La Herejía del santo Lebrel : Guinefort, curandero de niños desde el siglo XIII 9788485501588, 8485501586

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La Herejía del santo Lebrel : Guinefort, curandero de niños desde el siglo XIII
 9788485501588, 8485501586

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JEAN-CLAUDE SCHMITT

LA HEREJÍA DEL SANTO LEBREL

Guinefort, curandero de niños desde el siglo

x iii

Traducido del francés por Pablo Bordonaba

Muchnik Editores

Colección «ARCHIVOS DE LA HEREJÍA» Cuando el poder político, religioso o cultural se erige en único depositario de la verdad absoluta, se transforma rápidamente en verdugo y designa h ereje al hombre rebel­ de, que se vuelve víctima. «ARCHIVOS DE LA HEREJÍA» es una colección de ensayos, documentos, testimonios y recreaciones literarias acerca de las persecuciones ideoló­ gicas de todos los tiempos. Siguiendo el sangriento hilo conductor de la represión, los «ARCHIVOS DE LA HE­ REJÍA» reconstruye la imborrable historia de la libertad de pensamiento. R ic a r d o M uñ o z S u a y

Título original: LE SAINT LEVRIER - Guinefort, guérisseur d’enfants depuis le x m e siècle © 1979, Flammarion, Paris © 1984, Muchnik Editores, S. A. Ronda General Mitre, 162, Barcelona-6 Cubierta: Mario Muchnik Depósito Legal: B. 3.194- 1984 ISBN: 84-85501-58-6 Printed in Spain Impreso en España

Para Pauline

¡Ah, tiempo feliz el de las fábulas, Buenos demonios, espíritus familiares, Duendes de los caritativos mortales! Escuchábamos esos hechos admirables, En nuestras moradas, junto a la amplia chimenea El padre, el tío, la madre, la hija, Y los vecinos, y toda la familia, Abrían oídos al señor Capellán, Que les contaba cuentos de brujas. Hemos desterrado hadas y demonios; Bajo la razón, las gracias sofocadas Dan nuestro corazón a la insipidez. Tristemente se acredita el razonar: ¡Se corre, ay de mí, tras la verdad! ¡Ah, creedme, tiene mérito el error! Voltaire (citado por F. M. Luzel, Légendes chrétiennes de basse Bretagne, París, 1881).

í

INTRODUCCION

L a Iglesia medieval incrementó considerablemente la in­ fluencia del Cristianismo en la sociedad, al mismo tiem­ po que reforzaba su carácter de religión del Libro. Este rasgo fundamental del cristianismo, definido ya por los clérigos de esta época, explica la pujanza de una cultura ilustrada que adoptó ampliamente de su antigua herencia los medios de leer, de interpretar y de difundir las ense­ ñanzas de la Biblia. De esta manera se desarrolló una cul­ tura clerical, latina y escrita, que contribuyó a edificar el poder de la Iglesia, aunque también a aislar a los clérigos en el conjunto del cuerpo social. No todo el pueblo cristiano gozaba, en efecto, de este acceso directo a las Escrituras, ni siquiera a la escritura. La cultura de los laicos, a los que los clérigos consideraban «iletrados», es decir los que no conocen el latín —lo que frecuentemente sucedía incluso en las más altas capas de la sociedad—1 era una cultura sobre todo oral y en lengua «vulgar». Entre estas dos culturas, cuyo enfrentamiento nos parece que ha representado uno de los rasgos más importantes de la sociedad feudal, existían unas relaciones complejas, en las que la incomprensión llegaba hasta una hostilidad abierta, sin impedir empero algunos intercambios, favorecidos en ocasiones por los mismos conflictos. Con el transcurso del tiempo estas relaciones sufrieron una evolución cuya cronología y razones comenzamos a coj

1. Grundmann, H., op. cit.

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nocer mejor: por ejemplo el papel desempeñado en una y otra parte por grupos a la búsqueda de una promoción ideológica y social —pequeña aristocracia de caballeros en el lado laico, nuevos «intelectuales» en el seno de la Igle­ sia— permitió sin duda que se llevasen a cabo en el siglo xn un conjunto de intercambios culturales sin precedente, con frecuencia comprometidos posteriormente.2 No obstante la tarea que se ofrece a los historiadores sigue siendo vasta. Estos están lejos de haber comprendido con exactitud todo lo que distinguía a la cultura laica de la cultura clerical. Será preciso que reconozcan en el interior de cada una de ellas, la infinita variedad de las actitudes culturales, en función de la diversidad de las condiciones sociales. Deberán comprender sobre todo las propuestas so­ ciales representadas por esta oposición cultural: ¿cuál fue su cometido en el funcionamiento y en las transformaciones de larga duración de la sociedad feudal? Quisiéramos intentar ofrecer un inicio de respuesta a al­ gunas de estas cuestiones, a partir del estudio minucioso de un documento del siglo xm , en torno al cual se ha ido configurando poco a poco este libro. Conviene ante todo, pues, presentar este documento. *

* * En 1261 murió en el convento de Predicadores de Lyon el fraile dominico Étienne de Bourbon que había pasado en esta comunidad los últimos años de su vida dedicado a escribir en latín un tratado sobre los Siete Dones del 2. Ver a este respecto los trabajos citados de Jacques Le Goff, reeditados recientemente en un compendio de artículos: Pour un Autre Moyett Age. Tetnps, travail et ctdture en Occident. 18 Essais, París, Gallimard, 1977, p. 223 y ss., que per­ miten juzgar el cambio de actitudes entre la alta Edad Media y el siglo xii. En opinión de Keith Tbomas (op. cit.), la distancia se incrementó en la baja Edad Media y en la época moderna. En relación con este período, ver ante todo los trabajos citados de Cario Ginzburg y de Natalie Zemon Davis.

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Espíritu Santo. Murió sin haber podido concluir su obra, que conocemos por un manuscrito anónimo del siglo xm y varios manuscritos posteriores. Ignorado durante mucho tiempo por los eruditos, este tratado no ha sido realmente conocido hasta hace un siglo: en 1877, el historiador A. Lecoy de la Marche publicó algunos extractos del mismo y lo atribuyó con fuertes visos de verosimilitud a Etienne de Bourbon. Comentario teológico sobre los Dones del Espíritu Santo, este tratado es sobre todo un compendio de exempla, es decir de historias presentadas como auténticas, utilizadas por los predicadores en sus sermones para edificar a los fieles y encaminarlos en la vía de la salvación. La utilización de exempla en la predicación se desarrolló considerablemente en los siglos xm-xiv. Ya a partir de la primera mitad del siglo Xiii fueron reunidos en compendios destinados a facilitar la tarea de los predicadores. La obra de Etienne de Bourbon se considera una de la primeras recopilaciones de exempla. Algunos de los exemptas de Etienne de Bourbon tienen un origen libresco: son tomados de la Biblia o de autores eclesiásticos (Vie des Peres, Gregorio el Grande...). Otros fueron compuestos a partir de relatos recogidos por Etienne, de Bourbon de la narración de un testigo digno de fe, que le refiere lo que él mismo había escuchado o visto con sus propios ojos. En ocasiones este testimonio oral se superpone a una tradición escrita y esta doble transmisión adquiere una garantía más fuerte de autenticidad. Finalmente, sucede con frecuencia que el mismo Etienne de Bourbon construye un exemplum a partir de su propia experiencia. Un exemplum de esta clase es el que presentamos y el que intenta­ mos explicar en este libro: Etienne de Bourbon refiere en él lo que descubrió y vio en Dombes, a unos cuarenta kilómetros al norte de Lyon/ 3. El manuscrito utilizado es el más antiguo de los manus­ critos conocidos de la obra de Etienne' de Bourbon: Bibl. nat. ms. lat. 15970, ff° 413va-414ra. Hemos verificado la exactitud de la transcripción de Lecoy de la Marche sobre el manuscrito. Anecdotes historiques, op. cit., pp. 325-328. Esta verificación no

ha supuesto más que una sola corrección, insignificante. Por otra parte, hemos restablecido el título, que figura al margen del manuscrito, al nivel del comienzo de la tercera frase y que A. Lecoy de la Marche no había reproducido. Seguramente es cierto que este título no corresponde a Etienne de Bourbon, sino a un amanuense que copió el manuscrito, o incluso a alguien que lo utilizó. Antes que Lecoy de la Marche, los dominicos J. Quétif, y J. Echard, op. cit., I, p. 193, habían publicado ya en 1719 la leyenda del santo can Guinefort, según el mismo manus­ crito. J. P, Migne, en su Encyclopédie théologique, op. cit, I, col. 780-782, citó seguidamente este texto en 1846. Ninguna de estas dos publicaciones alcanzó sin embargo a un público erudito tan amplio como la edición de 1877.

DE ADORATIONE GUINEFORTIS CANIS

S exto dicendum est de supersticionibus contumeliosis, quarum quedatn sunt contumeliose Deo, quedam proximo. Deo contumeliose sunt supersticiones que divinos honores demonibus attribuunt, vel alieni alteri creature, ut facit idolatria, et ut faciunt misere mulieres sortilege que salute petunt adorando sambucas vel offerendo eis, contemnendo ecclesias vel sanctorum reliquias, portando ibi pueros suos vel ad formicarios vel ad res alias, ad sanitatem consequent dam! Sic faciebant nuper in diocesi Lugdunensi, ubit cum ego predicarem contra sortilegia et confessiones audirem, multe mulieres confitebantur portasse se pueros suos apud sanctum Guinefortem. Et cum crederem esse sanctum aliquem, inquisivi, et audivi ad ultimun quod esset canis quidam leporarius, occisus per hue modum. In diocesi Lugdunensi, prope villam monialium que dicitur Noville,2 in terra domini de Vilario,3 fuit quoddam castrum cujus dominus puerum parvulum habebat de uxore sua. Cum autem exivissent dominus et domina a domo et nutrix similiter, dimisso puero solo in cunabulis, serpens maximus ìntravit domum, tendens ad cunabula pueri; quod videns leporarius, qui ibi remanserat, eum velociter insequens et persequens sub cunabulo, evertit cunabula, morsibus serpentem invadens, defendentem se et canem similiter mordentem; quem ad ultimun canis occidit et a cunabulis pueri longe projecit, 1. Titulo al matgen. 2. Neuville-les-Dames. 3. Villars-en-Dombes.

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relinquens cunabula dieta cruentata, et terram et os suutn et caput, serpentis sanguine, stans prope cunabula, male a serpente tractatus. Cum autem intrasset nutrix et hec videret, puerutn credens occisum et devoratum a cane, clamavìt €um maximo ejulatu; quod audiens, mater pueri similiter accurrit, idem vidit et credidit, et clamavìt similiter. Similiter et miles, adveniens ibi, idem credidit, et, extrahens spatam, canem occidit. Tunc, accedentes ad puerum, invenerunt eum illesum, suaviter dormientem; inquirentes, inveniunt ser­ pentem canis morsibus laceratum et occisum. Veritatem autem facti agnoscentes} et dolentes de hoc quod sic injust e canem occiderant sibi fan utilem, projecerunt eum in puteum qui erat ante portam castri, et acervum maximum lapidum super eum projecerunt> et arbores juxta plantaverunt in memoriam facti. Castro autem divina voluntate destructo, et terra in desertum redacta, est, ab habitatore relieta. Homines autem rusticani, audientes nobile factum canis, et quomodo innocenter mortuus est pro eo de quo debuit reportare bonum} locum visitaverunt, et canem tanquam martyrem honoraverunt et pro suis infirmitatibus et neccessitatibus rogaverunt, seducti a diabolo et ludificati ibi pluries, ut per hoc homines in errorem adduceteti Maxi­ me autem mulieres que pueros habebant infirmos et morbidos ad locum eos deportabant, et in quodam castro, per leucam ab eo loco propinquo, vetulam accipiebant, que ritum agendi et demonìbus offerendi et invocandi eos doceret eas, et ad locum ducerei. Ad quem cum venirent} sai et quedam alia offerebant, et panniculos pueri per dumos circumstantes pendebant, et acum in lignis, que super locum creverant, figebant, et puerum nudum per foramen quod erat inter duos truncos4 duorum lignorum (introducebant), matte existente ex una parte et puerum tenente et proiciente novies vetule que erat ex alia parte, cum invocatione demo* num adjutantes faunos, qui erant in stiva Rimite, u t5 pue­ rum, quem eorum dicebant, acciperent morbidum et languidum, et suum, quem secun detulerant, reportarent eìs 4, Ms. truccos. 5. Ms. ubi.

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pinguem et grossum, vivum et sanum. Et, hoc facto, accipiebant matricide puerum, et ad pedem arboris super stramina cunabuli nudum puerum ponebant, et duas candelas ad mensuram pollicis in utroque capite, ab igne quem ibi detulerant, succendebant et in trunco superposito infigebant, tamdiu inde recedentes quod essent consumpte et quod nec vagientem puerum passent audire nec videre; et sic candele candentes plurimos pueros concremabant et accidebant, sicut ibidem de aliquibus reperimus. Quedam etiam retulit mihi quod, dum faunos invocasset et recederei, vidit lupum de stiva exeuntem et ad puerum euntem, ad quem, nisi affectu materno miserata prevenisset, lupus vel diabôlus in forma ejus eum, ut dicebat, vorasset. Si autem, redeuntes âd puerum, eum invenissent viventem, deportabant ad fluvium cujusdam aque rapide propinque, dicte Chalarone,6 in quo puerum novies inmergebant, qui valde dura viscera habebat si evadebat nec tunc vel cito post moreretur. Ad locum autem accesimus, et populum terre convocavimus, et contra dictum predicavimus. Canem mortuum facimus exhumari et lucum succidi, et cum eo ossa dicti canis pariter concremari, et edictum poni a dominis terre de spoliacione et redempcione eorum qui ad dictum locum pro tali causa de cetera cònvenirent.

Traducción

DE LA ADORACIÓN DEL CAN GUINEFORT «Hemos de hablar en sexto lugar de las supersticiones injuriosas, algunas de las cuales son injuriosas para Dios, y otras para el prójimo. Son injuriosas para Dios las supers­ ticiones que otorgan los honores divinos a los demonios o a cualquier otra criatura: es lo propio de la idolatría, y también lo que hacen las miserables mujeres echadoras de suertes, que piden la salvación adorando a los arbustos 6. El Chalaronne, afluente del Saône.

