Memoria De La Etica

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memoria de la ética

TA U R U S

E M I L I O

L L I D Ó

memoria de la ética %

Cóm o o rg a n iz a r

ia

in d iv id u a l, el B ie n

p o sib le

fe lic id a d

de cada p erso n a

ju n to ai Bien de los o tro s? ¿Cóm o lu c h a r p o r s e r b u e n o en un m u n do m a lo ? Los g rieg o s que, hace v e in tic in c o s ig lo s, in v e n ta ­ ron la p a la b ra y el co n ten id o de la d e m o cra­ c ia , cre aro n tam b ié n lo s dos té rm in o s que re p re se n ta n esa in m e n sa re vo lu ció n h u m a­ n a : la É tica y la P o lític a . E ste lib ro tra ta de e lla s , de su in d is o lu b le u n ió n y de su o rig e n , e in te n ta m o stra r ia a so m b ro sa

m o d e rn id ad

de

su

m e n sa je .

P re te n d e le e r la s p á g in a s clá sica s re co b ra n ­ do su s e se n c ia le s la tid o s , p e n etran d o la lo z a ­ n ía e in m e d ia te z de su m a ra v illo so le n g u a je y o lv id á n d o se de la te rrib le co stra de id e o lo ­ g ía s y te rm in o lo g ía s que c ie rta tra d ic ió n ha a p la sta d o so b re el lib re flu ir de esos te x to s. E m ilio Ltedó (S e v illa ,1 9 2 7 ), c a te d rá tico de H isto ria

de la

F ilo s o fía , ha sid o

e le g id o

re cie n te m e n te m iem bro de ia R eal A cad em ia de ia Le n g u a. E n tre su s lib ro s d e sta ca s o f ía

HO Y,

EL

EPICU REISM O .

UNA

l a f il o

FILO SO FÍA

­

OEL

CUERPO , DEL GOZO Y DE LA AM ISTAD, LA MEMORIA OEL

LOGOS, EL SURCO DEL TIEMPO.

E m ilio L ledó

M emoria de la E tica Una reflexión sobre los orígenes de la theoría moral en Aristóteles

TAURUS PENSAMIENTO

Primera edición, octubre de 1994 Segunda edición, febrero de 1995 © E milio L ledó, 1994 © Santillana , S. A. T aurus, 1994 Juan Bravo, 38. 28006 Madrid Teléfono (91) 322 47 00 Telefax (91) 3224771

Diseño de cubierta: Alfonso Sostres Diseño de interiores: Antonio Iax

ISBN: 84-03-0094-9 Dep. Legal: M.-4118-1995 Impreso por: Rogar, S.A. Impreso en España

Í n d ic e

P rólogo

1l

Capítulo primero. -El mundo homérico

19

1 E l. MAESTRO DE TODOS LOS GRIEGOS 2 «Somos lo que hacemos»

23

4 Los héroes habían

26

3 La escritura dei. «Ethos »

5 «Padre de todas las cosas» 6 «Arete» y «agathós» 7 El significado de la admiración

8 La «fama» del héroe

21

24

27 29 32

33

9 La muerte 10 Elegir ia memoria N ota Bibijográfka

36 39

Capítulo segundo. -Aristóteles y la ética de la «polis» 1 E l «Ethos » del lenguaje

45 47

2 3 4 5 6 7

«Agathón» La negación dei. Bien en sí «T élos » «Polis »

«Eudaimonía» y «enérgeia» «Arete» en el mundo

40

50 53 57 59 61 65

8 «Paideía» 9 E l «locos » de la «arete » 10 L a «praxis» de la «arete»

69 71 74

12 13 14 15 16 17 18 19 20 21

81 84 88 95 98 102 105 107 113 116 121

11 El «bien aparente»

Conocimiento y pasión

«T échne », saber y deseo

«Epistéme» y prudencia La dificultad de vivir El «LOCOS» DE LA responsabilidad D eliberación «Proaíresis»

«Philía» H acia la «Política» E l ANIMAL QUE HABLA

A péndice

Capítulo tercero. -Para una lectura del texto de la Etica 1 2 3 4 5

L a «escritura » de A ristóteles

Las tres «Éticas»

E l título de las «Éticas»

La «naturaleza» del «éthos» E l primer contexto de la ética

6 E l REFLEJO DEL DEBER 7 La ruptura de la palabra 8 I ntermedio del inmorausta 9 U na ÉTICA DEL «LOCOS»

10 11 12 13 14

D e qué habla la ética de Aristóteles

E l orden de la vida y el orden del lencuaje F undar el bien

Libertad y bien «Dramatis personae»

N ota bibliocráfica

79

125 127 134 142 144 146 150 153 158 161

168 177 186 190 197 220

Capítulo cuarto. -Horizontes de la Ética 1 L enguaje, ética y felicidad

2 L a felicidad de los «guardianes» 3 L a lucha por la ley (H erácuto , frac. B 44) 4 Ética en la época helenística P rocedencia de los textos Í ndices de pasajes citados Í ndice de nombres propios Í ndice de materias

225 227

246 254 269 293 295 299 303

P rólogo

F u e como el privilegio de la mirada. El descubrimiento de que el instinto de protección para el propio cuerpo, para la propia vida tenía que completarse en el aprendizaje de las for­ mas de relación hacia los otros. Una superación, en el espacio de lo colectivo, de los límites marcados por el egoísmo de la naturaleza. Como el privilegio de la mirada cuyo sentido con­ siste en traspasar la frontera de su solitaria claridad, ver otras cosas fue, en el fondo, reconocer que los ojos existen para lle­ narse de lo que no son ellos mismos, y que ver es sustancial­ mente, aceptación e incluso sumisión a la alteridad. Una alteridad que, sin embargo, no nos transforma en otros sino que nos conforma, más intensamente, con nosotros mismos. Ver, pues, como una forma de saber. Ysaber, como una forma esen­ cial de existir, de ser. El conocimiento que, interpretando el mundo de lo real, estructura el espacio ideal, el microcosmos que nos constituye, llega a ser, así, un momento fundamental de lo humano, del animal que habla. Por eso, el descubrimiento de lo otro, de los otros, necesitó ser dicho: Sumirse en un espacio colectivo, asegurar, con la comunicación, la compañía de aquellos que, en el diálogo, habían de encontrar la confianza que alentaba en el centro de la individual soledad. Ver otras cosas sabiéndolas, implicó, ade­ más, que en la necesaria transmisión habría de reflejarse ese saber. Un saber organizador de la experiencia de los ojos, de la experiencia de los oídos que, con los poemas épicos, escucha­ ron los primeros barruntos de algo parecido a aquello que se llamaría después, Bien, Justicia, Belleza, Amor.

Memoria de ia Ética

Aristóteles fue el primero que organizó el discurso moral; el pri­ mero que orientó esa mirada donde se reconstruye y plasma el mundo en reflejo. Un reflejo que sustentado en el Ixrgos y anudado en la ya larga experiencia que condensa y transmite, se hace thmria. A la esencia misma de esta palabra corresponde la visión que mani­ fiesta lo vivido en el esquema de su propia reflexión. Pero no de algo que estuviese friera y que, como los ojos de la carne, tuviese que alimentarse, para serlo, de las cosas reales. La theoría era un reflejo que se construía en el aire de la mente yque se levantaba con el dúctil material de las palabras. Por ello, la thmria—lo visto en su­ ma—, se reconstruía abstraelamente sin la grávida realidad, e indi­ ferente a la asunción que de ella habían hecho nuestros ojos. La primera vez, pues, que el lenguaje se recreó en el reflejo de sus propios conceptos —Bien, Felicidad, Justicia, etcétera— tuvo lugar en esas páginas que, en la tradición filosófica, se agru­ paron bajo el sorprendente nombre de «ética». Lo cual no quie­ re decir que no se hubiese reflexionado antes sobre semejantes cuestiones. Ya Platón, en algunos de sus diálogos, dedicó largas y sutiles páginas a los conceptos fundamentales de lo que habría de llamarse «Etica». Pero fue Aristóteles quien marcó el origen de la teoría moral. Fue él quien abordó, plenamente, la construcción de un saber orgánico sobre la desorganizada y problemática expe­ riencia. Una experiencia en la que los hombres comenzaron a senür la dificultad de coordinar los elementos que constituyen nuestra insuperable e «insociable sociabilidad». Privilegio de la mirada, privilegio de la theoría, este primer mo­ mento en el que comienza a decirse —a escribirse ya— el discur­ so moral, constituye una pieza capital en la lucha por ajustar el duro egoísmo en la inevitable y necesaria vertiente de la solidari­ dad. Una reflexión sobre esos orígenes nos muestra siempre la riqueza de esa originalidad. Y no tanto por una propensión arqueológica, por un gesto anacrónico que sólo busca rememo­ rar, inerte, la simple apariencia del pasado. Recobrar el origen es atisbar el imperio de la necesidad. Hubo que pensar en las acciones humanas y en su sentido; en las formas como se expre­ saba la energía de los hombres entre sí; en las tensiones que pro­ vocaba esa energía, y en los impulsos y las razones —y esto era lo esencial— por las que se determinaba.

Prómxío

En el horizonte de una necesidad sin apenas tradición especu­ lativa, sin theoría que enseñase el insinuado perfil de unas nor­ mas, la fuerza que entremezcla el egoísmo y la colectividad se hace implacablemente manifiesta. La tradición ética occi­ dental tuvo, después, menos ocasiones de mostrar su osamen­ ta. Lenguajes sobre lenguajes —atravesados por una compleja historia de poder y de ideologías— dejaban ver con dificultad ese instante preciso donde, sobre el modelo de la mirada, se hace presente la theoría —esa mirada interior— y donde el angosto impulso de cada vivir se mitiga y sosiega en el espacio múltiple de la convivencia. Pero sobre el legado aristotélico ha caído además de la pesa­ da tradición, embalsada en un tajante dique terminológico, una serie de elaboraciones recientes que utilizando, a veces, el nom­ bre de Aristóteles y en relación, precisamente, con la ética, ha vuelto a manejar, en juegos verbales en buena parte estériles, con­ ceptos que nada tenían que ver con la matriz en la que fueron concebidos. Y no porque en estas recientes polémicas resucitase el viejo espíritu con el que, en el Renacimiento, se denigró a los supuestos aristotélicos que, por cierto, tampoco tenían ya mucho que ver con Aristóteles, sino porque en esas pretendidas «neoestilizaciones», alientan ahora, asfixiantemente, un aire acondicio­ nado desde el rumor de polvorientas ideologías. Leer a Aristóteles, pensar la tradición filosófica, constituye una tarea más simple e inmediata que todo ese mortal arlilugio, adosado a las laderas de los textos, y que bajo el entrama­ do de confundentes novedades terminológicas nos hace olvi­ dar lo que, tal vez, el lenguaje originario quisiera decirnos. No ha bastado, pues, que la recepción del legado filosófico haya caído, a veces, en oscuros vericuetos, por donde ya no se ve fluir el río de las palabras y sólo se presiente el roce chirriante de sus desviaciones. Una divertida idea de la modernidad se manifiesta, también, en la facilidad con que bajo la apariencia de estar al día de las cuestiones más urgentes, se puede acabar sumergidos en la noche. Una noche sin sosiego y reposo, re­ pleta de pesadillas, angustiada de amenazas y en cuyas tinie­ blas colaboran las pocas esperanzas con que, a ratos, nos levan­ tamos al no menos desolado día.

Mf.morja de la Ética

Pero la compañía del pasado, en el ancho texto de las letras, de toda la inabarcable experiencia con la escritura es, siempre, a pesarde tantos pesares, una sólida razón de optimismo. La experien­ cia escrita y la presente y vigilante mirada que se tiende sobre todos los signos del tiempo es fuente de energía. Una energía constante, superadora de cualquier interesado conformismo que se alce so­ bre la desarmonía y la injusticia, y alentadora de la entusiasta me­ lancolía de la que en un contexto concreto habló Aristóteles, y que nos anima a acercamos de nuevo a él. El acercamiento lo imponen las perspectivas ganadas por el horizonte de una época, donde será preciso oír la voz del pasado, en el horizonte de una experien­ cia que hace resonar ese lenguaje antes dei eco de su no siempre enriquecedora y casi siempre insalvable tradición. Todo lenguaje se mueve en los surcos sobre los que la memoria colectiva distribu­ ye sus mensajes; pero la fuente de la que cada uno de ellos brota, antes de sus posteriores encauzamientos, es ese inicio textual en el que cristaliza, en escritura, una larga tradición de comportamien­ tos y mensajes. Ese singular momento originario lo constituye el texto de Aristóteles. Es cierto que no podemos aproximarnos a un lenguaje ajeno y distante, como es el de Aristóteles, sin tener que salvar las barreras de una lengua —la griega— que no es «nues­ tra» lengua, y de unos contextos culturales e históricos distintos de los nuestros. Pero esa distancia permite, muchas veces, la creación de caminos más directos y menos ruidosos y transitados que aque­ llos por los que discurre parte de la historia contemporánea. Vivir entre los latidos de nuestro tiempo no quiere decir que «sepamos» algo de él, ni siquiera que podamos experimentarlo, aunque restos de ese presente nos informen a su manera, nos acucien y nos sobresalten. Recobrar el diálogo con esos textos flo­ tantes en el mar de la tradición es un ejercicio apasionante y esen­ cial. la reconstrucción del tiempo histórico se hace posible por­ que ese tiempo se nos entrega, en buena parte, reconstruido en las líneas del texto que llega hasta nosotros en los mismos instan­ tes en que les presta luz nuestra mirada. Yahora sí que es privile­ gio ese tiempo originario y originador en el que, sobre la visión de la escritura, alzamos la Iheoríaen cuyo opaco fondo —el fondo de lo que somos— se nos abre, continuamente, la puerta de lo que podemos y queremos o querríamos ser. [H |

Prologo

La theoría del texto y la apertura que implica hacia otras ideas y otros mundos intelectuales es atisbo de la posibilidad, encuen­ tro con una forma de «objetividad» construida en la mente, y desde la que la praxis nos proyecta hacia todo lo que aún queda por hacer, hacia el futuro de la memoria, hacia ese horizonte donde aparece el estímulo de la inmensa y sólida utopía. Una utopía que se levanta sobre todos los lenguajes que nos hablan, que nos aconsejan y avisan, que nos hacen pensar desde la ener­ gía emanada de sus palabras, donde late aún la cálida compañía del aliento que las origina, y que fue vida, antes de ser relato, his­ toria, theoría. El aliento, cuajado en un éthos, que reguló compor­ tamientos, y en el que el lógos, la reflexión, la comunicación de ese reflejo y, al fin, la escritura hizo llegar hasta un, entonces, ignorado, imprevisto, futuro; hoy ya nuestro presente. La construcción del éthos, de lo que cada individuo va haciendo en consonancia con lo que los otros aceptan, imitan, acuerdan, fue transformado en lógos, en theoría, con la escritura de Aristóteles. Desconocemos —más allá de lo que sus obras expresan— el impulso que le llevó a decir lo que dijo. En los diálogos platóni­ cos, vemos a distintos personajes apurarse por encontrar res­ puestas a las incontables preguntas que rondaban ya por el territorio de los hechos, y con la pretensión de justificarlos. Una justificación sostenida por esas numerosas voces que suenan en las páginas de esa escritura. El consenso, que esas páginas bus­ can, es algo así como un nuevo éthos que, más que a justificar hechos, tiende a promover y educar, sus intenciones. Pero, en Aristóteles, ya no hablan personajes, máscaras de hombres, que representan los ocultos, previos, consensos del lenguaje. El escritor de Estagira habla sólo consigo mismo; mira los hechos y el engarce de esos hechos, de esas gestas, con el magma social del que emergen y, sobre todo, oye la voz que transmite no tanto hechos cuanto hazañas, y descubre que esas hazañas res­ ponden a una compleja trama donde se hila la pasión, el deseo, la elección, la libertad posible, la capacidad de ser algo más que naturaleza, el azar o la suerte, incluso el destino como éthos interior: ese microcosmos o micromundo que el fragmen­ to de Heráclito recuerda, como «un daimon, un destino para el hombre».

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Memoria de ia Ética

Aristóteles refleja en el lenguaje de su «ética» esa especie de vida interior que, sin embargo, tiene que exteriorizarse entre otras vidas, y que acaba por serlo en el espacio, sólo parcialmente libre, en el que esas otras vidas se conjugan. Este reflejo manifies­ ta también el impulso por aprender el lugar donde se en­ cuentran los engarces de esa nueva naturaleza, de esa segunda physis, obra exclusiva del hombre, pero que, necesariamente, tiene que incluir los imprescindibles componentes que la prime­ ra, originaria, naturaleza le otorga. Y de la misma manera como clasificó y describió animales en sus trabajos biológicos, o se enfrentó con los círculos celestes, o quiso saber el origen de esa emoción que nos sobrecoge con el arte, o analizó los principios del decir en su relación con lo dicho, buscó también palabras que manifestasen e hiciesen comunicables las acciones de los hombres. Aristóteles pretendió, así, encontrar algún principio rec­ tor para que el «obrar» pudiera ser tarea común y solidaria o, al menos, para que no interrumpiese el desarrollo de ese ser que, únicamente, es cuando lo que hace brota de rincones en penum­ bra sobre los que, sin embargo, se levanta esa claridad, que se suele denominar consciencia, cuyo reflejo nos permite saber que existimos y que, por ello, hacemos existir. En el juego de esos múltiples descubrimientos, su descubridor fue nombrando y dando un papel a los personajes de un nuevo drama. Personajes que circulaban —como la aretíf, el Bien o (ajus­ ticia—, por los oídos de sus coetáneos. Yal decirlos, al decírselos, además de verlos en el espejo de la teoría, intentó, sobre lodo, comunicarlos y ejemplificar, en la lisa construcción de las pala­ bras, los complicados nudos por donde se atascaba la vida real. El privilegio del origen, en los hechos humanos, es, al par, el privilegio del sentido: vislumbrar razones y causas con cuyo conocimiento sea posible evitar que los comportamientos se deslicen, colecüvamente, hacia la destrucción de los indivi­ duos. No ha cambiado tanto, desde entonces, el ser humano como para que esos momentos primigenios, no pudieran cola­ borar en una forma de saber que no se sacia sólo con aquello que se le da como sabido: esa derrama de informaciones y noticias llegadas a la mente como llega la luz por la rendija de una mazmorra. Una luz que no hace ver sino la oscuridad.

PRÓIjMCO

El saber por el que el hombre existe es otra forma de saber: Hecho de distancia y reflexión, nos aleja del mundo a medida que nos enseña el camino más despejado para aproximarnos a él. Un saber pleno también de interrogaciones que llevan, en su misma, aparente, inseguridad, la semilla de su interrogante respuesta. Una respuesta que sometida, por cierto, al fluir del tiempo, está destinada a ser efímera, como ese hilo de la memo­ ria que, atravesando los días, les hace, desde el pasado, enhe­ brarse, pregunta a pregunta, en el futuro. He reunido, en las páginas que siguen, algunos escritos que pretenden dialogar con la «ética» de Aristóteles. Los dos capítu­ los centrales abordan, desde distinta perspectiva, los que consi­ dero focos importantes de ese espejo donde, hecho palabra, se presentó al hombre como ser que es capaz de crear convivencia, y luchar por descubrir formas de concordia. En algunas páginas ha tenido que modularse un mismo tema, aunque espero que, al estar en niveles disüntos, no parezca una insistencia innecesaria. Tampoco pienso que sea reiterativo hacer sonar en el contexto de la ética de Aristóteles algunos problemas que, en el capítulo primero, exponen el éthosdel lenguaje épico y que me han pareci­ do importantes como primer balbuceo de la memoria de la aretf, de la «excelencia» humana. La última parte de este libro recoge cuatro trabajos que señalan horizontes en el desarrollo de la pri­ mera theoría sobre el comportamiento humano. En un libro en el que se habla del origen de conceptos como justicia, bien, generosidad, no puedo por menos de ser coheren­ te con tan estimulantes propuestas e iniciar, con palabras, la práctica de su ejemplar teoría. Sobre todo, cuando el inventor de la ética había escrito que no le importaba tanto saber lo que es lajusdeia o el bien, sino ser buenos. Quiero, pues, practicar la gratitud con Juan Cruz, mi inolvidable y excepcional alumno, en los ilusionados, jóvenes, años de mi primera cátedra universi­ taria en La Laguna, quien, como editor, ha impulsado y alenta­ do la publicación de estas páginas. También mi agradecimiento para Carmen Aragonés, por el inteligente esmero con que ha cuidado, paso a paso, la edición del libro, y, por supuesto, a María José Hernández por su extraordinaria y competente ayuda en la organización y elaboración de los índices.

Capítulo I

E l m u n d o hom érico

El mundo homérico

1. El maestro de todos los griegos

Por lo tanto, Glaucón, atando encuentres a quienes ala­ ban a Homero diciendo que este poeta ha educado a la Hélade, y que con respecto a la administración y educación de los asuntos humanos es digno de que se le tome para estudiar, y que hay que disponer toda nuestra vida de acuerdo con lo que prescribe dicho poeta, debemos amoríos y saludarlos como las mejores personas que sea posible encontrar... (Platón, República, X, 606e-607a). Otros textos de la tradición filosófica y literaria griega podrían recogerse, como muestra de la importancia que los poemas homéricos tuvieron en la formación del hilo ideológico que enhebra esa tradición. Sin embargo, esa presencia de Homero en la «mentalidad» de los griegos fue duramente discutida, no sólo por el mismo Platón. Heráclito, que se hace eco de la «sabi­ duría» homérica, recoge, no sin humor, la anécdota de aquellos muchachos que eran capaces de engañar «al más sabio de los helenos» (ffag. 56). Pero de todas formas, la crítica a Homero ponía de manifiesto un hecho indudable, que expresaba el monopolio intelectual de aquellos poemas. Los primeros filóso­ fos griegos tuvieron, pues, que enfrentarse a esa manera de entender el mundo y a los hombres y dioses que lo habitaban. No podría empezarse una historia de las formas de relacionar­ se los hombres, en función de palabras como el bien, el mal, la justicia, sin una referencia a esos poemas en los que no sólo se

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Memoria de ia Etica

descubre una cierta pretensión pedagógica, sino que, además, constituyen el primer documento literario de eso que se suele denominar la cultura occidental. Este carácter originario del mensaje homérico va unido a una primera teoría sobre el com­ portamiento colectivo de los hombres, en la que aparecen indi­ cios de aquellos contenidos que, con mayor o menor propiedad, determinarán el espacio de la «moralidad». Pero, al mismo tiem­ po, el sentido del poema épico permite descubrir un sistema de «valores» armónicamente sustentado en el mundo histórico hacia el que se dirigen los versos del poeta. Este sistema de valo­ res emana, directamente, de la narración épica, y en ello consiste el peculiar interés de su posible mensaje. No hay, que sepamos, ninguna reflexión paralela en la que ya se hubiesen planteado las razones que sustentan la coherencia o el sentido de un com­ portamiento. El primer texto, primero en toda una tradición lite­ raria, emerge solo, aislado en un mundo silencioso, en el que únicamente los restos de la historia, los desciframientos del Linear B, etcétera, nos permiten vislumbrar las formas de vida de los hombres, sus tensiones y aspiraciones. Ya la soberana soledad de esos textos es a lo que hay que atenerse. Precisamente, la ausencia de otros datos literarios que pudiesen ayudar a su inter­ pretación hace más enjundioso el contenido de lo que se dice en el poema. Sin embargo, no deja de ser sorprendente la fuer/a del lenguaje de Homero, la belleza de sus metáforas, la familiari­ dad con una lengua que es capaz de hablar de «sueños de bronce» (Viada, XI, 241), por poner un único ejemplo entre centenares que podrían aducirse, o de describir con estas palabras el descan­ so de los amigos de Diomedes: «Sus compañeros dormían alre­ dedor de él, con las cabezas apoyadas en los escudos y las lanzas clavadas por el regatón en tierra; el bronce de las puntas lucía a lo lejos como un relámpago del padre Zeus» (Viada, X, 151-154). Esta inesperada madurez, en un mundo todavía sin «literatura», nos lleva a pensar que los poemas homéricos han alcanzado, con la escritura, el privilegio de reflejar una larga tradición (Kirk, 1962,55 y ss.). Y en esta historia aparece el hombre dentro de la naturaleza de la que forma parte y, por consiguiente, mostrando en su comportamiento la identidad con esa naturaleza que se manifiesta en sus pasiones, en sus deseos, y en sus instintos.

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El. MUNDO HOMÉRICO

2. «Somos lo que hacemos»

No hay, como es natural, una teoría ética, una doctrina que, conscientemente, pretenda reflexionar sobre la conducta de los héroes; pero, precisamente por ello, este universo puro, donde los personajes que lo habitan manifiestan, nítidamente, lo que Aristóteles habría de llamar enérgña, energía, es una organización «práctica», una sociedad dinámica en la que se anticipa también aquello que formulará la primera teoría ética: «somos lo que hacemos» (Aristóteles,Ética Nicomáquea',11,1103b26yss.). Este hacer, que es la condición fundamental que define el senti­ do de un comportamiento, constituye su antología moral. Pero el hacer no brota como consecuencia de un contraste con nor­ mas, mandatos, teorías que sirviesen para «habilitar» las accio­ nes, para justificarlas y sancionarlas. No hay códigos absuactos o instituciones que consoliden o faciliten lo que los hombres hacen. El espado social que los héroes habitan, como protago­ nistas y creadores de esta primera «ética», y lo que en él hacen, es, en realidad, el complejo sistema sancionador y prodamador de sus hazañas. Tal vez sólo la muerte, el destino, la fama y el esfuerzo trazan ciertas fronteras a las que la pasión se some­ te. Tal vez, también, la mirada de los dioses refleja, con todas sus contradicciones, un lejano horizonte en el que contrasta lo que los hombres hacen. El éthosno brota de la reflexión, del pensamiento que interpreta la experiencia, sino que se solidifica en las obras y en la actividad de los hombres. La red que se teje entre los individuos determi­ na los niveles de lo posible y cerca el espacio de lo necesario. Esa red amplía el horizonte de las propias necesidades hacia la posi­ bilidad que trazan las necesidades de los oü os. Pero estas necesi­ dades emergen del hombre mismo, de su sorprendente y lenta instalación en la naturaleza que lo limita y que acaba transfor­ mándose en historia, o sea, en posibilidad. Marcado por la ur1. En adelante citaré por E. N. Los números al margen se refieren a la paginación de la edición de I. Bekker, publicada en 1831 por la Academia de Ciencias Prusiana.

Memoria de ia Ética

gente e inevitable condición de pervivir, cada individuo tiene que acabar aceptando el juego que le señala la existencia de los otros. Esta pervivencia, superado ya el nivel de la naturaleza pura y convertido en naturaleza humana, va enhebrando, en su dinamismo, en su «energía», la consistencia del élhos. En el espa­ cio de lo natural, la posibilidad que abre la siempre mutable y varia armonía de cada individuo se consolida en formas que hacen fluir la convivencia de esos seres aislados sobre cauces que sus propias obras y sus comportamientos han ido trazando. A esos cauces se les llamará éthos, o sea, el resultado de obras san­ cionadas por un cierto valor, una cierta utilidad para facilitar la convivencia: «armonía de tensiones opuestas», buscando, con­ juntamente, destensar su oposición. La aceptación de ese élhos, fruto de lo colectivo, conforma, también, la estructura de lo individual. El éthos no es sólo cauce por donde fluyen los indivi­ duos y por donde más fácilmente se armonizan sus contradic­ ciones, sino que en esa lucha, que cada ser se ve obligado a llevar para incorporarse a lo colectivo, se configura una nueva forma, histórica ya, de individualidad. 3. La escritura del «éthos »

No sabríamos nada de ese éthos pasado sin la escritura. Po­ dríamos, tal vez, conjeturarlo por restos arqueológicos, por noticias dispersas, por el esfuerzo de los historiadores; pero no bastaría para intuir su génesis, para vislumbrar su sentido o analizar sus valores. Los poemas homéricos permiten el co­ mienzo de esa reconstrucción, y muestran el primer tejido de un éthos y el material de que ese tejido está hecho. En él se des­ cubren los proyectos ideales que sobrepasan el espacio de la pervivencia en la naturaleza, para crear una convivencia en la cultura y en el lenguaje que la expresa. Pero, además, este pri­ mer reflejo, en el que se dibujan los perfiles de una sociedad que, probablemente, sólo vivió en la escritura, dejó al descu­ bierto, a través de la lengua del poeta, el punto de inserción con la vida en la sumisa aceptación de sus oyentes. En este momento, el poema es, verdaderamente, creación: se integra en la conciencia del individuo y modifica, corrige y sanciona

El. ML'NIX) HOMÉRICO

sus obras. Por ello, los poemas de Homero, en el casi total silencio de una época de la historia griega, hablan un lenguaje distinto de aquel que hablarían aquellos oyentes sumisos. El poema irrumpe, así, en la historia con la fuerza del mito, de la poesía, de la «otra vida» que los hombres viven cuando quie­ ren arrancar, de la clausurada naturaleza, la posibilidad que se abre con el sueño y que se proyecta con el deseo. La Ilíaday la Odisea, con independencia de los problemas que ha planteado la «cuestión homérica», narran una cierta secuencia cronológica y se desarrollan, fundamentalmente, en dos ámbitos distintos. El mundo de la Iliada se limita al espacio que separa las naves de los aqueos y las murallas de Troya. Sobre este paisaje se proyecta la sombra del Olimpo, y en el aire que respiran los héroes vuelan, con su carga mortífera, los dioses. El mundo de la Odisea es incomparablemente más extenso. Tan extenso como requieren las condiciones de un viaje y de los dos viajeros que, cada uno por su lado, lo emprenden: Telémaco y Ulises. Es cier­ to que una buena parte del viaje de Ulises es el relato que éste hace, a los feacios, de las aventuras anteriores a su llegada a la isla, y que se extiende a lo largo de cuatro cantos. Personaje y narra­ dor al mismo tiempo, Ulises articula ya la vida y la historia, y en ellas aparecen paisajes diversos, vividos a través de alguno de sus habitantes. C^alipso, Circe, Polifemo, las Sirenas, incluso el mun­ do de los muertos, ofrecerán fugaz cobijo al viajero; pero casi la mitad del poema se desarrolla en la isla de Itaca, que señala el objetivo del viaje, su meta postrera. Las diferencias de los dos poemas han sido descritas repetidas veces y estas diferencias han originado, sobre un fondo común, dos «éticas» distintas. la ética de la IUada va surgiendo de la peculiar situación en que los hom­ bres se encuentran. El pólemos, la guerra, es el horizonte donde se proyecta todo lo que se hace. Una guerra abierta, convertida en una segunda naturaleza. Con excepción de Ulises, a quien vere­ mos en la (Misen haciendo de huésped, de mendigo, de amante, los héroes de la Riada son casi exclusivamente combatientes. No podemos imaginarlos en ocupaciones más pacíficas, aunque las pequeñas biografías con que el poeta cubre, piadosamente, al guerrero, antes de que las «rodillas pierdan su vigor», nos dejan entrever un mundo ya lejano, de una perdida y plácida felicidad.

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Ese mundo feliz se refiere, sobre todo, a los padres, o a la esposa, recién casada y sola (¡liada, XI, 221 y ss.); viuda «en el reciente tálamo» (¡Hada, XVII, 36), «a la que continuamente desea» (Odi­ sea, V, 210); a la riqueza (¡liada, XIV, 121-125); a la patria añora­ da, Itaca, «hermosa al atardecer» (Odisea, IX, 21); al hijo protegido por el amigo y dueño de un palacio de «elevado techo» (1liada, XIX, 333). «Así dijo llorando Aquiles y los caudillos gimieron, porque cada uno se acordaba de aquellos a quienes había dejado en su respectivo palacio» (¡liada, XIX, 338-339). 4. Los HÉROES HABLAN las relaciones de poder, la paz del dominio sin violencia sobre los hombres y las cosas, han quedado truncadas. La plácida sociedad, que, en parte, se refleja al otro lado del poema y su guerra, queda ya como un sueño perdido. A este lado los héroes, los áristm que luchan junto a sus dioses, sus mitos y sus recuerdos, y que no tie­ nen ya, para intentar la organización de una vida en común, sino el camino de la cada vez más próxima Polis. Para ello poseen algunas instituciones, algunas formas de convivencia. La ¡liada, y la Odisea abundan en diálogos. Los héroes discuten, se comuni­ can, hablan consigo mismo (¡Hada, XXII, 99 y ss). Las «aladas palabras» (lliada, IV, 337) que se «escapan del cerco de los dien­ tes» (¡liada, IV, 350; Odisea, III, 230) son el vínculo imprescindible para que suija, entre ellas, una forma nueva de sociedad. Mentor anima a los itacenses, convocados en asamblea, para que «cer­ quen con sus palabras a los pretendientes y no estén sentados pasivamente y en silencio» (Odisea, II, 239 y ss.). El lenguaje, ade­ más de las «obras» (Odisea, II, 272), servirá para modificar la con­ ducta de los hombres y para constituir, sobre ella, las nuevas fór­ mulas de sociabilidad. No es extraño, pues, que al comienzo del canto VII de la Odisease cuente que Alcínoo reinaba sobre los feaciosy «el pueblo lo escuchaba como un dios» (Odisea, VII, 11). El poder de Alcínoo se organiza en torno a su palabra. A través de ella se recorre el espacio de la experiencia vivida, se recuerda el pasado y se alarga y enriquece el presente. la venerable figura de Alcínoo, como la de Néstor o Fénix en la ¡liada, adquiere el poder por la palabra. Con ella el pueblo se siente protegido y encuentra |26 |

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en el mito o en las historias que se le transmiten, no sólo la reconstrucción del ámbito ideal donde se reconoce, sino las razo­ nes que van a justificar el sentido de sus obras. Por ello Ulises, invitado por Alcínoo, se convierte, él también, en narrador de sus propias hazañas. «Hay en ti —dice Alcínoo— una belleza de pala­ bras y una especie de sensatez y, como un aedo, has sabido contar­ nos lo que nos has contado» (Odisea, XI, 367-368). «Un hombre es inferior por su aspecto», dice en otro lugar Ulises, «pero la divi­ nidad le corona con la hermosura de la palabra y todos miran hacia él complacidos» (Odisea, VII, 169-171). Saber hablar y reali­ zar grandes hechos es lo que Peleo encaigó a Fénix que enseñase a Aquiles (¡liada, IX, 443). Esta palabra que, unida a las obras, aparece frecuentemente en los poemas, descubre la única posibilidad de romper el oscuro horizonte de la guerra, de salvar la violencia de la naturaleza, por medio de la mirada y la voz de los hombres. El hablar que funda­ rá la vida «racional» habría de convertirse en sustento de la Polis, de la «Política», del primer proyecto importante para compensar inicialmente, con el lenguaje, el egoísmo del individuo, la exclu­ yeme autonomía del linaje o la tribu. Sólo la palabra tenía poder de comunicar otra cosa que el simple dominio del cuerpo y la riqueza, de las armas y la violencia: la palabra se convertía, con la retórica, en arma que podía también equivocarse, oscurecerse, desdoblarse; pero que no agotaba sus posibilidades en el monó­ tono ejercicio de la fuerza. Por eso no es contradictorio que el duro guerrero Aquiles, en un momento en el que el recuerdo de Patroclo y la presencia de su madre le sumergen en la «intimi­ dad», exclame «Ojalá pereciera la discordia para los hombres y para los dioses, y con ella el rencor, que hace cruel hasta al hom­ bre sensato, cuando más dulce que la miel se introduce en el pecho y va creciendo como el humo» (lliada; XVIII, 107-110). 5. «Padre de todas las cosas»

Pero en el mundo homérico es, originariamente, la guerra la que orienta y determina los hechos de los hombres. En ella, esos hechos se convierten en hazañas, y esta transformación permite adivinar la coherencia que los justifica más allá del

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paisaje bélico. El desnudo horizonte en el que unos hombres aparecen como enemigos de otros pone al descubierto una situación real, enmascarada tantas veces por la cultura. Precisamente el reconocimiento y la aceptación de esta situa­ ción esencial en la vida humana, el no enmascaramiento de su existencia, permite otro tipo de lucha que conduce a superar­ la. Por ello los héroes hablan, se comunican. El lenguaje les pone en los labios la esperanza de que, alguna vez, no sea la fuerza —reflejo del poder gratuito— la que remedie la mise­ ria, la rivalidad, el odio. Este lenguaje, tan singularmente hablado en los poemas, va elaborando las posibles respuestas a aquellas tensiones contradictorias, que buscarán, al fin, un remanso en la armonía de la polis. Es cierto que en un mundo que está encadenado a la escasez y, en muchos momentos, a la miseria, la superación no puede sustentarse únicamente en «teorías», o sea, en palabras, sino que parece necesario promover una «praxis», una actividad real que combata y, si es posible, elimine esas condiciones pre­ carias que rodean la vida. En el libro II de la República, Platón había aludido a este hecho. Pues bien, estimo que la Polis nace cuando descubrimos nuestra indigencia [...] En tal caso, cuando un hombre se asocia con otro porque le necesita [... ] como hay necesidad de muchas cosas /.../ llegan a congregarse en una sola morada muchos hombres para asociarse y auxiliarse, ¿no daremos a este alojamiento el nombre de Polis? (Repúbli­ ca, II, 369b-c). Hacia esa constitución «política» es hacia la que hay que tender, para lograr la armonía de esas necesidades, si es que, efectiva­ mente, los hombres se «convencen» de que vivir es situarse al otro lado de la violencia. En esto consiste, fundamentalmente, la organización de la sociedad. A ello parecen orientarse también las doctrinas «éticas» que, partiendo del hecho de la indigencia, han pretendido modelar al hombre en la conformidad con un destino, al que, por cierto, no se conforman los poderosos. Efectivamente, en determinados momentos de la historia, el

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«poder» ha amalgamado su proyecto de dominio con teorías que le ayudaban a conseguirlo. Pero esto nos conduce a otro texto de Platón, al comienzo de las Leyes. Allí se alude a la legislación cre­ tense que siempre se ha promulgado «mirando a la guerra», La vida colectiva está proyectada hacia esa perspectiva «pues lo que la mayoría de los hombres llaman paz no es más que un nombre y, en realidad, hay por naturaleza una guerra perpetua y no declarada de cada ciudad contra todas las demás» (Leyes, 1,625e). Esta tesis general que condiciona la vida, tal como nos narra Platón, no se especifica sólo en determinadas situaciones colecti­ vas, sino que alcanza el centro mismo de la individualidad. «Todos los hombres son, pública o privadamente, enemigos de todos los demás, y cada uno también enemigo de sí mismo» (Ijeyes, I, 626d). Éstos son los extremos entre los que se tensa el arco del ethos homérico. Pero, precisamente, lo que nos permite adivinarlo es que, entre esa indigencia y esa guerra, va a actuar el héroe, y sus obras van a convertirse en hazañas. 6. «Arete » y «agathós »

En los estudios sobre la «ética» de Homero se ha insistido sobre el carácter agonal de sus personajes. El sistema de valo­ res que le sirve de base está casi totalmente establecido sobre la superioridad de los distintos protagonistas del mundo épico. Este carácter competitivo no es, por supuesto, exclusivo de la época heroica; pero en los siglos posteriores estará ya socializado, a través de un largo proceso en el que se va a cons­ tituir la filosofía y el pensamiento político de los griegos. Por eso mismo, el interés de este primer momento literario de nuestra cultura no consiste, solamente, en su carácter «origi­ nal», en el descubrimiento de rasgos «primitivos», sino en el hecho de que aquí se hacen patentes las directrices de una buena parte de la ética posterior. El comportamiento individual se socializa a través de un mode­ lo. El carácter preeminente de los héroes que discurren por los poemas les otorga una función paradigmática. Su compor­ tamiento no queda sumido en el angosto espacio de la natura­ leza individual y de sus limitados logros. Cada hecho tiene una

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resonancia que precisa de otras individualidades. Pero ello implica una forma de cultura donde se dan ya proyectos colec­ tivos en función de determinadas decisiones, hábitos o ideas. El individuo no está exclusivamente cercado por el imperativo de subsistir, de permanecer en el ser de la naturaleza. Para ello bastaría el ínfimo nivel que marca la «lucha por la vida». Aunque este nivel siga siendo imprescindible y condicionante en el desarrollo del hombre, las formas culturales han expresado, muchas veces, su capacidad de progreso, en la medida en que han sabido disimular esa lucha. Los primeros modelos que presentan los poemas homéricos, permiten entrever el origen de esos términos fundamentales a toda ética, como son, «bien», «mal», «responsabilidad», «obliga­ ción», etcétera. Estas palabras o sus equivalentes ciñen su signifi­ cado a la situación «polémica» que las produce. El héroe griego es adjetivado, frecuentemente, como qgathós, como «bueno»; pero esta bondad no tiene nada que ver con el enredo semánti­ co que a lo largo de los siglos ha llegado hasta nosotros. Como se ha señalado (Snell, 1955, págs. 223-224), «bueno» en Homero no connota nada relacionado con la idea convencional de bueno. Su campo semántico se rellena, más bien, de conceptos que ex­ presan utilidad, capacidad de hacer algo, algo que «sirve». Pero este servicio implica ya una superación de la utilidad «egoísta». La utilidad «para sí mismo» no podría apenas concebirse, ni siquiera cuando Aquiles reclama, al comienzo de la ¡liada, la parte de bolín que Agamenón le niega. Porque esa supuesta bondad que el héroe tiene va unida a otro concepto fundamen­ tal en la filosofía griega, el concepto de aretf. Este término que, a través del latino virtus, ha adquirido en el vocabulario moderno un sentido absolutamente distinto del de su origen griego, hay que entenderlo en sus verdaderos contextos. Esta operación hermenéutica no es una operación complicada; pero el éxito de semejante reconversión semántica nos facilita no sólo una refle­ xión libre sobre las palabras clave de la filosofía, sino que, al mismo tiempo, libera también la mente de toda una serie de prejuicios que lastran su creatividad. Arelé, como es sabido, significa algo así como ‘excelencia’, capacidad de sobresalir; dones que se poseen y que conceden

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al poseedor una cierta preeminencia, un cierto poder. Esta arelé es un atributo fundamental del agathós, que acaba inte­ grándola en sí mismo. El agathós se convierte, así, en áristos. En el canto XI de la ¡Hada, Néstor hace un largo relato en el que, entre otras cosas, cuenta a Patroclo su encuentro con Aquiles, en el palacio de su padre, y cómo el anciano Peleo da a su hijo el consejo de «siempre ser el mejor (aristeunn) y estar por enci­ ma de los otros» (XI, 784). El verbo aristeuein supone ya esas determinadas hazañas con las que el héroe probará su arelé. Esforzarse por ser el mejor imprimirá en el héroe un dinamis­ mo, que alcanza su sentido en el espacio bélico en el que tiene que medirse. Pero este esfuerzo no basta. Las hazañas del gue­ rrero, del hombre que no tiene otro horizonte que el de con­ trastarse continuamente consigo mismo en el otro, necesita del otro, enemigo o amigo, el reconocimiento. Su vida queda proyectada así en un marco social para el que vive y al que, en el fondo, sirve. La hazaña nunca es completamente individual. El individuo humano es también, como su misma naturaleza le enseña, indigente. Ser el mejor requiere que alguien lo sepa e, incluso, que lo comunique. En este momento es cuando la arelé, la excelencia, adquiere su verdadero sentido. Por ello, el concepto de modelo, de «ejemplo», no es un concepto abs­ tracto, no es una theoría, sino que está encarnada en la vida, en el áristos que, al vivir, señala el camino de su arelé. Pero ser áristos es «ser dicho» áristos. Cuando Héctor descubre que Deífobo no está a su lado y que Atenea le ha engañado, acepta, ai fin, su destino, «pero no quisiera morir cobardemen­ te y sin gloria, sino realizando algo grande, que llegara a cono­ cimiento de los venideros» (Ilíada, XXII, 304-305). Ni siquiera basta que le reconozcan los troyanos. El héroe necesita al poeta, necesita al lenguaje que llegue más lejos aún de lo que alcanzan las raudas, efímeras y «aladas palabras» (JUada, IV, 337). Este lenguaje es esencial para que se «socialicen» sus obras. En la vida de la lengua, cada conciencia que asume un mensaje inserta su propia temporalidad, o sea su propia vida, en la vida del modelo, en aquella forma de su existencia por medio de la que se supera la inevitable soledad del cuerpo y de su praxis.

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7. El significado de la admiración El concepto de modelo muestra, entre otras cosas, la ruptu­ ra con la cotidianidad y la apertura hacia un espacio ideal, ha­ bitable también por el hombre, sin necesidad de que se den idénticas condiciones a aquellas en las que se sitúa el modelo. Porque la solidaridad, la comunidad en las ideas, en la fuerza que emanan las figuras mineas que las expresan, no surge de la supuesta irrealidad de la situación que el poeta describe. Por medio del mito se configura un espacio, irreal también como el del poema; pero donde, en determinadas circunstan­ cias, puede construirse una forma de realidad. Vivir, por con­ siguiente, no se agota en aquellos hechos cotidianos que el público del poema experimenta realmente. Vivir es también una cierta forma de esperanza; pero la esperanza vacía, el simple esperar desde lo mismo y hacia lo mismo, es todavía más lento y plano que el monótono transcurrir de los días. (]on los poemas épicos, los griegos empezaron a sentir, al lado de su propio tiempo humano, configurado por la necesidad, otro tiempo, configurado por el destino, por el poder, por la amistad, por el honor, por el valor, por la prudencia, por la generosidad. La encarnación de estos modelos eran unos seres especiales. Su carácter ambiguo, sujetos a la naturaleza y a otras fuerzas distintas que los griegos llamaron dioses, aunque les situaba al otro lado de lo que son los hombres, les hacía aproximarse, por medio de esa misma ambigüedad, a aquellos sentimientos, emociones, pasiones que el oyente de los poemas, por su pro­ pia experiencia, conocía. Las imágenes, los símbolos, podían no tener otra consistencia que la del lenguaje que los transmi­ te; pero el hilo que los ensarta, ensarta también la personali­ dad del lector o del oyente y, de alguna forma, le arranca de los propios límites y le abre el dominio de la posibilidad. Por eso el modelo y el héroe que lo expresa son admirados. La admira­ ción quiere decir que la vida se identifica con el sueño, que el tiempo real de quien admira se llena del contenido propuesto por el poeta, del contenido insinuado en las hazañas.

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Por supuesto, cabe una interpretación, fácil de justificar, sobre todo cuando esa interpretación encuentra ejemplos parecidos, a lo largo de la historia, hasta nuestros días. El modelo homérico puede servir para el adoctrinamiento ideológico. El pueblo, el demos, ve el poder en la espada de esos héroes que se parecen a aquellos señores a los que tienen que obedecer. Las fuerzas «sobrenaturales» que se comprometen con los héroes, que los protegen o abandonan, marcan la inseguridad de la existencia, la inutilidad de ciertos combates, e inician, así, la historia univer­ sal de la resignación; sobre todo en aquellos a los que, para bien o para mal, nunca mirarán los dioses. Y sin embargo, el cons­ ciente sistema que pretende el aletargamiento colectivo, y ma­ quina una psicología de la alienación, tendría que esperar toda­ vía muchos siglos. A pesar de esa posible «lectura», para la que indudablemente pueden encontrarse pruebas, y a pesar de la extraordinaria elaboración artística de los poemas, su mundo ideológico es mucho más espontáneo de lo que un ligero análi­ sis sociológico puede ver en ellos. 8. L a «fama» del héroe

Las hazañas de la Ilíada y el paisaje en el que se desarrollan dejan ver una determinada estructura de valores. Los héroes lu­ chan, hablan, invocan, matan. La efímera existencia que viven está marcada por un esfuerzo continuo. Vivir es combatir. Un es­ fuerzo casi inútil, para un fin aparentemente doméstico: vengar a Menelao, rescatar a Helena. Pero este empeño trivial, para tan feroz contienda, nos permite ver también la primera descripción de las motivaciones y valoraciones de la vida, aunque sea desde la atalaya de sus altivos protagonistas. El ideal heroico que sustenta a los combadentes les hace insistir en el linaje, la nobleza de aquellos a los que se enfrentan. No hay héroes anónimos, muertes anónimas. Los héroes conocen las vidas de sus adversarios, conocen su riqueza y sus ascendientes; se hablan. La muerte del otro revierte «gloriosamente» hacia su rival. Idomeneo, caudillo de los cretenses, le dice a Meriones que le pregunta por un buen lugar para el combate: «Vayamos por la izquierda del ejército, para ver si presto damos gloria a alguien, o

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alguien nos la dará a nosotros» (¡liada, XIII, 327). Yesta gloria es ya, como se indicó, una forma de socialización. Se habla del valor de aquel héroe que venció a otro, valeroso también. Y esta victo­ ria es más fírme y más alta si el otro, el rival, es también «victorio­ so», si puede ser victorioso. No es un vencido quien sucumbe, sino un posible vencedor. La gloría del héroe vencido no es ven­ cida. Se vence a un hombre; pero la gloría que arrastra en su caída, la areléque lleva consigo, el linaje que le ata al tiempo pasa­ do, no perece con él; lo recoge la fama de aquel que lo ha venci­ do. En alguno de los combates, antes de la muerte del guerrero, el poeta recuerda quién era y de dónde venía el héroe herido, como si en ese momento de la muerte se quisieran sintetizar algunos de los aspectos de su particular arelé. Fue ¡fidamante Antenorida valiente y alto de cuerpo... Era todavía niño cuando su abuelo materno, Giseo, padre de Teano, la de hermosas mejillas, le acogió en su casa, y asi que hubo llegado a la gloriosa edadjuvenil le conservó a su lado, dándole su hija en matrimonio. Apenas casado tuvo que dejar el tálamo para ir a guerrear contra los aqueos. Tal era el que salió al encuentro de Agamenón Atrida ¡...) para dormir el sueño de bronce, lejos de su legítima esposa, cuya gratitud no llegó a conocer, después que tanto le diera: habíale regalado cien bueyes y prometi­ do mil cabrasy mil ovejas... (¡liada, XI, 221-245). Estas breves biografías surgen, pues, en el momento en que el héroe se enfrenta a su destino. Euforbo, antes de atacar a Menelao le dice: «Ahora pagarás la muerte de mi hermano de que tanto te jactas. Dejaste viuda a su mujer en el reciente tála­ mo; causaste a nuestros padres llanto y dolor profundo. Yo conseguiría que aquellos infelices dejaran de llorar, si lleván­ dome tu cabeza y tus armas las pusiera en manos de mis padres» (¡liada, XVII, 37-40). Antes de que caiga herido por la lanza de Idomeneo, el poeta cuenta que Otrioneo había pedi­ do en matrimonio a Casandra, «la más hermosa de las hijas de Príamo». Y una vez a sus pies, Idomeneo, que sabe la historia, se jacta con una buena dosis de humor negro:

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¡Otrioneo! Te ensalzaría sobre todos los mortales si cum­ plieras lo que ofreciste a Príamo Dardánida cuando te pro­ metió su hija: Traeremos de Argos la más bella de las hijas del Atrida y tela daremos por mujer [...] Pero sígueme, y en las naves que atraviesan el ponto nos pondremos de acuerdo sobre el casamiento: que no somos malos suegros (¡liada, XIII, 374-382). Estas referencias a las esposas o a los padres (cf., por ejem­ plo, ¡liada, XIII, 173; XX, 407-410) anticipan el dolor de Tetis, de Príamo, de Andrómaca, de Hécuba. Dolor y gloria, pérdida y logros mezclados. Pero el gesto del héroe que vence lleva consigo esa nueva forma de ambigüedad. Su glo­ ria de vencedor le enriquece también como posible víctima. Instrumento de cultura, la muerte no hace otra cosa que ampliar el mito, que alimentar la fama. Y precisamente el «ser dicho», el ser convertido en objeto de lenguaje, a través de la admiración que absorbe y levanta al otro, sutiliza su crueldad, en ese bolín ideal, más importante aún que el de la originaria escasez, y el de la indigencia del cuerpo. Por eso Diomedes se resiste a pelear con un desconocido: «Cuál eres tú, guerrero valentísimo, de los mortales hombres. Jamás te vi en las batallas donde los varones adquieren glo­ ria, pero a todos los vences en audacia, cuando te atreves a esperar mi fornida lanza. Infelices de aquellos cuyos hijos se oponen a mi furor» (Iliada, VI, 123-127). En la respuesta de Glauco se inserta el famoso texto en el que el hombre vuel­ ve al nivel de la naturaleza y, en esa semejanza, recupera el sosiego que la cultura le roba. Respondióle el preclaro hijo de Hipoloco: ¡Magnánimo Tidida! ¿Por qué me interrogas sobre el abolengo? Cual la generación de las hijas, así la de los hombres. Esparce el viento las hijas por el suelo, y la selva, reverdeciendo, produce otras al llegar la primavera; de igual suerte, una generación humana rutee y otra perece, pero ya que deseas saberlo, te diré cuál es mi linaje, de muchos conocido (¡liada, VI, 145-151).

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La fama, por la que tamo se lucha, apenas le sirve al héroe para otra cosa que para vivir en la memoria de los otros. Los hom­ bres son, efectivamente, como las hojas de los árboles, y como ellas se suceden las generaciones. Pero a través de esa caída continua pervive el perfil que el esfuerzo heroico ha sabido marcar en la colectividad a la que pertenece. Precisamente esa gloria ajena, que pasa a manos del guerrero con su victoria, encuentra su más alta expresión cuando deja también de pertenecerle. Con ello se construye un valor esencial para la pro­ pia existencia. Este valor supera el innato egoísmo, a pesar de la creciente tensión que el héroe mantiene para afirmar su propia personalidad. Porque la afirmación de la singular exis­ tencia, que constituye un rasgo fundamental en esta primera y originaria interpretación de la aristocracia, va unida a la abso­ luta negación, con la muerte. 9. La muerte

La muerte del héroe es otro de los hilos que tejen la uarna del élhos homérico. La litada abunda en escenas donde los héroes mueren unos a manos de otros. Como la fama, la muerte tiene también algo propio. No sólo «la muerte como oscura nube envuelve al guerrero» (7liada, XVI, 350), sino que a lo largo de todo el poema hay una serie de descripciones de heridas, de un extraño realismo y, en algunos momentos, de gran belleza poética. Después de contar la historia de Acátoo, de su esposa y su madre, el poeta lo enfrenta a la lanza de Idomeneo: «El guerrero cayó con estrépito, y como la lanza se había clavado en el corazón movíanla las palpitaciones de éste» (lliada, XIII, 442-444). Aquí el vigor de la imagen salta por encima de cual­ quier simple forma de realismo. La lanza que hiere recoge en su asta la vida que desaparece. Hay otros ejemplos en donde las armas reciben el último movimiento de la vida que se extin­ gue (litada, XVII, 297). En otros casos el guerrero mismo habla y analiza su propia herida. Glauco, con el brazo atravesado por una flecha de Teucro, se queja a Apolo: «Tengo una grave heri­ da, padezco agudos dolores en el brazo y la sangre no se seca; el hombro se entorpece y me es imposible manejar firmemen-

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te la lanza ni pelear con los enemigos [...] cúrame, adormece mis dolores» (lliada, XVI, 517-525). Esta misma consciencia del propio cuerpo hace surgir también la consciencia de su vulnerabilidad. De la misma manera que cada herida anuncia la fragilidad del cuerpo y enfrenta al hombre con la muerte, cada hazaña lo enfrenta con el posible eco de la memoria. Sólo en la vida y frente a ese horizonte mortal puede el héroe com­ pensar la insuperable limitación con la que nace. Vencer la muerte es, pues, vivir en la memoria. Por eso, el horror que despierta en el guerrero el ultraje a su cadáver. 1.a muerte es un dato de la experiencia que el héroe homérico descubre en su mundo. La única posibilidad de superarla es lograr que ese hecho individual se integre en el espacio colecti­ vo de la fama, de la memoria de los hombres. El inconsciente impulso que lleva a descubrir ese deseo supone ya el comienzo, no de la conformidad con el destino, sino de una forma de supe­ rarlo: llenar ese destino con el singular esfuerzo heroico que, sin embargo, traspasa la frontera del individuo para convertirse en empeño colectivo. Estos héroes afanosos de su honra y capaces de dar, continuamente, la vida por ella, han abierto el camino —al crear modelos «admirables»— de un sistema de relaciones entre los hombres, en el que es posible el esfuerzo, el «idealis­ mo», la generosidad. Es cierto que este modelo heroico no puede tener en cuenta las formas de comportamiento de aque­ llos oyentes de los poemas que no pertenecían, ni podían perte­ necer, a la casta de los semidioses. Pero este horizonte de la lucha «idealizada», de la «energía» pura, de la incesante «ago­ nía», es una forma de disolución en lo colectivo, de integración de la personalidad singular en la consciencia de los otros, por medio del lenguaje en el que viven las hazañas. El instinto egoís­ ta, enemigo de una moral de la solidaridad, se disuelve en ese empeño por vivir más allá de lo que ciñen los límites de la piel. El gozo presente, el placer que se enciende en el tiempo del cuerpo, adquiere una modulación «intelectual» al recrear otro tiempo futuro, que se alcanza a través del lenguaje, aunque su realización sólo aliente en la esperanza. Precisamente porque el horizonte de la muerte, determinada además por el destino, es insalvable, el héroe escogerá siempre

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la vida, con tal de que en ella pueda realizar una forma superior que la U'ascienda y logre, en la memoria, inmortalidad. Por eso la muerte no tiene consuelo. Con ello acaba el reino de lo humano, el reino de la posibilidad. Cuando Ulises desciende al mundo de los muertos, encuentra allí a Aquiles, el feroz y altivo guerrero, quien por volver a la tierra preferiría «servir en casa de mi hombre pobre, con apenas hacienda, que ser el soberano de todos los que han muerto; pero dime, en cambio, si mi hijo ha marchado para ser el primero en la guerra» (Odisea, XI, 489-491). En el reino de las sombras ya no cabe la «energía» —ese ejem­ plar concepto que Aristóteles habría de analizar siglos después—, ya no cabe esa actividad que construye la existencia, ni el cuerpo que administra la fuente de la vida. Ulises, ante la aparición de su madre muerta, cuenta cómo «tres veces me acerqué, pues tenía deseos de abrazarla, y tres veces voló de mis brazos como una sombra o un sueño». AI extrañarse de ello, la madre le expone. lo que está establecido que pase con los mortales cuando uno muere: los nervios ya no sujetan la carne ni los huesos, que la fuerza poderosa delfuego ardiente los consume, tan pronto como el ánimo ha abandonado los blancos huesosy el alma va revoloteando como un sueño (Odisea, XI, 206-222). Esta fuerza que anuda y organiza la vida, expresada en el término thymós, ‘ánimo’, es el principio originario, el impulso principal del guerrero. Pero, por ello, aun cuando resida en el cuerpo vivo, tiene que contrastarse con lo real, con lo que es objeto de su vigor. Thymós y psyche, poderes que habitan en el hombre, son los que le abren al mundo y orientan y llenan su personalidad. Hay, pues, que aprovechar el tiempo en que se dispone de ellos. «No es posible prender ni asir el alma humana para que vuelva, una vez ha salvado la barrera de los dientes», dice Aquiles. Esta inasibilidad del alma, este carácter efímero y fugaz es lo que le mueve a plantear su vida en la única alternativa posible. Mi madre la diosa Tetís, de argentados pies, dice que el hado ha dispuesto que mi vida acabe de una de estas dos maneras: |3 8 |

E l MUNDO HOMÉRICO

Si me quedo a combatir en tomo de la dudad de Troya, no volveré a la patria, pero mi gjioria será inmortal; si regreso, perderé la indita Jama, pero será larga mi vida, pues la muerte no me sorprenderá tan pronto (litada, IX, 408416). 10. E legir i a memoria

La posibilidad de elección, por parte de Aquiles, supone ya el ascenso a una determinada perspectiva moral. Pero elegir impli­ ca, también, una lisura en el monolítico muro del destino y en la forma como éste se hace presente al hombre. Si Aquiles elige es porque encuentra la alternativa desde la que el vivir le ofrece los elementos suficientes para una «valoración». Elegir es valorar; establecer los criterios que nos proyectan hacia uno de los posi­ bles caminos de la existencia. Toda elección, para que efectiva­ mente lo sea, necesita la suficiente «neutralidad» en el sujeto que elige. Esta neutralidad quiere decir que hay un lugar del sujeto a donde no llega todo el destino; un rincón donde queda siempre abierta y expectante la temporalidad. En él se establece que la vida y, por consiguiente, el instinto de defensa del propio yo, el egoísmo implacable, puede quedar domeñado por una idea a la que el individuo entrega, precisamente, el privilegio de su singularidad. Desde el momento que tiene lugar esa elección hacia el largo territorio de lo colectivo, comienza el Hhos a salir del cubículo del cuerpo para entrar en el espacio donde se teje lo social y se inicia, realmente, la humanización (Havelock, 1973,51). Vivir en la memoria; elegir la muerte en el tiempo de la naturaleza, para vivir en la esperanza de un lenguaje que habla de sujetos, vencedores de lo efímero, significa creer que la existencia, a través de la palabra, llega más allá de lo que alcanza el tiempo asignado a los hombres, y es más valiosa que la simple singularidad que la encarna. Sin embargo, las razones que hacen posible esa elección son razo­ nes que han roto el vínculo que engarza el «hacer» con los ele­ mentales criterios del egoísmo, y que en la desarmonía, implícita en todo acto, entre utilidad y generosidad, entre individualidad y solidaridad, el héroe se inclina hacia lo solidario, hacia la memo­ ria como forma, paradójicamente superior, de mismidad. Aquiles

Memoria de ia Ética

no volverá, efectivamente, a la patria; pero su gloria será inmor­ tal, tal como él mismo vaticina. ¿En qué consiste, sin embargo esa forma de inmortalidad sin sujeto, ese supeditar la presencia del tiempo vivido, aunque pueda encarnarse también en el dolor, a la esperanza de que un nombre pueda ser recordado? Desde el momento en que se expresa semejante deseo, se piensa que es posible construir una forma de existencia, que no se apure abso­ lutamente en el breve tiempo de la vida. Pero llegar a semejante propuesta implica, además, todo un replanteamiento de eleccio­ nes y reelaboraciones intelectuales que practican ya, en su abs­ tracción, el ancestral y cada vez más evolucionado impulso de la cultura. Esa elección se lleva a cabo celebrando, por primera vez en la historia de la tradición literaria, la ceremonia de negarse a sí mismo como realidad, para integrarse en el espacio de la ideali­ dad. Yesta negación lleva implícita una afirmación extrañamente coherente; aquella que sobrepone el modelo a las ventajas que pudiera arrebatar el individuo concreto que, de esa forma, inicia la inacabable aventura de aproximarse a él.

Nota bibliográfica lo s poemas homéricos, compuestos al p arecer en tre los siglos vm y Vil a. C ., presentan diversos problem as relacionados con el carácter escrito u oral de su com posición, co n el a u to r o autores que los crea­

1401

El mundo homérico ron , co n la tradición ép ica an terio r que pudiera resum irse en ellos. U n a excelen te introducción a todas estas cuestiones, así co m o a la lengua, religión y, en g en eral, a tod o el m u n do histórico y cultural de este period o se en cu e n tra en la o b ra dirigida p o r Luis Gil y escrita, adem ás, p o r F. R odríguez Adrados, M. Fernández Galiano, Luis Gil y J . S. Lasso d e la Vega, B arcelon a, Labor, 1984. La prim era edición ap areció en 1963, y a pesar d e que se han publica­ d o trabajos posteriores muy valiosos, los dos volúm enes d e esta intro­ d ucción siguen siendo el m ejor libro d e con ju nto en castellano. Se­ m ejante es tam bién la o b ra d e A. J . B. W ace y F. H . Stubbings, Lond res, M acmillan, 1962. Muy valioso es tam ­ bién el libro d e jo a ch im Latacz, M unich, Artemis, 1989. E n tre las obras m ás im portantes sobre H o m ero y la cuestión hom é­ rica hay que destacar adem ás: Finley, M. I., L ondres, C hatto and Windus, 1956; hay trad. casi.: M éxico, F o n d o d e Cultura Económ ica, 1980*. Havelock, E ric A ., Introducción d e B ru no (ientili. Barí, L aterza, 1973. (E l origi­ nal inglés, publicado en 1963, llevaba el título de apa­ reció en Harvard University Press). Kirk, G. S., C am bridge University Press, 1962; hay traducción castellana: Buenos Aires, Paidós, 1985. Marzullo, B., Milán, R iccardo Ricciardi, 1970. A. Parry (e d ), O xford, C larendon Press, 1971. Schadewaldt, W., Stuttgart, 1965. U na buena obra d e divulgación es la de H crbert B an n ert, H am burgo, Rowohlt, 1979.

Introducción a Homero,

(ampanion to Homer,

A

Homer, (ler enteDichter des Abciullatuis,

The World of Odysseus, El mundo de Odiseo,

Platone,

Cultura orate e avila delta scrittura, Da Hornero a Preface lo Plato y

The songs of Homer, las poemas de Homero,

man Pany,

IIfrroblema homérico, The MakingofHomeric Verse. The CoUected Papen of MilVon Homers Welt und Werk,

Selbstzeugnissen und Bitddokumenten,

Homer in

E n tre las obras históricas que estudian el periodo h om érico hay que m en cion ar los libros de: Page, D. L ., Berkeley, 1959. W ebster, T . B. L ., Londres, M ethuen, 1964.

History and the Homeric ¡liad, Frorn Mycenae to Homer,

Una breve pero útil introducción es la de Oaude Mossé, la drenemrhaique d’HoméreáEschyk, VlII'-VI'siedesav.f.-C., París, Éditionsdu Seuil, 1984. Sobre historia econ ó m ica véanse, p o r ejem plo: Finley, M. I., Londres, C hatto and Windus, 1973.

The anrient Economy,

Memoria de la Etica

Sioria económica del mondo antico,

H eichelheim , Frilz M ., Intro­ ducción de Mario Mazza, Barí, Laterza, 1972. (L a prim era edición en inglés es de 19 5 8 ). Por lo que se refiere a cuestiones éticas, una brillante síntesis es el capítulo d e j. S. Lasso de la Vega en el libro dirigido por L. Gil, citado anteriorm en te. O tros trabajos más amplios y que estudian distintos aspectos de la ética h om érica son: Adkins, A. W. H ., Londres, C hallo and Windus, 1972. —, Oxford, Clarendon Press, 1960. Son excelentes algunos de los capítulos de las conocidas obras de B. Snell, H am burgo, Claassen, 1955 (hay traducción castellana), y de H. Fraenkel, M unich, Beck, 1962 (hay traducción castellana).

Moral Valúes andpolitical Behaviourin Ancienl Onece,

Merit and Responsability. A Study in Greek Valúes.

Die Entderkung des Geistes. Studien Zur Entstehung des europrischen üenkens bei den Griechen, Dichtung und Philosophie des frühen Griechentums,

Ediciones y traducciones la edición más usual del texto griego es la de D. B. Monro-Th. W. Alien, Homeri Opera recognoverunt brevique adnotalume critica inslruxerunt..., Oxford Classical Texts, vols. I-II: Ilias; III-FV: Odyssca; V: Parerga, 1902-1912. Hay reediciones posteriores. Hay, por supuesto, otras ediciones del texto griego, algunas de ellas bilingües como las tan conocidas de la Loeb Classical Library, con traducción inglesa, o de Les Selles Letires, con traducción francesa. De las traducciones al castellano destaca, sin duda, la clásica de Luis Segalá Estalella, que han sido editadas repetidas veces y por distintas editoriales. De la ¡Hada hay una notable traducción de Daniel Ruiz Bueno, en tres volúmenes, Hernando, Madrid, 1956. Últimamente han aparecido tres nuevas traducciones al castellano de Antonio López Eire (Madrid, Cátedra, 1989); Cristóbal Ro­ dríguez Alonso (Madrid, Akal, 1989) y Emilio Crespo Güemes (Madrid, Credos, 1990). En excelente edición bilingüe se han publicado los tres primeros cantos: Homero, 1liada, texto, introduc­ ción, traducción y notas de José García Blanco y Luis M. Macía Aparicio, Madrid, CSIC, 1991. De la Odisea es muy valiosa también la traducción de José Luis Calvo, Madrid, Editora Nacional, 1983, y la de J. M. Pabón, Credos, Madrid, «Biblioteca Clásica Credos»,

l«l

El. MUNIX) HOMÉRICO

1982, con Prólogo de M. Fernández Galiano, Al catalán y en verso la tradujo Caries Riba, Barcelona, Alpha, 1953. Existe además una reciente traducción al éusquera de Aita Onaindía, Bilbao, 1985.

