La tormenta en el Siglo de Oro: Variaciones funcionales de un tópico 9783865279538

Explora el funcionamiento del tópico de la tormenta en la literatura áurea hispana a través de una serie de calas en las

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Spanish; Castilian Pages 192 [193] Year 2006

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La tormenta en el Siglo de Oro: Variaciones funcionales de un tópico
 9783865279538

Table of contents :
ÍNDICE
PRÓLOGO
LA TORMENTA EN EL SIGLO DE ORO
1. El tópico de la tormenta. Introducción general
2. La tormenta en las Crónicas de Indias
3. Lope y la tormenta: estrategias literarias para la variación de un tópico
4. La tempestad en Calderón: del texto a las tablas
5. La transformación de la épica en el motivo de la tormenta quevediano
BIBLIOGRAFÍA
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Dirección de Ignacio Arellano, con la colaboración de Christoph Strosetzki y Marc Vitse. Secretario ejecutivo: Juan M. Escudero.

Biblioteca Áurea Hispánica, 43

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LA TORMENTA EN EL SIGLO DE ORO. VARIACIONES FUNCIONALES DE UN TÓPICO

SANTIAGO FERNÁNDEZ MOSQUERA

Universidad de Navarra • Iberoamericana • Vervuert • 2006

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Bibliographic information published by Die Deutsche Bibliothek Die Deutsche Bibliothek lists this publication in the Deutsche Nationalbibliografie; detailed bibliographic data are available on the Internet at http://dnb.ddb.de.

Agradecemos a la Fundación Universitaria de Navarra su ayuda en los proyectos de investigación del GRISO a los cuales pertenece esta publicación.

Agradecemos al Banco Santander Central Hispano la colaboración para la edición de este libro.

Derechos reservados © Iberoamericana, 2006 Amor de Dios, 1 – E-28014 Madrid Tel.: +34 91 429 35 22 Fax: +34 91 429 53 97 [email protected] www.ibero-americana.net © Vervuert, 2006 Wielandstr. 40 – D-60318 Frankfurt am Main Tel.: +49 69 597 46 17 Fax: +49 69 597 87 43 [email protected] www.ibero-americana.net ISBN 84-8489-275-1 (Iberoamericana) ISBN 3-86527-297-5 (Vervuert) Depósito Legal: Cubierta: Cruz Larrañeta Impreso en España por Este libro está impreso íntegramente en papel ecológico sin cloro.

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Para mi hija Ana, que vence día a día las tormentas de la edad y las borrascas del tiempo

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PRÓLOGO .................................................................................... LA TORMENTA

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ORO ............................................ 15

1. El tópico de la tormenta. Introducción general ................ 1.1. Tempestad, tormenta, borrasca: aclaración terminológica ............................................................ 1.2. Los valores simbólicos del motivo.............................. 1.3. La tormenta en el teatro ............................................

17 23 26 31

2. La tormenta en las Crónicas de Indias .............................. 43 3. Lope y la tormenta: estrategias literarias para la variación de un tópico .......................................... 73 4. La tempestad en Calderón: del texto a las tablas................ 109 5. La transformación de la épica en el motivo de la tormenta quevediano ................................................ 159 BIBLIOGRAFÍA .............................................................................. 179

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PRÓLOGO El título de este libro puede resultar demasiado ambicioso para lo que el lector encontrará en sus páginas. No obstante, esta amplitud refleja su objetivo principal: conocer el funcionamiento del tópico de la tormenta en la literatura del Siglo de Oro español. Para ello, sin embargo, no se hará un repaso sistemático a todos los géneros, autores y ocurrencias del motivo, porque dicho planteamiento excede con mucho la intención del autor. Se han intentado trazar las líneas generales de la funcionalidad del recurso ofreciendo unas calas en lugares de particular importancia en la literatura áurea. Esto permite señalar de manera concreta las especifidades que alejan el motivo de su uso tradicional y posibilita hacer hincapié en las transformaciones que obras y autores han realizado en distintos momentos. Lo particular de los diferentes capítulos esconde, por otra parte, un buen número de referencias adicionales que enriquecen las bases del análisis. Esto se produce, de manera especial, en el capítulo introductorio, en el que, además de apuntar las fuentes tradicionales del tópico, así como su descendencia directa más llamativa, se aclaran las posibles perspectivas desde las cuales el motivo ha de ser estudiado. Será en estas páginas en las que prime el enfoque general sobre los autores y géneros concretos y en las que se cobijan, además, las reflexiones teóricas y el análisis de valores no siempre literales. En esta introducción, por lo tanto, se encontrarán referencias a autores clásicos de diferentes épocas y a otros escritores españoles no coincidentes con los protagonistas de los capítulos siguientes. Tal vez habría sido deseable que este repaso incluyese alusiones a otras literaturas cercanas, pero

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ello hubiera dirigido el trabajo a unos caminos comparatistas que desfigurarían el resultado final. Por otra parte, el estudio del motivo de la tormenta en literaturas como la francesa, italiana, portuguesa o inglesa es bien frecuente y ha sido una razón añadida para dedicarle mi atención ante una carencia llamativa en nuestra bibliografía hispánica. Los capítulos que siguen a la introducción, ordenados vagamente en una diacronía no determinante, comienzan con una paradoja: la ausencia de tormentas en textos que, en principio, habrían de contenerlas. En primer lugar, porque podrían relatarlas tras haberlas sufrido fehacientemente; y en segundo lugar, porque de estas crónicas de Indias y libros de viajes siempre se ha dicho que debían mucho a textos «literarios» en el sentido de ‘ficticios’ en el relato de sus narraciones. Los apartados sucesivos se centran en autores concretos. Lope de Vega ofrece la oportunidad de constatar la presencia del tópico allí en donde se espera con más propiedad, en su poesía épica.Y, por supuesto, en ella se encuentra con cierta profusión, pero desdibujado en ocasiones por medio de una rica amplificación. Su otra vertiente, la teatral, incluye tormentas de una manera más apegada al tópico que en los géneros abiertamente épicos. Esto se debe a la necesidad de innovación conectada con los esperables receptores de su obra: Lope ilustra generosamente el tópico cuando se encuentra ante un género en el que ya estaba desgastado y con un público que lo conocía sobradamente; por el contrario, el poeta dramaturgo esencializa la descripción de la tormenta allá en donde no resultará tan familiar al público que lo escucha, la comedia. Por otro lado, las necesidades dramáticas en relación al ritmo de la obra teatral exigirán una presentación diferente y, de manera llamativa, más cercana al modelo clásico. Calderón se ha presentado siempre como ejemplo de un modelo teatral en el que lo escénico es protagonista; por su parte, las posibilidades tramoyísticas de la representación de la tormenta, con todas sus variantes, también parecen campo abonado para el aprovechamiento más espectacular. Sin embargo, este capítulo dedicado a Calderón intenta demostrar cómo el dramaturgo, sin dejar de ser poeta dramático, está más apegado al texto literario, ya que sus tormentas son ante todo texto, texto dramático, pero texto antes que tramoya. Tal vez el peso clásico del motivo y, sobre todo, el valor del texto literario en las comedias de Calderón expliquen esta circunstancia, aun en las repre-

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sentaciones más ricas y espectaculares como los autos o las fiestas palaciegas. Quevedo se aleja de esta tradición porque en su obra no tiene protagonismo ni la épica ni el teatro. Esa será la razón principal por la que el tópico de la tormenta se presenta como elemento esencial de su literatura grave (poesía amorosa, moral, prosa doctrinal...) con valor metafórico. No obstante, Quevedo no se aparta ni de sus fuentes ni de su demostrada técnica imitativa e intertextual. El valor moral y simbólico de la tormenta se presenta desde el nacimiento del motivo, como ya se explica en la introducción de este libro. Quevedo seguirá, por lo tanto, sus valores elegíacos y también aprovechará, como no podría ser de otra forma, la presencia del tópico en sus apariciones escriturarias. El poeta, en este sentido, será el mejor ejemplo de la presencia del tema de la tempestad en la poesía de raíz elegíaca que derivará en toda la poesía lírica occidental. La base de este libro está en diferentes trabajos que han sido presentados y publicados con anterioridad. Sin embargo, todos ellos se han transformado seriamente para ser integrados en esta monografía. Por otro lado, el concreto objetivo inicial —el estudio del tópico de la tormenta— que está detrás de cada uno de ellos anuncia ya un plan preestablecido en su concepción, por lo que este volumen se debe presentar como un trabajo del que ya se han publicado previamente algunos aspectos concretos de sus capítulos y no como un acopio a posteriori, más o menos estructurado, de análisis previos. De hecho, el capítulo introductorio está necesariamente ampliado y transformado y, como tal, no ha sido publicado con anterioridad. De la misma forma, todos los capítulos se han visto ampliados y enriquecidos con aquellos ejemplos que la publicación en un formato diferente no facilita; y, por supuesto, contienen revisiones y ampliaciones de diverso tipo que no hará falta indicar. El primero cronológicamente fue presentado en el XIII Coloquio Anglogermano sobre Calderón celebrado en Florencia, en julio de 2002, y publicado en sus correspondientes actas, editadas por el profesor Manfred Tietz, Teatro calderoniano sobre el tablado. Calderón y su puesta en escena a través de los siglos, Archivum Calderonianum, 10, Stuttgart, Franz Steiner Verlag, 2003, pp. 97-128. El segundo fue alentado por la generosidad de Alberto Blecua y Guillermo Serés, de quienes recibí la invitación a participar en el IV Congreso Internacional Lope de Vega. El Lope de senectute (1622-1635),

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organizado por el grupo Prolope y celebrado en Barcelona en noviembre de 2002, un trabajo publicado posteriormente en el Anuario Lope de Vega, 8, 2002 [2004], pp. 47-79. El tercer trabajo fue ofrecido como homenaje al profesor Crosby por invitación de su editora Lía Schwartz y publicado como «La tormenta en las crónicas de Indias», en Studies in Honor of James O. Crosby, ed. Lía Schwartz, Newark, Juan de la Cuesta, 2004, pp. 137-60. Por último, el capítulo dedicado a Quevedo procede también de una amable invitación de Ignacio Arellano y Antonio Gargano para participar en el Congreso Internacional «Quevedo Partenopeo», celebrado en Nápoles en mayo de 2005 y que ha sido publicado en el número 10 de la revista quevediana La Perinola. Aprovecho ahora esta circunstancia para agradecer ese primer impulso a quienes han animado de manera directa la elaboración de estos trabajos, así como su benevolencia de editores al permitir que rehiciera los originales editados en sus correspondientes publicaciones. Y quiero, finalmente, dar las gracias muy vivamente a Luis Iglesias por sus consejos siempre; al profesor Marc Vitse, que me animó a comenzar el estudio del tópico y que me regaló ideas y ánimos; a Ignacio Arellano, que acogió con generosidad casi temeraria este proyecto desde el principio; a Juan Manuel Escudero, responsable directo de la colección, por su cuidado y paciencia exquisita, y a Fernando RodríguezGallego y Alejandra Ulla Lore n z o, quienes, con su acostumbrada eficacia y pulcritud, han revisado y corregido el manuscrito original. En todos ellos he tenido los mejores compañeros de navegación y con ellos he estado siempre amparado de fortunas y a salvo de los nublados, a resguardo de las borrascas y prevenido de las tempestades.

Gures, febrero de 2006

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1. EL TÓPICO DE LA TORMENTA INTRODUCCIÓN GENERAL La tormenta es uno de los tópicos esenciales dentro de la construcción literaria occidental, una piedra de toque —y un morceau de bravoure— para los autores de casi todas las épocas, un elemento literario que probaba ya la pertenencia del texto a un género determinado, ya la pericia retórica de quien lo componía. La tempestad, tal vez desde Aristóteles, está más al lado de la ficción, de la poesía, que de la historia, aun cuando haya sido elemento imprescindible en la épica, género bien fronterizo y fulcro en donde historia y poesía mantenían un complejo equilibrio. Si aventuramos un terminus a quo más o menos concreto en Homero, la tempestad marítima —y terrestre— procederá inicialmente de la épica y, por ello, es previsible su aparición en textos con dicho matiz, sea en un concepto cerrado como la épica culta del xvi o en uno más abierto, como se presenta en las narraciones en prosa del mismo siglo, por centrarnos en la literatura aurisecular, independientemente de su adscripción genérica concreta: narraciones pastoriles, bizantinas, libros de viajes y conquista, relaciones o crónicas de Indias. En otras palabras, las tormentas inicialmente épicas trascienden todo género y, manteniéndose en el género canónico, pasan a integrarse también en otros en los que no eran a priori esperables por carecer de narración o por la dificultad de traslación a las tablas, como en el teatro. Parece existir cierto consenso en mantener que las fuentes de nuestra tormenta marítima están en la Eneida (I, 81-156) que, a su vez,

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«deriva, por contaminación, de sendos pasajes de la Odisea y del Bellum Poenicum de Nevio»1. De hecho, en la tradición áurea la impronta de Virgilio es tan clara que resulta fácilmente detectable, como también la de Lucano en España, de manera especial en obras épicas —o de carácter inicialmente épico— incluso en detalles descriptivos concretos: Las tempestades de la épica española renacentista no acusan recepción del pasaje ariostesco, sino del mucho más rico y pintoresco de Virgilio, y en todo caso alguna pincelada de la borrasca de César y Amiclas en la Farsalia, obra hispana sentida como tal por los hispanos 2.

La importancia del tópico fue tal que las numerosas discusiones sobre la imitación de sus elementos —ya entre Homero y Virgilio3— impiden, en muchos casos, el esclarecimiento de la fuente específica y provoca que, después de repeticiones abusivas, fuese visto como motivo desgastado; así lo señala González Rovira: La doctrina de la imitatio y el prestigio de Virgilio y otros modelos justifican una práctica que, a partir de la tercera década del siglo xvii, empieza a recibir severas críticas. Las propuestas ante la falta de originalidad en este tipo de descripciones formuladas por Tirso de Molina, López de Vega y Gómez de Tejada son también, pese a su carácter negativo, profundamente reveladoras4.

Siendo, pues, un motivo de tan ancestral procedencia y de éxito continuado en las literaturas occidentales, no es de extrañar que a través de imitaciones directas o de variadas amplificaciones, el tópico alcanzase, a la altura de los siglos xvi y xvii, un alto grado de lexicalización, de la que se hace eco muy significativamente Tirso en el primer cuarto del siglo xvii, aunque ya le había precedido mucho antes en pareja actitud Luciano de Samósata5: 1

Cristóbal, 1988, p. 125. Cristóbal, 1988, p. 135. 3 Recuerda González Rovira, 1995, p. 115, el gran número de páginas que Scaligero dedica en su Poética a la Tempestatis collatio. 4 González Rovira, 1995, p. 114. 5 Lo señala Javier González Rovira, 1995, p. 114, recordando otras quejas posteriores de López de Vega y Gómez de Tejada. Si el creador de la sátira lucianesca aten2

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Al quinto día levantó una tormenta deshecha tan repentina y peligrosa, que sin ser posible valernos de las velas ni remos para tomar la tierra, a cuya vista navegamos, nos echó a la mar y desconservó las galeras de suerte que, hallándonos engolfados, con la poca seguridad que prometen los bajos bordes de semejantes vasos, perdiendo de vista la luz del fanal con que, ya anochecido, nos animaba la capitana, desatinados pilotos, oficiales y marineros, desmayadas las mujeres, y ensartando plegarias los pasajeros, si no tragamos la muerte, sí, a lo menos, los jarabes della, poco menos amargos, pues nos forzó a echar a pechos los de sus olas, no recetadas por onzas, sino por quintales de diluvios de agua de su peligrosa botica. Contáraos yo una mortal tormenta, si les fueran permitidos a mi sexo los términos propios de escotas, drizas, trocas, estanteroles, filaretes, izar, amainar, etc., con que se gobierna aquella inanimada bestia, y no fuera tan usado y, por el mismo caso, fastidioso, pintar lo que cuantos cuentan navegaciones y escriben historias, naufragios prodigiosos y acaecimientos espantables, con que cada día se hace más insolente, aunque menos temido, este rebelde elemento6.

¿Cómo se ha llegado a tal descreimiento? Fue tanta la fortuna del motivo —por ceñirnos al ámbito de la literatura española— que su aparición resultaba obligada en cualquier género y con cualquier disculpa, desde la Edad Media hasta nuestro siglo xvi7. Y, lo que resulta más significativo, dichas apariciones no estaban ligadas al género del cual procedía el tópico. Se convirtió, por otra parte, en objeto de estudio y pieza de obligada imitatio tanto de cualquier poeta con alguna pretensión como de la mayor parte de los estudiantes de retórica. Así, por ejemplo, alguien tan preocupado por la educación humanística como Lorenzo Palmireno, en El estudioso de aldea, recomienda muy fervorosamente que se lea el canto XV de La Araucana: «Esta descripción me parece de leer muchas veces»8. Ciertamente, la tormenta desdió con su agudeza el desarrollo no siempre verosímil del tópico es de notar que no hace falta esperar hasta el siglo xvii para encontrar un descreimiento de la narración del tópico tan proclive a la hipérbole fantasiosa y vacua. 6 Tirso de Molina, Cigarrales de Toledo, pp. 357-58. 7 González Rovira, 1995, pp. 113-14, recuerda muchos y variados ejemplos que ya no repetimos aquí. 8 Palmireno, El estudioso de aldea, pp. 144-50, cita extensamente las estrofas que contienen la tormenta descrita por Ercilla. Agradezco al profesor Vitse esta referencia tan ilustrativa.

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crita por Ercilla es uno de los mejores y más tempranos ejemplos de tempestad virgiliana en nuestra literatura; el género aquí casi lo obligaba y el contexto de la descripción lo favorecía. Vicente Cristóbal9 la considera, al menos como imitatio virgiliana, la primera tormenta épica de nuestra literatura. Convendrá recordarla para poder evocar seguidamente los versos de Virgilio: Ábrese el cielo, el mar brama alterado, gime el soberbio viento embravecido; en esto un monte de agua levantado sobre las nubes con un gran ruido embistió el galeón por un costado llevándolo un gran rato sumergido, y la gente tragó del temor fuerte a vueltas de agua, la esperada muerte10.

Los submotivos virgilianos más repetidos que contiene el tópico11 y que claramente se hace eco el recordado Ercilla son las montañas de agua, la nave que sube a lo alto de las olas y baja al abismo de las arenas, la mezcla de la arena, el mar y las estrellas, la mitologización de los vientos, la apelación a los dioses, la quiebra de la nave..., los cuales podemos recordar en los conocidos versos del mantuano: Talia iactanti stridens Aquilone procella uelum aduersa ferit, fluctusque ad sidera tollit. Franguntur remi, tum prora auertit et undis dat latus, insequitur cumulo praeruptus aquae mons. Hi summo in fluctu pendent; his unda dehiscens terram inter fluctus aperit, furit aestus harenis12.

9

Cristóbal, 1988, pp. 136-38. Ercilla, La Araucana, XV, 73, p. 454. 11 Si atendemos a las denominadas invariantes de la tormenta, Olivier Pot, 2003, p. 76, las resume así: «Si la description de la tempête reste peu détaillée (au Moyen Âge, le spectacle de la nature déchaînée intéresse moins que les réactions affectives des personnages), elle actualise néanmoins quelques invariants du scénario classique: intervention des vents, déluge de grêle et de pluie, perte de contrôle du navire, chaos des éléments, confusion sonore». 12 Eneida, I, 102-107, ed. Stégen, p. 64. El editor aquí elegido, Guillaume Stégen, 1975, pp. 64-69, individualiza y comenta el pasaje de la tormenta virgiliana. 10

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Se trata de un pasaje bien conocido, aunque no tanto como lo era en el Siglo de Oro, tanto en latín13 como en la traducción más popular de Hernández de Velasco (1555), que tal vez convenga recordar: Así decía, y una gran borrasca, que vino retronando de hacia el norte, hiere la vela con vehemencia horrible y sube al cielo las bravosas olas; hácese cada remo mil pedazos, trastórnase la proa y pone el lado de la nao a la furia de las ondas; álzase en esto de agua un alto monte y embiste en ella con furioso golpe. Penden algunos en las altas olas y en el hinchado mar andan subidos; a otros el agua del mar hondo abierta les muestra por entre ola y ola el suelo. Hierve la arena y el agua embravécese...

La tradición hispana del tópico añade submotivos procedentes de la Farsalia de Lucano, como oscura tempestad con truenos y relámpagos, bóvedas celestes y tierra desencajada de sus polos, caos de la naturaleza, el miedo de los navegantes, sus gritos, las dudas del piloto... todos ellos en una mezcla que dificulta la adscripción directa a los autores particulares. La tormenta más llamativa y extensa de la Farsalia tiene lugar en el libro V. Recordemos ahora algunos de los versos de más fortuna posterior: Tum quoque tanta maris moles creuisset in astra ni superum rector pressiset nubibus undas. Non caeli nox illa fuit: latet obsitus aer

13

La traducción de estos versos por Dulce Estefanía, 1988, p. 4, es: «Mientras así se lamenta, la tempestad, rugiendo bajo el empuje del Aquilón, golpea de frente su vela y levanta las olas hasta las estrellas. Los remos se quiebran, la proa en ese momento gira y ofrece a las olas el flanco de la nave; se echa encima con toda su mole una escarpada montaña de agua. Unos quedan suspendidos sobre la cresta de una ola, a otros el mar, abriéndose, les deja ver el fondo entre el oleaje; la arena y el mar se mezclan enfurecidos».

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infernae pallore domus nimbisque grauatus deprimitur, fluctusque in nubibus accipit imbrem. Lux etiam metuenda perit, nec fulgura currunt clara, sed obscurum nimbosus dissilit aer. Tum superum conuexa tremunt atque arduus axis intonuit motaque poli conpage laborat. Extimuit natura chaos; rupise uidentur concordes elementa moras rursusque redire nox manes mistura deis14.

Sin embargo, no se trata ahora de perseguir la fortuna del tópico desde los textos clásicos hasta los resultados más conspicuos de nuestro Siglo de Oro15; por ello no se acumularán referencias clásicas, medievales y renacentistas hasta desembocar en una determinada realización del motivo. No sería de especial interés porque una de sus características es su permanencia a través de los años, de las diferentes lenguas y de las diferentes tradiciones literarias. Se intentará, por el contrario, individualizar el tratamiento de dicho tópico en alguno de los autores más importantes y, sobre todo, su desarrollo en géneros literarios diversos, en ocasiones alejados de su procedencia épica. Estaríamos, en efecto, delante de un ejercicio que quiere explicar los elementos intertextuales de ciertas invariantes temáticas en textos diversos, de distinta procedencia, con una intención diferente y con una

14 La Farsalia,V, vv. 625-36, p. 71. Su editor, Herrero Llorente, los traduce así: «Y también en aquella ocasión la ingente mole del mar hubiera llegado hasta los astros, si el rey de los dioses celestiales no hubiera comprimido las ondas con las nubes. No fue aquella una noche del cielo: la atmósfera se oculta cubierta con la oscuridad de la morada infernal, descendiendo bajo el peso de los nubarrones, y las olas se remontan hasta las nubes donde recogen los chubascos. Incluso los relámpagos temibles quedan velados y no se ven cruzar los rayos centelleantes, sino que el aire anubarrado retumba sin brillar. Tiemblan entonces las mansiones de los dioses, resuena la bóveda del cielo y, al removerse, peligra la cohesión del firmamento. La naturaleza estuvo al borde del caos; parece que los elementos han quebrantado sus temporales pactos y que la noche vuelve para mezclar los manes con los dioses». 15 La bibliografía en la tradición española no es abundante; al menos no es tan importante como en las tradiciones anglosajona, francesa y portuguesa, en muchos casos vinculada a narraciones épicas o libros de viajes. Señalemos, con todo, algunos trabajos capitales en nuesto ámbito, como los de Flecniakoska, 1979, y Herrero Massari, 1997; y los ya citados de Cristóbal, 1988, y González Rovira, 1995.

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variada recepción. Pero antes hemos de aclarar brevemente los términos que lo sustentan.

1.1. Tempestad, tormenta, borrasca: aclaración terminológica El estudio del tópico de la tormenta lleva aparejada la inclusión de diferentes términos como tempestad, borrasca, fortuna y muchos otros relacionados directamente con su familia léxica y referidos a elementos naturales que forman parte del desarrollo de dicho tópico. Se incluyen aquí referencias directas a elementos de la naturaleza como las denominaciones de los vientos, la presencia de términos marítimos, voc a blos re f e ridos a la navegación y, en último extre m o, un léxico abundante para todo aquello que concierne al temor, el miedo y hasta el pánico de los personajes que sufren dicha tormenta y, en su caso, el subsiguiente naufragio. Sin embargo, no se han hallado diferencias importantes en el uso de las principales denominaciones, al menos diferenciaciones significativas entre las más importantes tempestad, tormenta y borrasca. Pueden, de hecho, considerarse sinónimos en sus acepciones más comunes según el DRAE. La distinción más interesante se presenta entre la tormenta terrestre y la tormenta marítima. Evidentemente, como se verá, la tempestad virgiliana es ejemplo de tormenta marítima mientras que la estaciana es terrestre; por su parte, las bíblicas son tormentas terrestres que suelen contener terremotos o marítimas en el caso quevediano que anotaremos de La caída para levantarse, aunque alejado de la tradición estudiada en este libro. Sólo será operativa la distinción en cada análisis concreto y al apuntar las fuentes particulares. Covarrubias define la tempestad incluyendo los términos que serán más frecuentes en las apariciones que analizaremos: TEMPESTAD. La fortuna en la mar, lat. procella et tempestas.También se llama en la tierra tempestad cuando viene algún grande aguaducho, con vientos recios. Tempestuoso, el tiempo revuelto. TORMENTA. La tempestad en la mar, cuando es combatida de recios vientos, lat. tempestas. BORRASCA, quasi borreasca, el mal temporal causado del viento bóreas o de otro que le cause. Por traslación se dice borrasca la pendencia y disensión que altera y turba unos con otros, y borrascoso el hombre amigo de pendencias.

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Y es especialmente virgiliano al aludir al abismo, que contiene elementos esenciales del desarrollo del tópico así como su valor simbólico con reclamo bíblico: ABISMO. Aquel movimiento que hace el agua en la mar con la gran tempestad que trae montes de agua, unos tras otros, bajando las naves al profundo y levantándolas, a manera de decir, hasta las estrellas, se llama abismo; [...] Y, por alusión, las tribulaciones, que son comparadas a una gran tempestad, cuando se atropellan un trabajo a otro.Y así se entiende aquel lugar del salmo 41: «Abyssus abyssum invocat, in voce cataractarum tuarum; omnia excelsa tua, et fluctus tui super me transierunt», sin perjuicio de las demás exposiciones, por ser muchas las que hay sobre este verso «Abyssus abyssum invocat».

Por su parte, Autoridades no hace más que confirmar las acepciones vigentes. Para tormenta, «tempestad, borrasca, perturbación de las aguas del mar causada del ímpetu y violencia de los vientos. 2ª. Se llama también la tempestad de tierra». Y tempestad, «vale también tormenta o perturbación que ocasiona el desorden de algún elemento. Comúnmente se entiende la que levanta la violencia de los vientos en las aguas del mar. 3ª. Privativamente se toma por la perturbación del aire con nubes gruesas de mucha agua, granizo o piedra, truenos, rayos y relámpagos». Dentro de este campo léxico podemos incluir otros términos que remiten a los mismos fenómenos y que aparecen como sinónimos en las obras consultadas: borrasca, «tempestad, tormenta, y propriamente se entiende de las del mar, originadas de algún viento impetuoso. Parece se dijo borrasca cuasi boreasca del viento Bóreas. 3ª. Por semejanza se llama el temporal fuerte o tempestad que se levanta en tierra».Y sobre fortuna, que según Covarrubias es sinónimo de tempestad, dice Autoridades en su tercera acepción: «Significa también borrasca, tempestad en mar o tierra». Por lo que se refiere a la acepción de fortuna como ‘tormenta’ (que ya emplea Garcilaso) también aparece en Lope, en ocasiones con un valor ambiguo, en otras, claramente referido a ‘tormenta’. En La Circe se puede leer que Circe pudo dar prodigiosa16

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Lope de Vega, La Circe, I, 2, en Poesía, vol. IV, p. 361.

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forma a la humana que corrió fortuna en el tirreno mar, con nueva forma

en donde el sintagma ‘correr fortuna’ deshace cualquier malinterpretación. Podríamos multiplicar los ejemplos. El resumen argumental del canto séptimo de La hermosura de Angélica dice: «Solidena y Carpanto se vuelven a sus tierras. Lidoro y Tisbe, Rolando y Roselida llegan al monte Imano donde corriendo fortuna son presos de los salvajes de Gosforostro»17. Y en el prólogo de La Filomena, explicando Lope la gestación de sus Novelas a Marcia Leonarda, comenta: «Hallé Las fortunas de Diana, que lo primero hallé fortunas»18. Finalmente, un verso de la égloga Felicio, publicada en La vega del Parnaso, juega con las dos acepciones, en el marco de la descripción de una tormenta: «Sin fortuna, ¿quién vio correr fortuna?»19. En el Vocabulario completo de Lope de Vega, de Carlos Fernández Gómez, se pueden encontrar, s. v., otras referencias a cada uno de estos términos, especialmente en las acepciones de fortuna como ‘tormenta’, aunque tras el cotejo no se hallarán valores diferentes a los aquí señalados. Este valor de fortuna como ‘tormenta’ no es infrecuente en el teatro de Calderón. En ocasiones su significado puede resultar ambiguo (por ejemplo alguna aparición de la palabra en Argenis y Poliarco, en Hado y divisa de Leónido y Marfisa o El maestrazgo del Toisón), pero cuando se integra en la frase ‘correr fortuna’, paralelo a ‘correr tormenta’, resulta una acepción inequívoca. Algunos ejemplos pueden verse en Amado y aborrecido («que entre sombras se obscurece / de algún eclipse; parece / que está corriendo fortuna») y en El golfo de las sirenas: Escila

¡Qué bien parece a mi vista...

Caribdis

¡Qué mal a mi oído suena...

Escila

... el zozobrado huracán...

Caribdis

... la desesperada queja...

17

Lope de Vega, Poesía, vol. I, p. 716. Lope de Vega, Novelas a Marcia Leonarda, p. 101, nota 1. El editor, Antonio Carreño, aclara entre corchetes que esas fortunas primeras son ‘tormentas’. 19 Lope de Vega, La vega del Parnaso, fol. 242r. 18

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Escila

... de aquel bajel, que embestido...

Caribdis

... de aquella nave, que expuesta...

Escila

... de las ráfagas del viento...

Caribdis

... a los bajos de la sierra...

Escila

... corriendo viene fortuna!

Caribdis

... está corriendo tormenta20!

Como no se trata de hacer un análisis léxico del asunto y al no hallar ejemplos discrepantes significativos en los textos y en los autores que en adelante se analizarán, no se añaden más ejemplos de la obra de Cervantes, Quevedo o de los cronistas a menos que dicha acepción adquiera un valor significativo en casos concretos que serán señalados en su momento.

1.2. Los valores simbólicos del motivo Si la tradición literaria de la tormenta parece clara, no lo es menos su valor simbólico. Ya desde la antigüedad se viene enriqueciendo la tormenta con un valor que va más allá de la mera descripción del fenómeno y de la simple contextualización espacial del héroe. Quizá el momento de más clara transformación hacia esta revalorización simbólica de la tormenta esté en La Tebaida de Estacio, como apunta Floyd L. Moreland21: «The storm is Statius’ way of expressing materially that chaos for Polynices». Como es sabido, Estacio es un autor de tradición antivirgiliana en la línea de Séneca y Lucano. Fue Séneca, precisamente, quien introdujo la descripción de la tormenta en sus tragedias convirtiéndose en el primer trasvase del elemento épico hacia el dramático, lo que le valió críticas por su «escaso valor dramático». Pocas páginas más adelante, Moreland analiza las características de la tormenta estaciana comparándola implícitamente con Virgilio, palabras que conviene recordar:

20 21

Calderón de la Barca, El golfo de las sirenas, p. 79. Moreland, 1975, pp. 24-27.

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The sings of the storm quickly become prevalent. Thunder (rauco ore [347-8]), wind (348), rain (352) and hail (defunditque imbris, sicco quos asper hiatu / praesolidat Boreas [352-3]) appear in fierce succession. Physically unaffected by all this natural upheaval, Polynices is still «hanging» (pendens [352]) in his exalted position while the darkness and the storm are swirling around, above, and below him. As he stands by his ‘throne’ and surveys his kingdom, his world is falling apart before his eyes. [...] The effects of the storm are far-reaching, and the destruction caused by the clashing of forces is severe. Darkness and confusion, the absence of light, are central to this cosmic struggle for ascendancy. Paths have become indiscernible torrents of water, the forest is shattered (frangitur omne nemus [361]), boughs of trees are swept away, and the region around Lycaeus, noted for unusually dense foliage, is stripped and exposed to the open sky. The severe unheaval reaches its climax, perhaps, when the poisonous substances of Lerna surge upward and permeate the world above (359-60).Yet in the mids of all this horrible force, Polynices remains relatively safe. He is dazed (miratus [365]) as he beholds rocks torn from the mountains, and floods (insano turbine [366]) sweeping away the abodes of shepherds and beasts, but he continues to move onward at the same pace 22.

La explicación de estos submotivos dentro de la tormenta estaciana nos dirige, según Moreland, hacia una utilización simbólica del tópico que expresa las contradicciones del ser humano en una atmósfera de caos23 y que hace concluir al mismo estudioso: In all cases, the storm in Statius is much like that in Shakespeare’s King Lear. It is symbolic of the world in which man must move, a world filled with hardships and obstructions24.

No deja de ser sintomática la alusión de Floyd L. Moreland al King Lear shakesperiano, en el que la tormenta enmarca simbólicamente la situación y la encamina hacia un significado concreto. No se hallarán ejemplos tan evidentes en el teatro de Lope o Calderón, al menos no en los términos casi unívocos y trascendentes de Shakespeare, aunque la capacidad evocadora del motivo enriquezca siempre el significado de la escena en la que aparece. No podía ser de otra forma, por su22 23 24

Moreland, 1975, pp. 24-25. Moreland, 1975, p. 26. Moreland, 1975, p. 27.

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puesto, porque nada en literatura, nada en la comedia de nuestros poetas dramáticos es gratuito. Sencillamente, el valor espectacular y narrativo en la mayoría de las ocasiones predomina frente al valor simbólico del tópico literario. Y esta afirmación se podrá mantener, con las matizaciones necesarias, en géneros tan por sí mismos alegóricos como los autos. Naturalmente, cuando la épica cede el lugar a la poesía elegíaca, especialmente con Ovidio, se acentúa este valor simbólico que ya permanecerá con muchas variantes incluso hasta nuestros días, pero es una vía diferente a los valores simbólicos indicados anteriormente. Lo señala así Olivier Pot: La poésie élégiaque accentue encore cette subjectivité: elle renonce à l’héroïsme pour ne conserver que le «douloir» personnel: «Que d’autres vous racontent les combats et les vents». Seul dans son navire (le héros épique a des compagnons), le poète élégiaque s’exprime pour lui-même, au présent, dans le temps de l’épreuve et de la douleur. En l’espèce, le désordre amoureux trouve sa légitimation dans le chaos des éléments25.

Este es sin duda el camino que la poesía elegíaca romance, la poesía íntima y posteriormente romántica tomó con la tormenta cuando no era necesaria la narración del motivo. De hecho, analizaremos este aspecto concreto en los valores elegíacos de la tormenta en la poesía quevediana, un autor nada épico y que aprovecha el tópico para su poesía grave y, en menor medida, burlesca. No se podrá olvidar, con todo, otra senda de interpretación simbólica de la tempestad y del terremoto: la de procedencia bíblica. Recordemos, sin más, que la tormenta puede representar una manifestación de cólera divina, de despliegue de fuerzas cósmicas o portadora de la lluvia fertilizante; pero, sin duda, la tormenta es signo de la majestad y de la ira de Dios26, es decir, en otras palabras, una hierofanía. Además, como describen Mateo, 27, 45, y Marcos, 15, 33-38, los signos aparecidos tras la muerte de Cristo, entre los que se incluyen un terremoto y otros elementos que podemos considerar constitutivos de una tormenta, tendrán una impronta reseñable muy particu-

25 26

Pot, 2003, p. 75. Léon-Dufour, 1972; s. v. tormenta.

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larmente en los autos de Calderón27 y en la poesía religiosa de Quevedo. El seguimiento más o menos directo de la tradición bíblica explica la aparición de otro tipo de tormentas que no se relacionan de manera directa con la tradición clásica, pero que sí pueden recoger acaso elementos culturales recurrentes, de manera singular un vocabulario marítimo, como en un ejemplo quevediano que no he querido introducir en su correspondiente capítulo para no desvirtuar el estudio del tópico. Se trata de la tormenta que Quevedo incluye en su traducción de Hechos de los Apóstoles (Hechos, 27: Paulus vinctus navigat in Italiam) de La caída para levantarse28. Quevedo traduce, como indica su editora Valentina Nider, muy directamente el texto neotestamentario aunque eligiendo vocablos coincidentes con los submotivos presentes en el tópico literario. De hecho, Quevedo «enriquece» la narración con expresiones como «Proejaban con los vientos contrarios» (p. 261) lo que en la Vulgata se dice «prohibente nos vento» (Hechos, 27, 7) o más amplificadamente reescribe el bíblico «Multo autem tempore peracto, et cum iam non esset tuta navigatio, eo quod et ieiunium iam praeteriisset, consolabatur eos Paulus, dicens eis» (Hech o s, 27, 9-10) como «Empezaba ya con el invierno a enfurecerse el mar y mostrarse intratable el cielo; habíase acabado el ayuno de los judíos y el tiempo estaba muy adelante, y sólo vían ceño en las nubes y amenazas en los vientos. Pablo, viéndolos cuidadosos, les dijo por consolarlos y advertirlos»29. La tempestad es descrita con rica exactitud por Quevedo, quien evoca literariamente el tópico sin seguirlo cercanamente, ya que su guía es el texto bíblico. Comprobémoslo con un último ejemplo. El comienzo (Hechos, 27, 14-20) de la tormenta bíblica («Gravis procella» en la Vulgata) es descrito así: Non post multum autem misit se contra ipsam ventus typhonicus, qui vocatur Euroaquilo. Cumque arrepta esset navis, et non posset conari in ventum, data nave flatibus, ferebamur. In insulam autem queamdam decurrentes, quae vocatur Cauda, potuimus vix obtinere scapham. Qua sublata, adiutoriis utebantur, accingentes navem, timentes ne in Syrtim in27

Arellano, 2000, s. v. terremoto. Quevedo, La caída para levantarse, pp. 261-63. 29 Quevedo, La caída para levantarse, pp. 261-62. 28

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ciderent, summisso vase sic ferebantur.Valida autem nobis tempestate iactatis, sequenti die iactum fecerunt: et tertia die suis manibus armamenta navis proiecerunt. Neque autem sole, neque sideribus apparentibus per plures dies, et tempestate non exigua imminente, iam ablata erat spes omnis salutis nostrae.

La precisa, rica y amplificada reescritura quevediana, que hace una especial selección léxica, entre culta, hiperbólica y técnica, es la siguiente: Mas, poco después, embistió proceloso la nave el viento Tifón, que llaman Euroaquilo, apoderose en arrebatados huracanes della, que, precipitada, no podía resistirse ni regir, y en poder de los golpes de mar se dejaron a la borrasca.Y corriendo desgaritados a una isla cuyo nombre era Clauda, apenas pudieron tomar el esquife; y valiéndose de instrumentos, con gúmenas, dando cabo al bajel porque no diese en un bajío, le trajeron a remolco. El día siguiente fue tan rabiosa la furia de las olas, que arrojaron al mar, por aligerar el vaso por tantas partes combatido, toda la ropa; y al día tercero, bebiendo ya la muerte, con sus propias manos arrojaron todos los armamentos y aparejos de la nave. La razón fue tan ciega que se llevó de los ojos de todos la noche, que cayó de las nubes, el sol, la luna y estrellas; dejándolos la porfía de la fortuna deshecha, sin esperanza de remedio, anegados en muerte la vista y los oídos30.

No hará falta señalar los términos que remiten a la tradición de la tormenta épica y que aparecen en toda la tradición clásica vinculados al tópico y a su motivo consecutivo, que suele ser el naufragio.Algunos de ellos vienen directamente del texto latino (véase particularmente proiecerunt), pero la gran variedad quevediana es propia de su ingenio: «arrebatados huracanes», «desgaritados», la distinción entre «bajel», «esquife» y «vaso», «gúmenas» o la hipérbole de «bebiendo ya la muerte». Sin embargo, esta tormenta tan ricamente descrita por Quevedo procede muy directamente, como se ha dicho, del texto bíblico y no contiene los elementos tradicionales del tópico. Como mucho, el estilo quevediano lo puede acercar a cierto ambiente épico y literario,

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Quevedo, La caída para levantarse, p. 262.

