Obras completas de Amado Nervo. [Texto al cuidado de Alfonso Reyes; ilustraciones de Marco]

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TOMOS PUBLICADOS I

PERLAS NEGRAS MÍSTICAS II

POEMAS

DE CADA TOUO SE HAN

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PRESO CIEN EJEMPLARES EN PAPEL DE HILO fi * fi *

Ci

TEXTO AL CUIDADO DE ALFONSO REYES ILUSTRACIONES DE MARCO

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mmmmmmtmmm OBRAS COMPLETAS DE AMADO ÑERVO ¿"VofumenVX

PASCUAL^UILERA EL

DONADOR DE ALMAS

¡E

IL101ÉCA NUEVAS MADRID-*

|

ES PROPIEDAD

DE LOS HEREDEROS DEL AUTOR

TODA EDICIÓN FRAUDULENTA SERÁ PERSEGUIDA POR LA LEY * f

f,

É>

AL DOCTOR

LEOPOLDO CASTRO

En pago de una vieja deuda de muy cordialmente este

dedico

afecto libro.

A.N.

PASCUAL AGUILERA (1892)

COSTUMBRES REGIONALES

PRÓLOGO Escribí

estas páginas a la

edad en que, según

Gautier, se estila . el

los cabellos

y

Una reciente y prolongada comunión con

campo y

la vida rural

olores fuertes,

de México, puso en ellas

no hechos quizá para

el olfato

de-

licado de las vírgenes: la naturaleza es asi, no-

blemente impúdica. In

illo

tempore amaba yo

periodos extensos, los giros pomposos, fértil,

por

el

y me enamoraban

los

el léxico

las ideas revolucionarias

simple hecho de serlo: que

lo

anterior sir-

va de norma a quien sorpresas halle al aventurarse por la selva virgen de

Mucho tiempo yació

mi

libro.

un cajón, y

allí lo

hubiera encontrado tal vez algún día una

mano

indiferente,

para

éste en

librarlo

al viento, al fuego... o

al almacén de ultramarinos. 13

Mas recordando que

N fué escrito con amor y entusiasmo, de acuerdo con

el paisaje

que

me

rodeaba, y que

si

hay en

él

rudezas y colores vivos, son los vivos colores y las

rudezas de mis trópicos, pensé que mereciera

mejor suerte, y

el

Editor se la deparó

más que

buena, presentándolo al público vestido de gala.

Tal es los

la breve historia

prólogos no

de Pascualillo; y como

me gustan ñipara remedio,

vuel-

vo la hoja y dejo al lector que apechugue, si a tanto se atreve, con

mi prosa, pidiéndole perdón

por mis yerros.

14

PASCUAL AGUILERA

4fr

LIBRO PRIMERO

Parecía

ma-

celebrarse la glorificación de la

ñana.

Enviaba

el

sol

una

lluvia

de fuego

al valle

y

mil punios luminosos y cristalinos danzaban en la

atmósfera húmeda,

como

de cínifes palpitasen en

En

la

medianía de

la

si

centenares de alas

el aire.

extensa llanada que limi-

taban pedregosas lomas, eslabonándose en cular cadena, la ranchería,

cir-

formada de jacales de

cónica techumbre, entre los que mostraban su rojo leproso algunos tejados, se

dedor de

la

pegada a

ésta.

casa de

la

agrupaban en

hacienda y de

17

Toíao VI

re-

la capilla

2

Amado Ñervo Era

casa antiguo edificio solariego, de altos,

la

sustentado en macizos sillares berroqueños, con

anchos portales en dor en el

la

la planta baja,

fachada de

la alta,

con un corre-

con vasto jardín en

patio central y amplios corrales y establos

anexos.

La

capilla,

levantada a

la

derecha, de

tal

suerte

que su única nave formaba como una prolongación a los portales, era pequeña, limpia, y

ronaba una

torrecilla

la

co-

de dos cuerpos, rematada

por un cono de pizarra: hopa obscura sobre

la

cual una cruz de hierro rasgaba el azul con sus

brazos protectores.

Empezaba tendían

y en los campos que se ex-

Abril,

al oriente del caserío, los trigales

en sa-

zón eran piélago de oro que, mansamente encrespado por ola

El resto al

el

viento, fingía al agitarse rubia

que iba a morir sobre

Sur y

al

de

las tierras,

las faldas

de

las

lomas.

abiertas al Occidente,

Norte, se dividía en zonas varias, pas-

tosas unas, y otras negras y trabajadas por la

yunta que preparaba

la

primeras correteaba

la

miaban lentamente el

siembra del maíz. En

las

yeguada y pacían o ru-

las vacas,

agitando a compás

rabo perezoso y fijando sus grandes ojos 18

lle-

Obras

Completas

nos de placidez en

las ternerillas y en los beceque hacían ya ímpetus de triscar.

rros retozones,

En

los cerros, entre el agrio

y arisco pedregal,

los cazahuates

de cenicienta corteza y blancas y desairadas flores, movían suavemente sus ramas; las nopaleras, erizadas tal,

de tenues espinas de

cris-

mostraban en los cantos de sus pencas raci-

mos de

tunas de un rubro vivo; los órganos

erguían sus brazos estriados, pulposos y rectos,

de color verdeobscuro, fingiendo candelabros de pórfido en inmovilidad completa; y entre unos y otros, encaramándose a las peñas, ramoneando el salvaje

pasto y lanzando de tiempo en tiempo

su trémuLo balido, los rebaños de chivos daban

movimiento

al

huraño

paisaje,

y asomando por

entre las peñas los cuernos retorcidos y el hocico

exornado de niveo toisón o de leonadas bellotas,

hacían pensar en los faunos caprípedes que

paseaban su

lujuria

por los bosques de

la anti-

güedad.

Los naranjos del

jardín, cribados

por

el sol,

estrenaban vestido, de un verde lleno de matices, ta el

desde

el

tierno de los retoños satinados has-

obscuro de

Era

el

las

hojas adultas.

[tiempo del azahar, y 19

como mariposas

Amado Ñervo de nieve salpicaban flores

el

follaje

los

corimbos de

y botones, difundiendo en rededor pene-

trantes aromas.

Los tulipanes estaban también llenos de ces que colgaban de las ramas llas

cáli-

como campani-

de coral o se erguían como copones de

fuego.

Las

libélulas azules, verdes

o

rojas, batían sus

diáfanos élitros de gasa entre las flores, e intoxi-

cadas de perfume y de rocío, se posaban en los nectarios lozanos.

Los gorriones zahareños, espantados por

muchachos pajareros que

chicote de los

ban

los trigos,

objeto de su avidez insaciable,

iban a refugiarse un punto en

chaban desde

el

vigila-

allí

el

tejado y ace-

a las libélulas, charlando

unos descosidos, a coro con

las

como

golondrinas que

en los aleros comadreaban sin descanso, sacu-

diendo

la

seda joyante de sus

alas.

De vez en cuando hendía los ámbitos del patio, como flecha de obsidiana, algún escuálido zanate que iba a posarse en

el

caballete del te-

cho, oteando goloso los graneros. El panorama, visto desde lo alto

de una loma,

habría embelesado a un colorista. Era 20

pomposo

Completas

Obras y opulento bajo

el

limpísimo, cielo mexi-

el cielo

combaba su

cano, que

zafiro infinito,

formando

palio de aquella magnífica naturaleza en pri-

mavera.

—¡Muchacha, que de hombre en el follaje

de

te

caes!— gritó un vozarrón

el jardín.

Y

alto naranjo,

panilleó en el aire

a

respondió, entre

él

una risotada que cam-

como armonioso

timbre de

plata.

—¡Que

Y

te caes,

atrevida!— repitió

la

voz.

un mocetón de veinticinco años, de sem-

blante sesgo, pelirrubio, colorado y pecoso, cas-

corvo y desgarbado, avanzó en dirección

al

al

propio tiempo

tronco, haciendo resonar las ca-

denillas de metal de su pantolonera y de su cha-

quetón.

Agitáronse rápidamente las ramas del árbol

como un

sol

de un mar de esmeralda, surgió

y, la

cabeza más linda que pueda verse, y buscando

con risueños ojos

al

que se acercaba, clamó a

su vez:

—Que

se

quiero que

retire

me vea

El charro,

para que

me

deje bajar;

no

las piernas.

que se había arrimado

al

tronco y

alzaba los ojos intentando columbrar entre las 21

Amado Ñervo frondas !os encantos que se

le

vedaban, se

retiró

algunos pasos, murmurando:

—Ya

no

—Ya

muchacha, ya no

te veo,

—Tápese

los

ojos— insinuó

te veo...

ella.

están.

—Bueno, pues

allá

Oyóse un rápido voz exultante de

la

voy. crujir

de hojas; luego,

la

moza, que canturreaba:

San Miguelito, santo bendito:

dame la mano, que voy después,

la

del charro,

y,

que respondía:

muchacha, no

¡Brinca,

a brincar;

te

has de matar!

por último, rumor de faldas que azotaban

aire,

seguido de una segunda risotada

el

al pie del

naranjo.

Ya en

tierra,

extendió

delantal de lienzo,

mano

para

saltar,

la

y mostró complacida

un montón de azahares propio tiempo:

—¿Qué

—Muy

tal,

moza su blanquísimo

que había plegado con una

eh?

bonitos.

— Huela y verá. 22

al

joven

frescos, diciéndole al

Completas

Obras

Y le alargaba, cogido Hundió en

él

de

las puntas, el delantal.

con voluptuosidad

el

charro

la

rubicunda cara, y aspiró, con aspiraciones de vigoroso perfume que mareaba. Cuan-

fuelle, el

do levantó

la frente,

a que se había agolpado la

sangre, se leía en sus ojos brillantes, en su nariz

en su boca de gruesos labios, una sen-

aliabierta,

sación

que

le

tal

de libidinosidad, que

jQué guapa gros,

la

muchacha,

miraba sonriente, se ruborizó.

que en

era!

Con

su cabeza de rizos ne-

las sienes se

enroscaban graciosa-

mente como volutas de azabache; con su rostro

moreno y oval de Guadalupana; sus ojos de ciopelo,

donde

la alegría

de

ter-

brillaba la alegría de la juventud,

la vida;

su nariz de aguileno corte,

admirablemente perfilada; su boca

roja,

breve y

jugosa; sus dientes húmedos, de nacarado esmalte, y su barba hoyuelada y su busto gallardo,

en que culminaban ya los senos adolescentes, «ustentado por amplias caderas que acaricia-

ban

la

mirada con

la

euritmia cadenciosa de sus

líneas.

¡Qué hermosa

Por

la

era!

cara punteada de pecas del charro pa-

saban todos los anhelos, todas 23

las

voracidades;

N y por

fin,

quedóse

el

hombre hecho un bobali-

cón, con los ojos inmóviles, sin acertar con una frase,

en tanto que una sonrisa llena de graciosa

socarronería iluminaba Ésta rompió

el

el silencio,

rostro de la moza.

murmurando con

cier-

to embarazo:

—Ya

le

—¿Qué

dicho que no otra cosa he

me

camele.

de hacer

si te

quiero?

—Bueno; y porque me quiere me compromete... —¿Qué me

importa ese bruto de Santiago?

—Bruto, o como usted guste, es mi novio, se ha de casar conmigo y no es regular que sufrir.

le

haga

Además, me cela mucho; ya usted cono-

ce su natural, y estas pláticas no tantito.

Conque ¡cuele de

—No. ¡Que

rabie!

le

gustan ni

el

amo? ¿No

aquí!

¿No soy yo

vives en mi casa?

—Sí, pero en calidad de depositada.

— Lo mismo da. — Para usted que quiere comerse sí:

el

mandado,

para mí, no.

—¿Es

decir,

— ¡Clarito!

que

prefieres a Santiago?

Buena tonta

sería si

me

dejara en-

gatusar por usted, que no se ha de casar conmigo, y a

él le

hiciera

menos. 24

Completas

Obras —¿Y

por qué no

me

he de casar?

— Porque eso no es conveniente, niño. Usted es rico, se casará con cualquier catrina de

la

ciudad; una es pobre, ranchera, montaraz... ¡con-

que ya

verá!

—Lo

que veo, Refugio— dijo

inflexión insinuante cia la doncella,

apoyarse en

ni

Santiago.

charro con

que retrocedió otros tantos hasta tronco--, ¡es que te quiero!

el

quiero y no he de permitir que

mano,

el

y avanzando dos pasos ha-

me ganen

Te

por

la

he de ver con calma tus trapícheos con

Tú comprenderás que mi madre

se

opondría a nuestra boda; y luego, que ésta causaría sorpresa a la gente

sabe

lo

bronca? ¿Qué se secas?

No to

te

de

Más

te

hacienda, que

te

quita con quererme así, a

valdrá que pedirme imposibles...

ha de pesar mi cariño,

que

la

de tu matrimonio. ¿Para qué armar, pues,

te casas,

te lo

aseguro; pues-

todo quedará entre nosotros, y

santas pascuas.

—¡Malas se tan

las

dé Dios a su merced, que con

poco se contenta!— respondió Refugio con

amarga ironía—. ¡Qué pedigüeño es Quiere que yo se

lo

el

dé todo... ¿Y él? Pues

amo! él

me

paga con promesas... ¡Nadita!— añadió, crecién25

Amado Ñervo dose:— ¡Honrada me parió mi madre y honrada he de ser! ¿Se ha pensado su merced que porque una es ruda y viste de indiana no sirve más que para eso? ¡Nones! Más quiero pobreza de la

buena que riqueza de

mala. ¡Bonita lucha!

la

—Es decir que... —Que eso, ni esperanzas.

— ¡Cuidadito, Refugio! Y me retobea— exclamó

—¡Mírenlo!

ran-

la

chera acabando de ponerse seria—. ¡Pues ahora

con más ganas Dios, que

le

arregle lo

que

marcho de

—Tú

le

repito

falta,

que cuanto antes

y apenas nos casemos

me

haces— respondió un

es

aquí.

sabrás lo que

no es corrido

el solicitante;

palda se dirigió a

Refugio

que no y retequenó! Por

diré a Santiago

le

y volviéndole

la casa.

despidió con desdeñoso movimien-

de hombros, y fuese a su vez

to

guo

al patio,

si

la es-

donde

reciente postura,

las

al corral conti-

gallinas cacareaban la

armando ruidosísima

alharaca.

Acercóse a un pesebre donde estaban los

ni-

dales y púsose a buscar los huevos.

Cuando más tió

distraída estaba en su faena, sin-

que una mano se posaba en su espalda y dio 26

Completas

Obras un leve

— No nil;

y

la

grito,

volviendo con rapidez soy yo

te asustes,

muchacha

— dijo

el

rostro.

una voz varo-

se encontró frente a frente de

Santiago.

Era éste na,

muy mozo,

alto,

de fisonomía more-

de rasgos altaneros, retostada por

viento;

el sol

y

el

de ojos negros y vivos, melena alboro-

tada y labios gruesos y lampiños, abiertos casi

siempre por una sonrisa franca. Vestía de cuero,

con pantalonera abierta que dejaba ver los

cal-

zones de imperial almidonados y limpios.

