Memoria de Jesús, Memoria del pueblo: Reflexiones sobre la vida de la Iglesia

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Memoria de Jesús Memoria del puebl Reflexiones sobre la vida de la Iglesia Sal Terr

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resencia*

Colección PRESENCIA TEOLÓGICA

JOSÉ IGNACIO GONZÁLEZ FAUS

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MEMORIA DE JESÚS. MEMORIA DEL PUEBLO Reflexiones sobre la vida de la Iglesia

Editorial SAL TERRAE Guevara, 20 — Santander

Í N D I C E

Págs.

Presentación

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PÓRTICO: MARÍA. MEMORIA DE JESÚS / MEMORIA DEL PUEBLO

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1. Hacia la categoría de «memoria»: María humilladacreyente-mujer

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1.1. «Una tal María». 1.2. La fe de la humillada. 1.3. La mujer como memoria. 2. Relectura del Magníficat desde esta clave: la carta de la identidad cristiana

© 1984 by Editorial Sal Terrae. Santander. Con las debidas licencias Printed

in

I. S. B. N.: 84-293-0686-2

2.1. Experiencia personal de la humillada y creyente (A. El gozo. B. El Dios de la humillada. C. La bondad de Dios). 2.2. La memoria del pueblo creyente (C. La bondad de Dios. B. El Dios de los pobres. A. La promesa que universaliza el gozo). 3. Conclusión

Spain

Depósito t e g a l : SA. 50 -1984

A. G. Resma - Prolong. M. de la Hermida, s/n- - Santander 1984

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CAPITULO 1. LA FIDELIDAD COMO MEMORIA DE LIBERTAD. LA POSTURA DE IGNACIO DE LOYOLA ANTE EL PODER

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Introducción: Planteamiento del problema y búsqueda del método

33

Págs.

Págs.

1. Praxis de libertad e incondicionalidad

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1.1. Trato a la autoridad. 1.2. Sometimiento sin adulación. 1.3. Obligar a comprometerse. 1.4. Papalismo sin papistas. 2. Opción por una eficacia más universal que la individual

1. Presentación de personajes, ideas y resultados 58

2.1. Autoridad: un riesgo de la caridad. 2.2. Obediencia: sentido de cuerpo y disponibilidad para él. 23. Aprender de la historia, también en la Iglesia. 2.4. Conclusión: autoridad-obediencia como forma de relación humana. 3. Entrega de sí e inviolabilidad de la conciencia ...

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CAPITULO 2. LOS POBRES, GRAN OLVIDO DE LA IGLESIA DEL S. XIX. REFLEXIONES EN EL CENTENARIO DE K. MARX 1. Predecesores católicos de Marx

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1.1. El impacto. 1.2. Primer esfuerzo analítico. 1.3. Acción expectante. 1.4. Desencanto. 2. El cristianismo del miedo. Culpabilidad de los católicos en la aparición de K. Marx

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2.1. El pecado católico. 2.2. Excepciones .2.3. El árbol malo da malos frutos. 3. Reflexión final: pulsión?

¿pérdida de la clase obrera o ex-

3.1. ¿Qué ha ocurrido en el Este? 3.2. ¿Y qué pasa en Occidente?

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1.1. Presentación de aspectos positivos. 1.2. Presentación de personajes. 1.3. Soteriología y eclesiología. 1.4. Resultados a corto plazo. 1.5. Resultados a largo plazo. 2. Reflexión teológica: una esperanza pendiente

3.1. El poder de la voluntad sobre la razón. 3.2. Voluntad del hombre y voluntad de Dios. 3.3. El peligro de la manipulación de Dios. 4. Conclusiones

CAPITULO 3. ¿ES LA IGLESIA IRREFORMABLE? A PROPOSITO DE LAS REVUELTAS ANABAPTISTAS Y OTRAS VARIAS

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2.1. La falsa lógica, de la Jerusalén celestial: la Iglesia no se reforma con fanáticos. 22. La lógica del Sermón del Monte: la Iglesia se reforma con crucificados. CAPITULO 4. HASTA DONDE PODRÍA LLEGAR UNA IGLESIA QUE SOLO PENSARA EN SI Y EN SU PROPIA SUPERVIVENCIA. EN EL 75 ANIVERSARIO DE «LA SAPINIÉRE»

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1. Introducción: el estampido

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2. La bomba: la asociación de los «católicos integrales»

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3. La eclesiología del Catolicismo Integral

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4. Funcionamientos... y funcionamientos

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5. Algunas anécdotas de la «resistencia»

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6. La crisis final

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7. Conclusiones

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CAPITULO 5. SOLIDARIDAD EDUCADORA. A PROPOSITO DE LA EVANGELIZACION EN EL AÑO 2000 1. «En el año 2000»

199 201

Págs. 2. «Anunciar el Reino de Dios»

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2.1. El Dios de los pobres. 2.2. Las semillas del Verbo. 3. El Reino que no es de este mundo

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4. Conclusión

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EPILOGO: CARTA DE SAN PEDRO A UN PAPA ACTUAL 227 1. «Te daré todos estos reinos...» 1.1. ¿Comunión eclesial o embajada 1.2. Un Papa de los pobres.

229 diplomática?

2. «Tírate de aquí abajo. Te recogerán los ángeles y causarás sensación» 2.1. Desclericalizar la Iglesia y sus 2.2. Finanzas vaticanas.

Presentación

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ministerios.

3. «Si representas a Dios, tienes derecho a que las piedras se te conviertan en pan» 3.1. Autoridad como servicio. 3.2. Nombramiento de obispos y cardenales.

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He escrito en algún lugar que la Historia de la Iglesia tendría que pasar a ser una de las fuentes principales de la teología, al menos de la eclesiología: un «locus theologicus» como aquellos que enumeraban los antiguos: Escritura, Tradición, etc. El ejemplo del pueblo de Israel visibiliza este imperativo: Israel hizo casi toda su teología volviendo a leer su pasado a la luz de cada nueva situación, volviendo a contar su historia para cada nuevo contexto. Hasta el extremo de que, hoy, cualquier alumno que esté cursando sólo la Introducción a la Biblia ya ha oído hablar del midrash o de los midrashim, que son el género literario en el que se expresaba aquella teología. La lástima es que nosotros casi sólo utilizamos la palabra midrash para calificar (con tono veladamente negativo) las bajas cotas de historicidad de algún relato bíblico con el que nos enfrentamos. Lo que podría tener de programático para nuestro quehacer teológico lo dejamos de lado. Pero tal vez no todos lo dejan de lado, pues ya hace años que teólogos latinoamericanos comenzaron a definir la teología como una «reflexión sobre la praxis». A algunos críticos

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les pareció que se trataba sólo de una especie de análisis de las actuaciones políticas de algún grupo concreto. Pero es indudable que la definición da mucho más de sí: la praxis no es sólo la manifestación contra el paro, en la que participamos anteayer, sino la vida toda —pasada y presente— de la comunidad de fe. Esa vida necesita ser reflexionada desde la fe, en una especie de «teología de la historia de la Iglesia». Creo también que algo de este tipo de teología lo ofrecen diversos escritos de H. de Lubac (sobre Proudhon, o sobre Joaquín de Fiore y sus epígonos, o sobre el humanismo ateo...). Pero De Lubac se mueve más en el campo de la historia de las ideas (aunque sabe no abstraerías de la vida) y, por otro lado, su pavorosa erudición ha hecho que precisamente las obras históricas de De Lubac sean las menos leídas, y quizás hayan alimentado más la cultura de los especialistas que la fe concreta de muchos a quienes podrían ayudar. Los ensayos que ofrece este volumen quisieran ponerse al amparo de ese programa. Sería falso y presuntuoso decir que pretenden llevarlo a cabo, ni siquiera mínimamente. Son demasiado ocasionales, demasiado incompletos y demasiado subjetivos en la delimitación de su temática, para pretender nada de ello. Pero al situarlos así, al amparo del programa antes descrito, sí querría dejar constancia de que ésta no pretende ser una obra de «historia eclesiástica», sino un librito de espiritualidad. Su preocupación es claramente esta segunda. Sólo les ocurre que han nacido de la convicción de que la espiritualidad no es una disciplina atemporal e inmutablemente válida, sino al revés: la más encarnada y circunstanciada, la más «material» de todas las materias teológicas. Pues la fe en Jesucristo obliga a aceptar que sólo en la carne, en «toda carne» (Joel 2, 28), se nos da el Único Espíritu que interesa al teólogo. Por lo mismo, tampoco es la espiritualidad una disciplina intimista y subjetiva, sino intrínsecamente comunitaria y eclesial.

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Y al decir que ésta no pretende ser una obra de historia eclesiástica, el autor quiere expresar también su conciencia de que pueda molestar, y no sin algo de razón, a los historiadores de profesión. Pero el teólogo está obligado a echar mano de mil disciplinas auxiliares y necesarias, como el transportista está obligado a meterse por mil ciudades de las que desconoce no sólo el trazado, sino hasta las direcciones de sus calles. Está obligado, pese a que nunca dominará esas disciplinas; y además no pretende dominarlas, porque para ello habría de renunciar a su quehacer teológico y tendría que hablar de manera que sirviese para «pasar» ante el tribunal de los científicos, más que para la vida de los creyentes. Esta sobrecarga del teólogo sistemático es un problema nuevo, todavía no bien resuelto y que, desde luego, no puede resolverse divorciando a la teología del rigor científico y convirtiéndola en un discurso barato: esto debería quedar muy claro. Pero yo querría, no obstante, apuntar una sospecha en dirección contraria: quizás una excesiva impostación académica de la teología está haciendo que, hoy, los teólogos del primer mundo nos estemos asemejando cada vez más a aquellos «empollones» de antaño, que estudiaban sólo para pasar brillantemente un examen, sin llegar ni a sospechar que se podía estudiar «para la vida». Y la historia, cuando es algo más que una «asignatura», ayuda a vivir, como la historia de la Iglesia ayuda a creer. Por eso he querido calificar estos capítulos que siguen como obra de «teología espiritual»: porque quizás ésta es la única teología posible hoy, en la desesperante atomización de nuestros saberes. Hablar de un tema tan cubierto bibliográficamente como el de los anabaptistas, con los datos elementales que utiliza el capítulo tercero de esta obra, será ridículo para el profesional de la historia eclesiástica (como tampoco fue por simple afición a la ironía por lo que, hace ahora diez años, prologué la primera edición de La Humanidad Nueva con una demanda de perdón «por el desafuero y la audacia de escribir una Cristolo gía». No: las ironías hay

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veces en que no son más que la forma tímida de decir aquello que, dicho «en serio», resultaría demasiado serio para ser dicho). Vero lo que podría ser ridículo o desaforado para el especialista, tal vez no lo sea para reflexionar sobre la trayectoria y las tareas de las comunidades proféticas en la Iglesia: porque si la historia es maestra de la vida, la historia de la Iglesia es maestra de la vida creyente. *

*

*

Y una vez justificado el intento, queda decir una palabra sobre su contenido concreto, ha vida de la Iglesia está marcada por la memoria de Jesús; y esta memoria actúa sobre ella a pesar de las dificultades para delimitarla con exactitud científica. Vero la vida de la Iglesia también debe estar marcada por su propia memoria como pueblo; y esta memoria es urgente recuperarla hoy, igual que hace años se volvió urgente recuperar al «Jesús histórico». Digamos, estirando la comparación, que también la «iglesia histórica» enseña algo sobre el «Vueblo-de-Dios de la fe». De estas dos memorias —la de Jesús y la suya propia—, la primera es para la Iglesia una memoria «subversiva», que la quema y no la deja vivir tranquila. Vero precisamente así la salva; y esto es lo que aprende la Iglesia en su propia memoria histórica, que debe ser más bien una memoria «conversiva»: la memoria de su dura cerviz y de la fidelidad de Dios y —en el encuentro de ambas— el aprendizaje de los caminos por donde Dios la lleva. Vor estas razones he querido abrir las páginas que van a seguir con una especie de pórtico dedicado a María, que ya en las primeras lecturas cristianas del Apocalipsis aparece como figura de la Iglesia. El Magníficat de María está atravesado por la memoria de Jesús, hasta el extremo de que los

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exegetas consideran su redacción última como postpascual. Vero el Magníficat es también la memoria del pueblo de Israel. Y María, como madre y mujer del pueblo, los personifica a ambos. Igual que la Iglesia, como madre de los creyentes y como pueblo en la historia, perpetúa también esa doble memoria. Luego de este pórtico, la elección de temas ha nacido de un cruce de intereses personales y de imperativos circunstanciales. Son temas que hoy preocupan a la conciencia y a la vida de muchos cristianos y que, en contra de lo que piensan algunos, no es hoy la primera vez que han preocupado a los cristianos. El primero de ellos nació a propósito de la pasada Congregación General Je la Compañía de Jesús y de la anterior situación de la Orden; pero creo que desborda absolutamente los contornos de una situación concreta y unas experiencias particulares, para incidir en un problema crónico: el de autoridad-obediencia, libertad-comunidad, etc. Un Vroblema que hoy tienen planteado todas las instituciones, sobre el que el Evangelio parece decir cosas muy serias, y que los grandes testigos de la Iglesia han vivido de manera muy digna de consideración. El capítulo dedicado a Marx —que en realidad no versa sobre él, sino sobre la Iglesia de su tiempo— fue motivado en buena parte por su centenario y, sobre todo, por el detalle de que ese centenario se celebraba en medio de una conciencia ambiental que se refleja en el grito hodierno de que «Marx ha muerto». Y ha muerto un poco como César, asesinado por sus «Brutos»: los que se reclaman de él lo minan por la espalda, y sus adoradores de mayo del 68 le golpean ahora por la cara. Aunque quizá Marx ha muerto también por esa contradicción que él lleva dentro entre negar a Dios y convertir la tierra en cielo —palabra que sólo tendría sentido si Dios existiera—. Vero, en todo caso, antes que Marx habían «muerto» otros —como Ozmam o el obispo Ketteler—, y la muerte de todos ésos no resuelve nada, sino que ¿eja huérfana a la primera tarea que tiene hoy ante sí la humanidad: la de la revolución social.

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En cuanto al tercer capítulo, ha nacido ante la innegable sensación de involución y de retroceso en la Iglesia (o quizá más concretamente: en la eclesiología) del postvaticano II. Al preguntar qué había pasado, me vino a la cabeza algo leído no sé dónde: «la España del s. XVI tenía a Juan de la Cruz, a Teresa de Ávila, a Ignacio de hoyóla; mientras que la España del XVII tenía... teólogos». Quizá la Iglesia del postvaticano II —sobre todo en Europa— ha tenido muchos de aquellos «teólogos», que entraban por ella seguros de sí y «pisando carisma», como si el carisma fuese un sencillo pedal semejante al acelerador. Mientras que la Iglesia que hizo nacer al Vaticano II tuvo unos cuantos verdaderos carismáticos, que soportaron el destino de los projetas y produjeron así su teología. Vero sería muy injusto decir que la involución es fruto única y exclusivamente (yo creo que ni siquiera principalmente) de los propios errores. Por eso, para ser completos, hubo que pensar en el tema del capítulo cuarto, que no requiere aquí demasiadas explicaciones y que ya las da en su momento. Esta es, más o menos, la textura de estas páginas. Y al final, en el epílogo, la memoria se convierte sin querer en memoria del futuro: en utopía. Pero es que esto es también muy característico de la memoria cristiana, puesto que lo que recuerda el cristiano es —con la conocida formulación de W. Pannenberg— «el Fin de la historia anticipado en ella». Con esto, otra vez, la memoria «subversiva» se vuelve memoria «conversiva»: la Iglesia hoy está siendo llamada a una conversión radical y comunitaria al Evangelio; y es inútil que se escude en esa llamada echándole en cara al mundo sus muchos pecados.

J.I.G.F. Sant Cugat del Valles enero 1984.

Pórtico María: Memoria de Jesús/ Memoria del pueblo En muchos y diversos ambientes cristianos se siente hoy la necesidad de recuperar seriamente a María, tras la racha de «excesos piadosos» -y de instrumentalizaciones irrespetuosas del pasado. Entre los evangelistas, es Lucas el más mariólogo. Y la tesis global, de la que brotan estas páginas, es que la mariología de Lucas no se sitúa en el plano de «la naturaleza», sino en el de la persona y la historia. O con otras palabras: Lucas no ve en María una mitificación naturista y sublimada de lo femenino, sino la decisión libre de la mujer, tejedora de historia. Bajo esta batuta del tercer evangelista, quisiera esbozar un acercamiento a la madre del Señor que gire en torno a la categoría de «memoria». Memoria del pueblo y memoria de Jesús: memoria de la historia que viven los empobrecidos aunque no la escriban (los que escriben la historia suelen ser los vencedores); y memoria de la meta-historia, encarnada y presente en aquella historia. 1.

HACIA LA CATEGORÍA DE «MEMORIA»: MARÍA HUMILLADA - CREYENTE - MUJER

1.1. «Una tal María»

Lo primero que hay que dejar claro es que no se puede hacer una mera mariología «de la gloria», porque así sólo

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MEMORIA DE JESÚS. MEMORIA DEL PUEBLO

se llega a un secuestro burgués de la mariología, emparentable incluso con el secuestro burgués de la predestinación calvinista.1 La glorificación de María es una lectura posterior, todo lo legítima que se quiera, pero simplemente falsa cuando se toma como punto de partida; del mismo modo que es falsa una Resurrección que no sea la resurrección del Crucificado. María fue una campesina sin aureola, sin recursos y sin medios. Para presentarla, Lucas necesita dar el nombre de su pueblo (Nazaret: Le 1, 26), la localización de éste (Galilea: Le 1, 26) y su referencia familiar (casada con un tal José: Le 1, 27). Sólo luego de estos datos nos dice su nombre. Y es claro que el evangelista no habría tenido que escribir así si su relato dijese, por ejemplo: «el ángel de Dios fue enviado a Cleopatra»; pues todos sus lectores sabían muy bien quién era Cleopatra. Y si la María que pisó esta tierra no tuvo nada que ver con Cleopatra o con Popea, uno no acaba de comprender por qué la María del culto tiene que parecerse más a una sublimación de estas damas que a la real campesina de Nazaret.2

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En el sentido a que alude M. WEBER, La ética protestante y el espíritu del capitalismo (Barcelona, 1969), y que, según los expertos, no tiene mucho que ver con el verdadero Calvino, sino, en todo caso, con una lectura burguesa de él. En cuanto a la expresión «mariología de la gloria», es sabido que acusa, con buena dosis de razón, a los católicos de su época, de hacer una «teología de la gloria». Y con ello no está aludiendo a ninguna reflexión teológica sobre el cielo, sino a u n camino erróneo para conocer a Dios, que consiste en buscarlo allí donde el hombre preferiría encontrarlo y no allí donde Dios h a querido revelarse (en el Crucificado y, a través de El, en los crucificados de la tierra). La «mariología de la gloria» alude, pues, a una manera de conocer a María que es falsificadora, por unilateral y por inmediatista. 2 Se objetará que todo eso es ya conocido por la piedad tradicional, que habla efectivamente de la «Dolorosa». Pero cabe responder a la objeción con esta doble pregunta:

PÓRTICO: MARÍA. MEMORIA DE JESÚS / MEMORIA DEL PUEBLO

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Igualmente, la apelación mariana por excelencia, la de «la Virgen», no deriva de eso que una cierta ascética denominaba «la gloria de la virginidad, sino más bien de la humillación de una maternidad que, por su origen misterioso, había de ser necesariamente «oscura». Alguien pensará que este último punto está mejor subrayado en Mateo que en Lucas. Pero, aun en Lucas, la gracia que llena a María y la presencia del Señor con ella no son esa «gracia barata» de la posición o del brillo social, sino lo que la misma María formula diciendo que Dios «ha mirado su humillación» (Le 1, 48). Pues parece claro que, cuando la María de Lucas habla de su humillación, está retomando los datos que el evangelista había aducido al presentar a María: la bajeza de su origen (Le 1, 26-27)-y lo despreciable de su condición de «no conocer varón» (Le 1, 34),3 a los que habría que añadir su condición de mujer, en aquella sociedad en la que los fa-

a) Uno se pregunta si esa Dolorosa no habrá sido vivida más como u n a sublimación de la fatalidad natural, como una víctima de «las parcas», que como una víctima de las tramas históricas. b) Y, consiguientemente, uno se pregunta también si no será que ese «dolor» de la Dolorosa pertenece sólo al pasado histórico de María y no a nuestro conocimiento actual de ella. Y si, por eso mismo, n o se habrá quedado esa «Dolorosa» fuera de las puertas del Pilar o de Torreciudad. 3 Estos dos datos sí que está convencido Lucas de que son históricos, sea cual sea el género literario de este evangelio de la infancia. Gregorio Ruiz (Sal Terrae, nov. 1980, p. 781) tiene razón cuando apela a nuestra honradez para que reconozcamos que «No se puede rechazar la virginidad de María en base al carácter no estrictamente histórico de los relatos de la infancia, y aplicar, en cambio, a María, sin más, las palabras netamente liberadoras del Magníficat. Tor si fuera poco, la virginidad de María es trasfondo y punto de partida de su canto... Cae de su peso que no hay pretensión listórica de poner en boca de María ese canto tal cual: desde luego, no la hay en el exegeta, pero tampoco en Lucas... Tal pretensión histórica sí que existe, en cambio, en la afirmación por Lucas de la virginidad de María».

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riseos daban gracias a Dios por no ser paganos, ni mujeres, ni impuros. La humillación de María no es, pues, cierto sentimiento general, espiritualista o intimista, de humildad ante Dios, que podría ser común a cualquier persona, aun la mejor situada socialmente. Es una humillación que tiene unos trazos históricos bien concretos.

1.2. La fe de la humillada

Pero esta mujer humillada es la creyente. Y en la fe del humillado, en la fe del pobre, empieza a gestarse la «memoria». De modo que Lucas va a poner en labios de María el Magníficat, que quiere ser un «canto de la identidad cristiana» (al margen de si su origen es redaccional o si se trata de algún himno de las primitivas comunidades cristianas de Jerusalén),4 apoyándose en el dato de que antes ha hecho pronunciar a María el fiat decisivo (Le 1, 38) y ha hecho que se diga de ella: «dichosa tú, que creíste» (Le 1, 45). Y esta fe de María (al igual que la de Jesús) no está expresada como pura aceptación o profesión de doctrinas, sino como fiat5 y como «creer que tendrá cumplimiento» (Le 1, 45): creer «cosas» sólo tiene sentido cuando, a través de ellas, se cree a Dios y en Dios. Y entonces creer se convierte en obedecer a la vida y a la promesa de Dios que la transita, en lugar de protegerse contra la vida. Creer será dejarse llevar, pero un dejarse llevar que puede convertirse en dejarse

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Personalmente, me inclino más por la segunda opción. Entre otros indicios, porque me parece muy verosímil que el tercer evangelio haya existido, en algún momento, sin los dos primeros capítulos, empalmando directamente su introducción (Le 1, 14) con el capítulo 3. 5 En el huerto, Lucas (22, 42) formulará más inmediatamente como fiat de Jesús lo que los otros sinópticos también narran, pero sin dar tanto relieve a esta expresión.

PÓRTICO: MARÍA. MEMORIA DE JESÚS / MEMORIA DEL PUEBLO

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despojar. Porque, al aceptar la promesa que transita la vida, el hombre se vuelve activo: se pone en camino; y al ponerse en camino, teje su proyecto; y en la confrontación con la vida se va viendo privado de ese proyecto, a veces hasta el extremo de tener que decir: «nada que hacer», «cúmplase». Y sin embargo, a través de ese esquema, repetido infinidad de veces, Dios acaba no fallando: éste es todo el testimonio veterotestamentario que ahora se condensa y culmina en María. Y aquí comenzamos a atisbar a María como «memoria»: es el recuerdo de que el pobre podrá decir que, al final, Dios acaba por no fallar, incluso cuando la vida falla. La fe de María no es otro componente de la vida que haya que armonizar con su compromiso concreto; es más bien el suelo de este compromiso. Porque lo que la llevará a condensar la memoria creyente de su pueblo es el haber aceptado vivir la aventura maternal para con el conflictivo Profeta de Nazaret, que resultaría ser precisamente la Palabra con la que Dios sella irrevocablemente su Promesa. En resumen, pues: por humillada y por creyente, María es la memoria de todo el anuncio bíblico, que encontró su verdad, contra toda esperanza, en Jesús de Nazaret. 1.3. La mujer como memoria

Habría que añadir que María es también memoria no ya por ser creyente, sino por ser mujer. Sospecho que esto podría malen tender se: a una mariología como la que antes llamé «de naturaleza» le sería fácil hablar de la mujer como memoria, puesto que hay una experiencia muy típica del varón, a quien la hembra aparece como memoria de la tierra, como flujo telúrico que le devuelve a la naturaleza y le liga con ella. Y otra experiencia por la que la mujer le aparece como «memoria del cielo», según expresaba un largo y romántico poema de Víctor Hugo: «el hombre está colocado allí donde termina la tierra; la mujer, allí donde comienza el cielo». Pero no es en ninguno de estos dos sentidos como la idea

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de la «mujer-memoria» deviene mariológicamente significativa; y es importante que esto quede bien claro. Mientras que, si trasladamos la categoría de «memoria», desde lo que hemos llamado «naturaleza», a la persona y a la historia, entonces la memoria se nos aparece mucho más como una misión que como una forma de sublimación naturista de «lo femenino». En el terreno de la relación personal, cuando está afectiva o profundamente implicada en ella, la memoria es para la mujer un elemento decisivo de esa concreción que hace a las cosas reales y vigentes: la fecha exacta, el primer paso, la primera palabra, el primer beso, el lugar preciso, el color del vestido... Memoria es como una forma de fidelidad. En este contexto, la mujer, como madre, está llamada a ser memoria del hijo. Y, sobre todo en civilizaciones más antiguas y más guerreras, la mujer es muchas veces la memoria del pueblo. Aquí están otra vez Jesús y su pueblo, cuyos testimonios veíamos unificados en la fe de María, como fe en la victoria final del Dios que en Jesús se revela de parte de los humillados. Veámoslo un momento: Lucas dice en dos momentos que María lo guardaba todo dándole vueltas en su corazón (Le 2, 19.51): en ambos casos alude a la mujer como memoria del hijo. Y además pone en labios de María el himno que es memoria del pueblo creyente, como ahora mismo veremos. Y en estos dos trazos (junto con el ya comentado de la humillada creyente) pienso yo que está toda la mariología lucana. a) En primer lugar, la mujer como memoria del hijo. Todo ser humano puede empalmar con su origen y puede ser consciente de sus inicios sólo gracias a la madre que «guarda». Las primeras palabras, los primeros movimientos, los primeros años, los primeros pasos... son accesibles gracias a la función «guardadora» y comunicativa de la madre: «cuando eras niño...». Y la mujer sigue «guardando» cuando el hijo a quien dio vida se escapa ya de ella en virtud de esa vida misma que de ella recibió. En ese «dejar ir» que la madre ya no sigue y en el que, de alguna manera, muere ella,

PÓRTICO: MARÍA. MEMORIA DE JESÚS / MEMORIA DEL PUEBLO

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terminará por fin su parto: «María dijo: ¿por qué has obrado así?... Y ellos no entendieron su respuesta. Pero la madre guardaba todas esas cosas en su corazón» (Le 2, 48-51). Como madre, María es, pues, la memoria de Jesús, la guardadora del auténtico «depósito» de la Iglesia que es Jesús, el Cristo. Y el antiguo adagio ad lesum per Mariam, como la maternidad de María respecto de la Iglesia, o la misma «maternidad» de la Iglesia, se cifran en ese «conservar», en esa memoria que acaba por rescatar, inalterado y joven, el pasado de Jesús, aun cuando sea una memoria subversiva y dolorosa a veces para la misma madre. b) Pero además, como mujer del pueblo, María puede ser la memoria de éste.- Ya he aludido al carácter de la mujer como memoria del pueblo en culturas más primitivas, agrícolas y guerreras. El hombre marcha de casa, tal vez muere fuera en alguna empresa, y es la mujer —que ha permanecido allí— la que explicará al marido (si es que regresa) lo que el pueblo ha vivido en su ausencia, o explicará al hijo, o al hermano, por qué marchó el padre y por qué y cómo lo mataron, o cómo no lo mataron y regresó triunfador o herido. Y es gracias a esa memoria de la madre o de la hermana como el hijo recogerá la antorcha y la tarea del padre. Quienes vieron en televisión el impresionante programa de Carmen Sarmiento sobre El Salvador recordarán con facilidad un detalle que a mí también se me hizo experiencia viva en Centroamérica: la cantidad y la espontaneidad de los testimonios de tantas mujeres. Igual que está llena la Biblia de cantos de mujeres (Débora, Ana, Ester, Judit...) que conservaron para Israel una parte de su memoria. Por esta doble razón tiene el Magníficat este doble rasgo: un claro paralelismo con el canto de Ana (la memoria del Dios fiel a Israel) y una profunda consonancia con el himno de gozo de Jesús (la memoria del Dios de los humildes). Ahora, pues, nos quedaría examinarlo desde esta doble perspectiva: como memoria de Jesús y como memoria del pueblo.

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2.

MEMORIA DE JESÚS. MEMORIA DEL PUEBLO

RELECTURA DEL MAGNÍFICAT DESDE ESTA CLAVE: LA CARTA DE LA IDENTIDAD CRISTIANA

PÓRTICO: MARÍA. MEMORIA DE JESÚS / MEMORIA DEL PUEBLO

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2.1. Experiencia personal de la humillada y creyente

A. El gozo (Le 1, 46-47) En su esquema formal, el himno de María consta de dos grandes partes o dos grandes experiencias: la experiencia personal de la bondad de Dios frente a la propia pobreza y humillación (Le 1, 46-49) y la experiencia universal en que se funda y enmarca la anterior: la de la bondad de Dios ante toda pobreza y humillación (Le 1, 50-55). A su vez, cada una de estas dos experiencias viene desarrollada en el texto del Magníficat mediante un triple paso, que se presenta con un orden invertido en la segunda parte respecto de la primera. De esta forma se compone eso que se ha llamado un «esquema circular» (a, b, c — c, b, a), tan típico de muchos himnos neotestamentarios. Y los contenidos de cada una de esas partes riman perfectamente con estos recursos formales: la primera parte describe una experiencia personal: es la experiencia de María como humillada y creyente; y en ella se utiliza un orden ascendente: del gozo individual se pasa a la actuación y a la bondad de Dios. En cambio, la segunda parte habla de una experiencia universal: es la memoria del pueblo en cuanto pobre y agraciado con la Promesa; y en ella se utiliza un orden descendente: de la bondad de Dios se pasa al Dios de los pobres y humillados y, de ahí, a la promesa que universaliza el gozo personal. Y si ahora añadimos, además, que ambas partes están impregnadas de la memoria de Jesús, revelación y presencia del Dios de los pobres, entonces se ve cómo el Magníficat condensa todo cuanto hemos expuesto en el apartado anterior. Vamos a verlo un poco más despacio.

(«Proclama mi alma la grandeza del Señor; se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador»).

La «magnificación», la proclamación de la verdadera grandeza de Dios, se hace siempre desde el gozo. Ya aquí comienza a hacerse presente la memoria de Jesús, puesto que Lucas insistirá más adelante en que Jesús también entona desde el gozo su pequeño «magníficat», que está en la base de éste.6 El gozo aparece, así, como una de las notas fundamentales de la identidad cristiana. Y lo es porque es la cumbre de la conversión, la cual constituye un proceso nunca acabado, pero en el que se va pasando por esta triple fase (no precisamente cronológica, sino repetida en diversos niveles): el cambio de corazón, la conquista de la libertad y la conquista del gozo. La plenitud del gozo de María muestra a ésta, así, como «la perfectamente redimida» (K. Rahner), y expresa lo que el ángel había formulado como plenitud de gracia. María no es llena de gracia porque se hayan apropiado de ella los ricos en sus jaulas de oro, sino porque está con ella el Dios de los pobres. A su vez, el gozo de María muestra también cuál es el sentido último de la oración, la cual consiste simplemente en alegrarse de que Dios exista y de que el Dios en quien el cristiano cree sea quien es: el Dios de los pobres. 6 Le 10, 21 predica de Jesús el mismo verbo agalliad (exultar de júbilo), que no está en el pasaje paralelo de Mateo (11, 27), pero, en cambio, sí está aquí, en el canto de María. Y otra observación: la extraña forma de pretérito (que el latín traduce literalmente: exultavit spiritus meus) nos remite con seguridad a la conjugación hebrea, donde el pretérito no siempre debe traducirse como un tiempo pasado. Este es otro de los indicios que, en mi opinión, abogan en favor de que el Magníficat haya existido como himno en las comunidades cristianas de Palestina.

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B. El Dios de la humillada (Le 1, 48) («Porque ha mirado la humillación de su esclava. Desde ahora me felicitarán todas las generaciones»).

El motivo del gozo en María es que Dios ha mirado su humillación. Ya explicamos en el apartado anterior (1.1.) a qué alude en concreto esa «bajeza», que es la traducción más exacta de la tapeinosis griega (y que muchas versiones desmaterializan con una «humildad» ideológica o puramente interior, como la que San Ignacio llamaría «de garabato»). Y por eso, porque Dios la ha mirado, la bajeza de María es la fuente de su «bienaventuranza», de modo que la primera bienaventuranza de Lucas aparece como puesta en ejercicio en esta segunda parte del versículo 48.7 Para comprender esto es importante que leamos esta frase como un testimonio creyente de hace diecinueve siglos, porque hoy, después de tanta floración mariológica, es relativamente fácil aceptar que todas las generaciones la llamen bienaventurada; pero esto podría dispensarnos de preguntar qué fue lo que debió de sentir el autor que se atrevió a aventurar esta profecía, apostando por una campesina desheredada y desconocida. Porque —retomando lo que decíamos en la parte anterior— Lucas no proclama que todas las generaciones vayan a acordarse de Popea o de Cleopatra; su proclamación es infinitamente más atrevida, y ello es lo que nos obliga a preguntar qué debió de ver en María el autor del tercer evangelio para dedicarle esta apuesta que todo amante quisiera poder prometer —aunque en vano— a la mujer elegida. 7

Lo que se expresa en la semejanza verbal: Makarios en la primera bienaventuranza (Le 6, 20); makaridso en el Magníficat (Le 1, 48). Una relación que podría perderse con la traducción moderna de las bienaventuranzas que lee «dichosos los pobres» y que no es del todo afortunada, porque, aunque es cierto que la palabra «bienaventurado» suena hoy a rancia o arcaica, sería una pena que se perdiera ese matiz de «aventurarse bien» que está implícito en las bienaventuranzas.

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C. La bondad de Dios (Le 1, 49a) (Porque el Poderoso ha hecho cosas grandes en mí»).

Junto al gozo, la experiencia de la gratuidad es artículo fundamental para una carta de la identidad cristiana; y en este punto aciertan muchas de las demandas últimas, frente a los innegables prometeísmos y fariseísmos de los años «revolucionarios». Aquí tenemos, pues, una de las formulaciones más transparentes de lo que es esa gratuidad: descubrir la grandeza de lo propio, y descubrirla como no-propia y, en concreto para un cristiano, como de Dios; descubrir el poder de Dios en la propia grandeza recibida, en lugar de buscarlo en la adaptación de Dios a todos nuestros deseos. Más aún: quizá sea ésta la única forma de grandeza auténticamente humana, la que vive lo mejor y más auténtico de uno como lo menos propio. Y la prueba de esto la ofrece la psicología del trato cotidiano: todo el mundo sabe lo difícil que le resulta al hombre habérselas con sus propias grandezas, pese a que todos existimos hondamente necesitados del reconocimiento de los demás. La persona posesionada de sus propios dones es insoportable, y a todos nos vienen ganas de decirle que se los confite; pero el que los niega es insincero: sólo muestra con ello su vanidad solapada. Humano es solamente aquel que, sabiendo verlos, llega a mirarlos como no propios, como recibidos. Los muchos cristianos que, en algún momento de la vida, han podido recitar su propio magníficat, saben hasta qué punto María ha configurado aquí su identidad cristiana y hasta qué punto la proclamación del magníficat de cada uno es, efectivamente, una experiencia de júbilo. 2.2. La memoria del pueblo creyente C. La bondad de Dios (Le 1, 49 b-50) («Su Nombre es Santo. Y su Misericordia llega a sus fieles de generación en generación»).

Puede decirse que en este versículo y medio está en germen todo lo que el cristiano cree de Dios y la manera como

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Dios ha querido revelársenos. La santidad de «Su Nombre» es, en el argot bíblico, lo que nosotros solemos llamar «trascendencia» de Dios. Esta santidad hace aquí de «término medio» que identifica el poder (de la frase anterior) con la misericordia (del versículo siguiente), de modo que el poder de Dios es su santidad, y ésta es la misericordia que perdura día a día, generación a generación, como no se cansa de repetir otro lugar de la memoria bíblica: «porque eterna es su misericordia» (Sal 135). Y con la misericordia que perdura o que es fiel, reencontramos el mismo concepto que en otros momentos aparece expresado por aquella endíadis famosa del hesed y el emeth: gracia y fidelidad, o «misericordia fiel». Eso que, para Juan, es a la vez el contenido de Jesús como Palabra de Dios y el fundamento del carácter de esa Palabra como interpelación al amor interhumano:8 amémonos como El nos amó (1 Jn 4, 11): obrad la justicia como justo es Dios (1 Jn 3, 7); sed bondadosos como Dios es bondadoso (Le 6, 36)... Hasta el punto de que Juan puede añadir que quien sabe esto «lo sabe todo» (1 Jn 2, 20).

B. El Dios de los pobres (Le 1, 51-53) («El hace proezas con su brazo: dispersa a los soberbios de corazón; derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes. A los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos»).

Y esa bondad de Dios tiene un criterio de verificación definitivo, que son los oprimidos; mejor todavía: es la contraposición entre oprimidos y poderosos, entre hambrientos y ricos. Estas palabras, sobre las que ya escribí una vez que 8 Remito sobre esto a mi cristología: La Humanidad Nueva, Santander 19815, pp. 351-56: «Significado del logos joánico».

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«son la definición más larga de Dios que nos da la Biblia, y que tacharía el lápiz rojo de cualquier censura» 9 —también la censura eclesiástica—, no son palabras de ningún profeta agresivo ni de ningún guerrillero violento, sino que han brotado de la ternura, la limpieza y el gozo que caben en el corazón de María: ese corazón que había guardado la memoria y el gozo de Jesús, el cual bendecía al Padre por haber ocultado su Reino a los aristócratas de la tierra y haberlo revelado a los «poca cosa». No creo exagerado decir que, si el Magníficat se hubiese escrito en alguna curia o laboratorio de teología, sonaría muy de otra manera: se diría, quizá, que Dios desplegó el poder de su brazo llenando de jurisdicción a sus representantes y de majestad a las jerarquías, o cosa parecida. Pero no. El «test» de verificación es otro. Y precisamente por ello, quienes creemos que la autoridad en la Iglesia es legítima y querida por Dios, hemos de recordar constantemente cuál es su criterio de legitimación evangélica. Hoy está todo el mundo de acuerdo en que este punto es central en el Magníficat; y lo es en cuanto que el Magníficat constituye la carta de identidad cristiana. Añadamos, pues, que la razón de esta centralidad es doble: en primer lugar, porque el concepto de Dios es el más falsificable de todos los conceptos y, en el mundo pagano y poblado de panteones en el que estamos entrando, lo será todavía más. En estas condiciones, es vital para la Iglesia (es articulus stantis aut cadentis ecclesiae, como se decía antaño) saber si su Dios va a ser una figura más de ese panteón, como podría serlo el dios que sostiene en su trono a los poderosos o que —en la voz de Atahualpa Yupanki— «debe estar desayunando en la mesa del patrón». Y en segundo lugar, porque para el hombre no hay otro acceso al Dios cristiano sino la experiencia de su propia pobreza: una pobreza tan real como insoportable para el hombre, y por eso eternamente camuflada con lo que, en la jerga de Freud, llamaríamos «superegos» 9

En la presentación del núm. 38 de Selecciones de Teología (1971), pp. 75-76.

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éticos o «ellos» paganos. Pero, dado que la miseria del hombre es tan real, no hay otro acceso a Dios que lo que Moltmann llama «descubrir en el pobre la propia situación ante Dios»,10 que lleva a comportarse con el pobre traduciendo la conducta de Dios para con uno mismo. Por ambas razones, pienso que aquí se juega la Iglesia el ser efectivamente «hija de María» o el ser sinagoga o imperio; se lo juega aunque el creyente pueda añadir que Dios es más fuerte que el pecado de la Iglesia, y por eso se atreve a apostar por ella.11

A. La Promesa que unlversaliza el gozo (Le 1, 54-55). («Acogió a Israel, su siervo, acordándose de su misericordia, como lo había prometido a nuestros padres, a Abrahán y a su descendencia para siempre»). Lo que en la parte anterior (A) era clara memoria de Jesús —el gozo— se refleja aquí como memoria del pueblo: la acogida a Israel y el anuncio a nuestros padres y a su descendencia secular son la seguridad del pueblo. La fe no es sólo decisión personal, ni puede haber memoria de Jesús sólo particular y «por libre», como la que hoy parecen buscar muchos que quieren ser cristianos. La fe es una historia colectiva que atraviesa la historia humana como una daga oscura y gastada, pero que, a pesar de todo, conduce a los propios orígenes y descubre las propias raíces. Y cabe preguntar si la falta de este rasgo no constituye una de las caras más maltrechas de nuestra identidad cristiana actual. Quizá como

10

Cf. «Crítica teológica de la religión política», en VV.AA., Ilustración y teoría teológica, Sigúeme, Salamanca 1973, p. 42. 11 Por eso considero muy triste que un catecismo oficial presente una versión censurada y edulcorada del Magníficat, haciéndolo terminar después de «los humildes» (v. 52) y escamoteando así el versículo sobre los hambrientos y los ricos (cf. Jesús es el Señor, Edice, Madrid 1982).