Capítulo II

A ristóteles y la ética de la «polis »

Aristóteles yia ética df. ia • polis»

1. El «ethos» del lenguaje

La edición crítica de las obras de Aristóteles, que en la primera mitad del pasado siglo recopiló I. Bekker, recogía, entre otros, siete escritos donde se plantea lo que el mismo Aristóteles, al final de la Etica Niarmáquea, habría de llamar anthrópeia philasophia, «filo­ sofía de las cosas humanas». Estos escritos son: Etica Nicomáquea (diez libros), Magna Moraba1 (dos libros), Etica Endemia?- (siete li­ bros, incluyendo los libros 4,5 y 6, que coinciden con los libros 5,6 y 7 de la Ética Nicomáquea, y excluyendo las penas páginas del libro 8, que algunos editores han separado del libro 7), Sobre virtudes y vicios (opúsculo de tres páginas), Política (ocho libros), Económicos (tres libros, el tercero de los cuales se ha conservado en su traduc­ ción latina) y Retórica (tres libros). Por último la Constitución de Atenas, publicada en 1891 por sir Frederick G. Kenyon, sobre la base de los fragmentos papirológicos hallados unos años antes. Aunque hay problemas de autenticidad con respecto a algunas de estas obras, Magna Morada, Sobre virtudes y vicios y Económicosy aunque también se ha discutido, a partir de la publicación del Aristóteles de W.Jaeger, la cronología e interpretación de algunos de los escritos mencionados123, es tanto el interés del contenido de M. M. E. E.

1. En adelante citaré por 2. En adelante citaré por 3. Entre la abundante bibliografía sobre la vida y la azarosa historia de los escritos de Aristóteles puede verse la obra de A. H. Chroust, 2 vols., Londres, Routledge and Kcgan, 1973. También el libro de I. Düring, Hcidclberg, Karl Winter Universitátsverlag, 1966, así como su otro importante estudio

Aristotti: New tight on his Ufe and tm serme of bis tosí works, Aristóteles, Darstellung und Inter(rretation sanes Üenkens, Aristotíe in the Ancient Bibliographical Tro-

Memoria de ia Ética

este legado aristotélico, que puede considerarse como una de las aportaciones fundamentales de la filosofía griega. El interés se debe a que, entre otras cosas, encontramos en esos escritos la primera descripción sistemática4de una teoría que mira el comportamiento de los hombres en función de su relación con otros hombres y con la estructura de lo que, tal vez, de manera ana­ crónica todavía, podríamos llamar su intimidad. Sin embargo, el posible sistematismo de esa theoría no se debe a una concepción que pretendiese engarzar las ideas en un previo andamiaje. El mismo carácter de esos escritos, tan alejados de aquel escolasticis­ mo posterior que acabó convirtiéndolos en «Tratados», no ofrecía el más mínimo apoyo para semejante tergiversación. Pero a pesar de ese formal asistematismo, la filosofía práctica de Aristóteles está atravesada por preocupaciones idénticas a aquellas que se mani­ fiestan en el resto de su obra. En ella se hace lenguaje una mirada que pretende observar lo real, desde el lugar concreto en que lo real aparece. El lenguaje es uno de esos «lugares» en donde la «theoría» se instala. En él descubrimos interpretaciones del mundo, expresiones del dominio sobre los hombres, formas de entender los hechos y, sobre todo, ese hilo que enhebra las sucesivas y aisla­ das experiencias. Al comienzo de la Metafísica (980b28-29), Aristó­ teles afirma que «por medio de la memoria se engendra la expe­ riencia en los hombres», y en la Ética Nicamáquea (1142a 13 y ss.) se justifica el que los jóvenes puedan ser matemáticos pero no pru­ dentes, porque la prudencia se refiere a las cosas particulares y con­ cretas y brota de la experiencia, cosa que el joven no puede tener. «Es la cantidad de tiempo (plethos) lo que produce la experiencia». dition,

Golemburgo, Studia Graeca et latina Gothoburgensia, 5 ,1 9 5 7 . Hay una larga polémica sobre la cronología y la autenticidad de las El estudio completo más reciente, en el que se destaca la fren­ te a la com o el más significativo e importante de los tres escritos éticos, se debe a Anthony Kenny,

Éticas. Ética Eudemia Etica Nicomáquea, The aristolelian Elhics. A sludy of the rrlatianship behuem the Eudemian and Nicomachean Elhics of Aristotíc, Oxford, Clarendon Press, 1978. También del mismo autor, Aristotle's Theory of the urill, Londres, Duckworth, 1979. (Cf., entre otras, la reseña de J . M. C ooperen Nous, 1 5 , 1 , 1 9 8 1 , páginas. 381-392. 4. Por supuesto que el concepto de «sistema», tal como lo utilizará des­ pués la escolástica aristotélica, apenas tiene que ver con la forma en que se compusieron los escritos de Aristóteles y con la relación que, en Grecia,

M

Aristóteles y la ética de ia - pous-

No es, pues, el simple «contacto» con el mundo, el hecho aislado que los sentidos perciben lo que abre las puertas (le nuestra sensibi­ lidad. Para que podamos, realmente, saber de los objetos, necesita­ mos ese fluido que, dentro del hombre, permite articular lo vivido y convertir el «hecho», que cada instante del tiempo nos presenta, en tm plethos, en un conglomerado donde se integra cada «ahora» en una totalidad. A eso es a lo que Aristóteles llama experiencia. Es, efectivamente, la memoria la que permite esa «ampliación» de lo vivido, y es el lenguaje el que descubre esa honda resonancia de la intimidad, que alcanza, en nuesüa propia historia, la historia de los otros hombres. El lenguaje hace consciente, en lo colecdvo, las experiencias de cada individualidad. Una filosofía práctica, una ética5, tendrá, pues, que partir de esa experiencia, que el lenguaje transmite cuando los hombres expresan, en sus acciones, en su «praxis», aquellos principios que los determinan, orientan y justi­ fican. Inmerso en la memoria de su propia experiencia, inmerso en el lenguaje de la historia, de aquellos que hablaron también sobre el bien o la justicia, Aristóteles plantea una buena parte de los problemas que constituyen su mensaje, en diálogo con los que le precedieron. No basta sólo mirar lo que los hombres hacen; para construir una supuesta teoría ética, hay que analizar también el lenguaje en el que se expresa ese «hacer», y contrastarlo con lo que hicieron, de ese lenguaje, los que pensaron antes. Además de esa estructura intersubjetiva que sostiene la memo­ ria, lo que los hombres «hacen», aunque precise «ser dicho» para saberse, se plasma en formas que no son exclusivamente lingüísti­ cas. Esas formas, que dan sentido y coherencia a determinadas tuvo el autor con su obra. Véase por ejemplo, de Mario Untersteiner, edición de L. Sichirollo y M. Venturi Ferriolo, Milán, Lstituto Editoriale Cisalpino-Goliardica, 1980. 5. l a palabra «ética», en el sentido de una disciplina «fílosófíca», no es de Aristóteles. Un ejemplo más del esencial dinamismo y creatividad de su pensamiento. (Tampoco la ni la son, paradójica­ mente, nombres de su descubridor). Tal vez Aristóteles consideró tan unidos el «planteamiento» político y el ético que no se preocupó excesi­ vamente en la separación y delimitación de la «ética» ya que, efectiva­ mente, es una parte de la «política» I, 2, 1094a24 y ss.). En la pri­ mera línea de ( 1 181a24) encontramos referencias a II, 2 , 1261a31), bajo la forma de

l'nMemi di Filología Filosófica,

Metafísica,

{Política,

M. M.

Ilógica,

(E. N., en tais ethikois legein hyper ethikón.

|4 I.|

Memoria i>k ia Etica

acciones, constituyen el éthos. Ese sentido y coherencia no es nunca resultado exclusivo del individuo que actúa como tal individuo. Una forma suprema de egoísmo que, al afirmarse a sí mismo, hiciese desaparecer al otro, es absolutamente imposible. El egoís­ mo es un principio fundamental de la naturaleza; pero el ser humano está necesariamente obligado a reconocer, aunque sea despreciándolas, aniquilándolas, utilizándolas, otras existencias. De esta lucha entre el individuo y el plasma colectivo en el que está sumido, surge el complejo organismo en el que se engarza la vida humana. De tas tensiones que modulan el carácter de esa lucha, se harán lenguaje las primeras «recomendaciones» éticas que descu­ brimos en Homero y Hesíodo. Con ellas se intenta «mediar» en esa oposición, insalvable, como tal oposición, y que determina cualquier posible discurso ético. Porque, efectivamente, la guerra (pólemos) engendra lo real y condiciona su constitución. Hay inclu­ so una enemistad dentro de nosotros mismos (Platón, Leyes, 626d), una lucha entre dos principios que parten la aparente uni­ dad del ser humano. El esfuerzo por compaginarlos impulsará la teoría ética de Platón y Aristóteles. Esa teoría se convertirá en filo­ sofía práctica, en reflexión que, arrancando de la experiencia, pre­ tenderá diseñar modelos que superen la «natural» discordia. 2. «Agathón »

No sólo Aristóteles, sino el mismo Platón intentaron establecer, con los planteamientos que implicaban sus concepciones «políti­ cas», los fundamentos de lo que, después, habría de llamarse racio­ nalidad. Ambos partieron de análisis que objetivaban en la palabra «bien», en sus formas de entenderla y de utilizarla, las distintas ma­ nifestaciones del ethm. El lenguaje ofrecía una importante expe­ riencia en la búsqueda de la racionalidad «práctica», poique el «bien» servía, hasta cierto punto, como elemento que, al articular­ se en un discurso coherente, trascendía el sistema «teórico» que, en otros contextos, organizaba la palabra «verdad». Antes de que Platón acentuase, con su Idea de Bien, la separa­ ción entre el mundo real y los objetos ideales, los términos «bien», «bueno» (agathón), funcionaron en contextos reales. El «bien» se vivía. No hubo, como es natural, un discurso sobre el |5 0 |

Aristóteles yla fcma de la - poijs-

agalhón. El bien era algo que tenía que ver con aquel comporta­ miento del individuo, que integra la afirmación de su personali­ dad en la del grupo humano al que pertenece. Por consiguien­ te, «bien», «bueno» significaron una cierta utilidad para ese grupo6. Los hechos de un individuo son buenos porque redun­ dan en beneficio colectivo. Por ello el «bueno» necesita que los otros «digan» su bondad; necesita el reconocimiento y la fama. El dinamismo de esa sociedad «preplatónica» hizo, pues, que el bien se viviese como elemento productor de existencia, alenta­ dor de solidaridad. Pero unido al dominio, a la ‘excelencia’ (arel/) del individuo, esta primera versión de bien podía mante­ ner y fomentar diferencias radicales entre los grupos que fueron aglutinando en Grecia las primeras estructuras de la sociedad. Uno de los planteamientos más interesantes de la sofística fue, precisamente, someter la ideología del bien que el áristos, la ‘aristocracia’, imponía y administraba, a una crítica en la que, al acentuar el relativismo de ciertos valores, quedaba al descubier­ to su escaso fundamento. Al perderse, con este relativismo, el carácter jerárquico que infundía en la sociedad la teoría «aristo­ crática» del bien, fue preciso armar otro ensamblaje que sustitu­ yese la autoridad perdida. Aquí intervino otra forma de aristocracia, la platónica, que in­ tentando superar cualquier perspectiva sometida a la supuesta arbitrariedad de los deseos, estableció la Idea de Bien como «modelo». Sin embargo, el alejamiento de las Ideas a un cos­ mos que estuviese libre de las mutaciones de lo real y de lo humano, y que pudiese servir de posible contraste a lo que los hombres «hacen», tuvo también en Platón determinadas con­ tradicciones. Una de ellas, y no la menos importante, fue el reconocimiento de que, efectivamente, aunque haya que supe­ rar, en función de una incesante querencia hacia las Ideas, las condiciones reales del cuerpo y de la vida, «¿quién de vosotros querría vivir poseyendo toda la sabiduría, toda la inteligencia, toda la ciencia y toda la memoria que es posible tener; pero a 6. Cf. B. Sncll, Die Entdeckung des fíeistes, Studien tur Entstehung des europaiichen Denkens bei den Griechen, Hamburgo, Claassen Verlag, 1955, págs. 223 y ss. (hay traducción castellana).

Memoria de ia Ética

condición de no experimentar ningún placer, pequeño ni grande, ni ningún dolor?» (Platón, Filebo, 21d-e). El planteamiento de un bien que tuviera que hacerse cargo de las condiciones concretas en las que se desarrolla la existencia, y que ya tuvieron que ser reconocidas por Platón (cf. Filebo, 61c y ss.), encontró en Aristóteles un desarrollo que habría de dar sentido a su antropología ética. Pero, de todas formas, para mar­ car claramente sus diferencias con el platonismo, Aristóteles tuvo que afrontar decididamente la discusión con la teoría del Bien ideal. En el libro primero de la ÉticaEudemia (1217by ss.) Aristóteles critica la supuesta concepción platónica del bien. «Así pues, hemos de examinar qué es lo mejor y en qué sentido se emplea la palabra» (1217bl-2). El superlativo tó áriston, «lo mejor», alude a esa concepción del esfuerzo y la tensión del individuo hacia una forma superior de comportamiento, que ya habíamos encontrado en los poemas homéricos. Pero de acuer­ do con la tradición soíístico-platónica, hay que examinar no tanto el comportamiento de los áristoi, que refleja la /liada, cuanto el análisis de las formas en las que la experiencia se ha hecho lenguaje. En el uso de las palabras se manifiesta la dóxa, o sea la experien­ cia consolidada y compartida. Saber lo que dicen los hombres es la condición que determina a cualquier filosofía que pretenda hacerse cargo de lo que hacen los hombres. Ya no es pues una idea que preside, en un horizonte alejado de las opiniones y las deseos, el destino de la existencia humana. Cualquier proposi­ ción que tenga que ver con la praxis ha de formularse a partir de la historia de esa praxis, de la memoria colectiva que se asienta en el lenguaje. En la inmediata tradición «filosófica» de este lengua­ je, hay una expresión que sintetiza toda una teoría de «lo mejor» y que representa el confinamiento de las normas que rigen el obrar de los hombres, al lejano e intangible universo de las Ideas: el «Bien en sí». Este ideal manifiesta, indudablemente, una es­ tructura esencial de la mente: aquella que sistematiza la expe­ riencia y recoge, a través del lenguaje, los elementos que configu­ ran una teoría. En el exclusivo mundo del conocimiento, que no es fundamentalmente práctico y que, por consiguiente, no tiene que ver, en principio, con el orden de la vida, de las acciones y

AjUSTÓTElÉS VIA ÉTICA DE IA «POIJS»

comportamientos, el ideal «teórico» podía configurar determi­ nadas formas de la efñstéme, del saber. Pensar no es, necesaria­ mente, intervenir en lo real. «Cxmocer en sí», «ser en sí» pueden, efectivamente, discurrir a través de un lógos que habla de sí mismo, sin compromiso hacia el lado de acá de sus proposicio­ nes. Pero el «Bien en sí», que Platón propugna, no puede esta­ blecerse en esa línea que marca la frontera en donde se define el conocer por el conocer, o sea. el conocimiento que habría de lla­ marse especulativo. El bien ya supone estar del lado de acá del conocimiento. Una «filosofía de las cosas del hombre», tal como Aristóteles la expresa, implica no trascender esa «humanidad» en busca de una «norinatividad» ideal, en tanto no se hayan ana­ lizado todas las condiciones de posibilidad en las que se circuns­ cribe la vida de los hombres. Esta actitud implica un giro funda­ mental en la filosofía práctica y, en general, en toda filosofía. Es cierto que el diálogo platónico parte de algo que será el hilo con­ ductor de la ética aristotélica: las opiniones de los hombres. Efectivamente el diálogo y lo que en él se expresa es una manifes­ tación de aquellas «vidas que hablan». Así aparecen opiniones sobre el amor, lajusticia, la muerte, la educación, la organización de la polis, etcétera. La creación del escritor presupone una acti­ tud en la que se pretende no sólo plantear unos problemas, sino construir una situación, donde la dóxa se configura en el ¿rigorde aquellos personajes que la manifiestan. Los interlocutores no son sino encarnaciones verbales que dicen, desde una supuesta experiencia y biografía, palabras provocadas por un «provoca­ dor» Sócrates, que representa una determinada y peculiar encar­ nación del Bien en sí. 3. La negación del Bien en si La crítica aristotélica no se plantea ya en los términos de este contraste de opiniones que circulan, entre sí, sobre el cauce impuesto por el horizonte de un personaje, Sócrates, que, en cierto sentido, está más allá («el hombre másjusto de su tiempo», Carta VII, 324e). Aristóteles no deja «aparecer» otra cosa, en el cerrado discurso de su propia escritura, sino el filo de un análisis en el que, en principio, sólo se trasluce el contenido de su expe-

Mkmorja dk ia Ética

riencia, sin las mediaciones de posibles dialogantes, amenazados siempre por la presencia (parousía) de un saber superior, de un bien superior, ante el que todo puede equivocarse. Pero si hemos de hablar, brevemente, de estas materias, diremos, en primer lugar, que afirmar la existencia de una idea, no solamente del bien sino de cualquier otra cosa, es hablar de una manera abstracta y vacia (logikos kai kenos) [...J en segundo lugar, aun concediendo que existan ideas y, en particular, la idea de bien, quizás esto no tiene utilidad en relación con la vida buena y las acciones (E. E., 1,8 ,1217bl9-26). El bien no puede plantearse en el único reflejo de una «abs­ tracta y vacia» especulación. El bien humano tiene que ser «útil» y esto quiere decir que tiene que servir no sólo en el ideal que arrastra y mueve determinados deseos. «El deseo no puede suponerse en cosas que no tienen vida» (E. £., 1,8, 1218a27-28) y, por consiguiente, el movimiento del deseo se realiza, única­ mente, a través de esos condicionamientos concretos que consti­ tuyen la existencia. La crítica a esa atracción ideal de un supuesto Bien en sí, se funda, principalmente, en el reconocimiento de que ese Bim en si no tiene otro contenido que el de su mera expresión «lógica». Su materia lingüística no llega más allá de su vacía formulación. Todas esas múltiples acepciones en las que se emplea el bien, tan numerosas por cierto, como aquellas en las que se expresa el ser (E. 1,8,1217b27), muestran esa imposibilidad de un Bien en si. El bien es realidad y vida, y se articula en todas esas categorías y formas en las que se dice de algo concreto que es un bien. Fuera de este entorno de realidades, las palabras no bastan para confi­ gurar algo distinto de su propia idealidad e intersubjetividad. El bien, dentro del lenguaje, no significa otra cosa que la posibili­ dad de una definición común que sirve para «racionalizar», o sea, paia comunicar e intersubjetivizar determinadas reflexio­ nes. Pero el lenguaje natural deja un espacio indeterminado y ambiguo, a donde no llegan los límites de la teoría. Cuando hablamos de conceptos que tienen que ver con la praxis, con la

AWST0TfcI.ES VIA ÉTICA BE IA «POUS>

organización de las acciones y de la vida, el contenido que se da a determinadas palabras no puede nunca saturar ese espacio situa­ do siempre en las afueras del lenguaje. No basta, pues, con aña­ dir la expresión «en sí» a cualquier posible término en el que indicamos un concepto común, un significado comunicable y participable (lógos koinós). Estos posibles artilugios lingüísticos con los que el mismo Aristóteles contribuyó, decisivamente, al desarrollo del lenguaje filosófico, no sirven en el ámbito de la praxis. El «en sí», formulado por la tradición platónica, tiene que desplazarse en el dominio de lo no real, de la no vida, de la no experiencia. Por ello Aristóteles lo identifica con lo «eterno y separado» (E. E., 1218al3). Pero aun aceptando el sentido de estos términos, ni siquiera pueden añadir nada al orden concre­ to de la vida. «Lo que es blanco durante días, no es más blanco que lo que lo es un solo día, de suerte que el bien no es más bien por ser eterno» (E.E., 1218al4-15). El concepto de «en sí» arranca al término sobre el que se aplica de la órbita de la vida. 1.a ontología de este «en sí» no puede ya identificarse con el orden de la realidad. Suponiendo que el con­ cepto de eterno pudiese definirse como aquello que se repite, sucesivamente, idéntico a sí mismo, esa repedción no intensifica la cualidad que el «en sí» determina. El mundo de lo real está sus­ tentado en el latido de «un solo día». Es esta inmediatez de cada instante, que palpita en las concretas, corporales condiciones de posibilidad, la que configura el sentido de la vida. Ser blanco muchos días es ya confiar a la consistencia de la memoria la mera perdurabilidad; pero no en el horizonte del «ahora», en donde se mueve siempre la praxis, sino en el amplio espacio en donde el lógos puede constituirse también como experiencia. Sólo en ese lenguaje que se transmite hacia el futuro de cada individuo, que lo «temporalice» en su exclusiva e intransferible subjetividad, tiene cabida el recurso «lógico» del «en sí». No hay hipóstasis posible que constituyese, en una metahistoria, los elementos «temporales» que dan contenido a la verdadera historicidad. Sólo en el lenguaje es posible el artilugio terminológico; sólo como forma de «hablar» puede utilizarse el «en sí». Lo real, hecho del transcurrir de los días en los que se va gastando el cuerpo, el deseo, la pasión, no tiene demasiado que ver con el len-

Memoria df. ia F.tka

guaje que refleja eso real, aunque la posibilidad de ese reflejo sea aquello que distingue efectivamente la forma de animalidad humana (Aristóteles, Política, I, 2, 1253al0). Situar, por consi­ guiente, un bien más allá de la escala concreta de los bienes humanos, es perder la única oportunidad que la palabra bien tiene de justificarse: la de su propia y temporal realización. No es contradictorio, con este texto de la E. E., lo que se dice en la E. N. a propósito del «bien humano»: «El bien del hombre es una acti­ vidad de acuerdo con la virtud, y si las virtudes son varias, de acuerdo con la mejor y más perfecta, y además en una vida ente­ ra. Porque una golondrina no hace verano, ni un solo día, y así tampoco ni un solo día ni un instante bastan para hacer venturo­ so y feliz» (1098a 16-20). Esta repetición marca, únicamente, aquella diferencia en que es posible plantearse el concepto de eternidad «humana». La vida entera o completa (¿tos télelos) no trasciende el orden de lo real. Es dentro de la vida, en su posible continuidad, donde se configuran la mdaiinonín y la arelé. Efec­ tivamente, no puede dejarse al azar, que domina en muchos aspectos la existencia, lo más hermoso de ella, como es la felici­ dad. Hay que intentar consumir una forma de continuidad que dé contenido y coherencia a la vida. La forma suprema de felici­ dad y, por consiguiente, de bien es la que permite edificar, sobre el dempo de cada instante, una cierta tendencia a sobrepasar su efímera constitución, y engarzar la problemáüca plenitud de los días en la firme congruencia que amalgama el presente hacia el futuro, y sintetiza el «ahora» en la memoria y en la esperanza. Este uem|x>, que se configura como una «vida entera», no dene que ver con el «en sí» que pretende establecer una forma nueva de sustancialidad. La «vida entera» circula en los límites del dempo y en ningún momento üasciende el espacio de la aquendidad. Hecha de cosas concretas, de situaciones determinadas, la posible plenitud que señala el concepto aristotélico de btos téleios no indica ningún horizonte modélico al otro lado de esa plenitud. Esa «vida entera» no constituye «en sí» alguno, sino que es, simplemente, la confirmación, en el tiempo, del carácter inevitablemente efímero de la realidad. El bien no se foija desde una voluntad que proyecta, en el vacío del lenguaje, un modelo, vacío también e independiente de

AWST0 TEI.ESyla ética de ia «pous»

cada instante de la praxis, de cada elección y de cada posible res­ ponsabilidad. la teoría aristotélica del bien, a pesar de las apa­ rentes contradicciones que en algún momento puedan plan­ tearse, es un producto de una serie de componentes que, enraizados en la psycM, han de atravesar el mundo de los otros, y sistematizar, en función de él los propios comportamientos. 4. «Télos»

Pensar y comunicar en el lenguaje las experiencias que sirvan para la vida colectiva requiere una determinada metodología. Ello implica el discernimiento de un camino que atraviesa la his­ toria desde la que el filósofo habla. El derrotero hacia el que ha de inclinarse la filosofía práctica parece que tiene que ser orien­ tado por lo que Aristóteles va a denominar el «bien del hombre». El comienzo de la Etica Niarmáquea expresa una cierta declara­ ción de principios frente a lo que, posteriormente, habría de lla­ marse filosofía moral. «Toda modificación de lo real, lodo cami­ no que nos conduce y orienta, y lo mismo todo lo que hacemos y elegimos parece que se inclinan hacia un cierto bien. Por ello se ha dicho, con razón, que el bien es aquello ante lo que nada puede resistirse» (E.N., 1,1,1094al-3). Esta tendencia de la natu­ raleza humana tiene que desarrollarse, por consiguiente, dentro de los límites humanos. El bien hacia el que se tiende, y que cons­ tituye el punto fundamental de una teoría del «comportamiento moral», pasa, pues, por la historia concreta de todo lo que hace­ mos y elegimos, ya sea en nuestra intimidad, ya sea trascendién­ dola hacia el mundo. Pero el descubrimiento de este hecho fun­ damental es un descubrimiento del lenguaje y en el lenguaje. Como todo lo que somos y hacemos prolonga y «mejora» ese ser y ese obrar, «se dice con razón» que nada hay que no se incli­ ne al bien. En ese «se dice» aparece el primer dato de la experiencia del que Aristóteles parte. Por supuesto que es una experiencia que puede proceder de las enseñanzas de la Academia. Pero el decir que Aristóteles recoge, no es sólo aquel desde el que comenzó a hacer filosofía. Probable­ mente, se aludía también a ese otro campo de la experiencia en el que se expresa la observación del comportamiento real

Memoria de la Etica

de los hombres, de la defensa de su propia existencia, y que constituye, en el fondo, su bien esencial. En este comienzo de la ética de Aristóteles hay otra palabra que condiciona su inicial concepción del bien, la palabra lelos, trivialmente traducido por ‘finalidad*. & existe, pues, algún sentido (télos) de nuestros tutos que queramos por sí mismo y lo demás por él, y no elegimos todo por otra cosa —porque asíse seguiría hasta el vtfimta, de suer­ te que d deseo sería varío y vano—, es evidente que esesentido y plenitud será lo buenoy lo más excelente. Y así, d saber esto, ¿no tendrá gran influencia sobre nuestra vida y como arqueros que saben también a dónde dirigen susflechas no dirigiremos las nuestras hacia donde debemos? (E. N., 1,2 ,1094al8-24). La famosa comparación del arquero y el blanco en esta primera página de la E. N. aparece en un supuesto contexto «Analista». Hay bienes que elegimos por algo. Este algo constituye el sentido de esa primera elección. Pero elegir implica conocer, y el conoci­ miento no es un saber por sí mismo, sino en función de nuestra propia vida. Es ella la que determina y orienta el significado de nuestros actos. Ese significado, sin embargo, brota del estableci­ miento de ese objetivo «vital*, base y principio de todo sentido. Conocer mejor es influir sobre la vida. Pero el objetivo no es arbi­ trario. En el texto de Aristóteles surge un término que, en princi­ pio, parece precursor de la teoría kantiana del delier: «Alcanzar lo que se debe alcanzar». Expresiones como «lo que se debe», «có­ mo se debe», «cuándo se debe», etcétera, son familiares en la len­ gua griega7. Hay, pues, un deber, mía conveniencia que ata al indi7. Lo que «debe ser» es un concepto fundamental de toda ética. «Los griegos decían — lo que debe hacerse— , que se suele tradu­ cir com o ‘deber', pero con esta traducción entra un tono falso... l a ins­ tancia que asegura lo que debe hacerse en cada caso es, para los griegos del siglo v y para Aristóteles, la el «espíritu de la comunidad». En el de Platón estos estándares de la aparecen muy claramente... Las expresiones etcétera (cóm o conviene, cuándo conviene...), atraviesan toda la literatura griega, por ejemplo, Sófocles, 1184; Platón, 636d7 y ss. Cf. F. Dirlmeier, ed., Aristóteles, Darmstadt, WBG, 1956, págs. 268-269.

hó dá práttán

tiritón

polis, polis hos dá, hopóle dei, hóthen dá, Edipo Rey, leyes, Nikomnchische F.thik,

Aristóteles vla ética de ia «pous-

viduo a una determinada forma de comportamiento. El espacio hacia el que ese deber se extiende no puede ser aún esa férrea ata­ dura que sostiene a la «buena voluntad» kantiana. Ni la historia ni la uadición intelectual griega podían escaparse, en el momento en que Aristóteles escribe, hacia otro lugar que no fuera la polis. Por eso no es sorprendente que la supuesta «finalidad» de ese deber quede concretada en algo tan «real» como el ámbito colec­ tivo en el que se entreteje la pólis. La flecha del arquero, en la bri­ llante metáfora aristotélica, no es el punto que circula en un espa­ cio vacío y neutro, hasta clavarse en el lejano blanco. La flecha es la vida. El recorrido de la flecha traza también el sentido de una trayectoria. Su objetivo no es, exclusivamente, atinar en el blanco, sino recorrer acertadamente el espacio que los separa. Lo impor­ tante es la «energía» que lleva la flecha, la tensión que mueve la vida humana. El supuesto tríos no es la parte fundamental de ese recorrido, sino un elemento más de él. Lo decisivo es la orienta­ ción que perfila el recorrido y la «energía» que lo constituye. Télos, Tríéó, no significan tatito finalidad, cuanto cumplimiento, plenitud, consumación, madurez. Momentos, pues, que culmi­ nan la temporalidad de una uayectoria, de un recorrido, en donde lo más importante es, precisamente, la coherencia de la praxis y la enérgña que dibujan el transcurso de una vida. Por eso hay diferencia entre los distintos «fines», pues unos son ‘energías’ (enérgñai) y otros son ‘obras’ (érga). El «fin» está, por tanto, enraiza­ do en la estructura misma de cada existencia, de cada proyecto. Fin es, pues, sentido y acabamiento, coherencia y plenitud. Pero nada puede tener significado en la vida humana, si se des­ glosa del espacio colectivo en el que cada individualidad se cobija. Aquel que «no puede vivir en sociedad o no necesita nada por su propia suficiencia, no es miembro de la pólis, sino una bestia o un dios» (Aristóteles, Política, 1,2 ,1253a28-29). La verdadera «finalidad» de la vida es la pólis.

5. «Pous»

No es extraño, por consiguiente, que también en el principio de la E. N., y en el momento mismo en que se está planteando el conocimiento del bien, que ha de influir en la vida de los hom-

Memoria de u E m

bres, aparezca lo colectivo como el sentido más perfecto que puede alcanzarse en ella. Una determinada forma de saber es la que tiene que sistematizar esta empresa. De estos saberes parecería que ha de ser el más principídy arquitectónico y éste es, evidentemente, la política [...] Y puesto que la polí­ tica se sirve de las demás ciencias y prescribe qué se debe hacer y qué se debe evitar, elfin de ella incluirá losfines de las otras ciencias, de modo que constituirá el bien del hom­ bre. Pues aunque sea el mismo el bien del individuo y el de la ciudad; es evidente que es mucho más grandey más per­ fecto alcanzar y salvaguardar el de la ciudad; porque pro­ curar el bien de una persona es algo deseable, pero es más hermoso y divino conseguirlo para un pueblo y para ciuda­ des (E. N., I, 2, 1094a26-1094b9). Hay distintas clases de bienes. En el libro segundo de la República de Platón se clasiiican según la utilidad que nos produzcan. Esta utilidad queda reducida al escueto marco individual. Son, hasta cierto punto, bienes que se circunscriben al espacio del cuerpo y del placer (357b y ss.). Tan esu echo es este ámbito que incluso la justicia, que Platón quiere situar en alguna de esas clasificaciones, encuenu-a la oposición de aquellos que piensan que ser justo es penoso y, por consiguiente, nada puede aportar a la felicidad. Pero, al parecer, hay un bien propio del hombre, y ése es el que tiene que ver con la política. Esta perspectiva que Aristóteles abre, en el primero y más detenido análisis del obrar humano que se hizo en el mundo griego, concuerda con todos los plan­ teamientos de su filosofía práctica. Efectivamente, si el hombre es esencial y fundamentalmente un animal que habla y un ani­ mal que, por naturaleza, tiene que convivir (Política, 1,2,1253a2 y ss.), su «bien» especial será aquel que contribuya a facilitar esa comunicación y a hacer posible esa convivencia. ¿Cómo partir, sin embargo, en busca de esa organización? ¿Qué sistema utilizar para llegar, en lo posible, a una cierta seguridad en el desarrollo de ese saber político que acoge todos los otros saberes? Es evidente que el bien humano tiene que investigarse aunque sea de una manera general, porque en un saber tan

Aristóteles yla ética de ia «foijs»

supeditado a las «condiciones reales» de la existencia no puede pretenderse exactitud matemática (E. N., I, 3, 1094b20 y ss.). Pero de algún punto habrá que partir para desarrollar una base sobre la que construir la ciencia suprema de la política. No podrá, por supuesto, pretenderse partir de principios abstrac­ tos. La naturaleza del asunto no nos permite buscar exactitud, como el matemático busca la suya. Hay que adecuarse a la mate­ ria misma, objeto de nuestra investigación, y esa materia es la vida. Por eso, de la experiencia de esa vida, de las opiniones que se den sobre ella, de los principios que determinan la naturaleza humana, tenemos que sacar los elementos que hay que conju­ gar en esta problemática empresa. Este es el inicial planteamien­ to metodológico de la ética de Aristóteles. 6. «EUDAIMONÍA» Y «ENÉRGEIA»

El bien del hombre, que parece ser el supremo objeto de la política, podría caer también en abstracciones parecidas a aquellas que Aristóteles combate «en estos amigos nuestros que han introducido las ideas» (E. N., 1,6, I096al3). Hay pues, que concretar esa terminología «general» e investigar en qué puede consistir eso que llamamos «bien del hombre». Si mira­ mos atentamente, descubrimos que apenas hay dificultades para encontrar en qué consiste ese bien que la naturaleza humana, como naturaleza individual, persigue. Casi todo el mundo, tanto cultos como incultos, está de acuerdo en el nom­ bre: eudaimonía, ‘felicidad*. Tenemos aquí el principio que, al parecer, nuestra naturaleza persigue. En él debe fundarse toda investigación ética. Reflexionando sobre la propia experiencia y admitiendo ese nombre, en el que la mayoría de los hombres coinciden, descubrimos, efectivamente, que por encima de todo, nuestra naturaleza nos exige la defensa del propio ser. La eudaimonía es el juez que dictamina el nivel de eficacia en el que se lleva a cabo esa defensa. Mientras más decididamente busquemos la eudaimonía, más claramente estamos escuchan­ do el dictado de la propia naturaleza. Nadie pretende el sufri­ miento y el dolor, porque ambos son símbolos de destrucción, amenazas para la vida.

Memoria di: ia Ética

Pero tampoco podemos quedarnos con el nombre. Hemos de darle un contenido a esa palabra eudaimonía. Yen el momento en que bajamos del nivel del lenguaje, comienzan las dificulta­ des. Buscar la felicidad, pero, ¿qué clase?, buscar la felicidad, pero, ¿a qué costa? Unos creen que es alginta de las cosas iñsiblesy manifiestas, como el placer o la riqueza o los honores; otros, otra cosa; muchas veces incluso una misma persona opina cosas distin­ tas: si está enferma, piensa que la felicidad es la salud; si es pobre, la riqueza; los que tienen conciencia de su ignorancia admiran a los que dicen algograndey que está por encima de ellos. Pero algunos creen que aparte de esa multitud de bie­ nes, existe otro bien en síy que es la causa de que todos aque­ llos sean bienes (E. N., 1,4 ,1095a22-28). Sumergidos, pues, en la historia, la eudaimonía presenta múlüples aspectos. ¿A qué se deben estas diferencias? Aristóteles no plantea todavía esa pregunta, pero a lo largo de sus escritos éticos se intentará dar una respuesta adecuada. Lo que, en principio, es evidente es esa diversidad. Basta recoger los ejemplos de la tradi­ ción, recordar la historia de Sardanápalo, las ambiciones de los tiranos, el dolor de Príamo, para descubrir en dónde ha puesto cada uno su corazón. Porque no es el logas, la reflexión, lo que está en el origen de esta diversidad. El hombre no es, en princi­ pio, una inteligencia que reflexiona. La solidaridad que procla­ ma Aristóteles como bien esencial del hombre no es un hecho desde el que se parte, sino una larga meta a la que se llega des­ pués de un arduo viaje. Porque estamos hechos de elementos más complejos de los que vislumbra el logas. Somos mezcla de pa­ sión y deseos, de valor y cobardía, de suerte y mala suerte, de compasión y alegría, de apetitos y frustraciones. En este conglo­ merado, que configura nuestra individualidad, se basan las ten­ siones que apuntan hacia tan dispares objetivos, como aquellos que se ocultan bajo el nombre de eudaimonía. Todos pretenden, de alguna forma, responder a esas urgencias de la vida, a esas necesidades del cuerpo y la existencia. Nada puede construirse negando estos hechos; pero ningún verdadero bien |B2|

Aristóteles yla ética de ia - poijs»

del hombre puede pretenderse, si no se analiza de acuerdo con esta contradictoria diversidad. Para intentar la posible antesis de tales diferencias, Aristóteles descubre el fundamento sobre el que se levantan. El «vivir bien» y el «obrar bien» parecen ser los dos principios esenciales donde se sintetiza la diversidad de las ape­ tencias y sus objetos. El «bien» que especifica el vivir y el obrar señala una frontera en la que la naturaleza humana comienza a despegarse de su contexto animal. Vivir implica realizar las posibi­ lidades de un organismo en fundón de su medio «físico» y de su propia estructura «biológica»; pero el «bien» que se añade a esa vida simboliza toda una serie de componentes que, asumidos por el sujeto, proyectan el vivir, desde el cerrado y limitado mundo del bíos, al amplio y difuso mundo de la consciencia. Vivir bien significa sentir la vida, descubrir en el cuerpo y en el fondo de la intimidad los ecos y reflejos que despide el encuentro de nuestra existencia con el mundo. Este conocimiento del ser que somos supone la afir­ mación e instalación en la existencia, frente a cualquier amenaza y a cualquier miedo de desaparecer en la ‘ignorancia’ (ágnoia) o en la destrucción. Pero la defensa de la «subjetividad» como bien, o sea como consciencia, como seguridad, como gozo, comprome­ te al ser humano en la otra perspectiva que determina el «obrar bien». Vivir no es sólo sentir y percibir el mundo, sino actuar, modificar, realizar. la existencia humana se determina por esa capacidad de tensión, de «energía» que aparece en las primeras líneas de la Ética Nicomáquea. Enérgáa implica posibilidad y capaci­ dad. En este concepto, esencial en la filosofía de Aristóteles, se sin­ tetiza toda una teoría antropológica, que supone el continuo uasvase del dinamismo interior hacia el otro lado de la frontera de la consciencia. Pero así como en esas «actuaciones», que cualifican el bien del obrar o del vivir según el placer, el poder o el conoci­ miento, aparecen los contornos en los que la vida humana se con­ figura, podría pensarse, además, que ese bien vivir o bien obrar se especifica por una función propia del hombre «en cuanto tal». Decir que lafelicidad es lo mejor parece ser algo unánime­ mente reconocido, pero, con todo, es deseable exponeraún con más claridad lo que es. Acaso se conseguiría esto, si se loga­ ra captar la función del hombre (érgon tou anthrópou).

Memoria de la Ética

En efecto, como en el caso de un flautista, de un escultor y de todo artesano y, en general, de los que realizan alguna junción o actividad (érgon tí kai praxis), parece que lo bueno y el bien están en ¡afunción, así también ocurre, sin duda, en el caso del hombre si hay alguna función que le sea propia (E. N., 1,7 ,1097b23-28). Previa, pues, a cualquier especificación de lo que el hombre hace, habría que investigar en qué consiste ese fundamento en el que se sustenta «genéricamente» el bien humano. Es cierto que la historia y la cultura muestran, en formas concretas de «actuación», la «energía» que recorre el bien vivir y el bien obrar. Pero no basta esa especificidad para percibir el sustento de la eudaimonía, de la consistencia en sí mismo, y de la con­ fluencia en la alteridad. La enérgeia humana y las obras que la expresan manan de una fuente común, que debe brotar de la esencia misma de lo humano, de aquello que constituye «lo que es propio del hombre». Sobre la base de la vida, común a las plantas y al resto de los animales, el érgon del hombre se determina por el lógos. La eudaimonía se ciñe, pues a la «práctica de un ser que tiene lógos. Pero aquél, por una parle, obedece a ese lógos y por otra parte lo posee y piensa (dianooúmenos)» (E. N., I, 7, 1098a3-5). La posesión del lógos tiene, pues, dos aspectos. Por un lado cada individualidad es parte de esa «razón» o coherencia que, como lenguaje, enhebra a cada ser. En este sentido, somos parte de una intersubjetividad que nos domina y nos limita. Cada hombre nace ya alentado en ese lógos y cumple, en su individualidad, los principios de un determinado mensaje colectivo. Esta «propiedad» es, realmente, algo exclusivo del hombre. En ese lógos, en la expresión de esa inmensa intersub­ jetividad, se dan las distintas versiones e interpretaciones del bien. Y en ese ámbito que, en todo momento, trasciende los intereses de cada individualidad se funda su enraizamiento como animal social, como ser necesariamente impelido hacia la alteridad. Pero aquí aparecen, también, sus compromisos y de aquí arranca su obligación moral, o sea, su responsabilidad colectiva.

Aristóteles yia ética de la - polis»

7. «Arete» en el mundo

La responsabilidad colectiva viene determinada por la propia estructura del animal «que üene palabra». En esto radica la fun­ ción, el érgon del hombre. Ser hombre supone, por tanto, la ine­ vitable proyección comunicativa, el esencial enlace con la alteri­ dad constituida como «otro semejante a sí mismo». Pero este don de la naturaleza no implica más que una característica «for­ mal». Comunicarse es un estado «neutral», como el ver, el perci­ bir, incluso como lo es el placer (E. AL, X, 1, 1172b9 y ss. Cf. Alejandro de Afrodisia, Rodier, 199, nota 2). Pero en el éthos no basta esa supuesta neutralidad. Las acciones humanas arrastran, inevitablemente, una «cualidad» que las especiñca en relación con el espacio colectivo en el que tienen que desarrollarse. De la misma manera que no basta que el citarista haga sonar su cítara, sino que la haga sonar bien, «decimos que la función del hom­ bre es una cierta vida, y ésta es una actividad del alma y unas acciones, y la del hombre bueno estas mismas cosas bien y her­ mosamente, y cada uno se realiza bien según su propia virtud (arelé)» (E. N., I, 7, 1098a 11-16). Aquí encontramos un término fundamental, arelé. Efectivamente, percibimos los problemas que dificultan la inteligencia de lo que es el bien, aunque sabe­ mos que ese horizonte, más o menos claramente delimitado, es esencial para el desarrollo de la existencia. No conocemos aún lo que es el bien, pero intuimos que, sin él, no es posible la vida. Tampoco se puede definir, exactamente, lo que es el placer o la felicidad; pero también sabemos que están en el principio de la existencia, en el origen y afirmación del ser. Quizá lo único que pueda ir determinando ese indiferenciado horizonte sea la arelé. Porque el érgon del hombre es una «cierta vida», y la vida supone una organización, un sistema de relaciones y compensa­ ciones. Pero una vida «buena» tiene que seguir manteniendo, como vida, el principio de enérgriaque, esencialmente, la consti­ tuye, y como «buena», tiene que descubrir o crear en sí misma un artificio que permita estructurar, en lo individual y en lo colectivo, esa cualidad que define y especifica el comportamien­ to humano. 1.a lejana frontera de la bondad ha quedado señala-

Memoria de ia F.tka

da así en los confínes mismos de la intimidad. Es la psyché, el alma, la mente, la «subjetividad» quien levanta, con la arete, el fun­ damento sobre el que se edifica el bien. La arelé, como el lógps, se posee. Esta posesión, sin embargo, no se identifica con la vieja ideología aristotélica que implicaba una cierta y pasiva iden­ tificación con el ser que se era. La excelencia de los héroes homéricos se «tenía», como se «tiene» el propio cuerpo. Incor­ porada al sistema de dones que el aristas recibía en su nacimien­ to, la arelé, como el «bien en sí», quedaba recluida en el azaroso y clausurado dominio de los privilegiados. Aristóteles toma partido, decididamente, en la vieja disputa que desde la sofística pretendía clarificar el problema del aprendizaje de la arelé. Así, lo que hay que aprender antes de que pueda hacerse, lo aprendemos haciéndolo; por ejemplo, nos hacemos cons­ tructores construyendo casas, y citaristas tocando la citara. De un modo semejante, practicando la Justicia nos hace­ mosjustos; practicando la moderación, moderados y prac­ ticando la fortaleza, fuertes. Esto viene confirmado por lo que ocurre en las ciudades: los legisladores hacen buenos a los ciudadanos haciéndoles adquirir ciertos hábitos, y ésta es la voluntad de todo legislador; pero los legisladores que no lo hacen bien yerran, y en esto se distingue el buen régi­ men del malo (E. N., II, 1 ,1103a32-l 103b6). Esa práctica, capaz de levantar en nosotros la arelé, descubre el verdadero origen de la «bondad». El «en sí», del bien ha des­ cendido «del cielo a la tierra». Es verdad que una fácil obje­ ción al texto aristotélico podría plantearse, desde supuestas perspectivas platónicas, aludiendo a la posible contradicción de las proposiciones en las que la tesis se formula. Si practica­ mos la justicia, por ejemplo, es que sabemos ya lo que estamos practicando. Hay, pues, un conocimiento previo a esa praxis; una existencia «ideal» a la que dirigimos nuestra mirada en ese «hacer». Sin embargo, la formulación de Aristóteles está situa­ da en un territorio totalmente diverso de aquel en el que se mueve el platonismo, aunque, indudablemente, recoge algu-

Aristóteles yla ética de la «rous»

ñas de sus orientaciones. Son las condiciones de posibilidad de la existencia, el espacio concreto en el que se configura la vida humana, donde se «realiza» la bondad. Semejante a cualquier otra forma de actividad que «maneje» la materia como el alfare­ ro moldea el barro, la práctica de la justicia se «hace», también, en la «materia» de la vida, en el espacio donde se alza la experien­ cia, en la relación determinada con los otros hombres, con los «actos» de los otros. Esta «aquendidad» de la arelé somete el obrar humano a los límites reales en los que se circunscribe la vida. Por ello, Aristóteles habrá de referirse necesariamente a ese territorio concreto donde tiene lugar el vivir: el territorio de la polis. Es preciso, por ello, que el legislador configure las institu­ ciones que permiten el desarrollo y cultivo de la ateté. Porque la praxis de la justicia, como la del artesano, requiere, en la socie­ dad, las condiciones concretas que la posibiliten. Esas «energías» necesitan el adecuado espacio para su realización. Y un espacio adecuado quiere decir un espacio en el que no se dé, simplemente, la posibilidad de la praxis, sino la «btiena» posibilidad. «Tocando la cítara se hacen tanto los buenos como los malos citaristas [...] Si no fuera así, no habría necesidad de maestros, ya que todos serían de nacimiento buenos o malos. Y lo mismo ocurre con las virtudes: es nuestra actuación en nuestras transacciones con los demás hombres lo que nos hace justos o injustos» (E. N., II, 1, 1103b8-15). Estas condiciones de posibilidad, donde hacen aparición la sociedad y la historia, no sólo amplían el horizonte de la vida, sino que incluyen en ella una concreta forma de temporalidad. El maestro que aparece en el texto de Aristóteles encarna la «experiencia» del tiempo pasado. Su misma corporeidad incluye el tiempo como memoria, como facilidad que posibilita el progreso del discípulo. En esa tempo­ ralidad se enhebran los distintos individuos que forman la histo­ ria, y en ella el aprendizaje marca el camino de una fecunda con­ tinuidad. El tiempo de cada presente se articula así no sólo en la sucesiva entrega de una vida conectada con otra, sino que tam­ bién la realidad objetiva, las cosas, van ciñéndose al tiempo de los hombres y consolidando en él la cultura. «Por consiguiente tiene una importancia decisiva el que ya desde jóvenes adquiramos tales o cuales hábitos» (E. N., II, 1,1103b24-25).

Memoria de ia Ética

El éthos se forma no sólo en la mera repetición, en el azar con el que la vida nos ofrece sus alternativas, sino en la actividad organizada y humanizada por la presencia del maestro, que con­ vierte la temporalidad en madurez. Habitar en la historia, arre­ batar el bien al distante universo de las Ideas, cuyo ser es única­ mente el ser del lenguaje, significa, además, ponerlo en las manos de los hombres y determinar su sentido8, la arelées el ins­ trumento decisivo de esta transformación. Sin ella, y sin la pecu­ liar manera como se constituye, los escritos éticos de Aristóteles seguirían anclados entre aquellos otros que pretendían mos­ trarnos cómo es el mundo. Pero al enseñarnos también cómo son los hombres y, sobre todo, cómo actúan, estamos forzados a trascender el dominio de la teoría «pues no invesdgamos para saber qué es la arelé, sino para ser buenos, ya que en otro caso sería totalmente inútil» (E. N., II, 2,1103b27-29). A pesar de esta declaración de principios, Aristóteles intenta una aproximación teórica al contenido de la arelé. La simple formulación pragmática que sitúa el bien en la esfera de su realización no impide una descripción que facilite su praxis. El lenguaje que describe un comportamiento o que analiza unos hechos supone ya un acercamiento, aunque sea de una mane­ ra esquemática (typó, E. N., I, 2, 1094a25), a la realidad descri­ ta. A través del lenguaje, y precisamente por su carácter inter­ subjetivo y, en consecuencia, abstracto, las acciones adquieren un nivel de universalización. Aquí se pone de manifiesto el lógos que abre, en el ensamblaje de experiencias que lo consti­ tuyen, la posibilidad de enriquecer esa experiencia en memo­ ria y de ampliar el hecho individual en síntesis colectiva. 8. El sofista Antifón expresa, en un texto muy significativo, ese carácter del hombre que necesita hacerse y desarrollarse en la existencia. Esc «hacer» es, com o la operación esencial del ser humano. Sin ella, sin la educación, el hombre aniquila su ser, «lo primero en los hombres es la educación. Pues cuando en cualquier cosa se crea un buen princi­ pio, será perfecto lo que resulte. Según sea la simiente que uno siembre cu la tierra, así hay que esperar que sea la cosecha. Y cuando en un cuer­ po joven se siembre una educación verdadera, es com o una vida que va continuamente brotando a lo largo de toda la vida, y nada pueden contra ella ni la lluvia ni la sequía» (H . Diels, II, Berlín, Weidmann, 1952®, pág. 365, B 6 0 ).

paideia,

Die Fragmente der Vorsokmtiker,

M

Aristoteies vía Etica de ia «poijs»

8 . «PA1DEÍA»

La construcción de la arelé en el difuso territorio de nuestra intimidad está siempre amenazada por el placer y el dolor9. Estos dos principios de la existencia circunscriben un espacio que coarta, en cierto sentido, el despliegue de la arelé. La arelé, en efecto, tiene que ver con los placeres y dolores ya que, par causa del placer, hacemos lo malo, y por causa del dolor, nos apar­ tamos del bien. De ahí la necesidad de haber sido educados de cierto modo ya desde jóvenes, como dice Platón, para complacerse y dolerse como es debido: en esto consiste la verdadera educación (E. N., II, 3,1104bI0-13). Por consiguiente, educar implica una mutación en la natural tendencia a considerar el placer y el dolor como los dos únicos guías posibles en el despliegue de la vida. Es cierto que estos dos principios, conductores de la naturaleza, no pueden rechazarse. La larga discusión que, en la Academia y en el iáceo, se lleva a cabo en torno a estos conceptos indica hasta qué punto se tuvo consciencia de su importancia. Con ello, la filosofía de los griegos puso de manifiesto que la especulación sobre la praxis partía de una observación y una experiencia que, transmitida por el len­ guaje, brotaba del hombre mismo, de su constitución corporal, de la realidad originaria, sin prejuicios que impidiesen esa mira­ da que fue, en principio, el origen de la Tkeoría. Pero en el mundo de la cultura, en el mundo creado por el hom­ bre, el placer y el dolor no expresan únicamente las reacciones 9. «Cuando los hombres investigan acerca de las leyes, casi todo su exa­ men tiene por objeto los placeres y los dolores que se dan en las ciudades y en la vida de los individuos. Esas dos son, en efecto, las dos fuentes que manan y corren por naturaleza y de las que bebiendo la debida cantidad en el lugar y el tiempo que procede, resulta feliz lo mismo la ciudad que el individuo y, en general, todo ser; y el que la bebe sin conocimiento »■fuera de sazón lleva existencia enteramente opuesta a la de aquél» (P latór, 1,636d, traducción castellana de M. E. Galiano yj. M. Pabón).

Ijyts,

Memoria de la Ética

del cuerpo y los sentidos. De lo contrario, no podríamos salir de la misma naturaleza. La vida del hombre es, necesariamente, una tensión por liberarse del encierro que el cuerpo como tal cuer­ po, o sea como mera animalidad, significa. Aunque esas dos «fuentes de la vida» sean imprescindibles para mantenemos uni­ dos al inmenso círculo de la physis, el suelo de la cultura, exclusi­ va creación humana, se ha extendido ya por un espacio demasia­ do amplio como para reducirlo a las fronteras donde el hombre recibe sólo el mensaje de la naturaleza. £1 placer y el dolor han matizado y enriquecido tanto sus significados, que necesitamos códigos mucho más complicados que la admirable pero monóto­ na norma de los sentidos y la carne. Precisamente a este origen quiso volver Epicuro, en el momento en que la cultura, la políti­ ca, en una palabra, la «ideología» habían enturbiado ya los con­ tenidos de la arelé. Sin embargo, cuando Aristóteles piensa su ética, y a pesar de las profundas mutaciones políticas, al menos por lo que se refiere a la evolución de la teoría, se vive un momento de plenitud. La tradición sofistico-platónica había planteado una serie de problemas que, surgidos de la misma matriz de la historia, impulsaron un momento ejemplar de refle­ xión filosófica, de maduración cultural. 1a arelé una forma de pensar el placer y el dolor en el espa­ cio de una naturaleza que se modifica y enriquece por la paideía. Nacer en la polis es algo más que nacer en la matriz de la physis. Lo hermoso, lo conveniente y lo agradable, que son objeto de prefe­ rencia, como sus conU~arios, lo feo, lo dañino y lo penoso son objeto de aversión, marcan ya unas determinadas modulaciones a los principios de placer y dolor. £1 animal que habla, reacciona ante estímulos más complejos (Política, 1,2,1253al0-18) Pero así como la naturaleza puede comunicarse por medio del placer y el dolor, el hombre no posee «naturalmente» un código que le permita orientarse, con seguridad, en ese domi­ nio esencialmente humano y que Aristóteles delimita con tér­ minos como justo e injusto, bien y mal. Desplazado del seguro pero estrecho recinto de la naturaleza, el hombre tiene que inventar determinados instrumentos que le conduzcan por el inestable reino que él mismo ha creado. Lo justo y lo injusto, el bien y el mal, han surgido en la historia y en el lenguaje.

Aristóteles vla étila de la «polis*

Condicionan el comportamiento, definen y alientan la vida; pero el fundamento sobre el que se sostiene ese nuevo territo­ rio carece, a su vez, de algo que lo justifique y confírme. Las palabras que han permitido ese desplazamiento más allá de los confínes de la naturaleza necesitan una reflexión continua, un contraste que, en cada situación histórica, en cada momento de la existencia individual, deje confluir en ellas las tensiones rea­ les del tejido colectivo que las ensambla. Ese contraste ha de estar en la naturaleza misma del hombre, como un complemento añar dido a ella; pero identificado, hasta cierto punto, con el proceso mismo en que esa naturaleza se constituye. Por eso, tanto Aris­ tóteles como Platón habrían de insistir en la educación desde la infancia (paideía). Al desarrollo «innato» de la naturaleza, hay que irlo acompañando con otro proceso en el que esa naturaleza va preparándose para ser habitante también del dominio de la cultura, de la sociedad, de las palabras. Esa «habitación» constitu­ ye, precisamente, el éthos. Cuando la paideía ha podido intervenir en el desarrollo de la naturaleza, el éthos se va adecuando a algo más que los meros instintos de pervivencia. En la paideía se inte­ gran las experiencias de la comunidad y el poder del lenguaje para admitir o rechazar aquellos contenidos que, de alguna forma, gravitan sobre los conceptos. Esa inestabilidad y, al mismo tiempo, esa libertad han de encontrar en la aretéeI instrumento que las consolida y orienta. 9. El. «I.OGOS» DE LA «ARETÉ» Después de esto tenemos que considerar más detenidamente qué es la areté. Como es sabido, hay tres cosas que pasan en el alma: ‘pasiones’ (páthe), facultades’ (dynámeis) y 'hábitos’o modos de ser (héxeis). La areté tiene que perte­ necer a una de ellas. Entiendo por pasiones: apetencia, ira, miedo, atrevimiento, envidia, alegría, amor, odio, deseos, celos, compasión y, en general, todo lo que va acom­ pañado de placer y dolor. Porfacultades aquellas en vir­ tud de las cuales se dice que nos afectan esas pasiones, por ejemplo, aquello por lo que somos capaces de airamos o

MKMORJA I1K. 1A ÉTICA

entristecemos o compadecemos; y por hábitos aquello en virtud de lo cual nos comportamos bien o mal respecto de las pasiones; por ejemplo, respecto de la ira nos comporta­ mos mal, si nuestra actitud es desmesurada o débil, y bien, si obramos con mesura; y lo mismo con las demás (E. N., II, 5, 1105b 19-28). No se trata en este momento de descubrir de qué modo va sur­ giendo la arelé, sino de en qué consiste, qué es. Esta delimitación de lo que se «encierra» en la palabra tiene lugar en el espacio mismo que determina la lengua. Efectivamente, hemos dado nombre a ciertos «movimientos» y «reacciones» que ocurren en nuestra interioridad. Son respuestas del individuo a los estí­ mulos que vienen del mundo de la naturaleza o de la sociedad. Son formas de percibir la línea que demarca cada existencia frente a la realidad situada más allá de esa línea. La psychénom­ bra todo ese espacio interior del que somos conscientes. Yesa consciencia se hace expresión bajo los nombres que matizan nuestra manera de apropiarnos de lo real. A través de ellos sig­ nificamos ese enuamado que se llama vida y coloreamos la monotonía de los instintos con aquellos tonos que tiñen nues­ tra instalación entre las cosas y los hombres. El «estar en el mundo» se aprecia desde ese dominio en el que se asienta la posibilidad. Estas distintas modificaciones liberan al hombre de la uniforme presencia de todo aquello que podría afectarle en un unívoco engarce con el placer o el dolor. En esta gama de afecciones y posibilidades no entra todavía el bien o el mal. En el nivel del cuerpo, el placer o el dolor podría, tal vez, significar algo parecido a lo que esas dos palabras expre­ san. Pero un cuerpo entretejido en una retícula social, percibien­ do el mundo desde el polícromo latido de sus afectos, abierto, en el lenguaje, a la comunicación con otros hombres, se encuentra proyectado hacia un espacio en el que es preciso construir una forma «intersubjetiva» de placer y dolor. El bien y el mal son, tal vez, los reflejos colectivos de esas elementales afecciones que nos hablan, primero, en los confines inmediatos del cuerpo y la indivi­ dualidad. Traducido al lenguaje social y forzados a obrar en este ámbito, el bien y el mal se refieren a abstracciones que regulan y

Aristóteles y la ética de la «poijs »

sistematizan las formas en que podemos instalarnos en lo colecti­ vo, sin desgarrar el tejido que lo constituye. Esa instalación es posible porque la «elegimos». En ello estaba, precisamente, lo que diferencia a las pasiones de esas formas de poseer el mundo que Aristóteles llamará ‘hábitos’ (héxeis) (1106a4-5) y en los que situará la arete. El bien es, por consiguiente, una creación que, articulada en la despliega las posibilidades de realización de cada individuo entre las posibilidades de los otros. En este des­ pliegue la arrié funda su bien. Lo funda y lo produce. Cada histo­ ria individual adquiere así un compromiso colectivo, que se va «mejorando» por la corrección de un tógwjusto (orthós lógps) que nos conduce a través de las tensiones que residen en esa parte «irracional» del alma, y a través de la posible desmesura a la que nos amenaza el tráfago del mundo. De ahí que el lógm no pueda ser un producto estático de una lejana facultad. El fógrwse hace en el ejercicio de su propia justeza y «rectitud», de su propio e incesante dinamismo. El problema de la mesura, del término medio entre extremos, alude a ese carácter «intermediario» del lógps, a esa situación «in­ termedia», en la que cada individualidad se encuentra. Ni fines en nosotros mismos, ni receptores pasivos ante la «influencia» de las cosas y el mundo. Ni origen, ni destinatarios exclusivos y últi­ mos de los mensajes de la realidad. En este proceso de media­ ción, el individuo tiene, necesariamente, que sentirse parte de un complicado organismo. La tragedia, incluso la tradición épica habían mostrado el lugar que ocupaba cada protagonista en la madeja de fuerzas que configuraban la vida. Este individuo atra­ vesado por ajenos poderes tenía que aprender a mantener un equilibrio entre ellos. La vida es el resultado de ese equilibrio, y el «saber» elegir es el ejercicio continuo de esa mesura. Con su teo­ ría del mesotés, Aristóteles fue consciente de esa doble ciudadanía del hombre. Por un lado el dominio de todo aquello que, con más o menos precisión, se agrupa bajo el nombre de irracional. Por otro lado, ese poder «centrador» del tógos, de la reflexión y la «medida». En la consu ucción de un ámbito colectivo en el que cada individualidad se vea comprometida, no cabe sino estable­ cer el equilibrio de las tensiones que, sin embargo, tienen que existir para lograrlo.

M e m o r ia

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É t ic a

La definición de aretf va a recoger algunos de estos compo­ nentes. Se trata de sintetizar una fórmula, después de los análisis a que la experiencia de la vida nos somete, en la que pueda refle­ jarse esa experiencia. El desarrollo de una historia, el lento pro­ ceso de la maduración de aquellos comportamientos que ya se iniciaron en la primera etapa de la existencia, se cuajan en un simple dictamen, en una titearía, «medio» también de comunica­ ción. Al reflejarse en el lenguaje, procesos que no son origina­ riamente lingüísticos, comenzamos a descubrir que todo acto individual, toda experiencia, está, necesariamente, «condena­ da» a reproducirse y transmitirse. Y esto, únicamente puede tener lugar si arrancamos las experiencias del exclusivo espacio del cuerpo y las sumergimos en el más etéreo y, al mismo tiem­ po, más claro universo de la inteligencia y del saber. «Es, por tanto, la areléun hábito selectivo que consiste en un tér­ mino medio relativo a nosotros, determinado por el lagos y por aquello por lo que decidiría un hombre prudente» (E. N., II, 6, 1106b35-l 107al). El que la arelésea un hábito, una modificación del ser, quiere decir que su origen se encuentra en un proceso de asimilación y apropiación. Incorporamos a la naturaleza «modos de obrar» que hemos adquirido en el ejercicio de nuestras posi­ bilidades. En el hecho de que el mundo se presente como posibi­ lidad consiste el carácter «selectivo» de la arelé. Pero elegir no supone que en todo momento tenga que llevarse a cabo un pro­ ceso, y que cada elección sea su propio origen. Los actos selecti­ vos brotan de un hábito, de una facilidad para obrar, en la que se han integrado ya la experiencia y la memoria. Pero esas eleccio­ nes no fluyen del automatismo que la héxis, el hábito de obrar, ha impreso en nuestras formas de comportamiento. En torno a los momentos concretos en los que hay que elegir, el lógos, el sentido de las elecciones y la inteligencia que determina su conveniencia constituyen también momentos esenciales en ese estadio de la práxis.

