frecuente la composición en varios paneles, de los que la fruta puede

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poética, en cuadros estróficos, a fin de conformar en conjunto el mosaico imaginativo que reúne los elementos del bodegón. Al asumir la forma gráfica de la escritura propiedades plásticas, se confiere al poema una iconicidad que supera el carácter arbitrario que por naturaleza le corresponde al medio verbal. Esto mismo acontece en la «Égloga III», en la que la representación de los tres mitos y la descripción de las tres telas se traducen en una recurrencia de macro y microestructuras ternarias. El caso es que no deja de resultar sorprendente que la estructura de las estrofas de la «Égloga III», si se da crédito a la tesis de Rivers, se corresponda con la sucesión de Fibonacci. A simple vista se puede caer en la tentación de considerarlo una mera casualidad sin mayor trascendencia. Pero dado que el peso de la numerología en la obra garcilasiana parece innegable, no es descabellado plantear una hipótesis que, si bien a simple vista peregrina, se cimenta sobre datos objetivos. Al fin y al cabo, el componente métrico de los poemas pivota sobre principios aritméticos y, por ende, facilita sobremanera la evidencia del planteamiento. Así las cosas, no es ni mucho menos baladí sostener que Garcilaso, tomando como modelo las artes plásticas, pudo haberse inspirado en la sección áurea para el diseño poético de la «Égloga III». El indicio que da pie a barajar dicha posibilidad se justifica precisamente por la coincidencia de la división de la estructura de la «Égloga III», en segmentos de 13 y 21 octavas, con la sucesión de Fibonacci. José María Santa Olalla define la serie matemática como «una secuencia infinita de números en la que cada término es suma de los dos anteriores»51. Se inicia con la suma de 0 y 1. A partir de los dos primeros términos, se repite la operación de suerte que cada nueva cifra de la secuencia sea la suma de las dos anteriores (0, 1, 1, 2, 3, 5, 8, 13, 21...). Y de ahí que se sostenga que la estructura de la égloga garcilasiana parezca inspirarse en la afamada sucesión matemática: los 8 versos de cada octava permutan en 2 partes simétricas de 13 estrofas en los segmentos A y C, de cuya suma (8 versos más 13 octavas) resultan las 21 estrofas del segmento B. Es cuando menos reseñable la coincidencia entre la secuencia de Fibonacci y el fundamento numerológico que parece seguir Garcilaso: el número 3, recurrente en la estructura tanto de la écfrasis como del poema en conjunto; el 8, representado por el número de versos de la octava real; el 13, correspondiente a la introducción (segmento A) y al canto amebeo que clausura la égloga (segmento C); y el 21 (segmento B), que es el número que resulta de la suma de las estrofas que ocupan el cuerpo central donde se localizan las descripciones de las cuatro telas.

ocupar uno, las aves, el siguiente, otro el pescado y el último, los animales de tierra. Es lógico que esto ocurra así porque las artes del tiempo requieren un orden del que prescinden las artes del espacio» (Osuna, 1968, p. 215). 51 Santa Olalla, 1997, p. 60.

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Lám. 1. Proporción áurea en la Gioconda.

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No hay que olvidar que la serie matemática en cuestión se encuentra más que vinculada a la llamada proporción divina, pues cada vez que se dividen dos términos de la serie y cuanto más elevada son las cifras, mayor es la tendencia del cociente a aproximarse al número áureo (φ): 1,618. La sección es recurrente en la pintura renacentista y es uno de los mayores fundamentos de las artes del diseño en el Quattrocento y el Cinquecento. Dicho lo cual, si se aplica el criterio a la proporción numérica observada en la disposición estrófica de la égloga garcilasiana, la proporción que se establece entre el segmento B de 21 estrofas y los segmentos A y C restantes de 13 estrofas es áurea. Si se tiene en cuenta por otra parte que De divina proportione de Luca Pacioli, en cuyas páginas identifica el número áureo con la unicidad y autosimilaridad de Dios, ve la luz en 1509, que Leonardo, Miguel Ángel o Durero se inspiraron en la proporción divina para elaborar sus diseños y que la filosofía neoplatónica y el gusto por la numerología está en su pleno apogeo cuando Garcilaso asiste a los cenáculos de la Academia Pontaniana, no se antoja tan peregrina la posibilidad de que la disposición de las octavas en la «Égloga III» se rija por la sucesión de Fibonacci. El objeto no sería otro que formalizar la estructura poética de la composición en razón del número áureo a imitación de la pintura renacentista. Nada que deba extrañarnos en verdad, pues el poeta bien pudo intentar dotar a la égloga de tal armonía que su geometría estructural manifestase la propiedad de autosimilaridad, vinculada por Pacioli al número áureo. En otras palabras, que la estructura ternaria de la égloga se ve reproducida formalmente en la distribución estrófica, hasta tal punto que, al repetirse la misma estructura y proporción, la écfrasis deviene en una suerte de fractal poético: cada uno de los segmentos responde a un mismo criterio estructural. En parangón con la pintura renacentista y a la luz de la preceptiva ut pictura poesis, la composición de Garcilaso es reflejo de la iluminación recíproca de las artes hermanas, al adaptar y aplicar al diseño de la poesía los mismos principios aritméticos que determinan las técnicas plásticas en el Renacimiento52. Y no es un caso aislado, ya que como advierte García Galiano en su lectura de la «Égloga II»53, dicha pieza también se organiza en torno a esta estructura tripartita, cuyo emblema es, una vez más, la écfrasis. 52 Anota Lapesa la marcada influencia de las técnicas pictóricas renacentistas en la écfrasis de la «Égloga II», en un claro ejercicio de escritura en respuesta a la doctrina ut pictura poesis que comienza a emerger en Italia a principios del siglo xvi: «Los bordados están descritos con arreglo a análogo procedimiento que los relieves de la urna en la égloga II. Cada leyenda está encuadrada en un fondo de paisaje, sobre el que se suponen representados varios cuadros consecutivos» (1948, p. 54). 53 «La Égloga II, de este modo, se organiza (como los cuadros de Rafael, Mantegna o Botticelli, sin ir más lejos) según esta estructura tripartita que aparece reflejada claramente en el

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A juzgar por los ideales estéticos renacentistas enraizados en la filosofía neoplatónica, no está de más preguntarse si Garcilaso no aspiró a alcanzar, a través de lo ecfrástico, una correspondencia cifrada entre la armonía natural y la armonía formal de la poesía, creando una mímesis exacta y decorosa del objeto de representación, con vistas a la conversión del arte en una precisa imitatio de la proporción áurea implícita en la naturaleza. No hay que olvidar, por último, que la estética del Renacimiento se rige por el principio armónico neoplatónico y no sería ninguna sorpresa que el poeta toledano, como buen representante del movimiento, tanto más cuanto que entró en contacto con las teorías herméticas y artísticas renacentistas durante su exilio en Nápoles, se haya inspirado en el número áureo para llevar el decoro entre arte y natura hasta extremos de cifrado matemático. En suma, la correspondencia geométrica entre el diseño poético y el diseño pictórico se equiparan en el contexto de la «Égloga III»54. Por supuesto que sería imprudente ignorar que pueda tratarse de una coincidencia; pero sería igual de precipitado, a tenor de lo expuesto, descartar que tal vez se haya inspirado Garcilaso en la sucesión de Fibonacci y la proporción divina para equiparar la poesía a la pintura en términos que exceden los límites de lo estrictamente verbal. Comoquiera que haya sido, no erraba Lapesa al observar que el tópico ut pictura poesis pocas veces ha sido más operante que en la poesía bucólica del toledano. Así parece confirmarlo la aspiración garcilasiana de transmutar la palabra arbitraria en un símbolo áureo: la escritura como signo dorado de la Edad de Oro.

genetlíaco de don Fernando y que se desarrolla en las écfrasis sucesivas, fragmento que representa, en miniatura y como en cifra, un resumen cabal de toda la composición» (Galiano, 2000, p. 15). 54 El principio numerológico implícito en la «Égloga III» se ve apuntalado en atención a la histórica ligazón entre la écfrasis y la numerología, como ha ilustrado Ferrari (1983). La descripción del escudo de Aquiles elaborada por Homero se fundamenta en el heptadismo, es decir, en la estructura de la descripción conforme a la simbología del número siete. Es de notar que la cosmovisión grecolatina ordena y estructura el mundo como una héptada, y de ahí que numerosas écfrasis de los autores griegos y latinos se vean estructuradas en siete partes, como acontece con el escudo de Aquiles. Homero representa la esfera del hombre de acuerdo con su naturaleza heptádica, esto es, dividiendo en siete partes la representación de las imágenes grabadas en el escudo. Supone no una mera descripción aleatoria, sino un intento de cartografiar el cosmos a escala en la figuración cifrada del escudo homérico. No pasaría por alto Garcilaso esta doctrina secreta de la tradición que encierra la écfrasis a la hora de llevar a cabo su imitatio. Ahora bien, en la «Égloga III», la estructura no se fundamenta en el heptadismo, sino en la estructura tripartita como centro de la nueva cosmovisión renacentista a la luz del neoplatonismo.

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2.2. POESÍA Y ARQUITECTURA: TOPOTESIA Y ÉCFRASIS EN LOS SIETE LIBROS DE LA DIANA DE MONTEMAYOR Y LA CASA DE LA MEMORIA DE ESPINEL En el libro cuarto de La Diana de Montemayor los protagonistas finalizan su singular peregrinaje recalando en el palacio de Diana. La compañía de pastores obtiene de la maga Felicia el ansiado remedio que los libra finalmente de su mal de amor, al provocar, según Gustavo Correa, «la metamorfosis de su antigua vida de miseria a una exultante plenitud sentimental»55. En este punto de la novela la influencia ovidiana se hace patente no únicamente en referencia al remedia amoris, sino también en la descripción detalladísima del palacio, inspirada por la «pintura verbal» de la morada de la Fama localizada en las Metamorfosis, XII, 39-63. Pero no se piense que la descripción de Montemayor se reduce a una mera imitatio ovidiana carente de originalidad. Ya se ha visto cómo, en el caso de Garcilaso, su aspiración a convertir la poesía en una «pintura verbal» encuentra su fundamento en el tópico horaciano, en cuanto que cristaliza los valores pictóricos en boga durante el Renacimiento con arreglo a la preceptiva ut pictura poesis. No es diferente el propósito de Montemayor en el célebre libro cuarto de su novela pastoril. A partir del modelo de la casa de la Fama descrita por Ovidio, el autor lusitano esboza un cuadro poético que llega a tipificar, dentro de la literatura aurisecular, un notable lugar común, que alcanzará en La casa de la Memoria de Vicente Espinel su expresión más lograda56. El motivo, enraizado en los principios del pictoricismo, da pie a la figuración de una galería de personajes ilustres, cuyo recuerdo permanece indeleble en los retratos y bustos que pueblan las moradas del palacio de Diana. Las artes

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Correa, 1961, p. 75. Anota Correa que «el templo de Diana es esencialmente un templo de la Fama, en el cual se hallan incorporados elementos de lo nacional histórico y de lo legendario mitológico en profusión decorativa y en diversa disposición estructural. El padrón conmemorativo que se encuentra en uno de los patios interiores, coronado por el dios Marte de la guerra, tiene esculpidas las hazañas de héroes famosos de la Antigüedad tales como Aníbal, Escipión el Africano, Marco Furio Camilo, Horacio, Mucio Escévola, el cónsul Marco Varrón, César, Pompeyo, Alejandro» (1961, p. 67); pero también hay lugar para celebrar los mitos españoles como el Cid, Fernán González, Bernardo del Carpio, el Gran Capitán, etc. Destaca asimismo el hispanista que, además de Ovidio, el gusto por las descripciones suntuosas de palacios mágicos que manifiesta Montemayor proceden en cierto modo de Ariosto: «En el Orlando Furioso de Ariosto el palacio de la maga Logistila (X, 58 y sigs.) está hecho de piedras preciosas, y el paraíso terrenal adonde llega Astolfo, hace su aparición en un prado con un palacio maravilloso» (1961, p. 66). En el siguiente epígrafe se verá cómo las múltiples descripciones localizadas en el Orlando furioso sirven de modelo para la écfrasis en el contexto de la épica culta aurisecular, en las cuales veremos ensalzados los principales mitos nacionales, cuya memoria también venera Montemayor en el libro cuarto de La Diana. 56

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plásticas actúan como instrumento para materializar la memoria de un pasado glorioso. Esta misma perspectiva es la que iluminará numerosas galerías de pinturas que serán objeto de las écfrasis en la épica culta barroca, pero también el fundamento que preside los Parnasos poéticos y pictóricos del Siglo de Oro57. Montemayor es, a la par que Garcilaso, un temprano valedor del pictoricismo en la España de los Austria, por ser La Diana una manifestación del gusto descriptivo que sus imitadores no dudarán en emular hasta convertirlo en una de las principales señas de identidad de la novela pastoril. El universo de los pastores se ve determinado por la figuración de la naturaleza presentada como locus amoenus; lugar idílico, donde la belleza suntuosa y preciosista se presenta en comunión con la concepción neoplatónica de la vida y el mundo. El espacio es descrito con tal vivacidad que el colorido y la ostentación acaban por distorsionar la imagen física de la naturaleza. El paraje ameno se dibuja con tal phantasia y artificio que no es propio hablar de una topografía paisajística al uso; más bien, de la «pintura» de una utopía irreal e imposible58. Este aspecto ya había sido señalado por Bruno Damiani, quien, en Montemayor’s Diana, Music, and the Visual Arts (1983), consagra su segundo capítulo al estudio del pictoricismo en la construcción del paisaje idílico en correspondencia con las técnicas plásticas avivadas por la maestría de Botticelli, Durero, Guercino, Tiziano o Mantegna59. Desde luego, la naturaleza es presentada por el autor como un locus amoenus conforme a los cánones retóricos vigentes; pero su figuración presenta tal grado de pictoricismo que no es erróneo colegir, como bien defiende Damiani, que el luso se haya servido de las artes plásticas como fuente de inspiración para proceder a la «pintura verbal» de los espacios que recorren los personajes en su peregrinaje de amor:

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El concepto de «Parnaso pictórico» ha sido acuñado por Sáez en atención a la silva «Al pincel» de Quevedo. En El ingenio del arte, explica que, a imitación de las consabidas listas de escritores frecuentes en la literatura áurea, los poetas áureos, Quevedo y Lope entre otros, a través de los parnasos pictóricos «presenta[n] su nómina de pintores favoritos y da[n] a conocer sus preferencias estéticas» (Sáez, 2015, p. 82). 58 La concepción de la naturaleza como obra de arte se encuentra estrechamente vinculada al tópico del Deus pictor. Al ser el mundo la gran obra maestra del pintor divino, esta se concibe como una entidad plástica que favorece su concepción como objeto de arte. Véase Portús Pérez (1999, pp. 20-29). 59 Las disquisiciones de Damiani en torno a la comparación de la novela de Montemayor con las artes plásticas se hallan reunidas en un artículo publicado en 2012 en la revista ARSI, titulado «Arte y literatura: elementos pictóricos en Los siete libros de la Diana», donde se recogen abundantes paralelismos tematológicos entre las escenas emblemáticas de la obra y una gavilla de cuadros renacentistas.

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En su representación del mundo pastoril de La Diana, Jorge de Montemayor emplea términos relacionados, comúnmente, con las artes pictóricas; temas pictóricos se intercalan en la prosa y en los poemas de la novela y abundan los elementos visuales, tales como color, luz, sombra y perspectiva. También son frecuentes las referencias a tejidos, metales preciosos, joyas y varios tipos de mármol y piedras preciosas. Esta tendencia a lo pictórico convierte a Montemayor en un escritorpintor cuya obra se desarrolla siguiendo una estructura semejante al entretejido de diferentes temas en un tapiz. Los personajes aparecen en primer plano, como las figuras de los tapices. El diseño literario de la novela, de gran riqueza y variedad, unifica forma y contenido, simbolismo y efecto estético, y crea incidentes cuyas imágenes son paralelas a otras que aparecen en las artes visuales60.

No obstante, el propio Damiani establece una distinción clara entre el paisaje bucólico y la artificialidad arquitectónica en su lectura de la descripción localizada en el libro cuarto de La Diana: «La situación del palacio se ofrece, incluso, con un término específico de distancia: se encuentra ‘a media legua’ de la entrada del bosque. Este contraste subraya la antítesis más general entre naturaleza y arte»61. La interpretación del hispanista resulta coherente, siempre y cuando dejemos de lado el esquema retórico asignado por la preceptiva como aquí se defiende. Por otro lado, cabe recordar que los petrarquistas aspiraban a la imitación absoluta del modelo natural a través de la poesía y ello pasaba por una concepción en clave artística de la naturaleza misma. Es decir, que la máxima aspiración del poeta renacentista radicaba en neutralizar la antítesis señalada por Damiani, al representar la naturaleza como obra de arte y la obra de arte como naturaleza. La preceptiva retórica además era muy clara al respecto. Existía un esquema descriptivo para cada uno de los objetos representados por el verbis depingere. Y así las descripciones del locus amoenus en La Diana no casan con el naturalismo de las topografías de Chile y La Mancha pergeñadas por Ercilla o Cervantes, sino que dan vida a hipotiposis que presentan, acorde al gusto cortesano que preside la novela de Montemayor, los espacios de manera ostentosa y galana, al igual que si fueran un objeto de arte62. Juan Montero reitera esta lectura en los siguientes términos: «El palacio de la sabia es un ámbito caracterizado por una belleza suntuaria y exótica por momentos, fruto de una compleja relación de 60

Damiani, 2012, s. p. Damiani, 1983, p. 302. 62 Para Correa, el espíritu cortesano y la virtud que lo caracteriza es cuanto inspira a Montemayor en la visión de un mundo ideal entregado al culto de la casta Diana: «Esta riqueza preciosista del palacio es una proyección magnificada del refinado mundo cortesano y realza al mismo tiempo la dimensión de belleza de ninfas y pastoras. El culto de Diana a la castidad es así también un culto a la belleza que ha de traducirse luego en la novela en categorías de excelsitud honrosa» (1961, pp. 67-68). 61

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alianza y competencia entre la naturaleza y el artificio. Todo ello puede traer a la mente el esplendor cortesano de la época»63. De la misma forma que las artes a la luz de los ideales imitativos del Renacimiento se contaminan del artificio secreto del mundo natural, este, a su vez, en su configuración como lugar idílico, ve distorsionada su imagen a través de la mirada neoplatónica. Los paisajes amenos descritos por Montemayor son phantasias irreales fruto del idealismo bucólico. Llega a tales extremos la artificialidad de los loci amoeni que devienen en la gran obra maestra de la Natura artifex. En el caso de Montemayor, su afán de exagerar el soterrado artificio de una naturaleza creadora acarrea que las transposiciones de lo natural, en el contexto de su novela, den lugar a auténticas pinturas paisajísticas. De igual forma acontece con las descripciones físicas de los pastores que acaban por adquirir el grado de verdaderos retratos pictóricos. Lo cierto es que muchas de las escenas que conforman la novela de Montemayor evocan la imagen de un sinfín de cuadros renacentistas, como los señalados por el propio Damiani en su análisis comparatista. Tan marcado es el manierismo de Montemayor que Begoña Canosa Hermida pondera que el empleo recurrente de epítetos, adjetivos explicativos y referencias constantes a la pedrería denota «la voluntad estilística del autor, que se esfuerza no tanto en determinar lo expresado como en calificarlo, que es tanto como decir dibujarlo»64. El pictoricismo de La Diana se ejemplifica en la figuración del palacio al que acuden los personajes en busca del remedio que ponga fin a su mal de amor, centro justamente de la diana que parece evocar la estructura narrativa de la novela. «Arquitecturalmente», anota Correa, «el templo es una construcción romana de suntuosa esplendidez, si bien se mezclan a sus líneas clásicas elementos preciosistas, exóticos y decorativos que son característicos de las visiones de ultramundo»65.

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En Montemayor, 1996, p. 165, n. 1. Canosa Hermida, 2000, p. 921. Así comenta Damiani el origen del interés de Montemayor por la simbología de los colores, la pedrería y las joyas: «El gusto del autor por los colores puede relacionarse con su evidente interés por los blasones heráldicos o nobiliarios, que a menudo se adornaban de vistosos colores. Pensemos que Montemayor escribió un Libro de blasones, obra que probablemente contribuyó a su hábil uso del lenguaje enigmático, símiles, símbolos e imágenes, todos ellos típicos de las representaciones heráldicas y de la literatura enigmática de la época. Recordemos también que el influjo de su padre, platero de oficio, y el posible aprendizaje de este arte ornamental, contribuyeron tal vez a la predilección de Montemayor por el elaborado adorno de los objetos; tal gusto se observa, por ejemplo, en la descripción simbólica de las joyas con que Felismena se engalana en el palacio de Felicia [...] También son simbólicas las ‘bocas de serpientes’ que los hombres salvajes llevan en sus brazales, las cuales representan su envidia de la belleza de las ninfas» (Damiani, 1983, p. 300). Para un estudio de la simbología de las joyas y gemas en La Diana de Montemayor, véanse Márquez Villanueva (1978) y Seoane Dovigo (1996). 65 Correa, 1961, p. 66. 64

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Nos encontramos, pues, no ante una ingenua écfrasis arquitectónica siguiendo los modelos clásicos como paradigma de la armónica belleza, sino que se vislumbra a su abrigo signos ajenos al clasicismo grecorromano. Tales rasgos concuerdan con el concepto artístico de un Renacimiento que ha empezado a zozobrar a riesgo de encallarse en un exagerado Manierismo al que Montemayor se consagra como temprano representante. La artificialidad y suntuosidad cobran vida en el contexto de las descripciones del palacio de Diana bajo la forma no tanto de écfrasis cuanto de topotesias de parajes ficticios, ya que son presentados con vivacidad ante los ojos del lector, gracias al preciosismo descriptivo que sustenta la arquitectura visual de la enárgeia66. Canosa Hermida, en razón de la correspondencia que observa entre el Sueño de Polifilo de Francesco Colonna y el libro cuarto de La Diana, añade a lo expuesto por Correa que ambas obras «son una muestra clara de la relevancia que adquiere ya en el Renacimiento la cultura visual», pues «se trata de generar la ilusión de ‘pinturas animadas’ mediante el artificio verbal basado en la ékphrasis e hipotiposis»67. Dicho lo cual, es de notar que, en cierto modo, la crítica hispánica de la écfrasis no ha reparado demasiado en la complejidad que entraña la preceptiva descriptiva registrada por la retórica aurisecular. Ya se ha comentado de pasada que la aplicación de un criterio ecfrástico en el contexto de la literatura áurea conlleva la restricción del amplio espectro abarcado por las distintas variedades

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Para Canosa Hermida «se trata de una clara muestra de ‘ékphrasis’ que introduce vívidamente un objeto artístico en la narración, constituyendo un auténtico paréntesis con respecto a la acción novelesca» (2000, p. 916). Bien que el referente de la descripción detallada de Montemayor es un monumento arquitectónico y por tanto no es dado considerarla una écfrasis a pies juntillas, cabe recordar que la retórica aurisecular recogía la descripción de palacios maravillosos a semejanza de la del templo de Diana. A esta suerte de descripciones se las conocía como topotesias o pinturas verbales de un lugar fantasioso, en virtud de la cual precisamente, como bien señala la hispanista, «la acción se detiene en aras de la demorada descripción de los parajes simbólicos» (Canosa, 2000, p. 916). El recurso no es solo común en la oratoria forense, sino también en la eclesiástica. Es habitual localizarla entre los oradores postridentinos en la presentación ante la audiencia del infierno o el Edén, con vistas a provocar el estupor o ekplexis entre los feligreses y persuadirlos para que asuman la comunión con la vida cristiana. El mayor ejemplo de ello es el conocido poema Paraíso cerrado de Soto de Rojas, considerado por Orozco Díaz y Egido una de las mayores muestras de poesía pictoricista en el Siglo de Oro. Es frecuente también la presencia de la topotesia en la épica culta aurisecular, como acontece en el Bernardo de Balbuena, y en la novela barroca, siendo la conocida descripción de la cueva de Montesinos pergeñada por don Quijote paradigmática a este respecto. No es disparatado pensar, por consiguiente, que Montemayor conocía la figura a través de la preceptiva retórica y la lleve a la práctica en su novela siguiendo los cánones indicados. De ahí que en este trabajo se tome en consideración la figura de la topotesia antes que la écfrasis para caracterizar la descripción preciosista del Palacio de Diana. 67 Canosa Hermida, 2000, p. 921.

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descriptivas, toda vez que la centralidad que ocupa hoy la écfrasis estaba reservada en el Siglo de Oro para la hipotiposis —descripción pictoricista de la realidad como si fuera un objeto de arte— como figura enárgica por excelencia. Al igual que acontece con esta última, un buen número de categorías descriptivas han pasado a mejor vida y rara vez son tomadas en consideración como instrumentos eficaces para proceder al análisis de las «pinturas verbales» auriseculares. Entre ellas la mencionada topotesia, figura retórica en torno a la cual se reúne la descripción de lugares fabulosos68, jardines edénicos, parajes dantescos, moradas mágicas, así como palacios míticos en cuyas estancias habitan alegorías como las que protagonizan el libro cuarto de La Diana. El Brocense es el primer retórico español en incluir la topografía y la topotesia entre las figuras de la loci descriptio. Como anota Casilda Elorriaga la terminología recogida en la primera edición de 1556 de De arte dicendi «no se expone en las retóricas clásicas» —de ahí quizás la decisión del autor de descartarla para la segunda edición de su tratado en 1558—, pero sí «era frecuente en los progymnasmata o en los repertorios de figuras [...] de retóricos latinos menores o autores hoy desconocidos, como los que escribieron los Schemata dianoeas»69. Así las cosas, para Sánchez de las Brozas el referente de la topotesia, en contraste con la topografía, es un lugar ficticio y pone como ejemplo la descripción del puerto en la Eneida de Virgilio. Es una subespecie de la hipotiposis, a saber, una descripción que pone ante los ojos lo figurado ut cerni potius videatur quam audiri, «que parezca más que sea vista que oída»70. Casi una década más tarde, Palmireno, con el término topografía, designará «la loci descriptio de un lugar verosímil, natural o arquitectónico como el Palacio de Psique»71. La topotesia para el retórico se identificará con la descripción de lugares inverosímiles como los paisajes lucianescos. Como concluye Fernández Mosquera, al consolidarse el lugar ameno «pasa a convertirse en uno de los varios loci, en tópico que se integra retóricamente como un elemento de la inventio casi siempre como topotesia aunque, con la mixtificación posterior, topographia y topotesia acabarán, en más de un caso, fundiéndose»72. Dejando de lado las divergencias entre los retóricos, parece claro que la preceptiva descriptiva de la época destaca la verosimilitud como criterio frente a la naturaleza artística del referente. No importa tanto que el lugar descrito sea 68 Para una aproximación a la topotesia de espacios maravillosos en la literatura aurisecular, véanse Duce García (2005), Aguilar Perdomo (2007), Neri (2007) y, más recientemente, Zulaica López (2017). 69 Elorriaga del Hierro, 1990, p. 223. 70 En Elorriaga del Hierro, 1990, p. 222. 71 En Elorriaga del Hierro, 1990, p. 319. 72 Fernández Mosquera, 1996, p. 304.

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un paisaje o un palacio cuanto que la descripción respete la verosimilitud de lo figurado73. Así pues, la distinción que establecemos hoy día entre la descripción de un paisaje natural y la écfrasis de un monumento arquitectónico no venía impuesto en el Siglo de Oro por la condición artística o no de la realidad descrita; antes bien, era el carácter ficticio e inverosímil lo que separaba la descripción topográfica de la fantasiosa topotesia. Y de ahí que parezca más acertado interpretar la descripción de la «gran casa» representada por Montemayor a la luz de la figura susodicha y no únicamente en razón de la écfrasis, como ha sido la norma. A este respecto, rara vez se ha planteado que las descripciones de monumentos arquitectónicos desbordan el carácter metafigurativo concedido por Heffernan a la écfrasis. Es el caso de la «pintura verbal» del palacio de Felicia, en cuyo contexto, aunque lo descrito supone una transposición de arte, no redunda en una «verbal representation of visual representation»74. Se trata de un dibujo imaginario o, lo que es lo mismo, una phantasia, que toma como referente una arquitectura. Únicamente cabría hablar de écfrasis en su acepción moderna cuando lo figurado presenta en sí mismo una representación artística, ya sea una transposición de arte fáctica o nocional, que favorece una mise-en-abîme, es decir, un relato dentro del relato. Su interés estriba en el enorme valor que presenta en términos semióticos, pues ofrece al comparatista una muestra de la iluminación recíproca de las artes, sobre la cual fundamentar el estudio de aquellos mecanismos de los que se valen los distintos medios para representar lo real bajo unos mismos criterios estilísticos, crenológicos o tematológicos. En el caso de la topotesia, cuando esta presenta como objeto o bien una arquitectura o bien la naturaleza conceptuada en clave artística al participar de la modalidad configurada por la hipotiposis, su interés radica en su carácter alegórico-visual y en la forma en que la influencia plástica es notoria a causa del empleo recurrente de la terminología teórico-artística. La descripción del palacio imaginario en el contexto de la novela de Montemayor incita, mediante el detallismo que desemboca en la vivacidad figurativa, la creación de una phantasia, a saber, una imagen poética por la cual el lector cree contemplar lo descrito bajo la forma de un cuadro imperceptible salvo para el ojo interior.

73

Vosters comenta la cuestión de este modo: «En los tratados de la pintura del Renacimiento la imitación de la naturaleza se había alejado más y más de la interpretación literal a la figurativa, en la cual imitar significaba seleccionar lo mejor no sólo del macrocosmos y del microcosmos, sino también de los maestros antiguos y modernos. De este modo, la verdad, que es el objeto real de la mímesis, había pasado al segundo plano y legado a ser una verdad figurativa, que los manieristas llamaban verosimilitud y los barrocos ilusión. Como esta palabra se deriva del latín illudere, es decir engañar, etimológicamente significa engaño, pero su acepción real es más bien el error de los sentidos o del entendimiento que nos hace tomar por realidad las apariencias» (1987, p. 275). 74 Heffernan, 1993, p. 3.

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Por ello no está de más traer a colación las reflexiones de Elorriaga, quien recuerda que en torno a la década de 1560, en la que aparecen las retóricas del Brocense, Lullio, Palmireno o Torres y tras el éxito inopinado de La Diana de Montemayor, «están de moda los libros de pastores donde abundan las descripciones del lugar natural, de la persona y del tiempo»75. Ello supone un fortísimo impulso de las figuras descriptivas que, sumado a la recepción de múltiples tratados retóricos procedentes de la Antigüedad que en esta época se difunden en España, dan en configurar una preceptiva poetológica bajo el auspicio del tópico ut pictura poesis. Dicha preceptiva irá in crescendo a medida que avanzan las décadas, de tal manera que, en la tercera generación de poetas barrocos, se convertirá en uno de los pilares de la literatura del siglo xvii. La novedad pictoricista que traen consigo las producciones bucólicas de Garcilaso y Montemayor produce en España un movimiento que acaba por desplazar los fundamentos estéticos vigentes, desde el equilibrio y la naturalidad renacentista hacia la expresividad y artificialidad del Manierismo, más acorde a la inclinación cortesana por una cultura visual materializada en la proliferación de la emblemática y en la celebración de los fastos y momos en las cortes imperiales durante el reinado de Felipe II. Son innumerables los vestigios de la cultura visual en el Siglo de Oro. Sin ir más lejos, los intérpretes de La Diana han señalado, siguiendo a Jean Subirats, que Montemayor bien pudo inspirarse para la composición del libro cuarto y quinto en los festivales celebrados en Binche por María de Hungría en honor del príncipe Felipe76. Pero la inclinación de los autores áureos por pintar para los ojos del alma no se ve traducida únicamente en la descripción de fastos, sino, además, en el gusto por figurar casas señoriales, palacios o monumentos imperiales, amén de la decoración que albergan sus estancias. Así se observa en La Diana, en cuyo libro cuarto, como se ha venido expresando, los personajes recalan en un palacio imaginario que es descrito con todo lujo de detalles por Montemayor, dando lugar a una de las topotesias más logradas de nuestra literatura: Ellas iban delante por una muy angusta senda, por donde no podían ir dos personas juntas, y habiendo ido cuanto media legua por la espesura del bosque salieron a

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En Elorriaga, 1990, p. 324. Caso de Damiani, quien resume la propuesta del hispanista francés en los siguientes términos: «Según Subirats los episodios centrales de La Diana están relacionados con los festivales que tuvieron lugar del 22 al 31 de agosto de 1549 en el Chateau Tenebreux, en Binche, por orden de la reina regente María de Hungría en honor del príncipe Felipe, y a las que asistió lo mejor de la nobleza española. Estas festividades son las que se relatan, encubiertas bajo una falsa apariencia pastoril, en los Libros IV y V de La Diana: la poderosa Felicia es María de Hungría, y las ninfas son las damas españolas que se disfrazaron de ninfas para las festividades» (2012, s. p.). 76

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un muy grande y espacioso llano, en medio de dos caudalosos ríos, ambos cercados de muy alta y verde arboleda; en medio del parecía una gran casa de tan altos y soberbios edificios que ponían gran contentamiento a los que los miraban, porque los chapiteles, que por encima de los árboles sobrepujaban, daban de sí tan gran resplandor que parecían hechos de un finísimo cristal77.

Ya desde el inicio de la loci descriptio se percibe el carácter alegórico que preside el pasaje. A la «gran casa» se accede a través de una «angusta senda» que da a un «grande y espacioso llano» que responde a los cánones de la descripción del lugar ficticio. La «angusta senda», a semejanza de la senda escondida de fray Luis, es una clara referencia a la cita del Evangelio de Mateo acerca de la puerta estrecha, por la cual solo pueden acceder aquellos que se han librado de la perdición. Tal es el caso de los pastores que, tras mantenerse fieles a sus amores y castos ante los envites del amor lascivo representado por los sátiros, son conducidos ante la presencia de Felicia. Los chapiteles están «hechos de un finísimo cristal» que refleja la pureza translúcida de quienes moran en el palacio de Diana, consagrados de por vida a la virtud y a la castidad78. La topotesia describe acto seguido el conjunto arquitectónico con todo el suntuoso lujo que lo decora: Las pastoras y pastores le besaron las manos y todos juntos se fueron al suntuoso palacio, delante del cual estaba una gran plaza cercada de altos acipreses, todos puestos muy por orden, y toda la plaza era enlosada con losas de alabastro y mármol negro, a manera de jedrez. En medio della había una fuente de mármol jaspeado sobre cuatro muy grandes leones de bronzo. En medio de la fuente estaba una columna de jaspe, sobre la cual cuatro ninfas de mármol blanco tenían sus asientos; los brazos tenían alzados en alto y en las manos sendos vasos hechos a la romana, de los cuales, por unas bocas de leones que en ellos había, echaban agua. La portada del palacio era de mármol serrado, con todas las basas y chapiteles de las columnas dorados, y asimismo las vestiduras de las imagines que en ella había. Toda la casa parecía hecha de reluciente jaspe, con muchas almenas, y en ellas esculpidas algunas figuras de emperadores, matronas romanas y otras antiguallas semejantes. Eran 77

Montemayor, 1996, p. 167. Cabe destacar que la simbología cromática de las prendas descritas por Montemayor bien puede guardar relación con las correspondencias entre colores y virtudes establecidas por el marqués de Santillana en los blasones poéticos de la Comedieta de Ponza (véase Posada, 2015b): «Todas venían vestidas de telillas blancas muy delicadas, tejidas con plata y oro sotilísimamente, sus guirnaldas de flores sobre los dorados cabellos, que sueltos traían. Detrás dellas venía una dueña que, según la gravedad y arte de su persona, parecía mujer de grandísimo respeto, vestida de raso negro, arrimada a una ninfa muy más hermosa que todas» (Montemayor, 1996, p. 167). Así pues, el color blanco y plata de los vestidos de las ninfas vendría a simbolizar la castidad y la pureza; en tanto que el negro de la vestimenta de raso que porta Felicia correspondería a la virtud de la firmeza que ha de caracterizar el casto amor. 78

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todas las ventanas cada una de dos arcos, las cerraduras y clavazón de plata, todas las puertas de cedro. La casa era cuadrada y a cada cantón había una muy alta y artificiosa torre. En llegando a la portada se pararon a mirar su extraña hechura y las imagines que en ella había, que más parecía obra de naturaleza que de arte ni aun industria humana; entre las cuales había dos ninfas de plata, que encima de los chapiteles de las columnas estaban, y cada una de su parte tenían una tabla de arambre con unas letras de oro79.

Montemayor no escatima recursos a la hora de «pintar» con detallismo los motivos arquitectónicos y decorativos del palacio de Diana. La topotesia ilustra como pocas descripciones amplificadas del Siglo de Oro la preceptiva retórica en torno a la hipotiposis. La descripción per partes favorece la enárgeia, la cual dota al pasaje de una vivacidad visual que proyecta sobre el ojo interior la imagen del palacio de Diana. La phantasia se materializa mediante la concreción de los detalles que conforman en su conjunto la iconografía verbal. El lusitano traza el diseño de la arquitectura imaginaria de acuerdo al despliegue de una meticulosa terminología artística, que prueba su conocimiento de los materiales y los rasgos estilísticos vinculados al canon arquitectónico renacentista: la disposición de los cipreses a la entrada del palacio; las baldosas blancas y negras de alabastro y mármol que simulan en la planta cuadrada un damero; la fuente marmórea donde se hallan esculpidas las ninfas que portan los vasos de donde mana el agua, rematadas en cabezas broncíneas de leones; las almenas, arcos y puertas de cerro que conforman los ventanales de la estructura; y el mármol serrado de la fachada en cuyo frontispicio se hallan las estatuas de plata de dos ninfas, las cuales sostienen una tabla de arambre que contiene, a la manera de un epigrama, el mote emblemático del palacio. No duda Montemayor en exhibir el gusto por el estilo arquitectónico: la referencia a los materiales (alabastro, mármol, jaspe, bronce, cedro, plata, arambre, oro), los elementos (basas, chapiteles, portadas, almenas, clavazón, tabla), además de las menciones significativas a los «vasos hechos a la romana» y las «bocas de leones que en ellos había», signo evidente de su comunión con el clasicismo y de su necesario conocimiento del canon arquitectónico. Sin tal conocimiento sería imposible explicar el sutil trazo descriptivo de la topotesia. El lusitano hubo por necesidad de inspirarse en los palacios renacentistas en un ejercicio brillante de iluminación recíproca de las artes, continuando así la senda iniciada por Garcilaso. Obsérvese ya cómo la preceptiva ut pictura poesis opera en plenitud de facultades en España por el fuerte intercambio con Italia. Si bien es verdad que Montemayor, siendo portugués como fue, bien pudo haber tenido 79

Montemayor, 1996, pp. 169-170. Véase, asimismo, el ejemplar comentario del paisaje descriptivo realizado por Correa (1961, p. 71).

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conocimiento directo de los tratados artísticos de su compatriota Francisco de Holanda, ello no exime de considerarlo, junto con Garcilaso, uno de los máximos exponentes de la doctrina pictoricista en sus inicios. En otro orden de cosas, cabe reparar en cómo la topotesia del palacio de Diana, aun siendo reflejo de los principales motivos, rasgos y materiales típicos del canon arquitectónico del Renacimiento, presenta tintes novelescos que proceden en primer término del universo fantasioso del Orlando furioso y el Amadís de Gaula. La impronta alegórica que da vida a la descripción de Montemayor, en consonancia con el estilo renacentista que celebra el clasicismo grecorromano, no deja de ser un fiel reflejo del eclecticismo estético dominante. En cambio, tal eclecticismo desemboca siempre en el caso de Montemayor en un neoplatonismo que aspira a igualar arte y naturaleza bajo un mismo concepto. Este rasgo es apreciable en la mención de los motivos iconográficos de la fachada del palacio de Diana, «que más parecía obra de naturaleza que de arte ni aun industria humana». Siguiendo la lectura de Montero, es posible interpretar que para Montemayor el arte es capaz de igualar en armonía y perfección a la naturaleza misma. Los límites que definen las realidades opuestas se neutralizan gracias a una concepción neoplatónica que contempla entre lo artificial y lo natural una correspondencia tácita. Para el lusitano, la naturaleza es una entidad sobrecargada de artificio; y de igual modo el arte alcanza, merced al simulacro poético, la ansiada ilusión de naturalidad. La naturaleza es arte y el arte es naturaleza, tal es la máxima que inspira a un Renacimiento que no tardará en incurrir en la exageración manierista que, por momentos, late en las descripciones de Montemayor80. Y este mismo ideal neoplatónico que disuelve la confrontación entre lo artístico y su modelo natural, inspira el tópico ut pictura poesis en el Siglo de Oro, representado de forma implícita en la topotesia del palacio de Diana. A diferencia del verbis depingere que es capaz en virtud de la enárgeia de poner ante los ojos de la imaginación lo figurado con palabras, el arte plástico ha de recurrir al medio verbal para manifestar su muda voz. Así, en la descripción de Montemayor, las esculturas de las ninfas de la fachada se ven acompañadas de «una tabla de arambre con unas letras de oro», donde reza un epigrama que expresa cuanto el arte plástico, por ser muta poesis, no puede. Asimismo sucede con la écfrasis de las imágenes de las autoridades y 80

Orozco Díaz observa que una de las principales diferencias entre la imagen barroca de la naturaleza con respecto a la renacentista reside precisamente en un mayor interés por lo inanimado y artificial: «Tanto en la poesía como en la pintura, lo primero que sorprende cuando pasamos del Renacimiento al Barroco es la ampliación de los temas correspondientes al mundo de la Naturaleza; y junto a ello la entrada de lo inanimado y artificial. Esto es: la erección en tema independiente de lo que fuera antes simple elemento de la composición» (1947, p. xlvii).

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héroes legendarios reunidos en torno al pilar octogonal que se encuentra en el patio interior del palacio de Diana, cuya identidad es revelada por el epigrama que acompaña a cada efigie: se salieron en un gran patio, cuyos arcos y columnas eran de mármol jaspeado, y las basas y chapiteles de alabastro con muchos follajes a la romana, dorados en algunas partes. Todas las paredes eran labradas de obra mosaica, las columnas estaban asentadas sobre leones, onzas, tigres de arambre, y tan al vivo que parecía que querían arremeter a los que allí entraban. En medio del patio había un padrón ochavado de bronzo, tan alto como diez codos, encima del cual estaba armado de todas armas, a la manera antigua, el fiero Marte, aquel a quien los gentiles llamaban el dios de las batallas. En este padrón con gran artificio estaban figurados los superbos escuadrones romanos a una parte, y a otra los cartaginenses; delante el uno estaba el bravo Aníbal y del otro el valeroso Escipión Africano [...] A la otra parte estaba el gran Marco Furio Camilo combatiendo en el alto Capitolio por poner en libertad la patria, de donde él había sido desterrado. Allí estaba Horacio, Mucio Escévola, el venturoso cónsul Marco Varrón, César, Pompeyo con el magno Alejandro, y todos aquellos que por las armas acabaron grandes hechos, con letreros en que se declaraban sus nombres y las cosas en que cada uno más se había señalado81.

Si se analiza el esquema retórico sobre el cual se organiza la topotesia de Montemayor salta a la vista que concuerda con el canon fijado por la preceptiva aurisecular con respecto a la descripción de monumentos arquitectónicos. Tal es el caso del Cathálogo de las cosas que más comúnmente descriven los que predican, que recoge las pautas y el esquema organizativo que debe seguir el verbis depingere de casas suntuosas: «Se descriven de la parte donde están, de la plaza que tienen delante; de la portada, del ventanaje con rejas doradas, del patio, de las escaleras, de los corredores y arcos»82. La correspondencia entre la «pintura» de Montemayor y la pauta descriptiva brindada por el tratado en cuestión es indicio de la operatividad de un canon retórico compartido por oradores, predicadores y poetas en el Siglo de Oro. No es aleatorio el criterio estructural sobre el que se articula la descripción de Montemayor, sino que sigue la misma directriz que recogen compendios tales como el Cathálogo de las cosas o en su defecto Apparatus latini sermonis per

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Montemayor, 1996, pp. 179-180. El manuscrito de la obra localizado en la Biblioteca Nacional lo transcribe López Grigera (1994, pp. 148-150) en un apéndice incluido en su emblemático estudio La Retórica en la España del Siglo de Oro. En este singular documento del Siglo de Oro se recogen las pautas descriptivas de los principales referentes de topografías y cronografías: un templo, una ciudad, un río, una noche serena, el verano, etc. 82

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Topographiam, Chronographiam et Prosopographiam, fechado en 1598 y compuesto por el jesuita Melchor de la Cerda83. Aunque posteriores a la novela, la coincidencia estructural entre el modelo fijado por dichos tratados y la estructura de la descripción del palacio de Diana revela la existencia de un canon retórico, en el cual un número considerable de autores áureos parece haberse inspirado en la composición de sus «pinturas verbales». El lusitano participa de tal preceptiva y de ahí el establecimiento de los paralelismos para nada casuales entre el canon retórico fijado por el Cathálogo (tabla 1) y la estructura de la topotesia de Montemayor (tabla 2): Tabla 1: Cathálogo 1. Ubicación: de la parte donde están. 2. Plaza: de la plaza que tienen delante. 3. Portada: de la portada. 4. Ventanal: del ventanaje con rejas doradas. 5. Patio: del patio, de las escaleras, de los corredores y arcos. Tabla 2: La Diana 1. Ubicación: salieron a un muy grande y espacioso llano, en medio de dos caudalosos ríos, ambos cercados de muy alta y verde arboleda; en medio del parecía una gran casa. 2. Plaza: se fueron al suntuoso palacio, delante del cual estaba una gran plaza cercada de altos acipreses, todos puestos muy por orden, y toda la plaza era enlosada con losas de alabastro y mármol negro, a manera de jedrez. 3. Portada: La portada del palacio era de mármol serrado, con todas las basas y chapiteles de las columnas dorados. 4. Ventanal: Eran todas las ventanas cada una de dos arcos, las cerraduras y clavazón de plata, todas las puertas de cedro. 5. Patio: se salieron en un gran patio, cuyos arcos y columnas eran de mármol jaspeado, y las basas y chapiteles de alabastro con muchos follajes a la romana, dorados en algunas partes.

Como se puede observar la coincidencia entre el canon retórico recogido por el Cathálogo y la descripción de Montemayor es harto elocuente. Hasta tal punto responde la estructura de la topotesia del palacio de Diana a las pautas señaladas que se podría dar en pensar erróneamente que el novelista se ha inspirado en el Cathálogo cuando no es así. Pues no es que uno se inspire en otro, mutatis mutandis, sino que ambos comparten o se inspiran en una misma fuente

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López Grigera, 1994, pp. 144-145.

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o modelo retórico, es decir, un canon descriptivo compartido por preceptistas y poetas auriseculares84. No es este el único punto en que coinciden Montemayor y el desconocido autor del Cathálogo. Destaca además la correspondencia entre los materiales y motivos arquitectónicos descritos en la topotesia del luso y los prescritos por el singular tratado con respecto a la descripción de jardines, cuyo verbis depingere se realiza a partir «de las pilas de alavastro, de los azulejos, de las sierpes de metal o otros [sic] animales que echan agua por la boca, etc.»85. En efecto, la topotesia manifiesta el marcado gusto clasicista del autor. Se evidencia en la profusión de materiales y motivos identificativos de la estética renacentista y de clara influencia grecorromana en la figuración del patio interior. Las paredes «labradas de obra mosaica», los chapiteles de alabastro ornados con «follajes a la romana», los arcos y columnas «de mármol jaspeado», «el padrón ochavado de bronzo» o las columnas «asentadas sobre leones, onzas, tigres de arambre» acaparan la atención de Montemayor. Tras la descripción minuciosa del palacio de Diana, continúa el autor con la écfrasis de una galería de personajes ilustres romanos pintada sobre el pilar octogonal, que ocupa el centro del patio y a la que le suceden la enumeración de héroes legendarios españoles86. De hecho, cuando se contrasta el detallismo minucioso de la topotesia con la mera enumeración de los personajes figurados sobre la superficie del padrón broncíneo es posible observar que Montemayor no se detiene en representar con minucia cada una de las imágenes plásticas, no llegando a ponerlas ante los ojos con tanta viveza como la fachada y las estancias interiores. La écfrasis en este contexto responde tanto a la esencia del verbis depingere, que dibuja en la imaginación de lector un cuadro imaginario, cuanto a la accumulatio. Nos encontramos, por lo tanto, ante un caso semejante al de los bodegones poéticos87. Si la enumeración ecfrástica acaba por poner ante los ojos el referente, no es por la propia «pintura verbal» de iconos, sino por la acumulación copiosa de elementos figurativos, es decir, por la presentación detallada de una secuencia nominal. El procedimiento se repite en la descripción de las imágenes de ejemplos femeninos de la virtud y la castidad, descritos por Montemayor, como culminación de su galería de la fama:

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Cervantes no dudará en censurar y ridiculizar en Don Quijote esta suerte de descripciones preciosistas que tanto abundan en La Diana de Montemayor, por ser fruto no del ingenio sino de la fría preceptiva. Véase Posada (2016c). 85 López Grigera, 1994, p. 149. 86 Véase Nelson, 2005. 87 Véase Sánchez Jiménez, 2011, pp. 234-246.

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Después de haber particularmente mirado el padrón, estos y otros muchos caballeros que en él estaban esculpidos, entraron en una rica sala, lo alto de la cual era todo de marfil maravillosamente labrado, las paredes de alabastro, y en ellas esculpidas muchas historias antiguas, tan al natural que verdaderamente parecía que Lucrecia acababa allí de darse la muerte, y que la cautelosa Medea deshacía su tela en la isla de Ítaca, y que la ilustre romana se entregaba a la parca por no ofender su honestidad con la vista del horrible monstruo, y que la mujer de Mauseolo estaba con grandísima agonía, entendiendo en que el sepulcro de su marido fuese contado por una de las siete maravillas del mundo. Y otras muchas historias y ejemplos de mujeres castísimas y dignas de ser su fama por todo el mundo esparcida, porque no tan solamente alguna dellas parecía haber con su vida dado muy claro ejemplo de castidad, más otras que con la muerte dieron muy grande testimonio de su limpieza88.

Obsérvese cómo anteriormente se ha argumentado que la écfrasis de las imágenes esculpidas en el relieve de mármol de la rica sala es objeto tanto más de una narración sucinta cuanto que de una hipotiposis o descripción enárgica per partes, como estipulaban Quintiliano y los tecnógrafos griegos89. Y compárese el detallismo de los anteriores pasajes concernientes a la topotesia con la écfrasis de las imágenes labradas sobre la superficie del pilar del patio y el bajorrelieve de la antecámara. Se evidencia de este modo que a Montemayor parece no interesarle la metafiguración de la écfrasis más que para producir el convenido efecto especular entre el ejemplo moral que encierran los iconos y la castidad y firmeza que caracteriza a las virtuosas pastoras. Pese a la falta de detallismo de la transposición de arte en estos pasajes, su función como mise-en-abîme permite que la miniatura descriptiva refleje lo ya relatado por Montemayor. De ahí que la finalidad de la écfrasis, a diferencia de otras variedades enárgicas como la descripción, la hipotiposis o la topotesia misma, no precise del detallismo para alcanzar su fin. Únicamente por el mero hecho de pergeñar una figuración de una realidad ya prefigurada, máxime cuando representa la realidad ficcional o guarda relación con esta, produce el efecto especular y su fin no es otro que reiterar la significación de la obra. En la novela de Montemayor la «pintura verbal» apuntala la virtud como centro de la diana del universo novelesco: Lucrecia, quien se quita la vida en 88

Montemayor, 1996, pp. 183-184. «Pero aquello de poner una cosa, como dice Cicerón, delante de los ojos, se suele hacer cuando se cuenta un suceso, no sencillamente, sino que se demuestra cómo sucedió, y no todo, sino por partes; lo cual comprendimos en el libro anterior en la evidencia, cuyo nombre dió Celso también á esta figura. Otros la llaman hipotiposis, esto es, una pintura de las cosas hecha con expresiones tan vivas, que más parece que se percibe con los ojos que con los oídos» (Quintiliano, 1916, pp. 92-93, IX, 2, ii). 89

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un ejemplo de castidad extrema antes de ser forzada por su hijastro; Artemisia, quien levanta un mausoleo en honor de su marido y acabar por beberse, en signo de máxima fidelidad, las cenizas de este para darle sepultura con su propio cuerpo. Todas las flechas envenenadas lanzadas ciegamente por Cupido se orientan hacia la diosa Diana, quien las repele con su firmeza en razón del casto amor, protegiendo a cuantos amantes se consagran a su culto. No por nada sitúa Montemayor la estatua de la diosa en la estancia que ocupa el centro mismo de su palacio y cuya descripción representa asimismo el corazón de la diana estructural de la novela: En torno de la rica cuadra estaban muchas figuras de damas españolas y de otras naciones, y en lo muy alto la diosa Diana, de la misma estatura que ella era, hecha de metal corintio, con ropas de cazadora, engastadas por ellas muchas piedras y perlas de grandísimo valor, con su arco en la mano y su aljaba al cuello, rodeada de ninfas más hermosas que el sol. En tan grande admiración puso a los pastores y pastoras las cosas que allí veían que no sabían qué decir, porque la riqueza de la casa era tan grande, las figuras que allí estaban tan naturales, el artificio de la cuadra y la orden que las damas que allí había retratadas tenían, que no les parecía poderse imaginar en el mundo cosa más perfecta. A una parte de la cuadra estaban cuatro laureles de oro esmaltados de verde, tan naturales que los del campo no lo eran más, y junto a ellos una pequeña fuente, toda de fina plata, en medio de la cual estaba una ninfa de oro que por los hermosos pechos una agua muy clara echaba, y, junto a la fuente sentado, el celebrado Orfeo encantado, de la edad que era al tiempo que su Erúdice fue del importuno Aristeo requerida90.

Vuelve a verse claramente, a juzgar por el marcado pictoricismo del pasaje, cómo Montemayor circunscribe la descripción de la obra plástica al ámbito de la topotesia. Se detiene en el deleite que proporcionan los motivos iconográficos, la riqueza visual de la decoración arquitectónica, la belleza de los iconos expresada a través de los materiales que evocan el pasado glorioso grecolatino, en un auténtico adelanto del sentimiento de horror vacui que tanto celebrarán los artistas barrocos. Una vez más se observa la hipérbole de la perfección y naturalidad del arte, que no solo iguala, sino que aun supera la perfecta belleza del locus amoenus bajo el nuevo signo manierista. En las estancias centrales del imaginario palacio alcanza el paisaje artificial la condición de lugar ameno, de paraje idílico, de escenario edénico, en cuyos límites se materializa la máxima expresión del idealismo neoplatónico91. Es en 90

Montemayor, 1996, pp. 185-186. Así lo interpreta Montero: «El libro alcanza en este pasaje una de sus cotas de más elevada fantasía. El laurel y la fuente diseñan una especie de lugar ameno en el que el arte pugna por hacerse igual a la naturaleza» (en Montemayor, 1996, p. 185, n. 111). 91

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los reinos de la phantasia donde se localiza el verdadero ideal de belleza. No es la naturaleza, ni siquiera el arte, cuanto dota de vida a Orfeo, sino es el encantamiento de la fantasía interior del hombre el que transforma la realidad en poesía. La topografía de locus amoenus renacentista cede su trono a la topotesia manierista. Montemayor esculpe a partir de lo natural un relieve hiperbólico del paisaje bucólico. A diferencia del paraje ameno natural, que refleja la realidad interior del pastor y que deviene en locus eremus cuando la armonía del amor se corrompe a causa de la infidelidad, el arte del palacio de Diana permanece intacto, cualesquiera que sean los avatares. Es cuanto le acontece a Sireno como consecuencia de la traición de Diana. Las riberas del Esla dejan de ser un lugar apacible lleno de armonía y perfección. Solo el arte se ve libre de la contingencia de los sentimientos. La belleza incorruptible e inmortal de la fantasía materializada en la imagen utópica de la topotesia rivaliza con la propia naturaleza e incluso la supera. Y así, los «laureles de oro esmaltados de verde» que contemplan los pastores en la cuadra les acaban por resultar «tan naturales que los del campo no lo eran más». He aquí el valor de La Diana, pues en sus páginas se configura el desplazamiento manierista de la naturalidad hacia el artificio que dominará la estética del Barroco. Pero como se ha señalado anteriormente, no es Montemayor el único autor áureo que manifiesta a través de la topotesia esta nueva estética en torno al artificio y la phantasia92. La variante enárgica es, de hecho, el pilar sobre el que reposan los cimientos descriptivos del poema La casa de la Memoria (1591) de Vicente Espinel. La composición es una pieza representativa del manierismo del cambio de siglo. Los tintes alegóricos y fantasiosos en Montemayor se convierten en rasgos esenciales para el poeta rondeño93. En Espinel convergen las distintas tradiciones literarias que conviven en la España de los Austria, en una de las más logradas manifestaciones manieristas 92

Javier Blasco ha estudiado la presencia de la topotesia en la Arcadia de Lope conectándola con el hermetismo soterrado en los programas iconográficos auriseculares: «En este contexto, me parece, es el que hay que intentar leer el significado de los Palacios y Templos de la Arcadia, ejemplos singulares de una topotesia mágica, que es muy abundante y variada en los libros de pastores. En un ejercicio de ékphrasis cuidadosamente trabajado, Lope nos pinta con palabras el Palacio de las Artes Liberales» (1990, p. 24). 93 Así lo pondera Gaspar Garrote Bernal a juzgar por el marcado carácter onírico de la obra: «‘La casa de la Memoria’, testimonio de la obsesión de Espinel por esa facultad, parte de una temática amorosa y de un motivo dilecto al manierismo, el sueño, para seguir con una estructura de luenga tradición medieval: el viaje alegórico (con o sin guía) + la psicomachia + la visión del Paraíso o del Infierno, estructura que desemboca en el código dantesco. Éste, a su vez, se emplea en una visión infernal satírico-lucianesca, que presenta el infierno de los malos poetas, dependiente por su parte de la doctrina estética horaciana» (Garrote, 2001, p. 85).

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de nuestra literatura. Las fábulas fantasiosas de Luciano, las visiones alegóricas medievales, el espíritu cortesano del petrarquismo o los tópicos de Horacio dan vida a la psicomaquia de Espinel. La primera parte del poema presenta una detallada topotesia de una región ficticia de tintes dantescos, que incluye la descripción de la sagrada casa de la Fama. En un claro paralelismo con Montemayor y sin ocultar la deuda con Dante, la descripción se inicia con el acceso a un paraje inhóspito a través de una senda incierta94: Metido en confusión me vi al momento de la imaginación, que me guiaba, de mil quimeras lleno el pensamiento, con que el común sentido se ofuscaba. «Entra», me dijo, «ten atrevimiento», viendo que con razón lo rehusaba, y abriendo a un monte una pequeña puerta llevarme vi por una senda incierta95.

El desasosiego que invade el alma del poeta provoca que la imaginación desatada se apodere de la psique hasta nublar su juicio. En el proceso de enajenación anímica ante la turbación que causan los sentimientos encontrados, transita por la senda incierta que le conducirá a una experiencia mística para la cual no encontrará explicación alguna. Los pensamientos del poeta se transforman en quimeras que lo impulsan y guían en un verdadero viaje introspectivo hacia los reinos de la phantasia. Semejante viaje introspectivo tiene como primer itinerario una pequeña puerta de la percepción, por la cual se accede a un lugar utópico que se encuentra fuera del alcance de los sentidos. La «senda incierta» lo conduce a una «peña tajada» donde se halla «un gran postigo». En ella no habita ermitaño alguno, sino una mujer anciana «que en su apariencia, no era cosa humana». La irrealidad de lo representado hace dudar al poeta de si cuanto está experimentando no es fruto de un capricho onírico, máxime cuando de un salto inverosímil la anciana corona junto con el protagonista lo alto de la peña para descubrir la región que se abre ante sus ojos: Otra región diversa de la nuestra, diversa tierra, diferente culto,

94 A este respecto, Vicente Cristóbal vincula la referencia a Horacio y anota que «Espinel, como fray Luis (‘¡Qué descansada vida la de aquel que huye...!’), pone acento y alaba la vida retirada misma más que al hombre que la ejerce» (1996, p. 240). 95 Espinel, 2008, p. 114, I, vv. 33-40.

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que no hay lengua ni mano tan maestra, que pinte tan extraño globo o bulto; diverso cielo, y aire, clara muestra de aquel terreno Paraíso oculto, que en las cosas del cielo, no era suelo, y en las cosas del suelo no era cielo. Subí por riscos y ásperas cavernas a un lugar de mortal jamás pisado, do vi contra la muerte y tiempo, eternas obras en torno de uno y otro lado: estatuas muy antiguas y modernas, de un fortísimo bronce levantado sobre columnas altas, en memoria cada cual de su buena o mala historia96.

Inicia en este punto Espinel la topotesia siguiendo, a semejanza de Montemayor, el canon retórico que he extraído del Cathálogo de las cosas. La estructura se repite en esta nueva ocasión con la descripción, en primer término, de un paraje rayano en lo absurdo. Nada parece tener ni pies ni cabeza en dicha región, pues se trata de una pintura del lugar siguiendo el tópico del mundo al revés. Cuanto había de estar en el cielo se encuentra en el suelo y viceversa. Un «terreno paraíso oculto» que marca el carácter fantasioso del paisaje, de suerte que parece situarse en los reinos sublunares a los cuales solo es posible acceder a través de esa puerta de la percepción que es la phantasia. La descripción de Espinel coincide con la representación de un lugar prodigioso, metafísico, propio de una psicomaquia. Tal es el grado de irrealidad de la visión que «no hay lengua ni mano tan maestra, / que pinte tan extraño globo o bulto». El protagonista se ve incapaz de describir cuanto ve. Se percibe aquí cómo la concepción poética de finales del siglo xvi ha asumido la «pintura» como una capacidad propia del medio verbal. Opera ya en plenitud de poderes el tópico ut pictura poesis, del que Espinel se hace eco en su poema, máxime cuando a él le debemos la traducción aurisecular del Ars poetica de Horacio. A diferencia de Montemayor, Espinel no describe, sino que pinta cuadros poéticos en la imaginación. La poesía es un medio musical por el cual transitan las phantasias desde la psique del autor a la psique de los lectores. Fantasías, pero también recuerdos o, lo que es lo mismo, imágenes percibidas que han sido grabadas precisamente en la «casa de la Memoria».

