Tucídides Guerrero, historiador, cronista

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Tucídides Guerrero, historiador, cronista

4 Donald Kagan Biografía g ) edhasa

D onald K agan (Kursénai, Lituania, 1932) es actualm ente Sterling Profesor de Clásicas e Historia en la U niversidd de Yale y está con­ siderado como una verdadera au­ toridad en historia y cultura de la Antigua Grecia. Su curso «Los orí­ genes de la guerra» ha sido uno de los más populares en la univer­ sidad durante veinticinco años. Ha publicado num erosos títu­ los sobre historia antigua y m ili­ tar, entre los que destaca La guerra del Peloponeso (Edhasa, 2009) y ha sido co-editor de dos libros de tex­ to su p erv en tas sobre la historia del m undo y la civilización occi­ dental. En 2002 recibió la National H um anities M edal.

ucídices (Atenas, ¿460 a. C ? - Tracia, ¿396 a. C?), sol­ dado e historiador, dio un espectacular salto a la m o­ dernidad al negarse a buscar explicaciones para el comportamiento humano en la voluntad de los dioses, o in­ cluso en la voluntad de las personas, convirtiéndose en el primer escritor en explicar una historia desde la propia pers­ pectiva humana. Donald Kagan, uno de los estudiosos de la Grecia clásica más destacados en todo el mundo, ilumina al gran historia­ dor y a su obra dentro de su propio contexto histórico, pero considerándolo, a la vez, un historiador revisionista. Kagan explica cóm o La guerra del Peloponeso difiere cuantitativa­ mente de otras obras escritas por contemporáneos del autor, y cómo y por qué permanece aún hoy en día como el primer texto moderno de historia política. Un texto que ha influen­ ciado espectacularm ente en la forma en que la historia ha sido concebida desde entonces, y, así, la grandeza y el poder de La guerra del Peloponeso - y de su autor,Tucídides- ha cau­ tivado por igual a lectores, historiadores y estadistas duran­ te dos mil años.

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Biografía

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DONALD KAGAN

TUCÍDIDES Cronista, guerrero, historiador

Consulte nuestra pagina web: www.edhasa.es En ella encontrará el catálogo completo de Edhasa comentado. T ítu lo original: Thucydides The reiuvention o f History

D iseño de la cubierta: Salva A rdid Asociados M apas de Jeffrey L. W ard

P rim era edición: mayo de 2014

© D onal Kagan, 2009 All rights reserved including the rig h t o f reproduction in w h o le or in p art ir any form T his edition published by arrangem ent w ith V iking a m em b er o f Penguin G roup (USA) Inc. © de la traducción: Carlos Valdés, 2014 © de la presente edición: Edhasa, 2014 Av. C órdoba, 744, 2° piso, unidad C Avda. Diagonal, 519-521 08029 Barcelona C 1 0 5 4 A A T T C apital Federal, B uenos Aires Tel. (11) 43 933 432 Tel. 93 494 97 20 A rgentina España E-m ail: info@ edhasa.es

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ISBN : 978-84-350-2583-6 Im preso en N ex u s/L arm o r D epósito legal: B. 6263-2014 Impreso en España

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Indice

Intro d u cción................................................................................

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1. Tucídides, el revisionista........................................................ 37 2. Las causas de la guerra: C o rc ira ............................................ 51 3. Las causas de la guerra: de Corcira al Decreto de M egara............................................................. 79 4. La estrategia de P e ric le s ........................................................ 99 5. ¿Fue una democracia la Atenas de P ericles?...................... 127 6. La victoria casual de Cleón en Pilos.................................... 147 7 .Tucídides y Cleón en A n fíp o lis............................................ 177 8. La decisión de emprender una expedición a Sicilia...... 203 9. ¿Quién fue responsable del desastre siciliano?................... 233 C o n clu sión...................................................................................

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N o ta s ............................................................................................

289

índice onom ástico......................................................................

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En memoria de Adam Parry, amigo y gran experto en Tucídides

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Mientras tanto, Demóstenes varaba y cercaba sus tres trirremes para protegerlos de la flota enemiga. Al no ser capaz de procurarse hoplitas convencionales en una tierra hostil y desierta, no tuvo más elección que equipar a las tripulaciones de sus naves, que ascendían a menos de seiscientos hombres, sólo con unos pobres escudos de mimbre. Justo entonces, nos cuenta Tucídides, un corsario mesenio, que transportaba armas y a cuarenta hoplitas, «llegó por casualidad». Su aparición no pudo haber sido un accidente, sino que debió de haber sido concertada con antelación por Demóstenes, quien aún mantenía estrechos contactos con los mesenios de Naupacto. Pese a todo, la fuerza ateniense que defendía el fuerte seguía siendo in­ ferior en núm ero y en armamento. Los espartanos atacaron precisamente donde Demóstenes es­ peraba, pero los atenienses se mantuvieron firmes. Al tercer día des­ pués del ataque, la flota ateniense regresó a Pilos desde Corcira. La batalla que hubo a continuación supuso una gran victoria para la armada ateniense y un desastre para los espartanos. Los atenienses navegaron con libertad alrededor de los hoplitas espartanos, los ais­ laron y los confinaron a la isla de Esfacteria. ★★★ Las repercusiones de la victoria naval de Pilos fueron inmensas. Des­ pués de pedir una tregua, los espartanos dieron comienzo a las ne­ gociaciones para una paz general y para la recuperación de su fuer­ za de Esfacteria. El código de honor espartano exigía a sus soldados la m uerte antes que el deshonor, y este golpe a la reputación y a la seguridad de Esparta fue enorme. La tregua exigía que Esparta entregase todas sus embarcaciones en calidad de rehenes. U n trirrem e ateniense transportó a los en­ viados espartanos a Atenas para las conversaciones de paz; la tregua se mantendría hasta su regreso, cuando los atenienses tendrían que devolver las embarcaciones espartanas en las mismas condiciones en

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que las recibieron. Cualquier violación de estos térm inos pondría fin a la tregua, lo cual daba una gran oportunidad a los atenienses: si las negociaciones fracasaban, podían simplemente denunciar un incumplimiento y quedarse con los barcos espartanos. Sin embargo, los espartanos no estaban en condiciones de rechazar esos términos, ni siquiera con ese resquicio tan desfavorable. Esparta presentó sus condiciones de paz a la asamblea atenien­ se admitiendo que de m om ento los atenienses les sacaban ventaja, pero recordándoles que su victoria no era resultado de un cambio fundamental en el equilibrio de poder. Lo prudente sería que fir­ maran la paz mientras la ventaja fuese suya. A cambio de los prisio­ neros de Esfacteria, los espartanos proponían una alianza ofensiva y defensiva con Atenas. Los atenienses debieron de entender que, una vez recuperasen sus rehenes, los espartanos podrían reanudar la guerra en el m om en­ to en que quisiesen y que, mientras los hombres de Esfacteria per­ maneciesen en manos atenienses, en la práctica tenían una garantía de paz. A un así, podría parecer que los atenienses deberían haber aceptado el ofrecimiento espartano en representación del tipo de paz que Pericles buscó desde el principio de la guerra. Tucídides deja clara su propia postura al comentar que, rechazando la propo­ sición espartana, «ansiaban más» (IV, 21, 2), con lo que se refiere a que la codicia, la ambición y la expansión del imperio eran las m o ­ tivaciones principales. N o obstante, esta conclusión no era, desde luego, el punto de vista de los atenienses en aquel momento. Tenían de hecho buenas razones para querer algo más que la simple pro­ mesa de la buena voluntad espartana en el futuro y una alianza que dependía de la continuación de esa buena voluntad. Incluso si los espartanos eran sinceros en su ofrecimiento, la facción que entonces estaba proponiendo paz y amistad podía no mantenerse en el poder. Fue la inconstancia de la política interna espartana lo que co n tri­ buyó a provocar el conflicto; del mismo modo, los partidarios de la guerra se sintieron lo bastante fuertes como para rechazar una ofer-

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ta de paz de Atenas en 430. ¿Por qué la beligerancia no iba a tomar de nuevo la delantera en cuanto las condiciones fuesen favorables? Por otra parte, dista m ucho de estar claro que se hubiese con­ seguido el objetivo de Pericles cuando los espartanos llegaron a ofrecer la paz en 425. Los propósitos de Pericles, recordemos, eran en gran m edida psicológicos: no esperaba dejar a los espartanos incapacitados para la guerra contra Atenas, sino más bien reacios a ella. Aquello dependía de convencer a los espartanos de que no tenían el poder de derrotar a Atenas, pero el tenor del discurso de los espartanos revela que no se consideraban superados. Creían, más bien, que en cualquier m om ento podrían invertir el dom inio ateniense de entonces. «Este infortunio que hemos sufrido no pro­ viene de nuestro deseo de poder o de que, tras habernos engran­ decido, nos volviésemos arrogantes. Al contrario, aunque nuestros recursos siguen siendo los mismos calculamos erradam ente, y de este error todos los hombres son responsables p or igual» (IV, 18, 2). Desde el punto de vista ateniense, a su vez, los espartanos no habían aprendido nada de provecho. Firmar una paz con un ene­ migo que seguía m anteniendo opiniones semejantes provocaría sin duda las preguntas que plantea un historiador sobre la paz que deseaba Pericles cuando estalló la guerra: «¿Acaso una paz seme­ jante iba a garantizar que Esparta no volviese a reanudar la guerra en un m om ento oportuno? ¿Era aquel un objetivo que hubiese m erecido un sacrificio tan grande? ¿Habrían vuelto a estar enton­ ces Atenas y, en especial, sus aliados en posición y con el ánimo de realizar esos sacrificios por segunda vez?»12. Los atenienses debieron de plantearse esas cuestiones, si bien Tucídides no informa de ninguno de los discursos que siguieron a la propuesta espartana. D e hacerlo, habría situado la opinión de Cleón, a quien Tucídides reincorpora en este punto, en el contexto de otras opiniones bastante parecidas. En cambio, en el relato del historiador, Cleón destaca sólo entre los atenienses como un extre­ mista temerario y ridículo.

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Cleón lideró la oposición al ofrecimiento espartano y, así como Tucídides lo llamó «el más violento de los ciudadanos y, en aquel tiempo, quien más influía, con mucho, en el pueblo» (III, 36,6), ade­ lantándose a su discurso sobre Mitilene en 427, aquí lo define como «un demagogo de aquel tiempo y el más influyente entre el pueblo» (IV, 21, 3)13. C on semejante caracterización perjudica de manera eficaz la política que recomendará y las acciones que emprenderá Cleón. Al rechazar las condiciones espartanas para la paz, Cleón hizo una contrapropuesta: que los espartanos sitiados en Esfacteria se rin­ diesen y fuesen llevados a Atenas y mantenidos allí como rehenes. Los espartanos debían entregar también Nisea y Pegas, los puertos de Megara, y Trecén y Acaya, puesto que todos estos lugares fueron arrebatados a Atenas en el curso de la guerra, sino que se habían rendido «mediante un acuerdo anterior por causa de una desgracia, en una época en que ellos tenían más inquietud a establecer un tra­ tado» (IV 21, 3). (Se refería al año 445, cuando un ejército espartano superior se desplegó por la llanura del Ática.) Sólo entonces, argu­ mentaba, los atenienses devolverían a los prisioneros y accederían a una paz duradera. Los espartanos no rechazaron aquellas condiciones de plano, sino que solicitaron el nom bram iento de una comisión con la que pudiesen negociar más en privado. Cleón respondió denunciándo­ los con violencia por ocultar sus malas intenciones mediante secre­ tos: los desafió a que, si tenían algo decente que decir, lo presentaran abiertamente ante la asamblea. Pero, dado que los espartanos no po­ dían discutir la posible traición de sus aliados en un foro público, se dieron por vencidos y volvieron a casa. Resulta tentador culpar a Cleón de haber roto las negociacio­ nes, puesto que no se habría perdido nada y se podría haber ganado mucho en unas conversaciones privadas. Pero, para ser realistas, ¿qué se podría haber conseguido? Supongamos que los atenienses hubie­ sen votado a favor de negociar en secreto con una comisión. C on el equilibrio de poder que había en Atenas, Nicias y sus seguidores

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habrían dominado las negociaciones. Impacientes por conseguir la paz, sinceros en sus deseos de amistad con Esparta e inclinados a creer en su buena fe, estos hombres habrían llegado a unas condi­ ciones m uy atractivas para los atenienses, incluidas, quizás, una alian­ za, promesas de eterna amistad, la restauración de Platea e incluso el abandono de Megara. A cambio, los espartanos sólo habrían pe­ dido la liberación de los hombres de Esfacteria y la evacuación de Pilos, peticiones que hubiesen sido difíciles de rechazar. La sugerencia de que los espartanos podrían haber estado dis­ puestos a renunciar a Megara, o al menos a sus puertos, era, sin em ­ bargo, irreal. Puede que Esparta hubiera abandonado el noroeste e ignorado las demandas de C orinto respecto a Corcira y Potidea, pero de haber renunciado a Megara habría situado el poder de Ate­ nas directamente en el istmo y habría separado a Esparta de Beocia y la Grecia central. C on ese movimiento, su credibilidad como líder de su alianza habría quedado destruida, pues para respetar tal com ­ prom iso Esparta hubiese tenido que abandonar a sus principales aliados e incluso, bajo las condiciones de la alianza propuesta con Atenas, luchar junto a los atenienses contra ellos. Seguramente C o ­ rinto, Tebas y Megara resistirían. U n acuerdo como ése era, desde luego, imposible. El resentim iento consiguiente pronto llevaría a hostilidades y a la guerra, con una menguada capacidad de hacerle frente por parte de Esparta. Cleón y los atenienses que lo apoyaban tenían abundantes razones para negarse a unas negociaciones secre­ tas con Esparta. C on todo, si no había nada que ganar con unas conversaciones secretas, los atenienses sí tenían algo que perder: una demora podía perm itir que los hombres de Esfacteria escapasen. El bloqueo ate­ niense de la isla no podría mantenerse durante el invierno y enton­ ces los hombres atrapados allí podrían huir si no se hubiese acorda­ do la paz. Cada día que la tregua perm itía que se llevase comida a Esfacteria era otro día que la isla podía resistir, increm entando la posibilidad de que Atenas perdiese su mejor baza.

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Este debate marca un punto de inflexión crítico en la política ateniense. Hasta entonces, hablar de llegar a un acuerdo con Espar­ ta era traición evidente; después fue un rum bo que los patriotas p o ­ dían recomendar sin tener remordimientos. Las metas de la guerra para Pericles, la restauración del statu quo prebélico, la conservación del im perio y el final de la cruzada espartana contra él eran cosas que parecían fáciles de conseguir. Algunos atenienses podrían haber argumentado que una paz semejante no era suficientemente segura y que Pericles habría exigido mayores garantías, pero cualquier per­ sona sensata podría responder que lo inteligente era confiar en Es­ parta y abrir camino a un acuerdo duradero. Es probable que Nicias fuese de este mismo parecer en 425. Sin embargo, C león tenía unos objetivos bastante diferentes. Prácticamente exigía el retorno a la situación ideal que existía antes de la Paz de los Treinta Años de 445, cuando Atenas controlaba M e­ gara, Beocia y otras partes de la Grecia central, así como varias ciu­ dades costeras del Peloponeso. Los atenienses fueron forzados a aban­ donar esos territorios, según creía él, como resultado de un acuerdo firmado bajo presión, por causa de ciertas «desgracias». C on la ven­ taja de lo acaecido en Pilos y Esfacteria, insinuaba Cleón, los ate­ nienses tenían que insistir en el regreso a las condiciones anteriores, cuando la paz no dependía de los caprichos de las políticas de Es­ parta o de expresiones de su buena voluntad, sino que estaba garan­ tizada porque Atenas era dueña de posiciones defensivas estratégicas. ★★★ El regreso a Pilos de los embajadores espartanos puso fin a la tregua, pero los atenienses, alegando infracciones por parte de Esparta, se negaron a devolver los barcos tomados como rehenes. Ahora los ate­ nienses se dedicaron a capturar a los hombres de Esfacteria y envia­ ron veinte barcos adicionales para reforzar el bloqueo. Confiaban en un rápido triunfo, pues en Esfacteria no había alimento y sólo agua

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salobre, y la flota ateniense tenía el control de todos los accesos a la isla. Pese a todo, los espartanos desplegaron un sorprendente inge­ nio para m antener con vida a los hombres de Esfacteria hasta m u­ cho después de su esperada rendición. C on el tiempo, los mismos atenienses empezaron a sufrir esca­ sez de provisiones y el inicio del invierno obligó a que levantaran el bloqueo, pues impedía la llegada regular de barcos de suministros. C om o pasaba el tiempo y los espartanos no enviaban más embaja­ das, se extendió el tem or a que confiaran en recuperar a sus hom ­ bres y a que al final Atenas saliese de aquel punto m uerto sin una gran ventaja estratégica o una paz negociada. Cuando la asamblea ateniense supo del alarmante estado de las cosas en Pilos, Cleón y su política fueron objeto de ataques.Tucídides describe esta sesión con gran detalle en una de las partes más nota­ bles de su historia. A pesar de la dramática naturaleza del debate, no relata ningún discurso directo y en cambio ofrece breves narraciones de lo que se dijo, completándolas con sus interpretaciones de lo que tenían en mente los oradores cuando hablaban. Su descripción de esta importante asamblea merece un cuidadoso examen. Cuando los m en­ sajeros transmitieron a los atenienses las malas noticias de Pilos, Cleón los acusó de no decir la verdad, «consciente de que sus sospechas iban dirigidas contra él porque impidió el tratado» (IV, 27, 3). Los mensa­ jeros invitaron a los atenienses a designar una comisión para poner a prueba la veracidad de su informe; éstos accedieron y eligieron a Cleón como uno de los encargados de ello. Sin embargo, Cleón protestó di­ ciendo que enviar una comisión allí era malgastar un tiempo que po­ día hacerles perder la gran oportunidad. En su lugar, recomendó que, si creían que los informes de Pilos eran ciertos, debían enviar una fuerza adicional para atacar la isla y capturar a los hombres. Así lo hizo, «a sabiendas de que -si iba a Pilos—se vería obligado a decir lo mis­ mo que dijeron los hombres a los que había difamado o, si decía lo contrario, sería considerado un mentiroso» (IV, 27, 4). Además, «vio que los atenienses estaban más dispuestos entonces a organizar una

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expedición» (Ιλζ 27,5). Después se volvió y apuntó con u n dedo cen­ surador a su enemigo Nicias y afirmó que sería muy sencillo, si los generales eran verdaderos hombres, llevar una fuerza adecuada a Pi­ los y capturar a los hombres de la isla. «El mismo lo haría si estuviera al mando» (IV, 27, 5). Según relata Tucídides, los atenienses preguntaron a Cleón por qué, si el trabajo era tan fácil, no zarpaba él en persona. Nicias, cap­ tando el hum or del gentío y «dándose cuenta de la pulla de Cleón» (IV, 28,1), añadió que los generales se alegrarían de que Cleón eli­ giese una fuerza a su gusto y lo intentara. Al principio Cleón estu­ vo a punto de aceptar, «creyendo que el ofrecimiento era sólo una estratagema», pero entonces, «cuando entendió que la oferta de ce­ der el m ando era genuina» (IV, 28, 2), se echó atrás, afirmando que era Nicias el general y no él. Pero Nicias insistía en animarlo a em ­ prender la campaña, ofreciéndose a renunciar a su propio cargo y llamando al pueblo ateniense a ser testigo de su acción. Cleón se­ guía intentando zafarse de la proposición, pero los atenienses, «como acostumbra a hacer la gente» (IV, 28,3), apremiaban a Nicias a aban­ donar el mando y a Cleón a aceptarlo. Por fin, Cleón, «al no tener ya forma de escapar a las consecuencias de su proposición», accedió a encabezar la expedición. N egando que tuviese miedo de los es­ partanos, propuso zarpar sin ningún tipo de refuerzos atenienses, llevándose únicamente un cuerpo de tropas lemnias e imbrias que había en Atenas, unos peltastas de Ainos y cuatrocientos arqueros de algún otro sitio. C on esos hombres y los que ya estaban en Pilos, prometió que, en veinte días, «¡o bien traía a los espartanos vivos, o bien los mataba allí mismo!» (IV, 28, 4). ■ Esta extravagante fanfarronada provocó carcajadas en el audi­ torio, pero, de entre todos, los «moderados» (sophrones) llegaron a la conclusión de que aquello tendría como resultado una o dos bue­ nas consecuencias: «O bien se librarían de C león, cosa que ellos consideraban la más probable, o, si aquel juicio era erróneo, él m is­ mo pondría a los espartanos en sus manos» (IV, 28, 5).

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Ésta es la narración del acontecimiento que hace Tucídides, úni­ ca en carácter y estilo. Com o dice un especialista en el historiador: «El relato, por lo general tan sobrio, asume aquí el estilo de la come­ dia: fanfarronería, improvisación, desfachatez, todo esto se encuentra aquí»14. La reacción de la asamblea ateniense es la única carcajada do­ cumentada en la, por otra parte, seria historia de Tucídides. La razón de incluir esto en su descripción de la asamblea es recalcar lo absurdo de la promesa de Cleón, y tendrá la ventaja adicional de socavar la gran­ deza e im portancia de la hazaña de Cleón cuando esa promesa se cumpla. Este episodio resulta también sorprendente en que, mientras que Tucídides no recoge discurso alguno, sino que caracteriza sólo unos momentos escogidos, en la práctica el historiador afirma ser ca­ paz de leer las mentes de los contendientes, especialmente la de Cleón, al afirmar que sabe lo que notan, piensan y pretenden. Es posible que hubiese interrogado a Nicias acerca de sus motivaciones después de lo sucedido, pero sin duda no al despreciable Cleón. N o obstante, si se toman en serio, los informes sobre las motivaciones de Cleón son una poderosa arma para la interpretación. Aparte de estas cuestiones de estilo, la narración de Tucídides está plagada de dificultades interpretativas. ¿Cuál fue el propósito para el que se convocó la sesión de la asamblea o, si el debate tuvo lugar en una sesión normal, cuál fue el tema central? ¿Cómo pudo Nicias ofrecer un cargo a Cleón en nombre de todos los generales, cuando la strategia no tenía generalísimo y no se nos habla de nin­ guna consulta entre los generales? ¿Cóm o pudo Nicias ofrecer su renuncia a su puesto cuando no se nos ha contado que lo hubiera re­ cibido? ¿Por qué estaban los lemnios, los imbrios y los peltastas de Ainos tan convenientem ente presentes en Atenas justo en el m o­ m ento apropiado? La narración de Tucídides no ofrece respuestas claras o definitivas a estas cuestiones, pero debemos intentar recons­ truir los acontecimientos, tenerlos en cuenta. El propósito de la sesión fue probablemente discutir una soli­ citud de Demóstenes pidiendo refuerzos para atacar Esfacteria. N o

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cabe duda de que Cleón mantenía una estrecha comunicación con Demóstenes y conocía su plan para atacar la isla. Demóstenes ya ha­ bía empezado a hacer preparativos para el ataque, solicitando a los aliados de los alrededores refuerzos adicionales. También debió de pedir las fuerzas con instrucción especial que necesitaba para cap­ turar a los hombres de Esfacteria, pues el tipo de tropa de armamen­ to ligero necesario para la campaña ya estaba en Atenas cuando tuvo lugar el debate. Cleón era la elección natural para actuar como de­ fensor de Demóstenes, pues era el mayor partidario declarado del rechazo al ofrecimiento de paz espartano y tendría que rendir cuen­ tas si a los hombres de Esfacteria se les permitía escapar. Por el m o ­ mento, Nicias se había manifestado a favor de una paz negociada y temía que la captura de los espartanos encendiese los ánimos agre­ sivos de Atenas e hiciese imposible esa paz. En consecuencia, puede que estuviese deseando retrasar el ataque todo lo que pudiese con la esperanza de llegar a un acuerdo antes de que fuera demasiado tarde. Sin duda se oponía a la petición de refuerzos para lanzar un ataque sobre la isla. Cleón presionaba a la asamblea para el envío de tropas adicio­ nales, medida que debía ser aprobada en votación por la misma, y apuntaba a Nicias como comandante. Entonces los atenienses, en­ redados en su juego, preguntaron a Cleón por qué, si creía que la tarea era tan sencilla, no hacía él en persona el viaje. Sus intentos de esquivar el encargo sólo consiguieron que la asamblea lo presionara con más fuerza. Al detectar la turbación de su oponente, Nicias re­ pitió su ofrecimiento con la esperanza de desacreditar com pleta­ m ente a Cleón y la concurrencia se sumó enseguida, unos en serio, otros por pura hostilidad hacia Cleón y otros más por simple diver­ sión. Cleón no tenía más opción que aceptar el m ando y decidió hacerlo con bravuconería, haciendo aquella promesa que provocó las carcajadas de los atenienses. Tucídides presenta el com prom iso de C león de triunfar en veinte días y sin emplear a ningún hoplita ateniense como una de­

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mostración de fanfarronería o de temeridad, pero de hecho no fue ninguna de las dos cosas. Puesto que el plan de Demóstenes era ata­ car en cuanto dispusiese de las tropas necesarias con armamento li­ gero, era inevitable tom ar una decisión rápida: Cleón sabía que ten­ dría éxito en veinte días o no lo tendría en absoluto. C on todo, la actitud que Tucídides atribuye a los sophrones (‘moderados’) resulta difícil de entender, menos aún de excusar. El hecho de que los pa­ trióticos atenienses pudiesen acceder a entregar el mando de la ex­ pedición ateniense y la responsabilidad p o r las vidas de soldados aliados y marinos atenienses a un hom bre de quien pensaban que era claramente un insensato, por no decir incom petente, revela de manera alarmante no sólo el peligro latente en las divisiones surgi­ das entre los atenienses como resultado de lo acaecido en 425, sino también el desprecio con el que Tucídides llegó a considerar la de­ mocracia posterior a Pericles. ★ ★ -*r

Cleón nombró a Demóstenes su co-comandante y le envió un m en­ saje com unicándole que la ayuda iba en camino. Sin embargo, en Pilos Demóstenes no sabía si atacar los espesos bosques de Esfacte­ ria, donde se ocultaba un número desconocido de hoplitas esparta­ nos, cuando, una vez más, la suerte parece haber favorecido a los osados. Tucídides nos cuenta que un contingente de soldados ate­ nienses provocó un incendio forestal por accidente, al parecer otro golpe de suerte. N o obstante, el lector cuidadoso se preguntará si este aconteci­ miento crucial fue verdaderamente resultado del azar. En su campaña de Etolia del año anterior, las tropas de Demóstenes, atrapadas, se apre­ suraron a entrar en un bosque, pero los etolios «llevaron fuego y lo extendieron por todo el bosque». Eliminado de esta forma el escon­ dite de los que huían, «todo tipo de destrucción aconteció al ejército ateniense» (III, 98,2). De hecho, sería una enorme coincidencia si se-

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mejante estratagema arrojase el mismo resultado, no p o r imitación deliberada, sino por accidente. E n poco tiempo todo el bosque fue quemado y Demóstenes pudo ver que los espartanos eran más nu­ merosos que lo que había calculado.También descubrió lugares en los que desembarcar con seguridad que antes estaban ocultos y se dio cuenta de que una de las grandes ventajas tácticas del enemigo ya no existía, eliminada por el fuego. Cuando Cleón llegó con las tropas es­ peciales de refresco, Demóstenes estaba dispuesto a poner en práctica las valiosas lecciones aprendidas en Etolia. Justo antes del alba desembarcó en la isla y vio que la mayor parte de las tropas espartanas estaban concentradas cerca del centro de la isla, protegiendo su suministro de agua, mientras que otro con­ tingente estaba cerca de su extremo norte, frente a Pilos, lo que de­ jaba sólo treinta hoplitas para guardar el punto de desembarco en el extremo sur. Después de haber observado durante tantos días cómo los atenienses navegaban sin causar daños, esta pequeña fuerza es­ partana fue sorprendida aún durm iendo y rápidamente aniquilada. Los atenienses desembarcaron el resto de sus fuerzas: hoplitas, pel­ tastas, arqueros e incluso la mayoría de los remeros, ligeramente ar­ mados, de la flota. Casi ocho mil remeros, ochocientos hoplitas, el mismo número de arqueros y unos dos mil soldados de infantería ligera se enfrentaban a los cuatrocientos veinte espartanos. Demóstenes dividió a sus tropas en compañías de doscientos hombres que se apoderaron de todas las elevaciones de la isla, de form a que cuando los espartanos combatiesen se encontrarían al enemigo en su retaguardia o en sus flancos. La clave de la estrategia era el uso de tropas de armamento ligero, pues «eran las más difíci­ les de combatir, puesto que luchaban a distancia con flechas, jabali­ nas, piedras y hondas. N o era posible atacarles, pues incluso en la huida m antenían la ventaja, y cuando sus perseguidores se daban la vuelta, ellos los perseguían otra vez.Tal era el plan con el que D e­ móstenes planeó prim ero el desembarco y en la práctica fue cómo organizó sus fuerzas» (IV, 32, 4).

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Al principio los espartanos se pusieron en fila frente a los h o ­ plitas atenienses, pero los soldados de armas ligeras hicieron caer éstas sobre ellos desde el flanco y la retaguardia, mientras los h o ­ plitas atenienses se m antenían a distancia y observaban. El hopli­ ta espartano intentaba cargar contra sus atacantes, que con faci­ lidad se p o n ía n a salvo en te rre n o elevado y ab ru p to que los hoplitas no podían alcanzar. C uando las tropas de arm am ento li­ gero se dieron cuenta de que el enem igo se venía físicam ente abajo p o r sus vanos intentos de persecución y estaba m enguado p or las bajas, a su vez cargaron contra los espartanos, gritando y lanzando sus proyectiles mientras se acercaban. El inesperado cla­ m or desconcertó a los espartanos e im pidió que oyesen las órde­ nes de sus oficiales. H uyeron al extrem o norte de la isla, donde la mayoría de ellos se escondieron tras la fortificación para resistir posteriores ataques. Después de un rato, la infantería ligera lanzó un im portante ataque contra los hoplitas espartanos. Confusos y desesperados, és­ tos cerraron filas y se retiraron a la zona norte de la isla, donde la mayoría de ellos se sumaron a la guarnición del interior del fuerte. En aquel m om ento el general mesenio C om ón se acercó a Cleón y a Demóstenes con un plan para atacar a los espartanos por la re­ taguardia. Los espartanos quedaron anonadados por la aparición de C om ón y sus tropas. Rodeados y superados en número una vez más, estaban débiles por el esfuerzo y la falta de alimento, y no tenían si­ tio al que escapar. La destrucción total era inminente. Cleón y Demóstenes cayeron en la cuenta de que los prisione­ ros vivos serían m ucho más valiosos que unos cadáveres espartanos, así que les ofrecieron la oportunidad de rendirse. Los espartanos acep­ taron una tregua para decidir qué hacer. Su comandante se negó a tomar la decisión él mismo, así que enviaron un heraldo para que tra­ jera de vuelta la decisión oficial desde Esparta. A su vez, las autorida­ des espartanas intentaron eludir la responsabilidad diciendo: «Los lacedemonios os ordenan que decidáis vosotros mismos vuestro propio

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destino,pero no hagáis nada deshonroso» (IV, 38,3), así que los espar­ tanos se rindieron. D e los cuatrocientos veinte llegados a la isla, cien­ to veintiocho murieron; los restantes doscientos noventa y dos, entre ellos ciento veinte esparciatas, fueron llevados a Atenas como prisio­ neros dentro de los veinte días prometidos por Cleón. Las bajas ate­ nienses fueron pocas.Tucídides dice: «La promesa de Cleón, por des­ cabellada que fuera, se cumplió» (IV¡ 39, 3). La asombrosa victoria ideada por Cleón y Demóstenes fue de gran importancia. «A los ojos de los griegos, fue el acontecimiento más inesperado de la guerra», pues nadie podía creer que se pudiese obligar a los espartanos a rendirse (IV, 40,1). Los atenienses enviaron una guarnición a prestar servicio en el fuerte de Pilos y los mesemos naupactios enviaron también una fuerza que usó Pilos como base para lanzar ataques. Los ilotas empezaron a desertar y los espartanos es­ taban preocupados por el incremento de la actividad revolucionaria dentro del Peloponeso. Además, los atenienses jugaron una baza más con los rehenes, amenazando con matarlos si los espartanos volvían a invadir el Atica. La experiencia de pasar, de manera tan inequívo­ ca, a la defensiva era totalmente nueva y aterradora para los espar­ tanos. Despacharon embajadas sucesivas a Atenas para negociar el retorno de Pilos y el de los prisioneros, pero los atenienses seguían haciendo más demandas de las que los espartanos estaban dispuestos a aceptar. Los acontecimientos de Pilos cambiaron por completo la pers­ pectiva de la guerra. Atenas estaba libre de la amenaza de invasión, era libre para moverse a donde quisiera por m ar sin el peligro de la flota enemiga (en posesión de Atenas) y libre, por lo tanto, de con­ seguir más fondos de sus aliados para reponer su tesoro, casi agota­ do. La situación se invertió también de otra manera. Hasta este m o­ m ento los espartanos estuvieron perjudicando a los atenienses sin ningún sufrimiento apreciable a cambio. A partir de entonces, los atenienses podían infligir un daño continuado a sus enemigos, en tierra y por mar, sin tem or a represalias.

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Los atenienses no compartían la opinion de Tucídides y de los hombres a los que éste llamaba «moderados». Para ellos, D em óste­ nes y Cleón eran grandes héroes que habían obrado algo cercano a un milagro. Colm aban con su gratitud al héroe principal del m o ­ m ento, Cleón, pues al parecer Demóstenes se quedó en Pilos para encargarse de su seguridad. La asamblea votó a favor de conceder a C león los más altos honores del Estado, dándole recompensas ma­ yores que las concedidas a los campeones olímpicos, comidas a ex­ pensas del Estado en el pritaneo y asiento en las filas delanteras en el teatro15. Desde la m uerte de Pericles ningún político ateniense había conseguido tanta aprobación pública o tanto poder. Cleón aprovechó la oportunidad para fortalecer las finanzas de Atenas lo suficiente a fin de continuar la guerra y conseguir la vic­ toria que consideraba necesaria. U nos dos meses después de que llevara triunfante a sus prisioneros a Atenas, sobre la segunda sema­ na de agosto, encargó a un talTudipo que preparase un decreto con la orden de una nueva valoración por lo alto del tributo recaudado entre los aliados de Atenas y los preparativos de la organización ne­ cesaria para recogerlo.Tudipo era «probablemente yerno de Cleón»16. Aunque no hay ninguna constancia que vincule el nombre de Cleón a esta medida, la aplastante mayoría de eruditos tiene razón al con­ siderar que él y sus partidarios estaban detrás de la nueva tasación17 (a los principales investigadores de Tucídides les ha sorprendido que el historiador ni siquiera llegara a m encionar el decreto)18. La acti­ tud que expresa hacia el imperio concuerda perfectamente con su perspectiva en el debate sobre Lesbos, y las referencias de los poetas cómicos a la conexión de Cleón con las finanzas apoyan aún más su asociación con la medida. Más revelador resulta su ascenso no cuestionado durante el período de la aprobación del decreto. Desde mediados del verano de 425 al menos hasta la primavera de 424, cuando fue elegido general, Cleón fue el líder de Atenas. N ingún proyecto de ley al que se opusiera tenía posibilidades de ser apro­ bado por la asamblea.

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El propósito de la nueva estimación era recaudar dinero extra con el que hacer la guerra y una cláusula del decreto estipulaba que los tasadores «no debían calcular para ninguna ciudad un tributo m enor del que estaban pagando anteriorm ente, a menos que debi­ do a la pobreza del territorio no pudiesen pagar más»19. Al final de la lista de las ciudades y su estimación la inscripción arroja u n total; aunque los eruditos no se ponen de acuerdo en si la cifra era de no­ vecientos sesenta talentos o de mil cuatrocientos sesenta la estima­ ción de 425 al menos doblaba o quizá triplicaba las estimaciones anteriores. Se llegaba a esta suma no sólo incrementando las contri­ buciones de casi todas las ciudades que pagaban tributo, sino tam­ bién incluyendo ciudades que no habían pagado en años e incluso alguna que nunca pagó nada. «En la década de los treinta, el núm e­ ro de ciudades registrado en las listas anuales de aparchai [‘ofreci­ m ientos’, esto es, pago de tributos] nunca excedió las ciento seten­ ta y cinco. E n 425 fueron estimadas no m enos de trescientas ochenta y posiblemente más de cuatrocientas»20. Era evidente que los atenienses querían em prender una pro­ funda reorganización de su imperio. El decreto de Tudipo también se cuidaba de una recaudación severa y eficiente del ingreso, m uy a la manera de Cleón. Es «quizás el decreto más estricto que nos ha llegado del siglo v. El recaudador es amenazado con penalizaciones a cada paso»21. Además, C león y sus seguidores querían abolir las anomalías del imperio que pudiesen suponer problemas. Milo, que nunca había pagado tributo, era gravada con quince talentos, señal de que los atenienses querían someter la isla a su control. Las ciu­ dades carias, a las que se había perm itido salir de las listas, fueron incluidas de nuevo. Por difíciles que fuesen los intentos de ejecutar la orden de llenar las arcas atenienses, reflejan la determ inación de C león de restaurar el im perio a su mayor tamaño, de gobernarlo con mano férrea y sacar de él los máximos ingresos posibles. El Es­ tado de Atenas hacía que algunos de estos pasos fuesen necesarios y la gran victoria de Cleón lo hizo posible.

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Tucídides no habla de estos asuntos, puesto que no m enciona el decreto de Tudipo en absoluto. Si bien hacerlo sería una oportu­ nidad para destacar el agresivo imperialismo de C león y su rigor para con los súbditos de Atenas, tam bién pondría en evidencia el significado de la victoria de Cleón y Demóstenes en una campaña cuyo punto de partida era la estrategia original de Pericles. El par­ tido que se sacó de la victoria, fuera de todo alcance hasta la rendi­ ción espartana en Esfacteria, perm itió que los atenienses ayudasen a corregir el gran error de aquella estrategia: la incapacidad de pagar una guerra prolongada. La referencia al decreto de Tudipo, p or lo tanto, habría puesto de relieve ese error y habría desmentido la apro­ bación de Tucídides de la estrategia original como un camino se­ guro a la victoria si se hubiese seguido fielmente. E n ese caso sus lectores podrían llegar a la conclusión de que era Pericles quien es­ taba equivocado y que Cleón no era un loco despiadado y con suer­ te, sino un líder osado y sagaz; pero Tucídides no creía que eso fue­ se verdad.

