Técnicas de interpretación y creación literarias 9788490423448, 849042344X

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Técnicas de interpretación y creación literarias
 9788490423448, 849042344X

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Créditos
Índice
Presentación del Rector
Introducción
Unidad 1. La Creación Poética
1. El género lírico. Características
2. Subgéneros líricos
3. Tema. Motivo. Leitmotiv
4. Los tópicos literarios
5. Función del mito en la poesía
6. Principios de versificación
7. Las figuras retóricas
8. Actividades
Unidad 2. El Discurso Narrativo
1. El género épico o narrativo. Características
2. Subgéneros épicos o narrativos
3. Modos del discurso narrativo
4. Las voces del narrador. El narratario
5. Los conceptos de argumento y trama
6. El tiempo en la narración
7. La estructura narrativa
8. La categoría del personaje
9. Funciones y tipología del espacio
10. Polifonía e intertextualidad
11. Actividades
Bibliografía
Anexos
1. Guía para la realización del análisis de textos líricos y narrativos
2. Texto lírico comentado
3. Texto narrativo comentado
Glosario de Términos

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Artes y Humanidades ·

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Técnicas de interpretación y creación literarias José Ismael Gutiérrez

Servicio de Publicaciones y Difusión Científica

2019

COLECCIÓN: CUADERNOS PARA LA DOCENCIA Rama DE ConoCImIEnto: aRtES y HUmanIDaDES · 07 TÉCNICAS DE INTERPRETACIÓN Y CREACIÓN LITERARIAS GUtIÉRREZ, José Ismael técnicas de interpretación y creación literarias / José Ismael Gutiérrez.— Las Palmas de Gran Canaria : Universidad de Las Palmas de Gran Canaria, Servicio de Publicaciones y Difusión Científica, 2019 1 archivo PDF (392 p.). — (Cuadernos para la Docencia. artes y Humanidades ; 7) ISBn 978-84-9042-344-8

1. Literatura - teoría y técnica 2. Creación literaria, artística. etc. 3 Literatura española - Historia y crítica I. Universidad de Las Palmas de Gran Canaria, ed. II. Serie 82.0 821.134.2.09

La publicación de esta obra ha sido aprobada, tras recibir dictamen favorable en un proceso de evaluación interno, por el Consejo Editorial del Servicio de Publicaciones y Difusión Científica de la ULPGC

© del texto: José Ismael Gutiérrez Gutiérrez © de la edición: Universidad de Las Palmas de Gran Canaria Servicio de Publicaciones y Difusión Científica www.ulpgc.es/publicaciones [email protected]

Primera edición [edición electrónica PDF], 2019 ISBn: 978-84-9042-344-8 ISBN (edición impresa): 978-84-9042-336-3 Depósito Legal: GC 47-2019 IBIC: DSB / 2aDS

Producido en España. Produced in Spain Reservados todos los derechos por la legislación española en materia de Propiedad Intelectual. ni la totalidad ni parte de esta obra puede reproducirse, almacenarse o transmitirse en manera alguna por medio ya sea electrónico, químico, óptico, informático, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo, por escrito de la editorial.

ÍNDICE

ÍNDICE PRESENTACIÓN DEL RECTOR

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INTRODUCCIÓN

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UNIDAD 1. LA CREACIÓN POÉTICA

14

1. El género lírico. Características

15

2. Subgéneros líricos

26

3. Tema. Motivo. Leitmotiv

41

4. Los tópicos literarios

46

5. Función del mito en la poesía

80

6. Principios de versificación

96

7. Las figuras retóricas

127

8. Actividades

166

UNIDAD 2. EL DISCURSO NARRATIVO

168

1. El género épico o narrativo. Características

169

2. Subgéneros épicos o narrativos

173

3. Modos del discurso narrativo

188

4. Las voces del narrador. El narratario

205

5. Los conceptos de argumento y trama

219

6. El tiempo en la narración

220

7. La estructura narrativa

229

5

8. La categoría del personaje

233

9. Funciones y tipología del espacio

243

10. Polifonía e intertextualidad

250

11. Actividades

255

BIBLIOGRAFÍA

256

ANEXOS

265

1. Guía para la realización del análisis de textos líricos y narrativos 2. Texto lírico comentado 3. Texto narrativo comentado

265

GLOSARIO DE TÉRMINOS

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PRESENTACIÓN DEL RECTOR La Universidad de Las Palmas de Gran Canaria, en su deseo de transmitir a la sociedad el conocimiento que se genera en sus aulas, publica la colección Cuadernos para la docencia. Esta colección se inicia en 2001, año en el que la ULPGC, consciente de que la actividad docente transforma a los estudiantes en ciudadanos adaptados al entorno y capaces de afrontar con éxito sus retos, puso en marcha la iniciativa de publicar materiales elaborados por el personal docente con el propósito de ayudar al desarrollo del proceso de aprendizaje de las distintas asignaturas impartidas en la enseñanza presencial. Estos materiales se agrupan en una colección que se caracteriza, en primer lugar, por el rigor de sus contenidos, adaptados a las exigencias de las distintas titulaciones. Esto se confirma por el hecho de que su publicación no es posible sin que cuenten con un informe favorable de los Centros y de los Departamentos, que avalan su adecuación a los proyectos docentes de las correspondientes asignaturas. En segundo lugar, es también una de sus características relevantes la calidad de su diseño. Cuadernos para la docencia debe responder al compromiso que tiene nuestra Universidad con el logro de la excelencia en su actividad docente, uno de los servicios esenciales que presta a su entorno. Con este objetivo, el Vicerrectorado de Comunicación y Proyección Social y el Servicio de Publicaciones y Difusión Científica han aunado esfuerzos con quienes los han escrito para que el resultado sea una obra actualizada que dote de dinamismo la docencia en el aula y que haga la materia accesible a todas aquellas personas que se interesen en ella.

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Estoy seguro de que quienes utilicen estos Cuadernos para la docencia podrán apreciar el empeño que se ha puesto para que el resultado sea una obra bien hecha. Rafael Robaina Romero RECTOR

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INTRODUCCIÓN Técnicas de Interpretación y Creación Literarias es una asignatura obligatoria que se viene impartiendo en el Grado en Lengua Española y Literaturas Hispánicas [GLELH] desde el curso académico 2010/2011. En ese periodo se implanta dicha titulación en la Facultad de Filología de la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria de acuerdo con las directrices reguladas por el Espacio Europeo de Educación Superior. Integrada en la materia Crítica Literaria del módulo de Estudios Literarios y Culturales, el objetivo de esta asignatura de 6 créditos es doble: de un lado, pretende dotar a los estudiantes de los conocimientos indispensables para un correcto análisis y una valoración ponderada de textos literarios; de otro, aspira a fomentar creativamente la asimilación y el adiestramiento de un conjunto de herramientas, técnicas y recursos escriturales de fácil manejo. Con el examen de una serie de obras, unas más emblemáticas que otras, de las literaturas en lengua castellana y la elaboración individual de composiciones a partir de ciertos patrones temáticos, estilísticos, estructurales y genéricos, se persigue instruir en la toma de contacto con los diferentes universos poéticos y ficcionales de autores españoles e hispanoamericanos y de algunos de otras literaturas, lo cual permitirá, bajo la tutela del profesor, la maduración de unos criterios que posibiliten el enjuiciamiento de los valores estéticos asociados a esas y otras producciones y así desarrollar a posteriori competencias hermenéuticas que abran a los discentes a nuevos horizontes y expectativas para el desempeño futuro de su actividad docente o investigadora. Desde hace siglos se viene afirmando que todo artefacto literario es producto de la combinación de dos factores: por un lado, el talento natural del escritor, el ingenium del que hablaban los latinos, o bien, según Octavio Paz, las “ocurrencias” (El arco 158), o incluso la inspiración; y por otro, el ars o dominio de una técnica (la techné en su versión griega). Si bien la meta de

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José Ismael Gutiérrez

Técnicas de Interpretación y Creación Literarias es, como se puede inferir por su nombre, eminentemente práctica, resulta imposible sacar a flote las capacidades artísticas innatas de un individuo o que este llegue a profundizar en el comentario de un texto sin haber recorrido antes un largo y tortuoso periplo. Y en esa andadura preliminar es donde se sitúa el bagaje metodológico que cualquiera que anhele indagar rigorosa y objetivamente en un texto de estas características, cuando no componer uno propio de cierta calidad, ha de adquirir. No en balde, no hay poeta capaz de hacer un soneto con infalible solvencia si primero no ha interiorizado los códigos del género que va a utilizar, aunque luego decida subvertirlos para engendrar una forma literaria inédita. Tampoco podría conferirle a una pieza literaria el mínimo grado de originalidad, la facultad de sugestión requerida o la belleza expresiva adecuada si no se apropia antes de los mecanismos retóricos que le suministra la lengua; lengua que, al fin y al cabo, constituye la materia prima de la que se nutre esta clase de artilugios que son los textos literarios o, recurriendo a una imagen poética, la arcilla con la que se moldean. Por consiguiente, la predisposición ingénita a la praxis del arte verbal de una persona, si es que es posible ese don, no basta para cosechar los frutos apetecidos, por mucho que neoplatónicos y románticos de ayer y de hoy (Mussato, Boccaccio, Petrarca, Carvallo, Poe, Emerson y otros) se empeñaran o se empeñen en encumbrar la importancia de la divinidad o del genio en la culminación de ese proceso. Por otra parte, resulta más que improbable zambullirnos en el receptáculo de una obra si no sabemos leerla analíticamente, es decir, si no aprendemos a mirar con ojos inquisitivos el texto que tenemos delante, sea del género que sea. De este modo, teoría y práctica se dan la mano en esta empresa. Así pues, el presente libro no aspira a ser un tratado de poética ni una especulación teórica sobre la literatura, sino que se concibe como un complemento pedagógico de las lecciones presenciales que se habrán de impartir en el aula, así como de las distintas actividades, tanto de creación como interpretativas, que se detallan en el proyecto docente de la materia. La experiencia docente acumulada estos últimos años ha puesto de manifiesto la necesidad de contar con un volumen que reúna los contenidos principales de esta disciplina para abreviar así el trabajo diario del profesor y de los mismos estudiantes en lo referente a la toma de apuntes. Creemos llegado el momento de solventar esa demanda. Con este objetivo hemos redactado el presente manual, que es un compendio que, con algunas limitaciones motivadas por el escaso intervalo temporal disponible, busca aglutinar y desentrañar nociones conceptuales pertinentes con las que se va a experimentar a lo largo del curso, sin que ello exima de la responsabilidad de

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Introducción

tener que acudir a fuentes bibliográficas adicionales con las que ensanchar la visión y el conocimiento de la literatura. Tomando en consideración que la asignatura se prolonga apenas a lo largo de un semestre (unas quince semanas, más o menos), nos hemos vistos obligados a hacer una selección de los temas. La asignatura Técnicas de Interpretación y Creación Literarias —y, consecuentemente, también las páginas que el lector tiene entre sus manos— se divide en dos grandes bloques, ambos de carácter generalista. El primero está consagrado a algunas de las convenciones de la creación poética (especialmente de la poesía lírica), mientras que el segundo está dedicado a explorar en los condicionantes del discurso narrativo en todas sus vertientes. Por desgracia, y muy a nuestro pesar, hemos tenido que desentendernos de un tercer género “natural”, de suma relevancia a lo largo de la historia de la literatura, y al que, por las razones expuestas más arriba, solo mencionaremos de soslayo: el teatro. Y es que, para deconstruir en toda su complejidad los resortes de la dramática, destinada a la representación viva ante un auditorio, se habría precisado de un número de horas electivas superior al que viene establecido en el calendario académico. En cualquier caso, compensamos esa laguna con la adición de otros apartados finales: una selección de referencias bibliográficas ―algunas de las cuales citaremos a lo largo de este volumen―, seguida de una guía, de inestimable utilidad propedéutica, para el comentario de textos liricos y narrativos y de dos ejercicios prácticos realizados a modo de ejemplos. Para finalizar, cerramos el libro con un glosario descriptivo de los términos usados en cada una de las secciones precedentes. Dicho esto, concluiremos esta presentación rememorando a uno de los fundadores del movimiento denominado Sturm und Drang, Goethe, quien dijo que “[l]os manuales […] deben ser atractivos, y [que] solo pueden serlo si presentan el aspecto más ameno y más asequible del saber y de la ciencia” (cit. en Curtius 122). Lúcido planteamiento el de esta figura central de los albores del Romanticismo, pero que, a buen seguro, no estamos convencidos de haber satisfecho plenamente. De ahí que nos resistamos a engañar al lector prometiéndole que todo con lo que se va a encontrar se ajusta a la mencionada consigna goetheana. El estudiante probablemente se topará con más de un pasaje tedioso, con más de un término de sentido obtuso o con una definición que, a primera vista, parezca incomprensible. No obstante, hemos luchado por reducir en la medida de lo posible tales inconvenientes sintetizando cada uno de los muchos tecnicismos corrientes en esta asignatura, describiendo los fenómenos más significativos, pero también omitiendo otros, acotando y explicando sin demasiados ambages los procedimientos y el vocabulario que valdría la pena retener e incorporar a nuestro acervo crítico.

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Concisión, orden, transparencia, sencillez, intereses pedagógicos… son los principios que han regido la elaboración de este volumen. Confiamos, pues, que su lectura resulte, si no amena y placentera de principio a fin, al menos sí instructiva a quienes decidan adentrarse en el misterio de la creación literaria y que el lector pueda extraer de estas páginas el máximo provecho posible.

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UNIDAD 1 LA CREACIÓN POÉTICA

La poesía, señor hidalgo, a mi parecer, es como una doncella tierna y de poca edad, y en todo estremo hermosa, a quien tienen cuidado de enriquecer, pulir y adornar otras muchas doncellas, que son todas las otras ciencias. (Miguel de Cervantes, Don Quijote de la Mancha)

1. EL GÉNERO LÍRICO. CARACTERÍSTICAS Hoy todo el mundo está de acuerdo en que la lírica es grosso modo un género literario por medio del cual la voz poética, mediadora del poeta, aboga por expresar todos sus sentimientos y emociones respecto a un ente u objeto de inspiración, comunicando así las más íntimas vivencias del hombre, lo subjetivo, los estados anímicos. Lo que está sujeto a variaciones es el modo en que ese proceso se lleva a cabo. Así, en el “Poema 18” de Veinte poemas de amor y una canción desesperada (1924), de Pablo Neruda, la emoción que destila la voz poética es el amor hacia alguien, un sentimiento exultante expresado según un punto de vista particular festoneado por la escenografía marinera en la que se instala la vivencia amorosa: Aquí te amo. En los oscuros pinos se desenreda el viento. Fosforece la luna sobre las aguas errantes. Andan días iguales persiguiéndose. Se desciñe la niebla en danzantes figuras. Una gaviota de plata se descuelga del ocaso. A veces una vela. Altas, altas estrellas. O la cruz negra de un barco. Solo. A veces amanezco, y hasta mi alma está húmeda. Suena, resuena el mar lejano. Este es un puerto. Aquí te amo […].

De los tres grandes géneros literarios que ha habido a lo largo de la historia (lírica, épica y dramática), el primero es el que se ha convertido, sobre todo a partir del Romanticismo, en el máximo exponente de la literariedad. Sin incluir las tempranas expresiones orientales, la lírica cuenta ya con un glorioso recorrido cuyos comienzos se remontan a miles de años de

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antigüedad. La palabra lírica procede del término griego lyrikos (relativo a la lírica, un instrumento de cuerdas que se tañía en la Grecia clásica). Eso nos lleva a pensar que esta modalidad nació íntimamente unida a la música. Tal vez por eso el término canción se aplicó a muchas composiciones en verso que entonaban los poetas. No en balde, los primeros poemas se transmitían acompañados por un instrumento musical, que en la cultura griega era a menudo el que hemos mencionado (del vocablo lira proviene el que acabaría usándose para designar el género al completo). En la cultura helena abundan los mitos y personajes fabulosos que subrayan la díada música-poesía (Orfeo, Apolo, Marsias, Dionisos). Además, se tiene conocimiento de que la entonación al leer un poema se acercaba bastante a los compases musicales que servían de fondo a la recitación. Como ha estudiado Rodríguez Adrados respecto a la lírica griega, sus cimientos se enmarcan en celebraciones religiosas y colectivas, ya sean fiestas organizadas para honrar a determinados dioses o héroes, banquetes de bodas o rituales fúnebres, y aunaban canto, música y danza (13-4). Pero la cuestión musical y rítmica como fuerzas motrices de la poesía no terminan con la civilización griega. Dar tratamiento literario a un tema musical era corriente entre los siglos X y XIV, cuando trovadores, troveros y juglares desarrollaron un arte popular o cortesano en el que música y poesía quedaban hermanadas. Es más, si nos fijamos en algunas canciones modernas, nos damos cuenta de que estas se someten todavía a una métrica rigurosa que hace encajar perfectamente la letra con las notas musicales. Los mismos cantautores o compositores de nuestro siglo o del anterior ―John Lennon, Silvio Rodríguez, Leonard Cohen, Víctor Jara, Violeta Parra o Jorge Drexler― insertan gran número de recursos literarios en sus piezas musicales, con lo que podemos afirmar, sin temor a equivocarnos, que aún hoy, después de tanto tiempo, la poesía, o al menos una parte de ella, continúa difundiéndose con el inestimable auxilio de la música1. ¿Cuándo y dónde apareció la lírica en Occidente? Los primeros testimonios se registran ya en la poesía grecolatina (Arquíloco, Teognis, Píndaro…). Sin embargo, aunque presente en la práctica literaria durante la época antigua ―desde el siglo VII a. C. se documenta la existencia de unos pocos poetas de nombre conocido (Alceo, Safo, Alcman…)―, no veremos incorporado este género a los tratados de poética o a la teoría literaria hasta avanzado el siglo XVI. En efecto, en los textos sobre poesía que escribieron Aristóteles (siglo IV a. C.) y más tarde en Roma Horacio (siglo I a. C.) no se nos

1 Así lo debió considerar la Academia Sueca al otorgarle en 2016 el premio Nobel de Literatura al cantante y compositor norteamericano Bob Dylan. Las relaciones de dependencia entre música y poesía han sido muy debatidas. Recomendamos la síntesis histórica que hace Zamora Pérez en su libro Juglares del siglo XX (231-41).

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La creación poética

da una delimitación clara de esta forma literaria, a pesar de que ambos autores aluden por separado y de modo impreciso a ciertas clases de poemas que, desde una perspectiva actual, podrían muy bien etiquetarse como subgéneros líricos. El mismo Horacio, importante poeta de la latinidad, cultivó algunas modalidades de la lírica (odas, sátiras, epodos), pero en su Epístola a los Pisones solo les reconoce una entidad propia y distintiva a diversas formas dramáticas y a la epopeya. En la época contemporánea a la lírica se le llama simplemente con el término poesía (que también procede de un vocablo griego: poiesis). Este nuevo uso de la palabra se consolida a partir del periodo romántico, cuando a comienzos del siglo XIX se asienta definitivamente la existencia de tres grandes géneros “naturales”: lírica, épica y dramática. Conviene aclarar, no obstante, que entre los griegos poiesis tenía un valor semántico bastante más general, pues significaba ‘hacer’, especialmente en un sentido técnico, y comprendía tanto los trabajos del agricultor, el carpintero, el alfarero, etc., como los propios de la pintura, la escultura o la música (Cfr. Asensi Pérez 35). El denominador común de todas estas actividades artesanales era el hecho de que algo que no existía antes llegaría a ser después. De este modo la palabra agrupaba a todas las artes creativas en general, pero más en particular a la manifestación artística que se valía del lenguaje como instrumento de expresión. Por consiguiente, poesía equivalía a “obra literaria” o, lo que es lo mismo, a cualquier tipo de ficción verbal, sobre todo la realizada en verso, nada sorprendente habida cuenta de que casi todos los géneros literarios de prestigio que maduraron en la cultura helena (epopeya, tragedia, comedia) recurrían a la métrica y a la forma versificada2. Incluso en la actualidad la lírica suele cristalizar más en el verso que en la prosa, lo que refuerza esa asociación de la poesía con la lírica. Sin embargo, la vinculación indiscriminada del verso con el género lírico puede dar pie a una serie de confusiones que procederemos a exponer a continuación: a) Es evidente que no todos los textos literarios versificados poseen un carácter lírico: hay y ha habido poesía épica o narrativa, dramática, didáctica, histórica, e incluso científica, no solo lírica. Ya Aristóteles en su Poética señaló que, no por verterse al molde del verso las obras en prosa del historiador Heródoto (siglo V a. C.), dejarían de ser menos historiográficas (30; cap. 9, sec. 1.451b). Los latinos Cneo Nevio (siglo III a. C.) y Ennio (siglo III-II a. C.) compusieron en verso Las guerras púnicas y los Anales, respectivamente, que son producciones históricas. Asimismo, están versificados muchos de los textos Este significado laxo del término poesía en la cultura grecolatina persistirá hasta bien entrado el siglo XVIII. 2

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didácticos escritos a lo largo de los siglos, como la Epístola a los Pisones horaciana o el Arte nuevo de hacer comedias (1609), de Lope de Vega, por no hablar de la poesía dramática (casi todas las obras de teatro del Siglo de Oro, por ejemplo, pertenecen a esta categoría) o los poemas épicos ―es decir, las grandes epopeyas de las sociedades arcaicas, los cantares de gesta que proliferaron en la Edad Media, como el Cantar de mio Cid (c. 1200), o la épica renacentista (por ejemplo, los tres volúmenes de La Araucana, de Alonso de Ercilla, compuestos en octavas reales)―, obras que se adscriben por derecho propio más al género narrativo que al lírico. b) El lirismo puede deslizarse también en la prosa (de hecho, desde finales del XIX se viene hablando de novela lírico-intimista, de prosa poética, de poema en prosa, de drama lírico…, para caracterizar ciertos textos que prescinden del verso). “El ‘yo pecador’ del artista” […] Y ahora la profundidad del cielo me consterna; me exaspera su limpidez. La insensibilidad del mar, lo inmutable del espectáculo me subleva... ¡Ay! ¿Es fuerza eternamente sufrir, o huir de lo bello eternamente? ¡Naturaleza encantadora, despiadada, rival siempre victoriosa, déjame! ¡No tientes más a mis deseos y a mi orgullo! El estudio de la belleza es un duelo en que el artista da gritos de terror antes de caer vencido. (Charles Baudelaire, Pequeños poemas en prosa)

c) Se dan casos de composiciones versificadas cuyas fronteras genéricas son un tanto borrosas. Es el problema que presentan las fábulas renacentistas y barrocas ―la Fábula de Polifemo y Galatea (1612), de Luis de Góngora, es una muestra―; textos que, por los episodios mitológicos recreados, hay que catalogar como narraciones, pero que, debido a la concentración de procedimientos retóricos utilizados (metáforas, hipérbatos, epítetos…) y a la intensidad expresiva que rezuman, son susceptibles de estudiarse también como expresiones del espíritu lírico: V Guarnición tosca de este escollo duro troncos robustos son, a cuya greña menos luz debe, menos aire puro la caverna profunda, que a la peña; caliginoso lecho, el seno obscuro ser de la negra noche nos lo enseña infame turba de nocturnas aves, gimiendo tristes y volando graves.

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d) Aun cuando algunas obras en verso se afilien, en conjunto, a la épica o a la dramática, ello no supone un obstáculo para que contengan algunos momentos impregnados de una honda entonación lírica. Tanto es así que, si desgajásemos tales pasajes de su contexto originario, podrían ponderarse sin apenas vacilaciones como creaciones de este tipo. Se nos ocurren al respecto las décimas que conforman el monólogo de Segismundo en La vida es sueño (1635), de Pedro Calderón de la Barca, o la sección que abre el Cantar de mio Cid, donde se describen los objetos que el héroe ve antes de partir al destierro y el lamento que dirige al cielo: De los sos ojos tan fuertemientre llorando tornava la cabeça e estávalos catando. Vio puertas abiertas e uços sin cañados, alcándaras vazías, sin pielles e sin mantos e sin falcones e sin adtores mudados. Sospiró mio Çid ca mucho avié grandes cuidados, fabló mio Çid bien e tan mesurado: —¡Grado a ti, Señor, Padre que estas en alto! ¡Esto me an buelto mios enemigos malos! […].

Ahora bien, por razones pedagógicas, nos circunscribiremos en este capítulo a la poesía lírica, pero dejando claro que las nociones de versificación, clases de estructuras métricas, etc., o las mismas figuras retóricas que describiremos en el lugar correspondiente tienen idéntica utilidad para el estudio de cualquier otro modelo de poesía, ya sea épica o dramática. Entre los rasgos del género lírico que sobresalen podemos mencionar los siguientes: a) El predominio del verso, aun cuando el autor pueda también recurrir a la prosa para abrir su mundo interior, ya que de lo que se trata, en última instancia, es de expresar sentimientos. Pese a eso, es el poema la máxima manifestación de una modalidad en la que lo emotivo, la musicalidad, el simbolismo y la evocación de objetos e ideas representados son algunas de sus notas destacadas. b) La frecuencia de la primera persona gramatical, del “yo” del hablante lírico, frente a la tercera. c) La subjetividad, ya que el emisor poético expone una parte de su pensamiento, de su interior, de su visión de la realidad. En los siguientes versos de su himno al sol, de José de Espronceda (Poesías, 1840), el “yo” lírico se comunica imaginariamente con el astro solar, a quien le rinde pleitesía y le transmite el deseo de llegar hasta él. En el poema se vislumbra el entusiasmo, el espíritu henchido de veneración del hablante ante una realidad

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personificada, así como la entonación admirativa, autoritaria y deseante propia del himno. Para y óyeme, ¡oh sol! Yo te saludo extático ante ti me atrevo a hablarte: ardiente como tú mi fantasía, arrebatada en ansia de admirarte, intrépidas a ti sus alas guía. ¡Ojalá que mi acento poderoso sublime resonando, del trueno pavoroso la temerosa voz sobrepujando, ¡oh sol! a ti llegara, y en medio de tu curso te parara! […].

Uno de los primeros en referirse a la subjetividad como una cualidad de la lírica fue el filósofo alemán Hegel a comienzos del siglo XIX: Lo que constituye el contenido de la poesía lírica no es el desarrollo de una acción objetiva prolongado hasta los límites del mundo, en toda su riqueza sino el sujeto individual, y, por consiguiente, las situaciones y los objetos particulares, así como la manera en que el alma, con sus juicios subjetivos, sus alegrías, sus admiraciones, sus dolores y sus sensaciones, cobra conciencia de sí misma en el seno de este contenido (cit. en Aguiar e Silva 180).

A veces, de forma errónea, se ha equiparado la poesía lírica a la presencia de sentimientos exclusivamente amorosos. Es cierto que el amor es uno de los temas favoritos del género (baste reparar en la poesía de Gustavo Adolfo Bécquer, Pedro Salinas, Vicente Aleixandre, Pablo Neruda, Gioconda Belli…), pero no es este el único sentimiento poetizable líricamente, pues cualquier expresión de emociones del tipo que sea, cualquier asomo de introspección del sujeto de enunciación ante la contemplación del mundo o de la realidad que tiene ante sí, puede servir de catalizador de una composición de este tipo: pena, soledad, fracaso, miedo, alegría, desamparo, nostalgia… d) Sea cual sea el sentir que se nos ofrezca, la forma de la obra debe someterse a una gran depuración técnica y estética. De lo contrario, el texto carecerá de esos valores literarios que son tan necesarios para que el estatuto artístico del mismo quede asegurado. Por ejemplo, la poesía lírica convoca un gran número de imágenes y de elementos con un trasfondo simbólico. Con el fin de lograr un discurso lo más bello posible, el autor acumula muchos recursos literarios y estilísticos. Por otro lado, las composiciones se atienen a unas normas formales que las codifican (versos, estrofas, ritmo, rima…), que se engloban bajo la denominación de métrica. Así, el poema anterior de Neruda, aunque compuesto en versos libres, posee una factura impecable,

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circular, con ese verso tan efectivo que abre y cierra el discurso, las imágenes marineras fundidas con la expresión del sentimiento amoroso, los paralelismos, las repeticiones de palabras, las aliteraciones. Por su parte, el texto de Espronceda parece que se ajusta al modelo de la silva y, como en todo himno, domina en él el tono exaltado, manifestado por medio de exclamaciones, por la sonoridad fonética reforzada con las aliteraciones o por los mismos apóstrofes que enmarcan el fragmento. A través de este último recurso, el hablante lírico invoca al sol exigiéndole que le preste atención; por consiguiente, el sol es tratado como una persona, ya que la voz emisora pretende establecer un diálogo imaginario con él. e) Por ser eminentemente subjetiva y canalizar su mensaje, con frecuencia, a través de la primera persona, la lírica se convierte en cierta medida en una especie de “relato” autobiográfico, aunque no debe confundirse nunca el “yo” del poema con el autor que hay detrás, pues el emisor puede estar expresando unos sentimientos que en realidad no siente, con lo que el poema no sería más que un ejercicio estético. A fin de cuentas, el texto lírico —al igual que los demás textos literarios— es también una “ficción”3. Como señala Carlos Bousoño, evocando unas palabras de William Wordsworth, “la poesía no comunica lo que se siente, sino la contemplación de lo que se siente” (21). f) La brevedad es otra de sus señas identitarias, dado que no es habitual que las composiciones de esta índole sobrepasen los cien versos, si bien hay excepciones, como las tres églogas que escribió Garcilaso de la Vega, la más breve de las cuales consta de 376 versos, o el Primero sueño (1692) de sor Juana Inés de la Cruz, de 975 versos, entre otros ejemplos.

No todos coinciden en otorgarle a la lírica un contenido ficcional. Hay una opinión, proveniente de los tiempos antiguos, que ha dejado de lado la lírica cuando se pretende un acercamiento conceptual a los géneros literarios (Käte Hamburger, Gérard Genette, Tzvetan Todorov…). El origen de tal parecer se halla en Platón (siglos V-IV a. C.) y en su clasificación de los discursos poéticos. En la República el filósofo clasificó la lírica como un género no ficcional (o no mimético) porque en él el poeta habla en su propio nombre y no se oculta (116), llegando a afirmar en otro de sus diálogos, el Ion, que es una manifestación de intensa posesión divina (257-58; secs. 534b-c). Pero, contrariamente a ese punto de vista, ha habido diversos esfuerzos teóricos (René Wellek y Austin Warren, Carlos Bousoño, Jonathan Culler, José María Pozuelo Yvancos, Antonio Carreño, Irene Sánchez Carrón…) que han reivindicado la naturaleza imaginaria de la lírica argumentando, entre otras razones, que, aunque los contenidos presentados en un poema lírico puedan parecer vividos o sentidos de forma personal, no tienen por qué serlo necesariamente, y, suponiendo que lo sean, con su traslado al verso, esas experiencias auténticas sufren una honda elaboración cuyo resultado último no puede ser más que ficcional. En este sentido, convendría hacer una distinción, como ya han hecho algunos estudiosos, entre el “sujeto lírico”, que es la voz que se manifiesta en el discurso, y la persona que escribe el poema, entidad histórica que existe fuera del texto. 3

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g) Consecuencia de esa tendencia a la brevedad es la presencia de una mayor concentración y densidad que en los restantes géneros literarios, lo que dificulta muchas veces el trabajo de desciframiento y de descodificación del mensaje. Por ende, la lírica exige un gran esfuerzo de interpretación al lector, que debe estar, cuando menos, habituado a esta forma de expresión literaria. h) De la cita de Hegel que reproducimos más arriba podemos extraer también otra característica: el hecho de que el género no suele representar el mundo exterior y objetivo, ni la interacción del hombre y de este mundo, a diferencia de la narrativa y el teatro, que sí lo encarnan, a veces objetivamente. Por el contrario, la lírica nace de una revelación íntima y se centra en la profundización del “yo”. Lo que percibimos entonces es la verbalización subjetiva de los sentimientos que le provoca al emisor poético la contemplación de la naturaleza o la realidad, o bien la recreación, igualmente personal, de un estado anímico determinado que se proyecta sobre los elementos del mundo circundante. Volviendo al poema de Neruda, se aprecia en él que la recurrencia a imágenes que aluden al paisaje externo, pero para darle mayor énfasis a la emoción o para localizar en ese entorno la plasmación del mundo interior, universo donde los pinos, la luna, las gaviotas, la niebla, etc., forman una constelación de unidades evocadoras en la que se imagina la experiencia amorosa, reafirmando el emisor poético su estado de plenitud sentimental. En el poema de Espronceda, en cambio, se expresa con arrobamiento las reacciones que despiertan en la fantasía del “yo” la visión de la brillante estrella que ocupa el centro de nuestro sistema solar. Por lo tanto, la lírica no es un género que brote del ansia o de la necesidad de describir lo real objetivo que se extiende ante el propio “yo” poético ni del impulso de contar una acción en que se opongan el mundo y el hombre o los hombres entre sí. La lírica arraiga en la interiorización de un hablante subjetivo, estriba en la imposición del ritmo, de la tonalidad, de las dimensiones del emisor poético a toda la realidad que evoca. i) Ese mundo exterior, de infiltrarse en el poema, constituirá solo un elemento secundario de la creación, en la medida en que es absorbido por la intimidad de la voz lírica, conforme es transmutado en un estado íntimo del alma. El acontecimiento externo, cuando hace acto de presencia en un poema de esta categoría, permanece siempre como pretexto con relación a la naturaleza y al significado profundo de ese poema: el episodio y la circunstancia exterior pueden actuar como elementos impulsores de la creación, pero la esencia de la obra lírica en cuanto tal residirá siempre en la emoción, en la meditación, en el ramillete de voces íntimas que tal o cual episodio o circunstancia crucial suscita en la subjetividad del poeta. j) La obra de carácter lírico no narra, pues, una historia propiamente dicha ni desarrolla una acción, sino que expresa, de manera inmediata y

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directa, una emoción subjetiva. En la lírica no constatamos la existencia de una historia que deba ser narrada, ni el poema ha de despertar en el lector el deseo de saber cómo va a “acabar” esa misma obra. La condición no narrativa ni discursiva de la lírica se acentúa sobre todo con el movimiento simbolista (finales del siglo XIX), que rechaza la propensión descriptiva de los poetas del Parnasianismo y postula una estética de la sugerencia. Así, en vez del lenguaje directo, con que se nombra expresamente lo real, prefiere el lenguaje alusivo, que rodea de misterio los seres y las cosas de las que habla; y en lugar del trazo preciso y delimitador, se tiende a la insinuación. De este modo, la sintaxis rigurosa se disuelve y la poesía se acerca a la música. “La música ante todo”, escribió Paul Verlaine en su poema titulado “Arte poética” (Antaño y hogaño, 1884). k) Las veces en que se inserta algún dato narrativo en la estructura del poema, su función será la de evocar una situación personal, revelar el contenido de una subjetividad. En la rima VIII de Bécquer que reproducimos a continuación, el interés no se centra en detallar una historia de amor fracasado desde sus inicios hasta su desenlace, sino reflejar la desolación y el vacío que queda tras la traición amorosa y la indiferencia de la amada. Me ha herido recatándose en las sombras, sellando con un beso su traición. Los brazos me echó al cuello y, por la espalda, partiome a sangre fría el corazón. Y ella prosigue, alegre, su camino, feliz, risueña, impávida. ¿Y por qué? Porque no brota sangre de la herida… ¡Porque el muerto está en pie!

l) De otro lado, las descripciones, al contrario de lo que sucede en una novela, sirven de soporte del mundo simbólico del poema. La poesía no comporta descripciones semejantes a las de un texto narrativo, pues la presencia de tales elementos equivaldría a representar el mundo exterior como objetividad. La poesía lírica solo es válida literariamente cuando va más allá del puro inventario de cosas y de seres. Las ascuas de un crepúsculo morado detrás del negro cipresal humean… En la glorieta en sombra está la fuente con su alado y desnudo Amor de piedra, que sueña mudo. En la marmórea taza Reposa el agua muerta. (Antonio Machado, Soledades)

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Como se puede intuir, los ingredientes descriptivos en el poema del autor andaluz ―el crepúsculo, los cipreses, la plazuela sombría, la fuente y la estatuilla del Amor, el agua quieta…― no ofrecen propiamente la visión plástica de un paisaje, sino que más bien suscitan un doloroso estado de alma: sensación de abandono, melancolía irremediable, atmósfera de cansancio, de abdicación. Cada elemento de la escena pintada constituye un símbolo que desvela algún aspecto de la interioridad del “yo” lírico, y este procedimiento revelador culmina en el último sintagma del poema ―el “agua muerta”―, símbolo de todo lo que se frustra y muere en el corazón, en el destino del hombre. m) Esta dimensión ―la ausencia de un interés narrativo y la escasa referencialidad de su propuesta― se relaciona directamente con otro factor: el valor estático de esta forma “natural” de la literatura, opuesto al carácter dinámico de la narrativa y del drama (géneros en los que los personajes y los acontecimientos se insertan en el fluir temporal). La voluntad relatora es ajena al mundo lírico. Aquí lo que se capta es la tendencia del emisor a inmovilizarse sobre una idea, una emoción, una sensación, etc., sin preocuparse lo más mínimo del encadenamiento causal o cronológico de los estados de alma plasmados. n) La lírica se distingue también por los siguientes componentes internos: ― Un hablante lírico, el cual refleja cualquier impresión y sensación en el poema respecto a un objeto lírico y que debemos diferenciar del autor real. ― Un objeto lírico o, lo que es lo mismo, el objeto o situación que remueve los sentimientos en el poeta y que verbaliza el hablante lírico. ― Una actitud lírica, la forma en la cual el hablante lírico transmite sus emociones y que se puede diversificar de la siguiente manera: i)

Actitud enunciativa, que se caracteriza porque el lenguaje empleado por el hablante representa una relación de hechos que le ocurren a un objeto lírico. El hablante informa, sobre todo a través de la tercera persona, de los sentimientos que tiene de esa situación tratando de mantener la objetividad: “Caballero de otoño” Viene, se sienta entre nosotros, y nadie sabe quién será, ni por qué cuando dice nubes nos llenamos de eternidad.

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Nos habla con palabras graves y se desprenden al hablar de su cabeza secas hojas que con el viento vienen y van. Jugamos con su barba fría. Nos deja frutos. Torna a andar con pasos lentos y seguros, como si no tuviera edad. Él se despide. ¡Adiós! Nosotros sentimos ganas de llorar. (José Hierro, Tierra sin nosotros)

ii)

Actitud apostrófica o apelativa, actitud en la cual el hablante lírico se dirige a otra persona o a cualquier entidad material o inmaterial, animada o inanimada, a la que intenta interpelar o con la que quiere dialogar; de ahí el predominio de la segunda persona gramatical: “Alturas de Macchu Picchu XII” Sube a nacer conmigo, hermano. Dame la mano desde la profunda zona de tu dolor diseminado. No volverás del fondo de las rocas. No volverás del tiempo subterráneo. No volverá tu voz endurecida. No volverán tus ojos taladrados […]. (Pablo Neruda, Canto general)

iii) Actitud carmínica o de la canción, cuando el hablante abre su mundo interno, vierte en primera persona sus sentimientos o reflexiona acerca de su sensibilidad personal: Yo no soy yo. Soy este que va a mi lado sin yo verlo, que, a veces, voy a ver, y que, a veces, olvido […]. (Juan Ramón Jiménez, Elegías)

ñ) Atendiendo a la triple modalidad de enunciación o actitud del emisor en el acto discursivo de la comunicación literaria (enunciación, representación y narración), la lírica se corresponde con la enunciación, realizada, como hemos señalado, en primera persona, con el oportuno realce de la función

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emotiva, según la clasificación de Jakobson (39) de las funciones del lenguaje (sintomática o expresiva, según Karl Bühler). De ahí el empleo asiduo de exclamaciones y de interjecciones como formas de manifestación del estado de ánimo del poeta, de sus emociones y sentimientos. Aunque la lírica, tal y como se ha observado, no excluye la narración o la descripción, de converger tales modos del discurso en la obra, estarían subordinados a la manifestación de la propia subjetividad y a la interioridad del hablante. o) Por último, en lo que atañe a las tres maneras fundamentales de participación del receptor (identificación, conmoción y admiración), la lírica se atiene a la identificación o simpatía con las emociones y sentimientos de la voz enunciadora.

2. SUBGÉNEROS LÍRICOS Los géneros literarios se pueden dividir en no pocas variantes o modalidades que reciben el nombre de subgéneros. En las siguientes líneas consignaremos los nombres y describiremos las cualidades de algunos de los llamados subgéneros líricos ya consolidados por la tradición. • Canción. Término genérico aplicado a diversos tipos de composición poética, unas de carácter popular y otras de carácter culto. Su destino inmediato era el canto, si bien conservó tal nombre una vez que dejó de ser cantada. Aborda temas muy heterogéneos, entre los que predominan los amorosos. Ha habido canciones en todas las épocas. Al cotejarse las canciones populares con las cultas, salen a relucir más diferencias que similitudes, excepto en la temática. a) Canción popular. Dentro de esta denominación se incluyen ciertas expresiones de la lírica popular primitiva, destinada al canto (jarchas, villancicos, cantigas de amigo, cantigas de amor y de escarnio, etc.). Se desarrolla fundamentalmente entre los siglos X (jarchas) y XV (p. e., la lírica tradicional castellana: canciones de siega, de vela, mayas, albas, plantos…). Las estrofas y los versos que utilizan son breves, es decir, de arte menor. Frecuentemente son composiciones anónimas, de asunto amoroso, religioso, aunque es notoria también la vena satírica (p. e., en las denominadas cantigas de escarnio y maldecir). Algunas de estas cancioncillas se presentan en boca de una mujer, que expresa sentimientos diversos, como, por ejemplo, el rechazo a convertirse en monja, el elogio de la propia belleza o la queja por la ausencia del amado: ¡Oh, madre, mi amigo se va y no vuelve!

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Dime qué haré, madre, si mi pena no afloja. (Josep María Solà-Solé, Corpus de poesía mozárabe)

b) Canción culta. Posee un carácter más elitista y, a veces, hermético que la popular, a la que formalmente supera en artificiosidad. Es obra de un autor individual que tiene conciencia de tal y la encontramos de varios tipos: ― Canción medieval o trovadoresca, donde el tema por lo general es amoroso. El número de estrofas que la componen no está predeterminado, pero, en cualquier caso, los versos son siempre de arte menor. Consta de tres partes: cabeza, mudanza y vuelta. Fue utilizada por Alfonso X el Sabio (siglo XIII), por Pero López de Ayala (siglo XIV), por el Marqués de Santillana y por Juan de Mena en el siglo XV. Su recopilación en volúmenes da nombre a los cancioneros medievales.

cabeza

mudanza

vuelta

Ya del todo desfallece con pesar mi triste vida: desde la negra partida mi mal no mengua, mas creçe. Non sé qué diga ventura, que mal [me] quiso apartar de vos, gentil criatura, a la qual yo he d’amar. Todo mi plazer peresçe sin mi raçón ser o[í]da; crüel muerte dolorida veo que se me basteçe. (Marqués de Santillana, Canciones y decires)

― Canción italiana o petrarquista, cuya estructura definitiva y perfección formal se alcanza en Italia con Dante Alighieri (siglos XIIIXIV) y Francesco Petrarca (siglo XIV), quienes la reelaboran a partir de la cansó provenzal. La introducen en la literatura española Juan Boscán y Garcilaso de la Vega (siglo XVI). Se cultiva fundamentalmente durante el Renacimiento y el Barroco y en nuestra lengua se articula en una serie de estancias (estrofas formadas por un número variable de versos heptasílabos y endecasílabos, con rima consonante), terminadas en un remate (una estrofa final más reducida). El contenido es igualmente amoroso, aunque no faltan los temas bucólicos, elegíacos, etc.

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“Canción V” (fragmento) Si de mi baja lira tanto pudiese el son, que un momento aplacase la ira del animoso viento, y la furia del mar y el movimiento. (Garcilaso de la Vega, Obras)

—Canción pindárica. Constituye una variante de la anterior y está formada también por versos heptasílabos y endecasílabos. Según el modelo fijado por Píndaro (siglos VI-V a. C.), consta de tres partes: estrofa, antistrofa y epodo, y fue utilizada por Francisco de Quevedo (siglo XVII) y sus seguidores. “Elogio al duque de Lerma, don Francisco” (fragmento)

estrofa 1

antistrofa 1

epodo 1

De mi madre nacimos los que esta común aura respiramos. Todos muriendo en lágrimas vivimos desde que en el nacer todos lloramos. Solo nos diferencia la paz de la conciencia, la verdad, la justicia a quien el cielo, hermosa, si severa […]. Como vos, ó glorioso Duque, en quien hoy estimación hallaron las Virtudes, y premio generoso; ved cual sois, que con vos se coronaron. Nunca más felizmente en la gloriosa frente de Alejandro su luz amanecieron: ni en la alma valerosa […]. Por vos desde sus climas peregrino, devoto a la deidad del rey de España, el alárabe vino. No es poco honrosa hazaña, que vencido el camino, y perdonado ya del mar y el viento por justo y religioso el noble intento, debajo de sus pies ponga el turbante […]. (Francisco de Quevedo, Obra poética4)

4 El poema de Quevedo, que es mucho más largo, consta de una segunda estrofa, de una segunda antistrofa y de un segundo epodo.

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En la poesía realizada a lo largo del siglo XX, el término canción aparece en composiciones de estructura métrica y de contenido muy variado, cultivándola, entre otros, Antonio Machado, Juan Ramón Jiménez, Federico García Lorca, Gerardo Diego, Pablo Neruda, Nicolás Guillén, César Vallejo, Miguel Hernández o José Hierro. • Oda. Se identifica muchas veces con la canción; en la época moderna, se designa con el término más vago de poema. Expresa la reacción lírica del emisor poético ante un estímulo externo o interno, reflejando así sus sentimientos (complacencia, furor, melancolía, añoranza, etc.). Se trata de una obra poética extensa, de tono elevado, generalmente de exaltación de alguna persona, hecho o cosa, que se vale de un lenguaje solemne, propio de fiesta, logrando armonizar el tono entusiasta del himno con la sensibilidad personal e, incluso, la ternura. Su origen se remonta a la lírica coral griega (Píndaro las escribió para loar a los vencedores de los juegos olímpicos, mientras que las de Safo eran canciones amorosas), aunque no fue objeto de atención en la Poética de Aristóteles. En la lírica griega la llamada oda pindárica (= canción pindárica) consistía en un poema dividido en estrofa, antistrofa y epodo. En la literatura latina Horacio es el gran cultivador de esta vertiente. En la Edad Media se recupera gracias al empeño de Petrarca y su presencia se intensifica durante el Renacimiento (en España, por ejemplo, la aclimata Garcilaso de la Vega, en concreto en la “Oda a la flor de Gnido”, escrita en liras, pero otros autores de importancia seguirán su ejemplo, ya en la segunda mitad del siglo XVI, como fray Luis de León, Fernando de Herrera o Francisco de Medrano). En la etapa neoclásica, Juan Meléndez Valdés compone una notable cantidad de odas; sin embargo, florecerá especialmente durante el Romanticismo español, ya que sus características están acordes con el temperamento apasionado de los poetas de ese periodo. Las estrofas más utilizadas en este subgénero en España son la lira y la estancia. En nuestra época la oda es una composición poética de carácter lírico donde el poeta transmite sentimientos diversos. Por el entusiasmo que expresa, se opone a la elegía. “Oda I. Vida retirada” (fragmento) ¡Qué descansada vida la del que huye del mundanal rüido y sigue la escondida senda, por donde han ido los pocos sabios que en el mundo han sido. (Fray Luis de León, Obras)

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Es un subgénero que se ha mantenido vivo a lo largo del siglo XX (piénsese en la “Oda a Walt Whitman”, de Federico García Lorca; en las Odas elementales del chileno Pablo Neruda o en el poema del cubano Nicolás Guillén titulado “Pequeña oda a un negro boxeador cubano”, dedicada a Kid Chocolate). • Himno. En realidad, es una oda por su contenido. Consiste en un canto de alabanza. Provista de un sentido religioso, nacional o patriótico, se componía en principio para ser cantado. Está destinado a ensalzar la gloria de un dios o una divinidad (como los salmos bíblicos), un héroe o un personaje relevante (canto en loor a los próceres), una victoria o un acontecimiento memorable en la historia de una comunidad, o bien de una persona, objeto o situación que provoca la admiración y el entusiasmo del poeta. Esta categoría de canto es una de las más antiguas formas de creación poética conocidas. De ella quedan vestigios en la cultura sumeria, acádica y egipcia. En los poemas de esta índole vemos la presencia de un portavoz o un “nosotros” que se dirige a una segunda persona lírica. Los himnos admiten tanto la presencia del “yo” lírico como la mención de interlocutores y circunstancias personales. La sintaxis y la métrica son variadas, aunque, cualesquiera que sean los patrones formales elegidos, siempre se adecuan a la solemnidad que las constituyen y diferencian como subgénero. Temáticamente tratan de ideales sobrenaturales o de la exaltación de lugares, países o comunidades. En Grecia son famosos los himnos de Calímaco (siglos IV-III a. C.), los de Píndaro, los llamados Himnos homéricos, dedicados a los dioses del panteón griego y otras deidades, mientras que en Roma sobresalen el Himno secular de Horacio o los himnos de Catulo (siglo I a. C.) y de Lucrecio (siglo I a. C.). De distinto cariz son los numerosos himnos litúrgicos cristianos que han perdurado desde la Edad Media hasta la actualidad. En el siglo XIX Victor Hugo escribió uno de tema heroico en memoria de los muertos en la Revolución de 1930 (incluido en Los cantos del crepúsculo, 1835); en el XX, César Vallejo compuso el “Himno a los voluntarios de la República” (España, aparta de mí este cáliz, 1937). Y, como estos ejemplos, podríamos recoger otros muchos. Los siguientes versos pertenecen a la “Salutación del optimista”, himno que Rubén Darío incluye en sus Cantos de vida y esperanza (1905): Ínclitas razas ubérrimas, sangre de Hispania fecunda, espíritus fraternos, luminosas almas, ¡salve! Porque llega el momento en que habrán de cantar nuevos himnos lenguas de gloria. Un vasto rumor llena los ámbitos […].

• Elegía. Se trata de una composición que manifiesta un sentimiento de pesar ante una desgracia individual (la muerte de una persona) o colectiva, una

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calamidad pública (guerra, derrota, catástrofe natural, etc.). En consonancia con el tema, su tono será apesadumbrado, lastimero. Las Coplas por la muerte de su padre de Jorge Manrique (siglo XV), o las elegías de Federico García Lorca o Rafael Alberti a raíz del fallecimiento del torero Ignacio Sánchez Mejías, o bien la compuesta por Miguel Hernández a la muerte de Ramón Sijé, encajan dentro de este parámetro. Como la oda o la anacreóntica, que caracterizaremos más adelante, la elegía tiene orígenes griegos. En sus comienzos rebosaba de sentimientos muy diversos (en concreto, eran evocaciones amorosas, ya fueran gratificadoras, ya de desengaño), pero los poetas latinos (Ovidio en particular) cambiaron su carácter y de este modo empezará a utilizarse para expresar dolor debido a desgracias personales. Este último sentido del subgénero es el que acabará imponiéndose. Los tiempos verbales que adopta la elegía son el pasado (en cuanto a la ausencia del bien perdido), así como el futuro (por el deseo de volverlo a poseer). Véase la siguiente estrofa del famoso poema de Jorge Manrique, que en este sentido resulta emblemática: […] Nuestras vidas son los ríos que van a dar en la mar qu’es el morir; allí van los señoríos derechos a se acabar e consumir; allí los ríos caudales, allí los otros, medianos e más chicos allegados, son iguales los que viven por sus manos e los ricos […].

La elegía manriqueña, desde el punto de la estructura interna, consta de tres partes: a) lamentación del poeta por la pérdida de su progenitor; b) introducción del tópico del ubi sunt?, con el que se recalca el carácter transitorio del hombre y de sus cosas y la futilidad de las ambiciones mundanas, y c) consolación filosófica5. Un uso irónico de las claves de la elegía lo hallamos en las Coplas a la muerte de mi tía Daniela (1973), libro-poema de Manuel Vázquez Montalbán,

5 Una prueba que confirma el hermanamiento entre música y poesía que señalábamos en el apartado anterior es la versión cantada que del poema manriqueño hizo Paco Ibáñez en su tercer álbum de estudio, publicado en 1969 (Paco Ibáñez 3). A lo largo de su carrera como cantante, el artista catalán ha sacado al mercado varios trabajos discográficos en los que interpreta poemas de autores españoles (Rafael Alberti, Blas de Otero, Luis Cernuda, Gabriel Celaya, Miguel Hernández, León Felipe, Gloria Fuertes, José Agustín Goytisolo…).

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inspirado no por un heroico caballero, ni por un protagonista de la Historia con mayúsculas, sino por una mujer sin fama ni gloria, pues no hablan de ella las crónicas humanas las lápidas las estelas las columnas ni las nostalgias de los hijos que no tuvo los amores que no le sobrevivieron ni las olas fugitivas como agua en sucia sumisión de vertedero […].

• Endecha. Composición popular de tono plañidero, de asunto triste, a menudo fúnebre. Cuando se refiere a la muerte se aproxima a la elegía. Aunque en teoría no posee una estructura métrica prefijada, suele incorporar la forma del romance de siete sílabas, aunque admite también versos de cinco o de seis. Existen variantes cultas de la endecha como la endecha real, constituida por una estrofa de cuatro versos, heptasílabos los tres primeros y endecasílabo el último, o la endecha doble, que es de versos alejandrinos. La siguiente, anónima (y, por deducción, popular), se recogió en la isla de La Palma y debió de ser compuesta hacia 1447, tras la muerte del hidalgo y conquistador castellano que se menciona en sus versos: Llorad las damas, si Dios os vala: Guillén Peraza quedó en la Palma, la flor marchita de la su cara. No eres Palma, eres retama, eres ciprés, de triste rama; eres desdicha, desdicha mala. Tus campos rompan tristes volcanes, no vean placeres, sino pesares, cubran tus flores los arenales. Guillén Peraza, Guillén Peraza,

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¿dó está tu escudo?, ¿dó está tu lanza? Todo lo acaba la malandanza. (Juan de Abreu Galindo, Historia de la conquista de las siete islas de Gran Canaria6)

Las endechas se han transmitido por vía oral hasta que empezaron a ser fijadas por escrito a partir del siglo XVII. • Égloga. Poema extenso en el que el hablante lírico expone sus sentimientos de amor poniéndolos en labios de pastores. Es muy común que alterne el canto de dos o más personajes masculinos y que refleje una visión suave y colorida de la naturaleza, en medio de la que transcurre la narración (o diálogo) de los zagales, que se narran sus cuitas amorosas. Al intercalar diálogos sobre temas amorosos y filosóficos, la égloga adopta un planteamiento dramático (en el sentido de teatral), pues en ella se mantiene un coloquio en un entorno idílico. El género fue creado en la Antigüedad por Calímaco y fue cultivado por Teócrito (siglos IV-III a. C.) y luego por Virgilio (siglo I a. C.), cuyas églogas servirán de modelo a Garcilaso, quien las introduce en España en el siglo XVI. “Égloga I” (fragmento) Corrientes aguas, puras, cristalinas, árboles que os estáis mirando en ellas, verde prado de fresca sombra lleno, aves que aquí sembráis vuestras querellas yedra que por los árboles caminas, torciendo el paso por su verde seno; yo me vi tan ajeno del grave mal que siento, que de puro contento con vuestra soledad me recreaba, donde con dulce sueño reposaba, o con el pensamiento discurría por donde no hallaba sino memorias llenas de alegría. (Garcilaso de la Vega, Obras)

6 Esta es considerada la primera manifestación literaria en las islas Canarias. La conocida versión musical que ha hecho de este poema el grupo musical Los Sabandeños —en el volumen 3 de su Antología del folklore canario (1973) y en el álbum Antología. Una historia musical del folklore de Canarias (2003)— certifica la pervivencia de este poema hasta nuestros días en la cultura de nuestro archipiélago.

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Además de los diálogos intercalados, su estructura se compone a menudo de una introducción y un cierre narrativos. La acción se inicia con la salida del sol (como en la “Égloga I” garcilasista) y termina con la puesta del astro solar. Hay que decir que, así como las églogas clásicas estaban elaboradas en hexámetros, las renacentistas revisten diversidad de metros y de estrofas. Sin embargo, su dimensión es mayor que la de la canción culta. Solo tenemos que ver las del poeta toledano, que oscilan entre los 376 y los 1.885 versos. Asociado al subgénero, aparece habitualmente el tema de la vida en el campo en la línea del tópico del beatus ille de Horacio. • Idilio. Pequeño poema de corte bucólico cuyos personajes pertenecen al campo, sin que tengan que ser necesariamente pastores. Algunas notas distintivas de su contenido son el tema amoroso, la sensualidad, la idealización del campo y de la apacible vida rural. En cuanto a su forma, se trata de poemas breves. La poesía bucólica, en general, nace en Grecia. Después de iniciarla Teócrito y desarrollarla más tarde Virgilio en Roma, pasará al Renacimiento español. En España, en el siglo XX la retoma Juan Ramón Jiménez. Esta modalidad se confunde en ocasiones con las églogas o con las serranillas, pero en las letras hispanas el idilio se diferencia de la égloga por su mayor brevedad y por su métrica (versos cortos: heptasílabos, hexasílabos…). “Pastoral” He venido por la senda con un ramito de rosas del campo. Tras la montaña nacía la luna roja; la suave brisa del río daba frescura a la sombra; un sapo triste cantaba en su flauta melodiosa; sobre la colina había una estrella melancólica… He venido por la senda con un ramito de rosas. (Juan Ramón Jiménez, Arias tristes)

• Soneto. Esta estrofa-género ha gozado de extraordinaria fortuna en la historia de la literatura. Está ligada al movimiento italiano del Dolce stil nuovo (Dante y Petrarca son los autores que le dan su estructura definitiva) y en España es imitada por vez primera por el Marqués de Santillana en sus Sonetos fechos al itálico modo. Sin embargo, esta experiencia un tanto frustrante del siglo XV debió de pasar desapercibida tanto para sus contemporáneos como, más tarde, para los poetas del Renacimiento, ya que a quienes

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verdaderamente se les atribuye la aclimatación del modelo petrarquista a la poesía española son Boscán y Garcilaso, que lo asentaron según un paradigma que permanecería invariable hasta el Modernismo. Tanto entre los autores líricos del Renacimiento como del Barroco el soneto tendrá un extenso cultivo. Desde el punto de vista métrico, consta de dos cuartetos y dos tercetos, con rima consonante, aunque sus versos hayan experimentado toda suerte de variaciones en cuanto al número de sílabas y la distribución de las rimas. Se ha revelado apto para una riquísima variedad temática: los hay amorosos, religiosos, profanos, burlescos, etc. Del soneto se exige densidad de contenido y habilidad artística para resolver la rotundidad de las estrofas. Sus obligadas recurrencias y paralelismos convierten el género en claro exponente de la función estructurante que domina en la poesía. “Amor constante más allá de la muerte” Cerrar podrá mis ojos la postrera sombra que me llevare el blanco día, y podrá desatar esta alma mía hora a su afán ansioso lisonjera; mas no de esotra parte en la ribera dejará la memoria, en donde ardía; nadar sabe mi llama el agua fría, y perder el respeto a ley severa. Alma a quien todo un Dios prisión ha sido, venas que humor a tanto fuego han dado, medulas que han gloriosamente ardido, su cuerpo dejarán, no sin cuidado; serán cenizas, mas tendrán sentido; polvo serán, mas polvo enamorado. (Francisco de Quevedo, Obra poética)

En cuanto a su organización interna, se suele afirmar que las dos primeras estrofas del soneto constituyen una exposición del tema, reservándose la conclusión para los dos tercetos. En otros sonetos, en cambio, el primer cuarteto ocupa la introducción, el segundo y el primer terceto comprenden el desarrollo, mientras que el último terceto es la conclusión. Para Octavio Paz, la mayoría de los sonetos, tanto en francés como en italiano, español o portugués, se componen de cuatro partes: el primer cuarteto es una exposición, el segundo su negación o alteración, el primer terceto es la crisis y el segundo el desenlace (Traducción 51-1). Esta disparidad de opiniones referente a la estructura sonetística acredita la imposibilidad de establecer un modelo universal e invariable para este subgénero de la lírica.

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• Anacreóntica. Se emparenta en varios sentidos con la oda. Se trata de una composición que canta el amor, los placeres y el vino; exalta el goce sensual procurado por la contemplación estética de la naturaleza, la degustación de la comida y la bebida (el vino, especialmente), así como la vivencia del sentimiento amoroso. Su denominación procede de los poemas de este tipo escritos por Anacreonte (siglos VI-V a. C.) en la antigua Grecia. El resurgir del género se debe a la publicación hecha por el francés Henri Estienne, a mediados del siglo XVI, de poemas atribuidos a este autor. En Francia será imitada, por ejemplo, por Pierre de Ronsard, mientras que en España se cultiva en los Siglos de Oro (Francisco de Quevedo, Esteban Manuel de Villegas…). Sin embargo, cuando encontramos una desmedida afición por la anacreóntica es en el siglo XVIII (José Cadalso, Juan Pablo Forner, Juan Meléndez Valdés…), aunque se registren también algunas muestras en el Romanticismo y en el Modernismo. Los versos y las estrofas más comunes en esta modalidad poética son de arte menor (heptasílabos, hexasílabos…). “Del vino y el amor” Con una dulce copa despierta mi cariño, si de amor en los fuegos Dorila me ve turbio. Y si yo desdeñoso o cobarde la miro, al punto sus temores adormezco entre el vino, cuyo ardor delicioso por los dos difundido, a Dorila más tierna, y a mí vuelve más fino. Y sabrosos debates, entre rosas y mimos, todo es brindis alegres, todos blandos suspiros. Sabed, pues, amadores, que Lïeo y Cupido hermandados se prestan sus llamas y delirios, porque el Málaga dome, tras el ruego benigno, a la bella que indócil se esquivare de oíros. (Juan Meléndez Valdés, Poesías)

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• Epitalamio. Es una canción de bodas. En la literatura grecolatina designaba una canción que solían cantar los jóvenes y las muchachas en la noche de boda, a la puerta o en las inmediaciones del dormitorio de los recién casados. Se conservan epitalamios de Safo (siglos VII-VI a. C.), de Teócrito, de Píndaro, de Anacreonte, de Catulo en la literatura latina, etc. En la Biblia algunos salmos y el Cantar de los cantares exhiben también aspectos cercanos al epitalamio. En la literatura griega, el epitalamio se diferenciaba del himeneo en que ambas composiciones se entonaban en momentos distintos: mientras que el primero era el canto coral que un grupo de chicos y chicas solteros (a veces solo ellas) entonaba ante las puertas de la alcoba nupcial, el himeneo, en cambio, era el canto festivo que acompañaba a la joven esposa desde la casa paterna a la del esposo. Hoy se denomina de forma genérica epitalamio a cualquier composición poética que tenga como pretexto y tema principal una celebración nupcial, independientemente de la etapa del acontecimiento a que se refiera. Casi ignorados durante la Edad Media, a partir del Renacimiento reviven en toda Europa. En la literatura española autores como Salvador Jacinto Polo de Medina, Góngora, Lope de Vega cultivan el epitalamio en el siglo XVII; en los siglos XVIII y XIX, Nicolás Fernández de Moratín y Francisco Martínez de la Rosa harán lo propio. Del siglo XX es el siguiente ejemplo escrito por Antonio Machado (Nuevas canciones, 1924) con motivo de las bodas de su amigo Francisco Romero. Porque leídas fueron las palabras de Pablo, y en este claro día hay ciruelos en flor y almendros rosados y torres con cigüeñas, y es aprendiz de ruiseñor todo pájaro, y porque son las bodas de Francisco Romero, cantad conmigo: ¡Gaudeamus! […].

• Madrigal. Poema breve, sin forma definida ―está formado por una serie variable de versos heptasílabos y endecasílabos (de ocho a quince) distribuidos libremente por el poeta y que riman en consonante, pudiendo quedar algún verso suelto―, que expresa con gracia alguna faceta del sentimiento amoroso. Este asunto del corazón a veces se enmarca en un ámbito pastoril y, en todo caso, está tratado de manera graciosa, con ingenio y delicadamente. Es célebre en la literatura castellana el del escritor renacentista Gutierre de Cetina: “Ojos claros, serenos / si de un dulce mirar sois alabados, / ¿por qué, si me miráis, miráis airados? […]”. A finales del XIX, Rubén Darío, en su primera etapa como poeta (Abrojos, 1887), escribe también algunos, como el que transcribimos a continuación:

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Cuando la vio pasar el pobre mozo, y oyó que le dijeron: ―¡Es tu amada!… lanzó una carcajada, pidió una copa y se bajó el embozo ―¡Qué improvise el poeta! Y habló luego del dolor, del amor, de su destino… Y al aplaudirle la embriagada tropa, se le rodó una lágrima de fuego que fue a caer al vaso cristalino. Después, tomó su copa, ¡y se bebió la lágrima y el vino!...

Esta clase de composición, lo mismo que la palabra que le da nombre, surge en Italia en el siglo XIV y aparecía inicialmente asociado al canto. Entre los grandes cultivadores italianos se encuentran Petrarca y, ya en el siglo XVI, Ludovico Ariosto y Jacopo Sannazaro. Un uso renovado del género se constata en el poema de Neruda titulado “Madrigal escrito en invierno” ―de Residencia en la tierra (1925-1931), volumen publicado en 1935―, donde el molde clásico, que es una especie de petición breve y galante a la dama, se convierte en un grito angustioso: “Acércame tu ausencia hasta el fondo”, reza uno de los versos. Asimismo, influido por las vanguardias de las primeras décadas del siglo XX es el de Rafael Alberti, “Madrigal al billete de tranvía” (Cal y canto, 1929). • Sátira. Composición en verso o en prosa que censura costumbres, vicios o defectos individuales o colectivos con un propósito moralizador, meramente lúdico o intencionalmente burlesco 7 . Aparece en Grecia ―sus principales representantes son Arquíloco (siglos VIII-VII a. C.), Aristófanes (siglos V-IV a. C.), Bion de Borístenes (siglos IV-III a. C.), Luciano de Samosata (siglo II d. C.), etc.―, aunque es en Roma donde se consagra como verdadero género literario. De hecho, Quintiliano (siglo I d. C.) consideraba este subgénero una creación propiamente latina. Entre sus iniciadores se suele citar a Ennio, Cayo Lucilo (siglo II a. C.) y Marco Terencio Varrón (siglos II-I a. C.), a los que les seguirán Aulo Persio Flaco (siglo I d. C.), Horacio o Juvenal (siglos I-II d. C.), entre otros. Ejemplos de sátiras en nuestro país son las de Francisco de Quevedo (Obra poética, 1969-1981), como la “Epístola satírica y censoria”, o la que transcribimos a continuación: Si yo te pido prestado sin prenda, que no lo tienes 7 Si bien consignamos aquí la sátira como un subgénero lírico, debemos matizar que la sátira abarca obras de cualquier género literario, bien sea en prosa, bien en verso, siempre con un denominador común: el sentido crítico-moralizador y la voluntad didáctica y a veces cómica que hemos apuntado.

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dices, y a prestarlo vienes si a mí me abona mi prado. Lo que de mí no has fiado, fiaste de mi heredad. Échante de la ciudad. ¿Buscas compañero, amigo? Mi prado vaya contigo, pues él te debe amistad.

• Epigrama. Breve poemilla que expresa agudamente y con ingenio un pensamiento festivo, laudatorio, satírico, etc. Muestra de ellos son algunos del escritor neoclásico Leandro Fernández de Moratín, publicados en el volumen III de sus Obras dramáticas y líricas (1825). El que sigue está dedicado a un tal Pedancio, personaje que en algunas versiones se identifica con José Luis Munárriz, un traductor y crítico literario coetáneo de Moratín: Tu crítica majadera de los dramas que escribí, Pedancio, poco me altera; más pesadumbre tuviera que te gustaran a ti.

Muchas veces son compuestos a modo de epitafios que se habrían de colocar sobre la lápida de una tumba: Yace en esta casa yerma, difunta, y sola doña Ana, fue una mujer cortesana, que dejó la Corte enferma. (Francisco de Borja, Las obras en verso)

Su origen también se halla en Grecia. En un principio era una inscripción o escrito breve grabado en piedra, metal (en estatuas, tumbas, etc.) u otras materias, y su temática era de carácter épico y elegíaco. Fue muy cultivado en la época alejandrina por Calímaco, Leónidas de Tarento (siglo III a. C.). En la literatura latina adquiere diversidad de temas (eróticos, morales, políticos, etc.) y de tonos: frívolos, desenfadados, irónicos, mordaces, satíricos. Los primeros testimonios de epigramas latinos se le atribuyen a Ennio. También a Virgilio se le adjudica algunos de estos poemas. Pero el que se considera el maestro por excelencia del género es Marcial (siglos I-II d. C.), quien compuso más de 1.500 piezas de esta naturaleza. En la literatura española se viene explotando desde los siglos XVI y XVII. Un ejemplo de epigrama moderno, del siglo XX, es el siguiente de Manuel Vázquez Montalbán:

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Inútil escrutar tan alto cielo inútil cosmonauta el que no sabe el nombre de las cosas que le ignoran el color del dolor que no le mata inútil cosmonauta el que contempla estrellas para no ver las ratas8.

Algunos autores, no sin razón, optan por incluir tanto la sátira como el epigrama dentro de la poesía didáctica por el propósito reformista y crítico que ambos subgéneros persiguen. • Letrilla. Composición poética amorosa, religiosa, festiva o satírica dividida en estrofas, al final de cada una de las cuales se repite como estribillo el pensamiento o concepto general de la composición, expresado con brevedad. Caído se la ha un clavel hoy a la Aurora del seno: ¡qué glorioso que está el heno porque ha caído sobre él9! Cuando el silencio tenía todas las cosas del suelo, y coronada de hielo reinaba la noche fría, en medio la monarquía de tiniebla tan crüel, caído se le ha un clavel hoy a la Aurora del seno: ¡qué glorioso que está el heno porque ha caído sobre él! […]. (Luis de Góngora, Todas las obras)

La letrilla está formada por versos octosílabos (como el ejemplo anterior) o hexasílabos que pueden rimar en consonante o en asonante y van acompañados de estribillo. Presenta la forma de un villancico o de un romance con estribillo (en el poema de Góngora el estribillo consta excepcionalmente de versos eneasílabos). Los temas que aborda son generalmente festivos o satíricos, pero también las hay de asunto religioso y erótico. Históricamente, emergen en el Renacimiento. En el Siglo de Oro incursionan en ella Quevedo y Góngora; en el Neoclasicismo, Diego de Torres Villarroel y José Cadalso; en el Romanticismo, Ángel Saavedra, duque de Rivas, 8 Conocida es la versión musical de esta composición, inserta en el poemario Pero el viajero que huye (1990) de Vázquez Montalbán, interpretada por la banda de rock español Loquillo y Trogloditas (Con elegancia, 1998). 9 Las cursivas son del autor.

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y José Zorrilla, mientras que en el Modernismo destacan Juan Ramón Jiménez o los mexicanos Amado Nervo y Alfonso Reyes. Una actualización de la estructura clásica de la letrilla la tenemos en un poema de Mario Benedetti, cuyo título ya es significativo: “Me sirve y no me sirve” (Letras de emergencia, 1973). La primera mitad del poema repite el estribillo “no me sirve”: La esperanza tan dulce tan pulida tan triste la promesa tan leve no me sirve […].

En cambio, la segunda mitad recurre a un estribillo que insiste en la idea contraria (“sí me sirve”): Sí me sirve la vida que es vida hasta morirse el corazón alerta sí me sirve […].

3. TEMA. MOTIVO. LEITMOTIV Toda obra literaria, al margen del género en el que esté codificada, desarrollará siempre un tema, a veces dos o más. Tema es un concepto que se ha utilizado con diversas acepciones, según las diferentes corrientes de crítica literaria; pero en su sentido tradicional, que es el que vamos a considerar, representa la idea central en torno a la que gira un poema, un relato o una pieza dramática. No es en modo alguno el argumento —concepto que definiremos en el lugar oportuno—, ni una paráfrasis del texto, sino aquello de lo que habla este. Por ejemplo, en el soneto de Calderón de la Barca que reproducimos a continuación la idea central que se refleja es la fugacidad del tiempo, la caducidad de la vida, la futilidad de las glorias mundanas: Estas que fueron pompa y alegría despertando al albor de la mañana, a la tarde serán lástima vana durmiendo en brazos de la noche fría. Este matiz que al cielo desafía, iris listado de oro, nieve y grana, será escarmiento de la vida humana. ¡Tanto se aprende en término de un día! A florecer las rosas madrugaron, y para envejecerse florecieron; cuna y sepulcro en un botón hallaron.

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Tales los hombres sus fortunas vieron; en un día nacieron y expiraron; que, pasados los siglos, horas fueron.

El emisor poético advierte que todo lo que un día fue felicidad y esplendor en la existencia del ser humano en breve se desvanecerá, porque es ley de vida que nada permanezca eternamente. La inexorable sentencia del tiempo decreta el acabamiento de todo. El tema de la fugacidad de la vida y otros asuntos asociados a este fueron muy habituales en la literatura del Barroco, tal como lo revela también el siguiente poema de Quevedo (Obra poética), en el que el hablante lírico se enfrenta con entereza a la inminencia de la muerte: Ya formidable y espantoso suena dentro del corazón, el postrer día; y la última hora, negra y fría, se acerca de temor y sombras llena. Si agradable descanso, paz serena la muerte, en traje de dolor, envía, señas de su desdén de cortesía: más tiene de caricia que de pena. ¿Qué pretende el temor desacordado de la que a rescatar, piadosa, viene: espíritu en miserias anudado? Llegue rogada, pues mi bien previene; hálleme agradecido, no asustado; mi vida acabe, y mi vivir ordene.

En el texto el problema medular es la aceptación gozosa de un fin próximo e irremediable, lo cual indica que el autor no alberga una visión negativa de la muerte; al contrario, la ve como liberadora del alma (“a rescatar, piadosa, viene”). De ahí que, más que dolerse ante ese inevitable destino, más que aceptar resignadamente el término de la vida con estoicismo, lo desee con todas sus fuerzas. Algunas de las cuestiones que también aparecen en obras del siglo XVII, además de lo efímero de la riqueza y la muerte, son la idea del desengaño, el tema del amor (aunque no siempre este sentimiento se plasma en las obras en un sentido tan general) o los celos, entre otras. Ha de saberse que un mismo tema puede ser abordado por diferentes autores, obras y épocas, manteniendo determinados elementos y variando otros. En ocasiones ciertos temas se repiten tanto en distintos escritores y composiciones literarias que se convierten en tópicos de un periodo dado, cuando no atraviesan la historia de la literatura.

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Del análisis temático de una serie de textos poemáticos cabe deducir la inclinación de ciertas etapas históricas por determinados asuntos. El contexto social e ideológico condiciona la predilección por un conjunto de temas que reflejan las inquietudes o las modas de esa época. Así, el tema de la tierra castellana, muy presente en muchos autores españoles de finales del XIX y principios del XX, es recurrente en los poemas de Antonio Machado y Miguel de Unamuno (así como en las obras en prosa de Azorín); el amor no correspondido en la lírica del siglo XVI y la moda del petrarquismo se insertan en el marco de una sociedad cortesana, etc. Asimismo, los géneros literarios no solo codifican la forma del poema, sino también sus líneas temáticas fundamentales. Por ejemplo, si un poema es una elegía, sabremos de inmediato que girará en torno a la muerte o la pérdida de algo o alguien querido; si es una sátira, girará en torno a la ridiculización de los vicios, locuras, abusos o deficiencias, ya sean individuales, ya colectivos. El tema es lo que posibilita la coherencia interna de una obra en su rica complejidad. Es susceptible de resumirse en una frase breve y muchas veces abstracta: el tema del honor, la herida de amor, el menosprecio de corte, la fugacidad de la vida, la aceptación de la muerte… Para Tomachevski, en la elección del tema es determinante el modo en que será acogido por el lector (179). Para que el tema sea bien recibido, ha de ser, en primer lugar, interesante, privilegiándose aquellos actuales, es decir, los “eficaces en el marco de las exigencias culturales del momento” (180), los problemas cotidianos, fugaces, temporales. Pero, al mismo tiempo, los temas han de mostrar universalidad, como la muerte, el problema del amor… Por “actualidad” ha de entenderse la representación de la contemporaneidad, pues hay temas modernos que no son actuales y, en cambio, hay temas históricos, ligados a una época concreta, que pueden despertar en nosotros más interés que la descripción del presente (Tomachevski 181). Por otro lado, el tema tratado ha de estimular la atención del lector a través de los sentimientos de repulsa o simpatía que suscite la obra (Tomachevski 182), siempre y cuando ese aspecto emotivo se derive del propio texto. Al conjunto de asuntos que configura el universo de un autor o de un movimiento o época determinados se le denomina temática. Es el caso del desengaño, la transitoriedad de la vida o el honor, entre otras problemáticas, que forman parte de la red de temas habituales en la literatura del siglo XVII, así como la idealización de la amada, el amor no correspondido o la descripción de una naturaleza plácida y agradable lo son de un abundante sector de la literatura del siglo XVI. La temática que domina en la poesía de la uruguaya Delmira Agustini es el erotismo femenino, mientras que la poesía

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del español Miguel Labordeta incide en una temática de carácter metafísico y existencial, etc. *** El contenido temático de una obra (en este caso una obra lírica) se articula muchas veces a través de una secuencia de unidades menores que reciben el nombre de motivos. El motivo vendría a ser algo así como la unidad mínima en que pueden descomponerse los elementos constituyentes de la fábula (argumento, historia) o el tema de una obra narrativa o dramática, e incluso de un poema lírico, que, aunque carezca de fábula, en el sentido narratológico del término 10 , sí sirve de vehículo para la expresión de un asunto. De la amalgama de motivos recurrentes en la composición se podría extraer el tema clave, que cumpliría la función de principio organizador de ese conjunto de motivos jerárquicamente estructurados en el texto. Lo mismo que sucede con los temas, existen motivos que surgen en ciertas épocas con tanta frecuencia que se convierten en índices del espíritu reinante en tal periodo. Por ejemplo, en el Romanticismo irrumpe muy a menudo el motivo de la persona amada que ha muerto y que se aparece al amigo-amado que le sobrevive, como en el drama religioso-fantástico Don Juan Tenorio (1844) de José Zorrilla o en Cumbres borrascosas (1847) de Emily Brönte. Un caso similar es el del ruiseñor y el ciervo herido que acude a la fuente, motivos habituales en la lírica española del Siglo de Oro. Algunos de los motivos incorporados a los poemas pueden asumir ocasionalmente un valor simbólico o metafórico notable. ¿Quién osaría poner en duda que en el soneto de Calderón de la Barca que reproducimos más arriba (“Estas que fueron pompas y alegría”), la “rosa” del primer terceto simboliza otra cosa que no sea la brevedad de la vida humana, mientras que la “mañana” y la “noche fría”, que representan metafóricamente dos etapas opuestas de la existencia (nacimiento, niñez, juventud/muerte), son motivos que, junto a otros, subrayan el tema principal? Motivos archiconocidos son igualmente la carta, el manuscrito encontrado, la corriente del río, el sepulcro, la noche, la salida del sol, la despedida… Centrándose en el campo de la narrativa, donde los motivos son producto de las divisiones más reducidas a que puede ser sometido el material verbal, Tomachevski señala que estas unidades mínimas, “[a]sociándose entre sí, forman los nexos temáticos de la obra” (186). En la narrativa los motivos se interpretan como unidades mínimas que estructuran la acción que se desenvuelve en la obra. Vendrían a ser las 10

La noción de fábula la explicaremos en la unidad 2.

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situaciones que imprimen su dinamismo al acontecer externo. Al leer una novela, por ejemplo, encontramos una serie de sucesos que van ajustándose a los otros constituyentes del mundo narrado y que mueven a los acontecimientos de la obra. Así, el motivo del viaje o la llegada de un individuo a un determinado marco, el cual suele desencadenar algún tipo de conflicto. En toda narración existen múltiples motivos que van guiando la acción de los personajes. Sin embargo, por lo general hay un motivo dominante o culminante que frecuentemente coincide con el final de la historia. Al repertorio de motivos que aparecen en una obra, incluyendo personajes y marco, se le llama argumento. Todo argumento lo podemos llevar a una idea sumaria de la acción, que constituye lo que llamaremos el tema. Alrededor de los temas giran los acontecimientos. Y, como hemos indicado anteriormente, a la suma de temas semejantes que pertenecen a diversas obras literarias, la llamamos temática (amorosa, policiaca, picaresca..., en el caso de los textos narrativos)11. *** Por otra parte, cuando un motivo aparece de forma repetitiva a lo largo de una obra, puede transformarse en lo que se llama un leitmotiv. Leitmotiv es una palabra alemana, procedente del campo de la música, terreno en el que designa un tema melódico que va apareciendo y reapareciendo a lo largo de una pieza musical. Dicho vocablo lo empleó, sobre todo, Richard Wagner. En literatura se denomina leitmotiv a dos fenómenos relacionados entre sí: a) un motivo recurrente que apunta a un tema, un símbolo, una intención, un aspecto relevante de la obra, como la tarde de la que abusa tanto la poesía de Antonio Machado o el mar en la poesía de Juan Ramón Jiménez; b) una determinada palabra, expresión, verso o figura literaria (imagen, metáfora, símbolo) que reaparece a intervalos a través de una pieza literaria. Algunos ejemplos patéticos de leitmotivs están contenidos en los siguientes versos de Lorca pertenecientes al Llanto por Ignacio Sánchez Mejías (1935), en el que se recurre, por un lado, al motivo de la luna, impregnada de un simbolismo mortuorio, y, por otro, el verso “¡Qué no quiero verla!”, que se repite a intervalos hasta en seis ocasiones, si excluimos las variantes “¡No me

Un intento de deslindar los conceptos de tema y motivo lo vemos en Segre (Principios, 339-66).

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digáis que la vea!” (que aparece dos veces) y el remate del último verso (“¡¡Yo no quiero verla!!”). ¡Que no quiero verla12! Dile a la luna que venga, que no quiero ver la sangre de Ignacio sobre la arena. ¡Que no quiero verla! La luna de par en par, caballo de nubes quietas, y la plaza gris del sueño con sauces en las barreras. ¡Qué no quiero verla! […].

El término leitmotiv se utiliza tanto en los dominios críticos de la poesía como en los de la narrativa o del teatro.

4. LOS TÓPICOS LITERARIOS Si comparamos estos dos fragmentos de poemas, nos percatamos enseguida de las coincidencias entre ambos: […] Cual suele el ruiseñor con triste canto quejarse, entre las hojas escondido, del duro labrador que cautamente le despojó su caro y dulce nido de los tiernos hijuelos entretanto que del amado ramo estaba ausente, y aquel dolor que siente, con diferencia tanta, por la dulce garganta despide, y a su canto el aire suena, y la callada noche no refrena su lamentable oficio y sus querellas, trayendo de su pena el cielo por testigo y las estrellas […]. (Garcilaso de la Vega, Obras) […] Cual suele en torno de álamo frondoso el ruiseñor con dulce voz quejarse del cazador solícito, que cuando miraba el edificio artificioso Las cursivas son nuestras. Salvo que se indique lo contrario, todas las cursivas que aparecen en los textos literarios que citamos son nuestras. 12

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de su nido amoroso dilatarse, el salitrado polvo disparando, hizo quedar temblando los hijos que llamando al padre gimen cuya esposa, que el plomo hirió violento, tiñó de sangre el viento; tal imagino que en el cielo imprimen tus quejas su dolor, mas, ¡ay!, que veo que puerta celestial no admite Orfeo […]. (Félix Lope de Vega, Rimas sacras)

El llanto del ruiseñor por la destrucción de su nido es un motivo común a la égloga primera de Garcilaso y a la canción a la muerte de la reina doña Margarita de Austria, de Lope de Vega. Dicho motivo remite, a su vez, a un pasaje de las Geórgicas de Virgilio: […] Como bajo la sombra del álamo lamenta la afligida Filomena a sus hijos perdidos, a quienes un rudo labrador hurtó, observándolos implumes en el nido; toda la noche llora; posada en una rama renueva su sentido canto, y con sus tristes lamentos llena la lejanía […].

Muchos otros textos del Siglo de Oro, casi siempre elegíacos, contienen la referencia virgiliana; con ella se lamenta la muerte de una persona amada, frecuentemente una mujer (Cfr. Lida de Malkiel 39-52). No es posible comentar un texto debidamente si ignoramos la existencia de una gama de motivos fosilizados ―que llamaremos tópicos― insertos en la tradición literaria. De lo contrario, se podría creer que la evocación del llanto del ruiseñor es un rasgo original de Garcilaso y de Lope de Vega. Y, tal como se puede ver, esa suposición es falsa. La presencia de estos motivos y de otros desempeña un papel similar al de las alusiones mitológicas que examinaremos en el siguiente apartado: el escritor compone, cifra su obra con unas referencias explícitas o implícitas a un acervo cultural que comparte con el lector. Los tópicos (palabra proveniente del griego koinos topos), también denominados lugares comunes (del latín comunes loci), son ideas y procedimientos estilísticos muy repetidos y consagrados a lo largo del tiempo. Estos temas o motivos convencionales eran utilizados ya, como recursos, por los oradores clásicos para la elaboración de sus discursos, y los poetas, siguiendo sus enseñanzas, echarán mano de ellos para diseñar sus poemas.

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Los tópicos forman un corpus reconocible y bastante cerrado; son fácilmente identificables en la medida en que están codificados por una tradición y aparecen a lo largo de toda la historia de la literatura o, en ocasiones, caracterizan un periodo completo. Es lo que pasa con ciertos epítetos abusivamente usados (“blanco lirio”, “hermosa dama”, “agua cristalina”…), o con las dicotomías renacentistas armas/letras, corte/aldea, o con el prototipo rubio de belleza femenina frente a la mujer morena (vigente hasta el Romanticismo) ―tópico que se conoce como descriptio puellae (‘descripción de la joven’)―, con el paisaje idealizado en el Renacimiento o con el aborrascado, reflejo de los sentimientos del hombre romántico. Todos estos elementos se pueden considerar “fenómenos naturales que un día fueron culturizados” y en los que “se mantiene, late y es tangible la zona de la cultura que es tradición actual, continuidad presente y viva” (Guillén 275). El carácter cerrado de los tópicos se debe a que reflejan condiciones generales de la existencia. El conocimiento de los mismos es fundamental sobre todo para el análisis de la poesía renacentista y barroca, aunque la lírica contemporánea no deja de emplearlos, si bien algo más solapadamente, tratando de descubrir nuevas lecturas de la tradición. Clasificaremos los tópicos basándonos en la sistematización realizada por Ernst Robert Curtius de estos motivos en la literatura grecolatina en su libro Literatura europea y Edad Media latina (122-59, 189-211, 231-41, 24689, 324-48) y en la aplicación a la literatura española hecha más recientemente por Antonio Azaustre y Juan Casas en su Manual de retórica española (39-69). Ese panorama lo completaremos con algunos elementos propios de la fraseología amorosa tradicional recurriendo, entre otras fuentes, al Diccionario de motivos amatorios en la literatura latina, coordinado por Moreno Soldevila. De los numerosos tópicos de la Antigüedad clásica que han persistido en la literatura occidental posterior, incluyendo la escrita en nuestra lengua, destacaremos los siguientes: • Tópicos tradicionales de persona a) La humilitas autoral o de la falsa modestia. Se refiere a ciertas fórmulas por medio de las que el autor manifiesta humildad en prólogos, dedicatorias e inicios de sus obras. Los oradores introducían ya este procedimiento al comienzo de sus discursos para ganarse la benevolencia, la atención y la docilidad de los oyentes. Lo mismo harán los poetas: “me abruma el tema y la lengua me falla”, escribe Venancio Fortunato (siglos VI-VII d. C.) en el libro séptimo de sus Canciones. En la Retórica, tales “fórmulas de modestia”, cuenta Curtius, “logran enorme difusión, primero en la tardía Antigüedad pagana y cristiana, y más tarde en la literatura latina y romance de la Edad Media” (128).

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Los autores posteriores harán un uso semejante del tópico. El motivo que sirve de pretexto suele ser la insuficiente cultura de su lenguaje, sus errores de métrica, su falta de arte, etc. En el poema que Pablo Neruda utiliza como prólogo de su Crepusculario (1923) leemos: […] Cierro, cierro los labios, pero en rosas tremantes se desata mi voz, como el agua en la fuente. Que si no son pomposas, que no son fragantes, son las primeras rosas ―hermano caminante― de mi desconsolado jardín adolescente.

Se trata de unos versos en los que el poeta, en un convencional gesto de modestia, pide disculpas por la inmadurez de su obra, ya que son las primeras composiciones poéticas que produce. b) El hombre como pequeño mundo (o microcosmos). Es un tópico de origen griego que se utiliza para caracterizar al género humano antes que al individuo. Parte del presupuesto de que el hombre es una réplica o espejo del macrocosmos o universo. Fray Luis de Granada, en su Introducción del símbolo de la fe (1583), aclara que “la razón por que el hombre se llama mundo menor es porque todo lo que hay en el mundo mayor se halla en él, aunque en forma más breve”. Por su parte, Alfonso X el Sabio, en la Segunda Partida, nos recuerda la afirmación de Aristóteles de que el hombre era como un universo pequeño, pues en él se reflejaban las mismas características que en el universo mayor. Así, se compone de cuatro humores, de la misma manera que el universo consta de cuatro elementos; tiene siete aberturas que se corresponden con los siete planetas; su cabeza es el cielo y su cuerpo la tierra, etc. Podría considerarse variante moderna del tópico la imagen del hombre cósmico sugerida en los poemas de Vicente Aleixandre, como en la “Canción a una muchacha muerta” de La destrucción o el amor (1935): “Dime por qué tu corazón como una selva diminuta / espera bajo tierra los imposibles pájaros”13. c) Analogías náuticas (dentro de las que podría citarse los tópicos tradicionales que caracterizan al individuo como navegante por su modo de vida, o al navegante como avaro y codicioso que atraviesa el mar en busca de riquezas, etc.). El siguiente texto de Góngora (Todas las obras, 1633), que

13 Al estudio de este tópico ha dedicado Francisco Rico su libro El pequeño mundo del hombre (1970), donde rastrea la persistencia de este motivo en las letras españolas desde la Edad Media hasta el Siglo de Oro.

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explicita una de estas comparaciones, se construye sobre una metáfora sostenida: el Amor = mar agitado. Aunque a rocas de fe ligada vea con lazos de oro la hermosa nave mientras en calma humilde, en paz süave sereno el mar la vista lisonjea; y aunque el céfiro esté (porque le crea), tasando el viento que en las velas cabe, y el fin dichoso del camino grave en el aspecto celestial se lea, he visto blanqueando las arenas de tantos nunca sepultados huesos, que el mar de Amor tuvieron por seguro que dél no fío, si sus flujos gruesos con el timón o con la voz no enfrenas, ¡oh dulce Arión, oh sabio Palinuro!

Una derivación moderna de este tópico es la composición de Dámaso Alonso “Gota pequeña, mi dolor” (Poemas puros. Poemillas de la ciudad, 1921), en la que el sufrimiento del emisor se vincula al paisaje marino: Gota pequeña, mi dolor. La tiré al mar. Al hondo mar. Luego me dije: ¡A tu sabor ya puedes navegar! Mas me perdió la poca fe... La poca fe de mi cantar. Entre onda y cielo naufragué. Y era un dolor inmenso el mar.

d) El elogio personal. En este sector se incluye una serie de tópicos vinculados a la naturaleza del individuo, poseedora de rasgos dignos de alabanza: el joven y el anciano (puer/senex), sobrepujamiento (el hecho de exceder una persona a otra en cualquier aspecto), la sabiduría y el valor (sapientia et fortitudo), la nobleza del alma, la fama y la hermosura corporal… Frecuente es que se contrapongan las figuras del joven inexperto con el sabio anciano o experimentado, un esquema que funciona, por ejemplo, en los apólogos de El conde Lucanor, de don Juan Manuel (siglo XIV). Pero esa dualidad de rasgos aparentemente antitéticos puede aglutinarse en un solo individuo. En este caso, aunque el autor pueda adjudicarle al anciano, sabio de por sí, las cualidades físicas propias del joven, lo más habitual es la posibilidad inversa, es decir, que un joven sume a su plenitud física la

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prudencia y la sabiduría propias del anciano. Véase el siguiente poema funeral de Lope de Vega (Rimas humanas), escrito a la muerte de Agustín de Carpio: Este sepulcro lagrimoso encierra un viejo en seso, aunque mancebo en años, que, por desengañar nuestros engaños, el alma a Dios, el cuerpo dio a la tierra […].

Al ser un tópico de vetusto linaje, muchos autores de la época clásica se refieren a él. Ya Ovidio (siglos I a. C.-I d. C.) dice que la fusión de la madurez con la juventud es un don del cielo no otorgado nada más que a los emperadores y a los semidioses14. Por otro lado, alabar a una persona por encima de otros referentes, como ciertas figuras célebres, se concreta en diversos tópicos que han recorrido la historia de la literatura. Según Azaustre y Casas, los autores han aprovechado este recurso “con el fin de intensificar un sentimiento, cualidad o acción, que superan a otros en donde ese rasgo está ya en grado muy elevado” (43). En el Cancionero de Baena, recogido en el siglo XV, leemos la siguiente composición de Pero Ferruz: Venus, la que fue deessa de amor e fermosura, nin Palas, la muy traviessa, de quien su buen prez oy dura, non fueron en apostura de aquesta señor eguales, nin creo que fueron tales en bondat nin fermosura.

Quien ensalza a alguna persona o cosa trata de mostrar a menudo que el objeto celebrado eclipsa a todas las demás personas o cosas análogas. En el ámbito de la poesía española del siglo XX destaquemos el elogio desmesurado que le brinda García Lorca a su querido amigo Ignacio Sánchez Mejías: “Tardará mucho tiempo en nacer, si es que nace, / un andaluz tan claro, tan rico de aventura” (Llanto por Ignacio Sánchez Mejías). El esquema del sobrepujamiento tiende a desvalorar el pasado en favor del presente, pero, en el caso de los citados versos garcialorquianos, esa desvaloración se extiende hasta un futuro impreciso.

14 Curtius describe otro cliché retórico emparentado con el del joven y el viejo: el de la anciana y la moza (153-59) por medio del cual se representa la figura de una mujer sobrenatural que reúne en sí la vejez y la juventud, o a una anciana que de pronto se rejuvenece como símbolo o alegoría del ansia de la regeneración de la personalidad.

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En lo que atañe a la hermosura corporal, aunque los panegíricos de los poetas para exaltar la belleza física de alguien que han visto la luz a lo largo de los siglos son innumerables, vale la pena recordar, por su importancia en nuestro acervo literario, el ingente caudal de retratos de amadas petrarquistas bosquejados en la poesía aurisecular. La pintura literaria de la dama en la poesía del Renacimiento y el Barroco obedece a una fórmula muy pronto codificada: su rostro es su centro. Su belleza, constante, se manifiesta de la misma manera en los mismos elementos. La descriptio puellae habla de su cabello, siempre rubio, siempre ondulado, que se transforma en oro, en luz, en fuego, en mar; habla del color blanco de su rostro ―nieve, cristal― matizado por el rosa de las mejillas ―flores―; de su frente, proporcionada, blanca; de sus cejas, en arco; de sus ojos, puerta de la comunicación amorosa, soles, luceros; de su boca ―de grana, de púrpura―, de sus dientes ―perlas―, de su cuello cristalino. La mujer que se nombra en el poema de Quevedo “Procura cebar a la codicia en tesoros de Lisi” (Obra poética) resume en su rostro todos los tesoros que puede desear el más codicioso explorador náutico: Tú, que la paz del mar, ¡oh navegante!, molestas, codicioso y diligente, por sangrarle las venas al Oriente el más rubio metal, rico y flamante, detente aquí, no pases adelante, hártate de tesoros, brevemente, en donde Lisi peina de su frente habrá sutil en ondas fulminante. Si buscas perlas, más descubre ufana su risa que Colón en el mar de ellas; su grana, a Tiro dan sus labios grana. Si buscas flores, sus mejillas bellas vencen la primavera y la mañana; si cielo y luz, sus ojos son estrellas.

Cuando el hablante lírico eleva el cabello rubio por encima del color del oro procedente de las minas de Oriente, el rojo de los labios sobre la grana de Tiro, la blancura de los dientes por encima de las de las perlas que descubriera Colón en el mar Caribe, etc., no hace sino plegarse a una convención de la poesía encomiástica, en concreto la que se orienta a resaltar la belleza del cuerpo15.

15 Seguramente, es tal el desgaste experimentado ya por esa fórmula en el siglo XVII que el mismo Quevedo no duda en parodiar esta clase de retratos estilizados; por ejemplo, en su romance “Cubriendo con cuatro cuernos”: “Descubrió un retrato tuyo, / y halló que tiene, al mirarlo, / cosas de padre del yermo, / por lo amarillo y lo flaco. // La frente mucho más

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Entre los tópicos tradicionales de persona, un capítulo aparte lo ocupan los tópicos amorosos, los más numerosos de todos. Aquí solo seleccionamos unos pocos: ―Omnia vincit Amor (en ocasiones amor vincit omnia, ‘el amor todo lo vence’). Es una referencia al verso 69 de la Égloga X de las Bucólicas —“omnia vincit Amor; et nos cedamus Amori” (“El amor todo lo vence, y hay que amar”)—, una serie de poemas de ambiente pastoril de Virgilio. Este pensamiento quedó impreso en nuestro imaginario cultural y en más de una expresión artística. Geoffrey Chaucer recoge ya la cita en latín en la descripción de la priora del “Prólogo general” de Los cuentos de Canterbury, pero el tópico ha sido reutilizado a lo largo de los siglos con enorme fortuna, tanto en teatro (así en la pieza del prerrenacentista Juan del Encina Representación sobre el poder del Amor, escenificada en 1497) como en poesía ―en la obra de autores del Renacimiento (como el “Soneto sobre una divisa de Julio que dice: ‘¿Quién resiste al Amor estando airado?’”, de Julián de Medrano), barrocos (como el soneto 116, “Amor verdadero”, de William Shakespeare) o románticos, como la siguiente rima (la número XCI) de Gustavo Adolfo Bécquer (Rimas)―: Podrá nublarse el sol eternamente; podrá secarse en un instante el mar; podrá romperse el eje de la tierra como un débil cristal. ¡Todo sucederá! Podrá la muerte cubrirme con su fúnebre crespón;

ancha / que conciencia de escribano: / las dos cejas en ballesta, / en lugar de estar en arco. // La nariz casi tan roma / como la del Padre Santo, / que parece que se esconde / del mal olor de tus bajos. // Avecindados los ojos / en las honduras del casco, / con sus dos abuelas por niñas, / de cejas y pestañas calvos. // Una bocaza de infierno, / con sendos bordes por labios / donde hace la santa vida / un solo diente ermitaño” (Obra poética). Si a Quevedo llegó a cansar ese ensalzamiento de las beldades externas de la mujer según un patrón retórico abusivamente empleado, qué no ocurriría tres siglos después. En el siglo XX Baldomero Fernández Moreno, que aunó a su vocación de poeta el oficio de médico, daría una nueva vuelta de tuerca al motivo al concentrarse en factores menos visibles de la anatomía femenina en los que nadie antes había reparado por ser considerados carentes de belleza o de mal gusto. Con su “Soneto de tus vísceras” concilió ciencia y poesía: “Harto ya de alabar tu piel dorada, / tus externas y muchas perfecciones, / canto al jardín azul de tus pulmones / y a tu tráquea elegante y anillada. // Canto a tu masa intestinal rosada, / al bazo, al páncreas, a los epiplones, / al doble filtro gris de tus riñones / y a tu matriz profunda y renovada. // Canto al tuétano dulce de tus huesos, / a la linfa que embebe tus tejidos, / al acre olor orgánico que exhalas. // Quiero gastar tus vísceras a besos, / vivir dentro de ti con mis sentidos… / Yo soy un sapo negro con dos alas” (Versos de Negrita, 1920).

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pero jamás en mí podrá apagarse la llama de tu amor.

En pintura sobresale El amor victorioso (1602), un óleo de Caravaggio que muestra a un Cupido desnudo, portando un arco y unas flechas, mientras pisotea los símbolos de las artes, las ciencias y el gobierno. En el campo de la música moderna, citemos el “Love Conquers All”, del grupo de hard rock Deep Purple, incluido en su álbum Slaves & Masters (1990), y en cine la película alemana del mismo título dirigida en 1970 por Georg Lehner, además de otra de 2006 realizada por la directora malaya Tan Chui Mui. ―Amor post mortem (‘amor más allá de la muerte’). Tópico de origen también muy antiguo que en ocasiones se solapa con el anterior. El amor post mortem subraya el carácter presuntamente eterno del amor, que traspasa las fronteras de la vida, perviviendo tras la muerte física. Se entrevé ya en Las metamorfosis de Ovidio, donde Orfeo desciende a los infiernos para rescatar a su amada Eurídice; en la Divina comedia de Dante Alighieri, que cuenta cómo Francesca de Rimini y Paolo Malatesta, los amantes adúlteros, continúan juntos en el círculo de los lujuriosos, abrazados por la eternidad, o en el “Romance del conde Niño” (Ramón Menéndez Pidal, Flor nueva de romances viejos). Muy frecuente en la poesía de todas las épocas, se manifiesta no pocas veces como relato de terror o como narración amorosa, ya que el amor tras la muerte es una de las mayores pruebas de fidelidad. En ocasiones se expone de un modo tan exagerado que roza la necrofilia (así en “Danza macabra”, de Baudelaire, poema número 97 de Las flores del mal). En varios sentidos lo tratan los autores del siglo XVII (Quevedo en “Amor constante más allá de la muerte”), prerrománticos (José Cadalso en sus Noches lúgubres) y románticos (Espronceda en El estudiante de Salamanca, donde una espectral y esquelética Elvira se le aparece de improviso a don Félix de Montemar para exigirle que se case con ella y así cumpla con las promesas de matrimonio hechas cuando estaba viva). Este enfoque se proyecta, asimismo, en varias rimas y leyendas becquerianas, como “El beso” o “El Monte de las Ánimas”. En el poema que abre Los sonetos de la muerte y otros poemas elegíacos (1952), de Gabriela Mistral, se hace referencia al fallecimiento de la persona amada con grandísimo pesar y al amor con que depositará el cuerpo del varón en la tumba; también se habla de un reencuentro con él en el Más Allá, en el convencimiento de que ninguna otra mujer podrá alejarlo ya más de su lado: […] Me alejaré cantando mis venganzas hermosas, ¡porque a ese hondor recóndito la mano de ninguna bajará a disputarme tu puñado de huesos16!

16 El tópico del amor más allá de la muerte se ha vulgarizado tanto a lo largo del tiempo que ha alcanzado, con distintas variantes, diversas manifestaciones de la cultura popular, ya sea

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―Morir de amor. Es una convención literaria institucionalizada en la lírica provenzal, gallega y francesa, como única forma de acabar con la pena del enamorado no correspondido por una amada desdeñosa, lo cual producirá en el sujeto dolorido un estado semejante al de la muerte. La destructividad del amor se trasluce en toda una red de imágenes arquetípicas que asocia el amor con dolores o enfermedades, enajenaciones mentales, heridas, ataduras, cárceles, ceguera, fuego, guerra, violencia en general y muerte, sentenciando a la mujer, el objeto por excelencia del amor desde la perspectiva androcéntrica que lidera la mentalidad dominante, a arrastrar una estela de mala fama. Históricamente, el sentimiento de que amar puede ser causa de muerte revolotea ya en la obra del poeta latino Ovidio, en concreto en la leyenda de Pírame y Tisbe, así como en su Arte de amar, y a lo largo de los siglos siguió reapareciendo en multitud de composiciones literarias hasta que quedaría inserto en el sistema de tópicos literarios de la lírica medieval conocido como amor cortés (Juan de Mena, Jorge Manrique, el Marqués de Santillana, Juan del Encina). Según este cliché, los deseos de muerte suponían la aceptación de que el fin de la vida podía liberar al amante de los sufrimientos causados por un amor sin reciprocidad alguna. En otros casos, la muerte de amor podía ser un hecho más literal: una simple mirada de la amada la podía provocar. En las Cantigas profanas, de Alfonso X el Sabio, se repite este elemento retórico: el anhelo de morir por un amor imposible. Más adelante, en los poemas de Andreu Febrer (siglos XIV-XV) se invoca también a la Muerte personificada para que, con su presencia, acabe el hablante poético su “áspera ventura” de amante despreciado. En los Cantos de amor de Ausiàs March (siglo XV), se alude y se personifica a la muerte, como dulce escape, haciéndose mención al fallecimiento por amor. Y en la poesía de Gómez Manrique (siglo XV) resurge como eje temático de su Cancionero. Durante el Medievo el formante amoroso suele ir unido a un sentimiento cristiano que tiende a emparentar el fenómeno de la muerte con el término de las desdichas humanas, idea inculcada por los místicos de ese periodo a los trovadores cortesanos de Provenza, de donde pasará a España. Así, un autor como Juan de Mena entiende la muerte como un fin consolador, liberador de dolencias de índole sentimental. De otro lado, muchos textos de la lírica cancioneril de esa época abordan la variante de vivir muriendo por el amor, o

la música —“Promises” de Megadeth (The World Needs a Hero, 2001), “Levántate y olvida” de Miguel Bosé (Por vos muero, 2004), “Desde mi cielo” de Mägo de Oz (Gaia II: La voz dormida, 2005), “So Far Away” de Avenged Sevenfold (Nightmare, 2010)…—, ya sea el cine: Ghost, más allá del amor (Jerry Zucker, 1990), Titanic (James Cameron, 1997), Más allá de los sueños (Vincent Ward, 1998) o Postdata: Te quiero (Richard LaGravenese, 2007).

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de vivir penando, si bien dicha perspectiva se extenderá igualmente a la narrativa caballeresca y sentimental de entonces (por ejemplo, en Tirante el Blanco o en Cárcel de amor, de Diego de San Pedro) e, incluso a la comedia humanística (La Celestina, 1499). En fechas posteriores, en algunos diálogos del Renacimiento (como el Coloquio pastoril de Antonio de Torquemada) y en poetas como Cristóbal de Castillejo o Fernando de Herrera se aprecia cómo la muerte es aceptada como un posible remedio de los fracasos amorosos. En Garcilaso de la Vega, en su soneto XXV, y, en general, en todos sus poemas vinculados con la muerte de Isabel Freyre/Elisa, se expresa el deseo de morir después de la desaparición de la amada para poder unirse a ella en la otra vida. Muchos de estos matices conceptuales son percibidos también en la mística renacentista como un paso necesario para que se produzca la anhelada fusión de la Amada (el alma) con el Amado (Dios). En el Barroco se puede espigar ejemplos del tópico en cualquiera de los géneros literarios. Un caso procedente del teatro es el de El caballero de Olmedo (c. 1620) de Lope de Vega, en el que don Rodrigo invoca a la muerte como solución para el destino del amante no correspondido por doña Inés, por no hablar de los funéreos abismos en que se sume el alma del atormentado escritor romántico, tendente a hilvanar historias de amor desgraciado que terminan con el suicidio de uno de los amantes, o de ambos. En las nueve estrofas en que se relata la triste suerte de la niña de Guatemala (Versos sencillos, 1891), el modernista José Martí vuelve a las andadas al evocar un similar código ideológico: Se entró de noche en el río, la sacó muerta el doctor; dicen que murió de frío, yo sé que murió de amor.

Composiciones musicales como “Mourir d’aimer” de Charles Aznavour (Non, je n’ai rien oublié, 1971), “Vivir así es morir de amor” de Camino Sesto (Sentimientos, 1978), “Morir de amor” de Miguel Bosé (Miguel, 1980), “Muero de amor” de La Bien Querida (Alevosía, 2015), “Muero de amor” de Jesse & Joy (Un besito más, 2015) inciden en varios de los principios de este tema ya clásico. Es obvio que la presencia del motivo de la muerte por amor en la canción moderna, en sus distintos estilos, hunde sus raíces en la tradición literaria culta y antigua. ―Furor amoris (‘locura de amor’). Muy socorrido desde que lo utilizan por primera vez los autores grecolatinos (Homero, Anacreonte, Eurípides, Hesíodo, Virgilio, Ovidio, Lucrecio, Catulo…), el tópico alude al amor apasionado. El amante puede llegar a perder la razón a causa del amor que

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siente o en su intento de conquistar el favor de la persona amada. Estar loco es una manera de decir que se está enamorado y el fin del amor se suele parangonar con un retorno al estado de cordura inicial. Una vez que Cupido clava sus flechas, la sensatez hace aguas y lucha denodadamente con la demencia. En ese combate binario suele salir victoriosa la enajenación mental, provocando un desorden interior para el que no hay una cura fácil. “Amante que no puede olvidarse de amor y seguir la razón” Se rindió el corazón, cegó el sentido, con propio aplauso, bella tiranía; en actos libres la razón porfía y a sacudir el yugo obedecido […]. (Antonio Alvares Soares, Rimas varias)

Por eso los más expertos en materia amorosa son siempre los locos. Por lo que entraña de aventura, de desasosiego, de incertidumbre y de irracionalidad, Antonio Machado expresa que “[…] en amor locura es lo sensato” (Poesías completas, 1928). Pese a las alteraciones que ocasiona en el ánimo y en el comportamiento del “enfermo”, para el peruano Manuel González Prada se trata de un desvarío pasajero, breve, y pocos son los que renuncian a padecerlo: “[…] Es locura el amor y poco dura, / mas ¿quién no diera toda la cordura, / quién no cambiara mil eternidades / por ese breve instante de locura?” (Exóticas, 1911). ―Ignis amoris (‘el fuego del amor’) o flamma amoris (‘la llama del amor’). El amor se considera a menudo como un fuego interior que abrasa al amante que no puede hacer nada contra él. Muy presente en la literatura erótica y en la canción moderna17, este tópico se origina, según Moreno Soldevila, “en la sensación física de calor propia del enamoramiento y el deseo amoroso, pero en su configuración intervienen otras ideas como el poder destructor del fuego o su rápida propagación” (232), tal como se desprende de los textos de Lucrecio, Propercio (siglo I a. C.) o Apuleyo (siglo II d. C.). Ignis o flamma y amor son palabras que guardan un estrecho nexo, habida cuenta de que el amor se relaciona con la calidez, con lo fogoso…, y, como resultado, degenera en una pasión tan inevitable como destructiva. Son muchas las formas en que se ha descrito la sensación de estar enamorado/a. Unos/as dicen que es como sentir mariposas en el estómago; otros/as que la temperatura corporal aumenta con solo mirar al amado o amada y unos/as terceros/as lo conciben como una energía frenética Piénsese en “Light My Fire” de The Doors (The Doors, 1967) o en “Eternal Flame” de The Bangles (Everything, 1988). 17

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que es imposible de controlar y que hace articular a los que la experimentan palabras imprudentes o ininteligibles. Pero todas estas explicaciones convergen en el concepto de un amor puro y verdadero, en el que la llama nunca se extingue y se es capaz de perecer por la persona amada. Con los antecedentes de Safo, Catulo, Ovidio, Terencio y de otros autores antiguos y contemporáneos en su haber, Quevedo (Obra poética) urde el siguiente soneto en el que habla del monte Etna, comparando dicho volcán con el abrasador amor que devora al emisor poético: Ostentas, de prodigios coronado, sepulcro fulminante, monte aleve, las hazañas del fuego y de la nieve, y el incendio en los yelos hospedado. Arde el invierno en llamas erizado, y el fuego lluvias, y granizos bebe; truena, si gimes; si respiras, llueve en cenizas tu cuerpo derramado. Si yo no fuera a tanto mal nacido, no tuvieras, ¡oh Etna!, semejante: fueras hermoso monstruo sin segundo. Mas como en alta nieve ardo encendido, soy Encéfalo vivo y Etna amante, y ardiente imitación de ti en el mundo.

La misma idea de la llama de amor arraiga también en la tradición mística occidental, incluso en la islámica, sugiriendo el amor divino que opera en el alma del sujeto de enunciación, así como el amor con que se une esa alma con Dios, cuando esta alcanza las disposiciones necesarias para tal encuentro. En este contexto, el factor ígneo resulta semánticamente ambivalente: por un lado, designa el proceso purificador que arrasa con todo lo que el alma tiene desordenado e intemperado; por otro, denota el proceso unitivo, en el Amor, de acuerdo con el tópico místico-literario de la flamma amoris. ―Foedus amoris. Literalmente ‘el pacto de amor’. Se entiende en este caso que los enamorados hacen un juramento de mutua fidelidad. No se trata de un acuerdo jurídico efectivo, sino de la expresión de una relación puesta principalmente bajo la protección de los dioses. El incumplimiento de este acuerdo debería acarrear graves males al infractor, que es por lo que clama Salicio en la “Égloga I” de Garcilaso de la Vega (Obras, 1589): […] ¡Oh Dios! ¿Por qué siquiera, pues ves desde tu altura esta falsa perjura

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causar la muerte de un estrecho amigo,no recibe del cielo algún castigo? […]

Antiguamente, el pacto amoroso simbolizaba una unión entre la pareja y un culto a los dioses, a los que se les ofrecía el amor de ambos amantes; debido a ello, al transgredir un miembro de la pareja dicho tratado, las divinidades habrían de sentirse personalmente ofendidas. Los castigos más comunes que se les imponía a los infractores eran físicos, es decir, lo más temido era la eliminación de la belleza corporal, pena de la que se libra, al parecer, la mujer que se burla del amante en uno de los poemas de Amores, de Ovidio: […] Los cabellos tan largos que tenía cuando todavía no era perjura, igual de largos los sigue teniendo después de haber ofendido a los dioses. Antes era de tez blanca y un rosado rubor matizaba su blancura: el mismo rubor brilla ahora en su rostro de nieve […].

La noción de pacto aparece ya en el epigrama erótico y la epistolografía griegos, pero el primer intento de expresarlo de manera pormenorizada en la literatura se debe al poeta latino Catulo18. ―Militia amoris (‘la milicia del amor’). Al ser uno de los tópicos más fecundos de la literatura erótica clásica, no debemos pasarlo por alto. Consiste en contemplar el amor y todas sus vicisitudes como una empresa bélica. Los soldados romanos o helenos comparan el amor con su oficio, ya que, en muchas ocasiones, hay que luchar contra el amor como si de un enemigo se tratase. En el Renacimiento español Cristóbal de Castillejo escribe en su Sermón de amores (1542): […] Pues si comparar queremos la vida del amador al hombre guerreador, en mil cosas la veremos semejante. Anda en guerra todo amante […].

La metáfora por la que se representa y describe figuradamente la relación amorosa en términos militares la encumbra Ovidio en Amores y en Esta metáfora amatoria ha inspirado a algunos cantantes actuales, como Nelly Furtado, que en su tema “In God’s Hands” (Loose, 2006) dice: “Olvidamos que amarse / era un acto de fe; / olvidamos que amarnos era un pacto con Dios”. Puede verse también el motivo del pacto de amor violado en canciones como “Qué hiciste” de Jennifer López (Como ama una mujer, 2007). Por otro lado, numerosas películas de animación de la factoría Disney, en las que los protagonistas suelen jurarse amor eterno ―Blancanieves y los siete enanitos (David Hand, Wilfred Jackson, Larry Morey, Ben Sharpsteen, William Cottrell y Percival C. Pearce, 1937), La Cenicienta (Clyde Geronimi, Hamilton Luske y Wilfred Jackson, 1950), La bella durmiente (Clyde Geronimi, Wolfgang Reitherman y Les Clark, 1997) y Hércules (Ron Clements y John Musker, 1997)―, actualizan el tópico. 18

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Arte de amar, donde declara, respectivamente, que Cupido tiene su propio cuartel, ocupado por los amantes, que son los soldados, o reconviene a los de carácter pusilánime a que se abstengan de semejantes gestas heroicas, sembradas de “noches, borrascas, largos caminos, crueles dolores y toda clase de trabajos”. Antes que Ovidio y que los poetas elegíacos latinos, una primera organización de este material es llevada a cabo por los poetas de la época helenística. Durante el siglo XIX español, autores como Leopoldo Alas “Clarín” hicieron uso del mismo, tal y como se puede ver en un fragmento de La Regenta (1884-85): Supongamos que Ana consentía en hablar con don Álvaro a solas. ¿Dónde podía ser? ¿En casa del Regente? Imposible, pensaba el seductor; esto ya sería una traición formal, de las que asustan más a las mujeres; semejantes enredos no podía admitirlos la Regenta, por lo menos al principio. La casa de Paco era un terreno neutral; el lugar más a propósito para comenzar en regla un asedio y esperar los acontecimientos. Don Álvaro lo sabía por larga experiencia. En casa de Vegallana había ganado sus más heroicas victorias de amor.

En esta novela el narrador nos sitúa en Vetusta para narrar la historia de Ana Ozores, una mujer desposada con el antiguo regente de la ciudad (Víctor Quintanar), un hombre mayor que ella que hace que se sienta sola. Insatisfecha de su vida, lo mismo que Madame Bovary y Ana Karenina en las novelas de Gustave Flaubert y León Tolstói, Ana comienza a ser cortejada por Álvaro Mesía, donjuán vetustense, pero al mismo tiempo, el confesor de Ana, don Fermín de Pas, se enamora también de la hastiada señora, de modo que ambos entablan una guerra para conquistar su amor. ―Religio amoris (‘la religión de amor’). Tópico que idealiza el sentimiento amoroso hasta tal punto de que concibe a la mujer como un ser superior de raíz divina y, por tanto, el hombre debe profesar la fe e iniciar una vía de perfeccionamiento a su servicio. A la par que se tiende a ver muchas veces a la mujer como una enemiga por cuanto hace oídos sordos una y otra vez a las súplicas del amante, en no menor medida se iguala a los ángeles (se impone el prototipo de la donna angelicata), e incluso a Dios, al que el enamorado adora como a una deidad. Fue uno de los tópicos más importantes durante los siglos medievales y persistirá en el Renacimiento. Buen ejemplo de la religio amoris lo encontramos en la poesía de Jorge Manrique (Cancionero):

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“Sin Dios y sin vos y mí” (glosa) Yo soy quien libre me vi, yo, quien pudiera olvidaros; yo so el que por amaros estoy, desque os conoscí, sin Dios y sin vos y mí. Sin Dios, porqu’en vos adoro; sin vos, pues no me queréis; pues sin mí ya está de coro que vos sois quien me tenéis […].

Claramente la voz lírica se dirige a una amada de quien no podría separarse, ni aunque lo intentara, pues es superior a él y la venera incondicionalmente. Más adelante, en el soneto V (Obras), Garcilaso de la Vega expresa parecida devoción a la mujer como única senda por la que discurre su vida: […] Yo no nací sino para quereros; mi alma os ha cortado a su medida; por hábito del alma mismo os quiero. Cuanto tengo confieso yo deberos; por vos nací, por vos tengo la vida, por vos he de morir, y por vos muero.

Hoy en día seguimos atisbando aisladas reminiscencias de este tópico en distintos poemas, ideas, frases, canciones, etc., y en diversas expresiones fraseológicas y praxis culturales19. ―Remedia amoris. Literalmente ‘remedios para el amor’. Es un motivo tradicional que entiende que el amor es una enfermedad, pero que tiene sus remedios que pasan por un proceso de desapego y de liberación de tal estado de esclavitud. A fin de conseguir la sanación se dan desde los más variados consejos (evitar las lecturas, los espectáculos, las riquezas que incitan a la vida ociosa, el hartazgo por disfrute excesivo, cambiar de sitio, ocuparse en otros asuntos, percatarse de la levedad del objeto amoroso, entregarse a la promiscuidad, el canto…) hasta recetas médicas. Ovidio, una vez más, titula uno de sus poemas de más de 800 versos precisamente “Remedios de amor”, el cual termina con una recomendación dietética contra este sentimiento. El objetivo del texto es enseñar, sobre todo a los jóvenes, a que no caigan en la 19 Algunas de las canciones más conocidas que enfocan de este modo el tema del amor son “Angel” de Robbie Williams (Life thrue a Lens, 1997), “Eres mi religión” de Maná (Revolución de amor, 2002), “Angel” (Mama, 2012) y “Baby” (XOXO, 2013) de la banda surcoreana EXO, “La suerte de mi vida” de El Canto del Loco (Personas, 2008), “Angel” de Teen Top (Transform, 2011) o “1004 (Angel)” de B. A. P. (First Sensibility, 2014).

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trampa de idealizar a la dama que ellos aman y para eso les procura ayuda en caso de desesperación y desgracia. Otro de sus cultivadores latinos es Propercio, que suplica a sus amigos que lo lleven lejos a recorrer países y navegar los mares para que no vuelva a caer presa de la tentación de amar a otra mujer que lo haga sufrir. El emisor poético de la composición de Julio Martínez Mesanza, “Remedia amoris I” (Fragmentos de Europa 1977-1997, 1998), debía de sentirse muy apesadumbrado también para requerir el auxilio de sus amistades: Amigos, el amor me perjudica: no permitáis que caiga nuevamente. Podemos emprender una campaña o el estudio de textos olvidados: algo que me mantenga distraído. No me habléis de la dulce voz de aquella ni del hermoso talle de esa otra. Quemad todo retrato, ensordecedme, poned sus armas en mis propias manos: si sé el secreto, su poder se extingue: ellas son incapaces de ternura.