10. La «praxis» de la «ajreté»

La definición insiste también en el polémico término de mesotés. En este contexto aparece aún más claro algo del significado que |74|

Aristóteles vla ética de ia - pous-

Aristóteles le otorga. La experiencia de la hybris, del exceso, tal como la tradición literaria y los ejemplos de la historia manifies­ tan, sitúan a la existencia humana en los límites próximos a su desaparición. La tensión que imprime el héroe, el personaje trá­ gico, no puede sostenerse en una sociedad que se había ¡do for­ jando en el ejercicio del diálogo. El pros hemos, la referencia antropocéntrica («un medio en relación a nosotros»), sumerge la arelé en el plasma humano común. El héroe, el ideal que encaman los personajes trágicos —Orestes, Antígona, Electra—, está situado en una frontera en la que apenas cabe «mediación». En ella, la tensión provocada por el caso «singular» arrastra esa singularidad, a pesar de su posible grandeza, al otro lado de la «normalidad», y fuera, por consiguiente, de la norma a la que lo colectivo tiene que adecuarse para elaborar el contexto de su supervivencia. El ideal del niesotés hace juego con ese hombre inteligente, sensato, el phrónimos, expresión de la cordura, de la aceptación del lógos, del diálogo, de lo «común». El phrónimos ejerce su inteligencia limitándose (oríseien), o sea, examinando, analizando y mediando en lo real. Cada uno de sus actos es «res­ ponsable». En ellos resuenan los ecos del espacio «total» en el que denen sentido esos actos. De esta manera, la arelé tiene que ver con los fines, o sea, con los sentídos totales de la vida. «Ahora bien, la areí^produce el fin o los medios que conducen a él? Nosotros establecemos que produce el fin, pues no se trata ni de un silogismo ni de un razonamiento, sino que, de hecho, debe ser tomado como un principio» (K E., II, 11, 1227b24-25). Efectivamente, la arelédebe «construir» el horizonte último de fina­ lidad. No es una supuesta escala de fines establecidos como hori­ zonte último de referencia, sino un origen, una arché. Por esojuzga­ mos la cualidad de un hombre por su manera de elegir, no por lo que hace, sino por qué causa lo hace (1227b4445). Esa es la razón por la que se alaba o se censura a los hombres. Se consideran sus intenciones, más que sus obras. Por mucho que la enérgña$e& prefe­ rible a la arete—se puede ver alguien forzado a hacer algo malo—, nadie puede obligarnos a «elegir» lo malo. Ypuesto que no es fácil ver la «cualidad» de la elección, tenemos que juzgar su carácter por los hechos observados. La «actividad» será, pues, preferible, pero la «elección» es más laudable (1228al y ss.). Efectivamente, la

Memoria dk ia Etka

actividad es el origen de la vida. Sin esa enérgña, nada tendría sen­ tido ni sería posible. Pero la actividad, las obras, lo que los hom­ bres deciden y hacen, ha de estar fundado en un principio inte­ rior que «no es fácil de ver» (lo me radian einai idein), pero que concede a esas obras el último y original fundamento de su bon­ dad. Detrás de ese inacabable universo de la acción, detrás de los hechos y las palabras, ha de radicar una determinada estructura que se enhebre con ese complejísimo tejido extendido a través de la enérgna, de las érgay, en definitiva, de la vida de los hombres. «La función del alma es hacer vivir, y esto consiste en un uso y un estar despierto (pues el sueño es una especie de inactividad y de reposo); por consiguiente, ya que la ‘función’ (érgon) del alma y de su arelé os, necesariamente, una e idéntica, la función de la areléserá una vida buena» (E. E., II, 1, 1119a24-27). la nn»//pres­ ta, pues, «cualidad» al incesante fluir de la vida y la consciencia. Obras y acciones no pueden regirse, exclusivamente, por ese primado del tiempo y de la vida. En el fondo de la teoría de la areté yace un principio «interior» a la existencia misma, cons­ umido en cada instante, en cada elección, en cada decisión. So­ metido a la «improvisación» de la existencia, amenazado siem­ pre por la fortuna y el destino, el hombre tiene que edificaren sí mismo una héxis, una memoria levantada sobre la base del ejer­ cicio «recto e inteligente», y que comporte una cierta solidez ante el fluir continuo de elecciones y acciones. Esta es la teoría, la estructura ideal en la que lo real debería encauzarse, sabiendo, tal vez, que nunca o pocas veces se acerca a nosotros el mundo en esa disponibilidad que la teoría sueña. Ni siquiera nosotros mismos somos capaces de distinguir esos nive­ les de una consciencia que nos describe y dibuja los pasos de la posible elección. Aristóteles establece, sin embargo, el principio «ideal» de que todo lo que hacemos no será justo ni bueno si el qtte hace algo no está en cierta disposición al hacerlo, es decir, en primer lugar, si sabe lo que hace, luego si lo elige y si lo eligepor sí mismo, y, en tercer lugar, si lo hace confirmeza e inquebrantablemente. Estas condiciones no cuentan para la posesión de las demás artes, excepto el conocimiento mismo; en cambio, para las virtudes el conocimiento tiene poco o nin-

Aristóteles vla etka de ia «k h js -

gibi peso, mientras que las demás condiciones no lo tienen pequeño sino total, ya que surgen, precisamente, de realizar muchas veces actosjustos y moderadas. Así, las acciones se Hamanjustas y moderadas cuando son tales que un hombrejusto y moderadopodría realizarías, y esjustoy moderado no d que las hace, sino el que las hace como las hacen losjustos y mode­ rados. Se dice bien, pues, que realizando accionesjustas se hace unojustoy moderado;y sin hacerlas, nadiepodría llegar a ser bueno. Pero la mayoría no practica estas cosas, sino que refugiándose en el lógos, creenfilosofar y poder Uegar asi a ser hombres cabales. Se comportan como los enfermos que escuchan con atención a los médicos, pero no hacen nada de lo que les prescriben, y así como estos pacientes no sanarán del cuerpo con tal tratamiento, tampoco aquéllos sanarán el alma con talfilosofía (E. N., II, 4,1105a30-l I05bl8). El principio de la ética queda, pues, sometido una vez más al principio de la praxis. Es verdad que esos pasos previos de conoci­ miento y seguridad en las acciones implican un cierto predomi­ nio del saber, un privilegio de la vida intelectual sobre oü os tipos de vida; pero el carácter antropocéntrico, al que tan insistente­ mente vuelve Aristóteles, descubre el contenido real de todas sus propuestas. El orden del conocimiento no basta para conducir la vida Ciada momento de ella nos lanza hacia un determinado proyecto, hacia una elección. En medio del mundo, y a pesar del privilegio de la vida teórica, no podemos refugiarnos en el recur­ so supremo de la contemplación. Incluso en este momento final de la Etica Nicomáquea, cuando Aristóteles acaba de mostrar que la mayor felicidad es la timaría, tiene que reconocer que el hom­ bre, que ha puesto su vida en la teoría, por ser hombre tendrá necesidad del bienestar externo, ya que nuestra naturaleza no se basta a sí misma para la teoría, sino que necesita de la salud del cuerpo, del alimen­ to y de los demás cuidados. Pero no se ha de pensar, cierta­ mente, que no pudiendo alcanzar lafelicidad sin los bienes exteriores, el que quiera ser feliz los necesitará en gran número y calidad, pues la autarquía y la praxis no requie-

Memoria de la Ética

ren superabundancia de ellos, y sin dominar el mar y la tie­ rra se pueden hacer cosas hermosas [... j tratándose de cuestiones prácticas se juzga por los hechos y por la vida (E. N., X, 8 ,1 178b34-1179al9). De nuevo, la tensión entre esas dos ciudadanías del hombre, la práctica y la teórica, y de nuevo, esa medicación de la mesura y el equilibrio que sosiega y permite la vida. De todas Formas, el modelo práctico es también, a su manera, un modelo teórico, porque esa consciencia vigilante, que establece un nuevo tiem­ po a este lado del tiempo, que acelera la urgencia del curso de lo real, es difícil de mantener. El peligro del adormecimiento, de la inconsciencia, del rutinario transcurrir de los días, sumerge la vida en una trivialización próxima también al nivel de la natura­ leza. Pero, además, la actitud vigilante de una consciencia que, en cada momento de su Huir, tuviera que llevar a cabo esos pro­ cesos de reconocimiento, de intencionalidad que requiere la verdadera elección, apenas si es posible. Tampoco lo real apare­ ce en circunstancias que permitan que, en cada uno de los momentos de esa «apariencia», hayamos de decidir cuestiones extremas en las que poner a prueba la arelé. Por ello, tal vez sea la bondad de las acciones algo que conviene situar en una héxis, en aquello que se ha ido adquiriendo y que se «tiene», en un principio motor que, como el de la naturaleza, actúa «habitual­ mente» desde el fondo mismo de la psyché. En este sentido la feli­ cidad se extiende más allá del principio del placer. El placer está unido al tiempo, es homogéneo a él, como es homogéneo el aire a los pulmones que lo respiran. Cada exhalación es un lati­ do de la vida. Pero la eudaimonía, como la areté, se extiende inclu­ so a esos puntos muertos en los que apenas somos conscientes de que vivimos. Es ella la que une los distintos momentos que constituyen el existir. Efectivamente, «obrar bien y vivir bien son lo mismo que ser feliz, y cada uno de estos términos, la vida y la acción, son un ‘uso’ (chréxis) y una ‘energía’ (enérgeia)» (E. E., II, 1,1219b 1-3); pero no hay felicidad ni en un solo día, ni para los niños, ni para ningún determinado periodo de la vida. Por eso es exacta la opinión de Solón, que Aristóteles recuerda, tomán­ dola de Herodoto (1,32-33), de que no se debe llamar feliz a un

ARISTÓTEIJ-S V Í A ÉTICA DE LA «POLIS»

hombre mientras vive. La felicidad es por consiguiente una tota­ lidad, como es también una totalidad la arelé. Esa vida entera supone un ejercicio superior del lógos. El sen­ tido de los actos no puede medirse sino en función de un con­ texto total. Por consiguiente, aunque la vida pueda, en buena parte, transcurrir por senderos monótonos, y aunque conti­ nuamente estemos amenazados por la «indiferencia» o trivialización, la arelé «construida» en el alma, la eudaimonía que se extiende y completa en el tiempo, permiten establecer las bases esenciales para la estabilidad de la bondad. 11. El. «BIEN APARENTE» Arelé y eudaimonía son, hasta cierto punto, las estructuras que ofrecen, en la vida, un principio de solidez y continuidad. Porque el bien está esparcido entre las alternativas y las circuns­ tancias que condicionan la existencia. Vivir en el mundo es estar condenado a su esencial inestabilidad. Uno de los conceptos más interesantes de la ética aristotélica es, precisamente, el de «bien aparente» (phainómenon agathán) (E. N., 111, 4, 1113al5). Porque si se dice que el objeto de la voluntad es el bien, cual­ quiera que ejercite esa voluntad tendría, necesariamente, que elegirlo; pero la experiencia nos enseña que esto no es así, luego no hay nada deseable por naturaleza, ni, por consiguiente, tam­ poco puede establecerse un ideal de bien. El bien está, pues, sometido a su apariencia, y la apariencia está, a su vez, condicio­ nada a la inteligencia y la voluntad de aquel ante el que un supuesto bien aparece. Es el hombre quien construye el bien, quien proyecta su idea. No sólo la vida presenta múltiples alter­ nativas, entre ellas la de hacernos discurrir sin tomar conscien­ cia de ese discurso, sino que también en la esencia misma de todo lo que hacemos se ocultan aquellas «apariencias» que in­ ventamos para obrar. El bien se produce en ese territorio inter­ medio entre las cosas y la mente. Invento de nuestros deseos y de nuestra arelé, la «apariencia» del bien pone de manifiesto la fra­ gilidad de todos aquellos principios en los que, tal vez, podría sustentarse el viejo doctrínarísmo de los conceptos inmutables, desprendidos de la consciencia y de la historia.

Memoria de ia Etica

Por ello es preciso estructurar ia «máquina» de la bondad; por eso es preciso una paideía, una formación del ánimo desde la infancia, una colaboración con aquellos que supieron inventar, comunicar y hacer viable su bondad. El tiempo de ese deseo que aspira al bien tiene que encontrar una determinada forma de sin­ cronía con ese otro tiempo en el que transcurre la historia de los otros, la relativa historia «total», única capaz de transferir ese bien, que «aparece» en el clausurado dominio de cada cons­ ciencia, hacia el más amplio espacio de lo social. Previa a esa apariencia, Aristóteles reclina, en la «responsabilidad» de cada hombre, el modelo de la bondad. Efectivamente, ese «bien apa­ rente», glosado en el alma del «bueno», encuentra en ella la conjunción que le permite convertirse en modelo. El alma buena es entrevista ya en Aristóteles como un principio funda­ mental de la ética. El hombre bueno convierte en bien «que ver­ daderamente lo es» el posible bien aparente. Proyectado en el espejo de la propia consciencia, la niebla de la «apariencia» se disipa por la mirada del que ha sabido construir, en sí mismo, ese contraste con el que continuamente se mide la bondad. Lo mismo pasa tratándose de los cuerpos; para los bien constituidos es sano lo que verdaderamente lo es, pero no así para los enfermizos, y lo mismo ocurre con lo amargo, lo dulce, lo caliente, lo pesado y todo lo demás. El bueno, efectivamente, juzga bien todas las cosas y en todas días se le aparece la verdad. Para cada carácter hay bellezas y agrados peculiares y, seguramente, en lo que más se dis­ tingue el hombre bueno es en ver la verdad en todas las cosas, siendo, por decirlo asi, el canon y la medida de ellas (E.N., III, 4, 1113a25-32). No es preciso, en este momento, establecer relaciones con famosas teorías morales, que vendrían muchos siglos después, para descubrir la posible «modernidad» de esa ética de la tem­ poralidad y de la consciencia y donde tan claramente se pone de manifiesto qué es, realmente, lo que su creador entendió por «filosofía de las cosas humanas». Porque, efectivamente, no se trata aquí de reconocer precursores de otros momentos más M

AiaSTÓrKLESYLAÉIIGADELA -POLIS»

maduros en el desarrollo de la llamada filosofía moral. Como en tantos otros pasajes, la ética de Aristóteles es aquí también refle­ jo de un determinado momento en el despliegue de las ideas y de la historia, y un paradigma que sirve, en esa lucha por diluir los viejos mitos de la inmutabilidad y la permanencia, denuo de las modestas pero reales condiciones de la temporalidad. 12. C onocimiento y pasión

Hay dos especies de virtud: la ética y la dianoética. En efecto, alabamos no sólo a losjustos sino también a los inte• ligantes y sabios. Pues hemos supuesto que lo digno de ala­ banza es la virtud (areté) o la obra (érgon), y estas cosas no son actividades o energías (enérgeiai), sino fuente de actividades. Y puesto que las virtudes dianoéticas van acompañadas de lógos, éstas pertenecen a esa parte que ¡o tiene (racional); en cambio, las virtudes éticas pertenecen a la parte que no tiene lógos (irracional), que a pesar de ello, por su naturaleza, es capaz de seguir a la parte racio­ nal. Por cierto que no describimos el ‘carácter’ (éthos) de un hombre diciendo que es sabio o hábil, sino que es bené­ volo o atrevido (E. £., 11,1,1220a4-13). La virtud ética no se produce en nosotros por naturaleza, sino, como su mismo nombre lo indica10, por la costumbre; de la misma manera que las virtudes dianoéticas se nutren de la enseñanza, de la experiencia y del tiempo. Esas virtudes o excelencias sobreañadidas a nuestro ser son obra del tiempo, que ha ido mol­ deando esos hábitos por medio de los que la naturaleza adquiere 10. Al comienzo del libro II de E. N., Aristóteles hace derivar el éthos del éthos, o sea el «carácter» de la «repetición de actos que lo constituyen», del hábito o de la costumbre. «Existen, pues, dos clases de virtud, la dianoética y la ética. La dianoética se origina y crece principalmente por la enseñanza, y por ello requiere experiencia y tiempo; la ética en cambio procede de la costumbre, como lo indica el nombre que varía ligeramen­ te del de ‘costumbre’ (1103al 4-18). Efectivamente, la diferencia reside en las vocales iniciales, larga y corta respectivamente y con que se escribe el vocablo.

(ethous)*

(eta épsibn),

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determinadas cualidades y se humaniza. Aristóteles describe, minuciosamente, una serie de virtudes que expresan esa posibili­ dad de modificación de nuestra naturaleza. La «virtud del éthox» se entrelaza así con esas partes irracionales del alma que, sin embargo, son capaces de obedecer a la razón. Estos elementos pasionales (pathe) del hombre hacen que seamos capaces de vivir la realidad desde determinados niveles de la afectividad. La arelé es, en cierto sentido, la posibilidad de domeñar ese disperso teji­ do de tensiones que configuran el espacio de la psyché. Esta manera de estar situados en el mundo supone también el verda­ dero carácter de eso que se llamará arelé. No podemos construir un mero esquema teórico por el que regir nuestras acciones. Tenemos que contai' siempre con el entramado de pasiones y afecciones que condicionan la percepción de lo real. Pero este estado «salvaje» de nuestra posibilidad humana es, efectivamen­ te, una posibilidad. Lo real es la naturaleza; pero su desarrollo histórico ha ido determinando esos espacios de ambigüedad a través de los que se proyectan las pasiones y en los que, en el tiem­ po de cada vida, alcanza a instalarse la arrié. En la construcción de los hábitos que forja la arelé, entra ya un elemento intelectual y, por consiguiente, una perspectiva que es la que permite «ha­ cerse» con la pasión. Nuestro contacto «pasional» con el mundo tiene que «medirse» en función de un sistema de relaciones con­ trolado por ese carácter «medial» del ser humano. La pasión como tal es infinita. La misma índole que la constituye produci­ ría el desgarro del tejido social en el que, precisamente, la pasión actúa. Los excesos o defectos, en los que se desplazan las estruc­ turas pasionales, tienen que encontrar una medida que oponga, a esa posible infinitud, el contraste de una determinada y concre­ ta situación. Esta topología la despliega, en primer lugar, el cuer­ po, sus propias limitaciones, su propia historia. La corporeidad aglutina un peculiar código, donde la naturaleza se confunde e integra con la historia y con el pasado. Pero, además, esta media­ ción y limitación del cuerpo está ya, de alguna forma, orientada por el imperio del saber y de la razón (epistémekai lógos). Las pasio­ nes chocan, pues, con esta estructura común que el logas aporta. Con él nos hemos desplazado ya desde el nivel individual al espa­ cio colectivo que habrá de configurarse como polis. La areléserá, |82|

Aristóteles vi a ética de la - poijs-

así, la piedra fundamental del dominio común de la ciudad, de la sociedad. Las virtudes del Sthosconstituyen formas con las que, en vistas a un bien, integramos nuestros actos en un espacio compartido. El élhos bueno se hace, pues, en esa práctica que nos posibilita la sociedad. Todo el cuadro de virtudes que Aristóteles expone —valor, magnanimidad, amabilidad, sinceridad, pudor, valen­ tía, dignidad, firmeza, etcétera— sólo puede originarse en relación con los otros. Su configuración es una configuración social. Son virtudes del individuo, actúan desde él y se identifi­ can con él. Pero los límites de su ejercicio han sido marcados en el contraste con lo otro, que se presenta como espacio de la polis. Por eso la virtud, la excelencia que nos levanta por enci­ ma de la naturaleza, comporta siempre la enérgeia, la actividad. Aunque sean héxis, posesión y tenencia, sólo aparecen en el contexto de aquellas actividades a que nos mueven las deter­ minadas funciones en que se realiza el vivir. Al lado de estas virtudes que se consolidan en el élhos, y que, por tanto, son una especie de morada para aposentar los modos de percibir y actuar en el mundo de los otros, Aristóteles ha descrito otras formas de relación que no tienen que ver con el éthas, sino con el pensamiento (diánoia). Su objeto es la realización de la ver­ dad (alétheia). Son, por consiguiente, formas de «conocer» que no implican, en principio, la tensión concreta que la virtud ética define. Afirmar o negar (kalaphánai kai apophánai) son las formas en que se determinan esas virtudes dianoéticas. Pero estas virtu­ des expresan también una determinada proyección del hombre: su relación con la verdad (aletkeúei). Con este término la psyché sale, hasta cierto punto, de la clausura a la que el élhos la había sometido. Es cierto que esta sumisión «humanizaba» la naturale­ za, al prestarle un colorido en el que se manifiesta y expresa la cultura. En ella el hombre se refleja a sí mismo, deja constancia de su manera de ser, reduce a símbolos los originarios principios de la necesidad, el egoísmo, la generosidad. Pero, también, queda apresado por las cosas mismas, entre ellas su propio cuer­ po, que diluyen sus límites en los esquemas de una sustancialidad colectiva que se apodera, incluso, de su propia individualidad. Es cierto que esa forma de integración se «cualifica» en cada caso M

Memoria df. ia Ética

por la tuerza de cada arelé. Esa proyección de lo individual en lo colectivo no se realiza con el automatismo con el que la naturale­ za se manifiesta; pero, a pesar de ello, es un condicionamiento muy preciso que no puede separarse, plenamente, del ámbito general: el éthos, que le presta su sentido. Lo dianoético, sin embargo, no es objeto de reflejo, sino que es el reflejo mismo. Su relación con los objetos se lleva a cabo, fundamentalmente, por medio de la afirmación o negación (kalaphánai-apophánai). Por eso tiene relación con la verdad. Pero, al mismo tiempo, realizar la verdad quiere decir estable­ cer entre el hombre y el mundo una nueva forma de posibili­ dad. Una posibilidad a cuya esencia corresponde la espera de ese determinarse, exclusivamente, en el espejo de su afirma­ ción o de su negación. 13. «Téchne», saber y deseo El érgon de todo aquello que tiene que ver con lo noético es la verdad. Al afirmar o negar se realiza un determinado proceso de creación. Pero este proceso presenta distintos aspectos según sea la arelé que en él intervenga. Aristóteles describe, detalladamente, estas cinco formas de virtud, que son: téchne, epistéme, phrónesis, sophía, noús. La téchnees una disposición creadora (poietiké), acompañada de un lógoso razón verdadera. La peculiaridad de esta forma de pro­ ducción tiene que ver con la génesis de algo. Por consiguiente, ejercer la téchne es ver cómo puede producirse aquello que es susceptible tanto de ser como de no ser, y cuyo principio está en el que lo produce y no en lo producido. La perspectiva noética domina en esta interpretación de la posibilidad de crear. La téch­ ne no actúa sino sobre la ambigüedad, o sea sobre aquello que aún no dene determinación alguna en relación con el ser que va a llegar a ser. Una vez realizado, podría haber sido de otra mane­ ra. Por eso, el arte, la téchne, dene que ver con el azar, con la lyche. El supuesto carácter «édco» de esta forma de insertar en lo real una realidad disdnta que no dene en sí mismo, como la physis, la raíz de su concreta enddad, consiste en esa razón verdadera que determina su modo de producción. La razón verdadera o lagos M

Aristóteles vla ética de ia - poijs»

alethes quiere decir que la existencia de aquello creado por la téchne entra a formar parte de un esquema general que, en su afirmación, en su nuevo ser, desarrolla una forma de sentido y de racionalidad. En este primer nivel en el que comienzan a determinarse las virtudes dianoéticas se plantea el problema de en qué consiste su carácter de «virtud» y qué clase de bien es aquel sobre el que esta dianóesis se proyecta. Aristóteles establece un paralelismo entre la árexis y la diánoia. El sentido y el «valor» del deseo se descubren por su rechazo o aproximación a algo (dioxis kai phygé). La árexis se confirma cuando persigue y consigue lo que desea. Este proceso es un componente fundamental de la vida. El mundo exterior nos arrastra en aquello que deseamos. Nuestra tendencia manifiesta indeterminación y necesidad, y la tensión que nos mueve es expresión de un diálogo que com­ promete, con nosotros mismos, todo aquello que no somos nosotros. Esta esencial inestabilidad que el deseo manifiesta descubre, a su vez, el movimiento que imprime en la psych¿e\ conocimiento y percepción de lo que nos rodea. Ser es desear. Cada supuesto momento «ontológico» de la realidad humana es expresión de la tendencia que lo constituye. Por ello, la ontología no puede serlo de un ente inmóvil. Ser es ser en el tiempo; discurrir, transferirse. Y es en el decurso de la tempo­ ralidad donde se clavan, con la órexis, todos aquellos «ahoras» en los que el ser tiende hacia otro y se completa en otro. En esta «tendencia» ha de darse una forma de bien. De lo contra­ rio no existiría el deseo, porque todo lo que deseamos lo inte­ gramos en un esquema de «bondad». El deseo, sin embargo, discurre, en el animal que tiene lógos, paralelamente a ese lógos. «Por eso la elección es o inteligencia deseosa (orektikós nous» o deseo inteligente (árexis dianoetiké), y esta clase de principio es el hombre» (E. N., VI, 2, 1139b4-5). La reflexión y todos los procesos dianoéticos, como tales pro­ cesos, no mueven nada; sólo aquel que está orientado fuera de sí mismo y es «práctico». La diánoia ‘práctica’ domina incluso al entendimiento creador, «y la cosa hecha (poietón) no es tilos absolutamente hablando —ya que es fin relativo y de algo—, sino la acción misma (praktón), porque es el hacer bien las

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cosas (eupraxia) lo que es télos y ese télos o fin es el objeto del deseo» (E. N., VI, 2,1139a35-l 139b4). En ese ser «compuesto» de deseo e inteligencia, se hace pre­ sente la especificidad de la existencia humana. Es difícil encon­ trar momentos en que, de alguna forma, no intervengan ambos componentes. Aristóteles, con esta «composición», ha compli­ cado, hasta cierto punto, la «teoría» platónica del bien, del conocimiento y de la participación o imitación; pero al estable­ cer esta «composición», no hace sino ser coherente con la famo­ sa definición del hombre como animal con lógps (Política, 1, 2, 1253al0). Efectivamente, la órexis tiene que ver con la «animali­ dad», constitudvo esencial del hombre. El logas, por cierto, no especifica una supuesta cualidad superior que «sublimase» todos los principios de la animalidad. El lógos está mezclado con ese nivel «inferior», con esas otras manifestaciones de la psycM. Sin embargo, podría fomentarse, en el hombre, esa tendencia que lleva a constituir lo intelectual como un momento supremo y separado. En este caso el entendimiento rige y controla lo infe­ rior. Pero ambas partes complementan el ser compuesto y tenso que es el hombre. Un último estadio podría también constituirse, acentuando en la existencia humana el lado cognoscidvo de su realidad. Al anali­ zar el comportamiento y los «hechos» descubrimos, en ellos, esas posibilidades o virtudes que, en principio, no arrastran, como arrastra el deseo. Sin embargo, también hay una forma de com­ promiso con un bien, que funciona «de otra manera». Aquí es donde aparecen las llamadas virtudes dianoéticas. Son virtudes que determinan acciones, y son proclives hacia una cierta forma de ese bien, «que como el serse dice de muchas maneras». El movimiento del alma está determinado por tres principios: sensación, ‘entendimiento’ (noüs) y ‘deseo’ (órexis). Ya hemos visto que el deseo rige una parte esencial de ese movimiento. No así la sensación, que aunque mueve, no mueve «humanamente» porque no es principio de praxis. La praxis requiere un cierto saber. Los animales tienen sensación y se rigen por ella; pero no üenen praxis; no conocen movimientos o comportamientos en el espacio de la ambigüedad y la elección. En el otro extremo, el noüs puede alcanzar, en una posible liberación de la órexis, la ape-

Aristóteles y ia ética de la - pous»

tencia teórica hacia el bien. Esa teoría, desprendida de la órexis, pero siguiendo el ineludible y determinante modelo que consti­ tuye por esencia al hombre, tiene también su momento de fuga o aproximación. La ñiga es la negación, la aproximación es la afir­ mación. Estas dos manifestaciones del noüs persiguen, a su mane­ ra, una especial forma de bien. La alélheia, la verdad, sería, en el dominio de la contemplación de la mirada, del mero reflejo, el equivalente a la «bondad». Ante ella no hay elección. En princi­ pio, no elegimos conocer, sino que conocemos. Para la elección no sólo se necesita el tiempo concreto que nos insta a un deter­ minado acto, sino que, además, tenemos que dominar tenden­ cias, deseos, opiniones que están presentes en la deliberación, y que prestan a la elección su posibilidad y finalidad. Pero en el conocimiento, en cuanto tal, ni siquiera en ese nivel de la téchne, funcionamos como «electores». 1.a téchne supone ya una estruc­ tura general, una héxis, que opera sin el concreto y tenso compro­ miso de «tener que elegir». El ser esto o lo otro, que se ofrece previamente a la téchne y a sus productos, implica una cierta liber­ tad o indiferencia, que constituye su carácter meramente intelec­ tual. Pero su sentido ha de establecerse bajo alguna directriz que lo enmarque en ese compromiso de bien, impulsado por el deseo y la vida. La verdad (alélheia) es ese compromiso. la afirma­ ción o negación son el componente «ético», la delimitación de su estructura «aretológica». Para que la téchne entre en el dominio general de la arelé tiene que regirse por un «lógosverdadero» (lógos aiethés). Aristóteles no menciona en este lugar su expresión más usual orthós lógos?1. No es un Lógos «recto», «adecuado», un lógos que tiene una «recti­ tud» como la que empapa el territorio del deseo, cuando se orienta «derechamente» hacia sus auténticos fines. El ¿¡rigor que determina la téchne no tiene que ver con la «rectitud», sino con un sentido más abstracto, más teórico y que sólo dice relación con la verdad. El acto de creación está motivado por una interna afirmación, que imprime el desarrollo de una orientada enérgeia, contextualizada en obras que afirman, pasivamente, la acti-1* 11. Cf. sobre esta fundamental expresión, F. Dirlmeier, en su comenta­ rio a (II, 1 ,1 105b32), págs. 298-304.

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va realidad de su producción. El que algo «llegue a ser» es afir­ marlo. Precisamente porque no tiene, necesariamente, que ser, la afirmación actúa, por así decirlo, con más fuerza. En el campo de la génesis, de lo que puede ser o no, la afirmación suple, con su «veracidad», la inestabilidad que la ausencia de necesidad provoca. Precisamente, porque ante la léchne se desplaza tam­ bién el azar, su verdad consiste, al afirmar esa génesis, en su firma positiva de realización. Por eso, el arte ama el azar y el azar al arte (E. N., VI, 4, 1140al9). El azar expresa la esencia misma de la posibilidad, y se mueve en el imperio de la inseguridad. El arte ama el azar, porque éste le permite ser. El ‘azar’ (tyche) sim­ boliza ese territorio de la posible experiencia, del posible campo de lo realizable, que el arte, con su afirmación, va a convertir en realidad. La misma indiferencia del azar trae al arte la indiferen­ cia y neutralidad de su compromiso creador. Pero, precisamente, en esta ausencia de necesidad se mide la importancia de su ver­ dad cuando, al fin, algo se produce, cuando salta la creación.14 14. «Epistéme» y prudencia

Pero en el dominio del conocimiento se descubre también una parcela en la que se encuentra «aquello que no puede ser de otra manera». La virtud dianoética que trabaja con ella se llama epistéme. Su objeto es lo necesario y eterno, y su saber no brota sólo de una forma de conocimiento que quedase clausurada en su po­ seedor. Esta arelé, o poder, o excelencia, o capacidad o, en último término, «virtud» se transmite y enseña. A través del lógos apren­ demos a descubrirla y a gozar de la forma de conocimiento que nos procura. Pero su necesidad parece que está por encima del lógos. En el momento que engarzamos el discurso en el que se enseña, la génesis del lógos se encierra en una forma superior de necesidad. Esa necesidad, ese «siempre así» que aprendemos a captar y asimilar, ocurre también porque hemos adquirido una héxis, un hábito demostrativo (hhás apodeiktiké). «Cuando alguien tiene una cierta ‘seguridad’ (pisteúe) sobre algo y le son conocidos sus principios, es cuando sabe, cuando tiene epistéme» (E. N., VI, 3,1139b33-34). Sin embargo, esta virtud dianoética, lo es porque otorga una excelencia y una disposición que permite tratar con

AlU.ST0TKl.ES VLA ÉTICA l>£ LA -PO U S-

esuructiiras que existen también como objetos del conocer. Pero el mundo de la praxis, de la ética, del hombre como ser «com­ puesto», no dene que ver con estas otras formas de realidades ideales. El dominio de la génesis, como expresión de aquello que puede ser o no ser, funciona fuera de aquel otro territorio donde la epistéme actúa. Para alcanzarlo se precisa, efectivamen­ te, de una héxis que ha de salvar la inseguridad del azar que tiñe la existencia, y que pueda luchar por alcanzar, en ella, una cierta forma de conocimiento adecuado a ese ser intermedio entre lo real y lo posible. Entre las virtudes dianoéticas ocupa un lugar destacado la phránesis, la prudencia12. Cuando Aristóteles la define nos ofrece un curioso planteamiento metodológico. «En cuanto a la pruden­ cia podemos entenderla bien considerando a qué hombres lla­ mamos prudentes» (E. N., VI, 5 ,1 140a24-25). La pkrónesis no se define entonces explicilándola con una serie de palabras que nos dijesen «nominalmente» lo que es. Explicitar, con «pala­ bras», el sentido de una palabra es un proceso de análisis que, en principio, no tiene que ver con la experiencia. Analizar térmi­ nos, sin otro fundamento que el lenguaje, encuentra su desarro­ llo más adecuado en una parte de lo que se suele llamar el voca­ bulario teórico. Sus definiciones responden a un tipo de planteamiento distinto del saber que Aristóteles pretende esta­ blecer en la ética. Determinados conceptos abstractos han llega­ do a la «teoría» desde la vida, desde los actos concretos que la constituyen; por consiguiente, usarlos sólo a través de las pala­ bras es perder la posibilidad de entender. El lenguaje expresa la vida, constituye y articula el pensamiento y, en estos procesos, alcanza determinados niveles de inteligibilidad; pero hay niveles que, aludidos en las palabras, sólo adquieren sentido mirando a aquello que las palabras reflejan. Un caso especial de este tipo de palabras es pkrónesis. De algu­ na forma, sintetiza algo que tiene que ver con lo que hacen los hombres y con sus planteamientos ante el modo de vida que han de llevar. Ya en Platón encontramos abundantes pasajes en este sentido (Banquete, 202a; Filebo, 12a y ss.; Fedón, 79d; Leyes, I, 12. P. Aubcnque,

Im prudente chetAristole, París, PUF, 1963.

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631) y sobre todo en Aristóteles. Por consiguiente, es mirando a esos hombres de los que decimos que tienen phrónesis, cómo podemos saber qué es lo que la palabra expresa. Aristóteles es, pues, consecuente con su tesis de que nos hacemosjustos practi­ cando la justicia (E. N., II, 1,1103bl; II, 4,1105al8). La suma de estos actos es lo que crea el hábito que se llama phrónesis. Aristóteles, en otro contexto (Analíticos post., 13,97b y ss.), afir­ ma que aprendemos a saber qué es la magnanimidad observan­ do a los hombres magnánimos. En realidad esta experiencia tiene también un cierto halo teórico. Porque, por ejemplo, en el texto de los Analíticos, se menciona a Alcibíades, a Aquiles, a Áyax, a Sócrates, a Lisandro, a los que Aristóteles, sin duda, no pudo «ver» en sus actuaciones. Algunos de ellos son, incluso, personajes literarios. Su magnanimidad no es, pues, real, sino que se desplaza ya en el espacio abstracto y teórico también del lenguaje. Modelos construidos por los otros, ideales encarnados en palabras que «hablan» de cómo son los hombres, el sueño aristotélico de la experiencia vuelve, de nuevo, a encontrarse con la memoria. Porque, efectivamente, todo es lenguaje, todo descansa en la interpretación, en ese phainotnénon agathón, en el «bien aparente», en el espejo de las palabras. La experiencia es, fundamentalmente, dóxa, opinión que se transmite; expresa contenidos que brotan del trato con el mundo y los hombres, y que sobreviven por medio de la lengua. Ni siquie­ ra nuestra «visión» presente de los hombres que «hacen» y «actúan» puede absorber otra forma de experiencia que no sea la de nuestra propia interpretación. Es cierto que la mirada que obser­ va las «obras» de los otros puede quedar prendida en esas obras y justificar así una forma de conocimiento, de experiencia que no sea sólo palabras. Pero esas obras son producto de una serie de factores que no podemos «ver» y que, en definitiva, acaban soste­ niéndose en el lenguaje. El éthosestá. hecho de comportamientos, en donde se expresa el ser y el vivir de los mortales. La configura­ ción que prestan al discurrir de las generaciones en el tiempo acaba perviviendo sobre los actos mismos, en el cauce de lo que se dice, de lo que se escribe. Por eso la dóxa es el ithos del lenguaje. En él adquiere continuidad y presencia lo que, de otro modo, apenas podríamos experimentar en el tiempo en el que discurre |90|

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cada vida. Como el ethos solidifica el gesto, el comportamiento que, de otra forma, se disolvería en el latir de los días, la dóxa, la forma de la experiencia, solidifica, en sus sintagmas, en la reali­ dad que muestra la voz y las letras, el instantáneo presente en el que el aparecer de las cosas y las acciones se consume. El ser adquiere así su consistencia en el decir. Por eso Aristóteles afirma que llegaremos a entender lo que es la prudencia, fijándonos en aquellos a los que llamamos (¡¿gomen) ‘prudentes*. Y los llamamos prudentes, porque así nos «parecen», porque sabemos ya por la tradición, la fama, los escritos, que lo son. Este ser está recogido en el decir. Hemos llegado a llamarles prudentes, porque otros han dicho sus actos de prudencia, porque otros han descrito o interpretado lo que hicieron. La ética se foija sobre este decir. El modelo vacío del ádos se ha convertido en el completo mecanis­ mo del paradigma. Con estos ejemplos donde se alude a la figura del hombre de bien (spoudeños), y se proyecta hacia él el sentido de la norma en el obrar, descendemos una vez más al dominio humano. Estos hombres, principio y origen de sus propias acciones, militantes de un proyecto democrático que, incluso contra ciertas ideas de Platón y Aristóteles, configuraban el estilo ciudadano, no arras­ tran ya las culpas pasadas —ese mito de la herencia dolorosa, de los pecados familiares que Platón recoge, como eco de la trage­ dia, en el Fedro (244d)—, ni están maniatados por ese imperio del destino. Son hombres libres, que desean su libertad y, desde ella, parten a «realizar» su vida. Esta ausencia de la vieja muirá, se adecúa perfectamente con el ideal democrático que, aunque deteriorado ya en la época de Aristóteles, había ido dibujando la Atenas que el meteco de Estagira había vivido. Aristóteles plantea una serie de problemas en los que, al pare­ cer, se contradice la tesis que enuncia la metodología de la «mirada» a las cosas. Efectivamente, en las mismas páginas donde expone su programa, comienza un análisis en el que es difícil describir la «práctica» de esa mirada a los hombres llama­ dos prudentes. A no ser que esa mirada no busque la posible experiencia de la vida de los otros, sino una reflexión sobre el propio lenguaje, sobre el «llamamos» o «decimos», volcado ha­ cia la experiencia de la intimidad. «Parece propio del hombre

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prudente el poder discurrir sobre lo que es bueno y convenien­ te para él mismo, no en un sentido parcial, por ejemplo, para la salud o la fuerza, sino para vivir bien en toda su plenitud» (E. N., VI, 5 ,1140a25-28). Vivir bien en toda su plenitud es «convivir». Precisamente aquí se descubre el sentido de lo colectivo como condición del vivir individual. Para ello, es preciso que el phránimos, encarnación de la verdadera sabiduría de la polis, sepa entender que ésta es, efectivamente, un empeño colectivo, que la vida es una cons­ trucción y que la bondad es una parte esencial de ese empeño compartido que es el «vivir bien». El prudente se hace, pues, en esa plasticidad con que se le presenta la polis. Ello implica que su mundo es el mundo de «lo que puede hacerse» y de «lo que puede ser de otra manera». Esta posibilidad y esta ambi­ güedad definen un espacio en el que el hombre adquiere su predominio y su autarquía. Desde perspectivas distintas a aquellas que estimularon el pen­ samiento de Aristóteles, podría pensarse si, de hecho, el mun­ do se ofrece hoy como posibilidad. El curso de cada indi­ viduo tiene que encajarse en el cauce que imponen las instituciones y las limitaciones. En la época en que vivieron Platón y Aristóteles hubo, por supuesto, limitaciones; pero, a pesar de ello, el pensamiento de los filósofos comenzó, preci­ samente, cuando se enfrentaron al rumbo marcado por los siglos anteriores, sometidos a la sombra del mythos, de la tira­ nía, de una concepción de la aristocracia que, con indepen­ dencia de la personalidad singular de sus protagonistas, esta­ ba cercada también por unos poderes que ni controlaban, ni conocían. Las limitaciones que, en la época de Aristóteles, impedían un desarrollo plenamente democrático —la escla­ vitud, la situación de la mujer, etcétera— estaban, sin embar­ go, destinadas a desaparecer si la teoría hubiese podido seguir, en otras condiciones históricas, el derrotero que le señaló su creador. No todo el pensamiento posterior, y mucho menos en la época contemporánea, ha estado estimulado por pare­ cidos impulsos. La phrónesis es la verdadera ««/¿intelectual, apta para crecer y organizarse en la sociedad, porque la episléme, la ciencia, al ser

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su objeto lo demostrable y, por ello, establecido sobre la nece­ sidad y la universalidad, escapa al mundo de la posibilidad y la política. El hombre de la prudencia no puede ejercer su muta­ ble y adaptable saber a aquello que está dominado por lo «siempre así». Porque, además, phrónesis tiene que ver con un mundo interior, el de la praxis que describe un universo donde se «imagina» y configura la vida y cuyas acciones y «movimien­ tos» se desplazan en un ámbito que la elección propone y la voluntad determina. En el mundo interior surge la deliberación. Ame lo contin­ gente y lo que puede ser de otra manera, tiene que establecer­ se, en el orden de la psyché, un paralelismo que permite la ade­ cuación con aquello que cambia. La prudencia tiene por objeto lo humano, aquello sobre lo que puede deliberar; en efecto, afirmamos que la operación del prudente consiste sobre todo en deliberar bien, y nadie delibera sobre lo que no puede ser de otra manera, ni sobre lo que no tiene unfin, y éste consiste en un bien práctico. El que delibera bien, absolutamente hablando, es el que sepro­ pone como blanco de sus cálculos la consecución del mayor bien práctico para el hombre. Tampoco la prudencia está limitada sólo a lo universal, sino que debe conocer también lo particular, porque es práctica y la acción tiene que ver con lo particular. Por esta razón, también algunos sin saber, pero con experiencia en otras cosas, son más prácticos que otros que saben; asi, no quien sabe que las carnes ligeras son digestivas y sanas, pero no sabe cuáles son ligeras, pro­ ducirá la salud, sino más bien, el que sepa qué carnes de ave son ligeras y sanas. La prudencia es práctica, de modo que se deben poseer ambos conocimientos o preferentemente el de las cosas particulares. Aunque tal vez, en este caso, ten­ dría que haber un saber más arquitectónico y que las abar­ case (E. N., VI, 7 ,1141b8-22). El prudente recoge en cualquiera de sus actos la presencia de lo universal y lo particular. Lo universal —en este caso la Política— permite el marco «arquitectónico» en donde colocar el bien

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individual. Esta mezcla otorga interés e incluso dramatismo a sus decisiones. El equilibrio que tal tensión provoca permite al hom­ bre ejercitar su aretá. La empresa es, por supuesto, difícil. En pri­ mer lugar, porque esa universalidad no es un espacio abstracto y teórico que sirviese únicamente de referencia. El espacio que da sentido y contexto a cada uno de los actos es un espacio habitado por la historia y la sociedad. En él actúan la temporalidad concre­ ta, que se encarna en los deseos y las acciones de los individuos, y el complicado entramado del éthos, de la tradición. El problema que, en principio, se presenta consiste en compaginar cada vida individual en un mundo que no deja, para actuar, un lugar tan amplio como la deliberación de cada consciencia describe. Pero, además, las propias condiciones en que, individualmente, cada psycht opera —sostenida por pasiones, deseos, carácter, educa­ ción, etcétera— presentan ya, en la aparente movilidad y libertad de la consciencia, un lasue que introduce, en la supuesta «parti­ cularidad», la voz de «generalidades», que no sólo escapan al control de la voluntad que podría dominarlas, sino al de la men­ te que podría conocerlas. ¿Puede, realmente, «ser de otra manera» el mundo que se ex­ tiende más allá del reducto de la mente? ¿Puede proponerse como objetivo la consecución del mayor bien práctico para el hombre? ¿Puede cada hombre establecer el contenido de su bien? Aristóteles alude, con un término, logismós, mezcla de racionalidad y utilidad, a ese peculiar nivel de la mente donde se manifiesta la libertad ante lo «otro». Pero el cálculo que permite sopesar determinados elementos, que configuran y deciden las acciones, se mueve siempre entre «coacciones» y limitaciones distintas para cada hombre y para cada grupo humano. El ideal de racionalidad y libertad sigue, sin embargo, pen­ diente en la reflexión aristotélica. El hecho de que pudiera descubrirse y describirse, aunque fuera como un ideal más, marcaba ya la distancia de un etdos en el que su mero carácter inteligible apenas podía aproximarse al mundo real de los hombres, al mundo de la polis. Una forma suprema de virtud intelectual es la sophia, la ‘sabi­ duría’. A pesar de ese carácter superior, Aristóteles comienza su análisis partiendo de dos ejemplos concretos, los escultores

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Fidias y Policleto, qué simbolizan, en la téchne, esa sophía. El nivel más alto que se puede alcanzar, dentro de una determi­ nada forma de conocimiento, es la sabiduría. «La sabiduría es la arelé de una léchne» (E. N., VI, 7, 1141all). Pero este nivel puede, por sí mismo, constituir una forma superior de saber, de modo que la sophía será una suma de ‘inteligencia’ (noüs) y ‘ciencia’ (epistéme). Su superioridad consiste en un cierto des­ pego de las cosas humanas y por eso llega a ser inútil para ellas. De hombres como Anaxágoras o Tales dice la gente que son sabios, pero no prudentes, porque ve que desconocen su propia conveniencia, y dice de ellos que saben cosas extraordinarias, admirables, difíciles y divinas; pero inútiles porque no buscan los bienes humanos (anthrópina agathá) (E. N., VI, 7 ,1141b3-7). 15. La dificultad de vivir Estos hombres superiores no parecen preocuparse del domi­ nio de las cosas humanas. El conocimiento práctico supone un cálculo de lo inmediato que escapa a la mente que «no sólo debe conocer lo que se deriva de los principios, sino poseer, además, la verdad sobre los principios» (E. N., VI, 7,1141al7-18). I>os filóso­ fos-reyes de Platón parecen quedar recluidos, en esta modula­ ción aristotélica, a un «lugar celeste», en el que apenas pueden intervenir sobre el mundo. Sin embargo, Aristóteles tiene que reconocer, también, que esta supremacía de la vida contemplati­ va, necesariamente sometida a las condiciones reales, ha de aco­ modarse a otro tipo de primacía orientada hacia las «cuestiones prácticas que han de juzgarse por los hechos y por la vida, que son, en ellas, lo principal» (E. N., X, 8,1179al9). El descubrimiento de esa posibilidad ideal no desgaja al hom­ bre de la matriz social en la que está sumido; únicamente seña­ la el límite superior, difícilmente alcanzable, pero que había sido «inventado» y continuamente aludido por la tradición mítica. No buscar los bienes humanos suponía un grado admi­ rable de desprendimiento, una meta propuesta por algunas ocultas tendencias y deseos del hombre que, tal vez, afloraban

Memoria df. la Ética

en momentos en que las limitaciones y frustraciones de lo real se hacían más patentes. Una vez más luchan en Aristóteles dos corrientes antagónicas. Por un lado, la aceptación del mundo de las cosas y de los hom­ bres, por otro lado, esa mirada que describe la «verdad» y que tiene necesariamente que llegar hasta el fondo del «conoci­ miento de los principios». Ese conocimiento, en las raíces de lo real, podría llevarle a un momento de duda en la racional cons­ trucción de la póUs, y en la esperanza de un cultivo de aquello que desarrolla en el hombre su «bondad» y solidaridad. Interludio de melancolía que, inequívocamente, había expues­ to en los Problemata (30,1, 953al0). Porque la posibilidad, ade­ más, de conocer esa idealidad superior es pequeña y en el caso de que la alcancemos, su conocimiento es muy imperfecto, aun­ que ese breve ‘percibir’ (ephápleslhai) nos dé idéntica satisfac­ ción que la visión fugitiva y parcial de lo que amamos (cf. Departibus anim., 1,5,644b30 y ss.). En la ética no se plantea, detalladamente, esta cuestión que aparece en otros contextos (Met., IX, 10, 1051b23y ss.; XII, 7, 1072a26 y ss.; XII, 7, 1072b21 y ss.). Sin embargo, en la Ética Endemia encontramos una interpretación «histórica» de esta limitación. Cuál de las cosas que hay en la vida es preferible, y cuál, una vez conseguida, podría satisfacer el apetito. En efecto, hay muchas circunstancias a causa de las atoles los hom­ bres rechazan el vivir, como, por ejemplo, las enfermeda­ des, los sufrimientos excesivos, las tempestades; de suerte que es evidente que si, desde el principio, se nos diera la elección, hubiera sido preferible, al menos por estas razo­ nes, no haber nacido. Añádase a esto la vida que llevamos siendo todavía niños, pues ninguna persona sensata sopor­ taría volver de nuevo a esa edad. Además, muchos aconte­ cimientos que no comportan ni placer ni dolor, y otros que contienen un placer, pero no noble, son de tal clase que la no existencia sería mejor que el vivir. En suma, si alguien reuniera todo lo que hace y experimenta la humanidad en contra de su voluntad, y a esto se añadiera una duración

Akistóteies vía Etica de la «polis»

infimta, no se escogería, por esto, mvir más que no vivir [... ] Está daro, pues, por todas estas consideraciones, que los hombres, por más que investiguen, no aciertan a ver en qué consiste la felicidad y el bien en la vida (E. E., I, 5, I215bl5-1216all). Esta gota de pesimismo, anunciado ya en otros textos de la lite­ ratura griega (Heródoto, I, 31; Vil, 46; Mimnermo, frag. 2; Adrados, Elegiacos y yambógrafos arcaicos, I, 219; Sófocles, Ed. en Col., 1225 y ss.), añade, sin embargo, un elemento de realidad a la descripción del obrar humano y de sus estímulos y limitacio­ nes. Por supuesto que la respuesta de Anaxágoras, que el mismo Aristóteles nos ofrece —hay que escoger la vida «para conocer el cielo y el orden de todo el universo» (E. E., I, 5,1216a 14)—, no es suficiente. Aunque se trate de justificar la existencia desde tan elevados principios, ese ascenso «teórico» deja otras muchas cuestiones sin responder. Sorprende, sin embargo, que al hombre de la phrónesis por excelencia, al político, se le exija, de pronto, que alcance, como el filósofo de Platón, formas superiores de conocimiento que, al parecer, están más allá de la praxis inmediata. «La mayoría de los políticos no merecen verdaderamente ser llamados así, pues no son políticos en verdad, ya que político es el hombre que elige las bellas acciones por ellas mismas, mientras que la mayor parte de los hombres abrazan esta vida por dinero y provecho» (E.E., 1,5,1216a24-28). El sentido de este texto hace suponer que Aristóteles supera el plano de la phrónesis para llegar a la sophía. Esas realidades que se aceptan por sí mismas, implican que el prudente sobrevuela el mero cálculo, el «realismo» de la utilidad. Parece, pues, que esa «belleza y bondad en sí», tira, necesariamente, de la vo­ luntad. A no ser que, más allá de esa conveniencia y utilidad que el phrónimos calcula, exista una íntima disposición, una areté proclive a descubrir el en si, por encima de los intereses concretos del en mí: «efectivamente somos justos, valientes y todo lo demás desde que nacemos; pero no obstante buscamos algo distinto de esto como bondad suprema, y poseer esas dis­ posiciones de otra manera» (E. N., VI, 13,1144b5-8). Pero con

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d e la

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independencia de ese residuo aristocrático, unido a la vieja tradición de la arelé homérica, el bien supremo y la mo­ dificación de las cualidades naturales se hacen en función de un esfuerzo y una arelé, que está ya sumergida en el mundo, y atenta a las condiciones de posibilidad que en él se ofrecen. 16. El «lógos» de i a responsabilidad

Para establecer la responsabilidad moral, es preciso definir lo voluntario y lo involuntario, porque si el individuo no es princi­ pio de sus actos no cabe ética alguna. La delimitación de este «origen» es difícil de señalar. Nadie puede establecer un princi­ pio incontaminado, libre, desde el que la plena disponibilidad se determina, pronto, en la plena responsabilidad. Pero, ¿qué es responsabilidad? Vivir es actuar. Sólo el sueño y quizá la ignoran­ cia nos liberan de ese compromiso ineludible que ata nuestros actos. Cada paso del individuo por el territorio del éthas resuena en todo el tejido que lo constituye. Nada puede, por consiguien­ te, hacerse que no circule en la enmarañada red del tejido social. Pero, naturalmente, estas afirmaciones funcionan en un ámbito ideal. Parecería que, realmente, sólo podrían aplicarse a aquellos que, al obrar, tienen mayor posibilidad de influencia. La esfera de irradiación podría quedar reducida a la esfera del poder. Es éste quien posee la mayor capacidad determinante para que el individuo sienta su ser como posibilidad o como irrealidad. En este contexto, se hace presente el carácter esen­ cial de la política. Nada puede escaparse ya a ella, porque nada puede existir que, afirmativa o negativamente, no esté conecta­ do con ella. La ética no es parte de la política porque sea parte de un todo que la comprende. Es parte de la política porque el individuo está condicionado, en su ser, por el ser colectivo que la política organiza. ¿Dónde queda, entonces, el lugar para que cada existencia engarce sus deseos desde el punto original en que «individualmente» surgen? Quizás el sueño filosófico de una libertad personal se disipe ante las condiciones concretas en las que el ser individual tiene que desarrollarse. Una mera teoría de la voluntad se esfuma enue los desgarrones de la histo­ ria y la cultura. La definición de voluntario e involuntario (ekoú-

Arist0 tei.es y la ética de la - poijs -

sion-akoúsion) surge, pues, entrelazada con las limitaciones de la naturaleza y de la historia. La misma palabra ekoúsion tiene que ver con una raíz indoeuropea que significa lo que se hace con gusto, fácilmente, fluidamente, sin violencia. Textos homéricos confirman este significado (1liada, IV, 43; VI, 523; VII, 197; X, 372; Odisea, IV, 372). Ese supuesto carácter «original» del deseo está acompañado de la posibilidad o imposibilidad de realizarlo. Es natural, además, que la voluntariedad apareciese unida a aquellas condiciones en que, por la facilidad o dificultad real, el ser humano experimenta un ámbito de disponibilidad en su vida, no sólo en el breve espacio del Ihyrnós, sino en el complejo territorio de las cosas que le cercaban y de los otros hombres con los que tenía que contai'. Parece que son involuntarias las cosas que se hacen por fuerza o por ignorancia. Esforzoso aquello cuyo principio viene de fuera, y es de tal índole que en él no tiene parte alguna el agente o el paciente. Por ejemplo, si uno es Uevado por el viento, o por hombres que nos tienen en su poder (E. N., III, 1109b35-a 3). La violencia que se pudiera ejercer sobre cada individuo permi­ te, sin embargo, descubrir un lugar de su indmidad que se resiste a esa fuerza exterior que le arrastra. Aristóteles describe con minuciosidad ese espacio, y lo enfrenta a las diversas condiciones que al cercarle le permiten hacerse presente. La voluntariedad implica, pues, el descubrimiento de todo el complejo de motiva­ ciones que siempre la acompaña. «No estaría mal, por tanto, determinar cuáles y cuántas son, quién hace y qué, y acerca de qué y en qué, a veces también, con qué, por ejemplo, con qué ins­ trumento y en vista de qué, por ejemplo, de la salvación, y cómo, por ejemplo, serena o violentamente» (E. N., III, 1,111 la4-6). El principio de los actos no parece, en ningún momento, «original­ mente» voluntario, o sea, originalmente incontaminado y libera­ do del mundo en el que ese principio actúa. Por ello, el conoci­ miento, o sea, la «reflexión» sobre ese principio es lo que engendra la voluntariedad. El espacio del saber se ciñe sobre esa voluntariedad que impulsa el movimiento. «El hombre es princi-

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pió de movimiento, pues la práxis es movimiento» (E. K , II, 6, 1222b28-30). £1 saber y su contrarío, la ignorancia, son el funda­ mento sobre el que se alza la praxis. Pero saber es, también, un fenómeno complejo. De la misma manera que los actos denen que ser posibles en el mundo real, el conocimiento üene que serlo también en el mundo ideal. Sin embargo, no basta con defender la primacía de la vida teórica, que señala el espacio en el que situar los «actos de conocimiento». También éstos se hallan condicionados por determinaciones parecidas a aquellas que lastran el desplazamiento del hombre, creador del élhos, en el mundo de las cosas y de los otros hombres. Precisamente aquí es donde se hace posible un mayor grado de violencia. La fuerza que se ejerce sobre el cuerpo, para impedirle el cumplimiento de su voluntariedad, se ejerce también y de manera más sutil para impedirle su racionalidad. Cuando no se percibe la disponibilidad de ese espacio en el que se engendra la consciencia, se esfuma el conocimiento y, por consiguiente, la responsabilidad. Aristóteles no desarrolla, como es lógico, una teoría de la alineación; pero la insistencia en el problema de la ignorancia presta una extraordinaria actualidad a sus análisis. «Ciertos pensamientos y ciertas pasio­ nes no dependen de nosotros, ni la práxis de acuerdo con estos pensamientos y razonamientos (diánoia kai logismós), sino que, como dice Filolao, ciertas razones (lógoi) son más fuertes que nosotros» (E. E., II, 1225a30-33). El carácter «original» y de «principio» queda, esencialmente, alterado. Hay algo, pues, en el nacimiento de la voluntariedad que también puede ejercer violencia sobre nosotros y ya no sólo en el orden de la pasión y del deseo, sino en el orden del conoci­ miento y de la teoría. Pero si hay pensamientos y hay pasiones que no dependen de nosotros, ¿de quién dependen? Parece esta­ blecerse en la afirmación aristotélica una posible dualidad entre lo que, de un modo muy general, podríamos llamar lo «racional» y ese «nosotros» sometido. £1 nosotros es, pues, una estructura «alterada». Sus límites no encierran esos «principios» más fuer­ tes y situados, al parecer, fuera de la «mismidad». Sin embargo, esos lógoi están en nosotros aunque no nos constituyan. Están en nosotros porque dominan nuestra consciencia; pero no nos [I0 0 |

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constituyen porque alteran con su imperio la independencia de nuestra constitución. Somos, pues, independientes de algo cuya última raíz no parece estar en nosotros. Están sin estar, o mejor dicho, están sin ser. El principio ontológico que define la sustan­ cia humana (E. E., II, 6, 1222b 16-17) engendra algo semejante a sí mismo; pero esas fuerzas no son producidas por la naturaleza individual, porque si lo hieran no ejercerían sobre ella dominio alguno, especialmente en lo que constituye lo humano: la praxis (1222b20). Esa «actuación inmanente», que expresa un inmen­ so campo de posibilidad, describe una parte esencial de cada ser. Pero su dinamismo no obedece a los impulsos de lo natural, de lo que es sólo semejante a sí mismo y se reproduce como sí mismo. El ser de la praxis es, fundamentalmente, altcridad, pero una aiteridad poseída. No es «semejante», pero se identifica con lo seme­ jante y es producida por ello. la alteridad que rompe el discurrir natural y el natural desa­ rrollo tiene lugar en el hombre, pues mientras que en el caso de los demás animales lo forzado es simple, como ocurre con los objetos inanimados (pues no tienen una razón y un deseo que se opongan, sino que viven según sus deseos), en el hombre, en cambio, ambos se hallan presentes y a una cierta edad, a la cual atribuimos el poder de obrar (pues nosotros no aplicamos este término —práxis— al niño ni tampoco al animal, sino sólo al hombre que obra utilizando el lógos) (E. E., II, 8 ,1224a25-30). Este territorio intermedio entre la naturaleza y la praxis, lo ocupa el lógos, que, aunque nos pertenece por naturaleza, está presente en nosotros sólo «si el desarrollo se ha permitido y no se ha impedido» (1225b31-33). El lógos, cuya posibilidad está ya en la physis, tiene, pues, que irse creando en el tiempo que el hombre necesita para ser. Logases resultado de un proceso y ocupa, por consiguiente, la frontera que se va ensanchando en el curso de la vida. Pre­ cisamente en este espacio colindante con otros lógoi —tener lógos es lo mismo que convivir— (Política, 1,2 ,1253al y ss.), se da

l'O'l

Memoria de la Ética

también esa fuerza que transforma el lógos propio y que ya no depende de él. Este «logos más fuerte» es siempre el /rigor colec­ tivo, en donde se asientan las razones de los otros, constituyen­ do la racionalidad común y permitiendo la organización de la polis. Pero en este espacio en el que cada /rigor se encuentra, puede tener lugar también la preeminencia de algunos. Para ali­ mentar esta preeminencia se necesita un poder que aniquile el espacio que, como tal lógos, debe ocupar el otro, o bien le impi­ da desarrollarse. Si el /rigor, la racionalidad, es una empresa indi­ vidual, bastaría con impedir su evolución para que el tiempo que la physis necesita para crear su lógos se convirtiera en un tiempo muerto, en una degeneración. Lo más grave es que el lógos pierde, así, su carácter de intermediario, de método para vivir, de compañía en las decisiones, de juicio y crítica, de evolu­ ción y superación. Una praxis sin lógos, sin principio rector, es imposible. Su imposibilidad se manifiesta en una especie de ceguera, en la que el principio del egoísmo hace regresar al hombre al principio siempre amenazante, porque nunca insu­ perable, de su animalidad. En este caso, la naturaleza pierde ya su inocencia, su inmutable discurrir, para convertirse en natura­ leza degradada. Su degradación viene, precisamente, de todos aquellos residuos que un lógos «impedido» arrastra y que, para­ dójicamente, acaban por acomodarse sólo a lo «natural». la voluntariedad es fruto del conocimiento. El conocimiento, a su vez, se libera y fecunda en el lógos común y compartido, y el ethos adquiere, así, un principio que lo orienta, lojustifica y rige. 17. Deliberación

En el proceso que intenta reconstruir los elementos que integran la responsabilidad moral, la deliberación procede también de un lógos que amplía el alcance de la naturaleza. El campo de la deliberación es un discurso interior que presenta, bajo distintas formas, lo real. El modelo de ese discurso fue la manifestación de opiniones diversas, de deseos e intenciones que los héroes o los dioses homéricos pusieron en práctica. Deliberar consistió, origina­ riamente, en la necesidad de analizar las distintas alternativas [102)

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posibles que se presentaban ante los problemas planteados por la «realidad» (litada, I, 531; II, 53; II, 194; Odisea, V, 3 y ss.; XVI, 243 y ss.). Pero fue el supuesto hecho objetivolo que obliga a considerarlo, y a actuar en función no de un estímulo inmediato, sino de un con­ trol que enfría la urgencia de la vida en el reflejo del pensamien­ to. Los dioses o los héroes deliberan. El criterio individual queda diluido en un criterio colectivo que el lógos expresa. El lógos, el lenguaje, ofrece a los deliberantes unas ciertas razones que, en principio, serán asumidas por los distintos participantes de la asamblea. El criterio común se impone, pues, sobre el deseo, porque los deseos no pueden, como tales deseos, «manifestarse». El deseo queda encerrado en la mera tensión de un impulso que sólo cada cuerpo individual «siente». Pero el lógos, incapaz de reproducir realmente ese impulso, tiene que levantarse por enci­ ma de cada particularidad y alcanzar un nivel radicalmente dis­ tinto, y en el que pueden confluir otros hombres. La deliberación se abre, también, a un dominio intermedio enu*e la posibilidad que somos y la realidad que buscamos. Esta realidad representa el fin que se persigue, pero deliberamos sobre los medios (E. E., II, 10,1226bl0), porque los fines se esta­ blecen en un horizonte de realidad que hay que aceptar, mien­ tras que los medios ofrecen alternativas que hay que analizar. ¿Qué significan, entonces, los medios? Aristóteles ejemplifica esta aparente oposición. «En efecto el médico no delibera sobre si curará, ni el orador sobre si persuadirá, ni el polídco sobre si legislará bien, ni ninguno de los demás sobre su fin, sino que, dando por sentado el fin, considera el modo y los medios de alcanzarlo» (E. N., III, 3, 1112bl2-16). La salud y la persuasión están en los medios sobre los que se delibera. Los supuestos fines no constituyen un horizonte estático que alcanzamos por el camino de los medios, como si éstos fueran meros indicado­ res, formas vacías, cuya única misión es señalar y posibilitar, indi­ ferentemente, el logro del fin. Es el medio mismo el que «crea» el fin. Es el tratamiento del enfermo lo que origina su salud. Evidentemente, la salud, desde una exclusiva perspectiva teóri­ ca, podría ser algo parecido a eso que se llama «fines». Pero ese estadio final no es sino el resultado real del real manejo de los

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Memoria df. ia Ética

«medios». La salud es el tratamiento y lo que con él se consigue. Por eso no se delibera sobre los fines (E. N., 1112b33). Los fines no son objeto de deliberación porque, como tales fines, son «irreales». No se alcanzan de un salto, sin pasar por los medios que son, hasta cierto punto, la orientación y la creación del fin. Esta es la razón por la que sólo deliberamos sobre lo que «pare­ ce posible» (E. N., 1112b26). «En efecto, sobre lo que puede ser o no ser, pero cuya génesis no depende de nosotros, nadie inten­ ta deliberar» (E.E., II, 10,1226a23-25). 1^ posibilidad de obrar, de llevar a cabo algo real, sólo se presen­ ta en el concreto horizonte del tiempo humano. Esta temporali­ dad se extiende a través del «manejo» de esos medios con los que descubrimos la inmediatez de las cosas y el mundo. El fin es, pues, resultado, efecto; su consecución únicamente se produce en el transcurso de un «tiempo» donde las obras, las acciones, o sea, las distintas expresiones del medio, de la mediación, han ido produciéndolo. Por eso, la génesis de aquello que depende de nosotros es el objeto de la deliberación. Al deliberar genera­ mos proyectos, creamos realidad. Hay cosas que están «al alcan­ ce de nuestra mano». El mundo se ofrece como una aproxima­ ción y un sentido. El hombre no sólo toma los «frutos» de ese mundo, sino que, con su mediación, engendra sus frutos y con­ diciona su desarrollo. El descubrimiento de estas peculiares características del obrar humano hace que la filosofía posarístotélica tenga que enfren­ tarse a lodo lo que impide la libertad de ese obrar. El «poder» es, precisamente, el enemigo de la posibilidad. Un mundo construi­ do sobre las ¡deas que «gobiernan» puede, por diversas causas, oponerse a esa «apertura» que Aristóteles, por primera vez, temaliza. «Llamo, sin embargo, deliberado al deseo cuyo principio y causa es la deliberación, y uno desea por haber deliberado» (E. E., II, 10,1226bl&-21). El deseo que brota de la naturaleza misma, del carácter peculiar del animal humano, se modifica, orienta y crece en esa elaboración a la que le somete el deliberar. lx> importante, sin embargo, no es el hecho de ese «enfriamiento» y «participación» con que el lógos afloja la ineludible tensión del cuerpo, sino el que ese hecho sea, originariamente, posible y que

Aristóteles y la ética de i a «pous»

la capacidad de mirar, de intuir y entender no haya desaparecido de la psychf. Porque, como anteriormente se ha señalado, hay manifestaciones de la sociedad y de la cultura que, estimulando el deseo, ciegan, al par, la capacidad de deliberación y de pensa­ miento. Es posible que una deliberación ideal, producida en el espacio aséptico de una reflexión sobre fines, sobre abstracciones, no sea nunca posible por mucho que, como modelo, expresase una forma efectivamente paradigmática y ejemplar. La delibera­ ción real está siempre entorpecida por el supuesto predominio del deseo, «de aquí que muchos consideran como involuntario tanto al amor como a algunos deseos e impulsos naturales, por­ que son poderosos por encima de la naturaleza» (E. E., II, 8, 1225a20-23), o por la ignorancia provocada, o por el miedo, o la ‘incultura’ (apatdeusía). Pero, de todas formas, la deliberación es una lucha, una tensión tan firme como el deseo y que, frente a éste, abre un territorio más amplio que aquel que consume la temporalidad inmediata del cuerpo y de la vida.