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fruto del individualismo de nuestra razón cartesiana; o quizá también porque, con el culto a los santos del pasado que ya no resultan conflictivos, vamos perdiendo de nuestra experiencia creyente la vivencia de los «padres» en la fe, de toda esa «semilla de Abrahán» que está hoy enterrada en muchas tumbas de El Salvador o de Guatemala, como la de Rutilio Grande o la del arzobispo Romero, tan cuidadosamente olvidado. Iría bien no olvidar que los santos casi siempre son conflictivos para la Iglesia, aunque ello no signifique, ni mucho menos, que todos los conflictivos sean santos. Porque el Israel de hoy, el pueblo cuya razón de ser es «estar-por» el mundo, es la Iglesia. Una fe sin iglesia sería una fe que, a lo más, tendría una respuesta y una solución personales, pero que no tendría esa tarea de existir para el mundo. Tal fe acabaría siendo una fe sin memoria del pueblo, lo cual, a la larga, conduciría a una pérdida de la memoria de Jesús. Mientras que una fe con iglesia podrá ser más dolorosa, debido al pecado de la Iglesia, pero a la larga contará con esa memoria del pueblo que impide a la Iglesia pactar definitivamente con su pecado. Esa memoria que para la Iglesia sigue haciéndose carne en las entrañas de María. 3.

CONCLUSIÓN

A la luz de todo lo expuesto, tal vez se entienda mejor lo que al comienzo del capítulo calificábamos como «excesos piadosos e instrumentalizaciones irrespetuosas», propios de un pasado no muy lejano. Sin darse cuenta, los primeros separaron a María de Jesús 12 y fueron colocándola en el plano de la «naturaleza», más que en el de la persona y la historia, con lo que María quedó sepultada por «lo mariano». Y en cuanto a las segundas, convirtieron sin querer a María en una fuente de ingresos respetables, manipulando, por ejemplo, sus 12

Tomás de Aquino, en cambio, no conoce esa separación y trata de María dentro de la parte cristológica de la Summa (cf. III, 27-30).

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(presuntas o reales) apariciones, de tal modo que parecía que María, en lugar de aparecerse a indios incómodos o a campesinas marginadas, se hubiese aparecido a grandes empresarios o a Jefes de Gobierno de extrema derecha. Hasta los teólogos —cosa ya denunciada por Karl Rahner hacia 1960— se ocupaban de ella para ser bien vistos y evitar encararse con los verdaderos problemas que tenían delante. 13 De ahí venimos. Y la reacción ya la conocemos: de la mariología totalitaria se pasó al olvido mariano, ya sea por fatalidad histórica, ya por la falta de matiz que caracteriza a las reacciones. Pero quizá sea la hora de que a la indiscreción (inconscientemente machista) de los «manotéemeos» no la sustituya más el silencio despectivo de los apáticos, sino pura y simplemente la discreción de los evangelistas. Así seremos también más fieles al pueblo, que, a pesar de todo, no ha perdido a María. Por ello puede ser bueno concluir con unas palabras de Juan Pablo I I en el santuario mariano de Zapopan, adonde le habían llevado para hacer un poco de ese «folklore» no conflictivo al que se ha dado en llamar «piedad mariana», y donde se descolgó con estas advertencias que no gustaron demasiado a los organizadores: «María nos permite superar las múltiples estructuras de pecado... y obtener la gracia de la verdadera liberación, con esa libertad con la que Cristo ha liberado a todo hombre. De aquí parte, como de su verdadera fuente, el compromiso auténtico por los demás hombres, nuestros hermanos, especialmente con los más pobres y necesitados, así como el compromiso por la necesaria transformación de la sociedad: porque esto es lo que Dios quiere de nosotros, y a esto nos envía con la voz y la fuerza de su Evangelio, al hacernos responsables a los unos de los otros. María es modelo fiel y cumplidor de la voluntad de Dios para quienes no aceptan pasivamente las circunstancias adversas de la vida personal y social, 13

Escritos de Teología, I, Taurus, Madrid 1969, p. 21.

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ni son víctimas de la 'alienación'..., sino que proclaman con ella que Dios es el vindicador de los humildes y, si es el caso, depone del trono a los soberbios. Ella es, así, 'tipo perfecto del discípulo de Cristo, que es constructor de la ciudad terrenal y temporal, pero tiende al mismo tiempo a la ciudad celestial y eterna; que promueve la justicia, libera a los necesitados, pero, sobre todo, es testigo de aquel amor activo que construye a Cristo en las almas' (Pablo VI)... De este modo, la religiosidad popular se irá perfeccionando cuanto sea necesario, y la devoción mariana adquirirá su pleno significado en una orientación trinitaria, cristocéntrica y eclesial».14

14

Discursos de Juan Pablo II en México, p. 73 (los subrayados son míos).

1 La fidelidad como memoria de libertad. La postura de Ignacio de Loyola ante el poder INTRODUCCIÓN: PLANTEAMIENTO DEL PROBLEMA Y BUSCA DEL MÉTODO

A) Se ha dicho muchas veces que la realidad es antitética. Y hasta tal punto, que eso que llamamos falsedad no es, con frecuencia, más que una exclusivización indebida de alguno de los dos aspectos de lo real. Y esto, que vale de todo realidad, se agudiza cuando se trata de las realidades cristianas: no es extraño que Dios haya sido definido como la Armonía de contrarios; ni que el núcleo de lo cristiano se formule infinidad de veces en esas declaraciones dialécticas del «ya y todavía no», de la utopía hecha topos (ámbito de vigencia), o de Dios en lo no-divino que es el hombre... Finalmente, y entrando ya en la praxis espiritual, no es infrecuente que el pecado resulte ser simplemente una virtud unilateralizada y absolutizada: como libertad sin justicia o viceversa, esperanza sin realismo o viceversa... Algo de esto quería decir aquel antiguo adagio de la virtus in medio. Y en toda esta unilateralidad pecaminosa aún resulta más fácil caer cuando se fomenta la virtud por un interés distinto de la virtud misma. Tal sería —por poner algún ejemplo— el caso de una obediencia fomentada desde la autoridad por lo cómoda que le resulta a ella para el ejercicio de su difícil

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tarea. O al revés: el caso de una autoridad estimulada por el subdito por necesidades inconscientes de seguridad... B) En este marco teórico quisiera situar el objeto del presente estudio. Ignacio de Loyola ha dejado a veces por las calles de la historia cierta imagen estereotipada de fautor de una concepción unilateral y mecánica de la obediencia. Este hecho es innegable. Y una de las razones de esta imagen puede ser la famosa «Carta de la Obediencia» (de 26 de marzo de 1553), un texto al que se exclusiviza y, además, inconscientemente, se lee despojado de su carácter ocasional, mirándolo como si fuese un tratado ajeno a toda circunstancia. Y sin embargo, fue una carta escrita a un grupo muy difícil, cuyas tendencias calificaríamos hoy —para entendernos— como de esplritualismo a ultranza o de «extrema derecha», 1 y a quienes Ignacio —como era su costumbre— intenta argumentar desde los presupuestos de ellos mismos (o «entrando con la de ellos», según la clásica expresión del 1

«Mucha consolación me da... entender los vivos deseos... de vuestra perfección», comienza la carta (Cf. Obras Completas de S. Ignacio, BAC, Madrid 1963, p. 808. En adelante citaremos este libro con la sigla OC). Por eso también habla allí de los que desobedecen «no solamente en las cosas allegadas a la carne y sangre, más aún en las que son de suyo muy espirituales y santas (OC 810), y subraya que lo que está exponiendo es aún más necesario «en personas espirituales, por ser grande el peligro de la vida espiritual cuando sin freno de discreción se corre por ella» (OC 812). S. Ignacio hubo de afrontar repetidas veces (en Gandía con Borja y con Oviedo; en Portugal, etc.) ese obstáculo de los empeños por una Compañía más espiritualista, más reformada, con más horas de oración y más penitencias, etc., etc. De ahí sus exhortaciones a poner todo ese afán de perfección en la obediencia (cf. la carta a los estudiantes del colegio de Coimbra, núm. 6: OC 687). En cambio, quienes más utilizan esta carta de S. Ignacio suelen emplearla para argumentar no contra 'personas espirituales y santas', sino contra quienes ellos consideran «allegados a la carne y sangre». Detalle pequeño, pero significativo...

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santo). El escrito ignaciano es, pues, «la carta y su circunstancia», y no se le debe privar ni abstraer de ésta. Pues si se abstrajera la carta de su circunstancia, tendríamos que conceder que Ignacio había cambiado de opinión, o simplemente se contradijo con lo que había escrito cuatro años antes, a saber: que puede haber obediencias falsas que no lo son por defecto, sino por exceso; y que defensas imprudentes de la autoridad sólo llevan a quitar credibilidad a ésta. Así insistía, a los que habían de predicar en Alemania, que «de tal manera defiendan la Sede Apostólica y su autoridad que atraigan a todos a su verdadera obediencia; y por defensas imprudentes no sean tenidos por papistas y por eso menos creídos. Y al contrario, con tal celo se han de impugnar las herejías que se" manifieste, con las personas de los herejes, deseo de su bien y compasión más que otra cosa». 2 Si esta regla de oro tiene que significar algo más que una táctica hipócrita, entonces es preciso reconocer que hay obediencias que pueden ser «falsas», y que su falsedad proviene de su exceso (o imprudencia), que las puede convertir en un nuevo «ismo» (en este caso el papismo). Y es preciso concluir que un criterio de la autenticidad del obedecer lo ve el santo en la posibilidad de que sea accesible «a todos» y no sólo a un grupo particular, que podría ser un grupo de ya convencidos, o de fanáticos, o de crédulos, o de patológicamente necesitados de seguridad... Todo esto sonará a muchos a antiignaciano, por contrario a la carta de la obediencia. Y sin embargo, no lo es: admitir eso sería obligarse a aceptar que aquí Ignacio habla así sólo por táctica hipócrita; y sería confirmar la imagen estereotipada a que antes aludíamos. Lo único que ocurre es que también este otro documento citado tiene su circunstancia. Y si la carta de la obediencia era ella más Portugal, ésta o t r a es ella «más Alemania», sin que se pueda abstraer a ninguna

2

OC 744 (subrayados míos). Véase también el texto que citamos en la nota 42.

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de las dos de su circunstancia concreta. Y esto es lo más contrapuesto a una visión mecánica y estereotipada del binomio autoridad-obediencia. Hay, desde luego, algunas otras razones para esa imagen estereotipada de Ignacio a que estamos refiriéndonos: en un momento de malhumor, el papa Paulo IV se atrevió a calificarlo como «un tirano». 3 Y aunque muchos discutirán este juicio, era innegable la enorme autoridad interior de que gozaba entre los suyos, y la total entrega que sus dotes de líder suscitaban. A las cuales, quizás, habrá que añadir su terca tenacidad de buen vasco, para llegar —al paso que fuera— a los objetivos que se había señalado. C) Y todo lo dicho hasta aquí sugiere como muy probable que el complemento dialéctico de la doctrina de Ignacio en la carta de la obediencia estará precisamente en su comportamiento como obediente y su conducta como subdito, así como en los elementos doctrinales que aporta el santo no sobre la obediencia, sino sobre la autoridad. Es un camino aconsejable por dos razones: a) porque otros autores han per-

3

Desde su primer encuentro en Venecia, antes de ser papa, Ignacio y Juan Pedro Caraffa (futuro Paulo IV) no se entendieron. En una carta de 1536, Ignacio le alude a su lujo en el vestir, a la vez que critica cierto irrealismo en el modo de concebir la pobreza de los teatinos (de los que Caraffa era cofundador). Parte de esta carta puede verse en S. DECLOUX, Comentario a las Cartas y Diario Espiritual de s. Ignacio (Roma 1982, p. 27). Según algunos, esta carta molestó a Caraffa. Pero C. DE DALMASES cree que la carta «con toda probabilidad no fue enviada», aunque admite que «estos dos grandes hombres no habían nacido para entenderse» (El Padre Maestro Ignacio, Madrid 1979, p. 120): tragedia bien humana y bien común a otros muchos hombres, grandes y pequeños. Véase finalmente, sobre este punto, el interesante artículo de V. CODINA, «S. Ignacio y Paulo IV. Notas para una teología del carisma», en Manresa 40 (1968) 337362.

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cibido ya esto mismo 4 y b) porque el mismo Ignacio dejó escrito que, «para saber presidir a otros y regirlos, es necesario salir primero buen maestro de obedecer». 5 ¿Cómo se formó, pues, Ignacio en este punto? Así se nos ha ido delimitando el tema a desarrollar. N o se trata de ninguna investigación, sino de reflexionar sobre una serie de observaciones elementales y que resultan accesibles en datos históricos muy conocidos, sólo que quizá menos sistematizados y menos considerados. Por otro lado, se trata de un camino que parece absolutamente necesario por esta razón: todos cuantos le conocieron están de acuerdo en que Ignacio de Loyola era un hombre de conductas aparentemente contradictorias y no fáciles de generalizar. Su capacidad para captar lo individual de las situaciones le hacía «ceder al uso de matices casi contradictorios en su modo de ejercer la autoridad»: 6 más adelante comentaremos cómo reprendió a un superior intermedio por haberle obedecido literalmente, cuando, por estar más cercano a los hechos, tenía una visión más informada de la que Ignacio había de tener en la distancia.7 Y en cualquier caso, todo el mundo sabe que, si hay algún rasgo cien por cien distintivo de la espiritualidad ignaciana, es la búsqueda de la voluntad concreta de Dios para cada situación particular; el convencimiento de que existe esa tal voluntad concreta de Dios para cada circunstancia personal y de que puede ser conocida mediante un «discernimiento» de los «espíritus» que mueven al hombre.

4

«Su doctrina y principalmente su práctica en materia de obediencia... demuestran evidentemente su sabiduría y aquella discreción sin la cual el modo religioso de gobernar se rebaja a un modo meramente militar». H. RAHNER, «Sentido teológico de la obediencia en la Compañía de Jesús», en la obra en colaboración: Participantes en la misión de Cristo, México 1973, p. 106. 5 Carta a los jesuítas de Gandía, OC 698. 6 A. RAVIER, Ignace de Loyola fonde la Compagnie de Jésus, París 1974, p. 151. 7 Cf. el texto citado en nota 64.

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Y con ello tenemos ya tema y método: el presente estudio quisiera sistematizar, sin ninguna pretensión de novedad, esos rasgos característicos —y complementarios— de la manera de obedecer de Ignacio, o de su doctrina sobre la autoridad, que parecen exégesis necesaria de otras palabras suyas sobre la obediencia. Repito que se trata de rasgos sobradamente conocidos, sólo que, a veces, no sé si también cuidadosamente olvidados. Desarrollaremos nuestra exposición en una triple pareja de antinomias: la libertad e incondicionalidad de la praxis ignaciana; la eficacia personal y la eficacia grupal; finalmente, la difícil y posible dualidad entre la voluntad de la autoridad y la voluntad de Dios. Digamos, para concluir, que en cada uno de esos capítulos veremos cumplirse un principio que ahora (anticipando conclusiones por razones de claridad) vamos a enunciar aquí en forma de tesis breve. Se dice que Ignacio solía repetir esta conocida frase dialéctica: «hazlo todo como si sólo dependiera de ti, y espéralo todo de Dios como si sólo dependiera de El».8 Parodiando este consejo, podríamos decir que Ignacio pensaría así: sé libre como si Dios te hablara a ti solo, y obedece como si sólo a través del superior te hablara Dios. Será difícil negar que, en el pasado, sólo se insistió en uno de los términos. De ahí la importancia de esta conclusión.

1.

PRAXIS DE LIBERTAD E INCONDICIONALIDAD

La praxis de san Ignacio, y aun del primer grupo de los suyos, se revela como una dialéctica poco fácil de libertad e incondicionalidad. Sólo un oído muy atento y un corazón muy limpio pueden captar cuál de estas dos actitudes es la que debe hacerse más visible en cada momento dado, sin que 8

Tomo la frase en su versión más habitual. Sobre las variantes y las peripecias de esta sentencia, puede verse: G. FESSARD, Dialecíique des Exercises I, 305-363.

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deje de estar presente la otra. Ignacio se guiaba en esto por razones de imitación de Jesús y de mayor gloria de Dios; pero lo claro es que siempre tuvo antenas para cada uno de los dos polos: para la libertad, porque es una confesión de que el único Señor de los cristianos es el Kyrios Iesous, y de que las autoridades cristianas no son «señores». Para la incondicionalidad, porque ese señorío de Cristo se ejerce en una disposición cuasisacramental, o de «mediaciones».

1.1. Trato a la autoridad

Un ejemplo de esta libertad es el propósito, conscientemente hecho, de tratar a todas las autoridades como iguales y no como superiores. Como superiores debe mirar el cristiano a todos sus hermanos por el hecho de ser amados por Dios,9 no a las autoridades por el hecho de ser tales. Y así, «él tenía por costumbre de hablar a cualquier persona que fuese por Vos».10 Y le dijo al arzobispo de Toledo «hablándole de vos como solía a todos».11 Y la razón de esta práctica, que, como hemos dicho, era deliberada, la conocemos también: «por esta devoción, que así hablaba Cristo y los apóstoles».12 En el mundo del honor de la España dieciseisesca, y en el mundo eclesiástico de las prebendas y de los beneficios, esa práctica no debía ser ni biensonante ni fácil. Donde se cincela la libertad de Ignacio es precisamente en el hecho de mantenerla en los momentos más difíciles para él. Los dos testimonios de esta costumbre que su autobiografía evoca han sido recordados por lo espinoso de la situación en que Ignacio la mantuvo. En la primera escena, el santo se encontraba detenido, por sospecha de espionaje, en un lugar de guerra; en esta situación «le pasó por la fantasía que sería bueno dejar 9 "> » 12

Cf. Flp 2, 3. Autobiografía 52. OC 116. Ibid., 63. OC 124. Ibid., 52. OC 116.

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aquella costumbre en aquel trance y hablar por señoría al capitán, y esto con algunos temores de tormentos que le podrían dar. Mas como conosció que era tentación: —Pues así es, dice, yo no le hablaré por señoría, ni le haré reverencia, ni le quitaré caperuza».13 En la otra ocasión, Ignacio se lo jugaba todo en una visita al arzobispo de Toledo Alonso de Fonseca, quien, por fortuna para el santo, era un hombre de los que hoy llamaríamos «progresistas» de la Iglesia de su tiempo, amigo de los erasmistas españoles y fundador de un colegio para estudiantes pobres en Salamanca. Los resultados no fueron del todo iguales: el arzobispo estuvo a la altura de las circunstancias, mientras que —en el caso anterior— el capitán terminó teniendo a Ignacio por loco, y esto le salvó. No me resisto a comentar que éste es un rasgo muy típico de la sabiduría de Dios, cuando el hombre es suficientemente libre como para aceptarla hasta el final: entonces, muchas veces, más que por enemigo, es tenido por loco ante la sabiduría de este mundo.14 Francisco de Asís y otros muchos santos podrían dar el mismo testimonio. Otra prueba de esta libertad en el trato —también en situación de peligro para Ignacio— la encontramos ante el Inquisidor de Toledo. En la conversación hay, como tantas veces, una clara disparidad de intereses: al santo le interesaba quedar libre de la acusación de heterodoxia, para poder seguir predicando; al inquisidor —como a tantas autoridades— le interesaba «evitar líos», y por eso se entretiene en recomendaciones sobre el modo de vestir que quizá se salían de sus atribuciones.15 Ignacio va a la suya: «Nosotros queríamos saber si nos han hallado alguna heresía»; y el inquisidor

« Ibid., id. i* Cf. 1 Cor 1, 18-23. 15 El problema del vestir de Ignacio y sus compañeros en Alcalá y Salamanca fue ocasión repetida de conflictos. El grupo daba una sensación semejante a buena parte de la juventud de hoy {hippies, etc.). Les hicieron teñir sus vestidos, les mandaron vestir como los estudiantes y hubo que darles dinero para ello.

comienza a perder la paciencia: «no, dice Figueroa, que si la hallaran os quemaran. —También os quemaran a vos, dice el peregrino, si os hallaran heresía».16 Esta libertad para recordar a la autoridad que también ella es subdito del único Señor, parecerá a algunos impertinencia y a otros imprudencia. De hecho, el mismo Ignacio no actuará de modo tan directo en otras ocasiones, cuando tenga más responsabilidades o simplemente más años. Pero esta libertad puede ser muy cristiana en la medida en que expresa que la obediencia evangélica excluye todo servilismo y toda adulación, y por ello no puede confundirse con el culto a la persona ni con la mitificación del lugar que ocupa. Porque a la vez, y como fruto de esta libertad, Ignacio nunca desconfía de la .autoridad por principio. Había en él una gran lucidez sobre los peligros del poder (como veremos luego) y hubo desconfianza instintiva hacia algunas personas con las que no logró sintonizar fácilmente (como el cardenal Caraffa, futuro Paulo IV). Pero también poseyó una notable salud psicológica que le liberó de todo trauma antiautoritario: de entrada, se da en él una apuesta por las personas constituidas en autoridad, basada en la convicción creyente de que la autoridad, en la Iglesia, está puesta para servir a lo mismo que Ignacio quería servir y, por tanto, también había de ser tocada por el mismo Dios que le llevaba a él. Por eso, ante la decisión del inquisidor Figueroa, que —otra vez para evitar líos— le prohibía predicar «no le dando causa ninguna, sino porque no había estudiado», la reacción de Ignacio es «ir al arzobispo de Toledo y poner la cosa en sus manos».17 Y no meramente porque el arzobispo Fonseca fuese

Otro día disgustaron a los dominicos de Salamanca porque uno de ellos «traía un sayo corto y un grande sombrero en la cabeza y un bordón en la mano y unos botines cuasi hasta media pierna; y por ser muy grande parescía más deforme» {Autobiografía 66, OC 125). i« Ibid., 59. OC 121. « Ibid., 63. OC 123.

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un hombre de fiar, puesto que en otro momento, regresando a París «encontró que se habían levantado grandes rumores acerca de él, y que el inquisidor le había hecho llamar. Mas él no quiso esperar, y se fue al inquisidor diciéndole que había oído que lo buscaba; que estaba dispuesto a todo lo que quisiese... pero que le rogaba que lo despachase pronto porque tenía intenciones de entrar por san Remigio ( = 1 de octubre) de aquel año en el curso de artes; que deseaba que esto pasase antes para poder mejor atender a sus estudios. Pero el inquisidor no le volvió a llamar, sino sólo le dijo que era verdad que le habían hablado de sus cosas».18 Se trata, pues, de una aceptación incondicional de la función de la autoridad más allá de las eventuales coincidencias personales, y aun en estructuras autoritarias más que discutibles. Prueba de ello es esta pincelada de absoluto realismo que el relato de la autobiografía nos transmite pocas líneas después de las que acabamos de citar: «En aquel tiempo del curso no le perseguían como antes. Y a este propósito una vez le dijo el doctor Frago que se maravillaba de que anduviese tan tranquilo, sin que nadie le molestase. Y él respondió: —La causa es porque yo no hablo con nadie de las cosas de Dios; pero terminado el curso volveremos a lo de siempre».19 Esta extraña y tranquila resignación (extraña porque resulta una resignación bien audaz) sólo se entiende desde una decisión inamovible de no romper ninguno de los dos extremos de la cuerda; ni la propia libertad ni la apuesta por la autoridad, no negándose al diálogo ni aun en las situaciones de menor esperanza humana. Porque, junto a ese tranquilo realismo sobre lo que son las cosas, debe haber también en el ser humano una tranquila (y nada patológica) desconfianza en sí y en la propia afectividad, que tantas malas pasadas juega. Sobre este último punto volveremos más adelante.

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1.2. Sometimiento sin adulación Igual que acepta a la autoridad incondicionalmente, pero sin dejar por ello de «llamarle de vos», Ignacio acepta lo mandado incondicionalmente, pero sin privarse por ello de la libertad de criticarlo. Una de las tentaciones más humanas y más comprensibles (pero también menos evangélicas) de toda autoridad es la de exigir no sólo la obediencia, sino la proclamación de que lo mandado estaba bien mandado. Con ello se instrumentaliza la autoridad poniéndola al servicio no del cuerpo, sino del prestigio o de la necesidad de seguridad de quien la ejerce. La autoridad puede no darse cuenta de que con ello entra en la pendiente del autoritarismo o, al menos, de la pérdida de toda autocrítica y de toda posibilidad de cambio. Frente a esto, la práctica de Ignacio se reservó siempre la libertad de criticar el mandato o el procedimiento injustos, a la vez que obedecía: «El peregrino dice que harán lo que les es mandado. Mas no sé —dice— qué provecho hacen estas inquisiciones; que a uno tal no le quiso dar un sacerdote el otro día el sacramento porque comulga cada ocho días, y a mí me hacía dificultad».20 O bien fue una práctica de aceptar el mandato, pero sin contentarse para él con razones puramente formales, cuando parezca estar en juego el servicio de Dios: «Con esta sentencia estuvo un poco dubtoso lo que haría, porque parece que le tapaban la puerta para aprovechar a las ánimas, no le dando causa ninguna, sino porque no había estudiado»21... «Antes desto, cuando hablaban de los Ejercicios, insistieron mucho en un solo punto que estaba en ellos al principio: de cuándo un pensamiento es pecado venial y de cuándo es mortal. Y la cosa era porque, sin ser él letrado, determinaba

20

i» Ibid., 81. OC 137. w Ibid., 82. OC 139.

43

Ibid., 59. OC 121. 2' Ibid., 63. OC 123.

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aquello. El respondía: —Si esto es verdad o no, allá lo determinad; y si no es verdad condenadlo» 22 ... Los años transcurridos y la posición desde la que Ignacio narra estos recuerdos (siendo ya general de la Compañía) les dan una serenidad que quizá no tuvieron en el momento de acaecer: el recuerdo es un gran suavizador. De ahí que pueda ser bueno llamar la atención otra vez sobre el hecho de que, en la España del X V I , no era tan sencillo el pronunciar esas palabras como puede parecerlo a un europeo del X X . Por eso, tal vez sorprenda encontrar tales expresiones en quien después escribirá otras frases bien conocidas sobre la obediencia de juicio, indicando, por ejemplo, que hay que buscar razones en favor de lo mandado. ¿Por qué Ignacio no se limitó aquí a pensar que los inquisidores podían tener sus razones que él no conocía, o a buscar razones en favor del mandato? En mi opinión, estas frases son una exégesis de la otra posterior: «en cuanto la devota voluntad puede inclinar al entendimiento». 23 Se puede comprender que aquí la voluntad había de ser menos «devota», porque en el inquisidor se trataba de una mediación discutible,24 mientras que en el superior religioso se trata de una mediación libremente elegida para poder constituir cuerpo. Se puede comprender también que, aquí, la devota voluntad podía inclinar menos al entendimiento, 25 porque se 22 Ibid., 68. OC 127. 23 Carta de la obediencia. OC 811. 24 Sin pretender sacarlo de su tiempo (Ignacio utilizó los presupuestos de la «cristiandad» en más de una ocasión), sí que hay en él, desde el comienzo, cierta desconfianza hacia la institución de la Inquisición: «nuestra vocación es de ayudar a las almas por la vía de la humildad y, así, no le parecía se tomase la Inquisición», dirá el Memorial del P. González de Cámara (368; FN, I, 728) para explicar por qué no había jesuítas inquisidores. Esta postura dio lugar no sólo a sospechas, sino también a curiosos intentos de infiltración: ver L. PASTOR, Historia de los Papas, VI (13) 214-215. 25 «Como es donde no hay evidencia que le fuerce, etc.», escribe el propio S. Ignacio: OC 768.

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trataba de «aprovechar a las ánimas», es decir, de algo donde a Ignacio «le forzaba la evidencia de la verdad conocida», y conocida como voluntad de Dios, al menos en general. Si se hubiese tratado, como en otra ocasión, de un simple «teñir los vestidos» y no andar descalzo, Ignacio seguramente se habría limitado a «hacer así quietamente, como en todas las cosas de esa cualidad que le mandaban». 26 Pero aquí se trataba de algo más serio: «de que no hablasen más de cosas de fe hasta dentro de cuatro años que hoviesen estudiado». 27 Por eso, ante una prohibición de esa entidad, Ignacio buscará hacerla compatible con su trayectoria personal, y optará por dejar Alcalá sin pensar en la incomodidad de un nuevo traslado. Esa libertad «para dejar Alcalá» (todas las Alcalás de la tierra) es un componente de la obediencia cristiana; y en una tal libertad andarían otra vez juntos Ignacio y Francisco de Asís. Y todavía hay otra expresión más seria de esa libertad: como hemos visto en el apartado anterior, la libertad del obediente no se opone a su incondicionalidad, sino que es el reverso de ésta. Si Ignacio no se contenta con un mandato meramente formal o sin razón, es porque se ha vuelto lo suficientemente libre como para aceptar en paz absoluta un castigo sin razón: a su praxis de estos años pertenece una aceptación tranquila, sorprendente y nada resentida, de la cárcel, como parte de su vida. Pues en aquella cárcel también podía hacer, con quienes le visitaban, «lo mismo que libre, de hacer doctrina y dar ejercicios».28 Su no resistencia al castigo se convierte en la manera de acrisolar su resistencia al mandato; y la renuncia a la defensa de su persona aquilata

26

Autobiografía 59. OC 121. (El subrayado es mío). Ignacio parece actuar aquí más por una estrategia elemental de evitar problemas inútiles que por puro principio. 27 Autobiografía 62. OC 123. En esta sentencia se les dice también que «se vistiesen como los otros estudiantes» e Ignacio no hizo problema de esto. 28 Autobiografía 60. OC 122.

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el desinterés de la defensa de su causa: «ni quiso nunca tomar advogado ni procurador, aunque muchos se ofrescían. Acuérdase especialmente de D. a Teresa de Cárdenas, la cual le envió a visitar y le hizo muchas veces ofertas de sacarle de allí; mas no aceptó nada diciendo siempre: —Aquél por cuyo amor entré, me sacará si fuere servido dello».29 Y por esto, «a una señora que decía palabras de compasión por verle preso» Ignacio le responde: «en esto mostráis que no deseáis estar presa por amor de Dios. ¿Pues tanto mal os paresce que es la prisión? Pues yo os digo que no hay tantos grillos ni cadenas en Salamanca que yo no deseo más por amor de Dios».30 «Por amor de Dios»..., «por cuyo amor entré aquí»... En estas respuestas se encuentra hecho praxis el verdadero sentido que aún hoy conserva el Principio y Fundamento ignaciano, y que podría reformularse así: el hombre es creado para la libertad; pero sólo en la unión con Dios encontrará esa libertad que es verdaderamente la suya. Por eso, quien logra cumplir la voluntad de Dios es el verdaderamente libre. Porque la siguiente anécdota permitió verificar la seriedad de las anteriores palabras de Ignacio: «Acaesció en este tiempo que los presos de la cárcel huyeron todos, y los dos compañeros que estaban con ellos no huyeron. Y cuando en la mañana fueron hallados con las puertas abiertas, y ellos solos sin ninguno, dio esto mucha edificación a todos y hizo mucho rumor por la cibdad».31 Hay una casi imperceptible ironía en el narrador, que nos está diciendo subliminarmente: si se asombraban de una cosa así, es señal de que no habían entendido nada del asunto; pues libertad de espíritu y sometimiento no tienen por qué ser opuestos. Y al hacer el elogio de esta libertad, no pretendo negar que quizás en este punto Ignacio se vio muy ayudado por su base psicológica: da la impresión de que era » Ibid., id. Cf. también 66-67 (OC 125-26). » Ibid., 69. OC 127. 3i Ibid., id.

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un dialéctico insuperable, y que tenía dotes poco comunes para persuadir en la conversación. Por eso, su famoso consejo de «representar al superior» se hace para él un consejo demasiado fácil, porque no sé si hubo una sola vez en que representase una cosa y no se le hiciera caso. En esto no todas las psicologías son iguales: hay personas que se achican más en la conversación y que, aun creyendo tener razón, se encuentran vencidas —no siempre convencidas— por alguien más frío o más rápido o más intenso. Lutero, por ejemplo, era muy superior a Ignacio en el lenguaje escrito o en la polémica brillante; pero era menos capaz para la persuasión. Por eso —y como siempre— no se trata de hacer de los concretos un modelo mecánico y universal, puesto que cada individuo es irrepetible. Pero sí que se trata de encontrar, de la mano de Ignacio, el propio camino hacia esa rara armonía de libertad e incondicionalidad.

1.3. Obligar a comprometerse

Y una vez más: es esa incondicionalidad sincera la que genera la libertad para obligar a la autoridad a que se comprometa, cuando ella preferiría no arriesgar su imagen. Es también comprensible tentación de las personas constituidas en autoridad el deseo de que se hagan, sí, las cosas que ellos quieren, pero de tal manera que —si las cosas son duras o dudosas— no aparezcan ellos como responsables de lo hecho, para que su imagen pueda quedar a salvo en caso de que lo mandado resulte impopular o erróneo. Es tentación tan lógica que, en algunos momentos-límite puede incluso convertirse en prudencia necesaria. Pero, erigida en praxis habitual, da lugar a mil chantajes y a mil utilizaciones de personas intermedias; y a la larga genera la impresión de que la autoridad no responde a la incondicionalidad del obediente con su propia incondicionalidad en el ejercicio de su función decisora, sino que se reserva siempre algunas cartas para guardar vanidosamente su imagen. Y tal rasgo no pertenece a la no-

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ción evangélica de autoridad. El superior, por supuesto (y por elemental prudencia), ha de saber cuándo y hasta dónde debe o puede mandar. Pero una vez juzgado esto, la autoridad no debe avergonzarse de mandar, 32 comprendiendo que si él no se compromete, tampoco tendrá derecho a exigir entrega; y que si él actúa con política, no deberá esperar sino que se le responda también con política. Y debe finalmente comprender que cuando se teme mucho el resultado de un mandato, quizá no siempre será por la maldad universal de todos los subditos, sino que algunas veces podrá ser debido a algún desacierto o irracionalidad de lo mandado en sí mismo, y por mucho que a la autoridad le agrade. En su época de crisis y maduración, Ignacio había ido comprendiendo que ese compromiso incondicional de alguien autorizado para con su situación constituía una fuente inestimable de ayuda: hallándose «muy atribulado y aunque casi conocía que aquellos escrúpulos le hacían mucho daño, que sería bueno quitarse de ellos, mas no lo podía acabar consigo»; en esta situación «pensaba algunas veces que le sería remedio mandarle su confesor en nombre de Jesucristo que no confesase ninguna de las cosas pasadas, y así deseaba que el confesor se lo mandase, mas no tenía osadía para decírselo al confesor». 33 Y si aquí no se atrevió, porque el mandato le resultaba favorable a él, tal vez sí aprendió que tenía derecho a exigir ese compromiso de las personas constituidas en autoridad, en las situacions de conflicto con ellas. Cuando llegó a Jerusalén, el provincial de los franciscanos intentó con buenas palabras convencerle para que no se quedase allí, porque, si

32 Así lo declaró también Juan Pablo II en Loyola: «Sé que no es tan fácil en nuestros días cumplir vuestra misión como superiores. Por eso os aliento a no abdicar de vuestro deber y del ejercicio de la autoridad; a ejercerla con profundo sentido de la responsabilidad que os incumbe» (Mensaje de J. P. II a España; Madrid 1982, p. 161). 33 Autobiografía 22. OC 101 (subrayados míos).

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caía prisionero, obligaba a los frailes a trabajar por su rescate, imponiéndoles molestias quizá bastante serias. Era una razón comprensible. Pero la tenacidad de Ignacio debió pensar que si tan válida era la razón, eso mismo facilitaba el que se la pudiera convertir en mandato: «él respondió a esto que él tenía este propósito muy firme y que juzgaba por ninguna cosa dejarlo de poner en obra; dando honestamente a entender que, aunque al provincial no le paresciese, si no fuese cosa que le obligase a pecado, que él no dejaría su propósito por ningún temor. A esto respondió el provincial que ellos tenían autoridad de la Sede Apostólica para hacer ir de allí, o quedar allí, a quien les paresciese, y para poder descomulgar a quien no les quisiese obedecer, y que en este caso ellos juzgaban que él no debía de quedar, etc.». E inmediatamente, a la incondicionalidad responde la incondicionalidad: «queriéndole mostrar las bulas por las cuales le podían descomulgar, él dijo que no era menester verlas; que él creía a sus reverencias; y pues que ansí juzgaban con la autoridad que tenían, que él les obedescería». 34 No es fácil poseer la suficiente libertad y elasticidad interior para estos saltos, tan rápidos y tan decisivos, de un extremo al otro (quedarse en Jerusalén o marcharse de allí). Y esta práctica persistió. En otro contexto muy distinto, ya en París, una de las veces que fue acusado ante la Inquisición, «oyendo esto y viendo que no le llamaban, se fue al inquisidor y le dijo lo que había oído». El inquisidor estuvo sustancialmente correcto, y no hubo en él más que ese politiqueo inocente que nosotros casi consideraríamos de sentido común: «dijo que era verdad lo de la acusación pero que no veía que hubiese cosa de importancia. Solamente quería ver sus escritos de los Ejercicios; y habiéndolos visto, los alabó mucho y pidió al peregrino que le dejase copia de ellos, y así lo hizo. Con todo esto, volvió a instar para que quisiese

34

Ibid., 46. OC 113.

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seguir adelante en el proceso hasta dictar la sentencia... excusándose el inquisidor». La reacción de Ignacio aquí parece realmente dura: «fue con un notario público y con testigos a su casa, y tomó fe de todo ello».35 Quizá pensemos que en esta ocasión Ignacio perdió innecesariamente a un amigo. Sin embargo, y luego de tantas incomprensiones sufridas precisamente en medio de su incondicionalidad hacia la autoridad, quizás el santo tenía derecho a algo de incondicionalidad también de parte de ésta. Con ello tocamos un punto muy importante para el sentido cristiano de la autoridad. En una concepción mundana de la autoridad, el objetivo de todos los poderes íntermedios serán siempre las autoridades superiores, aún más que sus propios subditos; puesto que en la relación con aquéllos se juegan «su carrera». Y esto llevará a mirar a los subditos más como obstáculos que hay que sortear o piezas que hay que manipular, que como colaboradores a quienes se puede potenciar por la coordinación entre todos. Por el contrario, en una concepción evangélica de la autoridad, el primer amor de los poderes intermedios serán aquéllos de quienes se es responsable, porque el amor es la primera exigencia de la responsabilidad. Esta es una de las clásicas inversiones que el evangelio realiza en la autoridad, y que la vuelve muy incómoda, porque la «convierte» al invertirla en servicio: mundanamente hablando, la autoridad intermedia puede aquí jugarse «su carrera». Quizá por esto, y a pesar del «vosotros no así» de Le 22, 26, es éste uno de los puntos donde el evangelio de Jesús es menos seguido por aquellos que nos llamamos sus seguidores. Y repito una vez más: puede que esta práctica resulte extraña a quien sólo conoce de Ignacio aquellas frases de que se debe obedecer «aunque no se vea sino la señal de la voluntad del superior sin expreso mandamiento», o se debe

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defender «lo que el superior ordene o a lo que se incline»* Y sin embargo, la praxis que estamos comentando parece haber seguido siendo praxis de Ignacio. En 1552 escribe a Francisco de Borja, ante el deseo de Julio I I I de nombrar cardenal al duque de Gandía. Y es bueno, antes de analizar la carta, conocer estos dos detalles: a) que el propio Francisco de Borja se inclinaba a aceptar el capelo; y b) que en este caso la voluntad era ya del propio Papa (no como en el caso de Claudio Jayo, a quien el archiduque Fernando también quiso hacer obispo, y del que hablaremos más tarde). Pues bien: cuando Ignacio conoció la voluntad del Papa, «tuve este asenso o espíritu de estorbar en lo que pudiese». Siguió luego un tiempo de oración y de dudas, con «no aquella libertad de espíritu para hablar y estorbar estas cosas»; pues el santo se preguntaba: «¿qué sé yo lo que Dios Nuestro Señor quiere hacer?». Hasta que luego de tres o cuatro días, «finalmente yo me hallé en la sólita ocasión y después acá siempre, con un juicio tan pleno y con una voluntad tan suave y tan libre para estorbar lo que en mí fuese, delante del Papa y cardenales, que si no lo hiciera, yo tuviera y tengo por cosa cierta que a Dios nuestro Señor no daría buena cuenta de mí, antes enteramente mala».37 Este texto asienta dos cosas muy importantes en la praxis de la obediencia de Ignacio: a) por un lado, el momento interino, pero casi primero, de desconfianza en sí o en el propio juicio, momento que debe ser resuelto con tiempo y oración. Y b) por otro lado, una cierta posibilidad de conocer cuál es la conducta concreta que Dios le pide, independientemente de la voluntad ya conocida del Papa: si Borja hubiese sido hecho cardenal, Ignacio habría aceptado que Dios quería aquello; pero habría seguido creyendo que Dios le había pedido a él hacer todos los posibles por evitar ese nombra-

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35 Ibid., 86. OC 143.

01

784-85.