En su comedia La esclava de su galán (1647), de Lope de Vega, se propone que del furor amoris se puede salir airoso emprendiendo una nueva historia de amor que haga olvidar la anterior: RICARDO […] un milagro de amor ha sucedido que fue con otro amor quedar vencido. FLORENCIO Si tiene alguna cura la locura de amor, es la hermosura de otra mujer, y ansí dijo un poeta: aunque es pasión que tanto nos sujeta para vencer amor, querer vencelle […].

La jornada tercera de La banda y la flor (1632), de Calderón de la Barca, en la que el duque sufriente de amor por Nise declara a Enrique que no hay manera de dejar de pensar en su amada, se adscribe a esta línea. Enrique no tiene la misma opinión que el duque y le recomienda que lo intente, que tome la firme resolución de alejarla de sus pensamientos, es decir, que realice un acto de voluntad, pues la única fuerza capaz de vencer al amor es la decisión de querer vencerlo.

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El ansia y la necesidad de aniquilar el sentimiento amoroso, que tanto enajena, se halla presente en otra comedia calderoniana, El galán fantasma (1637), en la que se cita a Ovidio: “LEONELO.― Ovidio dice hablando del remedio / de amor; cuál es el medio: / oye el verso. / DUQUE.― Holgareme de sabelle. / ‘Para vencer amor, querer vencelle’”. Cambiando de expresión artística, notemos que en la canción de Carlos Baute “Mi medicina”, de su álbum Directo en tus manos (2009), la cura del mal reside no en el olvido o en el desenamoramiento, sino en la correspondencia de la amada y en el poder terapéutico de su amor. Aquí el cantante venezolano, siguiendo la huella de las fuentes clásicas, expresa su amor hacia una mujer como una enfermedad, pero modificando la díada amorosa antigua, comenta que su corazón solo puede sanar si la amada lo acepta; ella es su medicina, su sanación; la única que puede acabar con su dolor. No obstante, por mucho que busque una salida (enloqueciéndola, enamorándola, acariciándola…), por mucho que sueñe con el contacto físico y que suplique por esa “medicina”, la cura esperada no llega: la amada se mantiene en sus trece, ignorando el insaciable amor que el enamorado le profesa20. • Tópicos tradicionales de cosa a) Tópicos de la creación literaria (tópica del exordio, ‘introducción o preámbulo’; invocación a las Musas, tópica de la conclusión, “No encuentro palabras” o tópica de la inefabilidad, analogías literarias, tópicos del proceso de la creación literaria). La tópica del exordio, motivado por el deseo de exponer las causas que han determinado la creación de una obra, es empleada por los oradores al iniciar su alocución, pero también por los poetas y los escritores en general cuando prometen que van a decir “cosas nunca antes 20 Para un conocimiento más amplio de los tópicos literarios amorosos en Occidente, remitimos al diccionario editado por Moreno Soldevilla, en el que una veintena de especialistas rastrean el origen y el sentido de numerosísimos lugares comunes en la literatura latina, como el triunfo de amor, las torturas de amor, el mal de amores, el yugo de amor, las cadenas de amor o el juego de amor, entre otros muchos. Por otra parte, puesto que hemos relacionado poesía y música, debemos referirnos de nuevo al libro de Zamora Pérez. En esta investigación se observa que la música española de los años 80 ―y, sin duda alguna, la de otros países― sigue aferrada a la idea del amor como concepto imperecedero heredando no pocos de los lugares comunes engendrados dentro de las corrientes literarias del amor cortés y el neoplatonismo (50). Si bien los arquetipos amorosos se ven innovados a través de los textos cantados en el transcurso de esta década de transición política y social, “presidida por el caos, con una miscelánea de formas nuevas y ancestrales, en un mundo cambiante, ebrio de neón”, los motivos literarios precedentes, desarrollados y modificados en el decurso de la historia, siguen sobrevolando los formantes amorosos de las canciones españolas de ese momento (Zamora Pérez 50).

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dichas” o “canciones jamás oídas”, como Horacio en sus Odas, o bien declaran que escriben a requerimiento de un conocido o para evitar la ociosidad, o bien porque consideran que “[q]uien posee conocimientos debe divulgarlos”. Corriente es la defensa de la utilidad del libro presentado al lector argumentando que “[t]odo libro, aunque malo, aprovecha”, como en el Libro infinido de don Juan Manuel o en el Lazarillo de Tormes (1554). Las dedicatorias al comienzo de las obras también se inscriben en esta categoría. Por su parte, el Marqués de Santillana reclama al principio de sus Canciones y decires el auxilio de las Musas para poder llevar a buen fin el proyecto poético que tiene entre manos. Estamos ante otro tópico de la creación literaria habitual del exordio: […] O vos, Musas, qu’en Parnaso fazeys la abitación, allí do fizo Pegaso la fuente de perfición; en la fin e conclusión en el medio, començando, vuestro [subsidio] demando para mi proposición […].

En su versión cristiana, las musas paganas son sustituidas por Dios, la Virgen o los santos como posibles candidatos en los que el poeta busca inspiración, ánimo o fuerza para acometer su tarea. La tópica de conclusión del discurso abarca un conjunto de ideas consagradas como justificaciones de la culminación del acto de escritura. Ejemplificaremos una de estas convenciones citando una frase de Cicerón (siglos II-I a. C.) incluida en Acerca del orador: “Debemos terminar, porque se hace de noche”, modelo más o menos repetido siglos después en el anónimo Libro de Alexandre (siglo XIII) y en el poema “Cena jocosa” de Baltasar del Alcázar (Poesías, 1910). Ovidio remata su Arte de amar con estas palabras: “el juego llega a su fin”. Por lo general, se trata de un procedimiento de cierre un tanto brusco en la manera de ejecutarlo. Otra fórmula socorrida para terminar un texto es apelar al cansancio de la musa, como hacen Gonzalo de Berceo en Del sacrificio de la misa y Alonso Ezquerra en la “Epístola” en verso que le dirige a Bartolomé Leonardo de Argensola (Rimas de Lupercio y del doctor Bartolomé Leonardo de Argensola, 1634). En definitiva, tanto el tópico del exordio como el de la conclusión se localizan, respectivamente, en los poemas que abren y cierran el Canto general (1950) de Pablo Neruda, donde el poeta aparece como cumpliendo un deber que le impone su conciencia o la comunidad.

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En cuanto a la tópica de la inefabilidad o de lo indecible, otro de los preferidos históricamente, y que no se sitúa forzosamente en el ámbito del exordio, nace de la costumbre de “insistir en la incapacidad de hablar dignamente del tema”, que, desde Homero (c. siglo VIII a. C.), ha prevalecido en todas las épocas. A esta nómina de recursos pertenece también la afirmación de que no se dice sino muy poco de lo mucho que se quisiera decir. Cuando en la poesía amorosa se pondera la belleza de la amada o el sufrimiento del enamorado, se suele acudir a este tópico: “Decir yo agora la vida que pasaba en su ausencia, la tristeza, los suspiros, las lágrimas que por estos cansados ojos cada día derramaba, no sé si podré, que pena es la mía que aun decir no se puede” (Jorge de Montemayor, Los siete libros de Diana). En la poesía moderna, un caso palmario lo representa el soneto de Dámaso Alonso “¿Cómo era?” (Poemas puros. Poemillas de la ciudad), en el que se declara que: […] No era de ritmo, no era de armonía ni de color. El corazón lo sabe, pero decir cómo era no podría porque no es forma, ni en la forma cabe […].

Asimismo, no es extraño que se establezca una relación de semejanza entre la obra escrita y otros elementos de muy diverso rango. Rubén Darío acude a una muestra de tematización del proceso creador basada en la analogía. En el poema “La página blanca” (Prosas profanas y otros poemas, 1896), el poeta nicaragüense relaciona el momento previo a la creación con una caravana que atraviesa un desierto blanco y de hielo: […] ¡Qué cascos de nieve que pone la suerte! ¡Qué arrugas precoces cincela en la cara! ¡Y cómo se quiere que vayan ligeros los tardos camellos de la caravana! Los tardos camellos ―como las figuras en un panorama―, cual si fuese un desierto de hielo, atraviesan la página blanca […].

b) Tópica de la consolación. Consolarse ante la llegada de la muerte sin caer en la reacción negativa frente a ese destino inevitable, es decir, aceptar con resignación la muerte y reconfortarse con el hecho de que ni siguiera los grandes poetas, sabios o héroes de la Antigüedad pudieron librarse de ese final, constituye uno de los topoi más utilizados de todos los tiempos. Asoma ya en textos de Homero, Horacio u Ovidio. Aquiles en la Iliada halla consuelo en la idea de que “[n]i siquiera el fuerte Heracles pudo huir de la muerte / y era sin embargo el mimado de Zeus, hijo de Cronos” (Homero). Las obras de

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la era cristiana, en vez de enumerar a ilustres poetas y a figuras heroicas, recuerdan a patriarcas que igualmente acabaron pereciendo. En la elegía dedicada por García Lorca a Sánchez Mejías, el hablante lírico se dirige al torero difunto para reconvenirle, tras su dramático accidente en la plaza de toros: “Vete, Ignacio: No sientas el caliente bramido. / Duerme, vuela, reposa: ¡También se muere el mar!” (Llanto por Ignacio Sánchez Mejías). c) Tópicos del espacio (locus amoenus, ‘lugar ameno, agradable, delicioso’; locus eremus, ‘lugar yermo, desierto, solitario’; invocación de la naturaleza; beatus ille, ‘feliz, dichoso o bienaventurado aquel’). El locus amoenus, tópico heredado igualmente de la literatura grecolatina, es un lugar campestre idealizado en el que la belleza y la armonía de un prado verde, fresco, lleno de flores y aves, sombreado por árboles, regado por arroyos cristalinos… reconforta el espíritu y provoca reflexiones sobre el amor o los beneficios derivados de una soledad inmersa en la naturaleza. Es un lugar común de connotaciones edénicas, relacionado con el de la Edad de Oro o con el del beatus ille y el de la vida retirada o el menosprecio de corte y alabanza de aldea. Una de las primeras y más completas descripciones de este entorno idílico aparece en unos versos de Petronio (siglo I d. C.) en el capítulo CXXXI de El Satiricón: El movedizo plátano su sombra estival extendía y el laurel coronado de bayas, y el ciprés tembloroso, y los pinos bien cortados y de trémula copa. Allí jugaba entre espumas un errabundo riachuelo, que con sus ondas quejumbrosas los guijarros hería. Lugar hecho para amar: díganlo el ruiseñor de las selvas y la urbana golondrina, que revolando entre césped y tersas violetas, llenaban el lugar con su canto.

Sin embargo, descripciones similares despuntan antes en las obras de Homero y Safo, así como en las de Teócrito y Virgilio, siendo estos emplazamientos los sitios predilectos en los que se desarrollaban las escenas pastoriles de la poesía bucólica. Mucho más tarde, en el siglo IV d. C., lo volvemos a encontrar en un poema de Tiberiano, poeta que florece en la época de Constantino. De la literatura clásica, el locus amoenus pasará a la renacentista y luego a la barroca, aunque tampoco falta en la medieval. En este periodo se nutre de nuevos elementos: los frutos de los árboles, las abejas con su miel, la vid y el vino… Por otra parte, se adopta, en algunos casos, el tópico del locus amoenus en la descripción del bíblico Paraíso Terrenal. Como muestra, podemos mencionar la “Introducción” a los Milagros de Nuestra Señora, de Gonzalo de Berceo (donde el prado se iguala al Paraíso). En el Renacimiento

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reaparece en el pasaje de la Flecha en De los nombres de Cristo, de fray Luis de León, en el tercer libro de Diana (1558 o 1559), la novela pastoril de Jorge de Montemayor, o en las tres églogas de Garcilaso de la Vega (Obras), a la última de las cuales pertenecen las siguientes octavas reales: […] Con tanta mansedumbre el cristalino Tajo en aquella parte caminaba que pudieran los ojos el camino determinar apenas que llevaba. Peinando sus cabellos d’oro fino, una ninfa del agua do moraba la cabeza sacó, y el prado ameno vido de flores, y de sombra lleno. Moviola el sitio umbroso, el manso viento, el suave olor d’aquel florido suelo; las aves en el fresco apartamiento vio descansar del trabajoso vuelo; secaba entonces el terreno aliento el sol, subido en la mitad del cielo; en el silencio solo se’scuchaba un susurro de abejas que sonaba […].

El tópico del paraje ameno, paradisíaco, que cristalizará como término técnico en el libro XIV de la enciclopedia de san Isidoro de Sevilla (siglos VIVII) Etimologías, va a despertar renovado interés en el periodo romántico, pero los autores de este movimiento lo sitúan, no en un plácido jardín, sino en medio de un bosque salvaje, variante que, por cierto, también tiene antecedentes clásicos, concretamente en el idilio XXII de Teócrito sobre los Dióscuros. En el Romanticismo el locus amoenus se convierte en un lugar más sombrío, más duro, menos feliz y más asilvestrado. Posteriormente, a finales del siglo XIX, el concepto se introduce en el mundo urbano y los bosques se tornan jardines y los ríos fuentes de piedra. Los defensores del arte por el arte prefieren la naturaleza modelada, modificada por la mano artística del hombre; parques, jardines y espacios acotados, pero fácilmente accesibles en los que se refugian Charles Baudelaire, los simbolistas Paul Verlaine y Albert Samain, los decadentistas Joris Karl Huysmans y Gabriele D’Annunzio o los modernistas Darío, Leopoldo Lugones y Julio Herrera y Reissig. Ejemplo más reciente de este tópico es la versión de Jorge Guillén en su poema “Descanso en el jardín” (Cántico, edición de 1945), donde el jardín es el lugar para el descanso de los muertos; los mármoles ya no son el material de esculturas clásicas, sino la organización geométrica del lugar de reposo de los cuerpos inertes. O el poema “Ciudad del Paraíso” de Vicente Aleixandre (perteneciente al volumen homónimo del poeta sevillano, de 1960), en el que

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el paisaje urbano se perfila como un lugar selvático que forma una bóveda de frescura por donde corre la brisa, a la manera del locus amoenus tradicional: […] Calles apenas, leves, musicales. Jardines donde flores tropicales elevan sus juveniles palmas gruesas. Palmas de luz que sobre las cabezas, aladas, mecen el brillo de la brisa y suspenden por un instante labios celestiales que cruzan con destino a las islas remotísimas, mágicas que allá en el azul índigo, libertadas, navegan […].

A veces los sentimientos dolorosos proyectan su tristeza sobre el locus amoenus, que se transfigura entonces en locus eremus. El locus eremus hace las veces así de marco al enamorado no correspondido o, en general, al hablante lírico perturbado por diversos problemas, incluyendo los políticos: “Canción I” (fragmento) Si a la región desierta, inhabitable, por el hervor del sol demasiado y sequedad d’aquella arena ardiente, o a la que por el hielo congelado y rigurosa nieve es intractable, del todo inhabitable de la gente, por algún accidente o caso de fortuna desastrada, me fuésedes llevada, y supiese que allá vuestra dureza estaba en su crüeza, allá os iría a buscar, como perdido, hasta morir a vuestros pies tendido. (Garcilaso de la Vega, Obras)

La naturaleza se llena aquí de elementos hostiles. Al oponerse al lugar agradable, las flores y el prado se tornan arena y peñascos; los ruiseñores, fieras; África y, en concreto, Libia son los lugares con los que a menudo se ha identificado este paisaje (véase la Virtud militante de Quevedo). También la nieve, el frío y los hielos aparecen convocados en esta descripción. La ciudad misma, como suele ser bastante habitual, puede ser vista como un locus eremus, tal como se aprecia en el siguiente poema de Dámaso Alonso, “Mujer en alcuza” (Hijos de la ira, 1944): Esta mujer no avanza por la acera de esta ciudad, esta mujer va por un campo yerto, entre zanjas abiertas, zanjas antiguas, zanjas recientes,

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y tristes caballones, de humana dimensión, de tierra removida […].

Más compatible con el tópico del locus amoenus es el tema del beatus ille, que procede del escritor latino Horacio, quien predica, mentirosamente, en la oda que así comienza el menosprecio de corte y alabanza de aldea, tan característico luego como preocupación, seria y grave, de los autores del Renacimiento y del Barroco. Consiste en alabar la vida campestre en soledad y fomentar el contacto con la naturaleza. En su abundante desarrollo siglo tras siglo hay, como en la oda horaciana que servirá de fuente, mucha hipocresía (pues se alaba el retiro, pero no se abandona la corte) o mucho de anhelo insatisfecho. Desarrollo extenso en verso de este tópico es la oda “A la vida retirada” o “Canción de la vida retirada”, de fray Luis de León (Obras, 18041806): ¡Qué descansada vida la del que huye del mundanal rüido y sigue la escondida senda por donde han ido los pocos sabios que en el mundo han sido; que no le enturbia el pecho de los soberbios grandes el estado, ni del dorado techo se admira, fabricado del sabio moro, en jaspes sustentado! […]

Pero, antes que el poeta de Belmonte, lo había planteado ya en toda su extensión el Marqués de Santillana en su Comedieta de Ponza. En prosa, señalemos el texto de fray Antonio de Guevara titulada precisamente Menosprecio de corte y alabanza de aldea (1539), obra que ejercerá notable influencia en otros autores de la segunda mitad del siglo XVI y de principios del XVII, llegándose a traducir al francés, al inglés, al italiano y al alemán. d) Tópicos del tiempo (ubi sunt?, sic transit, contemptus mundi, carpe diem, memento mori). El ubi sunt? (“ubi sunt qui ante nos in hoc mundo fuere?”, ‘¿dónde están ―qué se hizo, qué fue de― quienes vivieron antes que nosotros en este mundo?’) es un tema literario tópico que comprende la enunciación de una serie de interrogaciones retóricas sobre el paradero final (que no es otro que la muerte) de personajes famosos de la historia. De origen bíblico (concretamente del Eclesiastés), renace en la Edad Media en las obras de Boecio (siglos V-VI d. C.) y de Inocencio III (siglos XII-XIII) como producto de una religiosidad que solo concibe la existencia como valle de lágrimas y camino hacia lo eterno. De ahí la reflexión pesimista sobre la brevedad de la vida, lo mutable de la Fortuna, el valor intrascendente de los bienes humanos y el poder igualatorio de la muerte, todos ellos temas igualmente tópicos. El ubi sunt? se registra en numerosas composiciones de tipo elegíaco que lamentan

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la muerte de alguien (como las escritas por el Marqués de Santillana o por Gómez Manrique, poeta y dramaturgo del Prerrenacimiento español). Muchos poetas franceses medievales trataron el tema, aunque ninguno con tanta maestría como François Villon (siglo XV), en su “Balada de las damas de antaño” (El Testamento, 1461). Entre los españoles, la más acabada muestra se halla en las Coplas de Jorge Manrique a la muerte de su padre, con numerosos precedentes, antiguos y cercanos, uno de los cuales es un poema de Ferrán Sánchez de Calavera incluido en el Cancionero de Baena. En sus Coplas Manrique supo condensar lo mejor de todos depurando cada una de las características esenciales del tópico y evocando, en la sucesión de interrogaciones propias de esta fórmula, tanto a personajes recientemente desaparecidos como costumbres y objetos de la corte, con lo que aproxima a los lectores el temblor y el misterio de una muerte que todo lo aniquila: […] ¿Qué se hizo el rey don Joan? Los infantes de Aragón, ¿qué se hicieron? ¿Qué fue de tanto galán? ¿Qué fue de tanta invinción que trujeron? Las justas e los torneos, paramentos, bordaduras e cimeras, ¿fueron sino devaneos? ¿Qué fueron sino verduras de las eras? ¿Qué se hicieron las damas, sus tocados e vestidos, sus olores? ¿Qué se hicieron las llamas de los fuegos encendidos de amadores? ¿Qué se hizo aquel trovar, las músicas acordadas que tañían? ¿Qué se hizo aquel danzar, y aquellas ropas chapadas que traían? […]

Identificamos el mismo tema en la constatación que José Cadalso hace de la decadencia de nuestro país en la IV de sus Cartas marruecas (1789): “¿Hablas de manufacturas? ¿Qué se han hecho las antiguas de Córdoba, Segovia y otras?”. El tópico se convierte en fórmula que permite a la vez la expresión de esa meditación sobre lo pasajero de los bienes terrenos y su reconocimiento por parte del lector.

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Dando un salto hasta el siglo XX, nos topamos con uno de los poetas que en su día fueron llamados “novísimos”, José María Álvarez, quien en “Persecución y asesinato de Billy Holiday” (87 poemas, 1970) juega también con el tópico, aunque en su caso la pregunta se vuelve hacia el “nosotros” como un estribillo. Los ejemplos desgraciados no sirven aquí como lección de la vanidad de la vida, sino que interrogan por nuestra propia identidad, ya que lo que se fue formó parte de nuestra existencia: […] Dónde está Edith Piaf, Destrozada en un espejo de relámpagos, Que el amor coronó sobre la miseria? Nos acompañó tanto en noches tan sombrías, Y dónde está “Ma” Rainey La austera hija de Georgia Que entonaba el blues como Villon debía recitar? Pero y nosotros que tanto las amamos? […]

El tópico del sic transit gloria mundi (‘así pasa la gloria del mundo’)21, muy vinculado al anterior y, lo mismo que aquel, de procedencia bíblica, se fortalece en el Barroco a expensas de un pesimismo que se plasma a menudo en la contemplación de cadáveres, ruinas, o en la consideración de la breve vida de las flores, símbolos del paso del tiempo y de la fugacidad de todo esplendor. El soneto de Calderón de la Barca que empieza con el verso “Estas que fueron pompa y alegría” representa un modelo paradigmático de esta obsesión, así como la “Canción a las ruinas de Itálica” de Rodrigo Caro, en la que este tema se entremezcla con el del ubi sunt? […] Este despedazado anfiteatro, impío honor de los dioses, cuya afrenta publica el amarillo jaramago, ya reducido a trágico teatro, ¡oh fábula del tiempo!, representa cuánta fue su grandeza y es estrago. ¿Cómo en el cerco vago de su despierta arena el gran pueblo no suena? La frase “sic transit gloria mundi” se utilizaba durante la ceremonia de coronación de nuevos papas, en donde en cierto momento un monje interrumpe el acto, muestra unas ramas de lino ardiendo y cuando se han consumido dice: “Sancte Pater, sic transit gloria mundi” (‘Santo Padre, así pasa la gloria del mundo’), recordando al sumo pontífice que, a pesar de la tradición y la grandilocuencia de la ceremonia, no deja de ser un mortal. También se puede constatar la expresión en muchos cementerios inscrita en la tumba de personajes famosos o populares en su época. En el cine aparece al final de la película La máscara de la Muerte Roja (Roger Corman, 1964), siendo la propia Muerte Roja quien la recita. Más recientemente, la banda de rock americana Brand New la retoma en su canción “Sic Transit Gloria… Glory Fades” para describir la pérdida de la inocencia sexual. 21

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¿Dónde, pues fieras hay, está el desnudo luchador? ¿Dónde está el atleta fuerte? Todo despareció: cambió la suerte voces alegres en silencio mudo; mas aun el tiempo da en estos despojos espectáculos fieros a los ojos, y miran tan confusos lo presente, que voces de dolor el alma siente […].

Con resonancias directas del Eclesiastés, análogamente al tema del ubi sunt?, el tópico de la vanidad del mundo ha perdurado en la literatura por mucho tiempo. Descuella, por ejemplo, en los versos de Miguel Hernández, extraídos de su Romancero y cancionero de ausencias (1938-1941), título póstumo publicado en Buenos Aires en 1958, en el que se lee: “Cuerpo sobre cuerpo, / tierra sobre tierra: / viento sobre viento”. Por su parte, el contemptus mundi o menosprecio del mundo resulta un lugar común asociado al beatus ille, al menosprecio de corte, a la vida retirada, al sic transit y a la caducidad de los bienes terrenos. Escribe Quevedo en Las cuatro pestes del mundo y las cuatro fantasmas de la vida (1651): Dice el soberbio que es grande; desmiéntele la muerte, diciendo que es nada. Dice el mundo que es rico; dice la muerte que es pobre. Dice el soberbio que es todopoderoso; dice la muerte que miente, que todo es miseria y flaqueza. Dice el mundo que da contento, puestos, posesiones y gloria; dice la muerte que miente, que no da nada, que todo lo presta, y lo vuelve a quitar con dolor y lágrimas.

Dios, la virtud o el retiro reflexivo son algunas de las alternativas que se dan para contrarrestar los daños ocasionados por la mundanal vanidad. En cuanto al carpe diem (‘goza del día’, ‘aprovecha el día’), de origen latino, supone una invitación a disfrutar del momento presente y de la juventud. Procede de las Odas de Horacio, en una de las cuales se dice: “Mientras hablamos, huye el tiempo enemigo; / aprovecha el momento, sin fiar en absoluto en el mañana”, en el que se enuncia, como tema capital, el paso del tiempo y la transitoriedad de la vida. Semejante al Collige, virgo, rosas… (‘Coge, doncella, las rosas…’), del también latino Ausonio (siglo IV d. C.), quien le otorga al tema una dimensión simbólica al incorporar la imagen de esa flor de vida efímera ―“Coge, doncella, las rosas mientras está fresca la flor y lozana la juventud / y acuérdate que así se apresura también tu vida”, se lee en su poema “Sobre las rosas nacientes”―, el carpe diem pasa a la Edad Media a través de los goliardos (clérigos de vida irregular o estudiantes trotamundos que recorrían pueblos y ciudades y que han dejado una obra en verso anónima, escrita en latín medieval y destinada al canto); resurge más tarde en el Renacimiento desde una perspectiva epicúrea, como invitación a

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gozar de la vida y de la juventud antes de que la muerte arrebate ambos bienes (Garcilaso de la Vega en su famoso soneto XXIII, Pierre de Ronsard…) y subsiste en la literatura del Barroco (Luis de Góngora, Lope de Vega, Francisco de Quevedo, Pedro Soto de Rojas, Luis Carrillo y Sotomayor, Esteban Manuel de Villegas…), donde se manifiesta una verdadera obsesión por el transcurso del tiempo y el acabamiento de la vida, aunque ciertos poetas contraponen la fuerza del amor que sobrepasa la muerte (Quevedo) y lanzan una invitación a disfrutar de los esplendores de la vida mientras aún haya tiempo. Aun cuando sirva como incitación a los placeres, ha de verse en su origen el temor a la vejez y a la muerte, por lo que, en realidad, su cultivo seguirá vigente hasta la actualidad22. En La Celestina, el inmortal personaje de la alcahueta creado por Fernando de Rojas contrasta juventud y vejez para mover a Melibea al goce: CELESTINA […] Dios la dexe gozar su noble juventud y florida mocedad, que es tiempo en que más plazeres y mayores deleites se alcançarán. Que, a la mi fe, la vejez no es sino mesón de enfermedades, posada de pensamientos, amiga de renzillas, congoxa continua, llaga incurable, manzilla de lo passado, pena de lo presente, cuidado triste de lo porvenir, vecina de la muerte, choça sin rama que se llueve por cada parte, cayado de mimbre que con poca carga se doblega.

El final de la siguiente letrilla de Góngora (Todas las obras) muestra un tratamiento festivo del tópico: Que se nos va la pascua, mozas, que se nos va la pascua. Yo sé de una buena vieja que fue un tiempo rubia y zarca, y que al presente le cuesta harto caro el ver su cara, porque su bruñida frente y sus mejillas se hallan, más que roquete de obispo, encogidas y arrugadas. Que se nos va la pascua, mozas, que se nos va la pascua. Y sé de otra buena vieja, que un diente que le quedaba se lo dejó, estotro día, 22 Pionero en España en el estudio del tópico del carpe diem es el trabajo de Blanca González de Escandón Los temas del “Carpe diem” y la brevedad de la rosa en la poesía española (1938).

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sepultado en unas natas, y con lágrimas le dice: “Diente mío de mi alma, yo sé cuando fuistes perla, aunque ahora no sois nada”. Que se nos va la pascua, mozas, que se nos va la pascua. Por eso, mozuelas locas, antes que la edad avara el rubio cabello de oro convierta en luciente plata, quered cuando sois queridas, amad cuando sois amadas, mirad, bobas, que detrás se pinta la ocasión calva. Que se nos va la pascua, mozas, que se nos va la pascua.

Los temas que en el Barroco figuran junto al carpe diem reaparecen en el Romanticismo en textos como el “Canto a Teresa” (El diablo mundo, 18401841), de José de Espronceda, en el que se perciben ecos de la primera égloga de Garcilaso y del soneto XXIII del poeta toledano: el recuerdo, la evocación del gozo y de una felicidad efímera, borrada por la acción del tiempo. La poesía española de los años 70 (Guillermo Carnero, Luis Antonio de Villena, Luis Alberto de Cuenca, Francisco Brines, Antonio Colinas, etc.), coincidiendo con una revalorización temática de la tradición cultural grecolatina, recuperará algunos tópicos clásicos, entre ellos este del carpe diem. Los siguientes versos de Brines (El otoño de las rosas, 1986) ilustran la prolongación de este lugar común en la poesía contemporánea: “Collige, virgo, rosas” (fragmento) Estás ya con quien quieres. Ríete y goza. Ama. Y enciéndete en la noche que ahora empieza, y entre tantos amigos (y conmigo) abre los grandes ojos a la vida con la avidez preciosa de tus años. La noche, larga, ha de acabar al alba, y vendrán escuadrones de espías con la luz, se borrarán los astros, y también el recuerdo, y la alegría acabará en su nada23.

De igual título es el soneto de Luis Alberto de Cuenca: “Niña, arranca las rosas, no esperes a mañana. / Córtalas a destajo, desaforadamente, / sin pararte a pensar si son malas o buenas. / Que no quede ni una. Púlete los rosales // que encuentres a tu paso y deja las espinas / para tus compañeras de colegio. Disfruta / de la luz y del oro mientras puedas y 23

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Un ejemplo de cómo se puede invertir el tema del carpe diem lo encontramos en otro poema, esta vez de Manuel Vázquez Montalbán, titulado con la cita de un verso de Ronsard: “Quand vous serez bien vieille” (A la sombra de las muchachas sin flor, 1973)24. Aquí, en lugar de recomendar a que se exprima la vida durante los años mozos antes de que llegue la decrepitud, se invita a seguir gozando por igual en la última etapa de la existencia mientras se pueda: […] cuando seas muy vieja y yo me haya muerto rompe espejos retratos recuerdos ponte bragas de corista, diadema de acanto sal desnuda al balcón y méate en el mundo antes que te fusilen las ventanas cerradas.

Como en el siglo XX la mujer ya ha interiorizado la lección que durante siglos estuvo obligada a escuchar, y a medida que su participación en la vida social y laboral se hace más activa y va siendo mayor su presencia en los círculos literarios, ella misma se permitirá conminar a un “otro” a que disfrute del cuerpo femenino en su esplendor “antes que anochezca / y se vuelva mustia la corola fresca”: “Tómame ahora que es aún temprano / y que llevo dalias nuevas en las manos. // Tómame ahora que aún es sombría / esta taciturna cabellera mía […]”, se lee en “La hora”, de la poeta uruguaya Juana de Ibarbourou (Las lenguas del diamante, 1919). Por lo general, cuando el sujeto de enunciación es una voz femenina, se trastoca el género del destinatario del mensaje, que pasa a ser un varón, como en el poema de Paz Díez Toboada dedicado “A un joven, al alba de enero”: “Porque el alba es delgada / como una jabalina / y la noche aún nos muestra / sus estrellas lejanas; / porque el día se quiebra / sonrosado, en tu rostro, / quiero dejarte

rinde / tu belleza a ese dios rechoncho y melancólico // que va por los jardines instilando veneno. / Goza labios y lengua, machácate de gusto / con quien se deje y no permitas que el otoño // te pille con la piel reseca y sin un hombre / (por lo menos) comiéndote las hechuras del alma. / Y que la negra muerte te quite lo bailado” (Por fuertes y fronteras, 1996). 24 El soneto del poeta francés dice así: “Cuando seas muy vieja, a la luz de una vela / y al amor de la lumbre, devanando e hilando, / cantarás estos versos y dirás deslumbrada: / Me los hizo Ronsard cuando yo era más bella. // No habrá entonces sirvienta que, al oír tus palabras, / aunque ya doblegada por el peso del sueño, / cuando suene mi nombre la cabeza no yerga / y bendiga tu nombre, inmortal por la gloria. // Yo seré bajo tierra descarnado fantasma / y a la sombra de mirtos tendré ya mi reposo; / para entonces serás una vieja encorvada // añorando mi amor, tus desdenes llorando. / Vive ahora, no aguardes a que llegue el mañana, / coge hoy mismo las rosas que te ofrece la vida” (Sonetos para Helena, 1574).

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en prenda / un consejo discreto; / vive, goza la luz, / aprende la mañana / y olvida que a las rosas / las mustia su belleza” (Rumor de vida, 1996)25. Memento mori (‘recuerda que has de morir’) es otro de los tópicos referentes al tiempo que se ha explotado una y otra vez para advertir de nuestro destino final: la muerte, enfatizando así nuestra condición de sujetos humanos perecederos. Los inicios del tema se retrotraen a la Antigüedad. Surge en la antigua Roma cuando un general romano fue desfilando por las calles en un triunfo. Detrás iba un esclavo, quien le recordaba que, pese a todo, era mortal y que, en el momento menos esperado, moriría. En la Europa medieval lo usan en el cristianismo para alertar del vacío y de la fugacidad de los objetos terrenales. En el siglo XIV, en la última fase del Medievo, aparece la danza de la Muerte o danza macabra como consecuencia del desastre económico y demográfico producido por la peste negra. Dicho género consiste en una obra teatral en la que la gente de toda edad y de cualquier estatus social es arrastrada a un baile frenético por un esqueleto implacable y sarcástico. La muerte se burla de todos mientras danzan, tiene un poder igualatorio entre todas las personas, pues pueden morir en cualquier instante. El siguiente texto de Luis de Góngora (Todas las obras) lo aborda: “De la brevedad engañosa de la vida” Menos solicitó veloz saeta destinada señal, que mordió aguda; agonal carro por la arena muda no coronó con más silencio meta, que presurosa corre, que secreta a su fin nuestra edad. A quien lo duda, fiera que sea de razón desnuda, cada sol repetido es un cometa. Confiésalo Cartago, ¿y tú lo ignoras? Peligro corres, Licio, si porfías en seguir sombras y abrazar engaños. Mal te perdonarán a ti las horas; las horas que limando están los días, los días que royendo están los años.

e) Tópicos de circunstancias (perturbación natural que acompaña a un hecho importante, el mundo al revés). La perturbación natural ante un hecho importante tiene lugar habitualmente en el momento del nacimiento de 25 El tema también ha estado presente en la música actual (Falsalarma, Gree Day, Mettalica, Gabinete Caligari…) o en el cine, como en la película El club de los poetas muertos (Peter Weir, 1989).

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prohombres, como Alejandro Magno en el Libro de Alexandre, o Segismundo en La vida es sueño. Como suceso doloroso, se vincula a la muerte de Cristo o a una página dramática de la historia, como en la canción de Fernando de Herrera, que trata de la derrota del ejército portugués en Alcazarquivir, ocurrida el 4 de agosto de 1578 (Versos, 1619)26: “Por la pérdida del rey don Sebastián” (fragmento) Vino el día crüel, el día lleno de indinación, de ira y furor, que puso en soledad y en un profundo llanto de gente, y de placer el reino ajeno. El cielo no alumbró, quedó confuso el nuevo sol, presagio de mal tanto.

La perturbación del mundo por un suceso insólito se usa a veces como hipótesis en la acumulación de imposibilidades o adínaton (figura de pensamiento que consiste en la mención de cosas imposibles, a menudo en enumeraciones). Es lo que proyectan los siguientes versos del Marqués de Santillana (Canciones y decires): “Del Marqués a ruego de su primo don Fernando de Guivara” (fragmento) Ciçero tornará mudo e Tarsides virtüoso Sardanápolo animoso, torpe Salamón e rudo, en aquel tiempo que yo gentil criatura olvidasse tu figura cuyo só.

El tópico del mundo al revés, de raigambre clásica, se traduce en la presentación de un mundo desordenado y caótico en el que se ha roto la armonía. El uso literario de este lugar común es propio de escritores con afanes didácticos y moralizadores (Francisco de Quevedo, Baltasar Gracián) y de épocas caracterizadas por su pesimismo. En ciertas obras satíricoburlescas, también en las teatrales, se fustigan vicios y se censuran costumbres mediante la exhibición de un mundo cuyos valores se han trastocado y cuyos individuos han perdido sus rasgos esenciales para adoptar otros muy diferentes, a veces antitéticos. El tópico, que a veces se manifiesta a través del adínaton, ha sido relacionado por Mijail Bajtin ―especialmente en Problemas de la poética de Dostoiveski (1936) y en La cultura popular en la En esa batalla se enfrentaron las fuerzas portuguesas y las de los dos sultanes que se disputaban el trono de Marruecos. 26

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Edad Media y en el Renacimiento. El contexto de François Rabelais (1941)― con lo carnavalesco, debido a los matices subversivos, críticos y paródicos frente a los valores establecidos que tienen las fiestas folclóricas del carnaval. José Agustín Goytisolo, autor de un poema inserto en Claridad (1959), al que el cantante Paco Ibáñez puso música en un trabajo discográfico de 2002, reactualiza el tópico haciendo un guiño a los cuentos y fábulas infantiles: “El lobito bueno” Érase una vez un lobito bueno al que maltrataban todos los corderos. Y había también un príncipe malo, una bruja hermosa y un pirata honrado. Todas estas cosas había una vez. Cuando yo soñaba un mundo al revés.

f) Tópicos de comparación (la vida como viaje marítimo, presente en composiciones de Juan de Dueñas y de Bartolomé Leonardo de Argensola; la vida como camino ―iter vitae― o el hombre caminante ―homo viator―, de larga tradición, y la vida como río ―vita flumen―, ambos tratados por Jorge Manrique; la vida como un sueño ―vita somnium―, la vida como teatro ―theatrum mundi―, que, pese a contar con precedentes grecolatinos y del primitivo cristianismo, alcanza su mayor desarrollo en el Barroco ―Shakespeare, Cervantes, Gracián y, sobre todo, Calderón―; el sueño como la muerte, las armas y las letras)27. Variante del tema de la barca de la muerte es el siguiente poema de César Vallejo, perteneciente a Los heraldos negros (1918): “Bordas de hielo” Vengo a verte pasar todos los días, vaporcito encantado siempre lejos… Tus ojos son dos rubios capitanes; tu labio es un brevísimo pañuelo rojo que ondea en un adiós de sangre! Las armas y las letras es un tópico literario renacentista, derivado del tópico clásico sapientia et fortitudo, que pondera la unión de la vida artística y literaria con la vida guerrera o, lo que es lo mismo, la pluma con la espada. Ideal cortesano durante el Siglo de Oro, fue llevado a la práctica en España por Garcilaso, Francisco de Aldana, Cervantes, Miguel de Castro, Lope, Quevedo, Diego Hurtado de Mendoza y Calderón. 27

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Vengo a verte pasar; hasta que un día, embriagada de tiempo y de crueldad, vaporcito encantado siempre lejos, la estrella de la tarde partirá! Las jarcias; vientos que traicionan; vientos de mujer que pasó! Tus fríos capitanes darán orden; y quien habrá partido seré yo…

Lo original de este poema es que el barco se vuelve un símbolo ambiguo que evoca a la vez a la mujer y a la muerte28. g) Tópicos históricos (Edad de Oro, Paraíso Terrenal, Campos Elíseos…). Se refieren a tiempos y espacios de ensoñada perfección. El de la Edad de Oro, por ejemplo, es un tópico de la literatura clásica grecolatina. Hesíodo y Virgilio hablan en sus obras de una época antigua en la que los hombres vivían en armonía, no necesitaban trabajar, se alimentaban de los frutos que daba espontáneamente la tierra, no envejecían y gozaban de una felicidad que las posteriores generaciones desconocieron. A este periodo la cultura latina lo denominaría “edad dorada” y era el “Reino de Saturno”. Este lugar común es muy recurrente en la literatura del Renacimiento, junto a otros, como el del buen salvaje, el del menosprecio de corte y alabanza de aldea, el de la idealización de la vida natural en la literatura pastoril, el del cultivo de los refranes, como trasunto de la sabiduría primitiva de la humanidad, etc., y continúa en algunos autores manieristas y barrocos. Bien conocido es el “discurso de la Edad de Oro” que pronuncia don Quijote ante los cabreros en el capítulo XI de la obra magna de Cervantes: ―Dichosa edad y siglos dichosos aquellos a quien los antiguos pusieron nombre de dorados, y no porque en ellos el oro, que en esta nuestra edad de hierro tanto se estima, se alcanzase en aquella venturosa sin fatiga alguna, sino porque entonces los que en ella vivían ignoraban estas dos palabras de “tuyo” y “mío”. Eran en aquella santa edad todas las cosas comunes; a nadie le era necesario para alcanzar su ordinario sustento tomar otro trabajo que alzar su mano y alcanzarle de las robustas encinas, que liberalmente les estaban convidando con su dulce y sazonado fruto. Las claras fuentes y corrientes ríos, en magnífica abundancia, sabrosas y transparentes aguas les ofrecían. En las quiebras de las peñas y en lo hueco de los árboles formaban su república las solícitas y discretas abejas, ofreciendo a cualquier mano, sin interés

28 La idea de partir en un vaporcito remite alegóricamente a la experiencia de la muerte. Recuérdese que, según la mitología griega, Caronte era el barquero del Hades que guiaba las sombras errantes de los difuntos recientes de un lado a otro del río Aqueronte si tenían un óbolo (moneda de plata) para pagar el viaje.

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alguno, la fértil cosecha de su dulcísimo trabajo. Los valientes alcornoques despedían de sí, sin otro artificio que el de su cortesía, sus anchas y livianas cortezas, con que se comenzaron a cubrir las casas, sobre rústicas estacas sustentadas, no más que para defensa de las inclemencias del cielo. Todo era paz entonces, todo amistad, todo concordia […].

El mismo Cervantes hace otro tratamiento menos extenso del tema en su comedia El trato de Argel. En resumidas cuentas, los tópicos son temas, ideas, motivos convencionales o procedimientos estilísticos que, debido a su repetición en un momento dado o a lo largo de la historia literaria, acaban formando parte de la tradición cultural. En la mayoría de los casos, el poema o el texto en prosa no estará compuesto en toda su extensión por un solo tópico, sino que será producto de la combinación de varios. Así, el tópico del carpe diem puede coexistir con el de la fugacidad de la vida, el sic transit con el contemptus mundi, etc. Los tópicos no solo cristalizan en la literatura; también están presentes en la oratoria y, como hemos visto, en la música, en las artes plásticas y en el cine. En el Siglo de Oro español nos topamos con un texto clásico de oratoria sagrada en el que se aborda precisamente el tema de los tópicos, con un claro influjo de la tradición grecolatina. Su título: Los seis libros de la Retórica Eclesiástica o Método de predicar (1576), de fray Luis de Granada, escrito en latín. Al comentar un texto, hemos de procurar, así pues, reconocer el tópico, si es que existe. No olvidemos que el poeta parte de él y de su identificación por el lector; su ignorancia conllevaría desenfoques en quien analice la obra. Por ejemplo, no puede pensarse en la realidad del retrato de una dama si este responde a las coordenadas del tópico petrarquista descrito páginas atrás. Hay que tener en cuenta que no todas las damas cantadas por los poetas eran rubias; solo lo son por tradición literaria. En cualquier caso, sea cual sea el tópico tratado por el escritor, este siempre tiene la posibilidad de actualizarse incorporando matices o elementos inéditos que lo apartan de su representación más tradicional.

5. FUNCIÓN DEL MITO EN LA POESÍA Conocer y apropiarse de una terminología retórica esencial resulta necesario si queremos reparar en el artificio que el escritor ha creado en su obra. También lo es la asimilación de unas referencias culturales que el autor utiliza en su creación. La mitología, lo mismo que los tópicos literarios, está

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integrada en ese acervo cultural compartido por autor y lector. Aunque no haya dejado de interesar en la actualidad o en épocas recientes (piénsese en los poemas “Nacimiento de Venus” de Gabriel Zaid, “Retorno a Sísifo” de José Emilio Pacheco o “Paisaje con la caída de Ícaro” de William Carlos Williams, basado en una pintura de Pieter Brueguel el Viejo), la mitología dominó especialmente en la literatura del Siglo de Oro (siglos XVI y XVII) y, en menor medida, en la del Neoclasicismo (siglo XVIII) y del Modernismo (finales del siglo XIX y principios del siglo XX). El siguiente soneto de Góngora (Todas las obras), escrito en el Siglo de Oro, ejemplifica su uso como eje estructurante del poema. Verdes hermanas del audaz mozuelo por quien orilla el Po dejastes presos en verdes ramas ya y en troncos gruesos el delicado pie, el dorado pelo: pues entre las rüinas de su vuelo sus cenizas bajar en vez de huesos, y sus errores largamente impresos de ardientes llamas vistes en el cielo. Acabad con mi loco pensamiento, que gobernar tal carro no presuma antes que le desate por el viento con rayos que desdén la beldad suma, y las reliquias de su atrevimiento esconda el desengaño en poca espuma.

El “audaz mozuelo” del primer verso es Faetón, que rogó a su padre que lo dejara conducir el carro del sol para demostrar que realmente era hijo de Apolo29. Al no poder controlar la fuerza de los caballos, se sale del camino trazado, acercándose en exceso a la tierra, lo que hará que su temperatura ascienda y que se pueble de incendios. Tras pedir socorro a Zeus, el dios de dioses, para evitar la catástrofe, fulminará al joven con uno de sus rayos. Faetón cae así al río Erídano o, según otras versiones, al Po. Sus hermanas, las Helíades, le lloran, desconsoladas, y los dioses las transforman en álamos, siempre a la orilla del río. Por eso Góngora las llama “verdes hermanas” y a su transformación en árboles dedica el primer cuarteto del poema. La segunda estrofa se centra en el descenso trágico de Faetón, mientras que en los tercetos irrumpe el “yo” poético, quien se identifica con el personaje mitológico porque pretende también una hazaña imposible: que la dama a la que ama le corresponda. La mujer objeto de sus desvelos, calificada como “beldad suma”, jupiterina, castigará su atrevimiento “con rayos de 29

Faetón, según la tradición, es hijo del Sol y de Clímene.

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desdén”, de acuerdo con el código del amor cortés que hereda el poeta del petrarquismo. El tema del texto, por tanto, es el deseo de que el arrebato sentimental sea atajado a tiempo antes de que sea demasiado tarde y la mujer lo hiera con su rechazo. Conviene fijarse en que, aunque el nombre de Faetón no se menciona en el soneto, no hay duda de que la recreación de su historia es el eje que lo vertebra de cabo a rabo. En esta composición y en otras muchas que examinaremos a continuación el poeta se vale de los mitos clásicos para establecer un paralelismo con una situación personal concreta con la que se identifica o de la que se distancia. De este modo, no se entenderá el soneto XII de Garcilaso (Obras) ―ni tantos otros― si no se descifran las alusiones mitológicas que encierran: Si para refrenar este deseo loco, imposible, vano, temeroso, y guarecer de un mal tan peligroso, que es darme a entender yo lo que no creo, no me aprovecha verme cual me veo, o muy aventurado o muy medroso, en tanta confusión que nunca oso fiar el mal de mí que lo poseo, ¿qué me ha de aprovechar ver la pintura d’aquel que con las alas derretidas, cayendo, fama y nombre al mar ha dado, y la del que su fuego y su locura llora entre aquellas plantas conocidas, apenas en el agua resfriado?

Si en los tercetos se evocan las figuras de Ícaro y de Faetón, respectivamente, en los dos cuartetos el amor hacia la dama es contemplado como una temeridad, circunstancia que sume al emisor lírico en un estado de confusión. Junto a Faetón, aquel fogoso y loco mancebo que “llora entre aquellas plantas conocidas” ―sus hermanas― (en el segundo terceto), se introduce el personaje de Ícaro (en el primer terceto), el cual también se aproxima en demasía al sol en el vuelo que emprende con las alas de cera que su padre, Dédalo, le había construido para que pudiese huir de Creta30. La presencia de Ícaro es hijo de Dédalo, el arquitecto que construyera en Creta el Laberinto para que Minos, rey de la isla, encerrara en él al Minotauro, fruto de la relación de la reina Pasifae con un toro. Dédalo huye de Creta con unas alas pegadas con cera que fabrica para sí y para su hijo Ícaro. Pero el orgullo y la vanidad de este último le llevan a acercarse tanto al sol, desatendiendo los consejos de su progenitor, que la cera se derrite y cae al mar, que desde entonces se llama Icaria. Al contrario que su vástago, Dédalo llega sano a su destino y logra salvar a Cumas.

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Ícaro se une a menudo a la de Faetón ―ambos no saben ver sus límites― para ofrecer espejos al “yo” poético. Esos seres mitológicos caracterizados por un comportamiento irreflexivo o por un castigo se convierten en posibilidades hechas que se le plantean al poeta para que pueda aplicarlas a una situación o identificarse con ellas. Los mitos pasan a integrarse así al lenguaje literario. Juan de Tassis y Peralta, conde de Villamediana, alude de nuevo en los dos siguientes sonetos al mito de Ícaro. En “De cera son las alas, cuyo vuelo” (Obras, 1635) subraya el desvarío del personaje: De cera son las alas, cuyo vuelo gobierna incautamente el albedrío, y llevadas del propio desvarío, con vana presunción suben al cielo. No tiene ya el castigo, ni el recelo fuerza eficaz, ni sé de qué me fío, si prometido tiene el hado mío hombre a la mar, como escarmiento al suelo. Mas si a la pena, Amor, el gusto igualas con aquel nunca visto atrevimiento que basta a acreditar lo más perdido, derrita el sol las atrevidas alas, que no podrá quitar al pensamiento la gloria, con caer, de haber subido.

Estos versos igualan de nuevo la osadía del personaje mitológico al atrevimiento de la voz lírica, aquejada de un sentimiento que vale la pena experimentar, aunque se vea condenada al fracaso. En un segundo poema, “¡Oh volador dichoso que volaste”, del mismo autor (Obras), se exalta la “dicha” de Ícaro: ¡Oh volador dichoso que volaste por la región del aire y la del fuego, y en esfera de luz, quedando ciego, alas, vida y volar sacrificaste! Y como en las de Amor te levantaste, tu fin incauto fue el piadoso ruego que te dio libertad, pero tú luego más con el verte libre te enredaste. Efectos de razón, que aquellos brazos soltando prenden, y, si prenden, matan con ciegos ñudos de eficaz misterio. ¡Oh muerte apetecida, oh dulces lazos, donde los que, atrevidos, se desatan vuelven con nueva sed al cautiverio!

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Como en el poema de Garcilaso y de otros autores de la época, diseñados conforme a la visión petrarquista del amor, la pasión se concibe como un dulce cautiverio, una cárcel de la que el poeta no puede ni quiere librarse, pese a los sufrimientos que le acarrea. De ahí la vehemencia de sus sentimientos, ya que su alma vuela como Ícaro, aunque acabe perdiendo, si no la vida, como el personaje mítico, sí la libertad. Algunos relatos mitológicos están conformados por varios episodios y a menudo no todos tienen idéntica funcionalidad poética, es decir, no todos tienen la misma importancia en la evocación que se materializa en el texto. El mito de Orfeo ―uno de los más queridos― puede servir como ilustración. Un primer momento de la historia lo constituye la muerte de Eurídice, picada por una víbora cuando caminaba descuidada por el prado, episodio que Góngora evoca en “Herido el blanco pie del hierro breve” (Todas las obras), un soneto de circunstancias que escribe a una dama a quien le han practicado una sangría en el pie: Herido el blanco pie del hierro breve, saludable si agudo, amiga mía, mi rostro tiñes de melancolía, mientras de rosicler tiñes la nieve. Temo (que quien bien ama, temer debe) el triste fin de la que perdió el día, en roja sangre y en ponzoña fría bañado el pie que descuidado mueve. Temo aquel fin, porque el remedio para, si no me presta el sonoroso Orfeo con su instrumento dulce su voz clara. ¡Mas ay, que cuando no mi lira, creo que mil veces mi voz te revocara, y otras mil te perdiera mi deseo!

La perífrasis del segundo cuarteto (“la que perdió el día, en roja sangre y en ponzoña fría, etc.”) apunta a Eurídice, que muere, al ser picada en el pie por el venenoso reptil. El motivo que conduce al poeta a establecer esta asociación con el mito es evidente. En el mismo texto otra unidad semántica la encarna el canto desesperado de Orfeo y las facultades que tiene: enternecer las fieras y las piedras, detener los ríos y conmover a las divinidades del Hades31. Garcilaso Orfeo es el cantor por excelencia, músico (toca la lira y la cítara) y poeta. Su esposa Eurídice muere al ser mordida por una víbora cuando huye de la persecución de Aristeo. Orfeo, gracias a su maravillosa música, que conmovía a fieras y piedras, consigue que los dioses del Hades se apiaden de él. Así puede entrar en la morada sagrada, cuyo acceso estaba prohibido a los vivos. Al oírse su música, se suspenden unos instantes los castigos 31

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confronta el poder del llanto y de la música de Orfeo con su propio dolor en los cuartetos del soneto XV (Obras): Si quejas y lamentos pueden tanto que enfrentaron el curso de los ríos y en los diversos montes y sombríos los árboles movieron con su canto; si convertieron a escuchar su llanto los fieros tigres y peñascos fríos; si, en fin, con menos casos que los míos bajaron a los reinos del espanto: ¿por qué no ablandará mi trabajosa vida, en miseria y lágrimas pasada, un corazón conmigo endurecido? Con más piedad debría ser escuchada la voz del que se llora por perdido que la del que perdió y llora otra cosa.

Orfeo es quien “perdió y llora otra cosa”: a su amada Eurídice. Aquí no se menciona explícitamente tampoco el nombre de Orfeo, pero la historia de su encantadora música es evocada en esta unidad que comentamos; unidad que es, por otra parte, la más explotada en los textos de ese periodo. Hacer que su canto ―su poesía― tenga el influjo del de Orfeo es la aspiración imposible de los poetas, que ansían a toda costa doblegar la inquebrantable voluntad de sus desdeñosas (y muchas veces platónicas) amadas. La propiedad de seducción del canto órfico es tal que enternece a los dioses del Hades, y así es como Orfeo puede entrar en él para rescatar a Eurídice. Pero la condición que le ponen los dioses —el no mirarla hasta haber salido de allí— resulta incumplida. Toda prohibición conlleva su transgresión, y Orfeo sucumbe a ella: mirará a Eurídice y el desenlace no puede ser menos feliz. Quevedo (Obra poética) parte de esta secuencia para construir este ingenioso madrigal: “Contraposición amorosa (Madrigal)” Si fueras tú mi Eurídice, oh señora, ya que soy yo el Orfeo que te adora, tanto el poder mirarte en mí pudiera, que solo por mirarte te perdiera;

eternos: Sísifo se olvida de su roca, y Tántalo, de su hambre y su sed. Orfeo podrá recuperar a su esposa Eurídice, pero se le impone como condición que no debe mirarla hasta que haya salido del Hades. El personaje acepta, y, seguido por su esposa, emprende el camino hacia la luz, pero, cuando está a punto de alcanzarla, en el último momento no puede resistir la tentación de volver la mirada y de este modo la pierde definitivamente.

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pues si perdiera la ocasión de verte, perderte fuera así, por no perderte. Mas tú en la tierra, luz clara del cielo, firmamento que vives en el suelo, no podía ser que fueras sombra, que entre las sombras asistieras; que el infierno contigo se alumbrara; y tu divina cara, como el sol en su coche, introdujera auroras en la noche. Ni yo, según mis sentimientos veo, fuera música Orfeo; pues de amor y tristeza el alma llena, no pudiera cantar, viéndote en pena.

El “yo” poético no puede identificarse con Orfeo, a pesar de serlo al cantar a su amada (Orfeo, hemos indicado, es músico), porque no podría cantarla si la hubiese perdido y la viese penando, ya que el dolor se lo impediría. Tampoco habría podido ser el protagonista del relato mitológico porque solo con mirarla la perdería. La prohibición de contemplarla habría sido un castigo insuperable: con él comenzaría ya la pérdida de la amada. Por su parte, ella no podría tampoco ser Eurídice, porque, al ser suma belleza, suma luz, habría iluminado el reino de las sombras, que dejaría, por tanto, de serlo. Además de lo tratado, una última unidad enriquece la historia de Orfeo: el músico tracio, triste, rechaza a las mujeres y muere destrozado por un grupo de estas, enloquecidas, pero en los poemas transcritos más arriba de Garcilaso, Góngora y Quevedo no tiene función literaria alguna este episodio. La música de Orfeo hará que por un instante olviden sus tormentos algunos condenados famosos que se infiltran a menudo también en los textos: Sísifo, Tántalo, Ixión, Prometeo. Sísifo, hijo de Eolo, astuto y poco escrupuloso, está sentenciado eternamente a subir a un monte un pesado peñasco. En cuanto llega a la cima, se le cae ladera abajo, y tiene que volver a empezar. Juan de Arguijo (Sonetos), poeta sevillano que vivió entre los siglos XVI y XVII, describe su pena, pero ve todavía mayor su propio dolor, porque al menos Sísifo queda aliviado del peso de su carga el tiempo en que baja la montaña para recuperar la roca, mientras que él, a diferencia del hijo de Eolo, no encuentra momento de reposo. “A Sísifo” Sube gimiendo con mortal fatiga el grave peso qu’en sus hombros lleva

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Sísifo al alto monte, y cuando prueba pisar la cumbre, a mayor mal se obliga. Cae el fiero peñasco, y la enemiga suerte crüel su duro afán renueva. Vuelve otra vez a la difícil prueba sin que de su trabajo el fin consiga. No iguala aquella a la desdicha mía, pues algún tiempo alivia en su tormento los hombros a tal carga desiguales. Sufro peso mayor con tal porfía, que un punto no perdona al pensamiento la importuna memoria de mis males.

La pena de amor de este emisor poético no conoce tregua ―la concepción del amor petrarquista perdura en el Barroco―, al contrario del trabajo de Sísifo, quien sí tiene algunos instantes de respiro. Igualmente, Quevedo ve a otro personaje muy recordado, Tántalo, en su padecimiento más dichoso que él mismo. No olvidemos que Tántalo es castigado a sufrir en el Hades hambre y sed eternas, mientras tiene a su alcance agua y comida. Al acercarse a coger la fruta, se le retira, lo mismo que el agua. Quevedo (Obra poética) apostrofa a Tántalo para transmitirle que su sufrimiento supera el castigo de él, sufrimiento que de nuevo es de raíz amorosa: “Ausente se halla en pena más rigurosa que Tántalo” Dichoso puedes, Tántalo, llamarte, tú, que, en los reinos vanos, cada día, delgada sombra, desangrada y fría, ves, de tu misma sed, martirizarte. Bien puedes en tus penas alegrarte (si es capaz aquel pueblo de alegría), pues que tiene (hallarás) la pena mía del reino de la noche mayor parte. Que si a ti de la sed el mal eterno te atormenta, y mirando l’agua helada, te huye, si la llama tu suspiro; yo, ausente, venzo en penas al infierno; pues tú tocas y ves la prenda amada; yo, ardiendo, ni la toco ni la miro.

El hablante del soneto quevediano sufre más que Tántalo porque no puede ver ni tocar el objeto deseado. En cambio, el personaje mitológico al menos puede tener cerca “la prenda amada” (el agua que aplacaría su sed).

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Al igual que Quevedo, Fernando de Herrera (Versos) se siente también como un Sísifo en su pena amorosa, o como Ixión atado a una rueda encendida que gira sin cesar, castigo que le había impuesto Zeus por intentar violar a su esposa Hera: Yo te protesto, Amor, por la penosa historia de la vida, que prosigo, que la vitoria alcanzas afrentosa. […] Bien sé qu’en vano me lamento y muero por ablandar esa cruel dureza, que sin provecho mitigar espero. Cual revuelve la rueda con presteza a Ixión, que se huye y va siguiendo, tal me revuelve y tuerce tu fiereza. Y cual triste Sísifo subiendo va el gran peñasco alzado a l’alta cumbre, siempre descanso alguno no admitiendo, tal de mi afán la grave pesadumbre llevando lejos voy, do ausente veo, triste, sin alcanzar mi pura Lumbre.

La tortura amorosa, sin descanso, convierte a los enamorados de los poemas en esos seres mitológicos cuyas penas eternas inmortalizan los versos. En otro soneto el mismo Fernando de Herrera (Versos) sentirá en su interior cómo su cuidado y su deseo le comen el corazón sin cesar de forma parecida a que si estuviera en otro Cáucaso, enclave en el que sitúan algunas versiones a Prometeo, sin esperanza del liberador, Hércules, hijo de Alceo, que atravesaría de un flechazo el águila y liberaría al héroe encadenado32. Cubre en oscuro cerco y sombra fría del cielo puro el resplandor sereno l’húmida noche, y yo, de dolor lleno, lloro mi bien perdido, y mi alegría. Ningún alivio en la miseria mía hallo, de ningún mal estoy ajeno; cuanto en la confusión nublosa peno, padezco en la rosada luz del día. En otro nuevo Cáucaso enclavado, mi cuidado mortal y mi deseo el corazón me comen renovado;

32 Según la leyenda, Prometeo es hijo de un titán que engaña a Zeus por amor a los hombres: les lleva el fuego contra la voluntad del dios de dioses; motivo por el que Zeus lo encadena en el Cáucaso y hace que un águila le devore el hígado, que se regenera constantemente. Hércules termina matando al águila y libera a esta divinidad de ese castigo.

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do no pudiera el sucesor d’Alceo librarme del tormento no cansado, qu’excede al del antiguo Prometeo.

Como vemos, las referencias a los mitos son constantes. El hablante lírico se asimila a esas entidades sobrehumanas con las que comparte agonías; recrea sus historias y alude a algún detalle que las configura. En época más reciente, Miguel de Unamuno siente su tormento interior como un buitre que le roe las entrañas en un impresionante soneto de su poemario Rosario de sonetos líricos (1911), como una suerte de moderno Prometeo, condenado a que un águila le coma el hígado por la eternidad: “A mi buitre” Este buitre voraz de ceño torvo que me devora las entrañas fiero y es mi único constante compañero labra mis penas con su pico corvo. El día en que le toque el postrer sorbo apurar de mi negra sangre quiero que me dejéis con él solo y señero un momento, sin nadie como estorbo. Pues quiero, triunfo haciendo mi agonía, mientras él mi último despojo traga, sorprender en sus ojos la sombría mirada al ver la suerte que le amaga sin esta presa en que satisfacía el hambre atroz que nunca se le apaga33.

Sin embargo, el padecimiento de Unamuno, que es un autor del siglo XX, es muy distinto al de los poetas del Siglo de Oro: más que un desengaño amoroso, lo que lo aflige parece ser una angustia existencial, del espíritu. En el siguiente poema de Góngora (Todas las obras), el sujeto de enunciación habla del “garzón de Ida”, que “ministra” el licor sagrado ―la ambrosía― a los dioses. Este no es otro que Ganímedes, bellísimo joven troyano, que guardaba el rebaño de su padre en el monte de Ida cuando Zeus lo ve y se queda prendado de su belleza. Para hacerse con la ansiada presa, 33 La imagen de un ave rapaz devorando las entrañas de la voz lírica rememora, además de la historia de Prometeo, la de otro personaje mitológico menor que encarna la lujuria desenfrenada: el gigante Ticio, que intentó violar, instigado por Hera, a Leto o, según otras versiones, a Artemisa. Sus gritos atraen a Apolo y Artemisa, que acaban con el monstruo clavándole sus flechas. Según otras versiones, Zeus lo fulmina con un rayo. Luego es arrojado al Tártaro, despatarrado en el suelo, donde dos buitres o serpientes comerán eternamente su hígado.

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el dios adopta la forma de un águila y se lo lleva al Olimpo, donde Ganímedes hará las veces de copero, es decir, el que escancia la ambrosía en la copa de Zeus. La dulce boca que a gustar convida un humor entre perlas distilado, y a no invidiar aquel licor sagrado que a Júpiter ministra el garzón de Ida. Amantes, no toquéis, si queréis vida; porque entre un labio y otro colorado Amor está, de su veneno armado, cual entre flor y flor sierpe escondida. No os engañen las rosas, que a la Aurora diréis que, aljofaradas y olorosas, se le cayeron del purpúreo seno; manzanas son de Tántalo, y no rosas, que después huyen del que incitan ahora, y solo del Amor queda el veneno.

El Amor se representa en el segundo cuarteto como una serpiente venenosa 34 . En el primer terceto la Aurora está personificada como una doncella que porta rosas; en cambio, en el último terceto hay también una alusión al mito de Tántalo, quien tiene sobre su cabeza una rama cargada de frutos que se alejan en cuanto el personaje intenta cogerlos. Con este poema se previene a los amantes de la imposibilidad de obtener la prenda soñada, advirtiéndoseles del dolor que ello proporciona. Quevedo (Obra poética) acumula alusi ones a diferentes mitos (Leandro, Ícaro, Ave Fénix, Midas y Tántalo) en el siguiente soneto: “Afectos varios de su corazón fluctuando en las ondas de los cabellos de Lisi” En crespa tempestad del oro undoso, nada golfos de luz ardiente y pura 34 El tópico del amor como veneno empieza a forjarse en el contexto de la literatura latina, donde el veneno se asimila a la imagen de la serpiente: para los clásicos, el Amor, describe Librán Moreno, es “dulce como la miel, doloroso como el colmillo de la víbora, hinca sus aguijones en el corazón del amante desprevenido mientras este se distrae con los aspectos más placenteros de su pasión” (Moreno Soldevila 60). Por influjo de la tradición judeocristiana, tanto la sustancia ponzoñosa como el réptil quedarán asociados a la mujer, fuente de pecado, perversión y lujuria. Un arquetipo que se resiste a desaparecer en nuestra época. En la canción “Cuidado con el perro”, de la banda española Barricada (Rojo, 1988), la mujer aparece en sentido figurado en conjunción con los atributos de la serpiente: “Se arrastra por el suelo / como si fuera una serpiente / prepara su veneno / riendo entre dientes. / Casi siempre está segura / de que es la más fuerte / solo cuando no está cargada / de nada vale su suerte”.

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mi corazón, sediento de hermosura, si el cabello deslazas generoso. Leandro, en mar de fuego proceloso, su amor ostenta, su vivir apura; Ícaro, en senda de oro mal segura, arde sus alas por morir glorioso. Con pretensión de fénix, encendidas sus esperanzas, que difuntas lloro, intenta que su muerte engendre vidas. Avaro y rico y pobre, en el tesoro, el castigo y el hambre imita a Midas, Tántalo en fugitiva fuente de oro.

El segundo cuarteto alude, mediante un rodeo, a Ícaro y a la historia de Leandro, un joven de Abido, pueblo situado en la parte lateral del canal asiático. Leandro y Hero, una sacerdotisa de Afrodita, se aman, pero esta no se puede casar con ningún hombre porque había hecho voto de castidad. En medio de su amor se encuentra el mar. Cada noche Hero enciende una antorcha en una torre costera y Leandro nada hacia ella desde Asia a Europa. Hasta que una noche una ráfaga de viento apaga la luz y Leandro, desorientado y a meced de las aguas, muere en el mar. No pudiendo soportar la pérdida de su amado, Hero se suicida arrojándose al agua. Según otra versión, las olas arrojan el cadáver de Leandro a la playa. Hero se abraza al fallecido y otra ola se los lleva a ambos, cuyos cuerpos aparecerán sin vida, aún abrazados, sobre la arena. En el primer terceto del poema de Quevedo se menciona también a Fénix, el ave fabulosa que renace de sus cenizas y que es un símbolo solar. Y la última estrofa contiene una referencia a Midas, legendario rey de Frigia, al que Dionisos concediera el deseo de convertir en oro todo lo que tocaba. Asimismo, se recuerda la historia de Tántalo, sentenciado a permanecer sumergido en el agua hasta el cuello, sin que pueda beberla. En casi todos los ejemplos que hemos mostrado, las historias de estos seres legendarios se equiparan a los anhelos amatorios del hablante poético del texto. Sin embargo, en ocasiones la excusa puede ser de otro tipo. En dos de sus creaciones, Garcilaso plasma la transformación de Dafne en laurel35. En

35 La historia de este mito griego la encontramos en las Metamorfosis de Ovidio. Dafne es una ninfa hija del dios-río Peneo, que transcurre por la región de Tesalia. El dios Apolo la ama con una gran pasión, pero la ninfa no le corresponde y lo esquiva. En una ocasión en que esta huía a las montañas para escapar del asedio de Apolo, que la perseguía y estaba a punto de darle alcance, la joven dirige una plegaria a su padre, o bien a Zeus, para pedirle que la metamorfosee. Su petición es concedida y al momento la ninfa comienza a transformarse en laurel. De sus pies empiezan a salir raíces y sus extremidades superiores

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el soneto XIII de Garcilaso (Obras), la metamorfosis está narrada en los cuartetos, mientras que la alusión a Apolo, causa de su desgracia, se inserta en los tercetos que les siguen: A Dafne ya los brazos le crecían y en luengos ramos vueltos se mostraban; en verdes hojas vi que se tornaban los cabellos qu’el oro escurecían; de áspera corteza se cubrían los tiernos miembros que aún bullendo ‘staban; los blandos pies en tierra se hincaban y en torcidas raíces se volvían. Aquel que fue la causa de tal daño, a fuerza de llorar, crecer hacía este árbol, que con lágrimas regaba. ¡Oh miserable estado, oh mal tamaño, que con llorarla crezca cada día la causa y la razón por qué lloraban!

En las dos octavas reales de la “Égloga III” del poeta toledano, primero se pinta la persecución del dios y después la transfiguración en laurel de la ninfa: […] Dafne, con el cabello suelto al viento, sin perdonar al blanco pie corría por el áspero camino tan sin tiento que Apolo en la pintura parecía que, porqu’ella templase el movimiento, con menos ligereza la seguía; él va siguiendo, y ella huye como quien siente al pecho el odioso plomo. Mas a la fin los brazos le crecían y en sendos ramos vueltos se mostraban; y los cabellos, que vencer solían el oro fino, en hojas se tornaban; en torcidas raíces s’estendían los blancos pies y en tierra se hincaban; llora el amante y busca el ser primero, besando y abrazando aquel madero […].

Dafne siente en el pecho el “odioso plomo” debido a las flechas que le lanza Cupido y que, al parecer, son de metal.

se convierten en frondosas ramas del árbol que, desde ese momento, será consagrado al dios Apolo y pasa a representarlo.

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En estos últimos casos se trata de simples recreaciones de mitos clásicos, desprovistas de referencias personales. A veces el tratamiento del mito que hacen los poetas barrocos resulta paródico. Es lo que ocurre en los siguientes sonetos de Quevedo (Obra poética), de evidente acento burlesco. En el primero el poeta se dirige a la ninfa griega; en el segundo a su perseguidor. “A Dafne, huyendo de Apolo” “Tras vos, un alquimista va corriendo, Dafne, que llaman Sol, ¿y vos tan cruda? Vos os volvéis murciélago sin duda, pues vais del Sol y de la luz huyendo. Él os quiere gozar, a lo que entiendo, si os coge en esta selva tosca y ruda: su aljaba suena, está su bolsa muda; el perro, pues no ladra, está muriendo. Buhonero de signos y planetas, viene haciendo ademanes y figuras, cargado de bochornos y cometas”. Esto le dije; y en cortezas duras de laurel se ingirió contra sus tretas, y, en escabeche, el Sol se quedó a escuras. “A Apolo siguiendo a Dafne” Bermejazo platero en las cumbres, a cuya luz se espulga la canalla: la ninfa Dafne, que se afufa y calla, si la quieres gozar, paga y no alumbres. Si quieres ahorrar de pesadumbres, ojo del cielo, trata de compralla; en confites gastó Marte la malla, y la espada en pasteles y en azumbres. Volviose en bolsa Júpiter severo; levantose las faldas la doncella por recogerle en lluvia de dinero. Astucia fue de alguna dueña estrella, que de estrella sin dueña no la infiero: Febo, pues eres sol, sírvete de ella.

Solo en la primera composición se hace referencia a la transformación de Dafne en laurel; pero en ambos textos el poeta no traslada la historia mitológica a una experiencia por la que atraviesa.

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Otro mito frecuentemente poetizado es el de Narciso, hermoso joven que se enamora de su propio reflejo en el agua y que se consume lentamente por el amor que le devora hasta tornarse en la flor que lleva su nombre. Juan de Arguijo (Sonetos) le dedica este soneto: “A Narciso” Crece el insano ardor, crece el engaño del que en las aguas vio su imagen bella; y él, sola causa en su mortal querella, busca el remedio y acrecienta el daño. Vuelve a verse en la fuente (¡caso extraño!), de l’agua sale el fuego; mas en ella templarlo piensa, y la enemiga estrella sus ojos cierra al fácil desengaño. Fallecieron las fuerzas y el sentido al ciego amante amado, que a su suerte la costosa beldad cayó rendida. Y ahora, en flor purpúrea convertido, l’agua, que fue principio de su muerte, hace que crezca, y prueba a darle vida.

Según el relato mitológico, Narciso es hijo de un dios-río y de una ninfa. Al nacer, sus padres consultan al adivino Tiresias, quien profetiza: “Vivirá hasta viejo si no se contempla a sí mismo”. De adolescente desprecia el amor y rechaza a ninfas y doncellas, que, despiadadas, piden venganza a los dioses por tales desaires. Su petición es aceptada y un día de calor, después de una cacería, Narciso siente sed. Se inclina sobre las aguas cristalinas de un remanso y en ese momento descubre la imagen de su rostro, que le parece tan hermosa que no puede dejar de contemplarla hasta desfallecer en esa postura y morir. En el lugar de su deceso brota una flor que recibirá el nombre del joven. El “insano ardor” (v. 1) del poema de Arguijo se refiere al deseo nefasto que le inspira al personaje el enamoramiento de sí mismo. Narciso es “sola causa en su mortal querella” (v. 3), puesto que, sin remediarlo, se queda prendado de su estampa al verse reflejado en el espejo del agua. La paradoja de que salga el fuego del agua del segundo cuarteto se entiende por la pasión amorosa (representada ya por la poesía clásica, según hemos podido ver, como una llama o un fuego) que le ocasiona su propia belleza contemplada en la superficie del líquido elemento. A Narciso se le nombra como un “ciego amante amado” (v. 10) en el primer terceto porque, por un lado, el Amor lo enceguece y, por otro, el sujeto y el objeto de ese amor recaen en la misma persona.

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Reseñemos una segunda paradoja en los dos últimos versos: el agua, que fue principio de su muerte, ahora le da vida. En efecto, Narciso muere al quedar hipnotizado observando su imagen proyectada en el arroyo, pero posteriormente, al transformarse en flor, esa misma agua que propició su perdición hará que la planta florezca. El mito de Teseo y Ariadna, hija de Minos y Pasífae, es otro de los mitos recreados por los poetas occidentales. El argumento de este relato es el siguiente: Teseo, decidido a librar a los cretenses del tributo impuesto por el rey Minos, quien exigía que cada año se sacrificasen al Minotauro siete jóvenes y siete doncellas, mata a esa bestia con cabeza de toro y cuerpo de hombre gracias a la ayuda de Ariadna, quien enamorada de él, a cambio de que la lleve a Atenas y la haga su esposa, le entrega el ovillo de hilo que le permitirá encontrar el camino de regreso y salir del laberinto sin problemas. Una vez conseguido su objetivo, se escapan los dos de la isla de Creta, pero Teseo aprovechará que hacen noche en la isla de Naxos para abandonar dormida a la princesa. Juan de Arguijo escoge como asunto del siguiente soneto el lamento de Ariadna cuando, al despertarse, se da cuenta de que está sola: “A Ariadna, dejada de Teseo” “¿A quién me quejaré del cruel engaño, árboles mudos, en mi triste duelo? ¡Sordo mar, tierra extraña, nuevo cielo! ¡Fingido amor, costoso desengaño! ”Huye el pérfido autor de tanto daño, y quedado sola en peregrino suelo, do no espero a mis lágrimas consuelo, que no permite alivio mal tamaño. ”Dioses, si entre vosotros hizo alguno de un desamor ingrato amarga prueba, vengadme, os ruego, del traidor Teseo”. Tal se queja Ariadna en importuno lamento al cielo; y entretanto lleva el mar su llanto, el viento su deseo.

En el poema, Ariadna se dirige a los árboles, testigos de su desamparo. El personaje habla de una “tierra extraña” y del “peregrino suelo”, puesto que se halla, en su condición de viajera, lejos de su isla natal, de paso en un lugar extranjero. La última estrofa recoge el lamento que el personaje eleva al cielo. Y el cielo, en efecto, la escuchará, porque Dionisos, dios de la vendimia y el vino, de la fiesta y la locura, se enamorará de la mujer burlada, a la que hará su esposa y llevará a vivir consigo al Olimpo, no sin antes vengarla

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del ultraje cometido por Teseo. Sin embargo, el poema de Arguijo se detiene en el momento anterior al castigo divino. Según hemos podido comprobar, el uso de la mitología en la poesía revela el prestigio de la cultura clásica, que se convierte en ingrediente sustancial o en argumento de la obra: la fábula mitológica vuelve a ser cantada y recreada en el texto cuantas veces sean necesarias, porque las ideas y preocupaciones que transmiten son universales. Los poetas hacen una reinterpretación y actualización de esos relatos, identificándolos o contrastándolos muchas veces con una situación personal. Pero no siempre es así: a veces el mito asume una función secundaria, como simple apoyo u ornato, para crear una gama de figuras estilísticas como la perífrasis, la metáfora o la comparación.

6. PRINCIPIOS DE VERSIFICACIÓN Recalemos seguidamente en otros aspectos más instrumentales, aunque no menos significativos, del arte poético; aspectos en los que ocupa un lugar prioritario la métrica. Disciplina encargada de estudiar la formación rítmica de un poema y la naturaleza y las propiedades de los versos y sus combinaciones, la métrica constituye una herramienta indispensable tanto para el quehacer de los creadores como para los propios lectores de poesía. Familiarizarse con los principios básicos que rigen la versificación de un texto en sus distintas modalidades resulta oportuno para comprender mejor el género lírico desde un punto de vista formal; incluso para entender cualquier género literario que se revista con la indumentaria distintiva del verso. Como indicamos en la Introducción, no basta la buena voluntad del autor, ni la inspiración, ni el talento para elaborar un buen poema. En el proceso creativo entran en juego otros muchos factores, entre los que se cuenta el dominio de una retórica y de ciertos conocimientos técnicos, algunos de los cuales los proveen y explican los tratados de métrica. Los intereses de la métrica abarcan tres núcleos fundamentales: el verso, la estrofa y el poema. Pero, antes de detenernos en estos tres componentes, empecemos por analizar un rasgo central del texto poético: el ritmo. El ritmo. Es la noción esencial del poema. El ritmo es la repetición periódica e insistente de un elemento fónico dominante en la cadena oral, y en él reside la principal diferencia entre la poesía y la prosa, no en la rima. Naturalmente, la prosa también posee ritmo, siendo este un ingrediente que se advierte en el esquema de entonación de cada frase, en la distribución de los acentos, en las recurrencias de grupos fónicos, palabras, sintagmas, proposiciones y

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oraciones de estructura similar; sin embargo, comparativamente hablando, los mecanismos generadores del ritmo en el verso son mucho más precisos que los de la prosa y su normativa resulta más codificada. En el verso el ritmo se puede conseguir de varias maneras: a) haciendo que los versos repitan un mismo número de sílabas; b) con la repetición de pausas a intervalos iguales (ha de hacerse una obligada a final de cada verso, la denominada pausa versal); c) con la distribución análoga de acentos (los principales se hallan al final de cada verso); d) repitiendo ciertos sonidos en las terminaciones de algunos versos o en todos, lo que origina la rima; e) con la presencia de simetrías y paralelismos conceptuales, o bien de recurrencias de palabras y estructuras sintácticas, cuando los versos del poema no están sujetos a rima, ni a la regular distribución de acentos y pausas, ni a las exigencias del cómputo silábico tradicional. Conviene señalar que los factores enumerados no tienen por qué aparecer siempre juntos ni simétricamente organizados. Los versos de un poema pueden tener todos idéntica medida, pero carecer por completo de rima, o sus acentos pueden estar distribuidos siguiendo un esquema rítmico fijo, pero sin que la versificación sea regular, etc. La medida. Medir un verso presupone contar el número de sílabas métricas que lo integran. Para contar las sílabas de un verso se aplican las mismas reglas que para separar en sílabas cualquier palabra. Pero sucede que las sílabas métricas, unidades en que se divide un verso, no siempre coinciden con las sílabas fónicas. A la hora de medir los versos hemos de tener presente, pues, varias licencias métricas que determinan su medida definitiva: a) La sinalefa, que consiste en que dos sílabas de palabras contiguas se pronuncian como una sola y se cuentan como una única sílaba métrica. Es lo que ocurre cuando una palabra termina en vocal y la siguiente empieza por vocal (o “h-”): “La luna estaba crecida” (verso de 8 sílabas métricas). Se habla de sinalefa simple cuando en ella concurren solo dos vocales (como en el ejemplo anterior), y de sinalefa compuesta o compleja, cuando concurren más de dos vocales: “La he visto ¡ay Dios!...” (Nicomedes Pastor Díaz, Poesías). Cuando se trata de tres o más vocales en contacto, se hace sinalefa siempre que las vocales se ordenen de más abierta a más cerrada o de más cerrada a más abierta, o bien con la vocal abierta en el centro de la serie. En cambio, cuando en el grupo de más de dos vocales aparecen en posición

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interior las conjunciones “e” y “o”, la sinalefa de las tres vocales, aunque posible, no suele realizarse, ya que resulta violenta. Por el contrario, si es la conjunción “y” la que está en medio de la serie, sí puede darse la sinalefa, si bien con frecuencia esta se genera solo entre la conjunción y la vocal que le precede o que le sigue: “cubierto de gala y oro” (verso de 8 sílabas métricas). En muchos poemas del siglo XVI o compuestos antes de esa centuria no se produce sinalefa entre la vocal final de una palabra y la inicial de otra precedida por “h-” muda, derivada de la evolución de la “f-” latina, debido a que en esa época se aspiraba todavía la “h-” inicial en Castilla la Nueva, un hábito que aún hoy se mantiene como arcaísmo en determinadas zonas dialectales o en el lenguaje popular. En los versos del soneto XXIII de Garcilaso “cubra de nieve la hermosa cumbre, / por no hacer mudanza en su costumbre” (Obras), no hay sinalefa en “la hermosa”, ni en “no hacer”, porque la “h-”, que procede de “f-” (formosa, facere), se aspiraba entonces, es decir, se pronunciaba como consonante. En la sinalefa hay mucho de convención métrica; de lo contrario no se entendería que en el cómputo silábico se haga sinalefa entre palabras separadas por una división lógica como la marcada por coma, punto y coma, punto y seguido y otros signos de puntuación. En el verso “Nunca te diré, amor mío” (Federico García Lorca, Canciones) hay una sinalefa simple que une las sílabas “re” y “a” en una sola, pese a que ambas están separadas por una coma; de lo cual resultaría un verso octosílabo. b) El hiato o la dialefa es el fenómeno contrario a la sinalefa. La vocal final de una palabra y la inicial de la siguiente se mantienen como dos sílabas independientes y, por ende, no se unen. Se produce cuando una de las dos vocales está acentuada y la sinalefa resulta violenta: “las almenas tiene de oro”. Este verso extraído del romance anónimo de Rosaflorida (Tercera silva de varios romances, 1551) consta de ocho sílabas gracias a que entre “de” y “o” hay un hiato o dialefa. De esta manera el verso ganaría una sílaba36. c) La diéresis consiste en deshacer un verdadero diptongo, pronunciando sus vocales en dos sílabas distintas: “con su cantar süave no aprendido (verso de 11 sílabas métricas gracias a que en la palabra “suave” hay una diéresis). La sílaba “sua”, en principio, forma un diptongo, pero este se ha escindido para contar una sílaba más. La diéresis suele aparecer en la escritura marcada con dos puntos encima de la vocal cerrada, la llamada crema o diéresis. El poeta echa mano de esta licencia por razones estilísticas.

No hay que confundir este fenómeno con el “hiato” que manejan los fonetistas para describir la situación de vocales contiguas en el interior de una palabra que no forman diptongo: “caer”, “teatro”, “mareo”, “río”, “país”…

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d) La sinéresis no se da muy a menudo. Consiste en formar un falso diptongo, pronunciando en una sílaba dos vocales que iban en sílabas distintas (es decir, que formaban hiato): “Purpúreas rosas sobre Galatea” (Luis de Góngora, Fábula de Polifemo y Galatea). Si pronunciamos las dos sílabas de “reas” como una sola, se crea una sinéresis. Tal licencia se hace para igualar las sílabas de todos los versos de una estrofa o poema. Por otra parte, la medida depende también del acento final de verso. Si el verso termina en palabra aguda, se cuenta una sílaba más: “Ya que me tratáis así” (7+1= 8). Si termina en palabra esdrújula, se cuenta una menos: “Era el sol de las tardes insípidas” (11-1=10). Según la última sílaba acentuada, los versos se clasifican en: a) Versos agudos u oxítonos: “[…] se hace camino al andar” (Antonio Machado, Campos de Castilla). b) Versos llanos, graves o paroxítonos: “¡Triste voluntad rendida / al dolor de la pobreza!” (Emilio Carrere, El caballero de la muerte). c) Versos esdrújulos o proparoxítonos: “Escogí entre un asunto grotesco y otro trágico / Llamé a todos los ritmos con un conjuro mágico” (José Asunción Silva, El libro de versos). Según el número de sílabas que contengan, los versos se dividen en diferentes clases que vamos a exponer en las siguientes tablas, con sus correspondientes nombres y características: a) Versos simples, que constan de un solo verso (tienen de dos a once sílabas). Estos, a su vez, se subdividen en: ―Versos de arte menor, si tienen ocho sílabas o menos. Nombre de los versos Bisílabos Trisílabos Tetrasílabos Pentasílabos Hexasílabos Heptasílabos

Número de sílabas Versos de 2 sílabas37 Versos de 3 sílabas Versos de 4 sílabas Versos de 5 sílabas Versos de 6 sílabas Versos de 7 sílabas38

37 En español no hay versos monosílabos, pues, aunque tengan una sola sílaba ortográfica, al recaer sobre ella el acento, se convierte en aguda, por lo que se computa como dos sílabas. Los románticos del siglo XIX utilizaron muchos versos bisílabos para dar variedad al poema. 38 Se usa mucho en combinación con versos de once sílabas para formar la estrofa llamada lira y la silva.

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Octosílabos

Versos de 8 sílabas39

—Versos de arte mayor, si tienen nueve o más sílabas. Nombre de los versos Eneasílabos Decasílabos Endecasílabos

Número de sílabas Versos de 9 sílabas40 Versos de 10 sílabas (5 + 5) Versos de 11 sílabas41

El endecasílabo, para poseer ritmo, necesita, además del acento en la décima sílaba, acentos rítmicos secundarios o interiores. De acuerdo con ello, habrá varios tipos de endecasílabos. Los más frecuentes son: i)

Endecasílabo heroico, con acento en la 2ª, la 6ª y la 10ª sílabas: “[…] catorce versos dicen que es soneto” (Félix Lope de Vega, La niña de plata).

ii)

Endecasílabo sáfico, con acentos en la 4ª y 8ª, o en la 4ª y 6ª y, por supuesto, en la 10ª. Además, casi siempre lo lleva también en la 1ª: “Cuando me paro a contemplar mi estado” (con acento en la 4ª, la 8ª y la 10ª sílabas).

iii) Endecasílabo enfático: lleva acento en las sílabas 1ª, 6ª y 10ª: “Flérida, para mí dulce y sabrosa” (Garcilaso de la Vega, Obras). iv) Endecasílabo melódico, con acentos en la 3ª, la 6ª y la 10ª sílabas: “¡Oh natura, serán pocas obras cojas […]” (Garcilaso de la Vega, Obras). v)

Un quinto tipo, menos utilizado, es el denominado endecasílabo de gaita gallega (llamado así porque imita un ritmo frecuente en las muñeiras gallegas), el cual lleva acento en la 4ª, la 7ª y la 10ª sílabas (y muchas veces también en la 1ª): “Y con la gente morena

39 Es el verso más importante de los versos de arte menor, el verso español por excelencia, ya que es el propio de los romances y de casi todas las canciones y coplas populares. Cuando el endecasílabo fue introducido en España por Boscán y Garcilaso, por imitación de los grandes líricos italianos, a principios del siglo XVI, muchos poetas españoles se opusieron a la reforma, alegando, entre otras cosas, que se iba a abandonar el metro tradicional español (el octosílabo), para dejar paso al endecasílabo extranjero. Este último se impuso, en efecto, pero los más grandes poetas posteriores (san Juan de la Cruz, Lope de Vega, Góngora, Quevedo, Machado, etc.), si bien utilizaron variedad de metros, no olvidaron nunca el verso octosílabo y siguieron empleándolo en muchas de sus obras. 40 El eneasílabo no es muy usado en la versificación española; sin embargo, durante el Modernismo se puso de moda. 41 De origen italiano, fueron introducidos en la poesía española por Garcilaso de la Vega, a principios del XVI, aunque en el siglo anterior el Marqués de Santillana había realizado un intento frustrado por adaptarlo. La aclimatación del endecasílabo fue rapidísima y, desde la época de Garcilaso, ningún poeta ha dejado de recurrir a él.

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y huraña” (Rubén Darío, Prosas profanas y otros poemas). Naturalmente, puede haber acentos en otras sílabas, pero no son necesarios para el ritmo de estos versos. b) Versos compuestos, que constan de dos versos simples unidos (tienen doce sílabas o más). Nombre de los versos Dodecasílabos Tridecasílabos Alejandrinos o tetradecasílabos Pentadecasílabos Octonarios, hexadecasílabos o dieciseisílabos Polidecasílabos

Número de sílabas Versos de 12 sílabas (6 + 6) Versos de 13 sílabas Versos de 14 sílabas (7 + 7) Versos de 15 sílabas Versos de 16 sílabas (8 + 8) Versos de más de 16 sílabas

Los versos compuestos están formados por la unión de dos versos simples, de dos mitades o hemistiquios, separados por una pausa central o interna, que Rudolf Baehr denomina cesura intensa (32-3)42. Para la medida de los versos compuestos se ha de tener en cuenta lo siguiente: —La pausa interna impide la formación de sinalefa. —Esta pausa es del mismo tipo que la pausa final de verso, de manera que ante ella hemos de aplicar la regla de que, si hay palabra aguda, se cuenta una sílaba más, y si hay esdrújula una menos. —El cómputo de cada verso simple o hemistiquio se realiza como si fuese un verso aislado. Primer hemistiquio

Segundo hemistiquio

blandiera el brazo de Hércules ⁄ o el brazo de Sansón pausa interna 8–1=7

6+1=7

En el ejemplo anterior estamos ante un verso de catorce sílabas o alejandrino, que es como dos heptasílabos, por lo que contaremos así sus sílabas: 7 + 7.

42 La pausa y la cesura fueron consideradas por algunos preceptistas del siglo XVII como elementos constitutivos de la estrofa que se relacionaban íntimamente con el canto (Velázquez de Velasco 33).

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Otros versos compuestos son el dodecasílabo (6 + 6) ―“Era un aire suave / de pausados giros” (Rubén Darío, Prosas profanas y otros poemas)― y el octonario (8 + 8): “Era una tarde de julio, / luminosa y polvorienta” (Antonio Machado, Soledades). Respecto al decasílabo, este puede manifestarse como simple y como compuesto (5 + 5). En la primera forma su acentuación característica recae en las sílabas 3ª, 6ª y 9ª (se le llama decasílabo anapéstico): “Y en furioso, veloz remolino” (el verso no se puede dividir en dos hemistiquios de idéntica medida). Como verso compuesto, el decasílabo se acentúa en las sílabas 4ª y 9ª, y tiene pausa tras la 5ª; se trata de un verso compuesto de dos pentasílabos: “Cendal flotante / de leve espuma” (Gustavo Adolfo Bécquer, Rimas). Un caso parecido es el del tridecasílabo: puede adoptar la modalidad de verso simple o compuesto. Como simple, puede tener acento en la 3ª, la 6ª, la 9ª y la 12ª sílaba, o puede componerse de tres grupos con acentos en la 4ª. Como verso compuesto, puede estar formado por un hexasílabo y heptasílabo o viceversa, con acentos obligatorios en la 5ª y la 6ª sílabas o en la 6ª y en la 5ª: “Yo palpito, tu gloria / mirando sublime” (7 + 6). Se dice que la versificación de un poema es regular cuando las unidades rítmicas son iguales, es decir, cuando todos los versos tienen la misma medida; e irregular, cuando los versos son de medida distinta43. Las cláusulas o pies rítmicos. Hay versos que no obtienen el ritmo por el número de sílabas ni por los acentos finales, sino por la repetición de grupos tónicos, es decir, grupos de sílabas en torno a un acento. Los pies rítmicos son grupos de dos o tres sílabas que resultan de la división del verso en unidades rítmicas en torno a un acento (como se aprecia en el verso “Movida el sitio umbroso, el manso viento”, susceptible de ser dividido en cinco grupos de dos sílabas cada uno, con acento en la segunda). El pie constituía la base de la antigua poesía latina, pero si en latín los acentos eran de cantidad (con sílabas largas y breves), en español es de intensidad (con sílabas tónicas y átonas). Así, existen cinco tipos de cláusulas o pies:

43 Conviene advertir, no obstante, que la utilización de versos largos con sus pies quebrados —por ejemplo, octosílabo y tetrasílabo, endecasílabo y heptasílabo, alejandrino y heptasílabo…— no rompe el concepto de versificación regular. Así sucede en el soneto de Guillermo Carnero “Segunda lección del páramo” (Divisibilidad indefinida, 1990), compuesto por versos endecasílabos casi en su totalidad, a excepción del primero del segundo cuarteto (verso de pie quebrado), que es heptasílabo (“y a la noche cerrada”). Pese a ello, se sigue considerando que el poema tiene una versificación regular.

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a) Grupos rítmicos bisílabos: —Yambo o pie yámbico (oó): “Amor, en fin, que todo diga y cante” (Rubén Darío, Prosas profanas y otros poemas). Da lugar al ritmo par o yámbico. Según Dámaso Alonso, el efecto producido por la ordenada alternancia de acentos que recaen sobre las sílabas pares es de serenidad, de aquietamiento (76). —Troqueo o pie trocaico (óo): “Sordo acento, lúgubre” (José de Espronceda, El estudiante de Salamanca). Da lugar al ritmo impar o trocaico. b) Grupos rítmicos trisílabos: —Dáctilo o pie dactílico (óoo): “Ínclitas razas ubérrimas, sangre de Hispania fecunda” (Rubén Darío, Cantos de vida y esperanza). La cláusula dactílica produce una sensación de ligereza. Su predominio en un poema confiere al mismo un tono de firme rapidez. —Anfíbraco o pie anfibráquico (oóo): “Te vimos, por última vez, ante el puente que unía tu reino” (José Hierro, Alegría). La disposición anfibráquica es la más frecuente dentro de los grupos de tres sílabas. La impresión que produce es también de sosiego. —Anapesto o pie anapéstico (ooó): “Del salón en el ángulo oscuro” (Gustavo Adolfo Bécquer, Rimas). El ritmo anapéstico es apropiado para himnos y para la representación de movimientos enérgicos. Este es el modelo de análisis de ritmo acentual de Andrés Bello (6973)44. Lo que importa en este tipo de ritmo es la repetición de un mismo pie

44 Diferentes son las propuestas hechas por Tomás Navarro Tomás y por Rafael de Balbín, aunque no nos detendremos aquí a analizarlas. Solo diremos que, según el primero, al configurarse el ritmo del verso, quedan fuera, en anacrusis, las sílabas que preceden a la primera acentuada, hecho que va a determinar la gran diferencia del sistema de Navarro Tomás (37): ya que el ritmo y la cláusula se constituyen siempre a partir de una sílaba acentuada, solamente serán posibles cláusulas trocaicas y dactílicas. De este modo, el ritmo yámbico del que habla Bello ―oó/oó/oó― se convierte en trocaico ―(o)óo/óo(ó)―, pues la sílaba átona inicial queda en anacrusis, mientras que las cláusulas anfibráquicas y anapésticas de Bello ―oóo/oóo/oóo y ooó/ooó/ooó― se tornan, según el sistema de Navarro Tomás, en dactílicas, con la primera o las dos primeras sílabas átonas iniciales en anacrusis: (o)óoo/óoo(óo) y (oo)óoo/óoo(ó). Rafael de Balbín, por su parte, propone un modelo que se funda en una concepción binaria del rimo acentual. Es el signo par o impar del último acento del verso el que marca el carácter yámbico o trocaico del mismo: “la distribución de los acentos prosódicos, guarda como única ley constante, la disposición alternada de acentuación/desacentuación” (Balbín 123; la cursiva es del autor). En función de ese signo par o impar, todos los demás acentos interiores del verso se clasifican en rítmicos (los que coinciden con el signo ―par o impar― del último verso) y no rítmicos. Como consecuencia,

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y, según el número de pies que contenga un verso, su número de sílabas podrá variar. Sin embargo, este tipo de ritmo se combina muchas veces con la versificación basada en el cómputo de las sílabas. El Modernismo, como movimiento literario que supuso un radical cambio formal y expresivo de la poesía a finales del siglo XIX, dio especial relevancia a estas unidades rítmicas. Al margen de lo expuesto anteriormente, habría que hacer unas cuantas observaciones acerca de las cláusulas rítmicas que facilitarían su comprensión: a) No es necesario que el principio y el fin de una cláusula rítmica concurran con el principio y el fin de las dicciones, pues ya hemos visto que el verso decasílabo “Del salón en el ángulo oscuro” consta de tres anapestos: ooó/ooó/ooó(o). b) Asimismo, el último de los pies del verso puede quedar trunco, como hemos visto en el verso de Rubén Darío “Ínclitas razas ubérrimas, sangre de Hispania fecunda”, formado por una sucesión de dáctilos: óoo/óoo/óoo/óoo/óoo(óo). c) Los cinco esquemas arriba enumerados no siempre se manifiestan plenamente en todos los versos. Es decir, en unos versos organizados con un ritmo yámbico no siempre aparecerán todas las sílabas pares acentuadas, pues una acumulación tal de acentos resultaría monótona, inarmoniosa e insufrible en español. d) Aparte de los acentos rítmicos, que son los que vienen exigidos por el esquema métrico utilizado, podemos encontrarnos con acentos extrarrítmicos y acentos antirrímicos. Los extrarrítmicos son los que, en el interior del verso, ocupan un lugar no exigido por el modelo de verso, y tampoco está en posición inmediata a un acento rítmico: óoó/ooó/ooó/ooó (el primero de los acentos sería de este tipo). Los antirrímicos son los situados en posición inmediata a la de un acento rítmico: oó/óó/oó/oó/oó (el primer acento de la segunda cláusula sería un acento antirrítmico). e) No todos los acentos que hay en un verso poseen valor rítmico. Solo son acentos rítmicos aquellos que, por caer siempre sobre la misma sílaba a lo largo de varios versos seguidos, engendran ritmo, sea del tipo que sea. La rima. Otra de las características del verso, aunque en la poesía contemporánea muchas veces esté ausente, es la rima, que, según ha escrito Baehr (61), históricamente surgió también de la poesía cantada. La rima consiste en la repetición de ciertos fonemas vocálicos solamente, o vocálicos

no tienen cabida en este sistema los ritmos ternarios, es decir, no existirían ni los dáctilos ni los anfíbracos ni los anapestos; solo los yambos y los troqueos.

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y consonánticos a partir de la última vocal acentuada del verso. Desde este punto de vista, puede haber dos tipos de rimas: a) Rima consonante (o total, perfecta o rica), si la repetición es total, si afecta a todos los fonemas, tanto a los vocálicos como a los consonánticos. a b a b

¡Qué bien, a la madrugada, correr en las vagonetas, llenas de nieve salada, hacia las blancas casetas! (Rafael Alberti, Marinero en tierra)

b) Rima asonante (o parcial, incompleta o pobre), si solo son idénticas las vocales y las consonantes diferentes. − a − a

El río Guadalquivir va entre naranjos y olivos. Los dos ríos de Granada bajan de la nieve al trigo. (Federico García Lorca, Poema del cante jondo)

Dos advertencias sobre la rima asonante: ―Cuando aparece un diptongo al final del verso, la vocal cerrada o débil no cuenta a efectos de la rima. Así “viento” puede rimar con “peso”, “odio” con “moro”, etc. ―Si los versos acaban en palabras esdrújulas, la rima se apoya en la última vocal tónica y en la vocal final, prescindiéndose de la vocal intermedia. Así, “cántico” puede rimar con “paso” o con “caso” o con “trago”; “póstumo” con “moro” o con “lodo”, etc. Por otra parte, dependiendo de si la última palabra del verso es aguda, llana o esdrújula, podemos distinguir también entre: a) Rima aguda u oxítana: Arquitectura plena. Equilibrio ideal. Las olas verticales y el mar horizontal. (Gerardo Diego, Versos humanos)

b) Rima llana, grave o paroxítana: Yo soy un hombre sincero

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de donde crece la palma; y antes de morirme quiero echar mis versos del alma. (José Martí, Versos sencillos)

c) Rima esdrújula o proparoxítana: […] y sus supremas gracias, y sus sonrisas únicas, y sus miradas, astros que visten negras túnicas […]. (Rubén Darío, Cantos de vida y esperanza)

Al realizar un comentario métrico se debe señalar las rimas con letras de abecedario, colocadas junto al verso analizado, teniendo en cuenta que para los versos de arte mayor se utilizan las letras mayúsculas y para los de arte menor, minúsculas. Por supuesto, puede haber versos sin rima, que reciben diferentes nombres. De entre estos destaquemos los siguientes: a) Versos sueltos, que son los que no riman, pero dentro de una composición en que otros versos sí riman. Se señalan colocando un guion junto a él, como podemos ver en el siguiente romance anónimo. − a − a − a

Por un valle de tristura de placer muy alejado, vi venir pendones negros entre muchos de caballo, todos con triste librea de sayal no delicado […]. (Anónimo, Romancero general)

b) Versos blancos, que son los de una composición que prescinde totalmente de la rima y que, sin embargo, tienen todos la misma medida. Esta corona, adorno de mi frente, esta sonante lira y flautas de oro me disteis, sacras musas, de mis manos trémulas recibid, y el canto acabe. (Leandro Fernández de Moratín, Obras dramáticas y líricas)

El encabalgamiento y la esticomitia. El encabalgamiento es un fenómeno métrico que se produce cuando una construcción sintáctica no coincide con el final de un verso y continúa en el verso siguiente, es decir, cuando se encuentra a medio camino entre dos versos. Expresado en otros términos, es

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un desajuste generado en la estrofa por la no coincidencia de la pausa versal y la pausa morfosintáctica; se da cuando la pausa versal divide un grupo de palabras que no admite pausa en su interior, como se aprecia en la siguiente lira de fray Luis de León (Obras): La combatida antena cruje, y en ciega noche el claro día se torna; al cielo suena confusa vocería y la mar enriquecen a porfía.

Si se hace la pausa versal, se rompe un grupo sólidamente unido; si no se hace la pausa versal, se rompe la unidad del verso, produciendo, en consecuencia, cierta tensión (entre el sentido y el ritmo), un conflicto que es la fuente de los valores estilísticos del encabalgamiento. El encabalgamiento, debido a la ruptura fónica y sintáctica que provoca, llama la atención del lector sobre la forma y el contenido de los versos en los que se produce. Efectos estilísticos a que da lugar este recurso métrico son la variedad en el ritmo, cierta sensación de violencia o la relevancia que adquiere cada una de las partes del grupo dividido. El uso excesivo del encabalgamiento, dentro de los moldes de una forma métrica tradicional, acaba por desdibujar el metro de tal forma que puede llegar a producir la sensación de verso libre. De entre sus clases, sobresalen dos según la longitud del verso encabalgado: a) Encabalgamiento suave: si ocupa más de las cuatro primeras sílabas del verso encabalgado o continúa hasta el final del verso siguiente. Mario, el ingrato amor como testigo de mi fe pura y de mi gran firmeza, usando en mí su vil naturaleza, que’s hacer más ofensa al más amigo. (Garcilaso de la Vega, Obras)

b) Encabalgamiento abrupto: si finaliza antes de la quinta sílaba del verso encabalgado. Mas luego vuelve en sí engañado ánimo y, conociendo el desatino […]. (Fray Luis de León, Obras)

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Atendiendo a la unidad que se escinde, los encabalgamientos se clasifican en: a) Encabalgamiento oracional. Se produce entre el antecedente y el pronombre de una oración adjetiva especificativa: Tal la humana prudencia es bien que mida y comparta y dispense las acciones que han de ser compañeras de la vida. (Andrés Fernández de Andrada, Epístola moral a Fabio y otros escritos)

b) Encabalgamiento sirremático. Se da entre dos miembros de un sirrema ―término usado por Antonio Quilis (79)―45: grupos de sustantivo y adjetivo, de sustantivo y complemento determinativo, de verbo y adverbio, de pronombre átono, preposición, conjunción o artículo + el elemento que le sigue, de tiempos compuestos del verbo y perífrasis verbales o de palabras que rigen complemento preposicional. De aquella muda y pálida mujer me acuerdo y digo: […]. (Gustavo Adolfo Bécquer, Rimas)

c) Encabalgamiento léxico. De produce en el interior de una palabra (es notorio en el caso de los adverbios terminados en “–mente”): Y mientras miserablemente se están los otros abrasando […]. (Fray Luis de León, Obras)

Por último, cabe diferenciar entre el encabalgamiento habitual que se da de verso a verso, y el medial, que se produce entre las dos partes de un verso compuesto. Al final de un encabalgamiento siempre se produce una pausa, puesto que ahí finaliza una estructura sintáctica y conceptual. Un poema que presente muchos encabalgamientos será más complicado en cuanto a su forma y contenido pero, por otra parte, será también más expresivo y poético.

Un sirrema es una agrupación de dos o más palabras que constituyen una unidad gramatical, tonal o de sentido y que, además, forman la unidad sintáctica intermedia entre la palabra y la frase.

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El encabalgamiento aporta lentitud y desequilibrio al texto por no coincidir las estructuras sintácticas con las versales, esto es, una oración gramatical no acaba en un verso y se traslada al verso siguiente. Lo opuesto al encabalgamiento es la esticomitia, un fenómeno que consiste en la correspondencia exacta entre las frases y los versos de una estrofa, de forma que cada verso es una frase. En todos los versos de la siguiente estrofa se da este recurso métrico: Un río suena siempre cerca. Ha cuarenta años que lo siento. Es canturía de mi sangre o bien un ritmo que me dieron. (Gabriela Mistral, Tala46)

Las estrofas y sus clases. Si combinamos varios versos en un conjunto y los articulamos en una estructura simétrica fija que se repite en el transcurso del poema, estamos creando una estrofa. A veces una sola de estas agrupaciones constituye por sí misma un pequeño poema. La estrofa se configura y define según el número y la clase de versos de que consta, y según el tipo de ordenación de su rima. Normalmente, constituye una unidad o periodo sintáctico con sentido pleno, por lo que posee cierta entonación semántica. Pueden diferenciarse diversos modelos de estrofa, atendiendo a la regularidad (o no) del número de sílabas de cada verso, al número de versos de que se compone la estrofa y a la distribución de ellos en posibles partes de la misma. A continuación, describiremos algunas de las más conocidas basándonos, para su ordenación, en el segundo criterio, el número de versos. a) Estrofas de dos versos ―Pareado. Estrofa de dos versos de arte menor o mayor, normalmente con rima consonante. Los dos versos pueden tener el mismo o distinto número de sílabas y la misma rima. A A

Castilla miserable, ayer dominadora, envuelta en sus andrajos desprecia cuanto ignora. (Antonio Machado, Campos de Castilla)

Aparece por primera vez en poemas del siglo XIII como Razón de amor y Vida de santa María Egipciaca. Es frecuente en el refranero y en máximas populares: “Si al comienço no muestras qui eres, / nunca podrás después 46 Este poema, que se titula “Cosas”, aparece en la discografía de la cantante y pianista Dina Rot (Yo canto a los poetas, 1971) y del cantautor Ángel Parra (Amado, apresura el paso, 1995). Varias han sido las veces en que los poemas de la autora chilena han sido musicados.

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cuando quisieres”, escribió don Juan Manuel (El conde Lucanor). Cuando se trata de un lema o sentencia se le llama dístico: “Genio y figura / hasta la sepultura”; “Del dicho al hecho / hay un gran trecho”, etc. Por otra parte, composiciones festivas como las aleluyas, de versos octosílabos, se reúnen en varios pareados. El pareado es más propio de la poesía narrativa, epigramática, didáctica o dramática que de la lírica. Cuando el pareado es de versos eneasílabos, endecasílabos o alejandrinos, se considera un pareado culto. Asimismo, se dice que un poema termina en pareado cuando los dos últimos versos riman entre sí. b) Estrofas de tres versos —Soleá o canción de soledad. Estrofa de tres versos octosílabos con rima asonante: a-a. Es una estrofa popular de Andalucía, aunque su uso se ha extendido también a la poesía culta de los siglos XX y XXI. a − a

Tu calle ya no es tu calle, que es una calle cualquiera, camino de cualquier parte. (Manuel Machado, Cante hondo)

—Tercetillo, tercerillo o tercerilla. Estrofa de tres versos de arte menor, con rima consonante o asonante, y que puede adoptar diferentes estructuras métricas: a–a, -aa… a − a

Las barcas de dos en dos, como sandalias al viento puestas a secar al sol. (Manuel Altolaguirre, Las islas invitadas)

Lo mismo que el terceto, el tercetillo raramente va solo; suele aparecer en estrofas encadenadas. El origen de esta estrofa es muy antiguo en la literatura española (Edad Media). —Terceto. Tres versos endecasílabos con rima consonante: A-A. Se dice que los tercetos van encadenados cuando en un poema la rima está distribuida de la siguiente forma: ABA, BCB, CDC, etc. Este es el modelo que tenía la tercia rima italiana, que aparece en la Divina comedia de Dante. En la poesía española la introducen Boscán y Garcilaso en el siglo XVI. Veamos el siguiente, escrito por Miguel Hernández, que forma parte de la hermosa “Elegía”

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compuesta a la memoria de su amigo José Ramón Marín Gutiérrez, más conocido con el seudónimo de Ramón Sijé (El rayo que no cesa, 1936)47: A − A

Temprano levantó la muerte el vuelo, temprano madrugó la madrugada, temprano estás rodando por el suelo.

El terceto se utiliza en la poesía de carácter culto y se presta bien a los temas bucólicos, elegíacos o didácticos, en epístolas o narraciones en verso. Aparece también en monólogos teatrales. c) Estrofas de cuatro versos —Cuarteto. Cuatro endecasílabos con rima “abrazada” y consonante: ABBA. En España empiezan a utilizarla por primera vez en el siglo XVI Juan Boscán y Garcilaso de la Vega, pero no como estrofa independiente, sino como parte de un soneto. A B B A

Vivir es caminar breve jornada, y muerte viva es, Lico, nuestra vida, ayer al frágil cuerpo amanecida, cada instante en el cuerpo sepultada. (Francisco de Quevedo, Obra poética)

—Redondilla. Cuatro versos octosílabos o menores con rima "abrazada" y consonante: abba. La estrofa se documenta ya en textos líricos muy antiguos. Históricamente tiene antecedentes en una estrofa similar del latín medieval. Aparece ya su estructura métrica en una jarcha de Yehūdā Halevī, del siglo XII. En el siglo XIII la encontramos en la Crónica troyana polimétrica y en el XIV en el Poema de Alfonso XI. a b b a

La tarde más se oscurece; y el camino que serpea y débilmente blanquea, se enturbia y desaparece. (Antonio Machado, Soledades)

Modernamente también se ha empleado en la redondilla la rima asonante.

Famosa es la versión cantada de este poema por Joan Manuel Serrat en su noveno álbum LP titulado Miguel Hernández, grabado en 1972. 47

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Esta estrofa resulta adecuada para la comedia y para los diálogos. Lope de Vega, por ejemplo, la aconseja en el tratamiento de temas amorosos. Se considera igualmente apropiada para la poesía narrativa. —Serventesio. Cuatro versos de arte mayor con rima “cruzada” o “alterna” y consonante: ABAB. Aunque tiene su origen en la estrofa de origen culto llamada sirventés (siglo XII), propia de la poesía trovadoresca provenzal, en España comienzan a utilizarla Boscán y Garcilaso en el siglo XVI, aunque no como estrofa independiente, sino como remate de los tercetos encadenados. Los modernistas la usaron con versos alejandrinos. A B A B

Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla, y un huerto claro donde madura el limonero; mi juventud, veinte años en tierra de Castilla; mi historia, algunos casos que recordar no quiero. (Antonio Machado, Campos de Castilla)

—Cuarteta. Cuatro versos de arte menor, normalmente octosílabos, o de menos sílabas, con rima “cruzada” o “alterna” y consonante: abab. Su presencia no está documentada antes del siglo XVII. El que reproducimos a continuación es de Antonio Machado (Soledades, 1903): a b a b

Y todo un coro infantil va cantando la lección: mil veces ciento, cien mil, mil veces mil, un millón.

Modernamente se ha empleado también en la cuarteta la rima asonante. —Copla o cantar. Cuatro versos de arte menor, sobre todo octosílabos; riman los pares en asonante y quedan sueltos los impares: -a-a. Es una estrofa popular y se suele emplear en asuntos satíricos y en epigramas. Normalmente el cantar aparece en una sola estrofa, como es el caso del siguiente, de autor desconocido, que forma parte del repertorio flamenco. − a − a

Diez años después de muerto y de gusanos comío, letreros tendrán mis huesos diciendo que te he querío.

—Seguidilla o seguiriya. Cuatro versos; el primero y el tercero son heptasílabos sueltos, y el segundo y el cuarto pentasílabos que riman en asonante. Su forma ya aparece documentada en las jarchas hispanohebreas de los siglos XI y XII. Es una estrofa típica de Andalucía propia de la poesía ligera de inspiración popular, tal como lo atestigua su irregularidad silábica. Sus temas más

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frecuentes son alegres, de carácter amoroso, irónico, burlesco, aunque no faltan los temas serios, tristes o dramáticos. Se asocia la seguidilla con los bailes rápidos, festivos, airosos (sevillanas, manchegas, parrandas…). − a − a

Las estrellas del cielo son ciento doce; con las dos de tu cara, ciento catorce. (Anónimo48)

Una variante de esta es la seguidilla compuesta o con bordón, una seguidilla a la que se le agregan tres versos más; el primero y el tercero son pentasílabos y riman en asonante y el verso intermedio, que es heptasílabo, queda suelto. —Cuaderna vía o tetrástrofo monorrimo. Cuatro versos monorrimos o de rima continua de catorce sílabas (alejandrinos) con rima consonante: AAAA. Es una estrofa utilizada por los representantes del Mester de Clerecía, escuela poética culta medieval, desarrollada entre los siglos XIII y XIV (Gonzalo de Berceo, los autores anónimos del Libro de Alexandre y el Libro de Apolonio, el Arcipreste de Hita, Pero López de Ayala). Sin embargo, en tiempos modernos se hallan también imitaciones de esta estrofa. A los Milagros de Nuestra Señora de Berceo pertenecen los siguientes versos: A A A A

Alzaron arzobispo un calonge lozano, era muy soberbio e de seso liviano, quiso eguar al otro, fue en ello villano: por bien non gelo tovo el pueblo toledano49.

d) Estrofas de cinco versos —Quintilla. Cinco versos de arte menor con rima consonante, combinados a voluntad del poeta ―abaab, abbab, ababa―, pero con tres limitaciones: a) no

Esta seguidilla, transmitida por vía oral, está especialmente ligada a la zona de Castilla y León. Sin embargo, su fama ha atravesado el Atlántico. Y en el ámbito de la zarzuela ha quedado registrada al menos en dos obras: La alegría de la huerta (1900), con libreto de Enrique García Álvarez y Antonio Paso y música de Federico Chueca, y La parranda (1928), con libreto de Luis Fernández Ardavín y música de Francisco Alonso. 48

Como podemos atisbar, si nos detenemos en la métrica de esta estrofa, no todos los versos son alejandrinos. Y es que, aunque los clérigos pretendieron una rigurosa disciplina en el cómputo silábico, frente a la irregularidad métrica de los cantares de gesta de los juglares, no siempre ese objetivo se vio cumplido, ya sea por descuido, torpeza o por una deficiente transmisión textual. 49

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pueden rimar tres versos seguidos; b) los dos últimos no pueden formar pareado, y c) no debe quedar ninguno suelto. a b a b a

Cantaba el mozo y decía: ―El querer es cosa buena, porque dobla la alegría y parte entre dos la pena… ¡Pero nadie lo quería! (Francisco A. de Icaza, Cancionero de la vida honda y la canción fugitiva)

Históricamente la quintilla surgió, según parece, como derivación de la redondilla (de hecho, se la denominó durante algún tiempo redondilla de cinco versos) y figura ya en algunas canciones del siglo XV. —Quinteto. Estrofa análoga a la quintilla pero de arte mayor. Consta de cinco versos de arte mayor con rima consonante: ABAAB, ABBAB, ABABA. A B A B A

Una noche mi padre, siendo yo niño mirando que la pena me consumía, con las frases que dicta solo el cariño, lanzó de mi destino la profecía, una noche mi padre, siendo yo niño. (Julián del Casal, Bustos y rimas)

El quinteto está sujeto a las mismas restricciones que la quintilla. No obstante, la tercera regla, según la cual los dos últimos versos no han de formar pareado, fue transgredida por algunos poetas románticos, que también gustaron de usar el quinteto con los versos segundo y quinto agudos y rimando entre sí. —Lira. Cinco versos endecasílabos y heptasílabos distribuidos así: 7, 11, 7, 7, 11; rima consonante: aBabB. Es una variante de la estancia. Con ella se intentó la imitación de las estrofas cortas del poeta latino Horacio. Es de origen italiano —la usa por primera vez Bernardo Tasso en el siglo XVI― y la incorpora a la poesía española Garcilaso de la Vega; no en vano, debe su nombre a la palabra que aparece al comienzo de la canción V del poeta toledano (“Oda a la flor de Gnido”), que consta de veintidós estrofas con esta estructura métrica: “Si de mi baja lira / tanto pudiese el son, que en un momento / aplacase la ira / del animoso viento / y la furia del mar y el movimiento […]” (Obras)50.

50 La destinataria del poema de Garcilaso no es otra que doña Violante Sanseverino, hermosísima dama napolitana del Barrio de Gnido, de quien se había enamorado su amigo

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a B a b B

Vivir quiero conmigo gozar quiero del bien que debo al cielo, a solas, sin testigo, libre de amor, de celo, de odio, de esperanzas, de recelo. (Fray Luis de León, Obras)

e) Estrofas de seis versos —Sexteto o sextina. Seis versos de arte mayor, generalmente endecasílabos, con rima consonante variada. Los esquemas posibles son: ABABAB, AABCCB, ABCABC. Deben evitarse tres rimas seguidas. A B C A B C

¡Ah! No es extraño que sin luz ni guía los humanos instintos se desborden con el rugido del volcán que estalla, y en medio del tumulto y la anarquía, como corcel indómito, el desorden no respete ni látigo ni valla. (Gaspar Núñez de Arce, Gritos de combate)

—Sextilla. Seis versos de arte menor, con varias combinaciones de rima, siempre consonante. La más conocida es la copla de pie quebrado, también llamada copla manriqueña, llamada así por ser Jorge Manrique el que le dio celebridad al utilizarla en las Coplas por la muerte de su padre. Se caracteriza por ser una combinación de octosílabos y tetrasílabos, con rima consonante: 8a 8b 4c 8a 8b 4c. a b c a b c

Recuerde el alma dormida, avive el seso e despierte, contemplando cómo se passa la vida, cómo se viene la muerte tan callando […]. (Jorge Manrique, Coplas por la muerte de su padre)

Hay estrofas de siete versos, pero dicha agrupación es infrecuente en español. Entre estas se encuentra el septeto, la séptima o septilla (siete versos de arte mayor o menor, con cualquier orden y clase de rima). Mario Galeota; como la mujer se mostrase esquiva, el poeta español trató de interesarla a favor de su amigo.