96

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Espinel, 2008, p. 117, I, vv. 105-120.

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No es extraño, por consiguiente, descubrir que bajo la apariencia de la misteriosa mujer se esconda la Memoria misma. Espinel la personifica en una anciana, dada su longevidad. Su edad se remonta a los orígenes de la creación, y ella es la encargada de reunir en las estancias de su casa los recuerdos materializados en las pinturas de las hazañas y personajes dignos de la memoria97. Asimismo, es quien guía al protagonista, como Virgilio a Dante, por los parajes recónditos de un mundo ficticio, «un lugar de mortal jamás pisado», descrito en efecto con arreglo a una suerte de topografía del más allá. La propia región inhóspita a la que solo es posible acceder a través de la imaginación se puede interpretar como una personificación de la psique del propio poeta. De ahí que sea objeto de una topotesia, como es el caso, antes que de una topografía. Y para llevar a término su propósito, Espinel sigue a pies juntillas el mismo esquema retórico anteriormente señalado con respecto a la descripción del palacio de Diana en la novela de Montemayor, al presentar en primer término la ubicación del lugar utópico: Dos arroyos corrían por los lados de un agua clara transparente y pura, de verde hierba frescos, y adornados, que sin secarse o marchitarse dura; de incorruptibles árboles cercados, que en el agua no pueden ver su altura, ciprés, líbano, cedro, oliva, y palma, laurel con otro do descansa el alma98.

La descripción de los ríos, sus aguas y su vegetación dibujan la iconografía del locus amoenus donde se ubica la casa de la Memoria. Pero la forma en que la presenta Espinel no casa con la concepción renacentista de la naturaleza. Ni se halla en constante movimiento a merced del ciclo de las estaciones, ni se ve sometida a las inclemencias del tiempo. Permanece incorruptible, «sin secarse o marchitarse», en cuanto que se localiza en los reinos de la memoria que perdura inalterable aun con el inevitable devenir de los siglos. Al punto, describe Espinel en su topotesia la fachada del «sacro templo», que supone en sí mismo la personificación de la Memoria como una morada, cuyas estancias no dejan de recordar a las moradas espirituales de santa Teresa99: 97 Como recuerda Portús Pérez, en el Siglo de Oro, poesía y pintura «servían con la misma eficacia para perpetuar la memoria de los hechos pasados y para salvaguardar y difundir la tradición cristiana» (1999, p. 34). Las topotesias de Montemayor y de Espinel son, por tanto, reflejo de cuán operativa era la máxima horaciana en la época. 98 Espinel, 2008, p. 118, I, vv. 169-176. 99 Egido recuerda que los oradores eclesiásticos del Barroco acudían a este mecanismo para favorecer el recuerdo de los temas de sus sermones. Era habitual poner ante los ojos de la audiencia

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Soberbios edificios suntuosos, de grande ingenio y arte fabricados, con cuatro torreones poderosos de diamante purísimo labrados; torres, murallas, caballeros, fosos, puertas de acero, puentes levantados, y una entrada encubierta antes de todo hecha de extraño, y admirable modo. A los dos lados de la entrada estaban haciendo en dos garitas centinela dos ninfas que aquel paso aseguraban debajo de su amparo, y su tutela; con sus insignias lo que son mostraban, que era una liebre y una grulla en vela, y mirándolo todo con instancia vi que eran la Custodia, y Vigilancia100.

Como se puede apreciar, Espinel seguiría en este punto el mismo esquema retórico de la topotesia de Montemayor, pues tras el verbis depingere de la ubicación y la fachada, describirá acto seguido tanto la plaza como las instancias interiores, aunque alterando ligeramente el orden de presentación. Pero no es el único aspecto en que se manifiesta la intertextualidad entre el poema de Espinel y el libro cuarto de la novela de Montemayor. Por un lado, la señalada mención de la «senda incierta» que conduce tanto a la casa de la Memoria como al palacio de Diana; por otro, los torreones labrados en «diamante purísimo» de la primera recuerdan notablemente a los chapiteles de «finísimo cristal» de la segunda.

una casa y ubicar en cada una de las estancias los conceptos a tratar. Así lo recoge el tratado que la investigadora propone como paradigma de la instrucción en este recurso mnemotécnico del que se vale Espinel en La casa de la Memoria: «El tesoro de la memoria y el entendimiento y arte fácil y breve para toda la sabiduría (1657), de Miguel de Vargas, es una de tantas muestras de la trayectoria mnemotécnica que el Barroco cultivó y que también utiliza la creación de lugares e imágenes ficticios que eran comunes a los usados por los retores antiguos. Aunque se trata de un arte puesto al servicio de la memorización de sermones que busca un método para el aprendizaje de textos, con sus correspondientes citas de la Escritura, no sólo se sirve del uso de lugares diferenciados y repartidos que conforman una auténtica arquitectura mental que sirve de teatro a la ubicación de imágenes [...] Una vez determinado el lugar, se debe proceder a ubicar en él los conceptos. Pero esa colocación de términos conceptuales a través de un proceso imaginativo y ordenado (amor, perfección, etc.) no le parece suficiente a este autor y enseguida procede a la necesidad de ubicar figuras en cada uno de esos lugares, sirviéndose para ello de la iconografía tradicional» (2004, p. 55). 100 Espinel, 2008, pp. 119-120, I, vv. 193-208.

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Además, ambas arquitecturas presentan el mismo frontispicio en su portada. Tanto una como otra se inspiran en un mismo modelo, ya sea una fuente literaria no registrada por los comentaristas, ya sea un posible emblema que inspira a ambos autores, en especial si se repara en el motivo iconográfico de la liebre y la grulla, alegorías de la Custodia y la Vigilancia, respectivamente. Claro que parece más probable que el poeta rondeño tome como modelo a Montemayor para elaborar la imagen de la fachada de la casa de la Memoria. Dada la fama que alcanza la novela del luso en las décadas posteriores a su publicación, no resulta improbable la validez de la hipótesis crenológica. Los ecos de la Diana en la descripción de Espinel son notables, si bien se diluyen con la descripción de la plaza: Este foso pasado, muro, y puerta, con otros tres de diferente traza, hallando ya la fortaleza abierta, venimos a arribar a una gran plaza: de mucho mirto y arrayán cubierta, de verde yedra que el laurel abraza, y en medio estaba, oh cosa milagrosa, el alto templo de la antigua diosa101.

A juzgar por el análisis de los fragmentos, concluyo que la topotesia de Espinel respondería al mismo esquema estructural que la descripción de Montemayor, prueba evidente de la existencia, en el contexto aurisecular, de un canon retórico reservado para la descripción de lugares ficticios. La topotesia de Espinel concuerda con la de Montemayor en cuanto a la dispositio de los elementos que conforman el conjunto arquitectónico. En el caso de Espinel cabe la posibilidad de que lo haya aducido a partir de la lectura de La Diana; pero sigue prevaleciendo la coincidencia de tales estructuras con la prescrita por el Cathálogo para la descripción justamente de «una gran casa» como la figurada en La casa de la Memoria. No obstante, a partir de este punto se aleja el poeta rondeño del pretexto retórico al no detallar ni los ventanales ni los patios. Todo ello es sustituido por la «pintura verbal» de las estancias interiores, estancias que recuerdan, por el marcado gusto grecorromano de sus motivos arquitectónicos, a los patios y ricas salas localizadas en el imaginario palacio de Diana: Sobre columnas dóricas fundado de un ancho, hondo, y sólido cimiento, 101

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Espinel, 2008, p. 120, I, vv. 217-224.

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de obra corintia a partes fabricado, según el modo y principal intento; jónica y subdial en otro lado cada cual por diverso fundamento, que a cada facultad se le aplicaba aquello con que más se deleitaba102.

Los tecnicismos empleados por los teóricos del arte contaminan la descripción de Espinel. Se formaliza así el estilo pictoricista mediante referencias recurrentes a los órdenes arquitectónicos que determinan los tipos de columnas: dórico, corintio, jónico y subdial103. El conocimiento de Espinel de tales órdenes prueba, como en el caso de Montemayor, el rapport de fait con la teoría del arte renacentista y la arquitectura romana, argumentos que justifican un análisis comparatista de sus obras a la luz de las artes plásticas104. Habitualmente, es la pintura la que acapara el centro de atención de los poetas auriseculares; pero Montemayor y Espinel atienden antes al arte arquitectónico a la luz del canon estético del periodo helenístico. Pinturas y esculturas se encontraban en Grecia y Roma al servicio de la arquitectura, por cuanto decoraban y se integraban en el conjunto de fachadas, patios, jardines, fuentes y estancias de templos, edificios, mausoleos y toda suerte de monumentos. Si bien tal concepción contradice la independencia que alcanzan la pintura y la escultura llegado el Renacimiento, la supeditación al marco de la unidad arquitectónica viene determinada por la exaltación hasta el paroxismo de la estética clasicista. Tal es la exageración del ideal artístico circunscrito a la topotesia de Espinel, que incurre en un manierismo fantasioso, el cual corrompe los principios de equilibrio y naturalidad preconizados por el petrarquismo renacentista. Ahora bien, por integrarse la pintura y la escultura dentro del conjunto arquitectónico, es de notar que la topotesia deriva en una écfrasis, siempre que su referente se desplaza desde el palacio como lugar ficticio a las pinturas, esculturas y objetos de arte que lo decoran. En el momento en que el poeta centra 102

Espinel, 2008, p. 121, I, vv. 225-232. El adjetivo subdial proviene del étimo latino subdio (al aire). Se trata del orden arquitectónico de los templos abiertos típicos en la antigua Roma, cuyas columnas solían estar dispuestas en doble orden y sostenían sobre sus capiteles estatuas de dioses o figuras mitológicas. El «padrón ochavado de bronzo», descrito por Montemayor en el libro cuarto de La Diana, es un ejemplo de columna subdial cuyo capitel sostiene al «fiero Marte». 104 Garrote Bernal ofrece una nota biográfica que prueba la estrecha relación del poeta con las artes plásticas: «para las exequias fúnebres celebradas por Ana de Austria en el Milán de 1581, Espinel concibió las figuraciones pictóricas que formaron conjuntos emblemáticos con sus poemas» (2001, p. 81). Para la relación de Espinel con la emblemática, véase Cristóbal y Garrote Bernal (1989). 103

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su atención en las representaciones plásticas de mitos, héroes y personalidades del mundo del arte y las letras, prolifera entonces el carácter metafigurativo de la transposición de arte. Si la topotesia integra la écfrasis en su conjunto es por cuanto el arte arquitectónico, claro está, comprende en su dominio la pintura, la escultura, la tapicería o la orfebrería. Se percibe también en la perspectiva que Montemayor y Espinel emplean en la representación del lugar ficticio un movimiento desde el exterior hacia el interior, desde la lejanía a la cercanía, en una suerte de travelling poético que adentra al lector en los secretos custodiados por los palacios imaginados para ponerlos ante sus ojos. Los pastores de Montemayor observan primero, desde la distancia, cómo se abre ante ellos un paisaje fantasioso que alberga un palacio de ensueño. Poco a poco se aproximan a él, recorriendo sus estancias, hasta alcanzar la cámara interior, el corazón de la diana y centro estructural de la novela, donde se encuentra representada la diosa. Y lo mismo sucede con el poema de Espinel: contempla, en primer término, la casa de la Memoria desde la distancia y, paulatinamente, se aproxima a ella para ser recibido por las ninfas, las cuales abren las puertas que esconden sus tesoros secretos. En las entrañas mismas de la Memoria materializada en un conjunto de estancias descubre Espinel los parnasos que conservan el recuerdo de los ilustres varones y damas gentiles. Si la casa y las moradas que la componen son una metáfora de la Memoria, los frescos pintados en los techos y paredes representan metafóricamente los recuerdos. La memoria se materializa en el arte, pues en la escultura, en la pintura, en la poesía encuentra su soporte natural. Son la memoria misma materializada. El arte es un monumento que inmortaliza el tiempo pasado y extinto. Permanece congelado en una imagen plástica. En el estatismo de las esculturas de Semiramis o Isis que decoran la fachada; en los «momentos pregnantes»105 de las pinturas que capturan las conquistas y batallas libradas por Bernardo del Carpio y Hernán Cortés plasmadas en una instantánea eterna: A Bernardo se ve cómo destroza y rompe del francés la fuerte malla; y muerta la gallarda gente moza, el gran Carlos huir de la batalla; luego el amigo rey de Zaragoza (que aunque era moro, en su defensa halla) vuelve las armas y furiosos frenos, por que los enemigos fuesen menos. Hernán Cortés, del encubierto mundo descubre el paso y las riberas halla, 105

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Véase Posada, 2019a, p. 129.

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los bájeles barrena y da al profundo, en su ardid confiando esfuerzo y malla. Todo primero ante él está segundo, que siete reinos que venció en batalla, como reciben otros de sus reyes, les dio y redujo y sujetó a sus leyes106.

Nótese cómo, a diferencia de Montemayor, Espinel no recurre al epigrama para dotar de voz a las pinturas. Estas hablan por sí mismas gracias a la écfrasis. No precisan de la palabra grabada sobre la basa o el pedestal para transmitir los hechos heroicos que hacen dignas a sus figuras de la memoria. En el contexto en que Espinel compone su poema la pintura se presenta ya como una poesía muda. El enorme avance que se produce en las últimas décadas del siglo xvi en cuanto a su consideración como arte liberal hermana pinceles y plumas. Si bien muda, su representación en la poesía por medio de la écfrasis tiene el poder de exteriorizar su voz sin el auxilio del epigrama, únicamente mediante la transposición de su visualidad en el medio verbal107. La casa de la Memoria es la constatación del modo en que la preceptiva ut pictura poesis ha comenzado a operar de forma tácita entre los poetas. Se ejemplifica claramente cuando, en el peculiar recorrido por las estancias custodiadas por las ninfas, Espinel compara la «divina máquina admirable», que decora los techos y paredes de las salas, con las obras de Fidias, Miguel Ángel o Apeles y no duda en declararse a sí mismo como poeta-pintor: De esta divina máquina admirable es pensamiento lo que puedo y pinto, una forma fortísima inmutable y un artificio del común distinto: techumbre de valor inestimable, de esmeralda, rubí, perlas, jacinto, de diamantes, racimos de mocarbe, de oro macizo la pared y adarve. Contemplando el insigne fundamento, la grandeza, artificio y la elegancia, las ninfas informadas de mi intento,

106

Espinel, 2008, pp. 123-124, I, vv. 281-296. Esta perspectiva presente en La casa de la Memoria encuentra su réplica el contexto de la épica culta de finales del siglo xvi, como se verá en el próximo epígrafe. Así acontece en El Monserrate de Virués, cuya composición data de misma época en que suele ser fechada la del poema de Espinel, es decir, en torno al segundo lustro de la década de 1580. Lo cierto es que cuanto más nos aproximemos al Barroco mayor será la filiación entre poesía y pintura y su iluminación recíproca. 107

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cada cual me llevó para su estancia. Hallé la ejecución del pensamiento, y a mi primer motivo la sustancia, adonde lo que vi fue tal y tanto que no puede caber en este canto108.

Espinel se inspira en el arte que alberga la morada fantástica para la composición de su poema. Las artes plásticas iluminan su «canto» para dibujar en la imaginación «una forma fortísima inmutable» a imitación de las que decoran las estancias. Contempla «el insigne fundamento» de las imágenes y objetos preciosos para dar forma a la phantasia de su pensamiento. Desde luego comparte con Montemayor el gusto por detenerse en el detallismo pictoricista, en especial en atención a la pedrería, que desde el marqués de Santillana hasta Miguel de Barrios sugestiona a varias generaciones de poetas. Pero las descripciones de Montemayor son equilibradas, pues buscan siempre la máxima significación, entregando un simbolismo a cada piedra en relación con la alegoría moral que encierra. Pocas veces incurre en el preciosismo vacío, en el frío adorno, en la oscura retórica. Por el contrario, en la topotesia de Espinel son habituales las enumeraciones copiosas, ya sean de árboles, materiales o gemas, y cuyo fin no es otro que satisfacer el horror vacui del Barroco emergente. Y en estas lides concluye la primera parte del poema para dar paso a los distintos Parnasos que conforman el segundo tramo de la obra. Espinel accede a una primera estancia y en ella descubre las formidables escenas que una ninfa custodia al igual que un secreto tesoro. Forman en su conjunto la memoria del Imperio español. Los recuerdos heroicos de batallas como la de Lepanto y de militares insignes como don Juan de Austria o el duque de Alba se materializan en los frescos que decoran la sala. A imitación de aquellas imágenes labradas en la urna del Tormes descrita por Garcilaso en la «Égloga II» que celebraban los recuerdos ligados a la casa de Alba, Espinel transpone la historia militar española en un vivo imaginario patriótico. Tras celebrar y encomiar las gestas de la España de los Austria, se produce la transición a una segunda estancia que esconde en forma de fresco un parnaso literario. Si bien las octavas que comprenden la descripción de la primera se inspiran en el «Canto de Orfeo» de Montemayor, en la confección de la segunda se inspira Espinel en la Galatea, pues según Sevilla Arroyo y Rey Hazas es una clara imitación del «Canto de Calíope»109, tal y como se puede apreciar en la écfrasis del retrato de Ercilla:

108 109

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Espinel, 2008, pp. 125-126, I, vv. 329-344. Véase Cervantes, 1994, p. 363, n. 116.

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Ya que de aquella memorable pieza las grandezas miré con gran decoro, hacia mí sus pisadas endereza una ninfa de aquel divino coro; guirnalda de laurel en su cabeza, ya la celda me abrió de su tesoro, y suspendiendo mi memoria en tanto, este principio dio a su dulce canto: «Alza la vista y oye un rato atento de Calíope el canto numeroso, tú, que de mi favor y sacro aliento sediento vienes al licor sabroso. Oye el estilo grave, el blando acento y altos conceptos del varón famoso que en el heroico verso fue el primero que honró a tu patria, y aun quizá el postrero»110.

La originalidad Espinel con respecto a la imitación de Cervantes pasa por desligarse de la influencia del canto de Montemayor y convertir el encomio en una pintura. La ninfa invita a alzar la vista al espectador para que contemple el Parnaso. En calidad de guía, describe los retratos de los vates que conforman el museo literario. A cada écfrasis le corresponde una octava, materializando en una imagen pictórica el recuerdo que guarda Espinel de los grandes literatos de su época. El primero de ellos Ercilla, quien gana el favor de Calíope, musa del verso heroico. Junto a él, figuran autores ilustres como Fernando de Herrera, Luis Barahona de Soto, Luis de Góngora o el propio Cervantes111. Así las cosas, el recuerdo de los poetas se cosifica en una imagen pictórica que ocupa el centro de la fantasía pergeñada por Espinel. Cobra forma en los distintos frescos que decoran las estancias. Larga es la tradición que vincula la memoria con la imagen. El mero acto de recordar en sí mismo se halla conectado con la imaginación. El propio Simónides, además de por su célebre aforismo, es recordado por ser el inventor de la mnemotecnia. Egido ha estudiado bien la

110

Espinel, 2008, pp. 131-132, II, vv. 113-128. El diseño de la descripción del Parnaso trae a la mente el fresco de la Stancia della Segnatura en el Vaticano. Al igual que plantea De Armas (2006, pp. 3-13) en función de la figura de Cervantes, Espinel bien pudo haber visitado la estancia e inspirarse en la pintura de Rafael como modelo para la decoración de la casa de la Memoria. Recuérdese que el poeta residió en Roma en la década de 1580 y dado que, en torno a tales años, está fechada la composición del poema y en virtud del notable protagonismo que las artes plásticas encuentran en las octavas, no resulta la hipótesis tan carente de fundamento como en principio pudiera parecer. 111

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importancia de esta antigua técnica en el Siglo de Oro y anota con respecto a las topotesias: el ejercicio literario de la topotesia, vale decir, de la creación de espacios inventados —ya sea el templo de la sabia Felicia en la Diana de Montemayor o el Valle de los Cipreses en La Galatea de Cervantes— implica un ejercicio de imaginativa, no exento, sin embargo, de relaciones con el arte de la época, o lo que es lo mismo, con la memoria arquitectónica colectiva. A su vez, en el quicio entre arquitectura y pintura, el uso de la caja espacial en los cuadros renacentistas ofrece una clara concordancia con el doble uso del loci en los que ubicar imagines del arte memorativa. Toda esta «iconografía del lugar» remite a una cantera común de la que se sirven igualmente literatura y arte, aunque con distintos medios y fines112.

Parece claro que Espinel se hace eco de esta singular preceptiva del Siglo de Oro anotada por la hispanista al personificar la memoria en un conjunto de estancias dentro de una sagrada casa113. Las pinturas al fresco son una metáfora de los recuerdos y la morada un emblema de la propia memoria. La phantasia le permite convertir las imágenes grabadas en la psique del poeta en una arquitectura imaginaria formalizada a través de la topotesia y la écfrasis. Y así el poeta recorre las estancias de su propia memoria, encontrando en cada una de sus cámaras el recuerdo tanto de los mitos antiguos e ilustres varones del Imperio español como de los poetas y músicos coetáneos del autor114. De ahí que a la casa se acceda por la «senda incierta» de la introspección, la imaginación, la fantasía.

112

Egido, 2004, p. 54. Este mismo concepto compositivo se halla presente en la Arcadia de Lope, según Blasco: «Como recomiendan todas las ‘artes de la memoria’, Lope crea artificialmente un espacio, dividido en ‘lugares’ y poblado de ‘imágenes’, que funcionan a modo de falsillas mnemotécnicas, capaces de acoger ordenadamente una profusa cantidad de información. Una vez asociada dicha información a determinadas imágenes, bastará recorrer esta fantástica ciudad y, en cada mirada a una imagen, se nos entregará la información confiada a su custodia. Basta recordar la descripción de la sala de la Retórica, para entender que en el decorado de las pareces se halla compendiado todo un manual de dicha materia, convertido con fines mnemotécnicos en imágenes plásticas» (1990, p. 25). 114 El poema finaliza con la figuración de un Parnaso musical en una tercera estancia a la que accede el poeta. En este sentido La casa de la Memoria es una pieza única dentro del género, pues además del consuetudinario elogio de los poetas, encomia a los ilustres músicos de la época. Nada que deba sorprendernos, dado que Espinel fue un talento doble y destacó no solo como poeta, sino también como músico. El Parnaso musical lo conforman, entre otros, Francisco Guerrero, Navarro, Zaballos, Rodrigo Ordóñez, Gálvez, Salinas, Francisca de Guzmán, Isabel Coelho, Ana de Suazo, etc. Cabe destacar su valor historiográfico, pues muchas de las intérpretes y compositoras, cuya memoria celebra Espinel, son desconocidas o apenas se tiene noticia de ellas, siendo tal vez sus respectivas menciones en La casa de la Memoria las únicas referencias a sus figuras que conservamos. 113

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Lo que es indiscutible es que La casa de la Memoria se cimenta sobre la base de la hermandad de las artes en un ejercicio completo de iluminación recíproca: poesía, arquitectura, escultura, pintura, música. La primera parte encierra una topotesia en la que se figura un lugar utópico descrito en términos pictoricistas paralelos a los de Montemayor. Pero en contraposición con el portugués, la poesía no dota de voz a la pintura a través del epigrama; bien al contrario, Espinel exterioriza la voz de la poesía silenciosa que encierran las artes plásticas a través del canto musical de las ninfas. Las topotesias devienen en écfrasis al describir Montemayor y Espinel los frescos que, como soporte de la memoria, conservan el recuerdo de la grandeza militar y artística del Siglo de Oro. En las descripciones de ambos se conmemoran los mitos y los héroes legendarios, las damas virtuosas y los ilustres varones españoles, y aun en el caso de Espinel hay lugar para la pintura del Parnaso poético y musical. Esta directriz ideológica, toda vez que ensalza la grandeza del Imperio español, es cuanto mueve a los poetas épicos en la composición de sus écfrasis. 2.3. LA MÁQUINA ABREVIADA: LA ÉCFRASIS EN LA ÉPICA CULTA ESPAÑOLA115 La bibliografía reunida en torno al examen de la écfrasis en la épica culta del Siglo de Oro, nada extensa en comparación con otras materias dentro de los estudios hispánicos, descubre al investigador un terreno poco explorado hasta la fecha. Felisa Guillén, Lucrecio Pérez Blanco, Vicente Cristóbal, J. M. Gómez Gómez, Katryn Mayers o recientemente Zulaica López, sin olvidar dos referentes de excepción como Rossana Victoria Pattroni y Lara Vilà, han sido algunos de los arqueólogos que se han ido adentrando, con mayor o menor ahínco, en esta región recóndita de nuestra literatura116. Nos encontramos ante un campo de estudio fértil, máxime para el hispanista interesado en las relaciones de literatura y arte, siendo la écfrasis uno de los principales tópicos del género en cuestión117. Las numerosas descripciones de arte localizadas por Vilà en los poemas heroicos auriseculares invitan, pues, a ahondar en un territorio no especialmente frecuentado 115

Una primera versión de este epígrafe fue leída en octubre de 2015 como conferencia en el «Encuentro de hispanistas 2015» que tuvo lugar en la Univerzita Karlova de Praga. Véase Posada (2016a). 116 Para una bibliografía selecta de la cuestión, véanse Peirce (1968), Cebrián (1989), Lara Garrido (1994), Vilà (2001) y Cacho Casal (2012a). También es de destacar la investigación de Bergmann (1986) y la de Sánchez Jiménez (2006, 2011) en torno a la écfrasis en los poemas épicos de Lope. 117 F. Guillén, por ejemplo, recuerda que la figura de la écfrasis es «un elemento específicamente literario que, a partir del ejemplo homérico, se convierte en un lugar común de la poesía épica» (1995, p. 231).

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por el comparatismo interartístico a fin de sondear el relieve de la écfrasis como expresión de la preceptiva ut pictura poesis en la épica culta española118. Uno de los principales motivos por el cual ha despertado escaso interés la descripción de obras plásticas en la poesía heroica aurisecular se encuentra en el simple hecho de la propia juventud de la écfrasis como concepto crítico, el cual frisa en realidad tan solo cuatro décadas de desarrollo tácito. Asimismo, el abandono y desprestigio del poema épico hasta finales del siglo pasado, sumado a la corta historia de la figura retórica en la teoría literaria contemporánea, dan a entender cómo, a pesar de encontrarse en dichas producciones abundantes muestras de transposiciones de arte, apenas han llamado la atención de los hispanistas especializados en la pintura como tema literario del Siglo de Oro. Es posible alegar otras dos razones que parecen justificar el hecho: por una parte, la escasa visibilidad de la cuestión en los trabajos de Orozco Díaz, los cuales han perfilado, desde los orígenes del comparatismo interartístico en España, las directrices del estudio de literatura y artes plásticas; por otra, la ausencia de una epopeya española reconocible en el canon literario europeo, al contrario de lo que sí ha ocurrido en el caso de la novela española, que ha alcanzado con el Lazarillo de Tormes y Don Quijote una recepción y visibilidad incluso mayores que las de los poemas heroicos de Ariosto, Camões, Tasso o Milton. No es menos cierto que nuestros poetas épicos áureos están en deuda tanto con Homero y Virgilio como con Ariosto y Tasso. De estos últimos procede, de hecho, el incipiente interés desatado entre los vates españoles por las epopeyas grecolatinas. Más que un renacimiento, pues sin duda la Edad Media fue un periodo más que fértil en cuanto al desarrollo de la épica, hablamos de un regreso a las fuentes clásicas del género en detrimento de la tradición suscrita a los cantares de gesta medievales. Tanto es así que parece necesaria la advertida separación entre la épica popular del siglo xvi, heredera de la tradición medieval y que encuentra su rúbrica en los romances, y la epopeya culta, que imita los modelos clásicos, pero a través del filtro novelesco que Ariosto brinda al género, merced a la lectura de las novelas de caballerías españolas119. Es decir, que, si bien Nicolás Espinosa o Luis Barahona de Soto imitan el Orlando furioso, el

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La tesis doctoral de Vilà (2001, pp. 342-348), titulada Épica e Imperio: imitación virgiliana y propaganda política en la épica española del siglo XVI, referente ineludible de la materia, brinda una buena muestra del enorme corpus ecfrástico que ofrece el género épico al comparatismo interartístico. Véase, además, el artículo de Vilà (2016, pp. 307-318) titulado «Imitatio, Rewriting and Tradition: Shields in Iberian Epics». En los últimos años es de destacar asimismo la labor de Zulaica López en torno al Bernardo de Balbuena que citaremos con propiedad más adelante. 119 La fortuna del modelo de Ferrara introducido por Ariosto, apunta Cebrián, reside en que la obra se presentaba para los lectores renacentistas «como una nueva Eneida, atiborrada de elementos fantásticos y caballerescos y de sentencias morales» (1989, p. 174).

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gusto por lo ficticio frente a lo histórico se encontraba muy extendido entre los lectores españoles, tanto que los humanistas no habían dudado en advertir de los peligros de leer novelas de caballerías, conflicto que dará vida a Don Quijote como se sabe. De ahí la rápida difusión y la fecundidad del género en España entre los autores y el público cortesano, pues confabulaba el poder imaginativo de las populares novelas de caballeros andantes con las formas cortesanas de la poesía renacentista. La índole culta de las epopeyas de Bernardo del Carpio o el Gran Capitán convirtieron a sus protagonistas en mitos nacionales, cuyas hazañas servían para exaltar las conquistas de la patria. Política y religión, siempre próximas a la literatura a causa de su capacidad de difundir las doctrinas imperialistas y morales entre los lectores, contemplaron en el género un instrumento eficaz para sus propósitos120. Las apologías del Imperio en El Carlo famoso de Zapata o La Austríada de Juan Rufo, así como la defensa de la doctrina católica en La Cristiada de Diego de Hojeda o Sagrario de Toledo de Valdivielso, son pruebas fehacientes de la politización de un género que, como la Ilíada de Homero o la Eneida de Virgilio en sus respectivas épocas, entraña una suerte de fines ideológicos concretos. No faltaron tampoco los cantos de las epopeyas de ultramar del Imperio español, como es el caso de la célebre Araucana de Ercilla, para muchos la mejor manifestación de la épica culta en nuestro país; o la mitificación de héroes nacionales como el Gran Capitán en batallas decisivas para el destino del Imperio, tal y como se ven representadas en Neapolisea de Trillo y Figueroa. Incluso hubo lugar para la parodia heroica, siguiendo el modelo de Teófilo Folengo, representado por José de Villaviciosa con La Mosquea. En este parecer, la diversidad temática del género en el contexto de la literatura española es tal que lo convierte en una clara expresión de la fortaleza política española, pero también de las tensiones que sacuden una edad que, aunque esplendente, resultó harto conflictiva desde el punto de vista ideológico. Si bien el sentido doctrinal es uno de los rasgos esenciales de la epopeya en cuanto género poético en el Siglo de Oro, no menos reconocibles son sus anacronismos, su gusto por exaltar la phantasia del lector por medio de descripciones preciosistas y minuciosas o su mezcla de mito y realidad, de ficción e historia, claro antecedente del gusto por los «monstruos hermafroditas» del Barroco121.

120 Para un estudio de la relación de política y literatura en el Siglo de Oro, véase el imprescindible estudio de Arellano (2011). 121 Véase Orozco Díaz, 1988, pp. 36-37.

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Así pues, existe una clara tensión entre aquellos autores, que siguen el modelo virgiliano como Ercilla, y quienes, como Virués, se distancian sobremanera de este y entroncan con la tradición pintoresca de la novela, incluso con mayor intensidad que Ariosto. El Monserrate es un buen ejemplo de la delgada línea que separa la ficción épico-culta y la novelesca, hasta tal punto que la diferencia entre los géneros se reduce en ocasiones a una cuestión formal, a saber, la formalización o no del epos a tenor de la octava rima. De hecho, si se analiza con detenimiento algunas de las obras más representativas de la épica culta, se observará que, aun siguiendo los precedentes latinos e italianos, en el modelo español es posible reconocer un marcado influjo de ciertos elementos procedentes de los denostados libros de caballerías. Tales vínculos ofrecen visos para caracterizar el género en el contexto de la literatura aurisecular no solo como una mera imitación de los modelos latinos e italianos, sino más bien como la incorporación del universo novelesco español al poema heroico. La fortuna de Ariosto se percibe en una marcada impronta del carácter fabuloso y pintoresco del poema heroico renacentista, pero también en la intensificación de un pictoricismo ya presente en la tradición épica clásica, pero que alcanza quizás su apogeo en el contexto de la épica culta española de la mano de Bernardo de Balbuena, como bien ha evidenciado Zulaica López en sus pesquisas122. Si se comparan las descripciones de Zapata y Ercilla, fruto de la imitatio de las écfrasis de los escudos de Homero y Virgilio, con las descripciones de arte de El Bernardo de Balbuena, se aprecia en este último una clara distancia frente a los primeros. Cierto es que tanto Balbuena como Virués en El Monserrate beben de las galerías descritas por Ariosto, pero se aprecia ya una evolución considerable con respecto, por ejemplo, a la mera imitación de Barahona de Soto del modelo de Ferrara123, que permiten a las epopeyas de Balbuena y Garín distanciarse notablemente de las primeras manifestaciones del género en España. En el caso de El Carlo famoso (1566) de Luis Zapata y la descripción del arnés de Carlos I, localizada en el Canto XXXV, su modelo no es otro que el escudo de Aquiles descrito por Homero en la Ilíada. El emperador envía a don Luis de Ávila a Augusta para que Colman, nieto de Vulcano, forje unas nuevas armas donde se figuren las gestas de su hijo Felipe. Entre las imágenes se encuentran 122 Por dotar del ornato al discurso poético y ser propias del estilo elevado, a juicio de Zulaica López (2016, pp. 174-176), Balbuena «va a hacer de El Bernardo una gran écfrasis» al copar las descripciones «casi un tercio de las octavas del poema». El hispanista contabiliza que «en El Bernardo hay 1550 octavas de carácter descriptivo» (Zulaica López, 2016, p. 178). Incluyen retratos, descripciones de armas y objetos maravillosos, écfrasis de obras de arte y arquitecturas (palacios, castillos, cámaras, ermitas, cuevas), así como geografías, hidrografías, anemografías, pragmatografías y ticoscopias (revisión de tropas desde la panorámica de la muralla). 123 Véase Cebrián, 1989, p. 179.

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representadas las escenas de las batallas del sitio de Mazalquivir (1563) y la segunda ocupación española del peñón de Vélez de la Gomera (1564), como recogen las estrofas ofrecidas a continuación: Se vía en el oro mismo figurado Mazalquivir cercado en la ribera, y que él luego socorre, y el nublado de los Moros desparce y echa fuera; huyendo ir los Paganos, cual a nado, cual a caballo, y cual se ve en galera, y en las manos de estos sus desvíos, su artilleria dejarle y sus navíos. Y luego en otra pieza puesto estaba un Peñón sobre el mar, que llega al cielo, y que al Rey, cuya gente le cercaba en torno, por el agua, y por el suelo; el Peñón con espanto se le daba, se vía echar las armas por el suelo, y abrir las puertas de oro, y en las manos de aquel Rey, entregarse los Paganos124.

Las écfrasis de Zapata no poseen una función narratológica aparente. Se trata de la celebración de los éxitos militares del futuro monarca. Son símbolos políticos de la expansión colonialista del Imperio español. Zapata responde, por consiguiente, a un ideal imitativo de Homero, pero también a la herencia retórica en torno a la écfrasis. Así comenta Vega Ramos el papel de la descripción con respecto al género épico en el Renacimiento: los ejemplos modélicos en las poéticas y retóricas renacentistas ofrecerán mayoritariamente escenas de guerra, batalla y destrucción. En el poema heroico, que incluye necesariamente escenas semejantes, se exige en ellas, regularmente, la consecución de la evidencia. La influencia del texto de Quintiliano es tal que, en muchos casos, la teorización sobre la enargeia se manifiesta como la reescritura de un topos, el de la batalla y la ciudad expugnada125.

Las «pinturas» de batallas son una constante en la épica culta. En El Carlo famoso, Zapata las describe en el marco de una obra plástica —las armas del emperador—, a diferencia de La Araucana (1569-1589) de Alonso de Ercilla, cuyas descripciones bélicas se identifican con hipotiposis pictoricistas de saqueos, 124 125

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Zapata, 1566, p. 190. Vega Ramos, 1992, p. 293.

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combates y asedios de ciudades como Concepción. No obstante, el cantar épico del poeta madrileño está plagado de écfrasis que tienen por referentes objetos artesanales antes que imágenes artísticas126. Un ejemplo de ello es la descripción de la vestimenta y armas de Pedro de Valdivia en el Canto VIII: Llevaba el General aquel vestido con que Valdivia ante él fue presentado: era de verde y púrpura tejido, con rica plata y oro recamado, un peto fuerte, en buena guerra habido, de fina pasta y temple relevado, la celada de claro y limpio acero, y un mundo de esmeralda por cimero127.

La «pintura verbal» de Ercilla desborda la definición canónica de écfrasis de Heffernan, pues no se trata de una écfrasis stricto sensu como hoy se entiende, sino de una descripción de un objeto, producto de la técnica artística de la sastrería y armería. La obra de Ercilla se hace eco de la preceptiva de los retóricos latinos y se observa en su poema una mayor tendencia hacia la descripción en términos generales que a la écfrasis como descripción metafigurativa de eikones a la manera de los Filóstratos y Calístrato. Tanto es así que es posible considerar la descripción de objetos en La Araucana, como bien ocurre con la descripción de los premios entregados a los vencedores de los «juegos y ejercicios» militares narrados en el Canto X, no transposiciones de arte propiamente dichas, sino más bien riparografías, es decir, descripciones de objetos artesanales (un alfanje, una celada, un arco, etc.). Si las écfrasis de Zapata tienen como referente las imágenes forjadas por Colman sobre la superficie de las armas del emperador, las riparografías de Ercilla representan el objeto en sí: el atuendo de Valdivia128. Zapata describe el objeto como soporte de la representación artística; para Ercilla la propia pieza es el objeto de arte. 126 Lo cierto es que la obra de Ercilla está repleta de toda suerte de descripciones: topografías (descripción geográfica de Chile), riparografías (descripción de los premios en las fiestas de Concepción), zoografías (descripción de un caballo), pragmatografías (descripción de asedios y batallas) o anemografías (descripción de tempestades). De ahí que para Pérez Blanco lo descriptivo sea «uno de los máximos valores que le dan personalidad al poema ercillano», pues «se hace patente ya en las primeras estrofas, pudiéndose intuir que va a ser esencial en él» (2007, p. 133). 127 Ercilla, 1983, p. 274. 128 Como anota Arredondo, esta suerte de descripciones riparográficas «funcionan como pinturas, pues nos ilustran sobre la moda y las costumbres de la época. Son detenciones de la narración para pintar el lugar, la vestimenta o los gestos de los personajes, lo que coadyuva a la verosimilitud de las obras; pero la credibilidad de las mismas, en la sociedad de la apariencia, se

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Esta divergencia entre la concepción del arte como técnica, predominante en la Antigüedad clásica y de la que se nutre el Siglo de Oro, y la concepción moderna del arte como figuración129, es la causa de la problemática que genera la écfrasis como concepto cuando es aplicado a contextos anteriores a la modernidad. La épica culta, de hecho, supone la excepción que confirma la regla, pues precisamente en ella la índole metafigurativa de la écfrasis es ejemplar, tanto más que en la novela, y no genera, salvo en casos puntuales como el de Ercilla, mayores conflictos. Como vengo insistiendo, rara es la epopeya del Siglo de Oro en cuyas estrofas el poeta no describa tablas, telas, armaduras o frescos sobre los que se han pintado o grabado imágenes. Este gusto por la descripción de cuadros imaginarios ya se encuentra presente en la tradición clásica, pero se ve acentuado en el Renacimiento, gracias a la enorme influencia de Ariosto, como bien ha expresado De Armas: Indeed, Renaissance writers became interested in the invisible elements of pictures and how to depict them in their ekphrases. Ludovico Ariosto, a member of the court of the count of Ferrara where Philostratus were discovered, produced just such pictures in Cantos 32-33 of his Orlando Furioso [...] Bradamant’s host, after discoursing upon ancient and modern art, leads this warrior damsel and other guest to a magical gallery. Here are paintings about the future done [...] Of course, the description of these art works do not show the actual future, but Merlin’s future which includes Ariosto’s immediate past130.

La reflexión del hispanista norteamericano hace hincapié en la transcendencia del poema de Ariosto para el posterior desarrollo de la écfrasis en la épica culta del Siglo de Oro. Es verdad que el descubrimiento de los eikones de los Filóstratos pudo influir en las páginas del poeta italiano; pero realmente lo que interesa destacar aquí es la función que la écfrasis adopta en el contexto épico gracias al nuevo modelo de Ferrara. Siguiendo al maestro Virgilio, Ariosto convierte la figura retórica en un recurso narratológico. Al ofrecer esta la posibilidad de representar de modo pictoricista escenas de acontecimientos tanto pasados apoya también en la función simbólica de ropas, objetos e, incluso, animales. Igual que ocurre con la pintura, donde el horror al desnudo o el cuerpo recubierto de harapos indican preocupaciones morales y económicas, las descripciones literarias del cuerpo vestido significan más que un acatamiento de las reglas retóricas» (2008, p. 165). 129 Si bien esta consideración es tan antigua como la concepción del arte como tekné, por ser de raigambre platónica y aristotélica, la concepción del arte como mímesis será consagrada realmente en el Renacimiento y el Barroco con el intento los teóricos de reducir las artes a un mismo principio, bajo la autoridad del lema horaciano ut pictura poesis. 130 De Armas, 2005, p. 15.

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como futuros a través de un excurso narrativo, las descripciones de arte devienen en analepsis y prolepsis dentro del discurso, propiciando de este modo una miseen-abîme que actúa como un espejo de la ficción. Esta peculiar condición de la écfrasis como miniatura narrativa, como resonancia dentro del relato por su efecto especular, se ve ejemplificada en las descripciones de las imágenes pintadas sobre las tazas y platos, descritos por Luis Barahona de Soto, en el Canto VIII de Las lágrimas de Angélica (1586): Después con suntuosísimo aparato las mesas puso, y trajo la comida, que al gusto, y a la vista, y al olfato, pudiera reducir de muerte a vida; de vivo entalle, en cada taza y plato, una hazaña heroica va esculpida, o del futuro tiempo o del pasado aunque esto claro, y lo otro disfrazado131.

La referencia al carácter analéptico y proléptico de las écfrasis constituye un claro rapport de fait con la tradición épica avivada por Ariosto, fuente de inspiración para Barahona de Soto. Conforme a lo expresado por Vilà, el aspecto que mejor ejemplifica «la reescritura política del modelo de Virgilio por parte de los poetas quinientistas españoles es el del estadio de las écfrasis proféticas»132. El recreo de la vista en las imágenes permite a Barahona de Soto ralentizar e incluso paralizar la acción principal en diferentes puntos de la epopeya, como anota Lara Garrido: La pura pulsión descriptora lleva a Barahona a interrumpir el discurrir narrativo en tres ocasiones para disponer irreales pinturas ralentizadas que combinan los más diversos materiales (maderas, telas, piedras preciosas) en una auténtica sinfonía de luz y color. En estos pasajes el lector siente como si la energía ideal que el contexto retrata se hubiera paralizado. La figura humana que se movía por el escenario imaginado pasa a un segundo plano y, por un momento, la descripción se convierte en objetivo autónomo del poema: los personajes y la acción, que se condicionaban en estrecha interdependencia con su ambiente, se esfuman en la penumbra, borrados por la fulguración de la pintura133.

Se observa, además, en la imitatio de Virgilio y Ariosto por parte del autor cordobés, la preceptiva retórica renacentista en torno a la enárgeia, afianzada 131 132 133

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Barahona de Soto, 1981, p. 368. Vilà, 2005, p. 309. Lara Garrido, 1994, p. 507.

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por los comentadores de Quintiliano, entre ellos, el influyente Erasmo. El detallismo pictórico y la precisión de la técnica artística de la vajilla («vivo entalle») se ve correspondido por el detallismo verbal de la técnica descriptiva del autor, produciéndose así un decoro entre lo representado (el objeto de arte) y el estilo (pictoricismo) con que se representa. Pero en el caso de las descripciones de Barahona de Soto, el detallismo, que acaba por poner la vajilla y las imágenes pintadas sobre ella ante los ojos del lector, no procede tanto de la descripción copiosa (per partes), cuanto del poder evocador de los deícticos que estructuran la enumeración presente134: Allí el largo archipiélago se viera, y hecha en él al mar gloriosa puente, aquí el monte Atos de su centro fuera, acá de Jerjes la infinita gente; los muros de la torre, que primera se alzó contra su Dios soberbiamente, y aquellos huertos pénsiles, que ha hecho curiosa vanidad más que provecho135.

La visualización imaginaria de la estampa del canal y el puente de Jerjes, así como de la torre de Babel y los jardines de Babilonia, se fundamentan aquí en la recurrencia de los deícticos («allí», «aquí», «acá») que acaban por despertar la phantasia del lector. El detallismo copioso cede así al detallismo preciosista de la pintura en miniatura sobre la superficie de los platos y tazas. En este aspecto se distancia Barahona de Soto de los anteriores modelos, y se adelanta al nuevo paradigma de Tasso, en el cual la lectura moral se contrapone al sentido político de Zapata u ornamental de Ercilla. La significación de la écfrasis no deja lugar a dudas y la transforma en una metáfora doctrinal. Las imágenes de las soberbias construcciones son símbolos que advierten al héroe que las contempla, y por extensión al lector que las imagina, de los peligros y castigos de la «curiosa vanidad» del hombre136, cumpliendo de este modo una función didáctica dentro del universo ficcional de Barahona de Soto. 134

Con respecto al carácter enumerativo de las descripciones de Barahona de Soto, observa Lara Garrido: «estas enumeraciones presentan como rasgos principales la búsqueda de la impresión visual, el afán de enciclopedismo y el virtuosismo retórico. La visión panorámica y el dinamismo caleidoscópico van dirigidos a impresionar al lector mediante la demostración de un saber y la insistencia en la[s] series sucesivas sobre elementos lejanos, desconocidos o exóticos» (1994, p. 485). 135 Barahona de Soto, 1981, p. 369. 136 Esta función ideológica de las écfrasis de Las lágrimas de Angélica es idéntica a la presente en la poesía de ruinas del Siglo de Oro, en especial en el contexto del paradigma autónomo de las poesías sobre la caída y ruina de estatuas de colosos (véase Sáez, 2018).

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No menos interesantes resultan, a efectos de la lectura moral que se desprende de ellas, las écfrasis localizadas en El Monserrate (1587) de Cristóbal de Virués. Como se ha mencionado, la obra es una de las piezas más emblemáticas de la épica culta en cuanto a la presencia de écfrasis se refiere. En el Canto IV, se describen las escenas que decoran la popa de la galera real anclada en el golfo de León contempladas por Garín, protagonista de la obra, en el puerto de Marsella. Las imágenes que engalanan el suntuoso navío representan diferentes escenas históricas en la lucha contra persas y turcos, desde la contienda de Salamina hasta el triunfo de la Santa Liga en la batalla de Lepanto, anacronismo en el contexto de la obra resuelto por Virués al subrayar el carácter profético de la imagen: «si cuan pintor, fuera adivino»137. Cumple en este contexto la miniatura narrativa una función de prolepsis que va más allá del texto, conectando así con la realidad histórica del lector138. La écfrasis, en consonancia con la dimensión política de la épica culta como género, sirve para entronizar el orgullo nacional y los valores del cristianismo con la victoria de Lepanto. Esta misma interpretación de la descripción de arte como enaltecimiento patriótico se halla presente, asimismo, en La felicísima victoria (1578) de Jerónimo Corte-Real, en cuyas páginas se encuentra multitud de imágenes descritas, entre las cuales cabe destacar la representación de la contienda misma de Lepanto en el Canto IV139, hazaña que sirve al poeta para pergeñar un emblema literario del poderío del Imperio español. Otro tanto sucede en Las Navas de Tolosa (1594) de Cristóbal de Mesa, donde la batalla entre la Santa Liga y la armada del Imperio otomano se ve figurada en las armas descritas en el Canto VI140. Para salvar el anacronismo, ya que la obra se encuentra ambientada en la época de la célebre batalla medieval de

137

Virués, 1851, p. 515. Vilà subraya la función social de estos epilios ecfrásticos y cómo estos evocan en la imaginación del lector el recuerdo de las grandes hazañas del pasado y presente del Imperio: «En la contemplación de estos objetos artísticos, el héroe y el lector asisten a una revisión de la historia y de sus momentos más significativos, cuya selección puede obedecer a criterios internos del propio poema, de forma que los primeros acontecimientos y personajes destacados de la historia de España pueden remontarse a la Edad Media o limitarse a los hechos del propio siglo» (2001, p. 342). 139 Véase Cacheda Barreiro, 2012. 140 J. M. Gómez Gómez analiza además la presencia de écfrasis en los cantos IX y XV de Las Navas de Tolosa: «hay otros dos momentos en que C. de Mesa incorpora en su obra épica écfrasis con importantes elementos de la mitología: la descripción de las puertas y muros de un alcázar donde paran Lesbín y Xarifa, enamorada de Abdalla, antes de llegar a Baeza (canto IX, octavas 5-8); y la descripción de los bordados de Xarifa en la almohada en la que Lesbín se recuesta antes de dar a la mora la noticia de la muerte de Abdalla (canto XV, octavas 23-26), noticia que provoca el suicidio de la mora enamorada, modulado sobre el episodio del suicidio de Dido en el libro IV de La Eneida» (2010, pp. 965-966). 138

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1212, recurre Mesa a la manida figura del artífice profeta, quien milagrosamente graba en las armas, que el papa envía como obsequio al rey Alfonso VIII, las futuras gestas de los Austria141. Para Vilà tales ejemplos son claros indicios de la dimensión ideológica del género épico y de la consagración de la écfrasis como emblema de los intereses políticos del Imperio: los poetas épicos españoles contemporáneos no dudarían en apropiarse de esta batalla naval contemporánea para utilizarla al servicio del elogio de España y su monarca [...] El caso del poema de Virués es doblemente interesante porque también es una multiplicación de la écfrasis. Ello permite la descripción de diversas batallas [...] en las que se representa poderosamente la lucha sempiterna entre Oriente y Occidente142.

Las écfrasis por su condición de excurso, «frías digresiones» como las denominará Cervantes143, propician la exaltación de Corte-Real, Mesa o el propio Virués de los valores nacionales españoles: el poderío militar de la España de los Austria, la grandeza del emperador, la autoridad papal como cabeza del cristianismo, etc. F. Guillén ya comentaba en su análisis de las écfrasis localizadas en la Jerusalén liberada de Lope que «la ekphrasis se emplea [...] como una suerte de duplicación o comentario de los temas principales del poema»144. No se trata de un elemento decorativo insustancial y carente de significación poética; antes bien, adopta un carácter emblemático que propicia no solo la exaltación del espíritu patriótico de los lectores, sino también la difusión de los valores cristianos respaldados por la reciente Contrarreforma. Es oportuno recordar que la épica culta era un género fundamentalmente dirigido a la aristocracia, a los caballeros y soldados de la corte, a un público en definitiva que podía ceder ante la tentación doctrinal de la herejía luterana. Con todo, interesa destacar aquí que El Monserrate, frente a las epopeyas de Zapata, Barahona de Soto o Corte-Real, se desmarca de los precedentes épicos —Homero, Virgilio, Lucano, Ariosto, Folengo, Vida, etc.—, en cuanto al relieve que adquiere lo descriptivo en la obra. Virués no se contenta con imitar los modelos clásicos y renacentistas; bien al contrario, la dimensión descriptiva se presenta en su caso bajo la égida del tópico ut pictura poesis, de tanta

141 A este respecto recuerda Vilà que «la profecía más importante de las cuatro que aparece en el poema [virgiliano], la del escudo de Eneas del libro VIII, era precisamente una ecphrasis, que será, por otra parte, el marco más recurrente de las prospecciones de la épica hispánica» (2001, p. 334). 142 Vilà, 2005, pp. 311-312. 143 Véase Posada, 2016c. 144 F. Guillén, 1995, p. 232.

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transcendencia a partir de la época en la que está fechada la composición de El Monserrate. La estrofa que se ofrece a renglón seguido es un buen ejemplo de cómo el creciente interés por el arte pictórico empieza ya a manifestarse, a ojos vistas, en la épica culta de finales del xvii: Tan vivamente el arte los sentidos de cada cosa allí representaba, que no la vista, pero los oídos con espanto dulcísimo engañaba; parece que se oían los ruidos que aquella belicosa gente brava mostraba en el pintado movimiento, cual si gozara de vital aliento145.

Parece imposible explicar la singular sinestesia a la que hace referencia Virués sin atender a los elementos ligados a la preceptiva estética en torno al lugar común. La pintura, aunque carente de voz, como artificio poético logra engañar a los sentidos, brindándole la sensación al espectador de que «se oían los ruidos» de las batallas descritas en las imágenes de la galera real que contempla Garín. Significativo también resulta que, pese al carácter estático de las escenas, el arte plástico logre la ilusión de un «pintado movimiento», como si tuviera lo figurado por medio de pinceles y colores «vital aliento», algo que solo el cine llevará a término tres siglos más tarde. Ya se ha comentado anteriormente que este tipo de hipotiposis dinámicas o pragmatografías fueron objeto de la crítica inspirada por Lessing, al juzgar esta suerte de «pinturas verbales» fruto del idealismo intrínseco a la abusiva hermandad de las artes en el Renacimiento y Barroco. Y no deja de ser menos cierto que pocas obras en el Siglo de Oro ejemplifican como El Monserrate el ideal renacentista de convertir la poesía en un verbis depingere que pone ante los ojos del lector cuadros imaginarios y a la pintura en una poesía que, si bien muda, evoca el sonido de la palabra. La dimensión ecfrástica de la obra de Virués se amplifica en el Canto VI, en cuyo epígrafe se hace mención de su carácter transpositivo («pinta»). El autor, a través de la mirada de Garín, describe la celda decorada con «el Arte de Apeles excelente». Se trata de una galería de pinturas, acompañadas todas ellas de unos versos o motes, rasgo manifiesto de la comunión del autor con la cultura visual y la doctrina ut pictura poesis renacentista:

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Virués, 1851, p. 514.

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Juntando sus dulcísimos primores pluma y pincel en versos y colores146.

El primer cuadro descrito por Virués es una pintura de la eucaristía conforme a la iconografía mitológica («un gran carro», «el victorioso Marte», etc.). La descripción detalladísima de la alegoría eucarística ofrece una lectura moral comparable a la implícita en las écfrasis ya comentadas de Barahona de Soto: Enfrente de la puerta la pintura muestra a la vista con belleza y arte el pan de ángeles santo, en la figura que el alto amor al hombre le reparte; y en un gran carro de triunfal hechura, cual los que ofrece el victorioso Marte, aunque de su soberbia no adornado, en alto asiento de oro era llevado147.

La pintura, al ir acompañada de unos versos —un «epigrama por Garín loado»—, recuerda sobremanera a un emblema moral. La écfrasis viene a sustituir a la imagen en tanto que el epigrama corresponde a la subscriptio de la estructura emblemática: Pero como el francés discreto había juntamente pintado el aposento para emplear también su poesía con celestial espíritu y aliento. En este primer cuadro parecía por admirable traza y ornamento. El verso lleno de artificio y ciencia de quien es tal la altísima sentencia: «El que no cabe en el inmenso cielo, y en breve humanidad cupo encubierto; el que viste nacido en heno al hielo, y en cruz después tras mil tormentos muerto; el que, en manjar de celestial consuelo se da a las almas por su bien, cubierto, es triunfador del enemigo fuerte, del mundo y carne, del pecado y muerte»148.

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Virués, 1851, p. 520. Virués, 1851, p. 520. Virués, 1851, pp. 520-521.

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La primera imagen da paso a una segunda, situada «a la derecha parte», que representa, siguiendo la lectura moral que cohesiona la galería descrita, la concepción pura de la Virgen «puesta en figura»: Alrededor de la figura santa, mostrando sus virtudes y loores, aquí un árbol se muestra, allí una planta, y allá un cerrado huerto con mil flores; allá un lucero, acá una fuente, y tanta diversidad de gracias y favores149.

Se repiten, al igual que en las descripciones de Barahona de Soto, los deícticos («aquí», «allí», «allá», «acá») que ordenan, conforme a una dispositio pictórica, los elementos figurados en las tablas de la celda. No faltan los verbos de la visión («se muestra»), rasgo estilístico del pictoricismo propio de las descripciones de arte. Por otro lado, Virués sigue la iconografía alegórica característica de las representaciones medievales de la Virgen («huerto con mil flores», «lucero», «fuente», etc.), respetando así el decoro pictórico —no se olvide que El Monserrate está ambientado en el Medievo—, con objeto de incentivar la verosimilitud y la historicidad de la ficción, he aquí la novedad, por medio del effet de réel de la écfrasis150. El cuadro descrito es acompañado nuevamente de unos versos que ejercen de epigrama, para recalcar la función moral de la imagen. También resulta especialmente significativa la reflexión presente en la octava real que a continuación se ofrece, toda vez que ilustra el consabido parangón de las artes como lugar común de la poesía renacentista: De esta suerte los versos sonorosos muestran la virginal sacra pintura, juntando en sus secretos misteriosos heroica alteza y cordial dulzura; dos cosas que los más artificiosos, en la más elevada compostura 149

Virués, 1851, p. 521. El effet de réel es una propiedad vinculada a las descripciones detalladas o hipotiposis, observado por Barthes en el contexto de la novela realista del siglo xix: «la rhétorique classique avait en quelque sorte institutionnalisé le fantasme sous le nom d’une figure particulière, l’hypotypose, chargée de ‘mettre les choses sous les yeux de l’auditeur’, non point d’une façon neutre, constative, mais en laissant à la représentation tout l’éclat du désir (cela faisait partie du discours vivement éclairé, aux cernes colorés: 1’illustris oratio); en renonçant déclarativement aux contraintes du code rhétorique, le réalisme doit chercher une nouvelle raison de décrire» (Barthes, 1968, p. 87). 150

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procuran con acorde melodía, para llegar al fin de la poesía151.

Desde luego, los «versos sonoros» de Virués son capaces de poner ante los ojos (enárgeia) la «virginal sacra pintura» y, al mismo tiempo, de propiciar un excurso dentro del marco narrativo con objeto de glosar los principios poéticos y estéticos de la poesía: el discurso elevado y sublime de la épica según la rota Virgilii, la dulzura del nuevo estilo renacentista, y la melodía eufónica del canto y el poder enárgico del simulacrum pictórico que es la escritura. A estas dos primeras descripciones de las pinturas religiosas que decoran la celda del monje, le suceden las écfrasis de los cuadros de la Asunción de la Virgen y la penitencia de María Magdalena y sendas representaciones de santa Águeda y Judit, esta última de un detallismo extremo, que sigue claramente el carácter exuberante y copioso de lo descriptivo, dando lugar, vista su extensión, a una pragmatografía, esto es, una descripción tanto más de escenas en movimiento que de iconos estáticos: Tras esto, el caso heroico, el alto hecho sabidamente al vivo parecía, do con su espada el bárbaro, en su lecho durmiendo, a manos de Judit moría, cortada la cabeza, que en estrecho zurrón la diestra y fiel Abra ponía, en tanto que la heroica dama, donde el cuerpo yace, entro el dosel le esconde. Ya fuera de la grande tienda, y fuera de los alojamientos caminando, cual si a rezar, como solía, fuera, se ven las dos que el valle van girando; y a la puerta llegada donde espera Betulia, de su vuelta ya dudando, desde algo lejos a la guardia alerta muestra decir Judit: «Abrid la puerta»152.

Como se puede observar, la descripción de la pintura de Judit representa un conjunto de escenas que conforman una pragmatografía del pasaje bíblico, antes que una transposición verbal del momento pregnante inherente al arte pictórico. Con más razón cuando el objeto de la écfrasis de Virués se identifica no

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Virués, 1851, p. 521. Virués, 1851, p. 523.

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con un cuadro, sino con un conjunto pictórico que ilustra la historia de Judit. No obstante, hasta tales extremos lleva el poeta la temporalización de la imagen pictórica que incluso verbaliza, en la transposición ecfrástica, la voz muda de la heroína bíblica figurada dentro del cuadro. La descripción de Virués, en términos narratológicos, alcanza una vez más la condición de mise-en-abîme, por cuanto suspende el curso del relato para introducir una miniatura narrativa dentro de un conjunto mayor, actuando como espejo y resonancia de este. Cuanto más se repara en el contenido religioso de las écfrasis, mayor es la percepción de la conexión de estas con la trama del poema épico protagonizado por el ermitaño Garín: la virginidad y pureza de María, la penitencia de Madalena, la castidad de Águeda o la venganza de Judit por la lujuria de Holofernes, trasuntos de la violación y muerte de la hija del conde de Barcelona, que acarrean el peregrinaje y la penitencia del héroe. Las écfrasis actúan como espejo moral del ermitaño, al ver representado ante sí un conjunto de ejemplos cristianos que no dejan de recordarle su pasado pecaminoso y la necesidad de la oración. Por ello, el valor de El Monserrate estriba en que, mientras las écfrasis de sus precedentes épico-cultos son fruto de la imitatio de los pasajes descriptivos de Homero, Virgilio o Ariosto, las de Virués se hacen eco de la emergente doctrina ut pictura poesis. Así lo prueban las referencias localizadas en las octavas a los influyentes lemas popularizados por la teoría en torno a la hermandad de las artes: «pluma y pincel», «versos y colores», «muda pintura», etc. La función moral de la écfrasis será una constante a partir de El Monserrate, y tendrá una especial trascendencia en la épica culta del Barroco que es presidida por la novedad que supone el modelo instituido por la Jerusalén liberada de Tasso. Como subraya Cebrián, el autor italiano llega a ser considerado «un Virgilio cristiano en quien está la fórmula que permite cristianizar la antigua materia poética»153. El modelo tassiano se adapta mejor a la ideología postridentina, pues se le otorga a lo fantasioso una utilidad moral, como bien adelanta la obra de Virués. El carácter religioso e histórico, más acorde al nuevo horizonte de expectativas, se va superponiendo a la naturaleza novelesca del poema de Ariosto. En palabras de Pierce, «la combinación de heroísmo y fe, tal como se daba en las historias de las Cruzadas, no podía menos de tener fácil aceptación en el Siglo de Oro»154. Así las cosas, ya en el siglo xvii las écfrasis de escenas históricas dan paso a las descripciones de símbolos religiosos que afianzan la fe entre los lectores cultos. Ni siquiera se trata de una lectura moral implícita, sino de una estrategia 153 154

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Cebrián, 1989, p. 174. Pierce, 1968, p. 305.