Carta de la obediencia 5. OC 814 (subrayado mío). Carta a Francisco de Borja, de 5 de junio de 1552. OC

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cuál era el deseo del Papa en estos dos puntos, aunque sin tener ninguna orden suya. Y su dictamen fue que «no quería que pudiera creerse que el Institulo había sido modificado por su propia voluntad» 39 y que la fidelidad al Fundador les parecía razón más determinante, aunque estaban dispuestos a obedecer si el Papa lo mandaba. Así se le comunicó al Papa en una carta firmada por todos. Pocos días después, el 6 de septiembre de 1555, el Papa recibió a Laínez y Salmerón. Aunque la versión de este encuentro procede de los dos jesuítas (quienes a ratos añaden entre paréntesis, como confirmando a los que dudan: «ita est»), es por lo menos seguro que el encuentro no fue precisamente amable. El Papa se fue encoraginando y acabó diciéndoles «que los jesuítas eran rebeldes tal cual, porque no habían aceptado la recitación d e l ' oficio divino en el coro, y que haciendo eso llevaban el agua al molino de los herejes. Que temía él que cualquier día no saliese de sus filas un nuevo Satanás. Que el coro era esencial y constitutivo de la vida religiosa, e inclusive de derecho divino». Y terminó: «exijo que recitéis el oficio en el coro, porque si no, acabaréis herejes. Debéis hacerlo aunque os cueste mucho y ay de vosotros si no lo- hacéis». 40 Y es interesante notar la reacción que sigue: en primer lugar, Laínez rechazó la acusación de rebeldía, alegando que no podía haberla, puesto que nunca había habido orden formal. En segundo lugar, Laínez tuvo libertad como para concluir su respuesta con estas palabras: «Vuestra Santidad debería m á s bien darnos ánimo e infundirnos la esperanza de que no nos faltará su ayuda». 41 Paulo IV no se atrevió a cambiar las constituciones de la Orden. Dio sólo un precepto personal sobre los dos puntos en litigio, al cual se sometieron los jesuítas. Pero el precepto duró lo que la vida del Papa. A su muerte (unos dos años después), los jesuítas dejaron de cantar en el coro; y Laínez no tuvo

miento. Y exactamente así lo confiesa: «he tenido y tengo que seyendo la voluntad divina que yo en esto me pusiese, poniéndose otros al contrario y dándoseos esta dignidad... no habría contradicción alguna, pudiendo el mismo espíritu divino moverme a mí a esto por unas razones y a otros al contrario por otras». Texto verdaderamente decisivo y que volveremos a encontrar. De hecho, como ya es conocido, Ignacio convenció a varios cardenales, al Papa y al propio Borja, de modo que el nombramiento nunca tuvo lugar. Aun hoy, mirando con ojos humanos y conocida la historia posterior, podría alguien pensar que no se sabe lo que hubiese sido mejor. Pero éste es uno de tantos futuribles de la historia. Y ya fuera de san Ignacio, pero como huella de su espíritu, hay una conocida historia que muestra lo difícil y dolorosa que puede ser esta praxis. Es sabido que cuando, a la muerte de Ignacio, se reunió el primer capítulo general de la nueva orden, el Papa Paulo IV (hombre, por otro lado, de espíritu mucho m á s reformista que alguno de sus predecesores), quiso que la naciente Compañía se modificase en dos puntos: introduciendo el coro y limitando el mandato del General a sólo un trienio. Nunca quedó claro si se trataba de convicciones reales del Papa o de presiones de un grupo muy pequeño de jesuítas (casi sólo dos: Bobadilla y Cogordan) que, por otro lado, tenían acceso muy fácil al Papa. 38 El hecho es que el Papa, aunque quería que se cambiasen estos dos puntos, no deseaba cambiarlos él, para que no pareciera que modificaba cosas que habían aprobado sus antecesores. Y el hecho es también que la Congregación se reunió conociendo

3

8 Véase: A. RAVIER, op. cit., 303-313. L. PASTOR, Historia de los Papas, XIV, 213-223, A. ASTRAIN, Historia de la Compañía de Jesús en la Asistencia de España, 2, pp. 1-38. Y puede ser útil recordar que el argumento que usaba Paulo IV para afirmar que el coro era de derecho divino, estaba en la frase bíblica del Salmista: «siete veces al día te alaba el justo» (PASTOR, 222)...

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39 40

«

A. RAVIER, Op. cit. 330. Ibid., 331. Ibid., 332.

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tiempo para cesar al concluir su primer trienio: el nuevo Papa no renovó estos preceptos. La moraleja es sencilla; si mérito fue la libertad de Laínez, mérito fue también la prudencia de Paulo IV, que supo medir con objetividad hasta dónde llegaban sus posibilidades de ordenar. Si las relaciones personales pasaron por un momento duro, la sangre tampoco llegó al río, porque ambas partes no perdieron la incondicionalidad hacia la otra: los jesuítas, con su disposición a obedecer si se mandaba; el Papa, con la discreción que supone el no transformar en órdenes sus deseos cuando se vio llevado a las cuerdas. Y lo que parece innegable es que en la valentía de aquellos jesuítas, tan libres cuanto dispuestos a obedecer, se reflejaba como en las aguas de un río el rasgo que hemos comentado de la obediencia de Ignacio. Y que ese mismo rasgo ha seguido reflejándose en anécdotas más recientes de la Orden. 1.4. Papalismo sin papistas Para concluir todo este primer capítulo, habría que añadir una observación de interés: precisamente en esta difícil dialéctica de libertad e incondicionalidad es donde debe situarse lo que algunos, unilateralmente, han calificado como «papalismo» ignaciano. Al comienzo de este escrito recogíamos un texto en el que Ignacio habla de defensas imprudentes de la Sede apostólica que hacen que uno sea tenido por «papista» y por ello menos creído. Hay que añadir ahora que ese lenguaje no parece meramente ocasional, puesto que pocos años más tarde, en marzo de 1563, lo volvemos a encontrar en una carta de Nadal a Laínez: «las obras mostrarán placiendo a Dios que, aunque los de la Compañía son papistas, lo son en lo que deben serlo y no en lo demás, y sólo con intento a la divina gloria y bien común. 42 ¿Hay algún

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Carta de Nadal a Laínez, de abril 1563. (MHSI, Cartas de Nadal, 2, 263). (Subrayado mío). En nota al pie, los editores de la

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detalle que nos pueda dar la clave de esa distinción entre la verdadera devoción al papa y el papismo? En mi opinión, ese tal detalle lo encontramos en textos como los siguientes, relativos a la reforma del papado: «el sábado 18 de mayo decía el Padre que si el Papa reformase a sí y a su casa y a los cardenales en Roma, que no tenía más que hacer y que todo lo demás se haría luego». 43 «Li parevano tre cose esser necesarie et bastan ti, acció qualsivoglia Papa riformase il mundo: riformar la sua medesma persona, la sua casa o famiglia e la corte e cittá di Roma». 44 Ignacio nunca abandonó estas ideas ni abdicó de estos objetivos, que pudieron ser tema repetido de conversación en él, puesto que han sido conservados por testimonios y en versiones diversas. En esta misma línea cabe la devoción de los jesuítas del tiempo de Ignacio a Catalina de Siena, que había sido a la vez la gran incondicional y la gran crítica del papado en la época de Avignon. Sus cartas eran muy leídas por los jesuítas contemporáneos de Ignacio, porque «en su vida, su conducta y sus ocupaciones había procedido siempre como el instituto de la Compañía nos prescribe proceder a nosotros». 45 La devoción papal de Ignacio es, pues, el otro polo dialéctico de su anhelo de reforma del papado: precisamente porque anhelaba esa reforma, creyó Ignacio que sólo podría conseguirla con eficacia demostrando incondicionalidad al papa y haciéndole ver que podía confiar en él: de este modo trabajaba para que la reforma del papado brotase más de un

carta explican el significado de ese ser papistas «en lo que deben serlo», diciendo que la Compañía, aunque trabajó por defender la autoridad del papa, «minime praetermissit» el promover la reforma de la Curia, «como puede verse repetidas veces —explican— en las cartas de Laínez, Nadal y Canisio». 43 Memorial del P. Gzlez. de Cámara: Fontes Narrativi (=FN), I, 719. 44 FN, III, 677 (9). 43 Testimonio atribuido a Lancicio en el folleto Roma ignatiana, s.f., p. 14.

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cambio o de una conversión interior que de una presión exterior. Quizá se refleja aquí lo que Ignacio había aprendido cuando conquistó a sus compañeros (a Javier, por ejemplo). Pero, en cualquier caso, es muy importante situar a Ignacio en su contexto histórico, que acaba de conocer dos fracasos tristísimos de intentos de reforma: el de Savonarola y el de Lutero. A la Iglesia no se la reforma ni por el fanatismo agresivo del uno ni por la ruptura del otro. Ignacio va a intentar la reforma por la vía de la lealtad. Pero esta lealtad no hallaría buena exégesis si se la separa de su objetivo, que no es meramente proclamar en el vacío que la Iglesia es santa, sino ayudarla y trabajar para que lo sea. Las ironías de la vida hicieron luego que precisamente el papa más sinceramente reformador fuese aquel con el que más difícil le resultó entenderse a S. Ignacio; pero se trata sólo de eso: de ironías suplementarias de la vida. En cambio, la «estrategia» descrita es absolutamente conforme con el modo de proceder del santo, quien —tanto de subdito como de superior— buscó siempre gobernar generando más convicciones que mandatos, o dirigir adaptándose a las inclinaciones del subdito; * que no necesitaba mandar para ser obedecido y que (dejando el inevitable porcentaje de choques que toda vida encuentra) casi sólo tuvo que «plantarse» y dar órdenes formales para que cuidasen de sí mismos personas a quienes su exceso de celo o de austeridad les hacía poner su salud en peligro. Añadamos aún —porque aclara y confirma— que esta misma dialéctica es necesaria para entender las reglas ignacianas de «sentir con la Iglesia». Quienes las propugnan y quienes sienten problemas con alguna de sus formulaciones, olvidan que hay otras «reglas» de corte parecido... ¡para tratar con los herejes!: no se les critique, no se hable en público contra ellos, tráteseles con verdadero amor; mejor que refu-

46 Ver los dos testimonios de FN, III, 429-430 y 618-619, cuya cita omito por su longitud.

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tarlos es exponer la doctrina recta... «Estaba persuadido de que era mucho más eficaz predicar la verdad in spiritu lenitatis que enfrentarse abiertamente con los disidentes para confutar sus doctrinas... Escribía Ignacio que 'será manera más pacífica esta de predicar y leer y enseñar la doctrina católica y probarla y confirmarla más bien que armar ruido persiguiendo a los herejes, los cuales se obstinarían más si se predicara contra ellos abiertamente'. Todo debería hacerse 'con modestia y caridad cristiana; por eso no debe decirse injuria ninguna ni mostrar ninguna clase de desdén hacia ellos sino compasión; ni siquiera se proceda abiertamente contra sus errores, sino que al establecer los dogmas católicos se colegirá que los de ellos son falsos'».47 Desgraciadamente, no puede decirse que los sucesores de Ignacio hayan creído siempre que era más eficaz predicar la verdad «in spiritu lenitatis». Hubo momentos en que pareció que ser más jesuíta era alabar obtusamente a la Iglesia hasta la falta de verdad o de sentido crítico, y atacar duramente a los herejes hasta la falta de caridad ...Esas son las herencias (o mejor, las inercias) de la historia. Pero ahora volvamos al papalismo no papista. Hay que dejar para los historiadores otra cuestión diversa de la que hemos expuesto hasta aquí, a saher: si esta forma de devoción papal de Ignacio de Loyola coincide exactamente con la de la Compañía restaurada por Pío VII. O si, en este segundo caso, no se produce también (inconsciente y comprensiblemente, pero con destino circunstancial) una fusión de intereses vitales entre dos entidades maltrechas y humilladas: el papado, por Napoleón; y la Compañía, antes, por los gobiernos ilustrados de la Europa dieciochesca. Una fusión de intereses asustados que engendra otra forma de «santa alianza» para el apoyo mutuo en dirección reactiva contra lo que han sido las malas experiencias del pasado: el papado buscan47

Tomo la cita de C. DALMASES, op. cit, p. 167 (sin referencia).

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do su reafirmación unilateral, hasta que llegue el Vaticano II; y la Compañía asegurándose protección de aquel que había consentido en suprimirla. Esta forma de alianza es comprensible, pero no por ello deja de ser ocasional. Y por eso será lógico que se resienta cuando las aguas vuelvan a su cauce y en la Iglesia vuelva a aparecer un clamor de reforma parecido al del siglo XVI, con lo que la reforma •—aún más que la protección— se vuelve a convertir en el polo dialéctico —y armónico— de la incondicionalidad.

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estrellan en su misma esterilidad adolescente, salvo en esos momentos gratuitos en que la vida los concede como una promesa entrevista. La autoridad es función de todo grupo, y quizá más si el grupo debe desparramarse para la acción («communitas ad dispersionem»). Pero la autoridad no nace para sustituir la cogestión, sino para hacerla posible. Y su tentación —fácil y frecuente— es confundir la co-acción con la coacción.

2.1. Autoridad: un riesgo de la caridad 2.

OPCIÓN POR UNA EFICACIA MAS UNIVERSAL QUE LA INDIVIDUAL

Cien personas con una fuerza media de 2 pueden más que una sola persona con una fuerza excepcional de 10. Y el paso conjuntado y rítmico de un ejército por un puente puede hacer tambalearse una estructura que no se ve amenazada por el paso de las multitudes inconexas de cada hora. Estas experiencias tan elementales hacen brotar en todos los hombres anhelos de acción conjunta, de ser cuerpo. Sería imposible que ese mismo anhelo no le hubiese brotado a quien buscaba cómo emplear todos los recursos humanos para el mayor servicio divino. Ignacio sabía muy bien que «medianos talentos» son muchas veces instrumento «de muy notable fruto», mientras que grandes talentos no dan más que «mediano fruto», porque «se mueven de sí mismos, es decir, de su amor propio». 48 Y sin embargo, aun después de esa opción corporativa, la acción conjunta sigue siendo una de las cosas más difíciles para el ser humano, que —en definitiva— no es capaz de trascender su propia particularidad. La autoridad es por ello función necesaria en todo grupo, en todo conjunto, en todo cuerpo; y los sueños de armonías preestablecidas se

Ignacio, que era un hombre de acción y que pensaba que «el bien, cuanto más universal es más divino», tenía muy metido este modo de concebir. De entrada, no justificaba la autoridad porque el poder le pareciese por sí mismo una realidad teofánica o una transparencia de Dios. Con su grupo de compañeros, luego de tener ya votos de castidad y pobreza, estuvieron mucho tiempo dudando si hacer también voto de obediencia, cosa que sería absurda si la sola presencia de una autoridad implicase más transparencia de Dios. Más aún: él y sus compañeros decidieron llamarse «Compañía de Jesús», porque, «visto que no tenían cabeza ninguna entre sí, ni otro prepósito sino a Jesucristo a quien solo deseaban servir, parecióles que tomasen nombre del que tenían por cabeza». 49 Ignacio, además, sabía muy bien que «la ambición es la peste de semejantes cargos»,50 y luego veremos cómo trataba de que los evitasen los suyos. Pero el riesgo de esa peste es un riesgo tan necesario como el de quien se expone a contraer la peste física por servir a los afectados por ella; y su necesidad proviene del servicio que puede prestar tanto al grupo como a la acción conjunta. Entre las razones que aduce

49

« Carta a Diego Mirón, 17 de dic. 1552. OC 801.

50

FN, I, 204. También DALMASES, op. cit., 128. Constituciones 720. OC 573.

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la deliberación de Ignacio y sus compañeros para constituirse en obediencia, aparecen en primer lugar estas dos: «Si esta congregación nuestra tuviera el cuidado de cosas prácticas sin el suave yugo de la obediencia, ninguno tendría cuidado puntual de ellas, pues uno le echaría al otro la carga, como muchas veces lo hemos experimentado». —Y nosotros también, estaría tentado de añadir el lector, antes de seguir leyendo: «Igualmente, si esta congregación existiera sin obediencia, no podría permanecer y perseverar por mucho tiempo, lo cual se opone a nuestra primera intención de conservar perpetuamente nuestra Compañía. Por tanto, puesto que con ninguna cosa se conserva más una congregación que con la obediencia, nos parece necesaria principalmente para nosotros...». 51 Años más tarde, la primera razón que aducirá Ignacio para nombrar un General de la Orden, es también una razón funcional: «es necesario que haya alguno o algunos que atiendan, como a su propio fin al bien universal»;51 y merece subrayarse el que Ignacio diga «bien universal» y no «bien central»; igual que muy poco después: «es necesario que haya quien tenga cuidado de todo el cuerpo»,53 donde otra vez evita decir: «del órgano central del cuerpo», o cosa parecida. La autoridad es, pues, una función multiplicadora y universalizante que consiste en «atender como a su propio fin al bien universal», no en atender a su propio fin como si fuese un bien universal. Esta es su grandeza y su enorme riesgo. Y por tanto, la frase omnis potestas a Deo sólo es cierta si tiene una lectura mediatizada y no inmediata; y esa mediación es: «omnis communitas a Deo». Fuera de esta función, no se puede decir que el poder le inspire demasiada devoción: a pesar de que el órgano supre51

MHSI, series I I I , Cons. I p. 6. Sigue una tercera razón sobre los valores de la virtud de la obediencia. 52 Constituciones 719. OC 573. 53 Ibid., id.

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mo de autoridad en la Compañía lo sitúa Ignacio en la Congregación General, establece un generalato vitalicio; y una de las razones que da para ello —además de aprovechar la experiencia del que ya la tiene M— es el evitar demasiadas reuniones de todos, porque se supone que la Compañía andará «comúnmente ocupada en cosas del divino servicio»,55 que son, por tanto, más importantes. No deja de percibirse cierta ironía en esta forma de argumentar. Y cuando el colegio de Gandía delibera sobre si tener superior o no, Ignacio les escribe dando como primera razón «el ejemplo universal que nos enseñan todas las gentes que viven en comunidad con alguna policía, que así en los reinos como en las ciudades... comúnmente se suele reducir el gobierno a unidad de un superior, para quitar la confusión y desorden y bien regir la multitud».56 Esta es la primera ra-

54 Ibid., id. 55 Ibid., id. 56 Carta a los jesuítas de Gandía: OC 695. Hemos de añadir que Ignacio escribe en una época en que se acepta como principio filosófico válido lo que llamaríamos principio jerárquico o descendente: sólo es válido lo que viene de arriba (con un criterio, por tanto, más formal que de contenido); si algo viene de abajo o de fuera, por eso mismo ya no sería válido. «Y este es el medio con que suavemente dispone todas las cosas la Divina Providencia, reduciendo las cosas ínfimas p o r las medias y las medias por las sumas a sus fines. Y así, en los ángeles hay subordinación de una jerarquía a otra, en los cielos y en todos los movimientos corporales reducción de los inferiores a los superiores, y de los superiores, por su orden, h a s t a u n supremo movimiento» (Carta de la Obediencia 7, OC 815). Este principio está hoy descartado, incluso en teología y eclesiología: la Iglesia no es una jerarquía de la q u e b r o t a el pueblo, sino un pueblo para el que nace la jerarquía (cf. Lumen Gentium, cap. 2 y 3). La caducidad del principio jerárquico tampoco implica un principio meramente democrático ( = sólo es válido lo que viene de abajo), como a veces se esgrime hoy afectivamente. Pero sí que es innegable que el principio jerárquico ha dado lugar a determinadas unilateralidades en el modo de expresar la relación autoridad-Divinidad.

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zón, que a Ignacio le parece aún más seria en la Compañía «por ser personas de letras los que hay en ella», como aclara más adelante no sin un dejo de sorna. En ningún momento, pues, se arguye a partir de un supuesto carácter cuasisacramental o teofánico de la autoridad. Sí que vale, en cambio, el ejemplo de Cristo, por cuanto Jesús, al aceptar la condición humana, «viviendo en compañía de sus padres, vivía sometido a ellos».57 Una necesidad funcional de todo grupo, que Dios acepta y que hay que hacer fructificar para Él. Esa parece ser para Ignacio la verdadera fundamentación de la autoridad; y fuera de ese servicio a la universalidad del grupo, rehuirá sistemáticamente los puestos o los actos de poder. Así se trasluce de un triple aspecto de su praxis que vamos a considerar a continuación: a) las normas a sus estudiantes sobre los cargos universitarios; b) el rechazo de los obispados; y c) sus insistencias en lo relativo a la descentralización y a la limitación de ámbitos de poder. Veamos un momento cada uno de estos tres puntos. a) Dando instrucciones sobre los jesuítas de España que estudian en Alcalá, en Valencia, etc., Ignacio escribe que «hagan sus autos y pasen sus exámenes en manera que se vea si han estudiado bien o mal», pero que rehuyan todos los cargos «primeros o últimos». Y la razón que da para ello es «apartarnos de toda especie de ambición, tener paz y amor con todos, y ser conforme al espíritu de pobreza y humildad en que debemos proceder». Ignacio no ignora que tales cargos puedan ser un servicio a los hombres: su juicio es, como siempre, circunstancial; lo que él cree es que, en aquella situación concreta de las universidades hispanas del siglo XVI, «esto de los lugares ( = cargos) trae más peligros que provecho».58

57 Ibid., OC 695. 58 Carta al P. Araoz, 3 abril 1548. OC 708. En correspondencia

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b) En su rechazo de los obispados está subyacente la misma razón. Cuando el archiduque Fernando, hermano de Carlos V, se empeñó —probablemente con la mejor intención— en hacer obispo de Trieste a Claudio Jayo, uno de los primeros compañeros de Ignacio, el santo le escribe con la sinceridad más absoluta que «el espíritu de la Compañía es en toda simplicidad y bajeza ir de ciudad en ciudad», y que «si saliésemos de nuestra simplicidad sería en todo —deshaciendo nuestro espíritu— deshacerse nuestra profesión»; de modo que «si alguno de nosotros tomase obispado... la Compañía tornaría toda en tósico, en desedificación y escándalo de los que nos aman... porque tanto está el mundo corrupto que, en entrar alguno de nosotros en palacio de Papa, de príncipe, de cardenales o de señores, se crea que andamos con ambición».59 Pocas cosas se habrán escrito que resulten más críticas para el estado de la Jerarquía en el siglo de la Reforma que estas frases, que precisamente no quieren hacer una crítica, sino exponer lo que —con el Evangelio en la mano— cree un hombre bien intencionado que podría permitirse a sí mismo si de veras desea servir a Dios. Y la señal de que no andaba muy equivocado la tenemos quizás en el comentario que le hizo al santo el papa Julio III cuando, por fin, se dejó convencer y accedió a no hacer cardenal

con este horror al cargo, véase cómo t r a t a Ignacio a u n jesuíta de «alta cuna» que, por ello mismo, se sentía digno de un trato especial y de u n reconocimiento expreso de sus ayudas a la Orden: «También aviso a V. R., como aficionado en el Señor (que sabe lo soy) que querría que en el m o d o de hablar no se sintiese en V. R. cierto gusto de persona, que paresce da a entender se le deba usar más privilegio por haber ayudado con su hacienda, e t c . . y no le parezca a V.R. como por derecho propio quiere por eso se le tenga más respeto: que mostraría esto bajos quilates de ánimo, a quien paresce m u c h o lo que debía parescerle nada...» Carta a Cristóbal Mendoza, noviembre 1554. OC 892. 59 Carta a Fernando de Austria, diciembre 1546. OC 676-677. (Subrayado mío).

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a Francisco de Borja: «Vosotros no tenéis otra cosa en que pensar sino en el servicio de Dios; nosotros tenemos muchos impedimentos que nos distraen».60 c) Esta misma huida del poder se manifiesta en su forma descentralizada de concebir el ejercicio de la autoridad. Su ideal era una autoridad con el máximo de eficacia y el mínimo de poder o superioridad. Una autoridad cuya misión es animar y empujar coordinando, es decir; hacer que otros hagan (y según ellos, no según él mismo); ser alma y mover como el alma, no violentando. Entre el máximo de eficacia y el mínimo de poder, no es desde luego fácil dilucidar cuándo deberá inclinarse a un lado o al otro el fiel de la balanza. No existe fórmula prefabricada para ello. Y esto da razón de lo inesperada e inclasificable que resultó la forma ignaciana de mandar. Pero ese ideal se refleja en textos como la siguiente carta a un provincial absorbente y meticuloso: «No es oficio de prepósito provincial, ni general, tener cuenta tan particular con los negocios; antes cuando tuviese para ellos toda la habilidad posible, es mejor poner a otros en ellos... (El provincial) se resolverá en lo que a él toca resolverse; y si es cosa que se pueda remitir a otros... será muy mejor remitirse...; y yo para mí este modo tengo, y experimento en él no solamente ayuda y alivio, pero aun más quietud y seguridad en mi ánima. Así que, como vuestro oficio requiere, tened amor, y ocupar vuestra consideración en el bien universal de vuestra provincia... Para la ejecución no os impliquéis, ni por vos os embaracéis en las cosas, antes como motor universal, rodead y moved a los motores particulares, y así haréis más cosas y mejor hechas y más propias de vuestro oficio que de otra manera...». Con absoluto realismo, y otra vez con su gotita de sorna, Ignacio termina diciéndole

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que si se «entremete en los particulares más de lo justo», «sería muy ordinario» que los subditos le enmienden a él».61 Algo parecido determina cuando habla del General: «tiene necesidad de buenos ministros para las cosas particulares. Porque aunque entienda inmediatamente algunas veces en ellas, no puede dexar de tener prepósitos inferiores, que debrán ser personas escogidas a quienes pueda dar mucha autoridad y remitir las tales cosas particulares comúnmente».62 Esta es, exactamente, la idea contraria a la de todos los «kremlines», todas las curias y todas las entidades centralistas, a quienes interesa sobremanera que las autoridades intermedias sean peones fáciles de manejar por el poder central, porque, caso de que fuesen los verdaderos líderes que las bases necesitan, no podrían menos de crearle problemas al poder central. Y este respeto a la autonomía de las instancias intermedias no sólo está claramente aconsejado en la teoría, sino que se refleja en mil ejemplos concretos de la praxis ignaciana. Véase el contraste entre estos dos testimonios: El P. Oliverio Manareo cuenta que una vez actuó contra una orden del santo recibida por carta, y que actuó así tras madura reflexión, porque, imaginándose a Ignacio presente, le parecía que le diría: «actúa conforme a lo que has pensado, puesto que si yo estuviese aquí te mandaría actuar así». Cuando le contó lo hecho a san Ignacio, éste le respondió que, efectivamente, había obrado conforme a su voluntad. Y le dio como razón: «el hombre comunica las órdenes (officium), pero Dios da la discreción. Quiero que en las demás cosas actúes sin escrúpulo, como juzgues por las circunstancias que se debe actuar, sin que obsten las reglas y las ordenaciones».63 En cambio, a otro superior intermedio q u e , en situación 61

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L. PASTOR, Historia de los Papas VI (13), 177.

65

Carta a Diego Mirón, dic. 1552. OC 799-800. (Subrayados míos). « Constituciones 791. OC 586. « FN, III, 434.

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parecida, prefirió atenerse a la letra de lo mandado, Ignacio le reprende: «Pues aunque yo diga eso, siendo vos Ministro, ¿no habéis de tener discreción?».64 Los recuerdos de los suyos coinciden varias veces en este punto: hay un movimiento que va del subdito a la autoridad, que consiste en ahorrarle tiempo, llevar las cosas preparadas y examinadas, respetar los accesos intermedios, etc. Ignacio ha insistido infinidad de veces en este punto. Pero hay otro movimiento que va de la autoridad al subdito, y que recuerdan muy bien cuantos fueron subditos suyos: «N. P. Ignacio tuvo siempre muy presente dejar a los superiores inmediatos en toda libertad posible»;65 «quería nuestro Padre que los Provinciales en sus provincias tuvieran toda la libertad posible en el gobierno de ellas».66 Solía decir: «yo quiero que vos allá uséis de los medios que el Señor os enseñare que sean más convenientes, y os dejo en toda libertad para que hagáis lo que mejor os pareciere»67... Y, como suele ocurrir en San Ignacio, las razones para esta descentralización no son sólo prácticas, sino que la práctica va acompañada por la razón teológica: «el hombre comunica las órdenes, pero Dios da la discreción», acabamos de oírle decir. «Cuando la obediencia te manda hacer algo, no te quite la prudencia y la discreción».68 La autoridad suprema —precisamente porque la autoridad es funcional y no

64

FN, II, 482. El Administrado había exigido el cumplimiento de una orden general de Ignacio, en un caso particular en el que, por razones psicológicas, resultaba particularmente dura. 63 Memorial del P. González de Cámara, FN, I, 687. 66 Ibid., I, 685. Ver también 686: «¿Cómo puede un provincial gobernar con leyes y reglas generales, si cada día ocurren tantas y tan diferentes circunstancias que cambian totalmente la especie de los asuntos?». 67 lbid., 68

I , 684.

FN, III, 539-540. Se trata de una orden dada a un administrador para que convocase a todo un grupo. El administrador hizo acudir también a uno que se encontraba mal, alegando que Ignacio lo había mandado.

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teofánica— no tiene la exclusiva de la discreción. Tampoco tiene la exclusiva de Dios ni del Espíritu Santo: «Se fundaba también esta orden del P. Ignacio en que Dios nuestro Señor coopera particularmente con el superior inmediato e inferior en las cosas particulares que propia e inmediatamente pertenecen a su oficio; por lo cual quererlas limitar o gobernar con reglas universales es minimizar el papel del superior y consiguientemente impedir la cooperación de aquella especial gracia de Dios que, por referirse a un agente particular, tiene más eficacia para los tales negocios que cualquier otra».69 Y antes de concluir este apartado, vale la pena subrayar algo que ya ha sido insinuado: somos conscientes de que todo lo dicho no «resuelve» nada ni facilita precisamente las cosas a la autoridad; pero, en cambio, sí que le devuelve la calidad, humana y evangélica, a su función. Muchos pensarán que el proceder de Ignacio, al desautorizar a un mando intermedio que le había obedecido, porque «no tuvo discreción», puede dañar al principio de autoridad. Ignacio respondería seguramente que a él no le interesa «el principio», sino el servicio de la autoridad. Y, juntando otra vez la teología con la práctica, añadiría probablemente que, a la larga, nada daña tanto a la autoridad como el afán por mantener a toda costa «el principio de autoridad». Concluyamos, pues, señalando que la importancia teológica de la autoridad proviene de sus posibilidades para multiplicar, organizándolo, el servicio del hombre a Dios. Precisamente por eso, la autoridad es mucho más un arte que un mecanismo. Puesto que el poder no sustituye a Dios, y puesto 65

Memorial... FN, I, 686-687. En la obra citada en nota 4, p. 111, puede verse el texto completo, que es demasiado largo para citarlo íntegro, y donde andan muy entremezcladas las razones teológicas con las prácticas, como en este final: «porque si al Provincial se le limita y sustrae lo que se debe a su oficio, el Provincial usurpa el oficio del rector, y el rector el del Ministro y así sucesivamente los demás, dejando en gran parte perturbado el orden del gobierno que el Espíritu Santo enseñó a nuestro bendito Padre».

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que la autoridad —por importante que sea —nunca es fin en sí misma, sino medio para unlversalizar más la obediencia a Dios, por esto el mandato no suprime nunca la discreción y la responsabilidad del obediente. La apuesta por la autoridad y una cierta desconfianza hacia ella deben ir juntas. Y si el presente apartado ha considerado este punto más bien desde el ángulo de la autoridad y, por tanto, en sus significados prácticos y «administrativos», los apartados siguientes van a considerarlo más bien desde el ángulo del subdito, porque de este principio se siguen consecuencias importantes para la espiritualidad personal.

2.2. Obediencia: sentido de cuerpo y disponibilidad para él Una vez establecida esta dialéctica de necesidad y desconfianza frente a la autoridad, hemos de añadir que la relación con algo a la vez necesario y temido podría dar lugar a mucha literatura de color más o menos freudiano, en la que se hablaría de muertes del padre y de complejos de culpa interiorizados. Y (lo que sería más grave) no sólo puede dar lugar a mucha literatura, sino a muchas formas de conducta en consonancia con esa literatura. Pero todos esos peligros pueden evitarse cuando, por un lado, la desconfianza ante la categoría del poder va acompañada de la ignaciana desconfianza en sí mismo, dada la propia capacidad de autoengaño; y a la vez, la inevitable necesidad de la autoridad va acompañada de la opción por ella que está implicada en toda opción por un cuerpo concreto. De este modo, la desconfianza en sí convierte el temor en ayuda (o al menos le compensa con ella), y el valor del cuerpo convierte la necesidad en opción libre. Y parece ser que este nuevo doble elemento se daba para Ignacio, paradigmáticamente, en la vida y en la obediencia religiosas. De hecho, ese doble elemento constituye una especie de eje con dos ruedas que permite deslizarse a una buena parte de la argumentación de la Carta de la Obedien-

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cia. Privándola de este eje, será difícil que muchos sientan rodar la argumentación de Ignacio en este caso concreto. Pero ya hemos dicho que los destinatarios de la carta son gentes que —como el santo les recuerda—: a) han elegido libremente estar en la Compañía; y b) sufren probablemente de un cierto engaño colectivo. Veamos cómo la carta repite sistemáticamente las alusiones a estos dos puntos. Por lo que toca al punto «b»: — «El entendimiento puede errar en lo que nos conviene», sobre todo si ese error se reviste de perfección espiritual.70 — «En las cosas propias no son los hombres comúnmente buenos jueces por la pasión», y por eso es prudente «seguir antes el parecer de' otro (aunque superior no fuese) que el propio».71 — Todo ello convierte a la obediencia en un elemento indispensable de discreción espiritual, si lo que se busca es la voluntad de Dios: «el mejor modo de examinar si el espíritu viene de Dios o no, es ver si le sería duro o molesto someterlo a la obediencia».72 Como en tantos otros momentos, Ignacio no da aquí una norma de acción, sino de autoconocimiento; no dice que se haga lo que más cueste, sino que se atienda y se examine la reacción secreta de la propia sensibilidad.73 Esta desconfianza en uno mismo, aunque puede tener sus límites como toda virtud (y el santo la sabe contrapesada por la fuerza de la propia razón), no es, sin embargo, un mero ejercicio ascético sin finalidad apostólica: es un elemento necesario de la opción por un cuerpo. 70 Carta de la obediencia 3. OC 811. 'i Ibid., OC 812. 72 Carta a Andrés Sidéreo, diciembre 1549. OC 747. Y en otro momento: «es más fácil que se engañe vuestro juicio que el suyo» (OC 899). 73 Por eso aconseja de varías maneras dejar pasar tiempo antes de representar o contradecir (OC 924): a veces 3 ó 4 días, a veces hasta un mes. Regla de oro que el ritmo trepidante de la vida moderna hace, sin embargo, más difícil cada vez.

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Por lo que toca, pues, a este aspecto de la opción corporativa (que era el anterior punto «a»), él es el que convierte la obediencia (que propiamente hablando se debe sólo a Dios, porque «uno solo es el Padre y uno solo el Señor y uno solo el Maestro, y vosotros sois todos hermanos»74) en disponibilidad. Disponibilidad al cuerpo, pero que exigirá la mediación de la autoridad, porque el universal-concreto no puede existir en nuestra limitada dimensión sin ese tipo de mediaciones. Ignacio enmarca la carta en un contexto en el que «un religioso toma a uno por superior»,75 en el contexto del superior «que el hombre ha tomado para regirse por él».76 Ahora bien, es evidente que esa elección del superior nunca o casi nunca se da de manera inmediata: lo que inmediatamente se elige es el grupo, el cuerpo™ La universalización de la propia limitación (universalización que comporta siempre una cierta desindividuación) puede implicar la aceptación de limitaciones concretas a la propia universalidad potencial (es decir: a la propia verdad o la razón que uno pueda tener), siempre y cuando estas limitaciones no parecieran implicar una merma de la única verdadera universalidad, que es la voluntad de Dios. De este modo se insinúa ya el tema de nuestro último capítulo: la relación entre disponibilidad al cuerpo y obediencia a Dios, o entre voluntad del superior y voluntad de Dios. Pero antes de entrar en ese último capítulo, vamos a hacer una larga pausa para ilustrar con unos cuantos ejemplos » Cf. Mt 23, 8-11. 75 Carta de la obediencia 2. OC 809. 76 Ibid., 3. OC 812. 77 Al menos en las Ordenes apostólicas y en las formas occidentales de vida religiosa. En el Oriente perviven otras formas de vida religiosa en las que sigue primando la elección del «maestro» o superior sobre la del cuerpo; pero no son formas de vida apostólica. En cambio, en el caso de Ignacio es fundamental —como observa H. RAHNER— que «todas las formas de obediencia, según la concepción fundamental de S. Ignacio, sirven a la finalidad apostólica» (Op. cit., 87).

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lo que acabamos de decir. Aunque se trate de ejemplos que no están tomados de la vida religiosa, sino del contexto más amplio de la vida eclesial de la fe, son ejemplos que, por lo clamoroso de sus dimensiones, creo que aclaran como ningún otro lo que estamos queriendo decir.

2.3. Aprender de la historia, también en la Iglesia.

2.3.1.—El problema de los ritos malabares y de los usos chinos Durante los siglos XVII y XVIII tuvieron lugar en el mundo.de las misiones dos famosas disputas: una referente a los usos funerarios chinos (que los misioneros jesuítas aceptaban por darles un significado meramente civil y no religioso), y otra relativa a los llamados «ritos malabares». Luego de casi un siglo de polémica, de intervenciones de Roma (más restrictivas en algunos papas y más abiertas en algún legado pontificio), Benedicto XIV zanjó ambos problemas: el primero por la bula Ex quo singulari, de febrero de 1742; el segundo por la bula Omnium sollicitudinum, de septiembre de 1744. La cuestión es extremadamente compleja, y la posterior supresión de la Compañía hace imposible medir hasta qué punto semejantes medidas dañaron definitivamente a la tarea misionera de la Iglesia. Es compleja, además, porque en ella se mezclaban factores muy diversos: diferencias entre los mismos misioneros (franciscanos contra jesuítas, etc.), cuestiones de lenguaje (el nombre chino dado a Dios), elementos quizá supersticiosos, junto con otros que hoy parecen ridículos...78 Finalmente, hay en medio de todo el problema cultural un problema social dis78

Se trataba, sin ánimo de exhaustividad, de cosas como las siguientes: la inclinación ante el féretro; la presentación de alimentos y otras ofrendas a los difuntos; la supresión del soplo y de la saliva en el ritual del bautismo (los misioneros lo explicaban a Europa argumentando que, así como el estiércol de la

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tinto, pues la orientación cultural de los jesuítas abandonaba a los parias y buscaba la rapidez de la conversión a base de empezar por las clases altas (de lo cual hay que decir —como mínimo— que choca con la sensibilidad espiritual moderna). Por todo ello, no sabe uno juzgar si, en caso de haber prevalecido la inculturación iniciada por los jesuitas, India y China habrían llegado al s. XX con un cristianismo mucho más numeroso, aunque quizás inficionado de elementos sincretísticos (al menos a nivel popular) como ocurre vg. en América Latina. Finalmente, en la pelea se entremezcla u n plan de acción cuidadosamente trazado, que había de acabar con la supresión de la Compañía de Jesús, y en el que se encuentran curiosamente aliados jansenistas y gobiernos ilustrados o enciclopedistas. En este plan de acción intervienen infinidad de calumnias y de informaciones deformantes o generalizadoras que convierten en ley general los abusos particulares, para de esta manera desacreditar a toda una corriente, tal como se ha hecho también en nuestro siglo con la opción de la Compañía por la promoción de la justicia. Bien consciente de todo esto es el siguiente párrafo de Pastor comentando la bula del Papa: «No obstante la moderación de la expresión, el tono del documento es, a no dudar, duro contra los jesuitas. Estaba justificado por los informes que el Papa tenía de las Indias y a los cuales debía atenerse. Mas no pocos de tales informes eran a todas luces exagerados. El superior de los jesuitas franceses residentes en la India meridional, Coeurdoux, tan pronto como recibió la Constitución pontificia ordenó que se realizase una investigación sobre el uso del

vaca repugna al europeo, aunque sea sagrado para el indio, a éste le ocurre lo mismo con la saliva...); la supresión del ayuno y la abstinencia en los días que coincidían con el año nuevo tonquinés... Y no deja de ser extraño que, p a r a justificar estas prohibiciones, Benedicto XIV arguya en una de sus Bulas con que las conversiones son obra de Dios. Finalmente, véase, sobre Ricci, A. SANTOS, «Las Misiones Católicas», en el vol. X I X de la Historia de la Iglesia de FLICHE-MARTIN, pp. 146 ss.

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Taly (un amuleto de carácter probablemente idolátrico). Entre ocho mil cristianos, sólo fueron encontrados dos de dichos amuletos prohibidos». 79 ¡Y sin embargo, Benedicto XIV temía por su salud eterna si no intervenía con el vigor con que lo hizo! Y mientras tanto, ese mismo Papa tan escrupuloso declaraba en más de una ocasión (tantas veces que el dicho se filtró y fue conocido fuera del Vaticano) que el jansenismo era un fantasma y una simple invención de los jesuitas. 80 Hoy todo el mundo concederá sin dificultad que el jansenismo era para la Iglesia un peligro mucho mayor que los conatos de inculturación en la India y en China. Pero entonces costó comprenderlo, dado el poder de los jansenistas en Roma y el tipo de informaciones que llegaban allá, y que estaban interesadas en m o s t r a r no sólo lo inadmisible de los usos chinos, sino además que los jesuitas no habían obedecido y seguían desobedeciendo las orientaciones pontificias. Nada ofrece mejor idea de estos empeños que el siguiente escrito dirigido a Propaganda Fide por uno de los mayores acusadores de los jesuitas (y que, curiosamente, murió reconciliado con ellos y haciendo testamento en favor de ellos): «Hubiera deseado ver sus escritos de defensa... Mas, aun cuando no los haya visto, puedo asegurar a Vuestra Eminencia que están plagados de engaños o al menos de ambigüedades... Créame Vuestra Eminencia que ellos han de engañar sin género de duda a la Congregación, con sus libros llenos de argucias».81 Es fácil comprender el dolor que este tipo de obediencia puede llegar a causar. Un misionero alem á n en China, A. Hallerstein, que más tarde sería presidente del tribunal de matemáticas de Pekín, escribía el 6.X.1743 a su hermano, residente en Viena: «Preguntarás qué sensación han causado aquí las nuevas disposiciones de Benedicto XIV sobre los usos chinos. Respondo: la que no podían menos de

» L. PASTOR, Historia «o Ibid., id. 330. H Ibid., id. 338-39.

de los Papas, XXXV, p . 402.

