Principios y métodos del arte sagrado
 9788476518311, 8476518315

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TITUS BURCKHARDT.

PRINCIPIOS Y MÉTODOS

DEL ARTE SAGRADO

TITUS BURCKHARDT

PRINCIPIOS Y MÉTODOS DEL ARTE SAGRADO

Traducción de Esteve Serra

SOPHIA PERENNIS

Ninguna parre de esta publicación puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo por escrito del editor.

Titulo original: Príncipes et méthodes de l'art sacré. © 1976, 2000, ~ditions Dervy, París. © 2000, para la presente edici6n:

José J. de Olafíeta, Editor Apartado 296 - 07080 Palma de Mallorca

Resm1ulos todos los tkrechos. ISBN: 84-7651-831-5 Depósito Legal: B-39.021-2000 Impreso en Llbcrdúplex, S.L - Barcelona Print~d in Sp,zin

INTRODUCCIÓN Los historiadores del arte, que aplican el término de «arte sagrado» a cualquier obra artística de tema religioso, olvidan que el arte es esencialmente forma; para que un arte se pueda calificar de «sagrado» no basta con que sus temas deriven de una verdad espiritual, es necesario también que su lenguaje formal sea manifestación de la misma fuente. Este no es en absoluto el caso de un arte religioso como el del Renacimiento o el del Barroco, que no se distingue en nada, desde el punto de vista del estilo, del arte fundamentalmente profano de esa época. Ni los temas que toma, de una manera puramente exterior y en cierto modo literaria, de la religión, ni los sentimientos devocionales de que se impregna, dado el caso, y ni siquiera la nobleza de alma que a veces se expresa en él, bastan para conferirle un carácter sagrado. Sólo un arte cuyas formas mismas reflejan la visión espiritual propia de una religión dada merece este epíteto. Toda forma transmite cierta cualidad de ser. El tema religioso de una obra de arte puede ser en cierto modo añadido, puede no tener relación con el lenguaje formal de la obra, como lo prueba el arte cristiano a partir del Renacimiento. Hay, pues, obras de arte esencialmente profanas de tema sagrado, pero no c::xiste, en cambio, ninguna obra sagrada de formas profanas, pues hay una analogía rigurosa entre la forma y el espíritu. Una visión espiritual se expresa necesariamente mediante determinado lenguaje formal: si este lenguaje falca, de modo que el arte supuestamente sagrado tome prestadas sus formas a cualquier arte profano, es que no hay visión espiritual de las cosas.

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Es vano querer excusar el estilo proteico de un arte religioso, su carácter indefinido y vago, por la universalidad del dogma o por la libertad del espíritu. Es cierro que la espiritualidad es, en sí, independiente de las formas, pero esro no significa que pueda expresarse y transmitirse mediante unas formas cualesquiera. Por su esencia cualitativa, la forma es análoga, en el orden sensible, a lo que es la verdad en el orden intelectual; es lo que expresa la noción griega de eidos. Al igual que una forma mental como un dogma o una doctrina puede ser el reflejo adecuado, aunque limitado, de una Verdad divina, también una forma sensible puede reflejar una verdad o una realidad que está por encima a la vez del plano de las formas sensibles y del plano del pensamiento. Todo arte sagrado se basa, pues, en una ciencia de las formas, o, dicho de otro modo, en el simbolismo inherente a las formas. Recordemos aquí que un símbolo no es simplemente un signo convencional, sino que manifiesta su arquetipo en virtud de cierta ley ontológica; como ha señalado Coomaraswamy, el símbolo es en cierto modo aquello que él expresa. Es por esta razón, por lo demás, por lo que el simbolismo tradicional nunca está desprovisto de belleza: según la visión espiritual del mundo, la belleza de una cosa no es sino la transparencia de sus envolturas existenciales; el auténtico arte es bello porque es verdadero. No es ni posible ni siquiera necesario que todo artista o artesano que practica un arte sagrado sea consciente de esta ley divina inherente a las formas. Conocerá solamente algunos aspectos de esta ley, o algunas aplicaciones circunscritas por las reglas de su oficio; éstas le permitirán pintar un icono, modelar un vaso sagrado o caligrafiar de una manera litúrgicamente válida, sin que deba conocer necesariamente el fondo de los símbolos que maneja. Es la tradición la que, al transmitir los modelos sagrados y las reglas de trabajo, garantiza la validez espiritual de las formas; posee una fuerza secreta que se comunica a toda una civilización y determina incluso las artes y oficios cuyo objeto inmediato no tiene nada de particularmente sagrado. Esta fuerza crea el estilo de la civilización tradicio-