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de madreselva o haciéndoles ofrendas; desprecian a las igle­ sias o a las reliquias de los santos, llevan a sus hijos a estos arbustos o a hormigueros o a otros objetos, para que se produzca la curación. »Es lo que ocurrió recientemente en la diócesis de Lyon, donde me encontraba yo predicando contra los sor­ tilegios y al escuchar las confesiones, numerosas mujeres confesaron que habían llevado a sus hijos a san Guinefort, Y como yo creía que era algún santo, realicé una investiga­ ción y comprendí finalmente que se trataba de un perro lebrel, que había sido matado de la manera siguiente, »En la diócesis de Lyon, cerca del pueblo de las clau­ suras, llamado Neuville, en la tierra del señor de Villars, existió un castillo, cuyo señor tenía un hijo pequeño de su mujer. Un día, como el señor y su esposa hubieran salido de su casa y la nodriza había hecho lo mismo, dejando al niño solo en la cuna, una enorme serpiente entró en la casa y se dirigió hacia la cuna del niño. Al verla, el lebrel, que había quedado en la estancia, persiguió a la serpiente y la atacó debajo de la cuna, la derribó y cubrió de mordeduras a la serpiente, que se defendía y mordía a su vez al perro. El perro acabó por matarla y la arrojó lejos de la cuna. Dejó la cuna y, también, el suelo, su propio hocico y su cabeza impregnados con la sangre de la serpiente. Agotado por su lucha contra la serpiente, el perro se mantenía en pie cerca de la cuna. Cuando entró la nodriza, creyó, ante esta visión, que el niño había sido devorado por el perro y lanzó un terrible alarido de dolor. Al oírlo, la madre del niño acudió a su vez, vio y creyó lo mismo y lanzó un grito semejante. De igual manera, el caballero, al llegar a su vez a la estancia, creyó también lo mismo, y sacando su espada, mató al perro. Entonces, acercándose al niño, lo encontra­ ron sano y salvo, durmiendo dulcemente, Buscando una explicación, descubrieron a la serpiente destrozada y muerta por los mordiscos del perro. Reconociendo entonces la ver­ dad de lo sucedido, y deplorando el haber matado de mane­ ra tan injusta a un perro tan sumamente útil, lo arrojaron en un pozo situado delante de la puerta del castillo, echaron encima una gran cantidad de piedras y plantaron en las

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proximidades unos arboles en memoria de este hecho. No obstante, el castillo fue destruido por la voluntad divina y la tierra, convertida en un desierto, abandonada por sus habi­ tantes. Pero los campesinos que llegaron a enterarse de la noble conducta del perro y de cómo había sido muerto, aunque inocente y por una acción de la que debió obtener recompensa, visitaron el lugar, honraron al perro como a un mártir, le rogaron por sus enfermedades y sus necesidades y muchos fueron víctimas de las seducciones y de las ilu­ siones del diablo que, por este medio, empuja a los hombres al error* En especial, las mujeres que tenían hijos débiles y enfermos fueron sobre todo quienes los llevaron a este lugar. En un poblado fortificado distante como una legua de este lugar, iban a buscar a una vieja mujer que les enseñaba la manera ritual de proceder, de hacer las ofrendas a los demonios, de invocarlos, y que les conducía hasta este lugar. Cuando se encontraban en él, ofrecían sal y otras cosas; colgaban en los arbustos de los alrededores los pañales de los niños; hundían un clavo en los árboles que habían crecido en el lugar; hacían pasar al niño desnudo entre los troncos de dos árboles: la madre, colocada en un lado, sos­ tenía al niño y lo arrojaba nueve veces a la anciana que estaba situada en el otro lado. Al invocar a los demonios, suplicaban a los faunos que residían en la selva de Rimite que acogieran a este niño enfermo y debilitado ya que, según creían ellos, les pertenecía; y que les devolviesen su niño gordo y lustroso, sano y salvo, que ellos se habían lle­ vado consigo. »Una vez hecho esto, estas madres infanticidas volvían a coger su hijo y lo colocaban desnudo al pie del árbol sobre la paja de una cuna, y con el fuego que habían llevado, encendían a un lado y otro de la cabeza dos lamparillas que medían una pulgada y las fijaban en el tronco por encima de la cuna. Seguidamente se retiraban hasta que las lamparillas se hubiesen consumido, de manera que no pudiesen ni escuchar el llanto del niño, ni verlo. De esta manera, al consumirse las lamparillas quemaron enteramente y mata­ ron a varios niños, como hemos sabido por no pocas per­ sonas. Una mujer incluso me refirió que acababa de invocar

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a los faunos y se retiraba ya, cuando vio un lobo que salía de la selva y se aproximaba al niño. Si no hubiera regresado junto a él, movida a piedad por su amor mater­ no, el lobo, o el diablo, bajo su apariencia, como ella misma decía, habría devorado al niño. Cuando las madres volvían junto a su hijo y lo encon­ traban vivo, lo llevaban a las rápidas aguas de un arroyo próximo, llamado el Chalaron, en el que lo sumergían nueve veces: si salía con bien de las aguas y no moría inmediata­ mente, o poco después, significaba que tenía las visceras muy resistentes. »Nos trasladamos a este lugar, convocamos al pueblo de estas tierras y les predicamos contra todo lo que hemos referido. Hicimos exhumar el perro muerto y talar el bos­ que sagrado, y ordenamos quemar éste con los huesos del perro. Y yo hice que los señores de la tierra emitieran un edicto previendo el embargo y la expropiación de los bienes de quienes en adelante acudiesen a este lugar para perpetuar estos ritos.»

Este asombroso documento* a disposición de los eruditos desde hace un siglo, no fue enteramente estudiado hasta entonces. El gran historiador de la hagiografía de la alta Edad Media, F. Graus, lo mencionó en una nota a pie de página: pero su libro, admirable en todos sus puntos, se basa en una problemática y en unos métodos que no per­ mitían en modo alguno poner claramente de relieve la parte referida a este santo can. En especial, lo han citado varios folkloristas: unos, entre los cuales destacamos S. BaringGould en Inglaterra, P. Saintyves en Francia, se interesaron exclusivamente en el relato de la muerte del perro, rela­ cionándolo con leyendas similares de la literatura medieval o de la más reciente literatura popular. Su opinión ha sido compartida por varios historiadores de la literatura, en par­ ticular por Gaston Paris. Otros folkloristas dedicaron toda su atención al rito de curación de los niños, idóneo para mostrar la antigüedad de prácticas atestiguadas todavía en

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las campiñas en la época contemporánea. Por último, algu­ nos eruditos locales vieron en este texto la pintoresca ilus­ tración del «primitivismo» que durante mucho tiempo se ha atribuido a los habitantes de Dombes. Son escasos los que intentaron dar a este documento la interpretación de conjunto que merece.4 Ciertas reticencias de orden ideológico para admitir la realidad de un culto de esta índole, el positivismo ambiental o el aislamiento de las disciplinas explican sin lugar a dudas que estos silencios o esta visión mutilada del documento hayan prevalecido durante un siglo. Sin embargo el esfuerzo de interpretación de nuestros días no es más fortuito. Nuestro tropiezo con este documento tuvo lugar con ocasión de una encuesta colectiva, sobre la literatura de los exempta>género narrativo al que pertenece este documento.5 A su vez, esta misma encuesta se sitúa en el conjunto de las investigaciones que florecen actualmente sobre la «literatura popular», las «tradiciones orales», la «cultura popular», la «religión popular»... Nuestro actual propósito no consiste en realizar el examen crítico de las significaciones diversas y a menudo contradictorias que encierra cada una de éstas expresiones,6 ni siquiera pretendemos situarnos abstracta­ mente en relación a ellas. Intentaremos precisar nuestro camino y nuestros métodos desbrozando el sendero a partir del texto. Por el momento conviene plantear únicamente las principales cuestiones que este texto nos suscita, y enunciar bajo qué condiciones pensamos poder resolverlas. Un primer interrogante se plantea de manera brutal: el de la relación entre una cultura escrita, latina, urbana, cleri4. Es de justicia reconocer que esta preocupación de inter­ pretación global está presente en los dos artículos recientes de Edouard, V., op. cit. 5. Se trata de una encuesta del Centre de recherches historiques y de un seminario de investigación, en l’École des Hautes Études en Sciences Sociales, dedicados a la literatura de exempla del siglo x i i i al siglo xv, e impulsados por Jacques Le Goff y nosotros mismos, Precisamente una de las tareas de esta encuesta consiste en la edición íntegra del tratado de Etieríne de Bourbon. 6. Lo que parcialmente hemos llevado a cabo en: Schmitt, J.-C. Religión populaire..., op. cit.

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cal, garante de la ortodoxia cristiana, dotada de un poder espiritual y temporal de coerción, y productora de nuestro texto, y una cultura distinta, popular (en el sentido socioló­ gico estricto del término), oral, en lengua vernácula, campe­ sina, laica, igualmente cristiana (aunque en sentido diferen­ te), y tomada en este texto como objeto de descripción y de represión. Llamaremos a la primera, convencionalmente, «cultura intelectual» y a la segunda «cultura folklórica». Este último adjetivo tiene la ventaja de evitar las ambigüedades del término «popular», sin que se eviten, es cierto, las que se relacionan con la palabra «folklore». Pero, al hablar con preferencia de «cultura folklórica», indicamos claramente en qué perspectiva científica, antropológica, nos situamos, con independencia de los usos comunes del término «fol­ klore». Segunda pregunta, previa a todas las demás. Investiga­ ción sobre unos documentos del pasado: si se piensa que las creencias y las prácticas descritas en este texto, que son realmente asombrosas, lo son demasiado para «ser auténti­ cas», que Etienne de Bourbon, por ejemplo, comprendió mal lo que se le dijo y que en ningún momento, ni siquiera en esta época lejana, unos campesinos llegaron a venerar la memoria de un perro y a «canonizarlo»,7 vale más detener aquí el esfuerzo de investigación. Si, por el contrario, se piensa que todo ello tiene quizás un sentido, que el docu­ mento debe ser tomado en serio, entonces se abren posibili­ dades inmensas de renovación de la historia de la Edad Media: aparecen unas formas insospechadas de la cultura de las masas, mantenidas hasta entonces ocultas bajo las representaciones de la cultura de la Iglesia por una histo­ riografía tradicional que, después de todo, es su hija. Pues bien, éste es nuestro propósito. Ahora bien, no es posible una renovación de las problemáticas sin una reno­ vación de los métodos. Como ya hemos dicho, los métodos tradicionales han sido importantes para resolver los proble­ mas que plantea un documento de esta naturaleza: la his7. Es la conclusión ,a la que llega V. Edouard.

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toria medieval tradicional está escasamente familiarizada con los hechos de la tradición oral. La historia literaria se encuen­ tra demasiado aferrada a las características formales o esté­ ticas de los relatos. La historia religiosa tiende en exceso a considerar la «religión popular» como un reflejo atenuado, desviado e irracional de la religión de las élites. En cuanto a los folkloristas, por su parte, les ha faltado en la mayoría de los casos la suficiente perspectiva histórica. En la actualidad parece posible una renovación de las problemáticas y de los métodos, sobre la base de una con­ frontación de la historia y de la antropología. Cada una de estas dos disciplinas puede beneficiarse de este encuentro. Para el historiador, el etnólogo de las «sociedades comple­ jas», al igual que el antropólogo de las sociedades «sin escritura», aportan, además de informaciones, de métodos nuevos —los del análisis estructural especialmente— , una percepción más aguda de los problemas de estructura, unas posibilidades de comparación. Empero, estas aportaciones debe asimilarlas el historiador en cuanto historiador, sin desdeñar ni las técnicas de análisis que le son más familia­ res, ni la exigencia de la dimensión temporal (en la que re­ side su especificidad y que hoy suscriben las demás ciencias humanas) esencial para el estudio de las estructuras sociales y de sus transformaciones. En base a estas condiciones se encuentra en trance de constituirse una «antropología histórica» o «etnohistoria». El presente ensayo quiere aportar su contribución a estos esfuerzos .* 8, Este trabajo de investigación se ha beneficiado ampliamente de los conocimientos de las amistosas observaciones de un gran número de personas. Me ha sido de un gran provecho la erudición de P, Cattin, director de los servicios de Archivos del Ain, de J. Y. Ribault, director de los servicios de los Archivos de Cher, y del Rvdo. P. Armand, que me orientó en la biblioteca diocesana de Bellay. La señora Martinet, bibliotecaria de la ciudad de Laon, P. Gaché, de Cháteaurenard, la señora Scart, de Crépy-en-Valois, han tenido la amabilidad de responder a mis preguntas sobre puntos precisos. Las discusiones mantenidas con numerosos colegas, con frecuen­ cia en el marco de seminarios de investigación, en el transcurso de

los cuales me permitieron presentar este trabajo, me han sido de gran utilidad. Por ello deseo manifestar mi gratitud a Franco Alessio, Jean Batany, Michelle Bastard, Carla Casagrande, Yves Castan, Natalie Davis, Georges Duby, Daniel Fabre, Claude Gaignebet, Bronislaw Geremek, Alain Guerre au, Philippe Joutard, Lester K. Little, Anne Lombard-Jourdan, Marc Soriano, Pierre Toubert, Richard Traxler y Silvana Vecchîo, Agradezco también muy particularmente a J. M. Pesez y su equipo de arqueología medieval, en especial a Françoise Piponaier y J. M. Poisson, por su colaboración, que prosigue. Jacques Le Goff sabe mejor que nadie todo lo que mi tarea de investigación en general y este libro en particular le deben. Las informaciones que me facilitaron sobre el terreno el alcalde de Chatillon-sur-Chalaronne, Lagrange, el alcalde de Romans, Dagallier, y el alcalde de Sandrans, Durand, al igual que las señoras Chevallon, Goiffon, Pioud, Rognard y De Varax, del mismo modo que los señores Vacherese y Vieux, de Chatillon-sur-Chalaronne, fueron de la mayor importancia para mi encuesta oral. El Dr. Victor Edouard, de Chatillon-sur-Chalaronne, también historiador de san Guinefort, falleció desgraciadamente en agosto de 1977, antes de que terminara este libro, que tanto le debe, y cuya aparición aguardaba él con indudable interés. Tengo, por fin, una deuda de reconocimiento respecto del Centro de Investigaciones Históricas de l’École des Hautes Études en Sciences Sociales, que sostuvo materialmente esta investigación, y, en el mismo establecimiento, con el laboratorio de Gráfica, donde se dibujaron varios planos de este libio y se tiraron varios clichés del mismo.

Primera parte EL INQUISIDOR

El texto que, sin más demora, acabamos de presentar al lector, para que se sienta impresionado al igual que nosotros lo fuimos cuando lo leimos por primera vez, presenta un interés considerable para la comprensión de la cultura fol­ klórica en el siglo xm . Documentos de esta clase son esca­ sísimos en esa época. Sería erróneo, no obstante, tomarlo como un testimonio inmediato sobre la cultura folklórica. Antes que nada, es ün documento de la cultura intelectual, escrito en latín por un clérigo, producido en una situación de represión brutal del folklore, destinado, por último, bajo una forma de exemplum, para servir ulteriormente de argu­ mento contra las «supersticiones».

Capítulo primero ETIENNE DE BOURBON

"O

ü 1 autor del tratado del que se extrae este exemplum se saben muy pocas cosas: en la obra misma se pueden recoger algunas informaciones, otras las facilita el inquisidor domi­ nico Bernard Gui, a comienzos del siglo xiv.1 Etienne de Bourbon (este apellido indica solamente una procedencia geográfica y no, sin lugar a dudas, la pertenencia a un linaje convertido en famoso a partir de entonces por razones harto conocidas) habría nacido en Belleville-sur-Saóne, hacia 1180* Comenzó a estudiar en las escuelas de la catedral de SaintVincent de Macón, en la que era puer, escolar. A comienzo del siglo xm , hacia 1217, a la edad seguramente de unos treinta y siete años, estudió (juvenis studiens, scolaris) en las escuelas parisinas, de las que poco después, en 1231, habría de surgir la Universidad de París. Se relacionó con los dominicos desde el momento de su llegada a París, en 1217, y de la fundación, al año siguien­ te, del convento de los Jacobinos. En 1223 como muy tarde, entró en su Orden, donde pudo perfeccionar su formación teológica. Sin embargo, el único convento al que aparece vinculado es el de Lyon, fundado en 1218. Allí se estableció desde 1223, de regreso a la región en la que había nacido, y en él murió en 1261. Pero realmente no se encerró en él más que al final de su vida, para redactar su obra. Durante ese intervalo de tiempo, recorrió en todos los sentidos la actual región del Ródano-AIpes, prosiguiendo incluso sus desplazamientos en dirección de Borgoña, Cham1. En último lugar: Berlioz, J., op. cit., t. I.

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pagne, el Jura, los Alpes, la región de Valence, Auvergne, el Forez, llegando incluso hasta el Roussillon. En el transcurso de estos viajes, Etienne de Bourbon recogió diversos testimo­ nios y tuvo experiencias que le proporcionaron la materia para un abundante número de sus exempla. Cuando Etienne de Bourbon relata una experiencia per­ sonal, indica frecuentemente que la ha vivido en su condi­ ción de predicador: «Cum ego predicarem...» «Estando yo predicando...» Queda claro en seguida que no se trataba de un predicador habitual, reducido a los límites general­ mente estrechos de la zona de predicación (praedicatió) o a los lugares de recogida de limosnas (termini) de un solo convento. Más bien su actividad recuerda la de un «predi­ cador general». Los predicadores generales, que aparecen en 1228, eran elegidos en función de su competencia teológica (habían estudiado al menos tres años en lugar de uno solo como el resto de los frailes) y de su talento de predicadores. Eran instituidos por el capítulo general, del que seguidamen­ te formaban parte de pleno derecho.2 Sin embargo, Etienne de Bourbon llegó a ir a predicar mucho más lejos de los límites de la provincia de los domi­ nicos en Francia, a la que pertenecía el convento de Lyon, y nunca se designa a sí mismo como «predicator generalis». Únicamente el estatuto de inquisidor, atribuido por mandato pontificio, podía justificar semejantes desplazamientos, y el mismo Etienne de Bourbon lo confirma en su obra. El rango de inquisidor debió serle conferido hacia 1235, en la diócesis de Valence, donde estaba en su apogeo la herejía valdense aparecida medio siglo antes en Lyon. Etien­ ne de Bourbon participó también en el juicio de los heréti­ cos del Mont-Aimé, en Champagne, enviados al su­ plicio por Robert le Bougre, Fue uno de los prime­ ros inquisidores, tres años después de que el Papa Gregorio IX hubiera confiado el Oficio de la Inquisición a la Orden de los Dominicos. Jurisdicción especializada en el examen de los casos de herejía, este Oficio había sido ejercido primeramente por los obispos. Después, a 2.