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pero se trata de una tradición bien diferente, ni épica ni con los valores simbólicos de los que hemos venido hablando hasta ahora. La tormenta se cargará de múltiples valores metafóricos, sin llegar a la unicidad del valor simbólico más común —la representación del caos humano o natural—, como corresponde a un tópico abierto y de largo recorrido. Tal vez uno de los más habituales sea la alegoría de la tormenta que sufre el creador o el exégeta, de tanta raigambre humanística y que tiene en Petrarca a su más ilustre representante31.

1.3. La tormenta en el teatro El traslado de un tópico épico a un contexto dramático, escénico, es uno de los factores más llamativos en la transformación del motivo. Por ello dedicamos un apartado particular a analizar esta mutación en dos autores fundamentales como Lope de Vega y Calderón de la Barca. Antes, sin embargo, convendrá señalar algunas precisiones generales de cómo el teatro acoge el tópico y cómo lo formaliza escénicamente por medio de la tramoya, pero sobre todo, por medio de la palabra, del texto teatral. El análisis subrayará cómo un elemento inicialmente característico de la épica se aprovecha dramáticamente de una forma tan frecuente en el siglo xvii y casi se puede aventurar que, en nuestro teatro clásico —autos incluidos— pocos lo entenderían como elemento espurio en la representación; seguramente porque la tormenta favorecía el contenido espectacular del drama, factor determinante en la aceptación y desarrollo del género teatral en el Siglo de Oro. El público de la representación, tanto de corral como de corte, seguramente ya conocía los elementos formantes de una tormenta literaria por estar presentes en obras relativamente populares como las narraciones bizantinas, los libros de pastores y caballerías, por la picaresca, la novela corta, por la poesía épica romance, por los sermones y la tradición litúrgica y por sus propias experiencias viajeras; y los más cultos, por medio de

31 Así lo señala Pot, 2003, p. 91: «L’épreuve du naufrage forme la scène primitive de qui entre en écritre». De hecho, la tormenta se convierte en «la métaphore prégnante de l’écriture [...]. La tempête n’est plus qu’image et forme; elle est à ellemême sa propre métaphore» (Pot, 2003, p. 92).

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la épica clásica, las polianteas o, incluso, por las Exercitationes que tanto los habían fatigado en sus lecciones retóricas. El análisis de la tormenta en el teatro implica, a su vez, el acercamiento a otro debate tan apasionante como productivo: la relación entre el texto literario y el texto espectacular. Por su origen, el tópico pertenece por derecho propio al texto literario, pero tiene una rica y compleja plasmación en el texto espectacular. Que concierne al campo literario se demuestra por su carácter épico, poético (en el sentido aristotélico), por no decir histórico, lo cual tiene un fiel reflejo en sus apariciones en textos clásicos, a excepción sintomática de las tragedias de Séneca y, en gran medida, en Lucano con la Farsalia. Uno de los primeros trasvases genéricos que se conocen es precisamente la tragedia senecana, en particular su Agamenón, aunque tenga siempre base virgiliana, sin olvidar, por otra parte, que las tragedias senecanas carecen de un fin escénico claro, por no decir abiertamente que no estaban pensadas para la representación. Lo explica así Vicente Cristóbal32: La tempestad sufrida por la flota aquea, a su regreso desde Troya, que arroja como lúgubre resultado el naufragio y muerte de Ayax el de Oileo, es contada por el mensajero Euríbates a Clitemnestra y el coro en Agam. 465-579 y el pasaje acusa también el modelo épico virgiliano. De modo que se produce aquí un nuevo salto del tema fuera de las fronteras del género al que está más vinculado. [...] Es la abundancia de pasajes como éste, épicos en su forma y en su modelación, lo que resta valor dramático a las tragedias de Séneca, y es al mismo tiempo éste un aspecto que lo asemeja al modo expresivo de su sobrino Lucano.

Pudiera, pues, parecer que nuestro teatro aurisecular debe más a la línea senecana que a la aristotélica, pero se comprobará cómo en la tradición de la comedia nueva la tormenta no «resta valor dramático» a la obra; antes bien, integrada en su acción, la tormenta cobra una dimensión que tendrá que ver más con el valor dramático del espacio que con el escénico, o supondrá la perfecta combinación de ambos, como es de esperar en un maestro de la comedia como Calderón. He ahí, por su parte, otra de las características teatrales que afectan de lleno a la tormenta: la relación que se puede —se debe— es32

Cristóbal, 1988, p. 128.

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tablecer entre el uso del espacio escénico y el valor dramático de dicho espacio. Porque la tormenta es, mayoritariamente, marco de la acción, dramática y espectacular, literaria y escénica, y por lo tanto ha de servir para la mejor configuración del conjunto de la obra, del resultado final del espectáculo teatral, de la convivencia, en definitiva, de literatura y escena. No obstante, la dificultad de composición —y adecuada recepción— estribaba precisamente en ese asentamiento literario del tópico, que tenía que volcarse en un espacio escénico —por lo tanto tangible y vagamente realista— y, además, servir al desarrollo de una acción en un espacio dramático que no interrumpiese el devenir de la trama y que fuese lo suficientemente significativo para resultar pertinente, con la economía de medios escénicos de los que se disponía en el teatro áureo. En otras palabras, lograr la perfecta integración de un elemento tan reconocido como épico en un género diferente como el dramático. Cuando Lope y Calderón lo emplean profusamente, dicha integración se había logrado y será don Pedro quien mejor lo explote, entre otras cosas porque el uso de ciertas prácticas escénicas se lo permitían y su aplicación a subgéneros dramáticos particulares lo favorecían. En la configuración del espacio escénico, el poeta, el director de escena o, de manera más directa, el tramoyista, se valdrá de distintos elementos para plasmar la tormenta. Pero aunque el espacio escénico esté forzosamente anclado a ciertos elementos realistas, el resultado final no será producto de una imposible voluntad imitadora, sino más bien metafórica, casi siempre a través de efectos especiales de carácter sinecdótico33 o de elementos abiertamente simbólicos, a pesar, incluso, de los grandes avances tramoyísticos de mediados del xvii para representaciones de autos o fiestas cortesanas. Y, por supuesto, aprovechando muy en particular el carácter redundante del texto literario, que resulta imprescindible en este caso para entender correctamente la escena y para reconocerla como lo que ya es en el teatro, un tópico de raigambre poética.

33 Lo que denomina el profesor Ruano, 2000, pp. 17 y ss., «el efecto sinecdótico» y que, independientemente del neologismo utilizado, refleja un concepto muy útil y operativo que tiene ejemplo palmario en muchos de los elementos configuradores de la tormenta en el espacio teatral, sea escénico o dramático.

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A partir de presupuestos semiológicos tal vez ya asumidos generalmente, Ignacio Arellano aplica a Calderón esta distinción teórica del espacio tan operativa para nuestro caso: Pero más allá del realismo directo y primario se advierte un segundo grado de significación que va de las connotaciones asociadas a un hecho o escena, hasta la decidida utilización simbólica de un espacio determinado, valor que a menudo viene marcado por una tradición literaria o cultural, pero que Calderón adapta o invierte cuando le resulta pertinente34.

Es decir, «utilización simbólica de un espacio determinado», una acción con elementos espaciales clave en la tormenta y un «valor que a menudo viene marcado por una tradición literaria o cultural», en este caso clásica y procedente de otros géneros literarios. El valor literal de la tormenta como elemento literario vinculado por medio de la tramoya al espacio escénico, y su valor añadido como metáfora o símbolo superador del valor meramente contextual perteneciente al espacio dramático, convierten el tópico inicial en un elemento teatral generador de muchos valores dramáticos e ideológicos como algunos de los ya señalados. Añadamos a todo ello la situación concreta de la tormenta dentro de la secuencialización de la acción, en su distribución dentro de las jornadas, para convertir lo que podría verse como un mero recurso efectista, tanto literaria como escénicamente, en un elemento esencial para la interpretación de la obra. Otro factor de atención en este análisis será el género teatral en el que Calderón introduce la tormenta. Porque una misma descripción, con elementos textuales y escénicos idénticos, puede tener una significación bien distinta si la tormenta está en un auto, una comedia de santos, una comedia «novelesca», una fiesta cortesana o una obra mitológica. Y se atenderá, por último, a la forma de la presentación verbal, pues según sea mediante una relación del personaje, como relato ticoscópico, o simplemente en la acción presente de la escena, la tormenta cobra diferentes matices y valores dentro de la comedia que se ilustrarán en los ejemplos aducidos.

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Arellano, 2001b, p. 84.

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Sin pretender hacer una historia de la presencia de la tormenta en nuestro teatro del Siglo de Oro, la primera referencia significativa hallada es Cervantes. No por casualidad el transformador de la épica, con la creación del nuevo concepto de novela, es precisamente el que propone una tormenta con sus oportunas didascalias; y parece también sintomático que la obra en concreto sea La Numancia. La preocupación cervantina por estas cuestiones está presente ya en su conocido prólogo a las O cho comedias y ocho entremeses nuevos nunca representados, en el que presenta al famoso Navarro, creador de efectos propios de la tormenta (nubes, truenos y relámpagos): Sucedió a Lope de Rueda, Navarro, natural de Toledo, el cual fue famoso en hacer la figura de un rufián cobarde; éste levantó algún tanto más el adorno de las comedias y mudó el costal de vestidos en cofres y en baúles; sacó la música, que antes cantaba detrás de la manta, al teatro público; quitó las barbas de los farsantes, que hasta entonces ninguno representaba sin barba postiza, y hizo que todos representasen a cureña rasa, si no era los que habían de representar los viejos o otras figuras que pidiesen mudanza de rostro; inventó tramoyas, nubes, truenos y relámpagos, desafíos y batallas, pero esto no llegó al sublime punto en que está agora35.

La Numancia es tal vez la pieza más épica de su teatro, la escrita en un estilo más elevado y, en fin, una de las tragedias más clasicistas y mejores del teatro del xvi y de las obras cuya representación consta. Tiene, por tanto, unas características inmejorables para integrar un tópico épico y literario como el de la tormenta, aunque no sea en este caso marítima.Y, sin embargo, la preocupación cervantina por la teatralidad y la representación de sus textos lo lleva a señalar claramente en sus didascalias cómo se ejecutan los efectos especiales que llevarían a la escena la tormenta. No hay pues olvido del valor dramático de la tormenta, antes bien, este valor está explícitamente señalado en sus didascalias, algo no siempre presente en comediógrafos posteriores más reconocidos. Los valores clásicos de la tormenta, con su carga simbólica, están también presentes en la ofrenda que provoca la tormenta como manifestación de los dioses. Sin duda, la deuda trágica antigua, tal vez se-

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Cervantes, Teatro completo, p. 9.

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necana, se manifiesta claramente en los versos 837-45 y 1001-10 de la obra y escénicamente en sus correspondientes didascalias: Sacerdote 2.º

Tengan los cielos su poder a raya, ansí como esta víctima tenemos, y lo que ella ha de haber, él también haya.

Sacerdote 1.º

¡Mal responde el agüero: mal podremos ofrecer esperanza al pueblo triste para salir del mal que poseemos! Hágase ruido debajo del tablado con un barril lleno de piedras, y dispárese un cohete volador.

Sacerdote 2.º

¿No oyes un ruido, amigo? Di, ¿no viste el rayo ardiente que pasó volando? Présago verdadero desto fuiste36.

Marquino

[...] Este hierro, bañado en agua clara que al suelo no tocó en el mes de mayo, herirá en esta piedra y hará clara y patente la fuerza deste ensayo. Con el agua de la redoma clara baña el hierro de la lanza, y luego hiere en la tabla, y debajo, o suéltense cohetes o hágase el rumor con el barril de piedras. Ya parece, canalla, que a la clara dais muestras de que os toma cruel desmayo. ¿Qué rumores son estos? ¡Ea, malvados, que al fin venís, aunque venís forzados! Levantad esta piedra, fementidos, y descubridme el cuerpo que aquí yace37.

Las acotaciones explícitas subrayan la tramoyística de los efectos especiales generadores de la tormenta: los cohetes y el barril de piedras, incluso dando la posibilidad de elegir el instrumento provocador del 36

Cervantes, La Numancia, vv. 837-45, en Teatro completo, p. 945. Cervantes, La Numancia, vv. 1001-10, en Teatro completo, p. 951. En algunos testimonios de La Numancia se omite la referencia al barril de piedras de la acotación, como sucede en el seguido por Alfredo Hermenegildo en su edición, p. 100, donde se lee debajo suenan cohetes y hágase ruido. 37

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ruido. Porque es precisamente el ruido el elemento escénico evocador de la tormenta, de los truenos de la tempestad. El ruido de tormenta tiene, por lo tanto, un valor que puede denominarse sinecdótico —en palabras de Ruano— y, en un primer momento, solamente el desasosegador estruendo de unas piedras agitadas en un barril será el indicio de la tormenta: es decir, la escenificación de un solo elemento vale por todos los efectos de una tormenta.Y resulta curioso los escasos cambios que se produjeron en la traducción escénica del texto literario a lo largo del teatro español del xvii, por no llegar hasta el siglo xx, como demuestran los ejemplos con que ilustra Francisco Nieva las máquinas generadoras de los mismo efectos en el teatro actual38. Gracias a las páginas que Alfonso Rodríguez G. de Ceballos, en su estudio sobre la tramoya española del xvii39, dedica a los tramoyistas italianos que indudablemente influyen en las escena española del xvii, se puede trazar una pequeña historia en la generación de ese ruido, esencial evocador de la tormenta. En principio está el barril de piedras recogido por Cervantes; ya en la obra del escenógrafo Sebastiano Serlio, Segundo Libro de la Arquitectura, París, 1545, Ceballos señala la riqueza con que esa tormenta se puede construir. El barril es sustituido por el arrastre de una bola sobre las tablas, mientras que se pueden añadir otros elementos de carácter visual: Los truenos se fingirían haciendo deslizar una gruesa bola de piedra sobre el entarimado del escenario. Los relámpagos los simularía otra persona colocada por detrás del decorado en un sitio alto, teniendo una cajita llena de polvo de barniz en cuyo centro había unos agujeros y una candelilla encendida. Agitando la cajita hacia arriba, los polvos saldrían por los agujeros y se incendiarían al contacto con la llama de la candela. El rayo se fingiría también de una manera bastante primitiva e ingenua. Fabricado de cartón pintado de oro refulgente, se colgaría de un hilo atado en uno de sus extremos. Al finalizar el trueno se le haría descender

38

Francisco Nieva, 2000, p. 85. Rodríguez G. de Ceballos, 1989.Ver también obligadamente las páginas repletas de ricos ejemplos que sobre los efectos especiales de la tormenta aporta Ruano, 2000, pp. 319-21. Recuérdese, a este respecto, el trabajo de Varey, 1985. 39

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por su propio peso a través de un filamento con sólo ir soltando el cabo del hilo40.

Ya en el siglo xvii, Sabatini enriqueció con mayor sofisticación la escenificación de la tormenta, en la que el ruido seguía teniendo un valor primordial, esta vez producido por el deslizamiento de una bola pesada por un canal con peldaños de desigual tamaño, como explica Ceballos: En 1637 publicó la primera parte de su tratado que versaba sobre la construcción de escenas para teatro [Nicolás Sabatini, Prattica di fabricar scene e machine ne’Teatri]. Al año siguiente la reeditó en Rávena añadiendo una segunda parte consagrada a las máquinas necesarias para realizar trucos y tramoyas. [...]

Mayor dificultad ofrecía la tramoya necesaria, descrita por Sabatini, para hacer que una nube en el horizonte se fuese agrandando paulatinamente, se dividiese en tres partes para volver a recomponerse después. Se podía hacer nacer la aurora o que, después de una tormenta, apareciera en el cielo el arco iris. Durante la tormenta el viento se imitaba haciendo agitar unas pequeñas planchas de madera de nogal, flexibles, sujetas a un bramante, que un hombre hacía girar a gran velocidad sugiriendo los bramidos de la tempestad. El trueno se simulaba con el deslizamiento de bolas de piedra o hierro, de treinta libras de peso, haciéndolas correr no simplemente sobre el entarimado del escenario, como había prescrito Serlio, sino a lo largo de un canal de madera en pendiente escalonada, con peldaños dispuestos a distancias que iban disminuyendo cada vez más entre sí. Con ello se reproducía con bastante más fidelidad el retumbar discontinuo del trueno. La aparición del mar con el movimiento del oleaje y barcos surcando las olas era también otra de las tramoyas que dejaba al público boquiabierto41. Sabatini, pues, explicaba la tecnología necesaria para la escenificación de diferentes elementos presentes en la tormenta: nubes, viento, truenos, relámpagos, rayos, mar embravecido, etc., prueba de que la rica tramoya del xvii empleada allí donde fuese posible —seguramente 40 41

Rodríguez G. de Ceballos, 1989, p. 41. Rodríguez G. de Ceballos, 1989, pp. 44 y 57 respectivamente.

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más en la corte y en los autos que en los corrales— pintaba en escena lo que la palabra describía. El ruido, ahora enriquecido por efectos visuales, cobra por lo tanto un valor esencial en la escena del xvii, como supo ver ya hace algún tiempo Henri Recoules42. En efecto, el hispanista francés, en su interesante estudio comparativo, señaló la gran profusión de tormentas, tempestades y ruidos en la obra de Calderón.Y añade una novedad que no encontró significativa ni en Lope ni en Tirso: el terremoto43. Supo también ver el añadido de efectos luminosos y musicales en las obras calderonianas44 y, sobre todo, el valor dramático de tormentas y terremotos que refiere especialmente a los autos, pero que también tienen su particular valor en las comedias: Advertimos el empleo particular de estas tormentas y de esos terremotos en los autos de Calderón: siempre o casi siempre su ruido espantoso y terrible estalla en un momento cumbre de la acción, para llamar la atención del auditorio sobre una fase esencial. [...] El estruendo de los fenómenos naturales evocados rodeaba de misterio las acciones representadas en los carros y además en ellos se manifestaba un Dios todopoderoso y temible o una naturaleza hostil al hombre, juguete de los elementos. Por eso unas acotaciones insisten en los estragos justamente merecidos por la culpa y el pecado45.

Establecido queda, por lo tanto, que la tormenta, la tempestad y el terremoto —si podemos incluir los tres fenómenos en un solo con42

Recoules, 1975. «Estas clases de evocaciones [tormentas y tempestades] son muy frecuentes en las comedias de Calderón, en las cuales abundan los truenos, rayos y relámpagos. No se contenta con estas evocaciones Calderón y muy a menudo sugiere en sus acotaciones algo todavía no evocado por Lope ni por Tirso: los terremotos», Recoules, 1975, p. 135. 44 «Muy a menudo se unen efectos luminosos a los efectos sonoros. [...] predilección de Calderón por las evocaciones de tempestades y de terremotos, unión de los efectos sonoros debidos a instrumentos de música y sistematización extremada en el empleo de dichos efectos sonoros», Recoules, 1975, p. 136. Destaca, en esa línea, los autos: «Pero en los autos destacan, sobre todo, las demás particularidades que habíamos apuntado: predilección marcada por los ruidos simulados de tormentas y de terremotos, empleo intensificado de los instrumentos de música con una sistematización extremada», Recoules, 1975, p. 139. 45 Recoules, 1975, pp. 138-39. 43

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junto— es un recurso empleado por Calderón más profusamente que por Lope o Tirso. Las técnicas empleadas para su escenificación vienen siendo casi las mismas desde el siglo xvi y se basan fundamentalmente en el valor sinecdótico del ruido; ruido que, por cierto, también suele, como se comprueba en muchas acotaciones, ser generado por las cajas. En ese sentido, las «cajas de los truenos» se inscriben en el ámbito musical, como indica Miguel Querol en su apartado sobre «Truenos, tempestades y terremotos»46. Estos ruidos están provocados bien por el ajetreo de piedras o pesos en algún lugar que amplíe su efecto o bien por instrumentos o cohetes que utilizan la pólvora, que ya estaba en Cervantes y que tal vez sea más frecuente a medida que avanza el siglo xvii, como sucede con la evolución general de la tramoya. Agustín de la Granja analiza los efectos sonoros provocados por la pólvora y habla, en concreto, de maremotos pirotécnicos47 en distintas obras ya del xvi y también en Calderón: «El ruidoso colofón de la escena segunda [de La estatua de Prometeo] se consiguió, en esta representación, con ayuda de una larga traca o tronador “artificio de pólvora que se hace con una serie de petardos colocados a lo largo de una cuerda y que estallan sucesivamente” (DRAE)»48. Los elementos sonoros, además de truenos, viento y ruidos supuestamente telúricos, se amplían en el caso de la tormenta marítima. Proyectan, también, su valor sinecdótico y son fácilmente reconocibles por los espectadores. Se trata de ruidos de una nave49, crujidos y sonidos del velamen, al padecer una tormenta o llegando a puerto, gritos de marineros —por cierto, muy codificados—, generados dentro casi siempre, si es una representación en corral, es decir, sin estar 46 Querol, 1981, p. 102: «Los truenos y terremotos se harían a base de redobles de cajas, tambores, atabales y sobre todo el “gran tambor”, que sería por antonomasia la “caja de los truenos”». 47 De la Granja, 1999, p. 208, si bien, en la cita que hace sobre un texto publicado por Teresa Ferrer Valls, 1991, p. 190, no se deja ver con claridad que dichos ruidos estén producidos por fuegos de artificio. 48 De la Granja, 1999, p. 200. 49 Sobre la presencia de las naves, su llegada a puerto y lo que ello provoca, ver Kurt y Theo Reichenberger, 2001. Por su parte, Ruano de la Haza, 1998, pp. 14647, alude a la escena del desembarco y a su posibilidad de ser representada en los corrales: «Esta escena de desembarco se hacía a menudo en comedias de corral. El efecto se conseguía con las voces de los marinos en off, y, en ocasiones, incluso mostrando la proa del barco en el primer corredor del teatro».

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directamente figurados en escena50.Y, en fin, otros rasgos sinecdóticos, más bien referidos al naufragio provocado por una tormenta previa, son la aparición de un personaje con las ropas mojadas; o efectos lumínicos, habitualmente el oscurecimiento del teatro a causa de un terremoto o tempestad, muy hacedero en el teatro cortesano y factible ya avanzado el xvii en los corrales. Ahora bien, interesa subrayar que, a pesar de la frecuencia de tormentas, tempestades marítimas y terremotos en la obra de Calderón, a pesar de la relativa abundancia de acotaciones que las señalan, indicando ruidos o efectos similares, no se han hallado didascalias que señalen explícitamente cómo se producen dichos efectos, es decir, Calderón marca la presencia de los fenómenos naturales, pero no explicita cómo han de ser concretamente escenificados. Solamente el poder redundante de la palabra recitada, del texto dramático, ajusta la tramoya a la acción o, tal vez, al contrario, precisa la acción que se escenifica. No encontramos en Calderón ni en Lope acotaciones similares a las ya señaladas en Cervantes, con tener menos posibilidades de representación el novelista que ambos dramaturgos, como es sabido. Tal vez la asimilación de los efectos de la tormenta a la altura del xvii esté plenamente asumida por los tramoyistas o por los directores de escena. Parece, por lo tanto, que los efectos generados de las tormentas, tempestades y terremotos están, en el siglo xvii, asumidos por los tramoyistas y escenógrafos y no requieren de mayores explicacio-

50 Ya Recoules, 1975, p. 112, señala que su estudio se ciñe a los ruidos de dentro, que son, por otra parte, aquellos con evidente carga sinecdótica: «vamos a prescindir [...] de cualquier ruido cuya causa puede ver el espectador. Sólo cuidaremos de lo que pasa “dentro”, es decir, entre bastidores, de esos ruidos que evocan acciones precisas, que anuncian algo muy determinado, unos ruidos a propósito de los cuales no se puede equivocar el auditorio en cuanto a su causa y a su significación».También Aurora Egido, 1989, pp. 166-67, indica el lugar de procedencia y el valor dramático de los efectos sonoros en la representación de La fiera, el rayo y la piedra de Calderón: «La primera acotación, en su doble efecto, visual y auditivo, síncopa de las voces que a continuación surgen de dentro y de los cambios escénicos, dibuja un escenario marino: Obscurécese el tablado y, mientras se dicen los primeros versos, se descubre la perspectiva del mar con truenos y relámpagos. [...] La misma voz de la salvaje [Irífile] describe el naufragio, la tormenta y el arribo de los peregrinos que se acogen al monte y al llano de la isla. Dos acotaciones levísimas simultanean (tipográficamente) la percepción de los truenos, en calderoniana metáfora del caos producido por los elementos, con la aparición perspectivística posterior de tritones y sirenas cantando entre las olas».

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nes por parte del poeta. O, desde otra perspectiva, dichos fenómenos atmosféricos son representados siempre con los mismos efectos escénicos (fundamentalmente sonoros, sean piedras o elementos pirotécnicos, y pintura de mares o rayos) y poco se puede aportar con otras técnicas más allá de las descritas por los escenógrafos italianos ya citados, tradición que, como ilustra Francisco Nieva en su estudio aludido páginas atrás, alcanza hasta el siglo xx.

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2. LA TORMENTA EN LAS CRÓNICAS DE INDIAS La tempestad marítima —y terrestre— procede inicialmente, como ya se ha explicado, de la épica y, por ello, es previsible su aparición en textos con dicho matiz, sea en un concepto cerrado como la épica culta del xvi o en uno más abierto, como se presenta en las narraciones en prosa del mismo siglo, por centrarnos en la literatura aurisecular, independientemente de su adscripción genérica concreta: narraciones pastoriles, bizantinas, libros de viajes y conquista, relaciones o crónicas de Indias. En otras palabras, las tormentas inicialmente épicas trascienden todo género y, manteniéndose en el género canónico, pasan a integrarse también en otros en los que no eran a priori esperables por carecer de narración o por la dificultad de traslación a las tablas, como en el teatro. Señalamos en el capítulo anterior la importancia de la descripción que Alonso de Ercilla introdujo en La Araucana (XV, 73, p. 454), admirada por Palmireno, quien aconsejaba sabiamente: «Esta descripción me parece de leer muchas veces». La tormenta ercillana, en efecto, aparece en el lugar que le correspondía, en los términos necesarios, con la imitación clásica pertinente. Y se trata, además, de una interpretación épica de sucesos de materia americana en los que se vive un ambiente evidentemente épico, en el que se ha dicho se suele confundir historia con poesía. Tal vez la inclusión de un tópico de tan ancestral origen poético, literario, aclare la situación de estos textos también con respecto a su verosimilitud o a sus contaminaciones literarias. La aventura del descubrimiento se presenta como un campo abonado para las narraciones canónicamente épicas como la de Ercilla, pero también para otro tipo de relatos, crónicas, relaciones si no declaradamente épicas, sí con una borrosa frontera entre poesía e historia, eje sobre el que gira la base de la épica occidental, en términos aristotélicos o más modernamente bajtinianos1. Los diferentes pro1

Sobre las bases teóricas aristotélicas y el debate tan vivo en un género como los libros de viajes, puede verse el apartado «Historia y ficción en los siglos xvi y

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ductos literarios generados por el hallazgo y exploración del Nuevo Mundo, independientemente de la óptica eurocentrista o indigenista adoptada, son presentados como Historia, aun afirmando muy enfáticamente su posición como Historia verdadera para diferenciarse de otras historias menos verdaderas, es decir, más literarias, que competían entre sí por ganarse el estatuto de verdadero e histórico para cada uno de los hechos narrados y para el conjunto final resultante2. En la configuración de este proceso literario, se han señalado desde siempre las interferencias, las contaminaciones —nótese ya la tendenciosidad de las calificaciones— entre tales crónicas o relaciones y los textos literarios, las fronteras más bien difusas de la que podríamos considerar historiografía y literatura. Bien es cierto que dichos márgenes se mantenían igualmente borrosos en los modelos que se ocupaban de la historia en el mundo ya familiar, pero la materia era mucho más cercana y verosímil. Por el contrario, los cronistas de Indias se veían en la obligación de narrar hechos exóticos que no resultasen inverosímiles y para ello utilizaban los anteojos de la literatura que era conocida; los narradores entendían —y hacían entender— el Nuevo Mundo con los instrumentos que habían aprendido en el Viejo. Además, muchos de ellos eran personas de una más que aceptable educación humanística que no desdeñaban las artes retóricas para ilustrar sus relatos. Ignacio Arellano resume esta situación muy claramente: es fenómeno natural y bien conocido que el observador de una realidad nueva tiende a utilizar los modelos de percepción que posee y que ha adquirido en su propio mundo y sociedad. Es decir, la imagen que el observador se construye hunde sus raíces en los modelos culturales de su propia experiencia original. Los conquistadores miran al Nuevo Mundo desde las coordenadas culturales de su propia experiencia. De ahí que numerosos aspectos de las Indias no se observen, por así decirlo, «tal cual son», sino a través de la visión humanista, a través de un prisma cultural que impone un modelo de cosmovisión capaz de definir la nueva reali-

xvii» del trabajo de José Manuel Herrero Massari, 1999, pp. 46 y ss.También del mismo autor, puede leerse un avance de su libro en Herrero Massari, 1997. 2 Resulta este aspecto uno de los más atractivos y estudiados dentro de la investigación indiana.Ver, a título de ejemplo, los trabajos de Pupo Walker, 1982; Poupeney Hart, 1991, y González Boixo, 1993.

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dad para hacerla más inteligible a los ojos de los procedentes del Viejo Mundo3.

En ese sentido, uno de los mejores momentos para que los autores manifestasen su capacidad literaria, uno de los motivos más tradicionales y fácil y obligadamente insertables en sus crónicas sería la tormenta. El motivo de la tempestad resultaría, sin dudarlo, uno de los elementos más literaturizables de toda la materia narrada y ejemplo paradigmático para el lucimiento de la evidentia o hipotiposis. Dicho de otra forma, las crónicas habrían de ser más literarias, o más mentirosas, en la descripción de una tormenta porque la literatura ya se había adueñado del tópico, porque ofrecía muchas posibilidades de lucimiento estilístico y porque, conviene no olvidarlo, las habrían padecido muy frecuentemente en la realidad de sus viajes. En términos más generales, pues, nos encontramos ante un panorama muy favorable a la aparición y desarrollo del tópico que estamos analizando por varias razones: —La raíz épica de las crónicas o relatos de Indias, su aliento épico reforzado muy sutilmente, en ocasiones, por el carácter colectivo de la empresa narrada, materia épica que es el origen último del tópico. —El enriquecimiento literario o novelización de tales crónicas, que haría esperable la utilización abundante y hasta amplificada del motivo4.

3

Ignacio Arellano, 1992, pp. 304-305. Se ha convertido en un lugar común aludir a los libros de caballerías como fuente más o menos remota de la materia narrativa americana. En un rápido repaso al género he hallado alguna tormenta con elementos propios de la clásica (señalados aquí en cursiva), como los vientos enfurecidos, las olas que elevan la nave hasta las nubes y hasta lo más profundo, los marineros con las bombas incapaces de achicar el agua, los rezos desesperados. Cito solamente la presente en la obra de Diego Ortúñez de Calahorra, Espejo de príncipes y caballeros, vol.V, p. 259: «Y como tomassen la vía de Polonia, a quatro días que huvieron navegado se levantó una tormenta muy grande. Y a la media noche los vientos fueron tan terribles que levando las olas en alto, unas vezes pareciendo subir la nao hasta las nuves, y otras baxar hasta el profundo. Y era tanta la agua que entrava dentro que no bastava quanto los marineros echavan por la bomba para que no les diesse el agua en los aposentos baxos a las rodillas; por lo qual, teniéndose los buenos cavalleros por perdidos, muy de coraçón pedían a Dios merced de sus pecados, y le rogavan los librasse de aquella gran tormenta.Y quando vino el alba del día, tanto los forçosos vien4

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—La preparación humanística de muchos de sus autores, quienes sin duda conocerían los modelos antiguos y las actualizaciones coetáneas del motivo de la tormenta, con todos sus elementos tópicos, y que estarían inclinados, cuando no obligados, al ejercicio de la imitación tradicional. —La base histórica de los hechos narrados abundantes en viajes, tormentas y naufragios, contexto ideal para la descripción de la tormenta. La búsqueda de tormentas y relatos relacionados directamente con el tópico5 nos ha llevado a la consulta de más de treinta obras no siempre breves6, entre relaciones, crónicas, historias... que, independientemente del título, podían remitir al ámbito de relatos de descubrimiento o viajes. Es más, en el afán de hallar el desarrollo del motivo, se amplió el campo a textos muy cercanos formalmente a las crónicas americanas, pero que relatan viajes y expediciones a otros lugares7. Dicha búsqueda se ve facilitada por la aparición llamativa de las consecuencias inmediatas de las tormentas navales: el naufragio. Y es el naufragio uno de los elementos esenciales en casi todas las crónicas cuando obligadamente está presente un viaje. Pero una curiosa e inicial constatación es que los abundantes naufragios no contienen una detallada descripción de la tormenta que los provoca, cuando en la tradición más literaria, desde la épica clásica a las novelas bizantinas, es la tempestad la que cobra más protagonismo que su consecuencia final. Ejemplo paradigmático lo encontramos en dos obras esenciales de este conjunto de obras: Los naufragios de Alvar

tos la nao combatieron, que como fuesse ya muy vieja del mucho tiempo que avía andado en la mar, toda se abrió por medio, y los buenos cavalleros no tuvieron otro remedio sino asirse cada uno de la tabla que más cerca de sí halló». 5 Valga decir también tempestad, borrasca, huracán (término especialmente americano), pero también terremoto y hasta tempestades y tormentas terrestres provocadas por volcanes, aunque el motivo literario principal sea la tormenta marítima, la que puede remitir más fácilmente a las fuentes clásicas. 6 Junto a las que serán citadas en las páginas siguientes, se han consultado también las obras de Alva Ixtlilxóchitl, Carvajal, Cieza, Clavijero, Colón, Landa, Lizárraga, López de Gómara, López de Velasco, Medina, Ondegardo, Oviedo y Baños, Pomar, Sarmiento de Gamboa, Sigüenza y Góngora,Valencia,Villagrá,Villagutierre y Zorita, cuyas referencias bibliográficas se hallarán en la bibliografía. 7 Bartolomé de las Casas, Brevísima relación de la destrucción de África; Antonio Pigafetta, Primer viaje alrededor del mundo o Rodrigo de Vivero, Relación del Japón.

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Núñez Cabeza de Vaca y la Historia general y natural de las Indias de Gonzalo Fernández de Oviedo. El título de la obra de Cabeza de Vaca es una clara invitación a la presencia de tormentas, porque si hay naufragios... Pero los naufragios que contiene la crónica de Cabeza de Vaca —sin duda menos de los esperables, a juzgar por el título— no pintan tormentas con matices literarios. La tempestad más llamativa relatada por el cronista es la inicial del capítulo I. Se trata de un huracán con efectos devastadores en el mar y en tierra firme: A una hora después de yo salido la mar comenzó a venir muy brava, y el norte fue tan recio que ni los bateles osaron salir a tierra, ni pudieron dar en ninguna manera con los navíos al través, por ser el viento por la proa; de suerte que con muy gran trabajo, con dos tiempos contrarios y mucha agua que hacía estuvieron aquel día y el domingo hasta la noche. A esta hora el agua y la tempestad comenzó a crescer tanto que no menos tormenta había en el pueblo que en el mar, porque todas las casas e iglesias se cayeron, y era necesario que anduviésemos siete o ocho hombres abrazados unos con otros para podernos amparar que el viento no nos llevase8.

Las siguientes son ya referencias poco significativas, acumuladas obviamente en los primeros capítulos de navegación, del tipo: Partidos de aquí y llegados a Guaniguanico nos tomó otra tormenta que estuvimos a tiempo de perdernos.A cabo de Corrientes tuvimos otra, donde estuvimos tres días. Pasados estos doblamos el cabo de Sant Antón y anduvimos con tiempo contrario9.

¿Por qué, entonces, un título tan claro y significativo? La explicación que ofrece su editor, Enrique Pupo-Walker, se fundamenta en el peso literario que ya en el momento tenía el libro de viajes y su elemento esencial, el naufragio. El título fue aprobado por el autor, seguramente, en la edición de 1555 y se trata de una estrategia oportunista «para insertar el texto de Núñez en esa categoría exitosa de

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Núñez Cabeza de Vaca, Los naufragios, p. 184. Núñez Cabeza de Vaca, Los naufragios, pp. 186-87.

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narrativa viajera a la que sin duda pertenecía»10. Estamos, por lo tanto, ante una muestra palmaria de la importancia que el hecho espectacular y trágico del naufragio tendría para el público del momento; sería esperable que ello hubiera tenido reflejo en la composición de las obras y, por lo tanto, las tormentas provocadoras del naufragio serían, una vez más, protagonistas de la narración. Con el género de libros de viajes11 entramos en un mundo parcialmente distinto al de las crónicas y relaciones de Indias, porque muchas de estas narraciones americanas contienen relatos que incluso desgajados de su contexto bien podrían presentarse como libros de viajes: es el caso del libro L de la Historia general de Gonzalo Fernández de Oviedo, «Infortunios e naufragios acaescidos en las mares de las Indias, islas y Tierra Firme del mar Océano»12. Fernández de Oviedo concentra aquí muchos relatos de naufragios en un conjunto homogéneo que indica la predilección de cierto tipo de público por la parte más «literaria» de muchas de estas crónicas: el viaje, el naufragio y las aventuras derivadas. De nuevo, si hay naufragios, habremos de esperar la presencia de su causa, las tormentas, y otra vez éstas ni son tan frecuentes como era de esperar ni, lo que es más significativo, están relatadas acudiendo a los modelos literarios precedentes. Si seguimos acotando el marco literario en donde se pueden encontrar tormentas, desde las crónicas hasta los libros de viajes, llegamos a los relatos de naufragios. Podría ser considerado una suerte de subgénero, como asegura Javier de Castro, pero si llega a serlo, su con-

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Pupo-Walker, 1992, p. 135, si bien el término naufragios no aparece en el título «sino en la parte superior de las páginas dedicadas a la narración como tal», pp. 72-74. Creo que no es del todo inocente que sea precisamente el editor de la tercera edición, Andrés González Barcia, quien en 1749 incluya por primera vez el término Naufragios en el título de la obra: Naufragios de Alvar Núñez Cabeza de Vaca y relación de la jornada que hizo a la Florida con el adelantado Pánfilo de Narv á e z. La configuración de un posible subgénero de relaciones de naufragios parece, por lo tanto, casi un invento —en tanto conjunto homogéneo— dieciochesco, como sucederá con el caso portugués. 11 Se trata de un género que recibe una atención periódica y continuada. Pueden ser un buen ejemplo las obras de conjunto siguientes: Actas del primer encuentro internacional colombino, Literatura de viajes. El Viejo Mundo y el Nuevo, Maravillas, peregrinaciones y utopías: literatura de viajes en el mundo románico. 12 Fernández de Oviedo, Historia general y natural de las Indias, p. 305.

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figuración como tal es muy vacilante, como se infiere de su propio estudio: Los relatos de naufragios pueden ser considerados con toda probabilidad como un género. Interpretan un modelo narrativo de origen y naturaleza literarios debido a que sus autores, en la mayoría de las ocasiones, demuestran poseer, en más o menos grado y según los casos, un bagaje de conocimientos retóricos suficiente para adaptar sus historias, vividas o no por ellos mismos, a estructuras coherentes, formalmente hablando13.

De hecho, el corpus que apunta en su apéndice14 recoge, entre los siglos xvi y xvii, ocho relatos impresos en castellano, mientras que unos quince están escritos en portugués. Por su parte, parecen más abundantes las fuentes manuscritas (relaciones personales y expedientes de autos), pero su escasa difusión y su origen y función no literaria ni historiográfica, tal vez, no ayudasen en la configuración genérica. Es decir, su carácter jurídico o de investigación comercial no facilita la integración en un género que debería inscribirse en el ámbito de lo literario15. En cualquier caso, una de las «coordenadas» que configuran el relato de naufragios, «el temporal»16, es explicado como «relación pormenorizada», sin ofrecer, no obstante, ejemplos concretos ni rastrear posibles tópicos literarios en dicha descripción. Lo que sí aparece como un dato destacable —aunque apenas subrayado— es la diferencia entre la amplia tradición portuguesa y la menos rica castellana. De hecho, es significativo que otro estudio, el ya citado de Herrero Massari sobre los libros de viajes, incluya también la tradición portuguesa dentro de la más amplia literatura de viajes. En su análisis, Herrero señala que el desarrollo del tópico de la tempestad en los libros de viajes oscila «entre casos de máxima progresión del componente tópico y estilístico, y ejemplos de absoluta ausencia de modelos y usos literarios»17 y justifica esta diferencia en la cultura del autor:

13 14 15 16 17

De Castro, 1992, p. 38. De Castro, 1992, p. 48. De Castro, 1992, pp. 41-42. De Castro, 1992, p. 39. Herrero Massari, 1999, p. 173.