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doctrinal deliberada, paralela a la emergencia de la cultura visual en el Barroco, que responde en último término al espíritu de la Contrarreforma. La epopeya cristiana española que mejor representa esta perspectiva es La Cristiada (1610) de Diego de Hojeda. Destaca Vicente Cristóbal el carácter prospectivo y retrospectivo de la obra, y comenta que «es una regla en la construcción de esta epopeya que la unidad de contenido que constituye cada libro [...] se componga de una parte narrativa del presente y otra analéptica o proléptica, en alternancia y equilibrada compensación»155. El carácter digresivo de la écfrasis es, por consiguiente, uno de los instrumentos narratológicos de los que se sirve Hojeda, siguiendo la tradición épica virgiliana, para lograr tal fin. «La écfrasis de la capa con que se cubre a Cristo» en el Libro I; la «[é]cfrasis del palacio divino, con representación en relieve de escenas bíblicas anteriores a Cristo» en el Libro II; las tarjas pintadas por los ángeles en los cuales figuran las historias de los mártires en el Libro IX, así como la «[d]escripción de la Impiedad y de su casa» en el Libro IX, en cuyas «paredes están grabados casos históricos de impiedad»156, constituyen paradigmas de la función narratológica que desempeña la écfrasis en el contexto de la épica culta. Si la retórica clásica prescribe en la écfrasis un efecto amplificador que suspende el discurso mediante una digressio, en la epopeya tal poder de suspensión, sumado a su carácter metafigurativo, permite al poeta interrumpir el curso de la narración, no para amplificar las circunstancias de la acción, sino para amplificar temporalmente la acción misma. En palabras de Cristóbal, las cuatro écfrasis de La Cristiada «están subordinadas a este propósito amplificador de las fronteras cronológicas de la acción narrada»157. Con lo cual, la écfrasis, tal y como se ejemplifica en la epopeya de Hojeda, favorece un excurso analéptico o proléptico, merced a una puesta en abismo (mise-en-abîme) de una acción dentro de otra acción, es decir, una miniatura narrativa dentro del marco general diegético. Por otra parte, a semejanza de El Monserrate de Virués, se aprecia ya en la composición de las écfrasis de Hojeda la influencia plena de la preceptiva ut pictura poesis. Más que significativa resulta la primera de las mencionadas, cuyo referente son las imágenes correspondientes a los siete pecados capitales, los cuales son representados en las telas que conforman la túnica de Cristo. Se trata de figuraciones alegóricas, en las cuales los pecados son personificados según la iconografía medieval, ofreciendo incontables ejemplos morales extraídos del universo cristiano: la soberbia de Adán o la herejía de Lutero, la lujuria de Dina y Siquen, la ira de Mahoma o la traición del conde Julián, etc. Se aprecia, en suma,

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Cristóbal, 2005, p. 60. Cristóbal, 2005, pp. 60-61. Cristóbal, 2005, p. 63.

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un claro propósito moralizante en consonancia con el influyente pensamiento postridentino que determina el contexto social de la España del cambio de Siglo. Las descripciones de las telas están repletas de matices y detalles inspirados por el creciente interés que despierta la pintura en los poetas barrocos. Tales transposiciones, sin dejar de ser meros trasuntos o resonancias del marco narrativo dado su carácter retrospectivo y prospectivo, llegan a impregnarse incluso del espíritu conceptista de la época, al contener paradojas llenas de agudeza, como se puede apreciar en los siguientes versos de Hojeda: Treinta dineros que el perverso Judas por la sangre de Dios alegre acepta. Están pintados, y con lenguas mudas allí publican su maldad secreta158.

La concepción de la pintura como una poesía silenciosa es la que permite descubrir la avaricia de Judas sin necesidad de la palabra. A diferencia de lo que acontecía en Virués, ya no precisa el cuadro de epigramas para poder abstraer su lectura moral. El autor de La Cristiada exalta así el poder poético de la imagen que tanto había reivindicado Leonardo Da Vinci y, a la par, la posibilidad de comunicar ideas a pesar de no contar con una voz para transmitirla, evidenciando así la liberalidad que los autores latinos le habían negado al arte pictórico y cuyo reconocimiento los pintores alcanzan con la llegada del Renacimiento. Es el detallismo plástico el que otorga la voz a la pintura, de la misma forma que es la descripción de acuerdo a ese detallismo el que pone ante los ojos del lector lo figurado mediante la écfrasis. El atractivo que ejercen sobre los poetas del nuevo siglo las técnicas plásticas se ve traducido en un mayor empleo de tecnicismos procedentes de la tratadística de arte, hasta tal punto que propicia la constitución de una notable corriente pictoricista en el seno de la poesía barroca. Un buen ejemplo de ello es la écfrasis del palacio de Júpiter, presente en el Canto IX de La Mosquea (1615) de José de Villaviciosa, cuyo diseño («traza») imita la planta y arquitectura de El Escorial: Entre colunas jónicas que a trechos hermosos arcos sobre sí sustentan, se ven artificiosos antepechos de blancas piedras que al cristal afrentan. Suben los sustentáculos derechos, en cuyas cumbres y remate asientan 158

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Hojeda, 2011, p. 27.

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arcos que dan envidia al de los cielos sus hermosas volutas y listelos. Las basas, capiteles, pedestales, listas, ábacos, óvolos y frisos son de mil vistosísimos metales que hacen diversos y agradables visos. Las proporciones por extremo iguales, los vivos siendo en las columnas lisos, insertos delicados collarinos, coronas, regoletos y tondinos159.

Los abundantes tecnicismos arquitectónicos («antepechos», «subtentáculos», «volutas», «listelos», «basas», «capiteles», etc.) en la descripción del palacio en La Mosquea contaminan el estilo de Villaviciosa, dando lugar a la máxima expresión del pictoricismo. Sus écfrasis arquitectónicas ejemplifican como pocas las significaciones políticas de la épica culta en el Barroco. La literatura, como puntualizaba Vilà, se convierte así en un instrumento de clara propaganda política al ser identificado el monarca español con la figura de Júpiter. Cuanto mayor es la distancia con las fantasías y tramas novelescas del poema de Ariosto, tanto más se alejan las transposiciones en el poema heroico de sus funciones narratológicas. Regresan a su concepción como excursos que, si bien adornan el relato, están cargados de implicaciones ideológicas vinculadas a la exaltación patriótica del Imperio. En otro orden de cosas, cabe destacar que la descripción de Villaviciosa desborda nuevamente la definición de Heffernan. Al no poseer la écfrasis de monumentos carácter metafigurativo, sino únicamente descriptivo, se aproxima en este caso a la topotesia (descripción de un locus imaginario); pero, además, al tratarse de una representación de El Escorial, se acoge al blasón renacentista como forma poética, por cuanto supone una descripción metonímica del poder del monarca, en razón de un motivo figurativo que identifica inequívocamente al rey español: su palacio residencial. El carácter político de la écfrasis viene marcado en este contexto más bien por lo figurado antes que por los efectos y fines que persigue el autor seguntino: la ilusión enárgica, que busca cautivar al lector mediante el preciosismo pictoricista, acaba por poner ante los ojos una visión imaginaria de la grandeza del monumento, así como la creación de un emblema de la autoridad del monarca como cabeza visible del Estado, de su grandeza y el carácter divino de su origen.

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Villaviciosa, 1777, pp. 156-157.

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Esta misma perspectiva característica de la écfrasis en la epopeya de Villaviciosa preside el poema heroico Sagrario de Toledo (1616) de José de Valdivielso. Nos encontramos ante una obra marcadamente descriptiva —«La invención de la sacra efigie canto»160—, tanto que por momentos la aproxima a la literatura artística y adelanta en buena parte el gusto por la recreación en lo figurativo del Parnasianismo, pues la acción se encuentra reducida a mínimos, por tratarse de una pieza fruto de la devoción a la Virgen y la celebración de los monumentos y reliquias consagradas a ella en la ciudad imperial. Más cercana al panegírico o al sermón que a la epopeya, brillante ejercicio de copiosas enumeraciones y armónicos paralelismos, que hacen resonar en este templo poético el eco de la más elevada erudición, plantea el poema de Valdivielso un verdadero desafío para el género, pues no es reconocible en él lo heroico salvo por su arreglo formal de la octava rima y las heroicas anécdotas vinculadas a los monumentos de Toledo. Se trata de una pieza única dentro de la épica culta de signo religioso, una rareza del Barroco, un prolongado himno de la España de la Contrarreforma. Destaca del poema heroico del autor toledano, con respecto al tema que aquí se estudia, la extensa écfrasis de la capilla de Nuestra Señora del Sagrario localizada en el Capítulo XVIII. Tan detallada es la descripción que llega a rivalizar, en cuanto a fidelidad documental, con la ofrecida por Pedro de Herrera en la relación historiográfica Descripción de la capilla de Nuestra Señora del Sagrario fechada en 1617161, justo un año después de la publicación de la obra de Valdivielso: De este recuadro sobre el frontispicio entre otras dos, verás una acroteria, sobre quien con el niño amor propicio, verá su amparo la común miseria; de cojines las dos haciendo oficio, a dos bultos de sólida materia,

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Valdivielso, 1616, fol. 1r. «Sobre el medio alto del frontispicio, una acroteria, o peana, en que está una Imagen de la Asunción de Nuestra Señora, e inferiores al plomo de las pilastras (en otras dos acroterias) la acompañan dos Imágenes de San Ilefonso, y San Bernardo, arrodillados [...] En el frontispicio principal partido al peso de las columnas (correspondidas de todo ornato) dos pirámides de jaspe rojo, de siete pies de alto, y uno de grueso: rematan en dos singulares globos de bronce dorado [...] A las puertas de balaust[r]es (cerrado todo el arco) acompañan otras de granadillo, caobana, boj, y nogal, con entrepaños, obra de samblaje, clavazón dorada, de mucha conformidad en diferencias, y riquezas [...] [C]erca de la Antecapilla [...] se levanta un arco a cada haz, en que va tumbando la bóveda, dividida en cuatro repartimientos; forma algunos recuadros, óvalos, y triángulos, señalados en vistosa proporción, con fajas, cintas, y filetes dorados, pintados los interiores de grotescos con maravilloso adorno» (P. Herrera, 1617, fols. 22v-23r). 161

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para quien mil colmadas dichas guardo, uno de Alfonso, otro de Bernardo. Una reja verás imitadora de los rayos del Sol y de la Luna, por el arte mezclados inventora, sus dos Esferas reduciendo a una; que por la Inteligencia movedora no ciega como fingen la Fortuna se dejará regir mansa y tratable, sobre quicios de bronce incontrolable. Tras de los argentados balaustres formadas de nogal leonado oscuro, pálidos bojes, y ácanas ilustres, incorporadas con primor seguro; unas puertas verás con que te ilustres, que a la especiosa (donde el Ángel puro siendo invisible, con visible traje careó nuestros padres) se aventaje. Verás por techo de la antecapilla, de baída en forma alegre a lo grotesco una bóveda, tal que se le humilla de la primera el inventor Tudesco; en quien con suspensión se maravilla el Verano pintor, que pinta al fresco, pues serán ramas, hojas, flores, frutas, no al parecer de artificiales grutas162.

Al igual que acontecía en la écfrasis del palacio de Júpiter en La Mosquea de Villaviciosa, los tecnicismos procedentes de la literatura artística en la descripción de Valdivielso son distintivos del pictoricismo barroco. Cuanto más se afianza la doctrina ut pictura poesis en la Corte española del siglo xvii, cuyo momento estelar será la defensa de la liberalidad del arte pictórico en el famoso pleito en el que intervinieron, en favor de los pintores, Lope, Jáuregui o el propio Valdivielso163, tanto más la descripción se aleja de los convencionalismos retóricos. En el caso de la écfrasis de la capilla toledana en Sagrario de Toledo, el paralelismo con la descripción de Pedro de Herrera llega a ser tal que es difícil establecer una distinción tajante entre el carácter poético de la primera, y la índole historiográfica de la segunda. El propósito documental del poema heroico

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Valdivielso, 1616, fols. 327v-327r. Véase Sánchez Jiménez y Sáez, 2018.

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de Valdivielso lo convierte en una muestra de cómo el modelo pictórico atrae la mirada del poeta barroco. La presencia de la écfrasis en la épica culta ya no responde exclusivamente a una mera imitatio de Homero y Virgilio, sino que es producto de la iluminación recíproca de las artes hermanas. Los referentes descriptivos dejan de ser las transposiciones de las grandes epopeyas grecolatinas y renacentistas para ceder el paso a la propia fascinación que ejerce el medio plástico entre los autores conceptistas y de la poesía culta. No es suficiente con describir a la manera de un historiador del arte como Pedro de Herrera; antes bien, la poesía exige al escritor descubrir y pergeñar conceptos a partir de la visión y recreo de la belleza aparente. He aquí la principal diferencia entre historia y poesía, entre lo real y lo ficticio, entre la índole documental de la relación historiográfica y el carácter monumental del poema: el rigor y la medida que determinan el documento de Pedro de Herrera, frente a los conceptos y correspondencias del monumento poético de Valdivielso. Así, a través de la phantasia del poeta, «dos singulares globos de bronce dorado» en la arquitectura real descrita por Pedro de Herrera mutan, «por el arte» de la alquimia poética que «dejará regir mansa y tratable» el «bronce incontrolable», en un concepto de la arquitectura imaginada por Valdivielso, cuyo sentido hermético encuentra su explicación en la simbología alquímica: el metal que resulta de la unión del «Sol» (el oro) y la «Luna» (la plata). A su vez, las puertas de nogal, boj y ácana tras «los argentados balaustres» de la antecapilla son en realidad las puertas del Edén —allí donde Adán y Eva («nuestros padres») fueron conducidos para ser expulsados—, que instruirán al lector feligrés en la correspondencia mística entre el oratorio y el Paraíso, entre la Iglesia y la salvación. La dimensión del concepto no se reduce únicamente al universo hermético y místico. Las referencias al «Inventor tudesco» y el «Verano pintor» en la última octava del pasaje señalado guardan relación con el mundo del arte, enmarcando la estrofa en el tópico ut pictura poesis. Los rasgos arquitectónicos y artísticos de la capilla y su decoración (bóveda «baída», «grotesco», «fresco») permiten iluminar la oscuridad del pasaje. La primera referencia al «Inventor tudesco» apunta claramente a un arquitecto alemán. Bien puede Valdivielso apuntar al fundador del estilo gótico, cuya etimología procede del carácter bárbaro del pueblo germano («tudesco»), de suerte que podría interpretarse como un concepto del estilo arquitectónico de la Antecapilla, máxime cuando el poeta subraya, mediante una agudeza, el carácter «grotesco» del grutesco diseño.

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Lám. 2. Giuseppe Arcimboldo, El verano, 1563. Kunsthistorisches Museum, Viena.

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Más clara parece la segunda alusión al «Verano pintor», de quien el poeta toledano indica «que pinta al fresco» con tal estilo («de artificiales grutas»), al identificarse sus motivos figurativos con los elementos vegetales y florales de la arquitectura. Parece inevitable, por la referencia al «Verano», pensar en el famoso cuadro de Giuseppe Arcimboldo (Lám. 2), pintor afamado en el Barroco por sus extravagantes y grotescos retratos, inspirado precisamente por la decoración grutesca de las «artificiales grutas» del Domus Area, y cuyo estilo figurativo resulta inconfundible por emplear «ramas, hojas, flores, frutas». Se ve aquí cómo las comparaciones con pintores y artistas plásticos, tópicas en la écfrasis, no son explícitas, sino que los parangones de Valdivielso se encuentran codificados de acuerdo a la deformación manierista y el hermético conceptismo de su poesía. Pese a que el componente político no es tan perceptible en Sagrario de Toledo como en otros poemas heroicos del Siglo de Oro, ello no impide que se distinga en la écfrasis del poeta manchego una ferviente defensa de la religión a través de uno de los emblemáticos monumentos de la ciudad imperial. De hecho, las transposiciones de Valdivielso responden a un propósito ideológico muy concreto, en comunión con la doctrina contrarreformista del Barroco. La elección de la capilla de Nuestra Señora del Sagrario como tema central de su poema heroico le ofrece la posibilidad de exaltar algunos de los grandes mitos de la religión en España, como bien se puede observar en la descripción de los retratos que decoran el oratorio: Verás copiado el singular retrato, de Alfonso, que sin vida, vida tiene, con el de Eugenio que con divo flato a ser Apóstol de Toledo viene; el de Bernardo, que con pecho grato otra efigie santísima mantiene, y el bello de Leocadia mi doncella, porque te alegres como yo de verla. En un cuadro verás a Dios herido Granada antes de tiempo, que revienta, en otro que a David embravecido la fabia Abigail se le presenta; en otro de mis brazos despedido, que sube al cielo, y su virtud ostenta y en otro una doncella vencedora, de un dragón de crueldad devoradora164.

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Valdivielso, 1616, fol. [3]28r.

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Al igual que Valdivielso, quien celebra a través de la écfrasis los mitos religiosos toledanos (santa Leocadia, san Eugenio de Toledo, etc.), los poetas épicos del siglo xvii aspiran a la exaltación de los monarcas, caballeros y eclesiásticos peninsulares. Es en el Barroco cuando el vínculo entre épica culta y Estado se afianza hasta tal punto que es verdaderamente difícil encontrar una epopeya española de la época que no suponga un intrincado ejercicio de patriotismo. Dos de los mitos nacionales más destacados a este respecto son las figuras del Gran Capitán y Bernardo del Carpio165. Este último, por haber derrotado a Carlomagno en Roncesvalles según contaba la leyenda, y siendo como fue uno de los héroes nacionales más antiguos junto con el Cid, protagonizó un número nada despreciable de romances, piezas teatrales, obras caballerescas en prosa y epopeyas auriseculares, entre las cuales cabe destacar la célebre El Bernardo del Carpio (1624) de Bernardo de Balbuena. En los Libros I y II se localizan un sinfín de transposiciones de arte que reinciden en la exaltación patriótica de «la invencible España»166. Siguiendo el modelo de Tasso y haciéndose eco del gusto antitético del Barroco, mezcla Balbuena en sus écfrasis lo histórico y lo fantástico, lo poético y lo novelesco, lo real y lo ficcional. Así se puede observar en la descripción del real palacio de Morgana, donde se encuentra la sala de Apolo, en cuyo techo se ve figurada una singular representación del cosmos167:

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Bernardo del Carpio ya había protagonizado la epopeya culta de Agustín Alonso, titulada Historia de las hazañas y hechos del invencible caballero Bernardo del Carpio compuesto en octavas (1585). Las hazañas de Gonzalo Fernández Córdoba, el Gran Capitán, son fuente de inspiración para el mencionado Neapolisea: poema heroyco y panegírico al Gran Capitán Gonzalo Fernández de Cordoua (1651) de Trillo y Figueroa. También cabe destacar la figura del fundador de la Compañía, uno de los grandes mitos de la España postridentina, cuya biografía sirvió de materia poética al autor novohispano Hernando Domínguez Camargo para la composición de San Ignacio de Loyola, fundador de la Compañía de Jesús. Poema heroico. La obra interesa en nuestro caso por contener numerosas écfrasis de retratos religiosos, blasones, cornucopias y descripciones icónicas que han sido analizadas con profusión por Mayers (2009, 2010) y más recientemente por Castellví (2020). 166 Como se ha mencionado con anterioridad Zulaica López (2016, 2017) ha dedicado varios estudios al predominio de la descripción y la écfrasis en El Bernardo de Balbuena. Se trata, en efecto, de un poema épico que comparte, si no supera, el exceso ecfrástico que caracteriza Sagrario de Toledo de Valdivielso, hasta el punto de que la trama narrativa principal se diluye en un maremágnum de «pinturas verbales» hasta verse reducida la narración a mínimos. La exagerada presencia de lo descriptivo en la épica culta barroca parece ser, así pues, una de las tendencias reconocibles del género en el marco de la estética sobrecargada y artificiosa del siglo xvii. 167 Conviene destacar el comentario que realiza Vilà acerca del componente fantástico de los pasajes en los cuales se localizan las écfrasis proféticas en la épica culta: «En la mayoría de los casos los vaticinios suelen producirse en un contexto igualmente fabuloso que los personajes que lo hacen posibles: durante viajes fantásticos, en las cuevas de los magos, en palacios imaginarios

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Es de la altiva sala la techumbre un repartido cielo en mil estrellas, que del sol de un carbunco enciende lumbre la plateada luna a un tiempo y ellas; a quien sigue la excelsa pesadumbre de clavos de cristal y ruedas bellas, con su cerco vital, cuyo tesoro la esfera parte en varios climas de oro168.

La écfrasis de Balbuena responde a la compleja visión renacentista del macrocosmos, a caballo entre el modelo ptolemaico y el heliocéntrico, entre la concepción sublunar del orbe y la nueva dimensión física del planeta. Por un lado, el fresco descrito representa las regiones del globo: «los apartados polos», «las templadas regiones», «el abrasado igual meridiano» y «los trópicos de invierno y verano»; por otro, la cosmografía zodiacal procedente del mundo antiguo, como a continuación se detalla: Relumbra aquí el dorado vellocino que un tiempo a Coicos hizo ser famosa, y el Toro que con cuernos de oro lino nadando el mar pasó una ninfa hermosa; dos niños, uno humano, otro divino, el Cancro y su figura portentosa, el León con la cerviz de oro estrellada, y la Virgen, de espigas coronada; el peso ajustador de nuestras horas, el Escorpión de su veneno armado, el que con arco y flechas voladoras de tierna nieve deja el campo helado; el frío Capricornio, que en sonoras borrascas da el sereno mar turbado, el copero que a Júpiter infama con los dos peces de argentada escama169.

La descripción del firmamento (astrotesia) que conforma la écfrasis de Balbuena se completa con la figuración de las diferentes constelaciones: Atlante, descubiertos en el interior de grutas profundas y oscuras, en salas o torres ignoradas y espléndidas, etc.» (2001, p. 339). 168 Balbuena, 1851, p. 154. En paralelo a la elaboración de este estudio, ha aparecido una edición moderna de El Bernardo de Balbuena a cargo de Zulaica López y con prefacio de Alberto Montaner en la editorial Ars Poetica. 169 Balbuena, 1851, p. 154.

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Orión, las dos Osas, etc. Tal representación pictórica del orbe es descrita e interpretada por el autor como una «máquina abreviada», es decir, como una miniatura que conceptúa la vastedad del universo en una imagen170. La fuente de la descripción procede en último término de Homero, como bien se esclarece en el propio poema: Aquellas armas que del griego Aquiles a Ulises se entregaron por sentencia; de ricas perlas llenas y perfiles en quien Vulcano echó toda su ciencia171.

La transposición de arte se orienta aquí hacia la composición de un emblema poético que representa el macrocosmos en una «abreviada» miniatura. Su disposición se corresponde con la imagen del universo siguiendo una determinada escala, logrando «pintar» en la phantasia del lector un imago mundi. Balbuena se ciñe al modelo homérico y compone la écfrasis del fresco de la sala de Apolo conforme al sentido cosmográfico que encierra el escudo de Aquiles172. La écfrasis se transforma en un microcosmos dentro del macrocosmos que es el cantar épico de Balbuena; pero la obra épica actúa a su vez como microcosmos en el seno de ese macrocosmos que es el mundo. La écfrasis propicia la creación de una miniatura dentro de otra miniatura, de una «máquina abreviada» en el seno de la creación poética, que es reflejo de la obra maestra del Deus artifex, en un juego de espejos, de reflejos y resonancias, que acaban por generar nuevamente una proyección en abismo (mise-en-abîme). La écfrasis no cumple en este contexto una función narratológica específica; el autor busca la creación de un esquema visual del mundo a imitación de los modelos clásicos épicos. En Balbuena desembocan, en cambio, las diferentes vertientes ecfrásticas de la Antigüedad, y se descubre, sin ir más lejos, en la descripción de la tela de Alcina, localizada en las estrofas finales del Libro II de El Bernardo, el aliento de Ovidio. La fuente de inspiración del autor toledano procede de la metamorfosis de Aracne, pieza de vital importancia para el tópico 170

Recuérdese que Dámaso Alonso (1993, p. 51), en referencia al famoso verso del poema heroico de Antonio de Escobar y Mendoza, Nueva Jerusalén María, destaca la importancia de lo abreviado para la concepción poética del Siglo de Oro. Se trata de una de las principales cualidades de la poesía para la mentalidad aurisecular, pues el microcosmos de la obra literaria abrevia y sintetiza la esencia del macrocosmos. Esta concepción del mundo como máquina abreviada se mantendrá durante todo el Barroco. Así se localiza en los primeros versos del soneto «Resistencia a los celos» de Soto de Rojas: «Este mundo abreuiado, este edificio, / fábrica del artífice del cielo» (1950, p. 118). 171 Balbuena, 1851, p. 160. 172 Véase Ferrari, 1983.

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ut pictura poesis, por contener las descripciones de las telas, fruto de la rivalidad entre la hija del tintorero Idmón y la diosa Atenea. El pasaje es mencionado por el autor en el epigrama que glosa la écfrasis. Las visionarias imágenes de las escenas históricas y la enéada de los capitanes, cuyos retratos son descritos en el pasaje, representan tanto los hitos políticos del porvenir del Imperio español como los héroes nacionales dignos de la Fama: el Cid, el Gran Capitán, Hernando Cortés, el duque de Alba, etc. Se comporta aquí la transposición de arte como un anacronismo prospectivo, cuya función es persuadir al protagonista del poema épico, el propio Bernardo, acerca del crucial papel que le ha reservado la historia como primer mito nacional. Balbuena, siguiendo la nueva concepción épica prescrita por Tasso en la Jerusalén liberada y al igual que cuantos vislumbraron en la figura del Bernardo el arquetipo épico español, convierte a su protagonista en una de las mayores personificaciones del heroísmo patriótico de la España de los Austria. Una vez más es posible distinguir, sin ningún género de dudas, la índole de la écfrasis como instrumento político. La función de la figura retórica no se limita, pues, al pictoricismo con el que el poeta busca demostrar su maestría a través del poder enárgico de la descripción. La écfrasis en la epopeya culta, amén de las funciones narratológicas consabidas, acaba por constituir un emblema poético de la cruzada emprendida por la Contrarreforma, de la evangelización del Nuevo Mundo, de los mitos, las hazañas y la grandeza del Imperio español173. Y es en los versos encomiásticos de Balbuena donde se encuentran las mayores exaltaciones políticas vinculadas a la écfrasis en el seno de la épica culta del Siglo de Oro174: 173

Si bien resulta polémica y cuestionable desde el prisma actual la alabanza literaria del imperialismo español a causa como es lógico de las atrocidades cometidas durante la conquista de América, me ciño aquí a leer las composiciones desde una mentalidad historicista y puramente literaria. 174 Además de las écfrasis aquí analizadas, Vilà recoge y analiza un buen puñado de ellas tomadas de los poemas heroicos auriseculares. Por un lado, enumera las descripciones de armas: «En El victorioso Carlos V de Jerónimo de Urrea, IV, 1825-2318, asistimos a la descripción de las armas que visten Carlos y su hermano Fernando en la guerra de Alemania y en las que se enumeran las gestas carolingias. En el Bernardo de Agustín Alonso (1585), VI, xxii-lxii, tenemos un escudo forjado por la Sibila de Cumas en el que están cinceladas las gestas del siglo, que no son otras que las de Carlos V» (2001, pp. 342-344, n. 45). Por otra parte, se encuentran las écfrasis proféticas: «En La segunda parte del Orlando de Nicolás Espinosa (1555), XI, xxvii-lxi, Roldán contempla una pintura en la cueva del mago Atlante en la que está representada su próxima derrota en Roncesvalles y en XXXV, il-lxv, Bernardo del Carpio admira una pintura sobre la futura victoria de Carlos V en Mülhberg. En el Roncesvalles de Garrido de Villena (1555), XVIII, xllxxxvii, la tumba del mago Merlín alberga en su interior una pintura del mismo mago, donde dos hijos de Oliveros podrán ver el futuro desastre de Roncesvalles y los triunfos carolinos, y en XX, ixc-xcvi, Marfisa admira las pinturas de las puertas de una cueva donde figura la futura expulsión

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«¡Oh estrellas, cómo fuisteis envidiosas a la gloria de España! ¡Oh duro hado! Si al golpe de mis suertes valerosas no les faltara tiempo señalado, tú solo a mil regiones poderosas pusieras yugo y freno concertado, desde donde se hiela el fiero escita, adonde el abrasado mauro habita»175.

2.4. CULTURA VISUAL Y ALEGORÍA EN LOS CIGARRALES DE TOLEDO DE TIRSO DE MOLINA Se tiende a considerar el Siglo de Oro como un conjunto unitario. Existen visos para sostener que el Barroco, antes que una ruptura, supone una exageración de las formas y tópicos renacentistas. Muchos de los rasgos predominantes en la literatura del siglo xvii se ven cincelados ya en los conceptos de la poesía bucólica de Garcilaso, en la lectura doctrinal de las odas de fray Luis, en la ironía y parodia a las que recurre el autor del Lazarillo para retratar una sociedad de apariencias, corrompida por la decadencia moral de sus hábitos y costumbres. De ahí que se estime los dos siglos que comprenden la España de los Austria y su arte tanto más un continuo histórico cuanto dos épocas independientes cuyas propuestas estéticas se oponen o enfrentan entre sí176. Se tiene constancia de que uno de los primeros críticos en emplear el marbete fue Velázquez de Velasco en Orígenes de la poesía castellana (1754). También es célebre la temprana definición del periodo brindada por George Ticknor en Historia de la literatura española, para denominar la producción comprendida

del turco de Viena [...] En la Maltea de Hipólito Sanz (1582), VII, xl-xlviii, hay una pintura con las gestas carolinas y filipinas. En El león de España de Pedro de Vecilla (1586) XXVIII-[X]XIX, un mágico aposento alberga una pintura con las efigies de los futuros reyes de León y sus gestas más destacadas. En La Conquista de Duarte Dias (1590), XV, Fernando el Católico contempla unas pinturas que representan las victorias venideras de Carlos I y Felipe II, que culminarán con la visión del triunfo lepantino. En la Cuarta y quinta partes de La Araucana de Santisteban Osorio (1597), VIII-IX, Belona muestra al narrador la victoria de Orán y las gestas carolinas y filipinas representadas en unos tapices. En La Restauración de España de Cristóbal de Mesa (1607), IV, xlliv, el traidor Orpas contempla la pintura de una cueva mágica donde figuran sucesivas victorias de distintos reyes castellanos futuros hasta Lepanto, y en IV, lxii-lxxxv, las pinturas que decoran su propia tienda, donde está representada la historia de España desde la llegada de Hércules hasta la próxima perdición de España en el reinado del godo don Rodrigo» (2001, pp. 344-345, n. 47). 175 Balbuena, 1851, p. 165. 176 Véase el capítulo que Lara Garrido (1997, pp. 23-56) dedica en Del Siglo de Oro (Método y relecciones) a la cuestión.

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entre 1492 y 1681, esto es, entre la publicación de la Gramática de Nebrija y la muerte de Calderón. No obstante, interesa preguntarse aquí si hubo o no, por parte de los autores áureos, consciencia acerca de la inestimable fama que alcanzará su época en la posteridad. Lope, por ejemplo, titula una de sus silvas «El Siglo de Oro», aunque en ella no duda en condenar la corruptela que caracteriza la España barroca. Por su parte, Cervantes en Don Quijote elabora un «Discurso de la Edad de Oro» (I, cap. XI), en el cual, con su peculiar ironía, tilda a la época, dominada por los conflictos bélicos, las intrigas políticas, el interés y el prurito de lo material, como «nuestra edad de hierro», en contraposición a la dicha que proporcionaba el desinterés material del mundo áureo antiguo. Tales referencias en Lope y Cervantes no dejan de ser antítesis entre la grandeza palaciega del periodo barroco y la crisis sociopolítica que agita la sociedad española a principios del siglo xvii. Pero es verdad, por otro lado, que tan celebrados fueron los distintos Parnasos compuestos en la época —Viaje al Parnaso de Cervantes, La casa de la Memoria de Espinel, Laurel de Apolo de Lope, Fuente de Aganipe de Faria e Sousa, etc.— que acabaron por dar vida a un género distintivo del Siglo de Oro, cuyo objeto es precisamente celebrar la grandeza de su literatura. Lo cierto es que no fue tanto la excelencia de la lírica, cuanto la popularidad de las novelas y comedias la que catapultó a la literatura española, ya en los siglos en que vieron la luz, más allá de sus fronteras. Ayudó considerablemente, sobra decirlo, la hegemonía territorial de la que gozó el Imperio español durante los siglos xvi y xvii, cuyos centros culturales no se limitaron ni mucho menos a las ciudades peninsulares (Madrid, Lisboa, Toledo, Sevilla, etc.), sino que comprenden por igual capitales europeas tales como Amberes o Nápoles, por no hablar de los primeros centros de actividad cultural novohispana, entre otros, Ciudad de México o Potosí. El lugar ocupado por Italia durante las centurias precedentes lo acaparará España durante el siglo xvii, merced a la fama de la novela universal cervantina y el teatro áureo de Lope, Calderón y Tirso. Precisamente en la obra monumental de este último autor, la miscelánea Los cigarrales de Toledo, se encuentra una referencia —si bien no tan conocida como las anteriormente señaladas— a la condición áurea del siglo xvii: En aqueste siglo de oro el más feo es más galán siendo del Tribu de Dan177.

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Tirso, 1996, p. 194.

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La cita procede del mote que porta don Lorenzo en calidad de capitán de una de las barcas que conforman la naumaquia descrita por el mercedario en el cigarral introductorio de la obra. Se trata de un elogio, aunque no exento de sorna, a la condición fastuosa de la cultura española en el siglo xvii y al derroche de los fastos palaciegos característicos de la época, como recuerda Arellano178. La descripción de la decoración galana de las «máquinas», que participan en el torneo celebrado en el cauce del Tajo, con motivo de las festividades de Toledo, es una muestra fehaciente de los excesos galanos de la corte imperial. En efecto, la España de los Austria da lugar a un Siglo de Oro, pero es interpretada la referencia por Tirso en un sentido literal. La conquista del Dorado trae consigo la riqueza, y junto a ella los excesos del oro, los fastos y la galantería, el interés desmedido por lo material y el apego a la apariencia engañosa, objeto de la condena postridentina, no se olvide, que ilumina el pensamiento de buena parte de los autores barrocos. No es Tirso una excepción. La naumaquia descrita en la primera parte de Los cigarrales de Toledo no deja de ser una hipérbole conceptista del «siglo de oro», sátira además del melindroso estilo culterano tan del gusto de los galanes, quienes, movidos tanto más por el desenfreno de las pasiones cuanto por el recto camino de la razón cristiana, se entregan a intrigas amorosas y participan de la vida fastuosa de las apariencias de lo mundano, las cuales sumen a la sociedad cortesana en un profundo declive moral. En la obra, Tirso no duda en ensalzar el esplendor reinante en la ciudad imperial, dando buena cuenta de ello con la descripción de las suntuosas alegorías de la naumaquia. «Emperatriz de Europa», tal es el sobrenombre empleado por el autor para Toledo, elogiando hasta el paroxismo su belleza, su idilio, su grandeza. A lo largo de tales páginas, el oro se comporta como una metonimia del Imperio, además de símbolo de la corrupción moral de la sociedad cortesana española. No predicaron los Austria precisamente, a semejanza del resto de monarquías de la Europa absolutista, con la discreción y mesura por la que abogaba la Contrarreforma. Los fastos descritos en la obra de Tirso son un buen ejemplo de ello, y hasta tal punto fue así que su aparato pirotécnico todavía resuena en las páginas que a continuación se analizan. Para Arellano, la naumaquia descrita por el mercedario refleja, mejor que ninguna otra producción de la época, el interés del Barroco por la llamada cultura visual. Este interés respondía, según Portús Pérez, a motivaciones sociológicas

178 «Los fastos y representaciones en el ámbito cortesano [...] son muy abundantes en tiempos de Felipe III, tanto en el palacio real, como en casas y palacios de la nobleza, o en las cortes virreinales» (Arellano, 2001, p. 37). Véase también Suárez Miramón (2009, pp. 350-355).

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que explican en último término la proliferación de esta suerte de espectáculos auriseculares179: Y como prácticamente el ochenta por ciento de los españoles no practicaban la lectura, los medios de difusión de esta cultura tenían que ser orales y plásticos, y se procuró que tuvieran una recepción masiva. Surgieron así las fiestas y el teatro como los dos instrumentos de culturización más importantes y característicos del Barroco. Las primeras fundían la pintura, la arquitectura, la música o la literatura en una unidad de significación que tenía como objetivo deslumbrar a los espectadores y provocar su adhesión sentimental y por ello de gran eficacia hacia sus organizadores180.

Desde luego, este tipo de festejos eran celebrados por el pueblo en virtud de su capacidad para atraer la atención de un público lego que durante el desarrollo de tales espectáculos compartía con la corte el gusto refinado por una cultura visual accesible a partes iguales. Pero la realidad, como bien anota Portús Pérez181, es que muy pocos llegaban a entender la compleja iconografía de los fastos. Incluso entre los más doctos existía cierto grado de incomprensión acerca del intrincado significado del aparato alegórico que acompañaba a esta suerte de espectáculos. La iconografía se comportaba en el Siglo de Oro como un texto hermético para el público, incluso para el culto. Exige decodificar la imagen como si fuera un acertijo. Nada que deba sorprendernos, pues, la composición visual de tales festejos encontraba su fuente de inspiración en el hermetismo que alienta el espíritu de los emblemas y empresas. Actuaban como alegorías que acababan por resultar acertijos y únicamente la lectura hermenéutica favorecía su comprensión. 179 «Para una sociedad acostumbrada a mirar el espectáculo», comenta Arredondo, «fuera éste en los corrales de comedias, en una procesión, en una entrada real o en una fiesta singular, el trasvase de un acontecimiento a un cuadro o a una relación escrita parece casi intercambiable» (2008, p. 155). Teniendo en cuenta este aspecto no sorprende la proliferación de escenas, espectáculos e imágenes descritas dentro de las principales obras del periodo. 180 Portús Pérez, 1999, p. 20. 181 «Así, por ejemplo, con motivo de las canonizaciones de los santos Isidro, Teresa de Jesús, Francisco Javier, Ignacio de Loyola y Felipe Neri, los jesuitas organizaron para el 23 de junio de 1622 una máscara de gran complejidad iconográfica, compuesta por representaciones de los planetas, signos y constelaciones, acompañadas de las profesiones y empleos sobre los que ejercían influencia. Cerraba la procesión un complicado carro dedicado a los dos nuevos santos jesuitas. Toda esta figuración iba encaminada a exaltar a los santos por su benéfica influencia tanto en la tierra como en el cielo, pero hay datos para pensar que casi nadie la entendió. Uno de ellos es la propia relación que escribió el creador de la traza, el padre Fernando Chirino de Salazar, que se imprimió con objeto precisamente de explicar lo que a todos asombró y muy pocos entendieron» (Portús Pérez, 1999, p. 45)

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Así acontece con la naumaquia de Tirso, cuya descripción se comporta como un texto dentro del texto que exige al lector interpretarla en clave alegórica. Existen en el pasaje de Los cigarrales de Toledo varias capas de lectura, al igual que acontecía en los espectáculos barrocos. Una primera lectura superficial, orientada puntualmente al mero regocijo y deleite de la visión de un público en absoluto instruido, acorde al gusto popular por el despliegue fastuoso; y una segunda, conectada con la abstracción conceptista, que, a semejanza de la emblemática y las alegorías, invita al descubrimiento de correspondencias, de metáforas sobre metáforas, de sentidos herméticos ocultos, dirigidos a los espectadores doctos que gustan de saberse como tal y que gozan al sentirse parte de una minoría erudita. Como concluye Portús Pérez, «los autores de relaciones de fiestas tienden de alguna manera a equiparar juicio y gusto»182. He aquí la principal circunstancia que fomenta la descripción de la naumaquia en Los cigarrales de Toledo. Pues bien, no se limita Tirso a figurar las barcas que participan en tales festejos galanos como una forma de exaltación de lo visual en poesía; todo lo contrario, el espíritu alegórico, que alienta las mascaradas, los momos, las naumaquias y toda índole de fastos cortesanos, le sirve al autor para establecer una suerte de antítesis, de la cual se deduce en su conjunto una lectura moral a la manera de los emblemas y las empresas183. Bajo la apariencia alegórica, Tirso enfrenta dos concepciones del mundo opuestas: por un lado, la realidad contemplada bajo la óptica postridentina, defensora de la contención y el retiro, de la apatía y el rechazo absoluto hacia las vicisitudes de lo terrenal como medio para alcanzar la paz espiritual tras la muerte; por otro, la visión palaciega de la realidad, dominada por el lujo y la desmesura de los fastos, entregada a los placeres dispensados por el oro, la pasión amorosa y el desenfreno de los apetitos, como una forma de ars moriendi ante la brevedad de la vida y la inexorabilidad de la muerte. Tal es la oposición entre estas dos actitudes vitales que no sería descabellado considerar la primera como una reacción esperable frente a los vicios desencadenados por la comunión con la segunda. En este sentido, no hay obra que exprese con mayor sutileza dicho contraste que los conflictos representados en las diferentes novelas de intrigas amorosas, comedias de capa y espada, amén de las cartas y romances galanes, que conforman la célebre miscelánea del mercedario. 182

Portús Pérez, 1999, p. 47. Ya en el preámbulo de la naumaquia hace referencia el autor a esta peculiaridad en atención a la simbología cromática de los atuendos de las damas: «Las damas, de la cabeza de España, y en número muchas, unas enamoradas y otras libres, procurando hacer los vestidos y tocados enigmas de sus pasiones, expuestas a las varias interpretaciones de quien las explicaba» (Tirso, 1996, p. 187). 183

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Bien que las distintas composiciones reunidas en Los cigarrales de Toledo suponen en último término una denuncia de las pasiones desenfrenadas que mueven a los personajes, a causa claro está de los perniciosos efectos del ciego amor, se percibe de igual modo en sus variopintas páginas una celebración y elogio de la cultura visual del Barroco, un recreo para los sentidos ante la belleza de lo aparente y la virtud de la imagen convertida en fuente de placer estético. La influencia de la cultura visual del Barroco como raíz compositiva de la obra de Tirso se manifiesta de una forma ejemplar en la descripción de la mencionada naumaquia, en cuyo desarrollo descriptivo se condesa la inclinación de los escritores áureos por la «pintura verbal» y la capacidad de la poesía para evocar fantasías, con más razón al tener por objeto un espectáculo alegórico como es el caso: la decoración fastuosa de las barcas, las pinturas reproducidas en sus velas, retablos tallados en la superficie de los cascos, la vestimenta iconográfica de los personajes que intervienen en la escena o los espectáculos pirotécnicos que acompañan la representación naval. No interesa aquí, pues, incidir sobre los mismos aspectos ya estudiados por hispanistas como Blanca Oteiza, María Dolores Alonso Rey o Arellano mismo184, esto es, la influencia de emblemas y empresas como sustrato para la composición de la naumaquia pergeñada por Tirso. El interés que despierta esta singular miscelánea procede del modo en que el poder enárgico de la palabra dota al autor de una estrategia para poner ante los ojos una ilusión visual que engaña los sentidos del lector. Los cigarrales de Toledo destaca por ser una obra de incalculable valor en cuanto a las relaciones de arte y literatura se refiere. La alta concentración de descripciones, hipotiposis, pragmatografías o écfrasis en las páginas que conforman los diferentes tramos de la obra hace de ella una de las manifestaciones más logradas y de mayor interés para la aproximación al tópico ut pictura poesis en el Siglo de Oro. Tanto es así que la descripción de la naumaquia elaborada por Tirso es una de las producciones pictoricistas más extensas de la literatura aurisecular, amén de ejemplificar un modelo conceptista de representación, emblema del espíritu alegórico que preside buena parte del Barroco, el cual responde a cuanto Gracián, como bien apunta Arellano185, denominaba «agudeza trabada». Ya he abordado en otro lugar la representación de momos incluida en la segunda parte de Don Quijote como paradigma pragmatográfico186. A partir del ejemplo en cuestión, he ilustrado cómo las descripciones cervantinas suelen tener por objeto no tanto una realidad estática cuanto una escena caracterizada

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Véanse Oteiza (2001), Arellano (2003) y Alonso Rey (2009). Arellano, 2003, pp. 6-7. Véase Posada, 2016c.

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por el dinamismo. La teoría literaria contemporánea ha tendido a considerar lo descriptivo vinculado exclusivamente a la representación de lo espacial. Pero en los siglos xvi y xvii, y con mayor incidencia en el caso de la descripción de espectáculos y fastos de índole alegórica, lo descriptivo y lo narrativo se confunden de tal forma que parece imposible discernir entre uno y otro aspecto poético. Al igual que en el modelo cervantino, la naumaquia de Tirso, así como la mascarada representada al final del cigarral introductorio, resulta problemática en cuanto que vulnera los términos descriptivos convencionales. El verbis depingere de las barcas se circunscribe al dominio de la hipotiposis pragmatográfica, que, según lo defendido, consiste en una descripción pictoricista mediante la cual el autor centra su atención en los aspectos puramente visuales de las escenas y no tanto en las acciones desarrolladas en estas por los personajes. Pero en el caso de la pragmatografía de Tirso que nos ocupa, siguiendo la categoría descriptiva de los progymnásmata inspirada por las descripciones de Ovidio en los Fastos, al tener por objeto además un espectáculo estival con motivo de una festividad toledana, puede ser considerada a la par una cronografía. Habitualmente se corresponden tales descripciones con las «pinturas verbales» de estaciones; pero también, y a tenor de lo expresado por los tecnógrafos antiguos, con la representación de aquellos festejos que tienen lugar en una ciudad durante un periodo determinado del año. Tal es el caso de la naumaquia de Tirso. Dejando de lado el rigor terminológico, es preciso insistir en que la base alegórica de dicho espectáculo se fundamenta, según Arellano, en una concepción del amor como «navegación llena de peligros, pues el piloto es Cupido (ciego), y la relación amorosa está llena de escollos y sirtes, encantos y tormentas»187. Existe, sin duda, una correlación tácita entre la descripción de la naumaquia como miniatura narrativa y el marco general de la miscelánea. Tal correlación viene dada por el carácter alegórico de la representación, la cual figura en términos plásticos las tramas y enredos amorosos que protagonizan los personajes. La mise-en-abîme propiciada por los excursos dentro del marco narrativo de Los cigarrales de Toledo, ya sea mediante la descripción de espectáculos, ya sea por el contenido de las comedias y romances que componen la obra, genera el efecto especular entre la trama principal y sus ramificaciones descriptivas, poéticas o dramáticas. Pues bien, Tirso personifica a través de las alegorías náuticas las pasiones (engaños, celos, intereses, duelos, etc.). Son víctima de la sátira del autor. A fin de cuentas, las pasiones de los diferentes caballeros y damas, cuyos enredos amorosos son narrados en el cigarral introductorio —don Alejo e Irene, don Juan y Lisida, don García y Serafina— encuentran su réplica emblemática en la 187

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Arellano, 2003, p. 8.

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decoración alegórica de las barcas que participan de la naumaquia. Las descripciones de las naves, que se erigen como logrados artificios visuales en consonancia con lecturas morales extraídas por el mercedario de emblemas y empresas, reflejan como pocas la fortuna de la cultura visual en el Barroco. La propia batalla naval representa simbólicamente la contienda de amor que enfrenta a los personajes y que sirve de marco narrativo en la miscelánea de Tirso. Sobra decir que la finalidad del autor es ofrecer una lección moral acerca de los peligros que conlleva dejarse arrastrar por la ceguera de Eros y por las apariencias de un mundo material engañoso. Como bien le ocurre a don Juan, el personaje se embarca en un destierro absurdo lejos de Toledo al creer que su amada, Lisida, ha entregado su amor a otro hombre. El engaño es, en efecto, el motor de las tramas que componen la obra del mercedario; y el engaño mismo es cuanto da sentido a la descripción de la naumaquia, toda vez que los asistentes del fasto de Toledo, al igual que los lectores, dan en creer por momentos que las barcas descritas no son barcas sino prodigios y monstruos de la imaginación. No se contenta la descripción de la naumaquia con ser un reflejo del gusto conceptista por la cultura visual; bien al contrario, ejerce, en último término, de emblema de la estética barroca, al perseguir el engaño del lector merced a la ilusión visual de la enárgeia. El verbis depingere es un medio eficaz para poner ante nuestros ojos cuanto se encuentra en ausencia. Del mismo modo que Cupido ciega el juicio de los enamorados, el espectador se ve embaucado por la verosimilitud «al natural» de la ficción. La descripción, afianzada por el detallismo iconográfico y el estilo pictoricista que activa la phantasia, se convierte así en un recurso que se ajusta a la perfección a las pretensiones estéticas propias del siglo xvii: persuadir al lector haciéndole creer que realmente puede ver a través de las palabras. Más de una vez se ha considerado que la ficción en sí misma nubla el juicio al lograr suspender, como defendió Coleridge, nuestra incredulidad. El acto mismo de figurar la realidad por medio del arte es una forma de engatusar a la razón, de embaucar los sentidos, de introducirnos en un mundo de apariencias, aspectos que el Barroco supo explorar mejor que ningún otro movimiento estético. Don Quijote, al dar en considerar que el mundo es una ficción, acaba por sucumbir ante la falsa apariencia de unos molinos manchegos que aparentan ser desde la distancia monstruosos gigantes. De igual manera, don Juan, en la novela de Tirso, movido por el engaño de las apariencias y dominado por los celos pasionales, llega a creer que Lisida le es infiel, asumiendo un destierro innecesario a causa de su ceguera de amor. Lo mismo acontece con los espectadores de la naumaquia de Toledo que, por momentos, llegan a juzgar que las barcas no son barcas sino dragones y ánades. Y a semejanza de estos, los lectores de Tirso, persuadidos por las «pinturas verbales», creen tener ante sí dragones y aves gigantescas, gracias al poder enárgico de la poesía.

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Lo descriptivo no se limita, por consiguiente, a cumplir con el papel de mera estrategia retórica, cuya función es engalanar con arreglo al detallismo preciosista el discurso poético; por el contrario, su naturaleza entronca con una significación compleja, al verse supeditada, tanto más en el Barroco, a la consecución del engaño por medio de la ilusión espacial y plástica de la descripción, esto es, el «ekphrastic principle»188. Tal es la distancia que separa las descripciones tópicas de las pragmatografías de Tirso; o, en otros términos, la imitatio renacentista de las hipotiposis y écfrasis del modelo virgiliano frente a la comunión con una nueva directriz descriptiva acorde a la normativa ut pictura poesis. Así las cosas, las descripciones de las barcas en la obra de Tirso se desmarcan de los modelos renacentistas —la descripción de la Galera Real de Mal Lara sirve como precedente en el contexto de la literatura española, como recuerda Arellano189—, y se aproximan a la perspectiva introducida por Virués en El Monserrate, donde las imágenes que decoran la nave contemplada por Garín en Marsella encierran una lectura política y moral. Un ejemplo paralelo al de Tirso en el Barroco se concreta en la descripción de la nave imperial localizada en El caballero del Sol de Vélez de Guevara, pero incomparable por extensión a los fastos descritos con detalle en Los cigarrales de Toledo. La naumaquia contenida en la obra del mercedario se inicia con la llegada de la barca del Mantenedor, cuyo adorno simula con artificio la figura de un dragón: Cubrían las escamosas alas de tal suerte los dos bordes, que no se veían seis remeros, que debajo dellas venían bogando, pareciendo los remos pies de la aparente sierpe. Servía de proa la cabeza que, en siete repartida, retrataba la Hidra fabulosa, victorioso triunfo del Tebano y la enroscada cola, que era la popa, dando espantosos latigazos, azotaba sin culpa las cristalinas ondas que, en multiplicados círculos, parece abrían las bocas para quejarse. Preguntar querían los jueces el nombre de su dueño cuando, disparando por las siete bocas infinidad de llamas, con desapacible aunque entretenido estrépito, se cubrió la región del aire de varias figuras y peregrinas impresiones ayudadas de las pardas nubes (que aquel día hicieron cortesano al Sol,

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Véase Krieger, 2000. «El torneo en cuestión es concretamente una naumaquia —género bien conocido desde la antigüedad y muy frecuente en las fiestas cortesanas del Renacimiento y Barroco—, que se desarrolla en el Tajo y que da pie a las descripciones de las barcas, ricas en elementos simbólicos. No es tampoco un género nuevo. Bastaría recordar casos tan relevantes como la descripción de Juan de Mal Lara de la galera real de don Juan de Austria, verdadera enciclopedia de emblemas y alegorías, o, ya en el teatro del Siglo de Oro, la nave del caballero del Sol en la comedia de Vélez de Guevara» (Arellano, 2003, p. 12). 189

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para que, ni abrasando con sus rayos, ni impidiendo con su luz la de los fuegos, con más distinción hiciesen fiesta a los ojos), pareciendo abrasarse aquellos montes190.

El artificio de la barca la representa «tan a lo vivo» que los espectadores son incapaces de distinguir realidad y ficción a causa del engaño visual que supone. La ilusión óptica mantiene al espectador confuso y expectante ante el curso de la nave, llegando a percibir con espanto el aparato pirotécnico que simula el fuego escupido por el dragón. Los remos hacen las veces de las patas de la criatura; la proa dividida en siete partes, las cabezas de la Hidra; la popa, la monstruosa cola de la bestia que surca el Tajo. Se observa, por supuesto, la marcada plasticidad de los detalles descritos que ponen ante los ojos de lector la nave por medio de una figuración conceptista de su decoración. Pero, asimismo, los predicados verbales introducidos por los gerundios, poco frecuentes en las hipotiposis estáticas, dotan a la «pintura» de un dinamismo acorde a la pragmatografía: «venían bogando», «dando espantosos latigazos», «disparando por las siete bocas», «pareciendo abrasarse». No solo se describen los rasgos visuales sino también las acciones que tienen lugar en torno a las barcas en constante movimiento. En cuanto a su significado alegórico, es de notar que la nave dirigida por don Fernando, encargado de mantener precisamente el orden en la justa, simboliza la virtud y la entereza de Hércules frente a las pasiones pecaminosas encarnadas por la efigie del dragón. El fuego pirotécnico que figura el aliento ígneo de la bestia representa alegóricamente el ardor de la concupiscencia que ciega a los espectadores, si bien se diluye una vez que el humo se dispersa para anunciar la entrada triunfal de la nave de la virtud. La pragmatografía como mise-en-abîme guarda una relación de significado con el conflicto pasional de la obra de Tirso: la razón y entereza de Hércules frente a la pasión y fuego de la Hidra. Por añadidura, el dragón es el emblema protector de los tesoros, en este caso de los premios que custodia el Mantenedor, don Fernando, posible trasunto del hermano menor de Felipe IV y administrador apostólico de la Archidiócesis de Toledo entre 1619 y 1641, que porta los elementos que conforman el blasón de la ciudad misma, símbolo del poder y conquistas reales: Resolvióse, en fin, en humo y llamas la máquina artificiosa, y, desvanecida la confusa niebla, volvió a su posesión la claridad, quedando la barca desembarazada, y en la proa, vestido de reales ropas, sobre una silla augusta, don Fernando, coronado de las dos diademas que hacen la Imperial, con un estoque desnudo en la mano diestra, y en la otra un globo o esfera, armas de nuestro Toledo, que por ser tan hijo suyo quiso representarlas en sí mismo. Y los seis que bogaban antes encubiertos, ya patentes, vestidos de africanos, a los bordes, con las armas pintadas, en los remos, 190

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Tirso, 1996, p. 188.

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de las principales ciudades y villas que se incluyen en este Reino, conquistadas por el valor de nuestros antepasados191.

Tirso pinta la nave siguiendo las directrices conceptistas: es una representación alegórica tanto de la virtud como del gobierno, signo heráldico de la dirección de la ciudad de Toledo. Se aprecia, pues, un marcado decoro entre el objeto y la figuración a la que se presta. La nave como alegoría encierra un doble significado: por un lado, representa el triunfo de la virtud sobre la pasión desenfrenada, pero por otro es sello del poder real, de su capacidad de gobierno, cuya grandeza se ve reflejado en la pintura sobre los remos de las armas de los territorios conquistados. La segunda de las naves, dirigida por don Suero, la presenta el mercedario figurada como ave acuática. Una vez más se repite el verbis depingere en atención a la correspondencia entre la forma del barco como «ánade hermosa» y cuanto simboliza como alegoría: Venía cubierta de tantas plumas, que imaginaran ser selva, si no los engañara la forma verisímil que traía de ave, y tan blancas, que los persuadiera a que era monte de nieve, si lo permitiera el tiempo caluroso, tan fuera de propósito para tal imaginación. Traía dos remos con apariencia de pies, proporcionados en todo a su cuerpo, sirviendo la proa de cabeza y la popa de cola, que, haciendo oficio de timón, recreaba a cuantos la vían dando hipérboles a sus alabanzas. Y, para divertirlas, salió nadando de improviso, desde lo más profundo del diáfano raudal, un gallardo mancebo que, abrazándose a su cuello, y recebido con amorosas muestras por la agradecida ave, al son de arpas y vihuelas, que se oían sin ser vistas, debajo de sus alas, no halló hospedaje mejor que el de su corazón192.

Al igual que en la anterior pragmatografía, es apreciable la presencia de los predicados introducidos por gerundios, que dotan a la «pintura verbal» de un carácter dinámico, poniendo ante los ojos no solo la apariencia del objeto náutico que ocupa el centro de la escena, sino además las acciones que captan la atención del lector-espectador. Las plumas que cubren la barca simulan el cuerpo del ave; la proa, un pico dorado; y el timón, la pata con la que el ánade se impulsa. La referencia al «son de arpas y vihuelas» hace pensar en la barca como una alegoría del canto de la poesía.

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Tirso, 1996, p. 189. Tirso, 1996, pp. 189-190.

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Así pues, parece que Tirso busca hermanar el arte musical con los artificios visuales a la luz de la doctrina ut pictura poesis193. Ya el propio carácter emblemático de la pragmatografía, favorecido por la presencia de los motes que acompañan a cada nave, apuntala la premisa. La cultura visual sirve como fuente de inspiración al autor en el concepto de tales representaciones simbólicas, propiciando una adaptación al plano de la poesía de las técnicas de composición de emblemas, jeroglíficos y empresas en un claro ejercicio de iluminación recíproca de las artes194. El espectáculo cortesano continúa con la descripción de la tercera de las barcas en representación del Interés. Se trata de una galera de ocho metros, dorada, repleta de individuos de todas las naciones, respetando de tal manera el decoro entre el objeto descrito y su símbolo, algo que en el plano formal se traduce en un mayor detallismo de los materiales y adornos que componen esta nueva alegoría: Todas las jarcias y máquina de cuerdas parecían hechas de cabestrillos, bandas, cadenas, apretadores, cinturas, gargantillas, y orejeras de oro, que, aunque falso, y las piedras y aljófar, de que estaban sembradas, eran de vidrio, engañaron la perspectiva de los que la miraban, que juzgaron su materia del metal monarca, diamantes, esmeraldas, rubíes y balajes finos, a que daba color el caudaloso mayorazgo de su dueño, igual a su liberalidad [...] Tenía el espolón, al parecer, de oro macizo; con que, rompiendo las toledanas ondas, parece que se dejaban atropellar voluntariamente, sobornadas de su vencedora riqueza [...] El árbol mayor era una natural semejanza del que disfrutó Hércules, adurmiendo a la vigilante guarda de las tres hespéridas hermanas, celebradas de Séneca, Lucrecio y Diodoro. Iba la vela tendida de la entena, de raso blanco, bordada toda de doblones, escudos, reales, y todas suertes de monedas mayores195.

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La adhesión de Tirso a la doctrina ut pictura poesis es evidente a juzgar por la conocida comparación de teatro y pintura presente en El vergonzoso en palacio, pieza incluida dentro de la miscelánea de Los cigarrales de Toledo: «no en vano se llamó la poesía pintura viva pues, imitando a la muerta, ésta en breve espacio de vara y media de lienzo, pinta lejos y distancias, que persuaden a la vista lo que significan, y no es justo que se niegue la licencia, que conceden al pincel, a la pluma, siendo ésta tanto más significativa que esotro» (1996, p. 226). 194 Arellano (2003, pp. 12-15) señala las iconografías de Ripa, así como ciertos emblemas de la época, como principal fuente de inspiración para Tirso en la composición de su «pintura verbal». Una vez más se aprecia cómo el escritor dirige su mirada a la pintura para conferir a la imagen poética el mayor grado de plasticidad. Resulta de igual modo significativa la comparación que establece el hispanista entre la pragmatografía de los momos descritos por Cervantes en el episodio de las bodas de Camacho en Don Quijote y la naumaquia de Los cigarrales de Toledo. 195 Tirso, 1996, pp. 191-192.