Capítulo 7 Tucídides y Cleón en Anfípolis

Tucídides en Anfípolis U na de las revisiones más interesantes de Tucídides acerca de la opi­ n ión general de su m om ento surge de su propia experiencia. En 424, año posterior a los acontecimientos de Pilos y Esfacteria, fue elegido general y enviado a la región tracia del im perio al m ando de las fuerzas navales de Atenas. La principal base ateniense en la re­ gión era Anfípolis y la primera responsabilidad de Tucídides fue pro­ teger y defender aquella ciudad. El caso fue que Brásidas, destacado comandante espartano, la tom ó por sorpresa y los atenienses respon­ sabilizaron a Tucídides. Los condenaron por traición (prodosia) y lo enviaron al exilio durante el resto de la guerra. Resulta alecciona­ dor ver cómo trata Tucídides estos acontecimientos en su Historia. La campaña de Pilos y Esfacteria puso fin a la estrategia de Perieles. La definición de victoria, según Cleón y Demóstenes, no era psicológica, sino palpable. Su próxim o objetivo era controlar M e­ gara y Beocia y, de este modo, recuperar la invulnerabilidad de que había disfrutado Atenas en la cima de su poderío después de haber dominado Beocia en 457. En 424 Demóstenes ideó planes arries­ gados e innovadores para alcanzar esos objetivos. Implicaban la co­ laboración entre oponentes del régim en en las ciudades enemigas y las fuerzas atenienses que se acercaban al abrigo de la sorpresa, y dependían de una coordinación y una sincronización meticulosas.

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Pero en M egara el esfuerzo fracasó, mientras que en Delio, ciudad de Beocia, los atenienses sufrieron una aplastante derrota con graves pérdidas. Sin embargo, incluso desde antes de la desastrosa invasión ate­ niense de Beocia, Brásidas estaba revirtiendo el curso de la guerra a favor de Esparta con una atrevida proeza en agosto de 424: se lle­ vó un ejército hacia el norte,Tracia, para amenazar la única parte del imperio ateniense accesible por tierra. Para entonces los atenien­ ses habían tomado la isla de Citera, y su hostigamiento en el Peloponeso, desde Pilos y desde Citera, resultaba tan insoportable que los espartanos estaban dispuestos a probar cualquier cosa para aliviar la situación. Su blanco principal fue Anfípolis, fuente de materiales estratégicos y rica en madera y en minas de oro y plata. Era, además, un punto clave desde el que controlar el paso por el río Estrim ón y el camino oriental al Helesponto y el Bosforo, a través de los cua­ les llegaban los barcos con el vital suministro de grano para Atenas. Los acontecimientos de 424 parecían ofrecer una oportunidad fa­ vorable: los botieos y los calcideos, que estaban rebelándose contra Atenas desde 432, y Perdicas, rey de los macedonios, que, aunque de vez en cuando estaba en paz con Atenas o era su aliado, en el fondo era siempre su enemigo, invitaron a los espartanos a enviar un ejército a Tracia; Brásidas fue capaz de persuadir a su gobierno para que aprobase su plan. D eterm inó que Acanto, en la península Calcídica, sería una buena base para atacar Anfípolis y llevó allí a su ejército a finales de agosto. N o intentó tomarla al asalto ni a traición; en vez de eso, trató de convencer a sus ciudadanos de que se rin ­ dieran. C om enta sobre él Tucídides, bien con deliciosa ironía, bien con despectiva condescendencia, que «como orador no era incom ­ petente, pese a ser espartano» (IV, 84,2). En consecuencia, los acantios votaron a favor de rebelarse contra Atenas y admitieron a los peloponesios «por causa de las tentadoras palabras de Brásidas y te­ miendo por sus cosechas» (IV, 88, 1). Estagira, una ciudad cercana, se unió a la rebelión, éxito que dio ímpetu a la causa espartana.

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A principios de diciembre, Brásidas m archó hacia Anfípolis, cuya caída seguramente conduciría a una rebelión generalizada en toda la zona y abriría el camino al Helesponto. Situada en u n ce­ rrado recodo del río Estrimón, Anfípolis quedaba defendida p o r el agua en tres direcciones. U n puente sobre el río daba acceso a la ciudad desde el oeste y un enemigo que cruzara por allí se encon­ traría con una muralla que rodeaba la colina sobre la que se había construido Anfípolis. En el este, una muralla convertía la ciudad real­ m ente en una isla. U na flotilla podía defenderla con facilidad de cualquier ataque desde el oeste. En Anfípolis sólo se encontraban unos pocos atenienses, pues su población consistía principalmente en lo que Tucídides llamaba «una muchedumbre variopinta» (IV, 106,1), entre ella unos colonos de la vecina Argilo. Dado que el pueblo de Argilo era en el fondo hostil a Atenas, los argilios de Anfípolis no serían aliados de confian­ za, así que ante cualquier ataque o asedio Anfípolis correría peligro tanto desde dentro como desde fuera. U na oscura noche de nevada Brásidas marchó hacia Argilo, que de inmediato se declaró en rebelión contra la alianza ateniense. Antes del amanecer llegó al puente sobre el Estrimón, crucial para su plan. La torm enta de nieve aún arreciaba, lo cual le sirvió de ayuda para cap­ turar por sorpresa a los guardias, algunos de los cuales eran traidores. Los peloponesios se hicieron sin dificultad con el puente y todas las tierras exteriores a las murallas de la ciudad, y tomaron muchos pri­ sioneros entre los espantados anfipolitanos que se encontraron allí; en el interior, enseguida estallaron disputas entre los habitantes de distin­ tas nacionalidades. Parece ser que incluso Brásidas había subestimado el impresionante efecto de su ataque, pues Tucídides se hace eco de la opinión de que, si hubiese atacado la ciudad de inmediato en vez de saquear los campos, habría podido tomar Anfípolis. Su demora es comprensible, porque tom ar al asalto una plaza fortificada con un ejército tan pequeño era un asunto intimidatorio que con seguridad supondría bajas y probablemente resultaría un fracaso. La forma ha-

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bitual de tomar una población amurallada era mediante el engaño y Brásidas contaba con ayuda en el interior. Pero los anfipolitanos re­ cobraron su valentía en un instante y fueron capaces de impedir que ningún traidor abriese las puertas. Al ver que su plan inicial había fa­ llado, Brásidas acampó y esperó. D entro de Anfípolis, Eucles, comandante ateniense de la guar­ nición, envió rápidamente un mensaje mediante un sistema de se­ ñales a Tucídides, pidiéndole ayuda para la amenazada ciudad. Pero, aunque se esperaba que Zucídides estuviera en Eyón, a menos de cinco kilómetros y cerca de la desembocadura del Estrimón, no es­ taba allí, sino en Tasos, a medio día de navegación. Evidentemente, los anfipolitanos contaron con que estuviese de guardia en Eyón, desde donde su flota podía acudir al rescate casi de inmediato. Al­ gunos investigadores han intentado explicar por qué Tucídides es­ taba en Tasos y no en Eyón, pero él mismo no ofrece ninguna ex­ plicación1. Puede que estuviese intentando reunir tropas para ayudar a reforzar Anfípolis, aunque no tenem os prueba ninguna de este propósito. Quizá su viaje no tuviese nada que ver con Anfípolis y aquello lo sorprendiese por completo, como a Eucles y a los demás. En cualquier caso, su llegada con retraso fue un factor crítico en los acontecimientos posteriores. N o cabe duda de que Brásidas daba gran importancia a la in­ m inente llegada de Tucídides y su flota, tem eroso no sólo de su influencia material, sino también de su impacto psicológico. Sabía que Tucídides tenía una influencia considerable en la región y tam­ bién lo sabían los hombres de Anfípolis. Si el pueblo veía a Tucídides y sus embarcaciones se animaría y esperaría que hubiese hecho uso de su influencia personal para traer ayuda adicional de los alrededo­ res. Esto garantizaría su resistencia continuada y acabaría con las es­ peranzas de los peloponesios de que la ciudad caería por traición.Tu­ cídides nos cuenta que precisamente el tem or a esta evolución de los acontecimientos llevó a Brásidas a apresurarse y a ofrecer unas condiciones de rendición moderadas a los anfipolitanos. U n erudito

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lo ha explicado así: «Para Brásidas el hecho decisivo sería la llegada de Tucídides, y en aquel contexto Brásidas esperaba que eso ocu­ rriese. .. En resumen, creía que no podría tom ar Anfípolis al asalto de ninguna manera y que ni siquiera podría hacerlo con sus condi­ ciones a menos que éstas fuesen aceptadas antes de que llegase Tu­ cídides»2. Eucles y los anfipolitanos, por supuesto, no estaban al corrien­ te de las intenciones de Brásidas. El espartano era un soldado famo­ so y un contrincante peligroso propenso a astutas estrategias, como ya habían aprendido a su pesar. Sabían que Tucídides sólo contaba con unos pocos barcos, lo que podría haber sido im portante para defender la ciudad si el enemigo no hubiese cruzado ya el río y cap­ turado el puente, pero que, aparte de eso, sería de poca ayuda. Sus habilidades para reclutar no servirían de nada en la crisis que se avecinaba. C on o sin estratagemas o traiciones, el asalto era ya in ­ m inente. Si Brásidas tomaba la ciudad, el destino de sus ciudada­ nos sería nefasto: los colonos que habían llegado desde Atenas p o ­ dían esperarse la esclavitud, posiblem ente la m uerte; los demás perderían su hogar y sus tierras y serían arrojados al vagabundeo y la inanición. Hay que tener en cuenta estos factores a la hora de entender la respuesta de los anfipolitanos a las condiciones m ucho más moderadas ofrecidas por Brásidas. Su propuesta fue que cualquier residente de Anfípolis, fuese ateniense o de otro origen, podía o bien perm anecer donde estaba en plena posesión de su propiedad y con los mismos derechos, o bien podía marcharse con libertad en el plazo de cinco días, lleván­ dose consigo sus pertenencias. El precio —aunque Tucídides lo da por sentado y no lo menciona—era que Anfípolis debía pasar de la alianza ateniense a la espartana. Tal como lo explica el historiador, «en comparación con lo que habían temido, la proclamación pare­ cía justa» (IV, 106, 1) y tuvo un poderoso efecto en la voluntad de resistir de los anfipolitanos. La resolución que demostraron Eucles y la mayoría, que impidió la traición y los llevó a pedir ayuda con

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la evidente intención de defender su ciudad, se evaporó con las no­ ticias del ofrecimiento de Brásidas. Los atenienses de la ciudad ya no podían confiar en sus conciudadanos anfipolitanos, y los afectos a Brásidas emplearon la creciente sensación de duda en su provecho. Aunque Tucídides no informa de los importantísimos discursos pro­ nunciados durante el debate que hubo en la ciudad, su narración sí cuenta que Eucles estaba en contra de la capitulación. Al principio parece ser que pocos se opusieron a él, pero gradualmente fue ma­ nifestándose el sentimiento favorable a aceptar los términos de Brá­ sidas; en ese punto, los colaboradores de Brásidas se sintieron segu­ ros como para justificarlos abiertamente y, al final, la ciudad cedió y aceptó los términos. N o muchas horas después de que Brásidas hubiese entrado en la ciudad, al anochecer del día en que llegó al puente sobre el Estrimón,Tucídides apareció en Eyón con sus siete barcos. Había lle­ gado sorprendentem ente deprisa, recorriendo ochenta kilómetros en unas doce horas, si tenemos en cuenta que recibió el mensaje de acudir a Anfípolis por una señal efectuada al amanecer. ¿Qué m en­ saje recibió? Sabemos muy poco acerca de las capacidades de los sistemas de señalización griegos, pero seguramente podían transmi­ tir inform ación básica com o «puente caído, enem igo aquí»3. U n mensaje semejante explicaría la reacción de Tucídides tal com o él mismo la relata: «Quiso especialmente llegar a tiem po para salvar Anfípolis antes de que se rindiera, pero, si eso fuese imposible, llegar lo bastante rápido como para salvar Eyón» (IV, 104,5). Incluso aun­ que no hubiese pista alguna de traición,Tucídides habría sido cons­ ciente de que Anfípolis era una ciudad dividida que podría rendir­ se si un ejército enemigo aparecía a sus puertas. Llegó demasiado tarde para salvar Anfípolis, pero impidió la captura de Eyón. N o te­ nemos razones para dudar de que su pronta respuesta salvó Eyón o de que sin ella Brásidas habría tomado la ciudad al amanecer, pues al día siguiente los espartanos navegaron río abajo para ser rechaza­ dos por Tucídides.

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Los atenienses tenían Anfípolis en gran estima y quedaron m uy asustados por su rendición a los espartanos. Culparon de la pérdida a Tucídides, lo llevaron ajuicio y lo enviaron a u n exilio que duró los veinte años restantes hasta el final de la guerra. Los antiguos bió­ grafos de Tucídides inform an de que Cleón fue su acusador y que fue acusado de traición, prodosia4. A unque esas fuentes tienen fama de ser poco fiables, no tenemos razones para dudar de ninguna de esas afirmaciones. La prodosia, como el desfalco, era una acusación que se hacía a m enudo contra los generales fracasados. Cleón era el político más destacado de Atenas, conocido fiscal y el candidato más probable a presentar esa acusación5. Hace ya tiempo que los historiadores discuten la justicia de la decisión del tribunal y el problema es complejo, porque nuestra úni­ ca narración útil es la de Tucídides y su relato es desconcertante. Tucídides nunca enfrenta o niega directamente la justicia de la sen­ tencia que se le impone, sino que limita su relato a una simple des­ cripción de los acontecimientos. Esto ha llevado a que muchos se cuestionen su objetividad y su falta de autojustificación6, pero una investigación más cautelosa sugiere que la narración desnuda es, de hecho, la defensa más eficaz7. La prueba está en que podemos convertir fácilmente la historia de Tucídides en una respuesta directa a la acusación que lo culpaba de la caída de Anfípolis: «La emergencia surgió —diría Tucídides—cuan­ do Brásidas lanzó un ataque sorpresa contra el puente sobre el Es­ trim ón. La guardia del puente era pequeña, en parte desleal y esta­ ba desprevenida, así que Brásidas se hizo con él fácilm ente. La responsabilidad de proteger el puente correspondía a Eucles, co­ mandante de la ciudad. La ciudad no estaba preparada, pero consi­ guió organizarse a tiempo para impedir la traición inmediata y me pidió ayuda.Yo estaba en Tasos en aquel m o m e n to y zarpé ensegui­ da para auxiliar a Anfípolis si podía, pero al menos para salvar Eyón. Llegué en un espacio de tiempo sorprendentem ente corto porque sabía que el peligro de una traición era grande y que mi llegada po­

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dría cambiar el curso de las cosas a nuestro favor. Si Eucles hubiese resistido un día más, habríamos desbaratado los planes de Brásidas,pero no lo consiguió. M i velocidad y mi previsión salvaron Eyón». Aunque la explicación de sus acciones que da Tucídides no con­ venció a un jurado ateniense, ha tenido mucho más éxito entre los historiadores modernos8. Si la defensa que ofreció en el tribunal fue en esencia la misma que la que narra en su historia, podemos enten­ der por qué fue condenado, pues no da ninguna respuesta a la pre­ gunta clave: ¿por qué estaba en Tasos en vez de en Eyón? Los histo­ riadores modernos han inventado elaboradas explicaciones para su ausencia9, pero Tucídides no ofrece ninguna prueba que las justifique. Igual que no es correcto argumentar que el silencio del historiador en este aspecto prueba su culpabilidad, tampoco es correcto usarlo como licencia para inventar pruebas de su inocencia. Podemos suponer que Tucídides estaba en Tasos por alguna mi­ sión legítima, pero eso no lo exculpa de la acusación de no haber sido capaz de anticipar la expedición de Brásidas y de estar en el si­ tio incorrecto en el m om ento inadecuado. Sin embargo, el error no parece merecer una pena tan severa, en especial si tenemos en cuen­ ta las atrevidas y poco comunes tácticas de Brásidas y el hecho de que Eucles, quien dejó que el puente fuese capturado y que los an­ fipolitanos se rindiesen, al parecer no fue llevado ajuicio ni conde­ nado10. Si el «irracional» populacho buscaba chivos expiatorios por el fracaso de sus planes demasiado ambiciosos y su negligencia al no conseguir proporcionar la defensa del nordeste, ¿por qué se respon­ sabilizó únicamente a Tucídides y se perdonó a Eucles? N o cono­ cemos ninguna razón por la que el jurado ateniense haría distinciones entre ellos por motivos políticos o de cualquier otro tipo. De hecho, los atenienses parecen haber sido bastante parciales en su tratamien­ to a los generales. N o castigaron a Demóstenes a pesar de sus fraca­ sos en Etolia, Megara y Beocia. Incluso cuando el tribunal condenó a Pitodoro, Sófocles y Eurim edonte por su fracaso en Sicilia en el mismo año de la caída de Anfípolis, distinguió entre ellos diferentes

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grados de culpabilidad: los dos primeros fueron exiliados, pero E urim edonte sólo fue multado. Los jurados atenienses pudieron haber basado esas decisiones en los hechos del caso, entre otras considera­ ciones. Los únicos hechos de que disponemos en el caso de Tucídi­ des son los proporcionados por el acusado; si tuviésemos todas las pruebas que tuvo el jurado, también nosotros podríamos decidir. Para nuestros propósitos la cuestión de la culpabilidad o la ino­ cencia de Tucídides en Anfípolis es menos im portante que la ma­ nera en la que él cuenta la historia. A menos que tergiversase los hechos —y había decidido no hacerlo—, habría tenido que concen­ trar su atención en la principal y decisiva flaqueza de su defensa: concretamente, su ausencia de Eyón aquel desafortunado día. Para esto parece ser que no tenía una excusa satisfactoria. En la Historia podría haber dado noticia de su juicio en Atenas y reproducir el discurso con el que se defendió a sí mismo allí. Pero ese discurso no convenció al jurado. Además, en ese caso habría sentido la necesidad de transmitir tam bién el· discurso de su acusador. Pero hacerlo así sólo habría subrayado el fracaso de su propia defensa: dado que aquel razonamiento había convencido al jurado de su culpabilidad, bien podría tener el mismo efecto en el lector. Incluso aunque sólo in­ formase de su propio discurso, si lo recogía con honestidad, proba­ blemente haría surgir la cuestión de su culpabilidad, para la cual el jurado querría sin duda una respuesta. En cambio, optó por la estrategia de no hacer en apariencia una defensa, sino simplemente contar la historia de la manera más im ­ personal, sin centrarse en la cuestión decisiva. Esto perm itiría a la mayoría de lectores llegar a la conclusión de que Tucídides no era culpable, sino que fue condenado de m odo inapropiado por una colérica e irracional democracia posterior a Pericles, como habían hecho casi todos ellos a lo largo de los milenios. Los atenienses de su época lo hallaron culpable; su Historia revisa eficazmente ese ve­ redicto.

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C león en Anfípolis Q uienquiera que fuese el culpable, la caída de Anfípolis alentó las rebeliones por toda la región tracia, mientras las facciones de varias regiones enviaban mensajes secretos invitando a Brásidas a acercar sus propias ciudades a Esparta. Inmediatamente después de la cap­ tura de Anfípolis, M ircino, situada río Estrim ón arriba, y después Galepso y Esima, en la costa egea, desertaron de Atenas, seguidas pol­ la mayoría de las ciudades de la península de Acte. Los atenienses enviaron guarniciones inmediatamente para re­ forzar su control sobre la región tracia y, aunque Brásidas solicitó refuerzos cuando empezó a construir sus naves en el Estrim ón, el gobierno espartano se negó «por la envidia que hacia él sentían los hombres más sobresalientes y también porque preferían recuperar a los hombres de la isla y poner fin a la guerra» (IV, 108, 7). Desde la captura de los hombres de Esfacteria, una facción que abogaba pol­ la paz negociada dominaba el Estado y convenció a los espartanos de que enviaban una misión tras otra para ofrecer nuevas condicio­ nes, sólo para ser rechazadas por los atenienses. Ahora observaban las victorias de Brásidas como un poderoso aliciente para la paz que estaban buscando en vano, pues la captura de Anfípolis y otras ciu­ dades los situaba en una fuerte posición negociadora desde la cual regatearían por sus prisioneros, por Pilos y por Citera. Resulta sencillo simpatizar con aquellos conservadores. Perdicas, rey de M acedonia, había demostrado que no era un aliado de confianza. También sería peligroso desplazar un ejército por Tesalia y pocos espartanos querían m andar fuerzas armadas lejos de casa mientras el enemigo estaba todavía en Pilos y Citera y los ilotas se­ guían intranquilos. Al mismo tiempo, la racha de derrotas después de Megara, Beocia y Anfípolis desacreditó a los partidarios de una guerra agresiva en Atenas. Com enzaron el año exagerando las espe­ ranzas de un triunfo completo, pero lo acababan con el ánimo es­ carmentado, dispuestos a considerar una paz negociada.

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Los atenienses accedieron a una tregua de un año en la p ri­ mavera de 423, pero rápidam ente surgieron los problem as. Los beocios y los focios rechazaron el pacto, y los corintios y los m egarenses tam bién pusieron objeciones a las condiciones que p er­ m itían a los atenienses quedarse con el territo rio que les habían quitado a ellos. Pero, con m ucho, el mayor obstáculo para la paz era el obstinado genio que comandaba los ejércitos de Esparta en Tracia. M ientras se decidían los términos de la tregua, la ciudad de Escione, en Calcídica, se rebeló contra Atenas. Brásidas convenció incluso a aquéllos de que no estuvo a favor de la rebelión al princi­ pio, y en poco tiem po apostó tropas en la ciudad, con la intención de emplearla com o base de ataque contra M ende y Potidea, en la misma península. Para Brásidas las noticias de la tregua debieron de ser difíciles, sobre todo cuando supo que Escione era apartada del control espar­ tano, puesto que se rebeló después de que se firmara la tregua. Para proteger Escione de la venganza ateniense, Brásidas insistió falsamen­ te en que su rebelión tuvo lugar antes de la tregua. Los espartanos lo creyeron y reclamaron el control sobre Escione, pero, cuando la m en­ tira fue descubierta, para él sólo supuso problemas. N o obstante, los atenienses ya sabían la verdad sobre la crono­ logía de los acontecimientos de Escione y rechazaron negociar su estatus. En su enfado, accedieron a la propuesta de Cleón de destruir la ciudad y dar m uerte a sus ciudadanos; esta vez no habría cambios de opinión ni indultos. Las peligrosas deserciones de Anfípolis, Acan­ to,Torone y otras ciudades en el nordeste desacreditaron aún más la política imperial moderada de Pericles y los atenienses estaban de­ seando apoyar el enfoque de Cleón de disuadir mediante el terror. Mientras tanto, Brásidas, empeñado en seguir su rumbo, aspi­ raba a la victoria, no a la paz, contrario a los deseos del régimen es­ partano. C uando la ciudad de M ende se sublevó, evidentem ente durante el período de tregua, él sin embargo aceptó a los rebeldes. Los enfurecidos atenienses prepararon de repente un ejército para

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marchar contra M ende y Escione, y Brásidas envió una guarnición para protegerlas. ★★★ Nicias y N icóstrato asumieron el liderazgo de la expedición ate­ niense que marchó hacia el norte para recuperar las dos arrogantes ciudades, pero no Torone, sublevada antes y que, por lo tanto, según las condiciones de la tregua, pertenecía a Esparta. Estaban decididos a no violar el pacto, sin im portar lo que hubiera hecho Brásidas, porque querían verdaderamente la paz. Sin embargo, estaban ansio­ sos por recuperar Escione y M ende, pues las infracciones de Brási­ das enfurecieron a los atenienses. Si Nicias y la facción de la paz no querían quedar en el descrédito absoluto, tendrían que recuperar las ciudades rebeldes y restaurar las condiciones en las que se pactó la tregua. Al aproximarse la primavera y el final de la tregua reinaba la confusión. Fuera de la región tracia se respetaba el armisticio, pero las infracciones de Brásidas despertaban sospechas e ira en Atenas e im ­ pedían el avance hacia una paz estable. C on todo, ni Atenas ni Espar­ ta deseaban romper la tregua, que continuó superada su fecha de fi­ nalización en m arzo hasta b ien entrado el verano de 422. Sin embargo, en agosto, los atenienses perdieron finalmente la paciencia. Los espartanos se negaban a repudiar y castigar a Brásidas, pero en cambio intentaban reforzar su ejército y enviaron un gobernador a las ciudades que aquél tomó violando la tregua. Era fácil llegar a la conclusión de que Esparta había entrado en el armisticio de mala fe sólo a fin de ganar tiempo para que Brásidas consiguiese aún más triunfos y alentase más rebeliones, y de esta forma contar con una ventaja para plantear mayores demandas en la negociación por la paz. Por consiguiente, los atenienses enviaron treinta buques, mil doscientos hoplitas, trescientos soldados de caballería y una fuerza mayor de excelentes especialistas lemnios e imbrios con armamen-

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to ligero para recuperar Anfípolis y las otras ciudades perdidas. Cleón era su general. Pese a ser inexperto en tácticas militares, no debería exagerarse la necesidad de que los comandantes griegos a cargo de las falanges de hoplitas fuesen expertos profesionales. Las tácticas más habituales eran, por lo general, bien conocidas y dependían m e­ nos de la experiencia militar de lo que sucede en las guerras actua­ les. A un así, la destreza y la experiencia eran importantes, y los ate­ nienses no eran dados a confiar u n ejército y una campaña tan im portantes a un solo general aficionado y sin habilidad, aunque debemos recordar que los atenienses dieron a Cleón la mayor parte del m érito por conseguir la increíble victoria de Esfacteria. Al menos deberíamos esperar que enviasen con él a un soldado experimenta­ do, así como había contado con Demóstenes en Esfacteria. Si bien Tucídides no menciona a ningún colega, con sólo examinar las cam­ pañas de la región tracia a lo largo de la guerra nos encontramos con que ninguna fue comandada por un solo general. En 432, Arquéstrato navegó hacia Potidea acompañado por otros cuatro gene­ rales. En 430, H agnón y C leopom po fueron enviados para poner fin al asedio y tom ar la ciudad. En el invierno de 430-429, oímos hablar de tres generales que intervienen en la región. En 423, N i­ cias y Nicóstrato fueron enviados para restaurar la posición atenien­ se amenazada por Brásidas. N o podemos creer que los atenienses hicieran deliberadamente una excepción en este caso y confiaran el mando de tantos de sus hombres a un solo general, en especial a uno que era considerado inexperto y sospechoso por muchos de sus conciudadanos. Tampoco deberíamos creer que el hecho de que Tucídides no mencione a su colega o colegas es una omisión acci­ dental. La campaña term inó en desastre, hecho del que desde en­ tonces se ha culpado al único hombre que conocemos relacionado con ella; eso no podría haber sido involuntario. El ejército a las órdenes de Cleón y sus compañeros anónimos no fue bastante fuerte para garantizar el éxito. Además de los hom ­ bres que prestaban servicio como guarnición en Escione y Torone,

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Brásidas contaba con cerca del mismo número de efectivos, así como con la gran ventaja de defender ciudades amuralladas. Atenas debió de contar con la ayuda de Perdicas y de algún otro de sus aliados de Tracia, mientras que Brásidas quedó aislado con eficacia y no podía esperar más auxilio de Esparta. C on una suerte razonable, Cleón podría haber conseguido otra victoria im portante y habría restau­ rado la seguridad en la región tracia, lo cual hubiera proporcionado a los atenienses partidarios de la paz una posición m ucho más sóli­ da para negociar o, como esperaba Cleón, habría animado a los ate­ nienses a reanudar la ofensiva en el Peloponeso y la Grecia central de camino a una paz basada en la victoria. Aunque el relato de Tucídides trata la prim era parte de la cam­ paña de Cleón en el norte como algo insignificante, arrojó de he­ cho triunfos importantes y notables. La táctica obvia hubiese sido atacar Escione enseguida, pues era la ciudad desertora más molesta y estaba ya bajo sitio. Es probable que Brásidas esperase el ataque allí, pues estaba inexplicablemente lejos de Torone, su campamento base en Calcídica, cuando C león lanzó un ataque sorpresa contra esa ciudad. Los atenienses bajaron a tierra en Escione sólo para re­ coger tropas adicionales de la guarnición de allí y quizá com o un amago para despistar a Brásidas. Desde allí Cleón cruzó navegando hasta el pequeño puerto de Cofos, justo al sur de Torone, donde se enteró de que Brásidas y las fuerzas que quedaban en la ciudad no eran rival para los atenienses. Brásidas erigió una nueva muralla alrededor de Torone que también abarcaba las afueras, de m odo que daba así más espacio a los habitantes y tierra segura que cultivar. Cleón llevó su ejército principal contra esta nueva muralla y obligó a salir de la ciudad al gobernador espartano Pasitélidas y a su guarnición para defender la fortificación externa. Al parecer, Brásidas no pensó en la defensa del interior de la ciudad, que era vulnerable a un ataque p or mar, y eso fue precisamente lo que planearon los atenienses ju n to con un ata­ que por tierra contra la muralla. Mientras Cleón se enfrentaba a las

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tropas peloponesias en la muralla, los barcos, bajo el mando de uno de los colegas anónimos de Cleón, navegaban hacia el enfrentamien­ to con la indefensa ciudad. Cuando Pasitélidas vio lo que estaba su­ cediendo, se dio cuenta de que les habían tendido una trampa y él había caído en ella. Incluso sin la maniobra de distracción, los ate­ nienses estaban presionándolo con fuerza y la imagen de los barcos navegando hacia Torone colmó su malestar. Abandonó la muralla externa y corrió hacia Torone, pero se encontró con que la flota ateniense ya estaba allí y había tomado la ciudad. Mientras tanto, las fuerzas de Cleón, sin oponentes, abrían una brecha en la muralla e irrum pían en la ciudad sin mayor dificultad. Aplicando su severa política contra los rebeldes, si bien de manera un tanto moderada, Cleón envió a los setecientos hombres adultos a Atenas como p ri­ sioneros, mientras que las mujeres y los niños fueron vendidos como esclavos. C león levantó dos trofeos de victoria, uno en el puerto y otro en la nueva muralla; el significado de la victoria y la genialidad de la estrategia los justificaban de sobra. Poco después de la caída de la ciudad llego Brásidas con un ejército de refuerzo; estaba a menos de siete kilómetros cuando cayó la ciudad. Rara vez se ha prestado mucha atención a los detalles de la cap­ tura de Torone, así que su interés estratégico y la luz que arroja so­ bre el generalato de Cleón y Brásidas no se ha apreciado lo suficien­ te11. R esulta útil la excelente evaluación que hace G om m e de la campaña: «La victoria fue decisiva y la estrategia —la decisión de de­ jar Escione a m erced de su lento asedio e intentar tom ar Torone al asalto—, inteligente y osada; la acción fue tan brillante como la de Brásidas en Anfípolis. Pasitélidas parece no haber sido más compe­ tente que Eucles (ni siquiera nos cuentan que en el interior de la ciudad se vio im pedido de actuar por el descontento), y Brásidas debe ser al menos tan culpable de la derrota como lo es Tucídides de la de Anfípolis, pues Cleón ya estaba a su alcance»12. Desde Torone, Cleón zarpó hacia Eyón para establecer la base para el ataque contra Anfípolis. U na vez más sacó provecho de su

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poderío naval y de la movilidad limitada de los peloponesios para atacar puntos débiles y recuperar terreno. Su ataque contra Estagira, en Calcídica, fracasó, pero tuvo éxito asaltando Galepso. Tucídides no nos cuenta nada más de esta campaña concreta, pero las evidencias de las inscripciones indican claramente que las actividades de Cleón en Tracia fueron m uy satisfactorias. La lista de recaudación del im perio ateniense para el año 422-421 incluye los nombres de muchas ciudades de la región que debieron de ser re­ cuperadas por Atenas y, en conclusión, no cabe duda de que esto fue un logro de C león13. Al mismo tiempo, en el ámbito de la di­ plomacia, estaba haciendo todo lo posible para atraer al bando de Atenas a Perdicas y a sus macedonios, así como al tracio Poles, rey de los odomantos. Obligado todo este tiempo por la amenaza a A n­ fípolis, Brásidas no pudo hacer nada para prevenir estas pérdidas o el envolvimiento que amenazaba su posición. Com o ha dicho W oodhead, «la guerra vino a centrarse de hecho en Anfípolis: la red fue tendida con destreza y se tensó en torno a Brásidas hasta que llegó el m om ento del golpe de gracia, y la estrategia política se alió con el generalato en el terreno para conseguirlo»14. Cleón planeaba esperar en Eyón hasta que la llegada de sus aba­ dos macedonios y tracios le permitiese sitiar a Brásidas y tom ar el lugar al asalto o por asedio. Por eso él y su ejército regresaron a Eyón después de varios ataques sobre ciudades rebeldes y se instalaron allí. Brásidas debió de entender que era inminente un ataque contra A n­ fípolis y, dejando a Cleáridas a cargo de la propia ciudad, marchó con su ejército hacia la colina llamada Cerdilio, hacia el suroeste. Desde allí tenía una buena vista en todas direcciones y podría ob­ servar todos los movimientos de Cleón. Es aquí donde la narración de Tucídides se vuelve m uy descon­ certante. Dice que Brásidas ocupó su posición con la esperanza de que Cleón atacase sólo con su propio ejército, menospreciando la pequeña cantidad de hombres bajo el mando de Brásidas. Pero éste anunció a sus tropas que en núm ero eran aproximadamente iguales

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al enemigo y a Cleón no se le pudo haber engañado de manera tan burda en este aspecto. Sin embargo, si Brásidas esperaba que Cleón evaluase la situación tan erradamente se llevaría una decepción, por­ que C león siguió aguardando sus refuerzos. El relato de Tucídides presenta ahora algunas dificultades. Tras un breve período de espera, Cleón marchó con su ejército hacia el noroeste de Eyón hasta una posición de fuerza en una colina al nor­ deste de Anfípolis, pero el objetivo de esta maniobra dista mucho de estar claro. Tucídides nos cuenta que no fue motivada por conside­ raciones militares, sino por las quejas de las tropas atenienses, que estaban molestas por su inactividad y desconfiaban del liderazgo de su general, al comparar su incompetencia y cobardía (maíakia) con la experiencia y el arrojo de Brásidas (V, 7, 1-2)15. Sorprende que los soldados atenienses opinaran de esta forma sobre Cleón. La co­ bardía y la falta de audacia no son características mencionadas por Tucídides en sus anteriores descripciones del ateniense. En todas partes deja al descubierto un ánimo que es, en todo caso, demasia­ do audaz y optimista. Su apoyo al plan de Demóstenes para tomar Esfacteria fue la idea más atrevida que se presentó y su promesa de hacerlo en veinte días fue objeto de las burlas de la asamblea a cau­ sa de su optimismo; esto despertó la no del todo desagradable pers­ pectiva de su fracaso y desaparición en las mentes de aquellos ate­ nienses a los que Tucídides llamaba «los moderados». Cleón había insistido en la presente expedición para localizar a Brásidas y recu­ perar Anfípolis. D e acuerdo con Tucídides, Brásidas no consideraba a Cleón cobarde ni reacio al combate, sino que esperaba que fuese lo bastante tem erario como para atacar sin esperar a que sus aliados ayudaran a asegurar la operación. Tampoco resulta fácil entender en qué se fundamenta la opi­ nión de que C león era incompetente. Desde su prim era aparición como general en 425 la lista de sus hazañas era asombrosa. Había cumplido su promesa de Esfacteria. Los mismos hombres de quie­ nes se dice que dudaban de él le acompañaron en Torone, donde su

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estrategia fue magistral y eficaz. Estaban con él cuando tom ó Galepso al asalto y recuperó las otras ciudades de la región. R esulta difícil negar la verdad en la observación de G omme cuando afirma: «Toda la frase muestra el mayor de los prejuicios contra Cleón, odio y desprecio hacia él»16. Si descartamos el prim er motivo propuesto por Tucídides, el resto de su narración aclara que el plan de Cleón era esperar hasta la llegada de los tracios, sitiar la ciudad y después asaltarla. La inten­ ción general de poner sitio a una ciudad requerirá, desde luego, una buena descripción de su tamaño, su forma, la altura y la solidez de sus murallas, el despliegue de sus fuerzas y población y la configu­ ración del terreno en el exterior. Para obtener esa inform ación es necesaria una expedición de reconocimiento exactamente del tipo que emprendió Cleón según describe Tucídides: «Vino y estableció su ejército sobre una recia colina enfrente de Anfípolis y él mismo examinó la zona pantanosa del Estrimón y la situación de la ciudad respecto aTracia» (V, 7, 4). Esperar a los tracios pudo hacer que los soldados estuviesen inquietos y pudo convencer a C león de que necesitaban algo para estar ocupados, pero en cualquier caso habría sido necesaria una marcha semejante. Su intención no era luchar, pero necesitaba llevar consigo una fuerza considerable para desalen­ tar cualquier ataque que pudiesen lanzarle cuando se aproximase a la ciudad. Cuando Cleón llegó a su atalaya en lo alto de la colina, no vio a nadie apostado en la muralla de Anfípolis y nadie salió p o r las puertas para enfrentarse a él. Tucídides nos cuenta que entonces Cleón pensó que había cometido un error al no llevar consigo equi­ pamiento para un asedio, pues creyó que la ciudad estaba indefensa y que podría tomarla con las fuerzas que tenía a su disposición. A un­ que Tucídides a menudo nos habla de lo que hay en la mente de los generales durante las batallas, en este caso debemos preguntarnos pol­ la calidad de su información. Cleón m urió en la batalla posterior y, por lo tanto, no pudo ser una fuente directa, y los soldados atenien-

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ses que pudieron inform ar a Tucídides, casi dos décadas después, probablemente no eran ecuánimes, ni siquiera aunque estuviesen al tanto de las opiniones personales de Cleón. D e todas formas, no te­ nemos razones para creer que Cleón subestimase la fuerza peloponesia y pusiese en peligro irresponsablemente a su ejército. N i si­ quiera Brásidas —que debió de em pezar a llevar su ejército hacia Anfípolis cuando vio a Cleón marchando hacia el norte desde Eyón, aunque unió su fuerza a las tropas de Cleáridas en la ciudad- se atre­ vió a arriesgarse a un ataque, creyendo que su fuerza era inferior en calidad, si no en cantidad. Cleón tenía todas las razones para creer que, tras haber com pletado su reconocim iento, podría retirarse a Eyón con seguridad. Sin embargo, Brásidas estaba desesperadamente ansioso por im ­ pedir tal retirada. Su posición fue haciéndose más débil y peligrosa día a día. N o se esperaba ninguna ayuda de Esparta; los macedonios habían desertado de su bando; el dinero y las provisiones escaseaban. La llegada de los tracios completaría el sitio ateniense a sus fuerzas. El tiempo estaba de su parte y Brásidas no podía permitirse perder la oportunidad de atacar al ejército ateniense en campo abierto, fue­ se cual fuese el peligro. D ejó el cuerpo principal de sus tropas bajo el mando de Cleáridas y seleccionó a ciento cincuenta hombres para él. «Pensaba lanzar un ataque inmediato antes de que los atenienses escapasen, creyendo que no volvería a encontrárselos tan aislados si llegaban sus refuerzos» (V, 8, 4). El plan de Brásidas parece haber sido algo parecido a esto: des­ pués de llegar a la ciudad, hizo ostentosamente los sacrificios previos a la batalla y se reunió con las fuerzas de Cleáridas cerca de la puer­ ta tracia de la ciudad, la que estaba más al norte. C on una amenaza de ataque a C león desde esa puerta, lo obligaría a moverse hacia el sur, pasada la muralla oriental de Anfípolis, en dirección a Eyón. M ientras el ejército ateniense desfilaba ju n to a la ciudad, bajando de las zonas elevadas de forma que ya no podrían ver los movimien­ tos del interior, Brásidas colocaría a sus elegidos en la puerta sur. Allí