18. «Proaíresis»

Deliberar constituye un estadio previo a nuestra inmersión en las decisiones y en las obras. 1.a teoría que Aristóteles expone requiere un momento final en el que la deliberación desapare­ ce para dejar paso a la elección. Vivir no es sólo pensar, delibe­ rar, sino elegir, preferir, y esto es «el principio de la praxis» (E. E., X, 11, 1227b33). Pero la elección no es únicamente principio, como el deseo. «Es evidente que no es un deseo, pues sería voli­ ción, apetito o impulso [...] Así pues, lo elegible es necesaria­ mente algo que depende de nosotros» (E. E., II, 10, 1125b2538). La elección implica deliberación, y esto supera ya el plano exclusivo de la tensión con que la naturaleza somete al vivir. Paralelo a este deseo, en el que la naturaleza impone su norma al hombre, aparece un dominio nuevo, mezcla también de ten­ dencias y percepciones, de conocimiento y placer; pero que se configura como algo más allá del impulso originario de la natu­ raleza, aunque ésta no pueda nunca abandonarlo. La elección entra dentro de la verdadera configuración de lo humano. El sistema de fines —en algunos casos— es el sistema fundado en

Memoria de ia Ética

las estructuras elementales de nuestra existencia y esos fines no los elegimos, nos eligen ellos. En el momento en que la existen­ cia nos alienta, estamos sometidos a sus propias condiciones de posibilidad. «Nadie elige estar sano, sino pasear o estar sentado para estar sano, y nadie elige ser feliz, sino ganar dinero o arries­ garse para ser feliz [...] Pero, evidentemente, lo que uno desea es, en especial, el fin, y pensamos que debemos estar sanos y feli­ ces» (E. E., II, 10,1226a7-17). Es cierto que lo que deseamos es el fin. El fin está, efectivamente, predeterminado por la ptysa, y por ello es hacia él, hacia el que la órexis tiende. La órexis, el deseo, es expresión de esa misma natu­ raleza, y hace juego con ella porque «estamos» en ella. Pero la elección transforma ese «estar» en «ser». El mundo de la elec­ ción es nuestro mundo; su posibilidad es nuestra realidad. De­ seamos ser felices porque la felicidad, o sea, el orden de la natu­ raleza, nos desea a nosotros; pero el largo recorrido que llega a esa posible armonía natural, se lleva a cabo a través de unos cami­ nos trazados por la deliberación y la elección, «órganos» que apa­ recen en la psychépara hacerjuego con la capacidad de «salir» en otra dirección que la que marca la monótona puerta del deseo. Estas posibilidades en las que, por ejemplo, la felicidad se «mediatiza» prestan a la vida su dramatismo y su diversidad. Ser feliz dice la naturaleza; pero ¿cómo?, dice el hombre. La respues­ ta a este interrogante se llama, precisamente, elegir, o sea prefe­ rir. Por eso la elección no es tampoco dóxa, porque la dáxa coagu­ la ciertos conocimientos o nos transmite formas de saber que no podemos elegir. Sólo puede ser dóxa en cuanto tenemos que conocer algo que, tal vez, nos transmita, en parte, esa dóxa para llevar a cabo nuestra preferencia. Pero ésta se construye con materiales más activos que los pasivos conglomerados de la opi­ nión. La insistencia en la autonomía de la consciencia del hom­ bre que elige hace que Aristóteles rechace el complejo mundo de la dóxa. «Es evidente que la elección no es opinión (dóxa) ni, sencillamente, algo que uno piensa, pues lo elegible es algo que está en nuestro poder, pero tenemos muchas opiniones que no dependen de nosotros, por ejemplo, que la diagonal es incon­ mensurable» (E, E., II, 1, 1226al-6). Lo elegible está en nuestro poder. La construcción de nuestra preferencia nos deja, en cier[106)

Aristóteles y i a ética de la «poijs »

to sentido, solos con nosotros mismos. Aunque la deliberación trae ecos de su antiguo sentido asambleario, donde las voces de una comunidad de héroes o dioses expresaba las tensiones de la vida y los deseos, y las domesticaba con el lógos, la elección recuer­ da ya el «diálogo del alma consigo misma» (Platón, Sofista, 263e; Teeteto, 189eyss.). La psychérecoge, en sí misma, las alternativas y enfrentamientos de una polifonía en la que hablan la experiencia, la educación, la arelé, las opiniones. El ejemplo de la vida colectiva se traspasa así, como modelo valioso, a la vida individual. Pero ese diálogo es ya más que una mera dianóesis, simple ejercicio de la inteligen­ cia. La deliberación que prepara la elección arrastra consigo una totalidad que la preferencia va a poner de manifiesto. Porque, en la elección, interviene también el deseo —el deseo deliberado—, y, en ella, se pone en juego algo más que la cohe­ rencia de las ideasy las conclusiones a las que llega la mente. Elige el lógosy la órexis, la mente y el cuerpo, la inteligencia y la pasión. Todo, sin embargo, está teñido de esa deliberación donde la identidad del individuo se sume en otras identidades, y elige o debe elegir a través de caminos que ha allanado, en cierto senti­ do, la colectividad, la solidaridad, la antigua asamblea, cada vez más amplia, donde las razones se encuentran. 19. «Phiija» Entre las páginas clásicas de la ética de Aristóteles destacan los largos capítulos dedicados a la amistad. Tal vez sea esta descrip­ ción de la capacidad humana para sentir y asimilarse al prójimo, la parte más sorprendente de la ya sorprendente obra aristotéli­ ca. No hay en toda la literatura griega, ni siquiera en Platón, un análisis más minucioso ni más rico. El que, en Aristóteles, tenga lugar esta apasionada reflexión manifiesta una constante de la vida griega. El sentimiento de amistad inunda los poemas homé­ ricos, irrumpe en la lírica y en el teatro, y se discute y analiza en los diálogos de Platón. Parece como si en el horizonte de las rela­ ciones humanas, que se había sostenido sobre los vínculos de la sangre, de la familia y de la tribu, hubiese aparecido otra nueva forma de mirarse los hombres, de entenderse y asociarse.

Memoria de ia Ética

Esta nueva vinculación iba a desarrollarse con el surgimiento de la democracia y llegaría a convertirse en su elemento agluti­ nador, solidario, frente a la soledad del tirano o del oligarca. Cuando Aristóteles redacta sus reflexiones sobre la amistad recoge, como último testimonio de un espíritu democrático en extinción, la memoria de aquella aventura en la que duran­ te siglos los hombres habían aprendido a encontrarse en el afecto. El suelo sobre el que se había levantado aquella demo­ cracia estaba foijado por una idea de la verdad, alétheia. que obligaba a los hombres a coincidir en algo que podía trascen­ der el corto alcance de sus intereses, y por un sentimiento de ‘solidaridad’ (philía), que les llevaba a encontrarse en el otro, para seguir aceptándose y queriéndose, de una nueva manera, a sí mismos. El reencuentro con el otro supone el reconocimiento de una semejanza. Por eso, la amistad engendra la justicia. Nadie puede, así, desear mal alguno para su semejante, o sea para aquel que es «otro sí mismo». «Por consiguiente, la justicia y la amistad son lo mismo o casi lo mismo. Además de esto conside­ ramos que el amigo es uno de los mayores bienes y que la caren­ cia de amistades, la soledad, es lo más terrible, porque toda la vida y el trato voluntario con los demás tienen lugar con los amigos» (E. E., VII, 1, 1234b32-1235al). Establecida esta tesis, hay que analizar a qué se debe la inclinación de los individuos que les lleva a desear, como un bien, la compañía de los otros. Efectivamente, quizá sea consecuencia de esa semejanza que ya estaba en la tradición literaria, y cuyos ejemplos recoge Aristóteles. Pero la misma uadición presenta otros casos en los que no se busca lo semejante, sino lo opuesto como «la tierra ama la lluvia» (E. E., 1235al6). Aristóteles parte, pues, de estas opiniones hechas palabras, que, como vimos, son una forma fundamental en la que se nos ofrece la experiencia. Pero no bastan; aunque esta memoria haga presente dos modos posi­ bles de vinculación: aquel que promueve la afirmación del pro­ pio yo por la repetición en el otro, y el que presenta la alteridad como compensación de aquello que todavía no somos. Hay otra forma de experiencia todavía «más cerca de los fenóme­ nos, de los hechos observados» (E. E., 1235a31), y que pone la ||08|

Ajustóteixs y ta ética de ia «polis»

amistad en relación con la bondad o con la utilidad o con lo que agrada. Son tantas las opiniones que, como en la definición de arelé, hay que conducir esa utilidad o agrado al «hombre bueno y sabio; para quien lo agradable es lo que está de acuer­ do con su modo de ser, y esto es lo bueno y lo bello» (E £., Vil, 2, 1236a5-7). La «medida» del hombre bueno es también la medida de la amistad. Su bondad se expresa en esa capacidad para sentir lo otro como bueno, como agradable y útil, y tam­ bién como medida den mismo. Este criterio personal, que funda una forma de amistad superior, expresa un ideal que aún no ha sido determinado en sus fundamentos. Sin embargo, esa bon­ dad del bueno es percibida por cualquiera que tenga sensibili­ dad para esas cualidades que, como el bien mismo, se diversifi­ can. «Amamos a unos por sus cualidades y virtud, a otros porque es útil y nos sirve, a otros porque es agradable y nos causa placer. Un hombre llega a ser amigo cuando, siendo amado, ama a su ve/., y esta correspondencia no escapa a ningu­ no de los dos» (E. E., VII, 2, 1236al2-15). Aparecen aquí tres formas de philia, bajo las que se vislumbra un cierto contenido. Utilidad, placer y excelencia (arelé), presentan una gradación en esta diversa apariencia que oculta una forma especial de ata­ dura afecdva. Estos tres aspectos rellenan el hueco de la sole­ dad individual. En lajuventud, que la naturaleza expresa plena­ mente, la seguridad de códigos como el placer confirma nuestro propio ser y la «exactitud» de nuestro cuerpo. Ama­ mos, así, lo que nos hace asegurar esas percepciones. En una época en la que el tiempo late más firmemente, el placer hace sentir ese latido que busca la satisfacción en sus propios límites y que se hace pleno en el sentimiento de su particular afirma­ ción. Entonces, amamos al otro porque hace que nos sintamos a nosotros mismos, en el encuentro concreto de una temporali­ dad corporal; pero amamos, también, el amor del otro, porque, más allá de nuestra propia frontera, comprobamos nuestros límites en ese amor. Un amor, hasta cierto punto, generoso, que no busca poseer otra cosa que la simple «posesión»; la del cuerpo y la del amor. Esta forma excelsa de vinculación supone un encuentro con el propio ser, a través de otras existencias que proyectan, sobre

Memoria df. ia Ética

nosotros mismos, tensiones que superan y enriquecen ia esen­ cial y original soledad. Aristóteles describe este proceso como un acto de percepción de la vida. Percibir que sentimos o pensamos es percibir que somos, puesto que ser es percibiry pensar, y si el darse uno cuenta de que vive es agradable por sí mismo (porque la vida es buena por naturaleza, y el darse cuenta de que uno tiene en sí un bien es agradable) y si la vida es deseable y sobre todo para los buenos, porque el ser es para ellos bueno y agradable (■ ■ .] y si el hombre bueno tiene para con el amigo la misma disposición que para consigo mismo (por­ que el amigo es otro yo), lo mismo que el propio ser es ape­ tecible para cada uno, así lo será también el del amigo, o poco más o menos. El ser era apetecible por la consciencia que uno tiene de su propio bien, y tal consciencia era agra­ dable por sí misma; luego es preciso tener consciencia tam­ bién de que el amigo es, y esto puede producirse en la con­ vivencia y en el intercambio de palabras y pensamientos, porque asi podría definirse la convivencia humana, y no, como la del ganado, por el hecho de pacer en el mismo lugar (E. N., IX, 9, 1170a34-l 170bl4. Cf. E. E., VII, 12, 1244b25yss). En esta percepción de la propia vida radica uno de los funda­ mentos de la philía. El largo desarrollo que Aristóteles hace de la amistad, por los caminos de la benevolencia, de la concor­ dia, de la prosperidad y el infortunio, de la igualdad y la polídca, desemboca en estas líneas en las que se descubre el esencial desdoblamiento y «reflexión» del ser. «Si el que ve se da cuenta de que ve, y el que oye de que oye y el que anda de que anda, y en todas las otras acdvidades hay algo que percibe que estamos actuando y se da cuenta, cuando sendmos, de que estamos sin­ tiendo, y cuando pensamos de que estamos pensando...» (E. N., IX, 9,1170a25-33). Por encima de las condiciones reales en que la vida se despliega «sindéndola y pensándola», hay una capacidad que nos levanta sobre el nivel en donde se perciben esos momentos elementales y esenciales. El ser no es sólo sen|no|

Aristóteles y la Etica i>e ia «rous»

tir o pensar, sino sentir el sentimiento, pensar el pensamiento. El ser es, pues, superar la saturación que lleva consigo el pensar miento que se realiza con lo prensado. Pero esto es ya trascen­ der las limitaciones que imponen los objetos, y llegar a un dominio en el que el hombre alcanza su propia libertad. Eso le permite contemplarse y elegirse, observarse y superarse. La dualidad que se manifiesta en la propia consciencia permite a Aristóteles modificar el viejo aserto de Protágoras, «el hombre es la medida de todas las cosas». Pero, ¿qué hombre; el que piensa o el que piensa al que piensa? ¿Es la medida de las cosas también la medida de sí mismo? El hombre se constituye, así, en el corrector y creador o inventor de su propia medida. En esta valoración de la mismidad, se manifiesta la valoración de la «alteridad». La riqueza de ese ser que se quiere a sí mismo y se conoce a sí mismo se supera con el descubrimiento de otras «mismidades» a las que también se puede querer. El gozo de la existencia, en este reflejo en el que se manifiesta su grandeza y su belleza, se amplía hasta las fronteras donde ser es, sobre todo, convivir. «Es claro que la vida consiste en percibir y conocer, y que convivir es percibir juntos y conocer juntos» (E. E., VII, 12, 1244b24-26). El pensamiento que se piensa llega, pues, a otra forma de refle­ xión ayudado por el pensamiento del amigo. La vinculación afectiva identifica a lo que estaba separado, pero, al mismo tiempo, esa separación es capaz de una objetividad nueva, en la que otro podría pensarnos y amarnos, como uno se piensa y ama sí mismo. «Nadie querría poseer todas las cosas a condi­ ción de estar solo; el hombre es, en efecto, un animal social y naturalmente formado para la convivencia» (E. N., IX, 9, 1169b 17-19). La soledad de la consciencia encuentra, en esta necesidad de compañía, justificación de ese originario senti­ miento de solidaridad que, igual que el egoísmo, arranca tam­ bién de la naturaleza. Pero, además, es másfácil contemplar a nuestros prójimos que a nosotros mismos, y sus acciones que las propias, y las acciones de los hombres buenos cumulo éstos son amigos suyos, son gratas a los buenos [...] El hombre dichoso necesitará de tales

Memoria de la Ética

amigos, ya que quiere contemplar acciones buenas y que le pertenecen, y tales son las acciones del hombre bueno amigo suyo (E. N., IX, 9,1169b33-l170a4). Ver objetivada en el amigo la bondad, por la percepción y pensa­ miento del propio ser, implica la ruptura de un éthos que se con­ figure bajo la imperiosa fórmula del egoísmo. El bien al que todos aspiran es, pues, un bien que se mide por la personal aspi­ ración. La felicidad es algo que pretende cada individuo, y cada individuo realiza esa felicidad con su interpretación del bien. La arelé significa una organización de la psyché pura que nos facilite distinguir el bien y conseguirlo. Pero la philía es también una arelé. A través de ella, el bien individual se amplía, consolida y confirma. El bien que descubrimos en el otro es un bien que rompe la medida de la particular perspectiva con que cada exis­ tencia buscaría su felicidad. El modelo al que aspira el hombre que posee aretétiene que cobijarse muchas veces en la conscien­ cia que, con su praxis, lo encarna. Esta consciencia, sin embargo, puede obnubilarse en la bruma de una supuesta felicidad solita­ ria, o un modelo de bien abstracto que sólo existe si se convierte en la energía de un sujeto que lo viva. Se necesita, pues, la amis­ tad. Con ella somos capaces de contemplar no el bien de las palabras, de los objetos que pretendemos, el bien de los deseos, sino el bien que realiza un semejante y que, al enlazarlo con la amistad, lo hacemos fluir en un espacio colectivo y concreto donde los hombres, sorprendentemente, alcanzan una forma de bien que ya no tiende sólo a lo «otro» que apetecemos y seguimos, sino a «otro ser» que es bien por él mismo, que es como nosotros, y que nos acompaña. Este sentimiento de solidaridad no impide a Aristóteles que, a propósito de la amistad política, establezca los distintos pla­ nos donde lo «ético» y lo «legal» funcionan, y aluda a la posible corrupción con que la convivencia en la polis amenaza a la vin­ culación afectiva. La amistad política mira al acuerdo y a la cosa, mientras que la ética considera la intención; por ello es másjusta, es una justicia amistosa. La causa del conflicto está en que la

AlUST0TEl.ES VIA ÉTICA DE EA-POliS»

amistad ética es más noble, pero ¡a amistad útil, más nece­ saria. Los hombres empiezan como amigos éticos, o sea amigos por la virtud, pero cuando se llega a chocar con algún interés privado, se ve que eran diferentes. Pues es en la abundancia donde la mayoría persigue lo que es bello y, por eso, también la amistad más bella (E. E., VII, 10, 1243a31-1243b2). El principio del egoísmo destruye la amistad. El egoísmo apare­ ce cuando se hace evidente aquella indigencia y escasez que está en el origen de la organización social y que Platón había descri­ to en la República. «Pues bien, la ciudad nace, en mi opinión, por darse la circunstancia de que ninguno de nosotros se basta a sí mismo, sino que necesita de muchas cosas. ¿O crees otra la razón por la que se fundan las ciudades» (11, 369b). Efecti­ vamente, en esa ciudad de la escasez, las tensiones de lo real aca­ ban por destruir cualquier tipo de relaciones que no tenga en cuenta esa limitación y que no esté ya preparada para combatir­ la. La mirada de Aristóteles analiza, una vez más, la situación real en la que la phitía y la arelé se encuentran. Los mejores momentos en esta cartografía de la ciudad ideal no le ofuscan. Percibe, también, que bajo la aspiración hacia un bien que empujase más allá de las condiciones reales en que todo bien se presenta, el peso de la sociedad menesterosa deteriora todo pensamiento superior. La belleza y la bondad descrita sólo son posibles, tal vez, en la abundancia, o sea, en una vida que no per­ mita asomar el fantasma de la indigencia. Nadie puede sentirse vivir si la vida no le permite despegarse, por la miseria, de perci­ bir su propia e insuperada indigencia. Nadie puede amar a otro, si está obligado todavía a defender duramente su propio cuer­ po, su propio ser. 20. Hacia la «Poijtica» Como Platón, Aristóteles busca también la organización de la convivencia humana. Esta organización es la única forma de compensar las contradicciones que lleva consigo la necesidad de vivir, de aprender, de gozar, de amar. Ninguno de estos

Memoria de la Etica

posibles modos de relación con los otros y con uno mismo puede realizarse sin estructuras superiores que determinen los cauces de estos modos de relación. Porque como la Ética, la Política, en su primera página, afirma que los hombres buscan siempre lo que les parece bueno. Pero inmediatamente se nos dice también que el bien principal es la polis, la comunidad política. Praxis, bien y polis son los tres elementos que hay que conjugar para que pueda realizarse el bien del hombre. Por­ que no basta con establecer un bien alejado de lo que los hom­ bres «hacen». El bien tiene que surgir de esas obras que sólo adquieren sentido en el espacio colectivo creado, precisamen­ te, por esa praxis. Pero cómo llegar, de una manera metódicamente correcta, a coordinar esas tres perspectivas y organizar la convivencia. Aris­ tóteles piensa que sería adecuado examinar los elementos más simples que integran esas estructuras generales. «Porque obser­ vando las cosas desde su origen se obtendrá, en esta cuestión como en las demás, la visión más clara» (Política, 1,2,1252a24-26). La casa, la familia, la aldea, se integran desde sus propias nece­ sidades en una nueva forma de comunidad, que es la polis. Pero así como las primeras formas de organización tuvieron como meta el ayudarse para hacer frente a las necesidades de la vida, la polis tiene un objetivo superior. No se trata ya sólo de vivir, sino de «vivir bien» (eu zén). El vivir está unido a la misma naturaleza. Su propia esu'uctura y las primeras formas de orga­ nización van encaminadas a conseguir el desarrollo de la vida. Vivir es, por tanto, el despliegue en el tiempo de todo lo que la naturaleza hace surgir. Pero ese despliegue está fijado ya en el código que orienta la evolución de cada ser. Unida todavía a los primeros pasos de esa evolución, la vida humana consistió, fun­ damentalmente, en defenderse como vida, en permanecer en el ser. Pero en la polis no basta aceptar el escueto código del desarrollo natural. El bien a que aspiran los seres es un bien atado a las concretas condiciones en que se expresa una vida humana, y lo humano incluye un elemento nuevo en el vivir, que rompe incluso los límites «naturales» y es capaz de variar los códigos originarios. La naturaleza de las cosas es aquello a lo que llegan como fin de su génesis. Efectivamente, el cumpli-

Aristóteles y la ética de ia - pous-

miento de ese curso temporal, de esa génesis, supone que el pro­ ceso no ha sido interferido y que el desarrollo se ha logrado. En este sentido, esa plenitud es el fin, el télos. En el ser humano, sin embargo, el bien que especifica el vivir se define como autar­ quía, que no consiste en una suficiencia con uno mismo, con el ser que vive una vida solitaria, sino también en relación con los padres, hijos y mujer y, en general con los amigos y conciudadanos, pues­ to que el hombre es por naturaleza un ser social [politikós] / .. . / Consideramos, pues, autárquico o suficiente lo que hace por sí solo a la vida digna de ser envida y libre de toda necesidad y pensamos que esto es ¡a eudaimonía (E.N., 1,7 ,1097b9-16). La necesidad y la indigencia amenazan la vida. Si la autarquía como felicidad es una forma de plenitud, hay que tender, entre esos extremos, un puente que permita superar esa ame­ naza y lograr ese objetivo. Antes de analizar los medios de esa construcción en la que el hombre modifica y condiciona su propio vivir, Aristóteles nos da ya, al comienzo de la Política, dos indicaciones capitales sobre el ser humano, porque las características de su naturaleza determinan ya el contenido de su desarrollo y los límites de su autarquía. Dos rasgos esenciales del hombre lo distinguen de los otros ani­ males. El ser humano necesita de la polis para cumplir el destino de su propia naturaleza. La evolución natural incluye, paradóji­ camente, un elemento cultural. Porque las formas de organiza­ ción humana, anteriores a la polis, no llegan a la autarquía y a la felicidad. Vivir humanamente es siempre vivir bien, y ese bien es algo que se aparta de los derroteros naturales, trazados por nor­ mas independientes del ser que lo asume. En este sentido la vida es ya constitución, elaboración del ser que la vive. La insociabili­ dad caracterizaría a una existencia infrahumana o sobrehuma­ na. «Sin tribu, sin ley y sin hogar», dice Homero en la cita de Aristóteles, «debe vivir el que ama las horrendas guerras» (Política, I, 2, 1253a5). La guerra se enfrenta a lo que constituye las formas supremas de sociabilidad. La ley, el hogar, son fruto

Memoria de la Ética

del diálogo, de la tolerancia. La guerra supone, por el contrario, el silencio, la incomunicación, la violencia. A pesar de la tradi­ ción literaria y la evolución real de la historia griega, la guerra se entendió siempre como una actividad que rompía la esperanza en niveles superiores de desarrollo. Precisamente el logas y el diálogo habían surgido como una forma de comunicación fren­ te al silencio de la fuerza. £¡fque no puede vivir en sociedad o no necesita nada por su propia suficiencia, no es miembro de la ciudad, sino una bestia o un dios. Es natural en todos la tendencia a una comunidad tal, pero el primero que la estableciófue causa de los mayores bienes; porque asi como d hombre perfecto es el mejor de los animales, apartado de la ley y de la justicia es el peor de todos: la peor injusticia es la que tiene armas (Política, I, 2 ,1253a27-34). La necesidad de convivencia a la que el hombre se somete, para su propia realización, nos llera al otro componente de lo huma­ no, el lenguaje. L.a naturaleza, que nada hace inútilmente, ha dotado al hombre de la posibilidad de desarrollo en su ser social. Sin el lenguaje la sociabilidad sería imposible. No habría aproximación ni acuerdo; no habría ciudad, la historia misma de la polis nos muestra que ésta no fue sólo una forma «espacial» de organización, una realidad íísica que establecía los límites entre los que se hace la vida. Polis significa, también, un sistema de comunicación. Por encima de la ciudad real que los hombres viven, hay otra ciudad «ideal», una ciudad de palabras, con las que se tejen los verdaderos hilos de la convivencia. 21. El animal que habí .a La comunicación que se establece entre los hombres marca ya, a través del lenguaje, el «territorio» de la polis. Porque mien­ tras sólo fue la vida lo que la naturaleza mandaba preservar, las necesidades de la existencia pudieron remediarse en el silen­ cio. El cuerpo era el único indicador de lo necesario y el único espacio concreto del vivir; pero la presencia de otros hombres

Aristóteles y la ética de la «pous»

originó un nuevo dominio. En él tiene lugar ya un primer «indicio» hacia el otro, una «señal de dolor y de placer». Dolor y placer son expresiones elementales de la corporeidad. El «sonido», la voz del dolor, habla sólo al tiempo concreto del cuerpo y de la carne, y se consume y apaga en su misma expre­ sión. Pero hay otra «voz» que rompe el estrecho círculo de un tiempo que, únicamente, se hace presente entre los vericuetos de la corporeidad. Es la voz del lógos. La razón por la cual el hombre es, más que la abeja o cualquier otro animal gregario, un animal social es evi­ dente: la naturaleza, como solemos decir, no hace nada en vano, y el hombre es el único animal que tiene palabra (lógos). La voz es signo de dolor y de placer, y por eso la tienen también ¡os demás animales, pues stt naturaleza llega hasta tener sensación de dolor y de placer y signifi­ cársela unos a otros; pero la palabra es para manifestar lo conveniente y lo dañoso, lojusto y lo injusto, y es exclu­ sivo del hombre el tener él solo, el sentido del bien y del mal, de lo justo y de lo injusto, etcétera, y la comunidad de estas cosas es lo que constituye la casa y la ciudad (Política, 1,2 ,1253al 1-17). Los «valores» a que Aristóteles se refiere en este famoso texto, el bien y el mal, lo justo y lo injusto, son, entre otros, los hilos que enhebran y constituyen lo social. Estos valores se «dicen» en el lógos. Hablar de ellos es vincular el comportamiento prác­ tico a las supuestas directrices marcadas por un «cielo ideal» que lo ordena y sistemadza. Pero el bien o la justicia, por ejem­ plo, son construcciones colectivas; formas de convivencia, orientaciones hacia la praxis. Decir es, pues, construir; referir en la consciencia colectiva los «sentidos» que pueden consti­ tuirla como tal colectividad. Los valores que dan contenido al lógos son manifestaciones de perspectivas que, en ningún momento, pueden ser exclusiva­ mente individuales. La participación y ‘comunicación’ (koinonía) de estos contenidos supone, pues, la confirmación del carácter social, compartido, solidario, común y homogéneo de

Memoria de la Etica

lo que se denomina justo o bueno. En la praxis yen las obras se configura y refleja el complejo de interpretaciones y determi­ naciones del lenguaje. Pero de la misma manera como el len­ guaje habla en el dominio de la intersubjetividad y trasciende, con ello, las fronteras en las que cada individualidad se encie­ rra, las obras son producto también de una cierta interobjetividad en la que cada hecho emerge de sus condiciones de posi­ bilidad. Estas condiciones se crean por las presiones colectivas, y en el entramado que los «otros», voluntaria o involuntaria­ mente, delimitan. La polis sirve de ámbito en el que cada comportamiento se inserta; pero, además, las distintas acciones individuales que han ido constituyendo el éthos encuentran su verdadera reali­ zación en esa organización colectiva de cada individualidad, que acaba fluyendo en el cauce de lo «político». Este lenguaje que se diversifica en la voz que lo habla manifies­ ta el entramado ideal de la póüscomo «multiplicidad». Aristóte­ les se opone, por ello, a la ciudad unitaria que Sócrates defiende en la Reptiblica. Es evidente que si la ciudad es cada vez más unitaria, dejará de ser ciudad, pues la ciudad es por su naturaleza una multiplicidad y al hacerse más una, se convertirá de ciudad en casa y de casa en hombre, ya que podemos decir que la cusa es más unitaria que la dudad y el individuo más que la casa (Política, II, 2 ,126lal6-20). La idea de unidad que aquí utiliza Aristóteles hace diluir el individuo en el sistema colectivo de cuya multiplicidad se enriquece. Efectivamente, el hombre, que como sujeto in­ dividual presenta una radical clausura, como parte de un en­ tramado social, necesita de los otros. Su posible autarquía como individuo es una autarquía inevitablemente mediati­ zada por su «naturaleza» colectiva. Analógicamente, pues, la ciudad unitaria que parecería más «autárquica», pierde, en esa clausura, su autarquía. Si el bien de cada cosa la conser­ va, es, precisamente, la diversidad lo que otorga la máxima autosuficiencia.

Aristóteles y ia ética de la «polis»

La casa es más autárquica que el individuo, y la ciudad más que la casa; y sólo habrá ciudad cuando resulte autárquica y suficiente la comunidad numérica. Por tanto, si es preferible lo más autárquica, también debe preferirse lo menos a lo más unitario (Política, II, 2, 1261bl0-15). Esta defensa de la «diversidad» implica, por consiguiente, para conseguir la imprescindible autarquía, una determina­ da forma de organización que «sintetice» la supuesta o real oposición entre autarquía y diversidad. Incidentalmente aparece, en estos pasajes de la Política, un problema funda­ mental de la teoría que sustenta a esta obra y que había recorrido buena parte de las páginas de Platón. ¿Cómo coordinar los intereses del animal «individual» que tiene lógos, que vive en el mundo de la escasez y la privación, que necesita de otros, pero que ha de ser autárquico y defender su ser, con ese impulso que, de múltiples formas, le lleva a convivir, a utilizar, amar, odiar, percibir al otro? Las respues­ tas a estos interrogantes se dan, frecuentemente, desde ni­ veles ontológicos, desde «teorías» que explican diversos estratos que constituyen el ser humano, desde planteamien­ tos que marcan, con la paideía, la posibilidad de compensar las innumerables divergencias. Sin embargo, en su polémica con la República platónica, Aristóteles hace surgir el proble­ ma de esa alternativa desde un planteamiento radicalmente político: Si los que trabajan las tierras no son sus dueños, la cuestión puede ser distinta y más fácil; pero si la cultivan para sí mismos, la cuestión de la propiedad puede traer consigo más dificultades, pues al no ser todos iguales en los benefi­ cios y en el trabajo, necesariamente surgirán reclamaciones contra los que obtienen muchos beneficias y trabajan poco, parparte de los que reciben menosy trabajan más. En gene­ ral, la convivencia y la comunidad son difíciles en todas las cosas humanas, pero sobre todo en éstas (Política, II, 5, 1263a9-17).

Memoria de ia Ética

Desde esta base natural, tendrá ya que emerger la comunidad política que, por medio de la justicia, sea capaz de organizar lo colectivo y armonizar las inevitables contradicciones y ten­ siones de lo individual. Aristóteles se ve obligado a reflexio­ nar sobre los distintos tipos de organización, o sea, sobre las distintas formas de gobierno que han existido en la realidad y de los que tiene noticia. Pero las formas en que muchos de estos regímenes podrían encuadrarse —democracia, oligar­ quía, aristocracia, república, tiranía— están sometidas a un intenso desgaste, a un dinamismo continuo en lucha por el régimen mejor. Algunas de las páginas en donde se describen la estructura e inestabilidad de estos regímenes, recuerda la implacable dialéctica a la que ya en los libros VIII y IX de la República los había sometido Platón. Porque ese régimen mejor está sujeto a la continua invasión de una individualidad que, como la del tirano, se afirma a sí misma en la negación de los demás. No es posible, pues, buscar esa organización de la colectividad si no se analizan los elementos que forman el tejido que constituye la vida de los hombres como animales obligados a convivir y a construir su propia convivencia, y a entenderse en el lógos. «El que estudia los regímenes políticos, qué es cada uno y cuá­ les son sus atributos, debe tratar en primer término qué es la ciudad» (Política, III, 1,1274b32-34). En ella tiene que ser posi­ ble esa mezcla de autarquía y solidaridad en cuya armonía se produce la «vida mejor». Precisamente, desde la actividad de los que componen la polis, desde sus ciudadanos, es de donde hay que partir. «Llamamos, en efecto, ciudadano al que tiene derecho a participar en la función deliberativa o judicial de la ciudad, y llamamos ciudad, para decirlo en pocas palabras, una muchedumbre de tales ciudadanos capaz de vivir en au­ tarquía» (Política, 111, 1, 1275bl7-21). Deliberar y juzgar no se refieren solamente al espacio público en donde tales funcio­ nes se ejercen. La deliberación y la capacidad crítica, o sea la capacidad de ser aulárquico en su juicio, de llenar el propio ser «natural» de posibilidad y libertad, constituyen las bases so­ bre las que se asienta la polis. Esta es una larga tarea, a la que se dedicó, con continuado empeño, Aristóteles. Con ello no ha-

Ajustóte! jes y ia etica de i a «polis»

cía sino mantenerse en los problemas que ya había planteado Platón e intentar avanzar en sus soluciones. Yen esta reflexión libre del hombre por construir su propio destino, se anudaban la ética y la política: la edificación del ser individual en el ámbi­ to del bien de la Polis.

Apéndice Aristóteles había nacido el año 384 a. C. en Estagira (actualmente Stavro), un pequeño lugar en la costa de la península calcídica. La ciudad, en la que se hablaba un dialecto jonio, había sido colo­ nizada por los griegos. Huérfano desde muy niño, quedó al cui­ dado de un pariente, Proxeno de Atarneo. Su padre, Nicómaco, fue médico de Amintas III, abuelo de Alejandro. Su madre, natu­ ral de Calcis, en la isla de Eubea, pertenecía a una familia que había tomado parte en la colonización de Estagira. A los diecisie­ te años, Aristóteles marchó a Atenas, donde habría de permane­ cer veinte años como alumno de la Academia platónica. En la obra de Aristóteles, hay abundantes testimonios sobre la medici­ na, que había sido el ámbito familiar en el que se había educado, y sobre la Academia, que marcó el desarrollo intelectual de su adolescencia y juventud. Entre las anécdotas que se refieren a esta época de formación destaca aquel «mote» que Platón le daba, el anagnóites, el lector, cosa que, en cierto sentido, debía ser inusual ya que la enseñanza «se oía» más que «se leía». Es pre-

Memoria de i.a Ética

cisamente en este tiempo cuando, por la paulatina imposición de la escritura y de sus productos, la palabra empezó a transitar, con los grámmata, del oido a la vista, y a asegurarse ya el saber en la «experiencia» intersubjetiva que sostenían los escritos. A la muer­ te de Platón, en el año 347, abandonó Atenas. No hay razones cla­ ras para esta marcha, y los investigadores, desde Jaeger a Düring o Chroust, han hecho diversas conjeturas. Invitado por Hermias, el tirano de Atarneo, cuñado de Proxeno, su tutor, pasó Aristóteles tres años en los que, probablemente, conoció a Pythia, hija adoptiva de Hermias con la que después se casó. En estos tres años, pasados entre Atarneo y Assos, Aristóteles estuvo rodeado de amigos y discípulos. Precisamente en Assos encontró a quien iba a ser su más fiel discípulo, Teofrasto de Eresos. A la muerte de Pythia, que según una tradición era la madre de Nicómaco, se unió Aristóteles a Herpilis, al parecer una esclava natural de Estagira, y a la que también se atribuye la maternidad de Ni­ cómaco. En el año 345, se traslada Aristóteles a Mitilene, donde comenzó una fecunda colaboración intelectual con Teofrasto. Dos años después, a instancia de Filipo de Macedonia, Aristóteles marcha a Mieza, donde se encargará de la educación del joven Alejandro. Aunque pronto empezaría la leyenda de la influencia de las dos geniales personalidades, no pueden confirmarse los datos que tal leyenda ofrece. El hecho de que los primeros historiadores de Alejandro no mencionan a su educador, indica hasta qué punto Aristóteles era aún desconocido. Nos quedan, sin embargo, dos testimonios (Düring, 1966, 12) de Eratóstenes y Plutarco, según los cuales Aristóteles había aconsejado a Alejandro «tratar a los griegos como su jefe y a los bárbaros como su dueño, preocupán­ dose de aquéllos como si fueran amigos y parientes, y de éstos como de criaturas a los que sólo hay que proporcionar el alimen­ to» (cf. también Aristóteles, Política, I, 1, 1252b5-9). Es probable que, en esta época, entablase amistad con Antípater, que durante las conquistas de Alejandro quedaría de regente en Macedonia. Después de la muerte de Filipo, en el año 336, y de la proclama­ ción de Alejandro como rey, Aristóteles vuelve a Atenas y comien­ za su enseñanza en el Liceo. Esta larga y fructífera estancia sólo se verá definitivamente interrumpida en el año 323 cuando muere Alejandro. En una carta que nos transmite la Vita Marciana, diri­ gida a Antípater (Düring, 1957, 105), se queja de que como extranjero ya no podrá encontrar paz en Atenas. A fines de ese

ARISTÓTEIJíS VLA ÉTICA DE LA «POLIS»

mismo año marchó a la isla de Eubea, a Calcis, donde su madre tenía una casa y donde muere en octubre del 322 a la edad de sesenta y tres años.

Capítulo III

P ara u n a lectura del TEXTO DE LA ÉTICA

Para una ixcruRA dei. texto de la é t ic a

1. L a « e s c r it u r a » d e A r is t ó t e l e s

Los escritos de Aristóteles han sido, a lo largo de los siglos, una pieza esencial para la historia de la cultura europea. Sin ellos no pueden entenderse muchas de las ideas que constituyen el entramado de esa cultura. Y, sin embargo, esta obra tan viva y du­ radera ha estado sometida a un proceso de esclerotización y momificación. Esa incesante presencia y, al mismo tiempo, ese exüaño proceso constituyen uno de los más apasionantes pro­ blemas en el misterioso destino de la «escritura». Indudablemente toda obra intelectual puede quedar aplastada por la presión que sobre ella ejercen otros lenguajes que la descri­ ben o comentan; pero, en Aristóteles, este aplastamiento ha teni­ do peculiares características. Sus palabras se han incorporado, fre­ cuentemente, al discurso de sus intérpretes, y han formado con ellos una amalgama en la que adquirían inesperadas, anacrónicas y sorprendentes resonancias. Es un fenómeno interesante, quizás único en la historia de la filosofía, el que presenta el lenguaje aris­ totélico, endurecido ya en una forma terminológica, y fundido en la escritura de aquel intérprete que lo afirma al incorporárselo, pero que lo niega al hacerlo pervivir en un cerrado, coherente, incluso poderoso, organismo, capaz de disolver la historia real de la que, en todo momento, se alimentó ese lenguaje. A pesar de las precisiones y críticas que, en más de cincuenta años, se han hecho a la obra de Werner Jaeger y, sobre todo, a su libro sobre Aristóteles1, fue este gran investigador quien, de 1 1. La primera edición de este fundamental trabajo para la renovación de los estudios aristotélicos se publicó en 1923, en Berlín, Weidmann, con el título de

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una manera original y brillante, comenzó a desarticular el ana­ crónico edificio construido sobre lo que, con extraordinaria impropiedad, se ha denominado el «sistema» aristotélico. Los trabajos de Jaeger mostraron que los escritos que se han trans­ mitido con el nombre de Aristóteles, estaban enraizados en la historia viva de su creador y habían experimentado distintas inflexiones, según los distintos intereses intelectuales que fue­ ron orientando sus investigaciones2. Esta lectura «genética» no era resultado de complicados pro­ cesos metodológicos, sino de haber aplicado a la interpreta­ ción de la obra de Aristóteles una serie de elementales princi­ pios, con los que se disolvía esa pesada costra que* sin criterio alguno, había ido depositando la tradición. Era además evi­ dente, que un pensamiento que, como el de Aristóteles, no estaba lastrado por ninguna herencia libresca y que se había despertado a la vida intelectual oyendo las palabras de Platón e intentando experimentar, por ejemplo, cómo se reproducen los pájaros, cómo funciona el aparato digestivo de los cefalópo­ dos, o cuál es la estructura del cordón umbilical de los mamífe­ ros, fuera mucho más libre y creador que lo que, a lo largo de los siglos, iba a establecerse. Para probar esta diversidad en la obra aristotélica, Jaeger, como es sabido, tuvo que mostrar que la estructura de los tratados era sólo aparente y que consti­ tuían, en su mayoría, un ensamblaje de escritos de distintas épocas, en el que se articulaban la vida misma de la reflexión, sus errores y aciertos. A pesar, sin embargo, de la forma de Aristóteles. GrumUegung einer Geschkhte seinerEntwiMung. Ya en 1934 apareció la traducción inglesa de R. Robinson, bajo el título Aristotle. Fundamentáis ofthe Idxtarvoflas deudopmenl, Oxford, Clarendon Press, que contenía numerosas adicio­ nes del propio Jaeger. Sobre la versión inglesa hizo Jasé Gaos la española, Aristóteles. Bases para la historia de su desarrollo intelectual, México, F. C. E., 1946. G. Galogero la tradujo también al italiano. Aristotelr. Prime linee di una simia deUa sua evolucionesphituale, Florencia, La Nuova Italia, 1935. Tanto de la traducción inglesa, como de la española y la italiana se han hecho reediciones. Con anterio­ ridad, al lamoso libro sobre Aristóteles, W. Jaeger había publicado sus Studien surEnstehunjpgeschichlederMetaphysik desAristóteles, Berlín, Weidmann, 1912. 2. Una historia de las interpretaciones en lom o a los problemas estudiados por Jaeger puede verse en la introducción al importante estudio de Enrico Bcrti, Padua, Cedam, 1962, págs. 9-122.

La filosofía del primo Alístatele,

Para una ijx .tura dei. texto de ia e t ic a

estos escritos, tan distinta de los diálogos platónicos, había en ellos un estilo peculiar, un aire de familia que los identificaba en el mismo espíritu. En ese espíritu en el que Aristóteles se nos aparece como «el primer pensador que se foijó, al mismo tiempo que su filosofía, un concepto de su propia posición en la historia; con ello, fue el creador de un nuevo género de con­ ciencia filosófica más responsable e íntimamente complejo. Fue el inventor de la idea de desarrollo intelectual en el tiem­ po, y vio incluso en su propia obra el resultado de una evolu­ ción exclusivamente dependiente de su propia ley»3. Una de las causas que hicieron posible la construcción del dog­ matismo aristotélico fue la dureza de su estilo y su rigor termino­ lógico. Lo cual no quiere decir que no hubiese, en algún momen­ to, contradicciones y dificultades; pero el ritmo de su lenguaje, la cuidada elaboración de los conceptos, indicaban la voluntad de no ir más allá de lo que alcanzaba una mirada, una visión empíri­ ca que se planteó, por ejemplo, en los escritos biológicos, decirlo real, nombrar la naturaleza. Y, sin embargo, esa misma terminolo­ gía era el resultado de un controlado proceso de creación, en el que el lenguaje era analizado y observado con el mismo rigor con el que se analizaban y se nombraban los disdntos niveles de la physis. Precisamente es éste uno de los problemas más interesan­ tes que plantea la obra de Aristóteles. Porque «mientras Platón, por lo general, más que palabras, crea significados, en Aristóteles encontramos creaciones de significado (BedeutungsneuschópfunL'évolulion de la Psycludogie d’Aristote, ¡lie aristotelische Physik. Untersuchungen über die Gmndtegnng der Naturwissenschafl und die spraehlichen Bedingungm der Pritaifnenforschung bei Aristóteles, Gotinga, Vandenhocck-Ruprecht, 1962, págs. 11-51; y en la introducción General de Tomás Calvo Martínez, Aristóteles, Acerca del Alma, Madrid, 1978, págs. 23-37. Los trabajos de Augusl Mansión, Paul Moraux, Anton-Hermann Chroust y Franz Dirlmeier, editados, entre otros, por el mismo P. Moraux, en Aristóteles in derneuerenForschung, Darmstadt, VV. B. G., 1968, tratan, también,algunosde También puede encontrarse un claro resumen en Francote Nuyens, Lovaina, Institud Supérieure de Philosophie, 1948, especialmente págs. 1-60; además de en Wolfgang Wieland,

los problemas de las modernas interpretaciones sobre Aristóteles en las que, por supuesto, desempeñan un papel central los trabajos de W emer jaeger. 3. Jaeger, en la versión española de José Gaos, pág. i 1. Cf„ también W. K. C. Guthrie, «Aristotle. An Encounter», en el vol. VI de A Cambridge University Press, 1981, pág. 92.

Aristóteles..., History of Creek Phüosophy,

Memoria de i.a Ética

gen) y creaciones terminológicas, creaciones de palabras en cuan­ to tales ( Wortschópfungen)».4 El carácter peculiar de los neologismos aristotélicos presta a su lenguaje una viveza y frescura que no logran agostar los descui­ dos estilísticos, ni la sequedad aparente de muchas de sus expresiones. Precisamente esto da a toda su obra, en absoluta oposición a lo que después se ha hecho con ella, ese perfil ina­ cabado y esa continuada insatisfacción que se percibe en tantas páginas y que late en la mayoría de sus planteamientos. Por ello, el saber más exacto tenía que ser un saber no definitiva­ mente logrado, sino un «saber detrás del que se va», una «cien­ cia buscada» (Metafísica, I, 983a21), que consiste tanto en los siempre sectoriales aspectos a los que se llega, como en la con­ tinuada tensión que provoca el camino que hay que seguir para alcanzar la meta del conocimiento. Con extntodinaria claridad aparecen estos problemas en aquellos libros de Aristóteles en los que se plantea el sentido y la estructura del «hacer» humano, de la «filosofía de las cosas humanas» (an thrófma pfúbmphia, E. N., 1181bl5). Es ésta la primera vez que se hace una detallada descripción de los mecanismos que articulan la praxis y que condicionan los comportamientos. Es cierto que Platón había iniciado algunos de estos análisis, pero con Aris­ tóteles la capacidad de precisar, con la terminología, los distintos niveles que constituyen el acto voluntario, la amistad y el amor, la de­ liberación y la pasión, el conocimiento teóricoy el práctico, la mag­ nanimidad y la justicia ha plasmado algunas de las páginas más jugosas, no sólo de su obra, sino de toda la historia de la ética. Estos análisis se enfrentan, además, con un problema nuevo. Se trata de describir situaciones que no caen ya en el territorio objetivo de la plrfsis, sino que emergen de un dominio subjeti­ vo o, al menos, de una objetividad muy distinta de los fenómenos del mundo exterior. El lenguaje es, en principio, el único sus­ tento de esos análisis, al constituirse en recinto de experien­ cias acumuladas en la historia, y conformadas a lo largo de su desarrollo. El lenguaje, y una mirada que ha visto los impulsos 4. Kurt von Fritz, Philosophie und sprachlicher Ausdruck bei Demakrit, Plato und Aristóteles, Darmsiadt, W.B.G, 1963, pág. 64. [ 13()|

Para una lectura del texto de ia é t ic a

que determinan la «actividad», la «energía» (enérgeia) de los hom­ bres, sus tensiones, concordias y oposiciones. Pero mientras en Platón se dialoga sobre el joven timócrata, o sobre el hombre justo o sobre la prudencia, Aristóteles desarraiga sus palabras de la vida, del diálogo en el que tales palabras emergen, condi­ cionadas por el tiempo concreto en que una concreta voz dia­ logante las pronuncia, para hacer con ellas una experiencia nueva, para buscarles un espacio teórico alejado ya de las inmediatas instancias del tiempo y de la voz. Al estar privada la escritura de Aristóteles de esa matriz en la que, como en los diálogos platónicos, unos interlocutores hablan y viven su len­ guaje, sus análisis tienen que ser más precisos y su contenido más abstracto. A través del diálogo hemos llegado, pues, a la lite­ raturafilosófica, a la escritura que no se expresa en un poema o en apotégmata, sino en «pequeños tratados» (pragmatetai) que, sin embargo, son algo más que meros hypamnémata, que «recordato­ rios» para avivar el pensamiento5. En ellos el lenguaje no sólo provoca la reflexión personal, el camino del pensamiento que cada uno, como en el diálogo, tiene que recorrer despertado por el estímulo de una determinada palabra, sino que la escritu­ ra de estos «tratados» se despliega ya por sí misma, analiza, des­ cribe y argumenta. El lenguaje filosófico comienza así a adquirir objetividad y espesor. Probablemente la ékdosis, la publicación de esos escritos, se debía a circunstancias muy diversas, en las que no dejaron de intervenir algunos de los discípulos de Aristóteles; pero, de todas formas, en las posibles interpolaciones minuciosa­ mente estudiadas por los filólogos, esos problemáticos retoques, no hacían más que testimoniar el diálogo real de los peripatéti­ cos, el inicio de una larga conversación, como es siempre la de un lenguaje que se hace presente en la historia. La materia de estos tratados, la forma de exposición acusaba ya ese planteamiento renovador. Al no desarrollarse reflejada en el pris­ ma de posibles interlocutores, como ocurre en Platón, la escritura 5. Una excelente síntesis de los primeros pasos en la constitución de una puede encontrarse en Mario Untersteiner editado por L. Sichirollo y M. Venturi Ferriolo, Milán, Cisalpino-tkriiardica, 1980.

escriturafilosófica, difilologíafilosófica,

I’roblemi

[m |

Memoria de la Ética

de Aristóteles tenía que suplir el indudable enriquecimiento que para el ¿ógrusupone su condición de diálogo, de palabra que discu­ rre a través de distintas mentes. Los tratados de Aristóteles signifi­ caron, pues, la creación de la prosa científica, de una prosa no dia­ logada ya, pero siempre abierta, como un torso inacabado, para ser interferida por el pensamiento de cada posible lector, de cada dialogante que encontrase, en el espacio abstracto de la escritura, una forma de recuperar el espacio y el contexto concreto de la his­ toria en el que ese lenguaje se formulaba. «Sobre las cuestiones de retórica existían ya muchos y antiguos escritos, mientras que sobre el razonar no tenía­ mos absolutamente nada anterior que citar, sino que hemos debido afanarnos empleando mucho tiempo en investigar con gran esfuerzo, y si, después de contemplar la cosa, os parece que, como corresponde a aquellas dis­ ciplinas que están en sus comienzos, este método está en el lugar adecuado al lado de los otros estudios que se han desarrollado a partir de la transmisión (de otros anterio­ res), no os quedará, a todos vosotros que habéis seguido las lecciones, otra tarea que la de tener comprensión con sus lagunas y mucho reconocimiento para con sus hallaz­ gos» (Ref- sofisticas 184bl y ss., traducción de M. Candel). Los escritos de Aristóteles no surgían, pues, de un proyecto unita­ rio de publicación, que, en principio pudiese traspasar los muros del Liceo. «Puede asegurarse que Aristóteles no expuso los temas filosóficos teniendo ante sus ojos un par de notas sueltas... sino que elaboraba un manuscrito que leía a su concurrencia, de la misma manera que el joven Fedro lee a Sócrates el discurso de Lisias... Esta lectura ante alguien constituía el acto editorial»6. Pero ello F.udenúschen Ethik Sibungsberichte der Hriddberger Akad. der Wssenschaften. Philosophisch-HistorisrJie Klasse,

6. Franz Dirlmeicr, «Mcrkwúrdige Zitatc in der des Aris­ tóteles», en Heidelberg, Cari Winter, 1962. La proximidad de la escritura a su origen verbal e inmediato constituye un elemento epistemo­ lógico de gran calidad para entender aspectos importantes de la filosofía griega. Cf. Eric A. Havelock, Cambridge-Mass., Harvard Uníversity Press, 1963. También, de Richard Harder, tan preocupado por la

Prefaceto Plato,

Para una lectura del. texto de la é t ic a

implicaba que ese escrito, salido muchas veces de la experiencia, la conversación y la reflexión, y que tuvo su precursor en los diálogos de Platón, estaba también, como el diálogo, sometido a un proce­ so dialéctico, inmerso en ese carácter oral al que Aristóteles mismo hace alusión frecuentemente7. Nada más lejos, pues, de lo que hoy llamaríamos un libro, nada más lejos del carácter dogmático con que la filosofía tradicional iba a investir a los escritos del Filósofo; esos escritos que, a pesar de la dura corteza de sus proposiciones, estaban abiertos a una comunidad de oyentes y amigos que los iban a incorporar a su propia conversación interior, a la reflexión viva de su propio pensamiento. Esta forma de publicidad de la escritura aristotélica, supeditada al trabajo del Liceo, representa un paso fundamental en el desa­ rrollo de la investigación y de la comunicación intelectual. L.a pragmateía, o sea el escrito en el que se expresa una determinada experiencia teórica, es el resultado de un trabajo (ponas), de un «diálogo de la consigo misma» (Sofista, 263e). Pero el paso que implica ya la redacción de una pragmateía, comporta una nueva relación con el tiempo y con el saber. No hay datos sufi­ cientes para determinar cómo debió de ser la comunicación intelectual de Platón con sus discípulos en la Academia. Nos que­ dan sólo los diálogos. En ellos el conocimiento es, sobre todo, un proceso articulado en el lenguaje vivo del «otro». Saber es saber pensar en el lenguaje y mostrar, entre otras cosas, su insuperable ambigüedad. Porque en el momento en que esa ambigüedad se vence, la estructura comunicativa cambia de nivel. El «oyente» no está allí, para enriquecer, con sus intervenciones, los conteni­ dos de unas palabras o las perspectivas en las que situar un pro­ blema, como es el caso del diálogo. En la pragmateía, en esa forma de escritura cuyo ejemplo podría ser la obra de Aristóteles, ya no se trata de «mirar» el lengiuye, de «teorizar» sobre él, de desgra­ nar el presente de un encuentro en una sucesión de reflexiones letra

de la literatura, puede verse el trabajo «Bemerkungen zur griechischen Schrifdichkeil», publicado en 19 (1943), y reunido con otros escritos suyos en editado por Walter Marg, Munich, Beck, 1960, páginas 57-80. B. A. van Groningen, EKAOEIE («Mnemosyne», Series IV, Volumen XVI, Fasciculus l.págs. 1-17). 7. Dirlmeier. pág. 17.

Die Antike ¡Gáne Srhriften,

op. rit.,

Memoria de la Ética

colectivas, o sea de un pensamiento que el lógos compartido dis­ tribuye entre los dialogantes unificándose o dividiéndose a través de cada mente, de cada personalidad, de cada historia. El lenguaje de la pragmateíasiuge de un nuevo sistema de referen­ cias. Más solitario que el diálogo, el tógwde la pragmateía necesita tui sustento disdnto para su publicidad. El lógos del diálogo des­ cansa en el espesor de su propia retórica, en la densidad o sutileza que va adquiriendo, a medida que progresa en la voz de sus inter­ locutores. El logas de la pragmateía, pensado o, al menos, escrito para el público restringido de aquellos oyentes del Liceo, encuen­ tra su publicidad en la ékdosis, en la lectura ante esos oyentes que lo asimilarán, en otro tiempo más lento que aquel que implica la inmediata temporalidad del diálogo. La lectura, ante el silencio de aquellos «oyentes» del Liceo, no necesitaba el sustento «retóri­ co», literario, del diálogo que tenía que «defenderse» solo, fuera ya de los muros de la escuela, y argumentarse desde la propia fuer­ za de su construcción como «obra». La pragmateía leída ya, signifi­ caba un hito que, acogido por el discípulo, iba a acrecentarse en una discusión «entre escolares», entre componentes de un grupo humano para el que el maestro es el iniciador de una «investiga­ ción», el sugeridor de un proyecto teórico que él argumenta y refuerza en el «monólogo del escrito», defendido y sustentado, como había anunciado el Fedro platónico, en su propia epistbné: «Tenemos que mirar a un lógos genuino hermano del otro y de qué manera se desarrolla y cuánto mejor y más poderoso crece. —¿Qué lógoses ése y cómo dices que se engendra? —Es aquel que se escribe con ciencia —meta epistémfs—en la mente del que apren­ de y es capaz de defenderse a sí mismo» (Fedro, 276a). 2. L astres «éticas»

Entre los escritos de Aristóteles ninguno ha merecido el honor de ser elaborado tres veces y de que, en consecuen­ cia, tengamos de la ética tres versiones diferentes. Tampoco creo que haya en la historia de la filosofía un caso semejan­ te. Aun en el supuesto de que los Magna Moralia8, o la Etica 8. En adelante citaré

M. Ai.

Para una lectura del texto de i a ér/ra

Eudemia no fueran auténticas9, las tres variaciones sobre el lema son un hecho único en la historia del arislotelismo antiguo. Esta excepcionalidad no sólo se refiere a la obra en sí misma, sino que también es excepcional el interés desper­ tado entre sus lectores e intérpretes. Efectivamente, la ética de Aristóteles, concretamente la Etica Nicomáquea, es la obra filosófica de la antigüedad mejor y más detenidamente estuMagna Moralia

9. La autenticidad de los fue defendida por Fr. Schleiermaclier en su contérencia de 1817, en la Academia de ciencias de Berlín, «Ueber die ethischen Werke des Aristóteles», en III, 3, edición de I.. Joñas, Berlín, 1835, págs. 306-333. Para Schleiermachcr, los contenían lo más autentico de la ética de Aristóteles. Pero quizá el defensor más destacado de la autenticidad de fue Hans von Arnim, quien, en acre polémica con Jaeger, que consideraba a esta obra com o una recopilación posterior, probablemente de un peripatético de la época de Teofrasto traducción española, pág. 274, nota 2 2 ), publicó diversos trabajos para probar la tesis de la autenticidad, entre ellos: «Die drei aristotelische Ethiken», en 2 (1 9 2 4 ),y « D ie E ch th e itd e r Orossen Elhik», en 76 (1 9 2 7 ). Una completa historia de toda esta polémica, así com o un detallado estudio de las investigacio­ nes en tom o a puede leerse en el monumental comentario de Franz Dirlmeicr, Darmstadt. W.B.G., 1958, págs. 118-147. Por lo que se refiere al contradictorio nombre de Gran tratándose de la más breve de las tres hay diversas opiniones — no se refería el ütulo a la obra en su conjunto sino a la extensión de cada uno de sus dos libros (P. M oraux)— . Cf. Dirlmeier, págs. 97-99. En cuanto a la autenticidad hoy ya no dudosa de la la mejor edición disponible del texto griego ha sido hasta hace poco la de Fr. Susemihl, que, en su prólogo, afirma que el autor era Eudemo de Rodas: -Scriptorcm operis esse Eudemum Rhodium Aristóteles discipulum» (pág. IX ). Así lo hace constar también en el título de su edición: » recognovit Franciscos Susemihl, Lipsiae, In aedibus B. G. Teubneri, 1884. Recientemente R. R. W alzery J . M. Mingay han publicado una excelente edición de la Oxford Classical Texis, 1991. Por lo que respec­ ta a las tres «variaciones» sobre el tema ético, ya Schleiermacher, en el trabajo antes citado, se refiere a esta excepcionalidad (pág. 30 8 ). Cf. tam­ bién, 1. Düring, Heidelberg, Cari Winter, 1966, pág. 438 (que citaremos en adelante, [1 9 6 6 ]). Del mismo autor, en Pauly-Wissowa Suppl., vol. X I, Stuttgart. 1968, que citaremos, en adelante, (1968).

Samttiche Werhe,

M. M.

M. M.

(Aristóteles...,

.SitzungsberichtcderAkadcmieder Wissenschaflen in Wien, Phil.-Hist. Klasse‘20'2, Rheinisches Musnim M. M., Aristóteles. Magna Moralia, Moral, Éticas Merkumrdige Zitate..., Etica Eudemia (E. E.),

Aristotetis Ethica Eudemia Eudemi Rhodii Ethica, adjecto -De virtutibus el jritiis libello, Etica Eudemia: Aristotetis, Ethica Eudemia,

Aristóteles Emyklopádie, Aristóteles

Aristóteles. Darstellung und Interpretation srines Denkens, Aristóteles, Real

Memoria de ea Ética

diada. Dejando a un lado las numerosas investigaciones y monografías, disponemos, ya en época moderna, de los comentarios de Ramsauer10, Grant11, Stewart12, Burnet13, Joachim14, Dirlmeier15, G authierjolif16. Dirlmeier ha com­ pletado su comentario a la E. N. con dos eruditos y minucio­ sos comentarios a la E. E. 17y a Ai. Ai.l8. Uno de los problemas con los que se ha enfrentado la investi­ gación ha sido el de justificar el hecho de estas distintas versio­ nes y analizar sus influencias. No podemos entrar en una expo­ sición detallada de estas cuestiones c indicaremos únicamente algunos datos relativos a ellas19. El hecho, sin embargo, de que, después de tan agudas polémi­ cas sobre las Eticas, donde el saber filológico ha alcanzado extraordinaria sutileza, pueda reabrirse de nuevo la discusión indica, entre otras cosas, la viveza y el interés de las cuestiones abordadas20. No deja, con todo, de ser sorprendente el que Aristotelis Ethica Nicomachea, The Ethics ofAristotle, Notes on the Nicomachea» Ethics oj Aristotíe, The Etítics of Aristotíe, Aristotíe, The Nicomachean Ethics, Aristóteles, Nikomachische Ethik, I.’Ethique á Nicmnar¡ue,

10. edición y comentario a cargo de G. Ramsauer, Leipzig, 1878. 11. con ensayo y notas de A. Grant, 2 vols., Londres, Parker and Son, 1884 (1* edición en 1857). 12. J . A. Stewart, Oxford, Clarendon Press, 1892. 13. edición con introducción y notas de J . Burnet, I-ondres, Methuen, 1900. 14. con comentarios a cargo de H. II. Joachim , y editado por I). A. Recs, Oxford, 1951. 15. traducción por Franz Dirlmeier, Darmsladt, W. B. G.. 1956. (Hay ediciones posteriores). 16. con inU'oducción, traducción y comentarios por R. A. Gauthier, O. P. y J. Y. Jolif, O. P., 3 vols., Lovaina, Publications Universitaires, 1958-1959, (2* ed., 4 vols., 1970). 17. uaducción por Franz Dirlmeier, Darmstadt, W. B. G., 1962. (Hay ediciones posteriores). 18. traducción por Franz Dirlmeier, Darmstadt, W. B. G., 1958. (Hay ediciones posteriores). 19. Una exposición de los problemas de las «tres Éticas» ha sido hecha por Armando Plebe, en E. Zeller y R. Mondolfo, parte 2 ', vol. VI, 3, Florencia, La Nuova Italia. 1966, págs. 88-110. 20. Cf., por ejemplo, Anthony Kenny, A

Aristóteles, Eudenásche Ethik, Aristóteles, Magna Momlia,

suo svilupfM starico,

La Jilosofia dei Greci nel

The Aristotelian Ethics: Study of Relationship between the Eudcmiat» and Nicomachean Ethics of Aristotü,

Oxford. Clarendon Press, 1978.

Para una uctura uei. texto dk ia t r o »

filólogos como Von Arnim, Jaeger, Düring, Kapp21, etcétera, no lleguen a ponerse de acuerdo, sobre todo cuando, por lo que respecta a M. AL, las características de estilo y contenido son tan marcadas, que, para bastantes estudiosos22, no sólo el estilo, sino los contenidos de AL AL son ya muy diferentes de lo que se supone que constituye las tesis fundamentales de la moral aristotélica. Según Düring, es Dirlmeier quien, con sus tres monumenta­ les comentarios a las Eticas, ha dicho, hasta el momento, la última palabra sobre el problema de la autenticidad y mutuas relaciones de estas tres obras23. Los Ai. Ai. serían, pues, el re­ sumen de unas clases compuestas por el mismo Aristóteles en la primera época de la Academia, destinado a oyentes juveni­ les. La tesis hoy más aceptada es la de que las tres versiones aristotélicas de la ética son, en el fondo, resultado de las ela­ boraciones sucesivas que, probablemente ante sus oyentes, hizo Aristóteles. 21. Véase, por ejemplo, de F.rns Kapp su dura reseña a Von Arnim, «Dic drei aristotclischen Ethiken», publicada en 3 (1 9 2 7 ), y recogida en sus editados por Hans e Inés Diller, Berlín, 1968, págs. 188-214. 22. René-Antoine Gauthier, j París. P.U.F., 1973, pág. 23. Véase, sobre todo, P. L Donini, AL Ai., Turín, Giappichelli, 1965. Algunas particularidades lingüísticas son resumidas por 1. Düring, en su (1 9 6 8 ), col. 218. Cf., asimismo, el citado comentario de Dirlmeier a Ai. Ai., págs. 149-155, donde, entre otras cosas, se refiere al uso de las preposiciones en lugar de es corriente en el griego helenístico. En Ai. Ai. aparece con frecuencia, mientras en otras obras de Aristóteles se encuentra muy raram ente). Véase también, para otras características lingüísticas, la larga nota de Jaeg er en su traba­ jo , «Sobre el origen y evolución del ideal filosófico de la vida», que figura com o Apéndice a su traducción española p o rj. Gaos, páginas 486-489; y además, F. Dirlmeier, «Zur Chronologie d cr Grossen Ethik des Aristóteles», en 1 (Heidelberg, Cari Wintcr, 1970). 23. la s investigaciones de Gauthierjolif, en sus comentarios, se mueven en lo que Düring llama «la época de Jaeger». Cf. Düring, (1966). página 438. Cf.. asimismo F. Dirlmeier, «Aristóteles», en P. Moiaux (ed.), pág. 157 (cit. nota 2 ); y la crítica al «romanticismo» (?) de Jaeger por Félix Grayeff,

Gnomon

Ausgewáhlte Schriflen,

I ¡ inórale d Ansióte. L etica dei

Aristóteles

hypéry perú (Hypér,

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Aristóteles..., SiUungsberichte dar Heidetberg Akademie dar Wissenschaften. PhiL-Historische Klasse Aristóteles Aristóteles in dcr mueren Forsrhung, supra, Aristotíe and his school. An Irujutry into the History ofthe Peripatos. with a Commentary tm Metaphysics Z, H, l. y TH. Londres, Duckworth, 1974, pág. 85.

Memoria de ia Ética

Sin embargo, a pesar del interés que para la erudición y el conocimiento preciso del pasado pudiera tener el llegar hasta el final en este tipo de investigaciones, lo realmente importan­ te de ellas es que se ha ganado una perspectiva nueva en el estudio de la historia de la filosofía. Por ello, podría ser hoy irrelevante el seguir afinando los métodos filológicos para al­ canzar determinadas conclusiones respecto a la prioridad o posterioridad de las obras del Corpus Ansiólelicun?*. Sin embar­ go, la nueva perspectiva, que, con este tipo de trabajos se ha ganado, confirma, una vez más, que la obra de Aristóteles no puede, en ningún momento, significar un conglomerado sis­ temático de respuestas, sino una sucesión de preguntas, de planteamientos y, por supuesto, también de soluciones, supe­ ditadas siempre a la elaboración posterior, a la crítica, a la re­ visión del mismo autor o, incluso, de algunos de sus discípulos. Precisamente el que durante muchos años, la interpretación «genética» del pensamiento de Aristóteles, tal como Jaeger lo expresó, pudiera significar una forma original de plantearse la «desinitificación» de sus escritos, se sustentaba en hechos que enraizan con algunos de los rasgos esenciales de la cultura griega. Indudablemente esos rasgos esenciales tenían que ver con el peculiar carácter de la escritura aristotélica a que, anterior­ mente, se ha hecho alusión. Pero con independencia de esas determinaciones generales del destino común que, con res­ pecto a su obra, compartieron tantos autores de la antigüedad, las tres versiones de la ética de Aristóteles, no dejan de acen­ tuar, en sus rorsi e recorsi, la intensidad con que se planteó el problema de la anthrdpinü philosophia. Aristóteles, pues, que,24 24. Quien haya estudiado la azarosa historia de la transmisión de los escri­ tos de Aristóteles, no puede extrañarse, pues, de los distintos niveles que constituyen su obra y, tal vez, de las distintas manos que la modificaron o retocaron o, incluso, reescribieron. Cf. Paul Moraux, /as 1/waina, Edilions Universitaires, 1951; la Introducción de Dñring a su (1966), o el cap. IV de Grayeff, donde se narra, resumidamente, la historia de la biblioteca de Aristóteles. Grayeff insiste, en el carácter vivo de estos escritos, destinados a ser comen­ tados ante una audiencia crítica y nada dogmática. Cf., asimismo, Abrahant Edel, Ixmdres, Croom Helm, 1982, págs. 5 y ss.

ouvrages d’Aristote, Aristóteles

Aristotleand hisphilosophy,

tistes anáenrus des Aristotle and his SchooL..,

Para una lectora del mero de ia ¿ tica

sobre todo con el Protréptico15, había iniciado una importante reflexión sobre el sentido de la felicidad, de la sabiduría y del obrar humano, poniendo en conexión el pensamiento y las acciones, «porque amando la vida aman también el pensar y el conocer» (Protréptico, ed. Düring, B 73), llega, con los análisis de sus Eticas, al punto más elevado que alcanzó la filosofía anti­ gua, en el desarrollo de esa aporta que hoy sigue siendo una de las que más fuerza imprimen a los planteamientos filosóficos: ¿qué relaciones pueden establecerse entre el pensamiento y el obrar de los hombres, entre las ideas y los hechos? En relación con las tres versiones de la ética26, una tesis general establecida y argumentada por los trabajos de Kapp27,Jaeger28y Walzer29 es la que defiende la secuencia de las tres versiones en un paulatino alejamiento de los planteamientos platónicos. Así pues, la E. E. sería la más antigua de las tres, y la que más se apro­ ximaba a un Aristóteles sumido en el mundo ideal de la Academia. Los M. AL serían, por el contrarío, la obra más aleja­ da del pensamiento platónico y, por consiguiente, reelabora25. La reconstrucción del Protréptico ha sido realizada por A. II. Chroust, Aristotle, I*rotrrpticus. A reconstruction, Indiana, Notrc Dame Press, 1964, así como por I. Düring, Aristotfe’s Prolrrptirus. An athmpt al reconstruction, Gotemburgo, Studia Graeca e t latin a Gothoburgensia 12, 1961. Una manejable edición es la del mismo Düring, Der Prolreptikos des Aristóteles. Einleilung, Text, ifbersehung und Kommenlar, Francfort a. M., V. Klosterrnann, 1969. El Protréptico toca algunos de los problemas — vida intelectual, felicidad, sentido de la filosofía— esenciales en las Eticas. Por cierto que Düring se opone a considerar el Proltéptico com o una obra de juventud. Una importante síntesis de la polémica y el contenido de este escrito aristo­ télico puede verse en el capítulo VI, del libro, antes citado, de Berti, letfilosofia delprimo Ansíatele (cf. supra, nota 2). 26. Con independencia del Protréptico y del breve tratado Sobre virtudes y vicios, se podría hablar de una «cuarta Etica», incorporada a las páginas de la Retórica. En el libro I, se expone un problema importante de la E. N. com o la «deliberación de la felicidad» (1360b ss.). Un poco más adelan­ te, en el mismo libro I, se definen y enumeran algunas virtudes ( 1366a y ss.). Con más detalle, en el libro II se describen virtudes y vicios ( 1382a y ss.). Incluso un lema tan detenidamente analizado en com o la es allí objeto de una detallada descripción (1381a ss.). 27. Em st Kapp, Friburgo i. B., 1912. 28. Jaeger, traducción castellana, págs. 262 y ss. 29. R. Walzer, Berlín, Weidmann, 1929.

