Literatura y política: Nuevas perspectivas teóricas 9783110624137, 9783110520262

In the past decades, with the decline of the Grand Narratives and the subsequent need for new historical and political o

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Literatura y política: Nuevas perspectivas teóricas
 9783110624137, 9783110520262

Table of contents :
Agradecimientos
Contents
Políticas de la literatura: los diálogos de Jacques Rancière
Política de la ficción
Bloque I: Política y literatura en Jacques Rancière
La Invención Y El Déjà-Là Del Mundo
Parresía Y Disidencia: Veridicción Como Política De La Literatura
Metáforas De La Política
El Humanismo Como Condición De La Igualdad. A Proposito De La Distinción Entre Política Y Policía En Rancière
Negatividad Y Experiencia Del Pensamiento
Bloque II: Estéticas del desacuerdo
Tres Estallidos En El Horizonte Literario De La Modernidad Y La Posmodernidad (Notas Sobre Jakobson, Sterne, La Mujer Invisible Y El Diccionario De Godard)
¿Política Y Literatura? La Lección De Althusser
Renuncia Y Proliferación: Sobre Los Cuerpos Inéditos De Un Libro De Aforismos
Bloque III: Políticas del teatro
Entretejimiento De Culturas Escénicas: Re-Pensando El «Teatro Intercultural». Hacia Una Experiencia Y Teoría Escénicas Más Allá Del Poscolonialismo
Un Análisis Del Giro Afectivo En El Teatro Contemporáneo. Teoría Y Crítica De La Performance En «El Espectador Emancipado» De Jacques Rancière
La Estética Teatral Contemporánea Como Fórmula Posmoderna De Revolución: Política Y Posdramaticidad

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Literatura y política

Mimesis

Romanische Literaturen der Welt Herausgegeben von Ottmar Ette

Band 72

Literatura y política Nuevas perspectivas teóricas Editado por Azucena González Blanco

ISBN 978-3-11-052026-2 e-ISBN [PDF] 978-3-11-062413-7 e-ISBN [EPUB] 978-3-11-062192-1 ISSN 0178-7489 Library of Congress Control Number: 2018961668 Bibliografic information published by the Deutsche Nationalbibliothek The Deutsche Nationalbibliothek lists this publication in the Deutschen Nationalbibliografie; detailed bibliografic data are available on the Internet at http://dnb.dnb.de. © 2019 Walter de Gruyter GmbH, Berlin/Boston Typesetting: Integra Software Services Pvt. Ltd. Printing and binding: CPI books GmbH, Leck www.degruyter.com

Agradecimientos Quiero agradecer a Jacques Rancière, Judith Revel y Erika Fischer-Lichte sus aportaciones con respecto a los temas clave de este volumen, particularmente, las conversaciones con Jacques Rancière y Judith Revel en diciembre de 2014, en Granada. Este trabajo está dedicado también a Juan Carlos Rodríguez, in memoriam. Y, finalmente, no quisiera dejar de mencionar y agradecer la inestimable ayuda de Elisa Cabrera en el trabajo de edición y de revisión de las traducciones de Jacques Rancière y Judith Revel.

https://doi.org/10.1515/9783110624137-201

Índice Agradecimientos 

 V

Azucena González Blanco Políticas de la literatura: los diálogos de Jacques Rancière  Jacques Rancière Política de la ficción 

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 13

Bloque I: Política y literatura en Jacques Rancière Judith Revel La invención y el déjà-là del mundo 

 33

Azucena González Blanco Parresía y disidencia: veridicción como política de la literatura Miguel Corella Metáforas de la política 

 53

 65

Óscar Barroso Fernández El humanismo como condición de la igualdad. A propósito de la distinción entre política y policía en Rancière   85 Javier de la Higuera Negatividad y experiencia del pensamiento 

 105

Bloque II: Estéticas del desacuerdo Juan Carlos Rodríguez Tres estallidos en el horizonte literario de la modernidad y la posmodernidad (Notas sobre Jakobson, Sterne, la mujer invisible y el diccionario de Godard)   119 Miguel Ángel García ¿Política y literatura? La lección de Althusser 

 133

VIII 

 Contents

Erika Martínez Renuncia y proliferación: sobre los cuerpos inéditos de un libro de aforismos   153

Bloque III: Políticas del teatro Erika Fischer-Lichte Entretejimiento de culturas escénicas: re-pensando el «teatro intercultural». Hacia una experiencia y teoría escénicas más allá del poscolonialismo   165 María do Cebreiro Rábade Villar Un análisis del giro afectivo en el teatro contemporáneo. Teoría y crítica de la performance en «El espectador emancipado» de Jacques Rancière   189 Inmaculada López Silva La estética teatral contemporánea como fórmula posmoderna de revolución: política y posdramaticidad   205

Azucena González Blanco

Políticas de la literatura: los diálogos de Jacques Rancière En años recientes, y en relación, entre otros factores, con la crisis de los Grandes Relatos y la consiguiente necesidad de búsqueda de nuevas gramáticas históricas y políticas, los estudios literarios vuelven a plantearse qué lugar ocupa la literatura en-el-mundo. La literatura se expone así a su politicidad desde perspectivas renovadas que van de las comunidades de sentido a su relación con la biopolítica, la relectura de las utopías, de la nuevas gramáticas narrativas o la potencialidad disidente de las instituciones, entre otras. Estamos ante el giro político de los estudios literarios. Fundamentales en este giro político son las propuestas de Jacques Rancière, para quien la literatura «es indisolublemente una ciencia de la sociedad y la creación de una mitología nueva».1 En diversos trabajos, como La parole muette. Essai sur les contradictions de la littérature (1998), Malaise dans lesthétique (2004) o Politique de la littérature (2007), Rancière considera que la literatura es un modo discursivo de discrepancia que contrasta con otros modos inclinados al consenso («arte ético»). Para Rancière, el consenso produce una ruptura en la base de la democracia. La democracia, que define como poder decir lo contrario, se articula en el espacio por antonomasia de la disensión. Este disentimiento lo observa, particularmente, en la literatura, dado el vínculo inevitable entre las prácticas políticas y literarias, entre literatura y comunidad lingüística. La literatura interviene, en tanto que literatura, en el reparto de lo sensible que reconfigura toda actividad política. Por lo tanto, la especificidad de la literatura no dependería, desde este punto de vista, de su uso intransitivo del lenguaje, sino de su forma de constituir un nuevo régimen del arte de escribir. De este modo, para Jacques Rancière la expresión «política de la literatura» implica que la literatura interviene en la relación entre las prácticas, las formas de visibilidad y los modos de decir que recortan uno o varios mundos comunes. Sin duda, las aportaciones de Jacques Rancière al pensamiento político, literario y filosófico han tenido como resultado uno de los debates más fructíferos de los últimos años. Sus trabajos son un estímulo para el pensamiento literario y político del siglo XXI, muestra de lo cual son los trabajos que aquí se recogen. Los capítulos de este volumen son una reflexión a partir de y con el pensamiento de Jacques Rancière. 1 Jacques Rancière: Política de la literatura. Buenos Aires: Zorzal 2011, p. 39. https://doi.org/10.1515/9783110624137-001

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 Azucena González Blanco

El libro se articula en tres bloques, precedidos por un trabajo inédito de Jacques Rancière. En este trabajo, el autor presenta una reflexión en torno al concepto clave de «política de la ficción» que permite profundizar en un concepto transversal en sus trabajos anteriores, pero que aquí atiende específicamente. La ficción interviene en la obra de Rancière desde dos perspectivas, una en tanto que modos de relación que articulan el sentido y, por otra parte, como lógica que estructura su propia obra.2 El concepto de ficción en Rancière atiende a la estructura racional que confiere sentido al texto. De manera que la ficción no se opondría a lo real, sino que el sentido mismo precedería a la ficción como condición de posibilidad. El concepto de ficción se erige, entonces, como concepto clave pues «es un modo de relación que construye formas de coexistencia, que hace que las cosas sean perceptibles, y que confiere las formas de modalidad de lo posible, lo real o lo necesario».3 Es decir, es la ficción, como estructura de racionalidad, la que otorga la forma de lo que es considerado posible, real o necesario. Define así Rancière la política de la ficción como un modo de relación que construye formas de coexistencia, de sucesión y de encadenamiento causal entre acontecimientos: «Es la que problematiza (met en conflit) las maneras en que esas diferentes ficciones articulan lo perceptible, lo decible y lo pensable, ligan modos de conexión temporal con modos de producción del sentido, inscribiendo así lo necesario en el corazón de lo real, trazando las fronteras de lo posible y de lo imposible».4 Por lo tanto, la acción política que identifica situaciones y señala a sus actores, que asocia acontecimientos y deduce de este vínculo posibles e imposibles, hace uso de ficciones, «igual que los novelistas». El modo en que la ficción acciona el dispositivo de la emancipación literaria no será a través de la acción de la trama, sino de la descripción pasiva de cuadros. Este concepto de la imagen es, a la vez, una crítica de la mimesis aristotélica y de la imagen como simulacro, en la línea que lo había hecho Guy Debord en La sociedad del espectáculo.5 Así, para Rancière, la crítica de la forma a la que Lukács somete a Zola como escritor naturalista que sólo describe cuadros frente a la acción de las novelas de Tolstói y Balzac es idéntica a la perspectiva desde donde se realizaban las críticas reaccionarias que, en tiempos de Flaubert y de Zola, denunciaban la novela descriptiva. Ello significaba la pérdida de la acción y la «invasión de la democracia que prestaba atención a todo por igual, haciendo que se perdiera la estructura o trama. La democracia formal de los textos imponía 2 A este respecto, véase: Azucena González Blanco (2019) «Ficción de la política/política de la ficción». 3 Página 13 de este volumen. 4 Página 13 de este volumen. 5 Guy Debord: La sociedad del espectáculo. Valencia: Pretextos 2005.

Políticas de la literatura 

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una igualdad de todos los objetos, personajes, historias, etc. Una mezcla que recuerda al mundo cotidiano de la igualdad de las circunstancias sin un destino frente al modelo del héroe de acción.6 La estructura de narración que está en la base del modelo que defienden Lukács y los críticos reaccionarios de Flaubert es la misma y encuentra su origen en Aristóteles para quien la definición de la mimesis se sustenta en la acción, «hombres que actúan». Esta lógica es la que opone el mundo de causas y efectos, frente al mundo cotidiano, el mundo de la vida mediocre sin destino. Esta lógica que estructura la mimesis clásica, así como la crítica de la novela moderna «es una conexión de acontecimientos, según la necesidad o la verosimilitud, mediante la cual los individuos pasan de la ignorancia al saber y de la fortuna al infortunio –o del infortunio a la fortuna».7 Esta conexión necesaria o verosímil a través de la acción dramática se define desde dos oposiciones: la de la poesía (lo que podría ser) frente a la historia (lo que es), y el mundo de la acción y el mundo de la imágenes, el espectáculo. Es precisamente esta racionalidad de la ficción -o esta ficción de la racionalidad- la que señala la descripción de lo cotidiano que realizan los escritores como el dibujo de «cuadros costumbristas»,8 como crítica de la imagen como simulacro. Por otra parte, esta distinción de lo sensible cotidiano y lo sensible literario, se funda, a su vez, sobre la jerarquización del tiempo y de las formas de vida (hombres activos vs. hombres pasivos). Es decir, para Rancière, la definición clásica de ficción es lo que diferencia a los hombres entre activos y pasivos: El tiempo de los hombres activos no es el mismo que el de los hombres pasivos y hasta su manera de ser inactivos es diferente: el ocio de los hombres libres, de los que disponen del tiempo, se opone, dice Aristóteles, al recreo de aquellos otros hombres que simplemente tienen necesidad de un descanso entre dos tiempos de esfuerzo.9

Esta oposición, de raíz ficcional, no sólo no es recusada, sino que volvemos a encontrarla en la racionalidad de la Historia. Y esta no deja de reproducir, por lo tanto, el reparto de lo sensible como reparto de las temporalidades: entre los que viven en el tiempo largo de la acción guiada por el saber y los que viven en el tiempo de la cotidianeidad, «no importa qué teatro o qué hipódromo permite

6 Véase a este respecto la crítica que realiza el autor del héroe de Conrad, Lord Jim, en El hilo perdido. Ensayos sobre la ficción moderna. Madrid: Casus Belli 2015, pp. 35–54. 7 Página 15 del presente volumen. 8 El mundo de imágenes o ideología. 9 Página 16 del presente volumen.

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mostrar la separación entre dos mundos: el mundo de los que actúan y el mundo de los que contemplan imágenes pasivamente».10 Por ello, afirma Rancière: «Una verdadera revolución de la ficción implica que se traspase esta línea de separación entre las temporalidades».11 Y sería la literatura, ese «laboratorio en el que se experimentaban las formas de descripción y de interpretación de la experiencia»,12 la que sería capaz de construir un tiempo de igualdad para la comunidad del instante cualquiera. Porque la literatura se apropia de la experiencia disruptiva de esos hijos del libro deseosos de vivir una vida de igualdad sensible. La ruptura con el tiempo causal expone un nuevo cambio en la novela moderna: la temporalidad de los «micro-acontecimientos», el tiempo de la vida impersonal. De esta manera, Rancière define la democracia ficcional como «igualdad de las frases en la que cada una tiene el poder de ligazón de todo, el poder igualitario de la respiración común que anima la multitud de los acontecimientos sensibles».13 La ficción de la igualdad es, entonces, la ficción de la escritura que, en su crítica de la vieja lógica narrativa y social de la poética aristotélica –la cual es a su vez una metafísica y el tiempo de la Historia–, permite repensar un nuevo tiempo «al alcance de todos», el tiempo indeterminado de los acontecimientos, «el instante cualquiera» en palabras de Auerbach. Ahora bien, en la misma novela, encontramos la convivencia de las dos lógicas, la clásica causal y la acontecimental indiferenciada. Hay, pues, una descompensación entre la lógica temporal de la novela y la lógica clásica con la que los personajes aún siguen interpretando los acontecimientos sensibles de sus vidas novelescas. Por ello, afirma Rancière, lo «serio de lo cotidiano», tan querido de Auerbach, se divide en dos: por un lado, el movimiento feliz e impersonal de los átomos, por el otro la tragedia que viene de la mala interpretación de ese movimiento, como le sucede a Emma (Madame Bovary) que transformaba esos acontecimientos impersonales en historia de amor entre dos personas, o a Septimus (Mrs. Dalloway) que hace de los signos un mensaje a él personalmente dirigido. Al hacerlo, ambos personajes siguen siendo víctimas de la tiranía de la intriga en la ficción. Finalmente, Rancière expone claramente de dónde procede su inquietud por pensar la ficción política y la temporalidad de los micro-acontecimientos. Como Ema o Septimus, seguimos atrapados en una lógica de interpretación en la que 10 Página 17 del presente volumen. 11 Página 17 del presente volumen. 12 Jacques Rancière: La palabra muda. Ensayo sobre las contradicciones de la literatura. Buenos Aires: Eterna Cadencia 2009. 13 Página 25 del presente volumen.

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la historia es interpretada desde la lógica de la acción y el conocimiento. Esta lógica de sentido y de temporalidad es la que alimenta el triunfo mundial de la ley del mercado. La propuesta de Rancière es, por tanto, revisar las viejas lógicas interpretativas que conviven «con fuerza de algunas palabras y a las brechas en el tiempo abiertas por algunas jornadas vividas en común en las calles de tal o cual ciudad por un pueblo de anónimos».14 En cuanto al primer bloque, «Política y literatura en Jacques Rancière», éste viene precedido por el trabajo de Judith Revel, una de las especialistas más destacadas en la obra de Michel Foucault. El trabajo de Revel, así como el de Azucena González Blanco, analizan conceptos claves del giro político del pensamiento contemporáneo en Michel Foucault. Por una parte, Judith Revel parte de un análisis de las relaciones entre filosofía y literatura, en la que la literatura habría desempeñado una función «reveladora». Revel analiza aquí el lugar que la literatura ocupa en la obra de Foucault, desde la influencia poco trabajada de Merleau-Ponty. Para Revel el uso revelador de la literatura se desvincula de la ontología de la literatura y considera el término en un sentido casi «fotográfico», «lo que permite aparecer a una cierta imagen»,15 y como aquello que permite germinar a la propia filosofía, ahondando en el privilegio de «cierta experiencia de la literatura» como operadora de cambio. Es a través de esta experiencia de una escritura que escapa a la «masa discursiva», como es posible comprender el diálogo tácito que Revel propicia entre Foucault y Rancière, pues la literatura escapa en su «esoterismo estructural» del análisis lingüístico y arqueológico. Y ello es posible porque la literatura es una práctica, en tanto que práctica de habla, que señala el afuera de todo lenguaje y que «denuncia a la vez su economía interna y sus divisiones fundadoras» (61). Se trata de los modelos de exterioridad que Foucault trabaja en sus textos de los años 60ʹ: la transgresión como «inexorabilidad de la negación del límite», deudora del pensamiento de Bataille, que sin embargo Foucault abandona pronto; la exterioridad, de raíz blanchotiana, no ya como un afuera meta-físico, sino como una experiencia, disolución del vínculo entre el «yo pienso» y el «yo hablo». Si bien, el modelo que acompaña a la obra de Foucault hasta los últimos años de su producción son los que denomina «los procedimientos», aquellos que señalan que «es el cambio de la gramática del mundo la que permite el cambio de lo imaginario del mundo y no al revés».16 Para Foucault, superado el influjo blanchotiano, «el afuera es un mito», no hay, pues, afuera de la historia. Entonces, la pregunta por la literatura, por la literatura

14 Página 29 del presente volumen. 15 Página 33 del presente volumen. 16  Página 42 del presnete volumen.

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que será recurrente en Foucault, es responder a la pregunta «¿cómo es posible que, desde el interior mismo de una configuración epistémica e histórica dada, desde el interior mismo de la ‹trama de lo real›, desplegada por una economía de los discursos y de las prácticas en un momento específico, en suma desde el interior de una gramática del mundo históricamente determinado, se pueda desmontar y reponer sus articulaciones, desplazar sus líneas, mover sus puntos, vaciar su sentido, reinventar sus equilibrios? (67) Es decir, el trabajo de Foucault sobre la literatura tiene su núcleo, precisamente, en las prácticas de reinvención, de irrupción, de libertad en el interior mismo del sistema, que él trabaja desde la «composibilidad». La expresión foucaultiana de «hacer de su vida una obra de arte» conlleva, a su vez, una implicación con los demás y un estilo. Ello le permite al sujeto realizar prácticas de libertad desde la historia misma, excediendo el estado presente de las cosas. El estilo en Foucault hace referencia a Baudelaire, pero también a la definición de estilo entendido como una «deformación coherente», tal y como la entendió Merleau-Ponty en «Le langage indirect et les voix du silence» (1952). Para Merleau-Ponty estas prácticas tienen que ver, al mismo tiempo, con la literatura y con la pintura: «Una novela expresa tácitamente como un cuadro», recoge Revel la cita de Merlau-Ponty; pero en ambos, la cuestión es cómo, desde el interior mismo de la historia, se da una posibilidad de crear (70). En Merleau-Ponty esta novedad se sitúa no del lado de elementos extraordinariamente innovadores, sino del lado de la «experimentación de nuevas estructuras de relación» (72), la producción de lo nuevo a través de nuevas relaciones entre lo que ya está ahí. Aquí establece Revel el antecedente inmediato de la construcción de la propia vida como una obra de arte, como una radicalización de las fuerzas dentro de la historia del presente. El trabajo de Azucena González Blanco comienza allí donde concluye el de Revel, reconsiderando el lugar de la literatura en el pensamiento del último Foucault. El interlocutor de Foucault será el propio Jacques Rancière. A partir de este diálogo, construye la autora una propuesta de política de la literatura en la obra de Foucault. Los conceptos sobre los que se fundamenta esta aportación son «la disidencia» rancieriana y «la parresía» de Foucault. Esta capacidad reveladora de la literatura de la que habla Revel aquí es desarrollada desde la concepción rancieriana de la potencialidad pre-dialéctica de la literatura como el puro «dar a ver», en tanto que indeterminación; y la capacidad política de la parresía como un «decirlo-todo» (pan-rema). El análisis de la parresía clásica en el Ión de Eurípides le permite a la autora mostrar que la verdad que define este concepto no es el de la imagen completa o absoluta, sino compuesta a partir de «visiones parciales» de todos los integrantes de una comunidad, propias de la estructura democrática de la tragedia griega que supera los límites de la democracia griega propiamente dicha. Pues, en la construcción de la verdad, participan todos, incluso aquellos que no tienen derecho a hablar en la asamblea, sí lo tienen en la tragedia (coro

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de esclavas y el anciano). Finalmente, establece una comparación entre el parresiastés y el farmakeus, como figuración decadente del primero, siguiendo aquí la lectura de Derrida en La diseminación. Y traza una línea discontinua entre la parresía de la tragedia clásica y los modos de decirlo-todo de la novela moderna a partir del análisis de la novela de Dostoievski, El idiota. Por su parte, Miguel Corella propone un diálogo entre J. Rancière y A. Negri, en «Estética de la multitud». Corella plantea una aproximación dialéctica al par de conceptos políticos de «multitud»/«anonimato». Con esta pareja de conceptos intenta expresar la dialéctica entre la multiplicidad de movimientos de los singulares que componen la multitud y el movimiento de ésta como un todo, desde la perspectiva de la estética política. Para ello realiza el análisis de algunas metáforas visuales que en el arte contemporáneo han venido representando la idea de multitud o del demos como sujeto político. El análisis de estas metáforas muestra cómo las metáforas políticas del principio de la modernidad asumen una oposición entre masa amorfa y demos organizado desde una jerarquía de mando. Frente a lo cual, las nuevas metáforas (primavera, marea) desbordan las viejas formas de representación política. Su análisis muestra el contraste de las dos imágenes, entre el cuerpo del todos-Uno (el pueblo organizado en un estado nacional) y el de la multitud de anónimos. Estas nuevas metáforas de la multitud son políticas en el sentido que Rancière define porque, como en las imágenes de Erdem Gunduz, «el anónimo (la multitud de anónimos, el cualquiera…) toma rostro y se encarna en un sujeto» (58). El análisis de estas metáforas visuales pone en evidencia la existencia de una teleología en las primeras imágenes de la modernidad, mientras que «la renuncia a toda forma de teleología debe constituir la primera afirmación soberana de una ciudadanía libre del Leviatán». Por otra parte, Óscar Barroso y Javier de la Higuera parten de conceptos de raigambre rancieriana para llevarlos a un diálogo crítico con el Humanismo, el primero, y con la ontología, en el segundo caso. Por su parte, Barroso pone en tela de juicio el principio fuerte de Rancière, esto es, el de igualdad, a partir de una posible paradoja: «si la separación de política y policía es una condición de posibilidad del principio de igualdad, aquella separación imposibilita esta igualdad». Para el autor, el principio de igualdad que sostiene a su vez el principio de igualdad política pasa por la eliminación de la distinción entre el que sabe y el ignorante. Lo cual conlleva una separación de la política respecto de la policía (police), respecto del saber y, especialmente, esa forma de saber a la que llamamos antropología. El modo de evitar dicha paradoja, concluye, pasará por pensar la igualdad desde la antropología y la recuperación de la figura del intelectual. La propuesta interpretativa de Javier de la Higuera responde, de otro modo, a la inquietud del trabajo que le precede: el de la carencia de la política de verdad

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y de fundamento para Rancière, apunta de la Higuera, es precisamente porque la experiencia política está al mismo tiempo paradójicamente «…fundada en la inconmensurabilidad». Esta inconmensurabilidad es la negatividad ontológica de su pensamiento. J. de la Higuera atiende así otro punto crítico del pensamiento de Jacques Rancière, esto es, al modelo de la pasividad como interpretación, que se presenta como alternativa al mundo como telos, como acción. Si las interpretaciones no son del mundo, sino que son el mundo mismo, propone de la Higuera, entonces «este sólo podrá ser pensado desde dentro, exponiendo el pensamiento a la fuerte corriente de lo que acontece, y sólo podrá ser transformado a través de una acción que no se ejerce sobre tal o cual aspecto del mundo, sino que opera su misma recreación».17 El autor propone una lectura poco ortodoxa de Rancière, que es aquí leído en clave ontológica, siguiendo a Jean-Luc Nancy que habría señalado en Rancière una metafísica «in absentia». Argumenta de la Higuera que aquello que comparten literatura y política es el disenso, que ambas «son experiencias de lo no-dado, de la inexistencia de una condición primera o última, de un incondicionado», es decir, su carácter negativo. Gracias al cual, afirma el autor: «Para Rancière, la práctica estética de la filosofía abre a un espacio de pensamiento ‹sin límites› que es el de la propia horizontalidad del mundo, donde pensamiento y acontecer del mundo son coextensivos».18 En segundo bloque, «Políticas del desacuerdo», encontramos dos trabajos que ponen a dialogar a Rancière con quien fuera su maestro, L. Althusser. Juan Carlos Rodríguez, exponente del pensamiento althusseriano en España, recorre en este capítulo algunos de sus trabajos fundamentales y reflexiona en torno a la acepción de la estética como la configuración de la imagen del sujeto libre al tiempo que como «eje del inconsciente ideológico/libidinal del capitalismo». La libertad estética del sujeto capitalista es, por lo tanto, una sujeción inconsciente ideológico/libidinal. Por una parte, Rodríguez redefine el concepto de «contradicción de la literatura», muestra de la no homogeneidad del inconsciente ideológico, como «estallidos». Y, por otra, considera que la interpretación no política de la poesía, marcada por la interpretación de este tipo de escritura en tanto que reflejo «del alma» o del «en sí» del lenguaje, y la afirmación ideológica que sustenta la estética del capitalismo, como «yo soy naturalmente libre», son un mismo gesto. Desde este aparato teórico, Rodríguez desarrolla su propia política de la literatura. Para ello, analiza las distintas acepciones del «enigma de la literatura» desde Jakobson y el giro lingüístico (primer estallido) y su deconstrucción del concepto de «poesía pura»; Laurence Sterne y su Tristan Shandy (segundo estallido),

17 Página 105 del presente volumen. 18 Página 110 del presente volumen.

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que Rodríguez interpreta próximo a Judith Butler en Sentidos del sujeto, como modelo literario que permite narrar, desde una perspectiva imposible, un sujeto no libre incluso antes de su propio nacimiento, y La obra maestra desconocida de Balzac (tercer estallido), que incide sobre la invisibilidad de la mujer o el ser-novista la mujer. Se aproxima, así, la lectura de Rodríguez a la de Rancière, en tanto que la política de la literatura tendría que ver, también para él, con la capacidad cuasi-pictórica de estas obras que dan a ver lo que habitualmente había permanecido oculto, para alcanzar, finalmente, la consciencia de la falsedad capitalista del «Yo-soy-libre-naturalmente». Por su parte, Miguel Ángel García confronta las lecturas del binomio literatura/política de Jacques Rancière y de literatura/ideología de Louis Althusser. García vuelve a La lección de Althusser, un texto publicado por Rancière en 1974, en la que este criticara duramente a quien fue su maestro, L. Althusser. Su trabajo es una reivindicación de la herencia althusseriana a través de la figura de su propio maestro, J. C. Rodríguez. Cierra este segundo bloque el trabajo de Erika Martínez, «Renuncia y proliferación: sobre los cuerpos inéditos de un libro de aforismos». La propuesta de la autora es realizar un estudio sobre el aforismo «en relación a los periodos fundacionales, de crisis y transformación del pensamiento democrático entendido como un dispositivo específico de subjetivación política».19 Martínez parte de la hipótesis rancieriana de la crisis de la democracia tras su institucionalización, como gestión de lo social. El aforismo se presenta como un género especialmente propicio para el litigio, acogiendo aquello que no encuentra su lugar porque se expulsó de la subjetivación política. Finalmente, concluimos el volumen con un bloque dedicado a las «Políticas del teatro». Precede el bloque el trabajo de Erika Fischer-Lichte, una de las teóricas del teatro con mayor proyección en la actualidad. Sus trabajos sobre estética y performatividad suponen, no obstante, una lectura que fricciona con las propuestas rancierianas en torno a la acción de la obra dramática. En este trabajo, Fischer-Lichte deconstruye un concepto muy utilizado en el contexto poscolonial: «intercultural», en el que lo estético, lo político y lo ético van de la mano. Lo hace a partir de la nomenclatura «teatro intercultural», que hace referencia a aquel teatro que se desarrolló entre finales de los años 70 y principios de los 80, y que aglutinaba producciones que combinaban elementos procedentes de tradiciones teatrales distintas con elementos de la propia. Traza Fischer-Lichte una breve historia de las transferencias culturales de prácticas teatrales de distintos períodos previos al señalado, para determinar que lo genuino de la denominación

19 Página 153 del presente volumen.

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«teatro intercultural» se debe antes al contexto poscolonial. En los ejemplos precedentes, el intercambio no era horizontal, sino que «en lo que respecta al teatro de las colonias, el modelo ‹superior› del teatro europeo tenía que seguirse a toda costa, aunque resultase transformado en el proceso».20 Si bien la denominación «teatro intercultural» es también problemático, pues en esta nomenclatura se descubre que las relaciones han de ser siempre entre formas teatrales occidentales y no occidentales y, aventura la autora, «un instrumento para mantener el poder y la superioridad con respecto a las culturas no-occidentales de manera velada».21 Esta nomenclatura estaría, pues, asentada en categorías binarias que sigue distinguiendo entre «nuestra» cultura y «otra» cultura. Por ello «no se trata de eliminar la diferencia, sino de recordar que las diferencias dentro de y entre las culturas son dinámicas y en constante cambio».22 Se añaden tres supuestos al uso de la interculturalidad en las relaciones entre manifestaciones teatrales de diferente procedencia: pone el acento en la pertenencia nacional de las obras y reafirma la hegemonía y su universalidad, dada su capacidad de ser representada fuera del contexto de creación («el universalismo es patrimonio de las culturas occidentales, mientras que el particularismo es lo que define al resto»); y, por último, el texto actuaría «como la autoridad de control en lo que respecta al proceso de producción de una representación, lo cual lo convierte en el elemento principal del cual dependen todos los demás».23 Al contrario, Fischer-Lichte propone utilizar la expresión «entretejimiento de culturas escénicas», que asume una metáfora, «tejer» cuyas categorías permiten pensar en un modelo no absolutista, que acepta el error o los fallos, y la diferencia no como oposición, sino desde una lógica de la interconexión. Finalmente, la autora subraya la dimensión utópica del entretejimiento de culturas escénicas. La politicidad del teatro, según Fischer-Lichte, es su capacidad transformadora o performatividad, con lo que se distancia de las propuestas no activas de Rancière en el arte, en tanto que el teatro: «puede convertirse en el banco de pruebas de nuevas formas de coexistencia social o en el espacio en el que estas salen a la luz».24 La capacidad utópica del teatro, como estética performativa, es, pues, la de anticipar (Vor-Schein) en y mediante el arte «de algo que se convertirá en realidad social mucho después, si es que llega a hacerlo alguna vez».25 Este concepto de entretejimiento de culturas está emparentado con el de 20 Página 170 del presente volumen. 21 Página 170 del presente volumen. 22 Página 173 del presente volumen. 23 Página 175 del presente volumen. 24 Página 179 del presente volumen. 25 Página 179 del presente volumen.

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«afropolitas» de Mbembe y el de Amine de «doble crítica» que, de acuerdo con la autora, supera tanto la teoría poscolonial como el teatro intercultural que obviarían esta experiencia estética utópica y transformativa. Contrasta con la definición de la politicidad del teatro como performatividad, la definición de Rancière de la pasividad contemplativa del espectador como contemplar que hace. El capítulo de María do Cebreiro Rábade se aproxima precisamente a la crítica de la performance que Jacques Rancière realiza en El espectador emancipado. Aborda Rábade Villar dos de los giros fundamentales en la estética actual, el giro político y el giro afectivo. La crítica de Rancière a la performatividad conciliadora de sentir y decir, se funda en la revisión del concepto de mimesis aristotélico, que está en la base de esta conciliación, al que el francés opondría el desajuste o hiato entre plathos y lexis. El dar a ver la representación teatral no es ya la del simulacro de Platón o Debord. Como afirma la autora, apreciar la distancia entre Rancière y la teoría posdramática que está presente en la propuesta de Fischer-Lichte no es difícil. Si bien, desde perspectivas distintas, convergen en el cuestionamiento de la mimesis. La crítica de Rancière a la fuerza de la representación transformadora es la crítica al teatro dionisíaco como «comunidad viviente» y presencia consumada frente a la distancia y pasividad de la representación. El teatro en Rancière no es, pues, el del efecto de inmersión, que anula la distancia entre la vida y el arte, sino el de la mediación que no es anulada (basada en el modelo de la traducción y el poema) y que hace posible la emancipación: «de este modo, la lección de los poetas no es, ni para Jacotot ni para Rancière, una lección sobre la confluencia, sino una lección sobre aquella diferencia que posibilita la igualdad».26 Finalmente, Inmaculada López Silva aborda también la crítica al concepto aristotélico de la mimesis desde el posdrama como mimesis figurativa. Propone la autora redefinir el estatuto ontológico del teatro pues, «sin representación y sin verosimilitud aristotélica, ¿cuál es la esencia estética de la teatralidad?».27 Para ello, López Silva traza una línea ininterrumpida desde Artaud y el posdrama hasta los presupuestos teóricos de las filosofías de la posmodernidad y la deconstrucción. La lectura que Derrida realiza sobre Artaud en «El teatro de la crueldad y la clausura de la representación»28 le permite afirmar que la estética posdramática, «el poder transformador de la performance», operaría sobre la categoría de la suspensión del espectador, no sobre el modelo conciliación. La performance suspendería la estética hermenéutica del sentido absoluto, de la verdad definida en

26 Página 198 del presente volumen. 27 Página 208 del presente volumen. 28 Jacques Derrida: La escritura y la diferencia. Madrid: Anthropos 1989.

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cuanto posibilidad de interpretación y decodificación definitiva del signo escénico, en definitiva, elimina la posibilidad de una síntesis semiótica. Es así, concluye la autora, como el posdrama, alejándose del concepto interpretativo-mimético del drama, deja acontecer lo real y se hace posible la emancipación del espectador. Niega de este modo que toda manifestación posdramática suponga una pedagogía del espectador. Aproxima López Silva el concepto de comunidad de espectadores y actores al del multitud de Hardt y Negri, más que al de comunidad conciliadora que critica Rancière en El espectador emancipado. Y concluye que: «La emancipación intelectual es la verificación de la igualdad de las inteligencias»,29 entonces el posdrama es, precisamente, aquel teatro que «logra expresar artísticamente que hay una inteligencia creadora y una inteligencia receptora que confluyen en este tipo de expresión artística», y ello es posible gracias a «la ruptura de la dictadura de la mímesis que ha marcado la relación, y la distancia, entre teatro y público desde el Renacimiento hasta la actualidad».30

Bibliografía Debord, Guy: La sociedad del espectáculo. Valencia: Pretextos 2005. Derrida, Jacques: La escritura y la diferencia. Madrid: Anthropos 1989. González Blanco, Azucena: «Ficción de la política/política de la Ficción en Jacques Rancière». En: Signa. Revista de la Asociación Española de Semiótica, vol. 28 (2019). Rancière, Jacques: El hilo perdido. Ensayos sobre la ficción moderna. Madrid: Casus Belli 2015. Rancière, Jacques: Política de la literatura. Buenos Aires: Zorzal 2011. Rancière, Jacques: La palabra muda. Ensayo sobre las contradicciones de la literatura. Buenos Aires: Eterna Cadencia 2009.

29 Jacques Rancière: El espectador emancipado, p. 16. 30 Página 218 del presente volumen.

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Política de la ficción Es costumbre oponer la ficción, entendida como invención de situaciones imaginarias, a la realidad sólida de la que se ocupan, según distintas modalidades, los que trabajan la materia, los que quieren penetrar la estructura de las cosas y los que actúan para cambiar las situaciones. Sin embargo, y lo sabemos al menos desde Aristóteles, la ficción es mucho más que la invención de seres imaginarios. La ficción es una estructura de racionalidad. Es un modo de presentación que hace que las cosas, las situaciones o los acontecimientos sean perceptibles e inteligibles. Es un modo de relación que construye formas de coexistencia, de sucesión y de encadenamiento causal entre acontecimientos, y confiere a estas formas la modalidad de lo posible, de lo real o de lo necesario. Ahora bien, esta doble operación es requerida siempre que haya que producir un cierto sentido de realidad, allí donde se trate de definir las condiciones, los medios y los efectos de una acción, es decir, el mismo sentido en definitiva, de lo que quiere decir actuar. Y se precisa también cuando intentamos definir los objetos y el carácter de un conocimiento, es decir, el sentido mismo de lo que significa y de lo que opera en el acto de conocer. La acción política que identifica situaciones y señala a sus actores, que asocia acontecimientos y deduce de este vínculo posibles e imposibles, hace uso de ficciones, igual que los novelistas. Lo mismo ocurre con la ciencia social cuando intenta desligar la conexión racional que une acontecimientos y situaciones, incluso sin que sus actores lo sepan. De todo ello se desprende una consecuencia esencial: la política de la ficción no es la que relaciona la ficción con la realidad, mostrando cómo la ficción es efecto de la realidad o cómo produce efectos en ella. La política de la ficción es la que relaciona un modo de ficción con otro modo de ficción. Es la que problematiza las maneras en que esas diferentes ficciones articulan lo perceptible, lo decible y lo pensable, ligan modos de conexión temporal con modos de producción del sentido, inscribiendo así lo necesario en el corazón de lo real, trazando las fronteras de lo posible y de lo imposible. Desde este punto de vista quisiera revisar algunos aspectos de mi trabajo en torno a la ficción literaria. Lo haré dialogando con dos modelos representativos de interpretación política de tal ficción. El primero, el de Georg Lukács, se resume en un texto de 1936 titulado «¿Narrar o describir?». Este texto opone, palabra por palabra, dos maneras de construir una ficción que sintetizan dos visiones del mundo y dos políticas. Un mismo autor, Zola, interpreta el nocivo papel del escritor «naturalista» que describe, opuesto a dos autores realistas que narran, Tolstói y Balzac. Lukács comienza oponiendo dos carreras de caballos: Zola, en https://doi.org/10.1515/9783110624137-002

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Nana, describe con sumo detalle una tarde en las carreras, desde los mecanismos del mundo de la hípica hasta la elegante decoración de las tribunas. Detalla, desde el punto de vista de un espectador, el espectáculo en el que su heroína es una mera asistente. Tolstói, por su parte, describe una carrera dramatizada por la caída de uno de los personajes, Vronski, ante la mirada de su amante, Anna, cuyas reacciones observa, a su vez, su marido Karenin. Tolstói integra, de esta forma, la carrera como momento de la acción, mientras que Zola no nos ofrece sino una sucesión de cuadros. De la misma manera, Zola nos describe todos los aspectos del teatro donde se desenvuelve su heroína: la representación, la sala, los cambios de decorado, el trabajo de las vestidoras, etc. Pero, dice Lukács, ahí no hay más que cuadros presentados al espectador. Esto contrasta con el drama de Balzac en Las Ilusiones perdidas, cuando el ingenuo poeta Lucien de Rubempré se transforma en cronista del teatro de moda y vincula su propia carrera a la carrera actoral de su amante, Coralie. De este modo, Balzac nos permite ver, tras la acción de sus personajes, el influjo del capitalismo en el teatro y el periodismo. Y puede permitírselo porque, como el oficial y propietario rural León Tolstói, Balzac es también un hombre de acción que conoció de primera mano el mundo empresarial en tiempos de la expansión capitalista. En cambio, Zola, como su maestro Flaubert, escribe en un momento en el que el Capital ha asegurado su autoridad en la sociedad y trata de borrar la huella de las contradicciones que estallaron a partir de la revolución social de 1848. Escribe como escritor, ocupando un puesto fijado por la distribución capitalista del trabajo y no ya como agente de transformación social. Por ello, Zola describe un mundo estático, una sucesión de imágenes en la que los mismos personajes no son más que espectadores. Tal análisis resulta cuanto menos sorprendente por dos razones. En primer lugar, Lukács contempla obras literarias desde la perspectiva de la teoría marxista. Ahora bien, desde dicha perspectiva, Zola no solamente nos habla del mismo asunto que Balzac: la influencia del capitalismo en el mundo del teatro. Su método también ilustra cómo un personaje, íntegramente modelado por el sistema financiero, debería ser favorecido en comparación con el ingenuo idealista de la narración de Balzac corrompido por los consejos de un cínico periodista y las perspectivas de una vida de opulencia. Lo cierto es que Nana, desde el principio, fue un personaje concebido por su autor, y percibido por los lectores, como la encarnación de una sociedad gobernada por el dinero y síntoma de su descomposición. Pero no es así como lo interpreta Lukács. Desde su perspectiva, en el texto de Balzac se desarrolla un drama, es decir, existe un héroe cuyas aspiraciones se enfrentan a las relaciones sociales existentes; en el de Zola, no vemos más que la descripción de un conjunto de escenas que representan objetos y acontecimientos materiales, «cuadros costumbristas» o «naturalezas muertas» colgados unos al

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lado de otros. Ahora bien, esta forma de oposición, que para Lukács suponía una perspectiva progresista de la narrativa, es exactamente idéntica al punto de vista de los críticos reaccionarios que, en tiempos de Flaubert y de Zola, denunciaron la invasión de descripciones que estaban sufriendo las novelas. Se lamentaban por la pérdida de lo que constituía, según ellos, el alma misma de la acción: los sentimientos y las decisiones de los protagonistas, visiblemente diferenciadas del resto de objetos y personajes insignificantes. Dieron una razón precisa de esta pérdida: la invasión de la democracia que otorgaba igual valor a cualquier individuo e incluso desvanecía la separación entre los seres animados y las cosas inanimadas. Para ellos, fue tal invasión democrática la que impuso el reino uniforme de la descripción, convirtiendo la novela moderna en una simple sucesión de cuadros. Así, en 1869 por ejemplo, Barbey d’Aurevilly denunciaba La Educación sentimental; el excesivo enfoque del autor en una serie de episodios mediocres e insignificantes tenía como consecuencia la ausencia de estructura de la novela. Flaubert no podía ser considerado un artista, tan solo un mero menestral, que cargaba sus oraciones como un peón caminero carga piedras en su carretilla. Su libro no representaba más que una sucesión de cuadros clavados unos junto a otros. De igual forma, Barbey d’Aurevilly opuso a esta galería de pinturas el drama viviente compuesto por Balzac a través de sus personajes. Seguramente la perspectiva de estos nostálgicos de la vieja sociedad aristocrática, con sus personajes elitistas, no sea idéntica a la de Lukács. Sin embargo, si Lukács coincide con la oposición entre las acciones y los cuadros, es porque comparte con ellos una misma idea de la ficción: una idea de la ficción como conflicto entre los objetivos perseguidos por los personajes elegidos y los avatares de la Fortuna; una misma percepción del tipo de temporalidad que conviene a este encuentro: una línea recta de causas y de efectos, tendida entre un pasado y un futuro, que Lukács opone al presente del mundo cotidiano, de la vida mediocre que nunca encuentra un destino. Esta idea de la ficción, común a los críticos reaccionarios del siglo XIX y al teórico marxista del siglo XX, se remonta mucho más lejos en el tiempo. Adquirió su formulación ejemplar en la Poética de Aristóteles. La poesía, dice Aristóteles, no es música, es drama. Y el drama es una cuestión de hombres activos. Se trata de una sucesión de acontecimientos, según la necesidad o la verosimilitud, mediante la cual los individuos pasan de la ignorancia al saber y de la fortuna al infortunio –o del infortunio a la fortuna. Aristóteles define esta sucesión necesaria o verosímil, el alma de la acción dramática, a través de dos oposiciones. De un lado la poesía, encargada de definir la forma en que los hechos pueden acaecer, se opone a lo que designa como historia, es decir, la crónica de hechos tal y como suceden, empíricamente, unos tras otros. El encadenamiento causal de las acciones se opone, de este modo, a la sucesión de los hechos. Por otra

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parte, las sucesiones de acciones así definidas constituyen ellas solas la realidad del drama. Lo incorporado a la escena del teatro corresponderá, más bien, a otro régimen sensible: a la opsis, al espectáculo que inscribe el drama dentro del mundo de las imágenes. No se trata del arte de un poeta dramático, sino del de un artesano, el attrezzista. Estas dos oposiciones definen determinada racionalidad de la ficción, un régimen de legitimidad ficcional que ha perdurado a lo largo del tiempo y determina claramente la manera en la que Lukács el marxista opone el drama, manifestado por los personajes y los sucesos épicos, a la descripción de lo cotidiano y sus elementos, practicada por los escritores que dibujan «cuadros costumbristas». Ahora bien, dicho régimen ficcional se halla fundado sobre una jerarquía del tiempo que, en definitiva, entraña una jerarquía de las formas de vida. Los personajes activos, capaces de cambiar su fortuna según una lógica necesaria o verosímil, resultan ser solo aquellos que viven en el mundo de la acción, el de los individuos que pueden permitirse proyectar ciertos fines hacia el futuro y poner a prueba de golpes de azar la realización de estos fines o de los fines perseguidos por otros individuos que compartan su forma de vida. Esta forma de vida de los hombres llamados activos se opone radicalmente a la forma de vida de los individuos llamados pasivos, no porque estos últimos no hagan nada, sino porque no hacen más que hacer, porque su actividad se despliega toda ella en el orden de la necesidad cotidiana, en el que las cosas suceden simplemente las unas detrás de las otras; el mundo de la crónica, opuesto al de la acción, el que pertenece a los oscuros habitantes de la caverna; el mundo donde se hace sin hacer, donde se conoce la miseria pero no el infortunio y donde no se está más que ante figuraciones, manipuladas por los attrezzistas, y nunca ante el conocimiento de las causas. Tal es la ficción que ordena la legitimidad de las ficciones: la ficción de un reparto de los tiempos que determina las formas de experiencia, los modos de actividad y la posibilidad de saber que pertenecen a los individuos conforme al tiempo que habitan. Pues, precisamente, el tiempo no es solo la línea según la cual se suceden los acontecimientos y eventualmente se concatenan. Si así fuera, se debería a que es, en principio, el lugar de un reparto de las formas de vida. El tiempo de los hombres activos no es el mismo que el de los hombres pasivos e incluso sus maneras de ser inactivos difieren: el ocio de los hombres libres, de los que disponen de tiempo, se opone, dice Aristóteles, al recreo de aquellos otros hombres que simplemente tienen necesidad de descansar entre dos tiempos de esfuerzo. Al parecer, la doctrina marxista, a la que Lukács se adscribe, ha abolido dicha jerarquía. Demostró que el mundo de cosas que acontecen unas tras otras se encontraba sometido a leyes de concatenación racional. Y es en la oscuridad misma del mundo de la producción material donde el marxismo alojó la forma

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matriz de la causalidad de los acontecimientos humanos, la verdadera fuerza que determina estos acontecimientos donde los grandes personajes creen ver realizados sus proyectos personales. De este modo, la Historia se ha convertido en la ficción ejemplar de un recorrido desde el infortunio a la fortuna, apoyado en el que va desde la ignorancia al conocimiento. La evolución histórica produce una ciencia de la evolución que permite a los agentes históricos desempeñar un papel activo en la transformación de la necesidad en posibilidad. No obstante, la proximidad de los juicios del Lukács marxista con los de los adalides de la vieja jerarquía social y ficcional nos lleva a pensar que tal oposición pueda haber sido rechazada con el fin de hallarse de nuevo en el centro de la nueva racionalidad de la historia; pues esta es contradictoria: el mismo movimiento de la historia que produce el feliz encuentro entre el saber y la acción en pos de una fortuna por venir, no cesa de reproducir el obstinado reparto de las temporalidades, de separar a los que viven en el tiempo largo de la acción guiada por el saber y los que viven en el tiempo de la cotidianeidad, tiempo en el que la repetición de los gestos del trabajo produce una aquiescencia siempre renovada por el orden de las cosas y donde el movimiento real de la historia se representa al revés en este mundo de imágenes que actualmente se llama ideología. No importa qué teatro o hipódromo permita mostrar la separación entre ambos mundos: el mundo de los que actúan y el mundo de los que contemplan las imágenes pasivamente. La ciencia que pretende conocer los fundamentos reales de la ficción y hacer del conocimiento el arma de la transformación social, forma parte ella misma de un régimen ficcional. Así, lo que este régimen ficcional ordena es la separación de los tiempos, una separación de las formas de vida. Una verdadera revolución de la ficción supondría que esta línea de separación entre las temporalidades se viese traspasada. ¿Qué puede atravesar esta línea y revocar la jerarquía de las formas de vida que sustenta las jerarquías de la ficción? Tal fue la cuestión que formuló otro teórico con el que querría dialogar aquí. Durante los mismos años en que Lukács llevaba a cabo su doble campaña para separar el realismo auténtico del doble peligro «naturalista» y «formalista», Erich Auerbach emprendía la larga travesía histórica que desembocaría en la publicación de su libro de 1945: Mimesis: la representación de la realidad en la literatura occidental. El trabajo de Auerbach mostrará que ese «real» que trata de representarse, es presentado siempre como un estallido, en la intersección de una multiplicidad de sentidos de realidad diferentes, o incluso contradictorios: riqueza de imágenes en la descripción, fuerza de afección sensible, coherencia en la concatenación de acontecimientos, fuerza de la significación que se les atribuye, proximidad o distancia del escritor en relación con lo que cuenta, extensión del público al que se dirige, extensión del ámbito de los acontecimientos relatados, modalidad cómica o trágica del relato, etc. Sin embargo,

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en el centro del complejo poliedro que construye de esta manera, se privilegian dos relaciones; dos correspondencias entre la superficie de los acontecimientos narrados y cierta profundidad que le otorga una significación, podríamos decir, política. La primera relación es aquella entre la superficie de los acontecimientos y la multiplicidad de las conexiones que los hacen inteligibles, es decir, con la acción de las fuerzas históricas globales que se expresan en ellas. Sobre este punto Auerbach permanece dentro del mismo esquema aristotélico-marxista de Lukács. Sin embargo, existe una segunda relación entre profundidad y superficie que le hace cuestionar dicho marco: se trata de la profundidad que le es concedida a la experiencia cotidiana, a la experiencia íntima de los que habitan el mundo de lo ordinario. El realismo que particularmente concierne a Auerbach es aquel que transforma el universo cotidiano en el lugar de una experiencia existencial trágica o problemática y que capta el drama presente en el corazón la vida de esos hombres y mujeres del pueblo que la tradición jerárquica de las diferencias de género y de estilo considera dignas, cuanto más, de la comedia o de la pintura costumbrista. Tal es su respuesta a la pregunta que planteé más arriba: aquello que quiebra la separación entre las formas de vida sobre la que reposa la clasificación de los géneros ficcionales es, para él, un acontecimiento fundador: el acontecimiento cristiano de la encarnación. Aquello que atraviesa y anula la frontera es una palabra encarnada que se dirige a todos, que hace que todos compartan una misma historia; una palabra que le es concedida a los más humildes para apropiársela y hacerla el principio de su vida práctica. El segundo capítulo de Mimesis constituye, en torno a este acontecimiento, una dramaturgia ejemplar. Por una parte, encontramos la ficción sometida al régimen jerárquico: la descripción cómica que Petronio hace del mundo social de los libertos o la excelente oratoria con la que Tácito explica las razones de una revuelta de legionarios que, según él, no encuentra justificación; por otra parte, el relato evangélico de la negación de Pedro: un relato en el que la riqueza descriptiva es limitada pero cuyo poder de afectividad es inmenso, puesto que relata un acontecimiento inimaginable para los distinguidos escritores latinos, un acontecimiento inédito en la historia de la humanidad: el nacimiento de un intenso movimiento espiritual en el seno de unas gentes consideradas «pasivas», destinadas a la mera reproducción cotidiana de la vida. La centralidad que Auerbach otorga al acontecimiento de la encarnación cristiana sin duda se antoja problemática. Hace tiempo tuve la ocasión de señalar la singularidad de este pasaje: Auerbach apostilla el relato de la negación de Pedro como un acontecimiento concreto y singular, difundido por un escritor sin intención literaria alguna. Para ello, sin embargo, debe fingir que olvida el lugar del relato en la economía de figuras de las Escrituras: la negación de Pedro cumple la función de confirmar la verdad de las palabras del Mesías que

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lo había anunciado, y sus palabras mismas confirman la profecía de Ezequiel: «golpearé al pastor y sus ovejas errarán dispersas».1 Esta singularidad atestigua el problema con el que se topa Auerbach cuando trata de hacer coincidir las dos profundidades: la que desvela las fuerzas históricas ocultas bajo la experiencia cotidiana y la que se incrusta en la vida de los hombres y mujeres ordinarios cuando la fuerza de las palabras los sustrae de su destino común. Esta tensión entre los dos aspectos de la profundidad «realista» se manifiesta de una manera aún más sensible ahí dónde el análisis de Auerbach parece estar llegando a su destino final, a saber, la comprensión del realismo literario moderno. Tomaré como síntomas los análisis que consagra a dos libros que marcan uno el punto de partida, y el otro el punto de llegada en la historia de la novela moderna: Rojo y Negro de Stendhal y Al faro de Virginia Woolf. Si la novela de Stendhal tiene un carácter inaugural, dice Auerbach, es porque «Las condiciones políticas y sociales del tiempo se integran en la acción de una manera más exacta y realista que en ninguna otra novela, e incluso que en ninguna otra obra literaria anterior, con la excepción de escritos (esencialmente) políticos y satíricos […] En la medida en que el realismo serio de los tiempos modernos no puede representar al hombre más que implicado en una realidad global política, económica y social en constante evolución […] Stendhal es su fundador».2 Se podría esperar que Auerbach encontrase esa profundidad histórica y social en el ascenso del hijo de un obrero en tiempos postrevolucionarios que, en el intento por alcanzar la cima de la sociedad, nos desvela cómo esta se articula. Sin embargo, no sucede tal cosa. La escena que Auerbach escoja para ilustrar la profundidad histórica y social de la novela será cierta conversación anodina en la que Julien Sorel manifieste el aburrimiento que le causan las cenas a la mesa de la marquesa de la Môle. Si la novela de Stendhal está al tanto del mundo político, económico y social, es porque nos revela un rasgo esencial de la sociedad de la Restauración: un rasgo puramente negativo, el aburrimiento de los salones donde no está permitido hablar de ningún tema interesante porque cualquiera de estos podría suponer, para los personajes, la ocasión de entrever el abismo que el nuevo mundo va abriendo bajo los pies de su sociedad; el hastío de una sociedad anclada en el pasado y que, en el momento en que apareció la novela, ya había sido engullida por la Revolución de julio de 1830. Es esta una manera singular de concebir la representación de un mundo político y social en plena evolución. Y resulta todavía más insólito que, al subrayar la modernidad realista de la novela, Auerbach haya descuidado hacer énfasis en lo que une a las dos profundidades:

1 Jacques Rancière: La Chair des mots. París: Galilée 1998, pp. 89–93. 2 Erich Auerbach: Mimesis. París: Gallimard 1968, p. 459.

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este recorrido por el mundo de lo social es realizado por un personaje específico: el hijo de un obrero que se sustrae a su destino natural como trabajador manual debido a la fuerza de palabras que lee en los libros. Y si el aburrimiento experimentado por Julien Sorel se torna socialmente significativo, lo hará porque, hasta entonces, era impensable que el aburrimiento –la sensación del tiempo perdido– formara parte de la temporalidad vivida por los hijos de los obreros. Auerbach parece ignorar aquí lo que sin embargo parece ilustrar muy bien la coincidencia que pretende asegurar entre las dos profundidades. Sin embargo, este olvido no es accidental puesto que la historia de Julien Sorel entraña una peculiar lección, condensada por adelantado en los dos libros que, según nos dice Stendhal, forman el Corán del joven: el Memorial de Santa-Helena, biblia del mito napoleónico, y las Confesiones de Jean-Jacques Rousseau: de un lado, el libro que enseña a los hijos del pueblo los medios para conquistar el mundo, del otro, el que les enseña cómo escapar de él. Y, de hecho, es así como se desarrolla la vida del joven plebeyo atrapado por la fuerza de las palabras. Comienza empleando todos los recursos de su espíritu para aprender las leyes que gobiernan la sociedad y los medios para triunfar en ella. Pero no será allí, en el arte de ser servil con el fin de ser amo, donde hallará la satisfacción de sus aspiraciones. Será exclusivamente en la prisión, donde espera ser juzgado y condenado a muerte, donde comprenderá el secreto de la felicidad: dejar de desear, abandonar toda estrategia de éxito social para entregarse a los sueños que borran la diferencia entre el ocio noble y el recreo servil y compartir, más allá de toda diferencia de clase, el pleno goce de una misma capacidad de afección sensible. Si Rojo y Negro dice alguna cosa sobre cierto momento decisivo de la historia política y social, es precisamente esta: el conflicto entre las dos maneras de las que dispone un joven plebeyo para conquistar la igualdad; una ciencia estratégica acerca de los medios para invertir las relaciones de poder, aprendida de Napoleón, o el puro goce de la experiencia de igualdad sensible, aprendido de Jean-Jacques Rousseau. Lo que muestra el alcance de esta lección será, precisamente, el momento en el que aparezca el libro, tres meses antes de la revolución de julio 1830 cuando las clases populares de París se echan a la calle para compartir con los jóvenes burgueses las tres jornadas de lucha que expulsaron al último monarca por derecho divino. Después de esto, por supuesto, el pueblo volvió a la sombra y las intrigas de los poderosos retomaron su curso. Pero un año más tarde, el conflicto sobre el futuro de los plebeyos volverá a jugarse de otra manera. En 1831 los jóvenes discípulos de la utopía saintsimoniana se transforman en sacerdotes con el objetivo de anunciar la nueva religión de la industria, del proletariado y de la mujer. Predican el fin de los privilegios por nacimiento y organizan sobre todo grandes ceremonias de fraternización en las que dirigen a los proletarios palabras del más ardiente amor. Estos abrazos fraternales ciertamente tienen un fin práctico,

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quieren organizar ejércitos de un nuevo tipo: ejércitos pacíficos de trabajadores para las grandes obras que habrán de cambiar la faz de la tierra y promover una sociedad nueva. Ahora bien, los hombres y mujeres del pueblo que estos reclutan por medio de la prédica, distinguen cuidadosamente entre las dos cosas: ellos y ellas saborean plenamente la dulzura de las palabras de amor y los abrazos fraternales. Pero se niegan a entregar su fuerza de trabajo a las grandes obras del futuro industrial y son finalmente los «sacerdotes» saintsimonianos los que tienen que transformarse en obreros para llevar a cabo sus proyectos. Seguramente Auerbach, como Lukács, aprendió la lección marxista que enseña a reconocer, bajo la superficie de estas historias de amor, el papel de las grandes fuerzas económicas y sociales cuyo conocimiento científico proporciona los medios para cambiar verdaderamente las relaciones de poder entre clases. Ni uno ni otro, por tanto, presta atención a la lección que obstinadamente repiten todas las grandes novelas «realistas» modernas: la ausencia total de cohesión entre el saber y la acción. El saber, sobre los engranajes de la maquinaria social, no le sirve de nada a Julien Sorel, solo para comprender que no es allí donde se verá cumplida su aspiración de una sociedad libre de servilismos. Esta es, empero, la misma lección que nos enseñan los dos grandes héroes del realismo según Lukács. Balzac idea una historia sobre trece conspiradores todopoderosos que conocen todos los misterios y engranajes de la máquina social, ya que tienen, nos dice, «los pies en todos los salones, las manos en todas las cajas fuertes, los codos en la calle, sus cabezas sobre todas las almohadas».3 Ahora bien, cada uno de los tres episodios de La Historia de los Trece es el relato de un fracaso. Balzac da una extraña explicación de este fracaso: nos dice que estos conspiradores todopoderosos «habiéndose provisto de alas para recorrer la sociedad de lo más alto a lo más abajo, desdeñaron ser en ella algo porque lo podían todo». Por su parte, Tolstoï en Guerra y Paz, sitúa en el gran escenario de la Historia el fracaso del modelo napoleónico de acción estratégica. Los generales creen ejecutar sus tácticas ubicando a sus tropas en el campo de batalla, pero el desenlace del combate depende de un movimiento del azar o de una reacción imprevisible sobre el terreno que ningún estratega puede controlar. Por ello, el buen general Kutúzov echa una siestecita mientras su estado mayor discute los planes de la batalla. La lección de los «buenos» realistas no es, por tanto, diferente a la del «malo» naturalista Zola. Este, con sus veinte libros sobre los Rougon-Macquart, pretende hacer un análisis científico acerca del ascenso de una familia plebeya identificada a la vez con el desarrollo de la sociedad democrática y con el

3 Honoré de Balzac: prefacio de Ferragus, Chef des Dévorants. In: La Comédie humaine, vol. 5. París: Gallimard, Biblothèque de la Pléiade 1977, p. 792.

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aumento de la neurosis moderna. Sin embargo, en el último libro de la serie, toda la construcción científica se desploma. Los papeles del sabio, que revelan cómo las leyes de la herencia han ocasionado el progreso de la familia, son quemados y remplazados en la estantería por la canastilla de un bebé, hijo incestuoso de dicho personaje; el puño alzado del bebé hambriento simboliza el triunfo de una vida empeñada en su preservación, independientemente de todo saber y de toda significación. El vigor de la oposición lukácsiana entre la narración de las acciones y la descripción pasiva de las imágenes podría entonces tener la función de ocultar aquello que ha aportado la narrativa moderna a la mirada de la ciencia revolucionaria: el divorcio entre el conocimiento y la acción. La ciencia de la transformación social pretende fundamentar su eficacia en el conocimiento de la multiplicidad de conexiones que hacen que cada elemento particular dependa de la totalidad de las relaciones sociales. Pero lo múltiple se ha convertido en demasiado múltiple, sus conexiones son ya demasiado numerosas. Y esta multiplicidad no se entrega a la ciencia sino al precio de paralizar la acción que se pretende deducir del conocimiento. La acción necesita un escenario más pequeño y un saber reducido. Ahora bien, la ciencia no cesa de multiplicar esos «cuadros» que, como recuerdan tanto el reaccionario Barbey d’Aurevilly como el revolucionario Lukács, desde Napoleón Bonaparte paralizan la acción. El conocimiento de la complejidad social que debe fundamentar la acción es, de hecho, lo que no deja de aplazar –y finalmente aniquilar– el momento en el que esta podría iniciarse. Es por ello por lo que, al final, la revolución debe actuar contra el conocimiento; ella debe de ser la mano amiga equivalente al disparo de Julien Sorel. Es quizás esta «lección» dirigida por la ficción literaria moderna a la ficción aristotélico-marxista de la transformación social, la que recoge Erich Auerbach. Pues su libro parece concluir más allá de esta realidad económica, política y social que vio reflejada en Rojo y Negro. Tras haber celebrado la «gran tragedia histórica» de las novelas de Zola, que comprenden a la sociedad al completo y clausuran definitivamente la jerarquía de los estilos, concluye su libro –y el mismo movimiento de la conquista literaria de la realidad– con una escena microscópica que tiene como decorado un islote social y familiar desconectado de la gran totalidad social: el salón de la casa insular de vacaciones de Al faro de Virginia Woolf, donde una madre de familia se entrega a diversas fantasías mientras mide con las piernas de su hijo la talla de un par de calcetines que está tejiendo para el hijo del guardián del faro. La capa de partículas de sucesos materiales insignificantes y de acontecimientos interiores evanescentes que componen la materia de las novelas de Virginia Woolf parece, sin embargo, encarnar aquel repliegue subjetivista y formalista que estigmatizaba Lukács en 1936: la literatura parece alejarse de toda interpretación del mundo y de toda perspectiva de acción mediante

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esta infinita fragmentación subjetiva de la experiencia que hace que el mundo sea inconcebible por el pensamiento racional e inaccesible a la acción transformadora colectiva. Lukács oponía las grandes síntesis narrativas y humanistas de Gorki, de Romain Rolland y de Thomas Mann al formalismo «deshumanizador» de la fragmentación joyceana. ¿Cómo se puede explicar que tras la gran catástrofe nazi, Auerbach proponga como punto de llegada la conquista realista del pequeño teatro de los pensamientos de un ama de casa de la pequeña burguesía? Sin embargo, Auerbach insiste: precisamente ahí se halla el fin de una conquista y esta conquista adquiere un sentido político. Aquello que ha conquistado la literatura es lo que se llama «el instante cualquiera», la experiencia de un tiempo de la vida cotidiana que se revela inmensamente rico, en razón misma de la abolición de toda jerarquía entre las temporalidades y las formas de vida. El término de la historia del «realismo» narrativo es una experiencia igualitaria del tiempo. Y tal experiencia es portadora de una promesa política: puesto que «el instante cualquiera» es también aquel donde lo más íntimo del individuo se encuentra con lo más ordinario. Frente a la crítica lukácsiana, la fragmentación de la experiencia exterior, su absorción en la conciencia y la estratificación de los tiempos son, para Auerbach, portadoras de una promesa de comunidad. «Hará falta mucho tiempo aún hasta que la humanidad viva una vida comunal sobre la tierra» pero este término aún lejano se puede advertir ya en «la representación interior y exterior, la más concreta y la más desprovista de intención del momento cualquiera, tal como lo viven distintos individuos».4 Es fácil sonreír ante esta esperanza humanista, propia del tiempo de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre o de la exaltación fotográfica de la «familia humana». Pero esta mirada retrospectiva es tan fútil como fácil. Tanto mejor será atender al modo en que Auerbach percibe la «conquista realista»: no ya como la representación dinámica de la gran maquinaria social y de sus engranajes, sino como la destrucción de esta jerarquía de las temporalidades que la gran ficción del conocimiento de la maquinaria social que conducía a su destrucción permitía aun su subsistencia. De hecho, podemos decir que la ficción moderna ha vivido de esta igualdad sensible que Stendhal oponía a la acción estratégica, provista de los instrumentos del conocimiento. La experiencia igualitaria que Auerbach celebra se encuentra muy en sintonía con esta revolución de la ficción moderna que proclamaba Virginia Woolf. La novelista opuso a los encadenamientos tiránicos de la intriga tradicional la multiplicidad de los acontecimientos sensibles, esa lluvia de átomos que cae sobre cada individuo a cada instante en el orden proscrito precisamente por Aristóteles, es decir los unos tras

4 Erich Auerbach: Mimesis, p. 548.

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los otros, libres de toda regla de sucesión ordenada. Estas reglas no hacen sino transponer al orden ficcional los reglamentos de las sociedades jerárquicas, que prescribían la ordenación en la que deben sucederse los grandes dignatarios de la Iglesia y del Estado. El tiempo de los «cuadros», del cual se lamentaba Lukács es, de hecho, un tiempo liberado de la distinción misma entre la acción narrativa y la descripción pasiva, pues se encuentra liberado de aquella distinción entre hombres pasivos y hombres activos. Es esta democracia de la ficción la que Auerbach reconocía en las novelas pretendidamente subjetivistas y formalistas de Virginia Woolf. Reconocía en ellas el resultado de lo que comienza con la experiencia del pescador de Galilea cautivado por la palabra de Cristo: el reconocimiento del elemento «problemático» y «trágico» en la vida de cualquier ser humano. Sin embargo, tal vez por ello acaso ignore la tensión que habita la ficción igualitaria, una tensión que al mismo tiempo vincula y opone dos igualdades. La literatura ha sido capaz de construir el tiempo igual y común del instante cualquiera al desviar en su provecho el empeño de estos hijos del pueblo a quienes el poder de las palabras huidas de los libros había desviado de su lugar en el tiempo, es decir, de la jerarquía de unas formas de vida en cuyo seno estaba delimitado su destino. Lo que Stendhal cuenta a través de la historia del hijo de obrero, lector de Rousseau y del Memorial de Santa-Helena, es ciertamente la historia de los hijos del pueblo convertidos en hijos del libro; la que Balzac relata El Cura de pueblo, historia de la hija de un chatarrero incitada al adulterio y al crimen por la lectura de Pablo y Virginia. También es esta la historia de Madame Bovary, hija de un campesino que comete adulterio y acaba suicidándose por su deseo de vivir en primera persona las experiencias relatadas en los libros destinados a mujeres de mundo que constituyen sus lecturas: felicidad, pasión o embriaguez. Este mismo desorden en la relación entre las palabras y los cuerpos se hace eco del que declararon en su época las jóvenes costureras, que deseaban experimentar la verdad de las palabras saintsimonianas que anunciaban a la mujer libre, los obreros, que se apropiaron de las frases de los escritores románticos para reflexionar sobre su condición, o los revolucionarios, que retoman las palabras que la revolución precedente había por su parte tomado prestadas de la retórica de los antiguos. La literatura se ha apropiado de la experiencia disruptiva de estos hijos del libro deseosos de vivir una vida de igualdad sensible. Pero es también por medio de cierto procedimiento específico, que la literatura ha construido ese tiempo igualitario y común del «instante cualquiera» que Auerbach celebra en la prosa de Virginia Woolf. Al apropiarse de estas formas de subversión del reparto de los tiempos, las ha separado de sus temas para construir su propio tiempo: al que ponen ritmo no ya las grandes acciones de un universo jerarquizado sino una lluvia igualitaria de átomos, una multiplicidad igualitaria de micro-acontecimientos sensibles.