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causar. Por nuestra parte las hemos acatado, las hemos jurado y las cumpliremos. Realmente, la cosa no tiene ahora ni con mucho las dificultades de antes, pues, en la actualidad, la cristiandad china se compone casi exclusivamente de gentes sencillas que apenas si tienen con qué alimentarse o dónde albergarse, y mucho menos para ofrecer alimentos o edificios a sus antepasados».82 Y finalmente, resulta también expresiva la siguiente carta escrita en latín por el P. General Francisco Retz a un jesuíta de Pekín: «No hay que lamentarse demasiado si llegan aquí quejas contra los Nuestros... y aquí tratan de remediarlas tomándolas por verdaderas: nuestra común condición es que, luego de hacer todas las cosas, seamos tratados como siervos inútiles y a veces como dañinos. No son los siervos mejores que el Señor y, por tanto, todo lo que le ocurrió a Este deben esperarlo ellos».83 Estos datos son suficientes para el comentario que haremos después. Terminemos señalando que las decisiones romanas sobre el Oriente fueron revocadas por la Curia Romana en 1939 y 1940.84 Más tarde, en 1949, el Cardenal Tisserant declararía que habían sido los días más negros de la historia de las misiones.

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Juan III de Suecia. Eran momentos históricos en que la conversión del rey habría implicado la de todo el pueblo, por el discutible principio que cuajaría más tarde en la fórmula «cuius regio eius et religio». Las condiciones que ponía el rey para su conversión eran: la lengua vernácula en la misa, la comunión bajo las dos especies para los laicos, y un clero casado. Tanto a Nielssen como al legado pontificio Possedino les parecieron tan viables estas condiciones, ante lo que significaba la conversión de Suecia, que el rey llegó a renunciar al luteranismo y recibió la comunión. Sin embargo, Gregorio XIII rechazó conceder las dispensas requeridas, ante lo que Juan III dio marcha atrás. Es inevitable pensar cuál habría sido la suerte de aquella Europa deshecha por guerras de religión, si Suecia hubiese sido católica y Gustavo Adolfo no hubiera nacido protestante en el siglo siguiente 85 ... Otra vez nos encontramos ante un caso de obediencia que debe resultar enormemente doloroso, porque ningún precepto divino impedía a Roma aceptar esas condiciones (dos de ellas las ha aceptado ya) y porque el obediente palpa muchos efectos particulares desastrosos, sin acabar de captar la plena razonabilidad de la medida. Probablemente estos son casos de esos en los que san Ignacio aceptaba que «la devota voluntad no puede inclinar más al entendimiento».

2.3.2.—La frustrada conversión de Suecia al catolicismo Hacia 1577, y por influjo del jesuíta Laurits Nielssen, decidió convertirse al catolicismo el rey «2 Citada en PASTOR, ibid., 395. 83 Ibid., 382. 84 Cf. W. BANGERT, Historia de la Compañía de Jesús, Sal Terrae, Santander 1982, p. 571, más AAS 32 (1940), pp. 24ss. y 379. En ambos decretos se dice que, debido a la secularización de la sociedad, ha cambiado el significado de aquellos usos. Pero conviene saber que esa misma razón ya la habían dado tanto el emperador como los letrados chinos en tiempos del P. Ricci. Cf. J. A. EGUREN, «El P. Mateo Ricci», en Estudios Eclesiásticos 226 (1983), pp. 343 y 349.

2.3.3.—En las reducciones del Paraguay Un caso de obediencia todavía más discutible tiene lugar a propósito de las reducciones del Paraguay. En 1750, Fernando VI de España zanjó antiguos pleitos de fronteras con el rey de Portugal mediante un tratado en el que le cedía una serie de territorios que eran sedes de reducciones. El tratado implicaba que unos trescientos mil indios de esas reducciones serían trasladados, no se decía dónde ni cómo, sino sólo que «a la orilla opuesta del río Uruguay». Detrás «5 Cf. W. BANGERT, Op. cit., 106-107.

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de ese tratado andaba el empeño de las «multinacionales» de la época —piratas y conquistadores —por desmantelar las reducciones para tener mano de obra barata y encontrar los supuestos tesoros que los jesuítas guardaban allí y que eran —en opinión de estos negociantes— la única explicación posible de la prosperidad de las reducciones. El General de los jesuitas, Visconti, obligó a los misioneros a cumplir el tratado, a veces con órdenes concretas totalmente irrealizables. 86 Esto y la suerte de tantos indios hacen este ejemplo infinitamente más complejo que los dos anteriores. Seguramente estamos ante uno de esos casos, de los que luego hablaremos, en donde puede plantearse la objeción de conciencia o la pregunta de si obedecer a los hombres y no a Dios. Así ha sido considerado algunas veces el tema de las reducciones del Paraguay por la literatura posterior, como por ejemplo en una polémica obra de teatro de Fritz Hochwálder, cuyo título fue precisamente: En la tierra como en el cielo. Pero el horizonte, ya ennegrecido por la campaña p a r a la eliminación de los jesuitas, complica las cosas enormemente. 8 7 Aquí, pues, no lo citamos para discutirlo (en sí mismo es infinitamente más largo y más complicado), sino como u n ejemplo más de hasta dónde puede llegar la dureza de u n mandato...

Hemos buscado deliberadamente ejemplos de obediencia que pueden considerarse entre los más heroicos y complicados. Tan heroicos que quizá no pueda exigirse semejante obe86

Cf. lo referente al comisariato del P. Altamirano, en ASTRAIN, Op. cit., VII, 655ss. 87 La Compañía fue expulsada de Portugal en 1759, de España en 1767, y suprimida en 1773. Las acusaciones de desobediencia al papa fueron siempre uno de los cargos decisivos, en toda esta campaña, por parte de aquellos a quienes pocas cosas les importaban menos que el papado. Este detalle refuerza la hipótesis que hacíamos, al cerrar el capítulo primero, sobre el cambio de sentido de la vinculación al papa en la Compañía restaurada.

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diencia en grado sobresaliente a un grupo numeroso (mucho es si la hubo en grado suficiente). Y tan complicados que yo no me atrevo a decir —y me gustaría saber si alguien se atreve a ello— que fuera voluntad antecedente de Dios el que no se convirtiese al catolicismo el rey Juan o que los indios y chinos abandonasen algunos usos nacionales concretos para hacerse cristianos. ¿Cómo se justifica, pues, esta obediencia desde el punto de vista teológico si no puede apelarse sin más a que el mandato expresa la voluntad de Dios? Se justifica, en mi opinión, por amor a la Iglesia o —para decirlo con las formulaciones usadas en este capítulo— por un espíritu de comunión con el cuerpo de la Iglesia. Y una comunión realista: con este cuerpo tal cual es en verdad, y sin escaparse hacia evasiones «religiosas» que eliminan de él la dureza de todo crearcuerpo. O con otras palabras: el mal que se hubiese producido en la Iglesia universal por una desobediencia (que hubiese llevado a la ruptura cismática) era mayor que el bien particular de dos cristiandades concretas, a las que Dios es poderoso para salvar, y salvará, tanto dentro como fuera de la Iglesia, porque, por fortuna, no está ligado a ella. Y viceversa: el mal producido por estas órdenes discutibles o poco matizadas resultaba menor que el de una ruptura en el tejido de la cristiandad. Los que obedecieron esas órdenes tan duras aceptaron para sus cristiandades un mal que —a pesar de todo— es menor que el que originó a la Iglesia la separación de Lutero. En mi opinión, la historia permite afirmar esto, sin minimizar por ello en absoluto la parte de responsabilidad que tenga el gobierno eclesiástico, y que ahora tampoco pretendemos medir. Por eso, porque se trataba del mal menor para toda la Iglesia, como única salida posible, cabe decir que, una vez que eran un hecho las bulas pontificias, era voluntad de Dios el obedecerlas. Pero quizá no se pueda afirmar que la voluntad de Dios era lo que se dictaminó en esas bulas. Como tampoco cabe decir que —ya antecedentemente a la libre de-

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cisión de los hombres— fuese voluntad de Dios la cruz de su Hijo; y sin embargo, Jesús obedeció al Padre muriendo en la cruz. Hasta ese punto respeta Dios la libertad que Él mismo ha querido dar a la historia de los hombres. Y quien obedece en estas situaciones-límite debe saber estas dos cosas: a) Que él no es el juez de la historia, por más que, en situaciones parecidas, el juicio nos brote a todos a veces en borbotones incontenibles. Quienes provocaran esos males en la Iglesia son también ellos responsables ante Dios y no meros representantes de Él, si es que fallaron por abuso de poder o por calumnia o manipulación sobre la autoridad, cosas estas que ningún hombre puede decidir. Y si esos responsables eran papas, serán juzgados por Dios con más severidad que otros papas que quizás arrastraron en sus vidas otras debilidades personales: porque el abuso de poder daña más al Reino que el abuso meramente en el tener o en el placer, ya que corrompe al ser humano en una fibra más interior; hasta el extremo de que si estos otros dos abusos son tan peligrosos, es sobre todo porque pueden llevar (y llevan) al hombre a ulteriores abusos de poder: «y de ahí a todos los vicios» como solía argumentar san Ignacio acerca de la riqueza.88 b) Y más importante: además del servicio que se hace al cuerpo no rompiéndolo, el obediente, siguiendo el modelo de Jesús, puede hacer la apuesta creyente de que su sacrificio será aceptado y se convertirá en redentor. Una vez que se ha tratado de evitarlo, si el sacrificio se impone por la fatalidad de las limitaciones humanas o por las virgilianas «lágrimas de las cosas», quien cree en Jesucristo puede afirmar que «entrega su espíritu al Padre» (Le 23, 46) para que el Padre lo transforme en «donación del Espíritu (Jn 19, 30) a la historia. Este es el verdadero sentido teológico •—y el único— de la palabra «sacrificio» y el verdadero carácter redentor del ss EE 142.

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sacrificio, del que tanto se ha abusado: el Reino no se hace con nuestros proyectos, sino muchas veces con nuestro ser desposeídos de ellos por el mal del mundo. Para no poner ejemplos del presente, piénsese en José de Calasanz, que llegó a ver suprimida la Orden que acababa de fundar; y que recomendaba obediencia. Y esta obediencia, como la de Jesús, no supone proclamar que el mandato, pecaminoso quizás, era correcto, sino que supone más bien un perdonar como Jesús: perdónalos, porque no saben lo que hacen (Le 23, 34). ¡Quién sabe si la autoridad, con todas sus ambigüedades, no podrá tener teológicamente esta misión de sembrar en la Iglesia sangre de mártires...! 89 2.4. Conclusión: autoridad-obediencia como forma de relación humana De estos dos primeros capítulos emerge una conclusión que sitúa a la obediencia en el campo de la relación humana: 89

Nada de lo dicho implica una exhortación al fatalismo o a rendirse antes de tiempo: eso sería tentar a Dios pidiéndole que libre Él las batallas que debe librar el hombre. Pero el problema nace cuando estas batallas —como en el caso de Jesús— parecen terminar en derrota. En cambio, la reflexión hecha en el texto me parece de importancia capital, porque en ningún lugar está dicho que las tragedias eclesiales hayan terminado ya; y porque esas tragedias no se producen con la instantaneidad con que a veces las presentan los esquemas de historia, por su preferencia hacia los hombres y las fechas. Pero la separación de Oriente no tiene lugar en 1054 a secas, sino que viene cociéndose durante siglos de incomprensión mutua, de distancia y de errores por ambas partes; y nada digamos de la ruptura de Lutero, cuando la reforma había sido reclamada durante tanto tiempo, y tan inútilmente, por el pueblo cristiano —santos incluidos—. A la luz de estos ejemplos puede uno en horas de pesimismo sentir el temor de si, en la Iglesia del s. XX, no se estará incubando algún futuro cisma para el s. XXI o el XXII, por ejemplo en la maltratada América Latina. Dios quiera que las historias que acabamos de contar ayuden a impedirlo.

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el capítulo primero, en una forma de relación más personal; el segundo, en relación más bien con un grupo o una comunidad. Pero en ambos casos se ha tratado siempre de una relación humana. Precisamente por eso hay que añadir, para concluirlos, que, como toda relación humana, la obediencia sólo funcionará bien y con los ejes engrasados cuando se dé en ella esa inversión que es característica utópica de toda relación humana plena: que cada uno deje de pensar en sí para pensar en el otro, y vaya haciendo la experiencia de resucitar en la muerte, de reencontrarse a sí en su pensar en el otro. Esto supone que la relación autoridad-obediencia sólo funcionará bien cuando la autoridad piense más en las personas que en las estructuras y el subdito piense más en la totalidad del grupo que en su persona. «Toca a mí y a todos los superiores usar en el mandar aquella circunspección que exige la discreta caridad».90 Cuando Ignacio habla de «la discreta caridad» a lo largo de sus obras, suele estar aludiendo a conductas que no pueden ser delimitadas ni definidas, pero a las que cabría aplicar únicamente el famoso dicho de Agustín: «dame un corazón amante y entenderá lo que digo». De todos modos, algún pequeño intento de describir esa «discreta caridad» lo encontramos, por ejemplo, en esta frase de la Fórmula del Instituto: «en su prelacia se acuerde siempre de la benignidad y mansedumbre y caridad de Cristo, y del dechado que nos dejaron San Pedro y San Pablo»; 91 no es que históricamente consten demasiados datos de ese «dechado», pero al santo tampoco le importa, porque se trata de apuntar a algo que es, por su enorme calidad, indefinible. Quizá sí que podemos hallar un rasgo más concreto en esta frase maestra de las Constituciones sobre el General, que revela una entrañable dosis de conocimiento, de confianza y de empatia con el corazón

90 91

Carta a Gaspar Gropello, julio 1553. OC 821. Fórmula del Instituto. OC 412.

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humano: «ni dexe de tener la compasión que conviene a sus hijos, en manera que aun los reprendidos o castigados reconozcan que procede rectamente en el Señor nuestro y con caridad en lo que hace».92 ¡Qué lejos está ese empeño de la otra obsesión, ya comentada, por «salvar el principio de autoridad», propia de la autoridad que sólo piensa en sí...! La obediencia es, pues, una forma de relación humana. Una relación que, con la aparición de la Modernidad, ha sufrido una innegable sacudida que ha hecho cada vez más imposible esa clásica inversión de las relaciones (cf. Jn 13, 1214) de que hablábamos hace un momento. De parte del subdito, esa sacudida se ha producido por la entrada del individualismo de la Modernidad en la cultura teológica; entrada que en principio era inevitable y que no por tener riesgos deja de poder ser benéfica; pero que vuelve insuficientes muchas de las antiguas formulaciones y justificaciones teológicas sacralizadoras de la autoridad. Pero de parte de la autoridad, se han dado también en el mundo moderno una serie de factores que impedían esa conversión de la relación humana de que estamos hablando: a) En primer lugar, la resistencia a renunciar a las falsas sacralizaciones de la autoridad, olvidando con ello la clara exigencia evangélica de convertirla en servicio: «vosotros no así» (Le 22, 26). Esto más bien convertía a la autoridad en lugar de tentación-de-poder-mundano, como muy bien había visto Ignacio de Loyola: por ejemplo, no tendría que ser necesario que en la coronación de un papa se le recordase que «sic transit gloria mundi». ¿Qué pinta la gloria del mundo en ese contexto? h) En segundo lugar, una centralización excesiva de las formas de gobierno, fruto de la inercia histórica; con lo que se engendra en las autoridades intermedias una fuerte tenta-

92

Constituciones 727. OC 575.

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ción de «carrerismo» o de quedar bien sólo con los de arriba y no con los suyos. c) Y finalmente, una dificultad cada vez mayor en el ejercicio de la autoridad, por la dificultad de las situaciones y la complejidad de los problemas, que con frecuencia ha dado lugar a situaciones de responsabilidades excesivas o angustiosas y a autoridades sobrecargadas, con la comprensible tentación, de quien está al límite de sus posibilidades, de pensar más en sí que en los otros. Todas estas causas piden no sólo una renovación de la teología de la comunión y de la obediencia, sino también una renovación de la teología y de la ética de la autoridad; y aun del «arte» de su ejercicio. Y la fuente de esta renovación, en todos los casos, no puede ser otra que el evangelio de Jesucristo, único Maestro y único Señor. Nunca los ejemplos de la autoridad mundana, sino más bien la que Ignacio llamaba «la benignidad y mansedumbre y caridad de Cristo».93

3.

ENTREGA DE SI E INVIOLABILIDAD DE LA CONCIENCIA

Una conclusión importante de nuestros dos capítulos anteriores es ésta: porque el carácter comunitario de la fe y del seguimiento de Jesús son voluntad de Dios, y porque la autoridad es mediación indispensable de ese carácter comunitario, es por lo que se habla del superior como mediación de la voluntad de Dios. No porque el poder en sí mismo sea sacramental o teofánico. De esta conclusión se sigue que la autoridad es una mediación no mecánica. Cuando san Ignacio insiste en el presupuesto de que el superior es aquel a quien el hombre «.ha tomado como intérprete de la voluntad divina» o ha elegido «para que le enderece y gobierne en el

93

Ver texto citado en nota 91.

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divino servicio», presenta precisamente esta elección como fundamento de la vicariedad del superior respecto de Cristo.94 Pero hace un momento señalábamos que no puede tratarse aquí de elecciones directas e inmediatas de superior —cosa que daría lugar más bien a partidismos o a subjetivismos—, sino que la «elección» del superior está implícita en la elección del grupo, o del carisma comunitario que concreta el seguimiento de Jesús para una persona determinada, y en la aceptación del carácter eclesial de la fe. Hay que reconocer que este carácter no mecánico de la representación de la voluntad divina por el superior —que brota de todo lo expuesto en los capítulos anteriores— puede dar lugar a numerosos problemas. Pero a pesar de todo, ese carácter no mecánico debe ser hoy reivindicado con fuerza, no sólo por fidelidad al Nuevo Testamento (que acepta la posibilidad de que los superiores religiosos manden contra Dios y la necesidad de obedecer a Dios antes que a los hombres: Hech 4, 19), sino también porque nuestro tiempo necesita muy explícitamente esa reivindicación. Los hombres del s. XX han hecho las más dolorosas de sus experiencias en torno precisamente a la práctica de la autoridad, y ello tanto en las dictaduras del Oeste como en los goulags del Este. Las apelaciones a la «obediencia debida», para descargarse de las responsabilidades más inalienables, han aparecido ante los hombres de hoy como algo que podía significar la muerte de las conciencias y, con la muerte de la conciencia, la muerte del hombre mismo. Alguna parte de culpa en este drama estremecedor es preciso reconocérsela a un sector de la teología católica que se empeñó en presentar la obediencia como una simple abdicación de la responsabilidad, como una venta de la propia conciencia a cambio de una seguridad intocable. Ahora bien, la identificación demasiado inmediata entre la voluntad del hombre constituido en autoridad y la voluntad absoluta de Dios puede actuar con faci-

» Carta de la Obediencia 3 y 2. OC 812 y 809.

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lidad sobre el psiquismo humano a modo de un «padre» freudiano, cuya aceptación se necesita a toda costa para superar falsos complejos de culpabilidad (que son algo muy distinto de la conciencia de pecado, la cual es siempre, a la vez, conciencia de perdón). En este caso, el superior suplantaría a Dios en vez de ayudar a encontrarle; y sería fatalmente obedecido aunque mandase cosas contra Dios. Y sin embargo, esa teología pseudocristiana no podía apelar como justificación a sus propias fuentes. Una de las cosas más extrañas de la iglesia primitiva, que cuenta el libro de los Hechos, es que aquel puñado de hombres, cobardes y nacidos en un ghetto religioso absolutizado, tuviesen, sin embargo, valor para desobedecer al Sanedrín, anunciando a Jesucristo, y hallasen en esa desobediencia (y en la condena y castigo por ella) no una fuente de culpabilización, sino de alegría.95 Y por lo que toca a Ignacio de Loyola, su práctica muestra muy bien hasta qué punto sabe el santo que la obediencia —aunque sea uno de los mejores medios que tiene el hombre para encontrar la voluntad de Dios, dada la gran capacidad humana de autoengaño— tampoco es un medio mecánico e infalible y, por eso, es sólo una ayuda vital; nunca un tranquilizante o un eximente de la propia responsabilidad.96 Los límites prácticos de esta mediación son los mismos

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que la voluntad puede encontrar en la razón bien dispuesta y los que la conciencia puede encontrar en una voluntad pronta. Sus límites teóricos vienen marcados por lo que decíamos al final del capítulo anterior sobre la obediencia como forma de relación humana, en la que cada uno tiene su centro en el otro, y que ahora —para el objetivo de este capítulo— podemos reformular así: si el superior es una mediación de la voluntad de Dios para el subdito, de ahí no se sigue que sea también mediación de la voluntad de Dios para sí mismo, sino que el subdito es también una mediación de la voluntad de Dios para la autoridad. La olvidada teología del «sensus fidelium» ya había captado esto mucho mejor que nosotros, y en tiempos tal vez menos propios para ello. Y cuando esta relación dialéctica se rompe, el problema autoridad-obediencia queda sacado de sus planteamientos evangélicos y teológicos para ser reducido a pura política contingente, aunque se invoque a Dios para ella como se le ha invocado en vano para tantas otras políticas contingentes. Porque siempre habrá hombres que utilizarán a Dios, o a los dioses, para imponerse a los demás. En este capítulo, pues, nos toca considerar esos límites de la mediación de la autoridad, siguiendo otra vez los pasos de san Ignacio.

3.1. El poder de la voluntad sobre la razón

« Cf. Hechs 4, 18-21 y 5, 27-42. 96 «La suposición legítima de que el mandato del superior no sólo en el orden subjetivo, sino también en el objetivo, es éticamente irreprensible, no implica simplemente la dispensa de la obligación fundamental de cada hombre de que, antes de toda acción libre, debe tener certeza de la licitud moral de la misma». Palabras de Karl Rahner que su hermano Hugo considera como exégesis actual de estas otras de Ignacio: «conserva dondequiera la libertad de espíritu y no tengas especiales consideraciones para con ninguno; sino manten la libertad de espíritu ante las cosas opuestas y no la pierdas por ningún motivo: nunca desfallezcas en esto». (Ver las citas en H. RAHNER. Op. cit., 114).

Con una concepción epistemológica que hoy resulta muy moderna, Ignacio de Loyola adivinó que la razón humana no es un fulcro inamovible, sino que la razón puede ser y es, de hecho, movida. Es movida por la sensibilidad, por la afectividad y por el interés, a niveles inconscientes. Y si esto ocurre así, también podrá ser movida por una voluntad purificada y en paz, por una sensibilidad confiada y disponible. La limpieza de corazón hace «ver». La sensibilidad limpia, aporta datos, ilumina espacios, disuelve pantallas, sugiere temas, proporciona focos... tanto o más que la sensibili-

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dad turbia. Y la rectitud del juicio de la razón no estriba meramente en lo correcto de su funcionamiento formal, sino en los datos e instrumentos con que ha contado para funcionar: la conciencia de su propia particularidad y limitación, la apuesta confiada por el otro, el recuerdo de pasados errores en cosas que se vieron como evidentes... Por eso, porque la razón puede ser movida, Ignacio no considera perfecta una obediencia si ésta no trata incluso de mover a la razón o de impedir al menos que la razón sea inconscientemente movida por una sensibilidad menos purificada: «tiene por imperfecta la obediencia del subdito si se contenta con hacer lo que le manda y quererlo hacer, si no siente también que se debe hacer».97 El verbo que he subrayado me parece fundamental: en la obediencia de juicio —como en otras muchas formas de funcionamiento de la razón para san Ignacio— se trata de un sentir. Y ya la apelación al «sentir que se debe hacer», como elemento integrante de la obediencia, constituye la mejor desautorización de todas las apelaciones a la «obediencia debida» como justificación de crímenes innegables: pues si la obediencia fue «la debida», ello implica el sentimiento de que aquello debía hacerse. Y, con ello, grava la conciencia de quien ahora quiere defenderse desgravándola. Pero si la razón puede ser movida, Ignacio sabe muy bien que puede serlo sólo hasta cierto punto: «en cuanto puede la jurisdicción de la voluntad extenderse sobre el entendimiento».98 Un «en cuanto» que nunca podrá ser declarado en detalle, y será por eso mismo fuente de problemas. Pero en ningún lugar está dicho que tratar de practicar el Evangelio sea ahorrarse problemas: esto es más bien la falsificación más sutil del Evangelio. O con otras palabras de Ignacio: se puede actuar —y el 97

Carta de Polanco al P. Urbano Fernández (junio 1551). OC 768. 98 Ibid., id. Recuérdese lo que hemos narrado en las pp. 44-45 de este escrito (notas 22-26).

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santo pide que se actúe— «contra la inclinación natural que tienen los hombres a seguir el propio juicio»,99, no contra la obligación que tienen los hombres de seguir a su tazón, una vez se ha tratado de purificarla. Que no siempre se pueda distinguir dónde acaba la inclinación natural y dónde empieza la obligación, no es sino un resultado más de la incapacidad del hombre para manipular a Dios y para disponer de los juicios de Dios.100 En resumen, esta aparente «concesión» dialéctica, que distingue entre la inclinación y la obligación, no hace sino plasmar aquella otra dialéctica tan querida a san Ignacio: si por un lado deseaba que se entrase en la obediencia «con los dos pies» 1M (es decir: voluntad y juicio), por otro insistía constantemente en que deseaba que entrasen en la Compañía gentes que fueran «aptas para el mundo». «Dezía que el que no era bueno para el mundo tampoco lo era para la Compañía y el que tenía talento para vivir en el mundo ese era bueno para la Compañía. Y así recibía de mejor gana a un activo e yndustrioso, si veya en él disposición para usar bien su habilidad, que no a uno muy quieto y mortecino».102 Parece claro que con estas palabras se está aludiendo a gente emprendedora y con iniciativa. Modernamente se ha leído con frecuencia sólo la primera parte del binomio; y por eso ha podido parecer que los más obedientes serían los menos aptos para la vida, los menos Henos de energía, más tímidos y menos capaces de empujar. Pero ser obediente no es ser juguete por temperamento, sino ser leal por gracia de Dios. De no ser así, no habría pensado san Ignacio que para saber

99

Carta de la obediencia 3. OC 813. «No juzguéis» (Mt 7,1). «¿Quién eres tú para juzgar a aquel cuyo Señor es Otro?» (Rom 14,4). Se ha reflexionado muy poco en la teología sobre la viabilidad y la importancia de estas palabras de Jesús, que son quizá la puesta en acto más inmediata de la fe en el Dios del Evangelio. 101 Cf. Memorial de González de Cámara, FN, I, 681 (n. 263). 102 Monumenta Ignatiana, Series IV, 1, 445. 100

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mandar «es necesario primero salir buen maestro de obedecer»; I03 y, en mi opinión, ha sido el olvido de esto en un pasado no muy remoto lo que ha traído muchas de las dificultades de los últimos tiempos. Pero esta primera limitación de la «vicariedad» del superior no excluye, sin embargo, la necesidad de obedecer por el mayor bien del cuerpo (que sí que es voluntad de Dios), como ya hemos comentado en el capítulo anterior. Por eso no nos entretenemos más en este punto. El aspecto más importante es la segunda limitación, que vamos a considerar en el apartado siguiente. 3.2. Voluntad del hombre y voluntad de Dios

Esta segunda limitación de la vicariedad del superior se presenta cuando el juicio de la razón versa no sólo sobre la verdad o rectitud práctica de una acción, sino sobre su relación con la voluntad de Dios. La práctica de Ignacio —como ha querido mostrar este trabajo— pone de relieve que él contaba en ocasiones con la posibilidad de conocer la voluntad de Dios al margen de las orientaciones conocidas de la autoridad 104 e incluso en contra de ellas (caso del cardenalato de Borja).105 Igualmente, los problemas de los primeros jesuítas con los papas acerca del coro, o los ejemplos de los ritos orientales antes citados, muestran que la voluntad de Dios (por su respeto a la libertad de los hombres) puede frustrarse a veces, porque nunca se impone de manera inmediata y 103

Carta a los jesuítas de Gandía. OC 698. Vg. por el confesor: «que de la sentencia de su confesor un punto no saldría etiam si el Papa le mandase lo contrario». OC 290 (subrayado mío). ios Ver la carta citada en la nota 37 con la continuación en el texto: Ignacio llega a aceptar que, sobre el mismo punto, Dios pueda pedirle a él una cosa y a otros otra, por lo menos hasta que el deseo de la autoridad se haya convertido en orden. (OC 785). 104

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absoluta, sino en diálogo con la libertad del hombre: si Dios impusiera siempre su voluntad, Jesús no nos habría enseñado a pedir que se cumpla esa voluntad en la tierra. También hemos insinuado la fundamentación cristológica de estas consideraciones: no es voluntad previa y absoluta de Dios matar a Jesús para satisfacerse a sí mismo; pero cuando interviene el pecado del hombre, Dios quiere que Jesús acepte la muerte que los hombres (¡no El!) le infligen, y se sentirá «satisfecho» con el amor que esa aceptación supone. En este sentido, puede saber el obediente que su obediencia responde a la voluntad de Dios para él aquí y ahora, aunque no responda a la voluntad absoluta de Dios sobre un momento de la historia: por ejemplo, por la necesidad de salvar un bien mayor que el pecado (o el error) de la autoridad humana haya puesto en peligro. Hasta aquí, sólo resumimos conclusiones a las que ya habíamos llegado. A partir de aquí seguimos notando que (al igual que ocurría en 3.1.) también esta ley tiene un límite. Y este límite lo formula san Ignacio con sumo cuidado, pero lo reconoce también con igual claridad: hay que obedecer «donde pecado no se viese manifiestamente».106 El hecho de utilizar un verbo subjetivo («ver»), en lugar de otros más objetivistas (vg., donde no se diese, o donde no hubiese pecado), es muy llamativo en un hombre como san Ignacio. Quizá por eso lo compensa con el adverbio («manifiestamente»). Y la práctica de Ignacio muestra también que ese «ver pecado» no se reduce al caso —prácticamente inimaginable— de una orden formalmente contraria a alguno de los diez mandamientos, o cosa parecida. Si las órdenes de la inquisición le creaban problema, no era por tozudez psicológica, sino porque, para él, el «ayudar a los próximos» era vivido como una voluntad y un imperativo particular de Dios sobre él. Exactamente igual que ocurría a los apóstoles en su eni« Carta de la obediencia 5. OC 815. En el texto de las Constituciones se lee: «donde no se pueda determinar que haya alguna especie de pecado» (nn. 547. OC 531).

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fremamiento con las autoridades religiosas de Jerusalén, a propósito del mandato de no anunciar a Jesucristo, que tampoco contradecía ningún precepto formal de la Ley mosaica. Asimismo, en el caso del cardenalato de Borja, que ya conocemos, Ignacio vive su decisión de estorbar en todo lo que pueda, como algo que, si no lo hiciese, «no daría buena cuenta a Dios».107 Y en el afán descentralizador de Ignacio, que también hemos comentado, estaba presente la convicción de que él no abarcaba la concreción completa del subdito, mientras que Dios sí que la abarca y se expresa en ella: por eso lo mantiene, a pesar de su afán por el funcionamiento rápido y ágil de la Compañía y a pesar de las corrientes desintegradoras que se dieron en aquel mundo de «iluminados» y de subjetividades nacientes, y a las que Ignacio temía como a la peste. Todo esto deja abierta la posibilidad del conflicto. Y por eso hay que concluir que la frase «donde no se viese pecado» alude a aquello que pueda contradecir no la genérica «Ley de Dios», sino el «mandamiento concreto» o la voluntad concreta de Dios para una persona particular y en una circunstancia determinada. Se trata, pues, de una aceptación de lo que hoy llamaríamos «objeción de conciencia», y que tiene indiscutiblemente sus riesgos innegables,108 los cuales exigirán una casuística que no hace al caso ahora.109

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Otra pista para esta exégesis de la expresión «ver pecado» la hallamos en una cita de san Bernardo que aduce la Carta de la obediencia. Ignacio cita: «ora sea Dios, ora sea el hombre vicario suyo el que diere cualquier mandato, con igual cuidado debe ser obedecido, con igual reverencia respetado, cuando empero el hombre no manda cosas contra Dios».110 Quizá la circunstancia concreta de los destinatarios de esta carta le aconsejó a Ignacio concluir aquí la cita, puesto que ya quedaba suficientemente completa. No obstante, en una reflexión que aspira a un carácter más general, puede ser bueno recordar que el texto de san Bernardo no termina así, sino que continúa: «...cuando empero el hombre no manda cosas contra Dios. Pero si esto ocurriese, entonces te aconsejo sin dudar que te atengas a la sentencia del apóstol Pedro: 'hay que obedecer a Dios antes que a los hombres'. Pues el que no responde eso con los Apóstoles, se oirá esto otro con los fariseos: '¿por qué quebrantáis el mandato de Dios acogiéndoos a vuestras tradiciones?' (Mt 15, 3)». m En este lúcido texto de san Bernardo merece subrayarse el recurso a las palabras del Nuevo Testamento para iluminar lo que podría ser una doctrina ascética general sobre la obediencia. En el Nuevo Testamento aprendemos que el hombre puede desobedecer a Dios amparándose en la obediencia, y

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Ver más arriba, nota 37. Uno de los más frecuentes es confundir la objeción de conciencia con el juicio de condena moral, que a todos nos brota sobre los que difieren de nosotros, y la asignación de esa diferencia a razones morales. Cosa que puede ser verdad, pero que, en definitiva, sólo Dios la sabe. 109 Aunque no medió ningún planteamiento -formal de «objeción de conciencia» a la moderna, Ignacio tuvo claramente la sensación de que se le hacía actuar contra su conciencia en el asunto de Ottavio Cesari, escapado de casa para entrar en la Compañía, y a quien sus familiares (sobre todo una madre obsesiva) acosaron y persiguieron hasta recuperarlo, valiéndose para ello de presiones de cardenales y de recursos al mismo papa. De las resistencias y manejos de Ignacio en toda esta historia nos 108

da razón el siguiente párrafo de una carta: «que según Santo Tomás y otros doctores se concluye que pecan los que a p a r t a n a semejantes personas del camino de Dios» (OC 827). Puede que ésta sea la mejor exégesis del «ver pecado». Pero la historia es demasiado larga para ser contada aquí y requeriría ella sola un estudio aparte. Un resumen de ella puede verse en OC, 826-835. 110 Carta de la obediencia 5. OC 814. 111 «Ubi tamen Deo contraria non praecipit homo. Quod si contingerit pergendum indubitanter consulo in Petri apostoli sententiam 'quia oboedire oportet Deo magis quam hominibus'. Aut enim hoc respondendum cum Apostolis, aut cum phariseis certe audiendum: '¿quare et vos transgredimini m a n d a t u m Dei propter traditiones vestras?'» PL 182, 871.

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que no debe hacer eso. Dadas las inevitables y notables limitaciones de las psicologías humanas tomadas en su conjunto, se comprende que este principio (como tantas otras orientaciones del evangelio) no resulte muy cómodo para la práctica: los hombres seguirán apelando a su conciencia para justificar lo que muchas veces no será más que su desobediencia. Más aún: historias aún no lejanas en la Iglesia muestran con tristeza lo que ha sido la obediencia de muchos hombres (que antaño la esgrimieron contra los demás) el día que les tocó obedecer a ellos: el día que hubo que aceptar el Vaticano II y la renovación de la Iglesia y de las Ordenes religiosas. Muchos de los antiguos grandes predicadores de la obediencia no fueron entonces sus modelos.112 Fue más cómodo «ver pecado» en todas partes —como Lefébvre— que fiarse del Espíritu. Y esto lo decimos sin olvidar que el ir «viendo pecados» en todo es una de las fórmulas más eficaces para que esos pecados acaben por ser realidad: la psicología humana resulta curiosa en este punto. 112 El caso es tan h u m a n o que no es nuevo. El hombre tiene siempre instintivamente una medida diversa cuando se trata de uno mismo y de los demás, y esta medida siempre es favorable a uno mismo, como señala el dicho de Jesús sobre la paja y la viga (Mt 7, 3-5). Por eso, ya en la primera Compañía ocurrió esto mismo, como muestran los líos de san Ignacio con Simón Rodrigues (uno del grupo de los diez fundadores), a quien al final le escribía así uno de sus hermanos portugueses en 1553: «Cuan grande mal sería en la Iglesia de Dios que se dijese: 'uno de los 10 profesos de los primeros fundadores de la Compañía..., por quien Dios Nuestro Señor ha hecho tanto y que tantas veces ha predicado que la obediencia ha de ser ciega, y muchas veces ha enviado conforme a esto algunos a la India por tantos trabajos, enfermos y contra el parecer de los médicos..., ahora no solamente n o obedece a su superior, pero aun busca (ndo) con parecer de los médicos paresceres de letrados, si es obligado a obedecer o no'» {Epistolae Mixtae 5, 787. He corregido la ortografía del original). De estos 'rodrigues' ha conocido algunos tanto la Iglesia del postvaticano II como la Compañía posterior a las Congregaciones Generales 31 y 32.

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El peligro existe, pues, sin duda, y ello obligaría a la teología a abordar más despacio y precisar más pautas de conducta para los casos de conflicto entre conciencia y autoridad. Ignacio no las ha elaborado (y probablemente no eran necesarias en aquellos momentos de entusiasmo por el grupo naciente), pero sí que nos ha dicho paradigmáticamente y con su práctica que la aceptación de los «grillos y las cadenas de Salamanca» puede llegar a ser criterio extremo de discernimiento en este punto.113 Y aquí también coincide plenamente con los Apóstoles: si realmente lo que ha decidido el hombre es «obedecer a Dios antes que a los hombres» (Hech 5, 29), llegará a encontrarse paradójicamente «gozoso de padecer afrentas por causa de Su Nombre» (ibid., 5, 41). Ambas conductas se pertenecen entre sí; y este detalle lo olvidaron algunos profetismos de nuestro pasado inmediato, los cuales parecían creer que el destino del profeta es entrar triunfalmente en Jerusalén, en vez de «morir en Jerusalén» (Le 13, 33). En cualquier caso, esta acusación no vale para Ignacio: él había pasado tanto por ese destino de la «afrenta» como por alguno de esos momentos en los que la conciencia se ve abocada a la soledad de una decisión que sólo puede apoyarse en un Dios aparentemente sordo o inhóspito. Quizá por eso prefirió combatir más detenidamente otro tipo de falsificación que nos queda por comentar.

3.3. El peligro de la manipulación de Dios

En efecto: el carácter no mecánico de la vicariedad del superior, que daba lugar a las dos limitaciones comentadas en 3.1 y 3.2, tiene, por el lado opuesto, otro riesgo innegable: la decisión de la autoridad puede ser movida por alguien distinto de Dios. El hombre, pues (e Ignacio sabe esto

Ver los textos citados más arriba en notas 29-31.

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muy bien), podrá engañarse y buscar la tranquilidad manipulando y «trayendo la voluntad del superior a la propia», 114 por utilizar una formulación ignaciana clásica. Es lógico que Ignacio haya sido más sensible a este otro peligro, que no al comentado anteriormente, dado que por razones de eficacia apostólica, de ahorro de tiempo y de agilidad en las decisiones «para el divino servicio», no ha temido concentrar la autoridad. Ahora bien, toda concentración de autoridad acaba suscitando fatalmente una tentación parecida a la de la «quimera del oro»: si consigo que la autoridad diga lo que yo pienso, entonces mi modo de pensar se reviste por eso mismo de obediente o se convierte en modo de pensar «autorizado». 115 Sobre este peligro incide la misma oferta ignaciana de una obediencia responsable y activa: también ella podrá degenerar en estas formas de autoengaño y justificar políticas manipuladoras, de informadores privilegiados, de accesos exclusivos, de selecciones y omisiones convenientes, de correveidiles oportunos..., los cuales deciden sobre la voluntad del superior y permiten revestir la propia desobediencia de cacareada obediencia. Pero la seriedad de este peligro se agrava cuando todos estos medios no se usan simplemente para arrancar a la autoridad concesiones que afectan sólo a una vida privada, sino decisiones que conciernen a la vida de todo el cuerpo. Así puede llegarse a la creación de auténticos «gobiernos paralelos»; y algo de esto fueron las intrigas de Bobadilla con Paulo I V y contra Laínez (a las que ya hemos aludido), o las de una minoría de jesuítas que, en la época de los ritos malabares, intrigaba al lado de los jansenistas contra la línea de su Orden; y otros casos semejantes en nuestros días... Por

114

Carta de la obediencia 3. OC 810. Y esto no son suposiciones raras: en la Iglesia de Dios se ha visto a alguien protestar contra la «desobediencia» de quienes no alababan con frenesí un determinado discurso papal. Y ese alguien tan celoso era precisamente el autor de dicho discurso papal, «más papista que el papa» en este caso. 115

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sus grandes dotes de líder, Ignacio se resistió siempre a ser manipulado, inclusive por amigos de la hora primera, tales como Simón Rodríguez o J. Domenech. 116 Y la razón más seria que daba para ello es ésta: él debía mirar al bien y a la necesidad universales y no meramente a los de un grupo particular. Por esto mismo trató de distinguir cuidadosamente estos procedimientos intrigantes de lo que él llamaba «representación», es decir: el legítimo (y necesario) suministro de información y de razones a la autoridad. En este sentido escribe que «no debéis procurar jamás de traer la voluntad del superior... a la vuestra, porque esto sería no hacer regla la divina voluntad de la vuestra, sino la vuestra de la divina». Es importante caer en la cuenta de todo lo que esta frase implica: la voluntad de Dios está hasta tal punto comprometida con la libertad del hombre que puede quedar falsamente «reglada» por ésta. Por eso sigue el santo con tono casi patético: «engaño es grande y de entendimientos oscurados con amor propio, pensar que se guarda la obediencia cuando el subdito procura traer al superior a lo que él quiere... porque en aquello no obedece él al prelado sino el prelado a él».117 Pero en última instancia, ¿quién sino Dios podrá llevar a cabo tal distinción en el corazón de los hombres? ¿No se han repetido siempre las referencias a una autoridad «mal informada» como excusa para la propia resistencia? ¿Y puede alguien negar que en algún caso habrá sido con razón? Otra vez, pues, llegamos a esa ambigüedad última de casi todas las conductas humanas, que ya no puede resolverse con

116 Cf. OC 648 y 848. El tono tajante con que Ignacio se niega aquí a acceder a las peticiones de los dos amigos contrasta, sin duda, con su deseo de que los provinciales contiendan con él para sacar cada cual lo máximo posible para su Provincia. 117 Y en otra carta: «esforzarse de plegar la voluntad del superior y conformarla con la suya propia, aunque pareciera cosa buena, no es conforme a las reglas de la santa obediencia» (OC 889).