No

lucía,

empero,

habitual sonrisa en su

la

momentos. Miraba

faz en aquellos

el

mancebo a

su novia con torva mirada, y mondábase las uñas

con movimiento nervioso y poco tranquilizador. Refugio, inquieta, se apercibió a la tormenta,

que no se hizo esperar.

—Ya te

vide— dijo con sequedad

—Nada

malo

—Lo

el

ranchero.

verías.

que no sucede en un

—Cuando una no

quiere,

año...

qué capaz que su-

ceda nunca.

—Oye, Refugio— exclamó reconcentrada



que porque es

,

el

si

amo

le

Santiago con

ira

pensado ese cascorvo

se ha

he de aguantar, se lleva

27

N chasco. Ser uno pobre, haber de servir y luego

que

quiten a uno su hembra... ¡que no puede

le

que más me encoleriza es que yo mis-

ser! ¡Y lo

mo

traje la

fiado en

paloma a

uñas del gavilán, con-

las

doña Pancha, que con sus avemarias,

sus misas y sus pláticas con

el

cura cree que se

arregla todo, mientras a furto de ella hace su hijo lo

que hace! Yo me tengo

me mandó ya

rás,

Y

la culpa.

¡Quién

fiarme de esa beata! Pero ya lo ve-

lo verás...

avivaba

la

Lo que es a

mí...

rudeza de su lenguaje con ges-

tos significativos.

— ¡Huy! ¡Qué feo te pones cuando te enojas!— dijo Refugio

pegándose a

él

con arrumacos de

gata zalamera, mimosa y confiada—. ¡Eh!

hagas

amo

refilión; tranquilízate,

ni el

alma para reírme de todos mundo... Vamos, que se dió pasándole por

mano nía

el

Y me

el

delantal,

sobra

los cascorvos del

te baje la

sangre— aña-

recio tórax la

derecha, en tanto que

aún

No

ni el

Sursum Corda en persona me asusta-

¡Cuando yo quiero, quiero!

rían.

con

hombre, que

la

palma de su

izquierda soste-

donde en amable compañía

los azahares yacían los «blanquillos», tibios

aún, que había juntado. 28

Completas

Obras —No me

llamo Santiago— afirmó éste por vía

de epílogo— si no arreglo en

Lo que

rio.

E

la

semana

el

caso-

es a mí...

inclinando su altiva frente,

quemó

los labios

de Refugio con un beso rápido y tronado.

Acercóse después a mente, y saltó el trigal,

al

la tapia, la

escaló ágil-

campo, perdiéndose a poco en

que columpiaba

Refugio tornó a

la

el viento.

casa con sus azahares y sus

«blanquillos», cantando. Y a su acento, deliciosa-

mente timbrado, hacían coro de

las

golondrinas y

el

el

palique ruidoso

taimado cacarear de

ponedoras, que pregonaban su fecundidad.

las

II

Doña

—doña que

Francisca Alonso, viuda de Aguilera

Pancha,

daban

la

los

si

hemos de

don Jacinto Buendía, una paloma

santa,

de seguro se

darle el tratamiento

lugareños—,

era,

en opinión de

vicario de la hacienda,

una

una mujer

que

sin hiél,

iría al cielo

fuerte

con zapatos y todo.

Pertenecía a esa familia de matronas cristianísi-

mas, prudentes, hacendosas y longánimas para

desheredados que, como alguna vez de-

con

los

cía

don Fructuoso,

viejo labrador

que en sus

verdes mocedades estudió Medicina y a quien ya se

comió

la tierra,

gracia, en

van desapareciendo, por des-

México, dejando en su lugar a esa

turba de hembras descriadas, anémicas y vanas

como el

las

nueces tempraneras, que sostienen con

andamiaje de emulsiones y vinos reconstitu-

yentes

el

valetudinario edificio de su salud, y 31

N ponen de manifiesto a cada paso su endeblez moral,

más lamentable aún que su desmedro

or-

gánico.

Doña Francisca educaban,

por

allá

se educó de la manera que se la

quinta década del siglo, las

mujeres: con sobra de severidad y total ausencia

de mimos. Enviáronla temprano a

que aprendiera co

así

Catecismo,

el

la

la

escuela a

urbanidad, tanti-

de Gramática y Aritmética, no más de es-

critura: lo necesario

apenas para escribir su nom-

bre,— pues en aquellos benditos tiempos se prefería

que nuestras mujeres no garrapateasen dos

palabras con

con

el

tal

novio,

de que no pudieran cartearse

— y algo y aun algos de costura y

bordado.

Concluida esta rudimentaria enseñanza, se aplicó por entero a las tareas domésticas, y aun

cuando era

rica,

no

le

escatimó su madre los

tra-

bajos, poniéndola al frente del gobierno de la casa. Iba a la cocina para aprender a guisar; sa-

cudía cuando to,

menos su

y en los ratos

pieza; distribuía el gas-

libres,

bordaba pecheras de

batista para su señor padre, y corporales

para

la iglesia,

preparadas por

y palios con historiadas combinaciones

el

punzón, 32

las

primeras, y con

Completas

Obras cifras prolijas, los

segundos; o bien se dedicaba

a prácticas piadosas, rezando, haciendo limosnas hilas para el hospital.

y trabajando

Muy

de mañanita, arrebujada en negro man-

tón de seda los días ordinarios y en grueso y

pesado tápalo de damasco

adorno que

a misa, repitiendo con nes desde

los feriados, sin

más

tunicela de gran respingo, acudía

la

el introito

celebrante las oracio-

el

hasta

el Ite

misa

est,

merced

a su gran eucologio; y vuelta a su casa, ya no sa-

teniendo por solaz y esparcimiento único sus

lía,

pías lecturas, el cultivo de sus flores y el cui-

dado de sus canarios,

clarines,

zenzontles y

mirlos.

Por

la tarde,

estremecía

el

luego que

el

toque de oraciones

diáfano y sereno espacio, ella y su

madre rezaban

el

Ángelus y

el

Rosario, con

mu-

chos sobornales, y a renglón seguido disponían la

cena en

el

austero y vasto comedor, amuebla-

do con balumbosos armarios pintados de verde,

donde se guardaban vajilla

exornada con

Fernando

el

de

plata, la

busto del narigudo

Don

Deseado; los anchos tibores del Ja-

pón, que trajo frijol,

los cubiertos el

la

nao de Manila, colmados de

garbanzo, arroz y lentejas, y los platones 33

Tomo VI

3



Amado Ñervo de grecas y paisajes convencionales, muestras de la mejor cerámica del siglo pasado.

A

las

minada la

ocho en punto, con

la tertulia

el

de

el jefe

la familia, ter-

español «abarrotero» de

esquina, llegaba a casa y se dirigía inconti-

donde

nenti al comedor, el benedicite

se le aguardaba; y tras

reglamentario, se sentaba a

y cenaba despacio y fuerte

la

mesa

la

invariable carne

asada de «diezmillo con chilaquiles>, condimentando

la

pitanza con sencillas pláticas con su

mujer, asuntos predilectos de las cuales eran: cariz

de las siembras, de

las diversas fases

dirigida por

las la

explotación

ambos cónyuges con

instintiva en las viejas familias

territorial

esa habilidad

de provincia



pronunciamientos y cuartelazos en boga y

genua chismografía

local.

el

penurias municipales,

En

,los

la in-

tales departimien-

tos no alternaba Francisca por respeto, y con-

cena,

cluida

la

tendía

la diestra

viejo labrador poníase en pie y

el

a su primogénita, que

la

pedía

con estas palabras:

—¡La mano, señor

A las que el —Que Dios En

padre!

viejo respondía: te

haga una santa,

hija.

seguida, la joven íbase a su alcoba, rezaba 34

Completas

Obras sus oraciones de

la

noche y se dormía apacible-

mente en su gran cama de

palo, cubierta por

albeante que ve-

amplios cortinajes,— pabellón

laba los frescos encantos de aquella doncellez.

Una hora más la casa; el

ba

tarde,

todo

el

mundo dormía en

y en amaneciendo Dios,

el viejo

dejaba

lecho marital, se vestía con diligencia y pasa-

comedor, donde ya

al

ancha

jicara

le

tenían preparados

de chocolate y rebosante vaso de

leche coronada de espuma.

Terminado

el

desayuno,

salía al

patio;

allí le

aguardaba, ensillada y enfrenada, su muía favo-

rita—una

poderosa y pasilarga—; cabalsalía rambo al rancho, de

retinta

gábala, y a

buen paso

donde tornaba

al

atardecer.

Por campanada de vacante hacía Francisca

una

visita

a

la

madre Angustias o a

la

madre

Mercedes, del convento de capuchinas o de teresas,

ya para encomendarles una necesidad, ya

para enviarles por

que

las

el

torno alguna limosna, a

madres solían corresponder con rosarios

benditos de Jerusalén, estampas, escapularios y frutas cillo

de horno; ya para entablar con

palique en

el

ellas

sen-

locutorio acerca de los acon-

tecimientos religiosos, durante los cuales rompía 35

n únicamente su clausura y mostraba más viva devoción, asistiendo de gran mantilla a

la

proce-

sión del Corpus, a los oficios del Jueves Santo y

pésame

al

del Viernes, enviando

sus pájaros a

Monte

para

la iglesia,

el

de antemano

monumento y

Calvario, y llevando siempre flores

vino Preso que se exhibía en vertido en aposentillo,

al

el bautisterio,

son de

flautas

el

al di-

con-

plañi-

deras.

Vida tan austera e cha un

si

es

interior hizo a la

mucha-

no es melancólica y reservada; pero

con una melancolía mansa y sonriente, con esa

Hugo

melancolía que Víctor

de estar

era,

triste >,

y una reserva paliada por

bondad de su

tural

como todos

define: «el placer

carácter.

los seres

tuosos, implacable consigo

Puede

la

na-

decirse que

verdaderamente

vir-

misma en tratándose

del deber y tolerante con respecto a las faltas de los

demás. Por otra parte, conocía tan poco

alcance de

la

el

maldad humana, había tropezado

siempre con gentes tan buenas, que sus juicios, hijos

de un talento

claro,

aunque parcamente

cul-

tivado, guiábanse por un optimismo consolador.

Jamás

el

simún de

las

pasiones conmovió su or-

ganismo, perfectamente equilibrado. 36

No

conocía

Completa»

Obras los grandes leyó,

amores

debido a

las ficciones

la

en

ni

las novelas,

porque no

cautela maternal, ni Átala, ni

de Walter Scott,ni Pablo y Virginia,

que de tan amplia hospitalidad gozaron en

los

hogares mexicanos.

Los libros devotos, que componían biblioteca de su madre,

sí le

otras de las pasiones

mez-

Cierto es que la iluminada de Avila en

modo

santa caridad,

quinas de

tal

piadosa

mas de exaltaciones de

taciones sentimentales;

muy

la

hablaban de exal-

la tierra.

adolecía de amor, que, según las palabras del

maestro Luis de León,

. Cierto es igualmente

que

el

Corderuelo de Asís se consumía en inex-

tinguible fuego de caridad,

flamígeros fulgores

hasta iluminar con

cuarto en que con Santa

el

Clara «departía de las cosas de Dios».

nos verdadero que

pasó sobre

el

la

Y

no me-

«Baronesa de Chantal»

cuerpo de su primogénito para se-

guir al Esposo,

que

le

hacía fuerza. Pero trans-

portes tales había aprendido Francisca a hallarlos justos

y lógicos, puesto que se hacía objeto 37

N de

ellos a

feliz

misma Divinidad que, según

la

la

expresión de San Lorenzo Justiniano, sien-

do sabiduría

amor a

infinita

hombres

los

«por

magnitud de su

la

se había vuelto insensata»;

y sin intentar imitarlos, por humildad, tampoco

pensó en parearlos con ro

en

los transportes del míse-

amor humano: que no es comparable, como

pomposa lengua vernácula

la

sus libros, calentar

con

la

la

miembros ateridos

los

le

enseñaban

hoguera que basta apenas a

flaca

del viandante

hoguera inmensa del almo sol que inva-

de, llena

y penetra con su calor vivífico todo

enjambre de

los

mundos y

se mantiene en

el

medio

de los espacios ilimitados, como imponderable luminar prendido los; ni

al

domo de

zafiro

comparable es tampoco

de

la linfa

los cie-

clara

que

resbala con música igual por los guijarros puli-

dos y multicolores de su cauce sombreado por la

verde opulencia de

que

dilata

mente

sus

las hojas, al

llanuras

palpitantes,

infinitas

desde

las

mar Océano, y

perenne-

blancas

playas

hiperbóreas hasta las tostadas riberas tropicales.

Acaso,

si

en

el

medio

en que se había educado 38

sencillo la

y restringido

joven, surgido hu-

Completas

Obras biera

una de esas pasiones volcánicas y

tan traídas

y llevadas por

romántico,

la

más

ni

ra ella

susceptible que cual-

la influencia ambiente;

habló jamás en laya,

fatales,

asendereado lirismo

sugestión de Eros llegara hasta

aquel corazón sano, quier otro a

el

la

pero

ni se

ciudad de pasiones de esta

aun cuando hablado se hubiera oye-

el relato,

en

el

que vivía como todas

retiro las

semiconventual en

jóvenes sus coetáneas.

Los sueños profundos

traen,

empero, apare-

jados bruscos despertares; tarde o temprano plétora vivífica de

una sangre

rica

la

en glóbulos

rojos se desborda hinchando las venas y ascien-

de

al rostro

coloreándolo con

bre y del deseo; y quizá

la

el

color de

muchacha

la fie-

fuera un

día presa de ese brutal despertamiento

que su-

cede a aquel profundo sueño, o de ese golpe inopinado de deseos que sigue a esa expansión

de savia virgen y opulenta; mas de todas maneras, la

hora no había llegado, y Francisca pasa-

ba por

la

vida

como

las

mujeres incoloras y diá-

fanas de las baladas del Norte por las riberas de los lagos azules, sin dejar tar

una huella

ni

proyec-

una sombra.

Cuando cumplió

diez y 39

ocho años, pensaron

N en casarla. su

faz,

No

era

hermosa y aun se notaba en

de un blanco mate, y en sus ojos, de un

azul claro, ojos de vidrio, una total ausencia de

expresión. Sus formas no hacían alarde alguno

de morbidez: era delgada, aunque robusta, y se presentía que la edad la tornaría enjuta y aper-

gaminada. Sus cabellos, de un rubio uniforme, sin matices, sin quebraduras, se

tramaban sobre

sus espaldas en trenza florida, pero sin encantos.

Carecía por completo de coquetería, de

xibilidad y de esbelteces;

fle-

no había en sus mo-

vimientos esa rítmica languidez llena de voluptuosidad, esa cadencia, ese garbo ingénito, mer-

ced a los cuales nuestras trigueñas de

desencadenan el

los

la

costa

deseos; sin embargo, era

tal

tranquilo señorío de su actitud, tales eran el

serenidad que de

emanaban,

candor y

la

que

unido a su juventud firme y a su ha-

esto,

cienda, no menguada, inclinó y

ella

domeñó

luntad de don Pascual Aguilera,

el

la

vo-

que fué su

esposo (que gloria haya).

