El Siglo del gusto : la odisea filosófica del gusto en el siglo XVIII
 9788477746300, 8477746303

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George Dickie

El siglo del gusto La odisea filosófica del gusto en el siglo XVIII

¿«/fe.

La balsa de la Medusa, 130 Colección dirigida por Valeriano Bozal

Título original: The Century ofTaste © 1996 by Oxford University Press, Inc. New York, N.Y. U.S.A. © de la presente edición, A. Machado Libros, S.A., 2003 C/ Labradores, s/n. P. I. Prado del Espino 28660 Boadilla del Monte (Madrid) ISBN: 84-7774-630-3 Depósito legal: M-6.233-2003 Visor Fotocomposición Impreso en España - Printed in Spain Gráficas Rogar, S.A. Navalcarnero (Madrid)

Para Ruth Marcus

índice

Prefacio...........................................................................................

13

Agradecimientos... ........................................................................

15

Introducción..................................................................................

17

1. La teoría básica del gusto: Francis Hutcheson....................... Sentido externo y sentido interno........................................... El sentido interno de la belleza..................................................... Uniformidad en la variedad............ ........................................ La universalidad del sentido de la belleza ................................ Los orígenes del «desplacer» y del placer................. .............. Causas finales............................................................................ Evaluación crítica de la teoría de Hutcheson.........................

21 22 24 36 44 46 51 52

2. Asociación y coalescencia de las ideas: Alexander Gerard..... Sentido interno: Naturaleza y número ................................... La coalescencia y asociación de ideas ..................................... Tercera parte del Ensayo........................................................... Segunda parte del Ensayo.........................................................

63 64 65 88 93

3. Asociacionismo absoluto: Archibald Alison........................... La emoción del gusto............................................................... La sublimidad y la belleza del mundo material..................... Evaluación del asociacionismo................................................

109 113 120 134

4. Gusto y finalidad: Immanuel K an t......................................... El juicio en la primera Crítica................................................. La metafísica de la finalidad....................................................

163 168 172

Las creencias filosóficas de K an t.......................................... En busca del sistema.............................................................. En busca de finalidad............................................................ Finalidad obtenida.................................................................

172 173 179 184

La teoría teleológica del gusto de K ant.......................... La transición hacia la teoría del gusto ......................... El objeto del gusto ........................................................ La facultad del gusto .................................................... Desinterés...................................................................... Universalidad y necesidad............................................ La belleza del arte: Humana y divina........................... Evaluación de la teoría del gusto de K an t..................... Belleza............................................................................ La facultad del gusto .................................................... Teleología...................................................................... 5. Bellezas y defectos: David Hum e................................... Refutación del escepticismo........................................... Los objetos y principios del gusto.................................. Demostración de los principios y cognición defectuosa Principios del gusto y discrepancia afectiva................... Moralidad y arte.............................................................. La evaluación de las obras de arte.................................. 6. Evaluación general.......................................................... Hutcheson y H um e........................................................ Los asociacionistas y Hume ........................................... Kant y Hume .................................................................. índice analítico.....................................................................

Prefacio

Nos encontramos ante una evaluación original y esti­ mulante de la progresión del interés filosófico por la idea del gusto. La obra es característica de la sensibilidad filosó­ fica de George Dickie: insiste en la exposición simple y di­ recta de los argumentos y se resiste a aceptar o tan siquiera a tolerar tesis oscuras. A la postre nos encontramos ante una celebración de Hume. Dickie considera a Hume como más sofisticado que Hutcheson, Gerard, y Alison, y lo pre­ senta como más preciso e infinitamente más claro que Kant. De este modo, la teoría de Hume constituye el punto culmen de su narrativa filosófica, siendo Kant el comienzo de un desastroso declive. Cualquiera puede sacar partido de este estudio, aunque hay quien se sentirá ofendido. Especialmente, los estudio­ sos de Kant y de sus sucesores, quienes percibirán en Dic­ kie una impaciencia intolerable para con su héroe. Dickie no solamente confiesa su incapacidad de darle un sentido y una coherencia a las doctrinas de Kant, sino que tiene la te­ meridad de afirmar que tienen poco sentido. Personalmen­ te encuentro esta repulsa precipitada, pero creo que Dickie tiene razón -de manera distintiva—al atreverse a sugerir que Kant comienza un descenso hacia una pomposidad autoengafiosa. Sólo resta a sus defensores actuar: lo que hace Dickie es señalar precisamente qué es lo que requiere una defensa.

Durante los últimos veinticinco años, con el renovado interés por parte de los filósofos con inclinaciones analíticas por la historia de la filosofía, los textos de filosofía moral y de estética de Kant se han ido recuperando. Eso es todo un logro. Pero, en caso de no tratarse del laberinto dictatorial de jerga que previamente los textos de Kant se consideraba que eran, es hora de preguntarse si en realidad son todos tan profundos como sus actuales defensores consideran. ¿Es preciso que aceptemos o todo Kant o nada de él? Espero que no. De entre los filósofos contemporáneos, Dickie es uno de los primeros en sospechar que el siglo XVIII nos ofre­ ce una filosofía importante y defendible en estética, a la par que continúa insistiendo en que la de Kant no es tan buena como se cree. La formación y el tesón de Dickie le sitúan en una posi­ ción ideal para situar las observaciones sobre el gusto de Hume en su contexto, ya que ha trabajado concienzuda­ mente durante mucho tiempo en los textos de Hutcheson y de otros autores casi contemporáneos a Hume. El tempera­ mento de Dickie le hace impacientarse con Kant, y hasta enfadarse con él por haber hecho disipar los logros de Hume. Su historial, su tenacidad, y sus instintos otorgan a Dickie una voz filosófica digna de ser escuchada. Nadie de­ bería pasarla por alto, especialmente aquellos que aman a Kant. Dickie les está dando una oportunidad —aunque pe­ queña, en su opinión—de demostrar que no se les ha com­ prendido. Buena suerte a ellos. Y gracias a George Dickie. Ted Cohén Universidad de Chicago

Agradecimientos

Este libro supone la culminación de toda una vida de interés por las teorías del gusto del siglo XVIII. Mi mayor deuda la tengo con Ted Cohén, quien leyó todo el manuscrito. Sus comentarios -especialmente aque­ llos sobre Hume y Kant- fueron de enorme ayuda. Ralf Meerbote leyó versiones previas de los capítulos sobre Hut­ cheson y Kant, y sus comentarios -especialmente sobre el capítulo de Kant—fueron sumamente valiosos. Robert Yanal y Joyce Carpenter leyeron una versión previa del capítu­ lo sobre Kant y me dieron consejos muy útiles. También me gustaríá dar las gracias a Susan Carbone, Todd Hochenedel, Heidi Nelson, Timothy O ’Connor, Ro­ bert Richardson, Robert Rupert, y Doran Smolkin, que fueron miembros de mi seminario de posgrado de 1989 y que estudiaron conmigo los escritos de Hutcheson, Gerard, Alison, Kant, y Hume. Quisiera agradecer la concesión de las excedencias du­ rante las cuales escribí este libro a las siguientes institucio­ nes: a la National Endowment for the Humanities por una beca para profesores universitarios durante el curso acadé­ mico 1989-90, a la Comisión de Investigación de la Uni­ versidad de Illinois en Chicago por un permiso durante el primer semestre del curso académico 1991-92, y a la Uni­ versidad de Illinois en Chicago por un permiso sabático du­ rante el primer trimestre del curso académico 1992-93.

Introducción

Es un hecho indudable que ante un paisaje montañoso, al ver una rosa, al contemplar o escuchar obras de arte, y ante otras muchas cosas, experimentamos placer. También establecemos distinciones entre los objetos de esas expe­ riencias, y decimos de ellos (o de sus propiedades) que son bellos, sublimes, delicados, y demás. Determinadas vistas y sonidos nos desagradan, lo cual también conlleva diversas distinciones. Casi desde un principio, y hasta la actualidad, los filósofos han tratado de alcanzar un entendimiento teó­ rico de estas experiencias y de sus objetos. La noción de la actitud estética, la idea de experiencia estética, y la concep­ ción de Frank Sibley de cualidades estéticas son ejemplos recientes de intentos de teorizar sobre estas cuestiones. La teoría del gusto supuso el intento filosófico del siglo XVIII de proporcionar una explicación de dichos objetos y del placer y «desplacer» que sentimos con ellos. Este libro trata sobre esta teoría filosófica en particular. El siglo XVlll fue el siglo del gusto, esto es, de la teoría del gusto. A comienzos del siglo, el centro de teorización sobre las experiencias del tipo que nos concierne se había traslada­ do de nociones objetivas de lo bello a la noción subjetiva del gusto. Un poco más tarde, en 1725, Francis Hutcheson pro­ porcionó al mundo angloparlante la primera teoría del gusto relativamente sofisticada. Por supuesto, Hutcheson no fue el primer pensador angloparlante que habló sobre el gusto,

pero sí fue el primero que ofreció una explicación filosófica sistemática. Poco después de mitad de siglo, el breve ensayo de David Hume «Sobre la norma del gusto» supuso la mejor expresión que la teoría del gusto jamás alcanzaría. Conforme el siglo XVIII tocaba a su fin, la teorización extravagante y de­ senfrenada del asociacionista Archibald Alison y las oscuras y equivocadas especulaciones de Immanuel Kant minaron y llevaron al pensamiento sobre el gusto también a su fin. Unos pocos representantes sobrevivieron hasta principios del siglo XIX, pero desafortunadamente la teorización sobre el gusto es­ taba muriendo y siendo reemplazada por una forma de pen­ samiento muy distinta. Este libro trata sobre cinco teóricos del gusto, cuatro de los cuales acabo de mencionar. Sus puntos de vista pueden verse como el comienzo, el punto culminante, y el desvane­ cimiento de la teoría del gusto como forma de filosofar. Pretendo defender dos tesis fundamentales. La primera es que después de que Hutcheson estableciese la limitada, pero prometedora, teoría básica del gusto, Hume, siguiendo a Hutcheson a su modo, no hizo sino perfeccionarla. La se­ gunda es que los asociacionistas -Alexander Gerard y Ali­ son—por un lado, y Kant, por el otro, llevaron a la teoría del gusto a sendos callejones sin salida. Lo triste es que los filósofos del siglo XVIII que apoyaron a Hume no siguieron su prometedor ejemplo; fruto de ello, al menos en parte, fue la desaparición del teorizar sobre el gusto. Con las con­ clusiones que sobre Hume y Kant establezco no estoy sugi­ riendo que el primero influyese en el desarrollo de lo que hoy día llamamos «estética», y que el segundo no. Hume ha tenido poca influencia porque la teoría del gusto desapare­ ció. Kant ha tenido una gran influencia porque, aunque ésta desapareciese, elementos de su teoría se transformaron en la teoría de la actitud estética. Docenas de teorías deí gusto se elaboraron durante el si­ glo XVIII. Me he centrado solamente en las teorías de cinco

filósofos. La teoría de Hutcheson es una elección obvia, ya que supuso el comienzo filosófico de la teoría del gusto en el mundo angloparlante. He decidido discutir el asociaciojiismo de Gerard y Alison por la popularidad que en su día tuvo este punto de vista y porque enturbió las nociones del gusto, lo que, en mi opinión, llevó a una pérdida de con­ fianza en la teorización sobre él. He decidido discutir la teo­ ría de Kant por haber sido tan ampliamente venerada y re­ conocida con tanta frecuencia -erróneamente, en mi opinión- como el punto culmen de la filosofía del gusto. Normalmente sólo los especialistas en Kant, los cuales tie­ nen poco interés en la teoría del gusto como tal, estudian su teoría. Creo que es importante que se estudie dentro del contexto de un examen de otras teorías y por alguien cuyo interés primordial sea la teoría del gusto. He decidido dis­ cutir la teoría de Hume porque creo que es la más exitosa de todas. La teoría de Hume, si bien está obviamente for­ mulada en el lenguaje del siglo XVIII, en muchos aspectos es como una teoría del siglo XX. Por ejemplo, Hume no trata de alcanzar conclusiones sobre la naturaleza o incluso sobre la existencia de una facultad del gusto, lo cual fue un episo­ dio central de la teoría del siglo XVIII. Además, no trata de limitar su discusión a unas pocas categorías como la belleza y lo sublime. Habla casualmente de muchas «bellezas» y «defectos»; en este respecto, su teoría se parece en aspectos importantes a la noción de cualidades estéticas de Frank Si­ bley. A pesar de mis observaciones sobre los funestos resulta­ dos del asociacionismo y de la teoría de Kant, no pretendo ocuparme de las influencias históricas de ninguna de las cinco teorías que voy a discutir. Mi interés primordial reside en su examen y evaluación. Creo que la presente exposición y evaluación contiene un número de ideas o posturas novedosas. Las siguientes se en­ cuentran entre las más importantes. Proporciono una expli­

cación detallada del argumento que subyace a la conclusión de Hutcheson de que hay un sentido interno de la belleza. También reparo, y creo que no existen antecedentes, en que los asociacionistas dependen no sólo de la conocida noción de la asociación de ideas a la hora de producir la característica central y distintiva de su teoría sino también de la sospechosa noción que llamo «la coalescencia de las ideas». Por otro lado, muestro cómo a la hora de entender por completo la teoría del gusto de Kant ésta debe embutirse dentro de su teleolo­ gía. El teórico del gusto suele ignorar la teleología de la se­ gunda mitad de la tercera Crítica, por considerarla poco inte­ resante o irrelevante. En mi opinión, esto es un error. No he tratado, por cierto, de usar o de responder a la gran cantidad de literatura secundaria que hay sobre la tercera Crítica sino que, centrándome en la teleología de Kant, he intentado dar­ le sentido como un todo. También he tratado de presentar una versión intermedia de la teoría de Kant -una versión que no sea tan larga que resulte difícil tener presente todas sus partes, pero que no sea tan corta que no pueda hacer justicia a las muchas partes que comprende—. Por último, muestro que Hume hace más que simplemente mencionar reglas o principios del gusto y que su teoría contiene una explicación exitosa de la naturaleza de dichos principios y de cómo estos han de ser descubiertos. No discutiré las cinco teorías en estricto orden cronoló­ gico. Trato primero la teoría de Hutcheson (1725) porque de uno u otro modo es el origen de las otras cuatro. Segui­ damente paso a discutir el asociacionismo -primero la teo­ ría de Gerard (1759) y después la de Alison (1790) en or­ den cronológico—. Después trato la teoría de Kant —la tercera Crítica y los Ensayos de Alison fueron publicados el mismo año- y dejo a Hume (1757) para la última parte del libro, bien fuera del orden cronológico, ya que quería guar­ dar lo mejor para el final.

La teoría básica del gusto: Francis Hutcheson

El argumento de Francis Hutcheson en favor de su teo­ ría del gusto en la Investigación sobre el origen de nuestras ideas de belleza y virtud (1725) aparece en el primero de los dos ensayos que comprenden el libro. El argumento de este primer ensayo, titulado «Una investigación sobre el origen de nuestra idea de belleza», se desarrolla en cuatro pasos, de tal modo que cada uno de los tres últimos presupone y se construye sobre uno o varios de los anteriores. El primer paso comprende el prefacio y la primera sección e intenta demostrar que hay un sentido interno de la belleza que pro­ duce placer al ser suscitado por una o varias características de los objetos percibidos. El segundo paso va de la sección segunda a la cuarta y trata de mostrar que solamente la ca­ racterística uniformidad en la variedad de la naturaleza, los aspectos no representacionales del arte, los teoremas y el arte representacional suscitan el sentido de la belleza. El tercer paso se reduce a la sección sexta e intenta demostrar que el sentido de la belleza es universal en los seres huma­ nos. El cuarto paso es una tesis doble sobre el «desplacer» y el placer en la experiencia de la belleza. La primera afirma­ ción que se argumenta en la sección sexta es, junto con la tesis de la universalidad, que todo «desplacer» en la expe-

rienda de la belleza debe tener un origen distinto al sentido de la belleza. La segunda afirmación que ocupa la sección séptima es que el placer que sentimos con los objetos bellos no deriva de la costumbre, la educación y/o el ejemplo, sino del sentido de la belleza. En las próximas cuatro secciones de este capítulo discu­ tiré estos cuatro pasos. Como puede observarse, en el bos­ quejo anterior no se menciona la quinta sección. Esta sec­ ción es la más larga del libro de Hutcheson y está dedicada exclusivamente a la prueba del diseño a favor de la existen­ cia de Dios. Esta incursión en el campo de la teología no es esencial para una comprensión de su teoría del gusto. Al fi­ nal de su explicación de la teoría del gusto, Hutcheson saca a colación la cuestión teológica de las causas finales en rela­ ción con su teoría; este tema será tratado brevemente. Al desarrollar mi lectura de su teoría, seguiré el mismo orden temático que sigue en su libro. Me interesaré por la teoría del gusto tal y como aparece en la «Investigación sobre el origen de nuestra idea de belleza»; si bien Hutcheson realizó algunas alteraciones en su obra posterior, la «Investigación sobre el origen de nuestra idea de belleza» fue el trabajo que mayor influencia tuvo.

Sentido externo y sentido interno En su discusión de las ideas, consideradas como la mate­ ria prima del conocimiento, John Locke afirma que el ori­ gen de todas ellas es la experiencia. Existen, considera Loc­ ke, dos fuentes de ideas en la experiencia. Una fuente concierne a objetos externos a nuestra mente -mesas, sillas, y otros por el estilo—. Locke la llama sensación y afirma que aquellas ideas que ahí se originen dependen de los sentidos, refiriéndose a la visión, al oído, al tacto y demás. Esta es la fuente de ideas que Hutcheson tiene en mente cuando ha­

bla de «sentido externo». La otra fuente Lockeana de ideas concierne objetos internos a la mente, a saber, las operacio­ nes de la propia mente. Locke llama a esta fuente reflexión y afirma que aquellas ideas que tengan dicho origen provie­ nen de la percepción de la operación de nuestra propia mente. Al hablar de operaciones o actos de la mente, Locke se refiere a la percepción, al pensamiento, a la duda, a la creencia, y demás. En la reflexión, la mente se vuelve sobre sí misma. De ella, Locke dice que, como en el caso de la sensación, «podríamos con justicia denominarla sentido in­ terno»1. Para Locke, tanto el sentido externo como el inter­ no (la reflexión) son cognitivos; esto es, ambos son fuente de ideas y están implicados en la aportación de información a la mente. Hutcheson, que fue un seguidor de Locke, acepta sus nociones de sensación y de reflexión, así como el resto de su marco epistemológico. Sin embargo no emplea la expresión «sentido interno» como sinónimo de la noción cognitiva de «reflexión», sino de un modo completamente distinto. En la «Investigación sobre el origen de nuestra idea de belleza», Hutcheson utiliza «sentido interno» para referirse a una fa­ cultad innata de reaccionar con placer cuando los sentidos externos perciben determinadas propiedades. Así, para Hut­ cheson, un sentido interno no es una facultad cognitiva sino una facultad sensible o reactiva, cuya función es pro­ ducir placer. En su opinión, sentido externo y sentido inter­ no están conectados; el primero hace falta para traer un ob­ jeto a la mente de modo que el segundo reaccione y produzca placer. Alexander Gerard observa al comienzo de su Ensayo sobre el gusto que mientras que en la «Investiga­ ción sobre el origen de nuestra idea de belleza» Hutcheson habla de sentidos internos, en sus obras posteriores Hutche1 John Locke, An Essay Conceming Human Understanding (Nueva York: Dover Publications, 1959), vol. 1, p. 123.

son se refiere a ellos como «sentidos posteriores y reflejos; posteriores, ya que siempre suponen una percepción previa de los objetos en relación a los cuales se emplean [para pro­ ducir placer]... reflejos, ya que, a la hora de ejercitarlos [para producir placer], la mente reflexiona y se hace eco de [un]... objeto... percibido»2. Así pues, tanto Hutcheson como Locke utilizan la ex­ presión «sentido interno», si bien se refieren a cosas total­ mente distintas. Shaftesbury e incluso pensadores anteriores serían el origen de la noción de sentido interno de Hutche­ son3.

El sentido interno de la belleza En el prólogo a la «Investigación sobre el origen de nuestra idea de belleza», Hutcheson expone y argumenta brevemente a favor de las conclusiones fundamentales de su teoría del gusto y de su teoría moral. Los argumentos del prólogo toman la forma de un informe de los resultados de la reflexión o introspección. Su argumentación atañe de manera directa sólo a la teoría del gusto, si bien Hutcheson advierte que su «principal propósito es mostrar que la natu­ raleza humana no. fue dejada tan desvalida respecto de la virtud...»4. Hutcheson parece opinar que es más fácil pre­ 2 Alexander Gerard, An Essay on Taste. 3.a ed. de 1780, WaLter J. Hipple, Jr., ed. (Delmar, N.Y.: Scholars’ Facsímiles & Reprints, 1978), pp. 1-2. 3 Peter Kivy, The Seventh Sense (Nueva York: Burt Franklin & Co., 1976), pp. 1-21. 4 Francis Hutcheson, An Inquiry Concerning Beauty, Order, Harmony, Design. Peter Kivy, ed. (La Haya: Martinus Nijhoff, 1973), p. 5. [N. del T.': Todas las citas internas a Hutcheson van referidas a la tra­ ducción de Jorge V. Arregui, 1992, Una investigación sobre el origen de nuestra idea de belleza, Editorial Tecnos: Madrid.]

sentar argumentos convincentes a favor de la teoría del gus­ to primero, persuadiendo de este modo con mayor facilidad al lector acerca de la corrección de su teoría moral. Así, en el prólogo, sus argumentos conciernen únicamente a la teo­ ría del gusto. La primera parte del libro está dedicada exclu­ sivamente a dicha teoría, quedando de este modo la discu­ sión de la teoría moral para la segunda parte. Las tres conclusiones fundamentales del prólogo con­ ciernen a los sentidos. 1. Existe una maquinaria mental similar a lós sentidos externos (vista, oído, etc.) aunque suficientemente diferente como para merecer el nombre de «sentido interno». 2. Tanto el sentido externo como el interno son na­ turales y operan con independencia de la voluntad {necesa­ riamente). 3. El sentido interno y el sentido externo tienen pla­ ceres diferentes. Hutcheson prosigue con su exposición y argumentación a favor de las conclusiones fundamentales en la primera sec­ ción de la «Investigación sobre el origen de nuestra idea de belleza». Inicia su argumentación en el prólogo enumeran­ do una serie de cosas sobre los placeres de los sentidos ex­ ternos qüe en su opinión no deberían ser objeto de disputa. Partiendo de esta base, Hutcheson generaliza la conclusión a todos los placeres, fijando su atención en los placeres que derivan de las artes y materias afines. Hutcheson comienza diciendo que, Al reflexionar sobre nuestros sentidos externos, vemos claramente que nuestras percepciones de placer o dolor no dependen directamente de nuestra voluntad. Los obje­ tos no nos agradan según nosotros deseemos que lo ha­ gan: la presencia de algunos objetos nos agrada necesaria­ mente, y la presencia de otros nos desagrada también necesariamente... Por la misma constitución de nuestra

naturaleza, uno es hecho ocasión de deleite y el otro de desagrado (p. 4). (Adviértase que en este pasaje Hutcheson habla de «nuestras percepciones de placer y dolor». Esto muestra que está usando la noción de percepción en un sentido más am­ plio del que sería común hoy en día. Hutcheson emplea di­ cha noción con el fin de abarcar tanto los sentimientos de placer y dolor como la conciencia cognitiva.) Lo que Hut­ cheson dice en este pasaje es que los sentidos externos (la vista, el oído, etc.) nos proporcionan objetos perceptuales (colores, sonidos, etc.), y estos a su vez causan placer o do­ lor (o, supongo yo, nos dejan indiferentes) con total inde­ pendencia de nuestra decisión o voluntad. El hecho de que nos sintamos complacidos con independencia de la volun­ tad -es decir, necesariamente- demuestra de acuerdo con Hutcheson que flichos placeres son innatos, esto es, que ocurren «por la misma constitución de nuestra naturaleza». Luego generaliza afirmando que todos los placeres y dolores son independientes de la voluntad y ofrece el siguiente ejemplo. «De este modo, nos descubrimos a nosotros mis­ mos siendo agradados por una forma regular, una obra de arquitectura o de pintura, una composición de notas, un teorema...», (p. 5). Estos placeres también se consideran ne­ cesarios e innatos. Hutcheson sostiene entonces que el pla­ cer que estas experiencias del gusto producen «sur [ge] de una uniformidad, orden, disposición de las partes o imita­ ción, y no de las ideas simples de color, sonido o modo de la extensión, consideradas separadamente» (p. 5). Quizá al complacernos una forma regular el placer derive de la uni­ formidad, del orden y demás, y no del color o del sonido tomados por separado, pero puede que, en contraposición a Hutcheson, cuando nos complace una obra de arquitectura, una pintura, o una composición de notas, el placer surja tanto de la uniformidad, del .orden y demás como del color

o del sonido considerados por separado. ¿Qué explica esta peculiar conclusión respecto al color y al sonido? En la primera sección Hutcheson parece contradecir su manifestación previa. En esta sección escribe, Así, todo el mundo reconoce que se deleita más en una bella cara o una pintura exacta, que en la visión de cualquier color aislado, aunque sea tan fuerte y vivo como sea posible... Del mismo modo, el placer de una bella composición es in­ comparablemente mayor en música que el de una única nota por dulce, redonda o completa que sea (p. 15). Si bien aquí señala la importancia superior de la unifor­ midad, del orden y demás, sugiere que el color y el tono to­ mados por separado también producen placer. Hutcheson parece contradecir su peculiar conclusión anterior, y parece mantener ahora que tanto el color como el sonido tomados por separado producen y no producen placer. Esta aparente contradicción tiene una fácil respuesta. El párrafo en el que considera que el color y el sonido toma­ dos por separado producen placer comienza con la siguiente observación, «El único placer sensorial que nuestros filóso­ fos parecen considerar es el que acompaña a las ideas sim­ ples de la sensación» (p. 15). Y a continuación dice, «Pero hay placeres mucho mayores en las ideas complejas de los objetos que reciben los nombres de bello, regular o armo­ nioso» (p. 15). Hutcheson está aquí asumiendo sin argu­ mentación alguna que la belleza de un objeto y el placer re­ lacionado derivan de ideas complejas de la sensación y que ideas simples de la sensación como el color y el sonido no aportan nada a la belleza del objeto ni al placer relacionado. Pero esto no es más que un juicio de valor. Hutcheson introduce este juicio de valor en su teoría mediante la distinción entre sentido externo y sentido in­ terno. Casualmente observa en la primera sección, «No tie­ ne ninguna consecuencia el que llamemos a estas ideas de

belleza y armonía percepciones de los sentidos externos de la vista y el oído o no. Yo más bien prefiero llamar a nues­ tra capacidad de percibir tales ideas un sentido interno...». (p. 15). Pero en su teoría son cruciales la distinción entre sentido externo y sentido interno, y la conexión de la belle­ za con el sentido interno. Esta distinción es lo que le per­ mite crear el formalismo de las ideas complejas como el origen de la belleza. Lo que hace Hutcheson es asociar los placeres que acompañan a las ideas simples de la sensación con los sentidos externos; de ese modo se convierten en los placeres de los sentidos externos. Sin embargo, aquellos que acompañan a algunas ideas complejas de la sensación tienen otro origen; derivan del sentido interno de la belleza o la armonía. (Más tarde, cuando Hutcheson se pregunte qué tipo de experiencia produce el placer de la belleza, la solución residirá en alguna clase de idea compleja.) Existe así en opinión de Hutcheson una división funcional entre sentidos externos e internos que nos permite clasificar a los placeres. En la primera sección Hutcheson pasa a justificar su uso de la noción de sentido interno mediante los siguientes tres argumentos: Primero, muchas personas pueden ver y oír ideas simples con absoluta precisión (discriminar colores, formas, sonidos, etc.) sintiendo placer con ellas, pero «no encuentran quizás placer en las composiciones musicales, en la pintura» (p. 16) y demás, o no tienen sino un placer tenue comparado con el disfrute de otros. Lo que este argu­ mento muestra, en caso de funcionar, es que hay personas que obtienen placer tanto de ideas simples como de ideas complejas, y que algunas lo obtienen sólo de las simples. Hutheson considera este supuesto hecho como prueba de que existe un sentido interno que algunos poseen y que en otros se manifiesta débilmente. El argumento funciona sólo en el caso de que el placer por la música, la pintura y de­ más, que algunos poseen y otros no, no pueda vincularse a

los sentidos externos o a otra fuente, debiendo atribuirse a un sentido interno. Un poco más adelante, en un pasaje introducido en la cuarta edición, Hutcheson repite el mismo argumento, aunque introduce una nueva reflexión. Considérese primero que es probable que un ser pueda tener la capacidad plena de sensación externa que nosotros disfrutamos de tal modo que perciba cada color, línea o su­ perficie como lo hacemos nosotros y, sin embargo, carezca de la capacidad de comparar o de discernir las semejanzas de las proporciones, Además, podría también discernirlas y, sin embargo, no experimentar placer o deleite acompañan­ do a tales percepciones, (p. 17) La nueva reflexión consiste en introducir la noción de «la capacidad de comparar o de discernir las semejanzas de las proporciones». Aquí se mencionan tres cosas: (1) las ca­ pacidades de la percepción exterior, (2) las capacidades de la comparación y el discernimiento de la semejanza, y (3) la capacidad de sentir placer con lo que uno es consciente. Para Hutcheson, el discernimiento de colores y sonidos (ideas simples) corresponde claramente a los sentidos exter­ nos, al igual que el sentir placer con dichas ideas. Presumi­ blemente., el discernimiento de la semejanza corresponde al sentido interno, aunque Hutcheson no llegue a decirlo. Normalmente, cuando habla de un sentido interno se inte­ resa solamente por una función afectiva -la capacidad de sentir placer a través del conocimiento de ideas complejas. Existe una clase de asimetría importante entre los senti­ dos externos y el sentido interno tal y como Hutcheson los trata normalmente. Los sentidos externos son sentidos cognitivos que conectan la mente con el mundo exterior. Pero el sentido de la belleza, que es el sentido interno que me in­ teresa, tal y como Hutcheson lo define en las cuatro edicio­ nes de Una investigación sobre el origen de nuestras ideas de belleza y virtud, no es cognitivo en absoluto. Hutcheson es­

cribe, «El autor ha decidido llamar sentidos a estas determi­ naciones a ser agradados por ciertas formas complejas, dis­ tinguiéndolos de las capacidades que comúnmente reciben tal denominación al llamar a nuestra capacidad de percibir la belleza, la regularidad, el orden y la armonía sentido inter­ no» (p. 5). Aquí el sentido interno de la belleza se define como una «determinación a ser agradado». Así definido, el sentido de la belleza no aporta ningún elemento cognitivo a la mente; reacciona ante la presencia de algo que ya está en ella. Pero en el pasaje mencionado justo antes de la última cita, Hutcheson sugiere de manera vigorosa que el sentido de la belleza posee una dimensión cognitiva paralela a la de los sentidos externos. Claramente cree que los sentidos ex­ ternos tienen aspectos cognitivos y afectivos, y el primero de los dos pasajes anteriores sugiere que el sentido de la be­ lleza también tiene un aspecto cognitivo así como uno afec­ tivo. El pasaje que habla del discernimiento de la semejanza aparece en la cuarta y última edición de Una investigación sobre el origen de nuestras ideas de belleza y virtud. Puede que Hutcheson comenzara a darse cuenta de que debía ubicar la capacidad de discernir semejanzas en alguna parte y de que no encajaba fácilmente en la maquinaria de los sentidos ex­ ternos. Llegados a este punto, es el momento oportuno para la si­ guiente observación. Hay para quien Hutcheson intenta ar­ güir, usando un lenguaje más próximo, que «x es bello» es análogo a «x es rojo». De ese modo, alguien podría pensar, Hutcheson debería dar una explicación de las condiciones es­ tándar para la percepción de lo bello análoga a la explicación de las condiciones estándar en el caso de la percepción del rojo. Sin embargo Hutcheson no trata en ningún momento de darla. Para él, el sentido de la belleza es una facultad afec­ tiva, no una facultad mediante la que percibimos lo bello del modo en que el color rojo se percibe mediante la visión. De acuerdo con Hutcheson, los. sentidos externos son tanto cog-

nitivos como afectivos, pero el sentido interno de la belleza se asemeja a los sentidos externos sólo en lo que concierne al as­ pecto afectivo -la capacidad de sentir placer. El siguiente es un segundo argumento a favor del senti­ do interno de la belleza que Hutcheson ubica entre las dos versiones del argumento anteriormente discutidas: «[Des­ cernimos un tipo de belleza» derivándose placer como en el caso de teoremas o verdades universales, donde las experien­ cias de los sentidos externos no desempeñan un papel signi­ ficativo (p. 17). El argumento consiste en presentar un caso de belleza en el que los sentidos externos no desempeñan ningún papel central; debiendo ser, de este modo, un senti­ do interno el origen del placer. El argumento funciona solo en el caso de que los placeres en cuestión no puedan estar vinculados a los sentidos externos o a alguna otra causa, y en caso de que algún tipo de sentido sea necesario para ob­ tener el placer. Los dos argumentos están destinados a demostrar que existe un sentido que es interno, es decir, distinto de los sen­ tidos externos, que tiene distintos objetos que causan pla­ cer. Ambos argumentos requieren que el placer derive de un sentido. En el segundo, que concierne a teoremas y demás, y los placeres que producen, Hutcheson cree poder concluir, dado que los sentidos externos no están involucrados y por consiguiente no pueden ser el origen del placer, que debe haber un sentido interno que sea su causa. En el primer ar­ gumento, después de observar que alguien con buenos sen­ tidos externos que sienta placer con ideas simples podría ser incapaz de sentir placer con ideas complejas (música, etc.), concluye que una persona tal carece de una habilidad para sentir placer. Ya que Hutcheson asume que el placer debe estar relacionado con un sentido u otro, y que los sen­ tidos externos del sujeto en cuestión se encuentran en per­ fecto estado, la conclusión es que el sujeto carece de un sentido-de un sentido interno.

Un tercer argumento a favor de un sentido interno de la belleza, que se combina con el primero, atañe a la relación del conocimiento con la experiencia. Al comienzo de la pri­ mera sección, en un pasaje en el que asumo que se refiere sólo a las ideas simples, Hutcheson afirma, «Muchas de nuestras percepciones sensibles son placenteras y muchas otras dolorosas de modo inmediato y sin ningún conoci­ miento de la causa del placer o dolor, o de cómo lo excitan los objetos...», (pp. 12-13). Más tarde observa que puede darse el caso de que una persona de buen gusto disfrute del placer de la belleza «inmediatamente sin tanto conocimien­ to» de la semejanza de la proporción (p. 18). Lo que aquí afirma es que el placer de la belleza se puede experimentar «sin tanto conocimiento». Hutcheson, sin embargo, pasa a realizar una afirmación de mayor peso, «Esta capacidad su­ perior de percepción es con justicia llamada un sentido a causa de su afinidad con los otros sentidos en que el placer no surge de un conocimiento de los principios, proporcio­ nes, causas o de la utilidad del objeto, sino que se suscita en nosotros inmediatamente con la idea de belleza» (p. 18). Este paralelismo entre la inmediatez de la relación de los placeres de ideas simples con el conocimiento, por una par­ te, y la inmediatez de la relación de los placeres de ideas complejas con el conocimiento, por otra, se toma como una justificación para emplear la noción de sentido interno, si bien en este tercer argumento, Hutcheson se centra en lo que toca a la justificación del sentido de la noción de senti­ do interno. Al principio de la primera sección, Hutcheson da una pista de cómo piensa encargarse de los desacuerdos sobre del gusto. Hutcheson corrobora la creencia de que nuestras mentes son prácticamente iguales y sugiere que desacuerdos acerca de placeres tanto de ideas simples como complejas pueden explicarse mediante la asociación de ideas. Lo que está sugiriendo es que determinados tipos de experiencia

pueden socavar los placeres del sentido innato de lo bello y de los sentidos innatos externos. Hutcheson trata este tema en profundidad más adelante en su libro. Vuelvo ahora a la visión de Hutcheson respecto al refe­ rente de «belleza». Hutcheson anuncia su posición en la pri­ mera sección en un pasaje citado con frecuencia. Obsérvese que en las páginas siguientes la palabra belleza significa la idea suscitada en nosotros y sentido de la belleza nuestra capacidad de recibir tal idea. Armonía denota tam­ bién nuestras ideas placenteras suscitadas por la composición de los sonidos y un buen oído (como se dice generalmente) una capacidad de percibir tal placer. En las secciones si­ guientes se realiza un intento de descubrir cuál es la ocasión inmediata de estas ideas placenteras o qué cualidad real en los objetos las excita ordinariamente (p. 15). Las dos primeras frases de esta cita no aclaran realmente si «belleza» y «armonía» hacen referencia a los sentimientos de placer o a aquellas características de los objetos de la ex­ periencia que causan los sentimientos placenteros. «La idea suscitada en nosotros» e «ideas placenteras» podrían hacer referencia a ambas cosas. Del mismo modo, «nuestra capa­ cidad de recibir tal idea [belleza]», y, el modo en que Hut­ cheson concibe «un buen oído», deja abierta la posibilidad de que estas capacidades produzcan sentimientos placente­ ros o disciernan aquellas características de los objetos de la experiencia que causan dichos sentimientos. No obstante, la última frase de la cita deja claro que «belleza» y «armonía» hacen referencia a los sentimientos placenteros, ya que Hut­ cheson dice que con posterioridad en el ensayo tratará de identificar las características de los objetos de la experiencia que ocasionan las ideas placenteras. Un resultado curioso de esta interpretación es el significado que se le da a la expre­ sión «un buen oído». Hutcheson escribe que «un buen oído (como se dice generalmente) [es] una capacidad de percibir

tal placer». Esto quiere decir que una persona con buen oído es aquella que recibe placer de la música. Ordinaria­ mente, se entiende que la expresión «buen oído» quiere de­ cir que la persona que lo tiene es aquella que puede discer­ nir diferencias musicales sutiles. El que alguien que tenga buen oído reciba placer de las distinciones realizadas se en­ tiende ordinariamente como una cuestión adicional distin­ ta. Este pasaje data de la primera edición, y parece ser, como apuntamos antes, que Hutcheson sólo había empeza­ do a comprender con la cuarta edición que quedaba la cues­ tión de cómo discernir las ideas complejas. Ni siquiera en la cuarta edición introduce en este pasaje la noción cognitiva de similitud discernidora. De este modo, mantiene tanto su visión de que «belleza» hace referencia al placer como la in­ terpretación errónea de la noción de «buen oído». La visión oficial de Hutcheson, tal y como aparece en su pasaje definitorio, es que «belleza» hace referencia a un cier­ to placer. Sin embargo, en ocasiones emplea «belleza» para referirse al placer y en ocasiones para referirse a las caracte­ rísticas de un objeto de la experiencia que causan placer, aparentemente sin darse cuenta de que hay un problema. Por ejemplo, escribe, «Y, además, las ideas de belleza y ar­ monía, como otras ideas sensibles, son tan necesarias como inmediatamente placenteras para nosotros...», (p. 18). Lo que aquí debe estar diciendo es que ciertas características de los objetos de la experiencia son innatamente placenteros; de no ser así, estaría simplemente afirmando de manera tri­ vial que el placer es placentero. En otras partes, Hutcheson se muestra bastante explícito al usar «belleza» para referirse a características de los objetos de la experiencia, como cuan­ do escribe, «La belleza en las formas corpóreas es original o comparativa» (p. 20). Cuando emplea «bello» y «belleza» para referirse a características de los objetos, lo hace en lo que podría llamarse un modo derivado; es decir, los objetos bellos lo son por tratarse de objetos que suscitan el sentido

de la belleza, lo que a su vez produce placer (belleza en su senddo básico o definitorio). Al principio del prólogo, Hutcheson hace hincapié en la necesidad con que algunos objetos perceptuales nos agradan y desagradan, con lo que quiere 'decir que estas disposicio­ nes a ser agradados o desagradados se encuentran en «la misma constitución de nuestra naturaleza»; es decir, son in­ natas. Al final de la primera sección, señala nuevamente esta necesidad y añade que estos placeres y «desplaceres» son también inmediatos. Hutcheson cree que esta inmediatez muestra que los placeres y «desplaceres» no pueden ser el producto de nuestro propio interés, presumiblemente por­ que el interés en nosotros mismos implica realizar cálculos, lo cual lleva tiempo. Además, añade Hutcheson, a menudo también perseguimos la belleza en contra de nuestro propio interés: «Esto nos muestra que, aunque podemos perseguir los objetos bellos por amor de nosotros mismos, con la fi­ nalidad de obtener los placeres de la belleza... sin embargo debe haber un sentido de la belleza antecedente incluso a la previsión de este interés, sentido sin el cual tales objetos no nos serían provechosos» (p. 19). Hutcheson pasa de la in­ mediatez del placer de la belleza a la conclusión de que di­ cho placer no puede ser interesado. Luego usa esa conclu­ sión como una evidencia más de que existe un sentido de la belleza que subyace al placer de ella y que de este modo es antecedente a cualquier placer interesado. Al final de la primera sección, Hutcheson plantea la cuestión del último elemento de su teoría -la naturaleza de la característica o características de los objetos de la expe­ riencia que suscitan el sentido de la belleza—. El pasaje co­ mienza, «La belleza en las formas corpóreas es original o comparativa, o, si se prefiere, absoluta o relativa» (p. 20). Aquí está claramente usando «belleza» para referirse a obje­ tos de la experiencia. La base de la distinción entre belleza absoluta y belleza relativa es la noción de representación; al­

gunos objetos bellos son representaciones, y otros no. La belleza comparativa o relativa es belleza representacional. La belleza original o absoluta es belleza no representacional. Una vez que haya desarrollado los detalles de este último elemento de su teoría en las tres secciones siguientes, la be­ lleza representacional se verá reducida a un caso especial de belleza no representacional. En el último párrafo de la primera sección, Hutcheson deja claro que al hablar de belleza absoluta no está afirman­ do nada sobre la belleza como propiedad de los objetos in­ dependiente de nuestra mente. De acuerdo con su opinión, los objetos bellos lo son sólo en relación a la mente huma­ na. Al exponer este punto hace algunas observaciones con­ fusas sobre las cualidades primarias y secundarias, observa­ ciones que no creo que tengan ninguna implicación particular para su teoría y que voy a ignorar. Antes de seguir con la discusión sobre belleza absoluta y belleza relativa, quiero hacer notar que en el prólogo y en la primera sección Hutcheson no se dedica simplemente a bosquejar su teoría. Ya ha comenzado a argumentar en su favor, eliminando así ciertas posibilidades. Al ligar las ideas simples y sus placeres al sentido externo y las ideas comple­ jas y sus placeres (lo bello) al sentido interno, Hutcheson descarta la posibilidad de que las ideas simples consideradas por separado puedan contribuir a la belleza y ha dictamina­ do que lo que suscita el sentido de la belleza debe de ser una idea o ideas complejas. Uniformidad en la variedad En la segunda sección, Hutcheson discute la belleza ab­ soluta. En la tercera sección, trata la belleza de los teoremas, que claramente es un caso especial de belleza absoluta. A la belleza de los teoremas se le dedica su propia sección presu­

miblemente porque, a diferencia de los casos discutidos en la sección anterior, aquí los sentidos externos no desempe­ ñan ninguna función directa. En la cuarta sección, Hutche­ son discute la belleza representacional, que aunque no de manera obvia también resulta ser un caso especial de belleza absoluta. Hutcheson abre la segunda sección con esta observa­ ción: «Puesto que es seguro que tenemos las ideas de la be­ lleza y de la armonía, examinemos qué cualidad en los obje­ tos las suscita o constituye su ocasión» (p. 23). Aquí «belleza» y «armonía» hacen claramente referencia al placer, ya que la característica de los objetos es la causa de la idea de belleza que Hutcheson pretende descubrir. En la siguien­ te oración utiliza «belleza» para referirse a una característica de los objetos. «Y obsérvese aquí que nuestra investigación versa exclusivamente sobre las cualidades que resultan bellas para los hombres...», (p. 23). Lo que aquí hace es cualificar su anterior afirmación de que la belleza es relativa a la men­ te al observar que está hablando solamente de ja mente hu­ mana. Los animales parecen tener otras preferencias. Hutcheson propone comenzar su investigación sobre lo que suscita el sentido de la belleza con una consideración de los «modos más elementales, tal como ocurre en las figuras regulares» (p. 24). Entonces sugiere que lo que suscita el sen­ tido de la belleza en los casos más simples también puede ser lo que lo suscite en casos más complicados. Su modo de pro­ ceder sugiere la posibilidad de que en los casos simples una característica de los objetos pudiera suscitar el sentido de la belleza y que otra característica sea la que lo suscite en los ca­ sos complicados, pero no creo que esté aquí considerando se­ riamente la posibilidad de una causalidad múltiple. Hutche­ son continúa con los casos más simples de figuras regulares: Las figuras que suscitan en nosotros las ideas de belleza parecen ser aquellas en las que hay uniformidad en la varie­

dad. Hay muchas concepciones de objetos que son agrada­ bles bajo otras perspectivas, como la sublimidad, la nove­ dad, la santidad... Pero lo que llamamos bello en los obje­ tos, para decido en términos matemáticos, parece ser una razón compuesta de uniformidad y variedad porque, cuan­ do la uniformidad de los cuerpos es igual, la belleza es equivalente a la variedad y, cuando la variedad es igual, la belleza es equivalente a la uniformidad. Esto puede parecer probable y mantenerse de modo bastante general» (p. 24; la cursiva es mía). En este pasaje Hutcheson emplea «parece/n/r» tres ve­ ces, presumiblemente para indicar que solamente está expo­ niendo su conclusión de modo tentativo. Una vez expuesta, Hutcheson pasa a respaldarla con posterioridad. La última oración del pasaje que acabo de citar, «Esto puede parecer probable y mantenerse de modo bastante general», que no es sino una observación final de todo lo que ha estado di­ ciendo, oscurece su modo de proceder (exponiendo la con­ clusión primero y respaldándola después). En las tres pri­ meras ediciones de la Investigación sobre el origen de nuestras ideas de belleza y virtud, esta última línea lee, «Esto se acla­ rará mediante ejemplos», lo que indica que los ejemplos que siguen constituyen supuestamente el punto de apoyo de su conclusión. Entonces prosigue proporcionando una larga lista de ejemplos que aparentemente cree que son ob­ vios y que respaldan suficientemente su conclusión acerca de la uniformidad en la variedad. Hutcheson comienza con una discusión de las figuras regulares. Aunque no lo diga de manera tan explícita, considero que la estructura de su argumento es la siguiente: (1) He aquí algunos ejemplos de pares de objetos (figuras regula­ res) que, tal y como todos acordaremos, suscitan el sentido de la belleza diferencialmente; (2) un examen de ellos reve­ lará la propiedad o propiedades que lo suscitan. Como ejemplo de un primer tipo de pareja tendríamos la afirma­

ción de Hutcheson de que un cuadrado es más bello que un triángulo equilátero. Siendo ambas figuras igualmente uni­ formes, lá uniformidad no puede ser la característica res­ ponsable de la diferencia de belleza* El cuadrado tiene más variedad (más lados); luego la mayor variedad debe de ser la responsable del mayor grado de belleza. Como ejemplo de un segundo tipo de pareja tendríamos la afirmación de que un triángulo equilátero es más bello que uno escaleno. Am­ bas figuras tienen la misma variedad (tienen tres lados), así que la variedad no puede ser la característica responsable de la diferencia de belleza. El triángulo equilátero tiene más uniformidad que el triángulo escaleno; luego la mayor uni­ formidad debe de ser la responsable del mayor grado de be­ lleza. Este es el argumento de Hutcheson en favor de la conclusión de que la razón compuesta de uniformidad y va­ riedad suscita el sentido de la belleza. (Nótese que no dice de un par de objetos que uno sea bello y que el otro no lo sea. Hutcheson habla de «más bello que»; esto es, habla de parejas de objetos que poseen en mayor o menor medida la característica responsable de la belleza.) Los argumentos de Hutcheson sobre figuras regulares se enfrentan a una serie de problemas. En primer lugar, la afir­ mación de que un cuadrado es más bello que un triángulo equilátero resulta poco intuitiva. En mi opinión la abruma­ dora mayoría de la gente no estaría de acuerdo con dicha afirmación. La falta del acuerdo universal que Hutcheson presupone viene a minar el argumento a favor de la varie­ dad como una característica de la belleza. No obstante, no estoy sugiriendo que la variedad no pueda contribuir a la belleza. En segundo lugar, la afirmación de que un triángulo equilátero y uno escaleno tienen la misma variedad parece ser falsa. Ambos triángulos tienen el mismo número de la­ dos y ángulos, pero los lados desiguales del triángulo escale­ no le hacen ser más variado. La conclusión de que un trián-

guio equilátero es más bello que uno escaleno es plausible, pero el razonamiento es defectuoso. Pero la mayor dificultad no tiene que ver con los proble­ mas menores que acabamos de ver sino con el hecho de que a partir de las figuras regulares Hutcheson prosigue como si pudiera encontrar entre sus propiedades todas las característi­ cas que suscitan el sentido de la belleza. Las figuras geométri­ cas, por ejemplo, carecen de color, lo cual es de la mayor im­ portancia en lo que toca a la belleza. (Hutcheson puede, por supuesto, explicar la armonía del color como una clase de uniformidad, pero lo que yo tengo en mente es la pura belle­ za del color, lo cual es muy distinto.) Por supuesto, Hutche­ son cree haber descartado que el color «consideradlo] separa­ damente» pueda contribuir a la belleza por estar ligado a los sentidos externos. De haber empezado con objetos más com­ plicados que las figuras geométricas puede que hubiese llega­ do a otras conclusiones. No pretendo sugerir que Hutcheson esté equivocado al concluir que la uniformidad y la variedad son características que producen belleza. Mi sugerencia es que su método de argumentación limita severa y desfavora­ blemente las conclusiones que puede obtener. Una vez que ha alcanzado sus conclusiones básicas con respecto a las figuras geométricas, Hutcheson considera la be­ lleza en la naturaleza y afirma sin argumentación alguna, «El mismo fundamento [que empleamos en el caso de las figuras geométricas] es el que tenemos en nuestro sentido de la belle­ za en las obras de la naturaleza» (p. 25). Luego prosigue por extenso con una ilustración de cómo la uniformidad y la va­ riedad abundan por todas aquellas partes de la naturaleza que llamamos bellas. Primero señala aspectos a grandes rasgos: las formas esféricas de los cuerpos celestes, su movimiento perió­ dico, y otros aspectos *por el estilo. Después describe la super­ ficie terrestre como cubierta en su mayor parte por «un agra­ dabilísimo y pacífico color» muy diversificado por la luz, la forma, y por diversas características de la superficie. (Adviér­

tase que lo que considera importante para la belleza es la uni­ formidad del color, y no el color «considerad [o] separada­ mente».) Hutcheson prosigue citando detenidamente la uni­ formidad y la variedad en plantas, animales, fluidos, y sonidos. Los ejemplos tienden a ser bastante abstractos: la uniformidad que resulta de la semejanza entre todos los miembros de una especie y la variedad resultante de la exis­ tencia de muchos individuos en la especie; la variedad en las formas de moverse (andando, arrastrándose, volando, etc.) y la uniformidad en el mecanismo (contracción muscular). Hutcheson pone fin a la segunda sección con esta obser­ vación: ... obsérvese en todos estos casos de belleza que el placer es comunicado a quienes no han reflexionado nunca sobre su fundamento general y que todo lo que aquí se alega es esto: que las sensaciones placenteras surgen sólo de los ob­ jetos en que hay uniformidad en la variedad. Podemos ex­ perimentar una sensación sin saber cuál es su ocasión, del mismo modo que el gusto de un hombre puede provocar ideas de dulce, ácido o amargo, aunque ignore las formas de los pequeños cuerpos, o sus movimientos, que excitan tales percepciones en él (pp. 31-32). Exceptuando el desliz de escribir en su discusión de los pájaros sobre «la belleza que surge de los colores vivos», Hutcheson en ningún momento llega a considerar si hay al­ guna característica que contribuya a la belleza que no sea la uniformidad o la variedad. Esto, al considerar primeramen­ te las figuras geométricas, podría deberse a una fijación con la clase de propiedades que éstas poseen, o podría darse el caso de que se hubiese sentido fascinado por la uniformidad y la variedad en una fase incluso anterior. Sea cual sea la ex­ plicación, Hutcheson no hace sino seguir una y otra vez ilustrando el gran número de cosas bellas que tienen unifor­ midad y variedad.

En la tercera sección, que se titula «Sobre la belleza de los teoremas», Hutcheson continúa ilustrando la uniformi­ dad y la variedad en objetos bellos con un gran número de ejemplos, en este caso, objetos intelectuales en vez de senso­ riales. Pone como ejemplos cosas como proposiciones euclidianas y la teoría de la gravitación. En estos casos, la propo­ sición o teoría aúna una gran variedad de verdades o fenómenos. Hutcheson señala que los teoremas difíciles nos propor­ cionan más placer que los fáciles ya que las soluciones difí­ ciles tienen un elemento de sorpresa, lo cual es agradable. Es difícil de entender el motivo de esta observación, supo­ niendo que tenga razón, ya que claramente Hutcheson ni considera ni puede considerar que la sorpresa contribuya a la belleza. Quizá lo que está haciendo es simplemente cata­ logar los distintos placeres que se derivan para el ejercicio intelectual. Yendo más al grano, Hutcheson observa que nuestro de­ seo de uniformidad es tan poderoso que ha confundido a un número importante de filósofos. Menciona el deseo de Descartes de deducir todo el conocimiento de una sola pro­ posición y el uso de Leibniz del principio de razón suficien­ te, así como otros casos. Al final de la tercera sección, en un apartado dedicado a las obras de arte, Hutcheson ilustra la aparición de unifor­ midad y variedad en distintos tipos de arquitectura. El por­ qué una discusión de obras de arte, especialmente de arqui­ tectura, se incluye en una sección sobre la belleza de los teoremas es un misterio. En cualquier caso, Hutcheson con­ cluye este apartado sobre lo que realmente es su opinión acerca de la característica no representacional de la arquitec­ tura que produce belleza con la siguiente, no tan sorpren­ dente, afirmación: «Lo mismo podría descubrirse en todas las obras de arte, incluso en el utensilio más pobre, cuya be­ lleza se encontrará siempre que tiene el mismo fundamento

de la uniformidad en la variedad, sin la cual aparecerían mi­ serables, irregulares y deformes» (p. 39). En la cuarta sección, la última de las tres secciones sobre las características de los objetos qup suscitan el sentido de la belleza, Hutcheson discute lo que él llama belleza relativa o comparativa. Belleza relativa es «la que se aprehende en cualquier objeto considerado comúnmente como una imi­ tación de algún original» (p. 41). Después de caracterizar la belleza relativa, y sin argumento alguno que lo justifique, ofrece una explicación de cómo se da: «[E]sta belleza se fun­ da en una conformidad, o un tipo de unidad, entre el origi­ nal y la copia» (p. 41). El original de una imitación podría ser una cosa real o un objeto ficticio, lo que Hutcheson ca­ racteriza como «una idea establecida». La belleza relativa no depende en modo alguno de ninguna belleza en lo que re­ presenta, aunque un retrato de un objeto que tenga belleza absoluta tendrá dos fuentes de belleza. Existe un tipo de paradoja respecto a la noción de belle­ za relativa. Hutcheson habla de belleza relativa como la que se aprehende en un objeto, lo cual suena análogo al modo en que la belleza absoluta (uniformidad y variedad) se apre­ hende en un objeto natural o en una pieza arquitectónica. Pero la belleza relativa no puede estar en un objeto que es una representación en el modo en que la belleza absoluta está en un objeto. En la lectura de Hutcheson, la belleza re­ lativa está basada en la semejanza entre una representación y su motivo, lo que quiere decir que el objeto bello es el ob­ jeto complejo, la representación más su motivo con una rela­ ción de semejanza entre ellos. La belleza relativa es simple­ mente un caso especial de belleza absoluta en el que un elemento de un objeto complejo de belleza absoluta es una representación y el otro elemento es la cosa representada. La paradoja es que tal y como Hutcheson explica la belleza re­ lativa, se trata simplemente de otro ejemplo de belleza abso­ luta y no de otro tipo de belleza.

El hecho de que la explicación de Hutcheson de belleza relativa convierta a ésta en una clase compleja de belleza ab­ soluta quiere decir que su teoría se encuentra más unificada de lo que estaría de haber dos tipos distintos de belleza con dos bases diferentes. Lo que Hutcheson ha hecho es lo si­ guiente. Se da cuenta de que la representación es algo valio­ so, e incorpora ese valor en su teoría presentándolo como una clase de uniformidad, noción que ya se halla en el cen­ tro de su teoría. Sin embargo, su método desfigura el modo en que valoramos la representación. Por un lado, es la repre­ sentación en sí misma lo que valoramos, y no un complejo del que la representación es un elemento, aunque, por su­ puesto, la valoración concierne a la representación en su re­ lación con el motivo. Por otro lado, no valoramos a la re­ presentación como un caso de belleza; podríamos decir de una representación, «Eso es un bello retrato», pero lo que queremos decir es que existe un alto grado de semejanza, y no que la representación como tal sea bella. La universalidad del sentido de la belleza La sexta sección se titula «Sobre la universalidad del sen­ tido de la belleza entre los hombres». Al principio de la «In­ vestigación sobre el origen de nuestra idea de belleza», Hut­ cheson trata de probar que existe un sentido interno de la belleza. Después, trata de probar que la uniformidad en la variedad suscita el sentido de la belleza. Ahora va a tratar de probar que el sentido de la belleza es universal en los seres humanos. La prueba de la universalidad del sentido de la belleza que Hutcheson propone es una prueba que corre pareja con la prueba de la racionalidad. Hutcheson escribe,

Y así como concedemos que todos los hombres poseen razón, puesto que todos los hombres son capaces de com­

prender los argumentos simples, aunque sólo unos pocos sean capaces de demostraciones complejas, así en este caso debe ser suficiente para probar este sentido universal de la belleza el que todos los hombres se complacen más en los casos más simples con la uniformidad que con su contra­ rio... (pp. 67-68). Al decir que «todos los hombres se complacen más en los casos más simples con la uniformidad que con su con­ trario», supongo que quiere decir que todos los hombres se complacen más con un mayor grado de uniformidad que con un menor grado. Doy esta interpretación porque todo objeto tiene algún grado de uniformidad, lo cual quiere de­ cir que la uniformidad en un objeto no puede contrastarse con la falta de uniformidad en otro. (Adviértase que Hut­ cheson se centra por completo en la uniformidad sin men­ ción alguna de la variedad; esto pasa con cierta frecuencia en la «Investigación sobre el origen de nuestra idea de belle­ za». Adviértase también que asume que el estar complacido con la uniformidad constituye una evidencia decisiva de la existencia del sentido de la belleza.) El centrarse en casos simples garantiza, en opinión de Hutcheson, la operatividad del argumento ya que la complejidad introduce dificul­ tades. Un objeto complejo con un alto grado de uniformi­ dad, por ejemplo, podría no complacer a alguien ya que podría darse el caso de que la complejidad en sí imposibili­ tase la percepción de la uniformidad. Sin embargo, al consi­ derar casos más simples, cualquiera puede comprender el grado de uniformidad existente, funcionando así estos casos como prueba precisa de las verdaderas preferencias de la gente. Hutcheson formula diversas preguntas sobre parejas de objetos de mayor o menor uniformidad. Aunque no haga co­ mentarios al respecto, las parejas en cuestión difieren amplia­ mente en su grado de uniformidad. Hutcheson considera —correctamente, en mi opinión—que en todos los casos la pre­

ferencia por el objeto más uniforme es evidente. La preferen­ cia universal por la uniformidad (mayor uniformidad) prueba, en opinión de Hutcheson, la universalidad del sentido de la belleza. La primera de las preguntas es «... ¿acaso algún hom­ bre eligió alguna vez un trapecio o una curva irregular para la iconografía de su casa sin necesidad o algún motivo importan­ te de conveniencia?» (p. 68). Hutcheson cree que cualquier persona contestaría negativamente. Luego pone fin a la serie de preguntas similares con el siguiente pasaje. ¿A quién agradó alguna vez la desigualdad de alturas en las ventanas de una misma hilera o su forma diferente? ¿O las desiguales piernas, brazos, ojos o mejillas de una aman­ te? Sin embargo, hay que reconocer que el interés puede a menudo contrapesar nuestro sentido de la belleza tanto en éstas cuestiones como en otras y que las cualidades supe­ riores pueden hacernos pasar por alto tales imperfecciones (p- 69). Obviamente, la respuesta a estas dos preguntas también es negativa. De este modo Hutcheson prueba la universali­ dad de la preferencia por una mayor uniformidad y consi­ dera haber probado la universalidad del sentido de la belle­ za. Su método de argumentación consiste en elegir parejas de objetos de una simplicidad tal que cualquier persona normal sería capaz de percibir el grado de uniformidad exis­ tente. Una vez que se aclaran las preferencias, Hutcheson cree que es obvio que, a igualdad de condiciones, todo el mundo elegirá el mayor grado de uniformidad.