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La descripción minuciosa de la tercera nave prosigue con la empresa de la mesana, la bandera del mastelero y las fámulas o banderillas, así como la ostentación que decora el castillo de popa donde se halla sentado un «monstruoso Enano» que encadena a la Hermosura y encarna el Interés. Su portavoz es don Lorenzo, personaje que dirige la nave y al que Tirso atribuye el poder del dinero en el dominio del Amor. El decoro representativo que determina la descripción es magistral: la suntuosidad y ostentación de la nave se corresponden con la copia y el lujo de detalles de la descripción. Obsérvese además que la cadena de elementos enumerados figura de forma icónica las cadenas que esclavizan al hombre y lo reducen a un siervo de la galantería y las bajas pasiones. No falta tampoco la referencia al engaño que conlleva la visión de la nave por «la perspectiva de los que la miraban». La representación se convierte en un emblema del Barroco, de la preceptiva postridentina que promueve el rechazo de las falsas apariencias, de la ceguera que padece quien se deja guiar por la nave de las pasiones. Las piedras preciosas, los diamantes y esmeraldas, los rubíes y balajes finos inducen a la tentación por lo material, el lujo que compra la integridad del Amor, a cuyo desengaño son conducidos aquellos que se rigen por la recta razón. La significación alegórica del pasaje pivota sobre el eje antitético de la estética barroca: desengaño ante el engaño, razón frente a desenfreno, vida espiritual en contraposición al mundo de la pasión como nave de los locos. Nada más apropiado para una sociedad que como la representada por Tirso se rinde ante la pompa que promueven los festejos de Toledo. La descripción de la nave de don Lorenzo da pie a la presentación de la écfrasis vexilológica de la bandera de «tafetán turquí» colgada del mastelero, sobre cuya superficie están «pintados los celos, en figura de mastín, ladrando a un amante, que echándole pedazos de oro para acallale, y recibiéndolos en la boca, parece que se atragantaba con ellos»196. Según Arellano, la fuente procede de la emblemática y refleja uno de los aspectos fundamentales de la miscelánea en su conjunto: los celos como motor de los enredos y conflictos amorosos representados por Tirso. No solo en este caso se observa el efecto especular entre la miniatura narrativa, sino que en los distintos «cigarrales» que conforman la obra, las novelas, romances o comedias y descripciones de juegos o espectáculos se orientan hacia la pintura satírica del comportamiento de galanes y damas bajo los efectos perniciosos del amor. Las pasiones suscitadas (celos, ultraje del honor, riñas, envidias, embustes, etc.) son retratados en las diferentes alegorías que intervienen en la naumaquia. Esta misma significación se reproduce en las restantes barcas descritas por el mercedario. Se da paso entonces a la presentación de las naves gobernadas 196

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Tirso, 1996, p. 193.

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por don Nuño y don Vela, siendo la primera de estas figurada en los siguientes términos: Venían los árboles colmados, de fruto los unos, y los otros de flores de todas suertes; que, puesto que eran de cera, sutilmente labrada, engañaban eficazmente el apetito. Infinitos pajarillos, huéspedes apacibles de aquellos deleitosos Cigarrales, atados con sutileza por sus ramos, o se quejaban cantando por verse presos, o celebraban con natural música la fiesta. En la mitad de la esmaltada huerta andaba una noria, guiando sus vueltas la Paciencia197.

El sentido hermético de esta alegoría no permite discernir como en las anteriores una interpretación unánime del pasaje, pese a la referencia a la Paciencia guiando una noria que bien puede representar los caprichos del Amor y las falsas esperanzas que los hombres fundan en él. Con todo, la referencia a la forma en que las figuraciones de los frutos conducen a engaño y despiertan el apetito de los espectadores, la conexión de los motivos iconográficos con la diosa Flora, amén del alboroto que provoca entre los espectadores el lanzamiento de «flores, rosas y yerbas» y cómo estas acaban en «las faldas, manos y cabellos del hermoso concurso» permiten interpretar la nave como una alegoría del deseo carnal. Los pajarillos «atados con sutileza» pueden ser interpretados como trasuntos de las damas que protagonizan Los cigarrales de Toledo, pues son presa de las intrigas amorosas provocadas por el deseo de los galanes. Al contrario que esta, la embarcación conducida ante los jueces por don Vela representa claramente la Ignorancia frente a la Virtud. La decoración de la barca simula un monte o peña, donde se sitúa al virtuoso Hércules, rodeado de pigmeos ignorantes, que acaban siendo derrotados por sus manotazos198. Tras su descripción, Tirso da paso a una serie de «muchas barcas aventureras», siendo la primera de estas la dirigida por don Melchor en representación de un «Parnaso crítico»: Causó novedad el traje de los nuevos dogmaticantes porque las coronas de la ingrata ninfa no ceñían sus sienes como se acostumbraba, sino sus cinturas. Pudo ser por llamar a los desta facultad (que tan mal se dan a entender por palabras) bachilleres de estómago. Y aunque curiosamente vestidos, habían mudado el uso hasta en el 197

Tirso, 1996, p. 195. Recuérdese, a este respecto, la simbología cristiana que encierra no solo la figura de Hércules (el cristiano, imitación de Cristo), vinculada a la virtud y la fortaleza frente a la tentación (la hidra demoniaca), sino también la montaña fiel y la peña sólida (la rocosa Iglesia) en contraposición con el mar tempestuoso lleno de vaivenes (las pasiones desatadas). La alegoría que encierra el pasaje de la obra de Tirso se puede leer e interpretar en la misma clave que el alegórico binomio mar-montaña en la obra poética de fray Luis (véase Senabre, 1978, pp. 39-71; Uría, 2002/2004). 198

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modo de su adorno, porque traían los vaqueros de tela abotonados por las espaldas, las rosetas de las ligas les servían de cuellos y puños, y los puños y cuellos de ligas, las mangas de gregüescos y los gregüescos de mangas, a imitación de su poema. Pues, si toda su elegancia consiste en anteponer y posponer vocablos, entretejiendo verbos entre adjetivos y sustantivos —que también tiene Apolo sus pedantes—, del mismo modo les pareció podían critiquizar sus vestidos, posponiendo los unos y anteponiendo los otros. Hasta la misma barca los imitaba, porque bogaba al revés, la popa adelante y la proa atrás, con no poca risa de los que entendieron la satírica navegación199.

De índole muy distinta es la alegoría que encierra esta barca. Ataca en este punto Tirso a los «bachilleres de estómago», los poetas seguidores de Góngora como observa Arellano, ridiculizados por el desorden sintáctico de sus versos. Este hecho encuentra su réplica en el plano de la ficción en la ridícula manera que tienen los tripulantes de la nave de lucir sus atuendos al revés de lo acostumbrado. Se hace aquí Tirso portavoz de las críticas dirigidas a los poetas gongorinos del Barroco que componían sus versos «entretejiendo verbos entre adjetivos y sustantivos» como quien abotona «vaqueros de tela» por las espaldas o usan «las mangas de gregüescos y los gregüescos de mangas». Las últimas naves de la naumaquia son la de don Jusepe, cuya decoración representa a Sansón y los filisteos, verbis depingere iconográfico cuya fuente se localiza en los emblemas. La interpretación de esta nueva alegoría en razón de los celos entre damas y galanes la brinda el propio narrador: «significó en ella lo que en el templo del Amor los celos, filisteos de la paciencia»200. Próxima al significado de esta es la barca de don Miguel, «libre y burlador, satírico de toda ocupación amorosa», cuyo artificio es descrito en los siguientes términos: Significábalo en traer su barca hecha una mazmorra de cautivos amantes, con esposas, argollas, cadenas y grillos en manos, cuellos y pies, y sobre ellos el dios nieto de la espuma que, vestido a lo turquesco con sus alas, flechas y arco, parece que amenazaba riguroso al exento joven que, armado, rebatía sus tiros en una rodela de acero201.

A la barca de don Miguel que representa la esclavitud a la que condena Cupido le sucede la nave de don Alonso, caballero lusitano, que figura alegóricamente el imaginario español del amante portugués, prototipo de aquellos

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Tirso, 1996, pp. 197-198. Tirso, 1996, p. 199. Tirso, 1996, p. 199.

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caballeros «enamoradizos y derretidos siempre de amor»202. Y sucede a esta la pragmatografía de una pequeña embarcación comandada por un «humilde poeta de Manzanares», trasunto del propio autor: Tirso, que, aunque humilde pastor de Manzanares, halló en la llaneza generosa de Toledo mejor acogida que en su patria —tan apoderada de la envidia extranjera—, llegó en un pequeño barco, aunque curioso, hecho todo un jardín, que hallara lugar entre los hibleos, y en medio dél una palma altísima, sobre cuyos últimos cogollos estaba una corona de laurel. Trepaba el pastor por ella, vestido un pellico blanco, con unas barras de púrpura a los pechos, marca de los de su profesión, y ayudábanle a subir dos alas203.

Como comenta Arellano, el pasaje brinda «una representación de valor autobiográfico rica en detalles simbólicos»204. Estos no son otros que los referidos a la indumentaria del personaje como eclesiástico, pues viste «un pellico blanco, con unas barras de púrpura a los pechos, marca de los de su profesión». Destaca además la imagen del poeta trepando a lo alto del mástil para alcanzar la corona, no sin luchar contra sus enemigos envidiosos, cuantos persiguieron y condenaron la obra del mercedario, reflejo evidente de su propia biografía. La descripción de la naumaquia se cierra con la «pintura verbal» de una barca que cursa el Tajo. Posee la forma de un toro representado una vez más «tan a lo vivo» que engaña a los ojos del público por su enorme parecido con la realidad: Corría con los hendidos pies —en la sustancia remos—, y otros que, encubiertos debajo de las olas, le ayudaban con toda ligereza y propiedad, por el cristalino coso, que daba alcance a las imaginaciones, y desasosiego a los ojos que le seguían. Imitaba, en los crespos remolinos, manchas negras y blancas, erizada piel y retorcida cola, tan al propio, lo que no era, que casi engañaba a su mismo artífice. La popa (que en ingeniosa metamorfosis se había convertido en corto cuello, espumosa boca, abiertas narices y cabeza proporcionada) se remataba en dos buidos cuernos, pero dorados, por asegurar el temor de sus acicalados extremos (que este metal, aun en parte tan aborrecible a la honra, suele poner apetito y deseo). Daba engañosas y ligeras vueltas, paraba e imitaba bramidos con más propiedad que los de aquel que, siendo parto del ingenio y manos de Perilo, fue merecido premio de su bárbara invención. En fin, él representaba con tanta similitud lo figurado, que ni se echaron menos los que en los sotos de Jarama pacen el coraje y brío entre su hierba, ni hizo falta la plaza de Zocodover, cuyas veces tuvo en ésta el naval anfiteatro. Juntáronse 202 203 204

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Arellano, 2003, p. 17. Tirso, 1996, p. 200. Arellano, 2003, p. 17.

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todas las barcas y, con diestra gallardía, y vistosos caracoles, cercaron al orgulloso toro, al son de infinitos instrumentos, acometiéndole con animosas suertes205.

La naumaquia finaliza con la descripción de un espectáculo taurino que en vez de tener lugar sobre la arena de Zocodover acontece en el curso fluvial del Tajo, gracias al artificio alegórico representado por las naves. La alegoría puede ser objeto de múltiples lecturas atendiendo a la diferente connotación del toro como símbolo. Tótem de España y de su fiesta nacional por excelencia, el cerco al «orgulloso toro» puede interpretarse en clave simbólica como una censura de las bajas pasiones, en consonancia con la lectura moral de la novela, interpretación que a su vez casa con la función de la écfrasis como mise-en-abîme. Al suponer la pragmatografía asimismo una écfrasis de los motivos iconográficos con los que cobra vida la naumaquia, provoca la especularidad narrativa entre la miniatura descriptiva y el marco general de la narración de Los cigarrales de Toledo como miscelánea. Es más, puede interpretarse el pasaje final que cierra la descripción de los fastos que tienen lugar en la ciudad de Toledo como símbolo de la hegemonía de la España de los Austria sobre el resto de potencias europeas si se atiende al mito que inspira la alegoría. El toro que atenta contra la integridad de Europa se ve acorralado por el poderío naval de Toledo, símbolo de la grandeza del Imperio español. Una manera ingeniosa, si se da validez a la lectura, de avivar el orgullo nacional mancillado tras el desastre de la Armada Invencible en 1588 en su empresa contra el avance protestante en el continente, el cual provocaba el «desasosiego a los ojos que le seguían». Pese a sus desavenencias con la censura, fue Tirso, a fin de cuentas, un mercedario preocupado por difundir, con la ayuda de la celebrada cultura visual de la época, los valores de la Contrarreforma. Según Orozco Díaz, «[s]i el Barroco se ha considerado como el arte de la Contrarreforma no es porque sea el estilo propio o exclusivo determinado por ella, sino porque con él consiguió su más adecuada y plena expresión el espíritu contrarreformista»206. Y no solo en la descripción de la naumaquia del cigarral introductorio lo plástico se erige como ideal estético, sino también en las comedias que integran la miscelánea. Como tantos otros dramaturgos barrocos, Tirso fue consciente del poder de la imagen en un género cuya verdadera expresión pasa por su puesta en escena. Siendo como es el teatro en esencia un espectáculo visual no podía dejar de ejercer la pintura, según se verá de seguido, su decisiva influencia.

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Tirso, 1996, p. 202. Orozco Díaz, 1968a, p. 35.

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2.5. EL RETRATO DE CASILDA: LA PINTURA COMO RECURSO DE AGNICIÓN EN LA COMEDIA NUEVA BARROCA207

Uno de los aspectos que mejor refleja las novedades introducidas por Lope y sus seguidores a través de la comedia nueva española es el empleo actualizado de la agnición como mecanismo dramatúrgico208. La mayor parte de los autores de la comedia nueva recurren y perpetúan el procedimiento recogido por Aristóteles en la Poética, toda vez que opera como instrumento de reconocimiento de las faltas cometidas y desengaño frente a la falsedad de las apariencias. Toda ruptura, y la que supone la dramaturgia áurea no es diferente, parte de una preceptiva canónica; y si bien la doctrina neoaristotélica clasicista se vio superada por el nuevo arte de Lope, los mecanismos poéticos registrados por el filósofo se respetaron y mantuvieron. En especial aquellos, como la peripecia y la agnición, conectados sobremanera con la capacidad de mover el ánimo del espectador e inspirar en él la ansiada catarsis. Aristóteles señala en su decisivo tratado que el acontecimiento inesperado (peripeteia) y el conocimiento de una realidad ignorada (anagnórisis) forman parte de la fábula (mythos) y son «los principales medios con que la tragedia seduce al alma»209. Peripecia es el «cambio de la acción en sentido contrario» y la agnición «es un cambio desde la ignorancia al conocimiento, para amistad o para odio, de los destinados a la dicha o al infortunio»; pero según el Estagirita, «la agnición más perfecta es la acompañada de peripecia, como la del Edipo»210. Ambos son mecanismos narratológicos que permiten al autor cambiar el curso de los acontecimientos representados, provocando el estupor entre el público a causa de un golpe de fortuna que conduce a la fábula al desenlace trágico y fatal. 207

Se presenta aquí una versión actualizada y centrada en exclusiva a la cuestión pictórica de un artículo aparecido previamente en la revista Arte nuevo. Véase Posada (2017a). 208 López Martín hace hincapié en que «el Estagirita únicamente trataba de la tragedia en su Poética, al menos en el texto que ha llegado hasta nosotros, pero Robortello da un paso importante para la teoría de la dramaturgia y que tendrá mucha influencia posterior: aplica todo lo que Aristóteles afirmaba de la tragedia también a la comedia y, por ende, incluidos sus comentarios: ‘Lo que utilizan los poetas trágicos lo utilizan también los cómicos’» (2014, p. 62). La adaptación de la peripecia y la agnición como mecanismos de la comedia fue polémica y no tuvo buena acogida por la mayoría de los comentaristas neoaristotélicos. Sobra decir que Lope se suma a quienes aprueban la decisión de Robortello, pues en la Poética el filósofo mismo preceptúa que el cambio de la ignorancia al conocimiento puede producir amistad u odio entre los agonistas y conducir a estos o bien a la dicha o bien al infortunio. La cuestión fue comentada asimismo por Minturno, Piccolomini, Tasso y Castelvetro, siendo este último especialmente crítico con Aristóteles, como anota López Martín, por no haber dedicado «el tiempo suficiente a explicar las distintas clases de anagnórisis para la mejor comprensión del concepto» (2014, p. 63). 209 Aristóteles, 1974, p. 149, 1450a. 210 Aristóteles, 1974, pp. 163-164, 1452a.

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De sumo interés para la cuestión aquí debatida resulta la mención aristotélica de ciertos procedimientos de agnición, que no pasan, necesariamente, por la intervención de un actor inesperado, como en el caso ejemplar de Sófocles, sino por el reconocimiento de «objetos inanimados y sucesos casuales»211. No obstante, para el filósofo ateniense aquella que inspira la mayor compasión o catarsis entre el público es la agnición que procede de una peripecia, por la cual el protagonista trágico descubre inesperadamente una realidad hasta entonces desconocida que acarrea, a la postre, el lance patético. Pese al precepto aristotélico, el hecho de que los retratos sean uno de los objetos paradigmáticos de los que se vale el teatro antiguo para proceder a la anagnórisis debió llamar la atención de aquellos dramaturgos que, como el Fénix, se vieron fuertemente atraídos por el arte pictórico. Así lo destaca Portús Pérez: «De la afición de Lope a las pinturas y de lo amigo que fue de comprometerlas en sus obras literarias es prueba excesiva el hecho de que en algunas de sus comedias jueguen un papel de máxima importancia como desencadenadoras de la acción dramática»212. Con más razón interesa subrayar esta premisa cuando entendemos que una de las referencias primordiales del género para Lope son las comedias de Terencio, autor latino que introduce entre los dramaturgos auriseculares el gusto por representar en sus composiciones las artes plásticas. Este hecho no ha gozado de la visibilidad merecida en el seno de la crítica hispánica. De Armas, por ejemplo, aboga por un estudio mayor de sus funciones dentro del teatro de la época, empleando para ello la écfrasis por ser el principal mecanismo poético para la representación de imágenes plásticas213: Terencio fue el escritor clásico que más influyó en el teatro posterior ya que su Eunuco comenzó la conversación sobre el poder de la pintura para crear efectos lascivos [...] Al mismo tiempo, ya durante el Renacimiento y el Siglo de Oro, la técnica iba cobrando nuevos significados, expandiendo su relieve. Se debería, entonces estudiar los diferentes usos, funciones y significados de la écfrasis en las comedias de Lope y otros dramaturgos, y constatar los cambios que ocurren de la narrativa o poesía al teatro214.

No saca de quicio las cosas el hispanista norteamericano al lanzar su propuesta, pues el retrato como objeto de agnición es recurrente en un número 211

Aristóteles, 1974, p. 165, 1452a. Portús Pérez, 1999, p. 180. 213 También ha dedicado varios estudios De Armas (2013b, 2016) a revisar la trayectoria del modelo pictórico de Timantes y su leyenda en el teatro del Siglo de Oro. 214 De Armas, 2013a, 61. 212

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nada desdeñable de comedias españolas215. El principio de la concepción dramatúrgica en el Barroco se fundamenta en el enredo de la trama, hasta el punto de converger en un momento climático a partir del cual se desenlazan las diferentes tensiones establecidas. Como un circuito de dominó en que la caída de una pieza supone una reacción en cadena, el reconocimiento de la figura de un retrato genera un movimiento cinético que precipita el final trágico. El descubrimiento de un retrato impele a los personajes a la agnición de una realidad inopinada, actuando como mecanismo narratológico dentro de la fábula según lo expuesto por Aristóteles. Tal recurso ejerce de motor en la resolución de los conflictos entre los personajes, tanto más cuanto que actúan a merced de las perniciosas pasiones y en detrimento de la honra de sus agonistas. De igual modo, subraya Aristóteles los beneficios que conlleva la visualización de la tragedia por parte del espectador y, por tal motivo, es menester «estructurar las fábulas y perfeccionarlas con la elocución poniéndolas ante los propios ojos lo más vivamente posible; pues así, viéndolas con mayor claridad, como si se presenciaran directamente los hechos, el poeta podrá hallar lo apropiado»216. La palabra que emplea el Estagirita para designar ese poner ante los ojos la escena es ἐναργέστατα, es decir, representar de forma vívida (enárgeia) los acontecimientos a fin de activar la phantasia del lector217. Y nada mejor que la presencia de un objeto visual para que el público comparta con mayor estupor la agnición del personaje, quien, tras una inesperada peripecia que cambiará irrevocablemente el curso de los acontecimientos, contempla en el retrato la viva imagen de su dicha o su desgracia. Este aspecto es determinante a la hora de entender el papel desempeñado por la pintura en el teatro barroco y por extensión de la écfrasis como recurso narratológico. Como defiende Sánchez Jiménez, la descripción de objetos artísticos «no constituye un mero adorno retórico al servicio del lucimiento del autor: funciona más bien como un recurso literario de pleno derecho mediante el que el escritor concentra en pocas líneas un aspecto fundamental del texto»218. 215 Bass, en su estudio The Drama of the Portrait (2008), examina el retrato como motivo dramatúrgico en algunas de las comedias que en este epígrafe se analizan en función de la agnición aristotélica. Al trabajo de Bass remito para un conocimiento de la materia aquí discutida desde perspectivas que escapan a los propósitos de este estudio. 216 Aristóteles, 1974, p. 187, 1455a. 217 A este respecto y siguiendo las reflexiones de Suárez Miramón, es de notar que esta idea aristotélica tuvo influencia en Carducho, quien «consideraba pintores a los dramaturgos y se refiere a sus ‘lienzos’ que, a veces eran tan vivos, que daban lugar a jugosas anécdotas entre los espectadores» (2009, pp. 356-357). Por otra parte, Bernat Vistarini recuerda que en los progymnásmata atenienses la fábula se concebía como entidad imaginativa: «la fábula es —o, mejor, produce— una imagen» (2007, p. 6). 218 Sánchez Jiménez, 2011, p. 124.

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Pero he aquí lo interesante, pues rara vez el dramaturgo se molesta en describir, al contrario de lo preceptuado por Quintiliano con respecto a la enárgeia, el cuadro con todo lujo de detalles. Únicamente con presentarlo en escena era suficiente para cautivar la atención del público y provocar la catarsis en él por el reconocimiento de la verdad, al materializarse el rostro de la tragedia en una imagen. Así lo considera De Armas, en cuyos análisis advierte que «en casi ninguno de los casos se pretende describir una obra de arte en su totalidad, dejando grandes espacios para activar la mente del espectador sea a través de la memoria o con el uso de la imaginación», y de ahí que el propósito primordial de su estudio estribe en «el impacto de la obra de arte en los personajes, o sea, cómo transforma sus emociones, decisiones y afectos»219. El reconocimiento del amado o amada retratados destapa el desengaño de las apariencias. Cuanto se figuraba ante ellos como una ilusión se presenta ante sus ojos, y con ellos ante los del público expectante, como una dolorosa o dichosa realidad, en función del efecto dramático que el autor persiga. La pintura se establece, por ende, como un mecanismo efectivo de agnición dentro de la comedia nueva: merced a la imagen pictórica, se desvela la identidad de un príncipe apresado por error (La confusión de Hungría de Mira de Amescua) o un villano descubre su deshonra a través de un retrato privado (Peribáñez y el Comendador de Ocaña de Lope). Tales son las argucias que los dramaturgos llevan a escena para que sus personajes, y a través de ellos su público, se rindan ante el desengaño y alcancen el ansiado conocimiento de la verdad. Así pues, el retrato como objeto de agnición en la comedia nueva es un rasgo tipificado de su neoaristotelismo. Aquello que para el Estagirita no supone más que un recurso secundario para favorecer la anagnórisis, para Lope, Calderón, Tirso, Mira de Amescua o Rojas Zorrilla, se postula como un elemento central. Dada la inclinación de tales autores por servirse del arte plástico con fines 219

De Armas, 2013a, p. 61. Cabe traer a colación en este punto las imprescindibles reflexiones de Azaustre acerca de la función que ejercía la descripción y con ella la enárgeia o evidencia en la escena aurisecular: «En el Siglo de Oro, esa capacidad de la evidentia para dar impresión de vida a través de la palabra debe ponerse en relación con la importancia de la imaginativa en una cultura donde el hombre sólo tenía una imagen de los hechos si los había presenciado o si los contemplaba en una pintura o relieve. La descripción literaria, con la evidentia como cauce para la visualización por la palabra, ampliaba así el abanico de posibilidades. En consecuencia, la capacidad de ver con los ojos de la mente y a través de la imaginación es una facultad que desborda con mucho el ámbito de la retórica. Se imaginaba sobre todo aquello que no puede verse, y las posibilidades de ver eran infinitamente menores en unos tiempos donde la descripción cubría el importante lugar hoy reservado a lo que llamamos cultura —o incluso industria— de la imagen» (2009, p. 35). Tampoco se deben olvidar las puntualizaciones de Arellano con respecto a las descripciones en la obra teatral, pues «una contradicción excesiva entre la presencia física en el escenario y la ponderación verbal puede provocar la risa o la ineficacia estética» (1995, p. 416).

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poéticos, no sorprende que en sus apuestas teatrales la pintura desempeñe un papel mayor que en la Poética aristotélica. Ello daba pie, además, tanto para la profusión de reflexiones sobre arte puestas en boca de sus personajes con motivo del retrato, cuanto para la introducción en escena de pinturas que cumpliesen una función simbólica dentro del decorado. Tal es el juicio de Portús Pérez, quien observa una notable recurrencia de la pintura en el teatro barroco a la luz de su condición como espectáculo: El teatro es un género esencialmente visual, y de ello eran conscientes estos escritores para quienes resultaba natural la idea de la igualdad entre arte y literatura, y estaban acostumbrados a buscar en los cuadros o estampas que veían a su alrededor inspiración para construir sus escenas teatrales. Aunque a Calderón no se le conocen tantas relaciones familiares o de amistad con pintores como a Lope, compartía con éste un mismo interés por la pintura, que también le llevó a convertir a algunos artistas como Apeles o Juan Roca en personajes centrales de sus comedias, y a intervenir activamente en la defensa del carácter liberal del arte de la pintura220.

Con la introducción del arte pictórico en sus composiciones, el dramaturgo áureo complacía a un vulgo que gozaba de la contemplación de imágenes y satisfacía por igual el gusto por la pintura que caracterizaba al cortesano erudito. Siguiendo a Portús Pérez, los escritores «eran conscientes de la gran variedad del público al que tenían que contentar y de que para ello había que hacer concesiones al gusto popular, e incluir en sus obras abundantes guiños eruditos solo inteligibles para los más cultos»221. El aplauso popular se suma de esta forma al contento del espectador culto. Y así la atracción que ejercen la pintura y las anécdotas eruditas en torno a ella comparte escena con las tramas amorosas y los conflictos sobre la honra. Dichas circunstancias apuntalan la necesidad de un modelo acorde a las nuevas inquietudes, renovando para ello una rígida preceptiva que, en el caso español y como se ha venido señalando, resultaba contraproducente, con más razón cuando se atiende a la variedad y pluralidad de su público. Tanto señores como criados recorren un escenario decorado con las más finas pinturas, pero también con los países y escenas de género que poblaban las paredes de cocinas y bodegas. Conforme a lo expuesto por Portús Pérez, el aparato visual de las comedias contentaba al espectador culto por su nota erudita, pero por añadidura «era lo que más halagaba al gusto de la mayoría»222. Tanto es así que en numerosas obras la pintura como parte integral del decorado deviene 220 221 222

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Portús Pérez, 1999, p. 115. Portús Pérez, 1999, p. 42. Portús Pérez, 1999, p. 44.

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en un símbolo del ethos de los personajes. No hay mejor ejemplo de ello que El pintor de su deshonra de Calderón, pieza en que el lienzo de Deyanira y Hércules pintado por don Juan Roca es un fiel reflejo de los celos que atormentan al personaje: Fuera de tabla está, y aún estuviera más fuera si en la tabla no estuviera, el centauro tras quien va. Este es el cuerpo mayor del lienzo, y en los bosquejos de las sombras y los lejos, en perspectiva menor se ve abrasándose, y es el mote que darle quiero: «Quien tuvo celos primero, muera abrasado después»223.

La écfrasis de la pintura se convierte en una miniatura narrativa de la trama y emblema de la misma. La correspondencia entre el pasaje mitológico y el argumento principal de la obra produce un efecto especular, de suerte que la descripción de arte refuerza el conflicto pasional representado. El centauro simboliza a los diferentes galanes que pretenden el amor de Serafina. Su marido, don Juan Roca, es Hércules abrasado en un segundo plano por los envenenados celos224. El comentario pictórico de la écfrasis establece una relación metafórica entre la técnica pictórica y poética: la perspectiva mayor y menor del cuadro, mediante la pintura de los lejos, se corresponde con la focalización de la trama en la que el pintor se ve representado en un segundo plano con respecto a Serafina y sus pretendientes225. El conflicto que da vida a la escena pictórica va más allá del marco 223

Calderón, 1970, p. 218, vv. 597-608. Para un comentario de la écfrasis calderoniana, véanse Walthaus (1998) y Portús Pérez (1999, pp. 181-182). 225 Suárez Miramón ha analizado con detalle la presencia del estilo pictoricista y el predominio del léxico cromático entre los dramaturgos barrocos: «El lenguaje dramático toma los términos de la pintura y de la técnica artística (imagen, lejos, cerca, al óleo, al temple, sombras, luz, lejos, rasgos, matices, bulto, buril, rasguños, borrones, dibujar) y son muy frecuentes las alusiones a objetos relacionados con la pintura (cuadros, marcos, telas, tablas, lienzos, estampas) y sus utensilios (pincel, paleta, caballete), así como las diferentes formas (original, copia, estampa, retrato, impreso, traslado, paisajes) y usos sociales de la época (tipos de pinturas en las casas, palacios o en almonedas). Todo este bagaje pictórico alterna con creaciones que son verdaderas pinturas en verso de la Naturaleza, captada en diferentes momentos. Unos autores tienen preferencia por los amaneceres y nocturnos, como Rojas Zorrilla, en quien también predominan los tonos rojos de gran fuerza visual, que 224

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del cuadro y se proyecta «fuera de tabla» sobre el escenario mismo, dando fe del complejo cometido que desempeña la écfrasis en el contexto del teatro barroco. Cuando no existía oportunidad o intención de introducir pinturas en escena se describían estas como en el modelo calderoniano por medio de écfrasis. Su fin era precisamente dotar a la obra de una dimensión simbólica cuyo significado se dirigía a la facción culta del público. En el caso de la descripción pictórica comentada, se aprecia claramente cómo el necesario conocimiento del mito de Deyanira y Hércules ofrecía un guiño al cortesano docto que gozaba de reconocerse como tal ante el vulgo. Pero en otras piezas, como apuntaba De Armas, el dramaturgo dejaba de lado la erudición y pretendía, en virtud de alusiones sutiles al arte pictórico, que el espectador imaginase el cuadro dejando volar libremente su phantasia. Tal es el caso de Peribáñez y el Comendador de Ocaña, obra en la que Lope, a diferencia de Calderón, menciona únicamente el retrato de Casilda sin llegar en ningún momento a describirlo, anulando así el significado hermético que pudiera encerrar su écfrasis. Precisamente en esta composición del Fénix sitúo el paradigma de la función de la pintura como mecanismo de agnición de la comedia nueva. Sabido es que Peribáñez destapa las oscuras intenciones del Comendador con respecto a su mujer, al identificar el rostro de la desconocida modelo retratada por el pintor con el de Casilda. Lope transforma la pintura en el signo que permite reconocer al protagonista la realidad de los hechos. La deshonra que supone la existencia del retrato privado de su mujer en la ciudad imperial desata en Peribáñez una tormenta de pasiones que le empujará a reparar el deshonor. No contradice tanto la propuesta lopesca el canon aristotélico cuanto actualiza los mecanismos de agnición conforme a la nueva liberalidad del arte pictórico. Opta por darle un papel primordial al objeto inanimado, pero respetando en todo momento que la anagnórisis proceda de una peripecia como bien preceptuaba Aristóteles. El hecho inesperado de que Peribáñez recale en el taller del pintor descubriendo a la postre el retrato de Casilda226, el cual le tanto recuerdan a Guido Reni, y otros, como Calderón, alternan los distintos momentos y luces aunque en las escenas fantásticas se decanta por los azules» (2009, p. 356). 226 Portús Pérez enumera algunas piezas en las que el pintor se erige como protagonista o bien como personaje secundario a través del cual se dignifica el arte pictórico: «Los pintores que aparecen en el teatro español de la época se adecúan perfectamente a la imagen de artistas nobles, intelectuales y útiles para con su sociedad que transmiten los tratados artísticos. Las únicas excepciones son los que protagonizan entremeses y obras semejantes, en las que, como en los cuentecillos, se jugaba con las posibilidades paródicas y paradójicas del arte y sus creadores. El propio Dios, en su faceta de pintor de la Creación, protagoniza el auto sacramental El pintor de su deshonra, de Calderón; San Lucas reflexiona sobre la elevada utilidad religiosa de su actividad artística en El médico pintor: San Lucas, de Fernando de Zarate; el gran honor que hizo Alejandro a Apeles cediéndole a su favorita Campaspe, y las excelencias artísticas de este pintor, son la parte

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llega a resultar en primera instancia irreconocible, desencadena la agnición del personaje y precipita los acontecimientos hacia el lance patético. Solo la justicia real, en sustitución del clásico Deus ex machina, librará al villano de una muerte segura. La obra lopesca es ejemplar en este sentido, pues la honra se sitúa por encima de todos los valores sociales en la España del Siglo de Oro, advirtiendo asimismo de los peligros de quienes anteponen la ambición sin medida a la prudencia y la humildad, tal y como refleja el célebre soliloquio de Peribáñez: Don Fadrique me retrata a mi mujer; luego ya haciendo debujo está contra el honor que me mata. Si pintada me maltrata la honra, es cosa forzosa que venga a estar peligrosa la verdadera también. ¡Mal haya el humilde, amén, que busca mujer hermosa!227

Para Portús Pérez, Peribáñez y el Comendador de Ocaña es «una de las comedias en las que Lope compromete de una manera más clara los objetos artísticos en la trama argumental, dotándolos de un significado preciso»228. El reconocimiento de la figura de Casilda por parte del villano en el retrato privado del Comendador desata el torbellino de pasiones que moverá al protagonista en su cometido de ver saldada su venganza contra don Fadrique. Como destaca Rodríguez Vianna, poseer «el retrato de la persona amada es tenerla ‘en presencia’;

fundamental de Las grandezas de Alejandro de Lope de Vega, Darlo todo y no dar nada, de Calderón y La mayor hazaña de Alejandro Magno, de autor desconocido; otro artista clásico (aunque inventado), Elpenor, expresa su preparación científica mientras realiza un retrato de un príncipe; Tiziano es uno de los personajes de La Santa Liga, una comedia de Lope en la que se insiste en lo mucho que honró el senado veneciano al pintor; El Greco es una referencia latente en Gridonia o Cielo de amor vengado de Hortensio Félix Paravicino; el protagonista de la comedia El pintor de su deshonra de Calderón es un noble barcelonés aficionado a pintar que convierte esta afición en un instrumento para vengar sus celos; y Los Ponces de Barcelona, de Lope de Vega, está protagonizada por la hija de un pintor y contiene una de las defensas más hermosas, dignas y exaltadas que se han hecho nunca del arte de la pintura. Otras obras, como Ya anda la de Mazagatos, La ilustre fregona, También la afrenta es veneno o Peribáñez y el Comendador de Ocaña también incluyen entre sus personajes a pintores, que en muchos casos proyectan una imagen noble de su actividad» (1999, p. 194). 227 Lope de Vega, 1991, p. 147, vv. 1766-1775. 228 Portús Pérez, 1999, p. 175.

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es índice de fidelidad o infidelidad»229. Es, en definitiva, la viva imagen de las aspiraciones pasionales del Comendador. En suma, el retrato cumple una función narratológica concreta, otorgando al teatro barroco un mecanismo de agnición en razón del gusto pictórico. La pintura como fuente de reconocimiento de la verdad dentro de la trama dramática es a todas luces un rasgo aristotélico de la comedia nueva. Nada que deba sorprender si se tiene en cuenta que el filósofo ateniense la recoge entre sus especies: «La tercera se produce por el recuerdo, cuando uno, al ver algo, se da cuenta; como la de los Ciprios de Diceógenes, pues al ver el retrato, se echó a llorar»230. No pasa por alto Lope el modelo señalado por el Estagirita y lo convierte en un mecanismo recurrente de su dramaturgia231. Además de en Peribáñez, localizamos esta misma función desempeñada por la pintura en distintas obras del autor madrileño, entre las más celebradas La quinta de Florencia. Esta estrategia dramática aristotélica recuperada por Lope se establece como uno de los principales mecanismos de agnición de la comedia nueva. Calderón recurre a ella en El pintor de su deshonra. En el desenlace de la pieza, el Príncipe de Ursino le encomienda a don Juan Roca la pintura de la dama que es dueña de su corazón, la cual resulta ser, sin conocerlo, su mujer Serafina. El retrato encargado por el príncipe al pintor da lugar a una ingeniosa peripecia que acarrea la agnición de su deshonra y con ella el lance patético de la trama. La imposibilidad de retratar a su mujer es motivo del pintado deshonor del protagonista: por un lado, como marido, ante el reconocimiento de Serafina como la modelo cuya estampa ha de inmortalizar para el Príncipe de Ursino; pero, por otro, como artista, por la imposibilidad de plasmar sobre el lienzo mediante la técnica la belleza angelical de su mujer: De esta arte la obligación (mírame ahora, y no te rías) es sacar las simetrías, que medida, proporción y correspondencia son de la facción; y aunque ha sido mi estudio, he reconocido que no puedo desvelado

229

Rodríguez Vianna, 2004, p. 1509. Aristóteles, 1974, pp. 184-185, 1455a. 231 En La anagnórisis en la obra dramática de Lope de Vega (2015) señala López Martín que Lope recurre al retrato como mecanismo de agnición, amén de las citadas, en La infanta desesperada, El soldado amante y El vellocino de oro. 230

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haberlas yo imaginado como haberlas tú tenido. Luego si en su perfección la imaginación exceden, mal hoy los pinceles pueden seguir la imaginación232.

La incapacidad del protagonista de retratar a Serafina no hace más que anticipar el desenlace y el reconocimiento de su deshonra cuando descubre que la dama pretendida por el príncipe de Ursino es su propia esposa. El significado de esta suerte de escenas responde, según Suárez Miramón, a que en el Barroco «la estética neoplatónica al servicio de la idealización femenina, ya muy estereotipada desde el Renacimiento, cobraba nueva fuerza en la pintura y en el teatro»233. Esta misma lectura se repite en otro drama de Calderón, el cual tiene como protagonista a un pintor. Se trata de Darlo todo o no dar nada, pieza inspirada en la anécdota histórica que escenifican Alejandro Magno y Apeles en su rivalidad por el amor de Campaspe234. Al igual que don Juan Roca, Apeles se ve impotente a la hora de trasladar al lienzo la belleza sin igual de la dama, pues como declara el personaje que encarna al artista griego «pintarse no pueden / las perfectas hermosuras, / sin que el crédito se arriesgue»235. En esta ocasión es la protagonista femenina la que reconoce las pretensiones de Alejandro y la deshonra que puede acarrearle por ser el rey un hombre casado: Tú; pues tú, haciendo el retrato mío,

232

Calderón, 1970, p. 163, vv. 51-64. Suárez Miramón, 2009, p. 359. 234 El interés mostrado por los dramaturgos con respecto a la relación de Apeles con Alejandro Magno responde a motivaciones sociales por la facilidad de identificar al monarca griego con el rey español y al artista de la época con el legendario pintor, como explica con todo rigor Portús Pérez: «La conversión de Apeles en arquetipo de pintores explica por qué su leyenda estaba plagada de episodios que resolvían los problemas artísticos de acuerdo con los deseos de buena parte de los escritores de la época. De entre ellos, los que más interesaban en la España del Siglo de Oro eran los que tenían que ver con su relación con Alejandro. En una época en la que los artistas luchaban por su reconocimiento social e intelectual, en la que la pintura se justificaba por su contribución a propagar la religión o la ideología política y en la que la sociedad tenía una estructura estamental que convertía al rey en el principal punto de referencia, es natural que aquellos interesados en la defensa de la pintura hicieran hincapié en la protección de los poderosos hacia este arte. Y aunque con frecuencia recurrieron a ejemplos modernos, la alusión más habitual fue a Apeles» (1999, p. 187). Asimismo, no se debe olvidar, conforme a lo esgrimido por Sánchez Jiménez (2011, pp. 175-229), la importancia que adquiere para Lope como modelo artístico la figura de Apeles. 235 Calderón, 1987, p. 1046, vv. 2311-2313. 233

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me dijiste que me amaba y que no era el sacrificio a Júpiter, sino a Amor; con que mi honor, advertido de su peligro, es forzoso que huya de su peligro236.

La pintura de Apeles retrata en esta ocasión la deshonra de Campaspe. Es el mecanismo que permite su agnición, al tomar consciencia del compromiso en que se encuentra su honor gracias a los signos mudos del retrato privado. Por otra parte, el encargo de Alejandro tiene consecuencias terribles para el pintor, pues sin saberlo acepta el cometido de retratar a la desconocida de la que se halla enamorado. La pintura le hace reconocer lo comprometido de la situación, dado que supone rivalizar con el rey por el favor de la dama, algo que imposibilita y frustra su amor. Y al igual que acontecía en El pintor de su deshonra, Apeles reconoce a su vez su fracaso en el intento de representar con rigor la perfección de Campaspe. El retrato de una belleza imposible de pintar, de un ídolo de amor, tiene consecuencias nefastas para los personajes. En el caso de don Juan Roca, el final es dramático; en el de Apeles, el lance se resuelve en su favor merced al reconocimiento por parte de Alejandro de su error y el auxilio de la virtud. Es el enigma que encierra la perfección de lo natural lo que inspira al artista, cuanto lo atrae, pero al mismo tiempo es el motivo de sus celos, de su enfermedad de amor, de su pasión desatada y su inexorable perdición. Calderón recurre al mecanismo aristotélico para causar el estupor en su público. La efectividad del arte pictórico como recurso dramático lo afianza como estrategia de agnición en la comedia nueva. Pero la pintura cumple además una función añadida como motivo poético. Los dramaturgos se sirven de las descripciones y alusiones a los lienzos para reflexionar sobre el arte y exaltar su afición por el mismo; pero también con objeto de acentuar la lectura moral que encierran tales piezas dramáticas en consonancia con la directriz promovida por la Contrarreforma. Cabe destacar que la belleza extrema de Casilda y Serafina es cuanto conduce a la locura de amor a los galanes que las pretenden, acarreando al mismo tiempo la deshonra de sus maridos. Este mismo conflicto se repite en El dueño de las estrellas de Ruiz de Alarcón. Ambientada en la Grecia clásica como Darlo todo o no dar nada, tiene como protagonista a Licurgo, quien exiliado tratará de soslayar el vaticinio de Apolo, el cual lo predestina a enfrentarse al rey cretense.

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Calderón, 1987, p. 1055, vv. 3124-3131.

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De forma azarosa el infante espartano se enamora de una desconocida, Diana, al caer en sus manos un retrato suyo. Pero el conflicto surge cuando conoce que la dama es hermana de Teón, el hombre que lo ha deshonrado y al que persigue hasta Creta para saldar su venganza. La pintura actúa en la obra como desencadenante del destino trágico al que se verá conducido Licurgo. Encaja, por lo tanto, con aquellas que responden al criterio introducido por Rodríguez Vianna, en las que «un retrato mueve la acción, establece tensiones, permite al lector/ espectador desvelar la estrecha relación entre poesía y pintura, y formalizar la estética horaciana ut pictura poesis»237. El cuadro de la desconocida Diana es fuente de la idolatría de Licurgo. De tal manera la obra de Ruiz de Alarcón aborda otro de los aspectos determinantes que afianza la presencia de la pintura como agnición en la comedia nueva238. Se trata de la peculiar función que la imagen desempeña en la España postridentina. No es de rigor una aproximación al carácter de la pintura en el Siglo de Oro sin contemplar en todo momento el valor doctrinal que posee en la época. El retrato opera como un instrumento ideológico que reprende la capciosa apariencia de lo terrenal y la vanidad del cortesano que goza de contemplar su imagen plasmada sobre el lienzo. Así se observa en El amparo de los hombres de Mira de Amescua, obra en la que el demonio trata de corromper la devoción de Carlos hacia la Virgen, sirviéndose para ello de la pasión que despierta en él Julia. En el punto álgido de la obra, cuando se le presenta una pintura de María en vez del retrato de su amada para que el personaje reniegue de su fe, la imagen religiosa permite la agnición, al percatarse finalmente Carlos del engaño al que le han conducido sus pasiones, afianzando su fe y librando así a su alma de todo pecado. La pintura profana de Julia conduce al personaje de Mira de Amescua al extremo de la idolatría. Es una clara censura de la lascivia a propósito de la doctrina contrarreformista, la cual advierte de los peligros de apartarse de la religión y dejarse arrastrar por las tentaciones demoniacas. El único ídolo posible para el

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Rodríguez Vianna, 2004, pp. 1507-1508. También cumple la pintura en la obra de Ruiz de Alarcón una función añadida. Se trata de un recurso dramático estudiado por Christopher B. Weimer (2013) y denominado por el hispanista «falling portrait device». El motivo de la caída del retrato es recurrente en el teatro barroco. Es un signo de mal augurio que alerta a los personajes de la eminencia de un acontecimiento trágico. Cuando Licurgo sale de casa para acudir a la guerra ante el mandato real, Diana se percata de la caída del retrato regio sobre sus hombros, anticipando así el desenlace trágico que protagonizarán los personajes. También Mira de Amescua recurre a este mismo procedimiento en El amparo de los hombres, cuando al destapar Carlos el retrato de la Virgen, este se cae en presencia de Federico y el Demonio. 238

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recto cristiano es la Virgen, amparo de los hombres y amuleto protector frente a la condena eterna239. El valor doctrinal de la imagen se encuentra implícito por igual en El vergonzoso en palacio de Tirso. En la obra, Serafina, quien ha sido representada vestida como hombre mientras ensayaba una pieza teatral, descubre de manera inesperada su propio retrato y se enamora perdidamente de su figura sin ser consciente de ello. La peripecia propiciada por la presencia de la pintura provoca el giro radical de la acción240. Tirso dispone la escena con arreglo a la denuncia de la vanidad y el narcisismo, a los cuales se entrega una sociedad cortesana que se ha apartado del camino de la rectitud para dejarse arrastrar por el engaño de las apariencias. Esta misma perspectiva es la que da vida a otra de las comedias de Mira de Amescua, La confusión de Hungría. En la obra los retratos de los protagonistas cumplen una función capital. La trama se inicia cuando Ausonio, príncipe tracio, se enamora de Fenisia a través de un lienzo. Enloquece de amor hasta tal punto que, a pesar de conocer que la dama ha muerto, decide acudir a Hungría para contemplar su cadáver. Descubre a su llegada que todo ha sido una treta de Vitelio, amigo del protagonista, quien le hace creer que Fenisia ha fallecido para suplantar su identidad y pretender así la mano de esta en la corte húngara. Al igual que Ausonio, la dama se ha enamorado del príncipe tracio a través de un retrato suyo que le vende un mercader. Es entonces cuando el rey lo encarcela

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La obra mencionada de Mira de Amescua es paradigma del valor doctrinal de la imagen, máxime cuando el dramaturgo se sirve de esta para la representación de misterios religiosos. Portús Pérez presta atención a este aspecto y declara: «La mayor parte de los españoles del Siglo de Oro estaban poco acostumbrados al pensamiento abstracto, por lo que la pintura cumplía una misión tan importante como la de convertir en imágenes comprensibles por todos conceptos y modos de conducta a los que de otra manera difícilmente podían acceder amplias capas sociales. El arte acudía así en ayuda de la religión, y era uno de los vehículos más importantes con que contaba la población para entrar en contacto con el pensamiento teológico» (1999, p. 26). Asimismo, es oportuno destacar que Laura Bass (2008, p. 80) hace hincapié en que el Concilio de Trento había reiterado el poder sobrenatural de las imágenes religiosas frente a las críticas protestantes, por cuanto representaban estas a la Virgen y los Santos. Weimer (2013, pp. 103-104) ofrece la misma lectura y subraya la creencia extendida de que el espíritu divino de tales figuras se hallaba presente de algún modo en las imágenes religiosas. De ahí se explica el poder sobrenatural que encierra la pintura de la Virgen en la obra de Mira de Amescua, pues atiende a un contenido doctrinal defendido por la Contrarreforma. 240 Subraya asimismo Philippe Meunier el recurso del teatro dentro del teatro como rasgo de la comedia nueva de Tirso vinculado al arte pictórico: «En la continuidad de la Poética de Aristóteles, Tirso de Molina dramatiza mediante el artificio del teatro dentro del teatro los vínculos que se hacen cada vez más estrechos entre pintura y teatro hasta tal punto que cada uno de estos medios de representación sirve indiferentemente para metaforizar al otro, sin que por eso sea posible establecer una jerarquía» (2014, p. 62).

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al tomarlo por un impostor, enfermando Fenisia de melancolía, pues no encaja la imagen con el rostro de Vitelio, sino con el de Ausonio. Desconoce que tras la figura del hombre encarcelado se encuentra el verdadero príncipe de Tracia, cuya identidad se da a conocer cuando el mercader entra en escena y se presenta como el autor de la enigmática pintura, destapando así el terrible engaño de Vitelio. En definitiva, es el retrato de Ausonio el que favorece la agnición de los personajes, con la consecuente resolución del conflicto. La crítica que encierra la obra de Mira de Amescua se dirige a la condena de quienes se dejan guiar por las falsas apariencias y el peligro que entraña para los cortesanos convertir los retratos en ídolos de amor. El autor censura la idolatría en la que incurre Ausonio al considerar que «el retrato es igual / a su mismo original»241. La perfección de la aparente belleza de los príncipes es cuanto provoca su enfermedad de amor. Tal lectura casa con el contenido doctrinal que la Contrarreforma exponía en cuanto a los peligros de gozar de las imágenes profanas242. La comedia nueva manifiesta mejor que ningún otro género barroco cómo el arte es un espejo de la naturaleza humana, pero al mismo tiempo conduce a la tentación, por cuanto es capaz de perfeccionar lo natural y generar una ilusión, un espejismo, un engaño de los ojos. De igual modo acontece con el teatro, el cual a pesar de ser un espejo de la realidad social en la nueva concepción que le otorga la comedia nueva no deja de ser una falsa percepción de los sentidos, una ficción que embauca a los espectadores para conmocionarlos y hacerles conscientes de que, únicamente a través del recto camino de la virtud, el alma humana se ve libre de las tentaciones mundanas. Pintura y literatura una vez más se hermanan por ser instrumentos de difusión doctrinal, mostrando cuán útil llegó a resultar la fórmula ut pictura poesis para los intereses de la autoridad. Dejando de lado la polémica en torno a la lectura política del teatro barroco, parece claro que la pintura se establece en el arte nuevo como uno de los principales mecanismos poéticos de agnición. Es signo del enorme interés que sintieron los dramaturgos barrocos por la imagen pictórica, dada su capacidad para provocar en un público rendido a las apariencias el ansiado desengaño de los sentidos. 241

Mira de Amescua, 2014a, s.p., vv. 66-67. Esta misma perspectiva la recoge Suárez Miramón en su minucioso análisis de la función de la pintura en La quinta de Florencia de Lope como motor de la trama: «La perfección de la pintura tiene tal poder de seducción en él que la imagen se convierte en obsesión y, consiguientemente en nudo dramático fundamental» (2011, p. 270). Olympia B. González comenta asimismo que para la mentalidad barroca la pintura «llega a superar en belleza a la imagen natural, produce efectos dañinos en el espectador [...] en especial si al contemplar una imagen el espectador sufre una pasión desordenada por el original» (2000, p. 566). 242

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La presencia de retratos en sus obras y las funciones que estos desempeñan dentro de la trama revelan la importancia que adquiere la imagen y con ella la cultura visual en el seno de la estética barroca. A juicio de Suárez Miramón, «[s]i las relaciones entre poesía y pintura son estrechas aún lo son más las de teatro y pintura»243. Ambas son, a fin de cuentas, expresión del poderío del arte a la hora de generar ilusiones de realidad con la máxima precisión. Y lo que es más notorio, la iluminación recíproca de lienzos y escenarios posibilita la consolidación del teatro nacional bajo una nueva concepción poética: la comedia nueva como espectáculo, como imagen, como expresión artística visual comparable —ut pictura comedia— a las artes plásticas244.

243

Suárez Miramón, 2009, p. 356. Arellano ha sido uno de los hispanistas que mayores esfuerzos ha dedicado en las últimas décadas al estudio del teatro siglodorista como espectáculo, por entrañar la visualidad escénica, en último término, su razón de ser: «Desde cierta perspectiva, si aceptamos que todo texto teatral únicamente existe como teatro en su representación, hablar de la visualidad de la palabra teatral podría considerarse tautológico: todo, en la palabra teatral, es visual desde el momento en que sólo su visualización en el escenario realiza verdaderamente su vocación ontológica» (1995, p. 412). 244

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3. UT PICTURA POESIS: LA REPRESENTACIÓN DEL LUGAR COMÚN HORACIANO EN LA POESÍA DEL SIGLO DE ORO

3.1. MÉTRICOS PINCELES: LA COMPARACIÓN DE POESÍA Y ARTES PLÁSTICAS EN LA ESPAÑA DE LOS AUSTRIA En el discurso titulado «Ut pictura poesis. Pintores y poetas en la Sevilla del Siglo de Oro», leído por Vicente Lleó Cañal con motivo de su ingresó en la Real Academia Sevillana de Buenas Letras, el catedrático recuerda que para Leon Battista Alberti «lo más grande (colosal dice él) de la pintura era la historia, es decir, lo narrativo, y lo mismo sucedía con la poesía»1. La apreciación del teórico italiano resulta crucial para entender la forma en que poesía y pintura se hermanan llegado el Renacimiento, después de siglos de evolución como artes distanciadas tanto por su estatuto como por su concepción. A partir del Cuatrocientos la pintura se consolida como un arte esencialmente narrativo y, por ende, poético, como defenderá Leonardo; en tanto que la poesía ve mermada su condición estrictamente musical y sonora para reproducir un ideal figurativo e imaginativo que, desde Platón, se ajusta a su condición como arte mimético. La caracterización preconizada por Tomás de Aquino por la cual poesía y pintura participan del principio figurativo es el fundamento de la hermandad de las artes en el Renacimiento. La pintura deja de ser un arte servil y mecánico 1

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Lleó Cañal, 2007, p. 38.

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para alcanzar la liberalidad durante años denegada; la poesía, por su parte, ya no es una mera expresión de la voz del espíritu, sino, además, una pintura para el alma. Nace así una temprana teoría del arte altomoderna, vigente hasta la formulación de las estéticas alemanas de mediados del siglo xviii, en torno al tópico ut pictura poesis. Los pintores recurren a los poetas para encontrar los temas que darán vida a sus historias icónicas y los poetas no dejarán de trasladar a su medio los mecanismos pictóricos para igualar los efectos estéticos de los cuadros. Se produce así un fecundo intercambio de temas, motivos, técnicas y metáforas, que desemboca en la inevitable rivalidad de las artes por alzarse con el trono de la figuración. Por un lado, Leonardo, defensor de la pintura como máxima expresión de la belleza en detrimento de la autoridad de una pintura ciega a través de la cual solo es posible contemplar sombras; por otro, Comanini, quien reprocha a la pintura ser incapaz de representar nada más que las apariencias y osa conceder a la imagen poética una dimensión sublime, anticipando la novedad que el descubrimiento de Pseudo-Longino promocionará entre los estetas ilustrados2. Cierto es que no hay que tomar el paragone renacentista al pie de la letra, sino contextualizarlo en los siglos de mayor esplendor de un Humanismo donde poetas y artistas comparten unas mismas inquietudes y propósitos. Esa tópica consanguineidad de las artes contribuyó a establecer una novedosa fraternidad entre literatos y pintores que, según Lleó Cañal, trae consigo «un clima que, desde luego, no parece haber tenido muchos precedentes en el Mundo Antiguo»3. No obstante, que la hermandad interartística y la consecuente rivalidad que deriva de ella tuvo en la poesía un impacto notable, cuando no sobresaliente, queda patente cuando nos aproximamos a ciertas composiciones que abordan el tópico ut pictura poesis como tema central de sus versos. La primera noticia que tenemos acerca de la comparación poético-pictórica en el contexto aurisecular se localiza en la «Égloga II» de Garcilaso con motivo de la descripción de la urna del Tormes: Él está ejercitando el duro oficio, y con tal artificio la pintura mostraba su figura, que dijeras, si pintado lo vieras, que hablaba4.

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Véase Posada, 2019a, pp. 85-108. Lleó Cañal, 2007, p. 39. Garcilaso, 1993, p. 100, vv. 1228-1231.

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La referencia al aforismo de Simónides se halla implícita en los versos del poeta toledano. La pintura es paradigma de la naturalidad para la poesía petrarquista y son sus representantes quienes avivan la comparación de plumas y pinceles con objeto del retrato de la amada5. Así pues, Hurtado de Mendoza hace referencia en sus versos a la manida oposición de Benedetto Varchi entre ojos de dentro y ojos de fuera —«mas por solo gozar de tanta gloria, / señora, con los ojos corporales / como con los del alma y del deseo»6— y que las primeras alusiones entre los poetas españoles a los pintores italianos proceden de Cetina: «Y es que tener gran tiempo he deseado / del famoso Tiziano una pintura, / a quien yo he sido siempre aficionado»7. Otra de las tempranas muestras del interés de la pintura entre los poetas áureos la brinda Gregorio Silvestre (1520-1569) en una de las composiciones pictoricistas más destacadas de nuestro Renacimiento, editada por Alberto Blecua8 y recogida por el hispanista Antonio Gargano: En esta estampa en tres diferenciada, mi bien todo y mi mal está presente: la una es esencial, viva, excelente, del mismo autor del cielo dibujada; la otra, en vivo, al vivo trasladada, Amor pintó en mi alma propiamente; y la tercera, sombra ya patente, es muerta, de mortal mano pintada. La viva de cruel me está matando, y la que no es en mí viva ni muerta a veces me da pena, a veces gloria; la muerte me da vida contemplando que a de estar a mis ojos mansa y cierta y no puede negarme esta victoria9.

Silvestre recurre a la hermandad entre poesía y pintura para componer una «estampa» poética diseñada a imitación de los trípticos pictóricos: una primera imagen pergeñada por el Deus artifex; una segunda, «trasladada» en la mente

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Téngase en cuenta que el retrato poético en el Siglo de Oro se concreta en tres modalidades diferentes, según Gherardi: «1) el retrato en palabras, esto es, la descripción que sustituye al objeto del cuadro, la écfrasis; 2) en segundo lugar, el retrato como objeto real; y finalmente 3) el retrato interior, ambos ofrecidos como poemas-retrato o hechos objeto de glosas o comentarios» (2016, p. 145). 6 Hurtado de Mendoza, 1990, p. 269, vv. 12-14. 7 Cetina, 2014, p. 1106, vv. 283-285. 8 A. Blecua, 1973. 9 En Gargano, 2012, pp. 26-27.

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gracias al simulacro visual de la phantasia; y una tercera, la ofrecida por el arte de la «mortal mano». Para Gargano, el poema se construye en torno a una degradatio de tres imágenes: «la amada en carne y hueso, el simulacro interior y el retrato de la dama son presentados bajo forma de tres pinturas realizadas por otros tantos artistas»10. Haciéndose eco de la condena platónica de la mímesis, celebra Silvestre, a través de una magistral paradoja, la imagen en tercer grado de la imitación tanto pictórica como poética, pues aun siendo estas vagas sombras sirven de consuelo al poeta por ser refreno de su sufrimiento de amor. Poesía y pintura se comparan por la capacidad de materializar merced a la imagen cuanto se halla en ausencia, de dar vida a lo muerto, de inmortalizar el recuerdo en una estampa artística. El modelo de Silvestre es paradigmático: la comparación de la poesía y pintura se afianza en los versos petrarquistas como subterfugio para representar un contenido moral que supera la materia teórico-artística. Sin ir más lejos, el tópico ut pictura poesis actúa como estrategia retórica para introducir significaciones que poco o nada tienen que ver con las disquisiciones acerca de las correspondencias y límites de los medios expresivos. En numerosas ocasiones se ha insistido en la forma en que el Renacimiento y el Barroco exageraron la comparación retórica de Horacio con objeto de convertirla en uno de los principales argumentos para respaldar la liberalidad de las artes plásticas; pero no se ha ponderado lo suficiente las diversas funciones desempeñadas por el lugar común en el contexto de la poesía áurea. Por supuesto que es el lema bajo el cual se celebra la hermandad de las artes, pero no es raro que se comporte a su vez como estrategia retórica, a imitación del empleo de la comparación de poesía y pintura en Ars poetica, en función de la evidencia de la argumentación desarrollada en el discurso. Tal es el caso del retrato pictórico de la amada como planteamiento poético para celebrar su belleza. En la poesía petrarquista, de hecho, la mayoría de referencias implícitas o explícitas al tópico ut pictura poesis, y en concreto al manido aforismo de Simónides, introducen el contenido amoroso que el poeta en realidad pretende evidenciar. Su fin es persuadir al lector de la condición divina de la dama, por cuanto la perfección de sus rasgos escapa a toda figuración posible11. El motivo pictórico propicia la comparación entre las artes, pero el objeto 10

Gargano, 2012, p. 26. En palabras de Ortiñá, «el tópico de esa belleza extremada que no permite copia ni a través del pincel ni de la pluma convierte el retrato en un fracaso, en un intento frustrado, una imposibilidad técnica por falta de recursos suficientes» (1996, p. 158). Por supuesto, el motivo petrarquista está vinculado a la hipérbole encomiástica que atraviesa toda la poesía del Siglo de Oro. Se elogia exageradamente la belleza de la amada para manifestar su perfección, tal que es imposible de hurtar en el lienzo. No obstante, existe una idea inconsciente de fondo en toda la poesía 11

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último es contextualizar la exaltación hiperbólica de la belleza de la musa, como bien se observa en los versos de Juan de Timoneda (1515?-1583): Pintor que una beldad tan sublimada, con tanta perfección nos retrataste, di cómo tú en mirarla no cegaste del modo que yo en verla retratada. Si tu pintura muda, y desalmada ni hay corazón que enternecer no baste, viendo el original, cómo acertaste guiar pincel y mano tan turbada12.