Scheben, H. C., op. cit.

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finales del siglo x i i , fue recuperado por la sede apostólica, la cual delegó sus poderes en los legados pontificios, quienes conocieron una suerte diversa. En 1232 y 1238, el Papa confió el Oficio a los dominicos, luego a los franciscanos, en la persona de sus Maestros Generales. La Inquisición había nacido. A su vez, los generales de las órdenes delegaron sus po­ deres en los maestros provinciales, y éstos en los frailes inquisidores, Pero estos últimos ejercían su actividad en el nombre del mismo Papa, «mandato apostólico», como lo re­ cuerda Etienne de Bourbon en relación con su propio caso. Sus funciones de inquisidor, que explican su extrema movilidad, permiten también comprender el interés qué de­ dica a la campiña y a sus habitantes. Esto parece, no obstante, una paradoja: Etienne de Bour­ bon era miembro de una orden mendicante, cuya misión prioritaria era el apostolado en un medio urbano. Por otra parte, fue en París donde este religioso recibió su formación y en Lyon radicaba el convento al que estaba vinculado. Pero, en su tarea de persecución de los herejes, no cesó de recorrer las zonas rurales, de visitar los castillos aislados, las aldeas y los pueblos, y, al realizar este cometido, apren­ dió muchas otras cosas más... Sus interlocutores privilegiados eran los curas de la cam­ piña, que le informaban de las inclinaciones de sus feligreses y le proporcionaban de esta manera la materia de sus exempía. Esto es cierto sobre todo por lo que se refiere a la región del Ródano-Alpes, que él conocía bien, ya que era donde había nacido. Esta región, en particular la situada en la margen izquierda del Sáone, estaba poco urbanizada, en comparación con el Midi por ejemplo. En consecuencia, los establecimientos de las órdenes mendicantes, implantados preferentemente en las ciudades, eran en ella escasos. Hacia mediados del siglo xm, los religiosos no se habían instalado más que en Lyon (franciscanos y dominicos), en Macón (fran­ ciscanos y dominicos) y en Villefranche (franciscanos). En la zona de la margen izquierda, que corresponde al conjunto del actual departamento del Ain, que incluye en especial a Dombes, el primer convento de frailes mendicantes (de

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Carmes) no se instaló hasta 1343.’ Sin duda, este «desierto mendicante» obliga a los frailes a compensar mediante una predicación rural más intensa el carácter escaso del conjunto de sus conventos. Sobre todo estaban forzados a mantener este tipo de predicación rural por el del apostolado que habían adoptado en esta región sus principales adversarios, los Valdenses que recorrían las zonas campesinas predicando en ellas.4 Probablemente, fue en ocasión de una de sus correrías como inquisidor en Dombes cuando Etienne de Bourbon descubrió el culto aberrante de san Guinefort.

V I,e G off, J., Ordres mendiants..., op. cit. ■I Ix-aiy de la Marche, A., Anecdotes historiques..., op. cit.,

Capítulo segundo

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L a obra de Etienne de Bourbon hubiera debido comprender siete partes, ordenadas según los Siete Dones del Espíritu Santo: Don de Temor, de Piedad, de Ciencia, de Fortaleza, de Consejo, de Inteligencia y de Prudencia. La muerte le sorprendió antes de que hubiera podido acabar la parte con­ sagrada al Don de Consejo y de haber iniciado las dos últi­ mas partes. La reflexión sobre los Dones del Espíritu Santo, basada en las enseñanzas de San Agustín, se situaba en el siglo x iii en el centro de la teología escolástica. Dos autores próximos a Etienne de Bourbon, que pertenecieron también al convento de Lyon, se interesaron igualmente por esta cuestión: Humbert de Romans, que llegó a ser Maestro General de la Orden de los dominicos, escribió un tratado sobre el Don de Temor (De Dono Timoris) inspirándose ampliamente en la parte correspondiente de la obra de Etienne de Bourbon, Y Guillaume Perraud compuso a su vez un Tratado d e lo s Siete Dones d el Espíritu Santo. Esta re­ flexión, particularmente desarrollada entre los teólogos do­ minicos, alcanzó su cima con el más conocido de ellos, Santo Tomás de Aquino (t 1274) que intentó definir las funcio­ nes respectivas de las virtudes que permiten al cristiano actuar « m o d o humano», a través de las cualidades humanas, y de los Dones, superiores a las virtudes, por proceder de Dios, y que le permiten actuar «ultra m odu m hum anum », de una manera sobrenatural.1 1.

Santo Tomás de Aquino, In II. Snt. d. 34, p. 1.

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Etienne de Bourbon no llegó a conocer la doctrina de Tomás de Aquino, que era su coetáneo. La reflexión teoló­ gica alcanza en él un nivel menos elevado. Su objetivo, por otra parte, era diferente: adoptando el punto de vista de la pastoral más que el de la especulación, intentó sobre todo mostrar con la ayuda de exempla concretos, qué disposicio­ nes morales preceden de cada uno de los Dones. En la cuar­ ta parte, del Don de Fortaleza, de la que se extrae nuestro texto, se encuentra, sin embargo, un eco de la reflexión teo­ lógica contemporánea sobre los Dones del Espíritu Santo, las virtudes y los vicios. En ella, en efecto, el autor recuerda que el Don de Fortaleza incita a rechazar «virilmente» los siete vicios.2 Estos últimos sirven para designar las siete sub­ divisiones (tituli) de esta cuarta parte: el orgullo (Superbia), la envidia (Invidia), la cólera (Ira), la pereza (Acedía), la avaricia (Avaritia), la lujuria (Luxuria) y la gula (Gula). Cada uno de estos tituli está a su vez dividido en capí­ tulos (capitula) y éstos subdivididos en siete parágrafos... Se advierte en ello la manía clasificatoria de los escolásticos, llevada hasta la caricatura por nuestro autor. No es raro, incluso, sorprenderlo cogido en la trampa de sus propios esquemas, cuando no consigue rellenar las casillas estable­ cidas a priori independientemente del contenido. Es preciso no olvidar, sin embargo, cuál era la función de una obra de esta naturaleza: para el predicador necesitado de exempla, unas clasificacionés de este tipo le ayudaban a orientarse en el denso texto del manuscrito, y a acordarse del enca­ denamiento lógico de los relatos. Estas clasificaciones son sobre todo unos recursos mnemotécnicos. El primero de los vicios que el Don de Fortaleza debe ayudar a rechazar es el orgullo. El autor, fiel a una tradición que la evolución social, sin embargo, ha debilitado ya inten­ samente,3 ve en él la «cabeza y el origen de todos los vicios». 2. Lecoy de la Marche, A., Anecdotes historiques..., op. cit., p. 192. 3. Little, I. K., Pride..., op. cit., muestra cómo el orgullo, vicio caballeresco por excelencia, ha cedido el lugar a la cabeza de los vicios a la avaricia, promovida por el progreso de la economía mo­ netaria y la aparición de nuevas categorías sociales.

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Los dieciséis capítulos que tratan del orgullo pueden reu­ nirse en dos grupos distintos. Los ocho primeros se refieren a los aspectos individuales del orgullo: la vanagloria, la vanidad, la ambición, la hipocresía, etc. Los otros ocho tratan dé las implicaciones sociales del vicio de orgullo, considerado como el fermento de una insumisión a las leyes de la Iglesia: fuente de desobediencia (inobedientia), de rebelión (contum acia), de irreverencia y de sacrilegio contra las personas (irreverentia et sacrilegium persónate), de sa­ crilegio contra los lugares sagrados (sacrilegium lócale), de violación de las fiestas de los santos (sacrorum festoru m violado), de usurpación (praesum ptio), de herejía (haeresis) y finalmente de superstición (superstitio). Por consiguiente, las supersticiones figuran en último lugar, justo después de la herejía y sin confundirla con ella, entre las manifestaciones de franca hostilidad contra Dios, contra su Iglesia y contra la Religión. Nuestro texto se sitúa en este último capítulo. ¿Qué entendía Etienne de Bourbon por «supersticio­ nes»? Ya en la época romana, la palabra superstitio, por opo­ sición’ a religió que designaba el vínculo religioso, significaba una forma degradada y pervertida de la religión.4 Los Padres de la Iglesia y en particular Isidoro de Sevilla5 confirmaron este juicio desfavorable equiparando la superstición a la herejía, al cisma y al paganismo. En el vocabulario medieval, las supersticiones eran las «observaciones vanas, superfluas, añadidas» {vacua, superflua, superinstituta).6 La etimología propuesta por Lucrecio, según el cual los supersticiosos con­ sideran las cosas «superiores», es decir «celestes y divinas», fue a partir de Isidoro, y sin interrupción seguidamente, re­ 4. Benveniste, E., op. cit., t. II, pp. 265-279: «Religión et Superstition». 5. Isidoro de Sevilla, Etymologies, cap. III: «De haeresi et schismate», §§ 6 y 7. P. L. 82, col. 297. 6. Debo a la señora Bautier el haber podido consultar respecto de la palabra superstitio los riquísimos ficheros del Comité Du Cange, en el Instituto de Francia.

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chazada con una energía comprensible (Lucretius male dicit...). La idea de que las supersticiones eran «observaciones» que sobrevivían de otro tiempo, del que eran unos testi­ monios (su perstites), y al mismo tiempo la asimilación de las prácticas folklóricas a las supervivencias del paganismo, permitieron finalmente a la Iglesia considerar supersticiosas a las prácticas folklóricas que se alejaban de las normas fijadas por ella. En este sentido, la palabra superstitio designa en los siglos xii-xiii una categoría de pensamiento culto y universi­ tario. Es necesario, por otra parte, advertir que los juicios tradicionalmente desfavorables de los clérigos fueron com­ pensados por la curiosidad, llena de ambigüedades por su­ puesto, de algunos intelectuales por los mirabilia de la tra­ dición oral —como en el caso de Gervais de Tilbury o de Geoffroy de Montmouth— o por la eficacia empírica de la cultura folklórica: así es como el franciscano Roger Bacon, que rompió es cierto con el medio universitario, habla con simpatía, hacia 1265-1267, de un «maestro de experiencias», Pierre de Maricourt, quien, preocupado por conocer todo, «consideró incluso las experiencias, los sortilegios y los can­ tos de las viejas y de todos los magos».7 Pero la mayoría de los clérigos condenaban las supers­ ticiones, pertenecientes a las fuerzas demoníacas. Los maes­ tros más renombrados, tales como Jean de Salisbury (t 1182) en su Polycraticus o Guillaume d’Auvergne (11801249) en De Universo, de la generación de Etienne de Bourbon,' se interrogaban entonces sobre la condición de las supersticiones. Lo que importaba era definirlas, clasificar­ las, para mejor combatirlas. La teología escolástica realizó notables esfuerzos en este sentido, coronados, también en este terreno, por la Summa de Santo Tomás de Aquino. 7. Bacon, R., O pus Tertium, J. S. Brewer, London, 1859, p. 46 (subrayado por nosotros). Agradezco a Franco Alessio, profesor de la universidad de Pavía, el haber tenido la amabilidad de indicarme este texto. 8. Hansen, J., Zauberwahn..., op. cit., p. 127 y ss.

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Como ya se ha visto, su contemporáneo Etienne de Bour­ bon era demasiado «provinciano» y estaba demasiado absor­ bido por otras tareas como para aprovecharse de la ense­ ñanza del maestro parisino, al que no cita nunca. Con fre­ cuencia, sus tentativas convergen pero la obra de Etienne de Bourbon queda por debajo de la síntesis tomista. En ciertos aspectos aparece claramente como un hombre ante­ rior a Santo Tomás: por ejemplo, respecto de la brujería se mantiene fiel a la tradición que sitúa sus efectos en el apartado de las «ilusiones diabólicas». Por el contrario, a partir de Santo Tomás se impone la idea de que son unas mujeres reales las que se reúnen durante la noche: de esta manera queda abierta la vía a las persecuciones masivas del final de la Edad Media.’ Entre las supersticiones Etienne de Bourbon distingue «las adivinaciones, los encantamientos, los sortilegios, los engaños diversos de los demonios». Todas estas prácticas se presentan como un «vano culto» que, a semejanza de la «vana gloria», procede de la superbia, del vicio de orgullo opuesto a la humilitas, la virtud de la humildad del verdade­ ro cristiano respecto a Dios. Y la consecuencia de esta acti­ tud, como claramente lo demuestra la introducción de nues­ tro exemplum, es el desprecio que los hombres orgullosos dedican a Dios y a su prójimo, en imitación de los demonios, que son ángeles caídos a causa de su orgullo. La influencia agustiniana es aquí evidente.10 Por consiguiente, en la superstición, Dios es la víctima y el diablo su beneficiario. Toda esta parte de la obra está en cierta medida dedicada al diablo. Las supersticiones ma­ 9. Caro Baroja, J. C., op. cit., p. 97 y ss., y Cohn, N. op. cit. 10. San Agustín, Epístola CII (ad Deogratias), Migne, P. L. 33, col. 370-386; sobre todo los §§ 18 (col. 377) y 20 (col. 378). Expresiones semejantes en el dominico Alberto el Grande: «expectare aliquid a demone vel velie aliquid percipere per ipsum, semper est fidei contumelia, et ideo apostasia». Commentarium in L. 2 Sent. Dist. 7, c. 10, citado por Hansen, J., leuberw ahn..., op. cit., p. 170, n. 3.

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nifiestan su poder. Un poder que actúa para seducir (sed u ctio) y engañar (ludificatio). Un poder limitado: no inter­ viene sino con el permiso de Dios, y tropieza con los exorcismos de los prelados y la fuerza de los sacramentos. Pero un poder real. El diablo posee la facultad de adoptar la forma humana (transmutado, transfiguration) para aparecerse, por ejemplo, a una persona bajo los rasgos de un vecino que pretendiera matar a los niños; por medio de esta estratagema, el diablo espera arrojar la infamia sobre personas inocentes. Se re­ quiere una cuidadosa investigación para demostrar que ha habido un engaño diabólico y que los vecinos no han podido dedicarse a actos de semejante naturaleza. Frecuentemente el diablo interviene por medio de los «adivinos». Etienne de Bourbon no duda de sus capacidades, en la medida en que es el diablo quien actúa a través de ellos: por ejemplo, en la espada (spata) de que se sirve uno de ellos para des­ cubrir al culpable de un robo, el diablo hace aparecer el rostro de un inocente... Las invocaciones nocturnas de una adivina (divina) provocan la presencia del diablo, bajo la apariencia de una «sombra terrorífica», capaz de hablar. Las invocaciones de otra, en respuesta a la oración de una mujer estéril, hacen concebir a ésta un niño, cuya naturaleza dia­ bólica se manifiesta en el bautismo. Para que estos hombres y, sobre todo, estas mujeres {divina, vetula, sortílega) tengan éxito, es preciso que el diablo obre a través de ellos. Para Etienne de Bourbon se puede incluso afirmar que el diablo actúa solo: los adivinos, reducidos a sí mismos, no son para él sino unos charlatanes a los que no cesa de ridiculizar. Los augures que pretenden interpretar los presagios en los cantos de los pájaros (cor­ nejas y cuclillos) únicamente tienen éxito entre los tontos. Los adivinos que afirman conocer todo sobre un hombre, o encontrar los objetos robados, o cambiar el agua en vino, disimulan en realidad algún truco para engañar a las gentes crédulas. No es seguro, por otra parte, que la opinión de Etienne de Bourbon sea exclusiva de los medios cultos: pro­ bablemente la clientela habitual de los adivinos sabía distin­

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guir entre la masa de impostores a los que tenían un poder reconocido.” La diferencia reside en que Etienne de Bourbon, de los fraudes de algunos deduce argumento para colocar al conjunto de las supersticiones en el dominio del engaño. Sea que admita que se ha producido un efecto diabólico, sea que un simple charlatán engañe burdamente a una cré­ dula mujer, todo es farsa y se opone a la verdad, que per­ tenece a Dios y a la Iglesia. Es preciso, pues, ante todo situar en este contexto de la cultura científica nuestro exem plum para comprender la actitud de Etienne de Bourbon. En efecto, este exem plum ilustra el poder engañoso del diablo. Quien ha permitido el nacimiento de la peregrinación es el diablo «seduciendo, engañando e induciendo a error» a varias personas. Empero, el diablo no es el único responsable. Mientras que en otras ocasiones Etienne de Bourbon se contentaba con denunciar engaños del diablo, ha de aceptar ahora la parte de responsabilidades humanas. Se trata de un rito en el que el diablo es solicitado conscientemente por las mu­ jeres. Éstas le presentan ofrendas y, sobre todo, lo invocan ritualmente: es una vetula, es decir, una mujer vieja, una anciana, y, para decirlo más claramente, una bruja, quien enseña a sus comadres la fórmula requerida; estas mujeres invocan seguidamente a los «faunos» haciendo pasar al niño entre los árboles. Etienne de Bourbon habla todavía por tercera vez de invocación a propósito de la salida del lobo fuera del bosque, presentado como un substituto del dia­ blo. Entre estas mujeres y el diablo existe algo más que un «pacto tácito», utilizando la terminología de Santo Tomás de Aquino: no se contentan con realizar actos que se pres­ tan a la intervención diabólica, buscan explícitamente el apoyo del diablo, concluyen con él un «pacto expreso», característica de la más grave de las supersticiones, la ido­ latría. Etienne de Bourbon, en efecto, relaciona con la idolatría 11. Esto mismo se observa todavía en África: Evans-Pritchard, E. E., op. cit.