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Así pues, el cuadro de la tempestad, en su formulación más artística, puede encontrarse tanto en textos de ficción como en aquellos otros aparentemente destinados a una finalidad temática. El grado de acercamiento a la estructura narrativa tópica del motivo de la tormenta depende del acervo cultural a disposición del autor para transcribir el episodio siguiendo las pautas de un modelo literario consagrado o limitándose a la simple verbalización del mismo18.

Sin embargo, pocos ejemplos aduce de tormentas en la literatura de viajes en obras no abiertamente de ficción. Diferente, pues, parece el caso portugués porque existe, desde el siglo xviii, una recopilación de relatos de naufragios compuestos entre mediados del xvi y finales del xvii que habían sido publicados en pliegos sueltos —siguiendo la costumbre de las populares relaciones— y que fueron editados por Bernardo Gomes de Brito en un libro que tituló História Trágico-Marítima (Lisboa 1735-1736)19. Se trata de una configuración dieciochesca posterior de un subgénero concreto, una disposición típica del momento de la creación de las historias literarias nacionales20. Ese acopio, formado como unidad al menos desde el

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Herrero Massari, 1999, p. 175. Del libro hay edición española a cargo de Blanco Suárez, indicada en la bibliografía (Gómez Brito, 1948). 20 No conozco una organización similar en la literatura española a partir de las frecuentes relaciones de sucesos que puedan contener naufragios, a no ser la significativa modificación del título de la relación de Cabeza de Vaca, efectiva en su tercera edición ya en el xviii. A título de ejemplo se pueden señalar las ediciones del profesor Henry Ettinghausen, 1995 y 2000, que recogen varias relaciones de tempestades, tormentas, huracanes y terremotos terrestres. Para un acercamiento inicial a las relaciones de sucesos que puedan contener relaciones de naufragios, ver obligadamente la magnífica página que mantiene el grupo de investigación sobre Relaciones de sucesos (siglos XVI-XVIII) en la Península Ibérica dirigido por la profesora Sagrario López Poza (http://rosalia.dc.fi.udc.es/relaciones). Por su parte, el trabajo ya citado de Javier de Castro, 1992, p. 45, n. 2, habla de «ricos fondos documentales del Archivo General de Indias de Sevilla» y de otros archivos españoles, pero se trata de documentos derivados de procesos informativos e investigaciones de responsabilidades de los naufragios y no podrían, como se ha dicho, formar parte inicialmente de esta investigación. 19

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xviii, favoreció su difusión y su lectura como subgénero y permitió análisis en conjunto, como los de Giulia Lanciani21. La profesora Lanciani organiza en este trabajo la construcción del relato de naufragio en varias unidades narrativas, entre las que es obligada la tempestad, la cual se caracteriza por unos elementos recurrentes que remiten, en última instancia, a la tradición clásica —por cierto, no indicada explícitamente— mediante el uso no disimulado de la amplificatio: Qualquer que seja a estrutura, compacta ou descontínua, e qualquer que seja a função, a unidade «tempestade» apresenta, em todos os relatos que a incluem, caracteres de forte homogeneidade. Os ventos, contrários e/ou tempestuosos [...]; as ondas [...]; os rombos [...]; as bombas [...]; o leme [...]; a carga da coberta [...]; cenas de desespero e confissões públicas de pecados [...]; a imperícia dos pilotos [...]; o alijamento das mercadorias22.

Para lo que aquí nos interesa, resultará significativa no ya la ausencia de tormentas en la tradición española, sino su diferente calidad con respecto a la portuguesa, aunque tampoco el rastro literario del corpus portugués se presente de manera palmaria, a juzgar por los ejemplos aducidos por Lanciani. El esquema de presentación de la tempestad visto anteriormente en Cabeza de Vaca será el que —mutatis mutandis— se repetirá a lo largo del corpus de crónicas y relatos estudiados. Las referencias a tormentas y tempestades son mucho más austeras. Ese es el modelo de lo que parece la tradición española en el

21 Citaremos por el último trabajo de la autora, que recapitula varios anteriores sobre el mismo asunto (Lanciani, 1997). Los innumerables relatos de naufragios, aunque tal vez sin esa configuración explícita de libros de naufragios, son tema bastante estudiado, pero sin duda fue el siglo xix el que alimentó, en toda la cultura europea, una visión romántica de tantas aventuras.Ver, sin más, dos clásicos sobre esta cuestión dentro del ámbito francés y anglosajón: Desperthes y Duromensil, 1855, y Redding, 1833. El relato de naufragios sigue siendo una fuente inagotable de narraciones no tanto de cariz literario como biográfico o periodístico. En el ámbito español es obligada la consulta del libro de José Luis Martínez, 1983. Pero para acercarse al género relato de naufragios contemporáneo, ver, a título de ejemplo, el libro de Pipe Sarmiento, 1999, una suerte de relación de sucesos de nuestros días. 22 Lanciani, 1997, pp. 109-10.

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relato de las tormentas y el corpus analizado nos lo confirma. Comprobémoslo con los pertinentes ejemplos. En el inicio del capítulo XIV de su Historia de la conquista de México, Antonio de Solís relata así una tormenta: Partieron últimamente del puerto de La Habana en diez de febrero del año de mil quinientos y diez y nueve, favorecidos al principio del viento, pero tardó poco en declararles su inconstancia, porque al caer del sol se levantó un recio temporal que los puso en grande turbación, y al cerrar de la noche fue necesario que los bajeles se apartasen para no ofenderse, y corriesen impetuosamente dejándose llevar del viento, y eligiendo como voluntaria la velocidad que no podían resistir. El navío que gobernaba Francisco de Morla padeció más que todos, porque un embate de mar le llevó de través el timón y le dejó a pique de perderse. Hizo diferentes llamadas con que puso en nuevo cuidado a los compañeros, que atentos al peligro ajeno, sin olvidar el propio, hicieron cuanto les fue posible para mantenerse cerca, forcejeando a veces, y a veces contemporizando con el viento. Cesó la tormenta con la noche, y cuando se pudieron distinguir con la primera luz los bajeles, acudió Cortés y se acercaron todos al que zozobraba, y a costa de alguna detención se remedió el daño que había padecido.

Fernán Pérez de Oliva, en la quinta narración de su Historia de la invención de las Indias, describe muy parcamente un huracán marítimo y terrestre, similar al relatado por Cabeza de Vaca: Este año de la parte del oriente vino un torbellino tan grande y tan vuelto en remolinos, que todos los bosques por do pasó talaba. Después, entrando en la mar, sin turbarse las aguas, anegó tres naves que estaban en áncoras, con tanta presteza y poderío, que no parecía caso natural. El mesmo año creció el mar con tempestades más de lo acostumbrado, lo cual fue digno de admiración, porque son tan reposados los mares en aquellas costas, que con ellos juntan prados de verdura. Los de la isla decían que venían estos espantos por las culpas de los nuestros, pues ellos jamás vieron otros semejantes ni oyeron a sus antepasados decir, según que eran buenos testigos los árboles muy viejos que el torbellino derrocó23.

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Pérez de Oliva, Historia de la invención de las Indias, pp. 168-69.

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Del mismo tipo es el relato de Bernal Díaz del Castillo en su Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, en el inicio del capítulo II, «Cómo descubrimos la provincia de Yucatán»: Y doblada aquella punta y puestos en alta mar, navegamos a nuestra ventura hacia donde se pone el sol, sin saber bajos ni corrientes ni qué vientos suelen señorear en aquella altura, con gran riesgo de nuestras personas, porque en aquella sazón nos vino una tormenta que duró dos días con sus noches, y fue tal, que estuvimos para nos perder, y desque abonanzó, siguiendo nuestra navegación, pasados veinte e un días que habíamos salido del puerto, vimos tierra, de que nos alegramos y dimos muchas gracias a Dios por ello24.

Se trata de referencias poco precisas a las tormentas corridas, pero lejos de amplificaciones demoradas o con desarrollo literario de un tópico. Como mucho, en contextos diferentes, ciertas actitudes pueden recordar submotivos narrativos del tópico, como la apelación divina. Es el caso del capítulo II, XI, de la Historia de Yucatán de Bernardo de Lizana, quien aprovecha su crónica para el relato de milagros marianos con referentes bíblicos, pero que tal vez se deba inscribir más en las relaciones de hechos maravillosos: De la divina escritura nos consta cómo el profeta Jonás, por no ir a hacer la voluntad de Dios con gusto, levantó el mismo Dios las olas del mar con tanto ímpetu, que temieron la ruina los navegantes, y tomaron por remedio el echar en la mar al profeta, con que cesó la tempestad: siguieron su viaje, y llegaron al puerto de salvación.Y el profeta en el vientre de la ballena al tercer día fue echado a tierra, conociendo que el agradar a Dios, y cumplir sus mandatos, sólo pueden escaparnos libres del mar tempestuoso, y peligros de esta vida. Iban navegando en un navío el capitán Domingo Galván, y fue tal la tormenta que les dio, queriéndose ya anegar y zozobrar junto a un risco y pena muy grande, entre bajíos muy peligrosos, ya sin esperanza de remedio, perdidas las fuerzas los marineros. El capitán con gran valor les dijo a todos: Hermanos, Dios nos quiere castigar, por ir contra sus divinos preceptos, ofendiéndole por momentos, y así nuestros pecados nos anegan, sólo Dios nos puede socorrer, prometamos ser muy grandes sier-

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Cito por la magnifica edición preparada por Guillermo Serés, que está en prensa, y a quien agradezco ahora su generosidad de siempre.

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vos suyos, haciendo libro nuevo de vida, y hagamos todos promesa de ir a visitar el templo de la Virgen de Izamal, de quien nos debemos valer en esta ocasión, pidámosle todos con mucha humildad, nos libre de tan manifiesto peligro; y así lo hicieron todos de rodillas, y luego cesó la tormenta [...] y todos admirados de verse libres de un peligro cual nunca se había visto, e imposibilitado de humano remedio, dieron gracias a Dios nuestro Señor, y prometieron de nuevo venir a visitar el templo de Izamal, e imagen de su santísima Madre, que tuvieron por cierto les libró del peligro, a quien se habían encomendado [...]. Y vemos que éste y otros sucesos han sido parte para acrecentar la devoción de esta santa imagen en los corazones de ellos: y se ve claro, pues cada día vemos más y más devoción en ellos, y que acuden de continuo por todo el discurso del año a pedir socorro en todos sus trabajos a la Madre de Misericordia, que siempre acude, cuando es invocada, como se ha visto, y verá en sus milagros y maravillas25.

Varias novedades referidas más a la temática que al proceso literario de la narración podemos encontrar en el conjunto de textos analizados. En primer lugar, las tormentas fluviales. La nueva circunstancia geográfica enfrenta a los expedicionarios con caudalosos ríos en los que sufren tormentas similares a las marítimas, sin precedentes europeos. Francisco Vázquez en la Jornada de Omagua y Dorado, tratando del río Marañón, dibuja una de estas particulares tempestades: De allí para abajo nos llovió mucho, y vienen muchos aguaceros con muchos truenos, y ordinariamente con tanto viento, que causan en el río gran tormenta de olas, mayores que en la mar, que anegan las canoas y piraguas, si no se acogen con tiempo al abrigo de la tierra; y aún en los bergantines nos vimos algunas veces con tanto peligro, especialmente una noche, que nos pensamos anegar. Cuando llueve en los nascimientos de los ríos que en éste se juntan, vienen grandes avenidas que anegan y cubren toda la tierra a la redonda26.

Sin duda, la expedición al río Marañón será la que más tormentas fluviales recoja, anunciadas sin mucho detalle, como hace Manuel Rodríguez en El descubrimiento del Marañón o Diego de Aguilar y de Córdoba en El Marañón (cap. X): 25 26

Bernardo de Lizana, Historia de Yucatán, pp. 106-108. Francisco Vázquez, Jornada de Omagua y Dorado, p. 72.

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En el Marañón los aguaceros y procelas, con terribles vientos, que levantan olas tan hinchadas y temerosas como en la mar, y tan furiosas y peligrosas tormentas que pone terror y con terribles truenos.

Novedad obligada también es la tormenta padecida por las canoas27 o la presencia de tempestades terrestres provocadas por huracanes y volcanes. Martín de Murúa en su Historia general del Perú describe muy detalladamente, en el capítulo III, XXII, «De la miserable ruina que vino a la ciudad de Arequipa», los efectos de un volcán cuya erupción por más de treinta días provocó tormentas, tempestades y terremotos28. En ocasiones, la falta de referencias a este tipo de desastres naturales y la reacción de la gente llevan a los narradores a comparar la situación con las tempestades marítimas. Manuel Rodríguez, en El descubrimiento del Marañón, describe así una erupción en Quito: Diciendo parte de los efectos principales destos asombros, a lo que obligaron a la cristiandad de Quito fue al recurso de la penitencia: en las iglesias se ocuparon todos los sacerdotes, pareciendo pocos para oír las muchas confesiones que concurrieron. Veinte fueron los que en el colegio de la Compañía estaban en los confesionarios y muchos del concurso no esperaban su vez de poderse confesar, diciendo a voces sus pecados; y los gritos, lágrimas, sollozos y suspiros de todos causaba grande confusión y obligaba a dar absoluciones luego que había materia de pecado, confesado y propósito de la integridad, si hubiese tiempo para declararlo todos, para dar algún desahogo a tanto aprieto, que era como el de irse a pique una nave en una tormenta desecha: allí se oían los votos y promesas fervorosas, se daban bofetadas, se mesaban los cabellos en señal de penitencia y arrepentimiento de sus culpas, sin que persona alguna se acordase de otra cosa que de prevenirse para la muerte que esperaban, o sepultados en la tierra abierta con los terremotos o entre el fuego y piedras que arrojaba el volcán, de que juzgaban ya cercanas a arruinarse las iglesias29.

27

Por ejemplo en Bernardo de Lizana, Historia de Yucatán, pp. 106-107: «También sucedió a unos indios del puerto de Campeche, que salieron a pescar con sus canoas, como suelen, les dio una tormenta, que los arrebató con tanta violencia, llevándolos la mar en fuera, y zozobrando la canoa, que ya se habían anegado». 28 Martín de Murúa, Historia general del Perú, pp. 537 y ss. 29 Manuel Rodríguez, El descubrimiento del Marañón, IV, II, p. 364.

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Con todo, no aparece la evocación literaria del tópico, con elementos procedentes de la tradición clásica. No parece depender del estrato social ni de la nacionalidad de los autores. De hecho, Ulrich (o Ulrico) Schmidel en sus Relatos de la conquista del Río de la Plata y Paraguay recoge un buen número de tormentas, pero siempre con referencias accidentales del tipo: Después de lo ocurrido estuvimos surtos dos días en Cádiz, y el día de San Andrés nos hicimos a la vela, rumbo a Amberes. En este viaje tuvimos también grandes tempestades y tormentas terribles, que los marineros dijeron y juraron que en veinte años que estaban navegando no habían visto tempestad tan horrible, ni oído que hubiese durado tanto30.

Y, del mismo modo, Antonio Pigafetta en su Primer viaje alrededor del mundo enumera sus muchas tormentas, pero no se para en describirlas («Un sábado por la noche, 26 de octubre, costeando Beraham Batolach, nos sorprendió una tempestad pavorosa»31 o «antes de doblar el cabo de Buena Esperanza, permanecimos nueve semanas frente a él, arriadas las velas, por el viento occidental y mistral en la proa, y tempestades pavorosas»32), mientras destaca las precisiones técnicas de la navegación. En este tipo de relaciones de viajes, el ejemplo de Rodrigo de Vivero en su Relación del Japón será bien significativo. Desde el mismo prólogo hace referencia a las tormentas padecidas otorgándoles un valor metafórico: he sacado casi de la sepultura la pluma para referir mis tormentas en esos discursos, haciendo lo que el predicador famoso, que de la letra del Evangelio, saca provecho a las gentes33

pero renuncia ya desde el capítulo primero a describirlas con detalle: y aunque las tormentas y naufragios que hasta este punto se padecieron eran copiosas para hacer una larga relación, no sé si en sesenta y cinco

30

Ulrico Schmidel, Relatos de la conquista del Río de la Plata y Paraguay, p. 111. Antonio Pigafetta, Primer viaje alrededor del mundo, p. 127. 32 Antonio Pigafetta, Primer viaje alrededor del mundo, p. 159. 33 Rodrigo de Vivero, Relación del Japón, p. 135. 31

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días que duró la navegación, hasta que llegó esta desdichada hora, se han pasado en la mar del norte ni en la del sur, mayores desventuras34.

Una única excepción hallamos en todo el corpus de textos analizados: se trata de Pedro Fernández de Queirós (o Quirós, con su apellido castellanizado, nacido en 1555 y muerto en 1614), quien, en el capítulo III de su Descubrimiento de las regiones australes («En que se prosigue el descubrimiento, y salida del puerto del general; su gran tormenta y llegada a la Nueva España y Pirú») relata con técnica morosidad la tormenta: Dioles en esta ocasión con tanta furia un viento Susueste, que confiesa el piloto mayor no haber visto otra tal furia en cuarenta y cinco años que tenía de navegación, y que le puso espanto; y que hasta media escotilla metió el costado del navío debajo del agua, que a no estar calafateada y clavada, los hundiera allí, y nadaban los marineros y soldados dentro de la nao. Alejose el batel lleno de cables y agua, y con mucho trabajo se mandó dar un poco de vela al trinquete, y aún no estaban desatadas dos jaretas, cuando se hizo el trinquete mil andrajos y en ellos fue volando por los aires, quedando mondas las relingas y la nao zozobrada media hora, hasta que el general mandó cortar el árbol mayor, que fue a la mar con todos sus aparejos, llevándose al salir el canto del bordo, y el agua sobre él una vara de medir. [...] A veinte y nueve de octubre cargó el viento Sueste con tanta furia y mar, y con tantos truenos y relámpagos, que parecía hundirse el mundo: no se puso vela que no la llevase el viento; habiendo en la nao siempre un codo de agua. Desenvergose la cebadera y púsose por trinquete para correr con ella; mas cargó tanto el viento Sur, que llevó la vela y quedaron sin ninguna: pusieron las frazadas y con ellas se corrió al Noreste hasta otro día postrero de octubre que el viento, con aguaceros, fue rodando hasta que se hizo Oeste, con que se navegó al Leste altura de veinte y nueve grados35.

34

Rodrigo de Vivero, Relación del Japón, p. 137. Cerca ya del final de su relación comenta, p. 172: «Pero en el paraje de Los Laerones, comenzaron a lo de agosto las tormentas, y fueron tantas y tan grandes, que hasta el 30 de septiembre que se perdió este galeón, no tuvimos cuatro días no fuesen de huracanes, y de tiempos los más bravos que en la mar se han visto». 35 Fernández de Quirós, Descubrimiento de las regiones australes, pp. 60-61.

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Siempre en esta línea, en el capítulo XLVI, «Cuéntase cómo se tuvo vista de la tercera isla descubierta, y una grande tormenta», su exactitud se adorna con dramatismo literario: Estando, pues, tratando desto, fue vista al Poniente una tierra que por estar nublada y cerca, y ser ya tarde, se tomaron todas las velas. Cerró la noche, y a poco andado della se levantó al Nordeste un negro y espeso nublado con tres pies, que en breve se hicieron uno, y con éste enderezó la vía hacia donde estaban las naos, con tanta presteza y furia, que a todos nos hizo cuidar de buscar remedio a los males con que venía amenazando. Los navíos temblando lo recibieron y se inclinaron a las bandas. Alborotose la mar; y todo se puso horrendo: los fuciles y relámpagos que por el aire tejían, parecía dejar los cielos rasgados, y deslumbradas las vistas. Oyéronse caer tres rayos, los truenos espantosísimos; terribles los aguaceros, y los borbotes de viento venían con tanto ímpetu, que el menor daño esperado era llevarse los mástiles, y por vecindad de la zabra, el piloto della decía con roncas voces: —¡Ah de la nao capitana: desvía! ¡Ah, orza, arriba! Todo eran sobresaltos, todo priesa y todo grita. Era la noche espantable, la determinación incierta, grande la pena por no saberse si era seguro el lugar a donde estaban las naos36.

En esta bella excepción en el corpus analizado, destaca el relato de Fernández de Queirós37, con base indudablemente literaria y retórica38. No es fácil aventurar una fuente concreta del texto que el cronista tiene por modelo. Sin duda, los ecos virgilianos e incluso ovidianos39 son los más llamativos y, por supuesto, el ambiente del canto

36

Fernández de Quirós, Descubrimiento de las regiones australes, p. 213. Habida cuenta de las diferencias entre el ámbito portugués y castellano en lo referido al relato de la tormenta, tal vez no resulte impertinente indicar el origen portugués del autor, aunque quizá sea una mera casualidad. 38 Un somerísimo análisis retórico del texto señala de inmediato aquellas figuras necesarias en la descripción por medio de la evidentia, la apropiada para la descripción de la tormenta (ver Heinrich Lausberg, 1967, evidentia, §§810-19). Fundamental será el uso del isocolon formando acumulaciones distributivas en períodos trimembres, como sucede en las últimas líneas, o también el empleo de la sermocinatio que finge aquí dramáticamente la voz, en estilo directo, del piloto. Los mismos elementos, tal vez aun más claros, hallaremos en la cita siguiente del Persiles cervantino. 39 Especialmente el clamorque virum stridorque redentum (Eneida I, v. 87) y, en general, toda la descripción de la tormenta del Libro I; y también los versos de las Metamorfosis, XI, vv. 481-84 y 495. Ver Cristóbal, 1988, p. 127. 37

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XV de La Araucana de Ercilla (octavas 80-81) está presente en esta narración. Pero lo más curioso es cómo Cervantes recoge en el Persiles (II, I, «Donde se cuenta cómo el navío se volcó con todos los que dentro dél iban») la descripción de una tormenta con algunos elementos estilísticos muy similares («todo era confusión, todo era grita, todo suspiros y todo plegarias») que parecen remitir a una fórmula acuñada bastante común: La tormenta creció de manera que agotó la ciencia de los marineros, la solicitud del capitán y, finalmente, la esperanza de remedio en todos. Ya no se oían voces que mandaban hágase esto o aquello, sino gritos de plegarias y votos que se hacían y a los cielos se enviaban; y llegó a tanto esta miseria y estrecheza que Transila no se acordaba de Ladislao, Auristela de Periandro: que uno de los efetos poderosos de la muerte es borrar de la memoria todas las cosas de la vida y, pues llega a hacer que no se sienta la pasión celosa, téngase por dicho que puede lo imposible. No había allí reloj de arena que distinguiese las horas, ni aguja que señalase el viento, ni buen tino que atinase el lugar donde estaban: todo era confusión, todo era grita, todo suspiros y todo plegarias. Desmayó el capitán, abandonáronse los marineros, rindiéronse las humanas fuerzas y, poco a poco, el desmayo llamó al silencio, que ocupó las voces de los más de los míseros que se quejaban40.

La curiosa presencia de los sintagmas comunes en la descripción de la tormenta implica el alto grado de codificación estilística o incluso lexicalización o formularización al que se había llegado en la descripción de la tormenta o, más generalmente, en la pintura del caos. De hecho, el término grita («confusión de voces, altas y desentonadas», según Autoridades) es indicio de la situación. Lo hemos encontrado en los consejos de fray Antonio de Guevara en su Arte de marear (1539): Es saludable consejo y aviso muy necesario que al tiempo que en la galera viere el pasajero alzar el ancla; coger los remos, meter el barco, apartarse de tierra, mudar la vela, y andar gran grita, calle, recójase y no diga palabra ni ande por la galera, porque los marineros, como son unos desesperados y aun agoreros, tienen por grandísimo agüero si en el conflicto de la tormenta oyen hablar y hallan en quien tropezar41. 40 41

Cervantes, Los trabajos de Persiles y Sigismunda, pp. 280-81. Fray Antonio de Guevara, Arte de marear, p. 366.

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Y en la descripción del barullo propio de la marinería: Es previlegio de galera que el día que navegando se pasare golfo, o de súbito viniere alguna grande tormenta, no se encienda lumbre, no aderescen comida, no llamen a tabla y que entren todos los pasajeros so sota, porque para alzar la garrucha es necesario que esté la galera exenta.Y es verdad que en aquella hora y conflicto más temor ponen la confusión y las voces, y el estruendo y la grita que los marineros traen entre sí, que no la furia y bravata que en la mar anda42.

Por supuesto, está presente en la épica de Ercilla, en la famosa narración de la tormenta: Crece el miedo, el clamor se multiplica, uno dice: «¡a la mar!»; otro: «¡arribemos!»; otro da grita: «¡amaina!»; otro replica: «¡A orza, no amainar, que nos perdemos!»; otro dice: «¡herramientas, pica, pica!; ¡mástiles y obras muertas derribemos!». Atónita de acá y de allá la gente corre en montón confuso diligente43.

Y también en su indisimulado imitador Pedro de Oña, en una narración canónicamente virgiliana de la tempestad en su Arauco domado de 1596 que añadimos ahora a los ejemplos clásicos de nuestra literatura: Que el mar ya vuelto en cándida harina, sin que esparcirse pueda por el suelo, a cada vuelta salta para el cielo. El claro sol se fue, y la noche escura batiendo al mar sus negras alas vino con un desaforado torbellino, armado de granizo y piedra dura; la grita, el alboroto, la presura, la turbación, el pasmo, el desatino,

42 43

Fray Antonio de Guevara, Arte de marear, p. 341. Ercilla, La Araucana, I, 81, p. 457.

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la amarillez del rostro ya difunto se apoderó de todos en un punto. Ya la menuda arena hierve abajo, y arriba las soberbias ondas braman; ya sobre lo más alto se encaraman, ya vuelven desgalgándose a lo bajo; parece que se arranca el mar de cuajo, y que sus aguas frígidas se inflaman, marchando en escuadrón de ciento en ciento a dar asalto al cálido elemento. Por medio dél frenéticas pretenden a todo su pesar abrir carrera para mezclarse allá en la nona esfera con las parientas aguas que allí penden; porque del fabricado mundo entienden que quiere ya volver, ¡ay, tal no quiera! sin que le quede ripio sobre ripio a la cantera tosca del principio44.

Ya en el xvii, esta abreviada descripción del caos generada por la tormenta aparece aplicada a las batallas —también motivo propicio para el uso de la evidentia— como en El caballero puntual de Salas Barbadillo (1614): Fue imposible hacer allí la averiguación de la causa, porque todo era grita y rumor confuso; crecía la borrasca de la gente que, con una y otra fila, los unos a los otros se ahogaban.Y así, volviéndole a encaballerar sobre su jumento, dieron vuelta a la huerta, que ya la hallaron desamparada del Letrado y demás secuaces, porque luego, como no eran de los que se maman el dedo y comen45.

O en el León prodigioso, de Cosme Gómez de Tejada (1636): Pasmose todo el concurso de animales y luego se encendieron con furor tan indómito, que unos acometieron a dar muerte a la ingrata y cruel

44 45

Pedro de Oña, Arauco domado, p. 122. Salas Barbadillo, El caballero puntual, p. 157.

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Crisaura, otros pedían a voces prisión para mayor castigo, y todo era grita, estruendo, y gran confusión46.

En fin, de la tormenta a la batalla, con la obligada evidentia, se pasa también a nuestro teatro y Calderón empleará el término grita y sintagmas muy similares a los primeros señalados en Guárdate del agua mansa y, especialmente, en la descripción de la batalla de la tercera jornada de Judas Macabeo: La tierra, pues, oprimida monumentos mil levanta, porque de cualquiera planta teme perder una vida, y ya los campos rompidos procuran eterna fama; gime el bronce, el parche brama, y en los ecos repetidos todo es ciega confusión, todo grita lastimosa, y por todo voy furiosa a buscar a Simeón47.

Los guiños virgilianos son más evidentes en Cervantes («Atreviose el mar insolente a pasearse por cima de la cubierta del navío y aun a visitar las más altas gavias, las cuales también ellas, casi como en venganza de su agravio, besaron las arenas de su profundidad»48) y en los textos épicos de Ercilla y Pedro de Oña, pero la combinación reiterativa de los mismos sintagmas es un indicio claro de que se utilizaban los mismos mimbres para una descripción general del caos que solía ser la tormenta o la batalla. Con todo, lo subrayable en este momento no es la riqueza descriptiva de esta tormenta de Fernández de Queirós anotada anteriormente, ni siquiera sus posibles fuentes, sino

46

Gómez de Tejada, León prodigioso, fol. 298r. Cito por mi edición de la obra en la Segunda parte de comedias de Calderón, en prensa. Por cierto que en una primera versión de la obra, que en la actualidad estudia Fernando Rodríguez-Gallego, se lee furia en lugar de grita, curiosa variante, para lo que ahora estudiamos, de la que al menos dejaremos constancia aquí. 48 Cervantes, Los trabajos de Persiles y Sigismunda, p. 281. 47

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su carácter de excepción con respecto a un conjunto significativo de obras pertenecientes al mismo género. La más clara ejemplificación de la ausencia de tormentas con descripción épica —o cuando menos literaria— en el ámbito de las crónicas o relatos de Indias se puede encontrar en la magna obra de Gonzalo Fernández de Oviedo, Historia general y natural de las Indias, y en su libro L, dedicado exclusivamente al relato de naufragios, como se ha señalado páginas arriba. Sin embargo, el ordenamiento posterior y los avatares editoriales de la obra deberían ser revisados49, ya que parecerá significativo, por ejemplo, que este Libro de naufragios comprendiera once «ejemplos» en la edición de 1535 y «se aumentaron a treinta en la versión 1547»50. Tal vez la historia textual, la configuración como libro de unos relatos sueltos, ofrezca alguna clave de interpretación del conjunto que, en cualquier caso, ha suscitado un relativo interés crítico51. Álvaro Félix Bolaños señala que detrás del relato del naufragio de Zuazo: Oviedo impuso sobre los eventos narrados una coherencia formal generalmente asociada con la escritura de ficción. Tal coherencia formal se la ofrecieron los relatos de viajes (y naufragios), de milagros, de peregrinaciones y el ansia universal de la búsqueda del «lugar ameno», cuya estructura formal y epistemológica pertenecen a una tradición medieval y renacentista que tanto Oviedo como su lectores conocían muy bien52.

49 Ver al respecto el trabajo de Remedios Contreras, 1982, pp. 117-29. Y, como obligado punto de partida, la introducción de Juan Pérez de Tudela Bueso que estamos manejando. 50 José Arrom, 1983, p. 141. Este trabajo, por cierto, no satisface el interés que su título suscita («Gonzalo Fernández de Oviedo, relator de episodios y narrador de naufragios») porque ofrece unos comentarios superficiales que no explican el valor narrativo del texto de la Historia y apenas dedica dos páginas a los naufragios. 51 Destaca el trabajo de Álvaro Félix Bolaños, 1992, quien se fundamenta en el relato extenso del naufragio y supervivencia de Alonso de Zuazo que narra Oviedo. No analiza concretamente los trazos literarios de la narración y sí propone una interpretación de su sentido simbólico a través del modelo narrativo del milagro, p. 167: «El relato de Zuazo es a la vez alegoría del fracaso de la empresa hispana en América y alegoría de la superación de ese estado indeseable. Es, simultáneamente, una evocación negativa (el rechazo de la sociedad contemporánea) y positiva (la búsqueda del estado primigenio y benigno)». 52 Félix Bolaños, 1992, p. 176.

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Y ciertamente muchos trazos literarios surgen abiertamente en este relato53, y uno de ellos será el motivo de la tormenta, imprescindible para el desarrollo de la narración. Sin embargo, en un contexto tan formalmente literaturizado como este relato, la tempestad es contada casi con laconismo, si atendemos a sus consecuencias: Y estando engolfado, e habiéndole subcedido contrarios tiempos, siguiose que después de haber navegado mucho tiempo, un día, a la medianoche, que se contaron veinte del mes de enero de mill e quinientos e veinte y cuatro años, les dio tan rescio temporal e tormenta, que muchas veces se vieron cubiertos de las ondas de la mar, así por ser grande la tormenta como por ser tan pequeña la carabela [...] no cesaba jamás un punto de animar y esforzar a todos a la oración [...] E así, en el instante parescía que el navío salía del profundo de la mar hasta encima della54.

Sigue la narración contando cómo se veían señales «espantosas» de la desgracia (peces voladores, ruidos...), el desgobierno de la nave, el golpe contra los arrecifes y las pérdidas del bastimento. No se trata, ciertamente, de una mención sin más de la tormenta; incluso alguna referencia literaria parece adivinarse en el tópico del navío que baja al abismo del mar y sube a la montaña de las olas, y otras comunes a elementos funcionales de la tempestad marítima como las señaladas, pero si tenemos en cuenta que unas líneas antes se había referido a las Metamorfosis de Ovidio, o indicaba muy retóricamente el orden natural que iba a seguir en la narración, poco parece, sobre todo en el ámbito estilístico, comparada con la descripción de Fe rnández de Queirós, por ejemplo. Existen, en este tipo de narraciones, elementos funcionales comunes, pero no trazos estilísticos que delaten una in-

53 Félix Bolaños estudia en particular el molde narrativo del milagro y simbolismo, pero otros muchos recursos tienen un valor retórico más interesante, desde la justificación de la posible inverosimilud de lo narrado o el tópico del comienzo de la narración siguiendo el ordo naturalis («Y para que mejor se entienda, tomaré de principio el discurso de esta historia, porque se vea la causa que movió a este caballero para su navegación, de que tan incomportables e no oídas fatigas se le siguieron, por el buen celo con que se movió a tal camino», Historia general, vol.V, pp. 322b-323a), por citar solamente dos ejemplos inciales en las primeras líneas de la narración. 54 Fernández de Oviedo, Historia general y natural de las Indias, vol.V, p. 324b.

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fluencia directa de modelos retóricos concretos, como podría esperarse de autores cultos como Fernández de Oviedo. Uno de estos elementos habituales y muy presentes en las descripciones de naufragios de Oviedo son los milagros55, normalmente marianos, como ya hemos visto en el caso de Bernardo de Lizana en su Historia de Yucatán. Ejemplo de ello tenemos en el capítulo IX56 en el que se relata un milagro de la Virgen de Guadalupe. Esto era muy común y, en cierta medida, puede recordar la apelación a los dioses de la tormenta épica. Pero sin duda se integran perfectamente en este tipo de relaciones de hechos maravillosos que quieren conmover al receptor. El comportamiento de los tripulantes ante una tormenta casi siempre implica una ferviente oración y el encomendarse a una advocación mariana concreta o a un santo. Otro buen ejemplo lo encontramos en el capítulo XX: una gran tormenta relatada con precisión, pero con pocas concesiones a elementos literarios. Dice el narrador: Llegó la cosa a tanto, que se confesaban a más que de paso, así los unos como los otros, e no menos el maestre e piloto, e aquel buen clérigo los absolvía, bañados todos en lágrimas e ondas de la mar, pidiéndose perdón e abrazándose con amargos sospiros e singultos, torciendo las manos e alzando los brazos e ojos al cielo, con tan continuados clamores que no se entendían cosa que dijera57.

Y en todo este libro L de naufragios pocas tempestades marítimas más se pueden encontrar descritas con cierto detenimiento58. Téngase en cuenta que cada naufragio está casi siempre precedido de una tormenta o un suceso similar, pero el detalle escasea y los trazos literarios que recuerden, por ejemplo, a Virgilio —por citar el modelo inicial— no han sido encontrados. Tal vez esos «adornos» literarios sean voluntariamente olvidados por quien se empeña en contar las cosas

55 Ver, 56 Ver

sobre este aspecto particular, el trabajo ya citado de Félix Bolaños, 1992. Fernández de Oviedo, Historia general y natural de las Indias, vol.V, pp. 321

y ss. 57

Fernández de Oviedo, Historia general y natural de las Indias, vol.V, p. 365a. Su capítulo XXVII (vol. V, pp. 407 y ss.) describe dos huracanes en términos similares a los ya vistos en Cabeza de Vaca y Fernán Pérez de Oliva. 58

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verazmente como quiere demostrar Oviedo a cada paso de su Historia y muy concretamente en el capítulo final: Yo confieso que este título de bien escribir no le meresce mi pluma por elegante; pero débesele dar por verdadera e común a nuestra nasción, con las cuales condiciones se defenderán mis historias de los reprehensores [...] Ande verdad sobre todo; e dígala e óbrela cada uno como mejor supiere y entendiere, que es más a lo cierto e conforme al servicio de Dios; al cual yo doy infinitas gracias por la misericordia que conmigo ha usado, pues ni elegancia ni circunloquios ni afeites ni ornamento de retórica, sino llanamente, ha dejado llegar a tal estado esta General e Natural Historia de Indias, conforme a verdad59.

¿Será, entonces, esa la razón de esta ausencia tan llamativa, el deseo de prescindir de artificios retóricos en la narración? Podría, pero ello se contradice con la presencia de otro tipo de elementos claramente literarios y de sustrato humanista que a cada paso surgen en Fernández de Oviedo60. La justificación de la ausencia de ornato en la descripción de la tormenta por ignorancia del narrador pudiera ser válido para ciertas relaciones de naufragios de corte periodístico —si se me permite el término— o en los relatos manuscritos de los archivos que dan cuenta de investigaciones comerciales o legales sobre determinados naufragios o pérdidas, como las recogidas por Javier de Castro, pero no en quien utiliza recursos cultos y demuestra a cada paso su saber humanístico. ¿Por qué otro autor, más humilde, como Gaspar de Carvajal, cuya crónica es re c ogida por Fe rnández de Oviedo (libro L, capítulo XXIV), al relatar la aventura de Francisco de Orellana en el Marañón coincide en estos términos después de recordarnos las Escrituras y nada menos que la actitud de Tito Livio ante sus crónicas? Dice así Carvajal en el mencionado capítulo de la Historia de Fernández de Oviedo: Así yo, no para más de informar con verdad a quien lo quisiere saber e leer mi relación llana e simple, sin circunloquios, con la rectitud que el

59 Ver,

en este caso, Fernández de Oviedo, Historia general y natural de las Indias, vol.V, pp. 416b-17a. 60 Lo explica magníficamente Isaías Lerner, 1992, al respecto de Oviedo.

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religioso debe testificar lo que vido, e como aquel a quien quiso Dios dar parte a esta peregrinación, contaré una historia, tal cual ella es, si yo la supe sentir y en parte comprender61.

Y al final: Y es verdad que en lo que aquí he escripto me he asaz copilado e acortado, porque la prolijidad engendra el fastidio, y el fastidio causa menosprecio e contradice la auctoridad e crédito que deben haber las auténticas relaciones; pero así superficional e sumariamente he relatado la verdad en todo lo que yo vi e ha pasado por el capitán Francisco de Orellana62.

La misma actitud encontraremos en Los naufragios de Cabeza de Vaca, bien concretamente referida al tópico de la tormenta: Estando allí surtos nos tomó una tormenta muy grande, porque nos detuvimos seis días sin que osásemos salir a la mar; y como había cinco días que no bebíamos, la sed fue tanta que nos puso en necesidad de beber agua salada y algunos se desatentaron tanto en ello que súpitamente se nos murieron cinco hombres. Cuento esto así brevemente porque no creo que hay necesidad de particularmente contar miserias y trabajos en que nos vimos, pues considerando el lugar donde estábamos y la poca esperanza de remedio que teníamos, cada uno puede pensar mucho de lo que allí pasaría63.

Y lo mismo sucede en Bernal Díaz del Castillo, quien declara escribir su historia muy «llanamente». Tal vez se deba a lo que señaló Francisco Rico: La estrategia está clara: Bernal confunde deliberadamente la elevación de estilo y la deformación de la realidad histórica, para sugerir a los «curiosos lectores» que, puesto que él no engola ostensiblemente el estilo, tampoco se aleja un ápice de la realidad. Es la retórica de la llaneza, la astucia del candor64.

61 62 63 64

Fernández de Oviedo, Historia general y natural de las Indias, vol.V, p. 373. Fernández de Oviedo, Historia general y natural de las Indias, vol.V, p. 401. Núñez Cabeza de Vaca, Los naufragios, cap. 9, p. 211. Rico, 1991, p. 89.

