Marc Chagall
 9781780420738, 1780420730

Table of contents :
Content: Contenido
I. La tierra de mi corazón ...
II. Los primeros años
III. Obras gráf icas
Cronología de la vida y obra de Marc Chagall
Índice de las reproducciones
Notas.

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Mikhail Guerman

Marc

CHAGALL

Texto: Mikhail Guerman- Sylvie Forestier Traducción al español: Julio Paredes Edición en español: Mireya Fonseca

© Confidential Concepts, Worldwide, USA © Sirrocco, London, UK (English version) © Marc Chagall, Artists Rights Society, New York, USA/ ADAGP, Paris ISBN: 978-1-78042-073-8 Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida o Adaptada sin autorización del propietario de los derechos de autor, en todo el mundo. A menos que se especifique lo contrario, los derechos de reproducción de las obras aquí impresas permanecen con los respectivos fotógrafos.

Marc Chagall

Contenido 7

La tierra de mi corazón

27

Los primeros años

135

Obras gráficas

156

Cronología

158

Índice de las reproducciones

160

Notas

6

I

La tierra de mi corazón…

A

P. 6 : Mi prometida en guantes negros, 1909. Óleo sobre lienzo, 88 x 65 cm. Kunstmuseum, Basilea.

través de una de aquellas vueltas del destino, más de un exilado ha recuperado su tierra natal. Desde la exhibición de sus obras en el Museo Pushkin de Bellas Artes de Moscú en 1987, que dio origen a un extraordinario fervor popular, Marc Chagall ha experimentado un segundo nacimiento. Tenemos aquí a un pintor, quizá el pintor más peculiar de todo el siglo XX, que por fin alcanzaba el objeto de su búsqueda interna: el amor de su nativa Rusia. Así, la esperanza expresada en las líneas finales de Mi vida, la narración autobiográfica que el pintor suspendió en 1922 cuando partía hacia Occidente –“y quizá Europa me amará y, con ella, mi Rusia”– se había cumplido. La confirmación de este hecho la proporciona hoy en día la tendencia retrospectiva en su tierra natal que, más allá de la completamente natural reabsorción del artista en la cultura nacional, da también testimonio de un interés genuino, de un intento de análisis, de un punto de vista original que enriquece nuestro estudio de Chagall. Contrario a lo que uno pudiera pensar, a este estudio aún lo rondan las incertidumbres en términos de los hechos históricos. En fecha tan temprana como 1961, y en la que aún sigue siendo la obra de referencia más importante 1, Franz Meyer enfatizaba en el hecho de que establecer incluso una cronología, por ejemplo, de las obras del artista resultaba problemático. De hecho, Chagall rehusó fechar sus obras o fecharlas a posteriori. Por lo tanto, un gran número de sus cuadros cuentan sólo con una fecha aproximada y, a esto, debemos agregar los problemas presentados a los analistas occidentales por la ausencia de fuentes comparativas y, muy a menudo, por un deficiente conocimiento de la lengua rusa. De esta manera, sólo podemos dar la bienvenida a trabajos recientes como los de Jean-Claude Marcadé 2 quien, siguiendo los pasos de los pioneros Camilla Gray 3 y Valentina Vassutinsky-Marcadé 4, ha subrayado la importancia de la fuente principal –la cultura rusa– en la obra de Chagall. Debemos alegrarnos aún más por las publicaciones de historiadores del arte como Alexander Kamensky5 y Mikhail Guerman con quienes tenemos ahora el honor de colaborar. Por otra parte, Marc Chagall ha inspirado una prolífica cantidad de literatura. Los grandes nombres de nuestra era han escrito sobre su obra: desde el primer ensayo serio escrito por Efros y Tugendhold 6, El arte de Marc Chagall, publicado en Moscú en 1918 cuando Chagall tenía apenas 31 años, hasta el erudito y escrupuloso catálogo elaborado por Susan Compton 7, Chagall, aparecido en 1985, el año de la muerte del artista. Con ocasión de la exposición llevada a cabo en la Royal Academy de Londres, no han dejado de aparecer estudios críticos, pero todo esto no hace más fácil nuestra percepción del arte de Chagall. La interpretación de sus obras –tanto ligándolo a la Escuela de París, como al movimiento Expresionista o al Surrealismo– parece estar plagada de contradicciones. ¿Se resiste completamente Chagall al análisis histórico o estético? En ausencia de documentos confiables, muchos de los cuales se perdieron para siempre como consecuencia de sus viajes, existe el peligro de que cualquier análisis se vuelva estéril. 7

Esta particularidad por la que el arte del pintor parece resistirse a cualquier intento de teorización, o incluso categorización, queda aún más reforzada por una observación complementaria. La mayor inspiración, las intuiciones más perceptivas están alimentadas por las palabras de los poetas y los filósofos. Palabras como las de Cendrars, Apollinaire, Aragon, Malraux, Maritain o Bachelard… revelan claramente las dificultades inherentes a todos los intentos de un discurso crítico, como el mismo Aragon lo subrayó en 1945: “Todo medio de expresión tiene sus límites, sus virtudes, sus insuficiencias. Nada es más arbitrario que pretender sustituir la palabra escrita por el dibujo, por la pintura. Esto se llama Crítica de Arte, y yo no podría ser, de manera consciente, culpable de esto” 8. Palabras que revelan la naturaleza fundamentalmente poética de la obra de Chagall. Incluso si la arbitrariedad del discurso crítico parece ser aún más pronunciada en el caso de Chagall, ¿deberíamos renunciar a cualquier intento por clarificar, si no el misterio de su trabajo, por lo menos entonces su experiencia plástica y su práctica pictórica? ¿Deberíamos limitarnos a una simple efusión lírica de palabras para referirnos a uno de los individuos más inventivos de nuestro tiempo? ¿Deberíamos abandonar la investigación sobre su condición estética o, por el contrario, persistir en creer que su estética se encuentra en la íntima y multiforme vida de las ideas, en su intercambio libre y algunas veces contradictorio? Si esto último es el prerrequisito necesario para todo avance en el pensamiento, entonces el discurso crítico sobre Chagall podría enriquecerse gracias a los nuevos conocimientos aportados por las obras en algunas colecciones rusas que habían permanecido hasta ahora sin publicar, por los archivos que hemos sacado a la luz y por los testimonios de los historiadores contemporáneos. La comparación nos da una más profunda comprensión de este arte salvaje que agota cualquier intento por domarlo, a pesar de los esfuerzos por conceptualizarlo. Alrededor de 150 pinturas y piezas gráficas de Chagall se analizan aquí por la pluma sensible del autor. Todas se realizaron entre 1906-1907 –Mujer con canasta– y 1922, el año cuando Chagall abandonaba Rusia para siempre, con la excepción de varias obras posteriores, Desnudo sobre un gallo (1925), El tiempo es un río sin orillas (1930-1939) y Reloj de pared con pluma azul (1949). El corpus de las obras presentadas ofrece una relación cronológica del primer periodo de creatividad. El análisis del autor enfatiza con incuestionable relevancia las fuentes culturales rusas donde se nutrió el arte de Chagall. Revela el mecanismo de memoria que descansa en la esencia del ejercicio del pintor y traza un concepto mayor. Resulta tentador hablar de un “tempo” mayor, aquel del tiempo-movimiento perceptible en la estructura plástica de la obra de Chagall. Así podemos entender mucho mejor el vívido florecimiento del trabajo del artista con su naturaleza cíclica, aparentemente repetitiva (pero ¿por qué?), que podría definirse como orgánica y que nos recuerda el significado ontológico de la creación misma como se expone en los escritos de Berdiayev. Esta efusión primordial de la creatividad que provocó la admiración de Cendrars y Apollinaire, este imperioso paganismo pictórico que dicta su propia ley al artista, revela una estética y una ética de la predestinación que, por parte nuestra, nos gustaría aclarar. Es allí en la inmediatez de la práctica pictórica de Chagall, en la inmediatez de cada decisión creativa donde se encuentra su propia identidad, donde podemos encontrarlo. Esta autorrevelación nos la relata el propio Chagall. El texto autobiográfico Mi vida, escrito en ruso, apareció por vez primera en 1931 en París, en una traducción al francés hecha por Bella Chagall. Suministrándonos evidencias profundamente valiosas sobre todo un periodo en la vida del artista, este texto –tierno, vivo y divertido- enseña más allá de su naturaleza anecdótica los temas fundamentales de su trabajo y, sobre todo, su carácter problemático. La narración como un todo no se presenta por lo demás sin algunas evocaciones a las biografías del artista estudiadas por Ernst Kris y Otto Kurz 9, quienes crearon una tipología. Desde las primeras líneas llama la atención una particular frase: “¡Lo primero que saltó ante mis ojos fue un ángel!”. Por lo tanto, las primeras horas en la vida de Chagall quedaban aquí registradas específicamente en términos visuales. La narración comienza con el tono de una parábola y 8