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las prácticas que denuncia. En la tradición agustiniana, la idolatría es la primera de las supersticiones y para Santo Tomás de Aquino también la más grave de las mismas. Consiste, según este último, «en acordar indebidamente a una criatura los honores divinos».12 Estos mismos términos son los empleados por Etienne de Bourbon en la introduc­ ción de este exem plum y la actitud de las mujeres parece corresponder perfectamente a esta definición, cuando invocan a los demonios —criaturas de Dios— o cuando pretenden una curación sobre la tumba de un perro, criatura cuyo carác­ ter diabólico quedaba fuera de toda duda para Etienne de Bourbon: otros dos exempla, próximos a éste en el com­ pendio, evocan, uno la jauría diabólica de los perros de caza de la «mesnada Hellequin», otro la aparición del diablo bajo la forma de un perro negro en una aldea.13 A la idolatría se mezcla en este caso otra categoría de superstición: la práctica de las suertes. Etienne de Bourbon ha venido a predicar contra los sortilegios y denuncia «a las mujeres miserables echadoras de buenaventuras». El término designa en primer lugar un procedimiento de adivinación. Las suertes permiten iniciar una acción con la certeza de poder concluirla con éxito. Son difícilmente conciliables con el espíritu cristiano ya que suponen el deseo de conocer de antemano el designio de Dios, de modificar incluso sus proyectos, de desposeerle, en todo caso, del dominio sobre el tiempo futuro. Podía parecer, no obstante, que varios textos de las Escrituras legitimaban el uso de las suertes y los teólogos dudaron a menudo en condenarlas de manera radical. Pero la creciente persecución de las brujas eliminó sus últimas dudas y permitió confundir en una misma con­ dena la adivinación, los sortilegios y la invocación de los demonios.14 Estas tres prácticas delictivas aparecen estre­ chamente relacionadas en la última parte del rito de curación descrito por Etienne de Bourbon. 12. Santo Tomás de Aquino, II* l i e , Qu XCII, art. 2. 13. Lecoy de la Marche, A., Anecdotes historiques..., op. cit., p. 321 y 322. 14. Hansen, J., Zauberwahn..., op. cit., pp. 248-249. Ver en particular: Thomas de Chobham, op. cit., pp. 466-468.

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Finalmente, una última forma de superstición se señala igualmente en este terreno, a la que Santo Tomás de Aquino llamó «la superstición del culto indebido del verdadero Dios», es decir el mal uso del culto cristiano. El rito obser­ vado por las mujeres le parece al inquisidor una burla sa­ crilega de la verdadera peregrinación, la veneración de un perro como «mártir» la considera una ofensa hecha al culto de los santos. En primer lugar, porque estas mujeres «des­ precian las Iglesias y las reliquias», que para Etienne de Bourbon son las únicas eficaces, en beneficio de un culto supersticioso, es decir, esencialmente vano e inútil a sus ojos. Después, el inquisidor se siente tanto más furioso cuanto que había esperado descubrir un «auténtico» santo, cuya existencia ignoraba hasta entonces. A decir verdad, la sola pretensión de los campesinos de definir los criterios de santidad (incluso si el santo hubiera sido un hombre) habría parecido subversivo al criterio de Etienne de Bourbon. En efecto, desde hacía al menos un siglo correspondía al Papa, y únicamente a él, proceder a la canonización de los santos, al término de un «proceso de canonización» que se desarrollaba siguiendo unas reglas muy estrictas: una comisión de tres cardenales llevaba a cabo una minuciosa investigación, las respuestas de los testigos dignos de fe eran registradas por escrito y examinadas seve­ ramente.15 Lejos de revelar solamente al dominico la igno­ rancia o la presunción de los campesinos, el culto de san Guinefort adquiría por ello mismo el aspecto de un desafío lanzado a las más altas autoridades de la Iglesia. Probable­ mente, con la lenta cristianización del Occidente, el tercer tipo de superstición, el «culto indebido del verdadero Dios», por deformación del culto cristiano vulgarizado, adquirió cada vez mayor importancia. No fue ignorado por San Agustín. Pero para él debía ser combatido en prioridad el primer tipo de superstición, la idolatría, es decir, sobre todo el culto de los ídolos y de los dioses paganos, asimi­ lados a los demonios por los Padres de la Iglesia y los 15. D. S., op. cit., t. II, col. 77-85, art. «Canonisation.» En espera sobre este punto de la tesis de André Vauchez.

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Concilios. El retroceso del paganismo y, ante todo, la folklorización de las prácticas cristianas atrajeron cada vez más la atención del clero sobre el tercer tipo de superstición, «la superstición del culto indebido del verdadero Dios». Los exempla nos muestran amplios testimonios, en relación, en especial, con las supersticiones relativas a la hostia. Para Santo Tomás de Aquino, este tipo de superstición pasaba al primer plano, precediendo a la «idolatría», la «adivinación» y las «observaciones». La idolatría sigue siendo la más grave de ellas, pero no atrae ya la atención de una manera privi­ legiada. Al mismo tiempo que este retroceso en la atención que se le dedica, la idolatría sufre un desplazamiento en el espa­ cio social. Fruto de la paganitas, continúa vinculada al «campesinado». Abundan los textos que muestran a la cam­ piña como ámbito de conservación de las prácticas paganas. Para Guillaume d’Auvergne subsisten todavía en las zonas campesinas la «antigua idolatría» (antiqua idolatría), las «supervivencias de la antigua superstición» (reliquiae su­ perstitionis antiquae).“ Etienne de Bourbon es menos explícito a este respecto, pero su vocabulario revela las mismas concepciones: cuando utiliza las palabras lucus (bosque sagrado) o faunus (fauno), se refiere al vocabulario religioso de la Roma antigua. El término lucus, en el sentido de «bosque sagrado» es raro en el vocabulario medieval, en el que parece designar con preferencia el bosque como materia." Por el contrario, en su acepción religiosa la palabra aparece frecuentemente cita­ da en el latín clásico." Conserva su uso con este sentido en las repetidas condenas, del siglo vm al xi, contra las prácti­ cas paganas de los Germanos. Tácito había afirmado ya que los Germanos daban nombres de dioses a sus bosques sa­ grados (luci ac nemorá). Con ocasión de sus campañas con­ 16. Guillaume d’Auvergne, Be legibus, cap. IV, X IV , X X V I, in Opera, op. cit. 17. Du Cange, C., Glossarium media et infimae latinitatis, nue­ va ed. Niort. 1883 t. V, p. 148, s. v. « Lucus». 18. Gaffiot, F., Dictionnaire illustré latin-français, Parts, 1934, p. 925, s. v. «Lucus».

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tra los Sajones Carlomagno hizo destruir varios luc't, entre los cuales el famoso de Irmensul. Todavía hacia 1074-1083, Adam de Brème afirma que los Suevos tienen un lucus en el que penden mezclados cadáveres de perros, de caballos y de hombres inmolados a sus dioses.1’ Es probable que Etienne de Bourbon no conociera todos estos testimonios. Pero no por ello es menos seguro que esta palabra estaba asociada estrechamente en el vocabulario de los clérigos al paganismo antiguo y a sus supuestas super­ vivencias. Al aplicarla al lugar del culto que ha reprimido, Etienne de Bourbon indica claramente que ha apreciado en estas prácticas supersticiosas una pervivencia de la antigua idolatría. La alusión a los faunos confirma ampliamente esta hi­ pótesis. En la Antigüedad, Faunus era una divinidad de toda la campiña, más o menos bien diferenciada de Silvanus, di­ vinidad de los bosques exclusivamente.“ Su fiesta se celebra­ ba el 15 de febrero, en el momento de las Lupercalta, pala­ bra cuya etimología sigue siendo incierta, pero que de todas maneras tiene una relación con el lobo [lupus). Advirtamos que nuestro texto aproxima la agresión del lobo a la acción de los faunos, en ambos casos seres de na­ turaleza diabólica y surgidos de la selva. Los mitógrafos de la baja Antigüedad buscaron la eti­ mología de faunus en la raíz del verbo fari, hablar públi­ camente y también religiosamente, y le asimilaron otro de­ rivado: fatuus, el loco. Faunus o fatuus recibió también un consorte: Fauna o Fatua, presentada como su esposa (uxor ejus) y asociada a Fata, diosa del destino (fatum), término que ha dado la palabra francesa « fée»= h ada, atesti­ guada desde el siglo x i i . Se abarca con ello un campo semántico extremadamente rico en el que las verdades de una palabra alocada se mezclan con las potencias per­ turbadoras de la profecía. Es históricamente posible que 19. 20.

Ciernen, C., op. cit., p. 8, 54-55, 70-73. Dumézil, G ., Fêles Romaines..., op. cit., p. 52.

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este conjunto vuelva a encontrarse posteriormente, tanto en la exaltación de la «locura santa», testimoniada en es­ pecial en Oriente los rasgos del «loco de Dios»,“ como en la atracción mezclada de temor de las hadas («buenas» o «malvadas hadas»), vinculadas por los clérigos a la esfera de lo demoníaco. Los progresos del Cristianismo exigían efectivamente la condena de toda palabra divina que no fuera la del verdadero Dios y no fuese controlada por la Iglesia: no pasó mucho tiempo sin asimilar a los demonios todos esos «coros de ancianos» que según Martianus Capella «habitan en los bosques, los lagos, las fuentes, los ríos y cuyos nombres son diversos: Fanes, Fauni, Fones, Satyri, Nymphae y Fatuae, o Fantuae, o incluso Fanae, pero que tienen en común la facultad de profetizar».52 Ya en la baja Antigüedad se llegó a confundir a los faunos con los demonios.23 Pero el cambio decisivo fue adoptado por los Padres de la Iglesia, cuando incluyeron a los faunos en el sistema demonológico cristiano. San Agustín establece el «acta de nacimiento de los demonios íncubos en la Edad Media» 24 a propósito de los faunos: «el pueblo llama a los silvanos y a los faunos los demonios íncubos»,25 es decir, demonios de sexo mas­ culino, en oposición de los demonios «súcubos». Esta tra­ dición agustiniana atravesó la Edad Media, desde Isidoro de Sevilla “ a Guillaume d’Auvergne, para quien el fauno era el «hijo de un demonio íncubo».22 Esta fórmula no es anodina: es una doble respuesta a un debate entonces vivo 21. Chaurand, J., Fou, dixième conte de la vie des Pères, Ge­ nève, 1871, VIII-253 p. 22. Maury, A., op. cit., p. 9 y ss. 23. Ziegler, K., Sontheimer, W , Der Kieine Pauly, Stuttgart, 1967, t. II, pp. 521-522, s. v. «Faunus». 24. Le Goff, J., Culture cléricale, op. cit., p. 26, n. 3. 25. San Agustín, De civitate dei, X V , 23: «Silvanos etfaunos quos vulgo Íncubos vocant». 26. Du Cange, C., Glossarium..., op. cit., t. III, p. 424, s. v. «Fauni», y p. 394, s. v. «Fadus». 27. Guillaume d ’Auvergne, De universo, II, 3 cap. III y cap. V III, in Opera, op. cit.

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sobre la naturaleza de estos demonios: para Guillaume d’Auvergne, en la primera mitad del siglo xm , los íncubos pueden engendrar y ciertamente poseen una realidad mate­ rial, no son «puros espíritus». Acerca de este último punto, la fórmula critica una tendencia al escepticismo, sensible en el siglo precedente en Gervais de Tilbury que vacilaba en atribuir a los faunos un cuerpo de «bestia salvaje», tal como aparece descrito al modo antiguo en la Vida d e San Antonio-, «un gran homúnculo, de nariz ganchuda, con cuernos en la frente y pies de macho cabrío».28 Fue esta imagen concreta, adoptada por San Jerónimo en la Vida d e San P a b lo 29 la que se impuso en la Edad Media hasta Guillaume d’Auvergne. Este último describe también el comportamiento del fauno, que verifica la etimología de su nombre: faunus viene de fatuus, loco y Guillaume d’Auvergne ofrece su equivalente en francés: «follet», «genio» «geniecillo», tér­ mino del folklore que todavía hoy designa a seres fan­ tásticos y maliciosos. Los genios gastan bromas a los hom­ bres, excitan a las bestias, surgen de improviso para desa­ parecer inmediatamente, escandalizan por la noche, deso­ rientan a los viajeros en la landa, antes de refugiarse en al­ guna roca (la roca de Lutin, en Noirmoutier) o dolmen.“ Guillaume d’Auvergne deduce del nombre «genio» toda una psicología del fauno: «No le queda apenas nada de las luces de la inteligencia natural... Las amenazas más estú­ pidas e incluso las más insensatas (le) aterrorizan y con temor de las amenazas con que le acosan, obedece las órdenes de los hombres». Pero su locura le lleva también a estallar en cóleras inesperadas... Vemos ahora con mayor claridad lo que Etienne de Bourbon pudo querer designar hablando aquí de «faunos»: demonios íncubos, por consi­ guiente de sexo masculino, nacidos quizás de la unión de un demonio y de una mujer, metamorfosis de divinidades 28. Gervais de Tilbury, op cit., pp. 897-898. 29. San Jerónimo, Migne, P. L. 23, col. 23-24. 30. Sebillot, P., Le Folklore..., op. cit., t. I, pp. 160-232; t. II, p. 92; t. III, pp. 114-115; t. IV, p. 30, 219.

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paganas, dotados de un temperamento inestable, en el que la docilidad y el temor se suceden y se transforman con temibles cóleras, pero susceptibles también de acudir a las invocaciones de los hombres. Comprendemos mejor igualmente de qué manera los faunos, demonios con cuer­ nos y pies de cabra, pudieron servir de imágenes interme­ diarias, de figuras de espera del gran macho cabrío de los aquelarres.31 Si el vocabulario de Etienne de Bourbon traiciona sin duda el sentimiento que tenía de luchar contra las super­ vivencias del paganismo, parece también que su acción con­ creta, tal como él la describe, seguía parcialmente unos modelos muy antiguos, que se remontan a la época en que el paganismo era efectivamente el punto de mira pri­ vilegiado de la Iglesia. Esta observación es válida en parte en lo que se refiere a la reunión final del «pueblo», tomado como testigo de la destrucción del lugar de culto. Ya San Marcelo de Paris, según su biógrafo Fortunato (hacia el año 600), había «reunido al pueblo» en el momento de entablar combate con el dragón que infestaba la ciudad.32 El Canon Episcopi, que fue, desde el siglo x hasta el siglo xm , la principal arma jurídica de la lucha contra las supersticiones, imponía a los sacerdotes denunciar el «error de los paganos» delante de «todo el pueblo» convocado en la iglesia.33 Por último, a partir de la reaparición de la herejía en Occidente, en 1025, el obispo Gerard de Cambrai pronunció contra los heréticos «un sermón general ante el pueblo».34 Veremos, no obstante, cómo la «convocatoria del pue­ blo» hecha por Etienne de Bourbon debe situarse también en un tipo diferente de tentativa, y no tiene forzosamente una significación tan arcaica. No sucede lo mismo en lo que se refiere a la destrucción del lugar de culto, en la que Etienne de Bourbon procede exactamente como lo hubiera hecho un obispo o un santo de la alta Edad Media. 3 1. 32. 33. 34.