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Esta confusión deliberada no implica, en efecto, la renuncia a diversas estrategias literarias y retóricas. De hecho, Bernal, Fernández de Oviedo, Cabeza de Vaca y otros muchos autores que aquí ni siquiera han sido nombrados, persiguen «la estrategia de la verdad» en un contexto de singularidad narrativa, como señala tan justamente Guillermo Serés65, o aluden más abiertamente a su diferencia con géneros «mentirosos» —novelescos en términos no coetáneos—, en particular referidos a los libros de caballerías66 o a géneros muy proclives a la ficción, del que es un magnífico ejemplo la detalladísima y literaria tormenta relatada por Gonzalo de Céspedes y Meneses en su Varia fortuna del soldado Píndaro. De hecho, la frecuencia de tormentas y naufragios en la obra es bien destacada, incluso anunciada por el propio título, que apela a la «varia fortuna», donde el término fortuna es sinónimo de ‘tormenta’, como se señaló en el prólogo de este libro. Conviene citar, a pesar de su extensión, la tormenta descrita en el capítulo XXIII del libro: Salimos pues de Cartagena, sin embargo de todo, y dentro de ocho días, o poco menos, vimos su cumplimiento, y en su tanto la más grave desdicha que hasta hoy lloró España. Íbamos caminando en conserva, no sin éste y otros muchos recelos, cuando sobre los bajos de la Serranilla, cerca de prima noche, nos salteó un huracán con furia tan diabólica, que en un instante todos los galeones nos perdimos de vista. Podré contar el suceso del mío, el cual fue el que se sigue: escurecióse el cielo con horrendos nublados, y los aires bramaron de repente, levantando las ondas sobre los dos castillos de popa y proa; también, al mismo paso que fue entrando la noche, cresció un bravo sueste, y con tan espantosa y desacostumbrada violencia, que luego al punto temblamos y advertimos el último rigor y calamidad. Con este sobresalto comenzamos a usar de los

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Guillermo Serés, 1992, hace notar la novelización individualizadora que supone la narración en tercera persona comparándola con la otra gran novedad en primera persona del siglo, el Lazarillo. 66 Catherine Poupeney Hart, 1991, pp. 507-508: «El cronista se valía, por cierto, de las novelas de caballerías como punto de referencia externo, apelando a la experiencia de lectura de “cosas nunca oídas, ni vistas, ni aún soñadas” de su público potencial (ver Adorno, 1986). Jugaba sobre el atractivo de la novedad, del exotismo, de las aventuras, propio del mundo caballeresco, y lo rechazaba después (“pues no cuento los disparates de los libros de Amadís”), poniendo de relieve la autenticidad de sus propuestas».

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remedios tristes que entonces se acostumbran; alijáronse pesos, las cajas, las haciendas y hasta la plata misma, cuanto se halló sobre cubierta y en bajo de la puente todo lo vio la mar, todo lo amontonó en sus entrañas cavernosas; si bien mis barras de oro, con silencio profundo, acompañaron siempre, fueron alegre epíctima a mi afligido y turbado espíritu. Embravecíase a más andar aquel monstruo indomable, batallaban bramando los dos furiosos elementos, y pareció preciso que se les apartasen de delante todas aquellas cosas en que pudiesen hacer presa sus garras. Cortamos los mástiles de gavia y arrojáronse al agua las cajas de reserva, y viendo que ni esto bastaba y que el aire crescía y las olas se levantaban a las nubes, lanzamos fuera, si no la artillería, la munición y parte de su avío. Así corriendo, en tan amargo término, nos embistió por proa un gran golpe de mar, que casi, al retirarse, nos arrasó el timón, y en breve tiempo quedamos sin gobierno, y la nao en través la mayor parte de la noche. Pero aquel Dios inmensso, a quien llamábamos humildes y afligidos, dio aliento a nuestras fuerzas, traza y arbitrio con que la nave governase y enpezase a virar luego que fue de día. Mas en aqueste punto, serían entonces las seis de la mañana, nos sobrevino otro acidente nuevo y nunca oído. Cerconos con espantoso horror un nublado tan negro, que de improviso nos dejó más a escuras que si fuera la mitad de la noche. No menos se juzgó la cerrazón y sombra de quien se entapizó el hermoso cielo, y de suerte que tan sólo se vían los míseros celajes, las bislumbres horrendas que formaban al romper sus encuentros las impelidas ondas, los relámpagos fieros con que se endían las nubes, dando espantosos truenos y estampidos.Y en tan grave conflicto, cuando el rumor del viento, los bramidos del mar, el crujir de las jarcias, las voces del piloto, los gritos roncos de marineros y soldados, el trabucarse aqueste, el levantarse el otro, nos tenía a todos llenos de amargas lágrimas, confusos y sin ningún sentido, si alguno nos quedaba, acabó ahora de quitárnosle otro golpe infernal, que en un instante se llevó tras de sí el mástil del trinquete, la vela, verga y jarcias, y el de la cebadera, el castillo de proa, quatro soldados y un pobre pasajero; dio al traste con la puente y hizo dos mil pedazos el batel del galeón, y éste mismo se vio de la popa a la proa cubierto de las aguas por un muy largo espacio. Llamamos todos, dándonos por perdidos, con lastimosas ansias, a la Virgen santísima, y como los que ya tenían la muerte entre los labios, en confuso rumor, nos comenzamos a confesar, tan turbados estábamos, los unos a los otros; y no desanimados con esta actión piadosa, acudiendo a la bomba, mientras con furia y prisa procurábamos juntos dilatar nuestro fin, tres ráfagas de viento, governadas de un impestuoso torbellino, nos arrebataron con el mástil mayor lo restante y esencial de las jarcias, quebrantando, al caer, diez y siete hombres, que luego fueron echados a la mar; la cual, enfurecida, y

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más que nunca soberbia y procelosa, cuando desconfiados de la vida y sin ningún remedio abandonábamos el navío, por particular favor del cielo, volvió atrás con nosotros.Y puedo decir que milagrosamente, después de varios casos y sucesos notables, nos metió en Cartagena; adonde, sin comer ni dormir el tiempo que duró la tormenta, llegamos tan desfallecidos y acabados, que casi aun mirando la tan deseada tierra nos faltaba el aliento para salir a ella, y aun pisándola luego, no creíamos nuestra buena fortuna, ni que estábamos libres del alterado Océano67.

No hará falta subrayar la riqueza con que es relatada esta tempestad, con todo el detalle que falta en las crónicas y la estrategia enunciativa del autor, quien destaca muy arteramente el relato en primera persona. No hay mejor ejemplo para contrastar la diferencia entre ficción e historia, aun con todas sus contaminaciones. El motivo de la tormenta, siguiendo el modelo épico virgiliano, tenía una clave fundamentalmente estilística, anclada al estilo elevado, que podría inducir a una interpretación no veraz por parte de unos lectores (u oyentes) que indentificaban épica con estilo culto y estilo culto con literatura en sentido moderno frente al nivel medio —cuando no humilis— de los relatos históricos, verdaderos. Renunciando a dicho nivel estilístico, los cronistas por una parte disculpaban sus carencias literarias y, lo más importante, por otra, utilizaban un recurso literario mucho más astuto que podemos llamar en palabras de Francisco Rico «la retórica de la llaneza». En los cronistas y narradores de los relatos estudiados se produce un conflicto entre el estilo elevado del modelo clásico que podrían imitar y su obsesión por otorgar a su narración caracteres no tanto verosímiles, sino veraces. De esta forma, estos autores, aun siendo cultos muchos de ellos —y demostrándolo en otros aspectos de sus obras—, renuncian a las leyes retóricas que aconsejaban el uso de la evidentia o de la hipotiposis68, la figura obligada para la descripción vívida de una desgracia natural, para no romper su decoro y coherencia estilística basada en la llaneza de su estilo medio. Prescindiendo de este recurso y de los muchos colores retóricos que dependen de él, la

67 Gonzalo de Céspedes y Meneses, Varia fortuna del soldado Píndaro, vol. I, pp. 213-16. 68 Recuérdese el significativo título del capítulo ya citado de Francisco Rico, 1991, «Todo delante de los ojos», sobre la actitud de Bernal.

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tormenta no queda fijada en la mente del lector —que es la función primordial de la evidentia—, no se produce el efecto de suspensión narrativa que una descripción detallada produce en el relato69. De ahí que casi todas las tormentas aparecidas se presenten fugaces a pesar de que alguna de ellas ocupe un buen trecho narrativo. Se trata, en fin, de un decoro estilístico que les impide mezclar el estilo elevado con su pretensión de veracidad, todo lo contrario que en autores posteriores, en particular los románticos y realistas, quienes, al carecer de este prurito y al no tener la obsesión de la historicidad, compiten en riqueza y detalle en la descripción de famosas tormentas70. Otro camino será el de la imitación clásica, la senda literaria que siguen los autores cultos del Siglo de Oro, que sí explotan retóricamente el motivo tradicional y lo enriquecen estilísticamente siguiendo los pasos obligados de sus auctores preferidos. En fin, este análisis ha querido demostrar varias intuiciones iniciales: —La tormenta, como elemento tópico y con rasgos estilísticos clásicos, no está presente en las crónicas de Indias, ni siquiera en los relatos de naufragios, si consideramos revelador el amplio corpus aquí analizado. —La supuesta contaminación literaria de los cronistas de Indias no es tal en el caso de la tempestad, cuando por tema y por la realidad contada tendría un acomodo obligado en dichas narraciones. —Esta ausencia no se debe a la ignorancia de los cronistas, sino a la estrategia literaria utilizada, que se basa en la voluntaria confusión entre estilo elevado y deformación de la verdad. —Este procedimiento es bastante más sagaz que el simple seguimiento estilístico del motivo de la tormenta, porque la ausencia de ornato es utilizada, consciente o inconscientemente, para otorgar un mayor grado de veracidad. Los cronistas de Indias renuncian al empleo de la evidentia en beneficio del estilo medio que conferiría veracidad a sus textos. 69

En palabras de H. Morier, 1989, p. 530, s. v. hypotypose: «L’hypotypose peut donc être destinée à fixer dans la mémoire un moment capital de la narration». 70 H. Morier, 1989, s. v. hypotypose, §7, Conflit entre l’hypotypose et la pudeur classique. Para Morier, el clasicismo de, por ejemplo, Racine le impide romper el decoro estilístico que enriquecería una determinada descripción como las narradas por románticos y realistas.

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En ese sentido, su camino es bien diferente a muchos de los escritores coetáneos que hacían literatura basada en la imitatio clásica. El motivo literario de la tempestad es un elemento esencial en el desarrollo de la literatura occidental en todos los géneros literarios, pero sorprende más que lo sea por su ausencia allí donde cabría esperarlo más hermosamente coloreado.

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3. LOPE Y LA TORMENTA: ESTRATEGIAS LITERARIAS PARA LA VARIACIÓN DE UN TÓPICO

Cerúleo sorbedor por tantas bocas de más naves que vio tu centro arenas; teatro en quien oyó trágicas scenas sentada la Fortuna entre estas rocas. Tomé de Burguillos, La primera vez que vio la mar.

Un curioso lector de la obra de Lope notará la abundancia de escenas marítimas, muchas de ellas tormentosas, y una inusual riqueza léxica y técnica de elementos propios de la navegación. Lectores curiosos ha tenido muchos Lope siempre y, por lo tanto, esto ya fue anotado desde antiguo por los más perspicaces1. Si fuese lícito todavía acudir simplemente al tan gastado como atractivo modo biográfico de entender la literatura de Lope de Vega, podríamos decir que la abundancia de las tempestades en su obra se debe a su experiencia marítima en las campañas de la Isla Terceira (1583) y la Armada invencible (1588)2 y, sobre todo, a su vida azarosa, por decirlo en términos «astranescos», plagada de las más variadas

1 Ya A. Castro y H. A. Rennert, 1968, p. 131, comentaban a principios del siglo pasado a propósito de La Dragontea: «Lope maneja con una extraña soltura los términos de marina, de tal suerte, que para un lector profano en náutica hay multitud de pasajes incomprensibles». 2 Los famosos versos del Huerto deshecho, citados y explicados (los famosos «tres lustros») por todos sus biógrafos, aluden directamente a estas aventuras: «Ni mi fortuna muda / ver en tres lustros de mi edad primera, / con la espada desnuda / al bravo portugués en la Tercera, / ni después en las naves españolas / del mar inglés los puertos y las olas» (Lope de Vega, Huerto deshecho, en La vega del Parnaso, fol. 102v).

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tormentas3. Incluso quien se empeñó, contracorriente, en reclamar una base culta o libresca para su literatura, A. K. Jameson, comentaba en 1937: Not that all of it derived from books, however. [...] The Dragontea is full of technical nautical terms, the knowledge of which fills the authors of the Vida de Lope de Vega, Rennert and Castro, with wondering admiration. Yet surely it would be easy and natural for him to make himself acquainted with them during his months in the galleon San Juan, when he played his part in the expedition against England in 1588. Such terms must have been as familiar to many of his contemporaries as are those

3 El modelo de interpretación literario de la obra de Lope ha tenido en la base biográfica muchos y famosos ejemplos desde el inicio del siglo pasado. En la reseña al magnífico libro de Elizabeth R. Wright, Pilgrimage to Patronage, María M. Carrión, 2002, p. 520, manifiesta esta conocida tendencia teórica: «The substantive body of biographical narratives written about Félix Lope de Vega y Carpio has been one of the cornerstones of Spanish Golden Age studies. In the twentieth century alone, this historical treasure ranges from the early volumes The Life of Lope de Vega (1562-1635), by Hugo Albert Rennert (1904), Lope de Vega en sus cartas by Agustín de Amezúa, and Lope de Vega: biografía espiritual by Nicolás González Ruiz (both dated 1935), to those by Florentino Zamora, Lope de Vega, censor de libros (1941), Joaquín de Entrambasaguas, Vivir y crear de Lope de Vega (1946), Alonso Zamora Vicente, Lope de Vega, su vida y su obra (1961), Dámaso Alonso, En torno a Lope: Marino, Cervantes, Benavente, Góngora, los Cardenios (1972), Alan Trueblood, Experience and Artistic Expression in Lope de Vega (1974), and Francisco Márquez Villanueva, Lope: vida y valores (1988), to name just a few. In fact, readings about this “life” frequently compete with the vast number of critical studies about the dramatic, poetic, and narrative texts signed by and attributed to this central figure of Hispanic letters. Moreover, such biographical approaches have been used oftentimes as the key measure for the critical exercise of reading the body of literature “owned” (in the authorial sense proposed by Foucault) by Lope. The end result, and one of the points of liability of much scholarship concerned with the Spanish Renaissance and Baroque, is that once upon a time these biographies —some of which, paradoxically enough, were based on Lope’s writings— moved center stage in the “modern” configuration of Golden Age studies and, by extension, to the larger disciplinary umbrella of Hispanism, of which the former used to be a core element». En cualquiera de las monografías citadas por la reseñadora podemos encontrar referencias a las aventuras marítimas de Lope. Y, por recordar una que no se cita, ver la de Lázaro Carreter, Lope de Vega. Introducción a su vida y obra, 1966, quien se refiere a los episodios de la Terceira y la Armada Invencible en las pp. 33 y 35 respectivamente.

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relating to motor cars or aeroplanes in our own day, and they are used with almost as great a freedom by Ercilla in La Araucana4.

Como indica Jameson, no todo en Lope procede de los libros, como no todo derivaba de sus experiencias biográficas. Pero tal vez la presencia de las tormentas, la riqueza del léxico marítimo y su gusto por el naufragio no sea el mejor ejemplo para ser justificado exclusivamente desde la vida de Lope, ni la de sus lectores contemporáneos. Sin duda, lo que el mismo A. K. Jameson insinúa de la influencia de Ercilla sea una de las claves interpretativas más razonables. Esto nos llevaría al estudio de las fuentes literarias de la tormenta en Lope de Vega. No se debe, con todo, despachar el asunto tan fácilmente. Como es innegable, las referencias biográficas trufan toda la obra del poeta; quizá nadie como Lope haya querido entreverar su literatura con jirones de su vida y esto también afecta al desarrollo del tópico de la tormenta. Aquilatar lo que hay de literario y biográfico en cada uno de sus usos es una tarea, en gran medida, imposible. Sin embargo, nos consta la existencia de una tormenta que afectó directamente a Lope: la tempestad que le arrebató a su hijo Lope Félix, tal vez la última escrita por el Fénix y que aparece en la égloga Felicio, Égloga piscatoria en la muerte de Don Lope Félix del Carpio y Luján publicada en La vega del Parnaso5. Ello no quiere decir que sea autobiográfica —aunque pueda ser biográfica— ni que Lope describa una tormenta vivida y real6. El conocimiento de las circunstancias de la muerte del hijo llevan a Lope a enmarcar los hechos en un ámbito determinado, una tempestad marítima, pero por muy real y afectivamente cercana que esta tormenta haya sido, no se escapa a la descripción tópica de sus elementos más literarios, encuadrados, por lo demás, en un contexto genérico no habitual, como se verá más adelante. Habrá que tener en cuenta, por otra parte, que en este acostumbrado juego lopesco entre lo autobiográfico y lo literario, el autor 4

Jameson, 1937, p. 138, y 1938, pp. 104-19. Lope, La vega del Parnaso, fols. 237-43. 6 Incluso se ha querido entender que el aliento inicial del propio Huerto deshecho está en una tormenta terrestre que desbarató un huerto personal de Lope al que alude en alguna ocasión en su epistolario y que Lope aprovecha para ilustrarlo con el tópico del Beatus ille. 5

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adopta una ambigua postura en la que presenta lo literario como biográfico, dando la vuelta al procedimiento habitual y esperado ante su obra. Esta máscara lopiana induce, en más de un caso, a convertir en biográfico lo literario y no siempre permite valorar ajustadamente un disfraz poético que se acaba por confundir con otro vital. Todo ello nos obliga a volver, por lo tanto, a los más seguros cauces textuales. Vicente Cristóbal, en su análisis citado, señala la Jerusalén de Lope como un ejemplo de impronta virgiliana, en particular por la presencia de algunos motivos concretos en el Canto VII: la irrupción de los espíritus malignos, el catálogo de naves, los gritos de los marineros (clamorque virum), las tablas que nadan, la aparición de Neptuno, la amistad entre Alfonso y Ricardo, eco de la de Eneas y Acates, o la apelación de la Virgen a Cristo, que recuerda la «de Venus a Júpiter en las postrimerías de la tempestad virgiliana»7. Añadamos, por nuestra parte, a estos elementos argumentales alguno más concreto que servirá, además, para conocer el proceso amplificatorio que emplea Lope en su épica historicista. El verso «uelum aduersa ferit, fluctusque ad sidera tollit» (Eneida, I, 102) genera en Lope al menos dos del mismo tipo en la Jerusalén conquistada: «Hoy verá el cielo de la mar la arena» y «tocaron las arenas las estrellas»8, más literal, pero con el mismo sentido. Se trata de una técnica común a cualquier tradición y que se favorece cuando una fuente es muy conocida, como en este caso. Otro ejemplo de desviación amplificadora la encontramos en los tres versos siguientes, en donde el efecto descrito del mar hirviendo aparece como Ya se dilata el mar, ya se entumece, ya brama y sus Perilos amenaza, ya, como si le dieran fuego, cuece9.

En este caso, además, Lope parece seguir una tradición de versiones romances entre las que se encuentran Hernández de Velasco

7 V. Cristóbal, 1988, pp. 143-44. Es imposible negar la influencia de Virgilio en este motivo como también sería muy difícil no ver ecos evidentes de Homero. 8 Lope de Vega, Jerusalén conquistada, VII, 92, v. 8 y VII, 95, v. 8, respectivamente, en Poesía, vol. III, p. 280. 9 Lope de Vega, Jerusalén conquistada, VII, 97, vv. 1-3, en Poesía, vol. III, p. 281.

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(«Hierve la arena, y el agua embravécese») o la traducción italiana de Annibal Caro (1507-1566): fra due liquidi monti, ove l’arena, non men ch’ai liti, si raggira e ferve10

y que remiten al virgiliano «terram inter fluctus aperit, furit aestus harenis» (Eneida, I, 107). No obstante, otro tipo de acercamiento al poema épico de Lope descubrirá una influencia que, si no es mayor en cantidad, sí lo es cualitativamente: Lucano. Se ha de subrayar, en cualquier caso, que dichas deudas aparecen disueltas en un tratamiento muy abierto del tópico. Herrero Llorente, editor también de la Farsalia, confirma la presencia de Lucano en la obra de Lope con numerosos ejemplos y encaja al autor latino en la tradición española del Siglo de Oro. Lucano era poeta muy leído y estudiado por cualquier persona medianamente preparada de la época. Subraya Herrero: Sin embargo, creo poder demostrar el contacto directo de Lope con Lucano, porque, a lo largo de la vastísima producción de aquel, encuentro estas cinco clases de pruebas: 1ª. Alusiones indirectas, hechas pensando en Lucano o en su obra; 2ª. Reiteradas menciones del poeta hispano-

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Cito por la edición L’ Eneide di Virgilio nella traduzione di Annibal Caro, 1991. No parecen existir grandes coincidencias entre la conocidísima y utilizada traducción de Hernández de Velasco (Toledo, 1555) y las referencias lopescas a la Eneida, ni en la Jerusalén ni en otras obras en las que aparecen citas explícitas de la Eneida como, por ejemplo, Las fortunas de Diana. La coincidencia en este caso no es literal, aunque remita a una misma tradición; la variante «cuece» por la más común «hierve» puede interpretarse como un paso más en la amplificación lopiana que no abandona, con todo, la línea de las traducciones romances. El interés por el tópico de la tormenta entre los lectores de la versión de Gregorio Hernández de Velasco de la Eneida queda confirmada, a título de curiosidad, en el ejemplar de la biblioteca del maestro Alberto Blecua, LOS DOZE / LIBROS DE LA / ENEIDA DE VIRGI- / LIO PRINCIPE DE / LOS POETAS LATI- / NOS. TRADVZIDA EN / OCTAVA RIMA Y / VERSO CASTE / LLANO. [grabado en el que se muestra la imagen de Fortuna y Virgilio en una nave corriendo tormenta, con una orla IN DIES ARTE AC FORTVNA] / EN ANVERS / En Casa de Iuan Bellero en el Halcon / M. D. LVII. En la portada una mano anota Por Gregorio Hernandez. Tal vez el mismo curioso que conocía al autor de la traducción iluminó con sus notas el precioso librito. En la página nueve, en el borde superior, escribe «Tempestas», justamente en donde corresponden los versos con el desarrollo del tópico.

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latino; 3ª. Citas de la Farsalia traducidas en verso; 4ª. Citas ilustrativas; 5ª. Imitación de giros y pasajes11.

Ya A. K. Jameson, en un trabajo de 1936 —complementario al de 1937—, señalaba la presencia de Lucano en Lope. En su enumeración de referencias,Virgilio superaba con mucho la cantidad de citas: si nos fijamos sólo en la Jerusalén, anota veintiséis de Virgilio, casi todas de la Eneida, mientras que de Lucano apunta, para el mismo texto, solamente nueve12. Bastantes años más tarde, otro defensor del sustrato literario de Lope, Simón A.Vosters, comentaba: «Como poeta épico se consideraba el gran sucesor del latino cordobés, a quien remite nada menos que 28 veces a lo largo de la Jerusalén conquistada»13.Y no debemos olvidar lo que Lucano representa con respecto a la tradición épica de corte homérico-virgiliano: un giro hacia la verosimilitud, un anclaje directo en la historia, al punto de que el escritor hispano-latino fue tachado de «historiador». En esa línea encuentra más cómodo puesto la obra lopesca, lejos de intervenciones maravillosas que se conjugarían mal con su concepto de épica y con un cierto grado de verosimilitud buscado en su obra, especialmente en la que denominaríamos épica historicista, porque la religiosa y, en menor medida, la ariostesca y burlesca tal vez se alejen de esta concepción. Pues bien, si nos centramos en el tópico que aquí nos ocupa y acotamos la influencia directa en el canto VII de la Jerusalén conquistada, las apelaciones al libro V de la Farsalia son frecuentes. En los dos casos se describe la tormenta más rica de ambas obras.Al mismo tiempo, la lectura de Lucano nos confirma la por otra parte obvia dificultad de atribuir una fuente concreta a una realización lopesca. Por ejemplo, la hipérbole tan usada de juntarse el cielo con el mar, acercando las olas a las estrellas, la encontramos también en Lucano14:

11

Concretamente sobre Lucano y Lope debe verse Herrero Llorente, 1991, pp. 228-29. 12 Jameson, 1936, pp. 455-60 (sobre Virgilio) y pp. 468-70 (sobre Lucano). 13 Vosters, 1982, p. 810. 14 La Farsalia,V, 625-26, p. 71. Herrero Llorente traduce: «Y también en aquella ocasión la ingente mole del mar hubiera llegado hasta los astros, si el rey de los dioses celestiales no hubiera comprimido las ondas con las nubes».

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Tum quoque tanta maris moles creuisset in astra ni superum recto pressiset nubibus undas.

Solamente podremos asegurar la fuente de algún trazo lopesco cuando el texto seguido se pueda singularizar de alguna forma.Y así sucede en las octavas 103 y 104 del libro VII de la Jerusalén, que remiten explícitamente al libro V de la Farsalia: El dudoso piloto a voces manda, la pavorosa chusma se retira, «¡lanza!», —dice—, «el timón, ¡lanza a la banda», y sin consejo a todas partes mira; turbada y ciega entre las jarcias anda, unos dicen, «¡amaina!», y otros, «¡vira!», y entre el furor de las valientes ondas, ni temen peñas, ni previenen sondas. Apenas éste a zabordar empieza, cuando confuso el otro grita «¡amura!», pero ya sumergida la cabeza la nave (era Delfín) nadar procura; parece que temió naturaleza, viendo la niebla y confusión oscura, y entre las nubes las rompidas naos volver al limbo del primero Caos15.

Lope recoge aquí dos elementos esenciales en la descripción de la rica tormenta descrita por el autor latino: el temor y las dudas del piloto y el caos de la naturaleza: Tum rector trepidae fatur ratis: «aspice saeuum quanta paret pelagus: Zephyros intendat an Austros incertum est; puppem dubius ferit undique pontus16.

15

Lope de Vega, Poesía, vol. III, pp. 282-83. Lucano, La Farsalia,V, 568-70, p. 69.Traduce Herrero Llorente: «Entonces, azorado, dice así el piloto de la barca: “Mira lo que está preparando el cruel elemento: no sabe si desencadenar los céfiros o los austros, y el mar titubeante azota por todas las partes la embarcación”». 16

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El otro motivo, la tormenta que subvierte el orden establecido de la naturaleza, Tum superum conuexa tremunt atque arduus axis intonuit motaque poli conpage laborat. Extimuit natura chaos, rupisse uidentur17

es retomado por Lope pocas estrofas más adelante para referirse a la misma situación, amplificándola: Tiembla toda la esfera y los seguros círculos, aunque son imaginados, parece que se rompen de los puros asientos de oro donde están clavados; los trópicos distintos, los coluros, los árticos y antárticos dorados, la elementar región y etérea junta, desquicia, desengarza y descoyunta18.

En fin, se podría seguir analizando con detalle cada uno de los elementos, con curiosos incisos como el «aunque son imaginados» que los distancian ya no literaria, sino ideológicamente del texto modelo y que aportan los detalles personales y cotidianos que caracterizan una parte de la épica lopesca —la historicista, de manera especial—, un paso más en la evolución hacia la verosimilitud, por no aludir ahora al posible avanzado concepto cosmológico de Lope19. El mismo motivo de la tempestad que desencaja la maquinaria celeste se repetía en La Dragontea:

17

Lucano, La Farsalia, V, 632-34, p. 71, que, en traducción de Herrero Llorente, resulta: «Tiemblan entonces las mansiones de los dioses, resuena la bóveda del cielo y, al removerse, peligra la cohesión del firmamento. La naturaleza estuvo al borde del caos». 18 Lope de Vega, Jerusalén conquistada, VII, 112, en Poesía, vol. III, p. 285. 19 Ver Jameson, 1937, p. 135, cuando dice: «Lope was well acquainted with preCopernican astronomy and frequently refers to the Ptolemaic system of concentric spheres and the primum mobile», para continuar en las pp. 135 y ss. con la propuesta de obras que probablemente Lope utilizaba para adquirir sus conocimientos e ilustrar sus obras. No deja, por lo tanto, de ser curioso este sintagma de «aunque son imaginados», hasta que no se encuentre otro tipo de explicación más apropiada.

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El cielo con los ojos enojados, de ver que un viento su carrera injuria, arrebózase el rostro de nublados por no ser conocido en tanta furia. Parece que los Polos abrasados pueden sufrir y padecer injuria, y por más que sus figuras se asgan, de allí se desencajan y se rasgan20.

Por lo visto hasta aquí, la relativa dificultad de adscribir una fuente concreta a cada relato de la tormenta lopesca no impide constatar su clara deuda con la tradición épica en la utilización del tópico más allá de peripecias supuestamente biográficas. La utilización del motivo en Lope obedece, por lo tanto, al seguimiento de la tradición literaria que, por cierto, en el siglo xvii ya empezó a verse como bastante gastada21. Dicho seguimiento, por otra parte, no parece que tenga variaciones diacrónicas reseñables, es decir, el tópico aparecido en La Dragontea resulta sensiblemente parejo a sus realizaciones posteriores. El mismo poeta también es consciente de los planos biográfico y literario. Realmente se trata de una circunstancia que Lope sabe explotar de manera inigualable. Por ejemplo, en el poema épico que acabamos de citar, La Dragontea —donde son más frecuentes las batallas navales que las tormentas—, escribe unos versos significativos: Nunca debajo el trópico se ha visto [...] tan espantosa y áspera tormenta, donde también la corre quien la cuenta22.

Parece que el autor se ve en la necesidad de autentificar la voz del narrador para dar credibilidad a los hechos que relata, a menos que el 20

Lope de Vega, La Dragontea, III, 53, en Poesía, vol. I, p. 61. González Rovira, 1995, p. 114: «La doctrina de la imitatio y el prestigio de Virgilio y otros modelos justifican una práctica que, a partir de la tercera década del siglo xvii, empieza a recibir severas críticas. Las propuestas ante la falta de originalidad en este tipo de descripciones formuladas por Tirso de Molina, López de Vega y Gómez de Tejada son también, pese a su carácter negativo, profundamente reveladoras». 22 Lope de Vega, La Dragontea, III, 47, vv. 1, 7-8, en Poesía, vol. I, p. 60. 21

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verbo en presente sea un irónico guiño a la dificultad de la escritura de lo narrado, postura irónica que Lope repite en otros lugares, pero de manera especial en su poesía lírica. En cualquier caso, el motivo de la tormenta estaba tan estereotipado que también Lope lo hace notar. Así, en La hermosura de Angélica escribe: Al fin con todo aquello que padece un pobre leño, que el furor contrasta del fiero viento que las ondas crece, y en otras partes referido basta23.

Ya antes había aludido a ello en parecidos términos cuando recuerda el trillado asunto de la tormenta y su consecuencia natural, el naufragio, en La Dragontea: Pero en tanta desorden no se puede guardar orden, señor; materia es ésta que está escrita mil veces, y que excede de mi discurso y narración propuesta; mas porque en tal silencio no se quede, imaginad que el mar la furia apresta, donde Caribdis ladra y gruñe Scila, y que el terrestre globo se aniquila24.

Ciertamente, Lope podría utilizar la nota autorreferencial porque, como se ha señalado, había descrito en múltiples ocasiones lo que le sucede a una nave corriendo tormenta.Y era consciente, por su parte, de que el tópico había sido tratado una y mil veces en diversos géneros y desde la antigüedad. La abundancia de tormentas es especialmente significativa en aquellos géneros de corte épico que las favorecían, sea por su materia clásica, como La Circe, o ariostesca como La hermosura de Angélica, o incluso la bíblica, en la épica religiosa. La Circe acumula las tormentas en el final de los cantos I y II, otorgándoles un valor estructural que se acerca a la épica clásica y que tal vez sea usado también por Lope en el género dramático. La presencia de una tormenta al final de un

23 24

Lope de Vega, La hermosura de Angélica,VII, 22, vv. 1-4, en Poesía, vol. I, p. 721. Lope de Vega, La Dragontea, III, 46, en Poesía, vol. I, p. 60.

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canto señala un remate efectista de la narración, un clímax en la acción que prepara al lector para el canto siguiente, como sucederá con el teatro, en el que el inicio de una jornada con una tormenta o el final de un acto con otra, cobra una importancia determinante en el discurrir de la acción. Las estrofas 152 y 153 del canto primero son particularmente ricas en la descripción de la tempestad: ¡Cuánto es mejor con restallar las hondas recoger a la noche las ovejas, que ver por las murallas y las rondas sangrientas muertes, lastimosas quejas! Prado es el mar, cuando espumosas ondas retratan del ganado las guedejas; mas no es cabaña una velera nave que admite sueño ni sosiego sabe. La nuestra, con tan áspera tormenta, ya no conoce rumbo por quien vaya; ya en el fondo del mar nos aposenta, ya como el alba las estrellas raya; con altas olas túmido revienta, y solo es el morir última playa: todo se rompe, todo se deshace, y entre las jarcias la esperanza yace25.

En la octava antepenúltima (152), Lope propone la metáfora del mar como un prado («Prado es el mar») y, a partir de ahí, desarrolla otras: olas/ovejas, nave/cabaña. La estrofa penúltima del canto I de La Circe vuelve a los elementos habituales de la tormenta marítima en donde se dibuja el fondo del mar, las olas que alcanzan las estrellas y el caos que provoca la furia marina: «todo se rompe, todo se deshace». Por su parte, el final de canto II del mismo poema recoge la tempestad solicitada por la protagonista que da pie a una exposición más rica en léxico de navegación. Los cantos VII (octavas 21 a 23) y XII de La hermosura de Angélica contienen las referencias más claras a la tormenta de toda la obra. Ya se ha señalado la tan interesante apelación autorreferencial de la octava VII, 22, «y en otras partes referido basta»; ha de añadirse un ver-

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Lope de Vega, Poesía, vol. IV, pp. 396-97.

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so de sabor virgiliano en la estrofa anterior «juntos midieron el abismo y cielo», en alusión al movimiento de la nave. Destaca también en este canto VII el naufragio provocado por la montaña de piedra imán (VII, 31-38) donde, si bien no es explícita su referencia a la tormenta, estamos ante una típica amplificación lopesca de un naufragio. El proceso acumulativo léxico es patente en algunos versos como «falconete, cañón, ni culebrina» (VII, 31, 2) o «nave, vela, timón, árbol, proa y popa» (VII, 34, 8). Pero será en el canto XII (octavas 10 a 15) en donde la pericia amplificatoria de Lope dibuje una tormenta con sus ecos clásicos de Virgilio y Lucano. Destaca, en este sentido, la referencia al lugar común de la estrategia bélica apuntada: Víanse por el aire, entre la gruesa borrasca de agua y nieve congelada, de varias sierpes una banda espesa, las alas negras y la vista airada; y aunque el arráez de amainar no cesa, del esquife la entena quebrantada, no importa, porque deste viento es sólo cueva el infierno y Lucifer Eolo26.

Tal vez, como apunta Jameson, estas estratagemas —que están esparcidas un poco por toda su producción épica— no deriven directamente de las fuentes clásicas, sino de obras como las de Roberto Valterio, De re militari, o de Aurelio Cicuta, Disciplina militare o, incluso, en mayor grado de alejamiento de las fuentes primitivas, de alguna poliantea o enciclopedia más manejable por el poeta27.

26

Lope de Vega, La hermosura de Angélica, XII, 12, en Poesía, vol. I, pp. 788-89. Sobre las estrategias y riqueza de datos de diferentes batallas dice Jameson, 1937, p. 132: «Mention may also be made here of two works which, though not dealing directly with classical history, are based on and draw their material largely from the events of that history. These are Robertus Valturius, De re militari, from which Lope took the descriptions of various siege weapons and varieties of military dress which he refers to in several places in the Jerusalén, and Aurelio Cicuta, Disciplina militare, an Italian work first published in 1566 under the pseudonym of Alfonso Adriano; Lope refers to it in the notes to Canto XVII of the Jerusalén for methods of drawing up an army for battle». 27

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Sin embargo, lo que quizá llame la atención es el escaso influjo de los modelos directos, es decir, aquí ariostescos, en la construcción de la tormenta. Parece, además, que esta escasa influencia del texto italiano se puede extender al común de la épica renacentista española28. En cualquier caso, lo que se puede detectar es una coincidencia procedente de las fuentes comunes clásicas. No es infrecuente encontrar en Ariosto versos que recuerden los textos de Lope porque remiten aVirgilio o a Lucano, por ejemplo29. Cabría traer muchos lugares, pero destacamos el comienzo del Canto 41 en donde se describe la tormenta y el naufragio más rico del Orlando: Ecco stridendo l’orribil procella che ‘l repentin furor di borea spinge, la vela contra l’arbore flagella: il mar si leva, e quasi il cielo attinge. Frangonsi i remi; e di fortuna fella tanto la rabbia impetuosa stringe, che la prora si volta, e verso l’onda fa rimaner la disarmata sponda. Tutta sotto acqua va la destra banda, e sta per riversar di sopra il fondo. Ognun, gridando, a Dio si raccomanda; che più che certi son gire al profondo. D’uno in un altro mal fortuna manda: il primo scorre, e vien dietro il secondo. Il legno vinto in più parti si lassa, e dentro l’inimica onda vi passa30.

28 Cristóbal, 1988, p. 135: «Las tempestades de la épica española renacentista no acusan recepción del pasaje ariostesco, sino del mucho más rico y pintoresco de Virgilio, y en todo caso alguna pincelada de la borrasca de César y Amiclas en la Farsalia, obra hispana sentida como tal por los hispanos». No obstante, debe contrastarse esa afirmación con el perspicaz trabajo de José María Micó, 1998, aunque su ambicioso concepto de épica propuesto para Lope no siempre coincida con el que aquí se ha manejado. 29 Remito directamente al ya clásico trabajo de Maxime Chevalier, 1966. Su atención se cifra más, como era de esperar, en La Hermosura de Angélica (pp. 352-61), pero también comenta algún aspecto de la Jerusalén, aunque poco relacionado con lo que aquí se analiza. 30 Ludovico Ariosto, Orlando furioso, XLI, 13-14, p. 1050.

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El elevarse de la nave hasta el cielo, la visión del fondo del mar, los gritos de la marinería, la nave («Il legno») destrozada... son todos elementos obligados en las tormentas marítimas y también presentes en Lope, pero que previsiblemente en él no procedan de una manera directa del modelo que por temática y género imita aquí más directamente. Como se ve, Lope bebe de las fuentes clásicas y lo hace ávidamente, aunque operando con una libertad que impide atribuir aquí y allá la dirección precisa del texto base. El poeta sigue el modelo épico en sus obras épicas de corte historicista y es aquí en donde se hallan las más frecuentes tormentas. Pero para enriquecer el género, el Fénix amplifica muy llamativamente los modelos tradicionales; lo hace sobre todo por medio de la riqueza léxica de términos marítimos y de navegación, que dan pie a subsiguientes estrofas, algo que llama la atención de inmediato a cualquier lector inocente.Y esos conocimientos técnicos antes parecen derivar de los precedentes clásicos y de sus lecturas que de su vida o, al menos, en una sabia combinación de ambas. La amplificación se convierte, pues, en una forma más de superación del tópico y de modificación del género en el que integra el motivo literario. Recordemos, por fin, un último ejemplo de riqueza en La Filomena (estrofa 19): Las velas de la gavia solamente les dio para salir con que sulcando las ondas del marítimo tridente, de la orilla se fueron alejando; allí ni la imperiosa voz se siente del piloto solícito, ni cuando se esfuerza el viento en la naval derrota hay quien largue amantillo o cace escota31.

El deseo de Lope por presentar un avance en el motivo de la tormenta viene dado porque la tempestad es un tópico mil veces referido y así lo conocían sus lectores, quienes habrían fatigado, además de la épica clásica, libros de caballerías, novelas picarescas, bizantinas, fábulas mitológicas o incluso obras de carácter religioso. Las quejas ya

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Lope de Vega, La Andrómeda, 19, en La Filomena, Poesía, vol. IV, p. 165.