P. 9 : Bella con un cuello blanco, 1917. Óleo sobre lienzo, 149 x 72 cm. Colección de la familia del artista, Francia.

9

10

P. 10 : Nacimiento de un niño, 1911. Óleo sobre lienzo, 100 x 119 cm. Galería Tretyakov, Moscú.

la historia de su vida no podía pertenecer a nadie distinto que un pintor. Chagall, que recuerda las dificultades de su nacimiento, escribe: “Pero por encima de todo nací muerto. No deseaba vivir. Imaginen una burbuja blanca que no desea vivir. Como si estuviera rellena de pinturas de Chagall” 10. Así, vivir significaba quizá liberarse de lo que había dentro de él: ¿la pintura? El tema de la vocación contenido en este sueño premonitorio, la señal obvia de una predestinación única, nos parece a nosotros mucho más significativo en tanto que determina los hechos en la vida del artista y da significado a su destino. Marc Chagall nació en el seno de una estricta familia judía para quienes la prohibición de representaciones de la figura humana tenía el peso de un dogma. Si uno desconoce la naturaleza de la educación tradicional judía, le quedará muy difícil imaginar el poder transgresor, la fuerza vital que propulsó al joven Chagall cuando se lanzó sobre la revista Niva (Campo) para copiar un retrato del compositor Rubinstein. Se trataba de una educación basada en la ley histórica de la Elección Divina y cobijaba sólo el aspecto religioso de la vida. La transmisión del verdadero núcleo del hogar judío se llevaba a cabo esencialmente por medios orales. Cada oración, cada recitación de la Torá o del Talmud impuesta al devoto se realizaba en una salmodia; las clases de lectura se dictaban en voz alta; la vida diaria tomaba el ritmo gracias a las repetitivas jornadas de la práctica ritual de canciones y a las solemnes bendiciones en el día del sabbat. Cada hogar judío es un lugar santo gracias a la liturgia de la palabra. La familia de Chagall pertenecía a la tradición hasídica. Debemos enfatizar aquí que esta forma de devoción –hassid significa devoto- da preferencia al contacto directo entre el individuo y Dios. El diálogo que se crea por lo tanto entre el creyente y Yahvé existe sin la mediación de la pompa y el despliegue rabínico. Nace directamente de los rituales diarios y se expresa con el ejercicio de la libertad personal. El hasidismo existe fuera de la erudita cultura talmúdica, de la explicación institucional de la sinagoga. Se fundó históricamente en las comunidades rurales de Rusia y Polonia, comunidades basadas en el original núcleo fundamental de la sociedad judía que es, por supuesto, la familia. El padre de Chagall, Zakhar, trabajaba en encurtidos para un comerciante de arenques. Sensible, reservado, taciturno, la figura de Zakhar parecía poseer la dimensión trágica inherente al destino del pueblo judío. “Todo en mi padre me parecía ser enigma y tristeza. Una figura inaccesible”, escribió Chagall en Mi vida. Por otro lado, su madre, Feyga-Ita, la hija mayor de un carnicero de Liozno, irradiaba energía vital. La antítesis psicológica de sus personalidades se puede ver en los primeros bocetos hechos por Chagall y en sus series de grabados producidas por Paul Cassirer en Berlín en 1923 y proyectadas para ilustrar Mi vida. Esta antítesis, sentida profundamente por Chagall, encarna la experiencia de la vejez en la totalidad de la existencia judía: el padre y la madre en las pinturas del artista, en el corazón mismo del espacio plástico de la pintura o del dibujo, ponen en juego no sólo la realidad específica de algún recuerdo sino también los dos aspectos contradictorios que forman el genio judío y su historia; resignarse al destino en la aceptación de la voluntad de Dios y la energía creativa aguardando la esperanza, en el inquebrantable sentido de la Elección Divina. Marc tuvo un hermano y siete hermanas: David, de quien elaboró varios conmovedores retratos pero quien murió en la flor de la vida; Anna (Aniuta), Zina, las gemelas Lisa y Mania, Rosa, Marussia y Rachel, quien también murió joven. Aunque la vida familiar era difícil, no era miserable. Era parte de la vida del stedtl, aquella realidad cultural específicamente judía asociada a la estructura social del gueto. En Vítebsk, esta realidad encajaba en la estructura de la vida rural rusa. Para finales del siglo XIX Vítebsk todavía era una pequeña población perteneciente a Bielorrusia situada en la confluencia de dos vías fluviales, el Dvina y el Vitba. Su economía se expandía rápidamente, pero a pesar de la llegada del ferrocarril, de la estación, de las pequeñas industrias y del puerto fluvial, el pueblo aún mantenía las características de una gran aldea rural. Aunque las numerosas iglesias y la gran catedral ortodoxa le imprimían una apariencia más urbana, la gran mayoría de las casas eran aún de madera y las calles, congeladas 11

en invierno, cubiertas de agua en primavera, aún no estaban pavimentadas. Cada casa, evidencia de una unidad económica fundada sobre una forma de vida tradicionalmente hogareña, contaba con su pequeño jardín y su corral para aves. Con sus cercas de madera y su decoración multicolor, las casas de Vítebsk vivirían eternamente en las pinturas de Chagall. Las comunidades rusas ortodoxas y judías convivían codo a codo sin nunca entrar en conflicto. Las divisiones entre las dos se referían más al plano social que al confesional. Existía una clase media judía conformada por ricos mercaderes para quienes el proceso de integración se llevaba a cabo claramente a través de la educación. El mismo Chagall asistiría a una escuela parroquial a pesar de que la institución no aceptaba niños judíos. En esta experiencia infantil se originan las escenas pictóricas del vocabulario plástico de Chagall. Pero estos fragmentos de la memoria, que podemos identificar fácilmente en objetos concretos incluso en los primeros trabajos –la habitación, el reloj, la lámpara, el samovar, la mesa del Sabbat, la calle de la aldea, la casa de su nacimiento y su techo, Vítebsk reconocible por los domos de su catedral– no se cristalizarían en imágenes claramente definidas hasta después del paso de varios años. Sería sólo al obedecer su llamado (“Mamá…quisiera ser pintor…”) 11, lo que significaba separarse violentamente de su familia y medio social, que Chagall pudo desarrollar su propio lenguaje. Un recuerdo metamorfoseado en una imagen romperá con todo el realismo cotidiano y expresará una realidad distinta que se encuentra en la base de sus formas externas. Aquí se hacen necesarios varios detalles relevantes sobre la vida del artista. Chagall tuvo éxito en persuadir a su madre para que lo matriculara en la escuela de dibujo y pintura del artista Pen. Pero los métodos de entrenamiento y los laboriosos ejercicios de copia pronto dejaron de satisfacer al joven Chagall. Aquello que aún seguía buscando confusamente, aquello que escasamente había rozado en sus primeros experimentos audazmente coloridos, no tenían nada en común con la tradición académica a la que se apegaba Pen. La pintura que llevaba en su interior Chagall era el polo opuesto del realismo representativo que Pen había heredado de Los Errantes. Rebelándose contra todo tipo de enseñanza, desde 1907 Chagall empezaría a mostrar una precoz capacidad de invención –¿no usaba el color violeta de una forma que desafiaba todas las reglas conocidas?–, la cualidad autodidacta que es la marca de los espíritus verdaderamente creativos. El destino del artista derivó en la imagen de algún héroe de los grandes mitos fundamentales que constituía el inconsciente colectivo. Se trataba de un destino moldeado a través de pruebas, entre las que la más decisiva fue separarse dramáticamente de su lugar de nacimiento. En 1907, en compañía de su amigo Viktor Mekler, Chagall salía de Vítebsk –una de las principales imágenes simbólicas de su futura obra– hacia San Petersburgo. Su partida hacia San Petersburgo da pie para varios interrogantes. Chagall pudo de hecho haber deseado seguir su búsqueda artística, que apenas comenzaba, en Moscú. La escogencia de San Petersburgo posee una significación particular. Por encima de todo, Chagall se ajustaba –sin ser consciente– a una tradición procedente del Renacimiento, una tradición que consideraba el viaje como uno de los principales recursos para cualquier aprendiz. En la medida en que la pintura era también un oficio –a pesar de las sublevaciones románticas, el estatus del artista a comienzos del siglo XX no se encontraba demasiado lejos del rango de artesano que tenía en el siglo XV–, el reconocimiento social de este mismo estatus dependía inevitablemente de la formación académica. San Petersburgo, entre otras cosas más, era el centro intelectual y artístico de Rusia imperial. Mucho más que la continental Moscú, era una ciudad cuya historia individual se había caracterizado siempre por su apertura hacia Europa occidental. A través de su arquitectura, su urbanismo, sus escuelas y salones, la ciudad ofrecía un alimento tanto formal como espiritual, que iba a enriquecer al joven provinciano. La penetrante mirada de Chagall registraba los menores reflejos de la transparente luz del norte sobre la superficie de los canales de la ciudad. Venía a buscar la excelencia de San Petersburgo. Su fracaso en el examen de admisión para la Escuela Stieglitz no lo detuvo para más tarde unirse a aquella fundada por la Sociedad Imperial para el Fomento de las Artes, y dirigida por Nicholas Roerich. 12