Cohn, N., op. cit., pl. 1, 2 y 4. Le Goff, J., Culture ecclésiastique..., op. cit., p. 90. Hansen, J., Quellen..., op. cit., pp. 38-39. Actes du Synode d’Arras, Migne, P. L. 142, col. 1271.

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La hagiografía de la alta Edad Media ofrece abundantes testimonios acerca de los «árboles sagrados» destruidos con un celo violento por los santos misioneros y los santos obispos.35 Por ejemplo, de esta manera es como San Amador puso a Germain de Auxerre en el camino de la salvación y de la santidad: gran cazador, Germain suspendía en las ramas de los árboles las cabezas de las piezas que había abatido. Aprovechando su ausencia, el obispo cortó un día «el árbol sacrilego, incluidas las raíces, y, para que los incrédulos no conservasen recuerdo alguno, las hizo quemar inme­ diatamente».36 Las destrucciones realizadas por Carlomagno entre los Sajones se inspiraron en el mismo modelo: «Su templo y su bosque sagrado tan renombrado, el Irmensul, los derri­ bó). Y Eigil (t 822) añade respecto de la misma expedi­ ción: «ellos talaron los bosques sagrados y construyeron sagradas basílicas».37 A comienzos del siglo xi, el famoso Decretum del obis­ po Burchard de Worms, adoptando una decisión de un concilio anterior, atrae la atención de los obispos sobre «los árboles consagrados a los demonios, a los que el pueblo dedica un culto y a los que venera hasta un punto tal que no se atreve a amputarles ni una rama ni un manojo de hojas». Y ordena que «sean arrancados hasta sus raíces y quemarlos». Las piedras, que son objeto de un culto simi­ lar en los bosques, debenser «completamentedesenterradas y arrojadas en un lugar en el que ya nopuedan volver a ser veneradas». Y el obispo concluye: «¡Y que sea anun­ ciado a todos qué grave crimen es la idolatría!».3' Pero el documento que sin duda mejor evoca el exetnplum de Etienne de Bourbon, en razón precisamente de su contexto hagiográfico, se encuentra en la Vie d e Saint Martin, escrita por Sulpicio Severo hacia el año 400. Ocho 35. Graus, F., op. cit., pp. 184-190. 36. lbid., p. 105. Ver también Salin, F., op. cit., IV , pp. 29 y 487 (n.° 293). 37. Ciernen, C., op. cit.,pp. 54-55. 38. Burchard de Worms,op. cit., col. 835.

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siglos y medio antes de que Etienne de Bourbon refiera su propia experiencia, Sulpicio Severo describió cómo el santo obispo de Tours aniquiló totalmente un culto «su­ persticioso», es decir, según sus categorías de pensamiento, una desviación del cristianismo o una supervivencia del paganismo: 39 «Para abordar todas las demás “virtudes” de que dio prueba en el transcurso de su episcopado, había no lejos de la ciudad, muy próximo a la ermita, un lugar que la opinión popular (hominium opinio) consideraba como sa­ grado, bajo el pretexto de que algunos mártires habrían recibido en él su sepultura. De hecho, se encontraba tam­ bién un altar que se consideraba había sido erigido por los obispos que le habían precedido. Martín, sin embargo, que en modo alguno creía a la ligera en una tradición incierta, pedía con insistencia a los sacerdotes y a los clé­ rigos de más edad que le indicasen el nombre del mártir y la fecha de su pasión. Decía que se sentía muy perturbado y embarazado por el hecho de que la tradición ancestral no hubiera aportado sobre este aspecto ninguna certeza cohe­ rente. »Durante algún tiempo, pues, se abstuvo de acudir a este lugar, pero sin suprimir el culto, dada la incertidumbre en que se encontraba, y sin otorgar tampoco la caución de su autoridad al pueblo (vu lgu s), para impedir que esta superstición se afirmara todavía más. Finalmente un día, se dirige al lugar en cuestión llevando con él algu­ nos monjes; después, puesto en pie encima de la misma tumba, rogó al Señor que le indicase quién se encontraba enterrado en ese lugar y cuáles eran sus méritos. Entonces, volviéndose hacia el lado izquierdo, ve cómo se alza cerca de él una sombra repugnante y fiera, le ordena que diga su nombre y sus méritos. La sombra indica su nombre, confiesa su crimen: había sido un bandolero, ejecutado por sus delitos, y venerado equivocadamente por el pueblo 39. Sulpicio Severo, op. cit., 11, 1-15, p. 277. Hemos insertado en la traducción de J. Fontaine las palabras latinas importantes para la comparación con nuestro propio texto.

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(vu lgus); nada tenía en común con los mártires, ya que éstos están en la gloria, mientras que él se encuentra en el eterno castigo. Cosa extraordinaria: los asistentes escucha­ ban su voz, sin verlo en persona. Entonces, Martín refirió públicamente lo que había visto, hizo retirar de este lugar el altar que allí se había erigido hasta ese momento, y de esta manera libró al pueblo (p opu lum ) del error de esta superstición.» Naturalmente, Etienne de Bourbon conocía la Vie d e Saint Martin, puesto que era sin duda el texto hagiográfico más célebre de la Edad Media, y del que cita varios episodios en su tratado. Si bien el culto denunciado por san Martín no estaba dedicado a un perro, sino a un ban­ dido, en los dos casos es cuestión de la veneración de un falso mártir. El parentesco de las iniciativas de san Martín y de Etienne de Bourbon es también muy sorprendente: en los dos textos, la duda sobre la identidad y el nombre del santo suscita una «investigación» (aunque sólo el dominico utiliza este término), que conduce al descubrimiento del delito. En los dos casos, el hombre de Iglesia se desplaza hasta el lugar del culto (ad locuní). Etienne de Bourbon, que no es un santo, acude al lugar después de haber cono­ cido la verdad en confesión. San Martín acude primero y se entera entonces de la verdad, merced a la revelación mila­ grosa de Dios. En los dos casos, la destrucción del lugar de culto tiene lugar en presencia del pueblo. Éste es, en ambos casos, preservado: ningún castigo se abate sobre las per­ sonas. Finalmente, en los dos casos, la victoria de la Iglesia parece definitiva El carácter obligatorio del modelo de san Martín es sensible también en otros documentos medievales: en 743, el Indiculus superstitionum et paganiarum denunciaba, ade­ más de los que son culpables de «encantamientos» y de «sortilegios», a los que realizan un «culto» en lugares «in­ ciertos» y « se con stru yen unos santos a partir d e m uertos ordinarios».* Mucho más tarde aún, el testimonio de Sul40. Ciernen, C., op cit., p. 43. Salin, E., op. cit., t. IV , pp. 482483, n.° 287.

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pido Severo es mencionado explícitamente con ocasión de la represión de un culto folklórico comparable al de san Guinefort. En agosto y septiembre de 1443, Pierre Soybert, obispo de Saint-Papoul (actual departamento del Aude), intercambió con el inquisidor dominico de la pro­ vincia de Toulouse, Hugo Nigri, una abundante corres­ pondencia respecto de un culto de curación «supersticio­ so» e «idolátrico». Éste se desarrollaba en un lugar deno­ minado Les Planhes, en el que un antiguo abrevadero de ganado porcino, situado al pie de 'un árbol, atraía a numerosos enfermos, que se arrodillaban, bebían el agua de la fuente y pretendían que los santos mártires Julián y Basilisco estaban enterrados en ese lugar. La peregrinación se había iniciado desde el día en que el buey de un pastor se había arrodillado milagrosamente ante la fuente... El obispo, sin embargo, era irreductible:1 los dos santos en cuestión habían sido martirizados en Antioquía, por lo que era imposible que estuviesen enterrados en Les Planhes. Se trataría, todo lo más, de «alguna sepultura laica des­ conocida». Y el obispo citaba en su ayuda el ejemplo de san Martín y del bandolero venerado indebidamente como un mártir. En sus últimas conclusiones formula incluso otra hipótesis, que recuerda todavía más el descubrimiento hecho por Etienne de Bourbon de un santo perro mártir: «En esta fuente de Les Planhes, son unos animales (p é co ­ ra) lo que ocupan el lugar de los mártires. Los santos mártires Julián y Basilisco fueron martirizados en Antio­ quía y no en el lugar llamado Les Planhes». En conse­ cuencia el culto fue prohibido, la fuente desecada, y los peregrinos amenazados con la excomunión en caso de rein­ cidencia.41 El análisis del vocabulario y de las representaciones del autor, y una primera aproximación sobre su acción concre­ ta, nos han permitido enmarcar el relato de Etienne de 41. Hennet de Bernoville, H., op. cit., pp. 197-228. Sobre la actividad del obispo, ver: Chomel, V., «Pèlerins languedociens au Mont-Saint-Michel», Annales du Midi, L X X, 1958, pp. 230-239.

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Bourbon en una larga tradición clerical de represión de la cultura folklórica. Pero es preciso también mostrar, exami­ nando con más detalle la actividad del dominico, en qué contexto particular esta tradición se encontró incluida y remodelada a mediados del siglo xm .

Capítulo tercero

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Etienne de Bourbon descubrió el culto «supersticioso» de san Guinefort, cuando se encontraba predicando contra los sortilegios y atendía las confesiones. Sus primeras sos­ pechas le incitaron a llevar a cabo una investigación (inquisivi) cuyo resultado le pareció que justificaba un desplaza­ miento a los lugares del delito («Nos dirigimos a este lugar...»). Una vez allí, convocó al pueblo, predicó de nuevo, pero esta vez para condenar precisamente el culto que su auditorio había observado. Seguidamente arrasó el lugar del culto y, con el apoyo del señor local, prohibió toda reincidencia. Etienne de Bourbon era ante todo un predicador y un confesor. Estas dos tareas se encuentran íntimamente rela­ cionadas, en su práctica pastoral, de conformidad con la misión de los frailes dominicos: ¿no citan siempre juntas estas dos actividades del predicador las constituciones de su Orden? 1 En su manual de predicación, Humbert de Romans denuncia a los que predican, pero se niegan a recoger los frutos de su predicación mediante la confesión.2 A la inversa, los manuales de los confesores dominicos precisan siempre que el sacerdote debe hacer preceder la 1. Scheeben, H. C., op. cit., pp. 115 y 120. En 1235, por ejem­ plo: «Nullus frater predicet aut confessiones audiat sitie speciali licentia prioris sui...» A finales de siglo: «Nullus autem... nec pre­ dicet populo nec confessiones extraneorum audiat sine licentia prio­ ris sui...» (subrayado por nosotros). 2. Humbert de Romans; op. cit., I, cap. X L III, «De auditu confessionum a praedicatoribus», p. 455.

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confesión, si no con una predicación, sí, al menos de un breve serm o, destinado a «excitar la devoción» del que va a confesarse, exhortándolo «a no avergonzarse de confesar sus pecados» y encareciéndole los méritos del sacramento de la penitencia.3 La predicación que iba a permitir a Etienne de Bourbon hacer su descubrimiento se refería a los sortilegios. Un sermón de esta naturaleza entra en la categoría de los sermones d e diversis, distinto de las demás grandes clases de sermones medievales: los sermones d e tem p o re que comentan el evangelio del día, los sermones d e sanctis que alaban al santo cuya fiesta se celebra ese día, y final­ mente los sermones ad status, cuyo género se desarrolló a partir del siglo x m y que se dedican a grupos sociales particulares. Con exclusión de su temática general, nada sabemos del sermón efectivamente predicado por Etienne de Bourbon. Podemos sin embargo hacernos una idea de su forma y de su contenido gracias a algunos sermones de otros predicadores que trataron el mismo asunto. Son famosos justamente los sermones contra la supers­ tición, predicados en francés por el obispo de París, Maurice de Sully (1160-11%). Pero fueron pronunciados en circunstancias particulares, la fiesta de la Circuncisión o la de San Juan, para condenar las prácticas supersticiosas que tenían lugar con ocasión de la celebración de dichas festi­ vidades.4 Sin duda, más próximo al tipo de predicación que inten­ tamos definir es un sermón provenzal sobre los Diez Man­ damientos. La condena de la creencia en las suertes, en los augurios y en la adivinación se relaciona con el Primer Mandamiento, que obliga a creer en un Dios único en tres personas.5 El que peca contra este Primer Mandamien­ 3. Thomas de Chobam, op. cit., p. 263. 4. Bibli. nat. ms. fr. 13314, f° 9. V er Longere, J., op. cit., t. I, pp. 205-206 y t. II p. 157, nota 42. Y sobre todo: Zink, M., op. cit., pp. 343-344. 5. Chabaneau, C., op. cit., 18 (1880), p. 142. Vet Zink, M., op. cit., p. 329.

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to se hace culpable de idolatría, es decir del pecado que Etienne de Bourbon denuncia en el caso del culto de san Guinefort. Ante la carencia de auténticos sermones d e superstitione, parece claro que los sermones sobre los Diez Mandamientos y en particular sobre el Primero de ellos constituyen una referencia privilegiada de la condena ecle­ siástica de las supersticiones: hacia 1470, por ejemplo, en Nantes, la famosa predicación de Cuaresma del franciscano Olivier Maillard recuerda, a propósito del Primer Manda­ miento, los mismos términos que utilizaba Etienne de Bour­ bon: el predicador combate simultáneamente las supersti­ ciones y el orgullo, ya que los supersticiosos adoran a otras divinidades distintas de Dios, y los orgullosos idolatran al hombre mismo.6 En definitiva, no conocemos más que un único ser­ món contra las supersticiones con trazas de autenticidad, y más bien por alusión: el que pronunció el obispo de Saint-Papoul en septiembre de 1443, cuando hizo públicas sus «conclusiones» sobre el culto «idolátrico» de les Planhes. El día de Saint-Michel, después de haber celebrado la misa, el obispo «pronunció un sermón, y en este sermón enunció las referidas conclusiones. Habló sobre las supers­ ticiones, las ilusiones y los errores que, siguiendo a las Sagradas Escrituras, deben ser observadas en el tiempo del verdadero y misterioso Anticristo y del inmundo Sa­ tán, y explicó el pasaje del Apocalipsis, v. 16. Y había una gran multitud de gentes que se apretujaban y escuchaban apaciblemente la palabra de Dios». De hecho, hasta donde se puede conjeturar, este sermón era sin duda bastante diferente del que Etienne de Bourbon pronunció en unas circunstancias semejantes. La llamada de atención del obis­ po (el pasaje comentado del Apocalipsis describe el castigo de Dios contra «las personas que lleven la marca de la Bestia») revela un ambiente completamente distinto, más propio del siglo xv, y, en particular, según parece, de esta región: «Todo ello no debe asombrarnos, precisaba el obis­ 6.

La Borderie, A. de,

op. cit., p.

A 1.9.

op. cit.,

pp. 95-96. Ver Martin, H.,

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po, puesto que el reino del demonio está cercano, en las montañas de los Pirineos... y la venida del Anticristo [debe señalarse] por prodigios y signos engañosos».7 Es preferible, por consiguiente, volverse hacia la última categoría de sermones, ad status. Ya en las recomendacio­ nes que dirigía a los predicadores, Humbert de Romans les ponía en guardia contra «las pobres mujeres» de los pue­ blos, que muestran «una gran inclinación hacia los sorti­ legios, que usan para ellas mismas, para otros casos, para sus hijos cuando se encuentran enfermos, o para sus ani­ males con el fin de protegerlos de los lobos».8 Precisa que todas las mujeres son sensibles a los sortilegios. Por el contrario no dice una palabra de ello cuando enseña la manera de predicar a los campesinos en general (ad rústi­ cos). La recolección es más rica todavía si rebasamos el nivel normativo del manual de predicación, para considerar los sermones ad status en sí mismos, tales como los ser­ m o n es vulgares del sacerdote secular Jacques de Vitry (hacia 1165-1240). Estos sermones, predicados en lengua vulgar y conser­ vados en latín, con sus exempla, presentan para nosotros un interés tanto mayor cuanto que Etienne de Bourbon conoció su texto, puesto que de él extrajo numerosos exem ­ pla para utilizarlos en su propia compilación. Es probable que se hubiese inspirado en determinados sermones de Jacques de Vitry para predicar «contra los sortilegios». El segundo de los serm o n es vulgares de Jacques de Vitry destinado «a las viudas y a las mujeres virtuosas», destaca los méritos de la penitencia, que se opone a los engaños de los brujos (malefici) y de los adivinos. Siguen ocho exempla que se encadenan uno detrás de otro y, de hecho, constituyen lo esencial del sermón. Concretamente, todos demuestran la perfidia de los demonios y de las brujas (m alefice m idieres), de la anciana embustera (vetula fallax), o de la vieja mujer sacrilega y que pronuncia los 7. Hennet de BemoviUe, H., op. cit., p. 225. 8. Humbert de Romans, op. cit., II, cap. X CIX , «Ad mulieres pauperes in villulis», p. 505.