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apuntadas por González Rovira de Tirso de Molina, López de Vega y Gómez de Tejada, entre otros, así lo muestran, como se ha señalado en los capítulos iniciales de este libro. El propio Lope lo reconoce de manera explícita en La Dragontea y La hermosura de Angélica, como ya se ha apuntado. No obstante, el Fénix utiliza otro recurso añadido, además de la amplificación, para marcar la literaturidad del motivo: lo que se podría denominar el extrañamiento o descontextualización genérica. Para un autor o para un lector del Siglo de Oro, sobre todo si es culto, la tormenta debería insertarse en un ámbito épico, bien siguiendo la tradición épica clásica o su vertiente moderna italiana, o bien en géneros que derivasen de ella, por ejemplo, las narraciones de tipo caballeresco o bizantino. Es decir, una tormenta se integra perfectamente en contextos narrativos en los que el héroe vive las peripecias de otros héroes clásicos, sea en un molde de epopeya o de narración escrita en prosa. Pero el motivo estaba claramente desgastado, como se ha dicho, al menos a la altura del siglo xvii. La manera de vigorizarlo era por medio de la amplificatio o por medio de la descontextualización o extrañamiento genérico. Ambos procedimientos utiliza Lope. El primero, con un pasmoso enriquecimiento de las distintas tormentas marítimas y naufragios, con la presencia de un riquísimo léxico técnico, con el uso de la hipérbole, con el relato detallado de las maniobras o efectos de la tempestad, con la amplificación, en definitiva, de los modelos clásicos situados en los géneros tradicionalmente receptores del tópico. El segundo procedimiento es el que acabamos de denominar extrañamiento genérico. Como quiera que la tormenta es ampliamente conocida, habrá que situarla en contextos donde pueda llamar la atención, es decir, en géneros que tradicionalmente no la contenían o no lo hacían con las características propias de la tormenta épica. Este procedimiento, además, conlleva una sabia manipulación: la tormenta amplificada, aquella presente en géneros proclives a su presencia, contiene los motivos tradicionales bastante diluidos, resultado lógico de la hinchazón a la que se vio sometida. Por el contrario, en aquellos géneros en los que resultaría menos común, los submotivos tradicionales de la tormenta clásica están más destacados o más concentrados y el motivo de la tormenta se deja reconocer más fácilmente.Y esto es así porque la sorprendente presencia de la tormenta se ve mitigada

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con el reconocimiento inmediato de sus características.Veamos algunos ejemplos. La narración bizantina El peregrino en su patria es el lugar propicio para la sucesión de viajes marítimos y tormentas. Así sucederá en otra narración de ese jaez como Las fortunas de Diana. No ha lugar ahora recordar las fuertes vinculaciones entre la épica y la novela y, particularmente, la bizantina32. Sin duda, los mejores contextos para la inclusión de una tormenta son la épica pretendidamente continuista del modelo clásico o la épica en versión moderna —según el modelo de la prosa del xvi— que es la narración bizantina. Pues bien, El peregrino contiene varias referencias a tormentas, pero sólo una descrita con particular detalle. Y no puede resultar casual que se trate de un soliloquio poético de un personaje referido en un soneto33: Y así, mientras dormía aquella confusa chusma, a quien ni la descomodidad de los lechos ni la solicitud de los varios animales que a tales horas trajinan las cárceles codiciosos de su vil sustento, ni el temor de la futura sentencia ni de la presente desventura desvelaba, y con triste voz se quejó así: Bramaba el mar y trasladaba el viento feroz a las estrellas las arenas, las negras nubes vomitaban llenas de nieve fuego en círculo violento. Mísera nave en desigual tormento, como cuerpo rompiéndose las venas, las jarcias derramó de las entenas sobre el campo del húmedo elemento. Abriose, y quiso una piadosa tabla ser mi delfín y rota y combatida al fin es hoy la que mi historia cuenta. ¡Oh cruel piedad, que mi desdicha entabla, a un hombre que no siente darle vida, para darle la muerte, cuando sienta!

En el poema son fácilmente detectables las motivos de ascendencia virgiliana y clásica: mezclarse las arenas y las estrellas, el viento rui32 Ver, sin

más, la magnífica monografía de Javier González Rovira, 1996; para El peregrino, pp. 209 y ss. 33 Lope de Vega, El peregrino en su patria, pp. 93-94.

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doso, los relámpagos hijos de nubes heladas, la tabla de salvación, etc. Pero lo más llamativo es que se inserte en un soneto, un tanto alejado del discurrir de la prosa, en un lamento más lírico que narrativo. He ahí su condición de elemento literaturizado, de pieza de lujo desgajada del tono narrativo del contexto general. Se trata, a nuestro entender, de una prueba más de que estamos ante el tratamiento de un elemento sentido como poesía y no como historia, independientemente del lugar literario, del género, en el que se integre34. Con todo, habrá que aplicar el concepto de extrañamiento genérico al motivo general de la tormenta con mucho cuidado. Podríamos pensar que todas las tempestades son parecidas y que todas obedecen a un mismo fin y proceden de una fuente más o menos común.Veamos un caso bien diferente y que podría pasar por tormenta descontextualizada si se leyese a la ligera. Es el caso de la tempestad que juega un papel fundamental en el Huerto deshecho de Lope. Con respecto al género del poema —denominado «centauro» por Eugenio Asensio atendiendo, sin duda, a su carácter mixto—35 propone el marbete «Metro lírico». No parece difícil situarlo en el ambiente horaciano poco proclive a las tempestades, incluso terrestres; pero cierta poesía pastoril o bucólica no es ajena a la presencia de tormentas perturbadoras, siempre terrestres y, en cualquier caso, alejadas del modelo estaciano, paradigma de la tormenta terrestre bélica. Sin embargo, aunque no proceda de la misma fuente, ni se integre en un género francamente propicio, esta tormenta no está del todo descontextualizada. Por otra parte, contiene elementos propios de todas las tormentas, como es, en general, el ambiente hiperbólico de la descripción y detalles particulares como el verso «Las cajas de los Polos tronadores», que recuerda otros versos ya citados de La Dragontea: «Parece que los Polos abrasados / pueden sufrir y padecer injuria». Se ha de destacar que esta tormenta obedece a la misma técnica amplifica-

34 Una prueba palpable de ello se puede hallar en el diferente tratamiento que de la tormenta hacen, por ejemplo, los relatos de conquista, las crónicas de viajes americanos del siglo xvi en las que abundan las tormentas, pero no su descripción detallada y, en cualquier caso, cuando se produce, está lejos de los elementos que se pueden rastrear en la tradición clásica como se ha señalado en el capítulo anterior. 35 Eugenio Asensio comenta en su introducción «Ensayo de interpretación» (1963, p. 17): «El Huerto deshecho es, en su estructura, un centauro [...] Desborda todos los géneros tradicionales».

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toria lopesca; en esta ocasión se abandonan las enumeraciones léxicas marítimas para centrarse en tecnicismos astrofísicos y cosmológicos que, seguramente, procedían de Juan Pérez de Moya, como indica Asensio36. No hace falta buscar muy lejos en la obra de Lope para encontrar un ejemplo de tormenta marítima genéricamente descontextualizada. En la misma La vega del Parnaso en donde fue impreso el Huerto deshecho publicó Lope Felicio, Égloga piscatoria en la muerte de Don Lope Félix del Carpio y Luján, cuyo valor autobiográfico se ha discutido ya. Conviene, ahora, subrayar que estamos ante una égloga de tono parcialmente elegíaco, por lo tanto bucólica y abiertamente lírica, que contiene la descripción de una tormenta marítima, la tempestad que provocó la muerte de su hijo Lope Félix. Se anuncia, además, como Égloga piscatoria, lo que justifica parcialmente el ambiente marítimo de una parte del texto. Sin embargo, dicha ambientación dista mucho de favorecer las tormentas y más aun las heroicas tempestades.Y, sin embargo, encontramos un naufragio provocado por un huracán que resulta ser la tormenta en la que perdió la vida Lope Félix. Pero esta tormenta está relatada por un personaje, la ninfa, dentro de una más amplia intervención de Albano, quien relata que el viejo pescador (trasunto poco disimulado de Lope padre), quejándose al mar, pide información a la ninfa. Pocas situaciones más líricas que un personaje invocando al mar o quejándose ante él desde la literatura clásica o las cantigas de amigo gallego-portuguesas. Pero la intermediación dialógica que resulta de la intervención de tantas voces, un narrador que cuenta lo que un personaje relata a otro que le pide noticias, suaviza el engarce de una tormenta de ascendencia épica en un contexto claramente lírico. En cualquier caso, el procedimiento amplificatorio por parte de Lope viene a ser el mismo, con la consabida demostración de léxico marítimo. Véase la concentración de términos en los siguientes versos:

36 Eugenio Asensio señala (1963, p. 16): «Quien quiera comprobar hasta qué punto Lope utiliza las nociones y el vocabulario científico, vea el Tratado de cosas de astronomía y cosmografía y filosofía, del Bachiller Juan Pérez de Moya (Alcalá, 1573), por el que acaso estudió en su juventud. En las págs. 106-108 se expone la teoría de las tormentas».

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y el eco triste en todo el mar rimbomba, que [ni] el balde tirreno ni la bomba pueden ser de provecho cuando es la muerte el huracán deshecho; ya no hay jarcia ni vela que distinga lo que hay desde la gavia a la carlinga; no allí desnuda el Orión la vaina a la espada cruel, bañada en ira, ni hay amura ni hay vira, ni zaborda ni amaina; las amarras y cables son confusos lamentos miserables, ni allí se arrojan entre ropa y jarcias al mar riquezas ni defensas marcias: que en círculo redondo, barrenando cristal, se vino a fondo37.

Téngase en consideración que además del léxico apropiado a la situación, Lope recoge algún motivo tormentoso, como el crujir del velamen y la nave («son confusos lamentos miserables») y la imposibilidad de alijarla por la precipitación del naufragio. Como se ha visto, la tormenta se integra en contextos más o menos propicios, más o menos esperables, con unas características que remiten casi siempre a su carácter tópicamente épico —a excepción de la tormenta terrestre—. En ese ámbito Lope revitaliza el tópico por medio de la amplificación. Nos queda seguidamente por analizar la presencia de la tormenta en un contexto genérico en apariencia alejado de la épica, cuando no abiertamente enfrentado en sus orígenes: el teatro. Ocioso resulta subrayar la importancia de este género en el conjunto de la obra lopesca; por ello el resultado del análisis completará sustancialmente la validez de los resultados obtenidos. El empleo de la tormenta en el teatro implica un conjunto de problemas teóricos y técnicos que van desde su integración en el discurso de los personajes —como relación en pasado o como relato ticoscópico— hasta su plasmación en las tablas, en la escena, con diferente aparato tramoyístico, que sirve de apoyo a la verbalización del actor. Sin embargo, el factor aparentemente más distorsionador en la inclu-

37

Lope de Vega, La vega del Parnaso, fols. 241v-42r.

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sión de la tormenta en el teatro es precisamente lo que se ha intentado demostrar hasta aquí: su innegable pertenencia al género épico, su directa vinculación con la poesía narrativa, con el texto literario, como se ha estudiado en el primer capítulo de esta monografía. El cambio de género no implica grandes transformaciones en la inclusión del motivo de la tormenta. No obstante, pequeñas diferencias de matiz, aunque significativas, deben ser resaltadas. En principio, su relación con las fuentes es similar, pero se vislumbra en la tormenta teatral un seguimiento más apegado a los modelos clásicos, tal vez por tres razones: 1) La ausencia de la amplificación; 2) La necesidad de reconocer la referencia clásica; y 3) La propia estructura dramática. Si comparamos los textos teatrales con los que hasta ahora se han analizado, se nota fácilmente que el recurso a la amplificación no es frecuente en la comedia. En primer lugar, no podría serlo por la misma esencia de la poesía dramática, por la necesidad de la acción y por la obligación que tiene un dramaturgo de comprimir su discurso y de insinuar más que exponer abiertamente todos y cada uno de los elementos de la acción.Y esto es así de manera particular en la descripción de una tormenta, y se agudiza cuando esa tempestad está narrada por medio de un relato en presente o, en grado máximo, cuando esa tormenta está representada o evocada en las tablas. Una de las transformaciones esenciales entre el paso de la poesía épica a la dramática tiene que ver, por lo tanto, con esa distinta forma de presentar los hechos, del narrar al representar: el narrar favorece la amplificación, el representar casi lo impide.Y este proceso, teóricamente tan evidente, se muestra a las claras en la obra de Lope y es, de forma paradójica, una razón por la que las comedias del Fénix parecen más apegadas a la tradición épica clásica. El seguimiento más directo de los textos clásicos tiene, como efecto inmediato, el más fácil reconocimiento de las fuentes o modelos empleados. Se trata de una consecuencia deseada e inducida por el propio escritor, quien proporciona pistas evidentes o apelaciones claras al modelo. Ello tendría que ver con la adecuación del tema al género teatral adoptado, pero sobre todo, con las expectativas de recepción de la obra ante un público diferente. Es decir, los lectores de sus epopeyas cultas esperaban tormentas, las entendían, sabían de su procedencia y aun las podían comparar con sus fuentes. Los espectadores del teatro ni se las esperaban siempre —dependía del género y del

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tema de la obra—, ni conocían tan bien los modelos clásicos y no siempre eran fácilmente atendibles en el contexto de una representación popular38. Veamos algunos ejemplos. En La otava maravilla, Lope alude a dos motivos virgilianos, los vientos encarcelados y las arenas que se mezclan con las estrellas, y se refiere expresamente a Virgilio: Sale el capitán don Baltasar y Mendoza, Angulo, Ortiz, soldados. Baltasar

No he visto el mar, soldados, tan airado, después que estoy en estas islas.

Mendoza

Suelen decir las viejas que se casa el diablo cuando salen los vientos de sus cárceles, donde los pinta en su prisión Virgilio39. Temeraria borrasca.

Angulo Ortiz

Temeraria sorber quiere las islas de Canaria.

Baltasar

¡Cuán arrogante se levanta al cielo la mar, tan mal domada de los hombres! Parece que salpica las estrellas con los granos de arena que les tira40.

38 Comenta Jameson, 1936, p. 445: «In the first place it is natural that classical allusions should be looked for in greater abundance in poems of this nature, which are largely imitations of classical originals, than in works of more independent origin, and in them Lope was addressing an audience of more intensive culture than that which listened to his plays, so that he could more appropriately lavish in them such stores of classical learning as he possessed». 39 Virgilio, Eneida, I, 42-54: «Aeoliam uenit. Hic uasto rex Aeolus antro / luctantis uentos tempestatesque sonoras / imperio premit ac uinclis et carcere frenat», que en traducción de Hernández de Velasco dicen: «El rey Eolo allí en una ancha cueva / con duro imperio oprime la violencia / y lucha horrible de los vientos bravos / y de las bramadoras tempestades, / y con candados en la oscura cárcel / su ímpetu animoso y fuerza enfrena». 40 Lope de Vega, La otava maravilla, en Décima parte de las comedias de Lope de Vega Carpio, Madrid, por la viuda de Alonso Martín de Balboa, a costa de Miguel de Siles, mercader de libros, 1618, fol. 159v. Modernizo los textos, que proceden, si no se dice lo contrario, de la base de datos TESO, Teatro Español del Siglo de Oro.

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De nuevo, la impronta virgiliana concentrada en pocos versos, si lo comparamos con las descripciones épicas anteriores, la hallamos en la jornada tercera de Contra valor no hay desdicha, en la que deben ser anotadas dos matizaciones importantes: se trata de un soliloquio (señalado explíctamente con un Vanse respecto a los demás personajes) y la tormenta sirve de comparación —común, por otra parte— con una tormenta del alma: Ciro

[...] Así corre mi esperanza con desesperada furia tormenta de pensamientos en el mar de mis fortunas41.

Pero lo que aquí nos interesa, la descripción comprimida de la tormenta, no puede ser más clara: Ciro

Dejadme solo aquí, porque recelo que de vuestro temor se ofende el cielo. Vanse. Cuando la nave en el mar con fiera tormenta surca las ondas, que con el viento arenas y estrellas juntan, ¡qué de varios pensamientos en la bitácora turban al piloto, que contempla, tocada de imán la aguja; qué cuidadosa que sirve y por todas partes cruza más turbada que obediente, la mal prevenida chusma! Cuál dice amaina, cuál vira para que de presto acudan

41

Lope de Vega, Contra valor no hay desdicha, en Parte veinte y tres de las comedias de Lope Félix de Vega Carpio, Madrid, por María de Quiñones, a costa de Pedro Coello, mercader de libros, 1638, fol. 19v.

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a la troza, al chafaldete, a la triza y a la amura. Entre los cables y amarras no hay cosa que no confunda el temor y no aprovechan filácigas ni ataduras. Con remolinos pretende el mar que la nave suba a la que argentan estrellas por escalas de agua turbia42.

En estos pocos versos del romance, el personaje evoca directamente los motivos del juntarse arenas y estrellas, el piloto confuso, la marinería alborotada, las operaciones propias de la navegación —con movimientos de velas bien tópicos y repetidos constantemente por nuestros autores del Siglo de Oro—, la confusión de cabos y cables y, en fin, que las inmensas olas suban la nave hasta las estrellas. En un contexto también alegórico, esta vez amoroso, vuelve a aparecer el motivo de la nave que alcanza las estrellas en El hombre por su palabra: Alejandro

[...] Tus naves, volviendo en ellas, corran tormenta de modo que el mar levantado todo te estrelle con las estrellas; y no te quedes con ellas, sino que al bajar de arriba el abismo te reciba y sea mi pecho mismo, que si penas en mi abismo, morirás y estarás viva43.

Y volverá a repetirse en Los esclavos libres, en una maldición del capitán cristiano a un pirata:

42

Lope de Vega, Contra valor no hay desdicha, fol. 19v. Lope de Vega, El hombre por su palabra, en Parte veinte de las comedias de Lope de Vega Carpio, Madrid, por la viuda de Alonso Martín, 1625, fol. 174v. 43

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Capitán

Plega a los cielos, bárbaro arrogante, que se alce el mar hasta su manto mismo y que desde las nubes al instante bajes a las arenas de su abismo44.

Y, en fin, el mismo motivo se da también en un contexto de piratas y secuestros —en un texto de tintes hagiográficos y propicio a la narración de secuestros—;Teresa, personaje de La vida de San Pedro Nolasco, recuerda una aventura relatando una tormenta con idéntico tópico45. Como era de esperar, el tema general de aventuras marítimas favorece, cuando no obliga, la presencia de estas tempestades. Elementos propios de la tormenta náutica —en especial la de Lucano—, además de los vistos, son la confusión del piloto, el pánico de la marinería y las maniobras que quieren evitar el naufragio. En la primera jornada de De cosario a cosario se lee el relato completo por parte de don Juan de sus aventuras amorosas, que explican las marítimas: Don Juan

44

[...] pero apenas por la mar venía a la patria bella, cuando entre la Dominica y Matalino se altera, estremécense las aguas y los delfines por ellas comienzan a dar indicios de la futura tormenta; desnudose el sol sus rayos, vistiose de nubes negras que rasgándose escupían granizos entre cometas; al son de su artillería

Lope de Vega, Los esclavos libres, en Trecena parte de las comedias de Lope de Vega Carpio, Madrid, por la viuda de Alonso Martín, a costa de Alonso Pérez, mercader de libros, 1620, fol. 79v. 45 Lope de Vega, La vida de San Pedro Nolasco, en Ventidós parte perfeta de las comedias del Fénix de España, Lope Félix de Vega Carpio, Madrid, por la viuda de Juan González, a costa de Domingo de Palacio y Villegas y Pedro Vergés, mercaderes de libros, 1635, fols. 79v-80r.

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la mísera nave tiembla; marineros y pilotos «alija, alija» vocean: todo lo que no fue plata del mar, visita la arena, que aun en aquestos peligros hay quien la plata respeta; ya el austro, el euro y el noto combaten en competencia el pobre leño desnudo de las jarcias y las velas; el «larga», el «vira», y el «boga» entre las plegarias suenan. Acomete el euro el árbol y con poderosa fuerza chafaldetes y brandales por el campo del mar siembran [sic]. Ya ni de larga, amantillo, trizas ni escotas se acuerdan, ni si babor o estribor son mano izquierda o derecha. Ya de siete palmos de agua iba la carlinga llena, que en vez de bombas los ojos con las lágrimas la aumentan. En la bitácora estaba seguro el piloto apenas; la nave en montes de espuma parece el arca de Armenia. Pero ¿para qué te canso? La poderosa princesa de Atocha pidió a su hijo que cesase la tormenta. Cesó, llegamos a España46.

Se han de destacar en esta extensa relación los motivos tradicionales (los delfines que anuncian la tormenta, los rayos y el granizo, las 46

Lope de Vega, De cosario a cosario, en Parte decinueve y la mejor parte de las comedias de Lope de Vega Carpio, Madrid, por Juan González, a costa de Alonso Pérez, mercader de libros, 1624, fol. 3v.

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voces de los marineros pidiendo alijar la nave —y lo que esto supone, cuando está cargada de riquezas—, la confusión general, «ni si babor o estribor / son mano izquierda o derecha», etc.), pero añadamos a ello, la alusión al relato conocido y tópico («Pero ¿para qué te canso?») que tal vez en este caso conjugue la alusión a lo conocido y la fórmula tradicional de rematar una relación extensa; y la apelación a la intercesión a la Virgen, de Atocha aquí, que también es trasunto de la invocación clásica a los dioses. En efecto, la apelación y la actuación de las divinidades son frecuentes y hasta imprescindibles en la épica virgiliana, no tanto en la Farsalia, en donde el propio César planta cara con su valentía soberbia a las fuerzas de la naturaleza.Volvemos aquí con Lope a las intervenciones divinas, singularizadas en la Virgen, que ampara a los cristianos de las tormentas. Notemos cómo en estas obras las invocaciones marianas son frecuentes. No habrá que desdeñar el efecto patético que tendrían dichas invocaciones en el público ante quien se pronunciaban. Podemos recordar algunas de dichas invocaciones.Ya hemos leído una a la Virgen de Atocha en De cosario a cosario; la siguiente es a la Virgen de Illescas, en el comienzo de la jornada tercera de El caballero de Illescas: Suenan dentro voces como de tormenta. Uno

Tan cerca de la orilla, a costa, a tierra.

Otro

Boga, que nos deshace el viento, amaina.

Otro

¡Ah mar traidor, qué gran peligro encierra esa tu condición de bestia zaina!

Juan

Virgen de Illescas, Virgen de mi tierra, la espada de rigor piadosa envaina al hijo que pariste.

Octavia

47

Ya zozobra47.

Lope de Vega, El caballero de Illescas, en Parte catorce de las comedias de Lope de Vega Carpio, Madrid, por Juan de Cuesta, a costa de Miguel de Siles, mercader de libros, 1620, fol. 142v.

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En La doncella Teodor, la protagonista acude a la Virgen para salvarse de un naufragi o48 y a las advocaciones de Lore t o, Atocha y Guadalupe imploran los personajes de La viuda casada y doncella, al comienzo del acto segundo49. Precisamente, esta comedia contiene una de las tormentas más espectaculares del teatro lopesco, no ya por su riqueza literaria, sino por su fuerza dramática. No es casual, pues, que en ella se produzcan las más numerosas apelaciones a la Virgen. Estamos ante un naufragio y salvación de unos personajes que finalmente llegan amedrentados a una playa salvadora. La misma situación, pero con una protagonista femenina, teníamos en La doncella Teodor, situación que ilustra la correspondiente didascalia: Vanse. Dicen dentro Finardo, griego, medio desnudo, que tiene en brazos a Teodor casi del mismo modo, después de haber fingido una tormenta50.

Se trata de un comienzo de acto o de comedia no infrecuente, muy efectista con la aparición de un personaje mojado que es rescatado por otro o que simplemente llega a una playa. Sucede así en la tormenta también inicial de Lo que ha de ser51. El comienzo de la obra es significativo porque la inicial paz de los labradores es rota en una segunda escena en la que se representa la tormenta dentro, con gritos de marineros y maniobras tópicas, que son oídos por los primeros personajes. Más adelante, un villano, Perol, aclara la situación con un relato en pasado, pero formalmente ticoscópico («yo estaba sobre una peña») y desde esa posición relata lo sucedido y aclara la llegada del náufrago, la Infanta. Pero si volvemos a La viuda casada y doncella podremos ilustrar la riqueza con que se figura una tormenta en las tablas, casi siempre por medio del ruido y de las voces dentro, como se ha estudiado en los

48 En Doce comedias de Lope de Vega. Novena parte, Madrid, por la viuda de Alonso Martín de Balboa, a costa de Alonso Pérez, mercader de libros, 1617, fol. 46v. 49 En Lope de Vega, Séptima parte de sus comedias, Madrid, por la viuda de Alonso Martín, a costa de Miguel de Siles, mercader de libros, 1617, fol. 200r. 50 Lope de Vega, La doncella Teodor, en Doce comedias de Lope de Vega, fol. 46v. 51 Lope de Vega, Lo que ha de ser, en Parte veintecinco, perfeta y verdadera, de las comedias del Fénix de España, frey Lope de Vega Carpio, Zaragoza, por la viuda de Pedro Vergés, a costa de Roberto Duport, 1647, fols. 332v y ss.

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capítulos inciales de este libro. En primer lugar, la didascalia lo anuncia: Ruido de una nave que se pierde. Digan dentro. Las voces del piloto suenan con los mismos gritos acostumbrados, así como las voces de las maniobras: Piloto

¡Amura, amura, zaborda, amaina, amaina, detén, que se ve el arena gorda!

Feliciano

Todo es contrario a mi bien, ¡oh mar a mis quejas sorda!

Piloto

¡Vivir, vivir!

Otro

Ya es en vano.

Piloto

¡Iza compañeros, iza!

Otro

¿Dónde pondremos la mano, que no hay braza, traza o triza?

Feliciano

¡Triste de ti, Feliciano!

Piloto

Ni filáciga parece, cabo, amarra, ni atadura.

Otro

Hasta el timón desfallece; rompió la escota y la amura.

Feliciano

Aquí la nave perece52.

Convendrá recordar que estas maniobras propias del naufragio serían sentidas como evocación directa de la apurada situación de la nave; la riqueza con que las describe Lope, con la acumulación señalada de términos, tendría la intención de mover los afectos del espectador, de inducirles a una situación cercana y, en último caso, de recordarles alguna aventura propia. No estamos, sin embargo, con esta acumulación, ante una amplificatio, al menos en el sentido que la hemos visto en los textos épicos; nada de nuevo se dice sobre el naufragio; simplemente se trata de la acumulación de gritos espectaculares, con la acostumbrada riqueza léxica lopesca que, en más de un

52

200r.

Lope de Vega, La viuda casada y doncella, en Séptima parte de sus comedias, fol.

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caso, parece una impostora demostración de sus conocimientos náuticos. Pero, además, en estas enumeraciones se buscaba, paradójicamente, la brevitas, como recuerda Aurora Egido53, y sobre todo la persuasión. Recordemos que en pocos versos se traen a colación amura, zaborda, amaina, iza, cabo, amarra, atadura, filáciga, timón, escota. Prueba de este navegante fingimiento es el verso, irónico casi en un contexto trágico, de «que no hay braza, traza o triza?». Da la impresión de que Lope se deja vencer por la tentación de demostrar sus supuestos conocimientos de navegación antes de ajustarse al tono general de la escena. Otro de los motivos comunes en estos naufragios es la desgracia que supone alijar la nave y perderse las mercancías, lo que suele aprovechar para alguna alusión de tipo moralizante, a veces en contextos vagamente horacianos (el marino que recorre imprudentemente el mar para hacerse con las riquezas): Piloto

¡Alijar, alijar!

Otro

Echa todas las cajas.

Piloto Otro

Ya van. La hacienda ¿de qué aprovecha54?

El espectacular comienzo de esta segunda jornada de La viuda casada y doncella se completa con las apelaciones ya señaladas a las Vírgenes, con curiosa y llamativa acumulación (Loreto, Atocha y Guadalupe), y con la didascalia que anuncia el resultado de tanto oculto barullo: «Sale Feliciano, mojado, asido a una tabla; Celio, de la misma suerte»55. Finalmente, arribados los dos personajes a la playa, el criado Celio

53 Aurora Egido, 1988, p. 180, comenta con respecto a un tipo de enumeración y su efecto en la brevitas: «Esta percursio sintetizadora buscaba la brevedad, dándose así una paradoja prevista por los retóricos que sabían cómo compaginar la copiosidad con la brevitas». 54 Lope de Vega, La viuda casada y doncella, en Séptima parte de sus comedias, fol. 200r. 55 Lope de Vega, La viuda casada y doncella, en Séptima parte de sus comedias, fol. 200r.

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se siente más seguro, al lado de su amo, y alude de nuevo a un tópico cosmológico: Celio

Agora rómpase el cielo, caiga del eje dorado, anegue su furia el suelo o vuelva a verte abrasado, que ya contigo la muerte será la más dulce suerte56.

Resulta sintomático que Celio invoque de nuevo temerariamente a la tormenta, esta vez en tierra firme, y lo haga con la expresión «Agora rómpase el cielo, / caiga del eje dorado». Más allá de lo que supone ese desahogo del personaje, es curioso que apele a los ejes del cielo ya en tierra. Será precisamente en las tormentas terrestres en los que se presenten mayoritariamente dichas expresiones. Así, en Amar, servir y esperar, también en el comienzo de la obra, dos personajes sufren una tempestad terrestre, cuyo inicio es marcado de nuevo por el ruido, esta vez de las cajas, como señala la didascalia: «Salen Feliciano, de camino, y Andrés, con dos escopetas; tocan primero una caja como que es tempestad». Se presenta inesperadamente una tormenta que encuadrará la aparición de una mujer que llora. Pero la tempestad tiene muchas concomitancias con otra tormenta terrestre ya estudiada, la del Huerto deshecho. Dice Feliciano: ¡Jesús, qué escuridad de torbellino! Pienso que vienen dentro todas las furias del escuro centro. La máquina del cielo se desata de sus ejes de plata, sus orbes de relámpagos vestidos están más temerosos que lucidos; parece que una y otra ardiente llama por el cristal rompido arroja al suelo; la tierra se estremece, el aire brama y en víboras de fuego escupe yelo:

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200v.

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si esto hace la tierra, ¿quién se fía del mar57?

De nuevo aparece el desencajarse de los cielos («La máquina del cielo se desata / de sus ejes de plata»; en el Huerto, «Las cajas de los polos tronadores») y, sobre todo, la metáfora de víboras de fuego que también estaba presente en el Huerto: «En selvas de agua, víboras de fuego». Más adelante, Andrés dice unos versos que recuerdan los del «metro lírico» y hasta casi repite una metáfora, «tantas balas de nieve»: Ya parece que el cielo se suspende, lástima es ver entapizado el suelo de rotas verdes hojas entre balas de yelo58.

Lo significativo no es ya la coincidencia entre elementos intertextuales idénticos, sino la aparente diferenciación entre las tormentas terrestres y las marítimas y cómo Lope emplea distintos motivos para describirlas. Efectivamente, la pintura de una tormenta marítima exige otras circunstancias, pero la descripción de los agentes atmosféricos podría ser la misma. Sin embargo no es así. Otra comedia, Los locos por el cielo contiene en su segunda jornada el mismo motivo, también una tormenta terrestre señalada por la didascalia Comience una tempestad de agua y granizo y caigan sobre el teatro rayos (aunque, como era habitual, no se explica cómo): Doroteo

¿Qué voces nos interrompen?

Atilio

Creo que los cielos rompen los dos ejes soberanos.

Patricio

Retírate, Emperador.

57

Lope de Vega, Amar, servir y amar, en Ventidós parte perfeta de las comedias del Fénix de España, Lope Félix de Vega Carpio, Madrid, por la viuda de Juan González, a costa de Domingo de Palacio y Villegas y Pedro Vergés, mercaderes de libros, 1635, fol. 41v. 58 Lope de Vega, Amar, servir y amar, en Ventidós parte perfeta de las comedias del Fénix de España, Lope Félix de Vega Carpio, fol. 41v.

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Maximiano

Pues, ¡cómo sereno el cielo se hunde con agua el suelo!

Licinio

¡Qué truenos, qué gran rigor! Una voz arriba.

Voz

Sólo es Dios Cristo y Señor de cielo y tierra, romanos59.

Pero la gran diferencia de esta tormenta con las anteriores es que esta es abiertamente simbólica por ser milagrosa, por tratarse de una hierofanía o manifestación divina y encuadrarse en una comedia de santos. Es éste otro valor que puede tener la tormenta en Lope y que, si bien estilísticamente se justifica con los rasgos tradicionales, parece claro que la evocación bíblica es evidente y resultaría diáfana para un público acostumbrado a los oficios de Semana Santa y a los mil veces oídos terremotos tras la muerte y resurrección de Cristo60.Y, por otra parte, las tormentas cobran un valor providencial, como se encarga de recordar esta misma obra: Maximiano

¿Cómo sereno el cielo tantos rayos agua, granizo y venidera piedra?

Doroteo

Porque blasfemias dicen los cristianos del nombre de su Cristo61.

59

Lope de Vega, Los locos por el cielo, en Octava parte de sus comedias, Madrid, por la viuda de Alonso Martín, a costa de Miguel de Siles, mercader de libros, 1617, fol. 57v. 60 Aunque no he querido adentrarme en el ámbito lírico, un texto tiene que ser forzosamente recordado aquí: la tormenta convertida en excipiente literario de la materia religiosa en la canción «A la tormenta de la Pasión de Cristo», de las Rimas sa cras. En otros casos, la tormenta será disculpa de reflexiones del yo poético ante el amor y su relación con la amada o, más interesante en Lope, delante de la dura tarea de poeta, lo que da pie a discursos metaliterarios y autorreferenciales hasta cierto punto frecuentes. Pero en todos estos casos, la tormenta no se presenta como modelo de tópico (aunque se recojan buena parte de sus motivos tradicionales) sino como disculpa para otros fines en consonancia con el tema del propio poema. En el capítulo primero se ha hablado brevemente del valor simbólico del tópico. 61 Lope de Vega, Los locos por el cielo, en Octava parte de sus comedias, fol. 58r.

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Probemos lo anterior con las excepciones, que podrían ser abundantes en el conjunto de la obra de Lope, pero de las que hemos encontrado un ejemplo: el motivo del desencajarse los polos no es exclusivo de la tormenta terrestre; o dicho de otro modo, la tormenta terrestre puede enriquecer con sus motivos preferidos la tormenta marítima.Veamos un último caso en La batalla del honor: Estela

[...] las estrellas andarán por la tierra, y por el cielo los peces y, de su vuelo firmes los siete estarán; caerase de los dos polos su máquina...62

Y ahora la descripción de la tormenta en la que se incluyen los motivos tradicionales de las olas que llegan a las estrellas, los gritos de la marinería, la tabla de salvación del mísero navegante, la nave estrellada entre las rocas, el abrumador léxico marítimo y, de la tormenta terrestre, los truenos y rayos que aquí son no víboras sino «culebras de fuego»: Almirante

62

¡Cáigase la casa toda! Plega a los cielos, Leonelo, que, de sus colunas rota, cuanto dentro vive entierre porque entierre mi deshonra. ¿Hay algún hombre nacido que en tierra o mar procelosa en una noche haya visto tantas desdichas y sombras? ¿Qué tempestad por el mar, cuando se atreven las olas cara a cara a las estrellas y van por las aguas locas las cuerdas de los navíos, racamentas, trizas, trozas, aflechates y brandales,

Lope de Vega, La batalla del honor, vv. 969-74, ed.Valdés, p. 175.

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cables, gúmenas, maromas entre las voces confusas del «amaine», «da a la bomba», hasta que San Telmo viene a apaciguar la zaloma, ha dado tanto tormento en la Bermuda espantosa al mísero navegante; o sobre una tabla angosta flutuar entre las aguas la nave deshecha en rocas? ¿Cuál pastor se ha visto ansí en noche tempestuosa tronando la artillería del cielo por largas horas con mil culebras de fuego que por momentos azotan el aire caliginoso hasta que por nubes rojas asoma el sol la cabeza, de los diluvios paloma63?

No obstante, la lectura atenta del romance nos da la clave de la aparente e impropia mezcla. El Almirante de Francia está evocando su situación metafóricamente y la ilustra con la peripecia del navegante y, en un segundo momento, con la de un personaje bucólico, «cuál pastor se ha visto ansí». No hay pues mistificación, no hay excepción a la distinción lopesca de tormentas marítimas y tormentas terrestres. Las segundas son más escasas, tienen metaforía propia y se presentan en contextos diferentes. No es casual, pues, que las tormentas terrestres de Lope tengan que ver con la significativa del Huerto deshecho y las marítimas con las de sus obras épicas. La lectura de estos últimos versos deja plantear otra posible excepción dentro de la supuesta condensación dramática frente a la amplificatio épica. ¿Podría considerarse amplificatio la habitual demostración léxica de Lope con los términos marítimos? Si comparamos la extensión de las descripciones de las tormentas en las epopeyas lopianas con estos versos en los que se aprietan términos náuticos, la res63

Lope de Vega, La batalla del honor, vv. 988-1024, ed.Valdés, pp. 175-76.

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puesta debe ser claramente negativa. El efecto que persigue Lope en un contexto dramático no es tanto la amplificación como la intensificación acumulativa, el efectismo, casi siempre de base léxica, para envolver al espectador en una tormenta de términos que le evoquen de inmediato el ambiente que quiere dibujar. Y no ha de olvidarse que, paradójicamente, cierto tipo de enumeración acumulativa tiene que ver más con la brevitas que con la amplificación, como nos recuerda Aurora Egido y mantiene la retórica clásica. Otra cuestión es el origen de tales términos, la facilidad para su uso, por no entrar en la propiedad técnica de su utilización marina. Por lo visto, no parece que la experiencia biográfica de Lope pueda explicar exclusivamente su querencia hacia las tormentas y su sabiduría náutica; tampoco es posible afirmar con rotundidad que se trate de conocimientos ciertos o simplemente de un recurso del poeta basado en la hábil acumulación de términos y escenas. Todo apunta a que, como siempre, estamos ante una combinación de ambos, pero con un predominio del sustrato literario; en otras palabras, que tantas tormentas están provocadas por razones literarias en los géneros de ascendencia ya épica, ya dramática, y ello explica, a su vez, las operaciones indudablemente poéticas de amplificar o acomodar el tópico a los diferentes géneros en los que aparece. Que la tormenta era vista como un elemento claramente poético —en el sentido literario— se demuestra en cómo integra Lope ese tópico en sus textos; en las insinuaciones a sus lectores de su conocimiento del motivo, su léxico y metaforía particular.Y ese cuidado en conocer las expectativas de su público le lleva a una doble operación casi paradójica: allí en donde se supone que debería seguir más fielmente los modelos clásicos porque el tema, el género y las fuentes lo favorecían, se aleja por medio de la amplificación; o al menos, dicha amplificación disuelve la vigencia de los modelos clásicos. Por el contrario, en el teatro, con la alteración que supone cambiar de la poesía épica a la dramática, el sabor de los motivos tradicionales se deja ver más claramente: la propia exigencia de la poesía dramática de comprimir las descripciones en acción, de insinuar más que mostrar abiertamente y la gran ayuda de la acción en las tablas provoca que el tópico sea más visible y más cercano a sus modelos tradicionales. Pero, además, otro factor esencial puede estar detrás de esta inteligente operación lopesca: su público. Cualquier lector de su poesía épi-

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ca detectaría de inmediato los ecos de los clásicos, incluso en la más tediosa de sus amplificaciones, y aun ponderaría las variaciones del propio poeta en la tranquilidad de una lectura serena. El espectador del corral, o también de la corte, no podría detenerse en la repetición de un verso, o solamente descubriría los ecos de Virgilio si se apelaba a él directamente o se recordaban motivos bien evidentes, gastados para los cultos, cultos para los menos letrados.

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4. LA TEMPESTAD EN CALDERÓN: DEL TEXTO A LAS TABLAS En la introducción a este libro se ha señalado, con algún detenimiento, el proceso por el cual un tópico de origen épico se traslada a la poesía dramática, cuáles han sido sus transformaciones y cómo dicho motivo literario se presenta en el teatro español del Siglo de Oro. En este camino Calderón de la Barca es una piedra miliar obligada que ilustrará no sólo el desarrollo literario del motivo sino el procedimiento genuino de un autor que, lejos de abandonarse a la más espectacular de las tramoyas —tan subrayadas en su práctica teatral— sigue apegado al origen literario del tópico. Calderón, en ese sentido, está más cerca del texto literario que del texto espectacular y esto tiene especial transcendencia en quien se supone ha sido el máximo exponente de lo espectacular en la comedia nueva, incluidas sus piezas cortesanas y sus autos sacramentales. De hecho, en este sentido, el dramaturgo no parece más que confirmar una tendencia que, si bien ha sido olvidada por la crítica más moderna, es especialmente recurrente en su obra1. Por otro lado, el análisis de bastantes obras de Calderón parece señalar que, de acuerdo con sus indicaciones, la materialización tramoyística de la tormenta no le preocupa o, al menos, la deja en manos de los escenógrafos; y esto extraña todavía más en un género como los autos, en donde utiliza muy profusamente tormentas y terremotos. En ellos el dramaturgo no se hace explícito ni en las didascalias ni en las propias memorias de apariencias, en las que se explican con detalle los movimientos y la escenografía de la obra, lo cual a la postre resulta mucho más significativo.

1

He intentado demostrar el valor del texto literario calderoniano en otros lugares, Fernández Mosquera, 2000a y 2002.

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Pongamos un ejemplo representativo a este respecto: El maestrazgo del Toisón2. El auto fue representado en 1659 y pertenece a ese interesante subgénero denominado autos de circunstancias en el que se conjugan la dimensión teológica y la política, aprovechando motivos o sucesos concretos relacionados con la vida del xvii3, en este caso, sobre la institución de la Orden del Toisón de Oro. Pues bien, en la representación celebrada en Madrid en 1659, el segundo carro figuraba una nave. Así lo explica Calderón en su memoria de apariencias correspondiente: Memoria de las apariencias que se han de hacer en los carros de la Villa para la representación de los autos este año de 659. [...] El segundo carro ha de ser una nave con las mismas armas en todos sus gallardetes y demás espacios del buque y de la popa. Ha de tener elevación en el árbol mayor y poder dar una y más vueltas, y el farol a su tiempo se ha de abrir y verse dentro un cáliz y hostia4.