P. 13 : La boda, 1918. Óleo sobre lienzo, 98 x 188 cm. Colección de la familia del artista, Francia.

Nicholas Roerich (1874-1947) había tomado parte en la producción de la revista Mir Iskusstva (El Mundo del Arte), fundada en 1888 por Alexander Benois y dirigida hasta 1904 por Serge Diaghilev. La revista y los artistas agrupados a su alrededor jugaron un papel decisivo en el debate estético general en el que Rusia se enfrascó durante la primera década del siglo XX. Su emblema, una águila del norte dibujada por Bakst, sintetizaba formalmente los objetivos que perseguían: crear un arte nuevo, original en tanto se inspiraba en la tradición rusa, pero abierto a las influencias de Occidente, y capaz por lo tanto de generar, en un país que nunca había conocido nada semejante en toda su historia, un verdadero Renacimiento. El Mundo del Arte predicaba la doctrina del arte por el arte. En cierta medida, heredaron las teorías de Ruskin, que la revista había dado a conocer al público ruso, absorbieron el Simbolismo y el resultado fue de una riqueza indiscutible. Para 1908, Roerich era un artista famoso y con una obra múltiple. Su papel nada negligente en la renovación de las artes decorativas y aplicada, como lo predicaba El Mundo del Arte, no debería hacernos olvidar su trabajo como diseñador de numerosos decorados para las producciones de teatro y ballet. Un eslavófilo convencido, bastante parecido a Kandinsky, que realizaba investigaciones etnográficas profundamente detalladas, se oponía, en su verdadera esencia, a los del grupo de El Mundo del Arte, quienes tenían los ojos puestos en Occidente. El profundo debate entre los occidentalistas y los eslavófilos fue una de las mayores controversias que resonaron en la historia intelectual de Rusia. En 1909, 13

la controversia se incrementó doblemente como consecuencia de la permanente y simbólica rivalidad entre San Petersburgo y Moscú. Otra revista fundada por un comerciante moscovita, Nikolai Riabushinsky, tomaría el sitio de El Mundo del Arte, cuyos integrantes principales habían salido de Rusia hacia Europa occidental. Titulada Zolotoye Runo o El Vellocino de Oro (una revista militante), aseguraba la libertad de expresión en nombre de uno de los mitos antiguos fundamentales de Rusia ancestral, la encarnación de la fabulosa Escitia que Blok alabó en su famoso poema. 14

P. 14 : Autorretrato con siete dedos, 1911. Óleo sobre lienzo, 128 x 107 cm. Colección Real, La Haya.

Al igual que El Mundo del Arte, El Vellocino de Oro, que dejó de aparecer en 1909, también contribuyó a la vida artística del periodo en cuestión. Daría a conocer a un público más amplio personajes tan diversos como Benois, Bakst (cuyo encuentro jugó un importantísimo papel en la vida de Chagall), Roerich, Golovin, Dobuzhinsky, Larionov, Goncharova…Varias figuras francesas también tomarían parte. Charles Morice publicó una serie de artículos sobre las nuevas tendencias en el arte francés; Maurice Denis publicó un estudio sobre Gauguin y Van Gogh; el mismo Matisse, quien encontraría a sus principales coleccionistas en Shchukin y Morozov, analizaba su concepción del arte en el ensayo Apuntes de un pintor 12. Las repercusiones provocadas por estos artículos, sustentadas además por una serie de exhibiciones organizadas por la revista en 1908, 1909 y 1910, fueron considerables. Contrario a lo sucedido con El Mundo del Arte, cuyo modelo estético era la Francia del siglo XIX (incluso si su tendencia general podía en efecto vincularse con el internacional Art Nouveau), El Vellocino de Oro instó a los artistas rusos a crear obras contemporáneas en espíritu y, en consecuencia, contribuyó a la reflexión sobre la idea de la modernidad que, sabemos, fue trascendental para la evolución del arte. No hay ninguna duda de que en San Petersburgo Chagall se enteró del estallido de muchas de las controversias que se armaban en el terreno de la pintura. Sin embargo, las enseñanzas de Roerich, nada distintas a las que ofrecía Pen, lo defraudaban, y el obstinado ejercicio de copiar le parecía una pérdida de tiempo. “Dos años perdidos en esta escuela”, escribió con amargura. Dos años que le permitirían, sin embargo, conocer a su primer mecenas y coleccionista, el abogado Goldberg, cuyos Sala de dibujo y Estudio (1908) Chagall reprodujo, y, sobre todo, a su futuro protector, el influyente diputado en la Duma, Maxim Vinaver. Chagall frecuentaba los círculos judíos que giraban alrededor de Vinaver y quienes deseaban revivir, con el escritor Pozner, el crítico Sirkin, y Leopold Sev, el cuñado de Vinaver, la revista judía Voskhod (Renovación), publicada en ruso. La participación de la intelligentsia judía en el mayor debate artístico de la época es incuestionable. La creciente conciencia de una identidad cultural específicamente judía no excluía el deseo de darle una nueva dimensión de universalidad nacional e internacional. Voskhod fue el instrumento para llevar a cabo esta acción. Vinaver y Sev estaban por abrir las puertas de la famosa escuela Zvantseva para Chagall. Esta escuela privada había sido fundada por una mujer adinerada, ella misma pintora, Yelizaveta Nikolayevna Zvantseva quien, después de una estadía en París, decidió desarrollar una nueva forma de enseñanza con la capacidad de ofrecerles a los jóvenes artistas rusos los medios técnicos para desarrollar una forma de expresión totalmente contemporánea, que no tenían. En San Petersburgo, Zvantseva convocó aquellos considerados los más grandes artistas del momento, Mastislav Dobuzhinsky y, sobre todo, Léon (Lev) Bakst. Baskt había alcanzado renombre internacional particularmente por su colaboración con Diaghilev. Un retratista elegante, había trabajado también en la esfera de las artes decorativas, los libros ilustrados, y por encima de todo había elaborado luminosos trajes y diseños de decorados para teatro y ballet. Así, había trabajado para Diaghilev y sus estrellas, Fokine, Pavlova, Karsavina y Nijinsky. Su reputación era excepcional. Chagall lo sabía y estaba profundamente impresionado, aunque Bakst, un europeo, era, como él, judío. Para Chagall, entrar en la escuela de Zvantseva, y acercarse a Bakst, era un sello de privilegio. Aquí, cerca de uno de los suyos, se preparó a sí mismo para encontrar esa otra realidad que estaba persiguiendo, la misma que llevaba dentro de sí, y que pretendía objetivar únicamente por medio de la pintura. Bajo la libertad de la enseñanza ofrecida por Bakst, Chagall poco a poco empezó a conformar su lenguaje, a conseguir la maestría espacial del color, y encontraría gradualmente su propio estilo. No se vio influenciado por la estética simbolista de Bakst ni por su manierismo decorativo. Por otra parte, muy rápidamente dominó una de las exigencias para cualquier pintor, que era la de “el arte de yuxtaponer colores contrarios al tiempo que se equilibra su influencia recíproca…” 13. Esto se puede ver en La pequeña sala de recibo y fechado en 1908, realizado en los comienzos 15