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podría esperar el m om ento favorable para lanzar un ataque repen­ tino e inesperado, pues los atenienses creerían estar fuera de peligro una vez hubiesen pasado sanos y salvos la puerta tracia. Los sorpren­ didos atenienses se verían obligados a com batir y probablem ente concentrarían toda su atención en sus atacantes, sin saber cuántos eran y suponiendo que todo el ejército se había m ovido desde la puerta norte hasta la puerta sur para atacar. Mientras Brásidas entre­ tenía a los atenienses, Cleáridas podría salir por la puerta tracia, ata­ car a los atenienses por el flanco y aplastarlos. N o hay duda de que el plan no estaba exento de riesgo. Si los atenienses estaban alerta y mantenían la cabeza fría, podían destruir la pequeña fuerza de ataque de Brásidas antes de que Cleáridas pu­ diese acudir en su rescate. Pero la velocidad y el factor sorpresa es­ taban a favor de Brásidas; además, no contaba con una alternativa satisfactoria. Dadas las circunstancias, era una estrategia brillante, y funcionó a la perfección. Parece ser que Cleón avanzó hacia algún lugar del norte o el nordeste para llevar a cabo su reconocimiento del terreno, y se apartó del cuerpo principal de su ejército. Recibió la noticia de que podía verse a todo el ejército de Brásidas en la ciu­ dad, su mayor parte concentrada en la puerta tracia. Com o el grue­ so de sus propias fuerzas debía de estar al sur de esa posición, creyó que era conveniente y seguro ordenar la retirada a Eyón, pues nun­ ca había planeado entablar una batalla campal sin refuerzos. Fue una respuesta sensata y, como nos cuenta Tucídides, la marcha hacia el sur en dirección a Eyón y el giro a la izquierda que requería eran «el único camino posible» (V, 10,3-4). El éxito dependía de dos co­ sas: una estimación precisa del tiempo disponible para la retirada y el uso apropiado de las técnicas militares para garantizar la seguridad de la maniobra. Tal como Tucídides relata la historia, Cleón, juzgando que te­ nía tiempo suficiente para escapar, dio orden de tocar a retirada y a la vez pasó la orden de palabra. Al parecer era necesaria una m anio­ bra complicada por el ala izquierda para garantizar la seguridad de

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la columna en retirada. Pero este movimiento requería su tiempo y Cleón, tem iendo que el proceso fuese demasiado lento, se apostó él mismo en la posición más peligrosa del ala derecha e hizo girar para marchar hacia la izquierda, dejando su desprotegido costado dere­ cho expuesto a un ataque. Por lo visto, este movimiento, o la inca­ pacidad de coordinarlo con el de la izquierda, provocó confusión y una ruptura del orden. Brásidas, que dejó pasar al ala izquierda ate­ niense, aprovechó esto como señal para el ataque. Salió a la carrera por las puertas del sur y atacó el núcleo ateniense, que estaba total­ mente desprevenido. Los atenienses, «llenos de estupor por la osadía de Brásidas y aterrorizados por su propio desorden, dieron la vuel­ ta y corrieron» (V, 10, 6). En el m om ento justo Cleáridas salió por la puerta tracia, embis­ tió a los atenienses por el flanco y les originó aún más confusión. En lugar de correr en auxilio de sus camaradas, los hombres del ala iz­ quierda huyeron a Eyón. El ala derecha, a cuyo mando estaba Cleón, defendió su posición con valentía. Cuenta Tucídides que Cleón, puesto que nunca tuvo intención de quedarse y luchar, «huyó inmediata­ mente» (V¡ 10, 9) y fue muerto por la lanza de un peltasta mircinio. Sus hombres no fueron derrotados hasta el ataque de los lanzadores de jabalinas y la caballería. Parece ser que la caballería ateniense se quedó en Eyón, pues ni se pretendía ni se esperaba entablar batalla. M urieron unos seiscientos atenienses; el resto escapó a Eyón. D e los espartanos, sólo cayeron siete hombres; sin embargo, entre ellos estaba Brásidas, que m urió poco después de su primer asalto. Cuando lo sa­ caron del campo aún respiraba y vivió el tiempo suficiente para saber que había ganado su última batalla. En la escena que dibuja la narración de Tucídides, Brásidas es heroico y brillante, mientras que Cleón es cobarde e incom peten­ te. La inform ación que da el historiador sobre las quejas de los soldados atenienses y, en la historia de la batalla, el énfasis que pone en el error y la huida de Cleón concluyen el asunto. Sin embargo, hay quien ha puesto en duda su narración. Es evidente que los

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atenienses com etieron algún error crítico, pero Tucídides no acla­ ra cuál fue. Q uizá C león calculó mal el tiem po disponible para una retirada segura; puede que ordenase virar al ala derecha de­ masiado pronto; puede que no estuviese suficientemente familia­ rizado con las técnicas adecuadas para dirigir una retirada delante de u n enemigo, o puede que fuese inexperto a la hora de hacer las señales militares y, de esa forma, provocase confusión. Todas esas explicaciones son posibles, aunque ninguna es segura. Quizá Cleón se viese sorprendido por una estratagema extremadamente inteli­ gente y no se pudo recuperar de esa desventaja inicial. N inguna de estas explicaciones sería una prueba de incom petencia general, especialmente en vista de la gran destreza de la que ya había h e­ cho gala en Torone y Galepso. En el peor de los casos, sugerirían que un ingenioso soldado amateur cometió un error a causa de su inexperiencia; en el mejor, que un general fue derrotado por otro magnífico. Aunque Tucídides no acusa él mismo de cobardía a Cleón, sí se hace eco de esa acusación en boca de los soldados atenienses an­ tes de la batalla y se sobreentiende en su relato de la m uerte de Cleón: «En cuanto a Cleón, como desde un principio no pretendía quedarse y luchar, huyó inm ediatam ente y fue alcanzado p o r un peltasta mircinio y murió» (V, 10, 9). Los eruditos m odernos han empleado este pasaje como fundam ento para concluir que C león fue «apuñalado por la espalda mientras huía»17 o que, «como habían hecho mejores soldados, escapó y lo mataron»18. Busolt acertó al advertir «una ironía cortante» en el relato de Tucídides, pero en este caso la ironía no está justificada19. Cleón no huyó con el ala izquier­ da, «sino que se quedó en la retaguardia, como hacían los com an­ dantes griegos cuando un ejército se batía en retirada, puesto que lo mató uno de los soldados de Cleáridas»20. Es más, lo mató un peltasta y con «una jabalina, es decir, con algo arrojado desde una distancia segura, y, por todo lo que sabemos, fue alcanzado en el pe­ cho»21. C om o habían dicho los espartanos acerca de sus hombres

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en Esfacteria, «serían las lanzas valiosísimas si pudiesen distinguir a los valientes» (IV, 40, 2). Para asegurarse, Tucídides compara la huida de C león con el com portam iento de sus soldados del ala derecha, que defendieron su terreno y resistieron hasta que su posición se volvió imposible. Pero, puesto que el plan no era quedarse y luchar, C león hizo bien en huir y los hoplitas del ala derecha hicieron mal en quedarse si tenían m anera de evitarlo. N o podem os determ inar qué opciones tuvieron a partir de relato de Tucídides, pero hasta su defensor in­ condicional, Gomme, admite que, «con la prueba del prejuicio de Tucídides ante nosotros y teniendo en cuenta la incertidumbre de cual­ quier narración de este tipo desde en m edio de una batalla des­ concertante que term inó en una derrota humillante, yo no estaría tan seguro de que él fuese, en esta ocasión, demasiado consciente de sus propios principios de trabajo, (I, 22, 3)»22. U na antigua tra­ dición muestra claramente a C león com batiendo con valentía en Anfípolis23. Pausanias nos cuenta que en el Cerám ico de Atenas, el lugar donde eran sepultados los m uertos de guerra honrados p or el estado, el nom bre de Nicias fue excluido de la piedra que conm em oraba a quienes m urieron luchando en Sicilia porque se rindió al enemigo, mientras que su colega Dem óstenes pactó una tregua para sus hombres, pero no para él mismo e intentó suici­ darse. D e ahí que Nicias fuese excluido com o «un prisionero vo­ luntario y un soldado poco digno». Los atenienses, sin embargo, colocaron el nom bre de C león a la cabeza de quines lucharon en Anfípolis24. N o deberíamos dudar de su coraje más de lo que lo hicieron sus compatriotas. Las palabras finales de Tucídides sobre Cleón sirven de apro­ piada conclusión al retrato condenatorio pintado en aquel punto: Cleón se opuso a la paz porque «su llegada habría hecho más pro­ bable el desenmascaramiento de sus pérfidas acciones y sus calum­ nias menos susceptibles de ser creídas» (V, 16, 1).Tales motivos ha­ brían sido tildados de increíbles si los hubiese sugerido D iodoro en

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vez de Tucídides, pero son m uy similares a las motivaciones que Diodoro atribuye a Pericles para empezar la guerra, que por lo ge­ neral y con justicia son descartadas como absurdas. Al igual que Brá­ sidas, C león aplicaba una política agresiva por la sincera convicción de que era mejor para su ciudad. Sin duda, su estilo vulgar rebajaba el tono de la vida política ateniense y no necesitamos aprobar su severidad hacia los aliados rebeldes. Sin embargo, sí debemos reco­ nocer que en la formación y gestión de la política exterior atenien­ se Cleón representaba a un amplio espectro de opinión y que siem­ pre hizo avanzar sus propósitos con energía y valor. Hay poderosos fundamentos para creer que tuvo razón al alentar el rechazo a las ofertas de paz espartanas de 425 y luego, al insistir en apoyar a D e­ móstenes en Esfacteria y al proponer una expedición a Tracia des­ pués del vencimiento de la tregua de 422. Sean correctos estos juicios o no, debemos entender que en cada caso Cleón se ganó el apoyo de los atenienses y que les habló honesta y directamente, sin engaño ni malicia. Aunque a m enudo se dice de él que fue el prim ero de los demagogos atenienses, no adulaba a las masas, sino que se dirigía a ellas con el lenguaje severo, exigente y realista que en ocasiones usara el mismo Pericles. Es más, puso en peligro su propia vida al prestar servicio en la expedición que recomendó y m urió en la última. Pensaran lo que pensaran los «moderados» de Tucídides, Atenas no mejoró después de su muerte. Las opiniones que representaba no desaparecieron, sino que fueron mantenidas por otros hombres peores, algunos de los cuales carecían de su capacidad, otros de su patriotismo, otros de su honestidad y otros, incluso, de su valentía. Tucídides tiene razón, sin embargo, cuando dice que la m uerte de C león, como la de Brásidas, abrió el camino hacia la paz. Por el m om ento no existía en Atenas nadie con carácter para oponerse al movim iento a favor de la paz, enca­ bezado vigorosamente por Nicias. Si al final resultó ser una falsa paz que condujo a Atenas al desastre y a la derrota final, ésa fue una con­ secuencia a la que Cleón no contribuyó.

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Es im portante recordar que el juicio de la multitud de contem­ poráneos de C león fue casi siempre favorable a él. Por lo general seguían sus políticas libremente y de buen grado, en vida le rindie­ ron honores extraordinarios por encima de todos los demás y a su muerte, incluso después de una grave derrota, le otorgaron aquellos reconocim ientos propios de un general respetado y triunfante. La narración de su carrera que hace Tucídides constituye una revisión extrema de la opinión de su época.

Capítulo 8 La decisión de emprender una expedición a Sicilia

A principios de junio de 415 una fuerza ateniense grande y esplén­ dida zarpó de El Pireo rum bo a Sicilia. Unos dos años después, ésta y una segunda tropa de refuerzo fueron aniquiladas; casi todos los hombres m urieron y una gran flota fue destruida. Atenas nunca fue totalmente capaz de reemplazar las pérdidas, materiales y humanas, o de recuperar el prestigio y la confianza de que disfrutaba antes del desastre. Tucídides nom bra sólo la expedición a Sicilia entre «los muchos errores graves» (II, 65,11) cometidos por los atenienses tras la m uerte de Pericles, que ayudaron a ocasionar la derrota final de Atenas y le dieron de esta form a un significado especial. En este caso, los historiadores modernos suelen ser bastante propensos a se­ guir la narración de Tucídides y a aceptar su interpretación de los acontecimientos sin muchas preguntas1. Esta actitud resulta com ­ prensible, pues la porción de la historia que describe la expedición a Sicilia es la sección más refinada de todo el trabajo de Tucídides, el construido con mayor cuidado por el efecto dramático, el más convincente en su evocación. Pero el relato de Tucídides de este punto de inflexión de la gue­ rra provoca inevitablemente algunas preguntas. N i siquiera podemos estar seguros de qué pensaba él sobre las perspectivas de éxito de la expedición, pues, aunque dijo de este movimiento que era un gra­ ve error, matizó esa descripción en la misma frase al explicar que

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fue «no tanto un error de juicio respecto al enemigo contra el que navegaron como un fallo por parte de quienes los enviaron como apoyo de la prim era expedición» (II, 65,11). Esta evaluación no sólo no está clara por sí misma, sino que la segunda parte de la afirma­ ción parece contradecir la propia narración de Tucídides sobre la campaña2. Además, resulta dudoso si lo que él pensaba era la estra­ tegia correcta para el ataque ateniense y cómo valoraba a sus líderes. Sin embargo, puede que las cuestiones más importantes para descu­ b rir la interpretación general que Tucídides hizo de la guerra, así como sus propósitos y motivaciones, sean aquellas que implica atri­ buir la responsabilidad del desastre, prim ero por la decisión de em­ prenderla y después por su inadecuada ejecución. ★ ★ ★

U no de los temas más poderosos y recurrentes en la Historia de Tu­ cídides es la insensatez destructiva de la democracia posterior a Pe­ ricles. Pocos de sus contemporáneos habrían puesto en duda el ar­ gum ento de que la expedición causó un terrible desastre, pero no todos hubiesen estado de acuerdo en que el error estaba más en la decisión de emprender la campaña que en su ejecución, o que la prin­ cipal culpabilidad recaía sobre el pueblo ateniense en su totalidad más que en líderes particulares. Estos asuntos requieren un análisis de ambas cuestiones. Hacia primavera de 421 los atenienses se cansaron de la guerra, mientras los espartanos llevaban haciendo ofertas de paz desde 425. C on la desaparición de Cleón y la estrategia agresiva cuestionada, Nicias negoció una paz para cincuenta años basada en el statu quo ante bellum*, con unas pocas excepciones. Para muchos, el pacto pa­ recía cumplir las nietas de Pericles tras diez largos años de enfren-

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«El estado de cosas previo a la guerra». (N. delT.)

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tamientos, aunque fue necesario apartarse abruptam ente de su es­ trategia para alcanzar aquel punto. De hecho, la paz fue un engaño desde el principio. Sus condi­ ciones distaban m ucho de satisfacer incluso los requisitos de Peri­ cles, pues los espartanos nunca reconocieron su incapacidad para derrotar a Atenas. Al contrario, cuando los atenienses vacilaban en las negociaciones, los espartanos dejaban claro que invadirían el Ati­ ca sin tener en cuenta el destino de los prisioneros espartanos. Los atenienses prácticamente habían cedido a la vista de las amenazas. Es más, los espartanos, en su desesperación para conseguir la paz, traicionaron a sus aliados. Los términos del tratado dejaban el puerto de Megara y los territorios corintios en manos atenienses y exigían que los beocios devolviesen el fuerte ateniense de Panacto, situado en su lado de la frontera. Evidentemente, los descontentos aliados de Esparta se esforzaron para restablecer el conflicto y con la esperanza de implicar a otros dos importantes Estados peloponesios, Elide y M antinea, ambos involucrados en serios desacuerdos con Esparta. U na razón clave de la impaciencia espartana para con­ seguir la paz fue el vencimiento de su tratado con Argos en la pri­ mavera de 421. Los argivos se negaron a renovarlo y estaban prepa­ rándose o tra vez para desafiar el liderazgo esp artan o e n el Peloponeso. O tra razón por la que la inutilidad de la paz debió de haber sido evidente desde el principio era que los espartanos nunca tuvie­ ron intenciones sinceras de restituir Anfípolis, disposición que los atenienses consideraban esencial. N ingún político ateniense, ni si­ quiera Pericles en su momento de mayor fuerza, podría haber obliga­ do a los atenienses a devolver Pilos hasta que Anfípolis no estuviese de nuevo en manos atenienses. A menos que ambas condiciones fuesen satisfechas, era sólo cuestión de tiempo que el acuerdo se vi­ niese abajo. Alcibiades, el carismático y ambicioso joven sobrino y pupilo de Pericles, surgió rápidamente como rival destacado de Nicias y como

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paladín de quienes querían reanudar la guerra. Desde que rechazara un acuerdo con Esparta, Argos avanzaba para formar una «tercera fuer­ za» que incluía a Mantinea y a Elide. Alcibiades quería que Atenas se uniese a ellos en una cuádruple alianza de Estados democráticos para destruir la posición de Esparta en el Peloponeso y así eliminar su po­ der de amenazar a Atenas. El éxito de la nueva estrategia haría posible una im portante victoria en una batalla terrestre contra Esparta con poco riesgo para los atenienses, pues la gran mayoría de los soldados provendría de las tres democracias peloponesias que luchaban contra los espartanos y sus restantes aliados. La parte diplomática de la estra­ tegia de Alcibiades funcionó a la perfección. En el verano de 418, los espartanos lucharon contra sus oponentes sin la ayuda de sus aliados corintios y beocios y sólo con una pequeña superioridad numérica. Más tarde Alcibiades alardearía de que, «sin gran peligro o gasto para los atenienses, los espartanos han sido obligados a jugarse su hegemo­ nía en una sola batalla» (VI, 16). Sin embargo, por increíble que parezca Alcibiades no tomó par­ te en la batalla que coronó su estrategia. En la inestable política de la época, no consiguió ganar su reelección como general el mismo año en que sus planes dieron resultado, mientras que Nicias y sus colegas, que se opusieron al plan, cargaron con la responsabilidad de su ejecución. Atenas sólo envió mil soldados de infantería y un pe­ queño contingente de caballería; su fuerza naval permaneció ocio­ sa. Si los atenienses hubiesen enviado tres mil o cuatro mil hombres de infantería más, como podrían haber hecho con facilidad, las pro­ babilidades se habrían vuelto muy en contra de los espartanos. Si hubiesen lanzado ataques navales sobre el Peloponeso en los días anteriores al enfrentamiento, podrían haber forzado a los espartanos a reducir el tamaño de sus fuerzas en Mantinea. A un así, fue una ba­ talla muy reñida y los aliados casi consiguieron poner fin a la guerra y al poder espartano. N i Nicias ni Alcibiades salieron de este episodio con méritos suficientes para tom ar la delantera, y la paz nominal se mantenía a

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duras penas mientras los frustrados atenienses trataban de encontrar una nueva política. Aquella era la situación cuando en 415 llegaron embajadores de los aliados sicilianos de Atenas para pedir ayuda con­ tra la amenaza de Siracusa y sus satélites. Los atenienses no tenían una razón apremiante para ir a Sicilia en aquel m om ento y podrían haber desdeñado sin más las súplicas de sus pequeños y remotos aliados de haberlo querido. Su petición era consecuencia de una disputa entre Egesta y Selinunte, dos ciu­ dades de Sicilia occidental. Cuando los selinuntinos ganaron la p ri­ mera batalla, Egesta pidió ayuda, prim ero a la vecina Acragas, des­ pués a Siracusa y más tarde a Cartago. N o sólo no tuvieron éxito, sino que Siracusa se unió enseguida a Selinunte en contra de los egestos. Presionados con dureza por tierra y mar, los egestos recu­ rrieron a Atenas. Aprovecharon la agresión de Siracusa a Leontinos e hicieron causa com ún con los otros aliados de Atenas que estaban luchando contra Siracusa. Los embajadores egestos recordaron a los atenienses su alianza con los leontinos y enfatizaron el parentesco entre Atenas y Leontinos, Estados jonios ambos. También adujeron una razón práctica para que Atenas volviese a intervenir en Sicilia: «Si los siracusanos, que habían acabado con la población de Leon­ tinos, quedaban sin castigo y, tras destruir a los aliados que aún que­ daban, se hacían con el poder en Sicilia, se correría el riesgo de que en algún m om ento futuro, al ser de estirpe doria y familiares y co­ lonos de los peloponesios, pudiesen asistir a éstos con un gran ejér­ cito y ayudar a la destrucción del poder de Atenas» (VI, 6, 2). Para terminar, los egestos se ofrecieron a financiar la guerra de sus pro­ pias arcas. Cabe señalar que la invitación egesta fue expresada en los térm i­ nos más conservadores, con énfasis en los vínculos tradicionales, las obligaciones para con los aliados y la estrategia defensiva. Pero Tucí­ dides describe la respuesta ateniense como de un tipo bastante dife­ rente. Los atenienses, explica, se alegraron de recibir la petición de ayudar a sus parientes y aliados, pero sólo como pretexto. U na vez

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más, como en su relato del estallido de la guerra del Peloponeso, m an­ tiene que había una «explicación más verdadera», diferente de las que se ofrecieron abiertamente, para la respuesta ateniense: «Ansiaban el dominio de toda la isla» (VI, 6,1). Esta afirmación, situada al princi­ pio mismo del relato, antes de que se cuente la historia o se presente cualquier hecho, contamina todo lo que viene después. E n lo funda­ mental, simplemente repite y exagera una afirmación que Tucídides hizo al principio mismo del Libro VI: «Navegaron hacia Sicilia para someterla, si podían, a su dominio» (VI, 1,1). A lo largo de su narración, el historiador transmite la idea de una empresa orientada a la dominación y explotación de toda la isla, resultado que exigía una m ultitud ateniense hambrienta de poder y codiciosa de ganancias, pero ignorante del verdadero alcance de la aventura y de las dificultades y peligros que entrañaba. «La mayoría —nos cuenta Tucídides—ignoraba las dimensiones de la isla y el n ú ­ mero de sus habitantes, tanto griegos como bárbaros, y no era cons­ ciente de que estaban emprendiendo una guerra no m uy inferior a la guerra contra los peloponesios» (VI, 11).Tras describir la prim e­ ra decisión ateniense de enviar una fuerza a Sicilia, atribuye a Nicias su propia opinión de que, «con un pretexto liviano y aparente, pen­ saban conquistar toda Sicilia, una inmensa tarea» (VI, 8,4). Después asigna a la «multitud» el objetivo de asegurarse dinero para el pre­ sente y, para el futuro, un control imperial adicional que proporcio­ naría una interminable fuente de ingresos (VI, 24, 3)3. En realidad, la interpretación de Tucídides no concuerda bien con el com portam iento de los atenienses según se describe en su propia narración. Incluso aunque admitiésemos lo que no se puede demostrar —en concreto, que la mayoría de los atenienses tenían las motivaciones que les asigna Tucídides en el m om ento de zarpar en el verano de 415-, dista m ucho de ser evidente que aquellas razo­ nes hubiesen sido las mismas desde el principio. Tucídides hace un juicio similar acerca de los motivos para poner en marcha la prim e­ ra expedición a Sicilia en 427: «Los atenienses estaban tanteando el

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terreno para ver si podían someter los asuntos sicilianos a su con­ trol» (III, 87,4-5). Pese a todo, cuando la expedición de refuerzo no consiguió ningún objetivo im portante y se retiró en 424, los ate­ nienses no insistieron más en el asunto. Aparte de la descripción de Tucídides, no tenemos razones para creer que los atenienses que en 416-415 recibieron la petición egesta de ayuda estuviesen planean­ do emplearla como una excusa para conquistar Sicilia. La acusación de Tucídides de que el pueblo ateniense desco­ nocía absolutam ente la geografía de Sicilia y su población y, por lo tanto, subestimaba la m agnitud de aquella empresa resulta aún más sospechosa. E n 424, menos de nueve años antes de que se hi­ ciese a la m ar la gran expedición, sesenta trirrem es atenienses re­ gresaban de una prolongada estancia en Sicilia. Algunos miembros de sus tripulaciones pasaron en aguas sicilianas y en la isla tres años, otros, varios meses. En uno u otro m om ento los atenienses visita­ ron H ím era y Milas, en la costa norte, las vecinas islas Eolias (Lípari), casi todas las ciudades de la costa oriental, Gela y Cam arina en la costa sur, Mesina en el estrecho que separaba la isla de Italia y R egio y Locris ya en Italia. U na flotilla bajo m ando del general Féax volvió a visitar algunos de estos lugares en 422 y viajó tam ­ bién a Acragas, en la costa sur de Sicilia. C om o sus predecesores, visitaron tam bién a los sículos, tribu no griega del interior. Eges­ ta, una antigua aliada, estaba ubicada casi en el extremo occidental de la isla. D ado que cada trirrem e transportaba alrededor de dos­ cientos hom bres, la flota que regresó en 424 sumaba unos doce mil hombres. Incluso aunque sólo la mitad de ellos fuesen atenien­ ses (al ser aliados los demás) y no todos ellos sobreviviesen hasta 415, todavía debía de haber no menos de cinco mil m arineros y soldados de m arina atenienses que conocían de prim era mano la geografía de Sicilia y se hacían una buena idea de su población. Todos ellos, por supuesto, tenían amigos y parientes, así que la acu­ sación de que la mayoría de los atenienses desconocían estos asun­ tos es infundada.

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Del mismo modo, el relato que hace Tucídides de la respuesta de los atenienses a la petición de Egesta y Leontinos no consigue cim entar la idea de la ignoracia o la precipitación atenienses. La asamblea ni aceptó ni rechazó la invitación, pero votó para enviar una misión a Egesta «para ver si el dinero estaba allí, como decían los egestos, en el tesoro público y los templos, y, al mismo tiempo, descubrir cómo avanzaba la guerra contra los selinuntinos» (VI, 6, 3). En realidad, los egestos engañaron a los enviados atenienses cons­ truyendo un pueblo Potemkin* para dar la impresión de una fabu­ losa prosperidad. Este eficaz engaño resultó convincente, pero se­ guram ente fue más convincente aún el hecho de que los egestos llevaran a Atenas sesenta talentos de plata sin acuñar, la paga de todo un mes para sesenta barcos. Los enviados atenienses, con los egestos y su dinero, regresaron en marzo de 415 y se convocó una asamblea para reconsiderar la solicitud de Egesta. Tucídides cuenta que, después de que sus p ro­ pios enviados y los egestos dijeron que tenían dinero de sobra para pagar la expedición y otras cosas atrayentes «que tampoco eran cier­ tas», la asamblea decidió en votación enviar sesenta naves a Sicilia al mando de Alcibiades, Nicias y Lámaco. Estos generales iban a tener poder absoluto para prestar ayuda a Egesta contra Selinunte, para unirse al reasentamiento de Leontinos (si fuese posible) y «para arre­ glar los asuntos de Sicilia de la forma que juzgasen m ejor para A te­ nas» (VI, 8, 2). Tucídides no ofrece más detalles sobre la primera de las dos se­ siones de la asamblea ateniense que decidió sobre la expedición a Sicilia. La brevedad de su narración —ni informa sobre discursos ni resume los razonamientos favorables o contrarios a las medidas que finalmente se adoptaron- ha llevado a algunos eruditos a sacar la

* Población cuyo evidente deterioro general se camufla tem poralm ente para transm itir una im presión de prosperidad a algún visitante ilustre que esté de paso. Se su p o n e que d e b e su nom bre al mariscal ruso G rigori A leksándrovich Potem kin. (N. delT.)

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conclusión de que todos los atenienses, Nicias incluido, se pusieron de acuerdo en esta prim era asamblea4. Pero las pruebas epigráficas, así com o nuestro conocim iento de los procedim ientos habituales, sostienen que debió de haber algo de debate. D e hecho, hay prue­ bas sustanciales de que Nicias habló en contra de la propuesta. Por eso el silencio de Tucídides no demuestra nada, pues generalmente omite hechos de tal relevancia como la posición de las figuras des­ tacadas en los debates importantes5. Podemos recuperar, con un grado razonable de fiabilidad, al menos parte de lo que tuvo lugar en la prim era asamblea de 415. El mismo Tucídides nos facilita la prim era pista cuando nos dice que los atenienses eligieron a Nicias general de la expedición «contra su voluntad, pues él pensaba que la ciudad había tomado una decisión equivocada» (VI, 8,4). Por lo que sabemos, esto es un acontecimien­ to único en la historia de Atenas: un general acepta el mando con­ tra su voluntad. ¿Cómo se sabe que, en esta ocasión, Nicias no desea­ ba acom eter la expedición que se acababa de votar? Seguramente la fuente más creíble de esta información era lo que el propio N i­ cias dijó en la asamblea cuando se hizo la asignación. N o sería la prim era vez que ofreció apartarse a un lado y cederle el mando a otra persona; en 425 hizo lo mismo, si bien con ánimo de ironizar, en relación con el m a n d o d e Pilos y Esfactería (¡V, 28, 3). T en em o s buenas razones para creer que en la prim era asamblea se debatiría quién debía ser nombrado general y que Nicias expresó su reticen­ cia a aceptar el cargo. Las pruebas epigráficas aportan mayor fundamento a este punto de vista. O cho fragmentos de al menos dos estelas encontradas en la Acrópolis de Atenas contienen inscripciones que, según aceptan los investigadores, están relacionadas con la expedición a Sicilia de 4156. U no de los fragmentos habla de una flota de sesenta barcos de guerra y, lo que es más importante, menciona la posibilidad de que se desig­ nara un solo general para comandarlos. Este fragmento debe de refe­ rirse a la primera asamblea, puesto que aquella sesión terminó nom -

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brando tres generales para com andar los sesenta trirrem es. En definitiva, la elección de los generales fue tema de debate. Escritores posteriores también proporcionan evidencias de lo que tuvo lugar en la primera asamblea. Plutarco nos cuenta que, in­ cluso a pesar de su oposición, Nicias fue elegido como uno de los tres generales. En su relato de la segunda asamblea, Nicias vuelve a ponerse en pie para intentar disuadir a los atenienses de la decisión que tomaron de ir a Sicilia7. Diodoro informa de los razonamientos expuestos por Nicias en contra de la expedición, uno de los cuales no aparece para nada en Tucídides: los atenienses, simplemente, no podían tener esperanzas de conquistar Sicilia. «Incluso los cartagi­ neses, que tenían un gran imperio, combatieron a m enudo en gue­ rras por Sicilia, pero no tuvieron el poder de someter la isla... ¿Cómo iban a hacerlo m ejor los atenienses, si su poder era m ucho m enor que el de los cartagineses?»8. Probablemente esta narración se haga eco del discurso que Nicias pronunció en la prim era asamblea. C on esta información, resulta aleccionador intentar reconstruir el rum bo del debate en esta asamblea, sin, por supuesto, atribuirse ninguna precisión en absoluto. La prim era m oción que probable­ m ente saliese a debate debió de ser la autorización de una flota de sesenta barcos para ayudar a los aliados sicilianos de Atenas de Eges­ ta y Leontinos. Es de suponer que Alcibiades habló a favor y Nicias en contra, empleando quizá la comparación con el ineficaz poder de Cartago, como informó más tarde Diodoro. O tro asunto a debate era la elección de comandante o com an­ dantes. Unos se habrían mostrado favorables a un solo líder, presun­ tamente Alcibiades. C om o principal defensor de la empresa, era la opción normal para un mando único, pero muchos atenienses que, por otra parte, habrían apoyado su política no confiarían en él como general único de la expedición. La idea de añadir a Nicias habría atraído no sólo a sus amigos y seguidores, sino también a quienes creían sensato compensar la osadía juvenil y ambiciosa de Alcibia­ des con la experiencia, la devoción y la suerte de Nicias. Nicias de-

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bió de expresar su reticencia a prestar servicio como general y pue­ de que incluso hablase en contra de la propuesta de ponerlo a él al mando. Pero al final se habría considerado no patriótico o cobarde que lo rechazara. Los atenienses, desde luego, veían la imposibilidad de nom brar para un mando a dos generales que eran enemigos p o ­ líticos y personales y que discrepaban en todos los aspectos de la campaña prevista. Por todo esto, escogieron a un tercer líder, Lámaco, hijo de Jenófanes. Lámaco era un soldado experim entado, de unos cincuenta años de edad en 415, que llevaba sirviendo como general desde 425 o incluso antes. El debió de estar a favor la expe­ dición y se podría contar con que apoyase su propósito general al tiempo que respetaba el consejo de Nicias. Debió de haber un bullicioso debate sobre las instrucciones que se darían a los comandantes, pues determinarían las metas precisas de la expedición. Ya hemos visto que Tucídides retrata a unos ate­ nienses concentrados desde el principio en la conquista de Sicilia. También nos cuenta que Alcibiades planeaba adueñarse no sólo de Sicilia, sino también de Cartago, y más tarde transcribe un discurso pronunciado en Esparta en el que Alcibiades habla de emplear las victorias de Italia y España como fundam ento para conquistar el Peloponeso y gobernar a todos los griegos (VI, 15, 2;VI, 90, 2-4). Seguramente en la prim era asamblea de 415 hubo atenienses que albergaban metas grandiosas y quizá, por lo que sabemos, Alcibiades en persona ya había ampliado sus miras para abarcar los objetivos que en último térm ino se le atribuían. La opinión de Tucídides res­ palda esta hipótesis, aunque el historiador estaba exiliado de Atenas en aquella época y sólo pudo haber llegado a esta conclusión bas­ tante después de que ocurriera. De lo que sí podemos estar seguros es de que nadie adelantó tan ambiciosos objetivos en la asamblea; el mismo Tucídides no menciona ninguno de estos asuntos. Lo que es más revelador es que Nicias fue movido a reabrir el asunto de toda la expedición en la segunda asamblea porque «pensaba que la ciu­ dad [...] con un pretexto liviano y aparente, pensaba conquistar toda

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Sicilia» (VI, 8, 4). Lo pensaba, pero no lo sabía, porque en la asam­ blea nadie habló de tal propósito, o Nicias lo habría m encionado y puesto de relieve. En la prim era asamblea de 415, de hecho, los atenienses vota­ ron a favor de objetivos modestos adecuados a la fuerza relativamen­ te modesta que eligieron para conseguirlos, una fuerza y unas metas que eran comparables a las de la campaña de 427-424: asistir a Eges­ ta contra Selinunte, ayudar a recuperar Leontinos y «actuar en los asuntos de Sicilia» para mayor interés de Atenas. Esto no requería, y ni siquiera necesitaban insinuarlo, la conquista de la isla. Se puede argumentar que los objetivos señalados eran meramente un pretex­ to, como afirma Tucídides, una pantalla para esconder la verdadera naturaleza de la rapacidad ateniense. El núm ero de naves que los atenienses asignaron a la expedición nos facilita una respuesta satis­ factoria a ese interrogante, pues no era el pequeño escuadrón de veinte barcos que se envió con Laques y Caréades en 427 para im ­ pedir que Siracusa suministrase cereal al Peloponeso y como «prue­ ba preliminar para ver si podían poner los asuntos de Sicilia bajo su control» (III, 86, 4), ni era la inmensa armada que al final zarpó en 415. Más bien era precisamente el número enviado en 424, cuando Sófocles, Eurim edonte y Pitodoro llevaron cuarenta trirremes para reforzar los veinte que ya estaban allí. Se consideró que una fuerza de sesenta sería adecuada para poner fin a la guerra, dados los modes­ tos objetivos de aquella campaña (III, 115, 4). N o se podría haber planteado la conquista de Sicilia con sesenta barcos en 424 y los atenienses no pretendían hacerlo. Su decisión en la prim era asam­ blea de 415 de enviar una flota de ese mismo tamaño indica que, una vez más, sus objetivos eran limitados. Esto no quiere decir que la expedición aprobada por votación en la primera asamblea no tuviese intenciones agresivas en absolu­ to. Lo sucedido en Sicilia desde la prim era intervención ateniense reveló el peligro que representaba Siracusa para los aliados de Ate­ nas y para la libertad de otras ciudades de la isla. A su libre arbitrio,

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Siracusa se convertiría en un poder que algún día podría prestar una im portante asistencia a los peloponesios y especialmente a su ciu­ dad madre, C orinto, que era históricamente hostil a Atenas. Los ate­ nienses que votaron a favor de la expedición bien pudieron haber esperado la conquista de Siracusa para prevenir esas posibilidades,y sesenta barcos de guerra podían ser suficientes para ese propósito. U n ataque sorpresa directo contra la ciudad desde el mar podría salir bien, igual que intentar reclutar abados sicilianos que pudiesen apabullar a Siracusa con una demostración de fuerza considerable, si no aplastante. E n cualquiera de las opciones, el riesgo para Atenas se­ ría bajo. E n caso de un ataque contra Siracusa por tierra, los aliados sicilianos se encargarían de luchar, pues los atenienses no iban a en­ viar un ejército. En caso de un ataque por mar, los atenienses podrían dar la vuelta si se encontraban con que Siracusa estaba bien defendida y mostraba resolución. Incluso si todo iba mal y la expedición al com­ pleto era destruida sería una desgracia, pero no un desastre. M uchos de los marineros no serían atenienses, sino aliados, y los barcos po­ drían ser reemplazados. Lo que con seguridad no podría acarrear la expedición votada por la primera asamblea de 415 era una importan­ te derrota estratégica que pudiese cambiar el curso de la guerra. Sólo después de la segunda asamblea los atenienses incurrieron en ese tipo de riesgo, y debemos preguntarnos cómo llegaron a hacerlo. Cuatro días después de la primera, una segunda asamblea se reu­ nió para sopesar «cómo se podía equipar la flota de la manera más veloz y para votar cualquier otra cosa que pudiesen necesitar los ge­ nerales para la expedicón» (VI, 8,3).Tucídides describe esta reunión con tanto detalle como cualquier otra de su Historia, relatando di­ rectamente dos discursos de Nicias y uno de Alcibiades y hacién­ dose eco de otros comentarios efectuados en la asamblea. Parece ser que Nicias habló primero, pues quiso apartar el de­ bate de su finalidad declarada hacia una que no se esperaba y bien podía resultar inapropiada. R econoció que la asamblea había sido convocada para reflexionar sobre los recursos, pero dijo: «Creo que

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tendríamos que considerar de nuevo esta cuestión: si deberíamos enviar los barcos o no» (VI, 9, 1). Los atenienses no tenían, p o r lo que parece, ninguna ley que prohibiese la anapsephisis, el acto de proponer la revocación o la anulación de un decreto recién apro­ bado por la asamblea. A un así, esta propuesta debió de ser lo bastan­ te inusual como para estar sujeta a cierta cantidad de diferentes de­ safíos legales. Nicias reconoció que el funcionario que presidía la asamblea también podía ser criticado por perm itir que se expusiese una petición incierta, pero le convenció para que lo hiciese, animán­ dolo a no temer, sino «a convertirse en un médico para un Estado que ha tomado una mala decisión» (VI, 14). Nicias ofreció una evaluación de la situación diplomática y m i­ litar de Atenas que debió de sorprender a sus amigos y a sus ene­ migos p or igual, y debió de hacer reflexionar a quienes pensaban que la Paz de Nicias era una victoria para Atenas. Según Nicias, Ate­ nas no podía permitirse atacar Sicilia y crearse así nuevos enemigos, pues ya tenía enemigos formidables en casa. Los espartanos no ac­ cedieron a la paz de buen grado, sino forzados a ello p or su mala fortuna. Algunos de los aliados más importantes de Esparta todavía no habían aceptado la paz. Si los atenienses debilitasen su poder en la patria al zarpar hacia Sicilia, sus enemigos atacarían, apoyados por los refuerzos sicilianos que codiciaban hacía tiempo. Hasta entonces los atenienses prevalecían, en contra de sus propias expectativas, pero los espartanos no estaban convencidos de haber sido derrotados y sólo estaban esperando el m om ento apropiado para borrar su des­ honor y recuperar su reputación (VI, 11,6). Antes de plantearse nin­ guna expedición a Sicilia, los atenienses debían consolidar su im pe­ rio recuperando las ciudades rebeldes de Calcídica y de la región de Tracia. «No debemos buscar otro im perio hasta que hayamos vuel­ to más seguro el que ya tenemos» (VI, 10, 5). Esta evaluación de la situación estratégica de Atenas se sitúa en el corazón de la política de Nicias. Debió de haber hecho las mis­ mas apreciaciones en la prim era asamblea, pero entonces no fueron

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capaces de vencer el debate. En esta segunda sesión tuvo que res­ p o nder además a los argumentos prom ovidos p o r los partidarios de la expedición. Es evidente que el deseo de ayudar a los aliados de Atenas en Sicilia desempeñó un papel destacado en la discusión, pues Nicias va aún más lejos para rebatir su demanda de asistencia p or parte de Atenas. Su prim era alusión al asunto marca la pauta: «No deberíamos em prender una guerra que no es asunto nuestro, convencidos por hombres de una raza extranjera» (VI, 9,1). Nicias llama a los egestos «pueblo bárbaro» que pide ayuda cuando tiene problemas pero no presta ninguna cuando los atenienses la necesi­ tan (VI, 11,7). D esdeña a los leontinos com o fugitivos y astutos mentirosos que sólo ofrecen palabras mientras que sus aliados asu­ m en todos los riesgos, son desagradecidos en la victoria y llevan el desastre a sus amigos en la derrota (VI, 12,1). U n lenguaje tan poco diplomático y áspero, por m ucho que se dirija contra aliados incó­ modos, sugiere que los partidarios de la expedición debieron de ha­ cer un hincapié considerable en la petición de Sicilia y así obligaron a Nicias a responder con vehemencia. La amenaza que suponía para Atenas una Sicilia dominada por Siracusa parece haber sido el principal argumento empleado por sus oponentes en la primera asamblea, porque Nicias le hizo frente con una larga y sofisticada refutación. Mientras que los embajadores de Egesta en especial hacían hincapié en la amenaza que suponía Sira­ cusa si se dejaba que dominase la isla, Nicias afirmaba justamente lo contrario: «Los sicilianos [...] serían aún menos peligrosos que aho­ ra si los gobernasen los siracusanos, pues ahora podrían atacarnos sólo por rencor hacia los espartanos, pero si los siracusanos tuviesen el control no es probable que un imperio atacase a otro imperio». A rgum entó que, si Siracusa se unía a los espartanos para destruir el imperio ateniense, igualmente podrían esperar que su propio impe­ rio fuese destruido por los espartanos (VI, 11, 3). Todo esto era tan ridículo que no necesitaba refutación, y de hecho Alcibiades no hizo referencia a ello en su propia respuesta.