Lo que se subraya siempre que aparecen las naves en las memorias de apariencias es su movilidad y de manera habitual la elevación que posibilite la presencia en lo alto de algún personaje. Pero si es importante la presencia de la nave es por el contexto escenográfico que lleva aparejado: la tormenta5. Es más, como la presencia de naves es tan frecuente —con la consiguiente aparición de la tormenta—, en la memoria de Psiquis y Cupido dice Calderón: «El primer carro ha de 2 Salvo donde exista una buena edición moderna, singularmente en la colección de autos que dirige Ignacio Arellano, a la que se remitirá oportunamente, los textos están tomados de la base de datos TESO, que para los autos copia la fiable edición de Pando y Mier de 1717: Autos sacramentales, alegóricos y historiales de don Pedro Calderón de la Barca. En el mejor de los casos se han confrontado los textos también con sus manuscritos, pues la tradición impresa y la manuscrita pueden teóricamente modificar la percepción con respecto a la riqueza de las didascalias. La modernización y puntuación del texto es mía. 3 Ver, a título de ejemplo, Arellano, 1995, pp. 725 y ss. Un buen ejemplo de este subgénero del auto se puede ver en la magnífica edición de El nuevo Palacio del Buen Retiro, de Alan K. G. Paterson, para la colección de la Universidad de Navarra/Reichenberger. 4 En L. Escudero y R. Zafra, 2003, pp. 39-40. 5 Son autos que contienen elementos de tormentas y/o terremotos, muchos de ellos con el protagonismo de una nave: Arca de Dios cautiva, El lirio y la azucena, Psiquis y Cupido, La vacante general, La nave del mercader, El divino Orfeo.

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ser una nave enjarciada y adornada como otras veces. Ha de dar una y más vueltas y tener bajada para el tablado»6. Veamos ahora lo que sucede en la representación, es decir, lo que la concretización del texto literario expone. En primer lugar, los gritos, los ruidos, con su efecto sinecdótico, producidos dentro de la nave por sus marineros al saludar la ciudad de Jerusalén; el léxico apropiado para tal circunstancia (amaina, velas, jarcias, hacer la salva). Las didascalias señalan los movimientos de la nave y los ruidos dentro (todos dentro de ella), los gritos de los marineros. La acción se traslada a la nave y Pedro, en relato ticoscópico (que desde aquí a ver se alcanzan; recordemos que están supuestamente elevados en su nave) saluda a los montes de Sión. Aparécese en lo alto de un carro, que será una nave, la Esposa, Pedro, la Oración, músicos y clarines. En la nave

Amaina, amaina.

Sinagoga

Dime, ¿qué voces son estas?

Lisonja

Que la nave en que se embarca en el Líbano la esposa dando vista a las murallas de la gran Jerusalén, velas amainando y jarcias, hace la salva a sus torres.

Sinagoga

Más es desaire que salva. Dan vuelta a la nave y dicen Pedro y todos dentro de ella.

Todos

Buen viaje, buen viaje.

Pedro

Saludad con voces altas a las elevadas puntas que desde aquí a ver se alcanzan de los Montes de Sión7.

6

En L. Escudero y R. Zafra, 2003, p. 102. Calderón de la Barca, El maestrazgo del Toisón, en Autos sacramentales, alegóricos y historiales, pp. 424-25. 7

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La acción prosigue con más movimientos de la nave (Da vuelta la nave y dicen todos) y la Sinagoga invoca una tormenta: Sinagoga

¿Que esto consienta mi saña sin que el abrasado cierzo de mis suspiros les haga zozobrar? ¡Oh! ¿Para cuándo sus iras el noto guarda? ¿Para cuándo el aquilón sus cóleras?

Lisonja

Ya a la instancia de tu invocación parece que tormentas se levantan, amotinando contra esa nave el mar.

Sinagoga

¡Oh fueran tantas que al través dieran con ella en aquellas peñas pardas, a donde tope la quilla tumba y luego desatada en fragmentos fuese a pique! Sí harán, que ya la contrastan las ráfagas de su iras8.

Lisonja

En esta invocación, la Sinagoga llama a los vientos mitologizados (cierzo, noto, aquilón), como Virgilio y la tradición épica posterior, y la Lisonja confirma el amotinamiento del mar contra la nave que, finalmente, se pone en peligro de naufragio mientras que las peñas pardas se convierten en tumba de la quilla de la nave que se astillará en fragmentos. Los espectadores son obligados de nuevo a dirigir su mirada hacia la nave, tal vez solo para oír dentro a la esposa y a los marineros: Esposa

8

Tormenta nos amenaza de opuestos vientos contrarios.

Calderón de la Barca, El maestrazgo del Toisón, en Autos sacramentales, alegóricos y historiales, p. 425.

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Todos

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Iza, vira, amaina, amaina9.

Vuelve la atención al personaje de la Sinagoga quien explicita el valor dramático de la tormenta y relaciona los ruidos de la representación con los hechos de la acción; la identificación de relámpagos y truenos con trompetas y cajas es bien significativa: Sinagoga

Pues siempre se interpretaron tribulaciones las aguas y de mis tribulaciones ya empieza a correr borrasca, en tanto que su fortuna o la derrota o la salva de mar y tierra, infestando las dos marciales campañas con relámpagos y truenos de trompetas y de cajas, verás turbar los aplausos de sus bodas.

Lisonja

Toca al arma en todo tu imperio y todo en tu desagravio salga.

Avanzada un tanto la acción, en la nave se padece la tormenta y se alude al movimiento del velamen, en combinación no sé si necesaria, pero al menos tópica, porque también se repetirá en otras obras de Calderón10. En la nave

¡Arma, arma, guerra, guerra!

9 Calderón de la Barca, El maestrazgo del Toisón, en Autos sacramentales, alegóricos y historiales, p. 425. 10 Tal combinación se daba ya en un pasaje de La Araucana de Ercilla (XV, 72, p. 454) considerado la primera tormenta épica de la literatura española, al menos como imitatio virgiliana (Cristóbal, 1988, pp. 136-38): «“¡Amaina! ¡Amaina!”, gritan marineros: / “¡Amaina la mayor! ¡Iza trinquete!” / Esfuerzan esta voz los pasajeros, / y a la triza un gran número arremete; / los otros de tropel corren ligeros / a la escota, a la braza, al chafaldete, / mas del viento la fuerza era tan brava / que ningún aparejo gobernaba».

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Al trinquete. A la mesana. A la escota.

Otro

Al chafaldete.

Todos

Iza, vira, amaina, amaina11.

Por otro lado, la valentía del capitán, aquí Pedro, es también característica y eco contrario de la tradición clásica, ya que el piloto (no tanto el capitán) suele, siguiendo a Lucano, estar aturdido y ser hasta pusilánime: Pedro

No temáis, que aunque furiosos huracanes se levantan, afligirnos podrán, pero no sumergirnos12.

Otro de los elementos formantes del tópico es la petición a los dioses, aquí la Oración, para que amaine la tormenta: Esposa

Sagrada Oración, pues de la tierra como el humo te levantas del incienso y eres sola la que en el aire elevada puedes penetrar los cielos, sube en ti misma a la gavia a ver si puerto descubres.

Oración

Deme tu espíritu alas de paloma, que con ellas penetraré las doradas esferas. Elévase la Oración.

11 Calderón de la Barca, El maestrazgo del Toisón, en Autos sacramentales, alegóricos y historiales, p. 425. 12 Calderón de la Barca, El maestrazgo del Toisón, en Autos sacramentales, alegóricos y historiales, p. 425.

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Pedro

Apenas sube la Oración cuando se amansan de los siglos de la vida las procelosas borrascas.

Esposa

Restituida lo diga ya la tormenta en bonanza13.

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Toda esta tormenta finaliza con la llegada al puerto de acogida y siempre jugando con los diálogos entre la nave y el puerto, es decir, entre el carro y el tablado, como explícitamente señala la didascalia Preguntan los del tablado y responden los de la nave. Se ha señalado también que la fuente, dado el valor simbólico de la tormenta, no siempre tiene una vinculación directa con la literatura clásica. De hecho, en esta misma obra conviven dos tormentas, marítima y terrestre, que obedecen a tradiciones diferentes, aunque tengan similares valores dramáticos. El personaje de la Sinagoga compra a la Malicia el Toisón por treinta monedas y prueba su calidad con las piedras de toque que la Lisonja le acerca. Estas piedras son una soga, unos azotes, una corona de espinas, unos clavos y una cruz. Pues bien, cuando acerca el collar robado a los clavos y a la cruz, se produce una tempestad terrestre, una clara muestra de la ira de Dios que está más cerca de los terremotos tras la muerte de Cristo que de una tormenta marítima.Y, en cualquier caso, el contexto así lo indica; las piedras de toque son evidentemente un símbolo de la pasión de Cristo, el collar fue vendido por treinta monedas y la piedra de toque final es la Cruz: Sinagoga

¿Cómo no? Cinco mil veces le tengo de examinar a este toque y al de estas espinas luego, Tócale a una corona de espinas. y no contenta, pasar hasta el acerado hierro de estos clavos y este palo,

13

Calderón de la Barca, El maestrazgo del Toisón, en Autos sacramentales, alegóricos y historiales, pp. 425-26.

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Tócanle a unos clavos y a una cruz. que en opiniones de cedro, por lo incorrutible, hará que el oro... pero, ¿qué es esto? Dentro tempestad. Lisonja

Que al arma tocan, no solo uno y otro campo, pero aun todo el cielo parece con relámpagos y truenos que al son de sus cajas pone en arma los elementos. Deja caer la fuente con las insignias.

Malicia

Al tocarle (¡ay infelice!) a los clavos y al madero Ruido. todo se estremece, todo se turba14.

Esta tormenta, con relámpagos y truenos sin duda evocados por el «son de sus cajas», alerta a todos los elementos naturales, que se perturban ante el pecado. Dos tradiciones, pues, de origen diferente y valores dramáticos distintos, pero con una escenificación similar. La invocación a la tormenta, la generación explícita de la tempestad por parte de un personaje negativo, de un agente del mal, es frecuente en Calderón, como se ha visto en el caso anterior. Sucede así también en Psiquis y Cupido. En esta ocasión será el personaje del Odio quien la provoque: Odio

14

Aunque mis conjeturas, que salirme tal vez suelen seguras, me dicen que la lleva con segunda intención, altere y mueva —por si animal de pliegues juzgo en vano en el semblante el corazón humano—

Calderón de la Barca, El maestrazgo del Toisón, en Autos sacramentales, alegóricos y historiales, pp. 433-34.

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las ondas mi furor, pues tengo en ellas el prestado esplendor de las estrellas cuando, espejo de plata, en mis centros el mar me las retrata. Y cuando esto no sea, bestia del mar, iluminada idea, ¿a mi rencor no llama? ¿Furiosa tempestad otro no aclama? ¿Contra mí de huracán no me da el nombre otra? ¿Y otra de escollo? Pues asombre, pasme, asuste, atribule y estremezca mi oprobio al mundo, haciendo que perezca segunda vez en tumba helada y fría. ¡Ea!, que no vas mal, alegoría, pues que puestas dos hijas en estado, a la tercera el padre al mar ha dado, embarcado con ella, y como hoy al llegar con él a vella desencarcele mis contrarios vientos y deshecho el bajel, mire en fragmentos, hasta donde leí veré cumplida la fábula de Psiquis, destruida en páramos de yelos: ¡al arma, al arma, abismos! Vase, da vuelta la nave con el Mundo, Edad Tercera, Malicia, Sencillez y Marineros. Dentro todos

¡Piedad, cielos!

Uno

Bien el celaje el aquilón previno.

Malicia

¿Cuándo del aquilón el mal no vino?

Otros

Bota a estribor, grumete.

Unos

Iza.

Otro Uno Otro Edad tercera

Amaina. A la escota. Al chafaldete. ¡Cielos, piedad, que en piélago profundo de opiniones tormenta corre el Mundo!

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Mundo

Si a ráfagas del noto perdido el gobernalle, el timón roto, la brújula turbada de la aguja, no hay trabazón que no rechine y cruja atormentado el pino y del velamen rebujado el lino: ¿qué piedad esperamos?

Uno

Y más cuando en un bajo al través damos.

Edad

¡Ay infeliz de mí!

Mundo Sencillez Todos

¡Qué desconsuelos! Al susto desmayó. ¡Socorro, cielos!

Unos

Que nos oye parece, pues tregua nos ofrece la piedad de la arena en que se halla rozado el buque y sin rozar se encalla.

Mundo

De la tregua gocemos; vaya el esquife al mar y en él salvemos las vidas15.

La tormenta desencadenada por el Odio contiene todos los elementos propios de una tempestad épica. Dichos elementos aparecen anunciados previamente en su propia invocación para después expresarse por sí mismos en la acción, desde los vientos mitologizados («desencarcele mis contrarios vientos») hasta la destrucción de la nave («y deshecho el bajel mire en fragmentos»). Por lo que respecta a la tormenta en sí, contiene elementos comunes a muchas otras de la tradición épica y, como se puede leer en el propio texto, también dramática: el temor de los marineros expresados en constantes gritos, las maniobras desesperadas, los crujires de las naves, los movimientos del velamen, la petición de clemencia, el subir y bajar la nave hasta gol-

15

Calderón de la Barca, Psiquis y Cupido, en Autos sacramentales, alegóricos y historiales, pp. 284-87.

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pear su quilla contra los bajos y, en fin, la tranquilidad que llega con el amainar de la tempestad16. La tormenta no tiene por qué ser un elemento negativo en la acción; también puede ser un efecto que destruya el mal. Así sucede en El Joseph de las mujeres17, en donde Eugenia provoca una tormenta que destruye los ídolos paganos. Si el mecanismo dramático que genera la tempestad, el protagonismo de un personaje singular, es idéntico a los anteriores (aunque aquí se trate de un personaje positivo), se han de anotar otras diferencias. En primer lugar, el género de la obra. No estamos ya ante un auto sacramental, sino ante una comedia de santos. Ciertamente, una comedia hagiográfica facilita la escenificación de hechos extraordinarios, como en los autos o en las comedias mitológicas. En ese sentido, la conexión entre materias verosímiles existe entre los diferentes géneros. La actitud de los espectadores del xvii no habría de ser muy distinta ante una comedia de santos y un auto, y no se rompería el decoro, ni ideológico ni artístico. La segunda diferencia tiene que ver con el tipo de tormenta. Estamos ahora ante una tormenta terrestre que destruye aquí ídolos paganos. Como tal, contiene elementos que derivan de Virgilio, mientras que también están presentes rasgos de otras tormentas terrestres clásicas, como tal vez la de la Tebaida estaciana, aunque la deuda no es ni mucho menos tan directa como con las tormentas marítimas y

16 Sobre este pasaje Enrique Rull y José Carlos de Torres, 1995, pp. 210-11, subrayan el valor de la nave y de la tormenta como elemento significativo más allá de la propia escenografía, tal y como aquí sostenemos para el motivo general de la tormenta: «Calderón se introduce, mediante una didascalia implícita, en el espíritu del texto alegórico, al señalar que el piélago profundo es “de opiniones”. Juega así, constantemente, con dos textos paralelos, y pasa de uno a otro con soltura y naturalidad, que hoy parecerían inadmisibles por demasiado explícitas. No podemos detenernos en todas las didascalias de este tipo, pero este ejemplo es reveladoramente ilustrativo: 1) de la movilidad dinámica verbal que sugiere y que potencia los recursos escenográficos visibles, por medio de la voz articulada, a los que habría seguramente (o al menos se podría hacer) que incorporar los efectos acústicos de las máquinas y artilugios que simulasen el viento, la tormenta, etc.; 2) de la relación, no sólo visual sino también verbal, y fundamentalmente literaria, entre el texto mitológico y el texto simbólico». 17 Citaré por la edición de Aparicio Maydeu incluida en su libro Calderón y la máquina barroca, 1999.

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el mantuano. Por otro lado, en estas tormentas terrestres, los terremotos, los truenos, los rayos, el rasgarse el cielo, el desencajarse la Tierra de la máquina de los polos, evocan al tiempo la tradición bíblica y la virgiliana ya señaladas. Nótese que en esta tormenta terrestre las didascalias hablan de Suena ruido de tempestad, Disparan dentro, Otra vez los truenos, Caen algunos rayos, húndese el trono, con dosel y retrato, La tempestad, etc. La intervención de Eugenia y esta tormenta no pasan desapercibidas para Aparicio Maydeu, quien en su edición de la obra anota: «Nótese el sentido simbólico de la acotación [Suena ruido de tempestad], que identifica la tempestad con la intervención divina que presagia el desenlace glorioso y apoteósico de la comedia»18 y subraya el valor convencional de las tormentas en las comedias de santos: «El recurso escenográfico de la tempestad como hierofanía es convención escénica en la comedia de santos calderoniana»19. Eugenia

[...] ¡Mirad, mirad a qué dioses adoráis, pues todos pueden, teniéndoles por divinos, ser acusados de infieles! Y si a tanto desengaño no abrís los ojos, no quede piedra sobre piedra en todo este edificio eminente. Fuego del Cielo le abrase. Suena ruido de tempestad. Y, pues disponen las leyes que el que acusa de un delito padezca el daño que quiere que padezca a quien acusa, a Melancia un rayo ardiente Disparan dentro. abrase viva, porque de su acusación aleve,

18 19

Aparicio Maydeu, 1999, p. 254, n. 201. Aparicio Maydeu, 1999, pp. 254-55, n. 201.

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Otra vez los truenos. de su falso testimonio, su prisión y cárcel quede triunfante en Egipto quien, a pesar de tantas fuertes persecuciones, ha sido el José de las mujeres. Vase, y con ella Eleno. Caen algunos rayos y húndese el trono con dosel y retrato. Melancia

¡Ay de mí! Abrasada muero, y rabiando justamente. Húndese.

Filipo

¡Qué asombro!

Sergio Filipo Sergio Cesarino

¡Qué confusión! Hija, espera. Hermana, atiende. ¡Qué prodigio! La tempestad. Vanse Filipo y Sergio.

Aurelio

De los cielos se rasgan todos los ejes20.

Cesarino

La máquina de los polos sobre nosotros se viene21.

20 La nota de Aparicio Maydeu (1999, p. 257, n. 206) es importante porque además de aclarar el pasaje nos recuerda la vinculación virgiliana de este tipo de versos: «Calderón establece una relación metonímica entre los ejes de los cielos y el mundo en su conjunto, por lo que se entiende que la destrucción de los ejes desencadena un cataclismo que pone en evidencia la poderosa fuerza de Dios alterando el equilibrio cósmico. Las alusiones metafóricas al mundo que se resquebraja también tienen como escenario una tempestad en Virgilio, Eneida I, XC,“intronuere poli et crebis micat isnibus aether”». Añadamos también una posible fuente general de Lucano, La Farsalia, V, vv. 632 y ss. 21 De nuevo la aclaración de Aparicio Maydeu (1999, pp. 257-58, n. 207) resulta esclarecedora, aunque anotemos aquí sólo el primer párrafo: «Máquina de los polos: metáfora del mundo o de la Tierra, en correlación con el verso anterior. Parece expresión no documentada, pero es variante de las denominaciones machina mundi

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¡Viva el Dios de Eugenia! Dentro.

Todos

Viva!22

Hablábamos antes de géneros fronterizos por lo que respecta al uso de la escenografía como el auto y las comedias de santos. Sin duda el mejor ejemplo de ello es la comedia de santos El mágico prodigioso, porque tal vez se trate de una obra que comenzó pensada como auto, pero que al final devino en comedia23. Estamos ante una pieza en la que las tormentas y las tempestades tienen un valor dramático excepcional: Cipriano se salva de la tormenta por un pacto diabólico, convirtiendo la primera tempestad y el naufragio correspondiente en una situación dramática que propicia el pecado. Se trata de una tempestad marítima que contiene todos los elementos tópicos y su habitual escenificación: Suena ruido de truenos, como tempestad y rayos, ruidos dentro, el mar que alcanza las nubes —de clara raigambre virgiliana—, las olas y sus espumas («pues crespo sobre el viento en leves plumas, / le pasa por pavesas las espumas»), el golpe de la nave contra el escollo, la metáfora de la muerte de la nave y la metonimia de ascendiente horaciana («es cadáver del mar / cascado el pino»). Se añade a esto otro de los elementos ya anunciados y también de carácter sinecdótico, la aparición de un personaje mojado superviviente del naufragio causado por la tormenta (Sale el Demonio, mojado, como que sale del mar): Suena ruido de trueno, como tempestad y rayos. Cipriano

¿Qué es esto, cielos puros? ¡Claros a un tiempo, y en el mismo oscuros!

o machina coeli y círculo de los polos, frecuentes en fuentes grecolatinas y en tratados cosmológicos de concepción ptolemaica. Cfr.Virgilio, Eneida, IV, lxxxix». 22 Calderón de la Barca, El José de las mujeres, en Aparicio Maydeu, 1999, pp. 25358. 23 «Es posible que los regidores de Yepes le pidieran a Calderón un auto sacramental y que por motivos ya imposibles de determinar les ofreciera una comedia de santos. Aunque la representación de comedias religiosas en tres actos para el Corpus era excepcional, se dan algunos casos», señala Bruce W. Wardropper, 1985, p. 11. La relación de esta obra con la anterior, El José de las mujeres, va más allá de las coincidencias genéricas y tópicas que aquí señalamos. Para otro tipo de similitudes ver, entre otros, las notas de Aparicio Maydeu en su edición citada.

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Dando al día desmayos, los truenos, los relámpagos y rayos abortan de su centro los asombros que ya no caben dentro. De nubes todo el cielo se corona, y, preñado de horrores, no perdona el rizado copete deste monte. Todo nuestro horizonte es ardiente pincel del Mongibelo, niebla el sol, humo el aire, fuego el cielo. ¡Tanto ha que te dejé, filosofía, que ignoro los efectos deste día! Hasta el mar sobre nubes se imagina desesperada ruina, pues, crespo sobre el viento en leves plumas, le pasa por pavesas las espumas. Naufragando, una nave en todo el mar parece que no cabe; pues el amparo más seguro y cierto es cuando huye la piedad del puerto. El clamor, el asombro y el gemido fatal presagio han sido de la muerte que espera; y lo que tarda es porque esté muriendo lo que aguarda. Y aun en ella también vienen portentos; no son todos de cielos y elementos. El bajel, prodigiosa maravilla, desde el tope a la quilla todo negro, su máquina sustenta, si no es que se vistió de su tormenta. A chocar en la tierra viene. Ya no es del mar sólo la guerra, pues la que se le ofrece, un peñasco le arrima en que tropiece, porque la espuma en sangre se salpique. Dentro todos24. 24 Así se lee en la edición de Wardropper, que toma como texto base la edición príncipe de la comedia (la Parte veinte de comedias varias, Madrid, 1663). En la edición de Vera Tassis (Sexta parte de comedias de Calderón, Madrid, 1683) la acotación dice: «Suena la tempestad y dicen todos dentro».

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Todos

¡Que nos vamos a pique!

Demonio

En una tabla quiero salir a tierra, para el fin que espero.

Cipriano

Porque su horror se asombre, burlando su poder, escapa un hombre, y el bajel, que en las ondas ya se ofusca, el camarín de los tritones busca, y en crespo remolino, es cadáver del mar, cascado el pino. Sale el demonio, mojado, como que sale del mar25.

El análisis de El mágico prodigioso también nos permite llamar la atención sobre otra de las prevenciones teóricas que habíamos avanzado en este trabajo: la tradición textual seguida. El presente trabajo está realizado sobre los textos impresos, Pando para los autos y las partes para las comedias, siguiendo, por razones de operatividad, la base de datos TESO aunque especifiquemos cuáles son las ediciones que los responsables de la base de datos manejan. Habíamos señalado la posibilidad de que las versiones impresas contuvieran unas didascalias menos ricas con respecto a los medios de la escenografía que las manuscritas, autógrafas o no. De hecho, frente a la consideración habitual en el contexto general del teatro áureo, la tradición impresa tiene en Calderón unas acotaciones menos ricas que las manuscritas, incluso que las autógrafas, como he señalado en otro lugar26. Además, dentro de la propia tradición impresa, un testimonio puede variar sustancialmente con respecto a otro sobre la base de sus didascalias. Sucede así en el caso de El mágico prodigioso27; y también aquí se confirma que el manuscrito autógrafo contiene unas didascalias más ricas y más frecuentes que en la versión impresa, tanto de la Parte veinte de comedias varias (1663) como en la Sexta parte de Calderón publicada por Vera

25

Calderón de la Barca, El mágico prodigioso, vv. 1201-46, ed.Wardropper, pp. 103-

104. 26

Fernández Mosquera, 1996. «All the alterations and amendments of PXX [Parte veinte de comedias varias, Madrid, 1663, edición príncipe de la obra] reappear in some form or another in the Vera Tassis edition of 1683, with the stage directions if anything fuller and more explicit», según dice McKendrick, 1992, p. 22. 27

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Tassis (1683), al menos por lo que se refiere a los lugares que aquí ahora interesan. Ciertamente, se trata de versiones diferentes y, sobre todo, con un enfoque escenográfico distinto. Porque el manuscrito conserva aun las indicaciones sobre las naves que entrarían en la plaza (de Yepes, es de suponer) y no lo hace así la publicada completa por Vera Tassis. No podemos hacer ahora un estudio pormenorizado de las variantes que afectan tanto a las didascalias como al propio texto, pero sí marcaremos algunos detalles. La primera didascalia relativa a la tormenta dice en la tradición impresa «Suena ruido de truenos como tempestad y rayos»28, mientras que en el manuscrito autógrafo se lee «Suenan ruidos de truenos como tempestad y algún fuego como rayos y relámpagos»29. Las diferencias no son muchas, pero sí significativas. Aquí Calderón nos propone la existencia de «algún fuego», tal vez algún fuego pirotécnico para escenificar los rayos y relámpagos. Es una pista que no hallamos en la tradición impresa. Tampoco está —no tendría sentido— en la tradición impresa otra didascalia relativa a la nave: «Entra por la plaza una nave, y los que vienen en ella representan lejos, y el demonio en ella con otro vestido. La nave es negra»30. Resulta, en fin, curioso cómo la tradición impresa interpreta y regulariza las propias didascalias, seguramente por necesidades tipográficas, pero también por costumbre de editor dramático que juega con las habituales claves de interpretación por parte de los lectores, no del público ni del autor de comedias que trabajaba con el texto. Así, las didascalias de la versión impresa que dicen «Suena ruido de truenos, como tempestad y rayos» y «Sale el demonio, mojado, como que sale del mar» interpretan y resumen la que Calderón escribió en el manuscrito autógrafo: «El demonio sale con vestido diferente como escapado del mar en una tabla y en saltando al tablado se va el bajel» 31. No aparece aquí mojado el personaje, sino con vestido diferente, lo que resulta sin duda más cómodo en la representación y explica el movimiento que el actor 28

Calderón de la Barca, El mágico prodigioso, ed. Wardropper, p. 103. por la edición facsímil del manuscrito recogida en la bibliografía (la modernización del texto es mía): Calderón de la Barca, El mágico prodigioso, ed. facsímil, fol. 6v.Ver Mckendrick, 1992, pp. 126 y 128. 30 Calderón de la Barca, El mágico prodigioso, ed. facsímil, fol. 7r. 31 Calderón de la Barca, El mágico prodigioso, ed. facsímil, fol. 7v. 29Cito

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realizaba bajando al tablado y la desaparición de la nave. Todo esto se supone en las versiones impresas. O, al revés, el texto impreso imagina al personaje mojado, cuando Calderón en la primera versión no lo indica. El problema de las versiones diferentes contamina cualquier análisis. Pero es imposible, por ahora, hacer todas estas prevenciones en cada una de las obras estudiadas. Cuando contamos con las herramientas necesarias (autógrafos, manuscritos, distintas ediciones...), los resultados son muy reveladores. Si las variantes didascálicas ofrecen resultados curiosos, no lo son menos las del propio texto. Señalaremos dos a título de ejemplo. La versión manuscrita contiene la siguiente intervención de un marinero, inmediatamente después de la aparición de la nave que no figura en las versiones impresas: Uno

Sagrado dios Neptuno, tu tridente del mar apague el súbito accidente que los crispos remolinos se dilata turbando esta república de plata. ¡Piedad, cielos32!

Llama la atención encontrar en esta versión inicial una apelación a Neptuno siguiendo literalmente la tradición virgiliana33. La llamada al texto latino encaja perfectamente en el contexto de la obra y en el ambiente profano de estas escenas, además de confirmar otra vez la vinculación del tópico a la tradición clásica. La otra variante también interesante para nuestro análisis y que tiene que ver con la manida intervención de los marineros está escrita al margen del folio 7, en un segundo momento, por parte de Calderón. Parece claro, por lo tanto, que este tipo de diálogos y gritos de la ma-

32

Calderón de la Barca, El mágico prodigioso, ed. facsímil, fol. 7r. En el manuscrito aparece un verso tachado que según Mckendrick (1992, p. 127, nota) responde a una corrección del propio Calderón: «OTRO. En abismo de yelos hoy a pique nos vamos. / TODOS. ¡Piedad, cielos!». 33 «Levat ipse tridenti: / Et vastas aperit syrtes, et temperat aequor: / Atque rotis summas levibus perlabitur undas» (Eneida, I, 145-47). Ver la nota de Mckendrick-Parker, 1992, p. 233.

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rinería son efectos tópicos que el autor puede insertar a voluntad allí donde le parezca necesario subrayar el ambiente de tempestad: Uno

Amaina este trinquete.

Otro

A la triza.

Otro

A la escota.

Otro

Al chafaldete.

Todo lo dicho tiene que ver con la primera tempestad de la obra, la que genera un naufragio y es, por lo tanto, una tormenta marítima. Por lo que se refiere a la tormenta final, los problemas planteados con las diferentes versiones no se producen porque, como es sabido, el manuscrito está incompleto y, por lo tanto, solo manejamos los textos de la tradición impresa que son los que citamos a continuación: Suena gran ruido de tempestad, y salen todos, alborotados. Livia

La casa se viene abajo.

Moscón

¡Qué confusión! ¡Qué portento!

Gobernador

Sin duda se ha desplomado la máquina de los cielos. Suena la tempestad.

Fabio

Apenas en el cadalso cortó el verdugo los cuellos de Cipriano y de Justina cuando hizo sentimiento toda la tierra.

Lelio

Una nube, de cuyo abrasado seno abortos horribles son los relámpagos y truenos, sobre nosotros cae.

Floro

Della un disforme monstruo horrendo en las escamadas conchas de una sierpe sale, y, puesto

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sobre el cadalso, parece que nos llama a su silencio. Esto se haga como mejor pareciere: el cadalso se descubrirá con las cabezas y cuerpos, y el demonio en lo alto, sobre una sierpe34.

Estamos ahora ante una tormenta terrestre, la provocada por la ira divina que contiene los habituales ruidos de truenos y relámpagos. Tiene un valor simbólico claro y es remate final de la obra. Así lo entiende Wardropper: La tempestad final —contrappasso divino de la que crea el Demonio para aparecer como náufrago en la Jornada II— es, sin embargo, una señal de la indignación de Dios ante la ejecución de sus santos, además de ser un símbolo de la rabia del Demonio, obligado por Dios a declarar la inocencia de Justina. La magia con que termina el drama es, pues, la obra de Dios35.

Dos tormentas, por lo tanto, clave en la interpretación de esta comedia; dos tempestades de origen diferente: marítima y de ascendente clásica la una, y la otra terrestre, más bíblica. No podría ser de otra forma cuando la primera la genera el diablo y la segunda el propio Dios. Dos tradiciones diferentes que resumen el tópico de la tormenta en Calderón, sus orígenes, la riqueza de su texto y la poca explicitud de sus didascalias. Por otro lado, estas tormentas son el paradigma del valor dramático y simbólico del tópico en el teatro calderoniano y, a su vez, muestran la capacidad del poeta para situarlas en el lugar adecuado del desarrollo de la acción. Las comedias de santos junto con los autos parecen el lugar preferido —como era previsible— para la presencia de tempestades y terremotos; en especial los últimos, con su valor simbólico son clara hierofanía o demostración del poder divino. Los dos amantes del cielo36 34 Calderón de la Barca, El mágico prodigioso, vv. 3087-104, ed. Wardropper, pp. 169-70. 35 Wardropper, 1985, p. 48. 36 Publicada por Vera Tassis en la Verdadera quinta parte de comedias de Calderón, Madrid, 1682. Pedraza Jiménez, 2000, pp. 152-53, reúne las tres últimas comedias analizadas en un subconjunto significativo: «Tres comedias de santos calderonianas se ocupan del drama del intelectual en busca de la gracia: El mágico prodigioso, El José de las mujeres y Los dos amantes del cielo. Las dos últimas, aunque El José de las mujeres pre-

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finaliza con otro terremoto con inequívocas resonancias bíblicas, incluso en la anécdota que supone el cerrarse el sepulcro de ambos mártires como fue cerrado el de Cristo. Por lo que respecta a la escenografía llama la atención la pobreza didascálica frente a la aparatosidad de la acción: Échanlos en la sima y suena ruido de tempestad. Polemio Nísida

De tierra, piedras y juncos cubrid la boca. ¿Qué es esto?

Polemio

Al echarlos en la cueva se ha eclipsado todo el cielo.

Claudio

De tristes obscuras sombras hoy se ha entapizado el viento.

Cintia

Caliginosos cometas vuelan, pájaros de fuego.

Claudio

Mal desasidos los montes se deshacen de sí mesmos.

Polemio

Es verdad, que aquella zona, sobre nosotros cayendo se precipita.

Cintia

Y al mismo instante se escuchan dentro de la cueva dulces voces.

Num.

Hoy toda Roma es portentos, pues hace una gruta fiesta cuando hace el sol sentimientos.

Música

Feliz mil veces el día en que todo el mundo vea

sente como nota original el estar protagonizada por una mujer intelectual, son piezas menores, de taller, que reelaboran las intuiciones dramáticas de la primera». La afirmación de Pedraza nos podría llevar por otro camino en esta investigación y es la deuda del prototipo inicial y su desarrollo en otras obras derivadas con respecto a la tormenta y su desarrollo. En cualquier caso, resulta curioso que la tormenta se pueda convertir en un elemento que justifique en parte la aseveración de Pedraza o, al menos, en rasgo común compartido por este conjunto de obras.

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que este obscuro centro sea el sepulcro de Daría. Baja un peñasco que cubrirá la cueva y en lo alto está un ángel. Ángel

Aquesta cueva que hoy tiene tan grande tesoro dentro, de nadie ha de ser pisada y así este peñasco quiero que la selle porque sea losa de su monumento. Y para que sus cenizas nunca pisadas del tiempo vuelen durando inmortales siglos de siglos eternos, este rústico padrón estará siempre diciendo a las futuras edades: «Aquí yacen los dos cuerpos de Crisanto y de Daría, Los dos amantes del cielo».

Claudio

Para quien humilde pido el perdón de nuestros yerros. FIN37.

Ya se indicó en su momento que la situación en la trama del tópico no es nunca casual. Hemos señalado un final apoteósico en Los dos amantes del cielo. También en otra comedia religiosa, La exaltación de la cruz, la tormenta cobra especial protagonismo al final de la segunda jornada y al comienzo de la tercera. Esta repetición, con un tono espectacular tan sostenido entre un acto y otro ya no es frecuente; lo que resulta habitual es la presencia de didascalias referidas a ruidos producidos por disparos (en este caso de morterete), además acompañados por el oscurecimiento del teatro. El efectismo está asegurado cuando todo se junta con una batalla. Pero lo que va a diferenciar las dos tormentas, la final del acto segundo y la del principio del tercero, no será su calidad, ni sus características (de hecho se tra37

Calderón de la Barca, Los dos amantes del cielo, en la Verdadera quinta parte, pp. 111-12.

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ta de la misma tormenta), sino su valoración en cuanto espacio dramático. La primera tormenta acoge al mal; la segunda, cuando se suaviza, está protagonizada por los personajes positivos; amaina la tormenta, cede la batalla y se produce un contexto en el que se puede introducir la intervención del gracioso, Morlaco, que es un signo más de que el terremoto y la tempestad han acabado: Suena gran ruido de tempestad y de truenos y algunos rayos y morteretes, obscureciéndose el teatro, y sale Cosdroás. Cosdroás

¡Santos dioses, qué espantoso terremoto! De improviso la luz del sol ha apagado. Sale Menardes.

Menardes

¿Dónde han desaparecido las luminares antorchas de planetas y de signos? Sale Siroes.

Siroes

Contra nosotros pelean los montes estremecidos, arrancando los peñascos, solo para destruirnos, las ráfagas de los vientos. A cada uno que sale, se oye la tempestad y sale Morlaco.

Morlaco

Ve aquí por lo que se dijo aquello de estar el mundo para dar un estallido. Sale Anastasio.

Anastasio

En igual confusión, ¿cuándo el orbe jamás se ha visto? Igual eclipse no cabe en el humano juicio. [...]

Cosdroás

Pues contra mí se han valido los cristianos de sus artes, peleemos hechizo a hechizo, pues ves que ya contra ellos

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nuestras fuerzas no han podido ni ofenderles la tormenta, porque valientes y activos con sus hechizos nos vencen. Todos

Serena, pues ves en giros caer del cielo tantos rayos, ese celeste prodigio. [...]

Todos

Pues ¿de qué nos han servido tus ciencias?

Cosdroás

¡A retirar, soldados! La tempestad.

Eraclio

¡Que huyen! ¡Seguidlos!

Anastasio

De mucho, de mucho, pues en sólo un instante he visto del Padre la omnipotencia, la sabiduría del Hijo, del Espíritu el amor; y así confieso y publico con la voz de los cristianos...

Todos

¡Viva la gran cruz de Cristo! Suena la música y después la caja, tempestad y truenos y representar Anastasio, procurando cerrar la jornada todos juntos. JORNADA TERCERA Suena otra vez la tempestad con que acabó la segunda jornada y salen como asombrados Clodomira y Zacarías.

Zacarías Clodomira

¿Clodomira? ¿Padre mío? [...]

Zacarías

Atentos, pues, al estruendo de las trompas y las cajas.

Clodomira

Estábamos, cuando el cielo cubrió de nubes pardas.

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Zacarías

Contra nosotros sin duda sus azules velos rasga y enojado con nosotros no quiere que ajenas armas nos castiguen.

Clodomira

No lo creas, que quizá su soberana piedad hoy de su poder usa en favor de su causa. ¡Ay, que son nuestros pecados muchos!

Zacarías

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La tempestad. Clodomiro

Zacarías Clodomiro

¡Ay, que nuestras ansias son muchas y Dios es Dios de piedad! ¡Y de venganza! Yo por lo menos vivir tengo en esta confianza, en fe de la cual parece que ya su cólera aplaca el cielo y segunda vez permite que el sol nos nazca, a cuya luz veo que todas y deshechas las escuadras de Cosdroás a las defensas se retiran destas altas fortificaciones. [...] Sale Morlaco huyendo.

Morlaco

38

Gracias a Baco, opíparo Dios de las cepas y las parras, que es el que yo invoco en todas buenas y malas andanzas, que llegué vivo a ponerme en salvo38.

Calderón de la Barca, La exaltación de la Cruz, en Séptima parte de comedias, Madrid, 1683, pp. 196-97.

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Por lo señalado hasta aquí parece que las comedias de santos son proclives más a las tormentas terrestres y a los terremotos que a las tempestades marítimas. Ciertamente, la tradición bíblica lo facilita, pues la manifestación de la divinidad parece más llamativa cuando demuestra su poder y desata la naturaleza en un lugar o un momento inesperado. Pero tampoco faltan tormentas marítimas en comedias de santos.Veamos un último ejemplo: El purgatorio de San Patricio. En esta comedia el protagonista se salva del naufragio al inicio de la obra. La tempestad que lo provoca es relatada en forma ticoscópica («Yo desde aquella cumbre»), en presente por lo tanto, por los personajes que se supone contemplan la acción. La descripción de la tempestad cobra aquí un llamativo valor estilístico. El poder de la verbalización oscurece cualquier efecto escénico a excepción de la aparición de los salvados (Salen mojados Patricio y Ludovico, abrazados los dos, y caen saliendo cada uno a su parte). Dicho recurso estilístico sólo se puede producir en una relación pronunciada por un personaje, porque los otros tipos de descripción de la tormenta dificultan la morosidad que implica la ornamentación verbal: Lesbia

Pues ¿hay cosa a la vista más suave que ver quebrando vidrios una nave, siendo en su azul esfera del viento pez y de las ondas ave, cuando corre veloz, surca ligera y, de dos elementos amparada, vuela en las ondas y en los vientos nada, aunque agora no fuera su vista a nuestros ojos lisonjera, porque el mar alterado, en piélagos de montes levantado, riza la altiva frente y sañudo Neptuno parece que importuno turbó la faz y sacudió el tridente? Tormenta el marinero se presuma, que se atreven al cielo montes de sal, pirámides de yelo, torres de nieve, alcázares de espuma. Sale Polonia.