de sus estudios con Bakst. Sobre un fondo en un delicado tono rosa pintado libremente, los arabescos de objetos –sillas, mesa y florero– están trazados en marrón. Las formas de la luz parecen danzar entre el aireado espacio, desprovisto de cualquier ilusión de perspectiva. La profundidad, sin ser descrita, queda sugerida por el uso de un tono verde suave que ahueca el piso. En el primer plano la doble curvatura del espaldar de una silla y el ángulo quebrado de una mesa parecen poner en movimiento todo el espacio a la manera de ciertos pasteles de Degas. En esta obra, Chagall ha revelado, además, su destreza como colorista. La virtuosa audacia de la composición manifiesta una naturalidad que domina íntegra en este cuadro, ejecutado durante una visita al abuelo del artista. De hecho, Chagall visitaba a menudo a sus parientes; pintó a su hermano y a sus hermanas, a sus padres, y trazaba escenas de la vida cotidiana con el deseo de agudizar su visión, de hacerla más refinada. Pintó Vítebsk, sus calles y sus casas de madera; Vítebsk, su pueblo de la infancia y más adelante el símbolo emblemático de su tierra natal. En el otoño de 1909 por intermedio de Thea Brachman, una amiga que alguna vez posó para él, Chagall conoció a su futura esposa, Bella Rosenfeld. Un encuentro inolvidable relatado por los dos en sus memorias: “¡De repente comprendí que no era con Thea con quien debería estar sino con ella! Su silencio es mío. Sus ojos, míos; fue como si me conociera de mucho tiempo atrás, como si conociera toda mi infancia, mi presente, mi futuro; como si estuviera velando por mí, observándome detenidamente, aunque era la primera vez que la veía. Sentí que ella era mi esposa”, narra Chagall en Mi vida 14. Y en Lumières allumées Bella contesta: “No me atreví a levantar los ojos y cruzarme con la mirada de aquel muchacho. Sus ojos son ahora de un gris verdoso, cielo y agua. Es en estos ojos o en un río donde estoy nadando…”15. Mi novia en guantes negros (1909) es la evidencia de la confusión que sienten. Esta obra sería la primera de una larga serie de retratos de Bella y forma parte de los retratos familiares de David, Mania, y Aniuta, pero aún así se distingue entre todos los otros por su aire de grave solemnidad. Bella, en un traje blanco decorado con un cuello de encaje plisado, aparece en el centro del cuadro. La cabeza, ligeramente ladeada, está cubierta por una boina de donde surgen los cabellos color café. La composición espacial y la misma pose dotan a la figura de cierta monumentalidad, como la que se ve en los retratos pintados bajo la tradición clásica. Pero el contraste cromático entre el deslumbrante blanco del vestido y el negro profundo de los guantes le confieren un extraño encanto a esta figura femenina, tan misteriosa como cualquier aparición. El contraste simultáneo de los colores marca el surgimiento de una nueva concepción que rompía las leyes del género y que eventualmente llegaría a realizarse. Mi novia en guantes negros, y más tarde Bella con collar blanco (1917), son auténticos retratos gracias a la aguda observación de la verdad física y psicológica de la modelo. Pero la modelo no es la prisionera de su propia individualidad. Como la imagen de la mujer amada, la imagen del amor que ella despierta, Bella asume la dimensión universal del arquetipo. El cuadro es, en este sentido, un icono. Su función no es representativa sino demostrativa. Posee un significado oculto. Desde 1909, Chagall empezaba a preocuparse con el mayor dilema de la creatividad –el del estatus verdadero de la pintura– y al que lo empujó la práctica. ¿Era la pintura sólo la copia ilusoria del mundo material? ¿No debería ser, por el contrario, la manera privilegiada de explorar más allá de las apariencias que hacen perceptible la realidad? ¿No debería ser, como la poesía, uno de los medios para revelar el ser? Un antiguo debate que se remonta hasta Platón, este tipo de cuestionamientos atraviesa la historia completa de la pintura. En Rusia, adquirió una dimensión fundamental que caracterizaría todos los experimentos del avant-garde ruso, desde Goncharova hasta Malevich. Pero Chagall se rebelaba sin descanso contra todos los intentos por teorizar el arte. ¿Habrá conocido, donde Bakst, a Larionov y Gonchareva, embarcados ya entre 1909 y 1910 en la aventura Futurista? Hasta el día de hoy ningún documento concreto lo confirma. El joven pintor, a pesar de su posible conocimiento de la amplitud y la efervescente vitalidad del joven movimiento artístico ruso, trabaja en solitario. Los temas de su simbolismo personal nacieron 16

P. 17 : A Rusia, asnos y otros, 1911-1912. Óleo sobre lienzo, 156 x 122 cm. Museo Nacional de Arte Moderno, París.

exclusivamente de su experiencia interna, del ensueño creativo de imágenes que emparenta a la pintura con la poesía. Dos obras son la expresión específica de este hecho: El hombre muerto (1908) y Nacimiento (1910). El análisis del autor de este último subraya enérgicamente ese 17

carácter sacramental que transforma una escena ordinaria en una celebración litúrgica, una característica ya presente en El hombre muerto. Un recuerdo concreto relatado por Chagall en Mi vida sería la base para este cuadro: “Una mañana, justo antes del amanecer, empezaron de repente a escucharse unos gritos en la calle, debajo de la ventana. Bajo el débil resplandor de la luz nocturna alcancé a distinguir a una mujer que corría sola por las calles desiertas”. Tenía miedo de permanecer sola con su marido en la casa. Gente alterada corría por todas partes. El mundo entero estaba lamentándose, llorando. “Pero los más serenos, aquellos acostumbrados a todo, llevaron la mujer a un lado, encendieron tranquilamente las velas y rodeados por el silencio empezaron a orar en voz alta a la cabecera del hombre muerto. La luz de las velas amarillas, el color del rostro, recién muerto, la seguridad en los movimientos de los mayores, sus ojos impasibles nos persuadieron a mí y a los otros alrededor que todo había concluido… El hombre muerto, solemnemente triste, se encontraba ya tumbado en el piso, el rostro iluminado por seis velas” 16. Otras imágenes se mezclan con este recuerdo: aquella del abuelo excéntrico que a menudo él encontraba subido en el techo de la casa; aquella de su tío violinista. Pero si la memoria suministra los elementos del cuadro, éste no queda reducido a una simple y naturalista transcripción. Cada elemento se revela como parte integrante del todo. En el centro aparece la calle de la aldea con pequeñas casas de madera aquí y allá coronadas con techos de paja. En el costado izquierdo de la calle, el hombre muerto aparece tumbado en el piso rodeado por las seis velas. A la derecha una mujer, con los brazos levantados hacia el cielo, está corriendo, mientras desaparece entre las casas un hombre del que sólo podemos ver las piernas. En mitad de la calle, un barrendero, indiferente a la escena, continúa con su labor. Indudablemente, Chagall tomó la mayor parte de la escena de sus propios recuerdos, pero la comparación entre lo narrado y la pintura ya establece algunas diferencias. Mientras que la figura de la mujer se ajusta a la historia, no existe ningún indicio del barrendero ni de esa otra persona cuyas piernas vemos, imposible de identificar, una persona sin rostro como la misma muerte. Los detalles realistas –las velas encendidas, el cadáver echado sobre el piso– corresponden en efecto al ritual funerario judío. Pero la exhibición del cuerpo en mitad de la aldea es una invención. El violinista, a su vez, parece ser una especie de collage en una única figura de recuerdos de su abuelo en el techo y de su tío violinista. La composición se basa en una formación en cruz y se sostiene en la posición de las figuras. El violinista en la parte 18