E. N. phitia, Das VerhdUnis der Eudemischen tur Nikomachischen Elhik des Artistoteles, Aristóteles..., Magna Moraba undaristotetischeEtfiik,

| eriad, y también sobre la escasez y la violencia. Es preciso otro engranaje social que no sea el de la admiración y, sobre todo, el del acatamiento. El aprendizaje, la teoría de la paideia, será, efectivamente, el motor que permita dar a la sociedad su im­ prescindible dinamismo. l,a naturaleza del hombre es capaz de sustentarlo en el mundo de la otra naturaleza; pero no en el mundo de la cultura, en el mundo de la sociedad y de la histo­ ria, en el mundo de las significaciones. Son necesarios otros instrumentos intelectuales que, al mismo tiempo, sean también capaces de modificar la psycM, y perfilar, desde ella, el territorio de una nueva antropología. Aparece, pues, en la intimidad del hombre un espacio que no lo llena la physis, un amplio dominio de posibilidad que hay que roturar, abonar y construir. El térmi­ no elmthma «libertad» encuenda aquí su adecuado contexto. Probablemente se deba a la sofística el descubrimiento de esa maleabilidad de la psyché, sin la que no puede entenderse la pai-

Rara una lectura del texto de la ética

dría. El verbo ánai, reflejo impasible de una realidad y de una sociedad en incesante cambio, no puede expresar, sino una uto­ pía ontológica. Hay que situar, para completarlo, el término gígnesthai como más exacta definición del flujo de las cosas y, sobre todo, del fluir de la «mismidad» (autos) y de la consciencia. Lo que se presenta, tal vez, como una imperfección, como un estado de indigencia es, sin embargo, el elemento fundamental de la cultura. Praxis y Poílsis serán las palabras que expresan algunos matices esenciales de esa nueva forma de estar en el mundo, de esa relación con el entorno de lo real y con el fondo mismo del autos. El ser del hombre está, en consecuencia, más próximo a ese proceso continuado de construcción y destrucción que, hasta cierto punto, gígnesthai expresa. Por ello, precisamente, puede educarse, o sea, puede admitir que con la posibilidad de un autos eleútheros, de una individualidad libre, se alcance la reali­ dad de una «humanización» de una estructura superior, más diversa y rica que la que el monótono ritmo de la naturaleza nos permite. Poner en marcha este proceso es necesario, por­ que ya no se vive en el mundo de la naturaleza. El ser humano se ha desprendido de esa originaria matriz y se ha instalado en el territorio de la cultura, fruto de la escasez, de la historia y de la inteligencia obligada ya al cambio, a la adaptación y, sobre todo, a la creación. En este largo proceso, que culmina en la sofística, las palabras, en su análisis, pueden dejar al descubierto la vaciedad de mu­ chos de sus contenidos. Sobre todo, aquellos términos que, al expresar comportamientos colectivos sancionados por el tiem­ po, llevan consigo el cumplimiento de unos gestos moralesdespla­ zados ya de la originaria costumbre que los provocó. Pero tam­ bién, la terminología ética se ha ido imponiendo en un espacio social, donde la aristocracia delimitaba su concepción del hom­ bre y de las relaciones humanas. Por ello, la democracia griega se ve obligada a un radical proceso de revisión y, lo que es más complicado, a un imprescindible proceso de reconstrucción. Díke, areté, agathós, kalós se enfrentarán, pues a un uso democrá­ tico. Este uso, planteará otros interrogantes que la sociedad aristocrática no había planteado. ¿Cómo surge la «justicia», la

Memoria de la Ética

dikaiosjne? ¿Es mejor padecer injusticia o cometerla? ¿Cómo hay que vivir? ¿Se puede aprender a ser humo? ¿En qué consiste la eudaimonia ? ¿Qué es gozar? ¿Es posible querer gozar? ¿Cuál es el fundamento sobre el que se apoya la philia? ¿Se puede edifi­ car una Polis justa? ¿Es el inmoralismo una forma superior de comportamiento social? ¿Son las leyes invención para los débi­ les? Estas y otras interrogaciones impulsaron la reflexión epis­ temológica y, sobre todo, la reflexión ética. 8. I ntermedio del inmoralista

El hecho de que pudieran hacerse esas preguntas ponía de manifiesto el contenido de ese magma social que había emer­ gido con la democracia. Por ello, el extraordinario interés del pensamiento moral de Platón y Aristóteles. Los elementos que organizaron sus planteamientos y sus respuestas, emergieron de esa sociedad en ebullición. Aunque aceptaran, como era lógico, el lenguaje de la tradición y aunque su pensamiento se moviese en los confines que esa tradición había delimitado, lo apasionante de esta primera teoría ética en la historia de la cul­ tura occidental se debe, precisamente, a que se perciben los problemas reales de la historia y de la sociedad, en el esquema teórico con que los dos filósofos la engarzan. Por ejemplo, el tema del inmoralismo que encontramos, en distintas versio­ nes, en la República o en el Gorgias, expresa inequívocamente, el momento de soledad del individuo en una polis, en cons­ trucción o en derribo, pero inestable y en consecuencia, posi­ ble. la fuerza de la naturaleza se impone, entonces, ante las alambicadas discusiones sobre el justo y su justicia. El pensa­ miento puede perder su principio de realidad cuando el len­ guaje que lo constituye sólo habla de si mismo, cuando se con­ vierte en una tkedria, en una mirada que se olvida del sustento «vital» en el que se encarna. La naturaleza se hace notar con sus instintos. Para saber, pues, qué es lo justo no hay más que aprender de este imperativo de la naturaleza, que nos dicta el apetito de placer y la voluntad de poder. Si ser justo implica ese sacrificio de sí mismo, que se ejemplifica en la muerte de Sócrates, es evidente que la justicia no puede convertirse en la

Para una iectura del texto de la é t ic a

fórmula que expresa la suprema negación. Si, por el contrario, el hombre tiene la felicidad como objeto de sus esfuerzos, habrá de rechazar lodo aquello que impida la esperanza de esa felicidad. La justicia, muchas veces acatada contra el propio querer, parece contravenir el orden de la naturaleza e, incluso, el orden mismo de la voluntad. ¿Qué ataduras nos mantienen, entonces, en la moralidad, en el acatamiento a la ley que expresa otra voluntad que la nuestra? Si no sabemos encon­ trarlas, la vida del injusto, expresión de su fuerza, de su inde­ pendencia ante la ley, de la coherente espontaneidad de sus instintos, será siempre mejor que la del justo. El inmoralista encarna la forma de la aristocracia sin lo áriston. Al asegurar a toda costa lo que considera su felicidad rompe la igualdad del nomos y, con ello, la pretensión de situar fuera del propio egoísmo la sanción de la moralidad. Sin embargo, la vio­ lenta preeminencia con que se levanta frente al otro, es distinta también de la que representa la época aristocrática. La teoría del inmoralismo surge, sobre todo, en boca de algunos persona­ jes de los diálogos platónicos: Polo, Trasímaco, Calides. Estos personajes defienden, en distintos niveles de radicalidad, su apartamiento de las pobres morales establecidas, que sólo sir­ ven para traer frustración y negación a quienes las cumplen. Pero, de todas formas, tienen que expresar como CMalicies, las razones de su inmoralismo, las razones de su sinrazón. Aunque Trasímaco en la República (1,344d y ss.) insinúe que la conducta del hombre superior no precisa justificación, esta misma tesis implica ya una toma de conciencia absolutamente distinta de la brillante inconsciencia de los héroes míticos. La teoría del inmoralismo significó también una llamada de atención ante la hipocresía que aparece en la cerrada defensa del nomos y del élhos. Porque, efectivamente, la ley puede traer injusticias que, a veces, tiene que padecer el más justo. La vi­ sión de una sociedad falseada, en donde sea posible esta afren­ ta a la individualidad, en nombre de una teoría general e in­ concreta, deja espacio a la presencia del inmoralista. Las razones del inmoralista pretenden, pues, alcanzar no sólo la doblez de ese juego en el que la justicia se vuelve contra el justo, sino también la esencia misma de la voluntad que quiere

Memoria de la Etica

el mal del otro con tal de que obtenga de ese mal algún bien. Una voluntad derramada en el espacio histórico donde tantas voluntades persiguen su bien, se concentra en sí misma, arran­ ca su propio y exclusivo beneficio, y oculta su interés en la esperanza de que no haya sido vista como causante del desgarro insolidario. El mito de Giges que Glaucón recuerda (Platón, República, III, 359c y ss.) y que ya Heródoto (I, 8-15) había narrado, es el mejor ejemplo de la amenaza del inmoralismo47. ¿Cómo salvar este peligro continuo que puede hacer imposi­ ble una moralidad, que pretenda fundarse en algo más firme que el utilitario compromiso de no dañar para no ser dañado? La lucha contra el inmoralista tiene que fundarse en argumen­ tos que establezcan un principio de racionalidad, cuya nega­ ción haga inviable la vida social misma. Sumergido, entonces, el individuo en el exclusivo espacio de su egoísmo, apenas si puede ya levantar la tesis inmoralista. Para ello, precisaría algu­ na forma de sociedad, en la que el inmoralismo pudiera ponerse en práctica. Pero una cadena de inmoralistas corta el tejido social al filo de cada egoísmo y niega, con la contunden­ te afirmación de su exclusiva identidad, de su exclusivo prove­ cho y superioridad, el inerte plasma social que, sin embargo, necesita para existir. La teoría moral de Platón y Aristóteles va a intentar, desde dos perspectivas diferentes, superar también el rigor de esta aporía, enraizada en el centro mismo de la conciencia individual. Pero Aristóteles, sobre todo, llevará a cabo esta superación, partiendo de un principio nuevo en la historia de la ética grie­ ga: el análisis del acto moral, de la decisión moral misma. Este análi­ sis no se realiza sólo en el lenguaje de la moralidad. Aristóteles efectúa, además, un detenido escrutinio en la estructura de la conciencia histórica, de un lógos que no funciona sólo como simple racionalidad, sino que está atravesado de impulsos, de pasiones y deseos. 47.

Cf. la interpretación de K. Reinhardt, «Gyges und sein Ring», en

Vmruuchtnis derAntikr, Gesammelte Esxays zur Philosophie und Geschischlschreibung, Golinga, Vanderhoeck-Ruprecht, 1960, págs. 175-183.

I,B°I

Para una lectura dei. texto de la é t h a

9 . U na é t ic a d e l « l o c o s »

El ideal aristocrático, entendido como un horizonte en el que situar la admiración del espectador pasivo de las hazañas he­ roicas, se oculta en el fondo de la ética de Platón. Tal vez, por ello, la ciencia platónica «culmina en un saber sobre un Bien supraterrestre, hacia el que el hombre, desde lo más profundo de su ser, está proyectado...»48. Ese Bien puede alcanzarse en un largo proceso de transformación de la psyché. En esto se apartaría Platón de una teoría aristocrática, en la que el espec­ tador pasivo del poema homérico sólo puede entregar a sus héroes la admiración y la sumisión. A pesar de la división que tiene lugar entre los ciudadanos de República platónica, al menos alguno de ellos puede ser educado para ese proceso de aproximación o semejanza al Bien. Pero en Aristóteles el planteamiento, sobre todo en la filoso­ fía práctica, es fundamentalmente distinto. No es preciso establecer una metafísica del Bien y una determinada escala de conocimiento hasta alcanzarlo, sino que se trata de anali­ zar una serie de hechos que nos lleven a plantear, desde ese análisis, los problemas de un bien humano, cuyas estructuras trazará esa anlhrdpíné philosophía que Aristóteles busca. En este sentido, a pesar de la tesis, generalmente aceptada, del carácter descriptivo de su ética, carente del pálhos platónico, la marca antropológica que Aristóteles imprime en ella la sitúa en un plano muy distinto del que implica una simple descrip­ ción de los phainómena. Es cierto que, como ha observado Guthrie49, «al leer la ética, se tiene muchas veces la impresión de que se nos habla más bien de lexicografía griega que de filosofía moral». Sin embargo, este hecho representa algo de extraordinaria novedad en la filosofía griega y en la filosofía aristotélica. En un nivel distinto de los Analyliká, Aristóteles toma el lenguaje como objeto de su investigación. Si el homPlatón, DerStaat, Histoty ofGreek Philosophy,

48. Gebhard Krüger, con introducción de G. Krüger, y traducción de R. Rufener, Zurich, Artemis, 1950, pág. 45. 49. vol. VI, pág. 368.

Memoria de la ¿ tita

bre es un «animal que tiene lógos», y es la filosofía práctica, la filosofía del hombre, el objeto de su investigación50, el lengua­ je de ese hombre, será un elemento fundamental en esta bús­ queda. Estos términos que Aristóteles analiza y que constituyen los puntos de inflexión en su teoría ética son. pues, la referencia más inmediata a los posibles problemas que plantea el descu­ brimiento de la praxis. Por ello, «Aristóteles no pretende saber cómo puede pensarse un Bien en si sin contradicciones, sino cómo el pensamiento puede ayudar a ser bueno. Por eso, no persigue un Bien absoluto, ni una ontología o metafísica de la moralidad, sino una filosofía práctica que tienda, efectivamen­ te, al cumplimiento de esta práxis, moral»51. Pero, en el descu­ brimiento de esta práxis, Aristóteles interroga al lógos que cons­ tituye, como él ya lo había definido, la esencia del hombre (Política, I, 2, 1253al0). El análisis de ese pensamiento, de ese lógos que expresa las tensiones de aquel que lo utiliza es, por consiguiente, previo a cualquier posible especulación, que levantase una teoría de la sustancia social sin tener en cuenta la extraña materia que la conforma. La sociedad, pues, y en este caso la Polis, está integrada por zóa, «seres vivientes» a los que, como a todos los otros, mueven implacables instintos. Pero este animal, que «sustancialmente» es idéntico a los restantes animales, apenas si podría formar una sociedad que superase el nivel de los instintos y la supervi­ vencia. Es cierto que la solidaridad del grupo humano debió surgir al impulso mismo de la vida, pero «la comunidad perfecta de varias aldeas es la Polis, la ciudad [...] que fue haciéndose por las necesidades de la vida; pero que ahora ya existe para vivir bien (eü zén)» (Política, 1,2 ,1252b28-30). E.

E. N. (anthrdpinl aretf),

50. M, X , 9 , 1 181bl5. En el libro I de insiste Aristóteles en que «hemos de investigar la antihum ana porque es el bien humano Llamamos antih u m an a, no la del cuer­ po sino la de la ( 1 3 ,1 102al 4-16). 51. Otfried I IófFe, Francfort del Meno, Suhrkamp.1979, pág. 43.

(tagathón anthrópinon). psychi F.lhik und Poütik, Grundmodeüe und Probleme derpraktischen Philosophir,

Para una iectura dei. texto de ia í t h

a

Este «vivir bien» significa ya el salto cualitativo que diferencia al hombre del animal. Porque el Iñm que detennina la vida se engar­ za con el otro término que, en este comienzo de la Política, define al hombre: «animal que habla», «animal que tiene lógos». El nivel de la «animalidad» (zóon) se corresponde con el «vivir» (zén). Pero el ¿rigestiene que ver con el Bien, con lodos aquellos niveles que, en el entramado social, van creando la cultura, o sea, la vida específi­ camente humana. En el sutil aire de la phánésemanlik?, de un soni­ do que tiene significación y que articula, intersubjetivamente, las distintas individualidades, se construye, pues, la ciudad, la convi­ vencia y ia justicia. En una moderna teoría de las necesidades, los niveles de la economía, de la organización materialde lo real, de la distribución de los bienes, parecerá bastar para el buen engranaje social. Sin embargo, nada de esto superaría el plano de la vida, de la elemental animalidad. El Bien entra en otro espacio, para llegar a ser un bien humano, un bien del «animal que habla». Si la abs­ tracta retícula de comunicación que es el ¿rigesno se convierte en el promotor, explicador, justificador del vivir, desaparece la cultura, la humanidad, por muy complejo que pueda llegar a ser el oiganismo material de lo social, el universo de la técnica. Esta red intersubjetiva que el lenguaje constituye no es sólo el motor de todas las otras estructuras sociales, sino que, en su his­ toria, va plasmando las experiencias de la vida en el nivel en el que, precisamente, se convierte en vida humana, en vida de cul­ tura, en vida superior a la que, a pesar de todo, condiciona el fundamental sustrato de la naturaleza. En este descubrimiento radica una de las aportaciones de Aristóteles y una de sus nove­ dades. Cualquier reflexión sobre la ética, tiene que apoyarse en el carácter ¡ntersubjetivo y «relativo» de la sustancia social. Aunque el éthos ha solidificado las formas del comportamiento humano y ha creado, sobre el nivel de los instintos y de la vida animal, una superestructura que constituye el plasma en el que esta vida se desarrolla, su sustancia está hecha, esencialmente, de engarces lingüísticos, de gestos verbales, de tensiones semán­ ticas, que rompen o amenazan la solidez y monotonía de la ani­ malidad. Es cierto, también, que el éthos, se configura en obje­ tos, en técnicas, en cosas. Sin embargo, nada de ello sería posible sin la previa comunicación, sin el carácter de signos o de

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usos, cuyos fundamentales sentidos se basan, principalmente, en un juego de significaciones aprendido en el lenguaje. Los grandes conceptos abstractos, «Bien», «Justicia», «Ser», «Be­ lleza», etcétera, no pueden constituir los reductos explica­ tivos del comportamiento social, los elementos que integran las «relaciones» de la Polis. Como las rosas y los gestos que consr tiluyen el éthos, esos conceptos empiezan a instalarse en una vida genérica, en una forma irreal de objetividad que, al hacer­ los pervivir como símbolos, los arrancan de la matriz misma de las significaciones. Aristóteles afirma, pues, el carácter relativo del Bien, cuando se enfrenta con «aquellos amigos nuestros que han introducido las ideas» (E. N., 1,6, 1096al3). Esta radi­ cal oposición al platonismo, imprime a toda su ética un movi­ miento que arranca ya de ese nivel intermedio entre el espejo «aristocrático» de las grandes palabras evocadoras de la pulida superficie del mito, y el latido de la physis, en la que el hombre se homogeiniza con los otros animales. Ese nivel intermedio es precisamente el lógqs. En su ambigüedad y polimorfismo está la posibilidad y, en consecuencia, la vida. 1.a ruptura que del «Bien ideado» por Platón hace Aristóteles, se basa en las distintas formas en que ese supuesto bien abstracto se origina. «Como el ser, el bien se dice de muchas maneras» (E. N., I, 6, 1096a23-24). Pero decirse de «muchas maneras» significa que es en el lenguaje donde nace y se articula ese bien. Bien es, en principio, «decir el bien». Yese bien que «se dice» es, esencial­ mente, el mismo que constituye el «bien del vivir», el bien que modifica la vida animal, para convertirla en vida humana, o sea en vida colectiva, en vida política. Al originarse en el espacio del lenguaje, el bien se reduce a sus formas de expresión en los contextos en que se manifiesta. Hay, sin embargo, unajerarquización de bienes que se percibe ya en el análisis de los contextos que los «dicen». Sin embargo, la crítica que Aristóteles hace de la menguada estructura ontológica del «Bien ideal», acentúa una vez más, la perspectiva «empírica» que, con todas las matizaciones que pudieran hacerse, recorre su filo­ sofía. Porque, efectivamente, «por ser eterno [el Bien] no sería más bien, pues un blanco que dura mucho tiempo no lo es más que el que dura un solo día» (E. N., 1,6 ,1096b3-4).

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La duración no imprime, pues, más realidad oncológica en las cosas. El ser no es más ser, por su capacidad de persistir en propo­ siciones que parezcan desprenderse del urgente contexto de la realidad que las provoca. Nada escapa a la temporalidad, cauce y sustento de todo lo real. El posible resguardo del efímero tiempo en el que la existencia individual se consume es el lenguaje, que conserva, en sus engarces intersubjetivos, la posibilidad de supe­ rar los límites de cada subjetividad que lo utiliza. Durar mucho no es, pues, durar más. La repetición no aumenta la entidad sus­ tancial de lo real, que nunca podrá levantarse sobre la cadena del tiempo. La única posibilidad de cambio es el progreso, el desa­ rrollo creciente de la vida; pero esto no implica la construcción de un ente que, «fuera del tiempo», se liberase de la destrucción, inevitablemente implícita en la dialéctica del cambio. la crítica al lenguaje, iniciada ya por los sofistas, adquiere en Aristóteles una nueva fuerza, no sustentada únicamente en la revi­ sión de conceptos que, en el «espacio de la ¡ntersubjetividad», habían encontrado una cierta forma de «eternidad». La crítica sofistica intentaba mostrar cómo el «uso» de esos términos había desgastado su significación, y cómo precisamente ese uso, capaz de superar los niveles de concretas temporalidades, no sólo no les había dado más contenido, sino que, incluso, les había desprovis­ to de él. Pero la novedad de Aristóteles consiste en que, además, es ese lenguaje efímero el que nos lleva a descubrir las verdaderas condiciones de posibilidad de la existencia humana. Ni siquiera en los momentos más «contemplativos», en los que se hace la defensa de la vida teórica y del ideal del sabio, puede Aristóteles desprenderse de la atadura a la temporalidad y a la realidad. «Sin embargo, siendo humano, el hombre contempla­ tivo necesitará del bienestar externo, ya que nuestra naturaleza no se basta a sí misma para la contempla­ ción, sino que necesita de la salud corporal, del alimen­ to y de los demás cuidados» (E. N., X, 8,1178bS4-36). Este hecho, de aparente trivialidad, introduce en las ¡deas y en las «grandes palabras», un sedimento «natural» del que también el conocimiento se nutre. Esta sumisión a lo real, que alcanza los

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vericuetos más complicados de la pura «teoría», constituye el anclaje que da corporeidad al saber. Sobre lodo en el dominio de aquella forma de conocimiento que tiene que ver con las accio­ nes, con la proyección del pensamiento en el espacio de la cultura y de la sociedad, en una palabra con la ética. Porque el fin de la política y de la ética, que es parte de ella, «no es el conocimiento (gnósis) sino la acción (praxis)» (E. N., 1,3 ,1095a6). Esta práxises la que da dimensión y contenido al lenguaje, y a lo que el lenguaje representa. Porque, desde el fondo de la realidad, los conoci­ mientos de la «ideas en sí», sin la génesis que las ha constituido y de la que nunca pueden desprenderse, se convierten en un cono­ cimiento de simples esquemas teóricos, desplazados a los espacios más deshabitados del lenguaje. «Y, ciertamente, no es razonable que todos los técnicos desconozcan una ayuda tan importante y ni siquiera la busquen. Además, no es fácil ver qué provecho sacarán para su arte el tejedor o el carpintero de conocer el Bien en sí, o cómo podría ser mejor médico o mejor general el que haya con­ templado esta idea. Es evidente que el médico no considera así la salud, sino la salud del hombre, o, más bien aún, la de este hom­ bre, ya que cura a cada individuo>■ (E. N., 1,6 ,1097a5-15). Pero, a su vez, la praxis que constituye el objeto que primordialmente va a manipular la reflexión ética, presenta un compo­ nente que la distingue de cualquier forma de irrupción en el mundo real. 1.a praxis es fundamentalmente conducta, o sea modificación de la individualidad en el contexto de la comuni­ dad. Y esa conducta lleva consigo un lógos que la orienta y per­ fecciona. Un lógos que no procede de una simple contempla­ ción de verdades «más allá del tiempo, y al otro lado del mundo». la aquendidad de la praxis se pone de manifiesto en que sólo se alimenta de experiencia. El roce con las cosas y con el mundo enriquece el contenido de nuestros actos y de nues­ tro pensamiento. «Cada uno juzga bien aquello que conoce, y de estas cosas es un buen juez; pues, en cada materia, juzga bien el instruido en ella, y de una manera absoluta, el instrui­ do en todo. Así, cuando se trata de la política, el joven no es un discípulo apropiado, ya que no tiene experiencia de las accio­ nes de la vida, y los razonamientos parten de ellas y versan sobre ellas; además, siendo dócil a sus pasiones, aprenderá en | I6 6 |

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vano y sin provecho, puesto que el fin de la política no es el conocimiento sino la acción» (R N., 1,3 ,1095al-7). La indisoluble unión entre el hombre y su obras aparece clara­ mente en la interpretación aristotélica de la praxis. AJ mismo tiempo, descubrimos aquí una forma característica de la episte­ mología aristotélica. Conocemos obrando, actuando. «En cambio adquirimos las virtudes como resultado de actividades anteriores. Y éste es el caso de las demás artes, pues lo que hay que hacer después de haber aprendido, lo aprendemos haciéndolo. Así nos hacemos constructores construyendo casas, y citaris­ tas tocando la cítara. De un modo semejante, practi­ cando la justicia nos hacemos justos, practicando la moderación, moderados, y practicando la virilidad, viriles. Esto viene confirmado por lo que ocurre en las ciudades: los legisladores hacen buenos a los ciudada­ nos haciéndoles adquirir ciertos hábitos, y ésta es la voluntad de todo legislador; pero los legisladores que no lo hacen bien yerran, y con esto se distingue el buen régimen del malo» (E. N., II, 1,1103a30-l 103b6). En las obras que tienen que ver con la transformación de la materia, la utilidad, ha sido, en principio, el criterio orientador; pero en aquellas construcciones más sutiles que tienen que ver con la arelé, con la superación de nuestra propia naturaleza en el espacio de la Polis, ¿qué principios regirán? ¿En qué fundar las obras de una individualidad que ha de proyectarse en la comu­ nidad? La pregunta ética vuelve a plantearse en aquellos niveles que no había aceptado el inmamlista. Pero, en lugar de dar el salto al otro lado de la PóUs, hacia la insolidarídad, Aristóteles, comienza su investigación interrogando al lenguaje que, tam­ bién una forma de práxis, ha ido absorbiendo en su «hacer» con lo real, las experiencias y la sabiduría de ese hacer. Antes de entrar en el análisis de estos problemas conviene, sin embargo, recoger el argumento de la ética aristotélica, por ver el territorio que roturó la mente del filósofo, cuando, por primera vez en la historia del pensamiento occidental, se estableció una dis-

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ciplina que, a partir de él, habría de ser una pieza clave en el desa­ rrollo de la filosofía. Por ser la exposición más detallada, seguiré, en líneas generales, el argumentóte los diez de libros de E. N. 10. D e qué habla ia ética de Aristóteles

Una de las paradojas de la filosofía aristotélica nos permite aden­ trarnos en las características peculiares de su filosofía. Algunos de los dominios que Aristóteles abrió a la reflexión filosófica fueron, como tales dominios, fruto del azar. Por ejemplo, el «inventor» de la lógica no conoció este nombre, ni bautizó con él a sus investiga­ ciones sobre el lenguaje. La metafísica, como es sabido, fue un nombre casual con el que, siglos después de Aristóteles, se deno­ minó a una serie de tratados de diverso contenido, que no estar ban coleccionados bajo nombre genérico alguno. Y la misma palabra «ética» (ethiké) es desconocida para Aristóteles. «Sólo en los M. M. (siglo n a. C.) habla de légén hyperHhikón (el. Analíticos Post., 1,33,89b9; Política, II, 2 ,1261a31)»52. Por ello, es interesante descubrir, en esta serie de investigaciones que forman la ética, los temas que frieron objeto de su reflexión. Podemos, así, organizar el posible esquema que mueve su pensamiento y ver también sobre cuáles de esos temas fijó, preferentemente, su atención. (Conservo en la síntesis que sigue, el tañóte la exposición aristotélica. 1. Es evidente que todo loque el hombre hace tiende hacia un bien. Esta tesis general, con diversas matizaciones, se especifica como «bien político», porque si es importante bascar el bien del indivi­ duo mucho más grande y perfecto es alcanzar el bien de la ciudad. La ética, por consiguiente, es una forma de política. Sin embargo, conviene precisar el carácter poco exacto de la política, al ser un conocimiento que se alcanza con la experiencia y con la vida. Por eso, el joven no es discípulo apropiado para la política, ya que no tiene experiencia. Siendo, pues, la política fruto de esa experiencia tendrá que actuar también en ella, puesto que su fin no es el conoci­ miento, sino la «acción», la praxis. Ese bien hacia el que todos aspi­ ran es la eudaimanía, la «felicidad».Vivir bien y obrar bien es lo 52. Dirlmeier, Comentario a

E, N., pág. 269.

Pa«a una lectura del texto OE LA

mismo que ser feliz. Sin embargo, la palabra «felicidad» también se dice de muchas maneras, y los hombres discrepan sobre su conteni­ do. Habría aquí que hacer un pequeño paréntesis metodológico piara resolver una cuestión tan importante como la que plantea el sentido y sustancia de la vida humana. Se debe empezar, pues, en un lema como este del bien y la felicidad, por las cosas más simples, como sería, en el caso del bien político, partir de las costumbres que constituyen la trama de la vida, orientadora, en el fondo, de la política. Esto nos permitirá descubrir «el qué», y si está suficiente­ mente claro, nos libraría de tener que investigar «el porqué». Volviendo a recoger la propuesta inicial, esa felicidad, a la que todos tienden, parece que debe enfocarse, necesariamente, «desde el tipio de hombre que se es», si aceptamos esa preeminen­ cia del «qué». No se puede hablar de vida en general, si no se es­ pecifican algunas formas de vida, o sea las formas de felicidad5*. Porque, efectivamente, podrían distinguirse tres formas distintas de vida, en función del objeto sobre el que, primordialmente, se proyectan: una «vida que se centra en el goce y provecho del ins­ tante», una «vida pnilítica» y una «vida teórica (o contemplativa)». Parece que es la tercera forma de vida, la que mejor llena la activi­ dad humana, pero la «examinaremos más adelante» en el libro X. Al lado de esta división de la eudaimonía, en función de las pro­ yecciones que cada «vida» hace sobre ella, hay también un proble­ ma interesante, al descubrir que, contra lo que puedan opinar los «platónicos» no parece que exista un Bien en general, sino que, «la pialabra ‘bien’ se emplea en tantos sentidos como la pala­ bra ‘ser’», es decir, de muchas maneras. El bien apiarece en ámbi­ tos mucho más modestos, y engarzados a la cadena de objetivos que la praxis humana nos descubre. En este punto habría de53 eudaimonía Eudaimonía

53. Aunque más adelante se especificará, la palabra no es del todo exacto traducirla con el término «felicidad». tenia, en principio, que ver con una «suerte» o un «destino» que estaba fuera de nosotros, en manos de una especie de duende tutelar. De acuerdo con este destino, nuestra vida podía acoplarse a él, o bien desgarrarse de él. Por ello, significó también una cierta «actividad» más que una especie de placer, aunque el placer, el bienestar puedan acompañada. Cf. G. MQller, «Probleme der aristotelischen Eudaimonielehre», en editado por F. P. Hager, Darmstadt, 1972, pági­ nas 3 6 3 4 0 2 .

eudaimonía

Ethik

und Politik des Aristóteles,

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hacerse, una vez más, la pregunta de qué es el bien, «porque parece ser distinto en cada prosas y en cada téchné». De todas for­ mas, da la impresión de que lodos los bienes los escogemos con vistas a esa actividad placentera que llamamos eudaimonía. Pero, de nuevo, habría que preguntarse por lo que es la eudaimonía. Sin embargo, la pregunta no puede responderse si se hace de una manera tan general, y no se ha investigado antes la «función del hombre» (érgrm anlhrUpou), porque podría ocurrir que, habiendo funciones propias de tal hombre, funciones del carpintero, y del zapatero y del escultor, por ejemplo, no hubiese «ninguna fun­ ción propia del hombre» ramo tal hombre. Es cierto que hay funcio­ nes en el hombre, funciones del ojo y de la mano y del pie, pero algo equivalente en el hombre, ¡o que el hombre hace, ¿será sólo la suma de estas pequeñas funciones?, ¿habrá una función del hombre como tal hombre, con independencia de las funciones parciales que lo constituyen? Nos queda una especie de quehacer práctico, de actividad propia del hombre que habla, que tiene lógos. En consecuencia, «la función propia del hombre será una energía (enérgeia) de su psychéde acuerdo con el lógos», con su manera de ser y de expresarse y, así, «decimos que la función del hombre es una derla vida, y ésta es una actividad de la psychéy de una práxis razo­ nables (con sentido y fundamento)», propia de un hombre dili­ gente que obrase «de acuerdo con una arelé», con una excelencia que le es propia. Hay unos bienes que tienen que ver con nuestro ser interior, con nuestra mente y nuestra psyché, y parece ser que este mundo inte­ rior es más importante que el mundo de nuestro cuerpo como naturaleza. Es ésta una vieja opinión. En la «intimidad» deben residir también aquellas formas en que esa «intimidad» se mani­ fiesta como la prudencia a la sabiduría; pero hay bastantes que opinan que la prosperidad exterior también es importante para eso que se llama una vida buena. De todas formas, la bondad de la vida tiene que ver con su actividad (enérgeia) y no con lo que se tenga. Ni siquiera los hábitos (héxeis) pueden bastarnos, si no sabemos cómo practicarlos. El placer, en estos casos, no es algo añadido, sino que la actividad, de acuerdo con esa excelencia que se expresa en obras y palabras, es de por sí gratificante. Pero ya que la aretéy el bien tienen que ver con la vida práctica y la expe-

Para una lectura del texto de ia ¿ t ic a

riencia, en este caso, también tiene que ver con ella, no podemos desoír la voz de esa experiencia, que nos dice que el no ser mal nacido, ni repulsivo y tener buenos hijos y buenos amigos no es mala cosa para la vida feliz. Tal vez habría que plantearse, en consecuencia, si eso que se llama eudaimonía se adquiere, o, por el contrario cae sobre noso­ tros como un «destino», como un «azar». Esto nos llevaría por unos caminos que no son propios de la ética. Lo que sí puede sostenerse es que esa vida plena de la eudaimonía es el resultado constante de un cierto «aprendizaje» (máthisk) o «ejercicio» (áskésis) con vistas a una cierta «excelencia» o «perfección» (arelé). «Porque sería un gran error, dejar a la fortuna las cosas más grandes y hermosas». Porque, además, nadie es feliz «siem­ pre», y por ello no debemos permitir que la «fortuna» sea un elemento que represente un papel esencial en la felicidad. El hombre verdaderamente superior dene que bascar su felicidad, por encima de los cambios posibles de la fortuna. La felicidad es, por supuesto, algo digno de alabarse, y con ello parece que entra en el dominio de las cosas que «hacen sociedad». Un importante paso en busca del sentido de la felicidad, de la plenitud de la vida, del equilibrio social es haber llegado a des­ cubrir que ese nombre de eudaimonía, y ese estado de plenitud que parece definir, tiene que ver con una energía del espíritu, de la psyché, según una arelé perfecta, y que, por consiguiente, tendremos que pensar en que esa arelées léleia o «acabada». Su acabamiento tendrá que darse en el amplio marco de la Polis y, por consiguiente, nuestra investigación «pertenece a la políti­ ca». Por ello, si la eudaimonía es una enérgeia de la psyché, el polí­ tico tendrá que entender algo de esto. Y tendrá que entender, no sólo de esa parte de nuestra personalidad que obedece al lógos; porque hay en nosotros tendencias que no tienen que regirse por él, como lo vegetativo. Los deseos y los apetitos pueden también obedecer a ese lógos, pero no necesariamente. Todo esto nos lleva, de alguna forma, a dividir esas excelencias humanas que llamamos arelé, en «éti­ cas» y «dianoéticas». Unas üenen que ver con nuestra manera de obrar, de estar en el mundo y en la sociedad y otras con nuestra manera de entendery de reflexionar.

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II. Las capacidades que tienen que ver con el entender arrancan de la «enseñanza» (máthésis), mientras que las éticas emergen de un fondo más complejo que llamaríamos las «costumbres», fun­ dadas en la «experiencia» y en el «tiempo». A pesar de ello, la «areté ética» no es algo natural, porque la «naturaleza» no se modifica con la costumbre, con el éthos. De todas formas, la «artética», que tiene que ver con la vida y la experiencia, se incrementará viviendo y experimentando. Esto no deja de ser una dificultad, a la hora de estudiar nuestros «comportamien­ tos». Sin embargo, aunque no lleguemos a conclusiones muy científicas, ya que este mundo tan rico se escapa a la definición científica por su misma riqueza, conviene que no perdamos de vista el hecho de que «investigamos no para saber qué es la 'areté' sino para ser humos». En otro caso, sería totalmente inútil saberqué es el bieny no saber cómo practicarlo. Como estamos en la vida, debe­ mos tener en cuenta que vivir es una función de equilibrio, de «mediación y mesura» (mesóles). Este equilibrio hay que estable­ cerlo entre dos orillas, la del «placer» y la del «dolor». Ya se ha dicho que «practicando la justicia nos hacemosjustos», aunque esto parezca una contradicción. En esta práctica de la areté, hay, sin embargo, una serie de requisitos que la hacen fecun­ da y que se refieren al conocimimto que tengamos de lo que hacemos, de por qué lo hemos elegido, y de si es resultado de una disposición ftermanente. El que no enua en la práctica y, «refugiándose en el lógos», cree filosofar, se equivoca. Se parecería a aquel enfermo que, oyendo lo que el médico le dice, nunca lo hace. Como el hombre no es un puro espíritu, tendremos que considerar a la aretédentro de esas corrientes que tensan el mundo interior del hombre y que se manifiestan en su relación con todo lo que le rodea. Estas gran­ des corrientes que nos atraviesan son de tres clases: «pasiones» (páthe), «facultades» o «capacidades» (dynámeis) «modos de ser» o «hábitos» (héxeis). La aretétiene que ver con la héxrí. Entonces, no sólo nos preguntaremos qué es la héxis, sino, además, qué cualida­ des posee esa héxis, y en qué relación está con la areté y con el «medio» (méson), y el «equilibrio» que constituye la areté. De todo ello saldrá una definición de areté. Sin embargo, lo importante no es llegar a esta definición, sino preguntarnos cómo se aplica, cómo se

Para una uunvRA del texto de la £ t k *

pone en práctica, y si, ai definirla, ganamos algo para practicarla. Por consiguiente, tendremos que escarbar en el lenguaje, por ver si, al nombrar muchas de las capacidades que desconocemos, o al esforzamos por esta búsqueda verbal llegamos a saber de qué forma actuamos sobre las cosas y sobre las otras personas. Hay que estudiar, también, cómo se aplica esa doctrina del «término medio», de la «mediación» y el «equilibrio». III. Si estamos, pues, en medio del mundo y hemos de saber encontrar un equilibrio, ese encuentro no puede realizarse según los requisitos necesarios si no sabemos elegir, si no sabe­ mos qué fuerzas nos impiden una posible «elección voluntaria», o sea, saber «cómo», «por qué» y «qué» tenemos que elegir. La voluntariedad, que nos lleva a hacer posible una elección, hay que distinguirla de lo que puede confundirse con ella. Una vez que hayamos precisado todos los matices que hacen posible la volun­ tariedad, tendremos que profundizar en qué es la «elección» (proaíresü), ya que puede estar condicionada y orientada por el «apetito» o el «deseo». Pero ese condicionamiento se evita con un insu umento decisivo para la elección como es la «delibera­ ción» (boúleusis). Por estar en el mundo, por estar rodeado de cosas que pueden ser y pueden no ser, por el horizonte de ambi­ güedad y posibilidad que cerca la vida, no hay más remedio que deliberar, determinarnos y, en consecuencia, elegir. Aflora bien, esta «elección» tiene que hacerse con vistas a un bien. Sin embargo, los «bienes», desgraciadamente, pueden ser «aparen­ tes». No sólo porque nos engañamos a nosotros mismos, sino por­ que ese amplio horizonte de posibilidades que el mundo nos pre­ senta, nos contunde y ciega. En este punto, surge el problema del «mal», que radica en el hecho de que, en principio, todos aspiran a lo que «les parece bueno», pero no está en su mano ese «parecer», y, «según como cada uno es, así le parece el fin». Tal vez, para precisar un poco esta visión general, tengamos que analizar lo que se oculta detrás de las palabras que se refieren a alguna concreta areté, como el «valor» (andreta), y lo que üene que ver con ello, lo «temible» (phoberón), la «moderación» (sóphrosfiié) que parece ser un «término medio», un equilibrio entre placeres. También tendremos que con­ siderar el «deseo» (epthymia), y la «intemperancia» (akolasia).

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IV. Habrá que hablar, además, de alguna otra arelé como la «generosidad» o «liberalidad» (eleutheriótes), que parece ser también un «medio» entre los extremos diversos de la riqueza, y la distinguiremos de una serie de términos que se sitúan en un campo significativo cercano a ella. La «magnificencia» (megaloprépeia) y la «magnanimidad» (megalopsychía) también deben ser objeto de análisis. Así como la «amabilidad», el trato con los otros, la «veracidad», el «humor», la «gracia» y otras que «carecen de nombre» (anónyma), aunque sabemos cómo se llaman los extremos de las que son medios. V. La «justicia» (dikaiosyn?) merece un tratamiento especial, y hay que investigar qué clase de praxis es la suya, entre qué extremos «media» (linón mesón) y de qué diversas maneras «se dice» tanto la justicia como la «injusticia». Las relaciones de la justicia con las «leyes» es un importante problema. La excelencia de la justicia, y por la que tanto sobresale, se debe, en buena parte, a que es algo perfecto, y esta perfección se percibe en que «el que la posee» la proyecta más hacia «el otro» que hacia «sí mismo». La «justicia dis­ tributiva» tiene, sin duda, que ver, con determinados méritos, si bien el problema consiste en saber cómo se miden ya que hay discre­ pancias en su rasero, que unos, los demócratas, lo ponen en la «libertad», los oligarcas en la «riqueza» o en la «nobleza» y los aris­ tócratas en la arelé. Lo justo es, además, lo «proporcional», y lo des­ proporcionado lo injusto. Hay, además, otra forma de justicia, la «correctiva», que será un término medio entre la pérdida y la ganancia Un elemento importante, que materializa una forma de la praxis jiLsta, es la «moneda» (nómisma), gran mediadora «que todo lo mide» e «iguala las cosas haciéndolas conmensurables». En relación con la injusticia, se puede plantear el problema de las diferencias entre «obrar injustamente» y «ser injusto». Todo ello nos lleva a estudiar en qué consiste la «justicia política», y si hay diferencia entre las posibles formas que adopte, como la «natural» y la «legal». Pero ninguna de estas distinciones, ni otras que podrían establecerse, tendrían sentido, sí no volve­ mos a plantear, en este contexto, la «voluntariedad» e «involun­ tariedad» de los actos, porque, en esta alternativa, podría pre-

Para L'na iectura del texto de la é t ic a

guntarse si «es posible ser víctima de una injusticia voluntariamen­ te, o, por el contrario, esto es siempre involuntario, como el cometerla injusticia es siempre, voluntario». Con estas cuestiones, se asocian una serie de temas que tienen que ver con los distintos sentidos de las palabras. Relacionada con la justicia está la «equidad» (epieikeia), que sirve para rectificar o ablandar la ley, si fuera necesario. De la vieja polémica, que tiene ya un detallado análisis en Platón, se puede afirmar que es mucho peor cometer injusticia que padecerla. VI. Hemos de examinar en qué consiste esa «recta razón» (orthós higos) que nos debe guiar en nuestras decisiones y, para ello, será útil también analizar las partes de la psyché: la «racional» y la «irracional». 1.a racional tiene, a su vez, dos aspectos: uno que se orienta hacia aquellos objetos cuyos principios no pueden ser de otra manera, y al que llamaremos «científico» (epistfmomhón), y otro, que tiene que ver con los que sí pueden ser de otra mane­ ra, y que llamaremos «razonador» (logjstikón). Hay, en la psycJté, tres cosas que dominan nuestra praxis y nues­ tra relación con la «verdad» (alftheia): la «sensación» (aísthisis), la «inteligencia» (noús) y el «deseo» (árexis). El principio de la praxis es la «elección» (pmaíresis) y el de la elec­ ción el «deseo» (árexis) y el lógoscon vistas a un fin. Como la verdad puede alcanzarse desde distintos presupuestos, analicemos aque­ llos dones o capacidades que expresan esos puntos de partida, y que son el «arte» (léchnl), la «ciencia» (epistihné), la «prudencia» (phránfsis), la «sabiduría» (sophía) y la «inteligencia» (noús). Por cierto que la prudencia es una especie de saber político, porque, aunque parezca referirse, más bien, a las cosas que tie­ nen que ver con uno mismo, sin embargo, sin «administración doméstica» y sin «régimen político» no sería posible. Otro concepto de este «mapa» intelectual es la «buena delibe­ ración» (euboulía). No está claro «si es ciencia, opinión, buen tino o alguna cosa de otro género». Un término importante en el mundo intelectual es el de «en­ tendimiento» (synesis), que hay que distinguir del de «com­ prensión», «juicio» (gnóme), que es algo así como un «discerni­ miento recto de lo equitativo».

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Además de establecer el territorio sobre el que cada uno de estos términos se desplace, cabe preguntarse también si es de al­ guna «utilidad» toda esta dispersión terminológica y si, efecti­ vamente, agudiza nuestra capacidad de conocer. De todas for­ mas, estos análisis nos ayudan a ejercitarnos en la búsqueda de la sabiduría (fue es, en elfondo, una forma defeücidad. VII. Podríamos ahora entrar en un campo más propio de lo que llamaríamos «vida moral» y que tiene que ver con la antfy con sus defectos, que constituyen el «vicio». La «brutalidad» y la «incontinencia» son también deformaciones de la moralidad. Este problema de la «incontinencia» (akrátña) y de la «conti­ nencia» (enkráteia), sobre lo que hay muchas opiniones, nos lleva de lleno a estudiar la naturaleza del «placer» (hldonS), con­ traste fundamental en el análisis de los niveles que estructuran la «vida individual». VIII. En el marco de la vida moral, que tiene que establecer vínculos con el prójimo, la «amistad» (philia) ocupa un lugar excepcional. En ella hay que examinar qué es lo que fúnda la «relación amistosa», y si es el «placer» o la «utilidad» o la «bon­ dad» lo que en la amistad se persigue, y si es un «estado», una «actividad», una «afección». Como la amistad implica, en princi­ pio, a dos individuos, hay que precisar cómo tienen que ser los implicados en la «relación amistosa», e incluso qué grado de intensidad será más importante y mejor. Es tan amplio el campo de la philia, que llega a asentarse en la misma estructura de la Pólisy, por ello, entra en conexión con la «justicia».IX. IX. Para llegar al «goce de la amistad», hay que superar una serie de dificultades que brotan de la estructura de las relaciones hu­ manas, interferidas por la complicada «reu'cula social» en la que el individuo se desplaza. La importancia de la amistad es tal, que no sólo sirve para entender nuestro «sentimiento hacia los otros», sino también nuestra «relación afectiva con nosotros mis­ mos». En consecuencia, se plantea la cuestión de si esjustificable el «amor propio» (philautía), que puede llegar al extremo de olvi­ darse absolutamente de los demás. En este caso, y si demostramos

Para una lícrn uAdel texto de la É n a

que el hombre feliz necesita de los amigos, ese «egoísmo» de la pkilautía no sólo traería infelicidad, sino también «inactividad», ya que no se puede estar en continua «actividad consigo mismo», «pero en compañía de otros y en relación con otros es mucho más fácil». Si necesitamos de los amigos, más en la prosperidad que en el infortunio, o si hemos de tener pocos o muchos, y de qué tipo tiene que ser la convivencia, son cuestiones que sirven para deter­ minar la estructura misma de la relación amistosa. X. Un buen final, en una discusión sobre las «acciones» de los seres humanos, en relación con las formas de «bien» y de «justi­ cia», puede ser una reflexión sobre el «placer» (hedrné) y sobre la «vida feliz» (eudaimonia). En cuanto al placer, hay que analizar las opiniones de Eudoxo, que establecía el placer como el bien supremo; y, además, si es la hedoné un «proceso» (génesis), si es una «energía» (enérgeia), y si es esencial para la vida. Por último, hay que abordar la naturaleza de la «felicidad» (eudaimonia), y si la «vida teórica» puede ser una forma suprema de ella. En una reflexión sobre la ética quedan, en último término, mu­ chos cabos sueltos, por ejemplo, la importancia que el Estado puede tener en la «educación» para hacer posible esa lenta transformación de nuestra individualidad, que la hace apta para sentirse propicia a desarrollarse en la areté. Porque es difícil encontrar, desde joven, la verdadera dirección en el camino de la arelé. De todas formas, el estudio de la ética nos lleva hacía la política. Así alcanzamos una completa praxis que compensará las generalidades que hayan tenido que tratarse, aunque bien es verdad que, cuando se plantea aquello que atañe a las cosas prác­ ticas, el ñn no es haberlas considerado todas, sino, más bien, «hacerlas». No basta con «saber de la areté». De lo que se trata es de que «lleguemos a ser buenos».1 11. El orden de la vida yel orden del lenguaje Por un lado, el orden de la vida: todo aquello que se concentra en el cuerpo; por otro lado, el orden del lenguaje, que, sustan­ cia del pensamiento, manifiesta también el orden de la vida. El espacio literario llena ya, en el tiempo mediato de la historia.

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el hueco de lo real, el hueco de los cuerpos. Resto de la vida, el escrito se acerca hasta nosotros para «recordarse» y recobrarse en la mente de cada lector. Detrás de él vislumbramos la ten­ sión, la lucha, el amor y la violencia, la guerra y la paz, y sobre todo, las ideas, ese invento platónico con el que el lenguaje es capaz de expresar distintas formas de dominio. Los escritos filosóficos añaden, a las perspectivas formales que toda obra literaria comporta, un horizonte especial. «Lo que dice» se reabsorbe en «lo dicho», y el «qué», indispensable condición de posibilidad en todo decir, se transmuta de perspectiva formal que lleva a «otro lugar», en sustancia ideal, que sólo se refiere a sí mis­ ma. Dentro de ese sistema de autorreferencias, el lenguaje filosófi­ co produce sus organismos que enganchan con la vida, por medio de todos aquellos posibles lectores que estudian, analizan, aceptan o rechazan el aire ideológico que sopla sobre toda filosofía. Pero hay otra manera de que el lenguaje filosófico exprese un nivel distinto de aquel que, como sustancia ideal que sólo habla de sí misma, le es propio. La ética parece ser la «disciplina» filo­ sófica —si es que tiene sentido hablar de tales disciplinas— que engarza sus proposiciones en un sistema de referencias que la trascienden. La «metaética» se entremezcla continuamente con la «ética». El sistema de proposiciones que sólo hablan de ellas mismas se confunde con otras que describen, o pretenden describir hechos que parecen estar situados en la sociedad y en la vida. Se refieren a comportamientos y acciones, más que a sustancias ideales. Sin embargo, esos «hechos», que la ética des­ cribe, expresan procesos, relaciones, que no pueden señalarse como el lenguaje señala el mundo con aquellas palabras que se refieren inmediatamente a él. Pero, de todas formas, las pala­ bras que hablan de esos comportamientos, acciones, o proce­ sos mentales tienen un contraste «relativamente» inmediato en las «alteraciones» que, en el mundo y, sobre todo, en la vida de los otros, pueden provocar. Es un lenguaje que no intenta acar barse en la referencia interna de sus propias exigencias lógicas, y que tampoco es, fundamentalmente, normativo, ni prescribe o prohíbe. Emerge de una experiencia subjetiva, que ha fer­ mentado el uso de ese lenguaje y el contraste de sus sentidos, en el reposo de la vida y el tiempo.

Para tna «

c u ra del texto de la Ot ic a

Quizá el ejemplo de Aristóteles pueda servir para explicitar esta teoría. Anteriormente se ha aludido a la importancia que la sofís­ tica tuvo para el descubrimiento de ese ámbito de experiencia, como es «lo que los hombres hablan». El lenguaje no es sólo flui­ do semántico que transporta la mente al lugar referido en las palabras. Ese fluido semándco puede reposarse en el momento en que un interlocutor lo detiene en el remanso de la pregunta. Como una movida ideal, el discurso retrocede en busca del senti­ do sobre el que se ha deslizado. Éste sería un primer paso, en ese largo proceso que va a conducir hasta la escritura científica, o sea hasta esa forma de reflexión sobre el mundo y las cosas que sólo puede comunicarse por medio del lenguaje. No se trata ya de can­ tar y describir en los poemas hazañas o deseos. Se trata de pensar sobre las palabras y descubrir, en ellas, como hará Aristóteles en los Analíticos, no sólo sus formas de conexión, sino también, como hará en su ética, los distintos planos de la realidad, de las relacio­ nes humanas, de la psyché, que se «sustancian» en esas palabras, y que ellas mismas ayudan a descubrir y entender. Pero estos pasos en el lenguaje escrito, cuya primera manifestación importante, para la filosofía, fueron los Diálogos platónicos, significan, además, que, ante ellos, no podemos pnKeder como ante un «libro», ante una obra surgida ya en épocas donde el «uso» de la escritura hu­ biese incorporado y familiarizado al lector con luía lituigia con­ creta de gestos intelectuales, de hábitos de publicación y lectura, en los que el lenguaje difomina, oculta e, incluso, enmascara el pro­ ceso de la creación y la misma sustancia histórica de sus palabras. Los escritos de Aristóteles poseen, pues, una situación de privile­ gio en esta historia de la comunicación intelectual, en este empe» ño por «constituir la memoria». Son los primeros documentos, dentro de nuestra tradición cultural, que reflejan claramente el proceso que va, desde el diálogo entre los hombres, desde las diversas formas de comunicación oral que se desgranan en el «tiempo inmediato» de la vida, en el «tiempo presente», hasta el «tiempo mediato» de la memoria, donde ya no se habla a alguien que comparte, como oyente, la temporalidad misma en la que hablamos. Será «otro tiempo», el que recogerá, por medio de la escritura, el «reflejo» de nuestras experiencias y nuestros pensa­ mientos. Estos escritos no fueron, por razones obvias, algo que se

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pareciera a lo que hoy llamamos un «libro». Yprecisamente por ello, la materia lingüística que los constituye tiene que ser tratada por oü'os procedimientos que la usual lectura. Ese tratamiento consiste, fundamentalmente, en adaptar nuestra sensibilidad a otras categorías menos esquemáticas y formales que las que ten­ dríamos que emplear en un momento en el que el lenguaje, al mismo tiempo que nos comunica, como el libro, unas informa­ ciones, nos deja ver también la forma como un pensamiento y una «intención» intelectual se constituyen y se crean. La azarosa historia de esos escritos que, por su misma estructura, no podían tener la «coherencia» de un diálogo, es también resul­ tado de su misma «producción». Aunque puede apreciarse en ellos el riuno de la prosa científica, Aristóteles tiene presente la enseñanza en la Academia, sus prácticas docentes en el Liceo y, sobre todo, los «diálogos escritos» de Platón. Pero lo que Aris­ tóteles proyecta comunicar, con independencia de la obra perdi­ da, de los diálogos, es tma mezcla de recordatorio para la refle­ xión, y de una «intención dialogante» con unos posibles interlocutores que no consumirán, con él, el mismo presente. Por ello, el lenguaje de sus obras posee un «espesor» peculiar. Conserva la materia compacta de una comunicación viva e inme­ diata, incluso se pregunta y responde como si un interlocutor ausente se doblase en la mente misma del filósofo. Sus palabras rezuman, a veces, una cierta ambigüedad e imprecisión, como si estuvieran esperando la pregunta socrática, el tíestin. En la E. N. no es difícil buscar algunos ejemplos, al azar, de esta estructura característica de la prosa aristotélica. Son frecuen­ tes las preguntas, como eco de ese interlocutor ausente, que surgen en el discurso, y que se presentan como indecisiones, ambigüedades, o simples y directas interrogaciones. «Se pue­ de suscitar una duda acerca de lo dicho» (1096b8). «Pero, qui­ zás, alguien podría pensar...» (1096b35). «Qué nos impide, pues, llamar feliz al que actúa de acuerdo con la arttá perfec­ ta...? ¿O hay que añadir que ha de continuar viviendo de esta manera y acabar su vida de modo análogo?» (1101a 14). Encontramos, pues, dos perspectivas que bien podrían, en el diálogo, ser especificaciones de una tesis discutida por dos interlocutores distintos.

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Para cna l.F.rm.'RA uiu.

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«Quizá deberíamos establecer una distinción entre tales argumentaciones, y determinar en qué medida y en qué sentido cada uno de ellos es verdadero. Pero si llegamos a comprender cómo es empleado en cada argumentación el amor a sí mismo, quizá se aclare la cuestión» (1168bl2-15). No basta, pues, la marcha misma de la prosa, el monólogo que la constituye, sino que ese lenguaje, que ha ido naciendo en la experiencia democrática, arrastra todavía las múltiples presen­ cias de dialogantes anónimos, las dudas surgidas en cada histo­ ria individual, en cada biografía. Esperemos, pues, la interrup­ ción del interlocutor que, de alguna forma, Aristóteles «tiene presente», y cuya pregunta aparece en el aglomerado de sus palabras: «Los que usan el término como un reproche llaman amantes de sí mismos a los que participan en riquezas, honores y placeres corporales en una medida mayor de la que les corresponde en riquezas...» (1168bl516). «Los que objetan que no es un bien aquello a lo que todos tienden...» (1172b36-37). «Parece, pues, que el malo no está dispuesto a amar ni siquiera a sí mismo» (1166b24-25), y en este «parece» emerge, efectivamente, la voz de determinados contrincantes. «Así también parece...» (1164b3). Aquí nos ahorra Aristóteles las concretas preguntas de un Glaucón, un Adimanto, o un Cármides: La mayoría de los hombres [...] parecen preferir...» (1159al3), «... se llaman entre sí amigos los compañeros de navegación...» (1159b27). No necesitamos que aparezca nadie concreto en represen­ tación de esa mayoría de los hombres, ni ningún «compa­ ñero de navegación», ni ninguno de aquellos que «recípro­ camente se aman» (1156a9), ni representante alguno de aquellos que «opinan que ningún placer es un bien» (1152b8). A veces, la presencia del diálogo platónico se hace más per­ ceptible:

Memoria df. ia Etica

«Se podría preguntar cómo un hombre que tiene recto juicio puede ser incontinente. Algunos dicen que esto es imposible si se tiene conocimiento: pues, como Sócrates pensaba, sería absurdo, que, existiendo el conocimiento...» (1145b22-23). «Los irónicos, que mini­ mizan sus méritos, tienen evidentemente un carácter más agradable...» y «niegan... [poseer] las cualidades más reputadas, como hacía Sócrates» (1127b24-26). A veces, también surgen personajes genéricos: «el que ama la verdad y la dice cuando da lo mismo decirla o no, la dirá aún más cuando no da lo mismo» (1127b4-5). Incluso son las palabras mis­ mas las que nos hablan: «la magnanimidad, como su nombre también parece indicar, tiene por objeto grandes cosas» (1123 a 34-35). Aquí descubrimos esa peculiar relación, esa densidad del lenguaje a que anteriormente se ha hecho referencia. Un ejemplo, entre muchos, de este antropomorfismo semántico, lo encontramos en los «análisis» terminológicos, «la mansedum­ bre es un término medio respecto de la ira: pero, como el medio mismo, carece de nombre (anánymm), y casi lo mismo ocurre con los extremos, aplicamos la mansedumbre a ese medio (mesón), aunque se inclina hacia el defecto, que carece también de nombre» (1125b26-29). Aristóteles intenta trazar realmente un «campo se­ mántico» en el que definir los límites de un término, de pmótis. El lenguaje, desde su propio espesor y estructura, adquiere el adecua­ do protagonismo. Ya no habla Aristóteles, ni siquiera un interlocu­ tor disimulado, sino que el mismo lenguaje, la historia de las pala­ bras, se levanta sobre el discurso aristotélico para situarse en él. Hay un campo anónimo, ese misan cuya mediación no ha determinado el lenguaje en función de los términos que lo circundan. De ellos conocemos un extremo, la «ira» (orgi), pero no el otro. Entonces, Aristóteles percibe en pmótSs la «voz» de esta misma palabra, la carga semántica en la que ella misma muestra su proclividad hacia el extremo ausente y que carece también de nombre. Un lenguaje, pues, que habla desde sí mismo y para sí mismo, que se convierte en interlocutor vivo del discurso aristotélico y que va señalando, en su desarrollo, la experiencia del pensamiento y la densidad del len­ guaje que articula la forma y la materia de sí mismo. [I82 |

Para una iüctura dki. texto de ia t a

En algunos casos la vida no ha sido cubierta aún por el lengua­ je, e irrumpe en el discurso a través de sus propios personajes: «Al que da a quienes no debe o no da por nobleza sino por alguna otra causa, no se le llamará liberal (eleuthérios), sino de alguna otra manera» (1120a26-30). Existe, pues, la vida, la relación humana que surge entre individuos y que el lenguaje presenta describiendo un determinado compor­ tamiento —«al que da a quienes no debe»—. Es posible pues la relación, sin nombre aún, que ha surgido de la the&ría, de la mirada sobre la experiencia. Habrá un momento, pues, en que esa expe­ riencia logrará, al fin, su bautismo verbal en un nombre que la levante, desde el tiempo inmediato de la mirada y de los sentidos, al tiempo mediato y abstracto de la palabra. Por ello, también «las acciones (prágmata) se llaman (légetai) justas y moderadas cuando son tales que un hombre justo y moderado podría realizarlas» (1105b5-7). El orden de la vida, detrás del orden del lenguaje. A pesar de las contradicciones que el lenguaje expresa al despe­ garse de la realidad, o a pesar de las ambigüedades que tal lenguaje, surgido de la vida, manifieste en su uso, es en el análisis de este len­ guaje en su proximidad a lo real, o sea éticamente y no mctaéticamente, donde se encuentra el verdadero discurso. No importan, pues, las imprecisiones. Ya sabemos que todo lenguaje que habla de pasiones y acciones tiene necesariamente que parecerse a aque­ llas cosas de las que habla (1165al2-13). Precisamente porque la vida es ambigua, y el azar la ciñe, no podemos pedirle una precisión que la convertiría en «automática» (aulómalonfA y empobrecería, por consiguiente, sus posibilidades. El lenguaje ha de amoldarse a esa realidad que tiene, por supuesto, que definir y precisar, pero también tiene que dejar que esa múltiple posibilidad de lo real alcance múltiple y variadamente su expresión. Ya sabemos que no es fácil delimitar exactamente esta clase de cuestiones (1164b27-28). Por eso, al comienzo de E. N., Aristóteles afirma que:54 Física, tfthe

aulómatosy tfchl,

54. Cf. II. 197a8 y ss., donde se distingue entre y en donde expresa el domino social, el dominio de la ambigüedad y de la posibilidad.

Memoria oe la Ética

«hablando [...] de tales cosas [...] hemos de contentar­ nos con mostrar la verdad de un modo tosco y esque­ mático [...] evidentemente, tan absurdo sería aceptar que un matemático empleara la persuasión como exi­ gir de un retórico demostraciones» (1094bl9-27). Por tanto, no hay que «buscar del mismo modo el rigor en todas las cuestiones, sino, en cada una, según la materia que subyazga a ellas (kalá t¿n hypokeiménfin hylen)» (1098a27-29). Estamos, pues, muy lejos del mundo del lenguaje y de la ontología platónica. Esta inmersión en lo real expresa el estilo intelectual de Aristóteles y, al mismo tiempo, nos abre un horizonte nuevo, el horizonte de la ciencia y del saber sobre las cosas y el mundo. Incluso en la ética, donde la realidad no está tan cerca como lo está en las «investigaciones sobre los animales», Aristóteles no duda en establecer métodos parecidos, aun sabiendo, efectivar mente, que esa realidad social es más inasible y misteriosa que el mundo de la naturaleza. Este sentido de la observación que, en el car so de la ética tendrá que arrancar, necesariamente, del lenguaje, se ha de proyectar, a pesar de esas dificultades, hacia el territorio de la experiencia de donde emana, casi exclusivamente, todo conocimiento y hacia el que toda/wrmsse dirige. El lenguaje de la ética presenta, además, una esu'uctura que no es fácil encontrar en otra forma de saber. Porque el lenguaje que, por ejemplo, describe a la naturaleza, refleja una realidad que, como tal realidad, le preexiste. La «materia» de la naturaleza está ahí para ser descrita. Su entidad y estructura es indepen­ diente e, incluso, indiferente al lenguaje que lo expresa. Pero el mundo de las «relaciones», el mundo «social» que induda­ blemente puede, como integrado en la naturaleza, preexistir a su expresión y a su comunicación, es, en cuanto mundo humano, una materia que empieza a funcionar como mundo al ser «dicha». Las relaciones, los vínculos sociales, adquieren, muchas veces, sustancialidad y consistencia en el lenguaje que los describe y los comunica. Porque la presencia masiva de la naturaleza, aunque desconozcamos su funcionamiento, apare­ ce ya ante nuestra sensibilidad; pero la presencia de la cultura se apoya en la interpretación del lenguaje que la inventa y trasr

Para una lectura m x texto de la ít ic a

mite, de la historia que la cuenta y que, al contarla, la asimila, modifica y recrea. Sólo a través del lenguaje podemos plantear­ nos el sentido del bien y del mal, porque aunque sean cuerpos los que «actúan», su actuación, como actuación «moral», cami­ na por el «discurso» de las palabras, fuera ya del orden de las cosas y los cuerpos. La ética es precisamente lenguaje, aunque detrás de él esperen las obras y la materia humana su confirma­ ción o su aniquilación. El vocabulario ético ha sido, a lo largo de la historia de la filoso­ fía, una especie de retícula en cuyas casillas se clasificaba yjustificaba el hacer del hombre. Los conceptos que integran esa retí­ cula se han ido confundiendo, al ir la praxis modificando, en el tejido moral, los impulsos reales que ciñen las palabras. Muchos «comportamientos» que podían explicitarse y «sustanciarse» por un término concreto del lenguaje moral, perdían su posibi­ lidad de comunicación y claridad, ante la imposibilidad de dar cuenta de la múltiple circunstancia que circunda la vida de los hombres. Tal vez por ello y porque las palabras «duran más», en el organismo intersubjetivo de la cultura, que las obrasy los cuer­ pos que las representan y encarnan, puede el lenguaje convertir­ se en un espejo inerte, capaz de reflejar gestos y circunstancias que no son las que ante él se sitúan. Las terminologías gastadas, las «grandes palabras» de la tradición metafísica y moral, pue­ den estar ya situadas en un universo inconsistente, sin significa­ ción alguna, sostenidas sólo por una voluntad ideológica Para nada sirve, entonces, una teoría que «habla del obrar», y que, al describir confusa y opacamente ese obrar, impida una posible utilización normativa o, al menos, una posible clarificación de las ideas, para hacer, con ellas, más inteligentes y eficaces los comportamientos. Una palabra confusa y esclerotizada en la ética, es algo más negativo que un error ontológico. Si en la actualidad estableciéramos un catálogo cultural, fruto de la experiencia y la observación, de los hechos que verdade­ ramente mueven y articulan las relaciones sociales, podría per­ cibirse que nada tienen que ver con esas gl andes palabras, caparazones ya sin sustancia, que sólo se utilizan para imposi­ bilitar la visión y apreciación de lo real. Por eso, la reflexión sobre la ética de Aristóteles presenta, entre otras cosas, ese

Memoria de la Ética

extraordinario privilegio lingüísdco, al ser la primera estructu­ ración de la terminología del obrar humano y el primer reflejo teórico de ese obrar55. 12. F undar el bien

Los numerosos análisis verbales que hallamos en la ética de Aristóteles muestran una intención metodológica. Efectiva­ mente, ¿desde dónde construir una teoría del obrar humano?, ¿cómo aplicar a las acciones del hombre el calificativo de bueno o malo? ¿Dónde encontrar el contraste ante el que pueda calibrarse el valor de nuestros actos? La experiencia nos brinda el material para intentar responder a esas preguntas. Y la experiencia se nos ofrece, sobre todo, como lenguaje, pero este lenguaje no surge sólo del reflejo «teórico» de los compor­ tamientos, sino que en él se perciben algunas de las tensiones que interfieren el posible uso, exclusivamente intelectual, del lógos, de la inteligencia. En la experiencia del lenguaje mismo, captamos el utópico ideal de una mente «absolutamente racio­ nal» que pensase desde presupuestos en los que no intervinie­ se otra facultad que la «razón pura». En una teoría del obrar humano, inciden una serie de factores que, tal vez, resten lim­ pidez a la «pureza de la razón»; pero que, sin embargo, presen­ tan el inexcusable principio de realidad para que esa teoría pueda tener la fundamentación que requiere toda propuesta de analizar el comportamiento moral. Conectadas con las formas de vida, las formas del lenguaje son, pues, el suelo sobre el que la «experiencia» ética se hace patente. 55. La riqueza de la ética, desde el punto de vista lingüístico, es extraor­ dinaria. com o lo es la de todo el El núm ero de térmi­ nos que Bonitz recoge es de 13.150. Platón, por ejemplo, según el de Asi utiliza 10.306 palabras. Una buena parte de la terminología de Aristóteles es creación suya: «La mayoría de estas disposiciones carecen también de nombre, pero debemos intentar, com o en los demás casos, introducir nombres y para que se nos siga fácilmente» 1 108al5-l 7 ). Cf., también, 7a5, VIH, 2 . 157a29. En realidad, más que nuevas creaciones que aparecen en otras obras en mayor número, encontramos en la ética palabras docu­ mentadas por primera vez en Aristóteles.