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hechizos (vetula sacrilega e t sortílega). Un breve comenta­ rio, adornado con citaciones de «autoridades» (esencialmen­ te San Pablo y San Agustín) asegura la transición de un exem plum a otro. Una conclusión más sustancial recuerda que «las mujeres que pronuncian los hechizos» ofenden los sacramentos de la Iglesia «desde la cuna hasta la tumba» (a principio autem nativitatis usque ad sen ectu tem et mort e m ). En consecuencia, el predicador amonesta a las ma­ dres para que eduquen a sus hijos y a sus hijas en el temor de los sortilegios.’ Parece legítimo pensar que Etienne de Bourbon pronunció un sermón muy semejante a éste. A continuación, escuchó la confesión de las gentes, y de esta manera supo de qué clase de supersticiones eran culpables. En efecto, interrogar respecto de las supersti­ ciones formaba parte de las cuestiones que los confesores planteaban normalmente a los fieles. La práctica penitencial de la alta Edad Media, que continuó en vigor hasta el siglo x i i , reservaba un amplio espacio al examen de las supersticiones. En el comienzo esta vigilancia se justificaba por la preocupación de extirpar el paganismo, después por la de convertir a la ortodoxia a los «bárbaros» instalados en la cristiandad occidental. En todo caso, ello explica por qué los penitenciales, catálogos de los delitos y las penas clasificados, proporcionan una do­ cumentación abundante sobre la superstición. En particular, éste es el caso del D ecretum y del C orrec­ tor s iv e M edicus del obispo Burchard de Worms, poco después del año Mil,10 más tarde del Liber poenitentialis de Alain de Lille en el siglo x i i .11 A partir del siglo x i i se perfila no obstante un nuevo tipo de confesión, individual, basada en una relación pri­ vilegiada del confesor y del pecador, que se preocupa por 9. Bibl. nat. ms. lat. 17509, f° 144, v°, «Sermo ad viduas et continentes». Los exempla citados se han tomado de este sermón y publicados separadamente por Crane, T. F., op. cit., pp. 110 a 113, y pp. 245 a 251 (CCXII a CCLXX). 10. Burchard de Worms, op. cit., col. 834-837, y Vogel, C., op. cit. 11. Alain de Lillc, op. cit., t. II, 1965, pp. 118-120.

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tener en cuenta las circunstancias particulares en las que se ha cometido la falta, y en especial de la intención del pecador. Todo cristiano fue obligado a confesarse al menos una vez al año, en la Pascua de Resurrección, por el canon Omnis utriusque sexus del Concilio de Letrán del año 1215, a cuya aplicación contribuyeron ampliamente las ór­ denes mendicantes a lo largo del siglo x iii. La administra­ ción del sacramento de la penitencia, bajo esta nueva fór­ mula, exigía que se facilitase a los confesores una clave de lectura de las almas pecadoras: desde este punto de vista es preciso interpretar el éxito de los «manuales de confesores». En vísperas ya del Concilio de Letrán, estos manuales tienden a organizarse en torno a los siete vicios: una vez pasados en revista todos los vicios, los fieles y el confesor pueden separarse con la certeza de no haber omi­ tido ningún pecado. Se requería, por consiguiente, vincular las supersticio­ nes a uno de los siete vicios, y hemos visto ya cómo Etien­ ne de Bourbon, hacia 1255-1261, había hecho su elección con la superbia, el orgullo. Seguramente hemos de consi­ derar esta elección como el término de un proceso acertado de integración de las supersticiones en el nuevo sistema penitencial. En efecto, medio siglo antes, en el manual de confesión de Thomas de Cbobham, los sortilegios no habían encontrado todavía realmente su sitio entre los vicios. El autor los relaciona a través de los emponzoñamientos malé­ ficos con el homicidio, consecuencia de la ira, la cólera, justo antes de la avaritia. Situación provisional, que con­ tribuye a clarificar una clasificación aún no definitiva, pero que subraya también la importancia que se atribuye a los sortilegios, colocados en un pie de igualdad con los siete vicios.“ Poco más tarde, con Etienne de Bourbon, las supers­ ticiones se encuentran vinculadas definitivamente a la su­ perbia. De esta manera, al confesar a los campesinos del lugar, Etienne de Bourbon tuvo que interrogarlos acerca de todos los pecados que se derivan del vicio del orgullo. 12.

Thomas de Chobham, op. cit., pp. 466-487.

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Y en el momento de llegar a las supersticiones, descubrió la existencia del culto de san Guinefort... Tras haber escuchado en confesión las declaraciones que su predicación había suscitado, Etienne de Boubon realiza su investigación: inquisivi... Esta palabra es importante porque hace referencia al procedimiento inquisitorial, desa­ rrollado en la primera mitad del siglo xm , y al oficio de la Inquisición, cuyo cargo detentaba el mismo Etienne de Bourbon desde 1235. El juez lleva a cabo la investi­ gación por sí mismo, provoca denuncias y declaraciones, no espera pasivamente a que los presuntos culpables le sean designados como en el procedimiento acusatorio. ¿Actúa correctamente en todo este asunto Etienne de Bour­ bon en calidad de inquisidor? Cuando Etiene de Bourbon describe su actividad con­ tra los heréticos, se expresa con una claridad meridiana: «mientras me encontraba investigando respecto de los he­ réticos...» (curn e g o inquirirem d e h ereticis...), repite fre­ cuentemente, antes de precisar incluso si ha encontrado (inveni) o no algo o alguien sospechoso. Sobre una quin­ cena de casos, solamente en dos ocasiones recuerda que obra «por mandato apostólico», «en el desempeño de su oficio de inquisición». Por otra parte, Etienne de Bourbon rara vez establece una distinción entre su actividad de inquisidor y la de pre­ dicador y de confesor: «tal como yo lo he conocido y des­ cubierto por numerosas indagaciones y confesiones...», «me encontraba predicando contra los herejes albigenses...».13 El empeño del dominico es completo, como podemos apre­ ciarlo también en el curso del culto de san Guinefort: se asocian tres trámites, que concurren en el descubrimiento de un extravío, de superstición en un caso, de herejía en otro: la predicación, la confesión y la inquisición. Nítidamente lo había entendido en este sentido el Pa­ pado al confiar el oficio de la Inquisición a las Órdenes Mendicantes, especialmente en la predicación y en la con­ 13. Lecoy de la Marche, A ., Anecdotes bistoriques..., op. cit., pp. 293-294 y p. 140.

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fesión surgidas de las nuevas normas. Y, seguramente, una de las razones de la promulgación, en 1215, del canon Omnis utriusque sexus sobre la nueva forma de la confe­ sión fue la preocupación de una búsqueda más eficaz de los herejes.14 El inquisidor debía ser simultáneamente un predicador: Humbert de Romans, al enumerar para los frailes dominicos todos los tipos de sermones posibles, les enseñaba igualmente de qué manera predicar «con ocasión de la inquisición solemne», «con ocasión de la inquisición cuando no ha sido descubierto ningún crimen», «cuando se trata de la inquisición de los heréticos», «en relación con la condena de los herejes».15 Dos tipos de sermones encuadraban, en efecto, el pro­ cedimiento inquisitorial: el sermón que lo iniciaba y con­ cedía un tiempo de espera propicio para las declaraciones espontáneas; y, al final, el serrno generalis, con motivo de una sesión pública a la que se convocaba al p u eb lo y a los representantes del poder civil, al que eventualmente eran entregados los condenados.16 Este procedimiento minucio­ samente reglamentado sólo alcanzó su forma más perfecta en la segunda mitad del siglo xiv, en el Directorium inquisitorum, del inquisidor dominico catalán Nicolau Eymerich (hacia 1376). Pero se trata sin duda del mismo procedi­ miento que sigue ya Etienne de Bourbon en el caso que nos interesa: al sermón del comienzo responde otro, al final, para denunciar el delito delante del pueblo (popu lus) reunido en asamblea, mientras que se solicita el apoyo del poder civil, en previsión de una eventual reincidencia. La palabra populus designa, en el lenguaje de la Iglesia, la comunidad cristiana de una diócesis, o de una parroquia. En boca de los inquisidores, el «pueblo convocado» para el solemne sermón podía ser, en ocasiones, el de toda una ciudad. Por su parte, Etienne de Bourbon desempeña 14. Douais, C,, op. cit., p. 284: «Item injungantur sacerdotibus in poenitentiis diligenter inquirant bereticis...» (subrayado por nosotros). Ver: G Y, P. M., op. cit. 15. Humbert de Romans, op. cit., t. II, caps. 54 a 62. 16. D. T. C., op. cit., VII-2, s. v. «Inquisition», col. 2035.

quod

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su cometido en la mayoría de los casos en el marco de una parroquia rural, cuya composición social le parecía muy sencilla: a la cabeza viene el cura párroco (sacerdos), al que siguen (¡más o menos de cerca!) los feligreses (parrochiani).11 En el caso que nos ocupa, la palabra populus es inse­ parable de la palabra térra: es el pueblo de una tierra, y ésta pertenece a un señor. Etienne de Bourbon emplea la palabra «tierra» en otros pasajes de su compilación,“ pero en ningún otro momento su signifiacación aparece tan ní­ tida como en éste: designa el dom inius de un señor, y el «pueblo de la tierra» está compuesto por individuos que se encuentran sometidos a su poder.19 De conformidad con las prerrogativas de su condición de inquisidor,“ Etienne de Bourbon recurre a este poder señorial. En su lucha contra la herejía, el tribunal de la Inquisi­ ción se contentaba con juzgar, condenar y, en última ins­ tancia, imponer unas penas espirituales como, por ejemplo, la obligación de realizar una peregrinación. Jamás los inqui­ sidores pronunciaban por sí mismos una pena de muerte, pero entregaban al condenado al brazo secular, que proce­ día a la ejecución. En cuanto a los bienes del condenado, eran confiscados por las autoridades civiles, a petición del inquisidor. Una vez declarados públicos, eran vendidos en pública subasta. Un condenado que hubiera sido indultado no podía volver a entrar en posesión de sus bienes, hasta tanto no hubiera hecho enteramente su penitencia.“ Este es claramente el sentido del edicto promulgado a petición de Etienne de Bourbon. Así pues, queda confirmado que 17. Lecoy de la Marche, A., Anecdotes historiques..., op. cit., pp. 229, 254, 273, 319, 322. 18. Ibidm, p. 261. 19. Similar observación en el alto Ariége a comienzos del siglo x iv, donde tena designa una circunscripción señorial, por oposición a los pequeños territorios familiares: Le Roy Ladurie, E., op. cit., p. 432. 20. D. T. C., op. cit., V II, 2, s. v. «Inquisición»; col. 2016. El concurso de las autoridades civiles fue solicitado por los inquisi­ dores desde 1184 bajo el pontificado de Lucio III. 21. Nicolau Eymerich, op. cit., p. 231.

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nuestro dominico, desde el comienzo hasta el final, ha procedido en su calidad de inquisidor. Queda por precisar la identidad del señor que prestó su concurso al inquisidor. Etienne de Bourbon descubrió el lugar del culto de san Guinefort en la «tierra del señor de Villars», e hizo promulgar un edicto por los «señores de la tierra». Los poderes de los señores de Villars en esta región están atestiguados, en efecto, por numerosos docu­ mentos.22 Dos familias aliadas se sucedieron a la cabeza de este señorío a lo largo de la Edad Media. La primera, mencionada desde 1030, aparece representada a mediados del siglo x ii por Etienne II de Villars, que ostentaba el título de «sire» (dom in u s). Como no tenía hijos (cum nom habebat prolem sive h e r ed em ), donó una parte de sus bienes a la abadía de Saint-Sulpice en el momento de mar­ char a la cruzada en 1145. Al regresar en 1148, hizo cons­ truir, entre 1163 y 1170, en las tierras que había legado, la abadía cisterciense de Chassagne, «hija» de la abadía de Saint-Sulpice. En 1186 profesó en el monasterio de Ile-Barbe. Su hija Agnès contrajo matrimonio, antes de 1228, con Etienne de Thoire, «señor y caballero» (dominus e t miles), que sucedió a su suegro con el título de «señor de Thoire y de Villars». Su hijo, Etienne de Thoire y Villars, le sucedió desde 1238. Acudió seguidamente a Cremona para rendir homenaje al emperador por todos sus feudos del Imperio, situados al este del río Saône. A él, probablemen­ te, es al que recurrió el inquisidor. A Etienne le sucedió su hijo Humbert de Thoire y Villars. En 1260, liberó a los hombres de Chassagne de los tributos que le pagaban «por su tierra de Villars» (pro terra sua d e Villars). Es difícil precisar con más detalle cuáles eran las po­ sesiones de los señores de Villars en la inmediata proximi­ dad de Neuville-les-Dames y en los márgenes del Cha­ 22. Las actas han sido publicadas: Philippon, E., op. cit., pp. 106 y 464-465; Valentin-Smith, Guigue, M. C., op. cit., t. II, pp. 3436, 64-65, 104-105; Aubert, L., op. cit., t. I, pp. 278, 325, 333 y ss., 392 y ss., 457, 459, 480, 497.

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laron. Otros linajes, sin mencionar a establecimientos ecle­ siásticos, poseían bienes y derechos en esta región: los señores feudales de Beaujeu (Guichard, después Humbert) recibían entonces el homenaje de Chátillon-sur-Chalaronne, y detentaban derechos sobre Sandrans. Por el contrario, Romans, muy próxima a esta zona, era detentada como feudo de los señores de Bâgé por Ulrich de Varax. Al reprimir en su calidad de inquisidor el culto de san Guinefort, Etienne de Bourbon ha procedido contra las supersticiones y no, como de ordinario, contra la herejía. Etienne I de ViUars (1030) l

i Etienne II de Villars (antes de 1145 -118 6 ) dominus

\ Agnès de Villars contrae matrimonio con Etienne I de Thoire y Villars (antes de 1228 -1238) dominus et miles

r___ L_

Etienne II de Thoire y Villars (1238 - después de 1242)

I

Humbert de Thoire y Villars (antes de 1 2 6 0 - ? ) Tabla 1: Sucesión de los sires de Villars.

¿No ha desbordado con ello el marco normal de sus com­ petencias? La cuestión merece ser planteada tanto más cuan­ to que el inquisidor tenía claramente la intención, desde el momento en que inició su predicación «contra los sorti­ legios», de acosar a las supersticiones. No descubrió estas últimas en el desenvolvimiento de una inquisición contra los herejes.

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Es cierto que el Tribunal de la Inquisición fue institui­ do contra todas las desviaciones posibles en materia de fe. Pero en sus comienzos, no se hizo mención explícita más que de la herejía. La lucha contra las supersticiones, y en particular contra la brujería, se añadió progresivamente a la misión de los inquisidores. Todavía en 1248, el concilio de Valence somete a los «brujos y sacrilegos» a la juris­ dicción ordinaria del obispo, y no a la de la Inquisición; por otra parte, aún no han sido asimilados a los heréti­ cos.25 Algunos años más tarde, se advierte una sensible evolución en las dos respuestas dadas el 13 de diciembre de 1258 y el 10 de enero de 1260 por el Papa Alejandro IV a las cuestiones que le fueron planteadas por los fran­ ciscanos y por los dominicos que ejercían su actividad en Italia: éstos manifiestan su inquietud por saber «si cae den­ tro de la competencia de los inquisidores de la herejía co­ nocer los casos de adivinación y de sortilegio que les han sido denunciados, y castigar a los que los practican». El Papa responde que las cuestiones de la fe (negotium fidei) deben ser tomadas en consideración por encima de cual­ quier clase de preocupación, y que, en consecuencia, los inquisidores no deben ocuparse de los casos de adivinación y de sortilegio más que «si de una manera manifiesta tienen un sabor de herejía» (rnisi m anifeste saperent haeresim). Los restantes casos continuarán dependiendo de la justicia episcopal.* La misma distinción reaparece en la bula Q uod su per nonnullis de Alejandro IV. Una nueva etapa se alcanzó hacia 1270, cuando por vez primera un manual de inquisidor fue consagrado a las supersticiones: la Summa d e o fficio inquisitionis, que parece proviene del entorno del obispo de Marsella, indica las preguntas que conviene plantear para juzgar a los «augures y a los idóla­ tras» (Forma e t m odus interrogandi augures et ydolatras).25 ¿Celebran un culto dedicado a los demonios? ¿Realizan 23. 24. Hansen, 25.