P. 18 : El comerciante de ganado, 1912. Óleo sobre lienzo, 92 x 200 cm. Kunstmuseum, Basilea.

superior traza una vertical que contrasta con el muerto echado horizontalmente en la parte inferior. La mujer desesperada le da la espalda al barrendero. A través de la ventana de la casa hacia la izquierda brilla una luz. La casa al costado derecho está a oscuras. La calle misma, un triángulo oscuro, es la antítesis del cielo, un triángulo iluminado. La escogencia de los colores también corresponde a la composición formal. El contraste entre los valores de fríos y calientes también ayuda a acentuar la extrañeza de la escena al tiempo que sugiere su significado. El lado izquierdo aparece dominado, efectivamente, por formas sosegadas y colores fríos. En sus poses inmóviles, tanto el violinista como el hombre muerto parecen pertenecer al orden eterno de la naturaleza. Al lado derecho, las formas que chocan, las figuras en movimiento y los colores más libres (el verde del corpiño de la mujer, la otra falda blanca, el rosado de las casas) parecen a su vez indicar el universo de las pasiones humanas. Un nuevo símbolo alegórico del destino, el barrendero se encuentra en la frontera de estos dos mundos; en cuanto a la desconocida figura que le da la espalda a esta escena y parece volar, ¿no podría tratarse de la encarnación del propio Chagall? El cuadro representaría así el drama de la opción que guiaba al artista, por el bien de su vocación, de romper con el orden natural de su familia y su medio social. Las circunstancias históricas que rodearon la salida de Chagall hacia París son ahora bastante conocidas. El abogado Vinaver, su protector y primer mecenas, le adjudicó una subvención a cambio de un óleo, La boda (1910), y un dibujo. La subvención, 125 francos, debía permitirle al joven artista mantenerse a flote durante cuatro años. Vinaver, un hombre con inclinación hacia la cultura humanista, esperaba que Chagall viajara a Roma, pero en su lugar optó por París. El resplandor artístico de la capital francesa era incuestionable, y Chagall no se equivocaba: París se convertiría en su “segunda Vítebsk”. Aislado al principio en la pequeña habitación de la Impasse du Maine, Chagall pronto se encontró en La Ruche con varios compatriotas suyos atraídos también por el prestigio de París: Lipchitz, Zadkine, Archipenko y Soutine, quienes mantendrían el aroma de la tierra natal alrededor del joven pintor. Desde la misma llegada, Chagall quiso “descubrirlo todo”. Y ante sus deslumbrados ojos la pintura, en efecto, se le reveló. Primero que todo, la pintura en los museos. En el Louvre descubrió a Chardin, Bouquet, Rembrandt: “Era como si los dioses se pusieran ante mí” 17. La pintura con la que había soñado en Vítebsk y en San Petersburgo, la pintura de la eternidad, donde se podía leer la eternidad de la pintura. Después vendría el arte que estaría más cerca de Chagall, aquel de Coubert, Manet, Monet, los primeros revolucionarios en la manera de observar. Una comparación enérgica: “Los mejores realistas rusos insultan el realismo de Coubert. El más auténtico impresionismo ruso lo deja a uno perplejo al compararlo con Monet o Pissarro” 18. La dimensión histórica completa, toda la dimensión estética y cultural de la historia de la pintura se reveló a los ojos de Chagall. Este decisivo aprendizaje en la manera de observar se vería reforzado en algunas de las prácticas de estudio en La Grande Chaumiere y en La Palette, dirigidas por Le Fauconnier (cuya esposa era rusa). Pero el verdadero alimento formal para Chagall vendría a ser, según sus propias afirmaciones, París misma; París y aquella extraordinaria “Luz-Libertad” a través de la cual se realizaría como pintor. De este primer periodo parisino en adelante florecerían grandes obras maestras: A Rusia, asnos y otros (1911-1912), Yo y la aldea (1911), El sagrado carretero (1911-1912), Hommage à Apollinaire (1911-1912), y Autorretrato con siete dedos (1911). El frenesí por pintar que animaba a Chagall secunda los términos que, más tarde, el poeta André Breton empleó para describirlo en Génesis y perspectivas artísticas del surrealismo (1941): “La total explosión lírica data de 1911. Es desde este momento cuando la metáfora, con él sólo, marca su triunfante entrada en la pintura moderna” 19. Esta fulguración pictórica que encontró el sendero para la autoexpresión fue sin duda una definitiva explosión lírica. ¿Cómo no puede uno dejar de sorprenderse con el milagro de la pintura de Chagall entre 1911 y 1914? ¿Cómo no puede uno maravillarse ante la obstinada coherencia de un creador que dominó las lecciones del Fauvismo y el Cubismo con el único propósito de liberarse aún más de los mismos? 19

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P. 20 : Paz para las cabañas, guerra en los palacios, 1918-1919. Lápiz y acuarela sobre papel, 33.7 x 23.2 cm. Galería Tretyakov, Moscú.

Chagall ya sabía de manera intuitiva que el color en sus extremos es el portador de valores físicos tangibles. Tenía que llevar su brillo hasta el límite, usar su rara sonoridad. El pintor estaba en deuda con los fauvistas, con Van Gogh, Gauguin y Matisse, cuyas obras había visto donde Bernheim, por su encuentro con el color absoluto. A Cézanne y a los cubistas, Chagall les debía el armazón geométrico de sus pinturas entre 1911 y 1914 y los elementos de su gramática plástica. Pero su individualidad se resistía a todas las restricciones teóricas. “¡Déjenlos comer sus peras cuadradas en sus mesas triangulares!”20, afirmaría con vehemencia, refiriéndose a los cubistas. Un verdadero creador, Chagall tomó prestado del Cubismo sólo aquello que servía para su manera personal de observar. La pintura, para este rebelde artístico, significaba sobre todo el vuelo de la imaginación. El repertorio temático de las obras ejecutadas entre 1911 y 1914 resulta significativo a este respecto. Temas rusos se mezclan con los del gueto, figuras familiares con aquellas de la comunidad de la aldea: La boda (1910), Sabbat (1910), Abuelo (1910), Alrededor de la lámpara (1910), Nacimiento de un niño (1911), un tema ya tratado en 1910, La aldea bajo la luna (1911), Dedicado a mi novia (1911), Judío rezando (1912-1913), El comerciante de ganado (1912), Maternidad (o Mujer embarazada, 1913), A Rusia, asnos y otros (1911-1912), Padre (1914); todas hablan de su tristeza, de la nostalgia por su tierra natal. Estas obras se manifiestan completamente en la tensión creativa nacida del sentimiento de algo ausente, de un paraíso perdido. Son, por lo tanto el intento obstinado por reconstruir un mundo que el artista arrebata del olvido, un mundo libre de las leyes de la gravedad… El proceso de encarnar la memoria en esta forma plástica se puede evidenciar en una obra como El comerciante de ganado, de la que Chagall elaboró dos versiones (1912 y 1923). La escena de hecho evoca sus viajes al mercado de ganado con su tío Neuch en una carreta tirada por un caballo. Pero la composición, la escala de las figuras y el color usado para dar forma, le confieren a esta escena cotidiana de la vida campesina un significado universal. ¿No es, en efecto, la poderosa exaltación de la irresistible fuerza de la vida, siempre renovándose, la que parece evocarse aquí? El evidente símbolo del potro visto en el vientre de la yegua que hala la carreta es, en este sentido, bastante explícito. El irreal color rojo del animal acentúa el efecto simbólico. Todas las figuras, y en especial la mujer campesina que carga un ternero sobre los hombros, son tratadas de manera monumental. En primer plano un hombre joven con una gorra y una mujer con un chal se pasan mutuamente el brazo por encima. Estas dos figuras se representan de medio cuerpo. Son el pivote de toda la composición y quizás suministran la clave para leerla. Ubicados en el borde inferior del cuadro, juegan un papel semejante al de las figuras donantes que aparecen en las pinturas medievales, el papel de testigos. La escena entonces adquiere una radiante gravedad que no es sólo el resultado de su organización plástica y de nuestra percepción sensorial de la misma. La escena requiere, por encima de todo, una lectura cognitiva, que transforma la pintura en una lección. Al magnificar todas las formas, tanto las animales como las humanas, la pintura se torna en la metáfora sublime de la vida. En su función de mostrar, afirmada de manera evidente aquí, El comerciante de ganado se asemeja al arte de los iconos. La influencia sobre el arte de Chagall por parte de los iconos y de los lubok –las imágenes populares rusas ofrecidas a lo largo y ancho de todo el país por los vendedores ambulantes– se ha enfatizado a menudo, algunas veces de forma exagerada. Pero este énfasis nos parece justificado en el análisis del código figurativo usado por el artista, de quien sabemos, además, era bastante sensible a la luz mágica del icono. Chagall estuvo, de hecho, desde 1911, en control absoluto de un lenguaje plástico que no le debía nada a la tradición occidental. Así como sus compatriotas Mikhail Larionov y Natalia Goncharova, se vinculó por el contrario a la tradición bizantina, que siempre había dado prioridad al significado y no a la representación. El alargamiento extremo de las figuras, el rechazo de la perspectiva, la plasticidad del especio interior, la frontalidad que a menudo encontramos en sus cuadros, el uso ocasional del rojo en el fondo como en los iconos de la escuela de Novgorod, son elementos objetivos reconocibles en el sistema representativo 21