Los orígenes del «desplacer» y delplacer Tras mostrar la universalidad de la preferencia por la uniformidad y, para su propia satisfacción, la universalidad del sentido de la belleza, Hutcheson pasa a centrarse en

cuestiones acerca de los orígenes del «desplacer» y del placer. Si la uniformidad agrada universalmente al sentido de la belleza, ¿hay alguna forma -esto es, alguna idea complejaque le desagrade? Su respuesta es «*.. no hay ninguna forma que parezca necesariamente desagradable de suyo» (p. 65). Hutcheson podría haber argumentado, si bien no lo hace, que todo objeto individuado tiene algún grado de unifor­ midad, viéndose así el sentido de la belleza afectado de ma­ nera positiva en favor de la afirmación de que proporciona exclusivamente placer positivo. Por supuesto, este argumen­ to no mostraría la no existencia de ideas complejas que de­ sagraden al sentido de la belleza. Sin embargo, si el sentido de la belleza no es una fuente de «desplacer», ¿cuál es ei ori­ gen del «desplacer» que a menudo acontece en nuestras ex­ periencias del arte y de la naturaleza? Hutcheson encuentra diversos orígenes. Muchas ideas simples (olores, sabores, etc.) desagradan positivamente a los sentidos externos, y, si estas ideas se encuentran presentes en un objeto uniforme, pueden dar lugar a un «desplacer» positivo. Tales experiencias tendrían «desplacer» positivo, pongamos por caso, por un olor y placer positivo por la uniformidad. A veces también sentimos desagrado porque un objeto tiene una uniformidad menor de la que esperába­ mos que tuviese o de la que consideramos que debería ha­ ber tenido. Este «desplacer», no obstante, es decepción por no haber recibido más placer del que esperábamos o consi­ deramos que deberíamos haber recibido, y no «desplacer» del sentido de la belleza. Tales experiencias también serían compuestos de placer y «desplacer». Otra fuente de «desplacer» (y de placer) que puede com­ plicar una experiencia en la que el placer proviene del senti­ do de la belleza es la asociación de ideas. En la sexta sección, hay al menos cuatro lugares donde Hutcheson discute la asociación de ideas como algo que puede tener un impacto

en la experiencia del arte y de la naturaleza. De este modo dedica una gran cantidad de espacio al tema, si bien el si­ guiente pasaje ofrece la esencia de lo que tiene en mente. Sabemos qué agradable puede resultar un paraje silves­ tre a una persona que haya pasado los felices días de su ju­ ventud en él, y qué desagradables pueden serle lugares muy bellos si fueron el escenario de su miseria. Y esto puede ayudarnos en muchos casos a dar cuenta de la diversidad de los gustos sin negar la uniformidad de nuestro sentido [interno] de la belleza (p. 74). En opinión de Hutcheson, a veces incurrimos en un tipo de error al considerar un menor grado de belleza como la mayor belleza posible. Este error se produce en gran me­ dida debido a la amplia difusión de la uniformidad en el universo. Hutcheson ofrece el siguiente ejemplo curioso: «Un godo se equivoca, por ejemplo, cuando a causa de su educación piensa que la arquitectura [gótica] de su país es la más perfecta» (p. 69) y, de este modo, más bella que la ar­ quitectura romana. El godo tiene razón, dice Hutcheson, al pensar que la arquitectura gótica es bella ya que tiene uni­ formidad en la variedad, pero se equivoca al pensar que es más bella que la romana ya que la curva de la arquitectura romana es continua y, de este modo, más uniforme. (En cuanto a este punto el argumento podría ser usado en con­ tra Hutcheson, arguyéndose que la arquitectura gótica es más variada que la romana.) El supuesto error del godo po­ dría derivarse de una de las siguientes fuentes, o de ambas: (1) la estrechez de miras de su educación o (2) la asociación de ideas hostiles con los edificios romanos. Hutcheson pone fin a la sección sobre la universalidad del sentido de la belleza Con la siguiente observación: «La grandeur y la novedad son dos ideas diferentes de la de belleza que muchas veces nos recomiendan objetos. La razón de esto es extraña al presente tema. Véase Spectator, n.° 412» (p. 74).

Presumiblemente la intención de esta observación, además dé referir al lector a Addison, es hacer notar que todavía hay más cosas que pueden tener un efecto en nuestra experiencia de la belleza. Un objeto que fuese sublime o novedoso podría com­ placernos más que otro de mayor belleza. En la sección séptima, que se titula «Sobre el poder de la costumbre, la educación y el ejemplo en lo que atañe a nuestros sentidos internos», Hutcheson trata de reforzar su posición contestando a teorías rivales. Adversarios sin especificar han alegado que la costumbre, la educación, y/o el ejemplo son responsables de «nuestro gusto por los objetos bellos», cosa que Hutcheson niega (p. 75). La cos­ tumbre, señala Hutcheson, es simplemente el resultado de la repetición frecuente. Y si bien dicha repetición puede hacer que nuestra habilidad de percibir o comprender algo crezca, la mera repetición no puede hacer que algo nos complazca a no ser que exista una disposición previa. Hut­ cheson concluye que «si no tuviéramos un sentido natural de la belleza a partir de la uniformidad, jamás la costum­ bre nos hubiera hecho imaginar alguna belleza en los obje­ tos» (p. 76). Por educación, Hutcheson parece entender esencialmen­ te la asociación de ideas. Su argumento es que no podemos obtener placer de ninguna característica de los objetos me­ diante la asociación de ideas a no ser que tengamos sentidos naturales capaces de producirlo. Aquí menciona nuevamen­ te el ejemplo del godo que cree erróneamente que la arqui­ tectura gótica es más bella que la romana. El godo, afirma Hutcheson, nunca podría haberse formado esta creencia errónea de no haber poseído un sentido previo de la belleza. El caso del ejemplo es similar a los de la costumbre y la educación. El ejemplo de otros puede guiarnos y llevarnos a experimentar ciertas obras de arte, pero no puede hacer que sintamos placer con ellas. Por supuesto, el ejemplo podría llevar a alguien a simular que una obra de arte le complace,

pero el recibir placer realmente presupone que «nuestro sentido de la belleza es natural» (p. 79). Ya que la noción de la asociación de ideas desempeña un papel pequeño pero importante en la teoría de Hutcheson y prominente en las teorías de Gerard y Alison, será útil, lle­ gados a este punto, exponer de manera general dicha no­ ción. Primero, estos filósofos del siglo xvm, siguiendo a Locke, conciben las percepciones del mundo, las memorias, los pensamientos de las cosas y los placeres y dolores como ideas. «Idea» para ellos quiere decir «objeto de la conciencia». Cosas como las sensaciones de placer y dolor son ideas por­ que son objetos de la conciencia. Por ejemplo, la contempla­ ción de una manzana se concibe como una situación en la que se tiene conocimiento de una idea compleja (la manzana percibida), que está formada por ideas simples como la rojez percibida, la redondez percibida, y otras por el estilo; a su vez, algunos de estos filósofos conciben la idea compleja (la manzana percibida) como el efecto causal de un objeto físico que se encuentra fuera de la experiencia de la persona. El esquema general de la asociación de ideas es el si­ guiente: La aparición en la mente de un sujeto de una idea A tendrá como consecuencia la aparición de una idea B cuando la segunda idea se encuentre asociada de algún modo con la primera en la experiencia pasada del sujeto o cuando ambas ideas guarden alguna relación, digamos, de semejanza. La asociación podría ser, por un lado, de tipo natural, como cuando A y B están conectadas causalmente, o se parecen entre ellas, o son marcadamente diferentes. La percepción del humo trae a la mente la idea asociada causal­ mente del fuego. La percepción de John podría traer a la mente la idea de su hermano gemelo idéntico, James, que se le asemeja con total exactitud. Por otra parte, la asociación podría ser de tipo accidental. El ejemplo de Hutcheson de la percepción actual de un lugar bello que encontramos desa-

graciable porque en el pasado fue el escenario de la miseria de una persona es un ejemplo de una asociación accidental de ideas en funcionamiento. Como en el ejemplo de Hut­ cheson, una asociación accidental de ideas podría suponer una muy poderosa conexión de ideas. Hutcheson utiliza la asociación accidental para tratar de explicar cómo es posible que podamos tener experiencias distintas de un mismo objeto a la misma vez. Cuando una persona experimenta la idea B, la asociación de ideas podría importar en su experiencia en un momento determinado una idea A, asociada accidentalmente con la idea B. Otra persona que carezca de esta asociación accidental podría no tener la idea A en su experiencia en el momento en que está experimentando la idea B. Gerard y Alison hacen uso tanto de la asociación natural de las ideas como de la asociación accidental a la hora de desarrollar sus teorías.

Causas finales En la última sección del ensayo, Hutcheson completa su teoría con una discusión sobre las causas finales. ¿Por qué nos creó Dios con un sentido de la belleza, en primer lugar, y por qué con la uniformidad como su objeto? Podíamos haber sido creados sin un sentido de la belleza o con uno al que le agradase la irregularidad, esto es, que le agradasen aquellos objetos con un bajo grado de uniformidad. Puesto que somos seres de un entendimiento limitado, nuestro conocimiento del mundo debe ser un conocimien­ to de causas generales y teoremas; estamos demasiado limi­ tados intelectualmente como para tener conocimiento de un gran número de verdades particulares. De este modo, nuestras facultades cognitivas se encuentran orientadas ha­ cia la uniformidad. Si a nuestro sentido de la belleza le agra­ dase la irregularidad, nuestras facultades cognitivas nos con­

ducirían en una dirección-y nuestra naturaleza afectiva en la dirección opuesta. El conocimiento de causas generales sería necesario para nuestro bienestar y supervivencia, pero no obtendríamos ningún placer de él. En caso de carecer por completo de un sentido de la belleza, se seguiría un resulta­ do un tanto similar. Tal y como son las cosas, nuestras fa­ cultades cognitivas y nuestra naturaleza afectiva se encuen­ tran orientadas en la misma dirección. Por último, el que Dios nos proporcione sentidos de la belleza y un mundo repleto de uniformidades nos asegura una gran felicidad. Dios es un utilitarista. Es importante apuntar que las conclusiones teológicas de Hutcheson no tienen como fin respaldar a su teoría del gusto; solamente la completan. Los argumentos en favor de la teoría del gusto son independientes de su teología. Evaluación crítica de la teoría de Hutcheson Pasemos a resumir los argumentos que Hutcheson ofre­ ce a favor de su teoría del gusto con vistas a un examen crí­ tico. Primeramente, el argumento a favor de la conclusión de que hay un sentido interno de la belleza (paso primero) parece ser el siguiente: 1. Hay sentidos externos.

Común acuerdo

2. Los objetos de los sentidos internos son ideas simples, nunca ideas complejas.

Supuesto de Hutcheson

3. Algunos objetos de los Supuesto de Hutcheson sentidos externos produ­ cen placer, y el placer de­ riva de los sentidos externos.

4. Todo placer deriva de un sentido

Supuesto de Hutcheson

5. Sólo hay sentidos externos y sentidos internos.

Supuesto de Hutcheson

6. Hay ideas complejas de la belleza (composiciones musicales, cuadros) que producen placer.

Común acuerdo

7. El placer producido por las ideas complejas de la belleza no puede derivar de los sentidos externos.

De 2, 3 y 6

8. El placer producido por las ideas complejas de la belleza debe derivar de algún sentido que no sea externo.

De 4 y 7

9. Este sentido interno, esto es, hay un sentido interno de la belleza.

De 4, 5 y 8

10. Este sentido interno es la fuente del placer de las ideas complejas de la belleza.

De 4, 7 y 9

Sin duda alguna hay distintas maneras de atacar el argu­ mento de Hutcheson. Centrémonos en la cuarta premisa, «Todo placer deriva de un sentido». El argumento de Hut­ cheson requiere esta premisa porque sin ella el placer produ­ cido por las ideas complejas (composiciones musicales, etc.) no necesitaría de un sentido u otro que fuese el responsable. Y sin este requisito no se puede inferir que un sentido inter-

no (de la belleza) es el responsable. Pero no veo claro por qué el placer debe derivarse de un sentido. Consideremos los sentidos externos, pongamos por caso, la visión. Es cierto que a la hora de sentir placer con la percepción de un color (una idea simple), es necesario que el sentido externo de la visión opere primero; es decir, uno debe primero ver el color para recibir placer. Pero de esto no se sigue que el placer re­ cibido derive del sentido externo de la visión. La visión es una función cognitiva, y la obtención de placer de un objeto visual es una función afectiva. Pero no veo ninguna razón para concluir que la visión como tal tenga un aspecto cogni­ tivo y otro afectivo. En consecuencia, me parece que no exis­ te una buena razón para suponer, tal y como, hace Hutche­ son, que todo placer deriva de un sentido. Pero sin esta premisa, Hutcheson no puede concluir que haya un sentido interno de la belleza. Esto quiere decir que no tiene ninguna razón para atribuir unos placeres a los sentidos externos y otros a los sentidos internos, y esto a su vez quiere decir que no hay una buena razón para excluir a las ideas simples del dominio de lo bello. Peter Kivy, en su libro The Seventh Sense, argumenta de modo muy persuasivo que los criterios que Hutcheson pro­ pone para que algo sea un sentido -independencia de la vo­ luntad, innatismo, independencia del conocimiento, e in­ mediatez—no realizan la función que cree que realizan5. Hutcheson cree que el hecho de que los fenómenos en los que centra su atención exhiban estas cuatro características quiere decir que debemos atribuírselos a un sentido. Kivy arguye que estas cuatro características son también caracte­ rísticas de las operaciones de la razón tal y como Hutcheson y sus contemporáneos concibieron ésta última. La implica­ ción de este punto de vista es que Hutcheson tendría exac­ tamente la misma justificación para atribuir los fenómenos 5 Kivy, The Seventh Sense, pp, 37 y ss.

en los que estaba interesado a la razón como al sentido. El argumento de Kivy, en caso de tener éxito, también bastaría para desbaratar la conclusión de Hutcheson de que hay un sentido de la belleza. Se puede mostrar que el argumento de Kivy produce el mismo resultado que mi argumento: Hut­ cheson no muestra que haya un sentido de la belleza; de este modo, no muestra que haya un sentido interno de la belle­ za, así que no tiene una forma de excluir a las ideas simples del dominio de lo bello. El argumento de Hutcheson a favor de la conclusión de que la uniformidad en la variedad es lo que suscita el senti­ do de la belleza (paso segundo) parece ser el siguiente: Pri­ mero, examina parejas de objetos relativamente simples que suscitan el sentido de la belleza diferencialmente. Hutche­ son opina que si los objetos difieren sólo en una caracterís­ tica, entonces debe ser esta característica diferenciadora la responsable del mayor grado de belleza del objeto más be­ llo. Así, la característica en cuestión produce belleza. Por ejemplo, Hutcheson afirma que un cuadrado es más bello que un triángulo equilátero y que las dos figuras son igual de uniformes y difieren sólo en la variedad -el cuadrado tie­ ne más ángulos y lados—. Hutcheson concluye que la varie­ dad es la responsable del mayor grado de belleza del cuadra­ do y de este modo que es una característica que produce belleza. Empleando un argumento similar, Hutcheson con­ cluye que la uniformidad es una característica que produce belleza. Las dos premisas, (1) la uniformidad es una caracte­ rística que produce belleza y, (2) la variedad es una caracte­ rística que produce belleza, suponen el sostén de Hutcheson en favor de su conclusión de que la razón compuesta de uniformidad y variedad es lo que suscita el sentido de la be­ lleza. Entonces, proporcionando un ejemplo tras otro de objetos bellos más complicados que exhiben la razón com­ puesta de uniformidad y variedad, Hutcheson pasa a dar apoyo adicional a su conclusión. La amplia muestra induc­

tiva indica presumiblemente que todos los objetos bellos poseen dicha razón compuesta. A pesar de los problemas que muestra su argumenta­ ción, creo que Hutcheson tiene razón, al afirmar que la uni­ formidad en la variedad es una característica que produce belleza. Sin embargo, también concluye claramente que es la única característica que lo hace, aunque es obvio que el argumento no tiene nada relevante que decir respecto a esta exclusividad. Por supuesto, Hutcheson considera (errónea­ mente) que en el paso primero ya ha quedado descartado que cualquier idea simple pueda producir belleza. Pero in­ cluso aunque hubiese descartado todas las ideas simples, existen numerosas ideas complejas, a parte de la uniformi­ dad en la variedad, que no ha descartado —formas elegantes, elegantes líneas curvas, y otras por el estilo. Existe otro problema -un problema de omisión tanto en la teoría de Hutcheson como en las de otros muchos teóricos del gusto-. No distinguen entre que un objeto tenga una o varias características que producen belleza y que un objeto sea bello. Hutcheson habla de los objetos con uniformidad en la variedad como objetos bellos, pero esto no puede ser correcto porque virtualmente todos los objetos tienen uniformidad en la variedad pero no todos son bellos. Lo que realmente quiere decir es que los obje­ tos que tienen uniformidad en la variedad poseen una ca­ racterística que produce belleza. De este modo, Hutcheson (y muchos otros teóricos del gusto) nunca llegan a plantear la cuestión de qué cantidad o qué grado de una característica que produce belleza se necesita para que algo sea bello. «Lo bello», «lo estéticamente bueno», así como otras nociones evaluativas específicas son conceptos límite. Por ejemplo, en una teoría como la de Hutcheson, el tér­ mino «belleza» sería aplicable solamente en el caso de un objeto con un grado relativamente alto de uniformidad en la variedad.

Al llegar al tercer paso de su argumento —la prueba de la universalidad del sentido de la belleza—Hutcheson cree ha­ ber mostrado ya la existencia de un sentido de la belleza con uniformidad en la variedad como su único objeto. De este modo cree que conoce la naturaleza tanto del sentido de la belleza como de su objeto. No obstante, parece con­ templar la posibilidad de que sólo él o quizá unas pocas personas posean esta facultad. Asi, Hutcheson se compro­ mete a mostrar que es universal para todos los seres huma­ nos. Su método consiste en emplear una prueba a la que to­ dos los humanos sean sensibles —el método de comparar parejas de objetos muy simples de mayor o menor unifor­ midad—. Aquí hay a lo mejor un problema con la variedad, ya que Hutcheson no dice nada sobre ella en su argumento a favor de la universalidad. Puede que piense que como ya sabe que la uniformidad en la variedad es el único objeto del sentido de la belleza, sólo necesita preocuparse de un as­ pecto de la uniformidad en la variedad, a saber, la uniformi­ dad. En cualquier caso, con la muestra exitosa de su prueba de que todos los humanos prefieren un mayor grado de uniformidad a urt menor grado, Hutcheson cree haber mostrado que el sentido de la belleza con la uniformidad en la variedad como su único objeto es universal al género hu­ mano. Sin embargo, puesto que en el primer paso no logra mostrar que haya un sentido de la belleza, ni en el segundo que la uniformidad en la variedad sea su único objeto, lo único que el tercer paso muestra es que todo el mundo pre­ fiere una mayor uniformidad. Ya que Hutcheson no demuestra que haya un sentido de la belleza, no podemos responder a ninguna de las dos pre­ guntas que trata en el cuarto paso -si en las experiencias de lo bello el sentido de la belleza es en algún momento una fuente de «desplacer», y si es la única fuente de placer—. No obstante, al tratar de responder a estas preguntas Hutche-

son llega a algunas conclusiones defendibles, si bien tales conclusiones plantean en sí mismas problemas adicionales para su teoría. Tras haber declarado un tanto dogmáticamente que no hay idea compleja que «parezca necesariamente desa­ gradable de suyo» (p. 65), Hutcheson necesita dar cuenta del origen u orígenes del «desplacer» que a veces tiene lu­ gar en la experimentación de la belleza. La primera fuente de «desplacer» que menciona proviene del dominio de las ideas simples. Los olores y demás (ideas simples de los sentidos externos, tal y como él las llama) pueden ser res­ ponsables del «desplacer» en la experimentación de la be­ lleza. Ciertamente, tiene razón al afirmar que las ideas simples pueden ser la fuente del «desplacer». No obstan­ te, la cuestión de las ideas simples plantea una dificultad. Del mismo modo que hay ideas simples desagradables, hay ideas simples agradables. Puesto que Hutcheson no ha mostrado que haya un sentido de la belleza que reac­ cione sólo ante ideas complejas y que sea la única fuente del placer en lo bello, no tiene un modo de mostrar que el placer producido por ideas simples no es parte del pla­ cer de la belleza. La segunda fuente de «desplacer» en la experimentación de la belleza que Hutcheson identifica es la asociación de ideas. Ciertamente, también tiene razón al afirmar que la asociación de ideas puede ser responsable del «desplacer» en la experimentación de la belleza. Pero aquí nuevamente su argumentación plantea una dificultad. La asociación de ideas puede producir tanto placer como «desplacer», y pues­ to que Hutcheson no ha probado que la existencia del sen­ tido de la belleza sea la única fuente del placer en la belleza, su teoría no muestra que los placeres que se derivan de aso­ ciaciones no son parte del placer de la belleza. Este punto débil en la teoría de Hutcheson deja un resquicio a las pos­ teriores teorías asociacionistas del gusto.

Ciertamente, Hutcheson también tiene razón respecto a la decepción -su tercer candidato a productor de «despla­ cer»-. La decepción cuando esperamos algo mejor puede suponer un «desplacer» en la experiencia de la belleza. Pero nuevamente hay una dificultad. A,falta de una prueba a fa­ vor de la existencia del sentido de la belleza como única fuente de placer, su teoría no muestra que el placer de la sa­ tisfacción de obtener algo tan bueno como esperábamos no sea una parte del placer de la belleza. Las observaciones de Hutcheson acerca de los orígenes del «desplacer» en experiencias de lo bello suponen clara­ mente un intento de combatir el problema del relativismo -«dar cuenta de la diversidad de los gustos»-. Las ideas sim­ ples desagradables, la decepción cuando esperábamos más, y las asociaciones de las ideas pueden aportar importar «des­ placer» en las experiencias de la belleza y ocasionar desa­ cuerdos. Por supuesto, Hutcheson piensa que está claro que se trata de tres distracciones irrelevantes que no tienen nada que ver con la belleza, y que no ofrecen, de este modo, nin­ gún apoyo al relativismo. Las observaciones de Hutcheson acerca de la sublimidad y la novedad desempeñan sin duda alguna una función similar al final de la discusión sobre la universalidad del sentido de la belleza. La sublimidad y la novedad son fuentes de placer pero son diferentes de la be­ lleza, y si hay desacuerdos en cuanto a experiencias de belle­ za cuya causa está en el placer importado por experiencias concurrentes de sublimidad o novedad, esto no respalda al relativismo de la belleza. Por supuesto, para Hutcheson, el «relativismo» que así evitamos no es en realidad relativismo; Hutcheson está tratando de explicar la diversidad de los gustos que surge no del desacuerdo sobre la belleza de objetos sino del placer y del «desplacer» importado en las experiencias de objetos bellos por otras cosas -asociaciones de ideas, subli­ midad, y demás—. Para Hutcheson, el verdadero relativis­

mo podría darse solamente en el caso en que la gente no estuviese de acuerdo sobre si la uniformidad en la varie­ dad proporciona placer. Pero ha mostrado que hay una preferencia universal a favor de esta característica. Por su­ puesto, no ha mostrado que la uniformidad en la varie­ dad sea la única fuente de placer de la belleza, y si la gen­ te está en desacuerdo respecto a otras características, entonces el relativismo se sigue vislumbrando como un problema. La segunda pregunta del cuarto paso es si la costumbre, la educación, y/o el ejemplo pueden ser fuentes del placer de la belleza. Hutcheson quiere mostrar que, al contrario de lo que algunos han supuesto, la costumbre, la educación y/o el ejemplo no pueden serlo y que el sentido de la belleza sí lo es. Consideremos primero la costumbre. Supongamos que escuchamos repetidamente una pieza musical y que nos acostumbramos a ella. Supongamos que, como resultado, llegamos a percibir sus diversas cualidades sonoras y que las encontramos bellas (es decir, recibimos placer de ellas). De este modo, la costumbre (el acostumbrarse) desempeña un papel en el hallazgo de belleza en la música. Sin embargo, no es la costumbre, arguye Hutcheson, lo que causa el pla­ cer; la costumbre no es más que el mecanismo que nos per­ mite reparar en las cualidades musicales. Entonces, una vez que advertimos las cualidades, éstas nos complacen. Hut­ cheson escribe que si no tuviéramos un sentido natural de la belleza a partir de la uniformidad, jamás la costumbre nos hubiera hecho imaginar alguna belleza en los objetos... Cuando tenemos previamente tales sentidos naturales, la costumbre puede hacernos capaces de llevar más allá nuestras previsiones y de recibir ideas más complejas de belleza en los cuerpos o de armonía en los sonidos al aumentar nuestra atención y nuestra prontitud de percepción (pp. 76-77).

Hutcheson tiene razón en cuanto a la costumbre, pero su afirmación de que existe un «sentido natural de la belle­ za» que es anterior a la costumbre no está justificada. Ten­ dría justificación la afirmación de que la disposición a com­ placerse con la uniformidad (o quizá con otra característica) es anterior a la costumbre. Recuérdese que el sentido de la belleza es una disposición a sentir agrado con una idea compleja en particular y no con ninguna otra idea simple o compleja y que Hutcheson no ha mostrado que exista una disposición específica de este tipo. Hutcheson no expone su argumento contra la educa­ ción como fuente del placer de la belleza con mucha clari­ dad, pero en mi opinión sigue la misma línea que el argu­ mento contra la costumbre. Podemos estar instruidos en pintura, música, y demás, y una instrucción tal puede hacer engrosar nuestro conocimiento de estas artes y de sus cuali­ dades y de este modo hacer incrementar el número y rango de cosas con las que sentir placer. Pero la educación, al igual que la costumbre, es simplemente un mecanismo para au­ mentar nuestro conocimiento. El incremento de conoci­ miento de las cualidades de las cosas y su armonización no harán de por sí que sintamos placer con esas cualidades o cosas; una disposición para recibir placer de dichas cualida­ des también es necesaria. Hutcheson asume que esa disposi­ ción es el sentido de la belleza. En este caso también se pue­ de aplicar la crítica dirigida contra la conclusión análoga de Hutcheson en conexión con la costumbre. El argumento contra el ejemplo es el mismo que el argu­ mento contra la educación. El ejemplo de otros puede traer cosas bellas a nuestra atención, pero no podríamos sentir placer con ellas sin una disposición previa, es decir, sin un sentido de la belleza. La crítica contra la costumbre también es aplicable en este caso.

Asociación y coalescencia de las ideas: Alexander Gerard

En la teoría del gusto de Hutcheson, la asociación de ideas desempeña un papel enteramente negativo: se hace uso de ella para explicar por qué existen preferencias des­ viadas. Por ejemplo, la asociación de ideas se usa para expli­ car el que alguien prefiera un objeto de menor uniformidad (menor belleza) a un objeto de mayor uniformidad (mayor belleza). Una explicación residiría en la asociación de una determinada cosa o suceso agradable con el objeto de me­ nor uniformidad de tal modo que el placer de ese objeto junto con el placer de la cosa o suceso agradable asociado restan valor al placer del objeto de mayor uniformidad. En ningún momento se le pasó a Hutcheson por la cabeza que el hecho de que se le pueda restar valor al placer del objeto de mayor uniformidad, y el no preferirlo, no tiene nada que ver ni con el grado de belleza del objeto de menor uni­ formidad ni con el grado de belleza del objeto más unifor­ me. Sin embargo, varios de los teóricos del gusto que suce­ dieron a Hutcheson otorgan a la asociación de ideas un papel central y positivo en sus teorías -un papel que, a su entender, no involucra desviación alguna. De las dos explicaciones asociacionistas de la naturaleza del gusto más prominentes, la de Alexander Gerard, ex-

puesta en su Ensayo sobre el gusto (1759), es la más antigua. Originariamente, el Ensayo de Gerard tenía tres partes, pero en la tercera y última edición de 1780 añadió una cuarta parte titulada «Sobre la norma del gusto». Esta sección hace referencia y toma claramente como modelo el ensayo ho­ mónimo de Hume, pero quizás la característica más notable es que, al igual que el ensayo de Hume, no hace un uso po­ sitivo de la asociación de ideas. Sólo encontramos un uso negativo del tipo que vimos en la teoría de Hutcheson. Por consiguiente, en este capítulo, que se centra en el asociacio­ nismo de Gerard, trataré sólo las tres primeras partes, que constituyen un todo unificado que concierne la asociación de ideas. No obstante, no seguiré el orden de Gerard ya que a veces separa puntos que deberían ir juntos. En el capítulo quinto, en relación con la teoría de Hume, discutiré dos puntos de su no asociacionista «Norma del gusto»; aunque Gerard carece de la agudeza filosófica de Hume, hay dos momentos en que complementa su teoría. En este capítulo, expondré primeramente la teoría de Gerard y luego plantearé unas cuantas preguntas que se li­ mitan a ella. Permítaseme hacer notar aquí que, incluso en las tres partes originales del libro, Gerard solamente hace uso de la asociación de ideas en determinadas partes de su teoría. Así, su teoría es en un sentido sólo parcialmente aso­ ciacionista. En el siguiente capítulo discutiré primeramente la teoría asociacionista absoluta de Archibald Alison y luego trataré de dar una amplia evaluación del asociacionismo de Gerard y de Alison como teorías del gusto. Sentido interno: Naturaleza y número El uso que Hutcheson y Gerard hacen respectivamente de la asociación de ideas no es la única diferencia importan­ te entre sus teorías. Para Hutcheson, el sentido interno de la

belleza es una «caja negra» que reacciona ante la uniformi­ dad en la variedad produciendo placer. Si bien en su discu­ sión de las causas finales explica por qué el sentido de la be­ lleza reacciona ante la uniformidad -esa parte de nuestra naturaleza afectiva apunta en la misma dirección que nues­ tra naturaleza cognitiva- Hutcheson no tiene nada que aña­ dir respecto a su composición. Gerard, por el contrario, da una explicación detallada de la composición interna de los distintos sentidos internos que distingue. Más tarde Gerard, aunque no lo diga al principio del libro, también contrasta su visión de los sentidos internos como derivados y com­ puestos con la visión que Hutcheson ofrece de éstos como últimos y originales. Otra diferencia que se menciona con frecuencia es que mientras que Hutcheson discute únicamente el sentido de la belleza, Gerard distingue y discute siete sentidos del gusto: los sentidos de novedad, sublimidad, belleza, imitación, ar­ monía, ridículo, y virtud. No obstante, en cuanto a la cues­ tión del número de sentidos la diferencia puede que no sea tan grande como a primera vista pudiera parecer. Aunque no se extiende en sus observaciones, Hutcheson menciona la su­ blimidad y la novedad de tal modo que parece estar sugirien­ do la existencia de sentidos de lo sublime y de lo novedoso. También trata a la armonía como un tipo de belleza, así que respecto a la cuestión del número de sentidos las dos teorías se hallan quizá más cerca entre sí que lo que pudiera parecer en un principio. Más adelante, en este capítulo, veremos también cómo el sentido moral puede ser un aspecto del gus­ to, y mostraré que el sentido moral de Hutcheson es de algún modo análogo al sentido de la virtud de Gerard. La coalescencia y asociación de ideas Gerard dedica la primera parte de su libro a una exposi­ ción de la naturaleza de los siete sentidos del gusto y de sus

objetos. Comienza con una discusión del sentido de la no­ vedad. Al igual que en la explicación de los otros seis senti­ dos internos que distingue, su discusión de la novedad con­ siste en una descripción del placer que se obtiene de un cierto tipo de objeto u objetos, junto con explicaciones de los fenómenos mentales que originan dicho placer. Sólo más tarde, en una extensa nota a pie de página hacia el principio de la tercera parte, ofrece una descripción teórica y técnica de los distintos sentidos internos y de los criterios que los diferencian. En su discusión de la novedad Gerard menciona siete fuentes distintas de placer. El primer -y creo que básicoplacer es el que se supone que surge como resultado de la dificultad moderada que asociamos con la concepción de un objeto novedoso. Esta actividad mental pone a la mente en «una disposición viva y elevada,» produciéndose de este modo «una sensación agradable»1. El placer fruto de un es­ fuerzo mental moderado es una característica típica de otros sentidos internos tal y como Gerard los concibe. Un poco más adelante, Gerard añade que incluso cuando un objeto novedoso es «tan simple que puede ser concebido sin difi­ cultad alguna» (p. 6), si uno está aburrido, el objeto nove­ doso proporcionará placer. Como ejemplo considera a al­ guien que está cansado del mobiliario de su casa y lo cambia sólo por la novedad de tener muebles nuevos. «Se prefiere el placer de la novedad, en este caso, a aquel que re­ sulta de la belleza real» (p. 7). En mi opinión, este placer por la pura novedad no constituye una segunda fuente de placer, ya que una mente «hundida en la indolencia y la languidez» se ejercitará y se pondrá en «una disposición viva 1 Alexander Gerard, An Essay on Taste. 3.a ed. de 1780, Walter J. Hipple, Jr., ed. (Delmar, N.Y.: Scholars’ Facsimiles & Reprints, 1978), p. 3. Todas las citas internas subsiguientes de Gerard en este capítulo vienen referidas á esta edición.

y elevada,» lo cual es agradable incluso sin ninguna dificul­ tad de concepción. Una segunda fuente de placer tiene lugar cuando un ob­ jeto novedoso es agradable por sí mismo. Si bien Gerard no te señala, el placer de un objeto agradable por sí mismo no es un placer que corresponda a la novedad, y es, en rigor, irrelevante en lo que respecta a la discusión de la novedad. Existen dos placeres distintos en este caso: el de la novedad y el que deriva de la agradabilidad del objeto. Una tercera fuente de placer en la novedad es el asombro. Gerard dice que el asombro «aumenta nuestro deleite o desa­ sosiego, al avivar más el pensamiento, y agitar la mente» (p. 8), lo cual suena como si se tratase de una clase especial fruto del ejercicio de la mente. Así, puede que el asombro no sea en realidad una fuente de placer distinta de la primera. Como cuarta fuente de placer está la pasión agradable. Cualquier pasión agradable o emoción que un objeto nuevo acaso produzca, se encontrará con el grato senti­ miento que naturalmente surge por su novedad, aumen­ tándolo. Un traje nuevo, por ser distinto del anterior, pro­ porciona placer a un niño; del mismo modo mueve su orgullo, y le mantiene en la expectativa de atraer la aten­ ción de sus compañeros (p. 9). Al igual que en el caso de la segunda fuente, el placer que deriva del orgullo no es, en rigor, un placer de la nove­ dad, siendo de este modo irrelevante en lo que respecta a la discusión de la novedad. ¿Por qué cree Gerard que los pla­ ceres de los objetos agradables y de las pasiones agradables deben ser considerados como placeres de la novedad? Adviértase que en el pasaje que acabo de citar, Gerard escribe que una pasión agradable producida por un objeto novedoso «se encontrará con» el placer que surge natural­ mente de la novedad, esto es, con el placer que surge del ejercicio mental moderado. Gerard opina que bajo determi­

nadas condiciones, cuando dos placeres se encuentren pre­ sentes en la mente a la misma vez, éstos se fusionarán for­ mando un único placer mayor. En el caso que nos ocupa, Gerard opina que el placer por la pasión agradable (el orgu­ llo en el traje nuevo) sirve para engrosar el placer de la no­ vedad de tal modo que este placer es mayor de lo que sería sin la pasión agradable. Subyacente al razonamiento de Ge­ rard está lo que llamaré el principio de la posibilidad de la coalescencia de las ideas. Casos como el de la coalescencia de una pasión agradable (es decir, grata) con el placer por la novedad son supuestos ejemplos de este principio en fun­ cionamiento. Como mostraré más adelante, la noción de que distintos placeres (o ideas en general) puedan fusionar­ se formando algo que se pueda tratar como una idea única es una característica esencial del asociacionismo de Gerard. Que yo sepa, la noción de que las ideas puedan fusionarse es una concepción genuinamente nueva que aparece por primera vez en la historia del pensamiento en su ensayo. La quinta fuente de placer tiene que ver con la concep­ ción exitosa: «Cuando la concepción de un objeto compor­ ta una muy considerable dificultad, el placer que sentimos en el ejercicio mental necesario para superar esta dificultad se incrementa con el júbilo con el que reflexionamos sobre el éxito de haberla superado» (p. 10). Nótese que Gerard afirma que el placer ejercido, en sí mismo, «se incrementa» con el placer derivado de saber que hemos tenido éxito; no lo considera meramente como un placer adicional. Está aplicando de nuevo el principio de la posibilidad de la coales­ cencia de las ideas con el fin de concluir que el placer básico de la novedad se incrementa en magnitud con la absorción de otro tipo de placer. La sexta fuente de placer también tiene que ver con el uso del principio de coalescencia: «Cuando un objeto es de una naturaleza tal que estimamos nuestra comprensión de él como una adquisición de conocimiento, el placer de su

novedad surge en parte de la satisfacción en reflexionar so­ bre la realización de dicha adquisición» (p. 10). Sin embar­ go, la satisfacción que se obtiene fruto de la adquisición del conocimiento parece diferenciarse del placer de la novedad y así no es parte de éste. No estoy afirmando, dicho sea de paso, que Gerard fuese consciente de su uso del principio de coalescencia. La séptima fuente que Gerard cita no tiene que ver con la supuesta absorción de un placer por parte de otro. Ge­ rard señala que en el caso del arte, cuando nos agrada su novedad, puede que también sintamos agrado con la origi­ nalidad del artista. Gerard caracteriza esto último de «en­ canto adicional» (p. 10). La noción de la asociación de ideas no aparece en la ex­ plicación que Gerard ofrece del sentido de lo novedoso, lo que quiere decir que para él esta operación no es una condi­ ción necesaria de un sentido interno. La operación del prin­ cipio de la posibilidad de la coalescencia de las ideas se pue­ de inferir de lo que dice acerca de algunos casos de novedad. En rigor, el uso de este principio tampoco es una condición necesaria de un sentido interno, pero su empleo es vital en el tratamiento de algunos casos de novedad, de sublimidad, así como de las otras categorías del gusto, tal y como Gerard las concibe. La asociación y la supuesta coa­ lescencia de ideas son fenómenos mentales distintos, si bien, como veremos más adelante, pueden interactuar, como cuando Gerard opina que ciertas ideas se fusionan como resultado de la asociación de ideas. De hecho, su teo­ ría (y la de Alison) necesita la coalescencia de ideas para al­ canzar las conclusiones que caracterizan al asociacionismo. Que yo sepa no hay ningún comentador que se haya perca­ tado de la presencia o la significación del principio de coa­ lescencia. Hay un aspecto en el que el objeto del sentido de la no­ vedad difiere de los objetos de los otros seis sentidos inter­

nos. Lo normal es que un objeto nos resulte novedoso sola­ mente la primera vez. Como veremos, la explicación de Gerard del sentido de la novedad se asemeja a la explicación que da de los otros senti­ dos del gusto en cuanto a que típicamente conciernen a la producción de un placer básico por parte del funcionamiento de las facultades cognitivas. Como señalé anteriormente, esta visión contrasta fuertemente con la explicación de la «caja ne­ gra» de Hutcheson del sentido de la belleza. Hutcheson no llega a explicarnos cómo interactúan el sentido de la belleza y la uniformidad en la variedad para producir placer; simple­ mente afirma que lo hacen. Por lo que podemos extraer de su postura, el sentido de la belleza es en sí mismo completamen­ te afectivo. Por el contrario, Gerard afirma que las facultades cognitivas son en sí mismas el origen de los placeres básicos del gusto; para él, las facultades cognitivas en su funciona­ miento ordinario constituyen los sentidos del gusto. En este respecto, la teoría de Gerard se asemeja a las teorías de la be­ lleza de principios del siglo XVII y en algunos aspectos a la teoría posterior del gusto de Kant. La explicación que Gerard ofrece de la sublimidad es más complicada que la de la novedad porque los objetos del sentido de la sublimidad son mucho más diversos. En el caso de la novedad, los únicos objetos qué interesan son los nuevos, y eso es todo. Gerard comienza su discusión de la sublimidad como si se tratase de un asunto tan sencillo como el de la novedad. Así escribe, «Los objetos sublimes son aquellos que poseen can tidad, o am plitud, y simplicidad, en conjunción» (p. 11). Sin embargo, al final resulta que hay cosas que son sublimes con independencia de la cantidad, y de este modo se ve obligado a dar una ex­ plicación más compleja. No obstante, Gerard comienza a desarrollar su versión de lo sublime con una miniteoría que implica sólo a objetos de gran tamaño. Una vez hecho esto, la teoría se complica.

Gerard facilita algunos ejemplos iniciales de cosas que son sublimes y cosas que no lo son. Los Alpes y el Nilo son sublimes, y una pequeña colina y un riachuelo no lo son. Los dos primeros poseen amplitud (junto con simplicidad), y los dos últimos no. De dar un listado de los objetos subli­ mes pasa entonces a dar una explicación de la fenomenolo­ gía de la experiencia de dichos objetos, centrándose prime­ ramente en la amplitud y luego en la simplicidad. Respecto a nuestra experiencia de amplitud Gerard escribe, Siempre contemplamos objetos e ideas con una disposi­ ción similar a su naturaleza. Cuando se nos presenta un obje­ to grande, la mente se expande hasta alcanzar dicho objeto, invadiéndole una gran sensación que, poseyéndola por com­ pleto, la templa en un solemne sosiego y la deja en un estado de profundo y silencioso asombro y admiración: encuentra una dificultad tal en desplegarse hasta las dimensiones del objeto, que aviva y vigoriza su perspectiva: y habiendo supe­ rado la oposición que ello ocasiona, a veces se imagina pre­ sente en cada parte de la escena que contempla; y del sentido de una inmensidad tal, siente un noble orgullo, y abriga una concepción elevada de su propia capacidad (p. 12). No estoy seguro de lo que quiere decir al escribir que contemplamos objetos con una disposición similar a la na­ turaleza de los mismos. Al hablar de la dificultad de la men­ te de desplegarse hasta las dimensiones del objeto y de que eso aviva a la mente, supongo que lo hace de modo metafó­ rico y que se refiere a la dificultad de concebir el objeto y al placer que ese ejercicio mental proporciona. Presumible­ mente aquí está hablando de un fenómeno de algún modo similar al fenómeno básico de la novedad. O sea, que se re­ fiere al fenómeno de la dificultad de concebir un objeto. Del mismo modo, es de suponer que el supuesto ejercicio mental implicado en el caso de lo sublime también produce placer, si bien en esto Gerard no se muestra explícito.

Tras ocuparse de la amplitud, Gerard prosigue con la sim­ plicidad. Un ejemplo que da es el de una vista (simple) ininte­ rrumpida del mar. Dicha vista, afirma Gerard, es más sublime que una vista interrumpida por innumerables islas. Las islas introducen un elemento de complejidad que interfiere con la percepción de la amplitud. La simplicidad de los objetos nos permite «abarcar con facilidad la concepción entera de... [un]... objeto, por muy grande que sea» (p. 13). Gerard intro­ duce aquí la noción de la facilidad de concepción. Esta noción jugará un papel muy importante en su discusión de la belleza. Presumiblemente, la facilidad de concepción que la simplici­ dad hace posible, en conexión con la sublimidad, asiste en la producción del placer al hacer concebible la amplitud. Existen objetos sublimes, pongamos por caso el heroís­ mo y la magnanimidad, que podrían resultar problemáticos ya que no parecen implicar cantidad alguna. Gerard arguye que este aparente problema surge porque los concebimos con una excesiva estrechez de miras. Gerard señala que el heroísmo, por ejemplo, no debe concebirse como «una sim­ ple emoción en la mente» sino como algo que involucra causas, objetos, y efectos (p. 15). Cuando se tienen en cuenta todos estos factores, la amplitud hace acto de pre­ sencia. El heroísmo involucra la dominación de multitudes, de vastos territorios, o cosas por el estilo. No obstante, hay ciertos objetos sublimes que, tal y como Gerard concede, no implican cantidad alguna -el ge­ nio, por ejemplo-. Con el fin de acomodar dichos objetos, Gerard toma como primaria la fenomenología de la expe­ riencia de lo sublime -aquello que todas las cosas sublimes tienen en común—. De este modo, cualquier cosa que provoque en la mente una emoción o sensación similar a aquello que los objetos vastos provocan, se denomina bajo esta interpretación sublime... Tales grados de excelencia [como el genio], por un principio original de la mente, provocan asombro y estupe­

facción, la misma emoción que produce la amplitud. Un alto grado de cualidad tiene aquí el mismo efecto sobre la mente que la inmensidad de la cantidad, y produce su efec­ to de la misma manera, mediante el esfuerzo y la elevación de la mente en su concepción (pp. 16-17). Gerard dice : una tormenta en el mar, un gran trueno, u otras cosas por el estilo, son sublimes porque produ­ cen la misma experiencia que los objetos vastos. No veo claro que no se pueda tratar fenómenos tales como tormentas en el mar del mismo modo que al heroísmo, y sospecho que Ge­ rard piensa que sí se puede. De ser así, habría dos formas de mostrar por qué las tormentas en el mar son sublimes. Por último, a mitad de la discusión de lo sublime, Ge­ rard introduce el tema de la asociación de ideas. Tras haber dado ejemplos paradigmáticos de lo sublime —ejemplos de objetos vastos- y tras haber intentado mostrar cómo algu­ nos objetos que no son grandes son igualmente sublimes, Gerard trata de explicar cómo la asociación de ideas puede hacer que algo sea sublime. Comienza del siguiente modo: La naturaleza de la asociación es unir ideas distintas tan estrechamente que, por decirlo de alguna manera, se con­ viertan en una. En una situación tal, las cualidades de una parte son atribuidas de un modo natural al conjunto, o a la otra parte. Por lo menos, la asociación permite que la men­ te haga una transición tan rápida y fácil de una idea a otra que contemplemos ambas con la misma disposición; y nos vemos por consiguiente afectados de modo similar por am­ bas. Así, siempre que un objeto introduzca en la mente de forma uniforme y constante la idea de otro que sea subli­ me, el primero, en virtud de su conexión con el segundo, será considerado sublime (pp. 18-19). Lo que Gerard está diciendo aquí es que la asociación de ideas puede implicar lo que anteriormente llamé «la coales-

cencía de las ideas». Según él, existen casos de parejas de ideas asociadas que se funden en una. Como ejemplo de la asociación de ideas que hace que algo sea sublime, Gerard menciona cuadros que representan obje­ tos naturales sublimes o personas paralizadas por pasiones su­ blimes. Gerard afirma que la sublimidad de los cuadros, que podría incluso tratarse de miniaturas, se debe a la asociación de éstos con originales, es decir, con motivos sublimes. Lo que Gerard tiene en mente es lo siguiente: un cuadro es una repre­ sentación de, pongamos por caso, un paisaje alpino determi­ nado que en sí mismo es sublime. Y ahora lo que sostiene es que debido a, (1) la sublimidad propia del paisaje alpino y a que, (2) el cuadro introduce regularmente la idea de ese paisa­ je en la mente, el cuadro en sí mismo pasa a ser sublime. Ge­ rard cree que esto ocurre porque la asociación une «ideas dis­ tintas tan estrechamente que, por decirlo de alguna manera, se conviert[en] en una». En este caso, las dos ideas son, (1) la ex­ periencia del cuadro y, (2) la idea del sublime paisaje alpino. A renglón seguido de la explicación del funcionamiento de la asociación (ya citada y que vuelvo a citar a continua­ ción), Gerard señala qué es lo que hace que el estilo en el lenguaje sea sublime. [... S]iempre que un objeto introduzca en la mente de forma uniforme y constante la idea de otro que sea subli­ me, el primero, en virtud de su conexión con el segundo, será considerado sublime. De este modo las palabras y las locuciones se denominan elevadas y majestuosas. La subli­ midad de estilo surge, no tanto del sonido de las palabras, aunque sin duda alguna esto podría ejercer cierta influen­ cia, como de la naturaleza de las ideas que estamos acos­ tumbrados a anexionarles, y del carácter de las personas entre las que son empleadas con mayor frecuencia (p. 19). Primero consideremos solamente los sonidos de las pala­ bras y sus significados (ideas), ignorando por el momento a

las personas que emplean las frases y locuciones. Asumamos como hipótesis que los sonidos de las palabras y sus significa­ dos (ideas) se encuentran conectados a través de la asociación de ideas. Asumamos también que la sublimidad del estilo lingüístico proviene en un grado considerable de las ideas (significados) implicadas, si bien los sonidos en sí mismos pudieran hacer alguna contribución. Todo esto viene a decir que la sublimidad de estilo tiene al menos dos orígenes (so­ nidos y significados) y que éstos están relacionadas a través de la asociación de ideas. No es esta asociación, que simple­ mente pone en relación a las fuentes, lo que hace que el esti­ lo sea sublime; los sonidos y las ideas en sí mismos propor­ cionan una base para la sublimidad de estilo. Se supone que Gerard presenta a los sonidos, al hablar de las palabras y de las ideas asociadas, como un caso de algo no sublime que se convierte en sublime gracias a su relación a través de la aso­ ciación de ideas con algo que sí lo es. Sin embargo, el caso del estilo tal y como Gerard lo describe en lo que respecta a los sonidos de las palabras y las ideas no es un ejemplo de esto. El sonido mismo y las ideas asociadas en sí mismas es lo que contribuye a la sublimidad de las palabras y las locucio­ nes. Gerard concluye, a partir del supuesto hecho de que la asociación de ideas está implicada en el caso del estilo lin­ güístico, que eso es lo que hace que el estilo sea sublime, en caso de ser ese el caso. Sin embargo, todo lo que muestra, de progresar su afirmación, es que los elementos asociados en sí mismos son fuente de la sublimidad del estilo lingüístico. No obstante, al referirse al final del pasaje citado a «el carácter de las personas entre las que son empleadas [las pa­ labras y locuciones] con mayor frecuencia,» parece estar pensando en el caso de algo sublime (el carácter de las per­ sonas) que supuestamente contribuye por asociación a la sublimidad de otra cosa (del estilo lingüístico de las pala­ bras y locuciones). En la última sección del capítulo sobre Alison pasaré a evaluar esta afirmación.

En el mismo párrafo en que discute la sublimidad del estilo lingüístico, Gerard atribuye a la asociación de ideas la sublimidad que, según él, adscribimos a aquellos objetos que se encuentran en lugares elevados (p. 19). Como justifi­ cación de esta conclusión, Gerard resume en una extensa nota a pie de página lo que Hume dice al respecto en el Tratado (pp. 19-20). Según Gerard, mediante la asociación de ideas la amplitud de la distancia ante nosotros se trans­ fiere a la idea del objeto que descansa sobre la sublime ele­ vación; de este modo, el objeto se convierte en sublime. Existe a su vez un argumento paralelo respecto a los objetos distantes en el tiempo. Pero consideremos exclusivamente si es cierto que atribuimos sublimidad a los objetos elevados, sin preocuparnos por el argumento que se supone que res­ palda esta afirmación a través de la asociación de ideas. Sin duda alguna es cierto que los objetos elevados a veces son sublimes. No obstante, lo que Gerard está afirmando es que todo objeto que se encuentre sobre una. elevación sublime también lo es, lo cual es falso. Un pequeño e insignificante objeto que se encuentre sobre una elevación sublime no es necesariamente sublime. Y una vez que aceptamos esto, la pregunta sobre si la elevación sublime hace que el objeto que se encuentra sobre ella sea sublime simplemente no se plantea. En realidad la sublimidad de un objeto que se en­ cuentre muy elevado no se debe a la elevación sino a otra de sus características. Por supuesto, una gran elevación le po­ dría convenir a un objeto sublime que se encuentre muy elevado, pero eso es otro asunto. Ya que la conclusión de Gerard es falsa no es preciso justificarla mediante el empleo de la asociación de ideas o de algún otro fenómeno. Gerard pretende encontrar otro modo en que la asocia­ ción de ideas introduzca sublimidad en la literatura. Si el tema principal de un autor está desprovisto de grandiosidad, podría hacerse que fuese grandioso compa­

rándolo o de algún modo asociándolo con objetos que por naturaleza lo sean. Por los mismos medios también se pue­ de incrementar la grandiosidad real de un tema. Así, la me­ táfora, la comparación, y las imágenes a menudo producen sublimidad. Cicerón exalta la idea de César de clemencia, al representarla conio divina. Séneca da una idea sublime del genio de Cicerón, al compararlo con la majestuosidad y extensión del imperio romano, (p. 25) En realidad lo que Gerard describe aquí no es un caso de asociación de ideas. Los autores citados están afirmando, mediante metáforas u otra clase de asertos, que la clemencia de César y el genio de Cicerón son sublimes. Estos asertos no hacen que los temas de los autores sean sublimes; sim­ plemente afirman que lo son. Gerard distingue tres clases de belleza: de figura, de uti­ lidad, y de color. Lo que las mantiene unidas en cuanto va­ riedades de belleza, según Gerard, es la «similitud de sus sentimientos» (p. 45), si bien existe una variedad de princi­ pios o mecanismos mentales supuestamente implicados en la producción de placeres. Gerard no se muestra explícito al respecto, aunque presumo que no se refiere simplemente a la similitud de los diferentes sentimientos de placer sino a toda la fenomenología de la experiencia. Al comienzo de la discusión de la belleza Gerard escribe, «La primera especie de belleza es aquella de la figura; y perte­ nece a objetos poseedores de uniformidad, variedad, y pro­ porción. Cada una de estas cualidades agrada en un cierto grado; pero todas ellas unidas proporcionan una exquisita satisfacción» (p. 29). Dicho esto, Gerard procede inmediata­ mente a explicar en términos de mecanismos mentales cómo las tres características producen placer. La uniformidad lo hace al asegurar una moderada facilidad de concepción; una parte de un todo uniforme «sugiere el todo, y [al]... impulsar a la mente a imaginar el resto, produce un gratificante des­ velo de energía» (p. 30). Sin embargo, la uniformidad por sí

sola tiende a aburrir, y es necesaria la variedad para animar las cosas al darle a la mente una ocupación agradable. Típi­ camente, la uniformidad y la variedad operan en conjunción realzando cada una el efecto de la otra. Las cosas guardan proporción cuando las partes no son tan pequeñas como para que en la percepción del todo resulte difí­ cil la de las partes, o cuando las partes no son tan grandes como para que interfieran en la percepción del todo o de las otras partes. Cuando nos encontramos ante cualquiera de estos casos de desproporción, nuestras facultades no pueden conce­ bir el todo, y este fracaso nos lleva a tener en baja estima a nuestras facultades, lo cual es doloroso. Cuando las cosas guar­ dan proporción, podemos concebirlo, y este éxito nos lleva a tener en alta estima a nuestras facultades, lo cual es agradable. Gerard menciona también muy brevemente la propor­ ción en relación con el cuerpo humano. Cualquier pequeña variación en el tamaño de una parte del cuerpo produce desproporción. Supongo que esto no es solamente aplicable al cuerpo humano sino también al resto de los animales, así como a otros objetos. Mientras que la proporción que he­ mos discutido en el párrafo anterior tiene que ver con la ha­ bilidad de percibir un todo, esta otra clase depende de las proporciones reales de cosas que hemos experimentado. Al final de la discusión de la belleza de la figura, Gerard señala que la uniformidad, la variedad y la proporción que nos agrada en las obras de arte son indicios de diseño y que también nos gusta pensar en la destreza de la causa del dise­ ño. De este modo, según Gerard, existen dos fuentes de pla­ cer en estas experiencias. Luego afirma que «atribuimos este placer [aquel que sentimos al concebir la destreza] a los obje­ tos visibles que nos condujeron a la concepción» del hábil di­ señador (p. 37). Aquí encontramos otra vez un ejemplo del intento de Gerard de aunar dos placeres distintos en uno: el placer fruto de las propiedades visibles de un objeto y el pla­ cer fruto de concebir al hábil diseñador de dicho objeto.

Gerard identifica a la utilidad como la segunda clase de belleza. No se trata del primer filósofo del siglo X V III que hace esta improbable afirmación; Hume, por ejemplo, en el Tratado realiza una afirmación similar. No obstante, el he­ cho es que nadie, excepto algún?filósofo ocasional, ha man­ tenido jamás que la utilidad sea un tipo de belleza. Gerard afirma que una gran inutilidad destruye el placer de la regularidad (la belleza de la figura). Lo que aparente­ mente trata de mostrar es que la carencia de una clase de belleza (inutilidad) anula a otra clase (la belleza de la figu­ ra). Su argumento, si bien muestra que la inutilidad puede desequilibrar la preferencia por la belleza de la figura, no muestra realmente que destruya el placer de esa clase de be­ lleza, o que la utilidad sea una clase de belleza. El argumen­ to supone que la utilidad es una clase de belleza. Seguida­ mente señala que en muchos objetos naturales la utilidad se une a una gran «elegancia de forma» (p. 38). Supongo que lo que tiene en mente son cosas como la utilidad del largo cuello de la jirafa y su elegante forma. De nuevo, esta obser­ vación no muestra que la utilidad sea una clase de belleza, sino simplemente que la utilidad puede convivir con la be­ lleza de figura. Gerard señala también que para que una obra de arte sea una obra maestra debe combinar la utilidad con la regu­ laridad. Suponiendo que esta observación sea cierta, lo úni­ co que muestra es que la utilidad es necesaria para que algo sea una obra maestra, no que la utilidad sea una clase de be­ lleza. Después escribe que «a la hora de obtener utilidad, formas de inferior belleza, para propósitos particulares, son constantemente preferidas, incluso allá donde la belleza está lejos de ser olvidada. El cubo, y no uno de los otros más va­ riados polígonos, es elegido como pedestal, debido a su es­ tabilidad» (p. 38). Lo importante es que a veces podemos encontrar necesario sacrificar la belleza de la figura (como, por ejemplo, en un pedestal) a cambio de la utilidad; si bien

esto muestra que la utilidad es un valor, no muestra que sea una clase de belleza. En una nota a pie de página, Gerard acusa al teórico del gusto suizo Jean Pierre Crousaz de confundir la utilidad con la uniformidad en su libro Imité du Beau. Dos páginas más adelante, Gerard escribe, «En una composición, las re­ flexiones más refinadas, las descripciones más elaboradas, el patetismo más entusiasta, desagradan, si rompen la unidad, si no promueven, más aún si hacen retardar el diseño prin­ cipal, al que todas las partes deberían estar subordinadas» (p. 39). El mismo Gerard está confundiendo aquí la rela­ ción existente entre los elementos de una obra con el «dise­ ño principal» de la obra; esto es, está confundiendo el cómo los elementos encajan entre sí (la unidad dentro de una obra) con el «diseño principal» de la obra, que es su capaci­ dad (utilidad) para llevar a cabo la intención del autor. La Unidad de los elementos y el diseño principal son cosas bien distintas, si bien por lo general se encuentran relacionados. Gerard cree que habla de la utilidad, pero nos encontramos claramente ante un ejemplo abstracto de unidad en la obra. Al proseguir con la discusión reincide en su confusión. Pri­ mero escribe, «Por lo general, es del fin y del diseño de las obras geniales de donde sus peculiares reglas deben deducir­ se... en función de ello el crítico debe regular su juicio» (p. 39). Claramente aquí está hablando de la intención del autor; la utilidad de una obra depende de cómo de bien lle­ ve a cabo la intención del autor. Sin embargo, pone fin a su discusión de la utilidad con una observación que puede lle­ var a confusión: «En caso de poder prescindir de la conve­ niencia [la utilidad], una colección de delicados sentimien­ tos y de figuras revestidos de un lenguaje agradable, pudiera gratificar plenamente nuestro gusto, como quiera de inco­ nexos se encontrasen entre ellos» (p. 39). Gerard pretende estar hablando sobre la utilidad (conveniencia), pero, de he­ cho, está hablando de la unidad dentro de la obra.