Corpus ArisloteUcum.

nosotros mismos para mayor claridad (E. N., ('categorías,

Indice

Tópica,

Para una lectura del t exto de i a tria t

«Toda ética se huida no sólo en presupuestos teóricos, sino en pre­ supuestos prácticos»56. El lenguaje, sin embargo, no es un simple presupuesto práctico. El posible condicionamiento que el lenguaje presenta, en tma teoría ética, es teórico también. Su poder intersub­ jetivo es tma prueba de esa «teoría» que el lenguaje comporta. Y teoría quiere decir, en este caso, la presencia de un código común en el que pueden entenderse los distintos usuarios de ese código. Pero, precisamente, el aspecto «práctico» de esa teoría surge por el fondo real, por la carga semántica que ese código arrastra. Cada individualidad, cada consciencia —si podemos utilizar ya este tér­ mino— «toma posesión» del código teórico, de las palabras de un lenguaje, desde la exclusiva perspectiva de su biografía personal y, sobre todo, de su educación. Esta incidencia de lo individual en lo colectivo, de la práxis en la theoríaes posible por la riqueza y, en con­ secuencia, ambigüedad semántica del lenguaje ético y, sobre todo, por la posibilidad que ofrece ese código intersubjetivo de ser asumi­ do, desde la «impureza de la razón», en la órbita de sus intereses y sus deseos. El descubrimiento de este hecho es tma de las grandes aportaciones de la ética aristotélica. la soñada neutralidad de una ética racional se hace inalcanzable, y los presupuestos, exclusiva­ mente teóricos, imposibles. Sin embargo, esta complejidad de motivaciones presta a la ética un interés extraordinario, porque en ella aparece una clave fundamental para mostrar la vaciedad de una forma de saber «neutro», que feliz y necesariamente, acaba enraizando en la privas. Por ello, los esfuerzos que, a pesar de las dificultades, se hacen pata conseguir, en el dominio de la praxis moral, unos fundamentos racionales, o sea intersubjetivos, y un acuerdo en determinadas principios, prestan a la reflexión una importante experiencia. El alcance de una filosofía práctica que pretenda, efectivamente, htndar las relaciones que convierten al individuo en ciudadano, no puede dejar de lado el hecho de que todo «acuerdo racional», en ética, se convierte en «concordia». La E. N. está construida sobre tres núcleos fundamentales que, en cierto sentido, expresan ese fondo sobre el que parece querer levantarse la «teoría» moral. El primero de ellos se centra en el libro I, en el que, tal vez, se ofrezca, con más claridad, lo 56. Hñffe,

Ethik undPolitik..., pág. 49.

M em o ria de. ia Ética

que en principio llamaríamos una «perspectiva moral». Esta perspectiva implica que la idea de hombre que parece domi­ nar en otros libros, la idea de un «hombre perfecto», que cum­ pla «perfectamente» su función de hombre, adquiere un tinte moral. El segundo núcleo gira en torno a una teoría de las per­ fecciones, de las capacidades por las que el hombre alcanza un nivel distinto del que, en principio, le señala su naturaleza ani­ mal. Al lado de estas «perfecciones», se levantan también las amenazas de posibles «imperfecciones», surgidas por la pre­ sencia del «egoísmo», alimentado por los instintos con los que la naturaleza ha marcado y defendido la permanencia en el ser de cada individualidad. El placer y el dolor son los dos opues­ tos contrastes a través de los que el individuo percibe los nive­ les de su instalación positiva o negativa en la realidad. Un ter­ cer núcleo lo constituyen los dos libros que Aristóteles dedica al análisis de la amistad, forma suprema de excelencia huma­ na, con la que conecta una determinada interpretación de la felicidad y de la vida intelectual. El comienzo de la Ética Nicomáqum expone un proyecto metodo­ lógico y, al mismo tiempo, presenta también algunos de los con­ ceptos claves de su investigación. Las primeras líneas nos abren ya un dominio del pensamiento humano orientado por una idea fundamental: el bien. Pero este bien que aparece, al comienzo de la ética, como programa, va a ir emergiendo, paulatinamente, en contextos y en funciones concretas a lo largo de las páginas de Aristóteles. El bien no es objeto separado, una idea sostenida por la reflexión y creada, en consecuencia, por ella. El bien suigc, en este discurso aristotélico que, indudablemente, fue originado por su conocimiento de la filosofía de Platón y por las concretas circiuistancias de la política griega, como resultado del «vivir», del «hacer», del «pensar». Traduciendo el sentido, más que las palabras, de este arranque de la ética podríamos decir: «Todo lo que hace el hombre cuando modifica e instrumentaliza lo real (téchné), y toda búsqueda que empren­ da (méthodos) y, de la misma manera, cualquier cosa que hace (praxis) o que elige (proatrésis) aspira a un bien» (1094al-2).

Para una lecti-ra del texto de la é t ic a

Las posibles formas de entrar en contacto el hombre con el mundo de sus pensamientos, y con la realidad que le circunda y a la que maneja y modifica, son el suelo sobre el que se levanta esa atracción que el bien parece ejercer sobre él. Pero el bien es una palabra que posee un determinado contenido, y que no brota de la contempla­ ción teórica, sino de la historia individual de cada hombre. En el centro de su actividad, en cualquier proyecto emprendido, surge un sentido que se integra, como sustancia, en esa actividad y en ese proyecto. Pero si el bien reside en la misma orientación y estructu­ ra de sus obras, si está inserto en la cadena de la vida, ese bien que­ dará condicionado a las formas que esa vida adquiera. Es evidente que esa inserción del bien en la vida de la «naturaleza» tiene una señal característica que consiste en «perdurar» en la existencia. Pero el bien humano, aunque conserve el enraizainiento impres­ cindible en esa naturaleza que, sustancialmente, lo constituye, pre­ senta sobre esa estructura sustancial múltiples variantes. La historia de sus significaciones muestra ya, por un lado, el imprescindible fundamento natural que, en su forma extrema de egoísmo, indica la firmeza de su instalación en la naturaleza, y, por otro lado, las dis­ tintas manifestaciones bajo las que el bien se expresa, «variando», en la cultura, su fundamento natural. Por ello, agtithós significará, en los primeros textos homéricos, algo así como «bien nacido», «bravo», «valiente», «habilidoso», et­ cétera; no tiene, por consiguiente, el sentido «moral» que va a ad­ quirir posteriormente. La mayoría de estos significados, no son sino variación «cultural» de ese «bien de la naturaleza». 1.a cultu­ ra, sin embargo, modifica el originario sentido. El agathós del per­ sonaje homérico, se mide en función de su capacidad de dominar y vencer su circunstancia, de sobresalir en ella, de «especificar su ser», en la «forma» más adecuada que la circunstancia concreta le exige. El valor o la habilidad son manifestaciones de esa «adecua­ ción al mundo real que le rodea». Este significado esencial estará presente después de un largo recorrido, cuyas etapas no es ahora el momento de detallar, en la filosofía práctica de Aristóteles. En Aristóteles, el bien conserva la estructura de ese engarce con la circunstancia y con la historia. Pero el horizonte se ha ampliado extraordinariamente. La adecuación a una forma de sociedad como era, en principio, la aristocrática que Homero refleja, no per­

Mkmoiua of. ia Ética

mite ya la escueta simplicidad de un bien que se expresa, monóto­ namente, en el estadio elemental de la lucha, del nacimiento noble, de la capacidad para superar dificultades. Ese bien está, en cierto sentido, hecho. Sólo basta, para cumplido, el realizar deter­ minadas acciones, en función de ese concreto y cerrado esquema social del que formamos parte. Pero el bien que arrastra al hombre aristotélico se enfrenta, previamente, a esos cuatro sustantivos con que abre la Ética NUxnnáeptea: téchnf, méthodos, praxis, proairtsis. La téchnfes una forma concreta de «realización» de la praxis, tma solidificación del dinamismo que la praxis comporta, y que se plas­ ma en las obras de la mente y, sobre todo, de las manos. El méi/wdos es una perspectiva subjetiva, un término eminentemente filosófico y que Platón (Fedm, 270c; Sofista, 218d) incorporará al vocabulario científico. La praxis señala, a su vez, toda esa serie de relaciones que, en el mundo objetivo, imprimen la actividad humana. Los tex­ tos homéricos nos hablan de la praxis como «transacción», «nego­ cio», «buen resultado de un empeño». La proatrfsis se refiere al mundo de la intimidad, a un mundo dentro del sujeto, que pesa y calcula su decisión práctica. Sometido a la iitfluencia de todas las posibilidades que estos cuatro términos presentan, el bien aparece ya identificado con un «hombre en el mundo», que tiene que ele­ gir su conveniencia. «Se ha dicho, por ello, con razón que el bien es aquello hacia lo que todas las cosas tienden» ( 1 0 9 4 a 2 -3 )57. 13. Libertad y bien

El problema de este agathón hacia el que todos tienden va a pre­ sentar, consecuentemente con toda la estructura de la ética aris­ totélica, la perspectiva histórica de su «bondad». En la República (VI, 505dñ y ss.), Platón había indicado que «con respecto a lo justo y a lo bello muchos optan por las apariencias, en cambio 57. El origen de esta expresión no está claro. Cf. Dirlmeicr, en su comentario a

E. N., págs. 266-267, probablemente haya que situarlo en Platón y en Eudoxo de Cnido. En el Gorgiasse dice: «El objetivo de todas las acciones es el bien. Por él hay que hacerlo todo» (498e8-9). Todos los hombres desean la continua po­ sesión del bien (Banquete, 205a6). Yen éiFUebox insiste, además, en que ese bien se desea para «poseerlo uno mismo» (20d8-9). Otros textos de Platón, donde se especifica la tesis de distintas maneras, en República, IV, 438a3; VI, 505a5. [ 190 |

Para i 'na i.Em'RA dei. texto de la ¿ t ic a

con respecto a lo bueno nadie le basta poseer lo que parezca sedo (dokoünta) sino que buscan lo que es (ta ónta zeíoüsin), desdeñan­ do las apariencias». En relación con esto, y en un pasaje del libro III donde se habla de la «elección» y de la determinación de la voluntad, Aristóteles escribe que «la voluntad (boútesis) tiene por objeto un fin (télos), pero unos piensan que su objeto es el bien, y otros que es el bien aparente (phainámenon)» (1113a 14-15). El hecho de que ese agathón no se presente en el horizonte ideal de un saber demostrable (1094b24 y ss.), sino como «aspecto» condicionado a múltiples instancias, hace radicar la ética fuera de un posible dominio de «valores» inmutables, o de palabras cuya máscara no permitiese ver las intenciones, los intereses y deseos de quien la pronuncia. Pero, en este momento, la ética está ya fuera también del élhos, y se orienta hacia un territorio nuevo en el que la deliberación, la elección, las pasiones, el deseo, la actividad, los fines, la voluntad acotan el espacio huma­ no, el discutible y «aparente» espacio de la libertad. El que esta «apariencia» del bien pueda hacerse presente, está condicionado a esa diferencia de fines (télos). Phainámenon y télos están, en muchos momentos, unidos. La apariencia, el «fenómeno», es el momento de síntesis entre los sentidos y una posible realidad. El ser de ese fenómeno es su «forma de ser percibido», y en esa forma intervienen una serie de facto­ res del lado del sujeto y de las concretas circunstancias de su percepción. El bien queda ya desprendido de cualquier hori­ zonte mítico o ideal, para derramarse por la red intersubjetiva del lenguaje y de la individualidad. A eso colabora, en el texto de Aristóteles, el término télos. La traducción de télos por «fin» no deja de comportar una cierta impropiedad58. 58. Por supuesto que en la traducción hay que aceptar, la mayoría de las veces, estas versiones «usuales» y, con ello, su inevitable ambigüedad. Pero la revisión de estos términos se hace imprescindible para la inteli­ gencia de un texto, para la recuperación de los «sentidos» del pasado, sobre todo en un lenguaje filosófico que, com o el griego, emerge de una situación de privilegio, de la que nunca ha podido ya gozar el pensamien­ to occidental: su casi total ausencia de «tradición inmediata escrita», la plasticidad y «originalidad» de su lenguaje, la «blandura» de su incipien­ te y poderosa terminología.

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Memoria de la Ética

En la perspectiva de esos distintos bienes, los fines no son entidades objetivas, situadas ante el individuo, para que éste, vistas las cualidades que esosfines le presentan, determine su deci­ sión. El fin es, por así decirlo, un «constructo». No es una reali­ dad, sino una realización59. Dos verbos configuran sobre el mismo campo semántico el sentido de tilos. Tilló significa algo así como «cumplir, hacer nacer» o «salir, levantarse un astro»; telió significa «terminarse, cumplirse, ejecutar, ejercer»50. Esta diversidad de fines, parece provenir de que unos son «energías» (enérgeiai) y otros son los resultados tle esas energías, las «obras» (érga) (1094a4-5)61. El que, en este contexto, surjan los términos enérgeia y irga se relaciona con el sentido de tilos al que se ha hecho alusión. Efectivamente, los «fines» son activi­ dades, «energías»; pero las energías tienen su origen en el suje59. E. Ttigcndhai ha señalado la diferencia de la ética antigua y la moderna en las siguientes términos: «El problema de la ética antigua consistía en un saber mientras que el de la ética moderna se pregunta, más bien, qué es aquello que debo hacer en rela­ ción con los otros» («Antike und niodeme Ethik», en Ileidelberg, Cari Winter, 1981, pág. 6 3 ). Sin entrar en la posible simplificación de esta alternativa, es cierto, por lo que a la primera parte de ella se rciiere, que esa insistencia en el «yo quiero» y en el «para mí» implica ese carácter de liberación del antiguo y sitúa a la ¿tica, a partir de Aristóteles, en el camino de una incesante reflexión sobre las condiciones de posibilidad de la historia y de la sociedad. 60. la s indicaciones etimológicas de H. Frisk, II, Ileidelberg, Cari Winter, 1970, págs. 871-873, hacen supo­ n er este sentido dinámico del concepto y aunque, efectivamente, la idea de «fin, meta, objetivo», esté en él y, por consiguiente fuera de la subjetividad, también puede descubrirse el sentido de «plenitud», de «dar cumplimiento a algo que está brotando» y que proviene en algún caso de una «decisión». El fin, pues, inserto en los esquemas «previos» al iin mismo y dependiendo, en cierta manera, de aquel para quien el fin es «tal fin». Este significado puede encontrarse en textos aristotélicos. Véase, por ejemplo. , VI, 1317b6; 1322b 13. 61. La palabra lo mismo que son dos típicas creacio­ nes terminológicas de Aristóteles. Probablemente, estos sustantivos en son formas derivadas de los adjetivos en porque no hay ningún sus­ tantivo en a quien falte su correspondiente adjetivo en -& en tiempos prearistótelicos. mismo tiene ya su en Aristóteles 1.1, 105al9). significa «activo, eficaz», como que encontramos.

qué es aquello que yo quiero verdaderamente para mi; IheantihePhUosophiein ikm fíedeutungfiir die Gegmwart, éthos,

Griechisches Etymologisches

Worterbuch,

lelos,

Política enérgeia,

■ eia

-eia Enérgeia Energís

entelécheia, -és, energés mergos,

(Top.,

Para cna lu .t i 'Ra t>m. texto de la ¿toa

to mismo en el que tales energías se producen. La tendencia al bien queda, por consiguiente, supeditada a esos fines que, al par, son y radican en sus propias energías. El bien con que se abre la Etica Nicomáquea es, pues, un bien construido, educado, forma­ do en la misma «consciencia» de un sujeto real, que, por supuesto, puede llegar a objedvarse, de alguna manera, en sus propias érga. Por eso, sigue el texto: «en los casos en los que hay algunos fines (tile) aparte de las acciones (práxeis), las obras son naturalmente preferibles a las acdvidades (enérgeiai)» (1094a 5-6). La acdvidad no puede mantenerse en la exclusiva esfera de su energía, y como el movimiento de la naturaleza produce sus fru­ tos y cuaja en determinadas realidades, así el dinamismo del sujeto que aspira al bien produce sus propias obras. El bien es, pues, aspiración y producto. Pero su estructura mi­ tológica se dispersa en tre lodos esos fines, acdvidades y praxis que se levantan de la situación histórica en la que el sujeto está insta­ lado. Frente ai Bien ideal, especulado en la mente y alentado por la tradición, por el éthos, por los hábitos colecdvos, por el lengua­ je épico, etcétera, el bien de Aristóteles surge como una empresa humana, como una tarea que hay que realizar, desde aquellos presupuestos que sus análisis van a intentar delimitar. Es interesante observar cómo, en estas primeras líneas de E. N., se diversifican esas posibilidades de senudos y objetivos (telé) conforme las energías se especifican como praxis, como téchni, como epistbnt ( 1094a7-8). Cada una de estas técnicas o saberes, concentran su «energía» en un lelos determinado. Pero ese tilos prolifera, como bien, al constituirse en resultado de deterMenú, entelécheia enérgeia enérgeia energís enérgeia estar-enacto», in-Werk-sein. PhilosofMe und spmchlirher Ausdruck bei Demokrit, Platound Aristóteles, Erga, (Iliada, (Odisea,

con esta significación, en Jenofonte, 1 .4 ,4 .; Tucídides, III, 17. Tanto como son sustantivos que suelen usarse adverbialmenie. Esta ambigüedad es típica de la terminología aristotélica. La semántica de tiene una curiosa relación con lo ya dado en el lenguaje, «activo», porque no significa «actividad», sino «el estado de Una vuelta, pues, a la originaría significación de la pala­ bra. Cf. Kurt von Fritz, Darmstadt, W.B.G, 1963, págs. 65-70. que apare­ ce ya en el título del poema de Hesíodo, significa, en Homero II, 436; VI, 5 2 2 ), algo así com o «empresas», «necesidades de la guerra», el «esfuerzo en el combate»; y XIV, 344) «campo sembrado», com o resultado, por supuesto, del trabajo de los hombres.

Mkvhhua he la Ética

minadas acciones alentadas por proyectos y metas que se enraí­ zan en elecciones y decisiones. «Si, pues, de los actos (praklón) hay algún fin (lelos) que quera­ mos por sí mismo, y las demás cosas por causa de él, y lo que ele­ gimos no está determinado por otra cosa —pues así el proceso seguiría hasta el infinito (ápeiron), de suerte que el deseo (órexis) sería vacío y vano—, es evidente que este fin sería lo bueno (agathón) y lo mejor (aristón). ¿No es verdad, entonces, que su conocimiento (gnósis autoú) tendrá un gran peso en nuestra sida y que, como arqueros que apuntan a un blanco, alcanzaría­ mos mejor el que debemos alcanzar?» (1094a 18-24). Nuestros actos conllevan una especie de sentido o fin.Nada puede quedar en el vacío de su propia actividad. Esos actos configuran, por consiguiente, sus objetivos, su lelos, que no es independiente de lo que los produce, sino que está engarzado en ello. No hay, pues, un horizonte de fines y hombres que, movidos por predeter­ minados mecanismos, los persigan, sino que el supuesto fin es algo intrínseco a la misma estructura de las acciones. Esa estructura está, a su vez condicionada por todo el conglomerado histórico que subyace a E. N. y por el lenguaje cine lo expresa. la teleología aristotélica es, por consiguiente, un concepto que espera una proiiuida revisión, ya que, de entenderlo en el sentido «finalista», pro­ duce un horizonte de objetivos inmóviles, de planos ideales que se desplazan ante los ojos pasivos. Afirmar, por consiguiente, como pretende Düring, que «la teleología en Aristóteles representa el mismo papel que la teoría de las ¡deas para Platón»62, hace pensar que este concepto necesita, como otros muchos de la filosofía grie­ ga, de un nuevo o, al menos, renovado planteamiento. Todo ello se pone también de manifiesto en la misma uaducción usual del aristón. Efectivamente, en ese contexto, áristonse suele traducir por bien supremo63, lo que, indudablemente, se presta a algunos eqttíAristóteles

62. Düring, (1 9 6 6 ), pág. 516. 63. Cf., por ejemplo, Dirlmeier, en su edición de pág. 5, donde lo traduce por «oberste Gut». Por supuesto, tal vez no connota lo mismo que en castellano. Por «supremegood», lo traduceJ. A. K. Thomson, Harmonclsworth, Pcnguin, 1977, pág. 63.

E. N.,

supremo The Ethics of Aristotle, The Nieomachrrtn Ethics,

oberste

Para cka lecitra del texto de la t r i e s

vocos, por ejemplo, a una plalonización del Bien, e incluso a una consideración teológica del mismo. Pero resulta que, unas líneas después, se va a definir ese «bien-mejor» como la «política» que es capaz de englobar y dar sentido a los distintos bienes menores. Pero hay un bien que queremos por sí mismo. Este objetivo principal y final lo es porque presenta el momento fundante de la actividad humana. Sin él, los actos individuales, incluso sus productos, sus érga, desaparecerían al carecer de un horizonte que prestase su consistencia y proyección a las desoladas cosas. El lelos, querido por sí mismo, centra también nuestro «deseo» (órexis) para evitar la proyección al «infinito» (ápeiron)64, Cuan­ do, efectivamente, la voluntad se dirige hacia ese bien o ese télos, todas las obras humanas entran en la perspectiva de una subor­ dinación. Esta supuesta jerarquía no es otra cosa que la necesi­ dad de una fundamentación en el orden del mundo histórico, en el mundo de un nuevo éthos fruto de la Polis, de las relaciones que en ella se establecen y de los planteamientos «empíricos» con los que Aristóteles va a sembrar su filosofía. La tensión del que apunta a un blanco, del arquero que sabe dónde envía la flecha repercute en la vida. El conocimiento (gnósis autoñ) que no se proyecta ¡níitilmente en el infinito de una posible cadena de bienes parciales y sin contexto, tiene «un gran peso en la vida». Un saber, pues, práctico, una filoso­ fía practica cuya esencia es conocer el límite de sentido y finali­ dad de cualquier propuesta teórica. Ello da fuerzas para la vida, o sea, inserta en el ámbito general del desarrollo humano la esencial pero limitada empresa del saber. E.N.,

64. Según la cita de Dirlmeier, en su comentario a pág 267. Grata ve, en esta necesidad de romper la cadena al infinito, el fundamento de toda la ética. Dirlmeier aporta una serie de textos, donde se percibe ese del mismo Aristóteles; y a propósito de la referencia al libro «Iam bda» de la a su teoría del motor inmóvil, afirma: «Parece com o si Aristóteles se hubiese alejado aquí de Platón. Sin embargo, no es así. El primer testimonio de un rechazo al encuen­ tra en el donde, a propósito de la amistad, se dice: “¿no será necesa­ rio que renunciemos a seguir así y que alcancemos un principio que no tendrá que remontarse a otra amistad, sino que vendrá a ser aquello que es lo primero ainado y por causa de lo cual decimos que todas las otras cosas son amadas?” (219c).

horror infiniti

Lisis,

Mrtajmeay

regresus in injinitumse

Mkmoria uf. la Etica

«Si esto es asi, debemos intentar determinar a grandes rasgos (typoi), al menos, cuál es este bien y a cuál de las ciencias o facultades pertenece. Parecería que ha de ser la suprema y directiva en grado sumo. Esta es, mani­ fiestamente, la política. En efecto, ella es la que regula qué ciencias son necesarias en las ciudades y cuáles ha de aprender cada uno y hasta qué extremo. Vemos, además, que las facultades más estimadas le están subordinadas, como la estrategia, la economía, la retó­ rica. Y puesto que la política se sirve de las demás cien­ cias y prescribe además qué se debe hacer y qué se debe evitar, el fin de ella incluirá los fines de las demás ciencias, de modo que constituirá el bien del hombre. Pues aunque sea el mismo el bien del individuo y el de la ciudad, es evidente que es mucho más grande y más perfecto alcanzar y salvaguardar el de la ciudad; por­ que procurar el bien de una persona es algo deseable, pero es más hermoso y divino conseguirlo para un pue­ blo y para ciudades» (EN., 1,2,1094a24-1094b 10). El concepto de typos, al principio del texto, marca una limitación en el dominio gnoseológico. No puede conocerse con detalle lodo este amplio campo que Aristóteles intenta roturar. Tyfios sig­ nifica ya, en el momento en que Aristóteles lo emplea, un discur­ so que sólo puede formularse en sus «rasgos esenciales»65. El grado de precisión que, por consiguiente, podamos alcanzar tiene que ver con la materia sobre la que trata (hypokriméngn kylfn) (1094bl2). Del texto anteriormente citado, y tan interesante por diversos conceptos, quiero destacar únicamente dos aspec­ tos. En primer lugar, el hecho de que Aristóteles acepte la políti­ ca como saber dominante y organizador, porque se sirve de las otras ciencias y legisla sobre «qué se debe hacer y de qué hay que huir». La praxis individual queda así supeditada a un orden más amplio, el bien de la ciudad. Se concreta aquí, toda una larga Ethih und Polilik..., págs. 6 6 y ss., y también, del mismo Prnklisehe Philosophie. Das Modell des Aristóteles, Múnich-Sakburgo,

65. Cf. Hóffe, autor, 1971, págs. 171 yss.

Para una lecitra dei

texto dt ia ¿ i v a

experiencia política que culminará en la democracia ateniense. El bien de la ciudad que había tenido, en la República de Platón, uno de sus primeros defensores, encuentra, en el texto de Aristóteles, su formulación más clara y en un contexto, además, donde la ética empieza a funcionar en el espacio donde única­ mente tiene sentido y donde el individuo adquiere su más amplia resonancia. Una áraos, pues, que no cae en la «vana y esté­ ril» repetición infinita. I¿t política salva la soledad del individuo, la soledad de una ética que, contradictoriamente incluso con su misma etimología, fuera aposento y morada de una consciencia que sólo se habita a sí misma. La diferencia, sin embargo, con el viejo sentido del ¿Utos, suelo colectivo de la cultura y orientador de comportamientos, consiste en el hecho de que la ética de Aristóteles exige el replan­ teamiento total de una teoría del bien y la justicia en el marco de las relaciones humanas, y en la reflexión sobre la propia concien­ cia individual, que deja ver, a través del lenguaje que la constituye, la estructura de los elementos que, en ella, produce la praxis. 14. «D ramatis PF.RSONAE»

Como anteriormente se ha indicado, el texto aristotélico, al menos el que ha llegado hasta nosotros, presenta una innegable originalidad frente a sus precursores. Pero no sólo por lo que res­ pecta a la estructura de su prosa, sino también en cuanto a los «personajes» que van a intervenir en ella. En la época presocráti­ ca aún desfilan, por los restos de sus escritos, o por las referencias posteriores, términos míticos o, al menos, palabras que funcio­ nan como personaje de un cielo teórico distante y, en buena parte, inasequible. El «Ser», la «Verdad», lo «Indeterminado», el «Fuego», el «Amor», el «Odio», la «Mente» representan su papel, rodeándose de un lenguaje que les salva de proyectarse en un horizonte significativo que ponga en crisis su poder de alusión. La redondez del Ser de Parménides, su clausura y perfección, ha contagiado a esta terminología que rueda poderosa, pero grandi­ locuente, por el primer escenario de la filosofía. Algo hierático conserva aún este lenguaje que, como el de la tragedia, va a mani­ festarse a través de una máscara sin gesticulaciones, a pesar de

Memoria ue la Ética

que en el rosuo que la lleva aliente la pasión, la conuadicción y la vida que el prósdpon, «la máscara», unifica. La sofística sirvió para desenmascarar estos rostros y descu­ brir en ellos la ambigüedad, la arbitrariedad y, en definitiva, la existencia. Todo ese universo jugoso y contradictorio que la sofística despierta, se mueve en Platón, y las palabras empiezan a abandonar el lugar de un discurso preeminente y hierático, aunque, frecuentemente, estén controladas por la sabia ignorancia del «hombre más justo de su tiempo» (Platón, Corto VII, 324e). La prosa de Aristóteles, en la ética, va a uaer una manera nueva de mirar las palabras. Bien es verdad que los sofistas.habían ini­ ciado una «revolución lingüística» en su forma de analizar el lenguaje; pero los términos «análisis» y «analítico» son términos eminentemente aristotélicos, que responden a una actitud inte­ lectual y metodológica, donde las palabras de su tiempo, los conceptos usuales van a ser «experimentados» como protago­ nistas, en el escenario de la filosofía. El núcleo central de la Ética Nicomáquea y de la Eudemia lo cons­ tituyen el establecimiento de unos campos semánticos que van a articular los desplazamientos y establecer la situación de los términos que expresan la sensibilidad ética y dianoética. «Felici­ dad» (eudaimmía), «elección» (proaírésis), «obsequiosidad» (aréskeia), «avaricia» (aneleutkería), «indignación» (némesis), «valentía» (andreía), «sensatez» (sóphmsyne), «prodigalidad» (asólia), «fanfarro­ nería» (aladsóneía), «justicia» (dikaiosyni), «simpleza» (euftheia), «mezquindad» (mikroprépeia), «firmeza» (karteria), «pudor» (aidós), «veracidad» (cMheia), «dignidad» (semnótts), «prudencia» (phrón¿sis), «mansedumbre» (praótes), «temeridad» (thmsfUs), «adulación» (kolakeia), «aflicción» (kakopátíma), «insensibilidad» (anaisthisia), son algunas de las palabras que forman el mosaico por el que Aristóteles va a hacer resbalar su teoría de la bondad y la felici­ dad, de la vida práctica y la vida intelectual. Los análisis de Aristóteles no se mueven, sin embargo, en una mera descripción metalingüística, en la que los términos se defi­ niesen con otros términos. Aunque el «medio» (méson), como territorio al que se circunscribe su famosa teoría del «término medio», sirva para establecer las tensiones que configuran la

Para una lectura del texto de la ( t ic a

retícula que establece el sentido de las palabras analizadas, detrás de cada una de ellas alientan los comportamientos que han constituido sus significados. Es, pues, la vida social, las situa­ ciones concretas de un cuerpo humano, en el mundo histórico, al que se enlaza por la estructura misma de lodo lo que vive en ese cuerpo, lo que ofrece el material de su ética. Entre múltiples, sólo un par de ejemplos: en un apartado del libro III donde se describe el valor y la valentía se dice: «De los que se exceden, el que se excede por falla de temor carece de nombre (andnymos) —ya hemos dicho antes que muchos de estos modos de ser no tienen nombre—; pero sería un loco o un insensible si no temie­ ra nada, ni terremoto, ni las olas, como se dice de los celtas. El que se excede en audacia respecto de las cosas temibles es teme­ rario (thrasys). Este parece ser también un jactancioso con apa­ riencia de valor; al menos quiere manifestarse como un valiente frente a lo temible, y por tanto le imita en lo que puede. Por eso la mayoría son unos cobardes jactanciosos, pues despliegan temeridad en tales situaciones, pero no soportan las cosas temi­ bles» (1115b25-34). En el libro IV, hablando de la prodigalidad y la avaricia, en un apartado lleno de sutilezas psicológicas y semánticas, dice Aristóteles: «Los que reciben nombres tales como tacaño, mez­ quino, ruin, todos se quedan cortos en el dar, pero no codician lo ajeno ni quieren tomarlo: uno por cierta especie de honradez y por precaución de lo que es indigno... otros se abstienen de lo ajeno por temor, pensando que no es fácil que uno tome lo de los otros sin que los otros tomen lo de uno; prefieren, pues, ni dar ni tomar» (1121b23-30). (x>n los nombres, el ethosva emergiendo, lentamente, del entra­ mado de la vida. Y ese elhos se solidifica por una repetición de actos a los que mueven las pasiones históricas, las reflexiones, los intereses que se articulan y pugnan en lo colectivo. Pero no sabríamos hablar de ello, no sabríamos pensarlo, ni entenderlo, si esos comportamientos que son vida y empujan la vida no fue­ sen dejando en ella sus palabras. Porque exisdr sólo existe un

Memoria de la Ética

cuerpo que, en principio, quiere mantenerse en la existencia empujando por el poderoso empeño de los instintos. Pero des­ de el momento en que aparecen en la ética todos esos impulsos, deseos, compromisos, imágenes, se empieza a deshacer el viejo éthos, aquella estructura que ha ido levantándose durante siglos, y que constituye el ideal en el que se ha reflejado la historia de un grupo humano y de su lengua. Por ello, la ética de Aristóteles se detiene en esos estudios «ter­ minológicos». Hay que construir un suelo desde el que hablar. Un suelo de palabras que, arrancando de la observación, de la mira­ da, puede ir reflejando una teoría en la que descubrir los resultados del obrar humano, la ética tradicional no permitía esta mirada. El suelo de la ética se movía con un pausado mecanismo, homogeneizador en el que se plasmaban ideales y sueños de los hombres engrandecidos por el mito. Pero la ética de Aristóteles construye el nuevo suelo de un éthos desmitifícado, donde se ha­ bla de pequeñas pasiones también, de mínimos, mediocres inte­ reses y, por supuesto, de momentos supremos de la inteligencia y el deseo. La aparente trivialidad de algunas de sus descripciones, tantas veces mal entendida, expresa no sólo la ruptura del viejo éthos, sino la idea fundamental de que es el hacer del hombre, en todos los aspectos posibles, en todas sus concreciones posibles quien constituye la única materia que la ética maneja. La ética de Aristóteles no pretende, por consiguiente, especular una teoría de ese hacer, cuanto describir lo que la observación del lenguaje y de la vida le presenta. De ahí también la peculiar «estructura lingüística» en la que nos habla. Parece como si en ella, Aristóteles hiera consciente de algo que han olvidado una buena parle de las filosofías morales contemporáneas. Efectiva­ mente, el discurso que se funda en una terminología y que, sobre ella, necesita construir otra —una especie de metaterminología— para referirse a la primera, acaba vallando sus propias posibilida­ des y perdiendo de vista la filosofía práctica, la filosofía dd hombre que Aristóteles insistente y repetidamente busca. Por eso, su len­ guaje es un lenguaje comprometido, o sea un lenguaje no-enmas­ carado en las palabras redondas y sin contornos de la tradición. Efectivamente, el pensamiento que no sale de la mente misma que lo p'roduce, acaba marcando los límites de una cerrada subjetivi-

Para una lectura del texto de ia fr n c ji

dad. El lenguaje, por el hecho de serlo, puede establecer una posi­ ble salida al quebrar la clausura de cada consciencia individual e irrumpir, intersubjetivamente, en los otros individuos; pero de todas formas esta in lersubjetivización puede, a su ve/, cerrarse en un bloque, individualizado también a su manera, e incapaz de nin­ guna modificación que se extienda más allá del espacio de la sim­ ple consciencia. Una intersubjetividad que no loque\a realidad se convierte, a su vez, en algo abstracto e ideal. En consecuencia, la mera comunicación por el lenguaje de las distintas consciencias que, hasta cierto punto, pudieran «entenderse» en esos actos comunicativos no alcanzan más allá de los límites de un titearán, asfixiado en su propia apraxía. La simple comunicación no añade nada a los objetos reales, impasibles ante todo decir sobre ellos, si no cuaja, a su vez, en gestos prácticos, en instituciones y normas que modifican las relaciones humanas y posibilitan sus obras. El contenido histórico de lo real humano es, precisamente, lo que presta a la inteligencia, a la mente, su ineludible compromiso. Una larga tradición mentalista que tuvo sus orígenes en los griegos ha olvidado algo que, sin embargo, también se originó con ellos: la no existencia de una mente que piense desglosada de su cuerpo, de su historia y de su época. La mente, o todo aquello que encierra ese término, aunque pudiera funcionar en ciertos ámbitos como una razón «pura» sometida sólo a «leyes racionales» que, en muchos casos, se han denominado científicas es, la mayoría de las veces, un producto histórico, o sea un producto corporal que arranca ya de la propia naturaleza que organiza y controla ese cuerpo. Somos, pues, un organismo natural que «piensa», y ese pensamiento es también deseo, pasión y todo aquello que presiona sobre el cuer­ po, sobre el hombre, imprimiéndole con esas «presiones» el sello de lo real, a lo que en ningún momento podría escapar. Pero esta realidad que acosa al hombre está constituida por lo que, en primer lugar, nos llega de ese mismo cuerpo como organiza­ ción de instintos y pasiones; y, además, de la génesis de ese cuerpo, de la matriz de la lengua con la que se ha encontrado y de las otras instituciones, familia, educación, etcétera, que. en todo momento, han cercado su desarrollo y evolución como simple naturaleza. De entre las palabras que sobresalen en las páginas de la ética, hay algunas que representan un papel destacado y que en cierto |2 0 l]

Memoria de la Etica

sentido, sirven como hilo para engarzar su teoría. Gomo actores principales del drama ético voy a referirme, concisamente, a alguna de ellas. a) Eudaimonía La traducción de eudaimonía por «felicidad», es una limitación del dominio más amplio que abarca. testimonios más anti­ guos indican que este término quiere decir «prosperidad», «posesión de bienes» (Heródoto, I, 133), aunque hay textos en que, unido a ólbios (Hesúxlo, (>j>. 826; Teognis, 1013), parece implicar un estado de paz, de serenidad interior. De todas for­ mas, algo de su propia etimología perdurará en este concepto. Tener un buen «demonio», buena lórtuna, buena suerte, es algo q ite parece venir de unos poderes que se escapan a nuestra volun­ tad y a nuestros deseos. Por ello, ser theaphiUs supone una gracia en la que se conjugan ajenos designios y una cierta predisposi­ ción de la psyché66 Pero no hay todavía, ni siquiera en Platón una reflexión amplia sobre la eudaimonía que conecte aquellos miem­ bros que articulan una teoría del obrar humano67. En las primeras páginas de la Ética Nicmuáquea aparece ya la sín­ tesis del vivir bien y el obrar bien que señalan el marco general en el que dibujar al «hombre excelente» (E. N., I, 4, 1095a 14 ss.; véase también E. E., 1,2 ,1214a9yss.). Este vivir y obrar bien se con­ cretan en las tres formas de vida que Aristóteles estudia. Tres for­ mas de vida que se centran en la «vida del cuerpo» (bios apolausiikós), en la «vida con los otros» (Idos polüihós), en la «vida con las ¡deas, con las palabras, con la mente» (idos Iheoretikás) (E. N., 1095bl7-19). Estas tres formas de vida tienen relación con los tres ámbitos en los que se desarrolla la existencia humana, la posible felicidad de la vida del cuerpo es fundamento y sustento I

jo s

Dar Glaube der Hellenen, E. N., (¿hatos, E. N., ntdaímñn daimOn eudaimonía, eudaíBanquete, República, Fedón, Merit and Responsability...,

66. Cf. U. v. Wilamowitz-Moellendorf, I, Darmstadt, W.B.G., 1959, pág. 263. Dirlmeier, en su Com entario a pág. 271, se refiere al texto de Eurípides 667 — 1 169b8— ) en el que se encuentra la fórmula más breve y precisa de que cita Aristóteles, «cuando el nos da algo bueno». 67. Por supuesto que en Platón es frecuente el término 470e, 522b; 189d: 576c; 58e; 6 8 e ). Cf. Adkins, págs. 251 y ss.

mSn ((¡orgias, Timeo,

Para una ieotura dh . texto de laéttca

de las estructuras originarias de la realidad humana. Sin la defen­ sa de esta realidad no es posible levantar sobre ella aquellos otros territorios que albergan la cultura y la historia. El problema radi­ ca, sin embargo, en el hecho de que la experiencia muestra que estas formas de vida se oponen, e incluso se destruyen mutua­ mente. Por razones que ahora no es el momento de determinar, la historia de la felicidad, al menos en el desarrollo de la teoría moral, ha establecido muchas veces enconadas tesis para fundar la preeminencia de alguna de estas vidas sobre las ouas. Precisamente por ello han surgido problemas y aporías morales que han llevado consigo duros enfrentamientos, y que han pro­ vocado ásperas dificultades en la organización social. La filosofía de Epicuro, en su defensa del cuerpo y del gozo, representaría la acentuación de un problema ante la hipocresía teórica de las que, por defender el predominio de las ideas o mejor de las ideo­ logías, predicaban, para otros, la condena del cuerpo que ellos, sin embargo, cínicamente e insolidariamente privilegiaban. Pero la teoría de la felicidad no permite esos enfrentamientos, aunque, evidentemente, surgieran en cada individuo los inevi­ tables acentos y preferencias en relación con el predominio práctico de una de esas vidas. La vida del cuerpo, cuya caricatu­ ra podría ser el hedonismo sin sustancia, ya ocupa el corres­ pondiente lugar en la ética de Aristóteles. «Es evidente que la felicidad necesita también de los bienes exteriores [...] pues es imposible o no es fácil hacer el bien cuando no se cuenta con recursos. Muchas cosas, en efecto, se hacen por medio de los amigos o de la riqueza o el poder político, como si se tratase de instrumentos; pero la carencia de algunas cosas, como la nobleza de linaje, buenos hijos y belle­ za, empañan la dicha; pues uno que fuera de semblan­ te feísimo o mal nacido o solo y sin hijos, no podría ser feliz del todo, y quizá menos aún aquel cuyos hijos o amigos fueran completamente malos, o, siendo buenos, hubiesen muerto. Entonces como hemos dicho, la felicidad parece necesitar también de tal prosperidad, y por esta razón algunos identifican la

Memoria de ia Etica

felicidad con la buena suerte, mientras que otros la identifican con la virtud (areté)» (E. N., I, 8 , 1099a311099b8)“ La vida política aporta también a la eudainumía un componen te esencial. Con él se destruye aquella teoría del destino, en el que éste aparece como don gratuito, concedido a aquellos que ade­ cuaron su vida, más o menos aparentemente, al dictado de la ideología propuesta por distintos poderes. «En la época homéri­ ca, la moral no es autónoma, sino que está incorporada a repre­ sentaciones religiosas»6869. Pero cuando la eudaimonía surge como consecuencia de la actividad política, desciende «del cielo a la tierra». La eudainumía se convierte, entonces, en una empresa colectiva, en algo que se construye desde la harmonía ciudadana y que excluye los deseos del individuo limitado al territorio exclu­ sivo de su corporeidad. La vida que mide su bienestar cerrado en el goce que no irradia más allá de su propia saturación, no alcan­ za el privilegio de la lucha por la solidaridad que es, en el fondo, la mayor y más exigente empresa política. Esta apertura del cuer­ po que encuentra otros cuerpos, transfiere la idea de felicidad, de la órbita de la suerte, la resignación y el destino, a la de la reali­ zación, la dialéctica, la creación, dentro de las condiciones de posibilidad de los hombres que luchan por entender el mundo de la naturaleza, y por construir el mundo de la sociedad. Por ello, «es absurdo hacer del hombre dichoso un solitario, porque nadie, poseyendo todas las cosas, preferiría vivir solo, ya que el hombre es un ser social y dispuesto por la naturaleza a vivir con otros [...] En efecto hemos dicho al principio que la felicidad es una cierta activi­ dad (etidaimom'a enérgeia tis estín), y la actividad, eviRetórica, reales de eudaimonía

68. En la Aristóteles ha hecho una concreta exposición de estos niveles la que escandaliza a algunos «teóricos» de la felicidad «ideal». Unas páginas extraordinarias que nos abren algunos de los senderos más transitables de su filosofía I, 5, 1360b41362b 147). 69. Snell, pág. 223.

(Retórica,

DieEntdeckung...,

Para una lmtvra dei. texto de la é t ic a

dentemente, es algo que se produce, y no algo como una posesión. Y si el ser feliz radica en vivir y actuar, y la actividad del hombre bueno es por sí misma buena y agradable —como hemos dicho al principio— y lo que es nuestro es también agradable, y somos capaces de percibir a nuestros prójimos más que a nosotros mis­ mos...» (E. N., IX, 9,1169M7-33). Esta actividad que define a la eudaimonía rompe la pasividad del éthos, la monotonía de los comportamientos que estereotipa el poder, o los múltiples vericuetos por los que la violencia se enmas­ cara. Pero la enérgeia que construye la felicidad necesita manifes­ tarla con «acciones llenas de sentido» (praxis metá lógou). 1.a praxis con logas no señala sólo la salida del mero horizonte de la natura­ leza, sino que inserta cualquier teoría de la acción humana en la esfera de la intersubjetividad, del lógos que es, constitutivamente, iui don múltiple, compartido, y en incesante desarrollo. «Ysi esto es así, resulta que el bien del hombre es una actividad del alma de acuerdo con la virtud (areté), y si las virtudes son varias, de acuerdo con la mejor y más perfecta, y además en una vida entera (en bíói teleíói). Porque una golondrina no hace verano, ni un solo día, y así tampoco ni un solo día ni un instante bastan para hacer venturoso y feliz» (E. N., 1, 7 ,1098al6-21). Como ha señalado Dirlmeier70 la expresión télelos surge como rechazo de todo aquello que no ha logrado alcanzar su télns. «Na­ da incompleto (a-telés) es feliz, al no ser un todo» (E. E., II, 1, 1219b7). En E. N. (I, 10, llOOalO ss.) plantea Aristóteles, con el ejemplo de Solón, el problema de la felicidad del hombre que no es tal felicidad, si no se puede alcanzar a ver el fin (telas harán). Pero, independientemente de esta idea «cronológica» de la feli­ cidad que apuesta por la coherencia de un proceso en la historia individual, esta obsesión aristotélica por la continuidad y la totali­ dad indica, entre otras cosas, una teoría de la temporalidad inser70. Comentario a

E. N„ pág. 280.

Memoria de ia Ética

la en la historia y en el entramado de la ambigüedad e, incluso, del azar que cercan a la existencia. Estar dispuesto a responder adecuadamente a ese rostro multiforme e imprevisto de la vida significa que, por parte del individuo, es preciso levantar defen­ sas que no sean ni azarosas ni ambiguas. Esto es, precisamente, lo que quiere decir arelé. El virtuosismo de cada biografía radica en ese «modo de ser selectivo que consiste en un término medio relativo a nosotros, determinado por el lógosy por aquello por lo que decidiría el hombre prudente» (E. N., II, 6,1106b35). El hábito o modo de ser (háás) es fruto de una temporalidad que se desgrana, no en el «instante» que abre y clausura un tiempo sin dis­ curso, sino en el transcurrir de oU'a forma de temporalidad que se hace en el vario tejido que la praxis urde. Al enlazarse con la tempo­ ralidad. la praxisse convierte en empresa, en proyecto, en creación. Frente al hacer de los dioses y héroes, la pmxúdcl hombre comien­ za a ser un símbolo de su autonomía. Pero esta praxis necesita las múltiples alternativas del mundo y del tiempo, necesita posibilidad y libertad. Para ello, la mdaimonía, la «felicidad», y todo lo que pare­ ce encerrarse en este nombre, se engasta en un proceso que necesi­ tó del presente para gestarse, del pasado para enriquecerse y del futuro para realizarse. Se ha roto, así, la intemporalidad del mito, la pesada e inmóvil presencia del tilias «siempre idéntico a sí mismo». Al convertirse, pues, la realidad humana en praxis, se proyecta la vida hacia la voluntad, hacia el lógosy, por supuesto, hacia las condi­ ciones reales en las que la existencia se despliega. Ellas son las que prestan el único marco adecuado a la felicidad, a una felicidad his­ tórica que se resiste a ser sólo un nombre sagrado, para derramar el tihos en el espacio de la política, o sea en el espacio colectivo que le corresponde, pero interpretado no como residuo de la violencia, sino como quehacer de armonía y solidaridad71. Dic antikr Philosophie...,

71. Tugendhat («Antike und modeme Ethik», en pág. 6 3 ), oponiendo la ética griega a la ética utilitarista o kantiana, insiste en que ésta acentúa el carácter intersubjetivo de las normas, mientras la ética griega, centrada en el , se preocupa fundamentalmente de aquello que es bueno para el individuo. Sin embargo, no puede simplificarse hasta el extremo de que, para Tugendhat, el planteamiento principal de la ética griega sea aquello que el individuo quiere para si mismo, y el de la ética mo­ derna sea lo que el individuo relación con los otros.

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Para una iren'RA i>ei. texto oe ia fin e *

La tercera forma de vida, la vida teórica, ocupa un desarrollo importante en el libro X. En unajcrarquía de valores en función de la felicidad, parece que aquella forma de vida que cultive lo mejor que hay en el hombre, será la mejor vida y la más feliz (X, 7, 1177al2-13). Sin embargo, a pesar de las bellas páginas que Aristóteles dedica a explicar las excelencias de la vida teórica, a pesar de la insistencia de la autarquía del sabio, se percibe ese ensambla­ je necesario, en el que «las tres formas de vida» constituyen el susten­ to imprescindible para la «filosofía del hombre» (X. 9,1181bl5). El sentimiento de solidaridad surge, incluso, en aquellos momen­ tos en que se destaca la independencia de la vida teórica. Quizá el sabio se entregue mejor a la contemplación, si tiene quienes se entreguen con él a la misma actividad (X, 9,1177a34). «Pero el hombre contemplativo no tiene necesidad de nada de ello al menos para su actividad, y se podría decir que incluso estas cosas son un obstáculo para la contemplación; pero en cuanto que es hombre y vive con muchos otros, elige actuar de acuerdo con la virtud, y, por consiguiente, necesitará de tales cosas para vivir como hombre» (X, 9,1178b2-5). Como síntesis de estas tres formas de vida no sería aventura­ do suponer que la teoría de la phrónesis, de la «prudencia», va a desempeñar un importante papel en una inteligencia que tiene que ver con todas esas limitaciones e inseguridades con las que el mundo aparece al individuo. La phrónfsis, según la definición estoica, era una «ciencia de los bienes y los males, así como de las cosas indiferentes»"2. Este sentido de un salier que entiende de unos objetos tan peculiares como los bienes y los males, no está tan definido en Aristóteles, cuya fórmula no iba a encontrar la misma fortuna que la estoica7273. La definición aris­ totélica recoge algunos elementos claves de su terminología: Sloicorum vetrrum fragmenta. III, Stuugart. Teubner, La pmdence rhtz Ansióte, París, P.U.F.,

72. H. von Arnitn, 1968,262. pág. 63. Cf. P. Aubenque, 1963, págs. 33 y ss. 73. Aubenque, pág. 34.

ibid.,

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«La prudencia, entonces, por necesidad es un modo de ser (héxis) racional (rnetá lógou), verdadero (alethés) y práctico (pniktiké), en relación con los bienes huma­ nos (anthrópina agathá)» (E. N., VI, 5 ,1140b20-22). Los bienes humanos aparecían, pues, en un universo en el que no se ofrecen ya para ser gozados, sino que son fruto de una construcción, en el centro de la «personalidad», que asume un largo ejercicio (héxis), que facilita la vinculación con el mundo de los otros (práxis) y que dice relación a unos principios de ¡ntersubjelividad (logas) y cordura. De estos principios emana una forma de verdad temporal, histórica y colectiva. Pre­ cisamente por estas dificultades que presentaba la consecu­ ción de un bien humano, la teoría de la felicidad deja ver en la lógica de la moralidad lodo su dramatismo. Adkins7'* ha seña­ lado, por consiguiente, con razón, que la «Ética Nicomáquea es un manual de eudaimonia». b) In medio virtus La expresión latina in medio virtus ha trivializado aquella teoría aristotélica que constituye una de las piezas fundamentales de la ética. En la E. N. aparece el término junto a symmetra en el libro II. El contexto se refiere al exceso o el defecto de comida y bebida que arruinarían la salud; pero Aristóteles apli­ ca este ejemplo a la templanza y a la fortaleza. «El que huye de todo y tiene miedo y no resiste nada, se vuelve cobarde; el que no teme absoluta­ mente a nada y se lanza a todos los peligros, temera­ rio; asimismo, el que disfruta de todos los placeres y no se abstiene de ninguno, se hace licencioso, y el que los evita todos como los rústicos, una persona insensible. Así pues, la moderación y la virilidad se destruyen por el exceso y por el defecto, pero se conservan por el término medio (mesótés)» (E. N., II, 2, 1104a22-25).74 74. Adkins,

Merit and Responmbilily..., págs. 316 y 318.

Para una lecit ra del texto de ia «7 «político», o sea, lo colectivo, lo múltiple, lo social, que configuran también la esencia del ser humano, presenta más problemas, o, al menos, más complicados que los que presenta el simple sustento de nuestra corporeidad. Por ello el compromiso que implica la exis­ tencia colectiva, lo que Kant con una certera expresión había denominado la «insociable sociabilidad» (ungrseUige GeseUigkeit), consiste, fundamentalmente, en esa creación continua, en esa de­ terminación a que nos fuerza la ambigüedad de la existencia. Las ideas, que pretenden dar estructura de organismo a la desmembra­ da variedad de lo colectivo, tienen que consolidarse en hechos y en palabras, y los hechos y las palabras establecen relaciones de cono­ cimiento, de poder, de sumisión, de atracción y repulsión. No hay una atmósfera neutra y predeterminada que permita, al entrama­ do social, desarrollarse como se desarrolla y despliega la naturale­ za. El establecimiento de ese ramtimium, que se llama lo social, se hace desde presupuestos en los que cada hombre admite e incor­ pora en sí mismo una cierta forma de compromiso. Pero esto quiere decir, entre otras cosas, que el individuo, el ser individual, pone a disposición del otro parte de sí mismo. Com­ prometerse es aquí hacer perder, en la tensión de lo colectivo, una parte de la propia individualidad. Pisa parcial entrega de uno mismo no es, sin embargo, una privación. Precisamente ese com­ promiso es el que transforma el movimiento del individuo, en el seno de la naturaleza, en creación dentro del dominio de la cultu­ ra, o sea, en üthos. Ya no pretendemos entender el mundo, des­ cubrir dominios inexplorados que la inteligencia delimita y nom­ bra. Hay otra forma de conocimiento que quiere saber para vivir; que necesariamente tiene que articular el conocimiento y la expe­ riencia en función de otras directrices que aquellas que orienta­ ban un saber teórico. Yasí como el saber está, en principio, condi­ cionado por su propio objeto y por las formulaciones que permiten conocerlo y expresarlo, el conocimiento del éthos está

Memoria re la Etka

comprometido con la búsqueda de un saljer que se «somete» al Bien. No hay teoría ética que no esté ya delimitada por ese concep­ to, por esa palabra. Sin embargo, estando tan seguros de su necesi­ dad, no podemos estarlo tanto de su contenido, de su sentido. El hecho de que sea indiscutible su necesidad tiene, hasta cierto punto, que encontrar explicación en aquellos fundamentos sobre los que se enraíza la naturaleza. ElBienespennxñr. El ser, como había expresado Spinoza, tiende a permanecer en el ser, a seguir siendo sí mismo, y cada individuo lo pone de manifiesto, de alguna forma, con ese sentimiento que Aristóteles llamó phiUmlta, el amor, la amis­ tad consigo mismo (cf. E. N., XI, 8,1168ay ss.). En realidad, el tér­ mino pkilautia no está documentado en Aristóteles,, que usa el adjetivo philaulos (cf. también Sófocles, E. ft, 309). ¿En qué puede consistir, sin embargo, esta peculiar relación con uno mismo? 4. Nuestro comportamiento se enraíza en lo real. Obrar es proyec­ tar intenciones en un mundo objetivo. Pero eso no basta para fijar el carácter ético, moral, político —en el sentido aristotélico— de ese obrar. Para ello es preciso cualificar nuestra praxis, o sea, lodo ese dinamismo interior que constituye el supuesto recinto de nuestra personalidad. Las obras son producto de esa cuatificación. Pero sería también posible que, sin necesidad de comporta­ mientos que manifiesten el resultado «objetivo» de nuestras intenciones, el carácter ético del hombre adquiriese su sentido y su plenitud en el clausurado espacio de su mente, de su psychi. A esto, probablemente, es a lo que Kant se refería cuando hablaba del carácter fundamental de la «buena voluntad» (dergute WiUe) en la consü'ucción de una razón práctica. Pero ¿cómo se forma, cómo adquiere sentido moral, en una determinada e inequívoca relación con el Bien, el silencioso y opaco mundo de la consciencia? ¿Cómo se percibe esa positiva relación en el dominio de la intimidad, donde únicamente puede resonar el lenguaje del otro y donde nosotros mismos nos constituimos como lenguaje? En un famoso texto del Sofista platónico se describe el pensamien­ to como «un diálogo, sin voz, del alma consigo misma» (263e). Pero ¿cómo puede dialogar una mismidad? La mismidad de la psych/es un lógos, no un diálogo. Lo que somos no es tanto la estruc-

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tura física que como cuerpo nos constituye, cuanto ese mensa­ je que el hombre ha ido forjándose en sí mismo, que acabará constituyendo su carácter, su ser, y que, efectivamente, como men­ saje es un lógos, o sea, una forma de decir, una forma de manifesta­ ción, de expresión... Pero el monolítico conglomerado de ese lógos, o sea, de esa forma de ser, se hace lenguaje que crea una peculiar estructura ontológica: somos no sólo lo que hacemos, sino originariamente lo que decimos. Ese serno podría hacerse presente como un decir, si no cupiese la posibilidad de alterar ese decir, o sea, de decirotra cosa que el ser. La vieja teoría de la mentira que recorre la filosofía griega y que tan agudamente será analizada por sus filó­ sofos es buen ejemplo de esa posibilidad de alterar el smlel lógos. Fueron los sofistas los que, de una manera ejemplar, señalaron esa alteración del ser. La tradicional crítica que Platón hace de estos primeros educadores consiste, precisamente, en la posibilidad de cambiar el ser, de hacer que una cosa sólo sea su apariencia. Pero, independientemente de este aparecer, la realidad podría quedar reducida a su pura manifestación. Todo ser es, en este caso, una «realización», un ens histórico, un wv. Este carácter de ente quiere decir que está siendo, que su seres un estar, y que estar no es la estructura ideal sustentada en un posible cielo teórico, inalterable y total. El estonio es meramente la indicación lopológica que delimita un ente o un objeto en un lugar (topos) concre­ to del espacio, sino en el inestable circuito del tiempo. El lógosque somos es, por consiguiente, tui estaren el lógos, o mejor dicho, es el lógose\ que está en nosotros. En la estructura física que nos constituye como organismo, como cuerpo, la única caracte­ rística que ñas pertenece como seres humanos y que indica y defi­ ne nuestra esencia, nuestro ser, es tener lógos, y precisamente ese lógos que se tiene es un estar, un estado. «Tener lógos» significa, entre otras cosas, algo más que la mera posibilidad de hablar, de comu­ nicar una forma de ser a ouos seres. Teneres, además y principal­ mente, una forma de posesión, y esa posesión es nuestra suprema sustancialidad; pero una sustancialidad siempre «posible», siem­ pre abierta y, por tanto, en incesante proceso de creación. 5. Nacidos en el mundo de las significaciones, crecidas en un len­ guaje —MuUersprache—que nos vincula, por esa maternidad, a la

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raíz misma de lo humano, la historia de cada vida individual es la historia de su vinculación con esa matriz ideal desde la que, como la matriz materna, nos desarrollamos. Esa forma de vinculación es, de hecho, nuestra forma de individuación. Variando una vieja tesis de la Escolástica que pretende remontarse a Aristóteles (Metafísica, X, 9 ,1058a37y ss.; XII, 8 ,1074a34 y ss.) podría afirmarse que no es la materia signóla quantitate el verdadero principio de individuar ción, sino la materia sígnala qualitate (cf. E. E., 1,3 ,1215al2-20). No quantum, pues, sino qiude. Yesta quaütas procede de una larga aven­ tura con el ajeno y nunca totalmente accesible lógos, en el que nacemos y del que nos afrropiamoscuando lo hablamos. la ya clásica distinción de Saussure entre tange y parole adquiere aquí una valíante ética. Porque el acto de habla no es sólo la con­ creta y puntual utilización de una lengua en el momento tem¡x>ral y espacial en el que un posible hablante la utiliza. El habla, que actualiza la estructura ideal de la lengua, es un habla que dicey en el rfmrseñala, construye, manifiesta, elige. Yeste multiforme decir, atado a la temporalidad inmediata en la que cada vida está instalada, muestra su constitutivo carácter histórico, su ambigua estructura, necesitada, por ello, de determinación y de sustentación. El lógoses, pues, objeto de utilización. Tal vez sea ésta la causa por la que, no sin una cierta exageración, Wittgenstein había afirma­ do que el significado de un término es su uso en el lenguaje. ( Ion ello, posiblemente, se refería no tanto al lenguaje, como contexto sintagmático y paradigmático de una proposición, y que este con­ texto fílese el principal animador de su sentido, sino que el usua­ rio, en este caso el hablante, incidía en la lengua con el peso de su éthos, su «manera de ser», de su mensaje, o sea, de su «particular» lógos. Aquí empieza la estructura dialógica de ese lógosy su relación con la verdad o la falsedad. 1.a instalación en un lenguaje sólo se realiza en el acto mismo de asumirlo y utilizarlo en cada una de las proposiciones que la phoné semantik?, el aire semántico, transmite y alienta. 1.a verdad es aquí un acto, una intención que emerge del fondo donde ese lógosse constituye y consolida. Ese tiempo que articula el lógasy que expresa su forma de adecuar ción con los significados, con los objetos, no procede de un auto­ matismo inerte en el que el lenguaje fuera sólo el puente que, según la expresión de Nietzsche, uniese a dos «seres eternamente

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separados». Tampoco es, como afirma Heidegger, «la casa del ser». Siguiendo el mismo juego metafórico, el lenguaje no parece ser casa, Atgarestable, con límites claramente definidos en el espacio. Ni siquiera es el Ser, quien, hipotéticamente, habita esos muros, sino el hombre. El .Veres un concepto demasiado vacío como para que pueda tener sentido sin las cosas que son, sin los hombres que existen, sin las instituciones que los amoldan. Este hombre histórico y concreto está, sin embargo, referido continuamente a un ámbito casi infinito, en donde se estable­ cen las imprecisas fronteras del lenguaje. La metáfora de la «casa del ser» no indica sino la posibilidad de que, en la abso­ luta indeterminación que el ser, así domiciliado, expresa, el lenguaje pueda, en cada caso y en cada instante de la tempora­ lidad, «cualificarlo» o «determinarlo» en la síntesis real de lo mundano, de lo temporal y de lo histórico. Por consiguiente, las supuestas paredes de esa supuesta casa que el Ser habita no están levantadas en la inalterable consis­ tencia del espacio. Es una casa en perpetua construcción, una tienda de campaña que abrimos en el lugar de la comunica­ ción, en el instante concreto en que usamos las palabras y que hablamos; una casa abierta en el tiempo. Esta posibilidad de «uso» que «realiza» la necesidad del cuerpo y de la vida, la urgencia o estímulo de la historia, apunta «exter­ namente» a la comunicación; pero anteriormente me había referido a un hecho característico de nuestra consciencia y en el que se dibuja un espacio interior, un reducto que por su misma estructura permite que en él se levante eso que ha venido en lla­ marse éthos, ética, o, si se quiere, «filosofía práctica». 6. En este punto descubrimos la necesidad de aclararnos la estructura de ese éthos. En la doble perspectiva de la philautía —la amistad hacia sí mismo— y del potemos —la discordia— como habitante también por el egoísmo de nuestra intimidad, aparece el impulso que determina la «filosofía práctica». En las primeras páginas de la Ética Nicomáquea Aristóteles nos abre a ese dominio en el que va a sustentarse el comportamiento moral. «Todo lo que hacemos al manipular lo real —téchné—, toda orientación —méthodos— y todo el dinamismo de nuestro

Memoria df. ia Ética

ser —praxis— parecen tender a algún bien, por esto se ha dicho, con razón, que el bien es aquello a lo que todas las cosas tien­ den» (E. N., 1,1,1094al-3). Pero este Bien al que todos tienden es una «construcción». No es posible un Bien absoluto, desligado del mundo, y fuente de atrac­ ción para una consciencia solitaria. Ese bien místico está ausente de toda posible ampliación hacia el bien colectivo en el que cada individuo se ve obligado a desplazarse. La ética es parte de la políti­ ca; el bien del individuo es eslabón de una cadena imprescindible, «pues aunque el bien del individuo y el de la Polissean el mismo es evidente que será mucho más grande y más perfecto alcanzar y preservar el de la ciudad, por­ que ciertamente ya es apetecible procurarlo para uno solo, pero es más hermoso y divino para un pueblo y para las ciudades» (E. JV., 1,2 ,1094b7-10). Pero precisamente porque ese Bien es una construcción, hay que conocerlo. El Bien es, pues, objeto de la inteligencia, del noús. «Y así ¿no tendrá su conocimiento gran influencia sobre nuestra vida, y como arqueros que tienden a un blanco, no alcan­ zaremos mejor el nuestro?» (E. N., 1,2 ,1094a22-23). Un conocer que es, además, vivir, y un vivir que es esencialmente convivir. No basta, sin embargo, proclamar este principio que determina la posible «construcción» de la vida personal, que como tal vida consiste, según el texto de la Política afirma, en eü ven, «vivir bien» (I, 2, 1252b30). Vivir con el bien es descubrir la origina­ ria estructura de ese bien y hacerlo participar de la necesaria «convivencia». En la misma Política y antes de que empiece la edificación del bien colectivo, del bien que se articula en la praxis, Aristóteles deja levantar, a través del lógos, del lenguaje, de un principio de conocimiento que es, también, principio de socialización, el smlimientoáel Bien. Ese Bien que todos persiguen, como nos mues­ tra en la Ética Nicomáquea, es aquí, en la Política, un bien cuya persecución no es un proceso que nos lleve más allá de nosotros mismos, sino más acá. El bien se percibe en la relación con uno mismo, en la philaulía.