El poeta convierte al pintor en el destinatario de sus versos. Duda ante el hecho de que haya podido retratar a la dama sin caer rendido ante sus encantos. La composición de Timoneda no se centra tanto en la consideración de la poesía como «pintura muda», cuanto en el elogio desmedido de la ceguera de amor que acarrea contemplar el rostro de la modelo. Este mismo contenido se observa en los siguientes versos de Herrera, donde el motivo del retrato femenino opera como estrategia retórica para ilustrar, por medio de la evidentia y de acuerdo a la concepción neoplatónica de la belleza femenina como luz, el origen divino de la dama: Pinta la misma imagen de belleza, y, si puede imitar las luces de ella, habrás llegado a la perfección del arte13.

A semejanza del «Temerario pintor» con el que se compara Herrera, el poeta solo alcanzará «la perfección del arte» cuando logre imitar los destellos divinos del rostro de la modelo. La idea se repite en otro de los sonetos pictoricistas del sevillano, en cuyas estrofas los «vivos rayos de belleza» son fuente primera de numen tanto para la pluma como para el «pincel»: Preso en la red Amor dorada y pura, y ardiendo en vivos rayos de belleza, mueve el sutil pincel, y, con destreza, su fuerza en vuestra luz mostrar procura14. retratística desde Petrarca en adelante y es el protagonismo del pintor y el arte como modelos y referentes estéticos ineludibles del Renacimiento. 12 Timoneda, 1998, s. p. 13 Herrera, 1985, p. 606. 14 Herrera, 1985, p. 774.

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No son estos los únicos sonetos de corte petrarquista que encomian los encantos de la amada empleando como pretexto el tópico ut pictura poesis. Gargano da noticia de una composición de Francisco de Figueroa (1530-1588), en la cual tanto el poeta como el pintor declinan «la ejecución de la obra por los celos de Amor, quien no consentiría que se transfiriera a otro, es decir al arte, el dominio que ejerce sobre la divina criatura»15: Si en solo retratar vuestra figura se deslumbra el pintor más excelente, es porque Amor de celos no consiente que se enajene aún sola la pintura; ni es bien que imagen tan divina sea sino de amor, ni que se pinte o escriba en tabla o lienzo en quien el tiempo puede: en las almas se escriba, allí se lea, y allí después de muchos siglos quede cual es ahora tan perfecta y viva16.

Una vez más se observa cómo al poeta petrarquista le interesa abordar la comparación poético-pictórica siempre y cuando sea en referencia a la imposibilidad de retratar a la dama sin sucumbir ante los efectos del amor; o, en su defecto, sin desfigurar su divina perfección a causa de una imitación indigna de un insuperable original que, como concluye Sáez, siempre «queda fuera del alcance tanto del pincel como de la pluma»17. No obstante, a medida que la estética barroca se asienta y con ella la preceptiva ut pictura poesis, el tópico ya no es contemplado tanto como planteamiento retórico, sino en función del parangón interartístico propiamente dicho que comporta. Tal es el caso de uno de los poemas cumbres del pictoricismo español, «Escultura» de Bartolomé Cairasco de Figueroa (1538-1610)18, que ejemplifica el modo en que el aforismo de Simónides determina la concepción de las artes plásticas que, cual poesía muda, «hablan callando»: Naturaleza humana acá en la tierra tiene 15

Gárgano, 2012, p. 36. Figueroa, 1989, p. 124. 17 Sáez, 2015, p. 44. 18 Las bellas artes en la obra de Cairasco de Figueroa fue el tema escogido por Sánchez Rodríguez (2010) en su discurso de ingreso en la Real Academia Canaria de Bellas Artes, ofreciendo con su lectura una selección de las composiciones del poeta isleño, en cuyas estrofas la arquitectura, la escultura, la pintura y la música cobran protagonismo. 16

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dos damas que la sirven y la imitan, cuya arte soberana las almas entretiene que con amor las tratan y visitan; hablan callando y gritan, y son poesía muda; es una la pintura, y esa otra la Escultura, y tal su ingenio, que nos pone duda lo esculpido y pintado19.

El profundo interés que inspira el arte grecorromano en otro poeta a caballo entre los dos siglos, Juan de Arguijo (1567-1623), dará lugar a una serie de manifestaciones pictoricistas, fruto en cierto modo de la hermandad interartística y el gusto clasicista que estilaba el círculo sevillano. Prueba de ello es el «Soneto a César viendo la estatua de Alejandro en Cádiz», cuyos versos registran el aforismo de Simónides a propósito de la caracterización de la escultura como «muda historia»: De Alejandro el trasunto, muda historia que animó en bronce artificiosa mano, do fijó sus columnas el Tebano César mira, envidioso de su gloria20.

De la escuela hispalense se conservan numerosos testimonios acerca de la relación de la hermandad de poetas y pintores. Destaca a este respecto la proliferación de talentos dobles tales como Céspedes, quien alude al parangón interartístico en el encomio pictórico dirigido a las figuras de Herrera y Pacheco: Dichoso tú, pues tan dichoso hubiste el raro don del cielo soberano, donde el cielo, ¡oh Pacheco! en que consiste la flor suprema del ingenio humano, que con vivos colores mereciste llegar do llega artificiosa mano, y con el verso numeroso en suma a emparejar con el pincel la pluma21.

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Castro, 1857, p. 487. Arguijo, 1985, p. 87. Castro, 1854, p. 366.

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La influencia de la pintura en el contexto literario se vuelve recurrente a partir de la consolidación de la estética manierista en el cambio de siglo, intensificándose a medida que se asienta el Barroco. Así se percibe en las composiciones de Lupercio Leonardo de Argensola (1559-1613), entre las cuales cabe destacar «A Flora», donde el poeta, ante el difícil cometido de autorretratarse en sus versos, se inspira en una de las numerosas anécdotas que circulaban entre los humanistas y que tenían por objeto una Venus pintada de espaldas, atribuida por el vate aragonés según la versión a Zeuxis o Timantes: Al arte socorrió con ingeniosa astucia, sus defectos encubriendo, y pintando de espaldas a la diosa. Yo, pues, la misma falta conociendo, de poder retratarme desconfío, si al discreto pintor no voy siguiendo22.

No obstante, será Lope quien manifieste un interés desmedido por la comparación de tablas y papeles, hasta el punto de que las convenciones del arte pictórico son determinantes para leer con acierto buena parte de su poesía. Nada hay de descabellado en considerar su producción lírica como el mayor referente literario del tópico horaciano en el Siglo de Oro, como bien ha demostrado Sánchez Jiménez en su trayectoria como investigador. Son tantas las menciones en los versos lopescos a los aforismos y elementos reunidos en torno al lugar común que no es de extrañar que hayan atraído un sinfín de miradas23. Gracias al reconocimiento que mereció en vida, extendió Lope el gusto por la pintura y los tecnicismos pictoricistas como estilema entre sus contemporáneos. Célebre y tópica es la comparación del poeta madrileño entre Rubens y Marino, pero más destacada si cabe, por su afiliación ejemplar a los ideales estéticos de la doctrina ut pictura poesis, es la alusión en el Canto V de La hermosura de Angélica al parangón de las artes: Bien es verdad que llaman la poesía pintura que habla, y llaman la pintura muda poesía que exceder porfía lo que la viva voz mostrar procura;

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Blecua, 1980, p. 46. Además de Sánchez Jiménez (2006, 2009a, 2009b, 2011, 2013, 2014, 2015a, 2015b, 2016, 2017), entre los hispanistas que han estudiado a Lope se encuentran Spitzer (1954), Vosters (1987), F. Guillén (1995), Portús Pérez (1999), De Armas (2008), Profeti (2012, pp. 83-89), Pascual Chenel (2013) y Jaquero Esparcia (2018, pp. 181-200). 23

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pero para mover la fantasía con más velocidad y más blandura venciera Homero Apeles, porque en suma retrata el alma la divina pluma24.

Las referencias explícitas al aforismo de Simónides, a Homero en su condición de pintor del alma, así como a la posibilidad de pintar con palabras y proyectar cuadros imaginarios gracias a la viva enárgeia que mueve la phantasia, prueban cómo en las primeras décadas del siglo xvii la preceptiva ut pictura poesis opera abiertamente entre los poetas. Lope es, a todas luces, uno de sus principales valedores en España. Dada su fortuna, el tópico interartístico pasa de ser un mero pretexto petrarquista para cobrar autonomía como tema. Las comparaciones entre poetas y pintores se suceden en sus obras. No duda en exaltar, por ejemplo, el verbis depingere virgiliano para equipararlo a la maestría de Apeles: Y creedme que plumas y pinceles han hecho sucesivos linajes: tanto puede Virgilio, tanto Apeles25.

El elogio a doña Juana de Guardo titulado «No se atreve a pintar su dama» es otra de las piezas lopescas que destacan en este sentido. El Fénix se retrata como un artista plástico de la imaginación, capaz de pintar y esculpir con palabras, al recurrir a sus mismas técnicas y encontrar su inspiración en los modelos artísticos de la Antigüedad, como es el caso de Zeuxis, protagonista de la célebre anécdota con motivo de la pintura de Helena: Bien puedo yo pintar una hermosura, y de otras cinco retratar a Elena, pues a Filis también, siendo morena, ángel, Lope llamó, de nieve pura. Bien puedo yo fingir una escultura, que disculpe mi amor, y en dulce vena convertir a Filene en Filomena, brillando claros en la sombra oscura26.

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Lope de Vega, 2005, pp. 309-310. Sánchez Cantón, 1941, p. 42. Lope de Vega, 1983, pp. 1341.

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Destaca asimismo «Lo que hiciera Paris si viera a Juana» por esculpir el poeta mediante su imaginación el cuerpo de la dama, como si fuese una estatua «al natural» de Miguel Ángel: Como si fuera cándida escultura en lustroso marfil de Bonarrota, a Paris pide Venus en pelota la debida manzana a su hermosura27.

En la «Égloga a Claudio», al revisar su producción, se presenta a sí mismo tanto más como un pintor de palabras que como poeta, estableciendo un paralelismo con los célebres artistas del periodo: Al tres veces heroico lusitano gran duque de Berganza, aunque con tosco pincel que no de Bosco, de Rubens y el Bassano, pinte aquel Monte que en valor compite con cuantos bañan Febo y Anfitrite. Lejos de osar ni aun imitar los lejos de la pintura y fábula ovidiana, que deja la mañana mirar el sol reflejos, sino las trenzas de su luz difusas, la Andrómeda otra vez vieron las musas28.

Las artes plásticas destacan por ser un motivo compositivo recurrente en las rimas del Fénix. Pintura, escultura, tapices, monumentos, ruinas son los moldes que dan forma a las fantasías del autor, equiparando plumas y pinceles a la luz del tópico ut pictura poesis. El soneto «A un pintor enamorado de una dama» revela la firme apuesta por el arte como tema en su poesía: Artífice raríssimo, que a Apeles, a Zeuxis, a Parrasio, a Metrodoro vencéis en precio, como al plomo el oro, en modelos, en tablas y papeles; suspended las colores y pinceles, pues os suspende el alma el bien que adoro,

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Lope de Vega, 1983, p. 1344. Lope de Vega, 1984, p. 512.

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y no perdáis el tiento en su decoro, pues imitáis jazmines y claveles. Que si os viera del Tormes al Hidaspe medir llorando el áspero camino no me ablandara más que bronce o jaspe; que si vos sois de ser de Apeles digno, yo, para dar mi celestial Campaspe, de ser Magno Alejandro soy indigno29.

Las notas eruditas a los pintores antiguos son comunes en la poesía lopesca. Sánchez Jiménez ha dedicado abundantes páginas a examinar la presencia de anécdotas pictóricas tales como la protagonizada por Apeles y Alejandro Magno30. He aquí, pues, otro de los sonetos de Lope, en esta ocasión en honor de Vicente Carducho, que prueba su conocimiento de la historia artística31: Si Atenas tus pinceles conociera, ¡qué poca gloria diera a Apolodoro, ni en pario mármol ilustrara el oro el nombre a Zeuxis, que a tus obras diera! Parrasio en la palestra se rindiera, como en el grave estilo Metrodoro; ni pluma se atreviera a tu decoro; solo pintarte tu pincel pudiera32.

Como se verá más adelante es habitual que la comparación de poesía y artes plásticas se erija como punto de partida para numerosos laudos barrocos, de forma que es posible dar crédito al establecimiento de un subgénero epigramático

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Lope de Vega, 1983, p. 138. Sánchez Jiménez, 2011, pp. 175-230. 31 Recuerda Jaquero Esparcia que los teóricos del arte auriseculares acompañaron sus tratados en prosa con diversas composiciones salidas de las plumas de los más ilustres vates del Barroco, con objeto de afianzar la autoridad de sus escritos por su hermandad con la poesía y justificar a través del ut pictura poesis el carácter liberal de su oficio: «Casos como el de Vicente Carducho fueron un paradigma, puesto que escogió entre su círculo de amistades y poetas un grupo de intelectuales a los que les solicitó un poema concreto. El tratadista les ofreció la temática de los versos, en consonancia con las lecciones conclusivas recogidas en los Diálogos de la pintura. Carducho recogió dichas composiciones al final de cada diálogo, finalizándose con una reflexión poética y una imagen alegórica, síntesis perfecta de imagen-texto y del aforismo ut pictura poesis. Ambos elementos —los versos y la estampa— dotan de recursos pedagógicos al tratado, estando la mayor parte de ellos en completa concordancia» (2018, p. 431). 32 Lope de Vega, 1983, p. 1302. 30

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autónomo en el Siglo de Oro33, cuya principal seña de identidad es la hermandad de poetas y pintores. Es el caso del soneto dedicado por Lope a Esphera del universo de Ginés de Rocamora y Torrano, siendo la anécdota de Protógenes y Apeles la que introduce el elogio al autor: Protógenes, después de conocida la mano autora de la línea ausente, dividiola con sombra diferente, de envidia noble la alma enriquecida. Pero viéndola Apeles dividida con diversa color, tan diligente corrió el pincel, que indivisiblemente dejó la de Protógenes partida34.

Es innegable que las artes plásticas, como planteaba Orozco Díaz, presiden la poesía barroca. No es Lope el único autor cuyos versos brillan por una manifiesta inclinación por el parangón de las artes. Raro es el poeta del siglo xvii que no recurra a la comparación poético-plástica como eje temático, sin que necesariamente, conforme a lo defendido, se encuentre circunscrita por necesidad al verbis depingere. No es extraño que, según se aprecia en la siguiente rima de Pedro de Segura Espinosa localizada en Elocuencia española en arte de Bartolomé Jiménez Patón, el tópico desempeñe la función de estrategia retórica a fin de evidenciar la temática doctrinal postridentina: Débese honra a la virtud muy rara de nuevos inventores de artes bellas. Vuela su fama, sube a las Estrellas pintando allí otro Cielo, y aún no para. Busca el más alto, que perdió la cara, frustra de la invención vedada en ellas. Y tomando del alma las centellas, forma una luz, un Sol, que el mal repara. Las tinieblas quitáis de vuestra parte (Docto Maestro) que causó el pecado, e ilustráis vuestra lengua una entre todas. La culpa humana a Dios dio artes, y arte de Retórica vuestra, y coronado entraréis al convite de las bodas35.

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Véase Ponce Cárdenas, 2013. Lope de Vega, 1778, p. 397. En Jiménez Patón, 1987, p. 177.

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La presencia del modelo de Prometeo (Prometheus figulus) como usurpador del arte del Deus pictor da pie a la comparación de poesía y pintura en este encomio de Segura Espinosa36. Otro de los motivos morales que propicia la presencia del tópico horaciano son los efectos del amor en el alma del poeta. En el poema señalado a continuación, Pedro Soto de Rojas (1584-1658) transforma a Eros en un pintor y a sus flechas en pinceles, las cuales asestan la imagen del rostro de la amada sobre el pecho del poeta: En la parte más tierna de mi pecho pintaste Amor, la forma más hermosa, que el mudo vio con sangre lastimosa, con pungente pincel de metal hecho; Oh pintor peregrino, satisfecho de obra a ti igual; a mí maravillosa, muestra cómo mi pluma temerosa de un gran traslado; en mi papel estrecho37.

Soto de Rojas invoca la capacidad de la poesía para trasladar en términos pictóricos la imagen al «papel estrecho». La poesía en calidad de verbis depingere posibilita la pintura no en lienzos sino en esa tabla que es la phantasia. La tinta de la pluma retrata, como los colores del pincel, el rostro de la amada mediante el poder enárgico de las palabras. Pero en ocasiones poetas y pintores fracasan y únicamente emborronan el cuadro y la página, como expresa Paravicino en el inicio del siguiente romance: Plumas y pinceles, Cintia, todos han mentido en vos, siendo a vuestra alteza ardiente unas cera, otras borrón38.

Incluso el retrato puede traducirse en una caricatura o bambociate literaria, por la cual el rostro de la modelo se presenta deformado39. Dicha pauta se puede

36 Bergmann (1979, pp. 81-101) interpreta el tópico Prometheus figulus como una variante del Deus pictor en su análisis de los poemas pictoricistas de Góngora, Paravicino, Lope, Bocángel o Rioja. Véase además Lara Garrido (1987). 37 Soto de Rojas, 1950, p. 35. 38 Paravicino, 2002, p. 157, vv. 1-4. 39 Bonaventura Bassegoda define el género menor de las bambociate romanas empleando la siguiente anotación extraída de El arte de la pintura de Pacheco: «figuras ridículas con sugetos varios y feos para provocar la risa» (Pacheco, 1990, p. 504).

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observar en el «Soneto de disparates, motejando una mujer a un hombre», de atribución anónima40: Para pintarte, empiezo por la boca, que es como de costal, más no tan seca, porque de aficionada, y no manteca, trae siempre tanto moño, que me coca. Tus vigores y lados son de estopa, a quien tu espada le sirvió de rueca, en tu pie miró el zancarrón de Meca, y en tu nariz el albañal de Moca41.

En otras ocasiones, es el mutismo del arte plástico cuanto propicia para el poeta su sufrimiento de amor. En los tercetos de Gabriel Bocángel (1603-1658) señalados seguidamente se «pinta» al poeta en diálogo con un «retrato por el natural» de la amada acabado por fray Agustín Leonardo, al cual la poesía presta su voz, en un ejercicio epigramático que da en transformar el objeto artístico en una pintura elocuente42: Habla, bulto animado, no tu esquivo silencio a tu moderno padre ofenda; déjame hablar a mí porque se entienda cuál el pintado es o cuál el vivo. Tú no sientes, ni yo, puesto que vivo, de dar a mi dolor la infausta rienda. Tú callas, yo también, aunque me encienda un ardor en que muero y me concibo43.

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Si bien es posible localizar una versión del mismo soneto, aunque con ligeras variantes, en la comedia La fuerza de la ley (1654) de Agustín Moreto. Cabe reseñar que la versión recogida por Josef Alfay en la antología Poesías varias de grandes ingenios españoles, por la que aquí se cita, data por igual de 1654. Por lo tanto, resulta razonable atribuir la autoría a Moreto y que fue, siguiendo el parecer de Blecua (1946, p. x), «probablemente recogida por Gracián», junto con el resto de poemas de la antología zaragozana. 41 Blecua, 1946, p. 204. 42 Mercado ha destacado la importante conexión de la écfrasis con los motivos morales del Barroco en el marco de la relación del silencio y la voz entre poesía y pintura: «el deseo de vencer el silencio de la representación es también el deseo de superar las limitaciones del arte humano para superar el silencio último de la muerte y la inmanencia, en la eternidad de una obra que vive en la fama y la memoria» (2015, p. 21). Para un análisis detallado del soneto, véase el comentario que le dedica la autora (Mercado 2015, pp. 75-79). 43 Bocángel, 1985, p. 372.

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Por otra parte, Bocángel recurre, como tantos otros poetas barrocos, a la comparación entre poesía y pintura para encomiar al destinatario de sus laudos, como es el caso del madrigal dirigido a Hernando de Camargo y Salgado: Camargo docto: Apolo más ardiente. Olvido del olvido. Hermosura será de la hermosura ese asombro feliz de la pintura donde habéis merecido delinear con métricos pinceles de aquella idea santa milagros, devoción, pureza tanta, que os pudiera envidiar Zeuxis y Apeles; siendo mayor espanto dar al tiempo mortal vida en el canto, y dar vida al origen de la vida que dar a sombras alma colorida44.

Como gran valedor del pictoricismo en el Barroco, elogia Bocángel la plasticidad de las «pinturas verbales» de Camargo y Salgado. Destaca la comparación metafórica de los diseños pictórico y poético, mediante el delinear de la phantasia a través de los «métricos pinceles». Las imaginationes que los versos ponen ante los ojos del lector son comparables a las pinturas de los mismísimos Apeles y Zeuxis. Tal concepción de la poesía como imagen se ve reiterada en el conocido autorretrato de Salvador Jacinto Polo de Medina (1603-1676), pintado con arreglo a la fiebre pictórica que vive el Barroco: Pues no hay dama ni fregona, zapatero ni pelaire, que no se retrate y pinte, musa mía, retratadme; y para que mi dibujo salga con vivos esmaltes si os falta el pincel de Apeles, sed con la pluma Timantes45.

Otro autor reconocido por el marcado estilo pictoricista de su poesía es Juan de Tassis (1582-1622), quien es objeto del encomio de Góngora en el

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Simón Díaz, 1978, p. 36. Polo de Medina, 1987, p. 127.

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soneto «Al Conde de Villamediana, celebrando el gusto que tuvo en diamantes, pinturas y caballos»: Cuanto en tu camarín pincel valiente, bien sea natural, bien extranjero, afecta mudo voces, y parlero silencio en sus vocales tintas miente46.

La relación entre la poesía y la pintura en el Barroco es tan estrecha que resulta inevitable su iluminación recíproca. Las voces mudas y el «parlero silencio» de las tintas afectan a las vocales y acaban por imprimir en ellas la esencia artística del «pincel valiente». Lo que la pintura muestra en virtud de los colores, los versos lo presentan ante los ojos mediante la ilusión de la enárgeia. Esta misma referencia metafórica se encuentra presente en el elogio de las estancias que dedica Valdivielso a Vicente Carducho: Formas, que sin hablar, están viviendo, formas, que sin vivir, están hablando, a voces de tus líneas aclamando, Vicencio nos dio vida47.

Hay que entender el éxito y profusión del aforismo de Simónides por la forma en que refleja de modo ejemplar el espíritu antitético del Barroco: la doctrina sinestésica en torno al tópico ut pictura poesis casa con la inclinación de los poetas y artistas del siglo xvii por descubrir correspondencias entre realidades dispares. Máxime cuando los elementos de esta oculta correspondencia son la poesía y las artes plásticas, a juzgar por la insistencia de Valdivielso en constatar la paradoja que encierra la concepción misma de la pintura como poesía muda: Cesen, oh pues, las dudas, si vivimos o no, por vernos mudas, que dice majestad nuestro silencio, de severas no hablamos, si bien decimos, mientras más callamos, vida nos dio Vicencio, vida nos dio, más tan agradecida, que si vida nos dio, le damos vida48.

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Góngora, 2000, p. 555. Carducho, 2011, pp. 16-17. Carducho, 2011, p. 17.

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Precisamente, como se viene insistiendo aquí, es en el subgénero del encomio donde la comparación de poesía y pintura se hace más patente. Con más razón cuando los elogiados destacan por la «pintura verbal» de sus versos, al igual que en las piezas dedicadas por los poetas áureos a los cartógrafos de las Indias. Prueba de ello es el soneto de Alonso de Bonilla (1570-1642)49, cuyo destinatario es fray Gregorio García: Cosmógrafo pincel que en tus valientes líneas de erudición, descubres cuanto ciñe el curso veloz del azul manto, en varios mundos, y diversas gentes50.

Los poetas barrocos recurren igualmente al tópico ut pictura poesis como forma de exaltar a los elogiados gracias a la capacidad de estos para igualar la fama y gloria de los grandes pintores y artistas de la Antigüedad. Así se observa en el laudo de Antonio Martínez, localizado en las páginas finales de La Mosquea de José de Villaviciosa: De color diferente un rasgo tira, por otro de Protógenes, Apeles, con que deja corridos los pinceles del pintor más valiente que lo mira. Su belleza a la edad antigua admira más que los babilonios capiteles, y esta, por la costosa pérdida suspira. informada de testigos fieles, mas ya puede enjugar los tiernos ojos, pues vos, José, en lengua diferente, imitando a Merlín nos dais Mosquea; que, siendo de esos délficos un rasgo indivisible solamente, hacéis que eterna por el mundo sea51.

El preceptor de arte Antonio Martínez vincula la comparación de tablas y papeles con otro de los lemas recogidos por el tópico ut pictura poesis: la capacidad del poeta de construir, como entonaba Horacio, monumentos tanto o más 49

Aunque Alonso de Bonilla gozó de gran estima entre sus coetáneos, es una figura hoy poco recordada y leída. Sin embargo, su producción lírica atestigua la afiliación del poeta giennense a la doctrina ut pictura poesis por ser fecunda en poemas iconográficos y retratos a lo divino. 50 Simón Díaz, 1978, p. 48. 51 Villaviciosa, 1615, pp. 239-240.

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perennes que aquellos labrados por el artista en bronce y mármol (aere perennius). La poesía y las artes plásticas son equiparadas por cuanto sus obras perduran en el tiempo. Así pues, no es extraño localizar muestras de la comparación de los monumentos literarios del Barroco con los monumentos arquitectónicos de la Antigüedad, a semejanza de lo que acontece en este soneto del antequerano Agustín Tejada Páez (1567-1635), incluido como elogio en El peregrino en su patria de Lope: Si cuando Roma templos, chapiteles, triunfantes de las nubes vio, cargados de divinas memorias, y adornados de palmas, de trofeos, de laureles; y si cuando el pincel daba de Apeles vida a las tablas, contra el tiempo y hados, y en estatuas de mármoles dorados admiraban Lisipo y Praxíteles; si cuando Atenas vio sus aulas llenas de ingenios, fuera el vuestro, oh Peregrino, no os hiciera la patria aqueste agravio: por natural, a ingenio tan divino quisiera Roma invicta y docta Atenas, pues todo el mundo es patria al hombre sabio52.

En esta ocasión no se compara al poeta con Apeles o Zeuxis, sino con los escultores Lisipo y Praxíteles; y de idéntico modo, sus obras son laureadas como los monumentos de Roma. La comparación de poesía y arquitectura honra la memoria del poeta. El epitafio, al igual que en los anteriores encomios, recurre a la comparación de poesía y artes plásticas para ensalzar el recuerdo del poeta difunto53. Son los motivos escultóricos de su tumba los que inspiran el laudo al poeta. Además resultan habituales, en este tipo de composiciones, las referencias a la voz muda de los motivos escultóricos del sepulcro54, así como a la arquitectura que acoge los restos del poeta. Es el caso de la infinidad de epitafios dedicados 52

Tejada Páez, 2013, p. 257. Bergmann, 1979, pp. 121-165. 54 Mercado (2015, pp. 104-149) ha analizado en detalle la trayectoria del silencio como motivo y símbolo de la écfrasis funeraria en el Barroco español. Explica la autora que, a partir del aforismo de Simónides, el mutismo del arte plástico se convierte en un elemento «inseparable de la écfrasis literaria» (2015, p. 6). Y muchas veces, en especial en el contexto de la poesía funeraria del Siglo de Oro, se comportará como «un marcador negativo o indicación del fracaso de la representación visual» (2015, p. 28). 53

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a la muerte de Pérez de Montalbán, de entre los cuales cabe destacar algunas muestras, toda vez que su motivo central se identifica con el tópico ut pictura poesis. En «A la vividora fama y doctas cenizas del doctor Juan Pérez de Montalbán», soneto firmado por Juan Martín del Barrio, preconiza el autor tanto la musicalidad como el verbis depingere característico de los versos del difunto: Diestro Pintor, que en música suave, escritor, que en matices y colores, si pintando escribiste tus loores, escribiendo pintaste quien te alabe. De Apeles en tu pluma, el pincel cabe, y en tu pincel, mil plumas de escritores55.

Otro tanto puede decirse del soneto titulado «A la debida memoria del doctor Juan Pérez de Montalbán», compuesto por Diego de Mojica, quien recoge algunos de los motivos anteriormente comentados con respecto a los encomios de Camargo y Salgado o Lope pergeñados por Bocángel y Tejada Páez, respectivamente. El tópico horaciano se ve formalizado en el epitafio de Diego de Mojica por la profusión de brillantes metáforas pictoricistas, tales como «vocal Pira», «Cincel de diamante», «Urna métrica» o «Coloso mental», en recuerdo de la capacidad de Pérez de Montalbán de esculpir en la imaginación de sus lectores las phantasias inspiradas por sus rimas56: Estatua es numerosa, vocal Pira este culto volumen (Caminante) de aquel heroico Ioben, semejante al que aun la Tracia su memoria admira. A su fábrica docta cada Lira de un Cisne, y otro, que cantó elegante, es Cincel (contra el Hado) de diamante, que en las almas esculpe lo que inspira. Bien, en tal Urna métrica, segura preserva de su nombre la grandeza con tanta inscripción fiel, póstuma Fama:

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Grande de Tena, 1639, fol. 160v. En este ciclo de composiciones dedicadas a la figura de Pérez de Montalbán se cumple lo observado por Mercado, en cuanto que la figuración de la voz en la poesía ecfrástica funeraria pone de manifiesto «el triunfo de la representación visual cuando el texto ecfrástico dota a la persona representada de una voz que, identificada tanto con su alma como con sus virtudes o destrezas, se hace audible a través de las generaciones [...] mediante el empleo de un lenguaje que trae reminiscencias bíblicas de creación o resurrección» (2015, pp. 25-26). 56

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Que al Coloso mental, que le figura, todo el Tiempo es Laurel de su cabeza y cada siglo es hoja de su rama57.

La concepción de la monumentalidad del autor madrileño que favorece la comparación entre poesía y arquitectura se observa asimismo en el último terceto de «A la muerte del doctor Juan Pérez de Montalbán», firmado por el poeta luso Juan Franco Barrero, pues concluye el epitafio con la manida correspondencia entre plumas y pinceles: Octava fue del Orbe maravilla, dando en admiraciones singulares, alma a las Plumas, vida a los Pinceles58.

A este conjunto de encomios funerarios, hay que sumar el de Matías Frigola y Picón, prueba evidente de que el lugar común dio lugar a un micro género circunstancial dentro de la poesía barroca en torno a la indeleble memoria de los grandes poetas del Siglo de Oro: Ya de aquel Sol la hoguera repetida ferió en pardos silencios los reflejos, ya no más que las sombras, y los lejos se miran del retrato de su vida. Su lumbre racional yace extinguida, reverberando mal tristes bosquejos, y ciegos ya los siglos, o perplejos, se lloran a su luz anochecida. Mas no murió, que tantos resplandores no podrá oscurecerlos mortal llama, bien que a otra esfera quieran trasladarse, después que vegetaron sus colores, lo que tardó en el lienzo de la Fama el Pincel de su Pluma en rescatarse59.

Es de notar que Frigola y Picón lleva los estilemas pictoricistas de este último epitafio a su máxima expresión. La recurrente mención de las técnicas artísticas propicia la profusión de un conjunto de sinestesias entre lo poético y lo plástico que no hacen más que reforzar el sentido pictoricista de los versos: 57 58 59

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Grande de Tena, 1639, fol. 159v. Grande de Tena, 1639, fol. 64r. Grande de Tena, 1639, fol. 61r.

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«pardos silencios», «las sombras, y los lejos», «retrato de su vida», «reverberando mal tristes bosquejos», «vegetaron sus colores», «lienzo de la Fama», «el Pincel de su Pluma». El arte logra postergar la vida del poeta más allá de la muerte. La eufonía de sus rimas y la enárgeia de sus imágenes convierten su recuerdo en un retrato imaginario colectivo, permitiendo que su obra perdure como monumento en la memoria de la ciudad de Madrid. La poesía, al igual que la pintura, inmortaliza la memoria del artista «en el lienzo de la Fama». Otro dato que es conveniente destacar es la mayor recurrencia en las producciones líricas del Bajo Barroco de tecnicismos artísticos, promovidos como es natural por teóricos del arte como Carducho o Pacheco. Sus tratados ven la luz en la década de 1630 e impulsan la flamante liberalidad adquirida por las artes plásticas, hermanándolas inexorablemente con la poesía. La fiebre por el pictoricismo se observa en la repetida presencia de metáforas y sinestesias en las composiciones barrocas, formalizando de tal modo los aforismos de Simónides, Aristóteles, Plinio, Horacio o Plutarco que dan vida al lugar común. El epitafio de Frigola y Picón en honor de Pérez de Montalbán prueba cómo los poetas recurren al lenguaje técnico y de los aforismos entroncados con la teoría artística para forjar las metáforas, antítesis, conceptos y sinestesias propias del pictoricismo. Conceptos como sombras, lejos, tabla de países, bosquejos, amén de la referencia a colores y esmaltes como el pardo, el zafir, la plata, el carmesí o el lapislázuli60, conforman los estilemas que recrean las «pinturas verbales» del último Barroco. Pues bien, la década de 1630 supone el apogeo del tópico ut pictura poesis. La comparación poético-plástica ocupa un lugar central en la preceptiva literaria y se constituye como una de las principales señas de identidad de la poesía epidíctica del Barroco tardío. A partir del medio siglo la composición de encomios, siguiendo el modelo de los epitafios de Lope y Pérez de Montalbán, es más que notable. Los últimos grandes poetas del Siglo de Oro serán elogiados en virtud del paradigma que establece el modelo pictoricista señalado. Se puede apreciar tal predisposición en diferentes laudos dedicados a Agustín de Salazar y Torres (1636-1675): Estatuas, piras, urnas, mausoleos, erijan a Alejandros y Scipiones, donde eternas se aclamen sus acciones, con la insensible voz de sus trofeos. A Salazar consagren sus empleos Ara, que le dedique estimaciones:

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Véase Posada, 2015b.

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substituyan al mármol los renglones, coronando su sien lauros Sabeos61.

Es apreciable que el autor de este epitafio, Manuel Ordóñez de la Puente, se inspira en el motivo de la comparación de poesía y arquitectura a la hora de ensalzar la figura del dramaturgo. Se hace eco de los versos de Horacio al celebrar que los renglones de la poesía alcanzan a sustituir al mármol. La literatura adquiere un carácter monumental que a priori solo le es dado a la arquitectura. Se retoma la vieja idea de los antiguos por la cual la poesía es superior a las artes plásticas, pues no depende de soportes tales como «estatuas, piras, urnas, mausoleos». Únicamente, la palabra, inmaterial y trascendente perdura: todo lo demás será pasto de la ruina por participar del mundo material. Por otra parte, conviene subrayar el sentido hiperbólico adoptado por la comparación poético-plástica en el contexto del epitafio barroco citado, ya que «la insensible voz» de los trofeos que celebraban la gloria de los antiguos es incomparable al canto de los versos inmortales de Salazar y Torres. La necesaria búsqueda del consuelo en la inmortalidad de la fama postrera es cuanto anima el canto fúnebre en honor del poeta. Pero no es este el único motivo por el cual destacan estos epigramas ecfrásticos inspirados por el tópico ut pictura poesis. En ellos se observa cómo lo que en principio no es más que una mera comparación entre plumas y pinceles, avalada por la autoridad de Simónides, Aristóteles u Horacio, se convierte en una identificación plena y a la postre desmedida entre las artes, como bien se lee en otro de los encomios a la figura de Salazar y Torres, compuesto por Félix de Lucio Espinosa y Malo: Este docto Volumen, que hoy alcanza veneración, y envidia gloriosa, para la imitación más cuidadosa da el ejemplar, y quita la esperanza. El pincel de su Autor la confianza solo tendría, en línea tan dudosa, de pasar más sutil, más ingeniosa otra línea, entre asombro, y alabanza. Tú nos muestras, Don Juan, tú nos revelas (haciéndole inmortal con tus cinceles) la Estatua, que a dejar labrada anhelas;

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Salazar y Torres, 1681, fols. preliminares.

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Y de este numeroso, y dulce Apeles serán más veneradas hoy sus telas, pues sepultó consigo sus pinceles62.

Espinosa y Malo no solo compara al poeta con el escultor, sino que los identifica en virtud de la hermandad entre los cinceles y la pluma. Ya no se trata de una mera comparación entre la actividad del poeta y el artista; antes bien, hablamos de una correspondencia metafórica llevada a tal extremo que las distinciones pertinentes se neutralizan. Es con el declive del Barroco cuando la exageración del tópico ut pictura poesis alcanza un paroxismo peregrino que acaba por incurrir en una retórica fría y vacua, carente muchas veces del concepto e ingenio anteriores. La pluma del poeta ya no rivaliza con el pincel de Apeles, sino que la pluma misma es un pincel; las palabras son colores; las líneas, trazos; las páginas, telas; y el «docto Volumen», un monumento stricto sensu. La metáfora deviene en cliché y el tópico incurre en una distorsión de los límites de los medios expresivos. La preceptiva pictoricista es tan rígida que apenas deja espacio para la imaginación. La phantasia torna en una alegoría frágil y artificial impuesta por un encorsetamiento doctrinal que acaba por convertir el tópico en lo que es: un manido lugar común. La iluminación recíproca se muestra agotada y deja de ser productiva. Cuanto en las primeras décadas del siglo xvii supuso una fuente de inspiración inagotable para el conceptismo, se ve reducido en el declive del Barroco a una estéril fórmula incapaz de incendiar, con el brillo enárgico de la metáfora inesperada, la imaginación del lector. El lugar común popularizado gracias a talentos dobles como Céspedes o Jáuregui, pero también merced a la eclosión de la poesía culta de Góngora y Espinosa, la defensa del arte de Lope, Calderón o Tirso, decae cuando la tercera generación de poetas —Pantaleón de Ribera, Cubillo de Aragón, Polo de Medina, Bocángel, Catalina Clara de Guzmán— agota la novedad que suponía el cultivo de los géneros menores y paradigmas autónomos vinculados a la «pintura verbal». Una vez más la historia se repite y el interés por las figuras enárgicas, como había acontecido con la tardía poesía grecolatina de los Filóstrato y Calístrato, Libanio o Claudiano, se traduce en una literatura artificial, excesivamente retórica, falta de la frescura de los grandes maestros del Barroco. Solamente la eclosión de dos géneros pictoricistas en el declive del Siglo de Oro, que se desarrollan y culminan en la obra de los autores pertenecientes a la última generación de poetas auriseculares —Salazar y Torres, Juan de Ovando, Miguel de Barrios—, podrá avivar la fecundidad del tópico ut pictura poesis en el Bajo Barroco: el blasón renacentista y la pintura de damas. 62

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Salazar y Torres, 1681, fols. preliminares.

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El blasón renacentista se corresponde con aquella descripción, fuertemente influenciada por el arte del blasón medieval y su código, cuyo referente es cualquier objeto digno de encomio por ser emblemático de la nobleza63: los ojos o manos de la dama, la causa de la muerte de un caballero distinguido, un objeto que permite identificar a la persona blasonada como tal, o bien cualquier signo de su condición y títulos nobiliarios que se preste a la alegoría. La producción poética de Paravicino es fecunda en esta suerte de piezas de procedencia francesa64. Piezas tales como la serie poética del fraile trinitario «A unos ojos negros», «A unos ojos verdes» y «A unas manos blancas» son tempranas manifestaciones del blasón renacentista en España. Destacan asimismo por su singularidad el blasón de Jáuregui «A nuestra Señora, aplicando algunos atributos a la limpieza de su Concepción», pintada alegóricamente según sus atributos no nobiliarios sino alegóricos («Por mil blasones dignamente os llamo / Plátano, mirra, bálsamo, cinamo»65); y la composición de Gaspar de Aguilar dedicada «A Don Gaspar Mercader»66, donde se blasona al caballero o la dama noble, siguiendo la inusitada codificación heráldica de los planetas. No obstante, el género encontrará en la poesía de Juan de Ovando su mayor exponente como se observa en el poema «Al Excelentísimo Señor Don Rodrigo Ponce de León, Marqués de Cádiz. Póstumo Blasón», al derivar en este contexto en un tipo de retrato que, antes que describir convencionalmente a la figura en cuestión, la blasona —en calidad de poeta-heraldo— por tratarse de un personaje nobiliario: Aquel Marqués León, en cuyas garras fueron presas las bárbaras legiones, ya el católico Marte, en batallones, de su esfuerzo ostentó muestras bizarras. Aquel que del valor tiró las barras más lejos que descienden sus blasones, y, ganándoles villas y pendones, supo rendir moriscas cimitarras. De esa urna en teatro pavoroso vivos, cadáver, representa ensayos; solo en ella su ardor halló reposo.

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En el contexto barroco, se entiende por blasón poético, según Mercado, «la tradición del retrato poético de una mujer que describe su belleza física, por así decir dividiendo su cuerpo en secciones» (2015, p. 66). 64 Véase Saunders, 1981. 65 Jáuregui, 1973, p. 161. 66 Mercader, 1600, p. xiii.

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Estrella fija en sucesivos mayos, ya su espíritu adorna luminoso a el signo de León con nuevos rayos67.

El segundo de los géneros pictoricistas que alcanza su plenitud en el Bajo Barroco se identifica con otro tipo de retrato cortesano característico de la lírica española y denominado, precisamente, pintura68. Vinculado estrechamente con el blasón renacentista por centrar su atención nuevamente en un detalle de su anatomía o un elemento identificativo de la belleza o nobleza de la dama, este tipo de retratos en seguidillas o en romance tiene como referente primordial a personajes femeninos, cuyos rasgos físicos son figurados siguiendo el esquema descendente, minucioso y per partes de la descriptio puellae. Si bien ya se observa esta suerte de composiciones en la producción de Bocángel bajo la forma de retratos en seguidillas (ej. «Al retrato de Antandra»69), este tipo de pinturas poéticas dará lugar a la máxima expresión del pictoricismo en la poesía áurea tardía de la mano de Clara de Guzmán, Salazar y Torres, Ovando o Miguel de Barrios. A este último le corresponde un papel destacado en la difusión del verbis depingere en los tardíos destellos del Barroco, al incluir en Flor de Apolo una pequeña colección de estas extravagantes pinturas poéticas: Amor si quieres laureles en solo pintar a Inés, su Apeles serás después que a sus favores apeles. Con poéticos influjos a retratarla me allano, dándole primera mano sin meterme en más dibujos. Esparciendo rubias llamas su pelo, deslustres deja al de Absalón, una madeja que se andaba por las ramas. Su frente de nieve Nilo finge al rapaz lisonjero, y engañando al pasajero es de fuego cocodrilo.

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Ovando, 1987, pp. 128-129. Davies (1975) fue el primer hispanista en llamar la atención sobre este peculiar género poético del Siglo de Oro. Posteriormente, otro de los críticos que ha notado la presencia de pinturas de damas en el contexto de la poesía de Valle y Caviedes ha sido Lorente Medina (2010). 69 Bocángel, 1985, pp. 234-235. 68

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Carrozas de luz parejas te corren amor de suerte que solo por darme muerte, tirando arpones las cejas70.

No le va en zaga Joseph Delitala, virrey de Cerdeña que vivió entre 1672 y 1701, a quien se le debe, con perdón de sor Juana Inés de la Cruz71, las últimas producciones destacables del Siglo de Oro en cuanto a la comparación de poesía y artes se refiere. De su producción sobresale justamente el pictoricismo de sus versos. El soneto titulado «A una estatua de Lisi muy parecida a su dueño», de clara influencia quevediana, es ejemplar por el modo en que sus estrofas reflejan la caracterización del tópico ut pictura poesis a finales del siglo xvii: Si el diáspero anima la escultura, en el entalle, y dórico relieve contemplas el candor, bebes la nieve, que adorna el esplendor de su figura. Ceda sus tintas docta la pintura, que sus aciertos a la sombras debe, porque este bulto su primor atreve a la Venus Cíprica hermosura. La estatua (pasajero) que te admira es retrato de Lisi soberana, que acredita fingido la mentira. Copia es suya, que envidia la mañana, sino articula voz, sino respira, es que el original respeta ufana72.

Los versos de Delitala brillan por sus metáforas pictoricistas. Apenas existe un verso en la composición que no manifieste una profunda comunión con la tratadística de arte. La mención de un material tan preciso como el «diáspero» o diaspro —una variedad del jaspe empleada en el entalle de esculturas y joyas—, la referencia al «dórico relieve», la alusión a la Venus adorada por los chipriotas, numen de abundantes culturas de la Antigüedad y que conforma el modelo del busto de Lisi descrito por el poeta, son expresión del exagerado estilema pictoricista en el declive del Barroco. Ya no se trata de buscar la figuración y el colorido imaginativo; más bien, se opta por reducir la poesía a una mera pintura o escultura que habla. 70 71 72

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Barrios, 2005, pp. 312-313, vv. 1-20. Véase Matas Caballero, 2005, pp. 285-323. Delitala, 1997, p. 104.

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El poeta no se limita a cincelar con palabras la estatua, sino que transforma la amada en una obra de arte, trasladándola al papel como un tratadista. Tanto es así que la écfrasis pergeñada por Delitala dota de voz al icono mudo a la manera de las ekphrasis arcaicas, que cumplían la función de epigramas por inscribirse estas en los objetos artísticos. La écfrasis traduce los signos mudos del medio plástico en los signos elocuentes de una «pintura verbal» que aspira a rivalizar con el referente artístico. Se observa ya el incipiente ideal de la belleza neoclásica traducido en la hipérbole de la blancura escultórica. Lo que en el retrato del renacentista suponía tan solo una parte, en el blasón de Delitala se convierte en el único elemento que inspira la descripción. La exageración de la blancura da lugar a una metáfora pictoricista. La estatua es una hipérbole de la belleza de la dama transformada ya en objeto artístico. No es que las formas armónicas establezcan una correspondencia entre la anatomía de la modelo y la obra de arte, como acontece en el paradigma petrarquista del Renacimiento pleno; al contrario, la descripción del virrey sardo no opera desde la comparación sino desde la identificación. La blancura de Lisi es tal que no permite describirla al poeta mediante una hipotiposis o representación de la realidad como una pintura, sino que la figura a través de la écfrasis por ser un objeto de arte: como si se tratase de una digna Galatea que ha cobrado vida gracias a la maestría de Pigmalión y hubiese regresado finalmente a su estado natural. No es el «original» cuanto fascina a Delitala, sino la «copia». En el Renacimiento y en buena parte del Barroco, la contemplación del original provocaba en el poeta el sufrimiento o cuando menos el recuerdo de la amada. El contenido último no era el arte en sí, sino cuanto el arte inspiraba en el poeta. Pero en este soneto del Barroco tardío el arte es contemplado como lo que es, desde una perspectiva racional y distanciada como la del «pasajero» que admira la escultura, en la cual no hay cabida para el universo sentimental. La composición se contagia de la frialdad de la estatua. No «articula voz, no respira» siquiera, como si Lisi fuera únicamente una pintura elocuente proyectada en el ojo interior del pasajero-lector merced al poder de la enárgeia. El tópico ut pictura poesis pierde el melindre barroco para adquirir la frialdad técnica neoclásica. El símil que da lugar a la comparación de la belleza femenina y la perfección de la obra de arte cede su trono a la metáfora pictoricista. De ahí que la descripción de Delitala no ejecute una hipotiposis sino una écfrasis, por cuanto el objeto de deseo del poeta no es el «original», sino la «copia» que, envuelta en su mutismo, «respeta ufana» la perfección de Lisi. La comparación entre papeles y tablas se diluye a la postre en una identificación plena entre las artes. El aforismo ut pictura poesis pierde su sentido comparativo y facilita la deconstrucción del lugar común en las últimas

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manifestaciones del Barroco, en cuyo contexto poesía y artes ya no se hallan siquiera hermanadas, más bien aliadas en idéntica unidad: pictura poesis o la máxima expresión del ideal interartístico. 3.2. LA TABLA DE MERCURIO: LAS ARTES PLÁSTICAS EN LA POESÍA SIGLODORISTA En el capítulo 58 de la segunda parte de Don Quijote, el ingenioso hidalgo y Sancho encuentran, de camino a Zaragoza, una docena de hombres que transporta «unas imágenes en relieve» para un retablo que habrá de tener lugar en su aldea. Los lienzos contienen pinturas religiosas de San Jorge, «con una serpiente enroscada a los pies y una lanza atravesada por la boca»; San Martín «puesto a caballo»; San Diego Matamoros, «atropellando moros y pisando cabezas»; y San Pablo, pintado «con todas las circunstancias que en el retablo de la conversación suelen pintarse»73. Las imágenes de la «milicia divina» son un espejo moral de los ideales de don Quijote. Cervantes no se detiene en la pintura de las circunstancias, pues las referencias sucintas no ansían poner las imágenes en relieve ante los ojos del lector, sino únicamente provocar un efecto especular con arreglo a la función de la écfrasis dentro del discurso como mise-en-abîme74. La comparación entre poesía y pintura no viene dada en este contexto por el ejercicio del verbis depingere. Se justifica únicamente por la forma en que Cervantes representa el arte pictórico y cómo este actúa a modo de metáfora de la caballería dentro de su novela. Es de notar, por tanto, que no todas las manifestaciones literarias vinculadas al tópico ut pictura poesis suponen una praxis de la preceptiva pictoricista en torno a la virtud visiva de la poesía; antes bien, la comparación entre tablas y papeles procede de la noticia de las artes en el medio verbal. Este interés de los escritores auriseculares por la plástica establece un motivo poético que conecta indirectamente literatura y pintura, convirtiendo a esta última en un signo poético cargado de significaciones. Así es el caso de otro pasaje ilustrativo localizado en Darlo todo y no dar nada de Calderón, obra en la cual, como se ha visto aquí, la imagen pictórica desempeña una función narratológica esencial: Campaspe: Quisiera saber qué cosa es retrato. Siróes: ¿Nunca ha visto tu rudeza el primor de la pintura? Campaspe: Pintura ya sé qué sea; 73 74

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Cervantes, 1991, pp. 458-459. Véase Posada, 2019a, pp. 182-190.

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que en el templo he visto tablas que, de colores compuestas, ya representan países, ya batallas representan, siendo una noble mentira de la gran naturaleza75.

Escenas y pasajes como los de Cervantes o Calderón evidencian que la presencia del arte en la literatura aurisecular no siempre guarda relación con el ideal pictoricista de convertir la poesía en una pictura loquens. El arte pictórico como motivo cumple funciones poéticas que escapan a la dimensión de la «pintura verbal». El diálogo de Calderón es paradigmático en este sentido. Campaspe manifiesta su conocimiento de la pintura de batallas y paisajes, pero desconoce en qué consiste el género del retrato. La referencia es anacrónica y desborda el decoro, toda vez que Calderón hace partícipe a la protagonista del gusto barroco por la pintura holandesa. Se tiene noticia de que los griegos y romanos decoraron los muros y salas de los templos con pinturas de género; ahora bien, no deja de tomarse el dramaturgo la licencia de poner en boca de su personaje tales menciones sin otra intención que dirigirse al público de sus comedias, que aplaude la cultura visual de la época. Esta suerte de guiños y referencias son tan numerosos en la literatura aurisecular que dan a entender la excepcional dimensión que alcanzó el interés por las artes plásticas entre los autores áureos. Cervantes y Calderón son dos representantes paradigmáticos, pero es en la poesía donde la representación de la plástica alcanza un vigor que ha llevado a más de un hispanista, entre ellos Portús Pérez, a reconocerlo como uno de sus rasgos primordiales: Las obras literarias del Siglo de Oro nos ofrecen una densidad de alusiones al arte y a los artistas que apenas encuentran parangón en otras épocas de la historia de nuestra literatura. Las comedias abundan en referencias a usos sociales relacionados con los objetos artísticos, y en ellas no faltan incluso pintores, escultores o arquitectos; las novelas o los sermones también incluían numerosas citas de este tipo; y en cuanto a la poesía, dos de los géneros que mayor fortuna alcanzaron entonces fueron precisamente la descripción de cuadros y retratos76.

La presencia de menciones y referencias a las artes en la poesía áurea, la cual afianza la consanguineidad entre plumas y pinceles, es más que notable en la España de los Austria. En su monumental estudio de la relación de Lope con la 75 76

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Calderón, 1987, p. 1042. Portús Pérez, 1999, p. 113.

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pintura, Sánchez Jiménez no duda en considerarlo a su vez uno de los temas con mayor recorrido dentro de la trayectoria poética del Barroco: Con Lope, muchos otros autores del Siglo de Oro hicieron de la relación entre la literatura y las artes visuales, especialmente la pintura, uno de sus temas de reflexión preferidos. Los intelectuales del Siglo de Oro como el Fénix compartían temas, inquietudes y problemas con los pintores de la época. Sus reflexiones se basaban en conceptos de origen clásico que es necesario conocer para comprender en qué términos formuló Lope sus ideas sobre la pintura y, por tanto, para entender cómo utilizó la pintura en su carrera literaria. Estos conceptos son la idea de la imitatio, el tópico ut pictura poesis, la idea de las artes hermanas y el concepto de écfrasis77.

Poetas como Lope encontraron en las artes plásticas un modelo para brindar a sus versos una mayor enárgeia, pero también un motivo para ilustrar su concepción poética y su técnica; o incluso, he aquí lo interesante, valiéndose del símil, para ejemplificar en términos retóricos significados y contenidos morales, cuando no convertir el arte en una metáfora de su universo ficcional como en el caso de Cervantes o Calderón. No exagerará quien defienda que el intento de transformar la poesía en una pintura que habla y equiparar así el medio verbal a la naturalidad de los signos empleados por los pintores fue la principal motivación de los poetas áureos en su comunión con la doctrina ut pictura poesis; pero también, tal y como en este punto se estipula, el modelo artístico permitía a estos reflexionar sobre cuestiones artísticas de máximo interés para la época (decoro, mímesis, verosimilitud, etc.); o aun como medio para manifestar un gusto por el arte, como añade Sánchez Jiménez78, compartido con el público culto de la época, a la luz de los ideales cortesanos vigentes. Este gusto cortesano por el arte es reflejo de una sociedad, cuyo estamento privilegiado celebra las anécdotas en torno a pintores y escultores legendarios como Apeles, Zeuxis o Fidias, mitos como los de Aracne, Filomela o Pigmalión, técnicas como el claroscuro o los «lejos», amén de géneros pictóricos tales como el retrato, la pintura de batallas o la contemplación de ruinas grecorromanas. 77

Sánchez Jiménez, 2011, p. 99. «En el caso del Siglo de Oro español, la afición por la pintura es uno de los indespensabilia del hombre de gusto de la época: sin pintura no hay refinamiento, y sin refinamiento no hay gran señor. La moda comenzó en las cortes reales, a las que siempre habían estado ligados los pintores desde finales de la Edad Media. El fenómeno se intensificó a partir del reinado de los Reyes Católicos, pues Isabel de Castilla fue muy aficionada a la pintura, especialmente a la de corte religioso: la reina llegó a reunir 350 tablas y retablos pintados, obras de maestros españoles y flamencos. Isabel demostraba su sintonía con las nuevas ideas del Renacimiento italiano, que habían dignificado la pintura y a los pintores junto con otras ramas de las humanidades» (Sánchez Jiménez, 2011, p. 27). 78

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Todo ello ejemplifica el magma de notas eruditas, de guiños al cortesano amante del arte, pero también los motivos sobre los cuales el escritor representa el concepto moral que aspira transmitir a un lector que vive a merced del control ideológico contrarreformista. Pues bien, en este apartado en concreto, lo que interesa sopesar es precisamente el modo en que el campo de la plástica invade el medio literario y genera un espacio intertextual que favorece la aproximación comparatista. Las referencias a las obras de arte, las técnicas plásticas, los géneros pictóricos, las artesanías al margen de la pintura y la escultura o la representación del arte como mercancía suponen, para aquellas composiciones que Sáez agrupa bajo el marbete de «poemas artísticos», «una pieza esencial para completar y comprender el rompecabezas»79. La solución para tal rompecabezas pasa por el conocimiento de ciertos conceptos, con los que el investigador por necesidad ha de estar familiarizado, procedentes de la tradición poética pero compartidos por igual con la temprana teoría del arte renacentista en el horizonte de la doctrina ut pictura poesis. El primero y más relevante de todos ellos es el concepto de mímesis, ideal artístico del Siglo de Oro por excelencia, común a pintores y poetas. La naturaleza, tanto física como humana, se convierte en la materia prima del artificio mimético por proceder en última instancia de Dios. La idealización de esta como obra maestra celestial y principio absoluto de la belleza jalona la trayectoria del artista renacentista en su aspiración por alcanzar la perfección del Deus artifex. Francisco de Aldana (1537?-1578) entre ellos, quien en su poema «Sobre la creación del mundo» refleja el ideal imitativo a la luz del pensamiento neoplatónico, pero con los tintes religiosos afines a la Contrarreforma: Y como sea verdad que siempre el arte a la natura imita en su ejercicio,

79

Sáez, 2015, p. 14. Recientemente Jaquero Esparcia ha aportado nuevas orientaciones en torno a diferentes cuestiones vinculadas a los «poemas artísticos» y la teoría pictórica versificada del Siglo de Oro. Entre ellas, cabe destacar el examen del uso de la poesía como herramienta didáctica para los tratados sobre el arte de la pintura (véase Jaquero Esparcia, 2018, pp. 217-224). Su tesis doctoral destaca, asimismo, por el análisis que presenta de la función didáctica del «poema artístico» a partir del patrón rítmico de la octava real empleada por los primeros teóricos pictóricos del arte españoles, como Arfe o Céspedes: «hemos podido constatar el uso de octavas reales con una función mnemotécnica. Arfe sintetiza la prosa de los diferentes epígrafes del trabajo en estrofas muy concretas y rítmicas, buscando con ellas facilitar el aprendizaje de conceptos básicos» (2018, p. 426). Las aportaciones de Jaquero Esparcia son cruciales para abordar la pintura como tema dentro de la poesía áurea en función de su utilidad para cultivar entre los cortesanos el gusto por el arte plástico con la transmisión de los conceptos básicos a través de un medio liberal autorizado como la poesía.

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así natura en toda y cualquier parte busca imitar a Dios con largo oficio, y como si el artífice se parte de la natura yerra el artificio, así natura cuando se apartase del infalible Dios fuerza es que errase80.

Llegado el Barroco, el ideal imitativo renacentista muta en una directriz estética por la cual el arte es contemplado como un remedo de las imperfecciones de la naturaleza. El propósito de la pintura, y por comparación de la poesía, es perfeccionar el modelo natural abstrayendo los rasgos idóneos y corrigiendo las posibles imperfecciones para la consecución de la máxima expresión de lo bello. La naturaleza deja de ser en sí misma aval de la belleza para ceder al artificio la potestad del ideal estético, aun cuando sea ilusorio y conduzca al engaño de los sentidos. De tal manera lo refleja la silva incluida en Diálogos de la pintura de Carducho, en cuyos versos celebra Lope de Vega la capacidad de la pintura para formar cuerpos a partir de «mudos conceptos» sobre la superficie plana del lienzo gracias al colorido, como predicaba la escuela veneciana: pues en ideas aún apenas claras a la imaginación colores formas y con arte parece que reformas de la naturaleza los defectos, y entre mudos conceptos los cuerpos que de espíritus informas relievas con acciones diferentes en superficie plana81.

No es raro que el poeta manifieste su interés pictórico valiéndose de alguna de las célebres anécdotas protagonizadas por los pintores de la Antigüedad, como Zeuxis o Apeles. Y pocos mejor que Lope han sabido explotar este aspecto, tal y como ha demostrado Sánchez Jiménez82. La rima «A doña Ángela Vernegali» es un testimonio claro de la fortuna de tales anécdotas en el contexto de su poesía: Zeuxis, pintor famoso, retratando de Juno el rostro, las facciones bellas de cinco perfectísimas doncellas estuvo atentamente contemplando. 80 81 82

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Aldana, 1985, p. 225, vv. 65-72. En Sánchez Jiménez y Sáez, 2018, p. 246. Para un comentario del encomio lopesco a Carducho, véase Sánchez Jiménez (2015).

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De cual las rubias trenzas imitando, de cual la blanca frente, y las estrellas que expiraban de amor puras centellas, fue el rostro celestial perfeccionando83.

De esta misma anécdota, protagonizada esta vez por Protógenes en su legendaria rivalidad con Apeles, se vale Melchor del Alcázar, hermano del afamado poeta, para transmitir una nueva visión del ideal imitativo en consonancia con el manierismo de la escuela sevillana, en cuyo contexto la naturaleza da paso al arte como expresión por excelencia de la beldad: Atendiendo siempre al arte, nunca a la naturaleza. La gracia y color sacó de esta, y la parte más bella y artificiosa de aquella, y una imagen acabó, tal que a Venus, que el hermoso velo estrellado oscurece, por trasunto se la ofrece de Apeles victorioso84.

La pintura tiene la capacidad de generar una ilusión tridimensional sobre las superficies de las tablas y aun de alcanzar la perfección en un simulacro artificial combinando las partes más bellas de diferentes modelos naturales; pero no dejará de acusar la imperfección de su arte en tanto no imite la elocuencia de la poesía, una actitud que corresponde y procede de la doctrina ut pictura poesis que se manifiesta en pintores y poetas por igual. Una muestra de ello son los siguientes versos de Bartolomé Leonardo de Argensola (1562-1631), quien circunscribe al ámbito pictórico el elocuente espíritu encerrado en los dominios de la letra: El pintor raro, a quien el arte sobra, aunque acabada la pintura deja, vuélvela a ver, y con severa ceja la acusa, y pone en perfección su obra. Y el que cada año con usuras cobra, sembrando en tierra ejercitada y vieja, no del culto solícito se aleja, que con socorros sucesivos obra. 83 84

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Lope de Vega, 1983, p. 148. Castro, 1854, pp. 411-412.

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Pero ni la que vos llamáis divina sátira, ni el laurel, que llamáis palma, de estas dos diligencias darán señas, si ya vuestra elocuencia peregrina no les infunde a las pinturas alma, y no cultiva las heladas peñas85.