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El segundo argumento de Nicias puede haber sido incluso más endeble que el primero. Los atenienses, dijo, podrían asustar de m odo más eficaz a los griegos sicilianos e impedirles así que se uniesen a un ataque contra Atenas y perm anecieron tan lejos de Sicilia como fuese posible. Si Atenas atacaba Sicilia y fracasaba, los sicilianos, con desprecio por el poder ateniense, enseguida se unirían a los espar­ tanos en un ataque. La m ejor forma de actuar para Atenas sería no ir en absoluto a Sicilia; la segunda m ejor sería hacer una breve de­ mostración de fuerza y retirarse inmediatam ente: «Pues todos sa­ bemos que nos maravillan más las cosas que están más alejadas y que menos se prestan a que se ponga a prueba su reputación» (VI, 11, 4). Aparte de sus dudosas conjeturas psicológicas, este razonam ien­ to desdeña la posibilidad de que los atenienses pudiesen ganar, y au­ menta de este modo su reputación de una manera lo suficientemen­ te forzosa para desanimar cualquier ataque que Sicilia previera. De nuevo tenemos un argum ento insensato que sus oponentes no se molestaron en contestar. A la vista de la reiterada opinión del propio Tucídides, resulta sorprendente que Nicias no tuviese ninguna cosa clara que decir sobre la idea de conquistar toda Sicilia, aunque uno o dos de sus comenta­ rios pueden ser lo bastante ambiguos como para indicar una referen­ cia a una opinión semejante9. Quizá la ambigüedad estuviera en las palabras de Nicias o quizá fuese aportada por Tucídides, pero en nin­ gún caso podemos encontrar argumentos presentados contra un plan de conquista general. Si la toma de Sicilia hubiera sido propuesta en la primera asamblea como motivo para enviar la expedición, Nicias no podía dejar de atacar esa propuesta. Era el objetivo posiblemente más vulnerable y no necesitaba del enrevesado razonamiento que N i­ cias se vio obligado a utilizar para combatir otros argumentos. Por todo eso, es razonable llegar a la conclusión de que en la primera asamblea nadie propuso abiertamente la idea de la conquista general como un motivo para ir a Sicilia, cualesquiera que fuesen las inten­ ciones particulares que pudiesen tener.

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Quizá Nicias estuviese frustrado por su incapacidad para tratar lo que le hubiese gustado presentar como el verdadero propósito de la expedición, y quizá fuera eso lo que lo llevó a lanzar un ataque no sólo personal, sino también contra toda una generación más jo ­ ven. N adie podía dudar de que el blanco de Nicias era Alcibiades. La crítica a éste y a sus jóvenes seguidores puede haber sido una es­ tratagema para centrar la atención en los partidarios más radicales de la expedición y en el hom bre que era su principal defensor y probablemente la persona de quien más se desconfiaba en Atenas. Después de Nicias, otros se pusieron en pie para argumentar en pro y en contra del asunto. La mayoría de ellos estaban a favor de la expedición, pero su más ardiente defensor, según Tucídides, era Alci­ biades, hijo de Clinias. Aunque Alcibiades tomó parte importante en los asuntos atenienses desde la Paz de Nicias, Tucídides escoge este m om ento para presentarlo y caracterizarlo y evaluar el papel que desempeñó en el resultado de la guerra. Nos cuenta que Alcibiades habló en contra de Nicias por su desacuerdo político en general, porque Nicias le había atacado personalmente, pero sobre todo por­ que quería estar al mando para poder atacar no sólo Sicilia, sino tam­ bién Cartago, y ganar de este modo el prestigio público y la riqueza privada. Al hacer estos juicios,Tucídides respalda en la práctica los car­ gos mencionados por Nicias en su discurso. También apoya la acusa­ ción de Nicias de que Alcibiades quería dinero para hacer frente a los gastos de la cría de caballos y mantener otras actividades costosas con las que aumentaba su reputación entre los atenienses (VI, 15,1-3). Pero estos gastos y el ostentoso alarde que financiaban tenían otras consecuencias menos favorables y Tucídides las describe en un pasaje notable que presagia la derrota ateniense no sólo en Sicilia, sino en la guerra en su totalidad. «Y fue justo esto lo que más con­ tribuyó a destruir el Estado ateniense, pues muchos estaban tem e­ rosos del alcance de su descontrolada autoindulgencia en su m odo de vida y tam bién de sus intenciones en todos y cada uno de los asuntos en los que se involucraba; se volvieron hostiles hacia él por-

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que estaba aspirando a una tiranía.Y, aunque en los asuntos públicos gestionaba sus funciones militares de la m ejor m anera posible, las actividades de su vida privada ofendían a todo el mundo, así entre­ garon el liderazgo del Estado a otros hombres y en poco tiem po llevaron a éste a la ruina» (VI, 15, 3-4). U n resumen y una previsión de futuros acontecim ientos tan dramáticos sólo son igualados p o r el famoso elogio y la evaluación de la carrera de Pericles que hace Tucídides, pasaje que tiene la fun­ ción de proporcionar un armazón para que el lector entienda toda la historia (II, 65). El presente fragmento cumple con mucho la mis­ ma función, al tiempo que aclara al lector cómo tiene que entender futuros acontecimientos. El extraordinario estilo de vida de Alcibia­ des terminará causando problemas, aunque él no será el responsable de la derrota ateniense, sino más bien las ofendidas masas que, p or te­ m or hacia él, otorgarán el mando a otros generales de m enor valía. Hay un claro paralelismo entre la muerte de Pericles y el declive de Atenas bajo el liderazgo de sus inferiores sucesores. Alcibiades se defendió con insolencia de los ataques de Nicias contra su estilo de vida y su juventud, recordando astutamente a los atenienses que ellos no votaron a favor de un solo comandante, sino de una junta de tres generales. «Sacad provecho de nosotros —d ijo mientras yo estoy aún en mi m ejor m om ento y Nicias tiene la re­ putación de ser afortunado» (VI, 17, 1). N o fue ésta la última vez que la presencia de Nicias en el equipo de comandantes sería utili­ zada para favorecer la propia expedición a la que él se oponía con tanta energía. Después, cuestionando la descripción de Sicilia hecha por N i­ cias, Alcibiades representó la isla como un hervidero de inestabilidad, con ciudades atestadas por «un populacho mestizo» propenso a tras­ ladarse y a subvertir constituciones. Los hombres no tom aban las armas para defender sus ciudades leal y patrióticam ente, como en la madre patria, sino que en cambio se preparaban para tomar la ri­ queza que acumulaba y se marchaban a algún otro sitio. Esa gente

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podía ser atraída con facilidad al bando ateniense. Afirmaba que los sicilianos no tenían tantos hoplitas como se decía y que, en cual­ quier caso, los atenienses podrían compensar su núm ero usando a los bárbaros sículos, que odiaban a los siracusanos (VI, 17, 2-6). Si bien la narración de los asuntos sicilianos que hace Alcibia­ des es parcial y exagerada, no era del todo inexacta. A principios del siglo V, los tiranos sicilianos trasladaban con frecuencia poblaciones enteras y el derrocam iento de las tiranías causaba agitaciones simi­ lares. El Congreso de Gela de 424 hizo ver que los sicilianos podían unirse y presentar una oposición formidable a los planes atenienses, pero el período posterior demostró que una unidad semejante era poco probable que durase. El destino de Leontinos era buena prue­ ba de la inestabilidad interna en las ciudades sicilianas y la guerra entre Selinunte y Egesta revelaba las divisiones crónicas entre los Estados de la isla. En la patria griega, Nicias describió a los espartanos y sus aliados como impacientes por reanudar la guerra, a falta sólo de una oportu­ nidad adecuada, pero Alcibiades argumentó en contra diciendo que tenían menos esperanzas que nunca. El hecho de que los espartanos no emprendiesen ninguna acción para recuperar Argos o renunciar a la Paz de Nicias, a pesar de la provocación ateniense, indicaba que Al­ cibiades se aproximaba bastante a la verdad. Pero incluso aunque los espartanos fuesen fuertes y audaces, razonaba Alcibiades, todo lo que habrían sido capaces de hacer era invadir el Atica por tierra, acción que podrían haber emprendido en cualquier momento. Sin embargo, no podían hacer daño a los atenienses donde más dolía, en el mar. In­ cluso con la flota ateniense en rumbo a Sicilia, la marina de reserva en Atenas todavía era un obstáculo para el enemigo (VI, 17,7-8). De nuevo Alcibiades acertaba con su estimación, especialmente si recor­ damos que mientras él hablaba los atenienses estaban pensando enviar a Sicilia sólo los sesenta barcos por los que ya habían votado. Después, Alcibiades regresó a uno de sus argumentos más sólidos y el que más avergonzaba a Nicias: las obligaciones de Atenas para con /

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sus aliados. En prim er lugar, estaba el aspecto moral: «Debemos ayu­ darles, pues hemos dado nuestra palabra» (VI, 18,1).Tanto el interés como el honor dictaban que los atenienses cumpliesen sus compro­ misos y enviasen ayuda a sus aliados. Atenas no se alió con los sicilia­ nos con la intención de conseguir ayuda para la patria en aquel terri­ torio, sino para mantener apocados a sus enemigos de Sicilia de forma que no pudiesen atacar a los atenienses. Aliados como Egesta y Leon­ tinos eran, de hecho, la primera línea defensiva de Atenas. Alcibiades creía también que la misma naturaleza del im perio ateniense exigía una política activa en beneficio de sus aliados. «Así es como hemos conseguido nuestro im perio y así es como otros que han tenido im perio consiguieron el suyo, acudiendo siempre con entusiasmo en ayuda de quienes nos llaman, sean griegos o bár­ baros» (VI, 18,2). Cambiar a una política de moderación, establecer distinciones entre aliados basadas en la raza, definir límites arbitra­ rios a la extensión del imperio, todo eso sería desastroso. U na polí­ tica semejante no sólo im pediría un mayor crecimiento, sino que amenazaría incluso la actual seguridad del imperio. Otros Estados podían seguir el camino de la paz y la inactividad, pero los atenien­ ses no podían hacerlo sin renunciar a su manera de vivir y a su im ­ perio, y los atenienses no podían abandonar su im perio sin correr el riesgo de convertirse en súbditos de otros (VI, 18, 2-3). El argu­ m ento de Alcibiades es similar al que presentó Pericles en su último discurso documentado: «Para vosotros no es posible salir de este im ­ perio, si es que alguien, en la situación actual, bien por miedo, bien por apego a la tranquilidad, ha decidido volverse honesto». Pericles abordó la cuestión principal de manera más term inante de lo que se atrevió Alcibiades: «Por ahora dirigís el imperio como una tira­ nía; puede que ahora parezca incorrecto haberlo tomado, pero te­ ned por seguro que es peligroso dejarlo ir», pues «aquellos a quienes habéis gobernado os odian» (II, 63, 1-2). En aquel m om ento, por única vez en el discurso y probable­ m ente por primera vez en todo el debate, Alcibiades reveló los p ro ­

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pósitos mayores que tenía en m ente para la expedición siciliana. Si la aventura tenía éxito, «como parece probable», los atenienses ga­ narían el control de toda Grecia, pues su poder se vería reforzado p o r la incorporación de Sicilia. Esta ambiciosa afirmación no era tan ajena a Pericles com o pudiese parecer. C uando Pericles fue cuestionado por los hombres que, en su época, abogaban p or una política pacífica y pasiva, los apragmones, él dijo a los atenienses: «Vo­ sotros sois los amos absolutos de todo el mar, no sólo de todo el que ahora gobernáis, sino de todo el que alguna vez deseéis.Y mientras tengáis la flota que tenéis no habrá nadie que os impida surcarlo, ni el Gran R ey ni ninguna nación como las que ahora existen» (II, 62, 2). Sin embargo, Pericles dijo estas atrevidas palabras en un m om en­ to en que encontraba a los atenienses «irrazonablemente desanima­ dos» y no pretendía emprender una nueva expedición, sino tan sólo alentarlos para que continuasen con la guerra en la que ya estaban implicados. Alcibiades, com o Pericles, llamaba a la política de su oponente apragmosyne, pero las circunstancias en las que él hablaba eran diferentes. En aquel m om ento Atenas estaba, al menos formal­ mente, en paz y podía permitirse hacer frente a una campaña a dis­ tancia, pero los atenienses ya tenían confianza y ambición en dema­ sía. Sin duda,Tucídides tenía esta comparación y estas diferencias en m ente, pues deseaba que sus lectores captasen la diferencia entre Pericles, el gran hom bre de estado que trabajaba a contracorriente para m oderar las pasiones de su pueblo, y Alcibiades, el demagogo que explotaba esas pasiones para sus propios objetivos. Pero Alcibiades era bastante prudente para reconocer el peligro de extenderse demasiado sobre la controvertida idea de la conquis­ ta de toda Sicilia. Es más, su alusión a la susodicha conquista se hizo en el contexto de enviar una fuerza de sesenta barcos y ningún ho­ plita, una operación de bajo riesgo que dependía más de la sorpre­ sa, la psicología y la diplomacia que de la suerte en la batalla. Tuvo el cuidado de incluir la sugerencia de unos objetivos de guerra más ambiciosos ju n to con otros estrictamente defensivos. La temeridad

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del ataque a Sicilia durante el inseguro período de paz presente re­ duciría aún más la seguridad de los espartanos y supuestam ente (aunque Alcibiades no lo dice con todas las palabras) les impediría continuar la guerra y atacar Atenas. Además, incluso aunque los ate­ nienses no conquistasen Sicilia, la expedición podría al menos cau­ sar u n daño a Siracusa, y esto beneficiaría a los atenienses y a sus aliados sicilianos (VI, 18, 4-5). Alcibiades concluyó con el razonamiento sutil e inusual de que Atenas debía aplicar una política activa mejor que una pasiva, p o r­ que tal era su naturaleza. «Es m i parecer que una ciudad que no es pasiva (apragmon) sería destruida rápidamente por un viraje hacia la pasividad y que los hombres que están más seguros son quienes to­ man las decisiones políticas que menos entran en conflicto con hábi­ tos e instituciones existentes» (VI, 18, 7). Esa aseveración justificaba, en realidad requería, una expansión continuada del tipo de la conce­ bida por Alcibiades. Esto estaba reñido directamente con la política de Pericles, que aspiraba al mantenimiento del imperio sin mayor ex­ pansión. U na vez más, es probable que Tucídides pretendiese que su lector percibiese aquel contraste en particular. En esta segunda asamblea de 415 el discurso de Alcibiades fue efectivo, especialmente cuando fue respaldado por nuevas súplicas de los egestos y los lentinos para que se cumpliesen las promesas atenienses y se enviase ayuda a Sicilia. Los atenienses «estaban aún más entusiasmados que antes por llevar a cabo la expedición» (VI, 19, 1), pero Nicias no renunciaba todavía a su propósito de im pe­ dirla. En esta ocasión abandonó su oposición sincera para recurrir en cambio a la astucia. Tucídides nos cuenta que Nicias «sabía que no podría detenerlos con los mismos argumentos, pero pensó que p o ­ dría hacerles cambiar de idea respecto a la amplitud de la expedi­ ción si proponía una enorme» (VI, 19, 2)10. U na táctica semejante es una maniobra parlamentaria arriesgada en cualquier época, y pa­ rece ser que Nicias no había llegado a ningún acuerdo preliminar al respecto con sus partidarios.

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Em pezó refutando la descripción de Sicilia realizada por Alci­ biades. Según él, las ciudades griegas de Sicilia ni tenían desórdenes internos ni estaban en conflicto unas con otras, ni sufrían de des­ moralización. Sin embargo, eran grandes, numerosas y, a excepción de Naxos y Catania, contrarias a Atenas. Estaban bien provistas de hoplitas, arqueros, lanzadores de jabalinas, trirrem es y remeros. Tam bién contaban con fondos suficientes, unos públicos, otros privados. Siracusa incluso recaudaba impuestos de los bárbaros. Los griegos de Sicilia tam bién contaban con dos im portantes recursos de los que carecían los atenienses que iban a Sicilia: una abundan­ te reserva de caballos y cereal que no necesitaban importar. Si estas ciudades se uniesen, formarían un gran poder contra el que la irrisoria fuerza aprobada por los atenienses sería inadecuada. C on esa flota, los atenienses podrían desembarcar, pero el enemigo, con su caballería, podría confinarlos a la cabeza de playa y obligar­ los a pedir refuerzos o a volver a casa avergonzados. Los atenienses tenían que darse cuenta de que iban a estar luchando a tanta distan­ cia que en invierno incluso a un mensajero le llevaría cuatro meses llegar desde Atenas. Para vencer debían enviar muchos hoplitas (ate­ nienses, aliados, súbditos y mercenarios), así como tropas con arma­ m ento ligero para hostigar a la caballería enemiga. También tenía que haber más naves de guerra para garantizar el control del mar y los suministros. Los atenienses debían llevar con ellos cereal en na­ ves mercantes, pues ningún ejército de ese tamaño podría esperar vivir de la tierra, especialmente porque no se podía confiar en los sicilianos. Además, tendrían que llevar gran cantidad de dinero, tam­ bién, pues las negociaciones sobre financiación con Egesta resultaron ser sólo negociaciones (VI, 20-22). N o cabe duda de que Nicias esperaba que esta lista de necesida­ des básicas amedrentaría a su auditorio y siguió pintando un esce­ nario aún más siniestro. Incluso si los atenienses montasen una expe­ dición mayor que las fuerzas combinadas de los griegos sicilianos, «excepto, desde luego, por sus hoplitas, la fuerza que se encarga de la

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verdadera lucha, no será fácil para nosotros derrotarlos o incluso ga­ rantizar la seguridad de nuestras propias fuerzas» (VI, 23,1). Los ate­ nienses tenían que entender que eran como colonos en busca de una ciudad nueva en peligrosas tierras extranjeras donde tendrían que es­ tablecer su dominio de inmediato o hacer frente a la hostilidad por parte de todos los nativos. Semejante expedición exigía una cuidado­ sa planificación y, lo que era incluso más importante, la buena suerte con la que unos simples mortales no podían contar. Por lo tanto N i­ cias prefería confiar la seguridad a la m ejor y más cuidadosa prepa­ ración. «Creo que los preparativos que he sugerido proporcionarán la mayor seguridad para el Estado y también para aquellos de nosotros que partiremos en la expedición. Pero, si alguien piensa de otra ma­ nera, me ofrezco a cederle mi mando a él» (VI, 23). Podemos entender la mayoría del discurso de Nicias a la luz de su objetivo básico, que era im pedir la salida de la expedición a Si­ cilia. ¿Pero por qué, después de intentar asustar a los atenienses, su­ girió que la adopción de sus propuestas haría que la empresa fuese segura y por qué se ofreció a renunciar a su cargo? Ambas estrata­ gemas implican que esperaba que alguien cuestionase su suposición fundamental, que la misión a Sicilia sería terriblem ente difícil de llevar a cabo, y negase la conclusión que sacó de ello, que se nece­ sitaría una fuerza enorm e y costosa si se quería simplemente dar comienzo a la misión. Habría podido prever que Alcibiades o algún otro insistiría en que Nicias estaba exagerando la situación y el pe­ ligro potencial, y que el uso apropiado de las tropas ya aprobadas en votación aseguraría el éxito. Si ese punto de vista resultaba ser p o ­ pular, Nicias podría pedir ser relevado sin deshonra en razón de que se había rechazado su consejo y de que él no quería llevar a atenien­ ses a la muerte en una búsqueda imposible. Nicias también puede haber esperado que su renuncia serenase a la asamblea, obligando a que se diese cuenta de que estaba perdiendo al general experim en­ tado y afortunado que había nom brado para domar a la salvaje y ambiciosa juventud. Si eso no se lograba, aún habría más debate

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y quizás una demora, durante la cual el alborotado populacho re­ cuperaría su compostura y reflexionaría con cautela. Si bien no podemos estar seguros de las expectativas de Nicias, Tucídides deja claro que no se cumplieron. U n tal Demóstrato se puso en pie para desafiar a Nicias de una forma inesperada y embarazosa11. Aunque provenía de una familia noble, Plutarco lo describe como «el más destacado de los demagogos a la hora de exhortar a los atenien­ ses a ir a la guerra»12. Le dijo a Nicias «que no se demorase o pro­ vocase retrasos, sino que dijese de una vez y delante de todos ellos qué cantidad de fuerzas calculaba que debían aprobar para él» (VI, 25, 1). Nicias, que no estaba preparado para aquella pregunta, respondió que prefería discutir el asunto con sus colegas a su antojo e incluso esto lo dijo con desgana. Pero la aspereza de Demóstrato no permitía retrasos, así que Nicias ofreció sus estimaciones: al menos cien trirre­ mes de Atenas, de los cuales algunos serían para transporte de tropas, y otros para los de los aliados; una fuerza combinada de hoplitas ate­ nienses y aliados de no menos de cinco mil hombres, y un número proporcional de soldados con armamento ligero. Lejos de encontrar estas cifras abrumadoras, los atenienses no se alejaron de su entusiasmo por la expedición por lo gravoso de sus preparativos, sino que se entusiasmaron aún más con la idea y las cosas resultaron al contrario de lo que Nicias espera­ ba, porque ellos pensaban que él les había dado un buen con­ sejo y que la expedición sería muy segura. Entre todos ellos se extendió por igual el entusiasmo por zarpar. Los ancianos pen­ saban que o conquistarían Sicilia o, como mínimo, una fuerza tan grande no podría sufrir daño. Quienes estaban en la flor de la vida anhelaban vistas y espectáculos remotos, confiando en que estarían seguros. La masa de civiles y soldados esperaba conseguir dinero al instante y aumentar el imperio del que ob­ tendrían una fuente inagotable de ingresos. (VI, 24, 3)

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Aquí, como en otras partes, Tucídides asegura saber qué hay en las mentes de otros; en este caso, de todo el populacho ateniense en toda su diversidad. Debemos preguntarnos cómo puede asegurarlo, especialmente porque él estaba en el exilio en aquella época y lle­ vaba allí una década. En nom bre de aquél, sin embargo, insiste con autoridad en su punto de vista sobre las motivaciones de la campa­ ña: la codicia y el deseo de conquista, guiados no por la razón, sino por la pasión (eros). Describe a la entusiasmada y fanática mayoría intimidando a cualquiera que se opusiese a la expedición porque le acusarían de deslealtad al Estado. En tal disposición de ánimo, he­ mos de creer que los atenienses votaron después a favor de otorgar a sus general poder absoluto para determinar el tamaño de la expe­ dición y «actuar de cualquier form a que a su juicio les pareciese m ejor para Atenas» (VI, 26, 2). La maniobra de Nicias fracasó estrepitosamente. Su represen­ tación recuerda al lector el error de cálculo similar cometido du­ rante la asamblea de 425, que dejó a los espartanos atrapados en Esfacteria. En aquella ocasión, Nicias ofreció renunciar a su puesto en favor del inexperto y en apariencia incom petente Cleón. Esperaba que éste rehusara y quedase así deshonrado, pero Nicias m alinterpretó el estado de ánimo de la asamblea, que provocó a Cleón has­ ta que este general no pudo rechazar el ofrecimiento. En la segunda asamblea de 415, Nicias fue decisivo a la hora de convertir en una inmensa empresa una expedición que, en su ori­ gen, tenía objetivos limitados y asumía riesgos reducidos. Capaz ahora realmente de intentar la conquista de Sicilia, la fuerza atenien­ se era de tal envergadura que su derrota podría significar casi el de­ sastre absoluto. Nicias sugirió una inversión en hombres, dinero y embarcaciones a la que ningún otro político ateniense se habría atrevido a oponerse, y en dos asambleas nadie lo hizo. La descripción de Tucídides acerca de las masas atenienses, ansiosas por la codicia de iniciar la conquista de Sicilia y dispuestas a enviar una enorm e ex­ pedición con ese propósito, no queda justificada por ninguna de las

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evidencias que proporciona13. Sin embargo, no tenemos razones para dudar de la exactitud de su evaluación después de la segunda asam­ blea. Lo que convenció a los atenienses para pasar de una empresa cauta y reducida a un compromiso arriesgado y sin límites fue la garantía recibida del devoto, afortunado y juicioso Nicias. U na ga­ rantía tal de una fuente de tanta confianza barrió todos los obstá­ culos, despertando nuevas ambiciones y acrecentando aquellas a las que ya se había dado voz. En la prim era asamblea de 415, el pueblo ateniense votó para enviar una expedición a Sicilia a fin de ayudar a sus aliados y contro­ lar la expansión de Siracusa, una colonia del aliado corintio de Espar­ ta. N o existen pruebas de que nadie hablase de una conquista en aquel m om ento y, mientras que esa decisión pudo ser inteligente y necesa­ ria o no, sí fue razonable y moderada, sin suponer grandes riesgos. Pero pocos lectores han llegado a la conclusión de que los atenienses estuviesen a favor de una línea de acción moderada. Puesto que Tu­ cídides estaba convencido de que la Atenas posterior a Pericles, sin la restricción de la sabiduría y la destreza de un gran líder, estaba fuera de control, voraz y ávida de poder desde el principio, su narración está organizada de forma que evite que el lector piense de otra ma­ nera. Su primera referencia a la expedición de 415 asume el objetivo de la conquista desde el principio: «Zarparon hacia Sicilia para some­ terla si podían» (VI, 1,14). Poco después él mismo desarrolla esa afir­ mación: «Con un pretexto leve y engañoso, querían conquistar toda Sicilia, una empresa de envergadura» (VI, 8, 4). Antes de presentar el relato de cómo se tomó la decisión -e n la práctica, omitiendo describir el debate en la asamblea—,ya ha estable­ cido su punto de vista sobre el motivo de la acción, que no encuen­ tra fundamento en su propia narración y entra en contradicción con las pruebas en su totalidad. N o resulta sorprendente que la mayoría de los lectores hayan sido convencidos por su interpretación.

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Tucídides concluye su relato de los preliminares de la expedición con una descripción extensa y gráfica de su partida en junio de 415. Su relato está trufado de observaciones sarcásticas e irónicas que comparan el ánim o entusiasta y esperanzado de los atenienses con augurios de la catástrofe que se avecinaba. M uchos extranjeros de las ciudades aliadas estaban presentes y bajaron a El Pireo junto con los atenienses para despedir a la expedición, pero también para ver el espectacular despliegue. El historiador describe la congregación como una homilos (VI, 30,2; VI, 32,2), que puede significar simple­ mente una multitud o una gran reunión de gente, pero indica tam ­ bién una m uchedum bre o incluso una m uchedum bre rebelde. Se recuerda al lector al inicio y al final de la descripción que la partida es obra de la democracia posterior a Pericles, de la m uchedum bre y de los demagogos que la engañan. El ejército ateniense no era mayor en número que la expedi­ ción dirigida por Pericles contra Epidauro en 430, pero era «el ar­ mamento más caro y magnífico proveniente de una sola ciudad con una fuerza griega pura que se había hecho a la mar hasta la fecha» (VI, 31, 1). N o se trataba sólo de los fondos públicos, sino también de gastos privados efectuados por los trierarcas*, que pagaban em ­ barcaciones eficaces y hermosas, y hasta los hoplitas competían unos con otros en la belleza y calidad de sus equipos. «Parecía más una demostración de poder y riqueza ante el resto de los griegos que una expedición contra unos enemigos» (VI, 31,4). La mañana que la expedición se hizo a la mar, los ánimos exul­ tantes de los atenienses fueron en cierto m odo corregidos p o r la realidad de la despedida de hijos, familiares y amigos a punto de ha­ cerse a la mar en una aventura de un peligro sin precedentes p o r la larga distancia que implicaba. C on todo, los tranquilizaba el poder

* Oficial naval griego encargado de capitanear un trirrem e, así com o de sus gastos, equipo y m antenim iento, que según fuese su ciudad-Estado podía estar obligado a costear de su bol­ sillo. (N. del T.)

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y el esplendor extraordinarios de la fuerza que estaban enviando. Por fin, cuando todo estuvo dispuesto, el estruendo de una trom pe­ ta extendió el silencio entre el inmenso gentío. El ejército y la ma­ rina al completo ofrecieron al unísono las oraciones acostumbradas antes de hacerse a la mar con el gentío unido a ellos desde la orilla. «Cuando term inaron de cantar el pean y concluyeron las libaciones, partieron, prim ero en columna, después, según iban zarpando, com­ pitieron unos con otros hasta un lugar tan rem oto como Egina» (VI, 32, 2).Trataron el asunto como si fuese una enorm e regata, lo cual implica que la expedición era jactanciosa o, como dirían los griegos, un acto de desmesura. Los atenienses, cuenta Tucídides, se marcharon llenos de espe­ ranza (elpis). Sus lectores apenas podrían evitar pensar en lo que los atenienses dijeron con desprecio a los ya condenados melios en la guerra anterior, narrada justo antes de la historia de la expedición siciliana: «Sí, la esperanza conforta en épocas de peligro... Pero, pues­ to que es algo costoso, quienes lo arriesgan todo en un único lance descubren el costo cuando ya han sido arruinados» (V, 103). La alec­ cionadora observación ateniense resultó acertada y los melios, cuyo destino dependía de las esperanzas en el auxilio espartano, pagaron con sus vidas. Los lectores de Tucídides, conocedores del terrible destino que aguardaba a la gran armada ateniense, no habrían pasa­ do por alto la ironía.Todo esto indica que la expedición, decidida y vitoreada por las masas ignorantes y avariciosas, estaba condenada desde el principio, aunque el relato del historiador evidenciará que fue necesario un desarrollo de las cosas extraordinariamente malo para provocar la catástrofe definitiva. Aquel fracaso en el liderazgo sería responsabilidad no del demagógico y desmedidamente ambi­ cioso Alcibiades, sino del hombre cuyas virtudes distingue Tucídides para una extraordinaria alabanza, el mismo hombre que hizo que la aventura siciliana fuese posible.

Capítulo 9 ¿Quién fue responsable del desastre siciliano?

Al final de su largo, brillante y trágico relato de la derrota atenien­ se en Sicilia,Tucídides presenta un excepcional encomio a la m uer­ te de Nicias, diciendo: «En cualquier caso, él menos que nadie, en­ tre todos los griegos de mi tiempo, merecía encontrar u n final tan desgraciado, porque condujo toda su vida en conform idad con la virtud» (VII, 86, 5). N o dedica un elogio semejante a Demóstenes, general compañero de Nicias, que fue asesinado por los siracusanos al mismo tiempo y de la misma manera. En esta distinción invierte exactamente el juicio del pueblo ateniense, que erigió una estela en el cementerio público sobre la que se grabaron los nombres de los generales que murieron combatiendo en Sicilia. Incluyeron el nom ­ bre de Demóstenes, pero omitieron deliberadamente el de Nicias1. Cuales quiera que fuesen las otras razones que influyeron en la de­ cisión, con certeza culparon del desastre a Nicias en especial, con­ clusión reñida con la de Tucídides. Necesitamos investigar su narra­ ción para ver cómo intentó revisar esa opinión pública de su época. En junio de 415, la gran armada partió hacia Sicilia. Guiados p or sus generales Alcibiades, Nicias y Lámaco, hicieron escala en R egio, en la puntera de Italia, donde las cosas empezaron a ir mal de golpe. R egio era crítica con el éxito de Atenas; era una antigua aliada y situada estratégicamente para atacar Mesina al otro lado del estrecho. Alcibiades contaba con que R egio fuese la principal base

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de operaciones en la región y ayudase a conducir a otras ciudades italianas a la alianza. Sin embargo, el descabellado proyecto de N i­ cias en la asamblea ateniense destruyó las posibilidades del plan de Alcibiades, pues el inmenso tamaño de la fuerza ateniense asustó a los italianos y a los sicilianos más que la perspectiva de una agresiva Siracusa. En consecuencia, los habitantes de R egio no perm itieron que los atenienses entrasen en su ciudad. Los tres generales se reunieron para pensar en el siguiente paso. Com o era de esperar, Nicias propuso en esencia una demostración de fuerza y un veloz regreso a casa. Alcibiades consideró vergonzoso semejante recurso y sugirió en cambio una versión de su estrategia original. Él haría uso de su talento en diplomacia para convencer a las ciudades griegas de Sicilia e incluso a los nativos sicilianos de que les facilitasen soldados y alimentos. C on ellos como aliados, los atenien­ ses podrían tomar Siracusa. Lámaco propuso que zarpasen de una vez y atacasen Siracusa directamente.Tiempo después, cuando Demóste­ nes llegó a Siracusa en 413 con refuerzos, llegaría a la conclusión de que Nicias com etió un error vital al no seguir aquel plan y atacar de inmediato. Asimismo,Tucídides respaldaba aquel plan como el m e­ jo r (VII, 42, 3)2, y no hay razón para no estar de acuerdo; un rápido asalto bien podría haber arrebatado la ciudad a los desprevenidos si­ racusanos. Sin embargo, Lámaco no tuvo oportunidad de poner en acción su propuesta, pues Nicias insistía en no hacer nada de impor­ tancia y no cabe duda de que la idea de un ataque contra Siracusa le horrorizaba. Alcibiades no tendría en cuenta otro plan que no fuera el suyo. Poco dispuesto a aceptar la poco convincente estrategia de Nicias, Lámaco apoyó a regañadientes a Alcibiades. N o parece probable que la propuesta de Alcibiades hubiese fun­ cionado en las nuevas circunstancias de una inmensa expedición, pero se convirtió en una causa perdida cuando llegó un barco con la orden de que regresase a Atenas para ser sometido a juicio. Antes de que la flota se hiciese a la mar, Alcibiades fue acusado de impli­ cación en una terrible profanación religiosa.