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«El hombre bueno [...] está de acuerdo consigo mismo y desea las mismas cosas con toda su psyché, y quiere ciertamente el bien para sí y lo que se le muestra como tal, y lo pone en práctica (pues es propio del bueno ejercitar el bien), y lo hace por causa de sí mismo [pues lo hace por causa de su mente (dianoetikou charin), que es aquello en que parece estribar el ser de cada uno] y quiere vivir y preservarse él mismo, y sobre todo aquella parte suya con la cual piensa (E. N., IX, 4 ,1166a 1218). Pero en la Política se añade: «El lógps es para manifestar lo conveniente y lo daño­ so, lo justo y lo injusto, y es exclusivo del hombre, frente a los demás animales, el tener él solo el sentido (aísthesis) del bien y del mal, de lo justo y de lo injus­ to. Y la comimidad de estas cosas es lo que hace la casa y la ciudad» (1,2 ,1253al4-18). El bien y el mal, lojusto y lo injusto, se levantan, pues, como una aísthesis, como una sensación. Aquí ya no se trata de la posible metáfora de un «mundo interior». El bien aparece en los mis­ mos umbrales del deseo, del apetito, de la necesidad. Nuestro cuerpo es, como cuerpo humano, pura «exterioridad». Es natu­ raleza idéntica e identificada con todo aquello que nos rodea y que, sin embargo, el imperativo de comunicación convierte en historia, convierte en Pótis. El sentido del bien y del mal, apren­ dido en el amplio cauce del lenguaje, comienza ya a dibujar otra perspectiva que lo convierte en intimidad. Porque el texto aristotélico parece establecer una diferencia entre la comunicación del bien —el lógos—y ese otro nivel en el que la naturaleza —la aísthesis— percibe el bien o el mal antes de comunicarlo, de participarse en él. El proyecto práctico se configura, pues, en ese silencio donde se establece la dualidad esencial en la que la psyché se habla a sí misma (aúté pros eautfin) (Platón, Teeteto, 189e). Dos posibles estructuras de la subjetividad: la una consiste en expresar ese

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bien, en transmitir, a través del lenguaje, una semántica que coin­ cida con la semántica de los otros, una forma de cotntuiicación que establezca vínculos de solidaridad intersubjetiva en la común y participada inteligencia de determinados conceptos. La instala­ ción en el mundo humano implica, pues, ese iluir de formas expresivas, de esquemas intelectuales que auaviesan el espacio de cada individuo y lo sitúan en ese otro ámbito en donde la comuni­ cación, el lógos, se hace vehículo de lo colectivo, de la coincidencia en el bien o en el mal, en la justicia o en la injusticia. Pero el dinamismo que arranca esa intersubjetividad constituye otra estructura que está inserta en un supuesto fondo de la cons­ ciencia. Comunicarse con los otros, decir el Bien, apenas tiene sentido ni fundamento si, previamente, no ha habido un lugar de silencio donde la voz (pháné) se hace mente (noús) que no pre­ cisa, aún, comunicarse con nadie, pero sí tiene que hablar consi­ go misma. Por ello, este diálogo que únicamente ocurre en el silencio de la consciencia es un diálogo sin voz (aneu phonés). La phonées el gesto etéreo que nos enlaza con lo otro, y ese gesto se matiza y llena de contenido en el espacio de lo colectivo, en el sistema de lo social. Cualquier voz que emitimos recoge su articula­ ción semántica del contexto de la vida y del contexto del saber. Se da en espacios determinados, en ámbitos concretos, que convierten en «semántico» el aire neutro de esa voz. El diálogo de la psycJiéconsigo misma necesita, también, de una peculiar forma de semántica. No precisamente en el aire, en la voz que articula el conocimiento y, en cierto sentido, la compañía, la dualidad reconocida y aceptada. El pensamiento es diálogo, pero lo es con un solo personaje sin voz que tiene que encontrar en sí mismo su propia aUerulad, el contenido y el personaje de su «muda» comunicación, de su «silencioso» lagos. Porque la tradicional inter­ pretación monológica del pensamiento no basta para explicarlo y, mucho menos, para justificarlo. El argumento de ese diálogo es el bien. Ese Bien «dialogado» inicia ya en los niveles mismos de la consciencia una superación de ese necesario pero aislado princi­ pio onlológico de la «permanencia en el ser». El ser del diálogo consigo mismo se engarza, por medio del lenguaje, con otro Bien que ya no es sólo aquel Bien que presenta su más indeterminado e

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imperfecto rostro: el egoísmo ontológico. El Bien del diálogo con los otros es el Bien «buscado» que, sobre la base del éthos, reflexio­ na, discute, lucha por el establecimiento de otra forma de Bien que, superando el terreno de la originaria ontología del individuo, alcanza el problemático pero creativo territorio de la solidaridad. 7. En la experiencia de ese Bien hay otra manifestación como Ser determinado ya humanamente. «Volviendo a nuestro tema, puesto que todo conoci­ miento (gnósis) y toda elección (proaíresis) tienden a algún bien, digamos cuál es aquel a que la política aspi­ ra y cuál es el supremo de todos los bienes que puede realizarse. Casi todo el mundo está de acuerdo en cuanto a su nombre, pues tanto la multitud como los cultos dicen que es la felicidad y admiten que vivir bien y obrar bien es lo mismo que ser feliz. Pero acerca de qué es la felicidad dudan y no lo explican del mismo modo el vulgo que los sabios» (E. N., 1,4 ,1094al4-22). Ese Bien se percibe como eudaimonía, como felicidad. Pero el término, tan trivializado a lo largo de la historia, tiene en los orígenes de nuestra cultura tinas connotaciones que, tal vez, podrían servirnos para entender ese sentimiento y par a entre­ ver los elementos que lo constituyen. Porque la palabra griega que lo expresa —eudaimonía— arrastra en su propia semántica no tanto la historia de un senti­ miento, de una «sensación» del Bien íntimo, de un vagoroso bienestar, en el que la consciencia experimenta una cierta con­ formidad consigo mismo, sino algo mucho más complejo. Los primeros textos en los que encontramos la palabra eudaimonía se refieren a aquello que nos da el daímón: a la fortuna que sobreviene al individuo, perdido en el mundo de la escasez y de la miseria. El dorado sueño de la abundancia sin fisuras sólo per­ tenece al mundo del mito. Vivir es carecer, estar privado. La experiencia nos muestra la fragilidad de la vida cuando está sometida al bien escaso, a la amenazante miseria. Ser feliz es tener, tener más, porque ser es, en el fondo, carecer. Hay, pues,

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que asegurar, en el tiempo de la escasez y la privación, el futuro al que nos proyecta el deseo. Rodeados de bienes materiales, de seguridad en la existencia, los mortales compensan con ese tener la amenaza continua de la privación. «Sea, pues, la felicidad un bien vivir con areté, una autarquía de la vida, o la vida más agradable con seguri­ dad (aspháleia), o la prosperidad de cosas y cuerpos, con poder de guardarlos y disponer de ellos, pues una de estas cosas, o varias, casi todos están de acuerdo en que es la felicidad. Y si tal cosa es la felicidad, es preci­ so que de ella sean parte la nobleza, los muchos ami­ gos, los amigos buenos, la riqueza, los hijos buenos, los muchos hijos, la buena vejez y, además, las virtudes corporales como la salud, la belleza, el vigor, la estatu­ ra, la fuerza para la lucha, la fama, el honor, la buena suerte, la areté...» (Retórica, 1,5 ,1360b 14-23). Ese buen dat'mñn (eu daimón), ajeno y arbitrario, que pone en la rueda del destino la gracia o la desgracia, y que otorga capri­ chosamente sus bienes, se opone, en la experiencia de los grie­ gos, a esa otra forma de bien que se enraíza con la vida, al eü zen (E. E., 1,1, 1214al5-16). Yasí como la bondad, el eü, que viene del otro lado de nuestro thymós, de nuestro noús, nos facilita ese destino mítico, heroico, marcado por la suprema riqueza o el supremo poder, el eü, la bondad o el bien del vivir, entra ya en una esfera más concreta: en la de las realizaciones políticas. Es cierto que aquí también impera la inestabilidad, pero ya no es la de la tyche, la del azar y el daimón. Es otra forma de inestabilidad humana que se abre en el espacio de lo «posible». Desde el momento en el que el hombre elige y en el que el derecho a la palabra (¡segaría) y a la ley fisono­ mía) le abren el mundo histórico su ser es ya energía (enérgeia), o sea, capacidad de transformarse en obras, de «realizar». El mundo humano se engarza, entonces, con la posibilidad; la tyche se convierte en oportunidad, en kairós. Para ello se requiere una aretéc\v\e no sea un simple saber teóri­ co, una epistgme, sino una phrónesis que se acopla a la contingen­

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cia y ambigüedad del mundo. Porque así como la sabiduría (sophta) y la ciencia (epislfme) se refieren a «lo eterno y lo que siempre es idéntico a sí mismo», la prudencia, la sabiduría prác­ tica, tiene que ver con la vida, con las cosas que son y no son, que están en perpetuo cambio (la en metaboU onta, M. AL, 1,34, 1197b8). «Esto introduce en la economía de la moral aristotélica la dimensión de la temporalidad [...] la moral aristotélica nos invita a realizar nuestra excelencia en este mundo que dura y cambia en el tiempo » .1 «Pues si el bien vivir depende de cosas que proceden de la suerte o de la naturaleza (tyche kai physis), escapa­ ría a la esperanza de muchos —pues no les es accesible el esfuerzo, ni depende de ellos, ni de su propio traba­ jo—, pero si consiste en tal cualidad personal y en la praxis idónea, el bien podrá ser más común, porque será posible a un mayor número de gentes participar en él; más divino, porque la felicidad será accesible para aquellos que dispongan ellos mismos y sus accio­ nes de una cierta cualidad» (E. £., 1215al2-20). Lo divino aparece aquí, efectivamente, no tanto como «divini­ dad» cuanto como «cualidad», porque los dioses son «cualidad», son «seres algo», son plenitud en su determinada, concreta y peculiar cualidad. Esa dimensión temporal hace que el daimón se transforme ya en fthos, tal como había predicho el fragmento de Herádito (Diels, B, 119). La felicidad no proviene ya de ese daimón exterior y caprichoso, sino que entra, así, en el mismo ser del hombre bajo la forma de éthos, de espacio interior surgido en el curso de la historia, en la experiencia del mundo, en la elec­ ción y la arett, en la posibilidad de una democracia que transfi­ gura el ser en mundo y lo libera de la tiranía que fomenta la imposibilidad. La psydlées entonces habitáculo de la eudaimo1.

P. Aubenque,

Im prudente cha Alistóte, París. PUF, 1963, pág. 96. 12431

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nía (como había expresado Demócrito en otro fragmento famoso) (Diels, B, 171). 8. Pero anteriormente me había referido a esa «doblez» de la psyché, a esa capacidad de hablarse a sí mismo y de encontrar, en esa mismidad, la alteridad, la expansión que abre la philia. Y, sin embargo, ¿qué quiere decir ese «bueno por sí mismo» que apare­ ce también al comienzo de la Etica Nicomáquea?Porque si la felici­ dad apunta a ese inicial criterio del propio ser que tiene que des­ cubrir en la estructura de su intimidad, de su silencioso diálogo consigo mismo, el criterio de su propio bien, ¿dónde se funda ese bien en sí cuyo carácter abstracto e «inhumano»había criticado Aristóteles en oüos pasajes? La mismidad de ese «Bien por sí mismo» implica la aceptación de una bondad que no puede entenderse sino como espacio de coin­ cidencia intersubjetiva, como espacio social. Por consiguiente, la estructura del si mismo saca a cada voluntad del cerco de su propio y exclusivo deseo, de la clausura de su «egoísta» felicidad. El len­ guaje en el que las formas de ese sí mismo se expresan permite ela­ borar los niveles de coincidencia de cada subjetividad. Porque un supuesto Bien m sí mismo que no fuera dialogable, que no se pudie­ ra construir en el diálogo de la Polis, en el espacio colectivo donde cada uno es también el oüo, convertiría su mismidad, o sea, su posi­ bilidad de superar' el ámbito de la eudaimonía privada, en algo tras­ cendente, donde no llega el hombre ni alcanza el deseo. Tal vez no sea posible desglosar ese «Bien en la mismidad» del «Bien en la alteridad». En este punto podría plantearse de nuevo la doblez del pólemos, aquel que descubrirá Platón al comienzo de Las Leyes. Un Bien en si no construido por la coinci­ dencia de lodos los deseos, de todas las buenas intenciones y ale­ jado en el mundo del «lenguaje no compartido», de los concep­ tos hipostasiados e ideologizados, podría dar lugar al imperio de la injusticia disimulada, del engaño. Una mismidad más allá de su construcción es una mismidad que puede fingirse con el deseo alimentado desde la insolidaridad y la diferencia, e instalado en el creciente sistema de la mentira, del pseudos. Precisamente en el espacio real donde el individuo se humaniza, en la Polis, el fingimiento político con el que el lenguaje enmas­

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cara el deseo tal vez llegue a fingir o realizar, en este fingimiento, la sólida máscara de un poder que sólo se reconoce a sí mismo. El lenguaje ya no es, entonces, el instrumento de comunicación, sino un tercer mundo, no tan simple como el de Popper y contra el que difícilmente puede valer ya la lucha por un Bien en sí, único, homogéneo y sin doblez, si ese fingido bien en sí se reviste, en la vida moderna, de todos los «en sí» del poder. La eudaimonia presenta, sin embargo, una continua posibilidad de contraste. El en .«'de la eudamonia es, en su plenitud, un en mi; un firme contraste en cuya certeza se construye la vida indivi­ dual, la inequívoca seguridad de la afirmación del existir. Esa mismidad de la eudaimonia, distinta de la del Bien en sí, realiza el mundo y la vida total del animal político, del animal que habla y que ha encontrado en el concreto espacio de su cuerpo el pri­ mer elemento de la afirmación y la felicidad. Este sentimiento que Aristóteles llamó, en otro contexto, phiioautós (.Política, II, 5 ,1263b2;Cf. también E. N., IX, 4,1166ay ss.) es, efecti­ vamente, una forma de amora sí mismo, en cuya intimidad y en cuyo aféelo (philia) está la mismidad del otro. Por eso es la philia lo más necesario para la vida (E. N., VIII, 1,1155a4). El juego del mundo comienza con estas representaciones, con este Bien, «construido» (phainómenon agathem). Instalados en esta forma de Bien, cada pro­ yección individual, cada amistad con uno mismo, necesita de otras proyecciones que levantan dialécticamente, o sea, dialógicamente, al animal solitario que sólo puede expresar con su voz el dolor hacia un animal humano que habladeX Bien,y lo construye. Para esta construcción surgió el lagos, y para encontrar con quién compartirlo dedicó Aristóteles en su Etica la descripción más lúci­ da que la filosofía ha hecho del fenómeno de la amistad. «Nosotros no podemos contemplarnos a nosotros mis­ mos a partir de nosotros mismos, y así como vemos en el espejo nuestro rostro, cuando queremos conocernos nos vemos en un amigo» (M. Ai., II, 15,1213a20-24). Yel amigo reproduce no sólo nuestra imagen, sino nuestro soni­ do. Sonido que habla a nuestra habla y que encuentra ese lógos, donde se fbija, con el otro, la compartida ética de la felicidad.

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2. L a felicidad de los «guardianes»

1. Un problema esencial en la filosofía práctica de Platón y Aristóteles es la organización de la felicidad. Ser feliz no es experimentar los efectos de una adecuada instalación en el mundo y en el propio cuerpo, sino luchar por construir una posible forma de «convivencia» en el espacio colectivo, en la Polis. La felicidad no consiste tanto en la percepción de una subjetividad satisfecha, cuanto en la creación de determinadas condiciones que «políticamente» permiten esa satisfacción. Pero este estadio superior en una teoría de la felicidad, tuvo que recorrer antes un largo camino marcado por las señales de una evidente injusticia dcótitia. Efectivamente, ser feliz fue en los comienzos de la cultura griega y de acuerdo con lo que nos enseña la etimología de eúSaíptov, tener puestos en nosotros los ojos de una cierta divinidad, de un benefactor que nos con­ cede favores, que nos protege y orienta. En un mundo de indi­ gencia y escasez, ser feliz significó «tener más» que otros; ase­ gurar, en la abundancia de bienes, la inseguridad de un futuro que siempre tenía que configurarse en el horizonte de la mise­ ria y de la dificultad de vivir. Un pueblo que como el griego había de dar tan extraordinaria importancia a los ojos, a la mirada, a la «teoría» que, como es sabido, es una forma de mirar, tuvo que ver la arbitraria distri­ bución de los escasos bienes y, en consecuencia, tuvo que plan­ tearse también la inevitable pregunta ¿por qué esas diferencias en la distribución de bienes? ¿por qué unos tan poderosos y otros tan desvalidos? La primera respuesta fue una forma de resignación. Un Saíptov caprichoso otorgaba sus dones a algunos hombres, a algunos predilectos. Pero esta primera visión de la desigualdad y de la injusticia, que encontraron distintas formas de justificación, no fue bastante para aceptar, sin más, una fórmula de conformi­ dad con el destino. I.as distintas etapas por las que aüavesó la historia griega se construyeron sobre un principio, más o menos consciente, de inconformidad. Sin embargo, al seculari­ zarse ese Saiptúv, al evolucionar en la lucha por una cultura [246]

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democrática el contenido y el significado de la felicidad, y hacerse el hombre, hasta cierto punto, responsable de su senti­ do y de su «construcción», volvió a plantearse, aunque en otros términos, el problema de la injusticia y la desigualdad. El mundo seguía siendo el mundo de la escasez y la miseria (República, II, 369b). La enSaipovía, «construida» por algunos hombres, seguía privilegiando, como es lógico, a sus «cons­ tructores». Y las explicaciones de ese privilegio se discutieron en los escritos de Platón y Aristóteles. Los argumentos de su justificación, además del reconocimiento de esa, al parecer, insalvable dóuda, constituyeron también un radical intento de superación. 2. Entre los múltiples problemas que se debaten, en la República de Platón encontramos uno que presenta una pers­ pectiva nueva en la teoría de la felicidad. Un primer esbozo del problema aparece ya en el diálogo con Trasímaco. Sócrates afirma que «resulta evidente que ningún arte ni gobierno dispone lo provechoso para sí mismo, sino que, como veníamos diciendo, lo dispone y ordena para el gober­ nado, mirando al bien de éste, que es el más débil, no al del más fuerte» (República, 1, 346e). Esta tesis obliga a plantear la esencial contradicción entre el inevitable egoísmo de la natu­ raleza que, necesariamente, se manifiesta en cada individuali­ dad, y la supuesta generosidad que implica la adecuación a la vida colectiva. Efectivamente, si todos los hombres aspiran al bien, si ese bien toma la forma de eúSatpovía (Aristóteles, Ética Nicomáquea, I, 1094al-2 y 1095bl8-19) en la que sustancialmente se instala la propia individualidad, ¿qué felicidad y qué Bien puede encontrar aquel cuyo destino es disolverse en el destino y felicidad de los demás, para que ésta pueda reali­ zarse? Porque la aceptación de esa filantrópica tarea confir­ maría, en cierto sentido, la tesis de Trasímaco de que es prefe­ rible la vida del injusto a la del justo (República, 1, 347e). Si la justicia es esa entrega al bien del otro entonces la justicia es una forma de infelicidad. En distintos momentos de la discusión a lo largo de toda la República se modulará esta aporía, y se intentarán diversas for-

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mas de mediación. En el libro III nos expone Platón un mito que habla de la materia de la que están hechos aquellos a quie­ nes los dioses destinaron a mandar en las ciudades. Es oro el metal de que están compuestos los encargados de la custodia de la ciudad y del bien de sus ciudadanos (415a). ¿Qué necesi­ dad de recompensa?, ¿qué otro oro habría de necesitar si es ya de oro su alma, y ese oro es de mayores quilates que aquel otro terrenal «que tantos crímenes ha provocado» (416e). Por eso, «serán ellos los únicos ciudadanos a quienes no esté permitido manejar ni tocar el oro ni la plata, ni entren bajo el techo que cubra estos metales, ni llevarlos sobre sí, ni beber en recipiente fabricado con ellos. Si así proceden, se salvarán ellos y salvarán a la ciudad; pero si adquieren tierras propias, casas y dinero, se convertirán de guardianes en administradores y labriegos, y de amigos de sus conciudadanos en odio­ sos déspotas. Pasarán su vida entera aborreciendo y siendo aborrecidos, conspirando y siendo objeto de conspiraciones, temiendo, en fin, mucho más y con más frecuencia a los enemigos de dentro que a los de fuera; y así correrán en derechura al abismo, tanto ellos como la ciudad» (417a). El remedio contra la amenazante miseria en un mundo en el que no puede realizarse el soñado paraíso de la abundancia, no es, sin embargo, la posesión, el tener más que los otros. «Tener más» no es «ser más», como haría suponer una ele­ mental interpretación de la EÚSaipovía, de aquel estado de bienestar que propicios dénumes nos otorgaron. Esa satisfac­ ción individual no llega jamás a cumplirse en la polis donde, natural y necesariamente, el hombre está impelido a tejer su vida en la vida de los otros. La posesión es por consiguiente principio de destrucción. La imagen histórica de la abundan­ cia, tal como aparece en la figura de esos injustos y felices tira­ nos que Trasímaco ensalza (República, I, 344b y ss.) es precisa­ mente la contraposición a la supuesta infelicidad del rey filósofo que Platón sueña.

Horizontes i>r ia Ética

Esos guardianes infelices —en una teoría que sustituye al ser por el tener— que cambiarían su propio tener por la felicidad colectiva, se enfrentan a la imagen histórica del tirano. El guar­ dián justo, «siendo la ciudad verdaderamente suya, no goza bien alguno de ella, como otros que adquieren campos y se construyen casas bellas y espaciosas» (República, IV, 419a). Pero si la felicidad consiste en la posesión de «oro y plata y lodo aquello que han de tener los que han de ser felices» (419a) ¿qué nueva idea de felicidad irrumpe en la teoría plató­ nica para contrarrestar a la experiencia, a la historia y a la sabi­ duría que se encierra en la dóxa, en las simples opiniones de los mortales? La primera respuesta importante que se da a tan singular con­ tradicción afirma que los guardianes no pueden privilegiarse, como los tiranos o los oligarcas, de su dominio sobre la ciudad. Ese dominio no permite la preeminencia de un individuo o una clase. La ciudad es totalidad y es en vistas a esa totalidad como tienen que «armonizarse» las partes. «Formamos la ciu­ dad feliz, en nuestra opinión, no ya estableciendo diferenciasy otorgando la dicha en ella sólo a unos cuantos, sino dándola a la ciudad entera» (420c). El guardián, pues, ha de ser el per­ fecto operario (aplato? 8r)|iionp7 Ói;) de la completa felicidad de la polis. A pesar del carácter ejemplar de ese guardián filantrópico, y de las brillantes páginas que Platón dedica a describir la belle­ za y justicia de esa ciudad, «completamente» feliz porque todos los elementos que la constituyen alcanzan la felicidad que por naturaleza les corresponde (421c), no parece susten­ tarse esta teoría en otra cosa que en el reino de los buenos deseos, y en una tesis que sostiene que para que sean felices las partes necesariamente ha de serlo antes el todo. 3. En el libro V parece surgir un tema cuyo más completo desarrollo tendrá lugar en el libro VII, en la interpretación

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del mito de la caverna. La teoría de la «totalidad», que sim­ boliza la del supuesto «comunismo» platónico, se enfrenta a aquella según la cual la incisión de lo «mío» en el tejido de lo social (464c), desgarra su trama, y acaba destrozando la consistencia misma de cada uno de los hilos que la constitu­ yen. Lo que realmente es propiedad exclusiva de cada hom­ bre es su propio cuerpo (464d). Todo lo demás resulta de abstracciones o interpretaciones que necesitan la salud y la consistencia de ese otro cuerpo de límites más imprecisos, pero no por ello menos firmes, que es el cuerpo colectivo, la naturaleza social, la polis. Y ese gran cuerpo está sustentado en guardianes abstractos también, el «temor» y el «respeto», 5co7t£p TOV) yivopévov), destacan el carácter Huyeme de la ley, no limitándose este concepto a la aceptación de un simple código legislati­ vo. Por consiguiente el combate por la ley es un combate por su constitu­ ción. La lectura de estos autores parece, pues, oponerse a la concepción de H erádito, defensor del tradicional.

Hémcliteou Ui separación,

nomos

I lORIZONTES DE LA ÉfK'A

otros elementos que no sean la violencia y el engaño. El frag­ mento B 114 aporta datos interesantes en este sentido: £bv vóq) XéyovTaf. la Ética

recoge la carta III de la colección seudoheraclítca es fiel, parece ser el significado político de la amistad de Hermodoro y Darío. En una época en que se preparaba la gran lucha de las ciudadesjonias con­ tra los peisas29. ¿Qué muralla y qué ley podría significar Herádito? ¿la ley de Hermodoro, amigo de Darío?30¿Las posibles leyes «fede­ rales» que había deseado Tales de Mileto (Heródoto, I, 170), para unir en una fuerza común a todas las dudades jonias? Es un problema interesante el análisis de este nomos que tie­ ne que defender el demos. Las referendas históricas no explican sufi­ cientemente la contradicción entre el fragmento de Herádito y esta ley que ha de ofrecer a sus conciudadanos el filósofo de FJéso. la razón aducida para esta negativa es el destierro de Hermo­ doro, y la razón del destierro es, además, la excelencia del mismo Hermodoro por su riqueza y, al parecer también, por su arel/ (frag­ mento B 121). Pero este problema concreto se plantea en tui nivel distinto al de su propia contradicción. El fragmento B 44 de Heíáclito establece un prindpio importante en el curso de la propia historia griega: aquel que marca la reladón entre la comunidad de los ciudadanos y la muralla teórica que ellos mismos tienen que ayu­ dar a sostener para hacer fructífera y solidaría la convivencia. La referencia a la muralla es el símbolo que expresa cómo, sin la defensa del hombre, sin la historia viva que conecta su temporali­ dad con la inmóvil soledad de la piedra, toda la muralla está nece­ sariamente condenada a convertirse en ruina. De la misma mane­ ra que la ley —bien sea la ley de la tradición o la ley dada por el tirano, por Solón o por Herádito— está también condenada, sin la defensa y la vida del pueblo que la asume o la cambia, a conver­ tirse en un bloque muerto que acaba sofocando al individuo con la excusa de que protege a la comunidad. 1.a ley se carga de un con tenido colectivo que supera ya las vicisiutdes de unas relaciones entre los hombres, sometidos a la vio­ lencia y a la sumisión. La ley tiene, pues, que ser construida como la muralla y defendida, o sea vivida. Nadie puede liberarla de la Griechische Geschichte, van den Anfángm bis in die rdmische Kaiseneil, Geschichte des Altertums, De Hermodoro Ephesio el Hermodoro Plnlonis discípulo,

29. Cf. Hermann Benglson, Munich, Beck, 1960, págs. 149-154; cf. Eduard Meyer, Darmstadt, W. B. G., 1954*, págs. 857 y ss. 30. Cf. F.. Zeller, Marburgo, 1859.

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destrucción si no es el pueblo. Sin embargo no basta el deseo o el imperativo de Heráclito. Para que el demos luche por su ley, tiene que darse unas condiciones que sólo con la democracia alcanzar rán su plenitud. Para que el demos sea consciente de su misión y de su compromiso con lo colectivo, ha de aprender a liberarse, en su intimidad, de la atadura ideológica que el lenguaje le impo­ ne. la paideia, como la libertad interior será la imprescindible compañera de la democracia. El término paideia entfará en el vocabulario griego con la demo­ cracia. No hay, al parecer, testimonios anteriores al siglo v a. C., aunque la función educativa se ejerciera ya en la época homérica. Pero la función pedagógica, la paideia como descubrimiento de que hay algo interior, que puede construirse dentro de nosotros en la adolescencia, igual que se construyen y forman nuestros músculos, es algo que surgirá con la sofistica. El fragmento de Heráclito tiene unas resonancias que trascienden la simple interpretación clausurada en el esquema de una defensa del éthos tradicional. I/>s términos que constituyen este resto super­ viviente de un contexto perdido, llevan, a través de sus resonancias históricas, más allá del ceñido límite de su historia anecdótica. Vh era un paso importante que el objetivo de la lucha fuese la muralla de todos; pero en lo que realmente el pensamiento predemocráti­ co da su decisivo paso, es cuando el objetivo de la lucha se convierte en algo abstracto y propio como la ley. Aunque el rumos pueda ser controlado por el tirano, había llegado a constituirse en patrimonio de todos: riqueza solidaria y compartida. La ley conservará, pues, un cierto carácter neutral. Su posible carga ideológica no eliminará nunca la tendencia al equilibrio, a la armonía, a la igualdad. En la historia política posterior, surgirán otros términos para mover al pueblo hacia luchas en las que no se defendía la muralla de todos, sino el poderoso cercado de unos pocos. Esos términos no encierran ya la aspiración hacia aquello que da cohesión a la comu­ nidad. Términos abstractos también; pero más irreales que el nomos moverán las guerras de los hombres. La semántica de estas palabras envilecidas por los intereses que las manipulan, nos empujará siem­ pre a pensar que «no habrá paz entre las ciudades hasta que gobier­ nen los filósofos», como diría Platón o, mejor, hasta que el pueblo sólo tenga una lucha exclusiva: la lucha por la ley. [268|

11< MUZONTES l> K IA ÉTICA

4. É t k a en la é po c a h ele n ístic a 1. «Es necesario no fingir que filosofamos, sino filosofar real­ mente: no necesitamos, en efecto, aparentar que estamos sanos, sino estarlo de verdad», dice la máxima 54 de Epicuro, recogida en el (znomologium Vaticanum. Este consejo podría constituir un buen lema para salir relativamente airoso, en una exposición de la filosofía en la época helenística. Es tan exten­ so el territorio y tan intensa la amenaza de recorrerlo haciendo estación en los conocidos tópicos del escepticismo, epicureismo, estoicismo que cabe el peligro de ese fingimiento filosófico, frente al que Epicuro nos previene. No es fácil determinar qué quiere decir la oposición entre un pensar ficticio y un pensamiento verdadero, ¿pero por qué no empezar a practicar esta máxima en un modesto empeño de releer los textos de los filósofos del helenismo? Tal vez el ofus­ camiento al que Epicuro se refiere, tenga su origen en un peli­ gro insistente a lo largo de toda la tradición filosófica y, por supuesto, de la tradición que llega al misino Epicuro. Situado entre la teoría y la praxis, instalado entre la cultura y la naturaleza, el hombre puede perder su condición de mediador, e inclinarse, exclusivamente, hacia uno de los lados de esta cru­ cial alternativa. Diluirse en la inconsistente fluidez de la acción; acomodar exclusivamente su naturaleza a la naturaleza, o sea, conjugar con los esquemas de la pcrvivencia, de la alienada rea­ lidad el sistema de sus deseos; o por el contrario, discurrir a tra­ vés de la teoría, a través de la galaxia de la cultura como por un espejo distante e inerte, en el que las cosas no pesan, y en el que los conceptos pueden perder el vínculo que les da sentido: su conexión con la naturaleza y con la historia. Algo de esto puede aplicarse a lo que Epicuro aconseja en el men­ cionado fragmento. El fingimiento filosófico puede tener diversas interpretaciones; pero una de ellas se refiere a un hecho que ha constituido, durante siglos, un quehacer habitual en la interpreta­ ción del pasado: olvidar que los lenguajes que de él nos llegan son el reflejo de la vida histórica total. Hay razones para justificar este olvido. El pensamiento filosófico, reposado en los libros que nos lo

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transmiten, alcanza un nivel de comunicación lo suficientemente «especializado» y técnico como para constituir, de por sí, un mundo al lado del mundo, un universo independiente, engrana­ do en las ruedas académicas y desglosado del tiempo y de la socie­ dad. Por supuesto, este nivel de interpretación es siempre impor­ tante para leer el discurso horizontal de la cultura, para entender la peculiaridad de sus signos; pero un lenguaje se sustenta también en la verticalidad de su semántica, en el conglomerado de alusio­ nes, reacciones, estímulos del hombre histórico concreto que lo produce. Antes de estar en las páginas de un libro, por ejemplo, el producto de la cultura ha estado siempre en la personalidad de su creador, y éste, a su vez, ha tenido su ineludible forma de presencia en la sociedad de cuyo lenguaje se nutre, y con cuyas tensiones, contenidos y problemas se constituye. La interpretación de las corrientes filosóficas que fluyen por el helenismo ha sido objeto, sobre todo desde finales del siglo pasado, de importantes investigaciones. Usener31, Von Arnim32, Pohlenz33, Brochard3'1, Bailey35, Vogliano36, Bignone37, Philippson38, Regenbogen39, Schmid40, Arrighcti41, Epicúrea, Stoicorum veterum fragmenta, ¡He Stoa, Gesrhichte einer gristigen Beivegung, les Sreptiquesgretques, Epirurus, The extant remains, Epicuri el Epicureorum scripta in Herculanensibus papyris servata, L’Alístatele perduto e la formazione filosófica di Epicuro, Archiv fiir Gesrhichte tler Philosophie, Hermes, Philologische Wochenschrifi, Gnomon, Rheinuches Museum, Studien zu Epikurund den Epikureem, Kleine Schrifteti, Real Lexicón fiir Antike und Christentum, Epicuro, Opere. Introduzione, texto critico. Traduzione e note di...,

31. Ilemiaim Usener, Stuttgart, Tcubner, 1966 (1*edición, 1887). 32. Hans von Arnim, Stutlgart, Teubner, 1969 (1* edición, 1905), 4 vols. 33. Max Pohlenz, Gotinga, Vandenhoeck-Ruprechl, 1 9 4 8 ,1 9 5 5 ,2 vols. 34. Víctor Brochard, París, Vrin, 19322. 35. Ciril Bailey, Oxford, Clarendon Press, 1926. 36. A. Vogliano, Berlín, Weidmann, 1928. 37. Ettore Bignone, Florencia, La Nuova Italia, 1973-, 2 vols. 38. R. Philippson. «Die Rcchtphilosophie der Epikurcer», en XXIII, 1910, págs. 289-337, 433-446. Philippson ha publicado además en 1 9 16,1918,1920, 1921,1925; en 1923, 1929, 1931, 1932; en 1928; en 1938. W. Schmid y C. J . Classen han recogido una buena parte de los trabajos de Philippson; HildesheimZurich-Ñ ueva York, Georg Olms Verlag, 1983. 39. Otto Regenbogen, «L.ukrez», en Munich, Bec.k, 1961. 40. W. Schmid, «Epikur», en vol. 5, Stuttgart, 1962, cois. 681-819. 41. Graziano Arrigheti, Turín, Einaudi, 1960 (2* edición corregida, 1973).

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Steckel42, Diano43, Conche44, Bollack45, Jnfresa46, García Gual y Acosta47, han colaborado con sus ediciones, comentarios e investi­ gaciones a reconstruir el lenguaje perdido de estos filósofos; pero, al misino tiempo, a establecer los códigos, el metalenguaje en cuyo horizonte divisarlos. Este metalenguaje, esta hermenéutica del dis­ curso, es la forma misma en la que se desenvuelve la cultura, aun­ que es también la capa que las presiones ideológicas tienden sobre la instantaneidad de la naturaleza y de la misma historia. Hay otro fragmento epicúreo que quisiera además proponer como guía de estas páginas. Es el 163 de Usener y dice: «Huye, afortunado, con velas desplegadas de toda forma de Paideia». Los dos pasajes mencionados son, en cierta forma, complemen­ tarios. El primero advierte de un peligro: la posibilidad de que esa actividad humana que se denomina filosofía, se convierta en algo falso, en una máscara que nos presta la cara del filosofar, que nos proyecta el gesto filosófico; pero sin vida y sin sustancia. La tradición filosófica, el lenguaje de los filósofos puede enredar­ se en un fingimiento, en la representación de un espectáculo en el que han desaparecido las verdaderas instancias teóricas, los plan leamientos reales que son, en definitiva, quienes otorgan sen­ tido al pensar. Convertida en cultura, la obra del pensamiento puede articularse en un largo sintagma terminológico, en el que se olvide el paradigma único que puede conjugal' el discurso de la razón: a saber, la felicidad y, por consiguiente, la vida. Por eso hay que huir de toda educación. No porque no sea desea­ ble una Paideia como forma de progreso, como elaboración de Real Encyclopadie der klassischen Atíertumsunssenschaft, Giomale Critico della Filosofía Italiana anni 1939-1940-1941-1942 Epicure, Lettres et máximes, La lettre d’Épicure, 1Mpmséedu plaisir. Epicure: lextes moraux, cotnmentaires, Epicur, Lletres. Text revisat, introducás i versió Ética de Epicuro. La génesis de una moral utilitaria.

42. II. Steckel, «Epikurus», en Suppl. XI, Stuttgart, 1968, cois. 579-652. 43. Cario Diano, «La psicología d ’Epicuro e la Teoría delle passioni», en (recogido ahora en «Scritti epicurei», Florencia, Leo S. Olschki Ediiore, 1974). 44. M. Conche, ViUeivsiir-Mer, E. de Mégare, 1977. 45. J . Bollack, M. Bollack, H. Wismann, Parts, E. de Minuit, 1971.J. Bollack, París, E. de Minuit, 1975. 46. de Montserrat Jufresa. Barcelona, Bernat Metge, 1975. 47 Carlos García Gual y Eduardo Acosta, Barcelona, Barral, 1974.

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una ideología liberadora, sino porque en esa educación, se nos puede transmitir la filosofía y la cultura como una masa de conten idos endurecidos, articulados en su propia y particular sintaxis y de espaldas al cauce semántico que la origina. Un lenguaje, pues, instalado en el plasma social que el poder distribuye y controla. La filosofía del helenismo, los nombres que configuran este periodo llegan también hasta nosotros, arrastrando esa ganga que la historia ha conglomerado en sus rótulos —epicureismo, estoicismo— y, en ellos, una larga cadena de rechazos, de incom­ prensiones y, en el mejor de los casos, de erudiciones. Pero ¿qué significa? ¿A qué estímulos responden? ¿Dónde encontrar las cla­ ves para abrir sus perdidas experiencias? La historiografía de la filosofía helenística es el esfuerzo por recu­ perar los restos de un naufragio cultural, por reconstruir los eslatxines que engarcen la incompleta y equívoca memoria. Como es sabido, para la extraordinaria influencia del estoicismo, por ejem­ plo —casi seis siglos de duración—, no queda, proporcionalmen­ te, una herencia que pueda, por sí misma, justificar esta influencia. Es probable que duran te la época helenística y el apogeo de Roma, hubiese más obras de Epicuro o Crisipo, que los escasos fragmen­ tos y referencias que han llegado hasta nosotros. Las mismas vicisi­ tudes de la escuela epicúrea, según deducimos de los también par­ cos testimonios de Filodemo, Hennarco, Colotes, Polistrato, permiten suponer una ardua polémica contra la tradición filosófi­ ca más o menos inmediata, contra Parménidcs, Heráclito, Empédocles, el mismo Demócrilo y, sobre todo, Platón. Todos estos signos de vitalidad, hacen pensar en que el epicureismo no sólo pretendió ofrecer un determinado sistema conceptual para organizar la vida real, sino que, además, intentó incidir también en la vida de las ideas, en la cultura y en ese proceso ideológico en el que las ideas se convierten en instrumento de la violencia social. Con distinta fortuna, tanto el epicureismo como el estoicismo, pre­ tendieron acomodar sus engranajes teóricos al desarrollo de la his­ toria y, como todo fenómeno auténtico que la expresa, alimenta­ ron su mensaje con las más caracterísdcas inquietudes de su üempo. En este punto cabe plantearse otro interrogante. ¿Cómo entender estas filosofías nacidas de múltiples crisis y herederas de una poderosa cultura? ¿Cabría aplicar, como clave metodológica, el

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hecho de que sean estas filosofías helenísticas las que hoy despier­ ten un inusitado interés? No es fácil la respuesta; pero precisamente porque una de sus dificultades consiste en la imposibilidad material de exponer, en estas páginas, un cuadro tan complicado y extenso, me siento libre, para intentar, un breve ensayo de interpretación. Epicum vuelve; incluso losestoicos-18y fiasta, me temo, losescépticos. Con posterioridad a la publicación de las Actos du VID Gmgrés de l’Assotiatíon GuilhumeBudé, en 1969, donde se reúnen los trabajos del congreso que tuvo lugar el año anterior y que estuvo casi en su totali­ dad dedicado a Epicum, lian aparecido una serie de obras que son sín­ toma de este renovado interés. Así las de Pasquali49, Rist ®°, Delorme 51, Müller52, Lemke58, Pesce54, Markovits55, Rodis-Lewis56, Innocenti57, Fallot58, LaurentiLong60, Isnardi-Parente61,García Gual62, IJedó®. Epictele ou le secrrl de la le stoicisme et san influente. Stoic philosophy, La moral stmáenne, El estoi­ cismo, L’idée de volante dans le stoicisme, HellenisticPhilosophy. Ideología e Historia: El fenómeno estoico en la sociedad antigua. Venan von Kition, Positionen umlISrobleme. l/i moral de Epicum, Epicurus, An Introduction, Sur lespos d 'Epicurr, Die epikureische GeseUschaftstheorie, Die Theologie Epikurs, Versuch einer Rekonstruklion, Saggiosu Epicum, Marx dans lejardín dEpintre, Epicurr et son écolé, Epicum, IIpiacereela mortenellafilosofíadiEpicuro.Turín. Filodemo e il pensiem económica drgli epicurei, Hellenistic Philosophy, Opere di Epicum, Epicum, El Epicureismo, Una sabiduría del cuerpo, del gozo y de la amistail.

48. Véanse, por ejemplo, los trabajos de J . Moreau, París, Seghers, 1964. A. Bridoux, París, Vrin, 1966. J . M. Rist, (Cambridge, University Press, 1969. G. Rodis-Lewis, París, P. U. F., 1970. E. Elorduy, Madrid, Credos, 1972. A. J. Voelke, París, P. U. F., 1973. A. A. I.ong, Londres, Duekworth, 1974 (hay traducción española). G. Puente Ojea, Madrid, Siglo X X I, 1974 (2* edición, 1979). A. Graescr, Berlín, 1975. 49. Antonio Pasquali, Caracas, Monte Ávila, 1970. 50. J . M. Rist, Cambridge University Press, 1972. 51. Jean Delorme, París, Editions du Grand-Siécle, 1972. 52. Reimar Müller, Berlín, Akadeinie Verlag, 1974. 53. Dietrich I^m ke, Munich, Beck, 1973. 54. Domenico Pesce, Bari, I^tter/a, 1974. 55. Francine Markovits, París, Les Editions de Minuit, 1974. 56. Geneviéve Rodis-I-ewis. París, Gallimard, 1975. 57. Piero Innocenti, Florencia, La Nuova Italia. 1975. 58. jean Fallot, Einaudi, 1977. 59. Renato Laurenti, Milán, Istituto Kditoriale Cisalpino-La Goliardica, 1973. 60. Anthony A. Long. Londres, Duekworth, 1974 (hay traducción castellana, Madrid, Revista de Occidente, 1977). 61. Margherita Isnardi Párente, Turín, U. T. E. T., 1974. 62. Carlos García Gual, Madrid, Alianza Editorial, 1981. 63. Emilio IJedó, Barcelona, Montesinos, 1987-’.

liberté.

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Alguno de estos estudios son monografías escritas con el rigor y erudición con que la filología clásica alemana sigue produciendo, implacable y monótonamente, la mayoría de sus investigaciones. Otros, sin embargo también valiosos por sus informaciones y análi­ sis, transmiten un cierto aire renovador. La abundante bibliografía sobre Platón y Aristóteles no ofrece un fenómeno de simpada como el que rodea a estos filósofos, cuya obra perdida por el azar o el desdno, comparada con las compac­ tas construcciones del Corpus Platonicum o Aristotelicum, ape­ nas si constituye un endeble y deteriorado andamiaje. Y sin embargo, a pesar de esta ausencia de escritos que nos per­ mitiesen dialogar largamente con estas lejanas voces, el interés por los filósofos del helenismo ha crecido en proporción directa a su silencio. Parece como si la cultura filosófica que durante siglos y hasta hoy, ha estado rindiendo tributo de sumisión, en diversas formas, a Platón y Aristóteles, creadores de la filosofía ateniense, y orientadores y organizadores de toda la filosofía pos­ terior, hubiese querido compensar una milenaria injusticia. Lo cual no quiere decir nada contra la indiscuüble riqueza y fecundidad del pensamiento platónico o aristotélico; pero tanto el estoicismo como, sobre todo, el epicureismo, comenzaban a dar una versión más ágil de esta pregunta que hoy, quizá más que nunca, acucia al pensamiento filosófico e intranquiliza a sus cultivadores. {Para qué filósofos? 2. La filosofía helenística se delimita fundamentalmente sobre el territorio del epicureismo, del estoicismo y del escepticis­ mo. A pesar de la singular personalidad de algunos de sus crea­ dores, como Epicuro, hay algo en estas filosofías que las con­ vierte rápidamente en doctrina, en sistema de valores, en formas de vida que empiezan a encarnarse en la sociedad y a indepen­ dizarse de sus mismos creadores. La pequeña y limitada Polis intelectual de cada uno de estos filósofos se disgrega, como la Polis real, en el extenso territorio de las nuevas conquistas, y en el difuminado espacio de las conciencias. Este es el hecho sociológico; el dato que, como punto de par­ tida configura una filosofía que, en principio, tiene que servir para la vida y como tal se acepta. Al menos esto es lo que la tra-

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ilición nos enseña. Pero hay, además, otro dato que constituye una característica esencial de la filosofía helenística: de sus fundadores no nos ha quedado más que un puñado de frag­ mentos, restos de obras que desaparecieron64. Ambos hechos, la popularidad y expansión del epicureismo y estoicismo por un lado, y la escasez de testimonios escritos por otro, tal vez tengan un punto de conexión. Porque, en principio, parece contradictorio que la gran difusión de estas doctrinas no haya implicado una mayor conservación de la obra escrita. Pero esto es un indicio importante para su interpretación. Es posi­ ble que este naufragio cultural tenga causas muy concretas y que el rechazo ideológico, la enemistad de otras escuelas, el enfrenta­ miento inevitable con el poder, hiciesen que, el epicureismo, por ejemplo, no encontrase cauces cómodos para discurrir como escritura. Porque el escrito es memoria, la temporalidad inme­ diata de la vida, la experiencia ceñida a los muros del jardín, al latido de la presencia física del maestro, no es tan peligrosa o amenazadora como esos mensajes que aglutinan el tiempo entre sus líneas, que lo convierten en temporalidad mediata, en inter­ subjetividad y, por consiguiente, alargan hacia el futuro, o sea, hacia la continuidad, las verdaderas y firmes experiencias del pre­ sente. Un pensamiento cuyo más insistente proyecto era, al pare­ cer, la felicidad y la liberación, no precisaba de excesivos susten­ tos teóricos, de apoyos escritos para perdurar y crecer. A pesar de que Epicuro constituyó, según consta, un organismo teórico bien ensamblado y completo, en donde tenían lugar la física, la teoría 64. El «Istituto italiano per gli studi filosofici» de Nápoles ha comenzado a publicar una colección que. con el nombre de la «scuola di Epicuro», inten­ ta extender a los discípulos las pesquisas iniciadas por Usener, Wotke, Vogliano, etcétera. I d s dos primeros volúmenes aparecidos son: edición con traducción y comentario de Ph. H. De l-acy y E. A. De Lacy, edición revisada con la colaboración de M. Gigante, F. lx>ngo Auricchio. A. Tepedino Guerra, Nápoles, Bibliopolis, 1978. edición, traducción y comentario de G. Indelli. Nápoles, Bibliopolis, 1978. Otros volúmenes de esta colección: Texto, traducción y comentario de Annemarie J . Neubecker. Nápoles, Bibliopolis. 1986. Edición, traducción y comentario de Eduardo Acosta Méndez y Anna Angelí. Nápoles. Bibliopolis. 1992.

Phiíodemus,

On methods of Inftrmre,

Potistrato, Sul duprrzzo irmúonalr drlle opinioni popolari, Phiíodemus, líber die Musik IV Buth. FUodrrmo, Testimonnianzr su Soemte.

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del conocimiento, la psicología, etcétera, fue en la praxis, en la realización, afirmación yjustificación del hombre como totalidad y, por consiguiente, como naturaleza, donde iba a ofrecer su aportación más original y duradera. Para ello no se necesitaban sutiles precisiones terminológicas, ni complicadas discusiones sobre la primacía de la justicia o el bien, bastaban unas cuantas «palabras verdaderas», un par de sencillos y decididos gestos que señalasen inequívocamente hacia un camino que ya había sido recorrido en parte por Platón, y que venía atravesando desde Homero, toda la cultura griega: ¿Cómo vivir? (Gorgias, 492d). Aun en el caso de que Epicuro hubiese construido su teoría del placer, dé la amistad, de la libertad, en sólidos tratados, es también muy posible que se hubiese olvidado el entramado lógico que sostenía sus descubrimientos, por la fuerza y simpli­ cidad de estas realidades descubiertas. La interpretación de la filosofía helenística, como la presocráti­ ca, nos plantea problemas parecidos: el sustento fundamental de cualquier interpretación, el lenguaje, por el estado fragmentario de las fuentes, apenas si constituye un elemento primordial. Como el arqueólogo recoge los restos de un ánfora, o una esta­ tua, el historiador de este discurso entrecortado, tiene que com­ pletar el sentido desde las leves insinuaciones de unas palabras sin sintaxis, de unos cuantos términos sin apenas contexto. Por ello, el paisaje ante el que se desplazan los perfiles de la filosofía helenística es un complemento importante para su significación y su lectura. Sobre todo si, siguiendo el consejo epicúreo, «filosofamos realmente», o sea volvemos a mirar la realidad en el horizonte de nuestra propia instalación en ella, y a los demás hombres como formas de conciencia en los que fuera viable el diálogo y la solidaridad. Cada momento presente es algo así como la posibilidad de lo real, la abertura que nos proyecta hacia los dos niveles consecuti­ vos y opuestos de la temporalidad: el pasado y el futuro. La ins­ tantaneidad de los presentes que son realmente nuestra vida, queda así encajada en una línea de consistencia, en un cristal en el que recoger la iluminación de cada momento y verlo proyecta­ do, contrastado, endurecido en el espejo de la memoria. No exis­ tiría la vida, ni la conciencia, ni el pensamiento, sin ese continuo

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contraste entre la realidad de la inmediata temporalidad de cada instante, fluyendo casi al mismo ritmo con que la naturaleza que somos hace latir el corazón, y la temporalidad mediada por el pasado en el cauce constante de la historia, de la memoria colec­ tiva, o de lo que se ha dado en llamar cultura, o sea lenguaje. Pero todo ello incide en nuestro presente. Somos nosotros en determinados ahoms de nuestro desarrollo como naturaleza, los que en ella vamos conociendo, integrando, asimilando, los niveles de la cultura, que son en definitiva, los niveles de la historia. Y líhis­ toria nos llega plena de ecos, de contenidos, de experiencias que se alargan hasta nosotros de la mano de unos textos, en los que tam­ bién se iluminaron los instantes concretos de una conciencia, al ritmo de su intransferible, privada y exclusiva temporalidad El texto surgido, pues, de ese latido de la inmediatez temporal, respondiendo a determinadas constelaciones conceptuales pre­ sentes en su presente, llega hasta nosotros en ese medio insensi­ ble y teórico que hemos dado en llamar tradición. Pero tui texto escrito, al menos un texto filosófico, presenta en principio dos características principales. elementos que constituyen el texto tienen una densidad tal que requiere descu­ brir en él, el código que lo enhebra y que lo explícita. Este código puede tener conexiones con el sistema total de la cultura en el que aparece; pero fundamentalmente un escrito como la Metafísica, los Analíticos, el /> Anima, de Aristóteles o el Teeteto, Fedón, Sofista, plató­ nico sintetizan y, al mismo tiempo, muesü'an una serie de conteni­ dos cuya compacta estructura constituye, en su propio lenguaje y en los distintos ámbitos terminológicos que lo integran, lo que podríamos denominar un producto teórico independiente. El medio en el que ese producto teórico vive y que exclusivamente lo sustenta, es el lenguaje; pero tui lenguaje que pretende indicar con su propio discurso una cierta clausura, un territorio decididamen­ te demarcado en el que los elementos, los signos que lo integran circulan por él tejiendo un campo semántico autosuficiente y com­ plejo. 2a) Hay otro tipo de texto que no presenta ese compacto juego interno de significados. Más fáciles, por ello, de entender, su característica fundamental no consiste en esa clausura semántica, en su carácter de producto teórico independiente, en la compleji­ dad de sus elementos que pueden ocultar el código que los explica. I a)

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Son textos abiertos alusivos, descamados, triviales. Apenas tienen entidad textual y, en consecuencia, su dificultad de intelección no reside en el cerrado universo de sus referencias internas. La mayoría de los textos de la filosofía helenística son de estas características. Tal vez la imagen sería distinta si de Epicuro, de Posidonio o de Carneades, nos hubieran quedado algo más que restos. Pero de todas formas el tono es muy distinto. Hay libros no fragmentarios de Plutarco, de Séneca o de Cicerón en los que comprobamos que ya no es posible el apasionante entramado intelectual de Platón o Aristóteles. Podríamos atribuir este supues­ to descenso teórico, a una menor calidad filosófica; pero esta afir­ mación no sólo no resuelve sino que ni siquiera plantea correcta­ mente el problema. El que un lenguaje filosófico presente las características del lenguaje que encontramos en los filósofos del helenismo indica, entre otras cosas, que la comunidad de lectores u oyentes es distinta y distintas, por tanto, sus exigencias. No hay página de Epicuro que pueda medirse en intensidad textual, a la de Platón o Aristóteles. Comparados con ellas, sus máximas parecen consejos de buen sentido, exhortaciones pia­ dosas, jaculatorias de buenos deseos. Incluso las tres cartas que nos conservó Diógenes Laercio, quizá debido a su carácter epis­ tolar, carecen de ese complicado entramado de códigos, seña­ les, referencias internas que encontramos en Aristóteles, Spinoza, Kant, Hegel, etcétera. Y sin embargo, también está aquí la filosofía, con la misma intensidad y la misma libertad —como lo está, por ejemplo, en los aforismos de Nietzsche. ¿Cuál es la estructura textual de estos escritos?, ¿qué planos lo integran? La semántica sobre la que descansan no es una semán­ tica autosuficiente. Los signos que establecen sus relaciones y afinidades no son signos internos que vivan su propia significa­ ción en la clausura del discurso que los engarza. No son signos para cuya significación sea preciso iluminar todo el posible entramado de indicaciones intratextuales. Pero precisamente porque el lenguaje de Epicuro, por ejemplo, carece de esa densidad textual, la fábula de su alusiones está siem­ pre fuera del texto mismo. Al tener que recurrir a una atmósfera no textual, a un horizonte exterior de alusividad, el texto se alige­ ra, la temporalidad mediata que lo condiciona, está continua­

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mente dejando entrever esa otra temporalidad inmediata, el lati­ do del presente que aparece en cada imposibilidad de clausura. El texto de Epicuro es un texto abierto. Ante él se ofrece, funda­ mentalmente, el paisaje del lenguaje natural y, a través de él, fluye con más facilidad el tiempo, el tiempo inmediato, el tiempo de una historia no mediada aún por coágulos terminológicos, y por la densa retícula de un lenguaje aulosuficiente y autoalusivo. Creo que bastan algunas máximas de Epicuro para ejemplifi­ car lo que quiso decir: Con amor a la verdadera filosofía se desvanece cualquier deseo desordenado y penoso (Usener, 457). Todo está fuera del texto. Su dificultad no radica en que el tex­ to «in'nose entienda, en que no esté claro el sistema interno de sus referencias. Dice tanto que apenas dice nada. Porque antes tendríamos que saber qué es la verdaderafilosofía; dónde radica el desorden de los deseos; por qué se opone filosofía a deseo, etcétera. Pero el nivel más inmediato de interpretación no presenta difi­ cultad alguna: su lectura alude, en un primer plano, a una exhor­ tación en la que se pretende insinuar que el epicureismo es un buen remedio para controlar los deseos. Débil es la naturaleza para el mal, pero no para el bien: en los placeres, en efecto, se conserva; en los dolores, al con­ trario, se destruye (G.V. 37). El más grande fruto de la autosuficiencia es la liber­ tad (G. V. 77). De los bienes que la sabiduría tfrece para lafelicidad de la vida entera, el mayor con mucho es la adquisición de la amis­ tad (M. C XXVU). El mismo comienzo de la «carta a Meneceo» es un buen testi­ monio de esta peculiar forma de expresión: Nadie por serjoven dude enfilosofar, ni por ser viejo de filosofarse hastíe. Pues nadie esjoven o viejo para la salud de su alma (Diog. L. X., 122).

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El lenguaje de estos textos se proyecta fuera de sí mismo. Habla a un posible oyente propicio o adverso; pero asimilable por la simpátheia. Toca problemas que, situados en el mismo horizonte his­ tórico del autor, nutren su texto de presencia, y no permiten el encapsulamiento en la propia teoría. Entenderlos no es explicitar el código interno que interrelaciona los signos de un mensaje, sino ver el grado de autenticidad con que se expresa una clave his­ tórica que, por serlo, está al otro lado de la expresión misma Esta proyección de significados al horizonte de la historia, supone otro tipo de hermenéutica más difusa y, por consi­ guiente, más difícil. La lectura de un texto es más complicada cuanto más sencilla es su estructura interna y la semántica de la que parte; porque esta sencillez difumina el horizonte indi­ vidual o colectivo al que el texto alude, y, sin la clausura de sus signos independientes, la aureola semántica se pierde en el amplio campo de las referencias generales. Pero si no está en el entramado mismo del texto cuya compli­ cada organización ha hecho que se hable de «profundidad» filosófica, como tópico —equívoco, por cierto— del lenguaje de los filósofos, ¿dónde está la filosofía en los textos de la filo­ sofía helenística?, ¿en qué consiste su novedad?, ¿dónde radica su originalidad filosófica? S. Uno de los lemas centrales de la filosofía helenística podría expresarse en los siguientes términos: ¿cómo ser bueno en un mundo malo?, o mejor, ¿cómo conseguir la felicidad, el equili­ brio en un mundo provocador de la inestabilidad? Las filosofías de Platón y Aristóteles se habían planteado también problemas semejantes. La inmediata respuesta a esos interrogantes consistía en hacer bueno al mundo. Este deseo sólo podía realizarse haciendo bueno aquello que es natural­ mente el mundo humano: la Polis. Un mundo bueno es, pues, equivalente a una Polis justa. La teoría del bien se hace prácti­ ca en la justicia. Toda especulación ética ha de darse en el espacio condicionante de la Polis. Al lado de esta construcción intelectual que pretendía establecer, en solidaridad, los motivos de la convivencia y las razones por las que lo social o político se vinculaba con lo personal, la filosofía de

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la época clásica dedicó sus esfuerzos a un problema, en principio, exclusivamente intelectual: el problema del conocimiento. En él se uataba también de una forma de solidaridad que vinculaba no a los hombres entre sí, sino a los hombres con la naturaleza. ¿Qué relación puede establecerse entre lo que sabemos de las cosas y del mundo, y lo que son las cosas y el mundo? ¿Cómo construir una epistémé fija, en el universo de la dóxa mutable? Las respuestas fueron diversas; pero el lazo común que las identificaba, al menos en el platonismo y el aristotelismo, era la posibilidad de un conocimiento que, efectivamente, herma­ nase la exterioridad con la interioridad. En la filosofía helenística estos problemas se plantearon sobre otros presupuestos y sus soluciones fueron, por ello, distintas. El problema ético, los lazos de solidaridad y, en consecuencia, las relaciones políticas, se establecieron en un universo alterado. Para destacar las diferencias de la filosofía helenística frente al pensamiento de Platón o Aristóteles, se ha insistido en ese marco histórico, en el que la Polis, como habitación colectiva y como sis­ tema de referencias sociales, ha perdido interés y vigencia. La Polis, no sólo ha entrado en un imparable proceso de desmantelamiento real, sino que se ha visto enfrentada a formas de vida, que implicaban también su desintegración ideal. Las conquistas de Alejandro significaron, como es sabido, el motor que impulsó estos cambios. El proceso de economización del mundo por los cada vez más estrechos vínculos comerciales; el empobrecimien­ to del pueblo que origina un proletariado fiuctuante; los ejérci­ tos de soldados mercenarios; los problemas de la redistribución del suelo, la nueva organización del poder, etcétera, marcan, entre otros, los caracteres del espacio histórico de la nueva época. Es también tradicional el situar los comienzos del epicureismo, estoicismo y escepticismo, en función de un siste­ ma de relaciones que conectaba esta situación histórica real, con los productos ideales que forman estas filosofías. La historiografía filosófica tradicional, que no se ha preocupa­ do excesivamente en vincular el pensamiento a su condición de posibilidad histórica, ha hecho, sin embargo, una impor­ tante excepción al buscar las conexiones entre la filosofía hele­ nística y las circunstancias en las que se desarrolla. |28l|

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Esta situación pone también de manifiesto la importancia que adquiere el nuevo público que se interesa por la filosofía. Aunque no es desdeñable el trabajo que tanto Epicuro como los estoicos dedicaron a la filosofía, como epistemología o como teoría de la naturaleza, fueron principalmente sus doctrinas mo­ rales las que adquirieron una popularidad que no habrían podi­ do imaginar Platón y Aristóteles para sus propias éticas. Aquí sí que debieron influir las necesidades del renovado paisaje histó­ rico y los cambios realizados. Efectivamente, una sociedad erra­ dicada de sus habituales lugares, e impulsada fuera de los muros reales e ideales de la Polis, tenía necesariamente que inventar formas mentales, sustentos ideológicos, aliento moral. Éste es el horizonte de explicación en el que el lenguaje de los historiadores encapsula la temporalidad vivida por unos hom­ bres bajo la fórmula de Helenismo. Esta fórmula surge a su vez de la lectura de unos documentos históricos, de otros lengua­ jes que determinan los puntos de inflexión de esa temporali­ dad configurada. Con la interpretación de esos datos, podemos reconstruir los motivos y una buena parte de los contenidos filosóficos de esta época. En ella destaca la nueva situación de los ámbitos colectivos. Los intelectuales de este tiempo no proyectan ya una conviven­ cia después de largas disensiones sobre la teoría de la justicia. El ámbito de la ley supone un ideal acomodado a principios racionales, a criterios objetivos de valoración sustentados en una aspiración a la alttíma, a la verdad, cuyo ser consiste, preci­ samente, en poder ser compartida y aceptada. Pero los principios de la aceptación van a tener en la filosofía helenística otros apoyos. Precisamente por la radical soledad en que las empresas colectivas sumieron a los intelectuales, el centro de la nuera filosofía va a ser el análisis de la soledad, la reflexión sobre los criterios que, a una conciencia desdichada, le pueden servir para encontrar otra vez justificación y compa­ ñía. Separado de la naturaleza y de la ciudad, el hombre ya no es medida de las cosas como el dicho de Protágoras, sino de sí mismo. Para ser medida de las cosas se precisaba una actitud optimista y creadora en la que la interpretación del mundo era, en el fondo, el resultado de su aceptación.

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El tema de la soledad de la conciencia ya había estado presente en la cultura griega de la época clásica. El pueblo del diálogo, del ágora y de la democracia, expresa en la tragedia el recono­ cimiento más duro para sus héroes: el momento de la soledad, de la ruptura de la comunicación. Descolgado del mito que lo había amparado y enfrentado con su propia desgracia, la tra­ gedia se convierte así en una teoría del abandono. Pero, al misino tiempo, el héroe trágico es teatro, centro de las miradas, objeto de atención. Su problema ejemplar es asumido por una colectividad que le contempla y que le acompaña. El espectador de la tragedia descubre también una forma de anagnórisis que le reincorpora, desde la compasión por la des­ dicha contemplada, a la solidaria comunidad de los contem­ pladores. Pero la soledad de la filosofía helenística no es el resultado de un héroe desmitificado, o de un espectador que contempla, asombrado y libre, la tragedia. Situado en la encrucijada de un tiempo inestable, el intelec­ tual pretende responder a los interrogantes que entonces, co­ mo hoy, se planteaban. Tal vez la inseguridad de la vida provo­ có una mayor radicalidad en las preguntas fundamentales: ¿Cómo vivir? ¿Qué buscar? ¿Qué conseguir? Fue un planteamiento precursor de aquel otro que aparecía al final de la Critica déla razón pura. ¿Qué puedo saber? ¿Qué debo hacer? ¿Qué puedo esperar? La amistad, el placer, la tranquilidad, el distanciamiento, el compromiso con la subjetividad y con la naturaleza corporal, fueron las respuestas inmediatas, pero ¿cómo se construyeron? Una radical modificación en la sociedad y en el individuo, estructuraron los niveles donde habrían de fundarse esas res­ puestas:

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Ia El abandono del ideal de la Polis. 2o El abandono del consuelo mítico. 3® El abandono de la filosofía entendida como conoci­ miento seguro y como Paideia. El abandono de la Polis, que tiene lugar en el epicureismo, intensifica la identificación con la subjetividad y con la indivi­ dualidad. Sus empresas colectivas no pueden tener ya la forma que sus teóricos —Platón y Aristóteles— habían previsto. No pueden constituir ya una comunidad de gentes (koinonia) ni una independencia colectiva (autárkeia); ni una situación abs­ tracta de dependencia y de comunicación (isonomía); ni un sis­ tema armónico de relaciones (politeía). Pero mientras los epicúreos acentúan la vertiente de la subje­ tividad y la naturaleza personal, el estoicismo destacará esa identificación con el Universo y sus leyes y, en un dominio más humano, con la idea del Universo como Polis. Pero el cosmo­ politismo era ya una metáfora. Como anhelo de identificación con un mundo progresivamente conquistado la idea era extraor­ dinariamente innovadora; pero como sublimación de un ideal que establecía la conformidad con un destino supremo e inmutable, con un Logos independiente a nuestros deseos, podía servir para una escisión radical entre los sueños y la rea­ lidad, y para un insolidario apartamiento de la historia. Sin embargo la idea de una Cosmofiolis, regida por el Logos, era una aspiración enraizada en dos principios esenciales del estoicismo; la identificación lógica (logos) con la naturaleza y una cierta identificación y apropiación de uno mismo tal como se expresa en la teoría de la Oikeiósis (familiaridad). Cuando Epicuro afirma que «tenemos que liberarnos de la cár­ cel de los intereses cotidianos y de la política» (G. V. 58), está acentuando el otro extremo del cosmopolitismo estoico. La polí­ tica aparece como la organización de la vulgaridad, como la con­ jugación de intereses que impiden el encuentro con aquello que esencialmente somos. I^a morada verdadera es la naturaleza de la que somos parte. No es posible el reencuentro con ninguna forma política que antes no se haya puesto en claro sobre el complejo organismo

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de donde arranca, y haya descubierto las estructuras mismas de la corporeidad. El ideal de la Polis no es tal ideal, porque la realidad de la Polis tampoco lo es: «El hombre había sido casi exclusivamente ciudadano y, en tanto que ciudadano, no tenia otro maestro que la ley. Esta ley se le imponía con una autoridad absoluta; pero era él quien la había hecho. Le correspondía a él en la asam­ blea del pueblo, cuando se proponía una ley, el tomar la palabra para admitirla o rechazarla; e incluso si no se atre­ vía a hablar tenía, sin embargo, el derecho de voto. De esta forma, bajo el régimen de la ley, el ciudadano era Ubre. Pero ahora la ley dependía del que gobernase en Atenas... Mientras que los soldados ocupasen sus colinas, no se podía hablar de libertad. Eranecesario buscar en sí mismo una libertad interior que franquease a los hombres: la vida adespotos, «sin dueño». En esta palabra se centra una de las ideas típicas de la nueva sabiduría (J. A. Festugiere, Epicureetses diettx, París, P. U. F., 19682, pág. IX).» Pero no basta con apartarse del imposible ideal de la Polis. En cada uno de nosotros se ha establecido una Polis interior, férrea y amuralla­ da. Adespotos, el no tener ya señor, no es sólo la palabra que señala una si­ tuación objetiva de la nueva stxiedad, sino la metáfora que alude a tuno de los problemas fiindamentalcs de la filosofía de todos los tiempos. ¿Cómo se forma nuestra mentalidad? ¿De qué está hecha esa ciu­ dad interior que organiza nuesuos actos, que interpreta nuestras percepciones y que modifica nuestra misma vida? Somos ciudada­ nos del mundo; pero arrastramos dentro de nosotros un orden mucho mis imperioso de ciudadanía. Vivimos en el Cosmos; pero «whwesencialmente microcosmos^. Alentamos dentro de nosotros un sistema de valores, de predisposiciones, de contenidos. microcosmos, Mikros-Diakosmos.