de Chagall. El rechazo a todo realismo ilusionista sería confirmado muy temprano en la historia del artista con la célebre exclamación de Apollinaire: “¡Sobrenatural!...”; Apollinaire, el poeta quien, al día siguiente de su memorable encuentro, dedicaba a Chagall su poema Rodsoge. Sin duda la sintaxis cubista le permitió al pintor darle estructura espacial a su experiencia interna y toda su multiplicidad de distintos niveles. Pero la “intencionalidad” del cuadro deriva de la cultura espiritualista y simbólica particular de Rusia, una tierra mística per excellence. Aquí debemos mencionar la obvia similitud que existe entre la concepción del mundo propia de Chagall y el pensamiento simbólico ruso como se expresa en las teorías de Vladimir Solovyov o como se refleja en los artículos de Viacheslav Ivanov en las publicaciones El Vellocino de Oro en 1908 y Apollo en 1910, y que Jean Laude recordaba en su Naissance des abstractions . La similitud radica en la teoría de las correspondencias formulada en Occidente por Mallarmé y Rimbaud, pero que en Rusia adoptó la dimensión de una concepción verdaderamente cosmológica. El lazo íntimo entre el hombre y el universo expresa la profunda unidad de todas las criaturas vivientes. Esta afirmación de la consustancialidad entre el hombre y el mundo es percibida intuitivamente por Chagall cuando escribe en Mi vida: “El arte me parece sobre todo un estado del alma. Las almas de todo el mundo, de todos los bípedos y de todos los extremos de la tierra, son sagradas” 22. Y más tarde, en 1958, Chagall añadía, en una conferencia en la Universidad de Chicago: “La vida es sin lugar a dudas un milagro. Nosotros somos parte de esta vida y pasamos, con la edad, de una forma de vida a otra… Un hombre nunca podrá conocer, tanto a nivel técnico como mecánico, todos los secretos de la vida. Pero a través de su alma está en contacto con el mundo, en armonía con el mismo, quizá incluso a nivel inconsciente” 23. No estamos aquí muy lejos de la noción del Stimmung. El segundo aspecto que vincula a Chagall con las corrientes artísticas dominantes en la Rusia contemporánea se encuentra en su admiración por Gauguin y en su búsqueda personal por un color que se entregara en su totalidad, un color que fuera puro, original, un color que fuera radiante, un color que portara energía y magia. La vitalidad del arte folclórico ruso de principios del siglo XX y la entusiasta percepción de su esplendor cromático determinaría el desarrollo del avant-garde ruso, desde Larionov y Goncharova hasta Malevich y Kandinsky. Sin referirse específicamente al mismo, Chagall no ignoraba el neoprimitivismo ruso: ¿no hubiera entonces exhibido, en marzo de 1912, en la Cola del Asno y en 1913 en Target, dos exhibiciones organizadas por Larionov y en las que también tomó parte Malevich? Malevich, el que siguió un sendero paralelo al de Chagall; Malevich, quien insultó a Chagall dramáticamente en 1919 en Vítebsk. La revolución le traería al pintor la esperanza de una dignidad nueva y la posibilidad de su realización como artista. La declaración de guerra, en efecto, lo había hecho retornar a Vítebsk. Reencontraría su tierra natal, su familia, y se casaría con Bella. Una hija, Ida, nacería pronto. Una abundancia de dicha personal se agregaba a la promesa de la felicidad universal y a la obtención de los derechos de la plena ciudadanía. Chagall creía fervientemente en la revolución. Había conocido a Anatoly Lunacharsky en París. Este último se convertiría en Comisario de Asuntos Culturales en el primer gobierno soviético de 1917 y colaboró para hacer efectivo el vasto plan cultural de Lenin para Rusia, que no dejaba de guardar semejanzas con la ideología difundida por Los Errantes durante la segunda mitad del siglo XIX. Lunacharsky le ofreció a Chagall el cargo de Comisario de Bellas Artes para la región de Vítebsk y Chagall aceptó con entusiasmo. El arte como principio del florecimiento del individuo y como medio de promoción social encontró en Chagall su más activo representante. Incansable, el pintor estableció las estructuras básicas para la enseñanza –un museo, una escuela de arte, un estudio revolucionario–, los prerrequisitos para esta revolución del alma que anhelaba acercar a cada uno de sus compatriotas. Convocaría a Dobuzhinsky, su antiguo maestro en la escuela de Zvantseva, al mismo Pen, a Ivan Puni y a El Lissitzky. 21

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P. 23 : El muro de las lamentaciones, 1932. Óleo sobre lienzo, 73 x 92 cm. Museo de Arte de Tel-Aviv, Tel-Aviv.

Para el primer aniversario de la Revolución de Octubre hizo que “el arte descendiera a las calles” y transformó la decoración urbana de Vítebsk con un sentido de la puesta en escena que más tarde expresaría en sus trabajos para el teatro y, sobre todo, para el ballet. El uso que hizo Chagall del simbolismo, contenido en una imagen sencilla y poderosa, se puede ilustrar, por ejemplo, con el famoso boceto Guerra en los palacios : un campesino con camisa tradicional se levanta alto en el aire por encima de un palacio, reconocible por la columnata. El efecto es directo, el mensaje se percibe de forma inmediata. El lenguaje adquiere la cualidad universal de un cartel. Este periodo, aunque excitante, quedaría marcado por la disputa con Malevich. Existe muy poca evidencia que nos dé cuenta de esta confrontación: Chagall la mencionó sólo de una manera tangencial en Mi vida. Pero un repaso al sendero estético tomado por cada uno de los dos artistas hace evidente que aquel antagonismo resultaba inevitable. Cuando, en efecto, Malevich fue invitado por los estudiantes de la Escuela de Arte de Vítebsk –Chagall afirma, por otro lado, que se dio por iniciativa suya–, ya era para ese momento un artista famoso que había formulado las bases de la doctrina suprematista. El comienzo del año fue testigo de la organización de la décima exhibición de toda Rusia de “La creación no-objetiva y suprematismo”, donde Malevich mostró su Cuadrado blanco. La exhibición reveló las tensiones existentes entre el grupo ruso de artistas no-objetivos y, en consecuencia, la virulencia y la pertinencia de un debate estético que implicaba posturas ideológicas. La desconfianza de Chagall frente a cualquier tipo de actitud colectiva respecto al arte era más 23