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Es este el procedimiento que he tratado de analizar en la relación del escritor Flaubert con su personaje Emma Bovary. En Stendhal o en Balzac la historia del hijo del pueblo, deseoso de vivir otra vida, fracturaba el tiempo del relato y la lógica causal de las acciones. Para poner remedio a este defecto, Flaubert dio a la historia de la hija del campesino, que desea vivir una vida ideal y de pasión, un tiempo más apropiado: un tiempo homogéneo en el que la narración no se separe ya de la descripción, porque las «acciones» no pueden independizarse de los sentimientos y de los pensamientos y éstos ya no son propiedad de los individuos sino la condensación de una polvareda de átomos, de una multiplicidad de micro-acontecimientos sensibles. Son estos micro-acontecimientos sensibles los que dan a la narración su respiración, ya que ellos constituyen la verdad de lo que les sucede a los personajes del libro: un silencio, el aire que mueve levemente el polvo sobre las losas, el cacareo lejano de una gallina, las gotas de sudor sobre sus espaldas desnudas, marcan el inicio del romance entre Charles y Emma; unas hierbas mecidas por la corriente de un río, unos insectos que se posan en los juncos, el sol que hace estallar burbujas de agua, pétalos de mostaza silvestre que caen al roce de un paraguas, componen la escena del incipiente amor de Emma por Léon; el calor de una tarde de verano, las voces de los tratantes que giran en el aire, los mugidos de los bueyes, los balidos de las ovejas, los pequeños rayos de oro alrededor de pupilas negras, un perfume de vainilla y de limón, un largo rastro de polvo detrás de una diligencia, el recuerdo de un vals y de antiguos deseos que se arremolinan como granos de arena en el viento, provocan que la mano de Emma se entregue a la mano de Rodolphe. La democracia narrativa opone así el orden de las coexistencias sensibles al orden antiguo de las consecuencias y de las conveniencias. Pero esta democracia paga un precio: la inquietante capacidad de los anónimos para vivir otras vidas que no son la «suya» es absorbida por el flujo de los micro-acontecimientos, que transforma las manifestaciones en cristalizaciones singulares de la sucesión de átomos. Esta corriente es la que otorga a la novela un tiempo nuevo: aquel donde las acciones, sus causas y sus efectos quedan absorbidos por la igual respiración de la gran vida impersonal, la que produce estas condensaciones singulares que se llaman deseo o amor. La democracia ficcional pone entonces en marcha una forma muy específica de igualdad: la igualdad de las frases en la que cada una tiene el poder de unión de todo, el poder igualitario de la respiración común que alienta la multitud de los acontecimientos sensibles. La igualdad sensible se pone así del lado de la escritura. Es ella, y solo ella, la que concede a las aspiraciones de Emma su propio tiempo. La misma Emma no percibe esta temporalidad más que en la traducción que ofrece de ella el registro pactado de las convenciones sociales y de los estereotipos de la ficción antigua. Así, las temporalidades se separan de nuevo en el seno de la ficción.

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Emma va por detrás respecto al libro que cuenta su historia. No puede percibir la urdimbre de acontecimientos sensibles que teje «su» amor. Lo interpreta en los términos clásicos de identidad y causalidad como la historia de su pasión por otra persona. Se convierte, de esta forma, en presa de la vieja lógica narrativa y social. El escritor sacrifica al personaje de cuya potencia igualitaria se apropia para hacer de ella el poder impersonal de la escritura. Es en esta tensión presente en el corazón del descubrimiento de lo «trágico» o de lo «problemático» cotidiano donde Auerbach ve el último avance del realismo narrativo. Lo «cotidiano trágico» suministra a la escritura de ficción su nueva textura, pero esta nueva textura lanza a los actores mismos de lo «trágico» al lado malvado, al tiempo mortífero de la vieja ficción. Esta nueva separación entre el tiempo de la escritura y el tiempo de los personajes es la que se halla en el centro de la gran igualdad del «instante cualquiera». El mismo libro en el que Auerbach analiza esta igualdad, Al faro, es una elocuente muestra de esto. Durante la segunda parte del libro, el personaje sobre el cual el teórico había centrado su análisis, Mrs. Ramsay, muere. Pero lo más relevante es la forma en que la misma escritura de la novela la hace morir. Esta segunda parte presenta, efectivamente, una separación radical de los tiempos: está el tiempo de los acontecimientos sensibles puros que se suceden en la casa desierta y en los charcos de la playa. Y está el tiempo de los acontecimientos ordinarios de la trama –amor, matrimonio, guerra, muerte– que conciernen a la familia ausente. A este mismo tiempo la novelista consagra aquí y allá dos o tres líneas. Pero las separa del otro tiempo mediante corchetes. Y es entre corchetes como muere Mrs. Ramsay, en dos líneas, como expulsada de la nueva ficción, ese tiempo del instante cualquiera en el que ella parecía ser, en efecto, el mismo centro. Pero es sin duda otra novela de Viriginia Woolf, La señora Dalloway, la que muestra de forma drástica esta tensión. Por una parte, la novela ilustra ejemplarmente esta democracia radical que Auerbach ve operar en la conquista del «instante cualquiera». De este modo, los momentos del paseo personal de Clarissa Dalloway y los incidentes que lo jalonan –el ruido de una explosión, un avión que deja letras de humo– son otras tantas aperturas hacia la multiplicidad de experiencias de los transeúntes anónimos, cuya existencia se ve dotada de toda la hondura problemática o trágica de la que habla Auerbach. Y el paseo nocturno del antiguo enamorado de Clarissa, Peter Walsh, es, para Virginia Woolf, la ocasión para subrayar esta revolución democrática de la experiencia sensible de los seres cualquiera que aporta a la novela su textura. El viandante observa, en la calle o detrás de las ventanas de las casas, la intensidad con la que los seres cualquiera, al final de una jornada de trabajo, se apropian de la nueva experiencia de ocio, y percibe «en las palabras de una joven, en la risa de una

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criada – cosas intangibles sobre las que no cabe poner las manos– la mutación del escalonamiento piramidal que, en su juventud, le parecía intocable».5 Podría decirse que la novela de un día ordinario de la vida pudiera contentarse con este movimiento que despierta, al ritmo de un paseo, la riqueza virtual de las existencias anónimas. Sin embargo, no es así cómo está construido el libro. La profundidad de lo cotidiano funciona en él como una división. La gran democracia sensible de los instantes cualquiera compartidos se encuentra en efecto cortada por una trayectoria que invierte su lógica: la de Septimus, el joven que, por su manera de interpretar los acontecimientos sensibles, transforma el idilio en tragedia. En el conjunto de armonías sensibles, en el movimiento de las hojas al viento, los juegos de la luz en el verdor o los círculos dibujados en el aire por el vuelo de los pájaros, Septimus vio, en efecto, los signos de un mensaje dirigido a él: los signos de una nueva religión del amor y de la belleza que a él le tocaba proclamar. Es así, de nuevo, como lo «serio de lo cotidiano», tan apreciado por Auerbach, se divide en dos: por un lado, el movimiento feliz e impersonal de los átomos, por el otro la tragedia originada por la mala interpretación de ese movimiento. Emma transformaba esos acontecimientos impersonales en historia de amor entre dos personas. Septimus hace de ellos los signos de un mensaje dirigido a él personalmente. Al hacerlo, como Emma, incorpora la tiranía de la intriga en la ficción y se convierte en su víctima. Así como Emma estaba presa por seductores y usureros, Septimus está apresado por doctores, defensores de la salud del cuerpo y del espíritu. Y, como ella, no encuentra otra forma de librarse de ellos más que por medio del suicidio. De nuevo, la escritura no puede crear su tejido igualitario de frases más que al precio de sacrificar cierto elemento «problemático», ese portador de lo «trágico cotidiano» que puso en marcha la ficción moderna. Septimus, el loco, es una nueva encarnación de una figura necesaria para la ficción moderna: el personaje «problemático» que se debe sacrificar para normalizar la relación entre la verdad de la lluvia de átomos y la mentira de las intrigas: el personaje que asume la parte de la mentira a la que la escritura opone el feliz desarrollo de la verdad. Ahora bien, el sentido de este «sacrificio» se acentúa en virtud del pasado que la novelista adjudica al joven. Septimus no es simplemente un hombre traumatizado por la experiencia de la Gran Guerra. Es, nos dice Virginia Woolf, «uno de estos jóvenes, gentes a medio educar, autodidactas, cuya educación se debe a los libros tomados en préstamo de las bibliotecas públicas y leídos por la noche, tras la jornada de trabajo, siguiendo las recomendaciones de autores conocidos consultados por correo». ¿Era necesaria esta genealogía? El trauma de la guerra parece

5 Virginia Woolf: Mrs. Dalloway. In: Œuvres romanesques, vol. 1. París: Gallimard 2012, p. 1213.

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que hubiera bastado para explicar la locura de Septimus. Pero para la novelista no se trata de explicar la locura de su personaje. Se trata de poner en escena el reparto de dos relaciones con la escritura y para ello ha hecho del «loco» una nueva encarnación de determinada figura emblemática: el joven plebeyo que ha preferido esa otra vida prometida en las palabras de aquellos libros que no estaban dirigidos a alguien como él, a la vida a la cual estaba destinado por nacimiento. Esta nueva actitud de los seres anónimos a vivir cualquier vida es la que ha permitido a la ficción moderna romper con la lógica jerárquica de la acción y hallar materia en un acontecimiento cualquiera, por insignificante que sea. Sin embargo, es también esta actitud la que la novelista se empeña constantemente en volver a ordenar para tejer su propia igualdad, la de los acontecimientos sensibles cuyo reparto se ofrece a todos, pero que sólo hace justicia a aquellos que pueden superar estos acontecimientos de la tiranía de los objetivos y hacerlos deslizarse armoniosamente los unos en los otros mediante la respiración uniforme de las frases. Así pues, la historia del camino de la ficción hacia el realismo, tal y como la construye Auerbach, nos conduce hacia una doble paradoja. Por una parte, la ficción literaria no inscribe a sus personajes ni a sus situaciones en el nexo global de las relaciones sociales sino para cuestionar la ficción teórico política que promete una igualdad futura basada en el conocimiento de este nexo y la acción que este conocimiento implica. De entrada, deshace la alianza entre dos totalidades y dos racionalidades: la de la ciencia social y la del encadenamiento de las acciones que conduce del infortunio a la fortuna. En la grieta que se abre entre el saber y la acción, sale a la luz otra forma de igualdad: la igualdad sensible al presente que los hijos del pueblo se esfuerzan por vivir, uniendo dos experiencias de una temporalidad distinta: la de los momentos de interrupción en los que se afirmó la capacidad popular de aparecer a plena luz y la de la fantasía abierta por las palabras de los libros encontrados por azar en una estantería cualquiera. Pero también divide esta igualdad sensible: por una parte, hace brillar en ella su fuerza común, como una fuerza impersonal, en el gran poema del «instante cualquiera» vivido por individuos cualquiera; por la otra, encarna su fracaso en el destino de los personajes que pretenden llevar a cabo por sí mismos su promesa. Es esta doble tensión la que aquí he intentado explorar, siguiendo las trasformaciones que han afectado, en la modernidad, a las formas de la ficción literaria. En estas transformaciones, creo haber encontrado el eco de otra tensión, la que ha animado los intentos condensados en la palabra «emancipación»: los intentos llevados a cabo por los seres encerrados en el tiempo de la reproducción y de la sumisión por vivir otro tiempo y experimentar las posibilidades de otra vida. He estudiado la manera en que las contradicciones mismas de la literatura ponen en escena, a la vez, el placer de un tiempo común y de un mundo sensible

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igualmente compartido y el dolor de los que se ven excluidos de él por las formas siempre renovadas de la separación de los tiempos. En un presente en el que la ficción del sentido de la historia y de la acción conducida por el conocimiento de todo se ha convertido en la del triunfo mundial de la ley del mercado y en el que las perspectivas de otro mundo común parecen más que nunca ligadas a la fuerza de algunas palabras y a las grietas en el tiempo abiertas por algunas jornadas vividas en común en las calles de tal o cual ciudad por un pueblo de anónimos, me parece que esta tensión mantiene toda su actualidad. Traducido por Blanca Fernández (Universidad de Granada)

Bibliografía Auerbach, Erich: Mimesis. París: Gallimard 1968. Balzac, Honoré de: prefacio de Ferragus, Chef des Dévorants. In: La Comédie humaine, vol. 5. París: Gallimard, Biblothèque de la Pléiade 1977. Rancière, Jacques: La Chair des mots. París: Galilée 1998. Woolf, Virginia: Mrs. Dalloway. In: Œuvres romanesques, vol. 1. París: Gallimard 2012, p. 1213.

Bloque I: Política y literatura en Jacques Rancière

Judith Revel

La invención y el déjà-là del mundo Me gustaría interesarme aquí no tanto por la idea de un uso de lo literario en la filosofía –como si se atribuyera a este literario una función instrumental, como si el texto literario fuese en realidad un pretexto, lo previo a la construcción de otro ejercicio (y particularmente el pretexto para la producción de otro texto, de una naturaleza diferente, cuyo privilegio se arrogarían los filósofos por encima o más allá de la literatura)– como por dos casos en los que la reflexión sobre la literatura parece haber tenido una verdadera función de revelación filosófica. Sin duda hay que tomar esta idea de revelación al pie de la letra, en el sentido fotográfico del término, como lo que permite aparecer a una cierta imagen; o como aquello que germina en la filosofía y la hace fecunda. En suma: la literatura como una matriz de la filosofía, un afuera de la filosofía que sería también, paradójicamente, su condición de posibilidad. Estos dos casos que, aparentemente, no son cercanos entre sí, son los de Maurice Merleau-Ponty y Michel Foucault. He intentado en otros trabajos comprender la llamativa ausencia de Merleau-Ponty en el corpus foucaultiano, salvo por algunas menciones esporádicas que obedecen en general a la regla de identificación Sartre/Merleau-Ponty, y que hacen de este doble nombre propio el emblema de aquello con lo que Foucault, a finales de los años 50, trataba de romper. No me voy a detener aquí, solamente quiero señalar que, al contrario de lo que se podría creer, numerosos indicios muestran hasta qué punto es importante la presencia del trabajo de Merleau-Ponty en la investigación foucaultiana. Me gustaría de momento centrarme en un punto concreto e intentar captar lo que ha representado el trabajo sobre la literatura, que no es exactamente un trabajo sobre la literatura en general, ni siquiera sobre lo «literario», sino más bien, en ambos casos, algo que apunta a cierta experiencia en la economía interna de estos dos pensamientos; es decir, intentar comprender lo que la problematización filosófica debe a su paso por la literatura. Una experiencia: para Merleau-Ponty, la experiencia de la creación en general, y de la creación literaria en particular –aquello que él llama «un cierto uso creador del lenguaje», una «prosa del mundo», en oposición al uso empírico, prosaico, del lenguaje–,1 que se entrecruzará muy a menudo con los análisis 1 Maurice Merleau-Ponty: Le langage indirect et les voix du silence. In: Signes. París: Gallimard 1960 (primera publicación en dos partes en Les Temps Modernes 80 y 81, junio-julio 1952). Judith Revel, Université Paris Ouest Nanterre La Défense, Sophiapol, EA3932 https://doi.org/10.1515/9783110624137-003

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sobre el gesto de los pintores–; para Foucault, una experiencia de la escritura –lo que, en realidad, no es exactamente lo mismo que una experiencia del lenguaje en general– en tanto que implica procedimientos que son esencialmente operadores de deconstrucción y de rearticulación de la codificación lingüística. Si por trabajo se entiende también, como nos autoriza la etimología, el largo esfuerzo que precede a un parto, entonces entiendo que el trabajo de la literatura ha representado en estos dos pensamientos aquello por lo que la filosofía tendría que pasar para poder formular otras cuestiones y esbozar otras respuestas. Un paso que obedece sin duda, en Merleau-Ponty y en Foucault, a un modo de proceder diferente pero cuyos efectos filosóficos son, como voy a tratar de mostrar, extremadamente próximos. Partamos de un hecho, en apariencia muy trivial, pero que no está de más recordar. Entre 1961 y 1970 –si elegimos limitar nuestra periodización remontándonos hacia atrás a la fecha de publicación de Historia de la locura,2 y hacia adelante a la de El orden del discurso–3 Foucault consagra más de una treintena de textos a literatos, a obras literarias, a la escritura, a las palabras. En suma, en este decenio de 1960, la literatura es en Foucault un tema –habría que entender aquí, por supuesto, esta palabra en su sentido musical– constante. Se plantean sin embargo dos problemas. El primero, que con la publicación de la lección inaugural en el Collège de France, El orden del discurso, en diciembre de 1970,4 concluye esta presencia de lo literario. Esta únicamente volverá a surgir poco antes de la muerte de Foucault, de manera muy puntual y reducida, de forma particular en la auto-narración retrospectiva que el filósofo hace de su trayectoria y en algunas entrevistas concedidas en el extranjero; especialmente en una entrevista realizada en Estados Unidos en septiembre de 1983 y publicada en 1984, «Arqueología de una pasión». Foucault volverá entonces sobre la continuidad de su relación con Raymond Roussel durante más de veinte años.5 Pero entre 1970 y estos pocos elementos de los últimos meses, la literatura parece haber sido literalmente borrada del trabajo foucaultiano. El problema por tanto es, antes que nada, la razón y el estatuto de esta desaparición.

2 Michel Foucault: Folie et déraison. Histoire de la folie à l’âge classique. París: Plon 1961; reed. modificada y aumentada: Histoire de la folie à l’âge classique. París: Gallimard 1972. 3 Michel Foucault: L’Ordre du discours. París: Gallimard 1970. 4 En realidad no se trata solamente de la lección inaugural: la reciente publicación de la totalidad de los cursos en el Collège de France de 1970–1971 permite comprender que el giro está generalmente representado por el conjunto del recorrido efectuado por Foucault durante aquel año. Véase Michel Foucault: Leçons sur la volonté de savoir. Cours au Collège de France. 1970–1971. París: Seuil/Gallimard 2011. 5 Michel Foucault: Raymond Roussel. París: Gallimard 1963.

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Bien se podría pensar que lo que aquí se produce es, simplemente, una descalificación de un objeto en beneficio de otro, como les ocurre a todos los investigadores: así, en nombre de una reorientación de su investigación, Foucault habría abandonado la literatura puesto que, en realidad, de manera más general, postergaba el campo discursivo; y habría reelaborado su trabajo en función de otras prioridades: el vasto proyecto de una analítica de los poderes, que dará lugar a los trabajos de los años 70, antes de orientarse de nuevo hacia una reflexión ética en los años 80. O bien que la literatura, en los años 60, no es, propiamente hablando, un objeto para Foucault, y que la atención prestada al discurso y a cierto número de literatos, o más exactamente, a cierto número de experiencias literarias, parece en realidad exceder el simple marco del análisis de los discursos. Todo sucede, en efecto, como si se jugase una partida distinta, que hay por supuesto que replantear, en la que, lo que parece estar en juego, precisamente, es el estatus de experiencia que podemos otorgar a lo que fabrican los literatos. Hay, pues, que volver hacia atrás, retrotraerse en el tiempo. El segundo problema concierne precisamente al estatuto de la literatura en el pensamiento de Foucault en el momento en el que su centralidad se manifiesta evidente, es decir, en los años 60. Todo parece indicar que estamos asistiendo, en esta época para Foucault, a una especie de desdoblamiento de su análisis: por una parte, una reflexión sobre los discursos en general (el mismo Foucault habla a veces de «masa discursiva»), sobre la configuración de su economía, de su ordenamiento, de su admisibilidad, de su eficacia en un momento histórico dado; por otra parte, el mantenimiento, contra viento y marea, de un cierto privilegio de la experiencia literaria, o más exactamente, del privilegio de una cierta experiencia de la literatura. En el primer caso, la literatura no posee ninguna especificidad en relación a otras producciones discursivas (actos administrativos, tratados, fragmentos de archivos, enciclopedias, obras eruditas, cartas privadas, periódicos…); en el segundo, podría decirse, en el mismo seno de la literatura, cierta relación entre una postura y unos procedimientos que, puesto que se producen bajo una forma particular, engendran algo así como una experiencia, un experimento: una matriz de cambio, un operador de metamorfosis. En consecuencia, el análisis foucaultiano parece seguir dos pistas, y establecer dos estatus diferentes del lenguaje. El primero, que tanto ha fomentado la identificación de Foucault con el estructuralismo –una identificación, en principio, cuidadosamente cultivada y más tarde denunciada a todas luces, a veces de manera incluso vehemente por él mismo– es en realidad el producto de un doble desplazamiento: del lado de la historia de los sistemas de pensamiento, en los que cada gran configuración epistémica, descrita sobre el fondo de la periodización, se encarna antes que nada en una economía de los discursos; pero también en los discursos mismos, del lado de la materialidad del signo; es decir,

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por la toma de posición contra una hegemonía del sentido por entonces identificada como esencialmente de matriz fenomenológica. Por el contario, el segundo estatus es bien distinto. Se trata en efecto, de manera aparentemente contradictoria con la primera serie de análisis, de hacer valer a «palabras singulares», reacias al orden discursivo o que rechazan abiertamente la pretensión inclusiva y hegemónica de este último, portadoras incluso de un reivindicado desorden, cuyo precio a menudo pagan, y, en cualquier caso, marcadas con el sello de una diferencia radical. Se trata también de tratar de identificar los «casos» que las encarnan: extrañas figuras de escritores esquizofrénicos, gramáticos locos o lingüistas psicóticos (y tantos otros) que sin cesar parecen experimentar a través de la producción no ya del lenguaje, sino de un lenguaje, algo que se asociaría con decir su posible dislocación íntima; es decir, a hacer visible, a exponer, a poner al descubierto dinamitando desde el interior la preciosa arquitectura que hace de toda cadena lingüística el lugar de un sentido inmediatamente divisible. Muy a menudo, solo se ha tenido en cuenta el primer aspecto de la investigación de Foucault. Aquel que se interesa muy de cerca por la lingüística, por la gramática general y, más extensamente, por las investigaciones formales sobre el funcionamiento del lenguaje, así como por reconstituir la arqueología del gran «isomorfismo» del que provienen, en un momento dado de nuestra historia, los discursos. Eso era lo que parecía caracterizar el trabajo de Foucault. La noción de discurso designaba en este el conjunto de enunciados que podían pertenecer sin duda a campos diferentes, pero que obedecían, a pesar de todo, a reglas de funcionamiento comunes –reglas que eran no solamente lingüísticas o formales, sino que reproducían cierto número de dicotomías históricamente determinadas, por ejemplo, la famosa dicotomía razón/sin razón que se puso en evidencia a propósito de la locura en la época clásica–. El orden del discurso propio de un periodo determinado ha venido a ser, por tanto, desde la publicación de Las palabras y las cosas en 1966, un cuasi sinónimo de lo que Foucault entendía en esa misma época por episteme: un sistema de remanencias cuyas diferencias, variaciones, heterogeneidades y singularidades constituían, a pesar de todo, una configuración coherente y reglada, dotada de una función normativa y productora de mecanismos de organización de lo real mediante la producción de saberes y la inducción de estrategias y prácticas. Se trataba, para Foucault, de analizar las huellas discursivas tratando de aislar sus leyes de funcionamiento independientemente de su naturaleza y de sus condiciones de enunciación. Como él mismo subrayó por entonces, «era original y significativo decir que lo que había sido hecho con el lenguaje –poesía, literatura, filosofía, discurso en general– obedecía a cierto número de leyes o de regularidades internas: las

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leyes y las regularidades del lenguaje. El carácter lingüístico de los hechos de la lengua ha sido un descubrimiento que tuvo importancia».6 Además, se trataba también de describir la transformación de la tipología de los discursos entre los siglos XVII y XVIII, es decir, de historizar los procedimientos de identificación y de clasificación que se presentaban como característicos del periodo estudiado. En este sentido, la arqueología foucaultiana es, desde los años 1960, un análisis lingüístico reinvertido en el marco de una interrogación más amplia sobre las condiciones de emergencia de ciertos dispositivos discursivos que en ocasiones sostienen prácticas (como en La historia de la locura) o las engendran (como en Las palabras y las cosas o en La arqueología del saber). Es en este contexto donde Foucault se entrega por completo a lo que llamaba la «masa discursiva» así como a una arqueología de las ciencias humanas que es al mismo tiempo una historia y una cartografía de la economía de los discursos en un momento dado, en función de determinadas divisiones y principios de partición de lo real. Pero hay, a pesar de todo, otro estatuto del lenguaje, y es esta simultaneidad la que resulta especialmente inquietante. Este otro estatuto es el que Foucault señala a veces como un verdadero «esoterismo estructural», y cuya existencia anota muy particularmente en el trabajo sobre Raymond Roussel,7 antes de que el modelo rousseliano a su vez se hubiese aplicado más generalmente a un cierto número de escritores, o de gestos de escritura, en años posteriores. Esta literatura esotérica –Foucault emplea la expresión esoterismo estructural como un juego de inversión de aquella otra fórmula utilizada en la época, masa discursiva– es, al contrario que la primera configuración contemplada, una práctica de la lengua que parece resistirse al análisis lingüístico y a la vez a la arqueología: una experiencia de habla que, precisamente porque es habla, señala el «afuera» de todo lenguaje y denuncia, a su vez, su economía interna y sus divisiones fundadoras. Existen, considero, tres grandes construcciones foucaultianas de esta exterioridad, que al fin y al cabo son bastante legibles en el contexto de la época. La primera aparece en Foucault, en un evidente homenaje a Bataille, en un texto de 1963 (el mismo año, pues, que su libro sobre Raymond Roussel): es el modelo de la transgresión. El mecanismo es sencillo: toda referencia al límite es una seducción que habla, al mismo tiempo, de su ambigüedad; no hay límite que no llame a su propia transgresión, lo que significa que no hay espacio que no sea también, inmediatamente, designación de su propia exterioridad. Porque un límite es siempre un acto de división, y ésta esboza, al contrario que su propia función 6 Michel Foucault: La vérité et les formes juridiques (conferencias en la Universidad Pontificia de Río, 1973). In: Dits et écrits (a partir de ahora DE), vol. II. París: Gallimard 1994, p. 539. 7 Michel Foucault: Raymond Roussel. México: Siglo XXI 1999.

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de contención, la posibilidad del gesto que la niega: es así, al mismo tiempo, lo que rechaza el paso del límite y lo que lo fundamenta. La transgresión es el nombre de esta inexorabilidad de la negación del límite, allí donde esta última se da y se afirma. Ahora bien, a pesar de la belleza del homenaje a Bataille y la frecuencia con la cual la noción de transgresión es citada por Foucault muy a principios de los 60, sin embargo esta noción fue abandonada rápidamente. La razón es simple: el lazo dialéctico que une el límite con su propia transgresión de inmediato parece que puede ser leído en el otro sentido; lo que, a su vez, condena toda aparente exterioridad del orden del discurso no es más que una figura interior. Es eso lo que, de hecho, la Historia de la locura históricamente había tratado de poner en evidencia al tratar de demostrar hasta qué punto la sinrazón no era literalmente más que una sin-razón, una variación invertida (pero siempre derivada) de la razón. La transgresión es también, invariablemente, la reafirmación inevitable de un límite en relación al cual ella se define, y del cual, desde ese momento, deriva; es una de las figuras posibles de la inclusión a la que se entrega el trabajo de la Razón moderna. La segunda gran formulación foucaultiana de esta exterioridad se sitúa, a su vez, bajo la sombra protectora de otra figura, la de Maurice Blanchot, a propósito de un texto también homenaje, La pensée du dehors.8 Esta segunda construcción busca dar cuenta de otra manera de la posibilidad de una exterioridad al orden del discurso: la exterioridad, no es una posición, ni siquiera el espacio de esta posición –un lugar fuera del mundo, la reintroducción de una meta-física–; es, por el contrario, una experiencia. El afuera es, en efecto, esta experiencia que se construye paradójicamente, y al contrario de todo análisis fenomenológico, a partir de la desaparición del sujeto, y que Foucault entiende, siguiendo a Blanchot, como la disolución del vínculo entre el «yo pienso» y el «yo hablo»: el lenguaje, obligado a afrontar la desaparición del sujeto que habla, no puede más que constatar su lugar vacío como fuente de su propia expansión indefinida. Desde este momento, escribe Foucault, escapa «al modo del ser del discurso –es decir, a la dinastía de la representación– y la palabra literaria se desarrolla a partir de sí misma, formando una red cada uno de cuyos puntos, distinto de los otros, a distancia incluso de los más cercanos, está situado, respecto de los demás, en un espacio que, a la vez, los aloja y los separa. […] El ‹sujeto› (sujet), el ‹tema› (sujet) de la literatura (lo que habla en ella y aquello de lo que habla) no es tanto el lenguaje en su positividad cuanto el vacío en el que encuentra su espacio cuando

8 Michel Foucault: La pensée du dehors. In: Critique 229 (1966), más tarde publicado como La pensée du dehors. Montpellier: Fata Morgana 1986 [Ed. cast. en Michel Foucault: Obras esenciales. Barcelona: Paidós 2010].

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se enuncia en la desnudez del ‹hablo›».9 He ahí, pues, el lugar de nacimiento de la literatura moderna, es decir, la condición misma de la literatura hoy, si ésta quiere ser reacia a la gran objetivación de los discursos que pretende que toda producción de enunciados encuentre su lugar en la taxonomía que organiza sus formas: una experiencia que restituye a la vez el origen mismo del lenguaje y su desaparición, y que, en esta evacuación minuciosa del «hablo», hace que se disuelvan «todos los viejos mitos en los que se ha formado nuestra conciencia de las palabras, del discurso, de la literatura».10 Considero que la tercera configuración es la más interesante; es, además, la única que no fue rápidamente abandonada por Foucault,11 y que atraviesa, a su manera, la totalidad de la trayectoria foucaultiana, desde comienzos de los 60 hasta sus últimos textos. No se interesa ni por el límite ni por el afuera: el abandono del campo de referencia de la espacialidad para pensar la diferencia posible para con un orden del discurso percibido como totalizante, es en sí mismo extremadamente interesante12; habría que detenerse en ello pero por desgracia no tengo tiempo ahora. Se trata, sobre todo, de concentrarse en los procedimientos que cierta práctica de escritura maneja – cómo se pone en práctica una estrategia militar en un campo de batalla –es decir, prestar atención a los gestos que permiten a la vez la distancia del sujeto escritor en relación consigo mismo y el «dégondage» [desquiciamiento] –tomo prestada esta hermosa palabra de Derrida– del lenguaje en relación al orden que teóricamente debería sub-yacerle. Quisiera simplemente recordar aquí tres breves citas de Foucault, cuyas fechas hablan de la permanencia del tema a pesar de los años. La primera concierne a Raymond Roussel (estamos en 1962): El enigma de Roussel consiste en que cada elemento de su lenguaje se tome de una serie no cuantificable de configuraciones casuales. Secreto más explícito, pero todavía más difícil que el sugerido por Breton: no se basa en un truco del sentido ni en los juegos de

9 Ibid., pp. 12–13 [ed. cast.: ibid., p. 264]. 10 Ibid., p. 57 [ed. cast.: ibid., p. 280]. 11 Diez años más tarde: «[…] on est toujours à l’intérieur. La marge est un mythe. La parole du dehors est un rêve qu’on ne cesse de reconduire» [(...) aun permanecemos en el interior. El margen es un mito. La palabra del afuera es un sueño que no cesamos de reconducir]; Michel Foucault: L’extension sociale de la norme, In: Politique Hebdo 212 (4–10 marzo 1976); DE, vol. III, p. 77. 12 Sobre la centralidad del espacio en la reflexión foucaultiana sobre la experiencia del «desorden del habla», me limito a reenviar a Michel Foucault: Le langage de l’espace. In: Critique 203 (abril 1964), recogido en DE, vol. I. Sería interesante ver hasta qué punto esta primera concepción –aún muy metafórica– del espacio se opone a la que será desarrollada por Foucault, diez años más tarde, en el marco de una analítica de las disciplinas, en particular sobre la figura, en gran parte ya metafórica, del Panóptico.

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revelaciones, sino en una convenida incertidumbre de la morfología, o más bien en la certidumbre de que varias construcciones pueden articular el mismo texto, autorizando sistemas de lectura incompatibles, pero posibles todos ellos: una polivalencia rigurosa e incontrolable de las formas.13

La segunda está tomada de «Siete sentencias sobre el séptimo ángel», el extraordinario texto que Foucault consagra a Jean-Pierre Brisset a modo de prefacio a la reedición de su Grammaire logique –nos encontramos ya en 1970– el mismo año, pues, que El orden del discurso: [El procedimiento] se pone en funcionamiento cuando de las palabras a las cosas la relación ya no es de designación, cuando de una proposición a otra la relación ya no es de significación, cuando de una lengua a otra (de un estado de lengua a otro) la relación ya no es de traducción.14

Finalmente, la tercera –estamos en 1983, exactamente veinte años después de la publicación del libro sobre Raymond Roussel–, en una entrevista en la que Foucault vuelve sobre la arqueología de su «pasión» por el autor de Locus Solus y se detiene un instante sobre la utilización que el mismo Roussel hacía tanto de la escritura novelesca como de la escritura teatral: El uso del lenguaje ya dicho en el teatro sirve en general para dar una función de verosimilitud a lo que se ve sobre la escena. El lenguaje familiar prestado a los actores tiene como función hacer olvidar, en todo lo posible, lo arbitrario de la situación. ¿Qué hace Roussel? Recoge frases cotidianas oídas por casualidad, tomadas de una canción, leídas en una pared y construye con estos elementos las cosas más absurdas, las más inverosímiles, sin ningún tipo de relación directa posible con la realidad.15

En los tres casos –hubiera podido citar muchos más–16 pienso que se pueden leer unas cuantas indicaciones importantes. Me limitaré a subrayar dos que creo esenciales. 13 Michel Foucault: Dire et voir chez Raymond Roussel. In: Lettre ouverte 4 (verano 1962); DE, vol. I, p. 211. El subrayado es mío. 14 Michel Foucault: Sept propos sur le septième ange. In: Brisset J.-P.: La Grammaire logique. París: Tchou 1970; DE, vol. II, p. 22. [Ed. cast. Michel Foucault: Siete sentencias sobre el séptimo ángel. Madrid: Arena Libros 2002]. 15 Michel Foucault: Archéologie d’une passion (entrevista con C. Ruas, 15 septiembre 1983). In: Death and the Labyrinth. The World of Raymond Roussel. Nueva York: Doubleday 1984; DE, vol. IV, p. 603. 16 Pienso, por supuesto, en Raymond Roussel, en 1963; pero también –y aún más precozmente– en la «Introduction» a Jean-Jacques Rousseau: Rousseau juge de Jean-Jacques. Dialogues. París: Armand Colin 1962, recogido en DE, vol. I, pp.172–188; o también al texto dedicado a La Tentation de Saint-Antoine de Flaubert, en 1964, y recuperado en varias ocasiones (el texto es en su origen el posfacio a la edición alemana de La Tentation de Saint-Antoine, vuelto a publicar en

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Primero: de lo que se trata ahora es de poner en evidencia la indisociabilidad del gesto de la escritura y del trabajo sobre el código, sobre la estructura misma del lenguaje, es decir, sobre la materialidad del signo particularmente su dimensión fónica, ya que las homofonías y las asonancias se cuentan entre los procedimientos de escritura esenciales para Roussel y para Brisset –a los que habría que añadir por supuesto la figura de Louis Wolfson–17; es también la introducción de lo aleatorio entre las innumerables configuraciones que pueden adquirir las relaciones entre los signos, o los pasos de una cadena lingüística a otra; se trata de una actuación sobre la arquitectura íntima del orden del discurso, que se deconstruye cuidadosamente y se abre a otras lógicas distintas de las de la representación, de la nominación, de la identificación, de la objetivación; una labor de zapa meticulosa e inventiva de lo que Foucault llamó muchas veces la «hegemonía del sentido». Segundo: en cualquier caso, esta labor de zapa no renuncia a producir texto  –incluso podríamos decir, texto inventivo, de una invención llevada al extremo–. Aquello que se inventa es la historia que la estructura, así destruida y recompuesta, produce en una alteración de todo a lo que la tradición retórica occidental nos tenía acostumbrados. Aquí los procedimientos rezuman, literalmente, su narración: ésta fluye a partir del trabajo de explosión del sistema de representación clásico, se recompone en sus ruinas a partir de reglas nuevas, los Cahiers de la Compagnie Madeleine Renaud-Jean-Louis Barrault, n° 59, en marzo de 1967, después en 1970 con algunas diferencias en Raymonde Debray-Genette, Flaubert. Véase DE, vol. I, pp. 293–325 et vol. II, p. 27). Es muy interesante encontrar la huella explícita de este tipo de análisis en el primer curso de Foucault en el Collège de France: Michel Foucault: Leçons sur la volonté de savoir. A partir de ahora se hará referencia, en particular, al curso del 13 de enero de 1971, que reúne los ejemplos de Roussel, de Brisset y de Wolfston en un análisis que trata de construir la oposición entre el pensamiento arcaico y el pensamiento clásico griegos: para Foucault, todo parece girar en torno a la expulsión (en el pensamiento griego clásico) o de la reemergencia (en los «literatos locos» contemporáneos que cita de manera recurrente) del tema de la materialidad de los signos; y partiendo del ocultamiento o, al contrario, de la reafirmación de la estructura material de nuestra relación con la verdad. 17 En él Foucault hacía alusión, particularmente en «Sept propos sur le septième ange», op. cit., probablemente eco de la publicación, ese mismo año, del texto de Wolfson, Le schizo et les langues, París: Gallimard 1970, acompañado de un prefacio de Deleuze que ahora está recogido (ligeramente modificado) en Critique et clinique. París: Éditions de Minuit 1993. El texto de Wolfson tiene una historia extraordinaria: su autor lo había enviado por correo a Jean-Bertrand Pontalis que, boquiabierto por este extraño relato escrito en francés por el joven esquizofrénico americano, había decidido publicarlo inmediatamente en la colección «Bibliothèque de l’inconscient» que dirigía en Gallimard. El texto está escrito a partir de un sistema de restricciones materiales que impedían a Wolfson ceder a la tentación de la lengua materna («conjurer la mauvaise matière malade») y que se estructuran en torno a un sistema de equivalencias, de variaciones, de deslizamientos y de asociaciones fónicas puestas en práctica por el mismo Wolfson.

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aleatorias, profundamente materiales, pero produce también –y quizás, produce sobre todo– imágenes que forman, en la línea desportillada de su sucesión, relatos. Es el cambio de la gramática del mundo el que permite el cambio de lo imaginario del mundo y no al revés.18 En suma, encontramos en Foucault una disyunción o un desdoblamiento del análisis: por un lado, el estudio del orden del discurso, él mismo tomado en el proyecto de una arqueología –es decir, de una historia– de la racionalidad discursiva, es decir, referida a una periodización histórica dada. Por otro, este trabajo sobre la literatura que plantea, de hecho, el problema de la posibilidad de ruptura del espacio general de la discursividad, incluso cuando lo creíamos sin fisura ni exterior y del que postulábamos, a la vez, su necesidad y homogeneidad. Nos encontramos pues ante dos posibilidades. La primera consiste en hacer de esta fisura un afuera de la episteme, es decir también, un afuera de la periodización histórica que subyace en ella, de la forma en que Foucault pudo haber tenido la tentación, muy al principio de los años 60, particularmente bajo la influencia de Blanchot y de Bataille; hacer pues de ello una excepción a la regla, una exterioridad a este vasto isomorfismo que la investigación arqueológica había, sin embargo, hecho emerger como espacio de distribución, de organización y de articulación de los discursos. En una palabra: hacer de ello al mismo tiempo un afuera de la historia, un discurso paradójicamente no determinado por la economía de la episteme en la que se sitúa, y una herejía estructural, es decir, una producción del lenguaje que no obedece a las reglas de estructura que hacen que un discurso pueda ser calificado, precisamente, como discurso y no como ruido; pero más específicamente, una producción del lenguaje que rompa la «hegemonía del sentido» y la estética de la representación, reinventando la posibilidad del relato a partir de la negación de éstas. Esta posibilidad es, sin duda, la más evidente, y sin embargo plantea numerosos problemas, empezando por esta «salida de la historia» de la que nada nos dice que no pueda desembocar, de forma inminente, en una nueva metafísica. Por otra parte, una de las cuestiones más inmediatas, y 18 Esta idea estaba ya en el corazón del rápido comentario que hizo el propio Foucault a «La Enciclopedia china» de Borges, citado al comienzo de Les mots et les choses, en 1966: el problema era el de notar «l’impossibilité nue de penser cela» [«la desnuda imposibilidad de pensar aquello»], ahí donde «cela» se daba, a pesar de todo, como un texto literario. Es un tema que se encuentra más generalmente en la misma época en una reflexión de los literatos sobre la estructura misma del lenguaje, sobre todo en torno a Oulipo –lo que Italo Calvino, en el final de su Castello dei destini incrociati (1973), resume admirablemente con algunas palabras puestas en boca de Macbeth: «Sono stanco che il Sole resti in cielo, non vedo l’ora che si sfasci la sintassi del Mondo [...]». [«Estoy cansado de que El sol siga en el cielo, no veo la hora de que se desbarate la sintaxis del Mundo [...]», ed. cast. en Italo Calvino: El castillo de los destinos cruzados. Madrid: Siruela 2004, p. 136].

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probablemente también una de las más temibles, es la siguiente: al admitir que esta exterioridad radical (histórica, estructural) existe, ¿hay un lenguaje capaz de dar cuenta de ella y de referirse a ella sin tener que crear necesariamente un sistema de reabsorción de la anomalía que esta representa? ¿nuestro lenguaje para nosotros, que no somos ni Brisset, ni Wolfson ni Roussel, no es necesariamente el de la representación? En esos mismos años, me limito aquí a señalarlo brevemente, esa es una pregunta que circula muy extensamente en otros ambientes: es por ejemplo la de Lacan a propósito de la manera en que el inconsciente habla (decir que el inconsciente está «estructurado como un lenguaje» es hacer estallar la unicidad del lenguaje y, en consecuencia, plantearse el problema del paso de una estructura a otra, del salto necesario, sin traducción posible, ya que, precisamente las equivalencias han saltado, de un lenguaje al otro). Es también, si se quiere, la pregunta que se plantea Derrida a propósito de la «parole soufflée» [palabra soplada]: soplar la palabra es retomarla, pues efectivamente hay que hablar de ella porque nosotros queremos decirla y comentarla, es decir, arrancarla de esta exterioridad que era la suya; en suma, se trata de arrancarla de sí misma. La segunda posibilidad consiste, por el contrario, en evitar la referencia que se desliza hacia el afuera, y tratar de dar cuenta, desde el interior de la historia, de la posibilidad de esta «herejía estructural». Sin renunciar a la investigación histórica y a tal convicción, siempre reafirmada por Foucault una vez fuera de la influencia de Blanchot, que «el afuera es un mito», se trata en consecuencia de pensar juntos el dentro y el afuera, la historia y la ruptura frente a las determinaciones históricas (determinaciones históricas que incluyen también el orden del discurso característico de una determinada época). En Foucault, es sobre todo el problema de la historia el que en adelante se hace central. En efecto, la cuestión es la siguiente: ¿cómo es posible que, desde el interior mismo de una configuración epistémica e histórica dada, desde el interior mismo de la «trama de lo real», desplegada por una economía de los discursos y de las prácticas en un momento específico, en suma: desde el interior de una gramática del mundo históricamente determinado, se pueda desmontar y reponer sus articulaciones, desplazar sus líneas, mover sus puntos, vaciar su sentido, reinventar sus equilibrios? El reto es visiblemente teórico, pero es también, de manera inmediata, político: ¿puede uno desprenderse, desde el interior mismo de esta historia que nos hace ser lo que somos (es decir, pensar de la manera como pensamos, hablar como hablamos, actuar como actuamos), de estas determinaciones y administrar paradójicamente el espacio (sin embargo siempre interno) de una palabra o de un modo de vida otros? Me parece que ese es el problema, derivado de su estudio sobre la literatura, que Foucault no dejará de frecuentar.

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Por supuesto, la referencia al campo discursivo se suprime; y a partir de los años 70, los textos «literarios» de Foucault desaparecerán, al menos en apariencia.19 Pero lo que una determinada práctica de la literatura –la que trata de los códigos y se sitúa de entrada en la materialidad de los signos– permitió a Foucault comprender que todo se juega en torno a la posibilidad de mantener juntos un sistema de determinaciones (según la altura en la que uno se sitúe: el código lingüístico dado; una configuración histórica precisa; nuestra propia episteme) y las prácticas de reinvención, de irrupción, es decir, de libertad, en el interior mismo de ese sistema. Una vez liberado, gracias a la literatura, este tema debe ser, sin embargo, literalmente «desplegado». Y me parece que la investigación filosófica de Foucault va a verse de aquí en adelante «desarrollada» en dos direcciones esenciales. Por una parte, se debe considerar la posibilidad de una práctica intransitiva de la libertad desde el interior mismo de la configuración histórica que nos hace ser lo que somos: un trabajo de nosotros mismos sobre nosotros mismos en tanto que seres libres, nos dice Foucault, sin, por ello, negar nunca las determinaciones históricas que nos atraviesan y a las cuales no se trata, evidentemente, de pretender escapar. En suma: lo que Foucault, al final de su vida, y en referencia a Kant, llama «la transformación de la crítica ejercida en la forma de la limitación necesaria en una crítica práctica en la forma de franqueamiento posible».20 El franqueamiento posible y la determinación histórica de lo que somos, piden ser pensados no sobre el modo de la contradicción, sino sobre el de la composibilidad –estamos aquí ya muy lejos de la transgresión tan querida por Bataille o del afuera de Blanchot–. Por la otra –aunque es el mismo problema formulado de otro modo–, se ha de comprender cómo poner en marcha una práctica intransitiva de la libertad desde el interior mismo de las relaciones de poder en las que nos encontramos, en tanto que seres históricos, ineluctablemente atrapados. No se trata de liberarse (problema de las prácticas de liberación), sino de cómo actuar libremente (problema de las prácticas de libertad). Este es un tema que Foucault desarrollará en los últimos años bajo la forma de una verdadera analítica de las subjetividades. 19 En realidad, sería fácil mostrar cómo, en los años 70, el trabajo de archivo es, en Foucault, el terreno de inversión privilegiado en relación con lo literario desarrollado en los años 60. Citaremos –como ejemplo– el texto de presentación de Foucault a la memoria de Pierre Rivière: Moi, Pierre Rivière, ayant égorgé ma mère, ma sœur, mon frère… París: Gallimard/Julliard 1973; o también Michel Foucault: La vie des hommes infâmes. In: Les Cahiers du chemin 29 (15 enero 1977); DE, vol. III, p. 237–253. 20 Michel Foucault: Qu’est-ce que les Lumières? In: Paul Rabinow: The Foucault Reader. Nueva York: Pantheon Books 1984; DE, vol. IV, p. 574. El subrayado es mío [Ed. cast. en Michel Foucault: Estética, ética y hermenéutica. Obras esenciales, vol. III. Barcelona: Paidós 1999, p. 348].

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Porque es esencialmente mediante el trabajo sobre sí –la reinvención constantemente renovada de la relación consigo, la experimentación de modos de vida otros–, pero en la forma en que implique también,la relación con otros, cómo el esbozo de tales prácticas de libertad es posible: reinventarse a cada instante, «hacer de la vida una obra de arte» desde el interior mismo de lo que, en nosotros, habla de la profundidad e inevitable determinación histórica; he ahí el espacio de nuestra subjetivación. Ahora bien (último homenaje a la literatura en lo que en adelante va a ser una reflexión política y ética), esta invención implica un estilo que Foucault desarrolla en particular en referencia a Baudelaire,21 pero del que nada nos impide pensar que es también el eco, en él, de una definición formulada por otro, veinticinco años antes: la definición del estilo entendido como una deformación coherente.22 La expresión pertenece, quizá lo habréis adivinado, a Merleau-Ponty, al cual me gustaría finalmente llegar. Antes de detenerme en él, haré una observación. Hablar de la libertad intransitiva de los hombres y de las mujeres, de la práctica siempre realizable del «franqueamiento posible», de procesos de subjetivación, no significa que estemos flotando totalmente por encima de los efectos de la determinación histórica, sino que, desde el interior de estas determinaciones, nuestra posibilidad de libertad sea la de una invención. Recordemos lo que Foucault decía de Roussel en 1984: «¿Qué hace Roussel? Toma frases del todo cotidianas oídas al azar, de una canción, escritas en una pared. Y construye con esos elementos las cosas más absurdas, las más inverosímiles».23 Del mismo modo, podríamos decir: ¿qué hace al sujeto libre? Trabaja desde el interior mismo de su propia historia, en tanto que producto de esta historia, y construye paradójicamente a partir de esta situación histórica algo que excede el estado presente de las cosas, que desborda el déjà-là24 histórico del mundo. La apuesta política es, por tanto, la de un pensamiento no-metafísico –al contrario: histórico, historizado, inmanente– de la libertad de los hombres que, lejos de oponer las determinaciones históricas y la libertad, las relaciones de poder y la resistencia, el sujeto objetivado por los discursos y las prácticas a las cuales este lo somete y su propia subjetivación entendida como instancia creativa, los 21 Ibid., p. 569–571 [Ed. cast. ibid., pp. 342–345]. 22 Maurice Merleau-Ponty: Le langage indirect et les voix du silence. In: Signes. París: Gallimard 1960, p. 68. Merleau-Ponty toma la expression de Malraux [Ed. cast. en Maurice Merleau-Ponty: Signos. Barcelona: Seix Barral 1964]. 23 Michel Foucault: Archaeology of a passion (Archéologie d’une passion; entrevista con C. Ruas, 15 de septiembre de 1983). In: Death and the Labyrinth. The World of Raymond Roussel. Nueva York: Doubleday 1984, pp. 169–186; DE, vol. IV, pp. 599–608. 24 La traducción al castellano del giro «déjà-là» es «ya-ahí». Mantenemos sin embargo la expresión francesa por su centralidad en la obra de Foucault. N. de la T.

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piensa de manera articulada, interna, indisociable. Los piensa –utilizo intencionadamente la palabra, porque es sin duda una referencia a Merleau-Ponty– como un quiasmo. No parece que hubiera en Merleau-Ponty, a diferencia de lo que sucede en Foucault, una verdadera especificidad de la referencia al campo literario, ya que los ejemplos tomados de la literatura están, en general, sistemáticamente entrecruzados con ejemplos tomados de la pintura. En «Le langage indirect et les voix du silence», ese extraordinario texto de 1952 recogido en el volumen Signes, en 1960, Merleau-Ponty escribe así, hablando de Mallarmé y, más generalmente, del gesto del poeta cuya especificidad trata de mostrar: «Si esto es verdad, su operación no difiere mucho de la del pintor»,25 y los nombres evocados en las líneas que siguen son los de Matisse y Poussin.26 Y más aun; tras largos ensayos sobre Renoir pintando Les Lavandières, después de haber convocado también a Cézanne, Klee, Van Gogh y, en el momento de tomar como objeto de su reflexión a Stendhal, dice: «Una novela expresa tácitamente como un cuadro».27 Sin duda es porque, para Merleau-Ponty, el problema es en realidad más amplio, y rebasa el área de la literatura. La cuestión, en efecto, se trata de comprender cómo, en el interior mismo de la historia acumulada de las cosas dichas, hechas y representadas, habita una posibilidad de crear. Es evidente: la proximidad con el cuestionamiento que se hará Foucault, algunos años más tarde, es evidente. Con la diferencia de que si en Foucault la literatura es lo que permite hacer emerger el problema filosófico –e, inmediatamente, político– del extraño quiasmo que se establece entre la historia entendida como sistema de determinaciones y las prácticas de libertad que, a pesar de todo, siguen siendo posibles dentro de él, en Merleau-Ponty la literatura es también lo que proporcionará al filósofo los elementos para una resolución del problema. En Foucault la literatura actúa como el revelador del problema. Plantea una cuestión cuyas implicaciones inmediatas son filosóficas y políticas, y a las que Foucault no llegará sino desarrollando, posteriormente, un triple análisis: un nuevo pensamiento de la historicidad del mundo, una nueva analítica de los poderes y, finalmente, una nueva manera de pensar la ética como arte de inventar modos de vida otros, como experimentación de procesos de subjetivación (singulares y colectivos) inéditos. En Merleau-Ponty, por el contrario, parece que la literatura es reveladora a la vez que caja de herramientas: es a través del análisis del lenguaje y, en particular, con ocasión de una reflexión sobre este tipo de uso del lenguaje que 25 Maurice Merleau-Ponty: Signes, p. 56 [Ed. cast. al español en Maurice Merleau-Ponty: Signos. Barcelona: Seix Barral 1964, p. 55]. 26 Ibid., p. 56 [Ed. cast. Ibid., p. 56]. 27 Ibid., p. 95 [Ed. cast. Ibid., p. 89].

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es la escritura literaria, que será posible para el filósofo formular hipótesis filosóficas y políticas nuevas. La literatura plantea cuestiones a la filosofía pero, en gran medida, renueva también sus instrumentos, pues está repleta de elementos de respuesta a las preguntas que ella misma ha contribuido a plantear. Una de estas cuestiones tiene un alcance general. Tal vez ya sepáis que «Le langage indirect…» fue escrito en gran medida como respuesta al Museo imaginario de Malraux,28 al que Merleau-Ponty se refiere en varias ocasiones. La discusión con Malraux (materializada en el problema de la deriva museográfica) concierne, en realidad, a la manera en la que hay que interpretar la historia de los hombres, una vez que ésta se presenta también como historia del arte. El problema es el siguiente: «[…] la persona que se decide a escribir, toma con respecto al pasado una actitud que no es más que suya. Toda cultura continúa el pasado […]. La novedad de las artes de la expresión es que hacen salir a la cultura tácita de su círculo mortal».29 De lo que se trata es de pensar la co-presencia de la continuidad histórica y de la novedad artística, de las determinaciones sufridas y de la singularidad del gesto expresivo. Es, pues, para retomar los términos de Merleau-Ponty, el problema de la ruptura del «círculo mortal» de los efectos de determinación de la historia: cómo romper el aprisionamiento del déjà-là desde su propio interior. He aquí lo que nos obliga a pensar al artista, sea pintor o literato: la posibilidad de lo absolutamente nuevo atrapado en los hilos de la historia. Ahora bien, la solución hallada por Merleau-Ponty a esta «ruptura del círculo mortal», la introducción, pues, de una discontinuidad que sea la de la creación artística, se lleva a cabo a través de la aplicación a la literatura y a la pintura30 de ciertas ideas que toma de la lingüística saussureana,31 y que resumo muy esquemáticamente aquí: los signos no son más que relaciones; el sentido emerge, únicamente, debido a la puesta en común de estas relaciones (que es pues, literalmente, producido por una estructura de relaciones al cuadrado); esta doble dimensión diacrítica sitúa al sentido no en lo que es nombrado, o en la adecuación entre lo nombrado y la manera en que es nombrado, sino en el intersticio de los mismos signos, es decir, en la relación de vecindad, de contacto o de choque que de ese modo se construye. Merleau-Ponty deduce, en efecto, que la «novedad» producida por el uso literario del lenguaje –la «prosa» del mundo entendida como inauguración de 28 André Malraux: La Psychologie de l’art, vol. I: Le Musée imaginaire. París: Skira 1947, recogido en 1951 en Les Voix du silence, París: Gallimard 1951. 29 Maurice Merleau-Ponty: Le langage, pp. 98–99. 30 Estos dos casos son en realidad diferentes, pero esto sería objeto de otra reflexión. 31 «Le langage indirect et les voix du silence» se abre de hecho con una referencia a Saussure: «Ce que nous avons appris de Saussure… » (Maurice Merleau-Ponty: Le langage, p. 49).

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sentido al interior mismo del gran reino de las significaciones disponibles, y no el uso prosaico del lenguaje, que se limita a reutilizarlas– no puede ser concebida sino a partir de esta «puesta en relación al cuadrado» que estructura y da cuenta de la construcción del signo, desde el nacimiento del sentido en la cadena lingüística. La invención literaria no debe ser buscada en los primeros elementos32 extraordinariamente innovadores –cosas antes nunca designadas, palabras antes nunca empleadas, significaciones revolucionarias– de los que el escritor tendría súbitamente revelación, sino que, por el contrario, se ha de buscar en la experimentación de nuevas estructuras de relación. En suma, la única manera de hacer nacer en el interior de las formas adquiridas del lenguaje una nueva lengua –la lengua de Stendhal, su «estilo», la deformación que impone al mundo porque en realidad ella habla del mundo-de-Stendhal y que nos lo hace accesible– es, como expresa bellamente Merleau-Ponty, «tañer el instrumento del lenguaje o del relato para obtener un nuevo sonido».33 Se trata de hacer brillar de nuevo la obra ajada de Mallarmé mediante una insólita confrontación con otras obras. Pues bien, si esta temática no deja de adquirir amplitud en Merleau-Ponty, es porque aquello cuya posibilidad muestra no concierne únicamente al lenguaje. A lo que llega Merleau-Ponty a través de la experiencia de la literatura –la invención, desde el interior mismo de las palabras y de las estructuras disponibles, de una lengua histórica, desde el interior mismo de la historia acumulativa de las obras ya escritas, de una lengua nueva– es en realidad lo que nos muestra la posibilidad concreta, material, contigua a la co-presencia de lo «ya-ahí» y de la invención, de determinaciones históricas y de la práctica intransitiva de la libertad. Lo que la literatura y, más en general, las «artes de la expresión» nos enseñan, es, finalmente, este secreto: Tal vez finalmente el hombre, y también el hombre de letras, no pueda hacerse presente al mundo y a los otros más que a través del lenguaje, tal vez el lenguaje sea para todos la función central que construye una vida como una obra, y que transforma en motivos de vida hasta nuestras dificultades de ser.34

32 «Eléments premiers» del que se recordará que el mismo Saussure negaba su existencia, lo que Merleau-Ponty nos recuerda en las primeras líneas de su texto: «[…] la langue est faite de différences sans termes, ou plus exactement les termes en elle ne sont engendrés que par les différences qui apparaissent entre eux» [la lengua está construida de diferencias sin términos o, más exactamente, los términos no son engendrados más que por las diferencias que aparecen entre ellos] (ibid., p. 49). 33 Ibid., p. 58. 34 Maurice Merleau-Ponty: Recherches sur l’usage littéraire du langage (curso en el Collège de France 1952–1953, «cours du lundi»), Résumés des cours. París: Gallimard 1968, p. 30. El subrayado es mío.

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«Construir la vida como una obra»: el alcance del trabajo sobre la literatura excede el de la mera creación literaria, ya que plantea, más generalmente, la cuestión de la creatividad de los hombres en su vida –extraña anticipación, si la hubiese, del «hacer de su vida una obra de arte» foucaultiano–.35 En la vida, es decir en la historia, y no en el mito de un afuera más puro y más libre que la realidad gris de nuestras existencias cotidianas, se construye lentamente algo así como una invención. El pliegue se crea, diría Deleuze y, en una suerte de plagio por anticipación, Merleau-Ponty, que escribe en noviembre de 1960, a propósito del concepto de quiasmo, dirá: «es el pliegue, la aplicación mutua del adentro y del afuera, el punto de inversión», y añade: «hay adentro y afuera girando uno en torno al otro».36 Se trata entonces de aplicar esto a todo lo que, en la vida, puede ser innovado. La lección del escritor es que no somos nunca tan fuertes como cuando plegamos la panoplia de las palabras compartidas y de las significaciones expuestas a la fuerza de inauguración de la escritura –esta invención de otras relaciones, de otras relaciones de relaciones, este gesto de abrir, en la masa de lo que hay, surcos nunca antes abiertos–. De la misma manera, sin duda, habría que tratar de pensar más allá, en otros gestos para otras inauguraciones. Y Merleau-Ponty es muy consciente de esto, pues concluye «El lenguaje indirecto…» con una referencia a aquello a lo que nos abre precisamente la literatura: El propio pensamiento político es de este orden: es siempre la elucidación de una percepción histórica en la que intervienen todos nuestros conocimientos, todas nuestras experiencias y todos nuestros valores a la vez […]. Toda acción y todo conocimiento que no pasen por esta elaboración, y que pretendieran establecer valores que no hayan tomado cuerpo en nuestra historia individual o colectiva […] no llegan hasta los problemas que querían resolver. La vida personal, la expresión, el conocimiento y la historia avanzan oblicuamente.37

35 Véase Michel Foucault: À propos de la généalogie de l’éthique: un aperçu du travail en cours. In: Hubert L. Dreyfus/Paul Rabinow (eds.): Michel Foucault. Un parcours philosophique, París: Gallimard 1984; DE, vol. IV, p. 629–630: «D’un mot, on a l’habitude de faire l’histoire de l’existence humaine à partir de ses conditions […]. Mais il me semble aussi possible de faire l’histoire de l’existence comme art et comme style. L’existence est la matière première la plus fragile de l’art humain – mais c’est aussi sa donnée la plus immédiate» [De una palabra, tenemos la costumbre de hacer la historia de la existencia humana a partir de sus condiciones (...) Pero me parece, asimismo, posible construir la historia de la existencia como un arte y un estilo. La existencia es la materia prima más frágil del arte de la vida humana; pero es también su circunstancia más inmediata]. 36 Maurice Merleau-Ponty: Notes de travail, 16 de noviembre de 1960. In: Le visible et l’invisible. París: Gallimard 1964, p. 311–312 [Ed. cast. Maurice Merleau-Ponty: Lo visible y lo invisible. Buenos Aires: Nueva Visión 2010, p. 232]. 37 Maurice Merleau-Ponty: Le langage, p. 104 [Ed. cast. Signos, p. 98].

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Y al mismo tiempo: De acuerdo con este modelo habría que pensar el mundo histórico. ¿Para qué preguntarse si la historia la hacen los hombres o la hacen las cosas, si es totalmente evidente que las iniciativas humanas no anulan el peso de las cosas y que la «fuerza de las cosas» sigue operando a través de los hombres? Es precisamente este fracaso del análisis, cuando pretende reducirlo todo a un solo plano, lo que revela el verdadero medio ambiente de la historia. No existe un análisis que sea último porque existe una carne de la historia, porque en ella como en nuestro cuerpo, todo pesa, todo cuenta: no sólo la infraestructura, sino también la idea que nos hacemos de ella, y sobre todo los constantes intercambios entre una y otra en que el peso de las cosas se convierte también en signo, los pensamientos en fuerzas, el balance en acontecimiento […]. Estamos en el campo de la historia como en el campo del lenguaje o del ser.38

No escaparemos de la historia; pero no hacemos fuertes en ella. A nuestra manera, quiasmos.39 Hemos de concluir. Merleau-Ponty publicó dos veces «El lenguaje indirecto…», primero en 1952, después en 1960, cuando fue integrado en el volumen Signos. Es, como he tratado de mostrar, uno de los lugares donde se efectúa ese extraño trabajo de lo literario sobre el pensamiento político; o, más exactamente, uno de los lugares donde lo que hace la literatura por la filosofía se traduce en un giro político. Entre 1952 y 1960 hay, pienso, dos momentos de aceleración en la «deriva» de Merleau-Ponty. Sería en sí mismo un tema apasionante, pero excede, claro, los límites de este trabajo. Permítaseme indicar simplemente aquí su naturaleza. El primer momento corresponde a la ruptura política y filosófica con JeanPaul Sartre, en 1953. El segundo, consecuencia inmediata del primero, es la publicación, en 1955, de Las aventuras de la dialéctica,40 que es, si se quiere, una larga respuesta a Sartre, al cual dedica todo un capítulo.41 El libro, abiertamente político, se pregunta por el sentido que se le puede dar a la palabra revolución desde el momento en que se quiere huir de una representación teológica y dialéctica de la historia, es decir, cuando se busca romper con los cuadros constrictores de un «determinismo saturado» que impedirían toda práctica de libertad.

38 Ibid., Préface, p. 28. El subrayado es mío. El prefacio de Signes está fechado en «février et septembre 1960», mientras que «Le langage indirect et les voix du silence» es un texto de 1952. La permanencia de la temática en Merleau-Ponty es, pues, evidente [Ed. cast. Signos. p. 28]. 39 La última nota del trabajo de Visible et l’invisible, en marzo 1961, dice precisamente: «matière-ouvrée-hommes = chiasme» (Maurice Merleau-Ponty: Le visible et l’invisible, p. 322). 40 Maurice Merleau-Ponty: Les aventures de la dialectique. París: Gallimard 1955 [Ed. cast. en Maurice Merleau-Ponty: Las aventuras de la dialéctica. Buenos Aires: Leviatán 1957]. 41 Ibid., cap. 5: Sartre et l’ultra-bolchévisme, p. 142 [Ed. cast. Ibid., p. 109].

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Se trata, una vez más, sin salir de la historia, de romper lo que Merleau-Ponty llamaba en «El lenguaje indirecto…», es decir, –lo recordamos, en una reflexión sobre el lenguaje y la literatura– el «círculo mortal». Merleau-Ponty advierte pues: «[…] la revolución es el régimen del desequilibrio creador».42 Lo que la literatura enseña a la filosofía y al pensamiento político es, tal vez, la posibilidad de ese desequilibrio. Traducido por Blanca Fernández (Universidad de Granada).

Bibliografía Calvino, Italo: Castello dei destini incrociati. Milán: Mondadori 1994 [Ed. cast. El castillo de los destinos cruzados. Madrid: Siruela 2004]. Deleuze, Gilles: Critique et clinique. París: Éditions de Minuit 1993. Foucault, Michel: Raymond Roussel. París: Gallimard 1963. Foucault, Michel: Les mots et les choses. París: Gallimard 1966. Foucault, Michel: Folie et déraison. Histoire de la folie à l’âge classique. París: Plon 1961; reed. modificada y aumentada: Histoire de la folie à l’âge classique, París: Gallimard 1972. Foucault, Michel: L’Ordre du discours. París: Gallimard 1970. Foucault, Michel: Death and the Labyrinth. The World of Raymond Roussel. Nueva York: Doubleday 1984, pp. 169–186. Foucault, Michel: La pensée du dehors. Montpellier: Fata Morgana 1986 [Ed. cast. Michel Foucault: Obras esenciales. Barcelona: Paidós 2010]. Foucault, Michel: Dire et voir chez Raymond Roussel. In: Dits et écrits, vol. I. París: Gallimard 1994. Foucault, Michel: Le langage de l’espace. In: Dits et écrits, vol. I. París: Gallimard 1994, pp. 407–412. Foucault, Michel: Flaubert. In: Dits et écrits, vol. I. París: Gallimard 1994. pp. 293–325. Foucault, Michel: Introduction. In: Dits et écrits, vol. I. París: Gallimard 1994. pp. 172–188. Foucault, Michel: La vérité et les formes juridiques. In: Dits et écrits, vol. II. París: Gallimard 1994, pp. 538–646. Foucault, Michel: Sept propos sur le septième ange. In: Dits et écrits, vol. II. París: Gallimard 1994, pp.172–188. Foucault, Michel: La vie des hommes infâmes. In: Dits et écrits, vol. III. París: Gallimard 1994, pp. 237–253. Foucault, Michel: L’extension sociale de la norme. In: Dits et écrits, vol. III. París: Gallimard 1994, pp. 74–78. Foucault, Michel: Qu’est-ce que les Lumières? In: Dits et écrits, vol. IV. París: Gallimard 1994, pp. 562–578. Foucault, Michel: Archéologie d’une passion. In: Dits et écrits, vol. IV. París: Gallimard 1994, pp. 599–608. 42 Ibid., Epilogue, p. 283.