Aunque algunas de las observaciones de Gerard presu­ ponen que la utilidad es una clase de belleza, ningún co­ mentario suyo parece apoyar su poco convincente asevera­ ción de que ese sea el caso. La confusión entre utilidad y unidad podría explicar, por lo menos en parte, por qué piensa que la utilidad es una clase de belleza, ya que la uni­ dad, tal y como todo el mundo admite, es una propiedad que produce belleza. La tercera y última clase de belleza que se discute es la belleza de color. Es completamente diferente de las bellezas de figura y de utilidad, y agrada a través de diversos meca-nismos mentales. Gerard distingue tres tipos de belleza de color, si bien sus comentarios sobre las dos primeras clases son excesivamente breves. Eí primer tipo de belleza de color concierne un mecanis­ mo fisiológico —color que es «menos hiriente» a la vista (p. 41)-. Gerard no elabora el tema, pero parece querer decir que todos los colores son dañinos a la vista en alguna medida y que los «menos hirientes» son agradables y de este modo bellos. Un poco más tarde habla del verdor de los campos como «inofensivo a la vista,» lo que sugiere que no hace daño a la vista en absoluto. La idea general parece ser que aquellos colores que se encuentran en el extremo menos dañino o nada dañino de la escala resultan bellos. Con la afirmación de que algunos colores son bellos porque son «menos hirientes» o «inofensivo[s] a la vista,» Gerard abandona la noción de sentido interno entendida como la fácil, o moderadamente difícil, concepción de las facultades cognitivas. Esto supone una vuelta a la idea de una reacción puramente afectiva simi­ lar a la noción de Hutcheson de sentido interno, si bien al hablar de «menos hiriente» y de «menos ofensivo a la vista,» Gerard está ofreciendo una explicación (fisiológica) del senti­ miento de placer distinta de la de Hutcheson. El segundo tipo de belleza de color es lo que Gerard lla­ ma «esplendor». La contemplación de esa viva característica

del color produce en nosotros una disposición alegre, lo cual es agradable. Tras los brevísimos comentarios sobre los dos primeros ti­ pos de belleza de color, Gerard pasa a la belleza producida por asociación. Cabría esperar que usara una fórmula de es­ tructura similar a la empleada en el caso de la sublimidad, esto es, que algo pudiera convertirse en sublime al asociarse con otra cosa que ya lo fuese; es decir, cabría esperar que sos­ tuviese que las cosas que en sí mismas no son bellas pudieran serlo al asociarse con cosas que ya lo son. Sin embargo, Ge­ rard emplea un método menos firme si cabe que el empleado en el caso de la sublimidad. Sostiene que los colores adquie­ ren belleza cuando por asociación «están conectados a ideas agradables de cualquier tipo» (p. 41). En realidad, el primer ejemplo que cita, dadas sus opiniones sobre la utilidad, se ajusta a la estructura de la fórmula de la sublimidad. El verdor de los campos es delicioso, no sólo por ser inofensivo a la vista, sino principalmente por sugerir la agradable idea de fertilidad. El brezo en flor formaría una alfombra lo suficientemente agradable a la vista, de poder separar de su apariencia la idea de la aridez de las montañas y los campos que cubre (pp. 41-42). La belleza que el verdor de los campos adquiere se debe a su asociación con la fertilidad, que es un tipo de utilidad y por consiguiente, de acuerdo con Gerard, una clase de be­ lleza. En este caso cabe presuponer la belleza de la idea agra­ dable asociada (la utilidad). La fealdad que el brezo en flor adquiere se debe a su asociación con la esterilidad, que es una clase de inutilidad. En este caso cabe presuponer la fealdad de la idea desagradable asociada (la inutilidad). Sin embargo, el siguiente ejemplo dé Gerard no sigue el mode­ lo de la sublimidad. «En el vestido, los colores son bellos o son lo contrario, de acuerdo con la naturaleza de la idea que nos llevan a formar de la posición social, de los sentimien­

tos, y del carácter del que lo lleva puesto» (p. 42). Con el fin de ilustrar su postura, Gerard apunta que en determina­ das profesiones una forma particular de vestir es la pauta. «Llegamos a comprender un canon social al ajustarnos a él; y nos desagrada la indecencia de uná desviación notable de él» (p. 42). Así, un color es bello o feo en una circunstancia particular en función de si está asociado con la indumenta­ ria de una profesión en particular. En estos casos, Gerard ni siquiera está afirmando que aquello con lo que se asocia al color sea algo bello; el color se asocia a una determinada profesión, y, por supuesto, la profesión en sí misma no es ni bella ni fea. Presumiblemente, la idea de una profesión es agradable, o, quizá, lo que es agradable es la idea de ajustar­ nos a la norma; idea a la que el color se asocia a través de su conexión con la profesión. En los casos de sublimidad asociacionista, Gerard pretende evocar la sublimidad de un ob­ jeto a través de su conexión con otro objeto que sea subli­ me. En algunos de los casos de belleza de color asociacionista, pretende evocar la belleza de los colores a través de la conexión de estos con ideas agradables de cual­ quier tipo. Gerard no introduce la noción de la asociación de ideas en su explicación de la belleza hasta bien entrada la discu­ sión de la belleza de color. No obstante, es obvio que piensa que la asociación de ideas desempeña un papel en la belleza de figura del mismo modo que lo hace en la belleza de co­ lor. Su asociacionismo conduce a la conclusión de que cual­ quier cosa visual (que involucre figura o color) puede ser be­ lla ya que siempre la podremos asociar con alguna idea agradable. Esto disemina la noción de belleza hasta el punto de que se corre el riesgo de hacerla carecer de sentido. Sin embargo Gerard no da marcha atrás. De hecho, parece pen­ sar que su explicación encaja bien con el uso ordinario. En un pasaje cerca del final de la explicación de la belleza, par­ te del cual se cita con frecuencia, escribe,

No existe quizás un término que se emplee en un senti­ do tan vago como belleza, que se aplica a casi todo aquello que nos agrada. Aunque sin duda alguna este uso es dema­ siado indefinido, podemos, sin desviarnos defectuosamente de la precisión, aplicar este epíteto a todo aquel placer que la vista evoca, y que no tiene un nombre particular y carac­ terístico; al placer que recibimos, bien cuando un objeto de la vista sugiere ideas agradables de otros sentidos, o cuando las ideas sugeridas son ideas agradables que toman forma de las sensaciones de la vista, o cuando ambas circunstan­ cias concurren. En todos estos casos, la belleza, al menos en parte, halla resolución mediante asociación (p. 43). En este pasaje, Gerard liga la belleza al dominio de los objetos visuales, lo que hace sugerir la opinión razonable de que existen objetos visuales de la belleza y objetos visuales de la clase contraria. Sin embargo, el asociacionismo de Ge­ rard ignora esta distinción ya que todo objeto dentro del do­ minio de los objetos visuales puede ser asociado a algún ob­ jeto agradable y puede, por consiguiente, adquirir belleza. También podemos asociar cualquier objeto dentro del mis­ mo dominio a un objeto desagradable, obteniendo, de este modo, lo opuesto a la belleza. Las propiedades visuales de los objetos se vuelven así irrelevantes respecto a la belleza o fealdad cuando se trata de un caso de belleza o fealdad ad­ quirida. Incluso cuando se trata de las propiedades visuales del color inofensivo-a-la-vista o del color esplendoroso, es­ tas pueden verse anuladas o al menos contrarrestadas por asociaciones negativas. Por supuesto, dichas propiedades vi­ suales se verían acrecentadas por asociaciones positivas. Llegados a este punto voy a interrumpir la discusión de­ tallada de la exposición que Gerard hace de los siete senti­ dos del gusto. Él mismo dedica mucho menos espacio al tratamiento de los sentidos de la imitación, la armonía, el ridículo y la virtud, y no añade nada nuevo en términos de principios o mecanismos mentales. Tampoco emplea de

modo significativo la noción de la asociación de ideas en su exposición de estos últimos cuatro sentidos. Lo que es dig­ no de mención es que Gerard va más allá de la discusión de Hutcheson del sentido de la belleza y de las sugerencias de los sentidos de sublimidad y novedad en la «Investigación sobre la belleza,» añadiendo imitación, ridículo, y virtud a la lista de las categorías del gusto. No se puede decir que su discusión del sentido de la armonía sea una extensión de la de Hutcheson, ya que éste último trata la armonía (del so­ nido) bajo la categoría de belleza. En mi opinión, la amplia­ ción por parte de Gerard de la lista de características de la naturaleza y del arte en las que el gusto obtiene placer supo­ ne un importante avance en la teoría del gusto. El propio Hutcheson en sus últimos escritos empieza a hablar de un sentido de la imitación, y sobre la misma época en que Ge­ rard ampliaba la lista de características a las que el gusto reacciona, Hume construía de manera más informal en «La norma del gusto» una lista incluso más larga, pero sobre Hume ya hablaremos más adelante. Gerard comienza su explicación de la imitación con una alusión al intento de Hutcheson en la «Investigación sobre la belleza» por entender la representación como una clase de unidad y, por consiguiente, como un tipo de belleza. Enton­ ces, presumiblemente en desacuerdo con él, Gerard afirma, Poseemos un sentido natural que se gratifica altamente con el diseño de una semejanza, aunque no hubiera nada agradable en el original. La similitud es un principio de asociación muy poderoso, el cual, mediante la continua co­ nexión de aquellas ideas donde se encuentra, y al conducir nuestros pensamientos de uno de ellos al otro, produce en el hombre una fuerte tendencia a la comparación (p. 47). Lo que Gerard parece estar diciendo aquí es que la re­ presentación no es una clase de belleza (a saber, la unidad); es decir, parece estar diciendo que obtenemos placer direc­

tamente de una representación con independencia de cual­ quier unidad que se derive de su semejanza con un objeto. Del mismo modo parece estar sugiriendo que, en el fondo, la representación es un caso de asociación de ideas, si bien en lo que respecta a este asunto no añade nada nuevo de manera directa. En cualquier caso, me parece un error el tratar de concebir la representación como un caso de asocia­ ción de ideas basado en la similitud. No creo que al ver un retrato de Churchill, pongamos por caso, nos venga a la mente Churchill por asociación de ideas, aunque exista una semejanza entre la representación y lo representado. Recono­ cemos que el retrato representa a Churchill; no se trata sim­ plemente de que la similitud entre el retrato y Churchill nos haga evocar a Churchill por asociación. En cualquier caso, no tengo intención de meterme de lleno en un debate sobre la representación. Gerard señala también que con el arte que se relaciona con la habilidad de producir representaciones se obtiene placer. El sentido de la virtud o sentido moral es el último senti­ do del gusto que Gerard discute en la primera parte del Ensa­ yo. Pudiera parecer, teniendo en cuenta la explicación qüe di de la teoría de Hutcheson, que Gerard se aparta claramente de la tradición formalista, pero no es así. La Investigación so­ bre el origen de nuestras ideas de belleza y virtud de Hutcheson está formada por dos tratados: el primero es «Una investiga­ ción sobre el origen de nuestra idea de belleza», y el segundo es «Una investigación sobre el bien moral y el mal». Mi lectu­ ra de la teoría del gusto de Hutcheson se centra, al igual que la mayoría de los estudios, en el primer tratado, que está de­ dicado por completo al sentido de la belleza, si bien la subli­ midad y la novedad se mencionan de pasada. No obstante, Hutcheson opina que el sentido moral es aplicable a las artes, ya que al final de su tratado sobre la moralidad escribe, «Encontraremos que este sentido [moral]

es el fundamento... de los mayores placeres de la poesía... [L]a contemplación de los objetos morales, bien del vicio o de la virtud, nos afecta con más fuerza... que la belleza na­ tural...»2. Así, tanto Hutcheson como Gerard consideran al sentido moral como uno de los sentidos del gusto. Gerard escribe que este sentido «despliega su influencia sobre todas las obras de arte y obras geniales más importantes» (p. 69). Luego dice que «reivindica una autoridad conjunta con los otros principios del gusto,» (p. 69), pero un poco más ade­ lante matiza, «Mejor dicho, nuestro sentido moral reivindi­ ca una autoridad superior al resto. Hace de la moralidad el principal requisito; y allá donde esto se viole en cualquier medida, ninguna otra cualidad puede expiar la transgresión. Bellezas particulares pudieran encontrar aprobación, pero la obra, en su conjunto, se encuentra condenada» (p. 69). De acuerdo con Gerard, el contenido moral del arte tiene un peso importante en nuestra evaluación. En su breve discusión del sentido de la virtud, Gerard no ofrece ninguna explicación sobre los principios o meca­ nismos mentales mediante los que se produce la aprobación o desaprobación moral, tal y como hace en otros casos. Tampoco dice si estas aprobaciones o desaprobaciones son placeres o dolores, tal y como hace al presentar los otros sentidos del gusto, si bien se refiere a ellos en términos de sensaciones, sentimientos y afecciones (p. 71). Esto pone fin a mi exposición de la primera parte. La se­ gunda parte del Ensayo de Gerard trata sobre cuestiones re­ ferentes a la norma del gusto, siendo esto todo lo que hay en relación a esas cuestiones en las primeras dos ediciones. Como apunté anteriormente, en la tercera edición añade una cuarta parte titulada «Sobre la norma del gusto,» que sigue el modelo del ensayo homónimo de Hume. En cuan­ 2 Francis Hutcheson, An Inquiry into the Original o f Our Ideas of Beauty and Virtue, 2.a ed. (Londres: 1726), p. 261.

to al aspecto lógico se refiere, en las dos primeras ediciones la segunda parte es la conclusión de su teoría, y la discutiré al final. Por consiguiente, pasemos ahora a considerar la ter­ cera parte del Ensayo.

Tercera parte del Ensayo La mayorparte del material que Gerard presenta en la ter­ cera parte del Ensayo o es una repetición de lo que ya ha di­ cho en la primera o bien no tiene realmente nada nuevo que añadir a la teoría del gusto. En esta tercera parte, desde la se­ gunda sección hasta la conclusión en la sección sexta, Gerard habla acerca de la relación del gusto con el genio y la crítica, se explaya con elocuencia sobre la abundancia de bellezas en el arte y en la naturaleza, y discute los efectos del gusto sobre el carácter, pero virtualmente ninguna de estas observaciones nos dice nada nuevo sobre su teoría del gusto. No obstante, en la primera sección de la tercera parte, hace algunas obser­ vaciones generales que ayudan a completar el cuadro de lo que cree estar haciendo en la primera parte. También en la tercera sección, que está dedicada a la relación del gusto con la crítica, hace algunos comentarios con respecto a la meto­ dología que presumiblemente emplea para llegar a la conclu­ sión de la primera parte. De este modo, dos son los lugares de la tercera parte que precisan de nuestra atención. Gerard comienza la primera sección con una discusión sobre cómo surge el gusto de lo que él llama «las leyes gene­ rales de la sensación» y «ciertas operaciones de la imagina­ ción» (p. 144). La única ley de la sensación que aquí men­ ciona concierne a descripciones, ya familiares de la primera parte, del modo en que la dificultad de comprensión de un objeto ejercita la mente, produciendo placer y demás. Lo que expone sobre las operaciones de la imaginación tam­ bién es una repetición de lo dicho en la primera parte. Sin

embargo, Gerard interrumpe esta discusión repetitiva con lo que bien podría ser la nota a pie de página más larga de la literatura filosófica, en la que explica los criterios para que algo sea un sentido, así como otros temas relacionados. La nota, al contrario del resto del material de esta primera sección, ayuda a ofrecer un mejor cuadro de su teoría al proporcionar una versión más general de su concepción de la naturaleza de los sentidos internos. La nota comienza con la afirmación de que la concepción de Hutcheson del senti­ do supone que éste es «último y original» (p. 145), con lo que quiere decir que es simple e innato. Gerard señala que, de acuerdo con la noción de Hutcheson de lo que es un sentido, «las capacidades del gusto [como él, Gerard, las concibe] no serían sentidos» (p. 145). Gerard cree haber mostrado en la primera parte que las capacidades del gusto son compuestas y, con ello, no innatas. Por supuesto, los elementos (las capacidades cognitivas) de los que se compo­ nen las capacidades del gusto son innatos u originales, pero los diversos sentidos del gusto en sí mismos no son innatos en su forma compuesta. Gerard tiene la determinación de llamar a las capacidades del gusto sentidos internos, si bien no hay una necesidad teórica real de hacerlo. Explica deta­ lladamente en una nota los criterios para que algo sea un sentido. Estos son idénticos a los de Hutcheson con la ex­ cepción de la omisión del criterio de innatismo. Esta exclu­ sión se justifica, al menos en parte, por el hecho de que el innatismo no se hace patente en nuestra experiencia. Ge­ rard escribe, «Los fenómenos de nuestras facultades nos diri­ gen» (p. 145) a la hora de clasificar los sentidos y a la hora de alcanzar conclusiones sobre los criterios para que algo lo sea. Gerard continúa, Los fenómenos obvios de un sentido son los siguientes. Es una capacidad que nos proporciona percepciones tan simples como ningún otro cauce puede aportar a aquellos que están desprovistos de ese sentido. Es una capacidad

que recibe la percepción inmediatamente, tan pronto como se exhibe su objeto, con antelación a todo razonamiento sobre las cualidades del objeto, o de las causas de la per­ cepción. Es una capacidad que se ejercita con independencia de la voluntad, de tal modo que, mientras que permanezca­ mos en las circunstancias adecuadas, no podemos, median­ te ningún acto de la voluntad, impedir que recibamos ciertas sensaciones, ni alterarlas a nuestro antojo... (pp. 145-46). Gerard señala que los sentidos externos satisfacen estos tres criterios; con el fin de ilustrar este punto discute la vi­ sión. Luego muestra cómo los sentidos de la armonía y de la belleza cumplen los tres criterios. Si se tiene oído musi­ cal (es decir, sentido de la armonía), al escuchar un pasaje musical uno distingue inmediata e involuntariamente la percepción simple de ésta. Al ver un objeto que tiene uni­ formidad y variedad o proporción, uno distingue inmedia­ ta e involuntariamente la percepción simple del placer. Ad­ viértase que el sentido de la armonía percibe armonía, lo que lo hace esencialmente cognitivo, y que el sentido de la belleza percibe placer, lo que lo hace esencialmente afecti­ vo. Gerard no parece darse cuenta de esta falta de parale­ lismo al explicar estas facultades del gusto. Se centra en tratar de mostrar que aunque la maquinaria mental de los sentidos internos sea compleja en ambos casos, las percep­ ciones que se producen son simples. En el caso del sentido de la armonía, Gerard escribe que «la armonía... es una percepción simple» (p. 146). En el caso del sentido de la belleza escribe, «Este sentimiento [el placer] es... perfecta­ mente simple en su sensación» (p. 147). Lo que dice sobre los criterios de inmediatez e in voluntariedad encaja en ambos casos. Lo que dice sobre el sentido de la armonía encaja con lo que dice sobre el criterio de simplicidad, ya que escribe, «Es una facultad que nos proporciona percep­ ciones tan simples como ningún otro cauce puede aportar

a aquellos que están desprovistos de ese sentido» (pp. 14546). Solamente alguien que tenga sentido de la armonía puede tener una percepción de ella. Sin embargo, lo que dice sobre el sentido de la belleza no encaja con lo que so­ bre el' criterio de simplicidad comenta cpn la calificación de «ningún otro cauce,» ya que afirma que la percepción del sentido de la belleza es el placer, y éste se puede sentir estando desprovisto del sentido de la belleza. El placer, a diferencia de la armonía, puede derivarse de una gran va­ riedad de fuentes (cauces). Gerard debe deshacerse de par­ te de su criterio de simplicidad -la parte que especifica «como ningún otro cauce puede aportar a aquellos que es­ tán desprovistos de ese sentido», ya que en el grueso de sus explicaciones de los sentidos del gusto, el placer es la cosa percibida por un sentido-. También tenemos el problema de que su explicación del sentido de la armonía no corre pareja con las explicaciones que ofrece de los otros senti­ dos del gusto. Lo que quizá le haya llevado a confusión es que, en el caso del sentido de la armonía, (1) la armonía percibida y (2) el placer que causa son ambos simples. Así, al buscar algo simple que citar, menciona la armonía, ofre­ ciendo de este modo una lectura del sentido de la armonía que se ajusta al requisito de que no exista «ningún otro cauce,» pero que se desvía del patrón de las explicaciones que da de los otros sentidos del gusto. En el caso del senti­ do de la belleza, tanto la uniformidad percibida como la variedad y la proporción son complejas, y sólo es simple el placer que causan. En este caso, no existe una elección en­ tre dos cosas simples que pueda llevar a confusión. El caso del sentido de la belleza no se ajusta al requisito de que no exista «ningún otro cauce,» pero la discusión de Gerard en este punto se aparta más en el texto de la exposición de sus criterios que la discusión del caso del sentido de la ar­ monía, y esto puede que le llevase a no darse cuenta del problema.

La larga nota a pie de página de Gerard nos ofrece un resumen general y conciso de su idea de lo que es un senti­ do del gusto. También revela una diferencia en el supuesto modo de operar del sentido de la armonía comparado con los otros sentidos del gusto, si bien Gerard no parece darse cuenta de esto. Antes de concluir la primera sección, me gustaría llamar la atención sobre un pasaje confuso. En un momento dado, tras haber afirmado que los sentidos externos son innatos y simples Gerard escribe a modo de contraste que «el gusto, en la mayoría de sus formas [es] por lo menos... una facul­ tad derivada y secundaria» (p. 151). Si bien a lo largo del Ensayo Gerard mantiene que los sentidos del gusto son compuestos y derivados, ahora observa que el gusto es deri­ vado en la mayor parte de sus formas. Quizá esté pensando en casos de color que agradan por ser «menos hirientes a la vista» o por su esplendor; casos que no parecen involucrar el tipo de «ley de la sensación» que Gerard menciona o la asociación de ideas. En ningún momento profundiza en esta observación. A continuación paso a centrarme en el segundo mo­ mento de la tercera parte en que Gerard proporciona infor­ mación nueva sobre su teoría. En medio de sus observacio­ nes en la tercera sección acerca de la relación del gusto con la crítica, Gerard se pone a explicar el procedimiento induc­ tivo que un buen crítico debe seguir a la hora de determinar «la regla general» a usar en la crítica (p. 171). Sin duda al­ guna, se trata del procedimiento que cree haber empleado a la hora de descubrir las características de las cosas que afec­ tan a los sentidos del gusto. Gerard presentó su lista de ca­ racterísticas (novedad, cantidad, uniformidad, etc.) en la primera parte, aunque en ningún lugar muestra la argu­ mentación inductiva real detallada de la que se supone que se sirve a la hora de alcanzar sus conclusiones. Sobre el pro­ cedimiento escribe,

No es suficiente descubrir que hay [características] que nos agradan o desagradan; debemos averiguar la especie precisa de cada una [que agrada o desagrada]... Las cualidades comunes a las especies más bajas [de ca­ racterísticas] serán naturalmente determinadas primero, mediante inducción normal. Pero el verdadero crítico no quedará satisfecho con ello. Reanudando la inducción, y llevándola a un mayor grado de sutileza, determinará aque­ llas propiedades menos conspicuas, que unen varias espe­ cies inferiores bajo el mismo género; y proseguirá con su análisis, hasta que descubra las clases más altas, y prescriba las leyes del arte más generales, y llegue de este modo a las distinciones más universales que puedan realizarse, sin caer en la nada instructiva afirmación de la mera excelencia o de lo defectuoso en general (pp. 172-73). Más tarde Gerard dice que el proceso se completará con el descubrimiento de los mecanismos mediante los cuales se produce el placer o el «desplacer». Segunda parte del Ensayo Gerard concluye la primera parte, que está dedicada a los sentidos individuales y a sus objetos, con un resumen que sirve de preámbulo a la segunda. Hay cualidades en las cosas, determinadas y estables, independientes del humor o del capricho, apropiadas para operar sobre principios mentales comunes a todos los hombres, y, al operar sobre ellos, se muestran naturalmente prolíficas en los sentimientos del gusto en todas sus for­ mas. Si, en una ocasión en particular, se muestran inefica­ ces, debe deberse a alguna debilidad o desorden en la per­ sona que se mantiene impasible cuando estas cualidades son exhibidas ante su vista. Los hombres, con contadas ex­ cepciones, se ven afectados por las cualidades que hemos investigado: pero estas cualidades son en sí mismas, sin

ninguna excepción, ios constituyentes de la excelencia o de lo defectuoso en sus varias formas. Lo que se precisa para percibirlas con total entusiasmo será examinado a conti­ nuación (p. 72). Hay varias cosas que apuntar respecto a este resumen de la primera parte. En primer lugar, en ningún momento se hace mención de la asociación de ideas, noción que debería aparecer tratándose de un resumen de una lectura en la que dicha noción desempeña un papel tan prominente. En se­ gundo lugar, supone un claro rechazo a cualquier tipo de relativismo; según Gerard existen cualidades específicas de objetos ante las cuales las personas normales, que son la abrumadora mayoría, reaccionan, y esas cualidades consti­ tuyen lo bueno o lo malo de los objetos del gusto. En tercer lugar, se deja implicar que en la segunda parte se ofrecerá una explicación de las condiciones bajo las que la gente normal discrimina y obtiene placer de las cualidades del gusto y de las formas en que unos pocos pueden desviarse de esta norma. En cuarto lugar, se sugiere enérgicamente que las características citadas en la primera parte —novedad, cantidad, simplicidad, uniformidad, variedad, proporción, utilidad, color menos hiriente a la vista, esplendor del color, armonía, imitación, incongruencia, y virtud- constituyen una lista completa de las cualidades que afectan a los senti­ dos internos directamente. La segunda parte está dedicada por completo a la tarea de determinar qué es lo que constituye al «gusto en su justa medida, esto es, a establecer una norma del gusto» (p. 73). Lo más sorprendente de esta parte, ya anunciado en el resu­ men del final de la primera, es la singular mención superfi­ cial que se hace de la asociación de ideas. El resultado de ig­ norar sus propias doctrinas de la asociación y coalescencia de ideas es no poder integrarlas en la explicación que da de la norma del gusto, y le lleva a pasar por alto las implicaciones

relativistas del empleo de estas dos nociones. Si gracias a la asociación y a la coalescencia de ideas cualquier cosa puede virtualmente adquirir cualquier propiedad del gusto, enton­ ces la noción de que hay normas que pueden servir como fa­ llo entre gustos opuestos no tiene mucho sentido. Como ve­ remos en el siguiente capítulo, Alison, que hace incluso un mayor uso de estas nociones, ni siquiera plantea la cuestión de una norma del gusto, presumiblemente porque se dio cuenta de la futilidad de hacerlo dentro del tipo de visión asociacionista que tanto Gerard como él desarrollan. A continuación examinaré el intento de Gerard de de­ fender una norma del gusto, ignorando para ello, tal y como él hace, el hecho de que se trate de una teoría asocia­ cionista; es decir, examinaré y evaluaré el intento de Gerard de establecer una norma del gusto como si él mismo lo es­ tuviese tratando de hacer para un tipo de teoría no asocia­ cionista, no relativista, que cuadre con el resumen del final de la primera parte. Así, dejando a un lado su asociacionismo, el intento de Gerard de establecer una norma del gusto supone un intento por mostrar que la novedad, la cantidad, la simplicidad, la uniformidad, la variedad, la proporción, la utilidad, el color menos hiriente a la vista, el esplendor del color, la armonía, la imitación, la incongruencia, y la virtud son las cualidades de las cosas que producen los sen­ timientos del gusto en la gente normal. La primera sección de la segunda parte está dedicada en parte a un tema que para Hutcheson no se presenta, ya que para éste la discusión del gusto queda por completo limita­ da a una consideración del sentido de la belleza. Sin embar­ go, Gerard discute explícita y detalladamente siete sentidos internos del gusto. En consecuencia, considera que debe plantear el tema de lo que llama «la unión» de los siete sen­ tidos (p. 73), a diferencia de Hutcheson. Gerard señala que los objetos del gusto, bien sean del arte o de la naturaleza, son con frecuencia complejos en el

sentido de que exhiben una variedad de características que afecta a los diversos sentidos del gusto. Así, los siete senti­ dos internos «deben ser vigorosos a un mismo tiempo, con el fin de que se constituya el gusto en su justa medida» (p. 73). Este vigor simultáneo es lo que Gerard llama «la unión» de los sentidos internos. Los sentidos y sus objetos no son meros aditivos con respecto al placer que puedan producir. Gerard afirma que pueden interactuar producien­ do un placer mayor que la suma de lo que cada uno produ­ ce; Gerard apunta, por ejemplo, que la novedad hace que el placer de la sublimidad sea más intenso. También señala que algunos sentidos internos en parti­ cular podrían ser débiles o no existir en determinadas per­ sonas, y que este hecho hace que reaccionemos de manera distinta ante los mismos objetos del gusto. La debilidad o la carencia de un sentido interno en particular es, por supues­ to, un defecto y puede explicar tanto una reacción desviada ante una obra de arte en particular como un juicio desviado de su mérito. Además de la debilidad o carencia de sentidos internos determinados, Gerard discute dos factores afectivos que ha­ cen que reaccionemos de manera distinta ante objetos del gusto. Primero, los distintos humores nos pueden hacer reaccionar de una manera en una ocasión y de otra manera en otra ocasión. Segundo, existen distintas disposiciones permanentes; Gerard menciona específicamente la dureza de corazón y la bondad, si bien tiene todas las «pasiones,» tal y como él las llama, en mente. Las personas duras de co­ razón «no se verán muy afectadas por la tragedia más con­ movedora», y las bondadosas se enternecerán con «una muy indiferente». Tales diferencias temperamentales podrían producir una ditersidad de reacciones ante obras de arte y desacuerdos en cuanto al juicio de sus méritos (p. 80). Aun­ que no lo diga explícitamente, está claro que considera la dureza de corazón y la bondad como defectos que pueden

ocasionar reacciones desviadas y juicios incorrectos. Sin duda alguna Gerard piensa que el resto de las pasiones tie­ nen extremos opuestos y defectuosos. A la disposición gene­ ralizada no defectuosa, que creo que la concibe como la me­ dia ideal entre las diversas parejas de disposiciones defectuosas, la llama «delicadeza de la pasión». Gerard con­ sidera los aspectos del arte que ejercitan las pasiones como muy importantes: «Una gran parte del mérito de la mayor parte de las obras de los genios surge de su capacidad para inquietar al corazón con una variedad de pasiones» (p. 80). Las pasiones son diferentes e independientes de los sen­ tidos internos, y la delicadeza de la pasión es incluso más importante, en su opinión, que los sentidos internos en cuestión de obras de arte. Gerard escribe, «Si una persona poseyese todos los sentidos internos a la perfección, sin la delicadeza de la pasión, estimaría las principales obras de los genios sólo en cuanto a sus cualidades inferiores... La deli­ cadeza de la pasión debe ir unida a los sentidos internos vi­ gorosos, con el fin de dar al gusto su justa medida» (pp. 8182). Presumiblemente Gerard se ha percatado de que sus sentidos del gusto no agotan ni dan cuenta de todo el valor que encontramos en el arte. De este modo añade la noción de «delicadeza de la pasión,» que está relacionada con otros aspectos valiosos de las obras de arte. Así, en esta primera sección de la segunda parte, Gerard tiene dos uniones en mente: por un lado, la de los siete sentidos internos y, por el otro, la de la delicadeza de la pasión con los sentidos inter­ nos unidos. Tras hacer esta anotación sobre la delicadeza de la pasión y su gran importancia, parece olvidarse de ella y en el resto de la segunda parte habla exclusivamente de los sentidos internos. No obstante, la delicadeza de la pasión debería cuando menos ocupar un lugar equivalente al de los siete sentidos, y así lo hago notar en los lugares oportunos. Como apunté anteriormente, el tema general de la segun­ da parte es la determinación de la naturaleza del gusto «en su

justa medida». En la segunda sección Gerard atiende a la cuestión del papel que ahí desempeña el juicio. Cuando ha­ bla de juicio se refiere a la habilidad de adquirir conocimiento (determinar los hechos) sobre los objetos del gusto. Gerard escribe, «Es al sentido a lo que se agrada o desagrada con la determinación de estas cosas: pero el juicio por sí solo las puede determinar, y presentar al sentido el objeto de su per­ cepción» (pp. 86-87). Lo que Gerard dice aquí parece incues­ tionable. Uno debe poseer una percepción o un entendi­ miento de un objeto del gusto antes de que le pueda agradar o desagradar; el juicio es una condición necesaria del gusto, y el buen juicio es una condición necesaria del gusto «en su justa medida». También añade que el gusto se emplea para «comparar y ponderar» las pronunciaciones de los sentidos internos (p. 88). No obstante, Gerard realiza la siguiente afir­ mación sobre del gusto en las personas al final de la sección. En algunas [personas], la agudeza de los sentidos; en otras, la precisión del juicio, es la cualidad predominante. Ambas determinarán justamente: pero les guían distintas luces; a la primera, la percepción del sentido; a la segunda, la convicción del entendimiento. Una siente lo que agrada o desagrada; la otra sabe lo que debería gratificar o repug­ nar (p. 88). Creo que con esta última observación la cuestión de cuál puede ser la opinión real de Gerard queda oscurecida. En vis­ tas de lo que ya ha dicho, debería afirmar que tanto la agudeza de los sentidos internos como la precisión del juicio son con­ diciones necesarias para «determinar justamente». Cualquier imperfección bien sea del sentido interno o del juicio resultará en algo inferior a una determinación justa del gusto. En cual­ quier caso, el punto importante de esta sección es que el juicio es una condición necesaria del gusto en su justa medida. El que un sentido interno pueda ser débil cuando el jui­ cio es fuerte se presenta como un problema añadido, ya que

para Gerard arabos conciernen las mismas facultades cogni­ tivas. Estas funcionan como juicio cuando permiten a una persona comprender los hechos de una situación, y como sentido interno cuando su comprensión produce placer. Presumiblemente, aunque Gerard no lo diga, su posición debería ser que el sentido interno es débil o deficiente cuan­ do el juicio es fuerte, en caso de obtenerse una comprensión que no resulta en placer. Sin embargo, la posibilidad de que el juicio sea débil y el sentido interno fuerte es un verdadero misterio ya que el funcionamiento adecuado de la compre­ sión es una condición necesaria a priori del funcionamiento del sentido interno. En las dos primeras secciones de la segunda parte, Ge­ rard explica lo que para él es el gusto «en su justa medida,» a saber, todos sus elementos en su punto más alto de desa­ rrollo. Estos elementos son (1) la unión de los siete sentidos internos, (2) esa unión junto a la delicadeza de la pasión, y (3) esta unión doble apoyada en el buen juicio. Presumible­ mente, si todo el mundo tuviese gusto «en su justa medida» no habría desacuerdos en cuanto a sus objetos. No obstan­ te, tales desacuerdos existen y el resto de la segunda parte está dedicado a tratar de mostrar cómo puede mejorarse el gusto cuando se presenta por debajo de «su justa medida» y, de este modo, cómo reducir los desacuerdos. «La bondad del gusto», escribe Gerard, «reside en su ma­ durez y perfección. Consiste en la combinación de ciertas excelencias de nuestras capacidades originales del juicio y la imaginación. Estas pueden reducirse a cuatro; sensibilidad, refinamiento, corrección, y la proporción o ajuste comparativo de sus principios separados» (p. 95). Centrémonos en la expli­ cación de Gerard de las cuatro excelencias que perfeccionan el gusto. En su discusión de las tres primeras -sensibilidad, refinamiento, y corrección- se ocupa del gusto con respecto a propiedades singulares como la uniformidad, y no en rela­ ción a objetos del gusto en su totalidad.

Gerard inicia la sección sobre la sensibilidad del gusto se­ ñalando la amplia gama de diferencias existentes en lo que respecta a la sensibilidad de la gente, refiriéndose con ello a la capacidad de sentir placer o dolor a partir de los objetos del gusto. Entonces afirma que en comparación con los otros elementos del gusto la sensibilidad es menos suscepti­ ble de mejorar con el uso, ya que deriva en gran medida de «la construcción original de la mente» (p. 97). Habiendo observado la gran variedad existente y la dificultad en mejo­ rarla, en lugar de tratar de contrarrestar la amenaza del rela­ tivismo fruto de estos dos factores, Gerard cambia de tema y se adentra en la discusión de una supuesta paradoja impli­ cada en el funcionamiento de la sensibilidad. La supuesta paradoja es la siguiente: la experiencia fre­ cuente de un objeto debería hacer que recibiésemos un pla­ cer decreciente ya que una experiencia tal hace que la con­ cepción del objeto sea más y más fácil hasta que deja de proporcionar ejercicio alguno a la mente, dejando de esta manera de proporcionar placer. Sin embargo, la experiencia frecuente, por el contrario, hace aumentar de hecho nuestro disfrute de los objetos del gusto. La resolución de la parado­ ja consiste en que esta experiencia frecuente continúa reve­ lando aspectos nuevos y más perfectos de los objetos ya que «los objetos del gusto son infinitamente variados» (p. 98). La solución de Gerard no es completa ya que algunos obje­ tos del gusto son bastante simples y todas sus características pueden ser descubiertas con rapidez. Gerard prosigue en una línea un tanto diferente: «Una persona inexperta en poesía y pintura inspeccionará una obra con absoluta indi­ ferencia, ya que realmente no ve sus bellezas, o sus defectos. Pero una vez que éstos le son señalados por alguien con más conocimientos artísticos, inmediatamente empieza a apro­ bar, o a desaprobar» (pp. 99-100). Interesantemente, este último punto citado tiende a contrarrestar el relativismo. Muestra cómo el juicio puede mejorar y cómo la persona

cuyo gusto mejora tiene conocimiento de esa mejoría; es decir, una persona sabe que su gusto ha mejorado porque sabe que puede discriminar una cualidad que antes de que le fuese señalada no podía discriminar. Este punto, no obs­ tante, no se emplea con el fin de contrarrestar la amenaza del relativismo que proviene de la variabilidad de la sensibi­ lidad, esto es, de la variabilidad de la reacción a lo que se esté discriminando, que es el tema de la sección. Gerard retoma la discusión de la sensibilidad, afirmando que involucra facultades que conciernen a acciones menta­ les (la concepción de objetos y el recibir placer con ello); en consecuencia, el uso refuerza dichas facultades y las sensa­ ciones así producidas. Gerard está aquí todavía tratando de mostrar cómo la experiencia frecuente de objetos del gusto puede hacer aumentar nuestro disfrute con ellos a pesar de la tendencia de esta experiencia a hacer disminuir nuestro placer. En lugar de combatir al relativismo de la sensibili­ dad, Gerard sigue investigando la paradoja. En el último párrafo de la sección sobre la sensibilidad, Gerard plantea por fin nuevamente el problema del relati­ vismo, y escribe, La sensibilidad del gusto surge principalmente de la es­ tructura de nuestros sentidos internos, y no se halla conec­ tada más que indirecta y remotamente a la solidez o a la mejoría del juicio. La insensibilidad es un ingrediente en muchas clases falsas de gusto; pero no constituye de por sí un tipo de gusto erróneo sino más bien una deficiencia total o gran debilidad del gusto. La sensibilidad podría a veces resultar excesiva-, y hacernos extravagantes tanto en el agra­ do como en el desagrado, en los elogios y en las censuras (pp. 102-3). Presumiblemente, Gerard piensa que la verdadera sensi­ bilidad consiste en un término medio entre la deficiencia o debilidad de la sensibilidad y la excesiva sensibilidad, pero no lo llega a decir, y ni tan siquiera añade nada más sobre el

tema. En lugar de ello, Gerard vuelve de nuevo al tema del juicio, específicamente, a ejemplos de la inhabilidad del jui­ cio de distinguir adecuadamente características de los obje­ tos del gusto. Esta inhabilidad cognitiva, afirma Gerard, re­ sulta en personas que son incapaces de dar razones específicas acerca del porqué de su agrado o desagrado y también tiene como resultado el que sólo sean capaces de expresar su agrado o desagrado en términos muy generales. Si bien éste es un punto extremadamente interesante, no es parte de una solución al problema del relativismo de la sen­ sibilidad. La segunda categoría bajo la que Gerard cree que el gus­ to puede mejorarse es la del refinamiento. Tal y como lo concibe, el refinamiento del gusto depende de la compara­ ción. Un grado bajo de «verdadera excelencia» —con lo que creo que se refiere a la cantidad, a la uniformidad, y demásagradará a un gusto sin tratar cuando eso es todo lo que se conoce. Sin embargo, cuando comparamos ese grado con un grado superior de la misma cualidad, este último agrada­ rá y el otro grado dejará de agradar o lo hará en menor me­ dida (pp. 105-6). Al advertir los grados más altos de canti­ dad, uniform idad y dem ás que experim entam os al comparar una amplia variedad de objetos del gusto, pode­ mos «formar en nuestra mente un modelo de perfección» (p. 113). Dicho modelo tendría que ser, supongo yo, la co­ lección de ios ejemplos que recordamos de los grados más altos de cada una de las propiedades del gusto —cantidad, uniformidad, y así sucesivamente- que uno ha experimen­ tado. Sin duda alguna existiría un modelo acompañante con respecto a las propiedades del gusto en su grado más bajo, si bien esto no se menciona. Gerard dice que cada uno puede construir un modelo de este tipo, y cada uno sa­ brá, así lo deja implicar, que el modelo supone un movi­ miento en la dirección de la mejora del gusto personal, si asumimos que un mayor gradó de uniformidad y demás es 1 M

positivo. Sin embargo, Gerard no señala que el/los modelo(s) de cada uno sean relativos a la propia experiencia, exis­ tiendo la posibilidad de que no haya dos modelos iguales. No obstante, Gerard especifica una versión no relativista del refinamiento: «El refinamiento del gusto se da solamen­ te allá donde a la delicadeza original de la imaginación y a la agudeza natural del gusto se le añada una amplia e íntima familiaridad con los mejores ejercicios de cada clase» (p. 114). Gerard está diciendo que las comparaciones refinan tanto el juicio como el sentido interno. El juicio se refina con el descubrimiento de mayores (y menores) grados de las propiedades del gusto en los objetos, expandiendo así su campo discriminatorio. El sentido interno se refina con la producción por parte de sus ejercicios de mayores (y meno­ res) placeres, expandiendo así su ámbito de reacción. En mi opinión lo que Gerard dice acerca de los resulta­ dos antirelativistas del refinamiento -esto es, la compara­ ción—es absolutamente correcto. Las comparaciones permi­ ten a la gente aumentar el ámbito de sus discriminaciones cognitivas y el alcance de sus reacciones afectivas. Por su­ puesto, todavía podrían existir límites a la expansión (es de­ cir, normalización) de estos aspectos cognitivos y afectivos en algunas personas, así que todavía podrían darse proble­ mas de relatividad. Los ejemplos de la confusión entre méritos y defectos ocupan una gran parte de la sección sobre la corrección del gusto; los méritos, afirma Gerard, suponen siempre el tér­ mino medio entre dos defectos extremos, uno de los cuales se asemeja al mérito. La tarea de la sección es la mejora del gusto con el fin de evitar confusiones de este tipo. Gerard afirma que las confusiones entre méritos y defec­ tos pueden derivarse bien de «lo deslustrado de nuestros sentidos internos» o bien de «la debilidad del juicio» (p. 128). Sin embargo, por lo que puedo apreciar, todo lo que dice en esta sección va dirigido a la corrección del juicio. Lo

que viene a decir, extendiéndose en exceso, es que hay que estudiar los objetos del gusto cuidadosamente de tal manera que mediante la práctica podamos llegar a conocer sus más pequeños detalles. En su opinión, este estudio nos permiti­ rá distinguir no sólo los tipos de méritos y defectos sino también sus grados. Gerard resume el procedimiento que tiene en mente del siguiente modo: Podemos evitar estas corrupciones del gusto sólo me­ diante el establecimiento dentro de nosotros mismos de una norma precisa de excelencia intrínseca, con la que po­ der probar cualquier cosa que nos sea presentada. Esta nor­ ma se establecerá mediante el estudio cuidadoso de los ejercicios más correctos de cada clase, que por lo general son de hecho los más excelentes (p. 131). De nuevo, al igual que con la discusión de la sensibili­ dad, las observaciones que aparecen bajo el epígrafe de co­ rrección están dedicadas por completo a la mejora del jui­ cio, de tal modo que incluso aunque dichas observaciones fuesen absolutamente ciertas, no harían nada para contra­ rrestar la amenaza del relativismo que se deriva de la varia­ bilidad de la sensibilidad, es decir, de la variabilidad del lado afectivo de las personas. La sensibilidad, el refinamiento y la corrección se discu­ ten con respecto a propiedades individuales y específicas de los objetos, pero la justa proporción «no se encuentra limita­ da a las partes de los objetos, sino que se extiende al todo» (p. 133). La idea que Gerard tiene en mente respecto a la debida proporción es que (1) cada uno de los siete sentidos internos es vigoroso pero ninguno deja fuera a ningún otro sentido, que (2) prevalece la delicadeza de la pasión (si bien no se menciona específicamente), y que (3) prevalece el buen juicio. Cuando este es el caso, se puede experimentar y disfrutar de cualquier propiedad valiosa de un objeto del gusto. Pero en rigor, la justa proporción como tal no tiene

que ver con el todo, tal y como Gerard afirma, sino con cada una de sus partes. (El juicio de la totalidad de un obje­ to del gusto es una cuestión adicional sobre la que Gerard dirá algo al final de la sección que nos ocupa.) Gerard sostiene que una pequeña desproporción entre los sentidos internos es natural e inevitable y, por consi­ guiente, está libre de culpa. Sin embargo, cuando la despro­ porción se hace más aguda de tal modo que, por ejemplo, el disfrute de la sublimidad deja a un lado al de la belleza, se violan los límites de la debida proporción. Gerard reco­ mienda dos formas para mejorar la proporción. La primera es obtener una habilidad para comprender todos los aspec­ tos de un objeto del gusto en lugar de centrarnos con estre­ chez de miras en uno de ellos o en unos pocos. Esta habili­ dad presumiblemente se puede adquirir con la práctica, lo cual mejora el juicio. La segunda forma de mejorar la pro­ porción es con el ejercicio de los sentidos internos por igual. «Si... cualquiera de ellos ha caído por debajo de su tono apropiado, debe ser, por medio de una atención parti­ cular, elevado nuevamente» (p. 137). En las páginas finales de esta última sección de la se­ gunda parte, Gerard considera el problema del juicio glo­ bal de un objeto del gusto. Comienza advirtiendo que de­ bemos tener en cuenta todos los méritos y defectos de un objeto. Además, la presencia de un defecto no debería de­ sanimarnos en exceso. Asimismo, la presencia de un méri­ to no nos debería impresionar demasiado. «Pero una per­ sona de verdadero gusto forma su juicio sólo a partir del mérito sobrante» (p. 139). Y rápidamente añade que los mejores críticos se centran no en el número de méritos sino en los méritos de mayor rango. Dado que Gerard no trata de establecer ni de argüir a favor de una ordenación de méritos entre las propiedades del gusto, no está claro lo que puede querer decir al hablar de méritos de un mayor rango.

Al final de la sección, Gerard ofrece un resumen de su explicación de lá mejora del gusto. Gerard cita todos los elementos del gusto: el juicio, los sentidos internos y la deli­ cadeza de la pasión mejorados con la sensibilidad, el refina­ miento, la corrección, y la justa proporción. Y entonces, en una nota que anticipa la conocida visión posterior de Hume3, Gerard escribe, «De poder un crítico unirlos todos [los elementos del gusto] en un gran grado, podríamos ape­ lar a sus sentimientos, como a una infalible norma del mé­ rito, en todas las producciones de las bellas artes» (p. 141). Tal y como Hume apunta en una situación similar, la cuestión es cómo encontrar a esos críticos y cómo distin­ guirles de los impostores. La respuesta de Gerard a esta pre­ gunta, de tener una, debe hallarse en sus observaciones de la segunda parte sobre la mejora de los elementos del gusto; observaciones de las que acabo de ofrecer una explicación. Reflexionemos a continuación y evaluemos las observacio­ nes de Gerard en respuesta al problema de cómo producir e identificar a los buenos críticos. Gerard menciona cuatro factores que son relevantes para la mejora de los elementos del gusto en caso de que éste aparezca por debajo de «su justa medida». En el orden en que los cita y discute, estos factores son la sensibilidad, el refinamiento, la corrección, y la justa proporción o el ajuste comparativo de los distintos principios del gusto. Si el tener en consideración estos factores resultase en una mejora del gusto entonces, en teoría, cualquier persona podría conver­ tirse virtualmente en un crítico del tipo que Gerard conci­ be, y teóricamente el problema de los desacuerdos sobre el gusto tendría solución. 3 Aunque el Ensayo sobre el gusto fue publicado en 1759, Gerard lo presentó a concurso a la Edinburgh Society en 1756. Así, el Ensayo de Gerard fue escrito antes de la publicación de «La norma del gusto» de Hume en 1757.

Las observaciones de Gerard respecto a la justa propor­ ción vienen a ser una especie de puesta en orden, ya que to­ dos los problemas que conciernen a los otros tres factores han sido tratados satisfactoriamente. Sus observaciones sobre el refmamientp (comparaciones) comportan elementos importantes y útiles. La comparación de objetos del gusto supone una expansión del alcance tan­ to de la habilidad cognitiva de discriminar como de la habi­ lidad afectiva de reaccionar con placer o dolor. Pero mien­ tras que la expansión del alcance de la habilidad cognitiva de discriminar promueve el acuerdo en el juicio, la expan­ sión del alcance de la habilidad afectiva de sentir placer o dolor no promueve el acuerdo sobre cuánto placer o dolor se siente en casos individuales, o el acuerdo sobre si uno siente placer o dolor en un caso individual. De este modo, en lo que concierne a consideraciones afectivas, las compa­ raciones no atenúan la amenaza del relativismo. Las observaciones bajo el epígrafe de corrección van diri­ gidas a la mejora del juicio (discriminación cognitiva) y, aunque resulten exitosas, no resuelven el problema del rela­ tivismo que representan los desacuerdos que provienen del lado afectivo de las personas (sensibilidad). Así que la justi­ ficación de la noción de una norma del gusto se reduce a lo que Gerard tiene que decir al respecto bajo el epígrafe de sensibilidad. Gerard comienza la discusión de la sensibilidad (la capa­ cidad de sentir placer y dolor con los objetos del gusto) ha­ ciendo notar la gran gama de sensibilidades existente y la menor posibilidad de mejora de la sensibilidad con respecto al juicio. Ello se debe al hecho de que la sensibilidad derive en tan amplia medida de «la construcción original de la mente». De este modo la sensibilidad constituye para Ge­ rard la principal fuente de amenaza del relativismo. No obs­ tante, en la parte del texto dedicada a la discusión de ésta, Gerard no dice absolutamente nada que dé cuenta de la

amenaza que se plantea al principio de esa parte del texto. Sus observaciones van dirigidas o bien a la mejora del juicio o bien a la supuesta paradoja de que sigamos deleitándonos con objetos del gusto a pesar de encontrarlos familiares. Debemos concluir que Gerard no consigue mostrar cómo llevar a término su sugerencia sobre la posibilidad de una mejora del gusto que pueda resultar en la producción de críticos que supongan «una infalible norma del gusto».

Asociacionismo absoluto: Archibald Alison

Comenzaré mi discusión de la complicada y primorosa­ mente presentada teoría de Archibald Alison con una des­ cripción sumaria de su explicación de la experiencia del gusto. Espero que esta caracterización ayude al lector a te­ ner una idea más clara de una teoría de una heroica com­ plejidad Rube Goldbergiana. A la hora de presentar esta lectura abreviada seguiré a Alison, quien resume su teoría en una breve introducción a sus Ensayos sobre la naturaleza y principios del gusto (1790)1. Alison entiende que las expe­ riencias del gusto son o bien experiencias de lo bello o bien experiencias de lo sublime. Al igual que las teorías de Hutcheson y Gerard, su teo­ ría del gusto se desarrolla dentro de la estructura del esque­ ma Lockeano de mente y percepción. De acuerdo con di­ cho esquema, las características del mundo exterior son la causa de la ocurrencia de ideas (objetos de la percepción) en la experiencia de una persona (en la mente). La expe' Archibald Alison, Essays on the Nature and Principies o f Taste, 5.a ed. (Londres: Ward, Lock, and Co., 1817). Todas las citas internas sub­ siguientes de Alison en este capítulo vienen referidas a esta edición.

riencia se concibe como una colección de ideas. Según Ali­ son, un objeto de la percepción tiene un doble efecto en la mente en una experiencia del gusto. Cada uno de estos efec­ tos es necesario, y los dos en conjunción son suficientes para que se dé una experiencia del gusto. El primero es una emoción simple como la alegría, que inicia todo el aspecto afectivo de una experiencia del gusto. Alison mantiene que una emoción simple como ésta es agradable. El segundo efecto del objeto percibido es el inicio de un ejercicio de la imaginación -una cadena de ideas o imágenes asociadas-. Cada miembro de esta cadena produce a su vez una emo­ ción simple que es agradable. En una experiencia del gusto, la cadena de imágenes se unifica a través de un carácter glo­ bal de regocijo, melancolía y demás. El ejercicio de la imagi­ nación produce a su vez un placer adicional. La colección de placeres -el de la emoción simple inicial, los de cada una de las emociones simples que se conectan a cada una de las imágenes asociadas en la cadena de imágenes, más el placer del ejercicio de la imaginación —es lo que Alison llama «de­ leite»-. La colección de todos los elementos afectivos en la experiencia -emociones y placeres—es lo que llama «la emo­ ción del gusto». Alison contrasta la emoción compleja del gusto con las emociones simples que en parte la forman. Por supuesto, no todo objeto de la percepción produce una experiencia del gusto. Alison afirma que sólo aquellas características del mundo material consideradas como sig­ nos de cualidades o expresiones de cualidades que se ajustan de manera innata a la producción de emociones pueden producirlas. De este modo, bajo ese pumo de vista, resulta que las únicas características que se ajustan de manera inna­ ta a la producción de emociones son cualidades de la mente. Así, de acuerdo con Alison, sólo las características del mun­ do material consideradas como signos o expresiones de cua­ lidades de la mente pueden producir emociones e iniciar de este modo experiencias del gusto. Ya que la percepción de

aquellas características del mundo material no consideradas como signos o expresiones de cualidades de la mente no puede producir emociones, tampoco puede iniciar expe­ riencias del gusto. Alison opina también, dicho sea de paso, que las experiencias que contienen cadenas de asociaciones pero que no son experiencias del gusto no lo son porque ca­ recen de cadenas de imágenes asociadas con un carácter glo­ bal unificado. Para Alison, el que algo sea un signo o una expresión de alguna otra cosa se basa en la asociación de ideas. Existe así un uso doble y afín de la asociación de ideas. Por un lado tenemos la asociación que deriva del objeto percibido y que produce en la mente la cadena de imágenes asociadas, con sus emociones y placeres relacionados. Y por el otro, una se­ gunda clase de asociación que relaciona al objeto percibido con lo que el observador considera ser una cualidad de la mente. A esta segunda clase de asociación la llamaré «aso­ ciación por inferencia,» si bien en algunos casos la existen­ cia de una cualidad real de la mente no pueda inferirse. Con el advenimiento de la versión dé Alison de la expe­ riencia de lo bello y lo sublime nace una teoría del gusto pu­ ramente asociacionista. Esto es así porque, a diferencia de Ge­ rard, Alison mantiene que la asociación de ideas es un componente necesario en toda experiencia del gusto. De he­ cho, como acabamos de ver, Alison sostiene que se requieren dos clases distintas de asociación de ideas para cada experien­ cia del gusto -una que produce series de imágenes asociadas y otra implicada en la inferencia de cualidades de la mente-. No trataré, dicho sea de paso, de analizar o criticar la noción de expresión. Alison usa esta noción de un modo más vago que el que emplearíamos hoy en día, pero para entender y criticar su teoría no es necesario plantear la cuestión de si la explicación de la noción de expresión que ofrece es adecuada. Alison concibe su teoría como formada por dos partes básicas: (1) una explicación de la emoción compleja del gus­

to, junto con sus complejos acompañamientos cognitivos, y (2) una explicación de la causa compleja de dicha emoción. La primera parte genera la labor de describir la emoción del gusto. La segunda, que concierne la causa de dicha emo­ ción, se divide en dos subpartes, generando así dos tareas: (1) la determinación de la naturaleza de la(s) facultad(es) de la mente suscitada(s) y causada(s) para producir la emoción del gusto y (2) la determinación de qué cualidades en el mundo material suscitan (causan) dicha emoción compleja. ¿Cómo llega Alison a su teoría y cómo trata de justificar­ la? Primero se centra introspectivamente en lo que denomina «la emoción del gusto». Esta emoción, que es de sublimidad o de belleza, es «claramente distinguible de cualquier otro placer» (p. 63). La capacidad de distinguirla permite descri­ birla y analizarla. A partir de ahí podemos movernos en dos direcciones distintas: hacia dentro, a las profundidades de la mente respecto a sus facultades, y, hacia fuera, al mundo ma­ terial; es decir, podemos determinar la facultad o facultades de la mente que subyacen a la producción de la emoción, y podemos descubrir sus causas en el mundo material. Así, po­ demos «ver» introspectivamente cómo es la emoción del gus­ to, y esta «visión» es como el punto de apoyo cartesiano del que se suspende el resto de su teoría. Es de este modo como Alison puede «ver» que la emoción del gusto es compleja, re­ chazando la afirmación de Hutcheson de que el aspecto afec­ tivo del gusto es simple y, por ello, derivado de un sentido. «Me pareció,» escribe Alison, «que la simplicidad de la emo­ ción del gusto fue un principio adoptado con demasiada pre­ cipitación...» (p. 66). Lo que aquí afirma es que Hutcheson adoptó una teoría errónea porque no se asomó con el sufi­ ciente cuidado en su propia mente al aspecto afectivo de las experiencias del gusto. Hutcheson, por cierto, no habla de una emoción del gusto; habla simplemente del placer. La teoría de Gerard supuso un avance con el aumento a trece del número de características que interactúan con el

gusto. Por supuesto, Hutcheson menciona la sublimidad, la novedad y el contenido moral, además de la lectura de la belleza que llevó a cabo. El desarrollo de Alison de su teoría exclusivamente en términos de belleza y sublimidad parece presentarse de este modo como un paso hacia atrás. Sin em­ bargo, Alison menciona innumerables ejemplos de lo que hoy en día llamaríamos características estéticas, como la de­ licadeza, la alegría y demás, las cuales contribuyen, tal y como las concibe, a la belleza y a la sublimidad. De este modo, a su forma, su teoría sigue multiplicando las caracte­ rísticas del gusto.

La emoción del gusto El libro de Alison se divide en dos largos ensayos: el «Primer ensayo» expone su lectura de la muy complicada emoción del gusto, y el «Segundo ensayo» su lectura de la belleza y la sublimidad del mundo material que la evocan. Ya en la primera sección del primer ensayo Alison da inicio a la justificación de su visión de la naturaleza de la emoción del gusto. Afirma que está reconocido universalmente que el gusto es un asunto de la imaginación. Además afirma que las bellas artes se dirigen a la imaginación y que sus placeres son considerados los placeres de la imaginación. Entonces escribe, Al presentar cualquier objeto, bien de lo sublime bien de lo bello, a la mente, creo que todo hombre tiene con­ ciencia de un hilo de pensamiento que despierta inmedia­ tamente en su imaginación, análogo al carácter o expresión del objeto original. A menudo encontramos que la simple percepción del objeto no basta para provocar estas emocio­ nes, a no ser que vaya acompañada por esta operación de la mente —a no ser que, haciendo uso de una expresión co­ mún, nuestra imaginación se halle asida, y nuestra fantasía

ocupada con la persecución de todos aquellos hilos de pen­ samiento afines a ese carácter o expresión (p. 69). Resulta curioso que en la segunda oración de este pasaje Alison escriba que «[a] menudo encontramos» que la per­ cepción simple (esto es, sin asociaciones) de un objeto del gusto no basta para provocar la emoción. En mi opinión, su postura es que siempre encontramos que la percepción sim­ ple de un objeto del gusto no es suficiente, y asumiré que esto es lo que quería decir. Su visión es que hay un claro pa­ ralelismo asociativo entre el aspecto afectivo y el aspecto cognitivo de las experiencias de belleza y sublimidad; por un lado, está la emoción del gusto en la mente con su serie de asociaciones, y, por el otro, el objeto del gusto percibido en el mundo material con las asociaciones involucradas en la relación inferencíal que tiene con lo que expresa o significa. En el pasaje que acabo de citar, Alison asume sin argu­ mentación alguna que podemos identificar los objetos del gusto -de lo sublime y de lo bello-. El método de argu­ mentación que usa después consiste en un llamamiento a la introspección de estas experiencias del gusto, un llama­ miento a observar lo que siempre se da en las experiencias de sublimidad y belleza. La primera conclusión introspecti­ va destacada es que las emociones del gusto siempre inclu­ yen series de asociaciones. Adviértase que al alcanzar este re­ sultado, A lison tam bién está concluyendo que la imaginación, que es la facultad que produce las asociacio­ nes, es al menos un áspecto de la facultad del gusto. Tras el pasaje citado, Alison prosigue con una serie de ejemplos de experiencias del gusto tanto de la naturaleza como del arte en los que supuestamente se revela que series de imágenes asociadas se hallan presentes en la emoción del gusto que se da en cada caso. Por ejemplo, Alison escribe, Al sentir ya sea la belleza ya sea la sublimidad de un paisaje natural -el alegre lustre de una mañana de primave­

ra [y demás]... tomamos conciencia de una variedad de imágenes en nuestra mente, muy distintas de aquéllas que los objetos mismos pueden presentar a la vista. Series de agradables o de solemnes pensamientos surgen espontánea­ mente en nuestra mente; nuestros corazones se hinchan de emociones, de las que los objetos ante nosotros no parecen proporcionar una causa apropiada (pp. 69-70). Alison realiza observaciones paralelas acerca de la pre­ sencia de asociaciones en relación a las experiencias de obras de arte. Pero incluso aunque fuese cierto que la docena, más o menos, de ejemplos de experiencias de sublimidad y de belleza que cita involucrasen series de imágenes asociadas, no muestra que todas las experiencias del gusto involucren dichas series. Su llamamiento a la conciencia del lector (in­ trospección) presupone que todo el mundo va siempre a en­ contrar que las experiencias del gusto implican una emo­ ción compleja dentro de la cual hay series de imágenes asociadas. Un solo ejemplo bastaría para darle un vuelco a la teoría de Alison. En cualquier caso, Alison pasa a la tarea de tratar de mostrar que no se puede sentir la emoción del gusto, a no ser que se ejercite la imaginación. Su argumen­ tación hace notar que bajo determinadas condiciones las emociones de belleza y sublimidad no se sienten y que esas mismas condiciones impiden el ejercicio de la imaginación. A partir de ahí, concluye que la no existencia del ejercicio de la imaginación es lo que imposibilita la aparición de la emoción del gusto. Alison menciona ejemplos de estados de dolor, pena, y demás, que nos hacen no tener conciencia de las bellezas de la naturaleza y del arte, y afirma que esas mismas condiciones impiden el ejercicio de la imaginación, imposibilitando de este modo la aparición de la emoción del gusto. Luego, al afirmar, en un pasaje citado con frecuencia, que las condiciones que más favorecen el ejercicio de la imaginación son también las que más favorecen la aparición

de la emoción del gusto, ofrece lo que considera que es una evidencia adicional de la conexión del gusto con la imagina­ ción. El estado de la mente, que todo hombre debe haber sentido, más favorable a las emociones del gusto es aquel en el que la imaginación se encuentra libre y sin molestia alguna, o, aquel en el que la atención se encuentra tan poco ocupada por ningún objeto del pensamiento privado o particular, como para mantenernos abiertos a todas las impresiones que los objetos que se encuentran ante noso­ tros pudieran producir. En conformidad, es ante lo libre y lo desocupado cuando los objetos del gusto impresionan con más fuerza (p. 71). Lo que el argumento de Alison pasa por alto es que las condiciones que impiden o promueven el ejercicio de la imaginación podrían también impedir o promover el ejerci­ cio de algún otro, o de algunos otros aspectos de la mente que pudieran subyacer a las experiencias del gusto, como por ejemplo, los sentidos hutchesonianos de belleza y subli­ midad. Por supuesto, Alison cree tener indicios introspecti­ vos que descartan la solución de Hutcheson, pero su argu­ mento no descarta la posibilidad de que algún aspecto de la mente, que no sea la imaginación, pudiera subyacer a las experiencias del gusto. Alison se centra ahora en la tarea de aclarar qué series de asociaciones están implicadas en la emoción del gusto y qué series no lo están. De nuevo, como de costumbre, su méto­ do es la introspección -en este caso, la introspección de se­ ries de asociaciones involucradas con objetos del gusto y de otras involucradas con objetos que no son del gusto—. Lo que su método revela es que las series de asociaciones ordi­ narias «no producen ninguna emoción, ni de placer ni de dolor» (p. 92) y que las series iniciadas por objetos de lo be­ llo o de lo sublime están compuestas por «ideas capaces de

producir algún afecto o emoción» (p. 93). Y además, que estas últimas series de asociaciones siempre tienen «algún principio general de conexión que impregna al todo, y que les da un carácter determinado y definido» (p. 94). Esta conectividad o carácter de la emoción del gusto corre pareja y está causada por la expresión del objeto de lo bello o de lo sublime percibido en el mundo material. Además de la variedad de placeres que derivan de las muchas emociones dentro de la emoción del gusto, Alison también cree que el placer se deriva del ejercicio de la ima­ ginación. No obstante, en ningún momento trata de justi­ ficar esta opinión sobre el ejercicio de la imaginación y el placer, sino que lo considera más o menos como algo dado, como algo que todo el mundo cree. Y de hecho, la mayor parte de los teóricos del gusto anteriores a Alison compar­ tía la opinión de que el ejercicio de la imaginación produ­ cía placer. El segundo y último elemento destacado de la emoción del gusto que Alison trata de justificar introspectivamente es la emoción simple que un objeto del gusto supuestamen­ te causa con anterioridad o con el inicio, por parte del obje­ to, de una serie de asociaciones, y de las emociones y place­ res simples que van asociados. Además de la obviedad presumiblemente introspectiva de la necesidad de esta emo­ ción simple, Alison tiene dos cosas más que decir como jus­ tificación de dicha necesidad. Si alguien afirmase de un objeto que definitivamente es indiferente o falto de interés que aún así es bello o subli­ me, todo el mundo consideraría tal afirmación como un absurdo. Si, por otro lado, afirmase que el objeto no le pa­ rece ni bello ni sublime, ya que no halla cualidad alguna en el objeto que le pueda proporcionar emoción alguna, en­ tiendo no sólo que deberíamos comprender lo que quiere decir, sino que de muy buena gana le daríamos la razón (p. 95).