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f) Estrofas de ocho versos —Octava real. Ocho endecasílabos con rima consonante: ABABABCC. En su origen (procede de Sicilia) la alternancia en las rimas se daba en todos los versos hasta que Giovanni Boccaccio cambió la forma, convirtiendo los dos últimos versos en pareado. En el siglo XVI se empezó a interesar por esta estrofa la poesía española gracias a Boscán y Garcilaso, que la incorpora en la “Égloga III”. Muy pronto se hizo propia de la épica culta (La Araucana, de Alonso de Ercilla). También fue elegida por Luis de Góngora para su Fábula de Polifemo y Galatea. A B A B A B C C

Flérida, para mí dulce y sabrosa más que la fruta del cercado ajeno, más blanca que la leche y más hermosa que’l prado por abril de flores lleno: si tú respondes pura y amorosa al verdadero amor de tu Tirreno, a mi majada arribarás primero que’l cielo nos amuestre su lucero. (Garcilaso de la Vega, Obras)

—Octavilla. Aunque es poco frecuente hoy, lo fue mucho en los cantares del siglo XV. Las hay de varias clases, pero una de las más famosas es la llamada octavilla italiana o aguda, que procede de Italia y que fue utilizada en el siglo XVIII por Tomás de Iriarte, Juan Meléndez Valdés y Leandro Fernández de Moratín. En el siglo XIX la consagró José de Espronceda en la “Canción del pirata” (Poesías): − a a b − c c b

Con cien cañones por banda, viento a popa, a toda vela, no corta el mar, sino vuela un velero bergantín; bajel pirata que llaman por su bravura el “Temido”, en todo el mar conocido del uno al otro confín51.

Como se puede apreciar, está formada por ocho versos de arte menor; el primero y el quinto quedan sueltos; riman entre sí el segundo y el tercero, el sexto y el séptimo; el cuarto y el octavo se enlazan con rima aguda.

51 Es sorprendente el modo en que este poema ha atraído a cantantes y a bandas de los más variados estilos (rock, rap, heavy metal), a juzgar por el número de adaptaciones musicales a que ha dado lugar. Zenit y Frank-T, Cassis, Lancelot, Sangre Azul, Dark Moor, The Violet Tribe y Tierra Santa son algunos de los muchos que han versionado la “Canción del pirata”.

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Otras estrofas de ocho versos son la copla de arte mayor, la copla de arte menor, la copla castellana y la octava italiana o aguda. Entre las estrofas de nueve versos, mencionemos la novena. g) Estrofas de diez versos —Décima o espinela. Diez versos que presentan distintas modalidades o formas de construcción, según los diferentes tipos de versos utilizados o la distinta combinación de la rima. Una de las más famosas es la espinela (diez versos octosílabos con rima consonante, con esta ordenación: abbaaccddc. Recibe su nombre del poeta Vicente Espinel (siglos XVI-XVII), a quien se le ha atribuido erróneamente su invención. a b b a a c c d d c

Cuentan de un sabio que un día tan pobre y mísero estaba, que solo se sustentaba de unas hierbas que cogía. “¿Habrá otro —entre sí decía― más pobre y triste que yo?”. Y cuando el rostro volvió, halló la respuesta, viendo que iba otro sabio cogiendo las hojas que él arrojó.

redondilla

versos de enlace

redondilla

(Pedro Calderón de la Barca, La vida es sueño)

La espinela es el resultado de unir dos redondillas con dos versos de enlace en su interior. Se registran también versiones de la décima en versos endecasílabos. Ha estado muy presente siempre tanto en la lírica como en el teatro en verso, en el que se consideraba idónea para la expresión de las quejas, como en el anterior soliloquio de Segismundo en La vida es sueño, de Calderón de la Barca. Los poetas del siglo XX han mostrado una clara preferencia por esta combinación estrófica, especialmente Jorge Guillén, alterando a veces la distribución de las rimas. Otras estrofas de diez versos son la copla real, la décima antigua y el ovillejo. Composiciones poéticas estróficas. Los poemas se forman de dos maneras: bien uniendo estrofas semejantes o distintas (combinaciones estróficas), bien uniendo versos del mismo tipo o diferentes en series métricas o tiradas aestróficas tan extensas que no pueden considerarse estrofas. Del primer tipo,

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las combinaciones estróficas, veamos tres de las que más arraigo han alcanzado en la poesía en lengua española. a) Soneto. Agrupación de dos cuartetos con la misma rima —ABBA ABBA— y dos tercetos con la rima distribuida así: CDC DCD, o bien CDE CDE. El soneto es la forma métrica más importante que le debemos a Italia. Fueron presumiblemente realizados por primera vez por Dante Alighieri y consagrados por Petrarca en el siglo XIV y, desde el Renacimiento en adelante, no se ha dejado de cultivar, dando piezas magistrales. En la métrica castellana vino a sustituir a la copla de arte mayor (estrofa de ocho versos, por lo común dodecasílabos). Si la copla de arte mayor en la Edad Media desplazó el uso de la cuaderna vía, luego esta misma copla fue olvidada con el esplendor de los endecasílabos, de la octava real y del soneto, todos de origen italiano. Entre nuestros máximos sonetistas clásicos están Garcilaso de la Vega, Lope de Vega, Luis de Góngora, Francisco de Quevedo, y entre los modernos, Juan Ramón Jiménez, Federico García Lorca, Miguel Hernández, Blas de Otero… En el siguiente poema, extraído de la comedia de intriga amorosa La niña de plata, datada en 1607, Lope de Vega va creando el texto con la descripción de lo que está haciendo. La forma, la estructura, se convierte, pues, en el asunto: A B B A

Un soneto me manda hacer Violante que en mi vida me he visto en tal aprieto; catorce versos dicen que es soneto; burla, burlando, van los tres delante.

A B B A

Yo pensé que no hallara consonante. Y estoy a la mitad de otro cuarteto; mas si me veo en el primer terceto, no hay cosa en los cuartetos que me espante.

C D C

Por el primer terceto voy entrando, y aun parece que entré con pie derecho, pues fin en este verso le estoy dando.

D C D

Ya estoy en el segundo, y aun sospecho que estoy los trece versos acabando: contad si son catorce, y está hecho.

En la forma clásica del soneto, el tema debe desarrollarse en los cuartetos, y el desenlace —una reflexión o una consecuencia de lo planteado en los cuartetos— ha de llegar con los tercetos. El soneto puede exhibir ciertas variantes: sonetos en alejandrinos, muy usados por los modernistas (recuérdese el de Rubén Darío a “Caupolicán”);

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sonetos en dodecasílabos, sonetillos en versos de arte menor, sonetos con estrambote, propios de composiciones humorísticas. Estos últimos llevan tres versos más, de los cuales el primero es heptasílabo y rima con el verso decimocuarto del soneto y los otros dos son endecasílabos y riman entre sí. Uno muy conocido es el que dedica Cervantes “Al túmulo del rey Felipe II en Sevilla”52. b) Zéjel. Consta de un estribillo —uno o dos versos con rima propia— y de una estrofa que consta de dos partes: cuerpo o mudanza —tres versos monorrimos con una rima diferente al estribillo— y una vuelta, un verso que rima con el estribillo y le da pie. Tras eso se repite el estribillo. Se supone que el coro cantaba el estribillo, mientras que la mudanza y la vuelta eran cantadas por un solista; el coro, al oír la rima del verso de vuelta, intervenía repitiendo el estribillo. a A

Entra mayo y sale abril: ¡tan garridico le vi venir!

b b b a

Entra mayo con sus flores, sale abril con sus amores y los dulces amadores comienzan a bien servir.

a A

Entra mayo y sale abril, ¡tan garridico le vi venir!

estribillo mudanza

vuelta estribillo

(Anónimo, Cancionero musical de Palacio)

Se trata de una composición de origen arabigoandaluz muy antigua, inventada a partir de la moaxaja (poema clásico árabe con un remate en árabe vulgar llamado jarcha). Según la mayoría de los estudiosos (Navarro Tomás 50), el primero en utilizarlo fue Muqaddam ibn Muafá, poeta hispanomusulmán nacido en Cabra (Córdoba) a mediados del siglo IX y fallecido hacia 920. Abunda en lengua gallega, en las cantigas de Alfonso X el Sabio, de la segunda mitad del siglo XIII. En castellano aparece en el Libro de buen amor, del Arcipreste de Hita (siglo XIV), y continúa cultivándose durante los siglos XV y XVI, y muy esporádicamente después. El zéjel, al evolucionar, derivó hacia el villancico castellano.

52 Este soneto de 1598, que Cervantes tenía en gran estima, se imprime por primera vez en la antología Poesías varias de grandes ingenios españoles (1654), reunida por el librero zaragozano José Alfay, aunque sin indicación de quién es su autor. Un siglo después, ya con el nombre de Cervantes, lo volvemos a encontrar en el volumen IX del Parnaso español. Colección de poesías escogidas de los más célebres poetas castellanos (1778), de Juan José López de Sedano.

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c) Villancico. Consta de una cabeza, también llamada villancico, letra o tema, que, repetido total o parcialmente tras la mudanza, forma el estribillo; le sigue una mudanza o pie, que es, de ordinario una redondilla o una cuarteta; y a continuación van dos o más versos de enlace, uno de los cuales rima con la mudanza, y otro sirve de verso de vuelta al estribillo. Resulta de la transformación del zéjel. Villancico significaba en Castilla ‘canción popular’ y dio origen a formas parecidas con estribillo. La diferencia fundamental respecto al zéjel radica en que el villancico lleva una mudanza de cuatro versos con dos rimas (una redondilla o una cuarteta) y un verso de enlace que rima con el último de la mudanza. Hoy llamamos villancico a cualquier canción navideña, aunque no adopte esta estructura. MÚSICOS cabeza o villancico

Mañanicas floridas del frío invierno recordad a mi Niño que duerme al hielo.

estribillo

PASCUAL mudanza o pie

versos de enlace

Mañanas dichosas del frío diciembre, aunque el cielo os siembre de flores y rosas, pues sois rigurosas y Dios es tierno…

verso de vuelta

MÚSICOS estribillo

Recordad a mi Niño que duerme al hielo. (Lope de Vega, El cardenal de Belén)

Composiciones poéticas no estróficas. Fuera de los poemas compuestos de estrofas, con características formales variadas en cuanto a la rima y a la medida, existe otra modalidad de textos poéticos que no presenta dicha conformación, sino que tienen su propia estructura, sus características y en sí forman un poema que consta de una serie de versos sin agrupación estrófica alguna y cuyo número es variable. Nos centraremos aquí en dos de las composiciones no estróficas más conocidas: a) Silva. Serie indeterminada de endecasílabos y heptasílabos, mezclados al arbitrio del poeta; las rimas se distribuyen también libremente y pueden quedar algunos versos sueltos. A este aparente desorden se debe su nombre: silva, palabra de origen latino que significa ‘selva’.

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La silva constituye por sí sola un poema entero, sin divisiones estróficas, aunque a veces se utilicen separaciones tipográficas. Es una composición de origen italiano que en España se adapta a comienzos del siglo XVII. Son famosos poemas en silva las Soledades de Góngora y La Gatomaquia (1634) de Lope de Vega, entre otros. En el siglo pasado fue muy del gusto de Antonio Machado, así como de los poetas de la Generación del 27. “A la rosa” (fragmento) a b c C D D B a − A

Pura, encendida rosa, émula de la llama que sale con el día, ¿cómo naces tan llena de alegría, si sabes que la edad que te da el cielo es apenas un breve y veloz vuelo, Y ni valdrán las puntas de tu rama ni tu púrpura hermosa a detener un punto la ejecución del hado presurosa? (Francisco de Rioja, Poesías de Francisco de Rioja y de otros poetas andaluces)

La silva clásica es, preferentemente, de rima consonante, pero en el siglo XX se cultivó la silva asonantada (por Machado, entre otros); incluso encontramos silvas sin rima. En estos casos el poeta tiene que cuidar otros factores rítmicos si no quiere caer en el prosaísmo. En la silva modernista se emplean también versos alejandrinos y versos con un número impar de sílabas (trisílabos, pentasílabos o eneasílabos). También se construyen silvas octosilábicas y de otros números de sílabas pares (hexasílabo, decasílabo, dodecasílabo y octonario). Hay poemas que están escritos en “trozos de silva” iguales entre sí; a esas estrofas se les llama estancias. Podría citarse, por ejemplo, la “Égloga I” de Garcilaso. Las estrofas llamadas liras son, en realidad, un tipo de estancia que tuvo especial fortuna. b) Romance. Serie indeterminada de versos octosílabos, con rima asonante en los pares y sin rima en los impares. Surgen a mediados o finales del siglo XIV y han perdurado hasta nuestros días. Suelen pertenecer al género épico, aunque a veces son líricos, como el “Romance del prisionero”, en la versión recogida por Ramón Menéndez Pidal en Flor nueva de romances viejos (1928): − a −

Que por mayo era, por mayo, cuando hace la calor, cuando los trigos encañan

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a − a − a − a − a − a − a

y están los campos en flor, y cuando canta la calandria y responde el ruiseñor, cuando los enamorados van a servir al amor; sino yo, triste, cuitado, que vivo en esta prisión; que ni sé cuándo es de día ni cuándo las noches son, si no por una avecilla que me cantaba al albor. Matómela un ballestero; dele Dios mal galardón. (Anónimo53)

En sus orígenes, el Romancero viejo, que se remonta al siglo XIV, en que ya los romances formaban parte de los repertorios juglarescos, abarcaba composiciones de autores desconocidos, muchas de ellas hechas para ser cantadas, incluso con estribillos. Como es propio de la poesía tradicional y popular, los romances se transmiten oralmente de individuo a individuo y de generación en generación, lo que origina variantes de gran interés. Sin embargo, a partir del siglo XV se difunden también en manuscritos; posteriormente la imprenta desempeñaría un importante papel en su conservación y transmisión, pero tal vez el vehículo mayoritario lo constituyeran los pliegos de cordel, unas hojas de papel atadas por un cordel o caña formando un cuadernillo y que, por su modesto precio, estaban al alcance de muchos lectores. Acerca de los orígenes de los romances, existen varias teorías. Ramón Menéndez Pidal (173-243), defensor de la teoría denominada “tradicionalista”, la más aceptada hoy en día, asegura que los romances viejos, de origen popular, son descendientes de los antiguos cantares de gesta, cuyos fragmentos más importantes fueron transmitidos, casi siempre oralmente, por los juglares. Estos provendrían de la fragmentación de esos poemas épicos que acabarían por desaparecer con el tiempo. El público hacía repetir al juglar las partes de las composiciones que le gustaban especialmente hasta que, más tarde, llegarían a ser cantadas como poemas autónomos. Un dato que reforzaría la hipótesis de la relación primaria de los romances con los poemas épicos medievales es la pervivencia en ellos de ciertos temas históricos procedentes de los cantares de gesta, los cuales dejarían de componerse en el siglo XIV. 53 Contribuyó a la popularización de esta versión corta del romance, además de la antología del célebre polígrafo español, la grabación que de esta misma vulgata hizo el músico y folclorista Joaquín Díaz en los años 70 (Cancionero de romances, 1977).

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Según Navarro Tomás (69), la base métrica de estos romances tradicionales serían los versos monorrimos de dieciséis sílabas (octonarios, sucesores de viejos versos épicos), con una pausa interna o central y dos hemistiquios; más tarde, por influencia del octosílabo trovadoresco, se habría dividido cada verso en dos, originándose la actual forma octosilábica. Aunque los romances viejos son anteriores al siglo XV y, como hemos apuntado, son anónimos, a partir del siglo XVI se les comienza a recopilar en colecciones llamadas Romanceros. Además, será a partir de ese mismo siglo cuando se conozcan ya los autores de muchas de estas composiciones de nuevo cuño (Gil Vicente, Lope de Vega, Quevedo, Góngora…, algunos de los cuales las usan profusamente en el teatro). Estaríamos, pues, ante los que se denominan romances nuevos. En el siglo XVIII, el romance ve peligrar su continuidad, pues los neoclásicos lo consideran un género excesivamente popular y poco refinado, aunque sí llegan a escribirse romances en endecasílabos. Pero a fines del periodo dieciochesco Juan Meléndez Valdés reinicia su cultivo, revitalizándose luego en el siguiente siglo gracias a los poetas románticos. Más adelante decaerán otra vez, para alcanzar una nueva etapa de esplendor a partir del Modernismo. No son pocos los autores del siglo XX que sentirán especial preferencia por este tipo de composición. Existe otra hipótesis sobre la génesis de los romances: es la teoría llamada “individualista”. Creada por Joseph Bédier para explicar el surgimiento de las chansons de geste, será adoptada después por Raymond Foulché-Delbosc, Manuel Milá y Fontanals o Marcelino Menéndez Pelayo para justificar el nacimiento de los romances viejos (Cfr. Guardiola Alcover 21). Según estos autores y otros (Benedetto Croce, Karl Vossler, Leo Spitzer…), el romance, como cualquier otra composición, es obra de un autor concreto que lo escribe en un momento determinado, sin una dependencia directa de los cantares de gesta. Se fija su aparición en las colecciones del siglo XVI hechas y propagadas al calor de la imprenta, asegurando que su autor original es un poeta culto influido por la poesía de inspiración popular. Otra versión hace retroceder, incluso, su génesis hasta la época del Mester de Clerecía (siglos XIII-XIV). Sus autores pertenecerían a dicha escuela, si bien no necesariamente tenían que haber pertenecido a estamentos eclesiásticos. Se trataría, eso sí, de hombres formados culturalmente y que, como tales, podían muy bien conocer los hechos históricos sobre los que poetizaban, componer sus textos de carácter épico y entregarlos después a los juglares para que estos se encargasen de difundirlos entre el pueblo. Es una evidencia que la temática preferente en los romances tradicionales es la historia, basada muchas veces en la Crónica general de

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Alfonso X (ciclo de don Rodrigo, ciclo de Bernardo del Carpio, ciclo de los infantes de Lara, ciclo de Fernán González o ciclo del Cid). Con los romances juglarescos, en cambio, los asuntos se amplían (tenemos los fronterizos y moriscos, el ciclo carolingio, el ciclo bretón, los novelescos, los de asunto grecolatino…). Se componen, además, romances líricos de inefable belleza, como el “Romance del infante Arnaldos”, el “Romance de Fonte frida” o el que hemos transcrito más arriba, entre otros. Desde el punto de vista métrico, el romance ofrece algunas variantes: ―Romance endecha: está compuesto en heptasílabos. ―Romancillo, de versos hexasílabos o más cortos. ―Romance heroico: está compuesto en endecasílabos. Aunque poco frecuente, cabe también la posibilidad de dividir la serie de versos en sucesivas estrofas de cuatro versos cada una, relacionadas por el sentido, o de intercalar en el romance estribillos o canciones. Otras formas métricas. Concluiremos esta sección reseñando otras dos clases de versificaciones que no encajan en las categorizaciones precedentes: a) Versos blancos. Son los de aquellos poemas extensos sin rima, ordinariamente escritos en endecasílabos, sin formar estrofas; renuncian a la rima y a la estrofa como elementos rítmicos, pero, en cambio, conservan el cómputo silábico fijo, las pausas regulares y los esquemas acentuales. En España el primero en utilizar endecasílabos blancos fue Juan Boscán, al que siguió Garcilaso. Lope de Vega escribió también en ellos su Arte nuevo de hacer comedias y Leandro Fernández de Moratín su “Elegía a las musas” (Obras dramáticas y líricas). En la literatura universal se recuerdan los endecasílabos blancos del teatro de William Shakespeare (finales del siglo XVI-principios del siglo XVII). “Canto de otoño” (fragmento) Bien; ya lo sé!: —la Muerte está sentada A mis umbrales: cautelosa viene, Porque sus llantos y su amor no apronten En mi defensa, cuando lejos viven Padres e hijos.―Al retornar ceñudo De mi estéril labor, triste y oscura, Con que a mi casa del invierno abrigo, De pie sobre las hojas amarillas, En la mano falta la flor del sueño, La negra toca en alas rematada, Ávido el rostro, ―trémulo la miro Cada tarde aguardándome a mi puerta. En mi hijo pienso, y de la dama oscura

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Huyo sin fuerzas, devorado el pecho De un frenético amor! Mujer más bella No hay que la Muerte!: por un beso suyo Bosques espesos de laureles varios, Y las adelfas del amor, y el gozo De remembrarme mis niñeces diera! (José Martí, Versos libres)

b) Versos libres o versículos. Corresponden a los de aquellos poemas con versos de medidas variadas, sin rima —aunque pudieran tener rimas asonantes o algunas rimas puramente ocasionales— y que no están sometidos a ninguna norma acentual. Su ritmo, distinto del de la prosa y cercano al de la prosa rítmica, se produce por la repetición muy frecuente de ideas, de las mismas palabras, de los mismos esquemas gramaticales o de frases o vocablos distintos con sentido idéntico, o bien por la presencia de cualquier tipo de recurrencias (paralelismos, anáforas, epíforas…). Esta ruptura con el verso tradicional se inicia en el siglo XIX con el Simbolismo. En Francia la impulsan Arthur Rimbaud y Paul Verlaine. Ello no supone un obstáculo para que, durante el siglo XX, hayan convivido —incluso en la obra de un mismo autor— el verso regular y el verso libre (basta pensar en los miembros de la Generación del 27 o en Neruda). En España, la “revolución” del verso libre se encontrará un terreno abonado por una tendencia inveterada de la métrica española a la irregularidad desde, por lo menos, el Renacimiento. “Brindis” (fragmento) A A A A a A a a A a a a A A A A A A

Debiera hora deciros: —“Amigos, muchas gracias”, y sentarme, pero sin ripios. Permitidme que os lo diga en tono lírico, en verso, sí, pero libre y de capricho. Amigos: dentro de unos días me veré rodeado de chicos, de chicos torpes y listos, y dóciles y ariscos, a muchas leguas de este Santander mío, en un pueblo antiguo, tranquilo y frío, y les hablaré de versos y de hemistiquios. y del Dante, y de Shakespeare, y de Moratín [(hijo), y del pluscuamperfecto y de participios, y el uno bostezará y el otro me hará un guiño. Y otro, seguramente el más listo, me pondrá un alias definitivo

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A

Y así pasarán cursos monótonos y prolijos. (Gerardo Diego, Versos humanos) “La madre” (fragmento)

No me digas que estás llena de arrugas, que estás llena de sueño, que se te han caído los dientes, que ya no puedes con tus pobres remos hinchados, deformados por el veneno del reúma. No importa, madre, no importa. Tú eres siempre joven, eres una niña, tienes once años. Oh, sí, tú eres para mí eso: una candorosa niña. Y verás que es verdad si te sumerges en esas lentas aguas, en esas aguas poderosas, que te han traído a esta ribera desolada. Sumérgete, nada a contracorriente, cierra los ojos, y cuando llegues, espera allí a tu hijo. (Dámaso Alonso, Hijos de la ira)

Un poema en versículos o versos libres no manifiesta división en estrofas de acuñación clásica, aunque a veces se separen grupos de versos que forman seudoestrofas, como en los fragmentos transcritos del poema de Dámaso Alonso. La longitud de estos versos es muy variable (todo lo que el autor desee); en las igualdades o diferencias de metro entre unos y otros se basan también los efectos rítmicos del poema. En España son los poetas vanguardistas, en concreto los de la Generación del 27, quienes consolidan el uso de los versículos, ya antes utilizados por Juan Ramón Jiménez, quien, a su vez, los recibe de los simbolistas franceses a través de Rubén Darío. Muchos poetas hispanoamericanos del siglo XX, como César Vallejo o Pablo Neruda, fueron maestros en su manejo. Si bien en términos generales los vocablos versos libres y versículos se emplean como sinónimos, no falta quien haya querido hacer un pequeño deslinde entre ambos conceptos. La principal diferencia entre ambos tipos de versificación estribaría en que, mientras la primera —el verso libre— puede conservar total o parcialmente la rima, sobre todo la asonante, como en el texto anterior de Gerardo Diego, el versículo prescindiría totalmente de la misma, como en los versos de Dámaso Alonso. Y no solo eso: la extensión de los versículos sería mayor, pudiendo alargarse hasta sobrepasar las catorce/ dieciocho sílabas.

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7. LAS FIGURAS RETÓRICAS Dentro de la Retórica clásica había un apartado conocido como lexis en griego o elocutio en latín que se centraba en la clasificación y descripción de los recursos de expresión o figuras. La elocución grecolatina estudiaba los “estilos” y las cualidades o “virtudes” de la expresión, que eran la corrección, la claridad y la belleza. Incluidas en esta última estaban las figuras concebidas como un adorno superpuesto al discurso “normal” del lenguaje. Este ha sido el mayor legado que la literatura ―y la disciplina que tradicionalmente la ha investigado (la Poética)― ha recibido de la Retórica. Es un hecho incontestable que el escritor de una obra literaria, al igual que el orador, manipula el mensaje expresado mediante una serie de procedimientos. Lo que se manipula es tanto la forma de exponer un pensamiento como el mismo modo de pensar para que la forma o el contenido, o ambos planos a la vez, “extrañen” o choquen al lector, y así perciba este la voluntad de forma que le movía al autor a escribir. Para ello es necesario contar con un repertorio de artificios o recursos que se han dado en llamar figuras y que se presentan por igual en prosa y en verso. Las figuras retóricas son alteraciones o desviaciones del uso lingüístico “corriente”. Por ejemplo, cuando Bécquer dice “Es tu boca de rubíes / purpúrea granada abierta” (Rimas), no se está refiriendo literalmente a una piedra preciosa o a una fruta, sino a algo rojo y hermoso. Es decir, usa las palabras “rubíes” y “granada” con un significado diferente al habitual. La importancia de este sistema de procedimientos para la teoría de la literatura es tal que sin él resultaría prácticamente imposible hacernos una idea cabal de lo que significa este arte. De este modo no sería descabellado afirmar que la literatura, en cuanto manifestación artística que emplea como instrumento de expresión el lenguaje, es una forma de poner textualmente en relación la gramática, por un lado, y los tropos y figuras, por otro. Uno de los principales colectivos contemporáneos de estudios de retórica, el Grupo µ, identifica la función retórica (la propia de los tropos y figuras) con la función poética (la función que identifica la especificidad literaria). Y uno de los máximos exponentes de la teoría literaria del siglo XX, Paul de Man, ha señalado que lo “‘literario’, en el sentido pleno del término, es cualquier texto que, implícita o explícitamente, significa su propio modo retórico y prefigura su propio malentendido [misunderstanding] como un correlato de su naturaleza retórica, esto es, de su ‘retoricidad’” (136-37). Entrando un poco más en materia, repasaremos muchos de los recursos que los autores desarrollan a partir de la lengua. Los retóricos del pasado distinguieron dos tipos de procedimientos figurativos: las llamadas

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propiamente figuras (surgidas de la adición, supresión o del cambio de orden de los elementos verbales) y los tropos, consistentes en la sustitución de una palabra por otra. A su vez, en relación con los niveles lingüísticos en los que se realizan las figuras, estas se subdividían en: a) figuras de dicción (las que afectan al significante en su nivel fónico, morfológico y sintáctico), y b) figuras de pensamiento, que inciden directamente sobre el significado y la concepción y expresión de pensamientos y conceptos. Tras la reorganización posterior de estos elementos figurativos durante los Siglos de Oro, el Neoclasicismo y la época contemporánea, quedaron establecidos los siguientes tipos: a) Figuras de dicción, que enfatizan la forma y la pronunciación de las palabras y se realizan en el nivel fónico-fonológico de la lengua: apócope, prótesis, aféresis, paragoge, aliteración, onomatopeya, paronomasia, similicadencia… b) Figuras de construcción, que afectan al orden de las palabras en el discurso y se desarrollan en el nivel morfosintáctico. Se pueden producir por omisión de palabras (elipsis, zeugma, asíndeton), o bien por adición y repetición (anáfora, epanadiplosis, pleonasmo, enumeración, gradación, poliptoton, reduplicación…) o por modificación del orden sintáctico (hipérbaton, paralelismo…). c) Figuras de pensamiento, que atañen a la forma de concebir y expresar las ideas o conceptos y que se realizan en el nivel semántico de la lengua. Unas surgen de la oposición o de la duplicación de conceptos (antítesis, quiasmo, paradoja, dilogía, oxímoron…); otras por ocultación, simulación, alteración o supresión del contenido real del pensamiento en la expresión del mismo (ironía, reticencia…); otras subrayan la forma afectiva de la comunicación; son las llamadas figuras “frente al público” (apóstrofe, exclamación, interrogación, imprecación, conminación, dubitación, litote, eufemismo…). d) Figuras verbales o tropos, que se realizan también en el nivel semántico, pero sustituyendo una palabra o palabras por otra u otras, dando origen a nuevos significados o asociaciones de sentido: metáfora, metonimia, sinécdoque, alegoría, símbolo, hipérbole, litote, ironía… Otros autores, en cambio, prefieren simplificar esta tipología un tanto enmarañada dividiendo las figuras retóricas en tres grupos: a) figuras de dicción; b) figuras de pensamiento, y c) figuras de significación o tropos. Durante la segunda mitad del siglo pasado teóricos destacados, como Tzvetan Todorov, Kurt Spang, Jacques Dubois y otros han propuesto nuevas clasificaciones de estos recursos. Así pues, cada tratadista ha diseñado su propio esquema.

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Por razones pedagógicas, en estas páginas hemos decidido aglutinarlos según afecten a los planos fónico, morfosintáctico y léxico-semántico del texto, aunque muchos de ellos incidan en más de un plano a la vez. • Figuras del plano fónico. A este nivel pertenecen algunos artificios métricos, la expresividad de la entonación o las repeticiones expresivas de fonemas. Aliteración. Repetición de uno o varios fonemas, tanto vocálicos como consonánticos, con el fin de que se produzca un determinado efecto musical o un refuerzo del ritmo: "bajo el ala aleve del leve abanico" (Rubén Darío, Prosas profanas y otros poemas). Se trata de un recurso muy antiguo en la literatura, especialmente en poesía. Para algunos autores, la aliteración supone, en ocasiones, un incremento de valores expresivos del texto. La aliteración es una figura o recurso basado en la reiteración como medio para atraer la atención sobre la forma, es decir, como instrumento con que se manifiesta la función poética del lenguaje. En el habla común, también repetimos muchas veces lo que hemos dicho; pero, normalmente, es para insistir en su contenido, no para poner de relieve la forma. La aliteración produce efectos eufónicos o cacofónicos generando reacciones en el lector que este debe analizar. Ahora bien, los textos literarios no solo repiten fonemas; también repiten palabras, como en los siguientes versos de Leopoldo Panero (La estancia vacía, 1945): “Adolescente en sombra” (fragmento) A ti, Juan Panero, mi hermano, mi compañero y mucho más; a ti, tan dulce y tan cercano; a ti para siempre jamás.

Otras veces se reiteran elementos sintácticos análogos; en el ejemplo anterior, se duplica la aposición (“mi hermano, mi compañero”) o la adjetivación (“dulce”, “cercano”), pero en ninguno de estos casos se habla de aliteración, sino de otros recursos con otros nombres: anáfora, reduplicación, anadiplosis, epanadiplosis, paralelismo, retruécano, polisíndeton… Onomatopeya. Aliteración que trata de imitar ruidos o sonidos reales: borbotón, zumbido, zigzag, rasgar. Así, el tictac del reloj, el gluglú del agua. Por ejemplo, san Juan de la Cruz imita el suave susurro del viento: “el silbo de los aires amorosos”, o el balbuceo, con la repetición de “que”: “un no sé qué que queda balbuciendo” (Poesías). Otro ejemplo muy citado para ilustrar este fenómeno es el de los siguientes versos de Garcilaso de la Vega: “en el silencio solo s’escuchaba / un susurro de abejas que sonaba” (Obras), donde

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se evoca el zumbido de las abejas en el silencio. “El ruido con que rueda la ronca tempestad” (José Zorrilla, Cantos del trovador) reproduce el rugido de la tempestad. Esta figura produce efectos de presencia y proximidad, afectividad, gran expresividad y pasión. Cuando la onomatopeya se prolonga a lo largo de diversas palabras, como en el caso de los dos últimos ejemplos, se denomina también armonía imitativa. Muchos vocablos, en todos los idiomas, son onomatopéyicos y muchos estudiosos sostienen que en ellos está el origen del lenguaje humano: quiquiriquí, susurrar, murmullo, silbido... Los efectos de la onomatopeya son musicales, expresivos y a menudo enfáticos. Paronomasia. Semejanza fonética de palabras o grupos de palabras con significados diferentes: “Allí se vive porque se bebe” (Francisco de Quevedo, Obra poética), o bien: “Como las olas si son alas” (Octavio Paz, Puerta condenada). La paronomasia produce contrastes de gran efectividad. Berceo alude a la Virgen así: “Ella es dicha [‘llamada’] puerto a qui todos corremos, e puerta por la cual entrada atendemos [‘esperamos’]” (Milagros de Nuestra Señora). “Ciego que apuntas y atinas, / caduco dios, y rapaz, / vendado que me has vendido” (Luis de Góngora, Todas las obras). Emparentada con la aliteración, tiene su origen en la proximidad de vocablos en los que hay algunos fonemas que se reiteran. Tales palabras reciben el nombre de parónimos y, pese a su relación de semejanza, ya sea por la forma o el sonido, ya por su etimología, tienen significados totalmente diferentes. Es un recurso muy utilizado en el teatro cómico. Similicadencia. Puede aludir a dos fenómenos: 1) repetición de varios verbos en el mismo tiempo y persona o de varios sustantivos y adjetivos en el mismo género y número (homeóptoton), y 2) coincidencia de varias palabras con un final parecido (homeotéleuton): “goza cuello, cabello, labio y frente” (Luis de Góngora, Todas las obras). “Amo…” (fragmento) […] Amo lo que se enciende lo que vuela y se abre lo que enloquece y crece lo que se mueve y salta lo que bebe los vientos lo que es contacto y música lo que es vasto y es casto lo que es milagro y peligro lo que respira y se estira lo que viaja por antojo. (Carlos Edmundo de Ory, Poemas)

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Juan de Salinas escribió: “Y cuanto más se quebranta / mortifica su garganta / con natas al gusto gratas” (Poesías), donde la similicadencia coexiste con la paronomasia. Y Garcilaso de la Vega: “[…] y en medio del trabajo y la fatiga / estoy cantando yo, y está sonando / de mis atados pies el grave hierro” (Obras). Aféresis. Supresión de una sílaba a comienzo de una palabra: “(como el cueducto quiebres de una fuente, / que en la villa a la plaza corresponde)” (Tirso de Molina, La gallega Mari-Hernández). Esta figura ha tenido escaso éxito en español. Se trata de un vulgarismo morfológico, inaceptable en el uso corriente del idioma y que, no obstante, aparece utilizado por algunos autores como licencia poética en la recreación estética de un rasgo particular del habla correspondiente a estratos sociales de escasa cultura. Síncopa. Supresión de una sílaba interna: “Cántico espiritual” (fragmento) Pastores, los que fuerdes [= fuéredes] allá, por las majadas, al otero, si por ventura vierdes [= viéredes] aquel que yo más quiero, decidle que adolezco, peno y muero. (San Juan de la Cruz, Poesías)

Apócope. Supresión de la sílaba final de una palabra: “Diz’: ‘Trota conmigo’” (Arcipreste de Hita, Libro de buen amor). En el discurso poético, hasta el Romanticismo, se aceptó la supresión de sonidos al final de un vocablo, pero con posterioridad esta práctica cayó en desuso. Una forma especial de apócope es la que configuran los llamados versos de cabo roto, como estos incluidos por Miguel de Cervantes en la primera parte de Don Quijote de la Mancha (1605): […] Advierte que es desati-, siendo de vidrio el teja-, tomar piedras en las mapara tirar al veci-. Deja que el hombre de juien las obras que compose vaya con pies de plo-, que el que saca a luz papepara entretener donceescribe a tontas y a lo- […].

Prótesis. Aumento de una sílaba inicial: “Así para poder ser amatado” (Garcilaso de la Vega, Obras).

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Epéntesis. Aumento de una sílaba interna: “LORENZO.— Padre, la benedición” (José de Cañizares, El honor da entendimiento). Paragoge. Aumento de una sílaba final: “La mano le da a besare” (Anónimo, Romancero general). Esta adición es observable especialmente en la épica (cantares de gesta, romances viejos y nuevos), en ciertos poemas líricos anteriores al siglo XVII y en algunos textos dramáticos del Siglo de Oro. La vocal añadida puede ser de origen etimológico (“dare”, verbo latino) o no (“palomare”). • Figuras del plano morfosintáctico o gramatical. Comprende la organización intencionada de la frase, usos especiales de tiempos verbales, adjetivación ornamental (p. e.: el uso de epítetos en algunos versos). Epíteto. Consiste en añadir a un sustantivo un adjetivo o expresión equivalente cuya significación es más subjetiva y ornamental que descriptiva, aunque sobre este punto hay abundantes discusiones. A menudo el epíteto resulta pleonástico por referirse a cualidades esenciales del sustantivo al que acompaña (“nieve blanca”, “negro toro”, “caballo veloz”, “fiero león”, “valeroso soldado”, “intrincada selva”). Pero, en realidad, existen dos tipos de epítetos: por un lado, los epítetos constantes, que indican cualidades inherentes al sustantivo y que se han vuelto tópicos (“ardiente sol”, “frío invierno”), pero que jugaron un gran papel en su momento, especialmente con Francesco Petrarca, maestro de su uso en las letras europeas, y Garcilaso de la Vega, seguidor suyo en las españolas. Por otro lado, tenemos los epítetos ocasionales, que tienen una mayor carga significativa. Estos últimos consisten en aquellos adjetivos antepuestos que no funcionan siempre como epítetos, ya que de ir pospuestos no lo serían (“silencioso atardecer”, “huesuda mano”). En poesía se suele considerar epíteto a todo aquel adjetivo antepuesto al sustantivo, al margen de que señale o no una cualidad propia del mismo (“lucientes perlas”, “purpúreas rosas”, “corrientes aguas”). La colocación del epíteto encierra valores semánticos importantes: puede anteponerse, como hemos visto —y en este caso no hay duda sobre su función de epíteto (“incansables abejas”)—, o puede aparecer pospuesto (“sol ardiente”). En general, se suele entender que un adjetivo pospuesto no es epíteto sino especificativo, a no ser que señale cualidades ya implícitas en el sustantivo (“noche oscura”, “toro bravo”, pero no “camisa blanca”). Los adjetivos especificativos limitan la significación del sustantivo al que acompañan. Asimismo, el epíteto puede colocarse entre pausas (caso en el que recibirá el nombre de adjetivo explicativo). Por ejemplo: “Los árboles, secos, fueron cortados”, donde el adjetivo no limita ni especifica, dado que todos los árboles estaban secos y, por lo tanto, todos fueron cortados. Eso no sucede en la oración “Los árboles secos fueron cortados”, ya que debemos entender

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que los árboles lozanos se conservaron. En este último caso se trataría de un adjetivo especificativo. El adjetivo explicativo se considera por defecto un epíteto; el especificativo, en cambio, no. Algunos ejemplos literarios de epítetos son: “Por ti la verde hierba, el fresco viento, / el blanco lirio y colorada rosa / y dulce primavera deseaba” (Garcilaso de la Vega, Obras); “Ya come blanca sal en otra mano” (Lope de Vega, Sonetos). A veces es el contexto el que indica la condición de epíteto de un adjetivo: “Aves vagas reman lentas hacia algún tranquilo menester” (José Ortega y Gasset, Prólogo a Veinte años de caza mayor del conde de Yebes). Estilísticamente, los epítetos, aparte de su valor ornamental y musical, son enfáticos y demoradores del tiempo. Si son ocasionales, además de estos valores, poseen una funcionalidad descriptiva. Reduplicación. Consiste en la repetición consecutiva de una palabra o un sintagma dentro del mismo verso o frase o a comienzo del verso siguiente. Es un recurso estilístico que responde al fenómeno de la recurrencia, fundamental en el lenguaje poético, tanto en el nivel fónico como en el léxico y sintáctico. Este procedimiento es utilizado, por ejemplo, en los romances viejos. Produce un efecto de insistencia: “Anduvo, anduvo, anduvo” (Rubén Darío, Azul…). A san Juan de la Cruz (Poesías) pertenecen los siguientes versos: Tras de un amoroso lance, y no de esperanza falto, volé tan alto, tan alto que le di a la caza alcance […].

Diácope. Variante de la reduplicación que consiste en intercalar una unidad sintáctica corta, en muchos casos, una conjunción, entre los elementos repetidos: “¡Ay, cómo lloran y lloran!” (Federico García Lorca, Canciones); “Y al cabo, al cabo, se siembre o no se siembre / el año se remata por diciembre” (Félix Lope de Vega, Peribáñez y el Comendador de Ocaña). Repetición simple. Consiste en la reiteración de una o varias palabras diseminadas a lo largo del texto, como en el poema “Vida” de Dámaso Alonso (Oscura noticia, 1944): Entre mis manos cogí un puñado de tierra. Soplaba el viento terrero. La tierra volvió a la tierra. Entre las manos me tienes, tierra soy. El viento orea tus dedos, largos de siglos.

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Y el puñadito de arena —grano a grano, grano a grano— el gran viento se lo lleva54.

Anadiplosis. Repetición de una palabra al final de una frase (o verso) y al principio de la siguiente: La plaza tiene una torre, la torre tiene un balcón, el balcón tiene una dama, la dama una blanca flor […]. (Antonio Machado, Cancionero apócrifo de Abel Martín) “Canción perdida” (fragmento) ¿Es un descanso el olvido? ¿Es olvido caminar? ¿Es caminar empezar a olvidarse del olvido? (Emilio Prados, Mínima muerte)

A la sucesión de anadiplosis, como las de los textos de Machado y de Emilio Prados, se le llama concatenación (se crea en una enumeración, al repetir una palabra de uno de los elementos enumerados en el siguiente y quedar así enlazados unos tras otros; se trata, pues, de una anadiplosis prolongada). Véanse otros ejemplos de anadiplosis: “El león feroz va tras el lobo; el lobo tras la cabra; la cabra juguetona busca la retama florida” (Virgilio, Églogas); “[…] oye, no temas, y a mi ninfa dile. / Dile que muero” (Esteban Manuel de Villegas, Eróticas o amatorias); “Yo no sé, mirá, es terrible cómo llueve. Llueve todo el tiempo, afuera tupido y gris” (Julio Cortázar, Historias de cronopios y de famas). Epanadiplosis. Repetición de una palabra al principio y al final de una frase o verso: “Verde que te quiero verde” (Federico García Lorca, Romancero gitano). En el siguiente ejemplo extraído de El rayo que no cesa de Miguel Hernández se da una sucesión de epanadiplosis: […] Fuera menos penado si no fuera nardo tu tez para mi vista, nardo, cardo tu piel para mi tacto, cardo, tuera tu voz para mi oído, tuera […].

54 En “grano a grano, grano a grano” tenemos, además, una reduplicación, lo mismo que en “al cabo, al cabo” en el ejemplo anterior de Lope de Vega.

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Anáfora. Repetición de una o varias palabras al comienzo de varios versos u oraciones: “Humana voz” (fragmento) Duele el día, la noche, duele el viento gemido, duele la ira o espada seca, aquello que se basa cuando es de noche. (Vicente Aleixandre, Ámbito)

Pasión, vitalidad, fuerza, intensidad son las sensaciones que genera la anáfora: “El caminante ni ve ni escucha al lobo. El caminante nota que un tiritón le corre por el espaldar. El caminante alerta la vista y aguza el oído” (Camilo José Cela, Judíos, moros y cristianos); “Érase un hombre a una nariz pegado, / érase una nariz superlativa, / érase una nariz sayón y escriba […]” (Francisco de Quevedo, Obra poética). Este recurso puede desarrollarse unido al paralelismo, como en los versos de Quevedo. Epífora. Consiste en la repetición de una o varias palabras al final de varios versos u oraciones: “[…] por el helecho es mi alma […] / al iris verde, es mi alma. / […] al viento lento, es mi alma” (Juan Ramón Jiménez, La estación total). En los siguientes versos la epífora se combina con la anáfora, obteniéndose una complexión: […] Tenía la valentía del que lleva una espada. Tenía la cortesía del que lleva una flor. Y entrando en los salones arrojaba la espada. Y entrando en los combates arrojaba la flor […]. (Luis Lloréns Torres, Sonetos sinfónicos)

Igualmente, la epífora puede irrumpir en un texto en prosa: LATANCIO […] al baptismo, dineros; a la confirmación, dineros; al matrimonio, dineros; a las sacras órdenes, dineros; para confesar, dineros; para comulgar, dineros. No os darán la Estrema Unción sino por dineros, no os enterrarán en la iglesia sino por dineros, no iréis a misa en tiempo de entredicho sino por dineros; de manera que parece estar el paraíso cerrado a los que no tienen dineros. (Alfonso de Valdés, Diálogo de las cosas acaecidas en Roma)

Complexión. Consiste en la reiteración de una palabra o expresión al principio y otra, diferente, al final de una serie de frases o versos: “¿Quién te trajo,

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Señor, del cielo a la tierra sino amor? ¿Quién te abajó del seno del Padre al de la Madre […] sino amor? ¿Quién te puso en un establo […] sino amor?” (Fray Luis de Granada, Libro de la oración y meditación). “No digáis que la muerte huele a nada, / que la ausencia de amor huele a nada, / que la ausencia del aire, de la sombra huele a nada” (Vicente Aleixandre, Mundo a solas). Polisíndeton. Repetición de nexos que son innecesarios: "Y los dejó y cayó en despeñadero / el carro y el caballo y caballero" (Fernando de Herrera, Versos); “de polvo y tiempo y sueño y agonía” (Jorge Luis Borges, El hacedor); “Hay un palacio y un río / y un lago y un puente viejo, / y fuentes con musgo y hierba […]” (Juan Ramón Jiménez, Jardines lejanos). Surgen cuando se reitera una conjunción coordinante en series enumerativas. Los efectos expresivos de semejante repetición suelen ser enfáticos y demoradores del avance textual. En efecto, el polisíndeton genera solemnidad y lentitud, infundiéndole a una exposición una sensación de complejidad. En este sentido, se opone al asíndeton o carencia de nexos. Asíndeton. Supresión de conjunciones: “[…] convidan, despiden, llaman, niegan, señalan amor, pronuncian enemiga, ensáñanse presto, apacíguanse luego; quieren que adivinen lo que quieren” (Fernando de Rojas, La Celestina); “Acude, corre, vuela, / traspasa la alta sierra, ocupa el llano” (Fray Luis de León, Obras). Se produce por la yuxtaposición de series enumerativas entre las que se han omitido las conjunciones coordinantes. Produce efectos de rapidez, viveza, sensación de agilidad o de acumulación. Es frecuente su uso en las enumeraciones, aunque puede ir fuera de ellas: “Oda VII. Profecía del Tajo” (fragmento) Llamas, dolores, guerras, muertes, asolamientos, fieros males entre tus brazos cierras, trabajos inmortales a ti y a tus vasallos naturales. (Fray Luis de León, Obras)

Elipsis. Supresión de una o más palabras en una frase sin que ello altere su sentido, pues lo omitido se sobreentiende por el contexto y se puede deducir fácilmente. La siguiente estrofa de un poema incluido en España. Poema en cuatro angustias y una esperanza (1937), de Nicolás Guillén, está plagada de elipsis: “Federico” (fragmento) La casa oscura, vacía; humedad en las paredes;

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brocal de pozo sin cubo, jardín de lagartos verdes.

Este recurso es muy característico también del lenguaje sincopado de refranes y proverbios (p. e.: “Año de nieves, año de bienes”). Zeugma. Elipsis de un término (especialmente un verbo, pero también un adjetivo o un sustantivo) que relaciona dos o más enunciados y que solo se expresa en uno de ellos y, en cambio, se sobreentiende en los demás: “Gloria llamaba a la pena, / a la cárcel, libertad, / miel dulce al amargo acíbar” (Luis de Góngora, Todas las obras). Veamos otros dos ejemplos: Por una mirada, [te diera] un mundo; por una sonrisa, [te diera] un cielo; por un beso… ¡Yo no sé qué te diera por un beso! (Gustavo Adolfo Bécquer, Rimas) “Morir, dormir” —Hijo, para descansar es necesario dormir, no pensar, no sentir, no soñar. —Madre, para descansar, [es necesario] morir. (Manuel Machado, Ars moriendi)

Hipérbaton. Alteración del orden normal de los elementos de la frase (sujeto + verbo + complemento) para realzar algún concepto o idea del mensaje: “Del salón en el ángulo oscuro” (Gustavo Adolfo Bécquer, Rimas); “Era del año la estación florida” (Luis de Góngora, Todas las obras); “Cómo de entre mis manos te resbalas” (Francisco de Quevedo, Obra poética). Produce sorpresa e impacto en el lector, además de efectos de elegancia y belleza. Es típico de la poesía culta y puede ser imitadora de la elegancia clásica, favorecedora de la rima o portadora de la idea de desorden, como en la siguiente estrofa de la “Égloga III” de Garcilaso (Obras): […] Con tanta mansedumbre el cristalino Tajo en aquella parte caminaba que pudieran los ojos el camino determinar apenas que llevaba […].

La ruptura del orden sintáctico (“El cristalino Tajo caminaba en aquella parte con tanta mansedumbre que los ojos apenas pudieran determinar el

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camino que llevaba”) evoca la extrañeza de la mirada. Debido a la búsqueda de efectos estéticos, supone una ruptura sintáctica favorecida por la colocación de una o varias palabras entre otras que no debieran separarse. Perífrasis o circunloquio. Expresión de una idea escamoteando la palabra directa y aludiendo al objeto mediante un rodeo sintáctico. Consiste en referirse indirectamente a un concepto que podría nombrarse en un solo vocablo, resaltando algunos de sus rasgos. De Góngora (Todas las obras) son los siguientes versos: No enfrene tu gallardo pensamiento del animoso joven mal logrado el loco fin, de cuyo vuelo osado fue ilustre tumba el húmido elemento […]. Corona en puntas la dorada esfera do el pájaro real su vista afina […].

Los cuatro primeros versos constituyen una perífrasis con que se designa a Ícaro. La “dorada esfera” es el sol; el “pájaro real”, el águila, ave de Zeus que puede mirar fijamente al sol. Lope de Vega, por su parte, designa así el día de la Asunción (15 de agosto) en la primera estrofa de un soneto integrado en sus Rimas humanas: Era la alegre víspera del día en que la sin igual nació en la tierra de la cárcel mortal y humana guerra para la patria celestial salía […]55.

Las perífrasis suelen ser enaltecedoras, denigratorias, eufemísticas… Producen sensaciones de lentitud y, si se mezclan con metáforas, se vuelven extraordinariamente poéticas. Amplificación. Figura con la que se hace más extensa una idea previamente expresada. Consiste en desarrollar un tema mediante la enumeración de elementos complementarios que contribuyen a realzar e intensificar el sentido y valor de dicho tema: “Y ya este suspiro, que yo he oído tantas veces, tantas veces en los viejos pueblos, en los caserones vetustos, a estas buenas ancianas vestidas de negro; ya este suspiro me trae una visión neta y profunda de la España castiza” (José Martínez Ruiz “Azorín”, La ruta de don Quijote). Mediante esta enumeración ascendente, progresiva, caótica se alarga la explicación. En la literatura española es usada por Juan Ruiz, por Alfonso Martínez de Toledo, Arcipreste de Talavera, en El Corbacho (siglo XV), por Fernando de Rojas en La Celestina. Aparece también en ciertos poemas 55 Al mismo Lope de Vega se alude perifrásticamente llamándosele “el Fénix de los ingenios españoles”.

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descriptivos del Barroco (Lope de Vega, Góngora, etc.), y en una etapa más reciente la emplean Pérez Galdós, Unamuno, García Lorca, Neruda o García Márquez, entre otros. Pleonasmo. La palabra, que proviene del griego, significa ‘redundancia’ y con ella se nombra una figura retórica que consiste en la aportación de términos al texto que no son necesarios para la comprensión de la idea, pero que en un determinado contexto pueden aportar un valor expresivo y estético. Es muy utilizado en la lengua coloquial para dar más énfasis, emotividad, intensidad y expresividad a la comunicación: "Volar por el aire"; "Sube arriba y míralo con tus propios ojos"; “[…] sí que lo vi y bien visto con estos ojos que se ha de comer la tierra […]” (Camilo José Cela, Historias familiares). Se basa en la inclusión, dentro de una frase, de vocablos superfluos y redundantes que pueden resultar o no felizmente expresados. En literatura se ha usado en los cantares de gesta y, con fines jocosos, también en el teatro humorístico. Sinonimia. Acumulación de palabras con significado similar que inciden sobre un concepto o una idea, aportando varias precisiones: “noche […], loca, imaginativa, quimerista […]” (Félix Lope de Vega, Rimas). Es un fenómeno que supone la existencia de varios significantes con un significado parecido. La sinonimia absoluta, según muchos lingüistas (Abbé Girard, Michel Bréal, Leonard Bloomfield, Bernard Pottier…), no existe; según otros (Stephen Ullmann, Ramón Trujillo…), se produce raramente. De todas formas, en literatura se suele recurrir a ella convencionalmente como figura retórica, de la que derivan efectos expresivos muy diversos. Derivación. Es la combinación de palabras formadas a partir de un mismo lexema o raíz léxica: “¡No estás en ti, belleza innúmera, / que con tu fin me tientas, infinita, / a un sinfín de deleites!” (Juan Ramón Jiménez, Piedra y cielo); “[…] pues mientras vive el vencido, / venciendo está el vencedor” (Juan Ruiz de Alarcón, Los favores del mundo). “Brahms, Clara, Schumann” (fragmento) Ya nunca llegaré a tu lado. Puede ser, amor mío, que no te amara ya, que no te hubiese amado nunca, que no te hubiese amado a mi propio amor, el amor que te tuve, Clara, amor mío. (José Hierro, Agenda)

Poliptoton. Es la utilización de un mismo tipo de palabra (sustantivo, verbo, adjetivo) con distintos accidentes gramaticales o distinta forma: “Vivo sin vivir en mí […]” (Santa Teresa de Jesús, Poesías y exclamaciones). Otros ejemplos son:

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“Elegía en la muerte de un perro” (fragmento) ¡Si supieras, mi perro qué triste está tu dios, porque te has muerto! ¡También tu dios se morirá algún día! Moriste con tus ojos en mis ojos clavados, tal vez buscando en estos el misterio que te envolvía. (Miguel de Unamuno, Poesías) Qué alegría vivir sintiéndose vivido. Rendirse a la gran certidumbre, oscuramente, de que otro ser, fuera de mí, muy lejos, me está viviendo […]. (Pedro Salinas, La voz a ti debida)

Enumeración. Consiste en la sucesión de series de adjetivos, sustantivos, verbos y adverbios; en suma, de palabras con la misma función gramatical: “en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada” (Luis de Góngora, Todas las obras). “Las cosas” (fragmento) El bastón, las monedas, el llavero, la dócil cerradura, las tardías notas que no leerán los pocos días que me quedan, los naipes y el tablero, un libro y en sus páginas la ajada violeta. (Jorge Luis Borges, Elogio de la sombra)

Puede ser caótica si no hay relación manifiesta —solo funcional— entre los elementos que la componen, como en el ejemplo de Borges, o en este otro de Pedro Salinas (La voz a ti debida, 1933): “Afán” (fragmento) La tarde ya en el límite de dar, de ser, agota sus reservas: gozos, colores, triunfos; me descubre los fondos de mares y de glorias,

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se estira, vibra, tiembla, no puede más.

Asimismo, puede manifestarse en gradación ascendente o descendente, como en el verso de Góngora (“en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada”), o en este de Lope de Vega: “¿De qué sirve sembrar locos amores, / si viene un desengaño que se lleva / árboles, ramas, hojas, fruto y flores?” (Lo cierto por lo dudoso o la mujer firme). Paralelismo. Consiste en reiterar dos o más versos (o fragmentos de prosa) con una leve variación final. “Cantar antiguo” (fragmento) ¡Ay, Juana, cuerpo garrido!, ¡ay, Juana, cuerpo galano! ¿Dónde le dejas al tu buen amigo? ¿dónde le dejas al tu buen amado? —Muerto le dejo a la orilla del río, Déjole muerto a la orilla del vado. (Anónimo, Romancero general)

Estos versos acogen, además, un recurso que a menudo alterna con el paralelismo: la anáfora. En la reiteración de estructuras gramaticales sus significados se suman: “Aunque no hubiera Cielo, yo te amara, / y, aunque no hubiera infierno, te temiera” (Anónimo)56; “Señor, oí tus palabras y temí; consideré tus obras, y quedé espantado” (Fray Luis de Granada, Libro de la oración y meditación); “Los suspiros son aire y van al aire. / Las lágrimas son agua y van al mar” (Gustavo Adolfo Bécquer, Rimas). Equívoco. Juego de palabras que consiste en utilizar dos veces una misma palabra, dentro de un mismo enunciado, para que contrasten sus dos significados: “Modo de vivir en la vejez” (fragmento) […] con dos tragos del que suelo llamar yo néctar divino, y a quien otros llaman vino, porque nos vino del cielo. (Baltasar del Alcázar, Poesías) 56 El “Soneto a Cristo crucificado”, también conocido por su verso inicial (“No me mueve, mi Dios, para quererte”), es una de las joyas de la poesía mística española y se imprimió por primera vez en la obra titulada Vida del espíritu, para saber tener oración y unión con Dios y provecho de las almas (1628), del doctor madrileño Antonio de Rojas.

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Calambur. Es otra variedad de juego de palabras que se traduce en la repetición de palabras, distintas entre sí, pero cuyos significantes se perciben como iguales. Aquí las sílabas de dos palabras contiguas producen una palabra de sentido distinto. Se da, por ejemplo, en la adivinanza infantil “Oro parece, plata no es” y, por supuesto, en textos literarios: “[…] con dados ganan condados” (Luis de Góngora, Todas las obras); “HERNANDO (Aparte).— ¿Este es conde? Sí, este esconde / la calidad y el dinero” (Juan Ruiz de Alarcón, Los favores del mundo). Góngora, para llamar a Quevedo borracho, dirá: “Cierto poeta, en forma peregrina / cuanto devota [=de bota], se metió a romero” (Todas las obras). O jugando con el nombre del personaje bíblico Noé y la negación (“No he = no tengo”) afirma: “A la vida de los hidalgos pobres que siguen la Corte” (fragmento) No está España para pobres, donde esconde cada cual en el arca de No he lo que vais a demandar.

Del poeta cordobés es también el siguiente ataque a Lope de Vega: Dicen que ha escrito Lopico contra mí, versos adversos; mas, si yo vuelvo mi pico, con el pico de mis versos a este Lopico lo pico.

En resumidas cuentas, el calambur se forma cuando las sílabas de una o más palabras, agrupadas de ese modo, sugieren un sentido diferente. Su uso resulta bastante rentable en el teatro cómico, pues los efectos del calambur se acrecientan cuando se capta por vía oral. Silepsis o dilogía. Es otro tipo mucho más complejo de juego de palabras que consiste en emplear un único vocablo con dos significados simultáneos. Juan Rufo (siglos XVI-XVII), en un cuentecillo, juega dilógicamente con dos acepciones de la palabra cuarto (‘cuarto de hora’ y ‘moneda de escaso valor’): “Estando tratando de alquilar casa, sonó un reloj que daba cuartos cerca de allí; y como dejase la materia de que se hablaba y el huésped [=casero] le preguntase por qué no concluían lo comenzado, respondió: ‘No quiero vivir cerca deste reloj, que da la vida en ruin moneda’” (Las seiscientas apotegmas, 1596). Luis de Góngora (Todas las obras) introduce una sucesión de silepsis en los siguientes versos: […] Cruzados hacen cruzados, escudos pintan escudos, y tahúres muy desnudos

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con dados ganan condados; ducados dejan Ducados, y coronas Majestad: ¡verdad57! […]

En La vida del Buscón (1626), novela picaresca de Francisco de Quevedo, el narrador, al rememorar la figura de su padre, juega con la doble acepción del término cardenal (‘prelado que forma parte del consejo del papa y que constituye, con otros, el cónclave para la elección del sumo pontífice’ y ‘mancha lívida de la piel provocada al extravarse la sangre a consecuencia de un golpe, de una fuerte ligadura, etc.’): “Salió de la cárcel con tanta honra, que le acompañaron doscientos cardenales, sino que a ninguno llamaban señoría”. Del mismo autor y de la misma obra es la siguiente frase: “Dicen que era de muy buena cepa, y, según él bebía, es cosa para creer”58. Retruécano. Inversión de los términos de una oración o verso en la oración o versos siguientes para que el significado de la segunda sea contrario al de la primera: “¿Mar desde el huerto, / huerto desde el mar?” (Juan Ramón Jiménez, Canción). Los términos repetidos invierten su posición y engendran una antítesis: SEGISMUNDO […] aquí, porque más te asombres y monstruo humano me nombres, entre asombros y quimeras, soy un hombre de las fieras y una fiera de los hombres […]. (Pedro Calderón de la Barca, La vida es sueño)

Aparece en frases como: “Más vale perder un minuto en la vida que la vida en un minuto”. Otro ejemplo de esta índole: “Al que ingrato me deja, busco amante; / al que amante me busca, dejo ingrata […]” (Sor Juana Inés de la Cruz, Obra poética). Las dos frases que se contraponen contienen las mismas palabras pero en otro orden o régimen: “Cuando decir tu pena a Silvia intentes, / ¿cómo creerá que sientes lo que dices, / oyendo cuán bien dices lo que sientes?” (Bartolomé Leonardo de Argensola, Obras). Quiasmo. Consiste en colocar dos miembros equivalentes cruzados, una ordenación de dos grupos de palabras de forma que recuerda la imagen invertida en un espejo (“serán cenizas; polvo serán”): “¿En dónde empezaba? 57 La palabra cruzados puede significar a la vez ‘monedas de oro’ y ‘caballeros de las órdenes militares’; escudos, ‘monedas de plata’ y ‘distintivo de nobleza’, y ducados, ‘monedas imaginarias, de cuenta’ y ‘título o dignidad de duque’. 58 Cepa: ‘tronco de la vid y, por extensión, de toda la planta’ y, a la vez, ‘origen de una familia o linaje’.

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/ ¿acababa, en dónde?” (Pedro Salinas, Presagios); “Tejidos sois de primavera, amantes, / de tierra y agua y viento y sol tejidos” (Antonio Machado, Cancionero apócrifo de Abel Martín); “En la Libia calor, hielo en Noruega” (Lope de Vega, Rimas humanas); “Cuando vives vejez y niñez mueres” (Francisco de Quevedo, Obra poética); “Engañaron sotilmente, / por emaginaçión loca, / fermosura e hedad poca / al niño bien paresçiente” (Fernán Pérez de Guzmán, Cancionero de Baena). El quiasmo resulta de la construcción cruzada de vocablos, de oraciones, de funciones…, no forzosamente en antítesis. Suspensión. Retrasa hasta el final de la frase o del periodo un elemento que aclara el sentido del texto: Desmayarse, atreverse, estar furioso, áspero, tierno, liberal, esquivo, alentado, mortal, difunto, vivo, leal, traidor, cobarde, animoso; no hallar fuera del bien centro y reposo, mostrarse alegre, triste, humilde, altivo, enojado, valiente, fugitivo, satisfecho, ofendido, receloso; huir el rostro al claro desengaño, beber veneno por licor süave, olvidar el provecho, amar el daño: creer que un cielo en un infierno cabe; dar la vida y el alma a un desengaño; esto es amor, quien lo probó lo sabe. (Lope de Vega, Rimas)

A veces, tras mantener el interés, el discurso concluye con una salida de tono: “Al túmulo del rey Felipe II en Sevilla” (fragmento) Esto oyó un valentón, y dijo: “Es cierto cuanto dice voacé, seor soldado, y quien dijere lo contrario miente”. Y luego encontinente caló el chapeo, requirió la espada, miró al soslayo, fuese, y no hubo nada. (Miguel de Cervantes)

Interrupción o abrupción. Es la figura por la que suspendemos un pensamiento para dar paso a otra idea: “DON ÁLVARO ¡Desdichado!… ¿Qué hiciste?… Leonor ¿Eras tú?… ¿Tan cerca de mí estabas?… ¡Ay! Aún respira…, aún palpita aquel

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corazón todo mío… Ángel de mi vida…, vive, vive; yo te adoro” (Duque de Rivas, Don Álvaro o la fuerza del sino). La suspensión de la secuencia lógica expresa la perturbación producida por la emoción: “Ah! Noche, ya no noche!… tristes días” (Leandro Fernández de Moratín, Obras dramáticas y líricas). Acróstico. Distribución de las grafías iniciales de cada verso de modo que, leídas en vertical o de abajo hacia arriba, componen un nombre o frase. Así pone su nombre al principio quien escribe La Celestina. “El autor, excusándose de su yerro en esta obra que escribió, contra sí arguye y compara” (fragmento) El silencio escuda y suele encubrir Las faltas de ingenio e las torpes lenguas; Blasón que es contrario publica sus menguas Al que mucho habla sin mucho sentir. Como la hormiga que deja de ir Holgando por tierra con la provisión: Jactose con alas de su perdición: Lleváronla en alto, no sabe dónde ir. PROSIGUE El aire gozando, ajeno y extraño, Rapiña es ya hecha de aves que vuelan; Fuertes más que ella por cebo la llevan: En las nuevas alas estaba su daño. Razón es que aplique a mi pluma este engaño, No disimulando con los que arguyen, Así que a mí mismo mis alas destruyen, Nublosas e flacas, nacidas de hogaño. PROSIGUE Donde esta gozar pensaba volando, O yo aquí escribiendo cobrar más honor, De lo uno y de lo otro nació disfavor: Ella es comida y a mí están cortando Reproches, revistas e tachas. Callando Obstara los daños de envidia e murmuros; Y así navegando, los puertos seguros Atrás quedan todos ya, cuanto más ando. PROSIGUE Si bien discernís mi limpio motivo […]59.

59 Traducimos a un castellano algo más actual el acróstico completo de las octavas que figuran antes del prólogo de La Celestina: “El bachiller Fernando de Rojas acabó la Comedia de Calisto y Melibea y fue nascido en la Puebla de Montalbán”.

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Anagrama. Composición que relaciona palabras o secuencias que constan de los mismos fonemas o sílabas, pero en distinto orden: Anagrama de Luïsa es ilusa y no la infama, supuesto que el anagrama no es definición precisa; ya con el sujeto frisa, ya es compuesto, ya neutral, neutros son perla y peral; ramo, amor, burla y albur, conforman hurta y tahúr, implican malsín sin mal. (Juan de Salinas, Poesías)

Se puede considerar una variedad de anagrama el palíndromo o expresión susceptible de ser igualmente leída de izquierda a derecha o de derecha a izquierda: “dábale arroz a la zorra el abad”. Reticencia. Mediante la suspensión de la secuencia se comunica más significación de la que expresamente se transmite: “Fisgona, ruda, necia, altiva, puerca, / golosa y… basta, musa mía, / ¿cómo apurar tan grande letanía?” (Francisco de Quevedo, Obra poética). Con este recurso se corta intencionadamente una frase dando por sentado que el receptor intuye o sobreentiende el sentido pleno de la comunicación interrumpida. Sujeción. Se trata de un monólogo en el que el hablante se dirige preguntas deliberativas a las que él mismo responde. Refiere y subordina a una proposición, generalmente interrogativa, otra que es una respuesta, explicación o consecuencia de esa proposición: SEGISMUNDO […] ¿Qué es la vida? Un frenesí. ¿Qué es la vida? Una ilusión, una sombra, una ficción, y el mayor bien es pequeño; que toda la vida es sueño, y los sueños, sueños son. (Pedro Calderón de la Barca, La vida es sueño)

• Figuras del plano léxico-semántico. Conciernen a este nivel ante todo las figuras que se basan en el uso figurado del lenguaje (metáforas, metonimias, etc.), el empleo de vocablos inusitados (“Ínclitas razas ubérrimas”) y, sobre todo, el aprovechamiento de las connotaciones de las palabras.

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Topografía. Descripción de un lugar: “Alrededor de la catedral se extendía, en estrecha zona, el primitivo recinto de Vetusta. Comprendía lo que se llamaba la Encimada, y dominaba todo el pueblo que se había estirado por noroeste y sudeste” (Leopoldo Alas “Clarín”, La Regenta). Cronografía. Es una descripción temporal. Véase la siguiente estampa, muy elaborada retóricamente, de un amanecer: En esto, ya comenzaban a gorjear en los árboles mil suertes de pintados pajarillos, y en sus diversos y alegres cantos parecía que daban la norabuena y saludaban a la fresca aurora, que ya por las puertas y balcones del oriente iba descubriendo la hermosura de su rostro, sacudiendo de sus cabellos un número infinito de líquidas perlas, en cuyo suave licor bañándose las yerbas, parecía asimesmo [que] ellas brotaban y llovían blanco y menudo aljófar. (Miguel de Cervantes, Don Quijote de la Mancha)

Pragmatografía. Descripción de objetos: Este lecho […] está enteramente realizado en obra de mampostería rematada en capa de cemento amorosamente pulida por el maestro albañil de una vez por todas, con la precisión con que la camarera de un hotel de lujo alisa la colcha cada día. […] la almohada ha sido realizada en el extremo correspondiente del lecho asimismo en cemento, haciendo cuerpo con el resto del inmueble y de la altura aconsejada para un sueño perfectamente fisiológico. (Luis Martín-Santos, Tiempo de silencio)

Prosopografía. Descripción de una persona en su aspecto exterior: “Letamendi era un señor flaco, bajito, escuálido, con melenas grises y barba blanca. Tenía cierto tipo de aguilucho: la nariz corva, los ojos hundidos y brillantes, se veía en él un hombre que se había hecho una cabeza, como dicen los franceses” (Pío Baroja, El árbol de la ciencia). En Ocnos (1942), la memoria de Luis Cernuda recupera la imagen de uno de sus maestros de la adolescencia: Lo fue mío en clase de retórica, y era bajo, rechoncho, las gafas idénticas a las que lleva Schubert en sus retratos, avanzando por los claustros a un paso corto y pausado, breviario en mano o descansada esta en los bolsillos del manteo, el bonete derribado bien atrás sobre la cabeza grande, de pelo gris y fuerte.

Etopeya. Descripción de las cualidades morales de un individuo: “[Don Gumersindo] era afable, servicial, compasivo, y se desvivía por complacer y ser útil a todo el mundo, aunque le costase trabajos, desvelos y fatiga, con tal de que no le costase un real” (Juan Valera, Pepita Jiménez).

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Retrato. Descripción, tanto moral como física, de una persona: “Tenía la Benina voz dulce, modos hasta cierto punto finos y de buena educación, y su rostro moreno no carecía de cierta gracia interesante que, manoseada ya por la vejez, era una gracia borrosa y apenas perceptible” (Benito Pérez Galdós, Misericordia). Símil o comparación. Presenta la semejanza o comparación entre dos ideas; es una comparación explícita del término real (TR) con su imagen (TI); se construye diciendo explícitamente TR es como TI o TR parece TI (“dientes como perlas”, “ojos negros como el azabache”): “Castilla (TR) es ancha y plana, como el pecho de un varón (TI)” (José Ortega y Gasset, El Espectador); “Fueron entrando unos médicos a caballo en unas mulas que, con gualdrapas negras, parecían tumbas con orejas” (Francisco de Quevedo, Sueños). Aparte de estas fórmulas, otras con las que también se construye el símil son: TR es más que TI, o TR es igual a TI: […] ¡Oh bella Galatea, más süave que los claveles que tronchó la Aurora; blanca más que las plumas de aquel ave que dulce muere y en las aguas mora; igual en pompa al pájaro que, grave, su manto azul de tantos ojos dora cuantas el celestial zafiro estrellas! ¡Oh tú, que en dos incluyes las más bellas! […]. (Luis de Góngora, Fábula de Polifemo y Galatea)

El símil es tan corriente en la lengua ordinaria como en los textos literarios: “más blanco que la nieve”. A veces puede ser muy imaginativo: “es más corto que la chaqueta de un guardia”. Ahora bien, si algo distingue al símil literario es su originalidad, asociada normalmente a su belleza: “Por poniente cruzan, lentas, alargadas como culebrillas, unas nubecillas rojas […]” (Camilo José Cela, Viaje a la Alcarria). Metáfora. Consiste en el uso de una palabra con un significado o en un contexto diferente del habitual. Es un recurso literario, un tropo por medio del cual se identifican dos términos entre los cuales existe alguna semejanza. Uno de esos términos es el literal o término real (TR) y el otro se usa en sentido figurado; es la imagen (TI). Este hecho de llamar a una cosa con el nombre de otra se produce en virtud de una semejanza que se observa entre ambas entidades. Porque, a diferencia del símil —en que hay comparación—, en la metáfora hay una identificación plena que resulta posible porque el término real y la imagen poseen propiedades que permiten igualarlos. No obstante, a veces esa identificación entre el término real y la imagen es producto de la originalidad del escritor. Por ejemplo, García Lorca compara las heridas de Juan Antonio el de Montilla con lirios o con una granada, fruta de piel y pulpa

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rojizas, y dice así: “[…] su cuerpo lleno de lirios / y una granada en las sienes” (Romancero gitano, 1928). La metáfora se produce también en la lengua común: “Pedro es un jabato”, para indicarse que es valiente, osado; o “¡Qué metedura de pata!”. Llamamos pluma a un objeto de metal que no es una pluma; o decimos “se reanudó [= se volvió a anudar] el partido”, cuando allí no se ha reanudado nada. Tampoco es una hoja la hoja de papel, ni la pata de una silla una pata, ni un sacerdote es un pastor, ni la columna vertebral es una columna propiamente dicha. Pero, no obstante, estas metáforas no son sentidas como tales por los hablantes, porque se trata de metáforas muertas o lexicalizadas, fósiles. A diferencia de estas, las metáforas creadas por los escritores sorprenden por su superior originalidad. El recurso puede adoptar varias fórmulas: a) TR es TI (metáfora copulativa): “Los dientes son perlas”: “La luna nueva (TR) es una vocecita desde el cielo (TI)” (Jorge Luis Borges, Fervor de Buenos Aires). b) TI de TR (metáfora “de genitivo apuesto”): “El jinete se acercaba / tocando el tambor (TI) del llano (TR)” [llano=tambor] (Federico García Lorca, Romancero gitano); “[…] ¿en dónde canta el ave (TI) de la esperanza mía (TR)?...” [ave=esperanza mía] (Ramón del Valle-Inclán, Aromas de leyenda). c) TR: TI (metáfora aposicional): “El ruiseñor (TR), pavo real (TI) / facilísimo del pío […]” [ruiseñor=pavo real] (Jorge Guillén, Cántico); “El otoño (TR): isla / de perfil estricto (TI) […]” [otoño=isla de perfil estricto] (Jorge Guillén, Cántico); “[…] la primavera (TR), niña errática y desnuda (TI)” [primavera=niña errática y desnuda] (Juan Ramón Jiménez, Poemas impersonales); “Hielo (TR), / cristal de aire en mil hojas (TI)” [hielo=cristal de aire] (Gerardo Diego, Alondra de verdad). d) TR: TI, TI, TI… (metáfora impresionista): “[…] ya viene, oro (TI) y hierro (TI), el cortejo (TR) de los paladines” [cortejo=oro, hierro] (Rubén Darío, Cantos de vida y esperanza); “Por el olivar venían, / bronce (TI) y sueño (TI), los gitanos (TR)” [gitanos=bronce, sueño] (Federico García Lorca, Romancero gitano). e) TI en lugar de TR (metáfora pura). Solo se expresa la imagen, que reemplaza al término real, el cual debe ser averiguado por el lector: “Su luna de pergamino (TI) / Preciosa tocando viene […]” [luna de perga– mino=pandero] (Federico García Lorca, Romancero gitano). De un joven que está malherido dice Góngora que tiene “[l]as venas con poca sangre, / los ojos con mucha noche” [noche=oscuridad, turbiedad que presagia la muerte] (Todas las obras); “Caído se le ha un clavel [=Niño Jesús] / hoy a la Aurora del seno” [=Virgen María] (Luis de Góngora, Todas las obras).

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[…] Ríense las fuentes tirando perlas [= gotas de agua] a las florecillas que están más cerca […]. (Lope de Vega, El robo de Dina)

En todos estos casos el término real y la imagen son sustantivos; pero muchas veces sucede que la metáfora es un adjetivo que sustituye a otro (no son pocos los autores que han hablado de “manos eucarísticas”, en vez de “manos blancas”, donde “eucarísticas” sería la imagen), o un verbo que sustituye a otro verbo (“[…] los arados / peinan las tierras”, escribe Góngora en la Fábula de Polifemo y Galatea, en lugar de “Los arados abren surcos paralelos en las tierras”), o un adverbio que toma el relevo a otro adverbio (Antonio Machado expresa que “[e]l Duero corre, terso y mudo, mansamente”, en vez de decir que “el Duero corre plácidamente”). Estaríamos ante una metáfora adjetival, una verbal y una adverbial, respectivamente. De acuerdo con dichos esquemas gramaticales, hay metáforas antropomórficas que identifican cosas, plantas o animales con seres humanos. Por ejemplo, con la fórmula TR es TI: “Los rosales son poetas que quisieron ser rosales” [rosales=poetas] (Ramón Gómez de la Serna, Greguerías). Por el contrario, existen metáforas zoomórficas: “Desnuda está la tierra, / y el alma aúlla al horizonte pálido / como loba famélica” [aúlla=emite prolongados lamentos como un lobo, un perro u otros animales] (Antonio Machado, Soledades). Por otra parte, tenemos metáforas sensoriales, que afectan a los sentidos (la vista, el oído, etc.), metáforas oníricas, referentes al sueño, al ensueño y al subconsciente, y abstractas, que aluden a lo metafísico, a lo alegórico y lo simbólico. Para completar el panorama, citemos también la existencia de metáforas simples o de primer grado y metáforas compuestas o de segundo grado. Si dijéramos “[…] Soria (TR) —barbacana hacia Aragón (TI) […]” (Antonio Machado, Campos de Castilla), tendríamos una metáfora sencilla o de primer grado, ya que entre el término real (“Soria”) y el término imaginario (“barbacana”) hay una relación directa e inmediata. Pero cuando García Lorca escribe “Tierra tú mismo que nadas (TI) por los números de la oficina” (Poeta en Nueva York, 1940), la situación se complica: el poeta ha ido más lejos. Por un lado, el término imaginario “nadas” se refiere a la lucha, al acto de debatirse en una ciudad fría y deshumanizada, que sería el término real, no explícito en este verso. Es una metáfora de segundo grado, porque, para entenderla en su totalidad, debemos partir de una metáfora previa, que deriva de la identificación del hablante lírico, al que se refiere ese “tú” autorreflexivo, alter ego del “yo” poético, con un nadador. De otro lado, si

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ese “yo”/“tú” nada “por los números de la oficina” es porque dicho paisaje se transforma en la imaginación del emisor en una especie de mar o de océano turbulento. Esta última sí sería una metáfora sencilla y de primer grado sobre la que se levanta la segunda, que es la que se evidencia en el texto. En resumidas cuentas, la metáfora de segundo grado presupone la existencia de otra anterior, sin la cual la primera (la de segundo grado) no tendría sentido. De igual modo, cuando Góngora dice que “[…] los arados / peinan las tierras”, ha trascendido la metáfora directa (“los arados son peines”), que no está explícita, sino que hay que deducir del verso, para construir también una metáfora de segundo grado. Algunos estudiosos de estos procedimientos distinguen, asimismo, entre metáforas afectivas, que se refieren al sentimiento; metáforas muertas de tipo intelectual, que son comunes a la lengua no literaria, y otros muchos tipos más. Metonimia. Es un fenómeno de cambio semántico por medio del cual se designa una cosa o idea con el nombre de otra, sirviéndose de alguna relación semántica existente entre ambas. Estas relaciones son del tipo causa-efecto, de sucesión o de tiempo o del todo y la parte. Por consiguiente, la metonimia se basa en la contigüidad entre el término real y la imagen y puede referirse a tres aspectos: a) la designación de la parte de un todo con el nombre de otra parte; entre los dos conceptos hay relaciones de causa-efecto, de continentecontenido, el lugar por el producto, lo físico por lo moral, el instrumento por la persona, el inventor por la cosa inventada, lo abstracto por lo concreto, etc. Así, si nos tomamos una copa, designamos el licor (una parte) con el nombre de la vasija (otra parte). Llamar violín al violinista de la orquesta pertenece al mismo caso. “Tiene en su casa un Picasso [=cuadro de Picasso]”; “Es un bello lienzo [=pintura]”; “Vive de su trabajo [=el dinero que produce su trabajo]”; “Leo a Cervantes” [=un libro de Cervantes]; decir “tener canas” en lugar de “ser viejo”; “tomar un Jerez” en vez de “tomar un vino de Jerez”; “No tener corazón” en lugar de “ser cruel”; “los tres espadas” en lugar de “los tres toreros”; “Tengo un Ford” en lugar de “Tengo un coche de la marca Ford”; “La juventud es alegre” en lugar de “Los jóvenes son alegres”… b) la designación del todo con el nombre de una parte: mil almas (parte) son mil personas (el todo, formado por cuerpo y alma). Otros ejemplos: “Aparecieron dos velas [=barcos] en el horizonte”; “Un rebaño de cien cabezas [=ovejas]”; “[…] las proas vinieron a fundarme la patria” (Jorge Luis Borges, Cuaderno San Martín). Las proas significan en este verso los navíos y, más aún, los navegantes. Podríamos suponer que las proas con el significado real de navío, e incluso de navegantes, son una metáfora. Pero no es así. Existe una

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diferencia estructural con la metáfora: en el enunciado anterior se mantiene evidente la relación (la proa es parte del navío); no existe una sustitución completa, como sí ocurre en la metáfora. Aquí se designa a una parte por el todo; por lo tanto, es una metonimia. c) la designación de una parte con el nombre del todo: los mortales (todo) son los hombres (una parte; porque todos los animales, además de las plantas, son mortales). Las dos últimas clases de metonimia se denominan sinécdoque; pero este término ha quedado un tanto desplazado en nuestra época. Alegoría. Consiste en una correspondencia prolongada entre lo que el autor cuenta (una serie de imágenes vinculadas entre sí) y lo que quiere decir (otra serie de términos reales, que se relacionan, uno a uno, con sus respectivas imágenes). De ahí que se suela definir como una metáfora prolongada, pues se trata de una cadena de imágenes, metáforas o símbolos relacionados entre sí, y que se refieren a un concepto o a una idea, normalmente moral o religiosa, lo que le otorga al texto un sentido real o literal y otro figurado. Así Gonzalo de Berceo en la “Introducción” a los Milagros de Nuestra Señora presenta el Paraíso (término real) como un “prado” (imagen) en el que hay “fuentes” (=los Evangelios), “aves” (=los santos), “flores” (=los nombres de la Virgen), etc. Para percibir la revelación de esa verdad oculta, hay que entender la comparación inicial que a veces no está explícita: Pastor que con tus silbos amorosos me despertaste del profundo sueño; tú que hiciste cayado de ese leño en que tiendes los brazos poderosos […]. (Lope de Vega, Rimas sacras)

En este ejemplo se parte de una metáfora (Cristo=Pastor), que se prolonga a lo largo de todo el texto: los silbos son las llamadas de Cristo; el sueño es el pecado o la indiferencia y el cayado es la Cruz. El siguiente poema de san Juan de la Cruz (Poesías) solo tiene sentido si partimos de idéntico símil, que no se explicita en los versos: Un partorcico solo está penando, ajeno de placer y de contento, y en su pastora [=alma humana] puesto el pensamiento, y el pecho del amor muy lastimado […]. Que solo de pensar que está olvidado de su bella pastora, con gran pena se deja maltratar [=la Pasión] en tierra ajena [=el mundo], el pecho del amor muy lastimado […].

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En ocasiones las alegorías pueden constituir obras enteras. La Divina comedia de Dante y el Laberinto de Fortuna de Juan de Mena poseen de cabo a rabo una matriz alegórica, muy del gusto de la literatura medieval. Una forma particular de alegoría es la parábola, como las muchas que salpican la Biblia: las del cordero, narradas por Nathan, la de la mujer de Tekoah o la parábola del siervo cruel en el Antiguo Testamento, o las muchas que refiere Jesús al pueblo (el buen samaritano, el hijo pródigo…). Símbolo. Es un objeto o una cualidad, una realidad perceptible por los sentidos mencionada por el escritor con el propósito de aludir a otra realidad distinta, normalmente de carácter espiritual o abstracto. En nuestra cultura la balanza es símbolo de (o simboliza a) la justicia; la cruz es símbolo del cristianismo y la paloma es símbolo de la paz. Los escritores suelen crear sus propios símbolos. Así, el “buitre” de que nos habla Unamuno (Rosario de sonetos líricos) alude simbólicamente a la “angustia” que le corroe el alma: Este buitre voraz de ceño torvo que me devora las entrañas fiero y es mi único constante compañero, labra mis penas con su pico corvo […].

No obstante, la relación entre lo simbolizado y el propio símbolo no suele ser convencional, sino que entre sí guardan alguna relación, así sea vaga. Personificación o prosopopeya. Consiste en atribuir a las cosas o a los animales cualidades humanas: “La noche llama temblando / al cristal de los balcones […]” (Federico García Lorca, Romancero gitano); “El cáñamo se retorcía con áspero gemir, enroscándose lentamente sobre sí mismo. Los hilos montaban unos sobre otros, quejándose de la tensión violenta, y en toda su magnitud rectilínea había un estremecimiento de cosa dolorida y martirizada que irritaba los nervios del espectador […]” (Benito Pérez Galdós, La desheredada). La prosopopeya suscita una identificación con la naturaleza: “Muerte del sueño” (fragmento) Por ti he sabido yo cómo era el rostro de un sueño: solo ojos. La cara de los sueños mirada pura es, viene derecha, diciendo: “A ti te escojo, a ti, entre todos” como lo dice el rayo o la fortuna. Un sueño me eligió desde sus ojos, que me parecerán siempre los tuyos. (Pedro Salinas, Largo lamento)

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Apóstrofe o invocación. Consiste en dirigirse de forma vehemente —a través de una pregunta o exclamación— a seres animados (presentes o ausentes) o inanimados, reales o imaginarios, de los cuales no se espera respuesta: “Para y óyeme, ¡oh sol!, yo te saludo” (José de Espronceda, Poesías). Sugiere vehemencia y pasión. Otra particularidad del apóstrofe es que muchas veces converge con la prosopopeya en un mismo enunciado: “Cántico espiritual” (fragmento) ¡Oh bosques y espesuras, plantadas por la mano del Amado!, ¡oh prado de verduras, de flores esmaltado!, decid si por vosotros ha pasado! (San Juan de la Cruz, Poesías)

Igualmente puede asociarse a una exclamación o a una interrogación retórica. La intensidad de su lenguaje va destinada a conmover al receptor; por eso se le califica, junto con la pregunta retórica y otras figuras, de “patética”. Otro ejemplo de este recurso es el siguiente: Agua, ¿dónde vas? Riendo voy por el río a las orillas del mar. Mar, ¿adónde vas? […] (Federico García Lorca, Canciones)

Hipérbole. Exageración desproporcionada y más allá de lo verosímil de las acciones, cualidades, etc., con el fin de engrandecer o empequeñecer la idea que se expresa. Es decir, permite exagerar, positiva o negativamente, la valoración de una persona, cosa o hecho. Unas veces crea la impresión de grandeza o excelencia: “Yo romperé a fuerza de brazos / un monte espeso que otro no rompiera” (Garcilaso de la Vega, Obras). Otras veces produce efectos cómicos, como en el siguiente epigrama de Baltasar de Alcázar (Poesías, 1878): “A una mujer escuálida” (fragmento) Yace en esta losa dura una mujer tan delgada que en la vaina de una espada se trajo a la sepultura.

En cualquier caso, da una visión desmesurada de la realidad, sin excluir la crítica y la sátira o la expresión de sentimientos intensos:

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¿En cuál región, en cuál parte del suelo, en cuál bosque, en cuál monte, en cuál poblado, en cuál lugar remoto y apartado puede ya mi dolor hallar consuelo? […] (Gutierre de Cetina, Obras)

También aflora en la lengua ordinaria (“Ese tiene serrín en la cabeza”) y, además, es muy utilizada en la poesía bíblica. Antítesis o contraste. Enfrentamiento de palabras o frases de significación opuesta y que sirve para poner de relieve una idea: “Yo velo cuando tú duermes, yo lloro cuanto tú cantas, yo me desmayo de ayuno cuando tú estás perezoso y desalentado de puro harto” (Miguel de Cervantes, Don Quijote de la Mancha). El siguiente cuarteto de Francisco de Quevedo (Obras poéticas) consta de cuatro antítesis: Adán en Paraíso, Vos en huerto; él puesto en honra, vos en agonía; él duerme y vela mal su compañía; la vuestra duerme, Vos oráis despierto […].

La antítesis de contrarios que radica en el mismo sujeto se llama cohabitación: “Es el soberbio el monstruo más horrendo del mundo, y el más formidable y desemejante que puede fabricar el delirio; porque quiere ser cielo, siendo infierno, serafín y gusano, humo y sol, Dios y demonio” (Francisco de Quevedo, Las cuatro pestes del mundo y las cuatro fantasmas de la vida). Paradoja. Unión de dos ideas aparentemente antagónicas, pero que llegan a conciliarse para expresar una nueva. Los místicos la utilizan para expresar su estado de unión con Dios: “Llama de amor viva” (fragmento) ¡Oh cautiverio suave! ¡Oh regalada llaga! ¡Oh mano blanda! ¡Oh toque delicado! que a vida eterna sabe y a toda deuda paga; matando, muerte en vida la has trocado. (San Juan de la Cruz, Poesías)

Es un aparente contrasentido que postula otro significado más allá del superficial: “Muriendo naces y viviendo mueres” (Francisco de Quevedo, Obra poética); “Vivo sin vivir en mí / y tan alta vida espero / que muero porque no

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muero” (Santa Teresa de Jesús, Poesías y exclamaciones); “Oh muerte que das vida. Oh dulce olvido” (Fray Luis de León, Obras). Oxímoron. Unión de dos palabras (una “sensata locura”) o dos ideas que, lógicamente, no podrían coexistir: si se dice una, la otra no podría decirse: “rugido callado” (Rubén Darío, Azul…), “música callada, soledad sonora” (San Juan de la Cruz, Poesías), “desmayo dichoso” (Fray Luis de León, Obras), “rudo artificio”, “vivo cadáver” (Pedro Calderón de la Barca, La vida es sueño), “payaso trágico” (Ramón del Valle-Inclán, Viva mi dueño), “trágica mojiganga”, “broma macabra” (Valle-Inclán, Luces de bohemia). Al igual que la alegoría, esta figura la emplean también mucho los escritores místicos del siglo XVI. Ironía. Consiste en burlarse de alguien o de algo afirmando lo contrario de lo que se siente o se dice, pero de manera que el lector pueda reconocer el verdadero sentido. Góngora, despechado porque el conde de Lemos no lo ha invitado a ir en su séquito a Nápoles, y ha preferido, en cambio, a otros escritores menores, dice: “Como sobran tan doctos españoles, / a ninguno [a ningún prócer] ofrecí la Musa mía” (Todas las obras). Viene a ser la expresión de una idea mediante la opuesta. En los textos literarios, el significado real tiene poco que ver con el literal, por lo que debe contarse siempre con la competencia del receptor: “Calisto y Melibea se casaron —como sabrá el lector, si ha leído La Celestina— a pocos días de ser descubiertas las rebozadas entrevistas que tenían en el jardín” (Azorín, Castilla). Se utiliza la ironía para la burla, para la sátira y el humor: “Comieron una comida eterna, sin principio ni fin” (Francisco de Quevedo, La vida del Buscón). En la misma novela picaresca, Pablos, el protagonista, después de hablar de la prisión de su padre y de la muerte de su hermano, y de contar que su madre “padeció grandes trabajos recién casada”, añade que esta “no tuvo calamidades. Un día, alabándomela una vieja que me crio, decía que era tal su agrado, que hechizaba a cuantos la trataban”60. Sarcasmo. Es una burla malintencionada y descaradamente disfrazada, una ironía mordaz y cruel con que se critica a las personas (comportamientos, gestos, actitudes) o se ofende o maltrata a alguien o algo: “Señor, dijo el pícaro, yo no tengo las inteligencias que vuesa merced, que se va a las casas de juego” (Vicente Espinel, Vida del escudero Marcos de Obregón). La ironía insultante que lleva implícita es notoria, como se aprecia también en los siguientes versos de Quevedo (Obra poética): Si la progenitora del pícaro hechizaba a la gente que la conoció en vida no era precisamente por sus encantos personales, sino por algún maleficio o acto de magia, ya que al personaje lo perseguía su fama de bruja. En consecuencia, el verbo “hechizaba” es, además, una silepsis, en la medida en que las dos acepciones que tiene esta palabra pugnan entre sí.

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“A un avariento” En aqueste enterramient humilde, pobre y mezquino, yace envuelto en oro fino un hombre rico avariento. Murió con cien mil dolores, sin poderlo remediar, tan solo por no gastar ni aun hasta malos humores.

Se trata, pues, de una ironía con un sobreañadido de burla amarga, cruel y ofensiva. Litote. Presenta lo que se dice en forma de negación atenuadora: “Eso no está muy bien [= eso está mal]”. Es decir, se afirma algo negando lo contrario. En el Lazarillo de Tormes, leemos: “Mayormente —dijo— que no soy tan pobre que no tengo en mi tierra un solar de casas […]” (Anónimo). O véase también esta lira de fray Luis de León (Obras): “Oda III. A Francisco de Salinas” (fragmento) El aire se serena y viste de hermosura y luz no usada, Salinas, cuando suena la música extremada, por vuestra sabia mano gobernada.

Sinestesia. Consiste en atribuirle las sensaciones y cualidades propias de un sentido a otro: “¡Qué tranquilidad violeta / por el sendero a la tarde!” (Juan Ramón Jiménez, Baladas de primavera); “[…] dar al sueño cierto sabor azul” (Vicente Aleixandre, La destrucción o el amor); “La atmósfera del verano, densa hasta entonces, se aligeraba y adquiría una acuidad a través de la cual los sonidos eran casi dolorosos, pinzando la carne como la espina de una flor […]” (Luis Cernuda, Ocnos). Interrogación retórica. Expresa, mediante una pregunta directa, una afirmación con más vehemencia (“¿No fue Hernán Cortés un gran caudillo?”; “¿Nunca se ha de decir lo que se siente?”): […] ¿Qué se hizo el rey don Joan? Los infantes de Aragón, ¿qué se hicieron? ¿Qué fue de tanto galán, qué de tanta invinción que trujeron? ¿Fueron sino devaneos? ¿Qué fueron sino verduras

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de las eras? Las justas e los torneos, paramentos, bordaduras e cimeras, ¿fueron sino devaneos? ¿Qué fueron sino verduras de las eras? (Jorge Manrique, Coplas por la muerte de su padre)

Como se puede observar, la interrogación retórica tiene un valor enfático y no aguarda respuesta afirmativa o negativa, pues ya la lleva implícita, como sucede también en el poema “¿Soy yo quien anda…?” (Jardines lejanos, 1904), de Juan Ramón Jiménez: ¿Soy yo quien anda, esta noche, por mi cuarto, o el mendigo que rondaba mi jardín, al caer la tarde?… Miro en torno y hallo que todo es lo mismo y no es lo mismo…

Exclamación retórica. Manifiesta sentimientos y emociones que la escritura representa con signos de exclamación y que traducen una entonación distinta, de carácter enfático en su expresión (“¡Pedro ha venido!”), frente a la puramente enunciativa (“Pedro ha venido”) o interrogativa (“¿Pedro ha venido?”): “Al túmulo del rey Felipe II en Sevilla” (fragmento) Voto a Dios que me espanta esta grandeza y que diera un doblón por describilla, porque ¿a quién no suspende y maravilla esta máquina insigne, esta riqueza? Por Jesucristo vivo, cada pieza vale más de un millón, y que es mancilla que esto no dure un siglo, ¡oh gran Sevilla!, Roma triunfante en ánimo y nobleza. (Miguel de Cervantes)

La exclamación retórica, que rezuma tonalmente una pasión, puede ir acompañada de una interrogación retórica. Comunicación. Se consulta con ella el parecer de los oyentes o lectores, en la seguridad de que coincidirán con lo que se expone:

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[…] Dezidme: la hermosura, la gentil frescura y tez de la cara la color e la blancura, cuando viene la vejez, ¿cuál se para? […] (Jorge Manrique, Coplas por la muerte de su padre)

El hablante consulta la opinión de la persona o personas a quienes se dirige convencido de que no se diferencia de la suya: “¿Quién oyera el pasado razonamiento de don Quijote que no le tuviera por persona muy cuerda?” (Miguel de Cervantes, Don Quijote de la Mancha). Optación. Es una figura que permite manifestar un deseo. Con ella se transmite un anhelo vehemente, muchas veces expresado mediante una exclamación o una interrogación. Es lo que hace el sujeto de enunciación de la “Oda III. A Francisco Salinas” de fray Luis de León (Obras): […] ¡Oh, suene de continuo, Salinas, vuestro son en mis oídos, por quien al bien divino despiertan los sentidos, quedando a lo demás amortecidos! […]

Quizás en el siguiente ejemplo del mismo autor se advierta más claramente: “¿Cuándo será que pueda, / libre desta prisión volar al cielo […]?” (Obras). Deprecación. Se expresa un deseo a alguien bajo la forma de un ruego: Es necesario Asunción, si de verdad tú me estimas que por favor me suprimas el uso del almidón. (Anónimo, Madrid Cómico)

En este otro ejemplo de Góngora (Todas las obras) el hablante lírico se dirige a alguna raja de la pared de la casa en donde vive su dama; grieta a la que le ruega que le sea más propicia que lo fue la hendidura por donde se veían Píramo y Tisbe: […] y vos, aunque pequeño, fiel resquicio (porque del carro del crüel destino no pendan mis amores por trofeos), ya que secreto, sedme más propicio

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que aquel que fue en la gran ciudad de Nino barco de vistas, puente de deseos.

En la épica y la tragedia grecolatinas, así como en la poesía amorosa del Renacimiento, interviene la deprecación cuando el poeta o alguno de los personajes suplica a otro personaje, a la mujer amada o a Dios. Execración. Expresa un deseo acompañado de rechazo o maldición de uno mismo: […] Mis enemigos me venzan en pleitos más peligrosos, y mi amigo más querido me levante testimonio; jure falso contra mí, y el juez más riguroso de mis enemigos sea del lado parcial devoto […]. (Lope de Vega, Romances)

En estos versos la voz poética pide que el juez se declare partidario de la parte enemiga. Imprecación. Manifiesta el deseo de que alguien reciba mal o daño. Góngora desea que los rayos jupiterinos acaben con el sol (como lo hicieron con su hijo Faetón), porque le ha despertado de su sueño amoroso: “Si el cielo ya no es menos poderoso, / porque no den los tuyos más enojos, / rayos, como a tu hijo, te den muerte” (Todas las obras). En el “Romance de la jura de Santa Gadea”, anónimo (Cancionero de romances, s. a.), leemos: […] —Villanos mátente, Alfonso, villanos, que no hidalgos […]; mátente con aguijadas, no con lanzas ni con dardos […].

Conminación. Expresa una amenaza o anuncia o pronostica graves daños para el destinatario del mensaje, si no cambia de actitud y conducta o no actúa en consecuencia con lo que se sugiere en dicha conminación: “Mas yo haré que aquesta ofensa cara le cuesta al defensor […]” (Garcilaso de la Vega, Obras). Dos casos similares de conminación encontramos en los siguientes textos de Fernando de Rojas (La Celestina) y de Lope de Vega (Peribáñez y el Comendador de Ocaña, 1614), respectivamente: CELESTINA […] Y esto hecho, pide y demanda de mí a tu voluntad. Si no lo haces con presto movimiento, ternásme por capital enemiga; heriré con luz tus

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cárceles tristes y oscuras; acusaré cruelmente tus continuas mentiras; apremiaré con mis ásperas palabras tu horrible nombre. BARTOLO […] Nunca en el abril lluvioso halles yerba en verde prado, más que si fuera en agosto; siempre te venza el contrario cuando estuvieses celoso, y por los bosques bramando, halles secos los arroyos. Mueras en manos del vulgo, a pura garrocha, en coso; no te mate el caballero, con lanza o cuchillo de oro; mas lacayo, por detrás, con el acero mohoso, te haga sentar por fuerza, y manchar de sangre el polvo.

Anticipación. Se refutan de antemano las objeciones que se pudieran hacer: […] Dirás que muchas barcas con el favor de popa saliendo desdichadas volvieron venturosas. No mires los ejemplos de los que van y tornan; que a muchos ha perdido la dicha de las otras […]. (Lope de Vega, Romances)

Dicho de otro modo, la anticipación consiste en adelantar razonamientos que puedan influir sobre el oyente o lector o que de antemano refuten sus posibles argumentos adversos. Gradación. Exposición de una serie de ideas en orden progresivo: “Acude, corre, vuela, / traspasa la alta sierra, ocupa el llano” (Fray Luis de León, Obras); “[…] no solo en plata o en vïola troncada / se vuelva, mas tú y ello juntamente / en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada” (Luis de Góngora, Todas las obras). La gradación crea un escalonamiento —ascendente, si el orden es progresivo, o descendente, si el orden es regresivo— en diversos niveles. A la gradación ascendente, como al punto más alto de la misma, se les denomina clímax. Se produce por una acumulación de vocablos que suponen respecto al precedente una ampliación o una atenuación semántica.

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Cada uno de ellos guarda una relación cuantitativa con el anterior y el posterior. Dubitación. Se duda entre dos o más posibles formas de decir, pensar o actuar, como le sucede a Rosaura en la segunda jornada de La vida es sueño de Calderón de la Barca: […] ¡Ay de mí! ¿qué debo hacer hoy en la ocasión presente? Si digo quién soy, Clotaldo, a quien mi vida le debe este amparo y este honor, conmigo ofenderse puede, pues me dice que callando honor y remedio espere. Si no he de decir quién soy a Astolfo, y él llega a verme, ¿cómo he de disimular? Pues aunque fingirlo intenten la voz, la lengua y los ojos, les dirá el alma que mienten […].

Corrección. Sustitución de una palabra por otra como medio de precisar el significado que se quiere transmitir: “El amante divaga” (fragmento) Así esta historia nuestra, mía y tuya (mejor será decir nada más mía, aunque a tu parte queden la ocasión y el motivo, que no es poco), otra vez viviremos tú y yo (o viviré yo solo), de su fin al comienzo. (Luis Cernuda, Con las horas contadas)

Máxima o sentencia. Breve reflexión de carácter filosófico sobre la vida o el mundo: “—Tan de valientes corazones es, señor mío, tener sufrimiento en las desgracias como alegría en las prosperidades” (Miguel de Cervantes, Don Quijote de la Mancha). Por consiguiente, el pensamiento que encierra la máxima posee valor moral o práctico. Refrán. Sentencia ingeniosa que recoge experiencias de tono más común y en expresión popular. Son muchos los textos literarios que recurren al refranero: “CELESTINA.— […] Mas no muera yo de muerte hasta que me vea con un cuero [de vino] o tinajica de mis puertas adentro. Que en mi ánima no hay otra provisión; que —como dicen— ‘pan y vino anda camino, que no mozo garrido’”

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(Fernando de Rojas, La Celestina). En los refranes es muy frecuente la presencia de la rima. Epifonema. Reflexión final, resultado o resumen de afirmaciones anteriores que aparece como remate de una narración en prosa o de un texto poético en forma de breve enunciado: “Porque este cielo azul que todos vemos, / no es cielo ni es azul. ¡Lástima grande / que no sea verdad tanta belleza!” (Bartolomé Leonardo de Argensola, Obras). ÁLVARO […] Cuando tan pobre me vi los favores merecía de Hipólita y Laura. Hoy día rico me dejan las dos. ¡Qué juntos andan, ay Dios, el pesar y la alegría! (Pedro Calderón de la Barca, Saber del mal y del bien)

En ocasiones el epifonema puede identificarse con la máxima o sentencia, con el aforismo y frecuentemente adopta la modalidad exclamativa para subrayar la idea central del texto. En definitiva, son vocablos sentenciosos, ponderativos y generalmente enfáticos que sirven de colofón a lo dicho antes. Eufemismo. Consiste en señalar de forma benévola o amable un hecho o asunto desagradable. O, lo que es lo mismo, se trata de un vocablo o frase que sustituye otros importunos o malsonantes u ofensivos: “Max, amemos la vida, y mientras podamos, olvidemos a la Dama de Luto [=la muerte]” (Ramón del Valle-Inclán, Luces de bohemia). El eufemismo puede quedar asociado a la perífrasis y a veces a la metáfora. Se da también mucho en el lenguaje cotidiano. P. e.: “invidente” (por “ciego”), “minusválido” (por “cojo”, “manco”, “paralítico”, “retrasado”), “compañera sentimental” (por “amante”), etc. Al margen de las figuras enumeradas aquí, otros recursos que pueden cumplir una función expresiva en los textos líricos y literarios en general son los siguientes: a) El orden de las palabras en la frase o en el verso. Al margen de que sea un hipérbaton o no, un determinado orden de las palabras puede ser portador de expresividad tanto del lenguaje común (“Un tonto, eso es lo que tú eres”) como del literario.

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b) Los tiempos y modos verbales tienen amplias posibilidades estilísticas en nuestro idioma. De la compleja teoría al respecto, destaquemos cinco usos de formas verbales: —El presente histórico, como actualización de la acción pasada (“El novelista Juan Valera viene al mundo en 1824”), da viveza al relato o intensifica un sentimiento en un texto poético. —La acción referida al futuro, pero captada como un presente, llamado presente futuro (“Mañana vamos al cine con los niños”), es igualmente expresiva. —Por su valor durativo, el pretérito imperfecto es la forma apropiada para la descripción: “La casa de la Escandalosa consistía en un cuarto de unos tres metros en cuadro; en el fondo se veía una cama donde dormía vestido el Bizco […]” (Pío Baroja, La busca). —También se utiliza, como portador de una especial expresividad de la narración, el pretérito imperfecto con los valores de apertura (“Aquel día comenzaba [=comenzó] con un sol radiante”) y de cierre de una acción (“Nos anunció su visita. Al día siguiente llegaba [=llegó] jubiloso”). En ambos casos se trata de un imperfecto que equivale a un pretérito perfecto simple o indefinido. —El pretérito perfecto simple, como precisaremos en la unidad 2, es el tiempo más característico de la narración. Expresa una acción acabada que tuvo lugar en el pasado: “De repente, sus cabellos se pusieron blancos como la nieve, su rostro se cubrió de arrugas, y sus espaldas se encorvaron como las de un hombre decrépito. Después le faltó el aliento. Y al fin cayó muerto en la playa” (Juan Valera, De varios colores). c) En el plano morfológico, además del verbo, adquieren especial relevancia estilística determinados valores del adjetivo, como el epíteto, al que ya nos hemos referido. d) Igualmente puede ser reveladora de expresividad literaria, en ocasiones, la metábasis (fenómeno por el cual una palabra cambia de una función a otra), como sucede en la sustantivación del adjetivo que se hace en el poema en prosa de Juan Ramón Jiménez “Otro como el otro” (La estación total, 1946): […] Y yo, el sorprendedor del alba rara, no me llamo tampoco, todavía, El Andaluz universal, ni El Creador sin escape, ni el Vencedor oculto, ni siquiera el Cansado de su nombre; ni vivo aquí, en ¿Velázquez, 92, 2º, ángulo oeste? bajo […].

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e) También en el plano morfológico cabe destacar la utilización expresiva de sufijos, como los diminutivos, los aumentativos y los despectivos. Los primeros son frecuentes portadores de valores afectivos, además de que expresan las ideas de disminución o aumento de tamaño, que les son propias; los despectivos encierran nociones de rechazo o de desafecto. f) La frecuencia con que aparecen en un texto las diversas partes de la oración (sustantivo, verbo, adjetivo, pronombre, adverbio, conjunción, interjección), según sea mucha o poca, puede constituir un valor estilístico. g) En el plano semántico, hay palabras que expresan las ideas recurrentes u obsesiones de un autor: las palabras clave de ciertos textos. Valgan como ejemplos los términos agua y fuego en la poesía de Quevedo, símbolos o muestras de la pasión amorosa de este autor. h) De forma similar, las denominadas palabras testigo crean sensaciones o afectos evocadores de una época. Sirva como ejemplo uno del drama Luces de bohemia (1924), donde Valle-Inclán recoge la presencia de “Soldados Romanos”, expresión popular con la que la gente motejaba al cuerpo de la policía municipal madrileña creado por el conde de Romanones en 1893. i) Señalemos, en fin, que el encabalgamiento en el poema propicia la expresividad de ciertos versos. Definido, tal y como señalamos en su momento, como un desajuste entre el periodo sintáctico y el verso, por el que la oración o proposición sintáctica se prolonga más allá del final de este, el encabalgamiento —con ese desajuste— puede sugerir nociones de atracción, movimiento, rechazo, búsqueda… En el Siglo de Oro, fray Luis de León (Obras) lo utiliza creando un peculiar ritmo de sentido ascensional (de búsqueda de lo divino) en su poesía. “Oda X. A Felipe Ruiz” (fragmento) ¿Cuándo será que pueda, libre desta prisión volar al cielo, Felipe, y en la rueda que huye más el suelo contemplar la verdad pura sin velo?

El desajuste provocado por el encabalgamiento rompe el fluir continuo de la secuencia oracional que queda interrumpida con la pausa versal, poniendo de relieve la última palabra del verso o la primera del siguiente, o ambas a la vez.

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8. ACTIVIDADES a) Composición de un poema con, al menos, un leitmotiv y un motivo poético. b) Elaboración de una creación poética en torno a un tópico literario tradicional. c) Realización de un poema en el que aparezca, como elemento principal o subsidiario del tema, algún personaje de la mitología clásica. d) Redacción de una composición poética a partir de alguno de los moldes estróficos clásicos o de otras formas métricas recogidas en este manual. e) Análisis métrico de diversas estrofas o fragmentos de composiciones poéticas. f) Elaboración de un poema en el que se puede constatar el uso de diversas figuras retóricas. g) Análisis de los recursos y procedimientos retóricos en diversas estrofas o fragmentos de poemas. h) Análisis literarios completos de textos poéticos (sirva de guía el esquema incluido en los Anexos).

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UNIDAD 2

EL DISCURSO NARRATIVO

Narrar, decía mi padre, es como jugar al póquer, todo el secreto consiste en parecer mentiroso cuando se está diciendo la verdad. (Ricardo Piglia, Prisión perpetua)

1. EL GÉNERO ÉPICO O NARRATIVO. CARACTERÍSTICAS Uno de los géneros literarios con una historia más dilatada, tanto en la praxis como en su vertiente teórica, es la épica o narrativa. Para Hegel, la épica o narrativa representa el mundo objetivo y la acción del hombre en sus relaciones con la realidad externa, la totalidad de los objetos, es decir, “una esfera de la vida real, así como los aspectos, direcciones, acontecimientos, deberes, etc., que ella comporta” (cit. en Aguiar e Silva 187). Claro que ese mundo abastecido de personajes, caracteres, acontecimientos y cosas, pese a su simulada objetividad, se independiza al mismo tiempo del creador, y es esa alteridad entre las interferencias del autor y la lucha del mundo objetivado en el texto uno de los rasgos distintivos del género narrativo. El término épica es de origen griego (epos: palabra, noticia, narración) y en principio se aplicó a un sistema de relatos que narra acciones de “héroes” que representan los ideales de una clase guerrera o aristocrática y de toda una sociedad que asocia a dichos héroes con sus orígenes y destino como pueblo (así acontece en las epopeyas griegas, hindúes, germánicas, etc.). Transmitidas por vía oral, estas narraciones, en sus comienzos, se relacionan con relatos cosmogónicos y mitológicos, cuyas funciones protagónicas y estructuras narrativas presentan notables afinidades. Cuéntame, Musa, la historia del hombre de muchos senderos, que anduvo errante muy pronto después de Troya sagrada asolar; vio muchas ciudades de hombres y conoció su talante, y dolores sufrió sin cuento en el mar tratando de asegurar la vida y el retorno de sus compañeros. Mas no consiguió salvarlos, con mucho quererlo, pues de su propia insensatez sucumbieron víctimas, ¡locas! de Hiperión Helios vacas comieron, y en tal punto acabó para ellos el día del retorno […]. (Homero, Odisea)

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No obstante, más adelante habrán de centrarse en hechos de inspiración histórica en los que se exalta el valor militar de los soldados, aunque pervivan en ellos algunos elementos fantásticos o inventados (p. e., en los poemas épicos latinos, en los cantares de gesta franceses y españoles, en ciertos romances castellanos…). En cuanto género literario, la épica da entrada también a otras modalidades, como el cuento, y a una de creación más reciente, la novela, para las que se suele reservar, sin embargo, el término más abarcador de narrativa. Entre las características de la épica y/o narrativa sobresalen las siguientes: a) Históricamente se ha valido tanto del verso como de la prosa. Es decir, comprende tanto la epopeya (subgénero épico versificado) y otros subgéneros como la novela (subgénero narrativo en prosa), entre otras formas. Compuesto en verso está “La tierra de Alvargonzález” de Campos de Castilla (1912), de Antonio Machado: Siendo mozo Alvargonzález, dueño de mediana hacienda, que en otras tierras se dice bienestar y aquí, opulencia, en la feria de Berlanga prendose de una doncella, y la tomó por mujer al año de conocerla. Muy ricas las bodas fueron y quien las vio las recuerda; sonadas las tornabodas que hizo Alvar en su aldea; hubo gaitas, tamboriles, flauta, bandurria y vihuela, fuegos a la valenciana y danza a la aragonesa […].

Pero la versificación, como ingrediente formal, desaparecerá en otras variantes de la narrativa hasta llegar a la situación actual, donde la prosa es lo específico de formas tan importantes como la novela y el cuento, frente a la lírica, cuyo principal síntoma, como se sabe, es el verso. b) En la épica o narrativa vemos a alguien que cuenta algo. Tenemos un emisor (el narrador) que desarrolla una historia o unos hechos (relato), por lo cual prevalece en ella la función referencial (según la clasificación de Roman Jakobson) o representativa (según Karl Bühler) del lenguaje. c) El narrador es un ser de ficción, lo mismo que los demás personajes que intervienen y lo mismo que la historia que se cuenta. Se tiene que producir entonces un “pacto ficcional” entre el emisor de un texto narrativo y sus

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destinatarios, por el que estos aceptan que lo que se les va a relatar o lo que van a leer es una ficción artística, no un hecho estrictamente real. De no efectuarse ese pacto, la ficcionalidad del texto correría un serio peligro y tendríamos que tomar la obra por un discurso histórico, una crónica o un reportaje, no por una ficción. d) Esta categoría, la del narrador, ha evolucionado y se ha diversificado a lo largo del tiempo. En la narrativa que culmina en la novela del siglo XIX se suponía una característica constante la existencia de un narrador omnisciente que conocía tanto las circunstancias externas como el interior de los personajes. Sin embargo, la novela contemporánea ha amplificado el campo para el desarrollo de otras fórmulas posibles en las que el narrador sabe más —cuando es omnisciente―, sabe igual o sabe menos que un personaje. e) Pese a esa condición ficcional del género, la narrativa provoca una sugestión de la realidad: la obra narrativa propone un “modelo o modelos de mundos posibles” (por usar un término acuñado por Lubomír Doležel) cuya existencia se presenta como real dentro del propio texto61. Cada universo de ficción encierra una serie de acontecimientos, personajes, estados, ideas, etc., cuya existencia se mantiene al margen de los criterios de verdad o falsedad y de su posibilidad o imposibilidad en la realidad efectiva. Según la propuesta del teórico español Tomás Albaladejo (Teoría 58-9; Semántica 52-8), existen tres tipos de modelo de mundo: el de la realidad efectiva o de lo verdadero, el de lo ficcional verosímil y el de lo ficcional no verosímil. ―El modelo de mundo de tipo I o de lo verdadero está constituido por las reglas o instrucciones del mundo real efectivo y, por tanto, su contenido puede ser verificado empíricamente. Los referentes que se obtienen a partir de él son reales. Los textos que se acogen a este modelo de mundo son de carácter histórico, periodístico o científico; en suma, no ficcionales. ―El modelo de mundo de tipo II o de lo ficcional verosímil contiene instrucciones diferentes de las propias de la realidad efectiva, aunque semejantes a ellas; por tanto, los mundos instaurados de acuerdo con estas instrucciones tienden a parecerse al mundo objetivo. Dentro de este modelo se inscribe un número cuantioso de producciones literarias de carácter realista. ―El modelo de mundo de tipo III o de lo ficcional no verosímil incluye instrucciones que no son ni siquiera semejantes a las de la realidad Véase la teoría de los mundos posibles que plantea el teórico literario de origen checo en su libro Heterocósmica (1999). 61

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efectiva. Se trata de universos cuya existencia es solo posible en el ámbito mental, en el de la fantasía, como ocurre en la literatura fantástica y la de la ciencia ficción, aunque nada impide que en otro lugar o tiempo futuro lleguen a adquirir una existencia efectiva62. Ahora bien, es un hecho incontestable que buena parte de la literatura futurista (por no decir la mayoría) respeta las reglas de la verosimilitud — condición que se fundamenta narrativamente en los campos de las ciencias físicas, naturales y sociales—, lo que pone en entredicho la conveniencia de incluirla en el tercer modelo de mundo establecido por Albaladejo, que se distingue por su carácter no mimético e inverosímil. Y algo similar ocurre con no pocas de las obras fantásticas: Drácula (1897) de Bram Stoker, La metamorfosis (1915) de Franz Kafka, El vizconde demediado (1960) de Italo Calvino... De ahí que Rodríguez Pequeño (137-39) sugiera ampliar el esquema de Albaladejo a cuatro tipos de modelo de mundo, siendo su contribución al respecto la distinción de un modelo de mundo de lo ficcional no mimético pero verosímil, pues hasta entonces ningún autor había reservado ningún espacio dentro de la ficción para la fantasía creíble, probable, convincente. Por supuesto, debemos pensar básicamente en lo que se conoce como una verosimilitud interna. f) Atendiendo a la triple modalidad de enunciación o actitud del emisor en el acto discursivo de la comunicación literaria (enunciación, narración y representación), la épica se caracteriza por la narración o modalidad expresiva mixta. La llamamos mixta porque en ella alternan la voz del narrador, sobre todo en tercera o primera persona, y la de los personajes. Son tres los modos de elocución presentes en las obras narrativas: el diálogo (o partes habladas de la narración), la descripción (o pintura de lugares, personas, sentimientos, ideas, objetos) y la narración propiamente dicha

Realidad han llegado a ser muchos de los medios tecnológicos, aparatos y costumbres descritos por Julio Verne en sus novelas elaboradas en la segunda mitad del siglo XIX, impensables para la época. En París en el siglo XX, escrita 1863 pero inédita hasta 1994; en De la Tierra a la Luna (1865), en Alrededor de la Luna (1870), en Veinte mil leguas de viaje submarino (1869-70) y en otras adivinó que las grandes ciudades del futuro estarían iluminadas por luces eléctricas de gran potencia; vaticinó la llegada del hombre a la Luna un siglo antes de que el Apolo 11 la materializara; predijo la existencia de un tren metropolitano que, con diferentes líneas, recorrería la capital francesa; adelantó la existencia, a finales del siglo XX, de un equivalente al actual correo electrónico (habló de un sistema de comunicación a distancia automático y secreto). El Nautilus (ideado en 1869) con el que el Capitán Nemo navegaba bajo los mares del mundo es similar al primer submarino atómico construido por los Estados Unidos en el año 1954. Y, como a estos, se anticipó a otros asombrosos hechos que ocurrirían con el tiempo. Otras novelas que en su día fueron catalogadas de futuristas y de ciencia ficción pero que hoy, al leerlas, no parece que lo sean tanto son Un mundo feliz (1932), de Aldous Huxley, y 1984 (1949), de George Orwell. 62

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(acontecimientos contados por el narrador, sometidos al transcurso del tiempo y que involucran a una serie de personajes): El boulevard de las Ramblas estaba vistoso: circulaban banqueros encopetados, militares graves, almidonadas amas que se abrían paso con las capotas charoladas de los cochecillos, floristas chillonas, estudiantes que faltaban a clase y se pegaban, en broma, riendo y metiéndose con la gente, algún tipo indefinible, marinos recién desembarcados. Teresa brincaba y sonreía, pero pronto se puso seria. —El bullicio me aturde. Sin embargo, creo que no soportaría ver las calles vacías: las ciudades son para las multitudes, ¿no crees? —Veo que no te gusta la ciudad —le dije. —La odio. ¿Tú no? —Al contrario, no sabría vivir en otro sitio. Te acostumbrarás y te sucederá lo mismo. Es cuestión de buena voluntad y de dejarse llevar sin ofrecer resistencia. En la Plaza de Cataluña, frente a la Maison Dorée, había una tribuna portátil cubierta por delante por la bandera catalana. Sobre la tribuna disertaba un orador y un grupo numeroso escuchaba en silencio. (Eduardo Mendoza, La verdad sobre el caso Savolta)

La narración, la descripción y el diálogo pueden confluir en el género, pero de entre todas estas formas de elocución es la narración la imprescindible. g) La obra épica o narrativa cuenta una historia que pasó con anterioridad al tiempo en que se inicia el relato; por lo tanto, es una comunicación diferida, al contrario de la que desarrolla el género dramático o de lo que sucede en la poesía lírica oral. Por medio de la narración, la descripción y el diálogo se cuenta, describe y actualiza una historia del pasado. h) Por último, atendiendo a la manera de participación del receptor (identificación, admiración, conmoción), la épica destaca por la admiración ante lo narrado y la forma de contarlo.