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U n extraño episodio provocó un gran escándalo que aterrori­ zó a los atenienses. Los desconocidos responsables mutilaron las es­ tatuas del dios colocado en la entrada de los hogares atenienses, así como en santuarios y espacios públicos. Creían que traía buena suer­ te y protección frente al peligro; además, H erm es era el dios pro­ tector de los viajeros y el agravio suponía un terrible presagio para una gran expedición naval. Muchos atenienses pensaban que este sacrilegio formaba parte de una conspiración para derrocar la democracia y establecer una oligarquía o tiranía, y era opinión extendida que Alcibiades estaba involucrado. H ubo más sospechas cuando lo acusaron de participar en una burla de los misterios celebrados en Eleusis. C om o Alcibia­ des estaba en la cima de su popularidad, especialmente con quienes estaban preparando la expedición, exigió ser juzgado de inmediato, antes de que la flota partiese. E n cambio, sus oponentes esperaron para presentar cargos a que la expedición hubiese zarpado. Después de su partida, sus enemigos políticos m aquinaron su retorno. Sin embargo, en vez de entregarse, Alcibiades huyó a Esparta. Mientras tanto, a Nicias le hubiese gustado ceñirse a su estra­ tegia pasiva, pero sabía que ni sus tropas ni los atenienses habrían estado satisfechos con ese proceder, así que trasladó toda la armada hacia Egesta y Selinunte para ver que se podía hacer. Tras surcar el estrecho de Mesina hacia el noroeste de Sicilia, «lo más lejos posible del enemigo siracusano»3, los atenienses ataca­ ron Hícara, una ciudad de nativos sicanos hostiles a Egesta, se la ce­ dió a los egestos y esclavizó a sus «bárbaros» habitantes. Nicias en persona fue a Egesta a recaudar el dinero prometido y para intentar resolver su disputa con Selinunte, pero se fue con sólo treinta talen­ tos, supuestamente todo el dinero que pudo encontrar, y se reunió con su ejército en Catania. Por el momento, los atenienses se habían acercado en vano a casi todas las ciudades griegas de Sicilia en bus­ ca de ayuda. La estrategia de Alcibiades, puesta en práctica con poco vigor por Nicias, también resultó un fracaso.

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El prim er período de campaña fue una gran decepción; la mar­ cha de Alcibiades dejaba la empresa en manos de u n líder que no creía en sus objetivos y que no tenía estrategia propia para alcanzar­ los. Plutarco describe la situación de la manera que sigue: «Aunque en teoría era uno de los dos líderes, Nicias ejercía él solo el poder. N o dejó de reflexionar, de pensar una y otra vez, y de navegar de un sitio a otro hasta que los ánimos vigorosos de sus hombres se de­ bilitaron y el estupor y el m iedo que la sola visión de sus fuerzas habían impuesto antes al enemigo se desvanecieron»4. Dado que aún no se atrevía a dejar Sicilia, Nicias y sus hombres se veían forzados a enfrentarse a su principal enemigo en Siracusa sin un plan de ac­ ción claro. La única estrategia que les quedaba por probar a los atenienses era la de Lámaco, pero aunque su autor estaba presente, el verdade­ ro líder del ejército era N icias.Tucídides aclara lo m ucho que les llegó a costar ya a los atenienses el retraso en poner en práctica el plan de Lámaco. Cuanto más esperaban, más reanimaban el coraje de los siracusanos. La noticia de que los atenienses se habían alejado de Siracusa por mar, en dirección al extrem o occidental de la isla, y fracasaron al intentar conquistarla llevó a los siracusanos a menos­ preciarlos, y la muchedum bre alborotada exigía a sus generales que los llevasen a atacar a los atenienses en Catania. Los soldados de la caballería siracusana cabalgaban hasta donde estaban los atenienses y les insultaban al preguntarles: «¿Habéis venido aquí a instalaros con nosotros, en la tierra de otros, en vez de reasentar a los leontinos por su cuenta?» (VI, 63, 3). Ya sin posibilidad de seguir dudando más, Nicias se enfrentó al problema de cómo situar a sus tropas en posición para atacar Sira­ cusa. La flota no podía desembarcar com batiendo contra un opo­ nente armado que ya estaba preparado para hacerle frente y, m ien­ tras el ejército de hoplitas sí podía marchar con seguridad hacia la ciudad, los atenienses también contaban con m uchos soldados de arm am ento ligero y una inmensa m uchedum bre de panaderos, al­

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bañiles, carpinteros y vivanderos sin caballería con la que proteger­ los de la considerable fuerza de los jinetes siracusanos. Por eso, los atenienses tuvieron que recurrir a las argucias empleando un agen­ te doble para engañar a los generales siracusanos y atraer a todo el ejército enemigo hasta Catania. Mientras los siracusanos recorrían los sesenta y cinco kilómetros hasta allí, los atenienses atracaban sus barcos y desembarcaban a sus hombres sin ninguna oposición en el puerto de Siracusa, en una playa al sur del río Anapo, frente al gran templo de Zeus Olímpico. Tomaron una posición protegida de los ataques a los flancos de la caballería de los siracusanos por casas y barreras naturales, y construyeron más fortificaciones para defender­ se de asaltos frontales o ataques por mar. En la batalla que hubo a continuación, los atenienses situaron a sus honderos, arqueros y lanzadores de piedras en los extremos, donde ayudaron a repeler a la caballería enemiga. Pese al tamaño de la falange siracusana y la bravura individual de sus soldados, la dis­ ciplina y la experiencia superiores de los atenienses y sus aliados pa­ recían llevar ventaja. M ientras batallaban, una fiera torm enta con rayos y truenos aterrorizaba a los siracusanos, lo cual es probable que contribuyese a quebrar sus ánimos, pero los experimentados atenienses afronta­ ban el combate con filosofía. Las líneas enemigas cedieron de pron­ to y los siracusanos y sus aliados emprendieron la huida. Fue aquí donde los atenienses tuvieron su m ejor oportunidad de conseguir una victoria definitiva, pues, de haber emprendido una agresiva per­ secución infligiendo un elevedao número de bajas, hubieran podido desbordar la resistencia de Siracusa o, por lo menos, habrían m en­ guado las posibilidades del enemigo de oponer resistencia al asedio. C on todo, para conseguirlo habría resultado fundamental la caba­ llería, que podía emprender persecuciones más rápidas y hasta mayo­ res distancias que los hoplitas, pero los atenienses no contaban con ninguna. Sin oposición, la caballería siracusana fue capaz de frenar la persecución, perm itiendo así que su ejército se reagrupara y se

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pusiera a salvo detrás de las murallas de la ciudad. Para los atenien­ ses fue una victoria táctica sin resultado estratégico: Siracusa se re­ cuperó deprisa, dispuesta y preparada para continuar la lucha, y era preciso encontrar alguna manera de hacerla caer. Sin embargo, en lugar de sitiar la ciudad de inmediato, los atenienses levantaron un m onum ento conmemorativo de la victoria y zarparon de regreso a Catania. Tucídides atribuye la retirada de Nicias a lo avanzado de la es­ tación y a la necesidad de hacer provisión de cereales, conseguir más financiación de Atenas o de cualquier otra ciudad y, especialmente «solicitar a Atenas el envío de caballería y reclutar jinetes entre sus aliados de Sicilia para así no estar bajo el completo dom inio de la caballería enemiga» (VI, 71, 2). Los contem poráneos de Nicias lo culpaban de no haber tenido más resolución al actuar. E n Las aves, representada poco después de la batalla, Aristófanes bromea sobre «dar largas como Nicias» y Plutarco deja constancia de que en Ate­ nas en general se opinaba que, «con sus cálculos en exceso detalla­ dos, sus retrasos y su extremada cautela, echó a perder la oportuni­ dad de entrar en acción»5. Ante la ausencia de caballería, no le faltaban razones a Nicias para ser prudente, pues los destacamentos atenienses encargados de cavar trincheras o de levantar murallas de asedio no podrían resistir frente a los ataques de la caballería siracusana si no era con la defen­ sa de sus propios jinetes. Pero los que a m enudo deciden las guerras son aspectos diferentes a las consideraciones materiales. D em óstenes, un general m ucho más brillante, pensaba que, si Nicias hubiese tenido más arrojo durante el invierno de 415, los siracusanos habrían presentado batalla, habrían sido derrotados y se habrían encontrado con su ciudad cerrada por una muralla circundante antes de poder enviar mensajeros en busca de ayuda, y en consecuencia habrían sido obligados a rendirse (VII, 42, 3). C on todo, es muy improbable que los atenienses hubiesen podido levantar una muralla rodeando la ciudad sin contar con la protección de su caballería, y en tanto no

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estuviese construida los siracusanos tendrían libertad para pedir ayu­ da y hacer un buen uso de ella. Pensándolo bien, Nicias escogió el plan adecuado y lo llevó a la práctica con gran destreza; por lo tan­ to, no merece recriminaciones en el ámbito de lo táctico. N o obstante, com o estratega, sí com etió un error que fue la causa prim era del fracaso de la expedición. La caballería seguía re­ sultando esencial para la tom a de Siracusa. Si hubiese dispuesto de aquélla desde el principio, los siracusanos se habrían visto forzados a la rendición, porque ninguna ayuda externa podría haberlos sal­ vado. La falta de previsión de los atenienses respecto a la caballería resulta particularm ente asombrosa porque Nicias en persona hizo hincapié en su im portancia antes de la partida de la expedición, cuando dijo ante la asamblea: «El aspecto en que más nos aventajan los siracusanos es en los muchos caballos que tienen en posesión y en que usan el cereal que cultivan en su tierra y no lo importan» (VI, 20, 4). Pero en la lista de tropas aprobadas en votación p o r los atenienses que él citaba om itió cualquier m ención a los jinetes y, aunque antes de que se hiciesen a la mar contaba con tiem po de sobra para resolver el problema en otra asamblea, no llegó a inten­ tarlo. Incluso después de encontrarse en Regio, cuando ya era evi­ dente la probabilidad de un asedio en Siracusa, los atenienses aún tenían tiempo de solicitar el envío de caballería. Puede que este descuido fuese más un error de objetivos que de criterio. Com o ya hemos visto, Nicias nunca quiso atacar Sicilia y, al verse obligado a participar en la campaña, intentó seguir una línea de actuación mínima que le evitase cualquier compromiso de intervención. Es probable que rechazase considerar cualquier paso tan serio como un ataque a Siracusa hasta que las circunstancias lo hicieron inevitable, y entonces cayó en la cuenta de que no tenía las fuerzas para ponerlo en marcha. Ambos bandos utilizaron el tiempo m uerto para hacer prepa­ rativos con vistas al enfrentamiento que se avecinaba. En el frente diplomático, los siracusanos enviaron peticiones de auxilio a C orin-

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to y Esparta. Al mismo tiempo reforzaron la capacidad de la ciudad para resistir un asedio prolongando sus murallas para abarcar más territorio, lo cual obligaría a los atenienses a levantar una muralla de asedio aún mayor para circundar Siracusa. Al enterarse de que los atenienses estaban intentando formali­ zar una alianza con Camarina, los siracusanos enviaron allí a H ermócrates, líder de su facción antiateniense, para defender que los atenienses no habían acudido a fin de asistir a sus aliados, sino para conquistar Sicilia.Tucídides cuenta que los camarineos eran favora­ bles a los atenienses, «si bien no del todo porque creían que venían a esclavizar Sicilia». Su respuesta formal fue que, «puesto que eran aliados de los dos pueblos que estaban en guerra, guardarían mayor fidelidad a sus juramentos si no ayudaban a ninguno de los dos» (VI, 88,1-2). Esta neutralidad aparente resultaba de mayor utilidad a los siracusanos que a los atenienses, pues éstos tenían la urgente nece­ sidad de conseguir aliados en Sicilia. Es posible que la gran enver­ gadura de la armada ateniense influyese en la decisión de los cama­ rineos, yendo en contra una vez más de la estrategia inicial. Los atenienses tuvieron más suerte con los sículos, que no eran de origen griego, algunos de los cuales salieron voluntariamente al encuentro de los atenienses con alimentos y dinero, aunque con otros hubo que emplear la fuerza. Después de trasladar su base a Catania para tener mejor contacto con los sículos, los atenienses también bus­ caron ayuda en sitios tan apartados como Etruria, en Italia, y Cartago, en Africa, los dos lugares que eran antiguos enemigos de Siracusa. Al­ gunas ciudades etruscas enviaron unos pocos barcos a Sicilia en 413. Sin embargo, la petición fracasó por completo con Cartago, aunque la propia petición en sí pone en duda a Alcibiades, Hermócrates y Tu­ cídides cuando afirmaban que conquistar Cartago estaba entre los propósitos de esta campaña. Los siracusanos tuvieron mejor fortuna al reclutar ayuda. C orinto, fundadora de Siracusa, accedió de buen grado a apoyar a sus colonos y envió heraldos propios para que convenciesen a los es­

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paríanos de actuar igual. Fue u n encargo difícil, pues los dirigentes espartanos no se mostraron partidarios de reforzar su implicación en Sicilia y sólo se ofrecieron para enviar ayuda no material, tan sólo una embajada para animar a Siracusa a mantenerse firm e contra los atenienses. Sin embargo, en Esparta, siracusanos y corintios consi­ guieron ayuda en la persona de Alcibiades. Los corintios y los siracusanos intervinieron ante la asamblea espartana, pero Tucídides sólo informa sobre el discurso de Alcibia­ des, que entonces era un fugitivo y un prófugo a cuya cabeza se puso precio allí donde la jurisdicción ateniense tuviese validez. Su prim er objetivo fue hacerse un nombre entre los espartanos y ganar influencia y poder para persuadirlos de derrotar a los atenienses en Sicilia y después reanudar la guerra en Grecia. Al ser un orador dies­ tro e instruido, sin problemas justificó o renegó de su pasado y pre­ sentó su huida de Atenas como una liberación de la democracia, a la que describió como «locura reconocida p o r todos» (VI, 89.6). Dijo que revelaría los verdaderos motivos de la expedición atenien­ se en el oeste: lejos de limitarse al asalto a Siracusa en nombre de sus aliados, se trataba de un esfuerzo para conquistar la isla entera y aún más. Después de Sicilia, los atenienses aspiraban a hacerse con el con­ trol del sur de Italia, de Cartago y su imperio, e incluso de la remota Iberia. Cuando hubiesen conseguido todo esto, los atenienses em ­ plearían los inmensos recursos de estos Estados sometidos para atacar el Peloponeso, tomando cualquier ciudad que se resistiera mediante asedio, y «tras eso, gobernarían a todo el pueblo helénico» (VI, 90,3). Su propia renuncia al mando no supondría ninguna diferencia en la aplicación del plan, pues los otros generales lo pondrían en práctica incluso sin su presencia. Pero los espartanos debían actuar velozmente antes de que los siracusanos se rindiesen.Tenían que enviar a toda prisa un ejército a Sicilia con un esparciata al mando. Al mismo tiempo, debían rea­ nudar la guerra en el continente para excitar los ánimos de los siracu­ sanos y distraer a los atenienses. Para tal fin, había que construir una

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fortificación perm anente en Decelia, en el Ática; ésta era la medida más temida por los atenienses. Desde allí, los espartanos podrían ais­ larlos por completo de sus hogares y cosechas, y de las minas de pla­ ta de Sunio; así reducirían sus ingresos al tiem po que fomentaban la resistencia y la rebelión en el imperio. Los espartanos tenían motivos para sospechar de Alcibiades, y una de sus afirmaciones al menos debió de sembrar dudas respecto a todo lo demás que dijo en su discurso, pues era una m entira pa­ tente: «Si pueden, los generales restantes pondrán en marcha estos mismos planes sin cambio alguno». Com o hemos visto, los atenien­ ses nunca discutieron este plan en la asamblea y mucho menos habrían dado órdenes de llevarlo a cabo. En cualquier caso, era altamente improbable que Nicias llegase alguna vez a llevarlo a efecto. En ese último punto, Alcibiades simplemente mintió y tenemos buenas ra­ zones para creer que también inventó el grandioso proyecto ate­ niense que decía estar revelando a los espartanos cuando en realidad servía a sus propios intereses: exagerar la importancia de la expedi­ ción siciliana y así obligar a Esparta por el m iedo a que reanudase la guerra contra Atenas. Serviría también para impresionar a los es­ partanos con la talla política de Alcibiades y su potencial valor para ellos. N o obstante,Tucídides creía que el pomposo plan era real, que Alcibiades lo tenía ideado por lo menos desde el principio, y debe­ ríamos preguntarnos el porqué. El historiador era de natural escép­ tico, inteligente y minucioso, pero en 415 estaba en el exilio y lle­ vaba ausente de Atenas casi una década. Hay razones para pensar que conoció a Alcibiades, quizás en el Peloponeso, cuando ambos estaban exiliados, o puede que fuese en Tracia, donde Tucídides te­ nía propiedades y Alcibíades construyó un castillo hacia el final de la guerra. En ese caso,Tucídides seguramente habría intentado apren­ der tanto como pudiese de un significativo y bien relacionado par­ ticipante en las actividades políticas y militares de Atenas, Esparta, Argos y otros lugares. Todas nuestras fuentes coinciden en que Al-

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cibíades era extraordinariamente persuasivo y, en el exilio, a Tucídi­ des no le habría resultado fácil contrastar las alegaciones sobre su influencia personal o los propósitos e intenciones de los atenienses. A la luz del tamaño exagerado de la última expedición, su desastro­ so resultado y su actitud crítica hacia las excesivas ambiciones de la Atenas posterior a Pericles, habría sido fácil que Tucídides creyese que la democracia abrigaba objetivos de una absurda desmesura. Puede ser que Tucídides decidiese no hacerse eco de los dis­ cursos de corintios y siracusanos en Esparta y recoger sólo el de Al­ cibiades porque éstos no habrían hecho ninguna mención a las exa­ geradas intenciones declaradas por el ateniense. En ausencia de las declaraciones de aquéllos, la proclamación de Alcibiades de que los atenienses aspiraban a conquistar toda Grecia y el m undo m edite­ rráneo al completo permanece vigente e indiscutida. Pero no es necesario creer que Alcibiades hizo que los espar­ tanos se pusiesen en marcha. Hasta 414, después de que los ate­ nienses asumiesen la responsabilidad de una ruptura formal de la paz al atacar Laconia, no empezaron los espartanos a fortificar D e ­ celia, más de un año después del discurso de Alcibiades. D e hecho, los espartanos enviaron un general a Sicilia, pero la fuerza que co­ mandaba era insignificante, compuesta por dos barcos corintios y dos laconios. N ingún soldado esparciata fue a Sicilia y tam poco el general, Gilipo, era un auténtico esparciata (era hijo de C leándridas, un exiliado condenado a m uerte por aceptar sobornos, y, se­ gún se decía, una madre ilota; por lo tanto, se trata de un mothax, un hom bre de categoría inferior). En otras palabras, todos los ele­ mentos de la misión a Sicilia eran prescindibles. Unas medidas de precaución razonables por parte de los atenienses podrían haber impedido que esta mínima fuerza alcanzase Sicilia, y tampoco exis­ tían motivos para pensar que pudiese conseguir nada notable ni siquiera aunque llegase allí. Si Tucídides sobrestimaba en m ucho el impacto de Alcibiades en la política espartana, la ironía fue que la decisión de enviar a Gi-

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lipo obtuvo resultados m ucho más allá de cualquier expectativa ra­ zonable. Hacia la primavera de 414 llegó el m om ento de que los ate­ nienses atacasen Siracusa. Durante el invierno los generales solici­ taron a Atenas caballería y fondos, y los atenienses se apresuraron a votar el envío de lo que se demandaba. La batalla en el Anapo de­ mostró la superioridad de la falange ateniense sobre los hoplitas si­ racusanos, inexpertos y mal organizados. La llegada de la caballería perm itiría a los atenienses asediar la ciudad por tierra y su flota po­ dría cerrar el sitio por mar. N o había ningún motivo para esperar que llegase ninguna ayuda a Siracusa desde el Peloponeso y, si se enviaba ese auxilio, el dominio ateniense del m ar debería ser sufi­ ciente para im pedir su desembarco. A partir de ahí, sólo sería cues­ tión de tiem po que Siracusa se rindiese, o así habrían razonado po­ siblemente Nicias y Lámaco mientras esperaban la llegada de los jinetes y el dinero. La noticia del envío de caballería movió a los siracusanos a des­ plegar soldados en las Epipolas, una meseta con vistas a su ciudad, «pues pensaron que, si los atenienses no conseguían dominar las Epi­ polas, no les sería fácil cercar a los siracusanos, ni siquiera aunque éstos fuesen derrotados en el campo de batalla» (VI, 96,1), pero lle­ garon demasiado tarde. Nicias navegó con el ejército ateniense has­ ta León, no m uy lejos de los acantilados al norte de las Epipolas, y los atenienses alcanzaron la meseta, desde donde podían rechazar fácilmente cualquier intento de desplazarlos por parte de los siracu­ sanos. Enseguida llegaron los caballos junto con jinetes adicionales de sus aliados sicilianos. C on sus hoplitas y un total de seiscientos cin­ cuenta jinetes de caballería, los atenienses ya podían proteger a los hombres que construirían las murallas de asedio. En Sica, un lugar al noroeste de la ciudad y próximo a los límites de la meseta, levan­ taron una construcción que Tucídides llama «el fuerte circular». Se­ ría el centro de sus operaciones para dirigir el asedio.

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Al día siguiente, los atenienses empezaron a ampliar sus m ura­ llas hacia el norte partiendo del «fuerte circular». A menos que los soldados de Siracusa se diesen prisa en detenerlos, pronto estarían cercados por tierra, así que sus generales decidieron construir un contramuro transversal para cortar la línea de los trabajos proyecta­ dos para el asedio. Sin embargo, los atenienses pillaron desprevenidos a los siracusanos, derribaron el contramuro y erigieron otro trofeo de victoria. Más o menos entonces Nicias cayó enfermo de la afección re­ nal que arrastraría hasta su muerte. Tal vez no estaba bien del todo cuando se planeaba aquel ataque, porque la temeridad y la rapidez con que tuvo lugar indican la intervención de Lámaco. Al día si­ guiente los atenienses empezaron a levantar el tramo sur de su muro de asedio, desde «el fuerte circular», en las Epipolas, hasta el Gran Puerto, al sur de la ciudad. Cuando fuese completado, una im por­ tante porción de Siracusa quedaría cercada y los atenienses podrían mover su flota desde Tapso -d e donde tenían que transportar sus suministros a las Epipolas por tierra—hasta un fondeadero seguro en el Gran Puerto. Sin esa muralla, la protección de la flota ateniense en la playa del Gran Puerto habría requerido una peligrosa disper­ sión de las fuerzas terrestres atenienses. La nueva construcción sobresaltó una vez más a los siracusanos, que de inmediato levantaron otro contramuro a través de los pan­ tanos de Lisimelia. Mientras, los atenienses extendieron su construc­ ción hasta llegar al borde de los acantilados y preparaban ya el si­ guiente ataque, en esta ocasión por mar y tierra al mismo tiempo. Tras llevar su flota hasta el Gran Puerto y descender de las Epipolas, colocaron planchas y puertas en las partes más firmes del pantano y, una vez más, sorprendieron a los desprevenidos siracusanos. El ata­ que partió en dos al ejército siracusano: el ala derecha huyó hacia la ciudad y la izquierda corrió hacia el río Anapo. El ejército se enca­ m inó hacia el puente y trescientos soldados de asalto atenienses se apresuraron a cortarles el paso. Pero en el río esperaba la caballería

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siracusana y, junto con los hoplitas, los desvió y concentró su ataque en el flanco derecho del grueso del ejército ateniense. Aunque se en­ contraba en el flanco izquierdo, Lámaco, valiente y arrojado, se apre­ suró a ayudar y m urió luchando. Los siracusanos se llevaron su cadá­ ver con ellos al tiem po que cruzaban el río en retirada hacia su fortaleza en el Olimpeio. La victoria ateniense se pagó cara, pues al mando ya sólo quedaba el debilitado Nicias. En adelante, la destreza y el coraje de Lámaco se echarían amargamente de menos. El siguiente paso de los siracusanos fue atacar «el fuerte circu­ lar», capturando y demoliendo la muralla incompleta y sin defensas que se extendía al sur del fuerte, dentro del cual yacía Nicias. A pe­ sar de su enfermedad, se mantenía lo bastante alerta como para or­ denar que encendiesen un gran fuego para hacer retroceder al ene­ m igo y, al m ism o tiem po, indicar al ejército de la meseta que el fuerte corría peligro. Esta vez el m om ento fue favorable a los ate­ nienses, que ya habían rechazado al enemigo cerca de Siracusa, jus­ to cuando la flota ateniense entraba navegando en el puerto. En aquel m om ento ya era seguro subir corriendo a las Epipolas para llegar a tiempo de salvar el fuerte y al único general que les queda­ ba, mientras los siracusanos huían de regreso a su ciudad. Ningún obstáculo impedía ya a los atenienses continuar su mura­ lla del sur hasta el mar. Si extendían una muralla hacia el norte cru­ zando la meseta de las Epipolas, el control marítimo de su flota com­ pletaría el cerco a Siracusa y, con una vigilancia cuidadosa, obligaría al enemigo a rendirse o a m orir de hambre. Los siracusanos, que «ya no confiaban en poder ganar la guerra, puesto que ninguna ayuda había llegado del Peloponeso» (VI, 103, 3), discutían las condiciones de la paz entre ellos y hasta con Nicias, e incluso hubo rumores de una traición para rendir la ciudad. Com o siempre, Nicias actuó con gran inteligencia y a los atenienses no les cupo duda alguna de que la ciudad se rendiría en poco tiempo sin presentar batalla. Pero en este m om ento Nicias se volvió descuidado o se confió demasiado, sin hacer caso al distante nubarrón que amenazaba el,

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por otra parte, resplandeciente cielo ateniense: cuatro barcos se apro­ ximaban desde el Peloponeso y en uno de ellos viajaba el espartano Gilipo. La acción correcta hubiera sido apresurarse en completar el cercado de Siracusa, enviar después un escuadrón de barcos al es­ trecho o a Italia para detener la llegada de los peloponesios, bloquear los dos puertos de Siracusa para interceptar el paso si incluso un solo barco lograba escapar de los anteriores obstáculos y guardar los ac­ cesos a las Epipolas, en particular la entrada del extremo oeste a Euríalo, por si los peloponesios se las arreglaban para alcanzar Siracusa por tierra. Nicias no tom ó ninguna de estas precauciones y los re­ sultados fueron desastrosos. D urante todo este tiempo, la Paz de Nicias seguía oficialmente en vigor, pero las hostilidades de baja intensidad no cesaron. Espar­ ta y Argos continuaban saqueando e invadiendo sus respectivos te­ rritorios. Por su parte, Atenas seguía lanzando frecuentes incursiones desde su fuerte de Pilos contra Mesenia y otros lugares del Pelopo­ neso, pero no accedía a las peticiones argivas de atacar Laconia. D e­ bido a la extraña interpretación adoptada tácitam ente por ambos bandos, tales acciones no constituían infracciones de la paz, mientras que un ataque directo de Atenas contra Laconia sí lo habría sido. Hacia 414, sin embargo, los atenienses ya no pudieron ignorar por más tiem po las súplicas de sus aliados, que exigían una ayuda más contundente, puesto que en Sicilia los soldados argivos combatían por la causa ateniense. Así que los atenienses enviaron treinta barcos para hacer incursiones desde el mar contra varias localidades de la costa laconia. En este sentido, la expedición siciliana tuvo una con­ siderable influencia en la guerra en su conjunto, pues estas acciones «rompieron el tratado con los espartanos de la manera más flagran­ te» (VI, 105,1). Mientras tanto, Gilipo y el almirante corintio Piten, cada uno al mando de dos naves, avanzaban rum bo a Sicilia con la impresión de que los atenienses habían completado su circunvalación de Sira­ cusa; pero en Locris, en el sur de Italia, descubrieron la verdad y

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zarparon para salvar la ciudad, navegando hacia Himera para esqui­ var a la flota ateniense. Las noticias de su arribo a Italia llegaron a oídos de Nicias u n poco antes, pero él no emprendió acción alguna contra una fuerza tan despreciable. Cuando recibió las noticias de su desembarco en Locris decidió enviar cuatro naves para intercep­ tarlos, pero la reacción llegaba ya demasiado tarde. Los hombres de Hím era se habían unido a la expedición espartana y suministraron las armas a las tripulaciones peloponesias. U na ayuda adicional llegó de Selinunte, de Gela y de los sículos, que cambiaron de bando al m orir su rey y gracias al celo persuasivo de Gilipo. Para cuando par­ tió hacia Siracusa, comandaba ya un ejército formado por unos tres mil soldados de infantería y doscientos de caballería. Había más ayuda en camino en la forma de once trirremes tri­ pulados por los corintios y sus aliados. U no de aquéllos, bajo m an­ do del general corintio Góngilo, burló el bloqueo y llegó a la ciu­ dad antes de que Gilipo pudiese alcanzarla por tierra. Los siracusanos estaban a punto de rendirse, pero él los convenció para que no ce­ lebrasen la asamblea decisiva, informándoles de que más barcos es­ taban en camino y que el espartano Gilipo venía al m ando de la expedición. Estas noticias lo cambiaron todo y los siracusanos en­ viaron todo su ejército a dar la bienvenida al general espartano. Gilipo llegó a las Epipolas desde el oeste, por el paso de Euríalo, la misma ruta seguida por los atenienses, así que resulta difícil entender por qué estaba desprotegida. La llegada fue en un m om en­ to crucial, pues los atenienses estaban a punto de rematar el doble muro hasta el Gran Puerto y sólo les faltaba una pequeña sección cerca del mar. «El muro hasta Trógilo y el resto de bloques ya ha­ bían sido colocados en la mayor parte del trazado; unas partes esta­ ban sin hacer y otras, ya terminadas. Así de cerca estuvo Siracusa del peligro» (VII, 2, 4-5). Ante la muralla de asedio de los atenienses, Gilipo les ofreció con insolencia una tregua si se mostraban dispuestos a abandonar Sicilia en cinco días. C on los dos ejércitos en formación para entrar

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en batalla, el espartano vio que sus hombres estaban confundidos y no guardaban el orden apropiado, y quedaban así expuestos a un repentino ataque ateniense. U na derrota podía desacreditar al nue­ vo general espartano y desalentar una resistencia mayor, pero Nicias no fue capaz de aprovechar la oportunidad. Cuando Gilipo se reti­ ró hacia campo abierto, Nicias dejó escapar la ocasión de ir tras él y se quedó donde estaba. Al día siguiente, Gilipo tom ó la iniciativa y amagó un ataque contra la muralla ateniense, mientras enviaba otra fuerza a la zona de las Epipolas donde la fortificación seguía sin terminar, y al fortín de Lábdalo. Capturó la fortificación con todo su contenido y mató a todos los atenienses de su interior. La negligencia de Nicias a la hora de conservar el fuerte, incluidos el almacén de suministros y el tesoro, fue un error tremendo, pero Gilipo sacaría más partido aún de otro error. Nicias debería haber completado los muros del cerco de Siracusa lo más rápidamente posible, ya que un bloqueo naval por sí solo no sería suficiente para aislar la ciudad. En cambio, prefirió construir un doble muro por el sur hasta el mar en vez de comple­ tar una sola sección al norte de las Epipolas, desde el fuerte circular hasta Trógilo. El tiempo y la mano de obra empleados en el m uro doble, por mucha protección que éste hubiese dado, eran recursos a los que los atenienses no podían permitirse renunciar mientras el sector norte estuviese inacabado. Gilipo construyó una tercera m u­ ralla para cortar el paso del muro ateniense en su avance por el n or­ te hacia Trógilo. Pero Nicias había renunciado a pensar en la conquista de Sira­ cusa. Enfermo y con serios dolores, enfrentado por prim era vez a enemigos temerarios y agresivos, su principal inquietud era la segu­ ridad de sus hombres y la huida de Sicilia. En lugar de apresurarse para impedir la construcción del contramuro de Gilipo y para com ­ pletar la muralla ateniense hasta Trógilo, Nicias tomó la decisión de construir tres fuertes en Plemirio, al sur de la entrada al Gran P uer­ to, para convertirlos en su nueva base naval y en almacén en susti­

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tución de Lábdalo. Sin embargo, el emplazamiento tenía sus desven­ tajas: las escasas reservas disponibles de agua y madera no estaban cerca de los fuertes, así que las patrullas atenienses enviadas en su bus­ ca eran presa fácil para la caballería siracusana, que levantó su base de operaciones junto al Olimpeio para, desde allí, atacarlos más cóm o­ damente. «Por esos motivos, en especial, las tripulaciones empezaron a sufrir gran perjuicio» (VII, 4, 6). Además, el traslado a Plemirio dividió peligrosamente las tro­ pas de Nicias. El grueso del ejército, estacionado en la cima de las Epipolas, estaba lejos de sus suministros, en tanto que el enemigo podía obligarlo a bajar para defender los fuertes siempre que deci­ diese atacar. Nicias no presentaba una defensa convincente de sus nuevas tácticas, reflejo a su vez de un cambio fundamental en sus pro­ pósito y su estrategia. Al mismo tiem po, Gilipo seguía levantando su contram uro, empleando la misma piedra de que los atenienses dispusieron para su propia muralla. D e vez en cuando les retaba a luchar, pues sabía que la decisión última dependía de una batalla, no de una com pe­ tición de construcción de muros, y además com prendió que N i­ cias no quería luchar. La pacatería de su general minaba la moral de los atenienses, mientras que incrementaba la confianza del ene­ migo. Pero Gilipo no acertó al escoger como campo de batalla un espacio que dejaba a su caballería fuera de juego, así que fue de­ rrotado en su prim er enfrentamiento. La segunda oportunidad lle­ gó cuando el contram uro de Gilipo alcanzó la línea de la muralla ateniense hacia Trógilo, lo cual obligaba a Nicias a luchar o a aban­ donar toda esperanza de circundar la ciudad. La batalla tuvo lugar en campo abierto, donde la caballería ejerció un papel decisivo al hacer que el expuesto flanco izquierdo ateniense retrocediese y causar así una desbandada general. Gilipo había conseguido una victoria estratégica: entonces los siracusanos fueron capaces de construir su contram uro atravesando la línea de la muralla de ase­ dio ateniense.

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Centrada su atención en la parte alta de las Epipolas, los ate­ nienses no consiguieron im pedir que la flota corintia entrase in ­ demne en el puerto de Siracusa. Las tripulaciones de estos barcos proporcionaron a Gilipo más de dos mil hombres para ayudarle a com pletar la contramuralla y, probablemente, ampliarla a todo lo largo de las Epipolas, aislando a Atenas de la meseta y del mar por el norte. Toda esperanza de los atenienses de cercar Siracusa y ren­ dirla mediante el hambre con sus efectivos actuales se esfumaba. ★ ★ ★

Hacia fines de verano, Nicias llegó a la conclusión de que la expe­ dición ateniense corría tal peligro que debía retirarse o bien pedir más refuerzos. Seguramente prefería la retirada, pues, aparte de que los acontecimientos recientes eran profundamente desalentadores, nunca apoyó la campaña ni creía en sus posibilidades. Conservaba el poder de ordenar la retirada y, puesto que la fuerza naval atenien­ se aún dominaba el mar, tenía tam bién la capacidad de hacer una retirada segura. Sin embargo no dio la orden, porque hacerlo habría supuesto su deshonra y puede que consecuencias aún más inoportunas. Antes de la expedición siciliana, la hoja de servicio de Nicias estaba llena de victorias, sin ninguna derrota, pero una retirada de Sicilia sin haber conseguido unos objetivos críticos por fuerza sería considerada un fracaso. Durante toda la guerra los atenienses demostraron que eran implacables con los generales que frustraban sus expectativas, y h u ­ millaron y castigaron incluso al gran Pericles cuando los resultados de su política y su estrategia los enojaron. Nicias estaba seguro de que a su regreso sería recibido con severas críticas, pues era poco probable que los atenienses creyesen que volvía a casa porque su poderosa expedición corría serio peligro. M uchos veteranos de la campaña, contrariados, se quejarían sin dudarlo de que Nicias hu­ biese ordenado la retirada con la flota invicta, el ejército intacto y

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dominando el mar. C on toda certeza, alguien enumeraría los erro­ res, las demoras y las omisiones de Nicias, que se convertirían en tema principal de las discusiones. D e ordenar una retirada sin apro­ bación previa de la asamblea ateniense, Nicias arriesgaría la reputa­ ción que pasó toda su existencia form ando y protegiendo, p or no hablar de sus propiedades y, pudiera ser, de su vida. Siguió adelante, por lo tanto, con el astuto em peño de enga­ ñarlos a todos. Junto con el inform e oficial que llegó a Atenas en otoño de 414, envió una misiva a la asamblea. Hablaba de los con­ tratiempos sufridos por los atenienses sin entrar a discutir sus causas y describía la situación en que se encontraban: los atenienses habían abandonado el sitio de Siracusa y estaban en posición defensiva; Gilipo estaba reclutando refuerzos y planeaba atacar a los atenienses por tierra y por mar; la situación tenía mal pronóstico. Sin respon­ sabilizar de nada a su liderazgo, explicaba que el deterioro de las embarcaciones y sus tripulantes se debía tanto a la duración de la campaña como a los requisitos de un bloqueo que los mantenía a todas horas en el mar. Además, dado que todo tenía que ser trans­ portado p o r m ar pasando por Siracusa, si en algún m om ento los atenienses relajaban la vigilancia, su línea de suministros podía ver­ se comprometida. El revés de la fortuna de los atenienses en Sicilia conllevaba ade­ más otros problemas. La caballería enemiga atacaba y mataba por sis­ tema a los marineros que salían a buscar agua, leña y forraje para los caballos. Los esclavos, los mercenarios y los voluntarios desertaban, y la escasez de remeros expertos resultante privaba a la flota ateniense de su acostumbrada superioridad táctica. Nicias advertía de que sus proveedores italianos estaban a punto de dejar de enviarles alimentos, lo cual sería en la práctica el punto final de la expedición ateniense. Pero ninguno de los generales ni el ejército eran responsables de nada de esto. Los atenienses «debían ordenar su regreso o enviar un nuevo ejército de refuerzo, de tamaño tan grande como éste, con infantería y una flota y dinero en abundancia» (VII, 15).