En la segunda parte de su observación, Alison afirma ex­ plícitamente qué la evocación de una emoción es una con­ dición necesaria en las experiencias del gusto. En la primera parte, argumenta mediante reductio ad absurdum con el fin de establecer el mismo punto, pero aquí, en lugar de hablar de emoción, habla de interés; esto es, está comparando el interés con la emoción que surge y la falta de interés con la falta de emoción. Esto quiere decir que Alison puede em­ plear «emoción» en un sentido muy laxo. Volveré a este tema más adelante. Su visión acerca de la naturaleza de la emoción del gusto y la justificación que da están ahora claras. Su punto de vis­ ta sobre la naturaleza de la facultad del gusto también está claro ahora, si bien no ofrece una discusión explícita. La fa­ cultad del gusto es la combinación de la imaginación y de esa disposición de la mente que produce emociones simples en respuesta a la percepción de alguna característica del mundo. En un momento dado, Alison llama a esta disposi­ ción mental «sensibilidad.» Por supuesto, no todo ejercicio de la sensibilidad y de la imaginación cuenta como facultad del gusto en funcionamiento, sino sólo aquellos casos en que la sensibilidad produce una emoción simple y la imagi­ nación produce series de imágenes con un carácter unifica­ do, lo que a su vez produce emociones y placeres simples. En. rigor, la facultad del gusto es la combinación de la sensi­ bilidad y la imaginación cuando consigue producir esta cla­ se especial de fenómeno mental; la facultad del gusto es la combinación de sensibilidad e imaginación. Durante su discusión de la imaginación, Alison afirma que, de ser cierto lo que dice sobre las series de asociaciones en experiencias del gusto, las experiencias con series de aso­ ciaciones unificadas sólo tendrán como causa objetos que por sí mismos posean un carácter unificado. Entonces pasa a dar ejemplos de objetos naturales y de obras de arte que no tienen o que tienen poco carácter unificado y no pueden

producir la emoción del gusto o producen solamente una emoción disminuida, así como ejemplos de objetos que sí tie­ nen un carácter unificado y producen la emoción del gusto de manera exitosa. Esta conclusión acerca de la naturaleza de los objetos que causan la emoción del guSto tiene un cierto interés. Sin embargo, incluso aunque la conclusión fuese ver­ dadera, es en cierto modo un tema secundario sin una rele­ vancia directa sobre las dos afirmaciones centrales del primer ensayo, que tienen que ver con, (1) la naturaleza de la emo­ ción del gusto y, (2) la naturaleza de la facultad del gusto. La principal preocupación de Alison con este argumento parece estar en cómo justificar que el carácter unificado de un obje­ to sea una propiedad que produce valor. En su discusión de la imaginación, Alison dice también que existen ciertos ejemplos que permiten seguir ilustrando su afirmación sobre la imaginación y las emociones del gus­ to, aunque de hecho utiliza los ejemplos para hacer ver otro punto bien distinto, a saber, que las asociaciones crean be­ lleza o sublimidad en los objetos a través de la coalescencia de ideas. Un ejemplo son las residencias de personas que admiramos. Los lugares mismos pudieran ser poco bellos; pero el deleite con que recordamos las huellas de sus vidas se com­ bina inconscientemente con las emociones que el escenario provoca; y la admiración que estos recuerdos proporcionan parece dar una especia de santidad al lugar donde mora­ ron, y lo que parece haber estado con ellos lo convierte todo en belleza (pp. 75-76; la cursiva es mía). En este caso, se afirma que el deleite de las asociaciones se combina con las emociones generadas por la poca o nin­ guna belleza que el escenario posee para crear belleza o una mayor belleza. De un modo parecido, Alison escribe respecto a la subli­ midad:

Ningún hombre, conocedor de la historia de Inglate­ rra, podría contemplar el campo de Agincourt sin alguna emoción de este tipo. Las ideas adicionales que esta asocia­ ción produce, y que llenan la mente del espectador con la vista de este memorable campo, se despliegan en alguna medida sobre la escena, y le dan una sublimidad que no le pertenece por naturaleza (p. 76; la cursiva es mía). En este caso, se afirma que las sublimes asociaciones his­ tóricas se despliegan sobre la escena proporcionándole una sublimidad que en sí y por sí misma no posee. En el caso de las residencias, Alison parece estar dicien­ do que la belleza de un lugar se genera mediante asociacio­ nes históricas que aparentemente no tienen belleza alguna en coalescencia con un escenario de poca o ninguna belleza. En el caso de Agincourt, parece estar diciendo que la subli­ midad del lugar se genera mediante asociaciones históricas de un evento militar sublime en coalescencia con un esce­ nario nada sublime. Creo que la noción de la creación de belleza o de sublimidad mediante la coalescencia de ideas entraña un problema muy importante, pero esperaré a lle­ gar a la crítica general de la teoría de Alison para plantear esta cuestión.

La sublimidad y la belleza del mundo material En el «Segundo ensayo» Alison inicia una investigación de aquellos objetos del mundo material que suscitan la emoción del gusto. «¿Cuál es el origen de la sublimidad y de la belleza del mundo material?,» se pregunta (p. 124). Alison dedica doscientas páginas de letra menuda a este asunto. Su tratamiento exhaustivo consiste en aplicar los mismo argumentos una y otra vez a distintas características del mundo material y en alcanzar el mismo tipo de conclu­ siones. Pretende mostrar que todo ejemplo de belleza o de

sublimidad implica una asociación por inferencia y que las cualidades del mundo material por sí mismas y disociadas de cosas no materiales no son ni bellas ni sublimes. Alison pone en funcionamiento el repetitivo procedi­ miento del segundo ensayo mostrando en una corta intro­ ducción cómo sus opiniones sobre la belleza y la sublimidad del mundo material dependen de las conclusiones del «Pri­ mer ensayo» respecto a la emoción del gusto. Más específi­ camente, muestra cómo dichas opiniones dependen de una conclusión anterior, a saber, que la emoción del gusto siem­ pre comienza con la evocación de una emoción simple. Más tarde, mantendrá que una cualidad de la materia sólo puede evocar esa emoción simple como resultado de una asocia­ ción por inferencia entre dicha cualidad y una característica no material. Alison no necesita hacer mención de las series de asociaciones unificadas, las cuales, alega él, siempre acompañan a la emoción del gusto, ya que lo único que está tratando de mostrar en el presente argumento es que la pre­ sencia de una emoción simple por sí sola toma en conside­ ración ciertos tipos de características como candidatas a be­ lleza o sublimidad y descarta a otros. Por supuesto, de acuerdo con su teoría, ambas, la emoción simple inicial y la serie de asociaciones unificadas, son necesarias como consti­ tuyentes de una experiencia del gusto. El primer paso de Alison en la introducción al «Segundo ensayo» consiste en afirmar que muchos objetos del mundo material son bellos o sublimes. Si bien en principio nadie pondría esto en tela de juicio, lo que para Alison quiere de­ cir es que tales objetos son invariablemente capaces de pro­ ducir una emoción del gusto, con su emoción simple inicia­ dora. Probablemente no todo el mundo esté de acuerdo con esta afirmación. Si, de acuerdo con Alison, los objetos bellos y sublimes están siempre conectados a la producción de una emoción simple, entonces sólo aquellos objetos del mundo material

que pueden producir una emoción pueden ser bellos o su­ blimes. De esté modo, la tarea consiste en buscar aquellas características que producen emoción y ver cómo son. El siguiente paso de Alison consiste en un movimiento preventivo con el que trata de deshacerse de un plumazo de una vasta clase de objetos como candidatos a ser bellos o su­ blimes por no poder evocar emociones. Como de costum­ bre, cuenta con la introspección. En mi opinión debemos reconocer que la materia en sí misma es inadecuada para producir ninguna clase de emo­ ción. Las diversas cualidades de la materia nos son conoci­ das sólo a través de los sentidos externos; pero todo lo que estas capacidades de nuestra naturaleza transmiten es sen­ sación y percepción; y quienquiera que se tome la molestia de atender al efecto que tales cualidades, mostrándose sim­ ples y disociadas, producen sobre la mente, convendrá que en ningún caso producen emoción, o el ejercicio de ningu­ na de sus afecciones (p. 125). Esta afirmación supone el fundamento de la conclusión de que los objetos materiales como tales no pueden ser be­ llos o sublimes: no pueden ser objetos del gusto porque no pueden evocar emociones. Alison cita como ejemplos de cualidades materiales simples y disociadas «el olor de una rosa, el color escarlata, el sabor de la pifia», concluyendo que, dado que sólo pueden producir sensaciones agradables y no emociones agradables, no pueden ser bellas o sublimes (p. 125). Obviamente muchos objetos materiales son bellos o su­ blimes. No obstante, puesto que cree que las características de la materia cómo tal no pueden ser las responsables, Ali­ son concluye que los objetos materiales bellos y sublimes deben estar asociados con «aquellas cualidades que por la constitución de nuestra naturaleza son aptas para producir emoción» (p. 125). Seguidamente pone punto y final a las

observaciones introductorias al «Segundo ensayo» mencio­ nando siete clases de cualidades a las que nuestra constitu­ ción responde con emoción y que pueden asociarse con los objetos materiales, proporcionando de este modo un funda­ mento a la belleza o sublimidad de dichos objetos. Según Alison, los objetos materiales en estos casos son signos o ex­ presiones de las cualidades que evocan la emoción. Los miembros de la primera clase de cualidades que evo­ can emoción son la utilidad, la conveniencia y el placer. Los objetos materiales que son expresiones de estas cualidades son candidatos a belleza y sublimidad. (Para ser candidatos exitosos, los objetos materiales tendrían también que evocar series de asociaciones unificadas y las emociones y placeres que las acompañan.) Alison menciona el arado y la impren­ ta como ejemplos de lo que tiene en mente. Luego escribe que «de esta manera, las utilidades o placeres de todos los objetos externos se nos muestran por sus signos de color y de forma» (p. 126). De este modo, los arados, las impren­ tas, y cosas por el estilo, cumplen una de las condiciones necesarias de la belleza o de la sublimidad. Los miembros de la segunda clase de cualidades que evocan emoción son el diseño, la sabiduría y la destreza, y los miembros de la tercera clase son «poder, fuerza, sabidu­ ría, fortaleza, justicia, benevolencia, magnanimidad, ternu­ ra, amor, etc.» (p. 126). Existe una superposición explícita (la sabiduría) entre los miembros de las clases segunda y ter­ cera, y el «etc.» de Alison indica que la tercera lista no tiene por qué ser completa. No veo claro que haya ninguna razón para separar las cualidades de estas dos listas en dos clases; todas ellas son lo que Alison denominará en el resumen al final del «Segundo ensayo» cualidades activas de la mente. Alison comienza su discusión de la cuarta clase de carac­ terísticas diciendo: «Aparte de estas expresiones inmediatas de cualidades dé la mente mediante signos materiales, hay otras que surgen a partir de la semejanza, en las que las cua­

lidades de la materia se nos presentan como significativas de alguna cualidad afectiva o interesante de la mente» (p. 127). Esta es la primera vez que hace indicación de que las carac­ terísticas que evocan emociones que ha estado citando son cualidades de la mente. En última instancia, Alison desea concluir que sólo las cualidades de la mente pueden evocar emoción y de este modo pueden calificar a algo como can­ didato a bello o sublime. Ya ha concluido que las cualidades de la mente como tales no pueden evocar emoción, y, si asumimos que una característica es o material o mental, en­ tonces dicha conclusión parecería seguirse. No obstante, Alison no lleva a cabo esta argumentación. El punto oficial de la discusión de la cuarta clase de cua­ lidades es introducir un nuevo tipo de consideración -una explicación de cómo la materia inanimada puede ser bella o sublime a través de la semejanza—. Cuando aspectos de la materia inanimada se asemejan a aspectos de una cosa mate­ rial animada que expresa una cualidad de la mente, enton­ ces, Alison dice, «estamos dispuestos a considerarlos [los as­ pectos de la materia inanimada] como expresiones de las mismas cualidades [de las que los aspectos de la materia animada son expresiones], y a considerarlos con emociones similares» (p. 127). Entre otros ejemplos de expresividad menciona la fuerza del roble y la delicadeza del arrayán, afirmando que, literalmente hablando, la fuerza y la delica­ deza son cualidades de la mente. Lo que quiere decir en ca­ sos como estos es que, por ejemplo, la conformación del arrayán puede ser una expresión de delicadeza y de este modo puede ser candidata a belleza. La quinta clase de objetos también concierne a la no­ ción de semejanza. Alison dice que los objetos que produ­ cen sensaciones que parecen emociones pueden de este modo ser una expresión de las cualidades de la mente que producen la emoción. Alison proporciona una serie de ejemplos. La sensación de ascenso gradual se asemeja a «la

emoción de la ambición», y la causa de esta sensación puede de este modo expresar ambición. La sensación de oscuridad se asemeja a «la deprimente emoción de la pena,» y, tal y como afirma Alison, la causa de esta sensación puede de este modo expresar pena (p. 127). Sin ofrecer ningún ejemplo de la sexta clase de objetos, Alison simplemente observa que las muchas semejanzas en­ tre cualidades de la mente y cualidades de la materia pro­ porcionan una base para la asociación, lo que hace que la expresión por parte de cualidades de la materia baste para evocar emoción. Finalmente, los objetos de la séptima clase evocan emo­ ción meramente en base a una asociación accidental, lo que quiere decir que ni siquiera hace falta semejanza. Así, al en­ contrarse asociados «accidentalmente» a alguna cualidad de la mente, el olor de una rosa, el color escarlata, o el sabor de la pifia, podrían ser capaces de evocar emociones, convir­ tiéndose así en bellos o sublimes en caso de poder también evocar series de asociaciones unificadas con sus correspon­ dientes emociones y placeres. De hecho, cualquier cosa dada del mundo material podría de este modo ser bella o sublime, o, puestos al caso, ambas cosas. Tras poner fin a sus observaciones introductorias, Alison pasa a discutir paso a paso una gran variedad de objetos del gusto. Sólo será preciso discutir unos cuantos ejemplos su­ yos para exponer todos sus argumentos y mostrar las con­ clusiones que alcanza. Lo que está tratando de hacer con este extenso y pormenorizado procedimiento es confirmar mediante argumentos las conclusiones generalizadas que en base a la introspección ya había alcanzado en su introduc­ ción al «Segundo ensayo» respecto a la belleza y la sublimi­ dad del mundo material. Comencemos con la explicación de Alison de la subli­ midad del sonido. Según él, los sonidos, por lo general, son sublimes cuando van asociados a ideas de peligro, gran po­

der, o majestuosidad (o a cualquier otra emoción fuerte). Primero trata de mostrar que los sonidos en sí mismos no son sublimes ya que la naturaleza de la sublimidad de un tipo de sonido determinado -pongamos por caso, un true­ no- varía de un caso a otro. Según Alison, la naturaleza de la sublimidad de un tipo de sonido determinado depende del tipo de emoción que evoca la cosa asociada al sonido. De este modo, bajo su punto de vista, la naturaleza de la sublimidad de un sonido varía en función de la emoción asociada. Como ejemplo, afirma que el trueno es por lo ge­ neral sublime debido a su asociación con el pavor y el te­ rror, pero tal y como comenta, «qué distinta es la emoción que proporciona al campesino que ve por fin, tras una larga sequía, el consentimiento del cielo a sus rezos para que llue­ va» (p. 130). Diferentes asociaciones que ocasionan emo­ ciones diversas producen supuestamente distintos tipos de sublimidad para el mismo sonido. El segundo argumento en contra de la sublimidad del so­ nido en sí mismo consiste en afirmar que, en caso de que los sonidos fuesen sublimes con independencia de las asociacio­ nes, «parecería imposible que sonidos de una clase contraria» pudieran serlo (p. 131). Sin embargo, Alison sostiene que tanto los sonidos altos como los suaves, por ejemplo, pueden ser sublimes, y cree que este fenómeno solamente puede atribuirse al hecho de que ambos sonidos pueden tener aso­ ciaciones que produzcan el mismo tipo de emoción. El tercer argumento en contra de la sublimidad del soni­ do en sí mismo es que un sonido determinado podría ser sublime o podría no serlo. Un sonido que creemos que es un trueno y que de ese modo asociamos al peligro es subli­ me; el mismo sonido, creyendo que se trata del estruendo de un carro y, de este modo, no asociándolo al peligro, no es sublime. Así, la sublimidad y la falta de sublimidad de un sonido determinado se explican mediante la variación en la asociación.

Alison pasa de los sonidos simples a los sonidos complejos y compuestos de la música. Empieza a discutir la belleza y la sublimidad de la música con una larga, aunque interesante e impecable, explicación de su expresividad. Alison sostiene -y creo que todos convendrán- que las cualidades expresivas de la música son importantes en lo que toca a su belleza y sublimi­ dad. Luego comienza a argumentar que estas cualidades, que funcionan a través de la asociación por inferencia, es lo único que importa en cuanto a la belleza o sublimidad se refiere. Alison mantiene que la capacidad que tienen las compo­ siciones musicales de causar las emociones de belleza o su­ blimidad (y, por consiguiente, de ser bellas o sublimes) debe derivar de una o varias de las siguientes tres fuentes: (1) los sonidos individuales de la música, (2) la composi­ ción regular de los sonidos, o (3) las cualidades que expresa a través de la asociación. En primer lugar, Alison descarta los sonidos individuales en vista del tipo de argumentos que empleó en contra de que el trueno en sí mismo fuese subli­ me. También considera que podemos descartar la composi­ ción regular. Si ésta fuese el origen entonces toda la música sería bella, ya que toda tiene composición regular, pero Ali­ son concluye que «existe una gran diferencia entre música y música bella» (p. 156). Sólo queda una tercera posibilidad, y Alison añade como punto clave que si una composición musical careciese de cualidades expresivas nadie la encontra­ ría bella. Así concluye, De este modo, como existe una muy evidente distin­ ción entre el placer mecánico que recibimos de la mera música [composición regular], y el deleite que sentimos con la música bella o sublime, es obvio que la mera com­ posición regular de sonidos relacionados no es la causa de las emociones de sublimidad o de belleza (p. 156). Adviértase que Alison comienza este argumento en par­ ticular preguntando qué puede producir la emoción del gus­

to. Él considera que podemos dejar a un lado sin peligro al­ guno al placer «mecánico» de la sucesión de sonidos relacio­ nados ya que dicho placer no es emocional por naturaleza. Según Alison, este placer «mecánico» es puramente una cuestión de sensación, siendo así muy distinto del placer que acompaña a la emoción, que, tal y como considera, es la fuente de la belleza y la sublimidad. El siguiente argumento en contra de la composición re­ gular y a favor de las cualidades expresivas como fuente de la emoción del gusto es que nunca se citan características de la composición regular como razón de la belleza o sublimi­ dad de la música, y que las cualidades expresivas o caracte­ rísticas tales como el saber o el ingenio del compositor son la clase de cosas que se suelen citar. Si bien es claramente cierto que con frecuencia citamos las cualidades expresivas como razones del valor de la música, es obviamente falso que nunca citamos las características de la música que deri­ van exclusivamente del aspecto composicional y que no son expresivas. Algunas de las posibles dificultades que la visión de Ali­ son entraña aparecen manifiestas en su tercer argumento. Si la belleza o sublimidad de la música dependiese ex­ clusivamente de la naturaleza de su composición, y fuese in­ dependiente de las cualidades de las que es expresión, pasa­ ría necesariamente que las mismas composiciones que una vez fueron bellas o sublimes lo serían siempre; y que en toda situación producirían la misma emoción, del mismo modo que todo objeto del sentido produce uniformemente su sensación correspondiente (pp. 157-58; la cursiva es mía). Aquí Alison'asume que la belleza o sublimidad de la música debe depender exclusivamente de la composición re­ gular o de sus cualidades expresivas. Si bien puede que algu­ nos formalistas consideren que la belleza de la música de­

pende exclusivamente de la regularidad de la composición, pocos mantendrán que sus cualidades expresivas no están implicadas en su belleza o sublimidad. Además, no se sigue que si en un caso dado la belleza depende exclusivamente de la regularidad de la composición, tenga que producirse la misma emoción en cada situación. Una persona acongojada podría no verse afectada en modo alguno por la belleza de una pieza musical o advertir su belleza pero no conmoverse con ella. La misma persona en otras circunstancias podría sentirse fuertemente conmovida. El fundamento (composi­ ción regular o cualidades expresivas) de la belleza de una pieza musical es irrelevante respecto al hecho de que en un caso particular se produzca una emoción determinada o res­ pecto al hecho de que se produzca o no emoción alguna. El cuarto argumento en contra de la composición regu­ lar como base de la belleza de la música es que una persona sin oído -que de este modo no pueda atender a los aspectos composicionales de la música- puede no obstante tener co­ nocimiento hasta cierto punto del regocijo, del lamento, y demás de la música, y puede así apreciar su belleza. Alison concluye, «Si la sublimidad o belleza de la música surgiese del discernimiento de relaciones tales como las que consti­ tuyen las leyes de la composición, es obvio que aquellos que son incapaces de discernir tales relaciones serían incapaces, al mismo tiempo, de descubrir su sublimidad o belleza» (p. 159). Al igual que antes, Alison asume que la composición re­ gular sólo puede producir placer mecánico y que, de ese modo, no puede contribuir a la belleza o sublimidad. En mi opinión, está nuevamente asumiendo que su oponente ima­ ginario cree que la belleza y la sublimidad surgen exclusiva­ mente de la composición regular. Alison comienza la discusión de la belleza del color con la convicción de que ésta deriva de su expresividad, la cual depende de la asociación por inferencia. Alison especifica

los tres tipos de asociaciones que apoyan la expresividad del color. Primeramente, está la expresividad que depende del co­ lor permanente de los objetos que producen emoción. «El blanco, por ser el color del día, supone una expresión para nosotros de la alegría o regocijo que un nuevo día trae» (p. 162). Presumiblemente, el rojo de un coche de bombe­ ros expresaría la emoción de la excitación que la actividad de este tipo de coches acarrea. Seguidamente, está la expre­ sividad que depende de la semejanza entre colores y cuali­ dades de la mente humana. Por ejemplo, un color es alegre porque se asemeja a una cualidad alegre de la mente. Y por último, está la expresividad que deriva de la asociación acci­ dental. Por ejemplo, el púrpura se asocia con la realeza y así evoca las emociones que ésta evoca, expresando con ello dignidad. Por supuesto, la asociación accidental no tiene por qué ser compartida por todos, ni tan siquiera por un gran número de personas, para que proporcione una base a la expresividad; las asociaciones accidentales de una única persona pueden bastar para apoyar la expresividad para esa persona. Alison admite que los colores por sí mismos pueden producir sensaciones agradables y desagradables, pero, al igual que en el caso del placer «mecánico» de la composi­ ción regular de la música, sostiene que esto no tiene nada que ver con la belleza. El primer argumento que ofrece en contra de la belleza del color en sí mismo es que la belleza del color varía de un país a otro. Esta variación se debe a la existencia de asocia­ ciones diversas en distintos países. Por ejemplo, para los oc­ cidentales, el blanco se supone que es bello porque expresa inocencia y alegría, pero en la China no es bello porque es el color del luto. El segundo argumento en contra de la belleza del color en sí mismo comienza con la aserción de que los colores bellos

siempre expresan cualidades agradables o interesantes. Alison cree que esta conjunción permanente no es una mera coinci­ dencia sino que es causal. Según él, los colores ordinarios de la tierra, de las piedras y de los vestidos de la gente media no tienen asociaciones interesantes y no son bellos, mientras que los colores de cosas tales como los vestidos de las personalida­ des importantes son bellos. Asimismo, arguye que un color nuevo nunca es bello, y atribuye este supuesto hecho a la fal­ ta de asociación del nuevo color. «Tan pronto como aquellos que dirigen el gusto público lo adoptan [al nuevo color] de modo general, y en consecuencia se ha convertido en la seña de clase y elegancia, inmediatamente se convierte en bello» (pp. 164-65). Incluso un color desagradable en sí mismo, dice Alison, puede de este modo ser bello. Alison prosigue su argumentación contra la belleza in­ herente de los colores afirmando que cuando las asociacio­ nes de un color se eliminan, su belleza queda igualmente destruida; por ejemplo, puede que los objetos manufactura­ dos para servir a las comodidades de la vida tengan un color característico. «En conformidad, este color se vuelve en al­ guna medida bello, por ser el signo de dichas cualidades [las comodidades de la vida]» (p. 165). Según Alison, si la aso­ ciación queda destruida el color pierde su belleza. En otra versión de este argumento, observa que los miembros de al­ gunas profesiones visten de un color característico. Cuando uno de ellos «va así vestido, concebimos que hay una co­ rrección y una belleza en dicho color. Cámbiesen los colores de las distintas indumentarias, y todas estas bellezas quedan destruidas» (p. 166). El argumento final de Alison en contra de la belleza del color inherente a sus aspectos perceptibles consiste en la afir­ mación de que las personas invidentes como el Dr. Blacklock, un poeta escocés que había quedado ciego en su temprana in­ fancia, pueden «recibir el mismo deleite, de las ideas que aso­ cian a los colores, que aquellos que ven» (pp. 166-67). Tal y

como se alega -y no es mi intención rebatirlo- Blacklock hizo un uso correcto de las palabras de los colores en su poesía y formaba todas las asociaciones características con ellos. A pe­ sar de que los invidentes como Blacklock no pueden ver el co­ lor, Alison mantiene que no hay diferencia alguna entre el as­ pecto bello de las experiencias de la belleza del color de estas personas y el de las que ven. Si la teoría de la belleza del color de Alison es verdadera y la belleza del color no depende de sus aspectos perceptibles, entonces tiene razón: Las personas invi­ dentes como Blacklock pueden tener la misma experiencia de la belleza del color que una persona que ve, a pesar del hecho de no poder ver. Alison continúa por espacio de otras 150 páginas o más discutiendo la belleza y sublimidad de las formas, del movi­ miento, del rostro humano, de la forma humana, y del ges­ to, pero sin que emerja ninguna consideración o argumen­ tación novedosa. Así que llegados a este punto terminaré mi exposición de su teoría. Pero antes de pasar al examen crítico del asociacionismo, me gustaría señalar un hecho curioso y sorprendente acerca de los muy diferentes resúmenes que Alison adjuntó al final del «Segundo ensayo» en la quinta y en la primera edición. La esencia del resumen de la quinta edición apare­ ce en este nada sorprendente pasaje: Así, la conclusión con la que deseamos quedarnos es que la belleza y la sublimidad que sentimos en los diversos aspectos de la materia debe finalmente ser adscrita a las ex­ presiones de la mente, o al hecho de que sean, directa o indi­ rectamente, los signos de esas cualidades de la mente que se adecúan, por la constitución de nuestra naturaleza, para afectarnos con emoción agradable o interesante (p. 317). En el resumen paralelo de la primera edición, Alison in­ trodujo un argumento que le impidió llegar a la conclusión altamente unificada de la quinta edición.

Que los únicos sujetos de nuestro conocimiento son materia y mente no puede negarse; pero no se sigue que todas las cualidades de las que tenemos conocimiento deban ser las cualidades propias del cuerpo o de la men­ te. Hay una serie de cualidades que surgen de la relación; de la relación de distintos cuerpos o partes de cuerpos con otros; de la relación del cuerpo con la mente; y de la relación de distintas cualidades de la mente con otras, que son objeto de nuestro conocimiento, y con la misma frecuencia objeto de nuestra atención, tanto como cual­ quiera de las cualidades propias del cuerpo o de la men­ te. Muchas cualidades de este tipo también producen emoción2. Alison menciona la novedad, la armonía, la convenien­ cia y la utilidad como ejemplos de cualidades que no perte­ necen a la mente sino que surgen de la relación. Este argu­ mento y su conclusión son inconsistentes tanto con la doctrina general de la primera edición como con la de la quinta, y sin duda alguna con la de todas las ediciones in­ termedias. No obstante, Alison, siguiendo las implicaciones de su argumento sobre las relaciones, pone fin a la primera edición con este pasaje: Así, en lugar de concluir que la belleza y la sublimidad de la materia surgen de la expresión de las cualidades de la mente, nos quedaremos con una conclusión más humilde pero, tal y como yo lo entiendo, más definitiva: que la be­ lleza y sublimidad de las cualidades de la materia surgen del hecho de que sean los signos o expresiones de esas cua­ lidades que se adecúan, por la constitución de nuestra na­ turaleza, para producir emoción3. 2 Archibald Alison, Essays on the Nature and Principies ofTaste, 1.a ed. (Londres: J.J.G . y G. Robinson; Edimburgo: Bell and Bradfute, 1790), p. 412. 3 Alison, Essays on the Nature and Principies ofTaste, p. 413.

De este modo, es obvio que la conclusión de la primera edición permite que la armonía, sin encontrarse asociada a ninguna cualidad de la mente, sea bella, o sea una propie­ dad productora de belleza. En algún momento, entre la pri­ mera y la quinta edición, Alison abandona la argumenta­ ción sobre las relaciones y llega a la conclusión altamente unificada que había tratado de alcanzar desde un principio, a saber, que la belleza y la sublimidad de la materia derivan exclusivamente de la expresión de cualidades de la mente. No me queda muy claro que tuviese una justificación para suprimir el argumento sobre las relaciones.

Evaluación del asociacionismo En este capítulo y en el anterior ya he realizado una se­ rie de críticas evaluativas menores de diversos aspectos del asociacionismo. En esta sección examinaré lo que considero son las mayores dificultades con las que se encuentra. Antes de ello, será útil hacer una breve comparación de las teorías de Gerard y Alison. Si bien ambas tienen que ver con la asociación de ideas, la versión dé Gerard supone sólo un asociacionismo parcial, mientras que la de Alison supo­ ne un asociacionismo absoluto. La de Gerard es parcial por­ que la noción de asociación no desempeña ninguna función en su explicación de la novedad y en algunos de los casos de sublimidad y de belleza que describe. De este modo, la aso­ ciación de ideas no se presenta como una característica uni­ versal o necesaria de la experiencia del gusto. Así, podemos apuntar que en la teoría de Gerard la asociación no es un aspecto de su noción de la facultad del gusto (sentido inter­ no) sino meramente un fenómeno que algunas veces fun­ ciona junto al sentido interno. La versión de Alison supone un asociacionismo absoluto ya que mantiene que la asocia­ ción de ideas es una característica de toda experiencia del

gusto. De hecho, como apuntamos anteriormente, Alison afirma que toda experiencia del gusto involucra dos casos distintos de asociación de ideas. Existen otras diferencias entre sus teorías. Gerard em­ plea el lenguaje del sentido interno, si bien su noción de sentido interno, tal y como la concibe normalmente, es muy distinta de la versión de «caja negra» de Hutcheson. En la teoría de Alison, hasta el lenguaje del sentido interno desaparece, y la facultad del gusto se concibe como combi­ nación de sensibilidad e imaginación. Alguien podría verse tentado a pensar que en la noción de sensibilidad existe al menos un vestigio de un sentido interno Hutchesoniano, pero en el caso de Alison la sensibilidad reacciona ante una gran variedad de características del mundo (aquellas que producen emoción, incluso emociones como la alegría y la pena) y no ante una característica «estética» específica como la uniformidad en la variedad. La noción de sensibilidad de Alison es de este modo muy diferente de la concepción de Hutcheson de un sentido interno que supuestamente se en­ cuentra en armonía de manera innata con una característica específica del mundo. Su noción de sensibilidad también es bastante diferente de la noción de Gerard de sentidos inter­ nos entendidos como las facultades cognitivas en su funcio­ namiento ordinario, como es, por ejemplo, el caso de la concepción de cosas con moderada dificultad. Otra diferencia importante entre ambas teorías asociacionistas es que para Gerard, pero no para Alison, las carac­ terísticas del mundo material tienen una significación real para la facultad del gusto. En opinión de Gerard, algunas características del mundo material, como la amplitud, la simplicidad y el color inofensivo, interactúan con los senti­ dos internos para producir placer a causa de sus cualidades perceptibles. Asimismo, hay características del mundo mate­ rial que «adquieren» sublimidad o belleza a través de la aso­ ciación de ideas con independencia o incluso a pesar de su

apariencia. En el caso de esta sublimidad y belleza «adquiri­ das,» el hecho de que el objeto sublime o bello sea un obje­ to material con sus cualidades perceptibles particulares no tiene significación alguna. No obstante, para Gerard, exis­ ten al menos algunos casos de belleza y sublimidad fruto de las cualidades perceptibles de los objetos materiales. Para Alison, la sublimidad y la belleza del mundo material son siempre «adquiridas,» y las cualidades perceptibles reales de los objetos son irrelevantes respecto a su sublimidad o belle­ za. Además, para Alison, la adquisición de sublimidad o de belleza por parte de los objetos materiales deriva en todos los casos de su relación asociada a cualidades de la mente, de tal modo que incluso el ser un objeto material es en un sen­ tido irrelevante respecto a su sublimidad o belleza. En la versión de Gerard de la experiencia del gusto la noción de emoción aparece sólo de manera incidental. Así, menciona por ejemplo que en una experiencia de la nove­ dad se podría dar una pasión agradable, pero la emoción no es para él un componente necesario de la experiencia del gusto, o ni tan siquiera un componente que se mencione con frecuencia. Por el contrario, para Alison cada experien­ cia del gusto se inicia con una emoción simple, completán­ dose con emociones adicionales. En la segunda frase de su libro, Alison introduce la concepción de «la emoción del gusto» como una característica necesaria de las experiencias del gusto. Alison insiste en la necesidad de la emoción en la primera parte ya que en la segunda va a argumentar que las cualidades del mundo material por sí mismas no pueden evocar la emoción necesaria para la belleza o sublimidad y por ello no pueden ser bellas o sublimes por sí mismas; so­ lamente las cualidades de la mente, argüirá Alison en la se­ gunda parte, pueden evocar la emoción necesaria y hacer de este modo que los objetos materiales asociados sean subli­ mes o bellos. Desde el principio, Gerard realiza un esfuerzo sostenido con el fin de establecer una norma del gusto. La

adición del capítulo titulado «Sobre la norma del gusto» en la tercera edición de 1780, supone más un suplemento que el planteamiento de. un tema nuevo. Sin embargo, Alison en ningún momento trata de justificar en su extenso libro la existencia de una norma del gusto; sin duda alguna se dio cuenta de que esta noción no tiene significación alguna para una teoría que sostiene que las características percepti­ bles del mundo material son irrelevantes respecto a su subli­ midad y belleza, y que cualquier cosa puede adquirir la una o la otra. Hay importantes similitudes entre las dos teorías. Tanto Gerard como Alison consideran que la utilidad es un tipo de belleza. Esta curiosa visión la comparten con algunos teóri­ cos no asociacionistas, y no es fruto de su asociacionismo. En mi discusión de la teoría de Gerard, identifiqué lo que denominé su «principio de la posibilidad de la coales­ cencia de ideas.» Este principio es absolutamente esencial para una teoría del gusto asociacionista ya que es la base de sus conclusiones centrales y distintivas. El principio posibi­ lita la conclusión de Gerard de que ciertos placeres se fusio­ nan con otros para crear un placer mayor. Y lo que es más importante, posibilita las conclusiones características de la teoría asociacionista del gusto, a saber, que la asociación de ideas está implicada en hacer que las cosas posean propieda­ des del gusto como la sublimidad y la belleza. En la versión de Gerard, la coalescencia de las ideas se encuentra algunas veces implicada en las experiencias del gusto, pero, en la de Alison, lo está siempre. Gerard se muestra muy explícito acerca de cómo la aso­ ciación de ideas fusiona a éstas. En un pasaje citado con an­ terioridad escribe, La naturaleza de la asociación es unir ideas distintas tan estrechamente que, por decirlo de alguna manera, se con­ viertan en una. En una situación tal, las cualidades de una parte son atribuidas de un modo natural al conjunto, o a la

otra parte... Así, siempre que un objeto introduzca en la mente de forma uniforme y constante la idea de otro que sea sublime, el primero, en virtud de su conexión con el se­ gundo, será considerado sublime4. El tipo de situación que Gerard tiene aquí en mente es, por ejemplo, el de la experimentación de un cuadro que en sí mismo no es sublime (una idea compleja) y la idea aso­ ciada del.paisaje sublime que se representa. De acuerdo con Gerard, estas dos ideas se funden en una, haciendo así que el cuadro de la experiencia sea sublime. Otro ejemplo del tipo de situación que tiene en mente es el caso que cita de la idea de la experimentación de un campo verde que es be­ llo por su asociación con la idea de fertilidad (siendo la fer­ tilidad una clase de utilidad que, por supuesto, se considera una clase de belleza). En ambos casos, un objeto adquiere una propiedad del gusto cuando una idea de él se fusiona con la idea de un objeto que ya posee dicha propiedad. Gerard describe un tipo de situación adicional en el que supuestamente un color adquiere belleza al asociarlo con una idea agradable «de cualquier tipo.» En este tipo de si­ tuación, la fusión de dos ideas, ninguna de las cuales posee por sí misma la propiedad del gusto, es lo que se supone que la genera. A continuación comenzaré mi crítica general del asociacionismo. Primero, evaluaré las características que la teoría de Alison no comparte con la de Gerard. Después, examinaré críticamente el núcleo del asociacionismo —compartido por ambas teorías—la doctrina de la coalescencia de las ideas. Y por último, evaluaré críticamente aquellas características que la teoría de Gerard no comparte con la de Alison. 4 Alexander Gerard, An Essay on Taste. 3.a ed. de 1780, Walter J. Hipple, Jr., ed. (Delmar, N.Y.: Scholars’ Facsímiles & Reprints, 1978), pp. 18-19.

El aspecto en el que Alison difiere más notablemente de Gerard, y de hecho de Hutcheson y de casi todos los demás teóricos del gusto, es su visión concerniente al lugar y fun­ ción de la emoción en las experiencias del gusto. Alison afir­ ma en la primera página del libro que dichas experiencias siempre contienen una emoción del gusto, que posterior­ mente describe como un complejo de emociones y placeres derivados de series de asociaciones unificadas. Además, afir­ ma que cada experiencia del gusto comienza con una emo­ ción simple como la alegría, la melancolía, el terror u otras por el estilo, y que «no hay objetos, o cualidades de objetos, que, de hecho, sean sentidos bien como bellos bien como su­ blimes que no sean producto de alguna emoción simple» (p. 95). Centrémonos primeramente en la visión de la emoción simple iniciadora. Alison, si bien cree por introspección que su tesis sobre la necesidad de dicha emoción es una obviedad, ofrece un argumento en su favor. Afirma que es un absurdo mantener a la vez que un objeto sea sublime o bello y que uno se encuentre «positivamente indiferente [ante él] o [que lo encuentre] falto de interés» (p. 95). Este argumento declara meramente que la belleza o la sublimidad siempre son intere­ santes, y presupone que un objeto interesante siempre evoca alguna emoción. Esta presuposición no está justificada; es perfectamente posible encontrar algo interesante sin sentir emoción alguna. Podría observar con cierto interés una hoja sin sentir ninguna emoción en absoluto. Simplemente, no existe ninguna conexión necesaria entre el mostrar un interés por algo y el sentir emoción. De este modo, incluso aunque un objeto bello o sublime fuese siempre interesante, ese he­ cho no proporcionaría ninguna evidencia a favor de la visión de que los objetos del gusto siempre evocan emociones. La afirmación de que los objetos bellos o sublimes deben siem­ pre evocar emociones queda minada simplemente porque el supuesto acerca de la relación entre interés y emoción no se mantiene.

Aunque el argumento de Alison no apoya en modo al­ guno su afirmación, todavía podría darse el caso de que toda experiencia del gusto se iniciase con una emoción sim­ ple. Alison no proporciona un ejemplo del fenómeno que tiene en mente, pero podemos ilustrar su tesis con un ejem­ plo que utiliza en otro lugar. Consideremos la belleza del «alegre lustre de una mañana de primavera» (p. 69). Alison afirmaría que para que alguien experimentase la belleza de la escena, ésta debería producir una emoción como el rego­ cijo o la alegría. En la experiencia, tal y como aquí se conci­ be, se dan dos referencias a entidades emotivas: (1) la ale­ gría de la mañana y (2) el regocijo o la alegría de la respuesta emocional ante ello. Uno, por supuesto, podría responder a la belleza del alegre lustre de una mañana de primavera con una emoción de alegría, pero también po­ dríamos experimentar dicha belleza y sentir depresión, o no experimentar ninguna emoción en absoluto. Simplemente, no existe ninguna conexión necesaria entre la experimenta­ ción de cosas como la belleza del «alegre lustre» de la maña­ na y el sentimiento de una emoción «apropiada» como la alegría o cualquier otra emoción. Uno podría incluso llegar tan lejos como para decir que típicamente se responde a la belleza con una emoción como la alegría o el regocijo y a la sublimidad con una emoción como el respeto. Incluso podríamos estar de acuerdo en que estas respuestas son apropiadas. Sin embargo, esta reflexión simplemente no apoya la opinión de que deba sentirse una emoción simple como respuesta a experiencias de belleza y sublimidad. Por supuesto, la posición real de Alison es que la emoción sim­ ple debe sentirse como una precondición de dichas experien­ cias, y esta afirmación es incluso menos plausible que la opinión de que deba sentirse una emoción simple. De -he­ cho, una emoción del tipo que Alison considera se siente en respuesta a haber tenido primeramente una experiencia de belleza o sublimidad; es decir, la emoción se siente después

de haber experimentado un objeto sublime o bello, y no antes y como condición de dicha experiencia. La afirmación de Alison acerca de la necesidad de una emoción simple que inicie una experiencia del gusto no sólo es falsa sino que se encuentra totalmente desprovista de plausibilidad. Aunque con esta conclusión podemos refutar plenamente su visión acerca del contenido de las experien­ cias del gusto, seguiré examinando el resto de sus opiniones sobre los contenidos de dichas experiencias. La necesidad de la emoción compleja del gusto es exactamente igual de sos­ pechosa que la necesidad de la emoción simple a la que se supone que sigue. Incluso en el caso en que uno responda a un objeto del gusto con una emoción simple -digamos, con estupefacción ante la vista del Gran Cañón—ciertamente no es típico que se ponga en marcha todo un conjunto de emociones unificadas con sus placeres relacionados. De he­ cho, el caso en el que la visión de algo como el Gran Cañón produjese una serie de emociones y placeres sería un caso raro. Típicamente, al ver el Gran Cañón o cualquier otro objeto sublime, uno se queda totalmente paralizado duran­ te un tiempo con la estupefacción inicial que evoca. De modo similar, en un caso paradigmático de una experiencia de belleza como el de una viva puesta de sol, no se evoca tí­ picamente una serie de emociones y placeres. Una experien­ cia de esta clase evoca una única emoción -una emoción del tipo que acompaña a la manifestación sincera de expresio­ nes como «!Qué vista más maravillosa!»-. Además, en este caso o en el de la estupefacción con respecto a un objeto su­ blime, la emoción se siente en respuesta a un objeto ya expe­ rimentado como bello o sublime; la emoción no se experi­ menta, tal y como Alison mantiene también en el caso de la «emoción del gusto,» como una condición necesaria de una experiencia de sublimidad o belleza. El único tipo de contenido alisoniano de experiencias del gusto que queda por discutir es el de las series de asociacio­

nes unificadas. Estas series son las que supuestamente evo­ can todas las emociones de experiencias del gusto a excep­ ción de la emoción simple inicial. Puesto que es falso que las experiencias del gusto tengan siempre o incluso frecuen­ temente la mescolanza de emociones que la teoría de Alison concibe, no es necesario pensar que haga falta una multitud de asociaciones para provocarlas. Por supuesto, podría se­ guir dándose el caso de que toda experiencia del gusto su­ pusiese una serie de asociaciones unificadas incluso en el caso en que ninguna experiencia comprendiese una suce­ sión de emociones. Existen, no obstante, numerosas experiencias del gusto de gran simplicidad —vistas de puestas de sol, de vastos pai­ sajes, y demás- que típicamente no contienen ninguna aso­ ciación en absoluto y que sirven de contraejemplo a la teo­ ría de Alison. Ocasionalmente, dichas experiencias podrían evocar asociaciones, aunque este hecho no es de ninguna ayuda. Supongamos incluso que la belleza de una puesta de sol y las asociaciones que evoca forman parte de un conjun­ to mayor, el cual en sí mismo es un objeto de belleza. Inclu­ so en este caso, las asociaciones que se han convertido en elementos del bello conjunto mayor son irrelevantes respec­ to a la belleza de la puesta de sol y no son necesarias para experimentarla. Hay, sin embargo, experiencias del gusto de gran com­ plejidad —la de una obra dramática, por ejemplo- y uno pu­ diera sentirse tentado a pensar que las experiencias de este tipo son ejemplos de experiencias del gusto que contienen series de asociaciones, lo cual supondría, de este modo, algo de consuelo para la teoría de Alison. Sin embargo, de acuer­ do con su teoría, las complejidades de la experiencia real de una obra dramática son muy distintas de las de una expe­ riencia del gusto. Típicamente, los elementos de una obra no evocan asociaciones, y con toda certeza no evocan series de asociaciones. Si se evocase una serie de asociaciones du­

rante una obra, con total seguridad distraería al espectador de los elementos de la obra que cambian rápidamente. In­ cluso asociaciones que no inician series de asociaciones po­ drían interferir con la experiencia del espectador de la obra, aunque pudiera ser que no. Claramente,*las series de asocia­ ciones no pueden desempeñar un papel muy importante en las experiencias del gusto de artes temporales como las obras dramáticas. Las series de asociaciones tampoco desempeñan un pa­ pel muy importante en las experiencias del gusto de las ar­ tes no temporales. Al mirar, por ejemplo, un cuadro deteni­ damente, uno no se centra en series de asociaciones que distraigan y que harían que le dejásemos de prestar aten­ ción. Ocasionalmente, puede que haya asociaciones que se introduzcan en la mente mientras uno contempla un cua­ dro, pero no son dañinas a no ser que inicien otras asocia­ ciones y hagan que dejemos de prestarle atención a la obra de arte. No estoy considerando cosas como el reconoci­ miento de que un retrato es una representación de un ser humano o del espacio como ejemplos de asociaciones, aun­ que quizá Alison sí lo haría. En cualquier caso, estos fenó­ menos de reconocimiento no son la clase de cosas que Ali­ son tiene en mente cuando habla de que los objetos del gusto producen series de asociaciones. He dedicado más espacio del que pudiera parecer nece­ sario a la refutación de la lectura de Alison del contenido de las experiencias del gusto. Lo he hecho por dos razones. Por un lado, hay autores que se han contentado simplemente con una exposición de la visión de Alison, dando a enten­ der que consideran satisfactorio el aspecto de su teoría que aquí nos concierne. Y puede ser que así lo considerasen, o pudiera darse el caso de que estuviesen tan fascinados o su­ mergidos en los complejos detalles de ese aspecto de la teo­ ría que simplemente no llegaron a la fase crítica. Por otro lado, la visión de Alison acerca de la necesidad de emocio­

nes y de series de emociones, en mi opinión, más que apa­ rentemente errónea, está absoluta y obstinadamente equivo­ cada y constituye un punto muerto del que virtualmente nada puede salvarse. Pasemos ahora a considerar otra de las conclusiones que Alison no comparte con Gerard, a saber, la visión de que las causas de las experiencias del gusto siempre involucran cua­ lidades de la mente. Si bien se deja implicar una referencia a una cualidad de la mente en al menos uno de los casos de Gerard -el placer de la regularidad como diseño- la noción de cualidades de la mente no desempeña un papel central en su teoría. Podemos resumir el argumento de Alison sobre las cau­ sas de las experiencias del gusto como sigue: 1. La emoción siempre está presente en las experiencias del gusto. 2. Las cualidades de la materia como tal no pueden evocar emociones. 3. Las cualidades de la mente constituyen la única alter­ nativa para evocar emociones. 4. Luego, las cualidades de la mente deben siempre es­ tar implicadas en las causas de las experiencias del gusto y son las únicas causas de dichas experiencias. Como señalé anteriormente, Alison presenta en la pri­ mera edición de su libro un argumento convincente en con­ tra de la opinión de que sólo las cualidades de la mente pue­ dan evocar emociones, y por im plicación rechaza la conclusión del argumento que acabo de exponer. Sin em­ bargo, en la quinta edición y quizá antes, Alison había su­ primido su convincente argumento para poder alcanzar la conclusión que presumiblemente había tratado de obtener desde un principio. Mis anteriores argumentos minaron su primera premisa, según la cual la emoción siempre está pre­ sente en experiencias del gusto. A continuación mostraré

que su segunda premisa, según la cual las cualidades de la materia como tal no pueden evocar emociones, también es falsa. En consecuencia, sus conclusiones acerca de las causas de las experiencias del gusto carecen por completo de res­ paldo. A continuación trataré de respaldar mi afirmación de que la opinión de Alison según la cual las cualidades de la materia como tal no pueden evocar emociones es falsa. Es cierto que las cualidades de la materia no son la clase de co­ sas que típicamente evoca nuestras emociones. Un guijarro en el camino, por ejemplo, no suele evocar ninguna emo­ ción. Sin embargo, una gran roca que bloquea el camino podría evocar cólera, y una encumbrada roca podría evocar estupefacción, y no tenemos que asociar estos objetos físicos a ninguna cualidad de la mente para responder emocional­ mente ante ellos. Si encontramos, pongamos por caso, que la encumbrada roca expresa el poder y la inteligencia de Dios, esto se suma a la experiencia, pero no es idéntico a encontrar la roca sublime e imponente. Además, una perso­ na que no sea creyente podría sentir estupefacción y encon­ trar la encumbrada roca sublime sin verla como expresión de ninguna cualidad de la mente -sea divina o no-. La pre­ misa universal que Alison requiere para la totalidad de su argumento es simplemente demasiado fuerte. Pero no se trata sólo de que la afirmación de Alison sea falsa; incluso el tratar todo este asunto en términos de la evocación de emo­ ciones es una equivocación. La emoción no es una caracte­ rística universal de las experiencias del gusto, y todos los teóricos del gusto muestran conocer este hecho al centrarse en el placer, y no en la emoción, como aspecto afectivo cen­ tral. Alison, al centrarse en la emoción, se encuentra virtual­ mente solo. En realidad, Alison va tras algo más que una simple co­ nexión necesaria entre la belleza y sublimidad de los objetos y el sentimiento de emoción simple en los observadores de

dichos objetos. Lo que está realmente diciendo es que el sentimiento de úna emoción simple iniciadora es una parte de lo que hace que los objetos sean bellos o sublimes. Alison borra la línea entre los objetos de la percepción y los aspec­ tos afectivos de la experiencia. No está solamente diciendo que los objetos sublimes o bellos siempre evocan emoción, sino que el sentimiento de una emoción es necesario para que algo sea bello o sublime. Por ejemplo, escribe sobre los cambios por los que atraviesa el gusto conforme crecemos, Tan pronto como cualquier clase de objetos pierde su importancia en nuestra estima [deja de producir emoción], tan pronto como su presencia deja de proporcionarnos pla­ cer [al dejar de producir emoción], o su ausencia de produ­ cirnos dolor, la belleza con la que nuestra imaginación in­ fantil los engalanaba desaparece, y comienza a irradiar otra clase de objetos, los cuales presumimos se merecen más ta­ les sentimientos, pero que a menudo no tienen otro valor que el de la coincidencia con esas nuevas emociones que empiezan a henchirse en nuestro pecho (pp. 96-97). Un poco más tarde, al describir las condiciones de experi­ mentación de la belleza o la sublimidad, pudiera parecer estar negando la tesis de que la emoción ayuda a hacer que los ob­ jetos sean bellos. Alison escribe respecto a los efectos de la fa­ tiga y demás sobre las emociones que se requieren para una apropiada experimentación de los objetos del gusto, «No es que los objetos de tales placeres hayan cambiado... Cuando quiera que volvamos al estado mental favorable a esas emo­ ciones, nuestro deleite regresa con ello, y los objetos de tales placeres vuelven a ser tan favoritos como antes» (p. 100). No obstante, su visión implica que las propiedades del gusto de los objetos de la percepción cambian con los aspectos afecti­ vos de la experiencia. Creo que lo que en esta última cita quiere decir es que aunque los objetos no cambien en cuanto a su capacidad potencial de producir emoción y, con ello,

placer, la fatiga y demás pueden hacer que no funcionen para ello, no consiguiendo así ser bellos o sublimes. En cualquier caso, Alison tiene un motivo profundo y ulterior para encontrar una conexión necesaria entre la emoción y los objetos de la belleza y la sublimidad, pero no tiene argumento o evidencia alguna que respalde su visión. El motivo es que en último término quiere hacer de las cua­ lidades de la mente el fundamento de la belleza y la subli­ midad. Con ese fin, mantiene la tesis falsa de que las cuali­ dades de la mente por sí solas y no las cualidades materiales pueden provocar emociones. Para hacer que todo esto fun­ cione, también tiene que mantener la tesis falsa de que la emoción es una característica constante de la experiencia de belleza y sublimidad. Pasemos ahora al examen crítico del núcleo del asocia­ cionismo —elprincipio de la posibilidad de la coalescencia de las ideas- que opera junto con la asociación de ideas con el fin de permitir a Gerard y a Alison desarrollar sus particula­ res teorías del gusto. Gerard comienza usando el principio de coalescencia al comienzo de su libro. En este primer uso, habla solamente de la coalescencia de placeres; sólo más tar­ de emplea el principio en conexión con nociones del gusto como la belleza y la sublimidad. Sobre la coalescencia de los placeres, Gerard escribe durante su discusión de la novedad al principio del libro, Cualquier pasión agradable o emoción que un objeto nuevo acaso produzca, se encontrará con el grato senti­ miento que naturalmente surge por su novedad, aumen­ tándolo. Un traje nuevo, por ser distinto del anterior, pro­ porciona placer a un niño; del mismo modo mueve su orgullo, y le mantiene en la expectativa de atraer la aten­ ción de sus compañeros5. 5Gerard, An Essay on Taste, p. 9.

Como apunté anteriormente, Gerard parece pensar que el placer de la novedad envuelve al placer del orgullo en el traje nuevo, añadiéndose este último placer al primero, de tal modo que el placer de la novedad es mayor de lo que se­ ría sin el placer que origina el orgullo. También hay mo­ mentos en los que Gerard afirma que distintos placeres se fusionan, pero no discutiré sus explicaciones ya que no aña­ den nada nuevo a su postura. En mi opinión Gerard se confunde al pensar que distin­ tos placeres puedan unirse, con la identidad de un placer ab­ sorbiendo la del otro, y con el resultado de que el último pla­ cer aumente en cantidad. Es cierto que en el tipo de situación que describe hay dos fuentes de placer y los dos pla­ ceres hacen que la situación sea más agradable de lo que sería de faltar uno de ellos. Pero ambos quedan ligados a sus oríge­ nes y se identifican a través de ellos; no se funden para pro­ ducir un gran placer de la novedad. En el caso descrito de or­ gullo-novedad se presenta un problema añadido: los dos placeres pertenecen a distintas clases. Gerard llama al placer (de la novedad), que supuestamente se deriva del ejercicio mental moderado, una sensación, lo cual tiene al menos algo de plausibilidad ya que si el funcionamiento del cuerpo -pongamos por caso, las papilas gustativas de la lengua- pue­ de producir sensaciones agradables, entonces es posible que las operaciones de la mente puedan producirlas también. Sin embargo, el placer de ser el orgulloso poseedor de un traje nuevo no es una sensación, aunque si uno está lo suficiente­ mente orgulloso podría tener sensaciones agradables y estremecedoras además del placer de tener un traje nuevo. Es completamente inverosímil que un placer que no sea una sensación pueda «encontrarse con» una sensación de placer. Como acabamos de ver, también es inverosímil que un placer que no sea una sensación pueda «encontrarse con» otro pla­ cer que no sea una sensación o que una sensación de placer pueda «encontrarse con» otra sensación de placer.

No tengo conocimiento de ningún caso en el que Ali­ son afirme que placeres diferentes se unan en un único pla­ cer. No obstante, tanto Gerard como Alison emplean el principio de coalescencia en conexión con otros tipos de ideas. Ambos afirman que dos ideas asociadas pueden unir­ se de tal modo que la idea de un objeto que tiene una de­ terminada cualidad del gusto pueda fusionarse con la idea asociada de otro objeto que carezca de esa cualidad en par­ ticular, y también que como resultado de esa coalescencia el segundo objeto pueda adquirirla. Esta tesis, que es fun­ damental para el asociacionismo de Gerard y de Alison, encuentra su más clara expresión en un pasaje de Gerard citado anteriormente. La naturaleza de la asociación es unir ideas distintas tan estrechamente que, por decirlo de alguna manera, se con­ viertan en una. En una situación tal, las cualidades de una parte son atribuidas de un modo natural al conjunto, o a la otra parte. Por lo menos, la asociación permite que la men­ te haga una transición tan rápida y fácil de una idea a otra que contemplamos ambas con la misma disposición; y nos vemos por consiguiente afectados de modo similar por am­ bas. Así, siempre que un objeto introduzca en la mente de forma uniforme y constante la idea de otro que sea subli­ mé, el primero, en virtud de su conexión con el segundo, será considerado sublime6. Gerard comienza este pasaje de un modo un tanto pro­ visional diciendo que dos ideas «por decirlo de alguna ma­ nera, se conviert[en] en una.» Sin embargo, el pasaje termi­ na con la afirmación rotunda de que una idea de una cosa sublime causa por asociación que otra cosa sea sublime, im­ plicando de este modo que las dos ideas entrañan una coa­ lescencia literal. 6 Gerard, An Essay on Taste, pp. 18-19.