Don

Pascual ya peinaba

era oriundo de

años— no de

la

la

edad de Cristo y

misma ciudad. En sus verdes

otra suerte

que los jóvenes sus

compañeros que, como consecuencia de aquel 40

Obras

Completas

medio que tan pocas distracciones

ofreciera,

rendían culto, que solapaba

a las

zas de

la cautela,

menor cuantía— calavereó

mo-

recio y tupido,

ejerciendo sus depredaciones preferentemente accesible gremio de las

en

el

de

servir.

y ellos

le


temprani-

que cuando es mediodía por

to;

dificul-

Apenas puede un

retardos.

lleve el

filo, le

que zurza su menguada él

por

las

noches

donde

entretejidos,

el vil tá-

la

miseria

se muestra fecunda. El «mobiliario» es lo de nos:

dia

una docena de cazuelas,

docena de cucharas de

otra de ollas,

palo,

me-

me-

un armatoste

de pino con calados churriguerescos, donde se

acomodan

los cacharros; el

ya mencionado lecho

de mecate, una percha, dos equípales, una estera

de palma (petate)

al cual se le

y,

sobre

todo,

da regocijadamente

piano. 64

el

el

metate,

nombre de

Obras

Completas

Algunas botellas de mezcal y algún cacharro

panzón henchido de tepache, hacen lo

que ve a

la

bebida, en

gasto por

el

bodorrio; dos galli-

el

nas de pipián y una olla de pozole constituyen el

menú

tión,

extraordinario; y para hacer la diges-

un zapateado sobre

Butaquito y

el

la

tarima al son del

Palomo, y una riña en que salen

a lucir los corvos machetes abajeños.

Santiago podía hacer y no

la

la

boda con más rumbo,

había retardado sino en atención a que

corría la

cuaresma y estaban cerradas

ciones. Así, pues, habló al capellán,

peros; a

las vela-

que no puso

doña Francisca, que convino en apa-

drinar a la pareja, y a la tía de Refugio, dijo esta

que no

boca es mía.

Mas por consejo de don

Jacinto,

que quería

moralizar a sus feligreses y que abrigaba sus temorcillos de que la muchacha, siguiendo una in-

veterada costumbre rural, «brincara las trancas»

con Santiago, antes de que tase,

la Iglesia

los

ayun-

Refugio se fué a vivir en calidad de depo-

sitada al casco de la hacienda,

liberalmente casa y hogaza.

Tomo VI

donde se

le

dio

LIBRO SEGUNDO

I

fc,L

cascorvo apenas vio

nio, sin

las veras del

matrimo-

comprender que en

éste radicaba la fuer-

empezó a

valerse de todos los

za de Santiago,

ardides y argucias que su escaso caletre gería,

ya haciendo que se

a su rival o bien que se

le

le

le

su-

retirasen las rayas

pagase en cereales

las

cuatro quintas partes de su haber, ya redoblando

sus insinuaciones con Refugio.

Mas

ésta, apercibida a la

prietas intenciones

de

traer

lucha y cierta de las

de Pascual, que no

le

habían

provecho alguno, no cedió. Los empe-

ños del muchacho produjeron resultados opuestos a los

que se prometía; a saber: una 67

ira

sorda

Amado Ñervo en Santiago, que estaba del

amo

al tanto

y que hubiera salvado

vidumbre a no ser por

el

de

manejos

los

la valla

de

la ser-

respeto tradicional,

atávico y cuasi feudal, que los rancheros profe-

san

al

hacendado y que, no excluyendo

muración, hace empero

la

agresión

la

difícil,

mury una

impaciencia viva en Refugio, factores ambos que contribuyeron poderosamente a que se expeditasen los trámites de la boda.

Mayo

tendía alfombras de flores en los llanos

y en los cerros;

la

cosecha de trigo empezaba;

había barruntos de lluvia tempranera; los vahos cálidos de la tierra abrasada por

el sol

conden-

sábanse ligeramente, y los ocasos opulentos mostraban majestad inusitada. Ora tar,

el sol, al

tramon-

velaba su rostro tras un gigantesco abanico

de flavos colores, cuyas

sutiles varillas iban

jando de tono hacia su extremidad hasta su oro rojizo en

el

azul de cénit; ora se desan-

graba, dejando un rastro cárdeno, paralelo rizonte,

que coloreaba vivamente

los cerros, reo; ora

ba-

diluir

poniendo sobre

ellos

los

al

ho-

campos y

un tapiz purpú-

encendía ignívomo volcán en cuyo ar-

diente cráter flotaban escardados copos, o bien

inundaba

el

poniente de oro pálido, uniforme, 68

Completas

Obras

que iba languideciendo hasta trocarse en vencidas

perla, la

gris

sus olas por las riberas de

al fin

noche.

Las mañanas eran radiosas y

amanecer llenaba leve,

cielo

el

una apoteosis sonrosada; después,

era un piélago de nácar, y, por fin, sol

luego de

tibias;

una invasión de rosa el

orto

asomaba

el

candente y enorme, alborozando con su tó-

rrido beso todo lo creado.

¡Qué mejores días para Llegaba para

el

las bestias la

amor!

época del celo y se

advertía por dondequiera un desbordamiento de vida...

Mayo

violaba los capullos, precipitaba la

preñez de los óvulos, hacía tumultuar los tallos y la sangre

en

la

savia en

las arterias.

¡Y qué diáfanas noches de luna!

Las presas eran hervideros de diamantes; astro,

semejando,

al

nacer tras

gentina que coronase

En

el

en creciente, fucilaba en un cielo impoluto,

el valle

la cordillera,

la sien

dormían todas

de las

la

mitra ar-

montaña.

chozas; los

um-

bráticos fresnos erguidos en el llano fingían tu-

mulares obeliscos;

la

cobre pálido en

paredes de

las

cienda, colábase

al

luz del astro la

untaba su

casa de

la

ha-

corredor, desfalleciente y

N mate; en

el

patio caía con infinita dulcedumbre,

tamizada por

de los naranjos, sobre

el follaje

arena, formando

como una alfombra de

chosos florones blancos en fondo obscuro; en

mansamente

corral besaba

de los gallos y

el

el

multicolor plumaje

que dormitaban en

las gallinas

la

capri-

las

estacas hincadas en los adobes; alargaba pere-

zosamente les,

las

sombras de

les

marranos inmóvi-

tendidos con epicureismo indefinible en sus

chiqueros, y plateaba vertían

como

flores

de

el terregal, lis

donde se ad-

las huellas recientes

de

los bípedos.

Los naranjos,

mas y

los

los alelíes,

las azaleas

policro-

plumbagos azulados mecíanse con

movimiento cadencioso y rumor apacible y vago, y de vez en cuando estremecía tud el

rispido ladrido de

el

la

plácida quie-

un perro somnoliento,

metálico y trémulo relincho de un caballo, el

asmático rebuzno de un rucio o

nazo de un gallo

Con

el

plenilunio

los zenzotles

to piar

agudo

clari-

empezaron

los conciertos

de

melómanos. Iniciábanse con discre-

que iba en crescendo hasta desatarse en

cristalina tivos,

el

alerta.

cascada de gorjeos, en scherzos fugi-

enlazados por fermatas matizadas; en vi70

oyt

m

p

l

brantes diatónicas y en atrevidas cromáticas, en

fugas vivaces y en viriles y limpios silbidos, a

cuya vibración

la

Reina de

la

Noche

abría mís-

ticamente los pétalos de nácar enverados de púr-

pura

real.

71

Pascual Aguilera no podía más. Su tormento era el de Tántalo; su carne azotada por el deseo

se encabritaba, se estremecia

en

el ijar

como

bestia herida

y sofrenada por un jinete implacable.

Las veladas eran horrendas, y una

lo fué

sobre

toda ponderación.

Refugio tenía su cuarto corredores que veían

al final

al patio.

de uno de los

Concluidos los

quehaceres domésticos a los que «se acomedía» solícita,

queriendo pagar con buena voluntad

la

hospitalidad que recibiera, recogíase tranquila-

mente

sin

darse cuenta de que

muchas veces

dos ojos insomnes, intensamente dilatados,

la

seguían desde lejos con avidez insaciable.

Una noche Pascual aguardó aquietase en

la casa, y,

a que todo se

descalzándose, se dirigió 73

Amado Ñervo con cautela

extremo de

al

dióse en tierra frente a

aprovechando naba uno de

el

breve

los ojos

la

la

obscura galena, ten-

puerta de

orificio

de

la

que

le

la

moza

y,

proporcio-

madera, vaciado pre-

viamente, espió...

Refugio no se acostaba aún.

Una gruesa

dora ardía sobre un baúl próximo a

brando su lengüeta de fuego,

pudo contemplarla a su

y,

la

vela-

cama, vi-

a su luz, Pascual

talante.

La moza iba y venía arreglando una almohada, sitio una silla, doblando una pren-

mudando de

da de ropa, sacudiendo

otra...

Pascual no respiraba...

De

pronto Refugio se detuvo

cho, dando

empezó

el

rostro a su

al

espía,

borde del

le-

y lentamente

a destrenzarse la opulenta mata de su

cabellera negra, agitando después la cabeza con

movimiento encantador. Hizo luego

saltar los

broches de su blusa de indiana, que se abrió

como de la

nutrida

ella,

yema que

revienta, y

suspendiéndola de una de

desnudóse

las perillas

de

cama. Sus brazos y su garganta, de un more-

no apiñonado, hoyuelados, purísimas, se gloria

llenos,

mostraron a Pascual

de líneas

como una

vedada y atormentadora que jamás había 74

O

b

r

a

Completas

$

de poseer... El desgraciado ahogó un sollozo. Refugio se detuvo un momento, cruzó pere-

zosamente sus manos sobre sus brazos llosa,

como

las

la

nuca, encorvando

asas de una ánfora maravi-

y sus ojos se posaron con mirada vaga en

la puerta.

¿Sospechaba to

el

espionaje?No, sin duda, pues-

que poco después continuó desnudándose.

Llevando sus manos hacia

damente

la

el talle,

desató rápi-

rosa en que se reunían las cintas de

su saya, y ésta cayó crujiendo alrededor de sus pies,

encerrándola en un círculo de lienzo. Sal-

vólo con ágil movimiento da, fué a colgarla

de un

«

y,

recogiendo

la

pren-

perchero >.

Aparecía ahora con su camisa baja pespunteada de negro y sus enaguas de imperial,

infi-

nitamente seductora. Las formas se iban revelando, y tras la manta leve temblaban sus senos ligeramente,

en

fruto,

como

Un movimiento la

las

besada por

análogo

segunda enagua; y

vemente,

dos pomas de una rama

la brisa.

la

al anterior

camisa,

libre,

hizo caer

onduló

le-

dejando sorprender los admirables

contornos de sus piernas.

Pascual se mordió desesperadamente 75

el

brazo

N en que apoyaba su cabeza; sacudiólo un escalo

voluptuoso y siguió contemplando.

frío

Faltaba

la

última prenda,

aquella virginidad,

el

como

cubría la divina estatua,

que

los escultores

cluidos, y

de

último velo de

el

postrer cortinaje que en-

esos paños con

cubren sus moldeajes ya con-

que dejan presentir

las líneas al ajustarse

la

amplitud ideal

blandamente a

la arcilla

húmeda. Refugio pareció vacilar; sus manos tornaron a atarse sobre los ojos...

la nuca...;

entornó lánguidamente

¿Qué espejismo

erótico pasaba por

como pasa

aquellas pupilas negras,

de una nube arrebolada por

la

la

imagen

luna sobre un

lago dormido?

Por las

fin,

cogió con los índices y los pulgares

bandas de

hombros y

tiró

tela

que

de

ella...

fijaban la camisa a sus

Momentos después

apareció completamente

desnuda, surgiendo de

las

ropas albas que

la

rodeaban como una hostia morena de un copón de

plata.

Pascual ahogó un nuevo sollozo, y poniéndose en pie hizo un gesto de resolución: rompería la puerta...

76

O

m

b

Pero en aquel instante cisca se

oyó a

lo lejos,

la

p

l

e

i

voz de doña Fran-

llamando a una criada, y

el

mísero echó a correr hacia su pieza, donde en

la

obscuridad absoluta pidió en vano

al

sueño

consolación y olvido. Si hubiese leído y penetrado las eternas páginas de Los Libros, habría entonces recordado

y aquilatado acaso aquel versículo del Eclesiastés en el que, tras de haberse exclamado: «¡Oh muerte, cuan amarga es tu memoria!», se afirma

que

«¡la

mujer es más amarga que

77

la

muerte!»

III

Más

aún

terrible fué

la

noche

siguiente.

Pascual buscó a buena hora un escondite en la

estancia de Refugio, y aguardó.

La escena de vista,

y en

dez de

la

nitud, el

lanzó a

el

noche anterior se

la

supremo

muchacha

erotómano

instante en

la

desnu-

se mostraba en toda su plesaltó

de un rincón y se aba-

ella.

al infeliz,

que

quedó temblando de deseo en todas sus

car-

Refugio lanzó un grito y esquivó se

repitió a su

que

nes a un paso de

ella.

Sobrado brava y pués de

la

fiera la

doncella para, des-

sorpresa consiguiente, mostrarse in-

timidada, cogió

la

ropa que hubo a

la

mano,

y,

como pudo sus formas, quedóse luego viendo al mozo con mirada semiiracunda, semi-

velando

burlona: 79

N —¡Atrevido!— le ban

los

con voz en que vibra-

dijo

desprecios— jváyase o

grito!

Pascual, sin responder, tragaba espasmódica-

mente

sus ojos se abrían desmesurada-

saliva;

mente y

el

temblor de sus carnes aumentaba.

— ¡Vayase,

le digo!...

no haría usted Por

fin,

¡Ah!

si él

estuviera aquí

esto, ¡cobarde!...

pudo

el

cuitado articular dos palabras:

— ¡Tenme lástima! —¡Vayase!

me

me

«choca»,

«choca», ¿en-

tiende?

Y

la

voz de Refugio se aguzaba para azotarle

como un látigo. «Tenme lástima»:

eso era todo; pero en los

ojos de Pascual había

una elocuencia desgarra-

dora.

—¡Vayase

le

digo, o gritol— repitió la

mu-

chacha.

— Refugio, gimió

el

enamorado con desespe-

ración, ¡ten lástima de mí! ¡Te deseo... te deseo!...

¡Pídeme

lo

que quieras,

prietita, lo

todo, todo!... ¡Pídeme que

pero no

me hagas

tengo hambre!...

me mate

que tengo, después...

menos... te deseo, te

—y

aspiraba

ración dolorosa— ¡hambre de 80

la ti!

deseo-

hache con aspi-

Completas

Obras

Refugio lanzó contra

él el

dardo más agudo y

cruel de sus ojos y respondió:

—De choca,

usted nunca, ¿lo oye? ¡nunca!... ¡Me

me

choca! ¡Vayase!... ¡me da asco!