2. SUBGÉNEROS ÉPICOS O NARRATIVOS • Subgéneros narrativos en verso a) Epopeya. Narra una acción memorable y decisiva para la humanidad o para un pueblo cuyos orígenes se relatan. Se trata de un poema narrativo extenso, transmitido oralmente, de estilo elevado, acción grande y pública, con

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personajes heroicos o de suma importancia y legendarios, y en el que interviene lo sobrenatural o maravilloso. Las historias que lo integran refieren la marcha de un héroe ―representante idealizado de las virtudes de un pueblo― que camina de modo implacable hacia el cumplimiento de su destino. En los periodos antiguos de todas las culturas encontramos epopeyas: tenemos poemas épicos hindúes (como el Ramayana, atribuido a Vālkīmi), germánicos (como los Nibelungos, anónimo), griegos (como la Iliada o la Odisea, de Homero, que recogen materiales legendarios y tradiciones orales que durante siglos habían pasado de boca en boca). En ellos las acciones heroicas están vinculadas al nacimiento de una dinastía o de una comunidad. La Iliada, por ejemplo, narra los últimos cincuenta y un días de asedio por los griegos de la ciudad de Troya. La Odisea, protagonizada por Ulises u Odiseo, relata el accidentado viaje de retorno del héroe desde Troya a su patria en la isla Ítaca. Aunque muchos hayan terminado cristalizando en la escritura, en sus inicios estos poemas, como hemos expuesto, circulaban oralmente y eran obras de autores desconocidos, razón por la cual pertenecen a la épica tradicional. Las mismas obras de Homero, según sugieren Milman Parry, Albert B. Lord y otros (Cfr. Ong 28-37), pudieron haber sido compuestas a partir del dictado de textos orales. b) Poema épico. Subgénero narrativo, también de gran extensión, que relata hazañas heroicas con el propósito de glorificar a la patria. Ahora bien, a diferencia de las epopeyas, los protagonistas del poema épico no son totalmente fabulosos, sino que por lo general su existencia está comprobada históricamente. El género empieza a cultivarse en la antigua Roma (la Eneida, de Virgilio) y prolifera en Occidente durante los siglos XVI y XVII: Os Lusiadas (1572), de Luis de Camoens, en Portugal; La Araucana, de Alonso de Ercilla (1569, 1578, 1589), en España… El poema épico es obra ya de un autor individual. Por esta razón, y porque desde el principio fue concebido para su divulgación escrita, pertenece a la llamada épica culta. Muchos críticos consideran los poemas épicos equivalentes a la epopeya, no como un subgénero especialmente diferenciado. Todo lo más, la epopeya sería una modalidad más antigua de poesía épica que conserva muchos de los rasgos propios de las narraciones tradicionales: transmisión oral, carácter anónimo de las obras, etc. c) Cantar de gesta. Poema épico compuesto durante la Edad Media (sobre todo en España y en Francia). Se denominan cantares porque no estaban destinados a la lectura, sino a la recitación declamada o al canto. Y se dicen de “gesta” porque en dichos cantos se narran “hazañas” de personajes relevantes y acontecimientos de especial trascendencia para la comunidad social a la que van dirigidos. La literatura francesa, junto con la castellana,

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es la más rica en este tipo de composiciones. El Cantar de Roldán, cantar de gesta francés de finales del siglo XI, refiere la derrota del ejército de Carlomagno en el valle de Roncesvalles por el rey moro de Zaragoza Marsilio. En esta batalla perece el héroe del poema, Roldán. En la épica española son pocos los textos de esta categoría que se han conservado: el Cantar de mio Cid (siglo XIII) es el único que ha sobrevivido casi completo. La obra, que consta de tres partes, narra los esfuerzos de Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid, por recuperar la confianza del rey Alfonso VI, que lo había desterrado de Castilla. Del Cantar de Roncesvalles y de las Mocedades de Rodrigo se conservan apenas algunos fragmentos. A pesar de ello, las crónicas medievales y los romances dan noticia de la existencia de otros cantares de gesta, de los que es posible reconstruir el argumento. Siguieron componiéndose hasta el siglo XIV. Los cantares de gesta, lo mismo que las epopeyas, poseen características de la épica tradicional. d) Romance. Composición épico-lírica popular, de creación española. Es un relato en verso (muchísimo más breve que las epopeyas, que los poemas épicos y que los cantares de gesta) que puede incluir también elementos líricos o dramáticos. Se cantaban en España durante el siglo XV, aunque sus orígenes se remontan a mediados o finales del siglo XIV. En cualquier caso, la transmisión de muchos de ellos ha subsistido a lo largo de los siglos63. A partir del siglo XVI se recogen en colecciones que conocemos con el nombre de Romanceros. La difusión de la imprenta desde mediados del siglo XV permitió la impresión y la conservación de muchos de estos poemas. Se ha distinguido dos tipos de Romanceros: ―Romancero viejo. Comprende el conjunto de romances tradicionales, de origen medieval, anónimos y de transmisión oral. El vocabulario de estos es sencillo y parco en adjetivos. La sintaxis tampoco es rebuscada. Destaca el uso del estilo formulístico, basado en la repetición de formas lingüísticas que ayudaban al juglar a recordar la composición. Estilo formulístico que también es propio de las epopeyas y de los cantares de gesta. 63 Recordemos que en una sección de la unidad 1, dedicada a la métrica, considerábamos los romances como composiciones poéticas no estróficas e indicábamos que constaban de una serie ilimitada de versos octosílabos, con rima asonante en los versos pares, quedando sueltos los impares. A pesar de que en su forma tradicional está constituido efectivamente por una serie continua de versos, en algunos de los romances introducidos a finales del siglo XV en los cancioneros, se ordenan también en estrofas (cuartetas). De otro lado, aunque su metro original es el octosílabo, también han sido compuestos en otros tipos de versos, desde el hexasílabo al alejandrino.

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―Romancero nuevo. Abarca aquellos romances de carácter culto y de autor conocido, compuestos a partir del siglo XVI ―Lope de Vega, Cervantes, entre otros, incursionaron en el subgénero― y cuyo cultivo ha persistido hasta nuestros días: Antonio Machado en “La tierra de Alvargonzález” (Campos de Castilla), García Lorca, Miguel Hernández… Por la índole y procedencia de sus temas, los romances se pueden clasificar en: ― Romances históricos: tratan temas históricos o legendarios pertenecientes a la historia nacional, como el Cid, Bernardo del Carpio, etc. ― Romances carolingios: están basados en los cantares de gesta franceses (batalla de Roncesvalles, Carlomagno, etc.). ― Romances fronterizos: narran los acontecimientos ocurridos en el frente o frontera con los moros durante la Reconquista. ―Romances novelescos: de gran variedad temática, pero frecuente– mente inspirados en el folclore español y asiático, o bien en episodios bíblicos o de la Antigüedad clásica. ― Romances líricos, en los que se deja vía libre a la imaginación y al gusto personal, sobresaliendo la subjetividad y el carácter sentimental y eliminando los elementos narrativos, considerados secundarios. ― Romances vulgares o de ciego: narran hechos sensacionalistas, crímenes horrendos, hazañas de guapos o bandoleros, como los siete del famoso Francisco Esteban (finales del siglo XVII), milagros, portentos, etc. Acerca de la génesis de los romances viejos se han barajado dos teorías, que ya hemos resumido con anterioridad: una de ellas postula que provienen de los cantares de gesta, de los que se desgajaron. Según esta hipótesis, estarían constituidos por versos compuestos de dieciséis sílabas que rimaban en asonante, los cuales se dividían en dos hemistiquios, de ocho sílabas cada uno. Más tarde, por influencia del octosílabo de uso común en la lírica trovadoresca provenzal, ese verso octonario se habría escindido en dos, dando lugar así a la forma actual del octosílabo. De acuerdo con otra versión, desde el principio los romances fueron creados como tales. • Subgéneros narrativos en prosa a) Cuento. Relato breve, oral o escrito, de peripecias inventadas, normalmente ingeniosas, realistas o fantásticas y muchas veces con un objetivo moral (cuando presenta esta particularidad recibe la denominación

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de apólogo). La historia ficticia que comprende suele contener un reducido número de personajes y una intriga poco desarrollada, que se encamina rápidamente hacia el clímax y el desenlace final. Posee un origen folclórico. En sus orígenes estaba estrechamente vinculado a los mitos transmitidos por vía oral. De hecho, partiendo de este conocimiento, podemos establecer una distinción entre el cuento oral, folclórico o popular y el cuento culto, artístico o literario, más reciente, formalmente más elaborado y de autor conocido. De larga data, el cuento se desarrolló en las sociedades y literaturas orientales (el Panchatantra, clásico hindú escrito en sánscrito), de donde pasaría a Europa, durante la Edad Media, a través de traducciones latinas y españolas (por ejemplo, Sendebar, que reúne una colección de cuentos árabes, que a su vez proceden de la tradición persa e hindú). Convertido ya en género literario durante esa misma etapa, continúa desarrollándose y perfeccionándose gracias a eminentes maestros, como el italiano Giovanni Boccaccio (siglo XIV), el español don Juan Manuel (siglo XIV), el inglés Geoffrey Chaucer (siglo XIV) y, ya en épocas posteriores, el francés Charles Perrault (siglo XVII), los alemanes E. T. A. Hoffmann (siglo XVIII) y los hermanos Jacob y Wilhelm Grimm (siglos XVIII-XIX), el danés Hans Christian Andersen (siglo XIX), el norteamericano Edgar Allan Poe (siglo XIX), los españoles Pedro Antonio de Alarcón, Leopoldo Alas “Clarín” (siglo XIX), la condesa Emilia Pardo Bazán, Vicente Blasco Ibáñez, Juan Valera, Miguel de Unamuno (siglos XIX-XX), Camilo José Cela, Ignacio Aldecoa, Ana María Matute (siglo XX), entre otros muchos. Algunas señas de identidad del género destacadas por los estudiosos, desde Edgar Allan Poe en adelante, son: la brevedad, la concentración de elementos, el final inesperado, la economía expresiva, la lectura de una sola sentada, la intensidad y la unidad, la presencia de pocos personajes, etc. Ahora bien, la participación simultánea de todos o algunos de estos componentes en el texto puede quedar en entredicho en el relato contemporáneo64.

64 Con la publicación de su reseña a la colección de relatos Historias dos veces contadas (1837), de Nathaniel Hawthorne —reseña aparecida en dos entregas en los números de abril y mayo de 1842 de Graham’s Magazine—, Poe ha quedado como principal pionero de la teoría del cuento. En dicho escrito exalta el subgénero como perteneciente a las más elevadas regiones del arte (302), un juicio decisivo que empezaría a contrarrestar el desdén con que se miraba esta forma narrativa hasta entonces. Poe identifica el cuento con el poema. Junto al poema, el cuento, por su brevedad, podría provocar “una exaltación del alma” que no puede sostenerse por mucho tiempo, ya que los momentos de alta excitación son necesariamente fugaces. Tanto el cuento como el poema poseerían, según él, una “unidad de efecto o impresión” que se conseguiría mejor con la lectura de una sentada (en el caso del cuento, entre media hora y dos horas). De la apropiada extensión —ni muy breve que degenere en epigrama, ni tan extensa que se prive de la fuerza que proviene de la

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Al ser un género de breve extensión, suele contener un acontecimiento, un espacio y un tiempo únicos, lo que redundaría en la unidad del texto. Incluye diálogos, por lo general también breves, mezclados con la narración y la descripción. De acuerdo con estas características, cobran especial importancia el título, el comienzo y el final. Otra característica que se da en muchos de ellos es la simplicidad, en el sentido de que los personajes son esquemáticos, la sintaxis simple y el vocabulario suele estar plagado de modismos. El cuento presenta un conflicto insólito que se va desarrollando a lo largo de la narración y que concluye en una solución no necesariamente definitiva. Además, puede encerrar una moraleja por la vía del ejemplo. En su forma más tradicional, la anécdota o argumento abarca tres instantes clave: a) exposición: presentación de personajes dentro del lugar, momento y circunstancias que anticipan la acción que sobrevendrá; b) nudo: la narración de los sucesos que irá creando cierta intensidad y mantiene en vilo al lector sin que nada anticipe el desenlace; c) desenlace: constituye la última etapa en la que se resuelve el conflicto. En “Las ruinas circulares” (El jardín de senderos que se bifurcan, 1941) de Jorge Luis Borges, el desenlace se demora hasta las últimas líneas. Sin embargo, en muchas de sus manifestaciones más modernas, esas tres partes del cuento que hemos mencionado no siempre se perfilan con absoluta claridad o se ordenan artísticamente de diversas maneras. No son pocas las narraciones en las que predomina el final abierto (se deja al lector que imagine libremente el desenlace), o bien el final no es otra cosa que un regreso al comienzo mismo del cuento. En cualquier caso, el amplio itinerario recorrido históricamente por el género ha favorecido su progresiva evolución, dando pie a concreciones muy alejadas entre sí las unas de las otras. ¿Qué semejanza hay entre los antiguos

totalidad—, Poe deriva el rasgo de “intensidad”, efecto adscrito al cuento desde entonces (303). Para lograr estas cualidades, el crítico y escritor norteamericano elabora una fórmula de trabajo que por muchos años se ha considerado la más acertada descripción del cuento. Según Poe, el artista literario debe concebir deliberadamente cierto “efecto único” sobre el cual forjar el cuento y combinar los acontecimientos de tal manera que ayuden a producir este efecto preconcebido. Desde la primera línea, el cuento debe intensificar esa impresión. Toda palabra escrita en el cuento, directa o indirectamente, debe dirigirse a establecer ese diseño prefijado. Si no se ha obrado desde el inicio según este propósito, el cuentista ha fracasado (304). Poe, incluso, llega a juzgar superior el cuento al poema. El ritmo del poema contribuye a la consecución de la Belleza, pero constituye una barrera para el desarrollo de la Verdad, que sería el objetivo del cuento. Al fundarse el cuento en el razonamiento, tiene un campo mucho más amplio que el dominio del mero poema (304). En fin, el resultado de la reseña poeiana ha sido una larga disputa sobre su significado y una serie de prescripciones que verían en el desenlace imprevisto que se ha relacionado con ese efecto único, en la intensidad y en la economía las propiedades sui generis del cuento artístico.

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cuentos de Boccaccio y de Chaucer, el cuento realista del siglo XIX y los relatos hispanoamericanos del XX? Prácticamente casi ninguna. En las letras españolas el término cuento no aparece hasta el siglo XVI con Juan de Timoneda, si bien todavía alterna en este autor con el de patraña (término con un valor más cercano al de ‘novela corta’) y el de novela. Pero aún Cervantes, en el siglo siguiente, usa el vocablo cuento para las narraciones orales o populares, reservando el de novela para las escritas, pese a que las dimensiones de unas y otras obras fueran casi las mismas. Esta acepción del cuento como historia oral de raigambre popular prevalece hasta el siglo XIX. Será con la generación realista y naturalista (en la segunda mitad de la centuria decimonónica) cuando se consolida definitivamente el cuento literario y moderno y cuando se emplea la palabra cuento con la acepción que hoy es más habitual. Con anterioridad, la palabra, según hemos indicado, se circunscribía al ámbito de los relatos populares, fantásticos o infantiles. b) Novela. Se puede definir como un relato complejo, normalmente extenso (aunque hay novelas cortas) que expresa relaciones, acciones y conductas humanas adoptando los más diversos enfoques (realistas, fantásticos). La novela comprende una historia de ficción en la que se cuentan hechos supuestamente ocurridos en un mundo imaginario. Esta premisa no impide que el novelista, lo mismo que el cuentista, pueda utilizar materiales extraídos de la realidad, de vivencias personales, de la vida contemporánea o de la historia para componer su obra. Ahora bien, todos esos elementos serán sometidos a un proceso de transfiguración imaginativa que desembocará en la creación de un mundo paralelo y ficcional, que es el que propone el texto. La palabra novela procede del italiano novella, pero su significado actual en español equivale al italiano romanzo, al francés y al alemán roman y, solo parcialmente, al inglés romance65. En el español del Siglo de Oro el término novela mantiene aún su sentido original (italiano) de relato breve (Cervantes hace uso de él en el título de sus Novelas ejemplares, lo mismo que María de Zayas en sus Novelas amorosas y ejemplares o Decamerón español y en sus Novelas y saraos, con el sentido que tenía entonces y que conserva actualmente en la tierra de Dante). Con posterioridad servirá para designar una narración extensa correspondiente al italiano romanzo y al francés y alemán roman, mientras que el relato algo más breve será

En la teoría literaria anglosajona el término romance hace referencia a un relato extenso de ficción, normalmente en prosa, que se diferencia de la novela común porque presenta un mundo imaginario en el que los personajes y las situaciones pertenecen a la esfera de lo maravilloso y lo insólito. En castellano esta denominación ha quedado especializada para una forma muy distinta escrita en verso a la que ya nos hemos referido en otra parte de este manual. 65

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denominado novela corta, tipología de mayor extensión que el cuento canónico. Lo que en la actualidad se entiende por novela en nuestro idioma fue un género muy secundario en la Antigüedad clásica y no aparecería hasta los primeros siglos de la era cristiana, cuando las literaturas griegas y latinas se encontraban en franco declive. Desde sus primeras manifestaciones se distinguió por ser una modalidad híbrida, a modo de una degeneración de la epopeya, a veces emparentada al género bufosatírico de la comedia: Hijo tardío de una familia otrora noble y pródiga viste un pintoresco ropaje, compuesto de remiendos abigarrados de sus hermanos mayores [épica, lírica, drama, relato histórico y filosófico], y quedan en sus mallas reliquias gloriosas, como en un almacén de trapero (García Gual 33).

Este hibridismo ha sobrevivido como una constante del género a lo largo del tiempo bajo múltiples apariencias. Como modalidad multiforme y abarcadora, la novela asimila elementos y técnicas de otros códigos genéricos; incluso incorpora materiales de procedencia no literaria (diarios, cartas, notas de prensa, informes policiales…) y distintos estratos y niveles lingüísticos que conviven en el texto, una pluralidad de voces autónomas y de conciencias independientes e inconfundibles. De ahí que Mijail Bajtin la considere un género “polifónico” (Problemas 15). Parece incuestionable que entre la epopeya y la novela hay una relación de sucesión, pues el segundo género llena el vacío históricamente producido por la desaparición del primero. La novela, por consiguiente, vino a reemplazar a la epopeya en el sistema genérico literario. Su complejidad intrínseca proviene del hecho de que es una forma muy amplia. Y es que la totalidad de sus producciones, desde Leucipa y Clitofonte de Aquiles Tacio (siglo I d. C.) hasta El mal de Montano (2002) de Enrique Vila-Matas, es sumamente dispar tanto en los aspectos temáticos como formales, por lo que podría valorarse el género, en sentido estricto, como un conglomerado de varios. Eso sí, en los textos novelescos, la narración puede alternar con el diálogo y la descripción; sus ingredientes primordiales son los personajes, las acciones, el tiempo y el espacio. La unidad conjunta de tiempo y espacio, que explicaremos mejor más adelante, ha sido llamada por Bajtin cronotopo (Teoría 327). Y, al igual que el cuento, la novela puede comprender también tres etapas en su estructura interna: exposición, nudo y desenlace. Las primeras muestras de novelas que se conocen en Europa las localizamos en Grecia y en Roma y podemos clasificarlas en cinco tipos básicos: novelas de viaje fabuloso, novelas pastoriles, novelas satíricas,

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novelas protopicarescas y novelas bizantinas o de reencuentro66. El esquema de la mayoría de las adscritas a la última categoría es similar: encuentro de una pareja de jóvenes atractivos (enamoramiento, boda, fuga), separación (en un viaje arriesgado a causa de naufragios y piratas), reencuentro de los enamorados (que han sido fieles a pesar de las dificultades) y final feliz. En estas producciones se perfilan ya los componentes básicos del género. Pero, prescindiendo de sus antecedentes grecolatinos y clásicos, las primeras novelas propiamente dichas en Occidente ―en concreto, francesas― se dirigen a un público bien distinto del de las epopeyas antiguas. Ya no se trata de las masas populares de oyentes que escuchan hechizadas el recitado público del rapsoda o del juglar, sino de la refinada corte de damas sentimentales que se entretienen y alimentan su imaginación con la lectura. Estamos ahora en la Edad Media, extenso periodo en el que se concretan diversas subespecies en la novela: la caballeresca —Libro del caballero Zifar, escrito en torno a 1300 y atribuido a un canónigo de Toledo, Ferrand Martínez; Los cuatro libros de Amadís de Gaula, probablemente también del siglo XIV, aunque refundida a principios del siglo XVI por Garci Rodríguez de Montalvo; Tirante el Blanco, cuya primera redacción, en catalán y de la segunda mitad del siglo XV, se la debemos a Joanot Martorell, completada a la muerte de este por Martí Joan de Galba, etc.— y la sentimental —Siervo libre de amor (1439), de Juan Rodríguez del Padrón; Cárcel de amor (1492), de Diego de San Pedro—. En el Siglo de Oro, aparte de las novelas caballerescas y sentimentales, que siguen captando el interés de los lectores, florece la novela bucólica o pastoril (procedente de la poesía bucólica de Teócrito y Virgilio), que se pone de moda en la segunda mitad del siglo XVI, con una acción absurda y artificiosa que transcurre dentro de un falso marco de pastores y zagalas y contiene toda una teoría del amor a través de una serie de casos amorosos vividos o contados por idealizados pastores en medio de una naturaleza estilizada. La pionera es Arcadia (1502), de Jacopo Sannazaro, seguida en España por Los siete libros de Diana (1558 o 1559), de Jorge de Montemayor; Diana enamorada (1564), de Gaspar Gil Polo; La Galatea (1585), de Cervantes; La Arcadia (1598), de Lope de Vega… Otra modalidad en pleno auge por entonces, aunque con antecedentes clásicos, es la novela bizantina, reflejo de una época galante, narración fantástica e inverosímil de aventuras y peripecias, con predominio de paisajes exóticos, especialmente griegos: Los amores de Clareo y Florisea y los trabajos de la sin ventura Isea, natural de la ciudad de Éfeso (1552), de Alonso Núñez de Reinoso; El peregrino en su patria (1604), de Lope de Vega; Mencionemos como ejemplos la Historia verdadera, de Luciano de Samosata (siglo II d. C.), Dafnis y Cloe de Longo (siglo II d. C.), El Satiricón, de Petronio (siglo I d. C.), las Metamorfosis (conocida también como El asno de oro) de Apuleyo (siglo II d. C.), las Etiópicas (conocida también como Teágenes y Clariclea) de Heliodoro (siglos III o IV d. C.), entre otras.

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Los trabajos de Persiles y Sigismunda (1617), de Cervantes… En tercer lugar, despunta la novela picaresca, que tiene por protagonista a un pícaro que vive más de su ingenio que de su trabajo —el Lazarillo de Tormes (1554), primera novela que apunta rasgos de modernidad y cuyas enseñanzas serían aprovechadas por Miguel de Cervantes para la elaboración del Quijote (1605, 1615); La vida del Buscón (1626), de Quevedo; Guzmán de Alfarache (1599, 1604), de Mateo Alemán…—, a la que hay que sumar la novela morisca, restringida a España y que exalta las virtudes y nobleza de los moros cautivos de los cristianos. Solía aparecer intercalada dentro de otro relato de mayor extensión (p. e.: Historia del Abencerraje y de la hermosa Jarifa, texto anónimo que se conoce a través de diversas versiones que datan entre 1561 y 1565)67. En el siglo XVIII aparece en Francia la novela de análisis psicológico — Historia del caballero de Des Grieux y de Manon Lescaut, del Abate Prévost, cuya edición definitiva, revisada y corregida, es de 1753; Las amistades peligrosas (1782), de Pierre Choderlos de Laclos68— y de crítica de valores morales y religiosos de tipo tradicional —Cándido o el optimismo (1759), de Voltaire; Justine o los infortunios de la virtud, del Marqués de Sade, cuyo primera versión fue escrita en 1787— en concordancia con lo que sucede en la gran novela inglesa de la época, mientras que en España apenas hay muestras del género. A finales del mismo periodo aparecen novelas impregnadas de un sentimentalismo melancólico que preanuncian la sensibilidad romántica: Pamela o la virtud recompensada (1740) de Samuel Richardson, Pablo y Virginia (1787) de Jacques-Henri Bernardin de Saint-Pierre, Las cuitas del joven Werther (1774) de Johann Wolfgang von Goethe, etc. En el siglo XIX, a partir del Romanticismo, se desarrolla una abundante producción de novelas: históricas (Walter Scott, Victor Hugo, Alessandro Manzoni, José de Espronceda, Enrique Gil y Carrasco…), psicológicas —Adolfo (1816), de Benjamin Constant de Rebecque—, líricas —Aurélia o El sueño y la vida (1855), de Gérard de Nerval—, sociales (obras de George Sand, ciertas novelas de folletín). Pero será con el Realismo y el Naturalismo cuando se logra una perfección técnica, desconocida desde Cervantes, con una creación de personajes y mundos de ficción de gran complejidad (Gustave Flaubert,

67 Una de esas versiones es la que se incluye en la edición de 1561 de la Diana de Montemayor. 68 La adaptación cinematográfica de 1988, dirigida por Stephen Frears, que cosechó importantes galardones (un César, dos Bafta y tres Oscars) volvió a poner en el candelero esta elegante y escandalosa novela epistolar dieciochesca. Críticas más tibias recibió, sin embargo, otra versión fílmica basada en el mismo argumento que se estrenó en fechas muy próximas a la otra: Valmont (1989), dirigida por Miloš Forman. El funcionamiento comercial de esta otra producción se vio perjudicado por la competencia del exitoso filme del director británico.

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Honoré de Balzac, Stendhal, Émile Zola, Benito Pérez Galdós, Clarín, Charles Dickens, León Tolstói, Fedor Dostoievski, José Maria Eça de Queirós, etc.). La novela moderna representa la posibilidad de desarrollar la estructura sentimental de los personajes; se convierte en un arte de introspección que explora los motivos recónditos del comportamiento y su lógica visceral y emotiva. Por otra parte, a comienzos del XX asistimos a una profunda transformación de las técnicas narrativas relacionadas con el tratamiento de la secuencia temporal, la ruptura del orden interno de la fábula, los análisis de los distintos estados y estratos de conciencia y del inconsciente (flujo de conciencia, estados oníricos, prelógicos), el entrecruzamiento de diversos niveles de lenguaje, el uso de técnicas procedentes del cine (yuxtaposiciones, acumulación, narración en paralelo, flash-back, etc.)69, técnicas inspiradas en la estructura musical, etc. (James Joyce, William Faulkner, Marcel Proust, Franz Kafka, Virginia Woolf, Julio Cortázar, etc.). Por consiguiente, el género no ha cesado de evolucionar, deparándonos nuevas sorpresas. Según teóricos, como Lucien Goldman (16), continuador de los planteamientos sociológicos de Georg Lukács, es la historia discursiva de un agonista problemático (el héroe) que realiza una búsqueda degradada (Lukács la llama demoníaca) de valores auténticos en un mundo también degradado lo que marca una de las diferencias entre este subgénero y el de la epopeya. Por eso se ha etiquetado la novela como el género épico mayor de la modernidad.

69 ¿Deuda de la novela con el cine, del cine con la novela o simples coincidencias? Aunque son muchas las páginas que se han escrito abordando la cuestión de la huella del cinematógrafo, arte nacido como espectáculo de masas a finales del siglo XIX, en la literatura contemporánea (y no solo en la novela), especialmente a partir de las vanguardias artísticas ―influjos identificables, ya sea en el movimiento rítmico de la imagen, en la fotogenia, en los valores plásticos y expresivos del primer plano, ya sea en la posibilidad de traducir estados del subconsciente o los procesos simultaneístas y metafóricos del lenguaje, el uso de la elipsis y diversas técnicas temporalizadoras y constructivas de las que nos ocuparemos más adelante―, conviene precisar que muchos críticos insisten también en la existencia de estructuras consideradas como fílmicas dentro de obras literarias muy anteriores a la propia invención del cine: la Odisea de Homero, La vida es sueño de Calderón o el teatro de Zola son algunos de los ejemplos que suelen manejar los que defienden esta teoría. El mismo cineasta ruso Sergei Eisenstein, en su ensayo “Dickens, Griffith y el cine en la actualidad”, escrito en 1944, no duda en apuntar a Dickens y a su empleo de la alternancia de un doble argumento como antepasado del cine y afirma que, mucho antes que D. W. Griffith, el escritor inglés había inventado ya el montaje narrativo; un procedimiento que, al fin y al cabo, depende de una acción paralela: “Griffith llegó al montaje mediante el método de la acción paralela” y a esa “idea de la acción paralela fue conducido ¡por Dickens!” (190). Por otra parte, no olvidemos que una de las primeras fuentes que tomó el cine en sus orígenes fue la adaptación de obras literarias a la gran pantalla, si bien es verdad que en ese trasvase se perdió muchas veces la esencia de la obra adaptada, pues literatura y cine son sistemas semióticos diferentes.

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Es, en efecto, la forma literaria por excelencia que representa el modo de expresión de este nuevo periodo de la historia en el ámbito artístico. c) Novela corta. Novela de extensión media (y difícil de determinar) entre la novela y el cuento. Su amplitud la aproxima a la primera forma, pero sus rasgos internos a la segunda. De hecho, algunos la llaman también cuento largo. El argumento de la novela corta suele ser muy condensado, con escasas digresiones y descripciones, un tempo rápido. A veces se introducen elementos simbólicos o fantásticos. No obstante, muchas de estas propiedades no se cumplen siempre en todas esas obras o son compartidas igualmente por el cuento. El crítico español Gonzalo Sobejano (85), tratando de acotar los desvaídos límites de la novela corta, anota que es un relato más extenso que el cuento en dimensión textual y que posee las siguientes características: ―narración de un suceso notable y memorable: el acontecimiento clave del relato; ―un tema puesto de relieve a través de “motivos” que se repiten y lo van marcando; ―un momento crítico o giro decisivo que ilumina lo anterior y lo ulterior en el destino de un personaje (pasado y futuro), cuyo proceso se va apuntando en etapas; ―surgimiento, a veces, de un objeto-símbolo en función radiante; ―estructura repetitiva y composición concentrada, que le infunde cierta calidad dramática; ―realce intensivo como denominador común de todo ello. Si Poe afirmó en su día que, entre los géneros literarios en prosa, el cuento es el que “ofrece el mejor campo para el ejercicio del más alto talento” (303), un siglo después Antonio Muñoz Molina defenderá en similares términos la novela corta. Según el escritor andaluz, la novela corta tal vez sea “la modalidad narrativa en la que mayor resplandece la maestría” del escritor, pues en ella se encuentran “a la vez la intensidad y la unidad de lectura del cuento y la amplitud interior de la novela” (5-6). Las Novelas ejemplares (1613) de Cervantes son en realidad, pese a su título, novelas cortas. Lo que sucede es que el novelista español sigue utilizando la palabra en su acepción italiana (el término, como hemos señalado más arriba, proviene de novella). Además, en el prólogo de esta obra se jacta de haber sido el primero en cultivar el género en castellano. Se ha comprobado que eso no es del todo cierto, ya que desde el siglo XVI se venían componiendo algunos relatos que podrían ser clasificados como “novelas cortas”. Es el caso del relato morisco anónimo Historia del Abencerraje y de la hermosa Jarifa;

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“La plática del villano del Danubio” ―incluida en Relox de príncipes o Libro áureo del emperador Marco Aurelio (1529)―, de fray Antonio de Guevara, etc. Algunos ejemplos de novelas cortas dados a conocer en épocas más recientes son Otra vuelta de tuerca (1898), de Henry James; La muerte en Venecia (1912), de Thomas Mann; La invención de Morel (1940), de Adolfo Bioy Casares, o Crónica de una muerte anunciada (1981), de Gabriel García Márquez, entre otros. ¿Qué diferencias hay entre la novela, el cuento y la novela corta? Aunque con muchas excepciones, podemos apuntar las siguientes: ―El cuento y la novela corta, frente a la novela, suponen una técnica de concentración y condensación sobre la acción básica del relato y se ciñen a los elementos necesarios del conflicto para captar vivamente la atención del lector hasta el desenlace final. ―La novela, en cambio, supone un ritmo más lento y una amplitud congruente con el diseño de un mundo más complejo, a través de la configuración progresiva de los personajes, intriga más complicada, mayor recurrencia de diálogos, morosidad en las descripciones cuando la circunstancia lo requiere, análisis psicológicos pormenorizados, digresiones complementarias, etc. En definitiva, en la novela el autor goza de un espacio más amplio para dar forma artística a todo un universo de ficción. d) Cuadro de costumbres. Subgénero narrativo de breve extensión, característico de la prosa romántica, pero que perdurará a lo largo del periodo realista. Su aparición está muy ligada al periodismo; en efecto, muchos cuadros de costumbres se dieron a conocer en forma de artículos en la prensa periódica. El cuadro de costumbres describe la vida social a través de ambientes o escenas (paseos, ferias, posadas, romerías, etc.), de usos y hábitos y, sobre todo, de tipos genéricos —el mendigo, el lechuguino70, el vendedor ambulante, el aguador…—. Destaca la amenidad y simpatía en la presentación del modo de vivir, las costumbres y los tipos humanos populares, promoviendo una revalorización de lo tradicional y lo castizo en detrimento de lo extranjero. El cuadro de costumbres tiene antecedentes en cierta prosa aurisecular, en la que la descripción de tipos y escenarios prevalece sobre la acción, más bien escasa.

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Lechuguino: petimetre, muchacho imberbe que se las da de hombre hecho.

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El cuadro de costumbres del siglo XIX, de acuerdo con los estudios realizados por Correa Calderón (Xi) y Ucelay Dacal (21), presenta las siguientes constantes: ― brevedad en la composición, que se concibe como un cuadro independiente; ― acción elemental o nula; ― parquedad o escasez de diálogo; ― temática relativa a la descripción de tipos, costumbres, escenas, instituciones, lugares, etc., del entorno social; ― contemporaneidad de lo tratado en el artículo; ― propósito diversificado (didáctico, de reforma moral o social, satírico, humorístico, de puro entretenimiento o evasión, etc.); ― fusión, en cuanto al fondo y a la forma, de ensayo y cuento. Cultivadores del género en España son Ramón de Mesoneros Romanos, Serafín Estébanez Calderón, Mariano José de Larra… e) Estampa. Subgénero que se considera narrativo, pero que en realidad condensa varios. Consiste en una presentación breve de personajes, espacios y situaciones con elementos costumbristas y predominio de la descripción y la narración. Su brevedad la hace intensa y la acerca a la lírica, a la vez que, por el uso del diálogo, adquiere también características dramáticas. Cultivaron la estampa Azorín, Pío Baroja, Ramón del Valle-Inclán, Juan Ramón Jiménez (su Platero y yo, por ejemplo, es una sucesión de 138 estampas). • Subgéneros narrativos en prosa o verso a) Fábula. Narración breve en verso o en prosa de una pequeña anécdota que permite extraer una consecuencia moral o moraleja. De ahí que también suela incluirse entre los géneros didácticos. Sus personajes son animales a los que el autor dota de comportamientos humanos; presenta una lucha entre dos antagonistas, el fuerte y el débil, poniéndose de relieve la existencia de los pecados capitales (soberbia, avaricia, lujuria, envidia, etc.), que al final serán castigados. Esta clase de relatos cuenta con antecedentes en la cultura oriental, pero se configura como subgénero narrativo en la literatura grecolatina (Esopo, Fedro). Durante la Edad Media, en el Libro de buen amor, de Juan Ruiz, Arcipreste de Hita (siglo XIV), y en El conde Lucanor, de don Juan Manuel, pervive la tradición fabulística. A partir del Renacimiento, surgen grandes autores de fábulas, especialmente en Francia. En España deben reseñarse en el siglo XVIII las obras en verso del escritor canario Tomás de Iriarte y de Félix María de Samaniego. Escrita en prosa, la fábula ha sobrevivido en autores contemporáneos, como en Rudyard Kipling, autor de El libro de la

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selva (1894), en el uruguayo Horacio Quiroga (Cuentos de la selva, 1918) y en algunos microrrelatos del hondureño-guatemalteco Augusto Monterroso, creador de uno de los minicuentos más breves que se conocen, el titulado “El dinosaurio”: “Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba ahí” (Obras completas (y otros cuentos), 1959). Sin embargo, tal vez la fábula más famosa del siglo pasado haya sido Rebelión en la granja (1945) de George Orwell, que por su extensión y su estructura interna y externa es, en realidad, una novela. b) Apólogo. Narración breve de carácter didáctico-moral, en prosa o verso, muy cultivada en la Edad Media. De origen muy remoto, pasó de las literaturas orientales a Grecia y a Roma, y de ahí a la literatura medieval a través de las traducciones de cuentos orientales. Aunque los límites entre fábula y apólogo no están muy bien fijados (algunos autores los identifican), se advierten diferencias en cuanto a la estructura (el apólogo consta de presentación, cuerpo del relato y moraleja; la fábula no presenta una división tan clara), la forma literaria (el apólogo prefiere la prosa; la fábula se inclina más bien por el verso), el tono (reflexivo y serio en el primero, más desenvuelto y proclive al humor y la ironía en la segunda) y los personajes (protagonistas humanos en el apólogo, animales en la fábula). El conde Lucanor, de don Juan Manuel, es una colección de cincuenta y un apólogos en los que el conde pide consejo sobre diferentes problemas a su ayo Patronio y este le contesta con un enxiemplo. Estos apólogos proceden de diversas fuentes: de las fábulas de Esopo (siglos VII-VI a. C.) y de Gayo Julio Fedro (siglos I a. C.-I d. C.), de relatos evangélicos, de cuentos orientales y árabes, aunque otros son de propia invención. En el Libro de buen amor, del Arcipreste de Hita, hay una buena colección de apólogos o de fábulas procedentes de fuentes orientales, latinas y también de los fabliaux franceses. c) Enxiemplo o exemplo. De los libros de apólogos procede el enxiemplo. Se trata de un subgénero narrativo en verso o prosa, típicamente medieval, de extensión breve e intención didáctica, influido por los libros de apólogos utilizados como base de sermones por los oradores eclesiásticos, como Pero Alfonso y su Disciplina clericalis (siglo XII). Los enxiemplos se usaban para sustentar los argumentos de una determinada tesis que, en muchas ocasiones, afectaba a diversos sistemas de comportamiento. A veces esa tesis se resumía en una moraleja final. En español el autor de enxiemplos por excelencia es el ya mencionado don Juan Manuel (todos sus apólogos contienen un enxiemplo), aunque también en el siglo XIV pueden tomarse por tales muchos de los cuentecillos relatados en verso por el Arcipreste de Hita o en el XV las diversas imágenes, voces y valores de la mujer o sus discursos sobre las decepciones del amor que incorpora el Arcipreste de Talavera en el Corbacho. d) Leyenda. Narración no muy extensa de algún suceso tradicional extraordinario de raíz histórico-popular con tendencia fantástica. En un

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principio fueron transmitidas oralmente, pero con el tiempo muchas de ellas fueron recreadas o reelaboradas en la escritura. Motivos legendarios sirvieron de inspiración a los autores de los cantares de gesta, a los milagros de la Virgen narrados por Berceo o a los poetizados por Alfonso X el Sabio en las Cantigas de santa María. Otros serían teatralizados por las comedias barrocas y por los dramas románticos. En el Romanticismo, en particular, la leyenda florece en verso y en prosa: Walter Scott, Victor Hugo, el Duque de Rivas, José Zorrilla y, particularmente, Bécquer, que publicó una veintena entre 1858 y 1864 (“Maese Pérez el organista”, “Los ojos verdes”, “El caudillo de las manos rojas”, etc.) le dieron considerable impulso a este subgénero. Ya sin el verso como vehículo de expresión, algunos escritores realistas, como Emilia Pardo Bazán o Vicente Blasco Ibáñez, se sintieron también atraídos por ella. Y no hay que olvidar que en el siglo XX la leyenda desempeñó un papel crucial en la fundación del “realismo mágico” hispanoamericano, como lo ilustran las Leyendas de Guatemala (1930) de Miguel Ángel Asturias, recreaciones líriconarrativas del folclore guatemalteco, muchas de ellas inspiradas en fuentes precolombinas y coloniales.

3. MODOS DEL DISCURSO NARRATIVO Partiendo de la dicotomía diégesis (relato puro)/mimesis (representación dialogada en boca de los personajes), Gérard Genette (222) distingue entre dos formas básicas de discurso narrativo: el “relato de acontecimientos” o discurso narrativo propiamente dicho (siempre en boca del narrador) y el “relato de palabras” (en boca del personaje) 71 . En la 71 En el siglo XX un famoso pasaje de la República de Platón (116-18) se simplificó tanto que se llegó a atribuir erróneamente al filósofo griego la distinción entre diégesis, o simple relato de una historia (sin diálogos), y mimesis, o imitación de esa historia que representarían los personajes en un drama. A partir de entonces ambas categorías quedaron enfrentadas. Pero en el diálogo platónico no se oponen en absoluto diégesis a mimesis. Diégesis es el único término genérico propuesto por el pensador y este se puede manifestar, ya sea como diégesis “simple”, cuando el poeta refiere acontecimientos o discursos con su propia voz, ya sea como diégesis “por imitación”, cuando habla “como si fuera otro”, simulando lo más posible la voz de otro, lo que equivale a imitarla, ya sea como diégesis compuesta, al combinarse o mezclarse en la narración los dos tipos anteriores, como en la épica homérica. El antagonismo no se establece entonces entre “contar” y “mostrar”, sino entre dos modos de contar (con la voz de un narrador autoral o con las voces de los agentes de la acción) (Cfr. Halliwell párrs. 2, 7). En la narratología contemporánea, en cambio, se suele considerar la diégesis nada más que como el contenido narrativo constituido por los acontecimientos (Genette, Figuras 83); en ese sentido, sería sinónimo de historia, término utilizado por Tzvetan Todorov (“Las categorías…” 157) y por el propio Genette, junto con el de diégesis, para designar ese componente. En el polo opuesto, y como una categoría diferenciada, estaría la mimesis o discurso (pronunciado o “interior”) del personaje (Genette, Figuras 228).

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tradición anglosajona, desde Henry James (265), los términos empleados para hacer referencia a esta distinción son, respectivamente, telling (contar) y showing (mostrar). • Discurso narrativo o “relato de acontecimientos” Es aquel discurso puesto en boca de un narrador que cuenta en primera, en segunda o en tercera persona los hechos que componen la historia. Si bien hay unas pocas narraciones que prescinden por completo de este tipo de discurso, como es el caso de algunas novelas dialogadas de Benito Pérez Galdós —Realidad (1889), El abuelo (1897) y Casandra (1905), que se dividen en jornadas y escenas— o, más recientemente, la de Javier Tomeo El mayordomo miope (1990) y otras novelas y cuentos de este autor, no es la tónica general. El discurso narrativo se apoya convencionalmente en el pasado como tiempo prioritario, ya que el relato de los hechos no puede llevarse a cabo en sentido estricto mientras aquellos se están consumando. Sin embargo, es cierto que durante el siglo pasado han ido surgiendo narraciones contadas desde el presente, en especial las inspiradas en el conductismo o behaviorismo, o bien en técnicas simultaneístas, que registran lo que ocurre al mismo tiempo en distintos espacios o lugares72. Ejemplo de narraciones contadas en presente son las novelas de la objetividad al estilo del Nouveau Roman —como La celosía (1957), de Alain Robbe-Grillet, o las obras de Michel Butor o Natalie Sarraute 73 — y, en general, aquellos relatos en los que predomina la descripción sobre la narración (una de las tendencias generales de la novela del siglo XX). El discurso narrativo o relato de acontecimientos puede acogerse a la primera o segunda persona para el relato autobiográfico o narrativa

72 El simultaneísmo es una técnica temporalizadora que consiste en la presentación de acciones que se desarrollan a la vez, pero protagonizadas por personajes diferentes en enclaves distintos. Desarrollada ya por Cervantes en el Quijote, la emplearían más adelante, entre otros, Balzac, Flaubert (véanse, por ejemplo, Eugénie Grandet y Madame Bovary) y otros ilustres escritores de todas las lenguas. Posteriormente, la novela, el teatro y el cine harán de dicho procedimiento un modo de presentar las acciones extremadamente complejo. Como muestras en el campo de la narrativa, podríamos citar Manhattan Transfer (1925), de John Dos Passos, o La colmena (1951), de Camilo José Cela. Cuando las escenas simultáneas están, por cualquier motivo, en franca oposición, se produce la técnica del contrapunto, de la que Aldous Huxley es uno de sus principales pioneros, concretamente en su novela así titulada (1928). 73 El movimiento literario del Nouveau Roman, que se desarrolló en Francia en las décadas del 50 y 60 del siglo pasado, comprende un conjunto de novelas caracterizadas por el descriptivismo, con una narración muy lenta que se apoya en la descripción minuciosa de lugares y objetos y en las que los seres humanos son vistos desde fuera, como a través de la lente de una cámara cinematográfica.

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personal74, e incluso a la tercera —por ejemplo, Henry Adams en La educación de Henry Adams (1918) prescinde de la primera persona con el objeto de distanciarse de un sujeto de estudio demasiado conocido y a la vez extraño: el propio Henry Adams—, mientras que la denominada narrativa impersonal se vale de la tercera persona. A través de su discurso, el narrador cumple funciones muy diversas: a) contar una historia; b) establecer un contacto comunicativo con el receptor; c) apelar a sus fuentes de información (testigos, papeles encontrados, etc.); d) reflejar sus estados de ánimo ante la evolución de los acontecimientos o la conducta de los personajes; e) reflejar su visión del mundo; f) autentificar la narración y justificar la credibilidad del relato por medio del efecto de verosimilitud. Entre las formas que puede adoptar el discurso narrativo se encuentran desde el relato en sentido estricto hasta la digresión reflexiva o el comentario característico del ensayo o la argumentación, pasando por descripciones (de lugares y personas), la expresión lírica o la presentación psicológica (o psiconarración) a través de la que se diseccionan los pensamientos de un personaje. —Relato puro: Giré una vez más y le seguí hacia el sur. Conducía de una manera errática, aminoraba la velocidad en las rectas y aceleraba al tomar las curvas, acaparando dos de los cuatro carriles. Una vez, a más de cien por hora, abandonó la calzada por completo y se salió del arcén. El Cadillac derrapó sobre la gravilla por completo y la luz de los faros se balanceó en el vacío gris. El parachoques golpeó el guardarraíl metálico y salió rebotado bruscamente en dirección contraria. (Ross McDonald, Los malignos)

—Digresión reflexiva: El mal que existe en el mundo proviene casi siempre de la ignorancia, y la buena voluntad sin clarividencia puede ocasionar tantos desastres como la maldad. Los hombres son más bien buenos que malos, y, a decir En estos casos, al ser a la vez el narrador también un personaje ―principal o secundario― de la historia que nos cuenta y pertenecer, por tanto, al ámbito de la fábula, se da una confluencia entre el discurso narrativo y el discurso del personaje o “relato de palabras”, dificultándose el deslinde entre ambas modalidades.

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verdad, no es esta la cuestión. Solo que ignoran, más o menos, y a esto se le llama virtud o vicio, ya que el vicio más desesperado es el vicio de la ignorancia que cree saberlo todo y se autoriza entonces a matar. El alma del que mata es ciega y no hay verdadera bondad ni verdadero amor sin toda la clarividencia posible. (Albert Camus, El extranjero)

—Descripción de ambientes y personajes: Carlos Infante iba vestido con una camisa de cuadros juvenil aunque gastada, que lograba contrarrestar su figura un tanto rechoncha y su calva incipiente. Sin embargo, tras esa primera impresión positiva, todo lo que pudo ver Nourissier formaba parte de un catálogo de decrepitudes. El piso, de techos amarillentos y paredes con papel pelado a retazos, se hallaba en un deplorable estado de conservación. Montones de libros, periódicos y revistas se extendían por el suelo del pasillo […]. (Alicia Giménez Bartlett, Donde nadie te encuentre)

—Pasaje lírico: El tiempo fluye siempre igual que fluye el río: es melancólico y equívoco al principio, precipitándose a sí mismo a medida que los años van pasando. Como el río se enreda entre las ovas tiernas y el musgo de la infancia. Como él, se despeña por los desfiladeros y los saltos que marcan el inicio de su aceleración. Hasta los veinte o treinta años, uno se cree que el tiempo es un río infinito, una sustancia extraña que se alimenta de sí misma y nunca se consume. Pero llega un momento en que el hombre descubre la traición de los años. Llega siempre un momento —en el mío coincidió con la muerte de mi madre— en el que, de repente, la juventud se acaba y el tiempo se deshiela como un montón de nieve atravesado por un rayo. (Julio Llamazares, La lluvia amarilla)

—Análisis psicológico (psiconarración): Aquella mano que transmitía la complacencia del padre en el camino a casa. La que Pulgar añoró tantas veces y que luego, a lo largo de su vida, fue como un requerimiento al que acudir para encontrar cierta seguridad en sus sentimientos, lo que la propia figura de aquel hombre tan frágil no podía irradiar en el recuerdo pero que en la inolvidable complacencia transmitía una convicción con la que Pulgar fue madurando en el respeto de la edad. Nunca como en aquella tarde estuvo Pulgar más cerca de la comprensión de lo que su padre era y significaba. Las palabras escuetas que le fue escuchando se le escaparon más de una vez en la totalidad de su sentido, pero en la intención de las

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mismas se reflejaba su padre como si estuviera haciendo un retrato de sí mismo sin pretenderlo y, al tiempo, del destino de lo que su vida, tan precaria y desastrada, debía a la familia, especialmente de su mujer. (Luis Mateo Díez, La gloria de los niños)

La psiconarración, como en el ejemplo de Mateo Díez, es el modo más tradicional de reflejar el mundo interior en el relato impersonal. Es el narrador omnisciente el que lleva a cabo la representación de la conciencia de dicho personaje, el encargado de reflejar con sus propias palabras el flujo de su pensamiento. Hasta tiempos relativamente recientes constituía el recurso más importante para dar cuenta de las ideas, emociones, conflictos, impresiones, en suma, del mundo interior de los personajes en el relato. Hay quien sitúa esta modalidad también dentro del “relato de palabras” o discurso del personaje en la medida en que se examina la psicología de uno de estos entes de ficción. Sin embargo, por su forma de expresión —la tercera persona—, pertenece más al discurso narrativo o relato de acontecimientos75. • Discurso del personaje o “relato de palabras” a) Relatos en tercera persona (narrativa impersonal) —Formas directas. Reproducen literalmente las palabras o la conciencia del personaje. i) Estilo directo. Yuxtapone los discursos del narrador y del personaje, que se expresa directamente. Adopta comúnmente la forma del diálogo, que el narrador se limita a transcribir fielmente. Modernamente tiende a suprimirse cualquier marca del narrador: —A mí no me gusta criticar —decía una. —A ninguna nos gusta criticar —afirmaba otra. —Pues no critiquemos —sugirió Pilar Prima de la Higuera. —Tampoco es eso, mujer. Puede no gustarnos criticar y, sin embargo, vernos obligadas a hacerlo llevadas por los tiempos. —Y es que hay que ver, hay que ver y hay que ver. —Esa Perla de Pougy, sin ir más lejos. —Ella siempre va más lejos que nadie. Lo que cuentes no ha de asombrarnos. Así que cuenta, cuenta… Pilar de la Higuera se inclinó hacia ellas:

No obstante, como veremos más adelante, no se descarta la técnica de la psiconarración en textos con un narrador que cuenta en primera persona lo que siente y piensa. ¿Quién mejor que un narrador autobiográfico para saber lo que él mismo siente y expresarlo? En estos casos sí consideramos el procedimiento de la psiconarración como una de las posibilidades que admite el discurso del personaje. 75

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—La he sorprendido en cubierta, detrás de un montón de cuerdas de amarraje. Pero ella era la que estaba más amarrada. ¿Sabéis a quién? No a uno de esos admirables ancianos de la tripulación, no. ¡Para senectos está ella! —Pues no hay otros hombres a bordo. —Los grumetes, querida. —¡No puede ser! ¡Si son niños de teta! —Es precisamente lo que Perla estaba dando a uno de ellos. ¡Como lo oís! Estaba el mocito sentado en su regazo, y ella con el seno puesto en aquella inocente boquita. —Eso es el afán maternal de Perla. No dudéis que le está haciendo falta un hijo. —Perdona, guapa, yo siempre he sido muy maternal, pero todos mis hijos estaban ya destetados a los catorce años. O séase, que lo que busca Perla de Pougy con esos grumetillos es tomate, y del maduro. ―Lo que dije: hay que ver, hay que ver y hay que ver. (Terenci Moix, Mujercísimas)

El diálogo en estilo directo debe disponerse en la narración de acuerdo con los siguientes criterios: —Las palabras de cada interlocutor van en líneas distintas. —A estas se les hace preceder de un guion, que puede ser sustituido en ocasiones por comillas, en cuyo caso el parlamento no tiene por qué ir tras punto y aparte, sino seguido76. La niña levantó la mano libre con una determinación que paralizó a la abadesa en su sitio. “Los vi salir”, dijo. La abadesa quedó atónita. “¿No estaba sola?” “Eran seis”, dijo Sierva María. No parecía posible, y menos aún que salieran por la terraza, cuya única vía de escape era el patio fortificado. “Tenían alas de murciélago”, dijo Sierva María aleteando con los brazos. “Las abrieron en la terraza, y se la llevaron volando, volando, hasta el otro lado del mar”. El capitán de la patrulla se santiguó espantado y cayó de rodillas. “Ave María Purísima”, dijo.

76 Esta es la forma tradicional anglosajona de presentar el diálogo en estilo directo, aunque la narrativa escrita en otras lenguas haya terminado por adoptar esta convención tipográfica cuando le viene en gana.

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“Sin pecado original concebida”, dijeron a coro. (Gabriel García Márquez, Del amor y otros demonios)

—Cuando las palabras de los personajes son introducidas por el narrador, la frase anterior lleva un verbo declarativo o verbo dicendi (“decir”, “preguntar”, “responder”, “advertir”, etc.) y termina en dos puntos; tras ese signo de puntuación se introduce en un párrafo distinto el parlamento del personaje. —En los casos en que se intercala el diálogo en la narración, la separación se hace con guiones. —Los signos de admiración e interrogación son importantes porque dan la entonación adecuada de la conversación fingida por los personajes. Entre las funciones que desempeña el diálogo en estilo directo, podemos enumerar cuatro: —Dar más vivacidad e interés a la narración, impidiendo que surja la monotonía. —Al público le complace también oír de vez en cuando la voz de un personaje diferente del narrador y para ello es indispensable que se emplee con mucha prudencia el estilo directo. Sin embargo, un exceso en este discurso destruye los efectos de la variedad, pues el lector desea, en última instancia, ser conducido por el narrador y quedar así a cierta distancia de la realidad de la ficción. Por ese motivo las novelas totalmente dialogadas no cumplen las exigencias inherentes al arte narrativo y suelen ser contempladas como experiencias técnicas de resultado negativo. —Con el diálogo en estilo directo tenemos muchas veces la posibilidad de conocer a los personajes mejor que por las descripciones del narrador o de otros personajes. —Por último, el estilo directo satisface plenamente una exigencia de todo texto ficticio: la credibilidad de lo que se cuenta. ii) Diálogo restringido o unilateral77. Es un diálogo en el que solo se oye una de las voces de los personajes (las palabras de uno de los interlocutores se sustituyen o no por líneas de puntos): 77 Preferimos desechar la expresión monólogo dramático que emplea Garrido Domínguez (266-67) para esta técnica narrativa y, en su lugar optamos por la de diálogo restringido o unilateral por dos razones: a) por la ambigüedad conceptual que envuelve a la expresión monólogo dramático, usada para denominar fenómenos literarios muy diversos (desde el poema con un solo hablante imaginario que se dirige a un auditorio igualmente imaginario y que, en su discurso, revela su propia naturaleza, así como la situación dramática en que se encuentra, hasta la táctica del soliloquio teatral mediante el que un personaje reflexiona en escena y en voz alta sobre su vida, sus preocupaciones o sus sentimientos); b) aunque en

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—¿Por quién pregunta? —No. No se puede. —¿Usted qué es de él? —No se apure, señorita. Todo acaba siempre arreglándose. Se lo digo yo que las he visto de todos los colores. —No puedo pasarle ningún recado. —No. No es grave. —Todos están incomunicados las setenta y dos horas. —Sí, setenta y dos horas. —Lleva solo tres horas. —¿Quién se lo ha dicho? —No. Yo no lo puedo saber. (Luis Martín-Santos, Tiempo de silencio)

Esta fórmula narrativa, que invisibiliza en el plano discursivo la voz de uno de los personajes, obedece al deseo de la novela (en concreto, la contemporánea) de aligerar el discurso narrativo y de potenciar la intriga. iii) Estilo directo libre. Las palabras de los personajes se transcriben literalmente dentro de la narración, pero sin que aparezcan los signos de puntuación típicos del diálogo en estilo directo (dos puntos, guiones…). El verbo declarativo o introductorio, aunque sí puede introducirse, con bastante frecuencia es eliminado. Las clases de la Primaria terminaban a las cuatro, a las cuatro y diez el Hermano Lucio hacía romper filas y a las cuatro y cuarto ellos estaban en la cancha de fútbol. Tiraban los maletines al pasto, los sacos, las corbatas, rápido Chingolo rápido, ponte en el arco antes que lo pesquen otros, y en su jaula Judas se volvía loco, guau, paraba el rabo, guau, guau, les mostraba los colmillos, guau, guau guau, tiraba saltos el texto narrativo en el que aparece lo que aquí llamamos un diálogo restringido veamos reproducidas únicamente las palabras de uno de los personajes, resulta fácil adivinar la presencia de un segundo con el que el primero interactúa verbalmente y que le replica. Es decir, el sujeto cuya voz oímos no se halla solo en el momento de la enunciación de su discurso, ni habla consigo mismo, sino que intercambia ideas, opiniones, emociones, etc., con un interlocutor, aunque al lector se le oculte lo que dice. Por tanto, más que un verdadero monólogo, este procedimiento narrativo presenta síntomas inequívocos de una estructura dialógica encubierta o, si se quiere, de un falso monólogo. Como aclara Bajtin, “[e]l segundo interlocutor está presente invisiblemente, sus palabras no se oyen, pero su huella profunda determina por completo el discurso del primer interlocutor. A pesar de que solo habla una persona, sentimos que se trata de una conversación, y una conversación muy enérgica, puesto que cada palabra presente reacciona entrañablemente al interlocutor invisible, señalando fuera de sí misma, más allá de sus confines, hacia la palabra ajena no pronunciada” (Problemas 287-88).

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mortales, guau, guau, guau, guau, sacudía los alambres. Puebla diablo si se escapa un día, decía Chingolo, y Manolo si se escapa hay que quedarse quietos, los daneses solo mordían cuando olían que les tienes miedo, ¿quién te lo dijo?, mi viejo. (Mario Vargas Llosa, Los cachorros)

iv) Monólogo citado. Discurso en solitario del personaje introducido por el narrador, detalle que lo distingue del monólogo interior, que es un discurso autónomo, no presentado por narrador alguno (en un relato en primera persona)78: Había vuelto a España y la izquierda lo había recibido con los brazos abiertos. Podía dejarse querer, participar en actividades, asistir a las conferencias a las que lo invitaban, y sin embargo él había decidido estúpidamente encerrarse en un agujero, una decisión que solo explicaba su tozudez ideológica. “Qué encuentran los hombres en las ideologías, qué papel les otorgan, qué guardan en ellas que los llevan a renunciar a la vida posible de la que un día, en alguna pesadilla, soñaron como deseable”, pensó Juan mientras volvía a casa en taxi para vestirse para la fiesta. (Rafael Chirbes, La caída de Madrid)

—Formas indirectas i) Estilo indirecto. Es uno de los procedimientos más comunes para la reproducción de las palabras o el discurso mental del personaje. No “se oye” directamente lo que el personaje dice o piensa, sino que aparece en el marco del discurso del narrador, acomodándose a este en cuanto a la persona gramatical, forma verbal y deícticos de lugar y tiempo. En la forma indirecta el narrador dice o cuenta lo que dijeron los personajes. Se emplea el verbo dicendi, pero seguido de la conjunción “que”: Núñez, que ha interrumpido con su voz grave y pausada a Paco José cuando este empezó a hablar del recital de canciones programado para la semana que viene, insiste ahora en el hecho de que tiene que quedar perfectamente claro que el recital no puede reducirse a un montón de cancioncitas y ya está, sino que debe verse evidentemente que cada una de esas canciones lleva implícita una protesta contra un problema determinado; y Paco José dice que sí, que bueno, y los demás del grupo, Antonio también, cabecean afirmativamente o se encogen de hombros despectivos como dando a entender que eso por supuesto, que de eso no hay ni que hablar, que eso se daba por descontado desde el primer momento. […] Núñez insiste en que, a pesar de todo, la única 78 La ausencia de un narrador y la intensificación de los contenidos de la conciencia es lo que dará lugar a la aparición del monólogo interior, que es un discurso emancipado de la tutela de un narrador.

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forma de que el recital no se quede en una cosita mona y a tomar por culo es preocuparse, sobre todo, de que haya una seriedad en la intencionalidad de cada una de las canciones y Bethencourt asiente diciendo que […]. (Luis Alemany, Los puercos de Circe)

En este caso el narrador toma parte activa, bien de forma directa, como un interlocutor más, bien presentando a los personajes, que en ningún momento hablan por sí mismos. En ocasiones ambos tipos se combinan y es habitual observar cómo en la narrativa moderna los autores exploran nuevas formas de explicitar el diálogo. Insistamos en la siguiente peculiaridad: si la repetición del discurso, tal y como ha sido enunciado por un personaje, constituye el estilo directo, el estilo indirecto, en cambio, exige la presencia del narrador, quien transpone las palabras pronunciadas por el personaje en oraciones subordinadas, además de provocar el cambio de los tiempos verbales y de las referencias pronominales. En la narración el estilo directo y el indirecto pueden combinarse, como en este fragmento: Le dio una bolsa con monedas contadas y le advirtió que si pensaba escapar o engañarlo, lo buscaría hasta dar con él y le rebanaría el cuello con su propia mano, pues no había nacido todavía el hombre capaz de burlarse impunemente de él. —¿Está claro, chino? —Está claro, inglés. —¡A mí me tratas de señor! —Sí, señor —replicó Tao Chi’en bajando la vista, pues estaba aprendiendo a no mirar a los blancos a la cara. (Isabel Allende, Hija de la fortuna)

La presencia de un verbo declarativo (“advirtió”, “replicó”…) es común a ambos estilos; sin embargo, propia del estilo indirecto es la transformación de los tiempos verbales (“buscaría” por “buscaré”, “rebanaría” por “rebanaré”) y el cambio de persona (“si [él] pensaba escapar”, en lugar de “si tú pensabas escapar”; “no había nacido todavía el hombre capaz de burlarse impunemente de él”, en lugar de “no había nacido todavía el hombre capaz de burlarse impunemente de mí”). ii) Estilo indirecto libre. Aquí la intervención del narrador es más activa, en el sentido de que transcribe lo que los personajes, incluso sin haber hablado, han pensado, o así se lo atribuye y lo imagina. Eso sí, se renuncia al

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empleo de la primera persona gramatical, del verbo dicendi y de la conjunción “que”. El narrador en tercera persona recoge las palabras o los pensamientos del personaje en una captación libre. Retiró la mano. Emocionaba ver la mesa de trabajo con todos los utensilios a punto: el barreño de cristal para el baño oloroso, la placa de cristal para el secado, los rascadores para la impregnación de la tintura, el pistilo y la espátula, el pincel, la plegadora y las tijeras. Daba la sensación de que todas estas cosas dormían porque era de noche y mañana volverían a cobrar vida. ¿Y si se llevara la mesa consigo a Mesina? ¿Y tal vez una parte de sus utensilios, solo las piezas más importantes…? Era una mesa muy buena para trabajar; estaba hecha con tablones de roble, al igual que el caballete y, como los refuerzos se habían puesto de través, nunca temblaba ni se tambaleaba, aparte de que era resistente al ácido y los aceites e incluso a los cortes de cuchillo. ¡Pero costaría una fortuna mandarla a Mesina, aunque fuera en barco! Lo mejor era venderla, venderla mañana mismo junto con todo lo que tenía encima, debajo y alrededor. Porque él, Baldini, poseía sin duda un corazón sentimental, pero también un carácter fuerte y llevaría a cabo su decisión por mucho que le costara […]. (Patrick Süskind, El perfume. Historia de un asesino)

En el estilo indirecto libre acaece una ambivalencia: por un lado, el contenido —las ideas o impresiones— son del personaje, pero el discurso, las palabras, son del narrador. De ahí el uso de las formas verbales del pasado. Además, el estilo indirecto libre conserva del estilo directo los deícticos de lugar y tiempo (“ahí”, “aquí”, “ahora”, “entonces”…) o las interrogaciones, exclamaciones e interjecciones que reproducen la entonación que utilizaría el personaje. No obstante, se suprime el verbo declarativo y, en ocasiones, la partícula que forma parte de la cláusula introductoria. No aparecen tampoco marcas gráficas para presentar los pensamientos de los personajes (guiones, comillas…), todo lo cual origina una gran ambigüedad respecto a la identidad de quien “habla” realmente: ¿es el narrador o el personaje? En cierta manera, es como si el narrador en tercera persona se situase en la perspectiva del personaje para transmitirnos lo que piensa, solo que lo hace a través de la tercera persona propia del narrador omnisciente. En otras palabras, simula la traducción a un discurso articulado en tercera persona de un monólogo interno del personaje. b) Relatos en primera persona (narrativa personal) Admite casi los mismos procedimientos de la narrativa impersonal: estilo directo, estilo indirecto y estilo directo libre; en lo único en que se aparta es en que el narrador se vale de la primera persona para contar los hechos.

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—Estilo directo: Cuando, finalmente, pude marcharme, fui a reunirme con Kit en el Derby, para tomar café. Salía de una reunión del Sindicato. Este parecía revivir de nuevo. —¿Cómo ha ido la reunión? —pregunté. —Hemos podido comprobar que el Sindicato aún existe —dijo Kit— . ¿Y la tuya? —Sammy estaba melancólico. —¿No se encontraba bien? —Sí, pero se está enamorando. —¿De quién? ¿Otra vez de sí mismo? —Se está enamorando de la idea de que alguien le lleve las zapatillas cuando regrese a su casa por las noches. Y de alguien que le dé un heredero. (Bubb Schulberg, ¿Por qué corre Sammy?) Corté la cinta a tiras y Dick las pegó alrededor de la cabeza de la señora Clutter como si fuera una momia. Le preguntó: “¿Por qué sigue llorando? Nadie le hace nada.” Y apagando la lamparita de junto a la cama dijo: “Buenas noches, señora Clutter. Que duerma bien." Entonces va y me dice a mí mientras íbamos por el pasillo hacia la habitación de Nancy: “Voy a usar a esa chiquita.” Y yo le contesto: “¿Ah, sí? Primero tendrás que matarme.” Puso una cara como si no creyera haber oído bien. Y dice: “¿Y a ti qué te importa? Carajo, hazlo tú también.” Bueno, es que eso es algo que yo desprecio. A todo el que no se puede dominar en cosas sexuales. Cristo, me dan asco esas cosas. Le dije sin rodeos: “Déjala en paz. O si no te las tendrás que ver conmigo.” Aquello le quemó de veras pero se dio cuenta de que no era el momento de practicar la lucha libre y dijo: “Muy bien, rico. Si tú lo quieres.” Lo que resultó es que acabamos por no ponerle mordaza. Apagamos la luz del pasillo y nos fuimos al sótano. (Truman Capote, A sangre fría)

—Estilo indirecto: Cuando Matías y Andrea regresaron a bailar, Micaela dijo que yo la iba a llevar a su casa. Matías miró a otro lado con una sonrisa indiferente como si no le importase, y se fue a buscar un trago. Micaela hizo un gesto de rabia, como diciendo lo odio, qué se cree el muy estúpido. Andrea dijo que ella nos acompañaba. (Jaime Bayly, Fue ayer y no me acuerdo)

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—Estilo directo libre: Me abre la puerta con cara de perro, sin afeitarse, el pelo largo y desgreñado, y yo me turbo porque está recién bañado, en pantalones cortos y negros y con una camiseta sin mangas, también negra, que resalta de un modo rotundo su belleza, y yo trato de abrazarlo pero él me lo impide y me mira con mala cara, y yo ¿qué te pasa, por qué estás tan molesto, solo porque nos fuimos del teatro a la mitad?, y él, indignado, sí, por eso, ¡qué clase de amigos son, que vienen a verme y se largan a la mitad!, ¡yo jamás te hubiese hecho eso!, ¡jamás!, y yo Sebastián, no lo tomes así, yo quería quedarme pero Sofía estaba mal, se sentía pésimo, tuvo un ataque de náuseas y tuvimos que irnos por eso, y él no seas mentiroso, huevón, no te creo ni una palabra, y yo te juro, te juro, la obra me pareció buenísima, tu actuación es notable, espectacular, estás mucho mejor que el otro actor, tú te llevas solo la obra, pero, bueno, si Sofía se siente mal y se quiere ir, ¿qué puedo hacer yo?, y él, ya más tranquilo, porque una dosis de halagos nunca le viene mal, ¿en serio te gustó mi actuación?, y yo no me gustó, me fascinó, creo que es tu mejor actuación, me muero por volver al teatro y ver la obra entera, y él no sabe si creer mis mentiras […]79. (Jaime Bayly, El huracán lleva tu nombre)

En la narrativa personal hay formas específicas para reproducir la conciencia del personaje. Entre ellas nombraremos diversas clases de monólogos: ―Monólogo autocitado. Es un monólogo, equivalente al monólogo citado de la narrativa impersonal en el que los contenidos de conciencia son introducidos por el yo-narrador, por la primera persona: El chófer giró hacia Sunset, hacia el oeste. “Hollywood, aquí estoy yo —pensé con el corazón palpitante de emoción—. Aquí es donde debo estar, este es mi destino; este gran coche y este chófer y esta mujer rica no son extraños…, todo esto es un presagio y todo el mundo sabe lo que va a ocurrir. No, no es eso —pensé rápidamente, un poco asustado de haber comparado lo que iba a ocurrirme con lo que iba a ocurrir a una ciudad amenazada por uno de esos nubarrones—. No es eso lo que quería pensar…” (Horace McCoy, Luces de Hollywood)

Las preferencias de la narrativa del siglo XX por reflejar sin intermediarios la interioridad del personaje han ido relegando este procedimiento en beneficio de otros tipos de monólogo, como el interior.

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Las cursivas son del autor.

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―Psiconarración. La representación de los contenidos de conciencia aparece en boca del yo-narrador, que hace, en el marco de su propio discurso narrativo, el recuento o la exposición de sus vaivenes interiores, de sus experiencias o impresiones, pero de una manera ordenada, analítica: Mientras tanto, y a pesar de ese razonamiento, me sentía tan nervioso y emocionado que no atinaba a otra cosa que a seguir su marcha por la vereda de enfrente, sin pensar que si quería darle al menos la hipotética posibilidad de preguntarme una dirección tenía que cruzar la vereda y acercarme. Nada más grotesco, en efecto, que suponerla pidiéndome a gritos, desde allá, una dirección. (Ernesto Sábato, El túnel)

―Monólogo autorreflexivo. Es una táctica narrativa muy utilizada por la novela moderna. El narrador cuenta o divaga mentalmente en segunda persona, lo que produce un apasionante desdoblamiento o un ficticio diálogomonólogo del protagonista consigo mismo, con el consiguiente distancia– miento del narrador. La segunda persona de la que se vale ostenta un marcado carácter deliberativo. En La muerte de Artemio Cruz (1962) de Carlos Fuentes, el personaje protagonista recuerda, desde su lecho de muerte, las etapas más importantes de su vida y su participación en el Revolución Mexicana. En varios momentos de la novela, el monólogo, que se compagina con escenas externas de la vida cotidiana del personaje, se torna autorreflexivo. Nunca. Nunca has podido pensar en blanco y negro, en buenos y malos, en Dios y el Diablo: admite que siempre, aun cuando parecía lo contrario, has encontrado en lo negro el germen, el reflejo de su opuesto: tu propia crueldad, cuando has sido cruel, ¿no está teñida de cierta ternura? Sabes que todo extremo contiene su propia oposición: la crueldad, la ternura; la cobardía, el valor; la vida, la muerte de alguna manera —casi inconscientemente, por ser quien eres, de donde eres y lo que has vivido— sabes esto y por eso nunca te podrás parecer a ellos, que no lo saben. ¿Te molesta? (Carlos Fuentes, La muerte de Artemio Cruz)

Como puede apreciarse, el “tú” del monólogo no invoca al lector o espectador, ni a ningún otro ser que se halle presente en la escena, sino al propio narrador, al “yo”. Por lo tanto, la primera persona, propia de otras categorías de monólogos, se desdobla en una segunda persona de carácter autorreflexivo con la que el personaje, en su ofuscación, parece dialogar. Ese “tú”, aclaremos, no es un destinatario distinto del emisor del discurso narrativo; si fuese así, no estaríamos ante esta clase de monólogo, sino ante

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un diálogo o una intención de diálogo, o bien ante un monólogo interior, a la manera del que aparece en Cinco horas con Mario (1966), de Miguel Delibes, donde Carmen Sotillo, la protagonista, sí se dirige a su esposo muerto recurriendo a la segunda persona, mientras vela durante la noche su cadáver80. El monólogo autorreflexivo permite abrir las conciencias, además de que favorece la irrupción de importantes anomalías discursivas. La técnica inicia su andadura con La modificación (1957), de Michel Butor, uno de los pilares de lo que luego se conocerá como Nouveau Roman, y, dentro de las letras hispánicas, ha contado con brillantísimos seguidores como Carlos Fuentes en La muerte de Artemio Cruz, Luis Martín-Santos en Tiempo de silencio (1962) o Camilo José Cela en San Camilo, 1936 (1969). ―Monólogo interior. Es el monólogo por antonomasia y constituyó una de las grandes innovaciones del último siglo. Consiste en expresar en estilo directo el pensamiento no pronunciado, próximo al inconsciente, exaltado, caótico, desorganizado e incoherente de un personaje en el mismo momento en que está atravesando una crisis; de ahí la sensación de inmediatez que genera en el receptor. Gérard Genette prefiere denominarlo discurso inmediato (Figuras 231) por su carácter independiente respecto del discurso del narrador. Posee una doble función: a) facilitar el acceso directo, de forma no mediatizada, a la conciencia del personaje, y b) permitir la caracterización de este a través del autoanálisis. En el monólogo interior el lector asiste al “espectáculo” de una conciencia en pleno desarrollo, sin la presencia de intermediarios. Es, pues, el tipo de discurso más próximo a las raíces de la subjetividad, un discurso sorprendido en los primeros estadios de su formación, lo que explica la relativa incoherencia que lo caracteriza: se esfuerza por amoldarse a las sinuosidades de la conciencia y al continuo vaivén del pensamiento. Solo aquí, qué bien, me parece que estoy encima de todo. No me puede pasar nada. Yo soy el que paso. Vivo. Vivo. Fuera de tantas preocupaciones, fuera del dinero que tenía que ganar, fuera de la mujer con la que me tenía que casar, fuera de la clientela que tenía que conquistar, fuera de los amigos que me tenían que estimar, fuera del placer que tenía que perseguir, fuera del alcohol que tenía que beber. Si estuvieras así. Mantente ahí. Ahí tienes que estar. Tengo que estar aquí, en esta altura, viendo cómo estoy solo, pero así, en lo alto, mejor que antes, más tranquilo, mucho más tranquilo. No caigas. No tengo que caer. Estoy así bien, tranquilo, no me puede pasar nada, porque lo más Tan famosa como la novela es su versión teatral, estrenada en 1979 bajo la dirección de Josefina Molina, quien en 1981 rodó la película Función de noche, inspirada en esta misma obra. La actriz Lola Herrera fue la encargada de dar vida al personaje de Carmen tanto en el cine como sobre las tablas, un papel que ha seguido interpretando durante más de treinta y cinco años, la última vez en 2016. 80

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que me puede pasar es seguir así, estando donde quiero estar, tranquilo, viendo todo, tranquilo, estoy bien, estoy bien, estoy muy bien así, no tengo nada que desear. (Luis Martín-Santos, Tiempo de silencio)

La emergencia de esta técnica podría interpretarse como un reflejo de las preocupaciones de la psicología y la epistemología de finales del siglo XIX y las primeras décadas del XX: el descubrimiento de los móviles ocultos del comportamiento humano y, en general, la exploración de las zonas más profundas de la conciencia (Sigmund Freud, Henri Bergson). Como resultado de las revolucionarias investigaciones en los dominios de la psicología surge la denominación corriente de conciencia o flujo de conciencia (“stream of consciousness”), acuñada en 1890 por el neoyorquino William James, hermano del escritor y crítico literario Henry James, en su monumental texto de historia de la psicología (Los principios de la psicología), para aludir al ininterrumpido dinamismo de la conciencia en el ser humano. Luego se introducirá en las discusiones literarias angloamericanas (Cfr. Chatman 253). Aunque el término suele alternar, en los investigación literarias, con el de monólogo interior, conveniente separar ambos conceptos, entendiendo el proceso psicológico y por monólogo interior, literaria que lo refleja en el plano discursivo.

trabajos de teoría e algunos autores estiman por flujo de conciencia en cambio, la técnica

En su dimensión literaria y discursiva, el monólogo interior se gesta en las últimas décadas del siglo XIX; sin embargo, su consagración tendrá lugar en el primer tercio del siglo XX al ser incorporado a algunos de los relatos más importantes del momento por autores como Henry James, Virginia Woolf, William Faulkner y, muy en especial, James Joyce, quien atribuyera su invención a Édouard Dujardin, un poeta, novelista y dramaturgo francés que lo habría utilizado en su novela de 1888 Han cortado los laureles, o Los laureles están cortados. Sobre este texto pionero escribió Joyce que “[e]l lector se encontraría instalado desde las primeras líneas en el pensamiento del personaje principal y el desarrollo ininterrumpido de este pensamiento sería el que, substituyendo completamente a la forma usual del relato, nos informaría de lo que hace el personaje y lo que le sucede” (cit. en Genette, Figuras 230). Dujardin, además, publicaría en 1931 un trabajo ensayístico sobre el tema (El monólogo interior se titula). Para el escritor francés, el procedimiento resulta sumamente eficaz con vistas a adentrarse en las zonas más recónditas de la conciencia del personaje sin la interposición del narrador. Un rasgo destacado del monólogo interior es la relativa incoherencia

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a que da lugar el procedimiento al plegarse el discurso a las sinuosidades y saltos del pensamiento, y el hecho de que se trata de un discurso no pronunciado y captado en el momento mismo de su producción, sin que el sujeto haya tenido tiempo para organizar lógica y lingüísticamente sus ideas, sentimientos y sensaciones. Dujardin agrega que esta modalidad carece de destinatario y presenta una gran economía de medios expresivos, aunque estos dos últimos rasgos resultan discutibles hoy en día, como bien puede observarse en los ejemplos de Cinco horas con Mario o de Tiempo de silencio. El monólogo interior es […] el discurso sin oyente y no pronunciado, mediante el cual el personaje expresa su pensamiento más íntimo y más cercano del inconsciente, con anterioridad a toda organización lógica, es decir, en su estado naciente, por medio de frases directas reducidas a la mínima sintaxis, para dar la impresión de que surge sin un orden fijo (Dujardin 59; la traducción es nuestra).

La crítica Dorrit Cohn afirma que lo característico de la técnica del monólogo interior es que no depende de ningún marco ni tutela narrativa; consiste en dar cuenta de la conciencia sin trabas del personaje y de su intimidad psíquica mediante su propio discurso y en su propia voz (la primera persona) y con el máximo grado de emancipación y libertad. Por eso esta estudiosa lo denomina monólogo autónomo (17)81. Por último, entre los ingredientes que le asigna otro investigador, Seymour Chatman (248), al monólogo interior, entresaquemos los siguientes: a) la mención del personaje a sí mismo en primera persona; b) el empleo del presente, lo que indica una convergencia de los tiempos en la historia y el relato; c) el lenguaje responde al idiolecto (la lengua tal como la usa un individuo particular) del personaje; d) la ausencia de alusiones o datos que permitan suponer que se tiene en cuenta al narratario (el destinatario interno de una historia ficcional al que el narrador dirige su relato). A la nómina de autores mencionada más arriba como explotadores de esta técnica novedosa habría que añadir los nombres de Jean-Paul Sartre, Albert Camus y, en general, los cultivadores del Nouveau Roman, gracias a los cuales se produce la universalización del monólogo interior en la narrativa.

81 Estas cualidades y otras del monólogo interior son analizadas por Cohn a lo largo de su estudio Transparent Minds en contraposición con otros modos narrativos de la conciencia articulada a través de la primera persona. Véanse especialmente las páginas 217-47.

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4. LAS VOCES DEL NARRADOR. EL NARRATARIO Dado que una narración es un relato de sucesos o hechos protagonizados por unos personajes y producidos normalmente en el transcurso del tiempo y en un espacio determinado, resulta lógico que ingredientes como el narrador y el narratario, el argumento y la trama, los personajes, el tiempo y el espacio, además de las acciones, sean consustanciales a esta clase de ficciones. Centrémonos en el primero de esos elementos, el narrador, para determinar sus variedades y las funciones que cumple más a menudo. El narrador es la categoría que define al género narrativo frente al dramático y al lírico. En primer lugar, es el sujeto primordial del relato, a partir del cual este se configura. En este sentido, todos los demás componentes experimentan de un modo u otro los efectos de la manipulación a que es sometido por él el material de la historia. Si bien esta es una realidad reconocida por la inmensa mayoría de las corrientes teóricas interesadas en el relato (formalismo ruso, estructuralismo francés, pragmática literaria), no todas ellas coinciden en el papel y capacidad asignables al narrador. En segundo lugar, el narrador es la persona en la que el autor o escritor ―persona real de quien todo surge― delega la responsabilidad de conducir la historia, de contarla, explicando las circunstancias en que se desarrollan los hechos que narra, identificando a los personajes que puedan intervenir, situándolos en un espacio y tiempo dados, observando sus acciones externas y su mundo interior, describiendo sus reacciones y comportamientos desde distintas perspectivas, etc. En tercer lugar, el narrador se encarga de organizar internamente dicha historia, e incluso, si es preciso, de valorarla o comentarla, cosa que solo puede suceder desde el punto de vista de la omnisciencia narrativa o en los relatos con un narrador testigo o protagonista de los hechos. En cuarto lugar, la tradición más antigua relaciona narrador y sabiduría. El caso es que, haga o no exhibición de sus dotes cognoscitivas, se supone que el narrador sabe a la perfección todos los entresijos de la historia que relata, aunque su conocimiento real depende en cada caso del ángulo de visión adoptado, es decir, de la mayor o menor objetividad e implicación respecto a la diégesis. En quinto lugar, el narrador es un ente ficticio creado por el autor. A esta entidad el autor cede la palabra, tal como hemos especificado y, con ella, todo el caudal de información que posee sobre la historia que va a relatar y sobre los personajes que habrán de delinearse en el desarrollo de esa historia

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que verbaliza. Usa el estilo indirecto para describir los ambientes, el aspecto y los sentimientos de esos seres ficcionales y para narrar sus reacciones y los acontecimientos que hacen progresar la acción, pero igualmente puede dar paso al estilo directo en diálogos y monólogos, cuando se oculta y deja fluir textualmente las palabras por boca de las criaturas a las que se refiere. En sexto lugar, y como consecuencia de lo anterior, habría que aportar que el narrador es un personaje más de las obras narrativas, sin que ello presuponga que ha de participar forzosamente de la acción, pues su misión es, en primera instancia, relatarla, enmarcando a los personajes en un tiempo y en un espacio determinados. Únicamente interviene explícitamente en la acción cuando es a la vez narrador y protagonista o personaje secundario de la trama. Genette le atribuye varias funciones al narrador (Figuras 309-10): a) Función narrativa: el narrador cuenta la historia. b) Función organizativa: el narrador articula internamente el relato y ensambla los distintos materiales que lo componen. c) Función comunicativa: manifiesta un interés por establecer con el narratario, presente, ausente o virtual, un contacto, o incluso un diálogo. Se corresponde con una función que recuerda la función fática de Roman Jakobson. d) Función testimonial, en la medida en que sugiere cuáles son las fuentes de información de que parte, la posible fiabilidad de sus recuerdos o los sentimientos que despierta en él determinado episodio. Al corresponderse con una función mediante la que la narración se orienta hacia el propio narrador, resulta homóloga a la que, en el esquema de la comunicación verbal esbozada por Jakobson, se llama función emotiva. e) Función ideológica: se fundamenta sobre la evaluación que el narrador hace de la acción. Consiste en las intervenciones o comentarios explicativos o justificativos del narrador sobre el desarrollo de la acción o sobre la conducta de los personajes. Ahora bien, como veremos, el narrador no siempre ostenta un mismo grado de intrusismo. Según refiera desde dentro o desde fuera de la historia, el narrador se ha clasificado tradicionalmente en varios tipos. Si relata desde dentro de la historia, cabe distinguir dos modalidades de narrador: a) Narrador protagonista o autobiográfico, que cuenta desde dentro hechos que le han sucedido a él mismo, es decir, cuando él es el protagonista de la historia. Utiliza la primera persona verbal, el “yo” (o el “nosotros”). Por ejemplo, el narrador de la novela anónima Lazarillo de Tormes, que es el propio Lázaro, o Nada (1945) de Carmen Laforet, narrada en su totalidad por

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su protagonista, de nombre Andrea, una joven que, recién terminada la guerra civil española, se traslada a la ciudad de Barcelona a estudiar y empezar una nueva vida. Lo mismo sucede en Historia del Rey Transparente (2005), de Rosa Montero, en la que Leola, cercada por las huestes enemigas y a punto de morir, rememora su existencia itinerante a lo largo de más de veinte años en la turbulenta Francia meridional del siglo XII. Por lo tanto, en estas narraciones se da una coincidencia entre voz narrativa, narrador y personaje principal de los hechos. El narrador protagonista, en la medida en que “habla” desde el “yo”, posee un carácter subjetivo. Llevo largas semanas tumbada boca arriba, contemplando el techo de madera labrada del castillo de Dhuoda. Me he aprendido hasta la última muesca, hasta el más pequeño detalle que la gubia del maestro ebanista ha extraído del leño, esa lengua retorcida del dragón que remata la viga, esos ojos expresivos y asimétricos del rostro sonriente en el rosetón central. Al caer la tarde, la oscuridad va trepando por la madera y borrando los contornos de las figuras talladas. Duermen también ellas, encima de mí, durante las noches; a veces incluso me parece escuchar sus ronquidos. Durante los largos días de fiebre y de delirio, se me antojaban monstruos furiosos. Ahora son amigos, cómplices prudentes de mi secreto. (Rosa Montero, Historia del Rey Transparente)

b) Narrador testigo o personaje secundario, que se mantiene al margen de la historia y que cuenta lo que ve y observa. Se trata de un personaje marginal que relata hechos protagonizados por otros personajes, que sí constituyen los elementos nucleares en torno a los que pivotea la narración. Este narrador se expresa en primera persona, pues se trata de un personaje, aunque no sea principal, pero también recurre a la tercera persona al contar hechos que conciernen al protagonista o protagonistas de la historia. Casi todas las aventuras de Sherlock Holmes, dadas a conocer por Arthur Conan Doyle entre 1887 y 1927, están contadas por el doctor Watson, el amigo que acompaña al famoso detective londinense en sus averiguaciones. Otro ejemplo notable en el que el narrador se revela como testigo es la novela Manuel Bueno, mártir (1931), de Miguel de Unamuno, sobre la historia del párroco de Valverde de Lucerna referida por Ángela Carballino, personaje secundario que presencia los hechos que nos relata y que se ha propuesto salvar la memoria del cura. En principio, se supone que el narrador testigo debería ser objetivo, aséptico, pero a menudo sucede que, al actuar también como personaje, subjetiviza lo que relata. Aunque el narrador testigo no sea el héroe principal y, de entrada, no conozca la interioridad de los demás, su sabiduría puede ir ampliándose progresivamente a través de las sucesivas informaciones que va recibiendo. Por ejemplo, Ángela Caballino ve cómo su fe religiosa queda

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fuertemente conmovida cuando se entera por boca de su hermano que la vida del párroco es una piadosa mentira, secreto del que en principio no estaba al tanto. Extraemos un fragmento de esta novela: Su vida era activa y no contemplativa, huyendo cuanto podía de no tener nada que hacer. Cuando oía eso de que la ociosidad es la madre de todos los vicios, contestaba: “Y del peor de todos, que es el pensar ocioso”. Y como yo le preguntara una vez qué es lo que con eso quería decir, me contestó: “Pensar ocioso es pensar para no hacer nada o pensar demasiado en lo que se ha hecho y no en lo que hay que hacer. A lo hecho pecho, y a otra cosa, que no hay peor que remordimiento sin enmienda”. ¡Hacer!, ¡hacer! Bien comprendí yo ya desde entonces que don Manuel huía de pensar ocioso y a solas, que algún pensamiento lo perseguía.

En cuanto a los narradores que refieren los hechos desde fuera de la historia, contamos con otros dos tipos: a) Narrador omnisciente: cuenta desde fuera hechos que le han sucedido a otra u otras personas, sucesos en los que él no ha participado. Utiliza la tercera persona verbal (“él”, “ella”, “ellos”, “ellas”), pero puede usar las primeras y aun las segundas personas del singular y del plural (“creo”, “vemos”, “observad”, “sabéis”…) para estimular o captar a los lectores, a los que se dirige explícitamente con el afán de atraerlos y mermar su imparcialidad, mediante apelaciones, opiniones, etc. Sin intervenir aparentemente en la acción, adopta un talante subjetivo en tanto en cuanto enjuicia y valora lo que narra. Y, por su grado de sabiduría, es, además, un narrador omnímodo, pues conoce todo sobre la acción y los personajes. Conocimiento absoluto que le permite penetrar en todo momento en los pensamientos y en los sentimientos de los diferentes entes ficcionales, aproximarse a sus ideas y sensaciones, exponer lo que han hecho en el pasado y lo que harán en el futuro. Incluso puede adelantar acontecimientos, llamar la atención del lector sobre cualquier aspecto, emitir juicios de valor, etc. El narrador omnisciente lo encontramos perfilado ya en la epopeya y la épica antiguas y más tarde seguirá manifestándose en la novela. Ejemplos de este lo tenemos en el Quijote, de Cervantes, escrita a principios del siglo XVII, así como en las novelas realistas o regionalistas de Pedro Antonio de Alarcón, José María de Pereda o Benito Pérez Galdós, del siglo XIX. En definitiva, es un narrador que tiene una visión dominadora y mucho más amplia que la que puede tener cualquiera de los personajes sobre los demás y sobre sí mismos82. Inspirado en el eco de la última campanada, Gregorio se imaginó la agonía de un movimiento originariamente impetuoso. Vio morir las olas 82 Naturalmente, tal como analizaremos algo más adelante a propósito de los puntos de vista estudiados por Friedman, existen varios grados o niveles de omnisciencia narrativa que se pueden combinar en la misma obra.

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contra el faro, la calderilla postrera de una gran fortuna, el suspiro final de un alma apasionada, y no solo se negó a reconocer en esas visiones los síntomas precursores del presente, sino que retrocedió en el tiempo hasta encontrar a Aquiles detrás de la tortuga, y cuando a punto estaba de proclamar que el mundo era ilusión y solo ilusión, salió a la realidad con una tragantada de pánico. Y sin embargo, ¿qué era aquel rumor en desbandada que se oía afuera? Escuchó con tanta atención que no tardó en reconocer los pasos de unas raquetas en la nieve y el aullido de los lobos en un bosque de abetos, y por un instante se llenó con la euforia lúgubre de su mejor héroe de ficción, Luck Turner, protagonista de la novela Vidas salvajes, cuyos datos constaban en los ficheros de las más prestigiosas bibliotecas públicas de la ciudad. Cuando al cabo de mucho tiempo se desvaneciese el recuerdo de aquellos años y floreciese en el país una generación inocente, quizás entonces alguien encontrase un hombre flotando a la deriva de los siglos, no asociado a un crimen, a un capitel o a unas palabras, y ni siquiera a una anécdota, sino simple y mágica partícula en suspensión, tan absurdo y exacto que acaso quedara como cifra de la condición y destino de una época. (Luis Landero, Juegos de la edad tardía)

b) Narrador observador o limitado: se limita a contar en tercera persona aquello que cualquier observador de los hechos pudiera captar. A diferencia del omnisciente, este sí es un narrador imparcial y objetivo que transmite lo que finge ver como si lo hiciese a través de la lente de una cámara cinematográfica, instrumento con el que muchas veces se le ha comparado ya que solo es capaz de recoger y registrar lo que puede captarse desde fuera: hechos, gestos, palabras, nunca pensamientos. De hecho, los personajes no se conocen desde su interior y lo que averiguamos de ellos es solo por medio de sus diálogos (forma que en esta clase de narraciones tiene una presencia destacada), por el aspecto, que sí nos es descrito por el narrador, o por su forma de comportarse. El Jarama (1956), de Rafael Sánchez Ferlosio, sería una acabada muestra de novela con un narrador observador: Venían sudorosos. Las chicas traían pañuelos de colorines como Paulina, con los picos colgando. Ellos, camisas blancas casi todos. Uno tenía camiseta de rayas horizontales, blanco y azul, como los marineros. Se había cubierto la cabeza con un pañuelo de bolsillo, hecho cuatro nuditos en sus cuatro esquinas. Venía con los pantalones metidos en los calcetines. Otros en cambio traían pinzas de andar en bicicleta. Una alta, la última, se hacía toda remilgos por los accidentes del suelo, al pasar las vías, maldiciendo la bici. ―¡Ay hijo, qué trasto más difícil! Tenía unas gafas azules, historiadas, que levantaban dos puntas hacia los lados, como si prolongasen las cejas, y le hacían un rostro

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mítico y japonés. Ella también traía pantalones, y llegando a Paulina le decía: ―Cumplí lo prometido, como ves. Paulina se los miraba: ―Hija, qué bien te caen a ti; te vienen que ni pintados. Los míos son una facha al lado tuyo. ¿De quién son esos? (Rafael Sánchez Ferlosio, El Jarama)

De lo expuesto hasta aquí habría que concluir que el narrador observador mantiene una actitud no intrusiva respecto de lo que cuenta. Al margen de esta clasificación, la narratología de la segunda mitad del siglo XX ha elaborado nuevos enfoques y nuevas tipologías de la figura del narrador. Según su posición y su participación en los hechos relatados, Gérard Genette (Figuras 299-300), por ejemplo, diferencia entre: a) Narrador autodiegético: personaje de ficción que relata en primera persona gramatical sucesos de los que es protagonista (coincide con la categoría tradicional del narrador protagonista). b) Narrador homodiegético: personaje de ficción que relata en primera persona gramatical y participa en los hechos, de los que no es protagonista, como personaje secundario o testigo, por lo que acudirá también necesariamente a la tercera persona gramatical (se corresponde con la categoría tradicional del narrador testigo o personaje secundario). c) Narrador heterodiegético: personaje de ficción que lleva el peso del relato primero en tercera persona gramatical y que no interviene en los sucesos narrados (se corresponde tanto con el narrador omnisciente como con el limitado u observador). Según el nivel narrativo que ocupe y su situación con respecto a la diégesis, el narrador puede ser, de acuerdo con Genette (Figuras 284): a) Extradiegético: el que ocupa el nivel del relato primario 83 . Se identifica con el narrador de primer grado que inicia el relato con el que se produce o narra esa historia o diégesis. b) Intradiegético: nivel del relato que surge dentro del primario84. 83 Se entiende por relato primario aquel a partir del que y en relación al cual se puede producir la ruptura del orden lineal en el desarrollo del tiempo de la historia, mediante saltos hacia atrás y hacia adelante en el tiempo del discurso. 84 Este nivel es el que ocupa Scheherezade como narradora de las diferentes historias incluidas en Las mil y una noches (siglo IX). En primer término, la historia principal de Scheherezade y su relación con el sultán Shahriar, que al parecer fue agregada en el siglo XIV, está referida por un narrador extradiegético porque se sitúa en el relato-marco, mientras que el personaje femenino en las distintas narraciones con las que intenta cautivar

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c) Metadiegético: nivel de otro relato secundario dependiente del intradiegético. A esta modalidad la denomina Mieke Bal narrador hipodiegético (Narratologie 35). A partir de estas tipologías, otro componente indesligable del narrador es el punto de vista. No hay relato sin un punto de vista, es decir, sin una perspectiva que indique desde qué posición y con qué nivel de conocimiento se narran los hechos que conforman la ficción. El punto de vista o perspectiva es un concepto que, según la definición de Bourneuf y Ouellet en su libro La novela, es el “ángulo de visión, el foco narrativo, el punto óptico en que se sitúa un narrador para contar su historia” (96) y que ha recibido varios nombres: foco de narración (Cleanth Brooks y Robert Penn Warren), visión (Jean Pouillon), aspecto y modos de ficción (Tzvetan Todorov), focalización (Genette), modalización (Darío Villanueva)85.

cada noche al sultán para que este postergue la ejecución de la pena de muerte es de índole intradiegética en la medida en que se instala en un nivel secundario respecto del relato primario. En Los cuentos de Canterbury de Chaucer se da una estructura semejante: una comitiva de peregrinos organiza un concurso de historias para amenizar su viaje desde Southwark a esta ciudad del noreste de Inglaterra, adonde se dirigen para visitar el santuario de Becket en la Catedral de Canterbury. Cada una de las personas que integran la comitiva (un caballero, un molinero, un alguacil, un cocinero… hasta un total de veinticuatro) cuenta una historia englobada dentro de la principal (serían, por tanto, narradores intradiegéticos). Intradiegético es también cada uno de los diez jóvenes aristócratas que en el Decamerón de Boccaccio se entretienen contándose diversos cuentos para amenizar su refugio en el campo. En esta ocasión el marco de referencia narrativo que engarza las distintas historias del relato-marco (donde encontraríamos a un narrador extradiegético) es la epidemia de peste negra que golpeó a Florencia en 1348, lo que motivó que este grupo de muchachos y muchachas, huyendo de la plaga, se instalasen en una villa a las afueras de Florencia. No olvidemos, asimismo, que en el Quijote hay varios narradores intradiegéticos localizables en las distintas historias intercaladas (en total seis) en la novela cervantina. Una de esas historias, por ejemplo, es la que se conoce como “La novela del curioso impertinente”, que se extiende a lo largo de tres capítulos y que está narrada por el personaje del cura, que asume aquí el papel de narrador intradiegético. 85 La modalización engloba dos aspectos diferentes y complementarios: la visión ―“¿quién ve?”― y la voz ―“¿quién habla?”― (Villanueva 21). La visión hace referencia al ángulo de enfoque o perspectiva desde la que se cuenta la historia, mientras que la voz alude a las instancias de enunciación presentes en el discurso. Quién ve los hechos, cómo los ve, quién los relata y a través de qué persona gramatical son todos factores que están aglutinados dentro de la categoría de la modalización. La modalización depende del lugar donde se ubique la mirada del narrador y de la voz narrativa o actitud del narrador que el escritor elija frente a la historia narrada (más o menos externa, más o menos implicada, más o menos subjetiva). Es evidente que no todos los narradores pueden observar los hechos desde el mismo ángulo, mantenerse igualmente distanciados o sumergidos en ellos, o aportar a los lectores idéntica cantidad y calidad de información. De ahí derivan las nociones de punto de vista, focalización, perspectiva o visión en las que nos detendremos a continuación.

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Desde finales del siglo XIX se han venido formulando varios puntos de vista narrativos o perspectivas asumibles por el narrador. A grandes rasgos una posible división que posteriormente iremos ampliando podría ser la siguiente: a) Punto de vista objetivo: el narrador solo nos da la información que estima oportuna sin involucrarse en los hechos. (Es el propio del narrador observador, que se muestra imparcial, sin inmiscuirse en el interior de los personajes, sobre los que nunca emite un juicio de valor, y en gran medida también es el punto de vista del narrador omnisciente, pero solo en parte, ya que este sí puede en ocasiones enjuiciar y valorar lo que narra). b) Punto de vista subjetivo: el narrador es parte de los hechos, bien como protagonista, bien como testigo. (Es el que domina en las narraciones con un narrador protagonista o un narrador testigo). Aunque se espera de este último que sea más objetivo que si fuera protagonista de la historia, como personaje que es, si bien secundario, frecuentemente nos da una visión subjetiva de los hechos que narra. El narrador omnisciente, cuando expresa su reacción ante la diégesis de la que nos hace participes, también puede resultar subjetivo. En relación con las personas gramaticales utilizadas por el narrador, las tres siguientes son las que monopolizan los posibles modos de contar: a) La primera persona narrativa. Es la que predomina en la autobiografía, en las memorias y, ya en la literatura de ficción, en la narrativa epistolar o en la novela picaresca, entre otras modalidades. Es común al narrador protagonista, que utiliza el “yo” (o el “nosotros”), y parcialmente es propia también del narrador testigo, quien como personaje, aunque no principal, recurre a la primera persona verbal. Más raramente la emplea el narrador omnisciente para exponer su opinión respecto a la historia (“creo”, “vemos”…). b) La segunda persona. Aflora también en narraciones con un narrador protagonista, concretamente en aquellos casos en que se emplea la técnica del monólogo interior, por medio de la que el personaje se dirige a un “tú”, que unas veces puede ser alguien diferente a él y otras poseer un valor autorreflexivo, lo que le servirá para meditar sobre sí mismo. A través del “tú” con carácter autorreflexivo, el personaje-narrador, distanciándose, medita sobre su propia persona, como le sucede a Jacinto, el personaje de Parábola del náufrago (1969), de Miguel Delibes: Pero aunque así sea, ¿qué puedes hacerle tú, Jacinto? ¿Dejar de sentir, muy bonito, menuda, y eso con qué se come? ¿Eh? ¿Quieres darme la receta? ¿Dónde hay que cortar para dejar de sentir?

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Otra novela, también de Delibes, que recurre al punto de vista de la segunda persona pero con un sentido diferente es Cinco horas con Mario. Aquí el “tú” al que se dirige la narradora protagonista no se refiere a su persona, sino al esposo fallecido, al que interpela constantemente mientras vela su féretro. En ambos casos se trata de monólogos. Por tanto, el punto de vista en segunda persona se da en obras que normalmente cuentan en parte o en su totalidad con un narrador que es, a la vez, protagonista de la historia. Aclaremos que circunstancialmente puede también hacer uso de la segunda persona, como hemos señalado más arriba, el narrador omnisciente para interpelar a los lectores, a los que menciona expresamente con el afán de atraerlos y atenuar su imparcialidad mediante apelaciones (“observad”, “sabéis”…): Es cosa muy cargante para el historiador verse obligado a hacer mención de muchos pormenores y circunstancias enteramente pueriles, y que más bien han de excitar el desdén del que lee, pues aunque luego resulte que estas nimiedades tienen su engranaje efectivo en la máquina de los acontecimientos, no por esto parecen dignas de que se las traiga a cuento en una relación verídica y grave. Ved, pues, por qué pienso que han de reír los que lean ahora que sor Marcela tenía miedo a los ratones. (Benito Pérez Galdós, Fortunata y Jacinta)

c) La tercera persona es común al narrador observador, pero también al narrador omnisciente, que conoce todos los detalles de la vida de sus personajes. Igualmente el narrador testigo echa mano de la tercera persona al referir hechos que conciernen al protagonista o protagonistas de la narración. De acuerdo con la terminología de Jean Pouillon (58-119), se puede establecer una triple división en relación con la perspectiva narrativa: a) La visión “por detrás”: el narrador lo sabe todo acerca del personaje o personajes 86; se separa de él para ver, desde esta posición, los resortes más íntimos que lo conducen a obrar. Como un demiurgo, ve los hilos que mueven la marioneta, lee en el corazón y en la mente de sus criaturas y nos coloca en disposición de conocer sus secretos mejor guardados; incluso sabe, interpreta y nos dice cosas que los mismos personajes no se atreven a decirse a sí mismos. Es la actitud que prevalece en el relato clásico, hasta el siglo XIX. Un ejemplo claro es Miau (1888), de Pérez Galdós, pero podríamos citar muchísimos más de este y de otros autores, como La familia de Alvareda Todorov simboliza este modo con la fórmula narrador > personaje (“Las categorías…” 178). 86

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(1849) de Fernán Caballero, Martín Rivas (1862) de Alberto Blest Gana o Doña Bárbara (1929) de Rómulo Gallegos. El narrador que adopta esta visión es el que hemos llamado omnisciente. b) La visión “con”: el narrador sabe lo mismo que los personajes, y lo sabe con ellos; no conoce con anticipación la explicación de los acontecimientos 87 . Es la propia de un narrador personaje que cuenta la historia en primera persona. Es esta la visión dominante en Mujer en traje de batalla (2001), de Antonio Benítez Rojo, narrada por su protagonista: Henriette Faber. c) La visión “desde fuera”: el narrador sabe menos que los personajes, porque se limita únicamente a describir lo que ve desde el exterior, a ser testigo ocular de los hechos sin intervenir en ellos como un personaje88. Es la posición del narrador naturalista del siglo XIX, al menos en algunas partes de estas obras, o del narrador behaviorista en el siglo XX. El halcón maltés (1930) de Dashiell Hammett, llevada al cine en 1941 por John Houston, sería también un buen ejemplo, lo mismo que El Jarama. El concepto de visión de Pouillon se corresponde en esencia con el de focalización, que prefiere Genette. Se entiende por focalización, entonces, quién narra los hechos, qué persona gramatical, desde dónde y con qué capacidad emite ese discurso. Según el narratólogo francés (Figuras 244-45), hay tres tipos de focalizaciones fundamentales: a) Focalización cero o relato no focalizado (que se identifica con la visión “por detrás” de Pouillon): cuando el narrador sabe más que los personajes; representa una visión demiúrgica89, tomada desde lo alto y total por lo que respecta a tiempos, espacios e intimidad de los personajes. b) Focalización interna (que se identifica con la visión “con” de Pouillon): cuando el narrador sabe lo mismo que los personajes; representa una visión restringida, tomada desde dentro de los personajes, supeditada a lo que ellos conocen. c) Focalización externa (equivalente a la visión “desde fuera” de Pouillon): cuando el narrador sabe menos que los personajes; adopta una visión objetiva, desde fuera de los personajes, sobre cuyos pensamientos o sentimientos el narrador lo desconoce casi todo (es el caso de las novelas behavioristas o conductistas) o finge no conocerlo.

87 Todorov esquematiza esta visión con la fórmula narrador = personaje (“Las categorías…” 178). 88 A este tipo Todorov lo representa con la fórmula narrador < personaje (“Las categorías…” 179). 89 En la filosofía platónica el demiurgo era el creador y el ordenador del mundo y, según los gnósticos, el principio activo del mundo.

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Según el punto de vista desde el que cuenta y el tipo de información que da, Norman Friedman, en un capítulo de su libro Form and Meaning in Fiction (134-66), diferencia entre: a) Omnisciencia editorial. Tipo de modalización de focalización cero, cuyo narrador heterodiegético, omnisapiente y omnipresente en lo que a tiempo, espacio y personajes se refiere, relata en tercera persona y con una visión demiúrgica de los hechos, perspectiva dominadora y mucho más amplia que la que puede tener cualquiera de los personajes sobre los demás y sobre sí mismo —pues conoce todo el pasado, el presente y el futuro—, los pensamientos, los sentimientos, lo más íntimo de cada psicología. Puede usar la primera persona para emitir una opinión o la segunda para dirigirse a los lectores. Es la característica del narrador omnisciente por antonomasia. b) Omnisciencia neutral. Tipo de modalización de focalización cero, cuyo narrador heterodiegético, omnisapiente y omnipresente en lo que a tiempo, espacio y personajes se refiere, relata en tercera persona. No emite juicios, valoraciones ni se entremete nunca en lo narrado. Naturalmente, es difícil conseguir este grado de objetividad a lo largo de toda una obra. Además de la asepsia, imparcialidad e impersonalidad, se diferencia del omnisciente tradicional o editorial en que no puede usar otra persona gramatical que la tercera. La omnisciencia neutral se cultiva a lo largo de todo el siglo XX, pero en el XIX ya Gustave Flaubert la utiliza en partes de Madame Bovary (1857), igual que escritores naturalistas como Émile Zola, que intentan que el narrador no manifieste opiniones ni sentimientos propios. El fulgor y la sangre (1954), de Ignacio Aldecoa, presenta la omnisciencia neutral junto a la selectiva múltiple, mientras que en El Jarama, Sánchez Ferlosio la mezcla con el modo cámara. Tiene rasgos del narrador observador imparcial, nada implicado en el relato, al contrario que la omnisciencia editorial. c) Omnisciencia selectiva. Tipo de modalización de focalización interna (tomada desde dentro de los personajes), pero cuyo narrador heterodiegético relata en tercera persona la evolución psicológica que se desarrolla en el interior de un personaje seleccionado y que se capta en el mismo momento en que ocurre. Esta omnisciencia está limitada al punto de vista del personaje elegido, de modo que no puede utilizar más conocimientos que los que él tiene; se trata de una omnisciencia muy restringida. Una de las técnicas a través de las cuales se expresa es el estilo indirecto libre. Ahora bien, es muy raro que a lo largo de toda una novela aparezca un solo tipo de omnisciencia. En El árbol de la ciencia (1911), de Pío Baroja, y en La muerte en Venecia, de Thomas Mann, la omnisciencia selectiva alterna con la omnisciencia editorial. James Joyce usa este punto de vista también en su Retrato del artista adolescente (1916) y Miguel Delibes en El camino (1950). En la omnisciencia selectiva el narrador debe tender a la objetividad. Los

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toques subjetivos que a menudo aparecen vienen dados por la narración de los pensamientos y sentimientos del personaje. d) Omnisciencia selectiva múltiple. Es idéntica a la anterior, solo que el narrador no nos muestra la evolución psicológica de un solo personaje, sino de varios. Por lo tanto, es un tipo de modalización de focalización interna, cuyo narrador heterodiegético refiere en tercera persona, desde una buscada objetividad, la evolución interior que en los personajes seleccionados producen determinados acontecimientos en el momento en que suceden. Los toques subjetivos provienen de los pensamientos y sentimientos de los personajes, no de las intrusiones del narrador. Con esta modalización se usan a menudo la técnica del estilo indirecto libre y la del simultaneísmo. Ejemplos indiscutibles podrían ser las novelas de Henry James, al que seguirían William Faulkner (El sonido y la furia, 1929), Aldous Huxley o Virginia Woolf (Las olas, 1931). e) “Yo” como protagonista. Es el narrador protagonista o autodiegético, según Genette. Más específicamente, es un tipo de modalización cuyo narrador autodiegético relata, con focalización interna y en primera persona, hechos de su propia vida. Aquí coinciden voz narrativa, narrador y personaje principal. El yo protagonista es propio de la novela picaresca; también aparece en La familia de Pascual Duarte (1942), de Camilo José Cela, o en Filomeno, a mi pesar (1988), de Gonzalo Torrente Ballester, entre otros muchísimos ejemplos. f) “Yo” como testigo, o, dicho con otras palabras, el narrador testigo u homodiegético, según Genette. Viene a ser un tipo de modalización cuyo narrador homodiegético relata, con focalización externa (desde fuera de los personajes porque desconoce casi todo sobre los pensamientos y sentimientos de estos, y lo que conoce es de manera parcial o de segunda mano) y en primera persona solo los hechos que observa. Este tipo de narrador debería ser objetivo, aséptico pero naturalmente, al actuar también como personaje, subjetiviza lo que relata. No es el héroe principal, repetimos, de modo que no conoce la interioridad de los demás, aunque sus conocimientos pueden ir ampliándose a través de las diversas informaciones que recibe. Ejemplos: El Gran Gatsby (1925), de F. Scott Fitzgerald; Crónica de una muerte anunciada, de Gabriel García Márquez; la saga titulada Las aventuras del capitán Alatriste (1996-2011), de Arturo Pérez-Reverte, etc. g) Modo dramático. Tipo de modalización de focalización externa y objetiva en la que el narrador heterodiegético puede no aparecer (si la novela se desarrolla en su totalidad mediante diálogos) o hacerlo en tercera persona gramatical y únicamente con frases breves similares en su función a las acotaciones escénicas del teatro. En el modo dramático está escrita El abuelo, de Pérez Galdós, y así se definió la trilogía de las Comedias bárbaras, de

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Ramón del Valle-Inclán90, que hoy se estudian como obras teatrales. A Un peso en el mundo (1999), de José María Guelbenzu, pertenece el siguiente fragmento, en el que podemos ver que el autor ha renunciado a los guiones introductorios del diálogo: ¿Mi matrimonio? Bien, ya te lo he dicho. ¿Te interesa algo en especial? Puede que tenga mucho que ver en tu decisión. Yo diría al revés: que le puede afectar mucho. Eso digo. No. Tú dices que mi matrimonio puede afectar a la decisión y yo he dicho que es la decisión la que puede traer problemas a mi matrimonio. No es lo mismo. Parece un juego de palabras, pero no es lo mismo. Cierto. No es lo mismo. Eso pasa, en la vida siempre pasan esas cosas. Y pasó. Y aquí estamos. Ah, vaya… un problema. ¿Cómo dices? Nada. Digo que un problema. ¿O no es eso? ¿Cómo? ¿No puedes preguntarlo con claridad? ¿Siempre te tienes que hacer el interesante? Está bien, cuéntamelo.

h) Modo cámara, que se acerca al narrador observador en su estado más puro. Es un tipo de modalización externa y objetiva en la que el narrador heterodiegético transmite lo que finge ver como si lo hiciese a través de la lente de una cámara filmadora. Los personajes se captan desde fuera y se les conoce por sus diálogos, a menudo banales, por su aspecto y su forma de comportarse. El narrador, en tercera persona gramatical, procura mantenerse distanciado y suele usar direcciones escénicas que dejan vía libre a la expresión directa de sus criaturas. Es la focalización propia de las novelas behavioristas o conductistas. Predomina el presente de indicativo y es escasa la adjetivación, nunca subjetiva. Por ejemplo, Tormenta de verano (1962), de Juan García Hortelano, o El Jarama, de Sánchez Ferlosio, donde se combina el modo cámara con la omnisciencia neutral, al proporcionarse datos narrativo-descriptivos adicionales que apoyan el progreso de la acción y presentan ambientes y personajes:

Trilogía integrada por las obras Águila de blasón (1907), Romance de lobos (1908) y Cara de Plata (1923). 90

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Sebastián limpió la hoja en la servilleta y le pasaba a Miguel la navaja. Carmen dijo: ―Dejar un par de botellines para el que no quiera sangría. ―Aquí quiere sangría todo el mundo. Paulina replicó: ―A mí dejarme una gaseosa. Yo sangría no tomo. ―Echa el limón ―dijo Miguel con la jarra en la mano. Tito volcó las rodajas en el hielo del fondo. Luego cogió la jarra y Miguel destapó las gaseosas y las mezcló también. ―A ver el vino. Tito estaba mirando hacia Daniel, mientras sostenía la jarra donde Miguel echaba el vino. ―Listos ―dijo Miguel―. Una sangría como el Mapamundi.

El narratario. Ente de ficción que funciona dentro de la trama de algunas novelas o cuentos como un personaje para el que han sido construidos y al que van dirigidos, es decir, como el destinatario interno a quien habla el narrador. Este receptor inmanente del discurso narrativo normalmente está explícitamente referido por una segunda persona; sin embargo, en ocasiones su presencia está apenas sugerida. El narratario es elemento indispensable en la picaresca desde que en el Lazarillo se fijan las características del género y el protagonista relata sus peripecias a un innominado “vuesa merced”. Y pues Vuestra Merced escribe se le escriba y relate el caso muy por extenso, paresciome no tomalle por el medio, sino del principio, porque se tenga entera noticia de mi persona […].

Se incorporan narratarios al texto en muchas otras novelas y relatos que simulan cartas, confesiones o memorias —La familia de Pascual Duarte, de Camilo José Cela—, confidencias, relatos tomados de manuscritos… En la mencionada obra de Cela se inserta al comienzo, además de una nota del transcriptor, una carta en la que Pascual anuncia, desde su celda de condenado a muerte, el envío del manuscrito a un tal Sr. Barreda, por ser este el único amigo de don Jesús González de la Riva cuyas señas conocía Pascual, asesino convicto y confeso de don Jesús. En el caso de las novelas epistolares, en las que las cartas se entrecruzan, los personajes son a la vez narradores protagonistas (cuando son ellos los que escriben) y narratarios (cuando se alude a ellos como destinatarios de ese escrito): Werther, de Goethe, parte de Pepita Jiménez (1874), de Juan Valera…

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En los monólogos interiores dirigidos a una segunda persona, el “tú” explícito sería el narratario o la narrataria del discurso, ya sea un personaje distinto del que emite la narración ―Cinco horas con Mario, de Miguel Delibes―, ya se trate de un desdoblamiento de su misma persona: La náusea (1938) de Jean-Paul Sartre, San Camilo, 1936 de Camilo José Cela, Reivindicación del conde don Julián (1970) de Juan Goytisolo… El narratario se localiza en el mismo nivel diegético que el narrador, por lo que podría hablarse, extrapolando a esta entidad la terminología enunciada por Genette para el narrador, de narratario extradiegético, intradiegético y metadiegético, según sea la posición jerárquica que ocupa en la narración de la historia (Ríos 76).

5. LOS CONCEPTOS DE ARGUMENTO Y TRAMA El argumento recoge los hechos o acontecimientos sometidos a una ordenada sucesión temporal y causal e ideados por el escritor antes de ser plasmados en su obra. Dicho concepto coincide con el de fábula utilizado por los formalistas rusos (Victor Sklovski, Boris Tomachevski). Tomachevski define la fábula como el “conjunto de los acontecimientos en sus respectivas relaciones internas” (183), cada suceso derivado del otro y entrelazados entre sí causal y temporalmente. Posteriormente, Todorov (“Las categorías…” 157) y Genette (83) denominarían a la fábula historia. El argumento (o fábula o historia) respeta la linealidad cronológica de los acontecimientos. Respecto al concepto de trama, fueron los mismos formalistas rusos quienes contrapusieron la fábula a esta otra entidad. La trama, en opinión de la mayoría, es el relato de los acontecimientos en la forma y en el orden en que el narrador se los presenta al lector de la obra. Vendría a ser la plasmación concreta del argumento o historia en un texto narrativo, dramático o lírico con componentes narrativos. En palabras de Tomachevski, la trama sería “la distribución, la estructuración literaria de los acontecimientos en la obra” (185), es decir, de la fábula. Todorov denominó a la trama discurso (“Las categorías…” 157), mientras que Genette la llamó simplemente relato o narración (83). Unas veces la forma en que los sucesos son presentados en el texto puede coincidir con el orden causal y temporal en que supuestamente ocurrieron, esto es, la trama puede concordar con el argumento, la fábula o historia, si se desgranan los hechos respetando la cronología lineal.

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En otras ocasiones, en cambio, el orden cronológico y causal del tiempo de la historia puede alterarse cuando esta se convierte, una vez volcada a la escritura, en trama. A través de diversas técnicas el narrador puede manipular, al organizar artísticamente el material de sucesos, los elementos temporales originarios de la fábula o historia: a) presentando en retrospectiva determinados hechos que ocurrieron en un punto de la historia anterior a aquel en el que se encuentra en ese momento el narrador; b) anticipando determinados sucesos que, según el tiempo de la historia, tendrían que contarse más adelante; c) adoptando distintos puntos de vista para relatar un mismo hecho o hechos diferentes, etc. Es así como por medio de estos y otros procedimientos temporalizadores, la historia o fábula, cuando se transforma, en el plano discursivo, en trama puede ver cambiado el orden cronológico y causal de los acontecimientos, o bien reducir o dilatar en mayor o menor medida la amplitud temporal.