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recetas, sino sólo encarando el hombre con Dios, abocándole a su único Juez posible y cambiándole el corazón. Seguir la voluntad de Dios no es, pues, apropiarse de ella. Ante lo repetido de esta última tentación, tan «humana» y tan radicalmente antihumana (por antidivina), no es ilegítimo dejar flotando la pregunta de si a veces no será más benéfica la duda y la soledad del que se atreve a una «desobediencia» material, porque cree obedecer así a Dios, que la tranquilidad farisaica del que manipula a la autoridad para aparecer luego como obediente y salvar su vida sin haberla perdido. En resumen: este último capítulo ha hablado de un caso que es límite, pero que puede darse, que ha sido real en ocasiones (sobre todo quizás en nuestro mundo moderno, por su menor homogeneidad) y que hace estallar la comodidad de todas las teorías claras y fijas, para abocar al hombre —autoridad y subdito— a la única clave de bóveda de todo el obrar humano: el libre cumplimiento de la voluntad de Dios. 4.

CONCLUSIONES

4.1. Una primera conclusión de todo lo escrito podría ser que la obediencia del seguidor de Jesús engloba este triple peldaño: — Obediencia a Dios, que no gobierna con leyes universales, sino con su voluntad particular sobre cada individuo y cada situación: el Espíritu creador y vivificador. — Aceptación de esta historia de los hombres que, antes de acoger y dejar nacer muchos de los gérmenes sembrados en ella, los tritura y los destroza, como hace la tierra con el grano de trigo. — Disponibilidad al cuerpo, al grupo, a la comunidad, que a ratos podrá ser —también ella— desobediente a Dios

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o a la historia; pero que es voluntad de Dios para las personas, por cuanto realiza la única posible universalización de lo particular y la única posible unificación de lo múltiple: la com-unión, que —precaria y todo como es en esta tierra— siempre es preferible a las falsas universalizaciones de «l'État c'est moi». Entre estos tres niveles pueden surgir conflictos: no está excluido. Pero si se los soporta y se muere en ellos, ése será el camino para que coincidan. 4.2. La segunda conclusión que queremos formular es la siguiente: creo que, si repasamos los tres capítulos que configuran este trabajo, podremos caer en la cuenta de algo tan sencillo como olvidado: la obediencia no es sino un caso privilegiado del problema de las relaciones individuo-comunidad, problema que consiste en que el individuo sea comunitario y la comunidad personalizante. Por eso mismo es un un caso privilegiado del problema de la voluntad de Dios. Y también por eso mismo, será un tema siempre por rehacer y siempre por comenzar. Lo único que debería quedar claro es que no se puede tratar uno sólo de los dos polos del problema o una sola de sus dos direcciones sin el complemento de la otra. Por eso cabe decir, para finalizar, que el correlato de la total exigencia de obediencia no es una autoridad continua y ubicua, sino la exigencia del mínimo ejercicio de autoridad: «suele nuestro padre, todo lo que puede hacer suavemente sin obediencia, no meter en ello obediencia».118 En esa inversión de relaciones está para los hombres el camino hacia la voluntad de Dios, que sólo así se cumplirá en la tierra como se cumple en el cielo, y no tal como se cumplen en la tierra las voluntades poderosas ni como sueñan en cumplirla las personalidades autoritarias. 4.3. 118

Y la tercera conclusión concreta más lo dicho en

Memorial del P. González de Cámara, FN, I, 681 (n. 263).

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la Orden de Ignacio, donde la funcionalidad de la autoridad está polarizada por el afán y la finalidad apostólica del grupo. De cara a ello: a) Ignacio quiere una autoridad rápida para ser eficaz en la acción. Por eso fue muy poco capitular o «asambleario»: el asamblearismo es más lento, y más apto para la vida interna de un grupo que para su acción externa. b) Quiere una autoridad descentralizada, para que la acción pueda ser conveniente y adecuada a la realidad. El centralismo apunta más a la propia conservación que al servicio a prestar: es propio de instituciones más con-servadoras que servidoras. c) Pero, por eso mismo, aspira a una vida sin demasiadas reglas: pues también éstas tienden más al con-vivir que al actuar. Aparte del conocido texto del Proemio de las Constituciones sobre la «Ley de la caridad», sirvan como ejemplo estas palabras que citamos para concluir: «Porque... (los formados en la Compañía) se presupone serán personas espirituales y aprovechables para correr por la vía de Cristo Nuestro Señor..., no parece darles otra regla en lo que toca a la oración, meditación y estudio, como ni en la corporal ejercitación de ayunos, vigilias y otras asperezas o penitencias, sino aquella que la discreta caridad les dictare».119

119

Constituciones 582. OC 538.

2 Los pobres, gran olvido de la Iglesia del s. XIX Reflexiones en el Centenario de K. Marx* En todo discurso sobre Marx figura como dato superconocido la existencia de un gtupo de predecesores (los llamados «socialistas utópicos»), a los que él mismo criticará más adelante porque pretendían sustituir el análisis científico por la buena voluntad. Dichos socialistas utópicos eran, en su mayoría, de origen cristiano; pero no todos ellos conservaban clara su identidad cristiana. Hoy se piensa que la polémica de Marx contra ellos fue demasiado inquisitorial, y que sería necesario recuperarlos un poco. Pero en estas líneas yo quisiera evocar más bien a otros autores católicos —y decididamente tales— que afrontaron temas económicos y sociales en los años anteriores a la aparición del Capital, entre 1820 y 1867. Esta evocación no se hace con afán de «reivindicar paternidades» respecto de Marx, quien, como suele admitirse, superó en capacidad de análisis a todos sus predecesores. Sino que se hace porque puede constituir un punto importante de reflexión para los católicos de hoy. Desde 1820 a 1844 (fecha en que Marx acaba de dejar París y redacta los Manuscritos) hay todo un movimiento social católico que es predecesor de la línea de Marx y de muchas de sus intuiciones y enfoques. Mientras que de 1848 a 1867 (año de aparición del primer tomo de El Capi* Publicado anteriormente, sin la reflexión final, en la revista de la HOAC, Noticias Obreras (1-15 julio 1983), 496-503.

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tal) ese movimiento desaparece, limitándose (cuando queda algo de él) a paternalismos o corporativismos nada revolucionarios. También esa desaparición del movimiento social es fruto de otro sector de la Iglesia católica. Y dejará a Marx solo en escena, y con todo el camino para él, hasta la aparición tardía de la encíclica de León XIII, en 1891. 1.

PREDECESORES CATÓLICOS DE MARX

Aunque sea con cierta artificialidad, podemos distinguir varias fases por razones de claridad expositiva. 1.1. El impacto

Como no puede menos de ocurrir, los primeros acentos del movimiento son de corte preferentemente moral y se encuentran, por ejemplo, en unos artículos de Lammenais (todavía católico) publicados hacia 1812 en Le drapeau blanc: «La política moderna no ve en el pobre más que una máquina de trabajo de la que hay que sacar el mayor provecho en un tiempo dado... Pronto veréis hasta qué extremos puede llegar el desprecio del hombre. Y tendréis ilotas de la industria a quienes se obligará por un mendrugo de pan a estar encerrados en los talleres. ¿Son acaso libres esos hombres? La necesidad los ha convertido en esclavos vuestros».1 1.2. Primer esfuerzo analítico

Una segunda fase, hacia 1830, aun sin abandonar los acentos morales, insinúa ya una cierta interpretación de la

1

Esta y todas las demás citas sin referencia que aparecen en el artículo están tomadas de la obra de D. ROPS, La Iglesia de las revoluciones, Barcelona 1962, principalmente del cap. VI.— Los subrayados son siempre míos.

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realidad económica. Es una interpretación que se apoya en análisis, rudimentarios quizás, y que puede ser insuficiente en sus soluciones, dado que (como dirá más tarde F. Engels) «por aquella época todavía no estaban acabados de constituir ni el capitalismo ni las clases ni, por consiguiente, la teoría sobre ellos». Pero es notable que, ya en 1834, Alban de Villeneuve publique un Gran tratado de Economía política cristiana, paternalista de tono, pero empeñado en combatir «la profunda miseria de obreros y jornaleros», buscando para ello «una inmensa mejora de toda esa gente» y convencido de que —para eso— «la economía tiene que apoyarse en la religión». Para ser de 1834, la obra es un primer paso que promete prolongarse y seguir creciendo. Y el paso siguiente puede estar en -los artículos de Charles de Coux en L'Avenir, donde se insinúa ya el tema de las clases sociales: «¿Quién se opone a la educación política de las masas? Los altos jefes del industrialismo, esos hombres que fijan a su gusto los salarios. ¡Disminuir los exorbítados beneficios del capitalismo para que el obrero tenga pan! ». Un tema que está aún más explícito en la Introducción a la Filosofía de la Historia del P. Gerbert: «Las clases que han vencido al feudalismo constituyen a su vez, ante las clases inferiores, otro feudalismo: el de la riqueza». Quince años antes que K. Marx, De Coux muestra que en la base de toda verdadera economía política está el problema del valor, y escribe que «todo capital no es más que trabajo acumulado». El grupo de L'Avenir estará respaldado, desde diciembre de 1831, por la aureola de un anciano ilustre, del que quizás haya que decir que su cristianismo era más sentimental o más confuso, pero cuya autoridad era mucho mayor que la del grupo incipiente. Se trata del escritor Chateaubriand, que en un artículo de La Revue Européenne afirmaba: «llegará un tiempo en que no se podrá concebir que haya existido un orden social en el que un hombre pudiera tener un millón de rentas mientras que otro hombre no tiene con qué pagarse la comida. De una parte, unos cuantos individuos que detentan inmensas riquezas; de otra, innumerables muche-

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dumbres de gentes hambrientas. Muy pronto los colonos pedirán a los terratenientes parte del suelo, porque ellos cultivan sus terrenos baldíos mientras los dueños se pasean con los brazos cruzados; porque los trabajadores sólo poseen una blusa de percal mientras los señores llevan abrigo de lana. ¿O habrá que establecer en cada ciudad fabril una guarnición de miles y miles de hombres para mantener el orden?». Más tarde, como es sabido, el grupo de L'Avenir fue condenado por Gregorio X V I . Pero, de todos sus componentes, sólo Lammenais abandonará la Iglesia. Montalembert se derechizará insoportablemente, y los demás —Lacordaire entre ellos— seguirán crucificadamente fieles a la Iglesia y a los imperativos de su hora concreta. Y más a la izquierda que el grupo de UAvenir estaba el que fue llamado por unos «socialista cristiano» y por otros (como Tocqueville) «gran bestia»: el obrero Buchez, que terminó el bachillerato a los 28 años, que estuvo entre los fundadores del carbonarismo francés y que llegó a diputado en 1848. Ya en 1829 Buchez había denunciado la situación de la clase obrera francesa con tonos más duros que la obra paralela de Engels sobre Inglaterra; 2 luego declaró que la caridad a secas era «un paliativo insuficiente»; tronó contra los que «permiten en la Iglesia toda clase de goces a los privilegiados mientras predican los rigores de la penitencia a los desgraciados que carecen de pan»; y proclamó a los cuatro vientos que «cristianismo y revolución son una misma cosa, y la única equivocación de la Iglesia está en no ser revolucionaria». Bajo su influjo recobraron la fe personajes como el futuro jesuíta Pierre Olivanti; y Buchez fue además amigo personal del gran arzobispo de París, Mons. Affre, que murió extrañamente asesinado junto a las barricadas en 2

La primera ley social que aprobó el parlamento francés en 1841 consistía en limitar a 8 horas la jornada de trabajo de los niños entre 8 y 12 años, y a doce horas diarias la de los niños entre 12 y 16 años. No parece que la derecha se sintiera entonces muy escandalizada ni muy obligada por la defensa de la vida infantil.

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1848 y cuya muerte marcó el giro de la revolución y la victoria de la contrarrevolución. Y si así iban las cosas en Francia, es aún más llamativo el caso de Orestes Brownson, convertido al catolicismo en aquellos recientes Estados Unidos, donde la población católica era mínima, y a quien su biógrafo A. Schlenger calificará como «el más cercano precursor de K. Marx en los Estados Unidos». Brownson quería nacionalizar la banca y acabar con el carácter hereditario de la propiedad. Pero más allá de estas soluciones técnicas, lo que el convertido tenía muy claro era el principio que asentó en 1840, en su revista Broionson's Quarterly. «el deber de los cristianos es emancipar a los proletarios como en el pasado liberaron a los esclavos». 1.3. Acción expectante

Finalmente, una tercera fase se caracterizará por una mayor conciencia o expectativa revolucionaria y se sitúa cronológicamente cercana a 1848. Leyendo al P . Gerbert y escuchando a Lacordaire, un gran cristiano de la época comprendió que la exigencia del cristianismo no es otra que la verdadera caridad, y que la verdadera caridad es la que comprende que «no basta con la caridad». Y así nace ese nombre —antaño casi hagiográfico y hoy olvidado— de Federico Ozanam, que solía llamar a Dios «el Gran Pobre» y que en febrero de 1848 (año del Manifiesto Comunista) desafiaba a la burguesía con el famoso grito, mounieriano y cominiano, de «pasemos a los bárbaros». 3 Ozanam califica al liberalismo 3

Montalembert, en un discurso de 1847, había calificado así a la clase obrera, y Ozanam le tomaba ahora la palabra. Será bueno advertir que el primer significado de las Conferencias de S. Vicente de Paúl (antes de convertirse en un paternalista tranquilizador de conciencias para señoras bien vestidas) era precisamente ese de «pasar a»: conocer, recibir el impacto ese que la gente evita cuando apaga la TV que transmite un programa sobre El Salvador, con el comentario de: «hay que ver, ¡qué desagradable!».

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económico como «doctrina ignominiosa que reduce toda la vida a cálculos de interés»; califica de «aberraciones» las relaciones entre patrono y obrero; protesta contra el «obreromáquina, parte del capital como el esclavo de los antiguos»; y denuncia «la explotación del trabajador por parte de quien no lo considera más que como un instrumento del que hay que sacar el máximo rendimiento». El periódico que él fundó (La Era Nueva) desafiaba a la burguesía proclamando que «la cuestión que hoy agita al mundo no es una cuestión de personas ni de formas políticas, sino una cuestión social: es la lucha de los que nada tienen y los que tienen demasiado». Y en ese mismo periódico escribirá el P. Maret, a comienzos de 1848, lo que luego ha quedado resumido en la expresión de «democracia puramente formal», como crítica del marxismo a la democracia burguesa: «los derechos políticos de 1789 no son más que una amarga irrisión para quien no tiene el poder de vivir, para quien va a morir de hambre». Dentro de esta urgencia de cambios, que define a 1848, caben también las conferencias que el obispo de Maguncia confió a un sacerdote de 37 años, Guillermo von Ketteler (futuro obispo a su vez), sobre «las grandes cuestiones sociales de nuestro tiempo». Ketteler se enfrenta muy directamente con el tema de la concepción burguesa de la propiedad: «Habéis expulsado a Dios del corazón del hombre y éste ha convertido en dios a su propiedad». «Una montaña de injusticia aplasta al mundo: el rico malgasta y derrocha, dejando que sus hermanos los pobres se consuman en la privación de las cosas más necesarias. ¡El rico roba lo que Dios ha destinado a todos los hombres!». Por eso concluye Ketteler que «la célebre frase: 'la propiedad es un robo', no es pura y simplemente una falsedad. Contiene, al mismo tiempo que una mentira considerable, una verdad fecunda».

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1.4. Desencanto

Pero 1848 no será sólo el año de las expectativas revolucionarias y del Manifiesto Comunista. Es además el año de la gran derrota, de la revolución convertida casi por ensalmo en contrarrevolución. Y este acontecimiento influye decisivamente en la corriente que estamos exponiendo y marca su última fase. Hasta ahora hemos encontrado intuiciones sobre la realidad social que estarán necesitadas aún de una fundamentación más concienzuda, pero que van en la línea de muchas de las tesis que más tarde sostendrá científicamente El Capital. Tras la derrota de 1848, el proceso se detiene por lo que toca a los católicos. Los pocos que todavía siguieron en la brecha hubieron de volver inevitablemente a la requisitoria moral, a la soledad del profeta y a las exhortaciones a la resistencia. Entonces Ozanam publicará en La Era Nueva dos provocativos artículos. El primero, dirigido a las gentes de bien: «vosotros habéis aplastado la revuelta, pero os queda un enemigo al que no conocéis y del que no queréis que se os hable: la miseria». Y el segundo, dirigido a los sacerdotes: «desconfiad de quienes calumnian al pueblo. Ha llegado el tiempo de que os ocupéis de esos pobres que no mendigan, que viven ordinariamente de su trabajo. Y no os asustéis cuando los malos ricos os llamen comunistas: también se trató a San Bernardo de fanático e insensato». Armand de Melun se negará a entrar «en ese gran partido de orden que invoca la justicia —primera de las virtudes celestiales— no para aminorar un poco las desigualdades sociales, sino para encontrar un excelente pretexto para no dar nada a los que nada tienen», mientras «el pueblo se queja de que la caridad sea una expresión de supremacía contra él». Pero estos textos, por patéticos y vigorosos que sean, ya sólo expresan un derecho al pataleo. El movimiento que venía fraguándose va a quedar truncado, desmantelado, falto de reflexión teórica y de estudio. Ello hará que, hacia 1870, la conciencia social católica ya no conozca más salida que el

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paternalismo de un Le Play, que no es necesariamente cristiano, pese a la excelente voluntad de su autor, y que, como diagnóstico, queda muy por debajo de los niveles de análisis a que habrá llegado Marx en El Capital. Quizá la única excepción en este panorama sea la obra del obispo Ketteler La Cuestión obrera y el cristianismo, que es de 1864 y de la que hablaremos en el apartado siguiente. Pero Ketteler ya n o es estrella de una constelación, sino voz aislada. Así pues, el movimiento social católico, de 1820 a 1870 ha pasado, de ser casi precursor, a quedar en considerable retraso respecto a los grandes doctrinarios del socialismo ateo. De la gravedad de este retraso nada resulta mejor exponente que el siguiente dato, muy conocido: el sindicalismo obrero será condenado durante años, por obispos y clero católico, como «comunista», hasta la Rerum Novarum de León X I I I . Y entre las causas de este retraso no está sólo la mala experiencia de todas las revoluciones y el fracaso de la de 1848. Está, sobre todo, la resistencia sistemática y agresiva de todo otro sector de Iglesia: el de la burguesía y —desgraciadamente— de una mayoría de obispos.

2.

EL CRISTIANISMO DEL MIEDO. CULPABILIDAD DE LOS CATÓLICOS EN LA APARICIÓN DE K. MARX

2.1. El pecado católico

El gran católico-apostólico-y-reaccionario que fue Veuillot, enemigo declarado de Ozanam y de L'Ére Nouvelle (grupo al que solía llamar L'Erreur Nouvelle4) lo formulará sin empachos en su periódico L'Univers, tras la «victoria» de 1848: «no admitimos para los obreros exigencia alguna ni derecho estricto y legal». Montalembert lo formulará de manera menos agresiva y casi más peligrosa: «nada hay ver4

O sea: el error nuevo, en vez de la era nueva, que era el verdadero título del periódico.

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daderamente útil y fecundo fuera de la caridad privada». Y como ya se sabe cuál es el grado de caridad privada de todos los propietarios privados, la frase de Montalembert equivale a decir: Nada hay útil y fecundo. Conclusión: cruzarse de brazos. La que fue postura de los católicos precisamente a partir de 1848. ¿Y el episcopado? Dejo aquí la palabra a un historiador de la Iglesia fuera de toda sospecha, matizado y eclesial como pocos. Daniel Rops responde así: «¿Qué hace entonces la Iglesia oficial, la Iglesia docente, la Jerarquía? He aquí el punto negro de toda esta historia: entre las iniciativas no siempre coherentes, pero sí generosas, de los pequeños equipos católicos sociales y quienes tienen la responsabilidad de la Iglesia, parece que hay un abismo de ignorancia y de incomprensión. La más alta autoridad guarda silencio: Gregorio XVI, con la encíclica Mirari vos, ha condenado el liberalismo en todas sus formas, salvo una que no ha designado: el liberalismo económico que entrega al obrero indefenso a los excesos de poder del capitalismo... ¿Tienen al menos los obispos preocupaciones sociales? No mucho. En Francia, el despertar de los católicos a las preocupaciones sociales ocurre al margen de la jerarquía. Procedentes de las clases elevadas, nobles durante la Restauración, intelectuales bajo Luis Felipe, los obispos son conservadores en materia social lo mismo que en política; ni comprenden siquiera que está a punto de nacer una nueva realidad social. Nada hay acerca de esta materia en sus pastorales; nada en su correspondencia con los Nuncios. Un cardenal, d'Astros, comprueba la descristianización de las masas, pero no sospecha que aquel fenómeno tenga alguna relación con el surgir del proletariado; en «la triste desigualdad de condiciones» no ve más que «el orden de la Providencia»; siendo todos los sistemas socializantes escuela de vicios, el único remedio está en la práctica religiosa, que consuela e invita al pobre a sobrellevar su mal con paciencia. Ignoramos si K. Marx leyó las pastorales de Monseñor d'Astros: en todo caso, habría hallado en ellas excelentes citas

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ofrece el mercado de esclavos, tal y como nos lo fabrican nuestros liberales... Algunos claman: ¿en qué toca al sacerdote la suerte de los obreros? Y yo respondo que no sólo tengo el derecho, sino el deber de conocerla, de formarme una opinión y exponerla públicamente. La cuestión obrera me toca a mí, obispo, tan de cerca como me toca el bien de todos los fieles de mi diócesis».

para probar que la religión es el opio del pueblo... Por lo que toca al Papa reinante, Pío IX, ¿qué puesto ocupa en toda esta corriente? Un lugar bien modesto, hay que reconocerlo. Para denunciar las iniquidades sociales no brota de su pluma ninguna de esas frases fulgurantes que halla para vituperar al liberalismo, al socialismo y a las potencias revolucionarias».5

2.2. Excepciones

Hubo excepciones aisladas, pero precisamente por eso más meritorias y más dignas de ser citadas. El ya mencionado arzobispo de París hasta 1848, Mons. Affre. El obispo de Annecy, Mons. Rendu (curiosamente excepción también en cuanto a su origen, pues era hijo de campesinos pobres), quien, veinte años antes de El Capital, denunciaba al capitalismo como «responsable de abusos tan odiosos que, al parecer de todos, sería imposible hallar algo semejante en los siglos de la barbarie». Y el alemán Ketteler, ya citado también, que llama al capitalismo industrial «verdadero verdugo de toda una masa» y responsable de la lucha «a vida o muerte» de unas clases sociales que debieran colaborar entre sí. Siguiendo a Lasalle, Ketteler esboza la teoría del trabajomercancía, que tres años después expondrá y apoyará con cifras la obra cumbre de Marx. Del libro de Ketteler que ya hemos citado son los párrafos siguientes: «Hoy no existe duda posible: la existencia material de la clase obrera, es decir, de la mayor masa de ciudadanos de todos los estados modernos, la existencia de sus familias; el pan cotidiano del obrero, de su mujer y de sus hijos, está sometido a todas las fluctuaciones del mercado, tratado como mercancía. ¿Conocéis algo más deplorable que semejante situación? ¿Qué sentimientos debe suscitar en el corazón de esos desventurados? La Europa liberal nos s D. ROPS, Op. cit., pp. 569, 570, 596.

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Quizá se pueda conceder que el episcopado alemán, en su conjunto, fue claramente superior al francés en este campo; recuérdese que el concordato de Pío VII con Napoleón dejaba totalmente en manos de este último el nombramiento de los obispos. Pero, en conjunto, hay que reconocer que, entre la falta de altura de los eclesiásticos y el ataque de la burguesía, consiguieron quitar a los católicos todas sus afirmaciones anteriores y adjudicárselas exclusivamente a Marx, para, de este modo, ponerles la etiqueta de ateas y así poder rechazarlas.6 2.3. El árbol malo da malos frutos

Este proceso de cristianización agresiva y herética de la burguesía es el último factor que nos falta considerar en la 6

Antes ya hemos comentado que la oposición del clero y obispos católicos al sindicalismo obrero era uno de los exponentes más cualificados de este «despojo social» del Evangelio. Véase cómo lo describe P. TILLICH: «En las discusiones que acabaron por llevar a la encíclica Rerum Novarum, del 15 de mayo de 1891, muchos de los más influyentes miembros de la Jerarquía manifestaban una profunda hostilidad y sospecha ante la organización de los trabajadores en sindicatos, en parte por la impostación anticlerical de muchos líderes obreros... Animados por la Rerum Novarum, muchos católicos, tanto en Europa como en América, entraron en sindicatos y asumieron puestos de responsabilidad y liderazgo en ellos, a veces con la oposición de sus párrocos y hasta de sus obispos». Y Tillich añade este comentario, que resulta bien irónico: «La estrategia militante de estos hombres ayudó a vencer al marxismo en los sindicatos de Estados Unidos» (cf. The riddle of román Catholicism, p. 61).

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trayectoria que ha descrito el presente artículo. Renán lo llamó, con enorme lucidez, «el cristianismo del miedo»: de 1789 a 1848 la burguesía triunfante de la revolución vivió bajo el comprensible temor de que los principios de 1789 (que esa misma burguesía había esgrimido) se le aplicaran también a ella. Ese temor la llevó a buscar refugio en los brazos de una Iglesia que estaba ella misma también aterrorizada por las persecuciones pasadas, las humillaciones de dos Papas y las amenazas futuras. Sin temor, pero con la frialdad del estratega, Napoleón fue uno de los primeros en comprender esto, con una lucidez que hoy asombra. Yo creo que Napoleón y Marx coincidirían totalmente en su juicio sobre la religión, mientras que diferirían en su valoración de ella. Sin ser antirreligioso como Marx, Napoleón tampoco era cristiano (sino más bien supersticioso). Ninguno de los dos creía en la verdad del cristianismo, pero ambos coincidían en la junción social que le asignaban; sólo que, para Marx, esa función entrañaba una valoración muy negativa de la religión, mientras que para Napoleón resultaba muy positiva. Pero la argumentación es la misma, y Napoleón se la había formulado muy sencillamente: «sin desigualdades de fortunas no puede existir la sociedad, y sin religión no puede haber desigualdad de fortunas». Y en otro momento: «yo no veo en la religión el misterio de la encarnación, sino el misterio del orden social: ella vincula al cielo una idea de igualdad que impide que el rico sea amenazado por el pobre».7 De acuerdo con esta concepción, Napoleón se propuso desde el principio rehabilitar a la Iglesia, estúpidamente perseguida por la revolución: le devolvería la libertad y el prestigio, a condición de manejarla siempre a su gusto. Y la Iglesia, saliendo dolorida de las catacumbas, acabó por echarse en sus brazos: le llamó Mesías y Enviado del Señor y, en 7 El segundo texto está tomado de F. HOUTART y A. ROUSSEAU, L'Église face aux luttes révolutionnaires. 1789: Luttes ouvriéres du 19e siécle, Bruselas 1972.

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sus catecismos, reclamó para él obediencia completa. Al principio pareció que a la Iglesia le iba bien. Pero a largo plazo se fue haciendo evidente que la religión de Napoleón no era la de la Encarnación, y por eso no podía coincidir con la de la Iglesia. Y bastante le costó al bueno de Pío VII el romper con él.8 Pero he aquí que, luego de 1848, ya no es el estratega genial quien repite este proceso, sino la clase social alta, que ve amenazada sus privilegios por los mismos ideales que ella dice profesar y que son los de la Revolución Francesa. El ateo Thiers exclamará que Francia parece «una casa de madera amenazada por todas partes» y que «los últimos restos del orden social están en el establecimiento católico»; y el potentado de la universidad laica, Víctor Cousin, le gritará a su amigo M. de Remusat: «corramos a echarnos a los pies de los obispos, puesto que sólo ellos pueden salvarnos». Con toda razón, Federico Ozanam protestará luego de su derrota: «no hubo volteriano afligido, con algunos millares de libras, que no quisiera enviar a todos a misa, a condición de no poner él nunca los pies en ella». Sólo que, otra vez, esta conversión de la burguesía no fue a la religión de la Encarnación, sino a la divinidad de la riqueza; y Flaubert la satirizará con desprecio en La Educación Sentimental: «...enton-

8

Todavía en 1840, la revista L'ami de la Religión et du Roi publicaba el siguiente texto de Napoleón, que sigue lastrando hoy toda la discusión sobre las escuelas confesionales: «En estos tiempos de desorden, en que el cuerpo social aparece amenazado por tantas partes, habrá para vosotros una inversión, mejor aún, una precaución adecuada para tener vuestras propiedades al amparo de los accidentes anunciados por mil señales negras: y será que aseguréis vuestras propiedades valiéndoos de las escuelas cristianas. Aquí tenéis vuestras más sólidas garantías: ellas son el lugar donde los hijos del pueblo reciben una instrucción moral y religiosa. Ahí es donde aprenden a respetar los bienes del otro, el orden y las posiciones sociales que el destino ha dado a cada uno» (citado en A. BENTUE, Món deis homes, salvado de Déu, Montserrat 1983, p. 44).

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ees la propiedad ascendió en la consideración de todos al nivel de la religión, y fue confundida con Dios». En este mismo sentido cita H. de Lubac a un biógrafo de Proudhon: «...los burgueses de 1846 eran más susceptibles en el capítulo de la propiedad que en el de Dios —a menos que se atacara en Dios al guardián de la propiedad—, y una blasfemia económica era, a sus ojos, más grave que una blasfemia teológica».9 Dios seguía siendo un arma útil; y en lugar de descubrirlo en el clamor del hambriento o del sediento, era mejor verlo en los intereses de los ricos. Renán tuvo razón cuando denominó todo esto como «el cristianismo del miedo». Y cuando Ronald Reagan quiere establecer relaciones diplomáticas con el Vaticano, quince años después de que el célebre Informe Rockefeller dijera que el mayor obstáculo para los intereses norteamericanos en América Latina provenía de algunos sectores de la Iglesia Católica «favorables al cambio social, político y económico»,10 al pobre señor Reagan no le queda ni el consuelo de ser medianamente original en su astucia: sus antepasados franceses habían hecho lo mismo, y mucho mejor que él... Ahora se trataría de hacer con la «Teología de la Liberación» lo que ya se hizo el siglo pasado con el catolicismo social francés. Es, efectivamente, «el cristianismo del miedo». De este modo, la derecha católica ganó su batalla, pero a costa de que la Iglesia perdiera la suya. La palabra «justicia»

9

Proudhon y el Cristianismo, Zero-Zyx, Madrid 1965, p . 158. En las pp. 153-208 de esta obra hallará el lector una serie de textos, literalmente increíbles, que reproducen el sentir de los burgueses del siglo XIX sobre la religión como «guardiana de sus privilegios». Toda esta clase social vivió simplemente en la herejía durante todo este tiempo, y el Magisterio no pareció enterarse de ello hasta muy tarde. Otra cuestión sobre la que habría que reflexionar en algún momento. 10 Cf. The Rockefeller Report on the Americas, The New York Times, Edition 1969.

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fue quitada de los labios de un Ozanam, de un Coux y de un Ketteler, para dejarla exclusiva y desfiguradamente en los labios de K. Marx. Tras haberse apropiado de «los medios de producción», la derecha logró apropiarse de los medios «de santificación», del nombre de Dios. El resultado ha sido que, mientras a lo largo de la historia la preferencia por los que sufren y la causa de los maltratados como causa de Dios y de la Iglesia han sido de las notas más características de la conciencia cristiana, hoy, sin embargo, la preferencia por los que sufren y el principio de que la causa de los oprimidos es la causa de la Iglesia han sido extraídos de la conciencia cristiana con el argumento de que «eso es ateísmo o comunismo». Y esta es la gran herejía (latente o patente) que destroza la identidad del cristianismo en el siglo XX. Y esta es una de las cosas que la Iglesia ha recibido de las clases altas, además de dinero y protección temporal. Del mismo modo que Lutero «se llevó consigo» y despojó a la Iglesia de la libertad cristiana, así también Marx y la burguesía —cada cual a su modo— le arrebataron los pobres. Que «la Iglesia de Dios es verdaderamente la ciudad de los pobres», que «la amistad con los pobres nos hace amigos del Rey Eterno», que «nuestros señores (son) los pobres» ...todas estas son frases de la más clásica tradición espiritual cristiana y que, sin embargo, suenan hoy a novedad sospechosa. Y mientras hoy se dice con temor, como un atrevimiento que necesita ser explicado, que los pobres «nos evangelizan», antaño se sabía que los pobres nos santifican: ¿quién, sino ellos, santificó a tantos profetas evaporados hoy en las hornacinas del olvido y de un «culto» aséptico: a Francisco de Asís, a José de Calasanz, a Alfonso de Ligorio, a Vicente de Paúl, a Francisco de Regis...? Y el resultado de una Iglesia que ha olvidado a los pobres es una Iglesia que no tiene santos o que busca la santidad en modelos tecnocráticos, legalistas, sectarios, más aptos para hacer aborrecible la santidad que para contagiarla; más aptos para figurar en una antología del moralismo que en la hagiografía cristiana. Bastante de todo esto se lo debemos a la segunda mitad del siglo XIX,

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y en este punto resulta muy significativa esta simple comparación de anécdotas: Mientras, todavía en 1840, el rey Luis-Felipe decía al arzobispo de París, Mons. Affre: «No me agradan vuestras escuelas. Se les enseña demasiado a los niños aquel verso del Magníficat: 'derribó a los poderosos de sus tronos'», ya en el siglo XX el ateo Maurras intentará aliarse con la Iglesia (que esta vez supo rechazarle) porque «consideraba admirable a una institución que había sabido desactivar de tal manera el veneno del Magníficat que lleva en su seno».11 3.

REFLEXIÓN FINAL: ¿PERDIDA DE LA CLASE OBRERA O EXPULSIÓN?

Si un Centenario sirve para algo, creo que debe ser, antes que nada, para hacernos pensar. Y si es exacta la tragedia que hemos intentado narrar, los cristianos debemos comenzar reconociendo —cuando repitamos el «perdónanos nuestras deudas»— que al menos una parte de nosotros ha sido, si no causa, sí al menos condición de posibilidad de los peores aspectos del marxismo. Y si esto es así, entonces hay que reconocer que la célebre frase de Pío IX sobre la «pérdida de la clase obrera» por la Iglesia no acierta del todo al hablar de «pérdida»: fue más bien la expulsión de la clase obrera fuera de la Iglesia por parte de otra clase que se decía cristiana. Un teólogo ortodoxo domiciliado en Occidente ha descrito muy bien la tragedia (y la culpa) de la Iglesia en el mundo moderno:

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«Debilitada por sus propios desgarros, obsesionada por mantener con la ayuda del Estado una sociedad cristiana...»,

la Iglesia cometió esta doble falta: —«se opuso a los derechos del hombre, en los que vio el derecho a la mentira, al error, a la negación; un prometeísmo usurpador que negaba el orden querido por Dios»; y —«tampoco pudo mantener la dimensión social de lo espiritual, esa unidad del 'sacramento del altar' y el 'sacramento del hermano' sobre la que tanto insistió un san Juan Crisóstomo».

Para concluir notando cuál ha sido la consecuencia de esta doble falta: «Así pues, la exigencia de libertad y la exigencia de justicia, nacidas ambas de la revelación judeocristiana, acabaron por aliarse con el ateísmo».12

Por consiguiente, toda reflexión acerca de nuestro momento, sobre todo si la hace un hombre de Iglesia, ha de comenzar por una petición de perdón: un cristiano posee al menos la gran libertad de que puede pedir perdón sin complejos, sin superegos y sin deseos inconscientes de agradar; pide perdón tranquilamente, porque se sabe perdonado por Dios (eso es lo que se visibiliza en la petición de perdón) y hermanado en el pecado con todos los demás grupos y hombres. Y en el tema que nos ocupa en este escrito (las relaciones entre cristianos y clases oprimidas), la Iglesia del Vaticano II ya inició este camino, aunque tímidamente. En dos momentos del último Concilio, la Iglesia ha aludido a lo que

11

Esta última anécdota, muy conocida, se encuentra citada, por ejemplo, en el cuaderno núm. 8 de Jeunesse de l'Église (mayo 1948): «Le scandale de l'Église» (antología de textos sobre la Iglesia), p. 101.

12

Christianisme et droits de l'homme. L'approche d'un chrétien orthodoxe, condensado en Selecciones de Teología, núm. 88, p. 267.

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acabamos de narrar. El primer momento fue al hablar del ateísmo: «También los creyentes tienen en esto su parte de responsabilidad. Porque el ateísmo, considerado en su total integridad, no es un fenómeno originario, sino un fenómeno derivado de varias causas, entre las que se debe contar también la reacción crítica contra las religiones, y ciertamente, en algunas zonas del mundo, sobre todo contra la religión cristiana. Por lo cual, en esta génesis del ateísmo pueden tener parte no pequeña los propios creyentes, en cuanto que, con el descuido de la educación religiosa, o con la exposición inadecuada de la doctrina, o incluso con los defectos de su vida religiosa, moral y social, han velado más que revelado el genuino rostro de Dios y de la religión». Y el segundo momento se produjo en la clausura del Concilio, cuando la Iglesia se dirigió a los obreros para decirles: «Tristes equívocos en el pasado mantuvieron durante largo tiempo la desconfianza y la incomprensión entre nosotros. Hoy ha sonado la hora de la reconciliación, y la Iglesia del Concilio os invita a celebrarla sin reservas mentales... Con toda la convicción de nuestras almas, os decimos: La Iglesia es amiga vuestra. Tened confianza en ella».13 Me parece importante añadir a estas citas que, sólo después de haberse desarmado así, se atrevió la Iglesia a completarlas con otra verdad muy importante: «también vosotros debéis tratar de comprender lo que es la Iglesia para los trabajadores... Pues bien sabéis que, si no les anima un potente soplo espiritual, las prodigiosas transformaciones que el mundo conoce hoy harán la desgracia d e la humanidad, en lugar

" Documentos del Concilio Vaticano II, BAC, Madrid 1964, pp. 231 y 740 (subrayados míos).

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de hacer su felicidad».14 Con estas palabras, la Iglesia no trata meramente de justificarse a sí misma: más bien comienza a hacer la crítica de aquella burguesía que quiso aliarse con ella en beneficio propio y que ha hecho más la desgracia que la felicidad de la humanidad —como también ha contribuido más a la falsificación que a la defensa de la Iglesia—, aunque se niegue a reconocerlo. Y para hacer esta crítica, el Concilio echa mano de una verdad que se presta a ser muy reflexionada cuando — e n un mundo más agobiado que nunca— nos toca celebrar el centenario de aquel «profeta de paraísos» que fue K. Marx. Pues parece innegable que un sector de las generaciones jóvenes está empezando a captar que las «profundas transformaciones» de nuestro mundo no han estado «animadas por el soplo espiritual» de la solidaridad, y por eso amenazan con contribuir más a la desgracia de la humanidad que a su dicha. Sin embargo, una petición de perdón, por necesaria que sea, tampoco lo es todo: ha de seguirle un estudio serio de las posibilidades de enmienda. Y esto, en nuestro tema, significa lo siguiente: si nosotros somos hijos de la situación descrita en este artículo, debemos ver ahora hasta qué punto ella configura nuestro mundo actual y nos ayuda a entenderlo. Y uno de los puntos donde creo que se refleja eso, y que no podemos eludir, es el distinto talante de los hombres de Occidente y los del Este ante el tema (y ante el vocablo mismo) de la justicia. El distinto talante de aquellos que somos hijos de un cristianismo hábilmente mutilado de toda justicia y aquellos que son hijos de una justicia a la que propios y extraños redujeron a atea. Es bien lógico que de ambas historias broten talantes diversos. Y en esta reflexión final quisiéramos tratar de descubrirlos como contribución a un mayor acercamiento y una mayor comprensión mutua entre los cristianos de las llamadas democracias «formales» y de los llamados socialismos «reales».

'* Ibid., p. 741.

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Como punto de partida para nuestra comparación, tomemos los dos datos siguientes: a) El texto de O. Clement, que citábamos hace un momento, marcaba muy bien un par de cosas: — los fallos de la Iglesia en el campo de la libertad y la justicia — y la consiguiente alianza de la causa de la libertad y de la justicia con el ateísmo. b) A su vez, lo expuesto en este artículo ha mostrado de qué forma (más aparente que real) esa alianza se rompe, por lo que toca a la bandera de la libertad, cuando esta bandera busca otra alianza con la Iglesia para defenderse de la bandera de la justicia y quitarle el campo que debía compartir con ella.15 De estos dos factores se siguen los diversos talantes del Este y del Oeste que queríamos describir para tratar de comprendernos un poco mejor. Y huelga señalar que cuando hablamos de Este y Oeste no señalamos sólo realidades geográficas, sino más bien mentalidades y opciones que pueden darse en cualquier geografía... 3.1. ¿Qué ha ocurrido en el Este? En mi opinión, se presentan más o menos estos tres factores: 3-1.1. La palabra «justicia» h a quedado fatalmente vinculada a la expresión del «ateísmo militante». La justicia es, 15

«La libertad —les digo— es u n viento cortado por otro viento, y ese otro viento es la justicia»: versos del poeta sueco Artur Lundkvist que evocaba Mario Benedetti en El País, 29 de agosto de 1983.