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nal; el estilo, que no se puede imitar desde el exterior, se perpetúa sin dificultad, de una manera casi orgánica, sólo por la fuerza del espíritu que lo anima. Entre los prejuicios típicamente modernos, uno de los más tenaces es el que se erige contra las reglas impersonales y objetivas de un arte; se teme que asfixien el genio creador. En realidad, no existe ninguna obra tradicional, y por tanto «ligada» por principios inmutables, cuyo aspecto no exprese cierto gozo creador del alma, mientras que el individualismo moderno ha producido, aparte de algunas obras geniales pero espiritualmente estériles, toda la fealdad -indefinida y desesperante---- de las formas que llenan la «vida corriente» de nuestros días. Una de las condiciones fundamentales de la felicidad es saber que todo lo que uno hace tiene un sentido eterno; pero ¿quién puede todavía concebir, hoy en día, una civilización en la que todas las manifestaciones vitales se desarrollen «a imagen del Cielo»'? En una sociedad teocéntrica, la actividad más humilde participa de esta bendición celestial. Nos acordamos aquí de las palabras que oímos, en Marruecos, a un cantor de la calle; habiéndole preguntado por qué la pequeña guitarra árabe -de la que se servía para acompañar sus salmodias de leyendas- sólo tenía dos cuerdas, obtuvimos esta respuesta: «Añadir una tercera cuerda al instrumento es dar el primer paso hacia la herejía. Cuando Dios creó el alma de Adán, ésta no quiso entrar en el cuerpo y revoloteó como un pájaro alrededor de aquella jaula. Entonces Dios ordenó a los ángeles que tocaran con las dos cuerdas que se llaman el macho y la hembra, y el alma, creyendo que la melodía residía en el instrumento -que es el cuerpo-- entró en él y quedó allí encerrada. Por esta razón basta con dos cuerdas -que siguen llamándose' macho y hembrapara liberar al alma del cuerpo». l. «¿Acaso ignoras, Asdepio, que Egipto es la imagen del cielo y que es la proyección en este mundo de toda la ordenación de las cosas celestiales?» (Hermes Trismegisco, según la traducción francesa de L. Ménard).

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Esta leyenda tiene más sentido de lo que parece a primera vista, pues resume toda la doctrina tradicional del arte sagrado: éste no tiene por fin último la evocación de sentimientos o la transmisión de impresiones; es un símbolo y por esto le bastan medios simples y primordiales; por otra pane, no puede ser más que una alusión, ya que su objeto real es lo inefable. Es de origen angélico, porque sus modelos reflejan realidades supraformales. Al recapitular la creación -el «arte divino»- en parábolas, demuestra la naturaleza simbólica del mundo, y de este modo libera al espíritu humano de su adhesión a los «hechos» brutos y efímeros. El origen angélico del arte es explícitamente formulado por la tradición hindú. Según el Aitareya Brahmana, toda obra de arte en la tierra es realizada por imitación del arte de los devas, «ya se trate de un elefante de barro cocido, de un objeto de cobre, de un vestido, de un objeto de oro o de un carro de mulas». Los devas corresponden a los ángeles. Las leyendas cristianas que atribuyen un origen angélico a ciertas imágenes milagrosas implican la misma idea. Los devas, en definitiva, no son sino funciones particulares del Espíritu universal, voluntades permanentes de Dios. Ahora bien, según la doctrina común a las civilizaciones tradicionales, el arte sagrado debe imitar al arte divino. Hay que entender claramente que esto no significa en modo alguno que haya que copiar la creación divina acabada, el mundo tal como lo vemos, ya que esto sería pura pretensión; el «naturalismo» al pie de la letra está excluido del arte sagrado; lo que hay que imitar es la manera en que el Espíritu divino opera; hay que transponer sus leyes a ese ámbito restringido al que el hombre da forma humanamente, es decir, al artesanado.