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Nicias también solicitaba a los atenienses ser relevado del m an­ do a causa de su enfermedad, y apremiaba a la asamblea a decidir rápidamente, antes de que las fuerzas enemigas en Sicilia se volvie­ sen demasiado poderosas. Lo cierto era que el mensaje describía una situación más fu­ nesta de lo que la realidad justificaba. Los atenienses seguían siendo superiores en el mar y no existía ninguna prueba de que pronto tu­ viesen que hacer frente a la escasez de suministros. La explicación de Nicias sobre el infortunio de los atenienses era incluso m enos precisa, pues la mayor parte de la culpa recaía en su propio lideraz­ go, que era apático, arrogante, descuidado y sin orden. Así, perm itió que Siracusa pasase de la rendición inminente a recuperar la moral, tomar la iniciativa y tener perspectivas reales de victoria. N o fue ca­ paz de interceptar el pequeño escuadrón de Gilipo y dejó que la flota de Góngilo pasara a través de su bloqueo. Fracasó a la hora de proteger los accesos a las Epipolas y perdió el tiempo construyendo una doble muralla hasta el mar al sur de la meseta y tres fuertes en Plem irio mientras su m uro norte estaba inacabado. Perm itió que capturasen su almacén y su tesoro en Lábdalo y que el escuadrón corintio alcanzase Siracusa, mientras llevaba sus embarcaciones a una posición indefendible en Plemirio. Asimismo, la degradación de la armada no fue inevitable, sino resultado de la negligencia de Nicias. Pudo haber llevado sus barcos al dique seco de modo alternativo y repararlos durante los meses anteriores a la llegada de Gilipo. Los marineros atenienses morían y desertaban porque Nicias emplazó sus embarcaciones en una mala ubicación en Plemirio. La verdadera intención del inform e de Nicias, tan impreciso, egoísta y deshonesto, era que la asamblea ordenase el retorno de la expedición. De fracasar en este punto, le hubiese gustado ser rele­ vado del mando con honores y reemplazado. Si hubiese explicado, sin complicaciones y con honestidad, que a su juicio no había pers­ pectivas de victoria, quizá los atenienses habrían accedido a la reti­ rada. C on que sólo hubiese dicho que estaba demasiado enfermo

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para encargarse de la misión, quizás hubiesen ordenado su vuelta a Atenas y habrían enviado en su lugar a un general con buena salud. En cambio, planteó a los atenienses una disyuntiva. Temiendo por su reputación y su integridad, pidió a los atenienses que o bien hi­ ciesen lo que él proponía, o bien enviasen una segunda expedición tan grande como la primera. Esto parece ser otra versión del pro­ yecto que fracasó a la hora de impedir el viaje a los atenienses des­ de el principio, fracaso del que evidentemente Nicias no había apren­ dido la lección. U na vez más, los atenienses frustraron sus esperanzas y votaron a favor de enviar otra flota y un nuevo ejército, y rechazaron la pro­ puesta de relevarlo del mando. Para dirigir los refuerzos y como apoyo al m ando de Nicias, escogieron a Demóstenes, el héroe de Esfacteria, y a Eurim edonte, que comandó las tropas atenienses en Sicilia desde 427 hasta 424. Ambas partes de la decisión ateniense resultan bastante sor­ prendentes. La mayoría de las promesas y expectativas de los parti­ darios de la expedición resultó engañosa, en tanto que casi todos los miedos de sus detractores quedaron justificados. Los italianos y los sicilianos no se unieron a los atenienses ni con entusiasmo ni en gran núm ero; los peloponesios ya estaban involucrados y los siracusanos resistían con la moral bien alta ! Cabía esperar que el pue­ blo ateniense se sintiese engañado por los optimistas y considerase sabios a los escépticos, y por eso ordenase la vuelta de la expedición y de su pesimista y malparado comandante. En cambio, decidieron rápidamente en votación conceder a Nicias todo lo que solicitaba, enviar de inm ediato a Sicilia a Eurim edonte, con diez naves, cien­ to veinte talentos de plata y las alentadoras noticias de que D emós­ tenes llegaría después con una fuerza m ucho mayor. M uchos historiadores están de acuerdo conTucídides al señalar como culpables de estas medidas a la codicia, la ignorancia y la in­ sensatez de la democracia directa ateniense. Pero en esta ocasión el com portam iento de los atenienses es contrario a la caprichosa in-

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decisión que por lo com ún se achaca a su democracia. A pesar de contratiempos y decepciones, demostraron tener constancia y de­ term inación al seguir adelante con aquello que habían comenzado. D e hecho, su error es algo com ún en los Estados poderosos, inde­ pendientemente de sus constituciones, cuando sin esperarlo son fre­ nados por un oponente del que esperaban que fuese débil y fácil de derrotar. Es probable que estos Estados consideren la retirada como un golpe a su prestigio, indeseable en sí misma, pues además cues­ tiona su grado de fuerza y determ inación y, con ellas, su seguridad. Empresas como la expedición siciliana promueven p o r lo com ún muchos apoyos, hasta que las perspectivas de victoria desaparecen. Pero ¿por qué insistían los atenienses en m antener en su cargo a Nicias, desanimado y enfermo? Podría buscarse una respuesta en la razón por la que los atenienses lo tenían en alta estima. N o se tra­ taba del mismo respeto que sentían por la brillante imaginación y el genio retórico de Pericles. En realidad eran admiración y respeto lo que sentían por su carácter, su m odo de vida y el éxito y la bue­ na fortuna que siempre le acompañaron. El intentaba comportarse según las dignas maneras propias de los políticos aristocráticos tra­ dicionales, pero sin su inaceptable altivez. «Su dignidad no era del tipo austero y ofensivo, sino que en cierto m odo se mezclaba en al­ gún grado con la discreción; así, se ganaba a la m uchedum bre p o r­ que, a la vez, parecía temerla.» Aunque parezca extraño, sus deficien­ cias com o orador le granjearon muchas simpatías: «En la esfera política, su timidez [...] llegaba a hacerle parecer una figura popular y democrática»6. N o resulta, por lo tanto, sorprendente que, unos dos años des­ pués de que la profanación de los misterios y la mutilación de las hermas hubiesen insultado a los dioses, los atenienses se negasen a prescindir de los servicios del hom bre más amado de aquéllos, el hombre que era su talismán para la victoria. Si estaba enfermo, con toda seguridad m ejoraría y, entretanto, tendría como asistentes a compañeros sanos y llenos de vigor. Puesto que con las primeras

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tropas ya casi había tomado Siracusa, con refuerzos y colegas de ta­ lento seguramente su destreza y su buena fortuna harían que pron­ to llegase la victoria. Pensamientos y sentimientos similares expli­ carían la decisión de conceder a N icias, una vez más, todas las fuerzas que solicitaba y mantenerlo en su puesto. Si los atenienses hubiesen ordenado el regreso de Nicias y el envío de nuevos gene­ rales con refuerzos y una estrategia innovadora, podrían haber cam­ biado su suerte y conseguido la victoria. "k

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La posibilidad de la llegada de los refuerzos atenienses a Sicilia ame­ nazaba todos los logros de Gilipo y pudo haber conducido a los siracusanos a volver a plantearse la rendición. D e ahí que Gilipo hi­ ciera u n m ovim iento rápido para atacar a los atenienses donde todavía eran vulnerables, en Plemirio, y lo tomaron. El coste estra­ tégico para los atenienses fue inmenso, pues ya no podían introdu­ cir suministros, y «la pérdida de Plemirio llevó el desconcierto y el desánimo al ejército» (VII, 24). Los siracusanos comunicaron su vic­ toria a sus amigos peloponesios, y les pidieron que reanudasen la guerra contra Atenas con más vigor y que enviasen una flota a Ita­ lia para interrum pir los suministros que llegaban a los atenienses de esa dirección. Inform aron también de la captura de Plem irio por toda Sicilia, usando para hacerlo a mensajeros de C orinto, Esparta y Ambracia para dar credibilidad a sus proclamas. Su esfuerzo fue premiado con un gran éxito, ya que «casi toda Sicilia [...], incluso los que antes se mantenían apartados y sólo observaban, se unió aho­ ra a ellos y acudió a ayudar a los siracusanos contra los atenienses» (VII, 33, 1-2). Tanta era la confianza que sentían ya los siracusanos que se arriesgaron a una batalla naval en el Gran Puerto de Siracusa. C on nuevas tácticas gracias a un ingenio que reforzaba sus barcos, consi­ guieron una enorm e victoria contra los hasta ese m om ento inven-

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cibles atenienses y se hicieron con el dominio del Gran Puerto. En­ tonces creyeron que eran superiores a los atenienses en el m ar y enseguida los derrotaron también en tierra. Después, hicieron planes para volver a atacarlos en ambos frentes. Sin embargo, el gozo de los siracusanos tuvo una vida efímera porque, poco después de la batalla en el puerto, llegaron los refuer­ zos comandados por Demóstenes y Eurimedonte. Demóstenes creía que un ataque y un asedio inmediatos harían que los siracusanos se rindiesen antes de poder solicitar ayuda al Peloponeso, y con la clari­ dad y la osadía que lo caracterizaban procuró conseguirlo. «Puesto que sabía que en aquel m om ento era su persona lo que más asusta­ ba al enemigo, quiso aprovechar la ventaja de ese pánico lo más rá­ pidamente posible» (VII, 42, 3). Confiado en que su flota podría bloquear la ciudad por mar, la misión principal era capturar la contramuralla siracusana de las Epi­ polas, porque no permitía completar el cerco de la ciudad p o r tie­ rra. Pero el formidable Gilipo guardaba el acceso a la meseta de las Epipolas. Demóstenes estaba preparado para aceptar la apuesta, por­ que incluso la derrota era preferible a malgastar los recursos atenien­ ses y poner en riesgo a sus hombres sin ningún plan ni esperanza realista de éxito. Si se hacía con el control de las Epipolas, podría derrotar a Siracusa y aumentar las posibilidades de controlar Sicilia; pero, si fracasaba, la expedición volvería a casa y presentaría batalla en otro momento. En cualquier caso, la guerra en Sicilia tenía que acabar con la expedición prácticamente intacta. Su ataque directo al contramuro siracusano en las Epipolas fra­ casó, lo cual indicaba que una maniobra similar desarrollada a la luz del día estaba condenada al fracaso. Sin desanimarse y con su inge­ nio de siempre, Demóstenes planificó un temerario ataque noctur­ no. En los primeros días de agosto, cuando la noche era oscura y la luna aún no asomaba, marchó con una tropa de unos diez mil hoplitas y otros tantos soldados con armas ligeras hasta el paso de Euríalo, en el extremo occidental de la meseta. Allí los atenienses sor­

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prendieron a la guarnición siracusana y capturaron su fuerte, pero de repente cambió el equilibrio de fuerzas en la batalla y Gilipo les infligió una tremenda derrota. La moral ateniense estaba ahora en su punto más bajo. Aparte de la derrota en la batalla, los soldados sufrían la malaria y la disen­ tería derivadas de estar acampados en terreno pantanoso a finales del verano siciliano. «A ellos les parecía que la situación no podía ser más desesperada» (VII, 47, 2). Demóstenes se inclinaba por re­ gresar a Atenas en tanto mantenía la superioridad naval: «Decía que sería de más provecho para Atenas ir a la guerra contra un enemigo que estuviese construyendo una fortificación en su propio territorio que ir contra Siracusa, que ya no sería fácil de someter; tampoco es­ taba bien, además, gastar grandes cantidades de dinero continuando con un asedio sin propósito» (VII, 47,4). Era un sabio consejo, por­ que ya no había forma de capturar la contramuralla siracusana de las Epipolas, ni posibilidades de cercar la ciudad con éxito, y tam­ poco podría haber ya más refuerzos. Era el m om ento de cortar por lo sano antes de que un fracaso decepcionante se convirtiese en un desastre, y Demóstenes no pudo más que sentirse sorprendido de que Nicias no estuviese de acuer­ do con su balance de la situación. Nicias conocía el gran peligro al que se enfrentaban los ate­ nienses, pero en privado seguía m ostrándose indeciso sobre si quedarse o partir. Su mayor esperanza llegó con las noticias de que un grupo en Siracusa aún quería rendirse a Atenas. Nicias estableció com unicación con ellos, pero cualquier esperanza de que surgiese la traición en el interior de la ciudad era una qui­ mera. La llegada de G óngilo y Gilipo puso fin a toda posibilidad de que los siracusános se rindiesen. A partir de ahí, el apoyo des­ de el exterior y los triunfos sucesivos garantizaron que resistirían hasta el final. En el debate entre los generales atenienses, Nicias dejó de lado su propia incertidum bre e insistió en perm anecer en Sicilia. Asegu­

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raba que los siracusanos estaban incluso en peores condiciones fi­ nancieras que los atenienses y enseguida se quedarían sin fondos para m antener su fuerza mercenaria. Los atenienses «debían perm a­ necer allí, decía, y continuar con el asedio y no ser derrotados por el dinero, pues en eso eran superiores con m ucho al enemigo» (VII, 48,6). ★★★ Es cierto que los siracusanos sufrían escasez de dinero, pero sus vic­ torias habían mejorado su reputación y alentaban a sus aliados, ade­ más de a otros muchos, a prestarles lo que necesitaban para conse­ guir la victoria completa. Además, los ciudadanos conservaban aún su riqueza, que se podía explotar por medio de impuestos en la pre­ sente situación de emergencia. Aquí hay otro caso de error de cálcu­ lo por parte de Nicias. M ientras que los atenienses podían elegir entre quedarse en Sicilia con fuertes gastos o regresar a casa, los si­ racusanos tenían que resistir hasta el final o perderían su libertad ju n to con su riqueza. Selinunte y otras ciudades sicilianas apoyaban su causa no por dinero, sino por propio interés. Además, los peloponesios ya habían enviado ayuda y enviarían más si fuese necesario. En el resto de su discurso Nicias dio a conocer sus verdaderas motivaciones: temía que, una vez en Atenas, sus soldados se volvie­ sen contra él y convenciesen a la asamblea de que era el único cul­ pable de su fracaso. Se quejarían de «que sus generales fueron so­ bornados para traicionarlos y retirarse. En cualquier caso, él mismo, conocedor del carácter de los atenienses, no deseaba que lo conde­ nasen a m uerte injustamente por la oprobiosa acusación de algún ateniense, pues prefería, si podía elegir, correr riesgos y enfrentarse a su propia m uerte a manos del enemigo» (VII, 48, 4). U n distin­ guido erudito juzga con severidad esta decisión: «El orgullo de N i­ cias y su consiguiente cobardía al encarar la desgracia personal lo llevan a exhibir la proposición más deplorable que haya presentado

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un general en la historia: en vez de arriesgarse a la ejecución, des­ perdiciaría la flota y las vidas de muchos miles de personas, y ex­ pondría su país a un peligro mortal»7. Nicias era m uy conocido por su timidez y por su tem or a las sospechas y a la envidia del pueblo ateniense, pero hombres más au­ daces que él tuvieron razón al tem er el trato dado p o r el pueblo ateniense a sus generales fracasados, que podían ser juzgados y cas­ tigados por una variedad de supuestas infracciones. En 426, después de su derrota en Etolia, Demóstenes perm aneció en N aupacto en vez de regresar a Atenas, «por tem or a los atenienses a causa de lo que había ocurrido» (III, 98, 5), pero en 413, pese a haber sido él quien concibió y puso en práctica el fiasco de las Epipolas, cuyo coste fueron las vidas de al menos dos mil soldados, era favorable a regresar y hacer frente a cualquier acusación. Demóstenes y Eurimedonte se oponían a la decisión de Nicias, pero los votos de M enandro y Eutidemo, los dos generales elegidos como asistentes del postrado Nicias, apoyaban a su prestigioso su­ perior. Gracias a ese respaldo, Nicias también rechazó la propuesta de solución intermedia de los primeros, que animaban a los atenien­ ses a, por lo menos, retirarse de los pantanos de las afueras de Sira­ cusa a posiciones más saludables y seguras en Tapso o Catania, des­ de donde podrían saquear la campiña siciliana y vivir de la tierra. Fuera del pu erto de Siracusa podrían com batir tam bién en m ar abierto, donde las nuevas tácticas de los siracusanos no tendrían efec­ to, pero su mayor destreza y su experiencia les darían ventaja. Pue­ de que Nicias se opusiese a este plan por tem or a que, en cuanto el ejército subiese a bordo y zarpase del puerto de Siracusa, sería im ­ posible hacer que los atenienses perm aneciesen en Sicilia m ucho más tiempo. D e ahí que los atenienses mantuviesen su posición en Siracusa. La noche del 27 de agosto de 413, entre las 21.41 y las 22.30, hubo un eclipse total de luna. El supersticioso ejército ateniense fue presa del miedo, pues los hombres interpretaban el fenóm eno

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com o una advertencia de los dioses contraria a que zarpasen de inmediato. Nicias consultó a un adivino, quien recom endó que los atenienses esperasen «tres veces nueve días» antes de partir. Pero hasta para los hombres más crédulos esta interpretación no era la única posible. Filócoro, un historiador y también adivino que vi­ vió en el siglo in a. C., daba una explicación diferente: «La señal no era adversa para quienes estuviesen dispuestos a huir, sino, al con­ trario, m uy favorable; pues los actos fruto del m iedo requieren ocultamiento, puesto que la luz es su enemiga»8. U n com andante que desease escapar podría haber dado un buen uso a tal interpre­ tación, pero Nicias aceptó el desfavorable augurio sin cuestionarlo. Por fin los dioses intervenían para confirmar su propio juicio. Así que «se negó a seguir discutiendo la cuestión de su partida hasta después de haber esperado tres veces nueve días, tal como recomen­ daran los adivinos» (VII, 50, 4). Partes del debate y de la decisión fueron filtradas al enemigo cuando unos desertores contaron a los siracusanos que los atenien­ ses planeaban zarpar de vuelta a casa, pero los había retrasado el eclipse lunar. Para impedir su huida, los siracusanos decidieron p ro ­ vocar lo antes posible otra batalla marítima en el puerto de Siracu­ sa, donde ellos aún tenían su m ejor posibilidad, así que empezaron a instruir a sus tripulaciones en las tácticas que iban a emplear. Pero su prim er ataque fue por tierra y durante su asalto principal el ejér­ cito atacó las murallas atenienses, mientras que la marina siracusana enviaba setenta y seis trirremes contra la base ateniense. Aunque ninguno de los dos bandos logró una victoria deci­ siva, los siracusanos erigieron trofeos para dejar constancia de su victoria en tierra y mar. También los atenienses levantaron un tro ­ feo, como era su derecho, por haber hecho retroceder a Gilipo en la muralla marítima, pero fue un gesto patético. Acrecentadas p or sus sólidos refuerzos, las tropas atenienses sufrieron la mayor de sus derrotas en tierra y en el mar. Tucídides explica la derrota argu­ m entando que en la asamblea ateniense se equivocaron en sus

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cálculos en dos frentes: subestimaron el poderío de Siracusa tanto en el ámbito naval como de su caballería, y desdeñaron el hecho de que Siracusa era una dem ocracia cuya unidad sería difícil de socavar por Atenas. N o obstante1,no sería del todo justo responsa­ bilizar a la asamblea de la envergadura de la expedición ni de sus refuerzos, p orque en ambos casos se siguieron con cuidado los consejos de Nicias.Y es aún más injusto achacar el segundo error al pueblo ateniense, porque no existen pruebas de que contasen con que la revolución interna o la traición fuesen a poner Siracu­ sa en sus manos. La idea fue únicam ente de Nicias, y al retrasar el cerco de la ciudad y perseguir su esperanza de victoria mediante la agitación política interna hasta m ucho después de que existiese ninguna posibilidad condenó a los atenienses a la destrucción. Pero al final éstos com prendieron que la victoria era imposible y que lo m áxim o a lo que podían aspirar era a escapar. ~k ~k ~k

En este punto los siracusanos ambicionaban la destrucción comple­ ta de la expedición ateniense y la libertad para todos los griegos go­ bernados por Atenas. Si lo lograban, «serían admirados por el resto del m undo e incluso por generaciones posteriores» (VII, 56, 2). En cambio, la única preocupación de los atenienses era cómo escapar de la m ejor manera, por mar o por tierra. Puesto que al final nece­ sitarían los barcos para regresar a Atenas, decidieron intentar evadir­ se del puerto por difícil que pudiese resultar. Nicias estaba al mando de la fuerza terrestre, pero, después de parlam entar con todas las tropas congregadas en la playa, subió a una barca y fue hacia la flota ateniense. Tras detenerse ante cada trirrem e, se dirigía a cada capitán por su nombre, por el de su pa­ dre y el de su tribu, y apelaba a los antiguos sentim ientos de los antepasados y la familia. Tal como Pericles hizo, les recordó la li­ bertad que la patria otorgaba a sus ciudadanos y, a su manera, habló

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también desde una posición más personal, citando «el tipo de cosas que los hombres m encionan con un mismo lenguaje en toda oca­ sión: las esposas, los hijos y los dioses ancestrales, esas cosas que, por el terror del m om ento, ellos creen que serán de utilidad» (VII, 69, 1-3). Nicias carecía del origen aristocrático, del poder intelectual y de la habilidad política de Pericles, pero sus maneras anticuadas y su saber estar ejercían una poderosa seducción dentro de la dem o­ cracia ateniense. En las limitadas aguas del puerto cerca de doscientas embarca­ ciones luchaban muy de cerca, imposibilitando así todo tipo de em ­ bestida. Las condiciones se aliaron para despojar a los atenienses de toda ventaja fruto de la experiencia y la destreza ganadas durante tantos años de práctica y batallas navales. Finalmente, los siracusanos aplastaron a los atenienses, que huyeron a la orilla presas del pánico, dejando atrás sus embarcaciones y corriendo en busca de la seguri­ dad del campamento. C on la disciplina y la moral destruidos, la m a­ yoría de ellos sólo pensaba en salvarse. En un pasmoso descuido, ni siquiera pidieron una tregua para que se les permitiese enterrar a sus muertos. Nada debía retrasar su huida, porque creían que sólo un milagro podría salvarlos. U n solo ateniense conservó su temple y su compostura en un m om ento tan terrible. Demóstenes vio que los atenienses contaban aún con sesenta naves en condiciones frente a las menos de cincuen­ ta del enemigo, así que propuso concentrar sus fuerzas e intentar una nueva fuga por el puerto al amanecer, y Nicias quedó lo bastan­ te convencido como para hacer el esfuerzo. Pero era demasiado tar­ de, porque los ánimos de los hombres se habían venido abajo. Se negaron a aceptar las órdenes de los generales de volver a embarcar e insistieron en buscar una forma de huir por tierra. Los atenienses dieron comienzo a su retirada, que fue similar a una terrible pesadilla de la que era imposible despertar. Fueron en­ gañados para que esperasen un día antes de partir, m om ento en el cual el enemigo ya había tenido tiempo de sobra para bloquear las

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rutas de escape. Com enzaron la marcha alrededor de cuarenta mil hombres, de los cuales más o menos la mitad eran soldados y el res­ to no combatientes. «Parecían nada menos que una ciudad, y una de tamaño respetable, huyendo a hurtadillas tras haber caído en un asedio» (VII, 75, 5). Exhausto, enfermo y atormentado por el dolor, Nicias habló con los hombres para infundirles ánimo y aliviar su an­ siedad (Tucídides cuenta que Demóstenes le habló de manera simi­ lar, pero sólo recoge el discurso de Nicias). Fue en esta espantosa si­ tuación cuando alcanzó uno de sus m om entos más brillantes. Los animó a no culparse de la derrota y el sufrimiento, y a que m antu­ viesen la esperanza de que pronto cambiaría su suerte. Hizo hincapié en que seguían siendo un ejército poderoso y, por lo tanto, había es­ peranzas de salvación si mantenían alta la moral y férrea la disciplina y avanzaban deprisa guardando el orden. Su prim er destino estaba hacia el norte, en Catania, una ciudad leal a Atenas que podría darles una buena acogida y provisiones, y que después serviría de base para operaciones posteriores. Nicias y D e­ móstenes estaban cada uno al mando de tropas dispuestas en forma­ ción de triángulo hueco para albergar a los civiles en el interior. A poco más de seis kilómetros de Siracusa, en la orilla del río Ana­ po, tuvieron que abrirse camino combatiendo con un destacamen­ to de siracusanos y aliados, pero la caballería y la infantería ligera siracusanas les seguían de cerca y los hostigaban con ataques conti­ nuos y lluvias de proyectiles. Al día siguiente recorrieron cerca de tres kilómetros hacia el noroeste, donde dedicaron todo un día a aprovisionarse de alimentos y agua. Su avance quedó interrum pido por el inmenso obstáculo de lo que hoy se conoce como el m onte Climiti, una gran meseta rema­ tada en un alto acantilado a casi trece kilómetros al noroeste de Si­ racusa. Los atenienses confiaban en abrirse camino hasta ponerse a salvo en Catania, pero una vez más fueron traicionados por sus re­ trasos. Cuando, a la mañana siguiente, se pusieron en marcha, los de Siracusa y sus aliados atacaron con jinetes y lanzadores de jabalinas

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forzándolos a volver al campamento. Al día siguiente intentaron abrir un paso hacia el m onte Climiti atravesando una posición fortificada y las trincheras enemigas, y llegaron por fin a la muralla siracusana. Sin cobertura frente a los proyectiles enemigos, aterrorizados, em ­ papados y exhaustos, no podían siquiera descansar porque Gilipo estaba construyendo otra muralla detrás de ellos que amenazaba con aislarlos y destruirlos allí mismo. Así que inmediatamente volvieron a retirarse para acampar en terreno abierto, lejos de los siracusanos y sus aliados. Forzados a abandonar la ruta habitual a Catania, Nicias y D emóstenes decidieron virar al sudeste, en dirección al mar, seguir uno de los ríos desde su desembocadura hasta su nacimiento en las m on­ tañas y, desde allí, o bien unirse a los sículos o bien dirigirse a Cata­ nia por una vía más indirecta. Al amanecer se encontraban cerca de la costa y se dirigieron al río Cacíparis con la idea de avanzar hacia el interior por sus riberas para reunirse con sus amigos sículos. U na vez más los siracusanos les salieron al paso, pero los atenienses cru­ zaron el río y m archaron hacia el sur al encuentro de la próxim a corriente de agua, el Eríneo. Nicias levantó el campamento en la otra orilla del río, a unos nueve kilóm etros por delante de D em óstenes.A m ediodía de la sexta jornada de la retirada ateniense, llegó desde su campamento del m onte Climiti el grueso de las fuerzas de Siracusa con caballe­ ría y tropas ligeras. C ortaron el paso a los atenienses dejándolos ais­ lados en un olivar rodeado por un muro y un camino a cada lado, desde donde los siracusanos podían atacar y arrojar sus proyectiles. Cuando la situación se volvió desesperada, Demóstenes se rindió por fin en estos térm inos: si los atenienses entregaban sus armas, «ninguno sería ejecutado, tratado con violencia ni encarcelado, ni privado de las necesidades básicas para la vida» (VII, 82, 2). Los si­ racusanos capturaron a los seis mil hombres que quedaban de los cuarenta mil que habían iniciado la retirada menos de una semana antes y llenaron cuatro escudos con el botín que les arrebataron.

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Demóstenes intentó suicidarse con su propia espada, pero sus cap­ tores se lo impidieron. Al día siguiente, los siracusanos alcanzaron a Nicias, le informa­ ron de la captura de Demóstenes y además le ordenaron que se rin­ diese. En respuesta él les envió un mensaje en el que Atenas se ofrecía a cubrir el coste total de la guerra, dejando a sus soldados como re­ henes, a razón de uno por cada talento, pero los siracusanos lo recha­ zaron. Vieron clara su oportunidad de aplastar al odiado enemigo en una victoria absoluta con la que no negociarían a ningún precio. R o ­ dearon a los hombres de Nicias y los castigaron a base de proyectiles, tal como habían hecho con las tropas cautivas de Demóstenes. Los atenienses intentaron huir de nuevo aprovechando la oscuridad, pero esta vez los siracusanos estaban preparados. Con todo, trescientos hom ­ bres se atrevieron a intentarlo y consiguieron atravesar las filas enemi­ gas, pero el resto abandonó. Al octavo día, Nicias intentó rebasar al enemigo que los rodea­ ba para llegar al siguiente río, el Asínaro, a cinco kilómetros hacia el sur. Los atenienses no seguían ningún plan, sólo les quedaba un de­ seo ciego de escapar y una sed a cada m om ento más terrible. A tra­ vés del diluvio de proyectiles, de las embestidas de la caballería y de los ataques de los hoplitas, se las arreglaron para alcanzar el Asínaro. Allí todo rastro de disciplina se desvaneció y cada hom bre preten­ día ser el prim ero en vadear el río. El ejército se había convertido en una turba que obstaculizaba el paso y hacía que fuera más fácil para el enemigo impedir que cruzaran el río. Puesto que eran obligados a avanzar en un grupo compacto, caían unos encima de los otros y se pisoteaban. Unos m urieron inmediatamente, ensartados en sus propias lanzas, mientras que otros, trabados por sus propios equipos y por los demás, eran arrastrados por la corriente. Los siracusanos se desplegaron a lo largo de la orilla opuesta, que era abrupta, y desde lo alto arro­ jaban sus proyectiles sobre los atenienses, que en su gran ma-

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yo ría bebían ansiosos, agolpados en desorden en el estrecho cauce del río. Los peloponesios descendieron y masacraron a muchos, especialmente a los que estaban en el río. Enseguida el agua se volvió turbia, pero no por eso dejaron de bebería, incluso enfangada y llena de sangre, y muchos de ellos hasta se peleaban por ella. (VII, 84) Los restos del gran ejército ateniense fueron aniquilados en el río Asínaro. La caballería siracusana, que causó tantos problemas a los atenienses durante toda la campaña, acabó con los pocos hombres que consiguieron atravesar el río. Nicias se rindió a Gilipo, «ya que confiaba más en él que en los siracusanos» (VII, 85, 1), y sólo en­ tonces el comandante espartano ordenó que se pusiera fin a la m a­ tanza. Los prisioneros capturados con Demóstenes sumaban unos seis mil, pero de las tropas de Nicias sólo unos mil seguían con vida. Los victoriosos siracusanos se hicieron con su botín y con sus prisioneros y arrancaron las corazas de sus enemigos caídos para col­ garlas de los árboles más llamativos y altos a orillas del río.Ya de re­ greso en Siracusa, celebraron una asamblea en la que votaron a favor de esclavizar a los sirvientes de los atenienses y a los aliados de su imperio. Decidieron también recluir a los ciudadanos atenienses y a sus aliados griegos de Sicilia en las canteras de la ciudad para m an­ tenerlos bajo custodia. H ubo más debate en torno a una propuesta de ejecutar a Nicias y a Demóstenes. Hermócrates se oponía en el elevado nombre de la clemencia, pero la asamblea le hizo callar. El razonamiento de Gilipo, más práctico, era que deseaba para sí la glo­ ria de llevar a los generales atenienses a Esparta: Dem óstenes, su enemigo más acérrimo a causa de sus victorias en Pilos y Esfacteria, y Nicias, simpatizante de Esparta que había defendido la liberación de los prisioneros y además promovió la paz y la posterior alianza con los espartanos. Pero ni los siracusanos ni los corintios estuvie­ ron de acuerdo, así que la asamblea decidió en votación ejecutar a ambos generales.

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Los siracusanos mantenían a cerca de siete mil prisioneros en sus canteras, hacinados en condiciones inhumanas, quemándose por el sol durante el día y sufriendo las frías noches de otoño. Les daban un cuarto de litro de agua y algo de com er cada día, m ucho menos de lo que se había perm itido a los espartanos que enviasen a los es­ clavos de Esfacteria, y padecían terriblem ente p o r el hambre y la sed. Los hombres m orían a causa de sus heridas, de enfermedad y de exposición a la intemperie, y los cadáveres se amontonaban unos encima de otros provocando un hedor insoportable. Setenta días después, todos los supervivientes, con la excepción de los atenienses y los griegos de Sicilia y de Italia, fueron vendidos como esclavos. Plutarco nos cuenta la historia de esclavos que fueron liberados por su habilidad para recitar los versos de Eurípides, pues los sicilianos tenían su poesía en alta estima. Pero ni la poesía ni ninguna otra cosa pudieron ayudar a los hombres encerrados en las canteras, que es­ tuvieron allí recluidos durante ocho meses; se supone que ninguno sobrevivió más tiempo. ★ ★ ★

Tucídides llama a la expedición siciliana «la mayor empresa de en­ tre todas las que se pusieron en marcha durante la guerra y, o al menos así me lo parece, la mayor de todas las que sabemos que les sucedieron a los griegos alguna vez; fue la más gloriosa para quie­ nes vencieron y la más catastrófica para aquellos que perdieron. Los vencidos fueron derrotados en todos y cada uno de los fren­ tes, padecieron sufrimiento de todas las maneras imaginables y, se­ gún se dice, tuvieron que afrontar la destrucción absoluta; su ejér­ cito y sus naves, todo fue destruido. Sólo unos pocos regresaron a casa» (VII, 87, 5-6). Para la mayoría de los griegos la guerra pare­ cía term inada casi por completo. C om o hemos visto,Tucídides escribió un extraordinario pane­ gírico de Nicias: «Por estos motivos, u otros muy parecidos, lo ma-

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taron; en cualquier caso, él menos que nadie, entre todos los griegos de mi tiempo, merecía encontrar un final tan desgraciado, porque condujo toda su vida en conformidad con la virtud [aretê]» (VII, 86, 5)9. El pueblo de Atenas tenía una opinión diferente. El anticuario Pausanias observó que en una estela del cementerio público de Ate­ nas estaban grabados los nombres de los generales caídos luchando en Sicilia, todos excepto Nicias. Supo el motivo de esta omisión por el historiador siciliano Filisto: «Demóstenes acordó una tregua para el resto de sus hombres, sin incluirse a sí mismo, y fue capturado m ien­ tras intentaba suicidarse, pero Nicias se entregó voluntariamente. Tal es la razón por la que el nom bre de Nicias no está inscrito e n la es­ tela ; fue condenado por ser un prisionero voluntario y un soldado indigno»10. N o hemos de creer a Filisto en lo que dice sobre las ra­ zones de los atenienses para excluir a Nicias de su papel de caído con honores, pero resulta inevitable llegar a la conclusión de que en cierto m odo lo consideraban especialmente culpable. Pero ¿quién fue responsable en última instancia de esta terrible catástrofe? Alcibiades fue el artífice de la expedición a Sicilia, pero Nicias desem peñó un papel más destacado. Tucídides juzgaba la aventura como un disparate emprendido p o r una democracia sin rum bo ni dirección. N o sólo no culpa a Nicias, sino que le dedica los más grandes elogios, aunque su narración sobre los hechos pro­ duce una sensación muy diferente de la de su interpretación. Fue la fallida estrategia retórica de Nicias la que transformó un modesto proyecto, que implicaba pocos riesgos, en una campaña masiva que hizo que la conquista de Sicilia pareciese segura y posible. También cometió un error técnico crítico al omitir la caballería de su lista de requisitos para la campaña. U na vez al mando en Sicilia, incurrió en una serie de olvidos y descuidos que provocaron la ruina de la expedición. Fue incapaz de llevar a cabo el asedio de Siracusa al retrasarse en la construcción de un único circuito de murallas antes de acometer nada más. Malgas­ tó tiem po en conversaciones con disidentes de Siracusa; no envió

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ningún escuadrón para impedir la llegada de Gilipo a Sicilia; no or­ ganizó u n bloqueo efectivo para evitar que las embarcaciones de Góngilo y de los corintios arribasen a Siracusa por mar; ni fortificó ni protegió las Epipolas para prevenir un ataque sorpresa, lo cual perm itió que el enemigo se recuperase y expulsase a los atenienses de su posición dominante. Después, trasladó la flota ateniense, el al­ m acén de suministros y el tesoro a una posición indefendible en Plemirio, donde la moral y la calidad de la flota resultaron severa­ mente dañadas. Gilipo fue capaz de expulsarlos de allí y capturó su dinero y sus provisiones. Enfrentándose a una campaña ya condenada tras el verano de 414, Nicias se negó a retirarse por tem or a perjudicar su reputación y su seguridad. En cambio, pidió a los atenienses que escogiesen en­ tre la retirada y el envío masivo de refuerzos además de su relevo del mando. U na evaluación objetiva sobre la peligrosa situación y su propia incapacidad podrían haber conducido a la retirada y ha­ brían evitado el trem endo desastre. Incluso después de la terrible derrota en las Epipolas, Nicias rechazaba la opción de volver a Ate­ nas con la expedición. Para poner a salvo su reputación y escapar al castigo, se aferró al eclipse lunar como su último recurso para evitar lo inevitable y así destruyó la última oportunidad de escapar para los atenienses. N o podemos evitar que nos impresione la fuerza del hom ena­ je deTucídides, pues dice de Nicias no sólo que no merecía su te­ rrible destino, sino que fue el hombre que, de todos los de su tiempo, merecía menos que nadie su destino, así que, en cierto modo, sitúa a Nicias por encima de todos sus contemporáneos, incluso de Peri­ cles. Ese énfasis es lo que cautiva nuestra atención y hace que nos preguntemos por qué Tucídides decidió escribir uno de sus escasos panegíricos y por qué lo hizo en ese tono superlativo. Sería de es­ perar que sus lectores considerasen la alabanza como una distinción general de las cualidades de Nicias, aunque, como ha observado un aplicado investigador m oderno: «No es probable que quien haya

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leído esta historia hasta el punto presente se haya formado una ima­ gen favorable de Nicias»11. Pero la visión desfavorable que predo­ mina es precisamente lo que hizo necesario para Tucídides escribir u n encomio de Nicias tan efusivo; el hecho de que pocos lectores se aparten de la Historia con la opinión desfavorable ya mencionada es una evidencia de la eficacia del panegírico. Si sólo contáramos con el relato de Tucídides sobre la carrera de Nicias sin esta evaluación final, quizá llegaríamos a la misma con­ clusión a la que, al parecer, llegaron los contemporáneos de Nicias: que una de las razones principales para el desastre de Sicilia fue su incompetencia como estadista y como general. Sí parece evidente que Tucídides no negaría que esto fue un factor concurrente, pero para él ni es una explicación suficiente ni es la principal. Tucídides quiere que su lector comprenda que la causa esencial del desastre fue la democracia posterior a Pericles, sin el freno del sabio lideraz­ go restrictivo de un estadista poderoso e inteligente y mal condu­ cido por irreflexivos y ambiciosos demagogos, abandonado p o r lo tanto a su ignorancia, su codicia, su superstición y su temor. Fue la m uchedum bre la que decidió atacar Sicilia y añadir la isla al im pe­ rio ateniense para que el pueblo pudiese beneficiarse de los despo­ jos. El populacho fue seducido por el ambicioso egoísmo de Alci­ biades, aunque se rindió a su propio miedo supersticioso y eligió a Nicias como uno de los generales, pese a su oposición a tal empre­ sa. Después se negó a relevarlo del mando incluso cuando estaba enfermo y ya no estaba en plena posesión de sus facultades. La m u­ chedumbre siguió arrojando dinero, equipamiento y hombres en el foso sin fondo de Sicilia hasta mucho después de que la prudencia exigiese poner fin a la campaña. Dominada por el pánico, la multi­ tud fue llevada a un reinado de terror por los escándalos religiosos de 415 y manipulada por los demagogos para que apartase al res­ ponsable de la expedición que emprendieron, que probablemente era el hombre más inteligente de entre todos ellos, y lo obligase a ir al campamento del enemigo, donde causó gran perjuicio a su tierra

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de nacim iento. Éste es el camino que siguen las democracias que han degenerado en el gobierno del populacho y Tucídides está de­ cidido a que su lector entienda esta im portante lección. El panegírico de Nicias sitúa al lector en la dirección correcta, en la perspectiva de Tucídides, puesto que llama su atención sobre otro elogio superior de la historia: el panegírico de Pericles en II, 65. Allí se recuerda que, después de Pericles, Atenas, que realmente fue gobernada p o r un estadista sobresaliente, se convirtió en una verdadera democracia y que los políticos que le sucedieron era de una estirpe m enor y todos ellos carecían como poco de uno de sus dones. A unque fue un buen hombre de talento considerable, Nicias no tenía en grado suficiente las cualidades intelectuales de la inte­ ligencia (xynesis), la previsión (pronoia)y el buen juicio (gnômê). Los atenienses lo escogieron para el liderazgo por la reputación pública de su devoción y por su historial de éxitos (eutychia), que la multi­ tud creía fruto de su devoción. Pero Tucídides pretende hacernos creer que la m uchedum bre se equivocaba, pues el éxito, puesto que es el hom bre quien contribuye a él y no el azar, no procede de la devoción y el favor de los dioses, sino de la agudeza intelectual de un Pericles. Podemos pensar que a Tucídides no se le escapaba la ironía del hecho de que los atenienses vieron arruinarse sus esperanzas por la fe en un hom bre que, al igual que ellos mismos, creía que la de­ voción y la fe en los dioses eran superiores a la sabiduría del hom ­ bre de m undo; fue esta misma fe la que llevó a Nicias de la eutychia al más terrible desastre (dystychia) un desastre que, de todos los hom ­ bres, merecía menos que nadie. Al escribir su panegírico, Tucídides no se interesó principal­ mente en defender la reputación de Nicias, aunque hay motivos para creer que lo habría hecho de buena gana. Parece ser que ambos hombres fueron admiradores de Pericles, y ambos odiaban a Cleón y se opusieron a su política. De hecho, los dos tenían m ucho en co­ m ún y Tucídides bien pudo ver en Nicias a una víctima inmerecida de la irracional muchedum bre, muy parecido a él. Sin embargo, su

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intención fundamental con el panegírico era revisar lo que consi­ deraba una mala interpretación, o al menos una simplificación ex­ cesiva, del desastre de Sicilia, que echaba la culpa sola o principal­ mente a los errores de Nicias. N ingún lector imparcial puede negar que Tucídides estaba justificado cuando se resistía a una interpreta­ ción tan simple, o no ser capaz de apreciar su explicación, más am ­ plia y profunda. U n lector actual con un conocim iento m enor y una comprensión más superficial de los acontecimientos que el his­ toriador ateniense, aunque quizá con mayor distancia respecto a ellos, puede aprender de los peligros de las democracias directas sin riendas y, al mismo tiempo, observar que los hechos pusieron el des­ tino de los atenienses en manos del único hombre que era capaz de transformar un error en un desastre.