(Física,

65. El término lo encontramos en Aristóteles Vil, 2, 252b), en relación, al parecer, con Deinócrito que había compuesto libros sobre el El problema tiene un importante desa­ rrollo en los estoicos, para los que todo el Universo y sus partes están uni­ dos por el principio humano de la

Sympálheia.

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Ixi imagen estoica del microcosmos, e incluso la idea que llega hasta el Renacimiento de una fuerza que armoniza el Universo con el hombre, es una sublimación de un proceso mucho más humano. 1.a sympátheia, que une la inteligencia con el Cosmos, está interferida por el verdadero microcosmos, por un mundo inte­ rior que puede desfigurar y alterar esa idílica relación entre nues­ tra luz interior y la de los astros. Lo que realmente encierra nuestra intimidad es el complejo entramado de pulsiones, imágenes, ideas, que no reflejan objetiva y pacíficamente un supuesto macrocosmos supremo e inalterable, sino que perfilan ese demo­ nio interior que llamamos personalidad. En el mundo de la sub­ jetividad flotan imágenes turbadoras. Aquellos restos de equili­ brio, alteran sustancialmente nuestra imagen del mundo y desgarran nuestra razón en retazos incoherentes, que proyectan sobre las cosas la perspectiva de un enfoque que las desfigura. El hombre está hecho de este material confuso, llegado a él, pre­ cisamente, a través de la Paidcia, del dominio de las ideologías, de haber nacido en un mundo de significaciones adminisundas y sancionadas por el poder. Esta es la realidad original desde la que levantar cualquier filosofía, cualquier mensaje de progreso y libe­ ración. El descubrimiento de este hecho característico de la inte­ ligencia humana presta a la semántica de Epicuro su exuaordinario realismo y novedad. De ahí viene también su rechazo de la filosofía tradicional y de toda forma de Paideia. No es posible el pensamiento verdade­ ro, si antes no hemos liberado nuestra intimidad de esos fan­ tasmas que la conturban y cuyo funcionamiento desorientan. Liberar a los hombres de esos incómodos habitantes de la ciu­ dad interior, podía constituir una exhortación continuada que engarza los significantes de Epicuro con las necesidades de los hombres. Fruto de esta liberación sería ese estado neutro de la imperturbabilidad, de la ataraxia. Pero no basta con esta acti­ tud imperturbable. Lo que se denomina alma humana es una construcción, una obra que se alza desde nuestro ineludible fondo natural. Con independencia de todas las doctrinas here­ dadas, de todos los acosos culturales que, por medio del len­ guaje nos llegan, hay que plantearse lajustificación y el sentido de la vida.

Horizontes de la Ética

Antes pues, de contestar a esas preguntas sobre ¿cómo vivir?, ¿qué buscar?, ¿qué conseguir?, la conciencia liberada tiene que apoyarse en un principio que le permita planteárselas. Las filo­ sofías helenísticas destacaron la importancia de la naturaleza que radicalmente somos. No es posible la teoría que olvide este elemental e imprescindible principio de conocimiento. Pero mientras los estoicos, por ejemplo, ven el acuerdo con la natura­ leza, como macrocosmos, recogido por una lógica providente que le hace asumir la realidad, distanciándose de ella, el filósofo epi­ cúreo insiste en la mínima naturaleza de su corporeidad, contras­ tada por aquello que le da vida y que convierte a su cuerpo en cuerpo humano: la sensación. Este simple criterio de verdad es el modelo de todo progreso en el conocimiento. Frente a la naturaleza-cosmos de los estoicos, la naturalezarbios de los epicú­ reos. Pero entonces hay que hacer frente al desorden interior, a la enfermedad y al dolor. Ya no es el enemigo la Polis, el descon­ cierto y el desorden de la vida común, la ausencia de ideales soli­ darios, la desesperanza. El enemigo puede ser el propio cuerpo, la desarmonía de los deseos, el implacable imperio de la enfer­ medad y de la muerte. Son importantes los ecos que este cambio de perspectiva despierta en la filosofía de nuestro tiempo, como lo son también las perspectivas de la teoría del Logos de los estoicos, de su idea de la corporeidad, de su armonía natural con las cosas, tal como pronosticaba la doctrina de la mkeíósis. La ataraxia, la apatheia, se convierten así en autárheia, en la que dominan no los intereses del ciudadano, o sea de un hombre engarzado en un sistema de contradicciones que le destruyen, sino los intereses de la naturaleza, del sabio convertido en átomo, en individuo libre y sin temores. Pero si es autárkeia, tiene que encontrarse otro principio que, sobre la sensación, nos marque la pauta de veracidad y el ritmo de nuestra independencia. ¿Qué buscar?: la hédoné, el placer, el gozo, la afirmación de la sensibili­ dad en los niveles de la armonía del cuerpo. Éste es el criterio de verdad por el que la corporeidad se rige. En un mundo ensorde­ cido por los constructores del dolor, el mensaje de esta filosofía irrumpe también con extraordinaria fuerza. Hemos olvidado y falseado ese modesto, inmediato y propio criterio de la hédoné por las represiones de una sociedad cuyo confusionismo de inte-

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reses ha tejido sobre la naturaleza una capa de incomprensión, de contradicciones y de oscuridad. La defensa del gozo era la defensa de la vida, y también la defensa de la disciplina moral que podía controlar los niveles de ese con­ traste con el cuerpo, en función de ese otro gran descubrimiento de la teoría de las necesidades. Sólo es necesario y humano lo que no consume y aniquila a quien consume. En esta teoría ética del epi­ cureismo desciende realmente la filosofía a la tierra. Sócrates la había hecho descender; pero había situado el nivel de descenso en el orden especulativo, en el orden del lenguaje, en el orden de las ideas ensambladas por la solidaridad de la Polis y de la convi­ vencia en el nomos. El nivel de Epicuro es más «material» y, al par, más inmediato. Pocas veces se ha hecho en la cultura antigua y, por supuesto, en la cultura posterior, un reconocimiento tan sim­ ple y decidido de que vivir es descubrir y organizar el «más acá»; pero el «más acá» como cuerpo, como naturaleza de la que bro­ tan nuestros deseos y esperanzas, nuestra ambigua historia de razón y sin razón, de suerte y desgracia, de alegría y de dolor. Las ideas pueden regir la vida y alimentar el desarrollo humano; pero las ideas no pueden ir contra la cercana e incontaminada ver­ dad de la naturaleza como cuerpo y del hombre como estructura teórica y práctica, construida sobre las bases de esa corporeidad: La fuente de todo bien está en el cuerpo que es la norma, la reglayel orden de la naturaleza (Usener 400), porque el signo de la libertad alcanzada es no estar avergonzados de nosotros mismos (Nietzsche, La gaya ciencia, III, 275). En nuestros días los olvidados filósofos de la «nueva sensibili­ dad» han modulado en otros tonos los sones epicúreos: Un universo de relaciones humanas queya no esté mediatiza­ do por el mercado, queya no se base en la explicación compe­ titiva o el terror, exige una sensibilidad liberada de las satis­ facciones represivas de ¡as sociedades sin libertad; una

(] 288

Horizontes de ia Ética

sensibilidad receptiva de formas y modos de realidad que hasta ahora sólo han sido proyectados por la imaginación estética. Porque las necesidades estéticas tienen su propio contenido social: son requerimientos del organismo humano, mente y cuerpo, que solicitan una dimensión de satisfacción que sólo puede crearse en la lucha contra aquellas institucio­ nes que, por su mismo funcionamiento, niegan y violan esas exigencias (H. Marcuse, An Essay on Liberation, Harmondsworth Penguin Books, 1972, pág. 35). Es lógico, pues, que en este mundo de individuos volcados hacia su propia intimidad, con la sensibilidad afinada hacia el rumor de la condición carnal de la existencia humana —en sarki einai dé tó agathón— (Usener 408), hubiese que buscar un vínculo que integrase tantos átomos sociales, cuya unión no estaba escrita en la ley de la naturaleza. Este vínculo que en el estoicismo consiste también en una armonía con la naturaleza que se transforma en conformidad consigo mismo, según la doctrina de la oikeiósis, es en el epicureismo la amistad. Si la Polis no une ya en tareas comunes, y la amistad no puede ser política, la relación entre los hombres, brotará de una fuente tan inmediata para el cuerpo como la sensación. La amistad es la clave de una nueva organización de la sociedad representada en esa imagen de la philia que danza en tomo a la tierra y como un heraldo anuncia a todos nosotros que despertamos para lafelicidad (G. V. 52). Amistad y felicidad. Unir ambos conceptos en una armonía que ofreciese el territorio que habría de ocupar un hombre nuevo. No es extraño que el tema de la identidad consigo mismo por medio de la hedoné o de la oikéósis, de la felicidad y de la sereni­ dad, tuviese en el helenismo una versión intelectual. Nada puede afirmarse dogmáticamente. La mente del hombre es ambigua y en ello consiste su riqueza. Su territorio no es el de la realidad, sino el de la posibilidad. Ser humano es aceptar en cada conoci­ miento el inquietante estímulo de la duda. El escepticismo fue la variante epistemológica de la filosofía helenística. Una epistemo-

Memoria de la Ética

logia del descontento, que colaboró a diluir aquellos conglome­ rados ideológicos en que se habían convertido el platonismo y el aristotelismo en manos de escolarcas sin talento. Pero esta crítica iba unida también al obsesivo problema de la felicidad. Ser feliz es una cierta forma de negación, de resistencia al compromiso, y por consiguiente de libertad. Lo cual no supone un idealismo de la neutralidad eterna, del infinito resbalar por los inevitables compromisos con que nos cerca el despliegue mismo de la vida. La felicidad por la abstención era un paso metodológico impor­ tante, que nos inclina más que al dogmatismo de los hechos y las ideas, a la continua libertad en la que la existencia se sustenta. Porque el mundo está lleno de inseguridades, de diferencias. Adela tá phainómena. 1.a apariencia y lo oculto; lo sensible y lo invi­ sible, la sensación y el átomo. Las dos caras de la realidad que, una vez más, nos proyectan hacia las eternas preguntas de la filo­ sofía que brotan de esa originaria estructura del hombre, ciuda­ dano de dos mundos, y mediador contradictorio entre el discur­ so de la razón y el discurso de la naturaleza. ¿Cómo pasar, pues, de la apariencia a los significados? ¿Qué tipo de relación puede establecerse entre una serie de enun­ ciados y una serie de objetos y sucesos descritos por ellos? La filosofía helenística resolvió parte de la aporía, quedándose del lado de la inseguridad, del anddogmatismo y, en conse­ cuencia, de la creatividad. Una vieja historia de la historia de la filosofía cuenta sin cesar el mismo cuento: la decadencia del pensamiento griego con la decadencia de la Polis. Este burdo fílosofcma no dice más que un tópico fácil en una historia de ideas sin tiempo, de informa­ ciones sin contexto. La filosofía helenística supuso un paso ade­ lante en la reflexión crítica sobre el hombre y la condición huma­ na. Por eso es un paso más en el camino de Platón y Aristóteles. Frente al momento de plenitud de una mirada sobre el lenguaje y la naturaleza, el momento de plenitud también de una crítica al peso ideológico y terminológico con que se había cargado la atmósfera de la historia. Entonces, como ahora, empezaba a no verse el mundo, oculto por los discursos que nos lo describen. Sólo la ideología del poder intentó réprimir, en aquellas socie­ dades en busca de su Polis teórica, la filosofía del «más acá», la

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reflexión sobre las condiciones del presente. La atención al cuerpo, al placer, a la sensibilidad era una llamada al encuen­ tro con uno mismo y un ataque a cualquier ideología que pre­ tendiese encubrir el hambre y la miseria con el engaño de la esperanza insaturable. Porque no hay otra esperanza que la de la felicidad, la que ciñe los proyectos de la mente y los sueños del deseo en esa delicada ciudadela de la corporeidad. Pero el cuerpo no es sólo el objeto primero de nuestra existencia físi­ ca, sino de nuestra esencia mental. En una sociedad como la nuestra que ataca, con la agresión a la naturaleza, los principios más elementales de la corporeidad y con la polución ideológica, con la información de la violen­ cia y la hipocresía de los intereses la estructura de la intimidad, no es extraño que sintamos próximo el pensamiento del hele­ nismo. La mente está llena de falsedades y miserias. La libertad inte­ rior, coaccionada por los dueños de las palabras. El lenguaje no es libre, la comunicación humana no es ese medio en el que se refleja el mundo, sino en el que se esperpentizan los mensajes y en los que se aniquila la libertad interior de saber pensar. ¿No suena, pues, vivo el consejo epicúreo de la terapia de nuestro yo, de la limpieza de nuestras deformaciones? Sólo los amigos se entienden. En el mundo de la enemistad de esos mensajes que los señores de la palabra nos administran, ¿no es la amistad la entrega hacia una lucha que evite esta con­ tinua y sancionadora teoría de la enemistad que nos acosa? En un mimdo en el que la filosofía se congela en terminologías para pitagóricos iniciados, que sólo miran las formas de la reali­ dad y no el contenido creador y modulador de esas formas, ¿no era el ataque al dogmatismo, al mito de que sólo unos pocos tie­ nen la verdad, la me jor esperanza para el pensamiento y la vida? La unión con la razón colectiva, con un universo de diálogo y comunicación, con la posibilidad total de entendimiento ¿no apuntaba hacia un largo ideal de solidaridad? Y, por último, la negación de la cultura y de su vehículo la Paideia ¿no era la afirmación de que la educación es el instrumento más podero­ so para la felicidad y el progreso, y el más funesto cuando, como hoy, puede convertirse en la caricatura de sí mismo? [

2911

Procedencia de lo s textos

P rocedencia de lo s textos

Los dos primeros capítulos se publicaron en la Historia de la Etica, vol. I, que dirigió Victoria Catnps, y que apareció, en 1987 (Editorial Crítica, Barcelona). El capítulo tercero constituye la Introducción a las “éticas'’(E. N. y E. E.) que en traducción dej. Palli Bonet, publicó en 1985, la Editorial Credos de Madrid. El cuarto capítulo comprende los trabajos. “Lenguaje, ética y felicidad” publicado en Sistema, N° 103, 1991; “La felicidad de los guardianes”, publicado en Estudios Clásicos, Ne 100, 1991; “La lucha por la ley" publicado en Athlon, Satura Grammatica, en honor de Francisco R. Adrados, Madrid, Gredos, 1987 y, por último, “Édca en la época helenística", se publicó con el título “Filosofía en época helenística” en las Actas del VI Congreso Español de Estudios Clásicos, Madrid, Gredos 1983. El autor agradece a la Editorial Crítica, a Sistema, a la Sociedad Española de Estudios Clásicos, y a la Editorial Gredos las facili­ dades para publicar estos estudios.

Memoria de la Ética

N ota

En el India de autores se incluyen sólo los que aparecen en el texto y no los que únicamente están recogidos en las notas biblio­ gráficas. |2 9 4 |

Indice de pasajes citados

Aristóteles:

Analíticos posteriores

13,97byss.,90 33,89b9.168 33,88b30y ss., 231

Categorías

7a5,186

Depmtibus animatsum 1,5, (>44b30 y ss., 96

Ética Ettdemia 1215al2-24-I362bl47,204 Tópica

1.1.105a19.192 VIII. 2.157a29,186 Chantes:

Verso 2 (Von Amim. 1,121.35). 261 Verso 25 (Von Arnim. 1.122.20), 261 Verso 39 (Von Arnim, 1,123,5),261

Demócrito:

Diels. B. 171,244

Diógenes Laercio:

IX. 2.256 X 122.279

Epicuro: Gnomotogium Vaticanum 37,279 Gnomotogium Vaticanum 32,289

Diels, B8,262 Dicls.B29.261 Diels, B32.262 Diels. B33.261 Diels, B33,264 Diels, B44.155 Diels. B44.255 Diels. B44.264 Diels. B44.267 Diels, B49.261 Diels. B53.262 Diels, B56.21 Diels. B80.262 Diels. B85.256 Diels. B113,262 Diels. B 114.261, 262 y 263 Diels. B 119.243 Diels. B 121.261 y267 Diels. B 123.255 Dieb.BI25a.261

Heródoto:

1.133,202 1,170.267 1(1.38.260 V. 66.259 Vil, 101.156 VII. 104,260

Hesiodo: Teogonia 66,260

Opera 256,259

Opera 261,259 Opera 388,260 Opera 826,202 Fragmento 221,260 Homero: Iliada I, 531.103 II, 53.103 II. 194,103 II, 198.259 11,436,193 II, 479,259 III, 50,258 IV, 43,99 IV. 337,26 IV. 350,26 V. 710.258 VI. 123-127,35 VI. 145-151,35 VI, 208.257 VI. 522,193 VI. 523,99 VII. 197,99 VII. 306,258 IX. 408-416.39 IX. 443,27 X 151-154.22 X. 372.99 XI. 221 y ss.. 26 y 34 XI. 241.22 XI. 784.31 XIII. 173,35 XIII. 327,34 XIII. 374-382.35 XIII. 407-410.35 XIII. 442-444.36 XIV, 121-125.26 XVI. 350,36 XVI. 437.258 XVI, 517-525.37 XVII. 36.26 XVII, 37-40,34 XVII, 226,258 XVII. 297,36 XVIII. 107-110,27 XIX. 333,26 XIX, 338-339,26 XX, 407-410,35

Memoria i * ia Ética

XXII. 99 y ss., 26 XXII, 304-305.31 XXIV, 33-54,152 Odisea II, 239 y ss., 26 II, 272,26 III, 230,26 IV, 372,99 V, 3y ss., 103 V, 210,26 Vil, 10-11,155 Vil, 11,26 VII. 158-159,155 VII, 169-171,27 IX. 21,26 IX, 217,259 XI. 206-222,38 XI, 367-368,27 XI, 448,150 XI, 489-491,38 XIV, 344,193 XV, 71,209 XVI, 243 y ss.. 103 XX, 5 yss„214 XXI, 294.209 XXI, 323,151 Jenofonte; Mem. 1, 4,4.193 Pindaro; Fragmento 114,261 Fragmento 169, 156, 261 y 264 Pitica 2,86,260 Platón: Banquete 189d,202 202a, 89 205a6 ,190 Caria VII 324e ,53,198

Fedón 58c. 202 79d,89 Pedro 244d,91 270c, 190 276a, 134 Filebo 12ayss.,89 20d8-9 ,190 21d-c,52 61cyss.,52 Gorgias 470c,202 492d, 276 498e8-9 ,190 522b. 202 leyes 6264}7.89, 91,93,94,97,109110,113.115.117, 118.121.146.147, 160.168.170.172. 186,188,190.198. 203.216.218.234. 239,243.247-250. 276.279.280.288 absoluto. 162,238 aparente. 794)1,90. 191 de la ciudad. 168. 196.197 del individuo. 60. 112.168.196.238 del vivir, 63.64.164, 242 «dialogado», 240.241 en si, 52-57,62,66. 162,166.219,244. 245 hacia el que se tiende. 57.168.181. 190.238 human», 54,56,57, 60-62.64,114, 16116.3,189.196,205. 208 ideal, 52,164,193 moral, 145 platonización del, 195 político, 168,169 por sí mismo, 112, 195,244 supremo, 54,98, 177,194 bienes, 58,60,62,77, 108,116,146,163, 164,170.173,192, 195,202,203,207, 209,218.241,142, 246,251,253,279 humanos, 56,95, 208,252 bienestar. 77,145,165, 169,204,241.248

Indice de materias

irás (vervida) bios apotausúkós (ver vida) bios politikós (ver vida) búa télelos (ver vida) bios theorrtikós (ver vida) bondad. 30.51,65-67, 76,78-80.85.86, 92,96,97,109.112, 113,150,170.176, 190.198,242,244, 251 boúleusút (ver deliberación) bouleutike órrxis (ver deseo deliberado) buen d/timon, 242 buena voluntad. 59. 234 carácter, 15,17,22-24. 29,32,36.38,39,40, 48.50.51,56.65.68, 73,75,77.80-85.87, 90.91,94.98-100. 102.104,112,117. 118.130.133.138. 142,143,150,155. 161,163,164.168. 182,191,192,197, 199.200,206,209, 210.212.213.231233.234-237,241, 244,249,254.258, 262.268.277,278 carne. 38.70.117,152, casa, 34.38. 114,117119.123.237,239 ciencia. 51,61,92,95, 130.134.161,175. 184,207.229,231, 231,243 ciencias, 60,196,232 cicntificidad, 232 científico, 175,190,229. 231. ciudad, 29,60,66,83, 113,117,119-121, 156,162.163,167, 168,196.197,230,

238.239.248.249, 250-252,261.263, 264-268,283 de palabras. 116 interior, 285.286 unitaria. 118 ciudadano, 66,91,120, 154,161,167,187, 248.267,285.287, 290 cobardía, 62 código. 23.70,82.109, 114,151,187,262, 271,277,278,280, colectividad, 36.107, 117,120,258.266. 283 colectivo. 22.24.30.33, 37,39,49-51,59,60, 64,65,71,73,75,82, 84,92,98.102. 103,112,114.118. 120.145.147.148. 152.187.197.199. 206.220.233,238. 240.244,246,250 258,266-268.280 compasión, 62,71,283 comportamiento, 14-17, 22-24,29.37.48.5153,57,59,65.68.71, 74,86,90.91.117, 118.130.142.144148.157.158.163, 164,172,178,183, 185.186.197.199, 205.209,211,234. 237,257 compromiso, 53,64.8688,98,149,160. 200.201.233.250. 253,268.283,290 colectivo. 73 comunicación. 60,72. 74.116.117.163, 180.184,185.201, 213, 237,239,240, 245,254,270,283, 284 humana, 148,291

intelectual. 133. 179,262 comunicarse. 65,70, 179.240.263 comunidad. 32.48,71, 107.114.116.117, 119,120.133.162. 166.167.209.213, 239,255.257.258. 262-265.267,268. 278.283.284 concepto, 30-32,38.48. 55,56.58.63.129. 143.155.175.192. 194.196.202,209. 210,234.237,260. 262.263 conciencia. 24,31.37, 62.63,69.72.76.7880.94.100,106, 110-112,128.148, 152,153.155,157, 159.160.187.193. 197.201.212.213, 234.237.238.240. 241.265.274.276. 277,283.287 desdichada. 282 colectiva, 117 condiciones de posibilidad, 53,55, 67,98.106.118.145, 165,192,204,253 conocer, 34,53,58.83. 87,89,93,95-97, 106.111,139,144, 166.176.195.213, 216,238 conocimiento, 31,52,53. 58.59,63.66.69.76. 77.81.85-90,95,97, 99.100,102.104,120. 133,138.142.161, 165.166-168.172, 182.184.188.194. 195.215,228.232. 233.238.240.241, 250.255.263.276, 281,284.287.289 de los principios, 96

Memoria df. ia Ética consenso, 229,266 consumo, 209.227 contemplación. 77,87, 150.152,165, 166, 189,207 contemplador pasivo, 152 contextos, 17,30,50,58, 63.74,75,79,83,90, 94,96,98,132,146, 156,164-166,174, 188,192, 194.195, 197,208,209,229, 233.236.240.245, 255,256,261,268, 276.290 culturales, 14 continencia, 176 conveniente, 70.92, 117,239 conversación, 131 interior, 133 convivencia. 13,17,24, 26,60,110-112. 114. 116.117.119.120, 154,163,177,233. 238,246,262.263. 265,267,280,282. 288 convivir, 60,92,101, 110.111.119.120, 230.232,238 coraje, 214 corazón, 36,62.153, 214,277 corporeidad. 67,82, 117,149.166.204, 215.233,285.287. 288.291 costumbre. 81,147,157, 169,172,212 cotidianidad. 32 creación, 14,24.53,70, 73,84,87,88,104, 129,132,152,157, 179,186.204.206, 219.233.235.246, 266 creaciones de palabras, 130

creaciones terminológicas, 130,196 creatividad, 30,49,290 criterio, 103.109,128. 167,244,287 cualidad. 55.65,75,76, 82.86,98.109,172, 182,192,243 cuerpo, 27,31,34,35, 37-39,51,55,60,62, 63,66,68,70.72,74, 77,80,82,83,100, 103-106,109,113, 116,117,151,162, 170,177,178,185. 199-204,209,214, 231,235,237,239, 242,245,246,250, 252,253,262,265, 266,287-291 cultura. 98.105.127,138, 145,155-158,163, 166,184,185,189, 197,203,209,214, 217,231,233,241, 246,250,266,269, 270-272,274,276, 277,283.288.291 ch réx is (ver aso) daimon, 15,246 deber, 58.150,152,153 decir, 12,14-16,32,39. 57,63,67,91,117, 129,164,178,182, 235,236.240 decisión, 30,76.94,102, 105.147,160.175. 190,192,194,213-215 deificación, 218 deliberación. 87,93,94, 102-107,120,130, 173,175,191,214, 215.264 ideal, 105 deliberar, 93,104,105, 173,215 demiurgo, 249 democracia, 106,120,154, 157,158,197,243. [30G ]

255.257.259.261, 262,266.268.283 demócratas, 174 democrático, 91.92. 108,157 dim an es, 248 dem os, 33,258-260,262, 265-268 desdoblamiento, 110 deseo, 15.22,25,37.38. 40,51,52,54,55,58, 62,71,79,80,84-87, 94,95,98-107,112, 144,146, 152,160, 171,173,175,179, 187,191,194,195, 197,200-202,204, 210,212,213,215, 219.239,242,244, 245,249,252,268, 269.278-280,284, 287.288.291 deliberado. 107,215 orden del, 146 deshonor, 210 designio. 150,151 desigualdad. 146,246, 247 destino, 15,23,28.31, 32.34,37,39,52,76, 91.115.121,127. 138,145.151,152, 169,171,204,231. 242,246,247,274, 284 día. 13 dialéctica, 120.146,165, 204 dialéctico. 133 diálogo, 11,12.14,15,26. 49,53,75.85.107, 115,129,131-134, 155,156.159.179181,213,234.240, 241.244.247.262. 265.276.283.291 d ia n ó esis, 85,107 dianoética. 81,83,85, 88,98,171,198 dianoélicos, 85.86

Indice de materias d iá n á a (ver pensamiento) dignidad, 83,198 d ikaiasy n e (ver justicia) dinamismo, 24,31,49, 51,73,101,120, 145.148.151.154, 156.190.193.237, 240,261.266 interior, 63,234,256 dinero, 97,106,228,248 d iox is, 85 discurso, 50.53, 79,88, 148,179,180,182, 183,185,188, 198, 200,206.224,270, 271.276.277.278, 290 ideológico, 149, 154,262 interior, 102 mítico, 151, 155 moral, 12 dispersión terminológica, 176 disposición, 76,84,88. 97,110,172,214.233 distancia, 14.17,94, 151,218.230.255 distanciamiento, 283 doble ciudadanía, 73 doblez, 159,244,245 d okoú n ta, 191 dolor, 34-37,40.52.61, 62,69-72.96.117. 172.188.245.279, 287,288 dominar, 78,87,153, 188,189,213,253 dominio, 26,27,29,32. 48,51,55,66.68, 60-73,80,83,87-89, 92,95,101,103. 105,111.117,118. 120,145,146,148, 156,166.168,171, 178.183,187,191, 196.202,203,227, 230.233.234.237, 249-251,257.262, 284,286

d óx a (ver opinión) dualidad. 100,111,239, 240 dueños de las palabras. 291 duración, 96,165,272 dyn ám n s (ver facultad)

educación, 21,53,68, 69,71,94,107,122. 177, 187,210,212, 217,250,271,291 educar, 15,69 efímero, 38 egoísmo. 11-13,27,36, 39,50,83,102.107, 111-113,145-147,154, 159,160,171,177, 188,189,213,218, 237,241.247,250.252 egoísta, 30,37,244 etdos, 91,94,156 ein a i, 157.289 ejercicio, 14,27,73-76. 79,83,208,211 ih d o m (ver publicación) ekoú sion -akoú sion (ver voluntarioinvoluntario) elección, 15,39,40,57, 58,74-78.85-87,93. 96,105-107,173, 175,191,194.215. 232,241.243 electores, 87 elegir, 39.58,73-75,87. 105-107,173.190. 213,215,253 H en thos, 154 éleos (ver piedad) eleu lh eria (ver libertad) ele u lh á io s (ver liberal) eleu lh m ó tes (ver liberalidad) emoción, 16,32 e n a g r ia (ver energía) m érg eia i (ver energías) en erg á (ver activo) energía, 12,14,15.23, 24.37,38.59,63.78,

112.131.170.171. 177,193,242.253 que se hace a sí misma. 219 energías. 59,67,81,192, 193 en ergós, 192,193 engaño, 244,263,291 en k fá tá a (ver continencia) en U lk h eia , 192,193 entender,21.48.89.91, 92.105.107.132.171, 172,176,179,204. 216.228.233.241. 254.270,272,277, entendimiento, 85,86. 175,215.291 envidia, 71 ep ieík ria (ver equidad) ep islém e (ver ciencia) epistemología. 167,232, 282.289 ep islem an ikón (ver científico) ep ilh y m ia (ver deseo) equidad, 153,175 érg a (ver obras) ergon a n th o p o u (ver hombre, función del) escasez. 29.35,119,146. 156.157.241.242. 246,247,251,275 csderotización, 127 escritos, 17,47.48.62.68. 91,122,127-129.132134,138,142-144, 178-180,197.247, 255,274,275,278 escritura, 14,22.24,122, 131,132,148,179, 275 aristotélica, 15,53, 127-134,138 esfuerzo, 23,24,31,33, 36,37,50,52,98. 132,149-151,155. 159.187.193.243. 257,272.281 espacio. 13.16,22-26, 29.31.32,39.40.54-

Memoria de ia Ética

56,59,60,67,70,72, 74,82,83.86,90.92, 94,99,100-102,105, 116,120,131,132, 148,150-152.154, 156, 159. 160,163167,177,191,197, 201,206,211,214, 233-235,237,240. 242-245,251,255. 259,260,265,267, 274,280,281 abstracto de la escritura, 132 colectivo, 11,37,59, 65,82,112,114, 206,244,246 déla intersubjeiividad, 165 de lo colectivo, 11,240 de lo natural, 24 de lo social, 80 ideal. 11,32,150,231 literario, 177 público, 120 social, 23,145,156, 218,227,244 teórico, 131,152 espectador, 151,161,283 activo. 150 especulación, 54,69, 162,280 espejo, 17,80,84,90, 150,154,155,164, 185,245,269 de la memoria. 276 de la teoría. 16 del mito, 152 esperanza, 13,28,32,37, 39,40.56,96,116, 155,159,160,243, 287,288,291 espontaneidad, 159 estar, 13,17,31,53,71, 76.79.101,106,111, 131,140,185,193, 206.231.241,270 estar en el mundo, 72, 82.144-146, 157, 171,173,214

esu'mulo, 15,103,131, 237,289 estructura, 11,24,33, 48.51.52.59,63,65, 76,82,100,114. 120,128.130,132, 141.146.148.157, 160,164,176,177, 180,182,184,189, 190,193,194,197, 200,203,211,212, 214,218.228.233240.244,255,258, 262,263.265,266, 277,278.289,288, 290,291 aretológica, 87 del comportamiento, 144 intersubjetíva, 49,213 subyacente, 260 textual, 278 estruciuralismo. 232 estructuras, 78,82,89, 106,114,148,161, 229,231,285 sociales, 163 eternidad. 56 ethas (ver carácter), rth ou s (ver costumbre) ética, 12,13,16,17,23, 25,28-30,42,49,50. 52.53,58.61.70.77, 79-81,83,89,91,96. 98.107,112,113, 121,130,134,135, 137-141,147,149, 152.154.157.158, 160, 161-164,lóe­ le s 171,172,177179,184-188,190, 191,197-201,203, 208,209,213,216, 220-223.227,234, 236-238,245,269, 280,288 de la contemplación, 150 déla intimidad, 153 del «bien-ser», 146

del trios, 153 del honor, 151 rxten u i, 150 social, 153 fu zén (ver vivir) m b o u lia (ver deliberación) n id aim on ía (ver felicidad) ru rth ria (ver simpleza) exactitud, 61,109,155 excelencia, 31,66,81, 83.88,97,109.170, 171,174,188,207, 243,267 existencia, 24,28,31,33, 36,38-40,50-52,54, 56,58,59,61-63.6569,71,72,74-76,79, 85,86,89,96-98. 106,109,111,112, 115, 116,140.149, 156,165,189,198, 200-202,206.219. 231,233,242,289291 existencialismo, 232 existir, 11,16,73,98, 160,199.245 experiencia, 11,12,14. 23,26.32.37.48-50, 52,53,55.57,61, 67-69,71,74.75,79, 81,88-91,93,107, 108.130,131,133, 151,155,163.166168,170-172.178, 179.181-187.196, 203,233,241-243, 249,254,272,275, 277 exterioridad, 239,281 facultad, 71,73,172, 186.196,211.212 fama, 23,33-36,37,39, 51,91,149,151, 242.257 familiaridad. 22.284, 287,289 fanfarronería, 198

Índice de materias

felicidad, 12,25,56,6065.77-79,97,106, 112,115,129,140, 158,159.168-171, 176,177,188.198, 202-208.216.227. 231,241-249.251253,271.275,279, 280,289-291 feliz, 26,56.69.77,78, 106,169,171.177. 180,187.203.205. 207,241.246,249, 251.253,290 fenómeno, 100,108, 127, 130,191.245, 272.274 feo, 70 filosofía, 29,30.47,52, «5. 69,77,80,81.104, 127,129,130,132134,138,139,142, 164,168,178,179, 185,188,194,197. 198,203,204.207, 213,215-217,230, 232,235,245,252, 253,255.257,263, 269.271,272.274. 275,276.278-291 práctica, 48-50,53, 57,60,161,162,187, 189,195,200,212, 227-229,237,246, filósofos-reyes, 95 fin, 15,28,31,33,57-60, 73, 75,77,8567,88, 93, 103,104,106, 114,115,122,138, 155, 156,166-168, 173,175.177.183. 191,193-196,205, 210,217,220,248, finalidad, 58.87,195 firmeza, 76,83,189,198, 214 formas de gobierno, 120 fortuna, 76,171,202, 207,217,241,272 fragilidad, 37,79,241

fraternidad, 265 fuente, 14,64,69,81, 238,276,288,289 fuerza, 13,22.25,27,28. 32,33,38,72,84,88. 92,99,100,102,116. 134,139,149,153. 154.156,158,159. 165,173,195,212214.216,233,242, 257,262,263.266, 267,276,286.287 fundamentación. 186. 195 futuro. 15.17.37.55.56. 206.242.246,275. 276 generación. 35.36,90 generosidad, 32,37,39. 83,174,247 g én esis (ver proceso) génesis. 24.84,88,89, 104,114.115,166. 177,201 gestos, 152.163,164, 179,185.201.276 morales. 157 g ig tu sth a i, 157 gn óm r, 175 gn ósis (ver conocimiento) g n ósis a u lo tt, 195 golondrina, 56 gozar, 88.113.131,158. 259, gozo. 37,63,111.203, 287,288 gracia. 202.217,242 gram m ata, 122 gratitud, 34 guardián, 246,248,251253 filantrópico, 249 ideal, 250 guerra, 25-27,29,38,50, 115,116,145,146. 149,178,193.237, 244,251,257,262, 268 democrática. 258

guerrero. 25,27,31.3438.147.148,258 hábito. 30,66.67,71-73. 81.82,90,143,167, 170.172,179,193, 206,211,212 demostrativo, 88 selectivo. 74 hablar. 22.27.54.55. 117,148.169,174. 178.199.200.235. 240,263,264,285 hacer, 15.17,23,30,39. 49.56.57.60.66.75. 76.78.80,85,106. 114.130.131,160, 167,173.177,185. 188.192,198.200. 203-206.214.215. 233.235.252,258. 267,280.283.287 hambre. 291 h am brien tos d e bien es

251 204 hazañas 15,23.27,29,3133.37.147,148-152. 161.179.216.257 hecho. 15,21.27-29,32. 37,48.49,51.57.62. 68,74-78.86.95, 103.104.108.110. 118.122.135.136. 138.139.143.147149.152,161,165. 178,185,187.190, 216.228,233,237, 252.254.255,269. 274,275,290 h ed o n é(\ cr placer) hermoso, 56,60,70, 196,238 héroe. 23.25.26.28-37. 39.66.75.102,103, 107.147152.154, 155.159,161.206. 216.257 trágico, 283 hrx eis (ver hábitos) p erson ales. h arm on io ,

Memoria de ia Etica

74,78.83,87-89, 172,206,208,214 h á á s a p o d h k tik i (ver hábito) hipocresía, 159,203.291 historia, 1M 5,21,23, 24.27,28,33,34.36, 40,41,47,49,52,57, 59,62,64,67,68,70, 73-75,79,80,82,94, 98,99,116,127-132, 134,135,138,146, 147,152,154-158, 160,163,167,177, 179-182,185,189, 200,201,203,205, 206,211,212,214, 216.219,228-231, 236,237,239,241, 243.246.249.253. 255,266,267,269, 271,272,276,277, 279,280,284.288. 290 historicismo, 229,232 historiografía, 254,272, 281 hombre, 12,15-17,2123,25-32,34-39,48. 49,51-53,56.57,5983,85-121,131,139, 142.144,146,150, 151,153-159,161172.177,179,182, 183,185,186.188190,194,196,198, 200-202.204-207, 210-212.214-219, 228,230-235,237, 239,242-244,246, 248.250.252.253. 255,257.260,263, 267-270,276,281. 282,285-290 bueno, 65,80,109, 110.112,205.239 contemplativo. 165, 207 de bien, 91 n erita , 148 h éá s,

función del. 63,65, 170 h ab la d o , 148 prudente, 74,91,206 honor, 32,62,134,151, 181,210,242 h op lita, 258 horizonte, 13-15, 17,23, 25.27,28.31,37, 52,53,55,56,65, 67,75,104. 107, 161,178,184,189, 194, 195,197,205, 215,216.219,228, 246,256,271,276, 280,282 de posibilidades, 173 de realidad, 103 estático, 103 exterior de alusividad, 278 mítico, 191 h ósios, 154 humanismo, 229 humanización. 39,157 humano. 11.16.17.31, 38.50,51,54,68. 130,134,139,144, 147,162 humor, 21,34 hybris, 75,260.264,265 h y p okrim m tn hytru, 184 hypom n ñ n ata (ver recordatorios) ideal. 11.27,33.35,5254.75.76.79.91,94. 95,98,100.105. 109.112,116-118. 137,139,147.148. 154.156,161,164. 165.178.179.186. 191.193,200.201. 204.224.230.231. 233.235.236.250. 251.266.281.282. 284.285.291 aristocrático. 161 idealidad. 40.54.96 idealismo. 37,290

ideas,15,30,32.48,51.52. 54,61,68,81,91,104, 107,127.139,140,

146,147,152,154, 164-166,178.185, 194,202.203,216. 231,233.251,172, 285,286.288,290 idéntico a si mismo, 55, 206.231,243 identidad. 22,107,160, 265,289 identificación, 66,218, 265,284 ideología, 13,51,66, 70, 155.203.261-263. 286,291 del poder, 153.204. 290 liberadora, 272 ignorancia. 62,63,98100.105,198 igualdad, 110,149,159, 209,268 imágenes, 32.200,218, 219.286 imitación, 86 imperio, 12,82.101, 250-252.260.287 de la inseguridad. 88 de la necesidad. 12 del destino, 91 imperturbabilidad. 286 inactividad, 7 6,177 inclinación. 108 incontinencia. 176 independencia, 25,92. 98.101,138,148. 150.159,170.180, 207,213,259,284, 286.287 indiferencia, 65,79.87, 88

indigencia, 28,29,35, 113.115.157,246 indignación, 198 individual, 11,24.29,31, 37.60.61.65.68.71, 73.74,82.84.92.94, 98.101-103,107.109,

I ndice de materias

112.117.119.120. 121.145.147,150152.154.160.165, 176.181.187,189. 195-197.201.205, 211.213,217.230. 233.236,245,248. 257.264.266.280 individualidad. 24.29. 30.39.49.59,62.64. 72.73.83.118.120, 146,157,159,163, 166.167,177,187. 188.191,211,217. 233.247.257.258, 266,284 libre. 157 individuo, 15,16,23,24. 27,30.31,37,30,40, 50-52.55,58,60,67, 72,73.83,92,94,98. 99.107,108,112. 118,119,145.147, 150,154, 158, 160. 166,168, 176,183, 187,188.192,196, 197,201.203,204, 206.207,209,210, 212.216.219,233, 234,238.240.241, 244.249,250.255, 257-260.265-267, 283.287.289 inercia, 155 inestabilidad. 71.79.85. 88.120.156,231, 242.280 intélicidad. 177.247, 248 infinito, 58,152,194, 195.237.290 infinitud. 82 infortunio, 110,177,231 injusticia. 14,116.158, 159,174,175,240, 244,246.247,274 injusto, 67,70,117,159, 174,239,247,248 inmediatez, 55,104,277 inmoralismo. 158-160

inmoralista, 158-160,167 inmortalidad, 38,40 innato, 36.71, inseguridad, 17,33.88, 89.155.246,283,290. insociable sociabilidad, 233 instinto, 11,22.37,39, 71.72, 152,158, 159.162,163,188, 200.201,215 intelectuales, 230,263, 286 inteligencia, 51,62,65, 74,75,79,81,85-87, 95.107,157,175, 186.191.200.201, 207,215,230,233, 238.240,242,251 intemperancia, 173 intemporalidad, 206 intención, 112,180,186, 236 intensidad textual, 278 interacción social. 148 intereses, 64,97,108, 119.128.187.191. 199,200,230,264266,268,287,291 interpretación, 22.33. 36,47,84,90.96, 112,128,138.167, 188,210,228.240. 249,254,260-262. 268-270,273.275. 276,279.282 intersubjetividad. 54.64, 118.160.165.201, 205.208,240,275 intersubjetivo. 49,68, 72.122.150.163, 165.185.187.191, 207,213,240,244 inutilidad, 33 invisible, 290 involuntariedad, 174 involuntario. 98,99, 105.175 ira, 71.72.182 irónicos. 182

irracional. 73.81,82,

175

242 154,242,284

istg tm a, u on om ia,

joven timberata, 131 jóvenes, 48,67,68,212 juicio, 102,120,182 justeza, 73

justicia, II, 12,16,21, 49,53,60,66.67.90. 108,116,117,120. 130,145,150.153, 158,159,163.167, 172.174.175.197, 216-218.240.247. 249,276.280.282 amistosa, 112 justo, 53,60 juventud, 109,121 242

k a irá s, k a k o p á th eia ,

198 153.157 k a rtrria , 198 km n on ia, 117,284 k o la k ria , 198 k a ló s .

latir de los días. 91 lector, 32,87,121.132, 135,178.179.213. 278 lectura «genética», 128 lengua, 14,22,31,41. 58,72,90,200,201, 210,236 lenguaje, 12,14,15,17, 22,24-32,35,37,39, 47-50.52,54,56,57, 62.64.68-72,74. SOOI, 103,116,118, 127,129,130,132134,145,146,148, 150,153-156,158, 160-168,173,177, 180-183,185,186. 190.193.194.197, 198,200,201,211, 217,228.229.231, 232,234-240,244,

Memoria de la Etica

245,255.256,263. 268-272,276.277, 279.280.282.286. 288,290,291 crítica al, 165 de la ética, 16,184, 187,213 de la fama, 149 deconstrucción del, 229 escrito, 179 filosófico, 55,131, 178,191,278 originario, 13 ley. 115,116, 129, 154, 156,159,175,242, 254,261-269,282, 285,289 leyes, 69,158,212,266, 267,284,261,262, 265 racionales, 201 liberación, 86,87,150, 192.275.286, liberal, 183 liberalidad, 174,210 libertad, 71,87,91,94, 98,104,111,120, 156.174.191.206, 276,278,279,288, 290 interior, 268,285, 291 posible. 15 libro, 17.28.41,42.47, 52,60.127.133, 144.169,179,180, 187.191.199.207, 208.214,217,223, 232.248.249.253, 261.270 limitaciones, 37,82,92, 94,96.97.99,111, 113,149,151,152. 196.202.207 límites, 11,32.37,54, 56,57,76,75,83,95, 100,109,114-116. 149.151,152,165. 182.195.200.201.

211.217.219.237. 250,252,253,268 listeza, 215 lógica, 140,168,208, 232,287 tógos, 53,64,73,81,82, 8888, 101-104,107, 116.117,119,120, 132,134,149,155, 160,162-164,166, 170-172,175,186, 205,206,208,213, 234,236,238-240, 245,284 estar en el, 235 tener, 101,235 logas aleth és, 84,87 logas koin ós, 55 lucha, 12.24,28,30,37, 50.81,120,146, 150,160,204,216, 241,245,246,254, 256,258,261-264. 266-268,289,291 luz. 14,16.17.251,286 maduración. 70,74 madurez, 22,59,68 maestro. 21,67.68.134, 275,285 magnanimidad. 83,90, 130,174.182.210 magnificencia, 174 mal. 21,30,70.72.117, 145-147,160.173. 185.239,240,264, 279 mala suerte, 62 malo, 69,75 mano. 104.170.173.277 mansedumbre. 182.198 materia. 54.61,67.131. 144.152.162,166. 167.180.182.184. 185,196,200,210. 211,231.232.237, 248 m á lh esa (ver aprendizaje) matriz, 13.70.95.131, 157,164.201.236

|312 |

mecanismo. 91.130, 144,145,150,194. 200.212-214.265 mediación, 73-75,82. 104,172,173,182. 210-213,248 medida. 73,80,82,109, 111,112,181,209, 261,282 medio, 63,74,75,103, 104,115,172.174, 182,199,209-211, 277.291 m egaloprépeia (ver magnificencia) m egalopsyehia (ver magnanimidad) melancolía, 14,96 memoria. 14. 17,36-39, 48.49,51,52,55,56, 67,68.74,76,90. 108,144,179,257, 272,275-277 hilo de la, 17 m inos (ver fuerza, coraje) mensaje, 14,22.31.49, 64,70,73.146.148. 151,235.236,254, 255,272.275,280, 287.291 mentalidad, 21.285 mente. 12,15.16.30,52. 66,79.94.95.107, 134,144,146.150, 167,170.178-180, 186,190.193,197, 200-202.213.214, 228,234,239.240, 262.289.291 m esón (ver medio) m esóles (ver mesura. mediación) mesura. 72-75,78,153, 172.209 metactica, 178 mctaterminología. 200 m ithodos. 188.190,237 m ilis (ver listeza) método, 102.132.140 métodos filológicos. 138

Indice de materias

mezquindad. 198 microcosmos, 11 ,15. 285.286 micromundo. 15 miedo. 63,71.105,208 m ikroprépeia (ver mezquindad) m im esis, 148 mirada. 11-14,23,27,48, 66.69,80,87,90.91, 96.113,129.130. 150,151,158.183. 200,246.255,290 mirar. 49.105.133,134, 198,246,276 miseria. 28.113,152,218, 241,246-248,291 mismidad. 39,100.111, 157,218.234.244, 245,250.253 mito. 25-27,32.35,81, 91.148,149,152, 160.164,200.206. 230.241.248,250, 262,283,291 modelo, 13,29-33,37,40, 50.51.56.78.80,87, 90,91.102.105,107. 112.147-149.156. 216,217.257,287 moderación. 66.167, 173.198,208.260 modificación. 57,74,82, 98.166.201.212.283 marra, 91 moneda, 174,259 moral, 12,23,37,39.57, 64.81,98.102,127, 145.147,148,154, 158,160-162,176. 185-189,202,204, 209.213.214.217, 221,222.234,237, 243.282.288 moralidad. 22.147,159, 160,162,176.208 motivaciones. 33,99.187 muerte, 23,33,36-39. 53,122.144,149, 287

m ú ltiples egoísm os, 145 mundo, 11,12.15.17. 21.25-29,33,37,38, 48-50.52.55,57,60, 61,63,65,68,69,7274.76.77.79,82-85, 89,90,92,94-96,98. 99,104,106,119, 130,144-146,150, 152,153,157,166, 171.173,1775,178, 179,184,189,190, 204.206-209.212215,219,227,228, 230,233,234.238, 240,241,243-248. 254,255 de las significaciones, 156.235,286 histórico, 22,41,148, 195,199,231,242 ideal. 100,139,156, 231.250 interior, 93,170, 172,239.288 muralla, 25,155,260262.264-268 M u U m pm che, 235 m ythos, 92

naturaleza. 11,15.16. 22-25,27,29-32,35, 39,50,57,61.63.65. 69-72.74,77-79,8184,99.101,102.104106,109-111,114118,129.14-146, 150,156-159,163. 165,167,170,172, 176,177,184.188, 189,193.201,204, 205.212.214-216. 219,231.233,234. 239,243.247.249, 250,253,255.269, 270,276.277,279. 281-284.287-291 imperativo de la. 158 n atu raleza-bios. 287 n atu raleza-cosm os. 287

necesario. 23.88,116 necesidad, 12, 13.23,28, 32.62.67.69.77.83, 85,88,93,102,111, 113-116,145.148, 162.163,195.207209,213,215,217, 228,230,231.234, 237,239,248.253, 256,260.261.266, 282,286.288.289 negación. 36,40,84,87, 120,159,160.257, 265.290,291 ném esis (ver indignación) nobleza. 33,174,183, 203,242 n óou sm a (ver moneda) nom os, 155,156,159,256. 259-264,266-268 normas, 13,23,52,115, 201,206 normatividad, 53 n oú s (ver inteligencia) objetividad, 15,111,130, 131.164,214.230 objetivo, 25.59.62.94, 103.114.115.130, 144,169,190.192195,210,211.215, 230,234,268.282 vital. 58 objeto. 35.38.49.50.61. 63.69.70.79.83.84. 86.88.89.93.101. 104.111.112.152. 159,161-163.166. 168.169.174.175. 182,188,191.201. 207,215,219,228. 230.235.236.238. 248,255,258.265, 270,283.290 obligación. 30,64 obrar. 52.57.63.64.72. 74.79.91.98.101. 148.171.185.234 bien. 168.202.241 humano. 60,67,97,

Memoria de la Ética 104.139.147,186, 200,202

obras, 15.23-27.29.31. 41.42.47.59.64,75. 76.87.90,104.105. 114.118.137,138, 140-143.151,143, 167.170.180.185. 186.189.190.192, 193,201.222.232, 234,242.254.272, 273.275 obsequiosidad. 198 oArMSH.284.287.289 ojos. 11.12.132.148. 194.219.246 óUños, 202 oligarca, 108.174,249 oligarquía. 120 ontología. 23,55.85, 162.184.241 opinión. 52.53,61.78. 87,90.102.106-109, 135,141,175-177. 249.263 optimismo, 14 ontológico, 146 orrktikós noúx, 85 órexis (ver deseo) árnás dianortiké, 85 organismo, 50.63,73, 127.145.163.185, 201.233,235.275, 285,289 nrgr. (ver ira) origen. 12,16.30,62,65, 66,69.70.73-76,91, 98.113,114.137, 190.192.216.269 originalidad, 12,144, 145.151.191.197, 256,280, orthos lógos, 73,87.175 oyente. 24.25.32,37.133, 134.137,149-151, 179,257.278.280 68-71,80,119, 156.212,255.268, 271,284,286,291

fx iu iría ,

sofística, 155 palabra, 12.13,15-17. 21,22.26-28.30,31, 30,49,50,52-56.58, 62,65,71,72.76.89. 90.99.108,110.112, 116.117,120,122, 127-133,140.146. 148.152-157.164166,168-170.173. 175,178-189,191193197-202,229. 230.233.234.237, 241.242.254.256. 258.260.262.264. 268.276.285.291. paradigma, 81.91.271 p a ro le, 236 p a ro u sia (ver presencia) participación, 86.104. 117,263 pasado, 12.14,17,24, 26,34.67.82.138. 155,191.206.229, 269,276.277. pasión, 15,22,23,32. 55,62,71-73,81.82, 94,100,107, 130, 144,160,166,172, 183,191,198-201, 211,212,215 pasional, 82 pasividad, 205 pasiva espectador, 151, 152,161 p á lh ir (ver pasión) p áth os, 161 paz. 26.29,178,202.268 pedagógico, 255 pensamiento, 23,29,49, 83.89.92.100.103, 105,110-113,128. 131-134,138,139. 142,158.162,166168,177,179,180. 182.188-201,230, 234,240.253,259, 262,263,268.269, 271,274-276,281, 286,290.291

pensar, 53,57.70,105. 110.111,133.139, 142,179,188,213, 228,268,269,271, 291 p en x im drbolr, 229 pequeños tratados. 131 percibir, 63-65,72.83, 96.110.111,113, 119,205 perfección. 171,174,197 personalidad. 32,36-38, 51.92.134.171.208. 234,270.274.286 persuasión, 103.184 pervivencia. 24.71.269. pervivir. 24,127,164.234 p k a in ó m en a , 161 p h ain óm n u m , 191 p h am óm em m ag ath án

(ver bien aparente) (ver amor propio) p h ila u tá s, 234,245 p h ilrtótt (ver querible) p h itia (ver amistad) p h obrrón (ver temible) p h ón r sém an tiké, 163 p h on é, 240 phrtm (ver corazón) phrónestx (ver prudencia) p h rón im os, 75,92,97 phygé, 85 physis, 16,65,70,84, 101,102.106,129, 130,156,164 piedad, 153 placer, 37.52,60.62,63. 69-72.78.96.105. 109,117.158.169. 170,172.173,176. 177.181.188.208. 221,276.279.283, 287,291 plenitud, 56.58,59,70, 92.115.171,192.234. 243.245,268,290. pobreza. 228 poder, 13,27,29.32-33, 38,63,73,88,92,98,

p h ila u tia

Índice de materias

99.101,102.104, 106,147,150,153, 155,158,187,197, 202-205,212,215, 218.233.242.245. 251.258.259.262, 266.272.275.281. 286,290 de la palabra. 26,254 del lenguaje. 71 gratuito, 28 poderosos. 28.105,246 poemas, 11,21,22,2430,32.33,36,37,40, 52,107,131,146151.153,155.161, 179,193 poesía, 25,154 paresis, 157 p aietiké, 84 p oirtím , 85 /m iem os (ver guerra) Polis, 26-28.44.120, 154.162.164,166167.246.258.263. 274.280-281.284. 285,287-290 póU s, 28,53,59,67.70, 82.83,92.94,96, 102,112.114-116. 118,120,212.248252.263 fm litria, 284 política, 27,28,48,50. 60.61,70,93.98. 110,112.114,120. 121,154.164.166, 167-169,171,174, 177.188,195-197, 204.206.216.221, 224.232.238.241. 242.251.258.260, 261.266.268.281. 284.289 político. 29.60.97.103, 118-120.140.168, 171,175.203.227. 233.234.244.245. 251,259.264.267, 280

133 posibilidad, 15,23-25, 27,32,37-39.53-56. 63,67,68.72-74.82, 84,86-89,92-86,98. 99,101,103,104. 106,116,118-120, 145,151,152,156, 157,164, 165.173, 178.183.185.187, 190,193.200,204. 206.214,218,231, 235.237,242-245, 253,255,257,262, 265.271,276,281. 289,291 posible, 23,89,214 posmodernidad, 229 práctica. 23.48-50,60, 64.66.67,78,83,85. 91,93.95,102,160, 161,162,170,172, 173.177.180.187, 189,190,195.198, 200.212.227-229. 234.237.239.253. 246.280,288 practicidad. 227 práctico, 42.78,85.93. 117.130.170.187, 195,201,203.208. 239 p ro g n a to , 183 p ra g m atría, 133,134 p ra g m a tria i (ver pequeños tratados) p m k tik r (ver práctico) p ra k tin , 85.192 p ra ótes (ver mansedumbre) p r á x fa , 193 praxis. 28.31.49.57,97. 227.232.234.269, 276 práxis. 15,52.54,55.66. 67,69.74.77,86.89, 93,100,101,102. 105,114,117,118, 157, 162,166,167, 168,169,170,177, p án os,

184,185.187,188, 190,193,196,197,

205.206.208.212, 215.232.238.253

predominio, 77,92,105, 203

preferible, 74,96.119.247 prejuicios. 30.69 presencia, 21.27,40,54, 68.72.90.93,116, 127.159,181,184, 187.188.206.213, 265.270.280 presente. 13-15,26,37, 39.56,67,74,86,90, 91,99.101,108, 117.131.133.145, 148.155,179-181, 189.191.206.214, 235.255,260,275279.283.291

presiones. 118 , 146.201,

271

principio, 16,38.49,50. 58.57,59.61,63-65. 68-70,75-80,83-86. 88.91.95.96.98100,102.104,105, 113.128.145.146. 150,153-155,156. 158.160,175,186, 187,196.209,230. 236.238,246.248. 250,251.258.261. 264,267,282,284. 287.291 de realidad, 158,186 del egoísmo. 102, 113.145 ideal, II, 32.76 incontaminado. 98 ontológico, 101,240 privación. 119,146.233. 242 privilegio. 11,12,14.22, 38,77.146.149.179. 186,191,204,247 del origen, 16 del sentido, 16 lingüístico, 186

Memoria de la Étk a

(ver elección) proceso. 29,71.73.74. 84.83,89,101,102, 110.115,127,129. 133,141,157,161, 177,179.194,205. 206,210,215,235, 238.255.256.264. 272,281,286 prodigalidad, 198,199 progreso, 30,67,140. 165,231,271,286. 287.291 prosperidad, 110,170, 177,202,203,242 protección, 11,145,260, 265 proyectos. 30, 104,152, 194.265.291 ideales, 24 prudencia. 74,84,8993, 131,140,170,175. 198,207,208,243,252 prudente, 78,89,91-93, 97,206 p sru dos, 244 psrtché, 38,57,66.72.78. 82,83,85,86,93,94. 105-107,112,133. 156,161,162,170, 171,175,179,202. 211,212,214,234, 239,240,243,244, 251 publicación, 47,131, 132,179,273 publicidad, 133,134 pudor, 83,153,198 pueblo, 26,33,60,149, 154,155,196.238. 246.258.261.264. 265,267,268,281, 283,285 pusilanimidad, 210

p r o a im is

querible. 218 racional, 27,81,96,100, 175,186,187,201, 208.212,256,282

racionalidad, 50,85,94. 100,102.160,213, 217,229,265 racionalizar, 54 razón. 12,14,16,22,27, 39,75,82,84.101104.107,113,117, 122,132.144.154, 159,175,179,186. 187,190,203,234, 267,271.280.286. 288,290 colectiva, 291 impureza de la, 187 pura. 201 razonamiento, 75,100, 166 real, 11,38,48.50,51,53. 55-57,67-69.72.7578,82,84,89,96,113. 147.183.184.188, 201,231.237,260 realidad. 12,23,29,32, 40,54-56,67-69,72, 73,82,84-86,88,89, 91,97,103,104, 106,116.120,152, 157,158,166.179. 183.184.186.188, 189,191-193,201, 203,206.210,212, 215,228.235,255. 256,269.276,277. 284-287.289-291 ontológica, 165 rebeldía. 150,151 receptores pasivos. 73 recordatorios. 131 recuerdos. 26 rechazo, 85,195,205, 213,266.275,286 reflejo, 12. 15. 16.24. 28, 54,62.72,84,87, 103,111,150,157, 179,186,266,269 reflexión, 12,15,17,22, 23.30,50.54,62.71, 73.85,91,94,99, 105,107,108,110, 111.121,128,131,

133.139.158,163. 166,171,177,179, 180,185,187,188, 192.197,199,202, 252,265,282.290. 291 colectiva, 133,134 filosófica, 70,168 reflexionar, 23.120,217 régimen, 66,120,167, 175,251,285 resignación. 33,204,246 respeto, 155,250 responsabilidad. 30,57, 64.65,80,98,100, 102,214 riqueza, 12,26,27,33, 62,111,155,172, 174,181,186,187, 203,209,218,242. 251.257,259,267, 268.274.289 rivalidad, 28 ruptura. 32,112,140,153, 164,200,219,283 saber, 11.12.16.17,49, 52-54,60,68.73. 74.77,82,84,86, 88-90,93,99.100. 106, 122.130,133. 136,151.158,161, 166,172-175,177, 184.187,191,195, 207,214.227-234. 240,242,279,283, 291 por si mismo, 58 sabiduría. 21.51,84.92. 94,95,97.139,167, 170,175,176,215, 249,251,152,279, 285 práctica, 243 sabio, 21,81.109,165, 207,253,287 salvación, 99 satisfacción, 96,109, 246.248.289 saturación, 111,152,204

Indice de materias

seguridad. 60.63,77,88. 109.155,156.242. 245,251 semejanza. 35.108.161, 156 sensación, 86,117,175, 239.241.287,289. 290 sensatez, 27,198 sensibilidad, 49,109, 198.250.280,284, 219,232,287,288. 289,291 sensible, 290 sentido, 11,12,16,224, 27,30,31,49,50, 52,58-60,68,70, 74-76,79,84,85, 87,89,91,92,94, 97,104,107,114, 117, 130, 144, 146, 148,149,151, 164, 175,178, 179, 183, 184, 188, 189, 191195,197, 199.205. 207.209.210.219, 231,234.236.240. 247,254.255.257, 260,266,269,271. 276,278 de la felicidad. 139, 171 de la vida, 55,145, 169,186 del bien. 185,239 sentimiento. 32,107109,111,112,176, 207.215.218.219. 234,238.241.245 sentir, 12,32,63,107, 109111,153,250 ser, 11,14-17,22,24, 30, 31,34.38,5355,57,61,64-66, 68,71,74,82,8486,89-92,98.99, 101,104, 106,109, 110- 116,119,121, 145-148,151,153, 157, 161, 164, 165,

169.170,172,173, 188.191.197,199, 204,206.218.228230.232-235.237, 239,240-245,248, 249,253.282 del hombre, 157,243 dicho. 35.49,148 que somos. 63 significados, 70,129, 289,299,236,27, 280,290 signo, 14,117,163,270, 272,277.278,280,288 silencio, 25,26,116, 134,219,239,240, 262,274 símbolos, 32,61,83.164 .«m p áth ria, 280,285,286 simpleza, 198 singularidad, 39,75 sistema, 23,33,37,50, 60,65,66.82.105, 116,118,128,134, 178.240.244.269. 272,277.279.281. 284,287 de valores, 22,29, 274.285 situación, 25,28. SO, 32, 53,71,73,82.92. 113,146,149,150, 179,191,193,198, 281.282.284.285 sociabilidad, 12,26,115, 116,233 social, 15,23,31,39,64, 72,80,82,83,95,98. 111,113,115-118. 145,147-150,153. 156-158,160,162164,171,176,184. 190,199.203.204. 209-211,216-218. 230,233,240,244. 250,262,263,266, 272,280,289 socialización, 34,238 sociedad, 23,24,26,28,51, 59.67,71,72,75,83,

92.94.105,116.146. 147,155.156,158160,162,166.171. 178.189.204,209211.216,218.220. 230.259.263.265. 270.274.282.283, 285.287.289.291 aristocrática, 149, 150, 154,157,189 menesterosa, 113 predcmocrática, 262 sofistica, 51,66,151, 154-157.165.179, 198,268 soledad, 11,22,31,108111,155,158,197, 213,219,220,267, 282,283 solidaridad. 12,32,37,39, 51,62,96,107,108. 111,112.120,150. 154,162,204.206. 207,219,241,255, 258.259.262.265, 276.280.281.288.291 intersubjetiva. 240 solidario, 39,108.117, 258,287 solitario, 134,149,204, 245.250 so p h ia (ver sabiduría) sop h oi (ver intelectuales) xophrosyn t (ver moderación) sp o u d a tos (ver hombre de bien) stóth m ,2 \ 4

subjetividad, 55,63,66, 165,192,200,214. 239.244.246.283, 284,286 sueño. 25.26,32,34,38. 76.90,98,146.212, 220,241,253 suerte, 15,35,62,169,202. 204.242,243,288 sujeto, 39,40,63, 112, 118,120,190-193, 218,220,262

Memoria de ia Etica

sumisión. 11,83,148151.156,161.165, 233.267.274 superación. 11,28,30, 102,148,151,154, 155.160,167,240. 247 sustancia, 101,163,169, 177,179,185,189, 203,210,228,271 ideal. 178 social, 162 sustancialidad, 56,83. 184,235 sym m etra, 208 synesis (ver entendimiento) técnica, 163,229 téch n f (ver arte) tejido, colectivo, 71 lingüístico, 154 literario, 148 social, 82,98,149, 160,250 téla o s, 205 teta, 59 teleología, 194 tríot (ver fin) temeridad, 198,199 temible. 173,199 temor, 199,250 templanza, 208,209 temporalidad, 276,277; 282 inmediata, 105,148, 155,236,266,275. 277,279 mediata, 275,278 tensión, 36,52,59,63. 70,75.78,83,85.94. 103-105.130,147, 149,152.178,195, 233 teoría, 12-17,22,23.31. 48-50,52.54.57. 58,63.68-70,73. 74,76.77,89,92, 98.100,105,119,

149.156,158,161, 162.166,179,185187.194.198.200, 202.204.205,207. 209.211,212,214. 215.217,233-235, 249.250,253,269. 275,276,282-284, 287,291 de la felicidad, 203, 208.216.246,247 d e la s n ecesid ad es,

163.288 de las perfecciones, 188 del bien. 86.87.146, 197.216,280 del ¡nmoralismo, 159 moral. 12.154.160, 187,203 teórico.50.53.78.82.87. 89.90;94.97,130,131, 131146.152.158. 186*187,197,233, 235.242,253,254, 266,275.277,278 teorizar. 133 término medio, 73,74, 173,174,182,198. 206,208,211 terminología, 61,129, 130,157,186.197. 200,207 texto, 13-15,21.22.29. 35.42.56.58.66.67, 90,97,117,141, 147,152,153,156, 189-191, 193.196, 197,202,216,218, 221,224,234.238, 239,241.256.258260,269,277-280 Ihém is, 154,155 th ro m n , 201 th eoria (ver teoría) thrasytes (ver temeridad) thym ós (ver deseo) tiempo, 17,32,34,3740.48.49.53.56.67, 76-82,85,87,90,

101.102.104.109, 114.117.129.131. 133,134.148.152. 157,164-166.172, 177,178.198.206. 213,214.216.228. 229.231.235-237, 242.243.255.257, 266.270.272,282, 283.287.290 inmediato. 179,183, 279 mediato, 179,183 originario, 14 solidificación del. 214 tiranía. 92.12Ó. 230. 243,263 tirano. 62.108.120,122, 248.249.251,259. 264.266-268 tolerancia. 116 tradición. 12-15,21,22. 40,41.52.55,59.62. 70,91.94,95,98, 108,116,122,145. 146,155,156,158. 179.185,191,193. 200,201,209,214, 227-229.264,266. 267,269,271,272, 274.277 tragedia, 73,91,154, 197,283 tranquilidad, 283 trivialidad, 165,200,227