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Polonia

¡Gran desdicha!

Rey

Polonia, ¿qué es eso?

Polonia

Esa inconstante Babilonia que al cielo se levanta —tanta es su furia y su violencia tanta— con un furor sediento —¿quién ha visto con sed tanto elemento?— en sus entrañas bárbaras esconde diversas gentes, donde a consagrar se atreve sepulcros de coral, tumbas de nieve en bóvedas de plata, porque el dios de los vientos los desata de la prisión que asisten y ellos, sin ley y sin aviso, embisten a ese bajel, cuyo clarín sonaba, cisne que sus exequias se cantaba. Yo, desde aquella cumbre que al sol se atreve a profanar la lumbre, contenta le advertía por ver que era Filipo el que venía, Filipo, que en los vientos lisonjeras tus armas tremolaban sus banderas, cuando su estrago admiro y, cada voz envuelta en un suspiro, desvanecí primero sus despojos, efetos de mis labios y mis ojos, porque dieron veloces más agua y viento en lágrimas y voces.

Rey

Pues, dioses inmortales, ¿cómo probáis con amenazas tales tanto mi sufrimiento? ¿Queréis que suba a derribar violento ese alcázar azul, siendo segundo Nembrot, en cuyos hombros pueda escaparse el mundo, sin que me cause asombros el ver rasgar los senos con rayos, con relámpagos y truenos?

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Patricio Leogario

¡Ay de mí! Triste voz.

Rey

¿Qué es eso?

Capitán

A nado un hombre se ha escapado de la cruel tormenta39.

Empero, el valor ornamental del pasaje no puede ocultar el gran peso que la tormenta soporta en el significado de la obra, subrayado además por la no casual repetición de la tempestad amplificada en el mismo parlamento de Patricio: Patricio

39

[...] Dígalo en el mar Filipo, pues hoy, a vista de tierra, estando sereno el cielo, manso el aire, el agua quieta, vio en un punto, en un instante, sus presunciones deshechas, pues en sus cóncavos senos brama el viento, el mar se queja, montes sobre montes fueron las ondas, cuya eminencia moja el sol, porque pretende apagar las luces bellas. El fanal junto a los cielos pareció errado cometa o exhalación abortada o desencajada estrella. Otra vez en lo profundo del mar tocó las arenas, donde, desatado en partes, fueron las ondas funestas monumentos de alabastro entre corales y perlas.

Cito por la edición de Luis Iglesias Feijoo de la Primera parte de comedias de Calderón, en prensa. Puede verse también la magnífica edición de la comedia de Ruano de la Haza, 1988.

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Y más adelante, en la confirmación gongorina de Ludovico: Ludovico

[...] que fue que, enojado el viento, nos amenazó cruel y nos castigó soberbio, haciendo en mares y montes tal estrago y tal esfuerzo que estos hicieron donaire de la soberbia de aquellos. De trabucos de cristal combatidos sus cimientos, caducaron las ciudades vecinas y por desprecio tiraba el mar a la tierra, que es munición de sus senos, en sus nácares las perlas que engendra el veloz aliento del aurora con rocío, lágrimas de fuego y hielo, y, al fin, para que en pinturas no se vaya todo el tiempo, se fueron todas sus gentes a cenar a los infiernos.

Ya Maria Grazia Profeti, en su momento, indicó con perspicacia que estas descripciones no eran redundantes, antes bien resultarían casi i m p re s c i n d i bles para dibujar la calidad de ambos pers o n a j e s 40 . Añadamos que la caracterización de Ludovico como personaje irónico y perverso también conlleva una burla metaliteraria relacionada, en cierta medida, con lo que tiene de ornamental la descripción y de tó40 «La duplicación de la descripción, ya en este primer macroscópico nivel funcional, no es ciertamente pleonástica; y aún más su necesidad se evidencia en el momento en que los personajes revelan, a través de sus preferencias expresivas (las preferencias expresivas con que el autor los connota), el lugar que asumen a nivel de forma de contenido» (Profeti, 1976, p. 126). La profesora Profeti hacía notar, ya en 1976, la radical importancia del tópico de la tormenta (pp. 124-28) y la transformación calderoniana en esta comedia, poniéndola en contacto con las versiones de Moltalbán y Lope de Vega.

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pico desgastado, cuando dice: «Y al fin para que en pinturas / no se vaya todo el tiempo». Como se ha ya anunciado, serán las comedias palaciegas, de tema mitológico o «novelesco», las que contengan las tempestades escenificadas más espectaculares y más frecuentes, como parece lógico. El tema y su ejecución tramoyística así lo requería. Estas comedias recogen perfectamente la influencia de las fuentes épicas: en primer lugar, a partir directamente de materiales clásicos, especialmente Virgilio y Lucano; o en segundo lugar, desde la mediación de la épica renacentista en verso (desde Ariosto hasta Ercilla) o en forma de narración, que comprendería los materiales épicos transformados en novela, es decir, las narraciones de aventuras —bizantinas o no— y el seguimiento o transformación de los libros de caballerías según el modelo cervantino. De estas últimas se ha de destacar la comedia Argenis y Poliarco, una obra que entra de lleno en lo que se viene denominando comedias caballerescas41. La tormenta se describe en una larga relación de Poliarco; está, por tanto, contada en pasado y, como es habitual, al tratarse de un largo discurso por parte de un personaje, favorece un estilo cuidado que, por otra parte, se adecua al tono elevado de los personajes y en general de la comedia. Esta relación bebe indudablemente de la materia épica y de las descripciones virgilianas en la metaforía y en el ornato estilístico. Pero al mismo tiempo que la descripción gana ornamentación estilística pierde en efectismo escénico; es ahí la evocación la que carga de dramatismo la escena:

41 Resume perfectamente Pedraza (2000, p. 253) las características de este subgénero: «Un tanto olvidadas han estado las comedias novelescas o caballerescas de Calderón, escritas en su mayor parte para los escenarios palaciegos. Su existencia viene a demostrar que, después de la parodia quijotesca, había lectores, entre ellos nuestro dramaturgo, prendados del universo imaginativo, mágico y disparatado de las caballerías. En estas comedias se recrean héroes y hazañas relacionados casi siempre con el ciclo de Orlando. El poema de Ariosto es la fuente principal, pero no faltan algunos motivos ajenos a la magna obra renacentista. Las comedias calderonianas recrean las largas peregrinaciones, hazañas absurdas, encantamientos, amores ideales, batallas y demás ingredientes de este tipo de obras. La escenificación es acorde con este mundo quimérico. Las acotaciones y relatos tienen algo de cinematográficos [...] La inspiración quijotesca no está lejos. Calderón era muy aficionado a la novela cervantina».

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Poliarco

[...] Embarqueme, pero apenas en el salado zafir abrió la quilla los senos del pavimento turquí, cuando rizadas espumas, combatidas entre sí, imitaban con las ondas un verdinegro tabí. Sacó la escamosa espalda el agorero delfín; sacó Tritón el torcido caracol, acento vil que es trompeta de los vientos, y hizo señal de embestir. Aquí en montes se levanta el mar hasta competir con las estrellas, y juntos luces y fanales vi, que parecieron errados cometas que del cenit del cielo se despeñaban a dar guerra y a morir. Gime el viento, brama el mar, y en su bramar y gemir de dulces sirenas era la música para mí por pensar que estaba cerca la muerte que pretendí, que aun la muerte tiene días para quien cansa el vivir. Cúbrese el cielo de luto y el sol, bajando al nadir, apercibiendo tragedias vistió púrpura y carmín. No pudiendo a los decretos de los cielos resistir, nos dejamos a los vientos, que, piadosos, hasta aquí nos derrotaron, adonde supe, reina, que vivís por vuestro gusto esta quinta,

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narciso que en el viril del mar mira su hermosura, enamorado de sí42.

También cortesana y caballeresca es la última comedia de Calderón, Hado y divisa de Leonido y de Marfisa, estrenada en el carnaval de 168043. Esta comedia resulta especialmente atractiva para lo que aquí estudiamos, porque se conserva un manuscrito de la Biblioteca Nacional de España que contiene anotaciones sobre la escenografía inventada por el valenciano José Caudí44. La obra presenta un naufragio y una tormenta en la jornada primera. El naufragio se acompaña de una compleja didascalia (en la edición que manejamos ahora, es decir, Vera Tassis, 1682) que anuncia la complicación de la escenografía: Transmútase el teatro de la selva en el de marina y será su escena toda de peñascos ásperos, lóbregos y incultos, fundados sobre ondas, que finjan lo mas que puedan ser escollos del mar. De una de sus cumbres se ha de desatar una ría que atraviese el tablado y bajar por ella un barco con Leonido y Polidoro y, en llegando a saltar en tierra, desaparece el barco, como llevado de la corriente45.

Por otro lado, la descripción de la tramoya de Caudí que aparece en el manuscrito indicado dice en lo referido a esta escena:

42 Cito por mi edición de la obra en la Segunda parte de comedias de Calderón, en prensa. 43 Maestre, 1988, pp. 61-63. Ver, además, del mismo autor la obra de mayor alcance Escenotecnia del Barroco: el error de Gomar y Bayuca, 1989. Los trabajos de Maestre hacen hincapié en las maquinarias escénicas para la representación de varias obras que contienen tormentas, pero no especifica concretamente nada sobre la generación tramoyística de las tormentas tal vez por ya sabido. Por otra parte incluye la bibliografía pertinente sobre aspectos tramoyísticos, tanto de los especialistas italianos como de su trabajo concreto en España. Se debe ampliar obligadamente esta información con la obra de Luciana Gentilli, 1991; y, en particular, con el libro de Teresa Ferrer Valls, La práctica escénica cortesana, 1991, ya citado. 44 Según la prolija documentación que publican N. D. Shergold y J. E.Varey, 1982, p. 133, colabora muy estrechamente con Caudí Dionisio Mantuano, quien dibuja y pinta el techo del Coliseo, pero es a Caudí al que se le pagan 11.000 reales «por haber trazado las tramoyas y teatro de esta fiesta y ejecutándoles», p. 133. 45 Calderón de la Barca, Hado y divisa de Leonido y de Marfisa, en Verdadera quinta parte de comedias, Madrid, 1682, p. 7.

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A un lado del foro estaba un peñasco, que se descollaba más que los otros, por cuyas quiebras se despeñaba al mar (que se miraba cerca) un arroyo de tan extraño artificio, que nunca podía asegurarse mejor el engaño de que lo era, que cuando con más atención se mirase. El movimiento de las olas, los visos de los reflejos, los remolinos de las ensenadas y el rumor que hacía en las peñas, eran cuatro prodigios, que cada uno de por sí bastaba para embelesar la atención, y haciendo unidos el horror armonía, no se sabía a cuál atender más. Fue sin exageración el engaño más disculpado que hasta hoy ha padecido la vista. Por esta garganta de río pasaba un barco en que venían Leonido y Polidoro proejando contra el raudal que navegaban con los remos que apartaban las ondas, levantando con sus alternados impulsos las espumas que salpicaban sus congojas46.

El texto que corresponde a tal riqueza escenográfica es el que sigue a continuación: Dent. Leonido

Pues proejar no podemos a fuerza de los brazos y los remos contra el raudal, que en rápida aviada hace el mar, rebalsado en la ensenada de escollos, que rebaten su corriente; dejémonos llevar de la inclemente cólera del destino.

Dent. Polid.

Fuerza será, que ya no hay más camino de vencer tanta guerra que osar morir osando tomar tierra.

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Cito ahora por la edición de Valbuena Briones de las Obras completas. Comedias de Calderón, p. 2013. Ignacio Arellano, 2001a, pp. 96 y ss., recuerda este párrafo y señala algo que estamos comprobando a cada paso: «Respecto a los mecanismos escenográficos, la falta de documentos impide a menudo hacerse una idea precisa de su funcionamiento» (2001, p. 97). Esto es particularmente exacto en lo relativo a la construcción tramoyística de la tormenta. Sobre la paternidad del texto, ver sin más las notas de Rafael Maestre, 1988, pp. 65-66. Pero no está de más recordar que en las Fuentes de Shergold y Varey (1982, p. 132) se recoge el siguiente asiento: «A don Melchor de León, por haber escripto la narrativa de la fiesta para enviar a Alemania» y, seguidamente, «A don Joseph Guerra, que la escribió y encuadernó a su costa».

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Leonido

Pues si ya no concede tregua alguna, sálgase con sus ceños la fortuna y entre montes y yelos o a morir o a vencer; ¡socorro, cielos!

Polidoro

No en vano los invocas, pues, conmovidos, antes que en las rocas llegue a chocar la mísera barquilla, rozándose en la arena de legamos, de broca y ovas llena, ha encallado la quilla.

Leonido

Felice, oh tierra, el que cobró tu orilla después de la tormenta.

Polidoro

Dices bien, pero pon, señor, a cuenta del gozo la zozobra de no saber qué tierra es la que cobra; y más al ver en sus primeras señas desnudos riscos de peladas peñas, sólo habitadas de funestos troncos que de quejarse al ábrego están roncos; cuyo susurro perezosas aves, graznando tristes y volando graves, en entrambas esferas alternan con los ecos de las fieras cuatro ruidos uniendo a sólo un ruido, el mar, el aire, el canto y el bramido47.

Sin embargo, tampoco la explicación añadida de la escenografía aclara nada de cómo está construida la tramoya. Se trata de una mirada externa embelesada por los efectos escénicos que describe el resultado de unas operaciones que siguen tan ocultas a los ojos del lector del siglo XXI como del espectador del xvii. Más espectacular todavía —y al tiempo más desesperanzador para quien busca trazas concretas de las invenciones— es la tormenta con la que se cierra el acto primero. Estamos ante una situación ya conocida: un personaje maligno (Megera) desencadena una tormenta ante la petición de otro (Argante): 47

Calderón de la Barca, Hado y divisa de Leonido y de Marfisa, en Verdadera quinta parte de comedias, Madrid, 1682, pp. 7-8.

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Argante

[...] Oh tu, pálida Megera, de las furias del averno principal ira, a quien toca de las magias el imperio, atiende a mi voz.

Dent. Megera Argante

¿Qué quieres? Que atemorizando el viento de sus diáfanos espacios, corran las nubes los velos que en caliginosa lid perturben el universo de suerte que, confundidos de mi horror y de tu estruendo, se pierdan de vista cuantos el monte contiene, haciendo que no logren de Marfisa el robo y vuelta a mi centro; enmiende de su resguardo yo el modo porque el despecho segunda vez no aventure su vida. Megera cantando. Ya te obedezco dando sin tiempo al tiempo lluvias, rayos, relámpagos y truenos. Suena el terremoto. Y no solo ha de parar en terremoto mi incendio, pero en favor de Marfisa, si me da licencia el cielo, después que haya amotinado la lid de los elementos, en castigo de Trinacria reventaré el Mongibelo. Gima a temblores la tierra.

Música

Gima a temblores la tierra.

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Megera

Gire a cometas el fuego.

Música

Gire a cometas el fuego.

Megera

Asombre a embates el agua.

Música

Asombre a embates el agua.

Megera

Brame a ráfagas el viento.

Música

Brame a ráfagas el viento.

Megera

Dando sin tiempo al tiempo.

Música

Dando sin tiempo al tiempo.

Megera y mús.

Lluvias, rayos, relámpagos y truenos48.

Las didascalias de la parte parecen las habituales y son en particular parcas mientras que la descripción del atónito espectador del manuscrito dice en este punto: Habiendo cantado Megera estos versos, se oscureció impensadamente el teatro, cuya novedad creció a susto con el ruido de truenos que se le siguió, imitados tan al natural, que parecía se desplomaba no sólo aquella material arquitectura, sino toda la máquina celeste.Viéronse los desórdenes de todos los elementos, y tocadas las cóleras de los terremotos, ayudadas con la asistencia de Megera, que rodeaba el teatro con lo espantoso de su sierpe, saliendo despavoridos y asombrados49.

Como sucede en las menos explícitas acotaciones, aquí también se habla de terremotos, y ruido de truenos, pero descorazonadoramente no se va más allá. Si seguimos con la comparación entre la descripción manuscrita y la parte, no haremos más que confirmar lo anunciado: Suena el terremoto y atraviesan el tablado asombrados todos. 1

¡Qué asombro!

2

¡Qué confusión!

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Calderón de la Barca, Hado y divisa de Leonido y de Marfisa, en Verdadera quinta parte de comedias, Madrid, 1682, pp. 19-20. 49 Calderón, Obras completas. Comedias, p. 2113.

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¡Qué pena!

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¡Qué ansia!

Villano

¡Qué miedo!

Aurelio

¿Qué súbita tempestad nos anochece tan presto?

Mitilene

La que cerrando el camino todo es golfo y nada es puerto. Salen Leonido y Polidoro con Marfisa.

Leonido

¿Mitilene?

Mitilene Leonido

¿Quién me nombra? Quien viene en tu seguimiento para ofrecer a tus aras el hermoso monstruo bello que buscabas.

Mitilene

Esto solo podrá servir de consuelo al susto del temor que nos ha salido al encuentro.

Leon. y Poli.

Llega, arrójate a sus plantas. Baja Megera y, arrebatando a Marfisa, vuelan50.

Aquí la escueta didascalia del texto impreso (Baja Megera y, arrebatando a Marfisa, vuelan), debida tal vez a economía o a que Vera no estimaba necesario tanta explicación para el lector, contrasta con la admiración del manuscrito: A este tiempo, bajando la sierpe con Megera, arrebató a Marfisa, y juntas dieron un vuelo, cruzando todo el teatro tan rápido que se juzgó ser relámpago de la tempestad que corría, pues no hubo quien percibiera instante entre el arrebatarse y desaparecerse51.

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Calderón de la Barca, Hado y divisa de Leonido y de Marfisa, en Verdadera quinta parte de comedias, Madrid, 1682, p. 20. 51 Calderón, Obras completas. Comedias, p. 2113.

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Y se cierra el acto primero con la siguiente escena: Megera

No hará tal, porque primero se arrojará ella a las suyas.

Marfisa

¿Dónde voy? ¡Valedme cielos!

Mitilene

¿Dónde está?

Leon. y Poli.

De entre los brazos nos la ha arrebatado el viento.

Unos

¡Qué maravilla!

Otros

¡Qué espanto!

Todos

¡Qué es esto, cielos? ¿Qué es esto?

Argante

Eso el tiempo lo dirá.

Todos y mús.

Pues mientras lo dice el tiempo, gima a temblores la tierra, gire a cometas el fuego, asombre a embates el agua, brame a ráfagas el viento, dando sin tiempo al tiempo lluvias, rayos, relámpagos y truenos. Vanse y múdase el teatro en el del mar52.

De nuevo, la lacónica acotación Vanse y múdase el teatro en el del mar con la que se cierra la escena tiene su contrapunto en las sólo aparentemente ricas explicaciones de este suspendido espectador: Juntándose a esta variedad el horror de la tempestad que continuaba, la confusión de las voces que la seguía y la armonía de músicas e instrumentos que no cesaban, se dio fin a la primera jornada con la mayor variedad y extrañeza que hasta hoy se ha visto53.

No hay por lo tanto indicaciones específicas por parte de un atento y admirado espectador de esta tan compleja y brillante tramoya. 52

Calderón de la Barca, Hado y divisa de Leonido y de Marfisa, en Verdadera quinta parte de comedias, Madrid, 1682, p. 20. 53 Calderón, Obras completas. Comedias, p. 2114.

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Cierto que su perspectiva es externa y sólo describe lo que ve, oye y siente, sin tener acceso y tampoco intención de explicar la generación de la tramoya. Tal vez ni siquiera interés, porque, acaso, se rompiera la ilusión dramática que, a la vista de la redacción del memorial, tan hondamente le había impresionado. Más desalentador parece que un dramaturgo tan integrado en el sistema teatral de nuestra comedia áurea no comente nada sobre el desarrollo de la tramoya de una tormenta y sus efectos espectaculares. Pero es que no lo hace ni en el momento de redactar documentos tan técnicos como las memorias de apariencias de sus autos sacramentales, como se ha visto. Pero tampoco encontramos, en la riquísima documentación de la representación de esta fiesta cortesana, ninguna pista que insinúe la ejecución de la tormenta, a pesar de lo minucioso y prolijo de las facturas conservadas54. Si en la descripción del espectador atento no hallamos trazas de la traza, si el dramaturgo tampoco nos da pistas sobre la tramoya, ¿a quién podremos acudir para saber cómo se construía concretamente la escenografía de una tormenta? Sólo nos queda una posibilidad: al propio tramoyista, no al teórico Sabatini, sino a uno del que conste el trabajo concreto sobre un texto de Calderón. Afortunadamente, la obsesión burocrática de nuestro teatro aurisecular permite ir apuntalando cada uno de estos pasos con rastros documentales precisos, aunque no siempre para todas las obras y en todos los momentos. Es el caso de El mayor encanto, amor, una de las primeras comedias mitológicas de Calderón y que fue representada en

54

La relación de gastos publicada por Shergold y Varey (1982, pp. 106-36, docs. núms. 43 y 44) es amplísima y recoge todos los gastos de la fiesta con un pormenor burocrático admirable. Es de suponer que ahí se incluyen los elementos propios de la tramoya relativa a la tormenta y sus mutaciones, pero parece que se hace en el concepto general de tramoyas y tampoco se distinguen materiales particulares del motivo como pólvora o pintura. El único que tiene algo que ver con la tramoya de la tormenta es el pintor Juan Fernández de Laredo, al que se le paga la bonita cantidad de 22.000 reales «por la pintura de la mutación de la plaza de Palacio, arco y frontis de palacio y la de peñascos, gruta y marina, y las pirámides y el globo y 14 bastidores de bosque, y retocar los demas, pintar el monte, el bastidor del fuego, los dos foros y cortina de gruta y otras cosas como cartones y adornos de tramoyas» (Shergold y Varey, 1982, p. 132). La misma ausencia de datos concretos sobre la tormenta o los elementos tramoyísticos que la forman existe en otros documentos relativos al Faetón o a la comedia Psiquis y Cupido.

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el estanque del Palacio del Buen Retiro, en 1635. Es conocida la polémica que esta representación generó entre el famoso escenógrafo Cosme Lotti y Calderón. Dicha polémica —que arroja luz a otros aspectos de nuestro teatro clásico—55 ha dejado un rastro precioso para el análisis del motivo de la tormenta. Calderón, como nos consta por su respuesta56, no estaba dispuesto a seguir al pie de la letra las indicaciones del tramoyista57. De hecho, acepta la propuesta de la llegada de la nave corriendo tormenta en la escena inicial, pero añade otra tormenta al final de la obra en un parlamento de la desencantada Circe, que ve cómo se aleja Ulises. El memorial presentado por el escenógrafo fue recogido por Pellicer58. La tormenta inicial es descrita por el tramoyista de la siguiente forma: y acabada esta [la loa], se oirán diversidad de instrumentos, volviéndose a salir del teatro con el mismo acompañamiento y música.Y apenas habrá desaparecido, cuando se oirá un estrepitoso son de clarines y trompetas bárbaras; y haciendo salva de mosquetes y artillería, se oirá decir, tierra, tierra, y se descubrirá una grande, hermosa y dorada nave adornada de flámulas, gallardetes, estandartes y banderolas, que con hinchadas velas llegará a tomar puerto recogiéndose y echando las áncoras y amarras, donde se descubrirán Ulises y sus compañeros59.

Pero Calderón no incluye la siguiente tormenta terrestre que Lotti le proponía: y mientras le prosiguen y continúan, se oirá un espantoso terremoto con alteración del aire, que despidiendo relámpagos con un temeroso trueno, arrojará un rayo velocísimo, que herirá en la cumbre y superficie del monte, arruinándole de forma que, desgajado y desunido en muchas partes, digo piezas, vendrán a caer en diferentes partes del teatro60.

55

Fernández Mosquera, 2000a. Fue, como es sabido, publicada por primera vez por Léo Rouanet, 1899. 57 Una somera comparación entre el memorial del tramoyista y el texto de Calderón ofrece Rafael Maestre, 1988, pp. 55-81. Por su parte, Ruano de la Haza, 1998, pp. 146-49, analiza con exactitud las diferencias entre el memorial y la comedia así como las tramoyas que se habían de utilizar. 58 Pellicer, 1804, pp. 146-66 («Apéndice de documentos cómicos», parte II). 59 Pellicer, 1804, p. 149. 60 Pellicer, 1804, pp. 150-51. 56

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En cualquier caso, lo que ahora buscamos, es decir, las claves de la tramoya de la tormenta, tampoco están aquí, tampoco las ofrece aquel a quien, en principio, le correspondería, el tramoyista. Y son escenas bien claras de tempestad marítima y tormenta terrestre. Tal vez la razón estribe en que el memorial está dirigido al poeta, quien tiene que dar cuerpo verbal al esquema escénico y que poco tendría que opinar sobre la tramoya concreta; pero es sintomático que ningún tipo de apreciación técnica aparezca en las palabras del fontanero Lotti. En cualquier caso, se confirma que los efectos especiales generadores de la tormenta son casi siempre sonoros, bien musicales («clarines y trompetas bárbaras») o de pólvora («haciendo salva de mosquetes y artillería»). Todo lo anterior tiene su reflejo textual en unos versos que ya resultan habituales, tanto en la llegada de la nave, con todos los ruidos y vocerío acostumbrado, como en las apelaciones a los dioses, el peligro de la tormenta, el manejo del velamen o la apelación a los vientos y al mar: Tocan un clarín y descúbrese un navío, y en él Ulises, Antistes, Arquelao, Lebrel, Polidoro, Timantes, Floro y Clarín. Antistes

En vano forcejamos cuando rendidos a la suerte estamos contra dos elementos.

Arquelao

Homicidas los mares y los vientos hoy serán nuestra ruina.

Timantes

¡Iza el trinquete!

Polidoro

¡Larga la bolina!

Floro

Grande tormenta el huracán promete.

Antistes

¡A la triza!

Lebrel

¡A la escota!

Clarín

¡Al chafaldete!

Ulises

Júpiter soberano, que este golfo en espumas dejas cano, yo voto a tu deidad aras y altares si la cólera aplacas destos mares.

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Antistes

Sagrado dios Neptuno, griegos ofendes a pesar de Juno.

Arquelao

Causando está desmayos el cielo con relámpagos y rayos.

Clarín

¡Piedad, Baco divino, no muera en agua el que ha vivido en vino!

Lebrel

¡Piedad, Momo sagrado, no el que carne vivió muera pescado!

Timantes

Monumentos de yelos hoy serán estas ondas.

Todos

¡Piedad, cielos!

Polidoro

Parece que han oído nuestro lamento y mísero gemido, pues calmaron los vientos.

Arquelao

Paces publican ya dos elementos.

Antistes

Y para más fortuna, que la buena y la mala nunca es una, ya en aqueste horizonte tierra enseña la cima de aquel monte, corona desa sierra.

Timantes

Celajes se descubren.

Todos Ulises

Polidoro Antistes

¡Tierra, tierra! Pon en aquella punta, que el mar y el cielo hecho bisagra junta, la proa. Ya el espolón toca la playa. Vaya toda la gente a tierra.

Todos

Vaya.

Antistes

Del mar cesó la guerra.

Ulises

Vencimos el naufragio.

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Todos

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¡A tierra, a tierra! Llega el bajel y desembarcan todos61.

La intervención de Circe, que intenta evitar la marcha de Ulises alterando el mar —que, como se ha dicho, no figura en Lotti—, presenta la otra modalidad de tormenta, en un discurso más extenso y más proclive al ornamento estilístico: Circe

[...] ¿Mas qué me quejo a los cielos? ¿No soy la mágica Circe? ¿No puedo tomar venganza en quien me ofende y me rinde? Alterados estos mares, a ser pedazos aspiren de los cielos, que si lleva, porque de encantos se libre, el ramillete de Juno que trujo del cielo Iris, no de tormentas del mar le librarán sus matices. ¡Llamas las ondas arrojen! Sale fuego del agua. ¡Fuego las aguas espiren! ¡Arda el azul pavimento y sus campañas turquíes mieses de rayos parezcan que cañas de fuego vibren, a ver si hay deidad que tanta tormenta le facilite! Serénese el mar y sale por él en un carro triunfal Galatea; tíranle dos sirenas y alrededor muchos tritones con instrumentos.

La materia homérica inicialmente épica, matizada aquí por fuentes ovidianas, está de nuevo en el origen remoto de estas tormentas.

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Cito por mi edición de la comedia dentro de la Segunda parte de Calderón, en prensa.

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La novedad que aporta El mayor encanto es el contar con las apreciaciones del propio escenógrafo para confirmar, una vez más, la escasez de datos técnicos sobre la tramoya del motivo tradicional. Aunque la proliferación de tormentas es patente en géneros como el auto sacramental o las comedias mitológicas y caballerescas que suelen representarse en Palacio, también este motivo literario se encuentra en comedias de diferente tipo que sin duda tenían como destino inicial los corrales. Recordemos dos solamente a título de ejemplo. La primera será Los tres afectos de amor, comedia que tal vez haya tenido una representación palaciega particular, pero que se puede considerar una pieza no estricta ni inicialmente perteneciente al corpus de fiestas cortesanas. La tempestad marítima contiene todos los elementos que se han venido señalando hasta aquí y es descrita en un relato ticoscópico («A lo que de aquí se alcanza»), en presente por lo tanto, y jugando con los movimientos del espacio dramático entre el jardín elevado desde donde se contempla la escena y la nave que naufraga (jornada I): Dentro unos

¡Cielos, piedad!

Otros Rosarda

¡Favor, cielos! Oíd ¿qué es esto?

Otros dentro Otro

¡A la mesana! ¡A la escota!

Otro Unos Otros Todos Rosarda

¡Al chafaldete! ¡Iza! ¡Vira! ¡Amaina, amaina! ¿Qué nuevo estruendo es aqueste? Sale Libio, vestido de villano.

Libio

A lo que de aquí se alcanza en los lejanos celajes con que el horizonte empañan aguas de color de nubes y nubes de color de aguas, impelido de las ondas

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y el viento que le contrastan, un derrotado bajel corriendo viene borrasca. Rosarda

¿Y siempre habéis de ser vos quien más a mano se halla a darme respuesta?

Libio

Soy quien sirve con mayor gana de servir; y así, señora, atenta mi vigilancia se halla más a mano siempre y hoy quizá con mayor causa, pues os absuelvo la duda de quien dice en voces altas. ¡Favor, dioses! ¡Piedad, cielos!

Dentro Cloris

Y ya a mas corta distancia se deja ver que sin norte, sin timón, vela, ni jarcia, a discreción del destino, desbocado monstruo para desenfrenado en el choque de esas rudas peñas pardas.

Nise

Ya cascado el pino cruje.

Laura

Ya en fragmentos se desata el mísero buque.

Libia

Ya vuelta la quilla a la gavia el que fue bajel es tumba. Y ya a embates y resacas los cadáveres que el mar no sufre arroja a la playa.

Cloris

Dentro unos

¡Piedad, dioses!

Rosarda Dentro otros Cloris

¡Qué desdicha! ¡Favor, cielos! ¡Qué desgracia!

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Libio

¡Qué asombro!

Nise Cloris Todos

¡Qué horror! ¡Qué pena! ¡Qué espanto! Sale Ismenia como del mar, cayendo a los pies de Rosarda62.

De otro tipo es la descripción, en relato pasado, de la tormenta que sufre Muley en la primera jornada de El príncipe constante: Muley

62

[...] Primero nos pareció, viendo que sus puntas tocan con el cielo, que eran nubes de las que a la mar se arrojan a concebir en zafir lluvias que el cristal aborta; y fue bien pensado, pues esta inumerable copia pareció que pretendía sorberse el mar gota a gota. Luego de marinos monstruos nos pareció errante copia que a acompañar a Neptuno salían de sus alcobas, pues sacudiendo las velas, que son del viento lisonja, pensamos que sacudían las alas sobre las olas. Ya parecía más cerca una inmensa Babilonia, de quien los pensiles fueron flámulas que el viento azota. Aquí, ya desengañada la vista, mejor se informa de que era armada, pues vio a los surcos de las proas,

Calderón de la Barca, Los tres afectos de amor, en Octava parte de comedias, Madrid, 1684, pp. 247-48.

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cuando batidas espumas ya se encrespan, ya se entorchan, rizarse montes de plata, de cristal cuajarse rocas. Yo, que vi tanto enemigo, volví a su rigor la proa, que también saber huir es linaje de vitoria, y así, como más experto en estos mares, la boca tomé de una cala, adonde al abrigo y a la sombra de dos montecillos, pude resistir la poderosa furia de tan gran poder que mar, cielo, tierra asombra63.

Como estamos comprobando en la obra calderoniana, la descripción de una tormenta en forma de relación en pasado no implica un movimiento escénico particular ni la intervención de otros personajes y favorece la carga ornamental del parlamento. Son este tipo de intervenciones las que recogen elementos más cercanamente vinculados a las fuentes clásicas y épicas, porque se trata de metáforas e hipérboles todas de ascendencia poética. Estas dos últimas obras son paradigmáticos ejemplos de comedias no vinculadas en forma directa a aquellos lugares o temas que favorecerían la presencia de tormentas, es decir, la representación palaciega o el auto sacramental, y el asunto mitológico, caballeresco o hagiográfico. Ejemplifican, a su vez, los dos modelos de presentación del motivo de la tormenta: la representación con aparato de ruido, escenográfica y con participación de actores, y el relato por parte de un personaje.Ambos modos desempeñan funciones diferentes: la tormenta dramatizada hace uso de un espacio escénico concreto, es más espectacular y recurre a dos elementos tramoyísticos casi inevitables: la pin-

63 Cito por la edición de Luis Iglesias Feijoo dentro de la Primera parte de comedias de Calderón, en prensa, basada en la tradición impresa de la comedia. La versión manuscrita, editada por Cantalapiedra y Rodríguez López-Vázquez, no presenta apenas diferencias en este pasaje (pp. 91-93).

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tura de una marina o nave y el ruido de tormenta (sea provocado con pólvora o con pesos) y el vocerío de la marinería y de la nave64. Por su parte, la tormenta relatada se fundamenta en el espacio dramático imaginado y evocador, suele formar parte de un relato extenso de un personaje y es cauce habitual de un enriquecimiento estilístico sobre la base de metáforas e hipérboles de origen, casi siempre, virgiliano. Su impronta épica parece mayor, mientras que podría pensarse que su valor dramático es menor. No será así, porque el cruce entre ambos modelos es frecuente en Calderón: la riqueza estilística de las tormentas dramatizadas es habitual y el valor dramático —cuando no añadidamente simbólico— de la tormenta relatada es obligado. Por otro lado, la tormenta relatada se integra en el meollo de la trama, es rasgo fundamental en la caracterización del protagonismo del personaje y forma parte del desarrollo general de la comedia. Además, la tormenta dramatizada tiende a situarse al principio o final de una jornada: al principio cuando da lugar a la presentación espectacular de un personaje —por ejemplo, la aparición del actor mojado tras un naufragio— o al inicio caótico de un auto o una comedia mitológica; al final cuando resuelve —positiva o negativamente— la acción por medio de una intervención de un personaje o cuando se propone como una hierofanía en una comedia de santos o en un auto sacramental, con un final espectacular en el que la intervención divina resuelve, en premio o castigo, la trama de la acción. Con ser el motivo de la tormenta —sea en sus variantes de tempestad, terremoto, borrasca, etc.— un elemento esencial en el teatro de Calderón, llama la atención el poco detenimiento que el poeta guarda en la composición de la tramoya, la ausencia de indicaciones concretas, la falta de didascalias que señalen algo más que la simple presencia del motivo. Esta ausencia de indicaciones es más llamativa en aquellos lugares que Calderón dedica a señalar los procedimientos tramoyísticos que se deben emplear en la representación de los autos (memorias de apariencias). Pero tampoco se han encontrado, entre la rica documentación de las representaciones palaciegas, indicios que pudieran alertarnos sobre la tramoya de la tormenta. Ni siquiera cuando un espectador ocupado en relatar el discurrir de la representación,

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barco.

Recuérdense las palabras ya citadas de Ruano, 1998, al respecto del desem-

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como en el caso de Hado y divisa, ni —lo más sorprendente— por parte del propio responsable de la escenotecnia, el mismo tramoyista, que no lo señala de ninguna forma, como se ha comprobado en el memorial de Cosme Lotti para El mayor encanto, amor. Esto sólo se puede explicar si la tramoya de la tormenta estaba tan asumida, era tan sencilla, resultaba tan obvia, que no había ni que explicarla y si los responsables de ejecutarla, los tramoyistas, se habían apropiado de su preparación.Y esto podría ser así si la generación de la tormenta se hiciese con métodos simples como los que se han señalado —y que alcanzan incluso nuestro siglo—, todo ruidos y pintura de marinas. Ruidos de truenos, relámpagos, terremotos, viento, naves..., producidos por pesos y pólvora; pinturas de bastidores y lienzos que enmarcaban sencilla, pero ricamente el espacio escénico. Si esto es así, si lo espectacular de la tormenta está fundamentalmente en el ruido, es claro que el efecto sinecdótico del que se ha hablado resulta esencial para entenderla dentro de la representación. Y, lo que parece más importante, que toda la riqueza de las tormentas calderonianas tiene un origen, pero también una concreción final de tipo literario y, por ende, épico, como todas las tempestades auriseculares; con lo cual, uno de los elementos más aparatosamente escénicos del teatro del Siglo de Oro debe a su origen literario su mayor efectividad. La pintura de los detalles de los naufragios, los gritos de los marineros, la apelación a los dioses o a Dios, las ricas e hiperbólicas metáforas del barco que sube por montañas de agua y baja a abismos de arena, las olas que tocaban las estrellas, los vientos personificados y enfrentados creando una gran confusión, o el movimiento de la tierra, el desencajarse los polos de la máquina celeste, el eclipse más frío e inesperado..., todo eso se esconde en acotaciones tan simples como Suena terremoto o, más parcamente, La tempestad.Y todo ello procede originalmente de otro género, la épica, y, sobre todo, desciende de Virgilio y Lucano y es, al fin, texto literario.

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5. LA TRANSFORMACIÓN DE LA ÉPICA EN EL MOTIVO DE LA TORMENTA QUEVEDIANO Paolo Antonio Tarsia, el biógrafo de Quevedo, alude metafóricamente a las tormentas corridas por el poeta en asuntos y tierras italianas: Ni tan solamente lució don Francisco con los brillantes rayos de su ingenio y con los señalados servicios que hizo a la corona real, sino también con su magnanimidad y constancia en muchas y muy peligrosas borrascas que pasó habiendo en los nueve años que estuvo en Italia granjeado muchos enemigos1.

Pues como en la caída de los colosos quedan siempre oprimidos los que a su sombra se abrigan, así la borrasca del duque de Osuna que sucedió el año de 1620, tocó algo a don Francisco, corriendo por allegado suyo la mesma fortuna que los demás ministros que le asistieron en los sucesos de Nápoles2. En el empleo del término borrasca empleado por el napolitano ante la caída de Osuna se oyen ecos del propio escritor cuando señala en Marco Bruto lo siguiente ante situaciones similarmente tempestuosas: Cuando por las desórdenes de algún príncipe se muestra el pueblo descontento, peligran los buenos y los sabios entre las quejas de la gente y las espías y acusadores que el tirano trae mezcladas en todos los corrillos; y es casi imposible poderse salvar en esta borrasca los oídos ni la lengua:

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Tarsia, 1663, p. 88. Tarsia, 1663, p. 90.

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porque para el que teme, igualmente es cómplice el que calla como el que responde3.

Tanto Quevedo como Tarsia utilizan el término borrasca de una manera metafórica con claro matiz social y político, como también se puede utilizar el término tormenta en otra acepción traslaticia en el sentido de ‘apuro’ o ‘padecimiento’ del poeta o del exégeta, uso que viene de muy atrás, al menos de Petrarca, y tuvo un gran éxito en todo el humanismo europeo hasta llegar a convertir la propia descripción de la tormenta en metáfora de sí misma. También Quevedo, como no podía ser de otra manera, emplea esta metáfora en un contexto metaliterario, aunque no desde el punto de vista personal, cuando dice: San Gerónimo, reverente a entrambos, aparta la culpa del uno y del otro por las razones que he referido; y siguiéndole desharé el nublado y tempestad destas cláusulas4.