Conclusion

H e argumentado que los esfuerzos deTucídides por revisar las opi­ niones compartidas por los atenienses de su época eran y siguen siendo controvertidos. M i propio punto de vista es que, en los im ­ portantes casos aquí examinados, la perspectiva contemporánea es­ taba más cerca de la verdad que la del historiador. Al lector puede resultarle pretencioso que las conclusiones de este libro difieran de las de Tucídides y de las de muchos eruditos modernos. Pero el histo­ riador revisionista de la guerra del Peloponeso sería el prim ero en censurar el respeto exagerado a la autoridad de incluso las mayores tradiciones. El no fue el retrato perfecto del desapego que creían sus admiradores, y desde luego no fue el genio estrictamente literario, libre de las trabas de la objetividad histórica, que demasiados inves­ tigadores de hoy han afirmado. Pese a todos sus esfuerzos sin prece­ dentes por buscar y poner a prueba la evidencia y a pesar de toda su originalidad y sabiduría, no era infalible. Poder estudiar su Historia y llegar a conclusiones diferentes a la suya es m ucho menos im portante que su éxito al inventar un tipo de historia y un tipo de interrogantes que dieron forma y mejora­ ron la calidad del pensamiento hum ano y siguen haciéndolo a día de hoy. Hemos visto que Tucídides empleaba una gran surtido de recur­ sos para comunicar su relato de los acontecimientos a los lectores. Com o todos los historiadores, él necesitaba inevitablemente selec­ cionar qué sucesos incluir y cuáles omitir. Algunas de sus omisiones resultan difíciles de entender, pero parecen servir a sus interpreta-

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ciones revisionistas. Su yuxtaposición de acontecim ientos sirve a veces para destacar su punto de vista. D e vez en cuando parece leer las m entes de los agentes históricos, pues les atribuye inten­ ciones y motivos para los que no presenta ninguna prueba. Des­ taca algunos episodios tratándolos con todo detalle, facilitando a m enudo discursos para dar fuerza a su mensaje. En otras ocasiones m inim iza la im portancia de los acontecim ientos p o r la brevedad c o n que los trata. Esto no quiere decir que Tucídides quisiera engañar. La ver­ dad es más bien lo contrario. Está decidido a que el lector no sea engañado, así que selecciona su material de tal m anera que resalta y aclara la verdad. D ebem os recordar que su público inm ediato sabía m ucho más que nosotros, p o r ejemplo, acerca de los hechos que condujeron a la guerra del Peloponeso. Cuando Tucídides tra­ tó el D ecreto megarense con tanta brevedad, sus lectores-contem­ poráneos eran plenam ente conscientes de todas las pruebas en su contra, y eso Tucídides lo sabía. Su peculiar énfasis no fue un in­ tento de engaño, sino de interpretación.También deberíamos recor­ dar que la gran mayoría de las pruebas que nos perm iten rechazar la interpretación de Tucídides nos la proporciona el propio histo­ riador. El propósito de Tucídides era colocar ante nosotros la ver­ dad tal com o él la veía, pero no es necesario que su verdad sea la nuestra. Si queremos sacar provecho de su historia, pues podemos y debemos hacerlo, tenem os que distinguir entre la evidencia que él presenta y la interpretación que superpone a ésta. Sólo enton­ ces podem os usarla com o él deseaba que hiciésemos, com o una «posesión para siempre». •*r





Los estudios sobre la m ente o el pensamiento de Tucídides, sobre sus propósitos, intenciones o métodos, han tendido a tratarlo casi como una m ente incorpórea, no com o un ser hum ano vivo que

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formaba parte de su tiempo y su espacio y estaba influido p o r ellos y su propia experiencia en los mismos. Sin lugar a dudas, la suya fue una m ente extraordinariamente poderosa y original. Se hallaba en la frontera de la filosofía. Era historiador en tal medida que se sentía obligado a establecer los datos y a presentar la información con tan­ ta precisión como le fuese posible, pero no se preocupaba menos por expresar las verdades generales que había descubierto. Sin embargo, todo entendim iento satisfactorio del historiador requiere una mirada crítica a Tucídides, el hombre en persona en el m undo de la acción, no sólo en el del pensamiento. D ebem os re­ cordar que fue contem poráneo de los acontecimientos que descri­ be y un participante activo en algunos de ellos. Más que ningún historiador de la antigüedad, concedía el valor más alto a la preci­ sión y a la objetividad, pero no debemos olvidar que fue un ser hu­ mano con sentimientos y debilidades humanas. Es más, el propio hecho de que fuese un participante en los hechos influía en sus ju i­ cios de formas que precisan u n análisis. Aceptar sim plem ente sus interpretaciones sin ningún criterio sería como aceptar sin pregun­ tas las historias de W inston Churchill sobre su propia época y su conocim iento de las dos guerras mundiales, en las que también él desempeñó un papel crítico. Recientes investigaciones han hecho hincapié en aquello que los lectores atentos de Tucídides siempre han reconocido: que, bajo ese estilo frío, distante y analítico aparece un individuo apasionado, que escribe sobre los acontecimientos más importantes de su época, acerca de la grandeza de su ciudad y su destrucción. D e una gene­ ración más joven que la de Pericles, es evidente que lo admiraba más que a todos los demás estadistas. Aristócrata de sangre azul, sin embargo vivía confortablemente en la democracia ateniense y pros­ peró en sus momentos más extremos, ya que fue elegido general en 424, cinco años después de que empezara la degenerada democracia post-Pericles, cuando el poder de Cleón estaba en su cénit. A un así, en su historia es evidente que despreciaba el sistema democrático.

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Su actitud resulta más fácil de entender cuando recordamos que fue durante su año de servicio como general cuando los ate­ nienses le hicieron responsable del fracaso al intentar salvar Anfípolis y lo condenaron al exilio. D urante veinte años vivió entre extranjeros y compañeros exiliados, todos ellos hostiles a la dem o­ cracia. Quizás en preguntas que le dirigiesen, debían de preguntar­ se por la paradoja de un hom bre como Tucídides, u n noble desde­ ñoso con la democracia, que había vivido y prosperado en la mayor de las democracias y que admiraba a los más destacados líderes de­ mocráticos. La guerra del Peloponeso se puede considerar su respues­ ta ante aquellas cuestiones, un trabajo revisionista cuya intención era mostrar que la opinión pública estaba equivocada en todos los aspectos importantes. Pericles no fue responsable de la guerra, sino que más bien merecía alabanzas por haber reconocido que era ine­ vitable y por elaborar planes inteligentes para hacerle frente como correspondía. Lejos de ser la causa del sufrimiento y la derrota ate­ niense, la estrategia de Pericles era la correcta, y habría triunfado si él no hubiese m uerto demasiado pronto y si sus incom petentes y egoístas sucesores no hubiesen dado la vuelta a su plan. Es más, Pericles no fue un demagogo ni tam poco un demócrata, sino un estadista notable que gobernó al pueblo en lugar de dejarse gober­ nar por él. Tucídides quiso echar por tierra las creencias de que Cleón y Demóstenes lograron una gran victoria en Esfacteria, y que ella sola hizo posible que Atenas sobreviviese y consiguiese una paz acepta­ ble. C on discreción, introdujo la idea de que su propia condena pol­ la pérdida de Anfípolis fue un error de la justicia, como las impues­ tas a otros generales penalizados por tribunales populares en el cur­ so de la guerra. Demostró que Cleón, con su enorm e popularidad, colmado de honores por la democracia ateniense, era un demagogo brutal, incom petente y cobarde que convenció a los atenienses de que rechazasen un ofrecimiento espartano que habría supuesto la paz en 425.

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Demostraría también que la ignorante democracia posterior a Pericles puso en marcha, de manera im prudente y sin necesidad, la expedición a Sicilia por codicia ansias de poder y arrogante am bi­ ción. Defendería que el terrible desastre que sufrieron los atenienses en Sicilia no fue, como ellos creían, culpa de Nicias y sus muchos errores, sino de la insensatez de una democracia desquiciada sin el liderazgo moderador de un hom bre como Pericles.Tales eran, así lo creo, las motivaciones de Tucídides para buscar la reinterpretación de los acontecimientos más sobresalientes de su vida, y sugiero que su Historia fue al tiempo respuesta y defensa, no sólo una historia de su propia época. U na afirmación tal de la hum anidad de Tucídides, de su apa­ sionada implicación en los acontecimientos que describe y analiza, se opone a la larga tradición que se maravilla p o r su desapego, su casi divina objetividad. Dice Rousseau que Tucídides «recopila los hechos sin juzgarlos»1, y Nietzsche, rechazando «la patraña de la m o ­ ral y del ideal propia de las escuelas socráticas», opinaba que Tucídi­ des era «la gran suma, la última revelación de aquella objetividad fuerte, rigurosa, dura, que el heleno antiguo tenía en su instinto»2. En esto, estaban de acuerdo, de una forma elocuente, con un juicio que databa de la antigüedad y que los historiadores alemanes del si­ glo XIX consagrarían como modelo para todos los historiadores. A pesar de los muchos ataques de décadas recientes, ese punto de vista sigue siendo el más extendido. H e aquí la típica opinión de un respetado erudito: Tucídides parece encarnar todas las cualidades que Nietzsche admiraba y que no siempre conseguía encarnar él mismo, una admiración fácil de comprender. Casi todos los historiadores, excepto los más torpes, tienen alguna debilidad característica: unos, complicidad, idealización, identificación; otros, el im pul­ so de indignarse, de enmendar errores, de transmitir un mensa­ je. Esto es, a menudo, la fuente de sus escritos más interesantes.

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Pero Tucídides parece inm une. Seguramente no hubo inteli­ gencia más lúcida y desapasionada que se dedicara nunca a es­ cribir historia3. Los estudios de casos presentados aquí indican otra cosa. N o existe el historiador inm une a las motivaciones humanas: el tema central de este libro ha sido argumentar que Tucídides se esforzaba por re­ visar las opiniones que deseaba refutar con pasión. Al mismo tiem­ po que escribía para un público anónim o del futuro, aspirando a que su Historia enseñase verdades generales de valor, también escri­ bía para que sus contemporáneos corrigiesen sus opiniones erróneas sobre los asuntos específicos con los que se sentía indignado, con la intención de «enmendar errores, de transmitir un mensaje». Está cla­ ro que su trabajo quería ser una posesión para siempre, pero tam ­ bién una apologia pro vita sua. Puede que Tucídides fuese un hom bre como somos nosotros —sometido a prejuicios e inclinado a centrarse en aquellos aspectos del pasado que le parecían más reveladores y sugerentes, por mucho que otros pudieran estar en desacuerdo con su punto de vista y sus conclusiones—, pero también fue un gran hombre. Su grandeza re­ posaba principalm ente en su insistencia en que el estudio de la his­ toria era una tarea seria y útil. El no lo consideraba como un entre­ ten im ien to , com o la poesía hom érica, y tam poco una simple conm em oración de grandes hazañas y hombres y sucesos, como la Historia de H eródoto, sino como el m ejor recurso disponible para entender la experiencia humana de una manera disciplinada. C onocedor de los escollos que se alzan en el camino del des­ cubrim iento de la verdad, insistía sin embargo en el esfuerzo más riguroso para perseguirlo sin miedo o parcialidad. Las personas se­ rias no pueden emplear la escritura histórica para comprender mejor el com portam iento hum ano y quizá para tom ar decisiones más in­ teligentes, si no pueden confiar en que el escritor hace todo lo que puede para asegurarse de lo que es verdad y, simplemente, para es­

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tablecer la historia correcta. En casi todos los casos en que hemos considerado necesario no estar de acuerdo con Tucídides y ofrecer una interpretación diferente, las pruebas que despiertan dudas y fa­ cilitan el material para una lectura divergente salen de su propia na­ rración. Tucídides no escribe com o lo haría un historiador m oderno -las normas de citación de fuentes que se usan hoy no se inventa­ rían hasta unos milenios después—, pero inventó la idea m oderna del examen cuidadoso, laborioso y escéptico de las fuentes, y ningún escritor del antiguo m undo grecorromano lo igualó en este aspec­ to. Com o además Tucídides estaba escribiendo historia contem po­ ránea, la mayoría de sus fuentes serían orales y, por lo tanto, m ucho más difíciles de contrastar y comparar que los documentos escritos de los que disponen hoy los estudiantes de historia contemporánea. Nos gustaría que hubiese confrontado directamente opiniones en­ frentadas y que desarrollara un argumento detallado contra ellas. Lo hizo en ocasiones, aunque sin nom brar las fuentes de las que discre­ paba, pero las interpretaciones que decidía revisar no eran en su m a­ yor parte relatos escritos por otros historiadores, disponibles para analizarlos a fondo y contrastarlos, sino que norm alm ente eran las opiniones generales de m ultitud de personas corrientes o los p re­ juicios, profundam ente arraigados y sin examinar desde hacía ya tiempo, de los compañeros de exilio de Tucídides. Dirigirse a un público semejante requería poderosas aptitudes retóricas más que una anotación cuidadosa y crítica de las fuentes. Tucídides estaba inventando también un nuevo tipo de histo­ ria, diferente de las Genealogías de Hecateo; diferente de la mitografía, la etnografía y las crónicas locales de su contem poráneo H elánico, y diferente de H eródoto. D onde H eródoto escribía sobre el pasado reciente y ahondaba profundam ente en el pasado distante, pintaba en un amplio lienzo el retrato de muchas naciones y pue­ blos y se interesaba por sus prácticas religiosas, sociales y culturales, Tucídides concentraba su poderoso ojo crítico casi por com pleto

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en el presente; fijaba su mirada con atención en los griegos, y en especial en sus propios conciudadanos, los atenienses; finalmente, centraba la atención del lector en la guerra, su diplomacia y su po­ lítica. Al hacerlo, en la práctica inventaba la historia política. Para él, igual que para lord Acton, «la historia es la política del pasado». E n el m undo antiguo, el enfoque en la política de Tucídides seguía el más amplio, pero más superficial, de uno de sus predece­ sores. H eródoto, con su estilo disperso lleno de digresiones sobre costumbres y hábitos de varias culturas y su seria consideración del papel causal de los dioses en los asuntos humanos, no se convirtió en el m odelo de lo que se consideraba la m ejor escritura histórica de la antigüedad. Polibio y el romano Salustio,Títo Livio, Tácito y Amiano M arcelino fueron los grandes escritores históricos de sus épocas y escribieron sobre todo acerca de su propio tiempo, sus pro­ pias naciones y, especialmente, la guerra y la política. D urante el Renacim iento y el período m oderno temprano de la historia europea, Polibio, cuya historia de la conquista romana del m undo mediterráneo seguía el modelo de Tucídides, y Tácito, estu­ dioso de la política en R om a, fueron los historiadores preferidos. En el siglo x v n , Thom as H obbes publicó la prim era traducción completa al inglés de la Historia de Tucídides a partir de su original griego en 1628. «Tucídides —escribió Hobbes—es alguien que, aun­ que nunca se desvía para soltar un sermón, moral o político, sobre su propio texto, ni indaga en los corazones de los hombres más de lo que indican evidentemente los propios hechos, aún es conside­ rado el historiógrafo más político de los que han escrito»4. Es decir, que facilita un relato instructivo y una guía para la comprensión de los asuntos incluidos en la categoría «política»: la rivalidad política interna en una ciudad-Estado o nación y las relaciones interestata­ les en época de paz y guerra. Los escritores del siglo xvm , con su interés en las formas y la civilización de períodos anteriores y del mundo entero, redescubrie­ ron a H eródoto, aunque como historiadores filosóficos también ad­

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miraban la búsqueda de Tucídides de una historia práctica que in­ dagara en las causas de los acontecim ientos en los elem entos duraderos de la naturaleza y la condición humana. Sin embargo, el siglo XIX, en especial en Alemania, asistió al triunfo de la historia política y al oscurecimiento de H eródoto frente a Tucídides. En la prim era parte del siglo x x y entrando en la época de la guerra fría, el enfoque de Tucídides dominaba de tal forma los es­ tudios históricos que fue necesario que recordáramos que la histo­ riografía debe combinar la historia de la política, la diplomacia y la guerra con la de la sociedad, la cultura y la civilización, y el m ovi­ miento de apartarse de la historia puramente política de Tucídides se fortaleció. Ahora, el m undo de la historiografía ha cambiado tan­ to que estas afirmaciones parecen anticuadas. En gran parte del m un­ do académico americano, la «historia extrap olí tica» ha suplantado casi por completo a la historia política. El más famoso e influyente historiador social, Ferdinand Braudel, descartó los elementos polí­ ticos, diplomáticos y bélicos como simples événements, transitorios y triviales en comparación con los asuntos mayores y más duraderos que plantean la geografía, la demografía y los desarrollos sociales y económicos durante largos períodos de tiempo. En su trabajo más conocido, E l Mediterráneo y el mundo mediterráneo en la época de Feli­ pe II, las decisiones políticas, los acontecimientos y los cambios son de pequeña importancia en comparación con las fuerzas inanimadas e impersonales que dan forma a las sociedades a más largo plazo. Resulta bastante evidente que tales fuerzas existen y que tienen un impacto considerable en la política, la guerra y la diplomacia, so­ bre todo al establecer los límites de lo que es posible. N o obstante, dentro de esos límites los individuos y los grupos de seres humanos toman decisiones que son de vital importancia, y esas decisiones, que son militares, diplomáticas y políticas, influyen en grupos de gente aún mayores de manera que pueden afectar a la propia existencia de pueblos y naciones y de la raza humana. Es importante que entenda­ mos las condiciones y fuerzas subyacentes (geográficas, demográficas,

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antropológicas, psicológicas, etc.) que ayudan a encuadrar e influir las elecciones que la gente hace en estas determinantes esferas. Pero el historiador debe relacionar este conocimiento con los hechos, las de­ cisiones y los acontecimientos específicos formados en la arena pú­ blica, esto es, en el mundo de la política. H eródoto, con todos sus desvíos hacia descripciones geográfi­ cas, sociológicas y antropológicas y sus análisis, intentaba conectar­ los, aunque remotamente, con sus objetivos mayores, como aclaraba al inicio de su historia de las guerras Médicas: «Este es el resultado de la indagación de H eródoto de Halicarnaso, hecha pública para que el tiempo no pueda borrar la m em oria de los acontecimientos pasados de la m ente de la humanidad, de form a que las grandes y maravillosas hazañas de los griegos y los bárbaros no queden sin su fama, y en especial para explicar por qué lucharon unos contra otros». Eran esas «grandes y maravillosas hazañas» de las guerras contra Per­ sia y el intento de explicar p o r qué sucedieron lo que justificaba todo el esfuerzo, incluyendo la investigación más amplia acerca de sociedades anteriores y pueblos remotos. Fuera de las estrechas par­ celas de los historiadores profesionales de la academia, éstos son los asuntos que todavía hoy encienden el interés de la mayor parte de lectores de historia: las rivalidades intestinas de facciones y la com ­ petencia entre naciones en la guerra y en la paz; en fin, la historia política. En este sentido, están de acuerdo con el filósofo Aristóteles, el hom bre con el espectro de intereses más amplio que haya vivido nunca; entre todas sus actividades, mantenía que la política era su­ prema. Al final de su Etica nicomáquea expone los asuntos que re­ quieren el estudio más urgente: /

Estudiemos qué clases de influencias preservan y destruyen Es­ tados, y qué clases preservan o destruyen los tipos particulares de constitución, y a qué causas se debe que unos estén bien y otros estén mal administrados. Cuando estas cosas hayan sido

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estudiadas, quizá debamos estar más dispuestos a ver con una mirada comprensiva, qué constitución es la mejor y cómo debe ser ordenada cada una, y de qué leyes y costumbres debe hacer uso, en el m ejor de los casos5. Para Aristóteles este trabajo era de suprema importancia. Todo arte e investigación aspira a conseguir algún bien, pero algunas de estas indagaciones están subordinadas a otras, como la confección de b ri­ das lo está a la equitación, que es un arte maestro, esto es, arquitec­ tónico. Los fines arquitectónicos son más deseables que los fines su­ bordinados, y el fin maestro de todo es el Bien Supremo. Éste es el objeto de la ciencia más imperativa, la ciencia de la política. Puesto que la mayoría de los pueblos viven en Estados y son éstos los que determinan cómo serán educados, y dado que la p o ­ lítica controla incluso las facultades humanas más importantes, tales como la estrategia, la gestión económica y las tácticas de persuasión, la política controla hasta cierto punto todos los campos del cono­ cimiento. Al fin y al cabo, la política establece lo que la gente puede o debe hacer y lo que no puede o no debe hacer. Por lo tanto, el bien del hom bre debe ser el fin de la ciencia de la política, pues incluso aunque el caso sea que el Bien es el mismo para el individuo que para el Estado, sin embargo, el bien de éste es un bien manifiestamente superior y más perfec­ to que conseguir y preservar. Asegurar el bien de una persona sólo es mejor que nada, pero asegurar el bien de una nación o un Estado es un logro más noble y más divino6. Aristóteles se ocupa sobre todo de la política y los acuerdos cons­ titucionales dentro de un Estado concreto, pero los demás elem en­ tos que combina para crear la concepción más completa de la p o ­ lítica no son menos poderosam ente significativos.Vivimos en una época sin parangón en su interés y su enfoque en el individuo, en

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la que m uchos consideran las reflexiones políticas en su sentido más amplio com o algo secundario o hasta irrelevante p or un lado, o amenazante por otro, incluso cuando los acontecim ientos reve­ lan la naturaleza crítica de tales opiniones. Seguram ente el siglo XX ha demostrado la importancia decisiva de que vivamos bajo un régim en totalitario o en una democracia, de que estemos en gue­ rra o vivamos en paz, de que ganemos las guerras que em prende­ mos o las perdamos. N o es necesario ser aristotélico o un antiguo griego para entender la crucial im portancia de la política para la condición humana. H eródoto merece el título de «padre de la historia», pero Tucí­ dides fue el padre de la historia política. Esa es la razón principal por la que su trabajo ha recibido m erecidam ente los elogios más elevados y la atención más seria durante milenios, sea cual sea nues­ tra opinión acerca de sus juicios sobre los acontecim ientos de su época. Por prim era vez, su Historia suscita innumerables preguntas respecto del desarrollo de las sociedades humanas que siguen sien­ do hoy m uy relevantes. Indaga profundam ente en las causas de la guerra, y motiva una distinción entre las que se afirman abiertamen­ te y las más fundamentales, pero menos obvias. Su trabajo tiene en cuenta las razones por las que los Estados y sus ciudadanos van a la guerra y sugiere que el miedo, el honor y el interés son las más esenciales, categorías que aún hoy son útiles y parecen sinceras. Examina el papel de la economía en el desarrollo de la sociedad humana hacia la civilización, y el poder militar y naval que posibilita la fortaleza económica. Analiza y destaca el papel crítico de los recur­ sos financieros en los conflictos de su tiempo, y muestra cómo per­ m iten o limitan diferentes enfoques estratégicos de la guerra. Su famosa observación de que «la guerra es un maestro violen­ to» (III, 82,2) reflexiona sobre la tendencia del pueblo al abandono de las restricciones tradicionales de la costumbre, la religión e in­ cluso los vínculos familiares bajo las presiones extremas provocadas

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por guerras y epidemias. Esto resulta especialmente cierto, nos dice, en el caso de revoluciones y guerras civiles, en las que el odio entre facciones invalida toda m oralidad y las palabras son forzadas para cambiar su significado a fin de cumplir propósitos políticos. Es más probable que las guerras civiles y las revoluciones, señala, estallen en tiempo de guerra, y no sólo en los Estados involucrados en el con­ flicto, sino en otros, puesto que cada facción es alentada a buscar alianzas con uno de los bandos combatientes como medio para ga­ nar poder. La Historia de Tucídides examina también las fortalezas y debi­ lidades de una alianza entre Estados. U no de éstos que sea hegem ónico puede aumentar su poder con aliados útiles en la guerra, pero la confianza en ellos puede obligar al Estado hegem ónico a ir a la guerra contra sus propios intereses con miras a preservar la alianza. Bismarck observó que, cuando el sistema internacional es escindido en alianzas enfrentadas, un Estado puede necesitar aliados, pero en ese caso resulta fundamental «ser el jinete, no la montura». La n a­ rración de Tucídides muestra lo difícil que puede ser una asignación. Tucídides examina además las características, ventajas y desven­ tajas de diferentes clases de gobiernos. Elogia la constitución oligár­ quica mixta de Esparta por su estabilidad sin igual, pero m enciona la crítica que hacen los corintios de su lentitud en reaccionar al p e­ ligro y las desventajas que origina en vista de la amenaza derivada de las caprichosas acciones características de la democracia ateniense. Su análisis de esa democracia es clave para todo su trabajo. Entiende los beneficios que proporciona una constitución así y el poder ma­ rítimo sobre el cual reposa, pero es crítico con la confianza y la am­ bición excesivas a que puede dar lugar. Su propio juicio es que un régimen semejante puede ser eficaz sólo cuando lo dirige un líder fuerte, competente y abnegado como Pericles. Sin este tipo de di­ rección es probable que una verdadera democracia se descarríe y siga los consejos de líderes demagógicos incompetentes, irrespon­ sables y egoístas que llevarán al Estado a disputas entre facciones,

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empresas peligrosas y desastres. Puesto que ningún Estado puede depender de encontrar líderes como Pericles,Tucídides prefiere una constitución com o la de los Cinco Mil, que los atenienses adopta­ ron por un breve período de tiempo en 411. La llamó «una combi­ nación moderada de los pocos y los muchos»; lo que podríamos lla­ m ar una democracia limitada o una oligarquía amplia. Estos aspectos y otros muchos com o ellos son los temas que Tucídides explica en su magnífica Historia. Son cuestiones que si­ guen siendo centrales en las áreas de crítica importancia que cons­ tituyen su interés: política, relaciones internacionales y guerra. Si­ guen siendo inevitablem ente cruciales para el entendim iento y la gestión de los asuntos humanos, con independencia de las modas intelectuales de nuestro tiempo. Poder estudiar su Historia y llegar a conclusiones diferentes a la suya es m ucho menos im portante que su éxito al inventar un tipo de historia y una clase de interrogantes que dieron forma y mejoraron la calidad del pensamiento humano y sigue haciéndolo a día de hoy. El propósito de Tucídides era colocar ante nosotros la verdad tal como él la veía, pero no es necesario que su verdad sea la nues­ tra. Si queremos sacar provecho de su historia, pues podemos y de­ bemos hacerlo, tenemos que distinguir entre la evidencia que pre­ senta y la in te rp re ta ció n que superpone a ésta. Sólo entonces podemos usarla como él deseaba que hiciésemos, como una «pose­ sión para siempre».

Notas

Los fragmentos de Tucídides son de la traducción de Charles Foster Smith en la Loeb Classical Library (Harvard University Press, Cam ­ bridge, Mass. y William Heinemann Ltd., Londres, 1930), enmendados en ocasiones por mí. Los de Aristófanes son de un traductor anónimo, publicados como Aristófanes, The Eleven Comedies (Horace Liveright, s. f. ,Nueva York,), también enmendados por mí. Todos los demás son míos, menos cuando se indica lo contrario.

Introducción '1. Las referencias sin atribución pertenecen a la Historia de Tucí­ dides. 2. Las palabras de Marshall provienen de un discurso pronunciado en la Universidad de Princeton el 22 de febrero de 1947. Citado porW R. Connor, Thucydides (Princeton University Press, Princeton 1984), 1. 3. Todas las fechas son antes de Cristo. 4. Jenofonte, Helénicas, II, 3,23. 5. H.T.Wade-Gery, «Thucydides», Oxford Classical Dictionary, 3.a edición, rev. (Oxford University Press, Oxford, 2003), 1517. 6. H. Diels y W Kranz, Die Fragmente der Vorsokratiker, «Xenopha­ nes», frag. 14-16 (Weidmann, Berlin, 1934-1937). 7. Ibid., «Protagoras», frag. 4. 8. La influencia de los hipocráticos en Tucídides es el tema de C. N. Cochrane, Thucydides and the Science o f History (Oxford University Press, Oxford, 1929).

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9. Ibid. 10. The Art, cap. 11, citado por B. Farrington, Greek Science (Pen­ guin Books, Baltimore), 74-75. Las cursivas son de Farrington. 11. Cochrane, Science o f History, 26. 12. John H. Finley Jr., Thucydides (Harvard University Press, Cam­ bridge, Mass., 1942), 312. 13. R . G. Collingwood, The Idea o f History (Oxford University Press, Nueva York, 1956), 31. 14. Se puede argumentar que existe otra posibilidad para esos dis­ cursos, i.e., que representan lo que Tucídides piensa que el orador ten­ dría que haber dicho en esa ocasión particular. De ser así, esos discur­ sos no dicen tanto sobre la mente de Tucídides como sobre la del orador. Para una explicación de mi interpretación de los discursos, véa­ se Donald Kagan, «The Speeches in Thucydides and the Mitilene D e­ bate», Yale Classical Studies, n. 24 (Cambridge University Press, Cam­ bridge, 1975), 71-94. 15. Connor, Thucydides, 233. 16. Donald Kagan, «The First Revisionist Historian», Commentary, mayo de 1988, 43-49. 17. G. E. M. de Ste. Croix, «The Character of the Athenian Em ­ pire», Historia 3 (1954), 3. En la práctica, Ste. Croix no siempre seguía su propio consejo. Al defender su explicación única de los orígenes de la guerra, dice: «La escena que he formado está basada por completo en pruebas de las fuentes más fiables,Tucídides más que nada, y a quien­ quiera que le disguste la escena mejor haría intentando desacreditar a Tucídides, si puede» ( The Origins of the Peloponnesian Wat; Ithaca y Lon­ dres, 1972,290). Para una crítica de su trabajo, véase mi reseña en A m e­ rican Journal of Philology, 96 (1975), 90-93.

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Capítulo 1 Tucídides, el revisionista 1. Para más detalles, véase Simon Hornblower, A Commentary on Thucydides, 3 vols. (Clarendon Press, Oxford, 1991-2008), 1:49. 2. Ibid., I, 57-58. 3. G. E. M. de Ste. Croix, The Origins of the Peloponnesian War (Cornell University Press, Oxford e Ithaca, 1972), 295, cita pasajes de Andocides, Platon y Esquines con ese propósito.

Capítulo 2 Las causas de la guerra: Corcira 1. El debate sobre la alianza con Corcira, primer paso en el camino hacia la guerra, llegó hasta un segundo día, cosa poco común. Incluso en­ tonces, el tratado tuvo que ser suavizado de una alianza ofensiva y defen­ siva a una puramente defensiva antes de que la asamblea lo aprobase. 2.Véase también Plutarco, Pericles, XXIX, 3. 3. Aristófanes, Los acarnienses, 515-522. 4. Ibid., 532-539. 5. Aristófanes, La paz, 601-609. 6. Ibid., 615-618. 7. Ibid., 619-627. 8. Plutarco, Pericles, 31. 9.Anaxágoras fue el maestro de Pericles y un famoso racionalis­ ta que teorizaba sobre la naturaleza. 10. Plutarco, Pericles, 32. 11. Diodoro, XII, 38-39. 12. Lo siguiente es una traducción estándar de este pasaje vital tan debatido efectuada por Smith en la Loeb Cassical Library: «Las razones por las que la rompieron [la paz] y los motivos de su disputa ya los he expuesto, para que nadie tenga que investigar por qué causa los helenos

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se vieron involucrados en una guerra tan grande. La explicación más cierta, aunque ha sido la que menos veces se ha ofrecido, creo que ha sido el crecimiento de Atenas hasta la grandeza, lo cual provocó miedo a los lacedemonios y los obligó a ir a la guerra. Pero las razones alegadas públicamente por cada parte, que les llevaron a romper la tregua y a im­ plicarse en la guerra, fueron las siguientes». Se puede hallar una com­ prensión similar del fragmento en la traducción de Jacqueline de R o milly en la edición de Budé, La Guerre du Péloponnèse, 5 vols. (Les Belles Lettres, Paris, 1953-1972), y en la de Antonio Maddalena, Thucydidis His­ toriarum Liber Primus (La Nuova Italia, Florencia, 1961), 3:98.La traduc­ ción al inglés de Richard Crawley, basada en esa misma interpretación, es muy libre, pero en mi opinión está más cerca del sentido real del pa­ saje que ninguna otra. Merece ser citada: «La causa real que considero fue la que más se ocultaba antes. El aumento del poder de Atenas y la alarma que esto inspiró en Lacedemonia hicieron la guerra inevitable. Con todo, es bueno mencionar las razones alegadas por cada bando, que condujeron a la disolución del tratado y el estallido de la guerra» (Mo­ dem Library, Nueva York, 1951,15). Para una valiosa discusión de inves­ tigadores sobre este pasaje, véase Hornblower, Comm., I, 64-66. 13. Diodoro, XI, 50. 14.Véase también Plutarco, Cimón, XVII, 2. 15. Diodoro, XII, 10, 3-4. 16. W ilhelm Dittenberger, Sylloge inscriptionum Graecarum, 6 (S. Hirzel, Leipzig, 1924). 17. Plutarco, Pericles, XXIX, 1.

Capítulo 3 Las causas de la guerra: de Corcira al D ecreto de Megara 1. Plutarco, Pericles, XXIX, 5. 2.Ibid., XXX, 3. 3. Ibid., XXX, 1.

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Capítulo4 La estrategia de Pericles 1. Destinos, citado por Plutarco, Pericles, XXXIII, 7. 2. Plutarco, Pericles, XXXIII, 5-6. 3. Para un debate completo sobre la estrategia de Pericles, véase Donald Kagan, The Archidamian War (Cornell University Press, Ithaca, 1974), 24-42. 4. Para los detalles de los cálculos, véase Kagan, Archidamian War, 36-40. 5. Plutarco, Pericles, XXXV, 1. 6. Ibid., XXXIV, 3-4. 7. Ibid., XXXVIII, 1. 8. Ibid., XXXVIII, 3. 9. Ibid., XXXVIII, 4. 10. Gaetano de Sanctis, Pericle (G. Principato, Milán y Mesina, 1944), 253-254. 11. Georg Busolt, Griechische Geschichte, vol. 3, p. 2 (F.a. Perthes, Gotha, 1904), 901. De una generación posterior, Hermann Bengston, Griechische Geschichte, 3.a edición (Beck, Múnich, 1965), 221n5, man­ tiene la misma pespectiva. 12. Busolt, Griechische Geschichte, 1015. A. W Gomme, Historical Commentary on Thucydides, vol. 2 (Clarendon Press, Oxford, 1945), 277, sugiere que no fue la falta de dinero sino la carencia de hombre lo que explica el empleo de hoplitas. En este caso está claramente equivoca­ do, pues para esta época los hombres que habían remado en los cien barcos alrededor del Peloponeso, la mayoría de los cuales eran necesa­ riamente tetes y no hoplitas, estaban de nuevo disponibles para remar en la flota más pequeña que sería necesaria para transportar a los mil soldados hasta Lesbos. 13. B. D. Meritt, H.T.Wade-Gery y M. F. McGregor, The Athenian Tribute Lists (Harvard University Press, Cambridge, Mass., 1939-1953), 3:343, fijaba la cifra en 945.

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14.Busolt, Griechische Geschichte, 1016. 15. Meritt,W ade-Gery y McGregor, A T L , 1:196-199. 16. Platon, Gorgias, 516a. 17. Para un excelente debate sobre el proceso completo, véase Gregory F. Viggiano, «Unreported Speeches and Selection in Thucydi­ des» (tesis doctoral,Yale University, 2005), 71-119. 18. Plutarco, Pericles, 11-12: véase también Donald Kagan, The Outbreak o f the Peloponnesian War (Cornell University Press, Ithaca, 1969), 142-145. Jacqueline Romilly, Thucydides and Athenian Imperia­ lism, trad. Philip Thody (Blackwell, Oxford, 1963), 127, identifica co­ rrectamente a los apragmones como «la gente hostil al imperio a quie­ nes, mediante el miedo, les hubiese gustado actuar de manera virtuosa», y los conecta con la oposición al imperio volviendo a sus orígenes. En su traducción de Tucídides, de la edición de Budé, vol. 2, p. 1, libro 2 (1962), 100, ella dice justamente que el argumento de Pericles parece dirigido a un «grupo muy determinado de adversarios». 19. Sobre la cuestión de la autenticidad del discurso, véase Kagan, ArchidamianWar, apéndice B, 365-367.

Capítulo 5 ¿Fue una democracia la Atenas de Pericles? 1.Busolt, Griechische Geschichte, 470. 2. Ibid., 497-499. 3. Admitía que Pericles «nunca habría sido mantenido dentro de unos límites por el hecho de que el pueblo, por medio de la epicheirotonia que tenía lugar en cada pritanía, podía expulsarlo de su cargo y ponerlo ante un tribunal» y que, «como el poder oficial de Pericles de­ pendía de la elección popular y del humor del pueblo, sólo podía go­ bernar toda la nave del Estado en la dirección que decidía si podía mantener el liderazgo de la asamblea popular en su mano» (ibid., 499). 4. Plutarco, Pericles, III, 1-2.