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Foucault, Michel: Introduction. In: Dits et écrits, vol. IV. París: Gallimard 1994, pp. 172–188. Foucault, Michel: Archéologie d’une passion. In: Dits et écrits, vol. IV. París: Gallimard 1994, pp. 599–608. Foucault, Michel: À propos de la généalogie de l’éthique: un aperçu du travail en cours. In: Dits et écrits, vol. IV. París: Gallimard 1994, pp. 629–630. Foucault, Michel: Leçons sur la volonté de savoir. Cours au Collège de France 1970–1971. París: Seuil 2011. Malraux, André: La Psychologie de l’art, vol. I: Le Musée imaginaire. París: Skira 1947, recogido en 1951 en Les Voix du silence. París: Gallimard 1951. Merleau-Ponty, Maurice: Le langage indirect et les voix du silence. In: Signes. París: Gallimard 1960. Merleau-Ponty, Maurice: Recherches sur l’usage littéraire du langage. In: Résumés des cours. París: Gallimard 1968, p. 30. Merleau-Ponty, Maurice: Notes de travail. In: Le visible et l’invisible. París: Gallimard 1964, p. 311–312. Merleau-Ponty, Maurice: Les aventures de la dialectique. París: Gallimard 1955. Revel, Judith: Foucault avec Merleau-Ponty. Ontologie politique, presentisme et histoire. París: Vrin 2015. Rivière, Pierre: Moi, Pierre Rivière, ayant égorgé ma mère, ma sœur, mon frère… París: Gallimard/Julliard 1973. Wolfson, Louis: Le schizo et les langues. París: Gallimard 1970.

Azucena González Blanco

Parresía y disidencia: veridicción como política de la literatura Este trabajo expone algunas claves de las relaciones entre literatura y política en el contexto de la teoría literaria. Atiendo aquí particularmente a las relaciones entre dos conceptos que encontramos en los trabajos de Jacques Rancière sobre política de la literatura, y los últimos seminarios de Michel Foucault: El coraje de la verdad y El gobierno de sí y de los otros. Se trata de los conceptos de disidencia y de parresía que en ambos casos analizaremos en relación a una política de la literatura. Compartirían estos conceptos un común, a saber, la relación entre política y lenguaje como configuración polémica del espacio político, que en el caso de Rancière sería la reconfiguración de lo sensible común, mientras que en Foucault la parresía atañe a las formas de veridicción común. Esta es, por lo tanto, mi propuesta: analizar la relación particular entre parresía y disidencia desde el lugar central-marginal que la literatura ocupa en la obra de estos autores. Y desde aquí ver cómo ambas obras proponen una política de la literatura como exceso lingüístico, en relación con el binomio política y verdad. No voy a obviar, sin embargo, las distancias evidentes entre el pensamiento de Jacques Rancière y de Michel Foucault. En varias ocasiones Jacques Rancière ha reconocido el parentesco de su método con el de Foucault. De ahí la posibilidad de poner a dialogar estos dos pensamientos. Sin embargo, en la base del pensamiento de Rancière opera la reivindicación de la igualdad política y cognoscitiva de todos. Rancière describe la igualdad como una potencialidad pre-dialéctica, que en la literatura es el puro «dar a ver» como indeterminación: Escribir es ver,1 convertirse en ojo, poner las cosas en el puro medio de su visión, es una manera «absoluta» de ver, es decir una manera de ver que no tiene otra relación con ellas (las cosas) que no sea el ver, ni tiene idea alguna sobre ellas que se aparte de la idea de ellas.2

1 Aquí el clásico Ut pictura poiesis se retoma como revisión del paradigma visual de la escritura, como dar a ver por lo escrito. 2 Jacques Rancière: La palabra muda. Buenos Aires: Eterna Cadencia 2009, p. 139. Azucena González Blanco, Universidad de Granada https://doi.org/10.1515/9783110624137-004

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De modo semejante, Foucault asume, por su parte, el proyecto de Nietzsche de una crítica y, por lo tanto, de apertura a un nuevo pensamiento común basado, decía Nietzsche en Ecce homo: «en el arte de separar sin enemistar; no mezclar nada, no «conciliar» nada; una multiplicidad extraordinaria que, sin embargo, era todo lo contrario de un caos».3 Esta descripción resume también la propuesta de un pensamiento no dialéctico, diferencial y plural. Por lo que, simplificándolo mucho, el pensamiento de Foucault estaría fundado sobre la acción lingüístico-política4 y el pensamiento de Rancière sobre la suspensión de la división entre los que saben y los ignorantes, entre los hábiles para el gobierno y los que pasivos que deben ser gobernados.

1 Parresía en la literatura clásica La palabra parresía aparece por primera vez en la literatura griega de Eurípides, y recorre el mundo literario griego de la Antigüedad desde finales del siglo V a.C. Etimológicamente, parresía significa decirlo todo (pan-rema). Es un discurso de verdad que nace asociado a la democracia ateniense. Este concepto de naturaleza verbal aúna verdad y creencia o confianza, a diferencia de Descartes, para quien el conocimiento sería una actividad mental a la que se accede a través de la duda probatoria. Entre todos los textos que Foucault analiza en su investigación sobre la parresía clásica, dedica especial atención a la tragedia de Eurípides Ión.5 Recordemos que, el género de la tragedia, como ya ha sido destacado en numerosa bibliografía, recoge los fundamentos ontológicos de la democracia, puesto que, como destaca, entre otros, Castoriadis en La ciudad y las leyes: «no existe una visión

3 Friedrich Nietzsche: Ecce Homo. Madrid: Alianza 2002, p. 73. 4 Más aún, en la lucha, los papeles son susceptibles de ser intercambiables: piénsese por ejemplo en el relato de Kafka «En la colonia penitenciaria», donde el condenado asume felizmente el papel de su torturador cuando la situación lo permite. 5 Señala Foucault los antecedentes en otras obras de Eurípides: Fenicias: sin parresía no se puede ejercer ningún poder. Hipólito: sin parresía no hay libertad (esclavitud). Bacantes: el contrato parresiástico. Electra: la traición del contrato parresiástico. Ión: La verdad es buscada por medios humanos. Orestes: crisis política en Atenas. En sentido peyorativo: «franqueza ignorante/desvergonzada». La palabra que exalta a la audiencia (forma parte de la exaltatio en retórica, la figura sin figuras): «confiado en el barullo y en la desvergonzada parresía, capaz de impulsar a la gente a cualquier desatino» (89).

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global de la realidad en la que pueda fundarse una política correcta, todo lo más visiones parciales».6 Según Foucault, Ión es el drama griego del decir veraz. Este texto guarda una doble relación con la verdad. Por una parte, la verdad dialógica aparece como contrapartida a la verdad oracular, que era expresada habitualmente en un lenguaje enigmático para los hombres, es el lenguaje de los dioses. Y sin embargo, en esta obra, calla, miente o da una verdad a medias. Frente a la verdad enigmática del oráculo, la estructura dialógica propone una búsqueda de la verdad a través del diálogo entre los personajes: entre Juto e Ión, de Creúsa con el anciano, y entre Creúsa e Ión. Esta tragedia escenifica la búsqueda de una verdad que pertenece a los hombres y que se construye en el común diálogo de todos los integrantes de una comunidad, incluso por aquellos que no tienen el derecho a hablar en la asamblea, como el coro de esclavas o el anciano. Efectivamente Ión quiere saber quién es su madre, pero lo que vemos en los diálogos es una búsqueda basada en mecanismos de prueba-error, una búsqueda de la verdad por medios humanos. Y se accede a la realidad de los hechos, a saber: que Ión es hijo de Creúsa, a partir de una composición de la verdad de la que todos poseen un fragmento. Lo que cuenta la obra son tres decires veraces: el del oráculo, el de la confesión y el del discurso político. El oráculo no puede decir lo que en realidad quiere callar: es la reticencia a confesar. Sin embargo, Creúsa confiesa, en un discurso claramente parresiástico, el abuso del dios Apolo y el abandono de su hijo en el mismo lugar donde sucedieron los hechos. Son, por lo tanto, los hombres los que deben practicar el decir veraz. Por otra parte, encontramos descritas las características de una verdad política, la parresía, que depende del derecho de todos a hablar en la asamblea (o isegoría). A esta verdad política, llega Ión mediante esa primera verdad compuesta por todos los fragmentos del decir de la comunidad. Sólo cuando Ión conoce su genealogía, puede reclamar su derecho a hablar libremente en la asamblea, puesto que en la democracia ateniense este derecho a la parresía dependía de un derecho de sangre. De manera que se establece una relación directa entre la verdad de la comunidad y la expresión de la propia verdad de los sujetos políticos. En la parresía, como expone Foucault en sus últimos seminarios (El gobierno de sí y de los otros, y El coraje de la verdad), el sujeto de enunciación y el enunciandum coinciden, es decir: «Yo soy quien piensa esto y aquello» y asumo el riesgo.7 Y, por lo tanto, ese decir verdad tiene lugar en el «juego» de la vida y la muerte.8 6 Cornelius Castoriadis: La ciudad y las leyes. Lo que hace a Grecia, 2. Seminarios 1983–1984, La creación humana III. México: Fondo de cultura económica 2008, pp. 138–147. 7 Michel Foucault: El gobierno de sí y de los otros. Madrid: Akal 2011, pp. 37–38. 8 Ibid., p. 42.

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Foucault resume de este modo las características de la parresía: La parresía es una forma de actividad verbal en la que el hablante tiene una relación específica con la verdad a través de la franqueza, una cierta relación con su propia vida a través del peligro, un cierto tipo de relación consigo mismo o con otros a través de la libertad y el deber. Más concretamente la parresía es una actividad verbal en la que un hablante expresa su relación personal con la verdad, y arriesga su propia vida porque reconoce el decir la verdad como un deber para mejorar o ayudar a otras personas (y también a sí mismo). En la parresía el hablante hace uso de su libertad y escoge la franqueza en lugar de la persuasión, la verdad en lugar de la falsedad o el silencio, el riesgo de muerte en lugar de la vida y la seguridad, la crítica en lugar de la adulación, el deber moral en lugar del propio interés y la apatía moral.9

La parresía es para Foucault, entonces, la expresión de la potencialidad del lenguaje y por tanto, crea un efecto que la relaciona con los enunciados performativos10 y la aproxima a la crítica (o lo que en la lectura que realiza Michael Hardt11 de la parresía sería la militancia), en tanto que tiene efectos fuera del lenguaje mismo. Si bien, como expone Foucault, el discurso de la parresía, a diferencia de los enunciados performativos, ocurre fuera de un contexto que garantice que el decir efectúa la cosa dicha, y conlleva un riesgo y una apertura de la situación que nada tiene que ver con la institucionalización de los enunciados performativos. Así, mientras que en el enunciado performativo es importante el estatus de quien habla, en el acto parresiástico lo que abala el enunciado es que quien habla hace valer su propia libertad de individuo político-lingüístico. Dice Foucault: «En el corazón de la parresía no encontramos el estatus social, institucional del sujeto, sino su coraje».12 Los efectos de la potencialidad del 9 Ibid., p. 46. 10 Lo que hace característico al enunciado de la parresía es precisamente que se abre a un riesgo. Asimismo, en el enunciado performativo, el sujeto de enunciado es importante, el estatus es indispensable para la efectuación de un enunciado performativo, si bien poco importa en cambio, para que lo haya, que exista en cierto modo una relación personal entre quien enuncia y el enunciado mismo, es decir, no es necesario una relación de sinceridad entre el enunciado performativo y quien lo enuncia. En la parresía, al contrario, y en lo que ella hace, resulta no sólo que esa indiferencia no es posible, sino que aquélla es siempre una especie de formulación de la verdad en dos niveles: un primer nivel que es el del enunciado de la verdad misma (en ese momento, al igual que en el performativo, se dice la cosa y punto) y un segundo nivel del acto parresiástico de la enunciación parresiástica, que es la afirmación de la verdad de lo que se dice: uno mismo lo cree, lo estima y lo considera en concreto como auténticamente verdadero (acto parresiástico, afirmación sobre la afirmación). Véase El gobierno de sí..., p. 63–64. 11 Michael Hardt: La militancia de la teoría. In: Theory Now. Journal of literature, criticism and thought 1, 1 (julio 2018) pp. 17–34. 12 Ibid., p. 65.

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lenguaje que representa la parresía democrática tienen una función política que para Foucault supone una transformación del orden político-social en una comunidad dada muy próxima a la propuesta que Jacques Rancière hace en La partición de lo sensible. Veridicidad que produce un hiato, una interrupción y una transformación. Y este uso de la acción del lenguaje, de un lenguaje que es el de todos, es una práctica política que provoca una reacción desconocida y peligrosa también para el que la enuncia. Como afirma Foucault, más que performatividad, la parresía pone en escena una «dramática» del discurso cuyo análisis es el análisis de los hechos discursivos que muestran de qué manera «el acontecimiento mismo de la enunciación puede afectar al ser del enunciador».13 Esta doble condición, de la libertad y el peligro de muerte,14 está representada en la tragedia del Ión por una metáfora clásica: el doble poder de la palabra como veneno y curación. Y leemos aquí esta metáfora siguiendo la definición que de ella da Rancière en La palabra muda, a saber que la metáfora une y separa las poéticas contradictorias, realizando el recorrido arriesgado entre su propio mito (libro de los jeroglíficos de la vida espiritual donde se inscriben las aliteraciones de las cosas) y su realidad literal.15 Como ciudadana libre de Atenas, Creúsa comparte con su hijo Ión la herencia doble de la parresía: Creúsa posee las dos gotas de sangre de la Gorgona que Atenea le dio a su padre. Estas dos gotas de sangre, explica Creúsa, tienen cada una un poder, una curativo y la otra mortal.16 Estas dos gotas de sangre funcionan en el texto como la herencia misma de la parresía que, a su vez, recordemos, es un derecho de sangre. Con la gota venenosa, Creúsa intenta asesinar a Ión y, sin embargo, habiendo sido descubierta en su intento, es a partir del diálogo que provoca este intento fallido, cuando Ión y Creúsa conocen la verdad. Por lo tanto, está ya en el Ión, la línea que desarrollará la crítica de la parresía como habla peligrosa y que desembocará en la separación de la parresía de la política, según expone Foucault. Posteriormente, en textos del siglo IV a. C., dice Foucault, el lugar de la parresía como decir libre y excesivo con efectos ambiguos, parece invertirse y la democracia 13 Ibid., p. 67. 14 Ibid.: «En la parresía, el enunciado y el acto de enunciación van a afectar, de una manera o de otra, el modo de ser del sujeto, y a hacer a la vez, lisa y llanamente que quien ha dicho la cosa la haya dicho efectivamente y se ligue, por un acto más o menos explícito, al hecho de haberla dicho». Se podría hacer un análisis de las distintas formas de dramáticas del discurso verdadero: el profeta, el adivino, el filósofo, el sabio. Desde el consejero, el ministro, el crítico y el revolucionario: digo la verdad en nombre de la revolución que voy a hacer y que vamos a hacer juntos. 15 Jacques Rancière: La palabra muda. Ensayos sobre las contradicciones de la literatura. Buenos Aires: Eterna cadencia 1998, p. 230. 16 Eurípides: Tragedias, vol. II. Madrid: Gredos 2002, p. 1005.

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se presenta, entonces, como el lugar donde la parresía (el decir veraz, el derecho a dar la propia opinión y el coraje de oponerse a la de los otros) va a llegar a ser cada vez más imposible y, en todo caso, peligrosa.17 Se crea así una desconfianza con respecto a la parresía. Uno de los ejemplos clave de esta desconfianza de la parresía, lo encuentra Foucault en Isócrates, al comienzo del discurso «Sobre la paz» (año 355 a. C, acápite 13). Se alude allí a los oradores a quienes los atenienses escuchan con complacencia. Pero esas personas que se levantan a hablar son dice Isócrates: «borrachos, gente que no obra con juicio, insensatos». En este libre hablar de la democracia, se encuentran pues discursos veraces, discursos falsos, opiniones útiles y nefastas, nocivas; hombres dedicados a la ciudad, hombres insensatos, buenos y malos, todo se yuxtapone, se entremezcla en el juego de la democracia. Se advierte entonces que la parresía es un peligro para la ciudad.18 Y es que el discurso veraz no se impone al falso en democracia. Lo que está señalando Isócrates es el principio de la oposición cuantitativa o principio de la escansión de la unidad de la ciudad, sobre el que se fundamenta la desigualdad política, ontológica y moral. Para ejemplificar esta falta de separación y de confusión que la parresía provoca en democracia, Foucault retoma el texto atribuido falsamente a Jenofonte19: «La República de los atenienses». Se trata de una parodia de la democracia de descendencia aristocrática. Este texto supone un alegato del principio de desigualdad política, a saber, como Aristóteles argumenta en su Política: que hay por naturaleza esclavos para quienes ser gobernados por una autoridad es una ventaja, y ello porque no todos participan de la razón del mismo modo (principio de desigualdad cognoscitiva), y en el caso del pseudo-Jenofonte, además porque esta falta de raciocinio coincide con la maldad.20 El Pseudo-Jenofonte distingue dos tipos de gobierno: por una parte, el gobierno de los más sensatos y honestos, en el que a los locos (los que carecen de cabeza) no se les deja hablar, ni participar en la asamblea, ni emitir su opinión, y lo que reina en estas ciudades es la eumonía (la buena constitución, el buen régimen). Por otra parte, el gran mérito de Atenas, dice con ironía el autor clásico, sería precisamente no haberse dado el lujo de la eumonía y no haber impedido a los locos entrar en la asamblea. El mérito de la democracia es no haber aceptado tales restricciones. El problema 17 Michel Foucault: El gobierno de sí, p. 43. 18 Ibid., p. 44. 19 Atribuido a Jenofonte, Textos menores. 20 Sobre la posterior relación entre sinrazón y perversidad encontramos otros textos del autor que abundan en lo que sería el «sujeto peligroso». Entre otros, puede consultarse La vida de los hombres infames.

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es que si los mejores toman las decisiones entonces los mejores no hacen sino servir en su propio interés. Mientras que en la democracia los que toman las decisiones son los más numerosos, no los mejores. Quieren ser libres y decidir por ellos mismos, pero ellos, que son la mayoría, que no coinciden con la minoría de los mejores, son los peores. Y por lo tanto quieren lo malo, para ellos y para la ciudad.21 Por causa de esta desconfianza, parresía y política se separan, y el parresiastés se transformará en lo que Derrida denomina el farmakeus. En el análisis que Jacques Derrida dedica al diálogo platónico Fedro, en «La farmacia de Platón», el fármacon reconcilia dos sentidos opuestos: el de cura y veneno al mismo tiempo (y no ya separadamente como sucedía en el Ión de Eurípides: donde Creúsa podía decidir qué palabra usar, porque las gotas estaban separadas y cada una tenía su función, como respondió explícitamente Creúsa a la pregunta del anciano). En este texto, expone Derrida, que Sócrates tiene, a menudo, en los diálogos de Platón, el rostro del farmakeus. En varios diálogos, como en el Banquete, se habla del poder como un embrujo que ejerce Sócrates a través de las palabras. El fármacon socrático actúa también como el veneno más terrible, pues su huella invade el alma, transformándola (performatividad). Esta habla demoníaca arrastra a la locura filosófica y a transportes dionisíacos. En otras ocasiones, provoca una especie de narcosis, como en el Menón. Por esa dualidad contenida de opuestos, la utilización del fármacon se puede incluso volver en contra del que lo usa. Y Sócrates es expulsado primero a los límites de la ciudad, y sacrificado después como protección autoinmune de la ciudad, en un intento de recuperar la unidad del cuerpo político.

2 Parresía y disidencia en la literatura moderna La relación de la parresía con la literatura moderna es amplia y la encontramos en el origen mismo de ésta. La parresía, en su sentido etimológico, como decir excesivo, verdadero, e igualitario, tras ser expulsada de la política en la época clásica, no sólo habría encontrado, como explica Foucault, una línea de continuidad en la filosofía socrático-platónica y posteriormente en la pastoral cristiana del cuidado de sí. La parresía habría trazado una línea discontinua en relación con la sinrazón y la literatura moderna, proyectando sobre ella su dimensión política. La base de esta afirmación está, por una parte, en la derivación que el 21 Michel Foucault: El coraje de la verdad. El gobierno de sí y de los otros II. Madrid: Akal 2014, p. 50.

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diálogo socrático tuvo en la sátira menipea, y por otra, en la transformación de la parresía en la filosofía cínica como modo de vida. Bajtín mismo ya había señalado la sátira menipea entre los géneros cómico-serios de la antigüedad clásica que prepararán la visión carnavalesca del mundo y de la novela moderna dialógica en Problemas de la poética de Dostoievski.22 Cito aquí sólo dos casos de la literatura moderna que sin duda son herederos de esta tradición, y que además recogerían igualmente este anudamiento entre habla franca y peligrosa representada por la metáfora del veneno o la enfermedad que encontrábamos en el Ión y en el Fedro. Se trata, por una parte, de la novela corta cervantina «El licenciado Vidriera» y por otro de El idiota de Dostoievski. Los rasgos que la novela breve de Cervantes comparte con la parresía, son, por una parte, el personaje del licenciado como parresiastés y, por otra, la estructura aforística de la novela breve: no voy a entrar en las implicaciones del género aforístico con un decir democrático, porque ya lo hice en «Aforismo y Paradoja. El caso de Carlos Pujol». Allí, en la línea de otros especialistas como Ottmar Ette (2009),23 señalaba que el aforismo, como microforma, permite, en su condición fractal, decirlo todo, sin agotar el tema, sin cerrarlo.24 El propio Foucault ha señalado en el Gobierno de sí y de los otros que no se puede determinar la forma de la parresía, pero que en muchas ocasiones coincide con el aforismo.25 El aforismo se encuentra además en las antípodas, por una parte, de la verdad oracular, esa verdad sagrada y cerrada, y por otra de la ley: El aforismo se sitúa del lado de la política, mientras que la ley lo haría del estado. Y precisamente, el personaje cervantino es licenciado en leyes. Pero en su primera época como licenciado en leyes, ingiere un filtro de amor, por el que quedó «sano y loco» al mismo tiempo: combina una agudeza excepcional y la locura de pensar que su cuerpo era de vidrio.26 El juego entre sinrazón y verdad del cuerpo transparente de Vidriera resulta evidente.

22 Mijail Bajtin: Problemas de la poética de Dostoievsky. México DF: Fondo de Cultura Económica 1979, p. 157. 23 Ottmar Ette: Nanofilología: todo el universo en una sola frase. In: Iberoamericana IX, 36 (2009), p. 81–85. 24 Azucena González Blanco: Aforismo y Paradoja. El caso de Carlos Pujol. In: Ínsula, 801 (2013), p. 25–26. 25 Michel Foucault: El gobierno de sí, p. 57. 26 Dostoievski: El idiota: «Sólo le sanaron la enfermedad del cuerpo, porque quedó sano y loco de la más extraña locura que entre las locuras hasta entonces se había visto. Imaginase el desdichado que era todo hecho de vidrio […]. Decía que el vidrio, por ser de materia sutil y delicada, obraba por ella el alma con más prontitud y eficacia que no por la del cuerpo, pesada y terrestre. Quisieron algunos experimentar si era verdad lo que decía, y así, le preguntaron muchas y difíciles cosas, a las cuales respondió espontáneamente con grandísima agudeza de ingenio: cosa

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Por otra parte, en el caso de la novela de Dostoievski El idiota, la relación con la parresía se establece, por una parte, en el personaje del príncipe Myshkin que también se insertaría en la tradición del parresiastés: personaje con una educación entre el autodidactismo y la experimentación pedagógica, es catalogado a lo largo de la novela de: enfermo, artista, filósofo, loco, idiota, y demócrata. Myshkin es el personaje que no teme decirlo todo y que se identifica con su decir. Y por otra parte la parresía se presentaría en la estructura misma de la novela de Dostoievski, que como Bajtín describió ampliamente en Problemas de la poética de Dostoievski, es una novela polifónica,27 que rompe con la estructura orgánica del cuerpo del texto unitario.28 De este modo, la novela moderna habría heredado de la parresía, de su decir excesivo e indiferenciado, sus consecuencias políticas. El realismo literario, como afirma Rancière, supone el fin del orden representativo, no su cumbre, precisamente por el decir excesivo de la novela moderna. El exceso en el decir de la novela moderna es la oposición de un todo a otro. Marca la ruina del tipo de un todo que estaba en armonía con la estabilidad del cuerpo social. Y ello, porque este realismo excesivo marca: «la pérdida de la proporción poética que estaba estrictamente ligada a la jerarquía social». Este exceso tiene para Portmartin, dice Rancière, un nombre político: se llama democracia. Por lo tanto, la herencia de la tradición de literatura y parresía, y la concepción de Rancière de la literatura moderna, coinciden en que: opone a las normas de la poética representativa, la indiferencia de la forma con respecto a su contenido. Y a la idea de la poesía-ficción, la de la poesía como modo propio del lenguaje. Ambos principios oponen a la mímesis de la palabra en acto, un arte específico de la escritura. El concepto de escritura en Rancière es particularmente cercano al de Foucault. Para Rancière y Foucault: escritura y literatura comparten su carácter contradictorio «puede ser palabra huérfana de todo cuerpo capaz de conducirla o atestiguarla; y puede ser, por el contrario, jeroglífico que lleva la idea de escritura en su propio cuerpo.29 Pero a este carácter contradictorio de la que causó admiración a los más letrados de la Universidad y a los profesores de la medicina y filosofía, viendo que en un sujeto donde se contenía tan extraordinaria locura como era el pensar que fuese de vidrio, se encerrase tan grande entendimiento que respondiese a toda pregunta con propiedad y agudeza», p. 117. 27 Véase M. Bajtin: Problemas: «La pluralidad de voces y conciencias independientes y no fusionadas, la auténtica polifonía de voces de pleno valor, es realmente la particularidad fundamental de las novelas de Dostoievski. En sus obras no se despliega una multitud de caracteres y destinos en un único mundo objetivo a la luz de una única conciencia autoral», pp. 6–7. 28 Al propio Myshkin se le critica su diálogo «descompensado», no muy lejos de la crítica que Cipión realizaba a Berganza en «El coloquio de los perros». 29 Jacques Rancière: La palabra muda, p. 21.

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escritura, Foucault añade una dimensión performativa que encontramos en su concepto de literatura, y que es otro de los rasgos fundamentales de la parresía; al que Rancière enfrenta la mudez y la suspensión de la literatura. Ello va a marcar del mismo modo una distancia en su concepto de verdad pues, si ambos coinciden en que lo real no deja de ser una construcción histórica sobre la que es posible incidir lingüísticamente, la verdad del lenguaje en Foucault tiene que ver con la parresía como poder-decir, mientras que en Rancière la verdad recupera el sentido etimológico de aletheia, en tanto que la literatura es un dar a ver, en su potencialidad pura: Escribir es ver, poner las cosas en el puro medio de su visión, es una manera «absoluta» de ver, es decir «una manera de ver que no tiene otra relación con ellas que no sea el ver, ni tiene idea alguna sobre ellas que se aparte de la idea «de ellas».30

Y, en definitiva, para Rancière, la literatura tiene que ver «con la democracia en tanto que la democracia es en principio la invención de palabras mediante las cuales aquellos que no cuentan se hacen contar y empañan así el ordenado reparto de palabra y mudez que había de la comunidad política».31 Y de manera semejante, la crítica a la parresía en el seno de la democracia, si recordamos el texto citado de «La democracia de los atenienses», se fundada en la indistinción entre la masa y el grupo de los pocos, en la apertura de todos los discursos en la asamblea, o principio de igualdad.

Bibliografía Bajtin, Mijail: Problemas de la poética de Dostoievski. México: Fondo de cultura económica 1979. Castoriadis, Cornelius: La ciudad y las leyes. Lo que hace a Grecia, 2. Seminarios 1983–1984, La creación humana III. México: Fondo de cultura económica 2008. Cervantes, Miguel de: Las novelas Ejemplares, vol. 2. Madrid: Castalia 1992. Derrida, Jacques: La farmacia de Platón. In: La diseminación. Espiral: Madrid 1997, pp. 91–261. Dostoievski, Fiodor: El idiota, vols. 1 y 2. Alianza: Madrid 2011. Ette, Otmar: Nanofilología: todo el universo en una sola frase. In: Iberoamericana 9, 36 (2009), pp. 81–85. Eurípides: Tragedias, vol. II. Madrid: Gredos 2002. Foucault, Michel: La vida de los hombres infames. Buenos Aires: Museo de Buenos Aires 1977. Foucault, Michel: El gobierno de sí y de los otros. Madrid: Akal 2011.

30 Ibid., p. 139. 31 Ibid., p. 68.

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Foucault, Michel: El coraje de la verdad. El gobierno de sí y de los otros II. Madrid: Akal 2009. González Blanco, Azucena: Aforismo y Paradoja. El caso de Carlos Pujol. In: Ínsula. Revista de letras y ciencias humanas 801 (2013), pp. 25–26. González Blanco, Azucena: Razón y Sinrazón en «El licenciado Vidriera», «El casamiento engañoso» y «El coloquio de los perros». In: Confluencia. Revista Hispánica de Cultura y Literatura 28, 2 (2013), pp. 180–195. Nietzsche, Friedrich: Ecce Homo. Madrid: Alianza 1971. Rancière, Jacques: La palabra muda. Ensayos sobre las contradicciones de la literatura. Buenos Aires: Eterna Cadencia 1998. Rancière, Jacques: La partición de lo sensible. Buenos Aires: Prometeo 2000. Rancière, Jacques: Política de la literatura. Buenos Aires: Zorzal 2011.

Miguel Corella

Metáforas de la política El capítulo plantea una aproximación al concepto político de «multitud» buscando el contrapunto con el de «anonimato». Con esta pareja de conceptos se intenta expresar la dialéctica entre la multiplicidad de movimientos de los singulares que componen la multitud y el movimiento de ésta como un todo. Los referentes centrales para esta aproximación son las aportaciones de Antonio Negri y Jacques Rancière, mientras que el tema se aborda desde una perspectiva en la que se cruzan la estética y la política. Por ello y partiendo del grabado de Abraham Bosse para la edición de El Leviatán de Hobbes, se estudian algunas imágenes que en el arte contemporáneo han representado metafóricamente la idea de multitud mostrando su potencialidad para definir los rasgos del demos como sujeto político. Estás imágenes se agrupan en torno a diversas metáforas, algunas procedentes del ámbito de la biología, como la del hormiguero; otras son de orientación funcionalista, como la de la red o sistema-red, o provienen de la física, como la del clinamen; mientras que otro grupo plantea la representación simbólica de la multitud a partir de un personaje particular y anónimo. Finalmente se analizan las implicaciones evolucionistas o deterministas que conlleva el recurso a algunas imágenes de la multitud y se propone evitar conceder un estatuto ontológico a lo que no son más que metáforas, es decir, herramientas retóricas útiles para orientar la acción política que proyectamos sobre la realidad a la manera en que las fábulas y relatos han construido secularmente nuestra concepción de la esfera política.

1 La multitud de movimientos y el movimiento de la multitud Tratándose de las metáforas de la multitud, creo obligado comenzar por la que funda la filosofía política moderna: el grabado de Abraham Bosse para la edición de El Leviatán de Hobbes de 1651.1 En una época marcada por el surgimiento de grandes movimientos de masas enfrentados en las guerras de religión,

1 Imagen 1. Miguel Corella, Universitat Politècnica de València https://doi.org/10.1515/9783110624137-005

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el estado-nación se propone como poder único y absoluto, capaz de reunir las fuerzas militar y religiosa simbolizadas por la espada y el báculo. La cita del libro de Job que encabeza este frontispicio, Non est potestas super terram quae comparetur ei, inviste al soberano con una legitimidad sagrada al presentarlo como cumplimiento de la profecía bíblica, como poder salvífico capaz de redimir a la humanidad después de cien años de catástrofes que sólo parecían anunciar el apocalipsis. El advenimiento de este Leviatán, auténtico katechon, señala el inicio de un tiempo nuevo en el que la catástrofe puede convertirse en salvación. ¿Qué papel se le asigna a la multitud en esta imagen? Sin duda destaca la idea de que sólo el soberano es capaz de dar forma a un amasijo de cuerpos que, de otro modo, no sería más que materia informe. Así podemos imaginar que, sin la figura que los contiene, esa masa se diluiría, ya no como la estatua de piedra con pies de barro soñada por el rey Nabucodonosor, sino todo ella una masa de barro blando. Podemos decir, por tanto, que este grabado nos presenta dos cuerpos: por una parte el cuerpo orgánico del soberano, por otra, la multitud de cuerpos de los súbditos. De un lado el cuerpo reunido, organizado y sólido, de otro, la masa dispersa, desorganizada y líquida. Podemos imaginar que un hormigueo constante rige el movimiento de esta multitud de cuerpos que, sin embargo, permanece quieta una vez sometida por el Leviatán. Los mil conflictos de una guerra de todos contra todos quedan así pacificados y la energía desperdiciada en la lucha queda dispuesta para ser encauzada hacia alguna finalidad. El cuerpo del soberano acumula de este modo una energía potencial lista para moverse en alguna dirección que sólo la cabeza conoce. Dos cuerpos, pues, y dos movimientos, el hormigueo caótico de la multitud de singulares y el pueblo unido que se dirige en alguna dirección. De un lado, la multiplicidad de movimientos de los singulares que chocan entre sí de forma, podríamos decir, puramente mecánica; de otro, el movimiento del todo que obedece a una finalidad externa impuesta por la cabeza del estado que otea el horizonte. ¿Cómo se ha representado este doble movimiento, el de los múltiples singulares y el de la multitud única, el del todos y cada uno frente al del todos-Uno?, ¿qué imágenes han expresado el movimiento de los anónimos y el movimiento de la multitud? No puedo detenerme ni siquiera en una mínima historia de las imágenes de la multitud y les propongo un salto abrupto a dos fotografías.2 La primera de ellas capta una de las manifestaciones de 2013 en Estambul en protesta contra la intención del gobierno de destruir el parque Taksim Gezi para construir un centro comercial y son un ejemplo de los muchos movimientos ciudadanos recientes que

2 Imágenes 2–3.

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la prensa a agrupado en metáforas como la de la primavera (primavera árabe, ucraniana…) o la marea (roja, naranja, verde…). El rasgo común a estos movimientos es la irrupción de un nuevo sujeto político que desborda las viejas formas de representación política. Ya no se trata de un grupo que recorre las calles de un punto a otro de la ciudad, sino de una multitud que simplemente ocupa la plaza. Tampoco se movilizan por una consigna concreta ni portan carteles con lemas o reivindicaciones, sino que en muchas ocasiones su acción es más bien silenciosa y hasta muda: dicen simplemente «basta ya» o «no nos representan» y con ello su intención es desautorizar los discursos antes que proponer uno nuevo. La multitud tomaba la calle convirtiendo la pura presencia en una afirmación de soberanía. Por supuesto, las protestas provocaron la reacción del gobierno que convocó manifestaciones de apoyo como las que se muestran en la segunda fotografía. Confrontando las dos imágenes se nos hará evidente la diferencia entre el cuerpo del todos-Uno (el pueblo organizado en un estado nacional) y el de la multitud de anónimos. Las fotos de Thanassis Stavrakis para Associated Press muestran las manifestaciones opositoras en la plaza Taksim, en las que la multitud no hace más que convertir su pura presencia en la calle, algo no muy diferente del diario flujo de personas en la plaza, en un acto simbólico. Diríamos que con ello los manifestantes llevan a cabo una performance (su acción tiene mucho de teatral), destinada a reafirmar la presencia cotidiana de la multitud en la plaza. Pero si estas acciones, mezcla de propuesta estética y de reivindicación política, desbordan como decíamos los cauces de la representación para destacar la simple presencia, las fotos aéreas de Cumhur Aygun muestran la pervivencia del viejo símbolo del Leviatán: en una de ellas la multitud conforma la cabeza de Ataturk, el fundador de la patria del que proviene la legitimidad del gobierno; en otras fotografías tomadas por Aygun y que circularon en prensa, la bandera nacional con la media luna sustituye al báculo y la espada. De un lado los viejos símbolos se mantienen aún vivos, de otro, parece no haber un símbolo adecuado para representar a la multitud de singulares anónimos. Ante la multitud de cuerpos de las fotos de Stavrakis la imaginación se esfuerza en encontrar una figura que de forma al movimiento caótico de los singulares y el entendimiento no alcanza a proponer un concepto que organice el flujo de sensaciones o anticipe la dirección hacia la que los múltiples movimientos se dirigirán. Sin embargo, alguna de las fotografías de la plaza Taksim desborda esta oposición quizás demasiado simple entre presencia y representación o entre lo real y lo simbólico. Así ocurre con las que documentan la performance llevada a cabo por el-coreógrafo turco Erdem Gunduz en esta plaza de Estambul.3 Frente

3 Imagen 4.

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al movimiento de la multitud que como un río inunda las calles con banderas al viento en las manifestaciones oficiales, Erdem Gunduz permanece completamente quieto y en silencio invitando a cualquiera a sumarse a su paradójica acción muda y detenida.4 El extraño baile sin movimiento de este coreógrafo, remarca la idea de que, como dijera Jean-Luc Nancy, la esencia de la danza es precisamente señalar la presencia del cuerpo puesto de pie sobre la tierra.5 La ausencia de mensaje explícito alguno enfrenta la simple presencia en la calle a todo discurso político y a cualquier forma de representación, tanto en el sentido estético del término como en el político. Con todo esto, la performance de Erdem Gunduz constituye un ejemplo de lo que con Rancière denominaríamos política de la estética, un cuestionamiento del reparto (partage) de voces y espacios pues, al ocupar la plaza en silencio, el manifestante destaca el hecho de que diariamente ese es el lugar de los anónimos ciudadanos que ahora se les pretende arrebatar. En la medida en que este paradójico bailarín inmóvil se convierte en símbolo de la multitud, su acción cobra un sentido directamente político, pues, podríamos decir con Rancière que en Erdem Gunduz el anónimo (la multitud de anónimos, el cualquiera…) toma rostro y se encarna en un sujeto.6 4 Esta forma de protesta política, iniciada en la plaza Taksim con la performance de Erden Gunduz y consistente en la ocupación del espacio público por personas anónimas que permanecen de pie y en silencio, ha tenido cierta resonancia como lo evidencia el hecho de que la plataforma colaborativa 15MPedia la incluya como una nueva forma de protesta con el nombre de Duran Adam. En relación a este tema resulta muy ilustrativo el video: Aerial footage of «standing man» protests at Taksim Square / Taksim’de Duranadam Protestosu [https://vimeo. com/68802135, acceso 25/06/2015]. 5 Para Elias Canetti el ritmo es originalmente un ritmo de los pies, con lo que el origen de la danza es el golpeo de los pies al caminar (Elias Canetti: Masa y poder. Madrid: Alianza 2013, pp. 38–39). Sin embargo para Nancy el origen y el rasgo propio de la danza es anterior al ritmo marcado por el paso y radica en la ocupación del espacio, en su delimitación a partir del suelo que el bailarín pisa: El suelo tiene ya el dinamismo en tensión de la danza: suelo batido, ritmado, suelo pisado y machacado, suelo de paso y de polvareda como una ruta que estaría enrollada sobre sí, la partida en la llegada, como un camino que no lleva a ninguna parte y a todas, un camino que no conduce sino a su flujo, a su marcha, un universo que se vuelve por todas partes hacia su propia expansión (Jean-Luc Nancy: Separación de la danza. In: La partición de las artes. Valencia: Pretextos 2013. En relación a este asunto puede verse también mi prólogo a este libro de Nancy titulado Técnicas del presente. Producción de presencia). 6 Jacques Rancière: Política y estética de lo anónimo. In: Sobre políticas estéticas. Barcelona: Universidad Autónoma de Barcelona 2005, pp. 82–83. La imagen quieta y muda del bailarín y la coreografía que se organiza en torno él entroncaría, en mi opinión, con un grupo de imágenes que en los escritos de Rancière han funcionado como metáforas del sentido político de la experiencia estética, imágenes en que los anónimos integrantes de la multitud se convierten en símbolos de la misma: cuerpos sin cabeza o cabezas sin cuerpo, como la Juno Ludovisi comentada

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La dialéctica entre la detención y el movimiento o entre la multitud de movimientos y el movimiento de la multitud se hace presente también en las imágenes pintadas durante décadas por Juan Genovés. Los pequeños cuerpos que pueblan sus cuadros parecen obedecer a impulsos centrífugos o centrípetos tal como lo hacen los manifestantes en las plazas de Estambul o de Hong-Kong. Desde los años 70 a la actualidad y con la crisis de los ideales socialistas en los que creyó, poco a poco las multitudes de Genovés han ido perdiendo la consistencia de un frente unido para dispersarse en pequeños puntos singulares que se mueven de manera desordenada. En este aparente caos sus cuadros abren un abanico de posibles metáforas de la multitud que podemos resumir en los títulos de tres de sus obras: Redes (2010), Tempo (2013) y Sintonía (2010).7 El primero de estos títulos introduce la metáfora de la red como si las pequeñas figuras del cuadro se vieran atrapadas y arrastradas por mallas invisibles. Este agrupamiento masivo y un tanto violento se transforma en una imagen armónica en Tempo, como si los cuerpos de la multitud se organizaran en una coreografía que no necesita de director de escena, como si sus movimientos respondieran a un ritmo reconocible. Por último, en Sintonía una serie de líneas trazan las conexiones entre los individuos tejiendo una madeja o enjambre. El movimiento de la multitud que Genovés detiene en una instantánea y fija sobre el lienzo cobra vida en las instalaciones de la artista israelí Michal Rovner. De pronto los cuerpos y las cabezas de Genovés empiezan a desplazarse sobre el plano y casi toman volumen. Así ocurre, por ejemplo, en una de las secciones de la exposición de Rovner para la Bienal de Venecia de 2003 que consistía en la proyección de una animación sobre Placas Petri, esos discos de cristal que, puestos al contraluz, permiten ver el movimiento de la vida al microscopio.8 En un segundo video que documenta la exposición de la artista para la galería Ivory Press, el crecimiento de la multitud, como el de los microorganismos en un cultivo biológico, se propaga o contagia, siguiendo las leyes de la reduplicación, la clonación y, en definitiva, la multiplicación de lo idéntico.9 Las siluetas se duplican esta vez sobre la superficie de un libro o cuaderno de notas y los hombrecillos se desplazan sobre el papel como si fueran letras que siguen el trazo de la escritura. En síntesis podemos afirmar que las instalaciones de Michal Rovner trabajan sobre

por Schiller, el Torso Belvedere que inspirara a Winckelmann, o el retrato de Balzac sin cabeza de Rodin. He tratado estas cuestiones en Miguel Corella: La política de las imágenes en Jacques Rancière. In: Res publica 26 (2011), p. 95–113 [http://www.saavedrafajardo.org/Archivos/respublica/numeros/26/06.pdf, acceso 24/06/2015]. 7 Imágenes 5, 6 y 7. 8 Imagen 8. 9 Imagen 9.

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dos grupos de metáforas que, como veremos, aparecen también en los textos de Antonio Negri y de Jacques Rancière: de un lado, metáforas biológicas, como la del crecimiento de los microorganismos; de otro, la imagen de la multitud inscrita sobre las páginas de un libro. Ambas metáforas se fusionan entre sí de modo que el último vídeo que comentamos termina con la imagen de un enjambre formado por el cruce de las múltiples trayectorias de aquellas siluetas humanas que antes se inscribían en la superficie de un libro. El enjambre es precisamente una figura central en un libro reciente muy rico en el recurso a metáforas biológicas que interpreta en sentido político.

2 Metáforas de la física y la biología: redes, descargas, contagios Se trata de un estudio publicado por el Grupo de investigación @Datanalysis15m, coordinado por Javier Toret y que forma parte del Instituto Interdisciplinar Internet (IN3) que dirige Manuel Castells.10 El trabajo propone un análisis del 15M basado en el concepto de multitud conectada y en metáforas biológicas como la del enjambre. Trabajan a través de un análisis semántico de los mensajes en twitter y otras plataformas en el que detectan la presencia de determinadas emociones. A través de lo que, siguiendo a Manuel Castells denominan sistema-red, éstas se transmitirían por una especie de contagio vírico que ellos denominan contagio emocional. Como conclusión del análisis semántico de los mensajes del 15M afirman que el movimiento de la multitud poco tiene que ver con cómo pensamos procesos deliberativos y racionales sino que obedece a una dinámica de respuestas emocionales que van de la indignación al empoderamiento.11 Estas cargas y descargas emocionales explicarían el movimiento de la multitud por analogía con fenómenos naturales tales como los terremotos, rayos, tornados y otras formas de liberación de la energía acumulada. La metáfora biológica del contagio vírico se transforma de este modo en la más abstracta idea de una energía emocional. La tecnopolítica, término que da título al libro, consistiría entonces en el reconocimiento de la ocasión en que la energía acumulada en el movimiento autónomo de la multitud puede dar lugar, como ocurre en un terremoto o un 10 Javier Toret (coord.): Tecnopolítica: la potencia de las multitudes conectadas. El sistema red 15M, un nuevo paradigma de la política distribuida. Barcelona: Universitat Oberta de Catalunya e Internet Interdisciplinary Institute (IN3) 2013. 11 Ibíd., p. 116.

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tornado, a un reajuste del sistema. La metáfora del equilibrio energético sirve entonces para explicar el acontecimiento político por antonomasia: la revolución. Como pensaba ya el viejo Maquiavelo, la multitud viva acumula constantemente energía y la virtud del político consiste en aprovechar la ocasión que la Fortuna le brinde para encauzar esa poderosa fuerza. El problema cuando intentamos encontrar un sentido en el movimiento de la multitud es que estamos proyectando inconscientemente nuestro propio deseo. Porque no se trata en esta tecnopolítica de proponer un fin que la multitud podría seguir, sino de postular que ella misma, de forma inmanente, define una trayectoria previsible, aunque los participantes no sean conscientes de ello. Es de destacar que lo que empieza siendo una metáfora, una imagen que, por analogía, nos permite reconocer figuras en la multiplicidad de movimientos se convierte en una afirmación ontológica según la cual la multitud se movería como un sistema, obedeciendo a una lógica funcional y a los principios de la termodinámica. En mi opinión, esta idea de la multitud constituye lo que Jacques Rancière ha denominado teleología inmanente, porque confía en que la multitud autorregule su movimiento como un perfecto ecosistema y en que el impulso de reproducción y contagio que la anima funcione como un reloj perfecto sin necesidad de postular la existencia del relojero. El reloj sin relojero o la teleología sin teología sustituyen de este modo al viejo modelo del Leviatán. La metáfora de la multitud que da nombre al conocido libro de Hardt y Negri12 pretende explicar las formas de dominación en la época del capitalismo postfordista así como los nuevos modos de resistencia al poder. Multitud es el término que da nombre al nuevo sujeto político en construcción que sustituye a la clase obrera, sujeto que correspondía al viejo capitalismo fordista y que ahora se ha difuminado con la globalización de la economía. La condición de posibilidad para dar cuenta de un modo unitario tanto de las nuevas formas de dominación como de resistencia es el análisis del actual modo de producción en el que la plusvalía ya no se genera en términos de tiempo de trabajo abstracto y cuantitativo, sino como expropiación de un conocimiento surgido de habilidades comunicativas y emocionales que son patrimonio del común. De acuerdo en buena medida con el análisis de Paolo Virno, Hardt y Negri convendrían en que la plusvalía se origina en la expropiación de un valor común constituido por las facultades lingüístico-comunicativas comunes a la especie, aquello que Virno denominaba general intellect.13 12 Michael Hardt y Antonio Negri: Multitud. Guerra y democracia en la era del imperio. Madrid: Debate 2004. 13 Paolo Virno: Gramática de la multitud: Análisis de las Formas de vida contemporáneas. Madrid: Traficantes de sueños 2003, p. 42.

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Al explicar el sentido de este intelecto común, también Hardt y Negri recurren a metáforas biológicas creyendo encontrar en las ciencias naturales una validación de sus propias teorías políticas. Así afirman que: Parece como si algunos desarrollos científicos siguieran un camino paralelo al de nuestras propias reflexiones.14 La cuestión es: ¿cómo hemos de entender esta afirmación?, ¿qué estatuto tienen en la argumentación de Hardt y Negri estos paralelismos entre la filosofía o la economía política de un lado y las ciencias naturales por otro? Como veremos inmediatamente, nuestros autores echan mano de algunas metáforas biológicas, como el enjambre y el hormiguero trasladándolas del ámbito de las ciencias naturales al de la política. Pero ¿se trata simplemente de analogías que permiten visualizar conceptos abstractos con un valor explicativo y didáctico o se afirma una identidad estructural?, ¿hemos de entender este recurso a las metáforas como una estrategia retórica o como una afirmación ontológica? Encontramos una primera respuesta a estas preguntas en el capítulo «La inteligencia del enjambre» que aborda la idea de un intelecto común recurriendo a metáforas como el hormiguero, el enjambre y la bandada de pájaros. Sin embargo, los autores platean una cautela destinada a impedir cualquier interpretación teleológica y afirman: «No desearíamos dar la impresión de que las formas de resistencia se suceden con arreglo a alguna evolución natural o línea preestablecida».15 Pero… ¿es posible desprenderse del paradigma de la evolución natural y la línea preestablecida manteniendo metáforas biológicas como la del enjambre?, ¿es posible sortear la teleología, el evolucionismo y la confianza en que el desarrollo de las fuerzas productivas prepara el camino para una evolución que puede ser prevista y acelerada?, ¿en qué modo recurrir a la biología sin cargar con supuestos teleológicos? Podemos ensayar una respuesta a estas preguntas si entendemos la aclaración de Hardt y Negri como una diferenciación entre los usos metafórico y ontológico de las metáforas biológicas. Sin duda la metáfora del hormiguero resulta problemática pues no hay hormiguero sin reina, tal como en Hobbes no hay cuerpo político sin cabeza que lo organice y sin la coerción de los brazos armados. Esto obliga a pensar más bien en manadas que, como las de los peces o los pájaros, no se organizan jerárquicamente. Pero las bandadas se dirigen hacia algún lugar, siguen una línea y una trayectoria preestablecidas por lo que siguen siendo inapropiadas para dar cuenta de la libertad de acción de cada uno de los miembros de la multitud. ¿De qué hormiguero se trata pues?, ¿cómo hacer compatibles los movimientos de los anónimos con el movimiento de la multitud como un todo?

14 Michael Hardt y Antonio Negri: Multitud, p. 383. 15 Ibíd., p. 122.

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En este punto recurriremos a la contraposición entre dos metáforas que hemos expuesto ya al hilo de las instalaciones de Michal Rovner: de un lado, la que reconocía en el movimiento de la multitud la figura de un enjambre o un hormiguero; de otro, la que transformaba el movimiento de los singulares en el de las letras sobre el papel, convirtiendo a la multitud en un libro compuesto de páginas a hojear. Analizaremos brevemente el uso que de estas dos metáforas, el hormiguero y el libro, proponen respectivamente Hardt-Negri y Rancière y veremos que ambos recurren a la literatura del XIX y a la imagen que esta construyó de la revolución obrera.

3 Dos metáforas de la multitud: el hormiguero y el libro Hardt y Negri recuperan un pasaje de Rimbaud en que el poeta imagina a los revolucionarios de la Comuna de París como un zumbido u hormigueo, imágenes poéticas que, para nuestros autores, anticipan en el siglo XIX la nueva inteligencia juvenil y colectiva del XXI. Rimbaud se representa el movimiento de las masas que toman la calle en la Comuna como, dice exactamente, hormigueo de la carne, con lo que introduce una metáfora que permite imaginar un movimiento de la multitud no dirigida por cabeza alguna y no orientada por otra finalidad que el propio crecimiento inorgánico, desorganizado, rizomático podríamos decir. Es importante señalar que la imagen que se propone aquí no es la del hormiguero, que connota la idea de un orden perfecto que rige el movimiento del grupo, sino la del hormigueo, que remite al bullicio o al rumor de un movimiento caótico que no parece dirigirse a lugar alguno, sino que simplemente hierve o borbotea.16 La conclusión que podemos extraer es que la metáfora del hormigueo remite en última instancia a la animación y al movimiento bullicioso de la multitud y no a la idea de un movimiento dirigido y perfectamente coordinado. El rumor de la multitud se opondría de este modo a la voz única que característica del movimiento del cuerpo del Leviatán. Provistos de esta metáfora del hormigueo, Hardt y Negri pueden releer la imagen del cuerpo del Leviatán propuesta por Bosse para reconocer en el 16 La imagen del hormiguero puede asociarse a la de la colmena de abejas y ésta a la idea de zumbido, rumor y en última instancia refunfuño y queja, tal como propuso Bernard Mandeville en su conocida fábula The Grumbling Hive, or Knaves Turn’d Honest (1705). La idea del Grumbling Hive ha sido traducida al castellano por Alfonso Reyes y José Ferrater Mora respectivamente como La colmena refunfuñona y El panal rumoroso.

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movimiento de los singulares, el hormigueo de la carne y para con ello reintroducir una metáfora biológica que sustituye la idea de la subordinación jerárquica del miembros respecto del órgano, por la idea de un crecimiento espontáneo y vírico de la carne sin órganos. El fragmento dice así: Todo poder soberano forma necesariamente un cuerpo político en donde hay una cabeza que manda, unos miembros que obedecen y unos órganos cuyo funcionamiento conjunto sustenta al soberano. El concepto de multitud desafía esa verdad aceptada de la soberanía. La multitud, aunque siga siendo múltiple e internamente diferente, es capaz de actuar en común y, por lo tanto, de regirse a sí misma. En vez de un cuerpo político, en donde uno manda y otros obedecen, la multitud es carne viva que se gobierna a sí misma.17

En esta metáfora la carne (la multitud, la ciudadanía) estaría aprisionada y convertida en el cuerpo del capital.18 Se trataría entonces de imaginar lo que, liberada de estas ataduras, la carne podría producir gobernándose a sí misma. La metáfora del enjambre se transforma así en la del tejido vivo que, como si se tratara de un cultivo de células, crecería tal como nos proponía Michal Rovner en sus Placas Petri, en la forma que biólogos como Maturana y Valera denominaron autopoiesis, concepto que fue adaptado al ámbito de la sociología por Niklas Luhmann. De una concepción finalista de la biología, en la que el desarrollo de los organismos sigue una línea evolutiva, hemos pasado, de la mano de Hardt y Negri, a una visión del movimiento de la multitud, también inspirado por la biología, pero que concibe su crecimiento como una suerte de contagio en el que, al relacionarse con el entorno, cada célula se divide para dar lugar a nuevas unidades. Gracias a este impulso autopoiético, a esta tendencia de cada ser vivo a generar vida y gracias también a que ese mismo impulso vital se realimenta en el contacto con otros seres vivos, parece posible conciliar el movimiento de cada célula con el de las otras, tal como se coordina el movimiento de los peces y el del banco en el que se agrupan. Una suerte de energía universal parece animar entonces a cada uno de los miembros de la multitud en constante hormigueo y sobre esta metáfora se vislumbra la posibilidad de conciliar también el impulso vital que anima a cada uno de los trabajadores que, al participar en la producción postfordista, expande en red ese entusiasmo o energía emocional que define a la multitud conectada. Como veremos, este contagio emocional sólo puede afirmarse bajo el supuesto de que una cierta ley del equilibrio rige el intercambio de emociones e inteligencias evitando la amenaza de un choque violento del uno contra uno que atemorizaba a Hobbes. Como veremos más adelante, Hardt y Negri introducirán una nueva

17 Michael Hardt y Antonio Negri: Multitud, p. 128. 18 Ibid., p. 129.

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metáfora, la del clinamen, encargada de garantizar que el choque entre los singulares sea compatible con la generación de un ente colectivo y común, a la manera en que las voces se armonizan en un coro o el movimiento de los bailarines en una coreografía. Pero conviene previamente contraponer la metáfora del hormigueo de la carne a aquella otra que asimila el movimiento de la multitud al de las letras sobre el papel y al de las páginas en el libro. Jacques Rancière recoge esta última metáfora de un comentario de Gustave Geffroy a la gran obra inconclusa de Rodin Las puertas del infierno.19 Geffroy estaba sin duda en una situación óptima para comprender los vínculos entre las nuevas manifestaciones artísticas y los movimientos de masas del momento. Por un lado Geffroy empatizó con la figura de Auguste Blanqui, a quien podemos considerar como líder de la Comuna de París aun estando encarcelado, y al que dedicó su libro: L’enfermé: avec le masque d’Auguste Blanqui (1897). Pero, por otra parte, Geffroy fue probablemente el intelectual más próximo al impresionismo como muestran los hechos de que fuera el primer historiador del movimiento y el primer biógrafo de Monet, así como amigo y defensor de Rodin y de Cézanne, quien pintó su retrato Portrait de Gustave Geffroy (1895). Después de contemplar una de las versiones de Las puertas del infierno en una visita al estudio del artista, Geffroy afirmaba: «Detrás de la puerta hay una multitud, una multitud muda y elocuente, que habría que mirar, individuo por individuo, como se hojea y se lee un libro, deteniéndose en las páginas, las sangrías, las frases, las palabras». Las figuras de Rodin resultan ser de este modo la síntesis de infinidad de poses y gestos, actitudes y movimientos, tal como la escultura de Balzac hecha por el mismo Rodin es fruto también de un minucioso estudio anatómico del personaje y del mismo modo que los personajes y escenarios de las novelas de Balzac o de los retratos de Manet son resultado de un detallado análisis fisiognómico. Las esculturas de Rodin y los personajes de la novela realista o de la pintura impresionista son de este modo la imagen final que sintetiza un atlas de imágenes o un álbum de fotografías. Por otra parte, si la multitud representada en Las puertas del infierno ha de mirarse individuo por individuo, habrá de concluirse también, como afirma Rancière, que el nuevo sujeto colectivo nacido con la Comuna de París es: [...] un pueblo de individuos y que la metáfora del libro a hojear se dirige a ese pueblo republicano (…), pueblo de lectores o pueblo anónimo de la literatura.20 Rancière conecta 19 Jacques Rancière: El maestro de las superficies. In: Aisthesis. Escenas del régimen estético del arte. Santander: Shangrila 2014. 20 Jacques Rancière: El maestro de las superficies, p. 187.

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esta imagen de las hojas que componen un libro con el pueblo de Flaubert: una nueva clase de pueblo democrático, hecho (…) de mezclas de gestos insignificantes y momentos ordinarios, captados frase a frase como hojas igualmente atormentadas por el soplo personal del infinito.

Basándose por último en un comentario de Rilke, Rancière concluye con una afirmación que nos interesa particularmente ya que nos permite vincular la escultura de Rodin con el cuerpo del Leviatán. La escultura de Rodin, afirma, «renuncia al cuerpo orgánico, lo deshace y lo desmantela en una multiplicidad de unidades idéntica a una multiplicidad de gestos o escenas».21 La individualidad resultante, cada cuerpo de Las puertas, cada hoja de un libro, es portadora de la potencia del todo. La unidad de la obra, paradigmáticamente en Las puertas del infierno, no deriva del sujeto actuante, sino de la acción. Rancière afirma, no sólo a propósito de Rodin sino en general del arte de la época, que «propiamente hablando no hay formas. No hay más que actitudes, unidades formadas por los encuentros múltiples del cuerpo con la luz y con otros cuerpos».22 La materia informe que en el grabado de Bosse era sometida a la forma del cuerpo del Estado se transforma de este modo en pueblo constituido por el movimiento y el encuentro entre los particulares anónimos. Finalmente, la acción, el movimiento de los cuerpos y de la luz, remiten para Rancière a la vida. Vida primero en el sentido de Schopenhauer, vida que no quiere nada en oposición a la voluntad que se agota en la persecución de metas; puro movimiento sin fin y sin finalidad externa. Por ello podemos concluir que el objeto que representa o simboliza a la multitud ya no es el cuerpo sino la vida, que Rancière define como «una potencia infinita de invención de formas totalmente inmanente a los movimientos y los encuentros de los cuerpos».23 Sin duda la metáfora elegida por Rancière, la del libro como un todo que no puede prescindir de ninguna de sus páginas, preserva la libertad de movimiento de cualquiera, de todos y cada uno, frente a la unidad del movimiento del todo. A diferencia de la metáfora del hormigueo esta de las hojas del libro escapa a la objeción de que no hay grupo sin jefe ni división del trabajo: efectivamente todas las hojas son iguales y todos los particulares participan del mismo modo de la síntesis general con la que guardan cierto parentesco. Por otra parte y a diferencia del movimiento de las hormigas, que siempre responde a una determinada finalidad, el de los cuerpos de esa multitud que hay detrás de las puertas del

21 Ibíd., p. 189. 22 Ibíd., p. 191. 23 Ibíd., p. 195.

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infierno no obedece más que a su propia libertad. Finalmente el encuentro entre los cuerpos responde al azar y resulta de todo punto imprevisible. Es precisamente la defensa de este carácter imprevisible y azaroso del movimiento de los singulares lo que ha llevado a Rancière a distanciarse del concepto de multitud. En una entrevista concedida a Eric Alliez declaraba su preferencia por el término «pueblo» frente al de «multitud»,24 términos que, sin embargo, serán usados indistintamente en el texto dedicado a Rodin. El principal argumento era que el concepto de multitud substancializa lo que de otra manera no sería más que una multiplicidad de movimientos o devenires. De los movimientos aparentemente imprevisibles y azarosos de los singulares resultaría así un movimiento del todo con dirección y sentido previsibles. Tal supuesto, en opinión de Rancière, respondería a la «fobia contra la negatividad», es decir, a la dificultad para asumir la tensión irresoluble entre la igualdad y la identidad, la pluralidad y la unidad, la libertad y la necesidad. Mientras que la política se definiría por la necesidad de hacerse cargo de los conflictos, esta fobia contra la negatividad, implícita en el concepto de multitud, sería propia de lo que Rancière denomina metapolítica: para esta «lo esencial es la afirmación de una verdad del sistema dotado de su propia efectividad». De este modo, con independencia de la voluntad o consciencia de los singulares, sus movimientos responderían a la finalidad propia del sistema. Volviendo a las metáforas biológicas afirmaríamos así que sin necesidad de que las hormigas tengan noción alguna de su pertenencia al ser común, sus movimientos compondrían una acción orientada a la finalidad propia del hormiguero. Como decíamos, la teleología reaparece en estas metáforas biológicas a la manera en que según denunció ya Walter Benjamin, la teología reaparecía en el materialismo histórico en la forma del enano jorobado que movía los hilos del autómata ajedrecista. Como ya hemos aclarado y a pesar de su interés por la biología, Hardt y Negri pretenden escapar a toda forma de evolucionismo o determinismo. La cuestión es si consiguen efectivamente evitar la teleología inmanente que Rancière creyó reconocer en el concepto de multitud. En este punto hemos de introducir la metáfora del clinamen, el concepto con el que pretenden conciliar la libertad de movimiento de los particulares con la generación de un movimiento del todo. De nuevo recurriremos a la comparación entre el uso de esta metáfora en las artes plásticas y en la filosofía política.

24 Jacques Rancière: Peuple ou multitude. Entretien avec Eric Alliez. In: Multitudes nº 9, mayo-junio de 2002 [http://www.multitudes.net/Peuple-ou-multitudes/, acceso 24/06/2015].

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4 Supervivencia de antiguas metáforas: clinamen y kairos El recurso a la metáfora del hormigueo de la carne en oposición al cuerpo orgánico del soberano y la comparación entre la comunidad política y los organismos vivos resume la que quizás sea idea central del libro de Hardt y Negri: que la multitud se articula a partir de la dialéctica entre biopoder y producción biopolítica. La carne sometida y organizada en miembros simbolizaría el poder del soberano, el biopoder; mientras que la carne liberada y en crecimiento viral o autopoiético simbolizaría a la multitud. Pero esta oposición entre biopoder y producción biopolítica no sería, proponen Hardt y Negri, más que una de las formas de la dialéctica entre el «anhelo de vida» y el temor a la muerte que recorrería la historia de la humanidad, dividida entre el impulso de la libertad y la amenaza de la tiranía. Partiendo de este marco general, el libro propone en sus últimas páginas una síntesis entre Lenin y Madison, es decir, entre la tradición comunista de la que proviene Negri y el pensamiento liberal de uno de los «padres fundadores» de los EEUU. Esta síntesis se levanta sobre una metáfora que cierra el libro, la metáfora del clinamen.25 Clinamen es el término latino que utiliza Lucrecio y con el que reinterpreta el atomismo de Epicuro. Se refiere a la desviación espontánea de la trayectoria rectilínea de los átomos, desviación que constituye el fundamento físico tanto de la agregación de los átomos, que al alterar su trayectoria lineal chocan y su unen, como de la acción libre, en la que el átomo deja de estar sujeto a la cadena causal.

25 Negri ha retomado está metáfora del clinamen en el artículo: El arte y la cultura en la época del Imperio y en el tiempo de las multitudes. In: Movimientos en el Imperio: pasajes y paisajes. Paidós: 2006. En línea: Ediciones simbióticas 2005. [http://edicionessimbioticas.info/El-artey-la-cultura-en-la-epoca, acceso: 24/06/2015]. Contrapone allí la dialéctica clásica a una nueva «dialéctica caótica» según la cual «los clinámenes son siempre intempestivos y excepcionales». Este modelo dialéctico permitiría reconocer en el cruce caótico de los movimientos la aparición del acontecimiento político: «Hoy el único problema que nos toca, cuando miramos las nuevas determinaciones culturales sobre el espacio imperial, es el de aprehender el cruce, la determinación del acontecimiento, las innovaciones que recorren el conjunto caótico de las multitudes». Juan Martin Prada ha aplicado la metáfora del clinamen de Negri al ámbito de la creación artística en la web 2.0 afirmando que: «…si la multitud «on line» está conformada por infinitos sujetos que como los átomos se mueven y encuentran según clinámenes siempre intempestivos y excepcionales, puede que sea una misión esencial de las prácticas artísticas el mostrar los potenciales emancipatorios que, aún dormidos, subyacen en la excepcionalidad y singularidad de esos clinámenes». (Juan Martín Prada: La creatividad de la multitud conectada y el sentido del arte en el contexto de la Web 2.0. In: Estudios visuales: Ensayo, teoría y crítica de la cultura visual y el arte contemporáneo 5 (2008) p. 74).

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Sin duda este concepto resulta sugerente en nuestra sociedad de la comunicación y el intercambio pues podría aplicarse a las multitudes de los cuadros de Juan Genovés, al modo en que se generan los contactos en twitter, a los encuentros de los paseantes en la gran ciudad o a las relaciones de intercambio económico. El escultor y artista sonoro Céleste Boursier-Mougenot ha montado diversas versiones de una obra titulada precisamente Clinamen.26 Todas estas instalaciones disponen diversos cuencos de porcelana blanca de diferentes tamaños que flotan en una piscina de un azul intenso. El agua se calienta para optimizar la resonancia acústica de los cuencos que son arrastrados por corrientes de agua y que al chocar producen sonidos que componen un paisaje sonoro. Según afirma Boursier estos clinámenes artificiales reproducirían tanto el movimiento impredecible de los átomos como los desplazamientos de los cuerpos celestes, de manera que una misma regla regiría las diversas capas del universo. Si, como se afirma en el texto de presentación de esta instalación en Australia, «la música es todo el tiempo la misma, y todo el tiempo diferente» y si, por otro lado, el montaje transmite la posibilidad de una circulación en el espacio y de una extensión en el tiempo infinitas, entonces la instalación es un buen ejemplo de esos sistemas autopoiéticos de que hablaban Maturana y Valera. En esta obra el artista-compositor construye un sistema auto-regulado para dejar que la propia lógica inmanente, con sus choques imprevisibles, cree el sonido. Con ello el autor pasa de compositor a oyente que escucha algo que es y no es su obra, obra que está, podríamos decir recurriendo a los términos de Jean-Luc Nancy, siempre en obra, nunca obrada. Leída desde una perspectiva política esta instalación podría simbolizar la utopía liberal de un intercambio armónico en el que el movimiento de los particulares generara, en el choque con sus iguales, una polifonía bien temperada y en perfecta afinación. Pero esta coreografía supone en la instalación de Boursier-Mougenot la existencia de un límite dentro del cual se organizan las órbitas de los pequeños planetas flotantes. Sin embargo, ¿cómo imaginar la resultante de estos movimientos en un cosmos sin límites?, ¿qué armonía celeste resultaría si las tres piscinas de la instalación rompieran las barreras y cada bote flotante se moviera en un único gran océano? Creo que la instalación de Boursier-Mugenot expresa a su manera la tesis básica del libro de Hardt y Negri: convencidos de que la globalización de la economía tiende a disolver las fronteras del estado-nación, confían en que de este 26 I magen 10. De entre las diversas puestas en escena de esta instalación, destacamos la de Melbourne y la titulada Variation/Variaçào en la Pinacoteca do Estado de Sào Paulo en 2009. Respectivamente: https://www.youtube.com/watch?v=RdCutpuUrX4 y https://www.youtube. com/watch?v=mpwBbm22_y0, acceso 24/06/2015].