Pascual gimió de nuevo:

—¡Tengo

Y cia,

un que

hambre!...

de pronto, trocándose pretendió coger a

grito tan

la

humildad en auda-

moza; pero ésta lanzó

la

agudo, mezcla de

el infeliz

golpeado con

ira

se detuvo medroso, y

y de temor,

empujado y

tambaleándose

rabia, salió

al

co-

rredor y fuese a su recámara a beberse, despe-

chado, entre

la

sombra,

salsedumbre de sus

la

lágrimas.

Refugio volvió a su cama y se echó en

ella

sollozando. Diría todo a

Pero no se

Ya

libre

Santiago-

lo dijo.

rebeló empero de un

do de

¿La hubiera

él

creído ilesa?

de todo riesgo, sola ya, su carne se

la brutal

modo

extraño, y

el

recuer-

audacia que estuvo a punto de

hacerla víctima, fué Si en aquellos

un excitante poderoso.

momentos hubiera

cual, habríala poseído.

vuelto Pas-

Sus deseos indefinidos de

virgen tumultuaban por

el

brusco sacudimiento

81

Tomo

VI

6

despertados... Las repugnancias

inspiraba

mañana, mas ahora el

húmedo

que Pascual

le

desaparecían. Continuaría odiándole le

deseaba; revolcábase en

lecho, dolorida y anhelosa,

por su cuerpo

las

paseando

manos temblorosas con sua-

ves e inconscientes caricias.

Y

aquella noche Refugio tuvo la primera re-

velación del amor...

IV

Pasó

la

semana mayor, durante

Francisca residió en tir

la

ciudad con

la

cual

el fin

a las grandes ceremonias; y llegada

doña

de asisla

Pas-

cua, los novios previniéronse para la boda.

El día designado,

muy

Villarreal y llegaron a

tempranito, fuéronse a

buena hora, dirigiéndose

incontinenti con los padrinos a la parroquia.

Refugio vestía un vaporoso traje de gasa;

lle-

vaba tápalo de seda, regalo de doña Francisca, y ostentaba en la cabeza un sencillo ramo de azahares naturales. Santiago portaba el vestido do-

minguero: pantalonera de campana, de paño azul,

chaqueta de

lo

mismo y un sombrero de

pelo con anchos galones de oro.

Luego de terminada dejó

el

la

ceremonia,

la

comitiva

templo y fué a casa de doña Francisca, 83

Amado Ñervo donde aguardaba a

jo

Allí

el viejo

estaba ya aparejado todo para

espacioso portal, a

el

los intervalos llas.

guayín, que

la

condu-

Soledad.

la

de los

de

lo largo

pilares,

En un extremo

la

la fiesta.

En

pared y en

había colocadas

se instaló la música,

si-

que

contaba con dos violines de rancho, enfundados

de cuero, con arcos cortos y pendientes de

la jareta

muy

primitivos, y,

que cerraba

sendos pedacitos de brea para untar

funda,

la

las cerdas;

un pistón lleno de abolladuras; dos guitarras

remendadas intencionalmente, pues es fama que así

suenan mejor, y un contrabajo monumental,

con bordones que parecían cordaje de

fragata.

Al alcance de los filarmónicos, sobre una mesa

de ocote, erguíase agua- miel, y de pián,

la

la

consabida

olla repleta

de

cocina llegaban husmos de pi-

mole y otros guisotes no menos apetitosos. las once de la mañana cuando empezó la

Eran fiesta.

Doña

Francisca y

el

capellán, instalados con

los novios en

un canapé,

pegado a un

pilar,

la presidían;

Rechinaron los violines, oyóse clavijas; luego,

y Pascual,

acechaba a Refugio.

dos acordes: mi 84

el cri-cri la,

de

las

re sol; bor-

Completas

Obras doñearon

los guitarristas,

«pistón» lanzó, con

bufó

contrabajo;

el

el

más o menos soluciones de

continuidad, un registro; y por ludio dulzón, rompió

el

fin, tras

un pre-

«jarabe» con los aires

precipitados del Palomo.

—Con

la

venia de sus

mercedes— dijo San-

ama y

tiago dirigiéndose al

al

lo

vicario, tras

cual dejó su asiento, y quitándose el galoneado, lo

«aventó» a los pies de Refugio. Recogiólo ésta,

y poniéndose en

pie,

avanzaron ambos hasta

la

medianía del portal, quedando frente a frente a algunos pasos de distancia.

Entonces iniciaron un taconeo leve, cían coro

el retintín

de

las cadenillas

taloneras de Santiago. Refugio pies y,

apoyados

los dorsos

de

al

de

cual halas

pan-

movía apenas

los

manos en

las

las

opulentas caderas y con los brazos en jrrras,

contoneábase ligeramente.

Mas

al llegar el

airecillo, el

alegro estrepitoso del retozón

movimiento se avivó y

multiplicóse hasta producir

Luego vinieron ió

los

el

un redoble

motivos lentos, en

taconeo loco. el infer-

de los cuales los bailadores trocaban sus

ios al

si-

desmayado compás de un leve fraseo de

los violines. Estos

gemían Las amapolas: 85

Amado Ñervo Amapolitas moradas de los llanos de Tepic, si no están enamoradas, enamórense de mí...

Y

los bailadores

hasta

la

avanzaban cadenciosamente

mitad del espacio que los dividía, retro-

cedían, intentaban abordarse de nuevo y se es-

quivaban con leve rodeo; pero sucedieron, a Las amapolas, Las mañanitas, y ambos tornaron a sus puestos, girando

do

el

allí

suavemente y moderan-

zapateo, sobre todo, cuando los violines

suspiraban

la frase

aquella:

No vengo ni

a que te levantes, vengo a quitarte el sueño...

La languidez fué cediendo en Los monos: Ya vienen

los monos...

El movimiento de los pies era entonces

pasado; mas fué precipitándose

acom-

al llegar el

Pica, pica, pica, perico...

Y

volvió a su vertiginoso redoble

al

iniciarse

de nuevo El Palomo. Entonces los bailadores abordáronse otra vez; quitó

el

ella

ladeó

el

sombrero, agitándolo frente

busto, él le al rostro

su-

doroso de su pareja, y zapateando siempre, giró 86

Completas

Obras

en su rededor, en tanto que avanzar y

retirar

ella se limitaba

perezosamente los

pies,

a

sepa-

rándose una vez aún, cuando los violines canta-

ban La Pepa: Pepa no quiere bordar ni quiere tejer

en gancho:

se quiere civilizar

con uno de sombrero ancho.

Y

por

redoble;

fin,

el

hecho

bailaba en torno de al

el

último esfuerzo, tornó

sombrero yacía en él

el suelo,

empujándole con

desbocado y vertiginoso compás de

que ahogaron

los aplausos,

rendida sobre

el

canapé.

87

y

la

el

y Refugio

la

el pie,

Diana,

pareja fué a caer

Concluido

doña Francisca y

el jarabe,

dre vicario se retiraron con

No

libertad a los peones. faz

el fin

así

el

pa-

de dejar más

Pascual, que con

huraña y actitud de pocos amigos continuó

en su puesto, indiferente a

la

barbulla y a

la

zam-

bra regocijadas que clamoreaban en su rededor,

y sin ojos más que para coloreadas por

jillas,

la

el

muchacha, cuyas me-

baile

y perladas de su-

dor, incitaban al beso.

Una

cólera sorda y

la

cólera y todo

al

cual

le

ban

el

que

el día

el

esquivan

alma

un despecho

infinito,

toda

despecho de un ninfómano masca-

el

objeto ansiado,

le

sin darle

punto de tregua.

A medida

de

la

boda había ido acercándose, su

pasión por Refugio se agigantaba y su carne do-

minadora rebelábase a

la

sola idea de que

el fru-

Amado Ñervo ío apetecido tan largo tiempo se lo llevaría otro,

y de que

penaría sin esperanza mientras otro

él

se regodeaba. Cuanto dida, tanto

más inminente

más sabrosa

desnudada

era la pér-

parecíale la lugareña,

veces por su imaginación

infinitas

calenturienta con mezcla de tormento y deleite;

y aquel día en que

unión de Refugio y San-

la

tiago debía consumarse, las

comprimidas

libidi-

nosidades de Pascual convertíanse ya en horrible hiperestesia sexual.

En vano mente da,

la

intentaba

el

cuitado arrojar de su

conturbadora idea; ésta volvía taima-

sublevando impúdicos fantasmas:

la

hermosa

muchacha entregándose con cariñoso abandono al patán; los

besos quemadores de

das, esos besos

las

bocas ávi-

que se aspiran y beben más que

se reciben; esos besos que saben tan bien por lo inmensos... la

opresión de dos pechos que

querrían fundirse en uno; do, agónico, porque el

amor como agoniza ante en

ción,

fin,

el

aliento

entrecorta-

hombre agoniza ante la

muerte;

la

el

consuma-

de aquel connubio... y todo en

el

discreto rincón del jacal entre cuyas grietas se

cuela

Y

el

el

rayo ictérico del plenilunio.

despecho y

la

rabia se revolvían en su 90

Completas

Obras espíritu

bastardeado por

el

deseo, con ferocidad

inaudita.

Parecíale monstruoso que

pagaban

pleitesía, el

amo, en

él,

fin,

a quien todos se viera obli-

gado a cruzarse de brazos, impotente, inerme, en tanto que para tan



el otro, el rival

afortunado, tomaba

aquella virginidad fresca, vigorosa, que

supremos goces prometía, y

la

gozaba con

arranque brutal del macho que topa, en del celo,

con

la

hembra, y ahitaba en

el

la

época

ella

su sed

de caricias y de amor. ¡Oh no! El no podría permitir eso.

Hasta entonces ningunade

mozas

las

que apeteciera se escapó de sus brazos. ¿Porqué aquélla, la única, la amada, había de ser de otro?

Y

su faz iba poniéndose

más y más

pecas aparecían negras sobre cutis; el cabello hirsuto,

caía revuelto te; la

nariz

el

torva; las

fondo rojizo del

aquel cabello de

y sudoroso sobre

remangada abría sus

la

jilote,

estrecha fren-

alas

con

el

ges-

garañón que ventea... y la boca se plegaba amargamente contraída por el odio. to del

A

Santiago no se escapaban tan inequívocas

señales de despecho;

por

cierto. Sentía la

mas no

lo intranquilizaban

serena confianza del fuerte,

y veía con desdén, casi con satisfacción íntima, 91

N la ira

de su

«[Que

rival.

¿Y

rabie!

se decía



te»— y

seguía con monótono

cabeza

el

bailaban a

.

«Si es tan hombre,

compás la

del jarabe

qué?»—

a mí

me

que

la

qui-

movimiento de

número

sazón Candelaria,

la

dos,

que

Gutiérrez y

el

velador Nicolás.

Refugio habíase acomedido a repartir bida que contenía

el

la

be-

panzudo cacharro, y a me-

dida que ésta circulaba, los rancheros, no cohi-

bidos ya por

presencia de la Señora, se ani-

la

maban. Habían acabado por dejar de

los intervalos

ellas,

chos sombreros de paja de trigo en to a la pared,

las sillas y,

en

algunos colocaban los an-

y sentábanse sobre

posterior de la ancha falda, de

tal

el

suelo, jun-

el

segmento

suerte que la

copa quedaba entre sus muslos, que con

las

piernas formaban ángulos agudos, y posándose

sobre

los pies

el

segmento anterior de

codos sobre

da, los

las rodillas

la fal-

y las mejillas so-

bre las palmas de las manos.

En aquella figuras

actitud cuasi símica,

de códice, liado a

la

que evocaba

cintura

grandes rayas, seguían con los ojos cias del

el

zarape a

las peripe-

fandango, en tanto que otros formaban

grupos de bebedores, ajenos 92

al

baile y disemi-

O

b

a

t

nados aquí y

Completas

s

allá.

Las rancheras que no bailaban

permanecían en sus asientos con inmovilidad de cariátides.

Pascual envió a

tienda de raya por unos

la

frascos de tequila, que se distribuyó incontinenti,

siendo

él el

primero en catarlo más de

dente. Quería embriagarse porque ya

más con aquello que

como

le

lo

pru-

no podía

tumultuaba dentro; mas

suele suceder cuando

el

trastorno moral

es poderoso, el alcohol, lejos de anestesiarle, excitó su espíritu

En

tanto que

divertían

en

y acreció sus la

el

portal,

otros,

amo, procedían a levantar en se extendía frente a coso, hincando en altura,

en doble

iras.

mayor parte de

la

los

peones se

con licencia del

el

casa de

amplio solar que la

hacienda un

el

suelo tablones de diversa

fila,

y sustentando en ellos un

tablado.

En

la

tarde se correrían unos toros, y aquellos

preparativos despertaban

el

entusiasmo de los

granujas del rancho, que provistos de chirimías

y tambores improvisados con cántaros y vejigas,

recorrían las terregosas calles limitadas por

cercas, precedidos por

un pilludo que, caballero

en un borrico, pregonaba 93

las

excelencias de

la

>

corrida, gritando por vía

de epílogo: «¿Es ver-

dad, muchachos?>

— Sííí— respondían éstos a coro. Y

a su algazara reuníase

rros, el

el

ladrido de los pe-

malhumorado gruñido de

que huían

al trote,

marranos

los

y los ruidosos aspavientos de

las gallinas que, asustadas,

escalaban

las cercas

y los árboles.

Era mediodía cuando tal

y

En

dijo la santa la

la

cocinera bajó

al

palabra:— < A comer,

por-

hijos.

planta alta se había improvisado, con

tablones también, una gran mesa; y allá subieron

todos y se instalaron los que cupieron, ponién-

dose los otros en

Doña

cuclillas a lo largo

Francisca y

el

de

la

párroco ocuparon

pared. las ca-

beceras, los novios una de las medianías de la

mesa; seguían a derecha e izquierda de éstos los vaqueros, los medieros; vios, Benito, el

y, enfrente

encargado de

la

de los no-

tienda de rayas,

y los padrinos.

En

el

centro, sobre anchos platones,

humea-

ban cochinillos y gallinas rellenos de picadillo, pasas y aceitunas, y adornados con lechugas y hierbas aromáticas; aquí y ahí, entre los frascos

de rojo carlón, traído expresamente de 94

la

ciu-

Completas

Obras

dad, levantábanse fruteros de

cristal,

colmados

unos de chirimoyas, mameyes y aguacates abiertos en forma de granada y

mostrando su blanda

carne pulposa, y repletos otros de guayabas pecosas, plátanos de Acapulco, rugosas nueces,

sonrosadas manzanas y doradas ciruelas. El que esto escribe pasa por alto la reseña del

banquete, que para

el

pío lector que la leyese

en ayunas sería cruel, y para

el

ahito

más

indi-

gesta que un palique de maritornes, pinches y catasalsas. tal

Por otra

parte,

no hubo

brindis,

que

vilipendio de la palabra no se estila, por gra-

cia del cielo,

en aquella bendita

tierra, ni se

bló de política, señora desconocida, por

ha-

magna

fortuna también, de los pobres lugareños.