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así, la categoría que viene a resumir el proyecto del hombre para eliminar a Dios, construyendo un mundo justo y pleno, de tal forma que Dios no haga falta en él. A quien haya captado en otros este proyecto, irremediablemente la justicia le sonará a la bíblica torre de Babel: ella encarna todo lo que de negativo tienen el secularismo y el ateísmo de la Ilustración. Por eso, cuando se encuentre con el vocablo «justicia» en la Biblia, el lector del Este (y el occidental interesado en servirse de él) dará por supuesto que esa palabra tiene allí un sentido totalmente diverso y ajeno a su significación humana elemental: no le queda otro camino. 3.1.2. En segundo lugar, está ahí el hecho de que el Este sólo ha sabido (o sólo ha podido) realizar la justicia en un sector del mundo y a la fuerza. Por esta razón, una vez realizada, esa justicia se verá amenazada. Y deberá ser mantenida también a la fuerza. Pero entonces, en este segundo momento, la fuerza se hace más insostenible, porque los hombres tienen ya satisfechas sus necesidades primarias: al campesino analfabeto de la época de Batista la libertad de expresión le venía ancha y le dejaba frío, porque ni siquiera sabía expresarse; pero una vez que ha tenido escuela y ha aprendido a expresarse, la libertad de expresión se irá haciendo cada vez más necesaria. Surge entonces el «no sólo de pan vive el hombre», esgrimido como eslogan en todos los países del socialismo real. 3.1.3. Por otro lado, la vinculación de la justicia al ateísmo militante hace que en el Este los gobernantes sean no sólo ateos, sino ateos a los que, con expresiva paradoja, podríamos calificar de ateos «católicos, apostólicos y antirromanos». Los anteriores fallos de la Iglesia, la persecución y la posterior oposición de los creyentes en estos países de «socialismo real» delimitan aún más los campos y hacen que ambigüedades del tipo de las napoleónicas, que hemos expuesto en este capítulo, sean allí casi inconcebibles: los problemas están claros, los planteamientos son elementales,

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las iglesias no pueden servir sino, a lo más, para permitirles salvar ante el mundo una cierta máscara de respeto a la libertad religiosa. Y esta claridad y elementalidad de los planteamientos dan a las situaciones un aspecto hiriente que hace mucho más fácil la retórica contra ellas. Añadamos, como último matiz, que cuanto decimos sobre el Este vale principalmente para los cristianos católicos de ese sector del mundo. La Iglesia Ortodoxa ha mantenido más viva la posibilidad de un acercamiento teológico a la justicia a través del concepto de «comunión» (koinonía), tan típico de la Patrística griega. Por eso, mientras Occidente (a pesar del esfuerzo de Hegel) sólo ha sabido pensar al ser como substancia o como individuo, los ortodoxos han visto en la noción de koinonía la corrección que la teología cristiana introduce en todos los conceptos que asume: el ser es comunión (Trinidad); la persona es relación; la verdad es comunión; la libertad es también koinonía, etc.16 Desde esta perspectiva, el ortodoxo puede abrirse muy fácilmente a la noción de justicia o a lo que O. Clement llamaba «la dimensión social de lo espiritual», en cuanto que la justicia es el criterio de verificación, la manifestación y la base material de la koinonía. No obstante, lo inconcebible para un ortodoxo estará también en el proyecto de una koinonía sin Dios. 3.2. ¿Y qué pasa en Occidente?

Siguiendo los mismos tres capítulos, comencemos por notar que: 3.2.1. La categoría de «justicia» es precisamente la que sirve para desenmascarar al mundo secularizado de la Ilustración, para mostrarle la mentira de la felicidad que preten16

Cf. J. ZIZIOULAS, L'étre ecclésiál, Labor et Fides, Ginebra 1981, principalmente caps. 1 y 2.

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de haber realizado. Es lo que apuntaba el citado texto del Vaticano II cuando decía que «las prodigiosas transformaciones que conoce el mundo de hoy» pueden producir la desgracia, en lugar de la felicidad de los hombres: la desgracia de nuestros parados, de los campesinos latinoamericanos, de nuestros analfabetos, de los sueldos de hambre, de la injusta mortalidad infantil en un mundo con capacidades técnicas más que suficientes para evitarla... La justicia no es aquí la «torre de Babel», como en el Este, sino más bien «el reverso de la historia», la verdad oculta que sustenta y teje ese hermoso tapiz de las sociedades del bienestar. Y por eso la justicia es una categoría imprescindible: porque lo más urgente en el sofisticado Occidente es denunciar, poner sobre la mesa todo ese dolor que el mundo moderno ha creado y enmascara con su propaganda oficial, luminosa y televisiva. El Occidente también es «ateo», pero su ateísmo es mucho más inteligente (por eso no sólo no persigue, sino que ni necesita hacerlo). Y el único camino para que los cristianos entiendan esto es esa «sangre de Abel que clama» al cielo (Heb 12, 24); el rostro de ese Dios que se identifica con todas las víctimas y que dice: «a Mí me lo hicisteis»; la constatación de que la «democracia» de unos pocos países necesita el ahogo de los otros y se apoya en él. La injusticia, pues, desenmascara la secreta impiedad o la idolatría del mundo occidental: «Dios los entregó a los deseos de su corazón» (Rom 1, 24), y han construido un mundo de incomunicación, de parados, de drogadictos, de desaparecidos y de niños hambrientos. 3.2.2. Como en Occidente lo pisoteado no son derechos «espirituales» (de asociación, de expresión, de libertad religiosa...), sino derechos bien materiales, como el derecho al trabajo y al sustento (o el más material de todos ellos: el derecho a no morir, sea de hambre en Bolivia, sea de un tiro en El Salvador); y como esos derechos no suelen pisotearse con la fuerza de las leyes, sino con la fuerza fatal de los hechos mismos o de las necesidades de funcionamiento

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del sistema, entonces en Occidente se invierten los términos, y el «no sólo de pan» (que en el Este podía tener una innegable fuerza crítica) se transformará aquí en cobertura ideológica: el hombre —nos explican— no pide pan, ni casa, ni vestido...; sus verdaderas necesidades son «otras», y a ellas sí que acude la Iglesia. Así hablan algunos eclesiásticos que nunca han necesitado pan, ni casa, ni vestido; pero así hablan también infinidad de gentes que no están dispuestas a compartir —estructuralmente, y no sólo ocasionalmente— una milésima parte de su pan o de su casa o de su vestido con aquellos que no los tienen. Se refugian en que «no hay que hacer reduccionismos», para enmascarar su propio reduccionismo de signo contrario. Y arguyen que las verdaderas necesidades del hombre son necesidades «espirituales», aunque, al hablar así, no pretenden reconocer que «nada hay más espiritual para mí que la necesidad material del hermano», como les replicaría Berdiaeff. Por eso el Occidente increyente se viste de religioso siempre que hace falta, como hizo en 1848; y entonces su dios-ídolo hace blasfemable el nombre del Dios verdadero entre las gentes (cf. Rom 2, 24). Por eso en Occidente se hace imprescindible recordar que, si se nos quita la interpelación bíblica de la justicia, se nos incapacita para combatir esta irreligiosidad concreta, porque, según el Nuevo Testamento, la injusticia es precisamente aquello con que los hombres «aprisionan la verdad de Dios» (cf. Rom 1.18). 3.2.3. Finalmente, la vinculación de la injusticia con ese falso espiritualismo idólatra hace las cosas infinitamente más complicadas en el mundo occidental: aquí no hay perseguidores abiertos y declarados que, con su persecución, se autoacusen ellos mismos; pero, en cambio, hay tiranos que van a comulgar; Somozas que brindan con Nuncios luego de masacrar a una población civil; y tedeums que se cantan para agradecer al cielo golpes fascistas de Estado. Más aún: en los países desarrollados de Occidente tampoco «hay» —oficialmente— pobres, como se reconoce que los hay en

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los países subdesarrollados. Pero el que «no haya» sólo significa que no tienen existencia oficial, que no figuran en ninguna de las propagandas, que son el verdadero «dios creador» de Occidente, donde sólo tiene ser aquello que brota de la propaganda. La diferencia, pues, entre un país pobre y un país rico, en Occidente, no es sólo que aquél tiene muchos más miserables que éste, sino que éste dispone de medios abundantes para hacer casi invisibles a sus pobres.17 Efectivamente, todo es mucho más sutil y más sofisticado en Occidente. Y esta mayor sutileza se hace visible en una comparación bien elemental entre dos nombres como Castro y Pinochet. Seguramente, Castro ha quitado la palabra, la libertad religiosa y, a veces, hasta las ganas de vivir. Las ha quitado mientras daba alimentación, vivienda, escuelas y salud: esto tampoco puede negarse, aunque uno insista en que no ve por qué había que quitar todo lo primero para dar lo segundo. Finalmente, Castro no se profesa creyente y no se le ha visto en su país ningún signo de simpatía o de respeto a la Iglesia. Pinochet, en cambio, además de la palabra y la asociación, ha quitado a glandes masas el pan, la salud, la escuela y hasta la vida. Los ha quitado para que un pequeño grupo tuviese más pan, más sofisticada medicina y más cómoda escuela. Y luego de esto, hemos visto a Pinochet yendo a comulgar. Todo es, efectivamente, mucho más sutil y más complicado en Occidente. Pero esa sutileza y esa complicación están iluminadas por toda nuestra historia reciente, que el Centenario de Marx nos ha obligado a evocar. Y esa historia nos sitúa ante el imperativo de la justicia como mediación ineludible hacia la verdad de Dios: si lo que está matando a Occidente es un «infarto» de insolidaridad y de injusticia, es ese mal el que 17

Remito, como único ejemplo, a los datos y casos que se encuentran en el último informe de Caritas de Barcelona: Un aspeóte de la marginado a casa nostra. Els beneficiaris del FAS, Barcelona 1983.

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debemos combatir, sin que podamos quedarnos tranquilos dándole remedios contra el cáncer, alegando que el Este sufre un cáncer de falta de libertad. Levantaremos, pues, la bandera de la justicia sin hacer de ello un ídolo (que es el peligro de todas las banderas) y aceptando con comprensión que a algunos cristianos del Este pueda sonarles esa bandera a «la justicia de las obras»,18 que tampoco justifica al hombre. Pero sabiendo también que, entre nosotros, dicha bandera suena más bien al juicio de Dios, que desenmascara la mentira del mundo, porque la injusticia es aquello con lo que nosotros ocultamos la verdad de Dios. Es en boca de los cristianos occidentales, por tanto, donde no tienen sentido argumentos que pueden ser comprendidos en boca de los cristianos del Este: el uso de tales argumentos se convierte en la más sutil autodefensa del hombre occidental contra Dios. Ocurre aquí algo que ya se dio también en el Jesús histórico. Según parece, en tiempos de Jesús existía una cierta crítica de la Ley y del Templo que venía hecha por judíos de la diáspora griega en nombre de la cultura y la «ilustración» griegas. A los judíos ortodoxos de Jerusalén esa crítica les molestaba, por supuesto, pero no hasta las raíces, pues les era fácil condenarla como infidelidad contra Dios. Lo intolerable de Jesús es que hace su crítica de la Ley y del Templo no en nombre de ninguna ilustración humana, sino en nombre del mismo Dios de los judíos y de la obediencia filial a El. Esto es lo que aquellos judíos «piadosos» no supieron tolerar y lo que les llevó a tacharle de blasfemo y a quitarle de en medio violentamente. Y eso es lo que hoy está ocurriendo, por ejemplo, con la teología de la liberación. Lo que nuestro mundo occidental no puede tolerar no es que alguien levante contra él la bandera de la justicia: esto es tolerable siempre y cuando se haga como en contra de la «civilización cristiana». Lo intolerable es que esa bandera se levante en nombre mismo de lo que puede ser el fundamento de esa «civilización cristiana»: en nombre del Dios bíblico. is Cf. Rom 3, 20.28; Gal 2, 16; Tit 3, 5.

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He aquí por qué debemos seguir levantando esa bandera. Y debemos seguir apostando, porque el Este y el Oeste, a pesar de sus historias tan diversas, pueden encontrarse allí donde la justicia y la libertad coinciden: en la reivindicación de la dignidad del hombre, de todos los hombres, y más aún de aquellos cuya dignidad está peor tratada. Si lo miramos así, entonces el teólogo tiene derecho a afirmar que el centenario de Marx nos deja el imperativo de buscar un nuevo orden económico, y no sólo local o nacional, sino un nuevo orden económico internacional.

3 ¿Es la Iglesia irreformable? A propósito de las revueltas anabaptistas y otras varias* 1.

PRESENTACIÓN DE PERSONAJES, IDEAS Y RESULTADOS

Puede parecer inoportuno, o hasta reaccionario, presentar una esperanza fallida en un congreso sobre la esperanza. Pero las razones de este proceder son bien sencillas: la esperanza nunca está exenta de riesgos, porque está confiada a la responsabilidad humana; la historia es maestra de la vida; y el hombre es el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra... Por otro lado, los anabaptistas son un movimiento cuyos méritos iniciales fueron enormes y cuyos parecidos con algunos rasgos de la esperanza de los pobres de hoy son muy grandes. Finalmente, el haberse desarrollado fuera de la Iglesia Católica —en el campo protestante— quizá nos permita estudiarlos con más desapasionamiento. Ojalá, pues, que la lección de su fracaso nos descubra cuáles son nuestras tentaciones y cuáles los senderos que debemos evitar a toda costa, si no queremos ser responsables de otro fracaso ante la historia y ante los jueces de la historia que son los pobres. * La primera parte de este capítulo fue presentada como comunicación al II Congreso de Teología y Pobreza (Madrid, septiembre 1982), dedicado a «Esperanza de los pobres y esperanza cristiana». Apareció, junto con todo el material de dicho Congreso, en la revista Misión Abierta (1982), pp. 737-743.

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hacía manifiesta en el corazón de sus oyentes... A veces bastaban unas horas para echar las bases de una Iglesia. Un día, un desconocido entra en casa de Franz Striegel en Weyer, Franconia: era Hans Hut. Saca un libro de su bolsillo, lee la palabra de Dios y anuncia el Evangelio con tanta fuerza que el dueño de la casa se hace bautizar con ocho personas más».1

1.1. Presentación y aspectos positivos

Digamos solamente que lo que aquí entendemos por anabaptistas agrupa a un conjunto complejo de movimientos en el que entran los primeros bautistas suizos, no violentos, los entusiastas alemanes que provocan la guerra de los campesinos, los anabaptistas propiamente tales (holandeses, suizos y alemanes), los apocalípticos como Melchor Hoffman y el pacifismo de Menno Simons, que dará lugar después a la secta de los mennonitas. Todos tienen en común el que han nacido dentro del protestantismo y el que casi siempre —a la corta o a la larga— derivan de Zwinglio o van a parar a él. Por eso se dice que su primera capital es Zürich. Y como rasgo teológico común, todos estarían unidos por el descubrimiento evangélico de la categoría de «Reino de Dios» y de la relación que tiene esta categoría con la preferencia del Evangelio por los pobres de esta tierra. Tres siglos antes que Marx y dos siglos antes de lo que se llama «la Ilustración», plantean en nombre del Evangelio el problema de la revolución social. Así como del Vaticano II nacen los movimientos liberadores y de comunidades que van más allá de él, igualmente de la Reforma protestante nacen todos estos movimientos que van más allá de ella. Cornelius, famoso historiador de la revuelta de Münster que luego mencionaremos, describe así sus comienzos: «Estos hombres se presentaban a base de costumbres sencillas, sin lujos, pobres como los apóstoles y modestos en su manera de vestir. Se dirigían preferentemente a los pobres y a los humildes, porque Dios les enviaba a ellos. Entraban en las cabanas con palabras de paz, hablaban de obras de caridad y de la corrupción del mundo, leían e interpretaban la Escritura. Sus discursos eran sencillos y sin arte alguno. Dios —decían— manifiesta a los más pequeños aquellos misterios que esconde a los sabios y a los inteligentes. Pero estos oradores eran, además, testigos y mártires, y la llama que les animaba se

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Puede que parezca una pintura tomada de los Hechos de los Apóstoles. Sin embargo, es del siglo XVI. Y este descubrimiento del valor evangélico de los pobres lleva inmediatamente a plantear el problema de la revolución social. Las consecuencias de libertad que Lutero ha sacado del Evangelio se aplican inevitablemente a la liberación del «proletariado» campesino de la época. Como esta revuelta campesina es lo que queremos exponer un poco más, vamos a hacer una rápida presentación de personajes que nos servirá, a la vez, como presentación de la situación social.

1.2. Presentación de personajes

En primer lugar está J. Carlstadt, primer «cura obrero» de la historia, posiblemente. Siendo pastor, se dedicó a trabajar como artesano y luego colgó los hábitos para vivir como «nuevo laico». En esta última decisión jugaron mucho las presiones de un campesino, a quien Carlstadt consideraba «inspirado por el Espíritu Santo», factor que Lutero aprovecharía para comentar, con su clásica mordacidad, que la inspiración venía del Espíritu Santo «con todas sus plumas y huevos»... En segundo lugar, y mucho más importante, está la compleja personalidad de Tomás Müntzer. Sacerdote desde 1523, tiene el mérito de ser el iniciador de la liturgia en alemán. 1

Cf. E. G. LEONARD, Historia General del Protestantismo, Madrid 1967, vol. I, p. 190.

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Convertido al luteranismo, empieza su enfremamiento con Lutero por sacar de las doctrinas de éste consecuencias que el propio Lutero se negaba a sacar. Por ejemplo: la inspiración interior de Dios es preferible a la palabra de la Escritura, pues Dios tiene que seguir hablando hoy en día, ya que es imposible que se haya quedado mudo. El enfremamiento se agudiza con el problema social. Müntzer tiene palabras durísimas contra el carácter «burgués» de los grandes líderes protestantes: «¿Qué sabéis vosotros que vivís en la abundancia, que no habéis hecho más que engullir y beber, qué sabéis de la gravedad de una fe verdadera?... La pobre gente necesitada ha sido engañada de tal manera que no se puede ni expresar. Con sus palabras y sus actos, los señores logran que la gente pobre, preocupada en procurarse el sustento, no aprenda a leer. Predican insolentemente que el pobre debe dejarse desollar y despojar por tiranos...».2

Pienso que, si para algo sirven estas palabras hoy, es para demostrar que todo eso que nosotros llamamos «secuestro del Evangelio», «justificación ideológica de la injusticia» y frases parecidas, tienen muy poco de marxista. Su contenido estaba descrito por un cristiano, tres siglos antes de Marx. Y de hecho, en un principio, Lutero había visto y aceptado la gravedad de la situación que Müntzer denuncia, presentándola como una premonición divina. Ya en 1522 escribía Lutero: «El pueblo se agita por todas partes y tiene los ojos abiertos. Ya no quiere ni puede volver a dejarse oprimir por la fuerza. El Señor es quien envía todo esto, y esconde a los ojos de los príncipes estas amenazas, estos peligros inminentes, y El es quien 2

Cf. Ibid., p. 101.

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todo lo consumará por la ceguera y la violencia de tales magnates. Me parece ver a Alemania anegada en sangre».3

En definitiva, Lutero era de origen campesino y podía captar vivencialmente la injusticia de la situación. Las palabras que acabo de citar las valoraremos más por contraste con estas otras de Melanchton, el dulce Melanchton, que escribía a uno de los príncipes alemanes: «Vuestro honor no debe introducir ningún cambio en las antiguas prestaciones, y ello con toda tranquilidad de conciencia... Las cargas y tributos de la gente pobre son ciertamente soportables comparadas con las penas.de los que se esfuerzan en cumplir su deber en los ejércitos, los consejos o los cargos...».4

Todavía hay que decir, en favor de Lutero, que cuando se produjo su pelea con Tomás Müntzer, intentó al principio que no se le prohibiera predicar, en nombre de la libertad de la palabra de Dios, y para no repetir con él los procedimientos que achacaba a la Iglesia romana. Sin embargo, más tarde y ante la revuelta de los campesinos, Lutero pierde toda mesura y toda paciencia y todo dominio de la situación y escribe atrocidades como éstas, que son de una carta de junio de 1525 (sólo tres años después del texto que antes citábamos»: «Quien haya visto a Müntzer, bien puede decir que ha visto al diablo encarnado en su mayor furia. jOh Dios!, si reina un espíritu tal entre los campesinos, ya es hora de degollarlos como a perros rabiosos... Sobre la indulgencia que se desearía para los campesinos, yo digo: si es que hay inocentes entre ellos, Dios sabrá protegerlos y salvarlos como hizo con Lot y Jeremías. Si no los salva, es que son criminales...».5

3 Cf. Ibid., p. 102. * Ibid., id. s Ibid., 105.

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Para terminar erigiendo este enfado ocasional, en principio moral universal:: «Que mate, que degüelle, que golpee todo el que puede hacerlo. No podrá obtener una muerte más santa, pues muere en la obediencia de la palabra de Dios y en servicio del amor...».6 En medio de este cambio de Lutero está también la opción de Müntzer por la violencia. Luego veremos que éste es un problema continuamente debatido y que siempre dividió a los anabaptistas. Pero Müntzer es de los que acabó optando por ella de manera muy poco discriminada: «Predicar un dulce Cristo —escribía—, perteneciente al mundo de la carne, es el veneno más poderoso que se haya dado jamás a las ovejas de Cristo. El que rehusa el Cristo amargo, morirá por haberse hartado de miel... El que quiera ser un sillar de la nueva Iglesia debe arriesgar su cabeza; si no, los constructores lo rechazarán. Considerad, hermanos míos, que el que en estos tiempos no arriesgue su cabeza no está seguro de poseer la fe».7 En resumen, y para acabar con Tomás Müntzer, que es el personaje más valioso de toda esta historia, yo creo que es válido el juicio de Leonard, un historiador clásico del protestantismo, quien escribe que «mezclaba alguna locura y mucho orgullo a una sabiduría real, a un celo religioso verdadero y a un amor sincero a los humildes». 8 Así de complejas suelen ser las situaciones y las personas humanas. Y con esta presentación de algunos personajes ya hemos conseguido una mínima ambientación sobre los anabaptistas. Ahora vamos a tratar de estructurar un poco su teología y sus realizaciones, porque son éstos los puntos que pueden

« WA 18, 360. 7 E. G. LEONARD, Op. cit, 100. s Ibid., id.

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servirnos como indicadores de «dirección prohibida» o como avisos de callejón sin salida.

1.3. Soteriología y eclesiología

Si hemos dicho que el gran mérito anabaptista es el descubrimiento teológico de la categoría de Reino de Dios y de su vigencia para esta historia, su error consistió en absolutizar esta categoría, mejor: en exclusivizarla, identificando entonces a la historia con el lugar de la plenitud del Reino y tratando de forzarla para que fuese eso. Un comentarista de Calvino escribe: «El problema central (en el conflicto de Calvino con los anabaptistas) era el significado del Reino de Dios. En el anabaptismo había algo del viejo tipo de secta medieval que concentraba la totalidad del Evangelio en la predicación del Reino. Y esto se hacía en un espíritu de anticipación revolucionaria. Ellos no podían esperar, creyendo pacíficamente en la revelación del Reino, sino que deseaban ponerlo de manifiesto allí y entonces. Por tanto, los creyentes eran emplazados a trabajar con todo su ardor por el establecimiento de una nueva Jerusalén aquí en la tierra, cosa que no podría ocurrir sin una revolución no sólo espiritual, sino también social y política, para que de las ruinas del viejo orden social pudiese levantarse un nueve orden: el del Reino de los cielos».9 Aunque este texto podría ser más matizado, «Reino de Dios» y «Nueva Jerusalén» son, efectivamente, los dos conceptos fundamentales de su teología, cosa que también afir-

9 G. BRILLENBURG WURTH, «Calvino y el Reino de Dios», en la obra en colaboración: J. Calvino, profeta contemporáneo, Grand Rapids 1974, p. 118.

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ma H. Jedin.10 El paso a la iglesia (Nueva Jerusalén) se verifica desde la constatación de la maldad del sistema del mundo, que impide ser al Reino de Dios. Esta constatación, que llevará a Calvino a un conservadurismo político más veterotestamentario que evangélico, lleva, por el contrario, a los anabaptistas a la idea de que la Iglesia tiene que ser el Reino de Dios en la historia. Y como, de hecho, no lo es, es preciso crear otra iglesia que, efectivamente, lo sea. La fe les lleva a concebir la historia como una historia de buenos y malos. Y frente al luterano simul tustús et peccator, ellos proponen más bien el dilema: aut iusti aut peccatores. Y de acuerdo con esto, el Estado y la sociedad civil son malditos y creaciones diabólicas por su injusticia. Pero no sólo ellos: también la Iglesia lo es por su jerarquismo, pues el creyente, al convertirse en hijo de Dios y sacerdocio regio, queda liberado de obediencia a toda ley y potestad humana: la sujeción a hombres sería una degradación contraria a la perfección cristiana. Calvino explica de ellos que: «Aunque antaño, al pueblo primitivo le presidieron Jueces o Reyes, hoy, sin embargo, no cuadra con la perfección que Cristo ha traído con su Evangelio el gobierno ejercido a través de autoridad».11 Pero su contradicción es que, para conseguir esa iglesia tan pura y anarquista, se ven obligados a una gran disciplina y a una intolerancia subida, con notable facilidad para excomuniones. Lutero, en cambio, ya hemos dicho que se negó a excomulgarlos, aunque los combatió y acabó dejándolos en manos del poder civil. En el campo extraeclesiástico, las ganas de forzar el Reino de Dios les llevan a discusiones sin fin sobre la violencia: w H. JEDIN, Historia de la Iglesia, Barcelona 1972, V, 204 y 271-272. Jedin habla más bien de «reproducir la iglesia madre de Jerusalén». ii J. CALVINO, Institutio IV, 20.5. Corpus Reformatorum, vol. XXX, 1096.

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unos acaban aceptándola (por ejemplo, Müntzer, como ya vimos) y otros no. En 1527, el sínodo de Echleitheim intentó zanjar la cuestión negativamente; pero fue inútil, pues el problema continuaba rebrotando. Ese Reino de Dios en la tierra debía ser: a) Una Iglesia libre y de «profesantes». Para ello no admiten más bautismo que el de adultos. De ahí les va naciendo el sentimiento de ser ellos los 144.000 justos del Apocalipsis. El Reino de Dios acaba siendo para unos pocos sólo: es más bien el ghetto de Dios. b) Un «comunismo» religioso. No siempre tuvieron propiedad común, pero sí uso común de los bienes y un enorme sentido de ayuda mutua. Pero la triste contrapartida de este gran valor es que acabaron exclusivizándolo. Así, por ejemplo, para ellos el único sentido de la eucaristía es ser expresión del amor fraterno, sin que tenga nada que ver con la presencia real de Cristo en ella. c) Por un mecanismo que Marx denunciará más tarde y que, en definitiva, consiste en tomar a la mujer como un objeto de consumo para el hombre, se pasa de ahí a una promiscuidad sexual para los hombres. Juan de Leyden, el fundador de la nueva Sidón de Münster, llegó a tener 15 mujeres. Sin embargo, todos los líderes de estos hombres murieron asesinados o mártires. No se les puede acusar de no haber sido consecuentes. Quizá sí de haberlo sido con una falsa lógica que acabó por convertir —como ha dicho algún historiador— «el sermón de la montaña en ley». 1.4. Resultados a corto plazo

Los anabaptistas tuvieron dos posibilidades de realización concreta de su Reino de Dios en la tierra: los falansterios de Hutter, donde había bienes económicos en común y niños

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educados en común, con una especie de «padre» para cada falansterio, el cual designaba a las mujeres que habían de ocuparse de ellos y, más tarde, a los maestros. Los falansterios no llegaron a cuajar. Mucho más cuajó la «Nueva Sión» que logró fundar en Münster Juan de Leyden. Se la ha definido como una «teocracia comunista con poligamia». Fueron sitiados y vencidos por el príncipe Felipe de Hessen; y sus jefes, ejecutados, quedaron columpiándose durante mucho tiempo en el campanario de una iglesia de Münster. La guerra fue de una violencia y un odio atroz por ambas partes. Pero quizá su saldo más negativo fue el horror que inspiraron a los reformadores hacia toda revolución social y que está en la base tanto del protestantismo que conoció más tarde Marx como de algunas de las justificaciones pseudoteológicas del status quo que todavía se repiten hoy. Lutero, que por haber sido campesino pareció que al principio comprendía mejor sus reivindicaciones, acabó teniéndoles verdadera alergia y cerrándose hasta extremos increíbles, condenando su violencia mientras permitía que se les combatiera violentamente. Buena prueba de ello es el siguiente texto con que concluimos: «Ni la injusticia ni la tiranía justifican una rebelión. No resistáis a los que os hacen daño... Un siervo cristiano posee la libertad cristiana. El artículo que proclama la igualdad de los hombres tiende a transformar el reino espiritual de Cristo en un reino terrestre y exterior; ahora bien, los reinos de este mundo sólo subsisten por la desigualdad de condiciones. No es el Espíritu, sino la carne, lo que se subleva».12 1.5. Resultados a largo plazo

Si se puede hablar de «Una esperanza mal realizada», es porque los anabaptistas suponen el descrédito de una causa 12

Cf. E. LEONARD, Op. cit, 104.

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sagrada y el robustecimiento ideológico de los errores enemigos (como pone trágicamente de relieve el último texto citado de Lutero contra la igualdad entre los hombres). A su vez, el fracaso anabaptista tiene como consecuencia la victoria de Lutero. Y esto significa que lleva a la victoria de la revolución burguesa. Pues, en mi opinión, Lutero encarna la revolución burguesa, con su misma sensibilidad para la libertad y su misma insensibilidad para la revolución social (que nace de ella). La brutalidad de Lutero con los campesinos prenuncia la política actual de Estados Unidos con Centroamérica y marca la tragedia de la revolución burguesa: acabar con la libertad en nombre mismo de la libertad. Pero Lutero no es aún la revolución burguesa, sino su anuncio en el seno de la Iglesia. Por no haber sabido asimilarla ni cristianizarla, la Iglesia dará lugar a que, luego, la revolución burguesa nazca ya fuera de ella, como también la revolución social nacerá fuera de ella. El sector eclesiástico actual que solemos calificar como involucionista o derechista representa la cerrazón de la Iglesia actual frente al «lutero» de hoy (ahora, además, fecundado por Marx), en una nueva posibilidad de salvación que Dios ofrece al pueblo de Dios (cf. Hebreos 4, 7). Yo no quisiera dudar del deseo que todo este sector pueda tener de servir a la Iglesia. Pero sí afirmo que esa forma de servicio a través de la cerrazón, la huida y la fuerza, hará a la Iglesia el mismo flaco servicio que le hizo su cerrazón ante lo que Lutero representaba. Y el mismo flaco servicio que hizo Lutero al protestantismo con su cerrazón ante lo que Müntzer representaba: le esclerotizará partes del organismo que luego caerán de él, como cayeron las iglesias protestantes y el occidente moderno. Y quiero añadir que, en mi opinión, si este drama no se ha producido ya en América Latina, no es porque una parte de su jerarquía no haya hecho méritos para ello, sino que se debe sólo al enorme sentido eclesial de muchos de los teólogos y cristianos perseguidos y maltratados de aquel continente. Mi deseo final es que aprendamos la estrategia más de ellos que no de los anabaptistas.

i 38

2.

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REFLEXIÓN TEOLÓGICA: UNA ESPERANZA PENDIENTE

De acuerdo con cuanto acabamos de decir, el Cristianismo perdió, con el fracaso de las revueltas anabaptistas y afines, su primera ocasión de fidelidad al imperativo de la transformación social. Igual que en el s. XIX perderá su segunda ocasión, como ha mostrado otro capítulo de este mismo libro. En el primer caso, la iglesia protestante fue infiel a una interpelación que brotaba del interior de ella mistna: del principio mismo de la Reforma y del Evangelio explícito que fecunda a la Iglesia. En el segundo caso, la Iglesia católica fue infiel a una llamada que brotaba, además, de fuera: de los signos de los tiempos y de las «semillas del Verbo» latentes en toda la historia, pero que la Iglesia no supo leer. En ambos casos fue el intento de supervivencia lo que asustó y paralizó a las iglesias: el afán por salvar su vida les hizo perderla (cf. Me 8, 35). Pero, como de la revolución social ya hemos hablado en el capítulo dedicado al centenario de Marx, las reflexiones de ahora nos van a servir para afrontar el problema de la reforma de la Iglesia, que es otro de los que brotan más inmediatamente del contacto con la historia anabaptista. En efecto: el caso de los anabaptistas nos lanza una pregunta aporética que surge con repetida tristeza ante otros momentos parecidos de la historia: ¿por qué casi todas las promesas de reforma acaban convirtiéndose en heréticas o en sectas, y frustrándose por ello? (piénsese en el mismo Lutero, en los «fratricelli» y otros movimientos medievales, etc.). ¿Qué extraño poder tiene la Institución, que consigue convertir en herejes a sus críticos más cargados de razón, quitándoles la razón de esta forma? Y si éste es un modo de preguntar hecho desde la solidaridad ecuménica con los vencidos, tal vez pueda hacerse la misma pregunta desde la fidelidad debida a la Institución-Iglesia: ¿qué les ocurre a tantos grupos proféticos que hacen degenerar hacia la heterodoxia las promesas de reforma que llevaban dentro? Y por otro lado, ¿es que con esa heretización de los afanes de reforma

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—por muy real que sea— quedan definitivamente descartadas todas sus interpelaciones? ¿O no será ésta más bien una visión de la historia dada exclusivamente por los vencedores? Tras cada división, tras cada herejía, ¿no queda la Iglesia —en lugar de verdaderamente purificada— rota en su catolicidad, como un espejo hecho añicos? ¿Y qué significan, si no, tantos afanes nostálgicos por recuperar, muchos siglos después, a condenados del pasado como Galileo, Lutero, Savonarola... ? ¿Qué significan los innegables frutos producidos por el Espíritu en las iglesias que se separaron, como son, por ejemplo, los cuáqueros, el movimiento de John Wesley, el pietismo o el florecer de la teología protestante en el siglo XX?

2.1. La falsa lógica de la Jerusalén celestial: la Iglesia no se reforma con fanáticos

2.1.1/—La dureza de lo real Todas esas preguntas hablan de una innegable y seria resistencia de la realidad ante el Evangelio y ante las aspiraciones humanas a las que el Evangelio responde. Y esta sensación podría aún agravarse, porque —según algunos—, en el caso de que un movimiento de reforma sepa ser fiel y acabe siendo aceptado por el cuerpo eclesial, quedará domesticado por éste, como le ocurrió al franciscanismo. Probablemente, ha sido un pecado repetido de todos los movimientos reformadores el desconocer esa imponente resistencia de la realidad y, consiguientemente, el negarse a aceptar la desesperante y ambigua lentitud de los ritmos históricos, erigiendo así, sin querer, el tiempo de la propia vida en la totalidad de la historia. Este es un camino muy fácil para la propia absolutización. Y una vez que el hombre se ha absolutizado, le será muy sencillo manipular inconscientemente el Evangelio, convirtiéndolo en una proyección de sí mismo y de su momento particular, en lugar de convertirse

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a sí mismo en servidor del Evangelio. Y en cuanto el hombre —aun el más recto— se erige en propietario del Evangelio, ya puede temerse cualquier cosa. El proceso inconsciente que produce esa mala realización de la esperanza, desde el punto de vista teológico, creo yo que puede describirse así: a) Descubierta la idea del Reino de Dios, se fuerza esa idea hasta exigirle una realización total e inmediata: «la Jerusnlén celestial». Se olvida esa dialéctica de Jesús en la que el Reino, a la vez que «no es de este mundo» (Jn 18, 36), sí que tiene anticipaciones y señales en realizaciones incompletas de este mundo. b) A partir de esta violencia se acaba por olvidar la referencia que tiene el Reino a la vida y al destino de Jesús, para ser Reino de Dios. Ejemplo expresivo de esta mentalidad es la reducción que hacían los anabaptistas de la eucaristía a comunión interhumana, prescindiendo expresamente de toda su referencia a la persona de Cristo, Primogénito y piedra angular de toda comunión entre los hombres. c) Una vez dado este paso, acaba por convertirse el Reino de Dios en reino propio y, como tal, puede acabar en una canonización de la espontaneidad instintiva del hombre. La libertad será sólo satisfacción de las necesidades, sin pensar que la libertad cristiana incluye también una transformación y hasta una liberación de las necesidades. En plan sarcástico, ello puede llevar a extremos como los que ridiculiza aquella escena del Marat-Saáe, de P. Weiss, en la que los actores claman: «¿qué sería en total una revolución, sin una general copulación?». Pero este sarcasmo, «tan real como la vida misma», expresa sólo lo que un teólogo formularía más abstractamente en su jerga, aludiendo al pecado original y al dato de que también los revolucionarios son pecadores y esclavos del Maligno. Esta atroz resistencia de la realidad y de la realidad empecatada (a la cual realidad pertenece también la Iglesia,

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aunque ella sea Casa del Espíritu) es una desautorización de esa falsa lógica de los anabaptistas: la lógica de la Jerusalén Celestial. La Iglesia, por estas razones, no se reforma con fanáticos ni con visionarios que se niegan a reconocer la complejidad de lo real. Y no puede negarse que este peligro se ha dado también en algunos movimientos populares de la España de hoy, que fueron promesa de renovación en años anteriores, pero que, de hecho, no han aportado a la Iglesia y a la sociedad todo lo que cabía esperar de ellos.

2.1.2.—Olvido y capitulación ante la dureza de lo real En nuestra presentación anterior, el concepto de Jerusalén Celestial (típicamente anabaptista) aparecía contrapuesto al concepto de la teocracia calvinista. No es la única contraposición que sugiere la historia, pero cualquiera de ellos sería apto para delimitar los dos excesos posibles ante la dureza de lo real. El primero de ellos (el anabaptista) se empeña en desconocer esa resistencia de la realidad (¡ajena y propia!) a que estamos aludiendo y a la que también está sometida la Iglesia. El segundo se niega a reconocer la indiscutible novedad y la perenne desinstalación que supone el Evangelio, así como la escandalosa libertad del Espíritu, derramado sobre toda la realidad: por eso vive siempre —y sólo— de la obsesión por el peligro, al que se hace frente con una serie de «preceptos divinos». Esta actitud se da tanto si la teocracia es también política como si es puramente eclesial.13 Las iglesias que de ahí surjan tendrán sólo colores de ghetto y de miedo, casi sin ningún otro tono. Y el dios al que esas iglesias sirvan será la entelequia de una Inmovilidad total, que si antaño —en el origen remoto de los tiempos— fue efectivamente Creador, ahora sólo puede ser «Conservador».

13

Al modo de lo que presentamos en el capítulo siguiente sobre el Sodalitium Pianum.

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2.1.3.—El «acostumbrarse» al Espíritu En la iglesia primitiva, Ireneo de Lyon ya se encontró con unos «sabios» que dictaminaban con definitividad que la carne y la sangre no pueden heredar el Espíritu de Dios. E Ireneo respondía que, aunque eso es cierto, el Espíritu de Dios ha sido derramado sobre toda carne; y por eso, mediante un lento proceso de «acostumbramiento», la carne y la sangre heredarán el Reino de Dios." Ese proceso de acostumbramiento tenía que ser, para Ireneo, la historia. Pues bien: siguiendo la línea de respuesta de Ireneo, querríamos sugerir ahora que, entre ambos conceptos falsos —el de Jerusalén Celestial y el de teocracia inmovilista— encontramos en los evangelios el concepto de fermento y de levadura, como noción descriptiva de lo que es tanto la acción de la Iglesia en el mundo como la acción renovadora dentro de la Iglesia. Del fermento cabe decir, en una primera aproximación, estas tres cosas: que no suplanta a la realidad fecundada (como hacen, cada uno a su manera, el concepto de Nueva Jerusalén y el de teocracia); que actúa insensiblemente y a largo plazo (contra la impaciencia anabaptista y la irritabilidad de un Calvino o un Lutero); y que, para actuar, se disuelve y pierde su propia identidad: muere, en este sentido (contra el afán de supervivencia de los otros dos). ¿Cómo, pues, hacer fermentar a la masa? ¿Cómo se realiza ese lento acostumbramiento del Espíritu, de que hablaba san Ireneo? Parece claro que estas imágenes pueden cuadrar con otra expresión que se insinuaba en nuestra anterior exposición histórica: «la lógica del Sermón del Monte». Ella es la que mejor nos ayudará a marcar lo rechazable de las otras dos lógicas, que han quedado tipificadas como «anabaptista» y «calvinista».

M Cf. Adv. Haer. III, 17,1 y V, 8,1.