Los ejemplos aducidos arriba son una muestra de la actitud de Quevedo ante el término y sus variantes léxicas. El escritor —lo subrayamos aunque sea conocido— no suele usar el motivo de la tempestad en sentido directo. No digo en sentido ‘tradicional’, ya que casi desde siempre la tormenta cobró valores insospechados como pintura de la reflexión sobre los aspectos más variados, también aplicada a asuntos literarios, como acabamos de señalar. Acercarse al estudio del motivo de la tormenta en Quevedo arrastra no pocas dificultades, muchas más de las imaginadas, incluso después de haber analizado el tópico en autores como Lope de Vega y Calderón y haber trazado una breve historia del uso del motivo. La primera deriva del carácter intertextual de su literatura, asunto tratado en múltiples ocasiones5. Vinculado a ello está el problema de sus fuentes que, si es siempre asunto intrincado en el que erudición e interpretación sobrepujan en dificultad, en este caso por el propio desarrollo del tópico y la mezcla desde un primer momento de diferen3

Quevedo, Marco Bruto, en Obras completas. Prosa, p. 943. Quevedo, La caída para levantarse, p. 216. 5 Para la bibliografía sobre el tema y su aplicación a la obra de Quevedo remito a mi último trabajo, Quevedo: reescritura e intertextualidad, 2005. 4

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tes tradiciones, convierte la identificación inequívoca de la fuente primitiva en una tarea casi imposible. Sin duda ello se debe a la estrategia que usa Quevedo con la imitatio6, en un contexto de libertad creadora propio de su tiempo aunque magnificado y explotado hábilmente por su práctica creadora, que generará resultados originales si se comparan con autores coetáneos. La presencia de términos relacionados con el mar, el viaje, la navegación…, los múltiples motivos literarios que vinculan actitudes ideológicas de Quevedo con estos tópicos, favorece la abundancia de imágenes en relación directa con la tormenta, la tempestad, la borrasca, con correr fortuna o cualquiera de sus variantes léxicas que ya desde Covarrubias y Autoridades aparecen como sinónimas con pequeños matices. De hecho, la misma actitud vital de Quevedo, o la ficcional de sus obras graves, ayuda para este desarrollo literario. Recordemos, a título de ejemplo, sus palabras en el primer capítulo de La cuna y la sepultura: Debes, según esto, lo primero considerar, antes que uses destas dos cosas, para qué te fueron dadas y tomar firmemente la opinión que della[s] conviene.Y si lo miras, tu principal parte es el alma, que el cuerpo se te dio para navío desta navegación, en que vas sujeto a que el viento dé con él en el bajío de la muerte7.

Y esta actitud tendrá de manera forzosa un consistente reflejo textual en su obra, de manera particular en su poesía moral y amorosa, Musas que comparten no pocos rasgos estilísticos y similares actitudes por parte de un «yo poético» severo y atormentado. Con todo, aunque no de manera absoluta ausentes, las referencias a la tormenta en su prosa son más escasas e incidentales, casi siempre en una función secundaria, como los ejemplos que aquí ya se han señalado. La primera excepción se encuentra en la conocida descripción de la tormenta que hay en Providencia de Dios, muy cercana a la ela-

6 Schwartz, 1999, p. 22: «La imitatio quevediana demuestra, una vez más, que un poeta renacentista se sentía libre de entrelazar segmentos discretos, sin referencia al contexto inmediato del pasaje escogido como fuente». 7 Quevedo, La cuna y la sepultura, p. 24.

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boración de algún soneto, como ya han indicado varios estudiosos8. Recordemos el párrafo más conocido: ¿Quién vio la soberbia del mar amotinada con las cóleras rabiosas del viento llegar a la orilla, formidable a los montes, y besar humilde la ley que se le escribió en la arena, que niegue que hay divina Providencia, que aprisionó en la resistencia del polvo aquel furor que congojó la estatura de los montes y dio cuidado a las nubes9?

La segunda excepción llamativa es el naufragio relatado en La caída para levantarse que, como indica Valentina Nider, es traducción muy cercana de Los hechos de los Apóstoles, 27: Paulus vinctus navigat in Italiam. Al tratarse de una traducción, la materia narrativa del tópico que aquí analizamos no procede directamente de Quevedo y, por lo tanto, tendrá un valor diferente a las otras tormentas señaladas. Por otra parte, los indudables valores estilísticos del autor que sí acercan la traducción a su usus scribendi son interesantes en tanto recupera léxicamente algunos elementos que se repiten con posterioridad. Serán ejemplos ilustrativos en este sentido las siguientes frases, que remiten, casi directamente, a la tradición del motivo, como «Proejaban con los vientos contrarios», «Empezaba ya con el invierno a enfurecerse el mar y mostrarse intratable el cielo».Ya en la introducción nos hemos detenido en este aspecto más morosamente. Allí se señaló que la traducción es directa; sólo la selección léxica nos puede ofrecer algún detalle de la actitud del poeta ante el tópico. Aun así, el submotivo analizado en estas páginas no aparece con claridad en esta versión quevediana que, por otro lado, se detiene más en el naufragio y considera la tormenta como uno de los elementos desencadenantes. En este sentido, tendrá mayor relación con los naufragios relatados en la tradición bizantina, los aparecidos en las crónicas de Indias y en los relatos de viajes, que ya han sido estudiados en este libro. Con respecto a la poesía no grave, como la poesía burlesca, las apariciones del motivo están ligadas a la historia de Hero y Leandro (B

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Maurer, 1981, pp. 48 y ss.; Martinengo, 1983, p. 94; Smith, 1987, pp. 29 y ss.; Schwartz, 1999, p. 22. 9 Quevedo, Providencia de Dios, en Obras completas. Prosa, p. 1543a.

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7 7 1 ) 10, mito perspicaz y brillantemente explicado por A n t o n i o Carreño11, o indican ‘borrascas’ y ‘tempestades’ de comportamiento (B 764: 46-48): Despertó al Cid la borrasca; y abriendo entrambos los ojos empedrados de lagañas,

o metafóricas, como en el Poema heroico de las necedades de Orlando: «Hembra por quien pasó tanta borrasca» (B 875: I, 9), o burlas directas del ambiente marinero en la jácara Los galeotes (B 867), pieza que por su carácter teatral recuerda ocasionalmente los textos de Lope y de Calderón analizados: ¡El viento salta de tierra! ¡Mar bonanza! ¡Cielo claro! ¡Zarpá ferros! ¡Tocá a leva! (B 867: 17-19)

En cualquier caso, poca importancia tienen estas escasas apariciones si las comparamos con el poder que ostenta el motivo en la poesía seria cuando sirve para dibujar una faceta del escritor. De hecho, la actitud severa del yo poético quevediano ha sido una característica ya detectada desde hace tiempo y por ello la bibliografía que estudia su relación con el tópico de la tormenta en su obra es relativamente abundante y, además, de gran valor. No es, con todo, comparable a la dedicada al motivo general de la tormenta, que, lejos de animar, desazona porque es inabarcable, sobre todo en literaturas cercanas a la española, como se ha vislumbrado en el capítulo introductorio. La producción del quevedismo más reciente sobre su uso del tópico se puede ordenar en dos grupos: trabajos específicos sobre el motivo, por un lado y, por otro, referencias más o menos directas en cada uno de los estudiosos que iluminan textos o que incluyen en sus monografías comentarios sobre poemas que lo contienen. Forzosamente estos últimos no pueden detenerse en reflexiones extensas. Entrarían en este segundo grupo los especialistas que han editado últimamente 10

La numeración de los poemas de Quevedo remite siempre a la de la edición de la Obra poética de Quevedo realizada por José Manuel Blecua. 11 Carreño, 2002.

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a Quevedo o aquellos que dedicaron alguna monografía en la que se incluyen textos relacionados directamente con el tópico. Entre éstos hemos de destacar a quienes han dedicado monografías a los temas en los que el motivo tiene mayor protagonismo. Para la poesía amorosa Paul Julian Smith analiza la relación de Quevedo con sus fuentes, ajustando muy exactamente las deudas de nuestro poeta con los clásicos de los que bebe, más allá de directas y simplistas relaciones de dependencia y con sugerencias sobre la funcionalidad del tópico en su poesía erótica. P. J. Smith señala que Quevedo utiliza el motivo para mostrar el caos, lo discordante, frente a lo benéfico y positivo de su opuesto lugar ameno: Quevedo, practising poet, appeals to nature for exemplary witness to his purpose, ‘inartistic’ testimony to the truth of the amatory experience. His engagement is pragmatic rather than proscriptive, but it is based nevertheless on a fixed system of conventional evaluation: the storm signifies discord as the locus amoenus signifies concord12.

Por su parte, Alfonso Rey13 y Manuel Ángel Candelas14, en sus estudios sobre la poesía moral y las silvas respectivamente, también recogen la riqueza del tópico muy someramente y apuntan las posibles fuentes quevedianas en su reescritura y su significado moral. De los comentaristas y anotadores quevedianos destacaré solamente a tres recientes, a sabiendas de haberme dejado a muchos otros en el largo camino de la edición y anotación de los textos de nuestro poeta15. El primero de ellos es Enrique Moreno Castillo16, quien editó privadamente en el año 2001 un trabajo que contiene una exacta interpretación literal, así como una copiosa lista de lugares paralelos en varios autores, de un texto clave para la explicación del tópico en 12

Smith, 1987, p. 134. P. J. Smith dedica unas páginas cruciales (1987, pp. 12534) para ajustar fuentes y proceso de reescritura al tópico dentro de la poesía amorosa. Conviene recordar, aunque ahora no encaje en este contexto explicativo, que con anterioridad José María Pozuelo, 1979, pp. 136-41, atendió al tópico desde la perspectiva de la desautomatización. 13 Rey Álvarez, 1995, pp. 212-13. 14 Candelas Colodrón, 1997, pp. 138-44. 15 Para un repaso general de la cuestión hasta el año 1999 puede consultarse Fernández Mosquera, 2000b. 16 Moreno Castillo, 2001, pp. 17-26.

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la poesía quevediana: el Salmo XX (B 32), «Tuvo enojado el alto mar de España». Un año más tarde, Carmen Peraita17 ofrece un enfoque diferente ante el mismo motivo, bajo la perspectiva de H. Blumenberg18, al analizar el soneto «¿Ves esa choza pobre que, en la orilla» (B 123). El rumbo de la profesora Peraita, acorde con los contextos hermenéuticos de su ámbito de investigación, pone de manifiesto el diferente valor moralizante del tópico: La tormenta —elemento natural destructivo bien temido de quien navega— adquiere una dimensión metafórica en los mares desordenados de la vida, como es el engaño impelido por la ambición. Sería un correlato de pasiones que afligen el alma. Pero, ¿de qué tipo concreto de engaño se trata? ¿Engaño de sí mismo por la codicia? ¿Engaño ajeno mediante la usura o la tiranía? Es sintomático que engaña sea la palabra que concluye el soneto19.

La profesora Lía Schwartz servirá para anudar el grupo de anotadores con aquellos quevedistas que han dedicado páginas particulares a la explicación del tópico. Naturalmente, las diferentes ediciones de la poesía que Ignacio Arellano y Lía Schwartz han realizado20 contienen, bien que condensadamente, sus indagaciones sobre el tópico, que se remontan a 1984 y 1999.Ya en el primero de estos trabajos señala Schwartz la deuda de los textos quevedianos con sus fuentes directas, las transformaciones que éstos sufren desde la perspectiva neoestoica, las contaminaciones de otras tradiciones detectadas en su desarrollo, la manipulación quevedesca de la fuentes horacianas21 y, en especial, la mutación que sufre la metáfora de la «tormenta» convertida en alegoría, en un proceso repetido en la literatura occidental: 17

Peraita, 2002. Blumenberg, 1995. 19 Peraita, 2002, p. 194. 20 Me remito, de nuevo, a Fernández Mosquera, 2000b. Me refiero ahora en concreto a Arellano-Schwartz, 1998, pp. 787-89. 21 «Vale la pena recordar que Diego Ponce de León, al traducir la oda que fue incluida en la antología en la que aparecieron poemas de Quevedo, recepciona el texto en su ambivalente admiración del primer navegante: “No hay nada dificultoso / que no acometan y osen los mortales”. En el Sermón no se aprovecha este verso de la oda y en rigor la ambivalencia no podía hallar acogida en la lectura de Quevedo 18

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El discurso metafórico se transforma aquí en discurso simbólico: tormenta designa las preocupaciones del poder y las riquezas. Pero lexemas como saña actualizan la denuncia de la ambición de oro22.

Será ya en 1999 cuando la estudiosa aplique con más detenimiento a la poesía amorosa este avance inicial, destacando los modelos de los que parte Quevedo y cuáles son las transformaciones que el autor produce en el uso amoroso del tópico. Sin embargo, hemos de dar un salto atrás para recordar los primeros trabajos del quevedismo moderno que se han dedicado al análisis de este tema. El primero de ellos es del profesor Christopher Maurer, quien estudia, en 1981, el soneto «La voluntad de Dios por grillos tienes», y un año más tarde, en 1982, publicará Alberto Navarro González su ponencia presentada en la Academia Literaria Renacentista dirigida por Víctor García de la Concha. A pesar de ser un año posterior, el enfoque de Alberto Navarro es muy anterior al del profesor Maurer. Para empezar, su ataque inicial al tópico es biográfico, un acercamiento comprensible, pero no adecuado, como él mismo señala, para un «poeta de tierra adentro»23, que antes convierte la literatura en vida que la vida en literatura. Sin embargo, no resulta extraña la constante obsesión por vincular la metaforía marítima con la biografía de los escritores cuando, en realidad, según he podido comprobar, se produce un fenómeno paradójicamente contrario: cuanto más real es la experiencia de la tempestad, menos ricas son las alusiones literarias a ella, ya que su descripción tiene fundamentalmente una base literaria y no biográfica. Así sucede en los cronistas de Indias, Lope de Vega, el teatro de Calderón y con más fuerza en Quevedo.

ya que sus afinidades filosóficas con el pensamiento senequista y neo-estoico parecen haberla borrado. Más aún, adopta sólo las formulaciones que prefiguran su visión del mundo. Por ello la lectura es tendenciosa y el juego dialógico revela, desde otras perspectivas, su peculiar modelo del universo, desquiciado y corrupto. En ese modelo se perpetúa la imagen del hombre dominado por el afán de poder y la ambición de dinero, con lo cual se han minado las prácticas cristianas fundamentales» (Schwartz, 1984, p. 320). 22 Schwartz, 1984, p. 318. 23 Navarro González, 1982, p. 301.

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Con todo, no pocas tormentas marítimas y tempestades terrestres habrá corrido nuestro escritor y, sin embargo, éstas no aparecen directamente reflejadas en sus textos, ni siquiera en su primera biografía, y ya Tarsia las interpreta como borrascas metafóricas y alegóricas. Pero hay que reconocerle al profesor Navarro la constatación del enfoque quevediano del tópico, de su situación frente al mar: Leyendo estas composiciones [graves y serias], fácil es comprobar que el mar y las naves, más que objeto de descripciones o fuente de líricas efusiones y vagos ensueños, son estímulo para el sentir y el meditar del poeta. Es decir, que Quevedo suele situarse ante el mar en actitud meditativa, viendo preferentemente en él y en las naves imágenes y símbolos eficaces para expresar su pensamiento y su amor24.

El quevedismo moderno, en lo que se refiere al estudio del motivo de la tormenta, comienza, pues, con el trabajo de Christopher Maurer. Y tendrá inteligente continuación en la línea que abrirá Alessandro Martinengo en 1985 y quien, por el momento, ha abordado más recientemente el asunto25. El profesor Martinengo ya desde 1985 introduce una perspectiva novedosa, tal vez latente con anterioridad pero hecha explícita en este trabajo, de la deuda del escritor en el desarrollo del tópico con la tradición bíblica. La clave estriba en el concepto de imitatio de Quevedo, quien, como se ha señalado, se siente con entera libertad para seguir una tradición u otra cuando le conviene y, lo que resultará más llamativo, para manipular dichas tradiciones cuando lo cree necesario. En efecto, Quevedo no acude a la tradición épica que parte de Homero y que tiene a Virgilio como eslabón principal. Lo descubre Martinengo a partir del diferente concepto cosmológico que Quevedo plantea en alguno de sus textos, en particular en el soneto «La voluntad de Dios por grillos tienes». Nuestro poeta, buen conocedor de los pilares de la tradición épica, noticia que se puede comprobar fehacientemente por los ejemplares de su biblioteca y por su indudable

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Navarro González, 1982, p. 299. Martinengo, 1985 y 2004.

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educación humanista26, escoge antes una visión bíblica, como afirma tajantemente el hispanista italiano: il tema del mare, così come si articola e si svolge nella poesia morale (e in parte in quella amorosa) di don Francisco con una continuità di cui non ci permettono di dubitare le pur lacunose certezze cronologiche che possediamo, è tributario in qualche modo della visione di Omero? Crediamo di poter rispondere, senza esitazione, in maniera negativa: la concezione, morale e cosmogonica, cui fanno costante riferimento i diversi sviluppi del tema, è in lui del tutto diversa, trovando il suo fondamento, anziché in Omero, nella Bibbia27.

Parece que Quevedo prefiere esta tradición confesional frente a la clásica pagana, lo que genera la huella estilística y el desarrollo particular de algunos elementos del tópico de la tormenta que Martinengo ha sabiamente detectado. Si no existiese ese trasfondo ideológico podríamos preguntarnos el porqué de las discrepancias formales de Quevedo frente a la mayoritaria tradición anterior que tan bien conocía. Ante esa actitud se hace inevitable recordar unas palabras de Virtud militante que podrían ser también justificación de este resultado: La Iglesia católica nos ha enriquecido con la doctrina de tantos santos Padres y Doctores que no tenemos ocasión de mendigar enseñanza de los filósofos. Mejor y más segura escuela es la de los santos28.

Sin embargo, como veremos más adelante, motivos de índole poética están detrás de esa preferencia, o al menos refuerzan su talante confesional de manera muy determinante. No se puede olvidar la pose, tal vez sincera en algún caso, que adopta el poeta para preferir siempre con alharacas la ley de la Providencia antes que las obligaciones y debilidades humanas. 26 Martinengo, 1985, p. 78, señala las ediciones de Homero y Virgilio que casi con total seguridad poseyó Quevedo en su biblioteca y nos recuerdan Paul J. Smith, 1987, y Lía Schwartz, 1999, pp. 20-21, que «el manual de poética renacentista Poetices libri septem de Escalígero, libro VI, cap. 12, que Quevedo poseía en su biblioteca, reunía bajo el subtítulo Tempestas, una serie de pasajes conocidos de Virgilio, Ovidio, Lucano, Estacio y Valerio Flaco, que la describían». 27 Martinengo, 1985, pp. 81-82. 28 Quevedo, Virtud militante, p. 76.

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Pero los trabajos del profesor Martinengo van mucho más allá y demuestran la enmarañada presencia de fuentes, reescrituras y el sincretismo del que hace gala Quevedo. Esto es más palpable cuando el tópico que emplea está ya tan desgastado. Ciertamente, el motivo de la tormenta, con el arraigo que ha tenido en todas las literaturas occidentales y su abuso por parte de escritores de toda época y condición, llega al siglo xvii con pocas armas para causar la meraviglia que la estética barroca exige. Quevedo, por su parte, buscará su diferencia por variados caminos. El primero de ellos es el abandono de la tradición épica, el alejamiento de la línea homérico-virgiliana más tradicional, para acogerse a los usos ya metafóricos más cercanos a la Biblia, a la poesía elegíaca romana y al petrarquismo. No es, en efecto, una primicia decir que la literatura de Quevedo bebe en dichas fuentes, ni tampoco se puede etiquetar de novedoso indicar que la poesía elegíaca latina aprovecha los incipientes rasgos alegóricos que contenía el tópico en la poesía épica: Olivier Pot lo explica claramente e insinúa que tal vez sea solo una cuestión de grado29: La tempête introduit du même coup dans l’univers du récit; elle est le seuil ou l’incipit de la fiction.Après son naufrage, Ulysse s’institue le narrateur, à la première personne, de son histoire. Se découvrant une capacité d’autopsie qui focalise la scène à travers son regard (ante ipsius oculos, miserabile visu), le héros épique assume la description de la tempête. «Ah! de quelles nuées Zeus tend les champs du ciel!»: le chaos de la tempête transfère l’énonciation véritable (du ressort de la Muse) à l’énonciation fictive (à la charge de la subjectivité du héros-narrateur). «Tu crois (putes) que l’eau atteint les astres» (Tristes); «La mer semble (videtur) se confondre avec le ciel»; «On croirait (c r e d a s) que le ciel descend dans la mer» (Métamorphoses). La poésie élégiaque accentue encore cette subjectivité: elle renonce à l’héroïsme pour ne conserver que le «douloir» personnel: «Que d’autres vous racontent les combats et les vents» (Amores). Seul dans son navire (le héros épique a des compagnons), le poète élégiaque s’exprime pour lui-meme, au présent, dans le temps de l’épreuve et de la douleur. En l’espèce, le désordre amoureux trouve sa légitimation dans le chaos des éléments: le péril extrême autorise toutes les licences (la tempête est sine lege, dit Virgile). L’ars amatoria inscrit les orages du coeur dans les violences de la mer. 29

Pot, 2003, pp. 74-75.

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Sin embargo, conviene resaltar la aparente voluntad quevediana de alejarse de la tradición épica, incluso en su vertiente burlesca, como sucede en el Poema heroico de las necedades de Orlando (B 875), en donde, a pesar de pintar las necedades de un héroe épico —obligado protagonista de tempestades— no se inclina por satirizar ninguna de ellas. Naturalmente, la negación de lo épico en un tópico que lo es desde su nacimiento le facilitará el uso moral y alegórico utilizable en contextos diferentes, casi siempre amorosos, morales, religiosos e incluso burlescos, aunque éstos en mucha menor medida. Quevedo se alejará de la épica por tradición y por conveniencia, pero mantendrá la amplia funcionalidad del tópico en los cauces tradicionales: sus tempestades tienen el significado moral y alegórico de todas; se emplean para describir las circunstancias del yo, para reflexionar sobre la situación o comportamiento moral de un personaje o del enunciador del texto poético; son imagen alegórica del caos de la naturaleza; son metáfora suntuaria del retrato femenino o son empleadas para subrayar contextualmente la estulticia de un amante nadador. El olvido del valor meramente descriptivo y contextualizador de la tormenta épica que se constata en Quevedo tiene origen ya clásico, como se ha señalado. Sin duda, además de los valores simbólicos que han querido ver los exegetas y comentaristas bíblicos en los textos sagrados, la poesía elegíaca latina contiene desde muy temprano estos valores alegóricos como rasgo predominante del significado del motivo. En una monografía imprescindible para el estudio de este proceso, Anne Videau-Delibes, indica con precisión el momento de este cambio: La tempête, l’agitation de la mer, est avant tout un motif épique […] L’adaptation du motif de la tempête à l’élégie est donc, à partir de l’impulsion donnée par Properce, une réalisation proprement ovidienne et elle trouve sa dernière expression dans les trois tempêtes qui jalonnent le «raconter» les troubles de la mer et du ciel30.

30 Videau-Delibes,

1991, pp. 73-74. Debe consultarse al menos todo el capítulo III, dedicado al asunto (1991, pp. 71 y ss.).

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Como esta elección quevediana distaba de ser novedosa, nuestro escritor, al encontrarse un tópico tan desgastado, utilizará otros medios para diferenciarse de la literatura coetánea y anterior; empleará sus recursos preferidos, que son los literarios, los poéticos o, dicho de otra forma, el estilo. El camino de sus compañeros de siglo había sido o estaba siendo un tanto diferente tal vez por el género en el que utilizaban el tópico, tal vez por su diferente necesidad de expresión del motivo. Lope, por ejemplo, lo revitaliza en dos direcciones en apariencia contrarias: la primera mediante la amplificación terminológica en su poesía épica y la segunda por medio de la abreviatio esencialista y muy seguidora del modelo clásico en su teatro; Calderón lo hará integrando el tópico en el desarrollo dramático y efectista que le proporciona el género teatral, pero prefiriendo, frente a lo que se pudiese pensar, la vertiente textual a la escenográfica. ¿Y Quevedo? Como ya señalamos en alguna otra ocasión, el poeta utiliza para la renovación de metáforas desgastadas el procedimiento catacrético que supone un doble salto, un sobrepujamiento de una primitiva metáfora, de un tropo anterior31. En este caso, Quevedo no construirá una tormenta sobre otra tormenta (que también lo hace) sino que logrará el salto catacrético por medio de la hipérbole, de una hipérbole hiperbólica, que ya estaba presente en el inicio del motivo, pero que él enriquecerá para rejuvenecer el tópico. Lo hará, además mezclando tradición bíblica y clásica y términos no esperables en contextos graves como grillos y arena, como ha demostrado Martinengo a propósito de «La voluntad de Dios por grillos tienes»32. Comprobémoslo con un solo ejemplo. En el soneto «Tuvo enojado el alto mar de España», ordenado como Salmo XX del Heráclito y según la versión impresa del Parnaso (versión A para Blecua, B32)33, Quevedo recoge, entre otros, un elemento esencial del tópico: el agua del mar llega hasta el cielo y deja ver las arenas de su fondo.

31

Fernández Mosquera, 1994. Martinengo, 2004, p. 913-14. 33 Blecua en Poesía original editará una versión manuscrita que desdibuja la hipérbole que queremos explicar. Sobre la reelaboración del texto ver Martinengo, 1985, pp. 90-92 y muy especialmente Sierra de Cózar, 1992, pp. 442 y ss. 32

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Tuvo enojado el alto mar de España apenas, Fabio, por orilla al cielo; la ley de arena, que defiende al suelo, ofensas receló de tanta saña.

En su magnífica anotación del texto, Enrique Moreno parafrasea de la siguiente forma los dos primeros versos34: El mar, furioso, ‘enojado’, se alzó hasta el cielo, como si llegara a tocarlo, con lo cual lo convirtió en ‘orilla’ o límite de las aguas; e incluso parecía querer sobrepasarlo: ‘tuvo el cielo «apenas» por orilla’.

Los versos casi fundacionales de Virgilio para el tópico, citados ya al principio del libro, contienen este planteamiento hiperbólico (fluctusque ad sidera tollit; insequitur cumulo praeruptus aquae mons, Eneida, I, 103 y 105) y coinciden con los versículos del salmo 106, 25-26, que aduce como ejemplo de hipérbole Martinengo35: «Dixit et stetit spiritus procellae et exaltati sunt fluctus eius. Ascendunt usque ad caelos et descendunt usque ad abyssos». A partir de aquí, la literatura occidental repite hasta la saciedad en todas las tradiciones posteriores (clásica, romance, petrarquista, bíblica, patrística…) esta exageración, que es consustancial al planteamiento del tópico. Entre las mínimas variaciones halladas, destaca un camino que Quevedo no quiso seguir: el agua del mar, al llegar al cielo, apaga la luz de las estrellas. Moreno Castillo36 recuerda unos versos de Lupercio Leonardo de Argensola («Bramando el mar hinchado / con las nubes procura / mezclar sus olas y apagar la lumbre / del cóncavo estrellado») y otros, muy significativos para la obra de Quevedo, de su amigo Carrillo de Sotomayor («Roba el sereno cielo […] / del mar el ancho velo, / […] tan osado, / que a las mismas estrellas, / apagan sus espumas las centellas»). La opción quevediana no se fija en las consecuencias del camino del agua sino en su propio alcance, que es una acción más ajustada a la hipérbole inicial porque no se aparta del submotivo tradicional y es un cambio cuantitativo antes que cualitativo. Las olas de la tempestad quevedia34

Moreno Castillo, 2001, p. 18. Martinengo, 1985, p. 91, n. 45. 36 Moreno Castillo, 2001, pp. 18-19, ofrece una riquísima e ilustradora lista de lugares que repiten este submotivo de la tormenta y a él nos remitimos. 35

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na no sólo llegan a las estrellas sino que hacen intención de sobrepasar ese cielo que se había convertido en orilla superior del mar embravecido. El cielo no será techo del océano tempestuoso, sino orilla del mar que es sobrepasada por sus olas.Y las arenas no sólo se confunden con las aguas, sino que son ley natural que tiene aprisionado el mar y defienden de los embates de las olas el suelo que deja ver el abismo del agua. La ruptura que supone esta hipérbole en este submotivo de la tormenta aparece en algún texto más de Quevedo, siempre ligada al tropo. En efecto, la hipérbole aplicada a la misma formulación inicial contiene el soneto «Molesta el Ponto Bóreas con tumultos» analizado por Lía Schwartz37. Los versos «De la orilla amenaza los indultos / que, blanda, le prescribe cárcel dura» (vv. 5-6) son explicados desde un punto de vista coincidente por la quevedista: Para describir cómo el mar sobrepasa la barrera de contención de la playa, en cambio, Quevedo recurre al recuerdo de unos famosos versos de Horacio que imitó en varios poemas morales. Por tanto, utilizando lexemas de la lengua forense, indultos, prescribe, aplica al movimiento del mar la misma noción de transgresión que se adjudicaba a la navegación. Los dioses habían dividido el universo en tierras y mares [...] La navegación, por tanto, iba en contra de los designios divinos, como el mar furioso de este soneto quevediano, que se atreve a invadir la costa38.

Vagamente similares son dos versos del Poema heroico a Cristo resucitado: «el mar quiso romper grillos y muros, / y anegarse en borrascas pretendía» (B 192: 19-20). Quevedo no quiere deshacer la tensión poética del tópico haciendo sobrepasar definitivamente al mar los límites naturales de su obediencia, sea en la tierra (la orilla, la arena) o sea en el cielo, el firmamento. Esa tensión la subraya aquí con «quiso romper» y anteriormente con el «apenas» de «Tuvo enojado el alto mar de España / apenas, Fabio, por orilla al cielo» o con «amenaza» de «De la orilla amenaza los indultos». Romper esta tensión significaría, por otro lado, desfigurar gravemente el tópico, atentar contra el decoro de la verosimilitud aun dentro del campo hiperbólico en el que se mueve y, lo que sería peor, afirmar que la naturaleza no obe37 38

Schwartz, 1999, p. 20 y ss. Schwartz, 1999, pp. 21-22.

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dece a las leyes divinas que mantienen el orden natural regido por la Providencia. La obsesión estilística habría traicionado la ideología del escritor. No hubiese sido la primera vez que le sucediese39, pero no es este el caso. Martinengo explica con claridad que la idea quevediana que está detrás del sintagma «ley de arena» no es de origen épico, sino bíblico, tal vez en el libro de Job, en los Salmos; más tarde será recuperada por Fray Luis de León y tal vez desde ahí llegue a Quevedo40. No habrá que olvidar, en este proceso, la fuente de Pedro Crisólogo que apunta Moreno Castillo, muy cercana también a Quevedo y de manera total coincidente con la idea que parece mostrar el poeta: La imagen se repite frecuentemente en la patrística: «Mare, quod tanto conmotionis suae vertice fertur et elevatur ad nubes, frenant tenues arenas, ut videamus potestatem tantam non pulveri cedere, sed praecepto», Pedro Crisólogo, vol. IV, p. 64 (‘El mar, que se agita con tanta conmoción y se eleva hasta las nubes, lo pueden frenar unas leves arenas, con lo cual vemos que un poder tan grande no obedece a una mota de polvo, sino a un precepto de Dios’)41.

Además de la hipérbole de que las aguas del mar sobrepasan, o quieren hacerlo, la orilla del cielo, también Quevedo aprovecha la paradoja que está señalada en Pedro Crisólogo de que sea la blanda arena (frenant tenues arenas) la que detenga la furia desatada de las aguas. Ángel Sierra de Cózar42, en un imprescindible trabajo de hace años, volvió sobre el soneto B 107, «La voluntad de Dios por grillos tienes», para proponer una fecha de la redacción final (1643) del soneto de Parnaso y clarificó el proceso de reescritura sobre las fuentes clásicas de la metáfora «ley de arena». El procedimiento quevediano se basa

39 Sobre la preeminencia de su faceta de poeta sobre otros valores ideológicos puede verse Fernández Mosquera, 1998, ahora también en 2005, pp. 175-201. 40 Martinengo, 1985, 2004. Sobre esta metáfora y su reescritura quevediana debe consultarse el trabajo de Sierra de Cózar, 1992; para otros lugares quevedianos con el mismo tropo sigue siendo imprescindible la anotación de Moreno Castillo, 2001, p. 21. 41 Moreno Castillo, 2001, p. 20. 42 Sierra de Cózar, 1992.

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en un método que luego utilizaría con frecuencia: injertar en el tópico clásico un tópico cristiano; la imagen bíblica del mar prisionero y obediente, tras una inesperada transición, acaba siendo uno de los motivos que animaron a las naves a atreverse con él43.

Esa es una razón, tal vez la primera, por la cual la adscripción de un texto de Quevedo a una fuente particular es siempre conflictiva y pueda provocar que dos propuestas en principio antagónicas sean ciertas. Por eso en el motivo de la tormenta, la impronta clásica, aunque sea elegíaca y no épica, está entreverada de rasgos bíblicos y patrísticos.Y quizá sea esta una razón para dudar de esa elección antes cristiana y patrística que pagana y clásica en muchos casos en la obra de Quevedo. De la misma manera, la coincidencia del submotivo del tópico (el agua del mar llega hasta el cielo y deja ver las arenas del abismo) en la épica clásica y la Biblia no favorece el deslinde del origen último de la fuente quevediana.Y poco podría importar si en el resultado de su literatura no hubiese una diferencia marcada por una cuestión ideológica, como apuntó Martinengo, y de técnica literaria, como señaló Sierra de Cózar, porque Quevedo ofrece un resultado visiblemente distinto a la tradición anterior y coetánea. Esta búsqueda quevediana de la diferencia acabará por encajarlo dentro de los más queridos preceptos barrocos de la meraviglia. Su distinción será, en algunos casos, ideológica, como en el significado de «ley de arena», en otros relacionada con la particular mezcla de la inventio quevediana, y en fin, en otros con la elocutio, como la hipérbole que supone la altura que alcanzan las olas. Quevedo elige su camino preferido, en este caso, estilístico, para resemantizar el tópico ya desgastado. Lo hace por medio de un tropo que encaja perfectamente en el motivo ya que es parte consustancial de él ab initio, por ello necesita hiperbolizar una hipérbole y de ahí que podamos hablar de un procedimiento catacrético. La hipérbole estaba en Virgilio y en la Biblia y es reforzada en la formulación quevediana. Por otro lado, si la hipérbole ha estado de siempre unida al tópico, mucho más lo estará en el siglo xvii y en todo el Barroco europeo, como ha señalado Claude-Gilbert Dubois en el

43

Sierra de Cózar, 1992, p. 444.

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capítulo dedicado a «L’hyperbole par convergence: orage et tempêtes»44. El procedimiento es, por otro lado, común a los contextos literarios en los que la tormenta aparece de manera más marcada: la poesía moral y la amorosa. Con respecto a la primera, Alfonso Rey45constata que las hipérboles de Polimnia están vinculadas a la descripción del mundo natural y, sobre todo, a aquellos poemas que ya la contenían en el modelo del que parte: los sonetos más acentuadamente hiperbólicos son aquéllos que desarrollan las exageraciones que ya estaban en el modelo46.

En el caso de la poesía amorosa, en el que el tópico de la tormenta tiene un llamativo protagonismo, la hipérbole es, sin duda, uno de los tropos más importantes, no ya sólo en fuentes que los contienen previamente, sino en desarrollos descriptivos y reflexivos sobre el sentimiento amoroso o sobre la belleza de la amada. De nuevo nos encontramos ante un procedimiento claramente catacrético que supone la hipérbole del modelo primitivo, que es reforzada por una segunda exageración por parte de Quevedo en un contexto erótico ya de por sí hiperbólico47. No pretendía este capítulo estudiar el tópico de la tormenta en Quevedo con aporte de textos, ilustración de sus fuentes y análisis del proceso de reescritura en cada uno de los resultados quevedianos. Esto ha sido hecho en los trabajos aquí citados y en muchos otros que anotan su literatura. El objetivo de esta propuesta es diferente. Se trata de mostrar cómo Quevedo resemantiza, rejuvenece, un tópico que ya está muy desgastado mediante un procedimiento catacrético sobre la base de la hipérbole en un submotivo central del tópico: el mar que sube hasta las estrellas y deja al descubierto un abismo de arena. En este camino hemos intentado clarificar que los procedimientos habituales de identificación de un motivo ya tan fatigado no siempre resultan del 44

Dubois, 1973, pp. 205 y ss. Rey Álvarez, 1995, p. 164. 46 Rey Álvarez, 1995, p. 165. 47 Sobre la funcionalidad de la hipérbole, su comportamiento en varios lugares de su poesía amorosa y las diferencias con otros poetas coetáneos puede verse Fernández Mosquera, 1999, pp. 172-79. 45

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todo satisfactorios, porque no pueden dar cuenta de un valor unívoco, al utilizar Quevedo varias técnicas para lograr ese sincretismo tan llamativo y diferenciador de su literatura. Puede hacerlo mediante una base ideológica, como ha señalado el profesor Martinengo; tal vez utilice una técnica particular en la estructuración de su inventio, como señaló Sierra de Cózar; o puede inclinarse por un procedimiento elocutivo como es el catacrético aquí explicado. Alguno de estos procedimientos indicados podrían ser aplicados en otros muchos casos en una explicación más pormenorizada, en especial aquellos recursos que tienen que ver con la hiperbólica actitud elocutiva quevediana. Sean, sin embargo, estos ejemplo de cómo Quevedo interactúa con sus auctores, cómo los reescribe y cómo crea su literatura. Porque Quevedo no se distinguirá de sus fuentes en la funcionalidad del tópico. Los valores metafóricos de la tormenta, si bien podían parecer ocultos en su inicio épico, fueron desde un primer momento bandera de enganche de la elegía latina. Esto justifica que Quevedo se aleje de la épica, del valor del motivo y también de sus funciones narrativas. Pero se acerca a los valores alegóricos de la elegía y, por supuesto, a los que los exegetas bíblicos, patrísticos y petrarquistas han querido ver en el desarrollo de la tormenta. Por otro lado, el escritor siente la necesidad de la diferenciación poética ante un tópico desgastado y emplea todos sus recursos para lograrlo, los ideológicos, estructurales o elocutivos. El análisis de un elemento mínimo del tópico ha servido para demostrar cuál es uno de los procedimientos preferidos por la literatura de Quevedo: el salto catacrético. Aquí lo hará a partir de la hipérbole; sin alejarse del mundo ya hiperbolizado de la tempestad, el poeta asume un grado mayor de exageración que lo lleva a la sorpresa barroca, que convierte su literatura en lo que todos sus lectores detectan: algo diferente a partir de elementos ya conocidos.

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4.2 Bibliografía TOR

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Últimos Tomos de la Biblioteca Áurea Hispánica

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24 Dr. Jerónimo de Alcalá Yáñez y Ribera: Alonso, mozo de muchos amos (primera y segunda parte). Estudio, edición y notas de Miguel Donoso Rodríguez. 760 p. ISBN 84-8489-080-5 26 Ignacio Arellano (ed.): Loca Ficta. Los espacios de la maravilla en la Edad Media y Siglo de Oro. Actas del coloquio internacional, Pamplona, Universidad de Navarra, abril, 2002. 460 p. ISBN 84-8489-090-2 27 Elena del Río Parra: Una era de monstruos. Representaciones de lo deforme en el Siglo de Oro español. 310 p. ISBN 84-8489-102-X 28 Nicasio Salvador Miguel, Santiago López-Ríos, Esther Borrego Gutiérrez (eds.): Fantasía y literatura en la Edad Media y los Siglos de Oro. 360 p. ISBN 84-8489-121-6 29 Rosa Perelmuter: Los límites de la femineidad en Sor Juana Inés de la Cruz: estrategias retóricas y recepción literaria. 170 p. ISBN 84-8489-135-6 30 Ignacio Arellano, Marc Vitse (Coords.): Modelos de vida en la España del Siglo de Oro, Tomo I: el noble y el trabajador. 396 p. ISBN 84-8489-160-7 31 M.ª Jesús Zamora: Ensueños de razón. El cuento inserto en tratados de magia (Siglos XVI y XVII). 256 p. ISBN 84-8489-131-3 32 Marcella Trambaioli (ed.): La hermosura de Angélica. Poema de Lope de Vega Carpio. 804 p. ISBN 84-8489-137-2 33 Enrique García Santo-Tomás: Espacio urbano y creación literaria en el Madrid de Felipe IV. 222 p. ISBN 84-8489-155-0 34 Marc Vitse (ed.): La Hagiografía. Entre historia y literatura en la España de la Edad Media y del Siglo de Oro. Homenaje a Henri Guerreiro. 1.224 p. ISBN 84-8489-159-3 35 Elena Di Pinto: La tradición escarramanesca en el teatro del Siglo de Oro. 616 p. ISBN 84-8489-206-9 36 Santiago Alfonso López Navia: Estudios sobre recreaciones del Quijote. 268 p. ISBN 84-8489-183-6 37 Cesáreo Bandera: Monda y desnuda: La humilde historia de Don Quijote. Reflexiones sobre el origen de la novela moderna. 406 p. ISBN 84-8489-189-5 38 Daniel Sánchez Aguirreolea: El bandolero y la frontera. Un caso significativo: Navarra, siglos XVI-XVIII. 372 p. ISBN 84-8489-203-4