Concluidos del caso,

el

yantar y

la

sobremesa que era

doña Francisca se levantó y fuese a

dormir su

siesta;

don Jacinto fué a su vez en

busca del breviario, y los comensales bajaron a organizar

la corrida,

alborotando todos más que

un cotarro de monaguillos o escolapios.

Ya

se habían encajonado en recinto de pali-

zada anexo tos

al

coso tres toros

de separar de

las chaparreras,

la

cerriles,

acabadi-

torada; los vaqueros vestían

apretaban los cinchos a sus ca95

ballos y revisaban sus reatas; algunos peones

atrevidos, provistos de zarapes rojos, a horca-

jadas sobre las barreras, esperaban la corrida,

impasibles ante

cinando

el sol

que chorreaba llamas,

cal-

atmósfera. Las rancheras iban trepan-

la

do como podían a

los tablados, cubierta la ca-

beza con los sombreros de palma que usan en las

cosechas, de cuyas faldas pendían, a guisa

de pr.ños de

sol,

amplios paliacates de hierbas

de colores chillones y dibujos historiados que las

resguardaban de

solana. Los novios fue-

la

ron a colocarse en buen

sitio

en uno de los ta-

blados, cerca de los músicos y del Juez veedor,

don Abundio, mediero aficionado a que

los cuernos,

cargo y que tenía a su

ejercía siempre tal

lado al señor del pistón, apercibido a disparar

el

agudo toque de llamada. Subió

al

último el amo, y

el

pistón lanzó a los

aires el regocijado tara-ra-ri-ra,

a

más de un corazón en

Tampoco seña de

que hizo brincar

los pechos.

daré con palabras forasteras una re-

la corrida.

No

había en

el

coso toreros

de esos que visten chaquetillas de gayos colores,

recamadas de oro, y que pasean su pompo-

sa inutilidad por la arena. Los vaqueros capo96

Completas

Obras

tearon a caballo, los peones a pie; la reata hizo

de

luciendo los más hábiles su agilidad

las suyas,

para las crinolinas, los piales y las manganas, hasta que rir

a

el

cansancio los rindió, haciendo profe-

más de uno

esta frase dirigida a Pascualillo:

— ¡Patroncito, ya se me atrancó

la carreta!

Santiago, a pesar de las protestas de Refugio,

acabó por bajar a con al

cada suerte concluía

la arena;

la inevitable jineteada,

y a

él le

tocó jinetear

último bicho a petición del público.

Fueron de verse entonces llardía del

mozo. Ya

sembrado a algunos avanzó hacia reatas, yacía

la

serenidad y ga-

las anteriores bestias

jinetes,

que maniatada por

la tercera,

resoplando en medio de

—Apriétele

el

habían

cuando Santiago las

la plaza.

ñor Jerónimo— dijo

pretal,

el

muchacho; y luego de hecha esta operación,

montó

la bestia,

gritando con serenidad:— «¡Suél-

tenmelo!»

Como tas

por ensalmo desapareció

que detenía

dable, resopló

al

la

red de rea-

bicho, y éste se levantó formi-

una vez más batiendo

comenzó a hacer

la tierra

con los dedos afianzados clavadas a los ijares de

al pretal

la res,

y las espuelas

sonreía a todos,

97

Tomo VI

y

cabriolas imposibles. Santiago,

7

N sereno, inalterable, refocilándose a su sabor y talante de la impresión

que causaba.

El toro, furioso, iba de aquí para allá, intentan-

do

de

librarse

zando coces

la

carga; agachaba el testuz, lan-

al aire;

luego se ladeaba, y su grue-

sa piel tenía una movilidad notable; cabeceaba luego, y por

fin,

sintiendo su impotencia para

arrojar al jinete, tras algunas cabriolas de por dejar,

acabó por recorrer a gran

yendo a tumbarse cerca de

la barrera, entre el

estruendo de los aplausos y

muchedumbre que Refugio, pasado

no

trote la arena,

el

clamoreo de

la

vitoreaba a Santiago. el susto,

sonreía orgullosa de

su hombre, y Pascual se mordía los labios con encono...

Tramontaba ahogaba en

la

el sol; el estrépito

de

opulenta y melancólica serenidad de oíase

el triste

mugir de

la

el

campo omnifecundo,

haces de trigo engavillado, cía cantar

los versículos

mansedumbre lio

98

la

hacienda,

salpicado de rubios

la brisa errante

pare,

llenos de sencillez y

austera que narran

de Ruth y de Booz.

la

la tarde;

vacada de ordeña que

volvía de los potreros al corral de

y en

voces se

las

extensión impregnada ya de

el

bíblico idi-

VI

Subió del da de

la

valle a la

montaña

la

negra mareja-

sombra; aquietóse todo, y en adelante

sólo rompió

el

silencio el

agudo

aullar

de algún

perro medroso.

En

los jacales

empezaron a

brillar los

fogones

para irse extinguiendo poco después, y en los flancos de la serranía cintas

de fuego de

dejáronse ver las largas

las

hogueras de los leñado-

res,— llamadas en pintoresca frase por los labrie-

gos aquí allá

«la

procesión de los coyotes»,— trepando

como enjambre de gnomos, retorciéndose como víboras de lumbre, bifurcándose en los

vastos declives y centelleando siempre en

la

vaga penumbra argentada. ¡ül

.e

carbonero! Extraño duende de

dormita

feliz,

cierto del mastín

arrullado por el

que

aulla,

99

de

la

la sierra,

medroso con-

cabra que bala

N asustada entre sí la

el

huizachal; teniendo siempre ante

inmensa hondonada obscura, donde Demétierra

ter, la

ubérrima, germina en silencio;

sembradío de oro, finge

el

inmenso reguero de coronas de

parramadas aquí y

el

ceniciento magueyal que

allá

hierro, des-

por reyes colosos, des-

puésde una lejana titanomaquia; teniendo arriba toldo de las noches de oro y alrededor

el

go de su

el

fue-

¡Cuántas veces su silueta, negra

vivacl...

a fuerza de hollín, pasa melancólica, bella casi, a través de las coplas que canta

de

la

colación de

la

gañán antes

el

noche, y cuyos bordones

melancólicos se alejan pensativos en

La oleada de vemente valle

láctea

plata

y

de

la

la

empezaba a bañar

difusa,

y ensayaba preciosos efectos de

y sombra desleída en hacienda.

En

el

los

sombra!.

claridad lunar, sua-

muros de

mirador de

ésta,

la

el

luz tenue

casa de

la

Pascual iba y

venía con paso desigual, agitado y nervioso.

Doña silencio

Francisca habíase ya recogido, y en

de

la galería,

a

la

el

cual daba una de las

puertas de su alcoba, se hubiera podido oir su respiración isócrona y apacible.

En

el

costado opuesto del corredor estaba

cuarto de Pascual, y a favor de 100

la

el

luna distin-

Completas

Obras guíase

la

clandestinos, necesa-

idilios

temperamento ultrasensual del muchacho

rios al

como

cama que muchas veces

vasta y recia

supo de nocturnos

el aire

Desde

el

a los pulmones.

mirador se percibía

la

choza de San-

tiago, reducida y de remate cónico,

como

de-

las

más, y por las rendijas de sus paredes de jam-

bas y ramaje escapaba

la luz

Pascual se detenía a cada

débil de

mino, y clavaba sus ojos iracundos en

que

dita,

le

una

momento en la

vela.

su ca-

luz mal-

hablaba del amor, del connubio rea-

lizado, a su pesar, a

unos cuantos pasos de

dis-

tancia.

Bien sentía

el

malaventurado que aquella

vi-

sión que avivaba sus ardores era un tormento

insoportable;

mas con

que sufre a penetrar en gustia, a rasgar todas

la

tendencia de todo

lo

más hondo de su an-

las

fibras

el

delicadas que

aun quedan inmunes, se revolcaba en su impuro dolor

como un cerdo en su

lodazal.

Varias veces estuvo a punto de bajar, de acercarse a la choza,

con su lolando, Ilar

rival

romper

la frágil

puerta y enta-

una lucha brutal y decisiva,

después del

irginidad de Refugio.

triunfo, a sus

Mas

deseos

inla

era cobarde y estaba

seguro de que sería vencido. Santiago con sus ferocidades y su fuerza suerte que, pasado

el

imponía respeto; de

le

ímpetu pasional, apoyába-

se en la baranda del mirador, llena el alma de

esa

concentrada de

ira

impotencia, y seguía

la

encarnizadamente fijando sus ojos llameantes de lascivia

braba

en

la luz aquella, luz

las caricias primitivas

fundidos en uno con

tranquila

ímpetu

el

que alum-

de dos organismos viril

de

la ju-

ventud.

Su imaginación, con dencia que

y

le

la

prestaban

vivacidad y

el

la

carne

tensión nerviosa, reconstruía todas las esce-

la

nas que debían seguirse en la

la clarivi-

estímulo de

la

cabana, y cuando

vela parpadeó débilmente y la cabana

quedó

a obscuras, Pascual dejó escapar un grito; las

imágenes evocadas eran tan poderosas y tan vas,

que

le

vi-

habían embaído por completo, y

cuitado acabó por ver

la

el

escena que debía con-

tinuar en las tinieblas.

Entonces fué presa de una gran risa

ma

risa,

de una

convulsiva que llenaba sus labios de espu-

y de terribles accesos de sofocación.

El eco de aquella risa histérica y siniestra re-

percutió dolorosamente en el mirador, ante 102

la

Completas

Obras noche

infinita,

puerta de

la

abriéndose

y

bruscamente

la

cámara de doña Francisca, apareció cerca del dintel, fijando sus cla-

ésta alarmada,

ros ojos, llenos de asombro, en su entenado, y

destacándose en

la

penumbra, blanca, con

la

blancura mate de sus carnes ligeramente enjutas,

semiveladas por

la

camisa de dormir.

— ¿Qué tienes?— preguntó. Pascual

fijó

en

ella

sus llameantes ojos de fau-

no y su alucinación tomó creces. —¡Refugio, Refugio!...— aulló, y llegando de

un

salto

hasta

la

matrona, alzóla en vilo con

fuerzas centuplicadas por la locura y desapareció

con su carga en

tancia.

la

obscuridad de

la es-

VII

En

la

capilla reinaba

aún

luz

la

ambigua del

amanecer, pues los primeros rayos del rir

los

opacos de

cristales

sol, al

he-

despa-

vidrieras,

las

rramaban su luz viva, resolviéndose en fulgor delicado, uniforme e igual.

La Virgen de

Soledad, patrona de

la

la

ha-

cienda, erguíase en la hornacina del único altar,

con su rostro oval y

gra

como una

de escultura anti-

brillante

gua remozada, que surgía de

la

toca de seda ne-

luna macilenta de una noche fú-

nebre. Los ojos,

embebecidamente alzados

al

cielo,

parecían aún contemplar con mirada vi-

driosa

el

esclavo

sangriento madero en que expiró

romano

el

nica de terciopelo, le

cubría

el

como

Hijo del hombre. Luenga tú-

cayendo en pliegues

cuerpo en que 105

la

rígidos,

piedad adivinaba

N extenuaciones hijas de

la fatiga

y del dolor de

convivir con un hijo misterioso y divino.

La

sencilla

devoción de

Francisca había prendido

un

solitaria

en

plata,

de

la

pecho de

viejo florón de diamantes

la

Virgen

montados

que desdecía de una manera peregrina

dolorida actitud de

Con

madre de doña

la

al

imagen.

la

vacilante paso, inclinada la frente, llena

de rubores, habíase

dirigido, por la sacristía a la

nave, doña Francisca, y acercándose precipita-

damente

al

comulgatorio, caído había sobre las

losas, estallando

en sollozos desconsolados.

Largos minutos duró esta explosión de pena.

La pobre mujer se contra

el

retorcía,

golpeaba su frente

suelo y agitaba los brazos con movi-

mientos vagos ante

la

Virgen,

perpetuamente

inmovilizada en su actitud de mística desolación.

Después, fatigada la

piel

de

la laringe,

queriendo

estallar

cabeza, doloridos los maxilares y rígida

de

las mejillas

como

las lágrimas, la infeliz

la

atirantada por la sal

no pudo continuar so-

llozando y fué a acurrucarse, mustia y corrida, en

una banca pegada Entonces a

la

al

muro de

la

angosta nave.

desesperación sucedió ese tor106

Completas

Obras

mentó mudo, taimado,

sin piedad,

que se com-

place en despertar la imagen de nuestro delito

para ponerla pertinazmente ante nuestros ojos, sin

compasión de

to

asco que de nosotros sentimos y que son

las

náuseas morales del

capaces de poner una arma en

de

las

la víctima,

las

infini-

manos trému-

y tanto más fieros y bravos

cuanto que no nos dejan ni

el lenitivo

del

amor

propio satisfecho.

¡Una hora de amorl

¡Ella

hora de amor! ¡Y con quién! casi

con su

hijo...

Y

había tenido una

Con

su entenado,

había consentido sin otra

protesta que la de un simulacro de resistencia

más o menos prolongado... El delito era tan sucio, tan feo, tan vulgar,

no dejaba incólume ¡Peregrino

final,

ni

que

su vanidad de mujer.

digno epílogo de una exis-

tencia consagrada toda a la piedad! ¡Mojigata!

¡Había pasado treinta y seis años cuidando una margarita preciada para arrojarla luego, sin gloria,

sin

amor, sin previo arranque pasional que

disculpara el sacriiicio, a los puercos! ¡Mojigata, mojigata!

Y, en retrogradación dolorosa, volvíase su

moria a los apacibles años gastados en 107

el

meejer-

Amado Ñervo cicio del bien.

Recordaba su juventud incolora,

entretenida en las nimiedades de una virtud ca-

de ímpetus

sera; la ausencia total

fisiológicos; el

adormecimiento de su naturaleza mansa y normal;

concepto incompleto que del matrimonio

el

se formaba, cubiertos el

como

estaban sus ojos por

denso velo que siempre puso ante

prolija solicitud maternal;

en

hecho daño

ella

ellos la

brusco des-

un hombre que,

al

que-

le

había

no bus-

sin proporcionarle goces,

cando jamás

la

coincidencia en

inhábil para otra cosa

libidinosa de

el

sus brutales apetitos,

pertar en los brazos de rer saciar

luego

macho a

el

espasmo,

que para hartar su hambre costa de la

hembra sumi-

sa y resignada al martirio diario, al ofensivo alarde de un apetito siempre naciente;

y,

por úl-

timo, la idea que le vino de que el matrimonio era eso:

una sumisión incondicional a todos

ultrajes

íntimos; idea

como debían

las

los

que acabó por aceptar

demás de

aceptarla,

con esa ató-

nica placidez de las esposas mexicanas de ayer, criadas en pleno aislamiento y prestas a acatar

todas las autoridades.

No amó veíale

a su marido, mas tampoco

como a un compañero 108

le odió;

indispensable, al

Completas

Obras que hay que

tolerar,

modo, como

lo

y acabó por ser

feliz

a su

había sido antes...