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proceso resultará una armonización global del movimiento de las multitudes, por lo que la tarea política de nuestra era consistiría en favorecer el libre despliegue de estas fuerzas en contra de unas fronteras que son ya disfuncionales para el sistema interconectado global. Pero, ¿cuál será el momento en que estas barreras se rompan para que la multitud de comunidades genere una multitud global?, ¿cómo imaginar este acontecimiento? Es aquí donde el voluntarismo y al activismo leninista se imponen a la idea liberal de una autorregulación del movimiento de la multitud. Si tomamos la obra de Boursier-Mougenot como metáfora de la multitud, nos presentaría su movimiento como una armonía pitagórica regulada por las leyes de la física en una galaxia sin centro. Como hemos sugerido, esta instalación sonora en su perfecta armonía podría proyectarse sobre la teoría económica y política del liberalismo. La comunidad se mantendría en orden a condición de asegurar que nada alterara el libre movimiento de los ciudadanos ni lo que Madison denominaba su anhelo de vida. El cultivo de las virtudes republicanas garantizaría que el pueblo pudiera organizarse democráticamente y liberarse de la tiranía. Pero, reconociendo el anhelo de vida de Madison, Hardt y Negri proponían una síntesis con el voluntarismo político de Lenin: la tarea del revolucionario sería liberar este impulso vital de las barreras que lo someten a la dominación biopolítica. El movimiento de la multitud se identificaría entonces con esa exuberancia del amor y el deseo que se manifiesta en la alegría del ser en común. Se trataría, en buena lógica leninista, de estar atento al momento en que esa acumulación de deseo, pudiera dar lugar a un salto cualitativo, es decir, a la construcción de otro mundo posible. La función de la filosofía política consistiría en reconocer la oportunidad para ese salto, el momento en que frente al tiempo acumulativo de Cronos surge el tiempo del Kairos. Para Hardt y Negri el de Kairós sería (y aquí tenemos una nueva metáfora) «el instante en que la flecha abandona la cuerda del arco, el momento en que se ha tomado la decisión de actuar».27 El momento del clinamen es, podemos decir, el de la emergencia de lo reprimido, el de la irrupción del acontecimiento, es decir, de un suceso que rompe la linealidad acumulativa de Cronos para abrirse a la energía del Kairos. La práctica política revolucionaria consistirá en la decisión de dar el impulso final que libere la energía acumulada, soltando el arco que dispara la flecha. A la teleología inmanente se le suma así una expectativa redentorista y al tiempo del eterno retorno que regula el ritmo biológico de la comunidad se le añade la esperanza en la irrupción de un acontecimiento tan imprevisto como

27 Michael Hardt y Antonio Negri: Multitud, p. 405.

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deseado, que liberará el impulso vital que mueve a la comunidad de la jaula de hierro que lo aprisiona. Pero si realmente queremos evitar la idea de que las formas de resistencia se suceden con arreglo a alguna evolución natural o tendencia preestablecida, deberemos estudiar muy bien el estatuto que estas metáforas tienen en la teoría política. Una primera prevención consistiría en mantener el carácter metafórico, es decir, didáctico y retórico, de estas imágenes. «Metafórico» se opone aquí a «ontológico» a la manera en que la idea de progreso se presenta en Kant como un postulado de la razón y no como un concepto que refleja la estructura del ser. Creo que podemos estar de acuerdo en que los nuevos modos de producción favorecen procesos colaborativos, si bien su importancia en el conjunto de la actividad productiva es relativa. Así mismo las herramientas digitales de comunicación fomentan la participación activa del espectador borrando los límites entre el consumidor y el productor. Estar conectado es, sin duda, la exigencia de nuestro tiempo y, a la manera del imperativo categórico kantiano, el de la conexión es un imperativo puramente formal. Importa estar conectado y no perder la conexión e importa de forma categórica, no para conseguir algún propósito concreto, sino que la conexión constituye una finalidad por sí misma. El arte puede destacar este placer incondicionado que obtenemos de la comunicación y del sentir-con. Puede con ello destacar este incondicional anhelo de comunidad que pasa desapercibido cuando andamos persiguiendo metas concretas. Sin embargo, estas nuevas ocasiones para la conciencia del ser en común deberán seguir conviviendo por siempre con las formas propias del pensamiento instrumental y nada podrá, por principio, disolver esta diferencia entre la estética y la política. La confianza en que el desarrollo de los medios de producción camina en el sentido de un incremento de la comunidad deberá postularse en todo caso con las prevenciones kantianas: puede afirmarse como una perspectiva consoladora de futuro, como la mínima confianza en que nuestras acciones en pro del común puedan tener alguna recompensa, pero nunca como una tendencia garantizada por la realidad económica y productiva. La renuncia a toda forma de teleología debe constituir la primera afirmación soberana de una ciudadanía libre del Leviatán.

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Óscar Barroso Fernández

El humanismo como condición de la igualdad. A propósito de la distinción entre política y policía en Rancière Todo gran pensamiento es el desarrollo de y está trabado por una idea que nos da que pensar; permite que otros pensamientos crezcan desde él y contra él. Desde este punto de vista, este trabajo está construido desde Rancière y contra Rancière. Habitualmente, en las lecturas críticas solo se suele destacar el elemento negativo. Por mi parte quiero resaltar el positivo: mi ensayo no sería posible sin Rancière, no solo en el sentido obvio de que una crítica no existe si no existe el objeto que critica, sino en un sentido productivo: solo gracias a la crítica a Rancière ha podido crecer este, mi propio pensamiento. Sin duda, el gran pensamiento de Rancière es el principio de igualdad. Su condición de posibilidad es la eliminación de la distinción entre el que sabe y el ignorante. Si aquello a lo que nos referimos es a la igualdad política, la eliminación de esta distinción pasa a su vez por una separación de la política respecto de la policía (police),1 respecto del saber y, especialmente, esa forma de saber a la que llamamos antropología. Pues bien, a partir de esto, quiero referirme a una paradoja suscitada en mis lecturas de la obra de Rancière: si la separación de política y policía es una condición de posibilidad del principio de igualdad, aquella separación imposibilita esta igualdad. Expresado de otra forma: la igualdad de capacidad de cualquiera como principio del orden político, solo se puede sostener desgajando de este orden el discurso veritativo, pero sin la verdad, la igualdad se esfuma.2

1 Por policía no hay que entender el cuerpo de agentes armados encargados de mantener el orden y la seguridad, sino, más generalmente, y como recoge el diccionario de la RAE en una de sus acepciones, el «buen orden que se observa y guarda en las ciudades y repúblicas, cumpliéndose las leyes u ordenanzas establecidas para su mejor gobierno». 2 Cuando hablo de verdad, la entiendo en su sentido fuerte, es decir, desde el punto de vista de su conexión a ciertos criterios de objetividad y, sobre todo, me refiero a lo que los distintos saberes nos dicen sobre la naturaleza humana. No señalo a la verdad entendida como acontecimiento, constitutiva de lo político en Rancière. Tampoco me refiero al intento de Rancière de «verificar la igualdad de las inteligencias» (Jacques Rancière: El maestro ignorante. Barcelona: Laertes 2010, p. 12), y que él mismo describe como un problema relacionado con la voluntad y no con la verdad (ibíd., p. 90). Óscar Barroso Fernández, Universidad de Granada https://doi.org/10.1515/9783110624137-006

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Para justificar y explicar mi tesis, partiré de una exposición de las ideas de Rancière fundamentales para mi línea de argumentación. A continuación me haré cargo de la paradoja apuntada y de la manera de evitarla, que pasará por pensar la igualdad desde la antropología e intentar recuperar la figura del intelectual.

1 La separación de política y policía como condición de la igualdad y la emancipación en Rancière Para Rancière, la igualdad no constituye un ideal utópico, situado en un horizonte irrealizable, ni siquiera un proyecto plausible, porque no es algo a alcanzar, sino algo presupuesto en el origen. De hecho, escribe Rancière siguiendo a Jacotot, «quien coloca la igualdad como el fin a conseguir a partir de una situación desigualitaria la coloca de hecho en el infinito».3 La igualdad funciona como un a priori, una condición de posibilidad de la propia desigualdad.4 La desigualdad se basa en una igualdad última constituida por nuestra capacidad como seres hablantes. Esta igualdad, a su vez, posibilita la emancipación, en cuanto capacidad de sentir y pensar un destino diferente, trastocando, con ello, los lugares normalizados. Los sujetos políticos que surgen de los procesos de subjetivación no pueden ser identificados con ninguna figura o grupo social, como el proletario o la multitud. Ello por dos razones. En primer lugar, porque su forma de exclusión no tiene un sentido primordial económico, sino político. En segundo lugar y como consecuencia de lo anterior, porque aquellos que están a la base de tales procesos son precisamente los «sin parte». Por ello, la subjetivación política no consiste en el descubrimiento de una esencia o un rol propio, sino en la apertura de mundos

3 Jacques Rancière: El maestro ignorante, p. 11. 4 La terminología que uso es intencionalmente kantiana. El propio Rancière se ha apoyado en Kant para defender su principio de igualdad. A su juicio, la gran pregunta del filósofo alemán era «¿por qué vías puede pasar una igualdad de sentimiento que dé a la igualdad proclamada de los derechos las condiciones de su ejercicio real? La gran fuerza de los adversarios de la libertad es mostrarla inaplicable en razón de la desigualdad de las competencias y capacidades sociales» (Jacques Rancière: El filósofo y sus pobres. Buenos Aires: Universidad Nacional de General Sarmiento / INADI 2013, p. 205). Y es que para Kant «es posible separar lo común del sentimiento estético de los fastos de la dominación y de las competencias del saber» (ibíd.: p. 206). No es casual que Rancière haya construido sus ideas de emancipación e igualdad desde el campo estético.

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singulares, de nuevos campos de experiencia a partir de sujetos desregularizados, que rompen el orden natural de dominación a través de la institución de una parte de los que no tienen parte. Cuando Rancière se refiere a estos procesos de subjetivación suele utilizar el término «pueblo», opuesto al de «población» en tanto que constituye un suplemento respecto al recuento propio de ésta y de sus partes. «Pueblo» es entendido como el «nombre genérico para el conjunto de los procesos de subjetivación que buscan el efecto igualitario provocando un litigio en torno a las formas de visibilidad de lo común y a las identidades, las pertenencias y los repartos».5 A este litigio, Rancière lo ha denominado «desacuerdo» (mésentente): «un tipo determinado de situación de habla: aquella en la que uno de los interlocutores entiende y a la vez no entiende lo que dice el otro».6 Pero no se trata de un malentendido que descanse en la imprecisión de las palabras, sino de algo constitutivo de la política. El intento de acabar con el desacuerdo es uno de los objetivos de la policía. El desacuerdo es reducido a malentendido, y la «política» (reducida a lo policial) es entendida como la ordenación de la sociedad en base a las funciones y la distribución de los lugares que deben ocuparse de acuerdo a supuestas evidencias. Esto permite a Rancière hablar de «posdemocracia», resultado de la asimilación de democracia y consenso: los sujetos de la política son acotados como las partes de la sociedad y los conflictos entre ellas, que pueden ser solucionados a través de la especialización y la negociación. Por su parte, la verdadera democracia rompe el orden de evidencias de la posdemocracia, «hace ver lo que no tenía razón para ser visto»; muestra «la pura contingencia del orden».7 La policía, que obviamente incluye las formas de dominio, no es en sí misma algo negativo. Es decir, es posible pensar en formas más o menos justas de policía, y, por ello, es un terreno cargado de luchas sociales por determinados derechos. Lo social constituye un campo complejo en el que se mezclan las lógicas policiales y la política. Las conquistas sociales pueden tener forma policial, como una mejor redistribución de los ingresos nacionales, y forma política, en tanto que reconfiguración del común. La política, por lo tanto, no queda definida por las luchas por una mayor justicia o, dicho de otra forma, constituye un exceso respecto a las mismas. Para que una lucha policial se constituya como conflicto político, debe estar unida a la afirmación de la igual capacidad de cualquiera para decidir sobre los asuntos comunes.

5 Jacques Rancière: El tiempo de la igualdad. Barcelona: Herder 2011, p. 150. 6 Jacques Rancière: El desacuerdo. Buenos Aires: Nueva Visión 1996, p. 8. 7 Jacques Rancière: El desacuerdo, p. 45.

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Lo que hace política a una lucha es siempre el encuentro de lo policial y el principio de igualdad. Dicho de otro modo: no puede pensarse la política como estrategia de eliminación de la policía, ya que la requiere esencialmente al no ser más que lo que surge del enfrentamiento entre emancipación y policía. Sin policía no habría política: «La política no tiene objetos o cuestiones que le sean propios. Su único principio, la igualdad, no le es propio y en sí mismo no tiene nada de político. Todo lo que aquella hace es […] inscribir, en la forma del litigio, la verificación de la igualdad en el corazón del orden policial».8 Desde la distinción entre política y policía, Rancière ha podido tomar distancia de Althusser y Bourdieu. Respecto al primero, frente al discurso científico, de expertos, se refiere al discurso afirmativo del poder de la emancipación. Respecto al segundo, considera que recorrer el camino de la emancipación no consiste en dotar al pueblo de conocimiento a través de un proyecto educativo, porque lo que está a la base de la dominación del pueblo no es la falta de conocimiento de los mecanismos de dominación, sino la falta de una auto-percepción de los sujetos «como seres capaces de vivir algo diferente de ese destino de explotados y dominados».9 La emancipación no es cuestión de conocimiento, sino de verificación del principio de igualdad, de la capacidad de cualquiera para participar de los asuntos comunes. Ello significa, y he aquí a mi juicio el punto más débil de la posición de Rancière, que el principio de igualdad solo puede ser sostenido haciendo de la verdad un elemento residual en el ámbito de la política, terreno de la contingencia, de la opinión y, sobre todo, como ya afirmaba desde El maestro ignorante, lugar de la «virtud poética»: «Saber no es nada, hacer es todo».10 La sociedad política perfecta, la sociedad de los emancipados, «rechazaría la división entre los que saben y los que no saben».11 De esta forma, la capacidad del experto, la ciencia social y su ámbito veritativo, quedan relegados a la esfera policial. Rancière se ve obligado, para suprimir la fractura entre los que saben, los que tienen ciencia, y los que no, a apostar por la opinión frente a la verdad. Hay que matizar que en realidad no se trata de sustituir la verdad por la opinión, sino de encontrar un espacio donde las opiniones puedan ponerse en juego sin la vigilancia constante de la verdad. Ciertamente, la verdad sigue guardando una relación con la política, pero no como un aspecto esencial de ella, sino como su límite. Así, cuando la verdad alcanza a la política, esta deja de ser tal para metamorfosearse

8 Jacques Rancière: El desacuerdo, p. 47. 9 Jacques Rancière: El tiempo de la igualdad, p. 76. 10 Jacques Rancière: El maestro ignorante, p. 93. 11 Ibid., p. 101.

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en policía. Cuando desaparece el carácter polémico de los datos, cuando adquieren la forma de la objetividad, entramos en el terreno de lo policial.

2 La crítica al humanismo como condición de la política en Rancière Esta eliminación de lo veritativo del ámbito de la política obliga a Rancière a comprometerse con una forma de antihumanismo más radical que la del propio Foucault. Recordemos el debate entre este y Chomsky en 1971. Frente a la defensa por parte del segundo de la necesidad de construir un concepto de naturaleza humana que permitiera desarrollar una teoría social humanista, Foucault se preguntaba: «¿no se corre el riesgo de definir esta naturaleza humana […] en términos tomados en préstamos de nuestra sociedad, nuestra civilización, nuestra cultura?».12 Detrás de la pregunta no está sólo la crítica al occidentalismo, sino también al carácter ideológico del humanismo, constituido por conceptos que «forman parte de nuestro sistema de clases»; lo que significa que «no podemos, por lamentable que sea, servirnos de estos conceptos para describir o justificar una lucha que debería –y por principio debe– echar abajo los fundamentos mismo de nuestra sociedad».13 Esta oposición al humanismo será subrayada años más tarde en «¿Qué es Ilustración?»: «El humanismo sirve para embellecer y justificar las concepciones del hombre a las cuales está completamente obligado a recurrir».14 La conclusión está servida. Como escribe en «Sujeto y poder»: «Es probable que hoy en día el objetivo más importante no sea descubrir qué somos sino rehusarnos a lo que somos».15 Ahora bien, mientras que en Foucault la resistencia tiene un elemento veritativo por vía negativa, en tanto que muestra el carácter distorsionado de los ideales de humanidad asentados, en Rancière lo antropológico no aparece ni siquiera como negación. Sencillamente, la política no tiene nada que ver con ello.

12 Noam Chomsky/Michel Foucault: La naturaleza humana: justicia versus poder. Buenos Aires: Katz 2006, p. 62. 13 Ibíd., pp. 80–81. 14 Michel Foucault: Qué es la ilustración. In: Javier de la Higuera (ed.): Sobre la ilustración. Madrid: Tecnos 2003, p. 89. 15 Michel Foucault: Le sujet et le pouvoir. In: H.L. Dreyfus/P. Rabinow (eds.): Michel Foucault. Un parcours philosophique. París: Gallimard 1987, p. 308.

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Para Rancière, la única manera de asegurar las formas de subjetivación política pasaría por superar los límites del orden policial y antropológico; los límites que determinan lo que es posible: «Por subjetivación se entenderá la producción mediante una serie de actos de una instancia y una capacidad de enunciación que no eran identificables en un campo de experiencia dado».16 La subjetivación no es otra cosa que la cuenta de los incontados, «que vienen a hendir la unidad de lo dado y la evidencia de lo visible para dibujar una nueva topografía de lo posible».17 Con ello, Rancière está profundizando en una de las características más significativas del pensamiento posestructuralista. Para aquella generación de filósofos que Foucault caracterizó como la de los Temps Modernes (Sartre, Merleau-Ponty, etc., a los que podríamos añadir en España a Ortega o Zubiri), el posible se plantea siempre desde una determinada idea de naturaleza humana, desde un proyecto de vida. ¿Pero cómo pensar el posible a partir del momento en que Levi-Strauss para las sociedades o Lacan para el inconsciente extendieron la idea de que el «yo» era sólo un efecto de superficie?18 Paradójicamente, el posestructuralismo consigue recuperar el posible apropiándose, a través de la idea de acontecimiento, un término filosófico de Heidegger, pensador por excelencia de aquellos tiempos modernos: el Ereignis. Como muestran las siguientes afirmaciones, es claro que Rancière es un pensador del acontecimiento: «hay que salir de esa temporalidad de los objetivos, del futuro opuesto al presente, para pensar una temporalidad del crecimiento del presente»19; «podemos actuar políticamente sin tener una visión clara de una sociedad por venir».20 En la acción democrática surgen posibilidades y la virtud de lo político está en este mismo surgir, es decir, la virtud del posible no está en conducir a algo, sino en su mismo carácter de abierto.21 Pero, ¿cuál es el criterio desde el cual se produce la modificación de las representaciones de la naturaleza humana establecidas si toda medida es propia de la policía y no de la política? ¿No hay límites a estas modificaciones ni parámetros 16 Jacques Rancière: El desacuerdo, p. 52. 17 Jacques Rancière: El espectador emancipado. Castellón: Ellago 2010, p. 52. 18 Michel Foucault: Saber y verdad. Madrid: La piqueta 1991, p. 33 y ss. 19 Jacques Rancière: El tiempo de la igualdad, p. 241. 20 Ibíd., p. 244. 21 Esto parece ser una máxima del pensamiento de la diferencia desde Foucault que afecta no sólo a Rancière, sino a todos los pensadores que de una u otra forma entran en la onda de aquel pensamiento. He estudiado el asunto en referencia al paradigma biopolítico que actualmente se está produciendo en Italia, en: Patologías del criterio en la era de la Globalización. In: Luis Sáez/ Pablo Pérez/nmaculada Hoyos (eds.): Occidente enfermo. Filosofía y patologías de civilización. GRIN Verlag GmbH 2011.

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que permitan decidir veritativamente entre ellas? ¿Qué es lo posible desconectado de la experiencia veritativa de lo real? ¿No vuelve ello impotentes, inestables, las luchas políticas respecto a las lógicas policiales? Más allá de lo positivo de mostrar lo singular de la política respecto al régimen de verdad propio de lo policial y lo antropológico, debemos preguntarnos si es productivo inmunizarla de este régimen. Por mi parte, creo que este proceder acaba haciendo que la política entre en una dinámica abstraccionista y nihilista, respectivamente, una política descarnada y condenada a desempeñar un papel meramente negativo respecto a toda verdad y todo orden. Y, ¿cómo podría llegar a ser una política así concebida hegemónica? ¿Cómo podría llegar a trastocar efectivamente la conexión entre verdad y dominio? Utilizo el término «hegemonía» en sentido gramsciano. Al respecto, como ha visto Santucci, la verdad es fundamental para la política en Gramsci. Decir la verdad, de hecho, «constituye una necesidad política».22 Sin verdad no puede haber cambio hegemónico. En nuestras «democracias», las fuerzas hegemónicas camuflan sus intereses reales con el fin de obtener un consenso pasivo. Solo la verdad puede romper esta dinámica. Si esto es así, la emancipación pasa, frente a Rancière, por la conciliación de política y verdad. Dicho de otra forma: siguiendo la estrategia de Rancière, consistente en situar bajo la esfera de la policía todo lo que tiene que ver con el régimen de verdad y con lo antropológico, diría que una política pensada como resistencia o emancipación respecto al orden policial está condenada a no ser nunca hegemónica.23 A mi juicio, la única forma de superar este problema pasa por ir más allá de la separación radical entre política y policía para, a continuación, centrar la crítica en la tendencia policial a anular la política. Desde esta perspectiva, la pregunta que debería guiarnos es: ¿cómo pensar un orden del ser que no deje de

22 Antonio A. Santucci: Introducción. In: Antonio Gramsci: Para la reforma moral e intelectual. Madrid: Los libros de la catarata 1998, p. 14. 23 Žižek escribe al respecto: «Aunque estos autores (se refiere, además de a Rancière, a Badiou y Balibar) han realizado importantes progresos con respecto al punto de partida althusseriano (su mérito perdurable es que han avanzado sin quedar inmersos en la ciénaga posmoderna y/o desconstruccionista), parecen haber caído en la trampa de la política ‹marginalista›, aceptando la lógica de los estallidos momentáneos de una politización radical ‹imposible› que contiene las semillas de su propio fracaso y debe retroceder ante el orden existente» (Slavoj Žižek: El espinoso sujeto. El centro ausente de la ontología. Buenos Aires: Paidós 2001, pp. 252–3). Para ser justos con Rancière, habría que decir que aunque considera que desde la política no se pueden construir posiciones hegemónicas, sí que sirve para interrumpir provisionalmente el mecanismo de las ideologías. De hecho, como ha visto también Žižek, este tipo de subversión «constituye el núcleo mismo de la política, del acontecimiento verdaderamente político» (Slavoj Žižek: En defensa de la intolerancia. Madrid: Sequitur 2008, p. 25).

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ser político, que no pretenda poner fin al litigio y que tenga como su objetivo fundamental la emancipación? Seguramente, el término «policía» en cuanto tal, con toda la carga semántica adquirida desde los análisis foucaultianos, no ayuda a despejar el terreno. Por ello me voy a referir, más bien, al intento de inclusión de lo veritativo (más concretamente, inclusión de lo antropológico) en la política.

3 Política e ideas de humanidad Parto de la convicción de que aquello que está en litigio político son ideas e ideales concretos del ser humano,24 y que las luchas por la justicia tienen como una de sus funciones fundamentales el desenmascaramiento de las ideas de dominio y, de forma simultánea, la propuesta de ideas de emancipación. Desde este punto de vista, el descubrimiento de que las situaciones de dominio aparecen fundadas en presuntos sistemas de evidencias antropológicas, no puede llevarnos a impugnar por principio todas las ideas antropológicas. Entre otras cosas porque las modificaciones respecto de las representaciones establecidas sólo pueden tener lugar desde otras ideas sobre el ser humano. El propósito de continua revitalización del litigio puede funcionar como motor de una continua reconfiguración de las ideas, pero no puede servir por sí mismo para una decisión en torno a su valor. Si para Rancière parece que la renuncia a las ideas de humanidad es la única forma

24 En una época en la que la filosofía renuncia a la Antropología Filosófica, al humanismo, quiero recordar que para Gramsci la pregunta «¿Qué es el hombre?» constituía «la interrogante primaria y fundamental de la filosofía» (Antonio Gramsci: La formación de los intelectuales. México: Grijalbo 1967, p. 92), y que esta cuestión no nos interroga sólo sobre un hecho, sino también sobre un proyecto. La pregunta «¿Qué es el hombre?» encierra necesariamente otros interrogantes: «¿qué puede llegar a ser el hombre?, ¿puede lograr dominar su propio destino?, ¿conseguirá ‹hacerse›, crearse una vida?» (ibíd.). Además, no se trata de cuestiones abstractas, ya que el ser humano no es más que «el proceso de sus actos». Por su parte, Zubiri entendía que los litigios morales y políticos tienen a su base distintas ideas antropológicas: «En el fondo lo que late es no un problema de multiplicidad de deberes, sino una cosa más grave y radical: una multiplicidad pavorosa de ideas precisamente acerca de lo que es el hombre […] Ni el individuo ni la sociedad pueden determinar un sistema de deberes, si no es en vista de una cierta idea del hombre» (Xavier Zubiri: Sobre el hombre. Madrid: Alianza 1986, p. 425). Por mi parte, siguiendo a Zubiri, he intentado mostrar el papel fundamental que desempeñan las ideas antropológicas, las ideas y los ideales de humanidad, tanto en el plano moral como en el político. Aunque se trata de una reflexión que atraviesa toda mi investigación, también he analizado la cuestión en términos estrictamente zubirianos en un trabajo que aún se encuentra en prensa: La experiencia moral: una ética sin verdades absolutas. In: Arbor. Como toda idea de humanidad implica también ideales, utilizaré el término «idea» en sentido genérico.

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de mantener el posible en su dinamismo inagotable, por mi parte pienso que el objetivo debe ser la búsqueda de ideas que no agoten el posible, ideas siempre abiertas. Creo que el propio Foucault atisbó esta vía, aunque el rechazo del humanismo como forma de dominio impidió plantear la posibilidad de una antropología liberadora que permitiera discutir sobre ideas e ideales del ser humano. En «Sujeto y poder» podemos leer lo siguiente: «Debemos imaginarnos y construir lo que podríamos ser para librarnos de este tipo del doble vínculo político, que es la simultánea individuación y totalización de las modernas estructuras de poder. (…) debemos promover nuevas formas de subjetividad a través del rechazo de este tipo de individualidad que nos ha sido impuesto durante siglos».25 Independientemente de cómo puedan gestionarse estas palabras de Foucault,26 sabemos que en Rancière el problema no consiste sólo en cómo evitar que las ideas de humanidad se clausuren sobre sí mismas, sino en la presuposición de que hacerlas entrar en el ámbito de la política, haría que ésta perdería su pureza en tanto que lugar liberado de exigencias epistémicas. Personalmente reitero mi dificultad para pensar qué puede ser la política al margen del litigio respecto a las ideas de humanidad. Pero este es sólo un problema menor. Lo más grave, a mi juicio, está en que sin estas ideas se pierde el presupuesto mismo de la política en Rancière: la igualdad.

4 Hábitos e igualdad Rancière es consciente de la importancia de los hábitos para el problema de la igualdad, en tanto que constituyen una dimensión fundamental de los cuerpos que condiciona la capacidad de ser libres. En El desacuerdo, constató que para aquella forma de filosofía política (o antipolítica) platónica que denominó

25 Michel Foucault: Le sujet et le pouvoir. In: Dits et ecrits, vol. IV. París: Gallimard 1996, pp. 222–242. 26 Si atendemos al problema de la parresía en Foucault, estas nuevas formas de subjetividad no tienen a su base, a juicio de Gabilondo y Fuente Megías, un conocimiento de sí, sino una multitud de actividades, de ensayos, cuyo objetivo es, precisamente, constituirnos como otros, librarnos de nosotros mismos (Michel Foucault: Discurso y verdad en la antigua Grecia. Barcelona: Paidós 2004, p. 28). Según Žižek, en Foucault siguen operando ideas de humanidad, sólo que no tiene la forma del ideal propio de las éticas universalistas, sino una faz estética: «cada sujeto, sin apoyo alguno de normas universales, ha de construir su propio modo de autodominio» (Slavoj Žižek: El sublime objeto de la ideología. México: Siglo XXI 1989, p. 24). Esto hace que Foucault ingrese en la «tradición humanista-elitista» (ibíd.).

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«arquipolítica»,27 era fundamental la habituación del pueblo a las costumbres conciliadas con el orden. Ello significa que el objetivo de la arquipolítica puede ser entendido como la ruptura del principio de igualdad a través de la habituación al orden. A Rancière no se le escapa que la protección del principio de igualdad exige acabar con estos hábitos, pero al mismo tiempo se niega a defender una investigación de carácter antropológico que ayude a construir nuevos hábitos emancipadores. Es decir, no va más allá de una concepción meramente negativa del ethos: «no es […] su ethos, su manera de ser, el que prepara a los individuos para la democracia, sino la ruptura de este ethos».28 O, como ha escrito en otro lugar: «Lo que resulta de ello no es la incorporación de un saber, de una virtud o de un habitus. Al contrario, es la disociación de un cierto cuerpo de experiencia».29 Obviamente, Rancière sabe que cuando se abandona una posición del cuerpo, surge otra, pero considera que esta no debe entenderse como momento de un ethos, es decir, como esa combinación de conocimiento, virtud y hábito que constituye el carácter moral. Rancière pretende pensar la emancipación de los malos hábitos sin que en ello intervenga forma alguna de conocimiento. La emancipación tiene un sentido puramente estético; entendida en términos de posiciones corporales.30 Personalmente no entiendo cómo se puede pensar un cambio virtuoso en la posición de los cuerpos sin que en ello intervenga el conocimiento.31

27 Jacques Rancière: El desacuerdo, p. 88. 28 Ibid., p. 128. 29 Jacques Rancière: El espectador emancipado, p. 64. 30 Jacques Rancière: El tiempo de la igualdad, p. 259. Citando a Gabriel Gauny, Rancière pone el siguiente ejemplo, en referencia a un carpintero durante su jornada laboral: «Creyéndose en casa, aunque no ha terminado la habitación que está tarimando, aprecia la disposición; si la venta da a un jardín o domina un horizonte pintoresco, por un momento detiene sus brazos y planea mentalmente hacia la espaciosa perspectiva para gozar de ella mejor que los poseedores de las habitaciones vecinas» (Jacques Rancière: El espectador, p. 65). Al respecto, aunque Christoph Menke ha rechazado que el principio de igualdad pueda ser postulado desde una supuesta, pero inexistente, igualdad de las inteligencias, no supera en este punto a Rancière al considerar que el principio de igualdad, si bien no es un hecho, es algo potencial e imaginativo que permite a cualquiera ser igual a los demás en su poder ser diferente a aquello que es actualmente. Aunque pensemos que el principio de la igualdad no tiene su fundamento en la razón, sino en la imaginación, Menke, como Rancière, no puede ir más allá del punto de vista estético; de actos de juego estéticos en los que «hacemos algo que no podemos» (Christoph Menke: Aesthetics of Equality, 100 Notes, 100 Thoughts: Documenta Series 010. Berlín: Hatje Cantz 2011, p. 16). También aquí la política de la igualdad es sólo un efecto estético. 31 Con ello no quiero decir que el conocimiento siempre anteceda al movimiento. Más bien entre ellos hay una acción retroactiva.

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Montaigne afirmó en su «Apología de Raimundo Sabunde» que «Quienquiera cuyos supuestos sean creídos, se convertirá en nuestro amo y nuestro dios».32 A mi juicio, la razón de ello se encuentra en que las ideas que aceptamos sobre nuestra naturaleza, cuando son firmes, acaban refluyendo sobre lo que somos a través de su apropiación en la forma de hábitos.33 En una forma excesivamente simplificada podemos decir que lo moral, antes que un asunto de deberes o valores, apunta a las estructuras antropológicas: el ser humano es una realidad moral, es decir, necesita construir sistemas de respuestas a los problemas que se le plantean, cosa que solo puede hacer disponiendo de ideas sobre sí mismo. Estas ideas le orientan en el momento de la decisión y las decisiones van siendo naturalizadas en forma de hábitos que facilitan, cuando no condicionan, decisiones futuras. Desde este punto de vista, si las ideas de la naturaleza humana hegemónicas son las propias del discurso arquipolítico, se constituirán los hábitos de orden que requiere la propia arquipolítica. Pero entonces, si bien se podría discutir sobre el carácter ficticio de la idea de la naturaleza humana que desarrolla el discurso arquipolítico, y en, especial, como afirma Rancière, el carácter ficticio de la separación que establecen las estructuras policiales de dominio entre aquellas personas que hablan de forma competente y aquellas que sólo gritan, tendremos que aceptar que lo que no son nada ficticios son los hábitos que este discurso acaba generando. Pero, ¿cómo hablar de igualdad cuando no existen hábitos para ella? Creo que Rancière es consciente de este problema y creo que es aquí donde hemos de buscar la razón de su crítica a la arquipolítica en concreto y al régimen de la verdad en lo político en general. Ahora bien, ¿podemos proteger el principio de igualdad de los hábitos de desigualdad a través de la eliminación del régimen de verdad constituido por las ideas de la naturaleza humana? Rancière, desde la postulación de la igualdad de las inteligencias y la desigualdad de la voluntad, cree que se puede responder positivamente a esta pregunta. A su juicio, modificar los malos hábitos no es cuestión de verdad, ni por lo tanto de inteligencia, sino de voluntad: «el trabajo incansable para someter al cuerpo a las costumbres necesarias».34 Pero, ¿cómo identificar desde la voluntad las costumbres necesarias y los hábitos que facilitan la realización del principio de igualdad? 32 Michel de Montaigne: Ensayos, vol. II. Barcelona: Altaya 1997, p. 262. 33 Rancière, en referencia a la ontología, utiliza un concepto de retracción que va en esta línea: «toda ontología depende de una poética» (Jacques Rancière: El tiempo de la igualdad, p. 219); en las reconfiguraciones del reparto de lo sensible, se producen procesos de subjetivización y esto, a su vez, produce ontologías que, por lo tanto, «solo son fundadoras por retroacción» (ibid.). 34 Jacques Rancière: El maestro ignorante, p. 82.

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Las verdades en general, y las que versan sobre nosotros mismos en particular, son constitutivas de nuestra humanidad. Es decir, no podemos vivir humanamente sin verdades sobre la realidad y sobre nosotros mismos. Si las ideas de dominio acaban constituyendo hábitos de dominio, la ausencia de ideas conduce a la existencia humana a un nihilismo improductivo. Al impugnar por principio las ideas de humanidad, se impide la adecuada realización moral. Los hábitos se vuelven erráticos y no facilitan la elección de posibilidades adecuadas para responder a los problemas que plantea la realidad. Zubiri se refirió a esto como el problema de la desmoralización: un ser humano está desmoralizado cuando «no se apropia las posibilidades que podría apropiarse, que tendría que apropiarse, o que quisiera apropiarse». Al darse tal situación, «se encuentra como aplastado y retrotraído a su pura condición natural».35 Pero el ser humano no puede ser en realidad retrotraído a una pura condición natural en tanto que carece de instintos que le permitan responder a la realidad. La desmoralización es, ante todo, imposible antropológicamente. Las vías de escape a esta situación son bien conocidas. Por un lado una nostalgia que exige el retorno a la barbarie, el fundamentalismo y el fanatismo. Por el otro, y constituyendo la salida más habitual en la esfera de las sociedades occidentales, el intento de dar cumplimiento a la ausencia de ideales y el carácter errático de los hábitos a través del consumo frenético.36 Si algo queda meridianamente claro en El Odio a la democracia de Rancière, es que el espectáculo y

35 Xavier Zubiri: Sobre el hombre. Madrid: Alianza 1986, p. 144. 36 Bauman, partiendo de Harvie Ferguson, considera que el consumismo actual no consiste en la regulación (estímulo) del deseo, sino en la liberación de las fantasías y el anhelo. De hecho, se podría establecer la siguiente historia del consumismo: «es la historia de la ruptura y el descarte de los sucesivos obstáculos ‹sólidos› que limitan el libre curso de la fantasía y reducen el ‹principio del placer› al tamaño impuesto por el ‹principio de realidad›. La ‹necesidad› considerada por los economistas del siglo XIX el epítome de la ‹solidez› –inflexible, permanentemente circunscripta y finita–, fue descartada y reemplazada por el deseo, que era mucho más ‹fluido› y expansible a causa de sus relaciones no del todo lícitas con el voluble e inconstante sueño de autenticidad de un ‹yo interior› que esperaba poder expresarse. Ahora al deseo le otaca el turno de ser desechado. Ha dejado de ser útil: tras haber llevado la adicción del consumidor a su estado actual, ya no puede imponer el paso. Se necesita un estimulante más poderoso y sobre todo más versátil para mantener la demanda del consumidor al mismo nivel que la oferta. El ‹anhelo› es ese reemplazo indispensable: completa la liberación del ‹principio del placer›, eliminando y desechando los últimos residuos de los impedimentos del ‹principio de realidad›» (Zigmund Bauman: Modernidad líquida. México: FCE 2000, pp. 81–82). Por mi parte, he conceptuado aquellas dos vías de escape como patologías del criterio en el mundo globalizado (Oscar Barroso: Patologías del criterio en la era de la Globalización. In: Luis Sáez/Pablo Pérez/Inmaculada Hoyos (eds.): Occidente enfermo. Filosofía y patologías de civilización. GRIN Verlag GmbH 2011.).

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la distracción que caracterizan a la sociedad de consumo constituyen una de las mayores fuentes de desigualdad en Occidente.

5 Necesidad de estrategias de habituación política En esta situación, se plantea una cuestión fundamental: ¿cuáles son las estrategias adecuadas para luchar contra la deriva consumista de la subjetividad? Desde luego, no la estrategia que propugnan, de mayor a menor intensidad, los discurso antidemocrático y sociológico, y que, como ha visto Rancière, consisten en criticar la democracia, entendida como «el reinado de los deseos ilimitados de los individuos»,37 en pos de una supuesta recuperación de la comunidad tras la que se esconde, en realidad, un «odio a la igualdad».38 Frente a esto, ¿es posible pensar en estrategias que faciliten la construcción del común desde el principio de igualdad? Sin duda, las estrategias analizadas por Rancière para romper con el partage de lo sensible, van en una dirección adecuada. Todas sus referencias a los movimientos nuevos de los cuerpos de los trabajadores,39 tienen por objetivo mostrar vías que sirvan para romper los hábitos establecidos. Pero, ¿qué hábitos los sustituirán? De nuevo, la separación de política y policía no permite ofrecer una respuesta a este interrogante. Hardt y Negri han desarrollado interesantes análisis sobre el valor de los hábitos en este tipo de estrategias, que deberán estar basadas en el fortalecimiento del amor entendido como «un proceso de la producción del común y de

37 Jacques Rancière: El odio a la democracia. Buenos Aires: Amorrortu 2006, p. 9. 38 Ibid., p. 99. Si atendemos a la lectura de Žižek, la supuesta relación entre democracia y egoísmo hedonista fue descubierta por Hegel a través de su idea del «reino espiritual de los animales» aplicada a la sociedad moderna en tanto que en ella los seres humanos estarían atrapados en una auto-interacción interesada. Esto significa, paradójicamente, que «la misma realización del principio de subjetividad –el contrario radical de la animalidad– es lo que provoca la inversión de la subjetividad en animalidad» (Slavoj Žižek: El sublime objeto, p. 150). Ahora bien, Žižek ha visto, partiendo de Benjamin, que esta conexión entre democracia y egoísmo hedonista no es un hecho, sino la ideología del capitalismo. Y es que, a su juicio, un verdadero capitalista no puede ser concebido como un egotista hedonista, sino como alguien entregado fanáticamente a la tarea de multiplicar su riqueza, aunque eso suponga malgastar su felicidad y salud. 39 Jacques Rancière: El filósofo y sus pobres. Buenos Aires: Universidad Nacional de General Sarmiento / INADI 2013, p. 74.

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producción de subjetividad».40 Un análisis adecuado de los hábitos nos permitirá comprender que «la cuestión no es la de qué invariante define a la naturaleza humana, sino qué puede devenir la naturaleza humana».41 Desde este punto de vista, la capacitación o educación en el amor debe considerarse fundamental, ya que este no es innato. Se trata de un proceso de educación sentimental y política en el que configurar nuevos hábitos que permitan transformar al ser humano. La estrategia es fundamental, porque el amor no está garantizado por la naturaleza humana, fácilmente corruptible. Desde mi perspectiva, es preciso introducir un importante matiz en la posición de Hardt y Negri que module su asunción, como en Rancière, de la noción de «acontecimiento». Efectivamente, aquellos han suscrito la siguiente tesis de Viveiros de Castro: «Una perspectiva no es una representación porque las representaciones son una propiedad de la mente o del espíritu, mientras que el punto de vista está situado en el cuerpo».42 Obviamente, el cuerpo no es aquí entendido como una sustancia o una forma fija, sino como «una concatenación de afectos o de modos de ser que constituyen un habitus».43 Desde este punto de vista, las estrategias son construidas como prácticas y no como propuestas de ideas. Entonces, ¿cuáles son las ideas de la naturaleza humana que han de acompañar y fortalecer estas prácticas? Obviamente, la respuesta es compleja, aunque me atrevería a proponer dos indicaciones para su elaboración. En primer lugar, estas ideas no niegan el carácter acontecimental de la realidad, sino que más bien buscan complementarlo. Ello significa que las ideas deben ser compatibles con el acontecimiento, es decir, abiertas, plurales, transidas por la diferencia y construidas desde la propia inmanencia de los cuerpos y la experiencia del común, de toda su potencia de pensamiento y afecto.44 En segundo lugar, la construcción de

40 Michael Hardt/Antonio Negri: Commonwealth. El proyecto de una revolución común. Madrid: Akal 2012, p. 190. 41 Ibid., pp. 201–202. 42 Ibíd., p. 137. 43 Ibíd. 44 La noción de acontecimiento no tiene por qué invalidar las ideas de humanidad. Žižek ha caracterizado el «acontecimiento» como algo «traumático», incluso «milagroso», que parece surgir de la nada, sin causas claramente discernibles, y que en su absoluta novedad «debilita cualquier diseño estable» (Slavoj Žižek: Acontecimiento. Madrid: Sexto Piso 2014, p. 18). Al mismo tiempo, se apoya en la noción hegeliana de «universalidad concreta»: «una universalidad que no es sólo el contenedor vacío de su contenido particular, sino que engendra este contenido mediante la utilización de sus antagonismos inmanentes, puntos muertos e inconsistencias» (ibíd.: p. 19). Creo que con ello el acontecimiento nos obliga a matizar qué es una idea de humanidad o, mejor, qué no es: no puede ser algo que pretenda acabar con todos los antagonismos, en tanto que toda verdad es histórica y tiene un punto oscuro. En todo caso, también para Žižek el acontecimiento

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estas ideas no es un problema de personalidades singulares y únicas; se requiere, al contrario, el trabajo activo de la multitud, de toda su potencia de pensamiento y de afecto. Pero debemos pensar en cómo hacer que estas ideas sean hegemónicas.45 Y si bien no tiene sentido pensar en intelectuales que construyan estos ideales desde fuera de la experiencia del común, es obvio que tal construcción requiere intelectuales que indiquen, desde dentro, direcciones para el pueblo.46

6 El intelectual y el populismo hoy Según una de las acepciones del diccionario de la RAE, «populista» es lo «perteneciente o relativo al pueblo». Esto significa que la democracia, la democracia real, es, por principio, populista, en tanto que etimológicamente significa «gobierno del pueblo». Dicho esto, constatamos que el término suele ser usado en un sentido peyorativo. La razón es clara. Ya Platón observó que la democracia degeneraba en demagogia. Un buen conocimiento de las pasiones humanas, puede permitir a un orador ganar el favor del pueblo sin necesidad de dar buenas razones. Cuando se califica a una opción política como populista, se suele querer indicar con ello que pretende ganar adeptos a través de este mecanismo. Fijémonos en lo que ocurre en este caso. Una orador quiere llegar al poder, cree que el pueblo no tiene la preparación suficiente para entender sus razones y por ello, en vez de acudir a éstas, acude a las pasiones. Desde este punto de vista, las campañas electorales y los debates políticos de las autodenominadas «sociedades democráticas avanzadas», son populistas en sentido peyorativo.

parece requerir ideas de humanidad. Así, afirma que una revuelta se convierte en acontecimiento cuando genera un compromiso del sujeto colectivo con un nuevo proyecto emancipador universal. A su juicio, el problema es que aunque hoy se da la revuelta, no hay respuesta coherente; no hay proyecto que permita transformar las islas de resistencia caótica en un programa positivo de cambio social. Nunca los intelectuales se han sentido tan impotentes en su búsqueda de caminos que muestre una dirección posible. Por ello, en estos últimos años hemos vivido en una situación preacontecimental en la que una barrera invisible parece impedir el «Acontecimiento apropiado» (ibíd.: p. 156). 45 «[…] la hegemonía –dirección de la clase trabajadora sobre otras clases o estratos sociales que pueden formar con ella un bloque de fuerzas orientadas a un fin común- no puede formarse en sentido estricto sólo sobre elementos económicos y políticos, sino que, cuando se realiza comporta también una unidad intelectual y moral» (Antonio Gramsci: La formación, p. 74). 46 «[…] si se quiere cimentar una hegemonía alternativa a la dominante es preciso propiciar una guerra de posiciones cuyo objetivo es subvertir los valores establecidos y encaminar a la gente hacia un nuevo modelo social» (R. Rodríguez/J.M. Seco: Hegemonía y Democracia en el siglo XXI. ¿Por qué Gramsci?». In: Cuadernos electrónicos de Filosofía del Derecho 15 (2007), p. 3).

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Lo más curioso del asunto es que los sujetos políticos que tradicionalmente acuden a este populismo negativo, catalogan hoy como populistas a las fuerzas políticas que surgen en el actual contexto de crisis, como Podemos en España o Siryza en Grecia, desde el interior de los movimientos de la multitud. Al mismo tiempo, entienden que estas nuevas fuerzas no están preparadas para gobernar, que carecen del conocimiento experto necesario para hacerlo. Fijémonos en la paradoja: los partidos tradicionales, que recurren al populismo peyorativo cada cuatro años sin ningún tipo de sonrojo y que debido a su concepción oligárquica y tecnocrática del poder niegan la posibilidad de un populismo virtuoso, acusan de populistas negativas a las nuevas fuerzas emergentes, que, por el contrario, sí que creen en las posibilidades de un populismo virtuoso.47 Veamos cómo se hace cargo Rancière de esta cuestión. En él encontramos una defensa del populismo virtuoso. De hecho, sitúa bajo el término a «todas las formas de secesión respecto del consenso dominante, sea que respondan a la afirmación democrática o a los fanáticos radicales o religiosos».48 Es decir, «populismo» es en realidad otro término para expresar el litigio constitutivo de la verdadera democracia, aunque para la oligarquía defensora del orden no se trate más que de «la ignorancia de los atrasados». Con ello, el poder oligárquico es incapaz de pensar en un concepto virtuoso de populismo. Efectivamente, para éste, «populismo» vendría a ser una cómoda etiqueta utilizada por el poder policial para disimular «la exacerbada contradicción entre legitimidad popular y legitimidad erudita, la dificultad del gobierno de la ciencia para conciliarse con las manifestaciones de la democracia hasta con la forma mixta del sistema representativo».49 Detrás de este disimulo se esconde «la gran aspiración de la oligarquía: gobernar sin pueblo, es decir, sin división del pueblo; gobernar sin política».50 El populismo actúa como un concepto-rey que «permite que a todo movimiento de lucha contra la despolitización conducido en nombre de la necesidad histórica se lo interprete como expresión de un segmento atrasado de la población o de una ideología superada».51 ¿Cómo potenciar, frente a esta reducción oligárquica del término, un populismo virtuoso? Es obvio que Rancière se verá obligado, a consecuencia de nuevo de la separación de política y policía, a confiar en la capacidad espontánea del pueblo. Por mi parte, ya he dejado claro que considero fundamental el desarrollo 47 Véase al respecto el programa de Fort Apache: Podemos y el populismo [https://www.youtube.com/watch?v=-q9oxr54X_Y, acceso 20/11/2014]. 48 Jacques Rancière: El odio a la democracia. Buenos Aires: Amorrortu 2006, p. 115. 49 Ibid. 50 Ibid. 51 Ibid.

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de estrategias que permitan sustituir los hábitos del orden por otros emancipadores que permitan transitar de la masa sometida, al pueblo en litigio, a la multitud. El mal populismo se basa, a causa de la constitución de malos hábitos políticos, en la consolidación de algo negado por el principio de igualdad de Rancière: la distinción entre los que hablan, y por ello tienen capacidades políticas, y los que sólo gritan, y por ello no pueden más que ser conducidos al orden. ¿Puede el pueblo, sin intelectuales, acabar con esta falla que lo atraviesa? ¿Es el populismo virtuoso una cualidad del pueblo o expresa una propiedad del encuentro virtuoso entre el pueblo y los intelectuales? Obviamente, en el caso de Rancière el sostenimiento del principio de igualdad exige renunciar a la figura del intelectual: en tanto que la política aparece desconectada de la verdad, cualquier tipo de elemento organizador queda fuera de los márgenes de la política. Claro que Rancière es consciente de que en relación a la política «siempre hay formas de organización y relaciones de autoridad que se instituyen»,52 pero la política no se identifica con el poder, con estas formas y estas relaciones, porque la política es, como ya sabemos, alternativa a todo orden policial. Pero, frente a la organización meramente policial del experto, ¿no podemos entender la organización política como la propia del intelectual? Y en tal caso, ¿de qué intelectual hablamos? Foucault hace referencia al «intelectual específico», caracterizado por la renuncia a la tarea universal y la concentración en luchas contra el poder locales.53 Frente al intelectual clásico, propositivo, Foucault propone una especie negativa de intelectual, que permitiría al ciudadano pensar por sí mismo. Desde este punto de vista, el intelectual ni constituye la conciencia del pueblo, ni tiene, respecto a él, una función pedagógica.54 Blanchot parte, como Foucault, de «la ruina de una razón válida para todos y respetada por todos».55 Para él, además, el intelectual tiene la obligación de

52 Jacques Rancière: El tiempo de la igualdad, pp. 188–189. 53 Michel Foucault y Gilles Deleuze: Un diálogo sobre el poder. In: Un diálogo sobre el poder y otras conversaciones, Madrid: Alianza 1981, pp. 23–35. 54 Hoy Žižek ha dado vigor a la posición foucaultiana. Para él, la filosofía no puede seguir cayendo en la trampa creada por la ideología neoliberal, en su esfuerzo por hacernos creer que es imposible abolir sus normas de juego. Žižek nos recuerda que Lacan sustituía la frase «todo es posible», por «lo imposible sucede». Es labor del intelectual, y por tanto del filósofo, actuar de inmediato (superar la inercia impotente en la que se halla sumido), aun sin saber muy bien qué tiene que hacer, porque lo fundamental es no cejar en el rechazo de un orden sencillamente insoportable; Slavoj Žižek: Salir de la trampa, y hacer lo imposible. In: Le Monde Diplomatique en español (noviembre 2010), pp. 6–7. 55 Maurice Blanchot: Los intelectuales en cuestión. Esbozo de una reflexión. Madrid: Tecnos 2003, p. 51.

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hacer audible la llamada del pueblo, «la llamada del otro sin voz».56 Pero hay en Blanchot una depotenciación de la labor del intelectual respecto a Foucault, ya que ni siquiera se sostiene su crédito en aquella tarea negativa. Sus funciones son amplias, confusas, no especializadas: es intelectual sólo «momentáneamente y por una determinada causa», y, «para defender esa causa, él sólo es uno más entre muchos otros».57 El intelectual se limita a apoyar decisiones ya tomadas por otros, a identificarse con causas ya establecidas. Roberto Esposito entiende esta idea de Blanchot en términos de un proceso de «despersonalización»58; como una exclusión del nombre propio, tanto desde el punto de vista formal como desde el punto de vista del contenido, que permite que el acto político se constituya como ser colectivo y común. Esposito recoge al respecto el siguiente escrito de Blanchot a Sartre59 en 1960: «Los intelectuales (…) han hecho la experiencia de un modo conjunto de ser; no me refiero sólo al carácter colectivo de la Declaración, sino también a su fuerza impersonal, al hecho de que todos aquellos que la han firmado le han aportado su nombre propio, pero sin autorizar a hablar de la verdad particular o de la propia reputación nominal. La Declaración ha representado para ellos una suerte de comunidad anónima de nombres».60 Podemos observar sucesivos grados de depotenciación del intelectual hoy: reducción de sus funciones veritativas a un valor meramente negativo (Foucault); eliminación del aspecto veritativo y reducción de su labor al aspecto ético como voz cualificada y representativa pero no ejemplificante (Blanchot); eliminación de cualquier diferencia de cualificación (Rancière).61 A mi juicio, se exige volver a pensar la función intelectual en términos veritativos sustantivos, de verdadera productividad respecto a las ideas de humanidad.

56 Rosa Martínez González: Maurice Blanchot: la exigencia política. Zaragoza: Universidad 2014, p. 242. 57 Maurice Blanchot: Los intelectuales en cuestión, p. 113. 58 Roberto Esposito: Comunidad, inmunidad y biopolítica. Barcelona: Herder 2009, pp. 201–203. 59 Blanchot estaba lejos de la idea del intelectual de Sartre. El compromiso político del que hablaba Sartre excedía las funciones del intelectual: «debe dejar atrás su función clásica, es decir, la de dirigir y espolear la conciencia de personas con las que mantiene una relación asimétrica, para dar paso a una relación igualitaria en la que el intelectual prescinda de su derecho a decir ‹Yo› para hacerse cargo de la palabra, del grito y del rechazo de los otros» (Rosa Martínez González: Maurice Blanchot, p. 240). 60 Ibíd., p. 202. 61 De hecho, para Rancière, Foucault estaba especialmente interesado en «las grandes máquinas productoras de las condiciones en las que los individuos pueden identificarse y relacionarse ‹consigo mismos›» (Jacques Rancière: El tiempo de la igualdad, p. 134). Es decir, considera que Foucault no se interesó por la política, sino por una «teoría del Estado policial» (ibíd., p. 135).

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En este sentido, me parece recuperable la figura del «intelectual orgánico»62 de Gramsci: el especialista en ideas e ideales que trabaja para pensar y construir mundo alternativos. El intelectual tiene que pensar el presente, pero elevándose sobre él, buscando y recreando en él nuevas posibilidades.63 Fijémonos en que esto está en las antípodas del «arte de lo posible» propio de la ideología neoliberal, según la cual, las buenas ideas son las que funcionan dentro del tablero de lo que se considera posible. Por el contrario, el intelectual ha de practicar el «arte de lo imposible», pero no como mera negación del posible, sino como arduo trabajo de modificación de los parámetros de lo que se considera posible en un momento determinado. Por último, el intelectual no puede ser pensado en términos teológicos, como un punto de vista externo, trascendente, al pueblo. El trabajo del intelectual tiene la forma de una red que se teje desde el mismo pueblo. El intelectual no dirige a la masa desde una posición inmaculada. Precisamente, una de las mayores virtudes del planteamiento de Gramsci está en la relación que establece entre el intelectual y el pueblo: relación sin distancia y en la que el trabajo del intelectual no da lugar a sistemas de ideas cerrados, sino a ideas encarnadas en prácticas concretas cuyo objetivo es el tránsito de las relaciones de dominación a las de autogobierno. El intelectual evita el populismo negativo (instrumentalización del pueblo para alcanzar y sostener el poder), fomentando el positivo (piensa estrategias de habituación a prácticas realmente democráticas): «Si se afirma la necesidad del contacto entre intelectuales y simples no es para limitar la actividad científica y mantener la unidad al bajo nivel de la masa, sino precisamente para crear un bloque intelectual-moral que haga posible un progreso intelectual de la masa y no únicamente a reducidos grupos intelectuales».64 De esta forma, la filosofía de la praxis culmina en el «filósofo democrático», aquel «convencido de que su personalidad no se encierra en su propia individualidad, sino que es una activa relación social con las transformaciones de ambiente cultural».65 62 «[…] se podía obtener la organización del pensamiento y la solidez cultural si entre intelectuales y ‹simples› hubiera existido la misma unidad exigible entre teoría y práctica, es decir, si los intelectuales lo hubieran sido orgánicamente de aquella masa, si hubieran elaborado los principios y problemas que la misma plateaba con su actividad práctica, constituyendo de esta forma un todo cultural y social» (Antonio Gramsci: La formación, p. 70). 63 En este sentido, aceptando, como afirma Deleuze, que quien actúa «es siempre una multiplicidad», rechazo que esto implique que «no existe ya una representación, [que] no hay más que acción, acción de teoría, acción de práctica en relaciones de conexión o de redes» (Gilles Deleuze/Michel Foucault: Los intelectuales y el poder. In: Michel Foucault: Microfísica del poder. Madrid: La Piqueta 1992, p. 78). 64 Antonio Gramsci: La formación de los intelectuales. México: Grijalbo 1967, p. 73. 65 Ibíd., p. 92.

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Negatividad y experiencia del pensamiento 1 El pesimismo hiperactivo contemporáneo Mi asunto aquí va a ser tratar de cuál es la experiencia del pensamiento, de su efectividad y de su problema motor, que se encierra en el trabajo teórico de Jacques Rancière. Por tanto, no una discusión o un desacuerdo con él, sino un ensayo de interpretación. El punto de partida, hasta cierto punto prefilosófico, es la constatación de un sentimiento general actual, del que creo que Rancière participa o al que es sensible, de la urgencia de actuar ante los lacerantes problemas del mundo pero acompañado del desengaño con respecto a un hacer, del que tenemos más que sobrados ejemplos en la esfera política institucional, que lo deja todo como está. Como si hubiéramos tomado conciencia del límite o de la insuficiencia de la tesis marxiana que exhortaba a una transformación del mundo, relevo de la mera interpretación. Sentimiento de la urgencia de actuar y, al mismo tiempo, sospecha de que lo único que verdaderamente puede cambiar el mundo es la interpretación. Ese sentimiento y esa sospecha se han recogido en el medio filosófico en la forma de una actitud de «pesimismo hiperactivo», nombre con que Michel Foucault calificaba su propia posición, pero que podría considerarse extensiva a la sensibilidad más general del pensamiento contemporáneo y que probablemente J. Rancière representa de modo ejemplar. El pensamiento contemporáneo comienza quizás allí donde se percibe que el mundo no es algo dado, careciendo de arché y de telos, sino que es su propia interpretación o creación. Y esto, hasta el infinito. En el frontispicio de la contemporaneidad filosófica podría figurar el aforismo 374 de El gay saber de Nietzsche: «El mundo se nos ha hecho otra vez ‹infinito porque no podemos rehusar la posibilidad de que encierre en sí infinitas interpretaciones».1 Si las interpretaciones no lo son del mundo, sino que son el mundo mismo, que por tanto no es nada distinto de ellas, este sólo podrá ser pensado desde dentro, exponiendo el pensamiento a la fuerte corriente de lo que acontece, y sólo podrá ser transformado a través de una acción que no se ejerce sobre tal o cual aspecto del mundo, sino que opera su misma recreación. Mundo cuyo diagnóstico y terapia no pueden ser meramente

1 Friedrich Nietzsche: El gay saber. Madrid: Espasa-Calpe 1986, p. 278. Javier de la Higuera, Universidad de Granada https://doi.org/10.1515/9783110624137-007

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factuales, sino que han de tener carácter ontológico: responder a la pregunta «¿qué pasa?» o «¿quiénes somos?» o «¿qué hacer?», sólo es posible mirando el mundo al trasluz de un doble infinito abierto por las cuestiones «¿qué nos ha hecho ser lo que somos?» y «¿cómo podemos dejar de ser lo que somos?». Esto sería válido desde el programa fenomenológico de una ciencia del aparecer en su diferencia con lo que aparece e irreductible a ningún ente primero, ni siquiera el ente-sujeto (en las versiones más radicales, asubjetivas, de la fenomenología, como la del checo J. Patočka), hasta la postfenomenología derridiana de la venida o sobrevenida como proceso de efectuación sin causa, pasando por la ontología histórica foucaultiana y el empirismo trascendental de Deleuze. Mi hipótesis aquí es que el pensamiento de Jacques Rancière se instala de modo ejemplar en el centro de esta problemática, lo cual hace de él no sólo un arqueólogo, sino un metafísico que mira lo presente a la luz de aquella infinitud disolutoria y al mismo tiempo creadora. Me aventuro, entonces, a una interpretación no demasiado ortodoxa de Rancière.2

2 El desplazamiento hacia la cuestión política-literatura En la crisis contemporánea de la metafísica, el pensamiento ha entrado en un régimen general de impropiedad o inesencialidad en el cual la filosofía se ha visto llevada a su propio fin y consumación en tanto que pensamiento de la propiedad y de la esencialidad. Con ello se ha visto obligada, bien a disolverse resignadamente, bien a reinventarse a sí misma como palabra y como práctica sin autoridad o legitimidad y sin sujeto propio. El debate o problema contemporáneo filosofía-literatura parece responder a esa revisión del programa filosófico tras el fin de la metafísica dualista. La posible conversión de la filosofía en crítica literaria, a través de la cual aquella ajustaría cuentas con el texto metafísico, ha sido productiva (como reconocen algunos críticos como Habermas) no sólo para la filosofía sino también para la literatura: para la primera, haciendo productiva filosóficamente la lectura literaria de los textos filosóficos (Habermas se refiere al caso de Derrida); para la segunda, haciendo productiva literariamente la lectura

2 Ha sido Jean-Luc Nancy quien ha aventurado una búsqueda de la metafísica presente in absentia en la obra de Rancière. Véase Jean-Luc Nancy: Jacques Rancière et la métaphysique. In: Laurence Cornu/Patrice Vermeren (eds.): La philosophie déplacée. Autour de Jacques Rancière (coloque de Cerisy). Bourg en Bresse: Horlieu Éditions 2006, pp. 155–167.

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filosófica de los textos literarios.3 El problema filosofía-literatura es también quizás el efecto de superficie de un reajuste de las respectivas disciplinas, producido en los dos últimos siglos, y del que ha resultado a la vez el surgimiento de la literatura en su acepción actual y la entrada en el régimen contemporáneo del pensamiento: doble proceso, como lo ha caracterizado A. Campillo,4 de ficcionalización de la filosofía y de verididización de la literatura, causante de una cierta inversión de roles entre ellas: la literatura habría adquirido la potencia de desvelamiento o de traspasamiento que era definitoria de la filosofía en tanto meta-física, y la filosofía habría descubierto su componente retórico y su materialidad de escritura, con la consiguiente pérdida de autoridad normativa y el cuestionamiento de sus pretensiones universales de validez. No obstante, cierto agotamiento de esta problemática filosofía-literatura es quizás hoy patente por su frecuente reducción a un asunto meramente académico o disciplinar y en la involuntaria pero también visible contribución de esta problemática a alimentar las críticas externas a la filosofía y las consecuentes acusaciones de que frecuentemente es objeto: textualismo, negativismo, esteticismo, impotencia filosófica, etc. Conciencia también de los peligros asociados a esta problemática, el fundamental probablemente cierto estilo cultural o edificante de la filosofía en el que ésta renuncia a toda pretensión de radicalidad. En la obra de Rancière, esta problemática de la propiedad-impropiedad filosófica y de la relación filosofía-literatura, ha sufrido un importante desplazamiento en dirección a una mayor radicalidad del pensamiento, incluso ultra-filosófica, y a una mayor inserción del pensamiento en la realidad (un mayor compromiso político). El núcleo de ese desplazamiento es una experiencia del pensamiento como interpretación transformadora, o transformación interpretadora, un pensamiento en acto comprometido en la máxima acción, que es, como decíamos antes, la de crear un mundo. Pensamiento eventualizado que, inserto en el mundo, realiza materialmente la experiencia de libertad que definió a la filosofía en sus comienzos. Ese desplazamiento se plantea en Rancière como la cuestión política-literatura. En lo que sigue quisiera plantear los términos de ese problema de dos incógnitas, en su relación y en su diferencia, en la manera en que definen una misma experiencia del pensamiento.

3 Véase Jürgen Habermas: Excurso sobre la diferencia de géneros entre Filosofía y Literatura. In: El discurso filosófico de la modernidad. Madrid: Taurus 1989, pp. 225–254. 4 Antonio Campillo: El autor, la ficción, la verdad. In: Daimon. Revista de Filosofía 5 (1992), pp. 25–45.

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3 Política y literatura como experiencias de negatividad Entre política y literatura hay para Rancière un «lazo esencial» que se puede leer en las dos direcciones: politicidad de la literatura, literariedad de la política.5 Ese lazo reside en que ambas son formas de práctica disensual. Las dos son experiencias de un mismo hecho trascendental, el disenso (dissensus). En su raíz éste es la separación (écart) última o principial de palabras y cosas, de visible y decible, su no-relación como forma de relación, lo que hace que toda mismidad esté atravesada por esa diferencia. El objeto de la política y el de la literatura es ese tipo de mismidad diferente con respecto a sí.6 Lo que tienen en común política y literatura es que ambas son experiencias de lo no-dado, de la inexistencia de una condición primera o última, de un incondicionado. Pero el hecho de la inexistencia de un incondicionado es, para el pensamiento contemporáneo, él mismo incondicionado, matiz por el que el pensamiento actual no se ve condenado necesariamente a ser un pensamiento del duelo.7 Si la apariencia del consenso es la de la objetividad o univocidad de los datos sensibles, su ultimidad,8 este factum incondicionado del disenso significa para Rancière que lo sensible encierra una irreductible infinitud o exceso con respecto a sí, y que sólo ficcionándola podemos pensarla y actuar sobre ella. Todo acuerdo entre un sensible y un sentido es la ficción reductora de esa diferencia; pensar y cambiar lo instituido es un trabajo con la ficción. Es a ese factum (el mundo sin arché) a lo que he denominado en el título «negatividad» y, claro está, no designa la negatividad dialéctica sino una negatividad no-positiva o espaciamiento: la distancia irreductible entre lo mismo y sí mismo, entre cada singularidad y su repetición infinita. Y es ella quien moviliza al pensamiento-acción: política y literatura son experiencias del pensamiento en tanto que experiencias de esa negatividad. Quisiera prestar atención por un momento al lugar desde el que Rancière opera ese desplazamiento que comentábamos. Ese lugar es la filosofía. Desde él se construye la experiencia del pensamiento en que consisten política y literatura. Ahora 5 Jacques Rancière: Politique de la littérature. París: Galilée 2007, p. 11. 6 Rancière se apoya en la hipótesis deleuzeana-foucaultiana del carácter disyuntivo del «archivo audiovisual». Véase Gilles Deleuze: Foucault. Barcelona: Paidós 1987, pp. 58, 76, 93. La interpretación del disenso como mismidad diferencial puede verse formulada por ejemplo en La mésentente. París: Galilée 1995, p. 97: «…diferencia con respecto a sí, en que consiste la política». 7 Véase Jean-Luc Nancy: Chronique. Vendredi 27 septembre 2002. In: Rue Descartes 38, 4 (2002), pp. 120–122. 8 Véase Jacques Rancière: Le maître ignorant. Entretien avec Jacques Rancière. In: Vacarme 09 (1999), pp. 4–8.