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2.1.4.—La locura de Dios La lógica del Sermón del Monte se contrapone, por un lado, a la falsa lógica de los anabaptistas, que «convertían el Sermón del Monte en ley», como hemos visto. Al convertirlo en ley, los anabaptistas entraban sin querer en lo que el Evangelio llamaría «la lógica de la cizaña». Arrancar la cizaña como camino para salvaguardar el trigo es contradictorio porque, al arrancar la cizaña, se desvirtúa o se echa a perder el trigo. Es la misma contradicción en que hemos visto incurrir a los anabaptistas, que, para realizar la fraternidad universal, acaban casi por recurrir a la excomunión universal. Y todos conocemos, de una u otra forma, esas «imposiciones en nombre de la libertad» o esas «venganzas en nombre de la justicia», cuya flagrante contradicción —por imposible que parezca— sólo deja de ser percibida por sus propios autores. Es la bondad que, para defenderse a sí misma, se permite hacer el mal y acaba haciéndose mala. Pero la lógica del Sermón del Monte no se contrapone sólo a la lógica de la cizaña, sino también, por el otro lado, a la lógica de la Ley pura y simple. En ésta no se trata de convertir al Sermón del Monte en ley, sino más bien de rechazar el Sermón del Monte y contraponerle una ley que por sí misma es ya buena y justificante. El Sermón del Monte, entonces, no será contradicho al querer realizarlo, sino que será negado y desautorizado: la única justicia a considerar es «la de los escribas y fariseos» (cf. Mt 5, 20). En el Evangelio de Jesús se encuentran desautorizadas estas dos lógicas de la cizaña y de la Ley (anabaptistas y teocracia a lo Calvino). El Evangelio anuncia la lógica del Sermón del Monte. La anuncia en medio de una realidad tan absolutamente contraria a ella que la hace parecer ilógica o ingenua. Y por tanto, y si es posible hablar así, la anuncia con cierta flexibilidad y con atención a lo concreto, tanto de los límites de las situaciones como de las situaciones-límite. Pero la anuncia también con plena vigencia para esta «calamidad

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presente».15 Y al hacerlo así, acaba iluminando que la complejidad de lo real —y del mal— es tan inmensurable y tan insuperable que, ante ella, queda la mera razón como demasiado sencilla y como insuficiente; y comienza a aparecer la pregunta de si no será que la «ilógica» del Sermón del Monte encierra quizás una lógica más profunda: si la locura de Dios no será efectivamente una sabiduría humana más profunda (cf. 1 Cor 1, 24.25).

2.2. La lógica del Sermón del Monte: la Iglesia se reforma con crucificados

2.2.1—El drama de toda revolución ¿Es posible declarar algo más esa complejidad inconmensurable de lo real y esa opacidad del mal? Pienso que la historia muestra de mil maneras un par de cosas que pueden ayudar a ello. El primer drama de todo profeta y de todo reformador es la experiencia de no ser aceptado: cosas que a aquel hombre o grupo de hombres (como pasaba a los anabaptistas) les parecen ineludibles imperativos de conciencia, las ven rechazadas con argumentos que ya eran conocidos y habían sido juzgados como insuficientes. Por ejemplo: ¿quién no ha oído decir hoy que la opción por los pobres —como obligación de la Iglesia— es idealista, o que carece de base jurídica, o que podría crear división o impedir el trabajo apostólico científico...? Y todos estos argumentos no modifican la convicción de otros que creen que, sin una clara opción por los pobres y sin una autoproclamación como «Iglesia de los pobres», la Iglesia estaría hoy actuando en contra de la voluntad de Dios. El reformador no entiende que todos esos argumentos puedan tener vigencia, porque él ya los co15

Cf. 1 Cor 7,26. Sobre este concepto de la ananké enestósa, cfr. La Humanidad Nueva, pp. 292-293.

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noce y no le pesan. Por eso no le queda más reacción que, como Jesús, «asombrarse de la dureza de corazón» (Me 3, 5). Y este drama de todo profeta se refuerza porque nunca ha estado claro ni garantizado el que todos los profetas sean auténticos, ni que no se agiten en la Iglesia más «espíritus» que el Espíritu de Dios, ni que los visionarios más o menos patológicos no se consideren a sí mismos como profetas razonables... Pero, en segundo lugar, la historia suele mostrar también esto otro: al ver que otros rechazan lo que es vivido como imperativo de conciencia, surge imparable el juicio: «ellos pecan». El segundo drama del reformador es entonces pasar de la no aceptación propia a la condena de los demás. Savonarola tuvo derroches de razón. Y tanto la rectitud de su vida moral como su acrisolamiento ante la tortura y la muerte mostraron de sobra que no luchaba en broma, y que batallaba por imperativos auténticos del Espíritu. Pero algunas de sus palabras ya insultantes y algunas de sus actitudes obstinadas hicieron un daño innegable a la santidad de su causa. Mientras que la tolerancia de un hombre tan sinvergüenza como Alejandro VI llega a devolverle cierta respetabilidad.16 Algo parecido puede decirse respecto a nuestros anabaptistas.

2.2.2.—Las enseñanzas de este drama Y este doble drama sugiere un comentario, también doble. a) En primer lugar, una reflexión sobre la profundidad del pecado «original» como pecado estructurante: como estar no meramente en el error (así hablaría quizá Sócrates), sino realmente en la mentira (así hablarían más bien Juan y Pa-

16

Cf. L. PASTOR, Historia de los papas, tomo III, vol. V, 497-544.

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bre viejo habla como todos los que desconocen lo que son las colonias». 18 Y en esta línea, los ejemplos son inacabables: cuando, en el s. XIX, José I. Dollinger se atrevió a decir que el poder temporal de los papas era superfluo y teológicamente infundado, al obispo de Luxemburgo le faltó tiempo para llamarle «Judas» (y quizá de esta forma contribuyó él a la posterior apostasía de Dollinger...). Pero de todos los ejemplos posibles ninguno tan clamoroso como el de la Inquisición. Sin entrar ahora en la historia y en la polémica relativa a esta triste práctica, sí que están firmes los datos siguientes: en un principio fue la misma Iglesia la que se opuso firmemente a la Inquisición: cuando el hereje Prisciliano fue condenado a muerte (mucho antes de que existiera la Inquisición), protestaron contra ello el papa Siricio, san Ambrosio y san Martín de Tours. Cuando los reyes Roberto el Piadoso y Enrique III ejecutaron a algunos cataros en 1022 y 1052, no existía ningún tribunal de la Inquisición, y se trató de ejecuciones claramente políticas: el anarquismo cátaro resultaba de un corrosivo social enorme. Y ante ello la Iglesia protesta, sobre todo si las ejecuciones son sumarias: «la fe, dirá san Bernardo, es una obra de persuasión: no se impone». Y mucho antes había escrito san Juan Crisóstomo que «matar a un hereje es introducir en la tierra un crimen inexplicable». 19 A fines del s. XII, el papa Lucio I I I ya establece un tribunal cuyo objetivo es sólo que los obispos alerten a los poderes políticos sobre los autores de disturbios, «para impedirles causar daño». Sólo en 1234, bajo Gregorio IX, nace la Inquisición como tribunal permanente, cuya única tarea es buscar herejes. Un manual de la época establece que «no se debe privar a los acusados de las defensas de dere-

blo, o Ignacio de Loyola), puesto que muchas veces se da una secreta e inconsciente (aunque real) connivencia con ese error. Los ejemplos aquí son infinitos, pero vale la pena detenerse un poco en ellos. Cuando, en la Edad Media, los grandes pecados eclesiásticos eran la simonía, concubinato o nepotismo en la distribución de beneficios, quienes protestaban contra ellos obtenían una reacción semejante a las que hoy obtienen quienes claman por muchas de las reivindicaciones intraeclesiales del momento. Y quienes reaccionaban de esa manera, lo hacían de buena fe —al menos desde ciertos niveles de buena fe—, convencidos de que defendían algo a lo que tenían derecho, porque sin ello no podían vivir: y realmente no podían, dado lo que se habían habituado a ello. Clemente VI poseía en la corte de Avignon más de mil pieles de armiño, y nunca pensó que debiera darlas a los pobres, o que sería mejor papa con una sola o ninguna, a pesar de que fue u n papa del que se dice que, con los pobres, respondía de veras a su nombre." Otro ejemplo: todos los españoles, franceses u holandeses, eclesiásticos y colonos seglares que durante el s. XVII medraban en la zona del Caribe gracias a la posesión de esclavos negros, se creían excelentes cristianos y justificaban la moralidad de la esclavitud y, naturalmente, consideraban como ingenuos, incordios, desobedientes o infieles a la Iglesia, a las pocas voces que ya entonces denunciaban la inmoralidad de la esclavitud. ¿Acaso muchos teólogos del siglo anterior no la habían declarado natural?... Y todavía cuando, por fin —dos siglos después—, Gregorio XVI condena formalmente la esclavitud, no faltará la anécdota de aquel cura de la isla de Guadalupe que exclamó displicente: «ese po-

17

Cf. AA.W. Historia p. 105.

de la Iglesia

Católica, BAC, vol. I I I ,

147

18

Citado en D. ROPS, La Iglesia de las revoluciones, Barcelona 1961, I, 641, nota 2. Rops añade que esa era una opinión «muy difundida». 19 Para estos datos y los que siguen, cf. D. ROPS, La Iglesia de la Catedral y de la Cruzada, Barcelona 1956, 670-680, principalmente p, 671.

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cho, sino, por el contrario, otorgarles procuradores y abogados, con tal que éstos sean probos, no sospechosos de herejía y buenos celadores de la fe». Pero ya se había entrado en la pendiente; y unos veinte años después, Inocencio IV autorizará la tortura. Y una vez se ha entrado en esa pendiente, no hay manera de salir de ella: diversos papas harán intentos por suavizarla, recomendando a los provinciales de las órdenes mendicantes que depongan a los inquisidores crueles... Pero son las clásicas reformas de fachada que sólo persiguen el evitar la verdadera decisión que el Evangelio impone a la Iglesia. Y una vez instalada en esa práctica, la conciencia de la Iglesia se va embotando hasta el extremo de que León X condene la siguiente proposición de Lutero, en 1520: «quemar herejes es contra la voluntad del Espíritu Santo». Aunque en esta condena se engloban otras muchas proposiciones, y por eso no puede saberse qué calificación teológica exacta se le da,20 sí que queda claro que el papa la considera u n error, y como tal «la condenamos, la reprobamos y la rechazamos del todo». Y hasta es legítimo sospechar que aún tendríamos Inquisición en la Iglesia si la revolución francesa y Napoleón no hubiesen acabado con ella por la fuerza...

¿Cómo es posible que un papa hablara así, y además comprometiendo en ello su responsabilidad magisterial? Lo primero que cabe responder es que es posible por la misma lógica con la que Pío IX condenó la proposición de que «la derogación de la soberanía civil de la Santa Sede contribuiría al bienestar y a la libertad de la Iglesia».21 Es decir, el Papa habló así simplemente porque actuaba así, y los hombres (o los grupos) no pueden soportar la disociación entre su pensar y actuar: cuando no han conseguido vivir como pensaban, acaban por pensar como viven. El pecado original se actúa

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en la forma de esa conciencia «buena» —u obtusa— ante el mal moral en el que uno vive. Pero entonces la voz del profeta o del reformador rompe esa especie de equilibrio «ecológico» entre pensar y vivir y, comprensiblemente, esa ruptura es sentida como una agresión: es la agresión que supone la verdad para quien vive en secreta y casi inconsciente connivencia con la mentira. El rechazo que va a encontrar el profeta resulta entonces dolorosamente lógico. Cuando las circunstancias han pasado y son remotas —por ejemplo, hoy—, se vuelve evidente el pecado de todos aquellos usos medievales, y otros papas lamentarán y condenarán la Inquisición,22 como quizá dentro de tres siglos serán evidentes muchos pecados de la Iglesia actual en materias como el ejercicio de la autoridad y la opción por los pobres. Pero hoy no se ve así; y no se ve porque, cuando los hombres no pueden vivir como piensan (y es claro que en esas materias citadas hay eclesiásticos que no pueden vivir evangélicamente: menos de lo que el diabético puede vivir sin la insulina), entonces acaban por pensar como viven. Y huelga añadir que lo que ha ido ocurriendo con el tema sexual en muchos grupos izquierdosos del presente es otro ejemplo de lo mismo. Esta es, pues, la primera y dura lección de la historia de la Iglesia. Hoy es muy fácil alabar al P. Ricci o al Cardenal Vidal i Barraquer, a quienes en sus tiempos se les hizo la vida imposible. Y mientras se les alaba, es incluso posible que se siga maltratando a los Ricci de hoy o a los Vidal i Barraquer del momento. Los presuntos profetas deben saber que no trabajan para su presente, sino para un futuro que está en manos de Dios y en el cual servirán ellos de fermento, de razón para la esperanza o incluso de purificación de la imagen de la Iglesia. 22

20

Es decir: herética, peligrosa, escandalosa..., etc. Cf. DS 1483 y 1492. 2i DS 2976.

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«Si en momentos como los de la Inquisición se produjeron tensiones, errores y excesos —hechos que la Iglesia de hoy valora a la luz objetiva de la historia...»: JUAN PABLO II, en España, el día 3 de noviembre de 1982. Ed. PPC, p. 85.

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b) Pero —segundo punto a comentar—, precisamente por eso, a quienes estén así no se les puede convertir con la verdad. La verdad, en los seres humanos, es siempre parcial; nunca dejará de haber parte de ella ni en las posturas más equivocadas: y precisamente esa parte de verdad es la que se utilizará para defenderlas (los antiguos escolásticos ya decían con tazón que el hombre nunca hace el mal por el mal, sino sub rañone boni; por la porción de bien que contiene). La verdad, entonces, sólo generará división y, tras la división, condena y pecado por ambas partes. No sólo los anabaptistas con la rabia y desesperación que provocaban a un Lutero o a un Calvino; también las historias de los «fratricelli» y de los espirituales en la Edad Media son bien expresivas en este punto. Como lo son igualmente las iras que provocaban en Pío IX todos cuantos buscaban una salida a la cuestión de los estados pontificios, distinta de la «digna» obstinación del papa... Bromeando, cabe añadir que, de vez en cuando, Dios se vale de algún Garibaldi o de algún Talleyrand n para casi obligar a esa conversión que la verdad no ha podido conseguir. Pero esto es excepción, más que ley de la historia... Estas me parece que son las lecciones de nuestra dura historia humana. Y entonces cabe concluir que la situación del pecado estructurante —«original», si se quiere— y de los hombres inmersos en él es tan grave y tan seria que invalida simplemente la razón y la fuerza de la verdad,24 porque 23

Al igual que papas posteriores han dado gracias a Dios por la solución al problema de los Estados pontificios que Pío IX rechazaba, también el cardenal Consalvi declaró una día públicamente, a propósito (Je Talleyrand, que tenía el mérito «de haber curado a la Iglesia de Francia del apego a la riqueza que amenazaba hacerla morir, cuando para vivir basta con un poco de pan y un vaso de agua» (cita en D. ROPS, La Iglesia de las revoluciones I, 206). 24 Esta es la razón por la que, aunque las formulaciones hoy son difíciles y no están suficientemente bien «reconvertidas», me parece muy grave el abandono puro y simple de la teología del pecado original. Puede verse sobre ello mi nota bibliográfica:

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es para ella para la que hemos quedado incapacitados los hombres: el pecado es la ceguera. Por eso la verdad (como al ciego la realidad que no ve) sólo suena a amenaza, a agresión; y desata sólo lo que todo golpe: reacciones instintivas, comprensibles (¡y hasta legítimas!), de autodefensa y de devolver el golpe. 2.2.3.—La lógica de Dios, otra vez En estos momentos, por tanto, al seguidor de Jesús no le queda más que la apuesta por el hombre, que es la extraña apuesta de Dios y que se hace sustituyendo la fuerza de la verdad por la llamada de la bondad. Hay momentos en los que el profeta deberá presentarse del todo desarmado, incluso sin el arma de su verdad; sin más arma que su amor al pecador o, al menos, al enemigo. ¡Cuánto más se entiende ahora la palabra evangélica sobre el amor a los enemigos y nuestra resistencia ante ella...! Pero con esto no se trata de dar recetas fáciles para un éxito rápido. Lógicamente, este camino de la bondad tendrá dos consecuencias: a) conquistará a algunos, poco a poco, imprevisiblemente, inesperadamente, en forma poco catalogable pero segura (¡esta es la gran apuesta cristiana!). Pero también: b) dejará al profeta inerme e indefenso ante todos aquellos a los que no conquiste y que sigan oponiéndose a su verdad. Una palabra sobre cada una de estas consecuencias. Cuando hablamos de conquistar a algunos, no significa esto que hayan de convertirse tal cual a las reivindicaciones del reformador. Toda verdad humana —ya lo hemos dicho— es una verdad parcial; también la de los profetas. Pero sí que significa, al menos, que abrirá a algunos al diálogo; que cediendo, y con posibilismos según la gravedad de cada imperativo, algo consigue. Una de las cosas que más llaman «¿El pecado original en las rebajas de enero?». En Actualidad Bibliográfica XVII, n.° 34 (1980), 297-304.

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la atención en los conflictos de que testifica la historia de la Iglesia, es la ausencia casi sistemática de diálogo. Pero si fallan la conversión y el diálogo, el profeta quedará indefenso, y esta indefensión acabará convirtiéndolo en víctima, un poco como al Maestro. La palabra «víctima» ha sido tan mal usada que merece una mínima aclaración. Pues no se es víctima de Dios (esta es una blasfemia muchas veces repetida por personas piadosas). Tampoco se es víctima por alguna patología del psiquismo: por complejos de superioridad, o protagonismos frustrados, o manías persecutorias... y sobre esto deberán reflexionar mucho todos los «candidatos» a profetas. Se es víctima no simplemente de los hombres, sino del pecado estructurado y estructurante, ¡del que los agresores son las primeras víctimas!, y quizá por eso hasta creen hacer un servicio a Dios con su agresión; es bien conocida la frase de san Juan que alude a ello y que representa una «crítica de la religión» mayor que las que han podido hacer Freud o Marx.25 La víctima es, pues, una forma nueva de solidaridad con los pecadores que, en definitiva, traduce la solidaridad asombrosa de Dios con los hombres en la cruz de Jesús, que llega a decir con tranquila sinceridad: «perdónalos, porque no saben lo que hacen...». Se trata, por todo esto, de un destino muy particular y muy personal que quizá nunca podrá erigirse en ley universal y que nadie puede asignarse a sí mismo, porque —al igual que el sacerdocio de Jesús— sólo luego de haberse cumplido merece este nombre. Pero, muy probablemente, es el único camino que reforma algo en la Iglesia, y sin él parecen fallar todos los demás intentos de reformarla. La Iglesia, pues, se reforma con crucificados. Esta es la incomprensible lógica de Dios.

25 Cf. Jn 16,2: llega la hora en que los que os maten creerán hacer un servicio a Dios.

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2.2.4.—A modo de postdata Una sola aclaración ha de contrapesar o completar estas reflexiones, antes de cerrarlas. Lo dicho no puede entenderse de una manera espiritualista, fatalista o, por así decir, «monofisita», que en la práctica se traduciría en una conducta pasiva o inactiva. Ante las diferencias y ante las resistencias hay que actuar siempre dialogando, explicando y dando razones, aunque se las tome por inútiles. El juicio sobre cuándo se ha llegado a una situación más límite, en la que tocaría ya callar y presentarse desarmado, no es un imperativo espiritual genérico: brota de un análisis de la realidad en el que uno puede equivocarse. Pero lo cierto es que en todo profeta debería reproducirse ese mismo contraste que los evangelios testifican de Jesús, cuando repiten insistentemente, en unos momentos, que «hablaba con autoridad», y en otros, que «Jesús callaba». Por esta misma razón, la que hemos llamado vocación «victimal» no excluye la dureza de la acción en algún momento. Pues, volviendo a Jesús de Nazaret, el capítulo 23 de san Mateo no es ciertamente su capítulo 5, aunque ambos sean incluso del mismo evangelista. Cuándo es hora de hablar como en el capítulo 23 y cuándo es hora de actuar como dice el capítulo 5, es lo que ya no pueden decir los evangelios. Aunque parece claro que, en el capítulo 23, Jesús no está defendiendo ni su verdad ni su moral, sino que defiende a las pobres víctimas sin voz, de la prepotencia de escribas y fariseos. El problema radica únicamente en si uno tiene, al pronunciar las palabras de este capítulo 23, la misma libertad interior y la misma pureza de corazón que al pronunciar las del capítulo 5. Hic Rhodus, hic salta.

4 Hasta dónde podría llegar una Iglesia que sólo pensara en sí y en su propia supervivencia En el 75 aniversario de "La Sapiniére" En 1984 se cumplen 75 años de una pesadilla sobre la cual exclamó Mons. Weber, obispo de Estrasburgo, durante el Vaticano II: «¡Que nunca más vuelvan aquellos tiempos...!» Me estoy refiriendo al movimiento secreto de denuncia, conocido con el nombre de «La Sapiniére» (1909-1921), que atenazó (y en parte controló) a la Iglesia Católica durante el pontificado de san Pío X. Las líneas que siguen, al hacer la ceremonia de evocación típica de todos los aniversarios, quisieran ser una contribución para que se cumpla el deseo de Mons. Weber. Porque nunca estamos seguros de que, en los inevitables vaivenes de la historia, la pesadilla de La Sapiniére sea hoy un peligro definitivamente superado, dado que a veces reaparecen detalles que más bien hacen temer lo contrario. Y porque —aun sin estos detalles— los clásicos refranes de que «la historia se repite» y de que «el hombre es el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra» son verdades que valen también para la Iglesia. Por eso, la mera expresión de deseos como el de Mons. Weber será insuficiente si no conocemos «aquellos» tiempos y aprendemos sus lecciones. Para este fin de presentación de La Sapiniére me valdré exclusivamente del libro de documentación de E. POULAT, Intégrisme et Catholicisme integral. Un réseau secret international antimoderniste: La Sapiniére. La obra fue publicada por Casterman en 1969 y pasó casi inadvertida entre nosotros, dado su carácter de «archivo». Y sin embargo, el libro de

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Poulat no es sólo una colección de documentos, sino que cada uno de éstos queda anotado y situado con un arsenal de datos, informaciones y referencias textuales de primerísima mano. Y en ese contexto, cada documento deja de ser un trozo de papel muerto, para convertirse en un retazo de vida cercana* Con este material esbozaremos en la conclusión del capítulo reflexiones que serán casi lo único personal que hay en él. Sólo falta añadir que todas las citas de páginas, sin ninguna otra referencia, que aparezcan a lo largo del presente trabajo remiten al mencionado libro de E. Poulat.

1.

Kommandatur alemana, pensando que hallaría en ellos pruebas contra Francia. Al ver que sólo se trataba de asuntos religiosos, las autoridades alemanas los confiaron a un religioso alemán que, al morir, se los entregó a un cura holandés. En el momento del armisticio, el abogado belga obtuvo, gracias a su Gobierno, la devolución de todos esos papeles... Pero todos los documentos habían sido fotografiados y se han conservado varias piezas originales... En sustancia, nos encontramos ante u n a sociedad secreta, dirigida por Mons. Benigni, que buscaba ramificaciones y contactos por todas partes, que se escondía al mismo Papa y cuya finalidad, casi única, era la denuncia. He tomado todas las notas que pude. Y he comunicado el resultado de mis investigaciones a mis superiores; y por consejo de ellos di parte del descubrimiento al jesuíta P. Grandmaison, quien me pidió permiso para comunicarlo a su superior, P. Passage, y al P. de la Briére. También está al corriente de todo el Sr. Roland-Gosselin. Desde luego que la cosa no puede quedar así. Los más atacados de todos son los jesuítas. Se les persigue y se les vigila de todas las maneras posibles; se espía cada gesto y cada acción suya... La impresión que se saca de todos estos documentos es que se había persuadido totalmente al Papa de que la Iglesia estaba amenazada por una vasta conspiración de modernistas, liberales, democristianos3... y que la necesidad más urgente era la de desenmascararlos. Ciertamente, Pío X tuvo esta íntima convicción... No hará falta que te diga que la mayoría de las veces los informes de esos denunciadores son ridículos; que no se trata m á s que de chismorreos y charlatanerías insignificantes. Lo cómico va tan ligado a lo odioso que tanto el P. Grandmaison como su superior y el Sr. Roland-Gosselin, a pesar de su indignación, no podían contener las carcajadas». 4

Introducción: el estampido

E l 13 d e m a r z o d e 1 9 2 1 , F e r n a n d M o u r r e t , u n a n t i g u o abogado d e Aix-en-Provence, o r d e n a d o m á s t a r d e sacerdote, escribía u n a larga carta a su p a i s a n o y amigo, el conocido filósofo M a u r i c e B l o n d e l : «Ya que vas a estar mucho tiempo sin venir a París, aquí va, en sustancia y bajo secreto, el resultado de mi viaje a Holanda. He encontrado más de 200 cartas de Mons. Benigni, 1 varias del abbé Charles Maignen, del P. Salvien... Estos papeles habían sido confiscados en casa de un abogado belga 2 por la

El autor ha vuelto sobre el tema en: Catholicisme, démoet socialisme. Le mouvement catholique et Msgr. Benigni naisance du socialisme á la victoire du fascisme, CasterParís 1977. 1 Umberto Benigni, prelado de la Curia Romana, que había trabajado en la Secretaría de Estado, de donde salió en 1911, siendo sustituido por Mons. Pacelli. Nunca quedó claro si se trataba de una dimisión espontánea por razones de salud (versión del propio Benigni) o de una disensión con Merry del Val, cuando este último aceptó eximir del juramento anti-modernista a los profesores de universidades alemanas, en contra de la línea dura que preconizaba Benigni (cf., pp. 236 y 24043). 2 De nombre Alphonse Jonckx.

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* cratie de la man,

3

Una de las expresiones típicas de Mons. Benigni. * PP. 38-39.

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amedrentar y torturar...? ¡Cuántos problemas provocativos...! Y si pudiera medirse históricamente la acción exacta de esta banda, si se viese a cuánta gente buena ha hecho enloquecer, a cuántos débiles ha hecho caer, cómo ha envenenado la atmósfera y ha esterilizado el movimiento intelectual y social suscitado por León XIII, se quedaría uno espantado de los efectos producidos por causas tan miserables».6

Blondel responderá a su amigo aludiendo al tema, por lo menos en dos ocasiones. Una de ellas, contestando a la carta anterior, el 16 de marzo, nada más recibir la noticia del hallazgo de los papeles. En ella dice: «Los documentos tienen una gran importancia histórica. Ponen de relieve —para quien sepa ver— la insuficiencia científica y moral de los procedimientos ocultos de gobierno, así como la dolorosa intrusión de incompetentes, de políticos, de gentes sin principios, de agentes sospechosos, tarados o mercenarios, en las más delicadas cuestiones espirituales. Ya hace tiempo que tuve la sensación de que estaba montándose un golpe como para hacer encenderse al bueno de Pío X...».5 Más tarde, el 26 de abril del mismo año, y tras conocer un amplio Memorial redactado por Mourret acerca del dossier encontrado en Holanda, Blondel dirige a su amigo una segunda carta. En ella, más afectado y más trágico, le decía: «Verdaderamente que Cristo ha de estar en agonía hasta el fin del mundo... ¡Qué dolor ver por qué métodos y por qué gentes se ha dejado manipular la autoridad y se sigue dejando dominar...! Sufro realmente viendo la bajeza intelectual y moral de todos esos comparsas, convertidos casi en 'oficiales', y la mentalidad de unos jefes que no han captado lo que había de 'primario' y de vil en aquellos a quienes daban audiencia y trabajo. Para mí es un misterio que el jefe y la clave de toda esa agencia de delaciones... se creyera ser un hombre sincero. Y entre sus dirigentes ¿puede haber hombres convencidos de que trabajan por el bien de la Iglesia y de acuerdo con el Espíritu de Dios? ¿Qué es lo que persiguen? ¿Obedecen a un gusto por la intriga, a un afán de dominio, al orgullo secreto de ser un poder...? ¿O es que algunos sienten necesidad de dinero, de satisfacer rencores personales, o placer de

5 P. 40.

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2. La bomba: la asociación de los «católicos integrales» Estas notas de correspondencia sirven como presentación de nuestro tema, a la vez que informan sobre la casualidad del descubrimiento de aquella dolorosa realidad eclesial. Su fundador la denominó «Sodalicio de San Pío V» (en latín quedó como Sodalitium Pianum) y ha terminado por ser umversalmente conocida como La Sapiniére.7 Mons. Benigni fue calificado como «el pecado de Pío X», y obligó a ampliar todos los informes del proceso de canonización de este último. No tiene sentido para nosotros reabrir ahora la investigación sobre lo que realmente sabía o no sabía el Papa; y podemos, absolutamente, aceptar su total honradez. La santidad —según un dicho atribuido a Santo Tomás— sirve para rezar, pero no siempre para gobernar;8 y lo que, en cambio, tampoco ofrece dudas es el integrismo y el simplismo 6

P. 41. El Abetal. Nombre cifrado que los miembros de la sociedad se daban a sí mismos. 8 El dicho reza exactamente: «Si quis sapiens est, doceat nos; si prudens est, regat nos; si sanctus est, oret pro nobis». Su formulación trata de poner de relieve eso que modernamente llamamos «autonomía de lo humano» o «autonomía de los funcionamientos del mundo». Pero, como tal formulación —y más allá de su intención—, puede ser algo discutible, puesto que hay niveles en los que la santidad sí que puede influir, tanto en el saber como en el gobernar. Por eso digo en el texto que «no siempre sirve». 7

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del papa Sarto, su fortaleza y su aislamiento, o lo que E. Poulat, con expresión muy atinada, califica como «el juego de una voluntad fuerte y una autoridad débil». 9 Desde ese simplismo que confundía el matiz con la traición y que no sabe distinguir la integridad de la intransigencia, el papa Sarto creía, con la mejor buena fe, que «los modernizantes son, en cierto sentido, más peligrosos que los modernistas, ya que presentan los mismos errores de forma más sutil e insidiosa.10 Y enseñaba que no es bueno recurrir a la exposición de opiniones y sistemas actuales ni siquiera «para juzgarlos y para ilustrar la verdad católica». Y la razón es que semejante procedimiento «está lleno de peligros, ya que seduce fácilmente a los espíritus ligeros y vacíos, ávidos por naturaleza de novedades, y los aparta de la fe y de la salvación eterna». 11 Y esta incapacidad para el matiz, que suele ser fruto de una debilidad psicológica, explica infinidad de cosas. Explica, por ejemplo, que mientras el Papa subvencionaba el Sodalitium Vianum —halagado por las muestras de lealtad de Benigni en medio de su soledad 12 —, en cambio retiró la subvención papal que su antecesor, León X I I I , otorgaba a revistas intelectuales de inspiración abierta, como Bessarione. Explica también la reticencia de Pío X ante los jesuítas, más cercanos a León X I I I , partidarios en su mayoría de una evolución en la Iglesia, y a los que el Papa encontraba, a su vez,

» P. 67. i» P. 51. 11 P. 197. 12 «La soledad de Pío X, incomprendido y hasta desobedecido por numerosos obispos, dentro del propio Sacro Colegio, es un tema constante del catolicismo integral que se reencuentra a lo largo de todos los procesos preparatorios de la canonización del Papa» (p. 101). El propio Pío X solía aplicarse a sí mismo el dicho bíblico: «de gentibus non est vir mecum» (en todo el mundo no hay nadie que esté conmigo). Pero esta constatación, en lugar de llevarle a alguna duda acerca de sí mismo, le llevaba más bien a una evidencia de la maldad del mundo.

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demasiado reticentes ante su persona y su línea de pontificado, lo cual —de rechazo— envalentonaba a los sectores más ultraconservadores de la Orden, que solían utilizar al Vaticano contra la línea de su propio Instituto. Y todo esto explica, asimismo, la frontal oposición de Pío X al cardenal Ferrari, arzobispo de Milán, hombre abierto y de excepcional visión, pero que hubo de sufrir no poco bajo Pío X, sobre todo por ese tipo de generalizaciones imprecisas, tan típicas del integrismo y de los temores patológicos: en Milán —decía el Papa—, «aunque la doctrina que se enseña es sana, hay un 'modernismo práctico'». 13 Al final, el propio Pío X confesaría que «se había equivocado respecto al arzobispo de Milán»; y Juan X X I I I trató de reivindicarlo introduciendo su causa de beatificación, presentando esta decisión como «un motivo de respiro grande y universal». 14 Con ello, Juan X X I I I prolongaba veladamente una línea de crítica a la capacidad política de Pío X (no a sus virtudes cristianas); crítica que había tenido lugar no sólo fuera de Roma,15 sino en el interior mismo de la Curia Romana, como lo mostró una severa declaración del cardenal Gasparri el 28 de marzo de 1928. El hecho es que la existencia y el posterior conocimiento de La Sapiniére envenenaron la atmósfera eclesiástica como la polución que se posa sobre una ciudad industrial en épocas en que no sopla el aire. Un año después de los sucesos reseñados al comienzo de este capítulo, en junio de 1922, el jesuíta A. Valensin escribe otra carta a Blondel, dándole cuenta de la Segunda Semana Francesa de los Intelectuales Católicos. En la carta comenta: En cuanto a La Sapiniére, ha envenenado la atmósfera de la Semana. Al día siguiente de haber hablado, Archambault fue denunciado al arzobispo y

"

14 15

P. 51. P. 51. Cf., por ejemplo, Esprit, diciembre 1951, p. 816.

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salía un memorial hacia Roma... El miedo a Salvien y a otros hace que se vayan amañando las sesiones y que no intervengan más que gentes previstas y prevenidas de antemano. La Action Frangaise hace de policía».16

3.

La eclesiología del Catolicismo Integral

En mi opinión, el problema de La Sapiniére es un problema eclesiológico en un doble sentido. Primero, porque las estructuras fácticas de la Iglesia pueden favorecer, sin quererlo, este tipo de desórdenes (punto que comentaremos al final de este capítulo). Y segundo, por la eclesiología subyacente al movimiento. El ultramontanismo, que no logró imponerse del todo en el Vaticano I, vuelve ahora a la carga aprovechando el susto de la crisis modernista, que ellos atribuirán a la apertura iniciada en el pontificado de León XIII. Este Papa era para los ultramontanos de entonces lo que el Vaticano II es para los conservadores de hoy: la causa de todos los males. Por todo ello será útil resumir brevemente esa eclesiología, que cabe más o menos en unas cuantas tesis. Desde 1912 a 1936, los católicos integrales publicaron un semanario cuyo nombre (El Vigía) ahorra muchas explicaciones. Y en el primer número de esta revista, un editorial titulado «Nuestro Programa» contiene algunas tesis que sirven de autorretrato del movimiento integrista y que vamos a comentar rápidamente. 1.a:

El Papa y la Iglesia son una misma cosa.17

2.a De ahí brota una concepción idolátrica de la obediencia, para la que no ya la reticencia expresa, sino hasta el mero silentium obsequiosum constituye una pura y simple

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desobediencia que sólo puede deberse a «perversas razones tácticas». 3. a La razón por la que algunos no ven las cosas de este modo es simplemente la «perversión del espíritu» (con lenguaje de Pío X en la Pascendi) o una «soberbia intelectual que nos ha sido insuflada por Satán».18 4.a De estas tres tesis del programa integrista se seguirá que «el único que tiene derecho a llamarse católico, sin más, es el católico integral, porque es el único que pertenece verdadera y plenamente a la única Iglesia verdadera, que es la del Papa». Y así se lee, efectivamente, en unas «Notas al Programa de los católicos integrales».19 5. a En una palabra: de acuerdo con un lúcido artículo publicado en 1928 en L'Année politique frangaise et étrangére,20 el objetivo integrista es «hacer triunfar a la Iglesia en la sociedad, aunque no triunfe en las almas». Este objetivo integrista es, en definitiva, un objetivo «político», y el autor del citado artículo lo califica como situado en «las antípodas del Evangelio». El integrismo, evidentemente, no cae en la cuenta de que un determinado «éxito» de la Iglesia en el mundo, aun por aparatoso que fuera, podría ser menos acepto al Padre de Jesucristo que el rechazo de Jesús por el mundo y su aparente fracaso. 6.a Y para bajar a niveles más concretos, añadamos que en las tomas de postura del programa del Soáalitium Vianum (que siempre comienzan por una postura «contra» algo) se contienen —entre otras cosas que hoy resultan curiosas— las afirmaciones de que están «contra el democratismo, aunque

i» P. 100. 19

Citadas en p. 124. Citado en p. 16. Llevaba por título: «Santa Sede, Action Frangaise y católicos integrales», y su autor era Nicolás Fontaine, pseudónimo (según parece) de Louis Canet. 20

16

17

P. 43.

«L'Église et le Pape c'est tout un» (p. 99).

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se llame cristiano», en favor de las reivindicaciones papales sobre los Estados Pontificios, «contra el antimilitarismo y el pacifismo utopista, explotados por la Secta para su objetivo de debilitar y adormecer a la sociedad bajo la pesadilla judeo-masónica». Se declaran también contra toda enseñanza «modernizada de la filosofía, la dogmática y la Biblia», porque —aunque reconocen que puede no ser «modernist a » — el simple hecho de pretender modernizarlas supondría que la doctrina católica «no es inmortal». 21 La primera de las tesis citadas es una herejía eclesiológica. Y la segunda es contraria a todo lo enseñado por la teología clásica (de la que procede la expresión del silentium obsequiosum) sobre la aceptación del magisterio ordinario. Para los integristas, por supuesto, no existe distinción alguna entre Magisterio ordinario y extraordinario: el papa dispone siempre del Espíritu Santo y todo su único dilema es «si prefiere esos hermosos razonamientos (no integristas) o al Espíritu Santo». 22 Ahora bien, como hemos hecho notar, esta eclesiología está al servicio de una política. Y por eso, curiosamente, sus dos primeras tesis palidecen cuando el papa deja de ser Pío X y pasa a ser Benedicto XV. Entonces el propio Benigni se atreve a hablar, con innegable reticencia, de «las nuevas direcciones del pontificado». 23 Y el programa del Sodalicio establece que, aunque «comprenden que la Santa Sede, por ser el centro vital del catolicismo», no siempre puede actuar como ellos querrían y «a veces podrá callarse o esperar, debido a las circunstancias», los católicos integrales, sin embargo, «nos guardaremos muy mucho en esos casos de tomar la actitud de la Santa Sede como pretexto para permanecer inactivos ante las desgracias y los peligros de la situación». 24 Y entonces los católicos integrales no sentirán 2i PP. 119-121. 22 P. 100. 23 P. 579. Lo volveremos a citai más adelante. 24 P. 120.

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que su disensión o su reticencia o su conducta en otra línea procedan de la soberbia intelectual o de la falta de espíritu, sino que serán provocadas más bien por la necesidad de resistir a la astucia de Satán, que, «a través de los modernistas, los sillonistas y los liberales multiformes», ha logrado infiltrarse hasta en el mismo papa. Un detalle repetido del lenguaje de los católicos integrales es la expresión formularia «el cardenal ha sido sorprendido en su buena fe», siempre que algún jerarca no integrista habla o actúa contra ellos.25 La cuarta de las tesis citadas, aunque sea consecuencia lógica de las otras tres, no por eso deja de ser espeluznante. De esa exclusividad en el nombre de «católicos» se sigue, en la práctica, un ensalzamiento y una sacralización de las propias posturas. En los escritos de los católicos integrales se designa frecuentemente con el calificativo de «La Secta» a todos los demás hombres, católicos o no. Curiosa denominación, dada por un grupo que pudo tener entre cincuenta y mil miembros (aunque Benigni afirmaba que esta última cifra era una calumnia) y que recuerda el dicho con que los ingleses enjuician su propia niebla: «el continente está tapado». Pero aquí no se trata de aproximaciones humorísticas. Lo grave de esta absolutización propia es que dará lugar a una curiosa ética en la que no simplemente el fin justifica los medios, sino, más exactamente, el interés propio justifica los medios. Esta innegable patología absolutista da razón de la tranquilidad de conciencia con que los miembros de La Sapiniére hicieron todo aquel daño que horrorizaba y sobrecogía a Maurice Blondel: ellos sólo «servían» al papa. En cambio, cuan-

25

Cf., pp. 339 y 340, a propósito del cardenal Billot, quien, a pesar de su conservadurismo, de su antimodernismo y de sus simpatías por la Action Frangaise, disentía públicamente de las acusaciones de modernismo que lanzaba Benigni. Este lenguaje «oficial» no es óbice para que, cuando Benigni habla sin rebozos, se atreva a calificar a Billot como «un ciego en las manos de Merry del Val», como figura en la lista de cardenales papables que citaremos más adelante (cf., p. 329).

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do llegaron a la Curia las noticias acerca de La Sapiniére y el cardenal Sbarretti (prefecto de la antigua Congregación del Concilio) pidió a Benigni información sobre la sociedad, éste no se recató, en su respuesta al cardenal, de hablar de «esos métodos tan poco cristianos» de quienes habían hablado contra él.26 Y esta ética de los medios acabará, fatalmente, por servir de cauce para la descarga de una agresividad que también parece patológica desde el punto de vista psiquiátrico. El primer concepto —y el único— que define la relación del Sodalitium Vianum con todos los demás hombres es «la guerra». A todos los hombres de «La Secta» hay que tratarlos «sin rencor» y «con medios honestos», pero sin olvidar que la honestidad de esos medios viene impuesta por la situación de guerra: por eso hay que tratar a todos los hombres «como el buen soldado trata en el campo de batalla a todos los que combaten bajo la bandera enemiga y a sus cómplices y aliados: sin debilidad y sin equívocos».27 Así rezaba exactamente el Programa del Sodalitium Vianum. Y, como parece lógico, desde tales presupuestos será casi imposible no convertir la provocación en virtud: los miembros de La Sapiniére gustaban de definirse como «papalistas, clericales y contrarrevolucionarios», como también consta en su programa,28 mientras que acuñarán expresiones, varias veces repetidas, como «la universidad más o menos católica de Friburgo».29 El reverso de esta agresividad será, cuando se dirigen a autoridades superiores, un lenguaje tan untuoso que parece más cercano a la adulación interesada que a la obediencia cristiana. Benigni solía terminar así sus cartas a los cardenales: «...postrado para besar la sagrada púrpura con la veneración más profunda y agradecida, tengo el honor de reiterarme de Su Emi-

2* P. 585. « P. 121.

2

» P . 119.

29

P. 189 (subrayado mío).

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nencia Reverendísima, humildísimo, devotísimo y obligadísimo servidor».30 4.