En ocasiones, la búsqueda de la perfección acarrea la incapacidad para plasmar con colores sobre el lienzo o, en su defecto, con «métricos pinceles» sobre el papel, el concepto artístico. Francisco de Rioja (1583-1659), en la silva «Queriendo pintar un pintor la figura de Apolo en una tabla de laurel», adaptación al castellano de un texto de Libanio como anota López Bueno86, se hace partícipe de la incapacidad por parte del pintor, pero también del poeta, de abrazar la Idea en la imagen artística, como si esta fuera una Dafne rehuyendo de los brazos del lienzo de laurel de Apolo: Mancho el pincel con el color en vano para imitar, oh Febo, tu figura en tabla de laurel: o los colores no obedecen la mente ni la mano, o huye también Dafne tu pintura87.

Esta misma idea acapara la atención de Soto de Rojas en el soneto «Reo, y Fénix disculpada», siendo en esta ocasión el cincel del escultor quien yerra en el cometido de labrar sobre el mármol el «concepto agudo», por cuanto la materia plástica corrompe y afea la expresión ideal de la belleza en el momento de formalizarse: No alcanza el buen cincel un pensamiento que no posible a un solo mármol sea, si docta mano en imitar se emplea concepto agudo, a sano entendimiento. Ya rendida si opuesta al movimiento, la materia, la forma que la afea, delito es vil de torpe mano rea, culpado ingenio, cómplice instrumento88.

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Argensola, 1974, II, p. 119. Véase Rioja, 1984, p. 163. Rioja, 1984, pp. 163-164, vv. 1-5. Soto de Rojas, 1950, p. 46.

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Pero no son estas las únicas pautas artísticas que abordan los poetas áureos en sus versos. Las técnicas pictóricas merecen la atención de los poetas y en la mayoría de ocasiones dan pie a la formulación de brillantes metáforas y conceptos. Entre ellas, la referencia al temple, técnica pictórica en que se mezclan los colores con sustancias glutinosas y agua caliente, como bien puede leerse en otro soneto pictoricista de Rioja: ¿Y podrá las palabras y el aliento mentir temple ingenioso de colores? ¡Oh, no hagas tan grave injuria al arte! Cuando el olor me pintes a las flores, y la llama del sol y el movimiento, de Egle podrás la más difícil parte89.

La técnica artística del temple supone un engaño «ingenioso de colores» cuando se trata de retratar el esplendor de Egle que desprende la belleza de la dama. En la metáfora de Rioja no dejan de resonar ecos de los poemas pictoricistas de Herrera. Según el Divino, el artista posibilita la imitación preciosista del rostro de la amada a través del temple de colores obtenidos de sustancias exóticas y aromáticas procedentes de Asia, tales como el cinamo y la casia de la canela, el nardo sirio o el incienso árabe, con las cuales se elaboraban ciertos pigmentos y esencias de gran valor en el Renacimiento: Si intentas imitar mi Luz hermosa, templar, ¡oh grande artífice!, procura en el candor de nieve llama pura, y confundir los lirios con la rosa. Y será el color de ellos la amorosa terneza que florece con dulzura suavemente en su gentil figura, si el arte es para tanto poderosa. Mescla cinamo negro y sirio nardo, casia, incienso, en que cubre el rico nido vivo el arabio fénix en su muerte.

Otra de las técnicas pictóricas a la que aluden los poetas áureos habitualmente es la de los «lejos» o paisajes de fondo en los cuadros de la época, que provocan un efecto de profundidad y distancia, cuya presencia en la poesía del

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Rioja, 1984, p. 170.

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siglo xvii ya advertía Orozco Díaz en Temas del Barroco90. En los versos de Lope recogidos por Carducho en su tratado es donde encontramos una mayor recurrencia de dicha técnica, a propósito del efecto ilusorio de la «dulce mentira viva» que propicia la perspectiva en el arte pictórico: A ti, que en perspectiva acercas lo más lejos entre confusas nieblas y reflejos, dulce mentira viva engaño que deleita de tal suerte91.

De hecho, técnicas muy precisas practicadas por los pintores de la época también tienen cabida en poemas como «Al obispo de Málaga don Francisco Pacheco» de Espinel. En la composición, cuyo objeto es ridiculizar las vanas pretensiones, se da noticia de las actividades desempeñadas por los pintores en los talleres renacentistas, detallando los procedimientos habituales de aprendizaje, como la moleta de tintas, el barnizado de los enveses de lienzos para que la tintura no atravesase la tela, así como la práctica del trazo, el claroscuro o la pintura tanto al óleo como al temple: Yo he parecido a un pintorcillo en parte, ¿qué digo?, a un aprendiz, que muy brioso del bien pintar entró a aprender el arte; que como entró gallardo y presuroso, pusiéronle en las manos la moleta por que moliese aquel humor furioso; el dibujar le dieron, con gran dieta, un rostro, un brazo, un pie siniestro y diestro, después cuerpo y figura más perfecta. Sintióse tan cansado y poco diestro, pintando sin medidas la figura, que dio al diablo al arte y al maestro. Gentil humor: no sabe aún la postura del claroscuro, trazo, haz ni enveses, ni aun si es al óleo o temple la pintura92. 90 «Se percibe igualmente en las letras otras preocupaciones y conquistas de la pintura en este momento de arranque del barroquismo. El efecto de profundidad y distancia, los fondos de lejanías, los llamados lejos, son aludidos una y otra vez por prosistas y poetas y, además, en el barroquismo más tardío se acusará igual sentido de lejanía en lo descriptivo» (Orozco Díaz, 1947, p. 43). 91 Carducho, 2011, p. 189. 92 Espinel, 2008, p. 110, vv. 169-183.

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Incluso el pincel como instrumento de trabajo de los pintores protagoniza este curioso enigma de Pacheco extraído de Arte de la pintura: De un humilde animal vengo Soy blando de condición, Y, sin lengua, doy razón De todo, aunque no lo tengo. Y aún parece más humano De mi poder la grandeza, Porque otra naturaleza Hago al que me da la mano93.

En las Rimas sacras localizamos un soneto escrito por Lope en honor de San Lucas, patrón de los pintores, prueba evidente de su compromiso y enorme implicación con el arte de la pintura: Lucas, tan justamente peregrino al lado del pintor del firmamento, de la primera imagen fundamento, que a ser altar de nuestros ojos vino; vos, que con el azul ultramarino de vuestro celo, y con la fe por tiento, en la tabla del Nuevo Testamento pintáis la humanidad del ser divino, ¿qué pluma os ha de dar debidos loores? ¿Cuál humano pincel podrá pintaros? ¿Adónde habrá retóricos colores? Mas para dignamente retrataros, vos divino patrón de los pintores, al espejo de Dios podéis miraros94.

Más que interesantes resultan las composiciones que versan sobre el comercio del arte. En un pintoresco apólogo atribuido a Baltasar del Alcázar, imitación de la fábula de Esopo sobre Mercurio y el escultor, presenta al dios en la faceta de marchante de arte. Es una de las escasas composiciones del Siglo de Oro en que la pintura y la escultura no son presentadas como objeto de arte, sino como mera mercancía. Así pues, Mercurio recala en la «oficina» de un escultor, llena de «tablas artificiosas», y mantiene un vivo diálogo con el «artífice discreto»,

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En Pacheco, 1990, p. 411. Lope de Vega, 1983, p. 345.

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para comprobar su estima entre los mortales a juzgar por el precio de las obras que representan su figura: —Esta tabla principal de Júpiter, ¿cuánto vale? —Ésa, de ordinario, sale vendida en medio real. Y esta de la diosa Juno, ¿en qué se suele vender? —Ésa, por ser de mujer, suele venderse por uno. Y esta del famoso dios Mercurio, ¿en qué sueles darla? —De balde suele llevarla quien me compra esotras dos95.

El precio de las tablas también acapara la atención de Quevedo en el «poema artístico» titulado «A la ballena y a Jonás, muy mal pintados, que se compraron caros y se vendieron baratos»96: A Jonás la ballena le tragó; y pues los cuatrocientos, por él di, Jonás y la ballena trague yo. Y por sesenta y siete que perdí, a los tres nos tragó quien la pagó, y otra ballena se dolió de mí97.

Cuanto más nos aproximamos al Barroco mayor es el número de poemas cuyos versos celebran el gusto por el arte en sintonía con el ideal cortesano del perfecto caballero. La pintura inunda las páginas de poemarios y florilegios dando lugar a una fiebre entre los poetas, que no dudan en contemplar en la posesión de lienzos un reflejo de su distinguida posición. Las tablas decoran cámaras y despachos, siendo una fuente de información valiosa para conocer mejor la cultura material de la época98. Así se percibe que la pintura de género figura como decoración predilecta de la oficina del escritor, como se observa en el soneto «Al aposento de sus libros» de Luis de Ulloa Pereira (1584-1674), al

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Alcázar, 2001, p. 407, vv. 29-40. Sáez, 2015, pp. 21-22. Quevedo, 1981, p. 608. Véase Posada, 2019b.

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servir como fuente de inspiración en la evocación de la tempestad y «ruina de la edad envejecida»: Leyes al escarmiento se establecen en esta tabla, Licio, construida al ocio de las musas, redimida del mar cuyas tormentas se fenecen. En breves descripciones le parecen ruinas de la edad envejecida, confusiones y ejemplos a la vida en la pintura y el cristal se ofrecen99.

Tapices belgas o adornos chinos ambientan las estancias cortesanas. Así lo refleja el apólogo horaciano de los dos ratones imitado por Bartolomé Argensola en la epístola «A Don Francisco de Eraso», como pretexto para condenar el lujo al que se entrega el Barroco: Persuadido con esto el campesino, sale tras él por el boscaje escuro, y hacia la Corte siguen el camino. Llegados, entran por el roto muro, y en casa de uno de los más felices magnates se pusieron en seguro. En cuyos aposentos los tapices, por la paciencia bélgica tejidos, mostraban sus figuras de matices. Sobre los lechos de marfil bruñidos, los carmesíes adornos de la China a la púrpura tiria preferidos100.

Al igual que en las epístolas de Espinosa, Argensola denuncia el materialismo de una corte entregada a la fascinación por el arte para alabar la belleza humilde y sencilla de la aldea, más acorde al ideal de vida cristiano. No obstante, la crítica del poeta brinda un conocimiento valioso en cuanto que ofrece información sobre el gusto artístico de la época: Cierto es que él no levanta un edificio en que la geometría suntuosa haya puesto el caudal de su artificio. 99

En García Aráez, 1952, p. 385. Argensola, 1974, I, p. 126, vv. 271-282.

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Que allí no lucen jaspes de Tortosa, por nuestro Fidias Jácome de Trenzo, y de pórfido raro ni una losa; ni el ventanaje del soberbio lienzo del templo insigne que ofreció devoto Filipo en San Quintín a San Lorenzo101.

Idéntica lectura suscita la censura del poeta aragonés de la pintura lasciva de Tiziano localizada en la epístola «A Don Nuño de Mendoza», con la que Pacheco ilustra la polémica que los desnudos pictóricos desataban entre los artistas barrocos que comulgaban con la directriz postridentina102: Convídale otro a visitar los senos de esta grande población, de sedas y oro y de pinturas admirables llenos, que en ley de ingenio valen un tesoro, en la de Dios; él sabe lo que cuesta Leda en el cisne, Europa sobre el toro; Venus pródigamente deshonesta, sátiros torpes, ninfas fugitivas, y entre las suyas Cintia descompuesta; que las tendría por figuras vivas quien juzgarlo a sus ojos permitiese, tanto como las juzga por lascivas. Mas ¿que ni un cortés pámpano creciese el favor del pincel, ni a otro piadoso velo que a nuestra vista se opusiese?

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Argensola, 1974, I, p. 127, vv. 319-327. Véase Pacheco, 1990, p. 376. Portús Pérez recuerda la transcendencia de la doctrina postridentina en la difusión de la imagen en la España barroca: «las ilimitadas posibilidades persuasivas del arte de la pintura, de las que tanto uso hizo la religión, podían ejercer un efecto moralmente perturbador en el público si los cuadros no trataban temas adecuados. Las autoridades, conscientes de esto dirigieron sus esfuerzos no sólo a evitar iconografías heterodoxas, sino también a tratar de restringir e incluso prohibir el consumo de pinturas que consideraban lascivas. El prejuicio contra el poder seductor del arte se remonta en la tradición occidental hasta la época clásica, cuando un filósofo tan influyente como Séneca se negaba a incluir la pintura entre las artes liberales por considerarla capaz de incitar a la lujuria. En España no son raros los tratadistas que se hacen eco de las palabras del pensador cordobés. Aunque en general las citan para rebatirlas argumentando que si bien el arte puede ocasionalmente ser instrumento del desorden, muchas más veces lo es de religión» (1999, p. 27). Véase por añadidura la valiosa investigación de González García (2015) acerca de la predicación visual en el Siglo de Oro. 102

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En esta sala el genovés vicioso, bañado en ámbar, las usuras vierte o en juego o convite delicioso. Tiene nuestra española con tan fuerte mágica preso al ligurino bravo, que en la lluvia de Danae lo convierte103.

Aun así, cabe señalar que Bartolomé Argensola es la excepción que confirma la regla al atacar las célebres «poesías pictóricas» de Tiziano. La mayoría de poetas barrocos dedica elogios a la pintura. Como se verá en el próximo apartado son numerosísimos los encomios pictóricos a artistas concretos —caso del poema dedicado por Delitala precisamente a la Danae de Tiziano citado más adelante—, así como a cuadros cuyos autores se desconocen, pero que fueron muy valorados en la época. Uno de ellos fue el retrato del cronista real Pedro de Valencia del que se sirve Hortensio Félix Paravicino (1580-1633) para laurear su figura en «A un retrato de Pedro de Valencia cojo, por Filipo, pintor» (Lám. 3)104: Reliquia es, no copia del flamante sol de las ciencias, que entre sombra fría, soberbiamente grata, desafía del mismo origen la igualdad constante. Valencia grande, no el pincel valiente de Filipo, tu bulto ilustre anima tu genio, si eficaz aun en su idea105.

El lienzo es también objeto del elogio «Al retrato de Pedro de Valencia, Coronista de Su Majestad» de Anastasio Pantaleón de Ribera (1600-1629): Deste lienzo la voz, oh Peregrino, pórfido calla, bien que no la vida, hoy del primer pincel restituida, robada ayer del último destino. El que admiras silencio, ya ladino habla en la docta imagen, que o mentida en su primera forma, o repetida finge la humanidad viviendo el lino.

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Argensola, 1974, I, pp. 100-101, vv. 214-234. Para Francis Cerdan (2013) el pintor desconocido mencionado por Paravicino que responde al nombre de Filipo es Felipe de Liaño. Véase por añadidura para la relación de poesía y artes en Paravicino los apuntes de Jaquero Esparcia (2018, pp. 211-212). 105 Paravicino, 2002, p. 173. 104

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Lám. 3. Anónimo, Pedro de Valencia, c. 1600. Instituto Valencia de Don Juan, Madrid.

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La verdad de esta copia muda yace aun más que en el pincel que se eterniza en breve espacio de sepulcro breve, o no el sepulcro, Pedro, se embarace, el cielo sí, de tu inmortal ceniza, que al menos grave pórfido no es leve106.

Comenta Egido, a tenor de los versos de Pantaleón de Ribera, que «la poesía sobrepasa la vida aparente que el cuadro presta a los difuntos, eternizándola más allá del cuerpo y alma surgidos de los pinceles»107. De ahí que podamos interpretar, siguiendo esta vez a Mercado, que aquí «el poema ecfrástico constituye una defensa velada de la superioridad de la representación verbal frente a la visual», pues «el texto habla cuando el objeto permanece silente; la palabra es más fuerte que la materia y que la imagen de la materia»108. Circunstancia que acaba por imponerse como lugar común de la poesía encomiástica, máxime en el contexto de los encomios funerarios como los dedicados a Lope o Pérez de Montalbán. Por otra parte, los encomios ecfrásticos favorecen la producción de metonimias pictoricistas sobre la base de los aforismos de Simónides y Horacio109: la «voz» por los signos mudos de la pintura; «docta imagen» por figura; «copia muda» por retrato; «sepulcro breve» por cuadro. El retrato es, sin duda, el género pictórico que mayor número de encomios registra en el Siglo de Oro. Pero cabe señalar que muchos de estos «poemas artísticos» no casan con la écfrasis, sino con la allusive ekphrasis, siguiendo la terminología de De Armas110, esto es, epigramas entroncados con la función original de la écfrasis, pues dotan de voz al arte pictórico y trasladan al papel la esencia plástica del icono mediante metáforas y metonimias pictoricistas. En palabras de Civil, queda patente en 106

Pantaleón de Ribera, 1944, I, p. 217. Egido, 1990, p. 185. 108 Mercado, 2015, p. 32. Para ampliar la cuestión mencionada, véase el comentario de Mercado (2015, pp. 58-62) al poema de Pantaleón de Ribera. 109 A este respecto, pone de relieve Mercado las implicaciones metafóricas del mutismo en la poesía y su vínculo estrecho con la tradición ecfrástica a partir del célebre aforismo de Simónides: «los retratos pictóricos y los monumentos funerarios son dos tipos de objeto artístico que mantienen un estrecho vínculo con el silencio: ambos ‘hablan’ al que los contempla acerca del silencio de la ausencia y, mediante su propia naturaleza muda, metaforizan éste como la inevitable consecuencia de la muerte» (2015, p. 4). 110 «Here, the work of art is not described, nor is a narrative created from its images. Instead the poet playwright or novelist simply refers to a painter, a work of art, or even to a feature that may apply to a work of art. This becomes an ekphrasis only in the mind of the reader/spectator who can view the work in his memory and imagination. The mnemonic and visual effect has the ability to make words capacious» (De Armas, 2005, p. 22). 107

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estos casos que «el poema no describe el retrato ni ofrece una versión escrita del mismo. Sirve fundamentalmente para explicitarlo y plasmar con él una total expresión encomiástica»111. Esta misma modalidad de transpoetización de lo plástico se halla presente en diversos encomios pictóricos inspirados por tablas de género. Tal es el caso del siguiente poema del conde de Villamediana, donde la escena representada por una marina pictórica inspira el contenido moral de la composición: ¿Cuándo el templo daré del peligroso naufragio, en tabla amiga dibujadas, borrascas con paciencia superadas, suspendido el rigor del mar furioso? ¿Cuándo veré del tiempo proceloso negras nubes de ofensa concitadas, por benéficos vientos separadas, y sin oscuro velo al sol hermoso?112

La tempestad dibujada en la «tabla amiga» se traslada al medio verbal a través de una serie de imágenes poéticas («peligroso naufragio», «borrascas», «mar furioso», «negras nubes», «oscuro velo»), a las cuales superpone Villamediana en su phantasia imágenes antitéticas correlativas («paciencia superadas», «suspendido el rigor», «tiempo proceloso», «beneficiosos vientos», «sol hermoso»). Los motivos figurativos del lienzo se transforman en imágenes poéticas y se mezclan con las phantasias del poeta a fin de generar un nuevo cuadro imaginario, cuyo significado último se orienta hacia la lectura moral del soneto. La novedad que supone la pintura de género inspira un sinfín de composiciones que buscan adaptar al medio literario las estampas características de los bodegones florales. En la poesía de Lope encontramos referencias a tales lienzos con motivo del encomio del pintor Van der Hamen113, reflejando el interés barroco por esta suerte de pinturas, pues daban lugar a los apreciados trampantojos: Dijo, que vuestro ingenio peregrino le hurtó, para hacer frutas, sus pinceles; que no pintáis, sino criáis claveles, como ella en tierra, vos en blanco lino.

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Civil, 1998, p. 423. Añade Ponce Cárdenas (2013, p. 144) que es habitual en el encomio ecfrástico que de la effictio exterior se pase a la etopeya y la pragmatografía, como acontece en el soneto laudatorio «Para un retrato de don Juan de Acuña» de Góngora. 112 Villamediana, 1990, p. 127. 113 Véase Sánchez Jiménez, 2011, pp. 275-293.

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Júpiter, las querellas escuchadas, hizo traer un lienzo, y viendo iguales con las que ella crió las retratadas, mandó que vos pintéis las naturales, y ella pueda sacar de las pintadas, quedándose en el cielo, originales114.

Conocidos son también los retratos «a lo divino» en los cuales se refleja la moda barroca de pintar los modelos caracterizados como santos115. Tal perspectiva se aprecia en el soneto «En ocasión de haber puesto una dama la copia de su rostro en una imagen de Santa Lucía» de Ulloa Pereira: Lesbia, que nunca confesó fortuna en copiar tu beldad maravillosa, siempre de leve imperfección quejosa, y siempre a los pinceles importuna. Para tener con novedad alguna, aun más adoración que por hermosa, forma de santa fe usurpa ambiciosa, con que quiso ser dos, y fue ninguna. Que a todas luces la pintura vana, (de la soberbia presunción remota) confunde la noticia indiferente. Y divina la lámina, oh profana, ni a Lesbia se parece por devota, ni a la santa por poco penitente116.

También son de notar los motivos pictóricos a lo divino de «A una tabla de Susana, en cuya figura se hizo retratar una dama» de Lope, poema que ha sido objeto del comentario de Sánchez Jiménez117: Tú, que la tabla de Susana miras, si del retrato la verdad ignoras, la historia santa justamente adoras; la retratada justamente admiras.

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Lope de Vega, 2004, p. 88. La cuestión fue introducida por Orozco Díaz en Temas del Barroco (1947, pp. 33-35) y desarrollada posteriormente en Amor, poesía y pintura en Carrillo de Sotomayor (1968a, pp. 163185) y Mística, plástica y barroco (1977, pp. 199-208). 116 En Orozco Díaz, 1947, p. 34. 117 Véase Sánchez Jiménez, 2011, pp. 295-322. 115

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Mas tú, que de los viejos te retiras, ¿qué fuerza temes, qué violencia lloras? Pues vives tan segura a todas horas de fuerzas, testimonios y mentiras. Dos esta tabla juntos manifiesta: el de Susana, honor del matrimonio, que la afición decrépita contrasta, y el tuyo, Fabia, en vida tan compuesta, que para levantarte un testimonio es necesario que te llamen casta118.

Otro género pictórico de especial interés para los poetas del Barroco tardío son las pinturas de saqueos y guerras (Lám. 4), las cuales debieron impactar al público de la época no solamente por su novedad, sino también por las múltiples lecturas morales que se desprendían de ellas, a juzgar por poemas como «A Cintia, que mirando unos lienzos, le llevó la atención aquel en que estaba pintada la ruina de Troya» de Salazar y Torres: Cintia, ¿qué miras? ¿El engaño griego que atrevida mintió bárbara mano? ¡Que luego te llevase lo inhumano! ¡Que la ruina te inclinase luego! Mejores estragos el vendado ciego, aumentando violencias al tirano, y de tu vista al rayo soberano arda el Asia otra vez en mejor fuego119.

El fuego de Troya simboliza la pasión amorosa, pero también la ruina del amante ante el despecho y rechazo de la dama, como en el ejemplo moral extraído de la infidelidad de Helena. No fue esta la única composición que se inspiró en las pinturas de Ilión en llamas. Así pues, la pintura del célebre saqueo inspira «Al Griego, pintor valiente que hizo un lienzo del incendio de Troya» de Delitala: Tus tintas, y colores, y pinceles, tu idea, pensamientos, simetría, almas son a la noche, vida al día, quitándola a las láminas de Apeles. Ni Fidias, ni Mentor, ni Praxíteles, en oro, en mármol, y la piedra fría 118 119

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Lope de Vega, 1983, p. 908. Salazar y Torres, 1681, fol. 56.

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que en sus veneros parió blanca cría igualaron tu tabla en sus pinceles. Arde el Grande Ilión, (oh insigne Griego) el incendio voraz, torres abrasa volviéndole en pavesas y ceniza. El lienzo quema el mentiroso fuego, humea el naipe, y el pincel traspasa, y con su ardor sus líneas eterniza120.

Lám. 4. Francisco Collantes, El incendio de Troya, c. 1650. Museo del Prado, Madrid.

La atribución al «Griego» del incendio de Troya por parte de Delitala ha motivado la correspondencia con la figura de El Greco, como así lo estima Herrero García y Egido121, pudiéndola identificar en parte con su pintura del

120

En Herrero García, 1943, pp. 34-35. Para la hispanista, el poema de Delitala es, de hecho, «prueba evidente de los excesos de la teoría de la imitación, al menos en el campo de los elogios» (Egido, 1990, p. 183). A partir del Bajo Barroco el intento de reducir la poesía a una pintura que habla por imitación de la plástica acabará por ahogar el tópico ut pictura poesis en un carácter artificioso, si bien todavía fecundo 121

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Laocoonte por la mención de los escultores antiguos. Pero la iconografía verbal de la écfrasis no encaja con la iconografía plástica de los cuadros conservados del artista hispano-heleno. A tenor de esta idea, la composición puede o bien considerarse una disobedient ekphrasis122, pues introduce elementos figurativos que no se hallan en el lienzo, como observamos en las menciones del «incendio voraz» que a las «torres abrasa / volviéndole en pavesas y ceniza»; o bien se trata de una obra perdida de El Greco de la que no se tiene noticia o que Delitala haya errado en la atribución; o tal vez la alusión al Griego esconda una referencia a un pintor de la Antigüedad del que el autor tuviera noticia y decidiese pergeñar una notional ekphrasis de la pintura del célebre saqueo123. Comoquiera que sea, cabe destacar el naturalismo de la pintura en el que incide Delitala, quien procura transponer este mismo realismo de la imagen al medio verbal, si se repara en las hipérboles del último terceto: «el lienzo quema», «humea el naipe», «con su ardor sus líneas eterniza». La atención a la iconografía es fuente de inspiración a su vez de numerosas composiciones áureas que pueden agruparse en torno a la categoría de poemas iconográficos. Se trata de poemas cuya fuente de inspiración son iconografías y desarrollan su contenido en vista de estas. La visualidad en esta suerte de composiciones no emana tanto de la descripción minuciosa y detallada del icono, cuanto del reconocimiento de un modelo iconográfico popular entre el público de la época o un modelo pictórico célebre entre los cortesanos: por ejemplo, escenas fácilmente reconocibles por ser recurrentes en los sermones postridentinos, inspiradas por mitos bíblicos como la estatua del rey Nabuco o el baño de Susana124. Elaboran, por lo tanto, un cuadro imaginario que es descrito a tenor de los rasgos icónicos que inspiran en los pintores la concepción de sus imágenes125. «El niño Jesús, que tiene San Antonio en la mano, se pinte con una guirnalda de flores y frutas» de Francisco de Medrano (1570-1607) es paradigma de en Ovando, Barrios o el propio Delitala, incomparable a los logros alcanzados por la preceptiva pictoricista en las primeras generaciones de poetas barrocos. 122 La noción de disobedient ekphrasis fue acuñada por Laird (1993, pp. 19-20) y remite a aquellas descripciones de obras de arte, en especial pinturas, que no se ajustan a los motivos iconográficos de la imagen descrita, sino que introducen elementos no presentes en el referente artístico. 123 Por su parte, Hollander difundió entre los comparatistas interartísticos el término notional ekphrasis para definir «ekphrastic poems or passages in literary works which major may not describe some actual, but totally lost, work of art» (1988, p. 209). 124 Véanse Sánchez Jiménez (2011, pp. 295-322) y Sáez (2008). 125 Además del soneto de Medrano aquí citado, otro ejemplo claro de poema iconográfico en la poesía aurisecular sería el soneto «Al retrato del B. P. Francisco Javier» de Espinosa (1975, p. 82), cuyos versos se inspiran en la iconografía característica según la cual se representaba en ocasiones al jesuita, como se deduce al comparar el poema con el cuadro anónimo del siglo xvii conservado en el Museo de la Ciudad de Kobe, en Japón. Véase Posada (2016d).

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este género descriptivo, pues imita los motivos florales iconográficos (grutescos, cornucopias, etc.) que acompañaban, en las ilustraciones pictóricas del siglo xvii (Lám. 5), las representaciones de San Antonio de Padua con el Niño:

Lám. 5. Gaspar de Crayer, San Antonio de Padua con el Niño Jesús, c. 1655. Museo del Prado, Madrid.

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No faltarán jamás frutos y flores en esta feraz tierra cultivada, de flores estará siempre bordada, siempre despedirá nuevos olores. Nunca los hielos, nunca los calores seca podrán dejarla y agostada, nunca la fruta dulce y sazonada perderá de madura los colores. Y en fe de que no paga estos tributos el caluroso agosto va pasando y ella se queda con su beldad propia, porque Antonio está en ella derramando el cornu celestial, y con tal copia jamás le faltarán flores y frutos126.

A semejanza de los poemas iconográficos, los poemas emblemáticos, estudiados en primer término por Egido127, manifiestan la influencia de la cultura visual en el Siglo de Oro. En Cuatro milagros de amor de Mira de Amescua es posible ubicar una muestra de este peculiar subgénero poético con motivo de la celebración del amor materno128: Al Amor vi yo pintado en este emblema, escuchad: volaba amagando el suelo gavilán que al sol se empina por robar a una gallina algún tímido polluelo. Ella, espantada del vuelo, a morir antes dispuesta, el pico y alas apresta y en sudor vertiendo espumas 126

Medrano, 1988, p. 342. En esta suerte de poemas, la composición «se dispone de principio a fin como un emblema. Sólo que la palabra sustituye a la imagen. Generalmente este tipo de sonetos suelen establecer la equivalencia entre su título y el del emblema [...] Pero además del título se extiende a prefigurar la imagen con el añadido [...] y así la pictura queda sustituida desde ahí para completarse con el primer cuarteto [...] Tras el ejercicio de la éckphrasis, el segundo cuarteto y los dos tercetos funcionan como suscripción» (Egido, 2004, p. 20). La hispanista registra, además, otra modalidad pictoricista, que denomina «retrato caligráfico» —un retrato realizado mediante «el enlace o trabado de las letras» (Egido, 1990, p. 197)— y que se corresponde con el paradigma autónomo introducido por el soneto quevediano «Al retrato del Rey Nuestro Señor hecho de rasgos y lazos, con pluma, por Pedro Morante». 128 Véase Cull, 2000, pp. 128-130. 127

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iba erizando las plumas, iba moviendo la cresta. Vanos círculos hacía aquel pájaro rapante y la gallina constante en sus alas recogía los hijos que, ajenos, cría con una cólera ardiente, y estaba escrito en su frente un mote que dice así: «Símbolo del miedo fui, pero Amor me hizo valiente»129.

Como se ha visto, el teatro es una de las fuentes primordiales de referencias al arte en el Siglo de Oro, ya por su conexión tácita con la imagen en la puesta en escena, ya por el interés del dramaturgo de contentar al sector culto del corral a través de la nota erudita. En este sentido, junto a Lope, Calderón o Mira de Amescua, es Tirso otro de los dramaturgos que mejor supo explorar las implicaciones estéticas y sociales que conllevaba la introducción del arte en sus versos. En el drama religioso Santa Juana se encuentra representada otra de las manifestaciones plásticas características del Siglo de Oro como lo son los tapices: Quiere hacer un tapiz la industria humana en donde el arte a la materia exceda, y con su adorno componer se pueda la pared de la cuadra más profana. Matiza en el telar la mano ufana y mezcla hilos con que hermoso queda; pero entre el oro ilustre y noble seda entreteje también la humilde lana130.

Además de pinturas y telas, los autores áureos prestan atención en sus versos a las esculturas, si bien en menor grado pero con los mismos atributos que el arte pictórico. Uno de los contextos recurrentes en que los cinceles suelen ser protagonistas son aquellos conectados con el mito de Galatea y Pigmalión o con las anécdotas de personajes antiguos que se enamoran de estatuas y bustos. La agalmatofilia es fuente de inspiración para uno de los poemas de Aldana, en

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Mira de Amescua, 2014b, s. p., vv. 1441-1462. Tirso de Molina, 2001, p. 129.

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el que se incluye hasta una mención de la Venus de Gnido como pretexto para condenar el adulterio131: Al mismo Amor, de Praxíteles obra, ama el rodiano Alquidas. ¡Ved qué amores! ¡Como un ardiente Amor causa zozobra aunque de tan vilísimos ardores! Otro con Venus Gnidia fama cobra de adúltero, en un mármol sin colores. Fue discurso fatal de los destinos, que dioses los publica adulterinos132.

Otra de las manifestaciones escultóricas que cobra vida gracias a la voz de la poesía son las urnas y lápidas de los sepulcros, referenciadas en numerosísimos epigramas ecfrásticos del Siglo de Oro. Ejemplo de ello es el soneto «A unas cañas, sepulcro de Siringa», en cuyos versos el conde de Villamediana describe un mudo trofeo en forma de urna, símbolo del universo bucólico: Este frondoso honor, esta esculpida lámina verde en mármol animada, sepulcro es, piedad acreditada, que a pastor infeliz prestó acogida. Siringa ninfa, un tiempo suspendida hoy fístula de tronco que, animada, mudo es trofeo, pompa venerada del que ya muerto logra mejor vida. Sobre la urna está compadecido coro de ninfas de la ninfa fiera el rigor en sus plectros repartido. Y porque muerte ya su voz no muera, ultimado su acento dolorido, Eco le lleva a toda la ribera133.

Incluso hay lugar en la poesía áurea para el cincelado de imágenes sobre medallas, dando noticia de la orfebrería de la época. Es Juan de Jáuregui (15831641) —tal vez el mayor representante junto a Lope del pictoricismo en España por su condición de poeta-pintor—, quien muestra interés por la numismática 131 Para una aproximación al fenómeno de la agalmatofilia en la tradición artística, véase el trabajo de González García (2006). 132 Aldana, 1985, p. 265, vv. 353-360. 133 Villamediana, 1990, p. 418.

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en el madrigal «A una medalla esculpida en oro, con el retrato del rey Felipo III, y una empresa del mismo»: Esta imperial efigie, en oro impresa, cuya labor a su materia excede, demuestra en voz expresa cuánto el ingenio con el arte puede. Filipo, aquí, por generosa empresa, el ínclito león describe hispano, que su derecha mano empuña regia lanza, y amenaza crudo rigor, y la siniestra abraza de olivo un ramo tierno y la sagrada cruz (blasón eterno)134.

No solo repara Jáuregui en el grabado del rostro del rey sobre el metal, sino también en la elaboración de empresas y blasones. Esta misma inquietud es la que mueve a Lope en la composición del soneto «A un retrato de su Santidad en una medalla de oro», en cuyas estrofas el oro opera como metonimia del papa Urbano VIII: Aquí la majestad del sol Romano breve cielo animó, y en corta esfera la inclusa efigie obró, dulce y severa, no menos docta que atrevida mano. Obediente el metal, del sacro Urbano robar la llama celestial quisiera; lo que pudo imitó, que en él venera divinas luces el respeto humano. Como se imita el sol, cuyo tesoro en el mayor de sus efectos luce, así la majestad del sol que adoro a término tan breve se reduce, dando más fuerza su retrato al oro que la fuerza del sol que le produce135.

Al igual que para el retrato regio, como recuerda Sáez, la función de la imagen grabada no es otra que celebrar «la grandeza del gobernante, en tanto

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Jáuregui, 1993, pp. 211-212, vv. 1-11. Lope de Vega, 2009, p. 390.

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símbolo de la monarquía y espejo de virtudes»136. La descripción de los monumentos vinculados al soberano responde a esta misma premisa. Una muestra de tal realidad la ofrece el conde de Villamediana en un soneto donde el palacio de El Escorial y los motivos plásticos que lo decoran blasonan la figura imperial: Esta cuna feliz de tus abuelos, si en edad muertos, vivos por memoria, no consta solo de caduca gloria afrenta en simétricos modelos. Porque sus piedras dan envidia y celos al esplendor de la latina historia, hechos tanto blasón, tanta victoria, templos de Marte y de la fama cielos137.

No es Juan de Tassis el único que celebra la grandeza de la Casa Real a través de la representación de su palacio. Ya se ha abordado anteriormente esta misma cuestión con respecto a la écfrasis arquitectónica que compone Villaviciosa en La Mosquea. Góngora en su primera etapa participa por igual de tal tradición encomiástica en su poema titulado «De San Lorenzo el Real del Escurial», en el cual el palacio se alza como metonimia de la casa de Austria: Sacros, altos, dorados capiteles, que a las nubes borráis sus arreboles, Febo os teme por más lucientes soles, y el cielo por gigantes más crueles. Depón tus rayos, Júpiter, no celes los tuyos, Sol; de un templo son faroles, que al mayor mártir de los españoles erigió el mayor rey de los fieles138.

La poesía del cordobés es fecunda en cuanto a representaciones y referencias artísticas se refiere. Es un autor que no solo destaca por llevar el pictoricismo a sus máximas consecuencias con el denostado culteranismo, sino también por demostrar una sensibilidad por el arte que rara vez se ha vuelto a repetir139. En su romance «A la ciudad de Granada» muestra su faceta de conservador erudito, al trasladar a la poesía los monumentos de la ciudad, entre ellos la inmortal Alhambra: 136 137 138 139

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Sáez, 2015, p. 60. Villamediana, 1990, p. 319. Góngora, 2000, p. 110. Véase Jaquero Esparcia, 2018, pp. 207-209.

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Y a ver de la fuerte Alhambra los edificios reales, en dos cuartos, divididos, de Leones y Comares, do están las salas manchadas de la mal vertida sangre de los no menos valientes que gallardos Bencerrajes, y las cuadras espaciosas do las damas y galanes ocupaban a sus reyes con sus zambras y sus bailes; y a ver sus hermosas fuentes y sus profundos estanques, que, los veranos, son leche y los inviernos, cristales; y su Cuarto de las Frutas, fresco, vistoso y notable, injuria de los pinceles de Apeles y de Timantes, donde tan bien las fingidas imitan las naturales, que no hay hombre a quien no burlen ni pájaro a quien no engañen140.

No es ni mucho menos la única composición en la que Góngora manifiesta un gusto por los monumentos que supera la media. «De las pinturas y relicarios de una galería del Cardenal don Fernando Niño de Guevara» es una muestra de la capacidad del cordobés para expresar el goce estético que supone admirar la belleza de las galerías interiores de las arquitecturas: Oh tú, cualquiera que entras, peregrino, si mudo admiras, admirado para en esta bien por sus cristales clara, y clara más por su pincel divino, Tebaida celestial, sacro Aventino, donde hoy te ofrece con grandeza rara, el cardenal heroico de Guevara freno al deseo, término al camino.

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Góngora, 2000, p. 77, vv. 21-44.

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Del yermo ves aquí los ciudadanos, del galeón de Pedro los pilotos, el arca allí, donde hasta el día postrero sus vestidos conservan, aunque rotos, algunos celestiales cortesanos; guarnécelos de flores, forastero141.

La representación arquitectónica es asimismo recurrente en numerosas fábulas del Siglo de Oro, las cuales recrean un universo que solo tiene cabida en los reinos de la phantasia. En el contexto de tales composiciones, protagonizadas por personajes mitológicos y mitificaciones alegóricas, se encuentran las descripciones de arquitecturas de mayor extensión. Ya se ha destacado en el apartado dedicado a Montemayor y Espinel cómo estas écfrasis de palacios imaginarios suelen ser presentadas bajo el esquema retórico de la topotesia. En las fábulas, dicho esquema cede su importancia a la codificación heráldica cromática de los blasones, como bien se observa en la representación del palacio imaginario descrito por Aldana en la Fábula de Faetonte: En soberbias columnas hacia el cielo el sagrado edificio se levanta cuyas altas murallas resplandecen de carbunco y rubí tejido en obra; diamantes y zafiros rico extremo forman el techo, de precioso aborio que a la perla oriental vence en blancura. Son las ventanas de cristal luciente las puertas de cendrada y fina plata, y puesto que el valor y precio de ellas al humano deseo vencer pudiera, del arte era vencida la riqueza, donde esculpido está con milagrosa mano del gran Vulcano el mar inmenso142.

La codificación cromática por pedrería procedente de la lengua de los blasones salta a la vista y exige al lector la aproximación a la heráldica para la óptima comprensión del pasaje: «carbunco» (rosado), «rubí» (rojo), «zafiro» (azul), «diamante» y «perla» (plata o blanco). Aldana, en efecto, describe el palacio como si fuera el motivo heráldico de un escudo de armas. La écfrasis del palacio se

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Góngora, 2000, pp. 251-252. Aldana, 1985, pp. 161-162, vv. 422-435.

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corresponde, pues, con un blasón poético y, en consecuencia, cabe destacar que Aldana no describe cuanto que blasona la arquitectura imaginaria. La pedrería es, de igual modo, un elemento esencial de la descripción del alcázar acuático del Betis en la Fábula de Genil. Pero en el caso de Espinosa, el poeta no recurre a la connotación heráldica, sino que la pedrería se pone al servicio del pictoricismo, dando un mayor protagonismo a los elementos arquitectónicos y al preciosismo de los materiales en consonancia con la estética culterana: Ve que son plata lisa los umbrales; claros diamantes las lucientes puertas, ricas de clavazones de corales y de pequeños nácares cubiertas; ve que rayos de luces inmortales dan, y que están de par en par abiertas, y los quiciales, de oro muy rollizo, que muestran el poder de quien los hizo. Columnas más hermosas que valientes sustentan el gran techo cristalino; las paredes son piedras transparentes, cuyo valor del Occidente vino; brotan por los cimientos claras fuentes, y con pie blando, en líquido camino, corren cubriendo con sus claras linfas las carnes blancas de las bellas ninfas143.

Los elementos arquitectónicos obtienen un tratamiento autónomo por parte de los poetas y son más de una vez objeto de las descripciones de arte en el Siglo de Oro. Son dignas de mención a este respecto las obras de fontanería144, referentes para las écfrasis como se ha visto, localizadas en la producción tanto de Montemayor como de Espinel. Pero sobresale en este particular la descripción realizada por Villamediana de la antigua fuente para las abluciones de los peregrinos que acudían a Roma, decorada con unos pavos reales y situada en el llamado Cantaro antes de la construcción de la nueva basílica vaticana145: Peregrino: este pavón, que ostenta cristal por plumas, 143

Espinosa, 1975, p. 25, vv. 97-112. Martinengo (2015, pp. 65-72) dedica un amplio comentario a la cuestión en referencia al soneto de Quevedo «Culpa lo cruel de su dama», en cuyos versos se describe justamente una famosa fuente siciliana. 145 Véase Posada, 2019b. 144

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este diluvio de espumas, esta de átomos región, todos una fuente son. Comienza luego a admirarte de Roma en tan breve parte, donde el dar agua es llorar naturaleza, al mirar sin imposibles el arte146.

En el elenco arquitectónico recurrente en la poesía del Siglo de Oro no podía dejar de manifestarse el atractivo que produjo entre los autores las ruinas de monumentos antiguos de Grecia y Roma147. La moda siglodorista de emplear las ruinas como símbolo moral procede de Castiglione, propiciando la configuración del tópico Superbi colli, lugar común que, junto con la descriptio puellae, Natura artifex o Deus pictor, se halla estrechamente vinculado a la doctrina ut pictura poesis. La primera adaptación íntegra del modelo de Castiglione en el contexto de la poesía española —más allá de su temprana presencia en la poesía de Garcilaso, como se ha visto— se encuentra en el poema de Cetina dedicado «Al monte donde fue Cartago»: Excelso monte do el romano estrago eterna mostrará vuestra memoria; soberbios edificios do la gloria aún resplandece de la gran Cartago; desierta playa, que apacible lago lleno fuiste de triunfos y victoria; despedazados mármoles, historia en quien se ve cuál es del mundo el pago; arcos, anfiteatro, baños, templo, que fuistes edificios celebrados y ahora apenas vemos las señales; gran remedio a mi mal es vuestro ejemplo: que si del tiempo fuisteis derribados, el tiempo derribar podrá mis males148.

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Villamediana, 1990, p. 944. Para un estudio de la ruinas como tema en la poesía siglodorista, véanse Orozco Díaz (1947, pp. 119-178), Wardropper (1969), Vranich (1980), Ferri Coll (1995), Lara Garrido (1999, pp. 251-308), Pascual Barea (2000) y Profeti (2003). 148 Cetina, 2014, p. 461. 147

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Si las ruinas de Cartago son el emblema moral sobre el que Cetina construye su poema, los monumentos derruidos de Sagunto y Numancia son, junto a las anteriores, la fuente de inspiración para Arguijo en la composición del «Soneto al desengaño»: No los mármoles rotos que contemplo tristes reliquias de la gran Cartago, ni de Numancia el miserable estrago, ni los despojos del efesio templo; No de Sagunto el fin, único ejemplo de la lealtad y de su injusto pago decrecen mi dolor, ni satisfago con su memoria al mal que nunca templo149.

En el caso de la «Canción a las ruinas de Itálica» de Rodrigo Caro (15731647), son los restos arqueológicos de la mítica ciudad hispalense cuanto motiva sus versos elegíacos: Del gimnasio y las termas regaladas, leves vuelan cenizas desdichadas. Las torres que desprecio al aire fueron a su gran pesadumbre se rindieron. Este despedazado anfiteatro, impío honor de los dioses, cuya afrenta publica el amarillo xaramago, ia reducido a trágico teatro150.

Otro poeta del círculo de Arguijo, Francisco de Medrano, deja constancia en «A las ruinas de Itálica» del profundo interés que despertó entre los poetas hispalenses la ciudad romana, convirtiendo sus monumentos caídos en una materia poética para el desarrollo del petrarquismo: Estos de pan llevar campos ahora, fueron un tiempo Itálica. Este llano fue templo. Aquí a Teodosio, allí a Trajano puso estatuas su patria vencedora. En este cerco fueron Lamia y Flora llama y admiración del vulgo vano;

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Arguijo, 1985, p. 273. En Pascual Barea, 2000, pp. 141-143, III, vv. 14-21.

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en este circo el luchador profano del aplauso esperó la voz sonora. ¡Cómo feneció todo, ay!; mas erguidas, a pesar de fortuna y tiempo, vemos estas y aquellas piedras combatidas. Pues si vencen la edad y los extremos del mal, piedras calladas y sufridas, suframos, Amarilis, y callemos151.

Los célebres monumentos de la antigua capital del Imperio son los protagonistas a su vez del soneto «Roma en ruinas» de Cristóbal de Mesa: Teatro, Capitolio, Coliseo, columnas, arcos, mármoles, medallas, estatuas, obeliscos y murallas do vencieron las obras al deseo; templos, carros triunfales, gran trofeo de reinos, de victorias, de batallas, colosos, epitafios, antiguallas de los sepulcros que desiertos veo152.

La ruina como motivo elegíaco muta ya en el Barroco en un símbolo doctrinal que condena la pompa de la Antigüedad y advierte de la inevitable destrucción del tiempo de toda grandeza. La ruina conecta con los tópicos de contemptus mundi y vanitas vanitatum, tal y como ejemplifica el poema de Mesa. De igual modo se observa en el célebre «A Roma sepultada en sus ruinas» de Quevedo: Buscas en Roma a Roma ¡oh peregrino! y en Roma misma a Roma no la hallas: cadáver son las que ostentó murallas, y tumba de sí proprio el Aventino. Yace donde reinaba el Palatino, y limadas del tiempo las medallas, más se muestran destrozo a las batallas de las edades que Blasón Latino153.

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Medrano, 1988, p. 242. Mesa, 1991, p. 138. Quevedo, 1992, p. 135.

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Otro tanto sucede en el poema dedicado por Bartolomé Argensola a las ruinas no de Roma, sino de la legendaria ciudad de Sagunto: Éstas son las reliquias saguntinas, injuria y gloria al sucesor de Belo, cuando en fábrica excelsa las vio el cielo, al orbe origen de la luz vecinas. De yedra presas yacen, y entre espinas, con que sus riscos arma el yerto suelo, y hoy libran la venganza y el consuelo en la contemplación de sus ruinas154.

En el elenco de ruinas representadas por los autores auriseculares (Cartago, Roma, Itálica, Sagunto) no podían faltar los restos que recuerdan el célebre cerco numantino, el cual, además de inspirar la conocida tragedia de Cervantes, brinda a Francisco Pinel y Monroy el ejemplo moral desarrollado en «A las ruinas de Numancia»: Estas piedras que miras esparcidas, fueron un tiempo muro; aqueste llano que contemplas desierto, a culto vano fábricas nobles ostentó erigidas. Aquí más de una vez fueron vencidas las coronadas huestes del Romano: yacen del tiempo ahora y del tirano olvido sus grandezas confundidas. De las ruinas apenas se presume que fue Numancia: pues de tantas glorias ni a la ceniza perdonó la llama. La edad, Fenisa, todo lo consume: no adquiere la constancia más memoria; ni ha de tener la obstinación más fama155.

Incluso registramos en la producción del Siglo de Oro una variante de la poesía de ruinas en un singular soneto de Francisco de Rioja «A don Juan de Fonseca y Figueroa», que tiene como referente la mítica ciudad sumergida de la Atlántida y presenta de manera ejemplar la significación moral ligada a la emblemática de la ruina por la vanitas humana:

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Argensola, 1974, I, p. 37. Gallardo, 1988, p. 1229.

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Este mar que de Atlante se apellida, en inmensas llanuras extendido, que a la tierra amenaza embravecido, y ella tiembla a sus olas impelida, cubre, don Juan, la parte más lucida del orbe, y yace envuelta en alto olvido: vivir el nombre apenas ha podido, y fue mayor que la África encendida. En un sol y una sombra esta grandeza la agua cubrió; di, ¿y temes alterado de tus males eterna la aspereza? ¡Oh cuán cerca te juzgo de engañado si temes a los ímpetus firmeza! Que todo huye como viento airado156.

Dentro de la poesía de ruinas es de destacar asimismo la existencia de paradigmas autónomos tales como las écfrasis de las siete maravillas de la Antigüedad clásica157, como se observa en el siguiente poema de Cáncer y Velasco dedicado «A las ruinas del Coloso de Rodas»: Este asombro gentil, que un elemento ocupa si se erige o si se humilla, y de una y otra contrapuesta orilla fue orbe artificial sin movimiento; que embarazo se vio del vago viento y segunda del mundo maravilla, contra quien Jove rayos acaudilla como contra el jayán de manos ciento. Este por la grandeza fue incansable y la materia le compuso fuerte, cuando la forma le mintió divino, y ya es del tiempo estrago miserable. ¡Oh qué mal se asegura quien advierte que para bronce tanto hubo destino!158

Pinturas, esculturas, urnas, monumentos, ruinas, medallas, galeras, frescos, porcelanas, escudos, armaduras y trofeos son algunos de los objetos preciosos que se han ido reuniendo tanto en este apartado como en epígrafes anteriores, con motivo del examen de la colección de arte contenida en las composiciones 156 157 158

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Rioja, 1984, p. 178. Véanse Lara Garrido (1999, p. 258), Sáez (2017b, 2018) y Posada (2019c). Cáncer y Velasco, 2007, p. 357.

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áureas. Pero existe un fenómeno artístico añadido representado en la poesía del Siglo de Oro con el que cabe finalizar este catálogo. Se trata de los célebres jardines del Barroco. Una de las piezas que mejor representa el gusto por el arte de la jardinería es la Silva de Aranjuez159. A simple vista, podría parecer un documento perteneciente a la literatura artística versificada de la época. Nada más lejos de la realidad, pues sus versos esconden uno de los tesoros pictoricistas de nuestra literatura. Lejos de una fría descripción de la «Huerta de Aranjuez», se pergeña en sus estrofas el diseño de un paisaje poético digno de la más refinada arquitectura de jardines: De este Jardín felice al diestro lado del río Tajo un brazo va bañando, que con su paso lento y sosegado los ojos de quien mira va engañando, de mil sombrosos sauces coronado, que las ramas al medio van juntando; y el agua entre la sombra entretenida, parece que se olvida su corrida. Una de piedra muy labrada puente de la huerta a la casa tiene entrada; no tanto en edificios preeminente, cuanto por la antigüedad nombrada; porque ha dado y da continuamente a los invictos Césares posada cuando truecan la vida ciudadana por el casto ejercicio de Diana160.

En la descripción pictoricista del paisaje se da noticia de los elementos figurativos ligados al peculiar arte de la jardinería. Tal es la maestría en el diseño de Aranjuez que da lugar a un artificial locus amoenus. No es necesaria la concepción del paisaje como obra de arte, sino que el jardín en sí ya ofrece a los ojos una imagen artificial de la naturaleza. Las flores se convierten en la materia prima del jardinero y, a semejanza de un pintor que templa los colores sobre el

159 No hay consenso firme en cuanto a la autoría de esta singular composición. Aunque ha sido tradicionalmente atribuida a Luis Gómez de Tapia por localizarse en el Libro de la montería de Argote de Molina y haber sido asignada por el humanista hispalense al traductor de Camões, las recientes pesquisas ofrecidas por Massimo Caruso (2016, pp. 40-42) en su tesis doctoral en torno a la figura de Hernández de Velasco parecen inclinar la balanza de la autoría de la Silva de Aranjuez a favor del traductor virgiliano. 160 López de Sedano, 1773, p. 250.

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lienzo, se forjan parterres gracias a los pigmentos vegetales, dando lugar de este modo a un tapiz «al natural»: El fresco suelo está variado de flores blancas, rojas, azules esmaltado, que aspiran mil suavísimos olores, y ofrecen dulce asiento y blando estado: nunca paño turqués con mil colores, de artífice industrioso variado, por más que en él su ingenio levantase, se vio que tal belleza igualase161.

En este contexto, no cabe tanto hablar de hipotiposis cuanto de una paradójica écfrasis de la naturaleza. Siendo como es la naturaleza una obra de arte en virtud del diseño arquitectónico del jardín de Aranjuez, su descripción deviene de inmediato en una écfrasis de arte natural. La diferencia con la hipotiposis en comparación con el modelo de la Silva de Aranjuez es que este tipo de écfrasis de parterres y topiarias presenta el jardín en cuanto a lo que es: una obra de arte cuya materia prima es la propia naturaleza. No la pinta el poeta con arreglo al modo pictoricista de la hipotiposis, sino que es un objeto artístico en sí y como tal la representa. Esta dinámica no solo se observa en lo que respecta a las écfrasis de parterres, sino también en el verbis depingere de las esculturas «al vivo» figuradas sobre arbustos y setos, conforme al ars topiaria162: Pomone allí con mano delicada lo natural con arte aderezando está en la planta a Venus dedicada siempre varias figuras estampando: cual de ave, cual de fiera denodada, de tal manera al vivo remendando, que habrá quien a las aves red tendiese, y de las fieras quien tenor hubiese163.

Las descripciones de la Silva de Aranjuez tienen por objeto topiarias que figuran aves y fieras, representaciones plásticas en definitiva que las convierten en referentes de la écfrasis. La línea que separa lo artificial y lo natural se neutraliza en este contexto. Establece un paralelo con la concepción artística de

161 162 163

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López de Sedano, 1773, pp. 252-253. Véase Posada, 2017b. López de Sedano, 1773, p. 248.

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la hipotiposis, pero opera a la inversa. No es que el poeta transforme con su phantasia la naturaleza en arte, sino que la naturaleza misma por medio del ars topiaria muta en un objeto artístico. Este ideal de descubrir sistemáticamente en lo natural signos del artificio y en el artificio, signos de la naturalidad, de vislumbrar en el monstruo hermafrodita, mezcla de arte y naturaleza, la quintaesencia estética, es una de las principales señas de identidad del Barroco. La representación del arte en la poesía del Siglo de Oro plasma el ansia de una sociedad por entrever en lo material y mundano visos de la trascendencia. Es el polvo enamorado que perdura, como entonaba Quevedo, más allá de la vida, en un plano donde la melancolía y la tristeza se transmutan, por la gracia de Dios, en paz espiritual y descanso eterno, merced al cual el hombre barroco se libra al fin de la agonía de existir. 3.3. A TU PINCEL, MI PLUMA: EL ENCOMIO ARTÍSTICO EN LA EDAD DE ORO La Revolución francesa trajo consigo la caída del absolutismo. Pero supuso a su vez la disolución de un modelo de organización social, la estamental, vigente desde los tiempos del Renacimiento carolingio. Hasta el Siglo de las Luces, la actividad cultural se desarrollaba fundamentalmente en la corte y era espacio exclusivo de poetas, humanistas y músicos, quienes ejercían, a su vez, de diplomáticos o bien ocupaban cargos militares. Rara vez un pintor accedía a los privilegios de los que sí gozaba el resto de artistas liberales. De hecho, en la España de los Austria los pintores y escultores habían de contribuir al fisco con gravámenes, dado que su actividad se integraba en el conjunto de artesanías164. No se olvide que, hasta mediados del Cuatrocientos, el gremio de pintores no se independizó en Italia y fueron los esfuerzos de Giorgio Vasari, entre otros, los que permitieron que la pintura se librara de su condición servil. En nuestras fronteras, artistas como Céspedes y Pacheco no dudaron en seguir el modelo de sus homólogos italianos. Su prestigio como humanistas dentro del círculo sevillano y su alianza con poetas como Herrera, Arguijo o Rioja hicieron posible la transformación del pintor de artesano a artista en el ocaso del Renacimiento español. Es entonces cuando el pintor accede a un espacio social reservado a las artes liberales. El interés pictórico de los Austria favorecerá sobremanera la circulación de pintores en la corte y, así, el contacto con los poetas, hecho que no dejó de traducirse en la profusión de elogios a la fama de los artistas plásticos. Un dato revelador de tal realidad lo encontramos en el número de encomios 164

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Véase Sánchez Jiménez y Sáez, 2018.

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pictóricos legado por los poetas barrocos en comparación con los registrados en el siglo precedente. Si en el Renacimiento laudos como el de Cetina a Tiziano son la excepción que confirma la regla, en el Barroco se producirá la situación inversa y raro será el poeta, como observa Orozco Díaz, que no celebre en sus versos la gloria de los pintores: El elemento plástico-pictórico es central en nuestra poesía barroca, y de ahí no sólo el influjo del pintor sobre el poeta, sino también la afición y comprensión, por parte de éste, de la obra pictórica. Es cierto que también la pintura se ha penetrado de un mayor contenido poético-literario, y hasta filosófico; pero ello no hace más que confirmar la relación estrecha en que viven la plástica y el arte literario en esta época del Barroco. Por ello no es nada extraño en un Góngora y un Paravicino la admiración y comprensión del arte del Greco. No era sólo un paralelismo de estilo, sino unos sentidos dotados para la captación de lo pictórico. Igualmente Góngora, junto con Mateo Alemán, supieron percibir, como demuestran sus hiperbólicos elogios, el sumo valor que representaba la fachada de la Chancillería de Granada, precisamente la obra arquitectónica en que por primera vez en España rompía el Barroco los moldes clasicistas. También Quevedo parece percibir la esencia de la técnica impresionista de Velázquez cuando nos habla en la silva El Pincel de «las manchas distantes». El caso, tan frecuente entonces, del pintor-poeta lo confirma igualmente: Céspedes, Pacheco, Jáuregui, Mohedano, Van der Hamen, Jerónimo de Mora, Martínez de Bustos y hasta Palomino [...] El hecho mismo de que un Rioja se plantee en el soneto A un pintor el problema de la representación plástica, es una confirmación más de que ello se le ofrecía como algo esencial de su ideal poético165.

Como explica el profesor granadino, la eclosión del encomio pictórico como género menor en el Barroco es un reflejo de tal realidad y responde a múltiples perspectivas. El pintor irrumpe con fuerza en la escena cortesana y da a conocer su arte entre los poetas, lo cual afianza una mayor consciencia acerca de la hermandad entre unos y otros, hasta tal punto que figuras como Lope o Valdivielso interceden por los pintores en su pleito contra el fisco. A ello se debe sumar que en esta época el número de talentos dobles es incomparable al de otras épocas166. Céspedes, Pacheco, Jáuregui, incluso Lope o Espinosa, practican el arte poético y pictórico por igual. Pero la razón fundamental, como bien expone Orozco, es la manera en que la doctrina ut pictura poesis se populariza entre los poetas por influencia precisamente de los artistas. Una marcada sensibilidad hacia lo plástico, ya patente en el Renacimiento pero 165 166

Orozco Díaz, 1947, pp. 39-40. Para la noticia de talentos dobles en el Siglo de Oro, véase Orozco Díaz (1947, pp. 56-

67).

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que encuentra en el Barroco su mayor exponente, preside la poesía del siglo xvii. Los poetas aspiran a transformar sus composiciones en un verbis depingere y en su propósito no dudan en recurrir a la imagen pictórica como modelo. Únicamente figuras como Bartolomé Argensola o Espinosa en su última etapa, con una visión crítica de la sociedad cortesana y el arte que le es propio, desconfiarán de la entrega incondicional a la sensualidad que se desprende de lo plástico, así como el gusto por celebrar un medio expresivo que contradecía los preceptos de la Contrarreforma cuando no servía a los fines de la religión. Pero ni ellos mismos escaparán a la atracción que ejercen las artes plásticas; y aun cuando condenen el engaño de los iconos, no por ello dejan de ser valedores de una concepción pictoricista de la poesía. Así pues, no es que los poetas barrocos recelen del medio pictórico siguiendo el decoro postridentino; antes bien, se rinden a él de suerte que lo convierten en uno de los motivos morales más fecundos del Siglo de Oro. No es el arte cuanto ha de condenarse, sino el uso que se hace de este, lección que Horacio no dejó de transmitir a los dramaturgos como Lope o Calderón y a poetas predicadores como Paravicino, que vieron en el poder sensual de la imagen un instrumento de transmisión doctrinal167. La estrecha convivencia entre pintores y poetas, cuando no por el ejercicio de ambas prácticas por parte de estos últimos, bien que fuera fruto de una afición sin mayores pretensiones, condiciona el carácter de lo plástico en el Barroco. No sorprende, por consiguiente, que el elogio al artista sea una constante en toda la poesía de la época, desde Lope hasta Delitala, dada la nueva condición liberal de la técnica artística. Y, una vez más, es Orozco Díaz quien ofrece el catálogo de sus adalides: basta recordar, a más de los versos de Lope, muy conocidos, como el trozo del Laurel de Apolo dedicado a pintores y las composiciones dirigidas, a Rubens y Van der Hamen, las aún más divulgadas de Góngora al Paravicino, y al Greco, las de Bances Candamo a Mena, la de Valdivieso al mismo Van der Hamen y a Carducho y la de Pantaleón a D. Diego de Lucena, las de Litala y Castelví al Greco y al Ticiano, la de Espinosa a Mohedano y, sobre todo, las de Bocángel a Montañés, a Jáuregui, Leonardo y al citado Van der Hamen. A este grupo podrían agregarse las composiciones a obras o autores indeterminados, como algunas de Trillo, de Jáuregui, de Quevedo y de Ulloa Pereira168.