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bien, para él no se trata de la filosofía entendida como «un sistema de razones saturado» que pusiera condición bajo condición en una cadena.9 Esa lógica explicativa del sabio había sido agudamente denunciada en Le maître ignorant (1987) en sus implicaciones políticas: el maestro (el filósofo) consigue con ella instituir y perpetuar una jerarquía. Frente a ella, una filosofía que está siempre en desfase con respecto a una factualidad anterior.10 A lo sumo, filosofía como «poema hecho con trozos de filosofía [de aquella filosofía canónica]».11 El lugar filosófico de Rancière no es entonces el de una teoría general sobre un determinado objeto (la política, la literatura), ni siquiera (a pesar del énfasis que aquí estamos haciendo en la experiencia del pensamiento que se encierra en ello) «una teoría general sobre las operaciones del pensamiento», sino el de una práctica que trabaja con realidades materiales de naturaleza polémica, como son las ideas, y que es siempre una forma de intervención en contextos específicos, provocada por situaciones concretas y motivada por la cuestión «¿dónde estamos ahora?».12 En ese contexto polémico, la filosofía declara la arbitrariedad de determinado orden, haciendo un trabajo de alteración o redistribución de lo constituido que pone en cuestión la homología consensual entre sensible y sentido, manera de ser y razón de ser, trabajo del pensamiento como «potencia siempre desdoblada» que anuda y desanuda.13 Frente al pensamiento disciplinar, asegurador del consenso u orden establecido, la filosofía es para Rancière una práctica «indisciplinar» o «estética»14: trabajo de inscripción de los saberes en su dimensión estética, es decir, en la manera en que contribuyen a la constitución del régimen de experiencia vigente separando conocimiento e ignorancia y distribuyendo posiciones de visibilidad o no de los sujetos, próxima quizás a lo que Foucault ha calificado como trabajo de «eventualización» (événementialisation), propio de la crítica que opera reduciendo supuestas entidades universales y evidentes a los acontecimientos de los que proceden y que producen su emergencia. Crítica eventualizadora que se hace ella misma eventual (su criterio no es normativo sino estratégico, o al menos reclama para sí una normatividad que emerge desde la propia situación).15 Para Rancière, la práctica estética de la filosofía abre a un espacio de pensamiento «sin límites» que es el de la propia horizontalidad del mundo, donde pensamiento y

9 Jacques Rancière: La méthode de l’égalité. In: La philosophie déplacée, p. 519. 10 La mésentente, p. 96: «…factualité toujours antécédente de la politique…». 11 Jacques Rancière: La méthode de l’égalité, p. 519. 12 A few remarks on the method of Jacques Rancière. In: Parallax 15, 3 (2009), p. 115. 13 La méthode de l’égalité, pp. 518 y 513. 14 The Aesthetic Dimension. In: Critical Inquiry 36, 1 (autumn 2009), pp. 1–19. 15 Michel Foucault: ¿Qué es la crítica? (Crítica e Ilustración). In: Sobre la Ilustración. Madrid: Tecnos 2006, pp. 3–52.

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acontecer del mundo son coextensivos: «no hay un lugar propio del pensamiento sino que está en todas partes en la forma de la querella»16; espacio de una «hemorragia» de «palabras y discursos que circulan libremente».17 Su trabajo es la «traducción» y la «contratraducción» que pone sentido junto a sentido, tal como puede aprenderse del método universal de Jacotot.18 Ni tribal ni universal (no hay lenguaje universal del pensamiento, como para Jacotot), la filosofía es «dialecto del entre» (in-between dialect).19 Y, de nuevo, como para Jacotot, el trabajo del pensamiento es trazar círculos (que abordan una cuestión en un punto singular cualquiera) para transformarlos en espirales, es decir, para producir la «liberación material» de la relación entre sensible-sentido o posición-razón de ser. Como para el pedagogo del XVIII, la verdad permanece en ese espacio como un centro ausente alrededor del cual habríamos de girar.20 «Método de la igualdad» de la práctica filosófica, que hace de ella algo «análogo», según Rancière, al acto de emancipación. Volvamos ahora al problema central política-literatura para ver cómo se encuentra en esos ámbitos la misma aporética de un pensamiento en acto. En sus dos vertientes: como experiencia de desubjetivación en la literatura a través de la cual se descubre, final y paradójicamente, el mundo como único sujeto de experiencia; como experiencia política de subjetivación, que se produce, sin embargo, en el espacio vacío entre mundos.

4 La experiencia literaria de desubjetivación Con la literatura, surgida históricamente en el régimen estético moderno, aparece «una nueva idea del pensamiento y de su efectividad».21 Se trata de la idea o experiencia de un pensamiento inconsciente, que está presente en la materialidad sensible. Expresión del mismo serían, para Rancière, cierto «salvajismo existencial del pensamiento» presente por ejemplo en la nueva idea de la tragedia en Hölderlin, Hegel o Nietzsche, la identidad de pensamiento y enfermedad, logos 16 Jacques Rancière: La méthode de l’égalité, p. 513. 17 Jacques Rancière: The Aesthetic Dimension, p. 17. 18 Jacques Rancière: El maestro ignorante. Barcelona: Laertes 2010, pp. 37, 40; Jacques Rancière: Politics, identification, subjectivization. In: The MIT Press 61 (summer 1992), p. 58. 19 Ibid. 20 Jacques Rancière: El maestro ignorante, pp. 37, 54. 21 Jacques Rancière: El inconsciente estético. Buenos Aires: Del Estante Editorial 2005, p. 46; Jacques Rancière: Le partage du sensible. Esthétique et politique. París: La Fabrique-éditions 2000, p. 10.

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y pathos, presente de modo muy especial en este último, y, en general, el tema romántico de la identidad de contrarios. Aunque Rancière no emplea esta expresión, parece que la clave de este nuevo pensamiento literario es especulativa: esto permite entender la intransitividad del nuevo lenguaje literario, la cual no significa la simple vuelta narcisista del lenguaje sobre su propia materialidad sino una retirada del plano comunicativo y referencial (entitativo, dicho metafísicamente) con objeto de acceder desde dentro a la cosa misma.22 El pensamiento literario, pues, como reflexión interna a la cosa, fiel (speculum) a ella, pensamiento que es su propio movimiento o inquietud y del que sería una buena formulación «la manera absoluta de ver las cosas» en Flaubert, de que habla Rancière en Politique de la littérature. Claro está que la cosa del pensamiento no son los objetos preconstituidos del mundo sino el mundo mismo como infinitud en acto o singularidad absoluta: de ahí que la literatura se autocomprenda a la vez como acto autónomo, singular y absoluto, y como acto idéntico a las formas en que la vida se auto-afecta, con la consiguiente ausencia de fronteras entre el lenguaje literario y el lenguaje de la vida cualquiera. Esto da lugar a una escritura concebida como «máquina para hacer hablar la vida», una «potente máquina de auto-interpretación y de repoetización de la vida».23 Esta palabra alcanza su máxima radicalidad, como muestra la reconstrucción hecha por Rancière, más allá de la palabra democrática, impropia y errante, y de la palabra hermenéutica, en una escritura de «la pura intensidad de las cosas sin razón»24: palabra que encuentra, descubre o inventa, detrás de los sujetos constituidos micro-acontecimientos pre-individuales que son diferencias de intensidad. Con esa reinterpretación radical de la realidad, el pensamiento literario transforma las formas a priori de lo experimentable y opera un cambio real en el mundo: «…las interpretaciones son ellas mismas cambios reales cuando transforman las formas de visibilidad de un mundo común y, con ellas, las capacidades que los cuerpos cualesquiera pueden ejercer sobre un paisaje nuevo de lo común».25 El final del primer capítulo de Politique de la littérature se cierra de modo significativo precisamente con el cuestionamiento de la oposición entre interpretación y transformación. La politicidad específica de las formas estético-literarias radica en que se instalan en el plano trascendental, aunque inmanente al mundo, en que se juega la posibilidad de la experiencia (el partage de lo sensible, que es el asunto de la política, según Rancière): la literatura abriría un campo de experiencia creando 22 Jacques Rancière: Politique de la littérature, pp. 13, 22. 23 Ibid., pp. 23, 39. 24 Ibid., p. 35. 25 Ibid., p. 39.

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o inventando un sentido nuevo para lo sensible. Claro está, no es una creación ex nihilo sino una re-apropiación material del sentido, operación que es específica de la ficción y que tiene como único suelo o fundamento el intersticio o espacio vacío que une y separa sentido y sentido, y a lo sensible de sí mismo (el plano trascendental es propiamente ese espacio vacío). La manera específica en que la literatura hace la experiencia del disenso, el «malentendido literario», consiste en una querella en relación con el estatuto de lo presente, malentendido que, por tanto, no es sólo hermenéutico sino ontológico.26 La experiencia literaria del disenso es el trabajo de suspensión de las formas individuales constituidas en las que se articulan palabras y cosas, y de invención de formas pre-individuales atravesadas por la infinitud de la sustancia, «elementos metamórficos», como los llama Rancière, animados trascendentalmente. Por eso, la experiencia literaria del disenso de lo real es de carácter desconstructivo. Su intervención política es indirecta, «metapolítica», y se produce actuando sobre la relación consigo mismo del sujeto de experiencia, desvinculando el sí-mismo de cualquier identidad o realidad determinada, es decir, operando, según Rancière, un trabajo de «desubjetivación»: desvinculación del sujeto con respecto a la ficción de la identidad y remisión del sujeto a la ficción de una «verdadera vida» inapropiable en inquietud permanente. Esa vida descubierta o inventada por la literatura es para Rancière capaz de curarnos de otras ficciones vinculadas con la identidad (como la ficción amorosa y la política). ¿Por qué tiene esa capacidad terapéutica? Habríamos de pensar que es capaz de curar porque con ella se cierra la cadena de las razones o de las condiciones: el único sí-mismo incondicionado es la inquietud o negatividad (en la «verdadera vida» literaria reside la ficción o factum trascendental). En la literatura tendríamos la paradójica experiencia de un pensamiento cuyo sujeto es el mundo infinito, sujeto de una incesante actividad pero desarmado para la acción política, sólo ejecutable por sujetos determinados.

5 La experiencia política de subjetivación En la política, el trabajo disensual es diferente al literario y es denominado por Rancière «desacuerdo» (mésentente): trabajo de institución declarativa de un sujeto colectivo nuevo al que se vincula un nuevo campo perceptivo de objetos y de actores políticos.27 De modo que, frente al trabajo de desubjetivación literaria, 26 Jacques Rancière: Politique de la littérature, pp. 45, 50. 27 Jacques Rancière: La mésentente, p. 12 ss.

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la subjetivación política. Aquí se define otra escala, no la del pensamiento inconsciente depositado en el mundo o atravesado por él, confundido con el mundo mismo como sujeto de sí, sino la del pensamiento como encuentro entre dos mundos (que, sin embargo, están en este mundo o que son, en su diferencia, el mundo mismo): «relación de mundos».28 Y Rancière la entiende en toda su radicalidad. La política es el acontecimiento singular del «encuentro entre los heterogéneos», o «de los inconmensurables»,29 ámbitos entre los que no hay mediación: «El acto político [Rancière está hablando de la huelga] es entonces construir la relación (rapport) entre las cosas que no tienen relación, hacer ver juntos, como objeto del litigio, la relación y la no-relación».30 Si la aporía de la política (su factum) es también el disenso, se trata ahora, como mésentente, del conflicto en el mundo común, por el que éste se desdobla; conflicto, pues, en el orden contingente visible-decible sólo apoyado en la evidencia de lo reconocible e identificable (orden consensual, «policía»). Ese conflicto es provocado por la presencia real en él de «seres en excedencia» que son magnitudes negativas (recordemos el concepto kantiano de negativen Grössen). Éstas se presentan por efecto de la verificación singular o material del presupuesto (ficticio) de la igualdad que, no lo olvidemos, posee para Rancière el significado performativo de la «pura contingencia del orden»: la igualdad es «una noción vacía» que carece de propiedades y cuya presentación es sólo negativa, en la forma de la distorsión o daño (tort).31 El acto político de subjetivación no es una creación ex nihilo de sujetos pero sí su constitución a través de la transformación de su identidad en un nosotros que no es identificable con ninguna parte visible o significable. El sujeto es un modo de manifestación del tort, «un operador que une y separa»,32 y que no tiene un «cuerpo consistente».33 La patentización del conflicto produce, no su regulación o eliminación, sino la modificación del terreno de juego, un nuevo campo de experiencia y una redistribución de las posiciones sociales, un nuevo mundo. La experiencia política se define entonces para Rancière como experiencia del «entre», eso sí, un entre desontologizado que sólo es «interrupción» o «intervalo» entre identidades y entre mundos34: si en la literatura teníamos un

28 Ibid., p. 67. 29 Ibid., pp. 55, 108. 30 Ibid., p. 65. 31 Jacques Rancière: La mésentente, pp. 53, 59. 32 Ibid., p. 65. 33 Ibid., p. 127. 34 Jacques Rancière: La comunidad como disentimiento, entrevista con F. Noudelmann. In: El tiempo de la igualdad. Diálogos sobre política y estética. Barcelona: Herder 2011, pp. 161–2; Jacques Rancière: La mésentente, p. 186.

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pensamiento cuyo sujeto es el mundo infinito, en la política tenemos un sujeto que hace la experiencia de la infinitud del mundo entendida como irreductible pluralidad del mismo, su espaciamiento constitutivo. La política hace la experiencia de la medida de los inconmensurables y en ello precisamente radica su literariedad: el enlace (lien) o relación (rapport) de lo que no tiene relación sólo puede ser ficcional, porque sólo la ficción puede unir lo dado y lo no-dado. Prueba de ello es la construcción de la relación en el sentido de la interpretación teatral, construcción de una dramaturgia en la que puedan aparecer «existencias que son al mismo tiempo inexistencias» (y viceversa)35; en ese mismo sentido, Rancière entiende el acto político como «salto metafórico» o «predicación impropia».36 En cualquier caso parece tratarse de la relación ficcional, regida por una «heterología» o «lógica paratáctica», es decir, no atenida al principio del tercio excluso, lógica de la yuxtaposición de lo diferente, que permite poner en relación sentido y sentido en un espacio «heterotópico» cargado de potencial político.37 Careciendo la política de verdad y de fundamento para Rancière, la experiencia política está al mismo tiempo paradójicamente «fundada en la inconmensurabilidad».38 La sustancia de ese fundamento no es ni siquiera la de las relaciones de poder sino, como vimos antes, la «relación de mundos». La experiencia política de subjetivación tiene entonces su único lugar efectivo en el espaciamiento del mundo, o que el mundo mismo es, en su singularidad plural. Su única palanca para mover el mundo es la inexistencia de toda condición dada, patente ahora como interrupción o intervalo de los mundos. A causa de ello, el daño (tort) es imposible de suprimir masivamente. Pero gracias a ello es posible cambiar radicalmente el mundo. Como ven, la doble raíz del «pesimismo hiperactivo» de que les hablaba al comienzo, actitud apropiada para «…una labor paciente que dé forma a la impaciencia de la libertad» (Foucault).

35 Jacques Rancière: La mésentente, p. 66. 36 Jacques Rancière: La comunidad como disentimiento, p. 159. 37 Jacques Rancière: The Aesthetic Dimension, p. 7. Rancière recoge en este lugar el concepto foucaultiano de «heterotopía», como lugar que, estando fuera de todos los lugares, es efectivamente localizable; Michel Foucault: Des espaces autres [1967]. In: Dits et écrits, vol. IV. París: Gallimard 1994, p. 752 ss. 38 Jacques Rancière: La mésentente, p. 71.

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Bibliografía Campillo, Antonio: El autor, la ficción, la verdad. In: Daimon. Revista de Filosofía 5 (1992), pp. 25–45. Cornu, Laurence/ Vermeren, Patrice (eds.): La philosophie déplacée. Autour de Jacques Rancière (coloque de Cerisy). Bourg en Bresse: Horlieu Éditions 2006. Deleuze, Gilles: Foucault. Traducido por José Vázquez Pérez. Barcelona: Paidós 1987. Foucault, Michel: Qu’est-ce que la critique? (Critique et Aufklärung). Traducido por Javier de la Higuera. In: Sobre la Ilustración. Madrid: Tecnos 2006, pp. 3–52. Habermas, Jürgen: Excurso sobre la diferencia de géneros entre Filosofía y Literatura. Traducido por Manuel Jiménez Redondo. In: El discurso filosófico de la modernidad. Madrid: Taurus 1989, pp. 225–254. Nancy, Jean-Luc: Chronique. Vendredi 27 septembre 2002. In: Rue Descartes 38, 4 (2002), pp. 120–122. Nancy, Jean-Luc: Jacques Rancière et la métaphysique. In: Cornu, Laurence/ Vermeren, Patrice (eds.): La philosophie déplacée. Autour de Jacques Rancière. Bourg-en-Bresse: Horlieu éditions 2006, pp. 155–167. Nietzsche, Friedrich: El gay saber. Traducido por Luis Jiménez Moreno. Madrid: Espasa-Calpe 1986. Rancière, Jacques: Le maître ignorant. París: Fayard 1987 (El maestro ignorante. Traducido por Nuria Estrach. Barcelona: Laertes 2010). Rancière, Jacques: Politics, identification, subjectivization. In: The MIT Press 61 (verano 1992), pp. 58–64. Rancière, Jacques: La mésentente. París: Galilée 1995. Rancière, Jacques: Le maître ignorant. Entretien avec Jacques Rancière. In: Vacarme 09 (1999), pp. 4–8 [http://www.vacarme.org/article997.html acceso 01/11/2014]. Rancière, Jacques: Le partage du sensible. Esthétique et politique. París: La Fabrique-éditions 2000. Rancière, Jacques: L’inconscient esthétique. París: Galilée 2001 [Ed. cast.: El inconsciente estético. Traducido por Silvia Duluc/Silvia Costanzo/Laura Lambert. Buenos Aires: Del Estante Editorial 2005]. Rancière, Jacques: La communauté comme dissentiment (entrevista con F. Noudelmann). In: Rue Descartes 42 (2003), pp. 86–99. [Ed. cast.: La comunidad como disentimiento. In: El tiempo de la igualdad. Diálogos sobre política y estética. Traducido por Javier Bassas Vila. Barcelona: Herder 2011, pp. (161–2). Rancière, Jacques: La méthode de l’égalité. In: La philosophie déplacée. Autour de Jacques Rancière, pp. 507–523. Rancière, Jacques: Politique de la littérature. París: Galilée 2007. Rancière, Jacques: A few remarks on the method of Jacques Rancière. In: Parallax 15, 3 (2009), pp. 114–123. Rancière, Jacques: The Aesthetic Dimension. In: Critical Inquiry 36, 1 (otoño 2009), pp. 1–19.

Bloque II: Estéticas del desacuerdo

Juan Carlos Rodríguez

Tres estallidos en el horizonte literario de la modernidad y la posmodernidad (Notas sobre Jakobson, Sterne, la mujer invisible y el diccionario de Godard) Comenzaré de forma un tanto abrupta pues ya iremos desgranando las cuestiones que aquí esquematizo. Diré así en primer lugar, que considero que la estética es una de las maneras de configurar la imagen del «yo-soy-libre porque he nacido libre por naturaleza». Que es a su vez el eje del inconsciente ideológico/ libidinal del capitalismo. Pues no olvidemos que por un lado están las relaciones socio-vitales existentes y por otro lado la forma en que esas relaciones sociales nos configuran: configuran nuestra manera de vivirlas, de pensarlas, de experienciarlas; nuestra forma de concebir tales realidades vitales. A eso lo llamo nuestro inconsciente ideológico/libidinal. No sin problemas o enigmas. En el ámbito literario el enigma de la poesía ha solido centrar la mayoría de los debates. Como no sé la diferencia que puede haber entre modernidad y posmodernidad, aludiré a esos términos como apoyos cómodos cuando los necesite. Señalando desde ahora que tales términos únicamente tienen sentido –acaso– a propósito de las lógicas variaciones históricas de un continuum capitalista cuyo fondo de explotación de las vidas no ha cambiado sin embargo nunca. A esas lógicas variantes históricas es a lo que llamo la radical historicidad de la literatura. Puesto que la ideología inconsciente jamás es homogénea sino que está llena de brechas o fisuras he denominado estallido a algunas de sus contradicciones más profundas. El primer estallido o la primera gran contradicción la centraré, pues, en torno al aludido enigma de la poesía. Y podemos fijarnos en una fecha que considero bien sintomática: el año 1958. ¿Qué significado podemos extraerle a esa fecha? Para el terreno que ahora nos interesa, es decir, las relaciones dentro del ámbito literario y su inscripción en el inconsciente del «yo soy libre», supongo que podríamos extraer múltiples imágenes a propósito de este primer estallido. Pues veamos. En 1958 se celebró en Bloomington, en la Universidad de Indiana, un célebre congreso sobre lingüística y literatura. No nos olvidemos de una cuestión básica: Estados Unidos era prácticamente un páramo en el ámbito

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de la teoría y la crítica literaria. Tampoco es que en ese terreno hubiéramos ido mucho más allá en la Europa Occidental (y menos en la España de Franco). Aunque en Europa y en España hubiéramos vivido, especialmente en los años 20 y 30, todos los avatares de las vanguardias. Y eso ya desde la bisagra del XIX-XX y, sobre todo, antes y después de la Primera Guerra Mundial. Recordemos sólo el modernismo de Darío, el «noucentisme» catalán, las llamadas generaciones del 14 y del 27, el cubismo, el dadaísmo y el surrealismo; y con tremenda fuerza el debate entre la pureza y el compromiso en la II República y en toda Europa. Pues bien: aunque conociéramos además la estética de Croce y Gramsci e igualmente el horizonte fenomenológico desde Husserl a Heidegger, y desde Merleau-Ponty a las ciencias de la cultura y de las formas simbólicas en Dilthey y en Cassirer, etc., aunque todo eso hubiera sido así, seguíamos sin duda en las nubes respecto a la poesía. Y repito que más se diluía el asunto en los propios USA, pese a que ya existiera el New Criticism y pese a que Wellek y Warren hubieran publicado su Teoría de la literatura en 1949. La verdad era que al hablar de la poesía seguíamos moviéndonos entre el «poesía eres tú» y el horizonte de lo inefable. Tanto es así que, en 1948, cuando Sartre publica la primera edición de ¿Qué es la literatura? y saca a relucir toda la avalancha del compromiso (con indudables raíces en la Resistencia contra los nazis), Sartre sin embargo excluye a la llamada poesía lírica de tal compromiso, puesto que en el fondo la poesía seguía siendo algo propio sólo de la intimidad del alma, etc., Volvamos, así, ahora al Congreso de la Universidad de Indiana, o mejor dicho, a la mil veces reeditada, comentada y condensada «Conferencia de clausura». Es bien sabido que esa «conferencia de clausura» estuvo a cargo de un ruso «bueno» (pues vivíamos en plena Guerra fría desde 1947–48), un ruso que, tras formarse con los Formalistas de su país y luego con los Funcionalistas checos, se había trasladado a Estados Unidos donde fue adquiriendo un gran renombre como lingüista. Durante la II Guerra mundial ese ruso había coincidido además en Nueva York con un joven Lévi-Strauss, con el que trabó una profunda amistad que posteriormente se plasmaría por ejemplo en el análisis conjunto del soneto Los gatos, de Baudelaire, etc. Y a lo que íbamos: mientras por nuestra parte seguíamos con el «poesía eres tú» o «poesía es lo inefable», ese ruso, o sea, Roman Jakobson, clausuraba el congreso de Indiana más o menos así: ¿Queréis saber lo que es poesía? Pues ahí va, os lo voy a decir. Y lo dijo de este modo: poesía (o función poética, da igual) es simplemente esto: la proyección del principio de equivalencia del eje de la selección al eje de la combinación. Nada menos. Hay que imaginarse por un momento la reacción del auditorio. Primero estupor y asombro. Y enseguida el alborozo general: la retórica de Jakobson había cumplido perfectamente su finalidad persuasiva. Gracias a esa

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conferencia (que, como se sabe, Jakobson tituló Lingüística y Poética)1 al fin teníamos una definición de la poesía en términos tan técnicos y objetivos como pudiera exigir el mayor rigor científico (pues no olvidemos tampoco que estábamos, y estamos, en plena hegemonía del tecnicismo cientifista). Claro que tras el primer asombro vino la reflexión y la conmoción del estallido comenzó a desinflarse. En cuanto la fórmula se tradujo al «roman paladino» se la desmenuzó poco a poco: Jakobson en realidad no se refería más que a lo que los primeros re-descubridores de Saussure llamaban paradigma y sintagma, algo que él confirmó sin problemas. A lo que se había referido era al juego de las metáforas (el eje de la semejanza) y al de las metonimias (eje de la contigüidad) dentro del texto poético. Y a la vez a las equivalencias o al paralelismo entre elementos fonéticos, sintácticos y semánticos en el interior del poema. En suma, a la atención puesta en el «mensaje en sí», o sea, a los propios signos y no a su exterior. Todo lo que se resumía en una sola afirmación: que lo que se expresaba en la poesía era la intimidad del lenguaje. No es que el trabajo de hecho de Jakobson hubiera resultado en vano, es que aquella fórmula tan aparentemente científica y técnica se iba desvaneciendo, puesto que a fin de cuentas se inscribía en el mismo horizonte ideológico de toda la crítica fenomenológica: buscar el «en sí» del lenguaje era buscar la pureza del lenguaje como plasmación de la intimidad del alma, como plasmación del yo-soy-libre más puro. Con lo cual en verdad estábamos en el mismo lugar del que habíamos partido. Incluso hubo más críticas: no sólo es que Jakobson no explicara por qué un poema podía considerarse bueno o malo; no sólo es que hubiera dejado de lado la prosa, considerándola simplemente como «a medio camino» entre la función poética y la función referencial (algo que obviamente no indicaba nada); es que había dejado de lado la Historia: para Jakobson la poesía había vivido en un presente perpetuo, una sincronía eterna, un universal inalterable. Desde los que suelen llamarse cantos heroicos hindúes a los sonetos de Shakespeare y hasta Pushkin, Yeats o Valéry, todo habría sido lo mismo: un «uso magistral» de los términos del lenguaje por parte de un poeta libre y puro. Y para ese viaje no se necesitaban tantas alforjas. Incluso Jakobson llegaba a ampararse en el propio Valéry: la afirmación de este de que la poesía era «una vacilación entre sonido y sentido» le parecía a Jakobson más científica que cualquier otra. Lo cual provocaba más contradicciones en torno al estallido de Jakobson y sus consecuencias posteriores. Puesto que apenas unos años después, en 1966, en otro congreso célebre (ahora en la John Hopkins University) Derrida presentó 1 Las intervenciones en este congreso se publicaron dos años después al cuidado de Thomas Sebeok con el título de Style in Language, Cambridge: Mass 1960 [Ed. cast.: Roman Jakobson: Lingüística y poética. In: Ensayos de lingüística general. Traducido por Josep M. Puyol y Jem Cabanes. Barcelona: Seix-Barral 1975, pp. 347–365.

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su famosa ponencia: Estructura, Signo y Representación (o Juego) en el discurso de las Ciencias Humanas, que supuso el comienzo de lo que iba a ser el auge avasallador de la De-Construcción en los Usa. Y ello en competencia con el Generativismo de Chomsky y con toda la ideología teórica de la Comunicación y la Semiótica textual. En suma, y como diría Richard Rorty, se imponía el Giro lingüístico: no el análisis de las ideas sino de los enunciados o proposiciones; no analizar sólo el mundo del texto sino considerar al mundo como texto. Es decir, el triunfo absoluto del capitalismo ideológico más descarnado. Pues fijémonos en que en el mismo 1958 –o quizás un poco antes– la Alemania de Hitler (reconvertida en la Alemania de Adenauer), la Italia de Mussolini (gobernada por la Democracia cristiana heredera de De Gasperi) y la Francia de Vichy (ahora de De Gaulle), o sea, las tres potencias nazis-fascistas derrotadas en la Segunda Guerra mundial firmaban en Roma el primer tratado de la Unión Europea. Bajo el manto protector de los USA, en apenas unos diez años y gracias al Plan Marshall, todos los nazi-fascistas europeos se habían convertido en demócratas y exhibían la libertad como bandera, puesto que la recuperación económica parecía asombrosa: se habló así del «milagro alemán» y –con mayor ironía, claro– del «miracolino italiano». Menos la España de Franco, todo el occidente europeo se había acostado fascista y se había despertado democristiano (o social-demócrata). Por supuesto que tampoco había por qué asombrarse demasiado: la infraestructura capitalista seguía siendo la misma; sólo había que americanizar los gestos y los gustos y los estilos de vida y de conducta parlamentaria, etc. Únicamente el Reino Unido era un caso aparte, y a Inglaterra volveremos para hablar de nuestro segundo estallido. Segundo estallido: obviamente la Ilustración europea del XVIII sí que es el verdadero arranque de la Modernidad. Pero además, en el siglo XVIII, Inglaterra era ya la «más burguesa de las naciones», en frase lapidaria de Marx. No sólo porque en 1649 el Parlamento, con Cromwell a la cabeza, hubiera decapitado al rey Carlos I; no sólo por la llamada «revolución gloriosa» de 1688 (el Parlamento imponiéndose definitivamente a la Monarquía, aunque conservándola), ni siquiera por su potencial marítimo y el valor de sus mercados nacionales e internacionales (lo que culminaría con la revolución industrial y el gran Imperio británico del XIX). No sólo por eso, digo, sino por la conmoción que todo eso había provocado en el nivel básico de las relaciones socio-vitales cotidianas. En un esquema muy simple: las relaciones familiaristas burguesas se habían impuesto sobre el linaje de la sangre azul nobiliaria. Una aristocracia que por supuesto seguiría existiendo hasta hoy, con sus ritos y sus parafernalias perviviendo en todos los terrenos. Sólo que con un matiz decisivo: la propia aristocracia se había reconvertido ya introduciéndose en el ámbito capitalista. De modo que puede decirse que la revolución burguesa estaba ya establecida en gran manera en

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Inglaterra (o Gran Bretaña tras la unión con Escocia: Irlanda sería siempre una colonia católica, rural y retrógrada en el imaginario británico). Pues bien, nuestro segundo estallido lo vamos a centrar en una novela como el Tristram Shandy2 y un escritor que por casualidad nació sin embargo en Irlanda (son innumerables los escritores irlandeses que posiblemente hayan escrito el mejor inglés literario, desde Swift a James Joyce). Y digo que Laurence Sterne (o sea, nuestro escritor) nació por casualidad en Irlanda pues era hijo de un alférez o abanderado de un destacamento inglés allí establecido. Pero en verdad Sterne creció y se formó no sólo en una Inglaterra protestante etc., sino sobre todo en ese humus fermentador del familiarismo burgués al que habíamos aludido. Aunque se tenía un tremendo respeto por el lenguaje y el gusto aristocrático sobre todo en el terreno artístico. Hume dedicará toda su vida a trasladar ese gusto aristocrático a la clase media para conseguir al menos que esa burguesía inglesa no tuviera –dice Hume, copiando literalmente a Rousseau– el lenguaje, el gusto y los modales tan rudos «como los de un suizo educado en Holanda». Pero lo que nos importa: ya que hablamos del familiarismo burgués, deberíamos señalar que el matrimonio del clérigo Sterne fue más bien un desastre. No sólo porque este párroco de York, comido por la tuberculosis, fuera un juerguista empedernido, sobre todo en las fiestas de señoras y señores que se celebraban en el castillo (que ellos llamaban Crazy Castle) que había heredado su amigo John Hall-Steveson (Eugenius, en el Tristram), con resacas tremendas que Sterne procuraba curarse tomando la famosa agua negra de alquitrán que había recomendado el obispo y filósofo Berkeley. No sólo por esto, digo, sino porque su mujer, Elizabeth Lumley, con la que tuvo a su hija Lydia (que luego le serviría de amanuense), su mujer, digo, sufría auténticos delirios mentales en los que se consideraba Reina de Bohemia («El rey de Bohemia y sus siete castillos» será un relato que aparece en el libro. Aunque Bohemia era también un bosque cercano a su casa). Pero en 1760, a los 46 años, la vida de Sterne dio un vuelco inesperado. Había llevado al librero londinense Dodley los dos primeros volúmenes del Tristram que se publicaron en enero del 60. Se dice que fue la sensación de ese Año Nuevo. En York se vendieron cien ejemplares diarios y en Londres la edición se agotó de inmediato, tanto que en abril hubo que sacar a la luz una segunda edición de este «libro de Yorick», que era como se le conocía. Por supuesto Yorick es una creación a medias entre Shakespeare y Cervantes: es el bufón de la calavera con la que Hamlet medita y es a la vez un personaje cervantino que cabalga

2 Véase Laurence Sterne: The Life and Opinions of Tristram Shandy, Gentlman. Penguin Books 1967. [Ed. cast: Laurence Sterne: Tristram Shandy. Traducido por Javier Marías. Madrid: Alfaguara 2011, con introducción de Andrew Wright. Marías llegó a decir que esa era su «mejor obra»].

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sobre un rocín como Rocinante y que como Cervantes ironiza siempre sobre todas las cosas. Curiosamente el nombre de Shakespeare no aparece en el libro y el de Cervantes aparece continuamente. Y Yorick desde luego es el «alter ego» de Sterne tanto en el Tristram como en su otro libro El viaje sentimental. Pero vamos a aclararnos. Sterne nos dice que va a contar la vida y las opiniones de Tristram Shandy, gentleman. Sin embargo cuando acaba el segundo volumen Tristram no ha nacido todavía. La voz del propio protagonista, o sea, Tristram, nos lo dice en el capítulo XIV del primer volumen: «En suma, es el cuento de nunca acabar; –por mi parte les aseguro que estoy en ello desde hace seis semanas, yendo a la mayor velocidad posible– y no he nacido aún». Más ironía, imposible. Pero es que un poco más abajo nos añade que va a seguir contándonos su vida publicando dos volúmenes al año. Y así sucedió en efecto desde 1760 hasta 1766. Veamos un esquema mínimo de lo que ocurre en este libro. Porque lo que sucede es que no sucede nada. De la vida de Tristram sólo conoceremos tres o cuatro cosas que le acaecen hasta los cinco años. Son las opiniones de Tristram, o sea la voz que le presta Sterne, lo único que realmente constituye la urdimbre de los nueve volúmenes del libro. Pero qué opiniones y qué estructura: digresiones, divagaciones, asteriscos, guiones cortos o larguísimos, desorden en la numeración de los capítulos, capítulos largos o de una sola frase, lógica causal completamente interrumpida, páginas en blanco o en negro (cuando mata a Yorick en el primer libro le dedica dos páginas en negro por luto, y luego lo resucita, claro); páginas rayadas, temas dejados sueltos y retomados más tarde de manera inesperada y además con otro asunto y con otro sentido… Es una prosa única, rellena de ambigüedad en cada línea: cada palabra, cada frase, cada guión o asterisco quiere decir una cosa y a la vez su contraria o sus posibles ramificaciones hasta el infinito. En el volumen I y II Tristram nos cuenta su engendramiento. Esta historia es bien conocida. Su padre, el señor Shandy, el primer domingo de cada mes, cumplía con tres obligaciones: ir a la iglesia por la mañana y, luego por la noche, darle cuerda al gran reloj de la casa y procurar engendrar un hijo con la señora Shandy. Este ritual había creado en la mente de la señora Shandy una asociación de ideas inevitable. Pero la noche del engendramiento algo falla en tal asociación de ideas: de modo que cuando el señor y la señora Shandy están cumpliendo con la obligación de engendrar un hijo, en el momento álgido, la señora Shandy interrumpe a su marido y le pregunta: «Perdona, querido, ¿no te has olvidado de darle cuerda al reloj?». Obviamente el señor Shandy se altera de manera inevitable y exclama: «A qué mujer se le ocurriría interrumpirme precisamente en este momento». Pues por culpa de la interrupción apenas deposita una débil semilla hacia el útero de la señora Shandy. Pero lo estoy contando mal: no se trataba de

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una semilla, sino de un homúnculo. Pues como sabremos, tal interrupción no dejó que el homúnculo pudiera ir con suficiente vitalidad y fuerza. Obviamente Sterne se está burlando de la «embriología» o la «espermática» del machismo remotamente aristotélico aún vigente en su época. Se suponía que el esperma masculino portaba ya en sí un homúnculo, una especie de hombrecillo ya hecho en miniatura, que habría luego de calentarse y vitalizarse en el vientre de la madre. De modo que Tristram, el homúnculo, nos contará su vida y sus opiniones desde ese vientre materno. Pero fijémonos: si los dos primeros volúmenes (apenas cien páginas) están dedicados al engendramiento de Tristram, el tres y el cuatro se dedican al parto y al nombre del homúnculo. El señor y la señora Shandy habían tenido una disputa: ella quería parir en Londres, donde todo era mejor y más seguro. El señor Shandy se impone, como es lógico: debe parir en su casa, en el pueblo. Sólo que allí sólo hay una comadrona y un médico partero y papista, el doctor Slop. Mientras el parto sucede lentísimo en la habitación de arriba, en el salón de abajo, el señor Shandy, el Tío Toby, su ayudante el cabo Trim y el médico partero y papista hablan interminablemente sobre la cesárea, el fórceps (que el médico aduce como un nuevo gran invento) y, sobre todo, sobre el bautismo. La burla descarnada se centra ahora en el catolicismo, sacando a colación un texto francés –auténtico– acerca del bautismo del homúnculo introduciendo una cánula en el vientre de la madre e incluso (¿por qué no?) bautizar a todos los homúnculos posibles introduciendo esa cánula en los genitales del padre. La criada Susanah avisa de que el parto es inminente y el fórceps del doctor –se nos cuenta luego– aplasta la nariz del niño. El señor Shandy achaca eso a la mala suerte de que el niño naciera por la cabeza y no por los pies –como debería ser, afirma–. Pero mucho ojo: Sterne nos dice que cuando habla de nariz habla de nariz aplastada y no de que al niño le aplastaran otra cosa, como ustedes, lectores, estarán pensando –añade–. Las digresiones sobre la nariz y el pene –incluso sobre los bigotes– se vuelven de nuevo irresistibles y por supuesto con una continua connotación sexual. Pero no acaban ahí las desgracias. El padre quiere bautizar a su hijo con el nombre de Trismegisto, nada menos, pero la criada Susanah no entiende bien el nombre y el niño acaba siendo bautizado como Tristram. Es obvio que hoy, en el inglés actual, las correlaciones latinas entre Tristram y tristeza o desgracia (como los Tristia de Ovidio) no se aprecian de hecho, pero en el XVIII era algo mucho más claro, y sobre todo para un clérigo licenciado en Cambridge como Sterne. Los volúmenes 5 y 6 nos muestran a Mister Shandy escribiendo una Tristrapaedia, o sea, una forma de educar a su hijo Tristram. Sólo que divaga tanto que el niño va creciendo más aprisa que el tratado del padre. Y así a los cinco años presenciamos la última desgracia de Tristram. Ya hemos visto la desgracia de su engendramiento, la desgracia de su nariz y de su nombre y ahora

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se nos ofrecerá la última desgracia que presenciaremos, pues a Tristram ya no lo volveremos a ver. Con cinco años, repito, el niño tiene un día ganas de hacer pis. La joven Susanah, convertida en su niñera, siente escrúpulos de cogerle el pene para ayudarle a orinar y le dice si el señorito podría hacerlo solo. Tristram está de pie encima de una ventana y cuando se saca el pene le cae encima la parte de arriba de la ventana –que era de las de guillotina–. No sabemos muy bien lo que ocurre en el jaleo tremendo que se arma, pero el doctor Slop nos dice que todo se arreglará con una simple fimosis. Insisto que de la vida de Tristram ya no sabremos más. Pero sí de sus opiniones o las de Sterne y de los viajes de este por Francia y por Italia, que luego nos contará más detenidamente en El Viaje sentimental a través de Francia e Italia (la parte italiana no la pudo ya redactar).3 En 1766 Sterne publica un último volumen, el IX, que acaba con un chiste imprevisto sobre la famosa historia de una polla y un toro (a cock and a bull). Una Fábula de las mejores que en su género «yo he oído jamás», nos dice Sterne. Se dice que el toro, que era del señor Shandy, pero que prestaba servicio a toda la comunidad cubriendo a las vacas, ya no sirve para eso. El señor Shandy se indigna y proclama que su toro hubiera servido para raptar a la ninfa Europa e incluso que el hijo del criado Obadian era hijo del toro. La señora Shandy dice que no entiende nada sobre esa fábula, y quizá nosotros sólo podamos añadir en verdad que condensa todo lo que nos quería decir el libro: un sinsentido absoluto. Y acaso pudiera entenderse así si no fuera porque en el capítulo II del segundo volumen hay una alusión directa al Ensayo sobre el entendimiento humano de Locke. Y Sterne nos dice que ese es un libro de historia. Pero mucho ojo de nuevo: «la historia de lo que sucede en la mente de un hombre». La definición es magistral. Pues efectivamente a partir de aquí podemos leer acaso otro anverso del libro, otro tipo de urdimbre que no es distinta pero que sí le añade más complejidad de perspectivas. Trataremos de describirlo adentrándonos con mayor densidad en la Ilustración británica y continental europea. Intentaremos, pues, precisar más las cosas dando un pequeño rodeo: se insiste mucho en la afirmación de que la llamada estética posmoderna se deriva de la supuesta crisis de la lingüisticidad y de la identidad en nuestros días. Algo que habrían tratado de evitar los textos teóricos tanto de Kant como de Hegel, que, por otra parte, jamás pensaron delimitar unos planteamientos estéticos hasta un momento determinado de sus vidas: hasta tropezarse con el cuerpo. De 3 Si, como es lógico en un libro tan amplio, el Tristram decae algo en los Vols. V y VI, para tomar vuelo otra vez en los siguientes con los «escarceos amorosos» del Tío Toby y la viuda Wadman, sin embargo El viaje sentimental se suele considerar «perfecto». Véase lo que digo sobre esta pequeña obra maestra en mi libro La literatura del pobre, Col. «De guante blanco». Granada: Comares 2001, pp. 381–382 (1a ed. 1994).

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ahí que Terry Eagleton hable de la Estética como discurso del cuerpo (sin duda bajo la influencia de la teórica del feminismo Toril Moi, su compañera por entonces y a quien está dedicado el libro La estética como ideología); y Rancière habla del paradigma estético como sensorium común (o sea, en relación con la política) donde se distribuyen las cosas y se hace visible el Arte. Pero evidentemente hay que negar que el arte sea «tonto» o «sublime», como quizás podría derivarse de las afirmaciones de Kant y Hegel al respecto. Kant con su juego entre las categorías del entendimiento y las formas de la sensibilidad (o la finalidad sin fin, o sea, fuera de toda inteligencia) y Hegel definiendo la estética como encarnación de la Idea en lo sensible (el juego entre espíritu y materia, etc.), anulando finalmente a la estética misma. Sólo que respecto al empirismo inglés del que venimos hablando, también me gustaría matizar algo más: por ejemplo en su aludido y obviamente decisivo Ensayo sobre el entendimiento humano John Locke, tanto en la primera edición de 1690 como en la sexta y póstuma de 1710, que es la básica, Locke, digo, finaliza su texto con una división de las ciencias en tres clases: Physiké (escrito en griego), o filosofía natural, que trata de los cuerpos y los espíritus (incluso de Dios y los ángeles); Practiké (también en griego) o sea, la regla que rige nuestra conducta hacia la felicidad; y finalmente –y aquí lo inesperado– Semeiotiké, o sea, la ciencia que estudia los signos y las ideas. Permítanseme dos observaciones. Primera: ¿por qué aparece Dios dentro de la «filosofía natural» de Locke? Sencillamente porque a Locke le resulta imprescindible para legitimar la propiedad privada y el juramento de los contratos que debe ser sagrado. Por eso en sus Cartas sobre la tolerancia (1689), Locke señala que cualquier hombre puede elegir la religión que quiera o no elegir ninguna, sin que nadie le moleste por ello. Pero sin embargo excluye a los papistas y a los ateos. A los papistas porque son súbditos de otro Estado (el Pontificio) y a los ateos porque uno no se puede fiar de ellos en sus juramentos sobre los contratos de propiedad (lo único sagrado para Locke). Y una segunda observación: Locke dice (en la parte tercera de su Ensayo, la dedicada a las palabras) que las palabras son signos sensibles de nuestras ideas y a la vez que la significación de las palabras o de los signos es completamente arbitraria. Y por eso es necesario un lenguaje preciso y exacto. La sombra que hay por debajo no es la arbitrariedad, obviamente; la sombra que hay por debajo es el hecho de la imagen de las palabras como signos sensibles de las ideas. Y digo que es una sombra puesto que ya señalábamos que el giro lingüístico anglosajón (como lo llamó Rorty) consistirá básicamente en borrar las ideas y analizar sólo los enunciados o las proposiciones lingüísticas coherentes, etc. O sea, que podemos apreciar desde hoy que ya en Locke existe una crisis de la imagen de los signos que evidentemente irá perdurando hasta nuestros

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días. Pero es que Sterne se ríe de que el lenguaje tenga que ser exacto y preciso: cada una de sus líneas rebosa ambigüedad, como decíamos, y disloca cualquier sentido posible. Respecto a la crisis de la identidad (o sea del yo-soy-libre: Locke es obviamente el padre del liberalismo, aunque no del llamado «neo-liberalismo» actual) ocurre algo semejante: Locke legitima la identidad, configurándola a través de la memoria, el entendimiento y la voluntad. ¿Pero qué son estos tres términos? Evidentemente para los escolásticos «pre y postridentinos» (los seguidores del papado romano) memoria, entendimiento y voluntad son las tres potencias del alma divina inscrita en cada hombre. Y Locke necesita quitarse eso de en medio porque necesita al individuo libre y autónomo para que su sistema funcione (y toda la ideología capitalista necesita del individuo supuestamente libre y autónomo para poder explotar «libremente», para poder funcionar también). Claro que el yo psíquico de Locke va directamente contra esas potencias del alma que Descartes había convertido en sustancias. Pero a la vez, Hume negará la división cuerpo/espíritu: por ejemplo recordando el ingenio de Cervantes en el capítulo XIII del Segundo Quijote, cuando Sancho se alaba por ser buen catador de vinos. En efecto, añade Hume, si el paladar no está refinado, la mente tampoco podrá estarlo. Y así Hume intentará hacer añicos al yo de Locke, precisamente para salvar al yo de otra manera. Estableciendo no una mente previa, como una lámina de cera donde van grabándose las impresiones sensibles para convertirse en ideas, sino como un proceso donde el yo se va a ir constituyendo: el problema de la identidad es obsesivo en Hume, como se sabe, pues en su Tratado sobre la Naturaleza Humana, llega a decir que el yo no existe. O sea, ese yo sólido y previo del que hablaba Locke. También se suele decir generalmente que Kant hizo una síntesis magistral de Locke y de Hume: pero de nuevo convendría matizar esto, diciendo que Kant los manipula para conducirlos a su propio interés. Fijémonos: Kant estaba tan feliz con la primera edición de la impresionante Crítica de la Razón Pura cuando leyó un furibundo ataque contra Hume traducido del inglés al alemán. Y Kant se asustó tanto con lo que leyó ahí acerca de lo que Hume decía que rápidamente preparó una segunda edición de su texto, con un pórtico que era una cita de Baco de Verulamio (o sea, Francis Bacon) que precisaba: «No hablemos de nosotros mismos». Y ello porque evidentemente Hume ponía su yo por delante en cada frase. Y eso es lo que hace Sterne: poner su yo (que es también el de Tristram o el de Yorick) delante de cada frase, para presentárnoslo como un proceso en el que va constituyéndose al «chocar» con el yo ya hecho y sólido de los demás personajes. Que precisamente por ello se nos presentan casi como arquetipos sin fisuras.

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En una palabra: lo que podemos leer en el libro de Sterne es que el intento de inventarse la vida como «yo libre» resulta imposible, o al menos lleno de brechas y heridas, puesto que desde antes de nacer (como ocurre con Tristram niño o como ocurre con Don Quijote que nace a los cincuenta años) ya hay todo un mundo que nos espera (familiar en Tristram, extraño en Don Quijote) y que nos va a ir imponiendo sus signos, su lenguaje y su inconsciente vital y configurando nuestro interior hasta acabar en fracaso. No teológicamente, porque la vida sea finita, o, al modo hegeliano, porque el Espíritu se extravíe (como diría Kojève), sino literalmente: porque no nacemos libres sino que el inconsciente de la supuesta libertad se nos impone y nos destroza. Y así llegamos a nuestro tercer estallido o contradicción literaria y artística: la invisibilidad de la mujer, en este terreno y en cualquier otro. Seré brevísimo porque es un trabajo que tengo en proceso. Empecé a analizarlo a propósito de La obra maestra desconocida de Balzac.4 Esta novela corta o «nouvelle» la publicó Balzac en 1831 (en su primera versión) en dos partes en la revista L’Artiste. Luego se reeditó en 1931, con ilustraciones de Picasso. Lógico, pues el relato nos cuenta una historia de tres pintores discutiendo sobre la vida y el arte o cómo dar vida al arte. El protagonista aparente es el joven Poussin (el texto se sitúa a principios del XVII) junto a un pintor imaginario, Frenhofer y otro real, Pourbus «el joven». Frenhofer cuenta que está pintando una obra maestra sobre una mujer, su gran amor, a quien nunca veremos. Pero de nuevo debo matizar: la primera parte la titula Balzac Guillette y la segunda parte Catherine Lescault, la supuesta amante de Frenhofer. A su vez Gillette es la joven amante de Poussin, a la que este exige que pose desnuda para Frenhofer, algo que a ella la desconcierta por completo. En la segunda parte, todos están en casa de Frenhofer: este les va a mostrar su obra maestra. Pero al quitar el velo que tapa el cuadro, ellos sólo ven manchas borrosas e inconexas y apenas se distingue el pie desnudo de una mujer. Mientras tanto, Gillette está desnuda y acurrucada en un rincón, pero también invisible: sólo Poussin se da cuenta de que está allí. Aquella noche, cuando todos se han ido, Frenhofer quema su casa y sus cuadros y muere entre las llamas. He aquí pues un libro en el que la invisibilidad de la mujer es prácticamente absoluta. Lo sintomático es que Richard Hamilton,5 el artista

4 Véase Honoré de Balzac: La obra maestra desconocida. Traducido por Javier Albiñana, prólogo de Palau i Fabre, ilustraciones de Picasso. Barcelona: Círculo de lectores/Galaxia Gutemberg 2000. En el texto me remito a mi artículo: Algo más sobre La obra maestra desconocida (Y sobre algunas categorías críticas en Literatura y en Arte). In: Diálogos de Arte. Homenaje al profesor Domingo Sánchez-Mesa Martín. Granada: Universidad 2014, pp. 629–638. 5 Véase sobre Richard Hamilton el muy buen catálogo editado por el Museo Reina Sofía (Buchloh, Benjamin H.D./Foster, Hal et al.: Richard Hamilton (catálogo). Madrid: TF Editores 2014).

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británico creador del término «Pop» en 1956, con su famosa imagen/collage titulada «¿Qué es lo que hace que los hogares de hoy sean tan diferentes, tan atractivos?», culminara su larga trayectoria en 2010–2011 con tres paneles creados por ordenador y sobrepintados a mano (Hamilton había aprendido a pintar sobre el cristal gracias a su amigo y maestro Marcel Duchamp) cuyo título es precisamente «La obra maestra desconocida». Parece increíble, pero Hamilton incluye ahí el taller de un Poussin maduro y la sobreimpresión de los autorretratos de Tiziano, Courbet y del propio Poussin. Y una mujer desnuda tendida sobre la cama que sin duda evoca a la joven Gillette. Ahora bien: ¿por qué Poussin, Tiziano y Courbet? Sencillamente porque ellos sí habían intentado mostrar de algún modo la visibilidad de la mujer: Poussin había pintado un paisaje con una imagen absolutamente insólita en 1627. El desnudo de una mujer masturbándose en un claro del bosque, con un sátiro a sus pies y otro masturbándose a su vez tras un árbol. Tiziano porque había pintado la «Venus del perrito» o «Venus de Urbino» que posiblemente inspiró a Poussin (y desde luego a la Olimpia de Manet) o quizá por la mujer que aparece desnuda a la derecha en «El carnaval de los Andrios»; y Courbet por su cuadro «El origen del mundo», el célebre cuadro con el sexo femenino en primer plano, que Lacan guardó durante tantos años en su casa. Lo decisivo en estos paneles de Hamilton no es obviamente que incluyera ahí a tres pintores de desnudos femeninos (tales desnudos son obviamente infinitos), sino que lo haga concentrándolo todo en la imagen de la mujer en primer plano y con tres célebres pintores observándola por fin. Y digo que esto es decisivo porque, en el texto de Balzac, el pintor Frenhofer había exclamado con rabia contra sus dos compañeros: «¡Pintáis a la mujer, pero no sabéis verla!». No se trata, pues, de pintar a la mujer sino de la cuestión ideológica absoluta de la invisibilidad de la mujer. En nuestra sociedad la mujer debería ser visible pero sin embargo aún no lo es. Se suele decir –desde Marx– que Balzac bajó a los sótanos para dar nombre a los que no lo tienen, para hacer visible lo invisible. Pues bien, eso es algo obvio en La obra maestra desconocida. Sólo que curiosamente algo similar fue lo que intentó Jean-Luc Godard en 1965 en la película Alphaville.6 En todas las películas de espías al estilo 007, básicamente por tanto las de James Bond, las «chicas Bond» eran absolutamente visibles como desnudos pero invisibles como personas; al igual que en todas las películas de ciencia-ficción la sombra del «Gran Hermano» de la novela de Orwell 1984, planeaba bajo el sonido de la voz de un robot tirano y las mujeres eran igualmente secundarias y

6 Véase Jean Luc Godard: Alphaville. Une Étrange Aventure de Lemmy Caution, 1965, 98‘.

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robóticas. Pues bien: en Alphaville, Godard consigue que la mujer robótica se vaya transformando en una mujer auténticamente viva y visible. Claro que en gran parte gracias a Anna Karina (recién divorciada del director, aunque aún seguían viviendo juntos). De ella decía Godard: «Es una actriz nórdica, que tiene mucho en común con las actrices del cine mudo. Actúa con todo el cuerpo y no sólo de manera psicológica». En Alphaville, la ciudad del futuro (que en realidad eran los suburbios que entonces empezaron a proliferar en París) en todos los hoteles hay una especie de Biblia (como suele ocurrir en Estados Unidos), una biblia, que es de hecho un diccionario. En este Diccionario están prohibidas todas las palabras que puedan expresar sentimientos o emociones: por ejemplo, llorar o amar. Eddie Constantine (aquel mal actor americano que triunfaba en Francia como el detective Lemmy Caution) le ofrece a la protagonista un nuevo diccionario, para que ella pueda aprender a leer. No es sólo que Constantine ejerza en cierto modo de Pigmalión, es ella la que se esfuerza en ser distinta. ¿Y cuál es el Diccionario que ella lee? Pues algo decisivo: se trata del libro de poemas de Paul Éluard titulado Capital del dolor, donde se incluye el famosísimo poema «Libertad». Al final de la historia, cuando ambos huyen en coche de Alphaville, la protagonista ha aprendido ya a balbucear algo nuevo. Mira a Constantine y le dice «Te amo». Así termina la película y así terminamos nosotros. Pero fijémonos: ese «te amo» no es un sentimentalismo romántico, siempre atribuido a la mujer en nuestras sociedades. Mucho más agudamente, Godard nos trata de mostrar el hecho de que, bajo el peso insoportable de la competencia capitalista, que nos conduce a la soledad y al antagonismo, cualquier otro tipo de relaciones personales está desapareciendo o ha desaparecido ya. Pues en realidad se trata de eso: de la lucha por encontrar un diccionario otro, un inconsciente otro, que nos permita alcanzar el sueño de la libertad sin explotación, donde lo invisible pueda ser visible. Quizá comenzando por reconocer la gran trampa de nuestros días –y ya desde el XVIII– la trampa del «yo-soy-libre-por naturaleza», el falseamiento de la libertad que se nos ofrece. No es imposible luchar por la conquista de ese otro tipo de «libertad real».

Bibliografía Balzac, Honoré de: La obra maestra desconocida. Tradudido por Javier Albiñana, prólogo de Palau i Fabre, ilustraciones de Picasso. Barcelona: Círculo de lectores/Galaxia Gutenberg 2000. Buchloh, Benjamin H.D./Foster, Hal et al.: Richard Hamilton (catálogo). Madrid: Museo Reina Sofía/TF Editores 2014. Godard, Jean-Luc: Alphaville. Une Étrange Aventure de Lemmy Caution, 1965, 98ʹ.

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 Juan Carlos Rodríguez

Jakobson, Roman: Lingüística y poética. In: Ensayos de lingüística general. Traducido por J. M. Puyol y J. Cabanes. Barcelona: Seix-Barral 1975, pp. 347–365. Sterne, Laurence: The Life and Opinions of Tristram Shandy, Gentlman. Londres: Penguin Books 1967. Traducido por Javier Marías. In: Tristram Shandy. Madrid: Alfaguara 2011, con introducción de Andrew Wright. Rodríguez, Juan Carlos: La literatura del pobre. Granada: Comares, Col. «De guante blanco» 2001 [1994]. Rodríguez, Juan Carlos: Algo más sobre La obra maestra desconocida. (Y sobre algunas categorías críticas en Literatura y en Arte). In: Diálogos de Arte. Homenaje al profesor Domingo Sánchez-Mesa Martín. Granada: Universidad de Granada 2014, pp. 629–638. Sebeok, Thomas Albert (ed.): Style in Language. Cambridge: MIT Press Massachusetts Institute of Technology. Nueva York: John Wiley & sons, cop. 1960.

Miguel Ángel García

¿Política y literatura? La lección de Althusser Et quelle passion dans ce travail de proscription et de destruction! Louis Althusser

No voy a andarme con demasiados rodeos a la hora de revelar y afirmar mi posición teórica1: la lección que todavía podemos extraer de Althusser, de su pensamiento otro o distinto, está en unir los términos y conceptos de ideología y literatura, y no tanto los de política y literatura. De lo que se trata, en última instancia, es de aprovechar esta lección o de tirarla por la borda, por el agua del baño, una imagen que utilizó no hace mucho un historiador de la talla de Duby,2 negándose a deshacerse de las enseñanzas de Marx y del marxismo como instrumento de análisis y de indudable eficacia heurística. De sobra sabemos que lo que se arroja por la puerta entra por la ventana, y los espectros de Marx, de los que ha hablado Derrida,3 no dejan de volver periódicamente para asediarnos porque en realidad nunca se han marchado y siguen estando ahí, aunque, claro está, solo para quien quiera verlos. O mejor, solo para aquel cuyo inconsciente vital, ideológico y teórico le permita verlos. En Lire Le Capital (1965), Althusser nos dejó dicho que todo ver tiene necesariamente inscrito en su interior un no ver, una prohibición de ver,4 y el otrora buen discípulo Rancière señaló por su parte, en ese mismo volumen, que lo que la economía política clásica no podía ver (el capitalismo como modo de producción históricamente determinado, las relaciones de producción capitalista como relaciones de explotación) era también lo que no debía ver.5 Un espectro o

1 Este trabajo constituye un resultado del Proyecto I+D «Canon y compromiso en las antologías poéticas españolas del siglo XX» (FFI2014-55864-P, Ministerio de Economía y Competitividad). 2 Georges Duby: Diálogo sobre la historia. Conversaciones con Guy Lardreau. Madrid: Alianza 1988, p. 102. 3 Jacques Derrida: Espectros de Marx. Madrid: Trotta 1995. 4 Louis Althusser: Du Capital à la philosophie de Marx. In: Lire Le Capital. París: PUF 1996, pp. 11–17. 5 Jacques Rancière: Le concept de critique et la critique de l’économie politique des Manuscrits de 1844 au Capital. In: Lire Le Capital. París: PUF 1996, pp. 195–196. Miguel Ángel García, Universidad de Granada https://doi.org/10.1515/9783110624137-009

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un fantasma, lo podamos ver o no, nos deje verlo o no la ideología dominante, siempre es un reaparecido, una presencia viva; no se pueden controlar sus idas y venidas, explica Derrida, porque siempre está por aparecer y por reaparecer; y obviamente, esto es lo que inquieta a quienes temen al fantasma, como bien se lee al comienzo del Manifiesto y como supo recrear el Rafael Alberti comprometido, a menudo confundiendo sin mayores sutilezas la política y la poesía.6 Temer, aun así, la aparición o la reaparición del espectro, su presencia latente o su retorno, ya es una forma de ver el fantasma, de darle cuerpo y hacerlo material. Me resulta en este sentido curioso que, al frente del librito de Rancière titulado Sobre políticas estéticas, un profesor de la Universidad Autónoma de Barcelona, Gerard Vilar, haya empleado la imagen del «eterno retorno de la política». Me parece que acierta cuando escribe que, tras el 11 de septiembre, el retorno de la política señaló definitivamente el fin de fiesta de la posmodernidad, al menos de la más acomodada y celebratoria. Había vuelto, según él, la Política con mayúscula, también para un arte perfectamente neutralizado y estetizado por la sociedad del espectáculo y que ahora podía preguntarse otra vez si quería ser un lugar de resistencia, de crítica y oposición. La vuelta de la política se hallaba marcada por el terror, por las ruinas babélicas de las Torres neoyorkinas o el amasijo de hierro de los trenes que estallaron en Madrid; uno y otro atentado habrían desmentido, argumenta Vilar, las ideologías del fin de la historia y la liquidación del proyecto de la modernidad; y añade: «La historia parece escrita por un hegeliano: la historia avanza, pero por su lado peor. Aunque no es hegeliana porque, claro es, la historia no tiene fin».7 No puede hablarse de un eterno retorno de la política porque la política, como la inquietante presencia del espectro de Marx, siempre está ahí, por mucho que la ideología del fin de la historia y de las ideologías haya procurado enterrarla; la imagen nietzscheana del eterno retorno, por otro lado, tiene el inconveniente y el peligro de deshistorizar la historia, de eternizar, destemporalizándolas a partir de una base sustantivamente inalterable o circular, unas coyunturas específicas de historicidad que son siempre distintas. La historia, no hace falta decirlo, no se repite. Tampoco la historia avanza hacia ningún sitio, ni siquiera por su lado peor, bajo las astucias de la razón. No solo eso, sino que también es la filosofía hegeliana de la historia, como sugiere Vilar y ha mostrado bien a las claras Perry Anderson,8 la que está detrás de las ideologías del fin de la historia. Por supuesto, la historia sigue generando historia, no 6  Juan Carlos Rodríguez: La poesía política de Alberti. In: José M. Mariscal/Carlos Pardo (eds.): Hace falta estar ciego. Poéticas del compromiso para el siglo XXI. Madrid: Visor 2003, pp. 101–127. 7  Gerard Vilar: El eterno retorno de la política. In: Jacques Rancière: Sobre políticas estéticas. Barcelona: MACBA/Universidad Autònoma 2005. 8  Perry Anderson: Los fines de la historia. Barcelona: Anagrama 1996.

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tiene fin, final, que es sin duda lo que quiere decir Vilar. Incluso no tiene un fin, no es teleológica, como sostuvo Althusser al definirla como un proceso sin sujeto ni fin(es).9 Esta proposición teórica fue atacada con vehemencia por Rancière al hacer balance de la lección de Althusser; y podemos partir de esta crítica del discípulo al maestro para preguntarnos en las líneas que siguen hasta qué punto la Política con mayúscula retorna, como da a entender Vilar, al autor de Sobre políticas estéticas, al Rancière que ha filosofado sobre la política de la literatura.

1 Política y filosofía en el 68 El discípulo pone las cartas boca arriba. La lección de Althusser es quizás uno de los libros más tristes que pueda leer quien aún esté interesado en conocer la varia fortuna de las lecciones de los maestros. No repara en él Steiner,10 sin embargo, cuando se ocupa de algunos casos de discípulos que han destruido a sus maestros, o al revés. Rancière comienza declarando que su libro quiere ser el comentario de una lección, la lección de marxismo y de ortodoxia que Althusser dio a John Lewis. O sea, que no es el hombre el que hace la historia, ese proceso sin sujeto ni fines, sino las masas bajo lucha de clases. Tras mayo del 68, Rancière afirma que el marxismo aprendido por él y por otros jóvenes de su generación en la escuela althusseriana se había revelado como una «filosofía del orden», cuyos principios los separaron del movimiento de rebeldía que había estremecido el orden burgués. La hipótesis de partida no puede ser más peregrina, por deformadora: Althusser, un filósofo marxista antirrevolucionario que en el fondo apuntala el orden burgués. Seguramente, matiza Rancière a continuación, «Althusser nos había extraviado, pero por caminos que sin él, quizás, jamás hubiéramos emprendido».11 No nos engañemos, sin embargo, con estos espejismos de reconocimiento ambiguo. El discípulo sentencia que el althusserismo murió en las barricadas de mayo con muchas otras ideas del pasado, y que ya para entonces él tenía tareas más urgentes que la de remover sus cenizas. El maestro se esforzaba penosamente por conciliar sus ideas antiguas con las lecciones de los hechos, y murmuraba algunas ideas subversivas a un Partido que al discípulo ya traía sin cuidado. Si Althusser salía de su silencio, como en 1973, al publicar la Réponse à John Lewis, era para insistir en su vieja tesis de que el marxismo es un

9  Louis Althusser: Para una crítica de la práctica teórica. Respuesta a John Lewis. Madrid: Siglo XXI 1974, p. 81. 10  George Steiner: Lecciones de los maestros. Madrid: Siruela 2004. 11 Jacques Rancière: La lección de Althusser. Buenos Aires: Galerna 1975, p. 11.

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antihumanismo teórico,12 un «petardo humedecido», a decir de Rancière, que no haría demasiado ruido. El discípulo dispuesto a romper con el maestro no deja de puntualizar que la relación entre teoría y política constituye «el centro de toda la empresa althusseriana»,13 una empresa que no ha contado en absoluto para el Rancière interesado después en la política de la estética o de la literatura. Naturalmente, porque muchos años antes había dado al althusserismo por muerto y no había para qué remover sus cenizas. Pero el caso es que en La lección de Althusser las remueve, y de qué manera. Discutiendo la tesis de que la clase explotadora ofrece a las masas su explicación de la historia, siempre bajo la ideología dominante que sirve a los intereses de esa clase, Rancière conviene en que seguramente las masas hacen la historia, pero a condición de comprender con anterioridad que están separadas de ella por el espesor de la ideología dominante y por todas las novelas que la burguesía les cuenta, en las que seguirían creyendo de no enseñarles Althusser a reconocer las buenas y las malas tesis: «Fuera del Partido no hay salvación para las masas, fuera de la filosofía no hay salvación para el Partido».14 Enunciado este aserto, que muy bien podría haber suscrito el propio Althusser, la labor de destrucción del pensamiento del maestro se emprende de forma desconsiderada y sistemática: lo que está en juego en ese aserto, para Rancière, es la salvación de la filosofía, y de la filosofía marxista en concreto, como asunto de especialistas universitarios, la confirmación de una división del trabajo que los mantenga en su lugar. Ante la más famosa de las Tesis sobre Feuerbach, aquella según la cual ha llegado el momento de dejar de interpretar el mundo para transformarlo, Althusser ha encontrado, según el discípulo que ha decidido tirar por la borda el pensamiento del maestro, la excusa de entender la filosofía como una nueva práctica. No una filosofía de la praxis al modo de Gramsci, en efecto, sino una nueva práctica de la filosofía. El discípulo no puede ocultar su decepción: «Lo que las Tesis sobre Feuerbach anunciaban era seguramente otra cosa: una salida de la filosofía; y al mismo tiempo, una política de los enunciados teóricos muy diferente de la de Althusser».15 Rancière parece –o prefiere– olvidar aquí que, en Lénine et la philosophie (1968), Althusser había dicho que la filosofía representa la política en la teoría, la lucha de clases en la teoría.16 Esto es, que la filosofía no está al margen

12  Louis Althusser: Marxisme et humanisme. In: Pour Marx, Avant-propos de Étienne Balibar. París: La Découverte 1996, pp. 227–249. 13  Jacques Rancière: La lección de Althusser, p. 16. 14  Ibid., p. 36. 15  Ibid., p. 37. 16  Louis Althusser: Solitude de Machiavel et autres textes. Yves Sintomer (ed.). París: PUF 1998, p. 134.