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En ninguna doctrina tradicional la idea del arte divino tiene un papel tan fundamental como en la doctrina hindú. Porque Maya no es solamente el misterioso poder divino que hace que el mundo parezca existir fuera de la realidad divina, de modo que es de ella,

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de Maya, de donde proviene toda dualidad y toda ilusión, sino que es también, en su aspecto positivo, el arte divino que produce toda forma. En principio, no es otra cosa que la posibilidad que tiene el Infinito de delimitarse a Sí mismo, como objeto de Su propia «visión», sin que Su infinidad se vea limitada por ello. Así, Dios Se manifiesta en el mundo y, sin embargo, no Se manifiesta en él; Él Se expresa y permanece silencioso a la vez. Al igual que el Absoluto objetiviza, en virtud de Su Maya, ciertos aspectos de Sí mismo, o ciertas posibilidades contenidas en Él, determinándolas mediante una visión distintiva, también el artista realiza, en su obra, ciertos aspectos de sí mismo; los

proyecta, por decirlo así, fuera de su ser indiferenciado. Abora bien, en la medida en que esta objetivación refleje el trasfondo de su ser, adoptará un carácter puramente simbólico; al mismo tiempo el artista será cada vez más consciente del abismo que separa a esta forma, reflejo de su esencia, de lo que esta última es en su plenitud intemporal. El creador sabe: esta forma soy yo mismo, y sin embargo yo soy infinitamente más que esto, pues la Esencia es el Conocedor puro, el testigo al que ninguna forma captará; pero sabe también que es Dios quien Se expresa a través de su obra, de modo que ésta a su vez está por encima del ego débil y falible del hombre. Abí reside la analogía entre el arte divino y el arte humano: la realización de sí mismo por objetivación. Para que ésta tenga un alcance espiritual, y no sea solamente una vaga intraversión, es necesario que sus medios de expresión provengan de una visión esencial; dicho de otro modo, no será el «yo», raíz de la ilusión y la ignorancia de sí mismo, el que elegirá arbitrariamente estos medios, sino que se tomarán de la tradición, de la reyelación formal y «objetiva» del Ser supremo, que es el «Sí» de todos los seres.

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Igualmente desde el punto de vista cristiano, Dios es «artista» en el sentido más elevado del término, porque Él ha creado al hombre «a Su imagen» ( Génesis, I, 27). Abora bien, dado que la imagen no

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implica tan sólo un parecido con su modelo, sino también una desemejanza casi absoluta, era necesario que se corrompiera. Con la caída de Adán, el reflejo divino en el hombre se enturbió, el espejo se empañó, y sin embargo no pudo quedar enteramente enajenado, pues si la criatura está sujeta a sus propios límites, la Plenitud divina, por su parte, no está sujeta a ninguno, lo que equivale a decir que estos límites no pueden oponerse, de una manera definitiva, a esta Plenitud, que se manifiesta como Amor ilimitado y cuya propia ilimitación quiere que Dios, «pronunciándose» a Sí mismo como Verbo eterno, «descienda» a este mundo y adopte en cierto modo los contornos perecederos de la imagen -la naturaleza humana-, a fin de restaurar su belleza original. Para el cristianismo, la imagen divina por excelencia es la forma humana de Crisro; por esro, el arte cristiano tiene un solo objeto: la transfiguración del hombre, y del mundo que depende del hombre, por su participación en Cristo.

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Lo que la visión cristiana de las cosas capta mediante una especie de concentración amorosa en el Verbo encarnado en Jesucristo, la visión islámica lo transpone a lo universal y a lo impersonal: para el Islam, el arte divino -según el Corán, Dios es «artista» (musiwwir)- es ante todo la manifestación de la Unidad divina en la belleza y la regularidad del cosmos. La Unidad se refleja en la armonía de lo múltiple, en el orden y en el equilibrio; la belleza comprende en sí misma todos estos aspectos. Llegar a la conclusión de la Unidad a partir de la belleza del mundo es la sabiduría. Por esta razón, el pensamiento musulmán vincula necesariamente el arte con la sabiduría; para el musulmán, el arte se fundamenta esencialmente en la sabiduría, o en la ciencia, que no es otra cosa que el depósito formulado de la sabiduría. La finalidad del arte es hacer participar al ambiente humano, al mundo en la medida en que está formado por el hombre, en el orden que manifiesta del modo más directo la Unidad divina. El arce clarifica el mundo,

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ayuda al espíritu a desapegarse de la multitud turbadora de las cosas para remontarse hacia la Unidad infinita.