Un ejemplo de asociación de ideas que Gerard ofrece como resultante en una coalescencia, y que por lo tanto hace que algo resulte sublime, es el de un cierto tipo de pin­ tura sublime. Gerard afirma que cuadros de este tipo, mi­ niaturas incluidas, son sublimes porque están asociados con (representan) originales sublimes (escenarios sublimes). Ali­ son tiene en mente el mismo supuesto fenómeno cuando habla de la idea de una victoria militar sublime que se des­ pliega sobre la vista del campo de Agincourt y que le da a la escena «una sublimidad que no le pertenece por naturaleza» (p. 76). ¿Tienen razón Gerard y Alison respecto a que las ideas entren en coalescencia? Consideremos dos cuadros. Uno es un cuadro de un paisaje alpino determinado que se titula The Matterhorn y que está maravillosamente realizado, con una organización vigorosa, y de un colorido luminoso. El otro es un cuadro del mismo paisaje, también titulado The Matterhorn pero de una pobre realización, con una organi­ zación amateur, y de un colorido turbio. Supongamos que el primero es sublime, y asumamos por el momento que lo es debido al funcionamiento de la asociación y coalescencia de las ideas, en el modo descrito por Gerard. Nadie se vería tentado en lo más mínimo a decir que el segundo cuadro es sublime, incluso aunque siempre introduzca en la mente la idea de un objeto sublime; lo más que podría decirse de él es que se trata de un cuadro horrible de un paisaje que se sabe que es sublime. Gerard simplemente se equivoca al afirmar universalmente que «siempre que un objeto intro­ duzca en la mente de forma uniforme y constante la idea de otro que sea sublime, el primero, en virtud de su conexión con el segundo, será considerado sublime». Habiendo ob­ servado que en el caso del segundo cuadro la asociación no es suficiente para hacerlo sublime, podemos ver que incluso en el primer caso, o en el caso de cualquier otro cuadro su­ blime, la asociación con un paisaje sublime no es lo que le

hace serlo. La sublimidad del primer cuadro viene dada en conexión a un paisaje sublime, pero no se obtiene simple­ mente mediante la representación por asociación a una es­ cena sublime. El hecho es que, con independencia de cómo de rápido o de eficientemente la asociación traiga una idea a la mente, dada la ocurrencia de otra idea o experiencia, la idea o experiencia presente y las ideas que inspira no se con­ vierten en una idea. La experiencia del cuadro y la idea de la experiencia del paisaje sublime con el que está asociado mediante la representación no se convierten en una idea. Cuando el cuadro y el paisaje sublime experimentados se parecen mucho (en la medida en que un cuadro y aquello que representa pueden parecerse), tal y como pasa por hipó­ tesis en el primer caso, puede que sea fácil caer en la tenta­ ción de creer que las dos experiencias (ideas) se funden en una. Sin embargo, no es difícil darse cuenta de que cuando el cuadro y el paisaje sublime tienen un aspecto muy distin­ to las dos experiencias (ideas) no se funden en una. Según entiendo yo, para que un cuadro sea sublime puede que una condición necesaria sea que represente o sugiera algo sublime, pero esto ciertamente no es una condición sufi­ ciente, tal y como la explicación de Gerard deja implicar. El mismo argumento también es aplicable a la afirma­ ción de Alison de que las asociaciones históricas de la subli­ me victoria militar le dan al campo de Agincourt «una sublimidad que no le pertenece por naturaleza». La contem­ plación del campo de Agincourt podría ciertamente produ­ cir estupefacción o algo similar, pero el objeto sublime no es la vista del lugar en sí sino la remota victoria militar que sin duda concebimos precedida del conmovedor discurso del rey Enrique, tal y como lo describe Shakespeare. El em­ pleo del principio de coalescencia llevó a Alison al error de creer que dos objetos diferentes se funden en uno. Gerard dice también, en el mismo contexto en que rea­ liza sus afirmaciones acerca de cuadros convertidos en subli­

mes, que el uso ordinario y frecuente de palabras y locucio­ nes por parte de personas de un carácter sublime puede ha­ cer que el estilo de las mismas también lo sea. Aquí se está cometiendo el mismo error que en el caso de los cuadros discutido anteriormente. Determinadas palabras y locucio­ nes pueden ponerse de moda, pero el que personas de ca­ rácter sublime las empleen frecuente y ordinariamente no las hace ser sublimes. La idea del carácter sublime de una persona y la idea de las expresiones que normalmente em­ plea no se convierten en una única idea simplemente por hallarse asociadas. Cuando las palabras y frases son sublimes lo son a causa de sus sonidos y significados. Hay momentos en que Alison hace uso del principio de coalescencia en un modo que plantea un problema adicio­ nal. Habla por ejemplo de la belleza de las residencias de personas a las que admiramos. Los lugares mismos pudieran ser poco bellos; pero el deleite con que recordamos las huellas de sus vidas se com­ bina inconscientemente con las emociones que el escenario provoca; y la admiración que estos recuerdos proporcionan parece dar una especia de santidad al lugar donde mora­ ron, y lo que parece haber estado con ellos lo convierte todo en belleza (pp. 75-76; la cursiva es mía). En este pasaje no está afirmando que la idea de las resi­ dencias de poca o ninguna belleza entre en coalescencia con una idea de algo bello para hacer que las residencias resul­ ten bellas; más bien, está afirmando que la idea de las resi­ dencias entra en coalescencia con ideas como el deleite o la admiración para hacer que resulten bellas. En este caso, se supone que la coalescencia de las ideas produce belleza a partir de ideas que en sí mismas no implican belleza. Luego no sólo está el misterio de cómo dos ideas distintas pueden entrar en coalescencia sino también el misterio del sitio de donde se supone que procede la belleza. La respuesta es que

no procede de ninguna parte y la situación que Alison des­ cribe no es una en la que haya belleza. Alison tiene razón al decir que el estar presentes en lugares como las residencias de personas a las que admiramos mücho produce en noso­ tros sentimientos de una especie de santidad, y frecuente­ mente nos quedamos en esos sitios y reflexionamos sobre las personas y sobre su presencia rodeados de los objetos en­ tre los que nos encontramos. No obstante, el indudable pla­ cer que sentimos en la experiencia de dichos objetos no los convierte en objetos de belleza. Muchos tienen una aparien­ cia totalmente ordinaria, y algunos incluso podrían ser feos. Por supuesto, pudiera darse el caso de que algunos objetos fuesen bellos, pero no debido a sus asociaciones. La idea de que se pueda producir belleza y sublimidad en la materia a partir de ideas que en sí mismas no implican belleza o sublimidad mediante coalescencia es absolutamen­ te crucial para Alison, pero no para Gerard. Recuérdese que para el primero no hay nada en el mundo material que sea bello o sublime en sí mismo, y que toda la belleza y subli­ midad de la materia se adquiere mediante asociación, lo que en última instancia nos lleva a cualidades de la mente. Ya que éstas no pueden poseer belleza o sublimidad mate­ rial (no son materiales), la belleza y la sublimidad material sólo puede proceder en última instancia de la coalescencia de una idea de algo material (que en sí misma, tal y como Alison mantiene, no es ni bella ni sublime) con uha idea deleitable, admirable o agradable de una cualidad de la mente (que, en sí misma, podría no ser ni bella ni sublime). De este modo, según Alison, la belleza y la sublimidad ma­ terial puede darse a partir de la coalescencia de ideas de co­ sas que en sí mismas no son ni bellas ni sublimes. Pondré fin a esta discusión del principio de coalescencia centrándome en el uso que Gerard y Alison hacen de él en conexión con la belleza del color. En este caso no hay plena convergencia. Para Gerard, los colores «inofensivo [s] a la

vista» y los colores con «esplendor» pueden ser bellos a la par que independientes de asociaciones, mientras que Ali­ son sostiene que ningún color en sí o por sí mismo y con independencia de asociaciones puede ser bello. Ambos es­ tán de acuerdo en que los colores que en sí o por sí mismos no son bellos pueden adquirir belleza mediante asociación y coalescencia. Obviamente, esta visión está sujeta a los argu­ mentos usados previamente en contra de los otros intentos de afirmar ,que se puede adquirir belleza a través de la coa­ lescencia de ideas. Tanto Gerard como Alison afirman por ejemplo que cuando los miembros de una profesión visten una indumentaria de un color característico y observamos a uno de ellos así vestido, tal y como Alison escribe, «conce­ bimos que hay una corrección y una belleza en dicho color» (p. 166). Este tipo de situación, al igual que el de la resi­ dencia, conlleva dos dificultades. Primero, se precisa de la coalescencia de la idea del color y de la idea asociada de la profesión. Segundo, se pretende generar belleza a partir de la coalescencia de dos ideas, ninguna de las cuales implica belleza. Alison tiene razón al decir que concebimos algo co­ rrecto al ver a un miembro de una profesión en su indu­ mentaria característica, pero lo más caritativo que podemos decir es que puede que esté confundiendo belleza con co­ rrección. Puede que el principio de coalescencia ya haya sido sufi­ cientemente refutado, pero la afirmación de Alison acerca de personas como Blacklock, el poeta escocés invidente, nos proporciona la forma perfecta de poner fin a la discusión de la belleza del color. Alison afirma que las personas ciegas como Blacklock pueden «recibir el mismo deleite, de las ideas que asocian a los colores, que aquellos que ven» (pp. 166-67). Recuérdese que de acuerdo con Alison la be­ lleza del color reside exclusivamente en sus asociaciones y no tiene nada que ver con los aspectos perceptibles del mis­ mo. Imaginemos a Blacklock y a su contemporáneo Alian

Ramsey, el pintor escocés, de pie delante del retrato de Hume, obra de Ramsey. A Blacklock le acaban de dar una muy completa y precisa descripción de los colores del retra­ to. Podemos convenir en que Blacklock y Ramsey pueden tener las mismas asociaciones que se pueden obtener de los colores del cuadro y el mismo deleite que dichas asociacio­ nes producen. De acuerdo con la teoría de Alison ese es todo el deleite que se puede obtener de la belleza de los co­ lores del cuadro. Alison nos está pidiendo que creamos que Blacklock y Ramsey reciben «el mismo deleite» de la belleza de los colores. Nos está pidiendo que creamos que, por lo que respecta a la belleza del color, sus experiencias son idén­ ticas. Me siento tentado a pensar que Alison está tan disca­ pacitado como Blacklock en lo que respecta al color, o bien que se trata del nada insólito ejemplo del filósofo que se mantiene firme en su teoría pase lo que pase. La idea asociacionista de que los objetos pueden adqui­ rir propiedades del gusto como la belleza y la sublimidad gracias a su asociación con ideas de objetos que poseen di­ chas propiedades, o bien gracias a su asociación con ideas agradables de cualquier tipo, incluso cuando los mismos re­ ferentes de estas ideas no tienen propiedades del gusto, es una noción fantástica. Además del hecho de que esta con­ clusión depende de la dudosa noción de la coalescencia de las ideas, se está pasando por alto el hecho de que propieda­ des del gusto como la belleza y la sublimidad son caracterís­ ticas que derivan y dependen de otras características de los objetos en sí mismos. Cuando hablamos de la belleza o su­ blimidad de los objetos, estamos hablando de características que tienen en virtud de aspectos perceptivos o conceptuales de estos. Cualquier cosa con la que se encuentren asociados es irrelevante en lo que respecta a su belleza o sublimidad. He evaluado críticamente aquellos aspectos que la teoría de Alison no comparte con la de Gerard, y aquellos aspectos que ambas teorías tienen en común. Considero que no hay

nada de valor que pueda sobrevivir a esta crítica y, en conse­ cuencia, que no se puede salvar nada de la teoría del gusto de Alison ni de aquellas partes que la teoría de Gerard comparte con la de Alison. A continuación pasaré a considerar aspectos que la teoría de Gerard no comparte con la de Alison. Gerard, a diferencia de Alison, mantiene el lenguaje hutchesoniano de los sentidos internos, si bien tiene pleno conocimiento de cuan distinta su lectura de los sentidos in­ ternos es de la de Hutcheson. Para Hutcheson, los sentidos internos son «cajas negras» afectivas que producen placer, no sabemos cómo, cuando la mente tiene conocimiento de ciertas características específicas. Sin embargo, Gerard da una explicación del funcionamiento de estos sentidos y de algunos de sus aspectos internos. Por ejemplo, afirma que cuando el sentido de la novedad produce placer, lo hace porque el concebir un objeto novedoso requiere un ejercicio moderadamente difícil por parte de la mente, y este ejerci­ cio produce placer. Similarmente, la dificultad del ejercicio mental que entraña la concepción de objetos de gran ampli­ tud produce el placer implicado en la experiencia de ese tipo de sublimidad. Asimismo, la simplicidad de un objeto sublime facilita su concepción, lo que también produce pla­ cer. La uniformidad de los objetos bellos ayuda a facilitar su concepción, lo cual produce placer. La variedad manifiesta en los objetos bellos aviva a la mente y la mantiene ocupa­ da, lo cual es placentero. El placer que se deriva del sentido de la imitación proviene de la comparación que uno hace entre la imitación (la copia) y lo que representa (el origi­ nal). «Como el mismo acto de la comparación implica un suave ejercicio de la mente, es en ese sentido agradable»7. Gerard identifica también otro tipo de placer que está invo­ lucrado en la experiencia de la imitación, el cual no es un placer que produzca el sentido de imitación sino que se tra­ 7 Gerard, An Essay on Taste, p. 47.

ta simplemente de un placer añadido. De este placer, Ge­ rard escribe, «Como se precisa una energía supletoria para descubrir el original a través de la copia; y como este descu­ brimiento gratifica a la curiosidad, produce un estado de conciencia agradable de nuestro propio discernimiento y sa­ gacidad, e incluye la placentera sensación del éxito; la seme­ janza reconocida, como consecuencia de la comparación, aumenta nuestro placer»8. Gerard identifica placeres del éxi­ to similares en el caso del resto de los sentidos internos. He mencionado los placeres del éxito ya que pronto los compa­ raré con los del sentido interno. Gerard habla de los placeres que producen los sentidos internos como derivados de ejercicios mentales que involu­ cran la concepción moderadamente difícil de los objetos, así como su fácil concepción. A veces simplemente habla del ejercicio de la mente como productor de placer. Clara­ mente piensa que los sentidos internos consisten en las fa­ cultades cognitivas de la mente en su funcionamiento ordi­ nario (la concepción de objetos) y que este funcionamiento ordinario es lo que produce el placer básico en las experien­ cias de novedad, sublimidad, belleza, así como para el resto de las propiedades del gusto. Gerard objeta a la concepción de Hutcheson de los sen­ tidos internos como últimos y originales porque afirma te­ ner pruebas de que son derivados y compuestos tal y como él los ha descrito -derivados de las facultades cognitivas y compuestos a partir de las distintas facultades existentes-. A mitad de una larga nota a pie de página al comienzo de la tercera parte, Gerard afirma, «Bajo escrutinio, encontramos que la uniformidad y la proporción son agradables, ya que nos permiten concebir el objeto fácilmente; y la variedad, ya que impide que esta facultad degenere en languidez»9 (la 8 Gerard, An Essay on Taste, pp. 47-48. 5 Gerard, An Essay on Taste, p. 147.

cursiva es mía). Sin duda alguna piensa que encontramos bajo escrutinio que la dificultad moderada al concebir un objeto novedoso es lo que produce el placer básico que los casos de novedad entrañan, al igual que en los casos de su­ blimidad, imitación, y demás. Sin embargo, a mí me parece que en estos casos lo que encontramos bajo escrutinio es que la uniformidad y/o la proporción nos agrada, que la variedad nos agrada, que la novedad nos agrada, y así sucesivamente. También encon­ tramos en el caso de la uniformidad y la proporción que és­ tas nos permiten concebir un objeto con facilidad que, en el caso de la variedad, previene del aburrimiento, y que re­ quiere de un ejercicio mental moderado en el caso de la concepción de un objeto novedoso. Sin embargo, lo que uno no encuentra bajo escrutinio de su propia conciencia es que concebir con facilidad, prevenir del aburrimiento, y concebir con moderada dificultad sean las causas de los pla­ ceres que sentimos en estos casos, aunque, por supuesto, es lógicamente posible que así sea. Tenemos conciencia, por ejemplo, del hecho de que una concepción en particular fue fácil -llevó poco tiempo y esfuerzo- pero no tenemos con­ ciencia del funcionamiento de las facultades cognitivas que llevan a cabo esta fácil concepción y, en consecuencia, no tenemos conciencia de que este funcionamiento sea la fuen­ te del placer que sentimos. En mi opinión Hutcheson y Gerard están embarcados en la misma nave en lo que respecta a la noción de sentido interno. Ambos tienen derecho al tipo de observaciones se­ gún las cuales ciertas cualidades perceptivas son placenteras porque las cualidades perceptivas y el ser placenteras son la clase de cosas que encontramos en la conciencia. Pero nin­ guno de los dos tiene derecho a la afirmación acerca de la naturaleza del mecanismo mental que es responsable del placer ya que no hay evidencia alguna en la conciencia (o en ningún otro sitio) que apoye tanto la aseveración de que

un sentido innato es lo que produce el placer, como la de que el funcionamiento de las facultades cognitivas sea lo que lo produce. Por cierto, Hutcheson no afirma que tenga­ mos conocimiento del sentido de la belleza en la concien­ cia^ argumenta a favor de la conclusión: de que el sentido de la belleza es la fuente del placer. Compárese lo que Gerard dice sobre lo que llamé place­ res del éxito con lo que dice sobre los placeres de los senti­ dos internos. Por ejemplo, sobre los placeres del éxito Ge­ rard escribe que cuando descubrimos el original de una imitación nos complace tanto nuestro éxito como el poseer las habilidades que nos permiten alcanzarlo. El conocimien­ to del éxito está presente en la conciencia, del mismo modo que el conocimiento de nuestra complacencia en el éxito lo está. Este tipo de conocimiento es precisamente lo que no se posee en el caso del sentido interno; no tenemos conoci­ miento de la producción de placer por parte de las opera­ ciones de las facultades cognitivas del modo en que tene­ mos conocimiento de la producción de placer de la conciencia del éxito. Simplemente, no hay una evidencia introspectiva que muestre que el placer «del sentido inter­ no» se produce mediante el funcionamiento de las faculta­ des cognitivas, o que no sea producido por un sentido inter­ no puramente afectivo, tal y como Hutcheson afirma. Por supuesto, tampoco hay pruebas que muestren que el placer en cuestión se produce tal y como afirma Hutcheson. Al afirmar que el funcionamiento de las facultades cog­ nitivas produce placer, Gerard se apoya en una opinión de antaño ampliamente aceptada. Peter Kivy señala que Des­ cartes y Spinoza, entre otros, sostuvieron dicha opinión10. El hecho de que Gerard esté siguiendo el ejemplo de filóso­ fos anteriores explica el origen de su idea, pero no la justifi10 Peter Kivy, The Seventh Sense (Nueva York: Burt Franklin & Co., 1976), p. 182.

ca. Puede que Kant se apoyase en cierta medida en esta tra­ dición al mantener que el libre juego de las facultades cog­ nitivas produce placer. Quizás dándose cuenta de la imposibilidad de tratar de establecer una norma del gusto para una teoría asociacionista, Alison no realiza ningún intento en esa dirección. Ge­ rard, no consiguiendo aparentemente darse cüenta de la im­ posibilidad de dicho intento, trata de desarrollar una explicación de una norma del gusto, si bien al hacerlo no consigue dar cuenta de su asociacionismo. De este modo, Gerard falla por partida doble al tratar de establecer una norma del gusto. Tal y como se apuntó al final del capítulo anterior, Gerard no consigue en absoluto (un tercer fracaso) hacer frente al problema de la variación de la respuesta afec­ tiva y, en consecuencia, no consigue establecer una norma del gusto, ni tan siquiera para una teoría del gusto no asociacionista. El mismo Gerard reconoce explícitamente la amenaza relativista de la variación afectiva, pero después de reconocerlo no dice nada que tan siquiera tienda a contra­ rrestar dicha amenaza. ¿Cuál es la contribución positiva de Gerard, en caso de que haya alguna, al desarrollo de la teorización sobre el gus­ to? Hutcheson había identificado la propiedad compleja de la uniformidad en la variedad como la propiedad responsa­ ble de la belleza, había sugerido que existen propiedades análogas que son responsables de la sublimidad y de la no­ vedad, y había sostenido que el contenido moral puede re­ sultar valioso en el arte. De este modo, Hutcheson sugiere que hay al menos cuatro características del gusto que resul­ tan valiosas en el arte y en la naturaleza. Gerard identifica trece características como valiosas en los objetos del gusto -naturales o artísticos—. Estas son la novedad, la cantidad, la simplicidad, la uniformidad, la variedad, la proporción, la utilidad, el color menos hiriente a la vista, el esplendor del color, la armonía, la imitación, la incongruencia, y la

virtud. De estas trece características, la utilidad, como pro­ piedad del gusto, resulta sospechosa. El color está cierta­ mente en el dominio del valor del gusto, si bien una de las razones por las que Gerard piensa que el color es valioso (ser menos hiriente a la vista) resulta curiosa. Luego tene­ mos doce características. Gerard identifica estas propiedades dentro del contexto de su discusión de los siete sentidos del gusto, pero creo que es la multiplicidad del número de ca­ racterísticas valiosas lo que importa, más que la multiplici­ dad del número de sentidos del gusto. Hay muchísimas ca­ racterísticas distintas -estéticas y no estéticas- que contribuyen al valor que el arte y la naturaleza tienen para nosotros desde el punto de vista del gusto, y, en tanto en cuanto Gerard se mueve en la dirección de identificar un mayor número de estas características del alcanzado por Hutcheson, su teoría supone un avance respecto a la de éste.

Gusto y finalidad: Immanuel Kant

La teoría del gusto que Kant presenta en la Crítica del juicio (1790) -conocida como la tercera Crítica—es notoria por su difícil comprensión. Desde el comienzo de la «Críti­ ca del juicio estético» en la Crítica deljuicio, Kant presenta su teoría en los llamados cuatro momentos, siendo, en mi opinión, virtualmente imposible de comprender en estos términos. No se trata simplemente de que su forma de es­ cribir sea mala; con frecuencia no facilita la información necesaria para explicar el porqué de las conclusiones a las que llega. Por ejemplo, la conclusión de que «la belleza es la forma de la finalidad de un objeto», en el contexto del ter­ cer momento en el que se alcanza dicha conclusión, es des­ concertante. Al introducir el concepto de finalidad como aspecto integrante de la belleza, la conclusión se desmarca claramente del tipo de conclusiones que el resto de los teó­ ricos del gusto obtienen acerca de la naturaleza de la belle­ za. (Hume señala que un crítico debería dar cuenta de la fi­ nalidad de un artista, pero sin afirmar que esta finalidad sea un aspecto integrante de la belleza). El concepto de finali­ dad (como perfección) desempeña un papel importante en las teorías de predecesores racionalistas alemanes de Kant, como Wolff y Baumgarten, si bien éstos no eran teóricos del gusto. Sin duda alguna, los racionalistas alemanes fue-

ron el origen histórico de la concepción kantiana. Debido a la naturaleza radicalmente innovadora, dentro de la tradi­ ción de la teoría del gusto, de la conexión kantiana entre belleza y finalidad, la conclusión de Kant requiere particu­ larmente una elucidación, elucidación que no proporciona. Kant se muestra igualmente oscuro respecto a su justifica­ ción de la conclusión, en el contexto en cuestión, de que la facultad del gusto consiste en el funcionamiento no cognitivo de las facultades cognitivas. Estos dos conceptos —la na­ turaleza del objeto del gusto (lo bello) y la naturaleza de la facultad del gusto- constituyen el núcleo de cualquier teo­ ría del gusto. Las razones que ofrece en favor de las conclu­ siones a las que llega con respecto a ambos conceptos son oscuras. Los conceptos del objeto del gusto y de la facultad del gusto son conceptos estándar en todas las teorías del gusto, aunque, por supuesto, las distintas teorías ofrecen diversas explicaciones sobre su naturaleza. Que las experiencias del gusto sean desinteresadas, agradables y universales son otras tres características estándar de la teoría del gusto, al menos tal y como Hutcheson la concibe. En cualquier caso, la teo­ ría de Kant contiene versiones de cada una de las cinco ca­ racterísticas estándar hutchesonianas. El primer gran impedimento a la hora de entender la teoría del gusto de Kant está en el orden en el que presenta las dos partes principales de la Crítica del juicio. En la pri­ mera parte de la tercera Crítica, la «Crítica del juicio estéti­ co», intenta hacer encajar la idea de gusto del siglo XVIII en su sistema filosófico, sistema que incluye la visión ideológi­ ca del mundo como realización del propósito de Dios. Sin embargo, la exposición del modelo teleológico, no aparece hasta la segunda parte del libro. Muchas personas interesa­ das en su teoría del gusto, quizá la mayoría, suelen descono­ cer o hacer caso omiso de este contexto teleológico. Puede ser que este desconocimiento se deba a que, en la Crítica del

juicio, la teleología se trata a continuación de la discusión del gusto y aquellas personas interesadas én la estética dejan de leer al llegar al final de la exposición de la teoría del gus­ to; o quizás hacen caso omiso de la teleología porque no la toman en serio. En cualquier caso, la teoría del gusto de Kant se lee normalmente fuera de contexto. Por supuesto, la primera parte deja claro por sí misma que en la teoría del gusto de Kant hay un aspecto teleológico; el problema es que sin la segunda parte, la teleología desarrollada al com­ pleto, el aspecto teleológico de la teoría del gusto no parece motivado. No se puede comprender la teoría de Kant en su totalidad con independencia de su contexto teleológico. La Critica de la razón pura de Kant (conocida como la primera Crítica) supuso un intento de reformar y refrenar los excesos teoréticos del racionalísimo mediante el someti­ miento del mismo a un control crítico. Sin embargo, hacia el final de la tercera Crítica, la filosofía de Kant, con su molde englobador teleológico y teológico, comenzaba a pa­ recerse a una metafísica del siglo XVII de corte cartesiano o leibniziano, aunque más bien de base moral que teórica. En cuanto al aspecto lógico se refiere, creo que Kant si­ tuó las dos partes principales de la tercera Crítica en el or­ den inverso. La parte teleológica debería ir primero; la ex­ posición de su teoría del gusto debería seguir después, ya que Kant desarrolla ésta (1) haciendo derivar conceptos centrales de su teoría del gusto de su teleología y (2) elabo­ rando versiones de lo que considera que son las característi­ cas estándar de la teoría del gusto (recogidas de pensadores como Hutcheson y Burke) dentro de su propio sistema te­ leológico. Kant pretende acomodar todos los elementos básicos de la teoría del gusto dentro de su gran esquema teleológico de tres formas: (1) Caracterizando los conceptos del objeto del gusto (lo bello) y de la facultad del gusto, dos conceptos centrales, en función de la finalidad, el concepto funda-

mental de la teleología. (2) Afirmando que los juicios de gusto son una clase de juicio reflexionante, siendo éste un concepto originado en la teleología kantiana. (3) Articulan­ do el resto de los elementos básicos del gusto -desinterés, placer y universalidad—dentro de su esquema teleológico. En la teoría de Kant, el funcionamiento del gusto se subsume y se convierte en un aspecto integrante de la estructura teleológica del mundo. Aunque el análisis del gusto precede al de la teleología en el conjunto de la Crítica del juicio, tanto en la primera introducción inédita como en la (segunda) introducción publicada, Kant pone un énfasis especial en la teleología, perfilando el lugar de ésta dentro de su sistema filosófico. También, en una carta de 1787 a Reinhold, en la que anun­ cia por primera vez haber encontrado la solución al proble­ ma del gusto con el descubrimiento del pertinente princi­ pio a priori, Kant escribe, «[Así] es que ahora reconozco tres partes de la filosofía, cada una de las cuales tiene sus princi­ pios a priori, que se pueden enumerar. Se puede también determinar con seguridad la extensión de los conocimientos posibles de esa manera: son esas partes la filosofía teórica, la teología y la filosofía práctica...»1. Aquí Kant advierte clara­ mente que la teoría del gusto debe desarrollarse como parte de la teleología. De hecho, ésta última, suponiendo su dise­ ño más comprensivo y completo, engloba tanto a la filoso­ fía crítica y a la filosofía práctica como a la teoría del gusto. Puesto que la segunda parte de la Crítica del juicio es pri­ mordial, prologaré mi discusión de la teoría del gusto de Kant con una introducción a su teleología. Aunque no tra' Immanuel Kant, Philosophical Correspondence, 1759-99. Arnulf Zweig, ed. (Chicago: University of Chicago Press, 1967), p. 128. [Cita extraída de Immanuel Kant, Critica del Juicio, pp. 36-37, Colección Austral, Espasa. (Edición y traducción de Manuel García Morente, pri­ mera edición 1977). N. del T.]

taré todos los pormenores de ésta, analizaré lo suficiente como para preparar el terreno para la teoría del gusto. Además del problema de la ordenación de las dos partes principales de la obra, un segundo aspecto de la Crítica del juicio que dificulta su comprensión es la enorme redundan­ cia expositiva existente. Kant divide el libro en cien subsecciones bajo numerosos encabezamientos. Al inicio de cada una de éstas, Kant tiene la tendencia de comenzar de nuevo con la exposición de su teoría, examinando de este modo terreno que ya ha sido explorado en multitud de ocasiones. Su método presenta la posibilidad de que se nos estén di­ ciendo cosas distintas en lugares diferentes. Asimismo, la re­ dundancia excesiva distancia enormemente entre sí k discu­ sión de las piezas centrales de su teoría, ofuscando de este modo la conexión entre ellas. De hecho, si se pudiera de al­ guna manera prescindir de dicha redundancia, la tercera Crítica se vería reducida de un libro largo a un ensayo rela­ tivamente breve. Como resultado de este método de exposi­ ción Kant desarrolla su teleología y su teoría del gusto, al menos en parte, más por repetición que por argumenta­ ción. Además de los problemas de ordenación y de redundan­ cia, existe un tercer problema. No creo que haya un solo lu­ gar en la tercera Crítica donde Kant consiga dar cuenta de su teoría general de un modo continuo, completo y adecua­ damente ordenado. En mi opinión, las repetidas vueltas a empezar en la exposición de su teoría suponen en parte un intento de dar cuenta de ella de este modo, si bien nunca llega a conseguirlo. Creo que el libro contiene una teoría completa cuyos elementos aparecen disgregados a lo largo y ancho de la primera y segunda parte. La tarea de exponer la teoría global de la tercera Crítica es como la tarea a la que se enfrenta un paleontólogo al tratar de ensamblar el esqueleto de un animal prehistórico cuyos restos fosilizados se hallan diseminados sobre una amplia zona. Al igual que existe una

teoría «de retazos» de la primera Crítica, yo tengo una teoría «de elementos dispersos» de la tercera Crítica. El uso de Kant de los aparentemente bien organizados «cuatro momentos» a la hora de exponer su teoría del gusto al comienzo del libro nos hace creer que hay un orden en el que cada momento se sigue lógicamente de su predecesor. Impresión consolidada cuando, al comienzo del segundo momento, que concierne la universalidad, afirma que la doctrina de ese momento «se puede inferir» a partir de la doctrina del desinterés elaborada en el primero. Con igual plausibilidad quizás Kant pudiera sostener que la doctrina sobre la necesidad del cuarto momento se puede inferir a partir de la doctrina del tercero. Sin embargo, la doctrina del tercer momento según la cual «la belleza es la forma de la finalidad de un objeto» aparece como caída del cielo y no se sigue de ninguno de los otros tres momentos. En el or­ den en que aparece, el tercer momento es imposible de asi­ milar. Por supuesto, tal y como se apuntó anteriormente, dadas las actitudes perfeccionistas de sus predecesores racio­ nalistas, se puede apreciar fácilmente el origen histórico de la conexión que Kant establece entre belleza y finalidad. Los dos objetivos principales de este capítulo son: (1) Tratar de exponer la teoría teleológica de Kant junto a la encapsulada teoría del gusto, exponiéndola de tal modo que los elementos de la teoría global aparezcan dispuestos en el orden en que se hallan lógicamente relacionados entre sí. Y a continuación, (2) tratar de evaluar su teoría del gusto. Eljuicio en la primera Crítica Ya que el marco., en el que se elabora la tercera Crítica fue formulado en la primera, bosquejaré brevemente los ele­ mentos principales del primer libro. Ambas obras toman como punto de partida el concepto de juicio, concibiéndose

la tercera Crítica a partir de la extensión del concepto dé juicio empleado en la primera. La tarea central de la primera Crítica fue replicar a la vi­ sión escéptica de David Hume según la cual no podemos ni conocer objetos externos a nuestra percepción, ni saber que nuestras experiencias futuras exhibirán las mismas uniformi­ dades exhibidas por nuestras experiencias pasadas. Kant in­ tentó mostrar que el escepticismo de Hume era incorrecto. Kant inicia la primera Crítica con una discusión sobre el juicio. Por juicio se refiere al poder de la mente de enlazar dos clases de elementos en la experiencia, específicamente cuando un particular se subsume bajo un universal. Por ejemplo, el experimentar un particular como un árbol es para Kant un juicio. El correlato lingüístico de dicha expe­ riencia sería «Esto es un árbol». El termino «juicio» se em­ plea para referirse tanto a las experiencias en las que parti­ culares y universales se enlazan como a las oraciones que enlazando sujetos y predicados describen esas experiencias. La discusión del juicio que sigue a continuación la llevaré a cabo en términos de oraciones. En la primera Crítica Kant distingue entre juicios analíti­ cos y juicios sintéticos. Un juicio analítico es aquel en el que el concepto del predicado está contenido en el concepto del sujeto. Por ejemplo, en «Nadie que sea soltero está casado» el concepto del predicado casado está contenido en (implicado por) el concepto del sujeto no-soltero2. Un juicio sintético es aquel en el que el concepto del predicado no está contenido en el concepto del sujeto. Por ejemplo, en «Este árbol es una picea», el concepto del sujeto árbol no contiene (no implica) el concepto del predicado ser una picea. 2 [N. del T.: En inglés, el equivalente semántico de «Nadie que sea soltero está casado» es «All bachelors are unmarried», estableciéndose así la relación de inclusividad entre el concepto del predicado, unmarried {soltero), y el concepto del sujeto, bachelor (hombre soltero)}.

Kant distingue otros dos tipos de juicios -a priori y a posteriori-. Con anterioridad a Kant, «a priori» significaba algo así como «que no deriva de la experiencia». Kant, sin embargo, al aplicar «a priori» a los juicios le da un sentido nuevo y suplementario, caracterizando los juicios a priori como aquellos que son universales y necesarios. Por ejemplo, «Nadie que sea soltero está casado» y «7 + 5 = 12» son uni­ versal y necesariamente verdaderos. «Todo el que sea soltero está casado» y «7 + 5 = 13» son universal y necesariamente falsos. Los juicios a posteriori son aquellos que no son ni uni­ versales ni necesarios. Por ejemplo, «Este árbol es una picea» no es ni universal ni necesariamente verdadero o falso. Kant sostiene de modo incontrovertible que todos los juicios analíticos son a priori y que algunos juicios sintéti­ cos son a posteriori. Pero va más lejos y afirma discutible­ mente que no todos los juicios sintéticos son a posteriori, esto es, que algunos de ellos son a priori. El problema cen­ tral de la primera Crítica consiste en mostrar la posibilidad de que existan juicios sintéticos a priori. Kant cree que todo el mundo convendrá que se sabe que la matemática es verdadera y que es a priori, así que pasa a argumentar que los juicios de la aritmética pura y de la geo­ metría son también sintéticos. De este modo, por ejemplo, concluye que juicios como «7 + 5 = 12» y «La distancia más corta entre dos puntos es la línea recta» son sintéticos. Ha­ biendo argumentado que los juicios matemáticos son sinté­ ticos, sostiene que son a priori ya que dichos juicios poseen una conexión intrínseca con el tiempo y el espacio, siendo tiempo y espacio formas a priori de la intuición (formas no conceptuales) que la mente impone a nuestra experiencia. Tiempo y espacio son formas de la intuición que se dan a priori en el sentido pre-Kantiano de no derivarse de la expe­ riencia. Kant cree que todo el mundo convendrá que se sabe que determinados juicios muy generales sobre los objetos de la

experiencia son verdaderos y que son sintéticos, así que pasa a argumentar que dichos juicios también son a priori. De este modo, por ejemplo, concluye que juicios como «Todo suceso tiene una causa» y «Todo cambio eq un objeto indi­ vidual tiene una permanencia subyacente» son a priori. La explicación de cómo es posible que estos juicios sintéticos tan generales, que es sabido que son verdaderos, sean a priori reside en la existencia de doce conceptos innatos, a priori en la mente, y en el hecho de que estos conceptos a priori, que Kant denomina «categorías», imponen cierto or­ den conceptual general sobre la experiencia, por ejemplo, un orden causal general y experiencias de permanencia (substancia). Las categorías son a priori en el sentido prekantiano de no derivarse de la experiencia. La conclusión respecto a un orden causal general supone la respuesta de Kant a la visión de Hume acerca del conocimiento de uni­ formidades futuras de la experiencia. La conclusión respec­ to a la substancia (permanencia) es su respuesta a la visión de Hume acerca del conocimiento de objetos externos a nuestra percepción. De este modo, Kant declara haber mostrado mediante lo que llama «argumentos trascendentales» cómo los juicios sintéticos a priori son posibles; la facultad a priori de la in­ tuición de la mente (la sensibilidad) impone un orden espa­ cial y temporal sobre los particulares de la experiencia, y las categorías a priori de la mente imponen órdenes conceptua­ les generales -causales, sustantivos, y demás—sobre los parti­ culares ordenados temporal y espacialmente. Ya que es la mente la que impone estos órdenes sobre la experiencia, toda experiencia debe poseerlos; esto es, la experiencia posee los órdenes universal y necesariamente, que en la terminolo­ gía de Kant tal y como ésta se aplica a los juicios quiere de­ cir que se dan a priori. Por supuesto, existen muchos con­ ceptos a posteriori -rojo, gato, perro, y demás- que derivan de la experiencia que también ordenan nuestra experiencia.

Ya que la mente humana impone las estructuras concep­ tuales espaciotemporales y generales sobre la experiencia, la universalidad y la necesidad de éstas es de un carácter limi­ tado -la universalidad y la necesidad de dichas estructuras se confina a la experiencia humana, sin trascenderla—. De este modo, las características estructurales de la experiencia que aseguran los juicios sintéticos a priori no pueden exten­ derse más allá de la experiencia humana. Las características de la experiencia que derivan de fuentes empíricas tampoco pueden extenderse más allá de la experiencia humana. Basándose en sus conclusiones acerca del juicio y de la naturaleza de la experiencia, Kant concluye que las ideas de aquellas cosas que trasciendan la experiencia humana no pueden constituir objeto de conocimiento. Por ejemplo, las ideas de Dios y de objetos nouménicos (aquellas cosas en sí mismas que se hallan fuera del ámbito de la experiencia hu­ mana) no pueden ser objetos de conocimiento. En conse­ cuencia, Kant niega que los argumentos tradicionales a fa­ vor de la existencia de Dios puedan funcionar, concluyendo que no es posible obtener conocimiento teórico de su exis­ tencia. Lo que sí dice es que tanto la idea de Dios como otras ideas de cosas trascendentes pueden servirnos como ideas regulativas que guían nuestro pensamiento e investi­ gación. La metafísica de la finalidad Las creencias filosóficas de Kant Pasemos ahora a discutir la teleología de Kant. Podemos identificar tres tipos de creencias en su sistema filosófico: (1) creencias empíricas cuya verdad o falsedad se conoce en base a la evidencia de la experiencia, (2) creencias trascen­ dentales cuya verdad se conoce en base a pruebas trascen­

dentales, y (3) creencias teleológicas que la mente humana, debido a su naturaleza, no puede dejar de creer pero cuya verdad no se puede conocer de modo teórico o trascenden­ tal -esto es, su verdad no puede conocerse en base a eviden­ cias que provengan de la experiencia o de argumentos tras­ cendentales—. Estos tres tipos de creencias se dividen en dos clases de estructuras de creencia. Por un lado, existe una es­ tructura epistemológica que concierne a las creencias empí­ ricas y trascendentales. Esta imagen de la primera Crítica es la que he bosquejado en la última sección. Por otro lado, existe una estructura teleológica que involucra a aquellas creencias no restringidas al fenómeno de la experiencia y de la maquinaria mental que la posibilita. Este segundo cuadro comprende toda la variedad de suprasensibles kantianos: Dios, los sujetos nouménicos y el resto del mundo nouménico exterior a esos sujetos. El cuadro teleológico contiene al epistemológico como subestructura. La labor principal de la Crítica del juicio consiste en justificar nuestra creencia en un mundo teleológico no experimentado que circunda y sustenta al mundo epistemológico a través del cual nos aso­ mamos con anhelo. Para alcanzar esta justificación Kant procede en dos etapas: Primero, trata de descubrir algo acerca de ,1a maquinaria mediante la cual conocemos fenó­ menos que nos pondrán en contacto en nuestro mundo epistemológicamente restringido con el mundo teleológico encubierto y, seguidamente, trata de encontrar algún modo de justificar nuestra creencia en tal conexión y en el mundo nouménico al final del arco conector. En busca del sistema En las dos introducciones a la tercera Crítica, tras haber bosquejado los resultados de la primera Crítica y de la se­ gunda, Kant comienza a hablar sobre el juicio. El juicio de­

signa la facultad de la mente de relacionar lo particular con lo universal. Según él, existen dos clases de juicios. Si lo universal está ya dado, la mente puede subsumir lo particu­ lar facilitado por la intuición bajo lo universal (concepto), produciendo así el fenómeno de la experiencia, que es, por supuesto, una experiencia unificada. Al juicio que funciona de este modo Kant lo llama juicio determinante. A tales jui­ cios conciernen tanto universales a priori (las categorías) como universales a posteriori. En casos de juicio determi­ nante, los universales a priori y a posteriori se aúnan con las intuiciones para conseguir una experiencia unificada. Ex­ ceptuando la nueva terminología, lo dicho sobre el juicio determinante coincide esencialmente con la doctrina de la primera Crítica. Al segundo tipo de juicio lo llama juicio re­ flexionante. Cuando la intuición suministra a la mente un particular para el que ésta no posee universal alguno, la mente debe buscar un universal a posteriori al que subsumirlo. A esta búsqueda, que se trata de una búsqueda de unidad, es a lo que Kant se refiere por reflexión. El juicio reflexionante, al igual que el juicio determinante y debido a que se trata de un tipo de juicio, busca unidad. Busca uni­ dad dentro del dominio empírico. Kant afirma que existe un principio trascendental del juicio reflexionante. Al emplear aquí la expresión «princi­ pio trascendental» no se refiere a un principio del tipo de la verdad fundamental; esto es, no se refiere a ninguna en­ tidad proposicional. Kant usa la palabra «principio» con el sentido de «principio último u origen», no con el de «ver­ dad fundamental». Hay principios o máximas del tipo de verdad fundamental (proposicional) como «La naturaleza toma el camino más corto» y demás que. están relacionados con el principio trascendental del juicio, si bien ambos principios no deben mezclarse. El principio trascendental de reflexión del que Kant habla es el avance de las faculta­ des cognitivas en busca de una unidad a posteriori -la uni­

dad o sistematicidad de la experiencia empírica y de las le­ yes empíricas. La reflexión (la búsqueda de una unidad a posteriori) puede tener éxito o fracasar. Un ejemplo exitoso sería la subsunción newtoniana del movimiento de los cuerpos te­ rrestres en caída y del movimiento de los planetas bajo la nueva teoría gravitacional. (Kant trata algo general como una teoría como un universal.) Otro ejemplo de reflexión exitosa sería la subsunción de una variedad de especie ani­ mal bajo una clase en particular. De no haber sido capaz de concebir esta teoría sintetizadora, el juicio reflexionante de Newton habría fracasado. El logro de Newton reveló la rela­ ción sistemática existente entre algunas de las leyes físicas de la naturaleza que hasta entonces eran desconocidas. Del mismo modo, la subsunción de un número de especies ani­ males bajo una clase revela una sistematicidad desconocida hasta ahora en la estructura de la naturaleza orgánica. La sistematicidad aparece pues tanto en las leyes físicas de la naturaleza como en la estructura misma de los objetos orgá­ nicos de la naturaleza. Cuando un juicio reflexionante con­ sigue encontrar un universal a posteriori para un particular, como en el caso de Newton, Kant afirma que se siente el placer que se experimenta al llevar a término un objetivo. Kant afirma que al tener tal placer un fundamento a priori —a saber, el avance de las facultades cognitivas en pro de una unidad a posteriori- puede considerarse universal y vá­ lido para todos; esto es, tal placer es universal porque deriva de la realización de un empuje que todos tenemos como re­ sultado del origen de tal empuje en las facultades cognitivas en sí. El éxito del avance del juicio reflexionante hacia la sis­ tematicidad siempre es incierto, proporcionando tal éxito placer. Por el contrario, al aplicar las categorías del entendi­ miento (los conceptos a priori) a lo particular no se produce placer ya que tal aplicación se origina automáticamente y sin sentido alguno de éxito. Así, nuevamente, parece ser que

Kant opina que al aplicar un concepto a posteriori a una in­ tuición se produce placer. En la introducción publicada, Kant escribe, primero con respecto al placer resultante del descubrimiento de un concepto empírico, y después con respecto al placer residual que se produce en la posterior aplicación de tales conceptos, que este placer ha existido seguramente en su tiempo [en el momento del descubrimiento del concepto], y sólo porque la experiencia más común no sería posible sin él [el placer], ha ido poco a poco mezclándose [el placer] con el mero co­ nocimiento, y ha venido a no ser ya particularmente nota­ ble [el placer]3.

Kant señala que las leyes empíricas y la estructura de la naturaleza podrían haber sido tan complicadas y faltas de conexión que la mente humana no habría sido capaz de tra­ tarlas. Pero, de hecho, las leyes y estructura de la naturaleza exhiben una sistematicidad tal que permite que nuestras mentes las comprendan. Así, el sujeto de la experiencia (la mente) y la sistematicidad de la naturaleza se acoplan armo­ niosamente, con la mente comprendiendo al sistema. Exis­ te, de este modo, un acoplamiento mental o subjetivo (aco­ plamiento del sujeto) con la naturaleza. En cualquier momento dado, habremos descubierto un cierto grado de sistematicidad en la naturaleza. Antes de Newton, los descubrimientos de Galileo de la ley de los cuerpos en caída libre y de Kepler sobre las órbitas planeta­ rias habían introducido sistematización en dos dominios. La teoría gravitacional newtoniana reunió estos dos sistemas 3 Immanuel Kant, Critique o f Judgment. Werner S. Pluhar, trans. (Indianapolis: Hackett Publishing Co., 1987), p. 27. [N. del T.: Todas las citas internas a Kant van referidas a la edición y traducción de Ma­ nuel García Morente, 1977, Crítica del juicio, Colección Austral, Espa­ sa. Cita extraída de Crítica deljuicio, p. 116.]

en un dominio, incrementando así el grado de sistematicidad de la física. En un momento determinado, es posible que toda la sistematicidad de la naturaleza sea descubierta, frustrando toda investigación continuada. Kant sostiene, como ya se ha señalado, que existe un principio del juicio a priori (análogo a las estructuras a priori del entendimiento) que nos lleva a buscar sistematicidad en la naturaleza. A di­ ferencia de las categorías a priori del entendimiento que ga­ rantizan el que nuestra experiencia tenga necesariamente ciertas características sistemáticas -causalidad y sustancialidad, por ejemplo- el principio a priori del juicio no puede garantizar que la naturaleza vaya a seguir exhibiendo siste­ maticidad contingente adicional. Tal juicio es meramente re­ flexionante pudiendo tener éxito o fracasar. Los juicios de­ terminantes, en tanto en cuanto conciernen las categorías del entendimiento, nunca podrán fracasar. Por supuesto, los juicios determinantes con contenido empírico pueden ser falsos. Tras discutir la relación de los sujetos —esto es, las cosas cognoscentes—con la naturaleza, Kant fija su atención en los objetos de la naturaleza, esto es, las cosas en la naturale­ za objeto de conocimiento. Kant observa que hay dos cla­ ses de objetos: agregados y sistemas. Los agregados -por ejemplo, tierra, piedras, minerales- al igual que todo lo de­ más están embutidos en las leyes a priori del entendimien­ to y en la sistematicidad contingente de las leyes y estruc­ turas de la naturaleza, pero los agregados en sí mismos no exhiben forma sistemática alguna. Por el contrario, los sis­ temas —por ejemplo, animales, plantas, flores, formaciones cristalinas— exhiben una forma sistemática tal que sus ele­ mentos se acoplan entre sí, además de embutirse en las le­ yes a priori del entendimiento y en las leyes contingentes y estructura de la naturaleza. De este modo, animales, plan­ tas, y demás, son sistemas dentro de un sistema de la natu­ raleza.

Virtualmente todo lo dicho hasta ahora acerca de la vi­ sión de Kant sobre el juicio reflexionante -esto es, la bús­ queda de sistematicidad—no ha concernido a la teleología. He desarrollado mi explicación de su visión de este modo porque a la hora de buscar sistematicidad no es necesario comprometerse con la teleología. Por ejemplo, un filósofo antiteleológico como Hume admitiría que los seres huma­ nos buscan sistematicidad en la naturaleza por razones pragmáticas, con total independencia de consideraciones teleológicas. Sin embargo, desde el principio Kant formula su visión de la indagación del juicio reflexionante en busca de sistematicidad en términos teleológicos, de tal modo que para él la sistematicidad no es sino un concepto teleológico. Los puntos sobre los que aquí quiero incidir enérgicamente son que la sistematicidad y la teleología no están relaciona­ das necesariamente y que haría falta un argumento que mostrase que la sistematicidad es un concepto teleológico. Se puede buscar sistematicidad sin buscar finalidad. Llegados a este punto, Kant no facilita argumento algu­ no; lo que en realidad dice es que sencillamente no hay más remedio que considerar la sistematicidad teleológicamente. Por ejemplo, sobre los sistemas escribe, «que su forma o es­ tructura interna es de un carácter tal que debemos, en nues­ tra facultad de juicio, basar su posibilidad en una idea [refi­ riéndose por «idea» a la idea intencional de un agente]... En tanto que los productos de la naturaleza sean agregados, la naturaleza procede mecánicamente, como mera naturaleza; pero en tanto que sus productos sean sistemas... la naturale­ za procede técnicamente, es decir, procede también como arte» (pp. 405-6). Dentro de su sistema teleológico, que se nos presenta como si no hubiese más remedio que aceptarlo, Kant distingue dos tipos de sistemas ó acoplami^M«fh»Cl) lo que él llama una concordancia «subjetiva» la experiencia y la sistematicidad de las la naturaleza, y (2) una concordancia

aquellos objetos que son sistemas. Pero incluso aunque no pudiésemos evitar creer que todos los elementos de la siste­ maticidad son teleológicos, no se ha mostrado que ese sea el caso. (Kant, por supuesto, en ningún momento afirma que se pueda mostrar teóricamente que son teleológicos.)

En busca de finalidad Como sería de esperar, dada la naturaleza de su filosofía crítica, el uso de Kant del lenguaje teleológico en contextos teóricos es de un tipo hipotético y heurístico que habla de los aspectos sistemáticos de la naturaleza como si encerrasen una finalidad. Al menos ésta es su línea oficial, si bien Kant no se muestra siempre cauteloso. En la primera introduc­ ción, por ejemplo, al hablar de la concepción de la facultad de la mente de conocer la naturaleza, escribe, «En otras pa­ labras, este concepto tendría que ser el de una finalidad de la naturaleza en atención a nuestra habilidad respecto a la cognoscibilidad de la naturaleza» (p. 392). En rigor, al escri­ bir sin una reserva hipotética sobre los aspectos de la natu­ raleza que permiten al sujeto conocerla en su conjunto, de­ bería referirse exclusivamente a la sistematicidad de la naturaleza y no a su finalidad, ya que, tal y como se señaló en la sección anterior, sistematicidad y finalidad no se en­ cuentran necesariamente relacionadas; es decir, al hablar sin reservas sobre la concordancia entre sujetos cognoscentes y naturaleza, debería hablar de sistematicidad subjetiva y no de finalidad subjetiva. Por supuesto, Kant hace constar rei­ teradamente que las concepciones teleológicas no deparan conocimiento y que son solamente regulativas. No obstan­ te, en ocasiones parece tomarse la libertad de equiparar la sistematicidad de la naturaleza con una finalidad, sin espe­ cificar que ésta última es meramente heurística. Al hablar de objetos de la naturaleza como plantas y animales, Kant

se muestra cauteloso al decir que debemos concebir estos sistemas naturales como intencionales sólo en un sentido hipotético y heurístico. Sin embargo, a veces habla de los sistemas naturales de un modo muy curioso. Por ejemplo, escribe, «Ya que aunque la experiencia nos puede mostrar fines [a saber, sistemas] no hay nada en ella que pueda pro­ bar que tales fines son también intenciones» (p. 423). Y poco después, al hablar de sistemas, escribe que «dejamos sin determinar si su finalidad es intencional o no» (p. 426). Increíblemente, aquí, al igual que en otros sitios, Kant está proclamando una distinción entre fines intencionales y fi­ nes no intencionales. El mismo, al comienzo del tercer mo­ mento, parece caracterizar la finalidad en términos inten­ cionales. El curioso concepto de finalidad sin intención le permitirá hablar de fines sin comprometerse con ello a la existencia de un ser cuyas intenciones subyugan a esos fines, sin tener que decir que tal modo de hablar es meramente heurístico. De este modo, en ocasiones, habla tanto de sis­ tematicidad subjetiva como de sistemas en cuanto finales sin hacer la salvedad de que dicha finalidad es meramente heurística, y también cree poder hablar con sentido de fines no intencionales. En realidad, al hablar de la sistematicidad de los objetos (sistemas) o de la sistematicidad subjetiva como fines no in­ tencionales, Kant está introduciendo un término técnico que está reñido con el modo en que normalmente entende­ mos el concepto de finalidad. Esta forma de hablar permite el empleo de una expresión que tiene un tono teleológico, «finalidad sin fin», como sinónima de la noción, no necesa­ riamente teleológica, de sistematicidad de la naturaleza, res­ paldando así veladamente la creencia de que determinados aspectos de la naturaleza son, de hecho, teleológicos. Es*una forma sutil de abrirle camino poco a poco a la verosimilitud de un mundo teleológico que supuestamente envuelve y sustenta a nuestro mundo epistemológico.

Sin embargo, como he apuntado, Kant se muestra cau­ teloso en la mayor parte de las ocasiones, manteniendo sus observaciones teleológicas en el plano hipotético y heurísti­ co. En este marco, entiende la búsqueda de sistematicidad del juicio reflexionante como una búsqueda que nos permi­ te concebir la idea de la naturaleza como el arte o la técnica de una deidad suprasensible que guía nuestro pensamiento e investigación. Pero no se trata solamente de que la bús­ queda de sistematicidad posibilite o permita hacer esto; Kant cree que dada la naturaleza de nuestras facultades cog­ nitivas «no podemos absolutamente hacernos concepto al­ guno de la posibilidad de semejante mundo más que pen­ sando una causa superior del mismo que efectúe con intención» (p. 377). Visto de este modo, la sistematicidad de la naturaleza se concebiría hipotética, pero inevitable­ mente, como la creación intencional del entendimiento di­ vino. Dado este gran proyecto, ¿cómo lo concibe Kant en sus detalles? Primeramente, recuérdese que en el marco episte­ mológico kantiano -esto es, en el marco de la primera Crí­ tica—las categorías del entendimiento humano imponen una estructura necesaria a la experiencia humana, por ejem­ plo, la. necesidad de una estructura causal y sustantiva. Se­ gún Kant, esta estructura causal generalizada no determina el contenido de las leyes causales específicas de la naturale­ za. Las leyes concretas de la naturaleza son contingentes y sólo pueden descubrirse mediante investigación empírica. Sin embargo, cuando pasamos a considerar el gran esquema teleológico kantiano, comprendemos que lo que los seres humanos experimentan como contingencia en la estructura y las leyes de la naturaleza es en realidad necesidad, esto es, en el cuadro teleológico, la estructura y las leyes de la natu­ raleza y su sistematicidad se entienden como consecuencia necesaria del entendimiento creativo de la deidad. En el proyecto teleológico, de alguna manera el entendimiento

divino se interpreta operativamente de un modo análogo al modo de operar del entendimiento humano cuando éste produce la estructura causalmente necesaria de la experien­ cia. Se cree que el entendimiento humano impone una es­ tructura causal necesaria, y que el entendimiento divino impone una estructura necesaria específica y un conjunto es­ pecífico de leyes causales necesarias. En este cuadro teleoló­ gico hipotético toda la contingencia de la naturaleza apare­ ce como transformada en la necesidad de la creación. Finalmente, en su cuadro teleológico hipotético, Kant ve la finalidad de la concordancia de la mente humana con su conocimiento de la naturaleza como parte de la finalidad global de la naturaleza. Kant escribe que También la belleza de la naturaleza, es decir, su concor­ dancia con el libre juego de nuestras facultades de conocer en la aprehensión y juicio de su fenómeno, puede, de ese modo, ser considerada como finalidad objetiva de la natu­ raleza, en su totalidad, [entendida] como sistema en donde el hombre es un miembro, si es que ya una vez nos ha au­ torizado el juicio teleológico de la misma, por medio de los fines naturales que nos proporcionan los seres organizados, para llegar a la idea de un gran sistema de los fines de la naturaleza (pp. 353-54). Aquí habla de la finalidad con respecto a la experiencia de la belleza, si bien claramente también está pensando acerca de la finalidad con respecto al descubrimiento exito­ so de la sistematicidad de la naturaleza por parte del juicio reflexionante. Así, en este pasaje, Kant concibe esta clase de finalidad (tanto la concordancia del libre juego de las facul­ tades cognitivas con la experiencia de la belleza como la concordancia de la mente con la naturaleza) como una par­ te de la finalidad en su globalidad. Esto es, por un lado concibe la concordancia entre las facultades cognitivas de un sujeto en su libre juego como una concordancia entre

dos aspectos distintos de la mente de un organismo. Por otro lado, de un modo parecido, concibe la concordancia entre (1) las facultades cognitivas de cada sujeto y (2) las sisternaticidad de la naturaleza como una concordancia en­ tre distintos aspectos de la naturaleza, de tal modo que toda la naturaleza, sujetos incluidos, se convierte en un objeto. Así es que Kant representa toda la naturaleza como un tipo de organismo -el gran organismo de lo suprasensible. Hay dos tesis que se repiten constantemente a lo largo de la «Crítica deí juicio teleológico». La primera es que no hay más remedio que creer que tanto los organismos, pri­ mero, como el resto de la naturaleza, después, son la crea­ ción intencional de Dios. La segunda es que, no obstante, no podemos hallar justificación teórica que avale esta creen­ cia. Por ejemplo, en un determinado momento Kant pre­ gunta si todo lo dicho sobre la teleología prueba la existen­ cia de Dios, y su respuesta es un inequívoco N o , nada más que esto: que, según propiedad de nuestras facultades de conocer, en la relación, pues, de la experiencia con los principios superiores de la razón, no podemos absolutamente hacernos concepto alguno de la posibilidad de semejante mundo más que pensando una causa superior del mismo que efectúe con intención (p. 377).

Hacia el final de la «Crítica del juicio teleológico», a modo de recapitulación, Kant dedica un largo apartado a explicar su rechazo de la prueba del diseño, lo que él llama «Teología física». Viene a decir lo que ya se ha dicho con tanta frecuencia, que la existencia de Dios, el diseñador, no puede inferirse del orden manifiesto en la naturaleza. Esto nos deja con la ineludible creencia en Dios, el diseñador, pero sin una justificación teórica de dicha creencia. En rea­ lidad, la doctrina de la primera Crítica genera esta creencia si bien no puede justificarla como conocimiento.

La doctrina de la Crítica de la razón práctica (conocida como la segunda Crítica) viene al rescate. Explicaré este res­ cate someramente, ya que mi interés primordial reside en las conclusiones alcanzadas por Kant y las implicaciones que éstas tienen para su teoría del gusto. Kant distingue tres clases de cosas cognoscibles al discu­ tir la creencia al final de la «Crítica del juicio teleológico»: 1. Cosas de la opinión 2. Hechos 3. Cosas de la fe (p. 464) Las cosas de la opinión son cosas de las que no se tiene conocimiento de su existencia pero que son posibles en el dominio empírico. Como ejemplo Kant considera la pre­ gunta de si existe vida en otros planetas. Los hechos son cosas cuya realidad objetiva puede de­ mostrarse. Como ejemplo de un hecho valdría cualquier ley de la ciencia. Kant afirma que la realidad objetiva de una y sólo una idea de la razón también puede ser demostrada -la idea de la libertad humana—. Por lo tanto, es un hecho que la libertad existe. Kant afirma que la libertad «demuestra su realidad objetiva en la naturaleza... mediante su efecto posi­ ble en la misma» (p. 473). Las cosas de la fe son cosas que trascienden el uso teóri­ co de la razón pero «que en relación con el uso, conforme al deber, de la razón práctica... deben ser pensados a priori» (p. 466). Kant afirma que existen tres y sólo tres objetos de fe. Primero, está el sumo bien, cuya realización prescribe la razón pura práctica a través del uso de la libertad. En se­ gundo y tercer lugar, están la existencia de Dios y la in­ mortalidad del alma, que son, tal y como Kant arguye, condiciones necesarias para la obtención del sumo bien (p. 466).

El supuesto hecho de la libertad junto con las supuestas prescripciones de la razón práctica conducen según se afirma a la fe en el sumo bien, en la existencia de Dios, y en la in­ mortalidad del alma. Así, Kant pretende justificar la creen­ cia en las tres ideas de la razón -la libertad, teóricamente, y Dios y la inmortalidad, prácticamente-. Mediante el hecho de la libertad, declara, [es] posible el enlace de las otras dos [ideas] con la natura­ leza y de todas las tres, empero, juntas en una religión; es notable también que nosotros, por tanto, tenemos un prin­ cipio en nosotros que puede determinar la idea de lo su­ prasensible en nosotros, y por ello también la del mismo fuera de nosotros, para un conocimiento, aunque sólo po­ sible en el sentido práctico (pp. 473-74).