D. T. C,, op. cit., V II, 2, s. v. «Inquisition», col. 2032. Bullarium ordinis praedicatorum, t. I, Roma,1729, p. 388; y J., Quellen..., op. cit., pp. 1-2. Hansen, J., Quellen..., op. cit., p. 43.

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invocaciones a los demonios sobre las hierbas, los pájaros u otras criaturas?, etc. Sin embargo, en ningún momento les es atribuido el calificativo de «heréticos». Un nuevo paso es franqueado con el Manuel d e l ’Inquisiteur de Bernard Gui, inquisidor en Toulouse hacia 13071323.“ Ahora ya el vocabulario está claramente fijado: se denuncian los «hacedores de hechizos, adivinos e invocadores de los demonios» (De sortilegis e t divinis et invocatoribus dem on u m ). Reaparece aquí la formulación rígida de las bulas pontificias y ya en adelante apenas cambiará. Incluso aunque la distinción que es conveniente establecer entre «sortilegios» y «adivinaciones» fue objeto de numerosos debates y discusiones en el siglo xiv, esta formulación se impone, a causa de su rigidez oficial, sobre las fluctuaciones de la terminología del medio siglo precedente. Por añadidu­ ra, si bien los casos que presenten «un sabor de herejía» siguen siendo objeto de una particular vigilancia del inqui­ sidor, éste debe interesarse también por todos los demás casos: se prevé una fórmula de abjuración «sobre todo para los casos que tienen un sabor de herejía», pero parece que no se limita a estos únicos casos. Finalmente, todo el vocabulario del procedimiento inquisitorial en materia de herejía se aplica ahora a los «sortilegios, adivinaciones e invocaciones de los demonios»: éstos aparecen descritos como «una peste y un error variados y multiformes que se encuentran en diversas tierras y regiones», exactamente del mismo modo que las herejías cátara y valdense. La evolución no se detuvo aquí: el perfeccionamiento de la práctica inquisitorial, al mismo tiempo que la profundización de la reflexión en materia de demonología, desem­ bocaron, después de 1480 sobre todo, en las persecuciones masivas de las brujas. Aunque de esta evolución no tene­ mos que considerar más que las primeras etapas, para po­ der precisar mejor la actuación de Etienne de Bourbon en el asunto de san Guinefort. A pesar de que él fue uno de los primeros inquisido­ res, Etienne de Bourbon utilizó contra las supersticiones 26.

Bernard Gui, op. cit.

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el procedimiento inquisitorial, aproximadamente veinte años antes de que los inquisidores hubieran sido encargados por el Papa de juzgar las supersticiones con «sabor de herejía». La iniciativa de Etienne de Bourbon, al igual que las preguntas planteadas a Alejandro IV por los inquisidores italianos, confirman que las instrucciones pontificias se li­ mitaron simplemente a ratificar y a impulsar una práctica anterior, «sobre el terreno», de los inquisidores. La sentencia establecida por el inquisidor al final del procedimiento ha de situarse en el interior de la misma evolución. En comparación con los castigos que se abaten en la misma época sobre los heréticos, la clemencia de Etienne de Bourbon es digna de destacarse. En otras pági­ nas de su tratado, el mismo autor evoca con toda frialdad el suplicio de una «vieja maniquea» de la Champagne y el de docenas de herejes del Mont-Aimé.” La clemencia en relación con las mujeres que acuden en peregrinación a la tumba de san Guinefort y aún más respecto de la vetula que les iniciaba en el rito contrasta sobre todo con el rigor de las penas impuestas a las brujas a partir del siglo xv, y que se enumeran en el Marteau d e s Sorcières, en I486.2" En los abundantes exempla en que Etienne de Bourbon habla de las supersticiones, jamás alude al menor castigo físico. Por el contrario, él mismo en persona declaró ino­ cente a una mujer de Forez acusada de brujería y que le había sido llevada por un cura párroco a instancias de sus feligreses.” Hemos ofrecido ya la primera razón de esta clemencia: en la época de Etienne de Bourbon, herejía y brujería no coinciden todavía más que muy parcialmente. Ambas, en su opinión, se derivan de la superbia, del orgullo. Empero, si bien la herejía se incluye, en su valoración, en el domi­ nio del error dogmático (error), consciente y justificado por unos argumentos racionales, la superstición, en cambio, 27. Lecoy de la Marche, A., Anecdotes historiques..., op. cit., pp. 149-150. 28. Henry Institoris, Jacques Sprenger, op. cit. 29. Lecoy de la Marche, A., Anecdotes historiques..., op. cit., p. 322.

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es consecuencia de un engaño diabólico (ludificatio), en el que el hombre es menos su cómplice que su víctima. Fren­ te a los «sofismas» de los heréticos, organizados en «sectas» que pregonan la subversión contra la Iglesia, es menester oponer la «demostración» de los artículos de la Fe, las «razones» y «las argumentaciones». Y si los heréticos per­ severan, es necesario quemarlos. Por el contrario, detrás de las ilusiones de una anciana supersticiosa, es suficiente desenmascarar las argucias del diablo, para conducir de nuevo a esta «alma sencilla» al recto camino.30 En consecuencia, la no-coincidencia en la mente de Etienne de Bourbon de la herejía y de la brujería se explica por su diferente concepción de la naturaleza y de los ries­ gos de una y otra. Pero estas diferencias se corresponden también con una no-coincidencia cronológica: mientras los inquisidores tuvieron que enfrentarse a los herejes, les pa­ reció que las supersticiones no justificaban la misma seve­ ridad que la herejía. Ello puede percibirse todavía a co­ mienzos del siglo xiv cuando el obispo de Pamiers Jacques Fournier acosa en los valles del alto Ariége a los últimos «perfectos» cátaros, pero desdeña perseguir las supersticiones campesinas, muy poco conformes, sin embar­ go, con la ortodoxia católica de la época.31 Una vez extir­ pada la herejía, los inquisidores pudieron ocuparse seria­ mente de las brujas... Explícitamente, así lo manifiesta el inquisidor Hugo Nigri al obispo de Saint-Papoul, el 4 de septiembre de 1443, para excusarse por no haber respon­ dido antes a la carta del obispo, que lleva fecha del 14 de agosto, en relación con el culto supersticioso de Les Planhes: absorbido por un delicado asunto de herejía, el inqui­ sidor se había visto obligado «a descuidar las demás cosas». Otra explicación de la clemencia de Etienne de Bour­ bon reside en la «simplicidad» de los campesinos cuyo culto supersticioso aniquiló. Al inquisidor Robert le Bougre, culpable de haber cometido abusos en el ejercicio de sus funciones inquisitoriales, le había sido reprochado al­ 30. 31.

Ibid., p. 299. Le Roy Ladurie, E. op. cit., p. 581.

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guno$ años antes, el haber confundido en una similar per­ secución a los heréticos verdaderamente «malvados», y a los que se consideraba solamente «inocentes y sencillos».32 Etienne de Bourbon no cayó en semejantes confusiones: unos simples campesinos (ru stid ) no merecían, en su opi­ nión, el trato reservado en exclusiva a los peligrosos he­ rejes. Es cierto que la rusticitas tenía en su esquema de valo­ res una significación ambigua. Asimilable a la ignobilitas (la privación de nobleza) marcada de manera perdurable por el sello de la servidumbre (mientras que la nobilitas, dice Etienne de Bourbon, se caracteriza por el estado de libertad —liberalitas— la rusticidad propende natural­ mente al crimen: rusticitas, recuerda el autor, significa «robar» (auferre), «cometer un crimen» (m alefacere), «arre­ batar» (rusticitas est furari vel rapere).3> No obstante, la rusticidad presenta también un valor positivo: represen­ tante de una orden mendicante, Etienne de Bourbon, no olvida que los campesinos son, al mismo tiempo, unos pobres desprovistos de poder, del saber, y de las rique­ zas, y sobre todo a resguardo de las tentaciones que todo ello suscita. Su sencillez de vida, de costumbres y de pen­ samiento se acomodan, en su estado natural, con la virtud de la humildad. Sirva de testimonio la propia madre del obispo Maurice de Sully, «pobre mujeruca rústica e inculta que jamás tuvo el cuidado por los adornos».34 Pero desde el día en que comenzó a embadurnarse de cosméticos y a engalanarse, su santo hijo ya no la reconoció. En efecto, la simplicidad de los ru stid Ies hace muy vulnerables a las tentaciones. En seguida se dejan engañar fácilmente por los embustes de los picaros y de los truhanes (truffatores).35 Por encima de todo, son las víctimas más dóciles de las 32. Guiraud, J., op. cit., II, p. 216. 33. Lecoy de la Marche, A., Anecdotes historiques..., op cit., pp. 246 y 370-371. 34. Ibid., p. 231. 35. Ibid., pp. 287-288: el ejemplo del rusticas que regala el cordero que lleva sobre su espalda a unos truffatores que le habían convencido de que se trataba de un perro.

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ilusiones del diablo. Sus tentaciones quedan a la altura de su frustración social y de las frágiles imágenes de sus deseos.36 Su caida, en cambio, ocurre generalmente sin gravedad. En efecto, inversamente a la actitud del herético que «recurre a los sofismas» desde que comienza su inte­ rrogatorio, el hombre sencillo (h om o sim plex et planus) ignora las sutilidades del raciocinio. La tarea del inquisi­ dor se" hace mucho más fácil con él: « o responde bien, o responde mal. Si responde mal, recibe corrección e ins­ trucción».37 Este fue exactamente el comportamiento de Etienne de Bourbon con los campesinos que habían acudido a venerar a san Guinefort. Estos campesinos eran sobre todo mujeres, más sen­ sibles aún, en su condición de tales, a las sugestiones del diablo. A este respecto, Etienne de Bourbon reproduce sin originalidad todos los prejuicios de su medio ambiente y de su época. Únicamente las mujeres nobles merecen un retrato halagador.3' La desconfianza y el desprecio para con las mujeres ordinarias no excluye, sin embargo, una cierta indulgencia en Etienne de Bourbon. Incluso en el caso de las viejas mujeres (vetu le) que tienen algún tipo de vinculación con el diablo, Etienne de Bourbon fulmina y condena, pero jamás utiliza la violencia. Denuncia la in­ fluencia del diablo, pero no se propone hacer quemar a sus víctimas: incluso cuando ellas profetizan y profieren hechi­ zos (divinatrix, sortílega), las contempla y considera como unas almas simples engañadas por el diablo.59 Es revelador el caso de una vetula —la cual, por cierto, no formulaba 36. Ib id., p. 231: el ejemplo harto conocido del rusticus que transporta por la noche un fajo de leña en las laderas del MontChat. Sorprendido por la Mesnada Hellequin, fue conducido a un palacio en el que participó en un noble festín. Después le designa­ ron un lecho en el que yacía una dama maravillosamente bella. Pero se despierta por la mañana «acostado vergonzosamente sobre su fajo de leña, totalmente engañado». 37. Ibid. pp. 311-312. 38. Ver: Flury-Herard, E., op. cit. 39. Lecoy de la Marche, A., Anecdotes historiques..., op. cit., pp. 59-60, 202-203, 207-209, 315-316, 319-321, 345.

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hechizos— que encontró gracia a los ojos de Etienne de Bourbon: todos los días, inundada en lágrimas, recitaba el Pater, el A ve y el C redo, hasta que una paloma acudió a consolarla. Conmovido por su piedad, el obispo quiso enseñarle además el Psautier (Libro de Salmos), pero ella perdió el don de las lágrimas y la paloma no volvió más. Todo volvió al orden cuando ella reemprendió su oración acostumbrada, que aparece de esta manera como la oración ideal, y suficiente, para una sencilla laica del siglo xm .40 En otro momento, por el contrario, se refiere al caso de una vetula que fue quemada, pero que, como ya lo hemos visto, se trataba manifiestamente de una hereje. Entre es­ tos dos casos extremos, la mayoría de las vetu le formula hechizos, interpreta los presagios, predice el porvenir, en ocasiones invoca a los demonios. El autor las denuncia con vigor, aunque una cierta ironía indulgente se mezcla con sus condenas. El tono lo da el diminutivo v etu le (¡estas viejecitas!). En consecuencia la vetula del siglo xm todavía se salva. En el siglo xv, por el contrario, la m aléfica será condenada a la hoguera sin vacilación: aunque ésta podrá ser convencida de perjudicar a sus vecinos —atenta contra su vida, contra su potencia sexual o contra el buen estado de sus vacas— con la ayuda del diablo. Después de todo, en 1250, nuestra vetula se limita a invo­ car a los demonios para salvar a los niños. Lo cierto es que Etienne de Bourbon no lo entendía de esta manera: acusa a las mujeres de infanticidio, sin que ello le impulse, no obstante, a amenazar con castigarlas severamente. También en esto su indulgencia puede sor­ prender. Desde la alta Edad Media, la Iglesia no había cesado de denunciar el infanticidio, considerado preferente­ mente como un pecado, sancionado únicamente por las penas canónicas, A partir del siglo xm , el infanticidio fue considerado cada vez más como un crimen, perseguido por los jueces laicos, y que podía implicar la pena capital cuando la intencionalidad del acto era demostrada o en caso de 40.

Ibid., p. 179.

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reincidencia.41 Las prácticas infanticidas habitualmente de­ nunciadas en esta época son el abandono o la exposición de los niños, el ahogo del recién nacido en el lecho de sus padres, diversos accidentes simulados: cuando un niño acostumbra a jugar en las proximidades de una cuba de agua hirviendo, tiene también muchas posibilidades de caer en ella... Es probable que Etie'nne de Bourbon no perci­ biera en este culto un infanticidio ritualizado, lo que le hubiera empujado a adoptar medidas mucho más severas, sino que solamente fue sensible ante los peligros que este rito presentaba para la vida de los niños. Una vez más, de todo ello se desprende su notoria clemencia. Pero la cuestión de la función real de este culto se nos ofrece también con toda su complejidad: si está relacionado sin ninguna duda con el problema entonces crucial del infanti­ cidio, ¿no consiste el objetivo central del culto en salvar a los niños y no en matarlos?

41. Brissaud, Y. B., op. cit. Sobre el infanticidio en la Edad Media, ver sobre todo los trabajos del grupo americano de «History of Chilhood», especialmente los trabajos citados de E. R. Coleman, R. C. Trexler, B. A. Kellum, y en particular el bellísimo artículo de McLaughlin, M. M. «Survivors and surrogates: Children and Parents from the Ninth to the Thirteenth Centuries», en Demause, L., op. cit., pp. 101-181, y sobre todo p. 119. Ver también el artícu­ lo citado de D. Herlihy.