6. EL TIEMPO EN LA NARRACIÓN Así pues, el desarrollo de la trama se liga estrechamente al tratamiento del tiempo, sin el cual no puede existir la narración. El tiempo es, indudablemente, otro de los pilares sobre los que se sustenta la arquitectura del relato. El tiempo permite que se desarrollen las acciones y que evolucionen el o los personajes. Por otra parte, es una categoría que guarda narrativamente una relación dialógica con las características estructurales de la obra narrativa (estructura lineal o no lineal). En un primer acercamiento a esta cuestión, podemos distinguir varios empleos del vocablo tiempo en narratología que convendría poner en claro: a) Tiempo verbal. Modalidad verbal que se utiliza en la narración: presente, pasado o futuro. El pasado es el tiempo por excelencia de la narración y marca la distancia temporal entre los hechos relatados y el momento en que se cuentan. Pero no siempre es así: ocasionalmente podemos hallar narraciones en presente o, en menor medida, en futuro, si bien es difícil mantener esta visión prospectiva a lo largo de toda una obra: Te empeñarás en recordarlo y cumplirás tu deseo, aunque todo esto te parezca materia de una nota roja en tu periódico y pienses que, en realidad, pierdes el tiempo recordándolo. Pero insistirás, seguirás

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adelante. Insistirás. Quisieras recordar otras cosas, pero sobre todo, quisieras olvidar el estado en que te encuentras. Te disculparás. No te encuentras. Te encontrarás. Te traerán desmayado a tu casa; te desplomarás en tu oficina, vendrá el doctor y dirá que habrá que esperar algunas horas para dar el diagnóstico. (Carlos Fuentes, La muerte de Artemio Cruz91)

b) Tiempo histórico. Época en que se sitúa la acción (siglo XVII, XX, XXI, en nuestros días, en los años sesenta…). c) Intervalo cronológico que comprende la acción (cinco horas, treinta años, dos días…). d) Tiempo de la fábula (formalistas rusos) o de la historia (Todorov, Genette). Orden cronológico y lógico-causal de los acontecimientos de una historia. e) Tiempo de la trama (formalistas rusos), del discurso (Todorov) o del relato (Genette). Orden en que el narrador presenta los hechos al relatar la historia, es decir, la organización del tiempo de la fábula tal y como aparece en el texto. En este último plano podemos encontrar varias situaciones: —Que la narración de los hechos se realice cronológicamente, con lo cual se hablaría de tiempo lineal en la narración o de un texto narrativo con una estructura lineal (el tiempo avanza cronológica y causalmente ordenado). En estos relatos las características de la trama coinciden, en mayor o menor medida, con las de la fábula o el argumento. —Que la sucesión de los acontecimientos no respete la cronología mediante saltos temporales hacia atrás o saltos hacia delante en el tiempo (anacronías). Se hablaría entonces de tiempo no lineal en la narración o de un texto narrativo con una estructura no lineal. El orden lógico-causal en una narración se puede distorsionar a través de las siguientes técnicas: i) Reconstruyendo sucesos pasados que rompen la linealidad cronológica. La técnica empleada en estos casos se denomina retrospección (Todorov) o analepsis (Genette) y coincide con la técnica cinematográfica del flash-back. Cuando se emplea semejante técnica, se dice que en esa parte de la narración impera un tiempo retrospectivo. La analepsis puede manifestarse de dos maneras. Si se hace a la manera tradicional (procedimiento habitual en la novela realista para recuperar un pasado que explique el comportamiento, el carácter y las circunstancias

Debemos puntualizar, en relación con esta novela del escritor mexicano, que la narratóloga Luz Aurora Pimentel señala que la elección del tiempo gramatical acaba perdiendo su valor verdaderamente temporal de futuro (158).

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actuales de los personajes), se pone en boca de un narrador que da indicios en su discurso de tal retrospección. Esteban podía recordar el momento exacto en que se dio cuenta que su hermana era una sombra fatídica. Fue cuando ganó su primer sueldo. Decidió que se reservaría cincuenta centavos para cumplir un sueño que acariciaba desde la infancia: tomar un café vienés. (Isabel Allende, La casa de los espíritus)

Sin embargo, las analepsis ―especialmente en la narrativa contem– poránea— pueden cortar bruscamente el hilo diegético sin indicaciones de ningún tipo y contar los hechos del pasado con la misma viveza y en el mismo tiempo que los hechos del relato principal, con los que pudiera llegar a confundirse. ii) Introduciendo un acontecimiento o acontecimientos que, según la lógica lineal de la historia, habían de contarse más tarde. Esta técnica ha recibido los nombres de prospección (Todorov) o prolepsis (Genette). Coincide con la técnica cinematográfica del flash-forward. Cuando se recurre a este procedimiento, se dice que en ese punto de la narración domina un tiempo prospectivo. Si la prolepsis se hace a la manera tradicional, lo advierte el narrador: Era el sobre que contenía la sortija y con él la renuncia, pero el doctor no sabía eso; para saberlo había de esperar unos cuantos años. (Juan Benet, Volverás a Región)

No obstante, en la literatura experimental del siglo XX son frecuentes las prolepsis directas que implican un corte brusco en la cronología lineal, desde la que, sin indicación alguna, se adelantan hechos posteriores, que se presentan con la misma viveza y sistema temporalizador que los que venían narrándose en el relato principal, con los que pudieran llegar a entremezclarse. Otras posibilidades temporales dentro del tiempo de la trama o del discurso son las siguientes: a) Tiempo simultáneo o múltiple, en el que se utiliza la técnica del simultaneísmo. P. e., en Ulises (1922) de James Joyce, Viva mi dueño (1926) —la segunda parte de la trilogía El ruedo ibérico, de Valle-Inclán—, El señor Presidente (1946), de Miguel Ángel Asturias, o El desorden de tu nombre (1987), de Juan José Millás.

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b) Tiempo íntimo o psicológico: tiempo impreciso y subjetivo y que, por estar ligado a la intimidad psicológica del personaje, no puede medirse por el reloj. Es el usual en el monólogo interior y en el estilo indirecto libre. Es sabido que los días tienen las mismas horas en todas partes y, sin embargo, su duración no es sentida de la misma manera por todos. Dentro de la fraseología popular se ha acuñado una serie de expresiones que ponen de manifiesto que la vivencia del tiempo varía de un individuo a otro según su estado de ánimo o según sea la huella que determinados hechos han dejado en la conciencia (“hay días que parecen años”, “los minutos se eternizan”, “los cursos se van sin enterarse”, etc., son frases que empleamos cotidianamente para evocar esa sensación). El tiempo psicológico o interior tiene como correlato el tiempo físico, aunque su elemento regulador lo constituyen factores de índole preponderantemente emotiva y, en general, todo lo que tiene que ver con la idiosincrasia individual. De acuerdo con estos condicionantes, el tiempo se expande o se concentra, adquiere espesor o se diluye. Las manifestaciones literarias de esta modalidad temporal son muy abundantes. Garrido Domínguez (158-59), que se ocupa de esta dimensión temporal, trae a colación tres ejemplos en la que se utiliza. Uno pertenece al Quijote, concretamente al episodio de la cueva de Montesinos. A partir del descenso a la sima, el tiempo discurre de modo diverso para don Quijote y para Sancho y su acompañante. Para estos últimos la estancia sobrepasa un poco la hora (tiempo crónico); para don Quijote, en cambio, el intervalo de tiempo alcanza los tres días con sus respectivas noches. La montaña mágica (1924), de Thomas Mann, ofrece otra muestra significativa. La novela refiere la estancia de su personaje principal, el joven Hans Castorp en un sanatorio de los Alpes suizos al que inicialmente había llegado únicamente como visitante. En dicho sanatorio llevaba ya cinco meses internado su primo Joaquim Ziemssen tratándose de su tuberculosis. En la novela, entre los temas que ocupan un lugar significativo está el tiempo, hasta el punto de que el propio autor calificó La montaña mágica de “novela del tiempo”, si bien en ella se dedican también muchas páginas a discutir sobre la enfermedad, la muerte, la estética, la política… En las largas charlas que mantienen ambos personajes, Joachim insiste a su primo en la diferente apreciación del tiempo por parte de los residentes en el sanatorio suizo y los habitantes del pueblo más próximo (“la gente normal”). Al principio del relato, poco después del encuentro, Joachim dice a Hans: “Tres semanas son aquí nada, para nosotros; pero, para ti, que estás de visita, tres semanas son, al fin y al cabo, un buen trozo de tiempo… Aquí se

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toman unas libertades con el tiempo de las gentes, como no puedes formarte una idea. Tres meses son, para ellos, igual que un día”. En otro pasaje de la novela Joachim responde del siguiente modo a una insinuación de Hans sobre la rapidez con que debe pasar el tiempo para los pacientes del sanatorio: “Deprisa y despacio, como quieras ―contestó Joachim―. Quiero decir que no pasa de ningún modo. Aquí no hay tiempo ni hay vida…” Otra última muestra no menos relevante es la de Sobre héroes y tumbas (1961), la célebre novela de Ernesto Sábato: “Pero si no es así”, le diría dos años después la muchacha que en ese momento estaba a sus espaldas; un tiempo enorme ―pensaba Bruno―, porque no se medía por meses y ni siquiera años, sino como es propio de esa clase de seres, por catástrofes espirituales y por días de absoluta soledad y de inenarrable tristeza; días que se alargan y se deforman como tenebrosos fantasmas sobre las paredes del tiempo.

En la literatura actual los cambios temporales son un recurso muy socorrido. Mediante él el autor llama la atención del lector sobre la artificiosidad de la construcción del texto y trata de impedir la lectura excesivamente cómoda e irreflexiva que se deja llevar por la linealidad de la trama o por el comportamiento de los personajes. Asimismo, en el siglo XX el tiempo novelesco sufrió muchas alteraciones. A veces se produce una concentración temporal en una misma obra: unas horas (como en Cinco horas con Mario, de Miguel Delibes), unos pocos días (La colmena, de Camilo José Cela); a veces, el tiempo se alarga en periodos muy largos (como en Pedro Páramo, de Juan Rulfo), cuyos personajes están muertos, son fantasmas, pero que parecen vivos ya que no han perdido la memoria y no dejan de hablar. El tiempo que se recrea en la novela del escritor mexicano es un tiempo mítico, alejado del fluir temporal: es el tiempo que estuvo, está y estará. La primera sistematización de las alteraciones temporales se produce ya en el seno de la Retórica clásica (Retórica de Aristóteles, la anónima Retórica a Herenio, Instituciones oratorias de Quintiliano…), que distinguía, dentro de la narratio y de la dispositio, entre ordo naturalis y ordo artificialis. En lo que concierne al estudio del tiempo en la Poética antigua, encontramos también las consideraciones de Horacio en su Epístola a los Pisones, como el comienzo in medias res o el diferir acontecimientos. Según Martín Jiménez, Horacio postulaba, en lo que atañe al ordo artificialis, “la estructuración de los hechos en el poema, con respecto al orden natural, permitiendo la dilatación o condensación temporal” (12-3).

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A partir de entonces, desde la Edad Media hasta la actualidad, la crítica literaria ha promovido teorías en las que se ha mostrado la relación entre el desarrollo lógico-causal de los sucesos en la historia y su posible alteración en el marco del texto. Ya hemos adelantado más arriba que los formalistas en las primeras décadas del siglo XX reconocieron dos formas de organización del tiempo: el de la fábula (el orden cronológico en que sucedieron los acontecimientos de una historia) y el de la trama (el orden en el que el narrador los presenta al relatar esa historia). Pues bien, Todorov denominará, más adelante, al tiempo de la fábula, tiempo de la historia y al tiempo de la trama, tiempo del discurso, mientras que Genette llamará al tiempo de la fábula tiempo de la historia o diégesis y al tiempo de la trama le da el nombre de tiempo del relato92. En la segunda mitad del siglo pasado, tanto Genette (Figuras 89-218) como Todorov (¿Qué es 61-5) trataron de explicitar las relaciones entre el tiempo de la historia y el tiempo del discurso o del relato sistematizándolas en tres aspectos: 1) Relaciones de orden temporal. Según el orden de sucesión de los acontecimientos en la historia y en el discurso, se pueden producir desajustes entre ambos. Genette apunta dos principales: a) Analepsis (o retrospección, según Todorov): se produce cuando, en el desarrollo de una narración, se introduce otra en la que se relatan acontecimientos anteriores al tiempo de la primera: p. e., el relato del cautivo en el Quijote, que se inserta cuando, estando reunidos en una venta don Quijote y su nutrida compañía, pide alojamiento un cautivo de Argel recién libertado, al que acompaña Zoraida, una hermosa mora. El personaje, de nombre Ruy Pérez de Viedma, explica las circunstancias de su vida, su participación en la batalla de Lepanto, su cautiverio en Argel, sus amores con la bella Zoraida, que desea ser bautizada para abrazar el cristianismo, y su posterior libertad después de una arriesgada huida. De la novela de Pío Baroja El árbol de la ciencia extraemos el siguiente ejemplo de analepsis: Andrés, de chico, sintió mucho miedo solo con la idea de acercarse al confesionario. Llevaba en la memoria el día de la primera confesión, como una cosa trascendental, la lista de todos sus pecados; pero aquel día, sin duda, el cura tenía prisa y le despachó sin dar gran importancia a sus pequeñas transgresiones morales.

b) Prolepsis (o prospección, según la denominación de Todorov): se produce al adelantar o anteponer la narración de un acontecimiento que, 92 Estas denominaciones se corresponden con otras de Bobes Naves (167), quien habla de tiempo cronológico (o lo que es lo mismo, tiempo de la fábula o de la historia o diégesis) y tiempo literario (tiempo de la trama, del discurso o del relato).

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siguiendo un orden lógico-causal, debería relatarse después. Esto ocurre en la novela policiaca: la presentación del crimen consumado, que debería ser, lógicamente, el desenlace, figura al comienzo de la obra. Genette señala que es el relato autobiográfico ―por el conocimiento cuasi omnisciente del narrador― el más proclive a la anticipación (respecto de una vida, la propia, que en cuanto narrador conoce mejor que nadie), pero se da mucho también en textos con un narrador omnisciente, como en el siguiente ejemplo: “muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo” (Gabriel García Márquez, Cien años de soledad). 2) Relaciones de duración, que surgen al comparar el tiempo que se dedica en el discurso para narrar una acción y el tiempo que ocuparía el desarrollo real de dicha acción en la historia. Engloba una serie de procedimientos para acelerar o ralentizar la velocidad o tempo del relato. Genette y Todorov distinguen los siguientes: a) Pausa: cuando al tiempo del discurso no le corresponde ningún tiempo de la historia; p. e., en las descripciones y las digresiones reflexivas. La pausa desacelera el ritmo del relato. Véase el siguiente pasaje de El túnel (1948), de Ernesto Sábato: Una tarde, por fin, la vi por la calle. Caminaba por la otra vereda, en forma resuelta, como quien tiene que llegar a un lugar definido a una hora definida. La reconocí inmediatamente; podría haberla reconocido en medio de una multitud. Sentí una indescriptible emoción. Pensé tanto en ella, durante esos meses, imaginé tantas cosas, que al verla no supe qué hacer. Al verla caminar por la vereda de enfrente, todas las variantes se amontonaron en mi cabeza. Confusamente, sentí que surgían en mi conciencia frases íntegras elaboradas y aprendidas en aquella larga gimnasia preparatoria. […] Esperaba el ascensor. No había nadie más. Alguien más audaz que yo pronunció desde mi interior esta pregunta increíblemente estúpida: —¿Este es el edificio de la Compañía T.93?

b) Elipsis: cuando al tiempo de la historia no le corresponde un tiempo en el discurso; p. e., cuando se omite la narración de un periodo de la vida de un personaje. Hay elipsis explícitas (cuando el relato dice “dos años después” o “mucho tiempo después”, sin contar lo que pasó en ese intervalo de tiempo) e implícitas (en las cuales el lector se da cuenta de que falta algo). La elipsis 93 Desde que Castel ve caminando a María por la vereda —acera— hasta que se dirige a ella han pasado dos capítulos —y diez páginas— en el discurso; sin embargo, apenas se ha producido algún avance de tiempo en la historia.

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consiste, por lo tanto, en el silenciamiento de cierto material diegético de la historia, que no pasa al relato. Y es que nunca se cuenta todo en una narración. Lo habitual es que el narrador seleccione aquellas partes de la historia que le interesa dar a conocer, las que considera decisivas. Los periodos omitidos pueden ser en ocasiones muy cortos. ¿Cuántas veces hemos leído al detalle que los personajes van al baño, se cambian de ropa o se duchan? Este tipo de información puede obviarse, si el narrador estima que no aporta nada a la trama, al desarrollo de los personajes o al enfoque que quiere darle al relato. Es en momentos como estos en los que entra en funcionamiento el recurso de la elipsis mediante el que se dinamiza el ritmo y se llega a la secuencia que sí interesa transmitir. c) Escena: cuando se produce total correspondencia entre el tiempo de la historia y el del discurso; p. e., en una escena dialogada. Una tarde, tal vez creyendo que dormía la sobrinilla o sin recordar que estaba cerca, en el gabinete contiguo a su alcoba hablaron las dos hermanas de un asunto muy importante. —Estoy temblando, ¿a qué no sabes por qué? —decía doña Anuncia. —¿Si será por lo mismo que a mí me preocupa? —¿Qué es? —Si esa chica… —Si aquella vergüenza… —¡Eso! —¿Te acuerdas de la carta del aya? —Como que yo la conservo. —Tenía la chiquilla doce o catorce años, ¿verdad? —Algo menos, pero peor todavía. —Y tú crees… que… —¡Bah! Pues claro. […] (Clarín, La Regenta)

d) Resumen o sumario: cuando en el discurso se condensa el tiempo de la historia; p. e., si en una frase se sintetiza lo sucedido en un periodo de meses o años. Lo característico del resumen es la concentración del material diegético de la historia. Es un importantísimo factor de economía narrativa al permitir la síntesis de un notable volumen de información diegética y, consiguientemente, representa un progreso, un avance en el discurrir del relato.

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Creo que nací en 1914. De pequeño fui a la escuela y de joven a la guerra. Pero la guerra no era un buen sitio para estar. Luego volví, para empezar en la carpintería. En la carpintería había más sosiego. No se moría nadie, quitando unas cucarachas que yo creo que eran azules. O moradas. Después me casé con Rosa. La especialidad de Rosa era subirse a los tranvías, y olía a sopa. Después se murió. Desde entonces vivo con mi hermana y con un personaje que se ha metido en casa, con Marcos. También Ángel se murió. Mi hermano. Yo no tardaré en morirme. Pero pienso avisar. Se lo diré a Marcos, que es el que más tiempo está conmigo. Le diré Marcos, voy a morirme esta semana. Así se lo diré. Sin decir el día exacto. Claro. A la escuela iba feliz. Aprendimos mucha ortografía en la escuela. Ahora bien a gusto me comería yo un poco de chocolate94. (Unai Elorriaga, Un tranvía en SP)

Algunos narratólogos prefieren llamar al fenómeno de la duración “velocidad”, tempo o “ritmo”95. 3) Relaciones de frecuencia entre el número de acontecimientos de la historia narrada y el número de enunciados del discurso sobre ellos. Genette y Todorov distinguen entre: a) Relato singulativo: un único acontecimiento es evocado en un único discurso. Constituye la forma básica del relato. b) Relato repetitivo: un único acontecimiento es contado en diversos discursos; p. e., cuando un personaje cuenta obsesivamente la misma historia en diversas ocasiones, o cuando diversos personajes cuentan el mismo hecho desde sus particulares puntos de vista. Denota un cierto grado de obsesión del narrador o de un personaje por un acontecimiento anterior de su existencia que ha dejado una profunda huella en su interior por su valor iniciático o epifánico y que, de un modo u otro, ha sido determinante en su evolución posterior. Baste recordar las frecuentes alusiones de Lázaro de Tormes al ciego, al relatar sus peripecias con otros amos posteriores, o las de Francisco Umbral, en El hijo de Greta Garbo (1977), a la mancha de moras de la blusa de su madre durante una excursión dominical o las de Leopold Bloom en el Ulises de Joyce a una picadura de abeja el 23 de mayo de 1904. Leitmotiv o motivo recurrente, el relato repetitivo es un procedimiento asociado de manera muy especial al narrador autodiegético (aunque no es exclusivo de él). Llamativo es, por lo demás, el caso de ¡Absalón, Absalón! (1936), de William Lucas, el personaje, concentra un largo tiempo de la historia —su infancia y juventud— en un espacio cortísimo de tiempo del discurso y en un espacio ocupado por trece líneas, con lo que consigue hacer un resumen que roza casi la elipsis. 95 Velocidad es el término por el que el mismo Genette apostará en estudios posteriores (Nuevo discurso 25). 94

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Faulkner, novela en la que se narra treinta y nueve veces el asesinato de Charles Bon por Henry Sutpen. c) Relato iterativo: cuando un único discurso evoca diversos acontecimientos semejantes que se repiten, es decir, cuando se cuenta una sola vez lo que ha sucedido en diferentes ocasiones. Leamos el siguiente ejemplo: “En 1819, hacia el anochecer, a mediados del mes de noviembre, la Grande Nanon encendió el fuego por primera vez” (Honoré de Balzac, Eugénie Grandet); o este otro: “Cada vez que el señor de Charlus miraba a Jupien, se las arreglaba para que su mirada fuera acompañada de una palabra […] Cada dos minutos parecía que Jupien había recibido la misma pregunta” (Marcel Proust, En busca del tiempo perdido).

7. LA ESTRUCTURA NARRATIVA Martín Cerezo (104) ha señalado que el abuso que se ha hecho de la palabra estructura amenaza con vaciarla de todo contenido preciso. En estas páginas entendemos por estructura la disposición u organización que adoptan los distintos componentes de una obra, de manera que cada uno de ellos no tendrá sentido por sí solo, sino dentro del conjunto que forman. Ello supone una red de dependencias mutuas entre un elemento y todos los restantes de la narración. La estructura de un texto narrativo es el resultado de las características de la trama y del tratamiento del tiempo, pero también se fundamenta en otros aspectos como la modalización narrativa (quién ve los hechos, cómo los ve, quién los relata y a través de qué persona gramatical) y el espacio, sin dejar de lado la configuración de los personajes y la acción, así como determinadas técnicas que afectan al funcionamiento del conjunto: descripciones, digresiones, monólogos, diálogos, técnicas como la del simultaneísmo… Pero, antes de volcarnos en estas cuestiones, convendría diferenciar entre estructura externa y estructura interna. a) La estructura externa es la forma en que aparece dividida la obra. En un texto poético, la estructura externa viene dada por sus características métricas: número de versos, medida de cada uno, acentos, pausas, rima/s, estrofa/s, poema o serie que forman. En cambio, en un texto narrativo la estructura externa la constituyen los capítulos, partes, libros, cantos (como en la Eneida de Virgilio, dividida en doce cantos o libros), párrafos de mayor o menor extensión…

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b) La estructura interna es la manera en que los sucesos están dispuestos y organizados a lo largo de la narración. En la mayoría de relatos, como en las creaciones dramatúrgicas, hay que distinguir tres partes bien diferenciadas: planteamiento, nudo y desenlace, una distribución que es compartida con las obras de teatro. En el planteamiento o exposición aparecen los elementos y personajes fundamentales, se sitúan los hechos en un lugar y en un tiempo determinados, o se presentan los fundamentos de lo que será la narración. En el nudo surge y se desarrolla el conflicto. Es la parte de mayor interés, de mayor tensión narrativa, el momento de la intriga, de la emoción, de qué va a pasar… Esa intriga, esa incertidumbre, ese misterio suelen resolverse en la tercera fase, el desenlace, que completa y da fin a la narración. Pero las partes deslindadas bien pueden estructurarse de diversas maneras, y aquí intervienen las distintas posibilidades de trama y los diversos modos de abordar el tiempo narrativo en el relato. A veces el tiempo afecta profundamente al diseño de la obra. En cualquier estudio sobre un texto narrativo conviene fijarnos, por tanto, en cómo se desarrolla el tiempo, de forma interna, en la obra; en qué orden temporal el narrador presenta los hechos. En primer lugar, si lo que interesa es el desenlace de los acontecimientos, la narración seguirá un orden cronológico desde los primeros sucesos hasta los últimos, conforme al esquema “planteamiento-nudodesenlace”. En este caso, lo narrado manifiesta un desarrollo lineal. La estructura lineal o cronología lineal es la forma de composición de un texto narrativo en la que el tiempo avanza progresivamente siguiendo su curso natural, como sucede, por ejemplo, en La busca (1904) de Pío Baroja, en El perfume (1985) de Patrick Süskind, en Sofía de los presagios (1990) de Gioconda Belli y en otras muchas obras. Si no interesa tanto el desenlace como las circunstancias que llevaron a tal desenlace, la narración puede comenzar por los últimos sucesos para después dar un salto al pasado y narrar el resto de la historia desde el principio hasta esos sucesos finales como si se tratara de recuerdos o de una serie de acontecimientos reconstruidos a partir de una investigación. Esta técnica, propia del cine, se denomina flash-back (salto atrás) o analepsis, que implica la narración de hechos del pasado desde el tiempo primero del relato; por ejemplo, en Crónica de una muerte anunciada, de Gabriel García Márquez, o en El túnel de Ernesto Sábato, novelas en la ya se nos cuenta el desenlace al inicio de la narración. En esta última leemos: “Bastará decir que soy Juan Pablo Castel, el pintor que mató a María Iribarne […]”. A este género de narración se le llama narración ‘in extremas res’, de la que también es muestra el cuento “Viaje a la semilla” (Guerra del tiempo, 1956) de Alejo

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Carpentier, sustentado en una ininterrumpida regresión temporal que lleva a su protagonista hasta sus orígenes. En efecto, en este relato don Marcial, en su lecho de muerte, realiza un viaje en el tiempo desde el presente hasta la juventud y la infancia a través de un recorrido que culmina con un retorno al vientre materno. En tercer lugar, si interesa por igual el desenlace final y el comienzo de lo narrado, se puede empezar la narración en un punto intermedio de la historia (el nudo), para ir relatando después los acontecimientos anteriores y posteriores al punto de arranque. Es la narración ‘in medias res’, en la que la trama se inicia en un tiempo ya avanzado del argumento. Para que se conozcan los hechos anteriores se recurrirá de nuevo a la analepsis, como en el caso de la narración in extremas res. El comienzo in medias res es frecuente desde los orígenes de la literatura y entra en el terreno del llamado por las retóricas clásicas ordo artificialis o poeticus (‘orden artificial’)96. Ejemplo de ello es la Iliada y la Odisea de Homero, así como la Eneida de Virgilio o Los trabajos de Persiles y Sigismunda de Miguel de Cervantes. Dicha táctica aparece con frecuencia también en la novela policiaca, en la que, para el descubrimiento del culpable de un delito, se necesita reconstruir el pasado. En ocasiones en el relato el tiempo puede seguir un orden aparentemente caótico y confuso, como sucede en La colmena, de Cela, cuya acción transcurre a lo largo de unos pocos días. Los capítulos I y II nos narran el atardecer del primer día, acabando en la noche, concretamente a las diez. El capítulo III nos traslada a la tarde del segundo día. En el capítulo siguiente (el IV) los hechos son los propios del primer día por la noche, enlazando así con el capítulo II. La acción del capítulo V se desarrolla en la tarde-noche del segundo día. El capítulo VI nos lleva al amanecer de ese mismo día, y el Final o Epílogo de la obra cuenta lo sucedido durante una mañana tres o cuatro días después del segundo día. Esta disposición “artificial” de los elementos de la fábula es muy propia de la novela contemporánea y es la que prima también en Pedro Páramo (1955) de Juan Rulfo, en Rayuela (1963) de Julio Cortázar o en Estaba la pájara pinta sentada en su verde limón (1975) de Albalucía Ángel.

96 Según la tradición retórica, el orden de las partes en un discurso oratorio (exordio, exposición, argumentación y epílogo) puede ser naturalis (‘natural’) y artificialis. El ordo naturalis es el que respeta la propia naturaleza del discurso sin alteraciones intencionadas o el que sigue la tradición; por el contrario, el ordo artificialis modifica la disposición habitual de esas partes. Una distinción semejante se podría trasladar al análisis del discurso narrativo. Por ejemplo, empezar una historia no por el principio, sino en un momento ya avanzado de la misma, esto es, in medias res, o por el desenlace (in extremas res) se correspondería con el ordo artificialis.

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En casos como en los de las tres últimas modalidades mencionadas se entiende que el desarrollo de la historia es no lineal o discontinuo o, como también se dice, que la obra posee una estructura no lineal. Por otro lado, de acuerdo con el final, la estructura puede ser abierta o cerrada. a) En una narración de estructura abierta (o final abierto) la acción se interrumpe justamente antes de llegar al desenlace, como pasa en el relato “El sur” (Ficciones, 1956) de Jorge Luis Borges, que deja muchos cabos sueltos, sin aclarársele al lector si Juan Dahlmann muerte o no en el Sur en una riña con un compadrito que lo estaba molestando o si todo es una alucinación provocada por el fiebre y realmente fallece en la camilla del sanatorio adonde había sido llevado tras sufrir un golpe en la cabeza. La ambigüedad envuelve el final del cuento ―o, en su defecto, de la novela― y el lector tiene que imaginar su continuación, basándose en la parte de la historia que ha conocido. Si se denomina “abierta” es justamente por eso: porque el final no implica un cierre, es decir, no presenta desenlace. b) Por el contrario, la estructura cerrada (o final cerrado) se manifiesta formalmente cuando la narración sí contiene un desenlace más o menos claro y no admite continuación o una segunda parte, por lo que el lector sabrá perfectamente cómo termina la historia. P. e., El nombre de la rosa (1980), de Umberto Eco, novela que en 1986 se trasladó con enorme acierto a la gran pantalla y que posee una estructura cerrada97. Al llegar a las últimas páginas, nos enteramos de la identidad del siniestro sujeto que ha estado envenenando a los monjes deseosos de leer el tratado de Aristóteles sobre la comedia. En Madame Bovary de Flaubert se da una circunstancia similar: cuando llegamos a las últimas páginas de la novela, descubrimos cómo termina la ansiedad que impulsa a Emma a escapar del tedio de su vida de esposa burguesa. Asimismo, se ha hablado de estructura circular tanto en los estudios narratológicos como en los que competen a las obras dramáticas y a las líricas98. La estructura circular consiste en volver a repetir al final lo que constituyó el principio. Podemos ilustrar este modo de estructurar la obra citando La región más transparente (1958), de Carlos Fuentes, donde el final 97 La película fue dirigida por Jean-Jacques Annaud, con Sean Connery y Christian Slater en los papeles principales. 98 La idea del círculo, de retorno sobre sí mismo, está muy arraigada a la poesía lírica, tan propensa a la recurrencia tanto sintáctica, léxica o fonética como conceptual. Así se aprecia en esta “Introducción” al poemario Cromos y acuarelas (1878) de Manuel Reina: “Soy poeta: yo siento en mi cerebro / hervir la inspiración, vibrar la idea; / siento irradiar en mi exaltada mente / imágenes brillantes como estrellas. / El fuego abrasador de los volcanes /en mi gigante corazón flamea; / escalo el cielo, bajo a los abismos, / rujo en el mar, cabalgo en la tormenta. […] Soy poeta: yo siento en mi cerebro / hervir la inspiración, vibrar la idea; / siento irradiar en mi exaltada mente / imágenes brillantes: ¡soy poeta!”.

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del relato representa una vuelta al comienzo del mismo. Si bien La región más transparente es, en realidad, una novela collage que incorpora técnicas propias de las vanguardias artísticas del siglo XX que rompen y fragmentan el relato, convirtiéndose en un rompecabezas compuesto de mil pedazos sin orden lógico ni cronológico, y donde se ensamblan canciones populares, notas periodísticas, trozos de discursos, anuncios, comentarios publicitarios, etc., también tiende a la circularidad estructural, ya que tanto la obertura como el epílogo de la obra, secciones de enorme musicalidad gracias al empleo de la enumeración, la repetición o la anáfora, hacen un repaso del pasado, de la historia de México y se cierran con la expresión “La región más transparente” que da título a la obra. La circularidad no está ausente tampoco en El cuarto de atrás (1978), de Carmen Martín Gaite, novela que se abre con estas palabras: “… Y, sin embargo, yo juraría que la postura era la misma, creo que siempre he dormido así, con el brazo derecho debajo de la almohada y el cuerpo levemente apoyado contra ese flanco, las piernas buscando la juntura por donde se remete la sábana”. Palabras que la narradora repite al final del texto, concretamente en el penúltimo párrafo, al leer las primeras líneas del libro de memorias que está terminando de escribir. Por ende, el final de la obra supone un retorno al inicio, que es el comienzo de la obra a la que está poniendo punto final.

8. LA CATEGORÍA DEL PERSONAJE Los personajes son los ejes dinamizadores sobre los que gira todo el desarrollo de la acción tanto en los textos narrativos como en el teatro. Constituyen los seres o figuras que, con un trasfondo real o fantástico, mueven con sus acciones la narración. Pueden tener apariencia humana o encarnar la conducta de los hombres. Si los seres humanos no son iguales, no habrá que esperar tampoco que los personajes lo sean; a más rasgos diferenciadores de su condición, mayor complejidad tendrán y más individualizados aparecerán a los ojos del lector. A pesar de su inequívoca presencia en la narración y del valor que le conceden muchos escritores, es uno de los aspectos más difíciles de abordar del arte literario debido a la inacabable gama de personajes susceptibles de ser creados y a las diversas maneras de presentarlos (redondos, planos, vistos desde su interior, vistos desde fuera…). Aún en la actualidad, pese a la aportación de estudios como el de Rimmon-Kenan (59-70) o el de Azuar Carmen, el personaje sigue siendo la cenicienta de la narratología, si se compara con la situación mucho más ventajosa, sin duda, de su correlato en

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el ámbito del drama, donde sí ha sido objeto de numerosos acercamientos que han contribuido a su conocimiento. ¿A qué se debe ese escaso interés del que adolece esta categoría en el orden narrativo? En primer lugar, subyace en el personaje una gran paradoja: este se desenvuelve en el ámbito del relato con la soltura de una persona de carne y hueso, con sus defectos y virtudes, pero sin que jamás pueda identificarse con ninguna. Es decir, el personaje come, duerme, habla, se encoleriza o ríe, opina sobre el tiempo que le ha tocado vivir y, sin embargo, las claves de su comprensión no residen ni en la biología, ni en la psicología, ni en la ideología, ni en la epistemología, sino en una amalgama de convenciones literarias que han hecho de él un ejemplo tan perfecto de la realidad objetiva que el lector tiende inevitablemente a situarlo dentro del mundo real. Por si fuera poco, muchos personajes han tenido una gran trascendencia social y el lenguaje los ha incorporado para aludir a ciertos tipos de personas que coinciden básicamente con los rasgos característicos de aquel (Celestinas, Quijotes, Tenorios…). Las posturas más tradicionalistas acerca del personaje se hallan mediatizadas por la noción de verosimilitud y tienden a ver en el personaje la expresión de personas, cuyo comportamiento se rige por móviles interiores o por la conducta de otros personajes; en suma, el personaje como expresión de la condición del ser humano. Por el contrario, enfoques más recientes prefieren considerar al personaje como un participante o actor de la acción narrativa conectado a otros actores o elementos del sistema. En ambos casos se encuentra implicada la figura de Aristóteles. En la Poética aristotélica el personaje aparece vinculado a la definición de literatura como mimesis y, en concreto, al objeto de imitación. La mimesis es primordialmente imitación de acciones y, además, de hombres actuantes (Aristóteles, Horacio y Boileau 17; cap. 2, sec. 1.448a). La acción, según el filósofo griego, constituye el criterio que permite definir la naturaleza del personaje: este se reconoce básicamente por sus actos. El Estagirita alude con semejante idea al personaje dramático, pero el hecho de que su doctrina se refiera indistintamente a la epopeya y al drama ha tenido enormes consecuencias en las teorizaciones sobre el personaje en la narrativa. Así, en la concepción de Aristóteles, el personaje es un agente de la acción y es en este contexto donde se ponen de manifiesto sus cualidades constitutivas, esto es, su carácter. En su Poética insiste en que la acción, los hechos, son el núcleo esencial de la tragedia (y por asimilación, de la

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epopeya); los caracteres corresponden al dominio de las cualidades. Según estas, los personajes serán buenos o malos fundamentalmente, mientras que, desde la perspectiva de la acción, es la felicidad o la desdicha lo que les afecta, según se trate de una comedia o de una tragedia. En los planteamientos teóricos del siglo XX las posturas sobre el personaje se diversifican fuertemente. Mientras hay quien sigue contemplándolo como un trasunto de las preocupaciones del hombre de la calle y, en definitiva, de la condición humana, aunque con elementos tomados del mundo real, y nacido de la observación de otros hombres y del propio escritor (Mauriac 9), otros, prolongando una visión que se cimenta en el Romanticismo, tienden a ver en el personaje la expresión de conflictos internos característicos del ser humano de una época (orientaciones psicológicas) o el reflejo de la visión del mundo del autor o de un grupo social determinado (orientaciones ideológicas, como las de Lukács, Bajtin o Goldman). Finalmente, para una tercera facción, más próxima a Aristóteles, el personaje no es más que un elemento funcional de la estructura narrativa o, según el enfoque semiótico, un signo en el marco de un sistema. Obviamente, tampoco falta quien aluda a la “muerte” del personaje narrativo (Cfr. Ricardou 235 ss), en simétrica correspondencia con la defunción del autor postulada por Roland Barthes en 196899. En síntesis, podemos esquematizar los distintos intentos de definición del personaje en dos vertientes: a) los que identifican el personaje con la persona y privilegian la perspectiva psicológica e histórica; b) la perspectiva semiótica que desatiende estos problemas extratextuales y se concentra en su funcionalidad y en las posibilidades que tiene como elemento configurador del relato.

99 El ensayista y semiólogo francés entendía que el acto de escribir se reforma, que un escrito es una reconstrucción, un reescrito, de modo que el autor desaparece o metafóricamente muere. Barthes afirmaba que la idea de autor tiene que ver con un gesto, con la idea de firma, de apropiarse de las ideas; sin embargo, hay que ser conscientes de que las ideas escritas en un papel no son propias de cada persona, pertenecen a la cultura histórica en general. Por esto, plantea que, para dar existencia al lector, como agente reconstructor, la voz del autor debe desaparecer. Todo esto es así porque el discurso escrito no es una categoría fija, pues cada lector le da una posible interpretación a dicho texto; de ahí que defienda que el texto, como reescritura, es un tejido de citas donde se mezclan todas las culturas; el texto se reescribe y se reactualiza, dejando de ser una categoría inmutable.

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Dependiendo del punto de vista que se adopte, se han establecido diversas tipologías del personaje: a) Por la función que desempeñan y su importancia en la narración, se han contemplado dos tipos básicos: personajes principales o primarios (en torno a los que se entreteje los hilos de la acción) y secundarios, de menor importancia que los principales. Los principales son los que conducen la acción, los que permiten que la historia se desencadene; por lo tanto, estos llevarán el peso de la narración. Pueden subdividirse en dos tipos: protagonista y antagonista, el cual se opone al primero. El protagonista es el personaje en torno al cual gira la acción o el conflicto100. El antagonista es la fuerza contraria que se opone al protagonista. Los personajes secundarios son los que influyen de alguna manera en lo que quieren conseguir los personajes principales; permanecerán alrededor del protagonista sirviendo para sus acciones. No tienen tanta relevancia en la historia. Si un personaje se limita a surgir accidentalmente en la trama, haciendo las veces de mera comparsa, estamos ante un personaje episódico o incidental. b) Según la caracterización y el grado de complejidad, se habla de personajes planos y personajes redondos. Los planos son los creados en torno a una idea o cualidad. Su carácter no evoluciona a lo largo de la narración. Son seres simples y están tipificados: el bueno, la guapa, el tonto, el malo, el celoso… El lector ya los conoce y sabe cómo actuarán; nos deleitan precisamente por actuar como se espera que lo hagan. En La Regenta (188485) un personaje plano es don Álvaro Mesía, concebido bajo la única idea del donjuanismo (se le califica como “el Tenorio vetustense”, “el seductor de oficio”, “el libertino”), del que se conoce su atractivo físico, pero en quien no se advierten signos de vida interior ni consistencia psicológica. Según E. M. Forster, el personaje plano es aquel cuyo modo de pensar o de actuar es previsible, pues está trazado de un modo superficial y no evoluciona psicológicamente a lo largo de la obra, como es el caso de los héroes de las novelas caballerescas, como Amadís de Gaula, que permanecen inalterables al paso del tiempo. Además, tiene la ventaja de que no cuesta reconocerlo y es fácil de recordar (Forster 74-5). Miguel de Unamuno se refirió a esta modalidad como personaje rectilíneo (Cfr. Villanueva 53). Personajes planos son también los tipos y los caricaturescos, entidades ficticias que están 100 Al protagonista se le ha llamado también héroe. Bal (Teoría 100) resalta cinco indicios que permitirían reconocer al personaje que sobresale: “―Calificación: Información externa sobre la apariencia, la psicología, la motivación y el pasado. // ―Distribución: El héroe aparece con frecuencia en la historia, su presencia se siente en los momentos importantes de la fábula. // ―Independencia: El héroe puede aparecer solo o tener monólogos. // ― Función: Ciertas acciones solo le competen al héroe: llega a acuerdos, vence a oponentes, desenmascara a traidores, etc. // ―Relaciones: Es el que más relaciones mantiene con otros personajes”.

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construidas sobre una sola idea o cualidad. Son aquellos que aparecen representados, por ejemplo, en la narrativa costumbrista española del siglo XIX o en la narrativa del Realismo101. En Dickens o en H. G. Wells los personajes son casi todos planos, solo que la habilidad de estos creadores hace que parezcan más profundos de lo que verdaderamente son. Frente a estos, los personajes redondos son los que no encarnan una cualidad o un defecto. Poseen mayor grado de complejidad, ambigüedad y riqueza psicológica. Se definen por su profundidad interior y porque muestran en el transcurso de la narración las múltiples caras de su ser. El lector no los conoce de antemano y no sabe cómo actuarán. Cambian a lo largo de la narración, pudiendo llegar a sorprender por su comportamiento. Tienen, como todas las personas, cosas buenas y cosas no tan buenas. Un ejemplo perfecto podría ser el de Lázaro de Tormes; sus sucesivas desventuras y la compañía corruptora de sus distintos amos van moldeando la personalidad del pícaro. Según E. M. Forster, es el personaje dinámico, imprevisible, psicológicamente complejo en sus reacciones y evoluciones ante los variados eventos de la obra (84). Unamuno lo llamó personaje agónico (Cfr. Villanueva 53) por la disyuntiva ante la que se enfrenta entre decidirse por distintas alternativas y por modificar su conducta y su modo de pensar. En La Regenta son redondos Ana Ozores y el magistral. Dostoievski, Flaubert, Jane Austen y la mayor parte de los grandes escritores diseñan también este modelo de personajes para sus ficciones. En realidad, la destreza de un autor se muestra en la acertada combinación de personajes redondos y planos, circunstancia que se cumple en la monumental novela de Marcel Proust En busca del tiempo perdido, dividida en siete partes publicadas entre 1913 y 1927 y por cuyas páginas desfila una amplia galería de personajes de distinto calado. c) Por su unidad o pluralidad, el personaje puede ser individual o colectivo (este último formado por varios, siendo característico del llamado protagonismo múltiple). Personajes individuales son don Quijote, Madame Bovary, Fortunata en la novela de Pérez Galdós (Fortunata y Jacinta, 1887), mientras que un ejemplo de personaje colectivo es el que figura en la novela de Émile Zola Germinal (1885), donde es la mina donde actúan los mineros como muchedumbre o como pueblo el verdadero personaje. Asimismo, los personajes aparecen caracterizados a través de distintas vías:

101 Los grandes personajes de La comedia humana, ambicioso proyecto narrativo de Honoré de Balzac que pretendía trazar un retrato de la sociedad francesa del periodo que abarca desde la caída del Imperio Napoleónico hasta la Monarquía de Julio, intenta resumir en prototipos, además del espíritu de la época, una serie de cualidades humanas: Félix Grandet es la avaricia, el padre Goriot es la bondad paternal, la prima Bette es los celos, etc.

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―caracterización directa, es decir, por los retratos, las informaciones y las descripciones que nos da el narrador omnisciente o el observador o a través del autoanálisis o discurso del personaje sobre sí mismo o dirigido a sí mismo; ―caracterización indirecta: por sus acciones y sus gestos, por sus propias palabras o actos de habla, que pueden proporcionarnos datos tanto en la forma como en el contenido; por su aspecto o apariencia externa, por su entorno o el ambiente en el que se mueven ―ambiente físico (casa, calle o ciudad) o humano (familia o clase social)―, a través de nombres analógicos ―como Tormento o doña Perfecta en las novelas homónimas de Benito Pérez Galdós―, por lo que nos puedan decir de cada uno de ellos los demás personajes, por sus funciones y su importancia. En la novela del siglo XX se ha tendido al desdibujamiento de los protagonistas, a su angustiosa falta de identidad y al uso del protagonismo colectivo, como en Manhattan Transfer de John Dos Passos, protagonizada por la ciudad de Nueva York, o La colmena de Cela, cuyo protagonista es Madrid. El modelo actancial del personaje. Se llama así al esquema que elaboró A. J. Greimas al analizar a cada personaje como un actante, alguien que “actúa”, que “acciona”, que realiza una acción, que mueve un entramado de sucesos y que en el relato desempeña un rol determinado. No todos los actantes de una obra tienen por qué ser seres humanos; también pueden desempeñar este papel un animal o un objeto. Una primera etapa en la formalización teórica del modelo actancial se la debemos a Vladimir Propp. Después de examinar un amplio repertorio de cuentos populares rusos, Propp constató en su trabajo Morfología del cuento (1928) que en todo relato maravilloso existen unos elementos constantes, que son las funciones realizadas por los personajes en el desarrollo de la acción102. El investigador ruso llegó a delimitar hasta treinta y una funciones, pero su número no se corresponde, según él, con el de personajes: una misma función puede ser realizada por varios personajes. La representación de tales funciones se repartiría entre siete: a) el agresor (o malvado), que comete la fechoría; b) el donante (o proveedor), que atribuye el objeto mágico y los valores; c) el auxiliar, que presta socorro al héroe; d) la princesa (el personaje buscado y el que exige una hazaña y promete matrimonio) y su padre; e) el mandatario, que es el que envía al héroe a una misión; f) el héroe (activo y

Por ejemplo: a) alejamiento de uno de los miembros ―el héroe― de la familia; b) prohibición que recae sobre él; c) transgresión de la prohibición; d) interrogatorio del héroe por el malvado, que intenta obtener noticias; e) información sobre la víctima; f) engaño del agresor contra su víctima para apoderarse de ella o sus bienes; g) complicidad de la víctima por dejarse engañar y colaborar con su agresor, muy a su pesar, etc.

102

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sometido a diversas peripecias), y g) el falso héroe, que usurpa en algún instante al verdadero héroe (105-9). El problema del aporte de Propp, a la hora de aplicarse al relato literario, es que solo constituye un inventario de funciones y no un estudio de la relación que establecen los personajes entre sí. Posteriormente, en Las doscientas mil situaciones dramáticas (1950), Étienne Souriau diseñó un esquema similar para el teatro. En un empeño por descubrir las “funciones dramáticas” que operan en el desarrollo de las acciones de las obras teatrales, el estudioso francés diseñó un listado extraordinariamente homólogo al ofrecido por Propp. Este se constituiría por los siguientes elementos: a) León (fuerza temática orientada): es el sujeto que desea la acción; b) Sol (representante del bien deseado): es el bien deseado por el sujeto; c) Tierra (obtenedor virtual del bien): aquel que consigue el bien; d) Marte (oponente): el obstáculo encontrado por el sujeto; e) Balanza (árbitro atribuidor del bien): el que decide sobre la atribución del bien deseado por los rivales, y f) Luna (auxilio, reduplicación de una de las fuerzas precedentes): es el ayudante (Cfr. Greimas 269). Partiendo de las investigaciones de Propp y de Souriau —y suprimiendo de este último las reminiscencias astrológicas—, Greimas introducirá en 1966 (Semántica estructural) los términos actante y modelo actancial, distinguiendo a este propósito seis posibles actantes en los relatos míticos: a) Sujeto. Personaje que está en el centro del esquema, aquel que realiza una acción, que busca cumplir con algún objetivo, que se mueve con algún objeto. (Cualquier personaje, principal o secundario, puede ser tomado como sujeto del relato para realizar un análisis diferente o profundizar en las relaciones de los personajes entre sí). b) Objeto u objetivo. Lo que el sujeto quiere conseguir, lo que le mueve a actuar; puede ser un objeto u otro personaje. (El relato se organiza en torno a la búsqueda de un objeto deseado o temido y puede tratarse del ser amado, dinero, honor, felicidad, poder o cualquier otro valor). c) Destinador. Personaje, motivo o fuerza externa o interna que mueve al sujeto a querer alcanzar el objeto u objetivo. En otras palabras, sería cualquier personaje que pueda ejercer alguna influencia y que actúa como árbitro o promotor de las acciones. El destinador propicia que la balanza se incline de un lado a otro al final de la narración. Su función es más o menos importante según los personajes a los que afecte o según el momento en que interviene. d) Destinatario. El que se beneficia si el sujeto consigue el objeto u objetivo. Aunque puede tratarse del protagonista, no tiene obligatoriamente

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por qué serlo (por ejemplo, un padre puede desear la felicidad para sus hijas, que serían en este caso las destinatarias). e) Ayudantes. Los que colaboran con el sujeto a conseguir el objeto. Puede tratarse de un personaje, pero pueden desarrollar esta misma función otros elementos. f) Oponentes. Son quienes obstaculizan o se oponen a que el sujeto consiga el objeto. Como en el caso anterior, puede tratarse de un personaje o de otros componentes de la narración (Greimas 271-93). Al mismo tiempo se distinguen tres predicados de base: deseo, comunicación y participación. La principal contribución de Greimas es que, a partir de la determinación de estos predicados de base, logra establecer el tipo de relaciones posibles que establecen los actantes entre ellos. De esta manera, consigue dinamizar y hacer funcional el carácter estático de los inventarios realizados previamente por Propp y Souriau. Homologando la situación de los actantes en lingüística a los de la literatura, Greimas determina que cada pareja de actantes está fundada en un especial predicado de base: a) La relación sujeto/objeto está marcada por el predicado de deseo. b) La relación destinador/destinatario está marcada por el predicado de comunicación. c) La relación ayudante/oponente está marcada por el predicado de participación. Desde esta perspectiva, podemos sintetizar gráficamente el esquema actancial greimasiano de la siguiente manera: DESTINADOR

OBJETO

DESTINATARIO

AYUDANTE

SUJETO

OPONENTE

Cada predicado de base, que determina a cada actante que asuma algunas de sus categorías, configura un determinado eje semántico, que da cuenta de la estructura profunda de las actancias. Así, el predicado de base del deseo configura un eje semántico teleológico (causa final) que da cuenta, en última instancia, de las características semánticas del deseo a conseguir. La comunicación constituye el eje semántico etiológico (causalista), que explica el origen del primer eje. Por último, el predicado de la participación nos enseña el eje de la axiología (inmanente), que supone la alianza u obstrucción que los personajes presentan al proyecto perseguido por el sujeto.

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Resumiendo el modelo actancial de representado por los siguientes parámetros: ACTANTE Sujeto versus Objeto Destinador versus Destinatario Ayudante versus Oponente

Greimas,

PREDICADO DE BASE Deseo Comunicación Participación

este

quedaría

EJE SEMÁNTICO Teleológico Etiológico Axiológico

Algo más adelante, en 1972, Boyneuf y Ouellet (1975), tomando como referencia las categorías greimasianas, aclimataron el modelo de Souriau al texto narrativo estableciendo una tipología de seis fuerzas que mantienen básicamente los conceptos del estudioso francés, aunque con términos y definiciones más aplicables a la narrativa: a) Protagonista. “Todo conflicto tiene en su origen a alguien que conduce el juego, un personaje que comunica a la acción ‘su primer impulso dinámico’” (Boyneuf y Ouellet 183-84). La actitud del protagonista puede provenir de un deseo, una necesidad o, por el contrario, un temor. Por ejemplo, el deseo amoroso en sus componentes (admiración, celos, odios…), la necesidad de afirmarse uno mismo (el vizconde de Valmont en Las amistades peligrosas de Pierre Choderlos de Laclos), otra cosa y otro lugar (Emma Bovary), el temor a la muerte (Perken en La vía real de André Malraux)… b) Antagonista. No hay conflicto ni la acción se complica “si no aparece una fuerza antagónica, un obstáculo que impida” al protagonista “desplegarse en el microcosmos” (184). Valmont, protagonista de la novela de Choderlos de Laclos, ve al principio en Madame de Tourvel a la antagonista, debido al triple obstáculo que representa (su devoción, su amor conyugal y sus principios austeros). c) Objeto (deseado o temido). Es el objetivo propuesto o la causa del temor (184). Otra cosa y otro lugar, personificados sucesivamente en Charles (esposo) y en Léon y Rodolphe (los dos amantes), son los objetos que desea Emma Bovary en la novela de Flaubert. A Valmont (en la novela de Choderlos de Laclos) no le resulta un obstáculo Mme. de Tourvel, sino la marquesa de Merteuil. d) Destinador. Es “cualquier personaje en situación de ejercer algún tipo de influencia sobre el ‘destino’ del objeto”, “especie de árbitro que ordena la acción y propicia que la balanza se incline de un lado a otro al final de la narración” (184). Merced a la intervención de este componente, puede producirse, desarrollarse y resolverse una situación conflictiva. Este papel lo desempeña don Fernando en la tragicomedia de Pierre Corneille El Cid, estrenada en 1637, ya que en el último momento el rey toma una decisión. En Las amistades peligrosas, Mme. de Merteuil cree proceder como árbitro

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completo de la acción cuando en la carta XX le pide a Valmont que le traiga el testimonio de su triunfo en cuanto lo haya conseguido (este no es otro que la prueba de que ha conquistado por fin a la devota Mme. de Tourvel). e) Destinatario. Es el beneficiario de la acción, “aquel que eventualmente obtiene el objeto anhelado o temido” (185). No tiene que ser obligatoriamente el protagonista, dado que puede desearse y temerse tanto por otro como por sí mismo. Por ejemplo, el señor Goriot, en Papá Goriot (1835) de Honoré de Balzac, quiere ante todo la felicidad de sus hijas. f) Adyuvante. Cada una de las cuatro primeras fuerzas anteriores puede recibir el impulso, la ayuda de una quinta: el adyuvante (185). En Las amistades peligrosas el arte de Valmont, como el de Mme. de Merteuil, consiste en utilizar a otros como elementos auxiliares para conseguir sus pérfidos fines. Podríamos representar gráficamente estas cuatro clasificaciones en la siguiente tabla: PROPP Héroe Princesa y padre de esta Donante Mandatario Auxiliar Agresor Falso héroe

SOURIAU

GREIMAS

Fuerza temática orientada Representante del bien deseado Árbitro atribuidor del bien Obtenedor virtual del bien Auxilio Oponente —

BOURNEUFOUELLET Protagonista

Sujeto Objeto Objetivo Destinador

u

Objeto Destinador

Destinatario

Destinatario

Ayudante Oponente —

Adyuvante Antagonista —

Pese a su aparente efectividad a la hora de ilustrar el sistema de fuerzas que opera en muchos relatos, el modelo actancial (en este caso el de Greimas) no se ha librado de las críticas. Las más significativas resaltan su distanciamiento de los textos y, por ende, su escasa base empírica. Sin duda, una de las debilidades de la categorización greimasiana estriba en el hecho de que la extrapolación de este modelo a la narrativa literaria presupone que todos los relatos funcionan de idéntico modo, cosa que no se valida ni en la práctica escritural ni en la teoría. Como señala Félix J. Ríos, no son “modelos universales que puedan aplicarse a cualquier historia” (26). Aunque no carezca de utilidad para esclarecer el funcionamiento de aquellos relatos provistos de una historia simple o con una estructura canónica, dicho modelo presenta serias limitaciones cuando se quiere adecuar a una inmensa cantidad de narraciones, sobre todo con unas tramas más complejas o unas fábulas que no

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El discurso narrativo

se basan tanto en las acciones como en otros factores (conflictos internos de los actantes, evocación de ambientes, ciertas cualidades del lenguaje…). De otro lado, las tipologías descritas más arriba tienden a homogeneizar la conducta de los personajes en la obra, privándolos de sus señas de identidad individuales (psicológicas, físicas, éticas, etc.). Lo que importa es saber qué hacen, cuáles son sus objetivos y cómo se relacionan unos personajes con otros. Poco más. Según Garrido Domínguez, no se alude en el esquema actancial “al personaje en cuanto ser individual y humano, dotado de un rostro y cualidades físicas y psicológicas, sino fundamentalmente a categorías abstractas que definen los elementos de la trama narrativa a partir de su actividad, de sus cometidos” (94). Cada agente tiene interiormente asignado un papel (o papeles) determinado, que condiciona su conducta en el marco de la estructura narrativa y es en eso en lo que se detiene el modelo actancial. De esta forma, de restringirse el análisis narratológico a estos planteamientos, tanto el sujeto como los oponentes, al igual que los ayudantes, el destinador y el resto de personajes que interactúan dentro del relato, quedarían desrealizados, convertidos en puros factores o funciones narrativas cuyas claves se encuentran en los complejos códigos semiológicos que regularían su funcionamiento en el marco del texto.

9. FUNCIONES Y TIPOLOGÍA DEL ESPACIO Desde un punto de vista ontológico, suele decirse que el ambiente o espacio es el lugar, imaginario o real, el medio o entorno significativo donde suceden los hechos y actúan los personajes. Es otro de los elementos que configura la narrativa cuyo valor supera lo meramente formal. El espacio en que se desarrolla la acción puede reproducir lugares que contribuyan a crear la atmósfera más apropiada para el relato. Normalmente el narrador se vale de la descripción para “pintar” estos espacios. Por ello hay que prestar singular atención a los elementos lingüísticos cuando aparecen; e, incluso, fijarse en la posible ausencia de descripciones, ya que ese vacío patentiza una restricción de su importancia. La falta de pasajes descriptivos, en algunos casos, se manifiesta como una forma de ruptura con la narración decimonónica con vistas a potenciar la intriga o ahondar en la psicología y los móviles interiores de los personajes. Tras lamentar la desatención sufrida tradicionalmente por el espacio dentro de las teorías literarias, Alicia Llarena ha resaltado la centralidad de esta coordenada en los discursos de diferentes aportaciones científicas, que han hecho de él una sustancia corpórea y nuclear determinante en la conformación, percepción y expresión escrita de nuestra cultura (24-5).

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Aquí solo nos centraremos en el espacio como categoría literaria, con sus peculiaridades, dependiendo del género. Así, en la narrativa (y en la lírica) suele estar descrito verbalmente, mientras que en el teatro es visible, “espectacular”, aunque en algunas piezas dramáticas son los propios personajes quienes lo definen con sus diálogos. Las descripciones espaciales pueden ser: a) estáticas, cuando el espacio se describe desde un ángulo fijo o lo descrito no experimenta ninguna variación: La plaza del mercado, en Pilares, está formada por un ruedo de casucas corcovadas, caducas, seniles. Vencida ya la edad, buscan una apoyatura sobre las columnas de los porches. La plaza es como una tertulia de viejos tullidos que se apuntalan en sus muletas y muletillas y hacen el corrillo de la maledicencia… (Ramón Pérez de Ayala, Tigre Juan)

b) dinámicas, animadas o cinematográficas, cuando el espacio se describe según avanza el acontecer, es decir, se van presentando los escenarios en movimiento, cambiantes: Recorrimos los dos o tres kilómetros deslumbrantes de la sección de Sunset Boulevard conocida como “The Strip”, dejamos atrás las tiendas de antigüedades que llevan nombres de famosos astros de la pantalla, los escaparates llenos de encajes y de peltre antiguo, los lujosos clubs nocturnos de nueva planta con cocineros famosos y salones de juego igualmente famosos, regentados por elegantes graduados del Purple Gang, el sindicato de los bajos fondos de Detroit; dejamos atrás la moda arquitectónica georgiana-colonial, una novedad muy antigua, los hermosos edificios modernistas en los que los comerciantes de carne humana de Hollywood nunca dejan de hablar de dinero, y también un restaurante para comer sin bajarse del coche que, por alguna razón, resultaba fuera de lugar, aunque las chicas llevasen blusas blancas de seda, chacós de majorettes y nada por debajo de las caderas, excepto botas altas glaseadas de cabritilla. Dejamos atrás todo aquello, hasta llegar, describiendo una suave curva amplia, al camino de herradura de Beverly Hills, las luces hacia el sur, todos los colores del espectro y una completa transparencia en una noche sin niebla; dejamos atrás las mansiones en sombra sobre las colinas del norte, atrás por completo Beverly Hills, hasta alcanzar el serpenteante bulevar de las estribaciones y la repentina oscuridad fresca y el soplo del viento desde el mar. (Raymond Chandler, Adiós, muñeca)

De otra parte, podemos también encontrar los siguientes tipos de descripciones:

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a) objetivas, cuando el narrador se limita a describir un lugar con el mayor realismo posible: El campamento es fastuoso y está bien avituallado. La terraza tiene la forma de una media luna: en el pico, por ser muy estrecho y por lo tanto inútil para otras funciones, se ha improvisado un trascorral. En su piso de cantera blanca hay un charco de sangre fresca, y ahí junto, extendido, un pellejo de carnero con tres piernas, cada una por su lado, que aún están por cortarlas. (Carmen Boullosa, La otra mano de Lepanto)

b) subjetivas, cuando el narrador transmite su propia visión de lo descrito, o la descripción se hace a través de las impresiones y sentimientos de un personaje. En este último caso suele usarse una técnica impresionista, que consiste en seleccionar unos cuantos rasgos sobresalientes de lo descrito, sin detenerse en todos los detalles, que permiten al lector hacerse con una imagen de conjunto: Era un paisaje de una desolación profunda; las cruces de piedra se levantaban en los áridos campos, rígidas, severas; desde cierto punto no se veían más que tres. Fernando se detuvo allí. Componía con la imaginación el cuadro del Calvario. En la cruz de en medio, el Hombre Dios que desfallece, inclinando la cabeza descolorida sobre el desnudo hombro; a los lados, los ladrones luchando con la muerte, retorcidos en bárbara agonía; las santas mujeres que se van acercando lentamente a la cruz, vestidas con túnicas rojas y azules; los soldados romanos, con sus cascos brillantes; el centurión, en brioso caballo, contemplando la ejecución, imposible, altivo y severo, y a lo lejos, un camino tallado en roca, que sube serpenteando por la montaña, y en la cumbre de esta, rasgando el cielo con sus mil torres, la mística Jerusalén, la de los inefables sueños de los santos… (Pío Baroja, Camino de perfección)

Ahora bien, por muy “realistas” y reconocibles que resulten los espacios en los textos narrativos, son siempre ficcionales y a menudo encierran valores simbólicos, como la selva amazónica peruana en La casa verde (1966) de Mario Vargas Llosa o el pueblo fundado por José Arcadio Buendía en Cien años de soledad (1967) de Gabriel García Márquez. A este propósito cabe hablar de varios niveles dentro del espacio. En primer lugar, tendríamos el espacio físico o geográfico, relacionado con un lugar específico, que puede ser abierto o exterior (al aire libre, denominado paisaje) o cerrado (los interiores: casa, edificio, local, etc., que recibe el nombre de escenario); el espacio puede ser natural o artificial, rural o urbano,

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realista o maravilloso 103 . Hay obras que delinean espacios reales (Madrid aparece insistentemente en La busca de Pío Baroja o en La colmena de Camilo José Cela), imaginarios (Valverde de Lucerna en San Manuel Bueno, mártir, Vetusta en La Regenta o Santa Teresa en la serie detectivesca de Lew Archer, escrita por Ross MacDonald, trasunto de la Santa Bárbara californiana) y espacios míticos (el condado de Yoknapatawpha creado por Faulkner en muchas de sus obras; Región, el territorio en el que transcurre buena parte de las narraciones de Juan Benet; la ciudad de Santa María inventada por Juan Carlos Onetti y que se vislumbra por vez primera en La vida breve, de 1950; Comala en Pedro Páramo de Juan Rulfo o Macondo en Cien años de soledad y otros textos de Gabriel García Márquez)104. El espacio físico que se perfila en muchas obras narrativas se vincula a menudo al momento histórico de los acontecimientos, hasta el punto de que son estos hechos los que determinan las coordenadas espaciales del texto. No es lo mismo un cortijo de Extremadura en los años 60, que es donde transcurre Los santos inocentes (1981) de Delibes, que la Praga del 68 que se recrea en La insoportable levedad del ser (1984) de Milan Kundera. Por lo demás, existen producciones narrativas en las que el espacio tiene escaso relieve, como en las novelas de Samuel Beckett o en Niebla (1914), de Unamuno; por el contrario, en otras los componentes espaciales adquieren dimensiones protagónicas105. Para darle consistencia al espacio, el narrador puede estimular la imaginación de lector sugiriendo una serie de sensaciones visuales, auditivas, táctiles, olfativas (luz, colores, voces, aromas, etc.), que contribuyen a crear una impresión de ambiente, atmósfera y espacio estratégicamente concebida. Recuérdese en el Lazarillo la sensación de espacio vacío que produce la “casa obscura y lóbrega” del hidalgo que, por la ausencia de mobiliario y de enseres y por el inquietante silencio que reina en ella, parece una “casa encantada”.

Tanto los espacios interiores como los exteriores pueden interpretarse de diversas maneras. Los lugares interiores o cerrados dan protección, calor o seguridad, pero también pueden tener un significado opuesto: “Pueden ser lugares de reclusión, claustrofóbicos” (Ríos 30). En cuanto a los lugares exteriores o abiertos, “pueden significar un cierto peligro y hostilidad, pero también un espacio de libertad y comunicación” (Ríos 30). 104 Las obras de Rulfo y las de García Márquez se engloban dentro del llamado “realismo mágico”, en parte caracterizado por la invención de espacios míticos, cerrados geográfica y socialmente y que, en sus dinámicas de nacimiento, desarrollo y decadencia, se niegan a trascender más allá del tiempo de la novela. 105 Wolfgang Kayser ha distinguido entre “novela de acontecimiento”, “novela de personaje” y “novela de espacio” (482-89). Esta última, que empieza a configurarse en España con la narrativa picaresca, alcanza su auge en Europa en el siglo XIX, como lo demuestran los casos de Tolstói, Balzac, Stendhal, Flaubert y otros. 103

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En contraposición a esta imagen de desolación, destaca el cúmulo de estímulos sensoriales que convergen en la presentación del interior de la catedral, durante el sermón del magistral, en La Regenta: Mientras el auditorio aguardaba en silencio, suspirando apenas, a que la emoción religiosa permitiera al orador continuar, él oía, como en éxtasis de autolatría, el chisporroteo de los cirios y de las lámparas; aspiraba con voluptuosidad extraña el ambiente embalsamado por el incienso de la capilla mayor y las emanaciones calientes y aromáticas que subían de las damas que lo rodeaban, sentía, como murmullo de la brisa en las hojas de un bosque, el contenido crujir de la seda, el aleteo de los abanicos […].

Pero el espacio no es solo el marco físico en el que se desarrolla la acción; también es el condicionante de determinadas cualidades psicológicas de los personajes (piénsese en la influencia que ejerce el “medio” en los personajes de la novela realista y naturalista). En este sentido, y en ocasiones sin necesidad de desligarlo de las coordenadas medioambientales, cabe hablar de espacio psicológico, relacionado esta vez con la atmósfera subjetiva, emocional en la cual se ven envueltos los personajes del relato. El espacio psicológico se podría considerar como la atmósfera que predomina a lo largo de toda la historia o en un momento dado, o bien como el clima íntimo de la narración, resultado de los problemas psíquicos que se plantean en ella: amor, suspense, aventura, miedo, etc. Dicho espacio puede transmitir sensaciones de alegría, de paz, de tristeza, de pobreza, etc. Una tercera y última modalidad espacial que cabe distinguir es el llamado espacio cultural o sociológico, vinculado a las costumbres, creencias, valores religiosos, éticos, morales, etc., del entorno, los cuales podrían incidir igualmente en el comportamiento de los personajes. No es lo mismo el ambiente de los bajos fondos de Madrid en Tiempo de silencio, de Luis MartínSantos, que la clase media y alta que aparece en La Regenta de Clarín. No hay duda de que el espacio influye en ciertos modelos de conducta o indica el estrato social al que corresponden los individuos que lo pueblan. La descripción, por ejemplo, de la vivienda de las señoras Porreño y Venegas en La Fontana de Oro (1870), de Benito Pérez Galdós (espacio cerrado y saturado de arcaico mobiliario —en especial el del “cuarto de la devota”—, cuadros agujereados o descoloridos, el reloj parado en el 31 de diciembre de 1800, etc., cumple una función connotadora de las formas de vida, creencias y esquema de valores de las “tres ruinas” que lo habitan: María de la Paz, Salomé y Paulita. Asimismo, se advierte una correspondencia absoluta entre la ubicación de la vivienda y la pertenencia de los personajes a una clase social específica

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en todas las obras de corte realista. En La busca, de Pío Baroja, a medida que el protagonista va descendiendo en la escala social, su lugar de residencia y de trabajo se va alejando del centro de la ciudad. En La Regenta de Clarín, algunos espacios adquieren un valor simbólico por su relación con los personajes que lo ocupan o en los que desarrollan su papel social. P. e., la catedral (espacio de dominio del magistral desde el que dirige las conciencias de sus fieles), el caserón del regente (espacio-jaula donde Ana se siente como extraña y aprisionada), el casino (escenario de afirmación social y del frívolo existir de su presidente, don Álvaro), etc. En algunos relatos se percibe una especie de simbiosis entre el espacio y los personajes, que se impregnan de las características del paisaje. En San Manuel Bueno, mártir, de Unamuno, la montaña y el lago de Sanabria sirven para describir la prosopografía del protagonista: “llevaba la cabeza como nuestra Peña del Buitre lleva su cresta […]”; “Había en sus ojos la hondura azul de nuestro lago”. En otras narraciones el espacio se convierte en una metáfora enunciada ya en el mismo título de la obra, como ocurre en Niebla de Unamuno, La colmena de Cela o El túnel de Sábato. En la novela del escritor argentino la contraposición entre espacios herméticos (la “cárcel”, el “túnel”) y abiertos (la escena de la ventana) asume un sentido simbólico del hundimiento del protagonista en la “caverna negra” y “los muros de este infierno” y de anhelo de retorno a la infancia o de apertura a la comunicación y al amor. Por último, la configuración del espacio condiciona y, a su vez, está condicionada por la estructura del relato de ficción. P. e., en la novela picaresca, construida como un relato de viaje, que implica un cambio de escenarios en los que se mueve el protagonista ambulante y desarraigado, o en la novela pastoril, la acción desarrollada en espacios abiertos, exige la descripción de diversos escenarios exteriores: campo, montaña, valle, ríos…; en las novelas realistas y naturalistas decimonónicas abundan, por el contrario, escenarios interiores (descripciones de interiores de viviendas, de lugares de trabajo como las fábricas o las minas, etc.). El cronotopo. Pasemos ahora a desvelar un concepto introducido por Mijail Bajtin en los estudios literarios y que procede de las ciencias matemáticas y fundamentado por Einstein a través de la teoría de la relatividad. El crítico ruso utiliza dicha categoría para explicar la conjunción de espacio y tiempo en la narración (piénsese que el término cronotopo se compone de chronos, ‘tiempo’, y topos, ‘lugar’). Bajtin parte del convencimiento de que el espacio y el tiempo están indisolublemente unidos (el tiempo vendría a ser la cuarta dimensión del espacio), de modo que existe una interdependencia entre las

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relaciones temporales y las espaciales dentro de la obra literaria y, en concreto, de la novela (Teoría 237). Toda acción transcurre en un lugar y en un momento dado del tiempo. Esta conexión esencial entre las relaciones temporales y espaciales asimiladas artísticamente en la literatura es lo que el estudioso denomina cronotopo. Desde esta perspectiva, los elementos del tiempo se revelarían en el espacio, y el espacio es entendido a través del tiempo (Teoría 238). El espacio se interpenetra de tal manera con el tiempo que, en su relato, llega a formar parte consustancial del argumento de la historia narrada. En este sentido, el cronotopo vendría a ser una categoría de la forma y del contenido. Es el centro organizador de los acontecimientos y, desde esta posición, se convierte en centro rector y base compositiva de los géneros literarios (muy en especial, de los narrativos). Los géneros literarios y sus variantes están determinados por un cronotopo. Así, las novelas de la Antigüedad ya muestran tres procedimientos de asimilación del tiempo y del espacio, es decir, tres cronotopos novelescos, que implican tres tipos de novelas: a) la novela de aventuras y de la prueba, donde el espacio es una extensión espacial abstracta, lleno de indefinición y desconocido para el héroe (por ejemplo, la novela griega clásica, desarrollada tardíamente durante los siglos II y IV de nuestra era); b) la novela de aventuras costumbrista (como El Satiricón de Petronio y El asno de oro de Apuleyo); c) la novela biográfica y autobiográfica antigua (como las Confesiones de san Agustín, escritas entre el año 397 y el 398). En la novela europea posterior el desarrollo de estos cronotopos posibilita, además, la aparición de distintas variantes y nuevos elementos. Carácter cronotópico poseen los siguientes motivos, pues se trata de espacios que en la narrativa están muy contaminados de temporalidad: a) el camino, que determina la estructura de la novela picaresca, de la de aventuras o bizantina o de la caballeresca; b) el castillo, que constituye la base de la novela gótica; c) el salón, que es característico de la novela realista decimonónica; d) la escalera, la antesala y el pasillo, convertidos en símbolos de la crisis existencial en muchas novelas del siglo XX (p. e., en las de Dostoievski o en las de Kafka). En un mismo relato pueden coexistir distintos cronotopos articulados y relacionados en la trama para crear una atmósfera especial y un efecto dado.

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10. POLIFONÍA E INTERTEXTUALIDAD Darío Villanueva ha comentado que “la lectura de un texto narrativo se asemeja a la audición en concierto de un coro, en el que actúan varias voces, de tenores, barítonos, sopranos, bajos, etc., alternativamente en solos o en conjunto” (21). Ello nos obliga a esbozar un término cuya paternidad se le atribuye, de nuevo, a Bajtin: el de polifonía, concepto que el crítico formulara en los años 30 del siglo pasado. Bajtin concibe las novelas, en particular las de François Rabelais (primera mitad del siglo XVI), Jonathan Swift (primera mitad del siglo XVIII) y Fedor Dostoievski (segunda mitad del siglo XIX) como polifonías textuales. ¿Y en qué consiste la polifonía textual? Pues, según Bajtin, es una característica del discurso narrativo, que resulta de la interacción de diferentes puntos de vista, diversas voces, distintos registros lingüísticos y variedades lingüísticas individuales que conviven y se interfieren en la obra literaria. En opinión de este estudioso, el lenguaje de la poesía épica, el de la lírica tradicional, el de la prosa expositiva, e incluso el de la novela antigua, es “monológico”, es decir, intenta imponer una única visión del mundo mediante un estilo unitario. Por el contrario, la novela moderna, la que se configura a partir del Renacimiento, es fundamentalmente dialógica y polifónica, ya que incorpora muchos estilos o voces diferentes que, por así decirlo, hablan unos/as con otros/as, además de con otras voces de fuera del texto (los discursos de la cultura y de la sociedad). Los fenómenos de desdoblamiento, convergencia o diferencias entre las voces del autor, los narradores y los personajes presentes en un relato confieren el mencionado carácter polifónico y dialógico al texto literario que, como hecho de lengua, ofrece una interpretación pluridiscursiva del mundo. Del carácter dialógico del discurso narrativo y de la polifonía textual novelesca se desprende el concepto de intertextualidad, que vendría a ser, dentro de la teoría literaria, el conjunto de relaciones que acercan un texto determinado a otros de variada procedencia, ya sean del mismo autor o ya, más comúnmente, de otros, a los que recuerda por medio de citas, ecos, imitaciones, parodias, pastiches o transformaciones. Los textos que entran en relación pueden ser de la misma época o de épocas anteriores, bien sea con una referencia explícita (literal o alusiva, o no), bien sea mediante la apelación a un género, a un arquetipo textual o a una fórmula imprecisa o anónima. Julia Kristeva acuña el término en 1967. Partiendo de los acercamientos bajtinianos, comenta la crítica búlgara que “todo texto se construye como mosaico de citas, todo texto es absorción y transformación de otro texto” (190). Idea que da por sentado que nadie puede producir un texto autónomo,

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o sea, un texto que no tenga vínculos con otros textos precedentes, que surja límpido, impoluto de la mente del sujeto que lo produce. Muy al revés, los escritores construirán sus textos desde una necesaria y obligada vinculación con otras obras anteriores. En este sentido, el emisor de ese texto no es una entidad aislada, independiente, sino un cruce, una intersección discursiva, una figura dialogante, en última instancia. La novela La loma del ángel (1987) de Reinaldo Arenas dialoga inequívocamente con Cecilia Valdés (1882) de Cirilo Villaverde, de la que es una reescritura en clave paródico-grotesca. Una serie de analogías permiten relacionar también las obras de Dostoievski y la Lolita (1955) de Vladimir Nabokov (la seducción moral o física a mujeres muy jóvenes o niñas, el amor como transgresión u opresión, el abuso infantil, la polifonía, la parodia…). Pero del diálogo intertextual no se libra ningún género literario. Así, el soneto de Quevedo “A una nariz” (“Érase un hombre a una nariz pegado / érase una nariz superlativa…”) se prolonga, a la vez que se transforma, en el poema de María Rosal “Hortus clausus” (A pie de página, 2002), conservando de su antecesor barroco el carácter satírico, además de algunas propiedades genéricas, estructurales y no pocos rasgos estilísticos: Érase un cráter dulce, almibarado, era un hueco ancestral, grieta festiva, érase cicatriz con lomo y giba, érase una quimera de cuidado. Era un cuenco de anís certificado, érase una hendidura en ofensiva, érase sombra astral, vuelta en ojiva. Era un pozo sin fin, nunca saciado. Érase del placer audaz distrito, era volcán umbrío, cordillera, era de los deleites el garito. Era, según se mire, una chistera guarida de ilusión. Fuera delito que no llevara el mundo por montera.

Al confrontar ambos textos, e independientemente de sus respectivos temas, salta a la vista que hay algo más que meras “afinidades electivas” entre ellos: existen características métricas, anáforas, paralelismos, metáforas hiperbolizantes, aunque desprovistas en el segundo caso de intención difamatoria, que los hermanan. Mucho se ha escrito acerca de la intertextualidad, un fenómeno propio de la escritura (y no exclusivamente literaria). Michael Riffaterre, por ejemplo, pondrá el acento en un elemento de la cadena comunicativa que se

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sitúa en el ángulo opuesto al emisor: el receptor. Para él, la intertextualidad es “la percepción por parte del lector de la relación entre una obra y otras que la preceden” (4; la traducción es nuestra). La intertextualidad se convierte, de hecho, en un modo de percepción del texto literario, en un mecanismo clave para la recepción, pues constituye una lectura que completa y complementa al texto como único en el que los desvíos llevan al lector a hacer interconexiones, a salir del texto, o a volver a entrar en él, para marcar otras rutas de lectura en tanto en cuanto lo que lee oculta otro texto que se desvela desde lo intertextual. Lucien Dällenbach (282), citando trabajos de Jean Ricardou, propone hacer una diferencia entre varios niveles de intertextualidad: a) intertextualidad general o entre varios autores; b) intertextualidad restringida entre los textos de un solo autor; c) intertextualidad autárquica, la de un texto consigo mismo106. Una muestra sencilla de intertextualidad consiste en colocar citas de otros autores al comienzo del texto propio o como epígrafe de una novela, una costumbre que pondría de moda Walter Scott en el siglo XIX. Sin embargo, el recurso de la intertextualidad es muy antiguo. Aristófanes lo usa ya en sus comedias cuando en algunos pasajes manipula la obra de Eurípides (siglo V a. C.) y su estilo. En la literatura moderna, tal vez uno de los ejemplos más influyentes de intertextualidad sea el del Ulises de James Joyce, que mantiene evidentes vínculos con una de las epopeyas de Homero, la Odisea. Una noción con la que la intertextualidad guarda un estrecho parentesco es la de transtextualidad, que le debemos a Gérard Genette. La transtextualidad es “todo lo que pone al texto en relación, manifiesta o secreta, con otros textos” (Palimpsestos 9-10). Se trata de un término bastante más abarcador que el de intertextualidad. El crítico francés se refiere a cinco clases de relaciones transtextuales, aunque solo una de ellas se corresponde específicamente con la intertextualidad. Para este narratólogo, la intertextualidad es “la relación de copresencia entre dos o más textos, es decir, […] la presencia efectiva de un texto en otro” (Palimpsestos 10)107. De la definición que ofrece de las restantes relaciones transtextuales 106 En teoría literaria se ha venido manejando también otro vocablo que coincidiría con más de uno de estos tipos de intertextualidades, habida cuenta de que no hay unanimidad a la hora de definir el concepto. Nos referimos al vocablo intratextualidad. Según quien lo emplee, la intratextualidad se identifica con lo que Dällenbanch denomina intertextualidad restringida, pero también se ha hecho coincidir a veces con la definición de intertextualidad autárquica. 107 La intertextualidad puede manifestarse a través de la cita (con comillas, con o sin referencia precisa), el plagio (o copia no declarada pero literal de una obra) y la alusión,

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se infiere que algunos de los aspectos de la intertextualidad tienen implicaciones en los otros cuatro fenómenos que describe. Tenemos, en primer lugar, la paratextualidad ―que es la relación que mantiene un texto propiamente dicho con el paratexto (Palimpsestos 11) o, lo que es lo mismo, la relación de un texto con otros textos en su periferia textual (títulos, subtítulos, intertítulos, prefacios, epílogos, advertencias, prólogos, notas al margen, a pie de página, finales, epígrafes, ilustraciones, fajas, sobrecubiertas…)―; en segundo lugar, la metatextualidad ―relación crítica, generalmente denominada comentario, que mantiene un texto con otro, del que habla sin citarlo (convocarlo) e, incluso, en casos extremos, sin llegar a nombrarlo (Palimpsestos 13)― 108 ; en tercer lugar, la hipertextualidad ―“relación que une un texto B [hipertexto] a un texto A [hipotexto] en el que se injerta de una manera que no es la del comentario” (Palimpsestos 14)109― y, en último lugar, la architextualidad (la relación genérica o de género literario: la que emparenta textos en función de sus características comunes con géneros literarios, subgéneros, tipos de discurso, modos de enunciación, etc.)110. Asimismo, la angustia de la influencia de la que ha hablado Harold Bloom se emparenta, en más de un aspecto, con la idea de intertextualidad formulada por Kristeva y otros estudiosos. La ansiedad de la influencia es un dilema que se opera en un autor frente a la creación de otro u otros anteriores. El término influencia ha sido empleado en literatura para designar el poder que ejerce una obra o autor sobre otra obra u otros autores. La influencia es el factor que determina la angustia que experimenta el creador ante sus precursores, de los que busca desmarcarse y no pocas veces aspira a superar, pero de los que es deudor sin que pueda remediarlo. Se dice que Petrarca influye en Garcilaso, que Cervantes influye en Laurence Sterne, que

“un enunciado cuya plena comprensión supone la percepción de su relación con otro enunciado al que remite necesariamente tal o cual de sus inflexiones, no perceptible de otro modo” (Palimpsestos 10). 108 La teoría y la crítica literarias serían los metatextos por excelencia, ya que analizan y comentan textos literarios o reflexionan sobre ellos y los explican. 109 El hipertexto es todo texto que deriva de un texto anterior por transformación simple (lo que comúnmente se llama transformación) o por transformación indirecta (imitación). En cambio, el hipotexto es el texto original a partir del cual se puede generar otro distinto mediante la transformación de esta fuente principal, la imitación, la traducción, la reescritura, etc. Así, tanto la Eneida de Virgilio como el Ulises de Joyce podrían considerarse hipertextos de un mismo hipotexto: la Odisea de Homero. 110 Es el caso de la relación que mantiene el texto Cosecha roja (1929) de Dashiell Hammett con el archigénero épico o narrativo, con el subgénero narrativo novela y, más específicamente, con la clase de textos denominada novela policiaca.

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los románticos, parnasianos y simbolistas franceses influyen en Rubén Darío y así sucesivamente. En contra de lo que pudiera pensarse, Bloom no valora negativamente las influencias; estas no hacen que un escritor sea menos original, aunque no necesariamente lo convierte en mejor tras haberlas recibido. Todo dependerá del trabajo de asimilación, de tratamiento y de manipulación que haga de esas fuentes; en otras palabras, todo queda a expensas del talento escritor. Las influencias muestran el ciclo evolutivo en la creación de un poeta (Bloom solo se refiere a esta categoría de escritores). Así, cada obra entabla una relación conflictiva con los textos que le anteceden, ya que todo poeta intenta desviarse bruscamente de su precursor para corregir y llegar hasta donde su precursor no pudo. Y ese “desvío” supone hacer lo que el crítico y teórico norteamericano denomina una “mala lectura” o una “mala interpretación” del texto anterior a fin de superarlo. Los poetas ―los fuertes, no los talentos débiles― forjan la historia de la poesía “malinterpretándose unos a otros para despejar un espacio imaginativo para sí mismos” (55). Por supuesto, si este modelo es válido para los poetas, otro tanto podría decirse de un autor de textos narrativos o teatrales. Por último, conceptos similares al de intertextualidad han fructificado en otros dominios semióticos, como sucede con la idea de interdiscursividad, que Cesare Segre pone en boga a partir de 1982, cuando se refiere a este fenómeno en diversos estudios sobre la novela, la poesía o el teatro. La interdiscursividad es la relación de un texto literario o que utiliza el lenguaje humano de la palabra como vehículo de expresión con otros lenguajes humanos de naturaleza artística: pintura, música, cine, discursos científicos…: “las relaciones que cada texto, oral o escrito, establece con todos los enunciados (o discursos) registrados en la cultura correspondiente y ordenados ideológicamente, más que por registros y niveles” (Segre, Teatro 111; la traducción es nuestra). El interesante salto dialógico del anterior soneto quevedesco en la canción del grupo musical Siniestro Total, “Todo por la napia” (incluida en su álbum En beneficio de todos, de 1990), recala en el fenómeno de la interdiscursividad, pues, a ritmo de hard rock e intercalando en la letra el primer verso del poema de Quevedo y otros giros lingüísticos, la banda española interpreta una composición que narra no solo la historia de un hombre con una nariz de considerables dimensiones, sino de un drogodependiente con el tabique nasal ya tan deteriorado por la excesiva inhalación de cocaína que se le sugiere que lo reemplace por otro de platino para que así pueda seguir consumiendo: Érase un hombre a una nariz pegado y pegado a la nariz un talego enrollado; eran unas fosas nasales gigantescas

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como túnel grande sobre carretera; era el trabajo de aspirador al que aspiraba al que hizo oposición; era, era, era, era que se era era su nariz su pecado y su condena. Todo por la napia. Snif, snif. Todo por la nariz. Era Medellín su tierra prometida; era el polvo blanco su maná y su alegría […].

A este proceso de “contaminación estética”, por medio del cual distintos medios artísticos y de comunicación pueden llegar a confluir, otros críticos, como Heinrich F. Plett (20), prefieren llamarlo intermedialidad.

11. ACTIVIDADES a) Creación de un relato con un narrador protagonista o autodiegético que combine en su discurso la simple narración de acontecimientos con la psiconarración. b) Elaboración de un texto narrativo en el que se alternen el estilo directo y el estilo indirecto en el “relato de palabras” o discurso de los personajes. c) Producción de un texto narrativo en que el manejo del estilo indirecto libre ocupe un lugar importante. d) Redacción de un monólogo interior en el que se apliquen las características de esta técnica discursiva. e) Elaboración escrita de una historia contada por dos narradores diferentes y desde dos puntos de vista divergentes. f) Elaboración de un relato en el que los hechos empiecen a contarse por el desenlace. g) Creación de un relato de mediana extensión al que se apliquen las técnicas temporalizadoras de la pausa, la escena, la elipsis y el sumario. h) Redacción de un cuento en el que se ponga especial atención en el proceso psicológico de uno de los personajes. i) Creación de un relato en el que el espacio desempeñe un papel destacado. j) Análisis literarios completos de cuentos breves o de fragmentos de novelas (véase la guía de los Anexos).

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ANEXOS 1. Guía para la realización del análisis de textos líricos y narrativos Algunos autores diferencian los conceptos de análisis, comentario e interpretación. Evidentemente, en el proceso de estudio de una obra literaria puede distinguirse una parte más técnica, que aísla elementos significativos y una parte más creativa que trabaja con los elementos aislados para darles un sentido en conjunto. La parte técnica es unánimemente llamada “análisis” y la parte sintética vacila entre las denominaciones de “comentario” e “interpretación”. Desde nuestro punto de vista, el término comentario resulta el más abarcador, pues incluye los procedimientos de análisis y de interpretación. La segmentación del texto en elementos significativos a todos los niveles debe seguir un ejercicio de síntesis que ponga todos esos elementos aislados en relación entre ellos y en relación con la totalidad significativa del texto, ya que, claro está, la labor de entresacar datos sin atender a su función dentro de la totalidad es estéril y, en definitiva, tediosa. Cualquier lector medianamente cualificado ha experimentado alguna vez la dificultad que entraña el comentario de un texto literario. El comentario o explicación de un poema, un relato o una obra de teatro es algo que no puede improvisarse: requiere un hábito, una práctica más o menos frecuente. A la literatura se llega de tres modos simultáneos: a) mediante la lectura continuada de obras literarias; b) mediante la explicación de textos; c) mediante el conocimiento de la Historia literaria como instrumento auxiliar que nos proporciona información de tipo histórico, biográfico,

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cultural, etc., para encuadrar bien las obras que se leen o los fragmentos que se comentan. El segundo modo de acceso a la literatura, la llamada explicación de textos, se ve enormemente enriquecido con la práctica frecuente de la lectura y el dominio de la Historia literaria. La explicación o el comentario de textos literarios persigue grosso modo dos objetivos: a) fijar con precisión lo que el texto dice; b) dar razón de cómo lo dice. Se nos podría ocurrir que un buen método para explicar o comentar un texto sería analizar primero el fondo y después la forma111. Sin embargo, fondo y forma no pueden separarse. Ambos planos se enlazan tan estrechamente como el haz y el envés de una hoja, como la cara y la cruz de una moneda. La obra artística está constituida por ambos niveles, que aparecen fundidos, nunca separados. En consecuencia, si queremos explicar un texto, no podemos comenzar por descomponerlo. El comentario tiene que ser, a la vez, del fondo y de la forma. Comentar un texto no es exponer por separado unas cuantas ideas acerca del fondo y de la forma de dicho texto. Asimismo, uno de los mayores peligros que acecha a quien explica e interpreta un texto es la paráfrasis, es decir, un comentario amplificativo en torno a lo que un texto dice. Leamos la siguiente estrofa del poema de Rubén Darío “Lo fatal”, de Cantos de vida y esperanza: Dichoso el árbol que es apenas sensitivo, y más la piedra dura, porque esa ya no siente, pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo, ni mayor pesadumbre que la vida consciente.

Imaginemos que la explicamos de la siguiente manera: “Rubén Darío, el gran poeta nicaragüense, nos dice en estos versos que tanto el yo poético como el resto de seres humanos sufren angustia por el drama de la vida, de la que tienen plena consciencia, frente a los elementos del mundo vegetal y mineral, que están privados de esa capacidad. Imposible discrepar de Darío, pues, tal como han especulado los científicos y filósofos, la consciencia es una condición que no se da en otras criaturas del planeta, y ello lleva al hombre a experimentar con dolor el hecho de existir y el acto ineludible de la muerte”. 111 Se entiende por fondo los pensamientos, sentimientos, ideas, etc., que hay en la obra, y por forma las palabras y giros sintácticos con que se expresa el fondo, el uso de procedimientos literarios que van desde lo macroestructural (género literario, estructura del texto, etc.) a lo microestructural (figuras literarias, imágenes, léxico, etc.).

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Semejante práctica realizada abusivamente no sirve para esclarecer los mecanismos de la obra. El comentarista, en estas circunstancias, se queda en la hojarasca, sin entrar en la hondura de la obra que comenta. Un ejercicio así no es una explicación, sino mera palabrería. Por supuesto, la paráfrasis puede ser bella cuando la realiza un gran escritor o un buen orador, pero los estudiantes, profesores o investigadores de la literatura debemos rehuir de ella. De la misma manera, el comentario de textos tampoco puede servirnos como medio para exponer nuestros conocimientos acerca de cosas que no iluminan o esclarecen el pasaje que comentamos. Esto sería utilizar el texto como pretexto. Por ejemplo, no pretenderemos partir de un fragmento de una obra para mostrar nuestros conocimientos histórico-literarios, si no vienen al caso. Procuremos no irnos por las ramas. Si el texto no es jamás un pretexto, comentarlo no es glosar su contenido. No basta explicar las ideas si no se las pone en relación con los recursos expresivos empleados por el autor para darles forma. Así pues, la explicación de textos no debe consistir en lo siguiente: a) en una paráfrasis del fondo, o en unos elogios triviales de la forma; b) en un alarde de conocimientos a propósito de un pasaje literario, o c) en una mera exposición del contenido del texto. Comentar un texto consiste en ir razonando paso a paso el porqué de lo que el autor ha escrito; consiste en dar cuenta, a la vez, de lo que un autor dice y de cómo lo dice. Para ello debemos realizar una desintegración de los elementos de la obra pero para construir una síntesis, es decir, ir desmontando las piezas del mecanismo para volverlas a montar. Una advertencia preliminar que ha de tenerse presente es que los textos propuestos para el ejercicio de comentario deben ser relativamente breves si queremos profundizar en ellos. Por eso, excepto cuando se trata de un poema corto (un soneto, una décima, por ejemplo) o un relato de pocas páginas, han de consistir en fragmentos de obras literarias más amplias. Si fuera un texto muy largo, tendríamos que limitarnos a exponer unas cuantas ideas vagas y rápidas acerca de él y la esencia de ese fragmento se nos escaparía forzosamente. No está en nuestro ánimo proponer un método infalible de análisis literario. Partimos de la idea de que la obra literaria es un texto abierto susceptible de múltiples lecturas, tantas como lectores hay. Las explicaciones de un pasaje serán distintas según sean la cultura, la sensibilidad y hasta la habilidad de quienes las realicen. En un plano elemental o superior serán

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factibles todas las explicaciones que, razonadamente, establezcan una relación clara y ordenada entre el fondo y la forma de un texto. Por otra parte, muchas veces la propia naturaleza del texto nos marca las pautas que hemos de seguir para su comentario. Dicho con otras palabras: cada texto genera su propio comentario, aunque haya quien defiende la sistematización en la metodología con la que el texto se aborda. Frente a esta opinión, consideramos que no se puede encarar un comentario de texto con el mismo planteamiento matemático de un problema de Física, por ejemplo. De ahí que en más de una ocasión debamos fijarnos en aspectos que no aparecen recogidos en el esquema que esbozaremos a continuación como método de aproximación crítica y, a la inversa, obviaremos otras veces algunos que sí están reflejados en dicho esquema por estimarlos irrelevantes. También puede darse el caso de que alteremos los distintos apartados que lo engloban por exigencias de coherencia interna en la exposición o porque ello contribuye a mantener una perfecta hilación entre las ideas expuestas. Entonces, si sugerimos un posible método es como simple orientación para quien se acerca a un texto literario por primera vez, sin un objetivo preciso, sin saber qué debe buscar de antemano en el texto que ha de comentar. El fin es averiguar qué rasgos de los que se dan en el “método” aparecen en el texto, aislar los caracterizadores y ver su función y alcance en ese texto concreto, es decir, partir de lo general para ir a lo particular. El siguiente esquema da pautas flexibles, no directrices rígidas. Después de una práctica continua de esta labor crítica, lo deseable es que podamos desarrollar ciertas habilidades que nos permitan utilizar este esquema de la manera que mejor nos convenga y nos capacite para afrontar una obra con mayor libertad. Por supuesto, el mayor o menor éxito de esta empresa dependerá de la agudeza, perspicacia, conocimientos y aptitud del comentarista. Conviene resaltar que ninguna de las etapas del comentario tiene un valor autónomo (aunque nosotros las desarrollemos de forma independiente por razones metodológicas). Cada una de ellas está encadenada a las otras. Los elementos integrantes de un texto literario, en sus distintos niveles, se relacionan entre sí, se engarzan los unos con los otros. Así, cada rasgo individual debe considerarse en función del conjunto. El resultado será la creación de una nueva realidad, la realidad literaria, distinta de la realidad circundante de la que toma sus elementos. a) Lectura y comprensión global del texto Primero tenemos que conocer el texto mediante una atenta lectura. Para ello es necesario que lo leamos despacio y comprendamos todas sus

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palabras hasta que no quede ninguna zona oscura. Por esa razón hemos de tener a mano un Diccionario de la Lengua Española para consultar el significado de todos los vocablos que no entendamos. De las distintas acepciones que recoge, solo nos quedaremos con la que conviene al texto. En ningún caso debemos interpretar qué sentido especial tiene en aquel pasaje tal o cual expresión; esa tarea corresponde a una fase posterior del comentario. b) Localización y situación del texto Esta etapa no pertenece al comentario propiamente dicho, pero implica una vía esencial para entender lo que dice el texto y se da al iniciar la labor de análisis. Este conocimiento está fuera del texto, pero condiciona y sirve para evitar errores en la interpretación (que se produciría por ignorancia del contexto) y para garantizar una buena comprensión inicial. En primer lugar, habría que señalar la autoría del texto y la obra en la que se incluye. La personalidad del autor o de la autora puede ser determinante. Aunque no hay que confundir al autor de carne y hueso con el emisor poético o el narrador, sí ocurre a menudo que determinados lexemas, formas, símbolos solo se entienden si los vinculamos con el autor o la autora que los utiliza. Por ejemplo, el lexema “luz” como símbolo y apelativo de la amada en Fernando de Herrera, o el símbolo del “ala” en José Martí, que representa la inspiración de lo ideal, de lo elevado. Será necesario consignar unas breves anotaciones sobre la biografía, la personalidad, la trayectoria, el estilo y las obras publicadas por el autor o la autora. Seguidamente hay que precisar qué lugar ocupa el texto dentro de la obra a que pertenece. El texto que comentamos puede ser un fragmento (de un poema, de una novela, de una escena de teatro, etc.) o puede ser un texto independiente (un soneto, por ejemplo). ¿Por qué es necesario hacer esto? Porque puede que el sentido del texto que comentamos dependa del conjunto, y resulte imposible interpretarlo adecuadamente por separado. Habida cuenta de que todas las partes de una obra artística se relacionan entre sí, la posición contextual puede arrojar sentido sobre el texto. Habrá que considerar si la ordenación se debe a la voluntad del autor o ha sido elaborada con posterioridad. Conocer esta cuestión nos evitaría cometer errores. Por ejemplo, el fúnebre título del poema de Miguel Hernández “Canción última”, inserto en El hombre acecha (1939), no tiene su origen en que fue este el último poema compuesto por el poeta de Orihuela antes de morir, sino simplemente deriva del hecho de que ocupa el lugar final del libro y es correlato del primero, que lleva como título “Canción primera”.

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Así pues, debemos saber si el texto es independiente o es un fragmento; pero, si no se nos dice nada al respecto, pasaremos dicha cuestión por alto. Inmediatamente después nos preguntaremos por el género literario al que se adscribe, esto es, si se trata de un poema lírico, de un fragmento de una obra dramática, de una novela, un cuento, etc. Si podemos precisar el subgénero, mucho mejor. La importancia de esta faceta radica en que si el lector conoce el género al que pertenece el texto y forma parte de su horizonte de expectativas, se leerá en función de sus características. El género es un modelo que guía al escritor y al lector. Los autores escriben en función de dicho género. Si quieren producir una tragedia deben conocer sus características y seguirlas para que pueda reconocerse como tal. Por otro lado, el lector espera encontrar determinados rasgos a partir de una clasificación preexistente a la que se ciñe la mayoría de las obras. Todo texto supone, pues, un horizonte de expectativas, una serie de reglas constantes orientadoras de la lectura. Así, el final desastroso, la lucha vana del protagonista contra su destino son dos de los rasgos que configura la tragedia y que forman esa espera del lector o espectador al comienzo de la obra en cuanto sabe que se trata de un texto adscrito a este subgénero teatral. Si se trata de un texto completo, debemos localizarlo dentro de la obra total del autor. Hay que atender al hecho de que en toda la producción de un autor por lo general hay diferentes etapas, circunstancia que influye en el significado del texto que comentamos. Un caso destacado es el de Juan Ramón Jiménez; cada una de cuyas etapas está marcada por una estética diferente. De otra parte, si se trata de un fragmento, hemos de localizarlo dentro de la obra en la que se inscribe, y dentro de la obra total del autor, para lo que nos ayudará la consulta de manuales de Literatura, de libros o artículos especializados o los conocimientos que ya hayamos adquirido nosotros mismos, como lectores, sobre ese autor y su obra. En el último supuesto, pueden ocurrir tres casos: ―El texto es un pasaje de una obra que conocemos (o podemos conocer) completa. ―El texto es un pasaje de una obra de la que solo conocemos una parte: aquella a la que pertenece el texto. ―El texto es un pasaje de una obra de la que nada sabemos. En el primer caso, debemos vincular la obra a que el texto pertenece a la obra total del autor y también debemos situar exactamente el fragmento dentro de la obra en la que se incluye. Para realizar lo primero consultaremos un manual de Literatura o alguna página Web que contenga datos fiables acerca de la producción literaria total del autor, del ambiente ideológico y artístico en que vive, etc. La información que expondremos será sumamente

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breve. Para hacer lo segundo narraremos brevemente el argumento (si es un texto narrativo o dramático) o el plan de la obra a que pertenece el fragmento y señalaremos en qué punto se inserta dicho fragmento. Si el texto se enmarca en una obra de la que conocemos una parte, debemos buscar en la fuente de consulta elegida datos referentes al conjunto de las obras del autor, el ambiente ideológico y artístico en que vive, la escuela a que pertenece, etc. Después relataremos el argumento o contenido de la obra, aludiremos a su significado y situaremos en ella el capítulo (o, en su caso, la escena, el episodio, etc.) que conocemos. En último lugar, referiremos con la misma concisión el contenido de dicho capítulo y situaremos en él el fragmento que se nos ha propuesto para la explicación. Si el texto pertenece a una obra de la que no conocemos nada, procederemos como si el texto fuera completo. Buscaremos directamente en el manual o en cualquier otra fuente bibliográfica, ya sea en versión impresa, ya digital, datos que nos orienten acerca del género y que nos permitan vincular el texto a la obra total del autor. Si no hallamos nada sobre el particular, pasaremos a la siguiente fase del comentario. Pero antes de proseguir, convendría situar el texto en la época y en el periodo concreto de la historia de la literatura a los que pertenece, lo cual lo hará participar de unas características que obligatoriamente tendrán su reflejo en la forma textual (la elección de ciertos temas y metros, la predilección por ciertas figuras retóricas, etc.). Incluso hay que calibrar si el texto sigue fielmente los cauces expresivos de su época o, por el contrario, se aparta de los cánones estéticos vigentes y por ello recibe un valor significativo mayor. La situación del texto en su época nos salvaría de incurrir en algunos fallos de apreciación muy comunes: ―un error de adición que consiste en proyectar nuestras reacciones en el texto considerando significativo lo que era neutro en la época; ―un error de omisión, que consiste en no reconocer los valores significativos (a todos los niveles: formal, cultural…) que existían en el pasado y que posteriormente han desaparecido. El primer error lo cometieron los simbolistas y los surrealistas franceses al ver en Góngora imágenes cercanas a su estética, donde no había más que una complicación (muy lógica) de tropos tradicionales. El segundo error podríamos ilustrarlo mencionando los desarrollos alegóricos de la lírica medieval, que, a los ojos modernos, pueden parecer tediosos y en el fondo ingenuos, pero que en la época eran una muestra de la maestría del autor en el más alto estilo de la poesía.

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Por otra parte, se puede relacionar el texto que analizamos con otros textos parecidos, ya sea por el tema, por el estilo, por las ideas, ya sea por la época u otra variable. Y, por último, otros elementos contextuales en los que cabe detenerse son: el título (a qué hace referencia, con qué intención está puesto) y las citas de otros autores que puedan encabezar el texto. c) Determinación del tema y resumen del contenido El tema es la idea principal que el texto desarrolla, las grandes preocupaciones que evidencia el autor en el texto. Los temas pueden ser heterogéneos y no solo están relacionados con el ámbito literario. Los hay de orden sentimental, existencial, social, político, económico, moral, filosófico, etc. Determinados temas pueden ser tópicos literarios. El tema de un texto se obtiene definiendo solo la intención del autor, que se extrae si eliminamos los detalles superfluos del argumento o la fábula (si se trata de un texto narrativo o dramático) o de la explicación del asunto. Hay que reducir el asunto a las líneas más generales. El tema sería la célula germinal de la pieza literaria que se comenta. La determinación del tema ha de poseer claridad y brevedad. Debe enunciarse con pocas palabras, en una sola frase, preferentemente de carácter nominal. De ordinario se hace con una palabra (normalmente abstracta) que sintetiza la intención del autor, rodeada de complementos: la rebeldía del poeta frente a la sociedad, la súplica dirigida a la amada para que lo corresponda, la melancolía que experimenta un desterrado, etc. El tema no debe incluir elementos accesorios que pertenecen al asunto. Imagínese por un momento que hubiésemos descrito el tema de un texto del siguiente modo: “la radical soledad de un niño abandonado de todos, incluso de su padre, que se va de casa y riñe a los criados”. Estaríamos exponiendo el argumento o un desarrollo del asunto del texto, no el tema en sí. Pero, así como no debe haber componentes prescindibles en la determinación del tema, tampoco debe faltar ninguno que sea fundamental. El tema se fija disminuyendo al mínimo los elementos del asunto y reduciendo este a nociones o conceptos generales. Cuando el texto recoge el comienzo de una secuencia con un título ―un capítulo de una novela― o una composición que lo lleve ―un poema―, dicho título será siempre una referencia temática. Lo tendremos en cuenta, pero no lo aceptaremos sin más como enunciado del tema. Además, habrán de señalarse las características y cualidades del tema: tradicional/innovador-original; tendencia ideológica, intencionalidad (útil/

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gratuito; moral/inmoral/amoral); sensibilidad, intuiciones, valores de época y testimoniales; valores humanos, valores trascendentes, filosóficos, políticos, etc. Es importante no descuidar la frecuencia de determinados topoi (lugares comunes) literarios en determinadas épocas: el locus amoenus, el amor como dolor que hiere y mata, el ubi sunt?, el carpe diem, el beatus ille, etc. Por otra parte, a pesar de que ciertas escuelas críticas, como el New Criticism, rechazan la posibilidad de que determinados textos, como un poema, sean reducidos a un argumento o explicación en prosa de lo que el texto poético dice, no dejaremos de intentar nunca un resumen del contenido, que debe responder a la pregunta “¿Qué dice el narrador, la voz lírica o el texto sin más?”. Así, podemos comenzar escribiendo “El narrador cuenta” o “El emisor poético pone de manifiesto”, recogiendo a continuación las ideas secundarias o subtemas que vayan apareciendo en relación con el tema principal, así como los sentimientos, emociones o pensamientos que transmiten. En el resumen debemos evitar parafrasear ―repetir expresiones, construcciones o giros ya empleados― el texto. Media docena de líneas suelen bastar para dar solución a este apartado. d) Análisis de la estructura Debemos distinguir, en primer lugar, entre estructura interna o temática y estructura externa. ―Estructura interna. Todo escritor ordena el contenido de su obra y lo distribuye de una determinada manera. En esta fase debemos averiguar de qué partes o bloques de significación está compuesto el fragmento o texto que comentamos. Debemos dividir el texto en distintos apartados o partes en función de las ideas secundarias presentes en cada uno de esos bloques. Como los textos que comentaremos no serán demasiado extensos, los apartados tampoco serán numerosos: dos, tres, cuatro… E incluso puede ocurrir que no podamos hallar más de una unidad semántica en nuestro análisis cuando se trata de un texto muy breve o simple, o cuando el autor no ha querido darle una estructura concreta e impera en él el desorden. Todas las partes de un texto se relacionan entre sí. Si la intención del autor es expresar un tema, es forzoso que todas las partes que podamos hallar contribuyan a expresar ese tema y, por tanto, se relacionen. Los apartados los distinguimos porque el tema adquiere en cada uno de ellos modulaciones más o menos diversas. Debemos indicar los versos o líneas o párrafos que ocupa cada parte o apartado y, a través de enunciados breves, destacar la idea que prevalece.

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A título orientativo, podemos fijar nuestra atención en la existencia de puntos y seguido o de puntos y aparte; en las divisiones estróficas del poema, etc., como posibles partes de la estructura. Sin embargo, en el caso de la poesía, no debemos pensar que cada parte coincide necesariamente con cada estrofa, aunque a veces pueda ocurrir así; ni en el caso de un relato, los distintos párrafos se corresponden con exactitud con cada una de las partes de la estructura interna. Las divisiones en la estructura interna no tienen que coincidir obligatoriamente con las establecidas por el autor en la estructura externa. Unas pocas líneas para cada parte del texto serán más que suficientes para describir la organización interna de un texto. ―Estructura externa. Si el texto está en verso, debemos comenzar con la determinación de la estructura métrica de dicho texto. Procederemos a medir los versos anotando los números de sílabas de cada uno y el correspondiente nombre que reciben (octosílabo, endecasílabo…), poniendo de manifiesto las posibles licencias métricas (sinéresis, diéresis…) y otros fenómenos, como los encabalgamientos. Señalaremos qué versos riman (por ejemplo, si solo los pares o solo los impares), cómo es la rima (consonante o asonante) y qué versos quedan sueltos. Deduciremos el módulo o esquema métrico, con las correspondientes letras (o guiones para los versos sueltos) señalando qué tipo de estrofa (o estrofas) o composición poética constituye el texto. Contar el número total de versos puede servirnos como indicio del esquema definitivo. Como botón de muestra, treinta versos de arte menor pueden estar constituidos por seis quintillas o ser la suma de tres décimas, etc. Si estamos ante un texto narrativo, la estructura externa estará constituida por capítulos, partes, libros, cantos (en algunos poemas épicos), párrafos de mayor o menos extensión…; y en caso de que se trate de un texto dramático, tendríamos que fijarnos en los actos, cuadros o escenas que conforman su diseño. El estudio de la técnica y el estilo es la fase analítica más importante de todas, y también hay que encuadrarlo dentro del análisis de la estructura externa. Tanto es así que los anteriores apartados son solo una preparación para la realización de este. Existe una estrecha relación entre el tema y la forma, ya que el autor, entre todos los medios lingüísticos que el idioma ofrece, ha elegido unos cuantos que le parecían más adecuados para expresar mejor el tema elegido.

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El tema de un texto está presente en los rasgos formales del mismo. En esta fase hay que ir comprobando, línea a línea, párrafo a párrafo o verso a verso, de qué modo el tema va determinando los rasgos formales del pasaje. La explicación de un texto consiste en “justificar” cada rasgo formal del mismo como una exigencia del tema. Ante cada rasgo de la forma (léxico, sintaxis, métrica, figuras retóricas, etc.), debemos preguntarnos por qué dice eso el autor. En esta sección del comentario nos ocupamos, por consiguiente, del estilo (conjunto de rasgos que caracterizan a un género, a una obra, a un escritor o a una época). Cuando decimos de una obra “su estilo épico es muy acusado”, utilizamos la palabra estilo para referirnos al conjunto de rasgos formales que dan carácter al género épico, frente al lírico o al dramático. Si hablamos del “estilo del Lazarillo”, aludimos a las notas distintivas, formales o ideológicas de esta novela, dentro de la prosa narrativa del siglo XVI o dentro de la novela picaresca en general. Si hablamos de “estilo de Azorín”, nos referimos al conjunto de rasgos que distinguen al ilustre escritor alicantino entre los prosistas de la primera mitad del siglo XX en España. Si hablamos de “estilo romántico”, queremos designar aquellos modos expresivos y sentimientos típicos del Romanticismo y que constituyen el sello característico de esta época frente a los del Renacimiento, Barroco, Neoclasicismo, Realismo, etc. De estas cuatro posibilidades, en un nivel elemental, solo podremos hacer referencia al estilo de época (podemos fácilmente descubrir en el texto que comentamos modos de decir o de pensar típicos del periodo literario en que el texto fue escrito). Menos frecuente será que logremos hallar notas caracterizadoras del estilo del autor, de la obra o del género, a no ser que los manuales que consultemos nos den datos fiables acerca de ello o dispongamos nosotros mismos, como lectores, de los suficientes conocimientos sobre esa obra o sobre ese autor. En cualquier caso, trataremos de verificar esas notas en el texto. Registraremos los recursos y las figuras para expresar de manera bella o eficaz el tema que desarrolla y tratando de identificar la función expresiva concreta que cumplen. Dichos recursos pueden pertenecer a distintos planos lingüísticos: ―Plano fónico, referido a los sonidos que más usa el autor con una intención retórica (aliteración, onomatopeya, paronomasia, etc.). ―Plano morfosintáctico o gramatical: análisis de la estructura del texto en oraciones (simples, compuestas); categorías gramaticales que más se usan (adjetivos, sustantivos, verbos, etc.); uso de figuras como hipérbaton, anáfora, paralelismo, epanadiplosis, anadiplosis…

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―Plano léxico-semántico: análisis de las palabras, sinónimos, antónimos, etc. Nivel del lenguaje y tipo de registro empleado: culto, formal, coloquial, informal… El tono que imprime en el texto a través de las funciones del lenguaje que emplea (comparación, metáfora, metonimia, antítesis, personificación, hipérbole, calambur, dilogía y otros juegos de palabras, ironía, litotes, etc.). Si se trata de un texto narrativo, aparte de comentar los procedimientos anteriores, que seguramente serán menos profusos que en la poesía, habrá de examinarse otras facetas específicas de ese género: ― el narrador (modalidad, punto de vista o perspectiva); ― la estructura y la técnica narrativa (estructura lineal, estructura no lineal o cualquier otra); ―el tiempo y el espacio literarios: manejo del tiempo (lineal, prospectivo, retrospectivo…); consignación del tiempo (preciso o impreciso); frecuencia temporal (relato singulativo, repetitivo, iterativo); duración (resúmenes, escenas, pausas…); descripción de los espacios, tipos (abiertos, cerrados, físicos, psicológicos y culturales…); ―los personajes (tipos, descripciones y caracterización de los mismos); ― el discurso del personaje (diálogo en estilo directo, en estilo indirecto, diferentes tipos de monólogos…). En esta fase del análisis podemos adoptar un doble procedimiento: o bien analizar verso a verso u oración a oración, o bien operar en conjunto comentando los rasgos de todo el poema o texto narrativo en bloques homogéneos (por ejemplo, peculiaridades de la adjetivación, metáforas, etc.). Ambos procedimientos pueden combinarse: se puede comenzar analizando un texto verso a verso y, ocasionalmente, hacer referencia al resto del mismo cuando se advierta un rasgo común en todo el texto o cuando se precise relacionar un elemento aparecido en un verso o en una frase con otros que se encuentran en otro lugar. Para un principiante resulta aconsejable que empiece esa tarea comentando de acuerdo con el primer método, pero en más de una ocasión le resultará difícil ignorar el conjunto. Téngase en cuenta que el texto tiene una unidad de sentido en la que todos los componentes están interrelacionados (el comienzo y el final enmarcan el texto y perfilan su unidad). Sea como fuere, hagamos la siguiente recomendación: no hay que analizar un verso o una línea sin haber analizado previamente el verso o línea anterior, porque al final se pretenderá haber conseguido una aprehensión global del texto. Muchas veces el cierre del texto hace desaparecer la ambigüedad u opacidad inicial. A la hora de interpretarlo debemos fijarnos especialmente en el significado que se desprende de la situación que plantea el propio texto.

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A diferencia de un mensaje ordinario emitido por nosotros en nuestra vida cotidiana, donde las palabras tienen un contexto y están dentro de una situación, el texto literario se presenta aislado, fuera de situación. Esta debe crearse en el propio texto. No hay datos externos que guíen al lector ante las posibilidades que aquel le ofrece. Cada uno de los elementos que construyen su unidad contribuye a crear esa situación que quiere evocar el escritor. Esto sucede sobre todo con la poesía lírica. En este sentido, puede ser revelador la presencia de ciertas palabras clave o de determinados motivos y leitmotivs. En ciertos textos el cierre nos lleva al mismo inicio y la imagen del círculo representa la obra. En este subapartado que corresponde al análisis de la forma y de la estructura externa se debe incluir referencias o citas textuales a manera de ejemplos. e) Conclusión Como colofón, debemos unir las observaciones expuestas en las fases anteriores de manera dispersa. La conclusión es un balance de nuestras observaciones, que reduciremos a sus líneas generales, sin entrar en excesivos detalles. Tenemos que sintetizar los resultados obtenidos en nuestro análisis, es decir, el significado global del texto como resultado de la fusión del plano del significado y del plano estilístico. Por ello volveremos de nuevo al tema, que relacionaremos con la forma. Reincidiremos en el estilo del texto, según lo analizado; de lo empleado por el autor, qué es lo que más distingue el texto de este escritor del de otros escritores, destacando, si es posible, la importancia y trascendencia del texto y del autor. La conclusión es también una impresión personal; debe insertarse una opinión sincera pero fundada sobre el fragmento. Podemos elogiar el texto por su calidad, o criticarlo negativamente porque su sentido moral, su tema o su forma no nos agradan. En ambos casos, no debemos demostrar petulancia o desconocimiento. Si el texto no nos satisface, puede que sea por defecto de nuestro gusto y no del propio texto. De ahí que nuestra opinión deba ser modesta, pero firme, bien razonada, persuasiva y convincente. Evítense fórmulas como: “Es un pasaje muy bonito” (no usar nunca las palabras “bonito” o “lindo” en el comentario) o “Describe muy bien y con mucho gusto”, “Parece que se está viendo”, etc. La impresión personal que volquemos se referirá solo al texto que comentamos y no a otras cosas que hayamos leído sobre o del autor, y debemos apoyarla siempre en el análisis realizado con anterioridad.

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2. Texto lírico comentado Mientras por competir con tu cabello oro bruñido al sol relumbra en vano; mientras con menosprecio en medio el llano mira tu blanca frente el lilio112 bello; 5

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mientras a cada labio por cogello, siguen más ojos que al clavel temprano, y mientras triunfa con desdén lozano113 del luciente cristal tu gentil cuello, goza cuello, cabello, labio y frente, antes que lo que fue en tu edad dorada oro, lilio, clavel, cristal luciente, no solo en plata o en vïola troncada114 se vuelva, mas tú y ello juntamente en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada. (Luis de Góngora)

*** El texto es un poema lírico del poeta cordobés Luis de Góngora (15611627); en concreto se trata de un soneto amoroso, compuesto en 1582 y publicado, como el resto de su obra, póstumamente. Góngora es una de las máximas figuras de la poesía barroca y, en concreto, de una de sus vertientes: el culteranismo, tendencia que no se opone al llamado conceptismo, sino que comparte con él unos rasgos fundamentales, al tiempo que añade ciertos elementos nuevos. Porque ambos movimientos tienen como base el concepto (una operación de ingenio que establece relaciones entre las cosas y las palabras que las designan mediante el empleo de síntesis, metáforas, perífrasis, alusiones, etc.). Lo que aporta Góngora a esa tendencia común es una serie de ingredientes, como los valores sensoriales y los suntuosos alardes ornamentales: referencias mitológicas, el gusto latinizante de hipérbatos y cultismos, sugestivos efectos sonoros y metáforas de audacia desconocida. Sin embargo, tanto el culteranismo como el conceptismo son, a su manera, estilos difíciles. Se han distinguido en Góngora dos épocas: la del “príncipe de la luz” y la del “príncipe de las tinieblas”, de acuerdo con la diferenciación de Francisco Cascales en sus Cartas filológicas (1626). La primera se identifica 112 113 114

Lilio (cultismo): lirio blanco, azucena. Lozano: palabra que puede significar ‘altivo’ y ‘hermoso’. Vïola troncada: violeta tronchada.