De este modo Kant pretende obtener una creencia justi­ ficada en el gran esquema teleológico que completa el siste­ ma filosófico de las tres Críticas. La teoría teleológica del gusto de Kant La transición hacia la teoría del gusto Una vez que tenemos una explicación de la teleología de Kant y la justificación que él da para creer en ella, la transi­ ción hacia la teoría del gusto puede comenzar. En primer lugar trataré de mostrar que las dos nociones centrales de su teoría del gusto —los conceptos del objeto del gusto y de la facultad del gusto, que tan oscuras se presentan en el con­ texto de los cuatro momentos- se derivan de suteleología. El concepto del objeto del gusto de Kant (lo bello) se deriva enteramente de su teleología, y su concepto de la facultad del gusto se deriva, con alguna ayuda, de la misma fuente. Estas derivaciones hacen menos desconcertante la afirma­

ción de que la belleza es un aspecto de la finalidad. Las de­ rivaciones también hacen al menos inteligible la afirmación de que la facultad del gusto consiste en la reflexión de algu­ nas facultades cognitivas. ¿Qué supone para Kant el universo como un gran siste­ ma de fines para la teoría del gusto? En el primer párrafo de la segunda parte, la «Crítica del juicio teleológico», Kant es­ cribe de modo hipotético, como corresponde en ese mo­ mento en el texto, acerca de lo que al final de la segunda parte tiene certidumbre, esto es, la finalidad de la naturale­ za. El pasaje, leído de manera asertiva con la finalidad ase­ gurada, sirve como conclusión a la segunda parte y propor­ ciona el fundamento para una transición a la teoría del gusto de la primera parte, la «Crítica del juicio estético». Según principios trascendentales, hay un buen funda­ mento que nos permite admitir una finalidad subjetiva de la naturaleza, en sus leyes particulares, para la comprensibi­ lidad por el Juicio humano y para la posibilidad de enlazar las experiencias particulares en un sistema de las mismas, en donde luego, entre los muchos productos de la natura­ leza, también pueden esperarse como posibles aquéllos que, como si estuvieran arreglados particularísimamente para nuestro Juicio, encierran esas formas específicas y ade­ cuadas a él, que, mediante su diversidad y unidad, sirven, por decirlo así, para fortificar las potencias del espíritu (que están en juego en el uso de esa facultad) y entretener­ las, y a las cuales por eso se da el nombre de formas bellas (p. 327). Kant comienza este pasaje hablando de principios tras­ cendentales, con la intención, por supuesto, de fijar la aten­ ción en el empuje del juicio hacia la sistematicidad empíri­ ca. Leyendo el pasaje como si fuese la conclusión de la «Crítica del juicio teleológico», la búsqueda de una presunta sistematicidad que pudiera fracasar en cualquier momento

se convierte en la búsqueda de una finalidad que está asegu­ rada. Primero habla de una finalidad subjetiva -la sistemati­ cidad final de la naturaleza que nos permite entenderla como un todo-. Este tipo de finalidad conlleva la relación entre sujetos cognoscentes y el mundo, de ahí el nombre que se le da, «finalidad subjetiva». El sistema de la naturaleza trae consigo no sólo las leyes de la ciencia y la estructura de la naturaleza orgánica sino también todos los objetos indivi­ duales de la naturaleza, objetos a los que se refiere por «los muchos productos de la naturaleza». Todos los productos naturales u objetos de la naturaleza se hallan bajo la estruc­ tura y las leyes de la ciencia, adecuándose por ello al juicio humano; esto es, todos los objetos de la naturaleza son cog­ noscibles y en tanto en cuanto son parte de un sistema de la naturaleza se encuentran bajo la finalidad subjetiva, la con­ cordancia entre las facultades cognitivas y los objetos de la naturaleza. En este pasaje, Kant divide los productos natu­ rales del sistema de la naturaleza en dos grupos: los objetos que carecen de forma específica y los que la tienen (diversi­ dad y unidad), adaptándose expresamente a nuestro juicio con el fin de fortificar y entretener las potencias del espíri­ tu. Kant afirma que los objetos que tienen esta forma espe­ cífica son los que tienen las formas bellas. Los objetos con esta forma específica son los que exhiben la finalidad donde las partes de un objeto concuerdan de un modo especial. Claramente, en este pasaje Kant se interesa por completo en la belleza natural, y en lo sucesivo, a no ser que así lo indi­ que, me centraré en ese campo.

El objeto del gusto En el tipo de situación que se da en el pasaje que acabo de citar, las formas bellas se presentan con una concordan­ cia especial dentro de la finalidad subjetiva (la concordancia

entre sujetos cognoscentes y los objetos de las facultades cognitivas). La pregunta que sigue sin respuesta es cómo ca­ racterizar los dos grupos de objetos en la teoría kantiana del gusto -los que tienen la concordancia especial y la forma es­ pecífica (la forma bella), y los que carecen de ella (la forma no bella)—. Tal y como señalé en mi exposición de su teleo­ logía, Kant distingue dos tipos de objetos en la naturaleza -sistemas y agregados—. Creo que éstos son los objetos que tiene en mente cuando habla de los objetos que tienen la forma específica que fortifica y entretiene las potencias del espíritu y que tienen la forma bella, por un lado, y de los objetos que carecen de dicha forma específica, por el otro, de tal modo que cuando concluye en el tercer momento que «la belleza es la forma de la finalidad de un objeto», lo que debe de estar afirmando es que la forma bella (natural) es la forma de los sistemas. Todos los sistemas que mencio­ na, con la excepción de las formaciones de cristales, son or­ ganismos. De este modo, al referirse a la forma bella, Kant tiene en mente las formas de organismos junto con las for­ mas que fielmente se asemejan a ellas, como en el caso de formaciones cristalinas. Pero, ¿qué argumento respalda la conclusión de que la belleza natural es la forma de los siste­ mas de esta clase? No creo que Kant proporcione nada parecido a un argu­ mento claro donde su conclusión encuentre justificación. No obstante, en la «Crítica del juicio teleológico» hay varios pasajes con comentarios que tratan de apuntar al porqué de su convicción de que las formas de los sistemas son las for­ mas naturales bellas. En un momento en el que discute el gran cuadro teleo­ lógico, Kant habla del «arte, inconcebiblemente grande, que yace escondido- detrás de las formas de la naturaleza» (p. 435). Aquí no está claro si al hablar del «gran arte» se está refiriendo a todas las formas que se encuentran en la naturaleza o sólo a las que llama «sistemas». En muchos pa­

sajes habla de la idea de toda la naturaleza como una técni­ ca. No obstante, incluso aunque piensa que no podemos sino creer que el sistema de la naturaleza en su totalidad es el arte de Dios, y aun considerando ál final que esta creen­ cia está justificada, Kant admite la existencia de aspectos de la naturaleza que tienen la apariencia de estar desprovistos de sistema -lo que denomina «agregados»—. De este modo, los «agregados» o «fragmentos» parecen hallarse profusa­ mente dispersos a lo largo del arte de Dios, entendiendo éste como la totalidad de la naturaleza, lo cual parecería in­ habilitar a la totalidad de la naturaleza en su calidad de gran arte de Dios. Afortunadamente, muy cerca del final de la «Crítica del juicio teleológico», Kant se muestra más especí­ fico acerca del gran arte que tiene en mente. Ahí escribe acerca de su creencia de que el ser supremo «se manifiesta tan inconcebiblemente artista en los fines de la naturaleza» (p. 477). Aquí, al hablar de «los fines de la naturaleza», está pensando en los sistemas en cuanto arte inconcebiblemente grande o bello de Dios, en contraposición a la totalidad de la naturaleza con sus muchos fragmentos. Así, dentro de la totalidad de la naturaleza (el sistema del arte fragmentado de Dios), hay sistemas que interpreta como el arte bello de Dios. Kant opina ahora que el objeto del arte bello es la realización de la belleza, ya que escribe que «en todo arte bello, lo esencial está en la forma, que es conforme a fin para la contemplación y para el juicio» (p. 285); es decir, opina que la forma de la finalidad -la belleza—es el objeto del arte bello. Kant debe de haber pensado que de haber un ser cuyo arte sutil sea bello, con toda seguridad debe de tra­ tarse del arte sutil de Dios (los sistemas). De este modo, debe de haber pensado que tenía un buen motivo para creer que los sistemas son bellos, o mejor dicho que las formas de los sistemas son bellas, ya que por razones aún sin mencio­ nar creía que sólo la forma podía ser bella. Hay así un argu­ mento a favor de la creencia de que «la belleza es la forma

de la finalidad de un objeto». No estoy diciendo que sea un buen argumento; no creo que exista un buen argumento en defensa de la conclusión que Kant alcanza ya que creo que dicha conclusión es falsa. No estoy intentando mostrar que su conclusión esté justificada; estoy intentando mostrar cómo se deriva a partir de su sistema filosófico teleológico. Existe una objeción a la conclusión de que «la belleza es la forma de la finalidad de un objeto» a la que Kant no res­ ponde pero a la que podía haber contestado. Se trata del problema de cómo explicar la aparición de individuos feos en una especie de organismo; en opinión de Kant, todo miembro de una especie de organismo tiene un fin porque es un organismo, pero prácticamente en todas las especies hay miembros que indudablemente son feos. Creo que Kant podría responder a esta objeción argumentando que los miembros feos de una especie constituyen un empeora­ miento de la forma final de la especie; esto es, suponen de algún modo una deformación y no ejemplifican realmente las intenciones de Dios. (Esta respuesta, por supuesto, sus­ cita el problema teleológico del mal natural de una manera especial, y no tengo idea de cómo podría resolverse.) Hasta ahora, en la discusión del pasaje citado al comien­ zo de mi estudio de la teoría del gusto de Kant, el concepto de finalidad subjetiva ha sido postergado con el fin de pro­ gresar en la discusión del objeto de la belleza. Pero resta una dificultad con respecto a la finalidad subjetiva: ¿Por qué cree Kant que las formas que se adecúan a las potencias del espí­ ritu para fortificarlas y entretenerlas son las formas bellas? En la cita del principio de la «Crítica del juicio teleoló­ gico», Kant habla sobre la finalidad subjetiva, si bien en rea­ lidad no se concentra en ella con amplitud de miras, esto es, no se fija en el concepto general de la concordancia entre los sujetos cognoscentes y los objetos de conocimiento, sino en el concepto más sutil de la concordancia especial de las facultades cognitivas con un cierto subconjunto de los obje­

tos de la naturaleza. De este modo existe una finalidad sub­ jetiva general que se da para toda la naturaleza, y una finali­ dad subjetiva especial que se da para un cierto subconjunto de los objetos de ésta. (Ese pasaje, por cierto, es el único si­ tio del’que yo tengo conocimiento donde Kant menciona uniformidad y variedad como propiedades de la forma que desempeñan un papel en la experiencia de la belleza, pero por el momento no me interesa este punto.) ¿Qué justifica la conclusión de Kant de que la belleza es la forma de los objetos de la naturaleza que concuerdan con las facultades cognitivas en el modo especial? ¿Qué es lo que hay en las formas de estos objetos que sólo a ellos les hace bellos? Que yo sepa, Kant no especifica ni aquí ni en ningún otro sitio qué es lo que justifica la inferencia o el porqué de su creen­ cia en la verosimilitud de dicha inferencia. ¿Por qué creyó poder afirmar que las formas bellas son las que se adecúan al juicio de un modo especial para, por decirlo así, fortificar y entretener las potencias del espíritu? Así que incluso aunque la creencia de Kant esté justifi­ cada, creencia según la cual las formas de los sistemas y sólo dichas formas naturales son bellas, el problema de cómo justificar la afirmación de que las formas bellas son aquellas que se adecúan al juicio de un modo especial todavía persis­ te. Incluso aunque Kant no ofrezca ningún argumento que respalde dicha afirmación, hay reflexiones en su esquema teleológico que le podrían haber conducido a la conclusión de que las formas que de un modo especial se adecúan son las formas bellas. Consideremos como primera premisa la opinión de que las formas de los sistemas se corresponden con las formas naturales bellas; ciertamente Kant creía tener derecho a dicha premisa -se trata de la conclusión del tercer momento (momento en el que sólo nos concierne la belleza natural)-. Entonces, si como segunda premisa Kant creía que las formas de los sistemas y sólo dichas formas (en casos de belleza natural) se adecúan al juicio de un modo espe­

cial, por así decirlo, para fortalecer y entretener las poten­ cias del espíritu, podemos concluir que las formas que así se adecúan al juicio se corresponden con las formas naturales bellas. O sea que Kant pudiera haber tenido en mente el si­ guiente argumento, que paso a exponer sin preocuparme por introducir la reserva respecto a la belleza natural'. 1. Las formas de los sistemas se corresponden con las formas bellas. 2. Las formas de los sistemas se corresponden con las formas que se adecúan al juicio para fortalecer y entretener las potencias del espíritu. 3. Luego, las formas que se adecúan al juicio para forta­ lecer y entretener las potencias del espíritu se corresponden con las formas bellas. ¿Qué puede en el sistema teleológico de Kant haberle persuadido en favor de la segunda premisa? Consideremos parte del largo pasaje citado anteriormen­ te: «entre los muchos productos de la naturaleza, también pueden esperarse como posibles aquéllos que, como si estu­ vieran arreglados particularísimamente para nuestro Juicio, encierran esas formas específicas y adecuadas a él». Kant empieza por referirse a «los muchos productos de la natura­ leza» en el sistema de ésta. Como ya sabemos, estos produc­ tos se dividen en dos clases exhaustivas: agregados y siste­ mas. Seguidamente, se refiere en el pasaje a «esas formas específicas» que se adecúan al juicio para fortalecer y entre­ tener las potencias del espíritu. Por supuesto, todas las for­ mas de algún modo se adecúan al juicio, ya que tal adecua­ ción constituye el fundamento para el conocimiento que tenemos de los objetos. Kant debe de haber pensado que las formas de los sistemas se adecúan al juicio del modo espe­ cial que fortalece y entretiene ya que las formas de los siste­ mas suponen la única alternativa a las de los agregados. Y debe de haber pensado que los agregados estarían sencilla­

mente demasiado faltos de estructura como para adecuarse al juicio en el modo especial que fortalece y entretiene las potencias del espíritu. (Naturalmente, las formas de los agregados se adecúan lo suficiente al juicio de modo general como para que tengamos conocimiento de ellas.) Así Kant pudiera haber seguido algo similar a este razo­ namiento a la hora de respaldar la segunda premisa del ar­ gumento formulado, ya que dicha premisa le permitiría concluir, tal y como hace, que las formas bellas son las for­ mas que se adecúan de modo especial. De este modo, la postura de Kant, derivada de su teleo­ logía, es (1) que las formas naturales bellas son las formas de los sistemas y (2) que estas formas están «arregladas particularísimamente para nuestro Juicio» (finalidad subjetiva especial). En mi opinión, esta derivación apunta al porqué Kant cree poder afirmar en el tercer momento que «la belle­ za es la forma de la finalidad de un objeto», afirmación que, de haberse abordado exclusivamente a través de los cuatro momentos de la teoría del gusto, y en el orden en que se presentan, sería completamente desconcertante. Esta deri­ vación muestra como la teleología de Kant sostiene y subyace a una de las nociones centrales de su teoría del gusto -el concepto del objeto del gusto como la forma de la finalidad que tiene una relación especial de finalidad subjetiva con nuestras facultades cognitivas. El concepto Kantiano de belleza como forma de la fina­ lidad tiene dos polos, uno que encuentra anclaje en el mun­ do de los objetos, y el otro en el de los sujetos. Los sistemas exhiben la forma de la finalidad en objetos de la experiencia en el mundo. La mente del sujeto humano en sí misma ex­ hibe una forma de la finalidad de orden superior en su inte­ racción de concordancia especial con la forma de los siste­ mas. Al hablar del objeto de la belleza (natural) me referiré a la forma de la finalidad que exhiben los sistemas naturales en el mundo de la experiencia.

Hay una consideración importante que se relaciona di­ rectamente con el concepto del objeto del gusto -la cues­ tión de los principios del gusto-. En la teoría de Hutche­ son, por ejemplo, se supone que la uniformidad en la variedad es el objeto del gusto, implicándose que el princi­ pio del gusto es que aquellos «objetos que poseen uniformi­ dad en la variedad siempre son bellos». En un número de ocasiones Kant parece negar la posibi­ lidad de cualquier clase de principio o principios del gusto. Claramente niega principios como los de Hutcheson que identifican la belleza con una propiedad tal como la unifor­ midad en la variedad. Por ejemplo, en la primera frase de la sección titulada «No es posible principio alguno objetivo del gusto», escribe «Por principio del gusto se entendería un principio bajo cuya condición se pudiera subsumir el con­ cepto de un objeto y deducir, mediante una conclusión, que es bello. Pero es totalmente imposible» (p. 235). Aun­ que en esta cita esté hablando sin cualificación alguna de un principio del gusto, el encabezamiento de la sección especi­ fica que se refiere a un principio del gusto objetivo. De este modo, Kant pretende negar explícitamente que pueda exis­ tir un principio del gusto objetivo, a saber, un principio en el que el predicado bello exprese un concepto y se refiera a una propiedad como la uniformidad en la variedad. En el pasaje citado, Kant parece negar también la posi­ bilidad de inferir que un objeto sea bello. ¿Quiere esto decir que no es posible llevar la inferencia a término a partir de ningún principio o sólo que no es posible hacerlo a partir de un principio objetivo? Creo que con respecto a la conclusión de que un objeto sea bello, mucha gente ve a Kant negando la posibilidad de que se exista tanto principio alguno del gusto como inferencia alguna. Sin embargo, el rechazar ía posibilidad de que haya un principio del gusto objetivo deja abierta para Kant la posi­ bilidad de que haya un principio del gusto subjetivo y de

este modo deja abierta la posibilidad de inferencias a favor de la conclusión de que un objeto sea bello. La afirmación del tercer momento —«Belleza es forma de finalidad á t un objeto en cuanto es percibida en él sin la representación de un fin»—ciertamente tiene todas las reservas de un principio que identifica la belleza con (abreviando) la forma de la fi­ nalidad de un objeto. Para Kant, la forma de la finalidad ni expresa un concepto ni hace referencia a una propiedad em­ pírica ya que atañe sólo a la intuición y no al entendimien­ to (la facultad de los conceptos). De este modo, el principio de la-forma-de-la-finalidad no es un principio objetivo, esto es, no es un principio del tipo de los que Kant rechaza ex­ plícitamente. Dado el principio subjetivo de Kant, pode­ mos establecer la siguiente inferencia: 1. La belleza es la forma de la finalidad de un objeto. 2. Este objeto (la intuición) exhibe la forma de la finali­ dad. 3. Luego, este objeto (la intuición) exhibe belleza. Así, la teoría del gusto de Kant posee un principio (sub­ jetivo) del gusto y permite obtener inferencias con respecto a la belleza de los objetos (intuiciones). Ninguna de las dos premisas de este argumento es un juicio determinante, y la conclusión tampoco lo es. Esto es, ninguna de las tres ex­ presa un concepto; tanto las premisas como la conclusión hacen referencia a objetos de las sensibilidad (las formas del espacio y del tiempo). La facultad del gusto Una vez que hemos visto cómo la noción kantiana del objeto del gusto (lo bello) deriva de su teleología, la pregun­ ta que surge naturalmente es, ¿hay otros aspectos de la teo­ ría del gusto de Kant que se hallen en una relación similar con su teleología? En mi opinión, se puede demostrar que

su concepción sobre la naturaleza de la facultad del gusto también es derivable, con un poco de ayuda, a partir de la teleología. La noción Kantiana de la relación especial del objeto del gusto con las facultades cognitivas nos da una pista sobre cuál será su explicación de la facultad del gusto. La pieza clave de su teleología, de la cual deriva su con­ cepción de la naturaleza de la facultad del gusto, es el con­ cepto kantiano de juicio, especialmente el concepto de jui­ cio reflexionante. En lo que sigue intentaré mostrar cómo la visión de Kant sobre el principio del juicio nos proporciona el fundamento para su concepto de la facultad del gusto. Kant asume varias proposiciones heredadas de teóricos del gusto que le preceden, y éstas, junto con la noción de juicio, determinan el modo de concebir la facultad del gus­ to. Las proposiciones son: 1. Hay juicios de gusto (la belleza). 2. La noción de belleza no es un concepto (un univer­ sal). 3. Las experiencias de belleza son agradables. La postura de que la noción de belleza no es un concep­ to entraña, por supuesto, una formulación puramente kan­ tiana, pero sus antecedentes se remontan a la visión de Hut­ cheson de que «bello» hace referencia a una sensación que sentimos (placer), y a la opinión de Hume de que «la belle­ za no es una cualidad de las cosas en sí mismas». Las dos primeras proposiciones enumeradas actúan como premisas en el argumento que nos proporciona el concepto kantiano de la facultad del gusto. La tercera proposición, que las ex­ periencias de belleza son agradables, no funciona como pre­ misa en el argumento, sino que se trata más bien de una proposición que Kant asume y que su concepción de la fa­ cultad del gusto tiene que explicar. En el sistema filosófico de Kant hay dos, y sólo dos, cla­ ses de juicios: determinantes y reflexionantes. Si existen jui­

cios de gusto y la noción de belleza no es un concepto, en­ tonces éstos no pueden ser juicios determinantes ya que re­ quieren que un concepto o universal se aplique a una intui­ ción. Se sigue que los ju icios de gusto són juicios reflexionantes, esto es, que suponen una búsqueda de un concepto para una intuición. Dado que los juicios de gusto son juicios reflexionantes, que constituyen un modo parti­ cular de funcionamiento de las facultades cognitivas, la fa­ cultad del gusto (la entidad mental que subyace a las expe­ riencias del gusto) tiene que consistir en la búsqueda de un concepto por parte de las facultades cognitivas bajo el que subsumir una intuición. Pero debido a que la noción de gusto no es un concepto, la búsqueda de la facultad del gus­ to nunca podrá tener éxito en el modo en que los juicios re­ flexionantes a veces se muestran exitosos, y por ello la belle­ za no puede ligarse a los conceptos en el modo en que éstos se ligan dentro de una teoría y con otras teorías en el siste­ ma de la naturaleza. Hay así dos clases de juicios reflexio­ nantes: (1) aquellos como la búsqueda de Newton de una teoría unificadora, búsqueda que puede resultar exitosa y generar placer, o fracasar y no generarlo; y (2) juicios de gusto que deben siempre fracasar en su búsqueda de un con­ cepto, ya que la noción de belleza no es un concepto. Luego para Kant la facultad del gusto consiste en lo que aparente­ mente es una búsqueda necesariamente no exitosa del con­ cepto de belleza por parte de las facultades cognitivas. Así, el concepto de juicio kantiano, junto con ciertas proposi­ ciones de la teoría del gusto que Kant asume, genera su par­ ticular concepción de la facultad del gusto entendida como búsqueda infructuosa por parte de las facultades cognitivas. Supongo que su postura es que disponemos de un sentido de tal modo que en casos de la experiencia de lo bello no se puede encontrar concepto alguno y que debido a este senti­ do (realización) podemos contemplar el contenido de una intuición.

Queda por explicar cómo el placer de la experiencia de la belleza se puede generar en la teoría de Kant a través de una búsqueda que no tiene posibilidad de salir airosa. Tal explicación servirá también para completar los detalles del modo de funcionamiento de la facultad del gusto kantiana. Kant asume que hay juicios de gusto y que las experien­ cias de belleza son agradables. Estos juicios reflexionantes particulares no pueden producir placer del modo en que el éxito de Newton al encontrar un universal lo hizo, ya que en el caso de los juicios reflexionantes no hay universal que encontrar. Pero dado que hemos asumido que los juicios de gusto son agradables, debe hallarse un modo de mostrar cómo las facultades cognitivas (sabiendo que se trata.de la facultad del gusto) pueden producir placer de tal modo que no se requiera la búsqueda exitosa de un universal para una intuición. Ya que el placer de un juicio de gusto debe darse sin el éxito de encontrar ningún universal nuevo, el placer debe derivarse de la reflexión ya que tiene que ver mera­ mente con la contemplación de una intuición por sí misma, sin relación alguna con ningún universal determinado. El placer del gusto debe entonces derivarse de la reflexión de las facultades cognitivas, aunque en vistas de que el tipo de éxito habitual del juicio reflexionante está ausente, el único origen posible del placer del gusto debería hallarse en el funcionamiento de alguna manera independiente del proce­ so de síntesis de una intuición y un universal por parte de las facultades cognitivas. Así, el origen del placer debe con­ cernir a aquello que sea único a las experiencias de la belle­ za, y aquello que es único en estos casos consiste en el trato exclusivo, especial, que las facultades cognitivas tienen con la contemplación de una intuición, de modo tal que no haya involucración de la síntesis de una intuición y un uni­ versal determinado. Lo que es único son las facultades cog­ nitivas mismas armonizadas intencionalmente, y su modo de articularse con una intuición de una forma especial inde­

pendientemente de la síntesis de la intuición con un univer­ sal determinado, ya que esto es todo lo que queda tras ha­ ber justificado el requisito de que la noción de belleza no sea un concepto determinado. El origen del placer del gusto tiene'que estar entonces en la interacción de una intuición con una forma especial con las facultades cognitivas ya que eso es todo lo que queda. Kant llama a este proceso el «libre juego armonioso» de las facultades cognitivas. Se le llama «libre juego» porque el compromiso o conexión que entre intuición y universal llevan a cabo de ordinario las faculta­ des cognitivas es inexistente. Se llama «armonioso» porque las facultades cognitivas concuerdan de manera intencional entre ellas en todas sus interacciones y, por ello, se encuen­ tran armonizadas en el libre juego de sus interacciones. Por añadidura, en el caso de las formas bellas, está la especial concordancia que fortalece y entretiene las facultades cog­ noscitivas. Supongo que Kant piensa que la concordancia especial entre las intuiciones de las formas de los sistemas y las facultades cognitivas es lo que es fortalecedor y entrete­ nido, es decir, agradable. No obstante, en su teoría no se da el caso de poder «ver claramente» cómo surge el placer; más bien se considera que el proceso mencionado debe ser el origen porque no hay más cosas que puedan serlo. Adviértase que, de acuerdo con la postura Kantiana, la facultad del gusto (las facultades cognitivas) es una caracte­ rística universal y necesaria de los seres humanos, y que en las experiencias de la belleza la facultad del gusto se articula con independencia de contingencias (universales empíri­ cos). Así, de acuerdo con su postura, los juicios de gusto y sus placeres tienen un fundamento universal y necesario. Lo que un juicio de gusto no tiene (en comparación con un jui­ cio empírico) —a saber, un universal empírico—es lo que ga­ rantiza que sea universal y necesario. Llegados a este punto podemos atender a un aspecto de la concepción kantiana del objeto del gusto que antes que­

dó sin explicar. Kant concluye que «la belleza es la forma de la finalidad de un objeto», y la discusión precedente se cen­ tró exclusivamente en lo que toca a la finalidad. Pero, ¿por qué la forma de la finalidad? Acabamos de ver que, de acuerdo con la postura kantia­ na, para poder explicar que la noción de belleza no es un concepto, debemos confinarla a aquello que pueda ser ha­ llado en una intuición con independencia de la síntesis con un universal. Sólo la forma espacial y temporal puede en­ contrarse en dicha intuición. Por supuesto, no toda expe­ riencia de la forma espacial o temporal es bella, y Kant trata de explicar este hecho afirmando, como ya hemos visto, que sólo un cierto subconjunto de formas espaciales o tem­ porales es bello, a saber, las formas espaciales o temporales que exhiben finalidad (sistemas). Nótese que mientras que las formas de la intuición de la mente son, de acuerdo con Kant, el origen de la estructura espacial y temporal de los objetos de la experiencia, la forma específica espacial o tem­ poral que una forma de la finalidad tiene, en el sistema kan­ tiano, deriva de una fuente externa a la mente humana, a saber, de Dios. En las experiencias de la belleza, los vestigios de la finalidad de Dios se atisban en la intrincada unidad y variedad de las formas de los organismos. Recapitulando, el objeto del gusto (lo bello) es la forma de la finalidad de un objeto (sistemas), y la facultad del gus­ to consiste en la mera articulación de las facultades cogniti­ vas con una intuición de una forma de la finalidad (libre juego concordante). El placer del gusto se produce al tener lugar dicha articulación. Por ahora, hemos derivado la naturaleza del objeto del gusto (lo bello) a partir de la teleología de Kant, integrán­ dose en ella, y hemos derivado también la naturaleza* de la facultad del gusto, con alguna ayuda externa, de su teleolo­ gía. Lo que queda por mostrar es cómo es que, de acuerdo con Kant, los juicios de gusto son desinteresados, universa­

les y necesarios. Una vez que hayamos hecho esto, podre­ mos desarrollar e integrar la postura de Kant con respecto al arte bello con su visión de la belleza natural. Desinterés El primero de los cuatro momentos en los que Kant ex­ pone su teoría del gusto concierne el desinterés de los jui­ cios de gusto. Kant no intenta demostrar que los juicios de gusto sean desinteresados. Lo que hace es asumir qüe lo son, intentando entonces mostrar cómo su teoría puede dar cuenta de tal desinterés. De este modo asume una cuarta proposición. 4. Los juicios de gusto son desinteresados. Esta proposición, al igual que la proposición de que las experiencias de belleza son agradables, no actúa como pre­ misa en su argumento; se trata de la afirmación de un he­ cho a explicar. Que los juicios de gusto sean desinteresados ya era un elemento esencial de la teoría del gusto mucho antes de Kant. Para Hutcheson, por ejemplo, esto quería decir que la percepción en un objeto de la característica de la uniformi­ dad en la variedad suscita placer en un sujeto con indepen­ dencia de cualquier relación de interés propio que el objeto tenga para la persona en cuestión. Por ejemplo, la uniformi­ dad en la variedad de un cuadro suscita placer en un sujeto sin pensar para nada sobre si el cuadro es propiedad suya, si es un retrato suyo, si la comida pintada le resulta agradable, y así sucesivamente. Al sentir un placer desinteresado en un cuadro, se podría experimentar a la misma vez placer en su posesión (interés de posesión), en la contemplación del pa­ recido de uno mismo (interés vanidoso), y así sucesivamen­ te, pero cualquiera de estos placeres supondría un placer di­

ferente y adicional (de interés propio). Para Hutcheson, la aparición de un placer desinteresado en la contemplación de un cuadro también puede generar la aparición de un pla­ cer interesado en anticipación a una futura contemplación desinteresada del mismo. Kant comienza la primera sección del primer momento asumiendo que la noción de belleza no es un concepto y que las sensaciones de satisfacción son agradables. A partir de estas premisas concluye que los juicios de gusto son esté­ ticos y subjetivos, esto es, ni cognitivos ni objetivos. En un juicio cognitivo, se sintetiza una intuición con un universal. Por el contrario, un juicio de gusto «no atañe nada al cono­ cimiento, sino que se limita a poner la representación dada en el sujeto frente a la facultad total de las representaciones» (p. 132). No está claro a qué se refiere Kant aquí. Por un lado, podría estar diciendo que cuando se da un juicio de gusto, se trata del tipo de experiencia en el que es posible una síntesis pero en el que ninguna síntesis efectiva tiene lugar; es de este modo una experiencia que tiene por conte­ nido sólo una intuición y el sentimiento de placer produci­ do, o por otro lado, podría estar diciendo que se trata del tipo de experiencia en el que de hecho tiene lugar una sín­ tesis, pero donde el sujeto presta atención solamente a la in­ tuición y a la sensación de placer en la experiencia, ignoran­ do aquel aspecto de la experiencia que en la síntesis deriva del universal. En el segundo caso, se obtiene la experiencia del objeto del gusto al abstraería de su origen sintético. En el primero, no es preciso llevar a cabo abstracción alguna. En cualquiera de los dos casos, el objeto del gusto es el con­ tenido dé la intuición en sí mismo. En la segunda sección del primer momento, Kant da una explicación de cómo el juicio kantiano de gusto es de­ sinteresado. Antes de ahondar en la explicación que ofrece, consideremos en términos generales qué quiere decir que un placer sea o no interesado. Un placer no es interesado cuan­

do el placer que un sujeto experimenta en un objeto provie­ ne solamente del objeto en sí, con independencia de su rela­ ción con cualquier otro objeto de experiencia. Un placer es interesado cuando el placer que un sujeto experimenta en un objeto proviene de la relación del objeto con algún otro objeto en el que el sujeto tiene un interés (propio). Al incorporar las nociones de placer desinteresado e in­ teresado a la tercera Crítica, éstas adquieren un nuevo giro. Sobre el placer interesado Kant escribe, «Llámese interés a la satisfacción que unimos con la representación de la exis­ tencia de un objeto» (p. 132). Sobre el desinterés escribe, «No hay que estar preocupado en lo más mínimo de la exis­ tencia de la cosa, sino permanecer totalmente indiferente, tocante a ella, para hacer el papel de juez en cosas del gus­ to» (p. 133). La inserción por parte de Kant del concepto de existencia en su caracterización del interés y del desinte­ rés es novedosa y en un principio incomprensible. Ninguno de los teóricos del gusto anteriores llegó tan siquiera a plan­ tear la cuestión de la relevancia de la existencia del objeto del gusto, así que la cuestión de si el interés o el desinterés tiene relación con la existencia de un objeto del gusto no llegó a surgir. Sin embargo, la introducción kantiana del concepto de existencia permite esclarecer una posible ambi­ güedad acerca de qué es exactamente el objeto del gusto. En rigor, para Hutcheson el objeto del gusto no es, por ejem­ plo, un cuadro en sí mismo, sino la uniformidad en la va­ riedad del cuadro. Dicho de otra manera, el objeto del gus­ to es un aspecto particular del cuadro -su uniformidad en la variedad—. Así que, para Hutcheson también, el placer desinteresado que experimentamos en un aspecto de un cuadro se distingue del interés en la existencia del cuadro. La razón por la que Kant establece tal distinción sobre la existencia es que el giro epistemológico que le da a la teoría del gusto reclama una especial atención a la clara distinción entre el placer de un sujeto en un objeto del gusto y el pla­

cer del sujeto en la existencia de un objeto. Para Kant, uh objeto del gusto es una intuición en la cual se manifiesta la forma de la finalidad, bien sin sintetizar con un universal o bien abstraída de su origen sintético. Pero una intuición no es el tipo de cosa que tenga una existencia robusta. Lo úni­ co que podemos decir que existe, es decir, que tiene una persistencia continuada e idéntica consigo misma a través del espacio y/o del tiempo, son los objetos -el resultado de la síntesis de una intuición con las categorías y algún (os) universal(es) empírico(s)-. Uno no puede experimentar pla­ cer con la existencia de un objeto del gusto kantiano ya que no es el tipo de cosa que tiene existencia, y, por consiguien­ te, no es posible que guarde relación con un objeto existen­ te de interés propio. Muchos han encontrado desconcertante la afirmación de Kant de que «los juicios de gusto no establecen, en sí, inte­ rés alguno» (p. 134). Ello se debe a que han creído que Kant decía que la experimentación de un placer desinteresado en un cuadro, pongamos por caso, no puede generar un placer interesado en la anticipación de una futura contemplación del mismo. Pero en opinión de Kant, un cuadro (un objeto) no es un objeto del gusto; un objeto del gusto es una intui­ ción de una cierta clase y no la clase de cosa que puede con­ cebirse como poseedora de una persistencia idéntica consigo misma a través del espacio y/o del tiempo y, de este modo, no el tipo de cosa que existe. Creo que para Kant la con­ templación de, digamos, un cuadro y la experimentación de un placer desinteresado en un objeto del gusto (una intui­ ción de un cierto tipo), junto con la suposición de que la in­ tuición es un aspecto de un objeto que posee una persistencia idéntica consigo misma a través del espacio y/o del tiempo (un cuadro), es lo que puede generar un placer interesado en la anticipación de una futura contemplación del cuadro. Ahora está claro cómo las versiones de Kant del placer interesado y del placer desinteresado son casos especiales del

modo ordinario de concebir dichas nociones por parte d filósofos anteriores como Hutcheson. La concepción ordinaria del placer desinteresado consi: te en que un placer es desinteresado cuando el placer qu un sujeto experimenta en un objeto proviene exclusivamer te del objeto en sí con independencia de su relación co cualquier otro objeto. Para Kant también, un placer frut de un objeto del gusto (una intuición) tiene que ser desir teresado ya que el placer que proviene de una intuición < placer que proviene de un objeto que no es apto para exist y, por consiguiente, no puede guardar relación alguna co un objeto existente de interés propio. La concepción ordinaria del placer interesado consisi en que un placer es interesado cuando el placer que un suji to experimenta en un objeto proviene de la relación del ol jeto con alguna otra cosa en la que el sujeto muestra un ir terés (propio). Para Kant, un placer proveniente de u objeto del gusto (una intuición) no puede ser interesado j que un placer interesado depende de que su objeto sea u objeto existente que guarde una relación con otro objet existente de interés propio, y una intuición no es el tipo c cosa que es apto para existir.

Universalidad y necesidad Hutcheson trató de defender la universalidad de los ju cios de gusto mostrando que todo el mundo tiene un sení do de la belleza, esto es, una facultad del gusto en la que t; les ju icios encuentran fundam ento. M ediante u experimento teórico, trató de defender la universalidad c la facultad del gusto, mostrando que en casos muy simpl< (por ejemplo, un cuadrado comparado con un triángulo todo el mundo prefiere una mayor a una menor uniform dad. Cualquier discrepancia sobre lo bello podría explicarsi

pensó Hutcheson, como resultado de la confusión que la complejidad introduce en casos que no son simples. Kant piensa que su forma de mostrar en el segundo mo­ mento que los juicios de gusto son universales no puede in­ volucrar un llamamiento empírico a las preferencias de la gente, y difiere así del modo de operar de Hutcheson. De hecho, Kant admite la existencia de discrepancias respecto al gusto y considera como su tarea la de mostrar cómo se vali­ dan los juicios de gusto, admitiendo, por lo tanto, que los juicios validados deberían tener reconocimiento universal. En el título de la primera sección del segundo momen­ to, Kant afirma que «Lo bello es lo que, sin concepto, es representado como objeto de una satisfacción universal» (p. 141). En esta primera sección argumenta que la univer­ salidad de los juicios de lo bello puede deducirse de su de­ sinterés. Ya que el placer que se experimenta en un objeto de la belleza es desinteresado, no se basa en ningún interés privado. Kant concluye que, por lo tanto, debe basarse en algo no privado y universal al genero humano. Una base universal quiere decir que podemos justificar la universali­ dad subjetiva de los juicios de la belleza -subjetivamente porque, aunque sin basarse en conceptos, los juicios se ba­ san en características mentales que todos los sujetos tienen en común. En la tercera sección del segundo momento, Kant reto­ ma el tema de la universalidad. En un principio parece se­ guir el punto de vista del «lenguaje ordinario» de tal modo que cuando decimos que algo es bello estamos simplemente realizando una afirmación universal -«[...ocurre] siempre en el juicio de gusto sobre la belleza [que se exige de otros] aprobación» (pp. 144-5)—. Pero al final de la sección vuelve al argumento de que el «desinterés implica universalidad», arguyendo que si uno es consciente de que un placer no se fundamenta en interés alguno, entonces «[se exige] la adhe­ sión de todo el mundo» (p. 147).

A mitad de la tercera sección, Kant afirma que todos los juicios de la belleza son juicios individuales ya que la noción de lo bello no es un concepto; esto es, el predicado «bello» no expresa un concepto, así que no se puede alcanzar gene­ ralidad alguna. Su ejemplo de un juicio individual de este tipo es «Esta rosa es bella». Luego hace una aserción sor­ prendente y, en mi opinión, contradictoria al escribir, la rosa que estoy mirando la declaro bella por medio de un juicio de gusto; en cambio, el juicio que resulta de la compa­ ración de muchos individuales, a saber: las rosas, en general, son bellas, enunciase ahora, no sólo como estético, sino como un juicio lógico fundado en uno estético (p. 146).

Pero «las rosas, en general, son bellas» no puede ser un juicio lógico. Si la noción de belleza no es un concepto y los juicios lógicos exigen predicados que expresen conceptos, entonces ningún juicio que contenga «bello» como predica­ do puede ser un juicio lógico. No creo que este traspié aca­ rree ninguna consecuencia de carácter general. Por ahora Kant ha llegado a la conclusión en los dos pri­ meros momentos de que los juicios de la belleza son desin­ teresadamente agradables y universales. En la última sección del segundo momento trata de responder a la pregunta: «¿Cuál es la naturaleza de la base mental de esta clase de pla­ cer universal?» Dado que los juicios son universales, su base debe consistir en algo que todos los humanos tienen en co­ mún. La parte del argumento de Kant que concierne a esta base -cuya noción central es algo que denomina «comuni­ cabilidad universal»- se muestra muy oscura. Paul Guyer afirma que «comunicabilidad universal» es simplemente otra forma de hablar de «validez universal», y yo seguiré también esta lectura4. En la sumamente oscura primera parte del ar­ 4 Paul Guyer, Kant and the Claims o f Taste (Cambridge, Mass.: Har­ vard University Press, 1979), pp. 282-83.

gumento, Kant parece concluir que el placer de las expe­ riencias de la belleza debe darse como consecuencia del fun­ cionamiento de la base universal. Así escribe, Así, pues, la capacidad universal de comunicación [va­ lidación] del estado espiritual, en la representación dada, es la que tiene que estar a la base del juicio de gusto, como subjetiva condición del mismo, y tener, como consecuen­ cia, el placer en el objeto. Pero nada puede ser universal­ mente comunicado [validado] más que el conocimiento y la representación, en cuanto pertenece al conocimiento, pues sólo en este caso es ella objetiva, y sólo mediante él tiene un punto de relación universal con el cual la facultad de representación de todos está obligada a concordar (pp. 148-9).

Según mi interpretación, Kant está argumentando que las facultades de conocer son las únicas facultades mentales que todos los humanos tienen en común que podrían fun­ cionar como una base (una facultad del gusto) para las sen­ saciones de satisfacción universalmente válidas. Seguida­ mente arguye que a la hora de producir el placer del gusto, y dado que la belleza no es un concepto, las facultades de conocer de la imaginación y del entendimiento deben fun­ cionar en un libre juego (con independencia de la aplica­ ción de un universal) y con la concordancia que caracteriza a todas sus interacciones. Kant afirma entonces que es la sensación de este placer la que nos indica que el libre juego armonioso de las facultades de conocer tiene lugar. El cuarto momento, que concierne la necesidad de los juicios de gusto, es análogo al segundo. Kant comienza di­ ciendo que «de lo bello [...] se piensa que tiene una relación necesaria con la satisfacción» (pp. 173-74). Y a continuación pasa a afirmar que la necesidad en un juicio de gusto es «una necesidad de la aprobación por todos de un juicio con­ siderado como un ejemplo de una regla universal que no se

puede dar» (p. 174). Al igual que en el caso de la universali­ dad, esta necesidad requiere una aprobación. El argumento que Kant usa para explicar la necesidad de los juicios de gusto es análogo al empleado a la hora de explicar su univer­ salidad, con la excepción de que en este caso por primera vez llama a la facultad mental que todos deben poseer un «sentido común» antes de proceder a identificarla con el li­ bre juego armonioso de la imaginación y el entendimiento. Merece consideración que la universalidad y necesidad de juicios determinantes sintéticos a priori, como en el caso de «Todo suceso tiene una causa», quiere decir que los jui­ cio son universales y necesariamente verdaderos. La univer­ salidad y necesidad de los juicios de gusto reflexionantes no puede consistir en una universalidad y necesidad de la ver­ dad; estos juicios tienen una universalidad y necesidad de aprobación. La universalidad y la necesidad de la verdad y la de la aprobación derivan supuestamente de las mismas fa­ cultades en diverso funcionamiento. La identidad de las fa­ cultades es lo que se supone que asegura la universalidad y necesidad en ambos casos, y es el funcionamiento diverso lo que determina la verdad en un caso y lo que requiere apro­ bación en el otro.

La belleza del arte: Humana y divina Tras los cuatro momentos Kant prosigue con una discu­ sión de su teoría de lo sublime de cuarenta y tres páginas, discusión de la que haré caso omiso. A su explicación de lo sublime siguen sesenta y seis pági­ nas (veinticinco secciones) bajo el título «Deducción de los juicios estéticos puros», de las cuales, sin embargo, sólo la primera mitad está dedicada a la discusión de los juicios de gusto. El título de esta discusión de sesenta y seis páginas hace concebir esperanzas de que haya algún argumento

complementario a favor de la visión de Kant acerca de la naturaleza de la facultad del gusto, mas ninguna sección proporciona argumento nuevo alguno; Kant simplemente repite de manera decepcionante lo que ya había dicho con anterioridad en los cuatro momentos y en otras partes. A mitad de las veinticinco secciones tituladas «Deduc­ ción de los juicios estéticos puros», inesperadamente (en vista del título) Kant inicia una discusión sobre el arte be­ llo. En mi opinión, el propósito primordial de toda la dis­ cusión consiste en mostrar que los conceptos de arte bello y de objetos naturales bellos son estéticamente puros, pudiendo subsumirse ambos bajo su teoría formalista de la belleza. En primer lugar Kant contrasta el arte agradable, cuyo placer deriva de la sensación, con el arte bello o estético, cuyo placer deriva de la forma, siendo éste último, por supuesto, el tipo de arte apto para lo bello. Seguidamente da paso a un largo análisis sobre el arte del genio en cuanto capacidad de crear arte bello a pesar del hecho de que la noción de belleza no sea un concepto. Kant compara las creaciones científicas con las de belleza artística; mientras que las primeras pueden explicarse y ser enseñadas ya que se trata de una cuestión de conceptos, las últimas no pueden ni explicarse ni enseñarse ya que la noción de belleza no es un concepto. Ninguna de las observaciones que Kant hace sobre el arte agradable, el arte estético, o la creación artística y cien­ tífica resulta sorprendente; se siguen sin rodeos a partir de la línea Kantiana conocida. No obstante lo que viene a con­ tinuación sí que es sorprendente. A la hora de llevar a tér­ mino la síntesis de la belleza artística y la natural como la forma de la finalidad, Kant introduce en este punto la no­ ción totalmente nueva de ideas estéticas, que a simple vista no parece ser una noción formalista en absoluto. Las ideas estéticas, afirma Kant, son el producto del genio, esto es, del talento artístico. Esta nueva noción queda definida del siguiente modo:

Entiendo por idea estética la representación de la ima­ ginación que incita a pensar mucho, sin que, sin embargo, pueda serle adecuado pensamiento alguno, es decir, concep­ to [determinado], y que, por lo tanto, ningún lenguaje ex­ presa del todo ni puede hacer comprensible. Fácilmente se ve que esto es lo que corresponde [...] a una idea de la ra­ zón, que es, al contrario, un concepto al cual ninguna in ­ tuición (representación de la imaginación) puede ser ade­ cuada (p. 270).

La elección terminológica de Kant es aquí engañosa; lo que él llama «una idea estética» no es una clase de concepto o idea sino una clase de intuición. Las ideas estéticas (intui­ ciones), dice, «tienden [...] a algo que está por encima de los límites de la experiencia» (p. 271). Al comienzo de la sección acerca del arte bello, y tras caracterizar «ideas estéti­ cas» y comentar sobre la noción por extenso, Kant alcanza una conclusión claramente diseñada para aunar su visión de belleza natural con la de belleza artística. No hay elucida­ ción que siga al párrafo; le sigue una tediosa explicación so­ bre la división de las artes. El párrafo lee, Puede llamarse, en general, belleza (sea natural o artís­ tica) la expresión de ideas estéticas; sólo que en el arte bello, esa idea debe ser ocasionada por un concepto del objeto. En la naturaleza bella, empero, la mera reflexión sobre una intuición dada, sin concepto de lo que el objeto [debe] ser, es suficiente para despertar y comunicar la idea de la que es expresión aquel objeto considerado (pp. 278-79).

En este pasaje, Kant emplea «idea» en dos sentidos. Ha­ bla de la expresión de ideas estéticas, con lo que se refiere a la existencia de una clase particular de intuición. Pero al fi­ nal del pasaje, habla de la idea que esta clase particular de intuición expresa. Este último uso de «idea» parece hacer re­ ferencia a un contenido mental, contenido que «subyace a»

una intuición y se expresa mediante ella, la expresión de la idea. Lo que Kant claramente afirma es que la belleza natural y la belleza artística son la expresión de las ideas estéticas (intuiciones); o sea que presenta una única teoría en la que identifica a la belleza (la forma de la finalidad) con la expre­ sión de ideas estéticas (intuiciones). Esta única teoría debe mostrar cómo puede ser que la expresión de ideas estéticas (intuiciones) sea una forma de la finalidad en los dos tipos de casos. Kant no hace ningún intento por explicar cómo puede ser esto; simplemente prosigue con su divagación sobre la división de las artes. No obstante, se puede dar una explica­ ción kantiana. Consideremos el ejemplo y la explicación de una idea estética (intuición) que Kant dio en su discusión de la belleza artística, a saber, el águila de Júpiter -una representación de un águila con un rayo en las garras—. Ob­ viamente, la intuición que deriva de la representación del águila de Júpiter tiene elementos que se sintetizan con con­ ceptos, a saber, los conceptos de águila, garras, y rayo. Sin embargo, una idea estética (intuición), tal y como Kant la define, es una clase de intuición muy especial. La intuición como un todo se afana por conseguir algo más allá de los lí­ mites de la experiencia, y no se trata de una intuición a la que cualquier concepto se le adecúa. En arte, una idea esté­ tica (por ejemplo, el águila de Júpiter) es una intuición que contiene algunos elementos que se sintetizan con conceptos determinados (por ejemplo, águila y garras), pero la idea es­ tética (intuición) en sí misma como un todo no se agota con los elementos que se sintetizan con estos conceptos mundanos. Así, una idea estética en arte resulta ser una es­ tructura intuitiva- que podría contener algunos elementos que se sintetizan con conceptos determinados pero que debe tener otros elementos que no lo hagan. De este modo, la visión de Kant de que la belleza no es un concepto y su

explicación formalista de la belleza natural se pueden recon­ ciliar con su lectura de belleza artística como la expresión de ideas estéticas (intuiciones) ya que para él la noción de idea en una idea estética (intuición) es una clase de noción técnica muy especial. La expresión de ideas estéticas (intui­ ciones) en el caso del arte resulta ser la expresión de estruc­ turas intuitivas que pudieran contener elementos que se sintetizan con determinados conceptos pero que también deben de tener elementos que no lo hagan. Estas estructu­ ras intuitivas (ideas estéticas) no se sintetizan como un todo con ningún concepto determinado. Así, en el caso de la be­ lleza del arte, la belleza es formal —la forma de un conjunto de elementos intuitivos—. Aquí tendríamos dos tipos de ca­ sos. El primero es aquel en el que el objeto artístico no es representacional, por ejemplo, un arabesco. En este tipo de situación, sea cual sea la idea estética (intuición) que se ex­ presa, su expresión involucrará solamente formas espaciales o temporales. El segundo es aquel en el que el objeto artísti­ co es representacional, por ejemplo, un cuadro del águila de Júpiter. En este caso, la idea expresada (en el segundo senti­ do de «idea» de Kant) es el poderoso rey de los cielos, y su expresión es la intuición que deriva del cuadro del águila de Júpiter. En este caso y en otros como éste, la estructura in­ tuitiva, a la que como un todo ningún concepto determina­ do se adecúa, claramente no es meramente espacial (o tem­ poral), de modo que la visión de Kant implica una forma intuitiva de un orden superior al de una mera clase espaciotemporal. Además de la forma espacial y/o temporal, una forma tal tendría que incluir elementos representacionales que se sinteticen con conceptos mundanos pero que sugie­ ran más, un más para el que no existe un concepto. En el caso de la belleza artística, la finalidad de la forma de la finalidad resulta ser la del artista humano afanándose por expresar algo más allá de los límites de la experiencia, lo cual, por supuesto, no se puede especificar. La belleza artís­

tica es una forma de finalidad humana; es teleología en pe­ queño. La belleza natural -los fines de la naturaleza- es teleolo­ gía a lo grande. La finalidad de la forma de la finalidad en el caso de la belleza natural es la finalidad de Dios afanán­ dose por dar a entender a los humanos algo más allá de los límites de la experiencia de estos. La forma de la forma de la finalidad en el caso de la belleza natural es la forma de los sistemas. En el caso de la belleza natural, las ideas detrás de las ideas estéticas (intuiciones) expresadas son las ideas de Dios. Al final, la creación del arte humano se asemeja e imi­ ta a la creación divina de sistemas. Antes de pasar a la evaluación de la teoría de Kant, me ocuparé de un último problema del tercer momento. Las primeras cinco secciones se ocupan de la noción de belleza como la forma de la finalidad. La sección sexta, «El juicio de gusto es completamente independiente del concepto de perfección», que consiste en un ataque indirecto a la con­ cepción de belleza de Baumgarten y de otros, prosigue con el énfasis sobre la belleza como forma y sobre la indepen­ dencia de la belleza de los conceptos. Sin embargo, Kant inicia la sección séptima del tercer momento con una sor­ prendente afirmación, «Hay dos clases de belleza: belleza li­ bre... y belleza sólo adherente... La primera no presupone concepto alguno de lo que el objeto deba ser; la segunda presupone un concepto y la perfección del objeto según éste» (p. 164). Kant prosigue diciendo que la belleza libre implica juicios de gusto puros y que la belleza adherente im­ plica juicios de gusto impuros y aplicados. El problema es que, en vista de lo que dice en otros sitios, lo que aquí lla­ ma «belleza adherente» no puede ser un tipo de belleza. Dado lo que dice en otros lugares, la belleza es lo que aquí llama «belleza libre». No se me ocurre cómo explicar de ma­ nera consistente la contradicción que parece darse en la ex­ presión «belleza adherente».

Lewis White Beck escribe en una introducción a unas selecciones de la tercera Crítica, «En el curso de dar respues­ ta a la pregunta sistemática arquitectónica jmás profunda sobre la relación de la moralidad con la naturaleza, Kant... escribió uno de los más grandes tratados de estética»5 Indis­ cutiblemente, Kant es un gran filósofo, y, al igual que Beck, muchos concluyen que su teoría del gusto supuso un gran logro filosófico. Creo que esta conclusión está equivocada. La teoría del gusto de Kant se encuentra con tantas dificul­ tades que ni tan siquiera se podría comparar favorablemen­ te con la relativamente poco sofisticada teoría de Hutche­ son, y ni siquiera se podría llegar a comparar con la muy sofisticada teoría de «La norma del gusto» de Hume. Me centraré primeramente en las dificultades que la concepción de belleza de Kant entraña. Seguidamente exa­ minaré sus argumentos a favor de su concepción de la facul­ tad del gusto. Por último, consideraré su teleología.