fuerte que nunca. Su convicción de que el arte no podía ser nada distinto a una aventura personal no se debilitó. Para Chagall resultaba evidente que la misión del artista seguía siendo subjetiva. La historia de la pintura es la historia de pintores. Malevich atacaría violentamente a Chagall por sus principios didácticos y por la naturaleza de su arte, que desdeñosamente acusó de naturalismo. El temperamento de Malevich, excesivo y por momentos violento, contrastaba profundamente con el de Chagall. ¿Tenía Malevich además –con sus orígenes católicos polacos– algún tipo de desconfianza de los judíos eslavos? Chagall, a su vez, rebelándose contra cualquier teorización del arte, no comprendía el compromiso estético de Malevich. A finales de 1919, Chagall se vería forzado a abandonar Vítebsk, y Malevich organizaba el grupo UNOVIS; afirmación del Nuevo Arte. De esta manera el avant-garde alejaría a Chagall en nombre de sus ideas radicales. La desilusión abriría una profunda herida. Quizá aquel impreciso sentimiento anclado en el corazón de todos los judíos de ser incomprendidos, de ser exiliados en el mundo, se había revivido. “No me sorprendería si, después de tan larga ausencia, mi pueblo hubiera borrado todas mis huellas y no volviera a recordar a aquel que, dejando al lado su propio pincel, se atormentó, sufrió, y se tomó el trabajo de implementar allí el Arte, y soñó con transformar las casas ordinarias en museos y a los habitantes comunes y corrientes en gente creativa. Y comprendí entonces que ningún hombre es profeta en su propia tierra. Salí hacia Moscú”, comentó Chagall con amargura 24. De esta manera podemos comprender mejor el regreso de Chagall hacia el mundo de sus orígenes. En Moscú el pintor reanudó el contacto con la camarilla de intelectuales judíos y a través del teatro redescubrió la cultura judía. El encuentro con Alexei Granovsky, director del Teatro de Cámara, le brindó la posibilidad de trabajar para la escena y de experimentar con el espacio arquitectónico. La decoración del auditorio, no sin humor, rendía un verdadero homenaje a la cultura y la espiritualidad judías. Pero Chagall había dejado ya de reconocer su Rusia, ahora víctima de la inevitable violencia de la historia. En 1922 se vería forzado al exilio, como si su destino como artista sólo pudiera cumplirse a través de la amarga experiencia de un hombre arrancado de su propio país. La vida de Chagall de ahí en adelante quedaría personificada bajo el destino de un pintor que literalmente vivió pintando, su creación renovada perpetuamente por la certidumbre de su propio ser. “Pintar. Un hombre se ha pasado la vida pintando. Y cuando digo su vida, entiéndame. El resto es gesticulación. Pintar es su vida” 25. Así hablaba Aragon, el poeta, de Chagall, el Admirable. Y de hecho Chagall pintó hasta su último suspiro; un mudo diálogo de toda la vida entre el lienzo y el pintor. Las palabras del poeta aluden a un tema fundamental. A pesar de los análisis que hoy en día sacan a la luz las fuentes judeo-rusas del pintor, las relaciones formales, heredadas o prestadas pero siempre sublimes, siempre existe una cuota de misterio en el arte de Chagall. El misterio quizá radique en la propia naturaleza de su arte, que usa la experiencia de los recuerdos. Pintar de verdad es la vida misma, y quizá la vida es pintar. Esta idea la enfatiza el autor cuyas conclusiones de alguna forma se acercan a las opiniones de Louis Aragon. El arte de Chagall se inscribe en el fluir de la temporalidad, en el despliegue de un ensueño creativo que demanda un esfuerzo consciente para su encarnación. Esta lógica visual que organiza las formas sobre el lienzo obedece por lo tanto a unas leyes distintas a las que gobiernan el espacio euclidiano. Ningún vector geométrico define el espacio y la plasticidad de aquella lógica ni permite que el dibujo se exprese a sí mismo, en toda su flexibilidad y espontaneidad. No deja de ser significativo que la pintura de Chagall evoque términos musicales en la pluma del crítico o del historiador. Las figuras y los motivos se perciben como múltiples objetos sonoros, los colores como ritmos y las líneas como melodías, y la metáfora se adecua fielmente a la pintura, pues ésta, como la música, hace evidente la concepción del tiempo.

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P. 25 : Paseo, 1929. Óleo sobre lienzo, 55.5 x 39 cm. Colección privada, cortesía de la Galería Rosengart, Lucerna.

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II

Los primeros años

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P. 26 : Autorretrato en el caballete, 1917. Óleo sobre lienzo, 88.9 x 58.4 cm. Colección privada.

l siglo XX se acerca a su final. El tiempo que significó tanto para Marc Chagall se acerca a su momento decisivo, ese momento reflejado en los cuadros del artista en el que los relojes vuelan en el firmamento con sus agitados péndulos estremeciéndose, cuando el tiempo se vuelve tangible, cuando se transforma de una vez en una maravilla al mismo tiempo hermosa y aterradora. Hemos empezado a hacer la recapitulación del siglo que desde sus primeros días fue tan propenso a la autovaloración. Incluso ahora no tenemos casi dudas sobre cuáles nombres constituyen su gloria. Y aunque nuestra era dejará para el siguiente milenio más de uno que otro enigma (a pesar de la superabundancia de información o quizá por esto mismo) mucho se ha determinado con una total, o casi total, certidumbre. Las bellas artes no han sido el aspecto más importante del siglo XX. Podemos nombrar algunas docenas de novelas, películas o trabajos musicales que han absorbido las esperanzas y la agonía de la humanidad, que han sacudido la conciencia de la gente, que han alcanzado lo que podríamos llamar una significación supraestética. Escasamente se encuentran este tipo de obras en la esfera de la pintura, con la posible excepción de Guernica. Quizá en el futuro lejano se hará evidente cuáles pinturas reflejan verdaderamente las vertiginosas alturas y los insondables abismos de nuestro siglo. Pero por ahora, sólo los nombres de algunos cuantos artistas resuenan como eco del siglo. Uno de esos pocos nombres es el de Chagall. Chagall pintó y dibujó casi desde el puro comienzo del siglo hasta prácticamente su final, combinando de forma maravillosa la verdad consigo mismo –su naturaleza artística era sorprendentemente consistente y desarrollada desde una etapa muy temprana–, con la verdad hacia los tiempos cambiantes de forma tan veloz y trágica. El tiempo lo atravesó de lado a lado, despojándolo de sus raíces, de aquellos a quienes amaba, sacudiéndolo con sus guerras, con el sufrimiento, con las aflicciones del mundo entero y con las de la pequeña Vítebsk; todo resonaba a través de su alma. Pero el “punto de Arquímedes”, una vez hallado –“Bienaventurado aquel que ha podido encontrar el punto de Arquímedes en sí mismo” (Tiutchev)–, le ayudaría a mantenerse como el siempre reconocible Chagall quien creía en el amor y la belleza, en la amabilidad, en el poder siempre vencedor del arte, en la fuerza curativa de la fantasía y la felicidad, que contaba con la capacidad de ver la grandeza universal en los elementos más insignificantes de la vida en la tierra. No sólo se encontró a sí mismo muy temprano. Incluso en sus años finales regresaría a las imágenes y mecanismos del primer periodo, y en sus obras juveniles podemos vislumbrar claras señales de las alturas olímpicas que iba a alcanzar en sus últimas obras. Al interior de su arte, el tiempo se extiende libremente desde el comienzo hasta el final de su propia senda, 27

para regresar una vez más, imprimiéndole madurez a su obra primera y una radiante ingenuidad a sus últimos trabajos. Chagall conocía el secreto del tiempo. En su vida, el péndulo de las décadas que pasan oscila a veces hacia delante, otras hacia atrás… Sin estos eternos retornos Chagall no hubiera sido el mismo; más que ningún otro, él había “nacido de su niñez” (Saint-Exupéry), de su pequeña Vítebsk, que no era sólo su tierra natal, sino además el hábitat de su espíritu desde la infancia hasta la vejez. Por lo tanto, escribir de la obra temprana de Chagall significa esencialmente escribir sobre Chagall como un todo: sus verdaderas raíces eran el prototipo de la copa de un árbol alto; es quizá por esto que tan a menudo en sus cuadros el arriba y el abajo intercambian puestos y las cabezas aparecen bocabajo. El veloz florecimiento de su talento parece milagroso en un pequeño pueblo remoto, en el seno de una numerosa familia judía oprimida por la pobreza y por su estatus de parias, por el recuerdo de los pogromo y por la expectativa de otros por venir. Había visto el gran arte sólo en reproducciones sueltas; su talento se alimentó de la imaginación y de una aguda sensibilidad, de una tendencia a identificar los detalles y a sintetizar de forma instintiva sus observaciones en un todo fabuloso pero auténtico. Marc Chagall nació muerto y era bastante consciente de este hecho. Para el artista, siempre esforzándose por penetrar la esencia misma del tiempo, intercambiando perpetuamente el final y el principio, esta conciencia jugaría un papel fundamental al determinar su destino creativo, su sentido del gran valor de la vida, de la esencia de la muerte, del nacimiento y la existencia. Y Chagall percibió las paradojas propias del tiempo en su particular manera. La solemne naturaleza ritual de las ceremonias. Las acostumbradas tolerancia y sabiduría de una familia grande (era el mayor de nueve hijos), así como la bondad, todo esto, sin duda, le sería 28

P. 28 : Verbena, 1908 . Óleo sobre lienzo, 68 x 95 cm. Colección Writ Ludington, Santa Bárbara, California, Estados Unidos.