Portús Pérez se suma a la propuesta de Orozco Díaz y añade otros nombres que vienen a completar la nómina de artistas laureados por los poetas barrocos:

167 168

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Véase González García, 2015. Orozco Díaz, 1947, p. 46.

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En la rica poesía del Siglo de Oro muy frecuentemente aparecen involucrados nombres de artistas modernos, ya sea porque son ellos mismos los protagonistas de los poemas o porque éstos están dedicados a obras suyas. Una rápida enumeración de algunos de los literatos, pintores y escultores relacionados con estas composiciones puede ayudarnos a comprender hasta qué punto estamos ante un fenómeno que permite hablar de una «imagen poética» del artista. Entre los escritores que compusieron versos sobre el tema figuran Gabriel Bocángel, Francisco de Quevedo, Anastasio Pantaleón de Ribera, Joaquín Benagassi, Lope de Vega, o Bances Cándamo, y entre los pintores y escultores que fueron objeto de elogios poéticos se pueden citar, entre otros muchos, a El Greco, Navarrete el Mudo, Juan Bautista Maíno, Felipe Liaño, Diego Velázquez, Vicente Carducho, Juan Fernández Labrador, Juan Carroño de Miranda, Alonso Cano, Pedro de Mena, Juan Bernabé Palomino, etc. Gran parte de los principales literatos de la época dedicaron alguna composición poética a artistas y a obras de arte contemporáneos, y muchos de los mejores pintores fueron objeto de elogios poéticos. El tema es interesante y aunque en la mayor parte los argumentos se limitan a tópicos extendidos sobre la creación artística y la personalidad del pintor, lo cierto es que el estudio detenido de estas composiciones puede ayudar no sólo a perfilar la imagen literaria y, por extensión, social del artista en el Siglo de Oro, sino también a identificar las distintas relaciones de familia, amistad, admiración o profesión que unían frecuentemente a ciertos pintores con algunos literatos169.

Tal es el número de artistas encomiados que Sáez, en su análisis de la influencia pictórica en la silva «Al pincel» de Quevedo, introduce el concepto de «Parnaso pictórico» como se ha mencionado, con vistas a catalogar aquellas composiciones en el marco de las cuales, a imitación de las consabidas listas de laudos a escritores áureos, el poeta «presenta su nómina de pintores favoritos y da a conocer sus preferencias estéticas»170. Desde luego, tanto mayor es el valor de estos encomios pictóricos del Barroco cuanto más revelan el interés artístico del poeta, ya que permiten al investigador establecer un rapport de fait entre poesía y pintura, y forman, en conjunto, uno de los subgéneros más atractivos para el comparatismo interartístico. Aun cuando los vínculos entre poesía y pintura no vienen marcados por lo descriptivo, favorecen a todas luces el establecimiento de un espacio intertextual «en el que se reflexiona sobre las relaciones entre las dos artes»171. Así las cosas, los encomios pictóricos del Barroco sirven como marco de una serie de reflexiones acerca del arte poético por contraste con el pictórico. 169

Portús Pérez, 1999, pp. 195-196. Sáez, 2015, p. 82. Véase además la reflexión de Jaquero Esparcia (2018, pp. 201-205) sobre la aportación de Quevedo a la teoría de la pintura versificada. 171 Sáez, 2015, p. 66. 170

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Al compartir plumas y pinceles los mismos fines, el laudo sirve como estrategia retórica para introducir, merced al paralelo artístico, diferentes disquisiciones poéticas en torno a la imitatio, el decoro o la verosimilitud. Por otra parte, como alega Sáez, el «poema artístico» es fuente valiosa de información sobre el estado de las artes, la difusión del tópico ut pictura poesis y el pictoricismo, amén de la noticia que nos facilita de las principales técnicas y géneros artísticos practicados en la época. En otras ocasiones, el encomio propicia la transformación de los elementos del universo pictórico en metáforas poéticas, cuando no en emblemas del contenido moral a transmitir. Según lo expresado, el encomio pictórico conoce un desarrollo incomparable desde el asentamiento del Barroco en nuestras letras. Pero eso no quita que el Renacimiento registre composiciones dedicadas a artistas tales como Juan de Arfe (1535-1603), famoso orfebre renacentista de origen alemán, laureado por Luis de Torquemada en un soneto dedicado al mismo fechado en 1585172: Tú que de las entrañas de las artes que al universo dan más hermosura nos muestras con precepto, o con figura tan claro el todo, y tan distinto en partes. Tú que (docto Geómetra) compartes la Griega y la Romana Arquitectura y que la Anatomía, y la Escultura con tanta claridad, formas y partes. Vive seguro de que el tiempo avaro mengue la fama, ni el loor con suma de tu famoso nombre, oh Arphe raro. Que cuando hacerle injuria tal presuma a su pesar le harán eterno y claro tus milagrosas obras y tu pluma173.

Este soneto a Juan de Arfe es, junto a los de Céspedes a Pacheco, uno de los primeros encomios siglodoristas en honor de un artista español174. La alusión de Luis de Torquemada a la geometría, anatomía y la escultura como pilares de las

172 Pudo ser el autor familiar del conocido inquisidor fray Tomás de Torquemada, quien fue asimismo ilustre iconógrafo, hecho que explicaría el encomio mencionado y su temprano conocimiento de la teoría artística. Véase Caballero Escamilla (2009). 173 Arphe, 1795, fol. a2v. 174 Jaquero Esparcia (2018, pp. 59-66) ha centrado su atención en la figura de Arfe en razón de la importancia para la historia del arte español del tratado Varia commensuración para la escultura y arquitectura (1585/1587).

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artes plásticas revelan la influencia del tratado de Alberti, quien era la máxima autoridad en la materia hasta la posterior recepción de Vasari. Otra muestra del interés artístico manifestado por los poetas del siglo xvi es el encomio a Juan de Herrera (1530-1597) compuesto por Cairasco de Figueroa e incluido en «Canto de la curiosidad». No solo elogian estas tempranas manifestaciones a pintores, sino, además, a artistas como Juan de Arfe o a arquitectos como Herrera. De hecho, los primeros encomios significativos registrados en el Renacimiento son tanto más arquitectónicos que pictóricos. En este caso y a semejanza del posterior laudo de El Escorial presente en La Mosquea de Villaviciosa o el soneto dedicado al palacio por Villamediana, celebra Cairasco de Figueroa el monumento por ser emblema del poder real: Mas estas maravillas con que tanto la antigüedad se ilustra y engrandece, y el famoso edificio de Simandro, que fue del mundo peregrino asombro, y cuanto ha sido en él edificado de antiguos y modernos, no se iguala en razón, proporción, materia, forma, belleza, majestad, Arquitectura, peregrina invención, traza inaudita, pompa, curiosidad, y fortaleza, perpetua celsitud mientras el mundo durase, al celebérrimo edificio edificado en honra de Laurencio por el gran español Juan de Herrera, Arquitecto mayor de este milagro, cuya memoria en él será perpetua175.

Como es de esperar, los poetas empiezan a mostrar un mayor interés por celebrar el arte pictórico en el cambio de siglo. Célebres son las décimas pictoricistas de Carrillo y Sotomayor a Pedro de Ragis (1565?-1626), pintor y estofador alcalaíno-granadino, sobrino del escultor Pablo de Rojas176: Pues que imita tu destreza, ¡oh Ragis!, no al diestro Apeles, en la solercia, en pinceles, en arte, industria y viveza, 175

López de Sedano, 1774, p. 196. Para un comentario minucioso del texto de Carrillo y Sotomayor, véanse Orozco Díaz (1968a) y Costa Palacios (1987). 176

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sino a la Naturaleza tanto que el sentido duda si tiene lengua, o es muda, la pintura de tu mano, o si el Pintor soberano a darle alma y ser te ayuda177.

Según las noticias brindadas por Gila Medina, Ragis fue «uno de los artistas más completos y polifacéticos de la Granada contrarreformista así como creador de uno de los talleres más prolíficos que jamás haya conocido esta ciudad»178. Y de ahí que, además de la manida referencia del poeta al aforismo de Simónides, se nos presente en las décimas al artista en su condición de pintor de estampas religiosas: Hoy favorecido de él, tabla o lámina prepara para la empresa más rara que emprendió humano pincel; pinta al Arcángel Gabriel, gloria de su Hierarquía, con el aire y gallardía de la más hermosa dama que LOA Y SAlva la fama anunciando a su Mesía179.

A partir de este punto histórico, a caballo entre los dos siglos, es cuando el encomio pictórico empieza a perfilarse como uno de los principales géneros líricos, destacando en este sentido el de Lope a Felipe de Liaño (fallecido c. 1600), localizado en las Rimas sacras y titulado «Al retrato de una dama después de muerta»: Duerme el sol de Belisa en noche escura, y Evandro, su marido, con extraño dolor pide a Felipe de Liaño retrate, aunque sin alma, su figura. Felipe restituye a su hermosura la muerta vida con tan raro engaño,

177 178 179

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Carrillo y Sotomayor, 1984, p. 181, vv. 1-10. Gila Medina, 2003, p. 390. Carrillo y Sotomayor, 1984, p. 182, vv. 11-20.

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que pensando negar el desengaño, la vista de los ojos se perjura180.

El encomio adquiere en la composición de Lope la condición de epitafio. Sirve por un lado para elogiar a la dama y, por otro, al artista en razón de su magistral técnica para corregir la corrosión de la muerte. Aun cuando el retrato no es más que un «raro engaño», logra inmortalizar la hermosura de la dama. Obsérvese, pues, cómo el desengaño de la vida frente a la muerte y el carácter ilusorio del arte frente a la realidad cobran vida en la loa del Fénix, dando noticia de una nueva sensibilidad, que emerge con motivo de los primeros signos de debilidad del Imperio, y la radical visión de la existencia que inspira la Contrarreforma en una sociedad entregada o bien a los placeres y la corrupción o bien al lujo y la pompa. Por supuesto, como ya se indicó anteriormente, es Lope el representante destacado de un pictoricismo que no duda en ensalzar los grandes modelos pictóricos. Así se observa en la célebre composición lopesca titulada «Al cuadro y retrato de su majestad que hizo Pedro Pablo de Rubens, pintor excelentísimo»: Más informada de la envidia fiera que Rubens de imitarla con deseo era de sus pinceles Prometeo, dejando la segunda primavera, buscarla intenta por diversas vías; pero como tardase doce días, cuando en la sala entro donde pintaba, halló que el cuadro que acabado estaba representaba una famosa historia, de Felipe blasón, de Rubens gloria. En un caballo le miró tan vivo tan fuerte, tan fogoso, tan altivo que al tiempo que las manos levantaba por no romper el lienzo no bufaba181.

El encomio a Rubens enmarca para Lope dos aspectos fundamentales: la capacidad del arte para rivalizar con la perfección de la naturaleza y el elogio en último término del monarca español a través de un retrato que actúa como blasón de su realeza. Se percibe, por otra parte, la manida referencia al hurto de la técnica pictórica a los dioses, encabezada por Prometeo, y la conversión

180 181

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Lope de Vega, 1983, p. 1420. La cita procede de Vosters (1987, p. 269, vv. 75-88).

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en metáfora del aforismo de Simónides, en razón del bufido mudo del caballo figurado por el lienzo. Y esta misma perspectiva la encontramos en el encomio de Bocángel dirigido al escultor Juan Martínez Montañés (1568-1649), con motivo del «Retrato de Su Majestad» que esculpió el artista en barro. Si Lope compara a Rubens con Apeles, Bocángel considera al escultor elogiado «el andaluz Lisipo»: Ya, pues, que le inspiró lo eterno al bulto, donde vuelve a nacer el sol de Iberia, le fía al barro el andaluz Lisipo. Que el bronce y mármol presumieran culto de los años por sólida materia, y para eterno bástase Filipo182.

Junto al Fénix, Francisco López de Zárate (1580-1658) es otro de los poetas que encomia al artista holandés en el soneto «A Pedro Pablo Rubens famoso pintor flamenco»: Rubens que elevas con lo dulce, espantas cuando acciones aplicas a furores, siendo tan soberanos tus primores, que aun en plumas finges, tu honor cantas. Rayo de sol es tu pincel, que plantas casi con su fragancia vivas flores, vistiendo las Historias de colores memoriosas pirámides levantas. Solo te falta ser lo que no puedes Deidad, cuyo poder no se limita, porque animas las sombras, que deseas. Tan cerca estás de Dios, que le sucedes, pues cuerpo sabes dar a las Ideas, que en ti, como en su mente, deposita183.

El encomio de López de Zárate muestra a Rubens fingiendo con pinceles el excelso canto de las plumas, metáfora inspirada en la preceptiva ut pictura poesis que ya opera en plenitud de poderes entre los poetas barrocos. Pero, a diferencia del anterior, el elogio a Rubens de López de Zárate se cimenta sobre una hipérbole que llega a resultar excesiva, al no vacilar ante la certeza de que la técnica del pintor flamenco rivaliza con la del Deus pictor, por su pasmosa capacidad 182 183

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Bocángel, 1985, p. 120. López de Zárate, 1976, p. 55.

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de plasmar de forma casi divina la Idea artística sobre el lienzo. Rubens destaca como pintor no solo por su técnica, sino también por el modo en que sus lienzos lo aproximan a la acción del poeta. Se ve implícita aquí la jerarquía de los géneros en la consideración de la pintura histórica como ideal plástico por antonomasia, cuya superioridad la sitúa un nivel por encima de los bodegones, las tablas de países o la pintura de marinas. No podía faltar en el catálogo de pintores encomiados el artista al que el Barroco español le debe buena parte de su gloria. Se trata, cómo no, de Velázquez, elogiado por el cortesano Juan Vélez de Guevara, cuyo laudo fue recogido por Lázaro Díaz del Valle en Origen Yllustración del Nobilísimo y Real Arte de la pintura (1656): Pincel que a lo apacible y a lo fuerte les robas la verdad tan bien fingida que la ferocidad en ti es temida y el agrado parece que divierte. Di ¿retratas o animas? pues de suerte esa copia Real está excedida que juzgará que el lienzo tiene vida como cupiera en lo insensible muerte184.

El elogio a Velázquez con motivo de sus retratos regios posee un doble atractivo para los poetas, toda vez que esta suerte de género pictórico permite celebrar al artista tanto por su técnica cuanto por la manera en que el lienzo inspira, en quien lo contempla, la autoridad del soberano. Y tanto más si el encomio lo firma Francisco Pacheco, yerno, sin ir más lejos, del pintor: Al calor de este sol templa tu vuelo y verás cuánto entiende tu memoria la fama, por tu ingenio y tus pinceles. Que el planeta benigno a tanto cielo tu nombre ilustrará con nueva gloria, pues es más que Alejandro y tú su Apeles185.

En el caso de los retratos regios se convierte el monarca en un talismán para la protección del artista, tanto en el sentido literal como figurado. Velázquez encarna la figura legendaria de Apeles al poner su pincel al servicio del nuevo Alejandro Magno. El ingenio del español es tal que logra equiparar la liberalidad 184 185

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En Calvo Serraller, 1981, p. 470. En Calvo Serraller, 1981, p. 393.

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de su arte con la del poeta, signo de la perfecta comunidad barroca en torno al ut pictura poesis. Si bien en el caso de Velázquez los elogios encuentran su correspondencia en la fama póstuma, el pintor flamenco Juan van der Hamen (1596-1631), residente en Madrid en la época de los Austria, no corrió la misma suerte que su coetáneo, pese a ser uno de los pintores que mayores encomios acumuló en su tiempo. Entre ellos, de su amigo Lope de Vega, quien ensalza la grandeza de sus bodegones florales: Si cuando, coronado de Laureles, copias, Vander, la primavera amena, el lirio azul, la cándida azucena, murmura la ignorancia tus pinceles, sepa la envidia, castellano Apeles, que en una tabla de tus flores llena cantó una vez burlada filomena, y libaron abejas tus claveles186.

El laudo a las «tablas de flores» de Van der Hamen revela la alta estima que tuvo el bodegón como género en el Barroco, por ser emblema de la visión postridentina de la vida como un inevitable curso hacia el otoño de la muerte; pero también por el gusto por una cultura material que hoy, resultándonos familiar, en cambio se nos escapa. No podía faltar en el elogio la comparación tópica con Apeles, ideal del perfecto pintor de la Antigüedad, así como la mención del canto mudo de Filomela como metáfora pictoricista del aforismo de Simónides, también registrada por Góngora en el soneto «A un pintor flamenco» a raíz del retrato del poeta que realizó Van der Hamen: Hurtas mi bulto, y cuanto más le debe a tu pincel, dos veces peregrino, de espíritu vivaz el breve lino en los colores que sediento bebe, vanas cenizas temo al lino breve, que émulo del barro lo imagino, a quien (ya etéreo fuese, ya divino) vida le fió muda esplendor leve. Belga gentil, prosigue al hurto noble, que a su materia perdonará el fuego, y el tiempo ignorará su contextura.

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Lope de Vega, 2002, pp. 88-89.

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Los siglos que en sus hojas cuenta un roble, árbol los cuenta sordo, tronco, ciego; quien más ve, quien más oye, menos dura187.

El cuadro inspira en Góngora las sinestesias, metáforas y metonimias características de los poemas pictoricistas: «en los colores que sediento bebe», «émulo del barro», «vida le fio muda», «hurto noble»188, «árbol los cuenta sordo, tronco, ciego», «quien más ve, quien más oye». También destaca la mención del «lino breve», forma metafórica de referirse al retrato grabado por su condición de mero dibujo en comparación con el colorido acabado de las pinturas. Valdivielso le dedica un encomio al pintor flamenco incluido en el conocido Memorial informatorio por los pintores de 1629, publicado en Madrid y en el que participan Lope, Jáuregui y el poeta en cuestión. La pieza se titula «En gracia del arte noble de la pintura» y tiene por objeto el retrato de Valdivielso, que pintó Van der Hamen, y donde no falta la alusión al ideal que celebra la capacidad pictórica de dotar de habla a los cuadros: Tan felizmente al lino tradujiste mi rostro, ¡oh pincel Fénix!, que mirado me juzgo en un espejo, no copiado, porque hasta el movimiento le infundiste. Burla ingeniosa de mí mismo fuiste, Pues me hallé vivo, y me busqué pintado, Porque el habla que hurtaste al retratado, Al retrato sin habla se la diste189.

Este mismo motivo es el que propicia otro elogio del pintor firmado por Bocángel en las décimas «A un retrato del autor muy semejante que hizo Juan de Van der Hamen, pintor insigne»: Vivas voces y aun sentidos, dan tus pinceles veloces, porque no todas las voces se escuchan con los oídos. Ojos que son advertidos oirán a cualquier figura, 187

Góngora, 2000, pp. 532-533. «Hurtar» posee en el Siglo de Oro una connotación pictoricista ligada al hecho de dibujar, pintar, esbozar, bosquejar al modelo en el retrato pictórico, pero también al traslado de la propia presencia del retratado al lienzo o al papel (véase Bergmann, 1979, pp. 84-85). 189 En Sánchez Jiménez y Sáez, 2018, p. 231. 188

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donde hazaña más segura halló tu pincel valiente en que calle lo viviente, que en dar voz a la pintura190.

El poeta se ve reflejado sobre el lienzo cual si este actuara como un espejo de su apariencia y espíritu, en consonancia con la concepción de la pintura como poesía muda y capaz de una «Naturaleza mejor» que inmortaliza la imagen del poeta más allá de la vida191. Cabe recordar que esta misma idea ronda la mente de Paravicino en su célebre encomio de El Greco, inspirado por el reconocimiento de su propio rostro en la tabla (Lám. 6): Émulo de Prometeo, en un retrato, no afectes lumbre, el hurto vital deja, que hasta mi alma a tanto ser ayuda. Y contra veinte y nueve años de trato, entre tu mano, y la de Dios, perpleja, cuál es el cuerpo en que ha de vivir duda192.

Conocidos son asimismo los elogios al poeta y pintor Jáuregui. La mayoría de sus coetáneos celebra su talento tanto para la pluma como para el pincel. De hecho, en el soneto titulado «A la pintura y poesía de D. Juan de Jáuregui, caballero de la Reina Nuestra Señora», Lope brinda detalles de su obra pictórica, como es el caso de una Judith de la que, como recordaba Menéndez Pelayo193, nada se conserva salvo las pinceladas de los versos lopescos: Si en alegre color, si en negra tinta bañas pluma o pincel, en cualquier parte tu genio tan igual términos parte, que no hay entre los dos línea distinta. Si en colores Judit, si en verso Aminta duplicado laurel presumen darte, 190

Bocángel, 1985, p. 206, vv. 11-30. Vuelve a evidenciarse aquí la lectura de Mercado acerca del carácter de la poesía como pictura loquens más allá de la muerte: «el silencio del retrato (que carece de voz por ser mera imagen repetida de un difunto, a su vez por fuerza silencioso) irónicamente se hace eco del silencio del sepulcro (siendo este la entidad silenciosa por excelencia, puesto que hace recordar el silencio de la muerte). Sin embargo, este doble silencio se subvierte en el espacio del texto poético para proclamar que el retrato, aún mero reflejo de la verdad última, es una verdad en sí mismo: el arte puede hablar, vencer a la muerte» (2015, p. 61). 192 Paravicino, 2002, p. 170. 193 Véase Menéndez Pelayo, 1994, p. 865, n. 1. 191

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no es tu pluma, don Juan: escribe el arte, no es tu pincel: Naturaleza pinta. Ni tu pluma permite al Castellano ni al culto imitación, tanto florece en estilo divino, acento humano. Ni tu pincel emulación padece, que solo te igualó tu propia mano, pues solo tu retrato te parece194.

Casi nada ha llegado del Jáuregui pintor. Así como se conoce bien su producción lírica y su tarea como traductor de Tasso, únicamente es posible hacerse una vaga idea de su verdadero talento con los pinceles más allá de estos elogios y algunos lienzos conservados. El poema de Lope no solo tiene valor testimonial, sino que brilla por su calidad literaria. Nótese cómo el Fénix articula la estructura del soneto en torno al eje que supone el talento doble de Jáuregui: el primer cuarteto y terceto celebran su destreza en poesía, en tanto que los segundos se reservan para el elogio de su habilidad con el pincel. Lope se sirve de la forma en que en la figura de Jáuregui se manifiesta la hermandad de las artes para proceder a una identificación plena: «no hay entre los dos línea distinta». Y de igual modo lo percibe Pacheco en su encomio «A Juan de Jáuregui»: La muda poesía y la elocuente pintura, a quien tal vez Naturaleza cede en la copia, admira en la belleza, por vos, don Juan, florece altamente. Aquí la docta lira, aquí el valiente pincel, de vuestro ingenio la grandeza muestran, que con ufana ligereza la fama extiende en una y otra gente195.

En el contexto de esta suerte de piezas es donde el tópico ut pictura poesis se percibe con mayor plenitud. Los fines de la muda poesía y de la elocuente pintura se alían en una segunda naturaleza pergeñada por el valiente pincel y la docta lira que superan aun la realidad misma, concediendo la ansiada fama a la personalidad de Jáuregui. Los «milagros simétricos» del autor sobre tablas y papeles son cuanto inspira a Bocángel en su canto a la posteridad de la fama del poeta-pintor:

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Lope de Vega, 2004, p. 89. Jáuregui, 1973, p. xv.

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Lám. 6. El Greco, Fray Hortensio Félix Paravicino, c. 1609. Fine Arts Museum, Boston.

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Detén, Jáuregui docto, el curso altivo de tu pincel que eternidad reparte, cuando naturaleza, cuando el arte cede al lino espirante, al metal vivo. Tus milagros simétricos no escribo, porque sabrá el menor eternizarte, ni te describo en más heroica parte donde usurpas al sol su lauro esquivo. Los números suspende, o los colores, pues describe el pincel, pinta la pluma, y cualquiera imposibles nos derrama. No estorben tus aplausos tus primores, que acumular de asombros tanta suma es imposible cargo de una fama196.

La pintura, como la poesía, inmortaliza al artista gracias a que la fama «eternidad reparte». Las metáforas sinestésicas características de las composiciones pictoricistas de Bocángel posibilitan los milagros simétricos: «pinta la pluma», en tanto que «describe el pincel». He aquí el tópico ut pictura poesis en su expresión más elevada, de suerte que las artes acaban por confundirse entre sí y por adoptar roles que por las limitaciones de sus medios le están vedados. Nada le tiene que envidiar Pacheco a Jáuregui en cuanto a elogios de poetas se refiere. Al ser uno de los principales promotores de las artes plásticas en España, se conservan diferentes encomios pictóricos que versan sobre su figura. Uno de los más tempranos, el soneto «Al pintor Francisco Pacheco» de Alcázar: En tanto, nuevo Apeles, que, ocupado en las Ideas, tu ingeniosa mano les forma cuerpos que, al juicio humano, vence al original cualquier traslado197.

No es esta, de todas formas, la única composición que dedica Alcázar a Pacheco. Se tiene constancia de otro encomio pictórico en redondillas, «Fragmento de un elogio al retrato de Francisco Pacheco, pintado por este mismo» (Lám. 7), que el elogiado mismo recoge en Arte de la pintura: Allí sujetó la idea de su arte, no vencida; 196 197

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Bocángel, 1985, p. 369. Alcázar, 2001, p. 170.

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deseada, mas no habida jamás de quien la desea. Y él glorioso de tenerla con ingenio soberano, va sacando de su mano divinos traslados della. Y así no es de humano intento lo que Pacheco nos pinta; de otra materia es distinta, de celestial fundamento, Pues con destreza invencible lo que es espiritual dándole retrato igual le forma cuerpo visible198.

Lám. 7. Francisco Pacheco, Retrato de Baltasar del Alcázar, c. 1637. Real Academia de la Historia, Madrid.

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En Pacheco, 1990, p. 289.

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Insiste una vez más Alcázar en la naturalidad del traslado y en la capacidad de formar con figuras y colores conceptos e ideas. El ideal de superar a la naturaleza por medio de su figuración es un motivo recurrente en toda la poesía barroca. La función del poeta y pintor es, por tanto, estilizar el modelo natural, limando sus posibles imperfecciones, como expresa Rioja en su encomio al pintor sevillano incluido en la silva «A la constancia»: Tú, pues en la pintura con destreza a la Naturaleza ya vences y ya igualas, no temas de enemiga pluma o de acerba lengua lo que diga: que tu nombre divino el tempo llevará sobre sus alas, y por tu ingenio y arte dirá del orbe en la escondida parte (nunca en tus alabanzas importuno) que antes te envidia que te imita alguno199.

En el elogio de Medrano, «Al retrato de Luciano de Negrón, Arcediano de Sevilla, por el pintor Francisco Pacheco», se observa nuevamente un encomio doble a los «dos varones que al mundo dio Sevilla»: En ti, oh Negrón, sin límite así crece, la ciencia y la bondad, que en todos mengua; la pintura, oh Pacheco, en ti se suma. Mi pluma y lengua para y se enmudece, por no llegar a tu virtud mi lengua, por no llegar a tu pincel mi pluma200.

Una vez más las metáforas pictoricistas se hallan en consonancia con el parangón de las artes. La poesía de Medrano enmudece por no alcanzar la lengua la virtud de Negrón y la pluma el pincel de Pacheco. En otras únicamente pide auxilio al pintor para que con su capacidad de copiar el rostro de la amada sobre el lienzo refrene su sufrimiento de amor. Así lo expresan los versos de Espinosa dirigidos a otro pintor andaluz, Antonio Mohedano (1563-1626):

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Rioja, 1984, p. 188, vv. 51-61. Medrano, 1988, p. 281.

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Pues son vuestros pinceles, Mohedano, ministro del más vivo entendimiento, almas que le dan vida al pensamiento y lenguas con que habla vuestra mano, copiad divino un ángel a lo humano de aquella que se alegra en mi tormento, porque tenga a quien dar del mal que siento las quejas que se lleva el aire vano201.

Se suceden las metáforas en razón del aforismo de Simónides, hasta el punto de que podemos afirmar que es una de las grandes señas de identidad del encomio pictórico en el Barroco por ser reflejo de la doctrina ut pictura poesis. La lengua muda de la mano imita a la musa «a lo divino», figurándola como un ángel. A la nómina de pintores andaluces elogiados se suma Diego de Lucena (c. 1600), pintor barroco que estuvo activo en Madrid durante la primera mitad del siglo xvii. Esta vez es Pantaleón de Ribera quien enaltece al artista por haberlo retratado con suma justicia202: En esa, Diego, lámina excedida ni del Griego Pintor, ni del Toscano, a los esfuerzos debe de tu mano segundo aliento mi segunda vida. Muda la imagen vive, consentida, no a más que el bulto persuadir humano, nada el pincel la oculta soberano, solo la voz le niega colorida203.

El retrato del poeta es una de las principales circunstancias que da pie a la composición de tales poemas artísticos. Quid pro quo, el pintor inmortaliza la estampa del poeta y este le devuelve el favor con su elogio. El rostro se traslada al lienzo y «muda la imagen vive», libre de la corrupción del tiempo. Así lo refleja Pantaleón en un segundo soneto dedicado a don Diego de Lucena: Poca, Diego, soy tinta, bien que debe en esa tinta poca a tu pintura tanto espíritu docta mi figura cuanto pudo admitir lámina breve. 201

Espinosa, 1975, pp. 6-7. El encomio de Pantaleón de Ribera a Lucena es objeto de análisis en Mercado (2015, pp. 83-84). 203 Pantaleón de Ribera, 1944, I, p. 219. 202

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A ser eterna aun más por si se atreve, que por la fe de su materia dura, otra vez animada criatura luces a tu pincel mi aliento debe. Por ti vuelvo a vivir; la imagen bella que en la paciencia heroica de tu mano quedó vocal, lo dice peregrina. Tanta inmortalidad me adquiero en ella, que entre el uno y el otro ser humano solo al primero temo mi ruina204.

Una vez más se aprecia cómo el poeta, en su intento de trasladar al medio verbal lo plástico, recurre a las metáforas pictoricistas para materializar su apuesta por un ideal imposible: «soy tinta» (retrato), «lámina breve» (grabado), «luces a tu pincel mi aliento debe» (la luz como voz de la pintura), etc. En la órbita del conceptismo, la paradoja y la sinestesia alcanzan el paroxismo expresivo en respuesta a la preceptiva ut pictura poesis, que conoce su apogeo ulterior con la tercera generación de poetas barrocos. Por desgracia, ningún lienzo se ha conservado del pintor del retrato de Pantaleón de Ribera. Únicamente se puede advertir, por la referencia al carácter de la tabla como «lámina breve», que bien pudiera tratarse de un grabado, si confrontamos la referencia a la observada anteriormente en el contexto de los versos dedicados por Góngora a Van der Hamen. Cierto es que no deja de entrañar el encomio pictórico una hipérbole tan desmedida como productiva a efectos poéticos, pero resulta irónica la nota del último terceto de un Pantaleón, quien teme la ruina del olvido tras su muerte, sin barajar la posibilidad de que el retrato de Lucena pudiera perderse y caer en el olvido su existencia, si el poeta no la hubiera inmortalizado en sus versos. Díaz del Valle, quien no olvida a Lucena y es asimismo fuente primordial de numerosos encomios pictóricos conservados, elogia en otro soneto a Francisco Camilo (1615-1673), pintor barroco de la escuela madrileña. Sus versos validan la firme alianza de plumas y pinceles, si bien carecen, como es natural, de las metáforas pictoricistas de los imaginativos elogios de Bocángel o Pantaleón, por proceder de la pluma de un historiador: Hoy mi fama y mi pluma en competencia a quien más alto su renombre sube se entrega ésta al aplauso, aquélla al viento.

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Pantaleón de Ribera, 1944, I, p. 221.

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Mas su pincel que al arte da excelencia es trueno que pregona en alta nube rayo de la nueva luz su pensamiento205.

Con respecto a los pintores extranjeros, además de los mencionados Rubens y Van der Hamen, destacan los laudos en honor de los artistas flamencos que tuvieron trato con la corte española. Sin embargo, llama la atención por la temprana presencia del maestro extranjero en el parnaso pictórico el peculiar encomio del duque de Vaca de Alfaro a Jan van Eyck (1390-1441), recogido por Pacheco y titulado «Al retrato de Juan de Bruxas, inventor de la pintura a olio»: Yo el artífice soy, yo el excelente cuya gloriosa frente la edad corona de ínclitos honores, pues con mi diestra mano y de Humberto, mi hermano, mixturé con el olio los colores206.

Cabe destacar por igual la noticia del furor desatado por los disparates de El Bosco entre los poetas del Siglo de Oro. Quevedo o Castillo Solórzano dejaron constancia del hecho y a este último le pertenecen los siguientes versos sobre el genio holandés: Pudiera el vivo esqueleto por lo horrendo y lo monstruoso entre demonios magnates pretender muy bien el proto, y a copiar su original con sus pinceles el Bosco, con más primor afectara las tentaciones de San Antonio207.

Pero si un pintor extranjero destaca junto con Rubens por la enorme influencia que ejerció en los poetas españoles, este no fue otro que el creador de las «poesías» pictóricas, a quien Joseph Delitala le dedica un encomio titulado «A una tabla de Tiziano, en que está pintada la historia de Dánae»:

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En Calvo Serraller, 1981, p. 474. En Pacheco, 1990, p. 475. En Herrero García, 1943, p. 30.

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Vivas las tintas, mano si elegante, y en templas desatados los colores, animan los carmines los candores de tu divino rostro, y tu semblante. El oro, que liquida el fulminante Júpiter, por gozar de tus favores áspero está, y al tacto los primores miente de Apeles, miente de Timante. Que mucho si la gloria de Ticiano el lienzo mancha, en él la líneas tira, claros formando aquí, y allá a lo lejos. Vidas da el movimiento de su mano, Danae se queja, Júpiter suspira, y de sus ojos queman los reflejos208.

Se trata del cuadro Dánae recibiendo la lluvia de oro (Lám. 8), obra perteneciente a una serie de pinturas mitológicas de inspiración poética que elaboró Tiziano, entre 1553 y 1554, por encargo del príncipe Felipe209. A esta serie pictórica, en la cual se incluye el cuadro descrito por Delitala, las denominó el artista italiano «poesías», en un intento evidente de equiparar sus lienzos con las imitaciones poéticas de Ovidio. Equivalentes a estas «poesías» pictóricas de Tiziano, son las pinturas descriptivas que un siglo más tarde Juan de Ovando y Miguel de Barrios incluirán en Ocios de Castalia (1663) y Flor de Apolo (1665), respectivamente. Nada hay pues de sorprendente en que Delitala, perteneciente al grupo de poetas del Bajo Barroco, se muestre sumamente interesado en las «poesías» pictóricas de Tiziano para elaborar su verbis depingere. La transposición artística del poeta hace referencia a las técnicas pictóricas de los «lejos» o el temple, que he comentado con anterioridad. Para llevar a término la écfrasis de las «poesías» de Tiziano recurre Delitala a las consabidas hipérboles pictoricistas, tales como «sus ojos queman los reflejos», inspiradas por los elementos figurativos que ocupan la parte superior del lienzo. La preceptiva ut pictura poesis ofrece sus últimos destellos en estas composiciones tardías del virrey sardo, en una época en la que la doctrina misma ya ha comenzado a provocar los primeros desvíos, por cuanto obliga a poetas y pintores a ceñirse a un academicismo que reprime la improvisación y el ingenio de las generaciones anteriores.

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En Herrero García, 1943, p. 35. Véase Falomir Faus y Joannides, 2014.

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Lám. 8. Tiziano, Dánae recibiendo la lluvia de oro, 1560-65. Museo del Prado, Madrid.

Pero si las composiciones pictoricistas de Delitala brillan es por cuanto encuentran buena parte de su inspiración en Quevedo, quien había elogiado a otro maestro italiano Guido Reni en «A un retrato de Don Pedro Girón, Duque de Osuna, que hizo Guido Boloñés»: Vulcano las forjó, tocolas Midas, armas en que otra vez a Marte cierra, rígidas con el precio de la sierra, y en el rubio metal descoloridas. Al ademán siguieron las heridas cuando su brazo estremeció la tierra; no las prestó el pincel: diolas la guerra; Flandres las vio sangrientas y temidas. Por lo que tienen del Girón de Osuna saben ser apacibles los horrores, y en ellas es carmín la tracia luna. Fulminan sus semblantes vencedores; asistió al arte en Guido la Fortuna, y el lienzo es belicoso en los colores210. 210

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Quevedo, 1981, p. 262.

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La pintura de las armas del duque de Osuna por parte de Guido Reni propicia el encomio pictórico de Quevedo. Este laudo doble al pintor italiano y al caballero español revela el valor historiográfico de tales piezas, toda vez que dan a conocer lienzos que se han perdido y de los que solo se poseen referencias gracias a esta suerte de «poemas artísticos»211. A caballo ya entre el siglo xvii y xviii es de destacar la figura de García Hidalgo, en cuyo tratado Principios para estudiar el Nobilísimo Arte de la pintura se halla el último encomio destacado del Siglo de Oro a los maestros italianos, así como a Durero, Jehan Cousin, Andrea Velasio y Juan Valverve de Hamusco: De Bonarrota, Raphael, y Alberto Del Causin, y el Besalio, y de Balverde, si el todo, y partes sigues, ten por cierto, que el que sigue estas luces no se pierde, alma dando a lo vivo, y a lo muerto212.

Y de igual modo a los pintores españoles en razón del color y la excelencia de su pintura histórica: Si pretendes en todo el desempeño, y quedar de la Fama laureado, de Velázquez, Murillo, y de Carreño aprende colorido e historiado, para ser del manejo, y gusto dueño; y así serás por grande celebrado, pues éstos, y otros muchos Españoles, fueron de la Pintura claros Soles213.

El «Parnaso pictórico» de García Hidalgo aquilata en una estrofa la grandeza de una Edad de Oro convertida ya en monumento histórico. Arte y poesía seguirán su curso conjunto durante los primeros decenios del siglo xviii214,

211

Jauralde Pou (2010) relata en su blog los pormenores de la investigación llevada a cabo en torno a la obra de Reni que Quevedo elogia en su encomio pictórico. A su juicio la obra se ha perdido. 212 En Calvo Serraller, 1981, p. 595. 213 En Calvo Serraller, 1981, p. 595. 214 En su tesis doctoral, Jaquero Esparcia (2018, pp. 225-422) no se limita a analizar la teoría pictórica versificada y los poemas artísticos del Siglo de Oro como el de García Hidalgo, sino que reserva varios capítulos para abordar la pintura como tema en la poesía de carácter didáctico del Siglo de las Luces, con especial atención a las figuras de Diego Antonio Rejón de Silva y Juan Moreno de Tejada.

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hasta que el gusto neoclásico de los Borbones apacigüe con la luz de la razón los monstruosos prodigios del Barroco y con ellos los antiguos encomios dirigidos a un único fin artístico, noble e irrepetible, que hermanó plumas y pinceles, artistas y poetas, colores elocuentes y métricos pinceles bajo la égida de un mismo ideal, ut pictura poesis: la poesía como arte, el arte como poesía.

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4. VERBIS DEPINGERE: LA HIPOTIPOSIS EN LA POESÍA ÁUREA

En Écfrasis: visión y escritura, Ponce Cárdenas recoge, entre los distintos matices que delimitan «el radio de acción de los textos ecfrásticos», el siguiente aspecto: «En ocasiones la impostación de la écfrasis apunta hacia determinadas imágenes descritas como si de una obra de arte se tratara. El caso más habitual acaso sea el de la ‘pintura verbal’ de un paisaje existente, concebido a la manera de un cuadro de género»1. Haciendo gala de su olfato para rastrear nuevas vías de investigación, Ponce Cárdenas advierte un aspecto que los teóricos de la écfrasis han venido pasando por alto. Un análisis concienzudo del verbis depingere, máxime en el contexto aurisecular que aquí interesa, revelará incontables descripciones que «pintan» verbalmente la realidad como si fuera una obra de arte. Por lo tanto, se aprecia en el examen de la poesía del Siglo de Oro una tercera figura enárgica, a caballo entre la descripción y la écfrasis, que, si bien describe una entidad real, la representa en clave artística. Tal forma descriptiva

1

Ponce Cárdenas, 2014, p. 15. Asimismo, ya advertía Orozco Díaz en Mística, plástica y barroco, con respecto a los poetas místicos que practican la «pintura verbal», que «ese afán por describir, por apresar con la palabra una visión que corresponde íntegramente al mundo de lo visual, haga al escritor presentar verdaderos cuadros e imágenes, que, además necesariamente, al recibir forma se someten en parte al influjo del arte religioso que el autor tiene a su alrededor» (1977, pp. 30-31).

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se identifica actualmente con la hipotiposis2. Se trata, pues, de un complemento a los dos principales cauces a través de los cuales se viene analizando la literatura enárgica del Siglo de Oro. Una vía alternativa por la cual el verbis depingere se manifiesta en los versos de los poetas siglodoristas sin necesidad de responder al efecto realista e icástico de la descripción, pero sin por ello comportar una metarrepresentación. Su referente es la realidad y no así una obra de arte, pero la describe como si lo fuera. He aquí lo interesante de la figura. No obstante, si se dirige la mirada a los manuales de retórica, rara vez se encontrará recogida en ellos esta insospechada dimensión de la hipotiposis. Ha sufrido al igual que la écfrasis una mutación considerable desde los días en que Quintiliano la identificó con la evidentia retórica, consagrándola así como uno de los mecanismos más efectivos para poner ante los ojos la imagen de lo representado. Fue Erasmo el responsable indirecto de su metamorfosis en el seno de la preceptiva renacentista, fomentando su redefinición a partir de ciertas menciones localizadas en Cicerón y Quintiliano en torno al verbis depingere3. Será la retórica neoclásica francesa la que a posteriori la identifique como tableau, con objeto de caracterizar estas peculiares «pinturas verbales» que representa la realidad «como si de una obra de arte se tratara». No sería de recibo, por consiguiente, cerrar este análisis del tópico ut pictura poesis como motivo de composición en el contexto aurisecular sin aproximarse a la cuestión referida, ofreciendo algunas muestras que avalan la operatividad de la presente definición de hipotiposis. Bien que las reflexiones de Erasmo en torno a la figura no pretenden ser preceptivas, pues en ningún momento invitan al poeta a que se inspire en modelos plásticos para lograr tal efecto, un buen número de descripciones pictoricistas del Siglo de Oro plasma tal propósito. Va de suyo que se trata de descripciones que ni casan con la clásica descriptio ni con el carácter metarrepresentativo que actualmente se le concede a la écfrasis. Es un tipo de descripción enárgica favorecida por la preceptiva ut pictura poesis y 2 Especialmente fecundo ha sido su desarrollo en el contexto de la crítica francesa. Véase Le Bozec (2002). En el ámbito español, los principales referentes son Estil-les Farré (1996) y De la Calle (2005). 3 La fortuna de De copia verborum de Erasmo favorece y promueve, en el contexto renacentista donde la pintura ocupa un lugar de honor, no solo el interés renovado entre los poetas áureos por la clásica figura de la hipotiposis —descripción vivaz que logra poner ante los ojos del lector la realidad representada gracias al detallismo descriptivo—, sino además que se redefina la figura descriptiva como cuadro imaginario o tableau: «We shall enrich speech by description of a thing when we do not relate what it’s done, summarily or sketchily, but place it before the reader painted with all the colors of rhetoric, so that at length it draws the hearer or reader outside himself as in the theatre. The Greeks call this ὑποτύπωσις from painting the pictures of things» (Erasmo, 1999, p. 47).

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por los diferentes tópicos ligados a esta. El poeta describe la realidad no como lo que es, sino como lo que parece, esto es, como obra de arte natural. Ello exige, pues no puede ser de diferente manera, que tal representación se lleve a cabo en consonancia con los ideales pictóricos de la época. De modo que el esquema de la descriptio puellae deviene en el transcurso del siglo xvi, a causa de la fuerte influencia ejercida por la plástica entre los poetas manieristas, en una suerte de retrato literario que toma como modelos a Rafael o Tiziano; la visión de la naturaleza, inspirada por tópicos tales como el locus amoenus, Natura artifex o Deus pictor, propicia la descripción del paisaje, no como la entidad física que es, sino a la manera de una tabla de países, dando lugar a un evidente fenómeno de iluminación recíproca de las artes. Así nos encontramos con que Garcilaso «pinta» el lugar idílico como si fuera un tapiz renacentista; Lope y Espinosa describen paisajes como cuadros de países; Rioja y Polo de Medina colorean sus flores atraídos por la novedad que suponen los bodegones florales; y la representación de naufragios en Jáuregui o Villamediana encuentran su fuente de inspiración en las singulares marinas holandesas. Prueba evidente es todo ello, como subraya Azaustre, de que «cualquier preceptiva —incluidas las contemporáneas teorías de la literatura y lenguaje— simplemente intentan ordenar lo que ya existe en el uso»4. La pintura se convierte, por ende, en el referente primero para la elaboración del verbis depingere en el Siglo de Oro. He aquí la razón de la recurrencia de la hipotiposis como figura poética en dicho contexto. En el Renacimiento, la hipotiposis viene dada, en primer lugar, por la cosificación de la mujer que impone el petrarquismo, al concebirla como una obra de arte viva a causa de su extremada belleza. Y lo mismo sucede con aquellos poemas del siglo xvi que encuentran su inspiración en los tópicos de Natura artifex y Deus pictor, por cuanto dan pie a la concepción de la naturaleza como obra maestra natural y divina. En el Barroco, el carácter renacentista de las primeras hipotiposis se mantiene. El fuerte desarrollo vivido por la pintura en la España de la época y la adhesión de los poetas a la doctrina ut pictura poesis en boga repercute en la descripción de paisajes, flores o alimentos, cuya directriz invita al vate barroco a representarlos no tanto como tal, sino como si estos figurasen en bodegones o escenas de género. En efecto, la realidad no es objeto de una mera imitación pasiva, sino que se «pinta» como un cuadro imaginario. La descripción deja de ser una representación de las circunstancias para convertirse en una «pintura verbal» pergeñada no con colores sino con palabras. Cuanto los tecnógrafos grecolatinos consideran en los progymnásmata una metáfora sin mayor función que la evidencia, el Siglo 4

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Azaustre, 2009, pp. 45-46.

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de Oro la interpreta al pie de la letra, propiciando un peculiar fenómeno literario a merced de la preceptiva de la hermandad de las artes. El poeta no imita la realidad para reproducirla y copiarla con exactitud; bien al contrario, crea una nueva realidad potencial a partir de conceptos visuales a semejanza del artista plástico. Es la lectura que ofrece el Siglo de Oro de la imitatio aristotélica y que Pinciano o Lope recogen en sus respectivas propuestas poetológicas. En vez de plasmar el concepto artístico en la tabla por medio del trazo y colorido del pincel, la pluma traslada sus conceptos a los papeles con métricos colores, a fin de proyectar, gracias a la virtud visiva que le concede la enárgeia a la palabra y al simulacro óptico que reviste toda phantasia, una imagen de la realidad que rivalice con la naturalidad de los iconos. En ningún momento el tópico ut pictura poesis pierde su condición de parangón. Si bien el poeta barroco camufla sus intenciones tras el gusto pictórico del docto cortesano, la verdadera motivación de toda «pintura verbal», desde Homero hasta nuestros días, inclusive el Siglo de Oro, concuerda con el deseo imposible de alcanzar el poder imitativo del signo natural. La comparación de poesía y pintura, esto es, de palabra e imagen, era lugar común para el escritor áureo y de ahí su profusión; pero se pecaría de ingenuo al considerar que la poesía pictoricista aurisecular responde únicamente a la fórmula preceptiva y no se entendiese que su fin último es el intento de que la literatura rivalice con la pintura, de mantener a toda costa la hegemonía de la palabra sobre la imagen plástica, de demostrar por medio de la evidentia que el carácter sublime de las phantasias es incomparable al espejismo visual del icono. Todo ello pasaba por que el escritor demostrase la capacidad de los poemas de poner ante los ojos del lector un cuadro imaginario de la cosa. Y esta capacidad verbal de proyectar imaginationes difusas, pero igual de efectivas a la hora de activar la imaginación y provocar con ellas el estupor en el receptor, con más razón por verse libres del límite material que impone el lienzo, es cuanto determina el éxito de la hipotiposis como figura en el Siglo de Oro. Aun cuando el concepto ciceroniano de verbis depingere es una metáfora para explicar un fenómeno verbal harto complejo, sufre este la misma distorsión y tergiversación en la práctica poética que la máxima horaciana. Para el hombre aurisecular la naturaleza encerraba en sí misma la mayor expresión del arte por ser obra de la Natura artifex o el Deus pictor. La descripción de una pintura al ser ejecutada por mortal mano, como celebrarán tantos poetas áureos, interesa menos que la naturaleza por ser la magna representación de Dios. De ahí que el pintor renacentista fracase siempre en su intento de igualar la belleza de la amada. Como mucho, puede mejorar las imperfecciones que acarrea la encarnación del perfecto concepto de Dios sobre la corrupta materia y

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por ello aproximarse al divino arte. Pero jamás superarlo, por más que el poeta y el pintor actúen cual Prometeo arrebatándole a Dios sus ígneos pinceles. Esta es la concepción que durante el Renacimiento inspira la hipotiposis como figura. Su modelo se encuentra configurado en la célebre pintura del lugar ameno presente en la «Égloga III» de Garcilaso de la Vega: Cerca del Tajo en soledad amena, de verdes sauces hay una espesura, toda hiedra revestida y llena, que por el tronco va hasta la altura, y así la teje arriba y encadena, que el sol no halla paso a la verdura; el agua baña el prado con sonido alegrando la hierba y el oído5.

El poeta toledano representa la naturaleza en calidad de artífice, ya que borda el tejido de su paisaje obrando un imaginario tapiz, y en su técnica artística se inspira para imitarla como creadora de belleza, de perfección, de armonía. Hablamos pues de una descripción del locus amoenus no como entidad física, sino como obra de arte plasmada sobre un tapiz natural. En la visión renacentista el poeta aspira a convertirse en un creador de naturalezas artificiales. Conviene incidir en que la imagen esbozada por Garcilaso no es real, ni objetiva, ni naturalista, sino ideal, subjetiva y marcadamente pictoricista. Como juzga Rivers, «art neither exists entirely apart from nature, nor it is simple an object reducible to nature. Man has, for example, artificially made waterwheels part of the natural landscape; in fact, the landscape, does not exist until seen by the eye of man»6. El lugar ameno no se formaliza, por tanto, a través de una puntual descripción hidrográfica del Tajo. Es la hipotiposis la que favorece la concepción de la naturaleza como una obra de arte, una tela o tapiz, que se crea a sí misma. Como concluye Brito Díaz, «la Naturaleza se ha hecho arte; el mundo sensorial, metáfora»7. No es necesario pararse mucho más en analizar la hipotiposis de Garcilaso, pues ha sido objeto de los excelentes análisis de hispanistas por encerrar la estrofa una de las representaciones más reconocibles del locus amoenus en la poesía

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Garcilaso, 1993, p. 122, vv. 57-64. Rivers, 1962, p. 144. Brito Díaz, 1991, p. 24.

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española8. Pero sí interesa destacar un apunte que resulta crucial para entender el cambio que se va a producir en las décadas venideras. No han sido escasos los comentaristas que han señalado la plasticidad de la estrofa a causa de la presencia del epíteto o el clímax, así como a la mención de la concepción de la naturaleza como artifex que «teje», a la manera de un artesano, una obra de arte natural, propiciando una descripción pictoricista, esto es, una hipotiposis. No tardaron los petrarquistas españoles en acusar la influencia garcilasiana a este respecto. Como apunta, Suárez Miramón, «se dedicaron múltiples composiciones que muestran una naturaleza transformada en Arte»9. La bucólica del Tajo de Francisco de la Torre (1534?-1594?) es una buena muestra de ello, pues en sus estrofas se percibe claramente la representación del lugar ameno como paisaje pictórico. En la «Égloga III» en concreto de este último la hipotiposis se ve estrechamente vinculada a la concepción alegórica de la naturaleza. No se olvide que, a partir de los ejemplos de Virgilio, Quintiliano juzgaba la alegoría como uno de los procedimientos capitales, junto a la metáfora enérgica y la descripción minuciosa, para la consecución de la evidentia en poesía10. El poeta español parece hacerse eco de la preceptiva para elaborar las «pinturas verbales» presentes en sus composiciones bucólicas: Madre inmensa de todo lo criado, que con diversas y pintadas flores adornas el vestido floreciente de la galana y fértil Primavera, ahora levantando las violetas nacidas con la Aurora soberana, cubriendo ahora los tendidos ramos con hojas y con flores y con frutos, recibe este doliente mozo, y estos muertos y fatigados miembros fríos, y permite, divina y santa Diosa, que con el favor tuyo se haga eterno11.

La personificación de la madre naturaleza y la aurora como artífices del locus amoenus activa la phantasia del lector, recreando en su imaginación una estampa alegórica del paisaje, un concepto artístico sin correspondencia alguna con la 8

Véanse, además de los autores mencionados, los análisis de la composición garcilasiana de Bergmann (1979, pp. 102-104), Egido (2004, pp. 81-97) y Maier-Troxler (2009). 9 Suárez Miramón, 2009, p. 296. 10 Véase López Grigera, 1994, p. 135. 11 Torre, 1969, p. 127, vv. 74-85.

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realidad. No se contenta con imitar la naturaleza puntualmente: la representa en consonancia con la imagen poética que tiene de ella. Su fantasía transforma los primeros signos de la cornucopia primaveral en el «vestido floreciente» con que la Natura artifex engalana a la personificada Primavera. Pinta en la phantasia una imagen plástica del paraje bucólico merced a la hipotiposis, recurriendo para ello al mismo procedimiento que emplean los pintores renacentistas en la figuración icónica de la naturaleza. Tanto pintores como poetas no reproducen lo que ven, sino cuanto imaginan. El referente de los pinceles y plumas no es la naturaleza: es el concepto imaginario que el arte genera a partir de la visión y la experiencia. Los poetas barrocos llevarán la dimensión alegórica de la hipotiposis a sus máximas consecuencias, en especial en cuanto la doctrina postridentina corrija el espíritu pagano que encierra la personificación de la natura como artifex, en virtud de su nueva concepción como obra maestra del Deus pictor. No obstante, la perspectiva renacentista sobrevive en las hipotiposis de Soto de Rojas, como se observa en «Triunfo de Fénix»: Borde el Dauro gentil, su margen de oro, sobre tapetes de esmeralda hermosa, y matutina deshojada rosa en él disipe intacto su tesoro: las bellas ninfas, olvidando el coro, en efusión de flores olorosa imiten divertidas a la diosa, que presta a Mayo su primer decoro: para que Fénix con altivo orgullo, favorecido pise arroyo, prado; mas si les da como al amor desvío; ni deshoje la rosa su capullo: ni de Flora las ninfas sean traslado: ni de oro el margen suyo borde el río12.

La personificación de ríos tales como el Dauro, el Genil, el Tajo o el Manzanares es recurrente entre los poetas barrocos. Su visión alegórica es heredera de los antecedentes renacentistas, pero la personificación de la naturaleza, las estaciones o los meses dan lugar a una imagen artificial que casa con el preciosismo artístico del Barroco. Hipotiposis como la de Soto de Rojas manifiestan el marcado gusto plástico de la poesía culta.

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Soto de Rojas, 1950, pp. 67-68.

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El paisaje se describe conforme a su concepción como objeto artístico: el río es un tapete de esmeralda; la arena del margen, un banco de oro. La exuberante cornucopia cede su lugar a los tesoros de la naturaleza. No nos encontramos, pues, ante una hidrografía minuciosa, ni ante una écfrasis que traslada lo figurado, sino ante una hipotiposis que describe el medio natural como una obra de arte. Otro de los contextos en los que suele germinar la hipotiposis en su vertiente alegórica es la descripción de amaneceres y atardeceres, así como cronografías de estaciones y anemografías de tempestades, siguiendo el modelo virgiliano. Véase un ejemplo de La Araucana de Ercilla para ilustrar esta modalidad de la figura: Ya la rosada Aurora comenzaba las nubes a bordar de mil labores y a la usada labranza despertaba la miserable gente y labradores y a los marchitos campos restauraba la frescura perdida y sus colores, aclarando aquel valle la luz nueva cuando Caupolicán viene a la prueba13.

La descripción pictoricista del amanecer se justifica a partir de la personificación de la aurora. Es artífice de un bordado de nubes, recreando una imagen poética del firmamento como manto artesanal. El verbis depingere de Ercilla es tópico en la poesía renacentista, pues procede de Virgilio y Ovidio. En el Libro V del Peregrino en su patria de Lope también se encuentra este mismo modelo: Deja el pincel, rosada y blanca Aurora, con que matizas el escuro cielo sobre el bosquejo que en su negro velo pintó la noche del silencio aurora. Huya la luz que las molduras dora de los países que descubre el suelo, no quiebre al campo el cristalino hielo, de que ha cubierto sus tapetes Flora14.

A diferencia de la octava de Ercilla, que imita el paradigma grecolatino, la «pintura verbal» de Lope acusa una marcada influencia pictórica. La hipotiposis,

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Ercilla, 1983, p. 161. Lope de Vega, 1973, pp. 450-451.

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a través de la personificación de la Natura artifex como Aurora, pergeña con su pincel un bosquejo colorido del amanecer sobre el cielo nocturno y dora la luz los campos como si fueran estos un tapete paisajístico. Incluso los poetas llegan a figurar el amanecer a la manera de una escena pictórica oculta tras el telón de un teatro natural, como en la siguiente octava del poeta aragonés Francisco Gregorio de Fanlo: De una encarnada tela y blanco raso el godo traje imita, que despoja las rosadas cortinas del ocaso, y cómo en ampos cándidos deshoja el clavel que al Aurora sale al paso, desabrochando púrpura, que en roja prisión desata, y rompe las cadenas al tálamo del alba de azucenas15.

Un modelo de hipotiposis similar al de Gregorio de Fanlo se localiza en Canción Real a San Juan Clímaco de otro poeta aragonés, Andrés Melero, quien describe la naturaleza como si fuera una obra de arte textil: Muestra este prado su ropaje verde de diferentes flores matizado, que aquesta es siempre su común librea, en la cual su tesoro el alba pierde, bordando con aljófar azogado las hierbas que con lágrimas platea. Mas el sol, que desea las ricas prendas de la débil hoja, de la escarchada plata la deshoja, y dándole una capa de escarlata, en lugar de la plata, de oro fino la borda y la guarnece16.

Cada uno de los elementos descritos es concebido en el marco de la hipotiposis de Melero como un objeto precioso artesanal: el prado es un «ropaje verde»; las flores forman su estampada «librea»; y las hojas de los árboles figuran «una capa escarlata» gracias a la luz del Sol.

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Blecua, 1980, p. 80. Blecua, 1980, p. 90.

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Cuanto más nos aproximamos al Barroco, mayor es la posición de la pintura como modelo del verbis depingere. Así lo refleja la «Epístola II» de Espinosa, cuyas hipotiposis manifiestan el fuerte influjo artístico que caracteriza a su poesía17: Con pincel y colores lisonjeras copia lo natural de la pintura, en muchas tablas, muchas primaveras; la hermosura venciendo a la hermosura. Pintoresco estofado, por las eras, períodos construye de verdura, y [a] Pomona, que engaños aconseja, con sobresaltos de cristal corteja18.

Ahora bien, la hipotiposis alegórica acaba por contaminarse de las ideas contrarreformistas y es donde mejor se percibe el cambio de perspectiva en cuanto al tópico. La Natura artifex neoplatónica deriva en el Deus pictor postridentino, tal y como refleja la glosa que Fernán González de Eslava (1534-1599) dedica a su soneto «Columna de cristal»: Espíritu del cielo, sacado del divino que lo ha hecho; beldad pura en el suelo que al mundo ha satisfecho; columna de cristal, dorado techo. El cielo diamantino encima de los dos arcos triunfales, do muestra el Rey divino a todos los mortales dos soles en un sol, y dos corales. Las rosas no tocadas de quien toman valor las naturales de color esmaltadas; las puertas celestiales que alumbran a las perlas orientales. Por ver los dos diamantes, está continuo Amor puesto en acecho, envidioso de amantes, 17

Para Orozco Díaz la marcada influencia artística en la poesía de Espinosa procede de su actividad como pintor: «Demuestra siempre Espinosa un conocimiento de las técnicas y formas de la pintura que sólo esa actividad de pintor —y por cierto apoyada en el doble influjo de Pacheco y Mohedano— puede explicar satisfactoriamente» (1947, p. 114). 18 Espinosa, 1975, p. 148.

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amando sin provecho a quien el mundo todo ha de ser pecho. Marfil incomparable do van los diez rubíes trecho a trecho; y si esto es admirable, cotejen que de hecho atrás dejó a la nieve el blanco pecho19.

Las liras del poeta novohispano brindan el paradigma de la nueva concepción tridentina de la naturaleza, vinculada a la hipotiposis alegórica, a partir de mediados del siglo xvi. El cielo adquiere la condición de una arquitectura divina, en nada natural. La concepción del mundo como templo del Deus artifex se ejemplifica en la hipotiposis del cénit, con arreglo a la cual los elementos naturales son figurados como motivos arquitectónicos («columna de cristal», «dorado techo», «dos arcos triunfales»), así como por la «pintura verbal» del cielo en función de los materiales preciosos: «cielo diamantino», «marfil incomparable», «diez rubíes», etc. Parece obvio que el pictoricismo de la pieza de González de Eslava emana justamente de la concepción artística del medio natural. La hipotiposis, al transformar la naturaleza en una obra de arte, se aleja de la mera descripción y se interna en el ámbito artístico de la écfrasis. Pero a diferencia de esta su fundamento ontológico no reposa sobre la metafiguración, sino sobre la concepción artística de su objeto. De ahí su complejidad. Con más motivo si se tiene en cuenta que la mentalidad aurisecular contemplaba en la naturaleza el máximo ideal imitativo por ser obra del Deus artifex y, por tanto, el modelo último de perfección. Si resulta tan problemático recurrir a la écfrasis como instrumento de análisis de la «pintura verbal» en el Siglo de Oro, es por la peculiar concepción del mundo que manifiestan los poetas. El concepto de arte que poseemos hoy día ni siquiera estaba consolidado; y así objetos artesanales tales como una urna o un vaso de cristal resultaban tan artísticos a ojos de los poetas como los lienzos de Tiziano o las esculturas de Miguel Ángel. Y por tal motivo, y no antes del Barroco pleno, entre un paisaje coloreado por el Deus pictor y una tabla de países pintada por un genio holandés apenas existía diferencia más allá de la convenida. Así lo reflejan las correspondencias establecidas por Garcilaso en la «Égloga III» entre la hipotiposis del locus amoenus tejido por la Natura artifex y la écfrasis de las cuatro telas bordadas por las ninfas, personificaciones a fin de cuentas de la artífice natural.