Recordó, después, su viudez; ción de alivio que experimentó

vo sola y más apta para

la ligera al

sensa-

verse de nue-

ejercer el bien; la volup-

tuosidad de las buenas obras practicadas, que llenaba de complacencia sus días;

la

tranquilidad

de su vida austera, llena de satisfacciones secretas; la

inmaculada honradez con que llevó sus

tocas negras.

jY todo para qué, Dios mío!... Para caer vulgar

y neciamente en una intempestiva celada del acaso; para entregarse en un inopinado y formi-

dable despertar del organismo hipócrita a un

hombre en quien debió respetar su marido; a quien debió guiar

la

memoria de

como madre

riñosa hacia el deber... ¡Para entregarse,

una barragana

sin pudor, cual

sí,

cacual

una manceba

in-

verecunda!

—¡Mísera de mí!— se decía con asco de sí misma más y más insoportable— ¡He caído, pues!

Y

veníanle a

la

mente, con esa extraña asocia-

ción de ideas, hija de

la

lucidez enfermiza que

sigue a algunos sacudimientos morales, las tre-

mendas palabras de una meditación que 109

leyera

N en los Ejercicios: «Cayó Judas y

San Pablo; cayó Pelagio y

lo

lo substituyó

substituyó

San

Agustín; cayó Lutero y lo substituyó San Ignacio»... Ella

en la

el

pureza,

cillan

también había caído y

apostolado de

la

la substituirían

caridad, la misericordia y

muchas santas matronas que no man-

sus canas ni abrevan

por una unión legítima, en

nauseabundo comercio...

la carne, la

Sí,

y los operarios pocos >; mas halla siempre siervos fieles

que amaba, a

que

los

le

consagrada

ignominia de un «la el

mies es mucha

Padre

celestial

que reemplacen a

los

han traicionado... como

haciendo con un hombre obra

ella le traicionó,

de concupiscencia, obra de fornicación, obra de carne...

«Cayó Judas y Pelagio y

le

le

substituyó San Pablo; cayó

substituyó San Agustín; cayó Lute-

ro y le substituyó

San Ignacio.»

Llegadas a este punto las reflexiones de pecadora, fué

que tornó a

tal

la

y tan penetrante su angustia,

arrojarse al suelo, a retorcerse de

dolor, lanzando alaridos,

garradores ante

la

que no sollozos, des-

Virgen, perpetuamente inmo-

vilizada en su actitud de mística desolación.

110

VIH

Pegada a cinto,

de

las losas

la capilla hallóla

que entraba con ánimo de rezar

ciones preparatorias de flaca sorpresa al verla

la

misa

don Jalas ora-

que no

y,

llevó

en actitud tan imprevista

y con estremecimientos tales de dolor.

—¿Pero qué

le

pasa a usted, mi señora doña

Francisca? Ésta, oída la

voz del

toda respuesta a sus

abrazóse por

vicario,

rodillas,

lanzando gritos de

compunción.

—¡Padre— dijo cuando pudo decirlo— pame

usted, pisotéeme usted: soy la

más

,

escúvil

de

las mujeres!

El capellán la llevó

dulcemente

al

confesona-

I

rio;

hizola

que se

sentándose en

arrodillara al pie

el sitial

nado entre dos

de

la reja, y de roble y cuero, encajo-

recias tablas, 111

y apoyando su

frente en la ventanilla, dijo las palabras previas:

— Que Dios ilumine

tu espíritu para

una confesión aceptable a sus divinos

que hagas ojos.

Reza

Yo pecador.

el

Rezado

éste por la penitente, añadió:

—Ave María Purísima. —Sin pecado

original

concebida- respondió

aquélla con voz opaca.

— ¿Cuándo — Hace ocho

días.

—¿Cumpliste

la

te confesaste?

penitencia?

—Sí, padre.

—Di tus pecados. muy

Larga,

larga,

dolorosa,

muy

dolorosa,

fué aquella confesión en la que alternaban, ya la

voz del arrepentimiento, ya

la del orgullo,

que

intenta disculparse.

—No



quemaron

cómo la

fue,

padre mío; sus besos

sangre; no

a usted que no pude

pude

resistir; le

resistir;

me

me

aseguro

apretaba,

me

oprimía sin piedad; tengo en los hombros y en los

senos

loco!

¡si

las señales

fuerza con que el

de sus

dientes...

¡Estaba

hubiera usted visto su audacia y

me dominó! Fué

número de sus

tal la

la

rapidez y

caricias que... todo lo olvidé, 112

Completas

Obras

Cuando

contagiada de su demencia... acabó,

me

aquello

desprendí horrorizada, llena de azo-

ramiento, de sus brazos, y

él

quedó

retor-

allí

ciéndose como un energúmeno. Desolada, recovarias piezas, salí al corredor, bajé al

rrí

darme cata de que estaba

sin frío

de

la

noche me

lo advirtió,

jardín,

casi desnuda; el

y subí, pero

sii.

atreverme a entrar en mi alcoba: tenía un miedo

espantoso de que

embargo— ¡qué

me

atrapara de nuevo... y, sin

miserable soy! ¡me da vergüenza

recordarlo!— sentía,sí;sentía...deseos de volver... ¡En mi guardarropa

que rar,

hallé a la

me

eché encima los trapos

mano, y me vine a

la capilla,

a

llo-

a gemir, a morirme de vergüenza!...

—Hija mía— dijo don

Jacinto

cuando aquel

alud de frases se hubo contenido, y con la in-

dulgencia que halla humanas todas las caídas—,

cálmese usted; no es usted impecable; es usted

una

criatura vil

abísmese ante

como

todas... ¡Humíllese usted,

la infinidad

de su miseria! Caye-

ron los ángeles, cayeron los cedros del Líbano... ¡cuanto tedl

más

usted, pobre mujer, cuanto

más

Nada podemos por nosotros mismos,

nuestra sola fortaleza es Dios: fo rtitu do mine...

Por eso

los santos

us-

hija;

mea Do-

desconfiaban de su

113

Tomo VI

8

N debilidad

y,

en

grandes tentaciones, decían

las

con San Pablo: Omnia possum

Eo

in

qui

me con

fortat...

— Mas ahora, ¿qué haré, padre? — ¡Qué hará usted! — exclamó sacerdote, en el

quien se despertó súbitamente, gunta,

ya

el

al oir esta

pre-

rigorismo del asceta.— En primer lugar,

he dicho, humillarse; en segundo, expiar.

lo

¡Ahí ¡no lo

perdemos todo en nuestras

puesto que

hija,

la infinita

caídas,

misericordia de Dios

nos deja como supremo refugio, para salvarnos de

la

pena

eterna, la santa mortificación a

dan valor infinito

los

Tome

usted su cruz con denuedo, y siga

liente

Maestro por

da usted con



Sí,

él al

la vía

el

de

la

al

do-

amargura; ascien-

Calvario!

sí— respondió

ción que dan

que

merecimientos de Jesucristo!

la

matrona con esa resolu-

remordimiento,

la

entereza de

carácter y la severidad consigo mismo, cualidad ésta última

dominante en doña Francisca—,

lo haré y Dios no podrá

contrición.

con

Me

disciplinas,

ficaré

resistir al grito

ceñiré cilicios,

me

me

sí,

de mi

desgarraré

extenuaré con ayunos, cruci-

mi cuerpo con Jesús mientras duren

los

días de mi vida miserable. Dice usted bien: 114

la

Completas

Obras

expiación es lo único que quizá pueda algún día reconciliarme

conmigo misma, quitarme este

asco profundo que

me

tengo... johl ¡Dios mío,

este asco, este asco insoportable!

La penetración

del sacerdote descubrió en las

últimas palabras de gullo

más que

el

la

de

penitente la

el grito

del or-

contrición, e interrum-

piéndola con gesto brusco:

— ;No, hija mía— observó—

,

no es eso

Dios quiere de usted! ¡La disciplina,

lo

que

el cilicio, el

ayuno! ¡Formas... formas!... ¡La sed del tormento físico!

¡Orgullosa represalia contra

la carne!

el

desmán de

¡No es eso, no es eso! ¿Desea usted

expiar su pecado? Pues acepte desde ahora, in-

condicionalmente, sin una queja, sin un

mo-

vimiento de rebelión, las penalidades que Dios le

envíe.

El es el

ofrecerá los medios

supremo compensador, y

le

más adecuados para purgar

su delito. Escogiendo usted

la

manera de

mentarse ¿no se complace quizá en

la

ator-

elección?

¿No obra por determinación de su propia voluntad? En cambio, aceptando lo que el Señor le

envíe, abdica usted hasta de este último pri-

vilegio,

sometiéndose toda a

la

voluntad divina,

que obrará en usted su obra de redención. Sea 115

N como

usted ante los designios de lo alto rro en las

luto

manos

y de antemano a

una sombra de

el

ba-

del alfarero; sujétese en absola disciplina celeste sin

resistencia, perinde ac cadáver.

¡Oh! ¡Dios elegirá sin mía, conforme a

duda esa expiación,

hija

sus sapientísimos fines! Las

contrariedades, las dolencias, las grandes humillaciones... ¡qué

sabemos nosotros! Acaso— aña-

dió con tono inspirado— acaso

ese

contu-

vil

bernio, perpetrado con grave olvido de usted

misma, con gravísimo Señor, no sea ció

ultraje

estéril... (la

a Dios Nuestro

penitente se estreme-

con rudo estremecimiento, y dejó escapar un

sollozo de angustia). Acaso tenga fruto... un fruto

de ignominia:

la

más tremenda,

la

más

es-

pantosa forma de expiación, porque irán con ella el

sarcasmo,

—¡Pero eso

—¡Y

el

escándalo y

la

vergüenza!

sería horrible, padre!

qué! El pecado ¿no lo es? Usted, ruin

hormiguilla ¿se rebelará contra una humillación

merecida cuando

el

Impecable sufrió que

le

lla-

masen hechicero y endemoniado?... Yo no digo que

así

será— prosiguió

el

sacerdote con voz

más tranquila—; pero bien pudiera acontecer que

el

Señor

la hiriese

en 116

lo

que más ha amado:

Completas

Obras

en su reputación sin tacha de viuda honrada, y entonces... Él le daría fuerza para

no ocultar esa

gestación vergonzosa, para mostrarla... Sí, no se

espante usted, alma pequeña: para mostrarla ante la

mirada burlona de los suyos, de los que

la

vieron siempre sin mácula. jOh, qué gran expia-

ción!— y aquel hombre

inflexible, prosélito in-

consciente del inexorable Jansenius, sentía una

oleada de pío entusiasmo— ¡qué gran expiación, hija!...

Entonces

Cristo su

amor



que

usted con

crucificaría

propio, sus

humanos

respetos, su

alma entera, que sangraría como sangraron carnes del Maestro en

el

¡Qué corona de gloria para así!...

Yo no

?i

acrisolara a usted

de esta

prueba de que Él

la

que sabe expiar

digo que eso será— repitió

ño rigorista— pero

la

sucediese,

si

suerte...

amaba con

las

el

el extra-

Señor

la

¡qué mejor

dilección inmensa,

que jamás escatimó a sus siervos

Y

las

cruento holocausto.

el oprobio!...

palabras del tremendo profeta se reali-

zaron. 117

'

IX

Profundos suspiros interrumpían confesor,

la plática

del

que se oyó aún serena durante varios

minutos, terminando con un:

—Diga

usted

Balbuceó

la

el

Señor mío Jesucristo.

pecadora esta oración: supremo

y doloroso grito de arrepentimiento, y por

en

el silencio

de

la

apagados y confusos

a

los mil

rumores de

la

fin,

cual llegaban

capilla,

la

ran-

chería, se escuchó, solemne, el

—Ego

te

absolvo á pecatis tuis in nomine Pa-

tris et Filii et

Don

Spiritu Sancto.

Jacinto se levantó en seguida del confe-

sonario,

y después de acercarse a

y murmurarle

al oído:

la

penitente

«Ve en paz y ruega a

Dios por mí>, echó a andar hacia

la

sacristía

para revestirse.

Aún

hubiera permanecido ¡19

la

señora largo

N tiempo inmóvil junto a criada que

que

cirle

la

largo era en narices...

la

no

llega

una

casa para de-

niño Pascual estiba muerto, muerto

el

de seguro, en

y

la reja, si

buscaba por toda

el

el

cuarto de

tendido cuan

ella,

suelo y arrojando sangre por boca

La señora tuvo un estremecimiento

espantoso, y con voz enronquecida ordenó a

la

fámula:

—Que

vayan a

Villarreal

por

avisa lo que ha pasado al padre;

el

médico, y está en

allí

la

sacristía.

Después, con gran asombro de

la sirviente,

siguió orando. El

médico

llegó sólo para diagnosticar

una he-

morragia cerebral con inundación ventricular,

ocasionada por alguna intensa conmoción

fisio-

lógica debida a la histeria mental. Pascualillo,

víctima hacía tiempo de un eretismo del cerebro,

era idóneo candidato para

un

fin

seme-

jante.

El muerto, en tanto, tendido ya en la vieja

cama donde

los padres

de doña Francisca repo-

saron sus noches de amor, sonreía, con esa irónica sonrisa- mueca de los cadáveres, estereoti-

pada, definitiva, que ya no cesaría, que conti120

Completa*

Obras

nuaría en los maxilares descarnados, a través de los osarios, hasta

donde

que todo volviera

al

polvo de

vino.

Esa sonrisa, su actitud de inmenso abandono ante

la

naturaleza y la mirada

de sus ojos vi-

fija

que enturbiaba un humor viscoso, pare-

driados,

mudo

cían decir con el

lenguaje de lo inmutable:

— He aquí que se ha disociado

este acciden-

núcleo de fuerzas de mi existencia

tal

física...

me

Ignotos ímpetus y tendencias hereditarias llevaron, muerte...

primero a

Yo no

me él

espíritu

se acurrucase...

impulsaba a apacentarme en

la

el ideal

un rinconcito donde

Una necesidad

el

orgánica

el placer,

y en

abrevé mi anhelo sitibundo... Ahora ya no de-

searé más, ya no sentiré ni

y después a

había nacido para amar

y no hubo en mi ideal

lujuria

la

me

más estremecimientos,

atormentarán más avideces. Digo a

podredumbre: «Tú eres mi madre»; y a

los

la

gu-

sanos: «Vosotros sois mis hermanos y mis her-

manas.» Ellos, a su vez, se apacentarán en mi carne y a su vez morirán, llevando algo mío a esa obrera incansable que se llama

la tierra,

y a

esa incansable transformadora que se llama fuerza. 121

la

N Tal parecían decir aquel abandono supremo, aquella mirada da, definitiva, ría

en

fija

y aquella mueca estereotipa-

que ya no

cesaría,

los maxilares descarnados,

cuerpo volviese

al

que continuahasta que el

polvo de donde

^s —

122

vino...