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5. Ibid.,V, 1-3. 6. Ibid., XV 2-3. 7. Ibid., Ill, 3; XXIV, 6. 8. Ibid., XIII, 6. 9. Ibid., XXXI, 2. 10. Ibid., XXXI, 4. 11. Ibid.,XXXII. 12. Ibid., XXXII, 1. 13. F.J. Frost, «Pericles,Thucydides son ofMelesias, and Athenian Politics Before the War», Historia, 13 (1964): 396. 14. Plutarco, Pericles, XXXII, 3. 15. F.J. Frost, «Pericles and Dracontides»,Journal of Hellenic Studies, 84 (1964): 72. 16. Aristóteles, Constitución de los atenienses, XVI, 8. 17. Para narraciones del proceso, véase J. F. Roberts, Accountability in Athenian Government (University ofWisconsin Press, Madison, 1982), 30-34;Viggiano, «Unreported Speeches», 71-119. 18. Aristóteles, Constitución de los atenienses, XLVIII,4. 19. Ibid., LXI, 2. 20. Ibid., L, 2. 21. Pseudo-Jenofonte, Constitución de los atenienses, I. 1. 22. Platón, Gorgias, 515. 23. Aristóteles, Política, 1274a. 24. Malcolm F. McGregor, «The Politics of the Historian T h u ­ cydides», Phoenix, 10 (1956): 102.

Capítulo 6 La victoria casual de Cleón en Pilos

1.Véase capítulo cuarto de este libro. 2. Aristófanes, Los acarnienses, 299-302; Los caballeros, 136-137 3. Aristófanes, Los acarnienses, 664.

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4. Aristófanes, Los caballeros, 40-44. 5. Aristóteles, Constitución de los atenienses, XXVIII, 3. 6. Plutarco, Nicias, VIII, 3. 7.W. R . C onnor, The N ew Politicians od Fifth-C entury Athens (Princeton University Press, Princeton, 1971), 162. 8.Véase capítulo cuarto. 9. A. Andrewes, «The Mytilene Debate: Thucydides III, 36-49 Phoenix, 16 (1962): 75. 10. Ibid., 76. 11. F. M. Cornford, Thucydides Mythistoricus (E. Arnold, Londres, 1907), 88 y ss.,yj. de Romilly, Thucydides and Athenian Imperialism, 173 y ss., han elaborado este punto. Sin embargo, Gomme, H C T , 3:488489, argumenta que tyché no implica necesariamente ‘azar’ o ‘acciden­ te’, sino a menudo simplemente ‘contemporaneidad’. Admite incluso que la palabra se emplea con frecuencia y debemos añadir que ésta es algo único en Tucídides. Parece inevitable que el historiador se haga eco de la victoria de Pilos y Esfacteria como resultado de una extraor­ dinaria buena suerte. 12. K. J. Beloch, DieAttische Politik seit Perikles (Teubner, Leipzig, 1884), 23. 13. A.G.Woodhead, «Thucydide’s Portrait of Cleon», Mnemosyne, 13 (1960): 311, apunta que «se nos cuenta de nuevo que era pithanotatos [‘el más influyente’] con el plethos [‘pueblo’], y esto añade a la des­ cripción de demagogos [‘demagogo’] un regusto siniestro, incluso aun­ que la palabra no fuese aún el insulto en que se convertiría después». 14. De Romilly, Guerre du Péloponnèse, 3:xiii. 15. Aristófanes, Los caballeros, 280, 702, 709,766,1404. 16. Hornblower, Comm., 2:94. Señala que «Tudipo es un nombre sumamente extraño en Atenas». 17. Entre quienes argumentan a favor del papel predominante de Cleón en el decreto de tasación están Beloch, Attische Politik, 40, y Griechische Geschichte, 2.a ed. (K. J. Triibner, Estrasburgo, Berlín y Lei­ pzig, 1912-1927), vol. 2, p. 1, 330-331; Eduard Meyer, Geschichte des

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Altertums, 5.a ed. (J. G. Cotta, Stuttgart y Berlin, 1884; reimpresiones

en 1954 y 1956), 4:107-108; Busolt, Griechische Geschichte, vol. 3, p. 2, 1117; F. E. Adcock, «The Archidamian War», Cambridge Ancient History, vol. 5 (Cambridge University Press, Cambridge, 1940), 236; Bengston, Griechische Geschichte3, 226;Woodhead, «Portrait o f Cleon», 301-302; y R . Meiggs y D. Lewis, eds., A Selection o f Greek Historical Inscriptions to the End o f the Fifth Century B. C. (Oxford University Press, Oxford, 1969), 196-197. 18. Hornblower, Comm., 2:94, ofrece algunos ejemplos: «Gomm la describió como “la más extraña de todas las omisiones de Tucídides”, Andrewes lo llamó “la omisión más espectacular de todas” y Μ. I. Finley la incluyó entre las “asombrosas interrupciones y silencios” de Tu­ cídides, “pedazos enteros de historia que quedan totalmente exclui­ dos”». Este consenso ha sido puesto en cuestión por L. Kallet-Marx en Money, Expense, and Naval Power in Thucydides’ History, I-V¡ 24 (Univer­ sity o f California Press, Berkeley, 1993), 164-170. La investigadora ar­ gumenta que el hecho de que Tucídides no mencione el decreto no debería resultar sorprendente, por mucho que su propósito inicial sea mostrar que, en contra de la opinión general, él tenía un serio interés en los recursos financieros. Un crítico de atenta mirada señala ciertas dificultades en su argumento: «Hay dos cuestiones destacadas en este trabajo: en primer lugar, que la importancia de los recursos financieros no escapa a la investigación de Tucídides; y en segundo lugar, que el historiador entiende bien que la dynamis requiere chremata, porque la última proporciona (en forma de dapanes, cuando la chremata produce periousia) poder marítimo, que es la base del arche. Estas razones se apo­ yan de manera muy convincente en argumentos claros y lúcidos, y en particular en un manejo estimulantemente hábil de las pruebas epigrá­ ficas. Sin embargo, resulta irónico que el éxito del propio intento pa­ rece fortalecer el punto de vista que la autora se dispone a derribar. Ello obedece a que su trabajo demuestra irrefutablemente que el in­ terés de Tucídides en las finanzas se limita estrictamente a un área cui­ dadosamente delimitada en la que la chremata era esencial para conse-

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guir poderío naval, y que descuidaba o prescindía por completo de los aspectos que caían fuera de la estrecha definición de su alcance. El in­ terés primordial de Tucídides está en la dynamis, y él presta atención a la chremata sólo porque forma un componente indispensable para la dynamis. En otras palabras, él no habría tratado ningún aspecto de la chremata si no hubiese reconocido su relación esencial con la dyna­ mis, En este sentido, por lo tanto, la opinión convencional de que des­ cuidaba los asuntos financieros per se parece seguir siendo válida». Haruo Konishi, reseña de Kallet-Marx, Phoenix, 50 (1996): 82. Simon Hornblower es más comprensivo con algunas opiniones de KalletMarx, pero estoy de acuerdo con el juicio de Konishi en Classical R e ­ view, 44 (1994): 333-334, que dice: «Tucídides destaca lo financiero cuando quiere y eso lo hace a menudo; pero su enfoque de los asuntos financieros, así como de algún otro, es algo más esporádico, desigual y sesgado que lo que reconoce K.-M.». He argumentado más arriba que su comprensión de la importancia del dinero para tener éxito en la guerra fue intensa desde el principio, pero que se abstiene de prestarle al asunto la debida atención cuando eso va a restar valor al mensaje que desea transmitir. Eso me parece que está funcionando aquí clara­ mente y me lleva a seguir aceptando la opinión tradicional que en­ cuentra llamativa esa omisión. 19.Traducción de Meiggs y Lewis en Greek Historical Inscriptions, 193. 20. Ibid., 194. 21. Ibid., 196-197.

Capitulo7 Tucídides y Cleón en Anfípolis

1. Para un debate sobre algunas de las explicaciones, véase A Gomme, Historical Commentary on Thucydides, vol. 3 (Clarendon Press, Oxford, 1956), 585-588; y H. D.Westlake, Essays on the Greek Historians

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and Greek History (University o f Manchester Press, Manchester, 1969),

135-136. 2. R . A. Bauman, «A Message from Anfípolis», Acta Classica, 11 (1968): 171n9. 3. Ibid., 179. 4.Amiano Marcelino, Vida de Tucídides, A 23, B 46; Anónimo, Vida de Tucídides, 3; véase Busolt, Griechische Geschichte, 625nl. 5.Véase Gomme, H C T, 3:585. La conocida hostilidad de Tucí­ dides hacia Cleón en su historia implica que el caso sea aún más pro­ bable. 6. E.g., G. B. Grundy, Thucydides and the History o f His Age, 2 éd., vol. 1, Thucydides and the History o f His Age (Blackwell, Oxford, 1948), 30; E. Meyer, Forschungen zur alten Geschichte, vol. 2 (Niemeyer, Halle, 1899), 343, dice que cuenta la historia «sin perder una palabra siquiera en su defensa». 7. Westlake, Essays, 123-137, ha mostrado en detalle cómo Tucí­ dides ha presentado una defensa más efectiva de sus actos al elegir y descartar evidencias. Bauman, «Message from Amphipolis», asume que el relato de Tucídides es una apología. 8. Para la defensa más completa y enérgica de Tucídides, véase Hans Delbrück, Die Strategie des Perikles (G . Reimer, Berlín, 1890), 178188. Le sigue Meyer, Geschichte des Altertums, 4:120nl. La opinión de Finley, Thucydides, 200, es la típica: «Fue por este fallo (el cual, dadas las fuerzas que estaban antes y después a su mando, parecería haber sido inevitable) por lo que se exilió a Tucídides [...] Al parecer fue víctima de las exageradas esperanzas del pueblo. De hecho, justo después de Delio, debió de haber una demanda aún mayor de chivos expiatorios». 9. Para una relación, véase Westlake, Essays, I 35 y ss. 10.Tucídides no nos dice nada del destino de Eudes, ni tampoco vuelve a ser mencionado. El silencio de todas las fuentes no nos da motivos para creer que fuese acusado al llegar a casa. 11. Las honrosas excepciones sonWoodhead, «Thucydides trait of Cleon», 304; B. Baldwin, «Cleon’s Strategy at Amphipolis», Pro-

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ceedings o f the African Classical Association, 11 (1968): 211-212; y, en es­

pecial, Gomm e, H C T , 3:631-632. 12. Gomme, HCT^ 3:632. 13. El estudio fundamental es el de A. B. West y B. D. M eritt en «Cleon’s Amphipolitan Campaign and the Assessment List of 421», American Journal of Archaeology, 29 (1925): 54-69. Véase también Meritt, Wade-Gery y McGregor, A T L , 3:347-348. Hay quien se ha resistido a conceder a Cleón el mérito de sus logros, o bien negando que la eva­ luación fuese realista y que Atenas controlaba necesariamente todas las ciudades de la lista, o bien otorgando a Nicias el mérito de su captura. Woodhead, «Thucydides’ Portrait o f Cleon», 304-306, ofrece una res­ puesta satisfactoria a estos argumentos. 14. Woodhead, «Thucydides’ Portrait o f Cleon», 305. 15. El término malakia puede significar ‘blandura’, ‘debilidad’ o ‘falta de energía’, pero aquí, donde se opone a tolma, ‘coraje’, ‘arrojo’, ‘audacia’, coincido con Gomme, H C T, 3:637, en que debe significar ‘cobardía’. 16. Gomme, H C T , 3:637. 17. J. G. Frazer sobre Pausanias, 1,29,13, citado por Gomme, H C T , 3:652. 18. Adcock, C A H , 5:248. 19. Busolt, Griechische Geschichte, 3:2,1 ,181, n. 2. 20. A.W. Gourmet, «Thucydides and Kleon: the Second Battle of Amphipolis», Hellenika, 13 (1954):7. 21 .Ibid. 22. Gomme, H C T, 3:652. 23. Diodoro, XII, 74, 2. Mientras que su relato de la batalla no merece la pena, se carece buenas razones para que Diodoro o su pro­ bable fuente, Eforo, ninguno de los cuales era particularmente amigo de demagogos, de demócratas o de Cleón, hubiese abandonado la narración de Tucídides para inventar la valentía de Cleón. Lo más probable es que simplemente estuviesen haciéndose eco de un rela­ to alternativo, aunque Diodoro tiene afición a describir muertes he-

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roicas de generales. Es más, como señala Baldwin en «Cleon’s Stra­ tegy at Amphipolis», 214, la idea de una tradición favorable a Cleón encuentra apoyo en el Segundo discurso contra Boecio, 25, de PseudoDemóstenes, donde se habla de Cleón como de un gran general pol­ la victoria de Pilos. 24. Pausanias, 1,29,11-13.

Capítulo 8 La decisión de emprender una expedición a Sicilia 1. U n distinguido erudito ha llegado a decir de los Libros 6 y 7 de Tucídides: «Poco más podemos hacer que parafrasear su famosa na­ rración». W. S. Ferguson, «The Athenian Expedition to Sicily», Cam ­ bridge Ancient History, 5:282n. 2. Entre los muchos que han advertido la aparente contradicción está Gomme, H C T, 2:195-196, y «Four Passages in Thucydides», Jour­ nal of Hellenic Studies, 71 (1951): 70-72. 3. La expresión que he traducido como ‘muchedumbre’ es ho de polys homilos. 4. Para un debate sobre la controversia, véase Donald Kagan, The Peace of Nicias and the Sicilian Expedition (Cornell University Press, Itha­

ca, 1981), 167. 5. N o nos habla de lo que Pericles decía o pensaba sobre la pe­ tición corcirense de alianza en 433, y debemos confiar en Plutarco (Perieles, XXIX, 1) para enterarnos de que «[Pericles] convenció al pueblo para enviar ayuda» a Corcira. Tucídides ni siquiera menciona la sesión de la asamblea y el debate que debió de haber precedido al envío de una segunda flota como refuerzo de las diez embarcaciones enviadas previamente a Corcira. De nuevo, es Plutarco quien nos facilita los ar­ gumentos que usaron sus oponentes para hacer que accediese. Otro ejemplo es el debate sobre el destino de Mitilene, que presenta un pa­ ralelo casi perfecto con el relato de Tucídides de las asambleas de 415.

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En aquella ocasión, además, hubo una primera asamblea en la que se tomaron decisiones importantes que después fueron cambiadas en una segunda asamblea. También ahí Tucídides sólo ofrece una breve des­ cripción, sin informar sobre discursos, sino solamente acerca de las ac­ ciones emprendidas y el ánimo general que llevó a la gente a votar así. Sólo al escribir acerca de la segunda asamblea menciona que Cleón y Diódoto fueron los principales oponentes en la primera asamblea, cuan­ do ya estaban en la segunda. N o ofrece información sobre lo que se habló en la sesión anterior, aunque es evidente que por lo menos Dió­ doto empleó argumentos diferentes en cada ocasión. Una vez más, en su relación sobre la expedición ateniense a Sicilia de 427 no ofrece descripción ninguna sobre lo que la asamblea debió de votar. N o hay ya discursos, ningún orador ni su oponente presentan argumentos, no se dan nombres de los partidarios de cada facción; tan sólo la declara­ ción del propio Tucídides sobre cuáles fueron los propósitos, verdade­ ros y fingidos, de la expedición (III, 86). 6. Meiggs y Lewis, Greek Historical Inscriptions, 78.Véase también A.W Gomme, A. Andrews y K. J. Dover, Historical Commentary on Thu­ cydides, vol. 4 (Clarendon Press, Oxford, 1970), 223-227. 7. Plutarco, Nicias, 12. 8. Diodoro, XII, 83, 6. 9.Véase Kagan, Peace of Nicias, 178n68. 10. Tucídides repite la misma atribución de motivos a Nicias en VI, 24,1. N o tenemos razones para poner en duda que entendiese las intenciones de Nicias. 11.Tucídides (VI, 25,1) no menciona a Demóstrato, sino que ha­ bla simplemente de «determinado ateniense». Plutarco, Nicias, XII, 4, y Alcibiades, XVIII, 2, nos proporciona el nombre. 12. Plutarco, Nicias, XII, 4. 13. Una llamativa muestra de la contradicción existente entre su interpretación y su relato es ésta: al principio del Libro 6 nos cuenta que los atenienses «querían zarpar de nuevo hacia Sicilia con una fuer­ za mayor que la comandada por Laques y Eurimedonte». La fuerza con

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la que regresaron Eurimedonte y sus compañeros en 424 estaba for­ mada por sesenta trirremes, exactamente la cantidad que los atenien­ ses decidieron que se enviara a Sicilia en la primera asamblea de 415. Dover, H C T , 4:197, al notar que el número de barcos es idéntico en las dos ocasiones, sugiere que la fuerza mayor mencionada por Tucí­ dides «debía, por lo tanto, referirse al mayor tamaño de las fuerzas terrestres que ahora se preveía». Pero no hay motivos para creer que la asamblea que votó a favor de enviar sesenta barcos a Sicilia en 415 votase para enviar más fuerzas terrestres que las que acompañaron a la anterior expedición.

Capítulo 9 ¿Quién fue responsable del desastre siciliano? 1. Pausanias, 1,11-12. 2.Véase Kagan, Peace of Nicias, 215nl9. 3. Plutarco, Nicias, XV, 3. 4. Ibid. 5. Aristófanes, Las aves, 640; Plutarco, Nietas, XVI, 8. 6. Plutarco, Nicias, II, 4, 6. 7. Dover, H C T, 4:426. 8. Plutarco, Nicias, XXIII, 5. 9. Este pasaje ha provocado cierto debate. Parte del problema está en cómo interpretar la palabra areté, que aquí traducimos como ‘vir­ tud’. Hay quien quiere modificarla con otra palabra en la frase para que resulte en una traducción como la de Jowett: «De los helenos de mi tiempo, él menos que nadie merecía encontrar un final tan infortuna­ do, porque vivió ejercitando toda virtud acostumbrada». En H C T , 4:463, Dover proporciona argumentos buenos y suficientes contra esta versión. 10. Pausanias, 1,29,11-12. 11. Dover, H C T, 4:461.

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Conclusión 1. Jean-Jacques Rousseau, Emile: or, O n Education, trad. Allan Bloom (Basic Books, Nueva York, 1979), 239. [Hay traducción al es­ pañol: Emilio o D e la educación, trad. Mauro Armiño, Alianza, Madrid, 2011 .] 2. Friedrich Nietzsche, «What I Owe to the Ancients», en Twi­ light of the Gods. [Hay traducción al español: Crepúsculo de los (dolos, trad. Andrés Sánchez Pascual, Alianza, Madrid, 2013.] 3. John Burrows, A History of Histories (Knopf, Nueva York, 2008), p. 50. 4. Thomas Hobbes, «To the Readers», The History of the Grecian War by Thucydides, en English Works, 11 vols., ed. Sir William Molesworth (Londres, 1843), 8:viii. 5. Aristóteles, Etica nicomáquea, 181623.Traducción levemente enmendada por H. Rackham, Loeb Classical Library (Harvard U ni­ versity Press, Cambridge, Mass., 1926). 6. Ibid., 1,2 , 1094b, 8.

INDICE

Acanto / acantios, 178,188 Acamas / acarnienses, 52, 100 Acaya, 163 Ácragas, 208,210 Acrópolis (Atenas), 54,134,136, 139,212 Acte, península de, 187 Acton, lord, 282 Agamenón, rey de Micenas, 41, 107,113 Agarista, 130 Agis, rey de Esparta, 158 Agora (Atenas), 51, 84,139, 142 Ainos, peltastas de, 167,168 Alcibiades, 17, 55,205, 206, 211, 213,214,216,218,220, 221-227,232-236,240-243, 269,271,302 alianza espartana, 61, 71, 73, 87. Véase también Liga del Peloponeso alianzas, 64, 71, 72, 88,123,287 Ambracia / ambracios, 155, 256 Amiano Marcelino, 282, 299

amuralladas, ciudades, 40, 41, 107,113,180,191 Anfipolis / anfipolitanos, 179, 180,182,185,192-196,200, 205,207,278,298,299; (mapa), 181,207 Anapo, río, 237,244, 245,264 anapsephisis (acto de proponer revocación o anulación), 217 Anaxágoras, 55, 56,136,291 Anaximandro, 22 Anaximenes, 22 Andócides, 291 Andrewes, A., 296,297 Apolo, 54, 67, 107 apragmones (amantes de la tranquilidad), 122-124,224, 294 arbitrio, 93, 215 aretê (virtud) de Cleón, 269, 303 Argilo / argilios, 179 Argólide, 41 Argos / argivos, 45, 60, 205, 206, 222, 242,247

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Aristófanes, 52-54,132,148, 238,289,291,295,296,303 Aristogiton, 47 Aristóteles, 141,142,145,148, 284, 285,295,304 armada ateniense, 160, 232, 240 Arquéstrato, 190 Arquidámica, guerra (guerra de los Diez Años), 15,103,149, 154 Arquídamo, rey de Esparta, 62, 75,86,91-93 asamblea ateniense (ekklesia), 16, 7 5,89,90,94,101,138,140, 145,161,166,168,211,234, 252,262 asamblea espartana, 75, 87, 88, 90,95,241 Asia menor, 18,19, 22, 43, 68, 154; (mapa), 10,11, Asínaro, río, 266,267 Aspasia, 53, 55, 56,132-136 Atenas, 13-18, 21, 26, 30, 39, 40, 44-46,49,51,52,56-69,72, 74,79,81-92, 95-97,99,100, 102,103,107,108,110-118, 121-124,127,128,130, 132-134,137-140,142, 145-147,150,151,154,155, 160-169,173-179,182,184, 186,189,192,193,200,201, 203,205,206,208,211,

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213-226,228-230,233,234, 238,241-244,247,251,252, 254,256,258-260, 262,264, 266,269,270,272,278,292, 294, 296, 300. Véanse también asamblea ateniense; constitución ateniense; imperio ateniense; armada ateniense Atenea, estatua d e ... por Fidias, 54,134,135 «atenienses y sus aliados», 14, 237. Véanse también imperio ateniense; Liga de Délos Ática, 15,39,52,59,61,62, 65, 84, 86,88,91,92,97,100, 103-107,114,115,148,155, 156,158,163,173,205,222, 242 Atreo, 41 Augusto, emperador romano, 134,137,138 Baldwin, B„ 299, 301 bárbaro, término, 40 barcas largas, 44 Bauman, R . A., 299 Beocia / beocios, 17, 49, 65,115, 154,155,164,165,177,178, 185,187,188,205,206 Bismarck, 287 Bizancio, rebelión en (440), 68, 134

Í n d ic e

307

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Bosforo, 178 botieos, 178 Brásidas, 17, 21,177-180,182185,187-194,196-198,201 Braudel, Fernand, 283 Burrow, John, 304 Busolt, George, 112,117,128130,199,293,294, 297,299, 300 Cacíparis, río, 265 Camarina / camarineos, 210, 240 carias, ciudades, 175 Cartago / cartagineses, 43, 63, 208,213,214,220,240,241 Catania, 226, 235-238, 240,260, 264,265 Cerámico (cementerio público, Atenas), 200 Cerdilio (Anfípolis), 193 Calcídica / calcideos, 178,188, 191,193,217 Calcis, 44 Caréades, 215 chremata, 297, 298. Véase también riqueza Churchill, Winston, T i l Cimón, 20, 60-62, 80,140, 292 Cípselo, tirano de Corinto, 43 Ciro, hijo del rey de Persia, 30, 100

Citera, 178,187 clases, guerra de, 26 Cleándridas, 243 Cleáridas, 193,196-199 Cleéneto, 147,149 Cleón, 16,17, 75,101,102,109, 111,147-153,162-177,184, 188,190-202,204,229,272, 277,278,295,296,298-302 Cleopompo, 190 Climiti, monte, 264, 265 Clístenes, 130,138 Cofos, 191 Comón, 172 Congreso de Gela (424), 222 Congreso deViena (1815), 64 Consejo de los Quinientos, 139, 141,142 constitución ateniense, 138 Corcira / corcirenses, 26,27, 44, 51,57,70-76,79-82,86,94, 96,154-156,158,160,164, 291,292,301 Corinto / corintios, 43, 45, 51, 60-62, 65, 67-76, 79-88, 90, 93,96,113,154,155,164, 188,205,206,216,230,241, 247,248,251,253,256,267, 270, 287 Cratino, 132, 133 Crawley, Richard, 292 Delfos, 67,114

308

Delio, 178,299 demagogos, 148, 201, 228, 231, 271,296,300 democracia, 124,127,128,138, 144-146,170,186,204,231, 235,241,243,255,262,269, 271,272,278,279,286-288, 294 democracia ateniense, 102,110, 254, 263, 277, 278, 287. Véase también constitución ateniense democracia posterior a Pericles, 170,186,204,231,271,277, 279 Demóstenes, 111,153,155-158, 160,168-174,177,185,190, 200,201,233,234,238,254, 257,258,260,263-267,269, 278, 301 Demóstrato, 228, 302 Diez años, guerra de los (guerra Arquidámica) (431-421), 15, 112. Véase riqueza Diodoro Siculo, 55 Diódoto, 150,152,153,302 Diopites, 55,136 dorios, 107 Dover, K .J.,302,303 Dracóntides, 55,136 Efialtes, 145 Éforo, 55, 300 Egesta / egestos, 208, 210, 211,

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213,215,218,222,223,225, 226,235 Egina / eginetas, 44, 62, 95,232 Egipto, 62 Egospótamos, 18 eisangelia (acusación), 119 eisphora (impuesto directo), 117 Eleusis, 235 Elis, 80 Eolias, islas (Lípari),210 Epidamno, guerra civil en (435), 57,69-72 Epidauro, 49,106, 231 epidemia, 16,21,26, 46, 52,106, 107,109,111,118-120,122, 287 epimachia (alianza defensiva), 74 Epipolas, las (Siracusa), 244-251, 253,257,258,260,270 Eretria, 44 Eríneo, río, 265 Escione, 188-192 esclavos, 16, 85,127,143,148, 150,192,252,268 Esfacteria, 156-158; 161,163, 164-166,168-170,176,177, 187,190,194,200,201,212, 229,254,267,268,278,296 (mapa), 159 Esima, 187 España (Iberia), 43, 214 Esparta / espartanos, 13-18, 21, 39,45-49,51-54,57-69,71,

Í n d ic e

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73-75,80-97,100,102-106, 108,111,112,115,116,118, 120,121,123,149,154-158, 160-167,169-173,176-178, 183,184,187-189,191,196, 198,199,201,204-206,214, 217-219,222,225,229,230, 232, 235,240-243,247-249, 256,267,268,278,287 Esquines, 291 Estagira, 178,193 Estenelaidas, 75, 91 Estrimón, río, 178-180,187,195; puente enAnfípolis, 179,183, 184 Etolia / etolios, 155,170,171, 185,260 Etruria / etruscos, 240 Eubea, 44, 56 Eucles, 180,182-185,192, 299 Euríalo, paso de, 247, 248,257 Eurimedonte, 154,157,185, 186,215,254,257,260,302, 303 Eurípides, 268 euthyna (auditoría), 141 Eutidemo, 260 Eyón, 180,183-186,192-194, 196-198 Féax, 210 Ferguson, W S., 301 Fidias, 54-56,134,135

Filisto, 269 Filócoro, 261 Finley, John H., 28, 290,299 Finley, Μ. I., 297 Focea (jonia), 43 Francia, 43, 63 «fuerte circular, el» (fuerte en las Epipolas), 244-246,249 Galepso, 187,193,195,199 Gela, 210, 248; Congreso de (424), 222 Gilipo, 243, 247-250, 252,253, 256-258,261,263,267,270 gnômê (entendimiento), 30,151, 272 Gomme, A.'W, 192, 195, 296302 Góngilo, 248, 253, 258,270 Gran Puerto, el (Siracusa), 245, 248,249,256,257 guerra, Hagnón, 55,136,190 Halicarnaso, 19,284 Halieis, 106 Harmodio, 47 Hecateo de Mileto, 19, 281 Helánico, 281 Helena, 41, 53 Helesponto, 18,178,179 Heliea, 143 Helias, término, 40

310

hermas (estatuas), 255 Hermes, 54,235 Hermione, 106 Hermipo, 101 Hermócrates, 240, 267 Heródoto, 19, 20, 22,29, 47, 53, 280-284, 286 Hesíodo, 19 hetaira (cortesana), 132 Hícara, 235 Hímera, 218,248 Hiparco, 47 Hipias, tirano de Atenas, 47 Hipócrates de Cos, 22,25 hipocráticos, 24-27, 289 historiografía, alcance de la, 283 Hobbes,Thomas, 282, 304 Homero, 18, 37, 38, 40, 42,107, 133 Hornblower, Simon, 291, 292, 296-298 Iberia (España), 241 ilirios, 71 ilotas, 59,60,156,157,173,187 ilustración griega, 22 imbrios, 168,189 imperio ateniense, 36, 49, 51, 58, 63,66,69,72, 84,94,95,103, 120,121,178,193,218,223, 271 Ion, 130 Italia / italianos, 43, 65,155,210,

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214,233,234,240,241,247, 248,252, 254,256,268, 292 Jantipo, 94,130 Jenófanes de Colofón, 23,214 Jenofonte, 18, 289,295 Jerjes, 57 Jonia, 18, 40, 43,132 jonios, 23,208 Jowett, B., 303 Kallet-Marx, L., 297,298 Konishi, Haruo, 298 Lábdalo, 249, 250, 253 Lacedemonia / lacedemonios, 27,120,172, 292. Véase también Esparta Lacedemonio, hijo de Cimón, 80 Laconia, 106,156, 243, 247 Lámaco, hijo de Jenófanes, 211, 214,233,234,236,244-246 Laques, 215, 302 Lelantina, guerra (ca. 700), 44 lemnios, 168, '189 Leneas, festival de las, 52 León,244 Leontinos / leontinos, 208, 211, 213,215,218,222,223,236, Lesbos, 15,16, 68,115,150,153, 174,293 Léucade, 155

Í n d ic e

o n o m á s t ic o

Leucimna, batalla de (435), 72, 81,85 Liga de Délos, 14,15, 58, 67, 97, 113. Véase también imperio ateniense Liga del Peloponeso, 14, 51, 61, 62, 69,71,73,82, 85,106. Véase también alianza espartana Lisandro, 18 Lisimelia, pantanos de (Siracusa), 245 Locris, 210, 247,248 Macedonia / macedonios, 17, 83,84,178,187,193,196 malakia, 194, 300 Mantinea, 49,205, 206 Maratón, batalla de (490), 19 Marshall, George C., 13,289 Massalia (Marsella), 43 Médicas, guerras (480-479), 20, 39,46, 53,57,58,60,96,100, 284 Médici, 137 Megara / megarenses, 17, 45, 51, 53-56,60-63,65,71,79,80, 84-87,93,94,96,97,105, 163-165,177,178,185,187, 188,205,292 megarense, decreto, 95, 276 Melos / melios, 154, 232 Mende, 188,189

311

Menelao, 41 Mesenia / mesenios, 156, 157, 160,172,247 mesenios de Naupacto, 155, 160, 173 Mesina, 210, 233,235, 293 Meyer, E., 296,299 Micala, batalla de (479), 14, 130 Micenas, 41 Milas, 210 Mileto, 18,19, 67,132 Minos, rey de Creta, 41, 43, Mircino, 187 Mitilene, 16,68,115,116,150, 152-154,163,290, 301 mothax, Gilipo como, 243 mujeres, 16, 127,128,135,150, 192 Muros Largos (Atenas), 49 napoleónicas, guerras, 64 Naupacto, 60,155,160,260 Naxos, 226 Nicias, 16,17,28,49,112, 147-149,154,163,165, 167-169,189,190,200,201, 204-206,209,211,213-222, 225,226-230,233-236,238, 239,242, 244-256,258-273, 279,296,300-303 Nicóstrato, 189,190 Nietzsche, Friedrich, 279, 304

312

Nisea, 61,163 nomos (costumbre o ley) frente a physis, T I

Odeón (Atenas), 133 odomantos, 193 oligarcas / oligarquías, 26,27, 65, 68,145,150,235,288 Olimpeio (Siracusa), 246, 250 Olimpia, 66,114,115 Óloro, 20 Onfalia, 132 Panacto, 205 panhelenismo, 67 Paques, 153 Paris, 41 Partenón, 55,134,135 Pasitélidas, 191,192 Pausanias, 200, 269, 300, 301, 303 Paz de Nicias (421), 17, 49,112, 217,220,222,247 Paz de Westfalia (1648), 64 Pegas, 61,163 Pélope, 41 Peloponeso, 15, 45, 48, 59-61, 96,105-107,116,157,178, 191,205,206,214,215,241, 242, 244, 247, 257 Peloponeso, guerra del (431404), 13-15,19-21,27,31,35, 37,39, 43,45,46, 48,51,54,

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56-58, 61, 66, 68, 97,112, 113,129,132,138,209,275, 276,278 pentecónteros, 44 pentekontaetia (período de cincuenta años entre las guerras Médicas y la del Peloponeso), 58 Perdicas, rey de Macedonia, 178, 187,191,193 Pericles, 15,16,20,21,30-32, 51-56,66-68,75-77,79,81, 84-86,88-125,127-140, 145-153,161,162,165,170, 174,176,177,186,188,201, 203-205,221,223-225,230, 231,243,251,255,262,263, 270-272,277-279, 287, 288, 291-295,301 Persia, 1 4 ,1 7 ,1 8 ,3 1 ,5 9 ,6 0 ,6 8 , 69,100,133,154,284, physis (naturaleza) frente a nomos, 27,28 Pilos, 16,29,147,149,156-158, 160,164-167,170,171,173, ' 174,177,178,187,205,212, 247,267,295,296,301; (mapa), 159 piratería, eliminación de la, 41, 43,113 Pireo, El, 18,49,203,231 pisistrátidas, 129, 131 Pisistrato, 47,128,131,133,137

Í n d ic e

o n o m á s t ic o

Pisutnes, 68 Pitén, 247 Pitodoro, 185, 215 Platea / platenses, 14-16, 92,164 Platón, 132,145,291,294, 295 Plemirio, 249,250,253, 256,270 Plistoanacte, rey de Esparta, 65, 86 Plutarco, 20, 54-56,75, 76, 93, 94,101,110,119,131,132, 134,135,148.213,228,236, 238,268,291-296,301-303 Pnix (Atenas), 139,140 poder naval, 42 Poles, rey de los odomantos, 193 Polibio, 282 Policrates, tirano de Samos, 43 política, 13,14,16,17, 22, 23, 25, 2 7 -3 0 ,34,56,60,62,76,79, 81-83,87-89,90, 92,94-96, 98,99,101,104,107,108, 110,111,114,118,120-125, 127-131,140,145,146-148, 151,153,154,161,163,165, 166,188, ,192,193,201,202, 206,208,213,217,223-225, 242,243,251,255,262,263, 272,282-286,288,295 Potidea / potideatas, 83, 84, 86, 8 8,91,95,105,164,188,190 Prasias, 106 Priene, 67 primera guerra del Peloponeso

313

(460-445), 14,15,48,58,61, 97 pritano, 136 proboulema (moción presentada en asamblea) ,119 prodosia (traición), 177,184 Protágoras, 23,24 Prusia, 63 Pseudo-Demóstenes, 301 Quersoneso, 129 Quinientos, los, 139,141,142 Quíos, 15,130 Regio, 210, 234,239 revisionista, término, 37 riqueza (dinero), 17, 20,40-43, 58,113,114,116,154,220, 221.231.259 Roma, 63,134,137,138,282 Romilly, Jacqueline de, 292, 294, 296 Rousseau, Jean-Jacques, 279, 304 Salamina, batalla de, 14, 44 Salustio, 282 Samia, guerra (440), 69, 97, 132, 136 Samos, 43, 67, 68,132,134 Sarónico, golfo, 61 Selinunte / selinuntinos, 208, 211.215.222.235.248.259 Síbaris / sibaritas, 65, 66

314

Síbota, 81, 83, 85 Siça, 244 sicanos, 235 Sicilia / sicilianos, 17, 30, 43, 62, 99,154-156,185,200, 203, 208-215, 217-219,222-230, 233-236,238-241,243, 247-249, 251-254,256-260, 267-273,279,301-303 (mapa);

sicionios, 71 sáculos, 210, 222, 240, 248, 265 Siracusa / siracusanos, 29,154, 208,215,216,218,222,225, 226,230,233-241,243-270 Smith, Charles Foster, 289,291 Sócrates, 132,136 sofistas, 23, 25, 27 Sófocles, 157, 185,215 Sunio, 242 symmachia, 74 Tácito, 282 talasocracia, 43

Tales, 22, 70, 200, 279 Tapso, 245, 260 Taras / tarentinos, 66 Targelia, 132 Tasos / tasios, 59, 62, 97,180, 184,185 Tebas / tebanos, 15, 65, 71, 92, 164 Temistocles, 30

D onald K agan

Tesalia, 187 tesorero de los griegos (.Hellenotamias), 113 Tindáreo, 41 tiranías, 43, 45,222 Tito Livio, 282 Torone, 188-192,194,199 tracia, región, 21,177,186, 189-191 Tracia / tracios, 17, 49,178,188, 191,193,195,201,217,242 tratados de paz, 63 Trecén, 106, 163 Treinta años, guerra de los, 64 Treinta años, paz de los (446/445-431), 15,56, 57,63, 64, 66,72, 84,97,121,165 trirremes, 43, 44,116,160, 210, 213,215,226,228,248,261, 303 Trógilo, muro hasta, 248-250 Troya, asedio a, 37 Troya, guerra de, 38, 40-43, 53, 113 Tucídides, 13,14,17-22,25-43, 45-50, 54, 56-62, 73-76, 88, 91,94, 96,97,99,100,109, 111-115,118,119,123-125, 127-128,132,133,145-148, 150-153,157,160-163, 166-170,173-180,182-186, 190-204,208-216,219-221, 224,228, 230-234, 236, 238,

Í n d ic e

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o n o m á s t ic o

240-244,254,261,264, 268-273,275-283, 286-291, 294-303 Tucídides, hijo de Melesias, 75, 122,129,132,295 Tucídides, Historia de ¡a guerra del Peloponeso, 13, 37 Tudipo, 174-176, 296 Turios, 66, 67, 69 tyché (azar), 29,157, 296

«viejo oligarca», 145 Westlake, H. D., 298, 299 Woodhead,A. G„ 193, 296, 297, 299,300 Zante, 158 Zeus olímpico, 66, 237

E s ta e d ic ió n d e T

u c íd id e s ,

d e D o n a ld K a g an , SE TERM IN Ó D E IM PRIM IR EN N e X U S / L a R M O R , EL

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D E ABRIL DE 2 O I4