Segunda parte

LA LEYENDA Y EL RITO

Capítulo primero

LA LEYENDA

Aunque producto de la cultura intelectual y de una prác­ tica represiva, nuestro documento proyecta sobre la cultu­ ra folklórica una luz de una vivacidad y de una precisión raros en los documentos de la Edad Media. Al describir su propia actuación, Etienne de Bourbon refiere también lo que los campesinos le han confiado acer­ ca de sus creencias y de sus prácticas. Pero que no nos quepa la menor duda: esta fijación en el escrito de la pala­ bra de los otros, adaptación latina de un relato en lengua vulgar, significa ya una violencia a la cultura folklórica. ¿Deberemos por ello rehusar el testimonio y resolvemos a no proseguir más adelante? Un ex em plum es una relato breve. Es probable que Etienne de Bourbon no haya in­ corporado todo lo que se le dijo. Tuvo que realizar la sín­ tesis de todas las informaciones recogidas en confesión, pero no parece que las haya traicionado. La coherencia interna del conjunto del relato aboga, por el contrario, en favor de la fidelidad del testimonio. Podemos distinguir dos partes en el testimonio de Etienne de Bourbon sobre la cultura folklórica: una narra­ ción en tiempo pasado de los orígenes del lugar de culto, y la descripción de un rito de curación en presente. Estas dos partes serán sometidas, separadamente, al mismo tipo de análisis: en los dos casos se ha de distinguir el análisis formal, atento a las secuencias narrativas o rituales y a su encadenamiento, luego el análisis semántico de los elemen­ tos esenciales del relato. Seguidamente se procederá al aná­ lisis del d o ssier hagiográfico concerniente a san Guinefort

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y se establecerá la historia de su culto. Solamente entonces podrá intentarse la interpretación histórica, la cual devolve­ rá al conjunto del documento su unidad necesariamente rota en el nivel de todos los análisis previos.1 Ni los campesinos escuchados en confesión por Etienne de Bourbon, ni el mismo inquisidor, pusieron en duda la autenticidad del relato de la muerte del perro. La certeza de los primeros informaba su creencia, y la del clérigo justificaba la represión. Sin embargo, sabemos que este relato aparece atestiguado en otros muchos lugares y en muchas épocas distintas. Desarrolla un «motivo» sobrada­ mente conocido de la literatura oral, repertoriado en la clasificación internacional bajo los números B 524 y si­ guientes.2 En nuestra opinión este relato es una leyenda. En la aceptación común de la palabra, puesto que no se trata, como lo prueba el enorme número de versiones, de una «historia verdadera». Y también en el sentido técnico del género narrativo particular. Según los criterios formales de los especialistas de la clasificación tradicional de los géne­ ros narrativos, nuestro relato del perro fiel opone, en efec­ to, a los caracteres de la leyenda hagiográfica (en alemán: d ie L egende) y a los del cuento (das M ärchen), los rasgos específicos de la leyenda (d ie Sage): recoge de ellos la perspectiva histórica («el cuento es más poético, la leyenda más histórica», escribe Hermann Bausinger); de la leyenda, posee igualmente la temática familiar, la inscripción en el espacio, el desenlace del relato en la muerte del héroe, a la inversa del cuento que frecuentemente se detiene antes de que el héroe muera. La ausencia o la presencia discreta de motivos cristianos es también característica de la Sage, al contrario que en la L egende: hemos de hacer la observa­ ción a este respecto que el título de «santo», el de «már­ 1. Los principios del método que intentamos aplicar aquí han sido expuestos por Vemant, J.-P., «Le Mythe prométhéen chez Hésiode», en Mytbe et Société, op. cit., pp. 177-194. 2. Thompson, S., op. cit., especialmente B.524.1.4.1. «Dog de­ ferids master’s child against animal assailant.»

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tir» y el nombre mismo de «Guinefort» no son dados al lebrel en la leyenda misma, sino antes o después de ella en el texto del ex em plu m .J No obstante, los especialistas de estas clasificaciones formales previenen contra los pe­ ligros de una utilización excesivamente rígida de las cate­ gorías propuestas: H. Bausinger notablemente insiste menos en los géneros distintos que en las «zonas de encabalga­ miento» (Ü bergangslandschaft) que les relacionan entre sí. Nuestro documento nos previene también contra otra ten­ tación, a la que ceden con demasiada frecuencia los que estudian estos relatos sobre versiones sacadas de su contex­ to e incluidas en «compilaciones de cuentos y leyendas»: la tentación de olvidar a los que pronunciaron estas pala­ bras, las condiciones sociales e históricas en las que las pronunciaron. Nuestra gran suerte en este caso es no solamente que disponemos de una versión aislada, sino además de una leyenda fijada a una tierra, inseparable de un ritual y referida en el centro de una relación social cuya violencia pronto comprenderemos. El corpus de los relatos Este relato aparece atestiguado bajo una forma muy próxi­ ma en la India desde el siglo vi antes de J. C. en la lite­ ratura sánscrita: pertenece a un tratado de educación de los príncipes, el Vañcatantra, más precisamente a su quinta y última parte, que enseña a desconfiar de cualquier precipi­ tación y a evitar las conductas desconsideradas." Limitémo­ nos a ofrecer un resumen. A un bramán y a su esposa acababa de nacerles un hijo. El mismo día, su mangosta hembra había tenido una cría, a la que la mujer del bramán cuidaba como a su pro­ pio hijo. Un día, la bramina tuvo que ausentarse y confió 3. Ver en especial las obras citadas de A. Jolles, M. Luthi, H. Bausinger, y de F. Graus (p. 269 y ss.) para una utilización de sus conceptos en la hagiografía medieval. Todavía más reciente: Jauss, H. R., op. cit. 4. Pañcatantra, op. cit., pp. 315-316.

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el niño al bramán. Pero éste partió a su vez, dejando a su hijo con la mangosta. Poco después, una serpiente negra salió de un agujero y amenazó al niño, al que la mangosta salvó matando a la serpiente. A su regreso, la madre vio el hocico ensangrentado de la mangosta, y creyendo que había devorado a su hijo, la mató. Pero al entrar en la habi­ tación, descubrió a su hijo sano y salvo, y el cuerpo de la serpiente destrozado. Advirtió su equivocación y se afligió hondamente, y cuando el bramán regresó a su vez, le reprochó que se hubiera marchado a pesar de sus reco­ mendaciones y le hizo responsable de la muerte de su «hijo» mangosta. Independientemente de este relato hindú —que todavía hoy está presente en la tradición oral en la India— otra versión, sensiblemente diferente, fue recogida en Grecia, hacia 160-180 después de J. C., por Pausanias. Se trata de la leyenda «etiológica» de una ciudadela, Amphiclée de Phocide,5 cuyos habitantes contaban: «Un hombre que detentaba una cierta autoridad en la comarca, sospechando algún complot por parte de sus enemigos contra su hijo todavía niño, lo introdujo en una tinaja y lo ocultó en un lugar del país donde creyó que encontraría una mayor seguridad. Como acudiese un lobo a atacar al niño, una enorme serpiente que se había enroscado alrededor de la tinaja, salió en su defensa; cuando el padre llegó, persua­ dido de que la serpiente acosaba a su hijo, disparó un dardo y con él mató a la serpiente y a su hijo al mismo tiempo. Fue informado seguidamente por unos pastores de las proxi­ midades que había matado al bienhechor y protector de su hijo. Colocó sobre la misma pira funeraria a su hijo y a la serpiente; por ello se dice que la tierra de esta comarca se parece a la ceniza de una hoguera. Pretenden también que la ciudad tomó el nombre de Ophitée por esta ser­ piente»... En relación con el relato hindú, esta versión griega presenta evidentes diferencias: en él la serpiente es el de­ 5. Pausanias, Description de la Gréce, M. Clavier, París, 1821, V, pp. 505-509, «Phocide», cap. X X X III, «Amphiclée».

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fensor del niño, y no el agresor. El niño es efectivamente matado, pero por su padre, etc. Esta versión griega parece claramente independiente de la larga serie de obras orien­ tales procedentes del Pañcatantra. En efecto, este tratado conoció en Oriente un gran éxito. Poco antes del año 570 después de J. C., fue tradu­ cido al pehlvi (lengua de los antiguos persas) por orden de un príncipe sasánida. Después de la invasión árabe del año 652, esta traducción, actualmente perdida, fue a su vez traducida en árabe, por orden del califa Al-Mansour (siglo vm ). Compuesta por Ibn Al-Muqaffa, esta versión árabe es conocida bajo el nombre de Libro d e Kalila y Dimna. Probablemente, el traductor al griego de este libro, hacia finales del siglo xi es un tal Simeón, hijo de Seth. Rabbi Joel realizó por su parte una traducción al hebreo, el M ishle Sendabat, a mediados del siglo xm . Esta última obra fue la traducida al latín, entre 1263 y 1278, por un judío con­ vertido al cristianismo, Jean de Capua, bajo el título de D irectorium hum anae vitae.6 Como vemos, esta primera traducción en el Occidente latino del relato oriental es posterior en algunos años a la muerte de Etienne de Bourbon. Por consiguiente, la ver­ sión campesina que poseemos hacia 1250 en ningún modo se puede relacionar directamente con el conjunto de los relatos cuya tradición acabamos de retrazar. Empero, en la cristiandad latina, nuestra leyenda cam­ pesina de 1250 no es la primera versión de la que exista testimonio: ya desde 1155 aproximadamente, se encuentra una versión en francés antiguo, en la primera versión co­ nocida del Román d es sep t sages. Una segunda versión anterior a nuestro exem plum y a fortio ri a la traducción de Jean de Capua, aparece en latín en otro tratado, el Dolopatbos, del monje cisterciense lorenés Jean de HauteSeille, hacia 1184. Esta obra fue traducida al francés en el siglo x iii por un cierto Herbert. Estos dos tratados, el Román d es sep t sa ges y el Dolo6. Jean de Capoue, Directorium... en Hervieux, L., op. cit., pp. 258-261.

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pathos, tanto por su concepción como por su composición están, a la vez, próximos el uno del otro, y próximos a las obras que pertenecen a la larga tradición surgida del Pañcatantra-, ambos narran las aventuras de un joven prín­ cipe que, educado lejos de su casa por un preceptor des­ pués de la muerte de su madre, es reclamado al hogar por su padre cuando éste se vuelve a casar. Pero antes de su marcha, su maestro le recomienda que se finja mudo desde que llegue a la corte. Su madrastra, segura de su silencio, intenta seducirlo, pero no habiendo conseguido sus pretensiones, acusa al joven de haber intentado abusar de ella. El rey quiere condenar a muerte a su hijo, pero siete sabios le disuaden de ello, relatando cada uno de ellos uno o dos breves relatos, según el caso, para demos­ trar el perjuicio de una excesiva precipitación. Uno de estos relatos es el del perro fiel. El rey termina por absolver a su hijo, cuya inocencia se proclama al final de la obra. Las relaciones entre estas dos obras y los tratados de educación orientales no permiten ninguna duda. Sin em­ bargo los canales de transmisión no nos son conocidos, aunque podemos pensar que la traducción griega de Simeón-Seth, a finales del siglo xi, haya sido probable­ mente el relevo indispensable. No obstante, si bien esta influencia oriental es indudable en el nivel de la compo­ sición de conjunto de estas obras e incluso del tema de algunos de los relatos que contienen, no podemos encon­ trar en todos los relatos precedentes orientales: en el Dolop a th os en particular, Jean de Haute-Seille acogió tam­ bién en su recopilación relatos locales originales. De esta manera el problema de la génesis de nuestra leyenda campesina atestiguada a mediados del siglo xm gra­ cias a Etienne de Bourbon sigue sin resolverse. Se pueden formular dos hipótesis: o bien esta leyenda es una versión vulgarizada de relatos cultos occidentales, y se vincula así, indirectamente, con los relatos orientales cuya tradi­ ción hemos seguido. Esta hipótesis no cuenta, a priori, con nuestras preferencias: los abusos del difusionismo, los re­ cursos demasiado fáciles a las falsas explicaciones por medio de las «influencias» —denunciadas ya a partir de 1893 por

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Joseph Bédier,1 pero todavía hoy invocadas con demasiada frecuencia— nos desvían de esta solución. Además, nada sabemos de las condiciones en las que se habría efectuado esta vulgarización de un relato culto, si a través de algunos clérigos, o de la aristocracia local. Algunos argumentos se inclinan, empero, en favor de esta hipótesis: los intercambios entre cultura intelectual y cultura folklórica, y entre aristocracia y campesinado, eran lo sucientemente intensas en los siglos xii y xm para haber hecho posible esta vulgarización. Es preciso advertir además el estrecho parentesco entre esta leyenda y algunas versiones del Román d es sep t sa g e s: por el contrario he­ mos comprobado en páginas precedentes hasta qué punto di­ vergían las versiones independientes del Pañcatantra y de Pausanias, separadas, también es cierto, por una distancia considerable en el tiempo y en el espacio. Indiquemos, finalmente, que en la actualidad se llevan a cabo grandes esfuerzos para volver a introducir, sobre bases nuevas, una problemática de la difusión de los mo­ tivos de la tradición oral: es lo que acaba de hacerse, de manera notable, en el caso de los cuentos africanos." En principio, una segunda hipótesis cuenta con nuestra preferencia. ¿Sobre qué fundamentos? La leyenda campe­ sina del lebrel fiel no debería nada a las influencias exterio­ res. Pertenecería a las tradiciones orales del campesinado local surgidas del viejo fondo indo-europeo: una misma pertenencia a la comunidad indo-europea explicaría que este relato aparezca tanto en la India, como en Grecia o en Francia. Contra esta hipótesis se alza, sin embargo, la anterioridad de las dos versiones cultas del Román des sep t sa ges y del D olopathos, y, sobre todo, el estrecho parentesco entre estos textos y la leyenda campesina. Unicamente un profundo examen de la leyenda y de las 7. Bedier, J., op cit., demostró a partir de 1893 que la mayoría de las fábulas de la Edad Media nada debían a los relatos orientales (los cuales, en opinión de algunos, se habrían transmitido a Occi­ dente con motivo de las Cruzadas) sino que no se les podía com­ prender fuera del folklore occidental. 8. Paulme, D., op. cit.

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versiones paralelas permitirá, quizás, zanjar entre estas dos hipótesis. Un breve recorrido en el tiempo y en el espacio nos ha permitido entrever un cierto número de relatos para­ lelos al que nos ha servido de punto de partida. Parece evidente ya que seremos incapaces de proponer una in­ terpretación de nuestro documento y particularmente de la función que en él juega la leyenda del perro fiel, si ignoramos a qué conjunto narrativo pertenece ésta y cuál es su lugar dentro del mismo. En razón de las diferencias formales que presentan, y que se analizarán seguidamente, las versiones paralelas a nuestro relato se reagrupan en tres conjuntos de desigual importancia: P rim er con ju n to Los nueve relatos que hemos reagrupado aquí pertene­ cen todos, con excepción de uno solo, a las versiones del Román d e s sep t sages, escritas entre los siglos x ii y xiv. Estas versiones aparecen numeradas en el orden en que fue­ ron clasificadas por Gastón Paris,9 y no en el orden cronoló­ gico: R 2: Relato del perro en Les S ept Sages d e R om e, ver­ sión rimada en francés, siglo xiii. G. Paris: versión D.'° R 3: Relato del perro en H istoria sep tem sapientium , manuscrito en latín de 1342. G. Paris: versión H." R 4: Relato del perro en L’Y stoire d es sep t sages. Adap­ tación francesa de la obra precedente.“ R 5: Relato del perro en la versión latina denominada V ersio italica, siglo xrv. G. Paris: versión I.u 9. Les Sept sages de Rome, en Paris, G., Deux rédactions... op. cit., p. X X III y ss., y p. X LIII. 10. Ibid., pp. 1-54. 11. Buchner, G., op. cit., pp. 16-18. 12. L’Ystoire des sept sages..., en Paris, G., op. cit., pp. 74-79. 13. Mussafia, A., op. cit., p. 100.

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R 6: Relato del perro en Li R om ans d es sep t sages, en francés versificado, hacia 1155. G. París: versión K.” R 7: Relato del perro en el Román d es sep t Sages, en francés, en prosa, siglos xm-xiv. G. Paris: versión L.1! R 8: Relato del perro en el Líber d e sep tem sapientibus, hacia mediados del siglo xiii, perdido, aunque transmitido en una forma abreviada por Jean Gobi, Scala Celi, hacia 1330, en latín. Gastón Paris: versión S.1S A estas versiones podemos relacionar otra, que no per­ tenece a la serie del Román d es sep t sages: R 9: Relato del perro en la versión anglo-latina de G esta R om anorum , compilación de exem pla moralizantes en la­ tín, siglo xiv.”

S egundo con ju n to R 10: Relato del perro en Jean de Haute-Seille, D olopath o s siv e d e r e g e et sep tem sapientibus, en latín, hacia 1182-1212.'* R 11: Relato del perro en Li R om ans d e D olopatbos, adaptación versificada en francés de la obra precedente, por Herbert, hacia 1223.” Estas dos versiones presentan como principal originali­ dad la de hacer preceder el relato propiamente dicho a la muerte del lebrel por el relato de la historia del caballero y de su familia. He aquí suresumen: Un «joven» (ju ven is) de noble linaje seesmera por incrementar su fama gracias a sus proezas y a sus libera­ lidades, y por atraer a su servicio a una abundante tropa 14. Keller, H. A., op. cit., pp. 46-55. 15. Román des sept sages, Leroux deLincy, en Loiseleur-desLongchamps, A. L. A., op. cit., pp. 16-21. 16. Jean Gobi, op. cit., s. v. Femina, f°C X X V II a-b. 17. Madden, F., op. cit., pp. 85-89. 18. Oesterley, H., op. cit., pp. 42-44. 19. Brunet, Ch., Montaiglon, A . de, op. cit., pp. 168-178.

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