En la

el silencio

de

la capilla,

ante la Virgen de

Soledad, inmovilizada en su actitud de mística

desolación,

doña Francisca continuaba orando,

con angustia y miedo, porque sentía sobre su espíritu,

sobre su cuerpo, sobre su vida toda,

que ya no

sería sino

un expiar incesante,

la

pre-

sión regeneradora, pero terrible y misteriosa, de la

madre de

Dios...

México, Noviembre de 1896.

EL

DONADOR DE ALMAS Ten cuidado: jugando uno fantasma, se vuelve fantasma.

(Máxima de Kabbala.)

al

A

JOSEFINA TORNEL árnica in gaudio

sóror in tembris.

Amado Ñervo

'

DOCTOR

DIARIO DEL

F.L doctor abrió su diario, recorrió las páginas escritas,

con mirada negligente: llegó a

sobre

cual su atención se posó un

la

como queriendo coger

la última,

poco más,

postrer eslabón a

el

que

debe soldarse uno nuevo, y en seguida tomó

la

pluma.

En

gabinete se ota

el

el silencio,

un silencio

dominical, un silencio de ciudad luterana en día

de

i

fiesta.

México se desbandaba hacia cia los teatros,

la

Reforma, ha-

hacia los pueblecillos del Valle;

y en Medinas todo era paz: una paz de calle aristocrática,

turbada con raros intervalos por

monofónico rodar de un coche o por da de

aire

que arrojaba,

indistinto

la

y melancólico,

129

Tomo

VI

el

bocana-

9

N a los hogares, un eco de banda lejana, un motivo

de Carmen o de Aída.

doctor— decíamos— tomó

El

la

pluma y

bió lo siguiente, a continuación de

de su

la

escri-

última nota

diario:



Estoy triste «Domingo 14 de Julio de 1886. Tengo la melancolía soñador. del poco un y atardecer dominical. La misma total ausencia de afectos... ¡Ni

un

afecto!

to!...

Mi

gato, ese

bes,

me

hastía.

Mi

¡Mi reino por un afec-

amigo taciturno de

calvece sobre sus guisos; los libros

¡siempre

la

los céli-

cocinera ya no inventa, y en-

me

fatigan:

misma canción! ¡Un horizonte más o

menos estrecho de

casos! Sintomatologías adivi-

nabas, diagnósticos vagos,

¡Nada!

profilaxis...

Sólo sé que no sé nada. Sabiamente afirma

New-

ton que los conocimientos del hombre con rela-

como un grano de arena

ción a lo ignorado son

con relación

»Y yo



al

Océano.

mucho menos que Newton supo. Sé feliz... Vamos a ver: ¿qué

sobre todo que no soy deseo?,

porque esto es

lo esencial

en

la vida:

saber lo que deseamos, determinarlo con precisión...

¿Deseo acaso tener un deseo como

de los Goncourt? ¡No! Ese 130

viejo,

según

el

viejo

ellos,

era

Obras Completas la vejez,

y yo soy un viejo de treinta años. ¿De-

seo por ventura dinero? El dinero es una peren-

ne novia; pero yo lo tengo y puedo aumentarlo, y nadie desea aquello que tiene o puede tener

con

facilidad relativa.

Eso

es,

Deseo

tal

lindes de mis país... et quid inde?, ergotistas, ses.

muy poca

me

poco después que todas

A

mujeres gua-

pas lo eran más que

ella.

widef, repetía

is

verbio sajón, y viajé y

me

los veinticinco de-

con

el

pro-

convencí de que

muy pequeño, y de que

un pobre accidente geográfico en

mundo

y ad-

quisiera,

las

seé viajar: world

planeta es

caballo.

que un caba-

cosa para volar; a los veinte

deseé que una mujer guapa vertí

los france-

comprarme un vi

las

dicen los

años deseé

los diez y seis

Los tuve y compré un caballo, y era

como

o á quoi bon?, como dicen

Recuerdo que a

tener cien pesos para

llo

vez renombre...

renombre, un renombre que traspase

si

el

el

México es

mundo,

es un pobre accidente cósmico en

el

el es-

pacio...

»¿Qué deseo, pues, hoy? »Deseo tener un afecto diverso del de mi gato.

Un alma diversa de la de mi cocinera, un alma que me quiera, un alma en la cual pueda impri131

mir mi

sello,

con

la

cual pueda dividir la enor-

me pesadumbre de mi yo

inquieto...

Un

alma...

¡Mi reino por un almal» un segundo cigarro

El doctor encendió sutil

— la

penetración del lector habrá adivinado sin

duda que ya había encendido

el

primero— y em-

pezó a fumar con desesperación, como para

humo

aprisionar en las volutas de

alma que

sin

los ámbitos

azul a esa

duda aleteaba silenciosamente por

de

la pieza.

La tarde caía en medio de ignívoma conflagración de colores, y una nube purpúrea pro-

yectaba su rojo ardiente sobre

vés de

la

alfombra, a tra-

las vidrieras.

los instrumentos

de

una gran mesa como

los

Chispeaban tristemente cirugía, alineados sobre

aparatos de un inquisidor. Los libros dormían en sus gavetas de cartón con epitafios de oro.

mosca

ilusa revoloteaba cerca

de

Una

los vidrios e

iba a chocar obstinadamente contra ellos, loca

de desesparación ante aquella resistente e incomprensible diafanidad.

De

pronto,

¡tlin!, ¡tlin!, el

timbre del vestíbulo

sonaba.

Doña Corpus,

el

ama de 132

llaves del

doctor—

Obras Completas cincuenta años y veinticinco llaves— entró

al es-

tudio.

—Buscan al —¿Quién?

señor...

— (bostezo

¿Quién es?

—El

señor Esteves.

(Expresión de alegría.)

— ¡Que pase! Y

el

señor Esteves pasó.

133

de malhumorado)—.

LA DONACIÓN

J3 OCT °R~dijo él,

pálido

e l señor Esteves, alto

él,

rubio

con veinticinco años a cuestas y a

él,

guisa de adorno dos hermosos ojos pardos, dos ojos de niebla de Londres estriados a las veces

de sol tropical—, vengo a darte un gran sorpresa.

— Muy

bien pensado

empezaba a

—Ante

— replicó el

doctor—;

fastidiarme.

todo, ¿crees que yo te quiero?

— ¡Absolutamente! — ¿Que quiero con un cariño excepcional, te

exclusivo?

—Más

que

si

lo viese...;

pero siéntate.

El señor Esteves se sentó.

—¿Crees que a nadie en

como

a

ti?

¿Crees en eso? 135

el

mundo

quiero

Amado Ñervo — Como

én

existencia de los microbios...

la

¿pero vienes a administrarme algún sacramento?,

o ¿qué

te

propones haciéndome

recitar tan repe-

tidos actos de fe?

—Pretendo sencillamente dar valor a mi

sor-

presa.

—Muy

bien; continúa.

—Todo debo a

lo

que soy, y no soy poco,

te lo

ti.

—Se

lo

—Sin

debes a tu talento.

ti,

mi talento hubiera sido como esas

flores aisladas

que saturan de perfumes

los vien-

tos solitarios.

— Poesía tenemos. —Todo hombre

necesita un hombre...

—Y a veces una mujer. —Tú hiciste

fuiste

mi hombre; tú

creíste

esta pobre luna de mi espíritu; por cido,

en mi; tú

que llegara mi día; tú serviste de

amado; por

— Mira:

ti

vivo, por

ti

sol a

soy cono-

ti...

capítulo de otra cosa,

¿no

te

pa-

rece?...

— Repito que pretendo sencillamente lor a

dar va-

mi sorpresa.

— Pues

supongamos que su valor 136

es ya in-

Obras Completas Oye, poeta: cierto es que yo

apreciable...

mas

venté;

no

si

Yo no

habría hecho. ditos,

como no

te in-

hubiese inventado, otro lo

te

creo en los talentos iné-

creo en los soles inéditos. El ta-

lento verdadero siempre emerge;

es hostil, lo vence;

si

medio

si el

es deficiente, crea

le

un me-

dio mejor... ¿Estamos? Si tú hubieras resultado al fin

y

al

cabo una nulidad, arrepintiérame de

como

haberte inventado,

Dios con les,

el

mundo

brillas?

orgulloso de

la

dicen que

le

pasó a

víspera del Diluvio. ¿Va-

Estoy recompesado por mi obra y ella.

La gratitud es accidental. La

acepto porque viene de

ti;

pero no

la

necesito

para mi satisfacción y mi contento... Ahora,

si-

gue hablando.

—Pues ras?

bien: hace

un

año— un

año, ¿te ente-

— que pienso todos los días— todos los días,

¿te fijas?— en hacerte tor frunció el

un regalo.— (Aquí

el

doc-

ceño.)— Un regalo digno de

ti

y

digno de mí; un regalo excepcional; y después

de trescientos sesenta y cuatro días de perplejidades, de cavilaciones, de dudas... he encontrado hoy ese regalo.— (Segundo fruncimiento

de cejas del doctor.)— Mejor dicho, no

lo

he en-

contrado: descubrí simplemente que lo poseía, 137

como

el

escéptico del cuento descubrió que an-

daba.

—¿Y ese regalo? —Vine

a ofrecértelo.

Andrés se levantó como para dar mayor solemnidad a su donación, y con voz cuasi

reli-

giosa y conmovida, añadió:

— jDoctor, vengo a regalarte un alma! El doctor se levantó, a su vez, y clavó sus

ojos

negros— dos ojos muy negros y muy granel doctor: ¿no lo había dicho?— en

des que tenía

de su amigo, con mirada sorprendida e in-

los

quieta.

—Tomaste mucho café esta tarde, ¿verdad?— No me haces caso, y tu cerebro la

preguntó—.

paga. Eres un perpetuo hiperestesiado...

—Esta tarde me dieron un cía

café que amarille-

de puro delgado— replicó

el otro

con senci-

llez—. Creo que existe un complot entre mi cocinera y

que

te

tú...

No

hay, pues,

digo es cierto

como

América, a menos que

el

tal

el

hiperestesia.

Lo

descubrimiento de

descubrimiento de

América sea sólo un símbolo; vengo a regalarte

un alma.

—En

ese caso, explícate. 133

Obras Completas — Me

parece que hablo con

claridad,

Ra-

fael—el doctor se llamaba Rafael—: un alma es

una

entidad espiritual,

substantiva,

indivisa,

consciente e inmortal.

—O

la resultante

de

en nuestro organismo,

—No—

dijo

es mentira!

las fuerzas

como

que actúan

tú quieras.

Andrés con vehemencia—, jeso

Un alma

es

un

espíritu

que informa

un cuerpo, del cual no depende sino para

las

funciones vitales.

—No

discutiremos ese punto. Concedido que

es un espíritu, et puis aprés?

—Te

hago, por tanto,

la

donación de un es-

píritu.

— ¿Masculino o femenino? —Los

espíritus

no tienen sexo.

—¿Singular o plural? —Singularísimo.

—¿Independido de un organismo?

—Independido cuando

—Y

ese organismo,

tú lo quieras.

si la

pregunta no implica

indiscreción, ¿es masculino o femenino?

—Femenino.

-

¿Viejo o joven?

—Joven.

N —¿Hermoso o

—¿Y

qué

feo?

te importa,

si

yo no

te regalo

un

cuerpo, sino un alma?

—Hombre, no

de sobra conocer a los

está

vecinos...

—No

debo

decirte más. ¿Aceptas el regalo?

— Pero, ¿hablas en — Hablo en Rafael.

serio,

Andrés?

serio,

—Mírame

bien.

(Pausa, durante la cual arabos se miraron bien.)

—¿De

—De

verás no tomaste café cargado hoy?

veras.

—Bueno, pues

lo acepto; sólo que...

—No preguntes, que no te responderé. —En ese caso lo acepto sin preguntar; pero... ¿traerías por ventura esa

—No,

alma en

la cartera?

esa alma será tuya mañana.

—¿Otro enigma?

—Otro enigma. Hasta —Hombre, podríamos

luego, Rafael.

cenar juntos sin perjui-

cio de la donación.

—No, no

podríamos. Tengo un quehacer ur-

gente.

—¿Relativo

al

alma? 140.

Obras Completas —Quizá. Hasta luego.

Y

después de un cordialísimo apretón de ma-

nos, los dos amigos se separaron.

La noche avanzaba con

lentitud,

ahogando en

su marejada los últimos lampos en combustión del horizonte.

141

EL FIN DEL

Diario

del

MUNDO

doctor.— Lunes 15 de

Julio.

«Esteves ha venido ayer a ofrecerme un alma.

Me

inspira gran inquietud ese

delirios lúcidos

de un carácter

muchacho. Tiene raro.

Hace cuatro

años que pretende poseer una fuerza psíquica, especial para encadenar voluntades. Afirma

que

dentro de poco tiempo hará un maniquí, sin

más cogitaciones y voliciones que

las

que

él

tenga a bien comunicarle, de todo hombre a quien mire durante cinco minutos. ¡Es asombrosa

la

persistencia de su mirada!

sos ojos grises se clavan la

como dos

Sus hermoalfileres

en

>Tiene actitudes de hierofante, se torna a

las

medula de nuestro cerebro.

veces sacerdotal.

O

está loco

de maravilla futura ese poeta.» 143

o es un capullo

N Abierta

la

ventana del consultorio, había en-

trado a la pieza un pedazo de día: de un día canicular, caldeado por el sol.

Doña Corpus asomó por

la

puerta del fondo

sus gafas y su nariz: una nariz que,

como

la

de

Cirano, estaba en perpetua conversación con

sus cejas: dos cejas grises bajo

una

el

calvario

de

frente de marfil viejo.

—Han

traído esta carta para

Y añadió: —¿Qué hacemos

usted— dijo.

ahora de comer?

— Lo que usted quiera: estoy resuelto a todo. —Como

cada día

le

veo a usted más desga-

nado.

—Precisamente por

eso...

Lo que usted quie-

ra: inclusive sesos.

—No sé por qué odia usted —Se me de

figura

los sesos...

que me como

el

pensamiento

las vacas.

— [Qué cosas dice usted, señor! Bien se conoce que se va volviendo usted masón. Valía más

que se acabara

el

mundo.

Doña Corpus estaba empeñada en que se acabara el mundo cuanto antes. Era su ideal, el ideal

que iba y venía a través de su vida de quin144

Obras Completas tañona sin objeto. Noche a noche, después del

Ave-

Rosario, rezaba tres Padrenuestros y tres

marias por que llegara cuanto antes

Y cuando

final.

dará

lo

decían: «Muérase usted, y

le

le

seria

mejor que muriésemos todos de

vez.

Suplicamos

al lector

que no censure a doña

Corpus, en nombre de constituye

social.

ama de

llaves

ninguno de

los

de

la

proyecto de ley— draconiana sin

el

mo-

Constitución

derechos de tercero; su

los

legisladora, habríase reducido

«Acábese

de ideas que

no conculcaba con su ideal

artículos

no vulneraba

del 57;

la libertad

presea más valiosa de nuestro

la

derno orden El

juicio

mismo», respondía invariablemente:

—No; una

el

mundo en

el

duda—,

a ser

a esta cláusula:

perentorio plazo de

cuarenta y ocho horas.»