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con el poeta fácil, sencillo, popular, autor de romances y letrillas; la segunda sería la representada por las composiciones extravagantes, oscuras, ininteligibles, carentes de sentido, como la Fábula de Polifemo y Galatea (1613), las Soledades (1613) y el Panegírico al duque de Lerma (1617). La primera etapa la integran, insistamos, obras de carácter popular o de inspiración popular: letrillas y romances (moriscos, amorosos, pastoriles y caballerescos) que tratan temas como la flaqueza de la mujer, la hipocresía, en un tono pesimista, amargo. En cambio, la segunda abarca su obra cultista, difícil y casi hermética, iniciada en 1610 con la Oda a la toma de Larache, y continuada con el incremento constante de la oscuridad estilística en el Polifemo, las Soledades y el Panegírico al duque de Lerma. Equidistantes entre ambos vértices, se podrían situar sus numerosos sonetos y canciones de estilo clásico, en los que aún no se advierte en demasía dicho culteranismo. Sin embargo, el poema que comentamos revela ya algunas de las constantes que compondrían la tendencia poética barroca en ciernes. Según hemos señalado al principio, se trata de un soneto. Como sonetista, Góngora alcanza una gran perfección. Escribió más de doscientas composiciones de esta clase. El tema del presente soneto es la exhortación al goce de la vida, siempre breve. El emisor poético invita a una dama a que disfrute del esplendor de su belleza antes de que llegue la vejez y posteriormente la muerte. Este soneto recrea, así pues, un tópico literario sobradamente conocido: el del carpe diem, de modo que rinde tributo a una tradición. La expresión carpe diem está tomada de la oda a Leucónoe del poeta latino Horacio, en la que se incita a gozar de la vida y la juventud ante la certidumbre de que pronto llegarán la vejez y la muerte115. Un asunto que, varios siglos después, retomará el poeta latino-galo cristiano Ausonio en el poema “Sobre las rosas nacientes”116. A partir de esta composición, el carpe 115 “No pretendas saber —es peligroso— / qué fin, a mí y a ti, los dioses nos reservan, / ni consultes, Leucónoe, las tablas babilonias. / ¡Será mejor sufrir lo que viniere! / Ya Júpiter te dé muchos inviernos / o el último sea este, que fatiga / el mar Tirreno, ahora, entre las rocas, / ten sensatez, filtra tu vino y ciñe, / a este tan breve espacio, una larga esperanza. / Huye, mientras hablamos, envidiosa la edad: / agarra el día, no te fíes apenas del dudoso mañana” (Trad. Paz Díez Toboada). 116 En la última parte del poema leemos: “[…] La rosa que hacía poco brillaba con el fuego intenso de su corona, perdía el color al caerse los pétalos. Yo estaba sorprendido de ver el robo implacable del tiempo huidizo, de contemplar cómo envejecen las rosas apenas nacidas. He aquí que la purpúrea cabellera de la flor orgullosa la deja mientras hablo y es la tierra la que brilla cubierta de rubor. Tales bellezas, tantos brotes, tan variados cambios un único día los produce y ese día acaba con ellos. Lamentamos, Naturaleza, que sea tan breve el regalo de las flores: nos robas ante los mismos ojos los obsequios que muestras. Apenas tan larga como un solo día es la vida de las rosas; tan pronto llegan a su plenitud,

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diem quedará ligado a la existencia fugitiva de la rosa y a la recomendación de disfrute dirigida a una mujer joven. Son muchos los antecedentes antiguos del carpe diem, pero seguramente la fuente más directa del soneto gongorino la constituye el soneto XXIII de Garcilaso de la Vega (primera mitad del siglo XVI)117, si bien tanto el poeta toledano como el cordobés debieron de tener muy presentes un magnífico texto italiano anterior leído por todos los poetas de la escuela petrarquista: la versión que del tema hizo Bernardo Tasso (primera mitad del siglo XVI) en un soneto que empieza con los versos “Mientras vuestro áureo pelo ondea en torno / de la amplia frente con gentil descuido […]”118. De esta manera, Góngora se suma a una larga tradición que, a partir de la poesía latina de la Antigüedad y, a través del Cinquecento italiano, recala en la lírica castellana del siglo XVI. La estructura interna del poema, a diferencia de la del soneto de Garcilaso, gira en torno a una única unidad de sentido que viene apoyada por la extensa oración compuesta que recorre todo el texto desde el principio hasta el fin. Si el poema de Garcilaso está integrado por dos oraciones, el de Góngora está constituido por una sola unidad lingüística de sentido completo. Por otro lado, si ambos poetas describen la belleza femenina en los cuartetos y desplazan hasta el primer tercero el consejo y la advertencia a la muchacha, en el soneto de Góngora no hallamos la consideración generalizadora en forma de epifonema que Garcilaso introduce en el segundo terceto de su poema. Este constituiría un segundo aspecto que diferencia a ambas versiones poéticas del tópico.

las empuja su propia vejez. Si vio nacer una la Aurora rutilante, a esa la caída de la tarde la contempla ya mustia. Mas no importa: aunque inexorablemente deba la rosa rápida morir, ella misma prolonga su vida con los nuevos brotes. Coge las rosas, muchacha, mientras está fresca tu juventud, pero no olvides que así se desliza también tu vida” (Trad. Antonio Alvar). 117 “En tanto que de rosa y azucena / se muestra la color en vuestro gesto, / y que vuestro mirar ardiente, honesto, / enciende el corazón y lo refrena; // y en tanto que el cabello, que en la vena / del oro se escogió, con vuelo presto / por el hermoso cuello blanco, enhiesto, / el viento mueve, esparce y desordena: // coged de vuestra alegre primavera / el dulce fruto antes que el tiempo airado / cubra de nieve la hermosa cumbre. // Marchitará la rosa el viento helado, / todo lo mudará la edad ligera / por no hacer mudanza en su costumbre”. 118 “Mientras vuestro áureo pelo ondea en torno / de la amplia frente con gentil descuido; / mientras que de color bello, encarnado, / la primavera adorna vuestro rostro. // Mientras que el cielo os abre puro el día, / coged, oh jovencitas, la flor vaga / de vuestros dulces años y, amorosas, / tened siempre un alegre y buen semblante. // Vendrá el invierno, que, de blanca nieve, / suele vestir alturas, cubrir rosas / y a las lluvias tornar arduas y tristes. // Coged, tontas, la flor, ¡ay, estad prestas!: / fugaces son las horas, breve el tiempo / y a su fin corren rápidas las cosas” (Trad. Paz Díez Taboada).

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Por lo que a la estructura externa se refiere, el texto comprende catorce versos distribuidos en dos cuartetos y dos tercetos que, unidos, forman la composición estrófica denominada soneto. Los versos son endecasílabos y la rima consonante, con el siguiente orden: ABBA ABBA CDC DCD119. Entre las licencias métricas, subrayemos, por sus valores poéticos, además de las sinalefas, que son habituales, la sugerente diéresis del verso 12 (“vïola”), que realza el final de esta flor de vida breve, final equiparado al destino que le aguarda a la mujer: la decadencia física y el deceso. En la medida en que el hablante lírico interpela a una segunda persona, identificada con una mujer joven y hermosa, a la que le aconseja que aproveche su estado de esplendor mientras dure, el texto aparece articulado en forma de apóstrofe, al igual que el soneto garcilacista, si bien el tono de ambos recursos y el modo en que están construidos en ambos textos sean ligeramente diferentes. Los dos cuartetos constan, cada uno, de dos proposiciones subordinadas temporales introducidas por “mientras”, con lo que se dobla el número de conjunciones o locuciones conjuntivas del soneto XXIII de Garcilaso (“en tanto que”), acentuándose en mayor medida el transcurrir temporal. La repetición de la conjunción “mientras” a comienzo de varios versos (vv. 1, 3, 5 y 7) —lo que podríamos considerar una anáfora― pone también de relieve la preocupación por el tiempo y potencia el efecto de transitoriedad de la belleza y la juventud. La presencia del encabalgamiento en casi todo el soneto (vv. 1-2, 3-4, 7-8, 10-14) sugiere, asimismo, la rapidez con que pasa el tiempo que todo lo acaba. De otra parte, destaquemos en el plano sintáctico la figura del hipérbaton que atraviesa toda la composición y que anuncia la complejidad que más adelante alcanzará la poesía gongorina. En los dos cuartetos se concentra la elogiosa descripción femenina (descriptio puellae) o prosopografía, que se ajusta al molde de belleza de la mujer petrarquista imperante en el Siglo de Oro y, para exaltar esa belleza sin par, se recurre a metáforas, a la hipérbole, a la prosopopeya, a epítetos embellecedores y a la aliteración, tal como veremos. Góngora establece un paralelismo entre el mundo de la naturaleza y las cualidades de la bella en los dos cuartetos, fijándose especialmente en distintas partes de su cabeza. Son cuatro los elementos que aparecen explícitos: el cabello, que se identifica, mediante una metáfora hiperbólica, con el oro por su color rubio; y no solo eso: el oro bruñido al sol intenta

La distribución de la rima en los tercetos es diferente a la que aparece en el soneto XXIII del poeta toledano, aunque en el del autor cordobés persisten los encabalgamientos. 119

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competir con ese cabello (vv. 1-2). Además, la frente se identifica con la blancura de un lirio (v. 4); los labios con el color rojo de un clavel (vv. 5-6) y el cuello femenino con la transparencia del cristal (vv. 7-8). cabello = oro frente = lirio labio = clavel cuello = cristal Se trata de cuatro metáforas repartidas a lo largo de los dos cuartetos. Pero el emisor poético no se limita a igualar el cabello, la frente, el labio y el cuello con el oro, el lirio, el clavel y el cristal, sino que, siguiendo una tendencia hiperbólica muy propia del arte y la literatura del siglo XVII, indica que las distintas partes del cuerpo femenino superan en belleza a las imágenes con las que se identifican. Hay, por tanto, cierta proclividad a la exageración (hipérbole), que es más acentuada aquí que en el soneto de Garcilaso, a la hora de mostrar la victoria de la belleza femenina: el oro bruñido por la luz solar queda empalidecido ante la luz de los cabellos de la joven; su blanca frente “mira con desprecio” el lirio; la mirada se fija más en sus labios que en un fresco clavel; el cuello gana en delicadeza y transparencia al mismo cristal. Esta actitud triunfante de la belleza femenina, unida a la idea de arrogancia asociada a la juventud, estaba ausente en el poema de Garcilaso. Incluso hay dos personificaciones que inciden en la superioridad de la hermosura femenina frente a esos elementos con los que es igualada. Lo que sí es cierto es que no hay alusión alguna a la honestidad propia del candor juvenil y a la castidad, apuntadas por Garcilaso como contrapeso del ardor y de la posible altivez de la mujer. Se perfila, pues, una belleza juvenil victoriosa, altiva, desdeñosa, ensoberbecida, arrogante, talante que no se entrevé en la representación de la doncella que nos pintaba Garcilaso en su soneto. La descriptio puellae en el soneto de Góngora despide brillo, luminosidad, blancura, transparencia, colorido, elegancia, efectos a los que contribuye la presencia de los sustantivos “oro”, “lilio”, “clavel” y “cristal”, así como determinados epítetos ornamentales: “blanca” y “bello” (v. 4), formando así un quiasmo sintáctico (“tu blanca frente al lilio bello”), “temprano” (v. 6), “luciente”, “gentil” (v. 8). No menos valores sensoriales, en concreto aquellos que apelan al sentido de la vista, transmiten las aliteraciones que subrayan el esplendor de la belleza femenina (hay una profusa reiteración de la “r” y la “rr” y de la “l” y la “ll”), en el último caso incrementando la sonoridad y la sensualidad fónicas por el efecto de la similicadencia que genera la rima. En los cuartetos el color y la luz inundan las imágenes. El poeta se complace en presentarnos un mundo luminoso, de colores brillantes,

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juveniles, puros. Quizás Góngora herede del poeta manierista Fernando de Herrera, y de la traducción personal que hace del poema de Horacio, la actitud de la mujer, segura de su belleza, separando en dos series los atributos de la mujer y de la naturaleza. Las comas y los puntos y comas con que se cierran todas las estrofas y que dejan en suspenso el término de la oración y del mensaje que expresan nos obligan a hacer una lectura ininterrumpida del poema para así poder captar el sentido íntegro del mismo. Esta particularidad en la puntuación, junto con los encabalgamientos, imprime una andadura y un ritmo apresurados a los versos. Eso sí, lo mismo que Garcilaso, Góngora encabeza el primer terceto con un verbo imperativo (“goza”), a través del que se manifiesta la función conativa del lenguaje. Ahora bien, el tono respetuoso y cortés del soneto XXIII es sustituido por un “tú”, que sugiere un tratamiento de confianza. En segundo lugar, los términos reales de las metáforas y sus respectivas imágenes que aparecían anteriormente repartidos en los dos cuartetos, se concentran luego en el primer terceto a través de dos enumeraciones: una en el verso 9 y la otra en el 11 (esta última conteniendo un asíndeton), seguida de una tercera enumeración asindética, ya en el segundo terceto (v. 14). En el verso 9 se enumeran las partes del cuerpo que habían aparecido dispersas a lo largo de los cuartetos (cuello, cabello, labio y frente), mientras que en el verso 11 figuran sus respectivas imágenes (oro, lilio, clavel, cristal). A este recurso que consiste en hacer corresponder varios elementos diseminados en diferentes partes del texto y que luego son recogidos al final se le llama correlación diseminativo-recolectiva. A la juventud se refiere con la imagen perifrástica “edad dorada”. En el v. 9 la vida se identifica con cuello, cabello, labio y frente. Para el último terceto se dejan las imágenes que aluden al final de la juventud y de la vida. El primer verso sitúa simétricamente dos metáforas que se refieren a la caducidad de la belleza: “plata”, una metáfora metonímica que denota las canas, y “vïola troncada”, que habla de la muerte. En otros poemas Góngora atribuye a la viola o violeta el color negro, que simboliza tristeza, muerte. Si lo interpretamos aquí también así, la blancura de la plata contrastaría cromáticamente con la oscuridad de la flor, que connotaría más claramente tristeza y la idea de la muerte. La violeta, negra o amarilla, simboliza, en efecto, muerte, y más si está rota, como en el poema. Este color mortecino se contrapone a la lozanía y la pureza de los colores de la “edad dorada”, la juventud.

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En el último verso del soneto nos topamos de nuevo con una enumeración asindética con la que el poeta se refiere al destino último de la belleza y de la vida. En esta enumeración se produce cierta gradación en sentido descendente en los términos que se ordenan partiendo de lo más corpóreo y tangible (“tierra”) a lo más incorpóreo (“nada”). El asíndeton hace más veloz y dramático ese proceso. Hay un término más (son cinco en vez de cuatro) en relación a los casos anteriores. Tal vez el que más llama poderosamente nuestra atención es el último (“nada”), que revela una conciencia nihilista por parte del autor y que hace más dramático el final de la belleza y de la juventud. La advertencia, que tan difuminada resultaba en el soneto de Garcilaso por el efecto generalizador del último terceto, se vuelve de un dramatismo extremo en Góngora gracias a esa gradación progresiva del último endecasílabo, potenciada por la construcción “No solo […], mas […]” y la personalización “tú y ello juntamente”, abocada a la desaparición absoluta. En el soneto del escritor barroco no queda el más mínimo rastro de la contención que presidía el poema garcilasiano. En síntesis, estamos ante un poema que prefigura el espíritu que va a imperar durante el siglo XVII por la preocupación del paso del tiempo. Aunque el tema del carpe diem ya había sido tratado por poetas anteriores, Góngora le da una vuelta de tuerca, pues su versión dramatiza el triste destino de la “edad dorada” de la existencia humana y enfatiza la urgencia de poner en práctica la exhortación que hace a esa hermosa joven a la que se dirige. El poeta cordobés extrema la expresión de la fugacidad del tiempo: la monótona anáfora “mientras”, cuatro veces en vez de dos, como en el soneto garcilasiano, duplica la idea medular del texto. La acumulación temporal imprime un ritmo apresurado. A esta intensificación del tránsito del tiempo corresponde el mismo número de elementos identificados metafóricamente: oro-cabello, lilio-frente, clavel-labio, cristal-cuello. En Garcilaso no hay comparación, enfrentamiento de los dos mundos: la naturaleza y la hermosura de la mujer; Garcilaso se refería al oro para ensalzar el cabello, pero obviando el triunfo hiperbólico de la dama. Las circunstancias del poeta toledano reflejan equilibrio, armonía, suave balanceo. En el primer cuarteto, dispone los elementos en torno al número dos: rosa-azucena, ardiente-honesto, enciende-refrena; y en el segundo en torno al número tres: hermoso-blancoenhiesto; mueve-esparce-desordena. Las parejas de adjetivos o verbos en número de tres detienen, remansan el ritmo. Por el contrario, Góngora se vale de una técnica rápida, de efectos inmediatos, al acompañar el sustantivo de un solo adjetivo: “oro bruñido”, “blanca frente”, “lilio bello”, “clavel temprano”, “luciente cristal”, “gentil cuello”. Aunque en el Renacimiento corren también aires pesimistas, los hombres aún juegan a vivir gozosa, sensualmente. Góngora nos sitúa en unas coordenadas distintas: “en vano”, “menosprecio”, "desdén lozano” reflejan un cambio de ánimo. Estamos en los

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umbrales del Barroco y desde Garcilaso a Góngora las aguas se han ennegrecido. Por lo demás, la exhortación de Garcilaso es mucho menos directa que la del poeta cordobés. El mandato de Góngora no admite réplica. Si el toledano insiste en el clima de tonos suaves (“alegre”, “dulce”), Góngora alinea una enumeración exhaustiva que personaliza el mensaje y desemboca en el nihilismo más absoluto. Garcilaso solo anunciaba que la belleza de la juventud desaparecerá al llegar la vejez; Góngora va más lejos al agregar el concepto de muerte y la pulverización del cuerpo como final de la belleza juvenil y de la vida. Su pesimismo es mayor incluso que el de Quevedo en su soneto “Amor constante más allá de la muerte”, ya que ni siquiera apunta la posibilidad de que el alma sobreviva o de que el amor persista en el polvo, como señala el soneto quevediano. Junto al carpe diem, otros tópicos perfectamente desarrollados en el poema que comentamos son la comparación del cabello con el oro, o de la frente con el lirio, o de los labios con un clavel, del cuerpo-cara, el cuello, la garganta o los brazos con el cristal. Desde el punto de vista formal, el texto destaca por sus valores sensoriales, por el rebuscamiento sintáctico, mayor en este poema que en el soneto de Garcilaso, por las metáforas e hipérboles empleadas, rasgos todos que prefiguran la tendencia culterana dentro de la que se inscribe Góngora. En la composición concurren la violencia, la tensión, el dinamismo, el ensombrecimiento de la visión del mundo, la complicación en el artificio. La violencia y la tensión brotan al enfrentarse la belleza de la mujer y la hermosura del mundo; el dinamismo, del ritmo más rápido; el artificio de las correlaciones, de los paralelismos; el ensombrecimiento de la visión del mundo, de la actitud del emisor poético, atento a un colorido sombrío y entregado a un vocabulario negativo que apunta a la idea de acabamiento y extinción.

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3. Texto narrativo comentado

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Una vez pasó por el pueblo una banda de pobres titiriteros. El jefe de ella, que llegó con la mujer gravemente enferma y embarazada, y con tres hijos que le ayudaban, hacía el payaso. Mientras él estaba, en la plaza del pueblo, haciendo reír a los niños y aun a los grandes, ella, sintiéndose de pronto gravemente indispuesta, se tuvo que retirar y se retiró escoltada por una mirada de congoja del payaso y una risotada de los niños. Y escoltada por don Manuel, que luego, en un rincón de la cuadra de la posada, le ayudó a bien morir. Y cuando acabada la fiesta supo el pueblo y supo el payaso la tragedia, fuéronse todos a la posada y el pobre hombre, diciendo con llanto en la voz: “Bien se dice, señor cura, que es usted todo un santo”, se acercó a este queriendo tomarle la mano para besársela, pero don Manuel se adelantó y tomándosela al payaso pronunció ante todos: ―El santo eres tú, honrado payaso; te vi trabajar y comprendí que no solo lo haces para dar pan a tus hijos, sino también para dar alegría a los de otros, y yo te digo que tu mujer, la madre de tus hijos, a quien he despedido a Dios mientras trabajabas y alegrabas, descansa en el Señor, y que tú irás a juntarte con ella y a que te paguen riendo los ángeles, a los que haces reír en el cielo de contento. Y todos, niños y grandes, lloraban y lloraban tanto de pena como de un misterioso contento en que la pena se ahogaba. Y más tarde, recordando aquel solemne rato, he comprendido que la alegría imperturbable de don Manuel era la forma temporal y terrena de una infinita tristeza que con heroica santidad recataba120 a los ojos y los oídos de los demás. (Miguel de Unamuno)

*** Se trata de uno de los veinticinco fragmentos o secuencias en que se divide San Manuel Bueno, mártir (1931), novela del escritor vasco Miguel de Unamuno (1864-1936), miembro de la Generación del 98, a la que también pertenecen Pío Baroja y Azorín, entre otros 121 . Unamuno posee una personalidad fortísima y desgarrada y su obra gira en torno a dos ejes

Recataba: encubría u ocultaba (lo que no se quiere que se vea o se sepa). La novela está estructurada sin división de capítulos, según el fluir de los recuerdos de la narradora, en distintos episodios que subrayan la personalidad del sacerdote protagonista, a modo de un relato hagiográfico. Este carácter ejemplificador queda manifestado al inicio del fragmento que comentamos, mediante la frase formularia con la que arranca el texto: “Una vez pasó por el pueblo una banda de pobres titiriteros”, que sugiere que lo que va a venir a continuación tiene un valor de parábola. 120

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temáticos: el problema de España y el sentido de la vida humana. En San Manuel Bueno, mártir están presentes fundamentalmente las preocupaciones existenciales y espirituales del novelista bilbaíno. El pensamiento unamuniano es, en esencia, agónico y contradictorio y aparece influido por el vitalismo de Sören Kierkegaard. Poeta, autor de ensayos como En torno al casticismo (1895), Vida de don Quijote y Sancho (1905), Del sentimiento trágico de la vida (1913) y La agonía del cristianismo (1925), entre otros, cultivó también la novela: Paz en la guerra (1897), Amor y pedagogía (1902), Niebla (1914), Abel Sánchez (1917), La tía Tula (1921), etc. Pese a su brevedad, San Manuel Bueno, mártir es considerada la obra novelesca más característica y perfecta del autor. En ella intenta plasmar sus eternas congojas religiosas a través de la figura de un párroco de pueblo que pierde la fe. Al tratarse de una obra (en particular, una novela corta), el texto pertenece al género narrativo (basado en una relación de acontecimientos protagonizados por unos personajes en un espacio y en un tiempo determinados). El tema del texto propuesto para el comentario es la caridad de don Manuel y su amor al prójimo122.

122 El supremo deseo del protagonista de hacer felices a los demás, a sus feligreses, aunque para ello tenga que engañarles y aparentar una fe que dista mucho de profesar, es también el tema general de la novela. De este modo la obra desarrolla un asunto característico de Unamuno: la lucha entre la fe y la razón, entre el querer creer y no poder creer, todo ello presidido por su obsesión por la inmortalidad. Paralelamente a este, despunta otro asunto: la disyuntiva entre la verdad y la felicidad basada en el engaño. El argumento de la obra remite a la evocación de un sacerdote ya fallecido, don Manuel Bueno, párroco de Valverde de Lucerna, humilde aldea imaginaria que Unamuno enclava próxima a la laguna de Sanabria (lago que el autor también dota de rasgos simbólicos). A pesar de su ministerio, el sacerdote carece de fe; no obstante, oculta este hecho a sus vecinos para mantenerlos en una felicidad inocente que les ayude a sobrevivir, librándolos del terror ante la duda. Tan solo hará partícipes de sus angustiosas dudas a la narradora (Ángela Carballino) y al hermano de esta, Lázaro, quienes, pese a todo, transforman sus vidas ante la luz divina que irradia el protagonista, el cual acaba siendo venerado como un santo por sus desinformados feligreses (no en vano, la historia se inicia con la noticia del proceso de canonización del cura). En consecuencia, la obra obedece a un esquema hagiográfico, de vida de santos, pues presenta al personaje desde su ejemplaridad, a través de una serie de hechos señalados y de la bondad de sus gestos que, bien es cierto, consiguen cambiar a las personas que lo rodean. Los episodios adquieren el carácter de parábolas y la novela se convierte toda ella en una gran alegoría mediante la que el autor expone sus propias inquietudes. Resulta evidente que, tras la figura de don Manuel, se esconde la de Jesucristo, mediante símbolos como el del nombre, Emmanuel, que celebra su onomástica en Navidad, mediante frases extraídas del Evangelio, a través de su voz “divina”, que la gente confunde con la de Jesús, y en su misma muerte, momento en el que repite algunas palabras del Maestro.

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En el pasaje anterior se cuenta cómo un día llega al pueblo de Valverde de Lucerna una compañía de titiriteros. La mujer de uno de los payasos, que está embarazada, cae gravemente enferma y, en medio de la alegría reinante, es acompañada por don Manuel a una posada, donde fallece. Su marido alaba la bondad del párroco, pero este le responde con unas palabras de consuelo en las que encomia su trabajo y el objetivo que tiene: hacer reír a los demás. Los presentes en la escena se conmueven, mientras la narradora cree adivinar una gran tristeza en la aparente alegría del sacerdote. Desde el punto de vista de la estructura interna, podemos distinguir en el texto tres unidades de sentido: a) Primera parte (líneas 1-9), donde se narra la indisposición de la mujer del payaso y su posterior muerte. b) Segunda parte (líneas 9-21), que comprende un diálogo que recoge las palabras y los gestos de agradecimiento del payaso y la respuesta reconfortante del sacerdote, que le devuelve el elogio. c) Tercera parte (líneas 22-27), donde se da cuenta del llanto de los asistentes a esa conversación123. En cuanto a la estructura externa, el fragmento consta de tres párrafos predominantemente narrativos (líneas 1-11, 12-14, 22-27), si exceptuamos la breve interpolación dialógica de don Manuel y el payaso (líneas 11-12, 15-21), que no puede catalogarse como una escena, dado que entre un parlamento y el otro interviene la narradora con sus comentarios. Este diálogo aparece en estilo directo y pone de manifiesto la admiración y el agradecimiento del jefe de los titiriteros y la personalidad bondadosa del párroco rural a través del elogio que se le hace y de su posterior reacción. Por lo tanto, el texto combina el “relato de acontecimientos” con el “relato de palabras” o discurso de los personajes. Las palabras pronunciadas por don Manuel se hacen mucho más significativas en cuanto sabemos que no cree en lo que predica, lo que no le impide brindar consuelo a sus feligreses. El episodio está contado por una narradora testigo (u homodiegética, según Genette 124 ) representada en la persona de Ángela Carballino, que recoge sus recuerdos en un manuscrito en el que cuenta en tercera persona lo que ha visto y observado a lo largo de su 123 La trama de la novela completa, no la de los párrafos que comentamos, se divide en tres partes y un epílogo: la primera parte presenta las noticias iniciales sobre don Manuel, transmitidas por Ángela; la segunda se centra en el comportamiento del sacerdote en el pueblo y ante los dos hermanos; la tercera cubre el final del relato con la muerte de don Manuel y de Lázaro; el epílogo incluye las consideraciones finales del autor explicando cómo llegó a sus manos el manuscrito de Ángela Carballino. El autor finge haber encontrado casualmente estas memorias, evidente remedo del recurso que Cervantes utiliza en el Quijote y que tiende a difuminar los lindes entre realidad y ficción. 124 Norman Friedman la calificaría como un “yo” como testigo.

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vida al lado del párroco de Lucerna. Sin embargo, como personaje que es, aunque secundario, recurre eventualmente a la primera persona, como en las líneas 24 y 25: “he comprendido que la alegría imperturbable […]”. Ángela, desde el principio de la obra, se presenta como alguien que conoce de primera mano los hechos que relata, una vez ya han transcurrido, de tal manera que, mediante el uso de la primera persona gramatical, se acrecienta el sentido testimonial y confesional del texto. En las líneas que comentamos se refleja la abnegación del protagonista, no solo al darle aliento espiritual a una moribunda, sino al consolar a la gente y hacer que abracen una fe en Dios y en el más allá de la que él mismo carece. Al librarlos de la duda que lo tortura por dentro, mantiene a la gente en un estado de felicidad reconfortante. El primer párrafo es eminentemente narrativo; se cuenta la historia de algo que pasó en el pueblo; de ahí el empleo del pretérito indefinido o pretérito perfecto simple, forma verbal de aspecto puntual y acabado: “pasó” (línea 1), “llegó” (línea 2), “se tuvo que retirar” (línea 6), “se retiró” (línea 6), “ayudó” (línea 9), “supo” (línea 9), “fuéronse” (línea 10), etc. Como sabemos, el pasado es el tiempo más habitual en los textos narrativos y en este, en concreto, dicha norma se cumple. De la época en que tienen lugar las acciones no se nos dice nada, ni tampoco de la duración de lo sucedido (podría oscilar entre una o varias horas). Esa síntesis en tres párrafos de algo que debió de haber requerido, sin lugar a dudas, mayor espacio para ser relatado nos sitúa ante la técnica temporalizadora del resumen o sumario. Ahora bien, si, a falta de datos precisos, no podemos determinar durante cuánto tiempo se prolongan los acontecimientos ni el momento histórico (el año, el mes…) en que se desarrollan, sí resulta incuestionable la linealidad cronológica de la estructura, pese al desajuste que acontece en el último párrafo en forma de anticipación temporal (líneas 23-27). De otro lado, puesto que Ángela es una narradora de primer grado que inicia el relato en el que se produce la historia o diégesis, habría que considerarla, asimismo, una narradora extradiegética, según la terminología genetteana. Al principio del párrafo primero (líneas 1-7) observamos un contraste entre el jolgorio circundante y la gravedad de la enferma. Ese contraste le infunde mayor dramatismo a la acción. Pueden señalarse algunos elementos que configuran el entorno, el espacio (“pueblo”, “plaza”, “cuadra”, “posada”, “niños”...) donde se ubican los acontecimientos. La acción transcurre en dos ámbitos que apenas están descritos, pero que aparecen confrontados (exterior/interior, ambiente de alegría/ambiente de tristeza).

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Dichas localizaciones pertenecen a un pueblo cuyo nombre no se da en el texto, pero que el lector de la novela sabe cuál es: Valverde de Lucerna, un lugar imaginario en la geografía española, pero dotado de perfiles realistas. Las palabras de encomio del payaso a don Manuel, vertidas en estilo directo y entre comillas, según hemos indicado (líneas 11-12), descubren la veneración que inspira el cura y refuerza la imagen que tienen de él los demás: la de un santo. Observamos que los acontecimientos se suceden con rapidez; Unamuno va al grano. La anécdota narrada interesa sobre todo porque desemboca en un segundo párrafo reflexivo: aquel en el que Ángela comenta que, transcurrido el tiempo, comprendió la tristeza que ocultaba el alma del sacerdote bajo esa falsa apariencia de alegría. A pesar del ritmo ágil que le es característico, el empleo del polisíndeton ―en varias ocasiones las oraciones se abren con la conjunción “y” (líneas 7, 9, 22, 23)― le infunde solemnidad a la narración y nos recuerda el estilo bíblico. La respuesta de don Manuel (líneas 15-21), igualmente en estilo directo, encabezada por un guion, y con el pueblo como testigo, encierra la idea de que dar alegría a la gente conduce a la “santidad”. Se sugiere aquí un paralelismo entre el papel ejercido por el payaso o titiritero y el que desempeña el propio cura. El payaso hace reír a los demás con sus gracias, sustrayéndolos momentáneamente de los problemas cotidianos. El sacerdote ejerce su ministerio a través de la caridad y el amor al prójimo. Ambos personajes, por diferentes vías, procuran la felicidad de las personas. Y ambos se entregan a sus respectivas tareas disfrazando sus tristezas con un velo: el payaso bajo una capa de maquillaje; el segundo con una falsa máscara de “alegría imperturbable” (línea 25). A esta similitud entre el payaso y el cura, que también busca la alegría y la felicidad de la gente, aun a costa del engaño, habría que sumar otro paralelismo entre la mujer del cómico, que acaba de morir, y la fe perdida de don Manuel. Sobresale el uso de un lenguaje retórico, de un tono de sermón. De manera que se aprecia igualmente una identificación entre el lenguaje que emplea don Manuel, de resonancias evangélicas, y el del propio Cristo. Los vocativos “señor cura” (línea 12) y “honrado payaso” (línea 15), empleados por el payaso y don Manuel, respectivamente, dan un carácter solemne a esta secuencia narrativa. De hecho, más abajo la misma narradora se refiere a este momento como a un “solemne rato” (línea 24). El último párrafo arranca con dos líneas de carácter narrativo (líneas 22-23), si bien se emplea el pretérito imperfecto, un tiempo verbal que acerca

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la acción pasada al presente, a diferencia del pretérito perfecto simple, que constituye un pasado absoluto. Las reduplicaciones del verbo llorar ―“lloraban y lloraban” (línea 22)― y la repetición del sustantivo “pena” (líneas 22-23) intensifican la emoción del suceso que ha presenciado el pueblo. Los términos duales y antitéticos “niños y grandes” (línea 22), que constituyen una aposición explicativa del pronombre “todos”, adquiere el valor de pleonasmo que aporta el sentido de totalidad. La antítesis “pena”/“contento” (líneas 22-23) informa del contradictorio cúmulo de emociones que experimentan las personas allí presentes, mientras que los contrastes “alegría”/“tristeza” (líneas 25-26) y “forma temporal y terrena”/“infinita” (líneas 25-26), alusivos al párroco, denotan el conflicto interior y la oculta tragedia que vive el personaje. Destaca también el uso de epítetos ―“pobres titiriteros” (línea 1), “honrado payaso” (línea 15)― cuyo número es mayor en el párrafo que sirve de conclusión de este episodio: “misterioso contento” (línea 23), “solemne rato” (línea 24), “infinita tristeza” (línea 26), “heroica santidad” (línea 26). La supuesta beatitud del cura es considerada heroica por la narradora debido al grado de abnegación que implica renunciar a su verdad, la de un hombre sin fe ni esperanza, para convertirse en ejemplo de caridad cristiana. Por último, el texto se cierra con un epifonema (líneas 23-27) que recoge la deducción que, al cabo del tiempo, ha extraído la narradora acerca de la falsa alegría del párroco, para lo cual Ángela se vale de una prolepsis, prospección o anticipación temporal. Pero si desde el punto de vista del orden temporal tenemos una prolepsis y desde el punto de vista de la duración un resumen, en lo que atañe a la frecuencia, nos encontramos con un relato singulativo, es decir, lo que sucede una vez es contado en una sola ocasión. Respecto a los personajes, dos son los que sobresalen: don Manuel y el payaso. El primero se define por su capacidad de leer dentro de los corazones, por su modestia y por la conmiseración. También se define por su nombre, el cual está impregnado de simbolismo por sus reminiscencias bíblicas. Manuel es un nombre portador de una maldición o de una bendición; revela el destino de una persona o, mejor aun, la consagra para una misión nueva. Manuel es la versión española de Emmanuel, el nombre del Mesías anunciado por el profeta Isaías. Su significado es ‘Dios con nosotros’. Don Manuel es el forjador de una nueva religión, nueva no por su forma, sino por su interioridad. El payaso y su mujer, en cambio, son personajes innominados y secundarios, que se caracterizan solo por un rasgo individual (el primero por su profesión: la de divertir a los demás; el segundo por su parentesco con el primero y por el estado de gravidez y el malestar que lo aqueja). Pero

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innominados son también los tres hijos que tiene la pareja y la masa de personajes episódicos que concurre tanto en la calle como en el interior de la posada en la que yace y muere la mujer (niños y adultos). Dejamos para el final el papel de Ángela Carballino en su triple dimensión de personaje secundario, narradora y ficticia autora del libro. Ella es la testigo y transmisora de ese episodio y del resto de vivencias relacionadas con don Manuel. Sin ella la vida del cura no hubiese transcendido. Su nombre en griego significa ‘mensajero’. Y, en efecto, Ángela se ha propuesto como destino salvar la memoria del cura. Es la heredera espiritual del párroco de Valverde de Lucerna; ha vivido en contacto con alguien a quien todo el mundo idolatra; sabe que es el último depositario de una experiencia única, por lo que desea que su mensaje no desaparezca con su propia muerte. En el último párrafo del texto, esta da a entender, además, que en ese punto del relato en que se halla desconocía todavía la terrible verdad que más adelante le será revelada. En conclusión, el texto refiere, a modo de parábola, uno de los episodios de San Manuel Bueno, mártir que evidencia el sentido de la caridad que ejerce el trágico sacerdote con los menesterosos y su humildad al restarle mérito a su acción, valores cristianos que exhibe como ejemplo para sus feligreses. El dramatismo de esta secuencia y de todo el libro reside en que su protagonista, contradictorio y lleno de dudas, practica y difunde entre el pueblo unas creencias religiosas con las que no comulga, pero que cumplen la tranquilizadora función de hacer felices a los demás. Mezcla de narración y diálogo, el fragmento se articula en torno a la antítesis entre la alegría y la tristeza ―antítesis que abre y cierra el texto― y en torno al paralelismo entre las figuras del payaso y de don Manuel. El pobre cómico desempeña su papel en aras de la dicha ajena, lo mismo que hace el cura, quien finge tener unas convicciones religiosas para preservar el bienestar espiritual de sus convecinos. Por otra parte, el modo de presentar la situación narrada y el estilo empleado en este fragmento evocan las parábolas evangélicas. De la narración se desprende una especie de enseñanza, que el “Maestro” (aquí representado en la figura de don Manuel) hace explícita ante todos. En este sentido, don Manuel no solo se asemeja al payaso (ambos actúan con el objeto de aliviar las penas del prójimo), sino también a la figura de Jesús. En resumidas cuentas, en esta novela, lo mismo que en el texto que comentamos, el autor condensa muchas de sus inquietudes religiosas y existenciales, las angustiosas dudas que había esparcido con anterioridad en otras novelas suyas y en su ensayo La agonía del cristianismo, con el que se emparenta San Manuel Bueno, mártir. En el personaje de don Manuel,

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Unamuno vuelca su propia congoja de espíritu como ser humano y como autor atribulado por las dudas y las contradicciones.

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GLOSARIO DE TÉRMINOS Acento antirrítmico [p. 104]. Acento situado en posición inmediata a la de un acento rítmico. Por ejemplo, en la serie de pies rítmicos anapésticos “ooó/ooó/oóó”, el acento de la octava sílaba es antirrítmico. Vid. Acento extrarrítmico y Acento rítmico. Acento extrarrítmico [p. 104]. Acento situado en el interior del verso, en un lugar no exigido por el esquema del modelo de verso, y en una posición no inmediata a la ocupada por un acento rítmico. Por ejemplo, en la sucesión de pies rítmicos anapésticos “óoó/ooó/ooó”, el acento de la primera sílaba es extrarrítmico. Vid. Acento antirrítmico y Acento rítmico. Acento prosódico [p. 103]. Término usado ocasionalmente para describir dos tipos de características suprasegmentales diferentes: a) el acento léxico que en muchas lenguas es fonológicamente relevante y ayuda a segmentar una oración en palabras. En las lenguas como el español, donde el acento léxico es fonológicamente relevante, solo una sílaba de cada palabra tiene un acento léxico primario; en palabras largas pueden existir acentos léxicos secundarios, como en “simultáneamente”. Estos tipos de acento son fonológicamente predictibles; b) El acento oracional que tiene que ver con los fenómenos de entonación y topicalización. No es una característica propiamente de la palabra sino de la oración completa o el enunciado. Puede verse influido por factores pragmáticos. Acento secundario o interior (métrica) [p. 100]. Acento de las sílabas no portadoras de acento léxico o principal, pero que, debido a un movimiento alternativo en que unas sílabas átonas se destacan más que otras, se hacen portadoras de un acento menos intenso que el principal. Acento rítmico [pp. 100, 103-4]. Acento que viene exigido por el esquema o modelo de cada uno de los tipos de versos. Si el verso “Es un estrecho camino” está construido de acuerdo con un esquema que obedece al ritmo dactílico, son rítmicos los acentos que caen en las sílabas primera, cuarta y séptima: óoo/óoo(óo). Acotación o didascalia [p. 216]. Indicación escrita en el texto dramático secundario. No se pronuncia, pues no forma parte de los diálogos, sino que está pensada para facilitar al director, a los actores y a los lectores la imaginación de la

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puesta en escena. No se usaba en el teatro clásico grecolatino y apenas en los Siglos de Oro, pero se hizo cada vez más abundante a partir del siglo XVIII. Con ella el autor del texto teatral señala, en letra diferente a la del diálogo, el título de la obra, la lista inicial de personajes, el nombre de cada uno de ellos antes de sus intervenciones, sus movimientos, sus gestos, rasgos de su físico, actitud, tipo de entonación, efectos musicales o lumínicos, detalles sobre el vestuario, el decorado, el espacio, el tiempo… Acróstico [p. 145]. Término de origen griego (acros: extremo, y stichos: verso) con el que se denomina un procedimiento ingenioso consistente en la combinación vertical de las letras iniciales de los versos de un poema para formar palabras con las que se transmite un mensaje o se da a conocer el nombre de una persona. Pueden leerse verticalmente o de abajo hacia arriba. Actante [pp. 238-43]. Término utilizado inicialmente en lingüística (Lucien Tesnière) para designar al sujeto que participa, activa o pasivamente, en la acción expresada en una oración. Dicho término ha sido trasvasado posteriormente, en la crítica estructuralista, al análisis del relato. En la teoría actancial de A. J. Greimas los términos actor y actante aparecen interrelacionados: el primero podría asimilarse, en su significado, al concepto tradicional de personaje, mientras que el de actante vendría a designar una fuerza que cumple una función determinada en el desarrollo de la trama, impulsando la acción. Esta función la puede desempeñar un personaje, un objeto, un sentimiento o una abstracción de cualquier tipo. Vid. Modelo actancial. Actitud apostrófica o apelativa (lírica) [p. 25]. Actitud lírica en la que el hablante reta, interroga o dirige la palabra al objeto lírico esperando una respuesta de él, aunque sea un ser inanimado o sin vida. Vid. Hablante lírico. Actitud carmínica o de la canción (lírica) [p. 25]. Actitud lírica en la cual el hablante expresa sus sentimientos, emociones y mundo interior, siendo la actitud por excelencia de la lírica. Su nombre proviene del vocablo latino carmen, que significa ‘canción’, por lo que el poema que presenta esta actitud es el canto del poeta sobre sí mismo, su mundo anímico y sentimental. Vid. Hablante lírico. Actitud enunciativa (lírica) [pp. 24-5]. Actitud lírica en la que el hablante entrega sus sentimientos solo a través de la descripción de un hecho concreto. Vid. Hablante lírico. Actitud lirica [pp. 24-5]. Es el resultado del conjunto de relaciones que en el poema se establecen entre el hablante, la posición y amplitud de su punto de vista, la persona gramatical utilizada, la voz o modalidad y la función del lenguaje que en cada caso predomina. Vid. Actitud apostrófica o apelativa, Actitud carmínica o de la canción y Actitud enunciativa. Vid. Hablante lírico. Acto (teatro) [p. 274]. Cada una de las partes en que se divide una obra teatral, separada hoy de las demás por un descanso. Su número es variable, aunque con anterioridad al siglo XX la oscilación más frecuente era entre tres y cinco actos. Vid. Jornada. Adínaton [pp. 77-8]. Término griego (a-dunatos: imposible de hacer) con el que se nombra una figura retórica de pensamiento, lógica, relacionada con la hipérbole, y que se utiliza para resaltar enfáticamente que lo que se propone es imposible de realizar. Vid. Figura retórica, Hipérbole y Mundo al revés.

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Adjetivo especificativo [pp. 132-33]. Tipo de palabra que delimita el significado del sustantivo al que acompaña expresando una cualidad necesaria del mismo que lo diferencia de los demás. Por ejemplo, “coche grande”. Usualmente se coloca después del sustantivo. Vid. Adjetivo explicativo. Adjetivo explicativo [pp. 132-33]. Tipo de palabra que expresa una cualidad abstracta o concreta del sustantivo al que acompaña, subrayando esa propiedad. Suelen colocarse antes del sustantivo. Por ejemplo, “dulce azúcar”. Literariamente el adjetivo explicativo funciona como epíteto. Vid. Adjetivo especificativo y Epíteto. Aféresis [pp. 128, 131]. Término procedente del griego aphairesis (de aphairein: quitar) con que se denomina un metaplasmo, una figura de dicción y una licencia métrica que consiste en la supresión de alguna letra o sílaba al principio de palabra. Vid. Apócope, Figura retórica, Licencia métrica o poética y Síncopa. Aforismo [p. 163]. Término de origen griego (aphorismos: delimitación) con el que se aludía en dicha lengua a un principio científico expresado en forma concisa, a imitación de los Aforismos de Hipócrates (siglos V-IV a. C.), tratado de medicina que resume, en forma de sentencias breves, los principios y las doctrinas de la escuela de Cos. Dicho término significa también una sentencia breve que sintetiza una regla, un axioma o una máxima instructiva. Michel de Montaigne, Blaise Pascal, Quevedo, Gracián, Jean de La Bruyère o Friedrich Nietzsche fueron famosos creadores de aforismos, como lo han sido después Juan Ramón Jiménez o José Bergamín y, en la actualidad, Lorenzo Oliván (El mundo hecho pedazos, 1999). Vid. Máxima o sentencia, Proverbio y Refrán. Alba (subgénero lírico) [p. 26]. Modalidad lírica originaria de la escuela trovadoresca provenzal y con antecedentes en poetas latinos, especialmente en Ovidio. Se trata de un poema que expresa el dolor de los enamorados, que han de despedirse al alborear el día, evitando al marido celoso, tras haber pasado juntos la noche y haber sido alertados por un centinela. Vid. Lírica trovadoresca provenzal y Subgénero literario. Alegoría [pp. 51, 128, 152-53, 156, 287]. Término de origen griego (de allegoria: palabras cambiadas; o de allegoreno: hablo de otra manera) que designa un tropo o figura retórica de significación basada en una sucesión de analogías plasmadas en metáforas en las que, por lo general, hay una primera analogía (TR = TI, es decir, Término Real = Término Imaginario) que encierra unas connotaciones de las que semánticamente se van derivando todas las demás (tr1 = ti1, tr2 = ti2, tr3 = ti3…). Vid. Figura retórica, Metáfora y Tropo. Alejandrino o tetradecasílabo [pp. 32, 101-2, 110, 112-13, 118, 175, 121]. Verso de catorce sílabas. Aleluya (métrica) [p. 110]. Estrofa compuesta por dos versos octosílabos, generalmente de carácter popular, que riman en consonante. Se dice también de cada una de las estampitas impresas en serie y con la explicación del asunto, de un pliego de papel, generalmente en versos pareados. Vid. Estrofa y Pareado. Aliteración [pp. 21, 128-30, 275, 281-82]. Término procedente del latín ad (a), y litteras (letras) con que se nombra una figura retórica de dicción muy antigua en literatura, sobre todo en poesía, consistente en la repetición de ciertos sonidos, tanto vocálicos como consonánticos, usados con el fin de que se

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produzca un determinado efecto musical, un refuerzo del ritmo. Vid. Figura retórica y Onomatopeya. Amor cortés o ‘fin’amor’ [pp. 55, 63, 82]. Teoría poética que se manifiesta en la lírica culta medieval y que expresa la relación amorosa entre un trovador y su señora. Los poemas, muy codificados e influidos por el feudalismo (dama = señor, trovador = siervo), florecen entre las creaciones de la escuela trovadoresca provenzal (siglos XII y XIII) en “langue d’oc”, lengua del sur de Francia que se extiende a zonas próximas como modelo de lengua poética. La dama, por su nobleza y su condición de casada, resulta de acceso casi imposible, lo que incrementa el deseo y el dolor del amante-vasallo, la necesidad de discreción, la ausencia de retrato femenino y la consiguiente oscuridad de algunas composiciones. A pesar de rechazos e inconvenientes, amar es causa de gozo y siempre preferible a la ausencia de amor. El gusto por esta aristocrática poesía se extendió por toda Europa a través de focos de intensa irradiación (Sicilia, Bolonia, Florencia, Cataluña, Castilla, Galicia-Portugal, Alemania). Petrarca arranca de sus influjos y, por lo tanto, toda la poesía amorosa desde él hasta hoy, con cualesquiera que sean las evoluciones sufridas, no hubiera sido lo que es sin los trovadores de la Provenza. La poesía castellana reunida en los cancioneros del siglo XV recoge todavía, más que la huella de Petrarca, la impronta directa de la poesía provenzal. Son Boscán y Garcilaso, en el siglo XVI, quienes incorporan en España las novedades del poeta italiano. Vid. Lírica trovadoresca provenzal. Amor post mortem [p. 54]. Expresión latina que significa ‘amor más allá de la muerte’. Convertida en tópico literario, enfatiza la fuerza del amor y el carácter eterno de este sentimiento, que llega a subsistir más allá de la muerte física. Vid. Lugar común. Amplificación [pp. 138-39]. Figura retórica de pensamiento consistente en el desarrollo de un tema mediante la enumeración de elementos complementarios que contribuyen a realzar e intensificar el sentido y valor de dicho tema. Vid. Figura retórica. Anacreóntica [pp. 31, 36]. Subgénero lírico emparentado con la oda. Su denominación procede de los poemas de este tipo de escritos por el griego Anacreonte. Se caracteriza por cantar al amor, los placeres y el vino. Suelen usarse versos y estrofas de arte menor (heptasílabos, hexasílabos…). Vid. Oda y Subgénero literario. Anacronía [p. 221]. Ruptura en el orden cronológico (tiempo interior) de la trama o discurso con respecto al de la historia (tiempo exterior). Implica saltos en el tiempo hacia adelante (prolepsis) o hacia atrás (analepsis) y se aplica en la narrativa, el teatro y la lírica con componentes narrativos. Vid. Analepsis, Flashback, Flash-forward, Prolepsis, Prospección y Retrospección. Anacrusis [p. 103]. Término de abolengo griego, introducido por Richard Bentley (siglo XVIII) y Gottfried Hermann (siglos XVIII-XIX) en la métrica clásica, con el que se designa a la sílaba o conjunto de sílabas que preceden al primer acento métrico del verso y que algunas veces no se cuentan para poder obtener, convencionalmente, un número exacto de pies rítmicos. Anadiplosis [pp. 129, 134, 275]. Término de origen griego (ana-diplosis: reduplicación) que designa una figura retórica de dicción consistente en la repetición de la

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última palabra o palabras de una frase o verso al comienzo de la frase o verso siguiente. Vid. Epanadiplosis y Figura retórica. Anáfora [pp. 125, 128-29, 135, 141, 233, 251, 275, 281, 284]. Término griego (anaphora: repetición) con el que se denomina una figura retórica de dicción consistente en la reiteración de una o más palabras al comienzo de una frase o verso, o al inicio de varias frases integrantes de un periodo o de una estrofa o poema. Vid. Complexión, Epífora y Figura retórica. Anagrama [p. 146]. Transformación de una o más palabras en otra u otras de significado distinto, por la reordenación de sus fonemas o letras correspondientes. Vid. Palíndromo. Analepsis [pp. 221-22, 225, 230-31]. Término usado por Gérard Genette en teoría narrativa para denominar una anacronía que conlleva un salto temporal hacia atrás. Técnica similar a la del flash-back en cine, supone el relato de sucesos del pasado desde el tiempo primero de la narración. Vid. Anacronía, ‘Flashback’, ‘Flash-forward’, Orden temporal, Prolepsis, Prospección y Retrospección. Anapesto o pie rítmico anapéstico [pp. 103-4]. Cláusula rítmica trisílaba, con acento en la tercera sílaba (ooó). Vid. Anfíbraco o pie rítmico anfibráquico, Cláusula rítmica y Dáctilo o pie rítmico dactílico. Anfíbraco o pie rítmico anfibráquico [pp. 103-4]. Cláusula rítmica trisílaba, con acento en la segunda sílaba (oóo). Vid. Anapesto o pie rítmico anapéstico, Cláusula rítmica y Dáctilo o pie rítmico dactílico. Antagonista [pp. 186, 236, 241-42]. Personaje de una obra narrativa o teatral que se opone al protagonista en la consecución de sus fines, oposición que constituye un elemento fundamental en el desarrollo de la acción. Vid. Personaje principal o primario y Protagonista. Antecedente (sintaxis) [p. 108]. Sustantivo o término sustantivado de la proposición principal de una oración compuesta que se coloca antes de (y al que se refiere y complementa) la proposición subordinada adjetiva, tanto si es especificativa como si es explicativa. Vid. Oración adjetiva especificativa. Anticipación [p. 161]. Figura retórica de pensamiento, dialéctica, que consiste en adelantar razonamientos que puedan influir sobre el oyente o lector, o que de antemano refuten sus posibles argumentos adversos. Vid. Figura retórica. Antistrofa [pp. 28-9]. Término con el que se denomina la segunda estrofa de la llamada canción u oda pindárica. Vid. Canción pindárica, Estrofa y Epodo. Antítesis o contraste [pp. 128, 143-44, 155, 276, 289, 291-92]. Figura de pensamiento, lógica, que consiste en contraponer dos palabras o frases de significación opuesta, que adquieren así mayor expresividad y viveza. Este contraste ocurre, a veces, oponiendo dos palabras antónimas (“Conozco lo mejor, lo peor apruebo”) o frases enteras (“Ayer naciste y morirás mañana”). A diferencia del oxímoron y de la paradoja, la oposición semántica no llega aquí a la contradicción. La palabra antítesis viene del griego anti (contra) y thesis (posición). Vid. Figura retórica, Paradoja y Oxímoron. Apócope [pp. 128, 131]. Término griego (apo-kope: corte, supresión) con que se llama un metaplasmo, figura de dicción y licencia poética que consiste en suprimir

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uno o más sonidos al final de una palabra. Vid. Aféresis, Figura retórica, Licencia métrica o poética y Síncopa. Apólogo [pp. 50, 176-77, 187]. Término de origen griego (apo-logos: relato) con el que se denomina un subgénero literario didáctico-narrativo, en verso o prosa, consistente en un relato breve que pretende ejemplarizar y que concluye con una moraleja. Junto con la fábula, fue muy cultivado en la Edad Media. Vid. Cuento, ‘Enxiemplo’ o ‘exemplo’, Moraleja y Subgénero literario. Apóstrofe o invocación [pp. 21, 63, 66, 128, 154, 281]. Figura retórica de pensamiento, patética, mediante la que el hablante se dirige con vehemencia en segunda persona a un ser ausente o presente, animado o inanimado, por medio de una invocación, una exclamación, una pregunta o un ruego y un mandato realizados a través del vocativo o del imperativo. El término apóstrofe proviene del latín apostrophe y este, a su vez, del griego apo (de) y strepho (volverse). Vid. Figura retórica, Personificación o prosopopeya. Archigénero literario [p. 253]. Término que alude a una serie abierta de formas genéricas empíricas e históricas en la que se incluyen diferentes géneros literarios más determinados y concretos. Vid. Architextualidad, Género literario y Subgénero literario. Architextualidad [p. 253]. Categoría más general de intertextualidad y que, según el narratólogo Gérard Genette, es “la relación genérica o género literario: la que emparenta textos en función de sus características comunes en géneros literarios, subgéneros y clases de textos”. Vid. Género literario, Intertextualidad y Subgénero literario. Argumento [pp. 41, 44-5, 95-6, 175, 178, 182-84, 205, 219, 221, 231, 249, 271-73, 287]. Hechos sometidos a una ordenada sucesión temporal y causal e ideados por el escritor (narrador o dramaturgo) antes de ser plasmados en su obra. Vid. Fábula (narratología y teoría del teatro) e Historia. Armonía imitativa (figura retórica) [p. 130]. Figura retórica de dicción semejante a la onomatopeya que consiste en la ordenación de las palabras de modo que recuerden un sonido natural. También puede definirse como la imitación, por medio de las palabras, de otros sonidos, de ciertos movimientos o de las conmociones del ánimo. Vid. Figura retórica y Onomatopeya. Arte por el arte [p. 67]. Expresión atribuida a Théophile Gautier que, junto con otros escritores (Poe, Baudelaire, Flaubert, Wilde…), proclamó la independencia de la obra literaria, desde la que algunos querían divulgar tesis de índole diversa. Para los defensores del arte por el arte el fin primero de la literatura es la creación de una obra bella. Arte mayor (métrica) [pp. 100-1, 106, 109, 112, 114-15, 117-18]. Verso de más de ocho sílabas métricas. Arte menor (métrica) [pp. 26-7, 36, 99-100, 106, 109-10, 112-13, 115-17, 119, 274]. Verso de ocho sílabas métricas o de menos de ocho. Asíndeton [pp. 128, 136, 283-84]. Término griego (asyndeton: desligado) con el que se denomina una figura retórica de dicción que afecta a la construcción sintáctica del enunciado y que consiste en la omisión de nexos o conjunciones entre palabras, proposiciones u oraciones. Vid. Figura retórica, Polisíndeton.

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Aspecto y modos de ficción [p. 211]. Nombres con los que se refiere Tzvetan Todorov a aspectos de la ficción narrativa que otros estudiosos del relato denominan punto de vista, perspectiva y de otras maneras. Vid. Focalización, Modalización, Perspectiva, Punto de vista y Visión. Aumentativo [p. 165]. Denominación que reciben los afijos que matizan el significado de una palabra de manera que designan un objeto de mayor tamaño o algo grande o de mayor importancia. Ocasionalmente el aumentativo se usa como derivación apreciativa. Vid. Derivación, Despectivo y Diminutivo. Autobiografía [p. 212]. Termino de origen griego (autos, uno mismo; bios, vida; grapho, escribir: vida de una persona escrita por ella misma) con el que se designa un subgénero narrativo-histórico que consiste en la relación, por parte del autor, de su propia vida o aspectos de ella: la persona del autor coincide, por lo tanto, con la del narrador. Se trata, pues, de un relato autodiegético basado en la analepsis. Vid. Analepsis, Confesión, Narrador, Narrador autodiegético, Memorias y Subgénero literario. Barroco [pp. 27, 35, 42, 52, 69, 73-4, 139, 285]. Periodo artístico y literario que se desarrolla en Europa (y en Hispanoamérica) en el transcurso del siglo XVII, coincidiendo con una serie de cambios político-sociales y culturales que influyen en la visión del mundo y en la concepción estética de los escritores de esa época. El arte barroco se caracteriza por ser desorbitado, complejo, dinámico, pesimista, basado en una honda crisis engendradora de desengaño. Vid. Siglo de Oro o Siglos de Oro. ‘Beatus ille’ [pp. 34, 66, 69, 72, 273]. Tópico procedente del poeta latino Horacio, que predica, mentirosamente, en la oda que así comienza el menosprecio de corte y alabanza de aldea, tan característico luego como tema, serio y grave, de los escritores del Renacimiento. Vid. ‘Contemptus mundi’ o menosprecio del mundo, Lugar común, Menosprecio de corte y alabanza de aldea y Oda. ‘Behaviorismo’ o conductismo [p. 189]. Doctrina filosófica creada por el norteamericano John B. Watson (que acuña el término en 1913), para quien el hombre solo puede ser conocido desde fuera, mediante la conducta con que reacciona a los estímulos exteriores. Se relaciona con las obras literarias que tienden a reflejar los actos de los personajes; no usan introspección y utilizan constantemente los indicativos y diálogos que, presentando directamente a los personajes, ocultan a un narrador que se manifiesta, sobre todo, a través de direcciones escénicas. Practicaron el behaviorismo novelistas como Ernest Hemingway, John Dos Passos, John Steinbeck, Dashiell Hammet… En España cabe mencionar, como conductistas, a Jesús Fernández Santos (Los bravos, 1954) o a Rafael Sánchez Ferlosio (El Jarama). Vid. ‘Nouveau Roman’. Bisílabo [p. 99]. Verso de dos sílabas. Cabeza (métrica) [pp. 27, 120]. Estrofa de entre dos y cuatro versos con la que un poema comienza y que sirve de enunciado de un tema que se va a desarrollar en el resto de las estrofas. Vid. Estrofa. Calambur [pp. 142, 276]. Término que proviene de las primeras sílabas de dos vocablos italianos: calami (pluma) y burlare (mofarse o burlarse), es decir, burlarse con la pluma. Designa una figura retórica de dicción consistente en un juego de palabras que se produce al reagrupar los vocablos de un enunciado o ciertas

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sílabas que forman parte de esos vocablos, de tal forma que, sonando lo mismo o parecido, signifiquen cosas distintas. Se suele utilizar en adivinanzas y acertijos: “Blanca por dentro, verde por fuera, si quieres que te lo diga espera”. Vid. Equívoco, Figura retórica y Silepsis o dilogía. Campos Elíseos [p. 79]. Es uno de los nombres que recibe en la mitología griega la sección paradisíaca del Inframundo (el Hades, los Infiernos o la Ultratumba); el lugar sagrado donde las “sombras” (almas inmortales) de los hombres virtuosos y los guerreros heroicos han de pasar la eternidad en una existencia dichosa y feliz, en medio de paisajes verdes y floridos, por contraposición al Tártaro (donde los condenados sufrían eternos tormentos). Vid. Edad de Oro, Lugar común, Mito, Mitología y Paraíso Terrenal. Canción (subgénero lírico) [pp. 15-6, 26-9, 34, 37, 47-9, 56-7, 61, 63-4, 69, 71, 77, 90, 100, 114, 116, 120, 124, 134, 233, 269]. Composición lírica, culta o popular, cuyo destino inmediato era el canto, aunque conservó el nombre cuando dejó de ser cantada. Si bien trata temas muy diversos, predominan entre ellos los amorosos. Las ha habido en todas las épocas. Vid. Oda y Subgénero literario. Canción culta (subgénero lírico) [pp. 26-7, 34]. Denominación que abarca una serie de composiciones liricas escritas por autores individuales desde la Edad Media ―época en que se acompañaban de música, pese a que también se transmitieron a través de la escritura― y el siglo XVI. El asunto de las mismas es predominantemente amoroso y su estilo refinado. Vid. Canción popular y Subgénero literario. Canción italiana, petrarquista o real [p. 27-8]. Poema formado por un número variable de estancias (al menos tres) compuestas por heptasílabos y endecasílabos, de rima consonante y combinados según una estructura uniforme, marcada en la primera estrofa y seguida en las siguientes. La estrofa final, llamada remate, es más reducida y puede presentar, como rasgo peculiar, el hecho de que el emisor poético hace una reflexión sobre su propia canción, a la que personifica, encarándose con ella. El contenido de este tipo de canción es preferentemente amoroso, aunque también hay canciones petrarquistas de tema bucólico, elegíaco, etc. Vid. Canción medieval o trovadoresca, Canción pindárica, Emisor poético, Estancia y Remate. Canción medieval o trovadoresca [p. 27]. Canción de tema por lo general amoroso que consta de tres estrofas, de las que la primera (denominada cabeza, estribillo o tema) es, generalmente, una redondilla (puede ser también una quintilla o una estrofa de tres versos); la segunda, otra redondilla, que le sirve de mudanza, y la tercera (que repite la estructura y rimas de la primera estrofa) cumple la función de vuelta. Los versos de estas estrofas pueden ser octosílabos o hexasílabos. Vid. Cabeza, Canción italiana, petrarquista o real, Canción pindárica, ‘Cansó’, Lírica trovadoresca provenzal, Mudanza, Quintilla, Redondilla y Vuelta o verso de vuelta. Canción pindárica [pp. 28-9]. Variante de la canción italiana, formada por versos endecasílabos y heptasílabos. Consta, según el modelo de Píndaro, de estrofa y antistrofa ―ambas simétricas y con una misma combinación y número de versos, así como con idéntica alternancia de la rima― y de epodo, que presenta un número de versos y de rima diferentes a las dos estrofas anteriores. Vid. Antistrofa, Canción italiana, petrarquista o real, Canción medieval o trovadoresca, Epodo y Estrofa.

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Canción popular (subgénero lírico) [pp. 26-7, 100, 120, 233]. Denominación referida a la lírica tradicional, conjunto de composiciones líricas que se ha transmitido oralmente y cuyos autores nunca han sido conocidos o se han olvidado con el transcurso del tiempo. Comprende una serie manifestaciones orales y en verso que se dan en la fase más primitiva del desarrollo de una cultura, en el seno del folclore producido colectivamente por el pueblo, paralelamente a la lírica culta, que se suele transmitir en forma escrita y con la que, en ocasiones, se entrecruza y mezcla. Dichas composiciones abordan en un estilo sencillo y una profunda emotividad cualquier experiencia humana, destacando el júbilo amoroso, la nostalgia, los gritos de dolor, la sugestión del mundo de los sueños, entre otros muchos temas. Vid. Canción culta y Subgénero literario. Canción de siega [p. 26]. Poemilla típico de la lírica primitiva castellana, que se cantaba durante las faenas del campo. Uno de los más hermosos conservados es el “Axa, Fátima y Marién”. Canción de vela [p. 26]. Poemilla perteneciente a la lírica tradicional que entonan aquellos que desean pasar una noche sin dormir, para ahuyentar el sueño. La más antigua conservada en la literatura española aparece en uno de los poemas de Gonzalo de Berceo, en el siglo XIII: El duelo de la Virgen. Cancionero [pp. 51, 55, 70, 72, 114, 134, 144, 160, 175]. Colección de poemas de varios autores recogidos en un volumen manuscrito (más adelante también impreso). Los cancioneros gallego-portugueses medievales (Cancioneiro de Ajuda, Cancioneiro da Biblioteca Vaticana y Cancioneiro da Biblioteca Nacional de Lisboa o de Collocci-Brancutti) contienen tanto las producciones autóctonas ―cantigas de amigo― como las de influencia trovadoresca provenzal ―cantigas de amor, cantigas de escarnio y maldecir…―. Los cancioneros medievales y renacentistas en español son antologías de la poesía cortesana (poesía cancioneril) de la época: Cancionero de Baena, Cancionero de Stúñiga, Cancionero de Palacio y Cancionero General, de Hernando del Castillo. Vid. Canción medieval o trovadoresca, Cantiga de amigo, Cantiga de amor y Cantiga de escarnio y maldecir. ‘Cansó’ [p. 27]. Composición de la escuela trovadoresca provenzal con temática de amor cortés. Métricamente consta de cinco a siete estrofas (coblas) y un remate final (tornada). Ha ejercido una gran influencia en la cantiga de amigo gallegoportuguesa. Vid. Amor cortés o ‘fin’amor’, Canción medieval o trovadoresca, Cantiga de amigo, Lírica trovadoresca Provenzal y Subgénero literario. Cantar de gesta [p. 18, 113, 122-23, 132, 139, 170, 174-76, 188]. Expresión con la que se designa una serie de relatos épicos medievales en verso, denominados cantares por estar destinados, no a la lectura, sino a la recitación declamada o al canto. Con un remoto antecedente en las epopeyas, se dicen de gesta (término latino que significa ‘las cosas hechas’) porque en dichos cantos se narran hazañas de personajes relevantes y acontecimientos de especial trascendencia para la comunidad social a la que van dirigidos. Son anónimos, obra de uno o más autores que habrían reunido leyendas y noticias preexistentes, transmitidas oralmente sobre el tema. Vid. Épica, Épica tradicional, Epopeya, Juglar y Subgénero literario. Cantiga [pp. 26, 55, 119, 188]. Denominación que se aplica a diferentes composiciones poéticas con música (cantiga de amigo, cantiga de amor, cantiga de escarnio y

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maldecir…) de la literatura gallego-portuguesa medieval. Asimismo, se llaman cantigas los poemas que integran el texto de las Cantigas de santa María, de Alfonso X, también en gallego; son de tema religioso mariano, en su mayor parte narrativas, pero también cantigas en loor en alabanza de la Virgen. Vid. Cantiga de amigo, Cantiga de amor, Cantiga de escarnio y maldecir, Lírica trovadoresca provenzal y Subgénero literario. Cantiga de amigo [p. 26]. Composición lírica de la poesía gallego-portuguesa medieval (siglos XIII-XIV) en la que apenas penetran, como en otras variantes de cantigas, las influencias provenzales. Hecha por trovadores, pone en boca femenina un lamento que arranca del dolor por la ausencia del amado e impulsa la efusión de los pensamientos y las confidencias de la enamorada a la naturaleza o a otra mujer (amiga, madre…), e incluso al amigo, sobre este u otros asuntos amorosos (la tardanza, la traición, la ruptura del secreto amoroso, el gozo del reencuentro…). Vid. Cantiga, Lírica trovadoresca provenzal y Subgénero literario. Cantiga de amor [p. 26]. Subgénero lírico característico de la poesía culta gallegoportuguesa medieval (siglos XIII-XIV). Consiste en un poema a una mujer en el que el hablante lírico suele manifestar su dolor por el rechazo de la dama. Está fuertemente influido por la lírica trovadoresca provenzal, en especial por la cansó, aunque rezuman una tristeza, incluso una desesperación causada por la repulsa, bastante lejanas del sufrimiento gozoso que caracteriza las quejas de aquellos enamorados. Vid. Cantiga, Hablante lírico, Lírica trovadoresca provenzal y Subgénero literario. Cantiga de escarnio y maldecir [p. 26]. Subgénero lírico propio de la poesía gallegoportuguesa medieval (siglos XIII-XIV), de carácter burlesco, influido por la lírica trovadoresca provenzal, en el que se ataca encubierta (escarnio) o directamente (maldecir) a personas (muchas veces a poetas), grupos o instituciones. La temática se relaciona con lo carnavalesco y la intención jocosa se impone a cualquier atisbo de moralización. Vid. Cantiga, Lírica trovadoresca provenzal y Subgénero literario. Canto (estructura externa) [pp. 229, 274]. Parte de las varias en que se divide un cantar de gesta, un poema épico o un poema más complejo y ambicioso, como, por ejemplo, la Divina comedia de Dante. Capítulo [pp. 19, 53, 66, 79, 215, 226, 229, 231, 271-72, 286]. Uno de los componentes en los que, desde un punto de vista externo, puede dividirse un texto, por razones de organización interna y para facilitar la lectura y comprensión del tema que se va a tratar. Los capítulos pueden ir señalados por un número y un título en el que se sugiere o enuncia su contenido. La división en capítulos es propia de la narrativa y del ensayo. ‘Carpe diem’ [pp. 69, 72-6, 80, 273, 279-80, 284-85]. Tema literario tópico, procedente de las Odas de Horacio (‘goza del día’, ‘aprovecha el día’), que invita a gozar del momento presente y de la juventud. Es semejante al collige, virgo, rosas…, del también latino Ausonio. Vid. Lugar común. Cesura intensa [p. 101]. Vid. Pausa interna. ‘Cinquecento’ [p. 280]. Abreviadamente, ‘años [mil] quinientos en italiano’. Es el nombre que recibe un periodo dentro del arte europeo, especialmente el italiano, correspondiente al siglo XVI. Se caracteriza intelectualmente por el

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paso del teocentrismo medieval al antropocentrismo humanista de la Edad Moderna; y estilísticamente por la búsqueda de las formas artísticas de la Antigüedad clásica y la imitación (mímesis) de la naturaleza, lo que se ha denominado Renacimiento. Vid. Renacimiento. Cláusula rítmica [pp. 102-4]. Agrupación de dos o tres sílabas en torno a un acento en el verso, que puede constar de varias cláusulas rítmicas. Según unos autores (Andrés Bello), estas cláusulas empiezan a contarse desde la primera sílaba del verso, mientras que otros, como Tomás Navarro Tomás, optan por hacer el cómputo desde el primer acento en adelante (las sílabas anteriores forman anacrusis) y unos terceros, como Rafael de Balbín, para la configuración de los periodos rítmicos, se fijan únicamente en el signo par e impar del último acento del verso. Vid. Anacrusis, Anfíbraco o pie rítmico anfibráquico, Anapesto o pie rítmico anapéstico, Dáctilo o pie rítmico dactílico, Troqueo o pie rítmico trocaico y Yambo o pie rítmico yámbico. Cohabitación [p. 155]. Figura de pensamiento, lógica, que consiste en adscribir a un mismo sujeto dos conceptos contrarios; su uso estilístico más frecuente tiene por objeto el reflejar las contradicciones de la persona en el plano amoroso o moral. Vid. Antítesis o contraste y Figura retórica. ‘Collage’ [p. 233]. Término de origen francés (coller: pegar) con el que se designa una técnica artística que consiste en ensamblar elementos elegidos de entre diversas obras u objetos preexistentes con los que se realiza una obra nueva e insólita. La técnica, procedente de las artes plásticas, se incorpora a la nueva literatura con las vanguardias del siglo XX. ‘Collige, virgo, rosas’ [pp. 72-6]. Vid. Carpe diem. Comedia [pp. 17-8, 63, 80, 112, 118, 124, 180, 188, 216, 232, 235, 252]. Término de origen griego —komodia, de komos (fiesta con desfile, canciones y danza, o también banquete) y ode: canto―, alusivo al festín o coro procesional con cantos que se celebraban en las fiestas dedicadas al dios Dionisos, culto al que se vincula el origen tanto de la comedia como de la tragedia. Posteriormente pasaría a designar un subgénero teatral provisto de enredo y final feliz. En su Poética, Aristóteles la opone precisamente a la tragedia al definirla como una imitación dramática de hombres inferiores que provoca el efecto de lo ridículo. Vid. Drama, Subgénero literario, Tragedia y Tragicomedia. Comedia humanística [pp. 56, 145]. Género literario de carácter didáctico. Nacida en el seno del Humanismo con intenciones pedagógicas, la comedia humanística se escribía en latín, la lengua del Humanismo en el Renacimiento. Este género alcanza gran prestigio en los siglos XIV y XV y se cultivará en la frontera entre la Edad Media y el Renacimiento. Se trata de obras dialogadas en prosa, pensadas para la lectura, no para la representación, que tratan temas de actualidad, con interés especial por las clases humildes y por lo pintoresco de la vida cotidiana. Manejan el diálogo, que es la estructura clave, con una buena técnica literaria y riqueza de recursos expresivos. El argumento es sencillo y se desarrolla lentamente a partir del diálogo con pocas o ninguna acotación. El manejo del tiempo y del espacio es muy flexible por no estar pensadas para ser representadas. Tienen, como en el caso de la comedia latina, un final feliz y agradable al público, acorde con la intención didáctica. No en vano los antecedentes de esta comedia humanística hay que buscarlos en las comedias

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latinas de Plauto y Terencio. También existe una comedia humanística dedicada al género dramático. Este tipo de comedias no tiene por qué tener un final feliz para el público ni está protagonizado por gente de clase baja. Destaca La Celestina como obra cumbre de la comedia humanística, que no está escrita en latín, sino en español. Vid. Argumento, Comedia, Diálogo, Edad Media, Estructura, Género literario, Prosa y Renacimiento. Complexión [pp. 135-36]. Figura retórica de dicción (del latín complexio, -onis) que se forma por repetición; combina la anáfora y la epífora. Vid. Anáfora, Epífora y Figura retórica. Composición poética estrófica [pp. 117-20, 281]. Poema que se compone de una estrofa (monoestrófico) o de varias (poliestrófico). Vid. Estrofa. Composición poética no estrófica o aestrófica [pp. 117, 120-26, 175]. Poema compuesto de una serie indefinida de versos que no forman estrofas, como el romance, la silva, los endecasílabos blancos o los versos libres o versículos. Vid. Estrofa, Romance (métrica), Silva, Verso libre o versículo y Versos blancos. Cómputo silábico [pp. 97-8, 101, 104, 113, 124]. Medición del número de sílabas que tiene un verso. Comunicación (figura retórica) [pp. 158-59]. Figura retórica de pensamiento, dialéctica, mediante la que el hablante consulta la opinión de la persona o personas a quienes se dirige, convencido de que no se diferencia de la suya propia. Vid. Figura retórica. Comunicación literaria [pp. 25, 172-73]. Como todo fenómeno cultural, la literatura es un acto de comunicación en el que se produce un paso de información desde una fuente (el escritor) a un destinatario: el oyente (en el caso de la transmisión oral del mensaje), el lector (en el caso del texto escrito) o el espectador, en la representación dramática. El proceso de comunicación de una obra literaria puede ser analizado en relación con el modelo de la comunicación lingüística descrito por Roman Jakobson, y este, a su vez, por referencia a un modo más elemental (el paso de información entre aparatos mecánicos), según ha mostrado en sus estudios Umberto Eco. Concatenación [p. 134]. Término de origen latino (concatenatio: concatenación) con el que se denomina una figura retórica de dicción que se produce por medio de una repetición encadenada, resultante de la suma de varias anadiplosis. Vid. Anadiplosis y Figura retórica. Conceptismo [p. 278]. Escuela literaria basada en el concepto, que es el centro de toda la literatura del Barroco y que Gracián define como “un acto del entendimiento que exprime la correspondencia que se halla entre los objetos”. Hasta hace unas décadas se consideraba antitéticos el conceptismo y el culteranismo, pero hoy está demostrado que este último es una rama derivada del gran tronco conceptista. Que el culteranismo y el conceptismo son tendencias perfectamente conciliables queda patente en obras como La vida es sueño, de Calderón de la Barca. Los autores conceptistas concentran la atención sobre el lenguaje, tensándolo en busca de nuevas relaciones semánticas y fónicas, y, a menudo, pretenden condensar una gran cantidad de ideas en pocas líneas; de ahí que los juegos de palabras y las creaciones léxicas figuren entre los recursos más utilizados junto a dilogías, equívocos, paradojas, paronomasias, paralelismos, calambures, antítesis, símiles y metáforas denigratorias,

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zeugmas, asociaciones insólitas, adjetivación no muy abundante pero originalísima, yuxtaposiciones, elipsis, frases truncadas, sintaxis tendente a la brevedad y, en general, búsqueda de una gran densidad basada en el laconismo. Vid. Antítesis o contraste, Barroco, Calambur, Culteranismo, Dilogía, Elipsis (figura retórica), Equívoco, Metáfora, Paradoja, Paralelismo, Paronomasia, Símil o comparación y Zeugma. Confesión [pp. 218, 249]. Subgénero narrativo con abundantes puntos de contacto con la autobiografía, de la que se diferencia fundamentalmente por incidir en los aspectos íntimos, espirituales e ideológicos. Por lo demás, es un relato autodiegético basado en especial en la técnica temporalizadora de la analepsis. La obra con la que el género se inicia, las Confesiones, de san Agustín (escritas entre fines del siglo IV y principios del V), marcan sus características esenciales. Vid. Analepsis, Autobiografía, Narrador autodiegético, Memorias y Subgénero literario. Conminación [pp. 128, 160-61]. Término procedente del latino comminatio (amenaza) por el que se designa una figura retórica consiste en anunciar o pronosticar graves daños para el destinatario del mensaje, si no cambia de actitud y conducta o no actúa en consecuencia con lo que se sugiere en dicha conminación. Vid. Execración, Figura retórica e Imprecación. Connotación [pp. 66, 146]. Término usado por L. T. Hjelmslev para señalar los significados que pueden sumarse, en el lenguaje, a los significados primeros, propios de la denotación, que son los que tienen las palabras dentro del código de una lengua y los que usan comúnmente los hablantes. Mediante la connotación se añade una carga semántica y estilística a la denotación en los textos literarios, convirtiéndolos así en subjetivos, polisémicos, ambiguos, plurivalentes, llenos de insólitos y misteriosos significados. Entre los recursos retóricos de mayor valor connotativo figuran los tropos. La connotación alcanza su concentración más alta en los textos líricos. Vid. Tropo. ‘Contemptus mundi’ o menosprecio del mundo [pp. 69, 72, 80]. Tópico literario relacionado con el beatus ille, el menosprecio de corte, la vida retirada, el sic transit y la caducidad de los bienes terrenos. Por medio de él se muestra desdén del mundo y de la vida terrena, que no son otra cosa que un valle de lágrimas y de dolor. Vid. ‘Beatus ille”, Lugar común, Menosprecio de corte y alabanza de aldea, ‘Sic transit gloria mundi’ y Vida retirada. Contrapunto [p. 189]. Técnica literaria, derivada de la musical, consistente en un simultaneísmo antitético que se percibe como armónico. No es exclusivo de ningún género literario, de modo que no resulta infrecuente en el teatro (el de Antón Chéjov es un buen ejemplo) y en la lírica. En la narrativa su cultivo se incrementa desde la publicación de novelas como Los monederos falsos (1925) de André Gide, Manhattan Transfer de John Dos Passos, o Contrapunto de Aldous Huxley. Vid. Simultaneísmo. Copla o cantar [pp. 100, 112]. Tipo de composición lírica usada preferentemente en la poesía popular, pero que aparece también en la poesía culta medieval, en la de los Siglos de Oro y en la popularista contemporánea. Se utiliza también como letra de cantos y bailes populares. Aun cuando presenta diferentes formas estróficas a lo largo de su historia (copla castellana, copla caudata, copla real o falsa décima), la estrofa que por antonomasia se denomina copla está

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constituida por cuatro versos de arte menor, generalmente, octosílabos, con rima asonante en los versos pares y sin rima en los impares. Esquema: -a-a. Vid. Copla castellana, Copla real, Décima y Estrofa. Copla de arte mayor [pp. 117-18]. Estrofa de rima consonante que en la Edad Media desplazó el uso de la cuaderna vía; luego ella misma fue olvidada por el esplendor de los endecasílabos, de la octava real y el soneto. Consta de ocho versos, por lo común dodecasílabos (la medida puede oscilar mínimamente, pues lo decisivo aquí es la colocación de dos acentos separados por dos sílabas átonas en cada hemistiquio) con dos o tres rimas diferentes, organizados de cuatro en cuatro, y con las rimas cruzadas o abrazadas. Esquemas diversos: ABBAACCA, ABABBCCB… Los versos cuarto y quinto suelen rimar entre sí. Vid. Copla de arte menor, Estrofa, Hemistiquio, Octava real, Rima abrazada, Rima cruzada, alterna, entrelazada o encadenada y Soneto. Copla de arte menor [p. 117]. Estrofa similar a la copla de arte mayor, generalmente formada por dos redondillas con tres rimas diferentes cruzadas o abrazadas; podía llevar algún pie quebrado. Esquemas diversos: abbaacca, ababacca, etc. Vid. Copla de arte mayor, Estrofa, Redondilla, Rima abrazada, Rima cruzada, alterna, entrelazada o encadenada y Verso de pie quebrado. Copla castellana [p. 117]. Estrofa de ocho versos octosílabos, por lo común distribuidos en dos redondillas con cuatro rimas diferentes cruzadas o abrazadas; podía llevar algún pie quebrado. Esquemas diversos: abbacddc, abbacdcd, etc. Vid. Estrofa, Redondilla, Rima abrazada, Rima cruzada, alterna, entrelazada o encadenada y Verso de pie quebrado. Copla de pie quebrado o copla manriqueña [p. 115]. Combinación variada de versos octosílabos y tetrasílabos con rima consonante de seis versos (sextillas). El esquema más famoso es el de la copla manriqueña, pero no es el único: abcabc. Vid. Estrofa, Sextilla y Verso de pie quebrado. Copla real [p. 117]. Estrofa divulgada por Juan de Mena (siglo XV). Consta de diez versos octosílabos consonantes formados por dos quintillas de rimas diferentes (abaab adccd). Abundan también en los cancioneros de los siglos XV y XVI coplas reales en las que se intercalan pies quebrados y que están formadas por una parte de cuatro octosílabos y otra de seis, o bien por dos partes de cinco versos cada una, sin la obligación de guardar simetría entre ambas. Vid. Cancionero, Estrofa, Quintilla y Verso de pie quebrado. Corrección (figura retórica) [p. 162]. La correctio o epanortosis, términos latino y griego con los que se reconoce una figura retórica de pensamiento, dialéctica, en la retórica clásica, consistente en rectificar, desdecir o precisar una consideración, afirmación o expresión emitida anteriormente y que es considerada inexacta o inconveniente. Vid. Figura retórica y Retórica. Correlación diseminativo-recolectiva [p. 283]. Tipo de correlación, que es una figura retórica de dicción, en la que lo separadamente sembrado a lo largo de un texto se recoge al final. Vid. Figura retórica. Corriente de conciencia, flujo de conciencia o ‘stream of consciousness’ [pp. 183, 203]. Expresión acuñada por el psicólogo William James para designar el proceso mental de la conciencia que, a su juicio, se desarrolla en forma de “río” o “corriente”. Supone el reflejo del triunfo del subconsciente sobre el pensamiento inarticulado. Como técnica narrativa, se suele conocer este

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fenómeno con el nombre de monólogo interior. De hecho, algunos autores creen innecesaria la diferenciación entre corriente de conciencia y monólogo interior. Otros, en cambio, sí defienden que en el monólogo interior son mucho menores los rasgos de desorganización, confusión y caos mental que caracterizan la corriente de conciencia y se reflejan en su plasmación lingüística. Otros admiten que el flujo de conciencia puede expresarse también mediante el estilo indirecto libre. Vid. Estilo indirecto libre, Monólogo autorreflexivo y Monólogo interior. Crema o diéresis (ortografía) [p. 98]. Signo ortográfico auxiliar representado por dos puntos (¨) que se disponen horizontalmente sobre la vocal a la que afectan. En nuestro idioma se debe colocar obligatoriamente sobre la “u” para indicar que esta vocal ha de pronunciarse en las combinaciones “gue” y “gui”. Crónica [pp. 32, 111, 123, 171, 175, 185, 216, 230]. Género histórico mediante el cual se exponen una serie de acontecimientos en sucesión cronológica ordenada. Generalmente la crónica abarca un reinado (Crónica de don Pero el Cruel, del Canciler Ayala), pero puede ser más amplia (Crónica General, de Alfonso X el Sabio). En algunas de las crónicas históricas medievales encontramos versificados varios cantares de gesta, como el de Fernán González, la condesa traidora, Garci Fernández, el Cid, los infantes de Lara, Bernardo del Carpio, etc. Vid. Cantar de gesta. Cronografía [p. 147]. Término procedente de dos palabras griegas (chronos: tiempo; y grafia: descripción, escritura, representación gráfica) con el que se designa una figura retórica de pensamiento consistente en una descripción temporal. Vid. Figura retórica, Pragmatografía y Topografía. Cronotopo [pp. 180, 248-49]. Término compuesto de dos palabras griegas (chronos: tiempo; y topos: lugar), utilizado por la ciencia matemática (Albert Einstein lo emplea en su teoría de la relatividad) y aplicado por Mijail Bajtin a la teoría de la literatura como una categoría de la forma y del contenido que sirve para expresar el “carácter indisoluble del espacio y el tiempo (el tiempo como la cuarta dimensión del espacio)”. La interdependencia estrecha existente entre ambas coordenadas es tal en géneros como la novela, que los elementos temporales se revelan en el espacio y el espacio es entendido a través del tiempo. Para Bajtin, las acciones desarrolladas durante cierto tiempo (por ejemplo, “el tiempo de la aventura”) van ligadas también a cierto espacio (el “espacio de la aventura”), de tal manera que de esta relación surge lo que el mismo autor designa como motivo. Este motivo, además, permite la constitución del ambiente en tanto que lo que ocurre en la escena genera una predisposición por parte del lector hacia una interpretación del texto. Vid. Espacio, Motivo y Tiempo. Cuaderna vía o tetrástrofo monorrimo [pp. 113, 118]. Estrofa de cuatro versos alejandrinos monorrimos y consonantes. Esquema: AAAA. Posee carácter culto y surge con el Mester de Clerecía. Vid. Estrofa y Mester de Clerecía. Cuadro (teatro) [p. 274]. División de un acto en una obra de teatro (por ejemplo, “acto en dos cuadros”). Entre los cuadros suele haber cambio de decorado, con caída de telón o bien a la vista del público. Vid. Acto y Escena (teatro). Cuadro de costumbres [pp. 185-86]. Subgénero narrativo de breve extensión, característico de la prosa romántica. Presenta con simpatía y amenidad el modo

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de vivir, las costumbres y los tipos populares y revaloriza lo tradicional y propio frente a lo extranjero. Vid. Subgénero literario. Cuarteta [pp. 112, 120, 175]. Estrofa de cuatro versos octosílabos, o más cortos, y rima consonante (dos rimas cruzadas). Esquema: abab. Vid. Rima cruzada, alterna, entrelazada o encadenada. Vid. Estrofa Cuarteto [pp. 35, 81-2, 84-5, 91-2, 94, 102, 111, 118, 155, 280-84]. Estrofa de cuatro versos de arte mayor, generalmente endecasílabos, con dos rimas abrazadas consonantes. Esquema: ABBA. Vid. Estrofa y Rima abrazada. Cuento (subgénero narrativo) [pp. 53, 78, 170, 176-80, 184-87, 189, 211, 218, 230, 232, 238, 255, 270]. Término de origen latino (computus, computare: contar numéricamente; en sentido traslaticio, contar acontecimientos) con el que se designa a un relato breve, oral o escrito, en el que se narra una historia de ficción (fantástica o verosímil), con un reducido número de personajes y una intriga poco desarrollada, que se encamina rápidamente hacia su clímax y desenlace final. Vid. Subgénero literario. Cuento culto, artístico o literario [pp. 177-78]. Cuento concebido y transmitido por medio de la escritura. Se presenta generalmente en una sola versión, sin el juego de variantes características del cuento popular de tradición fundamentalmente oral. Aunque se conserva un corpus importante de cuentos del Antiguo Egipto, que constituyen la primera muestra conocida del género, una de las primeras manifestaciones de este tipo en lengua castellana es la obra El conde Lucanor, de don Juan Manuel. Sin embargo, será a partir del siglo XX cuando adquiere una merecida consideración y un notable enriquecimiento temático. Vid. Cuento oral, folclórico o popular. Cuento largo [p. 184]. Vid. Novela corta y ‘Novella’. Cuento oral, folclórico o popular [pp. 78, 176-77, 179, 238]. Cuento elaborado por un autor anónimo y transmitido por tradición oral, lo que no impide su inclusión en libros que suelen agrupar varios formando una colección. Suelen presentar múltiples versiones, que coinciden en la estructura pero difieren en los detalles. Comprende tres subtipos: cuentos de hadas, cuentos de animales y cuentos de costumbres. El mito y la leyenda son también narraciones tradicionales, pero suelen considerarse géneros autónomos. Los cuentos populares, sencillos, esquemáticos y moralizantes, son imitados a veces por grandes escritores, igual que los poetas cultos imitan la poesía popular. Hans Christian Andersen y los hermanos Grimm son buenos ejemplos de estos. Vid. Cuento culto, artístico o literario, Leyenda y Mito. Culteranismo [pp. 278-79]. Escuela literaria que constituye una derivación del conceptismo barroco. Se caracteriza por la tendencia a la amplificación y los gustos latinizantes. Sus cultivadores —Góngora, en especial— componen a veces largas obras basadas en asuntos que requerirían una reducida extensión, y crean un universo artístico-literario de intensa belleza, adelantándose al concepto del arte por el arte. Los principales recursos retóricos que utilizan sus cultivadores son las antítesis, los hipérbatos, la hipérbole, las metáforas enaltecedoras muy audaces, la abundancia de adjetivos, muchos de ellos epítetos, los quiasmos, las onomatopeyas y aliteraciones… Deben recordarse, además, el gusto por las perífrasis, los paralelismos y las sinestesias sintácticas y semánticas, las alusiones mitológicas, los cultismos, el gusto por el acusativo griego, por el

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ablativo absoluto, la atención al color, los neologismos y, en fin, el ansia de crear un mundo poético refinado e ideal con una lengua diferente por su altura estética, su musicalidad y su cuidada perfección de la lengua común y aun de otras variedades de la lengua de su tiempo. Vid. Aliteración, Antítesis o contraste, Arte por el arte, Barroco, Conceptismo, Cultismo, Epíteto, Hipérbaton, Hipérbole, Metáfora, Mito, Onomatopeya, Perífrasis o circunloquio, Quiasmo y Sinestesia. Cultismo [p. 278]. Vocablo originario de una lengua clásica que prácticamente no ha sufrido las transformaciones fonéticas generales a las que se han visto sometido las palabras patrimoniales: auricular (debería ser *orejar, como auriculum es oreja). Hay cultismos que no proceden del caudal léxico inicial de una lengua, sino que, por diversas necesidades (científicas, tecnológicas, filosóficas…) o por influencia de los escritores, se van incorporando a ella en diferentes épocas, procedentes del griego o del latín: artículo, áspid, frígido, neurastenia, teléfono… Vid. Culteranismo. Dáctilo o pie rítmico dactílico [pp. 103-4]. Cláusula rítmica trisílaba, con acento en la primera sílaba (óoo). Vid. Anapesto o pie rítmico anapéstico, Anfíbraco o pie rítmico anfibráquico y Cláusula rítmica. Danza de la Muerte o danza macabra [p. 76]. Género didáctico-satírico, alegórico y moralizador, en verso. Se trata de poemas dialogados, con elementos dramáticos, que se difundieron por toda Europa entre fines del siglo XIV y principios del XV. Derivan, probablemente, de la angustia producida por la peste negra del siglo XIV. La Muerte arrastra a una danza macabra a personas de distintas clases, sin inhibirse ante las más altas jerarquías (emperadores, reyes, papas). El diálogo desarrolla, siguiendo un orden descendente, las acusaciones de la Muerte y la defensa del personaje, que se niega a acompañarla. Destacan el trasfondo religioso, lo inexorable del morir, la crueldad de una Muerte que disfruta matando, su poder igualatorio, la vanidad de los bienes terrenos, la fugacidad de la vida, la crítica social, el tono elegíaco y la presencia de ciertos elementos carnavalescos. Vid. Alegoría, Edad Media y Sátira. Decasílabo [pp. 100, 102, 104, 121]. Verso de diez sílabas. Decasílabo anapéstico [p. 102]. Verso simple de diez sílabas cuyos acentos principales recaen en las sílabas tercera, sexta y novena. Consta de una sucesión de anapestos. Vid. Anapesto o pie rítmico anapéstico. Décima [pp. 19, 117, 267, 274]. Estrofa de diez versos que presenta distintas modalidades o formas de construcción, según los diferentes tipos de versos utilizados o la distinta combinación de la rima. Vid. Décima antigua, Espinela y Estrofa. Décima antigua [p. 117]. Combinación de diez versos que riman en consonante y se dividen en dos grupos: uno de cuatro seguido de otro de seis versos, o uno de seis versos seguido del grupo de cuatro. Lleva entre dos y cinco rimas distintas, que en el grupo de cuatro suelen ir abrazadas o cruzadas (abba, abab) y adoptan disposiciones muy variadas en el grupo de seis versos. Vid. Décima, Rima abrazada y Rima cruzada, alterna, entrelazada o encadenada. Deíctico [pp. 196, 198]. Palabra derivada de deixis (del griego deixis: demostración, referencia) que se emplea para aludir al carácter de ciertas expresiones

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lingüísticas (pronombres personales, adjetivos demostrativos, adverbios de tiempo y de lugar), las cuales tienen la función de indicar, mostrar o señalar a personas, objetos, situaciones o lugares dentro de la estructura oracional o frasémica. Deprecación [pp. 159-60]. Del latín deprecatio, -onis: súplica. Figura retórica de pensamiento, patética, que consiste en un ruego o súplica a seres divinos o humanos. Vid. Figura retórica. Derivación (figura retórica) [p. 139]. Del latín derivatio, -onis. Figura retórica de dicción consistente en la utilización, dentro de un determinado texto, de diversas palabras procedentes de un mismo lexema o raíz. Vid. Figura retórica y Poliptoton. Descripción (modalidad del discurso) [pp. 23, 26, 43, 48, 53, 66, 68, 118, 127, 147-48, 164, 172-73, 178, 180, 184-86, 189-91, 194, 226, 229, 238, 242-45, 247-48, 276, 281]. Grupo de figuras retóricas de pensamiento y, a la vez, técnica temporalizadora mediante la que se detiene la acción mientras se mencionan rasgos de los personajes (su físico, su carácter, sus sentimientos), los objetos o los lugares y se dan detalles sobre sus distintas partes, cualidades o circunstancias. Vid. Figura retórica. Descripción (espacial) dinámica, animada o cinematográfica [p. 244]. Técnica descriptiva por medio de la que se aporta información en el relato sobre el espacio según avanza el acontecer, es decir, se van presentando los escenarios en movimiento, tal como lo haría una cámara cinematográfica a través de la que el director —narrador— nos describe y cuenta las acciones del filme. Vid. Descripción (espacial) estática. Descripción (espacial) estática [p. 244]. Técnica descriptiva por medio de la que se nos da detalles del aspecto del espacio, de su mera apariencia, sin que este experimente variación alguna, como si estuviera detenido en el tiempo o este se observara desde un ángulo fijo. Vid. Descripción (espacial) dinámica o cinematográfica. Descripción (espacial) objetiva [p. 245]. Técnica descriptiva en la que se trasluce la intención del autor de trasladar, mediante la escritura, una copia fiel del espacio observado. Vid. Descripción (espacial) subjetiva. Descripción (espacial) subjetiva [p. 245]. Técnica descriptiva que consiste en presentar el escenario desde la sensibilidad del narrador y donde hay evidencias de interpretación o de su estado de ánimo. Vid. Descripción (espacial) objetiva. ‘Descriptio puellae’ [pp. 48, 52, 281-82]. Expresión latina que significa ‘descripción de la joven’ con que se denomina un tópico literario consistente en hacer una enumeración gradativa de las características de una doncella, en general dotándola de rasgos sumamente idealizados, de modo que la belleza del sujeto de la descripción puede incluso sublimarse y convertirse en símbolo de una belleza que eleva espiritualmente. Es un tópico antiquísimo ya presente en la Biblia (el Cantar de los Cantares) y especialmente explotado en la literatura medieval y en la renacentista. Vid. Lugar común. Desenlace [pp. 23, 35, 85, 118, 177-78, 180, 185, 226, 230-32, 255]. Final en el que se resuelven los conflictos del nudo en la obra narrativa y teatral —y ocasionalmente en algunos textos líricos—, clausurándose así el desarrollo de la

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historia con una situación estable (maduración, victoria, muerte, boda, éxito, fracaso…). Vid. Nudo y Planteamiento o exposición. Despectivo [p. 165]. Afijo por medio del cual se forma una palabra derivada, usando derivación apreciativa, con significado negativo, irónico o de desprecio para designar que algo o alguien es malo, feo, sin forma, sin gracia, de mal gusto, etc. Vid. Aumentativo, Derivación y Diminutivo. Diácope [p. 133]. Término de origen griego (diakopé: corte) con el que se designa una figura retórica de repetición, variante de la reduplicación, que consiste en reiterar varias palabras en una frase o verso, separadas por otra palabra. Vid. Figura retórica y Reduplicación. Diálogo (modalidad del discurso) [pp. 21, 33-4, 56, 112, 135, 172-73, 178, 180, 185-86, 188, 192-97, 201-2, 206, 209, 216-17, 229, 244, 251, 276, 288, 292]. Término de origen griego (diálogos: conversación entre dos) con el que se designa una forma de discurso consistente en el intercambio de mensajes entre dos o más personajes que, alternando los papeles de emisor y receptor, realizan una mutua comunicación. Aunque es la forma característica del lenguaje teatral, también está presente en la narrativa; incluso, podemos encontrar poemas líricos con una estructura dialogal. Vid. Monólogo, Receptor y Soliloquio. Diálogo restringido o unilateral [pp. 194-95]. Diálogo en el que solo se oye una de las voces de los personajes que intervienen. Las palabras de uno de los interlocutores son sustituidas, pero no necesariamente, por líneas de puntos. Vid. Diálogo. Diégesis [pp. 188, 205, 210, 212, 225, 289]. Término griego que significa ‘relato’ o ‘exposición’, con el que se designa la sucesión cronológica de las acciones y acontecimientos que constituyen una historia narrada, coincidiendo así, para algunos autores, con los conceptos de fábula, historia o argumento. Vid. Argumento, Fábula e Historia. Diéresis (métrica) [pp. 98, 274, 281]. Término procedente del latino diaeresis (y este, a su vez, del griego diairesis: división) con el que se denomina a una licencia métrica que permite pronunciar en hiato dos sílabas de un diptongo. A veces se marca con el signo de la crema o diéresis: “süave”. Vid. Crema o diéresis, Hiato o dialefa, Licencia métrica o poética, Sinalefa y Sinéresis. Diminutivo [p. 165]. Afijo derivativo que modifica el significado de una palabra, generalmente un sustantivo para dar un matiz de tamaño pequeño o de poca importancia, o bien como expresión de cariño o afecto. En ocasiones puede tener un sentido despectivo, según el contexto. Vid. Aumentativo, Derivación y Despectivo. Discurso (narratología) [pp. 210-11, 219, 221-22, 225-29]. Opuesto a historia ―plano del contenido―, el discurso funciona como equivalente a trama ―plano de la expresión―, y en esa acepción es término válido no solo para la narrativa, sino también para el teatro, e incluso para la lírica con componentes narrativos. El discurso es la plasmación lingüística del argumento o historia (o, lo que es lo mismo, la historia convertida en texto) y suele presentar, con respecto a ella, variaciones diversas. Tzvetan Todorov hace uso de este término. Vid. Argumento, Diégesis, Fábula, Historia, Narración, Trama y Relato.

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Discurso inmediato [p. 202]. Nombre que le da Gérard Genette a la técnica narrativa del monólogo interior. Vid. Monólogo interior. Discurso narrativo [pp. 11, 188-92, 195-96, 198, 201-2, 216, 218, 222, 231, 250, 255]. En una narración, es el relato de acontecimientos (que es como también se le llama) de diversos personajes reales o imaginarios, desarrollados en un lugar y a lo largo de un tiempo y que aparece en boca del narrador, quien también puede describir, reflexionar, valorar lo que cuenta y hacer toda suerte de digresiones. Vid. Discurso del personaje y Relato de acontecimientos. Discurso del personaje [pp. 188, 190, 192-204, 238, 255, 276, 288]. Es aquella parte de la narración que figura en boca del personaje. Se refiere no solo a lo que dice (los diálogos), sino también a lo que piensa (los monólogos). Se le denomina también relato de palabras. Vid. Diálogo, Discurso narrativo, Monólogo y Relato de palabras. Disposición o ‘dispositio’ [pp. 224, 229, 231]. Es una de las cinco partes en que los tratadistas grecolatinos dividían la organización del discurso retórico. A la dispositio compete la organización y distribución de todo el material de que había de servirse el orador para elaborar su discurso, de acuerdo con unas partes o fases de desarrollo de dicho discurso, perfectamente delimitadas. Vid. Retórica. Dístico [p. 110]. Estrofa de dos versos, a veces de distinto metro, con autonomía significativa. Suele ir al final de las composiciones, aunque en muchas aparece al principio. Vid. Estrofa y Pareado. Dodecasílabo [pp. 101-2, 118-19, 121]. Verso de doce sílabas. ‘Dolce stil nuovo’ [p. 34]. Escuela poética italiana cultivadora del nuevo concepto del amor cortés que tiene su origen en la lírica trovadoresca provenzal. Se traslada de Bolonia a Florencia y abarca la segunda mitad del siglo XIII y el siglo XIV. Fueron sus iniciadores Guido Guinizelli y Guido Cavalcanti, seguidos por Dante en su juventud y Cino da Pistoia, entre otros (Petrarca recibe los influjos de provenzales y stilnovistas, pero con él y con su Canzoniere la poesía toma nuevos rumbos). Este movimiento dignifica y espiritualiza, por influjos cristianos y mariológicos, el adulterino amor cortés de la Provenza con base en la concepción feudal y convierte a la mujer en donna angelicata ante la cual el amante sufre de amor (neoaristotelismo) o aspira al bien, pues la belleza física de la amada es un reflejo de su perfección espiritual y un motivo que eleva al enamorado hacia lo divino (neoplatonismo). En el estilo se buscan, junto a la claridad y la armonía, la expresión del amor mediante procedimientos introspectivos y fórmulas intelectuales cargadas de simbolismo. Vid. Amor cortés o ‘fin’amor’, ‘Donna angelicata’ y Lírica trovadoresca provenzal. ‘Donna angelicata’ [p. 60]. Expresión italiana que significa ‘mujer angelical’ y que se utiliza para llamar un tópico literario ideado por Guido Guinizelli (siglo XIII), considerado el creador del dolce stil nuovo, y luego perfeccionado por Dante. Por lo tanto, la donna angelicata está ampliamente relacionada con esta escuela. Se trata de un estereotipo idealizado de la época medieval, pero que seguirá encontrando ecos en siglos posteriores. Dentro de sus características físicas generales nos encontramos con una mujer delgada, de piel blanca, con ojos claros, cabellera rubia, rostro ruborizado y busto abundante. Sin embargo, estas son únicamente aspectos externos. La donna angelicata no es solo una

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mujer hermosa con muchos atributos, sino un símbolo de inspiración divina. En la Divina comedia se evidencia cuando lo que termina de convencer a Dante para pasearse por el infierno es la imagen de que en el paraíso podrá reencontrarse con Beatriz. La mujer es vista como un símbolo de perfección espiritual, algo que se asemeja al concepto del amor cortés y a la herejía cátara. Los rasgos femeninos son exaltados por medio de la idealización, especialmente el cabello rubio, la piel blanca y los ojos claros. Vid. Amor cortés o ‘fin’amor’, ‘Dolce stil nuovo’ y Lugar común. Drama (subgénero dramático) [pp. 18, 39, 44, 165, 188]. Término griego (drama: acción) utilizado a partir del siglo XVIII para designar un subgénero teatral — también llamado tragicomedia— en el que se produce una síntesis de comedia y tragedia, rompiéndose así la separación tajante de las poéticas clásicas, que rechazaban la fusión de estos dos subgéneros. Vid. Comedia, Subgénero literario, Tragedia y Tragicomedia. Drama o dramática [pp. 11, 15, 17, 19, 24, 180, 188, 234]. Género literario bajo el cual se agrupan las obras de teatro, cuya acción, mimesis de la realidad, no es relatada por un narrador sino representada en un escenario por actores que fingen ser personajes movidos por diversos conflictos. Como vehículos verbales, se usan los diálogos y, en menor medida, los monólogos, en los que tienen cabida técnicas narrativas y descriptivas, así como elementos que pueden producir hondo lirismo. Vid. Épica, Género literario, Lírica, ‘Mimesis’ o mímesis y Narrativa. Drama lírico [p. 18]. Subgénero dramático en el que predomina lo poético sobre el desarrollo de la acción. En el texto, muy literario y estático, algunos diálogos o monólogos alcanzan una dimensión tan lírica que tienen valor por sí mismos, independientemente de la situación y de los personajes que los representan. Pueden encontrarse algunos ejemplos en el teatro modernista español. Vid. Subgénero literario. Dubitación [pp. 128, 162]. Término procedente del latín (dubitatio, -onis: duda; en griego, aporia, aporesis y diaporesis: obstáculo que cierra el paso, perplejidad) con el que se designa una figura retórica de pensamiento, dialéctica, consistente en la manifestación, por parte del emisor de un mensaje, de la incertidumbre en la que se encuentra a la hora de responder a una incógnita planteada, optar entre opiniones contrapuestas sobre un tema, situación o acontecimiento, tomar una decisión o, simplemente, elegir la forma más adecuada, entre varias, para hacer inteligible dicho mensaje al receptor. Vid. Figura retórica. Duración (narratología) [pp. 223, 226-28, 276, 289, 291]. Para algunos autores, es el conjunto de fenómenos vinculados con la relación de desajuste o equivalencia entre el tiempo de la historia y el tiempo del discurso. Vid. Elipsis (narratología), Escena (narratología), Pausa, Resumen o sumario, Ritmo y ‘Tempo’. Edad Media [pp. 18, 29-30, 37, 48-9, 69, 72, 78, 110, 118, 174, 177, 181, 186-87, 225]. Periodo histórico que, en la Península Ibérica, comienza en el siglo V con la invasión del Imperio Romano por los pueblos del norte de Europa y termina en el siglo XV.

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Edad de Oro [pp. 66, 79-80]. Tópico procedente de la literatura grecolatina. Hesíodo y Virgilio aluden en sus obras a una etapa primitiva de la humanidad en la que los habitantes de la tierra gozaban de perpetua juventud y vivían en comunidad de bienes en medio de una naturaleza pródiga en frutos, con lo que se alimentaban sin necesidad de trabajar. La paz y la concordia reinaban entre los hombres, que desconocían el robo, la violencia, la injusticia y la guerra. Vid. Campos Elíseos, Lugar común y Paraíso Terrenal. Égloga (subgénero lírico) [pp. 21, 33-4, 47, 53, 58, 67, 74, 92, 116, 121, 134, 137]. Término de origen grecolatino (ekloge, ecloga: texto “seleccionado”) que se ha usado de forma libérrima. Como subgénero lírico, cuyos orígenes se remontan a la poesía griega antigua (Teócrito), es un largo poema ―si bien los de Virgilio, a quien le debemos el nombre de este subgénero, son todavía breves― que, sobre el telón de una naturaleza campestre e idílica (locus amoenus), presenta conversaciones amorosas o intelectuales, de trasfondo platónico, entre pastores que subliman sus cuitas al son de sus instrumentos musicales. Vid. Idilio, Literatura pastoril, ‘Locus amoenus’ y Subgénero literario. Elegía [pp. 25, 29-32, 43, 66, 110, 124, 140]. Término de origen griego (é-legeia: lamentación; élegeion ou tó: dísticos elegíacos) que designa un subgénero lírico ya cultivado desde la Antigüedad clásica y que ha pervivido hasta hoy en distintas manifestaciones: la endecha, el planto o llanto por la muerte de alguien, el lamento por alguna catástrofe o la queja dolorida por un fracaso de amor. Los sentimientos intensos y contenidos, la tristeza, los lamentos que se filtran a través de apóstrofes, exclamaciones y personificaciones o prosopopeyas son la base del tono elegíaco. Vid. Apóstrofe o invocación, Endecha, Exclamación retórica, Personificación o prosopopeya, Planto o llanto y Subgénero literario. Elipsis (figura retórica) [pp. 128, 136-37]. Término procedente del latino elipsis (y este, a su vez, del griego elleipsis: carencia) con que se llama a una figura retórica de dicción basada en la omisión de una o más palabras que pueden deducirse fácilmente, aunque no estén, ni siquiera próximas, en el texto, pero sin las cuales se puede comprender perfectamente el sentido del enunciado. Vid. Figura retórica y Zeugma. Elipsis (narratología) [pp. 183, 226-28, 255]. Técnica temporalizadora (también llamada elusión) válida para novela, teatro y lírica con componentes narrativos consistente en suprimir en el relato o la trama ciertos acontecimientos de la historia, la fábula o el argumento, que pueden ser recuperados o narrados más tarde por una vuelta retrospectiva o analepsis. Vid. Duración. Elocución o ‘elocutio’ [pp. 127, 172-73]. En la Retórica clásica es la parte tercera del discurso oratorio. Dentro de las fases de la elaboración del discurso sigue a la inventio y a la dispositio. Sus cualidades principales han de ser la corrección, la claridad y la elegancia. En la elocución se manifiestan las características peculiares e individualizadoras del estilo, que debe ser elaborado y estar adornado de artificios y cargado de connotaciones que lo alejen de lo ordinario, para producir efectos de extrañamiento en los oyentes o en los lectores. Aun así, se distinguían en la antigua Retórica tres tipos de estilo elocutivo: genus humile o estilo llano, genus medium y genus sublime, este último el más colmado de recursos retóricos y también el más apropiado para la expresión en

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estilo directo de personajes nobles o cultos. Vid. Connotación, ‘Dispositio’, Estilo, Estilo directo, Figura retórica, Oratoria y Retórica. Emisor poético [pp. 19, 21-2, 24-5, 29, 42, 50, 58, 62, 82, 87, 151, 269, 273, 279, 282, 285]. Ente de ficción que, dentro del poema, enuncia el mensaje del discurso lírico. Encabalgamiento [pp. 106-8, 165, 274, 281, 283]. Desajuste producido en una estrofa al no coincidir la pausa morfosintáctica con la pausa métrica de un verso; circunstancia que se da cuando el sentido de una frase no queda completo en el marco de dicho verso (al que se denomina encabalgante) y continúa en el verso siguiente (encabalgado), de forma que la pausa versal del primero rompe unidades sintácticas estrechamente vinculadas. Vid. Esticomitia. Encabalgamiento abrupto [p. 107]. Encabalgamiento que termina antes de la quinta sílaba del verso encabalgado. Vid. Encabalgamiento y Encabalgamiento suave. Encabalgamiento léxico [p. 108]. Consiste en dividir una palabra entre el final del verso encabalgante y el comienzo del verso encabalgado. Vid. Encabalgamiento, Encabalgamiento oracional y Encabalgamiento sirremático. Encabalgamiento medial [p. 108]. Es el que se produce entre dos hemistiquios de un verso compuesto y coincide, por tanto, con la pausa interna o cesura intensa. Vid. Encabalgamiento, Hemistiquio, Pausa interna y Verso compuesto. Encabalgamiento oracional [p. 108]. Consiste en la ruptura ocasionada por la pausa final del verso de la unidad de una oración adjetiva especificativa, la cual ve separado su antecedente, que aparece al final del verso encabalgante, del consecuente, el cual se desplaza hasta el comienzo del verso encabalgado. Vid. Antecedente, Encabalgamiento, Encabalgamiento léxico, Encabalgamiento sirremático y Oración adjetiva especificativa. Encabalgamiento sirremático [p. 108]. Consiste en dividir entre el final del verso encabalgante y el comienzo del verso encabalgado un sirrema, grupo de palabras que forman una unidad sintáctica que en la estructura del lenguaje no admite pausa. Vid. Encabalgamiento, Encabalgamiento léxico, Encabalgamiento oracional y Sirrema. Encabalgamiento suave [p. 107]. Es aquel encabalgamiento que ocupa más de las cuatro primeras sílabas del verso encabalgado o continúa hasta el final del verso siguiente. Vid. Encabalgamiento y Encabalgamiento abrupto. Endecasílabo [pp. 27-8, 32, 37, 100-2, 110-11, 114-20, 123-24, 274, 281, 284]. Verso de once sílabas cuya longitud coincide con la del grupo fónico máximo en castellano. Endecasílabo blanco [pp. 124-25]. Verso de once sílabas que forma parte de un poema con versos de la misma médida, pero en el que ninguno de ellos tiene rima. Vid. Versos blancos. Endecasílabo enfático [p. 100]. Verso de once sílabas que lleva acento en las sílabas primeras, sexta y décima. Endecasílabo de gaita gallega [p. 100]. Verso de once sílabas con acentos en las sílabas cuarta, séptima y décima (muchas veces también lo lleva en la primera). Endecasílabo heroico [p. 100]. Verso de once sílabas cuyos acentos van en segunda, sexta y décima sílabas.

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Endecasílabo melódico [p. 100]. Verso de once sílabas con acento en la tercera, sexta y décima sílabas. Endecasílabo sáfico [p. 100]. Verso de once sílabas cuyos acentos van en las sílabas cuarta, octava y décima, o bien cuarta, sexta y décima (y casi siempre también en la primera). Endecha [pp. 32-3]. Subgénero lírico que consiste en un poemilla de arte menor (romancillos, redondillas, versos blancos…) y tema triste, muchas veces elegíaco. Vid. Elegía, Planto o llanto, Redondilla, Romancillo, Subgénero literario y Versos blancos. Endecha doble [p. 32]. Llamado también alejandrino a la francesa o verso de Berceo, es un tipo de versos de catorce sílabas compuesto de dos hemistiquios de siete sílabas cada uno y separado por pausa que funciona como la pausa al final de verso ―no permite la sinalefa y hace equivalentes los finales agudos, graves y esdrújulos―. Al ser compuesto de dos grupos menores de ocho sílabas, solo lleva acento rítmico obligatoriamente en la sexta y decimotercera sílabas. Normalmente, cada hemistiquio va acentuado, además, en una de sus primeras sílabas. Vid. Hemistiquio. Endecha real [p. 32]. Composición estrófica de tres versos heptasílabos seguidos de un endecasílabo. Riman en asonante los versos pares. El verso endecasílabo puede ocupar otro lugar y pueden rimar, en consonante o en asonante, los versos pares, por un lado, y los impares, por otro. Puede encontrarse, igualmente, sin rima. Eneasílabo [pp. 40, 100, 110, 121]. Verso de nueve sílabas. Ensayo (subgénero didáctico) [pp. 183, 186, 190, 287, 292]. Escrito en prosa, generalmente breve, de carácter didáctico e interpretativo, en el que su autor aborda, desde un punto de vista personal y subjetivo, temas diversos (filosóficos, literarios, científicos, políticos…) con gran flexibilidad de métodos y clara voluntad de estilo. Aunque se considera a Michel de Montaigne como el verdadero iniciador del subgénero con sus célebres Ensayos (1580), el inglés Francis Bacon, otro de los primeros ensayistas (Ensayos de moral y política, 1597), cree que los orígenes del ensayismo hay que buscarlos en la literatura grecolatina. Enumeración [pp. 77, 128, 134, 136, 138, 140-41, 233, 283-85]. Término con el que se designa una figura retórica de pensamiento (conocida como enumeratio, en latín, y eperismos, en griego) que consiste en la adición o presentación sucesiva de realidades vinculadas entre sí como elementos integrantes de un conjunto (objetos o sus partes, cualidades, acciones, aspectos, circunstancias, etc.), o una serie de conjuntos relacionados y vinculados mediante polisíndeton o asíndeton. Vid. Asíndeton, Figura retórica, Gradación y Polisíndeton. ‘Enxiemplo’ o ‘exemplo’ [p. 187]. Arcaísmo léxico, procedente del término latino exemplum, con el que se designaba en la literatura medieval un subgénero narrativo breve con función didáctico-moral. Dicho término aparece en el título de dos obras medievales, una de carácter ascético-moral, y otra fundamentalmente literaria. La primera es el Libro de los exemplos por abc, de un clérigo del siglo XV (Clemente Sánchez de Vercial), y que consta de una colección de 438 cuentos o ejemplos morales, procedentes de diversas fuentes, destinados a los predicadores, a quienes podrían servir como fuente de

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inspiración de sus sermones. La segunda es el Libro de los enxiemplos del Conde Lucanor et de Patronio, de don Juan Manuel, escrito entre 1325 y 1335. Vid. Apólogo y Subgénero literario. Epanadiplosis [pp. 128-29, 134-35, 275]. Término procedente del griego (epanadiplosis: reduplicación) con el que se designa una figura retórica de dicción consistente en la repetición de una o más palabras al comienzo y al final de una frase o de un verso, o de frases o versos correlativos. Vid. Anadiplosis y Figura retórica. Epéntesis [p. 132]. Término procedente del griego (epenthesis, de epentithemi: interponer) con el que se denomina un metaplasmo, una figura retórica de dicción y una licencia poética producidos por la intercalación de uno o varios sonidos en el interior de una palabra. Vid. Figura retórica, Licencia métrica o poética, Paragoge y Prótesis. Épica [pp. 15, 17-9, 116, 132, 160, 169-75, 180, 188, 208]. Género literario bajo cuya denominación se encuadran obras narrativas diversas. Las variedades en verso de este género se caracterizan por narrar hechos heroicos, a veces incluso protagonizados por dioses, y se encuentran entre las primeras manifestaciones literarias de todas las civilizaciones. Vid. Drama o dramática, Género literario, Lírica, Narrativa. Épica culta [pp. 116, 174]. Obra de poetas conocidos que cultivan de manera consciente una forma amplia y antiguamente establecida. El nombre de los autores por lo general es conocido. Compuesta en verso, la obra se trasmite por escrito y, por ende, suele conservarse. Va dirigida a un público más refinado que la épica tradicional. Sin embargo, al igual que esta otra, se ocupa de las tradiciones, los mitos o la historia y pueden intervenir dioses y seres extraordinarios en la acción, reflejo de la mentalidad precientífica reinante en el momento en que surgió la épica popular. También incurre en el uso de fórmulas hechas y epítetos estereotipados, lo mismo que la épica tradicional. Vid. Épica, Épica tradicional, Epíteto y Mito. Épica tradicional [pp. 173-75]. Se desarrolla a partir de la poesía popular transmitida oralmente por los bardos, juglares u otros autores y ocasionalmente escrita por poetas anónimos. Los acontecimientos narrados en estos poemas se basan en leyendas o hechos ocurridos. Vid. Épica y Épica culta. Epifonema [pp. 163, 280, 291]. Término de origen griego (epiphonema: expresión o juicio último) con el que se designa una figura retórica de pensamiento, patética, que consiste en insertar al final del texto unas palabras sentenciosas, ponderativas y, generalmente, enfáticas, con las que el hablante o el escritor cierra su enunciado y emite un juicio o consideración personal sobre las enseñanzas que se deducen del mensaje que acaba de transmitir. Vid. Figura retórica. Epífora [pp. 125, 135]. Término procedente del griego (epiphora: irrupción, conclusión) con el que se designa una figura retórica de dicción consistente en la reiteración de una o más palabras al final de una frase o frases de un periodo o, si se trata de un texto versificado, al final de un verso o de una estrofa. Es lo contrario de la anáfora. Vid. Anáfora, Complexión y Figura retórica.

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Epigrama [pp. 39-40, 59, 112, 154, 177]. Término griego (epigramma: inscripción) con el que se designaba inicialmente una inscripción o un escrito breve, generalmente en verso, grabado en piedra (en estatuas, tumbas, etc.), metal u otras materias. Su temática era, en un principio, de carácter épico o elegíaco. Con el tiempo el subgénero fue evolucionando hacia un tipo de poemita corto e ingenioso de tono humorístico o satírico. Así lo recibieron los romanos (Catulo, Marcial, Ausonio), que lo cultivaron con temas políticos, burlescos, irónicos…, siempre fuertemente críticos. Vid. Subgénero literario. Epistemología [pp. 203, 234]. Término proveniente de las palabras griegas episteme (conocimiento) y logos (estudio), se emplea para denominar una rama de la filosofía cuyo objeto de estudio es el conocimiento. Se ocupa de problemas tales como las circunstancias históricas, psicológicas y sociológicas que llevan a la obtención del conocimiento, y los criterios por los cuales se lo justifica o invalida, así como la definición clara y precisa de los conceptos epistémicos más usuales, tales como verdad, objetividad, realidad o justificación. Epístola [pp. 17-8, 38, 64, 108, 111, 224]. Término de origen griego (epistole: carta) y con el que se alude a un cauce de comunicación escrita y a un género literario, el epistolar, de tema vario y fines didácticos, moralizadores o satíricos, en verso (por lo general en tercetos o en versos blancos) o prosa. Las obras de este género constituyen el género epistolar, del que fueron maestros Cicerón, Lutero, Erasmo de Rotterdam y, en general, muchos humanistas. Son famosas, entre otras, la Epístola a los Pisones o Arte poética del latino Horacio, la “Epístola a Boscán” de Garcilaso, la “Epístola moral a Fabio” de Fernández de Andrada y la “Epístola satírica y censoria” al conde-duque de Olivares, de Quevedo, en los Siglos de Oro. Las Cartas que la francesa Mme. de Sévigné (siglo XVII) dirige a su hija reflejan la vida de la corte de Luis XIV e introducen en el género intensos valores literarios. Como muestras satírico-didácticas en prosa pueden recordarse, del siglo XVIII, las Cartas persas (1721) del barón de Montesquieu o las Cartas marruecas de Cadalso. El género epistolar se mezcla con el narrativo en novelas como Werther, de Goethe, o Pepita Jiménez, de Juan Valera. Vid. Género literario, Novela epistolar, Prosa, Terceto, Verso y Versos blancos. Epitalamio [p. 37]. Término procedente del latino epithalamium (y este, a su vez, del griego, epitalamios: sobre el tálamo o lecho nupcial) con que se designa un subgénero lírico consistente en un canto nupcial. En la Antigüedad clásica se interpretaba ante la cámara de los recién desposados. Vid. Himeneo y Subgénero literario. Epíteto [pp. 18, 48, 132-33, 164, 281-82, 291]. Término de origen griego (epitheton: sobrepuesto, añadido) con que se denomina una figura retórica de pensamiento que se produce por adición. Consiste en añadir a un sustantivo un adjetivo ―o expresión equivalente― cuya significación es más subjetiva y ornamental que descriptiva, aunque sobre este punto hay abundantes discusiones. A menudo el epíteto resulta pleonástico por referirse a cualidades esenciales del sustantivo al que acompaña. Vid. Adjetivo explicativo, Figura retórica y Pleonasmo. Epíteto constante [p. 132]. Adjetivo que dice una cualidad del nombre que es evidente. Se utiliza normalmente en poesía. Se coloca delante del sustantivo. Vid. Epíteto y Epíteto ocasional.