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de la lucha ideológica. Juan Carlos Rodríguez, un marxista althusseriano de larga duración, definición que no se comprende cómo ha podido aplicarse a Rancière,17 ha mostrado cómo la política le sirve a Althusser para articular la filosofía y el marxismo, y cómo lo pierde muy a menudo su filosofismo.18 Lo que quizás Rancière no podía sospechar en 1974, al defenestrar el legado del maestro, era hasta qué punto él no iba a salir nunca de la filosofía y de la división del trabajo que, como práctica universitaria, esta comporta; ni podía imaginar que la política de sus enunciados teóricos, a la hora de hablar de literatura o estética por ejemplo, palidece no ya solo desde el punto de vista interpretativo sino también transformador ante los planteamientos de quienes, más fieles a la lección althusseriana, han trabajado desde los años setenta en una teoría de la producción literaria19 o, más allá incluso, de la literatura como producción ideológica.20 Lo único que ve Rancière detrás de la lucha de Althusser contra el humanismo burgués es, sin embargo, la lucha de un filósofo comunista contra lo que amenazaba la autoridad de su partido y la de su filosofía, «la Revolución cultural a escala mundial, la impugnación estudiantil de la autoridad del saber a escala local».21 Más generoso, Althusser recuerda en El porvenir es largo que no fue él quien tomó la iniciativa de hablar de Marx en la Escuela Normal Superior, sino algunos normaliens, y que fue Rancière quien, para alivio de todos, aceptó estrenar la sesiones del Seminario luego reunidas en Lire Le Capital: «Aún me digo que sin él nada habría sido posible».22 Después de las intervenciones de Rancière, añade, todo era fácil, estaba bien abierto el camino. No por eso deja de aludir al embrollo que surgió cuando Miller acusó a Rancière de haberle robado un concepto, el de «causalidad metonímica». Los mismos recuerdos se recogen en un texto bastante anterior, Los hechos, donde Althusser vuelve a subrayar el

17  Alberto Bejarano: Estética y política en Jacques Rancière. Genealogías de una obra en curso. In: Revista de Estudios Sociales 35 (2010), p. 169. 18  Juan Carlos Rodríguez: De qué hablamos cuando hablamos de marxismo (Teoría, literatura y realidad histórica). Madrid: Akal 2013, pp. 167–168. 19  Véase Pierre Macherey: Para una teoría de la producción literaria. Caracas: Universidad Central de Venezuela 1974; Étienne Balibar y Pierre Macherey: Sobre la literatura como forma ideológica. In: Juan Manuel Azpitarte (ed.): Para una crítica del fetichismo literario. Madrid: Akal 1975, pp. 23–76. 20  Véase Juan Carlos Rodríguez: Teoría e historia de la producción ideológica. Las primeras literaturas burguesas (siglo XVI). Madrid: Akal 1990; Miguel Ángel García: Marxismo y literatura. Sobre los modos de producción teórica. In: Elvira. Revista de Estudios Filológicos 2, 4 (2002), pp. 31–45. 21  Jacques Rancière: La lección de Althusser, p. 52. 22 Louis Althusser: El porvenir es largo. Los Hechos. Barcelona: Destino 1995, p. 279.

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gran mérito de Rancière al abrir fuego en el Seminario, ya que nadie se atrevía a ser el primero en lanzarse a la piscina. Califica su conferencia de magistral, aunque «puede que algo formalista y lacaniana», y se hace eco igualmente de la acusación del robo del concepto: «Rancière se defendió como un desesperado y, en octubre de 1965, acabó confesando que la culpa era mía».23 A Althusser debió de escocerle la violenta crítica del discípulo a su lección, a tenor de lo que leemos en El porvenir es largo, donde se defiende del reproche que le hace Rancière de haberse quedado en el Partido, a pesar de sus desacuerdos explícitos con él, y de haber empujado así a un buen número de jóvenes intelectuales a actuar igual. Para empezar, reconoce que el Partido hizo todo lo posible para disolver el encuentro en el 68 de los estudiantes y los obreros, que en realidad organizó la descomposición del movimiento de masas. El instinto conservador del aparato del Partido ante la espontaneidad de las masas provocó que el movimiento popular se saldase con «una derrota revolucionaria sin precedente desde los días de la Comuna».24 La influencia a la que Rancière se refiere en su pequeño panfleto, como lo llama Althusser, quien confiesa haberlo leído con gusto, «porque era honesto en el fondo y profundamente sincero y con un cierto peso teórico (un cierto solamente)»,25 solo consistió en invitar a algunos militantes a no dejar el Partido, a quedarse en él; y ello porque, continúa diciendo Althusser, ninguna otra organización en Francia podía ofrecer a los comunistas una formación y una experiencia política y práctica comparables a las que se podían adquirir en una militancia larga en el Partido. Pese a quedarse en él, añade aún, todos sus escritos fueron mostrando suficientemente su desacuerdo en las cuestiones fundamentales, tanto filosóficas como políticas e ideológicas o de organización. Ninguno de los antiguos compañeros que habían sido expulsados del Partido o lo habían dejado en momentos críticos le hizo ningún reproche por permanecer en él: «Rancière fue el único que me lo reprochó públicamente, y un buen número de mis amigos ex comunistas o de izquierdas deploraron abiertamente delante de mí su posición».26 Tan solo en la militancia activa, insiste Althusser, uno se podía hacer la idea real de las prácticas del Partido y de la contradicción patente entre estas y sus principios teóricos e ideológicos. Los izquierdistas de mayo del 68, al apartarse del Partido, se privaron del único medio existente entonces de actuar políticamente, realmente, sobre el curso de la historia. Consideradas a esta luz las paradojas aparentes de su permanencia en el Partido, concluye Althusser, «los argumen23 Ibid., p. 466. 24 Ibid., p. 308. 25 Ibid., p. 311. 26 Ibid., p. 315.

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tos a primera vista respetables de Rancière y sus amigos me parecen muy ligeros».27 Sobre todo porque confiesa haber servido bien, y en condiciones extremadamente difíciles, no al aparato del Partido, sino al comunismo, a la idea y la esperanza de los que en Francia y el mundo querían y aún quieren pensar en el advenimiento de una sociedad despojada de relaciones mercantiles. Es decir, de relaciones de explotación. En Los hechos ya había advertido sobre mayo del 68 que los estudiantes franceses no querían reconocer una verdad: que existen dos izquierdismos, uno antiguo, el obrero, y otro reciente, el de los estudiantes, y que el primero, al formar parte del movimiento obrero, tiene posibilidades de futuro, mientras que el segundo, por su esencia, no puede más que alejarse del movimiento obrero. Todo lo cual no le impide ver aquel episodio revolucionario, en que por un momento entraron en contacto la lucha estudiantil y la obrera, como un magnífico sueño abortado: aquel mayo en que todo el mundo estaba en la calle, en que todos creían que la imaginación tenía el poder y que «bajo los adoquines se encontraba la suavidad de la arena».28 Menos generoso, más traumatizado al parecer por el fracaso de ese sueño estudiantil, ajustando cuentas con el maestro, Rancière explica, ahora sí, cómo la desviación teoricista en la que dice incurrir Althusser por culpa del estructuralismo (la filosofía como teoría de la práctica teórica) le lleva de la mano de Lenin a proclamar la necesidad de una toma de partido en filosofía, de una intervención política.29 Reduce este viraje, con todo, a un rodeo para afirmar la autonomía de la filosofía marxista: «La teoría althusseriana ponía tantas rupturas en la teoría para no ponerlas en la práctica política».30

2 La lección de Althusser/La lección a Althusser En el razonamiento de Rancière, la necesidad de dar un contenido político marxista a una actividad puramente universitaria impele a Althusser a definir la filosofía, desde Lenin y la filosofía a la Respuesta a John Lewis, como lucha de clases en la teoría, «o sea, la policía especulativa del filósofo-funcionario» que asigna posiciones de clase en función de la corrección de las palabras empleadas, que traza una línea de demarcación y llama revolucionarios a quienes recitan que las masas hacen la historia y reaccionarios a quienes ponen al hombre en lugar de

27  Ibid., p. 320. 28  Ibid., p. 470. 29  Jacques Rancière: La lección de Althusser, pp. 55–56. 30  Ibid., p. 95.

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las masas.31 A la idea althusseriana del antihumanismo teórico del marxismo, de que el Hombre es un mito ideológico burgués que enmascara la explotación, el discípulo replica preguntando si no es el hombre el punto de partida teórico de El Capital.32 Antes, curiosamente, en Lire Le Capital, había opuesto una y otra vez (bajo la más que discutible división althusseriana ciencia/ideología, todo hay que decirlo) el discurso antropológico del joven Marx de los Manuscritos de 1844 al discurso científico del Marx del Capital.33 Más aún, allí había sostenido que solo cuando el rigor del discurso del Marx del Capital se relaja lo vemos recaer en el modelo antropológico, y que si en su práctica teórica se puede determinar la coupure que Marx no ha hecho otra cosa que afirmar,34 si se puede formular la diferencia radical de dos problemáticas (el discurso científico frente al discurso antropológico de juventud), el mismo Marx nunca ha conceptualizado esta diferencia.35 Ahora, en cambio, Rancière resume perfectamente la posición de Althusser, pero para torcerla. Este es el resumen: las relaciones de producción capitalistas son sancionadas por el derecho burgués, que proclama a la burguesía libre de explotar el trabajo del proletario y a este libre de vender su fuerza de trabajo; el derecho burgués produce una ideología jurídica: la ideología de la libertad, del sujeto de derecho, de los derechos del hombre; esta ideología jurídica produce, a su vez, la categoría de sujeto en el dominio filosófico y el concepto burgués de Hombre y de humanismo en el dominio político: «Al hablar del hombre, al asegurar a los proletarios que todos los hombres son libres e iguales, en resumen, al contarles el «cuento humanista», la burguesía les impide ver la realidad de la lucha de clases. Los persuade de que son sujetos libres y que como hombres son todopoderosos»36; y esta es la torsión: la burguesía impone su libertad a los obreros, la libertad de contratarlos y despedirlos, pero la libertad de los obreros está en ir a trabajar «donde desean», no vender su trabajo sino por su justo precio o hacer huelga si ese justo precio es negado; la lucha económica por el salario, como demuestra la historia del movimiento obrero, es la lucha contra el derecho burgués; si el derecho burgués crea en los filósofos como Althusser ilusiones sobre el sujeto y su libertad, para los obreros es diferente; cuando el derecho burgués borra las diferencias de clase no es por disimulo natural, tampoco solo

31 Ibid., p. 95. 32 Ibid., p. 143. 33 Jacques Rancière: Le concept de critique et la critique de l’économie politique des Manuscrits de 1844 au Capital. In: Lire Le Capital. París: PUF 1996, 3ª ed., pp. 84, 96–97, 100, 102, 109, 111–112. 34 Louis Althusser: La coupure. In: Éléments d’autocritique. París: Hachette 1974, pp. 17–39. 35 Jacques Rancière: Le concept de critique, pp. 186–187. 36 Jacques Rancière: La lección de Althusser, p. 145.

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en función de la evolución de las relaciones de producción, sino porque los obreros lo han obligado a ello.37 O sea, que Rancière no solo cae en el discurso antropológico, sino que se agarra a la ideología burguesa de la libertad o de la dignidad del hombre, de los derechos del hombre, para postular que es el obrero quien tiene que vigilar por su no explotación, en la que incluso acaba asistiéndole el derecho burgués. Pues, al fin y al cabo, los obreros habrían combatido «por ser «personas» del mismo rango que los patrones, para que se los reconociera como «hombres» y no como obreros».38 Toda esta torsión no conduce sino a un espeso humanismo, y con él a la legitimación de las relaciones capitalistas de producción y de la ideología jurídica y política que deriva de ellas, a un orillar la categoría de explotación, que en los razonamientos anteriores parece diluirse con solo vender la fuerza de trabajo por un justo precio. El revolucionario cultural, el impugnador estudiantil, no tiene en cuenta lo que Balibar39 nos recuerda: que la ideología dominante necesita hacerse universal para extender sus efectos más allá de la clase a la que pertenece y que los explotados o dominados reciben ese imaginario universal (por ejemplo, la noción de Hombre) «desde arriba». Tales son algunos de los extremos a los que llega la arremetida de Rancière contra el antihumanismo teórico althusseriano. Andanada tras andanada, el discípulo termina sosteniendo que la lucha de clases en la teoría es también una forma de la lucha de clases: «Lucha de clases en la teoría: unidad del discurso de la impotencia y del discurso del poder; impotencia, por cierto, para cambiar el mundo, pero reproducción del poder de los especialistas».40 Las tesis «subversivas» de Althusser tendrían la particularidad de no emprender jamás ninguna práctica del desorden. Más aún, hablarían del campo del orden como si fuera el campo de la revuelta. En las palabras «lucha de clases», «masas», «revolución», no habría otra cosa que «la larga letanía del orden». A decir de Rancière, el althusseriano era un discurso del orden en el léxico de la subversión, pero mayo del 68 mostró que todo discurso marxista debía probarse en la práctica, confesarse discurso del orden o de la subversión. La lucha de clases en la teoría, en fin, no era sino el último recurso de la filosofía para eternizar la división del trabajo que le da su lugar, «una nueva figura de la vieja función filosófica, la de interpretar el mundo para no tener que transformarlo».41

37 Ibid., pp. 146–147. 38 Ibid., p. 148. 39 Étienne Balibar: Écrits pour Althusser. París: La Découverte 1991, pp. 114–115. 40 Jacques Rancière: La lección de Althusser, p. 180. 41 Ibid., p. 191.

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Me detengo en estos penosos desahogos porque, al reflexionar muchos años después sobre la política de la literatura, Rancière afirma que las interpretaciones son cambios reales cuando transforman las formas de visibilidad de un mundo común, esto es, el «reparto de lo sensible». La frase que opone la transformación del mundo a su interpretación forma parte, afirma, del mismo dispositivo hermenéutico que las interpretaciones a las que contesta, y el régimen estético del arte que sostiene la pureza de la literatura «rend douteux le sens même de l’opposition entre interprétation du monde et transformation du monde».42 No parece que esté ahora muy lejos de atenerse a la vieja función filosófica que denunciaba en Althusser; y desde luego, da la impresión de entonar la letanía del orden, antes que apostar estudiantilmente por la subversión, cuando al comienzo de su mencionado libro Sobre políticas estéticas comparte el aserto de que se ha terminado la utopía estética, «la idea de un radicalismo del arte y de su capacidad de contribuir a una transformación radical de las condiciones de vida colectiva», y acomete el análisis del presente «posutópico» del arte, dado el fracaso de su compromiso con las «falaces promesas del absoluto filosófico y de la revolución social».43 Por no hablar del concepto de historia de Rancière, que nos deja ver a través de un recorrido por el cine y la pintura: el espíritu de la época, nos dice, nos enseña que todas nuestras desgracias han provenido de la creencia maléfica en la historia como proceso de verdad y promesa de realización. Ese espíritu nos enseñaría a la vez a «separar la tarea del historiador (hacer historia) del espejismo ideológico según el cual los hombres y las masas habrían tenido que hacer la historia».44 Naturalmente, es un vago recuerdo de su filípica anti-althusseriana, que ya queda muy atrás. Desde su actual concepción de la política de lo anónimo, de la política como espacio común donde lo invisible puede hacerse visible, sentencia que el tiempo de la historia no es solo el de los grandes destinos colectivos: «Es aquel en el que cualquiera y cualquier cosa hacen historia y dan testimonio de la historia».45 Pero volvamos solo una vez más a La lección de Althusser, ese panfleto donde el discípulo trata de dar lecciones de subversión revolucionaria, de política y de historia al maestro. Porque, ya para terminar, también intenta darle una lección sobre la ideología. Lo primero que argumenta es que la problemática de los AIE lleva a Althusser a un análisis de la estructura eterna de toda ideología,46 lo cual es verdad, hasta el punto de que el maestro acaba afirmando, y este craso error a 42  Jacques Rancière: Politique de la littérature. París: Galilée 2007, p. 40. 43  Jacques Rancière: Sobre políticas estéticas, p. 13. 44  Jacques Rancière: Figuras de la historia. Buenos Aires: Eterna Cadencia 2013, p. 18. 45 Ibid., p. 63. 46 Jacques Rancière: La lección de Althusser, p. 129.

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Rancière ni se le pasa por la cabeza, que la ideología no tiene historia.47 No obstante, el discípulo desvirtúa las cosas cuando señala que Althusser, al asignar a la ideología la función de mantener la cohesión de la estructura social, piensa la ideología antes de pensar la lucha de clases. O lo que es lo mismo, observa en los planteamientos althusserianos sobre la ideología una división entre el nivel de la estructura y el nivel de la lucha de clases, con lo cual se olvidaría que, en términos marxistas, la determinación del todo social por su estructura significa su determinación por las relaciones de producción, que el nivel de la estructura «es en rigor el nivel de una relación de clases».48 ¿Acaso Althusser dice otra cosa? Son las relaciones de producción, y la contradicción de clases derivada de ellas, las que hacen que la ideología vuelva opaca la estructura o dé una representación falseada del sistema social, que no es sino un sistema de explotación de clase. A fuerza de querer ser más althusseriano que el propio Althusser, el discípulo acaba postulando que la ideología no es planteada, ante todo, como el espacio de una lucha: «No se la remite a dos antagonistas sino a una totalidad de la que constituye un elemento natural».49 Esto es, y poco más o menos: que Althusser se olvidaría de las formas ideológicas de la lucha de clases, de la lucha de clases en la ideología, algo al parecer imperdonable para un discípulo que hasta aquí se ha dedicado a destripar la imagen de la lucha de clases en la teoría. En lo que sí acierta Rancière es en lo inoperante de la división entre ciencia e ideología, como ya se dijo más arriba, la cual lleva a Althusser a pensar la filosofía como crítica del falso saber en nombre del verdadero saber científico. Aunque el discípulo solo coge este camino para llegar a donde ya sabemos: la articulación del saber (filosófico) con una dominación de clase, la ideología académica de Althusser, que utiliza la filosofía contra los portadores del falso saber pero no cuestiona «la existencia del sistema de saber como instrumento de clase».50 Por aquí la deformación del pensamiento de Althusser también llega a extremos inauditos: una teoría que plantea la necesidad de una función social de la ideología más acá de la existencia de las clases, que no piensa el discurso ideológico como discurso de la lucha de clases, no sería sino la expresión de una política que pretende situarse más allá de las clases.51 Bien es cierto que Rancière admite la concepción althusseriana de la ideología no como una conciencia falsa sino como 47 Louis Althusser: Sur la reproduction, Introduction de Jacques Bidet. París: PUF 1995, pp. 293–296. 48  Jacques Rancière: La lección de Althusser, p. 211 49  Ibid., p. 213. 50  Ibid., p. 236. 51  Ibid., p. 239.

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un sistema de representaciones que cuenta con una realidad social objetiva; pero solo con la intención de dar al maestro una nueva lección de marxismo y señalar que las «formas ideológicas» a las que alude Marx en el prefacio a la Contribución a la crítica de la economía política no son simples formas de representación social, sino formas de ejercicio de una lucha. Con lo cual el terreno de la ideología no es el terreno de la ilusión subjetiva, de la representación necesariamente inadecuada que los hombres se hacen de sus prácticas: «Solo se puede otorgar un status objetivo a las ideologías en función de la lucha de clases: los sistemas de representación ideológica son efectos de la división en clases y de las formas de ejercicio de la lucha de clases».52 Como si Althusser nos hubiera enseñado otra cosa. Pero ya he dicho que, en este punto concreto, el discípulo aventajado pretende dar lecciones de marxismo, incluso de althusserismo, al maestro; y así llega al disparate de concluir que la concepción althusseriana de la ideología es de un extremo a otro metafísica, «en el sentido de que no puede pensar la contradicción».53

3 Política, literatura, compromiso: el orden en la subversión ¿Cómo piensa, no ya el discípulo aventajado sino el discípulo emancipado del maestro, la contradicción? Más en concreto: ¿cómo piensa la contradicción en la literatura o de la literatura? El lector habitual de Rancière sabrá que me estoy refiriendo a su libro La parole muette, que justamente se define como un ensayo sobre las contradicciones de la literatura; y no hace falta decir que estas contradicciones no se abordan al poner en relación la literatura con la ideología, ese concepto marxista sobre el que el discípulo en trance de emancipación ha dado lecciones al maestro para romper definitivamente con él, sino con la instancia de la política, entendida, ya lo podemos suponer, muy lejos de cómo la entiende el marxismo y el propio Althusser cuando habla de que nunca ha pretendido otra cosa salvo «intervenir en filosofía dentro de la política y en la política dentro de la filosofía».54 No, la política del discípulo emancipado ya no tiene nada que ver por supuesto con la lucha de clases o la lucha ideológica; constituye, arrancando de Platón o Aristóteles, un espacio común relacionado con el logos y con las posi-

52 Ibid., p. 242–243. 53  Ibid., p. 243. 54  Louis Althusser: El porvenir es largo, p. 263.

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bilidades de ser considerado en ese terreno político-público un animal lógico, dotado de palabra y no solo de voz o de capacidad para emitir ruidos; un escenario común donde quienes en principio, por el «reparto de lo sensible», no tienen derecho a ser contados como seres parlantes, los que no tienen parte, hacen escuchar su discurso y se hacen visibles; con lo cual la política es el espacio del desacuerdo o el litigio, introduce una disputa por la igualdad y una reconfiguración en la división de lo sensible, que es producto de un orden social.55 ¿No cae con ello el discípulo emancipado en lo mismo que recriminaba al maestro dándole lecciones sobre la ideología, esto es, en pretender situar la política más allá de la lucha de clases? La política, nos dice ahora, es cuestión de sujetos, de convertirse en sujetos, de modos de subjetivación. ¿Por casualidad llega Rancière en este punto a problematizar la noción ideológica burguesa de sujeto, como lo hace Althusser para mostrar que «le sujet de droit est toujours un assujetti»56 ¿Por casualidad atisba el filósofo que ya está más acá o más allá de la lucha de clases «las formaciones ideológicas de la individualidad» y «las formaciones históricas de la ideología» que ha teorizado Juan Carlos Rodríguez57 siguiendo la lección althusseriana para afirmarse en la idea de que la literatura, tal y como la entendemos hoy, es inseparable de la lógica burguesa del sujeto libre, de la matriz ideológica sujeto/sujeto? El profesor Rodríguez recogió hace cuarenta años la lección de Althusser y ha venido enseñándonos a partir de entonces la radical historicidad de la literatura a partir de sus relaciones con la ideología, que desde luego es un concepto que nunca ha reducido a la política.58 En el caso de Rancière la literatura, en tanto que tal literatura, es política, interviene en la aludida repartición de lo sensible.59 Olvidémonos, pues, a tenor de esta definición de la política y la literatura, de que la política de la literatura o del arte tenga nada que ver con la vieja noción de compromiso. En una entrevista de 2008 Rancière afirma que hay algo equivocado en la idea de que los efectos políticos deben ser localizados en la propia obra artística o 55  Jean-Claude Lévêque: Estética y política en Jacques Rancière. In: Escritura e imagen 1 (2005), pp. 180–182; Marilé Di Filippo: Walter Benjamin y Jacques Rancière: arte y política. Una lectura en clave epistemológica. In: Revista de Epistemología y Ciencias Humanas 3 (2011), p. 269; José Di Marco: Política de la literatura, Jacques Rancière. In: El Laberinto de Arena. Revista de Filosofía 1, 1 (2013) pp. 168–169. 56  Bernard Rousset: Althusser: la question de l’humanisme et la critique de la notion de sujet. In: Pierre Raymond (dir.): Althusser philosophe. París: PUF 1997, p. 147. 57  Juan Carlos Rodríguez: De qué hablamos cuando hablamos de literatura. Las formas del discurso. Granada: Comares 2002, pp. 639–649. 58  Ibid., pp. 37–38. 59  Víctor Viviescas: La literatura y el cambio de paradigma en el régimen estético según Jacques Rancière. In: Literatura: Teoría, Historia, Crítica 13, 2 (2011), pp. 18–19.

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en la intención del artista. Estamos, ya lo hemos visto, en el presente posutópico del arte; lo que como mucho introduce el arte es un elemento perturbador en el escenario de lo sensible para señalar que algo va mal en el orden social: «Pero es obvio que no hay razón para creer que esa perturbación civil, como efecto, conducirá a una conciencia de la situación política del mundo ni a la movilización».60 El arte no tiene la misión de crear conciencia colectiva, no tiene nada de pedagógico, como bien ha mostrado Di Filippo61 al contrastar los planteamientos sobre arte y política de Rancière con los del Walter Benjamin que concibe al artista como un productor y se pregunta por su lugar en la lucha de clases, por su posición en el proceso de producción.62 La política de la literatura o del arte, leemos aún en esa entrevista, no está orientada a la constitución de sujetos políticos: «El problema no es qué deben hacer los artistas para volverse políticos. La cuestión debe ser revertida: ¿qué deben hacer los sujetos políticos con el arte?». Lo mismo se lee en Sobre políticas estéticas: el arte no es político por los mensajes que transmite sobre el orden del mundo, o por la forma en que representa las estructuras de la sociedad, los conflictos de los grupos sociales, sino por practicar una nueva distribución del espacio material y simbólico, por interrumpir las coordenadas normales de la experiencia sensorial.63 La consecuencia es que carece de sentido la oposición entre un arte autónomo y un arte heterónomo, un arte por el arte y un arte al servicio de la política, entre la pureza del arte y su politización. La autonomía estética que ha traído la modernidad, la pureza del arte, supone una forma de experiencia sensible que constituye el germen de una nueva forma individual y colectiva de vida, una configuración distinta de la comunidad.64 Apoyándose en el Adorno para quien la función social del arte consiste en no tener ninguna, Rancière habla de la «política de la forma rebelde»: «Al arte que hace política suprimiéndose como arte se opone entonces un arte que es político con la condición de preservarse puro de cualquier intervención política».65 Frente a los desastrosos compromisos del arte con la política, frente a la lógica del arte que se convierte en vida al precio de suprimirse como arte, «la lógica del arte que hace política con la condición expresa de no hacerla en absoluto».66

60  Jacques Rancière: No existe lo híbrido, solo la ambivalencia. Entrevista con Sadeep Dasgupta. In: Fractal 48 (2008), s. p. 61  Marilé Di Filippo: Walter Benjamin y Jacques Rancière, pp. 284–285. 62  Walter Benjamin: El autor como productor. In: Tentativas sobre Brecht. Iluminaciones 3. Madrid: Taurus 1987, pp. 117–134. 63  Jacques Rancière: Sobre políticas estéticas, pp. 17–19. 64  Ibid., p. 27. 65  Ibid., p. 33. 66  Ibid., p. 39.

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El libro Politique de la littérature se abre con idénticos argumentos: «L’expression ‹politique de la littérature› implique que la littérature fait de la politique en tant que littérature».67 La política de la literatura no es la política de los escritores, no tiene nada que ver con los compromisos de estos en las luchas políticas y sociales de su tiempo; más que preguntarse si los escritores deben hacer política o consagrarse a la pureza de su arte, hay que partir de que esa pureza tiene que ver con la política. Indudablemente Rancière acierta a la hora de suprimir la oposición pureza/compromiso, que no es sino una derivación de la ideología burguesa, kantiana en estricto, del arte: lo trascendental puro, las formas, frente a lo empírico impuro, los contenidos políticos o sociales,68 el arte por encima de la vida (la vida para el arte) o la vida por encima del arte (el arte para la vida), la revolución en el arte o el arte en la revolución. No hay ninguna novedad, sin embargo, en suprimir la oposición pureza/compromiso, en decir que la pureza artística tiene que ver con la política, pues obviamente supone una ideología estética, y como tal ideología una práctica social. Esto ya lo podemos leer desde Plejanov69 a un sociólogo de la literatura como Bourdieu,70 y antes en una althusseriana como Vernier,71 por ejemplo. Toda poesía es social, como plantearon varios poetas de nuestra posguerra, la mayoría desde el humanismo, los menos desde el marxismo, aunque unos y otros sin sospechar que la ideología también se materializa en prácticas supuestamente puras y esenciales como la de la poesía.72 La literatura, incluso la que hace más gala de su pureza, no puede entenderse al margen de la ideología segregada por unas determinadas relaciones de producción y de las relaciones sociales de aquí derivadas. La literatura reproduce o contradice esa ideología. No es sino en esta capacidad de contradicción donde radica el poder de la literatura. Todos estamos comprometidos de antemano con el sistema social que nos produce, y la cuestión está, como ha señalado Juan Carlos Rodríguez73 al revisar la cuestión del compromiso poético, en si nos distanciamos y nos descomprometemos o no con nuestro inconsciente ideológico, en si contradecimos la ideología dominante en ese sistema. En última instancia, el compromiso del 67  Jacques Rancière: Politique de la littérature, p. 11. 68  Juan Carlos Rodríguez: El mito de la poesía comprometida: Rafael Alberti. In: La norma literaria. Madrid: Debate 2001, pp. 281–316. 69  Gueorgui Plejanov: Cartas sin dirección. El arte y la vida social. Madrid: Akal 1975. 70  Pierre Bourdieu: Las reglas del arte. Génesis y estructura del campo literario. Barcelona: Anagrama 1995. 71  France Vernier: ¿Es posible una ciencia de lo literario? Madrid: Akal 1975. 72  Miguel Ángel García: La literatura y sus demonios. Leer la poesía social. Madrid: Castalia 2012. 73  Juan Carlos Rodríguez: El yo poético y las perplejidades del compromiso. In: Ínsula 671–672 (2002), pp. 53–56.

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escritor radica en su participación en la lucha ideológica, en la lucha de clases a nivel ideológico.74 La literatura puede entrar en contradicción con la ideología dominante. La literatura tiene efectos ideológicos. Todo esto es muy distinto a decir que la literatura hace política en tanto que tal literatura. No: más bien, la literatura –en tanto que tal literatura, en efecto– reproduce o contradice ideología, una categoría que va mucho más allá de la política, y por supuesto de la política entendida como espacio común y litigioso donde los que son invisibles, los dominados, explotados o marginados por el orden social ahora pueden convertirse en sujetos políticos. Es decir, reproducir y refrendar el sistema que los ha convertido en sujetos de derecho, sí, pero explotados y dominados. Zanjada la lección althusseriana, o marxista en sentido amplio, el discípulo emancipado muestra su horror a la politización del arte, con más o menos razón, y a la noción sartreana de compromiso,75 también con más o menos razón; pero quienes han teorizado las relaciones entre literatura e ideología jamás han abogado por esa politización o por el engagement esgrimido por Sartre,76 antes bien han puesto al desnudo su funcionamiento. Ese horror a la política fuera de cómo pueda entendérsela a partir de Aristóteles y Platón, ese situar ahora curiosamente la política más allá o más acá de la lucha de clases e ideológica, ese desplazamiento de la política del lenguaje de la producción al lenguaje de la distribución (de lo sensible), desplazamiento que ha lamentado con razón el profesor Rodríguez,77 es lo que lleva a Rancière, bajo un inconsciente teórico formalista y esteticista pleno por lo demás, a descubrirnos presuntamente que la pureza artística, que la literatura como tal literatura, y no como política o discurso comprometido, hace política. Si no, no se comprende que el filósofo interesado en revelarnos la política de la literatura pura o de la pura literatura (al fin y al cabo son para él lo mismo) centre su atención en el paradigma modernista de las artes, donde sitúa el nacimiento de la literatura o más bien de la escritura como problemática de lenguaje y nada más que lenguaje, en sospechosa coincidencia con la responsabilidad de la forma de la que habla Barthes,78 como bien ha visto Romagnoli79; una modernidad literaria que Rancière define como «la mise

74  Juan Carlos Rodríguez: El compromiso político. In: Hommage à Federico García Lorca. Toulouse: Université de Toulouse-Le-Mirail 1982, pp. 27–29. 75  Jacques Rancière: La parole muette. Essai sur les contradictions de la littérature. París: Hachette 1998, p. 17; Politique de la littérature, pp. 13, 15–16. 76  Jean-Paul Sartre: ¿Qué es la literatura? Buenos Aires: Losada 2003. 77  Juan Carlos Rodríguez: De que hablamos cuando, pp. 651–653. 78  Roland Barthes: Le degré zéro de l’écriture. París: Seuil 1953, p. 89–94. 79  Alejandro Romagnoli: Literatura, historia y política. La teoría literaria en Roland Barthes y Jacques Rancière. In: Luthor 16 (2013), s.p.

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en oeuvre d’un usage intransitif du langage opposé à son usage communicatif»,80 y pensemos en este punto también en el Barthes que distingue entre écrivains y écrivants.81 No es sino lo que Rancière llama el régimen estético del arte, que pasa por un cambio de paradigma, de una literatura a otra, de una poética de la representación, de la mimesis, el primado de la ficción y la palabra en acto (de acuerdo con el sistema normativo de las Bellas Letras) a una poética de la expresión caracterizada por la indiferencia de la forma con respecto al contenido, el primado del lenguaje, la palabra muda o petrificada y el modelo barthesiano de la escritura.82 O dicho de otro modo: por la sacralización o la absolutización de la literatura a la que llegan Flaubert, Mallarmé y Proust,83 en quienes palpita la contradicción entre la forma necesaria y el contenido indiferente y, de paso, un nuevo reparto de lo sensible. Merece la pena sin duda leer las amenas consideraciones de Rancière sobre cómo Flaubert concibe el estilo como «une manière absolue de voir les choses» y sobre cómo su intención de escribir un «livre sur rien» lo conduce a una «métaphysique de l’antireprésentation»84; o las muchas páginas que dedica a Mallarmé y a su distinción entre un estado bruto y un estado esencial de la palabra, a mostrar que para este poeta el lenguaje no debe ocuparse sino de sí mismo y purificarse bajo el mandato simbolista de la música, o que el Libro pasa por la espacialización del Espíritu en la página.85 Más trabajo cuesta aceptar que el arte por el arte era la fórmula de un igualitarismo radical que subvirtió no solo las reglas de las artes poéticas sino todo un orden del mundo, todo un sistema de relaciones entre maneras de ser, maneras de hacer y de decir: «L’absolutisation du style était la formule littéraire du principe démocratique d’égalité».86 Así en el Flaubert que nos muestra «la respiration des choses délivrées de l’empire des significations»87; así el Mallarmé que acaricia el silencio no por la angustia metafísica de la página blanca sino por la política del poema, por la «pensée du temps et du lieu du poéme dans l’institution républicaine».88

80  Jacques Rancière: Politique de la littérature, p. 13. 81  Roland Barthes: «Écrivains» y «écrivants». In: Ensayos críticos. Barcelona: Seix Barral, pp. 177–185. 82 Víctor Viviescas: La literatura y el cambio de paradigma, pp. 30–33. 83  Jacques Rancière: La parole muette. Essai sur les contradictions de la littérature. París: Hachette 1998, pp. 12–14. 84  Ibid., pp. 105–112. 85  Ibid., pp. 123–139; Jacques Rancière: Politique de la littérature, pp. 93–95. 86 Jacques Rancière: Politique de la littérature, p. 19. 87  Ibid., p. 35. 88  Ibid., p. 111.

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Mallarmé y Flaubert: dos sacralizadores del arte que traen una nueva división de lo sensible con su democracia de la escritura. ¿Hasta qué punto, sin embargo, la palabra muda o el poema que tiene por esencia la esencia misma del lenguaje, 89 la escritura que renuncia a hablar, a significar, como quería el régimen representativo de la literatura, revoca «la distinction entre les hommes de la parole en acte et les hommes de la voix souffrante et bruyante, entre ceux qui agissent et ceux qui ne font que vivre»?90 Muy alejado de la lecciones althusserianas sobre política, historia e ideología, el Rancière que filosofa sobre las políticas del arte o la literatura parece querer convencernos de que la palabra muda es más democrática que la palabra representativa o comunicativa, solo ligada en su filosofía al orden jerárquico premoderno, y contarnos el bonito cuento humanista de que quienes sufren y no tienen tiempo para otra cosa que trabajar y tratar de vivir, porque así lo ha querido la «división de lo sensible», pueden convertirse en sujetos parlantes y políticos, gracias, entre otras cosas, al modelo de una literatura pura o una pura literatura que hace política porque precisamente no quiere hacerla. Ni los enunciados teóricos de Rancière permiten afirmar que ha vuelto con ellos la Política con mayúscula ni su pensamiento, si acudimos a las Tesis sobre Feuerbach, como él cuando critica a Althusser, ha salido nunca de la filosofía. No puede uno evitar acordarse del reproche que el otrora buen discípulo hizo al maestro: discurso del orden en el léxico de la subversión.

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89  Jacques Rancière: La parole muette, p. 30. 90  Jacques Rancière: Politique de la littérature, p. 21.

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 Miguel Ángel García

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Erika Martínez

Renuncia y proliferación: sobre los cuerpos inéditos de un libro de aforismos 1 Disenso, discordancia y pensabilidad Afirma Jacques Rancière en El desacuerdo (1998) que la historia de la democracia occidental habría estado marcada por una constante duda sobre sí misma: hubo una época en la que «quienes combatían con más vigor por los derechos democráticos eran con frecuencia los primeros en sospechar que estos derechos no eran más que formales o incluso la sombra de la verdadera democracia».1 La quiebra de los sistemas totalitarios habría acabado, sin embargo, con dicha sospecha. En adelante, continúa Rancière, las formas de la democracia pasaron a ser entendidas como «dispositivos institucionales de la soberanía del pueblo», quedando identificados sin reservas «democracia y Estado de derecho, Estado de derecho y liberalismo».2 Finalmente, la democracia dejó siquiera de postularse como el poder del pueblo, siendo la propia idea de pueblo presentada como un obstáculo a ese contrato social que permitiría a grupos e individuos llegar a un pacto sobre las formas jurídico-políticas aptas para asegurar la coexistencia y participar en los bienes de la colectividad. La paradoja que detecta Rancière es la siguiente: en aquel periodo en que se sospechaba constantemente de las instituciones parlamentarias, estas eran defendidas ferozmente por la militancia y, sin embargo, cuando dejó de ponérsela en entredicho, la democracia generó una notable desafección por sus formas.3 Partiendo de ahí, puede que nos encontremos en un momento oportuno para emprender un estudio sobre el aforismo en relación a los periodos fundacionales, de crisis y transformación del pensamiento democrático entendido como un dispositivo específico de subjetivación política. Parece indiscutible que este género, tan marginal como atrabiliario, ha vivido durante las tres últimas décadas un auge casi sin precedentes en países como México o España. ¿De qué manera leer

1 Jacques Rancière: El desacuerdo. Política y filosofía. Buenos Aires: Ediciones Nueva Visión 1996, p. 122. 2 Ibid., p. 122. 3 Ibid., pp. 123–124. Erika Martínez, Universidad de Granada https://doi.org/10.1515/9783110624137-010

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dicho auge en una era posdemocrática?4 Podría afirmarse que el aforismo contemporáneo está literariamente especializado en un pensamiento de lo impensable. Su propósito furtivo parece ser a menudo la discusión de convenciones, lugares comunes, ideas que han perdido su capacidad de litigio. De hecho, con diferentes grados de violencia, el aforismo acostumbra a profanar precisamente aquello que ha sido expulsado del juego polémico, aquello que no podía ser pensado ni discutido, que se sustrajo de la subjetivación política. No es extraño, por ello, que la citada intensificación de la práctica aforística pueda analizarse como una reacción a la progresiva institucionalización de lo políticamente correcto: del consenso que subyace a nuestro contrato social y su puesta en crisis. Frente a la reificación de lo dado, el arte opera generando nuevas formas de desacuerdo y, con ellas, comunidades políticas de sentido. En el caso concreto del aforismo, podría afirmarse que su palabra viene ejerciendo cierta vocación de litigio en un espacio limítrofe a la poesía y la filosofía. Dicha vocación es, de hecho, la que lo contrapone a otros géneros en teoría afines como los refranes, a los que sin embargo se presupone una entidad ecuménica. ¿Acaso no parece exigir un aforismo su propia refutación? En muchos casos sí, mediante una interpelación crítica, paradójica y latente que adopta una formulación taxativa mientras repudia las verdades absolutas.5 Recurriendo al concepto de «inequivalencia», utilizado por Jean-Luc Nancy para pensar el paradigma democrático,6 puede decirse que cada aforismo posee – dentro del libro que integra– un valor propio que construye su verdad pero cuya verdad remite al resto; materializa la apertura del sentido singular de cada uno y de cada relación. El aforismo podría ser conceptualizado, en este sentido, como una herramienta contra el nihilismo: igual que todo sujeto, un aforismo posee en sí mismo un valor ilimitado. Su naturaleza, incompleta por definición, es un laboratorio idóneo, por ello, para la articulación de lo que Nancy ha llamado una «pluralidad de singulares», donde los aforismos no serían partes de un todo primigenio, sino que constituirían desde su origen una multitud de singularidades absolutas.7 4 Se entiende aquí «posdemocracia» no como un después de la democracia, sino –en un sentido rancierano– como un vaciamiento político de la democracia, o sea, como la reducción de la democracia a la gestión de lo social. 5 Erika Martínez: Ideas en desbandada: el aforismo español del siglo XX. In: Ínsula. Revista de Letras y Ciencias Humanas 801 (2013), pp. 3–7. 6 En La verdad de la democracia, escribe Nancy que el futuro de la democracia dependerá de la transformación del paradigma de la equivalencia, o sea, de la creación de una nueva inequivalencia que se diferencie de la dominación económica, el feudalismo, los regímenes de elección divina y los esteticismos (véase Jean-Luc Nancy: La vérité de la démocratie. París: Galilée 2008, pp. 45–46). 7 Jean-Luc Nancy: Ser singular plural. Madrid: Arena 2006, p. 55.

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2 Tratar con la verdad Imbricado de forma paradigmática en el aforismo contemporáneo, el elemento poético ha dado a esta forma gnómica su carácter de pensamiento que excede al pensamiento o incluso de pensamiento impensable. ¿Cuál sería, partiendo de ahí, su relación con la verdad? En su tenso vínculo con el conocimiento, un aforismo comparte con la poesía lo que Alain Badiou ha llamado «ética del misterio», entendida como el reconocimiento de su propia impotencia en el trato con la verdad.8 Una impotencia célebremente concretada de esta manera por Karl Kraus: «El aforismo nunca coincide con la verdad: o es media verdad o verdad y media».9 Pues bien, si toda verdad es ante todo una potencia, como afirma Badiou, el aforismo sería un género capaz de asumir su inacabable devenir, de encarnar proposiciones sin ley, sometidas a la imagen y a la inmediata singularidad de la experiencia. Recuerda Badiou que, para Platón, el poema en tanto pensamiento era inseparable de lo sensible y, por tanto, dudoso, o sea, indiscernible del no pensamiento.10 En buena medida, también lo es el aforismo. Como he señalado en otro lugar: en sus variantes contemporáneas, el aforismo iniciaría una vía específica de unión del pensamiento y del no-pensamiento. La mayor parte de la crítica literaria dedicada a su estudio ha señalado lo epifánico como la forma específica que tendría el género de producir conocimiento: frente a la argumentación y la deducción, el aforismo operaría –según un consenso generalizado– mediante la intuición o la revelación. […] A diferencia del cuento, podría afirmarse que el sentido de un aforismo no emerge de ningún lugar subterráneo: a él se accede mediante una operación cognoscitiva de elevación. Cuento y aforismo operarían así por sinécdoque, mostrando tan solo una parte de su todo, pero el más allá del cuento se alcanzaría por inmersión y el del aforismo por ascenso.11

Desde sus primeras manifestaciones, el manejo de los contrarios de este género parece movilizar los instrumentos de la razón dialógica. Lo cierto, sin embargo, es que también se posiciona frente a la idea de que un conflicto entre opuestos deriva en la afirmación de algo. Quizás, en todo caso, resultaría más apropiado estudiar el género a la luz de la dialéctica negativa de Adorno y el carácter inconcluso de toda contradicción. Más que en la síntesis, su conocimiento descansa en la paradoja. O en la ironía, como ha señalado, González Blanco: 8 Alain Badiou: Pequeño manual de inestética. Buenos Aires: Prometeo Libros 2009, p. 69. 9 Karl Kraus: Dichos y contradichos. Barcelona: Minúscula 2003, p. 159. La afirmación de Kraus encuentra resonancia en Lacan, para quien la verdad nunca puede decirse del todo, sino tan solo a medias. 10 Alain Badiou: Pequeño manual de inestética, pp. 61–73. 11 Erika Martínez: Ideas en desbandada, pp. 3–7.

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Forma irónica de la escritura, principalmente paradójica, el aforismo hace también uso de otras formas irónicas que desarticulan el texto-cuerpo lógico clásico fundado en la identidad y la linealidad: sin final o sin conclusión, utiliza la yuxtaposición, el fragmento, etc. El aforismo, enfrentándose al decir-común (elipsis), muestra una alternativa de mundo a la comunidad (implicación/complicidad del lector en la elipsis). Hay en el aforismo una elección de la ironía como opción estético-política de poder contra-decir (paradoja), de mostrar, a través del lenguaje, una potencialidad de mundo-otro, sin resolver la alternativa en una propuesta dada.12

3 Ceci n’est pas un aphorisme Desde principios del siglo XX, el género del aforismo tolera rincones donde los galimatías discuten la lógica moderna, la dispersión boicotea la eficacia literaria y las intuiciones caprichosas usurpan la pertinencia gnómica. El rapto poético se impone a la razón moral, la perturba. Podría decirse, de hecho, que la indeterminación es una de las especificidades de este género que interrumpe, sin lugar a dudas, el protocolo de lectura. Más que renunciar al pensamiento, predominante en las máximas morales, puede decirse que estos autores emprendieron una fértil ruptura literaria de los límites entre la escritura ensayística y la poética. Radicalizaron un gesto literario que se remontaba a la idealización romántica de la Antigüedad Clásica, ese periodo en el que pensamiento e imagen no habrían estado separados, como tampoco lo habrían estado lo abstracto y lo concreto. En el caso del aforismo de vanguardia, el humorismo fue acompañado a menudo de un carácter repentista. Como groseras payasadas, dichas piruetas podrían contraponerse a la aspiración al ideal que había caracterizado al fragmento romántico o al verso modernista. Autores como Jules Renard o Ramón Gómez de la Serna alegorizaban mediante hipérboles cómicas el vuelo de las palabras. Instantáneas, caprichosas y caóticas, las greguerías materializaban cierta abolición del peso, como los gags de Buster Keaton, las acrobacias de Les Folies Bergère o las pantomimas analizadas por Rancière.13 Gómez de la Serna tenía, sin duda, algo de clown de la palabra y tal vez podría vincularse su búsqueda estética con el Witz alemán (que suele traducirse simplemente como «chiste», pero que es una mezcla de entusiasmo e ironía, que acerca la sabiduría a la locura, se burla de lo serio y transmite una visión de conjunto). Frente a la «realidad sustancial del espíritu», Hegel achacó

12 Azucena González Blanco: Aforismo y paradoja. El caso de Carlos Pujol. In: Ínsula. Revista de Letras y Ciencias Humanas 801 (2013), p. 25. 13 Jacques Rancière: Aisthesis. Escenas del régimen estético del arte. Santander: Shangrila 2014, pp. 102.

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al Witz una frivolidad subjetiva y fantasiosa. Algo que Freud le reprocharía más tarde por desconocer la sustancialidad que de hecho tenían los propios juegos de Witz.14 Una consideración parecida han padecido las greguerías de Gómez de la Serna hasta el día de hoy. Regresando al aforismo, la acusación de indeterminación que a menudo soporta se cierne también sobre todas aquellas brevedades emparentadas con el fragmento romántico alemán. En un lugar complementario pero igualmente estigmatizado se encontrarían aquellos textos construidos, a la manera Nicanor Parra, mediante un procedimiento apropiacionista: o sea, recurriendo a refranes, publicidad, chistes o tópicos cuya función estética e ideológica resulta subvertida gracias a un ejercicio de extrañamiento, repetición y descontextualización. Textos que, en homenaje al poeta chileno, podrían denominarse «antiaforismos». Y lo harían con la convicción de que no existe una especificidad material del lenguaje literario que siempre establece, como diría Rancière, nuevas relaciones entre lo propio y lo impropio.15 Si desde principios del siglo XX el arte sufrió, según Adorno, una desartización por su transformación en mercancía, hoy nos encontraríamos ante una auténtica estetización del mundo, o sea, en eso que Lipovetsky y Serroy denominan «era transestética». La mercancía, sin embargo, también puede ser descapitalizada mediante ciertos procesos de reapropiación artística.16 Al fin y al cabo, el arte siempre está desplazando sus propias fronteras, dificultando el establecimiento de lo que es o no es arte, generando modos de disentir. No es extraño, por ello, que la respuesta al implícito «no estoy de acuerdo» que conlleva un aforismo sea, como escribió Jacques Derrida, «Ceci n’est pas un aphorisme».17 14 Jacques Rancière: El inconsciente estético. Buenos Aires: Del estante 2005, p. 85. 15 Escribe Rancière: «La especificidad histórica de la literatura no depende de un estado o del uso específico del lenguaje: depende de un nuevo balance de sus poderes, de una nueva forma por la que este actúa dando a ver o a escuchar. La literatura, en síntesis, es un nuevo régimen de identificación del arte de escribir» (Política de la literatura. Buenos Aires: Libros del Zorzal 2011, p. 20). 16 Este podría ser el caso, por ejemplo, de las editoriales cartoneras, surgidas a partir del modelo de un proyecto editorial del escritor Washington Cucurto que, tras la gran crisis argentina del año 2001, fundó una editorial llamada Eloísa Cartonera, un proyecto que recurrió a los desechos de la industria (envoltorios de productos y papel publicitario) y del mercado laboral (cartoneros), reubicando lo descartable en el centro de la producción. En su momento de auge, el fenómeno de los cartoneros radicalizó la voracidad del capital, haciendo que las masas de las villas miseria entraran de noche al centro de Buenos Aires para arrancar carteles publicitarios y venderlos a fabricantes de papel a los que recurrían después esas mismas empresas de publicidad. En cierto sentido, Eloísa dio un tijeretazo a ese bucle devolviendo al terreno del arte lo que la publicidad había desartizado. 17 Jacques Derrida: 52 aphorismes pour un avant-propos. Prólogo de Mesure pour mesure. Architecture et philosophie. París: Cahiers du CCI (Centre Georges-Pompidou) 1987, aforismo número 21.

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4 Renuncia y proliferación Los conceptos de finitud y de comunidad de Jean-Luc Nancy ofrecen un conjunto de herramientas útiles para entender todo género fragmentario. En los aforismos que constituyen el libro 58 indicios sobre el cuerpo. Extensión del alma (2006), el mismo Nancy formula una idea de la identidad como negación: «No puedo introducir esta instancia –un «yo» capaz de decir «mi cuerpo» o «yo soy mi cuerpo»– sin mantener el cuerpo a distancia, distinto y desunido. Y debilito así el saber evidente de la unión».18 Nancy recorre el cuerpo como una Summa, como un Corpus, lo sustrae del horizonte bio-teleológico del organismo para entregarlo al horizonte del acontecimiento, lo cual implica dejar de pensar en un cuerpo organizado sobre la base de una finalidad ajena a él. Más allá de su ontología, ¿qué idea de obra produce un libro fragmentario a la luz de esta propuesta de Nancy? Como sucede con el conocimiento del cuerpo, el conocimiento de un libro de aforismos nunca es absoluto, sino fraccionado. Hay en su estructura una potencia que proviene de la forma en que los aforismos se suceden y entran en contacto: por contigüidad, fricción, encuentro o desencuentro, por colisión. Lo que interesa de un cuerpo, pero también de un libro de aforismos, no es el todo orgánico sino las partes y sus posibles relaciones. De hecho, el nacimiento del aforismo contemporáneo puede cifrarse a finales del siglo XIX, en la misma época en que Auguste Rodin esculpió «L’homme au nez cassé», representando por primera vez al cuerpo humano privado de unidad. Siguiendo a Rancière, podemos decir que su irrupción tiene como antecedente emblemático la lectura que hizo Winckelmann del Torso de Hércules en su Historia del arte en la Antigüedad o la atención que prestaría Schiller en sus Cartas sobre la educación estética del hombre a la cabeza de Juno Ludovisi.19 Igual que en el caso de estas esculturas mutiladas, el aforismo prolifera en sus sentidos por sustracción y no por adición. Cada aforismo puede ser leído como un detalle, como un objeto parcial desconectado que deshace el orden de la representación. La tradición de la que provenía Nietzsche está marcada, además, por la siguiente circunstancia: tanto el Recueil des Pensées (1838) de Joubert, como los Vermischte Schriften (1844) de Lichtenberg, o el Zibaldone (1898–1900) de Leopardi habían sido publicados de forma póstuma. Ninguna de esas colecciones fue preparada para la imprenta por el propio autor. Otros muchos autores que sí publicaron en vida sus aforismos lo hicieron concediendo poca importancia

18 Jean-Luc Nancy: 58 indicios sobre el cuerpo. Extensión del alma. Buenos Aires: La Cebra 2007, p. 42. 19 Jacques Rancière: Aisthesis, pp. 18–38.

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al orden de las piezas o delegándolo a los editores de su obra. No puede olvidarse tampoco que algunos de los que hoy consideramos grandes cultivadores del género jamás escribieron como tal un libro de aforismos: alguien cribó su obra por ellos. Esta recurrente circunstancia convierte a la aforística en un laboratorio fascinante sobre los conflictos existentes entre la literatura y el libro como institución.20 Un libro de aforismos es un cuerpo construido a base de amputaciones e implantes, una realidad en proceso de composición o descomposición, constantemente reestructurada. En el caso de los libros de aforismos por extracción21 o cuyo contenido nunca ha llegado a estabilizarse, el dinamismo estructural se debe a la variabilidad de su organización, siempre en manos del editor. Es posible hablar así de la técnica del trasplante: de aforismos que pasan del cuerpo de un libro a otro hasta conformar una «nueva carne», como diría Nancy.22 Pero incluso cuando su contenido ha sido estabilizado por el autor o el editor, nos encontraríamos ante un libro que solo existe en la combinatoria irreductible de sus partes y que obliga a la fractalidad para su conocimiento. Si, como hemos señalado, el aforismo tiene algo de discurso en desacuerdo, también podría decirse con Derrida que su asociación de ideas llega demasiado pronto o demasiado tarde, siempre en el momento equivocado. Sus referencias se cruzan en diferentes direcciones, quedando así desdibujado –igual que en la reflexión inconsciente– el origen de su flujo discontinuo: Un aphorisme expose à contretemps. Il expose le discours – le livre à contretemps. Littéralement – parce qu’il abandonne une parole à sa lettre (ceci pourrait déjà se lire comme une série d’aphorismes, l’aléa d’une première anachronie. Au commencement, il y eut le contretemps. Au commencement, il y a la vitesse. La parole et l’acte sont pris de vitesse. L’aphorisme gagne de vitesse).23

Ni el orden ni el encadenamiento están asegurados en este discurso enfermo de asociación. Por ello, en «Aforismos a contratiempo», Derrida destaca también como una de las particularidades de este género que «un aforismo de la serie puede llegar antes o después de otro, antes y después de otro, cada uno puede sobrevivir al otro – y en la otra serie».24 ¿No tiene esa estructura algo de sumidero, de lugar adonde van a parar todas aquellas ideas con las que no se sabe qué hacer, 20 Erika Martínez: Ideas en desbandada, pp. 3–7. 21 Nos referimos, en este punto, a los artefactos editoriales elaborados a partir del rastreo, selección y reunión de fragmentos pertenecientes a obras mayores de cualquier otro género. 22 Jean-Luc Nancy: Corpus. Madrid: Arena Libros 2003. 23 Jacques Derrida: El aforismo a contratiempo. In: Cristina de Peretti della Rocca/Emilio Velasco (coord.): Conjunciones: Derrida y compañía. Madrid: Dykinson 2007, pp. 381–396, aforismo 4. 24 Jacques Derrida: El aforismo a contratiempo, aforismo 9.

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ideas que no formaban parte de nada y que se abandonaron como desechos en un margen o un pedacito de papel? Reunidas a posteriori, las grandes reflexiones y las pequeñas notas de vida ordinaria quedan equiparadas sin jerarquía. Quizás, en ese sentido, un libro de aforismos es una cloaca o, como decía Victor Hugo, una «fosa de la verdad».25 En París hay una galería llamada Micro-musée du Service des Objets Trouvés, una salita de la Prefectura de Policía cuya existencia es un homenaje a la irrelevancia, lo incongruente y desubicado. Sus salas exhiben utensilios encontrados en la calle desde la creación del servicio en 1804. La fecha es muy significativa. Quizás solo la Modernidad hizo posible concebir la convivencia en una misma estantería de una prótesis de la pierna derecha, una urna funeraria con sus correspondientes cenizas, un estetoscopio, un vestido de novia sin estrenar, un uniforme de oficial del ejército, varios cráneos humanos, un saco de ladrón con doble fondo y una muñeca hinchable. Es fácil acordarse, visitando el museo, de «El idioma analítico de John Wilkins» de Borges, y de la lectura que hizo Foucault de sus extravagantes taxonomías: «Lo imposible no es la vecindad de las cosas, es el sitio mismo en el que podrían ser vecinas».26 Un libro de aforismos lo hace posible y tiene, como una estantería de objetos perdidos, algo de inventario: produce misterio en su forma de relacionar los heterogéneos. Las realidades más alejadas, lo abstracto y lo concreto, coexisten en él participando del mismo tejido sensible y unidos por lo que Rancière llama, a través de Godard, la «fraternidad de la metáfora».27 Lejos de constituir obras acabadas, muchos volúmenes de aforismos son – como hemos señalado– artificios editoriales o filológicos construidos a partir de una masa ingente de fragmentos no articulados, que dialogan entre sí y generan concomitancias, pero cuya estructura no fue preconcebida. Conforman un catálogo, pero no poseen un orden orientado a provocar un efecto crítico: se instalan en la indeterminación. Una indeterminación que Rancière vincula a la procesión de cosas y seres de esa contraseña de la democracia que es Canto a mí mismo (1855), de Walt Whitman, uno de cuyos reconocidos antecedentes es, a su vez, la popular Proverbial Philosophy (1838) de Martin Tupper.28 Atendiendo a esta idiosincrasia, puede afirmarse además que:

25 Jacques Rancière: Política de la literatura, p. 33. 26 Michel Foucault: Las palabras y las cosas: una arqueología de las ciencias humanas. Traducido por Elsa Cecilia Frost. México: Siglo XXI 2005, p. 2 [1966]. 27 Jacques Rancière: Sobre políticas estéticas. Barcelona: Macba 2005, p. 51. 28 Véase Rancière: Aisthesis, p. 95.

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[...] muchos libros de aforismos son una obra de arte con su excedente. Un excedente que, en otro tipo de textos, permanece subterráneo, percibiéndose tan solo como pista de lo borrado. «Cuando en arte, tengáis duda de si una versión es mejor que otra –escribió Juan Ramón Jiménez–, no perdáis tiempo; dejad las dos» (1990: 147). En consonancia con esta idea, las variantes que en una criba escrupulosa podrían haber sido eliminadas se exhiben a menudo como parte del libro. No dejan de fundirse unas con otras. Ofrecen al lector una obra pero también las infinitas posibilidades de la misma.29

Desde mediados del siglo XVIII, la historia de la literatura podría pensarse como la historia de las mutaciones de un libro aforismos, «de su forma mutilada y perfecta, perfecta porque mutilada, obligada (…) a proliferar», como diría Rancière.30 El libro se presentaría, así, como un solo movimiento capaz de ofrecer al mismo tiempo varias figuras. Dentro de él, los pensamientos y las imágenes, las imágenes que piensan se suceden unas a otras, transformándose en un ejercicio tenso y persistente. En Aisthesis se afirma que, a partir de Winckelmann, se abre una era en la que los artistas «detienen la historia al contarla, suspenden el sentido al transmitirlo o sustraen la figura misma que designan».31 En tanto que pensamiento de lo impensable, el aforismo contemporáneo participaría de esa misma lógica. A su capacidad de litigar sobre todo aquello que no debe ser discutido, se viene a añadir un carácter oracular y epifánico que resulta insólito porque mantiene su sentido en suspenso, rechaza el acertijo, carece de secreto. Su ejercicio de renuncia produce, de forma inesperada, un efecto de proliferación. Libera su potencia. Superpone la posibilidad de sus cuerpos inéditos.

Bibliografía Adorno, Theodor W.: Discurso sobre poesía lírica y sociedad. In: Notas sobre literatura. Obra completa 11. Traducido por Alfredo Brotons Muñoz. Madrid: Akal 2003, pp. 49–67 [1953]. Badiou, Alain: Manifiesto por la filosofía. Traducido por Victoriano Alcantud Serrano. Buenos Aires: Ediciones Nueva Visión 1990 [1989]. Badiou, Alain: Pequeño manual de inestética. Traducido por Guadalupe Molina. Buenos Aires: Prometeo Libros 2009 [1998]. Benjamin, Walter: Cuadros de un pensamiento. Traducido por Susana Mayer. Buenos Aires: Imago Mundi 1992.

29 Erika Martínez: Ideas en desbandada, pp. 3–7. 30 Es así como Rancière propone leer la historia del régimen estético (véase Aisthesis, p. 38). 31 Jacques Rancière: Aisthesis, p. 28.

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Bloque III: Políticas del teatro

Erika Fischer-Lichte

Entretejimiento de culturas escénicas: re-pensando el «teatro intercultural». Hacia una experiencia y teoría escénicas más allá del poscolonialismo Entre finales de los años 70 y principios de los 80 apareció en Occidente un nuevo concepto: el «teatro intercultural». Este término designaba las producciones que incluían elementos procedentes de tradiciones teatrales distintas de la propia, como Orghast (1971) de Peter Brook, representada en las ruinas de Persépolis; Los Iks (1975): una producción africana que narra la historia de una tribu a punto de desaparecer; La conferencia de los pájaros (1977), adaptación de una obra medieval del místico persa Attar; o la dramatización del poema épico indio Mahabhárata, que desató una acalorada discusión en 1985.1 El ciclo de Shakespeare en París de Ariane Mnouchkine – Ricardo II (1981), Noche de Reyes y Enrique IV (ambas 1981–1983) – así como las Knee Plays (1984) de Robert Wilson también fueron considerados como teatro intercultural, al igual que el «proyecto de la antigüedad» de Tadashi Suzuki, que incluía Las troyanas (1974), Las bacantes (1978), Clitemnestra (1983) y su producción de Las tres hermanas (1985); del mismo modo, también recibieron el apelativo de teatro intercultural las producciones de Shakespeare y Brecht al estilo de la ópera tradicional china, como Macbeth (1984 como ópera kunqu) y Mucho ruido y pocas nueces (1986, como ópera huangmeixi) o El alma buena de Se-Chuan (1987, como ópera Sichuan). ¿Qué era aquello que hacía tan diferentes a estas producciones hasta el punto de dar lugar a un concepto totalmente nuevo, el concepto de teatro intercultural? Resulta difícil responder a esta pregunta por diversas razones. En primer lugar, estudiando en profundidad la historia encontramos que se han producido intercambios entre formas teatrales de culturas cercanas y más tarde también lejanas en cualquier lugar en el que existe algún tipo de prueba de la presencia del teatro. La interacción del teatro con elementos de otras culturas ha constituido siempre un instrumento y un vehículo para el cambio y la renovación. La elegante danza cortesana bugaku y el teatro de baile de máscaras gigaku, por

1 Para un acercamiento al debate véase David Williams (ed.): Peter Brook and the Mahabharata: Critical Perspectives. Londres/Nueva York: Routledge 1991. Erika Fischer-Lichte, Freie Universität zu Berlin https://doi.org/10.1515/9783110624137-011

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ejemplo, aparecieron en Japón en el período Nara (640–794 d.C.) basados en la danza y el teatro musical de China y Corea. La corte de Nara invitaba a actores procedentes de estos países para enseñar su arte a los jóvenes discípulos japoneses, al tiempo que los japoneses viajaban a las cortes de Silla y Tang para aprender de los maestros coreanos y chinos.2 La historia del teatro europeo está repleta de ejemplos similares. En Francia, Molière creó una nueva forma de teatro cómico al combinar la tradición francesa de la farsa con elementos de la commedia dell’arte. En las zonas de habla alemana, el teatro profesional se desarrolló a partir de las actuaciones de comediantes ingleses itinerantes así como de troupes de commedia y conjuntos de opera italianos que viajaban por estas tierras a finales del siglo XVI. En los ejemplos anteriormente citados, los intercambios se limitaban a culturas vecinas que compartían numerosas características. Sin embargo, existen algunas excepciones, como la introducción de obras escolares por parte de los jesuitas durante su breve período de actividad misionera en Japón. Estas piezas dejaron su huella en el teatro kabuki de Okuni (fundado entre 1600 y 1610).3 Otro ejemplo sería la tragedia de Voltaire L’Orphelin de la Chine, estrenada en la Comédie Française en 1755 y que era una reescritura de la ópera china Zhaoshi gu’er (El huérfano de la casa de Zhao) de Ji Junxiang, de la dinastía Yuan (1280– 1367). En estos casos, los elementos teatrales de una cultura apenas conocida se descontextualizaban, se apropiaban y se adaptaban para alcanzar otros objetivos. La aceleración de la modernización a principios del siglo XX añadió una nueva dimensión, relevancia y significado a estas transferencias del teatro de una cultura a otra. Desde mediados del siglo XIX, las descripciones hechas por viajeros europeos de diversas formas teatrales, sobre todo de Asia, fueron haciéndose cada vez más precisas. A comienzos del siglo XX, las compañías teatrales de Japón y China viajaron a Europa y Estados Unidos por primera vez. A lo largo de sus extensas giras, estas compañías presentaban sus producciones a un público acostumbrado a convenciones teatrales totalmente distintas. Los teatristas europeos como Max Reinhardt, Edward Gordon Craig, Vsevolod Meyerhold, Alexander Tairov, Bertolt Brecht y Antonin Artaud hallaron inspiración en estas representaciones y se apropiaron de algunos de sus elementos y técnicas para utilizarlos en sus propias producciones. De este modo crearon formas teatrales totalmente nuevas para el público europeo. 2 Véase James R. Brandon: Contemporary Japanese Theatre: Interculturalism and Intraculturalism. In: Erika Fischer-Lichte/Josephine Riley et al. (eds.): The Dramatic Touch of Difference: Theatre, Own and Foreign. Tubinga: Gunter Narr Verlag 1990, pp. 89–98. 3 Ibid.

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El intercambio se produjo en ambos sentidos: los artistas del teatro japonés, por ejemplo, viajaron a Europa y trabajaron con directores como Stanislavsky, Reinhardt y Meyerhold. Al regresar a su país, adaptaron el realismo psicológico europeo para crear una nueva forma: el teatro hablado o shingeki (nuevo teatro). A su vez, este teatro fue acogido con entusiasmo por los estudiantes chinos en Tokio, que crearían poco después en Shanghái el huaju, una forma china de teatro hablado.4 A comienzos del siglo XX dio comienzo un proceso que fue mucho más allá de las formas de intercambio con culturas extranjeras que se practicaron a lo largo del siglo anterior. Las nuevas tecnologías de transporte permitían embarcarse en giras internacionales no solo a artistas individuales, sino a compañías enteras. De repente, el público podía experimentar la presencia corporal de culturas lejanas. Nuevos tipos de artes escénicas surgieron a partir de estas confrontaciones e interacciones entre artistas y público en las que cada parte trataba de afirmar su identidad cultural. En los países colonizados la situación era distinta. Las potencias coloniales imponían el teatro occidental como un modelo que debía ser adoptado y seguido por los pueblos colonizados. No obstante, estos modelos a menudo se recibieron y transformaron de forma creativa también en este contexto. A partir de 1821, los espectadores indios también asistieron al teatro inglés en Bombay. Los melodramas extranjeros, que gozaban de gran popularidad entre el público británico, fueron bien acogidos por los indios. El denominado «teatro moderno indio», creado en la segunda mitad del siglo XIX, se inspiró desde sus inicios en este tipo de teatro. Conocido como el «teatro parsi» (puesto que fue fundado y dirigido por miembros de la comunidad parsi), sus compañías realizaron giras sobre todo por las ciudades del norte de la India y ofrecieron representaciones con regularidad hasta 1940. Sus producciones combinaban elementos del teatro inglés y de diferentes tradiciones indias. El arco del proscenio y el fondo pintado procedían de Inglaterra, al igual que los efectos fantásticos en el escenario, las escenas de tormentas y batallas, las explosiones o la maquinaria escénica necesaria para la representación, el vestuario y el maquillaje suntuosos, el telón frontal, los cuadros estáticos y el canto coral al principio y al final de la obra. Las escenas de baile, por el contrario, tenían su origen en las tradiciones indias. La música tradicional india servía como base para las canciones, a menudo directamente tomadas de diversas tradiciones teatrales regionales. Del mismo modo,

4 Véase Colin Mackerras (ed.): Chinese Theater: From Its Origins to the Present Day. Honolulu: University of Hawai’i Press 1983.