Pero

el

mundo, maguer doña Corpus, conti-

nuaba rondando

gando

el éter

al sol,

en pos de

y

el sol

la

continuaba ras-

zeta de Hércules, sin

mayor novedad. Por

lo

que nadie puso coto jamás

al

ideal de

doña Corpus. El doctor rompió el sobre de la carta. 145

TOMO

VI

10

N La

carta era de mujer:

una ardua red de patas

de mosca, un poco menos

que

las

difícil

de descifrarse

primordiales escrituras cuneiformes.

Decía:

«Señor:

>Mi amo y dueño ha tenido a bien donarme a usted, y a mí sólo suya, y aquí sa.

Y como

me

me

toca

obedecerle.

Soy

tiene;

disponga de mí a su gui-

es preciso

que me dé un nombre,

llámeme Alda. Es mi nombre espiritual:— el

nombre que unas voces de ultramundo me dan en sueños, y por

el

cual he olvidado

Sin firma.

146

el

mío.»

EL REGALO DEL ELEFANTE

Hay un

previo sobrecogimiento cuando nues-

tro espíritu

va a cruzar

el dintel

Nuestro espíritu se dice,

de

como

la

maravilla.

los israelitas

ante los truenos y relámpagos de Sinaí: «Cubrá-

monos

no sea que muramos. >

el rostro,

El doctor experimentó este sobrecogimiento

previo, porque

empezaba a

creer en el conjuro.

Así son todos los escépticos: capaces de admitir hasta la inmortalidad retrospectiva del

grejo y la trisección de los ángulos y el

can-

mundo

subjetivo de Kant.

No No

hay cosa más crédula que un erraríamos

le alteró la

si

dijésemos que

filósofo. al

sos condimentados por doña Corpus, salsas

más

doctor se

digestión que iba a hacer de los se-

técnica que

pueda 147

darse...

—la

cata-

Amado Ñervo Se

en potencia, virtualmente, intuiti-

le alteró

vamente... pero se

le alteró.

—Bueno— se dijo—; y ahora ¿qué hago yo con un alma? (El autor

de esta

historia

preguntó en cierta

ocasión a una tonta: —¿Quieres un sueño? permites que

te regale

adorable tonta,

no de

ella:

te.— Pues

le

ése es

propio pensó

¡Pero un alma es

—Veamos

¿Me

la tonta, la

respondió con un esprit indig-

—Amigo,

lo

un sueño?— Y

el

el

el

regalo del elefan-

doctor:

—¿Un alma?

regalo del elefante!

en qué puedo yo

utilizar esta

alma:

¿Le pediré un afecto, ese afecto exclusivo con

que ayer deliraba? ¡Pero

mía no puedo

exigir

de

si

ella

por lo mismo que es

más que

la

sujeción

absoluta, y la sujeción absoluta no es el afecto!

Las odaliscas del Sultán no aman

Una mujer no ama de



al Sultán.

sino en tanto que es dueña

misma, que puede no amar, no entregarse.

Su propia donación luntad, influida

si

es

un testimonio de su vo-

se quiere por una atracción

poderosa, pero capaz, cuando menos en

de

las teorías lógicas,

A mí se me así;

de

ha dado un

pero no se

espíritu, le

me hadado un 148

el

orden

resistirla.

llamaremos

afecto.

Completas

Obras Y

doctor cayó en

el

la

más parda de

las cavi-

laciones.

—¡Oh!— añadió, todo

el

mundo

porque hablaba

solo.

Ahora

habla solo. Es preciso decirse las

cosas en voz alta para que tengan sabor,

como

afirman algunos auto-dialogadores o auto-dialo-

guistas— el

¡Oh,

.

si

yo pudiese

realizar

con Alda

matrimonio cerebral soñado por Augusto

No hay

te!

duda, éste es

maravilloso verso

ble en el porvenir,

cuando

de Mallarmé sea

lema universal:

el

Helas! La chair et

dos

el

triste etj'ai lu

«¡Ay de mí! ¡La carne es

Com-

solo connubio posi-

el

tous les livres!

y yo he leído to-

triste

los librosU

»Un connubio

así constituiría la felicidad su-

prema. ¿Por qué agoniza

el

monio? Porque poseemos

amor en

el

matri-

objeto amado.

al

No

poseerlo por un acto generoso de nuestra voluntad,

alta

y purificada: he aquí

voluptuosidad

la

por excelencia. »

de

¿Quién será aquel que haga deliberadamente la

mujer una

estrella,

que

la

coloque dema-

siado lejos de sus deseos, volviéndola así abso-

lutamente adorable?

•¿Quién será? ¡Seré

yo!...

149

Pero,

al

obrar de

tal

N suerte,

¿no obro forzado por un deber? Yo no

poseo más que a Alda, dado que Alda

exista...

Si poseyese a la «vecina> de Alda, es decir, a la

mujer cuyo espíritu lleva ese extraño nombre, y la desdeñase para no

con abnegada excelsitud acordarme más que de de

la

la otra,

preternatural que

crificio sería

digno de

me ha

de

la

incorpórea,

sido dada, mi sa-

mí...

>¡Ea, ensayaremos!»

Y

el

doctor pasó a su alcoba, no con

ensayar, sino ccn

el

el fin

de

de vestirse para hacer sus

visitas.

150

ALDA LLEGA

Mi querido Rafael: »Supongo que Alda se habrá presentado ya, y que estarás contento de mi obsequio. Debo advertirte

que bastará un simple acto de tu volun-

abandone

tad para que esa alma

anima y vaya a tivas,

tu lado.

el

cuerpo que

Sus facultades adivina-

maravillosamente desarrolladas, pueden 151

Amado Ñervo de inmensa utilidad en tu profesión. Sólo

serte

una cosa

te

recomiendo: que no retengas dema-

siado a Alda fuera de su cuerpo. Podría ser peligroso.

En cuanto a que no procurarás ponerte

en contacto con ese cuerpo que anima, seguro estoy

de

ello.

Creer lo contrario sería ofen-

derte.

>Yo

me

te

he regalado un alma, sólo un alma, y

parece que ya es bastante.

•Mañana to,

salgo para

Italia,

y ésta será, por tan-

mi despedida. Volveré dentro de

tres

o cuatro

años. Adiós. Sé que no te dejo solo, pues que te

quedas con

ella.

Tuyo,

Andrés Esteves.» Apenas hubo

el

doctor leído esta carta cuando,

encerrándose a piedra y cal en su consultorio, llamó a Alda.

Un

instante después, sintió

que Alda estaba a

su lado. El diálogo que siguió fué del todo mental.

Alda saludó

—¿Cómo

al

doctor.

has hecho para venir?— dijo éste.

— He caído en sueño hipnótico 152

Completas

Obras —¿Y

qué explicación darás de

él

a los tuyos

cuando despiertes?

—Vivo

sola,

sola absolutamente,

la

mayor

parte del dia.

—¿En dónde?

—En

la

celda de mi convento.

—Pues qué, ¿hay aún —Muchos.

—¿Y cómo

— Andrés

se

conventos en México?

adueñó de

ti

Andrés?

posee facultades maravillosas de

que no debo hablar.

—¿Eres

la

única alma poseída por él?

—Posee muchas.

— ¿Y qué hace de — Las emplea para —¿De

—De orden

estar

ciertas investigaciones.

qué orden?

deciendo a pacios.

ellas?

Sé de

físico

y metafísico. Algunas, obe-

su voluntad, viajan cierta

por

los es-

hermana mía que debe de

ahora en uno de los soles de

la vía láctea;

otra recorreen la actualidad los anillos

de Sa-

turno.

—¿Y

tú has viajado?

—¡Mucho, mucho! He planetas y dos mil soles. 153

recorrido seiscientos

Amado Ñervo — ¿Y

qué objeto se propone Andrés

al

impo-

neros esos viajes?

—Perfeccionarnos y perfeccionarse, adquiriendo una amplia noción del Universo.

—Di, Alda

—y

temblaba—, ¿has El

la

voz del incrédulo doctor

visto a Dios?

alma se estremeció dolorosamente.

—Todavía no. Me he contentado con presentirle...

Pero dejemos estas cosas; ¿podrías

utili-

zarme en algo?

—Tú misma debes sugerirme en qué. —Es muy

y Andrés ya

fácil,

te lo sugiere

en

su carta. Estando yo a tu lado, no habrá dolencia

que no diagnostiques con

que no cures

acierto,

con habilidad, menos aquellas que fatalmente estén destinadas a matar.

—¿Tanto sabes,

Alda?...

—Durante mi sueño de

vigilia

hipnótico,

—¿Hermosa o fea? porque jamás —No lo sé,

espejo y nadie



Pero...

—No

sí.

En estado

soy una mujer ignorante.

en

me la

lo

me he

visto en

un

ha dicho.

hipnosis te sería fácil saberlo.

quiero saberlo tampoco.

— Convengamos — pensó 154

el

doctor

— en que

— .

Completas

Obras esta

ha

Alda es maravillosa. Una mujer que no se

visto

Y

jamas en un

espejo...

añadió, dirigiéndose a

—Alda,

Merced a

apreciables.

lebre y millonario

ella:

que me ofreces son

los servicios

ellos

en poco tiempo... Pero hay

una dicha que yo ansio más que los millones... Necesito

celebridad y

la

un cariño: un cariño que

hace quince años busco en vano por la

in-

podré hacerme cé-

el

mundo

voz del doctor re conmovía sinceramente



¿Podrías amarme, Alda?

Algo como

sombra de un suspiro pasó por

la

los oídos del doctor.

Hubo un

instante de silencio.

Después, Alda respondió:

— ¡Es imposible! —¿Imposible? —¡Imposible!

—¿Y

por qué?

—Porque

el

amor radica en

la

voluntad y yo

no tengo voluntad propia.

—Pero

¿si

yo

te

ordeno que

—¡Será en vano! Será

lo

me

ames?...

único que no debas

ordenarme... Durante mi estado hipnótico, de-

pendo de

ti

más que

el

azor de

155

la

mano de

la

N castellana, y, por lo tanto,

Durante mi nece a

vigilia

soy

mi voluntad es nula.

otra, otra

que sólo perte-

Cristo...

—Pero

¿Cristo te permite subordinarte a mi

voluntad?

—Sin

duda... en sus designios inexcrutables.

— ¡Oh, ámame! — ¡Imposible! El doctor sintió que espíritu

una nube de

empezaba a

flotar

en su

angustia... ¡infinita, infinita,

infinita!

—¡Alda!

— añadió

con voz profundamente

me amaras, tu nombre sería mí como un elogio en la boca de

triste—. ¡Alda! ¡Si tú tan dulce para

un maestro; como un vocablo

del patrio idioma

escuchado en suelo extranjero!...

Mas

presiento

que voy a adorarte locamente y que mi adoración será mi locura.

—¡Quién

sabe!...

— murmuró

sabe!

156

Alda—. ¡Quién

LOS PERIÓDICOS, ETCÉTERA

Recorte del

de un periódico de gran circulación,

año de 1886, año en

el

cual no había aún

entre nosotros periódicos de gran circulación:

«No

se habla en la ciudad

más que de

maravillosas curaciones realizadas por

el

Rafael Antiga, una de nuestras eminencias dicas.

las

doctor

mé-

Sus diagnósticos son de una admirable

lucidez, y sus fallos inapelables.

»E1 doctor rehusa encargarse de la curación

de aquellos a quienes pronostica

no mediando

tal

la

muerte; mas,

pronóstico, el enfermo que pasa

por sus manos sana sin excepción. >E\ Consultorio del doctor, calle de Medinas,

número... vasto

cabida

al

como

es,

apenas alcanza a dar

sinnúmero de enfermos de todas

clases sociales

que

las

lo invaden.

>Hay quien afirma que nuestro galeno echa 157

N mano de

agentes hipnóticos, hasta hoy descono-

cidos, para sus curaciones.

Sea como

fuere, sus

pronósticos son inexplicables por su infalibilidad.

>E1 doctor Antiga se hará millonario en breve

tiempo, recorriendo

el

mundo

para hacer cura-

ciones en casos desesperados.

»Sabemos que pronto

—Alda, para

los espíritus

¿Podrías acudir a mí

— Si misma

me

saldrá para Europa.»

si te

no hay

distancias.

llamase desde París?

llamases desde Sirio, acudiría con

la

rapidez...

—Alda,

tú eres

mi Dios, tú eres mi

todo...

¡ámame!

— ¡Imposible! —Te adoro... —¡Imposible!

—Padezco mucho... — ¡Imposible! Traducción de un

entrefilet

aparecido en Mar-

zo de 1887 en Le Journal, de París.

«Hace una semana que alojándose en

el

llegó

Grand Hotel,

a

la metrópoli, el facultativo

Completas

Obras

mexicano M. Rafael Antique el apellido

Antiga),

(error

de caja en

cual se ha hecho

el

por sus diagnósticos precisos,

infalibles,

notar

y por

lo

acertado de sus procedimientos terapéuticos. El

jueves último, en una sesión efectuada en petriére, a la cual

cias médicas, raros,

cribió

que

le

la

Sal-

concurrieron varias eminen-

diagnosticó

más de

fueron presentados

veinte casos

al efecto,

y pres-

tratamientos cuyos resultados han sido

pasmosos por su rapidez. »E1 doctor

Antique (Antiga)

treinta años, alto,

barba a

lo

es

un hombre de

ligeramente moreno; lleva

príncipe de Gales; viste con

gancia, no obstante ser americano, y

dedos cuajados de car

sortijas.

suma

no

trae los

Antes de diagnosti-

un caso, se abstrae profundamente, como

dentro de



la

ele-

mismo consultase a

si

alguien, y por

sus hermosos ojos negros pasan infinitas vaguedades. Parece un fakir en éxtasis.

Hay quien

dice que es un judío poseedor de los secretos

de Salomón; por supuesto que no es médico

que esto

afirma... cela

va sans diré.*

El entrefilet continúa en tono

«Doctor Antiga's Wonders. 159

de Mague:

el

Amado Ñervo » Título

en

el

con

de un

entrefilet del

cual se loa hasta

la

la

Times, de Londres,

hipérbole (no reñida

flema característica de John Bull)

mous Mexican

doctor, por sus curaciones

al

fa-

«tru-

LY WONDERFUL...»

Y

basta de Prensa.

Así los periódicos que ven sol boreal

de seis

meses— un

la luz

sol

parece dar su mamila de fuego a los

que salen a

mismo

la luz

la

rojiza

del

enorme, que

luna— como

llameante del trópico; lo

los espirituales diarios

latinos,

que en

que decir y algo más, que los protocolos americanos, que en cuatro páginas dicen cuanto hay

diez y seis páginas suelen no decir nada, se ocu-

paron durante los años de 1886 a 1890 del

fa-

cultativo mexicano, honra de este país inédito,

en particular, y de sica

de

En

los

la

América latina— tierra

clá-

pronunciamientos— en general.

1890, el lector,

si le

place,

tornará a en-

contrar al doctor en las circunstancias que en se-

guidan se expresan.

k:

A^

'

*

rf