Belleza La concepción de belleza de Kant entraña por lo menos tres problemas graves: su falta de plausibilidad en general, su incapacidad para cubrir ciertos aspectos de la naturaleza de la belleza, y su tratamiento del color. El mayor problema para la posición de Kant es que la mismísima concepción de belleza que emplea es completa­ mente inverosímil y escapa al sentido común y filosófico. Al tratar de explicar la naturaleza de la belleza, Kant parece ha­ ber perdido de vista o no haber tenido nunca en cuenta en 5

Lewis White Beck, ed., Kant Selections (Nueva York: MacmiUan,

1988), p. 332.

qué consiste fundamentalmente la labor de teorización so­ bre la belleza. En el tercer momento concluye que «la belleza es forma de la finalidad de un objeto». Claramente, la forma de la fi­ nalidad de la que aquí habla es la forma de un objeto que experimentamos, ya que Kant especifica explícitamente que está hablando de «la forma de la finalidad de un objeto». La conclusión de Kant carece de toda plausibilidad. Por el con­ trario, las opiniones de la mayoría de los filósofos del gusto anteriores sobre este punto en particular -opiniones de las que Kant tenía conocimiento- tienen una considerable plausibilidad. Por ejemplo, la identificación por parte de Hutcheson de la belleza con la uniformidad en la variedad, si bien es inadecuada, es al menos plausible ya que clara­ mente la uniformidad en la variedad es una característica que produce belleza. Desde los tiempos de Platón y Aristó­ teles, tanto los filósofos como el resto de la gente han consi­ derado que la uniformidad y la variedad son característica que producen belleza. La mención de Edmund Burke de cualidades tales como la suavidad y las suaves líneas curvas como características que producen belleza también es plau­ sible ya que estas cualidades se encuentran presentes en los objetos bellos con mucha frecuencia. El tipo de característi­ cas perceptibles que Hutcheson y Burke especifican tiene claramente que ver con los objetos bellos, y de este modo sus teorías tienen al menos una cierta plausibilidad inicial. Hutcheson, Burke, y la mayor parte del resto de los filóso­ fos del gusto, muestran un buen sentido al teorizar conside­ rando ejemplos del conjunto de objetos que los humanos encuentran bellos. La postura de Kant y su afirmación so­ bre la belleza difieren de la juiciosa postura y de las plausi­ bles conclusiones de los teóricos del gusto que le preceden de una manera desconcertante. Aparentemente algunos pensadores consideran que la afirmación de Kant acerca de los objetos bellos es una afirma­

ción profunda. Sin embargo, a mí me parece sencillamente que Kant se equivoca por completo. Irónicamente, el argu­ mento de Burke contra la utilidad como una clase de belleza -argumento del que Kant debe haber tenido conocimiento ya que Kant cita el libro de Burke—hace patente la falsedad de la conclusión de Kant. (Por cierto, no estoy diciendo que Kant creyera que la utilidad es una clase de belleza.) Algunos teóricos del gusto han argumentado que lo es. Burke señala correctamente que el hocico de un cerdo es de la mayor utili­ dad a la hora de explorar el suelo pero que no encontramos que sea bello6. Previamente concluí que, según Kant, los sis­ temas (organismos) son el arte bello de Dios y que sus formas son las formas, con finalidad, artísticas de Dios. Así, en el modelo teleológico kantiano, la forma del muy útil hocico del cerdo, al igual que virtualmente las formas del resto de las características anatómicas -útiles o no útiles- serían formas del fin de Dios. Esto sería también cierto de las formas de los aspectos de todos los organismos. En el modelo de Kant, las formas de todas estas cosas serían formas de la finalidad. Na­ turalmente, de acuerdo con Kant, en un juicio de gusto, no tenemos conocimiento del fin real de la forma bella sino sólo de h. forma de la finalidad con independencia del fin real. De este modo, según su explicación de los juicios de gusto, debe­ ríamos encontrar bello el hocico de un cerdo cuando percibi­ mos su forma de la finalidad con independencia de su fin. Desafortunadamente para la teoría de Kant, no encontramos ni la forma del hocico de un cerdo ni muchas otras «formas de la finalidad» bellas. Lo cierto es que mientras que las for­ mas de muchas cosas que, según Kant, son formas de la fina­ 6 Edmund Burke, A Philosophical Enquiry into the Origin o f Our Ideas o f the Sublime and Beautiful. J. T. Boulton, ed. (Notre Dame, Ind.: University of Notre Dame Press, 1958 [trad. cast.: Indagación filo­ sófica sobre el origen de nuestras ideas acerca de lo sublime y lo bello,. Mur­ cia, Arquitectura, 1985]), p. 105.

lidad son bellas, las formas de la finalidad de muchas otras no lo son. Para tratar de ilustrar su tesis, Kant ofrece en diversos lugares listas de cosas que presumiblemente cree que todo el mundo reconocerá que tienen formas bellas. En un lugar menciona «Flores, dibujos, letras, rasgos que se cruzan sin in­ tención, [y] lo que llamamos hojarasca» (p. 136). Más tarde, tras citar las flores nuevamente, escribe, «Muchos pájaros (el loro, el colibrí, el ave del paraíso), multitud de peces del mar, son bellezas [libres]» (pp. 164-65). Y ciertamente lo son, pero las listas de cosas con formas de la finalidad de Kant son de­ masiado selectivas. La lista de pájaros, por ejemplo, podría incluir estorninos, buitres, y demás, cuyas formas de la finali­ dad son formas de la finalidad como la del loro. También po­ dría incluir en su lista al cerdo, al ratón, al rinoceronte, y a otros. De haber construido una lista de cosas con formas de la finalidad de una extensión cualquiera, se habría dado cuenta de que la forma de la finalidad no se puede equiparar con la belleza. Al hablar de «muchos pájaros» y de «multitud de peces», su lenguaje sugiere que algunos pájaros y peces no son bellos, pero su compromiso con la belleza como la forma de la finalidad aparentemente no le permitió ser sensible a las implicaciones de su propio lenguaje. Quiero dejar claro que no estoy afirmando que la visión de Kant sea que la utilidad o la forma de la utilidad es bella. Estoy afirmando que el con­ traejemplo en particular a la utilidad como una clase de belle­ za es también un contraejemplo a que la forma de la finali­ dad considerada con independencia del fin real sea idéntica a la belleza. ¿Qué fue lo que llevó a Kant a desviarse de la plausible senda establecida por los anteriores teóricos del gusto y a proponer su muy poco plausible postura? En vez de tratar de obtener pistas de aquellos objetos que por lo general consideramos bellos, a la manera en que filósofos con incli­ naciones empiristas como Hutcheson y Burke lo hicieron, Kant trató de formar su teoría de la belleza a partir de su

sistema filosófico general muy al estilo de los filósofos del siglo XVII como Leibniz. Sin embargo, la teleología teológi­ ca de Kant no puede transmutar en formas bellas al hocico del cerdo burkeano y al resto de las formas de organismos que de la misma manera no son atractivos. Ciertamente, la forma de la finalidad, la cual ni tan siquiera es una caracte­ rística productora de belleza, no puede identificarse con la belleza. Incluso aunque el hocico del cerdo fuese una de las grandes obras de arte de Dios, su forma no es que sea una maravilla. Tampoco está claro que la belleza artística se pueda con­ siderar equivalente a la forma de la finalidad. Una obra de arte que exhibe la forma de la finalidad que resulta del es­ fuerzo del artista humano no tiene más garantías de ser be­ lla que la forma de la finalidad de un organismo. El domi­ nio del arte está repleto de equivalentes artísticos del hocico del cerdo. Si bien los empiristas británicos influyeron sobre Kant, éste se encontraba todavía bajo el influjo de los filósofos ra­ cionalistas. Al igual que en el caso de la visión de Kant res­ pecto al campo de la metafísica de la epistemología en la primera Crítica, su explicación de la belleza en la tercera Crítica supone un intento de sintetizar el punto de vista empirista con el racionalista. Sea cual sea el logro de Kant en el caso de la primera Crítica, su intento de síntesis en el campo del gusto retiene demasiado del racionalismo del si­ glo XVII. La primera dificultad seria para la poco plausible con­ cepción de Kant de belleza es que es demasiado amplia; captura demasiadas cosas que no son bellas. El segundo problema grave es que no permite explicar el que la belleza admita una gradación. Respecto a esto existen dos problemas. El primero surge porque a menudo encon­ tramos que un objeto es más bello que otro. La teoría de Hutcheson no tiene ningún problema para tratar de expli­

car esto; tratará de mostrar que el objeto de mayor belleza es más uniforme o más variado que el de menor belleza. La teoría de Kant no puede explicar la variación en la belleza porque no está claro cómo puede ser que la forma de la fi­ nalidad admita una gradación. La bella forma de un ampelis es una forma de la finalidad del mismo modo que lo es la bella forma del ave del paraíso, pero presumiblemente el se­ gundo es un pájaro más bello. Naturalmente, la supuesta armonía en la interacción de las facultades cognitivas es el tipo de cosa que puede variar gradualmente. Sin embargo, dado que la forma de la finalidad que supuestamente pone en marcha esta interacción no puede hacerlo, es difícil ver qué es lo que podría provocar una variación en la armonía. (El caso que estamos considerando es distinto del problema del estornino-buitre; un caso como el del estornino es un problema porque su forma es una forma de la finalidad que no es bella.) El segundo problema respecto a la gradación es un pro­ blema al que ni Hutcheson ni Kant se enfrentan; ninguno da una explicación del hecho de que tratemos la belleza como un fenómeno límite. Esto es, al igual que pensamos que la belleza admite una gradación de modo que muchos objetos que son bellos pueden disponerse en orden de ma­ yor o menor belleza, también pensamos que existe un um­ bral por debajo del cual los objetos no son bellos. (El um­ bral no debe necesariamente ser muy sutil o estrecho.) Por ejemplo, hay muchas personas que son bellas, pero la mayo­ ría de la gente tiene un aspecto normal. Hutcheson trata cualquier grado de uniformidad como un caso de belleza, con el resultado de que para él virtualmente todo es bello. Sin embargo, no hay nada en su teoría que le obligue a obrar así. Podría haber dicho que la uniformidad es una ca­ racterística productora de belleza que un objeto puede tener sin ser bello y que solamente aquellos objetos con un grado de uniformidad relativamente alto superan el umbral siendo

así bellos. No veo cómo es posible que Kant explique la be­ lleza como una cuestión de umbral, ya que la forma de la fi­ nalidad no podría admitir gradación alguna, y de este modo, no se puede hacer que encaje con la noción de um­ bral. En el capítulo sobre la teoría del gusto de Hume pro­ seguiré con el estudio de la noción de las características que producen belleza y de la belleza como fenómenos de um­ bral. El tercer problema grave para la concepción de belleza de Kant es la exclusión del color de su dominio. Tanto Hutcheson como Kant adoptan una explicación de la belle­ za formalista, y ambos rechazan la experiencia del color como tal como un aspecto de la experiencia de la belleza. Ambos teóricos obran así a causa de ciertas características de sus concepciones de las facultades de la mente. Hutche­ son mantenía que el placer derivado del color (una idea simple) deriva del sentido externo de la visión, pero que el placer derivado de un objeto bello (una idea compleja) deri­ va del sentido interno de la belleza; en consecuencia, llegó a la conclusión de que el color como tal no podía ser un as­ pecto de la belleza. Kant llega a su conclusión en contra del color de mane­ ra diferente. Asume que hay experiencias de la belleza y ar­ guye que derivan de facultades cognitivas que todos tene­ mos en común. Mantiene que las facultades cognitivas son responsables de las propiedades formales (las propiedades espaciotemporales) de la experiencia de un modo que hace que estas propiedades sean las mismas para todo el mundo. De este modo piensa que podemos contar con que la forma y el placer que derivan de ella son iguales en la experiencia de todos. El color, por el contrario, pertenece al contenido (no a la forma) de la experiencia, de tal manera que el pla­ cer derivado del color deriva de un aspecto de la experien­ cia, no pudiendo contar con que sea el mismo para todo el mundo. Ya que, según Kant, la belleza es universal, el color

no puede ser un aspecto de ésta. La experiencia del color no depende de una característica a prior i de la mente humana. Kant escribe, «Para uno, el color de la violeta es suave y amable, para otro, muerto y mustio... Discutir para tachar de inexacto el juicio de otros, apartado del nuestro, como si estuviera con éste en lógica oposición, sería locura» (pp. 142-43). Kant parece hacer una excepción en el caso de los colo­ res sencillos. Escribe que «en cuanto son puros, son tenidos por bellos» (p. 159). No obstante, resulta que no está ha­ blando de colores tal y como los percibimos con los senti­ dos sino de los colores cuya forma (vibraciones uniformes) percibimos mediante la reflexión. Como el punto en cues­ tión es el de los colores en cuanto percibidos por los senti­ dos, no diré nada más sobre la curiosa noción de Kant de la percepción de la forma del color mediante la reflexión. Creo que si una teoría que dice dar cuenta de la belleza visual excluye al color del dominio de la belleza, eso basta de por sí para concluir no solamente que la teoría está equi­ vocada sino que es completamente errónea. El color no supone en modo alguno la historia completa en lo que a la belleza se refiere, pero es y ha sido siempre considerado como un aspecto muy importante. Muchos de los ejemplos paradigmáticos de belleza son casos que de­ penden por completo o en una amplia medida del color. Un ejemplo bastará. La belleza del comienzo de las puestas de sol deriva casi por completo del despliegue de vividos ro­ jos y naranjas y de otros colores, y los finales de los atarde­ ceres del despliegue de malvas y de otros delicados colores. Las características del horizonte pueden añadir contraste y así forma, pero el color en sí lleva el peso principal. Sólo un filósofo podría mantener que no hay belleza del color. Kant sacrifica al color porque cree por un lado que la belleza es universal, y lo es por estar fundamentada a priori, y por otro lado que el color se basa en una fundamentación

a posteriori, y de este modo no puede ser universal. Sin em­ bargo, dado el sistema Kantiano en su conjunto tenemos las mismas razones para creer que el color tiene una fundamentación a priori como para creer que la forma de la finalidad la tiene.' Para Kant, la forma como tal es a priori porque deriva de la estructura de la mente humana. Sin embargo, el ori­ gen de las formas específicas que son las formas de la finali­ dad se encuentra fuera de la mente humana siendo, de este modo, un aspecto de la sistematicidad contingente. No es la forma como tal lo que garantiza que la belleza sea universal ya que la forma como tal no es bella. Debería de encontrar­ se una manera de asegurar que la específica forma de la fi­ nalidad, que desde el punto de vista humano es contingen­ te, sea realmente necesaria y universal. Naturalmente, Kant cree que la sistematicidad contingente de la naturaleza es en realidad una finalidad necesaria, y esto quiere decir que opi­ na que la aparente contingencia de las formas de la finali­ dad tiene una base a priori no humana, el entendimiento divino. Pero si uno puede creer que las formas de los siste­ mas que aparecen como aspectos contingentes de la natura­ leza tienen una fundamentación a priori no humana, ¿no podrían ciertos colores en apariencia contingentes tener la misma clase de fundamentación? Naturalmente, una aco­ modación tal del color dentro del modelo kantiano no ali­ viaría la inverosimilitud de ligar ía belleza al fin. Sin embargo, la concepción de belleza de Kant tal y como él la elaboró afirmaba excluir al color del dominio de lo bello. De este modo, mientras que la primera dificultad seria para la concepción de Kant era que es demasiado am­ plia porque capta cosas que no son bellas, la tercera dificul­ tad seria es que con la exclusión de la belleza del color su concepción es demasiado restrictiva. El fallo de excluir a la belleza del color y a todos los de­ más aspectos no formales de la belleza en las concepciones

de Hutcheson y de Kant deriva en ambos casos de la exi­ gencia exagerada de que la belleza sea universal —por el te­ mor al relativismo—. Ambos teóricos tratan de asegurar la universalidad de la belleza apostando por algo seguro; esto es, existe un acuerdo absoluto en lo que respecta a que la uniformidad y la variedad (que se encuentra claramente in­ serta en la noción de Kant de forma de la finalidad) sean características que producen belleza, y tanto Hutcheson como Kant se agarran a este hecho y tratan de conseguir que estas propiedades formales hagan todo el trabajo. Sin embargo, no está claro que el dominio de la belleza pueda salvaguardarse por completo del relativismo.

La facultad del gusto Hay dos argumentos que tratan de respaldar la conclu­ sión de Kant de que la facultad del gusto consiste en el libre juego armonioso de las facultades cognitivas: (1) el argu­ mento que reconstruí en «La teoría teleológica del gusto de Kant» en el capítulo con el título de «La facultad del gusto» y (2) el argumento que Kant ofrece en el segundo momento y que repite en otras partes. El primer argumento parte de las tres premisas siguientes: 1. Hay solamente dos clases de juicios: determinantes y ■reflexionantes 2. Hay juicios de gusto 3. La belleza no es un concepto determinante para llegar a la conclusión intermedia de que 4. Los juicios de gusto son juicios reflexionantes y luego a la conclusión de que 5. Las experiencias del gusto se basan en el libre juego armonioso de las facultades cognitivas.

El segundo argumento parte de las premisas de que: 1. Los juicios de gusto son universalmente válidos 2. Sólo la cognición se puede validar universalmente, y, así, la cognición es la única base posible de los juicios de gusto. para llegar a la conclusión de que 3. Las experiencias del gusto se basan en el libre juego armonioso de las facultades cognitivas. Para que este segundo argumento (el del segundo mo­ mento) sea concluyente, Kant tendría que mostrar que las facultades cognitivas son las únicas facultades mentales que los humanos tienen en común que podrían ser la base de las experiencias de la belleza. Presumo que Kant está tratando de mostrar esta exclusividad cuando afirma, «Pero nada puede ser universalmente comunicado [validado] más que el conocimiento». Suponiendo que esto sea cierto, resta to­ davía un problema: si las facultades cognitivas fuesen la única facultad mental universal de cuya existencia tuviése­ mos certeza (fuese validada), ello ño mostraría que se tratara de la fuente real del desinteresado placer universal del gus­ to; sólo mostraría que podría ser la fuente. Para que el argu­ mento de Kant fuese concluyente, debería mostrarse que las explicaciones alternativas del origen del placer quedan des­ cartadas. Pero Kant no trata de mostrar esto. Por ejemplo, no trata de refutar la afirmación Hutchesoniana de que to­ dos los humanos tienen un sentido no cognitivo de la belle­ za que produce el desinteresado placer de la experiencia de la belleza. Kant afirma que la sensación del placer del gusto nos indica que el libre juego armonioso de las facultades cognitivas está teniendo lugar, pero esto presupone que las facultades cognitivas son la fuente del placer. El placer uni­ versal desinteresado podría derivar de un sentido de la be­ lleza. No existe un argumento transcendental a favor de que

haya un sentido de la belleza, pero el argumento transcen­ dental que muestra cómo las facultades cognitivas propor­ cionan una base al conocimiento sólo muestra que las facul­ tades cognitivas podrían ser la facultad del gusto. Luego su argumento de que la facultad del gusto consiste en el libre juego armonioso de la imaginación y del entendimiento no es concluyente. Adviértase que el argumento de Kant es muy distinto de la afirmación de Gerard de que encontramos bajo escrutinio que las facultades cognitivas son la facultad del gusto. Kant no afirma que experimentemos las facultades cognitivas fun­ cionando como la facultad del gusto; afirma que su argu­ mento nos permite inferir que la facultad del gusto consiste en el libre juego de las facultades cognitivas. Pero como aca­ bamos de ver, esta inferencia no es concluyente. Quizá eí primer argumento de la sección «La facultad del gusto» de este capítulo puede poner a salvo la conclusión de Kant acerca de la naturaleza de la facultad del gusto. El argu­ mento depende de la conclusión intermedia de que los jui­ cios de gusto son juicios reflexionantes, pero esto me parece muy dudoso. ¿Por qué deberíamos pensar que el tipo de ex­ periencia que denota úna proposición como «Esta rosa es bella» es un tipo de experiencia en el que una persona está buscando un universal empírico (y, por añadidura, buscando en vano)? No creo que la experiencia de una bella rosa, de una puesta de sol, o de cosas por el estilo, tenga nada que ver con la clase de experiencia por la que pasó Newton cuan­ do estaba produciendo la teoría de la gravitación. Una expe­ riencia de una cosa bella es típicamente una experiencia de contemplación reposada. El mismo Kant en diversos lugares caracteriza a las experiencias de la belleza como contemplati­ vas, y la contemplación es una clase de experiencia muy dis­ tinta de la experiencia de la búsqueda de un universal, una intuición, u otro tipo de búsqueda. La contemplación es un estado o actividad de la mente de quietud sin búsqueda.

Kant, sin embargo, podría haber confundido la contem­ plación con esa búsqueda al moverse entre el sentido de «re­ flexión» que quiere decir contemplación y su sentido técnico de «reflexión» en el sentido de búsqueda de un universal. Por ejemplo, en el primer momento escribes que «la juzgamos [a la cosa bella] en la mera contemplación (intuición o refle­ xión)» (p. 133). En este pasaje, el uso de la expresión «mera contemplación» sugiere que tiene un estado o actividad de la mente de quietud, y que está así diciendo que la reflexión es una clase de contemplación, pero esta clase de reposada re­ flexión es muy diferente de su noción de juicio reflexionante como búsqueda. Entonces, nuevamente, al conectar la con­ templación con la reflexión, Kant pudiera pensar que está estableciendo una conexión entre la contemplación y el jui­ cio reflexionante. En cualquier caso, está claro que no tiene sentido mantener que las experiencias del gusto en su base constituyen un tipo de búsqueda, si bien algunas experien­ cias pudieran involucrar actividades parecidas a la búsqueda, por ejemplo, la lectura de una novela de misterio. De este modo, la conclusión intermedia de Kant de que los juicios de gusto son juicios reflexionantes debe ser falsa. Esto quiere decir que al menos una de sus premisas o su inferencia está equivocada, pero no me ocuparé de la cuestión de dónde se encuentra el problema. Así, al final, el primer argumento no tiene mejor suerte que el segundo a la hora de respaldar la afirmación de que la facultad del gusto consiste en el libre juego en concordancia de las facultades cognitivas.

Teleología Para la mayor parte de los pensadores del siglo XVIII la conclusión de que el mundo es un sistema teleológico pare­ cía como algo natural y quizá inevitable. Hutcheson, por ejemplo, concluye al final de su tratado sobre la belleza que

el sentido de la belleza viene implantado por Dios, y consi­ dera como una muestra de la benevolencia divina el que Dios dejase el mundo repleto de tantas cosas bellas a las que el sentido de la belleza pueda responder. Sin embargo, Hut­ cheson arguye a favor de las características esenciales de su teoría del gusto, y las concibe con total independencia de consideraciones teológicas o teleológicas. Sin embargo, en el caso de Kant la teoría del gusto se encuentra entrelazada de modo inextricable con la teleología: Kant concibe sus principales nociones del gusto en términos teleológicos. Hace tiempo que la teoría de la evolución ha minado a la teleología en el campo de la biología, y la sistematicidad general de la naturaleza no proporciona el irresistible ímpe­ tus hacia la teleología hoy día que aparentemente propor­ cionó en el siglo XVIII. Naturalmente, la teoría de la evolu­ ción y las posturas de hoy en día no desaprueban la teleología, pero pocos filósofos en la actualidad muestran una gran confianza en ella. Es difícil imaginar a los esteticistas de hoy en día tratando de formular las nociones que em­ plean para hablar de la belleza en términos teleológicos. Creo que a algunos les gustaría tachar a la teleología de Kant de irrelevancia del siglo XVIII, denegándole toda im­ portancia respecto a su teoría del gusto. Sin embargo, es di­ fícil de ver qué quedaría de la teoría de Kant si de alguna manera de pudiese llevar a cabo la sustracción de su teleolo­ gía. Kant define la belleza en términos de finalidad sin fin, y caracteriza a la facultad del gusto como las facultades cog­ nitivas fortalecidas y entretenidas por la concordancia final especial que hay entre ellas y un cierto subconjunto de los objetos de la naturaleza. El sustraer los elementos teleológi­ cos de la teoría del gusto de Kant sería como sacarle todos los hilos a un trozo de tela; no quedaría nada que mantuvie­ se unidos a los hilos deformados.

Bellezas y defectos: David Hume

Hume llevó a la teoría del gusto en «La norma del gus­ to» (1757)1 más cerca del éxito que ningún otro intento an­ terior o posterior. El ensayo se publicó casi en el punto me­ dio exacto del período de florecimiento de la teoría del gusto -treinta y dos años después de que la publicación en 1725 de Una investigación sobre el origen de nuestras ideas de belleza y virtud de Hutcheson supusiera el punto de partida filosófico de la teoría del gusto, y treinta y tres años antes del descarrilamiento que las publicaciones en 1790 de los Ensayos sobre la naturaleza y principios del gusto de Alison y de la tercera Crítica de Kant supusieron para esta teoría como empresa filosófica. Por una parte, Hume discierne en su ensayo las dificul­ tades de la teoría menos sofisticada de Hutcheson y, por otra parte, evita el oscurecimiento y la obstinación de la tercera Crítica y la abotagada mala instrucción del asociacionismo. Es preciso decir que Hume, bien conocido por 1 David Hume, «Of the Standard of Taste» en Essays Moral, Political, and Literary (Indianapolis, Ind.: Liberty Classics, 1985), pp. 22649. [N. del T.: Todas las citas internas a Hume van referidas a la traduc­ ción de María Teresa Beguiristáin, 1989, La norma del gusto y otros ensayos, Ediciones Península: Barcelona.]

su empleo de la asociación de ideas, no hace uso o ni tan si­ quiera mención de esta noción en «La norma del gusto». Debo añadir también que el error de juventud de Hume de afirmar en el Tratado que la utilidad (la fertilidad de los campos, etc.) es una clase de belleza no se deja ver en el en­ sayo. La superioridad de la teoría de Hume en «La norma del gusto» se manifiesta por igual en lo que no trata de hacer así como en lo que sí hace. Por un lado, no trata de mantener que exista una facultad del gusto; sólo dice que el gusto im­ plica sentimiento, esto es, que depende de una valoración intrínseca. Lo que sí dice en su ensayo es que «la belleza y la deformidad... pertenecen enteramente al sentimiento, inter­ no o externo» (p. 34). Supongo que el uso de la expresión «sentimiento, interno o externo» indica que no tiene inten­ ción de ligar el gusto a una determinada facultad, o faculta­ des, en particular. Hutcheson había argumentado a favor de la existencia de una facultad del gusto específica que consis­ tía en un sentido interno de la belleza, sentido que en su na­ turaleza difería por completo de los sentidos externos cognitivos. Gerard, contemporáneo de Hume, aunque menor que él, argumenta que existen muchos sentidos internos diferen­ tes y que estos están constituidos por el funcionamiento or­ dinario de las facultades cognitivas. Más tarde, Kant defen­ dió la existencia de una facultad del gusto consistente en el funcionamiento extraordinario de algunas facultades cogni­ tivas. Alison argumentó que hay una facultad del gusto que consiste en la imaginación y la sensibilidad. Creo que Hume vio la enorme dificultad que conlleva el mantener la opinión de que existe una facultad del gusto, esto es, la opinión de que existe una estructura mental específica o una combina­ ción de estructuras mentales que opera en lo que se refiere a cuestiones de gusto. Asimismo Hume discrepa notablemente de los otros teóricos en cuanto a la naturaleza del objeto del gusto. Hut-

cheson, por ejemplo, especificó una fórmula (uniformidad en la variedad) que se supone como necesaria y suficiente para que algo sea bello, esto es, una fórmula que designa la belleza global de un objeto. Kant siguió la iniciativa de Hutcheson de especificar una fórmula al* afirmar que la be­ lleza de un objeto es la «forma de la finalidad». Hume no trata de especificar una fórmula que designe la belleza glo­ bal de los objetos. En distintas partes del ensayo, menciona un gran número y variedad de lo que denomina «bellezas» y «defectos», con lo que supongo que se refiere a cualidades o características que pueden contribuir a la belleza o fealdad de un objeto. En mi opinión, Hume percibió la futilidad de tratar de descubrir una fórmula que sea necesaria y suficien­ te en lo que respecta a la belleza global de los objetos: futili­ dad que ni Hutcheson ni Kant advirtieron. De hecho, Hume no trata en su ensayo la cuestión de cómo determi­ nar la belleza global o específica de un objeto. Tampoco hace ningún intento por excluir al color del do­ minio de lo bello, tal y como hicieran Hutcheson, Alison y Kant. Detalles técnicos de las filosofías de la mente de Hut­ cheson y de Kant llevaron o inclinaron a ambos hacia la con­ clusión de que el color no pertenece al dominio de lo bello. Alison trató de descartarlo de un modo distinto. No hay nada en el sistema filosófico de Hume que le predisponga en contra del color -ningún sentido interno de la belleza que enlace ex­ clusivamente con la forma, ni visión alguna que indique que solamente la forma a priori pueda proporcionar la universali­ dad que la belleza requiere-; Hume es libre de colocar al «gra­ do de coloración» en una de sus listas de «bellezas». Debió de darse cuenta, como habría hecho cualquier otro que hubiese reflexionado por un instante, sin una teoría distorsionada de que el color está profundamente arraigado al dominio de lo bello y de que sería un error tratar de excluirlo. El ensayo de Hume, en comparación con otras discusio­ nes de la teoría del gusto, es extremadamente breve y da la

impresión de haber sido elaborado apresuradamente. Su brevedad y aparente apresuramiento podrían estar en el ori­ gen de ciertos problemas. La discusión de los principios del gusto queda incompleta y la formulación carece de ejem­ plos del tipo de principios que se mencionan. La forma de tratar los principios del gusto y el modo de tratar las buenas y malas críticas conlleva dos problemas distintos: el de cómo descubrir los principios de la crítica y el de cómo des­ cubrir a los buenos críticos. No obstante, el ensayo de Hume, en comparación con los escritos de los otros teóricos del gusto, está bien organizado y argumentado.

Refutación del escepticismo Hume comienza su ensayo con una amplia exposición so­ bre la gran diversidad y disentimiento que existe respecto a cuestiones de gusto. Las discrepancias que tiene en mente son desacuerdos acerca de las cualidades del gusto de objetos tales como poemas, pinturas y obras dramáticas. Hume pone fin a su larga exposición con el comentario, «Es natural que bus­ quemos una norma del gusto, una regla con la cual puedan ser reconciliados los diversos sentimientos de los hombres, o al menos una decisión que confirme un sentimiento y condene otro» (p. 27). Este pasaje prevé dos versiones distintas de la norma del gusto: (1) una consistente en una única regla o principio que sea suficiente para resolver una disputa, y (2) otra que consiste en un modo de tomar una decisión que sea suficiente para resolverla. La primera posibilidad, «una regla con la cual puedan ser reconciliados los diversos sentimientos de los hombres» dice que es natural que busquemos una única regla o principio para aclarar desacuerdos. Así, Hutcheson y Kant, al buscar un principio tal, estaban haciendo «lo que es natural». En Hutcheson, por ejemplo, el principio único es «La uniformidad en la variedad siempre hace que un objeto

resulte bello». Claramente, Hume rechaza la vía del principio rector optando, en mi opinión, por la otra posibilidad «natu­ ral» prevista en el pasaje: «una decisión que [pueda permitir la confirmación] de un sentimiento y [la condena de] otro». Tanto si la norma del,gusto implica la aplicación de un único principio rector, como si implica el alcanzar una decisión (con la ayuda de un principio o principios de entre una multiplici­ dad de ellos), lo que Hume sigue teniendo en mente es la re­ solución de discrepancias acerca de las cualidades del gusto de objetos tales como poemas, pinturas y obras dramáticas. El siguiente paso consiste en la formulación de la posición que considera como su rival principal, el escepticismo filosó­ fico sobre el gusto. Esta forma de escepticismo sostiene que no puede existir principio o conjunto de principios del gusto, y que las disputas sobre el gusto son infructuosas. Aunque sólo hace referencia al escepticismo en torno al gusto, hay otra posición filosófica de fondo a la que tanto Hume como los teóricos del gusto en general se oponen, a saber, la opi­ nión de que la belleza es una propiedad objetiva de los obje­ tos bellos. Los teóricos del gusto en general pretenden alcan­ zar una solución intermedia entre los objetivistas y los escépticos. Hume refuta la postura escéptica, diciendo, Si alguien afirma que existe una igualdad de ingenio y elegancia entre [las obras de] Ogilby y Milton, o entre Bunyan y Addison, pensaríamos que ése individuo defien­ de una extravagancia no menor que si sostuviese que la madriguera de un topo es tan alta como el pico, de Teneri­ fe, o un estanque tan extenso como el océano (p. 28).

Hume emplea un argumento basado en la desproporción de los casos. Al considerar un par de obras de arte que difie­ ren tan ampliamente en valor, es imposible que nadie crea que tienen el mismo valor. El argumento presupone un prin­ cipio o conjunto de principios del gusto que subyace a dicha imposibilidad. Si bien pudiera ser que el caso que Hume

menciona resultase convincente o no, es muy fácil encontrar otros casos que se prestan bien. Tomemos, por ejemplo, el si­ guiente par, uno un soneto sobre la pérdida y el otro las últi­ mas líneas de un poema también sobre la pérdida: LXXIII* That time of year thou mayst in me behold When yellow leaves, or none, or few, do hang Upon those boughs which shake against the coid, Bare ruind choirs, where late the sweet birds sang. In me thou see’st the twilight of such a day As after sunset fadeth in the west, Which by and by black night doth take away, Death’s second self, that seáis up all in rest. In me thou see’st the glowing of such fire That on the ashes of his youth doth lie, As the death-bed whereon it must expire Consumed with that which it was nourish’d by This thou perceivest, which makes thy love more strong, To love that well which thou must leave erelong. FUNDY TIDE On Scotias shore his loved one waits Throughout the foggy night. * LXXIII: Esa época del año en mí puedes contemplar / Cuando cuelgan raras hojas amarillas / Sobre esas ramas que se agitan contra el frío / Coros apagados, donde tarde los dulces pájaros cantaran. / En mí ves el ocaso de esos días / Como la puesta de sol que se desvanece por poniente,/que lá negra noche se lleva, / La otra cara de la muerte, que sella todo en reposo. / En mí ves el brillo de ese fuego / Que en las ceni­ zas de su juventud reposa, / Como el lecho de muerte donde debe expi­ rar / Consumido con lo que le nutría / Esto percibes, que hace que tu amor sea más fuerte, / Amar lo que debes dejar dentro de poco. ** CORRIENTE DE FUNDY: En tierras de Escocia su amor espe­ ra / Durante la noche brumosa. / Sus ruegos y esperanzas hechos peda-

Her hopes and prayers were dashed to bits Beyond the harbor light. His body washed ashore on Monday. Ó h fierce, infamous tide o f Fundy.

Una vez que consideramos un par de obras tan despro­ porcionado, se observa claramente que una es mejor que la otra, quedando de este modo refutado el escepticismo. Así, para Hume, el asunto pasa a ser el descubrimiento del con­ junto de principios que subyace a tales juicios comparati­ vos, así como a los juicios de gusto en general. Adviértase que el tipo de argumento de Hume depende de una valora­ ción intuitiva de la belleza global de cada obra de arte en particular de tal modo que se pueda alcanzar la conclusión de que una obra es más bella que la otra. No obstante, Hume no llega a discutir en su ensayo el procedimiento para llegar a una valoración global sobre la belleza de los objetos; él siempre se centra en sus cualidades o característi­ cas individuales -las bellezas y los defectos.

Los objetos y principios del gusto Tras mostrar que no podemos obviar las diferencias en valor artístico, Hume pasa a exponer su propia teoría, cu­ yos primeros dos aspectos consisten en (1) una investiga­ ción sobre la naturaleza lógica de los principios del gusto y (2) una discusión sobre dichos principios y sobre los obje­ tos específicos del gusto. Primero se centra en la cuestión de la naturaleza lógica de los principios: «Es evidente que ninguna de las reglas de composición están fijadas por razos / Más allá de la luz del puerto. / Su cuerpo arrastrado a la orilla el lunes. / Oh, infame corriente de Fundy.

zonamientos a priori, y que tampoco pueden considerarse como conclusiones abstractas del entendimiento a partir de la comparación de tendencias o relaciones de ideas que sean fijas e inmutables» (p. 29). Obsérvese que al inicio de la exposición de su propia teoría, habla de una pluralidad de reglas. Las reglas o principios que Hume busca sólo pueden tener dos tipos de bases: (1) una base de relaciones de ideas a priori o (2) una base factual a posteriori. Los principios tendrían la forma general del principio rector de Hutcheson «La uniformidad en la variedad siempre hace que un objeto resulte bello», y obviamente un principio de esta forma, debió pensar Hume, no tiene meramente una base de relaciones de ideas a priori. Sobre los principios del gusto, Hume dice, «Su fundamento es el mismo que el de todas las ciencias prácticas: la experiencia; y no son más que observaciones generales respecto a lo que universal­ mente se ha visto que complace en todos los países y en to­ das las épocas» (p. 29). Obsérvese de nuevo aquí la impli­ cación de que exista una pluralidad de reglas o principios. No obstante, hay algo de confusión en este pasaje; primero dice que las reglas o principios del gusto tienen como fun­ damento a la experiencia, pero luego dice que son observa­ ciones generales respecto a lo que complace. Es decir, pri­ mero afirma que los principios del gusto se basan en la experiencia, pero luego dice que son descripciones de la ex­ periencia de lo que complace universalmente. Si un princi­ pio del gusto consistiese simplemente en una observación o una descripción de lo que complace universalmente, ten­ dría la forma «X siempre hace que un objeto sea agrada­ ble». Sin embargo, un principio del gusto debe versar sobre la belleza o sobre una cualidad productora de belleza. Lue­ go tendría o bien la forma robusta de un principio necesa­ rio y suficiente —«X siempre hace que un objeto sea bello» -o bien una forma más débil»- X siempre contribuye a la belleza de un objeto».

En la teoría de Hutcheson, el principio de la belleza se obtiene del siguiente modo: Primero concluye que existe un sentido de la belleza, lo que para él quiere decir que la propiedad (o propiedades) que hace a los objetos bellos consis­ te en aquello que suscita el sentido de la belleza y que pro­ duce el placer. Entonces concluye que sólo la uniformidad en la variedad suscita el sentido de la belleza. De este modo se sigue el principio rector de Hutcheson —«La uniformidad en la variedad siempre hace que un objeto resulte bello»-. Para él, la observación general pertinente es que la uniformi­ dad en la variedad produce, universal y exclusivamente, el placer del sentido de la belleza. Su principio del gusto —«La uniformidad en la variedad siempre hace que un objeto re­ sulte bello»- depende de la observación de que la uniformi­ dad en la variedad produce el placer del sentido de la belle­ za, pero sin ser idéntico a dicha descripción. La teoría de Hutcheson cuenta con el sentido de la be­ lleza que la conduce hacia el objeto de la belleza y, de este modo, hacia la característica necesaria y suficiente produc­ tora de belleza que es el objeto de su principio rector. La teoría de Hume no tiene una facultad del gusto que la oriente; su teoría depende de las intuiciones que operan en la crítica de las obras de arte a la hora de identificar los ob­ jetos del gusto. En efecto, Hume afirma que en la crítica pueden descubrirse varios objetos del gusto, objetos que de­ nomina «bellezas» y «defectos», y que funcionan a modo de razones que respaldan nuestra valoración respecto a la belle­ za o fealdad de una obra de arte. En su ensayo, Hume ilustra el descubrimiento de aque­ llas características que producen belleza y de aquellas que la destruyen hablando de los méritos y defectos de la poesía de Ariosto; sus observaciones implican la existencia de «belle­ zas» y «defectos» en las artes en general. Las muchas «belle­ zas» de Hume desempeñan un papel análogo al papel que la uniformidad en la variedad desempeñaba en la teoría de

Hutcheson. Sin embargo, el hecho de que Hume especifique muchas de dichas características muestra que no está tratan­ do de descubrir un principio rector individual que involucre lo que es necesario y suficiente para que un objeto sea bello, sino que trata de descubrir muchos principios, principios que involucran características que simplemente contribuyen a la belleza o fealdad en los objetos. En un principio, pudie­ ra parecer posible que Hume creyese que toda la variedad de «bellezas» y «defectos» que cita resultaran ser de algún modo ejemplos de una característica individual, existiendo así un único principio del gusto. Aunque algunas de las caracterís­ ticas que Hume cita resultan ser modos distintos de referirse a la misma característica, nada de lo que dice sugiere que opine que todas sus «bellezas» y «defectos» puedan verse re­ ducidos a una única característica. Aunque Hume nunca llega a formular un ejemplo con­ creto de uno de sus principios del gusto, está claro que para él dichos principios son principios universales de base em­ pírica que poseen para sus sujetos bien las «bellezas» que agradan universalmente o bien los «defectos» que desagra­ dan universalmente. Llegados a este punto, está claro que cree que existen varios principios del gusto, ya que al hablar de las «reglas» o de «sus fundamentos» siempre lo hace en plural. Existe una diferencia importante entre el principio úni­ co de Hutcheson y el grupo de principios que las observa­ ciones de Hume dejan implicar. El principio de Hutcheson es lo que denominaré un principio «fuerte» ya que pretende ser no solamente un principio acerca de lo que es necesario sino también acerca de lo que es suficiente para que un obje­ to sea bello. Los principios de Hume son «débiles» porque no pretenden ser principios acerca de lo que es suficiente para que un objeto sea bello sino acerca de lo que contribu­ ye a que lo sea. El principio de Hutcheson, junto con el he­ cho de que un objeto tenga uniformidad en la variedad, su­

puestamente implica que dicho objeto es bello. El conjunto completo de los principios de Hume, junto con el hecho de que un objeto tenga todas las características especificadas en cada uno de los principios, no implica que dicho objeto sea bello, sino solamente que posee todas las características que contribuyen a que lo sea. En esta etapa temprana del ensayo, las «bellezas» y los «defectos» que Hume menciona en el poema de Ariosto son las siguientes. (Más adelante mencionará otras bellezas.) Bellezas Fuerza de expresión Claridad de expresión Variedad de invenciones Descripciones naturales de las pasiones de carácter alegre Descripciones naturales de las pasiones amorosas

Defectos Ficciones monstruosas e inverosímiles Mezcla grotesca de estilos serios y cómicos Falta de coherencia Interrupciones continuas en la narración

Los cuatro defectos que Hume menciona se reducen a desunión o pequeño grado de uniformidad, lo cual trae la teoría de Hutcheson a la memoria. No obstante, la visión de Hume es muy distinta de la de éste. Mientras que para Hume un pequeño grado de uniformidad es un defecto (esto es, un valor negativo), las características negativas no desempeñan ninguna función en la teoría de Hutcheson tal y como él la formula. Hutcheson habla de la uniformidad (en la variedad) siempre como valor positivo. Las cinco bellezas que Hume menciona en el pasaje de Ariosto no pueden reducirse a una, ni siquiera a dos o a tres o a cuatro. Variedad de invenciones se corresponde clara­ mente con la antigua variedad de Hutcheson. Fuerza de ex­

presión, claridad de expresión, descripciones naturales de las pasiones de carácter alegre, y descripciones naturales de las p a­ siones amorosas son cuatro características adicionales distin­ tas. Un poco más adelante, en dos sitios distintos, Hume menciona otras cinco bellezas: Grado de coloración Exactitud imitativa Armonía Diseño Razonamiento

Armonía, diseño y razonamiento son quizás modos de hablar de la uniformidad, pero el grado de coloración y la exactitud imitativa no son un tipo de uniformidad o de va­ riedad; son otras dos características positivas distintas. Exac­ titud imitativa y las anteriormente mencionadas descripcio­ nes naturales de las pasiones de carácter alegre y amoroso son similares pero no son lo mismo; ambas implican preci­ sión representativa, pero la última también se centra en la representación de cosas valiosas —pasiones de carácter alegre y amoroso-. Así, hasta aquí, Hume ha señalado una carac­ terística negativa y ocho características positivas distintas. Pequeño grado de uniformidad (la característica negativa) Alto grado de uniformidad (armonía, diseño, razonamiento) Variedad Fuerza de expresión Claridad de expresión Grado de coloración Descripciones naturales de las pasiones de carácter alegre Descripciones naturales de las pasiones amorosas Exactitud imitativa

De este modo la teoría de Hume diverge claramente de la de Hutcheson. Hume especifica una característica negativa y

ocho positivas, seis de las cuales no son ni uniformidad ni va­ riedad. Con tantas características positivas a la vista (ocho hasta ahora, y habrá más), Hume no habría pensado que la presencia de cualquiera de ellas, ni tan siquiera en un alto grado, fuese suficiente en general en lo que atañe a la belleza de un objeto, si bien pudiera haber casos particulares en que una característica tal en un alto grado bastase. Del mismo modo, en el caso de la característica negativa mencionada (y podría haber más), no habría pensado que su presencia, ni tan siquiera en un alto grado, fuese suficiente en general en lo que atañe a la fealdad de un objeto, si bien en un caso parti­ cular pudiera ser así. (Un pequeño grado de uniformidad constituiría un grado alto de valor negativo.) En mi opinión, Hume comprendió que la belleza como evaluación global de una obra de arte (o de un objeto natu­ ral) es un fenómeno relativo límite; esto es, pudiera darse el caso de que un objeto tuviese una o más características pro­ ductoras de belleza sin tratarse por ello de un objeto bello. En una teoría como la suya, un objeto sería bello cuando tuviese una característica que produjese belleza en un grado suficientemente alto como para hacerlo bello, o cuando tu­ viese dos o más características que produjesen belleza, cada una en un grado suficientemente alto, o cuando tuviese dos o más características que produjesen belleza que de alguna manera operasen juntas para hacerlo bello. Por el contrario, aunque Hutcheson comprendió que el mayor o menor gra­ do en que la uniformidad puede presentarse (y la variedad) puede ocasionar que las cosas sean más o menos bellas, no se dio cuenta de que la belleza de un objeto es un fenómeno límite, de que el grado de uniformidad (y de variedad) pue­ de estar por debajo del umbral de belleza, y de que un obje­ to puede seguir sin ser bello, aun poseyendo una caracterís­ tica compleja que produzca belleza. Hume nunca llega a formular ninguno de los principios del gusto de su teoría. Teniendo en cuenta lo que dice so­

bre las «bellezas», los «defectos», y los principios (y con la ayuda de las provechosas observaciones que acerca de los principios hace Frank Sibley en «General Criteria and Reasons in Aesthetics»2), podemos formular ejemplos de los principios de su teoría del gusto en lo que respecta al do­ minio del arte. Un pequeño grado de uniform idad, aislado del resto de propiedades de una obra de arte, siempre contribuye a la fealdad de la obra. Un alto grado de uniformidad, aislado del resto de propie­ dades de una obra de arte, siempre contribuye a la belleza de la obra. El grado de coloración, aislado del resto de propiedades de una obra de arte, siempre contribuye a la belleza de la obra.

Podemos formular principios para cada una de las dife­ rentes características que producen y destruyen la belleza mencionadas con anterioridad, y para cualquier otra carac­ terística apropiada que agrade o desagrade universalmente. La razón de introducir el apunte de «aislado del resto de propiedades de una obra de arte» es que podría darse el caso de que una característica que por sí sola produjese belleza, o la destruyese, interaccionara con otra propiedad de una obra de arte de tal modo que su propia capacidad de pro­ ducir belleza, o de destruirla, quedase reducida o cancelada, o interfiriese con la capacidad de producir, o de destruir, belleza de la otra propiedad. Por ejemplo, aunque el grado de coloración sea por lo general en sí y por sí mismo pro­ ductor de belleza, en el caso de una obra de arte dada, pu­ diera darse que el grado de coloración o el lustre de un co­ 2 Frank Sibley, «General Criteria and Reasons in Aesthetics» en Essays on Aesthetics (Filadelfia: Temple University Press, 1983), pp. 3-20.

lor en particular no quedase bien en conjunción con alguna o algunas de las otras características de la obra. Para Hume la norma del gusto estaría formada por el conjunto completo de principios positivos y negativos, es decir, por aquellos principios entre los cuales se puede ha­ llar el principio que permite a uno tomar «una decisión [acerca de una característica de un objeto] que [nos lleve a] confirm[ar] un sentimiento y [a] coñden[ar] otro». Hume deja implicar esto de manera nativista al escribir, «Algunas formas o cualidades particulares, a causa de la estructura original de nuestra configuración interna, están calculadas para agradar y otras para desagradar» (p. 32). Así, la pre­ gunta que se nos presenta es, «¿Cómo podemos saber cuáles son las características que agradan o desagradan universal­ mente, es decir, qué características son el objeto de los prin­ cipios positivos y negativos del gusto?» A la hora de descubrir las características que agradan o desagradan universalmente, Hume no es partidario de estu­ diar empíricamente a todo el mundo. Más bien, lo primero es mucha cautela a la hora de reflexionar individualmente sobre las características que nos agradan o desagradan. Hume recomienda «una perfecta serenidad mental... una atención apropiada al objeto» y demás para sortear idiosin­ crasias personales, y permitir que la estructura original y universal de la configuración interna de uno mismo reac­ cione, de modo libre y sin estorbos, con agrado o desagrado (p. 31). Sin embargo, parece dudar que este procedimiento pueda llegar a funcionar del todo por sí solo y aconseja que prestemos atención a las grandes obras de arte que han pa­ sado la prueba del tiempo; Hume menciona a Homero. El tiempo se encargará de eliminar todo lo que sirve de obs­ táculo al juicio correcto y «las bellezas [y los defectos] que son por naturaleza apropiadlos] para excitar sentimientos agradables [y desagradables]» (p. 32) se harán patentes en grandes obras como las suyas.

Sin embargo todavía queda otro problema. Ni la cautela ni el prestar atención a las características de las grandes obras que han pasado la prueba del tiempo será de utilidad en el caso de gente que tenga facultades cognitivas y/o sen­ timientos defectuosos. Siguiendo los consejos que Hume ha especificado por ahora y los procedimientos que especificará más adelante, una persona que tenga las facultades cogniti­ vas y los sentimientos en buen estado podrá descubrir los principios del gusto, pero una persona cuyas capacidades cognitivas sean defectuosas se encuentra en una situación muy distinta. Hume trata de arrojar luz sobre el problema de las sensi­ bilidades del gusto que se encuentran en buen estado y de aquellas que son defectuosas con la historia de los dos pa­ rientes de Sancho. En la historia se le pide a ambos que ca­ ten el vino de una cuba que se acaba de abrir. Uno de los parientes dice que el vino sería bueno si no fuera por un li­ gero sabor a cordobán, mientras que el otro dice que sería bueno si no fuera por un ligero sabor a hierro. Nadie más es capaz de detectar ninguno de los dos sabores. Al vaciar la cuba aparece una llave con la correa de cordobán en el fon­ do, quedando así justificado el veredicto de los parientes de Sancho. Hume indica que del mismo modo que hay cata­ dores de vino que son buenos y otros que no lo son, hay personas que en el terreno de las artes pueden hacer discri­ minaciones que otras no pueden hacer. En este campo, al igual que en el caso de los parientes de Sancho, un mérito -digamos, un alto grado de uniformidad- o un defecto -di­ gamos, un pequeño grado de uniformidad—podrían estar presentes en un grado de mezcla y cantidad tal (es decir, presentes de un modo tan sutil) que algunas personas no se­ rían capaces de detectarlos. En opinión de Hume, el proble­ ma consiste en hacerle ver a la persona insensible que está

equivocada del mismo modo que la llave con la correa de cordobán mostró a los catadores de vino insensibles que el vino tenía sabor a cordobán y a hierro. Hume presenta la solución al problema. Aquí, pues, son aplicables las reglas generales de la be­ lleza, derivándose de modelos ya establecidos y de la obser­ vación de lo que agrada o desagrada, cuando se presenta aislado y en un alto grado [presente de manera obvia y no mixta]... Presentar estas reglas generales... es como encon­ trar la llave con la correa de cordobán (pp. 34-5; la cursiva es mía). Y prosigue: Pero cuando le mostramos [a la persona insensible] un principio artístico generalmente admitido; cuando ilustra­ mos ese principio con ejemplos cuya efectividad, de acuer­ do con su propio gusto particular, admite que se adecúa a tal principio; cuando probamos que el mismo principio puede aplicarse al caso en cuestión, en el que no percibió ni sintió su influencia, deberá entonces aceptar, tras todo ello, que la falta está en sí mismo (p. 35). Aquí Hume se equivoca. El presentar un principio del gusto que todo el mundo, incluidas las personas insensibles, acepta —pongamos por caso, «Un alto grado de uniformi­ dad, aislado del resto de propiedades de una obra de arte, siempre contribuye a la belleza de la obra»— no sirve para hacer ver a aquellas personas cognitivamente insensibles que están equivocadas, en el modo en que la llave con la correa de cordobán mostró a los catadores de vino insensibles que habían pasado algo por alto. El hecho de que una persona cognitivamente insensible reconozca el principio del gusto pertinente y de que pueda tener conciencia de, digamos, un alto grado de uniformidad presente de manera aislada en ca­

sos obvios y ordinarios no servirá para hacerle ver que está pasando por alto la uniformidad en los casos sutiles. Al contrario de la conclusión de Hume, si una persona es cognitivamente insensible, «[no podemos probar] que el mis­ mo principio puede aplicarse al caso [sutil] en cuestión» ya que por hipótesis la persona es cognitivamente insensible. En este punto Hume está tratando dos cuestiones im­ portantes que está confundiendo: (1) ¿Cómo descubrir los principios del gusto? (2) ¿Cómo conseguir que una persona cognitivamente insensible sea consciente de un mérito o de un defecto sutil en particular en una obra de arte de tal modo que no existan discrepancias sobre un caso en par­ ticular? Ambas cuestiones tienen que ver con el hecho de que las características meritorias y defectuosas pueden presentarse de manera sutil y ordinaria. Consideremos primero la pre­ gunta acerca del descubrimiento de los principios del gusto. Es de suponer que virtualmente todo el mundo —luego, el suficiente número en la práctica como para considerarlo universalmente- sería consciente de un mérito o defecto candidato cuando éste se presentara aislado y en un alto gra­ do (de manera obvia). De este modo, la pregunta que se nos presenta es, «¿El tener conciencia de la característica candidata evoca agrado, desagrado, o ninguna de las dos cosas?» Si se trata de agra­ do, la característica es el objeto de un principio del gusto positivo. Si se trata de desagrado, la característica es el obje­ to de un principio del gusto negativo. Si no evoca ni agrado ni desagrado, entonces la característica no es objeto de un principio del gusto. El hecho de que una persona cognitivamente insensible sea incapaz de tener conciencia de una característica concre­ ta cuando ésta se presenta en un pequeño grado y mezclada con otras características (de manera sutil) es irrelevante res­ pecto a la pregunta de si la persona en cuestión conviene

que la característica en particular es un mérito o un defecto. Si la persona puede tener conciencia de la característica cuando ésta se presenta aislada y en un alto grado, al igual que virtualmente todo el mundo, entonces posee toda la ex­ periencia que se requiere para saber si su presencia evoca agrado, desagrado, o ninguna de las dos cosas. Así que to­ dos los méritos y el defecto que Hume menciona (y todos los méritos y defectos que hay) pueden virtualmente ser ob­ jeto de conocimiento por parte de todo el mundo cuando éstos se presentan aislados y en un alto grado y, de este modo, la capacidad de evocar agrado o desagrado puede ser juzgada. La tarea de discriminar el contenido cognitivo de los principios del gusto no es una labor tan difícil. Por cier­ to, la especificación por parte de Hume de que el mérito o defecto candidato se presente aislado es su forma de deman­ dar la cláusula de aislamiento en un principio del gusto. Así, nuevamente, la tarea de descubrir un modo general de hacerle ver a una persona que es cognitivamente insen­ sible respecto a la existencia de una característica sutil par­ ticular que dicha característica se halla en un objeto en particular pudiera bien ser un imposible. No parece que haya un equivalente artístico de la llave con la correa de cordobán. Hume ha embrollado dos tareas distintas: la tarea de descubrir el conjunto de los principios positivos y negativos del gusto, y la tarea de descubrir un modo general de con­ vencer a las personas cognitivamente insensibles de que no han logrado detectar la presencia de una característica sutil en un objeto. Sin haber distinguido estos dos problemas, Hume em­ prende una tentativa a gran escala con el fin de describir al buen crítico y el modo de convencer a gente cognitivamen­ te insensible de que un buen crítico es un buen crítico. Pa­ rece entender la búsqueda de la norma del gusto como una búsqueda de críticos buenos.

Hume describe por extenso las características del buen crítico. Debe tener tanta sensibilidad respecto a las caracte­ rísticas valiosas tanto en su forma ordinaria como en la sutil como la que muestran los parientes de Sancho respecto a las características del vino. Hay diversas formas de agudizar ta­ les sensibilidades. El buen crítico es una persona ducha en la experimentación de un tipo de arte en particular y también ducha en el sentido de haber experimentado repetidamente la obra de arte en concreto que está juzgando. Debe haber comparado numerosas obras de arte como para haber adqui­ rido conocimiento de todo el abanico de posibilidades den­ tro de un tipo de arte. Además de poseer una aguda sensibi­ lidad, un buen crítico debe estar libre de todo prejuicio que pudiera llevarle a despreciar las características de una obra de arte en particular. Así, Hume hace un resumen de su descripción del buen crítico ligando el concepto de la nor­ ma del gusto a su concepto de éste: «Un juicio sólido, uni­ do a un sentimiento delicado, mejorado por la práctica, perfeccionado por la comparación y libre de todo prejuicio; y el veredicto unánime de tales jueces, dondequiera que se les encuentre, es la verdadera norma del gusto y de la belle­ za» (p. 43). Este pasaje plantea una serie de preguntas, aun­ que Hume se centra solamente en una cuestión, a saber, «¿Dónde pueden hallarse tales críticos? ¿Por qué señales se les reconocerá? ¿Cómo distinguirlos de los impostores?» (p. 43). El punto crucial de la cuestión que plantea Hume es «¿Cómo puede una persona cuyas facultades cognitivas son defectuosas identificar al buen crítico?» La tentativa de Hume de hacer frente a esta difícil cues­ tión se muestra infructuosa en su mayor parte, pudiendo resumirse en este pasaje: «Aunque sean escasos los hombres de gusto delicado, ^e les distingue fácilmente en la sociedad por la solidez de su entendimiento y la superioridad de sus facultades sobre el resto de la humanidad» (p. 45). El pro­ blema con este punto de vista es que una persona que carez­

ca de gusto delicado no puede llegar a saber con facilidad que otra persona sí lo posee. Por ejemplo, supongamos que debido a que tengo, pongamos por caso, suficiente entendi­ miento de matemáticas y de música puedo darme cuenta de que otra persona posee un sólido entendimiento de ambas disciplinas, y de que en esas áreas es superior al resto de la humanidad; mi comprensión de su conocimiento y habili­ dades matemáticas y musicales no es prueba de que dicha persona sea capaz de discriminar características sutiles que yo pudiera no ser capaz de discriminar en otros campos como la poesía o la pintura. Aunque en general el intento de mostrar que las personas insensibles pueden reconocer al buen crítico fracasa, hay una observación que indica la forma en que dicho reconocimien­ to, de manera limitada, puede conseguirse. Hacia el final de la discusión del presente tema, Hume escribe, «Muchos hombres hay que, abandonados a sí mismos, no tienen más que una débil y dudosa percepción de la belleza, pero que sin embargo son capaces de disfrutar de cualquier bello ras­ go que les sea señalado» (p. 45). Llamemos a este pasaje «la clave de Hume». Cuando una persona es capaz de señalarme una característica de una obra de arte que yo no he sabido discriminar, permitiéndome con ello experimentarla, enton­ ces tenemos una clara evidencia de que es mejor crítico que yo respecto a ese tipo de característica. Lo cual no prueba que la persona en cuestión sea un buen crítico en general, sino solamente que es mejor que yo en lo que respecta a ese tipo de característica. Sin embargo, si experiencias que invo­ lucran una gran variedad de características se repiten muchas veces, entonces tengo una evidencia tan buena como cual­ quier otro pudiera posiblemente tener de que mi instructor es mejor crítico que yo, aunque no se corresponda necesaria­ mente con el buen crítico que Hume describe. La clave de Hume es apropiada sólo en aquellos casos en que la presencia de una característica pueda serle señalada a

alguien. Si una persona no puede discriminar una caracte­ rística que otro afirma hallarse presente, entonces la persona que no la experimenta no tiene evidencia de que haya real­ mente algo que le está siendo señalado ni de que la otra persona sea mejor crítico que él. La clave de Hume sólo es aplicable a aquellos casos en que una persona insensible tie­ ne el potencial de ser sensibilizada; si se carece de dicho po­ tencial, no se podrá llegar a conocer la evidencia que revela que la otra persona es mejor crítico. La clave de Hume fun­ ciona sólo en aquellos casos en que no necesitamos la equi­ valencia artística de la llave con la correa de cordobán. Si bien hay un modo en que algunas personas insensibles (aquellas con un cierto potencial) pueden descubrir críticos mejores que ellos mismos, no existe un modo general de descubrir críticos buenos o mejores. La historia de los pa­ rientes de Sancho ha llevado a Hume (y a nosotros) a una búsqueda quijotesca del equivalente artístico inexistente de la llave con la correa de cordobán. Aunque Hume no haya logrado perfilar un método ge­ neral para reconocer al buen crítico que funcione para todo el mundo, sí que ha conseguido dar una buena explicación de los criterios de éste. Y lo que es más importante, también ha dado una excelente explicación sobre cómo descubrir los principios del gusto. Las bellezas y los defectos candidatos deben experimentarse o ser imaginados por aislado y en un alto grado -experiencias asequibles a todo el mundo vir­ tualmente- para ver si producen agrado, desagrado o indi­ ferencia. Al parecer, Hume cree que respecto a la cuestión de qué características son bellezas y qué características son defectos habrá conformidad universal. Parece dar por senta­ do que todo el mundo encontrará determinadas caracterís­ ticas agradables, como la claridad de expresión, o desagra­ dables, como la falta de coherencia, cuando éstas se experimentan o se imaginan aisladas y en un alto grado, y en mi opinión tiene toda la razón. Podemos ilustrar su mé­

todo para descubrir un principio del gusto y sus resultados con la formulación de uno de sus principios: La claridad de expresión (siempre con capacidad de ser experimentada o imaginada en un alto grado), aislada del resto de propieda­ des; de una obra de arte (esto es, individualmente), siempre contribuye a la belleza de la obra. Al comienzo del ensayo, Hume caracteriza la norma del gusto como una forma de alcanzar una decisión que justifi­ que o condene los sentimientos de las personas. Al final de los pasajes que acabamos de discutir, desarrolla este punto de vista caracterizando la norma del gusto como el veredic­ to común de los buenos críticos, que es su explicación espe­ cífica del modo correcto de alcanzar una decisión sobre los sentimientos humanos. Una vez que se ha mostrado que el descubrimiento de los buenos críticos conlleva dificultades, también habrá dificultades con el descubrimiento de la nor­ ma del gusto si concebimos ésta como el veredicto común de los críticos buenos. Pero antes de poder tratar este pro­ blema, debemos resolver la cuestión del objeto de dichos veredictos. ¿Sobre qué versan exactamente los veredictos? Esto es, ¿sobre qué trata la norma del gusto? Creo que muchos lec­ tores del ensayo de Hume asumen que está hablando acerca de veredictos que conciernen si determinadas obras de arte son buenas o malas. Sin embargo, tal y como se apuntó an­ teriormente, Hume nunca trata la cuestión de determinar si las obras de arte son buenas, malas, magníficas o algo por el estilo; en «La norma del gusto» discute solamente sobre mé­ ritos y defectos particulares en obras de arte. Mientras que Hutcheson y Kant se centran en la cuestión de qué hace que las obras de arte y los objetos naturales sean bellos, Hume se centra en la cuestión de las diversas bellezas y de­ fectos que encontramos en el arte. Hutcheson y Kant trata­ ron de descubrir la característica única que hace que un ob­ jeto sea bello, pero según parece Hume consideraba ésta

como una tarea difícil que no quería abordar en su ensayo. Hume declara en términos globales que Milton es mejor que Ogilby y que Addison es mejor que Bunyan, si bien no explica los detalles que justifican esta afirmación. Simple­ mente no trata la cuestión de la evaluación global de una obra de arte, esto es, la cuestión de cómo las bellezas y/o de­ fectos de las obras de arte operan en conjunción haciendo que éstas sean buenas, malas o indiferentes. Volvamos ahora a la cuestión de la naturaleza de la nor­ ma del gusto. Hume dice que la norma del gusto es el vere­ dicto unánime de los buenos críticos. Este veredicto concer­ niría al conjunto de méritos y defectos del que son herederas las obras de arte, que viene a decir que el veredic­ to unánime concierne al conjunto completo de los princi­ pios del gusto. La dificultad de concebir la norma del gusto de este modo reside en el hecho de que Hume no consigue proporcionarnos un método general para descubrir buenos críticos. En mi opinión, no obstante, lo que sí consigue proporcionar es un método general para descubrir los prin­ cipios del gusto, el método de experimentar o imaginar un mérito o defecto candidato aislado y en alto grado —un mé­ todo al que cualquiera puede acceder—. De este modo, si lo que queremos es una norma del gusto a la que cualquiera pueda acceder, podríamos decir que para la teoría de Hume la norma consiste en el conjunto completo de los principios del gusto. Una norma del gusto tal sería el veredicto unáni­ me de los críticos buenos, de los malos, y del resto del mundo. Principios del gusto y discrepancia afectiva Con el ensayo ya relativamente avanzado, Hume pasa de hablar acerca de asuntos cognitivos a hacerlo acerca de las respuestas afectivas respecto a varias características del gus­

to. Hume dirige su atención al placer, «desplacer» o indife­ rencia que las características discriminadas evocan. Es en este momento cuando por primera vez admite la existencia de un cierto tipo de relatividad del gusto. Primero afirma que en las respuestas a las características de las obras de arte existen dos fuentes de discrepancia aprobatorias, siendo éstas, «los diferentes temperamentos de los diversos hombres» y «los hábitos y opiniones particula­ res de [diferentes] época[s] y paíse[s]» (p. 46). En realidad, en la discusión subsiguiente, no considera los hábitos y opiniones particulares como fuente significati­ va de desacuerdo ya que, como señala, «un hombre culto y reflexivo» no se preocupará por hábitos y opiniones que di­ fieran de los suyos; esto es, existen condiciones correctoras que anulan a los distintos hábitos y opiniones como fuente de desacuerdo real (p. 48). Hume, por cierto, deja bien cla­ ro que la moralidad no es una cuestión de opinión que pue­ da diferir de una época a otra, pero ya hablaremos de ello más adelante. Son los diferentes temperamentos de las personas -dife­ rencias entre respuestas que no se prestan a corrección- lo que le lleva a reconocer un cierto tipo de relatividad. Hume escribe, U n hombre joven, cuyas pasiones son más intensas, será mucho más afectado por imágenes de amor y ternura que un hombre de edad avanzada, quien disfruta con las reflexiones prudentes y filosóficas respecto a la conducta y a la moderación de las pasiones... En tales casos sería vano esforzarnos por penetrar en los sentimientos de los demás y desviarnos de aquellas tendencias que son naturales en no­ sotros... A una persona le agrada más lo sublime, a otra la ter­ nura, a una tercera lo burlesco... El oído de este hombre está enteramente vuelto hacia lo conciso y lo enérgico; aquel otro se deleita con una comprensión abundante, rica

y armoniosa. A uno le impresiona la simplicidad; a otro el ornamentó (p. 47).