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Epíteto ocasional [p. 132]. Adjetivo que puede ir delante o detrás del nombre y que solo adquiere valores de epítetos según el contexto en el que se encuentra. Vid. Epíteto y Epíteto constante. Epodo (métrica) [pp. 28-9]. Término que designa la tercera de las estrofas (tríada epódica) de la llamada canción pindárica. Presenta un número y combinación de versos (heptasílabos y endecasílabos) diferentes a los de las dos primeras estrofas, así como una distinta organización de las rimas. Vid. Canción pindárica y Estrofa. Epodo (subgénero lírico) [p. 17]. Composición de origen griego ―el término proviene de epodos: después del canto― destinada al insulto y al improperio, aunque hay algunas de carácter eminentemente lírico, como las que escribe el poeta latino Horacio. Vid. Antistrofa, Canción pindárica, Estrofa y Subgénero literario. Epopeya [pp. 17-8, 169-70, 173-75, 180-81, 183, 208, 234-35, 252]. Término de origen griego (epopeiíe o epopeiía: relato versificado de acciones heroicas) con el que se designa un tipo de poema épico transmitido por tradición oral, probablemente destinado al canto o a la recitación acompañada de instrumento musical, y en el que se relatan acciones extraordinarias de héroes (legendarios o históricos) asociados con los orígenes y destino de sus respectivos pueblos. Vid. Cantar de gesta, Épica, Épica tradicional, Poema épico y Subgénero literario. Equívoco [p. 141]. Término de origen latino (aequivocua, de aequa-vox: igual voz, pero diversos sentidos) con el que se designa una figura retórica de dicción consistente en la utilización de palabras homónimas que se pronuncian de la misma manera (“yerro” – “hierro”) o que se escriben igual (“vela” de barco y “vela” de cirio) y que, sin embargo, presentan un significado distinto. Este recurso literario, que se funda en la ambigüedad y polisemia de las palabras, se presta a un juego de humor y de ironía. Vid. Calambur, Figura retórica, Paronomasia y Silepsis o dilogía. Escena (narratología) [pp. 227, 255, 276, 288]. Técnica temporalizadora que se usa en narrativa y que, mediante el uso casi exclusivo del diálogo, produce un ritmo narrativo equilibrado entre el desarrollo de la historia y el del discurso. Vid. Duración. Escena (teatro) [pp. 189, 269, 271, 274]. En su concepción dramática tradicional, es cada una de las partes, variables, en que se divide un acto y en la que actúan los mismos personajes, de modo que sus entradas y salidas delimitan los cambios, que no empiezan a señalarse en las obras hasta finales del siglo XVIII. En el texto dramático las sucesivas escenas se marcan, igual que las acotaciones, con letra distinta, pues pertenecen al texto dramático secundario; llevan una enumeración y, muchas veces, mención de los personajes que van a intervenir en ellas. Cuando no rige esta concepción tradicional, como en el teatro de Shakespeare, de Brecht, en algunas obras de Valle-Inclán o en Buero Vallejo, la escena es una parte de la obra teatral con significado autónomo. Vid. Acto y Cuadro. Escenario (narratología) [pp. 185, 244-45, 248]. Espacio físico interior que aparece en un texto narrativo.

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Espacio (narratología, teoría del teatro y de la lírica) [pp. 66-9, 79, 178, 180, 186, 189, 205-6, 214-15, 229, 243-49, 255, 276, 287, 289]. Es una de las categorías sobre las que se articula la estructura de las obras narrativas, dramáticas o líricas. En la narrativa es el lugar imaginario donde los personajes o seres de la obra toman el lugar de sus acciones cuando llega el momento. Los espacios pueden ser muy variados y sus significaciones diversas, pero siempre serán ficcionales y a menudo encierran valores simbólicos. Vid. Escenario. Espacio cultural o sociológico [pp. 247-48]. Condición social en que se desenvuelve la acción narrativa o dramática teniendo en cuenta el nivel cultural, económico, religioso y clase social a que pertenecen los personajes de la obra. Vid. Espacio (narratología, teoría del teatro y de la lírica). Espacio físico o geográfico [pp. 245-47]. Es aquel ligado de manera más inmediata a la descripción. Consiste en la representación de los objetos mediante el uso de los elementos lingüísticos. Se puede considerar que en este nivel se trata de aspirar a la máxima confusión y, por ende, a la máxima ilusión de realidad: hacer creer que las palabras son cosas. Este nivel del espacio es el que más está a la vista del receptor, ya que se trata de los espacios “geográficos” (sean reales o ficticios) en los que se desarrolla toda la acción en una obra narrativa o dramática. Vid. Espacio (narratología, teoría del teatro y de la lírica). Espacio psicológico [p. 247]. Espacio que genera una predisposición en el momento de la lectura o la recepción; por ejemplo, en el caso de un cuento de suspense, el espacio en el que se desarrolla presupone ya una atmósfera acorde a lo que ocurre en la narración. Podríamos también considerar que este nivel es de carácter simbólico ya que mediante los elementos presentes en el texto se pretende generar una impresión o una sensación que no es propia de los objetos dispuestos. Se podría considerar también como el ambiente que predomina a lo largo de toda la historia en una obra narrativa o dramática. Vid. Espacio (narratología, teoría del teatro y de la lírica). Espinela [p. 117]. Tipo especial de décima divulgada, aunque no inventada, por Vicente Espinel (Diversas rimas, 1591). Consta de diez versos octosílabos con rima consonante distribuida de esta forma: abbaaccddc. Vid. Décima. Estampa (subgénero narrativo) [p. 186]. Aunque se considera un subgénero narrativo, en realidad aglutina varios. Consiste en presentar brevemente a personajes, espacios y situaciones con ingredientes costumbristas y predominio de la descripción y la narración. Vid. Subgénero literario. Estancia (métrica) [pp. 27, 29, 114, 121]. Estrofa de origen italiano, propia de la canción petrarquista, cuya estructura fue fijada por Dante y Petrarca. Está formada por un número variable de versos heptasílabos y endecasílabos con rima consonante, distribuidos libremente por el poeta, de forma semejante a lo que acaece en la silva. Se diferencia de esta última en que en la estancia no quedan versos sueltos y en que, al formar parte de un poema que consta de varias estrofas, la primera sirve de modelo obligatorio para las restantes estrofas. Vid. Canción italiana, petrarquista o real, Estrofa y Silva. Esticomitia (métrica) [pp. 106, 109]. Procedimiento métrico opuesto al encabalgamiento consistente en hacer coincidir en una estrofa dada el final de verso con el final de frase. Vid. Encabalgamiento.

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Estilo [pp. 56, 116, 127, 173, 175, 189, 192-200, 202, 206, 215-16, 223, 250, 252, 255, 269, 271-72, 274-79, 288, 290, 292]. Este término de origen latino (stilus: punzón con el que se escribía sobre tablillas de cera) ha venido a significar, metafóricamente, diversos fenómenos vinculados a la literatura o al discurso escrito: a) conjunto de rasgos formales que caracterizan el uso estético de la lengua y son la base de la lengua literaria; b) rasgos formales peculiares de la expresión escrita de un autor en el conjunto de su obra, en una de ellas o en un fragmento peculiar de una de ellas (el estilo de un escritor emana de su carácter, de su concepción del mundo, de su cultura y de sus vivencias); c) rasgos formales peculiares de un conjunto de obras según se agrupen por géneros (picaresco, fabulístico, elegíaco, alegórico, cómico, trágico…), por épocas (Neoclasicismo, Romanticismo, Simbolismo…), por corrientes artísticas o escuelas (Mester de Clerecía, culteranismo, conceptismo…), temas tratados (filosófico, religioso, costumbrista, amoroso, político…), por escritores que las cultivan (poetas vanguardistas, novelistas del medio siglo, dramaturgos del absurdo…); d) rasgos formales propios de los niveles del discurso: lengua culta, coloquial, vulgar…; e) diversas modalidades técnicas o modos narrativos: estilo indirecto, estilo directo, estilo directo libre, estilo directo libre; f) en la Retórica antigua, cada una de las tres clases de estilo que debía usarse — férreamente delimitados— según el tema más o menos elevado de la obra de que se tratase: sublime, medio y bajo o humilde. Vid. Conceptismo, Culteranismo, Estilo directo, Estilo directo libre, Estilo formulístico, Estilo indirecto, Estilo indirecto libre, Género literario, Mester de Clerecía, Neoclasicismo, Retórica, Romanticismo y Simbolismo (movimiento poético). Estilo directo [pp. 192-95, 197-99, 202, 206, 255, 276, 290]. Modalidad técnica o modo narrativo que supone la reproducción textual de las palabras de un hablante con indicaciones tipográficas y lingüísticas de que va a producirse: verbos introductores (“dijo”, “pensaba”), uso de los dos puntos, guion o comillas, uso de primeras y segundas personas, de presentes, futuros… Vid. Estilo, Estilo directo libre, Estilo indirecto, Estilo indirecto libre y Verbo declarativo o verbo ‘dicendi’. Estilo directo libre [pp. 195-96, 198, 200]. Modalidad técnica o modo narrativo que consiste en la reproducción de las palabras o el pensamiento de un hablante inmersos en el discurso del narrador o de un personaje. Esta técnica, propia de la novela, puede afectar también al teatro y a la lírica. No necesariamente ha de llevar el verbo introductor y en ningún caso refleja los indicadores tipográficos y lingüísticos propios del estilo directo, con excepción de los verbos en presente y las primeras y segundas personas. La falta de transición produce efectos de frescor, espontaneidad, coloquialismo, vivacidad, brusquedad, sorpresa… Vid. Estilo directo, Estilo indirecto, Estilo indirecto libre y Verbo declarativo o verbo ‘dicendi’. Estilo formulístico [p. 175]. Dicción propia de la literatura oral (cantares de gesta, romances…) que consiste en la inserción reiterada de un grupo de palabras que se emplea con regularidad en las mismas condiciones métricas para expresar siempre la misma idea. Vid. Cantar de gesta, Epopeya, Estilo y Romance (subgénero literario). Estilo indirecto [pp. 196-99, 206, 255]. Modalidad técnica o modo narrativo que supone la reproducción no textual, en tercera persona, de las palabras o del

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pensamiento de un hablante. En la novela, el narrador, desde la primera o la tercera personas que venga usando, subordina el discurso del personaje al suyo propio. Este estilo requiere un verbo introductor, una conjunción que subordine, usos pronominales convenientes y un sistema verbal acorde con la subordinación. Vid. Estilo, Estilo directo, Estilo directo libre, Estilo indirecto y Verbo declarativo o verbo ‘dicendi’. Estilo indirecto libre [pp. 197-98, 215-16, 223, 255, 276]. Modalidad técnica o modo narrativo que consiste en la reproducción no textual del pensamiento de un personaje por medio de la tercera persona del narrador. Esta técnica, propia de la novela, no requiere verbo introductor ni conjunción subordinante; el sistema pronominal es de tercera persona y los verbos van conjugados en imperfecto (única forma que algunos estudiosos admiten), pluscuamperfecto y condicional. Recibe también el nombre de monólogo narrado. Su presencia en el discurso, su función y algunos de sus rasgos de estilo (uso de lengua coloquial, interrogaciones, exclamaciones…) concuerdan con los del monólogo interior. Es muy apropiado como técnica de psiconarración para expresar la interioridad de los personajes en las omnisciencias, particularmente en la que Friedman denomina omnisciencia selectiva. Vid. Estilo, Monólogo interior, Omnisciencia selectiva y Psiconarración. Estribillo [pp. 40-1, 71, 119-20, 122, 124]. Verso o grupo de versos que inician una composición y se repiten luego a intervalos regulares creando efectos rítmicos y enfáticos. Es propio de la poesía popular, o de la culta que imita la popular, y se usa con zéjeles, villancicos, letrillas… Vid. Letrilla, Villancico (métrica) y Zéjel. Estrofa [pp. 20, 26-9, 31-2, 34-6, 40, 56, 81, 91, 95-6, 99, 101, 107, 109-21, 124, 126, 136-38, 166, 175, 229, 266, 274, 283]. Conjunto de versos combinados y articulados en una estructura simétrica fija que se repite en el transcurso del poema. Vid. Antistrofa y Epodo. Estructura (crítica literaria) [pp. 19, 23, 27, 29, 31-2, 34-5, 41, 97, 109-11, 114, 118, 120, 169, 180, 183-84, 187, 195, 211, 220-21, 224-33, 235, 240, 242-43, 248-49, 266, 273-77, 280-81, 288-89]. Disposición u organización que adoptan los distintos componentes de una obra, de manera que cada uno de ellos no tiene sentido por sí solo, sino dentro del conjunto que forman. Estructura abierta (o final abierto) [p. 232]. El relato acaba sin proponer un desenlace claro. El lector ha de imaginar cómo terminará la historia escogiendo entre diferentes alternativas. Vid. Estructura y Estructura cerrada (o final cerrado). Estructura caótica, fragmentaria o dispersa [p. 231]. Característica de aquellos relatos que se organizan en episodios sueltos, sin una aparente relación jerárquica y con un intencionado desorden temporal. Es propia de la novela contemporánea, como Pedro Páramo de Juan Rulfo, Rayuela de Julio Cortázar o Estaba la pájara pinta sentada en su verde limón de Albalucía Ángel, entre otras muchas. Vid. Estructura. Estructura cerrada (o final cerrado) [p. 232]. El narrador termina la obra ofreciendo un final a la historia. Vid. Estructura y Estructura abierta (o final abierto). Estructura circular [pp. 232-33]. Cuando la obra termina de la forma en que había comenzado, o se alude al final a un hecho, a una frase o una palabra que repite

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el comienzo del texto. Este tipo de estructura se puede manifestar tanto en la narrativa como en la lírica y en la dramática. Vid. Estructura. Estructura interna (crítica literaria) [pp. 31, 180, 187, 229-31, 273-74, 280, 288]. Está constituida por aquellas partes en que se articula u organiza el contenido de un texto u obra literaria. Vid. Estructura y Estructura externa. Estructura externa (crítica literaria) [pp. 187, 229, 273-77, 281]. Término que se refiere al diseño que el autor o autora le ha dado a una obra y que afecta a la división en partes, capítulos, secuencias… en la narrativa. Se utiliza igualmente para designar la separación en jornadas, actos, partes, cuadros o escenas en el teatro. Los poemas también presentan diseños diversos, pues sus autores pueden construirlos en un bloque unitario o separarlos en partes mediante diferentes procedimientos (uso de estrofas, agrupaciones de versos, espacios en blanco…) que llegan, incluso, al poema-dibujo o caligrama y al poema visual. Vid. Acto, Cuadro, Escena (teatro), Estructura y Estructura interna. Estructura lineal o cronología lineal [pp. 219-21, 230, 276]. Forma de composición de un texto narrativo, pero también dramático o lírico con componentes narrativos, en la que el tiempo avanza progresivamente siguiendo su curso natural, es decir, en que el orden del discurso coincide con el orden de la historia. Vid. Estructura y Estructura no lineal o cronología no lineal. Estructura no lineal o cronología no lineal [pp. 220-22, 230-32, 276]. Forma de composición de un texto narrativo, pero también dramático o lírico con componentes narrativos, en la que el tiempo no avanza progresivamente siguiendo su curso natural, sino que se rompe el orden cronológico comenzando la narración in medias res, intercalando escenas del pasado (analepsis), anticipando hechos posteriores al presente de la narración (prolepsis) o introduciendo vacíos temporales (elipsis). Vid. Analepsis, Elipsis (narratología), Estructura, Estructura lineal o cronología lineal, ‘In medias res’ y Prolepsis. Estructuralismo francés [p. 205]. Escuela de crítica y teoría literarias que surge en Francia en hacia 1963 y que incluye a una serie de autores no necesariamente franceses, pero que ejercen su actividad teórica en francés: Roland Barthes, Julia Kristeva, Tzvetan Todorov, A. J. Greimas, Claude Bremond. El estructuralismo francés es formalista en esencia, porque parte de que la esencia del texto poético reside en una forma construida, pero tomando la visión del formalismo de considerar que el sentido de una obra determinada se deriva de la propia forma. Vid. Formalismo ruso. Etopeya [p. 147]. Término de origen griego (ethopiia, de ethos: costumbre, y poieo: hacer) que consiste en una figura retórica de pensamiento por medio de la que se describe el modo de ser y las costumbres de un personaje, así como sus virtudes o cualidades morales, vicios y otras formas de conducta. Vid. Figura retórica, Prosopografía y Retrato. Eufemismo [pp. 128, 163]. Término de origen griego (eupehmismos: buen decir) con el que se designa una figura de pensamiento, oblicua, que consiste en sustituir una palabra o expresión que se considera inoportuna, malsonante, desagradable u ofensiva por otra que atenúe su significado molesto. Vid. Figura retórica. Exclamación retórica [pp. 21, 26, 128, 154, 158-9, 198]. Figura retórica de pensamiento, patética, consistente en la viva manifestación de los

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sentimientos. En la escritura se distingue por el empleo de signos propios (concretamente, de carácter exclamativo). Mediante este recurso el mensaje adquiere valores afectivos muy intensos. Vid. Figura retórica. Execración [p. 160]. Figura retórica de pensamiento, patética, por medio de la que se desean males para uno mismo. Vid. Conminación, Figura retórica e Imprecación. ‘Fabliau’ [p. 187]. Plural, fabliaux. Narración humorística en verso octosílabo originaria del norte de Francia y cultivada entre los siglos XII y XV. Sus autores eran clérigos y, más frecuentemente, juglares. Muchos de sus temas son folclóricos, predominando el tono jocoso y burlesco. Los fabliaux suelen recrear satíricamente situaciones de la vida burguesa cotidiana. Parodian el amor cortés sublimado. Sus protagonistas son muchas veces tipos (curas licenciosos, maridos burlados, mujeres deshonestas…) y, en ocasiones, animales. Vid. Amor cortés o ‘fin’amor’. Fábula (narratología y teoría del teatro) [pp. 44, 183, 190, 219-21, 225, 231, 236, 242, 272]. Término de origen latino (fabula: conversación, relato), es usado ya desde Aristóteles como el conjunto de acontecimientos que constituyen el componente narrativo de una obra, hechos o episodios que están vinculados por unas relaciones de causalidad y de continuidad en la sucesión temporal. A través de estos hechos se desarrolla la historia narrada en una novela o representada en un drama. Por consiguiente, fábula vendría a ser sinónimo de argumento o historia. Vid. Argumento e Historia. Fábula (subgénero narrativo-didáctico) [pp. 78, 186-87]. Subgénero ―en verso o prosa― de breve extensión y fines ejemplarizadores, con protagonistas que suelen ser animales a los que se dota de comportamientos humanos. Lo mismo que el apólogo, la fábula puede llevar una moraleja o resumen final. Pese a contar con antecedentes en la literatura oriental, adquiere su configuración como subgénero narrativo, tal como hoy lo conocemos, en la literatura grecolatina. Vid. Apólogo, Moraleja y Subgénero literario. Fábula mitológica [pp. 18, 96, 99, 116, 148, 150, 279]. Asociándose al mito, se ha aplicado el término fábula a una serie de poemas aparecidos en la literatura española ―sobre todo durante el Siglo de Oro― que recrean temas o episodios de la mitología clásica o elaboran, según un modelo similar, nuevos asuntos. Es el caso de la Fábula del Genil de Pedro de Espinosa, la Fábula de Polifemo y Galatea y la Fábula de Píramo y Tisbe de Luis de Góngora, así como la Fábula de Apolo y Dafne (1634) de Jacinto Polo de Medina, entre otras. Vid. Mito y Mitología. Ficción [pp. 17, 21, 146, 170-72, 179, 182, 185, 192, 194, 205, 209-12, 218, 232, 237. 248, 288]. Término de origen latino (fingere: plasmar, formar con el pensamiento o la fantasía; fictus: inventado, imaginado, fingido) con el que se alude al hecho de la simulación o ilusión de realidad y, en concreto, a la que se produce en la invención literaria, especialmente en narrativa y teatro, al presentar seres y acontecimientos que se desarrollan en un mundo imaginario. Vid. Ficcionalidad y Pacto ficcional, literario o narrativo. Ficcionalidad [p. 171]. Término utilizado en Teoría de la Literatura para designar uno de los rasgos específicos de la literariedad: la posibilidad de crear, mediante la imaginación artística, mundos de ficción, mundos “posibles”, diferentes del

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mundo natural, que se configuran a través del lenguaje literario. Vid. Ficción, Mundos posibles y Pacto ficcional, literario o narrativo. Figura retórica [pp. 19, 45, 77, 96, 127-63, 166, 266, 271, 275, 281]. Formas expresivas singulares, recursos de extrañamiento ―en ocasiones muy alejados del uso oral― que utilizan los escritores para embellecer el lenguaje. Figuras retóricas de construcción [p. 128]. Vid. Procedimientos figurativos que afectan al orden de las palabras en el discurso y se desarrollan en el nivel morfosintáctico. Vid. Figura retórica. Figuras retóricas de dicción [p. 128]. Procedimientos figurativos que atienden especialmente a la forma y a la pronunciación de las palabras y se realizan en el nivel fónico-fonológico. Vid. Figura retórica. Figuras retóricas de pensamiento [pp. 77, 128]. Procedimientos figurativos que atañen a la forma de concebir y expresar las ideas o conceptos y se realizan en el nivel semántico de la lengua. Vid. Figura retórica. Figuras retóricas de significación [p. 128]. Vid. Figura retórica y Tropo. Figuras retóricas verbales [p. 128]. Vid. Figura retórica y Tropo. ‘Flamma amoris’ [pp. 57-8]. Expresión latina que significa ‘la llama del amor’ y metáfora convertida desde la Antigüedad clásica en tópico literario que compara la pasión amorosa con el fuego y el calor. Vid. Lugar común. ‘Flash-back’ [pp. 183, 221, 230]. Expresión inglesa ( flash: imagen; back: atrás) con la que se designa, en teoría cinematográfica, una técnica de narrar en retrospectiva acontecimientos vividos por un personaje en un periodo anterior al momento de la historia que se está relatando. Esta técnica ha sido muy utilizada por la novela contemporánea. Vid. Analepsis y Retrospección. ‘Flash-forward’ [p. 222]. Expresión inglesa (flash: imagen; forward: adelante) con la que se designa, en teoría cinematográfica, una técnica de narrar en prospectiva acontecimientos vividos por un personaje en un periodo posterior al momento de la historia que se está relatando. Esta técnica ha sido muy utilizada por la novela contemporánea. Vid. Prolepsis y Prospección. Focalización [pp. 211, 214-17]. Término usado por Gérard Genette para designar el punto de vista, visión o foco narrativo del discurso diegético. Vid. Focalización cero, Focalización externa, Focalización interna, Foco de narración, Modalización, Perspectiva, Punto de vista y Visión. Focalización cero o relato no focalizado [pp. 214-15]. Es la que se manifiesta en un texto narrativo en el que el narrador no se sitúa desde el punto de vista de los personajes, ya que es omnisciente; por lo tanto, posee más información que todos los personajes y conoce hasta sus más íntimos pensamientos. Se corresponde con lo que Jean Pouillon denominó visión “por detrás”. Vid. Narrador omnisciente. Focalización externa [pp. 214, 216]. Es la que se manifiesta en un texto narrativo en el que el narrador no está inmerso en los hechos narrados, ni asume la perspectiva de los personajes, sino que se limita a relatar lo que ve o escucha de estos personajes. Se corresponde con lo que Jean Pouillon denominó visión “desde fuera”. Vid. Narrador Observador o limitado.

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Focalización interna [pp. 214-16]. Es la que se manifiesta en un texto narrativo en el que el narrador asume el punto de vista de los personajes, ya sea un único personaje (en este caso se trata de una focalización fija) o bien varios personajes que van dando sucesivamente diferentes perspectivas (en este caso se habla de focalización variable). La noción de focalización interna se corresponde con lo que Jean Pouillon denominó visión “con”. Vid. Narrador protagonista o autobiográfico. Foco de narración [p. 211]. Nombre con el que Cleanth Brooks y Robert Penn Warren se refieren a aspectos de la ficción narrativa que otros estudiosos del relato denominan punto de vista, perspectiva y de otras maneras. Estos narratólogos diferencian cuatro focos de narración dependiendo de si los sucesos son analizados desde el interior u observados desde el exterior, o según el narrador esté o no presente como personaje de la acción: a) el héroe cuenta su historia; b) un testigo cuenta la historia del héroe; c) el autor analista u omnisciente cuenta la historia, y d) el autor cuenta la historia desde el exterior. Vid. Focalización, Modalización, Perspectiva, Punto de vista y Visión. ‘Foedus amoris’ [pp. 58-9]. Expresión latina que significa ‘pacto de amor’ con la que se denomina un tópico literario en el que los enamorados se acogen a un convenio recíproco de fidelidad del que son testigos los dioses. El incumplimiento del mismo acarrearía consecuencias funestas, en especial a quien no haya respetado dicho pacto. Vid. Lugar común. Folletín [p. 182]. Término que corresponde al francés feuilleton (de feuille: hoja, cuadernillo de hojas) con el que, en el siglo XIX, se designaba una forma de edición seriada de novelas, artículos, ensayos, etc., en la prensa periódica y que, por su amplitud, habían de ser publicados de manera fragmentada en días sucesivos. Parece que las primeras muestras de esta modalidad de publicación se desarrollaron en Francia a comienzos del siglo XIX, y que estaban dedicadas especialmente a la crítica teatral y de libros. En la década de los años 30, esta fórmula de publicación seriada se aplicó a la edición de relatos novelescos, dando origen al roman-feuilleton o novela de folletín. De esta forma, el 5 de agosto de 1836 comenzó a publicar Armand Dutacq en su periódico Le Siècle una versión francesa del Lazarillo de Tormes. Poco después numerosos escritores de renombre (Honoré de Balzac, Alejandro Dumas, Eugène Sue, George Sand…) elegirían este formato como vehículo para difundir algunas de sus obras. Vid. Ensayo y Novela. Formalismo ruso [p. 205]. Movimiento renovador de la teoría literaria surgido en Rusia durante la Primera Guerra Mundial como reacción frente a la decadencia de dicha disciplina en los estudios académicos y en la crítica periodística, carente de rigor científico y dominada por un subjetivismo impresionista. Su desarrollo se extiende hasta principios de la década del 30, en que es desbancado por el Realismo socialista. Esta doctrina concibe la obra de arte como forma que posee un contenido en sí misma. La literatura es arte verbal, de procedimientos y técnicas que han de estudiarse como unidades superiores de comunicación. Se rechazan los estudios psicológicos y sociológicos y se defiende, en estrecho contacto con las vanguardias, el concepto del arte como artificio. Vid. Estructuralismo francés.

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Frecuencia (narratología) [pp. 228-29, 276, 291]. Relación entre el número de veces que un acontecimiento se produce en la historia y las que aparece narrado en el relato. Vid. Relato Iterativo, Relato Repetitivo y Relato Singulativo. Función conativa [p. 283]. Función del lenguaje descrita por Roman Jakobson que pretende atraer el interés del receptor e incluso influir sobre su comportamiento. Se caracteriza por el uso de vocativos, imperativos, subjuntivos, oraciones desiderativas, exhortativas, condicionales… Función emotiva [pp. 25-6, 206]. Es una de las funciones del lenguaje formuladas por Roman Jakobson, que se revela en la manifestación de modo directo de los sentimientos del emisor, por lo que la entonación y las interjecciones desempeñan en ella un importante papel. Vid. Función sintomática o expresiva. Función fática o de contacto [p. 206]. Función del lenguaje descrita por Roman Jakobson que sirve para establecer, prolongar o interrumpir la comunicación, para darse cuenta de si funciona dicha comunicación o constatar si el receptor o interlocutor sigue atento a la misma. Función poética [pp. 127, 129]. Función del lenguaje propuesta por Roman Jakobson y que se produce cuando la atención del emisor se centra sobre el mensaje por el mensaje (no en lo que dice, sino en cómo lo dice). Esta función sería la dominante en un texto literario, aunque no se excluyan otras funciones. Un criterio para descubrir el carácter predominantemente poético de un texto, desde el punto de vista lingüístico, es la presencia de una reiteración regular de unidades lingüísticas equivalentes (fonemas, palabras, oraciones…). Función referencial [p. 170]. Es una de las funciones del lenguaje formuladas por Roman Jakobson por medio de la cual el emisor se limita a señalar los hechos de un modo objetivo, por lo que entre sus características figuran el uso del modo indicativo, la ausencia de adjetivos valorativos y de interrogaciones, exclamaciones o énfasis que revelen sentimientos. Vid. Función representativa. Función representativa [p. 170]. Función del lenguaje postulada por el lingüista Karl Bühler que se centra en el contexto o referente y en la simple transmisión de conceptos del emisor al receptor del mensaje. Coincide con la función referencial de Jakobson. Vid. Función referencial. Función sintomática o expresiva [pp. 26, 263, 275]. Función del lenguaje postulada por el lingüista Karl Bühler en virtud de la cual el emisor, uno de los factores de la comunicación, refiere o expresa sus sentimientos. Coincide con la función emotiva de Jakobson. Vid. Función emotiva. ‘Furor amoris’ [pp. 56-7, 62]. Tópico literario que presenta el amor como una fuerza arrolladora que hace al enamorado perder el control sobre sus actos y emociones; de ahí que desde antiguo se le describa como locura o desvarío. Vid. Lugar común. Generación [pp. 121, 125-26, 179, 286]. En literatura, conjunto de escritores que por haber nacido en fechas próximas, bajo circunstancias culturales y sociales semejantes y con una parecida formación, manifiestan ciertas características comunes. Dicho concepto surge en el siglo XIX y en el XX se aplicó al campo de la sociología (Karl Mannheim), del arte (Wilhelm Pinder), de la historia y de la cultura (José Ortega y Gasset) y de la literatura (Julius Petersen, Hans Jeschke, Pedro Salinas). Vid. Generación del 27 y Generación del 27.

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Generación del 27 [pp. 121, 125-26]. Denominación que suele englobar a un conjunto de poetas que, en 1927, se reunieron en el Ateneo de Sevilla para conmemorar el tercer centenario de la muerte de Góngora, autor que ejercería gran atracción sobre el grupo. Muchos de ellos se relacionan en la Residencia de Estudiantes de Madrid, vinculada al espíritu de la Institución Libre de Enseñanza. A los integrantes (Pedro Salinas, Jorge Guillén, Gerardo Diego, Dámaso Alonso, Vicente Aleixandre, Federico García Lorca, Rafael Alberti, Luis Cernuda, Manuel Altolaguirre, Emilio Prados, entre los más destacados) también se les conoce como Grupo del 27, Generación de la Dictadura, Poetas catedráticos (por haberlo sido varios), Generación de la amistad, Generación vanguardista… Todos ellos aparecen ya en el libro Poesía española. Antología 1915-1931, de Gerardo Diego (1932, ampliada en 1934), que recoge, además de poemas, las opiniones de cada uno acerca de la poesía y que se ha considerado como el manifiesto del grupo. En sus producciones alternan lo clásico y lo popular con el ansía de renovación y la innovación promovida por las diversas vanguardias que, con excepción del Surrealismo, son tan efímeras en ellos como en el resto de los poetas occidentales. Vid. Generación y Vanguardias o vanguardismo. Generación del 98 [p. 286]. Con esta denominación, no originariamente suya, se refirió José Martínez Ruiz, “Azorín”, en unos artículos de 1913 a un grupo de escritores entre los que se incluía. El marchamo resultó polémico desde un principio; ni siquiera hubo acuerdo entre algunos de los nombrados (Unamuno y Maeztu señalaron ciertas puntualizaciones; Baroja negó en principio su pertenencia). La crítica, sin embargo, adoptó la denominación que, aun teniendo muchos detractores, ha seguido utilizándose hasta hoy. Pedro Salinas aplicó en 1935 el concepto de generación literaria, establecido por el alemán Julius Petersen, a la del 98. 1989 es la fecha del “Desastre” en el que, tras la firma del Tratado de París, España pierde las últimas colonias de su antiguo Imperio (Cuba, Puerto Rico y Filipinas), y este se ha venido considerando un acontecimiento generacional vinculante, aunque está demostrado que a los noventayochistas no les preocupó demasiado. Los integrantes de la Generación del 98 no tuvieron una formación intelectual similar (eran autodidactos); entre algunos hubo relación personal; se unieron en actos colectivos (homenaje a Larra, a Baroja, protesta del premio Nobel a José Echegaray) y, pese a la influencia filosófica de Nietzsche, Schopenhauer, Kierkegaard y otros, como Kant, no existió un guía (aunque respeten a Unamuno), ni tampoco un lenguaje generacional, ni unas pautas literarias uniformes, porque, si bien rompen con el Realismo anterior, cada uno tiene características propias debidas a su marcada personalidad. Sin embargo, estos requisitos generacionales no son exclusivos de los del 98, ya que coinciden con los propios de los que fueron llamados modernistas. Esta es la razón por la que el deslinde entre Modernismo y Generación del 98 no parece pertinente, pues una generación no es un grupo de amigos, sino un conjunto de intelectuales o artistas de edad similar que viven las mismas experiencias. Vid. Generación y Modernismo. Género literario [pp. 10-1, 15-22, 24, 26, 33, 35-6, 38-9, 41, 43, 56, 76, 96, 121, 123, 169-71, 173-74, 177-78, 180-84, 186, 205, 218, 244, 249-51, 253, 266, 270-71, 275-76, 287]. Término que se utiliza para clasificar dentro de un modelo estructural consolidado a través del tiempo las obras literarias según sus temas, intenciones y tipo de discurso. Ya en la República de Platón y en la Poética de

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Aristóteles se observa la distinción entre géneros. Vid. Archigénero literario, Drama o dramática, Épica, Lírica, Narrativa y Subgénero literario. Gradación [pp. 128, 141, 161-62, 284]. Figura retórica de dicción que se produce por la acumulación de vocablos que suponen respecto al precedente una ampliación o una atenuación semántica. Cada uno de ellos guarda una relación cuantitativa con el anterior y el posterior. La gradación puede ser ascendente o descendente. Vid. Enumeración y Figura retórica. Gramática [p. 127]. Ciencia que analiza y describe el sistema de la lengua en sus diferentes niveles jerarquizados: fonológico, morfosintáctico y semántico. El concepto halla su origen en la voz griega grammatike, que, a su vez, viene del sustantivo gramma (letra, escrito). Grupo µ [p. 127]. Grupo de Lieja (Bélgica), que realiza desde 1967 trabajos interdisciplinarios en retórica, en poética, en semiótica y en teoría de la comunicación lingüística o visual, que firman con el nombre colectivo. Además de los miembros titulares actuales —Francis Édeline, Jean-Marie Klinkenberg—, el Grupo ha tenido entre sus miembros a Jacques Dubois, Francis Pire, Hadelin Trinon y Philippe Minguet. Vid. Poética y Retórica. Hablante lírico [pp. 19, 21-2, 24-6, 33, 42, 52, 55, 66, 68, 87, 89, 91, 146, 150, 159, 281]. Vid. Emisor poético. Hemistiquio [pp. 101-2, 123, 125, 176]. Fragmento que funciona como verso autónomo y que resulta de la división de un verso largo en dos o más partes iguales por efecto de las pausas internas (que impiden la sinalefa). Vid. Sinalefa y Verso compuesto. Heptasílabo [pp. 78-8, 32, 34, 36-7, 99, 101-2, 112-14, 119-20, 124]. Verso de siete sílabas. Héroe [pp. 16, 19, 30, 88, 169, 174-75, 183, 207, 209, 216, 236, 238-39, 242, 249]. Protagonista de un relato o de una obra dramática revestido de rasgos físicos y psíquicos positivos. Sin embargo, los tipos de héroes son muy distintos, desde los épicos, aureolados por su ejemplaridad (los héroes homéricos), los trágicos, perseguidos por un destino al que no aciertan a imponerse (el Edipo de Sófocles), los dramáticos, que superan, sometiendo sus pasiones, la fuerza de la adversidad (Segismundo en La vida es sueño) y los míticos, dioses y semidioses con cualidades superiores a las humanas, hasta los antihéroes de la picaresca o del teatro y la novela de los siglos XX y XXI. Vid. Protagonista. Hexasílabo [pp. 34, 36, 40, 99, 102, 121, 124, 175]. Verso de seis sílabas. Hiato o dialefa [p. 98]. Es un fenómeno métrico opuesto a la sinalefa: la pronunciación en sílabas distintas de la vocal o vocales finales de palabra y la inicial o iniciales de la siguiente. En la poesía de la Edad Media se hacía un uso muy frecuente del hiato (por ejemplo, en la poesía del Mester de Clerecía, compuesta en cuadernas vías). Más tarde, excepto en casos especiales, es raro encontrarlo. Vid. Diéresis, Sinalefa y Sinéresis. Himeneo (subgénero lírico) [p. 37]. Término de origen griego (hyménaios: canto nupcial, bodas; procedente, a su vez de hymén: himen) que en la antigua Grecia aludía a un tipo de poema cantado durante la procesión de la novia a la casa del novio en la que se apelaba al dios Himeneo, en contraste con el epitalamio, que se cantaba en el umbral nupcial. Vid. Epitalamio y Subgénero literario.

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Himno [pp. 19-21, 29-20, 103]. Término de origen griego (imnos, de imneo: exaltar, cantar, celebrar) con el que se nombra un subgénero lírico de orígenes muy antiguos destinado a cantar la gloria de un dios, un héroe o un personaje relevante, una victoria o un acontecimiento memorable en la historia de una determinada comunidad, o bien de una persona, objeto o situación que provoca la admiración y el entusiasmo del hablante lírico. Vid. Hablante lírico y Subgénero literario. Hipérbaton [pp. 18, 128, 137, 163, 275, 278, 281]. Término procedente del latín hyperbaton (y este, a su vez, del griego hyperbaton: transposición) con el que se designa una figura retórica de dicción que afecta al nivel sintáctico y mediante la que se altera el orden de las palabras, al mismo tiempo que se cambia el orden lógico en la comunicación de las ideas. En poesía se suele emplear motivos estéticos, tratando de potenciar la belleza y sonoridad de ciertos vocablos, o de intensificar el valor semántico y la posición clave de algunas palabras. Vid. Figura retórica. Hipérbole [pp. 128, 154-55, 276, 281-82, 285]. Término procedente del latín hyperbole (que, a su vez, procede del prefijo griego hyper: sobre, por encima de; y de bole: lanzamiento, acción de arrojar) con el que se denomina una figura retórica de pensamiento, lógica, que consiste en una exageración que aumenta o disminuye desmesuradamente las características de algo o de alguien. Sus efectos son enfáticos y, en muchas ocasiones, humorísticos. Vid. Figura retórica y Tropo. Hipertexto [p. 253]. De acuerdo con la definición de Gérard Genette, es un texto derivado de otro texto anterior por transformación simple (lo que comúnmente se llama pura y llanamente transformación) o por transformación indirecta (imitación). Vid. Hipertextualidad e Hipotexto. Hipertextualidad [p. 253]. Categoría de la transtextualidad expuesta por Gérard Genette y referida a un tipo de relación que incluye a un texto A (el hipotexto) dentro de un texto posterior B (llamado hipertexto). Otros teóricos y críticos prefieren definir esta relación con el término alternativo de intertexto. Vid. Hipertexto, Hipotexto y Transtextualidad. Hipotexto [p. 253]. Es un texto que, según Gérard Genette, se puede identificar como la fuente principal de significado de un segundo texto (el hipertexto). Las estrategias que los autores emplean para producir hipertextos a partir de determinados hipotextos son diversas y entre estas se encuentran la parodia, el pastiche y el travestimiento, que a su vez recurren a la adaptación, reescritura, apropiación, transposición, condensación, traducción, etc., para establecer una relación crítica, de homenaje, o de comentario, entre otras, con respecto al hipotexto. Vid. Hipertexto, Hipertextualidad, Parodia y Pastiche. Historia (narratología y teoría del teatro) [pp. 22-3, 44-5, 60, 82, 84-5, 89, 91, 93, 170, 173-74, 177, 179, 183, 188-89, 190, 204-8, 210-14, 219-22, 225-28, 230-33, 236, 242, 247, 249, 255, 287, 289]. Serie de hechos sometidos a una ordenada sucesión temporal y causal, similar al discurrir de la vida, que forman el argumento de una novela, un cuento o una obra dramática. Es esta la denominación que emplean Genette y Todorov en sus estudios sobre el género narrativo (el primero también se vale de la palabra diégesis para lo mismo) y equivale a argumento o a lo que los formalistas rusos llaman fábula. Vid. Argumento, Diégesis y Fábula (narratología y teoría del teatro).

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Homeóptoton [p. 130]. Término de origen griego (homoioptoton, de omoios: semejante, y ptotos: caído, cadencia) con el que se designa una figura retórica consistente en que dos o más frases, o miembros de frase, terminen con una palabra en la misma forma gramatical (género y número en sustantivos o adjetivos, desinencias en verbos). En la teoría clásica dicha figura se denominaba similiter candens si la palabra final de cada frase estaba en el mismo caso, y similiter desinens si presentaba la misma forma verbal. Vid. Figura retórica, Homeotéleuton y Similicadencia. Homeotéleuton [p. 130]. Término de origen griego (omoios: semejante, y teleute: final) con el que se alude a la igualdad o semejanza fónica en la terminación de dos o más palabras seguidas o próximas en el discurso, o a la semejanza del final de aquellas palabras con las que terminan los miembros de una frase, o con las que acaban dos o más frases en un periodo. Vid. Figura retórica, Homeóptoton y Similicadencia. ‘Homo viator’ [p. 78]. Tópico literario que subraya el carácter itinerante del vivir humano, a partir de la consideración de la existencia como camino, viaje o peregrinación, a lo largo del cual el hombre va cambiando y se va purificando, convirtiéndose en una persona más sabia y madura, a medida que experimenta las adversidades de la vida. Vid. ‘Iter vitae’ y Lugar común. ‘Humilitas’ autoral [pp. 48-9]. Tópico literario mediante el cual el autor se expresa con humildad o modestia por la realización de la obra. Suele introducirse en los prólogos o al comienzo. Vid. Lugar común. Idilio (subgénero lírico) [pp. 34, 67]. Término de origen griego (eidyllion: imagen o cuadro pequeño) con el que se denomina un poema pastoril breve que, a la manera de los Idilios del griego Teócrito ―pese a que no todos sus poemas versaban sobre asunto pastoril―, desarrolla en versos cortos temas amorosos que tienen como trasfondo un ambiente campestre y apacible, opuesto al de la hipocresía ciudadana. En la literatura española se diferencia de la égloga, con la que a veces se le suele confundir, por su mayor brevedad y por su métrica (versos cortos). Vid. Égloga, Literatura pastoril y Subgénero literario. ‘Ignis amoris’ [pp. 57-8]. Vid. Flamma amoris y Lugar común. Imagen (tropo) [pp. 10, 20-2, 45, 49, 55, 72, 89-90, 148-52, 266, 271, 282-83]. Término de origen latino (imago: semejanza, retrato, copia) que se usa para referirse a una figura retórica de significación por medio de la cual el escritor reproduce la realidad captada a través de los sentidos, principalmente de la imaginación y de la fantasía. A veces es simple representación; en otras ocasiones la imagen puede suscitar las más variadas sensaciones y emociones, aunque no perciba la causa y razón que le emociona. Vid. Figura retórica, Metáfora y Tropo. Imprecación [pp. 128, 160]. Figura retórica de pensamiento, patética, con la que se piden males para los demás. Vid. Conminación, Execración y Figura retórica. Influencia [pp. 69, 123, 176, 253-54]. En los estudios literarios, el vocablo influencia se emplea para designar el poder, el valimiento o la autoridad que una obra o autor ejerce sobre otra obra u otros autores. La influencia no podría operarse sin el conocimiento previo de determinadas fuentes cuya huella podría ser decisiva en la configuración final de un nuevo texto.

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Interdiscursividad [pp. 254-55]. Término empleado por Cesare Segre que alude a la interacción entre obras pertenecientes a distintas artes. Vid. Intermedialidad. Intermedialidad [p. 255]. Término similar al de interdiscursividad y que remite a la “contaminación estética” y confluencia entre diferentes medios artísticos y de comunicación; por ejemplo, entre la literatura y la pintura, el cómic y el cine, etc. La palabra se usa en el ámbito de la semiótica, la literatura comparada y los estudios culturales. Vid. Interdiscursividad. Interrogación retórica [pp. 69-70, 128, 154, 157-59, 194]. Figura retórica de pensamiento, patética. Se trata de una pregunta que tiene valor enfático y que no espera respuesta afirmativa o negativa, pues ya la lleva implícita. Vid. Figura retórica. Interrupción o abrupción [pp. 144-45]. Palabras de origen latino (interruptio: interrupción; abruptio: ruptura, separación) con las que se designa una figura retórica que consiste en suspender una idea o ideas para dar paso enseguida a otra u otras, con lo que se rompe la continuidad lógica del pensamiento y se da mayor viveza al discurso, aunque también resulte difícil seguir el hilo de la argumentación. Vid. Figura retórica. Intertextualidad [pp. 250-54]. Término propuesto por Julia Kristeva para aludir a la relación de un texto con otro u otros del mismo autor o de distintos autores, a los que recuerda por medio de citas, ecos, imitaciones, parodias, pastiches o transformaciones. Vid. Hipertextualidad, Parodia y Pastiche. Intertextualidad autárquica [p. 252]. Intertextualidad que, de acuerdo con la clasificación de Lucien Dällenbach, se establece a partir de las relaciones que un texto literario mantiene consigo mismo. Vid. Intertextualidad y Intratextualidad. Intertextualidad general [p. 252]. Intertextualidad que, de acuerdo con la clasificación de Lucien Dällenbach, se establece entre textos de distintos autores. Vid. Intertextualidad. Intertextualidad restringida [p. 252]. Intertextualidad que, de acuerdo con la clasificación de Lucien Dällenbach, se establece entre los textos de un mismo autor. Vid. Intertextualidad. Intratextualidad [p. 252]. Según unos autores, es la relación que se establece entre los elementos pertenecientes a un mismo texto, los cuales constituyen en su conjunto un entramado de cuyas interrelaciones depende tanto la composición interna, es decir, el modo en que está hecha la obra, como su significado general. Dentro de la obra literaria cada uno de los elementos adquiere su valor en función de los demás. Según otros autores, la intratextualidad ilustra la relación que puede establecer un texto con otros escritos de un mismo autor. Vid. Intertextualidad autárquica e Intertextualidad restringida. Ironía (tropo) [pp. 128, 156-57, 187, 276]. Término de origen griego (eiroineia: disimulo, ignorancia fingida) con el que se designa una figura retórica de pensamiento, oblicua, por medio de la cual se afirma o se sugiere lo contrario de lo que se dice con las palabras, de forma que puede quedar claro el verdadero sentido de lo que pensamos o sentimos. Vid. Figura retórica, Sarcasmo y Tropo.

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‘Iter vitae’ [p. 78]. Expresión latina que significa ‘el camino de la vida’ y que designa un tópico literario que contempla la existencia como un largo sendero que ha de recorrer solo una vez el ser humano desde que nace hasta que muere enfrentándose a las adversidades, luchando contra las tentaciones y asimilando las enseñanzas que les procuran las experiencias. Es un tópico literario. Vid. ‘Homo viator’ y Lugar común. Jarcha [pp. 26-7, 111-12, 119]. Poemilla tradicional variable en número de versos (dos, tres o cuatro), cómputo silábico y disposición de rimas. Escrita en mozárabe (mezcla del romance heredero del latín vulgar visigótico y del árabe que hablaban los cristianos y los musulmanes en la España islámica), servía como estrofa de remate a las moaxajas árabes o hebreas. Se cuenta entre las primeras manifestaciones líricas (siglos X y XI) en lengua romance de toda la Romania y encierra lamentos amorosos de una joven por la ausencia del amado. Por su temática se han relacionado las jarchas con las cantigas de amigo gallegoportuguesas, con canciones tradicionales castellanas y con algunas cancioncillas medievales europeas. Vid. Cantiga de amigo, ‘Moaxaja’ y Subgénero literario. Jornada (teatro) [pp. 62, 162, 189]. Nombre con el que se designaban en el Siglo de Oro los actos en que se dividían las comedias, aunque ambos términos alternaban. La denominación, que tanto éxito tuvo, fue adoptada a principios del siglo XVI por Torres Naharro. El número de jornadas de que constaban las obras en el siglo XVI fue evolucionando hasta su definitiva fijación en tres. Hacia 1535, aparece, por primera vez, la división en tres actos en el anónimo Auto de Clarindo, y posteriormente en la Comedia Florisea (1551) de Francisco de Avendaño, pero no llega a establecerse como habitual hasta finales del siglo XVI. Son los autores del XVII, como Lope de Vega, quienes la convierten en normativa. Vid. Acto, Cuadro y Escena (teatro). Juglar [pp. 16, 113, 122-23, 175, 181]. Es el término con que se conoce en la Edad Media, desde el siglo XII, un personaje ambulante polifacético, intérprete de poemas, salmodiador de cantares de gesta, malabarista, equilibrista… Según sus habilidades, recibía distintos nombres (“remedador”, “cazurro” o “bufón” eran despectivos y se aplicaban a los que ejercían sus oficios de una manera deshonrosa). El verdadero juglar era el que sabía tocar algún instrumento, cantar poemas heroicos, líricos o burlescos compuestos por otros y comportarse, según las normas vigentes, en las cortes de los nobles. Hacia fines del siglo XIV los juglares, tan importantes para la divulgación de la cultura en el Medievo, empiezan a desaparecer. Su influjo había dejado huellas incluso en los poetas cultos (Gonzalo de Bercero, Juan Ruiz). Habían sido figuras familiares en los castillos y en las plazas de los pueblos. Vid. Cantar de gesta, Rapsoda, Romance (métrica) y Romance (subgénero literario). ‘Leitmotiv’ (crítica literaria) [pp. 41, 45-6, 166, 228, 277]. Término de origen alemán que en literatura designa una determinada palabra, expresión, verso o figura literaria que reaparece a intervalos a través de una obra. Se emplea tanto en poesía como en narrativa o en teatro. Letrilla [pp. 40-1, 73-4, 279]. Poema con estribillo, surgido en el Renacimiento y desarrollado extraordinariamente en el Barroco, con versos de arte menor, octosílabos o hexasílabos y estrofas varias. Trata temas diversos, serios o jocosos, aunque son propios de esta composición los tonos críticos, burlescos y satíricos.

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‘Lexis’ [p. 127]. Término griego que significa ‘palabra’ y que, dentro de la Retórica griega, se correspondía con una de las partes de esta disciplina, concretamente la referente a la forma verbal o el estilo del discurso oratorio. Equivale a la elocutio latina. Vid. Elocución o ‘elocutio’, Estilo, Oratoria y Retórica. Leyenda (subgénero narrativo) [pp. 54-5, 88, 187-88]. Narración de hechos naturales (como hazañas de héroes o vidas de santos), sobrenaturales (como milagros, presencia de criaturas feéricas o de ultratumba, etc.) o una mixtura de ambos que se transmite de generación en generación en forma oral o escrita. Generalmente, el relato se sitúa de forma imprecisa entre el mito y el suceso verídico, lo que le confiere cierta singularidad. Se ubica en un tiempo y lugar familiares a los miembros de una comunidad, lo que aporta cierta verosimilitud al relato. En las leyendas que contienen elementos sobrenaturales los sucesos que se relatan se presentan como reales y forman parte de la visión del mundo propia de la comunidad en la que se origina la leyenda. En su proceso de transmisión a través de la tradición oral, las leyendas experimentan a menudo supresiones, añadidos o modificaciones culturales que dan origen a todo un mundo lleno de variantes. Vid. Mito y Subgénero literario. Licencia métrica o poética [pp. 97-9, 131, 274, 281]. Alteración de ciertas palabras con el fin de que puedan cumplirse las leyes métricas. Vid. Diéresis, Hiato o dialefa, Sinalefa y Sinéresis. Lira (métrica) [pp. 16, 29, 99, 107, 114-15, 121, 157]. Estrofa de cinco versos en la que se combinan heptasílabos (primero, tercero y cuarto) y endecasílabos (segundo y quinto), que riman en consonante. La estructura más frecuente es: aBabB. Vid. Estrofa. Lírica [pp. 15-7, 20-6, 29, 35, 41, 44, 48, 55, 110, 117, 170, 176, 180, 186, 244, 250, 271, 280]. Es uno de los tres grandes géneros literarios, junto con la épica y la dramática, que destaca por ser el más subjetivo y se caracteriza por transmitir vivencias, sentimientos y pensamientos aparentemente propios del autor, rehuyendo, por lo común, la especificación del contexto situacional, el espacio y el tiempo; el lector acepta estas ausencias como rasgos peculiares del género. Vid. Drama o dramática, Épica, Género literario y Narrativa. Lírica trovadoresca provenzal [pp. 27, 55, 112, 176]. Denominación general que se le da a las composiciones de una escuela lírica que se desarrolla en los siglos XII y XIII en la Provenza (sureste de Francia) y que proyecta su influjo a diversos lugares desde los que se extiende por toda Europa: Galicia (y desde allí a Castilla), Cataluña, Sicilia, Bolonia, Florencia… Vid. Amor cortés o ‘fin’amor’, Canción medieval o trovadoresca, ‘Cansó’ y Lírica. Lirismo [p. 18]. Término usado para referirse a la manifestación de la subjetividad del poeta o del artista, donde prevalecen los aspectos emotivos y sentimentales sobre los racionales. Con independencia del género al que pertenezca, cualquier texto puede hacer ostentación de esta cualidad. Literariedad [p. 15]. Término con el que se ha vertido en español un vocablo empleado por los formalistas rusos (literaturnost) con el cual se alude a aquella o aquellas características que convierten un texto, por su estructura y funcionamiento, en obra literaria. Deja de lado las consideraciones psicológicas, culturales, filosóficas, históricas, políticas…, que se creen aspectos muy secundarios dentro de la obra literaria. Vid. Formalismo ruso.

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Literatura [pp. 9-11, 16, 24, 27, 29, 34, 37, 39, 42-3, 45, 48, 51, 57, 59, 63, 66, 72-3, 79-81, 90, 110, 124, 127, 129, 138-39, 153, 172, 174, 177, 180, 183, 186-87, 212, 222, 224, 231, 234, 240, 249, 252-53, 265-67, 270-71, 282]. Derivado del latino littera, el término litteratura es, según Quintiliano, un calco del griego grammatike, relacionado con el arte de leer y escribir, y con dos disciplinas básicas de la cultura grecolatina: la Gramática y la Retórica. Hasta el siglo XVIII, se alude con dicho término a la ciencia en general y, más propiamente, a la del hombre de letras. Sin embargo, a finales de ese siglo, cuando el vocablo ciencia se especializa para abarcar los dominios de las ciencias experimentales, el de literatura se va orientando paralelamente hacia lo que constituirá su propio campo: el de la creación estética. Vid. Gramática y Retórica. Literatura de ciencia ficción [p. 172]. Modalidad narrativa que abarca una serie de obras que se encuentran a medio camino entre el relato de utopía y la novela de aventuras. La expresión ciencia ficción es de origen inglés y fue acuñada por Hugo Gernsback en 1923 (Scientifiction Issue) para titular un número de la revista Science and Invention dedicado enteramente a la publicación de relatos de anticipación del futuro, es decir, narraciones cortas cuya trama argumental versa sobre acontecimientos fantásticos que ocurren en un mundo futuro, imaginado desde la previsión de sus posibilidades de desarrollo en relación con los avances científicos y técnicos del momento. El mismo Gernsback, que editará en 1926 una revista dedicada exclusivamente a la narrativa de ciencia ficción (Amazing Stories), define esta clase de obras como “un relato del tipo de los de Julio Verne, H. G. Wells y E. A. Poe: una novela encantadora con hechos científicos y visiones proféticas”. En esta narrativa los protagonistas suelen estar poco definidos psicológicamente y, en general, no afloran en ellos motivaciones sentimentales: el amor, o no aparece, o adquiere escasa relevancia. Los temas son de actualidad científica o social, y, a veces, subyace una posición crítica frente a la organización de la sociedad contemporánea. Esta literatura representa un producto cultural surgido en la civilización moderna, en la que al hombre, debido a los avances de la ciencia y la técnica, le resulta concebible un mundo futuro (con unas formas de vida y unos esquemas sociales diferentes del pasado y del presente) en el que pueda verse como natural lo que hasta ahora se consideraba fantástico y sobrenatural. Aunque se ha pretendido encontrar antecedentes remotos de esta modalidad narrativa, así como en textos de los siglos XVII y XVIII, hoy se consideran como iniciadores del subgénero a Mary Shelley, Edgar Allan Poe, Julio Verne, Edward Bellamy, Edgar Rice Burroughs y H. G. Wells. Vid. Literatura y Subgénero literario. Literatura fantástica [pp. 172, 176-85, 187-88]. Según Tzvetan Todorov, lo fantástico —y por extensión la literatura fantástica— es un género narrativo en el que se superponen dos tipos de lógica, la racional, que rehúsa admitir lo inexplicable, y lo irracional. Lo fantástico no existe sino en relación con lo “extraño” y lo “maravilloso”. En lo extraño, sucesos que parecen sobrenaturales durante una parte de la narración, tienen finalmente una explicación racional, mientras que en lo maravilloso, en los cuentos de hadas, por ejemplo, nada hay que sorprenda al lector, que deja a un lado, mientras lo lee, la consideración de lo racional. Por lo que respecta a lo fantástico, cuando irrumpe en la narración un hecho que no puede explicarse según las leyes que rigen el universo, el lector ha de optar o por creer que aquel suceso es fruto de la imaginación y que las leyes del mundo permanecen inalterables, o bien por aceptar que el suceso ha ocurrido

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realmente, y entonces debe admitir que existen leyes que desconoce: El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde (1886), de Robert Louis Stevenson; La metamorfosis, de Franz Kafka… Una narración es fantástica mientras el lector se mueve en medio de esta incertidumbre, ya que, si se aportan soluciones, se entra en el terreno de lo extraño o de lo maravilloso. En “Las babas del diablo” (Las armas secretas, 1959), de Julio Cortázar, nunca llega a aclararse quién narra la experiencia relatada (¿el fotógrafo Michel?, ¿la cámara fotográfica?, ¿el tiempo?); en Otra vuelta de tuerca, de Henry James, no se sabe si en realidad hay fantasmas o si todo son alucinaciones de la institutriz: la ambigüedad, la duda, mantienen estas narraciones dentro del género de la literatura fantástica. Por otra parte, el autor de este tipo de obras, al tratar de fingir la irrealidad, debe tener la precaución de no sobrepasar, por exageración, los límites de lo aceptable por el lector. Vid. Género literario y Literatura. Literatura pastoril [pp. 37-8, 53, 66-8, 97, 180-82, 248, 279]. Nombre con el que se conoce un tipo de literatura que, protagonizada por pastores, se manifiesta en diferentes géneros. También recibe el nombre de bucólica. Los pastores de las obras bucólicas (narrativas, teatrales o líricas) son fingidos, suelen inspirarse en personajes nobles de la época y se mueven en un espacio campestre idealizado (locus amoenus), opuesto al cortesano, donde exponen, con lenguaje bellísimo, sus problemas, por lo general amorosos. El trasfondo filosófico de la literatura bucólica es platónico. Los escritores en lenguas vulgares imitaron en el Renacimiento y en el Barroco (Petrarca, Sannazaro, Garcilaso, Montemayor, Torcuato Tasso, Gil Polo, Cervantes, Lope de Vega) las obras bucólicas de los griegos (Teócrito) y los latinos (Virgilio). En el Neoclasicismo español, uno de los principales cultivadores de la literatura bucólica es Juan Menéndez Valdés. Vid. Égloga, Género literario, Idilio, ‘Locus amoenus’ y Novela bucólica o pastoril. Litote [pp. 128, 157, 276]. Término griego (litotes: sencillez, de litos: pequeño) que se refiere a una figura retórica de pensamiento, oblicua, por medio de la que se dice menos de lo que se piensa para dar a entender, por el tono y el contexto, que se quiere expresar más de lo que se ha dicho. Decir que “alguien no está muy despierto” en lugar de decir que “duerme a pierna suelta” es un caso de litote. Vid. Figura retórica y Tropo. ‘Locus amoenus’ [pp. 66-9, 273]. Tópico literario que procede de la literatura clásica y que alude a un lugar campestre idealizado en el que la belleza y la armonía de un bello y umbrío paraje en el que no pueden faltar, como elementos esenciales, uno o varios árboles, un prado y una fuente o arroyo, a los que pueden unirse el canto de las aves, la brisa refrescante del verano y la presencia de las flores, regalando los sentidos con su perfume y diversificado cromatismo. Vid. ‘Locus eremus’ y Lugar común. ‘Locus eremus’ [pp. 66-8]. Tópico literario que se caracteriza por ser un paisaje opuesto al locus amoenus (eremus significa ‘yermo’). Por consiguiente, se trata de un espacio apartado del mundo, sin árboles, aves, ni arroyos. Es símbolo de la vida ardua y sacrificada. Vid. ‘Locus amoenus’ y Lugar común. Lugar común [pp. 47, 63, 66, 72, 74, 77, 79, 273]. Expresión con la que se han vertido al castellano las correspondientes expresiones griega (koinos topos) y latina (communes loci), con las que se designan ciertos temas o motivos

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convencionales que utilizaban, como recursos los oradores y también los poetas, en la elaboración de sus discursos y poemas. Madrigal [pp. 37-8, 85-6]. Término de origen italiano (madrigale), de etimología dudosa (tal vez proceda del latino matricalis), con el que se designa un subgénero lírico consistente en una composición breve de heptasílabos y endecasílabos, con rima no prefijada (siempre consonante), similar a la silva y, por lo común, entre ocho y quince versos. De procedencia italiana, servía en el siglo XVI de letra para cantar temas delicados, a menudo amorosos. Vid. Silva y Subgénero literario. Máxima o sentencia [pp. 109-10, 162-63]. Enunciado breve de valor moral y práctico y que encierra un pensamiento que pretende ser válido como norma de conocimiento del mundo. Como figura retórica de pensamiento, dialéctica, la sentencia (del latín sententia: opinión, máxima) constituye una reflexión circunstancial expresada sucintamente, emitida dentro de un discurso y elaborada para ese momento por su autor. Vid. Aforismo, Figura retórica, Proverbio y Refrán. Maya (subgénero lírico) [p. 26]. Canción tradicional castellana con la que se celebraba la llegada de la primavera y del amor. El tema se trata también, enlazándolo con otros, en el anónimo “Romance del prisionero”. No se han documentado muestras anteriores al siglo XV en castellano, aunque sí las hay en gallego. Vid. Subgénero literario. Medievo [pp. 55, 76]. Vid. Edad Media. ‘Memento mori’ [pp. 69, 76]. Expresión latina que significa ‘recuerda que has de morir’ con la que se alude a un tópico literario por el que se recuerda a alguien su mortalidad como ser humano y, consiguientemente, lleva implícito el mensaje de que hay que apartarse de la vanidad del mundo. Vid. Lugar común, ‘Sic transit gloria mundi’ y Ubi sunt? Memorias [pp. 212, 218, 233, 288]. Subgénero narrativo-histórico en el que el autor habla en primera persona de hechos en los que ha participado y de personajes a los que ha conocido. Las memorias se distinguen de la autobiografía por su carácter más externo, es decir, por su menor carga de intimismo y subjetividad y su mayor relación de acontecimientos políticos, sociales, culturales…, pero tanto unas como la otra pueden no responder con exactitud a la realidad, dado el filtro personal al que el autor, conscientemente o no, somete sus recuerdos. Significa esto, por lo tanto, que no hay que descartar la presencia de elementos ficcionales, o lo que es lo mismo, novelescos. El género, ya cultivado por griegos y latinos, tuvo una singular acogida en la literatura francesa. Vid. Autobiografía, Confesión, Ficción, Personaje y Subgénero literario. Menosprecio de corte y alabanza de aldea [pp. 43, 66, 69, 72, 79]. Tópico en el que se alaba la vida campestre y el contacto con la naturaleza. Proviene de la literatura clásica antigua y pasa a la renacentista y a la barroca. La oda “Beatus ille…”, de Horacio, es la fuente de un abundante tratamiento posterior del tema, en cuyo desarrollo, igual que en la oda horaciana, hay mucho de hipocresía (se alaba el retiro, pero no se abandona la corte) o mucho de anhelo insatisfecho. Vid. ‘Beatus ille’ y Lugar común.

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Mester de Clerecía [pp. 113, 123]. Denominación ―mester: ministerio, oficio― aplicada en España a una escuela literaria culta que se desarrolla también en otros lugares de Europa. En nuestro país abarca los siglos XIII y XIV. Sus componentes, clérigos vinculados a monasterios o poetas de amplia formación cultural, son conscientes de su superioridad frente al Mester de Juglaría, del que se distinguen en muchos rasgos: el abandono paulatino del anonimato, la imitación de obras anteriores (latinas medievales, francesas, la Biblia) y la búsqueda y el conocimiento, aún poco documentado, de fuentes clásicas; el manejo de recursos retóricos, así como el uso de una métrica de la que se siente muy orgulloso el desconocido autor del Libro de Alexandre, porque se desarrolla en estrofas: la cuaderna vía. En el siglo XIV las series monótonas de la cuaderna vía se mezclan y agilizan con otras formas estróficas, como en el Libro de buen amor, de Juan Ruiz, Arcipreste de Hita. Vid. Cuaderna vía o tetrástrofo monorrimo. Metábasis [p. 164]. Palabra procedente del latín medieval (metabasis) y esta, a su vez, del griego metábasis (transición) con la que se designa un fenómeno lingüístico consistente en utilizar una palabra en una función sintáctica distinta de la que le corresponde por su categoría gramatical; un adjetivo o un adverbio en función de sustantivo, por ejemplo. Metáfora [pp. 18, 45, 50, 59, 96, 128, 138, 146, 148-52, 163, 248, 251, 276, 278, 28183, 285]. Término que deriva del griego meta (más allá) y forein (pasar, llevar) con que se designa un tropo o figura de significación consistente en trasladar el sentido propio de un término real (TR) a otro con el que se relaciona por semejanza (término imaginario, TI, o imagen). Vid. Alegoría, Figura retórica, Imagen, Símil y Tropo. Metáfora adjetival [p. 150]. Metáfora en la que la imagen poética se concreta en un adjetivo. Vid. Imagen y Metáfora. Metáfora adverbial [p. 150]. Metáfora en la que la imagen poética se concreta en un adverbio. Vid. Imagen y Metáfora. Metáfora afectiva [p. 151]. Metáfora mediante la que el hablante poético da a conocer su mundo interior a partir de la realidad externa. Es decir, los particulares estados de ánimo son mostrados por medio de seres y objetos. En estos casos el objeto, animal, planta o paisaje que dan cuerpo al mundo interior del emisor poético son solo un pretexto y un punto de partida en el desarrollo textual. En suma, se podría decir que hay una sola metáfora que abarca todo el poema. Vid. Emisor poético, Hablante lírico y Metáfora. Metáfora antropomórfica [p. 150]. Metáfora que se une a la prosopopeya, por lo que la imagen poética atribuye capacidades o características humanas a otros seres vivos y a objetos. Vid. Imagen, Metáfora y Personificación o prosopopeya. Metáfora aposicional [p. 149]. Metáfora que lleva expresos sus dos términos (el término real y el término imaginario) y se construye igual que una aposición (TR: TI). Vid. Metáfora. Metáfora compuesta o de segundo grado [pp. 150-51]. Metáfora en la que la relación entre el término real y el imaginario se da de forma mediata, a través de un tercer término elíptico que guarda con el imaginario una relación propiamente sinecdocal o metonímica. Vid. Metáfora, Metonimia y Sinécdoque.

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Metáfora copulativa [p. 149]. Metáfora que lleva expresos sus dos términos, entrelazados por el verbo “ser” (TR es TI). Vid. Metáfora. Metáfora “de genitivo apuesto” [p. 149]. Metáfora en la que el término imaginario se anticipa al término real, formando parte este último de un sintagma preposicional (TI de TR). Vid. Metáfora. Metáfora impresionista [p. 149]. Metáfora que cuenta con varios términos imaginarios yuxtapuestos, todos los cuales referidos a un mismo término real (TR: TI, TI, TI…). Vid. Metáfora. Metáfora muerta o lexicalizada [pp. 149, 151]. Metáfora que se ha establecido en el lenguaje de manera tal que ha perdido su sentido de metáfora y ha pasado a tener un significado literal. Vid. Metáfora. Metáfora pura [pp. 149-50]. Metáfora en la que solo se expresa el término imaginario. El término real debe deducirse del contexto (TI en lugar de TR). Vid. Metáfora. Metáfora sensorial [p. 150]. Metáfora cuyas imagen o imágenes poéticas evocan o apelan a cualquiera de los cuatros sentidos (vista, oído, tacto u olfato) como método para interiorizar la realidad exterior. Vid. Imagen y Metáfora. Metáfora simple o de primer grado [pp. 150-51]. Metáfora en la que la relación entre el término real y el imaginario es directa e inmediata. Vid. Metáfora. Metáfora verbal [p. 150]. Metáfora en la que la imagen poética se concreta en un verbo. Vid. Imagen y Metáfora. Metáfora zoomórfica [p. 150]. Metáfora cuya imagen identifica a los seres humanos con animales o capacidades y cualidades de animales. Vid. Imagen y Metáfora. Metatextualidad [p. 253]. Tipo de trascendencia textual (transtextualidad), expuesta por Gérard Genette y que consiste en una relación que se puede entender como “de comentario”. En este sentido, un texto que habla de otro establece una relación metatextual con ese, sin que necesariamente lo cite, o incluso sin que lo mencione. Vid. Metatexto y Transtextualidad. Metatexto [p. 253]. Concepto definido por Gérard Genette como un texto que habla o instruye sobre otro. Puede funcionar de varias maneras: puede ser interno, externo o mixto; puede ser un discurso crítico, una estructura especular, una categoría narrativa, una figura, etc. El metatexto contribuye a la coherencia del texto y provee al lector de claves de lectura. Los modelos de escritura alternativos, al evitar el planteamiento lineal de sus textos y la clásica estructura tripartita aristotélica de principio, medio y fin, han recurrido con frecuencia al recurso del metatexto para organizar la experiencia narrativa. Vid. Metatextualidad. Metonimia [pp. 128, 146, 151-52, 276]. Término proveniente del griego met-onomazein (dar o poner un nuevo nombre) con el que se designa un tropo, figura retórica de significación, que consiste en la sustitución de un término por otro que mantiene con el primero una relación de contigüidad semántica, fundada en la causalidad, la procedencia o sucesión entre los significados de ambas palabras. En el vocablo metonimia puede englobarse también la sinécdoque, pues suele usarse indistintamente para ambas, aunque no sean idénticas. Vid. Figura retórica, Sinécdoque y Tropo.

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Métrica [pp. 16-7, 20, 30, 34, 49, 96-126, 175, 275]. Disciplina que trata de investigar la organización rítmica del discurso literario estructurado en forma de poema, teniendo en cuenta los principios y normas que rigen la versificación en sus diferentes modalidades. Con este término también se puede hacer referencia a la medida, estructura y combinación de los versos de una determinada composición poética, de un escritor, de una época o de un lugar. Metro (métrica) [pp. 34, 100, 107, 126, 175, 271]. Estructura rítmica de un verso o de una composición poética; se basa en un orden fijo de acentos, pausas y rimas (según Andrés Bello). Boris Tomachevski sostiene que el metro es el rasgo distintivo del verso en relación con la prosa, ya que la lengua poética, sometida a las exigencias de una determinada estructura métrica, se carga de connotaciones que en la prosa resultan mucho menos frecuentes. En algunos autores se identifica el concepto de metro con el de verso, de manera que ambos términos vienen a ser sinónimos; así, por ejemplo, se habla de metro alejandrino. Vid. Verso. Microrrelato o minicuento [p. 187]. Cuento brevísimo que condensa en muy pocas páginas o en unas pocas líneas —a veces no más de un par— tensión, precisión e intensidad emocional. Es muy famoso el del escritor Augusto Monterroso, titulado “El dinosaurio”, que consta solo de siete palabras. ‘Militia amoris’ [pp. 59-60]. Tópico literario que ha sido usado por muchos autores para expresar que el amor y todo lo que ello conlleva es algo parecido a una batalla. Basado en la comparación de ciertas situaciones amorosas con las militares a partir de la observación de la conducta de los enamorados, tiene presencia ya en los diferentes géneros literarios griegos y en la poesía latina. Vid. Lugar común. ‘Mimesis’ o mímesis [pp. 188, 234]. Término de origen griego (mimesis, de mimeomai: imitar, representar) utilizado en un principio para designar la imitación de una persona o de cualquier otra realidad a través de la palabra o del gesto. Dicho término adquirió posteriormente una acepción más precisa en el campo de la reflexión estética para significar la imitación o representación de la realidad a través de los procedimientos peculiares de las diversas artes. El concepto de mimesis en la obra de arte del lenguaje fue objeto de un tratamiento específico en los estudios de Platón y en la Poética de Aristóteles. Vid. Ficción y Ficcionalidad. Mito [pp. 16, 80-96, 177]. Término de origen griego (mythos: fábula) con el que se aludía a ciertos relatos primitivos cuya historia servía de fuente de inspiración a los poetas en sus cantos y a los autores dramáticos en la elaboración de sus tragedias. Según Platón, es un “relato que concierne a los dioses y a los héroes”. En la Poética de Aristóteles el mito, entendido como el conjunto y la “ordenación de los sucesos” de la historia dramatizada, constituye “lo supremo y casi el alma de la tragedia”. El mito aparece vinculado no solo a las primeras creaciones literarias, sino también a la filosofía en sus inicios (para Parménides, mito era sinónimo de “logos”) y, sobre todo, el marco ritual donde se descubre el sentido originario del mito, concebido como relato de una historia sagrada, de unos acontecimientos ocurridos en el comienzo de los tiempos, en los que participan seres divinos o héroes. Vid. Mitología. Mitología [pp. 79-96, 166]. Disciplina que se ocupa del estudio, interpretación y comparación de las historias fabulosas protagonizadas por dioses, semidioses y

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héroes de diversos pueblos y culturas. El influjo de la mitología grecolatina ha sido extraordinario en el desarrollo de la literatura a través de todos los tiempos. Vid. Mito. ‘Moaxaja’ [p. 119]. Tipo de canción amorosa, compuesta en árabe o hebreo, formada por varias estrofas de cinco, seis o más versos cortos: su estructura métrica se configura siguiendo el modelo establecido en la última de las estrofas, cuyos versos finales constituyen una jarcha o cancioncilla escrita total o parcialmente en lengua romance (las hay también en lengua árabe). Estos poemas árabes o hebreos estaban concebidos para encuadrar una jarcha preexistente, que es la que da a la moaxaja la medida y la rima de las vueltas. Vid. Jarcha y Vuelta o verso de vuelta. Modalización (narratología) [pp. 211, 215-17, 229]. Término utilizado por Darío Villanueva para hacer referencia a la posición del sujeto narrador, el ángulo de visión o enfoque desde el que contempla y relata los sucesos de la historia que cuenta, así como la voz o voces diferentemente moduladas que transmiten información sobre los mismos recabada desde una o más perspectivas. La modalización narrativa se expresa, lingüísticamente, a través de las personas gramaticales. Vid. Aspecto y modos de ficción, Focalización, Foco de narración, Perspectiva, Punto de vista y Visión. Modelo actancial [pp. 228-43]. Es un planteamiento, concebido por A. J. Greimas, que nos permite realizar un análisis estructural en un texto narrativo o dramático de los personajes y las relaciones que establecen entre ellos. De acuerdo con este prisma, los personajes encarnan acciones (se les llama actantes) y se resisten a ser analizados como seres; no los observamos por lo que son, sino por lo que hacen, en la medida en que participan de tres grandes ejes semánticos, que son el deseo, la comunicación y la participación. Vid. Actante. Modelo de mundo de lo ficcional no mimético verosímil [p. 172]. Según Francisco Javier Rodríguez Pequeño, es el conjunto referencial de una obra narrativa que se compone de instrucciones que no corresponden al mundo real efectivo ni están establecidas de acuerdo con dicho mundo, pero que son verosímiles. En su clasificación, este modelo de mundo pertenece al tipo III. Vid. Mundos posibles. Modelo de mundo de tipo I o de lo verdadero [p. 171]. Conjunto referencial de una obra narrativa constituido, según Tomás Albaladejo, por instrucciones que pertenecen al mundo real efectivo, por lo que los referentes que a partir de ellos se obtienen son reales. Vid. Mundos posibles. Modelo de mundo de tipo II o de lo ficcional verosímil [p. 171]. Conjunto referencial de una obra narrativa constituido, según Tomás Albaladejo, por instrucciones que no pertenecen al mundo real efectivo, pero que están construidas de acuerdo con este. Vid. Mundos posibles. Modelo de mundo de tipo III o de lo ficcional no verosímil [pp. 171-72]. Conjunto referencial de una obra narrativa que se compone, según Tomás Albaladejo, de instrucciones que no corresponden al mundo real efectivo ni están establecidas de acuerdo con dicho mundo. En la clasificación de Francisco Javier Rodríguez Pequeño, esta categoría, que comprende una parcela de la literatura no mimética, pasa a ocupar el tipo IV. Vid. Mundos posibles.

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Modernismo (literatura hispánica) [pp. 35-6, 41, 81, 100, 104, 123]. Movimiento artístico y literario hispanoamericano y español que supone una rebelión contra la estética del Realismo y del Naturalismo y contra el materialismo de la civilización burguesa. Ello da como resultado actitudes de evasión aristocráticas, bohemias, dandistas e incluso amorales que desembocan en producciones literarias en las que se prima el cultivo del arte por el arte, aunque no todas las obras de los modernistas se despreocupan de las ideas ni dejan a un lado la propia intimidad. Se inicia alrededor de 1880 y pervive hasta el comienzo de la Primera Guerra Mundial ―recuérdese los libros Estío (1915) y Diario de un poeta recién casado (1916), de Juan Ramón Jiménez―, como transición y alejamiento del Modernismo que había cultivado anteriormente). Surge en Hispanoamérica, muy influido por el Parnasianismo y el Simbolismo franceses, y se considera al nicaragüense Rubén Darío su principal difusor. Él acuña el término Modernismo en 1888, aunque no es el primero que lo usa, pues ya lo habían hecho con anterioridad el cubano José Martí y el mexicano Manuel Gutiérrez Nájera; ambos, junto con el colombiano José Asunción Silva y el también cubano Julián del Casal, fueron los pioneros del nuevo movimiento que, ya en su plenitud, contó con figuras como el uruguayo Julio Herrera y Reissig, el mexicano Amado Nervo o el argentino Leopoldo Lugones, además del propio Darío. Vid. Arte por el arte, Generación del 98, Parnasianismo y Simbolismo. Modismo [p. 178]. Expresión fija, privativa de una lengua; su significado no se deduce de las palabras que la forman: “a troche y moche”, “se quedó cortada”, “tiene mala pata”… Modo cámara (narratología) [pp. 215, 217-18]. Nombre que le da Norman Friedman a una forma de modalización objetiva y en tercera persona en la que el narrador transmite de la historia y de los personajes solo los aspectos que finge ver como si lo hiciese a través de la lente de una cámara filmadora. A los personajes se les conoce solo por su apariencia, por su conducta y por sus diálogos. Vendría a ser una plasmación en la narrativa del método conocido como behaviorismo o conductismo proveniente de la ciencia psicológica. Vid. ‘Behaviorismo’ o conductismo, Diálogo, Modalización y Narrador observador o limitado. Modo dramático (narratología) [pp. 216-17]. Nombre dado por Norman Friedman a una forma de modalización que pretende alcanzar un alto grado de objetividad, al prescindir de las voces del autor implícito y sustituir la del narrador por unas escuetas indicaciones a modo de la acotación teatral con el fin de enmarcar un discurso narrativo dominado totalmente por la voz de los personajes, bien sea a través del diálogo, bien del monólogo citado. Vid. Acotación o didascalia, Diálogo, Modalización, Monólogo citado y Narrador observador o limitado. Monólogo [pp. 19, 111, 146, 194-96, 198, 200-4, 206, 212-13, 219, 223, 229, 236, 255, 276]. Término de origen griego (mono-logos: palabra de uno solo, soliloquio) con el que se designa un sistema de elocución y modalidad técnica ya antigua en literatura, muy usada en narrativa y en teatro, consistente en reproducir, en estilo directo, y por lo tanto en primera persona, desde el “yo”, el pensamiento lógico, coherente y no siempre exaltado de un personaje. Vid. Estilo directo y Soliloquio. Monólogo autocitado [p. 200]. Es una variante del monólogo citado de Dorrit Cohn. En el monólogo autocitado el narrador-personaje reproduce de forma directa su propio pensamiento mediante el uso formal de la primera persona y, con

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frecuencia, marcando o entrecomillando el propio texto. Vid. Estilo directo, Monólogo y Monólogo citado. Monólogo autónomo [p. 204]. Nombre que le da Dorrit Cohn a la técnica narrativa del monólogo interior. Vid. Estilo directo, Monólogo y Monólogo interior. Monólogo autorreflexivo [pp. 201-2, 212]. Técnica narrativa que constituye una variante del monólogo interior (o monólogo autónomo, según Dorrit Cohn) mediante la que se hace una transcripción directa de los pensamientos de un personaje, con su propio discurso, pero mediante el uso formal de la segunda persona. Sin embargo, ese “tú” al que va dirigido el discurso no se refiere a alguien distinto del propio sujeto de enunciación. De este modo se produce un apasionante desdoblamiento o un ficticio diálogo-monólogo del protagonista consigo mismo. El resto de características de esta técnica se corresponde con las del monólogo interior. Vid. Corriente de conciencia, flujo de conciencia o ‘stream of consciousness’, Estilo directo, Monólogo y Monólogo interior. Monólogo citado [pp. 196, 200]. Término utilizado a partir de Dorrit Cohn para hacer referencia a una transcripción directa, dentro de un marco narrativo impersonal o con un narrador omnisciente u observador (o heterodiegético, según Genette), del pensamiento de un personaje en forma de soliloquio. Dicho discurso aparecerá entrecomillado o encabezado por un guion si figura en un párrafo independiente. Vid. Estilo directo, Monólogo, Monólogo autocitado y Soliloquio. Monólogo dramático (narratología) [p. 194]. Vid. Diálogo restringido o unilateral. Monólogo interior [pp. 196, 200, 202-4, 212-13, 219, 223, 255]. Expresión traducida del francés (Le Monologue intérieur, de Édouard Dujardin), cuyo contenido viene a ser análogo al de la expresión inglesa utilizada originalmente por William James (stream of consciousness: corriente de conciencia). El nombre responde a una técnica narrativa cuyos antecedentes podrían estar en Gustave Flaubert, Benito Pérez Galdós, Clarín, Fedor Dostoievski, etc., pero que se inicia de manera expresa en Los laureles están cortados, de Dujardin, que lo definió por su objetivo de “evocar el flujo ininterrumpido de pensamientos que atraviesan el alma del personaje a medida que surgen y en el orden que surgen, sin explicar el encadenamiento lógico […], por medio de frases reducidas al mínimo de relaciones sintácticas, de forma que da la impresión de reproducir los pensamientos tal como llegan a la mente”. Esta falta de lógica y articulación coherente constituye la diferencia esencial frente al soliloquio en el arte dramático. Vid. Corriente de conciencia, flujo de conciencia o ‘stream of consciousness’, Estilo directo, Monólogo autorreflexivo y Soliloquio. Moraleja [pp. 178, 186-87]. Enseñanza moral que pretenden transmitir al lector ciertos textos, en especial los narrativo-didácticos como enxiemplos, fábulas, apólogos o cuentos. Solía condensarse en un pareado de cierre. A veces también se resumían los textos teatrales en una moraleja final (La verdad sospechosa, de Ruiz de Alarcón, o El sí de las niñas, de Leandro Fernández de Moratín). Vid. Apólogo, Cuento, ‘Enxiemplo’ o ‘exemplo’, Epifonema, Fábula (subgénero narrativo-didáctico) y Pareado. Motivo (crítica literaria) [pp. 41, 44-5, 47-9, 53, 56, 59, 61, 63, 84, 166, 184, 188, 228, 239, 249, 277]. Elemento menor y no susceptible de descomposición que forma parte de la fábula o del asunto de una obra narrativa o dramática o de un texto

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poético. Este elemento, combinándose con otros de la misma categoría, contribuye a la configuración del tema. Mudanza (métrica) [pp. 27, 119-20]. Estrofa que en el villancico, el zéjel y la canción medieval sigue a la cabeza o estribillo. En el zéjel, la mudanza consta de tres versos monorrimos; en el villancico, la mudanza suele tener dos rimas y, aunque puede estar compuesta por otras estrofas, la más utilizada es la redondilla. Vid. Cabeza, Canción medieval o trovadoresca, Estribillo, Estrofa, Redondilla, Villancico y Zéjel. Mundo al revés [pp. 76-78]. Tópico literario que tiene su origen en la Antigüedad y que se refiere a un trastorno generalizado del mundo, un espacio en el que los papeles se invierten. Se caracteriza por la “enumeración de imposibles” (o adynata) tomada de Virgilio; por ejemplo, lo que antes se censuraba ahora se elogia; los pacifistas se hacen militares, etc. Aunque surgido en el mundo griego, no será hasta la Edad Media cuando el tópico alcanzará su máximo esplendor a través de la representación de imágenes que explotan lo irracional: ciegos que conducen a ciegos, bueyes danzantes, aves que vuelan sin alas, padres de la Iglesia que se encuentran en la taberna… Vid. Adínaton y Lugar común. Mundos posibles [pp. 171-72]. Noción procedente de la Semántica formal pero de gran rendimiento para el estudio de los discursos narrativos de ficción, en cuanto designa aquellos universos narrativos entendidos como construcciones semióticas específicas, de existencia puramente textual. Tales universos configuran un campo de referencia interno que el lector del texto narrativo llena de sentido actual mediante la proyección del campo de referencia externo que su propia experiencia de la realidad le proporciona. En este proceso radica la esencia del realismo novelístico. Vid. Modelo de mundo de lo ficcional no mimético verosímil, Modelo de mundo de tipo III o de lo ficcional no verosímil, Modelo de mundo de tipo II o de lo ficcional verosímil y Modelo de mundo de tipo I o de lo verdadero. Narración [pp. 18, 25-6, 33, 45, 54, 111, 163-64, 169, 172-74, 178-81, 183-84, 186-90, 193-95, 197, 205-7, 209-13, 216, 219-22, 225-27, 229-33, 236-37, 239-43, 24648, 255, 290, 292]. Término con el que se designa tanto el acto de contar una historia como la propia historia contada. Según Gérard Genette, en todo hecho narrativo se pueden distinguir, con mayor precisión, tres aspectos esenciales: la historia (el contenido narrativo constituido por los acontecimientos), el relato (que es el texto narrativo o el conjunto de palabras que forman el discurso o enunciado del narrador) y, finalmente, la narración, que es el “acto narrativo productor” del relato y, por extensión, el “conjunto de la situación real o ficticia en que se produce”. Vid. Historia y Relato. Narración ‘in extremas res’ [pp. 230-31]. Relato cuya trama se inicia en el punto final del argumento, es decir, en el desenlace. El comienzo in extremas res supone la aplicación de un ordo artificialis, un orden artificial que no se corresponde con la sucesión cronológica de los hechos. La locución latina in extremas res significa ‘en el extremo del asunto’. Vid. Anacronía, Analepsis, ‘Flash-back’, Orden temporal, ‘Ordo artificialis’ o ‘poeticus’ y Retrospección. Narración ‘in medias res’ [p. 231]. Relato que se inicia en el momento crucial o en el acontecimiento central del tiempo de la historia, es decir, en la mitad de la obra si esta comenzara linealmente desde el principio. La expresión in medias

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res procede de la Epístola a los Pisones o Arte Poética de Horacio y significa ‘en medio del asunto’. Esta clase de inicio provocará luego el empleo de la analepsis o retrospección. De esta técnica puede hacer uso no solo la narrativa, sino también el texto teatral, e incluso ciertas composiciones líricas con ingredientes narrativos. Vid. Anacronía, Analepsis, ‘Flash-back’, Orden temporal, ‘Ordo artificialis’ o ‘poeticus’ y Retrospección. Narrador [pp. 60, 143, 170-73, 188-90, 192, 194, 196-98, 200-22, 225-28, 230, 233, 238, 243, 245-46, 250, 255, 269, 273, 276, 286-92]. Sujeto primordial e imprescindible a partir del cual se configura un relato. Si todo relato es narración de una historia, el productor del mismo es el narrador, que es quien cuenta los hechos de esa historia, presenta a los personajes, los sitúa en un espacio y tiempo determinados, observa sus hechos externos y su mundo interior, describe sus reacciones y comportamientos y, todo ello, desde una perspectiva determinada que condiciona la comprensión de esa historia narrada por parte del receptor de ese relato. El narrador es, además, el elemento que define al género narrativo frente al dramático o al lírico. Vid. Espacio, Historia, Personaje, Perspectiva, Receptor, Relato y Tiempo. Narrador autodiegético [pp. 210, 216, 228, 255]. Término utilizado por Gérard Genette para denominar al narrador que cuenta la historia que ha vivido como protagonista. Esta circunstancia condiciona el modo de enfocar dicha historia y la enunciación del discurso, al poder tomar diversas posiciones de acercamiento o distancia temporal y valorativa (de orden afectivo, ideológico, etc.) respecto del contenido de un relato que se hace desde un presente sobre un pasado. Vid. Discurso, Historia, Narrador heterodiegético, Narrador homodiegético, Narrador protagonista o autobiográfico, Protagonista y Relato. Narrador extradiegético [pp. 210-11, 289]. Término utilizado por Gérard Genette para denominar al narrador de primer grado que inicia el relato con el que se produce o narra esa historia o diégesis. Vid. Diégesis, Historia, Narrador intradiegético, Narrador hipodiegético, Narrador metadiegético y Relato. Narrador heterodiegético [pp. 210, 215-17]. Término utilizado por Gérard Genette para denominar al narrador que cuenta la historia en tercera persona gramatical, sin participar en los hechos narrados. Vid. Historia, Narrador observador o limitado y Narrador omnisciente. Narrador hipodiegético [p. 211]. Denominación que le da Mieke Bal al narrador metadiegético (Gérard Genette). Vid. Narrador autodiegético, Narrador homodiegético y Narrador metadiegético. Narrador homodiegético [pp. 210, 216, 288]. Término utilizado por Gérard Genette para denominar el narrador que relata en primera persona gramatical (y también en tercera) y participa en los hechos, de los que no es protagonista, como personaje secundario o testigo. Vid. Narrador autodiegético, Narrador heterodiegético, Narrador testigo o personaje secundario, Personaje secundario y Protagonista. Narrador intradiegético [pp. 210-11]. Término utilizado por Gérard Genette para denominar al narrador que cuenta la historia de un relato que surge dentro del relato inicial en el que se sitúa el narrador extradiegético. Vid. Historia, Narrador extradiegético, Narrador metadiegético y Relato.

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Narrador metadiegético [p. 211]. Término utilizado por Gérard Genette para denominar al narrador de segundo grado que inserta, a su vez, un relato incluido en (o enmarcado por) un relato que ocupa el nivel intradiegético de la narración. Vid. Narración, Narrador extradiegético, Narrador intradiegético y Relato. Narrador observador o limitado [pp. 209-10, 212-13, 215, 217, 238]. Narrador que, sin participar en la historia, describe el mundo en el que se desarrollan los hechos de modo objetivo, de forma parecida a como lo hace una cámara de cine. Ignora los pensamientos de los personajes, solamente se refiere a las acciones de estos, pero sin dar una interpretación de ellas. Relata los hechos en tercera persona gramatical. Vid. Historia, Modo cámara, Modo dramático, Narrador heterodiegético, Omnisciencia neutral y Personaje. Narrador omnisciente [pp. 171, 192, 198, 208-10, 212-13, 215, 226, 238]. Narrador que, además de ser ubicuo (puede estar en todas partes al mismo tiempo), lo sabe todo acerca de la acción (sin participar en ella) y de los personajes (pasado, presente, pensamientos y sentimientos, posibles reacciones, futuro…). Este tipo de narrador, con atributos de demiurgo, se corresponde con el del punto de vista de la omnisciencia editorial (Norman Friedman); empezó ya a ser rechazado como antinatural y excesivamente subjetivo por ciertos escritores del Realismo y del Naturalismo, que en algunas de sus obras prefirieron buscar una mayor objetividad en otras modalidades como la omnisciencia neutral o el modo dramático (Norman Friedman), un intento evidente este último de acabar con la presencia del narrador y su mediación entre el autor y el lector. Cuenta los hechos fundamentalmente en tercera persona. Vid. Modo dramático, Narrador heterodiegético, Omnisciencia editorial, Omnisciencia neutral, Omnisciencia selectiva, Omnisciencia selectiva múltiple, Personaje y Punto de vista. Narrador protagonista o autobiográfico [pp. 192, 200-1, 206-7, 210, 212-14, 216, 218, 255]. Narrador que cuenta su historia en primera persona, con sus palabras, centrándose siempre en él mismo, que es el personaje principal de los acontecimientos. Es el poseedor de la situación, organiza hechos y expresa criterios como le conviene. También puede ser una autobiografía realizada por este. Vid. Historia, Narrador autodiegético, Personaje principal y “Yo” como protagonista. Narrador testigo o personaje secundario [pp. 207-8, 210, 212-13, 216, 288]. Narrador que participa de los hechos narrados como observador (porque él no es protagonista) de lo que ocurre a su alrededor, o teniendo una pequeña intervención en ellos. Este narrador utiliza la primera persona para narrar, junto con la tercera para contar lo que le acontece a los demás. Vid. Narrador homodiegético, Protagonista y “Yo” como testigo. Narratario [pp. 204-6, 218-19]. Personaje al que el narrador de una historia de ficción destina su relato. Dicho personaje es aludido directamente por el narrador y se encuentra integrado en el texto. Vid. Ficción, Historia, Narrador, Narratario extradiegético, Narratario intradiegético, Narratario metadiegético, Personaje y Relato. Narratario extradiegético [p. 219]. Narratario que se sitúa en el nivel del relato primario. Vid. Narratario.

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Narratario intradiegético [p. 219]. Narratario que se sitúa en un relato que surge dentro del relato inicial o primario. Vid. Narratario. Narratario metadiegético [p. 219]. Narratario de segundo grado que se incluye, a su vez, en un relato inserto en (o enmarcado por) un relato que ocupa el nivel intradiegético de la narración. Vid. Narratario. ‘Narratio’ (Retórica) [p. 224]. Palabra latina que significa ‘narración’ con la que se denominaba, según los tratadistas grecolatinos, la parte más extensa del discurso oratorio: aquella que cuenta los hechos necesarios para demostrar la conclusión que se persigue. Vid. Retórica. Narrativa (género literario) [pp. 22, 24, 44, 46, 56, 169-71, 189, 190, 192-204, 212, 222, 234, 237, 241-44, 246, 249]. Género literario épico (en oposición a lírico y dramático) que recoge una serie de hechos, explicados por un narrador, que suceden a uno o más personajes, que son los que realizan las acciones. Vid. Drama o dramática, Épica, Género literario y Lírica. Narrativa impersonal [pp. 190, 192-98, 200]. Abarca aquellos relatos contados en tercera persona. Narrativa personal [pp. 189-90, 198-204]. Comprende a aquellos relatos contados en primera persona. Narratología [pp. 188, 210, 220, 233]. Término acuñado por Tzvetan Todorov para denominar la ciencia que se ocupa de la teoría de la narrativa, es decir, del estudio teórico y sincrónico de los textos narrativos y de sus paradigmas. Naturalismo [p. 182]. Escuela literaria que nació en Francia, desde donde se propagó por Europa en el último tercio del siglo XIX. Se trata, en realidad, de una derivación del Realismo que habían cultivado escritores como Balzac y Stendhal, y que seguía representando Flaubert. En principio los términos realista y naturalista designaban la naturalidad y la cotidianidad que caracterizaban las producciones del Realismo frente a las del Romanticismo, pero, más tarde, Émile Zola denominó Naturalismo al movimiento que él mismo inició en 1880. De acuerdo con los postulados de dicha escuela, el escritor debe plasmar objetivamente la realidad en su obra, con fines pedagógicos y críticos, y de acuerdo con métodos científicos. Según Zola, el Naturalismo, además de una tendencia literaria, es una concepción del hombre y del método de estudio, documentación, observación y transcripción fidedigna de su comportamiento, determinado por el medio, la herencia, la selección natural, el instinto sexual y el ansia de poder. Vid. Realismo y Romanticismo. Neoclasicismo [pp. 40, 81, 128, 275]. Movimiento artístico y literario que se gesta en Europa a finales del siglo XVII, particularmente en Francia, y adquiere pleno desarrollo en el siglo XVIII. Lo específico del Neoclasicismo sería una vuelta a la estética del Clasicismo, similar a la que ocurriera en el Renacimiento y que presenta, como notas peculiares, la imitación de los escritores grecolatinos, a los que se considera como modelos, y la aceptación de las normas estilísticas de la preceptiva clásica: verosimilitud, imitación de la naturaleza, respeto a las reglas de cada género (entre ellas, las tres unidades de acción, tiempo y lugar en el teatro), el decoro interno y externo, etc. Neoplatonismo (renacentista) [p. 63]. Corriente de pensamiento que, iniciada en Alejandría y desarrollada en Atenas entre los siglos III y VI d. C., se revitaliza en

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el siglo XV gracias a Marsilio Ficino, quien funda la Academia Platónica Florentina y traduce al latín todas las obras del filósofo griego Platón y de Plotino (siglo III d. C). Decisivos fueron también en el siglo XVI para la difusión de esta doctrina la publicación y lectura de El Cortesano (1528) de Baltasar de Castiglione, de los Diálogos de amor (1535, aunque probablemente conocidos antes), de León Hebreo, y de algunas de las obras de Pietro Bembo, sobre todo Asolanos (1505). Según Ficino y sus contemporáneos, el amor constituye un concepto abstracto, inalterable y permanente. Se asocia con la belleza, porque lo bello debe ser amado o deseado. Así se puede afirmar que hay una correspondencia: la belleza = un bien o una virtud = el amor. La belleza puede reflejarse en la tierra en una mujer hermosa. Al contemplarla, el espíritu/alma del poeta puede elevarse a un estado más sublime. Según este principio, la belleza física puede “mejorar” (o sea, hacer más virtuoso) al poeta que la contempla. Los ojos de la dama son las ventanas de su alma (cuyo origen reside en la belleza) que transportan al espíritu del enamorado. El amor no deja lugar a otros sentimientos: a través de la belleza física trasciende a la interior, a la moral, superando lo meramente humano. Honesto, virtuoso, depurado, para el platónico el amor, cuyos reveses se aceptan con serenidad, es una virtud del entendimiento, el único camino para llegar al conocimiento de las ideas y, por lo tanto, hasta el Sumo Bien. Así podrá realizarse la máxima aspiración de quien considera su estado actual como una caída de la que debe redimirse, volviendo a la beatitud que gozó antes de nacer. En España el neoplatonismo da como fruto todas las manifestaciones de la literatura pastoril y muchas de las más excelentes muestras de la lírica y la narrativa renacentistas (Jorge de Montemayor, Gaspar Gil Polo, Fernando de Herrera, fray Luis de León, Cervantes, Lope de Vega, Quevedo…). ‘New Criticism’ [p. 273]. Escuela anglosajona de crítica literaria que toma su nombre del libro de John Crowe Ransom, The New Criticism (1941). Se opone al análisis de la obra literaria basado en criterios políticos o sociales, estudio de la personalidad del autor o del influjo de la Historia o de las fuentes… Niega la separación entre fondo y forma y propugna una “crítica ontológica”, un estudio particular y detallado de la obra misma, considerada como una estructura, una valoración formal y estética y la aplicación de un vocabulario específico para el análisis, que debe fijarse, sobre todo, en los recursos de la lengua y en sus aspectos semánticos. Vid. Formalismo ruso. ‘Nouveau Roman’ [pp. 189, 202, 204]. Expresión francesa que significa ‘nueva novela’. Con ella se nombra una corriente experimental de la narrativa en Francia que se desarrolla entre la década del 50 y del 60 del siglo XX. Supone una reacción contra el existencialismo, que se había centrado especialmente en los problemas humanos, y una atención preferente a los objetos. El Nouveau Roman cultiva la desaparición del personaje y la psicología individual, lo que da como resultado unos protagonistas neutros, anónimos, que no pretenden ser trasuntos literarios de tipos reales; aparecen subordinados a la importancia de los objetos que los rodean, los cuales alcanzan una espectacular autonomía. La acción, escasísima, rehúye la coherencia procurada por la novela tradicional. Los puntos de vista más utilizados son aquellos desde los que puede practicarse una distante objetividad. Al desorden cronológico se une, en estrecha relación con el cine, la yuxtaposición de secuencias. Se desarrolla al máximo la coordenada espacial, pues es en el espacio donde lugares y objetos cobran relieve a través de

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abundantes descripciones. Otras de sus características son el uso de la intertextualidad, la mise en abyme, la metanarración, el exhibicionismo formal que recuerda siempre el carácter verbal y ficcional de la novela, el antirretoricismo, el rechazo de la metáfora tradicional y el deseo de liberarse de toda interferencia humanizadora. Como resultado se obtienen novelas descriptivas que apoyan la lentísima narración en los detalles muy minuciosos de lugares y objetos y en las que los seres humanos son vistos desde fuera, como a través de la lente de una cámara cinematográfica; de ahí la vuelta a lo que en el periodo de entreguerras había sido en América el behaviorismo o conductismo. Vid. ‘Behaviorismo’ o conductismo, Intertextualidad y Narrador observador o limitado. Novela [pp. 18, 23, 45, 60, 67, 143, 156, 170-72, 179-85, 187, 189, 194-95, 201-3, 2069, 211-18, 221, 223-26, 229-33, 236-38, 241, 246-55, 269-70, 272, 275, 286-88, 290, 292]. Término procedente del italiano novella (derivado, a su vez, del latino nova: noticia) con el que se denomina en aquel idioma un relato de ficción intermedio entre el cuento y el romanzo o narración extensa. La palabra novela, que en el castellano del Siglo de Oro mantuvo su acepción original de relato breve (en este sentido la utiliza Cervantes en el título de sus Novelas ejemplares), posteriormente servirá para designar la narración extensa (correspondiente al italiano romanzo y al francés y al alemán roman), mientras que el relato breve será denominado novela corta. En nuestra lengua se entiende por novela una obra literaria en la que se narra una acción fingida en todo o en parte, y cuyo fin es causar placer estético a los lectores con la descripción o pintura de sucesos o lances interesantes, así como de caracteres, pasiones y costumbres. Vid. Cuento, Novela corta, ‘Novella’, ‘Roman’, ‘Romanzo’ y Subgénero literario. Novela de acontecimiento [p. 246]. Novela caracterizada por una intriga fuertemente estructurada con principio, medio y fin. En primer plano están la sucesión y el encadenamiento de los episodios quedando relegados la psicología de los personajes y la descripción de los ambientes. El elemento que estructura este tipo de novela ya no es el personaje, pues pueden existir varios personajes principales, sino la existencia de un hecho central sobre el cual giran los demás personajes y las demás acciones subsidiarias. El acontecimiento central marca la obra y presenta los rasgos básicos y definitivos de principio, medio y fin. En esta clasificación se encuentran las novelas de aventuras o las novelas históricas románticas de Walter Scott. Junto con la novela de espacio y de personaje, este tipo de novela constituye una de las muchas clasificaciones que los teóricos han configurado alrededor de este subgénero. Así el predominio de estos tres elementos constitutivos —intriga, análisis psicológico y descripción— fundamenta la categorización señalada. Vid. Novela, Novela de espacio, Novela de personaje y Subgénero literario. Novela autobiográfica [p. 249]. Género narrativo que tiene relación con la autobiografía. Relata las vivencias del personaje ateniéndose al modelo de narración autodiegética. Pero el protagonista no es aquí real, como en la autobiografía, sino un ente ficcional. La pretendida realidad que se quiere mostrar es, por lo tanto, un engaño o, dicho de otro modo, no hay verdad sino invención novelesca. Filomeno, a mi pesar (Memorias de un señorito descolocado) de Gonzalo Torrente Ballester y El novio del mundo (1998) de

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Felipe Benítez Reyes son novelas autobiográficas. Lo son asimismo las novelas de aprendizaje, relatadas en primera persona por el protagonista, lo que incluye, como es obvio, las novelas picarescas. Vid. Autobiografía, Narrador autodiegético, Novela, Novela picaresca y Subgénero literario. Novela biográfica [p. 249]. Género narrativo que relata la “historia de vida” de un personaje real, generalmente histórico o de gran relevancia y en la que se recogen los sucesos más destacados de su vida, partiendo desde su nacimiento, para luego ir narrando sus aventuras, logros o eventos que ocurrieron en el transcurso de su existencia. Vid. Novela, Novela histórica y Subgénero literario. Novela bizantina [pp. 181-82, 249]. Subgénero novelesco que es propiamente un romance (en el sentido anglosajón de la palabra) de aventuras con implicaciones morales y religiosas. Fue ya cultivado en la literatura helenística (Teágenes y Clariclea de Heliodoro). Trata de las peripecias que deben pasar dos enamorados, continuamente separados por raptos, tormentas, naufragios y males, antes de reencontrarse y, generalmente, de contraer matrimonio. Características importantes son el comienzo in medias res, la mención de espacios geográficos diversos, la honestidad de las relaciones amorosas, el gusto por lo exótico y el hábil manejo de técnicas de suspensión con las que se capta el interés de los lectores. Vid. Narración ‘in medias res’, Novela, ‘Romance’ y Subgénero literario. Novela bucólica o pastoril [pp. 67, 180-81, 248]. Denominación que suele aplicarse a la égloga pastoril en prosa. Se trata de un subgénero novelesco con raíces en la poesía de la Antigüedad clásica (Teócrito, Virgilio), que se inclina hacia el romance (en la acepción anglosajona del término) y que se desarrolla en el Renacimiento. En medio de un hermoso e idílico paisaje-telón tienen lugar conversaciones entre pastores —que suelen esconder identidades de nobles— en una lengua de elevada altura intelectual y sobre temas amorosos en los que triunfan la honestidad y la virtud. Se mezcla la prosa y el verso y se entrecruzan cartas, al modo de la novela epistolar, pero también hay huellas de las novelas sentimentales, de las bizantinas y de los libros de caballerías. La novela pastoril es muy estática, muy convencional, refleja el anhelo evasivo que busca en el ambiente bucólico la paz y el sosiego imposibles de hallar en la corte, y admite la intervención de elementos supranaturales. Vid. Égloga, Literatura pastoril, Novela, Novela bizantina, Novela caballeresca o de caballerías, Novela epistolar, Novela sentimental, ‘Romance’ y Subgénero literario. Novela caballeresca o de caballerías [pp. 56, 181, 236, 249]. Subgénero novelesco y, por lo tanto, en prosa y de gran extensión que pertenece en realidad al género del romance (en el sentido anglosajón del término). Muchos de sus asuntos se basan en la científicamente falsa Historia regum Britanniae, de Geoffroy de Monmouth (siglo XII), que inventó las figuras del rey Arturo, la reina Ginebra, Lanzarote del Lago, Percival y los demás caballeros de la Mesa Redonda. Esta obra dio lugar en Francia a los romans courtois, poemas narrativos del ciclo bretón, que atrajeron la atención de toda Europa, lo mismo que los del ciclo carolingio, que trataban de Carlomagno y sus doce pares, y otros que, sin encuadrarse en ciclo alguno, tenían como tema las cruzadas de Tierra Santa. A finales del siglo XIII empezaron a traducirse al español. Su éxito fue tanto que, enseguida, nuestros escritores los imitaron. En estos libros, por medio de un narrador omnisciente, se narran aventuras heroicas y extraordinarias, protagonizadas por un caballero andante que vaga por el mundo y lucha contra

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hombres, gigantes, monstruos y seres mágicos. Las tierras que recorre son exóticas, y a menudo imaginarias. El caballero, aliándose con invencibles ejércitos, derrota a paganos y conquista extrañas naciones. Entre sus cualidades destacan la enorme fuerza, la habilidad con las armas, la avidez de peligrosas empresas, la valentía, los sacrificios por amor a su dama, el deseo de proteger a los débiles y abolir el mal y el ansia de imponer su personalidad al mundo, es decir, el anhelo de fama. La lengua utilizada se distingue por su ampulosidad y elaboración retórica. Vid. Novela, ‘Romance’ y Subgénero literario. Novela corta [pp. 179-80, 184-85, 287]. Subgénero narrativo, denominado por algunos cuento largo, de extensión media (y difícil de determinar) entre la novela y el cuento. Su amplitud la aproxima a la primera, mientras que sus rasgos internos al segundo. Suelen consistir en un argumento muy condensado, escasez de digresiones y descripciones, tempo rápido, elementos simbólicos o fantásticos. Sin embargo, es frecuente que algunas de estas características no se cumplan. Vid. Cuento, Novela, ‘Novella’, Subgénero literario y ‘Tempo’. Novela epistolar [pp. 182, 212, 218]. Subgénero novelesco escrito en primera persona que abarca las novelas constituidas por las cartas que escribe el “yo” protagonista a alguien (narratario) o que se entrecruzan varios (protagonistas y narratarios alternativos y sucesivos que pueden ofrecer diferentes puntos de vista y distintas actitudes receptivas ante los mismos hechos). Mientras que en la novela autobiográfica el narrador conoce la historia antes de escribirla, la novela epistolar es la crónica de una historia en curso, lo que la hace extraordinariamente viva. Ya hay elementos de novela epistolar en las novelas sentimentales de Diego de San Pedro (segunda mitad del siglo XV). Forma larga de carta observamos también en las novelas picarescas (siglos XVI-XVII). Pero será a partir de mediados del siglo XVIII cuando empezamos a encontrar novelas propiamente epistolares: Pamela y Clarissa (1747) de Samuel Richardson, La nueva Eloísa (1761) de Jean-Jacques Rousseau, Werther de Goethe, Las amistades peligrosas de Choderlos de Laclos… Vid. Epístola, Novela y Subgénero literario. Novela de espacio [p. 246]. Novela en la que la descripción de los ambientes sociales, del marco histórico o del espacio físico constituye el eje central sobre el que se desarrolla la trama. Los personajes y acontecimientos tienen validez en la medida en que revelan un ambiente o sector determinado. P. e., Germinal, de Émile Zola. Vid. Novela, Novela de acontecimiento y Novela de personaje. Novela gótica [p. 249]. Subgénero novelesco claramente prerromántico que se centra en lo terrorífico y misterioso (seres monstruosos, hombres-lobo, brujas, vampiros, fantasmas…). Su intriga se desarrolla en un viejo castillo gótico, en el que suceden acontecimientos extraños e inquietantes. Elementos esenciales de este tipo de novelas son la situación angustiosa de la protagonista (una joven en grave riesgo), el amor y una atmósfera de misterio, potenciada por la intervención de seres fantásticos o espeluznantes que provocan la ansiedad y el terror. Fue cultivado por autores ingleses como Horace Walpole, Ann Radcliffe o Matthew G. Lewis. Vid. Literatura fantástica, Novela y Subgénero literario. Novela histórica [p. 182]. Subgénero novelesco que une a hechos de importancia histórica la fabulación literaria, generalmente mediante la creación de personajes que sirven de hilo aglutinador a los acontecimientos. Fue muy del agrado de los escritores románticos (Walter Scott, Victor Hugo, Alejandro

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Dumas…); entre los españoles ha quedado como paradigma El señor de Bembibre (1844), de Enrique Gil y Carrasco. También pertenecen al género novelas que abordan hechos de una historia más cercana, como Guerra y paz (1869) de León Tolstói. Pérez Galdós las cultiva en sus Episodios nacionales y Valle-Inclán en la trilogía de La guerra carlista (1808-1809) y en la trilogía de El ruedo ibérico (1927-1932). También lo hacen Pío Baroja, Ramón J. Sender y Max Aub. A fines del siglo XX la novela histórica supuso un rico filón para autores y editoriales, pero ha demostrado en muchos casos la falta de capacidad imaginativa y la intención de ofrecer productos de fácil acceso a lectores que buscan, junto al entretenimiento, una engañosa vía de culturización. Vid. Novela y Subgénero literario. Novela lírico-intimista [p. 18]. Marbete con el que se alude a una modalidad novelesca en la que la narración está dominada por la afirmación de la subjetividad y el reflejo tanto del mundo exterior como interior e íntimo del personaje, con especial cuidado de la forma y de los valores estéticos y poéticos del lenguaje en detrimento de la acción, muy en la línea de la tradición marcada por la prosa poética. Suele recurrirse, para soporte de una prosa depurada y poemática, a la ficción autobiográfica, al género epistolar o de memorias, o al uso de técnicas como el monólogo interior o el estilo indirecto libre, como en La muerte en Venecia de Thomas Mann, En busca del tiempo perdido de Marcel Proust o las Sonatas de Ramón del Valle-Inclán, entre muchas otras. Vid. Autobiografía, Estilo indirecto libre, Memorias, Monólogo interior, Novela, Novela epistolar y Prosa poética. Novela morisca [p. 182]. Subgénero novelesco español cultivado en el siglo XVI y prolongado en el siglo XVII por Cervantes. Se caracterizó por ser una modalidad de relato breve —compuesto en exaltación de las virtudes y nobleza de moros cautivos de los cristianos— y por aparecer intercalado dentro de otros de mayor extensión. Así ocurrió, por ejemplo, con la Historia del Abencerraje y de la hermosa Jarifa, publicada dentro de la Diana, de Jorge de Montemayor, o de la Historia de los dos enamorados Ozmín y Daraja, inmersa en la primera parte del Guzmán de Alfarache de Mateo Alemán. Vid. Novela, Novela corta, ‘Novella’ y Subgénero literario. Novela de personaje [p. 246]. Novela en la que el desarrollo de la acción y la descripción del entorno están supeditados al análisis psicológico del personaje, cuya problemática y vivencias constituyen el núcleo central de la obra. Frecuentemente, dicho personaje acapara el título de la misma. De esta manera, novelas como la picaresca, la autobiográfica, la psicológica o la sentimental pueden ser pensadas como diferentes manifestaciones de la novela de personaje. P. e., Werther, de J. W. von Goethe. Vid. Novela, Novela de acontecimiento, Novela epistolar, Novela de espacio, Novela picaresca y Novela sentimental. Novela picaresca [pp. 45, 143, 156, 181-82, 212, 216, 218, 246, 248-49, 275]. Subgénero novelesco particularmente español cuyas características fija la primera de estas obras, La vida de Lazarillo de Tomes, y de sus fortunas y adversidades, autobiografía literaria (con un narrador autodiegético) en forma de carta exculpatoria de la indigna situación actual, dirigida a un narratario y protagonizada por un personaje vil, el cual blasona de sus orígenes deshonestos, denigra de sus padres y va de un lado a otro sirviendo a uno o varios amos. La narración es retrospectiva, se basa en la analepsis, pero ya dentro de ella

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avanza según una cronología lineal y se organiza en episodios yuxtapuestos. Los móviles del pícaro, siempre acuciado por la miseria y el hambre, son las ansias de dinero, el ascenso en la escala social (aunque ello implique someterse a un mayor envilecimiento, por ejemplo, a través de un matrimonio de conveniencia o la degradación de la propia esposa) y la adquisición de honra, por más que solo sea aparente. El resultado es siempre el más estrepitoso fracaso, de modo que el pícaro evoluciona negativamente a medida que su vida avanza. La novela picaresca, separándose de las narraciones idealistas del siglo XVI (caballerescas, pastoriles, moriscas), trata asuntos contemporáneos y refleja el habla y las costumbres de la realidad de su tiempo, por lo que constituye el más claro precedente de lo que será la novela europea a partir del siglo XVIII. Vid. Analepsis, Epístola, Narrador autodiegético, Narratario, Novela, Novela autobiográfica, Retrospección y Subgénero literario. Novela policiaca [pp. 45, 226, 231, 253]. Tipo de relato, emparentado con la novela de espionaje y la novela negra, en el que se narra la historia de un crimen, cuyo autor se desconoce, y en el que, a través de un procedimiento racional, basado en la observación e indagación (llevada a cabo, normalmente, por un detective), se logra descubrir al culpable o culpables. El más importante de todos sus componentes es el mantenimiento de la tensión del lector por medio de ciertas técnicas que dan a la acción un ritmo contrastivo, ya trepidante, ya lento. La narración, retrospectiva, hace uso continuo de la analepsis, pues suele empezar in extremas res, muy cerca del desenlace. El misterio, la vivacidad y el realce de la intriga suelen verse favorecidos —aunque hay que tener en cuenta las diferencias entre escritores— por el uso de una lengua directa y precisa, los personajes planos y el maniqueísmo. Edgar Allan Poe ―“Los crímenes de la calle Morgue” (1841), que tiene como protagonista al investigador Auguste Dupin― es considerado como el maestro iniciador del género. Vid. Analepsis, Narración ‘in extremas res’, Novela, Personaje plano, Retrospección y Subgénero literario. Novela psicológica [p. 182]. Subgénero novelesco que se recrea en el estudio minucioso de sentimientos, reacciones y comportamientos de los personajes, ahondando en su interioridad. De precedentes antiguos, surge en Francia a lo largo del siglo XVIII, se desarrolla ampliamente en la novela realista del siglo XIX, y también se cultiva en el siglo XX, en el que alcanza, desde Marcel Proust hasta Robert Musil, una gran profundidad. El análisis detallado de la psicología de los personajes se hace más complejo todavía con los influjos del psicoanálisis freudiano. Sin embargo, va entrando en crisis y deja de estar de moda a lo largo de la pasada centuria. Muchos escritores prefieren pintar personajes difuminados vistos desde fuera, sin ahondar en su pensamiento. Buena parte de la crítica considera, no obstante, que no hay novela que no sea psicológica, pues toda obra que trata problemas del ser humano lo hace al mismo tiempo, indefectiblemente, de su alma. Lo único que puede cambiar son las técnicas, las maneras de abordar la oculta intimidad del personaje, la racional y la irracional. Vid. Novela y Subgénero literario. Novela satírica [p. 180]. Subgénero narrativo de amplias dimensiones en el que domina la sátira. Históricamente, la sátira está en los comienzos del género novelístico, no pudiéndose ignorar su presencia en el Lazarillo de Tormes o en Don Quijote de la Mancha. El siglo XVIII inglés fue considerado la época de la sátira, evidenciada en novelas como Los viajes de Gulliver (1726, 1735) de Jonathan

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Swift, Shamela (1741) de Henry Fielding o, en Francia, Cándido de Voltaire. La tradición satírica inglesa se perpetuó en autores como Dickens, William Makepeace Thackeray o, en Francia, Octave Mirbeau, integrándose en ciertos aspectos en la novela realista, en particular con la importancia en las descripciones y de la ambición de presentar una visión completa de toda la sociedad. En Rusia, el estilo satírico está ilustrado por la obra de Nikolái Vasílievich Gógol (Las almas muertas, 1840) y por algunas novelas de Dostoievski (El burgo de Stepanchíkovo y sus habitantes, 1959). En el siglo XX ha seguido cultivándose, sobre todo en su vertiente de sátira política. Vid. Novela y Sátira. Novela sentimental [pp. 45, 56, 179, 181]. Denominación poco adecuada para el relato de ficción sentimental, un subgénero novelesco que reúne ciertos elementos del amor cortés (dama inasequible y altiva a la que el enamorado rinde vasallaje) y de la novela de caballerías. Se desarrolla en el siglo XV y tiene como antecedentes la Fiammetta (1343-44), de Boccaccio, y la Historia de duobus amantibus (1444), de Eneas Silvio Piccolomini (Pío II). Se trata de un tipo de novela corta, lacrimógena, autobiográfica, introspectiva y con elementos alegóricos en la que los amantes, muchas veces a través de cartas —que no impiden la existencia de un narrador—, analizan y exponen detalladamente dolorosas situaciones anímicas que desembocan en la muerte. El amor es concebido, al modo aristotélico, como una pasión que oscurece el entendimiento hasta el punto de hacerle creer bueno lo malo. El predominio del autoanálisis sentimental y el tratamiento teórico del amor, que convierte estas novelas en “tratados”, restan importancia al argumento, a la descripción, a la narración y, por tanto, al tratamiento del tiempo. Las novelas sentimentales españolas se distinguen de las italianas, entre otras cosas, porque en aquellas las mayores desdichas recaen sobre el protagonista masculino. Siervo libre de amor, de Juan Rodríguez de Padrón; Tratado de los amores de Arnalte y Lucenda (1491) y Cárcel de amor, ambas de Diego de San Pedro, y Grimalte y Gradissa (1495), además de Grisel y Mirabella (1495), ambas de Juan de Flores, son los ejemplos más representativos de esta modalidad en lengua castellana. Vid. Amor cortés o ‘fin’amor’, Novela, N o v e l a caballeresca o de caballerías y Subgénero literario. Novela social [p. 182]. Subgénero novelesco que narra problemas relacionados con la injusticia, el desequilibrio de la riqueza, las condiciones en que viven y trabajan los obreros o los campesinos, cuya situación, frente a la de los ricos, se pretende denunciar. A veces tiene un marcado matiz político. El origen de este tipo de novela debe buscarse en el Realismo y el Naturalismo decimonónicos. Su desarrollo en la España del siglo XX pasa por dos momentos fundamentales: a) el primero es anterior a la Guerra Civil y tiene lugar sobre los años 30, en los que varios escritores comprometidos dan a la imprenta obras de carácter social y político (Juan Díaz Fernández, Joaquín Arderius, Manuel D. Benavides, César M. Arconada, Andrés Carranque de Ríos y Ramón J. Sender); b) el segundo momento surge pasada ya la guerra y coincide con la aparición de la Generación del medio siglo, con la que enlaza el ya citado Ramón J. Sender (Juan Goytisolo, Jesús López Pacheco, Juan García Hortelano, Armando López Salinas, Alfonso Grosso, José Manuel Caballero Bonald, Antonio Ferres…). Vid. Novela y Subgénero literario. ‘Novella’ [pp. 179, 184]. Palabra de origen italiano, de la que proviene la española novela. En Italia, la palabra novella significaba un relato más breve que el

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romanzo (en francés roman, equivalente a la actual novela en castellano). En español empezó a utilizarse la palabra en el sentido italiano; así la emplea, por ejemplo, Miguel de Cervantes en sus Novelas ejemplares; y para una narración más extensa se empleaba el término libro. Con el tiempo, sin embargo, la palabra novela pasó a designar todos los relatos de extensión superior al cuento, por lo cual se hizo necesario distinguir entre novela y novela corta. En Italia se mantiene el término novella con su valor semántico originario. En el establecimiento y la difusión de este subgénero en Europa desempeñó un papel importante el Decamerón de Giovanni Boccaccio, colección de novelle del siglo XIV que tendría enorme repercusión internacional. Estos relatos serían tomados como modelos por otros autores posteriores, especialmente a partir del siglo XVI. Vid. Cuento, Novela, Novela corta, ‘Roman’, ‘Romanzo’ y Subgénero literario. Novena (métrica) [p. 117]. Estrofa de nueve versos. Aparte del número de versos, no existe un rasgo común a las formas estróficas de nueve versos. Vid. Estrofa. Novísimos [p. 71]. Grupo de nueve poetas a los que el crítico José Mª Castellet reunió en una antología en 1970 (Nueve novísimos poetas españoles): Manuel Vázquez Montalbán, Antonio Martínez Sarrión, José Mª Álvarez, Félix de Azúa, Pere Gimferrer, Vicente Molina Foix, Guillermo Carnero, Ana Mª Moix y Leopoldo Panero. En sucesivas antologías se recogen los versos de otros (Jaime Siles, Antonio Colinas, Luis Antonio de Villena, Luis Alberto de Cuenca, José Miguel Ullán, Jenaro Talens, Antonio Carvajal…). En general, aunque toman rumbos diversos, se caracterizan por el rechazo de la poesía social anterior, el autobiografismo, la expresión del sentimiento, el respeto a la tradición junto con el gusto por el experimentalismo, la atención a lo sensorial, la amplia formación intelectual que recibe los impactos de poetas clásicos latinos, europeos y americanos y propicia un culturalismo que a veces deriva en hermetismo, la influencia del cómic, del cine y de distintos tipos de música (jazz, folk, rock…), su irónica postura frente a la sociedad de consumo y las hondas preocupaciones estilísticas que les llevan al cultivo de poemas en ocasiones artificiosos, a un reencuentro con el Surrealismo y al aprecio por el collage. Asimismo, el gusto por lo exquisito les mueve a la evocación de lugares como Venecia (venecianos llega a llamarse a algunos de los poetas nombrados). En la forma son innovadores; adoptan tanto el verso libre como el poema en prosa. Vid. ‘Collage’, Poema en prosa y Verso libre o versículo. Nudo (narratología y teoría del teatro) [pp. 178, 180, 230-31]. Desarrollo de los conflictos planteados en la exposición. Abarca la mayor parte del texto narrativo o dramático; engloba una serie de motivos que constituyen la intriga y mantienen tensos a lectores o espectadores —debido a que aquí confluyen los momentos culminantes del clímax— hasta el desenlace de la acción. Vid. Desenlace y Planteamiento o exposición. Objeto lírico [pp. 15, 19-20, 24, 30, 51, 55]. Persona, objeto o situación que origina los sentimientos en la voz poética. Vid. Emisor poético. Octava italiana o aguda [p. 117]. Estrofa de ocho versos de arte mayor o menor y rima consonante, asonante o combinada. Es una forma de muy libre distribución y gran éxito en el Romanticismo (especialmente la de arte menor u octavilla) en la que, sin embargo, los versos cuarto y octavo han de ser agudos. La variedad totalmente endecasílaba se llama también bermudina por el nombre que la puso

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de moda a partir de 1835: Salvador Bermúdez de Castro. El primer verso y el quinto van sueltos. Vid. Octava real, Octavilla y Octavilla italiana o aguda. Octava real [pp. 18, 67, 92, 116, 118, 145]. Estrofa de ocho versos endecasílabos con rima consonante distribuida de la siguiente manera: ABABABCC. Tiene origen italiano. Vid. Estrofa y Octava italiana o aguda. Octavilla [p. 116]. Estrofa de ocho versos de arte menor formada por dos redondillas y en la que una de las rimas de la primera redondilla puede repetirse en la segunda de acuerdo con el siguiente esquema: abba, acca. Vid. Estrofa, Octavilla italiana o aguda y Redondilla. Octavilla italiana o aguda [p. 116]. Estrofa de ocho versos de arte menor, el primero y el quinto quedan sueltos, y riman entre sí el segundo y tercero, el sexto y el séptimo, y el cuarto y el octavo se enlazan con rima aguda. Procede de Italia y fue utilizada en el siglo XVIII por Tomás de Iriarte, Juan Meléndez Valdés, Leandro Fernández de Moratín, y en el siglo XIX por José de Espronceda. Vid. Estrofa, Octava italiana o aguda y Octavilla. Octosílabo [pp. 40, 98, 100, 102, 110-12, 115, 117, 121, 123, 175-76, 274]. Verso de ocho sílabas. Octonario, hexadecasílabo o dieciseisílabo [pp. 101-2, 121, 176]. Verso de dieciséis sílabas. Oda [pp. 17, 29-31, 36, 64, 69, 72, 114, 136, 157, 159, 165, 279]. Término de origen griego (ode: canto) que se usa para denominar un subgénero lírico, procedente de la literatura grecolatina, que consiste en una composición poética de tono elevado y cantada que trata asuntos diversos, entre los que se recoge una reflexión del poeta. Según el tema que se cante, puede ser religiosa, heroica, filosófica o amorosa. Se utiliza también esta modalidad para hacer alabanzas a cualidades que poseen personas u objetos que el poeta quiere destacar positivamente. Vid. Anacreóntica, Canción, Poema y Subgénero literario. Oda pindárica [p. 29]. Vid. Canción pindárica. ‘Omnia vincit Amor’ [pp. 53-4]. Expresión latina que significa ‘el amor todo lo vence’ y que se aplica a un tópico literario, proveniente de Virgilio, que confirma el poder absoluto del amor, que vence todos los obstáculos y enredos, incluida la propia razón humana. Vid. Lugar común. Omnisciencia (narratología) [pp. 205, 208, 215-17]. Vid. Narrador omnisciente, Omnisciencia editorial, Omnisciencia neutral, Omnisciencia selectiva y Omnisciencia selectiva múltiple. Omnisciencia editorial [p. 215]. Nombre que le da Norman Friedman a una forma menos objetiva de modalización caracterizada por la predominancia de las voces del autor implícito, que establece un circuito de comunicación interna en el discurso con el lector explícito, y un narrador ubicuo y omnisapiente, que goza de un punto de vista sobre la historia sin limitaciones. Tiene poder para usar, además de la tercera persona, la primera y aun las segundas personas del singular y del plural para dirigirse a los lectores. Asimismo, enjuicia, valora y subjetiviza el texto con todos los medios a su alcance (ironía, ternura, desprecio, sarcasmo, digresiones…). Vid. Modalización, Narrador omnisciente, Omnisciencia neutral, Omnisciencia selectiva y Onmisciencia selectiva múltiple.