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Blecua, 1984a, pp. 256-257, vv. 1-25.

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La misma problemática preside un buen número de composiciones áureas, en especial aquellas vinculadas estrechamente a la Contrarreforma. En la Epístola a Arias Montano de Aldana se encuentran pasajes de un preciosismo tal que dificulta la distinción entre hipotiposis y écfrasis: Verás mil retorcidas caracoles mil bucios istriados con señales y pintas de lustrosos arreboles: los unos del color de los corales, los otros de la luz que el sol represa en los pintados arcos celestiales, de varia operación, de varia empresa, despidiendo de sí como centellas, en rica mezcla de oro y turquesa20.

Al describir el poeta las caracolas estriadas como objeto de arte, la hipotiposis asume los rasgos de la écfrasis. Se produce asimismo el decoro entre la concepción preciosista del bucio y el estilo pictoricista por el cual se formaliza la «pintura»: verbos de la visión, empleo del presente, metáforas coloristas, acumulación de adjetivos, etc. El detallismo y preciosismo de la descripción afianza la calidad plástica de lo descrito, amén de la proyección enárgica por medio de la recurrencia de nombres y adjetivos que favorecen la visualización imaginaria de la fauna descrita. Las pintas y estrías coloradas de los caparazones y conchas imitan las tonalidades del arco iris. El marcado cromatismo pone ante los ojos los objetos que el poeta invita a ver al destinatario de su Epístola y por extensión al lector. La descripción copiosa per partes, como preceptuaba Quintiliano, acaba por representar lo descrito no como lo que es —un molusco— sino como un objeto artístico creado por el Deus artifex, dando lugar así a la hipotiposis. No hay mayor prueba de ello que los afamados versos de Espinosa, presentes en «Salmo a la perfección de la naturaleza»: ¿Quién te enseñó, mi Dios, a hacer flores y en una hoja de entretalles llena bordar lazos con cuatro o seis labores?21.

Espinosa se convierte en valedor de la nueva mentalidad estética y es junto a Lope y Góngora uno de los máximos representantes del pictoricismo en España. No es la pintura la que pretende imitar a la naturaleza; antes bien, es la 20 21

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Aldana, 1985, p. 456, vv. 382-390. Espinosa, 1975, p. 113.

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naturaleza misma la que imita a la plástica para mostrar la perfección de su artificio. El poeta busca persuadir por medio de la evidencia enárgica al destinatario de su poesía, para que abandone el lujo palaciego y se entregue a la contemplación de la naturaleza como obra de arte de Dios22. Pues bien, la hipotiposis implica la descripción de un paisaje como si fuera un lienzo imaginario. Sin embargo, un recuerdo o incluso una fantasía por tratarse de una imagen y al ser figurados en términos artísticos, ya sea como cuadro, escultura, arquitectura o tapiz, bien puede ser a su vez objeto de la hipotiposis. He aquí el sentido original de la figura enunciada por Quintiliano, el cual no deja de verse plasmado en el siguiente soneto de Francisco Pacheco: En medio del silencio y sombra oscura, manto de horribles formas espantosas, veo la bella imagen de tres diosas, compuestas de oro, grana y nieve pura. Su ornato, resplandor y hermosura son partes para mí tan poderosas, que aunque enlazado estoy en varias cosas, me arrebata, entretiene y asegura. ¡Oh vos, luces del cielo las mayores! Digo, con vuestra paz, que sois venidas de dos soles que en gloria juzgo iguales, y que precio sus claros resplandores tanto, que en estas sombras extendidas no envidio vuestros rayos celestiales23.

22 Para Portús Pérez, el concepto de Deus pictor es decisivo a la hora de entender la evolución del tópico ut pictura poesis en el Barroco y el consiguiente desarrollo de la hipotiposis como figura descriptiva: «Para el español del Siglo de Oro la relación entre pintura y religión no radicaba solamente en la posibilidad de que aquélla sirviera a los fines de ésta, sino que tenía raíces más profundas, pues consideraba a Dios corno el primer pintor y a la naturaleza como el primer cuadro. Esta idea se encuentra en la propia narración bíblica, fue explotada por tempranos pensadores cristianos, como Philóstrato, y en España ya aparece en la obra de Juan de Mena. En nuestro país alcanzó una gran fortuna en el siglo xvii, ya que se adecuaba a ser utilizada por los artistas para demostrar la nobleza y calidad de su arte; mientras que algunos escritores, como Calderón, la convirtieron en el eje principal de su cosmovisión, pues servía como inmejorable metáfora para aludir a las relaciones entre el macrocosmos creado por Dios y el microcosmos que rodea al hombre. Además, este tópico acabó por vertebrar la teoría del momento sobre las relaciones entre arte y naturaleza, y a través de él era posible sostener la consideración de la Naturaleza como obra de arte» (1999, p. 23). 23 Castro, 1854, p. 371.

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Pacheco presenta la phantasia como si fuera el concepto artístico que forja el pintor en su imaginación y que traslada al cuadro por medio de figuras y colores. Pero en este caso el concepto visual no se formaliza en un cuadro sino en una «pintura verbal». También es de notar que el soneto arranca con una hipotiposis, marca residual de su función retórica como evidentia. Los dos primeros cuartetos son fruto del verbis depingere, en tanto que en los dos tercetos se desarrolla el contenido moral de la pieza. Este mismo esquema se repite en el siguiente soneto de sor María de Santa Isabel, en el cual se figura la Natura artifex mediante la personificación tópica de la aurora: Cuando borda de perlas el aurora tapetes que matizan bellas flores, en lisonjas retornan los favores con que las enriquece y enamora. Luego la sigue el sol, que a rayos dora la variedad vistosa de colores, a quien las aves repitiendo amores hacen salva con música sonora. Así yo cuando vi la aurora hermosa del sol que desterró la niebla oscura de una ausencia, si ya no sol ni ave racional, la belleza milagrosa venero con verdad sencilla y pura, y el premio fue un desdén severo y grave24.

La hipotiposis describe la naturaleza como tapete. La hermandad artística se formaliza a través de las imágenes del segundo cuarteto: el Sol que dora en variedad vistosa de colores simboliza la pintura, en tanto que las aves son trasunto de la poesía. Las dos primeras estrofas que conforman la descripción pictoricista ceden su lugar al contenido moral. Poesía y pintura figuradas por el sol y el ave, en ausencia del artifex original, operan como emblema de la belleza de Dios implícita en la naturaleza. La misma perspectiva la aborda Jerónimo de San José (1587-1654) para representar la imagen interior como si fuera un cuadro, siguiendo una vez más el esquema estrófico: Al trasmontar del sol, su luz dorada, cogió de unos fantásticos bosquejos la tabla, y al matiz de sus reflejos, dejóla de colores variada.

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Serrano y Sanz, 1915, p. 332.

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Aquí sobre morado cairelada arden las fi[m]bras de oro en varios lejos, acullá reverbera en sus espejos la nube de los rayos retocada; suben por otra parte, en penachera de oro, verde y azul, volantes puros, tornasolando visos y arreboles. Mas ¡oh breve y fantástica quimera! Pónese el sol, y quedan luego oscuros los vaporcillos, que eran otros soles25.

La hipotiposis de San José genera una «pintura verbal» alegórica, cuyo referente es la representación de la aurora a imitación del diseño pictórico de un amanecer. Pone ante los ojos, en definitiva, la ilusión de unos «fantásticos bosquejos». Su fin no es otro que la evidencia del ejemplo moral contenido en el último terceto. La «breve y fantástica quimera» de la phantasia, al igual que las vanas pretensiones, se desvanece en el momento en que el engaño de la enárgeia deja de surtir efecto. Pero si por algo destaca el soneto del poeta aragonés es por su logrado pictoricismo, con motivo de la recurrencia del léxico artístico esencial en la poesía barroca tardía: «cairelada» —adornada en forma de flecos—, «fimbras» —orla dorada—, «volantes» —adorno pendiente hecho de tela—, «tornasolados visos» —reflejo de la tela brillante—, «arreboles» —color rojo de las nubes iluminadas por el sol—. Bien que la índole señalada hasta ahora es una de las modalidades más reconocibles de la «pintura verbal» siglodorista, no es la única que cabe destacar. Es en el retrato poético de la dama donde la hipotiposis manifiesta su vínculo con el arte en vista de la preceptiva ut pictura poesis. Tanto es así que es dado concebir la figura en el Siglo de Oro como un mecanismo paralelo a la descriptio puellae a la hora de llevar a cabo la pintura de la dama. A tenor de este principio, no es extraño que el poeta petrarquista describa su musa como si fuera un objeto de arte. Muestra de ello es el siguiente soneto del poeta novohispano Francisco de Terrazas: ¡Ay basas de marfil, vivo edificio obrado del artífice del cielo; columnas de alabastro, que en el suelo nos dais del bien supremo claro indicio! ¡Hermosos capiteles y artificio del arco que aun de mí me pone celo!

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Blecua, 1984b, p. 287.

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¡Altar donde el tirano dios mozuelo hiciera de sí mismo sacrificio! ¡Ay puerta de la gloria de Cupido, y guarda de la flor más estimada de cuantas en el mundo son ni han sido!, sepamos hasta cuándo estáis cerrada y el cristalino cielo es defendido a quien jamás gustó fruta vedada26.

En contra de la preceptiva poética, Terrazas no sigue en este contexto el esquema tópico de la descriptio puellae en su representación de la apariencia física de la dama; todo lo contrario, su clara amoralidad choca frontalmente con el idealismo petrarquista y adelanta buena parte del espíritu jocoso de las descripciones manieristas y barrocas de Alcázar, Quevedo o Polo de Medina. Pero lo que interesa realmente destacar a este respecto es la forma en la que el poeta novohispano conceptúa el cuerpo de la mujer como una obra de arte, una arquitectura. La anatomía femenina es descrita en la singular composición de Terrazas como un «vivo edificio»: los pies y las piernas que sustentan la estructura corporal son presentados como «basas de marfil» y «columnas de alabastro»; la coyuntura de las extremidades en la entrepierna es descrita por Terrazas como «hermosos capiteles» formando un «arco»; asimismo, la planicie del mons Veneris es presentado como un «altar» donde Cupido, «el tirano dios mozuelo» hijo de Venus, «hiciera de sí mismo sacrificio»; y por último, el atributo femenino, «flor más estimada» y «fruta vedada», es conceptuado como la «puerta de la gloria» de la obra arquitectónica dedicada a Eros que es el cuerpo de la mujer, según la cosificación femenina de Terrazas. Esta misma concepción del cuerpo de la mujer como obra de arte arquitectónica, si bien en términos mucho más moderados que los del poeta novohispano a causa de la influencia de la doctrina postridentina, subyace en el siguiente soneto de Góngora27: De pura honestidad templo sagrado, cuyo bello cimiento y gentil muro, de blanco nácar y alabastro duro fue por divina mano fabricado;

26

Blecua, 1984a, p. 183. Para un comentario del poema de Góngora y un compendio bibliográfico sobre el mismo, véase Waissbein (2016). 27

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pequeña puerta de coral preciado, claras lumbreras de mirar seguro, que a la esmeralda fina el verde puro habéis para viriles usurpado; soberbio techo, cuyas cimbrias de oro al claro sol, en cuanto en torno gira, ornan de luz, coronan de belleza; ídolo bello, a quien humilde adoro, oye piadoso al que por ti suspira, tus himnos canta, y tus virtudes reza28.

Góngora describe el cuerpo de la mujer bajo la misma concepción artística de Terrazas: «templo sagrado». Emplea para ello el estilo pictoricista que enmarca el soneto dentro del corpus de la «pintura verbal» aurisecular. En esta pieza, el poeta español concibe la forma femenina como un «gentil muro» de «blanco nácar y alabastro duro» a semejanza de los monumentos arquitectónicos clásicos, cuyo autor no es otro que el Deus artifex: «por divina mano fabricado». Retrata el rostro de la mujer como obra de arte a través de metáforas preciosistas: la boca es presentada como una «pequeña puerta de coral preciado»; el verde de los ojos da lugar a su descripción como «esmeralda fina»; y la rubia cabellera es figurada bajo la imagen de un «soberbio techo», compuesto por arcos dorados («cimbrias de oro»). El alma de la mujer representada como imagen hierática («Ídolo bello») ocupa el interior del «templo sagrado», objeto de la religio amoris y fuente de la devoción del poeta, quien «himnos canta» y «virtudes reza» a través de su poesía29. Ahora bien, no es esta la única variante del motivo que podemos localizar en la producción de los poetas áureos. Así puede verse en otro soneto hispánico de Luís de Camões: El vaso reluciente y cristalino, de ángeles agua clara y olorosa, de blanca seda ornado y fresca rosa, ligado con cabellos de oro fino; bien claro parecía el don divino labrado por la mano artificiosa de aquella blanca ninfa, graciosa más que el rubio lucero matutino.

28

Góngora, 2000, pp. 20-21. Recuérdese que la etimología de «ídolo» procede de la palabra con la que los filósofos griegos designaban las imágenes procedentes de la apariencia: eidola. 29

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Nel vaso vuestro cuerpo se afigura, rajado de los blancos miembros bellos, y en el agua vuestra ánima pura; la seda es la blancura, y los cabellos son las prisiones y la ligadura con que mi libertad fue asida de ellos30.

La cosificación de la dama avalada por la corriente petrarquista, vivo reflejo de la imagen de la mujer en la época, suscita la presencia de la hipotiposis al describir su cuerpo como un objeto de arte. Ya sea un templo de Eros, como en los poemas comentados anteriormente de Terrazas y Góngora; ya sea un «vaso reluciente y cristalino» como en el caso de Camões, símbolo claro está de su pureza. Así lo señala Manero Sorolla, quien no deja de destacar la forma en que la cosificación petrarquista de la amada propicia su retrato fantasioso y en nada realista: El alarde, que no impericia, antes al contrario, se forja más bien como lógico desarrollo e incremento de la autonomía estética desplegada en la propuesta artística y aristocrática que del cuerpo femenino realiza la lírica culta española del Renacimiento, basada en el petrarquismo, respecto al supuesto modelo natural: un cuerpo, al cabo, convertido en simulacro de joya más que en mímesis de carne31.

Comoquiera que sea y dejando de lado polémicas sobre la problemática de la cosificación de la mujer que escapa a nuestro objetivo, la transfiguración del cuerpo femenino en objeto artístico da pie a un buen número de hipotiposis a lo largo del Siglo de Oro. Góngora, en su primera etapa manierista, es el poeta que mejor partido parece haberle sacado al recurso. Además del poema comentado, es menester citar este otro soneto, en cuyos versos la descripción de la mujer a modo de objeto precioso da lugar a un ejemplar verbis depingere: ¿Cuál del Ganges marfil, oh cuál de Paro blanco mármol, cuál ébano luciente, cuál ámbar rubio o cuál oro excelente, cuál fina plata o cuál cristal tan claro, cuál tan menudo aljófar, cuál tan caro oriental zafir, cuál rubí ardiente, o cuál, en la dichosa edad presente, mano tan docta de escultor tan raro

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Blecua, 1984a, p. 178. Manero Sorolla, 2005, p. 252.

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bulto de ellos formara, aunque hiciera ultraje milagroso a la hermosura su labor bella, su gentil fatiga, que no fuera figura, al sol, de cera, delante de tus ojos, su figura, oh bella Clori, oh dulce mi enemiga?32

La idolatría de amor arrastra al poeta a pintar en la imaginación un retrato de Clori como si fuera una obra de arte creada por el Deus artifex. El poema brilla por el marcado estilo pictoricista con la recurrencia de vocabulario relativo a los materiales artísticos («marfil de Ganges», «mármol de Paros», «ébano», «ámbar», «oro», «plata», «cristal», «aljófar», etc.), los epítetos («blanco», «rubio», «luciente», etc.) y la codificación heráldica por pedrería que lo aproxima al blasón: «oriental safir, cuál rubí ardiente»33. Otra de las composiciones que destaca por la peculiar forma de describir la apariencia femenina es el Retrato de Silvia de Damasio de Frías, en el cual el cuadro imaginario evocado por la hipotiposis se ciñe al esquema de la descriptio puellae y al lugar común de la Natura artifex como motivos de composición: Quiso naturaleza artificiosa pintar con gran primor una figura, y con nuevo pincel, y arte curiosa, unió todas las partes de su hermosura, y sacó una labor tan milagrosa, que vencida quedó su figura: excede a perfección cuanto hay en ella, y es retrato de mi Silvia bella34.

La caracterización de la naturaleza como artífice propicia la descripción de Silvia como obra de arte de carne y hueso. La cosificación de la mujer se traduce en esta ocasión en su concepción como una escultura viviente. La constante referencia a la blancura del mármol y las piedras preciosas responde claramente al canon petrarquista. La descripción de la frente, ejecutada con perfecta

32

Góngora, 2000, pp. 40-41. Según Orozco Díaz, las piedras predilectas como elementos pictoricistas en el Siglo de Oro son «el topacio, el rubí, la esmeralda, el zafiro y el diamante; esto es, las que suponen los colores fundamentales de las paletas de un pintor» (1947, p. 72). Pero como se ha señalado anteriormente, parece más acertado estipular que esta connotación cromática de la «paleta de pedrería» de los poetas procede, en última instancia, del código heráldico. 34 En Rubio González, 1988, p. 151. 33

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medida y ajustada al compás de la armonía de las proporciones, así como a diversos tecnicismos artísticos, son estilemas del pictoricismo que caracteriza la composición: Con artificio altivo y excelente, en su labor suave embebecida, mira una cristalina y clara fuente por blancas predezuelas ya vestida: de allí sacó la lisa y alta frente en un compás justísimo y medida: toda la perfección se ve en aquella hermosa frente de mi Silvia bella35.

No es la apariencia real de Silvia cuanto describe el poeta, sino una fantasía que transforma a la dama, gracias al poder de la imaginación, en el concepto escultórico que determina en todo momento la hipotiposis. Además, al ajustarse el retrato de Frías al esquema retórico de la descriptio puellae, a cada uno de los elementos figurativos le corresponde en sentido descendente cada una de las estrofas: cabello, frente, cejas, ojos, nariz, boca, busto y manos. La distribución estrófica contribuye a la iconicidad del poema, como si el orden descendente emulase el movimiento de la mirada de quien contempla con detenimiento una estatua. La hipotiposis concluye con la referencia tópica a los escultores de la Antigüedad. Tampoco olvida el poeta, por ser lugar común de las composiciones que recurren al tópico ut pictura poesis como fuente de inspiración, cerrar la composición advirtiendo que el verbis depingere no rinde justicia a la modelo, hipérbole que no hace más que acentuar su perfección. Pero en especial destaca la mención de que el trasunto no tiene por objeto una obra de arte real, sino que el referente último es el trasunto imaginario esculpido en el alma del poeta a partir del recuerdo de Silvia: Fidias, Lisipo, Cores, Timoteo, escultores antiguos e ingeniosos, que por sus grandes obras el trofeo alcanzaron de grandes y famosos, si vieran el trasunto que yo veo esculpido en mi alma, estos curiosos juzgarán que lo dicho es poca cosa con la presencia de mi Silvia hermosa36.

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En Rubio González, 1988, p. 152. En Rubio González, 1988, p. 154.

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La misma visión conceptista de la imagen poética adoptará en el Barroco una peculiar realización. Derivará la effictio en el género de la bambociate, como consecuencia de la acritud característica de los hermanos Argensola o Quevedo37. Los retratos pintorescos, a la manera de los disparates de Arcimboldo, que figuran la mujer mediante flores y frutas dan lugar a hipotiposis. El poema quevediano «En Procura enmendar el abuso de las alabanzas de los poetas» prueba la fortuna de estas peculiares descripciones38: Eran las mujeres antes de carne y de huesos hechas; ya son de rosas y flores, jardines y primaveras. Hortelanos de facciones: ¿qué sabor queréis que tenga una mujer ensalada toda de plantas y hierbas?39.

Con no menos espíritu jocoso, Polo de Medina, en el poema «A la dama verde» localizado en Academias del jardín (1630), brinda un buen ejemplo de este tipo de «pinturas verbales» conceptistas, las cuales retratan la mujer como «pintada en país», al dar pie sus deformados rasgos a su descripción como si fueran las «yerbas y verduras» que componen un bodegón pictórico: Verde estás de pensamientos, si son como tu vestir, quiera Dios que de la saya no pasen al faldellín. Por lo que vistes y hablas juzgo que te puedes ir a ser verdolaga en prado, y verderol a un jardín.

37

Para Bergmann (1979, pp. 256-257) este tipo de composiciones se identifica con el contrablasón, si bien por definición es aquella descripción que figura no la apariencia en su conjunto sino un detalle de la anatomía o del carácter del cortesano o la dama, que es objeto de la sátira y el desprecio del poeta. Mientras en el blasón el detalle es signo habitualmente de su nobleza, en el contrablasón el defecto singular se convierte en motivo de mofa y vejamen. Un ejemplo de contrablasón, siguiendo a la hispanista, sería el soneto quevediano «A una nariz». 38 Quevedo insiste en su censura a la moda extendida entre los poetas barrocos en la «Premática del desengaño contra los poetas güeros, chirles y hebenes» del Buscón, «pues en los más versos hacen sus damas de todos metales, como estatuas de Nabucho» (1990, p. 149). 39 Quevedo, 1981, p. 875, vv. 25-32.

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Qué buena, Fílida, eres para pintada en país, Con más yerbas y verduras, Que una olla de Madrid40.

Junto con Polo de Medina, otro de los poetas que avalan el pictoricismo conceptista es el conde de Villamediana, en cuyo soneto «A una dama que se peinaba» describe, como si el cepillo fuera un «bello pincel», el undoso cabello de Nise a semejanza de un «mapa en piélago»: Al sol Nise surcaba golfos bellos con dorado bajel de metal cano, afrenta de la plata era su mano y afrenta de los rayos sus cabellos. Cuerda el arco de Amor formaba en ellos del pródigo despojo soberano, y el ciego dios, como heredero ufano, lince era volador para cogerlos. Bello pincel, no menos bello el mapa en piélago de rayos cielo undoso era, y su menor hebra mil anzuelos, que en red que prende más al que se escapa cadenas son, y, de oro proceloso, trémulas ondas, navegados cielos41.

En otras ocasiones la imagen femenina se figura directamente como si fuera un «cuadro celestial», como acontece en las pinturas religiosas de las Rimas sacras de Lope. En una de ellas la imagen de la Virgen es descrita, merced a la hipotiposis, en términos pictóricos por ser «idea» sagrada del Deus pictor, si bien es verdad que pudo inspirarse el Fénix en algún cuadro renacentista de San Lucas (Lám. 9), dando lugar de este modo a una veiled ekphrasis42: La santa Virgen, que en la sacra idea de Dios fue fabricada antes que el cielo, del Verbo en carne original modelo, que su estudio santísimo hermosea,

40

Polo de Medina, 1987, p. 90. Villamediana, 1990, p. 137. 42 Por veiled ekphrasis entiende Sánchez Jiménez, siguiendo a Steven Wagschal, «las écfrasis no explícitas en los textos del Siglo de Oro» (2011, p. 126). 41

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naciendo en la dichosa Galilea fue cuadro celestial, en cuyo velo de tela humana y de divino celo Dios los pinceles de su ciencia emplea. Lucas, gloria y honor de la pintura, fue solo digno de copiar un día, con envidia del cielo, su hermosura. ¡Oh soberano Apeles de María, pues retrató la virginal figura, adonde Dios mostró lo que sabía!43

Lám. 9. Guercino, San Lucas mostrando un cuadro de la Virgen, 1652-53. Nelson-Atkins Museum of Art, Kansas City. 43

Lope de Vega, 1983, pp. 344-345. Para un análisis detallado del poema, véase Bergmann (1979, pp. 44-47).

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La pintura en cuanto motivo de composición en la poesía áurea se establece como una estrategia retórica efectiva para evidenciar contenidos filosóficos y religiosos de difícil comprensión. En el caso de la hipotiposis de Lope, al concebir la Virgen como «sacra idea» divina del «cuadro celestial», la descripción enárgica cumple una finalidad didáctica, pues la metáfora del Deus pictor facilita la comprensión del misterio teológico en torno a la figura de María. Pero la evocación del arte pictórico en la poesía sirve otras veces para activar la phantasia del espectador. Lo pictórico, apunta Rodrigo Cacho, «lleva al espectador a un plano de irrealidad, que, de forma casi contradictoria, le permite percibir el mundo que le rodea con intensidad inusitada» y «otorga un salvoconducto para viajar con la imaginación a tierras lejanas y fantásticas»44. Es el caso de numerosas hipotiposis que describen paisajes como si fueran tablas de países. La comedia barroca es el género donde se aprecia una mayor recurrencia del procedimiento, por la capacidad de poner ante los ojos del espectador escenarios que no caben en las limitadas dimensiones del decorado45, como bien se observa en la pintura de las naves que Mulley esboza ante el monarca en El príncipe constante de Calderón: no pudo la vista absorta determinarse a decir se eran naos, o si eran rocas, porque como en los matices sutiles pinceles logran unos visos, unos lejos, que en perspectiva dudosa parecen montes tal vez y tal ciudades famosas, porque la distancia siempre monstruos imposibles forma. Así en países azules hicieron luces y sombras confundiendo mar y cielo con las nubes y las ondas mil engaños a la vista, pues ella entonces curiosa solo percibió los bultos, y no distinguió las formas46.

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Cacho Casal, 2012b, p. 98. Véase Azaustre, 2009. Calderón, 1975, pp. 14-15, vv. 232-250.

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De la misma manera que don Quijote, a causa de la visión desde la lejanía, se engaña al creer que los molinos son monstruosos gigantes, Mulley es incapaz de discernir a simple vista cuanto se halla en la distancia. Por culpa de la «perspectiva dudosa», las naves «parecen» rocas, como si se tratara de las figuras pintadas en los «lejos» de los cuadros paisajísticos. No consigue distinguir las formas, sino únicamente los bultos, obteniendo una mera impresión del paisaje. Hasta tal punto llega la distorsión en virtud de la distancia que el paisaje real se transforma en una pintura imaginaria de «países azules» y, por tanto, la esperable descripción naturalista deriva en una hipotiposis imprecisa, por la sutileza de las pinceladas y el «engaño a la vista» de las «luces y sombras» del claroscuro. Calderón se inspira en el arte pictórico para elaborar el verbis depingere del paisaje. Es la tónica general de un movimiento que no representa lo real como lo que es, sino como lo que parece. La hipotiposis distorsiona la realidad hasta transformarla en una obra de arte. El dramaturgo español convierte, pues, la figura en un recurso paralelo a la técnica de los borrones pictóricos que, como recuerda Cacho Casal, es signo de la directriz estética del Barroco: la técnica de los borrones fue utilizada por Heinrich Wölfflin en sus Conceptos fundamentales en la historia del arte (Kunstgeschichtliche Grundbegriffe) de 1915 como uno de los rasgos para definir el estilo que denominó pictórico, propio del siglo xvii, frente al linear del xvi. Esta modalidad artística toma como punto de referencia absoluto el ojo humano, y su objetivo no es representar las cosas como son, sino como las percibe la vista. Ello supone el triunfo de la apariencia sobre la realidad, de la velocidad de un mundo inasible que se traduce en manchas en constante movimiento47.

En efecto, por medio de la hipotiposis el poeta representa la realidad en función de lo que parece y no en cuanto a lo que realmente es. Mulley no brinda al rey una imagen naturalista del paisaje: se trata de un concepto artístico del mismo. El verbis depingere de Calderón no busca imitar y por tanto reproducir la realidad, sino recrearla poéticamente a partir de una fantasía. El paisaje no parece cuanto es; antes bien, da la impresión de ser una tabla de países y como tal la representa el personaje calderoniano. Transforma la estampa cotidiana en una imagen pictoricista, expresión de la doctrina ut pictura poesis y signo del marcado gusto artístico de los poetas barrocos. Esta metamorfosis de lo natural en artístico y de lo artístico en natural propicia su descripción no en términos realistas sino pictóricos, auspiciando la proliferación de la hipotiposis en el Barroco. La poesía dirige la mirada a la pintura hasta el punto de hermanarse y evidenciar cuán operativa resultó la preceptiva ut pictura 47

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Cacho Casal, 2012b, pp. 112-113.

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poesis en el Siglo de Oro, por ser justamente la plástica la que ilumina el ideal imitativo del resto de las artes en la época. Dicha filiación entre poesía y pintura no hace más que estrecharse cuando se ve presidida por la alegoría de la fertilidad circunscrita al mito de Pomona. Se representa así la naturaleza como si fuera una tabla de flores y frutos (un tapete, una topiaria, un palacio vegetal, etc.), de suerte que la descripción de la cornucopia aproxima la hipotiposis al bodegón, como se observa en la epístola «A Francisco de Eraso» de Bartolomé Argensola: Las uvas, que en abril como en octubre precian su néctar, sólidas y enteras, como él, aunque escondido, lo descubre; y de juncia y de esparto en las groseras fajas, para hibernar, penden melones, acomodados dentro en sus esferas; las serbas, imitadas de varones que en sus patrias son ásperos y rudos, hasta que aluengas tierras los traspones; los nísperos, que dejan de ser crudos, bien que maduros son pellejo y cuescos, junto a membrillos lisos o lanudos; los higos pasos, con más miel que frescos; al fin cuanto se esculpe y se colora sobre las cornucopias y grutescos48.

Argensola describe el paisaje tomando como modelo las cornucopias y pinturas grutescas que decoran los suntuosos palacios. Arte y naturaleza se mezclan y confunden de forma que resulta difícil discernir sus límites. En las hipotiposis presentes en Aula de Dios de Miguel Dicastillo49, por ejemplo, la confusión genera el ansiado engaño a los ojos. Y de tal modo los paisajes amenos contemplados desde la Cartuja Real de Zaragoza más bien parecen verdaderas pinturas naturales: Dentro de la grandeza de este claustro hay un jardín ameno y dilatado, donde a las plantas sirven de vallado las afeitadas murtas, y a la vista parece cada cuadro un país iluminado donde grato el abril siempre florece50.

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Argensola, 1974, pp. 129, vv. 373-387. Véase Mata Induráin, 2002. Blecua, 1980, pp. 166-167.

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En la silva de Dicastillo el locus amoenus se representa siguiendo el modelo pictoricista barroco de la hipotiposis y no según el esquema tópico renacentista. El concepto fantasioso prima sobre la fría preceptiva y el poeta describe puntualmente cada uno de los elementos del paisaje (pinos, madroños, ciruelas, camuesas, vides, etc.) como si estos formasen parte realmente de una tabla de países. A este respecto, una de las piezas junto con Aula de Dios de Dicastillo que más interés reviste para el estudio de la hipotiposis es el romance «A la ciudad de Granada» de Góngora. En él se halla, como se ha mencionado, una descripción pictoricista de la Alhambra y en su contexto las hipotiposis dan lugar a un buen número de «pinturas verbales» paisajísticas y bodegones poéticos. Clara muestra de ello es la descripción de los cármenes granadinos, pues el poeta los figura como si estos compusiesen un bello lienzo de Flandes: Y a ver los cármenes frescos que al Darro cenefa hacen de aguas, plantas y edificios, formando un lienzo de Flandes (do el céfiro al blando chopo mueve con soplo agradable las hojas de argentería, y las de esmeralda al sauce), donde hay de árboles tal greña, que parecen los frutales, o que se prestan las frutas o que se dan dulces paces51.

Las viñas de Granada que se extienden a lo largo de la ribera del Darro forman una tabla de países a imitación de las pinturas holandesas. A ojos del poeta, el paisaje granadino se muestra como una imagen pictórica, llena de plasticidad y colorido, y por ello Góngora la «pinta» más que la describe. No se limita el poeta a detallar con palabras cuanto contempla, sino que intenta plasmar con métricos pinceles una «pintura verbal» sobre el lienzo sublime de la imaginación. Muestra inmejorable de cómo el antiguo arte servil se convierte en la indiscutible fuente de inspiración para la poesía de un Siglo de Oro rendido finalmente al poder liberal de la imagen.

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Góngora, 2000, pp. 80-81, vv. 165-176.

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El tópico ut pictura poesis como motivo de composición irrumpe en la literatura del Siglo de Oro a través de la poesía bucólica de Garcilaso de la Vega. Es la primera noticia, con perdón de la relación poético-pictórica implícita en las écfrasis de Gonzalo de Berceo, el Libro de Alexandre o Mena y los blasones del marqués de Santillana del parangón interartístico en nuestras letras. Hasta tal punto es temprana su presencia en la poesía del toledano que no es descabellado considerarlo como uno de los principales valedores del pictoricismo en la Europa renacentista. Ya se ha comentado que Spitzer no pasó por alto esta realidad. En efecto, en las églogas garcilasianas la pintura se convierte en objeto de atención para el poeta. Sus versos dirigen la mirada a la imagen pictórica, se dejan seducir por la sensualidad de su medio, caen en sus redes y acaban por aspirar a pintar con palabras, esto es, intentar hacer ver al lector la imagen de un objeto de arte nocional. A partir de este punto se desarrolla en España una praxis poética, cuyo interés reside en la forma en que se evidencia la hermandad de la palabra y la imagen. No todas las épocas han llevado la figuración verbal a tales límites. La fortuna del gongorismo entre los poetas barrocos consolida la literatura como manifestación imaginativa, como concepto visual, como singularidad enárgica. Pero tal proyecto, tal idea, tal perspectiva estaba condenada al fracaso desde su origen. Derivó el pictoricismo áureo en un dogmatismo poético excesivo. Ya a mediados del siglo xvii se muestra como un fenómeno literario que sume a la palabra en la fría artificialidad, propia de una poesía de circunstancias, como la que caracteriza la lírica barroca tardía. La correspondencia que encierra el aforismo de Simónides, que da vida a miles de ingeniosas metáforas pictoricistas, acaba por

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perder su fuerza. Se manifiesta en el Bajo Barroco como un recurso manido, incapaz de producir los efectos inesperados de las primeras generaciones de poetas barrocos. La «pintura verbal» se esquematiza, hecho que se observa en los rígidos programas de los florilegios de Ovando, Barrios o Delitala. Se pone punto final así al esplendor de la doctrina ut pictura poesis que deviene en el rígido academicismo del Siglo de las Luces. Tras de sí deja dos siglos de poesía pictoricista en la que la imagen se erige como principal protagonista, fruto del empeño de los poetas por demostrar que era posible pintar y esculpir con palabras a imitación de las artes plásticas. A través del poder figurativo del signo verbal, de la dimensión visual de los significados, del efecto enárgico de la metáfora, los estilemas pictoricistas y el detallismo descriptivo, la poesía rivaliza con la pintura en respuesta al parangón que viven las artes imitativas en el Renacimiento. La nueva consideración de la poesía como figuración imaginaria bajo la autoridad del tópico ut pictura poesis, que desde los orígenes de la teoría del arte se halla presente en el pensamiento estético de los filósofos y retóricos antiguos, se ve cristalizada en el verbis depingere de los poetas áureos. Es una fiebre que se extiende por toda Europa y que en España produce notables efectos dada la hermandad que viven poetas y pintores en la corte de los Austria. Primero el neoplatonismo y más tarde la Contrarreforma impulsarán sobremanera el encuentro de plumas y pinceles bajo un fin ideológico común. Las correspondencias, similitudes, puntos de conexión entre pintores y poetas se anteponen a las notables diferencias de sus medios. Se llega a negar la realidad de sus limitaciones, incurriendo en miles de sinestesias y metáforas peregrinas que operan durante más de dos siglos como una teoría del arte altomoderna. Todo con el fin de exaltar la virtud visiva de la poesía y que no vaya a la zaga de la flamante pintura renacentista. El arte pictórico, por su parte, reivindica sin tapujos su poder poético pese a su naturaleza muda, con objeto de desvincularse de su condición servil y autorizar su liberalidad. Se celebra antes que nada la paradoja. Bien que no es posible ver realmente el escudo de Aquiles, lo imaginamos; bien que no podemos oír los gritos del Laocoonte, los intuimos. El arte se convierte en un simulacro que aspira a hacer posible un imposible, de convertir lo natural en artificial y lo artificial en natural por medio de la imitatio artística. Reduce la inmensidad y volatilidad de lo natural a un microcosmos ficticio, una máquina abreviada, una imagen del mundo, un símbolo perfecto de su esencia. Garcilaso reduce la naturaleza, a imitación de Homero, a una urna que engloba el macrocosmos y teje mediante el artificio poético una imagen que plasma el recuerdo doloroso por la pérdida de Elisa. Montemayor y Espinel transforman tales recuerdos en las esculturas y los frescos que decoran palacios y casas de fantasía. Lo mismo sucede con los autores de la épica culta que recurren

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a la pintura para celebrar la grandeza del Imperio español. Los poetas manieristas reconstruyen a través de un retrato imaginario la figura de la dama como un templo de Eros ante el cual se arrodillan para manifestar su devoción. Por su parte, los dramaturgos áureos convierten la pintura en uno de los mecanismos más destacados de agnición en la comedia nueva, en tanto que Tirso certifica con sus pragmatografías de fastos el gusto por la cultura visual del Barroco. Pero no es la única manera en la que los escritores áureos abordan el tópico ut pictura poesis como tema de sus composiciones. Talentos dobles como Céspedes o Jáuregui no dudarán en poner sus versos al servicio de la teoría artística. Conciben la poesía como un instrumento paralelo a los tratados de arte en su defensa de la pintura y la escultura. Por su parte, la peculiar visión de Cervantes con respecto al tópico horaciano y la preceptiva pictoricista que gira en torno a ella transforma el verbis depingere en una pauta de la verosimilitud gracias al efecto de realidad inherente a la descripción. Todo ello es muestra de cómo la relación de literatura y artes plásticas se mantiene vigente a lo largo del Siglo de Oro. Las diferentes formalizaciones del tópico ut pictura poesis en las obras y géneros estudiados así lo avalan. La comparación de plumas y pinceles es por añadidura una constante que se aprecia en un sinfín de composiciones pictoricistas circunscritas al lugar común. De hecho, los objetos de arte protagonizan un buen número de encomios pictóricos y poemas artísticos, cuyo valor no será ponderado en su justa medida si, como se ha pretendido ilustrar aquí, no nos aproximamos a ellos desde una metodología comparatística. Tanto más cuando se entiende que las artes plásticas son uno de los principales modelos de imitación para la poesía barroca, circunstancia que propicia un considerable elenco de géneros menores, fruto del trasvase y adaptación de técnicas, motivos y modalidades procedentes del arte pictórico. Pero la iluminación recíproca de tablas y papeles no solo se traducirá en la profusión de «pinturas verbales» de toda índole, sino además en la constitución de una figura descriptiva característica de la poesía aurisecular: la hipotiposis. Bajo su directriz, el poeta figura la realidad como si fuera una obra de arte, tomando para ello como paradigma los géneros propios del arte plástico de la época, así como sus técnicas y conceptos, con objeto de dar vida a la máxima expresión del verbis depingere con el desarrollo de un estilo pictoricista, que estriba en el empleo de la terminología del arte, el cromatismo, los epítetos, los deícticos, la traslatio temporum y toda suerte de mecanismos verbales vinculados a la propiedad retórica de la enárgeia. Garcilaso trata de adaptar mediante la disposición gráfica de los versos la sección áurea, si se da validez al criterio estructural esgrimido por Rivers; Lope distribuye espacialmente los diferentes elementos de la cornucopia en estrofas independientes, convirtiendo el folio, en virtud de la iconicidad de la escritura,

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en el lienzo literario de sus bodegones. Montemayor y Espinel ponen en práctica la preceptiva retórica en cuanto a la disposición esquemática de los loci y transforman los recuerdos en pinturas de la mente; Tirso celebra el gusto barroco por la cultura visual y la alegoría plástica; y los dramaturgos áureos contemplan en el retrato un mecanismo de agnición, conforme a la novedosa concepción del teatro como espectáculo integrado en el conjunto de las artes visuales. Y, en cambio, no es ni en el teatro ni en la novela, sino en la lírica donde la comparación interartística se perfila como uno de sus principales tópicos. La representación de las artes plásticas y su hermandad con la poesía es un tema predominante en la poesía áurea. Es Garcilaso realmente quien introduce en España el gusto por comparar plumas con pinceles y servirse de objetos artísticos con fines poéticos. El gusto humanista por el arte dejará su impronta en numerosos poetas: Cetina, Herrera, Alcázar, los Argensola, Lope, Góngora, Quevedo, Paravicino, Espinosa, Jáuregui, Bocángel, Ovando, Barrios, Delitala. En sus versos la influencia de las artes plásticas es esencial para interpretar y comprender muchas de sus composiciones inspiradas por la pintura. Así pues, los poetas del Siglo de Oro, iluminados por la doctrina ut pictura poesis, no dudan en adaptar y trasladar los géneros y técnicas pictóricas como estructuras y recursos formales al medio poético. Tal es la fiebre por el pictoricismo que acaba por constituir una suerte de poesía menor que da lugar a una gavilla de subgéneros líricos: el retrato, la bambociate, el bodegón, el paisaje, ruinas, marinas, etc. Pero asimismo se da vida a una poesía de circunstancias que responde en todo momento al lugar común por emplearlo como tesis retórica en la composición de sus versos: encomios pictóricos, epitafios y epigramas ecfrásticos, poemas iconográficos y emblemáticos, pinturas de damas y blasones renacentistas. Y he aquí lo importante, pues si el arte plástico y su teoría son una de las fuentes primordiales de inspiración entre los autores áureos para la composición de la «pintura verbal», el estudio de esta, toda vez que desborda el ámbito de la palabra, al encontrar su razón de ser en la imitación de las artes plásticas y sus técnicas, no debería ser planteado desde una perspectiva exclusivamente filológica, sino también comparatista. Desde Temas del Barroco de Orozco Díaz hasta la reciente publicación de Hispanic Baroque Ekphrasis de Castellví los hispanistas han dejado constancia de esta realidad, obteniendo el reconocimiento de la crítica, aun a pesar de lo problemático del asunto y de la desconfianza que ha venido generando hasta las últimas décadas una aproximación interdisciplinaria a los textos clásicos de nuestra literatura. Gállego llamó la atención sobre este hecho: la mayoría de fenómenos vinculados al verbis depingere del Siglo de Oro pasan desapercibidos entre los críticos, pues exige a estos analizar los textos tanto desde el campo

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literario como desde el artístico, viéndose en la necesidad de desbordar su especialidad y explorar ámbitos ajenos a su formación: La cultura española del Siglo de Oro presenta una curiosísima antinomia entre poesía y pintura, que creo que no ha llamado suficientemente la atención de los estudios [...] La costumbre de los especialistas de trabajar, casi exclusivamente, en uno u otro de esos dos campos hace que fenómenos de este tipo pasen inadvertidos1.

La literatura comparada con las artes como rama del comparatismo suple esta carencia y ofrece datos nuevos sobre la poesía del Siglo de Oro, sobre todo con respecto a géneros poéticos que no casan con la visión canónica de nuestra literatura. Favorece una revisión de la misma que lleva al investigador a cuestionarse la consideración generalizada del sistema literario español como un modelo de representación realista de la sociedad y su entorno. El papel que desempeña la dimensión visual de la imaginación en nuestros autores clásicos tal vez no se haya ponderado en su justa medida. Decía Ortega y Gasset que el español es un hombre sin imaginación, siguiendo el credo unánime que vertebra la consideración del arte español, desde Luján hasta Menéndez Pelayo, como predominantemente realista. Y, sin embargo, cuán imaginativas resultan las poesías de Garcilaso y Góngora, las novelas de Montemayor y Cervantes, el teatro de Lope y Calderón, máxime cuando pintan con métricos pinceles un mundo realista pero que, por la contra, se ve invadido constantemente por fantasías, quimeras y toda suerte de monstruos de la imaginación a cuyo universo solo es posible acceder a través del ojo interior de la mente. Y precisamente en esa dialéctica realista-idealista, como estipuló Orozco Díaz en referencia al Barroco, reside la base sobre la que reposan los cimientos de ese monumento literario llamado Siglo de Oro: El representar la época del Barroco un momento culminante de nuestra historia artística y literaria, fuerza a precisar el concepto del realismo, referido, a nuestra cultura. Porque, hoy se va sabiendo que lo característico nuestro es el coexistir de rasgos contradictorios; el dualismo realista-idealista. Pero se venía señalando y especialmente al hablar de esta época, la nota realista como característica esencial de nuestro arte y de nuestras letras, sin más modificante que el refuerzo del exacto sentido de la palabra2.

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Gállego, 1987, p. 50. Orozco Díaz, 1947, p. xl.

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Parece innegable que la plástica presidió el arte barroco como defendió el profesor granadino; pero resulta necesario recalcar, asimismo, que la imagen literaria, a diferencia de la pictórica, no estuvo sometida a las reglas de la verosimilitud de una forma tan estricta. Tuvo la capacidad de soslayar la directriz visual postridentina, poniendo ante los ojos del lector ficciones verosímiles que escaparon al arte plástico. La capacidad de las palabras de evocar, más que imprimir, imágenes en el entendimiento, siguiendo el modelo plástico y en atención al ideal de la hermandad de las artes, dotó a la poesía de los instrumentos necesarios para erigirse como una pintura de la imaginación, capaz de servir a los fines políticos del Imperio de los Austrias, pero pudiendo evitar al mismo tiempo el control ideológico de las autoridades. Así se aprecia en buena parte de la poesía de la época, la cual modula la imagen, evocándola sin concretarla ni materializarla, proyectando en el lector estampas comprometidas, pero sin llegar en ningún momento a escandalizarlo como bien ocurrió con las pinturas lascivas de Tiziano. Esta es otra de las conclusiones que se alcanza en la aproximación al tópico ut pictura poesis en el contexto aurisecular. La poesía en cuanto «pintura verbal» entrega al creador la libertad para figurar la realidad a su antojo, burlando los límites doctrinales impuestos por la Contrarreforma y sin atenerse, como así tuvieron que hacerlo Velázquez, Murillo o Pacheco, a las directrices religiosas. En cuanto a la pintura siglodorista, uno no puede hacer más que tirar una raya y hacer la suma como sentenció Ortega y Gasset, reconociendo que el arte español del periodo, salvo excepciones puntuales, carece de imaginativa en esencia por ser reflejo de los ideales estéticos postridentinos; pero en el caso de la poesía, más que discutible es el hecho de que el universo ficcional del Siglo de Oro se limite a entregar una imagen realista del mundo y su sociedad. La poesía hace posible lo que resulta imposible para las artes plásticas de la época. Fue concebido como un arte tanto musical como imaginativo, dado que podía representar la naturaleza mediante imágenes a semejanza de la pintura, pero sin ver reducido su alcance a los límites doctrinales establecidos. El arte poético en la España de los Austrias se comporta, en efecto, como una pintura de segundo orden, pero una pintura que, como medio figurativo y a diferencia de la plástica, no pretende representar la realidad en cuanto a lo que es como apariencia visual, sino en cuanto a lo que parece como percepción imaginativa. La literatura es una metáfora visual del mundo no una imagen imitativa del mismo. Una phantasia como dieron a entender los antiguos, una ilusión, un espejismo de la mente, una imagen distorsionada de la naturaleza, como juzgó Platón, más peligrosa si cabe que cualquier imagen pictórica por su capacidad de engañar a los sentidos, haciendo creer al lector que tiene en verdad ante sus ojos un mundo ficcional que, con todo, no existe más allá de

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los límites de la imaginación. Es el sentido que albergó en el Siglo de Oro la comparación de plumas y pinceles, de papeles y tablas, de palabra e imagen. Raro es el poeta áureo que no recurra en sus versos al tópico ut pictura poesis como motivo de composición, precisamente por operar en la época como una teoría general de las artes. He aquí la conclusión final que ofrece este trabajo. De la formalización del lugar común se deduce la concepción moderna de la poesía como literatura: un arte tanto sonoro como visivo, tanto eufónico como enárgico, tan musical como el canto, pero tan figurativo como los cuadros. El papel se convierte en el lienzo en que los métricos pinceles «pintan» verbalmente una visión de la imaginación tan intensa que acaba por confundirse en la memoria con los recuerdos vividos. Un deseo inalcanzable, un lugar común imposible, al que los poetas regresan, época tras época, para como Belerofonte dar caza a la escurridiza imagen de una quimera. Un concepto que únicamente el elevado entendimiento tiene el poder de formar. Una imagen que escapa al poder imitativo del artista plástico y solo le es dada al poeta en calidad de pintor de la imaginación. La poesía es una pintura del alma, por cuanto no se dirige a los sentidos exteriores, sino al entendimiento a través del cual se manifiesta el alma misma. El germen de la dimensión sublime que lo venidero entregará a la imagen poética frente al icono pictórico tras el ocaso del Siglo de Oro. Poesía y pintura son comparables: ambas parten de la percepción visual para proceder a la percepción figurativa del mundo posible que encierra toda ficción. Pero difieren, como dictarán los futuros detractores de la doctrina ut pictura poesis, en cuanto que la imagen poética no es una pictura loquens, sino una representación sublime que escapa al dominio de los sentidos. La poesía es una pintura ciega y por ser ciega tiene la capacidad de figurar ciegamente la realidad gracias a la inmaterialidad del signo verbal. Solo es dado hablar con propiedad de imágenes literarias cuando nos referimos con ello a la dimensión gráfica de la escritura y no así a los fantasmas de la mente, los demonios del alma, los monstruos invisibles que se alimentan de nuestros sueños, las phantasias que habitan, en definitiva, la utopía sublime de nuestra imaginación.

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ÍNDICE ONOMÁSTICO

Acuña, Hernando de 45 Aguilar, Gaspar de 33, 174 Alberti, Leon Battista 151, 220 Alcalá y Herrera, Alonso de 27 Alcázar, Baltasar del 27, 46, 187-188, 230232, 256, 272 Alcázar, Melchor del 183 Aldana, Francisco de 33, 181-182, 201, 202, 206-207, 252 Apeles 26, 45, 48, 52, 86, 101, 139, 141, 144145, 159, 160-162, 165, 167-169, 173, 175, 180, 182-183, 196, 205, 220, 223225, 230, 236, 263 Arcimboldo, Giuseppe 112-113, 261 Argensola, Bartolomé Leonardo de 183-184, 189-191, 211, 217, 261, 266, 272 Argensola, Lupercio Leonardo de 158, 261, 272 Argote de Molina, Gonzalo 213 Arguijo, Juan de 157, 209, 215 Ariosto, Ludovico 11, 43, 54, 62, 91, 93, 9697, 100, 105, 108 Aristóteles 11, 19, 25, 28-29, 47, 135-137, 141, 143, 147, 171, 172 Arphe (Arfe), Juan de 219 Balbuena, Bernardo de 16, 46, 66, 91, 93, 114-118 Barahona de Soto, Luis 16, 88, 91, 93, 97, 98, 100, 102-103 Barrios, Miguel de 16, 33, 38, 46, 87, 173, 175-176, 198, 236, 270, 272 Beraldo, Nicolao 44

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Berceo, Gonzalo de 269 Bocángel, Gabriel 16, 32-33, 46, 163-165, 169, 173, 175, 217-218, 223, 226-228, 230, 234, 272 Bonilla, Alonso de 16, 32, 167 Boscán, Juan 9-10, 13, 22, 37, 41 Cairasco de Figueroa, Bartolomé 156, 220 Calderón de la  Barca, Pedro 23, 31-32, 46, 119, 138-142, 144-145, 173, 178, 180, 201, 217, 253, 264-265, 273 Camargo y Salgado, Hernando de 32, 114, 165, 169 Camilo, Francisco 234 Camões, Luís de 91, 213, 257-258 Cáncer y Velasco, Jerónimo de 33, 212 Caramuel, Juan 27 Carducho, Vicente 48, 137, 161, 166, 171, 182, 186, 217-218 Caro, Rodrigo 209, 258 Carrillo y Sotomayor, Luis 220-221 Castelvetro, Lodovico 135 Castiglione, Baltasar 53, 208 Castillejo, Cristóbal de 10 Castillo Solórzano, Alonso de 235 Cervantes, Miguel de 15-17, 31-32, 39, 46, 64, 75, 87-89, 119, 129, 178-180, 211, 273 Céspedes, Pablo de 23, 27, 32, 39, 48, 157, 173, 181, 215-216, 219, 271 Cetina, Gutierre de 16, 32, 41, 46, 153, 208209, 216, 272 Cicerón 19, 23, 25, 29, 30, 32, 47, 76, 242

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Coleridge, Samuel Taylor 125 Colonna, Francesco 66 Comanini, Gregorio 34, 46, 152 Corte-Real, Jerónimo 99-100 Dante Alighieri 79, 81 Da Vinci, Leonardo 107 De la Cerda, Melchor 74 Del Barrio, Juan Martín 169 Delitala, Joseph (José de) 32, 38, 46, 176-177, 191, 196-198, 217, 235-237, 270, 272 Díaz del Valle, Lázaro 224, 234 Dicastillo, Miguel 267 Domínguez Camargo, Hernando 114 Dryden, John 27 Durero (Albrecht Dürer) 60, 63, 238 El Bosco (Jerónimo Bosch) 160, 235 El Greco, (Doménikos Theotokópoulos) 21, 28, 142, 197-198, 216-218, 227, 229 Erasmo de Róterdam 18, 25, 30, 41, 98, 242 Ercilla, Alonso de 64, 87, 88, 92-96, 98, 248 Escobar y Mendoza, Antonio de 116 Espinel, Vicente 16, 35, 39, 46, 62, 78-90, 186, 206-207, 270, 272 Espinosa, Nicolás 91, 117 Espinosa, Pedro 16, 32-33, 46, 173, 189, 198, 207, 216-217, 232-233, 243, 250, 252, 272 Espinosa y Malo, Félix de Lucio 172-173 Fanlo, Francisco Gregorio de 249 Faria e Sousa, Manuel de 119 Félibien, André 26 Figueroa, Francisco de 156 Folengo, Teófilo 92, 100 Franco Barrero, Juan 170 fray Agustín Leonardo 164 fray Gregorio García 167 fray Luis de León 70, 79, 118, 131 Frías, Damasio de 27, 259, 260 Frigola y Picón, Matías 170, 171 García Hidalgo, José 48, 238 Garcilaso de la Vega 10-13, 15-17, 20, 22, 29, 31-32, 35, 37, 39-63, 69, 71-72, 87, 118, 152, 208, 243, 245, 251, 269-273 Gómez de Tapia, Luis 213 Góngora, Luis de 15, 17, 20, 26, 31-32, 34, 46, 53-54, 88, 132, 163, 165-166, 173, 194, 204-206, 216-217, 225-226, 234, 252, 256-259, 267, 272-273 González de Eslava, Fernán 250-251 Hernández de Velasco, Gregorio 16, 213

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Herrera, Fernando de 16, 27, 46, 48, 88, 155, 157, 185, 215, 272 Herrera, Juan de 220 Herrera, Pedro de 109-111 Hojeda, Diego de 16, 92, 106-107 Holanda, Francisco de 48, 72 Horacio 11, 21, 23, 25, 27, 32, 41, 43, 47, 51, 62, 73, 79-80, 154, 167, 171-172, 217 Homero 9, 12, 39, 42-43, 45, 49, 61, 91-94, 100, 105, 111, 116, 159, 244, 270 Hurtado de Mendoza, Diego 16, 41, 153 Jáuregui, Juan de 16, 32, 39, 46, 48, 110, 173174, 202-203, 216-217, 226-228, 230, 243, 271-272 Jiménez Patón, Bartolomé 162 Lessing, Gotthold Ephraim 9, 11, 23-24, 26, 34, 42-43, 101 Liaño, Felipe de 191, 218, 221 Lisipo 168, 223, 260 Lope de Vega, Félix 15-17, 26, 28, 31-32, 46, 63, 78, 89-90, 100, 110, 119, 135136, 138-139, 141-144, 148, 158-163, 168-169, 171, 173, 179-180, 182-183, 186-187, 193-196, 201-203, 216-218, 221-223, 225-229, 243-244, 248, 252, 262-264, 271-272 López de Zárate, Francisco 223 Lucena, Diego de 217, 233-234 Luciano de Samósata 12, 23, 25, 79 Mal Lara, Juan de 126 Martínez, Antonio 167 Martínez Montañés Velázquez, Juan 223 Medrano, Francisco 198, 200, 209-210, 232 Melero, Andrés 249 Mena, Juan de 12, 217-218, 253, 269 Mercader, Gaspar 174 Mesa, Cristóbal de 99-100, 118, 210 Mira de Amescua, Antonio 138, 146-148, 200-201 Mohedano, Antonio 216-217, 232-233, 250 Mojica, Diego de 169 Montemayor, Jorge de 35, 39, 46, 62-90, 206207, 270, 272-273 Moreto, Agustín 164 Navagero, Andrea 9-10 Negrón, Luciano de 232 Ordóñez de la Puente, Manuel 172 Ovando, Juan de 16-17, 32-33, 173-175, 198, 236, 270, 272

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ÍNDICE ONOMÁSTICO

Ovidio 11, 26-28, 43, 49, 62, 116, 124, 236, 248 Pacheco, Francisco 157, 163, 171, 186-187, 190, 215-216, 219, 224, 228, 230-232, 235, 250, 253-254, 274 Pacioli, Luca 60 Palmireno, Juan Lorenzo 19, 67, 69 Pantaleón de Ribera, Anastasio 173, 191, 193, 217-218, 233-234 Paravicino, Hortensio Félix 16, 28, 32-33, 46, 142, 163, 174, 191, 216-217, 227, 229, 272 Peacham, Henry 39 Pérez de Montalbán, Juan 169-171, 193 Pérez de Montoro, José 33 Petrarca, Francesco 11-12, 41, 45, 155 Pinciano, Alonso López 20-21, 24, 28, 244 Pinel y Monroy, Francisco 211 Plutarco 38, 171 Polo de Medina, Jacinto 165, 173, 243, 256, 261-262 Praxíteles 168, 196, 202 Protógenes 162, 167, 183 Pseudo-Longino 19, 152 Quevedo, Francisco de 15-17, 22, 26, 31-33, 46, 63, 188, 207, 210, 215-218, 235, 237238, 256, 261, 272 Quintiliano 19, 25, 28-30, 43, 47, 54, 76, 94, 98, 138, 242, 246, 252-253 Rafael Sanzio 44, 60, 88, 243 Ragis, Pedro de 220-221 Ramírez de Guzmán, Catalina Clara 33 Reni, Guido 141, 237, 238 Rioja, Francisco de 163, 184-185, 211-212, 215-216, 232, 243 Ripa, Cesare 129 Robortello, Francesco 135 Rocamora y Torrano, Ginés de 162 Rubens, Pedro Pablo 158, 160, 217, 222-224, 235 Rufo, Juan 92 Ruiz de Alarcón, Juan 145-146 Salazar y Torres, Agustín de 171-173, 175, 196 San José, Jerónimo de 254-255 santa Teresa de Jesús 121 Sánchez de las Brozas, Francisco (el Brocense) 67, 69 Santillana, marqués de (Íñigo López de Mendoza) 9, 12, 60, 87, 269

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santo Tomás de Aquino 151 Segura Espinosa, Pedro de 162-163 Silvestre, Gregorio 10, 153-154 Simónides de Ceos 23, 25, 38, 45, 47, 88, 153-154, 156-157, 159, 166, 168, 171172, 193, 221, 223, 225, 233, 269 Sófocles 136 sor Juana Inés de la Cruz 32, 176 sor María de Santa Isabel 254 Soto de Rojas, Pedro 66, 116, 163, 184, 247 Tasso, Torcuato 10-11, 91, 98, 105, 114, 117, 135, 228 Tejada Páez, Agustín de 168-169 Terrazas, Francisco de 27, 255-258 Timantes de Sición 13, 45, 48, 52, 136, 158, 165, 205 Timoneda, Juan 155 Tirso de Molina 35, 39, 46, 118-120, 122134, 138, 147, 173, 201, 271-272 Tiziano Vecellio di Gregorio 21, 63, 142, 153, 190-191, 216-217, 235-237, 243, 251, 274 Torquemada, Luis de 219 Torre, Francisco de la 246 Torres, Alfonso de 18-19, 30, 69 Trillo y Figueroa, Francisco de 92, 114, 217 Ulloa Pereira, Luis de 188, 195, 217 Urrea, Pedro Manuel de 9 Vaca de Alfaro, Enrique 235 Valdivielso, José de 92, 109-111, 113-114, 166, 216, 226 Valencia, Pedro de 191-192 Valle y Caviedes, Juan del 175 Van der Hamen, Juan 28, 216-217, 225-226, 234-235 Van Eyck, Jan 235 Varchi, Benedetto 11, 41, 153 Vasari, Giorgio 215, 220 Velázquez de Velasco, Luis José 118 Velázquez, Diego 216, 218, 224-225, 238, 274 Vélez de Guevara, Juan 224 Vélez de Guevara, Luis 126 Villamediana, conde de (Juan de Tassis y Peralta) 166, 194, 202, 204, 207-208, 220, 243, 262 Villaviciosa, José de 16, 92, 107-110, 167, 204, 220 Vinsauf, Godofredo de 12

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300

LITERATURA Y ARTES PLÁSTICAS EN EL SIGLO DE ORO

Virgilio 10-12, 27-28, 43, 45, 49, 67, 81, 9193, 96-97, 100, 105, 111, 159, 246, 248 Virués, Cristóbal de 16, 46, 86, 93, 99-107, 126

Posada.indb 300

Vives, Juan Luis 19 Zapata de Chaves, Luis 92, 95-98, 100 Zeuxis 158-161, 165, 168, 180, 182

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