En este pasaje se ve claramente que se interesa ahora más por la respuesta afectiva que por la discriminación cognitiva. Aquí el interés de Hume no está en la discrimina­ ción de las características que son objeto de los principios del gusto, como la uniformidad y el grado de coloración, sino en las reacciones de la gente ante tales características al percibirlas. Los verbos que emplea en el pasaje citado» —mucho más afectado», «disfruta con», «le agrada más», «vuelto hacia», «se deleita con», y «le impresiona»—hacen patente que se muestra ahora interesado por el aspecto afec­ tivo del gusto. Sin embargo, la relatividad que Hume admite aquí es una relatividad limitada. Adviértase que no dice que a un hombre joven le agradarán las imágenes de amor y ternura y le desagradarán las reflexiones filosóficas, ni que a uno de edad más avanzada le desagradarán las imágenes de amor y ternura y le agradará la reflexión filosófica. Lo que sí dice es que un hombre joven se verá «mucho más afectado» por imágenes de amor y ternura, y que otro de edad más avan­ zada «disfruta [más] con» la reflexión filosófica. Lo que Hume está diciendo es que hombres de todas las edades dis­ frutan con imágenes de amor y ternura y con reflexiones fi­ losóficas, pero que la edad y otros condicionantes en la vida cambiarán el orden de preferencias. En el pasaje citado y en el texto que lo contiene, todas las características menciona­ das (lo conciso, la expresión rica, etc.) producen placer y son méritos. Creo que la opinión de Hume es que hay un consenso universal respecto a qué características son méritos y qué características son defectos, pero que las personas pueden diferir en ocasiones en que tengan que tomar una decisión respecto a qué características del gusto experimen­ tarán en una ocasión determinada. Así, en opinión de

Hume, no hay discrepancias respecto a qué características son méritos, sino sólo discrepancias, dadas ciertas condicio­ nes, respecto a qué méritos preferimos. Tampoco hay dis­ crepancias respecto a qué características son defectos, sino sólo discrepancias sobre si vale la pena experimentar ciertos defectos para poder experimentar ciertos méritos, y cosas por el estilo. De este modo, el relativismo de Hume es un relativismo muy limitado. No plantea la cuestión de si se puede discre­ par aprobatoriamente sobre si una cualidad determinada es un mérito o sobre si una cualidad determinada es un defec­ to. Al parecer, Hume creía que una vez que una persona tu­ viese una cualidad o característica particular claramente a la vista su reacción afectiva sólo podría ser de una clase. Por supuesto, debe de haberse dado cuenta de que de hecho la gente puede reaccionar de distinta manera, pero parece ser que su opinión es que cuando surge una discrepancia debe de haber al menos un culpable. Desafortunadamente Hume no trata en su ensayo la cuestión de un tipo de relativismo más radical. Retomemos un tema anterior, la gran multiplicidad de características meritorias que Hume menciona. En los pasa­ jes donde su interés primordial reside en la reacción afecti­ va, Hume menciona muchos méritos más sobre los que puede haber discrepancias en el orden de preferencias. Si bien repite algunas cualidades meritorias ya mencionadas, añade las siguientes cualidades nuevas: imágenes de ternura, reflexión prudente y filosófica, lo sublime, lo burlesco, lo conciso, lo enérgico, la expresión rica, la simplicidad y el ornamento. De este modo hay once nuevos méritos a aña­ dir a las ocho características con valor positivo ya mencio­ nadas, ninguno de los cuales se puede reducir de un modo sencillo u obvio a las características anteriores. Así que por ahora Hume ha mencionado diecinueve características me­ ritorias distintas y una característica defectuosa, lo cual

quiere decir que su teoría parece garantizar al menos veinte principios del gusto de manera explícita. El procedimiento de mencionar méritos casualmente, sin insinuar en modo alguno la posibilidad de reducir ninguno de ellos a uno sólo, o a un pequeño número de ellos, indica que Hume pensó en la existencia de un gran número de méritos irre­ ducibles. También pudiera haber pensado en la existencia de un gran número de defectos irreducibles, aunque en este caso la evidencia no es tan clara, ya que todos los defectos que menciona parecen reducirse a un único defecto.

Moralidad y arte Las características que Hume cita como méritos y defec­ tos hasta el mismo final del ensayo pertenecen en su mayo­ ría a la clase que hoy en día llamaríamos cualidades estéticas -uniformidad, grado de coloración, fuerza de expresión, y demás-. En un extenso pasaje hacia el final, Hume desvía su atención, centrándose en los contenidos morales del arte como defectos (o méritos). Aunque argumenta que la representación en obras de arte de conductas ordinarias y fenómenos relacionados que difieran de los propios se halla libre de culpa y no es un de­ fecto, trata de mostrar por extenso que la representación de la moralidad sin el apropiado punto de vista moral es censu­ rable y constituye un defecto. Hume escribe que, «cuando se describen conductas viciosas sin estar marcadas con el tono apropiado de condena y desaprobación, debe admitirse que esto desfigura el poema y constituye un auténtico defec­ to» (p. 49). Esta afirmación deja abiertas dos posibilidades: (1) el caso en el que un autor presenta conductas viciosas sin punto de vista moral alguno y (2) el caso en el que pre­ senta conductas viciosas con tono de aprobación. Cierta­ mente la segunda situación se presta menos a debate en

cuanto defecto que la primera. En cualquier caso, el ejem­ plo que Hume facilita más tarde pertenece al segundo caso. Hume apunta que el tipo de defecto al que se refiere se en­ cuentra en las obras de muchos de los poetas y trágicos anti­ guos. Por implicación,, hay otros casos parecidos. Así, por ejemplo, Hume debe opinar también que (1) cuando se des­ criben conductas virtuosas marcadas con el tono apropiado de elogio y aprobación, debe admitirse que esto adorna el poema y constituye un auténtico mérito; (2) cuando se des­ criben conductas viciosas marcadas con el tono adecuado de condena y desaprobación, debe admitirse que esto adorna el poema y constituye un auténtico mérito; y (3) cuando se describen conductas virtuosas marcadas con el tono inapro­ piado de condena y desaprobación, debe admitirse que esto desfigura el poema y constituye un auténtico defecto. Continuando con la discusión sobre la moralidad y el arte, Hume compara las opiniones especulativas con los principios morales; los últimos, Hume deja implicar clara­ mente, podrían ser correctos o incorrectos, pero las opinio­ nes especulativas «están en continuo flujo y revolución» so­ metiéndose rara vez a corrección (p. 50). En consecuencia, ño existe fundamento alguno para considerar una opinión especulativa en una obra de arte que difiera de la opinión de uno como un defecto artístico. Hume incluye a la creen­ cia religiosa dentro del dominio de la opinión especulativa, y advierte, «De todos los errores especulativos, los más ex­ cusables en las composiciones de un genio son los relativos a la religión... El mismo buen sentido que dirige a los hom­ bres en los acontecimientos de la vida ordinaria no es aten­ dido en cuestiones religiosas, que se suponen todas ellas emplazadas más allá del poder cognitivo de la razón huma­ na» (pp. 50-1). Sin embargo, observa que la opinión espe­ culativa puede verse entremezclada con cuestiones morales, viéndose así sujeta a condena (o, por implicación, a elogio). So capa de citar lo censurable de una de las posturas mora­

les del catolicismo romano, cita lo censurable de una de las posturas morales del cristianismo (y de muchas otras reli­ giones). Hume escribe, «Es esencial a la religión católica ro­ mana el inspirar un odio violento hacia todo otro culto, y representar a todos los paganos, mahometanos y herejes como objeto de la ira y la venganza divinas» (p. 51). Segui­ damente describe un ejemplo artístico de «este fanatismo», con el debido cuidado de seleccionar su ejemplo del teatro francés. El ejemplo citado, presumiblemente de un drama­ turgo católico romano, proviene de una de dos obras fran­ cesas que Hume menciona. En el pasaje al que se hace refe­ rencia en la obra, el dramaturgo presenta con aprobación la violenta censura de un sacerdote hebreo a una mujer hebrea por haber charlado con un sacerdote de Baal. El ejemplo muestra por partida doble un fanatismo religioso dirigido a una religión extinta -el fanatismo de la presentación en tono de aprobación por parte de un dramaturgo cristiano del fanatismo del sacerdote judío. De este modo, Hume identifica al menos dos tipos apa­ rentemente distintos de méritos y defectos artísticos: los es­ téticos y los morales. Lo que no indica en el ensayo es si los méritos y defectos morales se ponen a prueba del mismo modo en que los méritos y defectos estéticos eran puestos a prueba, esto es, experimentándolos o imaginándolos aisla­ dos y en un alto grado para ver si evocan agrado o desagra­ do. La pregunta que se plantea es si Hume considera que los méritos y defectos morales son una cuestión de gusto y por consiguiente si están en un mismo pie de igualdad con características tales como la uniformidad y la fuerza de ex­ presión. Dudo que considere que este sea el caso, aunque Humé no trata el tema en su ensayo. En cualquier caso, Hume identifica tanto los factores estéticos como los mora­ les como méritos y defectos. Así, además de los principios de evaluación artística que conciernen cualidades estéticas, para Hume hay prin­

cipios de evaluación artística que conciernen a característi­ cas morales. Un ejemplo de un principio tal sería: La re­ presentación con aprobación de la inmoralidad, aislada del resto de propiedades de una obra¿de arte, siempre con­ tribuye a la devaluación de la obra. Utilizo el término «de­ valuación» aquí en lugar de «fealdad» ya que los defectos (y los méritos) morales no tienen el aspecto de contribuir a la fealdad o a la belleza.

La evaluación de las obras de arte En su ensayo, Hume, a diferencia de Hutcheson y Kant, no se preocupa por tratar de determinar el modo de evaluar las obras de arte, tanto en el sentido de que una obra sea buena, mala, mediocre o magnífica, como en el sentido de que una obra sea mejor que otra. Más bien, tal y como he­ mos apuntado en diversas ocasiones, lo que le preocupa es tratar de determinar el procedimiento para descubrir qué características de las obras de arte son méritos y qué caracte­ rísticas son defectos. Hume deja sin examinar las preguntas sobre (1) cómo las bellezas y los defectos artísticos de una obra de arte «se integran» para determinar el valor global de la obra -esto es, si se trata de una obra buena, de una mala, o de una indiferente- y sobre (2) cómo los méritos y los de­ fectos de las obras determinan el que una sea mejor que otra. De este modo, Hume deja sin plantear dos cuestiones centrales de la teoría del gusto. De haber tratado cualquiera de estas dos preguntas, Hume no lo podría haber hecho en el modo en que Hut­ cheson, por ejemplo, lo pudiera haber hecho o lo hizo. Considérese primeramente el problema de comparar la be­ lleza de dos obras de arte distintas. Hutcheson afirmaba que la posesión de una única propiedad compleja (la uni­ formidad en la variedad) es por lo general suficiente para

que un objeto sea bello. En su teoría, con independencia de lo difícil que resulte en la práctica, la comparación de la belleza de dos obras diferentes consistiría, al menos en principio, en determinar qué obra tiene mayor grado de la propiedad única que supuestamente basta para que los ob­ jetos sean bellos. Sin embargo, la situación en la teoría de Hume es muy distinta. Este afirma que hay muchas belle­ zas y defectos distintos que una obra de arte puede tener, y aunque no nos diga cómo lo hacen, serían las bellezas y los defectos de las obras los que determinan si éstas son bellas o feas. Así, en la teoría de Hume, el comparar la be­ lleza de dos obras de arte distintas no puede consistir sim­ plemente en determinar el grado en que una única propie­ dad aparece. Como ya hemos dicho, Hume no se ocupó de este problema, si bien su contemporáneo Gerard le prestó algo de atención, y lo que dice encaja con la teoría de Hume. Cito íntegras las observaciones de Gerard sobre las comparaciones: un análisis de las diversas com binaciones de cualidades que agradan o desagradan al gusto, nos perm itiría com ­ parar y precisar la situación de todos aquellos objetos que agraden m ediante la m isma com binación: el grado de estas cualidades, que pertenece a cada uno de ellos, puede por lo general determinarse con gran precisión; y todo aquel sentim iento que esté en desproporción res­ pecto al grado reconocido de las cualidades agradables de su objeto, puede con toda confianza com o incorrecto y pervertido ser censurado. La única dificultad estaría en decidirse entre objetos que, poseyendo diversas cualida­ des, produzcan especies distintas de placer. En esto, el prestar atención a las cualidades, así debe ser reconoci­ do, no puede servirnos de asistencia. Si bien este es un caso en el que rara» vez es necesario decidirse; suele darse una im propiedad al intentarlo. Para que los objetos pue­ dan ser com parados, deben tener algo en com ún: sola­ mente aquellos objetos que tengan alguna cualidad en

común pueden ser comparados respecto al grado de di­ cha cualidad3.

Gerard anticipa algunas de las cosas que Bruce Vermazen dice en su importante artículo «Comparing Evaluations of Works of Art»4. Al igual que Vermazen, observa que po­ demos comparar la misma propiedad en distintas obras. También dice, al igual que Vermazen, que cuando dos obras de arte tienen diferentes características valiosas, no se pue­ den comparar. Y, a diferencia de Vermazen, afirma que obras con las mismas propiedades valiosas pueden ser com­ paradas. Uno de los puntos más importantes de Vermazen es que incluso cuando dos obras tienen exactamente las mismas propiedades valiosas, las obras podrían no ser com­ parables si la posición de las propiedades valiosas cae dentro de ciertos patrones, pero Gerard no muestra tener concien­ cia de este tipo de casos. Teniendo en cuenta lo que dice Gerard, podemos ver que en el tipo de teoría de Hume no existe un modo gene­ ral de comparar el valor global de todas las obras de arte. Te­ niendo en cuenta lo que dice Vermazen, podemos ver que tales comparaciones son incluso más limitadas de lo que Gerard pudiera creer. La otra cuestión que Hume deja sin examinar en su en­ sayo es la del modo en que los méritos y los defectos «se in­ tegran» dando lugar a un valor global específico en una obra de arte. Las teorías de Hutcheson y Kant ofrecen una respuesta directa, aunque simplista, a este tipo de problema: una obra es bella si posee la única propiedad que basta para 3 Alexander Gerard, An Essay on Taste. 3.a ed. de 1780, Walter J. Hipple, Jr., ed. (Delmar, N.Y.: Scholars’ Facsímiles & Reprints, 1978), p. 259. 4 Bruce Vermazen, «Comparing Evaluations of Works of Art», reim­ preso en Art and Philosophy. W. E. Kennick, ed. (Nueva York: St. Martins Press, 1979), pp. 707-18.

que un objeto sea bello. Para la teoría de Hume, la situa­ ción no puede ser así de sencilla. De nuevo, aunque Hume no examina el problema, Gerard hace algunos comentarios que encajan con su tipo de teoría. Gerard escribe, N uestra satisfacción debe en cada caso ser sopesada contra nuestra aversión; bellezas contra defectos: mientras que no hayan sido comparados y medidos, no podremos form am os un juicio de la obra... en cada ejecución, las be­ llezas y los defectos se encontrarán en partes distintas. Una mente estrecha se fijará en una o en otra... Pero una persona de verdadero gusto formará su juicio solamente con el mérito sobrante, tras una precisa compa­ ración de las perfecciones y las faltas [de la obra]5.

Estas observaciones suponen, por supuesto, sólo un co­ mienzo que apunta a la solución del problema de cómo rea­ lizar evaluaciones globales específicas de las obras de arte. Para una discusión más completa sobre cómo una teoría como la de Hume puede hacer frente al problema de la eva­ luación específica de obras individuales, véase el capítulo noveno de mi libro Evaluating Art6.

5Gerard, An Essay on Tosté, pp. 138-39. 6 George Dickie, Evaluating Art (Filadelfia, Pa.: Temple University Press, 1988), pp. 129-55.

Evaluación general

Hutcheson y Hume En este capítulo trataré de mostrar que la teoría del gusto de Hume es muy superior al resto de las teorías discutidas. Teniendo en cuenta nuestras intuiciones sobre la belleza, el principal defecto de la teoría del gusto de Hutcheson es que se centra en una única, si bien compleja, propiedad como res­ ponsable de la belleza. De acuerdo con su teoría, salvo la uni­ formidad en la variedad, todas las propiedades se encuentran excluidas del domino de lo bello. La más obvia y desafortuna­ da exclusión es la del color; exclusión que en opinión de Hut­ cheson debe llevarse a cabo por tratarse de una idea «simple». Según Hutcheson, la razón de que las ideas simples, como la del color, se excluyan del dominio de lo bello resi­ de en el hecho de que sólo las ideas complejas pueden sus­ citar el sentido interno de la belleza. Hutcheson asume que los sentidos externos como la visión y el oído son los que, además de funcionar cognitivamente, pueden funcionar afectivamente, respondiendo a ideas simples para producir placer. Bajo su punto de vista, el color y otras ideas simples pueden producir placer, pero tales ideas no producen belle­ za ya que no interactúan con el sentido de la belleza en la producción de dicho placer.

La exclusión por parte de Hutcheson del color y de otras ideas simples del dominio de lo bello resulta de la conclusión de que hay un sentido interno de la belleza que sólo puede ser suscitado por ideas complejas. Tal y como se mostró en la última sección del primer capítulo, el argumento a favor de la existencia de un sentido interno de la belleza no es conclu­ yente. El argumento depende de dos supuestos: (1) que los objetos a los que los sentidos externos responden son siempre ideas simples y no ideas complejas y (2) que todos los place­ res derivan de un sentido. Sin embargo, ya que este segundo supuesto es inverosímil, el argumento no funciona y la exclu­ sión del color y de otras ideas simples queda sin justificación. Por supuesto, incluso aunque la argumentación de Hutche­ son no fuese defectuosa, sería un error concluir que el color no pertenece al dominio de la belleza. Hume no trata en ningún momento de afirmar que haya un sentido interno específico de la belleza o que la belleza sea siempre cuestión de ideas complejas. La abrumadora mayoría de las bellezas y defectos que cita son ideas complejas, si bien cita el grado de coloración (una idea simple) como una de las bellezas. Es más, en la única parte de su ensayo donde la cuestión del origen interno o externo del placer sale a la luz, casualmente dice que las cualidades del gusto se relacionan con el sentimiento (placer) bien mediante orígenes internos o bien externos. Hume escribe, Aunque es verdad que la belleza y la deform idad no son cualidades de los objetos más de lo que puedan serlo lo dulce y lo amargo, sino que pertenecen enteramente al sen­ timiento, interno o externo, debe admitirse que hay ciertas cualidades en los objetos que por naturaleza son apropia­ das para producir estos sentimientos particulares1.

1 David Hume, «Of the Standard of Taste», en Essays Moral, Pol cal, and Literary (Indianapolis, Ind.: Liberty Classics, 1985), p. 235.

Aunque se deja abierta la posibilidad de que haya senti­ dos internos y de que Humé pueda coincidir con Hutche­ son en que el placer (sentimiento) deriva de un sentido, ni las ideas simples quedan ligadas a los sentidos externos ni las complejas a los internos. De hecho, las observaciones de Hume dejan claro que piensa que la belleza y la deformidad se encuentran conectadas al sentimiento o al placer con in­ dependencia de una fuente interna o externa. El punto cla­ ve es que no se excluye al color o a otras ideas simples del domino de la belleza; por consiguiente, la teoría de Hume encaja con nuestras intuiciones acerca de las características que producen belleza. Con independencia de la cuestión de si las ideas simples producen belleza, Hutcheson no justifica su conclusión de que la uniformidad en la variedad sea la única idea comple­ ja que la produce. Tal y como se apuntó en la última sec­ ción del primer capítulo, Hutcheson sencillamente ignora todas las ideas complejas a excepción de la uniformidad en la variedad. Y, si bien es correcta su aseveración de que la uniformidad en la variedad produce belleza y el argumento a favor de ello persuasivo, el hecho de que no discuta nin­ guna otra idea compleja deja abierta la posibilidad de que haya otras que puedan producirla. De hecho, nuestras in­ tuiciones acerca de la belleza son que hay muchas ideas complejas productoras de belleza, como las formas elegan­ tes, las líneas curvas delicadas, y demás, conclusión que en­ caja perfectamente con los resultados de Hume. La opinión de Hutcheson de que solamente la uniformi­ dad en la variedad suscita el sentido de la belleza, excluyen­ do a cualquier idea simple, es tan poco intuitiva como con­ cluyente. Además, tal y como se mostró en la última [N. del T.: Todas las citas internas a Hume van referidas a la traducción de María Teresa Beguiristáin, 1989, La norma del gusto y otros ensayos, Ediciones Península: Barcelona.] La cursiva de la cita es mía.

sección del primer capítulo, el argumento a favor de la exis­ tencia de un sentido de la belleza tampoco es concluyente. La opinión de Hutcheson de que hay un sentido innato de la belleza que responde a una característica o característi­ cas de los objetos tiene la gran ventaja desde el punto de vista tradicional de eludir el relativismo al ligar la(s) caracte­ rística^) responsable(s) de la belleza a una facultad innata específica que todos los humanos supuestamente poseemos. La gran desventaja de su postura es que el argumento que emplea para tratar de establecer la existencia del sentido de la belleza no es concluyente. Hume debe de haberse dado cuenta de que el argumen­ to de Hutcheson no puede apoyar la conclusión metafísica de que hay un sentido interno que es la base de la teoría de la belleza. Y, sin duda alguna* pensó que una postura tal es insostenible. En cualquier caso, mientras que Hume deja abierta la posibilidad de que haya orígenes del placer tanto internos como externos, sus compromisos teóricos concier­ nen sólo a los fenómenos —al placer y a los objetos de la ex­ periencia que lo evocan-. Una consecuencia importante de que cuente solamente con los fenómenos es que esto permi­ te que surja la amenaza del relativismo, amenaza que cóm­ bate con su concepción de los principios del gusto y su for­ ma de descubrirlos. Al final, no obstante, reconoce un cierto tipo y grado de relativismo. En efecto, lo que hace es cariibiar una metafísica que carece de fundamento por un cierto grado de relativismo. En la Investigación sobre el origen de nuestras ideas de be­ lleza y virtud, Hutcheson atribuye el valor que la representa­ ción tiene en el arte a que ésta sea un elemento en un tipo particular de uniformidad. De acuerdo con su visión, la se­ mejanza entre una representación y su motivo constituye un ejemplo de uniformidad (del objeto complejo: represen­ tación/semejanza/motivo); la representación se interpreta como un elemento en este objeto complejo de la belleza.

Debido a que la uniformidad es valiosa (belleza), sus ele­ mentos tienen un valor dependiente. En su obra posterior, Hutcheson cambia de opinión y afirma que la representa­ ción en el arte es valiosa porque suscita un sentido de imita­ ción2. Desde esta perspectiva, la representación es valiosa con independencia de consideraciones de uniformidad. La explicación posterior de Hutcheson del valor de la re­ presentación conlleva la dificultad de que depende de la existencia de un sentido de imitación, una postura metafísi­ ca tan carente de fundamento como la de la existencia de un sentido de la belleza. Su explicación previa, ajena a la di­ ficultad de la dependencia última en la existencia de un sentido de la belleza que esté en armonía con la uniformi­ dad, también conlleva la siguiente dificultad. Al valorar una representación nos centramos y valoramos su parecido con el original y no la unidad del objeto constituido por la re­ presentación y su motivo como sus dos términos. Por el contrario, al depender sólo de los fenómenos, la postura de Hume consiste no sólo en valorar la representa­ ción independientemente, sino también en valorarla de dos modos diferentes. Hume señala explícitamente que valora­ mos las representaciones precisas («exactitud imitativa»), y da a entender que valoramos la representación de algunas cosas porque valoramos las cosas que se representan («pasio­ nes de carácter alegre y amoroso»). Existe un paralelismo interesante entre uno de los argu­ mentos de Hutcheson y uno de los de Hume, argumentos en los que ambos filósofos se centran en los casos más sim­ ples de características perceptibles. Es posible que haya una conexión histórica entre ambos argumentos, pero no voy a tratar de mostrarlo. Pudiera darse el caso de que Hume hu­ biera tomado el argumento de Hutcheson, lo hubiera refi­ 2 Peter Kivy, The Seventh Sense (Nueva York: Burt Franklin & Co., 1976), pp. 33-34.

nado, y usado en su ensayo. El argumento hutchesoniano consiste en el intento de mostrar que el sentido de la belleza es universal al genero humano. Tras creer haber probado que hay un sentido de la belleza y que su único objeto es la uniformidad en la variedad, Hutcheson produce un argu­ mento para mostrar que el sentido de la belleza es universal. El argumento presupone que algunas personas tienen un sentido de la belleza con la uniformidad en la variedad como su único objeto y que este sentido es la única fuente posible de la que el placer fruto de la uniformidad puede derivar. Hutcheson propone el siguiente argumento o prueba a favor de la universalidad del sentido de la belleza: tomemos sólo casos de uniformidad perceptible de una gran simplici­ dad, evitando todo caso complejo, de tal manera que todo el mundo sea capaz de distinguir la uniformidad de los casos bajo consideración. En uno de los muchos casos de unifor­ midad de fácil percepción que emplea, Hutcheson pregun­ ta, «¿A quién agradjaron] alguna vez... las desiguales pier­ nas, brazos, ojos o mejillas de una amante?»3. «A nadie», cree claramente que es la respuesta. Mediante este caso y mediante muchos como éste, Hutcheson concluye correcta­ mente que todo el mundo prefiere mayor uniformidad. Y, como señalé anteriormente, puesto que cree haber mostra­ do ya que el sentido de la belleza es la única fuente posible del placer fruto de la uniformidad, concluye de modo inco­ rrecto que el sentido de la belleza tiene carácter universal. Hume utiliza la reflexión sobre los casos simples de ca­ racterísticas perceptibles —esto es, características perceptibles 3 Francis Hutcheson, A k„ Inquiry Concerning Beauty, Order, Har mony, Design. Peter Kivy, ed. (La Haya: Martinus Nijhoff, 1973), p. 69. [N. del T.: Todas las citas internas a Hutcheson van referidas a la tra­ ducción de Jorge V. Arregui, 1992, Una investigación sobre el origen de nuestra idea de belleza, Editorial Tecnos: Madrid.]

que se dan aisladas y en un alto grado- como una prueba de si úna característica es el objeto de un principio del gusto. Tanto Hutcheson como Hume se centran en casos sim­ ples de características perceptibles. El primero utiliza la re­ flexión sobre los casos simples de uniformidad para tratar de mostrar que el sentido de la belleza es universal. Su línea de argumentación fracasa, consiguiendo mostrar solamente que una mayor uniformidad es preferible universalmente a una menor uniformidad. Hume por otro lado limita exclu­ sivamente su argumentación paralela a alcanzar conclusio­ nes acerca de características de la experiencia, en lugar de tratar de inferir una facultad subyacente, desligando de este modo el argumento de la metafísica de las facultades. El ar­ gumento de Hutcheson prueba que la uniformidad es el objeto de un principio del gusto. La versión de Hume del argumento prueba que la uniformidad y otras muchas ca­ racterísticas son objetos de principios del gusto. Los asociacionistas y Hume La teoría de Gerard se parece más a la de Hume que a la de Alison. Por consiguiente, comenzaré mi discusión de los asociacionistas comparando y contrastando la teoría de Ge­ rard con la de Hume, centrándome primeramente en caracte­ rísticas que la teoría de Gerard no comparte con la de Alison. Gerard, al igual que Hutcheson, se compromete a una metafísica de sentidos internos, específicos, del gusto. Pero, a diferencia de Hutcheson, afirma tener conocimiento de los sentidos internos del gusto basándose en el examen in­ trospectivo y así afirma ser capaz de conocer y describir el funcionamiento de tales estructuras metafísicas. No obstan­ te, Gerard tiene el mismo derecho que pudiera tener Hut­ cheson de afirmar que existen sentidos internos específicos del gusto, y la afirmación de que conoce el funcionamiento

de dichos sentidos tampoco está justificada. Hume, aunque parezca dejar abierta la posibilidad de que haya sentidos in­ ternos, no hace ningún hincapié en dicha noción y niega que las propiedades del gusto estén exclusivamente ligadas a ellos. Además, no trata de explicar cómo se producen los placeres del gusto; aquí, como en otros sitios, Hume se li­ mita a los fenómenos. Tanto Gerard como Hume multiplican el número de propiedades del gusto, el primero especificando sobre una docena y el segundo mencionando unas veinte característi­ cas distintas. Gerard da la impresión, al igual que Burke, de estar ofreciendo o tratando de producir una lista completa de propiedades del gusto. Por otro lado, con la mención ca­ sual de «bellezas» y «defectos» a lo largo de su ensayo, Hume da la impresión de estar simplemente mencionando algunas de las muchas propiedades existentes, sin tratar de proporcionar un listado completo. Ambos autores impulsan la teoría del gusto con la expansión del número de propie­ dades del gusto. El mayor defecto del punto de vista asociacionista—que comparten las teorías de Gerard y Alison- es justo el opues­ to de la teoría de Hutcheson. El principal problema para la teoría de la belleza de éste radicaba en la afirmación de que sólo una propiedad es responsable de la belleza de los obje­ tos, una concepción que no puede dar cuenta de innumera­ bles objetos de la belleza. El mayor defecto de la teoría del gusto de los asociacionistas reside en la afirmación de que cualquier objeto, por asociación, puede ser bello, sublime, y así sucesivamente, una concepción que irremediablemente adultera las nociones de belleza, sublimidad, así como otras características del gusto. Gerard relajó los vínculos entre el gusto y el mundo ma­ terial con la introducción de la asociación y la coalescencia de ideas en la teoría del gusto, si bien mantiene alguna co­ nexión entre el gusto y el mundo, y habla del esplendor del

color no asociado y de otros ejemplos. Alison rompe toda conexión entre el gusto y el mundo material, y afirma que los objetos del mundo material por sí mismos nunca po­ drán ser bellos o sublimes. Gerard no parece comprender una de las implicaciones del uso que hace de la asociación (y coalescencia) de ideas. Tras exponer su opinión sobre los sentidos internos y expli­ car cómo se supone que la asociación de ideas opera en el dominio del gusto, trata de desarrollar una noción de la norma del gusto, una noción que está totalmente reñida con el enfoque asociacionista. Si, por ejemplo, cualquier objeto nos puede parecer bello en base a la asociación, en­ tonces la noción de una norma del gusto para la belleza no tiene ningún sentido. De este modo, la teoría de Gerard su­ pone una mezcla sin integración de una postura como la de Hume, en la que determinadas propiedades se nos mues­ tran como las características del gusto que hacen que los objetos resulten bellos, sublimes, y demás, y de una teoría asociacionista que afirma que cualquier objeto puede adqui­ rir características del gusto con independencia de cómo sea. Por el contrario, aunque en el Tratado Hume hace uso de la noción de la asociación de ideas en relación al gusto, en su teoría madura tal y como aparece en «Sobre la norma del gusto», no la emplea. Ni siquiera menciona la asociación de ideas en esta última obra. La teoría de Alison, al contrario que la de Gerard, es una teoría integrada en tanto que no habla de sentidos liga­ dos a determinadas propiedades del gusto del mundo mate­ rial que hagan que los objetos sean bellos o sublimes; toda la discusión está dedicada a tratar de mostrar cómo la aso­ ciación (junto con la coalescencia) opera para que los obje­ tos resulten bellos o sublimes. Alison ni tan siquiera men­ ciona la noción de una norma del gusto. Aunque la postura de Alison supone una visión integra­ da, su teoría global está formada en realidad por afirmacio­

nes inverosímiles acumuladas, donde unas se derivan de otras. Alison afirma descubrir que todas las experiencias de belleza y sublimidad comienzan con la evocación de una emoción simple seguida de una serie de asociaciones unifi­ cadas con sus correspondientes emociones y placeres. En­ tonces sostiene que es obvio que las características del mundo material en sí mismas o por sí mismas no puedan evocar emociones, y que debido a ello, debe darse el caso de que los objetos de lo bello y lo sublime deriven su belle­ za y sublimidad de ser signos o expresiones de cualidades de la mente, el único tipo de cosas posibles que puede evo­ car emociones. De ahí concluye que las características del mundo material en sí o por sí mismas no pueden ser bellas o sublimes. También concluye que la asociación y la coalescencia de ideas operan entre las características del mun­ do material y las cualidades de la mente para producir la belleza y sublimidad que los objetos poseen. Incluso se pre­ tende que belleza y sublimidad puedan darse cuando la cualidad de la mente involucrada no sea ni bella ni subli­ me, de tal modo que belleza y sublimidad surgen, por de­ cirlo así, de la nada, esto es, de ideas asociadas, ninguna de las cuales es bella o sublime. No es preciso que argumente ahora contra los distintos elementos de esta teoría porque ya lo he hecho en la última sección del capítulo sobre Alison. Basta decir que si recor­ damos que de acuerdo con su teoría no hay distinción algu­ na entre el aspecto bello de las experiencias de belleza de co­ lor para un ciego como el Dr. Blacklock y para una persona que ve, la falsedad y la inverosimilitud de su teoría quedan suficientemente demostradas. Me gustaría reflexionar ahora sobre la motivación que subyace a la teoría de Alison, sobre qué es lo que le lleva a un extremo tal de inverosimilitud. Alison trata de relacionar la teoría del gusto con la teología, trata de relacionar la be­ lleza y la sublimidad del mundo material con Dios. Quiere

que la teoría del gusto dé a entender lo que al final de su li­ bro llama, «la alianza... entre tierra y cielo»4. Greo que pretende que la teoría del gusto sea algo así como una extensión de la prueba del diseño a Favor de la existencia de Dios., Esta versión ampliada de dicha prueba comienza con una clara evidencia de una clase especial de orden —la experiencia de lo bello y lo sublime- y termina supuestamente con la mente de Dios como un aspecto inte­ grante de la belleza y la sublimidad de los objetos naturales. Cuando al principio del libro, Alison (inverosímilmente) afirma, a diferencia de los otros teóricos del gusto, que la emoción es una parte esencial de las experiencias de lo bello y lo sublime, ya está preparando el terreno a la noción de las cualidades de la mente y en último término a su conclu­ sión teológica que concierne las cualidades de la mente de Dios, ya que más tarde argüirá que sólo las cualidades de la mente pueden evocar la emoción. La primera fase del argu­ mento es la siguiente: 1. Existen experiencias de objetos (materiales) bellos y sublimes, experiencias que esencialmente implican emo­ ción, y los objetos (materiales) de dichas experiencias son tanto artificiales como naturales. 2. Los objetos materiales no pueden en sí o por sí mis­ mos ser bellos o sublimes ya que la materia por sí misma no puede evocar emoción. 3. Las cualidades de la mente por sí solas pueden evocar emoción, así que los únicos objetos materiales que pueden evocar emoción son aquellos que son signos o expresiones de cualidades de la mente. 4. Luego, los objetos materiales bellos y sublimes lo son por ser signos o expresiones de cualidades de la mente. 4 Archibald Alison, Essays on the Nature and Principies o f Tosté, 5th ed. (Londres: Ward, Lock, and Co., 1817), p. 323.

Si aceptamos las dudosas premisas de Alison, se sigue la conclusión sobre las cualidades de la mente de la primera parte del argumento. Sin embargo, Alison pretende estable­ cer una conclusión teológica adicional, ya que en la recapi­ tulación que ofrece al final del libro escribe que «todas las obras de arte o diseño humano nos revelan directamente la sabiduría, la invención, el gusto, o la benevolencia del artis­ ta; y las obras de la naturaleza, el poder, la sabiduría, y la beneficencia del artista divino»5. De este modo concluye que la belleza y la sublimidad del mundo natural son signos o expresiones de («revelafciones]... [de]») las cualidades de la mente de Dios. Hutcheson y Gerard relacionan la belle­ za, la sublimidad, y el resto de las características del gusto con Dios al considerar que éste creó las bellezas y el resto de los objetos del gusto para el disfrute humano. Alison va más lejos; relaciona la belleza y la sublimidad no simplemente con la mediación creativa de Dios, sino que relaciona a éste con la belleza y la sublimidad de los objetos naturales de un modo lógico. Bajo su punto de vista, parte de lo que signifi­ ca que una obra de arte sea bella o sublime es que belleza y sublimidad sean signos o expresiones de las cualidades de la mente de Dios. Pero incluso aceptando las premisas y la conclusión de la primera parte del argumento según las cuales aquellos obje­ tos materiales que son bellos y sublimes lo son por tratarse de signos o expresiones de cualidades de la mente, la con­ clusión teológica adicional no se sigue. La tesis general de que los objetos materiales son bellos o sublimes porque son signos o expresiones de cualidades de la mente simplemente no tiene conexión particular alguna con la teología. Las cualidades de la mente que los objetos naturales bellos y su­ blimes indican o expresan podrían ser simplemente cualida­ des de la mente humaná o animal -como supuestamente es 5Alison, Essays on theNature and Principies ofTaste, p. 315.

el caso en los ejemplos que Alison proporciona-. Al hablar, por ejemplo, de la delicadeza del arrayán, ésta supuesta­ mente se deriva de la semejanza de ciertos aspectos del arra­ yán con aspectos de un individuo con una mente, pero la mente en cuestión no debe necesariamente ser una mente divina. Además, Alison en ningún momento trata de pro­ porcionar la premisa o premisas que serían necesarias para alcanzar la conclusión teológica. Dicha conclusión teológica muestra una falta de lógica. No hay duda de que Alison tenía en cuenta la concep­ ción común del siglo XVIII de que el orden natural del mun­ do implica un diseño; Alison debe de haber pensado que podría suponer la existencia de Dios a partir de esta base y que de la conclusión de que la belleza y la sublimidad son signos o expresiones de cualidades de la mente a la conclu­ sión de que la belleza y la sublimidad del mundo natural son signos o expresiones de cualidades de la mente de Dios sólo había un pequeño paso. Se trata, sin embargo, de un paso gigante que carece de fundamento, y la teoría del gus­ to de Alison como prueba del diseño ampliada fracasa. De las comparaciones realizadas hasta ahora en este ca­ pítulo, las teorías de Alison y Hume ofrecen el mayor con­ traste posible. Como acabo de señalar, Hume no hace uso de la asocia­ ción (y coalescencia) de ideas en la exposición madura de su teoría del modo en que Gerard y Alison emplean dichas no­ ciones, modo que irremediablemente adultera los conceptos del gusto. Tampoco afirma, como hace Alison, que series de asociaciones unificadas sean una parte esencial -o incluso una parte—del contenido de las experiencias del gusto. En «La norma del gusto», Hume parece haber desistido de cualquier intento de emplear la asociación de ideas de for­ ma positiva. Aunque tenga poco o nada que decir sobre la emoción en «La norma del gusto», está claro que Hume no afirma, como

hace Alison, que la emoción sea un aspecto esencial de las ex­ periencias del gusto. De hecho, la postura de Alison sobre la emoción le mantiene en una posición aislada y atípica; ni Hutcheson ni Gerard realizan comentarios similares. Dicho sea de paso, de las teorías discutidas en este libro, la de Ge­ rard es la más completa, detallada, y adecuada en el trata­ miento de la emoción en las experiencias del gusto. Sospecho que si bien no trató ese asunto en su breve ensayo, Hume está de acuerdo con Gerard en cuanto a esta cuestión. Ciertamente la visión de Hume está reñida con la de Alison, visión según la cual la belleza y la sublimidad de los objetos naturales son siempre signos o expresiones de cuali­ dades de la mente. Por supuesto, Hume no niega el valor productor de belleza o sublimidad de aquellas características que sean expresiones de cualidades de la mente; por ejem­ plo, Hume menciona específicamente las «imágenes de amor y ternura» y «lo conciso y lo enérgico» como bellezas, siendo estas características expresiones de cualidades de la mente. Además, cita muchas características no expresivas como bellezas, como por ejemplo, la uniformidad, la varie­ dad, el grado de coloración, y la exactitud imitativa. Finalmente, el autor de Diálogos sobre religión natural no tiene obviamente ningún deseo de relacionar la noción de Dios con la teoría del gusto y, por consiguiente, no tiene ningún motivo para tratar de ligar exclusivamente las carac­ terísticas que producen belleza o sublimidad a cualidades de la mente como parte de una estrategia global para insinuar que hay una conexión esencial entre Dios, por un lado, y la belleza y la sublimidad, por el otro.

Kant y Hume Kant sigue la tradición hutchesoniana al afirmar que existe una facultad del gusto y que ésta responde a una ca­

racterística específica de la experiencia, aunque en el caso de Kant la característica específica es la forma de la finalidad. Hutcheson argumenta a favor de la existencia de una facul­ tad del gusto universal a todos los seres humanos con el fin de garantizar la objetividad de los juicios de belleza y de protegerse del relativismo. Por supuesto, la existencia de una facultad del gusto, tal y como la concibe Kant, brinda­ ría el mismo tipo de garantía, si bien no siente la necesidad de una seguridad de este tipo. Kant inicia sus dos argumen­ tos a favor de la existencia de una facultad del gusto con la premisa de que los juicios de belleza, aunque en un sentido subjetivos, son objetivos en el sentido de que exigen apro­ bación. Con el empleo de ésta y de otras premisas, concluye que existe una facultad del gusto y que se trata del libre jue­ go armonioso del entendimiento y la imaginación. En la última sección del Capítulo sobre Kant mostré que ninguno de sus dos argumentos a favor de su concepción de la facultad del gusto es concluyente. En mi opinión es im­ posible establecer la existencia de una facultad del gusto tal y como la concibieron Hutcheson, Gerard, o Kant; en cual­ quier caso, ninguno de estos filósofos del siglo XVIII ofrece un argumento persuasivo a su favor. Hume consigue establecer la objetividad del gusto sin hacer uso de la noción de una facultad relacionada al reba­ jar la noción del objeto de un juicio de gusto. Tanto para Hutcheson como para Kant, un juicio de gusto tiene la for­ ma «Este objeto es bello». Como apunté al final del capítu­ lo quinto, Hume no dice cómo dar cuenta de los juicios que versan sobre los juicios globales de belleza. No obstan­ te, lo que sí dice es cómo dar cuenta de los juicios de gusto de la forma «Esta característica produce belleza», y cómo descubrir y justificar los principios pertinentes. Kant sigue también la tradición hutchesoniana al afir­ mar que existe únicamente una característica específica de la belleza que interactúa con la facultad del gusto y que es

suficiente para que un objeto sea bello. De acuerdo con la teoría de Kant, el que un objeto tenga la forma de la finali­ dad asegura su belleza. Esta postura acarrea al menos dos problemas serios. El primer problema lo comparte con la teoría de Hut­ cheson, a saber, que simplemente por el hecho de tener una propiedad que sea productora de belleza no se puede asegurar que un objeto sea bello; tiene que establecerse que la propiedad en cuestión está presente en un grado su­ ficiente como para superar el umbral de belleza. No es po­ sible que la teoría de Kant dé cuenta del requisito del um­ bral ya que el tener una forma de finalidad no es algo que pueda variar gradualmente con el fin de acomodar el con­ cepto de umbral. Hume no va al grano en su estudio cuando surge la cuestión del umbral de belleza. Sin em­ bargo, su teoría está admirablemente bien equipada para hacer frente a dicho concepto ya que afirma que hay mu­ chas propiedades que producen belleza y otras que la des­ truyen, y que son la clase de propiedades que varían de grado. La cuestión de cómo determinar la belleza global de un objeto aparece explícitamente, aunque de manera breve, en la teoría de Gerard, y el concepto del umbral de belleza está implícito en su discusión. La teoría de Hume se parece lo suficiente a la de Gerard como para dejar cla­ ro que el concepto de un umbral de la belleza aparece también implícito en su teoría. El segundo problema serio con la postura de Kant es que la forma de la finalidad (los sistemas) no es una carac­ terística que produzca belleza. Las formas de algunos sis­ temas («fines naturales») no son bellas en absoluto, y aun­ que algunos sistemas («fines naturales») tienen formas bellas, éstas no son bellas ya que son sistemáticas («finali­ dad»). El corazón de la teoría de Kant está fuera de pro­ pósito. La arrogante influencia de su teleología sobre la teoría del gusto es lo que le ha llevado ahí. En este respec­

to, la teoría de Kant se asemeja de algún modo a la de Alison. No existe la más mínima oportunidad de que un vesti­ gio de teleología asome en la teoría del gusto de Hume. Algunos pasajes de «La norma del gusto» tienen un ligero tono teleológico. Por ejemplo, Hume escribe que «hay ciertas cualidades en los objetos que por naturaleza son apropiadas para producir... sentimientos particulares» (la cursiva es mía)6. Una observación tal en el caso de Hut­ cheson, Gerard, Alison, o Kant constituiría una afirma­ ción teleológica, ya que todos ellos conciben la naturaleza como una creación divina. Cuando Hume emplea la ex­ presión «apropiadas por naturaleza», «apropiadas por» no connota ninguna acción intencional por parte de ningún agente. Kant estuvo aquejado, junto con Hutcheson, de la gran plaga filosófica de daltonismo del siglo XVIII en su peor for­ ma. ¡Su postura es que no existen experiencias de belleza de color! Alison, también aquejado, admite al menos experien­ cias de belleza de color, pero sorprendentemente concluye que, debido a que dicha belleza se deriva de asociaciones, las personas invidentes pueden tener acceso a estas expe­ riencias en su totalidad. Gerard señala muy brevemente que algunos colores son inofensivos al ojo y que existe lo que él llama «esplendor» del color, pero parece pensar que la ma­ yor parte de la belleza del color deriva, al igual que Alison cree que todo lo demás deriva, de asociaciones. De los cinco filósofos que hemos considerado, Hume es el único que no niega explícitamente la belleza del color, que no la trata como una mera cuestión de asociación, y que no considera la belleza del color no asociada como una clase menor. Es cierto que menciona meramente el «grado de coloración» como una más de las bellezas que cita sin llevar a cabo nin­ 6 Hume, «Sobre la norma del gusto», p. 34

guna discusión real sobre la belleza del color, pero en sus observaciones no hay nada que sugiera que piense que no es importante. Por supuesto, el ensayo de Hume es muy bre­ ve, y no trata de desarrollar una teoría detallada. Desafortu­ nadamente, todos los ejemplos en los que se centra son vir­ tualmente de naturaleza literaria, y este tipo de ejemplos aleja la discusión de consideraciones sobre cuestiones vi­ suales.

Indice analítico

Addison, Joseph, 49, 233, 252. Alison, Archibald, 13, 64, 69, 95, 229, 279; introspección en su método, 115-16; oscuridad de teoría del gusto, 17, 18. A priori: conceptos (las catego­ rías) de la mente, 170; nuevo sentido de Kant, 170. Ariosto, 237, 239. Aristóteles, 216. Armonía: de las facultades cogni­ tivas en Kant, 199, 200, 207, 208, 224, 225, 226-27; Ge­ rard sobre, 85; Hutcheson so­ bre, 85. Arte: Hume sobre la moralidad y el, 256-59. Arte bello: Kant sobre el, 209-14. Asociación de ideas, la, 20, 271; Alison y la asociación inferencial, 111, 121, 129; Alison y series de imágenes asociadas, 109-11, 114-15, 118, 121, 141-43; asociación accidental, 125, 130; coalescencia de ide­ as y, 65-88; coalescencia de ideas posibilita el asociacionismo, 137, 147-55; condición necesaria de la experiencia del gusto para Alison, 111; crea

belleza y sublimidad para Ali­ son, 119; y desacuerdo sobre el gusto para Hutcheson, 3233, 63; explicación general de, 50-51; y expresión en Ali­ son, 127; y Gerard, 69; Ge­ rard ignora, 93-95; Hume no hace uso de ella en «La norma del gusto», 229-30, 275; Hume sobre, 76; uso de Hut­ cheson de, 64-65; natural y accidental, 49-51; significado y uso de Gerard de, 74-75; sublimidad y uso de Gerard de, 73-74, 76-77. Baumgarten, Alexander, 163. Beck, Lewis White, 215. Belleza: Alison sobre belleza y emoción, 112, 135-36; Alison sobre belleza como expresión de cualidades de la mente, 131-32; Alison sobre belleza del color y persones ciegas, 131-32; concepto límite, 278; definición de Hutcheson de «belleza», 31-35; explicación de Alison de belleza del color, 129-132; explicación de Ali­ son de belleza en la música,

126-29; explicación de Ge­ rard de belleza, 77-84; expli­ cación de K ant de belleza excluye, 221; 221-24; explica­ ción de Kant de belleza no puede dar cuenta de grados de, 219-20; Gerard sobre ad­ quisición de belleza mediante asociación de ideas, 82-84, 135-36, 138; Gerard sobre belleza de color, 81-84; Ge­ rard sobre belleza de figura, 77-79; Gerard sobre belleza de utilidad, 79-81, 137; Ge­ rard sobre belleza global, 261; Gerard sobre comparaciones de, 260-62; Hume y belleza como concepto límite, 241; Hume no descarta belleza de color, 2 3 1 , 2 6 4-65, 279; Hume no menciona utilidad como, 229-30; Hume no tra­ ta cuestión de belleza global, 231, 235, 241, 250, 259-60, 261, 277; Hume sobre belleza de utilidad, 79; Hutcheson y belleza como concepto límite, 56; Hutcheson descarta belle­ za de color, 26-27, 40, 26364; Hutcheson y grados de, 241-42; Hutcheson sobre be­ lleza aboluta, 35-36, 43; Hut­ cheson sobre belleza de teore­ mas, 42; Hutcheson sobre belleza natural, 40; Hutche­ son sobre belleza relativa á la mente humana, 37; Hutche­ son sobre belleza representa­ cional, 42-43; Hutcheson so­ bre belleza representacional y no representacional, 35-36; inadmisibilidad de explica­

ción de belleza de Kant, 21520; Kant sobre belleza adherente, 214; noción de Gerard y Alison de belleza adquirida es una noción fantástica, 155; plausibilidad de explicación de belleza de Hutcheson, 216; sentido interno de, 24-36; uso ambiguo de Hutcheson de la palabra, 33-34. Blacklock, 131-32, 154-55,272. Bunyan, John, 233, 252. Burke, Edmund, 165, 216, 217, 270. César, 77. Churchill, Winston, 86. Cicerón, 77. Coalescencia dé ideas, 20, 68-69, 73-74, 270-71; y asociación de ideas, 65-88, 147; ayuda a crear belleza y sublim idad para Alison, 119-20; ignorada por Gerard, 94-95; posibilita el asociacionismo, 137, 14755. Comparación evaluativa: Hut­ cheson y Hum e, 263-69; Kant y Hume, 276-80; los asociacionistas y Hume, 26976. Corrección del gusto para Ge­ rard, 103-104, 107. Creencias: empíricas, 172-73; teleológicas, 172-73; transcen­ dentales, 172-73. Crítica de. la razón práctica, 184. Crítica de la razón pu ra, 165, 181, 183; sumario de elemen­ tos principales de, 168-72. Crítico, buen: explicación de Ge­ rard del, 92, 106-107; expli­

cación de Hume del, 232, 244-51.

Existencia y desinterés en Kant, 201-205.

Delicadeza de la pasión, explica­ ción de Gerard de, 97-99. Descartes, 42, 159. Desinterés: concepción ordinaria de, 203-204; en Hutcheson, 201-202, 203; en los juicios de belleza de Kant, 207; uni­ versalidad de los juicios de be­ lleza deducible de, 206; y Kant, 201-205; «Desplacer» para Hutcheson: e ideas sim­ ples, 46-47, 58-59; y la aso­ ciación de ideas, 47-48, 5859; y decepción, 47, 59.

Facultad del gusto: argumento de Alison Ú favor de, 279; argumento de Hutcheson a favor de, 27778; argumento de Kant a favor de, 277 argumento de Kant de que facultades cognitivas son la, 224-26, 230; Hume no es­ pecifica una, 231, 237, 264; para Alison imaginación y sen­ sibilidad, 117-18, 230; para Gerard, 64-65, 69-70, 81-84, 89-92, 156-57, 158-59; para Kant, 195-201, 224-27; para Kant facultades cognitivas en reflexión, 186, 276-79. Fe, Kant sobre cosas de la, 184. Finalidad: subjetiva, 186-87, 190-91; subjetiva especial, 191, 193, 199. Formalismo de Hutcheson, 28.

Emoción: Alison sobre cualidades que producen, 122-26, 14347; Alison sobre incapacidad de materia de producir, 12022, 144-45; la emoción sim­ ple inicia experiencia del gus­ to para Alison, 110, 121-22, 139-40; la visión de Alison de emoción y gusto es inadmisi­ ble, 141; necesaria para expe­ riencia del gusto de acuerdo con Alison, 136, 139, 14347; uso de «emoción» muy débil en Alison, 117-18; y cualidades de la mente en Ali­ son, 110-11, 122-24, 144-47. Emoción del gusto, 110-12, 11213, 121-22; estado de la men­ te más favorable a, 115-16; su complejidad, 112-13; sus cau­ sas en el m undo material, 111- 12. Estéticos: los juicios de gusto de Kant son, 202, 207, 210.

Galileo, 176. Gerard, Alexander, 13, 109, 111, 144-61, 226, 279; sobre el sentido interno, 23; teoría del gusto como callejón sin sali­ da, 18. Gusto: corrección del gusto para Gerard, 103-104, 106-107; explicación de Gerard del gus­ to en su justa medida, 94-99, 104-106; explicación de Ge­ rard del juicio global del obje­ to del, 105; explicación de Gerard del refinamiento del, 102-104. Gusto, desacuerdos sobre, y aso­ ciación de ideas para Hutche­ son, 32, 63.

Gusto, número de características del: explicación de Gerard del, 85-86; explicación de Hume del, 85; multiplicación de Gerard del, 161. Gusto, principio(s) del: Hume sobre, 235-43; Hume sobre conocimiento de objetos de, 243; Hume sobre discrepan­ cia afectiva y, 252-56; Hume sobre naturaleza lógica de, 235-36; Hume sobre la prue­ ba de, 244-52; Hutcheson sobre, 232, 236-37; Kant so­ bre, 194-96, 232; pluralidad de Hume de, 236, 255; prin­ cipios robustos y débiles, 238. Guyer, Paul, 207. Hechos, Kant sobre los, 184. Hipple, Walter J., 66. Homero, 243. Hume, David, 13, 14, 64, 106, 155, 196, 215, 277-78; filó­ sofo antiteleológico, 178; la suya es la mejor teoría del gusto, 18; su argumento basa­ do en la desproporción de los casos, 233-35; visiones escép­ ticas, 169. Hutcheson, Francis, 13, 95, 109, 112-13, 116, 139, 160, 196, 205, 215, 218, 229, 259, 276, 279. Ideas: Hutcheson sobre ideas simples y complejas, 27. Ideas estéticas: Kant sobre las, 210-14; unión de la belleza artística y la belleza natural en Kant, 211-12.

Ideas regulativas, guían pensa­ miento e investigación, 172. Imitación, sentido de: explica­ ción de Gerard de, 85; expli­ cación de Hume de, 266; ex­ plicación de Hutcheson de, 85, 266-67. Juicio: de belleza es individual para Kant, 207; determinan­ te, 174, 177, 196-97, 209, 224; Gerard sobre, 98-99; cómo juicios sintéticos a priori son posibles, 171-72; Kant sobre, 168-72; Kant sobre jui­ cios analíticos y sintéticos, 169-70; Kant sobre juicios a priori y a posterior, 170; refle­ xionante, 174-77, 196-97, 198, 209, 224. Kant, Im m anuel, 13, 14, 70, 160, 229, 259; teoría del gus­ to equivocada, 18, 19; teoría del gusto y teleología, 20, 185-214, 227-28. Kepler, 176. Kivy, Peter, 24 n.3; sobre Descar­ tes y Spinoza, 159; sobre cri­ terios de Hutcheson de un sentido, 54. Leibniz, 42, 219. Libre juego: de las facultades cog­ nitivas en Kant, 199, 200, 208, 209, 224, 225-26, 227. Locke, John, 22-24; sobre expe­ riencia como ideas, 50, 109; sobre sentido interno, 23. Metafísica, del siglo XVII, 165. Milton, John, 233, 252.

Moralidad, Hume sobre arte y, 256-59. Newton, 175, 176, 197, 198, 226. Norma del gusto: Alison no trata de especificar, 137, 160; como implicada por la expli­ cación de Hume, 252; expli­ cación explícita de Hume de la, 251; Gerard trata de espe­ cificar, 136, 160; Hume so­ bre, 232-33. Nouménicos, objetos: como ideas regulativas, 172; fuera de la experiencia, 172; suprasensi­ bles (Dios, sujeto, mundo ex­ terior), 173. Novedad: Gerard sobre la, 65-70. Objeto(s) del gusto: Hume sobre, 235-43; para Hutcheson uni­ formidad en la variedad, 3644, 2 3 0 -3 1 , 237-38, 239; para Kant, 187-95. Ogilby, 233, 252. Opinión, Kant sobre cosas de la opinión, 184. Platón, 216. Pluhar, Werner S., 176. Ramsey, Alian, 154-55. Refinamiento del gusto, explica­ ción de G erard, 102-104, 106-107. Reinhold, carta de Kant a, 166. Reflexionante, juicio, 196-97, 198; juicios de gusto como, 166, 226, 227; la pieza clave de la teleología de Kant, 196; su descubrimiento de sistema-

ticidad en la naturaleza, 18283. Relativismo: amenaza de explica­ ción de Gerard de sensibili­ dad al, 100, 104; combatido por Hume, 266; combatido por Hutcheson, 59-60, 22324; escepticismo combatido por Hume, 232; la explica­ ción de Gerard del refina­ miento combate al, 103; ga­ rantía de Kant contra el, 277; rechazo de Gerard del, 94-95; relativism o lim itado de Hume, 253-55, 266; temor de Kant al, 224; teoría de Hutcheson evita el, 266. Sancho, parientes de, 244-48, 250. Sensibilidad: amenaza de explica­ ción de Gerard al relativismo, 100, 103-104, 107; Gerard sóbrela, 99-102, 106-107. Sentido(s) interno(s): Alison no emplea lenguaje de, 135; crí­ tica a explicación de Gerard de sentido interno, 158-59; crítica a explicación de Hut­ cheson de sentido interno, 158-59; funciona necesaria­ mente para Hutcheson, 25, 34; Gerard especifica muchos, 230-31; Gerard emplea len­ guaje de, 135, 155-56; Shaftesbury sobre, 24. Sentido interno de la belleza: de Hutcheson como «caja ne­ gra», 65, 70, 135, 156; de Hutcheson que funciona in­ m ediatam ente, 32, 35; de Hutcheson y el color, 26, 40;

de Hutcheson y la costumbre, 49, 60-61; de Hutcheson y la educación, 49, 60-61; de Hutcheson y el ejemplo, 4950, 60-61; de Hutcheson y el conocimiento, 32; de H ut­ cheson y el placer, 28-29, 3132; de Hutcheson y la unifor­ midad en la variedad, 36-44; definición de Hutcheson, 2930; desinterés de Hutcheson, 35; función afectiva de Hut­ cheson, no cognitiva, 29; in­ nato de Hutcheson, 26, 35; Kant no refuta el sentido in­ terno de belleza de Hutche­ son, 225; prueba de universa­ lidad de Hutcheson, 44-46; sentido moral de Hutcheson como un, 65. Ver también Fa­ cultad del gusto, para Gerard. Sentido externo y placer para Hutcheson, 28-29. Sentido moral: un sentido del gusto para Gerard, 86-87; un sentido del gusto para Hut­ cheson, 64-65, 86-87. Shakespeare, 151. Sibley, Frank: cualidades estéti­ cas, 17, 19; sobre los princi­ pios del gusto, 242. Sistemas: como el gran arte de Dios, 189-90; dentro del sis­ tema de la naturaleza, 17678; forma de, 187-88, 18990, 191-92, 193, 200; y agregados, 188-89, 192. Sistematicidad de la naturaleza: 173-78, 182; sistemas dentro de la, 177; y fin no necesaria­ mente relacionados, 179.

Spinoza, 159. Subjetivos: los juicios de gusto de Kant son, 202. Sublimidad: Alison sobre subli­ midad y emoción, 112; expli­ cación de Alison de, 124-30; explicación de Alison de su­ blimidad en la música, 12730; explicación de Gerard de, 69-77; y empleo de Gerard de asociación de ideas, 7374. Teleología, 178; concepción de Kant de facultad del gusto parcialm ente derivada de, 185-86, 195-201; concepción de Kant del objeto del gusto derivada de, 185-86, 200; cre­ encias teleológicas de Kant, 172-73; de K ant, 164-65, 180-81, 184-85; encapsula te­ oría del gusto de Kant, 168; énfasis en introducciones a tercera Crítica, 164-67; fines no intencionales, 180; idea de naturaleza como creación di­ vina, 181-82; influencia sobre teoría del gusto de Kant, 278; juicio reflexionante pieza cla­ ve de teleología de Kant, 196; y belleza artística, 213-14; y belleza natural, 213-14; y teo­ ría de la evolución, 228. Teoría del gusto: bosquejo de ar­ gumento de Hutcheson a fa­ vor de, 21-22; características Hutchiesonianas estándar de, 164-65; comparación de las teorías de Gerard y Alison, 134-39; inverosimilitud de teoríai de Alison, 271-72; irrele-

vancia de corazón de teoría de Kant, 278; motivación teoló­ gica de teoría de Alison, 27175; principal defecto de teoría asociacionista, 270; principal defecto de teoría de Hutche­ son, 263, 270; resumen teoría de Alison, 109-13; teología y teoría de Hutcheson, 274; te­ oría de Alison es un asociacionismo absoluto, 134; teoría de Gerard es un asociacionismo parcial, 134; teoría de Ge­ rard es un callejón sin salida, 18; teoría de Hume no exclu­ ye color, 265; teoría de Hut­ cheson primera teoría sofisti­

cada en inglés, 17, 18; teoría del gusto de Hutcheson y teo­ logía, 22, 52. Trascendental(es): argum en­ tos, 171-72; creencias, 17273; principio de reflexión, 174. Uniformidad en la variedad, ar­ gumento de Hutcheson a fa­ vor de, 38-39, 55-57. Vermazen, Bruce, 261. Wolff, Christian, 163. Zweig, Arnulf, 166, n. 1.