Funcionamientos... y funcionamientos

«Cinco años en la Secretaría de Estado habían enseñado a Benigni a protegerse contra las curiosidades indiscretas», escribe E. Poulat.31 Y según el memorándum sobre La Sapiniére que redactó F. Mourret en 1921, tras examinar los papeles capturados en manos de Jonckx, «el secreto debe ser guardado, por supuesto, ante los obispos de los que se desconfía siempre».32 Por eso elaboró Benigni un código cifrado para comunicarse con los miembros del Sodalicio. Una serie de palabras eran sustituidas siempre, en la correspondencia, por sus correspondientes claves. Un «académico» era un seminarista; el «mayor» es el secretario de alguna Congregación romana; los católicos republicanos franceses (Action Libérale Populaire) serán llamados «Alpes»; el «teléfono» designa a la Iglesia, y un católico es llamado «artista». La palabra Miss equivale a un nuncio o delegado apostólico; la «tía» es algún obispo: un «chalet» quiere decir un convento; y un «enfermo» es algún sospechoso de modernista, lo que hizo lógico que las medidas antimodernistas sean denominadas, en este código secreto, «intervenciones quirúrgicas». Exponente de toda una eclesiología es que se escogiera la palabra «sucursal» para designar a la diócesis. También los nombres propios (¡sobre todo los nombres propios!) tienen su cifra: «Miguel» es el papa, al que otras veces se le llama «la mamá» (no por algún frustrado complejo de Edipo, sino porque Benigni recomendaba el cambio de género como táctica distractiva); «Cidos» alude a España, y el Vaticano era designado como «Clemente», con lo que los autores del código muestran que no les faltaba agudeza, pues so Cf., pp. 112, 113, 142... 3i P. 159. 32 P. 550.

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un papa Clemente había sido el supresor de los jesuítas y otro Clemente fue el primero en condenar la masonería. Benigni, con todo, ignoraba que también un Clemente habría de ser el papa de El Palmar de Troya... Nombres de personas no figuran en esta lista. Fueron encontrados más tarde en listas de circulación aún más reducida, una de ellas en manos del abogado Jonckx: «Jorge» designaba a Merry del Val, y «Preleón» a Pío X. El propio Benigni firma muchas de sus cartas como «Carlota», entre otros pseudónimos. Con frecuencia, una persona tenía dos nombres. Otro aspecto del funcionamiento interno del Sodalitium Pianum merece comentario, y es la información que se transmiten sus miembros sobre el estado y las perspectivas de los negocios eclesiásticos. Ya hemos comentado que la obediencia del integrista no es incondicional, aunque lo parezca: está muy vinculada al afán por dirigir, a su vez, las circunstancias y las personas a las que habrá de obedecer. Hay aquí una sutil dialéctica de amo y esclavo, semejante a la de Hegel, por la que el presunto esclavo conquista, mediante su servicio, el ser verdadero amo. La Iglesia, por supuesto (y sobre todo para los integristas), no es una democracia; pero ello no es óbice para que quienes son «los únicos verdaderos católicos» sientan la obligación de intentar dirigirla, precisamente para que no caiga en manos de los «demócratas». Así, por ejemplo, con ocasión de la enfermedad de Pío X en 1913, Benigni empieza a calcular cómo puede ser el próximo cónclave: «hay que darse prisa, porque la herencia será dura, al menos en lo inmediato», escribe a Jonckx. Y poco después, en una entrevista con éste y con Mons. Speisser —un suizo, prelado de la casa de Su Santidad y enlace de La Sapiniere—, elaboran entre los tres una lista de hipotéticos sucesores de Pío X que fue encontrada también entre los papeles de Jonckx.33 La lista refleja las notas tomadas por este último 33

PP. 328-331.

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durante una conversación entre los tres, en la que las precauciones de lenguaje parecían menos necesarias (pues no iba a ser transmitida) y en donde era más fácil abandonarse a la espontaneidad. Su interés no radica tanto en las posibles operaciones tácticas a que pudiera servir, y que no se conocen, sino más bien en que refleja la mentalidad de Benigni. En ella están los 59 cardenales y otros 25 prelados que parecían tener segura la púrpura. Jonckx ha señalado con una cruz aquellos que, por exceso de edad o por defecto de salud, no cuentan o no tienen probabilidad alguna; y con un guión todos aquellos que pueden entrar en juego como eventualmente elegibles. Al lado de cada uno de ellos hay un par de calificativos no precisamente respetuosos, pero sí precisos, exponentes otra vez de la innegable agudeza de Benigni. El cardenal de París está señalado como «liberal furibundo»; el de Burdeos es «bueno, sin fondo»; el cardenal Billot, «reaccionario (lo cual tiene un sentido positivo en este contexto), pero ciego». Del Cardenal Cos, arzobispo de Valladolid, se apostilla: «buena nulidad española», mientras que el arzobispo de Nueva York es señalado como «liberal a la americana». Los más conservadores suelen ser calificados como «muy bueno, con nosotros». Muy bueno es, por ejemplo, el catalán Vives i Tuto. Los juicios de valor tienen, por lo general, una clara finalidad práctica de cara al próximo cónclave; así, del cardenal de la Curia Granito di Belmonte se precisa: «reaccionario, pero una nulidad». Y del famoso cardenal Gasparri, posterior Secretario de Estado con Benedicto XV, se matiza más: «hombre bueno, liberal de buena fe; por su optimismo, no comprende el peligro teológico». Gasparri desempeñará más tarde un papel decisivo en la disolución del Sodalitium Pianum. Otra calificación muy significativa es la del famoso cardenal Mercier: «equívoco, aliado con todos los traidores de la Iglesia». Digamos también que hay algún calificativo que no se sabe si revela más un cínico realismo o una falta de amor a la Iglesia, como sucede con el cardenal Della Volpe: «de una nulidad digna de haber sido Nuncio». Es curioso hasta qué punto, para todas las menta-

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lidades autoritarias, es fundamental la nulidad de los eslabones intermedios, sin duda por el temor a que puedan hacer sombra al poder absoluto. Finalmente, vale la pena examinar el pronóstico que los interlocutores se hacían acerca del próximo cónclave. Al pie de la lista se lee: «el cónclave oscilará entre Rampolla y Maffi. Este, demasiado equívoco para obtener mayoría; el otro, demasiado viejo. Podría haber un acuerdo en Ferrata». Maffi estaba calificado en la lista como «el Mercier italiano», con lo que está dicho todo. Y de Rampolla es de quien más se debió de hablar en la conversación, pues el más largo de todos los juicios de la lista es el suyo: «hombre superior, espíritu lleno de ilusiones, soñador, el Julio Verne de la política eclesiástica, el Crispí M del gobierno papal, megalómano». 35 Curiosamente, entre los prelados no cardenales añadidos a la lista falta el arzobispo de Bolonia, Della Chiesa, que sería hecho cardenal el 25 de mayo de 1914, y a quien los integristas tenían por «indeseable», aunque lo consideraban «eliminado por Merry del Val». 36 Con frecuencia, en la historia de la Iglesia la limitación humana o el Espíritu Santo hacen que a los intrigantes se les escape algún pequeño detalle. Della Chiesa sucedería a Pío X, el mismo año 1914, con el nombre de Benedicto XV. A partir de entonces comenzarían las que, eufemísticamente, denominaba Benigni «nuevas direcciones pontificias». 34

Es curioso el frecuente recurso de Benigni a personajes tanto de la intriga como de la ficción aventurera. En otro momento le veremos aludir a Arsenio Lupin. Y a su muerte se encontró en su biblioteca una gran cantidad de novelas policíacas que pasaron a la Biblioteca Vaticana. Este detalle explica en parte el carácter de nuestro personaje: Benigni había interiorizado sus lecturas policíacas, se había identificado con sus protagonistas y vivía su acción en la Curia como una auténtica trama de intriga aventurera. 35 P. 330. » P. 331.

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Digamos, por último, que, dados los procedimientos secretos de la organización, resulta mucho más difícil conocer la lista exacta de sus víctimas. En el memorándum de F. Mourret, ya citado, el autor elaboró una primera lista de personajes denunciados por La Sapiniére ante la Curia Romana; en dicha lista figuran 4 cardenales, 2 obispos, tres jesuítas (citados nominalmente) más todos los redactores de Études y de La Civiltá Cattolica, un franciscano (el célebre Deodato de Basly), un dominico (citado nominalmente) más todos los profesores de Friburgo, unos diez sacerdotes diocesanos, casi todos ellos publicistas o profesores de religión o de teología, cuatro o cinco laicos y varias instituciones, como los Institutos Católicos y el diario La Croix. En total, una lista con 28 miembros. No demasiados, es la verdad, para una actividad bastante ramificada y que duró varios años. Es cierto que hay que añadir a quienes fueron atacados públicamente, en lugar de denunciados secretamente. Pero, a pesar de todo, parecería que la maldad de «La Secta» no era tan general ni tan absoluta como Benigni preconizaba. O que el terror había paralizado el habla de los católicos bajo Pío X.37 La Sapiniére disponía, además, de una agencia de prensa (AIR: Agencia Internacional Roma) que difundía sus infor37

En La Iglesia de las Revoluciones (vol. II, pp. 310-311). D. ROPS da una lista más amplia de víctimas del integrismo en esta época. Pero no deja claro si la acción contra ellos se debió a maniobras de La Sapiniére; este detalle es inverificable, dado el carácter anónimo de muchas denuncias. Es también un dato conocido el que, cuando llegó a Papa, Juan XXIII encontró en el Santo Oficio un «informe negro» (o fascicolo negro) a su nombre. Pero lo que da idea del ambiente de la época es el detalle de que en aquel informe había una tarjeta postal, recibida de un amigo «modernista», que Roncalli había roto y echado a la papelera, pero que un «espía» —probablemente el canónigo de Bergamo G. Mazzoleni— había recogido, pegado y enviado al Santo Oficio como prueba del «modernismo» de Roncalli. De hecho, el futuro Juan XXIII sería vetado como profesor de Historia Eclesiástica en el Seminario de Roma.

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que subir. La Secta de dentro y de fuera se dan la mano y se unen contra nosotros, que desenmascaramos sus astucias y les impedimos callar sobre su traición. Animo, cerrad filas, permaneced unidos y fuertes. Todos para uno y uno para todos. Este es el momento psicológico en el que la fuerza de las cosas muestra quién es un buen hermano y quién no es más que un farsante o un traidor. Nosotros queremos los buenos, todos los buenos y sólo los buenos hermanos.—AIR».39

maciones a toda la prensa integrista de Europa. De ella tenemos noticia, entre otros datos, por una carta de Floris Primis, sacerdote belga y amigo del cardenal Mercier, que ya el 9 de febrero de 1914 escribía al P. Hóner, de la Orden de los Camilos, historiador y uno de los puntales de la lucha antiintegralista: «Lo de 'AIR' significa 'Agencia Internacional Roma', una especie de informaciones de guerra, fundada en Roma por Mons. Benigni y servida por religiosas polacas expulsadas que, a modo de meditación o de penitencia —no lo sé—, se pasan la vida escribiendo a máquina. De ella provienen todas las noticias que aparecen en las hojas integristas. Ahora, además de su boletín para nutrir toda esa prensa, envía comunicaciones secretas, por correo certificado, que van a parar a personas de confianza».38

Cuando las cosas empiezan a complicarse para el Sodalitium Vianum, cuando los atacados comienzan a defenderse y se empieza a sospechar de la existencia de alguna campaña organizada, así como de Mons. Benigni (aunque todavía sin demasiados datos), el Boletín de la AIR manda un artículo de cabecera del que vale la pena citar algunos párrafos, porque son buen exponente de todo su espíritu agresivo y belicoso: «A los católicos romanos integrales. El gran órgano central de la coalición democristianomodernista, el Kolnische Volkszeitung, había dado la orden: '¡esta vez hay que ir a por todas!' Y la orden está siendo seguida con decisión... En Alemania, los católicos integrales son abominablemente injuriados y calumniados. Se denuncia un gran complot internacional de católicos integrales, cuya central estaría en la AIR (!)... Católicos Integrales: Sursum corda! Todo esto no es más que el principio. La marea no hará más 38

P. 466.

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5.

Algunas anécdotas de la «resistencia»

El 19 de octubre de 1913, el semanario integrista austríaco Osterreiches Katholisches Sonntagsblatt publicaba en primera página un articuló sobre «la actitud de las órdenes religiosas ante el Papa y la Iglesia». Toda la primera parte del artículo estaba dedicada a los jesuítas. En ella se leía, por ejemplo, que «la Orden de los jesuítas, olvidando sus tradiciones, se ha colocado ante la opinión pública en las filas de aquellos que no están ni con el Papa ni con la Iglesia... La Compañía ha tomado posición públicamente por la dirección de Colonia,40 la ha sancionado y absuelto y, de vez en cuando, ha combatido apasionadamente la dirección pontificia».41 Ante este artículo, el provincial de los jesuítas, P. Wimmer, puso ante la autoridad eclesiástica un proceso, por difamación, contra el director de la revista. Un proceso que ganaría poco después. Pero, ante la noticia del proceso, Benigni escribe a Jonckx la siguiente carta, en la que funciona el lenguaje cifrado al que hemos aludido: «Querido primo: ya ves dónde estamos con los Nasly.42 Hay que afrontar claramente el asunto. Quie39

PP. 418419. to Juzgada «filomodernista», bajo la dirección del cardenal Fischer. "i P. 354. 42 Nasly = jesuítas.

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«Tenemos información de que el artículo de Eludes, exaltado inmediatamente por la sectaria Italia de Roma y por la bachemista Kólnische Volkszeitung de Colonia, es la alegría de los jesuítas liberales y la tristeza de los otros. Y se nos asegura que, incluso jesuítas que no piensan como nosotros, están alarmados por el tono violento y decidido del artículo en cuestión, que desenmascara ruidosamente el plan de la Compañía de ponerse a la cabeza de la coalición liberal-modernizante... La actitud de los jesuítas alemanes como el P. Lippert, de los jesuítas austríacos aliados del partido social-cristiano (como los PP. Abel y Kolb), de los jesuítas polacos del Przeglad Powszechny (como los PP. Pawelski y Starker) y de algunos jesuítas italianos de La Civilta Cattolica (como los Desanti, Rossa, Bricarelli, Tacchi-Venturi...) anunciaba ya abiertamente ese mismo plan. Pero ahora los de Études lo han puesto en evidencia. Los nuestros quedan advertidos.45

ren matarnos y hemos de defendernos. Su golpe soez de Doen43 han de pagarlo caro. Evidentemente, hemos de tener una prudencia y una habilidad extraordinarias, pues tenemos que vérnoslas con grandes malvados. Por tanto: buen ojo y buenas manos...».

La carta pasa a otros asuntos económicos y termina indicando una nueva palabra para el diccionario cifrado: en adelante, La Civilta Cattolica se llamará «Rietti» o «Bejus». Y concluye con saludos a Madame y recuerdos a todos de «Carlota». El 5 de enero de 1914 la revista Eludes publicaba un editorial titulado «Tareas necesarias y críticas negativas», firmado por la Redacción. En él se queja la revista de los ataques de que viene siendo objeto de parte de «un puñado de publicistas sin mandato». Y escribe: «No queda otro medio de vivir en comunión con Roma que ponerse a la grupa y a merced de los conductores de esta campaña. Estos publicistas, a los que les falta aún más la competencia que el gusto y la mesura, ¿tienen acaso el monopolio de la orto-' doxia? ¿Piensan que la verdad necesita ser defendida mediante ejecuciones sumarias y que, para serle fiel, hay que embalsamarla en una prisión de la que ellos tendrían las llaves? (...) Lo que menos importa a sus lectores es el modernismo o el liberalismo. Cada semana esperan sus revistas diciéndose: '¿Contra quién esta vez?' Lo importante es enriquecer con algunos nombres sensacionales la galería de sospechosos (...) Y a fuerza de depurar y excomulgar, no quedará para oponer a los enemigos reales más que efectivos diezmados, regimientos fantasmas y tropas desmoralizadas...». 44 A mediados de enero del mismo año 1914 circula ya entre los miembros del Sodalitium Pianum una carta de uso interior en la que se lee: 43 44

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Doen = Viena. P. 392.

Y quizá algo más que advertidos, porque poco más tarde, el P. Lippert era destituido por Pío X como director de la revista de los jesuítas alemanes, Stimmen aus Maña Laach (hoy: Stimmen der Zeit). En el origen de la destitución se encontraba un artículo de Lippert publicado en la revista en agosto de 1913. En él presentaba a Pío X como un hombre de educación sencilla y sin pretensiones, de carácter enérgico e impulsivo, a quien su lucha contra el modernismo le había valido muchos odios y rencores. Y añadía: «...Es bien cierto que esta lucha ha tenido una serie de consecuencias secundarias lamentables y no queridas por Pío X, como la manía de llamar 'herejes' a los demás, desagradables querellas de can-can, pedantería de espíritus estrechos... Los hechos de los papas muertos están sometidos a la crítica de la historia. Y la historia juzgará un día tanto sobre el valor externo como sobre los resultados del pontificado de Pío X. Pero los hechos y decisiones del

45

PP. 388-389.

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Papa reinante obligan a los católicos a una obediencia filial e interiormente sincera, aunque no a una sumisión mecánica, ciega y muerta... Nadie está dispensado en la Iglesia de usar su razón y los demás medios naturales. Dios nunca ha prometido preservar a los superiores eclesiásticos de todo paso en falso o de todo equívoco. Los papas, sobre todo, necesitan consejeros prudentes y con horizontes amplios. La responsabilidad que pesa sobre los hombros que rodean el trono papal es, por ello, enorme...».46 La destitución del autor de este artículo es sólo el anillo de una cadena. Parece innegable que los jesuítas tuvieron mucho que sufrir en la época de La Sapiniere. Durante el proceso romano para la beatificación de Pío X, el entonces Secretario de Estado, cardenal Gasparri, declarará sobre este punto: «Pío X no estaba del todo seguro de la ortodoxia de los jesuítas. Pensaba que, quién más quién menos, se hallaban algo infectados de modernismo; y lo decía en privado. Pero, como es natural, en seguida se sabían sus palabras. El actual Prepósito General me decía que esta falta de confianza afligía profundamente al P . Wernz y que quizás aceleró su muerte. Los jesuítas están seguros, y con razón, de que esta actitud del Papa era consecuencia de las falsas informaciones que le transmitía el Sodalitium Vianum»!" Ya antes del descubrimiento de la documentación en la casa de Jonckx se había comenzado a sospechar de la existencia de algún movimiento delator y de quién podría ser su cabeza invisible. La prensa alemana y austríaca hizo sonar las primeras alarmas. Hasta que, en octubre de 1914, el francés Mons. Mignot, arzobispo de Albi, escribiría al nuevo Secretario de Estado, cardenal Ferrata, un largo memorial del que entresacamos algunos párrafos: « P. 397. 47 P. 391. Wernz era el anterior General de los jesuítas, fallecido en agosto de 1914.

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«...En varias ocasiones, obispos y superiores religiosos, sobre todo en Austria y en Alemania, han tenido que elevar su voz para proteger a sus mejores diocesanos y subditos contra esta empresa de calumnia y denigración sistemáticas. Pero ésta sigue funcionando a pesar de todo, y además con la pretensión de ser el eco fiel del pensamiento de la Santa Sede. ...Mons. Benigni, gran arquitecto de esta empresa de desmoralización, tras fracasar en su tentativa de 'hacer un trust' de toda la prensa católica, bajo la Correspondencia Romana (porque la autoridad le obligó a suprimirla a instancias del encargado de asuntos alemanes), se decidió a crear en Viena, París, Gante, Colonia, Milán y otros lugares una red de periódicos de los que él es inspirador, si no director. La 'Agencia Internacional Roma', sucesora de la 'Correspondencia Romana', a la que hace muy poco desmintió solemnemente el periódico oficial de Baviera con anuencia de la Curia, era el centro de la red en que operaba este monseñor. La obra llevada a cabo por los escribas instalados por Benigni a la cabeza de estas filiales ha sido, en su conjunto, una obra nefasta, obra de división realizada por la maledicencia y la calumnia mediante un total olvido de las reglas elementales de la caridad cristiana y de los respetos debidos tanto a católicos meritorios como a la autoridad episcopal. Estos publicistas pendencieros no han sabido más que demoler, descorazonar y obstaculizar la acción de hombres que (casi todos ellos) no querían más que el triunfo de la causa de Jesús... Un Cardenal italiano a quien se le decía que estos escritores tan pródigos en consejos y críticas no hacían nada, replicaba indignado: 'no hacen nada, pero están en trance de destruirlo todo'. ...Han conseguido en la Iglesia un puesto importante y se arrogan el derecho de juzgar y de condenar, desde la cumbre de su incapacidad, a todos los curas, obispos y hasta papas que no aceptan sufrir su dictadura en silencio... ...Un sistema de espionaje parece instalado en gran número de diócesis de Francia y del extranjero. Los obispos, sacerdotes, directores de obras, rectores y

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profesores de universidad, han sido vigilados. Se han denunciado sus discursos, sus escritos y sus menores palabras, tanto a la autoridad suprema como en las publicaciones de la camarilla. Estas denuncias —lo sabemos— han sido casi siempre secretas y anónimas, pero testimonios dignos de fe han revelado que solían provenir de laicos desequilibrados, de sacerdotes que tenían dificultades con sus superiores o de religiosos agitados que servían a mezquinas pasiones de partido o celos corporativos... La víctima no tenía más que inclinarse, pues le era imposible establecer su inocencia contra un calumniador anónimo y secreto».48

Y efectivamente, el autor de este memorial formará parte del grupo que, el 18 de mayo de 1915, encontraría los papeles de Jonckx mientras buscaba informes sobre un tal barón Sonthohf, de quien se sospechaba que era un agente ruso. En un informe sobre este episodio escribe Brauweiler:

Por las mismas fechas de la carta anterior (marzo de 1915), el director del Düsseldorfer Tageblatt, H. Brauweiler, envía un memorial al jefe del departamento político de la «Administración» alemana en Bélgica, barón Von der Lacken. El tema del memorial es el «movimiento integrista», y en él leemos:

Todavía en junio de 1915, el cardenal Lai aprobaba los estatutos modificados del Sodalitium Pianum. Pero, pocos meses después, Benigni ha detectado ya los «nuevos vientos» que soplan, posiblemente a raíz de (o corroborados por) el descubrimiento de los papeles de Jonckx en mayo de 1915. Por eso el 2 de enero de 1917, y a raíz de algunas observaciones verbales del cardenal Lai, Benigni le dirige un largo memorial escrito de carácter exculpatorio. Lo más extraño de este memorial (o lo más divertido), supuesta la forma como había estado actuando nuestro hombre, es que Benigni se queja amargamente de que no se le ha dado posibilidad de defenderse: «¿Por qué no se interroga al acusado?» —escribe—. «Me he convertido en un condenado, pero sobre todo en un condenado a no ser oído». Benigni no parece pensar que a eso mismo había condenado él a infinidad de católicos de buena fe. La explicación de todo está clarísima para él: «Bajo el actual pontificado,52 nadie, ni jefe ni subjefe, me ha dirigido nunca una palabra, buena o mala». Y «la campaña dirigida actualmente contra mí en el Vaticano no es sino un episodio relevante de la guerra que me ha declarado 'la secta de dentro', cómplice y hermana de 'la secta de fuera', desde el día en que me puse a luchar, a cara descubier-

«Desde hace varios años, una organización internacional de católicos se dedica, con absoluto celo, á condenar a los católicos alemanes como 'modernistas', 'antipapistas', etc. ...La organización, cuya alma es Mons. Benigni, en Roma, ha sido desenmascarada por primera vez en el Düsseldorfer Tageblatt.*9 Pero en aquellos días no era posible revelar todavía que, detrás de todo, se halla una organización secreta, llamada Sodalitium Pianum, cuyo jefe es el citado Benigni... La fuente de nuestras informaciones, innegables y no desmentidas, ha sido, sin él saberlo, el jefe de los integristas belgas, el abogado Jonckx... No se excluye que la correspondencia y las relaciones de este hombre pudieran suministrar materiales abundantes, capaces de informarnos con más amplitud, y tal vez hasta con totalidad, sobre las actividades políticas del movimiento integral».50 « PP. 517-519. 49 En un artículo titulado: «Denuncia integral», que apareció el 11 de junio de 1914. so P. 524.

«El gran éxito de Benigni se debe a que posee un dossier personal muy preciso sobre cada uno de los prelados, y podría así ser peligroso para cualquiera de ellos. Creo que podría comunicarse al Papa el material encontrado, y que la puesta de Benigni fuera de circulación sería bien vista por la Curia».51

5

'

52

P. 535.

Benedicto XV era papa desde hacía más de dos años.

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7.a ¿Por qué un secreto tan riguroso en las actividades de la asociación, incluso ante las autoridades eclesiásticas? Y esto no sólo en lo referente al periódico Fede e Ragione, sino en toda clase de correspondencia, tanto impresa como manuscrita. Con la esperanza de que tenga a bien obedecer esta orden de la Sagrada Congregación..., etc., etc.».54

ta (!), contra la coalición liberal-democristiana-modernista, saboteadora del catolicismo y enemiga abierta o amiga falsa de la Santa Sede».53

6.

La crisis final

En noviembre de 1921, la Curia romana intervino en el asunto. El Prefecto de la antigua Congregación del Concilio, cardenal Donato Sbarretti, dirige a Benigni la siguiente carta, cuya redacción se debía en realidad al cardenal Gasparri: «Tengo plena conciencia de que existe una asociación secreta —y tan secreta que usa un diccionario convencional para su correspondencia— que tiene su sede en Roma y que, según algunos, ha sido aprobada por la Santa Sede con el nombre de Sodálitium Pianum. Como esta Sagrada Congregación necesita tener informes exactos sobre esa asociación —puesto que debe velar por la observancia del canon 684 del CcV digo de Derecho Canónico—, le envito a responder a las siguientes preguntas: 1.a La asociación ¿está verdaderamente aprobada por la Santa Sede? En caso afirmativo, sírvase remitir a esta Sagrada Congregación la documentación auténtica correspondiente. 2.a ¿Quiénes son el presidente y los demás dirigentes de la asociación? 3.a ¿Tiene estatutos? En caso afirmativo, enviar copia a esta Sagrada Congregación. 4.a ¿Cuáles son sus objetivos? 5.a Lista de sus miembros en las diversas partes del mundo, y de los componentes de su comité central. 6.a ¿Cuáles son sus medios de propaganda y de dónde proceden?

53 PP. 542-543.

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La carta es correcta; pero la corrección de su estilo no llega a enmascarar una seriedad de rostro ni una imperiosidad del tono de voz. Y menos que a nadie podía pasarle inadvertido a Benigni, que conocía al dedillo el mundo y los lenguajes de la Curia Romana. Buena prueba de ello es el el estilo de su respuesta, de una longitud desmesurada y de un tono meloso, hasta resultar molesto. Y como si estas cauciones todavía no fuesen suficientes, Benigni hace que su respuesta «oficial» vaya acompañada de una carta «personal» en la que se diría que intenta recurrir al clásico chantaje de inspirar lástima. La introducción de la respuesta resume y rezuma todo el tenor de la carta: «Eminentísimo Príncipe: Me apresto a responder a su apreciada carta que me llegó ayer, 15 de noviembre, deplorando el que sucias intrigas, degradadas hasta los anónimos libelos difamatorios, hayan desnaturalizado la verdad pura y honrada que tengo el honor de exponerle...».

A continuación afirma Benigni: A) Que el Sodálitium Pianum está «plenamente aprobado por el Papa, por no decir que nació entre sus manos», y «puesto por el Papa bajo el control de la Sagrada Congregación del Consistorio» (otro departamento de la Curia romana).

54

PP. 576-577.

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B) Que, al estallar la guerra europea, el Sodalitium decidió disolverse interinamente; pero que luego, visto que la guerra duraba más de lo pensado, optó por renacer. Al hacerlo, amplió el primero de sus estatutos, «subrayando como fin la defensa de la religión contra la Secta y todos sus cómplices». C) Que, sin embargo, «cuando fui a pedir a Su Eminencia instrucciones precisas para servir tan modesta como fielmente a la Santa Sede, comprendí por su respuesta que, en razón de las nuevas direcciones pontificias, esta oferta ya no caía bien». Benigni dice que advirtió de ello a los miembros de la sociedad y que decidieron «quedar a la espera..., manteniéndose a la disposición de la Santa Sede». Insiste en que, desde entonces, casi no funciona el Sodalicio. Y remite a Sbarretti a la Congregación del Consistorio, donde le confirmarán todo esto. D)

Sobre el secreto, Benigni explica: «La brillante sabiduría de Su Eminencia y de la Sagrada Congregación comprenderá fácilmente lo disparatado de este equívoco. Un lenguaje convencional tiene como finalidad simplemente el protegerse de los enemigos en la gestión de los propios asuntos. A saber, en nuestro caso: de los sectarios de dentro y de fuera, comenzando por las policías de los Estados y acabando por las conjuraciones modernistas, tan prontos unos y otros a sabotear sin escrúpulos las comunicaciones postales. Mi modesta experiencia al servicio de la Santa Sede me permite saber algo sobre esta audacia de la masonería, de los modernistas y de sus cómplices...».

A continuación, Benigni relata extensamente un par de «servicios prestados» a instancias de Pío X y del cardenal Vives i Tuto, de cuya historicidad seguramente no hay por qué dudar, pero cuyo carácter rocambolesco y aventurero, así como el tono de «golpe perfecto» que transpira la narra-

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ción, constituyen en mi opinión pinceladas psicológicas muy estimables acerca de nuestro personaje. Y concluye estos relatos señalando ya el campo en el que aspira a tomar tierra: «Hoy los modernistas intelectuales y prácticos, los rencores sordos y los intereses sordos, tratan de vengarse acumulando las más extrañas calumnias, a fin de que el perro fiel del Pastor muerto pase por un lobo ante el pastor vivo. Ahí tiene usted la clave de toda la intriga, que va desde los libelos anónimos a las denuncias misteriosas ante la autoridad.» Y la prueba última de que no existe tal sociedad secreta la quiere ver Benigni en esta anécdota, ya lejana, que explica con cierta fruición: «Hace algunos años, bajo el pontificado actual, pedimos a la Congregación competente la gracias de ciertas indulgencias para el Sodalitium. La Congregación nos respondió que no había lugar, dado que nuestra asociación no tenía institución canónica. El Vicariato, entonces, me pidió informaciones sobre el Sodalitium Pianum, y me apresuré a dárselas... He aquí, Eminencia, cuál es el 'secreto absoluto' incluso ante las autoridades eclesiásticas, como se atreven a acusarnos nuestros difamadores. Facía loquuntur.» E) Casi como último capítulo, enumera Benigni una lista de 38 miembros (él incluido): cuatro del comité central y el resto de la «Sociedad de San Pío V». Están en la lista dos Padres Generales de Ordenes religiosas, varios religiosos, algunos canónigos, monseñores y un puñado de laicos, con una curiosa representación de títulos nobiliarios: condes, condesas, barones... Se sabe que falta en esa lista algún nombre conocido como militante de La Sapiniére. Y llama la atención la ausencia de todo nombre español; y es que Benigni —cosa curiosa— nunca quiso tener nada que ver con los integristas hispanos, a quienes consideraba como poco inteligentes y aún menos políticos. «Del enemigo el consejo...». Finalmente, como Benigni sabe o sospecha que la pregunta de la Sagrada Congregación viene motivada por los

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papeles hallados en casa de Jonckx y por el informe que Mourret compuso valiéndose de ellos, insiste en que esos papeles son anteriores a la guerra y que, luego del estallido de ésta, la sociedad ya casi no existe. Con ello vuelve al terreno de aterrizaje anunciado: la calumnia:

Una vez que ha tomado tierra en el aeropuerto de la conjura internacional, Benigni pisa terreno firme. Por un lado, declara al cardenal su disposición para disolver la Sociedad «ya agonizante», con sólo que la Congregación le transmita su deseo. Por otro,

«Aunque nuestros enemigos ya me han enseñado a no admirarme de nada, realmente caigo de las nubes al leer, en la venerable carta de Su Eminencia Reverendísima, el nombre del periódico Fede e Ragione mezclado al del Sodalitium. Le doy mi palabra de honor y de conciencia, próxima al juramento, de que jamás han tenido nada en común el Sodalitium y Fede e Ragione. Se nota cómo sigue su camino el sistema sin escrúpulos adoptado por el libelo difamatorio. Y esto bastará para demostrar a esa Congregación a qué fantasías —por no decir algo peor— puede llegar un odio sin escrúpulos para satisfacer sus celos y su sed de venganza... Y puesto que esa Sagrada Congregación habrá recibido, sin ninguna duda, el texto del libelo difamatorio ampliamente difundido en Francia y en Italia por los jesuítas, y particularmente en Roma por el P. Rosa, director de La Civiltá Cattolica, me permito acompañar la presente carta con unas páginas de respuesta a ese libelo, escritas a vuela pluma y un poco a la buena de Dios a raíz de su lectura...»

«...en interés de la verdad y de la justicia, y aunque no sea más que por mis excelentes amigos, me reservo el derecho a una acción judicial para con los inspiradores, redactores y propagadores del libelo difamatorio y de sus calumnias, de acuerdo con las reglas del Derecho Canónico en vigor, y dado que concurren las condiciones extremas para una acción legal: calumnias delimitadas contra personas precisas... Postrado para besar la sagrada púrpura, con el más profundo respeto, tengo el honor de profesarme, de Vuestra Eminencia Reverendísima, humildísimo, devotísimo y obligadísimo servidor. Umberto Benigni».56

Al reproducir esta carta, E. Poulat se siente obligado a matizar en una nota la citada palabra de honor de Mons. Benigni: «El Sodalitium Pianum no tenía nada que ver con Fede e Ragione ni con su director. Pero no se puede decir lo mismo de Benigni, que sabía a la vez deslindar sus actividades y mezclar sus objetivos, y que pudo a su gusto escribir siempre (anónimamente) en la revista. A él en concreto debe atribuirse la página francesa titulada 'Defensa social. Notas internacionales', que en 1924 se convirtió en autónoma, con los boletines de la Agencia Urbs». 55 ss P. 595.

Ya he dicho antes que esta respuesta iba acompañada de otra carta «personal» que no iba destinada a la Congregación del Concilio, sino sólo a la persona del cardenal Sbarretti. Vamos a reproducirla prácticamente íntegra, por cuanto que es un vivo retrato de lo mejor y lo peor de este complicado y doloroso personaje: «Eminentísimo Príncipe: Sólo tengo raras y fugitivas ocasiones de dirigir la palabra a Su Eminencia Reverendísima. Y mi vida tan retirada las hace aún más lejanas. Sin embargo, me atrevo a dirigirle, a título puramente personal, una palabra deferente y leal de verdad y de justicia que completa la respuesta adjunta. He aquí la verdad: calumnias equívocas y turbios intereses van cada día apretando el nudo en torno a mi garganta... El asunto del Sodalitium Pianum no

56 PP. 578-586.

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lo es todo, aunque sea el episodio culminante. He aquí otro hecho materialmente tangible: sé, por diversas fuentes seguras, que los propagadores del libelo calumnioso contra el Sodalitium Pianum van difundiendo por ahí el rumor de que tengo alquilado un pequeño hotel con planta baja y un primer piso, y que ocupo tan hermosa residencia con el personal de mi secretariado y mis domésticos. ¡Cuánto dinero y cuánto misterio...! Pero la verdad es algo diferente: mi salud me ha obligado a ir a vivir en los barrios altos, y ocupo u n pequeño apartamento en un inmueble de la Cooperativa Vittoria. El más pequeño de todo el edificio, compuesto de cuatro habitaciones. En él estoy con u n anciano doméstico (a quien luego de la guerra ya no pude mantener a mi servicio, puesto que nadie ha actualizado mis pensiones) y que trabaja como tranviero. Vive allí con su mujer y un bebé y, a cambio del alquiler, me hacen la comida y la limpieza. Todos los demás espacios donde estaría el personal a mi servicio los cedo, a mis expensas, a mis calumniadores, con sólo que me muestren dónde están: allí o en cualquier otra parte de Roma. En cuanto al dinero, llevo una vida de pobre, como siempre, y me he endeudado para pagar un alquiler bastante alto, por lo que trato de trabajar durante el día en clases, en biblioteca, etc. Si mis implacables adversarios se atreven a calumniarme (y de esas calumnias parece haber un eco en Su carta) en cosas que Su Eminencia puede desmentir con sólo enviar uno de sus criados a mi casa, ¿qué no osarán decir en materias donde la refutación no resulte tan fácil y tangible? ¿Acaso no han asegurado ya al Papa que le creo conflictos diplomáticos en los cinco continentes? ¡Más formidable que las novelas de Arsenio Lupin! Pero el fondo real de toda esta fantasmagoría es otra cosa: todo el odio acumulado contra Pío X se quiere volcar sobre mí, que le serví con modesta e inquebrantable fidelidad... Y hoy, c o n t r a el perro de Pío X aullan todos los viejos lobos del Pastor muerto... Triste es pensar que este pobre Sodalitium Pianum, que habría podido servir hoy a la Iglesia como

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la sirvió ayer, se encuentre hoy expuesto al rechazo y a mí se me quiera golpear con él en los ríñones, por rencores y celos personales de terceros. Pero hágase la voluntad de Dios, sea la que sea. A mí sólo me queda llamar la atención superior sobre los entresijos de esta triste comedia, a fin de que no se m e acuse más tarde de no haber hablado a tiempo p a r a impedir u n paso en falso. Me excuso humildemente y, postrado para besar la púrpura sagrada, tengo el honor de profesarme..., etc., etc.».57

En las «conclusiones» reflexionaremos sobre el carácter y el drama que esta carta traduce. Ahora hay que añadir que sobre la profesión de pobreza que Benigni hace en esta carta, existen dos matizaciones-. La primera es del cardenal Gasparri: según carta del Superior General de los asuncionistas, el cardenal le habría dicho en diciembre de 1922 que Benigni, «habiendo partido de la nada y sin fortuna, habita hoy una villa por la que paga un alquiler de 24.000 liras anuales. Tiene un secretario a quien paga 700 liras al mes y dos mecanógrafas (una para el ruso y otra para el alemán), cuyo sueldo desconoce el cardenal. Tiene también un camarero, cuyos ingresos no se conocen, y una secretaria general a la que paga 2.000 liras por mes. En total se calcula que gasta al año unas 120.000 liras. ¿De dónde saca todo ese dinero?... Benigni no se contenta con los gastos que hace en Roma. Desde hace poco, pasa dos meses en París, con una escala en Vichy. Y esto sale caro: yo me contento con Montecattini, a pesar de que me hospedo en los franciscanos».58 E. Poulat, en cambio, es más matizado y considera falso el dato de la villa, asegurando que Benigni nunca sacó provecho económico de su organización. Pero reconoce que «sus actividades suponían un fmandamiento y una organización de los que él no dice ni una palabra».59 57 PP. 596-597. ss P. 598. 5« P. 598.

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Dejando a un lado este detalle crematístico, el hecho es que, a partir de este momento, las cosas se precipitaron: nueve días después, el cardenal Sbarretti envía a Benigni otra carta escueta y correcta ajena tanto a la polémica como a la conmiseración que Benigni parecía querar provocar. Tras alabar su disponibilidad y «su declaración tan deferente y tan respetuosa, que no me han causado ninguna sorpresa», el cardenal le comunica que ha recibido órdenes del Papa y que, «dadas las nuevas circunstancias, la Sagrada Congregación juzga oportuna la disolución del Sodalicio».60 Por ello le pide que tome las disposiciones pertinentes. El 1 de diciembre Benigni comunicará, en una nota de diez líneas, que ya ha tomado las medidas solicitadas. Y ese mismo día dirigirá una circular a los miembros del Sodalitium Pianum en la que les remite la carta decisoria del cardenal Sbarretti, señalando el próximo día 8 de diciembre, fiesta de la Inmaculada Concepción, como último día del Sodalicio. Y concluye: «Si el fin de nuestro Sodalicio nos aflige con un dolor bien natural, constatamos con alegría en el Señor que la razón de la decisión tomada por la Sagrada Congregación nace 'de que hoy han cambiado las circunstancias' y no de culpa nuestra. Por eso mismo caen todas las calumnias que el Enemigo había acumulado contra nuestro Instituto. Christus vin-

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rico de que semejantes pesadillas no vuelvan nunca a repetirse en el Cuerpo de Cristo.

7.

Conclusiones

Igual que hemos comenzado este capítulo con unas citas privadas de la correspondencia de M. Blondel, puede ser bueno comenzar nuestra reflexión final con otras citas privadas de la correspondencia de Mons. Duchesne, historiador de mérito poco común, profesor y director de la Escuela Francesa de Roma, y cuya excelente Historia de la Iglesia Antigua acabó por ser puesta en el «índice» por orden personal del papa, tras una sonora campaña de la prensa integrista. Uno de los profesores que usaba como texto en sus clases el libro de Duchesne (y que lamentó públicamente su puesta en el «índice») fue Angelo Giuseppe Roncalli, el posterior Juan X X I I I . Pues bien, en una serie de cartas a Georges Goyau, escritas entre 1911 y 1914, Duchesne escribe frases como éstas: «No te imaginas hasta qué punto están hinchándose las cabezas... El ignis ardens62 se ha desencadenado. Y las hipótesis más insensatas resultan ser las mejor fundadas...» «Los exaltados triunfan y se crecen cada vez más. Sabe Dios cómo va a terminar todo esto. Quizá con otro papa..., pero ¿cuándo...?» «El papa es tan retorcido, tan habituado a entretener a las gentes con seguridades hasta el momento en que les pone la zancadilla... El caso, desde hace tiempo, es ya patológico, no me cabe duda... Si esto continúa, se irá haciendo cada vez más perceptible. Pues no es natural que la Iglesia sea saboteada indefinidamente por su propio jefe...»

cit!».61

Tan sencillo y tan rápido es el final. Pero, sin embargo, ¡cuánto dolor en el corazón de las víctimas y cuánto escándalo en el de los testigos como M. Blondel...! La pregunta acerca de cómo había sido posible toda esa locura es preciso afrontarla antes de concluir. Porque Benigni debería dejarle a la Iglesia al menos esto de positivo: el imperativo categó-