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las fuentes temáticas procedían en su mayoría directamente del teatro popular, basado sobre todo en leyendas y mitos hindúes.5 En África, junto con el modelo impuesto por los europeos, aparecieron nuevas formas teatrales que aunaban elementos de diferentes culturas. En la década de 1920 se celebraba en muchas ciudades la denominada «concert party». Este género de teatro musical tenía sus raíces en los espectáculos en forma de revista musical minstrel de Norteamérica, los music hall ingleses y las películas de Hollywood, creando una dramaturgia libre que se encontraba próxima al teatro tradicional africano y en la que la música, el baile, las canciones, el diálogo (incluyendo apóstrofes dirigidos directamente al público) y los números cómicos se alternaban en un único espectáculo. La concert party trataba mayormente temas de la vida moderna en la ciudad y sus problemas. La flexibilidad y apertura críticas de esta forma de teatro hicieron de él un valioso instrumento en la lucha anticolonial.6 En Nigeria, además de las concert parties, dirigidas a un público urbano, el teatro itinerante Yoruba también ejerció una poderosa influencia en sus giras sobre todo por zonas rurales. Este teatro, creado a partir de las cantatas y obras corales cristianas en las décadas de los 30 y 40 del siglo XX, también posee influencias de la tradición del teatro itinerante Alarinjo, que tiene sus raíces en la cultura yoruba del siglo XVI. La primera compañía de cierta entidad fue creada en 1946 por Hubert Ogunde y la segunda en 1948 por Kole Ogunmola, un excelente dramaturgo, director y actor de África occidental. Este teatro itinerante utilizaba la lengua de la etnia yoruba y acompañaba la acción con música y baile tradicionales. El teatro yoruba incluía un estilo de interpretación que incorporaba el vocabulario del movimiento de las artes y ceremonias tradicionales así como formas del teatro cómico africano. Las tramas procedían de las leyendas, historias y mitos del pueblo yoruba. Este teatro itinerante desempeñó un papel fundamental a la hora de fortalecer y afirmar la identidad cultural de los yoruba.7 Aunque aparecieron numerosas formas teatrales en las primeras décadas del siglo XX en sociedades de todo el globo, nadie vio la necesidad de llamarlas

5 Véase Vasudha Dalmia: Poetics, Plays and Performances: The Politics of Modern Indian Theatre. Delhi: Oxford University Press 2006. 6 Véase Joachim Fiebach: Die Toten als die Macht der Lebenden: zur Theorie und Geschichte von Theater in Afrika. Wilhelmshaven/Locarno/Ámsterdam: Heinrichshofen 1986; Biodun Jeyifo: The Yoruba Popular Travelling Theatre of Nigeria. Lagos: Department of Culture, Federal Ministry of Social Development, Youth, Sports and Culture 1984. 7 Váse Osita Okagbue: African Theatres and Performances. Londres/Nueva York: Routledge 2008.

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«teatro intercultural». Llegados a este punto, surge de nuevo la pregunta acerca de qué era aquello tan nuevo y diferente en las producciones de los años 70 y, sobre todo, los 80 que hizo que requiriesen una nueva nomenclatura. La respuesta se encuentra no en las producciones en sí mismas, sino en el contexto que las produjo – esto es, en el poscolonialismo. A finales del siglo XIX y principios del XX y en general durante la época colonial, los occidentales juzgaban las nuevas formas teatrales que aparecían en Europa y en otras partes del mundo siguiendo diferentes criterios. A los europeos se les otorgaba la habilidad y el derecho natural de transferir y transformar elementos para cualquier propósito y según sus propias ideas y objetivos estéticos. Para resolver algunos de los problemas que afectaban a la escena europea, los artistas se sentían con derecho a tomar cualquier cosa que necesitasen – sobre todo elementos como la pasarela ancha conocida como hanamichi (usada por ejemplo por Reinhardt y Meyerhold), los kurogo, es decir, los tramoyistas del teatro kabuki de Japón (Meyerhold) o recursos específicos en la interpretación: «técnicas transportables» en palabras de Brecht. En sus notas tituladas «Sobre las técnicas escénicas japonesas», escritas tras la gira por Berlín a la que fue invitada la compañía de Tokojiro Tsutsui, Brecht declara: Debemos intentar examinar ciertos elementos de las artes escénicas extranjeras en términos de lo útiles que son para nosotros. Este intento ha de llevarse a cabo dentro de la situación muy concreta en la que se encuentra nuestro teatro, en los casos en los que nuestro propio teatro no es capaz de realizar sus tareas (un nuevo tipo de tareas). Estas son las tareas que exige la estructura del drama épico a las artes escénicas. Pues bien, la técnica extranjera previamente mencionada ha estado desde hace mucho tiempo en condiciones de realizar tareas similares –similares, que no idénticas. La técnica ha de ser separada de aquellos prerrequisitos altamente esenciales, ha de ser transportada y subyugada a otras condiciones. Para llevar a cabo este tipo de análisis, hemos de adoptar el punto de vista de que existe un cierto estándar técnico en el arte, algo que no es individual, que no está previamente desarrollado, sino que es algo que puede perfeccionarse, algo transportable.8

Mientras que este tipo de transformación de elementos procedentes de otra tradición teatral, realizada por un director europeo, era considerada como una muestra de su genialidad y creatividad, la transferencia del teatro realista-psicológico de Europa a Japón o China era vista como una mera imitación y, en este sentido, como una occidentalización del teatro japonés o chino. Sin embargo, en 8 Véase Herta Ramthun (ed.): Bertolt-Brecht-Archiv, Bestandsverzeichnis des literarischen Nachlasses, 2 vols. Berlín/RDA: Aufbau-Verlag 1969/70, 158/44 (la traducción es mía); véase también Erika Fischer-Lichte: The Reception of Japanese Theatre by the European Avant-Garde (1900– 1930). In: Stanca Scholz-Cionca/Samuel L. Leiter (eds.), Japanese Theatre and the International Stage, Leiden/Boston/Colonia: Brill 2001, pp. 27–42.

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ambos casos la apropiación respondía a los fracasos de los respectivos teatros frente a los problemas resultantes de los procesos de modernización, diferentes en cada caso.9En lo que respecta al teatro de las colonias, el modelo «superior» del teatro europeo tenía que seguirse a toda costa, aunque resultase transformado en el proceso. Las primeras décadas poscoloniales (años 70 y 80) ya no permitían este tipo de reivindicaciones de superioridad, lo que hacía que la aparición del término «teatro intercultural» resultase especialmente útil. Por otra parte, sugería la idea de que, ya fuese en Europa, los Estados Unidos, Latinoamérica, África o Asia, todas las culturas y artistas podían encontrarse en igualdad de condiciones mediante la utilización de formas teatrales que combinasen elementos de diferentes tradiciones. Sin embargo, si examinamos más detenidamente el uso del término «teatro intercultural» en los textos occidentales, realizamos un descubrimiento sorprendente: el término siempre indica la fusión de algo occidental y no-occidental – no de elementos procedentes de la tradición africana y latinoamericana o de diferentes culturas asiáticas, por ejemplo. Este hecho implica que en este caso «intercultural» se refiere a una noción de igualdad que casi siempre requiere la participación de Occidente. ¿Se trata, por tanto, de una advertencia más o menos amistosa de que los artistas teatrales que no incluyan elementos del teatro occidental quedarán excluidos de las giras por Occidente y de los grandes circuitos de festivales, que dieron comienzo en torno a la misma época? ¿Sirvió este término como un instrumento para mantener el poder y la superioridad con respecto a las culturas no-occidentales de manera velada? Por citar un ejemplo, la producción Lear (1997) del productor singapurense Ong Keng Sen trataba de las relaciones interasiáticas. Sin embargo, Ong decidió adaptar el texto de El rey Lear. A la luz de las preguntas anteriormente formuladas, este hecho no puede sorprendernos. Utilizar un célebre texto occidental para su producción le aseguraba el interés y la atención de Occidente, lo cual le permitió ser invitado a giras por los centros teatrales occidentales. El término «teatro intercultural» no solo es problemático por esta razón. El concepto presupone que los componentes culturales de una representación siempre pueden ser separados con claridad los unos de los otros, es decir, que la contribución de una cultura es distinguible de la de otra – en otros términos, que el público francés identificaría inmediatamente ciertos elementos de Enrique IV de Mnouchkine como «japoneses» y por tanto «extranjeros», mientras que el

9 Véase Erika Fischer-Lichte: Introduction. In: Erika Fischer-Lichte/Barbara Gronau et al. (eds.): Global Ibsen: Performing Multiple Modernities, Nueva York/Londres: Routledge 2011, pp. 1–16.

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público japonés reconocería los elementos «occidentales» en la producción de Las tres hermanas de Suzuki como «extranjeros».10 Es posible que la idea de Ariane Mnouchkine para las máscaras, la música y los gestos de Enrique IV estuviesen inspirados por el teatro nō y el kabuki. Pero se realizaron tantos cambios que los europeos familiarizados con el teatro japonés solo reconocieron vagas referencias, mientras que los expertos teatrales japoneses no vieron que tuviese ningún rasgo «japonés» en absoluto. Para algunos espectadores franceses y europeos – que habían visto películas de Kurosawa y Mizoguchi – varios elementos de Enrique IV guardaban cierto paralelismo con el periodo Tokugawa de Japón. Para otros espectadores, estos elementos eran totalmente nuevos. Algunos aspectos del diseño de la producción seguían una estética diferente a la que había aparecido previamente en el teatro de Mnouchkine. El rey Enrique, su consejero Westmoreland y el intrigante Worcester, el tío de Hotspur, llevaban máscaras de madera de marcado aspecto japonés, mientras que los rebeldes de Hotspur y el Príncipe portaban el maquillaje blanco usado en el Théâtre du Soleil desde Les Clowns (1969) y que curiosamente también pareció «extranjero» en un primer momento. El antiguo régimen, que desea mantener el poder a toda costa, se yuxtaponía de este modo a la siguiente generación que aspiraba a gobernar. Las máscaras rígidas de madera subrayaban la rigidez de los mayores, mientras que el maquillaje, aunque también producía un efecto de distanciamiento similar, permitía apreciar expresiones faciales que exhibían la flexibilidad de los jóvenes. La entrada en la corte se señalaba mediante música «de estilo japonés», las ceremonias cortesanas mediante una serie de gestos «de aspecto japonés» y la rebelión de los nobles contra Enrique mediante gestos puramente pantomímicos que una vez más se suponía que debían parecer «japoneses». Por último, los estados psicológicos extremos se denotaban mediante gestos que algunos críticos percibieron como japoneses: por ejemplo, una serie de piruetas cada vez más potentes expresaban la belicosidad de Hotspur y los enemigos del rey. Sin embargo, estas piruetas no aparecen en ninguna forma de teatro japonés tradicional. De este modo, los elementos supuestamente procedentes del teatro japonés no eran japoneses per se, sino que eran elementos que un público francés o europeo podría estereotipar como «japoneses». Se trataba meramente de elementos diseñados para tener un aspecto «extranjero». La producción de Las tres hermanas de Suzuki fue celebrada en Japón como una ruptura con el shingeki aún más marcada que su proyecto de la antigüedad. 10 Enrique IV fue estrenada el 18 de enero de 1984 en La Cartoucherie en París (traducida y dirigida por Ariane Mnouchkine); Las tres hermanas fue estrenada en 1986 en Toga (Japón) (dirigida por Tadashi Suzuki).

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Tadashi Suzuki pertenecía al «Movimiento del teatro pequeño» (shogekijo undo) surgido en los años 60. Este movimiento luchaba contra el shingeki y trataba de conectar con las tradiciones japonesas. Al mismo tiempo, trataba de preservar la misión inicial del shingeki: crear un teatro que tratase los problemas de los cambios sociales contemporáneos. Suzuki decidió en 1985 producir Las tres hermanas con su Compañía Suzuki de Toga (SCOT por sus siglas en inglés). Se trató de una gran sorpresa ya que esta era una de las obras más importantes del repertorio del shingeki. Sin embargo, Suzuki realizó un montaje en un nuevo estilo desarrollado con su compañía inspirado en el nō, el kabuki y los rituales sintoístas. El escenario recordaba, sin ser idéntico, al antiguo escenario del teatro nō. Por ejemplo, faltaba el hashigakari, que conectaba los camerinos con el escenario, y la pared posterior de madera pintada había sido reemplazada por puertas correderas en la parte trasera del escenario. Para el público japonés, se trataba de una producción puramente japonesa. Esta obra era un clásico del repertorio del shingeki, el estilo de interpretación y el diseño del escenario tenían sus raíces en las tradiciones japonesas, mientras que el vestuario estaba compuesto por ropa japonesa tradicional y moderna. Durante las giras por Occidente, como por ejemplo en el festival Theater der Welt en Fráncfort del Meno en 1985 (en el que también se representaron el Mahabhárata de Peter Brook y las Knee Plays de Wilson), la producción de Suzuki fue etiquetada como «intercultural». Se consideraba que el texto, al igual que el vestuario moderno, pertenecía exclusivamente a la tradición cultural occidental. Únicamente se percibía como japonés el vestuario tradicional. Tanto la obra como el vestuario moderno, que desde largo tiempo eran parte constitutiva de la cultura japonesa, eran considerados no-japoneses. Mientras que los japoneses percibían que la producción pertenecía a su propia cultura, el público de los festivales europeos la veía como intercultural. El público francés y europeo identificó ciertos elementos del Enrique IV de Mnouchkine como «japoneses» o sencillamente «extranjeros» y determinó que algunos aspectos de Las tres hermanas de Suzuki eran «puramente» europeos. Los críticos y académicos occidentales calificaron a ambas producciones de «teatro intercultural». Sin embargo, para el público japonés Enrique IV era «puramente» francesa y Las tres hermanas, «puramente» japonesa. Este ejemplo demuestra que sencillamente no existe una manera «objetiva» de determinar qué fue lo que percibió cada grupo como parte o no de su propia cultura. Las percepciones siempre están determinadas por sistemas de significación preexistentes: hasta cierto punto, dependen de las lealtades y suposiciones de cada uno. Tan poco sentido tiene intentar regular las percepciones «correctas» e «incorrectas» en este tipo de casos como hablar de la experiencia en sí misma como «verdadera» o «falsa».

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En general, las categorías binarias son herramientas inadecuadas para comprender el proceso de combinación de elementos de culturas diferentes en las producciones de teatro contemporáneo. El concepto de «teatro intercultural» implica una división tajante entre «nuestra» cultura y la «otra» cultura, asumiendo que estas son entidades homogéneas y herméticamente selladas – lo que una vez fue japonés siempre será japonés; lo que una vez fue europeo siempre será europeo. Sin embargo, esto no es así: las culturas sufren constantemente procesos de cambio e intercambio difíciles de desentrañar. No se trata de eliminar la diferencia, sino de recordar que las diferencias dentro de y entre las culturas son dinámicas y en constante cambio. Las culturas se reproducen constantemente y así es como han de ser reconocidas. La investigación existente acerca de la denominada representación intercultural ha sido incapaz hasta la fecha de evaluar esta característica básica.11 La manera en que se ha utilizado el término de «teatro intercultural» desde su origen también implica otro problema más. Cada vez que un texto procedente de la tradición europea/occidental se usa para una representación en un contexto no-occidental, al resultado se le denomina «intercultural». Las obras más representadas a nivel mundial son las de Brecht, Chéjov, Ibsen, Shakespeare y los trágicos griegos: si Brecht se representa en Nigeria, Chéjov en Japón, Ibsen en Nepal, Shakespeare en China y una tragedia griega en Brasil, ¿el resultado tiene que ser necesariamente «teatro intercultural»? Es posible identificar al menos tres suposiciones que subyacen y alimentan esta tendencia. La primera se refiere al problema de la propiedad al asumir que una obra escrita por un autor de un cierto país pertenece y en ese sentido es «propiedad» de los ciudadanos de este país. Otra idea igualmente cuestionable va de la mano del primer supuesto: que los ciudadanos de ese país son más competentes a la hora de interpretar y comprender estos textos, lo cual los convierte en los únicos con acceso al verdadero significado de la obra. De este modo, el supuesto de la propiedad se asienta en dos creencias. En primer lugar, si la obra en cuestión es «propiedad» de una nación occidental, la cultura occidental siempre estará presente al representarse la obra en un contexto no-europeo. En segundo lugar, los «propietarios» tienen el derecho de explicar a los usuarios no-occidentales el

11 Véase Eugenio Barba/Nicola Savarese: El arte secreto del actor: diccionario de antropología teatral. Bilbao: Artezblai D.L. 2012; Erika Fischer-Lichte/Josephine Riley et al. (eds.): The Dramatic Touch of Difference: Theatre, Own and Foreign. Tubinga: Gunter Narr Verlag 1990; Bonnie Marranca/Gautam Dasgupta (eds.): Interculturalism and Performance: Writings from PAJ. Nueva York: PAJ Publications 1991; Patrice Pavis (ed.): The Intercultural Performance Reader. Londres/ Nueva York: Routledge 1996.

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significado «correcto» del texto. En este sentido, se sienten legitimados a la hora de reivindicar su superioridad. La inconsistencia del supuesto de la propiedad es bastante obvia. ¿Son acaso los habitantes del país del autor los únicos «propietarios»? En este caso, habría que plantearse la necesidad de denominar también como «interculturales» la Orestiada de Peter Hall, La tempestad de Stefan Puchner, la Casa de muñecas de Lee Breuer, La gaviota de Ingmar Bergman o El alma buena de Se-Chuan de Giorgio Strehler. Y si la propiedad puede extenderse desde un país europeo a la totalidad del continente o incluso a todo el mundo occidental, incluyendo Israel, los EE.UU., Canadá y Australia, ¿por qué no también a otros países? Claramente, la cuestión de la propiedad es muy sensible y no es ajena a las políticas raciales y de poder. En este sentido, etiquetar una producción como «teatro intercultural» siempre que haya un texto «occidental» de por medio resulta un acto profundamente político, alentado por aspiraciones e intereses hegemónicos. En estos casos, los autoproclamados propietarios de los textos fomentaron su circulación para divulgar su «universalismo» y, de este modo, reafirmar su propia hegemonía. Aparte de esta reivindicación de la propiedad, es preciso distinguir claramente otro tipo de propiedad que los directores occidentales abanderados del «teatro intercultural» a menudo ignoran o incluso niegan: la propiedad comunitaria de los textos sagrados o «tesoros» similares y ciertos géneros de rituales culturales que cumplen propósitos esenciales y constitutivos en ciertas comunidades. En este caso, la propiedad se refiere al papel que estos «tesoros» desempeñan en el seno de la vida y la identidad de la comunidad. Si un director de otra cultura desea utilizarlos en una producción, ha de ser consciente de que no puede apropiárselos libremente para representar a otras culturas, puesto que tiene que conocer las jerarquías implícitas en torno a las cuestiones de propiedad cultural. En pocas palabras, los directores han de ser especialmente sensibles frente a los derechos de propiedad y, por tanto, puede ser necesario que tengan que pedir permiso. Si se les niega este permiso, han de respetar la decisión de la comunidad. Cuando Richard Schechner, por ejemplo, utilizó el ritual de adopción de los asmat de Nueva Guinea en su Dionysus in 69, evidentemente ni siquiera se le pasó por la cabeza la necesidad de pedir permiso.12 Schechner justificó esta apropiación mediante sus intenciones artísticas particulares, ignorando el hecho de que, en este caso, lo estético se encontraba unido de manera inextricable a lo ético. Esta apropiación fue por tanto no solo una decisión artística, sino ante todo una decisión (anti-)ética.

12 Véase Richard Schechner (ed.): Dionysus in 69: The Performance Group, Fotografías de Frederick Eberstadt. Nueva York: Farrar, Straus and Giroux 1970.

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El segundo supuesto se cita a menudo para explicar por qué estas obras se representan con tanta frecuencia. La popularidad de estos textos se debería a que contienen verdades y valores universales. Este supuesto define la relación especial entre las culturas occidentales en las que estas obras fueron escritas y las culturas no-occidentales en las que se representan. El universalismo es patrimonio de las culturas occidentales, mientras que el particularismo es lo que define al resto. Es decir, la «representación intercultural» que utiliza un texto occidental participa de su universalismo incluso si los medios y recursos de la representación demuestran el «particularismo» de la otra cultura. Si se representan en festivales internacionales en países occidentales, como los Encuentros Internacionales de Tragedia Griega de Delfos, el Festival de Edimburgo o el Theater der Welt en Fráncfort del Meno, los críticos se sienten a menudo con derecho a señalar a sus lectores las «carencias» y «malentendidos» de la producción con respecto al universalismo del texto, basándose en su propia lectura autoritativa del mismo (véase el primer supuesto). El tercer supuesto es, en cierto modo, la base sobre la que se asientan los otros dos. Es el supuesto de que el texto actúa como la autoridad de control en lo que respecta al proceso de producción de una representación, lo cual lo convierte en el elemento principal del cual dependen todos los demás. El objetivo principal de la representación es, por tanto, hacer llegar el significado que recibe del texto, realizarlo y darle vida sobre el escenario. Si tiene éxito, trasladará la verdad y los valores universales contenidos en el texto a todo tipo de públicos. Brecht ya cuestionó esta idea al afirmar que cada texto puede utilizarse en todo tipo de contextos y adaptarse a numerosos objetivos. El texto ya no es considerado como la autoridad de control, sino como un material más entre muchos otros. La posición de Brecht no solo niega el tercer supuesto sino también los dos primeros. De este modo, el concepto de «teatro intercultural»—una herramienta heurística desarrollada principalmente en el teatro angloamericano y los departamentos de estudios culturales, es decir, un elemento del discurso occidental— aparece marcado por profundas contradicciones. Por una parte, este concepto proclama la igualdad entre las tradiciones teatrales de todas las culturas así como entre las múltiples modernidades y niega todas las antiguas jerarquías establecidas por el colonialismo y el imperialismo cultural. Por otra parte, la cultura es vista como una entidad fija, estable y homogénea. Incluso la celebración de las llamadas culturas híbridas o la «hibridación de culturas» implica esta noción,13 13 Véase por ejemplo el conocido ensayo del sociólogo Jan Nederveen Pieterse, que sugiere de manera bastante abierta la irrupción del concepto de hibridación a partir de la genética: «Desde el desarrollo de la genética mendeliana en la década de 1870 y su posterior adopción en la biología a comienzos del siglo XX, se ha producido sin embargo una reevaluación según la cual el

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ya que este término, acuñado y originalmente utilizado por los biólogos, presupone que en este proceso dos entidades, que por su propia naturaleza son completamente diferentes, se unen para general una nueva clase de ser – biológico. El término «cultura híbrida» procede de una identificación de la cultura con la naturaleza. Además, parece que la hibridación solo se cita cuando una cultura occidental y otra no-occidental entran en contacto. Estas carencias que exhibe el concepto de hibridación también fueron criticadas por los editores del número de diciembre de 2011 de Theatre Jounal, dedicado al tema que nos ocupa –«Repensar las artes escénicas interculturales»–. Al reflexionar sobre las diferentes contribuciones que aparecían en la revista, los autores de la editorial concluyeron que eran necesarios dos términos diferentes: «Teatro intercultural hegemónico» (HIT por sus siglas en inglés) para los artistas teatrales occidentales «de W. B. Yeats y Antonin Artaud a Peter Brook, Mnouchkine y Robert Wilson, que fueron criticados por apropiarse desde Occidente de formas culturales no-occidentales con pretensiones de falsa universalización que en realidad servían para fortalecer el ideario cultural imperialista en lugar de criticarlo».14 El segundo término es «artes escénicas interculturales», que se explica a continuación «mediante ejemplos históricos y contemporáneos que utilizan la categoría de lo intercultural como espacio y método».15 Aunque el argumento para tal diferenciación resulta altamente convincente, el uso continuo del término «intercultural» sin dar mayores explicaciones resulta problemático. Cambiar «teatro intercultural» por «artes escénicas interculturales» crea el peligro de que el segundo término se convierta en el heredero de la lógica binaria del primero, de sus contradicciones implícitas y de su relación problemática con la teoría poscolonial. Encontrar el concepto de teatro intercultural relacionado con la teoría poscolonial puede resultar sorprendente. La teoría poscolonial se desarrolló principalmente en los departamentos de literatura angloamericana a partir de los años 70 al estudiar la literatura de África, el Caribe y el sur de Asia. Aunque las lecturas literarias de textos dramáticos desempeñaban un papel importante en esta teoría, no se usaba el término «teatro intercultural», del mismo modo que,

cruce de poblaciones y la herencia poligenética se han valorado de manera positiva como un enriquecimiento del acervo génico. Gradualmente, esta visión se ha ido expandiendo más tarde a círculos más amplios […]». Jan Nederveen Pieterse: Globalization as Hybridization. In: Mike Featherstone/Scott Lash et al. (eds.): Global Modernities. Londres/Thousand Oaks: Sage Publications 1995, pp. 55–56. (La traducción es mía). 14 Penny Farfan/Ric Knowles: Editorial Comment: Special Issue on Rethinking Intercultural Performance. In: Theatre Journal 63, 4, (2011) i. (La traducción es mía). 15 Ibid.

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cuando fue acuñado este término, no se hacía referencia explícita a la teoría poscolonial. Ni siquiera durante el ulterior desarrollo de estos conceptos existieron muchos puntos de contacto entre ambos, sino que más bien se enfatizaban las diferencias. Mientras que la teoría poscolonial se interesaba sobre todo por los aspectos políticos, tanto los practicantes como los teóricos del «teatro intercultural» se centraron en la dimensión estética de la mezcla de elementos de diferentes culturas.16 Por supuesto, el concepto de teatro intercultural no se desarrolló a partir de la teoría poscolonial. Sin embargo, desde el punto de vista actual, se nos presentan como dos caras de la misma moneda, ya que en todos los casos de «teatro intercultural», siempre hay un cierto ángulo político dentro del ámbito estético, como demuestra claramente el problema de la propiedad cultural. Aquí, lo estético, lo político y lo ético se encuentran inseparablemente unidos, y cualquier teoría que trate acerca de la representación escénica ha de tener este hecho en cuenta. El término «teatro intercultural», tal y como ha sido utilizado hasta hoy, ignora esta conexión, del mismo modo que la mayor parte de los teóricos escénicos influenciados por la teoría poscolonial no reconocen ni investigan el potencial utópico y transformativo de las experiencias estéticas. Va siendo hora de establecer vínculos explícitos entre ambas corrientes teóricas, que hasta ahora han venido complementándose mutuamente en secreto. Si tenemos en cuenta varias representaciones de los últimos años, también parece dudoso, por otras razones, que el concepto de teatro intercultural pueda usarse como una herramienta heurística apropiada. Las producciones bilingües de Suzuki Tadashi, con actores japoneses actuando junto con americanos y australianos en los años 80 y principios de los 90, marcaron claramente la referencia a distintas culturas lingüísticas y, en este sentido, podrían denominarse interculturales. Tanto para el público japonés como para el no-japonés, las referencias a cada cultura eran obvias. Lo mismo podría decirse de las primeras versiones de Las bacantes de Suzuki. Sin embargo, en su última versión (2009), Suzuki renunció a marcas tan obvias como la actuación de actores de diferentes países hablando idiomas diferentes. En la versión de 2009, todo el reparto era japonés. La producción estaba profundamente influida por diferentes culturas escénicas tanto japonesas como extranjeras, transformándolas de manera que su origen ya no se pudiese identificar con claridad. El crítico Watanabe Tamotsu, que había presenciado versiones anteriores de Las bacantes, escribió: «comparada con la primera producción, en términos teatrales, el registro ha cambiado por completo. La representación que he visto hoy era exactamente como una obra de teatro

16 Véase Jacqueline Lo/Helen Gilbert: Towards a Topography of Cross-Cultural Theatre Praxis. In: The Drama Review 46, 3 (2002), pp. 31–53.

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nō».17 No tiene mucho sentido aplicar el concepto de teatro intercultural o artes escénicas interculturales a este tipo de producción. La idea de utilizar las teorías poscoloniales para investigar su estética transformativa parece igual de cuestionable. Por tanto, se nos plantea la siguiente pregunta: ¿acaso no sería conveniente remplazar o al menos complementar estos conceptos y teorías mediante un nuevo término? No se trata de rechazar de manera general el término «intercultural», que sigue desempeñando funciones importantes en muchos contextos. La sustitución se circunscribiría únicamente al término y al concepto de teatro intercultural o artes escénicas interculturales teniendo en cuenta los argumentos anteriormente expuestos. En 2008 se creó un Instituto de Estudios Avanzados en la Universidad Libre de Berlín que, al contrario que muchas instituciones similares, poseía un enfoque temático claro: los problemas y posibilidades que surgen en los procesos de entretejimiento de culturas escénicas, Verflechtungen von Theaterkulturen en alemán. Los campos semánticos que cubren ambos términos no son idénticos, aunque se solapan en gran medida. Ninguno de los dos son conceptos académicos claramente definidos, pero sirven como metáforas a la espera de su futura transformación en conceptos de este tipo. Tal y como sostenía Hegel, la ventaja de las metáforas es que desafían las demarcaciones y «dispersan» de manera creativa el pensamiento, transportándolo hacia nuevas e insospechadas ideas. El término «entretejimiento» opera a varios niveles: muchas hebras se cruzan formando un hilo; muchos de estos hilos se unen a continuación en un tejido, que consiste por tanto de diversas hebras e hilos – como la última versión de Las bacantes de Suzuki – sin que tengan que ser reconocibles a nivel individual. Se tiñen, pliegan y entretejen, formando patrones sin que podamos seguir cada hebra hasta su punto de origen. Por otra parte, un proceso de entretejimiento no tiene necesariamente como resultado la producción de un todo. Pueden producirse fallos, errores, e incluso pequeños desastres cuando aparecen nudos no deseados en el tejido, cuando las hebras se deshilachan o se deshacen, cuando se desequilibra la proporción de los tintes o se mancha el tejido. El proceso de tejido no es necesariamente fluido ni sencillo. Más bien se trata de un trabajo extenuante, realizado a menudo en condiciones lamentables, que puede llegar a agotar, hacer montar en cólera y sumir en la desesperación a los tejedores, hasta el punto de hacerles destruir lo que habían tejido hasta el momento. La metáfora del entretejimiento de culturas escénicas implica todos estos aspectos. Además, la frase capta de manera más exacta la naturaleza de la cultura como proceso que crea de manera continua nuevas diferencias. No obstante, estas diferencias no

17 Watanabe Tamotsu: Teatro: theater magazine 7, 821 (2009), p. 34. (La traducción es mía).

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se entienden como opuestos, sino dentro de una lógica del «también», es decir, una lógica de la interconexión tal y como sugiere la metáfora de los hilos unidos creando un tejido. Llegados a este punto, resulta crucial enfatizar por fin la dimensión utópica en el corazón mismo del entretejimiento de culturas escénicas. Las artes escénicas en general desempeñan un papel paradigmático en la sociedad: todo lo que ocurre públicamente en ellas – ya sea entre los actores o entre los actores y los espectadores – puede reflejar, condenar o negar las condiciones sociales existentes y/o anticipar las condiciones futuras.18 El teatro puede convertirse en el banco de pruebas de nuevas formas de coexistencia social o en el espacio en el que estas salen a la luz. En este sentido, los procesos de entretejimiento de culturas escénicas tienen la capacidad de ser un marco experimental para percibir el potencial utópico de sociedades globalizadas y culturalmente diversas al hacer realidad una estética que da forma a políticas colaborativas sin precedentes. Al plantearse constantemente la aparición, estabilización y des-estabilización de las identidades culturales, este tipo de artes escénicas pueden transportar a sus participantes a estados intersticiales que les permiten anticipar un futuro en el que el viaje en sí mismo, la permanencia de la transición y el estado liminal son parte constitutiva de la experiencia. Lo que se percibe como experiencia estética en este tipo de artes escénicas se percibirá como vida cotidiana en el futuro. El entretejimiento de culturas escénicas puede definirse por tanto como lo que el filósofo Ernst Bloch llamó un Vor-Schein estético: la anticipación en y mediante el arte de algo que se convertirá en realidad social mucho después, si es que llega a hacerlo alguna vez. Este tipo de anticipación no está basada en contenidos particulares, ideologías, visiones del mundo, etc., sino en los propios procesos de entretejimiento cultural que suceden en las artes escénicas. Aquí, moverse dentro de y entre culturas se celebra como un estado intersticial que cambiará los espacios, las disciplinas, la temática y el cuerpo en formas imposibles de imaginar hoy en día. Al entretejer las culturas escénicas sin negar u homogeneizar las diferencias sino des-estabilizar permanentemente y por tanto invalidar sus pretensiones autoritativas de autenticidad, las artes escénicas, como espacios intersticiales, son capaces de constituir de manera fundamental otras realidades sin precedentes – realidades del futuro, en las que el estado intersticial se refiere a la experiencia «normal» de los ciudadanos de este mundo–. Al considerar la experiencia estética como una experiencia liminal, podemos sentar las bases para la posibilidad de que el público sufra ciertas

18 Véase Jill Dolan: Utopia in Performance: Finding Hope at the Theater. Ann Arbor: University of Michigan Press 2005.

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transformaciones mientras participa en este tipo de artes escénicas.19 Estas transformaciones pueden ser de corta duración y no llegar al final de una representación. Otras, sin embargo, pueden operar a largo plazo. En este caso, es posible que tengan impacto hasta en todo un grupo social. Los procesos de entretejimiento de culturas escénicas generan por tanto una nueva clase de estética performativa. Podría compararse con la estética performativa de Aristóteles, la del teatro escolar de los jesuitas, la de Lessing, la de Schiller o incluso la de los diferentes movimientos de vanguardia en cuanto que todas transforman potencialmente en primer lugar a los individuos involucrados y, a través de ellos, sus grupos sociales. Al contrario que en estas antiguas estéticas performativas, la nueva estética performativa no busca objetivos concretos definidos de manera diferente en cada caso: inducir ἔλεος (piedad) y φόβος (temor) y purgar estas pasiones mediante el proceso de catarsis; un retorno al seno de la Iglesia católica; la transformación del espectador en un ser humano que siente compasión; restaurar la plenitud perdida de los espectadores o la creación de un «hombre nuevo». Más bien, la nueva estética performativa trata de generar la mayor apertura posible. Estas transformaciones llevadas a cabo durante o tras la representación no pueden ni planearse ni predecirse. Tanto la teoría poscolonial como el teatro intercultural ignoran estas formas específicas de experiencia estética utópica y transformativa. El concepto de entretejimiento de culturas escénicas, en cambio, trata de analizar estas formas tanto desde la perspectiva de los procesos artísticos que permiten que aparezcan en las artes escénicas como desde el punto de vista de sus implicaciones éticas, sociales y políticas durante y después de la representación. De este modo, el concepto tiene como fin último explorar las distintas maneras en las que el entretejimiento de culturas escénicas puede ofrecer a sus participantes experiencias que van más allá del poscolonialismo. En este contexto, las ideas del politólogo Achille Mbembe resultan de especial interés. Mbembe distingue claramente entre teoría poscolonial y poscolonialismo. La teoría poscolonial, según Mbembe, es un archivo interpretativo y un método que trata de desenmascarar y deconstruir de manera radical «la hegemonía occidental en el campo de las humanidades y otras disciplinas».20 Mbembe complementa su concepto de teoría poscolonial al redefinir el poscolonialismo como «una manera de imaginar una vida humana que es vida más 19 Véase Erika Fischer-Lichte: Estética de lo performativo. Madrid: Abada 2011. 20 Achille Mbembe: After Post-Colonialism: Transnationalism or Essentialism? Part 2. Video recording from the Tate Modern symposium, 8 May 2010. [http://www.tate.org.uk/context-comment/video/after-post-colonialism-transnationalism-or-essentialism-part-2, acceso 26/08/2015] (La traducción es mía)

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allá de la existencia meramente racializada» y como «un punto de acceso a otras configuraciones nunca antes vistas de la experiencia humana, la esperanza y las posibilidades».21 De este modo, Mbembe señala las experiencias y procesos estéticos y, por consiguiente, políticos que hemos identificado más allá del poscolonialismo. Esto es así porque, por una parte, estos procesos son arte escénico del entretejimiento cultural, al dar forma y explorar varias formas de intersticialidad, completando y por tanto yendo más allá de la «propuesta radicalmente humanística» del poscolonialismo tal y como había sido definido por el propio Mbembe y, por otra parte, por la comprensión habitual del término en cuanto que está determinado por una tradición – muy criticada en estos momentos – de trabajar con conceptos binarios y nociones perturbadoras de la autenticidad. Resulta interesante que Mbembe también opine que la propuesta del poscolonialismo lleve consigo una «relación transformativa» con el pasado, lo cual no exige su eliminación sino nuevas formas de su reapropiación y reciclaje: De hecho, estrictamente desde el punto de vista de la historia cultural, esto siempre ha sido así en nuestro continente. Las formas africanas de creatividad e innovación siempre han sido el resultado de las migraciones, los desplazamientos, el tránsito de religiones, el cruce de formas y fronteras. Siempre hemos sido capaces de crear cosas originales, genuinas y radicalmente nuevas cuando hacemos que nuestras propias formas hablen en y a través de múltiples lenguajes culturales, cuando somos capaces de utilizar a escala local lo que hemos tomado prestado de nuestros vecinos o lo que hemos adquirido a través de interacciones a larga distancia con el resto del mundo, cuando hemos sido capaces de hacer que las cosas sean ubicuas, es decir, traducirlas y, de este modo, vaciarlas de su autoridad y de sus certezas absolutas y dotarlas de significados creados por nosotros mismos, haciendo que hablen una lengua distinta. […] Hoy en día, la expresión cultural, la creatividad y la innovación no son cuestiones en las que lo importante sea aferrarse a costumbres muertas sino más bien negociar múltiples maneras de habitar el mundo. Es lo que algunos hemos llamado «afropolitismo».22

El entretejimiento de culturas escénicas, que guarda una sorprendente semejanza con las obras creativas que Mbembe califica de «afropolitas»,23 posee el potencial

21 Ibid. 22 Ibid. 23 En un artículo publicado en 2007, el año en que el Centro de investigación internacional «Entretejimiento de culturas escénicas» recibió su primera dotación económica, Mbembe definió el afropolitismo de la siguiente manera: «nuestra manera de pertenecer al mundo, de ser en el mundo y habitarlo siempre ha estado marcada por, si no la mezcla cultural, en todo caso por lo menos por el entretejimiento de mundos. […] Ser conscientes del entretejimiento del aquí con el allí, de la presencia de otros espacios en el aquí y viceversa, la relativización de las raíces y afiliaciones primarias y la manera de aceptar, con plena consciencia de los hechos, lo extraño, lo ajeno y lo remoto, la habilidad de reconocer el propio rostro en el rostro del extranjero y exprimir

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de ir más allá del poscolonialismo al permitir a sus participantes el acceso a experiencias – por breves que estas sean – más allá del racismo, y proporcionarles de este modo nuevas maneras de pensar más allá de los omnipresentes conceptos binarios del «yo» frente al «otro», el «este» frente al «oeste», «norte» frente a «sur», «propio» frente a «extranjero» y lo estético (por ejemplo, el teatro intercultural) frente a lo político y lo ético (por ejemplo, la teoría poscolonial). Sin embargo, pese a – o más bien debido a – todo este clima de esperanza y sentimiento de futuridad en el corazón del concepto de entretejimiento de culturas escénicas, resulta importante subrayar que las formas nunca antes vistas de experimentar y teorizar a las que aspira no deberían en ningún modo disminuir nuestros esfuerzos por permanecer siempre alertas y vigilantes. En primer lugar, numerosas producciones contemporáneas que entretejen culturas fracasan dado que reiteran y reafirman formas de representación y/o configuraciones de poder que solo pueden calificarse de neocoloniales, imperialistas y/o racistas. Por tanto, no permiten que se produzca el particular tipo de experiencia estética utópica y transformativa que hemos definido anteriormente. En segundo lugar, los textos académicos sobre las artes escénicas también corren siempre el riesgo de repetir viejos o nuevos «hábitos» de pensamiento etnocéntrico o esencialista. Toda investigación acerca del entretejimiento de culturas escénicas tiene que ser consciente del peligro de la aparición de viejas o nuevas formas de exotismo o racismo y, por tanto, debe considerar y reflejar constantemente una «doble crítica», tal y como sugiere el investigador teatral marroquí Khalid Amine. Amine se basa en una idea propuesta por el sociólogo marroquí Abdelkebir Khatibi en la que se exige una sociología de la descolonización que en el mundo árabe consistiría en dos tareas: 1. Una deconstrucción del «logocentrismo» y el etnocentrismo, el discurso autosuficiente por excelencia, que Occidente, en el transcurso de su expansión, ha impuesto al resto del mundo […]. 2. Del mismo modo, este hecho también asume y exige una crítica del conocimiento y los discursos desarrollados por las distintas sociedades del mundo árabe acerca de sí mismas.24

al máximo los rastros de lo remoto en lo cercano, domesticar lo extraño, trabajar con lo que son aparentemente opuestos –esta es la sensibilidad cultural, histórica y estética que subyace al término ‹afropolitismo›» (Achille Mbembe: Afropolitanism. Traducido por Laurent Chauvet. In: Njami Simon (ed.): Africa Remix: Contemporary Art of a Continent. Johannesburgo: Johannesburg Art Gallery 2007, pp. 26–30, p. 28). 24 Abdelkebir Khatibi: Double Criticism: The Decolonization of Arab Sociology. In: Halim Barakat (ed.): Contemporary North Africa: Issues of Development and Integration. Londres/Sídney: Croom Helm 1985, pp. 9–10.

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Al aplicar este concepto a las artes escénicas y desarrollarlo en mayor profundidad, Amine explica que la crítica doble comprende por una parte «una discusión de los discursos acríticos acerca de las artes escénicas que hablaban en nombre del mundo árabe pero que estaban influenciados por un arraigado eurocentrismo»25 y, por otra parte, «una reflexión sobre la ‹política de la nostalgia›», es decir, sobre «cómo los árabes ven su cultura escénca».26 En este sentido, Amine define la doble crítica como una línea de cuestionamiento «que subvierte todo tipo de definiciones binarias del yo y el otro, el este y el oeste»27 y como una manera de «repensar la diferencia y la identidad sin tener que recurrir a absolutos esencialistas y a ‹ismos›».28 En estas líneas, Amine describe el modo de pensar y teorizar que ha de cultivarse en el Centro de investigación de entretejimiento de culturas escénicas. Por consiguiente, las cuestiones acerca del entretejimiento de culturas escénicas siempre están vinculadas a los debates sobre la política de la globalización: ¿hasta qué punto se han superado realmente las formas de intercambio paternalistas? ¿En qué sentido la emancipación de los códigos culturales poscoloniales ha generado nuevas desigualdades? ¿Cómo actúan las culturas, estéticamente y, por tanto, políticamente frente a los procesos intraculturales de diferenciación, negociación y entrecruce? Teniendo en cuenta estas cuestiones, resulta de vital importancia determinar cómo los procesos de entretejimiento cultural en las artes escénicas – a menudo estrechamente relacionadas con los discursos políticos, económicos y legales – contribuyen a una nueva forma de pensar y teorizar que va más allá del poscolonialismo. En otras palabras, esta teoría solo puede surgir basándose en un gran número de este tipo de creaciones escénicas. Sin embargo, estos estudios sobre creaciones individuales no deberían en ningún modo seguir la dicotomía de «occidente y el resto». Esto no quiere decir que haya que excluir a los procesos de entretejimiento cultural que incluyan a las culturas occidentales. Más bien, sirve para recordarnos que el mero hecho de usar un texto occidental en una producción bengalí, brasileña o yoruba no ha de llevarnos necesariamente a la conclusión de que nos encontramos ante un proceso en el que la cultura bengalí, brasileña o yoruba se entreteje con la cultura griega, noruega o de cualquier otro país occidental. Cuando hoy en día se representa John Gabriel Borkman en Japón o Casa de muñecas en China, no 25 Khalid Amine: Double Critique: Disrupting Monolithic Thrusts. In: Christel Weiler (ed.): International Research Center for Advanced Studies «Interweaving Performance Cultures»: Fellows 2012/2013. Berlín: 2012 [Folleto], p. 9. 26 Ibid. 27 Ibid., p. 7. 28 Ibid., p. 8.

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podemos decir que las diferentes culturas escénicas se entretejen en estas producciones. Sin embargo, este sí que fue el caso cuando John Gabriel Borkman se representó por primera vez en Japón en 1909 en un estilo algo occidentalizado y que recordaba al kabuki. Hoy, como ya hemos indicado anteriormente, las obras de Ibsen, junto con las de Shakespeare, Chéjov y Brecht, forman una parte tradicional de los repertorios del shingeki y el huaju. No obstante, cuando hoy en día se representa una obra de estos dramaturgos en un estilo tradicional, como el nō, la ópera kunqu o el Kathakali, nos encontramos frente a procesos de entretejimiento de culturas escénicas –diferentes culturas escénicas japonesas, chinas o indias–. Los estudios sobre producciones individuales realizados en nuestro Centro de Investigación confirmaron nuestra hipótesis inicial de que el entretejimiento cultural no produce una homogeneización sino que genera diversidad, pero también sacaron a la luz otro problema que nos ha ocupado durante largo tiempo: la homogeneización del discurso. Nuestros investigadores a menudo se quejan de que trabajan con una terminología y unos conceptos que tienen su origen en la teoría occidental y se produjeron en su mayor parte en instituciones académicas occidentales. Para explicar un proceso determinado de entretejimiento cultural, nuestros investigadores a veces sienten la necesidad de introducir un término de su propio idioma que les parece mucho más adecuado que el término inglés correspondiente. El término qi, indispensable en el contexto discursivo chino al hablar de las artes escénicas, constituye un ejemplo palmario en este sentido. Literalmente, qi hace referencia al vapor que se produce al hervir el mijo –es decir, a la visibilidad más tenue de la materia–. Sin embargo, qi posee múltiples significados: energía vital a su paso de lo visible a lo invisible, materia que puede convertirse en cualquier momento en algo espiritual o el pneuma a partir del cual aparece algo material. Por ello, se considera que el qi está presente en todos los organismos vivos. El concepto distingue entre un qi de nacimiento y un qi que se adquiere mediante ciertos ejercicios y técnicas. La idea del qi está íntimamente relacionada con el discurso médico y el concepto filosófico del yin y el yang, mediante los cuales, según el pensamiento chino tradicional, pueden explicarse y comprenderse todas las relaciones entre las cosas. No existe ningún equivalente de este concepto en inglés –ni en alemán o en cualquier otra lengua europea–. Traducir qi como «energía», «espíritu» o «mente» sería una tremenda simplificación que no haría más que complicar la comprensión.29

29 Véase Sarah Allan: The Way of Water and Sprouts of Virtue. Albany: State University of New York Press 1997; Benjamin I. Schwartz: The World of Thought in Ancient China. Cambridge: Belknap Press of Harvard University Press 1985.

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Este es solo un ejemplo entre muchos otros, como la palabra japonesa yūgen o el término sánscrito rasa. Tenemos que tratar la cuestión acerca de cómo y en qué medida resulta posible analizar el proceso de entretejimiento cultural si estamos inscribiéndolo en un discurso teórico desarrollado en el mundo académico occidental. Los conceptos son herramientas heurísticas creadas para permitirnos captar ciertas cualidades de los objetos que analizamos. Incluso se podrían comparar a unas lentes cuyo corte y color permiten alcanzar distintos tipos especiales de percepción, y, por tanto, co-determinan qué aspectos podremos considerar como interesantes o problemáticos y cuáles serán las cuestiones que guiarán nuestra investigación. En nuestro Centro de Investigación nos enfrentamos a este problema a diario. Todos utilizamos el inglés para comunicarnos, aunque la mayoría no somos hablantes nativos. Esta situación incluso provocó un cambio en el título –«Verflechtungen von Theaterkulturen» se convirtió en «Interweaving Performance Cultures» (las cursivas son mías)–. Mientras que el ámbito de los estudios teatrales en los países de habla alemana se refiere a todo tipo de artes escénicas e incluso incluye todos los géneros de rituales culturales, en inglés comprende únicamente el arte dramático. No incluye ni la ópera, ni el ballet, ni los musicales, ni la performance o las instalaciones artísticas ni ningún género de ritual cultural. Si dos lenguas germánicas emparentadas entre sí poseen tales diferencias decisivas en un campo semántico al referirse al mismo término griego, podemos suponer que será muy difícil encontrar equivalentes naturales de conceptos procedentes de lenguas no-indoeuropeas en inglés o en alemán, francés, español, ruso, etc. Por consiguiente, mientras enfatizamos la diversidad en nuestros análisis de producciones escénicas, fomentamos y promovemos la homogeneización mediante el uso exclusivo de términos y conceptos ingleses. Desde que acuñamos el término «transformative aesthetics» en inglés para llenar el vacío existente para el término alemán «Wirkungsästhetik», hemos sentido en múltiples ocasiones la necesidad de inventar «equivalentes» o al menos encontrar paráfrasis adecuadas en inglés para conceptos clave de otros idiomas que nos parecían indispensables a la hora de investigar las artes escénicas. Sin embargo, como siempre sucede en la traducción, sobre todo si los idiomas siguen otras gramáticas que sugieren maneras distintas de pensar, nunca podremos encontrar verdaderos «equivalentes», sino únicamente intentos de mediación y aproximación. De todos modos, más adelante planeamos tener en cuenta conceptos desarrollados en otros contextos y aplicarlos a varios procesos de entretejimiento de culturas escénicas. De este modo, esperamos poder descubrir en las prácticas artísticas del entretejimiento de culturas escénicas nuevos aspectos y otros a los que no se les había prestado suficiente atención hasta ahora y que permitan posibilidades analíticas nunca antes experimentadas.

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La teoría escénica internacional, inspirada o no por la teoría poscolonial, utiliza sobre todo conceptos «occidentales» y por tanto ha de expandirse respecto a los conceptos constitutivos y nuevas formas de analizar las producciones escénicas. Nuestro Centro de investigación servirá de laboratorio para este nuevo tipo de teorización. Una parte de nuestros esfuerzos se centrará en el estudio de producciones escénicas concretas resultantes de procesos en los que las culturas se entretejen en distintas partes del mundo. Otra parte se ocupará de confeccionar un manual en el que los conceptos importantes de otros idiomas se parafrasearán y explicarán en profundidad. Este manual resulta necesario para determinar el campo de la generación de conocimiento a través de las artes escénicas. De este modo, esperamos que investigar los procesos de entretejimiento de culturas escénicas nos lleve a generar procesos de entretejimiento de culturas discursivas. Traducción al español de Tomás Espino (Universidad de Granada).

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Un análisis del giro afectivo en el teatro contemporáneo. Teoría y crítica de la performance en «El espectador emancipado» de Jacques Rancière 1 Introducción A1pesar de su carácter en apariencia diáfano, «El espectador emancipado» de Jacques Rancière, es un texto afectado por una notable intensidad.1 Como el mismo autor declara al inicio del capítulo,2 el ensayo contrae deudas con su libro El maestro ignorante, del que vendría a ser una suerte de hipotexto, en el sentido que le atribuye al término Gérard Genette.3 Esta remisión textual posibilitaría, en primer término, una lectura de «El espectador emancipado» y El maestro ignorante en clave especular, al tiempo que permitiría emprender una revisión de la evolución de la trayectoria intelectual de Rancière en el lapso que media entre 1987 y 2004, fechas de las primeras versiones de ambas obras.

1.1 Breve genealogía del texto y de su impacto En su origen, «El espectador emancipado» fue una conferencia presentada en la quinta edición de la Academia Internacional de Verano de Francfort, el 20 de agosto de 2004, publicada tres años después como artículo en la revista Art

1 En la medida en que toma por objeto los affect studies, este capítulo se sitúa asimismo al amparo del proyecto Cartografías del afecto y usos públicos de la memoria: un análisis geoespacial de la obra de Rosalia de Castro» (FFI2017-82742-P), financiado por el MINECO (Gobierno de España), que tiene entre sus objetivos explorar las condiciones de posibilidad de un mapa digital de fundamento emotivo a partir de un examen crítico de la bibliografía reciente sobre los afectos. Agradezco a Roberto Abuín la atenta revisión del primer manuscrito de este trabajo. 2 Jacques Rancière: El espectador emancipado. In: Ariel Dilon/Javier Bassas Vila (eds.): El espectador emancipado. Castellón/Vilaboa: Ellago Ediciones 2010, p. 9. 3 Gérard Genette: Palimpsestos. La literatura en segundo grado. Traducido por Celia Fernández Prieto. Madrid: Taurus 1989. María do Cebreiro Rábade Villar, Universidade de Santiago de Compostela https://doi.org/10.1515/9783110624137-012

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Forum.4 La primera traducción al español pertenece al libro colectivo Arquitecturas de la mirada de 2009, y la segunda, de 2010, vio la luz en la editorial argentina Manantial y fue revisada en el mismo año en la editorial Ellago.5 Tanto en su versión original como en sus versiones castellanas, el texto fue objeto de distintas reseñas.6 Sin embargo, resulta destacable que ninguna de las recientes aproximaciones colectivas al pensamiento de Rancière haya incorporado como objeto su crítica de la performance.7 También parece sorprendente que, a diez años de la primera versión del ensayo, desde los estudios de performance no se hayan articulado tentativas sustanciales de diálogo crítico con el autor. La brevedad de «El espectador emancipado» no le impide operar como una especie de cámara de resonancia del pensamiento estético y político de Rancière, condensado aquí de modo ejemplar. Pero la densidad del capítulo obedece también a la copresencia de distintos niveles interpretativos que, lejos de actuar como estancias de un espacio homogéneo, comparecen simultáneamente en cualquiera de los instantes que conforman el tiempo de la lectura.

1.2 La novela familiar de «El espectador emancipado» Desde su mismo título, el eje del capítulo es la relectura de uno de los momentos fundacionales de la filosofía, i. e.: la forja platónica de un determinado concepto de la mirada como generadora de engaño, de pura apariencia y de pasividad, paradoja del espectador reformulada por Diderot8 –el que ve no sabe ver– que 4 Jacques Rancière: The Emancipated Spectator. In: Artforum XLV, 7 (2007), pp. 271–80. 5 Jacques Rancière: El espectador emancipado. In: Ana Buitrago (ed.): Arquitecturas de la mirada. Tradudido por Emilio Ayllón y Ana Buitrago. Madrid: Universidad de Alcalá 2009, pp. 145– 189; Jacques Rancière: El espectador emancipado. Buenos Aires: Manantial 2010; Jacques Rancière: El espectador emancipado. In: Ariel Dilon/Javier Bassas Vila (eds.), ibid., por donde cito. 6 Pueden verse, entre otras, las reseñas de Ana Bugnone: Jacques Rancière, El espectador emancipado. In: Orbis Tertius 16, 17 (2011); Matt Roda: The Emancipated Spectator, Jacques Rancière. In: Art&Research. A Journal of Ideas, Contexts and Methods 3, 1 (2009/2010); Lucía Rud: El espectador emancipado, de Jacques Rancière. In: Imagofagia. Revista de la Asociación Argentina de Cine y Audiovisual 4 (2011) y Catalina Yazigui: Reseña de El espectador emancipado, de Jacques Rancière. In: Aisthesis 50 (2011), pp. 277–280. 7 Es lo que ocurre en las —por lo demás magníficas— compilaciones de Gabriel Rockhill/Philip Watts (eds.): Jacques Rancière. History, Politics, Aesthetics. Durham: Duke University Press 2009 y Jean-Philippe Deranty/Alison Ross (eds.): Jacques Rancière and the Contemporary Scene: The Philosophy of Radical Equality. Londres: Continuum Books 2012. 8 Jaques Rancière: El espectador, p. 10.

Un análisis del giro afectivo en el teatro contemporáneo 

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tendría implicaciones evidentes tanto en la teoría estética como en la política. Según Rancière, el teatro contemporáneo, desde las reformas propiciadas por Artaud o Brecht a las prácticas performativas, se asentaría en la voluntad de hacer ver de nuevo al espectador aquello que había quedado oculto o enmascarado por una tradición artística asentada, de acuerdo con Platón pero también con Guy Debord,9 en un simulacro de simulacros. Recientemente, Slavoj Žižek retomaba bajo sus propios presupuestos la crítica a las nociones platónicas relacionadas con la visibilidad. A través de una reflexión sobre los conceptos de amor y de belleza, el filósofo esloveno rescataba en el siguiente pasaje la Idea platónica, entendida como revelación del Absoluto en tanto que apariencia: No importa cuán frágil y engañosa sea esta belleza a nivel de la realidad sustancial, lo que la traspasa/se revela [en ella] es un Absoluto: hay más verdad en la apariencia que en lo que está escondido tras ella. Aquí reside el auténtico conocimiento de Platón, del que él mismo no era totalmente consciente: las Ideas no son la realidad oculta tras las apariencias (y de hecho, Platón era muy consciente de que esta realidad oculta es de una materia siempre cambiante corrupta y que corrompe). Más bien, las Ideas no son más que la misma forma de su apariencia, esta forma como tal.10

Hay un largo trayecto entre el Absoluto de la Idea, visible gracias a la apariencia, de Žižek y el postulado de un carácter pensativo de la imagen.11 Pero en ambos vemos actuar un mismo gesto: el regreso cuestionador a la escena de la caverna platónica, situada en el Libro VII de La república, libro que constituye para Rancière la verdadera novela familiar de la filosofía, tomada la expresión novela familiar al modo de Freud. A esa novela familiar vuelve una y otra vez el filósofo a lo largo de su obra en un viaje que podríamos describir con el étimo griego nostos y que había adquirido resonancias muy significativas en el prefacio de la compilación La politique des poètes: pourquoi des poètes en temps de détresse?, donde el autor se refería a: [...] le dispositif conceptuel plus ancien qui autour de la question du théâtre, a déjà noué poésie et politique, posé polémiquement l’appartenance et l’inappartenance du poète à la constitution de la polis. Il désigne en creux le tiers qui a mis l’une et l’autre dans ce rapport de tension, soit la philosophie, dans le geste inaugural d’exclusion effectué par Platon. La manière même dont la poésie joue de son inappartenance à la politique pour seconder ou interrompre son jeu dépend de la triangulation première définie au livre VII des Lois. La 9 Guy Debord: La sociedad del espectáculo. Traducido por José Luis Pardo.Valencia: Pre-Textos 2005. 10 Slavoj Žižek: Acontecimiento. Tradudido por Raquel Vicedo. Madrid: Sexto Piso 2014, p. 82. 11 Jacques Rancière: La imagen pensativa. In: El espectador emancipado. Castellón/Vilaboa: Ellago Ediciones 2010, pp. 109–119.

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«plus belle des tragédies», c’est-à-dire la constitution philosophique du politique, y excluait sa contrefaçon, la constitution poétique du politique, celle qui, incluant la tragédie des poètes dans ses institutions, met en retour son régime de vie sous la législation des muthoi poétiques et du plaisir souffrant du théâthre, y installe le commandement déréglé produit par l’apparence poétique.12

En las apretadas páginas de «El espectador emancipado», la certera impugnación del ver como pasividad hará posible que Jacques Rancière consiga articular una propuesta para entender la historia del teatro contemporáneo a partir de los modelos de Artaud y de Brecht, pero también una crítica sutil a la mímesis como fundamento de la relación entre sujeto y objeto en el arte; una apuesta por la diferenciación estética entre medios y fines y entre causas y efectos; una tentativa de relacionar la pedagogía crítica con el ámbito escénico y una profundización en su teoría del reparto de lo sensible. Sin embargo, debido a su aptitud para promover el intercambio y hasta el combate de ideas, la dimensión más atractiva del texto es la que arranca de su capacidad para conmover los cimientos discursivos en los que actualmente se plantea el viejo debate acerca de la función comunitaria —hace no tantos años diríamos social— del arte. En primer lugar, porque implica un poco disimulado ataque a una de las líneas de flotación del discurso estético contemporáneo, en gran medida fundamentado en las posiciones sostenidas por Guy Debord y abiertamente cuestionadas por Rancière.13 En segundo lugar, porque se permite cuestionar la misma idea de que el teatro, o sus versiones aparentemente «avanzadas» (llámense post-teatro, ciber-teatro, teatralidad expandida o prácticas performativas) sea realmente el género comunitario por excelencia, hipótesis abiertamente desmentida en pasajes como el siguiente: ¿Qué es exactamente lo que tiene lugar, entre los espectadores de un teatro, que no podría tener lugar en otra parte? ¿Qué es lo que resulta más interactivo, más comunitario, entre esos espectadores con respecto a una multiplicidad de individuos que miran a la misma hora el mismo show televisivo? Creo que ese algo es solamente la presuposición de que el teatro es comunitario por sí mismo. Dicha presuposición continúa precediendo a la performance teatral y anticipando sus efectos. Pero, en un teatro, ante una performance, igual que en un museo, una escuela o una calle, nunca hay más que individuos que trazan su propio camino en la selva de cosas, de actos y de signos que los encaran y los rodean.14

12 Jacques Rancière (ed.): Préface. In: La politique des poètes: pourquoi des poètes en temps de détresse? París: Albin Michel 1992, pp. 10–11. 13 Jacques Rancière: El espectador, pp. 13–14 14 Ibid., p. 22.

Un análisis del giro afectivo en el teatro contemporáneo 

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2 «El espectador emancipado» entre el giro afectivo y el político En lo que sigue, trataremos de localizar las convergencias y divergencias del ensayo de Jacques Rancière con respecto a algunos de los vectores teórico-críticos que en los últimos años atraviesan los estudios teatrales. Para ello, se prestará especial atención a dos giros: el afectivo y el político, y a su problemática intersección en el análisis de la performance. En su proyección al ámbito escénico, el denominado giro afectivo15 ha propiciado una serie de discursos que sostienen que el arte contemporáneo ha dejado de fundamentarse exclusivamente en parámetros intelectuales o perceptivos, hasta el punto de que claves como el percibir, el entender o el ver estarían siendo reemplazadas por claves de naturaleza sensorial como el experimentar, el sentir, o el conmoverse. No parece ajeno a este escenario el regreso de Spinoza al centro del debate intelectual, propiciado desde el mismo corazón del postestructuralismo a través de la lectura de los afectos spinozianos hiciera Gilles Deleuze o de las sugerentes aplicaciones políticas de Antonio Negri, pero también desde ámbitos tan distantes a los señalados como la neurociencia cognitivista de Antonio Damasio.16 Esta omnipresencia de los estudios sobre el afecto alcanza también el horizonte de la denominada historia de las emociones17 o a la revisión contemporánea, desde la crítica del arte, de nociones como las denominadas Pathosformel de Aby Warburg. Los estudios sobre el afecto han desarrollado asimismo un importante corpus crítico sobre la performance.18 A primera vista, podría resultar paradójico constatar

15 Empleo el término en la acepción que se ha hecho frecuente desde la publicación del volumen de Patricia Clough/Jean Halley (eds.): The Affective Turn: Theorizing the Social. Durham: Duke University 2007. 16 Véase, por el orden en que han sido citados, Gilles Deleuze: En medio de Spinoza. Traducido por el Equipo Cactus. Buenos Aires: Cactus 2011; Antonio Negri: Spinoza y nosotros. Traducido por Alejandrina Falcón. Buenos Aires: Nueva Visión 2012; Antonio Damasio: En busca de Spinoza. Traducido por Joan Domenec. Barcelona: Crítica 2005. 17 Como campo disciplinar, la historia de las emociones fue fundada por el artículo pionero de Peter N. Stearns/Carol Z. Stearns: Emotionology: Clarifying the History of Emotions and Emotional Standards. In: American Historical Review 90 (1985), pp. 813–836, aunque es posible rastrear precedentes en la escuela francesa de los Annales. En la actualidad, podemos destacar las investigaciones de David Konstan sobre los afectos en la Antigüedad, tal y como se desarrollan en la monografía Pity Transformed. Londres: Duckworth 2001; o la ambiciosa compilación de William Reddy: The navigation of feeling. A Framework for the History of Emotions. Cambridge: Cambridge University Press 2001. 18 Tal es el caso de los affect studies norteamericanos, abiertamente influidos por la teoría queer y por la teoría de los actos de habla. Véase sobre todo las aproximaciones de Brian Massumi: The

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que los affect studies de orientación performativa tiendan a proyectarse sobre objetos culturales de carácter virtual o intensamente afectados por la virtualidad, como si hubiese una extraña correlación entre el giro afectivo y el carácter supuestamente líquido o intangible de la vida emocional en la fase actual del capitalismo. No hay, en el fondo, contradicción alguna, especialmente si tenemos en cuenta que, sin duda desde presupuestos ideológicos divergentes, sociólogos como Zygmunt Bauman o Eva Illouz y filósofos como Antonio Negri o Michael Hardt han colocado las emociones bajo el prisma de la influencia de los nuevos medios en las sociedades contemporáneas.19

2.1 Ni mímesis ni catarsis. Contra el teatro de la comunidad viviente En el ámbito de los estudios teatrales, la performance, a menudo considerada en su alianza con otras formas de post- o para-teatralidad, ha sido entronizada como una de las concreciones más ejemplares de un nuevo paradigma de recepción artística basado en la implicación emocional de los espectadores.20 Si aplicamos a las prácticas performativas el juego de correlaciones que Rancière despliega a

Autonomy of Affect. Parables for the Virtual: Movement, Affect, Sensation. Durham/Londres: Duke University Press 2002; Eve Kosofsky Sedgwick: Touching Feeling: Affect, Pedagogy, Performativity. Durharm: Duke University Press 2003; Rai Terada: Feeling in Theory. Emotion After the Death of the Subject. Harvard: Harvard University Press 2007. 19 En otro de los capítulos del libro El espectador emancipado, Rancière se sitúa a notable distancia de los presupuestos de Bauman sobre el carácter líquido de la sociedad, así como de la dimensión sociologista de la teoría crítica (Jacques Rancière: Las desventuras del pensamiento crítico. In: El espectador emancipado, pp. 41–42). 20 El propio Rancière alude en tono ciertamente crítico a esta copresencia de lo performativo con la incorporación de la imagen digital en el teatro contemporáneo: «Como hay unos cuerpos vivientes sobre el escenario que se dirigen a otros cuerpos reunidos en el mismo lugar, parece que eso ya baste para hacer del teatro el vector de un sentido de comunidad, radicalmente diferente de los individuos sentados frente a un televisor o de los espectadores de cine sentados ante unas sombras proyectadas. Curiosamente, la generalización del uso de las imágenes y de toda clase de proyecciones en las puestas de escena teatrales no parece alterar en absoluto esta creencia. Las imágenes proyectadas pueden agregarse a los cuerpos vivientes o sustituirlos. Pero, en cuanto hay espectadores reunidos en el espacio teatral, se hace como si la esencia viviente y comunitaria del teatro se hallara preservada y como si se pudiera evitar la pregunta: ¿qué es exactamente lo que tiene lugar, entre los espectadores de un teatro, y que no podría tener lugar en otra parte?». Jacques Rancière: El espectador, pp. 21–22.

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propósito de la serie ver, entender y actuar,21 el resultado de la comunión afectiva promovida por la performance sería el de socavar el horizonte de las creencias o convicciones previas del público. Al asentarse en el postulado de un vínculo entre la implicación sensible y la creación (o transgresión) de vínculos comunitarios, algunos teóricos contemporáneos como Jill Dolan han llegado a postular una política de las emociones en el funcionamiento social de la performance.22 En la medida en que el arte performativo es definido como arte de lo efímero, de la plenitud del instante, la política de la performance sería por su propia naturaleza transitoria, y los vínculos de afecto creados en ese momento de esplendor comunitario estarían llamados a disolverse al término del espectáculo. Leyendo Utopia in performance de Dolan, resulta inevitable evocar la advertencia según la cual «todo lo que era sólido se desvanece en el aire», no por casualidad citada irónicamente por Rancière en otro de los capítulos del libro.23 Y es que la noción de utopía atraviesa la teoría contemporánea de la performance, sobre todo en las orientaciones más sensibles al giro político y a la concepción sacrificial del teatro, aunque un apunte reciente de Fredric Jameson permite resituar el debate en términos propiamente materialistas: en tanto que arte político de lo intangible, la performance sería el producto artístico más revelador del estadio actual del capitalismo financiero.24 No es difícil calibrar la distancia que media entre los analistas canónicos de la performance y los presupuestos sostenidos por Jacques Rancière, sobre todo porque el filósofo toma como ejes de su discusión las poéticas teatrales de Brecht y Artaud, autores que constituyen los dos verdaderos pilares de la teoría postdramática. El teatro de la crueldad subyace sin duda a las propuestas de Fischer-Lichte tanto como la teoría del distanciamiento está presente en el fundacional ensayo de Lehman sobre el post-drama.25 Pero si hay un aspecto donde el trabajo de Jacques Rancière podría converger con los estudios de la post-teatralidad sería en el cuestionamiento de la noción de mímesis. Situándose en la estela de la investigadora Erika Fischer-Lichte, Óscar Cornago se ha referido recientemente a un paradigma performativo en el arte contemporáneo, llamado a reemplazar el

21 Jacques Rancière: El espectador, p. 14. 22 Jill Dolan: Utopia in performance. Finding Hope at the Theater. Michigan: University of Michigan 2005. 23 Jacques Rancière: Las desventuras, p. 37. 24 Fredric Jameson: El postmodernismo revisado. Traducido por David Sánchez. Madrid: Abada 2013. La relación entre performance y utopía resulta muy visible en la monografía de Fischer-Lichte: Theatre, sacrifice, ritual. Londres: Routledge 2005, cuyo primer capítulo no por casualidad se titula «The search for origins to outline a utopian visión of the future». 25 Hans-Thies Lehmann: Postdramatic Theatre. Londres: Routledge 2006.