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Omnisciencia neutral [pp. 215, 217]. Nombre que le da Norman Friedman a una forma de modalización en tercera persona caracterizada por la predominancia de un narrador ubicuo y omnisapiente, que goza de un punto de vista sobre la historia sin ninguna limitación, pero, que a diferencia de lo que sucede en la omnisciencia editorial, no emite juicios ni valoraciones ni se entremete de ningún modo en lo narrado. Vid. Modalización, Narrador omnisciente, Omnisciencia editorial, Omnisciencia selectiva y Onmisciencia selectiva múltiple. Omnisciencia selectiva [pp. 215-16]. Nombre que le da Norman Friedman a una forma de modalización por la que la voz del narrador cuenta tan solo aquellos aspectos de la historia perceptibles desde la perspectiva de un personaje escogido, que le presta así su punto de vista. A este tipo de personaje Henry James lo llamaba reflector. Una de las técnicas a través de las que se expresa muy a menudo es el estilo indirecto libre. Vid. Estilo indirecto libre, Modalización, Narrador omnisciente, Omnisciencia editorial, Omnisciencia neutral y Omnisciencia selectiva múltiple. Omnisciencia selectiva múltiple [p. 216]. Nombre que le da Norman Friedman a una forma de modalización por la que la voz del narrador cuenta tan solo aquellos aspectos de la historia perceptibles desde la perspectiva de dos o más personajes selectos, que le prestan así sus respectivos puntos de vista. Henry James los denominaba, por ello, reflectores. Con esta modalización se usan a menudo la técnica del estilo indirecto libre y la del simultaneísmo. Vid. Estilo indirecto libre, Modalización, Narrador omnisciente, Omnisciencia editorial, Omnisciencia neutral, Omnisciencia selectiva y Simultaneísmo. Onomatopeya [pp. 128-30, 275]. Término de origen griego (onomato-poiia: formación del nombre) con el que se alude a una figura retórica de dicción que se produce por la repetición de sonidos con los que trata de imitarse un ruido natural. Muchos vocablos, en todos los idiomas, son onomatopéyicos y muchos estudiosos (J.-J. Rousseau, H. P. Blavatsky…) sostienen que está en ellos el origen del lenguaje humano. Vid. Aliteración y Figura retórica. Optación [p. 159]. Figura retórica de pensamiento, patética, consiste en la enunciación vehemente de un deseo. Vid. Figura retórica. Oración adjetiva especificativa [p. 108]. Tipo de oración subordinada que delimita y restringe el significado de la palabra de la proposición principal a la que se refiere (un sustantivo o término sustantivado que recibe el nombre de antecedente). Esta oración se comporta sintácticamente como el adjetivo de una oración simple y tiene como nexo introductorio un pronombre relativo (“que”, “quien(es)”, “el/la/los/las cuales”) o un adverbio relativo (“donde”, “como”, “cuando”); de ahí que también reciban el nombre de oraciones subordinadas de relativo. Vid. Antecedente. Oratoria [p. 80]. Arte de la elocuencia, consistente en el dominio de los recursos expresivos y de las técnicas encaminadas a convencer, instruir o agradar a un público determinado. La oratoria puede considerarse, bien como un ejercicio de elocuencia, bien como una disciplina. Una y otra tienen sus orígenes conocidos en la cultura grecolatina. Vid. Retórica. Orden temporal (narratología) [pp. 183, 210, 219-21, 224-26, 230-31, 233, 291]. Categoría de la temporalidad narrativa por la que se contrasta el tiempo del

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relato con el tiempo de la historia para advertir que la linealidad de este se preserve en aquel o, en caso contrario, la existencia de anacronías. Vid. Anacronía, Analepsis, Prolepsis, Prospección y Retrospección. ‘Ordo artificialis’ o ‘poeticus’ (Retórica) [pp. 224, 231]. Expresión latina utilizada por la tradición retórica que significa ‘orden artificial’. Consiste en cambiar el orden natural de las partes del discurso (principio, medio y fin) según la conveniencia de oportunidad en cuanto a la persuasión o por exigencias especiales de la causa expuesta. Vid. Oratoria, ‘Ordo naturalis’ y Retórica. ‘Ordo naturalis’ (Retórica) [pp. 224, 231]. Expresión latina utilizada por la tradición retórica que significa ‘orden natural’. Consiste en seguir la sucesión de los elementos de un discurso oratorio según la escala de los argumentos, secuencia cronológica o concatenación de ideas. Si lo trasladamos al análisis del relato, sería el desarrollo del orden lógico de los acontecimientos en la historia. Vid. Oratoria, ‘Ordo artificialis’ y Retórica. Ovillejo [p. 117]. Estrofa de diez versos compuesta por tres pareados y una redondilla. Los pareados se forman con un octosílabo seguido de un verso quebrado que le sirve de eco. La redondilla se inicia con la misma rima del último verso quebrado y encadena los tres quebrados en su verso final. Esquema: 8a 4a 8b 4b 8c 4c 8 cddc. Vid. Estrofa, Pareado, Redondilla y Verso de pie quebrado. Oxímoron [pp. 128, 156]. Figura retórica de pensamiento, lógica, consistente en la unión de dos términos (frecuentemente un sustantivo y un adjetivo) de significado opuesto que, lejos de excluirse, se complementan para resaltar el mensaje que transmiten. Vid. Antítesis o contraste, Figura retórica, Paradoja y Tropo. Pacto ficcional, literario o narrativo [pp. 170-71]. Contrato implícito que se establece entre el emisor de un mensaje narrativo y cada uno de sus receptores, mediante el cual estos aceptan determinadas normas para una cabal comprensión del mismo; por ejemplo, el de la ficcionalidad de lo que se les va a contar, es decir, la renuncia a las pruebas de verificación de lo narrado y al principio de sinceridad por parte del que narra. Vid. Ficción y Ficcionalidad. Palabra clave [pp. 165, 277]. Se dice de aquella palabra que constituye el elemento cardinal para la comprensión de un texto. Uno de los posibles indicios para descubrir la palabra clave de una obra es el grado de recurrencia de la misma a lo largo de dicho texto. A veces adquiere valores simbólicos (“sueño”, en La vida es sueño, de Calderón de la Barca; “sueño”, “lago” y “montaña”, en San Manuel Bueno, mártir, de Unamuno; “tarde” o “fuente”, en la poesía de Antonio Machado). Vid. Palabra testigo. Palabra testigo [p. 165]. Es aquella palabra que se convierte en un término fundamental de una época dada. Vid. Palabra clave. Palíndromo [p. 146]. Término de origen griego (palin: de nuevo, dromos: recorrido) con el que se designa una figura retórica, artificiosa, que se produce cuando una palabra, oración o verso presenta la misma sucesión de formas, tanto si se lee de izquierda a derecha, como si se lee a la inversa. Vid. Anagrama y Figura retórica. Parábola [pp. 153, 212, 286-87, 292]. Término de origen griego (parabole: comparación) que se refiere a un tropo o figura retórica de significación que adopta la forma de relato de carácter alegórico del que se deriva alguna

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enseñanza religiosa, moral, filosófica, artística… Las parábolas más famosas son las de la Biblia. Vid. Alegoría, Figura retórica y Tropo. Paradoja [pp. 94-5, 128, 155-56, 234]. Término de origen griego (paradoxon: fuera de la opinión común, raro) que alude a una figura retórica de pensamiento, lógica, basada en la expresión de pensamientos antitéticos en apariencia absurdos. Vid. Antítesis o contraste, Figura retórica, Oxímoron y Tropo. Paráfrasis [pp. 41, 266-67]. Término griego (para-phrasis: explicación añadida) con el que se alude, en el comentario de textos, a una explicación prolija, enojosa y repetitiva del fragmento u obra, sin alterar su contenido para hacerlo o hacerla más asequible. Paragoge [pp. 128, 132]. Término de procedencia griega (par-agoge: adición) con el que se designa una figura retórica de dicción y un metaplasmo que consiste en la adición de un fonema, etimológico o no (en este caso se llama epítesis), al final de una palabra. Fue fenómeno de uso habitual en la épica y la lírica española medievales, pero pervive en la poesía popular castellana hasta más tarde. Vid. Prótesis, Epéntesis y Figura retórica. Paralelismo [pp. 21, 35, 82, 97, 125, 128-29, 135, 141, 251, 275, 281, 285, 290, 292]. Figura retórica de construcción que se caracteriza por la recurrencia simétrica de palabras, estructuras sintácticas y rítmicas, o contenidos conceptuales a lo largo de un texto. Vid. Figura retórica. Paraíso Terrenal [pp. 66-7, 79, 135, 152, 155]. Palabra procedente del griego paradeisos, ‘jardín’ (en latín, paradisus). El nombre de Paraíso Terrenal se ha dado popularmente en la tradición cristiana al Jardín del Edén bíblico, la casa de nuestros primeros padres (Génesis 2). Según la Biblia, Dios, después de crear al hombre, plantó un jardín en un lugar del Oriente llamado Edén. Edén era un lugar maravilloso, lleno de plantas, frutos y animales, en donde vivieron en un estado de felicidad y perfección Adán y Eva antes de desobedecer a Dios. La palabra paraíso es probablemente de origen persa y significaba inicialmente un parque real o suelo de placer. El término no aparece en el latín de la época clásica, ni en los escritores griegos anteriores a la época de Jenofonte (siglos VIV a. C.). En el Antiguo Testamento se encuentra solamente en los escritos hebreos tardíos en la forma Pardês tras haber sido tomado, sin duda, del persa. Vid. Campos Elíseos y Edad de Oro. Paratexto [p. 253]. Concepto acuñado por Gérard Genette para referirse a aquel elemento que forma parte del discurso (narrativo, lírico, dramático) que se incluye en la configuración de un libro además de su texto, tales como el nombre del autor, el título, los títulos de los capítulos, de las partes, la dedicatoria, el prólogo, las notas, las ilustraciones… Vid. Paratextualidad. Paratextualidad [p. 253]. Categoría de la transtextualidad expuesta por Gérard Genette y que se engloba a aquel tipo de relación entre el texto literario propiamente dicho y todo lo que lo rodea o prolonga (títulos, subtítulos, intertítulos, prefacios, epílogos, advertencias, prólogos, etc.; notas al margen, a pie de página, finales; epígrafes; ilustraciones; fajas, sobrecubierta y muchos otros tipos de señales accesorias, autógrafas o alógrafas). Vid. Paratexto y Transtextualidad.

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Pareado [pp. 109-10, 114, 116]. Estrofa de dos versos que riman entre sí en consonante o asonante y que pueden tener el mismo o distinto número de sílabas. Asimismo, se dice que dos versos forman pareado, dentro de una estrofa constituida por más de dos versos, cuando dos de ellos que van seguidos riman entre sí. Así, por ejemplo, los dos últimos versos de la lira constituirían un pareado. Vid. Estrofa, Lira y Pareado culto. Pareado culto [p. 110]. Estrofa de dos versos eneasílabos, endecasílabos o alejandrinos que riman entre sí. Vid. Estrofa y Pareado. Parnasianismo [p. 23]. Escuela literaria surgida en Francia sobre 1860 cuyos representantes rechazan algunos aspectos del Romanticismo (los descuidos formales, la implicación política trasladada a la literatura, el excesivo sentimentalismo). Se evaden de la sociedad de su tiempo refugiándose en lo antiguo, lo exótico y lo suntuario. Cultivan el arte por el arte y un tipo de poesía armónica, de perfección formal que raya en lo escultórico y en la que solo parecen tener cabida lo bello y lo aristocrático. Vid. Arte por el arte, Modernismo, Romanticismo y Simbolismo. Parodia [pp. 250-51]. Imitación burlesca, jocosa, crítica o satírica. Mijail Bajtin relaciona el origen de la parodia con lo carnavalesco, por lo que supone de desacralización de los valores jerárquicos. La parodia surge cuando se imitan con fines burlescos un texto, una situación, los rasgos de un escritor, las características de un personaje… En literatura son muy frecuentes las parodias, que ejercen un importante papel en la evolución de los géneros. Entre los griegos, la Iliada fue parodiada en la anónima Batracomiomaquia (o Batalla de las ranas y ratones); las grandes tragedias, en Las ranas de Aristófanes. Platón es un sutil parodiador, sobre todo en El banquete, y Luciano de Samosata se burla con frecuencia de los dioses del Olimpo; los latinos apenas practicaron la parodia. El episodio alegórico de la batalla entre don Carnal y doña Cuaresma en el Libro de buen amor, del Arcipreste de Hita, es un remedo jocoso de los cantares de gesta; Cervantes parodia en el Quijote los libros de caballerías y Lope de Vega se burla de la épica culta en su poema La Gatomaquia. También Valle-Inclán explota recursos paródicos en sus esperpentos. Vid. Pastiche y Sátira. Parónimo [p. 130]. Cada uno de dos o más vocablos que tienen entre sí semejanza fónica pero distintos significados. Vid. Paronomasia. Paronomasia [pp. 128, 130-31, 275]. Término griego (par-onomasia: semejanza de nombre) con el que se designa una figura retórica de dicción, emparentada con la aliteración, consistente en asociar, dentro de un mismo texto, palabras que presentan una semejanza fonética y distinto significado. Vid. Aliteración, Figura retórica y Parónimo. Párrafo o parágrafo [pp. 194, 229, 233, 273-75, 288-92]. Fragmento semánticamente unitario de un texto en prosa, cuyos límites marcan los puntos y aparte que lo separan del anterior y del posterior. Pastiche [p. 250]. Galicismo procedente de la palabra italiana pasticcio, utilizada inicialmente en pintura para designar las imitaciones de cuadros realizadas con tal habilidad que pudieran pasar por sus originales. Dicho término se ha aplicado también a las imitaciones de obras literarias, aunque, en principio, ha adquirido un matiz peyorativo: imitación afectada del estilo de un autor; por lo tanto,

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generalmente será una imitación paródica o satírica. Sin embargo, el pastiche no tiene por qué mermar la calidad de una obra cuando se usa con fines artísticos y se elimina de él toda afectación. Tiempo de silencio, de MartínSantos, es una novela pastiche en casi todas sus páginas, como lo son muchas del Ulises, de Joyce. Vid. Parodia y Sátira. Patraña (subgénero narrativo) [p. 179]. Vocablo de dudosa etimología (Joan Corominas lo hace derivar de pastoránea: consejas de pastores) con el que Juan de Timoneda llamaba a una forma de narración breve e ingeniosa, similar a la novela corta de origen italiano. En la “Epístola al Amantísimo Lector” de su obra El Patrañuelo (1567) la define como “fengida traza, tan lindamente amplificada y compuesta, que parece que trae alguna apariencia de verdad”. Él mismo relaciona las patrañas con las novelle italianas, y abriría el camino a autores posteriores de narraciones breves tan famosos como Cervantes, Lope de Vega, Alonso de Castillo Solórzano o María de Zayas. Vid. Cuento, ‘Novella’, Novela corta y Subgénero literario. Pausa (métrica) [pp. 97, 101-2, 107-8, 123-24, 165, 229]. Silencio o descanso que se produce al final de un verso (pausa versal), entre los hemistiquios de los versos compuestos (pausa interna) o entre estrofas (pausa estrófica). Vid. Estrofa, Hemistiquio, Verso y Verso compuesto. Pausa (narratología) [pp. 226, 255, 276]. Técnica temporalizadora relacionada con el ritmo narrativo mediante la que el discurso se expande para ocupar, de este modo, más espacio textual que el que lógicamente ocuparía la historia narrada en el relato. La pausa puede ser de tipo descriptivo (cuando el discurso se pone al servicio de la descripción, frenando de este modo el avance de la historia, cuyo fluir queda momentáneamente suspendido) o de tipo digresivo (cuando se introducen comentarios o indicaciones interpretativas o ideológicas del narrador). En ambos casos se produce el mismo efecto rítmico de desaceleración de la narración. Vid. Duración. Pausa interna o central [pp. 101-2, 107, 123]. Silencio o descanso que se realiza entre los hemistiquios de un verso compuesto. Contrariamente a la cesura, la pausa interna impide la sinalefa y hace funcionar los hemistiquios como versos simples en cuanto a su cómputo silábico. Algunos críticos no hacen distinción entre los términos cesura y pausa. Rudolf Baehr denomina cesura intensa a la que separa los hemistiquios del verso compuesto. Vid. Hemistiquio, Sinalefa, Verso compuesto y Verso simple. Pausa versal [pp. 97, 101, 107, 165]. Silencio o descanso que se produce al final de un verso. Pentadecasílabo [p. 101]. Verso de quince sílabas. Pentasílabo [pp. 99, 102, 112-13, 121]. Verso de cinco sílabas. Perífrasis o circunloquio [pp. 84, 96, 138, 163, 278]. Figura retórica de pensamiento, oblicua, consistente en aludir a una realidad no con el término preciso, sino sustituyéndolo con una frase. El término perífrasis es de origen griego (periphrasis: decir con un rodeo, circunloquio). Vid. Figura retórica. Personaje [pp. 16, 24, 33-4, 39, 45, 73, 81-5, 87, 89-90, 94-5, 142, 156, 160, 166, 16974, 177, 179-80, 222-30, 233-48, 250, 255, 276, 287-92]. Término derivado del latín (persona: máscara) que, a su vez, recoge el significado del término griego

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correspondiente (prósopon: rostro) utilizado en el teatro con el significado de ‘papel’. En líneas generales, es el ente ficcional que desempeña un rol determinado en la acción de la obra narrativa o en la del teatro. Personaje agónico [p. 237]. Es aquel que, según Miguel de Unamuno, se debate entre continuas alternativas y modifica, por tanto, su conducta y pensamiento a lo largo de la novela. Vid. Personaje, Personaje rectilíneo y Personaje redondo. Personaje colectivo [pp. 237-38]. Es aquel ser que interviene en las ficciones narrativas y dramáticas que, junto a otros, ha perdido sus atributos individuales para pasar a funcionar como un grupo. Vid. Personaje y Personaje individual. Personaje episódico o incidental [pp. 236, 292]. Ser ficticio que interviene en los textos narrativos y dramáticos, con un rango menor que un personaje secundario y que no tiene una presencia permanente en los hechos. Su participación es un recurso para ordenar, exponer, entrabar, relacionar, coordinar y también retardar el desarrollo de los acontecimientos. Vid. Personaje y Personaje secundario. Personaje individual [p. 237]. Es el ente que participa en la historia de una obra narrativa y/o dramática que, frente a otros de menor rango, adquiere relevancia como individuo que realiza determinadas acciones. Vid. Personaje y Personaje colectivo. Personaje plano [pp. 236-37]. Personaje que, según E. M. Forster, presenta uno o dos rasgos de personalidad. Resulta muy útil para el autor, ya que apenas requiere presentación. Esto hace que resulte muy fácil de recordar por el lector, ya que las circunstancias no lo cambian y mantienen ese (o esos pocos) rasgos de carácter que lo definen. Vid. Personaje, Personaje rectilíneo y Personaje redondo. Personaje principal o primario [pp. 203, 207, 216, 223, 236]. Personaje que figura bien entre los protagonistas o antagonistas de una obra narrativa o teatral, bien entre los personajes del relato principal de una obra. Vid. Antagonista, Personaje, Personaje secundario y Protagonista. Personaje rectilíneo [p. 236]. Es como denomina Miguel de Unamuno al personaje de la novela que mantiene sus ideas y comportamiento a lo largo de la misma. Vid. Personaje, Personaje agónico y Personaje plano. Personaje redondo [pp. 236-37]. Personaje que, según E. M. Forster, presenta múltiples rasgos en su personalidad que se van desarrollando a lo largo de la historia. Las múltiples facetas que presenta dan mucho juego, pudiendo propiciar situaciones contradictorias en su comportamiento, conflictos morales… y, por lo tanto, el lector es capaz de sorprenderse con las decisiones que tome. Un personaje redondo trae consigo lo imprevisible de la vida. Vid. Personaje, Personaje agónico y Personaje plano. Personaje secundario [pp. 206-7, 210, 236, 292]. Entidad ficticia de una obra narrativa o dramática que, sin tener un rol demasiado importante en el desarrollo de los acontecimientos, proporciona un grado mayor de coherencia, comprensión y consistencia al texto. Por lo general, este personaje está subordinado a uno de los principales, pero su participación también es individual y complementaria a la participación del personaje principal. Vid. Personaje y Personaje principal o primario.

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Personificación o prosopopeya [pp. 153-54, 276, 281-82]. Figura retórica de pensamiento que consiste en la atribución de cualidades o comportamientos humanos a seres inanimados o abstractos que no pueden tenerlos, como ocurre en las fábulas, cuentos maravillosos o alegorías. El término prosopopeya viene del griego prosopopoiía, compuesto por prósopon (persona, aspecto de una persona, personaje) y poieín (hacer). Vid. Figura retórica. Perspectiva (narratología) [pp. 198, 205, 211-15, 276]. Término con que se designa la posición del narrador con respecto a los personajes y las acciones. Vid. Focalización, Punto de vista y Visión. Petrarquismo [pp. 43, 82]. Escuela literaria surgida en Italia en el siglo XV, que se extiende a otros países de Europa, como Francia, Inglaterra y España, donde se desarrollará intensamente en los siglos XVI y XVII. Este movimiento se concreta inicialmente en una imitación superficial de las formas poéticas utilizadas por Petrarca en su Canzoniere, tanto en el plano de la retórica y de la métrica como de los temas, aspecto este último en que no resultó excesivamente innovador ya que habían sido tratados ya reiteradamente por la poesía trovadoresca provenzal y la escuela del Dolce stil nuovo. Vid. Amor cortés o fin’amor, ‘Dolce stil nuovo’ y Lírica trovadoresca provenzal. Pie rítmico [pp. 102-4]. Vid. Cláusula rítmica. Planteamiento o exposición [pp. 178, 180, 230]. Términos con que se alude a la presentación de los hechos que han causado las circunstancias generadoras de la acción. Suele situarse al comienzo del texto narrativo o teatral, pero puede haber retazos de exposición intercalados a lo largo de toda la obra. El planteamiento o exposición es la parte de la obra en la que el lector y espectador suelen recibir más y más condensada información. Vid. Desenlace y Nudo. Planto o llanto [p. 26]. La palabra planto proviene del vocablo latino planctus (‘llanto’). Referido a un subgénero lírico, designa un poema elegíaco en el que se lamenta la muerte de una persona (pariente, amigo, protector, etc.) o la desgracia sufrida por una comunidad: una ciudad destruida por la guerra o asolada por la peste, etc. Siguiendo el modelo del planctus latino, este tipo de composición es objeto de frecuente cultivo en la literatura provenzal, gallegoportuguesa y castellana de la Edad Media. Digamos que es el nombre que suele recibir la elegía en la Edad Media. Otra variante es la endecha. La diferencia más importante entre el planto y la endecha es que, mientras el autor del primero es de carácter culto (Gonzalo de Berceo, Juan Ruiz, Juan Rodríguez de Padrón, Juan de Mena, el Marqués de Santillana…), la segunda modalidad posee un carácter popular y surge de la lírica tradicional. Vid. Endecha, Elegía y Subgénero literario. Pleonasmo [pp. 128, 139, 291]. Término de origen griego (pleonasmos: redundancia) con el que se designa una figura retórica de dicción que consiste en la inclusión, dentro de una frase, de vocablos superfluos o redundantes que pueden resultar o no felizmente expresivos. Vid. Figura retórica. Pliego de cordel [p. 122]. Pliego suelto que vendían los ciegos cantores desde los primeros tiempos de la imprenta en el siglo XV, en el Siglo de Oro y en los siglos XVIII y XIX. Se le llamaba pliego de cordel porque las hojas de papel estaban atadas a un cordel o caña, formando un cuadernillo de pocas hojas destinado a

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propagar textos presuntamente “literarios” para el gran público, de temática histórica, lírica, religiosa o de cualquier otra índole, pero de interés mayoritario para la gran masa del público lector. Vid. Romance (subgénero literario). Poema [pp. 15-24, 28-31, 33-4, 36-44, 46-7, 49-56, 59, 61, 64-8, 70-2, 75, 78-81, 83-4, 86, 88-91, 94-9, 101-3, 105, 108-11, 114, 116-22, 124-26, 129-30, 132-33, 136, 138, 149, 152, 158, 164-66, 170, 173-75, 177-78, 194, 224, 229, 232, 251, 254, 265-67, 269-70, 272-74, 276, 278-80, 282-85]. Composición literaria en verso o en prosa, concebida esencialmente como obra de arte del lenguaje o perteneciente por sus características al ámbito de la poesía. Vid. Poesía. Poema épico [pp. 18, 122, 170, 173-75]. Aunque no falte quien equipara esta modalidad a la epopeya, ciertos estudiosos ven ambas especies como diferenciadas. Se trata de composiciones narrativas versificadas y de gran extensión, como las epopeyas, que relatan hazañas heroicas con el propósito de glorificar a la patria. Sin embargo, a diferencia de la epopeya y el cantar de gesta, el poema épico, que florecería en Occidente durante los siglos XVI y XVII, pertenece a la épica culta por cuando no son textos anónimos, sino obras de un autor individual. Vid. Cantar de gesta, Épica, Épica culta, Epopeya, Poesía y Subgénero literario. Poema lírico [pp. 21, 44, 132, 270, 278]. Denominación bajo la que se engloba un conjunto de composiciones en verso que expresan subjetivamente y a través de la palabra, ya sea oral, ya escrita, un sentimiento intenso o una profunda reflexión, ambas ideas como manifestaciones de la experiencia del “yo”. Vid. Lírica y Poesía. Poema en prosa [pp. 18, 164]. Expresión utilizada por Charles Baudelaire en el título de uno de sus libros (Pequeños poemas en prosa, 1869) para referirse a una modalidad de expresión literaria en la que se elabora una prosa que, libre de las exigencias del metro y de la rima, comporta un grado tal de musicalidad y de belleza artística como para poder adaptarse a “la expresión de los mandamientos líricos del espíritu, a las ondulaciones del ensueño y a los sobresaltos de la conciencia”. Vid. Metro, Poesía y Rima. Poemario [pp. 40, 89, 232]. Conjunto o colección de poemas. Vid. Poema y Poesía. Poesía [pp. 11, 15-21, 23, 27, 29, 31, 34-6, 40, 43, 45-6, 48, 51-5, 57, 60, 63-6, 73-4, 80, 85, 94, 96-7, 100, 102, 104, 110-12, 114, 116, 118-19, 121-23, 129, 131-33, 137, 139-41, 146, 152, 154-56, 160, 165, 173-74, 181, 232, 250, 254, 257, 271, 274, 276-78, 280-81]. Concepto de inestable definición, que resulta diferente según los tiempos, las modas o las apreciaciones de sus propios cultivadores. Su etimología (del griego poiesis: creación) lleva a identificar la poesía con la creación literaria ―hoy en concreto con la lírica― y al poeta con un creador de poemas, para lo que ha de poseer, además del dominio del lenguaje y de las técnicas que el oficio requiere, una predisposición innata, una formación cultural, artística, y aun científica, y la habilidad de elaborar con todos estos y otros componentes un discurso poético capaz de conmover al lector. Vid. Lírica y Poema. Poesía bucólica o pastoril [pp. 34, 37, 53, 66, 111, 181]. Vid. Literatura pastoril. Poesía épica [pp. 17, 19, 174, 250]. Denominación bajo la que se engloba un conjunto de composiciones literarias en verso, derivadas de la epopeya, que relatan hechos protagonizados por héroes de importancia extraordinaria para un determinado país. Vid. Cantar de gesta, Épica, Epopeya, Poema épico y Poesía.

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Poesía epigramática [p. 110]. Vid. Epigrama. Poesía dramática [pp. 17-9, 110]. Denominación ya obsoleta que se refiere a aquellas obras teatrales en verso y, por lo tanto, escritas para ser representadas. Vid. Drama o dramática y Poesía. Poesía didáctica [pp. 17, 40, 110]. Denominación que engloba al conjunto de obras escritas en verso que persiguen un fin pedagógico o moralizante y que, por ende, se incluyen dentro del género de la didáctica. Vid. Poesía. Poesía histórica [p. 17]. Denominación con la que se hace referencia a aquellas obras en verso que tratan de hechos y personajes históricos. Vid. Poesía. Poesía científica [p. 17]. Denominación que se da al conjunto de obras escritas en verso que abordan cualquier aspecto o problema relacionado con la ciencia. Vid. Poesía. Poesía lírica [pp. 11, 19-20, 23, 173, 232, 277]. Género literario, frecuentemente en verso, en el que el emisor poético, sin pretensión de objetividad, vuelca sus estados de ánimo, emociones y sentimientos. Vid. Lírica, Poema lírico y Poesía. Poesía mística [pp. 56, 141]. Tipo de poesía que expresa la unión espiritual entre el conjunto de la humanidad y Dios. En España surge en la segunda mitad del siglo XVI cuando, tras los inconvenientes internos en la Iglesia Católica por la reforma protestante, la lírica religiosa se separó entre la ascética y la mística. Mientras la primera centra sus esfuerzos en que el espíritu pueda alcanzar la perfección moral y ética, la segunda trata de expresar las maravillas que los privilegiados experimentan en su propia alma al entrar en comunión con Dios. Por tanto, el misticismo es una forma de expresión de una vida de perfección espiritual secreta, alejada de la ordinaria, en estrecho vínculo con experiencias sobrenaturales. Es Dios quien eleva a las personas (y a los poetas) a un lugar por sobre las limitaciones naturales, donde logran entrar en conocimiento de una experiencia superior de sentidos. A grandes rasgos, el misticismo atraviesa todas las religiones, pero tiene una mayor injerencia en las creencias monoteístas, como el catolicismo, el judaísmo y el islamismo, entre otras, y no tanto en las religiones politeístas. Para poder entrar en el campo místico, y lograr la unión con la divinidad, se deben atravesar vías como la purgativa, que consiste en limpiar el alma mediante la oración; la iluminativa y la unitiva. Vid. Poesía. Poesía narrativa [pp. 17, 110, 112]. Denominación que engloba una serie de producciones literarias en verso que narran historia. La longitud del poema y la complejidad de la historia varía de un poema a otro; no hay un criterio establecido. Por norma general, no suelen ser dramáticos, presentan versos objetivos y un esquema métrico y rima regular. Entre los poemas narrativos se encuentran la poesía épica, la balada y la égloga. Los poemas narrativos son una forma de arte. La poesía narrativa es uno de los más antiguos géneros dentro de la poesía. En la mayoría de las primeras obras literarias que se conocen, desde la epopeya de Gilgamesh hasta los poemas homéricos, tanto en la literatura en inglés antiguo como en la poesía en nórdico antiguo, así como la epopeya en sánscrito titulada Mahábharata, aparecen poemas narrativos. Vid. Égloga, Epopeya, Poema épico, Poesía y Poesía épica. Poética [pp. 10, 16-7, 29, 77, 127, 224, 234]. Término de origen griego (poietike techne: creación) con el que Aristóteles tituló una obra suya que es el punto de

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partida de una disciplina cuyo objeto es la elaboración de un sistema de principios, conceptos generales, modelos y metalenguaje científico para describir, clasificar y analizar las obras de arte verbal o creaciones literarias. Dicha disciplina, en el transcurso de la historia, ha sido conocida con diversas denominaciones: Poética o Arte poética (Aristóteles y Horacio), Poetria (Juan de Garlandia), Preceptiva literaria (título de ciertos manuales de enseñanza vigentes hasta comienzos del siglo XX, en los que se impartían nociones y normas retóricas y estilísticas recogidas de los preceptistas clásicos), Ciencia de la literatura (Ernest Elster), Teoría literaria (Boris Tomachevski; René Wellek y Austin Warren), Teoría general de las formas literarias (Gérard Genette), etc. En la actualidad, esta diversidad de nomenclaturas ha dado paso a una más precisa denominación y clasificación de la materia: Teoría de la literatura. Vid. Teoría de la literatura. Polifonía [pp. 250-51]. Término usado, junto con el de dialogismo, por Mijail Bajtin para aludir a la mezcla de voces y diversos tipos socioculturales de discurso (diferentes estilos y sociolectos) que conviven y se interfieren en una obra literaria, especialmente narrativa. Vid. Novela. Polidecasílabo [p. 101]. Verso de más de dieciséis sílabas. Poliptoton [pp. 128, 139-40]. Término griego (poliptoton; de muchos casos) con el que se designa una figura retórica de dicción que consiste en la repetición de un mismo vocablo con diferentes morfemas flexivos (los que en el nombre y el adjetivo marcan el género y el número, y en los verbos, el tiempo gramatical, el modo, la persona y el número). Vid. Derivación y Figura retórica. Polisíndeton [pp. 129, 136, 290]. Término griego (poly-sindeton: muy atado) con el que se denomina una figura retórica de dicción caracterizada por la recurrencia de nexos coordinantes a lo largo de un texto para unir palabras, sintagmas o proposiciones, en marcado contraste con el procedimiento habitual de vincular únicamente los dos últimos elementos de dichas unidades o conjuntos. Vid. Asíndeton y Figura retórica. Pragmática literaria [p. 205]. Es una rama, junto con la Sintaxis y la Semántica, de la Semiótica y se relaciona con la Lingüística y la Teoría de la Comunicación. Trata del uso de los mensajes y de los factores extralingüísticos (situación del emisor y del destinatario, necesidades y expectativas de ambos, factores culturales que inciden sobre ellos…) que pueden modificar su sentido y la interpretación que de ellos hagan los receptores. Por lo que se refiere a la Teoría de la Literatura, entre las aportaciones de los principales investigadores de esta corriente, presentan un especial interés la teoría de los actos de habla, formulada por John L Austin y John Searle, así como las nociones de contexto, relevancia e implicatura; este último concepto es utilizado por Paul Grice en su explicación de la metáfora, que, a su juicio, constituiría una violación a la máxima de cualidad, solo subsanable mediante una implicatura pragmática que posibilitara una correcta interpretación de aquella. Es, sin embargo, la teoría de los actos de habla la que mayor atención ha merecido por parte de los estudiosos, que la han aplicado al estudio de la naturaleza de los enunciados literarios. Pragmatografía [p. 147]. Figura retórica de pensamiento que consiste en una descripción de objetos. Vid. Cronografía, Figura retórica y Topografía.

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Prerrenacimiento español [p. 70]. Se denomina con este nombre a una época coyuntural y estética que constituye la transición entre la Edad Media y el Renacimiento, particularmente en España. Abarca en el reino de Castilla los reinados de Juan II (1406-1454), gran protector de las letras y las artes; Enrique IV (1454-1474), etapa que supuso en cierta manera un parón, y los Reyes Católicos Isabel y Fernando (1474-1504). En el reino de Aragón, por otra parte, se vive una transición similar con Alfonso V de Aragón (1416-1458), aunque este impulso inicial fue agotado, sin embargo, por la mayor brillantez del Renacimiento castellano. Los autores más destacados fueron Bartolomé Torres Naharro, Gil Vicente y Fernando de Rojas. Vid. Edad Media y Renacimiento. Prolepsis [pp. 222, 225-26, 291]. Término usado por Gérard Genette en teoría narrativa para denominar una anacronía que conlleva un salto temporal hacia delante, similar a la técnica cinematográfica del flash-forward. Afecta al orden del tiempo interior, es decir, a la trama. Consiste en un desplazamiento hacia el futuro desde un determinado momento del hilo diegético principal. Vid. Anacronía, Analepsis, ‘Flash-back’, ‘Flash-forward’, Orden temporal, Prospección, Retrospección y Trama. Prosa [pp. 17-9, 38, 43, 69, 80, 96-7, 125, 127, 135, 141, 163-64, 170, 176, 179, 18488, 250, 273, 275]. Término de origen latino, derivado probablemente de provorsa o proversa (provertere: dirigir delante) y relacionado también con la expresión retórica “prorsus oratio” (discurso hacia adelante), con la que se aludiría al carácter lineal de esta forma de expresión, en oposición al rasgo de reiteración o vuelta, peculiar del lenguaje poético en verso: recurrencias acentuales, rimas, paralelismos, etc. Por lo tanto, marcas distintivas de esta modalidad expresiva serían el decurso lineal y la no sujeción a medida y ritmo determinados. Vid. Poesía y Verso. Prosaísmo [p. 121]. Defecto de una obra en verso, o de alguna de sus partes, consistente en la falta de armonía o de entonación poéticas, en la demasiada llaneza de la expresión o en la insulsez y trivialidad del concepto. Vid. Prosa. Prosa poética [p. 18]. Denominación de una modalidad de escritura surgida en el marco de la estética del Romanticismo, en la que las fronteras entre la prosa y la poesía se hacen más borrosas, lo mismo que entre los géneros. En esta prosa se potencian los aspectos musicales del lenguaje (recurrencias fónicas, asonancias, ritmo, paralelismo, etc.) y las imágenes poéticas. Vid. Poema, Poema en prosa, Poesía y Prosa. Prosopografía [pp. 147, 248, 281]. Término que proviene del griego prósopon (persona o máscara) y grafía (descripción, escritura, representación gráfica) con el que se designa una figura retórica de pensamiento que consiste en la descripción del aspecto físico de un personaje, de acuerdo con unos planos de observación que, en lo esencial, perviven en las diferentes épocas (cabeza —cabellos, ojos, nariz, boca, tez—, estatura, talle, manos, etc.), aunque sujetos a una perspectiva y valoraciones estéticas que varían con el canon aceptado en cada etapa cultural. Vid. Etopeya, Figura retórica y Retrato. Prospección (narratología) [pp. 222, 225-26, 291]. Nombre que le da Tzvetan Todorov a la prolepsis. Vid. Prolepsis. Protagonismo múltiple [p. 237]. Característica de ciertas obras narrativas y dramáticas cuyos personajes están presentados como un conjunto, un grupo, en oposición

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a aquellas otras en las que domina el protagonismo individual. Vid. Personaje colectivo, Personaje individual y Protagonista. Protagonista [pp. 59, 86, 156, 174, 182, 187, 201-2, 205-7, 209-10, 212-14, 216, 218, 231, 236, 238-39, 241-42, 248, 255, 270, 286-87, 289, 292]. Palabra de origen griego (protos: primero; y agon: combate, diálogo) con la que se designaba en el teatro clásico al actor principal; al segundo se le denominaba deuteragonista. En la comedia griega se entiende por agon el conflicto entre personajes que constituye el núcleo generador de la intriga, y que se manifiesta a través del diálogo y de la acción. En terminología dramática coexisten en la actualidad la denominación protagonista y personaje principal. La misma nomenclatura se emplea en teoría narrativa. El protagonista destaca necesariamente sobre los demás personajes porque funciona como integrador de la organización de los acontecimientos; por lo tanto, es parte estructurante de la acción y su participación no podría ser olvidada. Vid. Antagonista, Héroe y Personaje principal. Prótesis [pp. 128, 131]. Término que proviene del griego prothesis, formado por prós (lo que va delante) y thesis (ordenación) con el que se designa una figura retórica de dicción y metaplasmo que consiste en la adición de algún sonido no etimológico al principio de una palabra. En el verso aumenta el cómputo silábico. Vid. Epéntesis, Figura retórica y Paragoge. Proverbio [p. 137]. Máxima o sentencia breve, de carácter didáctico y moralizador, como el refrán, y del que se diferencia por su posible origen culto. Este subgénero, perteneciente a la literatura gnómica y sapiencial, fue cultivado en la España de la Edad Media por Sem Tob, rabino de Carrión de los Condes, que en sus Proverbios morales (siglo XIV) continúa la tradición de los libros sapienciales de la Biblia, con cierto influjo también de la literatura aforística árabe. Vid. Aforismo, Máxima o sentencia y Refrán. Psiconarración [pp. 190-92, 201, 255]. Relato de la intimidad psicológica de un personaje de manera coherente y ordenada a través de un narrador omnisciente o heterodiegético (en tercera persona), o bien en primera persona, cuando es el propio protagonista el que, en primera persona, relata su actividad mental. Vid. Narrador autodiegético, Narrador heterodiegético, Narrador omnisciente y Narrador protagonista o autobiográfico. ‘Puer’/‘senex’ [pp. 50-1]. Tópico literario mediante el cual se contrapone la inexperiencia de un joven a la sabiduría de un anciano, cuando no se quiere representar esa dualidad de atributos en un mismo individuo. En la literatura suele ser muy habitual que se le asigne a un joven propiedades mentales y un carácter propios de una persona vieja y experimentada. Vid. Lugar común. Punto de vista (narratología) [pp. 208, 211-18, 220, 228, 250, 255, 276]. Es la forma en que tradicionalmente se ha venido llamando la perspectiva, es decir, el lugar en que se sitúa el narrador para contar los hechos y así despertar el interés del lector. Vid. Aspecto y modos de ficción, Focalización, Foco de narración, Modalización, Perspectiva y Visión. Punto de vista objetivo (narratología) [p. 212]. Perspectiva que adopta el narrador por medio de la cual este proporciona solo la información que estima oportuno contar sin involucrarse en los hechos, es decir, contemplando la historia y los personajes desde fuera. Vid. Modo cámara, Modo dramático, Narrador

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observador o limitado, Omnisciencia neutral, Punto de vista y Punto de vista subjetivo. Punto de vista subjetivo (narratología) [p. 212]. Perspectiva corriente en el narrador que toma parte de los hechos, bien como protagonista, bien como testigo. Asimismo, el narrador omnisciente tradicional, pese a no intervenir en los acontecimientos, puede rozar en ocasiones el subjetivismo al valorar y enjuiciar, desde su posición privilegiada, el mundo que recrea a través de la ironía, la crítica o matices que sugieren simpatía, elogio o ternura. Vid. Narrador autodiegético, Narrador homodiegético, Narrador omnisciente, Narrador testigo o personaje secundario, Omnisciencia editorial, Punto de vista, Punto de vista objetivo, “Yo” como protagonista y “Yo” como testigo. Quiasmo [pp. 128, 143-44, 282]. Término que proviene del griego chiasmos (disposición cruzada) con el que se designa una figura retórica de dicción que resulta de la construcción cruzada de vocablos, de oraciones, de funciones… no forzosamente en antítesis. Vid. Figura retórica y Retruécano. Quinteto [p. 114]. Estrofa de cinco versos de arte mayor y rima consonante. Esquemas más frecuentes: ABAAB, ABBAB, ABABA. No puede llevar tres rimas seguidas, no debe haber ningún verso suelto y los dos últimos no han de formar pareado. Vid. Estrofa, Pareado, Quintilla y Versos sueltos. Quintilla [pp. 113-14, 274]. Estrofa de cinco versos de arte menor, con dos rimas consonantes que se combinan en diferentes formas, de las que las más frecuentes son: abaab, abbab, ababa. Lo mismo que en el quinteto, ningún verso puede quedar suelto, no puede haber más de dos versos seguidos con la misma rima y los dos últimos versos no pueden formar un pareado. Vid. Estrofa, Pareado, Quinteto y Versos sueltos. Rapsoda [p. 181]. En la Grecia antigua, cantor itinerante de epopeyas. Es el antecedente del juglar medieval. Vid. Epopeya y Juglar. Realismo [pp. 182, 237, 275]. Movimiento estético que, surgido en Francia a mediados del siglo XIX y posteriormente extendido a otros países europeos, acaba por desterrar el Romanticismo. De acuerdo con las posturas de esta escuela, el escritor se erige, a través de un narrador por lo común omnisciente, en fingido copista de la realidad, es decir, en “cronista” artístico de la vida y las gentes de su época, de su problemas, de su entorno, de sus fisonomías y de sus caracteres, que contempla y describe con minuciosidad científica, rehuyendo, en el estilo, la grandilocuencia de los románticos. Aunque el término realismo se documente antes aplicado a la literatura, su uso, con las connotaciones que le confiere la novela francesa, se observa por primera vez en la publicación inglesa Westminster Review, en el año 1953, precisamente en un artículo sobre Honoré de Balzac, uno de los máximos representantes de esta tendencia en la literatura. Vid. Naturalismo y Romanticismo. Realismo mágico [pp. 188, 246]. Aunque acuñada por Franz Roh en un libro así titulado (1925) para designar las corrientes pictóricas europeas posteriores al Expresionismo, fundamentalmente la “Nueva objetividad”, la denominación se aplica hoy a un cierto tipo de novela hispanoamericana que surge a partir de 1940 y culmina después de 1960. El mundo real, regido por la lógica, y un mundo fantástico, mágico o maravilloso conviven asombrosamente integrados en estas narraciones, en la que se combinan elementos legendarios, míticos,

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metafóricos, alegóricos, supersticiones y creencias de diverso origen, mezclados con influencias del psicoanálisis a través de los elementos oníricos e irracionales aportados por el Surrealismo. Son representantes de esta tendencia Miguel Ángel Asturias, Alejo Carpentier, Juan Rulfo, Gabriel García Márquez… Receptor [pp. 26, 146, 154, 156, 173, 190, 202, 218, 252]. Destinatario de la obra literaria, es decir, de un acto de comunicación cuyo código ha de saber descifrar para interpretar su mensaje. Redondilla [pp. 111-12, 114, 117, 120]. Estrofa de cuatro versos octosílabos, o más cortos, y rima consonante (dos rimas abrazadas). Esquema: abba. Vid. Estrofa y Rima abrazada. Redondilla de cinco versos [p. 114]. Vid. Quintilla. Reduplicación [pp. 128-29, 133-34, 291]. Figura retórica de repetición producida por la reiteración de una palabra o grupo de palabras dentro del mismo verso o frase o a comienzo del verso siguiente. Es un recurso estilístico que responde al fenómeno de la recurrencia, fundamental en el lenguaje poético, tanto en el nivel fónico como en el léxico y sintáctico. Vid. Diácope y Figura retórica. Refrán [pp. 79, 137, 162-63]. Sentencia breve e ingeniosa, acuñada por el uso popular; suele relacionar dos ideas, a veces antitéticas, mediante dos frases isosilábicas —o próximas al isosilabismo— entre las que no es infrecuente la rima; asimismo, resulta característica la elipsis del verbo. Vid. Elipsis, Máxima o sentencia, Proverbio y Rima. Refranero [pp. 109, 162]. Recopilación de refranes o enunciados breves sentenciosos populares o popularizados. Tal repertorio constituye el compendio de la sabiduría de un pueblo; de ahí que habitualmente se hable de refrán popular. Los refraneros se suelen clasificar por zonas geográficas, lenguas o temáticas. Vid. Refrán. Relato [pp. 21, 41, 54, 84, 86, 94-6, 164, 169-70, 173, 175-77, 179-80, 182, 184-90, 192-206, 210-11, 213-15, 218-23, 225-35, 238-39, 242-43, 247-50, 255, 265, 267, 274, 276, 286, 288-89, 291-92]. Es el resultado de la transformación de la historia en discurso mediante el acto de narrar, o bien, según Gérard Genette, “la representación de un acontecimiento o de una serie de acontecimientos reales o ficticios por medio del lenguaje, y más particularmente del lenguaje escrito”. El crítico francés emplea este vocablo, junto con el de narración, para lo que Todorov denomina discurso y los formalistas rusos trama. Vid. Discurso, Narración y Trama. Relato de acontecimientos [pp. 188-92, 255, 288]. Término empleado por Gérard Genette para referirse al discurso narrativo propiamente, esto es, aquellas partes de un texto narrativo que aparece en boca de un narrador. Vid. Discurso narrativo y Relato de palabras. Relato iterativo [pp. 229, 276]. Según Gérard Genette, es aquel que cuenta una sola vez en el discurso algún acontecimiento que en la historia ha ocurrido en varias ocasiones. Vid. Discurso, Frecuencia, Historia, Relato reiterativo y Relato singulativo. Relato-marco [pp. 210-11]. Narración principal que engloba una o varias narraciones ubicadas en un nivel segundario respecto del anterior y donde un personaje asume temporalmente el rol de narrador para contar una o varias historias. Las

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narraciones incluidas se denominan relatos enmarcados. Es ficción dentro de la ficción, relatos dentro del relato. Un ejemplo clásico podría ser el de Las mil y una noches, obra en la que Scheherezade relata cada noche una historia para prolongar su vida. Las historias que ella cuenta son relatos enmarcados. Cuando sucede esto, se dice que el cuento tiene forma de “cajas chinas” o de “muñecas rusas”. Vid. Narrador intradiegético y Narrador metadiegético. Relato de palabras [pp. 188, 190, 192-204, 255, 288]. Término empleado por Gérard Genette para referirse también al discurso del personaje (diálogos, monólogos). Vid. Diálogo, Diálogo restringido o unilateral, Discurso del personaje, Estilo directo, Estilo directo libre, Estilo indirecto, Estilo indirecto libre, Monólogo, Monólogo autocitado, Monólogo autorreflexivo, Monólogo citado, Monólogo dramático, Monólogo interior y Relato de acontecimientos. Relato primario o principal [pp. 210-11, 222]. Relato dentro del cual se producen anacronías (analepsis o prolepsis), es decir, rupturas de la linealidad cronológica mediante las que se reconstruye el pasado o se adelanta el futuro. Vid. Anacronía, Analepsis, Narrador extradiegético, Prolepsis y Relato secundario. Relato repetitivo [pp. 228-29, 276]. Según Gérard Genette, es aquel que cuenta más de una vez en el discurso un acontecimiento que ha sucedido una sola vez en la historia. Vid. Discurso, Frecuencia, Historia, Relato iterativo y Relato singulativo. Relato secundario [p. 211]. Relato que se inserta dentro de otro o, lo que es lo mismo, que se encuentra en un nivel narrativo que lo subordina al relato primario. Vid. Narrador intradiegético y Relato primario. Relato singulativo [pp. 228, 276]. Según Gérard Genette, es aquel que cuenta una sola vez un acontecimiento que ocurrió una sola vez. Vid. Discurso, Frecuencia, Historia, Relato iterativo y Relato reiterativo. ‘Religio amoris’ [pp. 60-1]. Expresión latina que significa ‘la religión del amor” y con la que se conoce un tópico literario que consiste en contemplar a la amada como un ser superior, celestial, angelical, dotada de una belleza y una perfección propias de un ser divino, razón por la cual se la iguala con los ángeles o el propio Dios, de modo que el amante acaba convirtiéndose a una particular religión amorosa basada en la veneración a su amante. Vid. Lugar común. Remate (métrica) [pp. 27, 46, 112, 119]. Parte final de un poema y que consiste en una estrofa corta normalmente. Vid. Estrofa. ‘Remedia amoris’ [pp. 61-3]. Tópico literario que consiste en ver el amor como una enfermedad que tiene cura. La expresión latina está tomada de un texto ovidiano en el que el poeta ofrece consejos y estrategias para evitar los daños y/o los perjuicios que nos pueda producir el amor. Vid. Lugar común. Renacimiento [pp. 27, 29, 34-5, 37, 40, 48, 52-3, 56, 59-60, 66, 69, 72, 78-9, 118, 125, 160, 186, 250, 275, 284]. Movimiento cultural, estético y literario que se venía gestando en diversos países de Europa occidental desde finales de la Edad Media. En España culmina en el siglo XVI. Como rasgos caracterizadores de esta nueva cultura se encuentran la vuelta a la Antigüedad clásica grecolatina, el descubrimiento del hombre y el universo, el individualismo, la secularización, la crisis de la fe y de la moral tradicional y una nueva relación económica y

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cultural entre nobles y burgueses en el marco de la vida urbana. Vid. Edad Media y Siglo de Oro o Siglos de Oro. Repetición simple [pp. 133-34]. Figura retórica producida por la reiteración de vocablos idénticos distribuidos a lo largo de la composición literaria. Vid. Figura retórica. Resumen o sumario (narratología) [pp. 227-28, 255, 276, 289, 291]. Técnica temporalizadora relacionada con el ritmo narrativo mediante la cual un periodo amplio del tiempo de la historia ocupa, por síntesis, una dimensión reducida en el tiempo del relato o discurso. También recibe el nombre, entre algunos autores, de panorama. Vid. Discurso, Duración, Historia y Relato. Reticencia [pp. 128, 146]. Figura retórica de pensamiento, oblicua, que se produce por la omisión inesperada de ciertos elementos, necesarios para completar el sentido de un discurso, cuya interrupción se señala con puntos suspensivos. Suele resultar enfatizado precisamente lo que no se dice, pues requiere la participación del lector o del espectador, que deben suponerlo. Vid. Figura retórica. Retórica [pp. 48, 80, 96, 127, 224, 231]. Término de origen griego (rhetorike, de rheo: decir) con el que se designaba una técnica o arte de hablar, definido por Aristóteles como la “facultad de considerar en cada caso lo que cabe para persuadir”, y que implicaba un conjunto de orientaciones y reglas que servían para la elaboración de discursos cuyo fin era convencer a sus destinatarios. Vid. Oratoria. Retrato [pp. 52, 80, 148, 237-38]. Figura retórica de pensamiento que consiste en una descripción de una persona en su aspecto físico y en sus rasgos psicológicos y morales; por lo tanto, une la etopeya y la prosopografía. Vid. Etopeya, Figura retórica y Prosopografía. Retrospección (narratología) [pp. 221-22, 225]. Nombre que le da Tzvetan Todorov a la analepsis. Vid. Analepsis. Retruécano [pp. 129, 143]. Figura retórica de dicción que consiste en la repetición cruzada (quiasmo) de oraciones, generalmente en antítesis. Es un procedimiento expresivo en el que confluyen diversas figuras: la repetición, la antítesis y el quiasmo. De hecho, es una forma de repetición de los mismos sonidos, palabras o frases, pero invirtiendo en forma cruzada y simétrica dichos elementos y generando un sentido antitético. Vid. Antítesis o contraste, Figura retórica, Repetición simple y Quiasmo. Rima [pp. 20, 27, 35, 37, 40, 97, 104-6, 109-21, 124-26, 137, 163, 175-76, 229, 274, 281-82]. Igualdad total o parcial de sonidos que se produce a partir de la última vocal tónica de los versos. Rima abrazada [p. 111]. Rima que se produce en grupos de cuatro versos según los modelos abba o ABBA. Vid. Rima y Rima cruzada, alterna, entrelazada o encadenada. Rima aguda u oxítona [pp. 105, 116]. Cuando el acento final de los versos rimados recae en una palabra aguda. Vid. Rima, Rima esdrújula o proparoxítana y Rima llana, grave o paroxítona. Rima asonante, parcial, incompleta o pobre [pp. 40, 105, 110-13, 121, 125-26, 175-76, 274]. Rima que solo requiere la igualdad de sonidos vocálicos a partir de la

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última vocal tónica de las palabras finales de verso. Vid. Rima y Rima consonante, total, perfecta o rica. Rima consonante, total, perfecta o rica [pp. 27, 35, 37, 40, 105, 109-21, 274, 281]. Rima que requiere la igualdad de sonidos vocálicos y consonánticos a partir de la última vocal tónica de las palabras finales de verso. Vid. Rima y Rima asonante, parcial, incompleta o pobre. Rima cruzada, alterna, entrelazada o encadenada [p. 112]. Se produce cuando en una estrofa o composición poética dos rimas distintas (una en los versos impares y otra en los pares) se van alternando. Vid. Rima y Rima abrazada. Rima esdrújula o proparoxítana [p. 106]. Cuando el acento final de los versos rimados recae en palabras esdrújulas. Vid. Rima, Rima aguda u oxítona y Rima llana, grave o paroxítona. Rima llana, grave o paroxítona [pp. 105-6]. Cuando el acento final de los versos rimados recae en palabras llanas. Vid. Rima, Rima aguda u oxítona y Rima esdrújula o proparoxítana. Ritmo (métrica) [pp. 20, 22, 65, 96-7, 99-104, 107, 125, 129, 165, 178, 283-85]. Término procedente del griego rhytmos (movimiento regulado y medido) con el que se designa la sensación acústica producida por la distribución regular de los elementos fónicos de la cadena hablada (sonidos, pausas, entonación, acentos…), así como elementos lingüísticos, retóricos y métricos utilizados en un texto de cualquier género en prosa o en verso. En el verso, los factores creadores del ritmo son mucho más precisos que en la prosa y su normativa más codificada. Vid. Cláusula rítmica. Ritmo (narratología) [pp. 185, 226-28]. Categoría de la temporalización narrativa por la que se contrasta la amplitud cronológica del tiempo de la historia mensurable en unidades convencionales como horas, días o años, y la dimensión textual del tiempo del relato, objetivable en líneas, párrafos o páginas, para advertir las variaciones de velocidad narrativa que se producen en el discurso. Vid. Duración y ‘Tempo’. ‘Roman’ [pp. 179, 189, 202, 204]. Término con que se denomina en Francia y en Alemania al subgénero narrativo que hoy en día se conoce en todo el territorio hispanohablante como novela. Proviene del italiano romanzo. Vid. Novela, ‘Romanzo’ y Subgénero literario. Romance (métrica) [pp. 32, 40, 100, 106, 121-24, 175]. Poema formado por una serie indefinida de versos octosílabos, que riman en asonante los pares y quedan sueltos los impares. Romance (subgénero literario) [pp. 52, 54, 98, 122, 132-33, 160-61, 170, 175-76, 217, 279]. Constituye un subgénero épico-lírico popular, exclusivamente español, cuyos orígenes se remontan a mediados o finales del siglo XIV. Se cantaban en España durante el siglo XV, si bien a partir del siglo XVI muchos poetas cultos adoptaron esta forma, innovando el estilo y la temática. Vid. Subgénero literario. ‘Romance’ [p. 179]. Término inglés que suele utilizarse, en la actual teoría de la literatura, y más particularmente en los medios anglosajones, para hacer referencia a un relato extenso de ficción, normalmente en prosa, que se diferencia de la novela porque presenta un mundo imaginario en el que los personajes y situaciones pertenecen a la esfera de lo maravilloso y lo insólito. El

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romance no se preocupa de que lo contado se parezca a lo que normalmente ocurre o a lo que se espera que pueda ocurrir, al contrario de la novela, que se demora en la relación de acontecimientos lo más similares posibles a lo que cotidianamente pasa ante nuestros ojos, para persuadirnos de su “realidad”… imaginaria, por supuesto. La teoría literaria hispana no cuenta con un término equivalente para designar a esta clase de ficciones. Vid. Novela y Subgénero literario. Romance carolingio [pp. 124, 176]. Se denomina así a aquel romance inspirado por las hazañas de los caballeros franceses de la corte de Carlomagno (Roldán, Carlomagno, etc.). Vid. Romance (subgénero literario). Romance endecha [p. 124]. Romancillo de versos heptasílabos que solía usarse para la composición de endechas. Vid. Endecha, Romance (métrica), Romance (subgénero literario) y Romancillo. Romance fronterizo [p. 176]. Romance que aborda poéticamente aspectos de la historia e intrahistoria de dos comunidades enfrentadas (la cristiana y la musulmana) en el reino de Granada durante la Reconquista, episodios de los que se nutren con frecuencia las crónicas de la época, salpicados de escenas entrañables de la intimidad de los protagonistas. Vid. Romance (subgénero literario). Romance heroico [p. 124]. Romance de versos endecasílabos. Vid. Romance (métrica) y Romance (subgénero literario). Romance histórico [p. 176]. Se denomina así a aquel romance que gira en torno a figuras de la historia nacional (el Cid, el rey Rodrigo, los infantes de Lara, Fernán González, etc.). Vid. Romance (subgénero literario). Romance juglaresco [p. 124]. Se denomina así al romance compuesto por los juglares y de temática más amplia que los tradicionales, si bien sus autores siguen desapareciendo en el anonimato. Los hay de asunto novelesco, lírico, grecolatino o contemporáneo sobre las virtudes de la guerra de Granada (estos creados a partir de la imitación de los romances precedentes de la épica). Vid. Juglar y Romance (subgénero literario). Romance lírico [pp. 124, 176]. Romance que deja vía libre a la imaginación y en los que se refleja el gusto personal, con tendencia a la expresión de sentimientos más que a la simple narración de sucesos externos, que pasan a ser considerados elementos secundarios. Vid. Romance (subgénero literario). Romance novelesco [p. 176]. Romance integrado en un grupo novedoso y heterogéneo de composiciones que desarrollan un tema imaginativo, vinculado a episodios bíblicos, episodios de la Antigüedad clásica, asuntos folclóricos españoles y asiáticos, etc. Vid. Romance (subgénero literario). Romance nuevo [p. 123]. Romance compuesto a partir del siglo XVI obra de un autor conocido (algunos de renombre, como Lope de Vega, Góngora y Quevedo), con una temática que no figuraba en los romances viejos (morisca, pastoril, mitológica, amorosa, satírica, religiosa…) y una lengua artificiosa que pretende remedar la lengua arcaica de los primitivos romances. No se transmiten de forma oral, sino impresa. A veces se dividen en estrofas o se les añade un estribillo. Vid. Estribillo, Estrofa, Romance (métrica), Romance (subgénero literario) y Romance viejo.

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Romance tradicional [pp. 123-24, 175]. Denominación con la que también se conoce el romance viejo, cuyos temas son históricos, épico-literarios y legendarios. Vid. Romance (métrica), Romance (subgénero literario) y Romance viejo. Romance viejo [pp. 54, 121-23, 132-33, 176]. Romance anónimo de origen medieval desgajado de los cantares de gesta o de poemas épicos castellanos a partir del siglo XIV y transmitidos de forma oral hasta el siglo XIX. Vid. Cantar de gesta, Poema épico, Romance (métrica), Romance (subgénero literario) y Romance nuevo. Romance vulgar o de ciego [p. 176]. Romance procedente de ediciones de pliego que después se hizo popular, hasta el punto de que solían ser invidentes quienes lo iban cantando de pueblo en pueblo; también los vendían en pliegos de cordel. Se diferencia del romance tradicional, fundamentalmente, en que su estilo no es culto. Con tendencia a narrar sucesos truculentos, suele ser contado con el máximo detalle para intentar convencer de la veracidad de hechos que se dan a conocer en el mismo. Vid. Pliego de cordel, Romance (subgénero literario) y Romance tradicional. Romancero [pp. 72, 122-23, 132, 134, 141, 149, 153, 160, 175-76]. Colección de romances. Desde muy pronto empezaron a recopilarse los romances tradicionales del romancero viejo. En el Cancionero General, de Hernando del Castillo (1511), aparecen ya algunos. De mediados del siglo XVI es el Cancionero de romances, publicado en Amberes por Martín Nucio en 1547 o 1548 y reeditado en Medina del Campo. La Silva de Barcelona, de 1561, reúne la mayor parte de los hasta entonces impresos… En los años finales del siglo XVI comienza a recogerse en volúmenes el romancero nuevo, con temas no cultivados en el viejo (pastoriles, moriscos, mitológicos…) y escritos por grandes poetas (Lope de Vega, Góngora…), aunque se publicaron anónimos. El primero fue Flor de varios romances nuevos, editada por Pedro de Moncayo en 1589. Estos romances confluyen en el Romancero general, de 1600. Las antologías o los libros con colecciones de romances llegan hasta nuestros días. Recuérdese la tan famosa de Ramón Menéndez Pidal Flor nueva de romances viejos (1928). Vid. Romance (métrica), Romance (subgénero literario), Romance nuevo y Romance viejo. Romancero nuevo [p. 176]. Colección que recoge por escrito romances nuevos. Vid. Romance nuevo y Romancero viejo. Romancero viejo [pp. 122, 175]. Colección que recoge por escrito romances viejos. Vid. Romance viejo y Romancero nuevo. Romancillo [p. 124]. Romance de versos hexasílabos o más cortos. Vid. Romance (métrica) y Romance (subgénero literario). Romanticismo [pp. 11, 15, 29, 36, 40, 44, 48, 67, 74, 131, 182, 188, 235, 275]. Movimiento ideológico, cultural y literario que, habiendo apuntado ya en el Prerromanticismo, se desarrolla en Europa desde finales del siglo XVIII y se extiende por la primera mitad del siglo XIX, conviviendo desde muy pronto con rasgos propios del Realismo. Si bien en un principio las palabras Romanticismo y romántico se relacionaron con lo agreste, lo novelesco y lo melancólico, el sentido que acabó dándoseles en literatura fue, en definitiva, el de algo opuesto a lo clásico (a todo tipo de clasicismo antiguo o reciente, como el Neoclasicismo). Vid. Neoclasicismo, Realismo y ‘Sturm und Drang’.

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‘Romanzo’ [p. 179]. Palabra italiana que tiene en español el significado de ‘novela’ con el sentido en que actualmente se entiende este término. Vid. Novela, ‘Roman’ y Subgénero literario. Salmo [pp. 30, 37]. Término de origen griego (psalmos: pulsación de cuerdas de un instrumento musical) con el que se denomina una composición poética dirigida a la divinidad y destinada al canto en el ámbito de las celebraciones culturales de la religión judía cuyo mayor acervo se encuentra en los ciento cincuenta cantos de estas características de que consta el Salterio (libro del Antiguo Testamento), iniciado por el rey David. Por su hondo lirismo, los salmos bíblicos han sido fuente de inspiración de la literatura religiosa y aun de la profana posterior. Han tenido especial influencia en la ascética y la mística. ‘Sapientia et fortitudo’ [pp. 50, 78]. Expresión latina que significa ‘sabiduría y fortaleza’ con que se denomina un tópico literario de origen clásico consistente en resaltar, entre las virtudes de una persona, la fusión de la experimentada sabiduría, la prudencia o la madurez y la fuerza, el vigor corporal y la destreza. Vid. Lugar común. Sarcasmo (tropo) [pp. 156-57]. Figura retórica de pensamiento, oblicua, que consiste en una ironía con un sobreañadido de burla insultante, amarga y cruel, contra la que el ofendido, en su desvalimiento, no suele tener defensa. Vid. Figura retórica, Ironía y Tropo. Sátira (subgénero lírico) [pp. 17, 38-40, 43]. Poesía crítica, en ocasiones con elementos autobiográficos, que se ceba con las costumbres y vicios de personas o grupos sociales con un fin moralizador, meramente lúdico o intencionadamente lúdico. Vid. Novela satírica, Parodia, Pastiche y Subgénero literario. Seguidilla o seguiriya [pp. 112-13]. Estrofa popular de cuatro versos, de los cuales los impares son heptasílabos sueltos y los pares, pentasílabos que riman en asonante. Esquema de la rima: -a-a. Vid. Estrofa. Seguidilla compuesta o con bordón [p. 113]. Seguidilla a la que se le añaden tres versos: el primero y el tercero son pentasílabos y riman en asonante; el segundo es un heptasílabo y queda suelto. Esquema: -a-ab-b. Vid. Estrofa y Seguidilla. Septeto, séptima o septilla [p. 115]. Estrofa de siete versos, todos de arte mayor, menor o mezclados los de arte menor con los de arte mayor. Vid. Estrofa. Serranilla, serrana o cántica de serrana [p. 34]. Subgénero lírico medieval que engloba a aquellos poemas pastoriles, rústicos o idealizados, que relatan en primera persona el encuentro de un caballero con una pastora en la sierra. Son famosas las compuestas por el Arcipreste de Hita (siglo XIV) y las del Marqués de Santillana (siglo XV), estas refinadas e idealizadas por influencia de las pastorelas provenzales, que penetran muy pronto en España, pues ya están representadas desde el siglo XIII en los cancioneros galaicoportugueses, con notas melancólicas de las que en castellano carecerán. Vid. Subgénero literario. Serventesio [p. 112]. Estrofa de cuatro versos de arte mayor, generalmente endecasílabos, que lleva dos rimas cruzadas consonantes. Esquema: ABAB. Vid. Estrofa y Rima cruzada, alterna, entrelazada o encadenada. Seudoestrofa [p. 126]. Cada una de las agrupaciones de versos que, por voluntad del autor, adopta una composición que en principio no presenta esa división, es

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decir, que consta de una serie o tirada de versos, como el romance o el poema en versos libres. Vid. Romance y Verso libre o versículo. Sexteto o sextina [p. 115]. Estrofa de seis versos de arte mayor, generalmente endecasílabos, con rima consonante variada. Los esquemas posibles son: ABABAB, AABCCB, ABCABC. Deben evitarse tres rimas seguidas. Vid. Estrofa y Sextilla. Sextilla [p. 115]. Estrofa de seis versos, generalmente octosílabos consonantes, con dos o tres rimas cuya disposición puede sufrir variaciones. Esquemas posibles: ababcc, aabccb, abcabc. Vid. Copla de pie quebrado, Estrofa y Sexteto o sextina. ‘Showing’ [p. 189]. Palabra inglesa que significa ‘mostrar’ y con la que la crítica anglosajona denomina una técnica narrativa en la que predomina el diálogo. En la novela, el showing supone la cesión de la palabra en estilo directo a los personajes y puede entremezclarse con la técnica del telling. En la terminología de E. M. Forster, narración objetiva, en la que predomina el estilo directo, el diálogo y la escena. Vid. Diálogo, Escena (narratología), Estilo directo, Relato de palabras y ‘Telling’. ‘Sic transit gloria mundi’ [pp. 69, 71-2, 80]. Locución latina que significa ‘así se va la gloria del mundo’. El origen de la expresión parece provenir de un pasaje de la Imitación de Cristo de Tomás de Kempis (1380-1471) en la que aparece la frase “O quam cito transit gloria mundi” (“Oh, cuán rápido pasa la gloria del mundo”). En literatura ha funcionado como un tópico por medio del cual se reflexiona sobre lo efímero de los triunfos y de la vanagloria mundana, condenados a verse arrasados por la muerte, según la doctrina ascética o el sentir pesimista que predomina en ciertas épocas, como el siglo XVII, en la que abunda la visión de cadáveres, despojos, ruinas o flores ajadas que simbolizan el paso del tiempo y lo transitorio de todo esplendor y lozanía en las personas. Vid. ‘Contemptus mundi’ o menosprecio del mundo, Lugar común, ‘Memento mori’ y Ubi sunt? Siglo de Oro o Siglos de Oro [pp. 18, 36, 40, 44, 47, 49, 78, 80-1, 89, 128, 132, 165, 179, 181, 281]. Expresiones utilizadas indistintamente para indicar un periodo de la literatura española que se extiende desde principios del siglo XVI hasta 1681, fecha de la muerte de Calderón de la Barca. La denominación Siglo de Oro fue ya aplicada en el siglo XVII para nombrar el siglo XVI y, con el transcurso del tiempo, acabó por abarcar también el segundo. Los Siglos de Oro o el, hoy mal llamado, Siglo de Oro, son ambos, es decir, comprenden el siglo y medio largo en que se desarrollan, sucesivamente, bajo los reinados de Carlos I, Felipe II, Felipe III, Felipe IV y parte del de Carlos II, el Hechizado, el Renacimiento, el Manierismo y el Barroco. Vid. Barroco y Renacimiento. Sílaba fónica o gramatical [p. 97]. Es cada una de las divisiones fonológicas en las que se divide una palabra. Vid. Sílaba métrica. Sílaba métrica [pp. 97-8]. Unidad cuantitativa de la medida del verso. No siempre coincide con la sílaba fónica o gramatical, pues hay que tener en cuenta los fenómenos de la diéresis, la sinéresis, la sinalefa y el lugar del acento final del verso. Vid. Diéresis, Sílaba fónica o gramatical, Sinalefa y Sinéresis.

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Silepsis o dilogía [pp. 128, 142-43, 156, 276]. Figura retórica de dicción que consiste en utilizar un vocablo con dos significados distintos, uno recto y otro figurado. La dilogía o silepsis se incluye en los juegos de palabras. Silepsis es palabra que proviene del griego sullepsis (comprensión), lo mismo que dilogía, formada a partir de dis (dos) y logos (palabra). Vid. Equívoco, Figura retórica y Calambur. Silva [pp. 21, 99, 120-21]. Composición de origen italiano que consta de una serie indefinida de versos endecasílabos y heptasílabos con rima consonante. La distribución de rimas y de versos (alguno puede quedarse suelto) queda al gusto del poeta. Silva asonantada [p. 121]. Silva que sustituye la rima consonante por la asonante. Junto a los endecasílabos y heptasílabos, pueden introducirse otros versos de número impar de sílabas: trisílabos, pentasílabos, eneasílabos o alejandrinos. Vid. Rima asonante, parcial, incompleta o pobre y Silva. Símbolo (tropo) [pp. 24, 45, 49, 51, 79, 91, 128, 152-53, 165, 184, 249, 269, 287]. Figura retórica de significación muy cercana a la metáfora y a la alegoría que consta de un término real abstracto o concreto pero indefinible, misterioso y trascendente (la justicia, la patria, el cristianismo, el islam, el amor, el cielo…), que permanece in absentia, y un término imaginario concreto, in praesentia (la balanza, la bandera, la Cruz, la Media Luna…); este último término toma un sentido distinto del que inicialmente tenía. Vid. Alegoría, Figura retórica, Metáfora, Simbolismo y Tropo. Simbolismo (lengua literaria) [pp. 19, 45, 291]. Propiedad que ocasionalmente exhibe el discurso literario, sobre todo el poético, de poder evocar una realidad que trasciende el objeto simbolizante, comportando un sentido oculto y misterioso que apela al fondo irracional del inconsciente, del sentimiento y de la emoción. Vid. Símbolo. Simbolismo (movimiento poético) [p. 125]. Movimiento poético idealista nacido en Francia en las últimas décadas del siglo XIX, vinculado al Romanticismo, contrario al Realismo y al Naturalismo y relacionado con la filosofía mística del sueco Emanuel Swedenborg (1688-1772), defensor de la idea de la existencia de correspondencias entre las percepciones sensoriales y el mundo espiritual. El Simbolismo surge de la ruptura de varios poetas con el Parnasianismo, nacida en principio como reacción contra el rechazo que por parte de la revista Le Parnasse contemporain sufrió Stéphane Mallarmé, quien publica en 1876 La siesta de un fauno, considerado texto base del Simbolismo. Sin embargo, la gestación de este movimiento había comenzado en Las flores del mal (1857), de Charles Baudelaire. Vid. Modernismo, Naturalismo, Parnasianismo, Realismo y Romanticismo. Símil o comparación [pp. 50, 78-9, 96, 148, 152, 276, 284-85]. Figura retórica de pensamiento, dialéctica, por medio de la cual se establece una relación de semejanza entre un término real (TR) y un término imaginario (TI) —enaltecedor o degradante— con el que el primero es comparado. Debe estar expreso el nexo comparativo “como” (u otro que lo sustituya: “lo mismo que”, “semejante a”, “parece”, “cual”…). El símil se diferencia de la metáfora en que el TR no se identifica con el TI; cada uno mantiene su identidad. Símil es un vocablo que procede del latín similis (parecido, semejante). Vid. Figura retórica y Metáfora.

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Similicadencia [pp. 128, 130-3, 282]. Figura retórica de dicción que se produce de dos maneras: a) por la repetición de sonidos iguales o semejantes en los finales de las últimas palabras de frases sucesivas (homeotéleuton); b) por la repetición en el decurso de un periodo de palabras que tienen los mismos morfemas flexivos y accidentes gramaticales: sustantivos o adjetivos con el mismo género y número, verbos en el mismo tiempo, modo, número y persona, etc. (homeóptoton). Vid. Figura retórica, Homeóptoton y Homeotéleuton. Simultaneísmo (narratología) [pp. 189, 216, 222, 229]. Técnica temporalizadora que consiste en desarrollar en el discurso diferentes acciones sucesivas que transcurren al mismo tiempo en lugares distintos y diferentes personajes. Esta técnica encuentra su paralelismo con otra técnica perteneciente al mundo de la cinematografía: el crossing-up o cross-cutting (montaje paralelo). Vid. Contrapunto. Sinalefa [pp. 97-8, 101, 281]. Licencia métrica que consiste en la fusión en una sola sílaba de la vocal o vocales finales de un vocablo y la inicial o iniciales de otro. Vid. Diéresis, Hiato o dialefa, Licencia métrica o poética y Sinéresis. Sinalefa compuesta o compleja [p. 97]. Sinalefa en la que concurren más de dos vocales. Vid. Sinalefa. Sinalefa simple [p. 97]. Sinalefa en la que concurren solo dos vocales de palabras contiguas. Vid. Sinalefa. Síncopa [p. 131]. Término que proviene del griego synkope (reducción por contracción) con el que se denomina una figura retórica de dicción, metaplasmo y licencia métrica que consiste en la omisión de uno o más sonidos en medio de una palabra. En poesía, el recurso reduce el cómputo silábico. Vid. Aféresis, Apócope, Figura retórica y Licencia métrica o poética. Sinécdoque [pp. 128, 152]. Palabra de origen griego (synekdokhe: entendimiento simultáneo) con que se nombra un tropo o figura retórica de significación que implica una traslación de significado de un término a otro, en virtud de sus relaciones de contigüidad. Se diferencia de la metonimia en que aquí la relación de contigüidad no se produce entre dos conceptos, sino que se debe a la restricción o ampliación del significado de un concepto único. En la sinécdoque puede expresarse el todo por la parte o la parte por el todo, la materia por el objeto, el singular por el plural, lo abstracto por lo concreto, la especie por el género, etc. Vid. Figura retórica, Metonimia y Tropo. Sinéresis [pp. 99, 274]. Licencia métrica opuesta a la diéresis por medio de la cual se pronuncian en una sola sílaba vocales que formaban un hiato. Vid. Diéresis, Hiato o dialefa, Licencia métrica o poética y Sinalefa. Sinestesia [p. 157]. Cultismo que proviene del griego synaesthesia (compuesto de syn: junto, y aesthesis: sensación) con el que se designa un tropo o figura retórica de significación que consiste en una transposición de sensaciones, es decir, en la atribución de una sensación a un sentido que no le corresponde. Vid. Figura retórica y Tropo. Sinonimia [p. 139]. Término que procede del griego synónimos, compuesto del prefijo sin (con) y de onoma (nombre), con el que se designa una figura retórica que consiste en usar intencionadamente, en un determinado enunciado, varios significantes con similar significado. El escritor utiliza frecuentemente este

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recurso tanto para evitar la reiteración como para elegir aquellos términos que en un contexto dado se adaptan mejor al tono general, comparten una especial carga de emoción y expresividad o inciden en la intensificación del ritmo melódico del discurso. Vid. Figura retórica. Sintaxis (gramática) [pp. 23, 30, 175, 178, 204, 275]. Modo de combinarse y ordenarse las palabras y expresiones dentro del discurso. Sirrema [p. 108]. Término empleado por Antonio Quilis para designar una agrupación de dos o más palabras que constituyen una unidad gramatical, tonal o de sentido y que, además, forman la unidad sintáctica intermedia entre la palabra y la frase. ‘Sirventés’ [p. 112]. Término que aparece a mediados del siglo XII en textos provenzales y franceses, con el que se designa un poema de la literatura provenzal, cuya estructura métrica (de cinco a siete coblas y una tornada) imita o recoge la de la cansó de amor cortés. Vid. Amor cortés o ‘fin’amor’, Lírica trovadores provenzal y Serventesio. Soleá o canción de soledad [p. 110]. Estrofa de tres versos, generalmente octosílabos, con rima asonante en los pares y suelto el segundo. Esquema: a-a. Vid. Estrofa. Soliloquio [pp. 117, 194]. Monólogo restringido al teatro que los personajes (y los actores en escena) realizan cuando están solos, o cuando creen que están solos. Mediante el soliloquio, cuyas fronteras con el monólogo no parecen poder establecerse con nitidez, se transcriben en estilo directo y en primera persona los pensamientos y sentimientos coherentes de un personaje que se encuentra solo y que, pese a no esperar respuestas, mantiene una actitud dialógica consigo mismo o con una audiencia hipotética. Algunos autores prefieren llamar soliloquio y no monólogo al discurso pronunciado por el personaje que, solo en escena, medita en voz alta sobre su situación psicológica o moral, que a veces se presenta como una disyuntiva. El soliloquio teatral ha reproducido, a lo largo del siglo XX, el pensamiento próximo al subconsciente del personaje, con características de estilo similares a las del monólogo interior en la novela, pero sin una organización interna tan caótica como la de esta última técnica. El más famoso soliloquio de todos los tiempos es el “To be or not to be” de Hamlet (1601), de William Shakespeare, en el que el protagonista enfrenta la posibilidad del suicidio a la de seguir con vida. Vid. Estilo directo, Monólogo y Monólogo interior. Sonetillo [p. 119]. Soneto de arte menor, generalmente octosílabo. Vid. Soneto. Soneto [pp. 10, 34-5, 41, 44, 53-4, 56, 58, 61, 65, 71, 73-5, 81-90, 92-5, 98, 100-2, 118-19, 133, 135, 138, 141, 153, 251, 254, 267, 269, 278-85]. Es un subgénero lírico y, al mismo tiempo, una composición poética estrófica, de origen italiano; procedente de la escuela siciliana, pasa a la del Dolce stil nuovo y se consolida como estrofa y subgénero con Dante y Petrarca. En la métrica castellana sustituyó a la copla de arte mayor. Fue definitivamente asentado por Juan Boscán y Garcilaso de la Vega, tras anteriores intentos del Marqués de Santillana en sus Sonetos fechos al itálico modo. Su uso no ha decaído jamás. Un soneto clásico consta de catorce versos endecasílabos consonantes, con rima abrazada; los ocho primeros forman dos cuartetos y los seis restantes dos tercetos (entre estos últimos las rimas pueden modificar sus combinaciones). Vid. Copla de arte mayor, Cuarteto, Rima abrazada, Subgénero literario y Terceto.

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Soneto con estrambote [p. 119]. Soneto al que se le añade un grupo de versos, por lo común tres, el primero de ellos heptasílabo rimado con el último terceto, y los dos restantes endecasílabos pareados. Vid. Pareado y Soneto. ‘Sturm und Drang’ [p. 11]. Con esta expresión alemana, que se puede traducir como ‘tempestad y empuje’, se bautiza a una escuela prerromántica alemana que toma su nombre de una obra de Friedrich von Klinger y dura alrededor de quince años (1770-1885). Sus fundadores, J. G. Herder, J. G. Hamann y J. W. von Goethe, reivindican el derecho a la libertad, son idealistas, siguen a Kant y se rebelan contra las imposiciones del racionalismo francés de la Ilustración. Los jóvenes que se adscriben a esta escuela rechazan las reglas clásicas, siguen como modelos a Homero y a Shakespeare y proclaman que la belleza irradia de la naturaleza, lo que, además de la exaltación del sentimiento, los identifica con J.-J. Rousseau. Con ellos adquieren importancia conceptos como genio, originalidad e individualismo, se propugnan el cultivo de las lenguas vernáculas, la poesía popular y el folclore, se revaloriza la Edad Media y, en particular, el arte gótico. Vid. Edad Media y Romanticismo. Subgénero literario [pp. 17, 26-41, 170, 173-88, 253, 270]. Término que se refiere a cualquier variedad genérica o género menor dentro de los grandes géneros literarios (lírica, épica o narrativa y dramática). Así, por ejemplo, la canción, la oda y el himno, entre otras formas poéticas, serían tres subgéneros de la lírica. Vid. Archigénero literario y Género literario. Sufijo [p. 165]. Tipo de morfema o afijo que se agrega después del lexema, raíz o tema de una palabra. Los sufijos pueden ser derivativos o flexivos. Sujeción [p. 146]. Figura retórica de pensamiento mediante la que el emisor finge un diálogo en el que el papel de dos o más interlocutores es asumido por la voz del mismo hablante, el cual se hace preguntas que él va respondiendo. Vid. Figura retórica. Sujeto lírico [pp. 20-1, 55, 58, 75, 89, 159]. Vid. Emisor poético. Suspensión [p. 144]. Figura retórica de pensamiento que consiste en tener pendiente al lector hasta el final de una frase, periodo, estrofa o poema, que es cuando se introduce un nuevo elemento que esclarece el significado completo del texto en un sentido, a veces, inesperado. Vid. Figura retórica. Teatro (género literario) [pp. 8, 15, 19, 40, 46, 49, 62, 68, 86, 102, 107-8, 113, 121, 124, 160, 165, 188, 199, 202, 206, 210, 219, 231, 234]. Vid. Drama o dramática. Técnica descriptiva impresionista [p. 245]. Inspirada en el impresionismo pictórico, se distingue por dar una visión fragmentaria, atomizada de los elementos agrupados en conjunto, que acerca a la prosa a la estética de la sugerencia y a la indeterminación propia del poema en prosa. Vid. Descripción. ‘Telling’ [p. 189]. Palabra inglesa que significa ‘contar’ con la que la crítica anglosajona denomina una técnica mediante la que un narrador relata en estilo indirecto, por medio de la tercera persona, los pensamientos y acciones de los personajes. En la terminología de E. M. Forster, es un tipo de narración menos objetiva, en la que predomina el estilo indirecto. El telling es propio de la novela, en la que suele mezclarse con la técnica del showing. Vid. Estilo indirecto, Relato de acontecimientos y ‘Showing’.

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Tema (asunto) [pp. 11, 16, 20, 26-7, 30-1, 33-5, 37, 39-45, 47-8, 56, 61, 65, 69-76, 78, 80, 82, 111-13, 118, 120, 122, 127, 134, 138, 166, 176, 184, 203, 223, 251, 27175, 277, 279-80, 284, 287]. Idea fundamental, idea-eje, susceptible de ser resumida en una frase breve y abstracta, del contenido de una obra de cualquier género, o de una parte de ella: tema del honor, tema de la fugacidad de la vida, de la caducidad de lo terreno, de la herida de amor, de la muerte, del menosprecio de corte… Aquellos temas que aparecen repetidamente tratados en diferentes obras y autores terminan convirtiéndose en tópicos. En el tema pueden integrarse distintos motivos. Vid. Motivo y Lugar común. Tema (métrica) [p. 120]. Vid. Cabeza. Temática (crítica literaria) [pp. 26, 39, 43-5, 123, 186]. Conjunto de temas y asuntos que componen el universo literario de un autor, de un movimiento o de una época determinados. ‘Tempo’ [pp. 184, 226, 228]. Italianismo que proviene de la palabra latina tempo (tiempo). En los estudios literarios se emplea para hacer referencia a la velocidad, al dinamismo mayor o menor de un texto narrativo o dramático. La apreciación del tempo resulta de la relación existente entre el tiempo exterior y el tiempo interior de la obra. Vid. Duración, Ritmo y Velocidad. Teoría de la literatura [p. 127]. Es una de las cuatro ramas en las que se divide la Ciencia de la Literatura: Teoría de la Literatura, Crítica Literaria, Historia de la Literatura y Literatura Comparada. Dicho marbete no aparece hasta la segunda década del siglo XX. Históricamente esta rama ha sido llamada de diferentes maneras (Poética, Crítica literaria…). El objeto formal de la Teoría de la literatura es la reflexión teórica sobre el sistema de aspectos constantes y específicos de los textos literarios. Su cometido es establecer los fundamentos teóricos de la Ciencia de la Literatura y, en concreto, construir un metalenguaje a partir del cual sea posible estudiar con rigor cualquiera de las cuestiones que se formulen en las mencionadas ramas de dicha ciencia. Vid. Poética. Terceto [pp. 35, 44, 81-2, 90-2, 94, 110-2, 118, 280-81, 283-84]. Estrofa de tres versos, generalmente endecasílabos, con rima consonante en el primer y el tercer verso. Suelen aparecer dentro de una serie encadenada. Vid. Estrofa y Tercetos encadenados. Tercetos encadenados [pp. 110-11]. Serie de tercetos sin rimas sueltas. Se entrelazan siguiendo el esquema ABA BCB CDC DED… YZYZ. Vid. Terceto. Tercetillo, tercerillo o tercerilla [p. 110]. Estrofa de tres versos de arte menor, con rima consonante o asonante, y que puede adoptar diferentes estructuras métricas: a–a, -aa… Vid. Estrofa. Tercia rima [p. 110]. Vid. Terceto. Tetrasílabo [pp. 99, 102, 115]. Verso de cuatro sílabas. ‘Theatrum mundi’ [p. 78]. Expresión latina que significa ‘el teatro del mundo’ y que se refiere a un tópico literario que explica que la sociedad, el mundo o la existencia misma se configuran como un teatro o una pieza teatral. Tiempo (narratología y teoría del teatro) [pp. 133, 164, 173, 178, 180, 189, 204-6 210, 214-15, 220-31, 236, 246, 248-49, 276, 287, 289-90]. Categoría abstracta relativa a la duración, sucesión y orden de los fenómenos. Es un concepto fundamental en Teoría literaria: un drama o un texto narrativo serían

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incomprensibles sin esa coordenada en la que se mueven los personajes y de la que se sirve todo escritor para montar sobre él un mundo imaginario. Tiempo histórico (narratología y teoría del teatro) [p. 221]. Época o momento en que se sitúa una narración. Tiempo íntimo o psicológico [pp. 223-24]. Tiempo que, en la narrativa, el teatro o lírica, no puede medirse por el reloj por estar ligado a la intimidad psicológica del personaje. Es el habitual en el monólogo interior y en el estilo indirecto libre. Vid. Estilo indirecto libre y Monólogo interior. Tiempo lineal [pp. 221, 276]. Tiempo que en una narración o en una obra dramática avanza cronológica y causalmente ordenado. Es el único que puede haber en la historia, pero también se utiliza en la trama, en la que, por lo general, mediante ciertas técnicas de reducción, dejan de narrarse sucesos relevantes o bien se ocultan los que lo son para producir efectos diversos en los lectores. En todo caso, el tiempo de la trama no suele reproducir en toda su amplitud el de la historia. Vid. Historia, Tiempo no lineal y Trama. Tiempo no lineal [p. 221]. Tiempo que, en vez de avanzar cronológica y causalmente ordenado, se ve afectado por una o diversas anacronías. Vid. Anacronía, Tiempo no lineal, Tiempo prospectivo, Tiempo retrospectivo y Tiempo simultáneo o múltiple. Tiempo prospectivo [pp. 222, 276]. Tiempo que rompe la linealidad cronológica por medio de prolepsis. Su uso no es muy frecuente ni en la novela ni en el teatro. Vid. Prolepsis y Prospección. Tiempo retrospectivo [pp. 221-22, 276]. Tiempo que rompe la linealidad cronológica por medio de analepsis. Su uso es abundante desde los primeros textos literarios escritos. Vid. Analepsis y Retrospección. Tiempo simultáneo o múltiple [p. 222]. Tiempo en el que se utiliza la técnica del simultaneísmo. Esta técnica está ya muy desarrollada en Cervantes, pero en la novela moderna, el teatro y el cine se ha hecho en ocasiones extraordinariamente compleja. Vid. Contrapunto y Simultaneísmo. Tiempo verbal (narratología) [pp. 164, 189, 197, 220-21, 290-91]. Modalidad del verbo o de los verbos utilizados en la narración (presente, pasado o futuro). Aunque el pasado es el tiempo por excelencia de la narración y marca la distancia temporal entre los hechos relatados y el momento en que se cuentan, ocasionalmente podemos hallar narraciones en presente o, en menor medida, en futuro. Tipo (personaje) [pp. 236-37]. Modelo de personaje que reúne un conjunto de rasgos físicos, psicológicos y morales prefijados y reconocidos por los lectores o el público espectador como peculiares de un “rol” ya conformado por la tradición. El tipo enmarca figuras representativas de grupos sociales reducidos, a los que se caracteriza por un rasgo psicológico o moral (p. e., el avaro, el seductor, el fanfarrón), una actividad (el buldero, el aguador, el miles gloriosus) o un medio social (el pícaro, la bandido), etc. El teatro español del Siglo de Oro y la literatura costumbrista del siglo XIX están repletos de personajes-tipo (en el primer caso, el poderoso, el galán, la dama, el caballero, el villano, el gracioso, el rey; en el segundo caso, el conspirador, el lechuguino, el vendedor ambulante, el juntero, el cofrade, etc.).

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Topografía [p. 147]. Término de origen griego (topos: lugar; grafía: descripción, escritura, representación gráfica) que se utiliza para denominar una figura retórica de pensamiento que consiste en una descripción de lugares interiores o exteriores, urbanos o rústicos. Vid. Descripción y Figura retórica. Tópico [pp. 31, 34, 42, 46-80, 90, 132, 166, 272-73, 279-80, 285]. Término que viene del griego topikos (relativo a un lugar), compuesto de tópos (lugar) y el sufijo ikos (relativo a). Plural. topoi. Vid. Lugar común. Tragedia [pp. 17, 160, 234-35, 270]. Término griego que significa ‘canto de macho cabrío’ (al estar formado por tragos ―macho cabrío― y ode: canto) y que fue aplicado a este subgénero teatral, nacido en la antigua Grecia y que aparece definido ya en la Poética de Aristóteles, por las pieles que vestían los primitivos componentes del coro, o por el sacrificio a Dionisos de un animal de la citada especie. Se trata de una pieza teatral cuya acción desarrolla problemas de personajes (dioses, reyes, semidioses en la tragedia clásica) sometidos a una serie de adversidades funestas que no interfieren su libertad y que mueven a los espectadores a la compasión y al espanto. Después de los griegos, las tragedias han mantenido muchos de sus rasgos originales, pero se han ido acomodando al paso de los tiempos, por lo que los conflictos y personajes tratan de reflejar los de las sociedades contemporáneas a sus autores o las eternas cuestiones que preocupan al hombre. Vid. Comedia, Drama, Subgénero literario y Tragicomedia. Tragicomedia [p. 241]. Subgénero dramático que une características propias de la tragedia y de la comedia. El vocablo aparece por primera vez documentado en el prólogo del Anfitrión de Plauto (siglos III-II a. C.), probablemente con sentido irónico por ser cosa insólita mezclar los géneros. En el Renacimiento lo usan sus imitadores, y en lenguas romances lo utiliza por vez primera Fernando de Rojas en La Celestina (prólogo a la edición de 1502). Tragicomedia es sinónimo de drama, por lo que resulta un género que abarca muchas obras, en especial las que mezclan lo trágico con lo cómico, el lenguaje elevado con el propio de los criados, el mundo de la nobleza con el del pueblo. Los finales pueden ser felices, pero más comúnmente son trágicos. El Arte nuevo de hacer comedias, de Lope de Vega, sienta las bases del drama o tragicomedia. El caballero de Olmedo, Fuente Ovejuna, El alcalde de Zalamea… son tragicomedias, aunque, por ser barrocas, reciban el nombre genérico de comedias. Vid. Comedia, Drama, Subgénero literario y Tragedia. Trama [pp. 205-6, 218-22, 224-25, 227, 229-31, 236, 242-43, 249, 288]. Es el discurso, es decir, la plasmación concreta de la historia o argumento en un texto. Sería algo así como el relato de acontecimientos en la forma en que el autor o el narrador se los presenta al lector en la obra. En esta organización final y artística del material de sucesos que constituyen la historia, pueden intervenir diversos recursos técnicos y expresivos capaces de alterar el orden cronológico y causal del tiempo de la historia cuando esta se convierte, por medio de la escritura, en trama; otras veces pueden reducir en mayor medida su amplitud o, por el contrario, dilatarla. Vid. Discurso, Narración y Relato. Transtextualidad [pp. 252-53]. Término acuñado por el teórico literario y narratólogo Gérard Genette para referirse a la “trascendencia textual del texto”, es decir, “todo lo que pone al texto en relación, manifiesta o secreta, con otros textos”. El teórico francés enumera cinco tipos de relaciones transtextuales que

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cada texto posee: architextualidad, hipertextualidad, intertextualidad, metatextualidad y paratextualidad. Vid. Architextualidad, Hipertextualidad, Intertextualidad, Metatextualidad y Paratextualidad. Tridecasílabo [pp. 101-2]. Verso de trece sílabas. Trisílabo [pp. 99, 121]. Verso de tres sílabas. Tropo [pp. 127-28, 148, 271]. Figura retórica de significación cuyo nombre proviene del griego tropos (dirección, rumbo, tendencia) mediante la cual un vocablo se emplea en un sentido distinto al que propiamente le corresponde; tal uso no es incoherente: hay siempre una relación de igualdad, correspondencia o semejanza. Se consideran tropos la alegoría, la antinomasia, la catacresis, la cinestesia, la hipálage, la imagen, la metáfora, la metagoge, la metalepsis, la metonimia, la parábola, el símbolo, la sinécdoque y la sinestesia. Algunos autores incluyen algunos más, como la hipérbole, la ironía, la litote, el oxímoron y la paradoja. Vid. Alegoría, Figura retórica, Hipérbole, Imagen, Ironía, Litote, Metáfora, Metonimia, Oxímoron, Parábola, Paradoja, Símbolo, Sinécdoque y Sinestesia. Troqueo o pie rítmico trocaico [p. 103]. Cláusula rítmica bisílaba, con acento en la sílaba impar (óo). Vid. Cláusula rítmica y Yambo o pie rítmico yámbico. Trovador [pp. 16, 55, 130]. Poeta culto medieval vinculado a escuelas poéticas, cortes de reyes y nobles (o cortesano él mismo), compositor de la música y letra de sus textos. Los trovadores surgieron en el sur de Francia, en la corte de la Provenza, donde la escuela trovadoresca provenzal desarrolló entre los siglos XII al XIV la poesía del amor cortés. Las composiciones trovadorescas eran interpretadas por juglares líricos y, excepcionalmente, por sus propios compositores. Debían estos conocer a la perfección la Retórica y la Métrica, además de la matemática del arte musical, pues la poesía trovadoresca, atenta a numerosas reglas, convenciones y artificios, resulta de difícil creación. El primer trovador de nombre documentado es Guillaume de Poitiers, duque de Aquitania (siglo XII), pero muchos son los conocidos. Vid. Amor cortés o ‘fin’amor’, Juglar, Lírica trovadoresca provenzal, Métrica, Retórica y Trovero. Trovero [p. 16]. Poetas-compositores medievales que surgieron en el norte de Francia medio siglo después de los trovadores en el Languedoc (sur del país). Se diferenciaban poco de estos últimos: componían sus trabajos en lengua de oïl, que eran los dialectos romances hablados durante la Edad Media en la mitad norte de la actual Francia. En cambio, los trovadores escribían en languedoc (también llamado occitano o idioma provenzal), que era el conjunto de dialectos hablados en la mitad sur de Francia aproximadamente. Vid. Edad Media y Trovador. ‘Ubi sunt?’ [pp. 31, 69-72, 273]. Expresión latina que significa ‘¿Dónde están?’, ‘¿Qué ha sido de ellos?’, que se utiliza para denominar una convención o un tópico literario que consiste en la enunciación de una serie de interrogaciones retóricas para preguntar por el paradero de los que han muerto. Este tópico, empleado en numerosas obras literarias medievales y modernas, refleja una filosofía o forma de pensar que fue dominante a lo largo de la Edad Media, y que enlaza con la concepción de la vida en la tierra como un simple tránsito hacia la vida eterna, la que sigue a la muerte. Entronca ideológicamente con las danzas macabras, en el sentido de entender que al finalizar la vida, la muerte es un

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elemento igualador. Vid. Edad Media, Interrogación retórica, Lugar común, ‘Memento mori’ y ‘Sic transit gloria mundi’. Vanguardias o vanguardismo [pp. 38, 183, 233]. Movimientos estéticos minoritarios, también llamados Ismos, que suponen una brusca ruptura con el arte anterior. Empiezan a manifestarse en Europa, a veces en las mismas revistas, por los primeros años del siglo XX y coinciden en ciertas características básicas que afectan no solo a la literatura sino también a las demás artes, incluido el cine. Se sucedieron tan rápidamente que muchos fueron coetáneos y todos, excepto el Surrealismo, fugaces. Alcanzan su esplendor entre los años 20 y 30, aunque algunos sitúan antes el comienzo de su decadencia. En España se considera pionero del vanguardismo literario, del “arte nuevo”, de la “joven literatura” a Ramón Gómez de la Serna. La llegada a nuestro país del poeta chileno Vicente Huidobro en 1918 acrecienta los contactos con las vanguardias de moda en París y, hasta 1925, se cultivan el Ultraísmo y el Creacionismo. Precisamente en esa fecha se publica el ensayo La deshumanización del arte de José Ortega y Gasset, que más que con el inicio coincide con el cierre de una tendencia europea ampliamente divulgada que considera que la obra de arte debe evitar lo humano, ser arte por el arte, arte de escrupulosa realización, arte con base en la ironía, arte como juego, arte intrascendente. Desde comienzos de 1930 triunfa el Surrealismo, que decae ya en los años anteriores a la guerra (1936). Son movimientos vanguardistas, además del Expresionismo, los siguientes: a) vanguardias deshumanizadoras, que rechazan la expresión sentimental y se aproximan al arte abstracto (Futurismo, Cubismo, Dadaísmo, Ultraísmo, Creacionismo, que ejerce un amplio influjo en la renovación poética de la Generación del 27 y, desde luego, en el Surrealismo); b) vanguardias rehumanizadoras, dentro de los principios estéticos del arte abstracto, pero con predominio del sentimiento (Surrealismo, Postismo). Vid. Arte por el arte y Generación del 27. Velocidad (narratología) [pp. 226, 228]. Vid. Duración, Ritmo y ‘Tempo’. Verbo declarativo o verbo ‘dicendi’ [pp. 194-98]. Verbo de habla, es decir, que designa acciones comunicativas o expresa creencia, reflexión o emoción y que sirve para introducir un parlamento, ya sea en estilo directo o indirecto. Vid. Estilo directo, Estilo directo libre y Estilo indirecto. Versificación [pp. 19, 96-126, 170]. Organización del discurso poético en unidades métricas denominadas versos, sujetos al principio de ritmo y, en el caso de la métrica tradicional, a una rima y a una determinada distribución de los acentos. Los versículos o versos libres se rigen por características propias. Vid. Verso libre o versículo. Versificación irregular [p. 102]. Dícese de aquella que se distingue por la desigualdad en el cómputo silábico entre los versos de una estrofa o de un poema. No se considera irregular la versificación que combina versos largos con sus pies quebrados. Vid. Versificación, Versificación regular y Verso de pie quebrado. Versificación regular [p. 102]. Dícese de aquella que se distingue por la igualdad en el cómputo silábico de todos los versos de una estrofa y de sus combinaciones. La utilización de versos largos con sus pies quebrados se sigue considerando forma de versificación regular. Vid. Versificación, Versificación irregular y Verso de pie quebrado.

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Verso [pp. 16-22, 26-8, 30, 32, 34-40, 45-6, 49, 51, 53, 56, 61, 63-6, 69, 71-2, 74-5, 77, 81, 83, 88, 95-121, 123-27, 129, 131-36, 138, 141-43, 145, 150-52, 156, 16061, 163, 165, 170, 173, 175-76, 179, 186-88, 229, 254, 266, 273-76, 280-81, 28384]. Unidad métrica que, delimitada por pausas y acentos, se une a otras para formar estrofas y series. Lo normal es que, en la escritura, cada verso ocupe una línea. Vid. Poema, Poesía y Prosa. Verso agudo u oxítono [pp. 99, 114]. Verso que acaba en palabra aguda. En el cómputo métrico debe añadirse una sílaba más. Vid. Verso esdrújulo o proparoxítono y Verso llano, grave o paroxítono. Verso de arte mayor [pp. 100-1, 106, 112, 114-15, 117-18]. Vid. Arte mayor. Verso de arte menor [pp. 26-7, 36, 99-100, 106, 109-10, 112-13, 115-17, 119, 274]. Vid. Arte menor. Verso de cabo roto [p. 131]. Verso al que se le eliminan la sílaba o sílabas siguientes a la última tónica. Una composición en versos de cabo roto termina siempre, pues, en sílabas agudas, entre las cuales se establece la rima. Verso compuesto [pp. 101-2, 108]. Verso largo, generalmente de más de once sílabas, dividido en hemistiquios por una pausa interna. Vid. Hemistiquio, Pausa interna y Verso simple. Verso de enlace [pp. 117, 120]. Verso o versos que en el villancico van después de la mudanza y antes del verso de vuelta. Vid. Mudanza, Villancico y Vuelta o verso de vuelta. Verso esdrújulo o proparoxítono [p. 99]. Verso que acaba en palabra esdrújula. En este caso, el cómputo métrico ha de reducirse en una sílaba. Vid. Verso agudo u oxítono y Verso llano, grave o paroxítono. Verso libre o versículo [pp. 20, 107, 125-26]. Tipo de verso sin rima —aunque pudiera tener rimas asonantes o algunas rimas puramente ocasionales—, sin acentuación ni cómputo métrico fijo. Por ende, un poema en versos libres o versículos no se divide en estrofas tradicionales, si bien el poeta puede optar por separar versos en grupos parecidos a estrofas (seudoestrofas). Para no caer en el prosaísmo, los poetas emplean otros recursos, como por ejemplo simetrías y paralelismos de conceptos, tonalidades líricas o la repetición de palabras o estructuras sintácticas. Vid. Seudoestrofa. Verso llano, grave o paroxítono [p. 99]. Verso que acaba en vocablo llano o grave. Esta acentuación, contrariamente a lo que ocurre con los oxítonos y los proparoxítanos, no implica aumento ni disminución de sílabas en el cómputo métrico. Vid. Verso agudo u oxítono y Verso llano, grave o paroxítono. Verso de pie quebrado [p. 102]. Verso de siete sílabas o menos, cuando entra en una composición combinado con versos mayores, funcionando así como hemistiquio de los versos más largos. También el octosílabo es quebrado del verso compuesto de 8 + 8 sílabas, si se combina con él en una composición. Vid. Copla de pie quebrado o copla manriqueña. Verso simple [pp. 99-101]. Verso que en su interior no lleva pausa que haga imposible la sinalefa (suelen tener entre dos y once sílabas). Vid. Verso compuesto. Versos blancos [pp. 106, 124-25]. Versos integrados en una composición de métrica regular pero que carecen de rima. Son propios de la poesía y el teatro cultos y

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no resultan infrecuentes en traducciones de los clásicos. Suelen someterse a pausas regulares, cómputo silábico fijo y formar series de endecasílabos. Vid. Endecasílabo blanco y Versificación regular. Versos sueltos [pp. 37, 106, 112-14, 116, 120, 175, 274]. Versos que no riman con ningún otro, siempre que vayan dentro de una composición en la que otros tienen rima. Vida retirada (tópico literario) [pp. 29, 66, 69, 72]. Vid. ‘Beatus ille’ y Menosprecio de corte y alabanza de aldea. Villancico (métrica) [pp. 40, 119-20]. Composición poética estrófica derivada del zéjel a través de la cantiga de estribillo gallego-portuguesa. Consta de dos a cuatro versos iniciales que enuncian el tema (se llaman precisamente tema, villancico o cabeza), una mudanza con un mínimo de dos rimas, por lo común una redondilla ―aunque en el Barroco el repertorio métrico varía (cuarteta, cuarteta doble, doble redondilla, quintilla, doble quintilla, versos de romance, décima, seguidilla…―, una vuelta, formada por un verso de enlace que rima con el último de la mudanza, y uno o varios versos de vuelta, de los cuales por lo menos el último rima con el villancico inicial. A continuación se repite en parte o completo el villancico, que irá conformando los estribillos sucesivos si las mudanzas continúan, es decir, si se enlazan varias estrofas. Las mudanzas suelen ser octosílabas o hexasílabas. Vid. Cuarteta, Décima, Estribillo, Mudanza, Quintilla, Redondilla, Romance (métrica), Seguidilla, Tema (métrica), Verso de enlace, Vuelta o verso de vuelta y Zéjel. Villancico (subgénero lírico) [pp. 26, 120]. Modalidad lírica que abarca cancioncillas de corte tradicional, métrica diversa sometida a una estructura fija y temas variados (amor, belleza, elementos de la naturaleza, religiosidad…). Algunas de estas composiciones se conservan en los antiguos cancioneros medievales. Vid. Cancionero y Subgénero literario. Visión (narratología) [pp. 205, 208, 211-15, 220, 245]. Término con el que Jean Pouillon designa un aspecto de la modalización por el que se determina desde qué punto o puntos de vista se enfocará la historia para elaborar el discurso narrativo, a partir de la información recabada desde él y con la concurrencia de las voces narrativas. Dicho concepto coincide más o menos con lo que otros narratólogos han denominado punto de vista, perspectiva, focalización, etc. Vid. Aspecto y modos de ficción, Focalización, Foco de narración, Modalización, Perspectiva y Punto de vista. Visión “con” [p. 214]. Punto de vista narrativo propuesto por Jean Pouillon que coincide con el que Genette denomina focalización interna. Vid. Focalización interna y Visión. Visión “por detrás” [pp. 213-14]. Punto de vista narrativo propuesto por Jean Pouillon que coincide con el que Genette denomina focalización cero. Vid. Focalización cero y Visión. Visión “desde fuera” [p. 214]. Punto de vista narrativo propuesto por Jean Pouillon que coincide con el que Genette denomina focalización externa. Vid. Focalización externa y Visión. ‘Vita flumen’ [p. 78]. Expresión latina que significa ‘la vida es un río’, que se utiliza para referirse a un tópico literario con resonancias manriqueñas consistente en

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concebir la vida como un río que va haciendo su curso hasta que desemboca en el mar, que es la muerte. Vid. Lugar común. ‘Vita somnium’ [p. 78]. Tópico literario (en español, ‘la vida como sueño’) que muestra el carácter onírico de la vida humana, la vida como un sueño irreal, una ficción extraña y pasajera. Voz (narratología) [pp. 172, 188, 194-95, 204, 207, 211, 216]. Término empleado en narratología para aludir al emisor de un relato (instancia narrativa, en expresión de Gérard Genette), que enuncia o cuenta la historia contenida en ese relato. No debe confundirse voz narrativa con persona gramatical; de hecho, una misma persona gramatical puede ser utilizada en voces o actitudes narrativas diferentes, y una misma voz narrativa puede expresarse en más de una persona gramatical. Vid. Narrador. Voz lírica [pp. 15, 21-2, 26, 61, 83, 89, 160, 273]. Vid. Emisor poético. Vuelta o verso de vuelta [pp. 27, 119-20]. Se dice del verso que en el zéjel va a continuación de la mudanza y que rima con el estribillo. También en el villancico la vuelta va detrás de la mudanza y consta de un verso de enlace (que rima con el último de la mudanza) y de uno o más versos que riman (al menos, el último) con los versos del estribillo inicial o cabeza. Vid. Cabeza, Estribillo, Mudanza, Verso de enlace, Villancico y Zéjel. Yambo o pie rítmico yámbico [pp. 103-4]. Cláusula rítmica bisílaba, con acento en la sílaba par (oó). Vid. Cláusula rítmica y Troqueo o pie rítmico trocaico. “Yo” como testigo (narratología) [pp. 216, 288]. Nombre dado por Norman Friedman a una forma de modalización narrativa por la que un personaje incidental o periférico de la historia se convierte en el sujeto de la enunciación de su discurso. Vid. Modalización, Narrador homodiegético y Narrador testigo o personaje secundario. “Yo” como protagonista (narratología) [p. 216]. Nombre que le da Norman Friedman a una forma de modalización narrativa consistente en que el personaje central de la historia es, a la vez, el sujeto de la enunciación de su discurso. Vid. Modalización, Narrador autodiegético y Narrador protagonista o autobiográfico. Zéjel [pp. 119-20]. Término de origen árabe (zajal, en árabe hispano pronunciado zajál: canción en dialecto) con que se denomina una composición poética estrófica de origen mozárabe, inventada a partir de la moaxaja. Consta de uno, dos o tres versos iniciales ―que, completos o en parte, se repiten como estribillos―, una mudanza de tres versos monorrimos (casi siempre octosílabos, aunque pueden presentarse variaciones; también se cultivó en versos de arte mayor) y un verso de vuelta que rima con los del estribillo inicial; a continuación, se repite el estribillo. La estructura del zéjel es muy semejante a la del villancico. La diferencia fundamental radica en que este último lleva una mudanza de cuatro versos con dos rimas (una redondilla o una cuarteta, preferentemente) y un verso de enlace (que rima con el último de la mudanza) antes del verso de vuelta (o de los versos de vuelta, si son varios). Vid. Estribillo, ‘Moaxaja’, Mudanza, Verso de enlace, Villancico y Vuelta o verso de vuelta.

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José Ismael Gutiérrez

Zeugma [pp. 128, 137]. Término que proviene del latín zeugma (y este, a su vez, de la correspondiente palabra griega que significa ‘yugo’, ‘lazo’) con el que se designa una figura retórica de dicción, similar a la elipsis, que se produce por la omisión de una palabra, generalmente un verbo, que dentro de una serie de enunciados se expresa en uno de ellos —al principio, en medio o al final— y se sobreentiende en los demás. Vid. Elipsis (figura retórica) y Figura retórica.

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