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Según la visión taoísta de las cosas, el arte divino es esencialmente el arte de las transformaciones: la naturaleza entera se transforma sin cesar obedeciendo a la ley del ciclo; sus contrastes evolucionan alrededor de un centro único, que es inasequible. No obstante, el que ha comprendido el movimiento circular reconoce por eso mismo el centro que es su esencia. El objeto del arte es conformarse a este ritmo cósmico. Según la fórmula más simple, la maestría artística consiste en la capacidad de trazar con un solo trazo un círculo perfecto e identificarse así, implícitamente, con su centro, que, como tal, permanecerá inexpresado.

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En la medida en que puede transponerse al budismo --que evita toda personificación del Absoluto--, la noción de «arte divino» se aplica a la belleza milagrosa y mentalmente inagotable del Buddha. Mientras que ninguna doctrina sobre Dios escapa, en su formulación, al carácter ilusorio de lo mental, que atribuye sus límites a lo ilimitado y sus formas conjeturales a lo aformal, la belleza del Buddha irradia un estado de ser que ningún pensamiento puede delimitar. Esta belleza se resume en la del loto y se perpetúa, de una manera ritual, en la imagen pintada o esculpida del Bienaventurado.

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* * En cierto modo, todos estos fundamentos di::l arte sagrado se encuentran, en proporciones diversas, en cada una de las cinco grandes tradiciones de las que acabamos de hablar, pues no hay ninguna entre ellas que no posea esencialmente toda la plenitud de la Verdad y de la Gracia divina, de modo que sería capaz, en principio, de producir todas las formas de espiritualidad posibles. No obstante, como cada religión está necesariamente dominada por

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cierta perspectiva, que determina su «economía» espiritual, las manifestaciones artísticas, que son naturalmente colectivas y no aisladas, reflejarán, en su estilo, esta perspectiva y esta economía. Por otra parte, está en la naturaleza de la forma el que no pueda expresar nada sin cierto exclusivismo, puesto que delimita aquello que expresa y excluye, por eso mismo, ciertos aspectos de su propio arquetipo universal. Esta ley se aplica naturalmente a codo nivel de manifestación formal, no sólo al arte; las diferentes revelaciones divinas, que están en la base de las diversas religiones, se excluyen igualmente unas a otras cuando no se consideran más qu~ sus contornos formales y no su Esencia divina, que es una. También aquí aparece la analogía entre el «arte divino» y el arce humano. En las consideraciones siguientes nos limitaremos al arte de las cinco grandes tradiciones mencionadas, a saber, el hinduismo, el cristianismo, el Islam, el budismo y el taoísmo, pues las leyes artísticas que les son propias no se deducen solamente de las obras existentes, sino que también se ven confirmadas por escritos canónicos y por el ejemplo de los maestros vivos. Una vez trazado este marco, deberemos concentrarnos en algunas manifestaciones particularmente típicas, ya que la materia es en sí inagotable. Hablaremos en primer lugar del arce hindú, cuyos métodos conocen la mayor continuidad en el tiempo; con su ejemplo se comprenderá bien el vínculo entre las arces de las civilizaciones medievales y el de civilizaciones mucho más antiguas. Concederemos el mayor espacio al arce cristiano, dada su importancia para el lector europeo, pero sería imposible describir todas sus modalidades. El arte musulmán ocupará el tercer lugar, pues, en muchos aspecros, hay una polaridad entre él y el arce cristiano. En cuanto al arce extremo-oriental, budista y taoísta, nos bastará con definir algunos aspectos característicos y claramente distintos de los arces tratados anteriormente, a fin de indicar, mediante algunos puntos de comparación, la gran variedad de las expresiones tradicionales. El lector habrá comprendido que no existe arce sagrado que no dependa de cierto aspecto de la mecaRsica. Ahora bien, ésta es en sí misma ilimitada, a semejanza de su objeto, que es infinito, de modo