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paradigma lingüístico, de fundamento mimético-representacional.26 Sin embargo, también aquí la posición rancieriana adquiere tintes específicos, lo que le obliga a regresar a la novela familiar platónica, donde se forja el orden de la representación. Dado que uno de los principales objetivos de El espectador emancipado es poner a prueba el carácter político o comunitario de las prácticas teatrales, Rancière se detendrá sobre todo en la distinción entre corea y teatro, correlativa de la distinción contemporánea entre teatro y espectáculo: «Los reformadores del teatro han reformulado la oposición platónica entre corea y teatro como una oposición entre la verdad del teatro y el simulacro del espectáculo. Han hecho del teatro el lugar donde el público pasivo de los espectadores debía transformarse en su contrario: el cuerpo activo del pueblo poniendo en acto su principio vital».27 Un eco de esta operación llegará a la lectura que de Platón hace Rousseau, analizada por Rancière como origen de la comunidad viviente del romanticismo. Aunque el autor no lo mencione explícitamente, la invocación nietzscheana del coro trágico como ruptura del principium individuationis —noción que Nietzsche toma de Schopenhauer— remite sin duda a esta comunidad viviente del verdadero teatro, forjada a partir de la reapropiación romántica de la tragedia. Es esta idea dionisíaca del teatro lo que en último término Rancière cuestiona, en la medida en que «comporta una idea de la comunidad como presencia a sí, opuesta a la distancia de la representación».28 Porque, frente a las posiciones dominantes en el análisis de la performance, el cuestionamiento de la mímesis por parte de Jacques Rancière no implica en ningún sentido el rechazo de la mediación. Tampoco la asunción automática de una lógica de la vivencia inmediata, que en las perspectivas hoy dominantes en los estudios contemporáneos de la cultura se traduce, con frecuencia, en una indisimulada apología de principios como la inmediación y la interactividad.29 La única forma de mediación que Rancière rechaza es lo que

26 Óscar Cornago Bernal: En torno al conocimiento escénico. In: Erika Fischer-Lichte: Estética de lo performativo. Traducido por Diana González Martín/David Martínez Perucha. Madrid: Abada 2011, pp. 17–18. 27 Jacques Rancière: El espectador, p. 12. Incorporando la escritura a este régimen de representación, en otro lugar Rancière apunta: «Al teatro y a la escritura, Platón opone una tercera forma, una buena forma del arte, la forma coreográfica de la comunidad que canta y danza su propia unidad» (Jacques Rancière: El reparto de lo sensible. Estética y política. Traducido por Cristóbal Durán et al. Santiago de Chile: LOM Ediciones 2009, p. 11). 28 Ibid., p. 13. 29 En el ámbito de los estudios de la literatura y la cultura, esta posición puede rastrearse en autores como Richard Grusin y Jay David Bolter. En el ámbito de la teoría del arte, encuentran su proyección más gráfica en la estética relacional de Nicolas Bourriaud, con su énfasis en la inserción del arte contemporáneo en las relaciones sociales, lo que explicaría el auge de los mecanismos de la interactividad como fundamento del arte contemporáneo. La posición de Bourriaud

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denomina «mediación autoevanescente»,30 que más adelante reformulará como «inmediatez ética». Con estos términos el autor somete a crítica una mediación que, en nombre de la naturalización y de la transparencia, niega en sí misma la potencia transformadora de estar-en-medio, de no tener arte en parte alguna.

2.2 Del maestro ignorante al espectador emancipado. La traducción poética como paradigma de la mediación Una vez impugnada la noción romántica de la verdad como no separación, el autor parece reconocer la necesidad de un hiato en todo proceso de transformación creadora, hiato cuya caracterización resulta fluctuante a lo largo de su obra filosófica, pero que de alguna manera siempre cobra la forma de un tercero. Bajo esta figura había comparecido ya en su obra El inconsciente estético, cuando a propósito del teatro del siglo XIX el autor había apuntado: «El teatro, en tiempos de Ibsen, Maeterlinck y Strindberg, se ocupaba de hacer hablar, en el núcleo mismo del diálogo de los personajes, al silencio testigo de determinada potencia del tercero, de lo Desconocido.»31 O más adelante, refiriéndose explícitamente al denominado «diálogo de segundo grado» de Maeterlinck: «Éste ya no expresa los pensamientos, los sentimientos y las intenciones de los personajes, sino el pensamiento del ‹tercer personaje› que aparece en el diálogo, la confrontación con lo Desconocido, con las fuerzas anónimas e insensatas de la vida».32 El tertium exclusum de la lógica aristotélica, a menudo reprimido en el curso de la historia de la filosofía, reapareció bajo formas insospechadas en el pensamiento del siglo XX, desde la barra que separa la expresión del contenido en el signo de Saussure al concepto de hiancia en el psicoanálisis de Jacques Lacan. El propio Rancière, que como es sabido hace depender el proceso de subjetivación política de un hiato, entiende el aprendizaje crítico como un proceso de mediación a la vez infinita y consciente. Este proceso aparecerá sutilmente aludido en El espectador emancipado como un trabajo de «traducción poética». El poema y

es explícitamente encarada por Rancière en el capítulo: Las paradojas del arte político. In: El espectador emancipado. Castellón/Vilaboa: Ellago Ediciones 2010, p. 73. 30 Jacques Rancière: El espectador, p. 15. 31 Jacques Rancière: El inconsciente estético. Traducido por Silvia Duluc/Silvia Constanzo/ Laura Lambert. Buenos Aires: Del Estante Editorial 2005, pp. 8–9. 32 Ibid., p. 53.

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la traducción serían en este ensayo las figuras de esa mediación infinita, que hace que la emancipación sea posible.33 A esta luz, resulta lógico que «El espectador emancipado» no se adhiera ni al distanciamiento brechtiano ni al deseo de intensificación de la vida postulado en la teoría y en la práctica teatral de Artaud. Esta voluntad de inmediatez —en cierto modo análoga a aquello que la retórica contemporánea de los nuevos medios denomina efecto de inmersión— vendría a confluir con el ideal situacionista de la anulación del divorcio entre arte y vida. Para Rancière hay otro lugar posible para el espectador, un lugar equidistante entre ambas posiciones, que resulta ser en realidad un no lugar, y que el autor había evocado en El maestro ignorante. De hecho, la traducción y el poema habían funcionado ya en el hipertexto de «El espectador emancipado» como modelos imaginarios de una mediación que no se autodisuelve, de una hendidura que no quiere ser borrada. En el capítulo significativamente titulado «La lección de los poetas», Rancière presenta la cuestión al hilo de aquello que, según la sabiduría de la ignorancia, los poetas mejor saben hacer: sentir y hacer sentir. Y para ello no apela al poeta romántico, sino al clásico por excelencia, es decir, Jean Racine. Poeta que convertiría el trabajo literario de la imitatio en una doble traducción: por una parte, de los modelos griegos y latinos; por otra parte, de las mismas emociones que habían sido invocadas por ellos, como «la ternura de una madre o la furia de una amante».34 A fin de explicar qué hace posible este trabajo, el autor reconoce una fisura entre el sentir y la dicción. Siguiendo a Joseph Jacotot, el protagonista de esta aventura intelectual exhumada por Rancière, el filósofo reconoce en esta misma fisura aquello que posibilita el trabajo de traducción poética. De este modo, la lección de los poetas no es, ni para Jacotot ni para Rancière, una lección sobre la confluencia, sino una lección sobre aquella diferencia que posibilita la igualdad: «Es necesario aprender con aquellos que han trabajado sobre esta divergencia entre el sentimiento y la expresión, entre la lengua muda de la emoción y la arbitrariedad del lenguaje, con los que intentaron hacer entender el diálogo mudo del alma con ella misma, con los que comprometieron toda la credibilidad de su palabra en la apuesta de la igualdad de los espíritus».35 33 Aunque la concepción de Rancière diste de un entendimiento de la mímesis como producción o representación de un contenido, en su reconocimiento de un tercero parece acercarse a la teoría mimética de René Girard, que no funda la mímesis en la homología funcional entre la realidad y lo representado, sino en el deseo como imitación del deseo de un Otro. Véase René Girard: Deceit, Desire and the Novel: Self and Other in Literary Structure. Baltimore: John Hopkins Press 1965. 34 Jacques Rancière: El maestro ignorante. Cinco lecciones sobre la emancipación intelectual. Traducido por Claudia Fagaburu. Buenos Aires: Libros del Zorzal 2007, p. 93. 35 Ibid., p. 92.

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En último término, la crítica de Jacques Rancière al paradigma mimético se fundamenta en el cuestionamiento de la ley de las causas y de los efectos. El no cuestionamiento de esta ley es lo que provoca, en sus palabras, que tras «todo un siglo de supuesta crítica a la tradición mimética [sea] preciso constatar que esa tradición continúa siendo dominante hasta en las formas que se pretenden artística y políticamente subversivas».36 Quizás la performance, tan orientada a la producción de determinados efectos en el público, sea la forma de arte contemporánea más sujeta a esta falsa ruptura de la mímesis. En este punto Rancière nos hace ver algo que en realidad no ignorábamos: del mismo modo que no hay ninguna ley de equivalencia entre los efectos y los afectos, las implicaciones de una obra no se reducen a la intención de quien la crea. Ni en el régimen de la mediación representativa ni en el régimen de la inmediatez ética es posible la emancipación. La libertad del espectador no se da sino en la posibilidad de exponernos a obras que no calculen su propósito y que, por ello mismo, deben ser traducidas poéticamente. Es aquí donde cobra todo sentido el papel que Rancière le atribuye a Aristóteles en la fundamentación del paradigma mimético-representacional. Pues aunque en la Poética el filósofo griego reconozca la centralidad de la catarsis, concepto de fundamento inequívocamente emocional, su teoría de la tragedia significa, de facto, la reducción del pathos a un desbordamiento controlado (Aristóteles 414–416).37 Platón había decretado la expulsión de los poetas, pero será Aristóteles quien condene su tarea a una función verdaderamente instrumental, solo justificable en tanto garantice, a la manera homeostática, el equilibrio y la salud de la comunidad. Los esfuerzos contemporáneos por mostrar el valor político de la purgación aristotélica —nueva alianza entre el giro político y el giro afectivo que ejemplifican ensayos recientes como el de Terry Eagleton sobre el terror sagrado—,38 no hacen sino subrayar la sujeción de la Poética a las leyes de la causalidad, así como la identificación entre efectos y afectos. De acuerdo con la lectura que Rancière hace de Aristóteles, la Poética forzaría al máximo el principio de simetría entre causas y consecuencias, desatendiendo el hecho de que el desajuste entre ambas era en la tragedia pre-sofoclea el mismo motor de las pasiones. En El inconsciente estético, Rancière llega a referirse a un olvido aristotélico del pathos, «que Aristóteles ya no entiende más y que expulsa detrás de la teoría de la acción dramática que hace advenir el saber según la ingeniosa máquina de la peripecia y el reconocimiento».39 Convertido en pathos estético de 36 Jacques Rancière: Las paradojas, p. 53. 37 Aristóteles, Poética. Madrid: Gredos 1999. 38 Terry Eagleton: Terror sagrado. La cultura del terror en la historia. Madrid: Universidad Complutense 2007. 39 Jacques Rancière: El inconsciente, p. 34.

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la política, la pasión comparecía también en las reflexiones de Rancière sobre la dualidad de la política del poema en la filosofía platónica: La question de la politique du poème se décide en ce point où, comme devenir-temps de la pensé, l’agir du poème se sépare du pathos esthétique de la politique sous les deux figures, négative et positive, que Platon lui assignait: la souffrance de l’illusion qui produit le plaisir souffrant de la tragédie dans la cité malsaine; le chant à l’unisson des choeurs qui participent tau mouvement perpétuel ordonné de la cité saine; le trouble de la foule et le chant de la communauté.40

Resulta significativo que Aristóteles, siempre presente en el pensamiento literario de Jacques Rancière, no llegue a aparecer explícitamente en «El espectador emancipado». El filósofo prefiere regresar al origen, a esa novela familiar de la que Platón es el verdadero protagonista, por cuanto dibuja el nudo entre política y estética como la configuración de cuanto es, y de cuanto es posible pensar, ver y hacer.41 Pero en tanto que Platón, para fundamentar la ciudad ideal, insista en que no es posible hacer varias cosas al mismo tiempo, los espectadores de Rancière ven y al mismo tiempo piensan, atienden y en ocasiones dejan de atender, sienten y a veces también dejan de sentir. Traducen poéticamente —es decir, con libertad, y en sus propios términos— aquellos lugares de lo mostrado y de lo no mostrado en donde eligen exponer su placer y su dolor. La ley que en Aristóteles llegará a unir lexis y pathos, ley que en buena medida fundaba el régimen mimético-representacional, ha sido desconfigurada desde finales del siglo XVIII en virtud de lo que Rancière denomina revolución estética,42 y ese desbordamiento no es un efecto que los artistas puedan calcular. Entonces, ¿no resulta en cierta medida absurdo que le pidamos al arte una intensificación de nuestra capacidad de sentir? En su doble configuración emocional y perceptiva, el sentir no sería tanto un punto de llegada como el verdadero punto de partida. Con su insistencia en que debe reconocerse un lugar para las emociones, paradójicamente los teóricos del giro afectivo parecen estar negando su condición fundacional. No puede haber un lugar para el sentir en el reparto de lo sensible, dado que el sentir mismo, sin finalidad predeterminada —la ceguera de las imágenes o la mudez de la literatura43— constituye para Rancière el mismo corazón de lo que denominamos estética.

40 Jacques Rancière: La politique, p. 15. 41 Jacques Rancière: Política, policía, democracia, Santiago: Lom Ediciones 2006, p. 13. 42 Jacques Rancière: Aisthesis. Escenas del régimen estético del arte. Traducido por Mariel Manrique/Hernán Marturet. Santander: Contracampo 2014, p. 9. 43 Las imágenes que no ven y la literatura que no habla son dos figuras vinculadas a lo que Rancière denomina revolución estética. Ambas aparecen reiteradamente en su pensamiento al hilo del comentario que Winckelman hace del torso del Apolo de Belvedere o en la lectura schi-

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3 Balance crítico y futuras perspectivas de análisis Como44sostiene el autor en su breve ensayo «El espectador emancipado», la traslación del giro político a los estudios teatrales se ha traducido en un interés por las prácticas del teatro comunitario y en un regreso a las posiciones encarnadas de forma paradigmática en Brecht y Artaud. Por su parte, el giro afectivo44 ha implicado una atención a la dimensión emocional de la recepción teatral, y en su convergencia con el giro político ha conducido a la presuposición, generalmente no discutida, de que las formas de expresión emotiva en el teatro —entre ellas, la actualización de la antigua catarsis— pueden suponer modos de incidencia y de transformación efectivas en el cuerpo social, aunque sea únicamente durante el tiempo de la representación. La posición de Erika Fischer-Lichte encarnaría de un modo bastante exacto esta doble articulación discursiva, que pivota entre las dimensiones política (en su acepción ritual y sagrada) y la emocional, hasta llegar al postulado de la disolución de ambos vectores en una única fuerza transformadora. Frente a estos presupuestos, la posición de Jacques Rancière es, como hemos ido dibujando, mucho más escéptica. Su concepción tanto del arte como de la política tiene más que ver con la contemplación —una contemplación participante, eso sí, como lo sugiere su noción de imagen pensativa— que con la acción. De ahí que su pensamiento resulte en cierto sentido refractario a la omnipresencia contemporánea de las emociones en las ciencias sociales y las humanidades. Esto es así hasta el punto de que, a excepción de las consignadas referencias al pathos o a la catarsis trágica, no haya apenas lugar en su obra filosófica para una teoría de los afectos, al menos formulada de un modo explícito. En este contexto, resulta muy significativa su lectura crítica de la comunidad viviente del romanticismo, fundamental en la forja de la teoría política de Rousseau, y que Rancière invoca como modelo de la comunidad autoevanescente del teatro contemporáneo. La idea de una comunidad viviente, de tenor tanto político lleriana de la Juno Ludovisi. Un ejemplo reciente puede verse en el capítulo: La belleza dividida. In: Aisthesis, pp. 18–40. La concepción de la literatura como carta muda está presente en el artículo: The Politics of Literature. In: SubStance 33, 1 (2004), pp. 10–24; o en la monografía La parole muette: essai sur les contradictions de la littérature. París: Hachette 1985. 44 En estas reflexiones finales soy plenamente deudora del intercambio de ideas mantenido con el profesor Miguel Corella Lacasa, de la Universidad Politécnica de Valencia, tras uno de los debates del I Congreso Internacional Políticas de la literatura: un encuentro con Jacques Rancière (Universidad de Granada, 9–11 de diciembre de 2014), a quien le agradezco sus observaciones sobre el tono afectivo del pensamiento de Rancière.

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como emocional, había sido también básica para la formulación de la teoría lingüística de Herder, que a lo largo del siglo XIX llegaría a adquirir una vasta repercusión en el ámbito literario y cultural, por cuanto supuso el postulado de un Volksgeist [«espíritu del pueblo»] encarnado en las tradiciones populares de las naciones europeas. El canon filosófico que substenta la teoría de Rancière discurre por territorios no tan distantes de estos ni en el tiempo ni en el espacio, pero cuyas implicaciones políticas y estéticas resultan a todas luces muy lejanas. Para esbozarlo habría que tener más en cuenta a autores como Schiller, muy presente en los últimos trabajos de Rancière, especialmente en la monografía Aisthesis. Como es sabido, en sus Cartas sobre la educación estética del hombre, Friedrich Schiller concede un papel preeminente al juego. Así, en el séptimo epígrafe de la carta vigesimosexta afirmará: «al impulso de juego, que se complace en la apariencia, le seguirá el impulso mimético de formación, que considera la apariencia como algo autónomo».45 Es este un juego en el que el participante tiene la potestad de salir y de entrar, de un modo análogo a ese espectador emancipado que puede decidir participar o no de los supuestos desafíos del arte performativo. Por último —pero no en último lugar—, habría que consignar aquí la doctrina kantiana del desinterés estético, que resuena en muchos de los postulados del filósofo francés, y de modo palmario en su reluctancia a entender a identificar el arte político con la política del arte. La estética de Rancière —y a este respecto no hay que perder de vista que su obra permite edificar tanto una estética de la política como una política de la estética— se basa ante todo en el observar y en el percibir, y cuando apela al sentimiento, este no se traduce en la purgación de los afectos, sino en la aparición de emociones casi frías y de algún modo en suspenso. Pero como hemos tratado de demostrar a lo largo de este artículo, esta pasividad es solo aparente. Pues la observación en Rancière, y es justo ahí donde el filósofo decide situar el potencial político del arte, es, en último término, una observación volitiva o, si lo preferimos, un contemplar que hace.

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Inmaculada López Silva

La estética teatral contemporánea como fórmula posmoderna de revolución: política y posdramaticidad 1 El posdrama o la liberación del lenguaje escénico El teatro posdramático es, ante todo, un teatro de formulación antiaristotélica en el que, de fondo, subyace una importante reflexión sobre la mímesis como fórmula estética y creativa que la contemporaneidad ha superado, guste o no a los nostálgicos de la paradoja diderotiana y de la norma del decoro horaciano. La duda, en realidad, ya había comenzado a principios del siglo XX con una vanguardia teatral que cuestionó el modelo de verosimilitud realista como mecanismo constructivo esencial de la imagen escénica y, por tanto, como fórmula de codificación del mensaje teatral que debía buscar un público cuyos mecanismos de descodificación deberían apelar a la lógica racional de comparación entre el mundo tal cual era percibido y la tradición plástica figurativa. En realidad, el modelo mimético y verosimilista, fuertemente prestigiado y legitimado por el éxito indudable de las fórmulas naturalistas halladas por Stanislavski o André Antoine en la puesta en escena y por autores como Chejov o Ibsen, debe a su vez ser enmarcado en el mismo contexto de contestación de la propia vanguardia, pues su objetivo era también un cuestionamiento del concepto de mímesis tal como se entendió en la formulación del teatro a la italiana desde el siglo XVII, pero sobre todo en el XVIII y el XIX, cuando la verdadera esencia realista del concepto de mímesis era mitigada en virtud de ciertos mecanismos de control ético-estético basados en una lectura exagerada y religiosamente interesada de la Poética de Aristóteles y una compleja mezcla entre los conceptos antiguos de verosimilitud y decoro que da lugar a una estilización del modelo de mundo o naturaleza (belle nature) que sirve como base para expresar el referente real sobre el escenario.1 1 Para Aristóteles, el concepto de verosimilitud está directamente relacionado con la lógica dramatúrgica y, lejos de referirse al referente real de la mímesis, está en relación con su referente lógico-racional. La verosimilitud aristotélica, por tanto, está en relación con la coherencia interna o la lógica argumental (la justificación de las acciones imitadas dentro de la propia fábula) y Inmaculada López Silva, Universidad de Vigo https://doi.org/10.1515/9783110624137-013

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En ese sentido, la reacción antimimética de los revolucionarios de la imagen escénica, con su tendencia a la abstracción (desde el propio Wagner y la teoría Nietzcheana a los artistas-teóricos Adolphe Appia, Gordon Craig, la bailarina Isadora Duncan o el director Lugné-Poe) debe ser situada en un marco de cuestionamiento generalizado del valor de la mímesis en el teatro y, por tanto, de relectura del texto aristotélico como modelo de teatralidad, una relectura que alcanzará sus últimas consecuencias a través de la formulación teórica de Antonin Artaud, cuyo El teatro y su doble (1938), en múltiples aspectos, puede ser considerado el punto de partida de la teorización posdramática posterior. Es, por tanto, a comienzos del siglo XX cuando se formula el propio concepto de teatralidad y se decide, definitivamente, su vinculación, o no, con el concepto de mímesis. Para los objetivos de nuestra reflexión, evidentemente, nos interesa el modelo teatral derivado de aquellas teorías que, huyendo de la mímesis figurativa, lograron encontrar un nuevo modelo creativo y receptivo desde el que definir la teatralidad y, por tanto, desde donde construir un lenguaje artístico novedoso que, discurriendo en paralelo a la fórmula mimético-realista (teatro tradicional, incluso comercial, o burgués), llegaría a redefinir por completo el propio arte escénico

por ello es esencial para lograr la catarsis, pues sólo si el lector/espectador comprende el sentido de las decisiones del héroe (carácter y pensamiento) surgirá la identificación imprescindible en el proceso de compasión en las emociones de horror y pena que generan la purificación. Cuando Horacio aplica a la tradición aristotélica el filtro del decoro, da un paso fundamental en la vinculación entre aquel concepto de verosimilitud esencialmente lógico en la poética aristotélica y la preocupación de carácter formal que se sostiene en el modelo de mímesis horaciana. Horacio ya no reivindica una mímesis de la lógica de las acciones humanas, sino una mímesis pura del referente real. Por ello Horacio, de algún modo, da por supuesta la verosimilitud aristotélica y, en su vocación prescriptiva, le añade el decoro como concepto que ha de poner orden en la relación entre obra y referente: si el mundo es algo armónico, organizado y coherente, la obra artística que lo imita también ha de serlo. La mezcla entre esos dos conceptos de la poética clásica ocurre a partir del siglo XVI, en el momento de recuperación del texto de Aristóteles y sus comentarios renacentistas, cuando confluyen en la interpretación aristotélica no sólo el concepto de decoro horaciano, sino también la tradición retórica y el filtro cristiano de San Agustín que había sido dominante en la teoría literaria de la Edad Media. Es en ese momento cuando se aporta al concepto de verosimilitud un vínculo inexistente en Aristóteles con el referente real de la mímesis (verosímil ya no será sólo aquello lógico en virtud de la fábula, sino aquello que, además, se parecería al mundo real), añadiéndole, además, al concepto de decoro que ha de guiar la organización de la mímesis artística los valores cristianos. Desde esta perspectiva, la mímesis artística deberá ser, según los prescriptores neoaristotélicos del clasicismo, verosímil y decorosa en la medida en el que ha de imitar un ideal de mundo coincidente con los valores ético-estéticos del cristianismo. Ese es el modelo en el que se funda el teatro a la italiana y su definición de la teatralidad que llega prácticamente intacta a finales del siglo XIX.

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a finales del siglo XX a través del término posdrama tal como es elaborado por Hans-Thies Lehmann2 y que ya había sido apuntado por Richard Schechner.3 Evidentemente, el teatro es, en este sentido, un buen ejemplo de lo que Jacques Rancière4 explica como el paso de la Edad de la Representación (vinculable al canon clasicista francés, cuya especial vinculación con un modelo de teatro nacional basado en las figuras trágicas de Corneille y Racine no debemos olvidar) al Régimen Estético. Efectivamente, el teatro que estamos denominando mimético, no sólo responde al canon aristotélico básico en su organización formal (la mímesis perfecta se logra a través de una relación coherente entre la secuenciación lógica del contenido y la expresión significante del mismo) sino, además, y quizá más importante, en la idealización de su resultado receptivo, quizá no tanto en el concepto de catarsis (seguramente incomprendido o interesadamente eliminado a partir de la aplicación del filtro cristiano o más bien agustiniano a la lectura de las poéticas antiguas de Aristóteles y Horacio), sino en el establecimiento de unas consecuencias éticas y extraestéticas derivadas del proceso de recepción escénica. Efectivamente, el teatro mimético anterior a la revolución vanguardista, e incluso el teatro de carácter tradicional-realista actual, cumple los cuatro principios fundamentales que Rancière5 establece como definitorios de la Edad de la Representación: la ficción establecida desde la idea de representación de acciones, como señalaba Aristóteles al definir la propia tragedia; el vínculo indisoluble entre género y sujeto, manteniendo por lo tanto la lógica del juicio a partir del concepto de decoro, que también se sugiere en el tercer principio relativo a la relación entre palabra y tema; y, finalmente, el ideal lingüístico como fórmula constructiva de la teatralidad que, de hecho, será la piedra angular con la que rompe, definitivamente, el posdrama para lograr su superación de la mímesis como modelo de teatralidad esencialmente basada, también, en un modelo de textualidad. Es Antonin Artaud quien, a mi juicio, elabora la teoría que determina la fórmula en la que el teatro accede definitivamente al Régimen estético en el que lo sensible se ha «extricated from its ordinary connections and is inhabited by a heterogeneous power, the power of a form of thought tha has become foreign to itself».6 En este régimen, además, no sólo es revolucionaria la forma 2 Hans Thies Lehmann: Le théâtre posdramatique. París: L’Arche 2002. 3 Richard Schechner: Performance theory. Londres/Nueva York: Routledge 1988, p 21. 4 Jacques Rancière: La parole muette. París: L’Hachette 1998; Jacques Rancière: The politics of aesthetics: the distribution of the sensible. Londres: Continuum 2004. 5 Jacques Rancière: La parole muette, pp. 22–30. 6 Jacques Rancière: The politics of aesthetics, p. 23.

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de enfrentamiento con el concepto artístico anterior, sino el elemento libertario que se vincula con una nueva fórmula de recepción de la que se deriva, por tanto, la plena conciencia de que la definición de lo que es arte y lo que no lo es (lo que es o no es teatro), están determinados, en última instancia, por el valor de recepción y los mecanismos estéticos aplicados en la misma, no por una configuración social del valor artístico. Al menos, en principio y obviando de momento la reflexión sociológico-bourdieana, con la que concuerdo, y que nos conduce cuestionar los motivos sociales, ideológicos y económicos que condicionarían el establecimiento del valor estético. No es extraño que, de todos los artistas escénicos de la vanguardia teatral, Jacques Derrida se haya interesado a mediados de los años sesenta por Antonin Artaud y, en su ensayo inserto en La escritura y la diferencia7 «El Teatro de la Crueldad y la clausura de la representación» lo haya relacionado, justamente, con el colapso de la mímesis como fórmula de teatralidad. A Derrida le interesan, fundamentalmente, dos aspectos relacionados con el concepto artaudiano de «crueldad»: su vinculación con la idea de presentación o acción directa, y su constatación de que la fórmula por él propuesta es, en realidad, un nuevo lenguaje que no responde a los códigos tradicionales de la teatralidad. No se trata aquí de realizar un análisis, ni siquiera superficial, sobre el trabajo de Derrida sobre Artaud, pero sí nos gustaría apuntar una idea que consideramos interesante para comprender la dimensión revolucionaria de la fórmula artaudiana como antecedente del posdrama: Derrida ve en el Teatro de la Crueldad la expresión, como mínimo teórica, de una posible deconstrucción del teatro como género artístico basado en la representación, y, por tanto, la gestación de algo nuevo, mucho más puro, que parte de la desautomatización del signo para, finalmente, des-centrar los presupuestos básicos del concepto tradicional de teatralidad y conseguir, en fin, un nuevo sujeto teatral. Esto es, la destrucción artaudiana de los conceptos centrales en la teoría teatral aristotélica (argumento, mímesis, carácter, conflicto, progresión temporal y espacio de referencia) ha obligado a redefinir el estatuto ontológico del teatro, pues, sin representación y sin verosimilitud aristotélica, ¿cuál es la esencia estética de la teatralidad? La respuesta de Artaud a esta pregunta está marcada por su concepto del signo escénico y la idea de presencia y presentación de la acción como aquello que se exhibe en las artes escénicas, así como una finalidad, podríamos decir permitiéndonos el anacronismo del término, emancipadora. Su famosa comparación del teatro con la peste (que ya había hecho San Agustín) nos conduce a la búsqueda de una experiencia estética de carácter perturbador y liberador y,

7 Jacques Derrida: La escritura y la diferencia. Madrid: Anthropos 1989.

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por supuesto, a la expresión total de un yo previo a la socialización y a la estilización de la experiencia estética. En este sentido, si bien es cierto que Artaud destruye los presupuestos estructurales del teatro aristotélico, sí hay uno, de carácter axial, que mantiene como objetivo último de la experiencia teatral: la catarsis, justamente, como fórmula liberadora capaz de mostrar lo instintivo y emocional como elementos intrínsecos y definitorios del ser humano, aunque, en su caso, el modo de llegar a esa catarsis tiene poco que ver con la lógica mimética aristotélica: La aterrorizante aparición del Mal que en los misterios de Eleusis ocurría en su forma pura verdaderamente revelada, corresponde a la hora oscura de algunas tragedias antiguas que todo verdadero teatro debe recobrar. El teatro esencial se asemeja a la peste, no porque sea también contagiosos sino porque, como ella, es la revelación, la manifestación, la exteriorización de un fondo de crueldad latente, y por él se localizan en un individuo o en un pueblo todas las posibilidades perversas del espíritu. Como la peste, el teatro es el tiempo del mal, el triunfo de las fuerzas oscuras, alimentadas hasta la extinción por una fuerza más profunda aún. Hay en él, como en la peste, una especie de sol extraño, una luz de intensidad anormal, donde parece que lo difícil, y aun lo imposible, se transforman de pronto en nuestro elemento normal.8

En realidad, la intuición de Antonin Artaud que le lleva a elaborar una teoría que se convertirá en visionaria de las fórmulas teatrales de la segunda mitad del siglo XX, procede en parte de un afortunado malentendido: cuando en 1931, en el marco de la Exposición Colonial de París, descubre el teatro balinés, Artaud queda fascinado por el efecto estético que causa en él como receptor el desconocimiento total del código. En su viaje a Méjico en 1936 y su contacto con los Tarahumara y el ritual del peyote, Artaud todavía explorará los efectos sobre el receptor de la experimentación con códigos únicos (en este caso los de la danza ritual) que constituirán su búsqueda de un teatro liberador cuyo efecto sea el del permanente desconocimiento del código o, lo que es lo mismo, de una recepción no basada en la elaboración lógica de un discurso fundamentalmente lingüístico y mimético. Así, en «El teatro de la crueldad. Primer Manifiesto», Artaud se refiere claramente a una ruptura con el valor tradicional del signo escénico reivindicando una forma de expresión en «sentido oriental», una concepción antisemiótica (o semiótica de otro modo) que, sin duda alguna, interesó a Derrida en su búsqueda de la definición del colapso del modelo mimético en el teatro contemporáneo: Aquí interviene en las entonaciones, la pronunciación, particular de una palabra. Aquí interviene (además del lenguaje auditivo de los sonidos) el lenguaje visual de los objetos,

8 Antonin Artaud: El teatro y su doble. Barcelona: Edhasa 2011, p. 34.

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los movimientos, los gestos, las actitudes, pero sólo si prolongamos el sentido, las fisonomías, las combinaciones de palabras hasta transformarlas en signos, y hacemos de esos signos una especie de alfabeto. Una vez que hayamos cobrado conciencia de ese lenguaje en el espacio, lenguaje de sonidos, gritos, luces, onomatopeyas, el teatro debe organizarlo en verdaderos jeroglíficos, con el auxilio de objetos y personajes, utilizando sus simbolismos y sus correspondencias en relación con todos los órganos y en todos los niveles. Se trata pues, para el teatro, de crear una metafísica de la palabra, del gesto, de la expresión para rescatarlo de su servidumbre a la psicología y a los intereses humanos.9

Evidentemente, Artaud defiende la existencia de un significado de la obra artística, pero exige que su organización significante huya de los presupuestos miméticos del realismo (de ahí su referencia al psicologismo) y aspire a los efectos de las fórmulas de significación de las artes escénicas orientales, mucho más codificadas, precisamente, debido a su orientación no representativa y más vinculada con los aspectos rituales que también reivindica tanto el Teatro de la Crueldad como sus herederos inmediatos (Living Theatre y Grotowski, fundamentalmente, pero también cierto Peter Brook). Hay una línea ininterrumpida que une a Antonin Artaud con el posdrama que se basa, fundamentalmente, en la profundización en esos presupuestos teóricos y en la influencia sobre los mismos (y sobre el propio arte teatral) de las filosofías de la posmodernidad y la deconstrucción (de ahí el interés de Derrida). De hecho, es evidente que en el prefijo «pos-» con el que Hans-Thies Lehmann crea su término posdrama hay una alusión al vínculo entre esas estéticas posdramáticas y un teatro posmoderno (como lo denomina, en nuestro contexto, José Antonio Sánchez) o, al menos, heredero de las estéticas de la contemporaneidad que, volviendo a Rancière, habríamos de situar en el Régimen Estético. En este sentido, es interesante insistir en que, ya al comienzo de su libro, Lehmann trata de restar importancia a las alusiones implícitas en el término creado,10 consciente, evidentemente, de los debates alrededor de la relación entre estética y posmodernidad; así, se establece un vínculo entre lo que él denomina «posdrama» y el teatro que Lyotard11 –a quien él mismo cita– denominaba «energético» porque su significado es sólo su fuerza, su intensidad o presencia, lo cual determina precisamente su consideración artística en el Régimen Estético:

9 Ibid, pp. 101–102. 10 «On pourrait avancer toute une liste de raisons en faveur du terme «postdramatique» – en dépit du scepticisme compréhensible engendré par les néologismes habillés du préfixe «post-« […] Mais le scepticisme semple plutôt justifié pour le concept de postmoderne qui prétend fournir une définition de l’époque dans sa globalité» (Hans-Thies Lehmann: Le théâtre posdramatique, p. 34). 11 Jean-François Lyotard: Essays zu einer affirmativen Ästhetik. Berlín: 1982, p. 12.

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L`épithète «postdramatique» s’applique à un théâtre amené à opérer au-delà du drame, à une époque «après» la validitè du paradigme du drame au théâtre. Cela ne signifie pas: négation abstraite, ignorance pure et simple de la tradition du drame. «Après» le drame signifie qu’il subsiste comme structure du théâtre «normal», en une structure, affaiblie et en perte de crédit: comme attente d’une grande partie de son public, comme base de nombreuses de ses formes de représentation, en tant que norme de dramaturgie fonctionnant automatiquement.12

Efectivamente, como producto casi estelar de la Edad de la Representación, el drama responde a la lógica de la mímesis y las estructuras de una dramaturgia de lo verosímil en la que las expectativas del público se ven satisfechas en la medida en que lo racional se corresponde, además, con modelos de carácter ético y con regímenes de valor dominantes. El posdrama, en cambio, a través de sus múltiples y variadas fórmulas (pensemos que «posdrama» no es un género, sino un nuevo paradigma de teatralidad),13 abre un abismo estético que plantea una reestructuración del lado creativo a través de una ampliación absoluta de los códigos escénicos y, sobre todo, de una desjerarquización de los mismos que conduce a una lectura horizontal, fragmentaria y, sin duda, mucho más libre. Lehmann insistirá a lo largo de su trabajo en que el posdrama no sólo implica una fórmula creativa que destruye las estructuras tradicionales de la teatralidad, sino también las fórmulas de lectura que determinan un determinado tipo de espectador: el espectador dramático, acomodado en la lógica mimética y, quizá, en las formas de recepción modernas y, por tanto, burguesas. El espectador posdramático es el producto de lo que Erika Fischer-Lichte ha denominado «el poder transformador de la performance», entendiendo performance, en este caso, como uno de los productos vinculables a la estética posdramática. Para Fischer-Lichte, la performance tiene la capacidad de suspender al público entre las reglas hermenéuticas del arte y de la vida real, entre los imperativos estéticos y los éticos.14 Además, otro elemento fundamental de esa transformación es un cambio en el estatus ontológico de la propia condición de espectador al introducirlo como parte esencial, también creativa, de la puesta en escena. A menudo en la performance el espectador actúa y resulta determinante en la construcción del producto estético; e incluso en aquellos casos en los que asume un rol más pasivo, la pieza posdramática entiende la presencia del espectador como una parte esencial más en la formulación estética de la obra, no como el

12 Hans Thies Lehmann: Le théâtre posdramatique, p. 35. 13 Ibid., p. 31. 14 Erika Fischer-Lichte: The transformative power of performance: A new aesthetics. Londres/ Nueva York: Routledge 2008, p. 26.

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observador, más o menos activo, de la mímesis dramática. Fischer-Lichte15 señala, de hecho, que esa actitud provocadora de una conversión del espectador en actor estaba ya, aunque de modo diferente, en las veladas vanguardistas, siendo recogida como fórmula estética en los manifiestos, pero el posdrama parece sugerir una transformación mayor basada en la antigua idea del teatro circular en la que público y artista se confunden en una unidad creativa que se logra, en este caso, a través de la recuperación del factor ritual propio de los antiguos teatros circulares y que, de hecho, era una reivindicación insistente en Antonin Artaud. Ahí es donde radica el nuevo concepto de espectador asociado al posdrama, pues este resiste las exigencias de la estética hermenéutica que exige la comprensión de la obra de arte; ahora comprender las acciones de un artista es menos importante que las experiencias provocadas en el público, aunque, evidentemente, está también presente el proceso de toda obra de arte incluido en la presentación de unos signos que sugieren una serie de significados que enriquecerán (o modificarán) esta experiencia: [...] the performance redefined two relationships of fundamental importance to hermeneutic as well as semiotic aesthetics: first, the relationship between subject and object, observer and observed, spectator and actor; second, the relationship between the materiality and the semioticity of the performance’s elements, between signifier and signified.16

Mediante esa negación de la estética de la hermenéutica, el posdrama supone la búsqueda, a través del teatro como arte, de la demostración de lo no absoluto, de la no verdad definida en cuanto a las posibilidades de interpretación y decodificación definitiva del signo escénico, de la desautomatización del signo que implica, en fin, la liberación revolucionaria de la recepción. Para ello, los espectáculos posdramáticos ponen en funcionamiento una serie de mecanismos subversivos (en relación con el drama) que se basan, fundamentalmente, en la desjerarquización del signo escénico, la desconfianza hacia la palabra como portadora del sentido lógico de la teatralidad, la ostentación de los cuerpos y la imagen visual de la puesta en escena y la tendencia a la estructura fragmentaria. En el posdrama, por ello, la síntesis semiótica desaparece para dar lugar a la percepción fragmentaria deudora, como señala Lehmann, del collage vanguardista. En ese sentido, el teatro quiere ser desbordado, justamente, para operar «más allá del drama»17 y por ello se escenifican lenguajes tradicionalmente atribuidos a otras artes (aunque, en fin, ¿dónde está la delimitación interartística?) como 15 Ibid., p. 30. 16 Ibid., p. 32. 17 Hans-Thies Lehmann: Le théâtre posdramatique, p. 35.

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puede ser el vídeo,18 la reivindicación de lo feo, lo kitsch, lo sucio, el abuso de la sinestesia. Según Lehmann, la paleta estilística del teatro posdramático se caracteriza por la parataxis, la simultaneidad (pero no el caos), el juego con la densidad sígnica, tendiendo a la musicalización y a la semiótica auditiva que deconstruye la palabra y que otorga otra dimensión (artística por sí sola) a la dramaturgia visual que no se subordina al texto y que desarrolla libremente su propia lógica, una lógica en la que la fascinación del cuerpo obliga a una dimensión del actor absolutamente alejada de su consideración dramática como intérprete de un personaje. Es así como, alejándose del concepto interpretativo-mimético del drama, en el posdrama irrumpe lo real, deconstruyendo en la práctica el concepto de ficción para demostrar que ficción no implica necesariamente el relato de una historia, sino, que ficción también es la expresión al margen de la realidad y la cotidianeidad de un artefacto artístico, en este caso, el espectáculo teatral. Por ello, los espectáculos posdramáticos son acontecimiento y acción directa en la que no hay diégesis por imitación, pero sí un mundo posible que sucede en la dimensión del arte y la estética ya que el pacto teatral con el espectador («estamos en el teatro») se mantiene, aun obligándolo a la nueva responsabilidad descrita por Fischer-Lichte. Como señala Lehmann, Ce n’est point pourtant l’apparition du ‹réel› en tant que tel, mais son utilisation autoréflexive qui caractérise l’esthétique du théâtre postdramatique. Cette autoréférentialité justement permet de penser la valeur, la localisation, la signification de l’extra-esthétique dans l’esthétique et, de la sorte, le déplacement de son concept. L’esthétique ne peut être comprise par aucune détermination de contenu (beauté, vérité, sentiments, réflexion, ‹Wiederspiegelung› anthropomorphisante, etc.) mais –comme le montre le théâtre du réel- seulement comme un voie sur la frontière entre deux espaces, comme un chavirement continu, non point de forme et de contenu, mais d’une contiguïté «réelle» (connexion avec la réalité et d’une construction «mise en scène».)19

18 «Le théâtre, par crainte de vieillissement, n’a-t-il pas en effet signé un pacte? Ne cherche-t-il pas ainsi à explorer des mondes interdits, à se livrer à des actes refoulés, tout en séduisant la jeune génération grâce à cet exercice dont elle est familière? La vidéo fournit au théâtre le bonheur des exploits auxquels Faust accède grâce à Méphisto. Elle l’entraîne au-delà de la cage de scène, équivalent de la bibliothèque, le fait voyager et s’engager dans des défis inconnus, bref, éprouver une jeuness – ou, au moins, son illusion- qu’il considérait comme à jamais perdue. La vidéo apporte la liberté permissive et la jouissance fugitive. Elle devient un outil producteur des mirages qui fascinent un théâtre en quête de sang neuf». (Georges Banu: Miniatures théoriques. Aix-en-Provence: Actes Sud 2009, p. 35). 19 Hans-Thies Lehmann: Le théâtre posdramatique, p. 138.

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Estamos, por tanto, ante un teatro que fractura los elementos estructurales-aristotélicos de la definición dramática de la teatralidad y que ha empezado a hacerlo a partir de la negación del texto, negando que su objetivo sea hacer oír la voz de un sujeto concreto sino diseminar esas voces y sus artífices significantes. En él los personajes ya no son personajes, sino figuras sobre el escenario; desaparece la intriga y con ella las categorías de espacio y tiempo,20 instalándose en la abstracción y la ucronía en virtud de que la acción en sí es la protagonista de la puesta en escena para, en fin, romper con la mímesis a través de la destrucción del triángulo drama-acción-imitación en el que habitualmente el teatro es víctima del drama y este sucumbe a lo real imitado.21 Al destruir ese triángulo se destruye también un modelo de percepción basado en la racionalidad lógica de un espectador que decodifica un argumento y nace un espectador que ha de percibir desde la intuición, la emoción, la fragmentaridad y, sobre todo, desde el significado abierto, difuso y líquido.

2 Posdrama y política: la superación del modelo de teatro nacional como revolución posdramática Teniendo esto en cuenta, parece que la práctica teatral posdramática construye un nuevo espectador adaptado, en principio, a las normas del Régimen Estético. Pero, ¿es el espectador de posdrama un «espectador emancipado»? Antes de responder a esto, es necesaria una pequeña reflexión sobre la visión sobre el teatro expresada por Jacques Rancière en su ensayo El espectador emancipado, donde el filósofo extiende a todo el teatro la definición de drama como acción para pronto referirse, en realidad, a la performance como género escénico (aquí lo preferimos a dramático por razones obvias) liberador: Drama quiere decir acción. El teatro es el lugar en el que una acción es llevada a su realización por unos cuerpos en movimiento frente a otros cuerpos vivientes que se movilizarán. Estos últimos pueden haber renunciado a su poder. Pero este poder es retomado, reactivado en la performance de los primeros, en la inteligencia que construye dicha perfor-

20 Lehmann (ibid., p. 254) habla de «estética durativa» que se basa técnicamente en la «estética de la repetición» que logra «cristalizar» el tempo. De este modo, el espectador ya no sigue una fábula en el tiempo, sino que, a través de la repetición, convierte su experiencia en atención o rechazo, en placer o aburrimiento. 21 Ibid., p. 51.

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mance, en la energía que ella produce. Hay que construir un teatro nuevo a partir de ese poder activo, o más bien un teatro devuelto a su virtud original, a su esencia verdadera, que los espectáculos que se revisten de ese nombre sólo ofrecen en una versión degenerada. Hace falta un teatro sin espectadores, en el que los concurrentes aprendan en lugar de quedar seducidos por las imágenes, en el que se conviertan en participantes activos en lugar de ser voyeurs pasivos.22

Rancière pone como ejemplo de espectador involucrado en ese teatro nuevo el propuesto por Artaud y lo distingue del espectador distanciado de Brecht, ambos consecuencia de la reflexión antimimética del siglo XX, pero su reflexión, en realidad, es extremadamente crítica con las teatralidades contemporáneas, acusándolas del mismo paternalismo de la pedagogía tradicional (el maestro ignorante), y situándolas, en realidad, como culpables de crear una especie de ilusión emancipadora allí donde, en realidad, el teatro tiende a mantener una distancia entre escenario y público que él entiende como semejante a la del maestro y el ignorante. Rancière parte de una lectura de la performance que es cierta en parte y que, efectivamente, vincula a las fórmulas contemporáneas de revisión de la teatralidad con una cierta pretenciosidad en su relación con un espectador al que, aparentemente, desean liberar de los modos de recepción tradicionales (antiguos) conduciéndolo a una especie de epifanía estética que confunde su rol activo con su desorientación cognoscitiva. Esto es cierto en parte, y no funciona, a mi juicio, con todo el teatro posdramático, sino sólo en aquellos casos epigonales en los que la revolución profunda sobre la teatralidad que supone la reflexión posdramática está obviada en virtud de la repetición de una serie de recursos formales que parecen convertir en género lo que en realidad es nuevo paradigma.23 Este nuevo paradigma, al contrario de lo que opina Rancière, establece desde la nueva concepción del producto escénico antes descrita un nuevo rol del espectador que se aproxima, creo, a una actitud mucho más emancipada de lo que Rancière explica en su trabajo. Además, existe una consecuencia política que nos parece de sumo interés y que sitúa, en mi opinión, el posdrama en el espacio de una reformulación total del teatro en la sociedad que busca, justamente, recuperar el sentido comunitario como cuerpo activo que Rancière pone en duda.24 Veamos por qué. 22 Jacques Rancière: El espectador emancipado. In: El espectador emancipado. Castellón: Ellago Ediciones 2010, p. 11. 23 Hans-Thies Lehmann: Le théâtre posdramatique, pp. 31–32. 24 «Entendemos por ello la comunidad como manera de ocupar un lugar y un tiempo, como el cuerpo en acto opuesto al simple aparato de las leyes, un conjunto de percepciones, de gestos y de actitudes que precede y preforma las leyes e instituciones políticas. El teatro ha sido asociado, más que cualquier otro arte, a la idea romántica de una revolución estética, cambiando no ya

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Es verdad que, en parte, el arranque del posdrama en la vanguardia está en el hecho de que «El teatro se acusa a sí mismo de volver pasivos a los espectadores y de traicionar así su esencia de acción comunitaria»25 y, efectivamente, el sentido de la reformulación artaudiana, comprensible en su relación con un teatro cuyo formato y modos de producción lo hacían impermeable a todo cambio, se explica desde un posicionamiento consciente en os márgenes del campo teatral para buscar en un espectador marcado por las pautas de la distinción26 una nueva práctica de recepción teatral con ciertas consecuencias tanto en la relación entre sociedad y teatro, como en las vinculaciones políticas del arte escénico. Para Rancière,27 los reformadores teatrales comparten con los pedagogos embrutecedores la idea de que su objetivo es «franquear el abismo que separa la actividad de la pasividad» insistiendo, por lo tanto, en la presencia de esa distancia que los hace considerar al público más ignorante que ellos. Dice Rancière, en este sentido: «¿Por qué identificar mirada y pasividad, si no es por el presupuesto de que mirar quiere decir complacerse en la imagen y en la apariencia, ignorando la verdad que está detrás de la imagen y la realidad fuera del teatro? ¿Por qué asimilar escucha y pasividad, si no es por el prejuicio de que la palabra es lo contrario de la acción?» El problema es que ni la performance ni el posdrama en general, como hemos visto al hilo del análisis de Fischer-Lichte, vinculan mirada/escucha a pasividad o consideran al espectador desigual (al menos más desigual que la literatura u otros ámbitos comunicativos), sino todo lo contrario. El espectador es distinto del artista debido sólo a su rol en la comunicación, pero siempre ha sido considerado activo en el sentido en que su presencia es ya activadora en sí misma, y por ello su posición intelectual en el posdrama dista mucho de la desigualdad que, efectivamente, basa justamente la relación teatro-espectador en el paradigma dramático. Rancière, en realidad, interpreta los roles comunicativos del teatro contemporáneo en los términos del drama creyendo que los presupuestos de la revolución performativa afectan sólo al código y su relación con el creador, y obvia que la modificación de esos roles es, justamente, la la mecánica del Estado y de las leyes, sino las formas sensibles de la experiencia humana. La reforma del teatro significaba entonces la restauración de su naturaleza de asamblea o de ceremonia de la comunidad. El teatro es una asamblea en la que la gente del pueblo toma conciencia de su situación y discute sus intereses, dice Brecht siguiendo a Piscator. Es el ritual purificador, afirma Artaud, en el que una comunidad pasa a estar en posesión de sus propias energías. Si el teatro encarna así la colectividad viviente, opuesta a la ilusión de la mímesis, no habrá que sorprenderse si la voluntad de devolver el teatro a su esencia puede adosarse a la crítica misma del espectáculo» (Jacques Rancière: El espectador emancipado, p. 13). 25 Ibid., p. 14. 26 Pierre Bourdieu: La distinción: Criterio y bases sociales del gusto. Madrid: Taurus 1998. 27 Jacques Rancière: El espectador emancipado, p. 18.

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consecuencia fundamental de la revolución posdramática, no porque el creador así lo desee (aunque también) sino porque la ruptura del paradigma mimético modifica necesariamente la distancia existente entre teatro y público. El creador posdramático no juzga a su espectador desde una autootorgada superioridad (si eso sucede, no tiene que ver con el hecho teatral en sí, sino con el simple carácter del director de escena), sino que, al contrario de lo que opina Rancière, presupone un espectador libre de interpretar, libre de comparar, un espectador que ya ha salvado la distancia por su cuenta por el simple hecho de estar en un tipo de espectáculo que le exige la superación de la estética hermenéutica. El espectador de posdrama, por tanto, no es considerado un ignorante al que hay que enseñar algo, sino alguien cuya experiencia como persona y como ciudadano, como espectador de otros teatros, incluso, servirá para autoorganizar su propio proceso de recepción y, así, tener una experiencia estética absoluta, no marcada por las condiciones previas de un código limitado al paradigma mimético. Erika Fischer-Lichte abre su libro El poder transformador de la Performance28 con un ejemplo interesante que, en mi opinión, demuestra que el objetivo esencial de la posdramaticidad se encuentra en una transformación total de la relación con el espectador, a través, justamente, de una transformación de los códigos escénicos en sentido antimimético. Fischer-Lichte relata un trabajo de 1975 de la famosa performer Marina Abramovic titulado Los labios de Tomás y presentado en un museo de Innsbruck donde, después de beber una botella de vino y comer un tarro de miel a cucharadas, Abramovic dibuja una estrella de cinco puntas con una afilada cuchilla en su abdomen; acto seguido se acuesta sobre una cruz de hielo bajo un calefactor que impide que la profunda herida deje de sangrar. Los espectadores asisten impasibles a todo el proceso durante el cual la artista no ha expresado en su cara o con su cuerpo ni un solo gesto de dolor. Todo, hasta que en un momento determinado un espectador interviene cubriendo a la artista con su chaqueta, para, acto seguido, intervenir otros miembros del público con intención de «salvar» a la artista. ¿Salvarla de que? ¿De sí misma? ¿Del propio espectáculo? ¿O es también espectáculo el hecho de que sean los espectadores los que, interviniendo, lo modifican, lo varían y, sobre todo, ponen fin? Ese es el poder transformador de la performance del que habla Fischer-Lichte y que, en nuestros términos, parece emancipador. Para Rancière, Según la lógica de la emancipación, siempre existe entre el maestro ignorante y el aprendiz emancipado una tercera cosa –un libro o cualquier otro fragmento de escritura– ajena tanto a uno como al otro y a la que ambos pueden referirse para verificar en común lo que

28 Erika Fischer-Lichte: The transformative power of performance, pp. 11–23.

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el alumno ha visto, lo que dice y lo que piensa de ello. Lo mismo ocurre con la performance. No es la transmisión del saber o del espíritu del artista al espectador. Es esa tercera cosa de la que ninguno es propietario, de la que ninguno posee el sentido, que se erige entre los dos, descartando toda transmisión en lo idéntico, toda identidad de la causa y el efecto. Así pues, esta idea de la emancipación se opone claramente a aquélla sobre la que se ha apoyado a menudo la política del teatro y de su reforma: la emancipación como reapropiación de una relación consigo mismo perdida en un proceso de separación.29

Pero es precisamente la lógica inicial la que guía el proceso revolucionario del posdrama (y de la performance) sin que exista, tal «rechazo del tercero».30 Lo que creador y espectador tienen en común en la revolución posdramática es la aproximación activa a la teatralidad compartiendo experiencia estética y activándose ambos para que el teatro tenga lugar. El rol activo del espectador en la performance, tal como veíamos con el ejemplo de Abramovic, es que éste se convierte en actor no por el hecho de simplemente estar desde un rol probablemente más activo que en otros paradigmas teatrales, sino por el hecho de que su participación implica el propio objeto artístico, su presencia condiciona la obra precisamente porque se ha roto la distancia y porque el espectador determina, con su intervención, la finalización (o no) del espectáculo. El valor transformador de la performance que da título a la traducción americana del libro de Fischer-Lichte es, justamente, esa capacidad emancipadora que Rancière niega al posdrama porque prejuzga su relación con el público y cree que rechaza la mediación de un tercero (que es el propio espectáculo) cuando, en realidad, es mediante la propia obra artística como el creador se desembrutece y se iguala a un espectador más activo, más libre, y más capaz de un conocimiento amplio que en el paradigma dramático propio de la Edad de la Representación. Si, como dice Rancière, «La emancipación intelectual es la verificación de la igualdad de las inteligencias»,31 entonces el posdrama es, precisamente, aquel teatro que logra expresar artísticamente que hay una inteligencia creadora y una inteligencia receptora que confluyen en este tipo de expresión artística, y ello es posible gracias a la ruptura de la dictadura de la mímesis que ha marcado la relación, y la distancia, entre teatro y público desde el Renacimiento hasta la actualidad. En este sentido, como la littérarité, el posdrama forma parte de una fórmula creativa democratizadora, que, además, desde la no definición absoluta de un sentido preestablecido de la obra, se muestra (o podría mostrarse) como una interesante forma de disensus. Pero, en este sentido, nos interesa más entender el posdrama como una forma de subjetivación política que, de algún modo, 29 Jacques Rancière: El espectador emancipado, pp. 20–21. 30 Ibid., p. 21. 31 Ibid., p. 16.

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eleva a la condición estética la dimensión escénica presente en toda política si entendemos como escénica la presencialización del sujeto en su toma del espacio que convierte a la política en creativa y teatral, según Rancière en la octava de sus 10 tesis sobre política. El posdrama, con su ya explicada preocupación por la activación de un espectador libre para la interpretación del sentido de la obra estética, es una fórmula artística que persigue la expresión de la necesidad de dar visibilidad y audibilidad a los sujetos de la acción ciudadana, dándoles un sentido comunitario activo que está lejos del rol observador (a pesar de la susceptibilidad de un ulterior juicio y/o acción) propio del drama mimético tradicional. Es en este sentido en el que hay que entender, en mi opinión, la dimensión que adquiere una afirmación de Lehmann sobre la relación entre Brecht y el postdrama (entendiendo a Brecht y su teatro épico como parte de la tradición dramática) que, en un primer momento, fue relativamente desatendida en la reflexión teórica sobre la posdramaticidad: Le théâtre postdramatique est un théâtre post-brechtien. Il se situe dans l’espace inauguré par la problématique brechtienne de la «présence» du processus de la représentation dans ce qui est représenté (art de monstration) et par sa demande d’un nouvel «art du spectateur». Dans le même temps, le nouveau théâtre abandonne le style politique, la tendance à la dogmatisation et l’emphase du rationnel dans le théâtre de Brecht. Il fonctionne dans une époque succédant à l’emprise autoritaire du concept théâtral brechtien.32

Que sea postbrechtiano no implica que el posdrama no posea una dimensión política, justamente la que le otorga la dimensión del espectador como sujeto cuya acción democrática procede de un disentimiento cuyo origen tiene que ver con su libertad para el juicio social y con su capacidad individual para la interpretación (libre) de las obras estéticas. En este sentido, Lehmann33 deja claro que lo político sólo tiene un efecto en el teatro si no es traducible a la lógica del discurso político de la realidad social de modo que el elemento político en el teatro debe ser concebido no como reproducción de la política, sino como su interrupción. El sentido disentivo, por tanto, parece evidente. Además, como señala Brandon Wolf, es en la primacía de la forma donde Lehmann sitúa la dimensión política de la posdramaticidad, pues la forma obliga al espectador a desautomatizar su tendencia a una hermenéutica basada en la comparación mimética con la lógica política real, circundante y cotidiana, para obligarlo a aplicar su propio punto de vista político, el provocado por esas formas sobre él como sujeto capaz de reinterpretarlas sin el yugo de la lógica semiótico-comunicativa y sin los condicionantes

32 Hans-Thies Lehmann: Le théâtre posdramatique, p. 44. 33 Hans-Thies Lehmann: Das politische Schreiben. Berlín: Theater der Zeit 2002, p. 16.

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del anclaje con una realidad circundante que, desde Piscator y Brecht, debía ser el objetivo de la parábola teatral. Es tal la importancia que Lehmann da a la dimensión política del posdrama que le dedica el epílogo de su monografía, partiendo de la idea de que el progresivo desplazamiento del teatro hacia el espacio marginal de las minorías (quizá élites) lo ha ido distanciando de su sentido político inicial como producto artístico para el reforzamiento mimético de las identidades como mecanismos de cohesión comunitaria y, por tanto, como fórmula para el sostenimiento de una definición del Estado de la que es reflejo la principal institución del teatro dramático, el concepto de teatro nacional. De hecho, la dimensión esencialmente dramática (mimética) del teatro político puro (Agitprop, revista política, Lehrstûcke), para Lehmann, ha provocado que éste haya sido en realidad «un ritual de confirmación para individuos ya convencidos»,34 y no un verdadero ámbito de reflexión comunitaria profunda con carácter emancipador, democratizador y revolucionario que, para él, si es posible en un determinado tipo de posdrama en el que «l’espace du discourse politique peut être déconstruit par le théâtre avec des moyens artistiques, en dégageant sa constitution autoritaire latente. Ce processus s’opère par le démontage des certitudes discursives du politique, l’excavation des mécanismes rhétoriques, l’ouverture d’un mode de représentation a-thetique».35 La clave está en comprender que la presencia de la fábula (base esencial de la mímesis dramática) no es necesariamente determinante de la dimensión política del teatro, sino su capacidad para lograr que el espectador asuma un rol político, verdaderamente liberador y democrático, en forma de reconocimiento, de toma de conciencia (disensión, quizá) que puede conducirlo o no a la acción directa. El posdrama no representa un mundo ficcional que paraboliza políticamente la realidad, pero presenta directamente los cuerpos que, con su presencia, toman el espacio e invitan al espectador a hacer lo mismo, con su capacidad transformadora del propio acto de recepción que se convierte en actuación directa dentro del teatro. De ahí la desconfianza posdramática del texto como portador de la fábula y, en consecuencia, de un sentido absoluto de la misma y, por tanto, de su dimensión política en tanto que parábola que trata de movilizar al espectador o de conseguir su adscripción a una determinada tesis, ideología u opinión. El espectador posdramático es, por ello, responsable en la medida en que su propia percepción así como su experiencia estética o competencia teatral serán la base desde la que podrá establecer el sentido, no el código predefinido de la obra que

34 Hans-Thies Lehmann: Le théâtre posdramatique, p. 274. 35 Íbid.,p. 279.

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observa. He ahí el sentido de la exageración de lo formal en el posdrama, pues de ello procede, justamente, la fórmula de recepción que da razón a su modo de superar la Edad de la Representación y, así, situarse en un Régimen Estético mucho más liberador y, en realidad, político. En el posdrama, todos, actores, escenario y espectadores, construyen la imagen escénica que constituye la obra estética y que sólo puede ser interpretada en la medida en que se está dentro, no en la medida en que se observa desde fuera, como en el modelo dramático. Por ello la percepción es experiencia estética y creativa al mismo tiempo, y de ahí que la dimensión política no sólo sea juicio, sino también, intrínsecamente, acción liberadora y democrática. Por eso la teoría del posdrama y sus artífices insisten su carácter de transgresor (arriesgado) como posición esencialmente política, frente a una idea de compromiso que, en el drama, no hace más que imitar distintos modos reales (y por tanto ajenos al espectador como sujeto) de actuación política. Volviendo a la cuestión del teatro nacional a la que aludíamos anteriormente, el teatro posdramático, en este sentido de reivindicación del espectador como sujeto político, reformula el concepto de identidad devolviéndoselo al propio sujeto para redefinir el propio concepto de comunidad que tanto preocupaba a Rancière en «El espectador emancipado». Este es una de las aristas políticas del posdrama que, a día de hoy, nos parece más interesante debido a la capacidad reestructurante que la puesta en práctica de estéticas posdramáticas tiene en los sistemas teatrales occidentales. Efectivamente, no podemos obviar que la posdramaticidad puede y debe ser vinculada con los mismos procesos sociopolíticos que ponen en duda las estructuras de interpretación del mundo tal como se plantea en la Modernidad, y el Estado-Nación es una de esas estructuras actualmente cuestionadas o, como señala Arjun Appadurai en una frase que recuerda de modo elocuente a la definición de Lehmann del postrama, «deberíamos ser capaces de pensarnos más allá de la nación».36 El drama, tal como hemos venido refiriéndonos a él hasta ahora, es además un producto estelar del moderno Estado-Nación que crea sus instituciones culturales con el fin de establecer un orden cultural orientado, fundamentalmente, al mantenimiento de una cohesión identitaria basada en buena medida en factores que concentran altas dosis de capital simbólico, fundamentalmente la lengua como definitoria de etnicidad, aunque también la raza, tradición, historia, etc., todos ellos presentes, piénsese, en las fábulas nacionales que construyen los dramas canónicos. Retomando una idea explicada con más profundidad en otro

36 Arjun Appadurai: Modernity at large: Cultural dimensions of globalization. Minneapolis/Londres: University of Minnesota Press 1996, p. 158.

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lugar,37 el modelo del «teatro nacional» se ha perpetuado como un depósito útil de símbolos nacionales capaces de crear cohesión, identidad, sentido de la pertenencia, otredad, ideología en común y, por supuesto, políticas de autoorganización; junto con la literatura, el teatro de los principales estados modernos ha sido un discurso capaz de crear imágenes de nación, y, de hecho, muchas de las naciones de segunda (o tercera) generación existen en una importante medida gracias a su fe en la existencia de su cultura propia y diferenciada, expresada fundamentalmente por su propia lengua y los discursos culturales expresados a través de ella, siendo el teatro uno de los más importantes debido a su definición como mímesis de las acciones humanas, entre ellas, evidentemente, su capacidad para hablar y contar historias hablando. En este sentido, y tomando el término de Foucault, el drama es una importante «retórica» o «formación discursiva» útil para dar lugar a otras dinámicas de cohesión colectiva, y de ahí la tradicional relación entre drama y política que Lehmann trata de desmontar, como veíamos hace un momento. El posdrama supone, por ello, una profunda ruptura con los presupuestos del concepto de teatro nacional, fuertemente occidental y fuertemente basado en el texto como código indudable y decodificable desde la perspectiva lógica de la Edad de la Representación, y realiza esa ruptura a través de los mismos mecanismos de los que se sirve para involucrar creativamente al espectador en su propia esencia estética: la exageración del cuerpo, la imagen visual y el silencio como reivindicaciones formalistas que buscan un sentido no absoluto que se contradice directamente con el sentido absoluto de la identidad nacional como entidad política. Así, el teatro posdramático rompe con los fundamentos del concepto de teatro nacional. En primer lugar, atenta contra la noción de identidad como una parte del imaginario simbólico del Estado-nación que da sentido a la necesidad de autodefinición con el fin de determinar la otredad. En segundo lugar, la noción de teatro nacional como objetivo institucional se ve sustituida por otras fórmulas para la construcción de realidades teatrales inmateriales. En tercer lugar, el teatro posdramático resiste mal, y lo ha convertido en estandarte de alternatividad, la noción de planificación cultural necesaria en todos los procesos de construcción nacional, con el fin de poner sobre la mesa la necesidad de crear conscientemente imágenes y símbolos para la cohesión colectiva. Finalmente, el teatro posdramático destruye la creencia en la lengua como medio de definir la identidad cultural como finalidad interesante para establecer acuerdos sociales que unifiquen diferentes percepciones de la nación y de la propia comunidad. 37 Inmaculada López Silva: Teatros nacionales: ¿principio del fin o inauguración de un nuevo modelo? In: ADE Teatro: Revista de la Asociación de Directores de Escena de España 154 (2015), pp. 58–69.

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Y aun así, creo, en el caso del posdrama no nos encontramos ante una estética nihilista que renuncie a una dimensión etnoestética del arte. En este sentido, el posdrama como fórmula artística es un producto más de una revisión generalizada (y posmoderna) de los conceptos que han basado el orden político para proponer las fronteras líquidas y los límites difusos que también se aplican a la propia relación entre creador y espectador para destruir esos roles y, emancipando al espectador, convertirlo en un activo artístico consciente de su rol creador y de su libre y responsable capacidad política. Por esto, el nuevo teatro se escapa del discurso nacional concreto y abre el camino a la creación de otro discurso, el posnacional o transnacional, en el que los códigos y significantes deberían reinterpretarse en un sentido político en un sentido menos ideológico y más disensivo y libertario. Es por esto por lo que encontramos también un sentido emancipador en la ruptura del concepto de teatro nacional, una ruptura que, desde un punto de vista ético-estético consideramos revolucionaria ya que forma parte esencial y es indisociable del posdrama como paradigma estético que fractura al paradigma mimético anterior y que, de hecho, reformula en sí mismo el orden político de la Modernidad a través de una fórmula estética. Y logra realizarlo, como creo haber demostrado, sin recurrir a una estética propia de la Edad de la Representación o a la fábula mimética que obliga a la parábola sobre un mundo posible (en este caso, un mundo sin el referente político del Estado-Nación). Pero, permítaseme terminar con el planteamiento de un posible más allá del propio posdrama, o de lo que sucederá necesariamente si aplicamos la lógica revolucionaria y el orden de sucesión de paradigmas, con el advenimiento necesario de un posible pos-posdrama necesario evolutivamente tanto en términos estéticos como políticos. Con su construcción de un espectador-creador emancipado, libre y, por definición, revolucionario, desagregado ya de la necesidad identitaria en su definición comunitaria, el posdrama conduce indefectiblemente a un nuevo orden teatral que se encontrará, antes o después, con su propia aporía: ¿como mantener su sentido disensivo en el momento en que se haya convertido en orden y posea sus instituciones policiales? ¿Que significará disentir con el propio posdrama? El tiempo y el arte dirán. Quizá llegue un momento en el que la mímesis vuelva a ser revolución y la fábula una necesidad política.

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