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que no nos será posible especificar codas las relaciones que vinculan entre sí a las diferentes doctrinas de este orden. Conviene, pues, que nos refiramos a otros libros, que constituyen en cierto modo las premisas de éste. Queremos decir con esto libros que exponen la esencia de las doctrinas tradicionales de Oriente y del Occidente medieval en un lenguaje accesible al lector europeo moderno. A este respecto, mencionaremos en primer lugar la obra de René Guénon2 , la de Frithjof Schuon3 y la de Ananda K. Coomaraswamy4. Además, por lo que concierne al arte sagrado de ciertas tradiciones en particular, citaremos aquí el libro de Stella Kramrisch sobre el Templo hindú', los estudios de Daisetz Teitaro Suzuki sobre el budismo Zen y el libro de Eugen Herrigel (Bungaku Hakushi) sobre el arte caballeresco del tiro al arco en el Zen6 • Mencionaremos, en su momento, otros libros, lo mismo que algunas fuentes tradicionales, en la medida en que juzguemos útil indicarlos. 2. lntroduction générale a l'Etude des Doctrines hindoues, París, Editions Véga, 3• ed., 1939; l'Homme et son Devenir selon le Védánta, París, 4• ed., l:ditions Tradirionnelles, 1952; Le Symbolisme de la Croix, Par/s, Editions Véga, 4• ed., 1952 [trad. cast.: El simbolismo de la cruz, Ed. Obelisco, 1987]; Le Regne de la Quantité et les Signes des Temps, París, Gallimard, 4• ed., 1950 [trad. cast.: El reino de la cantidad y los signos de los tiempos, Paidós, 1997]; La Grande Triade, París, Gallimard, 2• ed., 1957 [trad. cast.: La gran triada, Ed. Obelisco, 1986]. 3. De l'Unité tramcendanu des &ligwns, París, Gallimard, 2' ed., 1979 [trad. cast.: De la unidad tramcendenu de fas rtligwnes, José J. de Olañeta, Editor, en preparación]; IXEil du Ca,ur, París, Dervy-Livres, 2• ed., 1974 [trad. cast.: El Ojo del Corrwn, José J. de Olañeta, Editor, en preparación]; Perspectives spirituelles et faits humains, París, Maisonneuve & Larosse, 2• ed., 1989 [trad. cast.: Perspectivas espirituales y hechos humanos, José J. de Olañeta, Editor, en prensa]; Gastes et Races, Milán, Arche, 2• ed., 1982 [trad. cast.: Gutas y n=r, José J. de Olañeta, Editor, 1983]. 4. The Tramformation of Nature in Art, Cambridge, Mass., Harvard University Press, 1934 [trad. cast.: la transformación de la naturaleza en arte, Kairós, 1997]; Elements ofBuddhist /conography, Cambridge, Mass., Harvard University Press, 1935; Hindouisme et Bouddhisme, París, Gallimard, 1949 [rrad. cast.: Hinduismo y budismo, Paidós, 1997]. 5. The Hindu Temple, Calcura, University ofCalcutra, 1946. 6. Le dans l'Art chevalesque du Ttr /'Are, Lyon, Derain, 1955.

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LA GÉNESIS DEL TEMPLO HINDÚ

(Lám. 1) I Para los pueblos sedentarios, el arte sagrado por excelencia es la construcción de un santuario, donde el Espíritu divino, invisiblemente presente en el universo, «habitará,, de una manera directa y por decirlo así «personal,,?. El santuario se sitúa siempre, espiritualmente hablando, en el centro del mundo, y esto mismo es lo que hace de él un sacratum en el verdadero sentido del término: en este lugar el hombre se sustrae a lo indefinido del espacio y el tiempo, puesto que es «aquí,, y «ahora,, como Dios está presente al hombre. Esto se expresa en la forma del templo: al acusar las direcciones cardinales, esta forma ordena por decirlo así el espacio con relación a su centro. Es una síntesis del mundo: lo que, en el universo, se encuentra en incesante movimiento, la arquitectura sagrada lo transpone en forma permanente. En el cosmos, es el tiempo el que domina sobre el espacio; en la construcción del templo, en cambio, 7. En las civilizaciones primitivas, toda vivienda se considera una imagen del cosmos, pues la casa o la tienda «contiene» y ((envuelve,, al hombre a semejanza del gran mundo. Esta idea se ha conservado en el lenguaje de los pueblos más diversos, ya que se habla de la «bóveda» o de la ((tienda» del cielo, y de su «cumbre» para indicar el polo. Cuando se trata de un santuario, la analogía entre

éste y el cosmos es recíproca, porque el Espíritu divino