P. 29 : Sabbat, 1910. Óleo sobre lienzo, 90 x 98 cm. Museo Wallraf-Richartz, Colonia.

inculcado en el hogar. Debemos también asumir que su talento para amar, para identificar en el amor el sentido y el soporte de la vida, proviene de su vida en el hogar: ¿con qué otra cosa pueden contar los pobres? La Vítebsk que observamos en sus primeras obras era sin duda la realización de sus impresiones infantiles enriquecidas por su personal experiencia espiritual. Desde el mismo comienzo, la obra de Chagall era autobiográfica; sus pinturas narran la historia de su alma, la historia de su comprensión del mundo a través de su forma visible y al mismo tiempo sólo intuida. Sus mejores trabajos de la década de 1900, Kermis y El hombre muerto (los dos de 1908), conservan una sosegada e infantil percepción de la felicidad y el dolor vistos a través del prisma del mito ritual, tanto elegantemente dispersas como al estilo lubok. Estas cosas pudieron haber sido pintadas por un maravilloso y talentoso artista autodidacta, o por algún refinado profesional. De hecho, Chagall tuvo sólo una breve pero variada y útil formación profesional. Su primer tutor fue Yuri Pen (1854-1937), director de una escuela de dibujo en Vítebsk. Pen era un talentoso pintor de la buena escuela tradicional –había estudiado en la Academia de Artes bajo la dirección de Pavel Chistiakov– quien había logrado encontrar su propio lenguaje libre y poético. En sus paisajes de Vítebsk hay algo parecido a las obras de Chagall. No en los sueños ni ilusiones, no en la aguda individualidad, sino en la tristeza omnipresente, en el gusto por la invención y en la comprensión de la melancolía y la poesía de las calles pobres judías. Todos los recuerdos de Chagall están impregnados de color, entretejidos con asociaciones de color. Desde la ventana del tranvía, había vislumbrado el aviso de la escuela de Pen con letras blancas en un fondo azul (!). Este presentimiento cromático no 29

lo defraudó: Pen identificó su talento incluso en las concienzudas copias que Chagall había realizado de ilustraciones de la revista Niva (Campo), en ese entonces popular. Al descubrir que a Chagall no lo hacía feliz ni le resultaba nada útil hacer dibujos de modelos de yeso, Pen le permitió a este extraño estudiante trabajar como quisiera. Además, si creemos en la memorias de Chagall, su particular amor por el color violeta atrajo tanto a Pen que éste rehusó recibir cualquier pago por las lecciones. En 1907, Marc Chagall decidió ir a San Petersburgo. No tenía casi dinero y a la pobreza se le agregaría la humillación: tenía que conseguir un permiso de residencia sin el cual a los judíos se les prohibía vivir en la capital. No consideró ni siquiera asistir a la Academia de Artes y no pasó el examen de entrada a la Escuela Central de Diseño Técnico Barón Stieglitz. Pero la Escuela de Dibujo, adscrita a la Sociedad para el Fomento de las Artes, lo aceptó directo el tercer curso, e incluso le otorgó una beca. Allí fue reconocido por el mismo Nicholas Roerich, director de la escuela en ese momento. Sus tres años en San Petersburgo fueron una extraña mezcla de pobreza, humillación y veloz avance, incluso buena suerte. Después de haber agotado todo lo que le podía ofrecer la Escuela de la Sociedad para el Fomento de las Artes, fue a estudiar, con una recomendación de uno de sus maestros, con Léon Bakst, ya para ese momento un maravilloso artista reconocido tanto en Rusia como en París. 30

P. 30 : Autorretrato, 1909. Óleo sobre lienzo, 57 x 48 cm. Kunstsammlung Nordhein-Westfalen, Düsseldorf.

P. 31 : La hermana del artista (Mania), 1909. Óleo sobre lienzo, 93 x 48 cm. Museo Wallraf-Richartz, Colonia.

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Para esa época, Bakst estaba enseñando en la escuela de arte privada de Yelizaveta Zvantseva, cerca de los Jardines Tauride en el mismo edificio donde se levantaba la famosa torre del poeta simbolista Viacheslav Ivanov. Allí, la atmósfera era artística y romántica; en la mitad del estudio aparecía un óleo que alguna vez había pertenecido a Vrubel. La enseñanza seguía esencialmente los lineamientos de El mundo del arte, así como también de Bakst, y entre los maestros se incluían Mstislav Dobuzhinsky y Valentin Serov. Chagall se sintió atraído por el brillo de su técnica y gusto europeos, pero lo desconcertaba su refinamiento extremo. Para ganar algo de dinero, se vio forzado a trabajar como pintor de carteles y allí encontró el encanto de la espontaneidad; logró de alguna forma adivinar la elegante finura de los artistas franceses contemporáneos, a quienes escasamente conocía de algunas reproducciones. Sentía atracción hacia París, pero Bakst lo persuadió de ir. Durante tres meses, Chagall desapareció de la escuela; regresaría para después salir hacia Vítebsk. Allí pintó El nacimiento (1910), una de sus primeras obras impregnada con la idea de los inquebrantables lazos entre lo celestial y lo terrenal. Resulta difícil encontrar aquí algún vestigio de sus impresiones de San Petersburgo o de las lecciones de Bakst… La pintura posee una súplica bíblica, casi medieval, como el congelado misterio de los iconos, una penetrante 32

P. 32 : Gólgota, 1912. Óleo sobre lienzo, 174 x 191.1 cm. Museo de Arte Moderno de Nueva York.

P. 33 : Yo y la aldea, 1911. Óleo sobre lienzo, 191.2 x 150.5 cm. Museo de Arte Moderno de Nueva York.

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concreción que recuerda la obra de Van Gogh, aunada a las realidades de la monótona existencia en Vítebsk. Chagall no tuvo problemas para combinar sucesos, lugares y géneros. Todo esto rebosaba de manera tan natural de uno en otro en su conciencia, que en la pintura fluía de una manera espontáneamente sintetizada desde el comienzo. La luminosa y desvalida carne se percibe como un ilimitado símbolo de la vida, levantándose por encima del debilitado cuerpo de la madre. 34

P. 34 : El violinista, 1912-1913. Óleo sobre lienzo, 184 x 148.5 cm. Colección Real, La Haya.

P. 35 : La boda, 1910. Óleo sobre lienzo, 98 x 188 cm. Colección de la familia del artista, Francia.

Y ardiendo como una lóbrega llama, el lujoso dosel para la cama –sabe Dios de dónde habrá venido en esta empobrecida casa– como alguna especie de emanación de esta solemne ceremonia que representa la conquista de la muerte. Recordémoslo una vez más: Chagall sabía que había nacido muerto. Cerca, en las profundidades de la habitación, aparece otra gente, otro mundo, pobre y vacío. Esta gente, melancólica y al mismo tiempo graciosa como la mayoría de los personajes de Chagall, encuentra el nacimiento como un eslabón común en la cadena de la vida. Estos dos mundos –el celestial, enmarcado en una mandorla hueca escarlata, y el terrenal, bajo la luz amarilla de una lámpara de parafina– quedan unidos por el rostro fantasmal más allá de la oscura ventana que evoca tanto un pobre transeúnte como una sombría visión, un símbolo de la no existencia. Los gruesos y poderosos racimos de color podrían compararse con los estruendos de una tormenta: parecen contener un eco, el desborde de fuerzas primordiales, percibidas con una palpitación naïf y conmovedora. Con este sentido tanto del dolor como de la luz de la vida, con la confusa atracción hacia un arte nuevo y poderoso, un arte desprovisto de un excesivo racionalismo y un esteticismo refinado, finalmente salió hacia París. Un acaudalado diputado de la Duma, Maxim Vinaver, consintió otorgarle una beca. Se estableció en La Ruche 26, un singular edificio cuyo dueño, el escultor Dubois, lo había acondicionado como una residencia modesta para los escritores y artistas que llegaran a París. El edificio, situado en la rue Danzig, quedaba desagradablemente cerca al matadero Vaugirard, aunque no estaba muy lejos del Boulevard Montparnasse con sus famosos cafés artísticos La Coupole, La Rotonde y Le Select; sin embargo, por encima de todo, el arriendo en La Ruche costaba sólo cien francos al año. Allí muchos artistas de Rusia, como Ossip Zadkine, Alexander Archipenko y Chaim Soutine, encontrarían refugio, y entre otros residentes se encontraban Fernand Léger, Robert Delaunay y Blaise Cendrars. La confusión de los primeros días pronto se transformó en entusiasmo (“El Louvre puso fin a todas mis dudas”.). Chagall estaba profundamente interesado en el arte moderno. 35

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P. 36 : El violinista, 1911. Óleo sobre lienzo, 94.5 x 69.5 cm. Kunstsammlung Nordhein-Westfalen, Düsseldorf.

Habiendo apenas logrado liberarse de la parsimoniosa contemplación provinciana de San Petersburgo, se vería atrapado en París en un veloz torrente de una agitada y reluciente vida artística, que hubiera sometido incluso a un espíritu mucho más curtido. Pero aún así, cuando vio a Cézanne, tomando en ese momento su legítimo lugar en el arte, cuando vio los primeros experimentos cubistas de Picasso y Braque, las obras exploratorias de Léger y todo el maravilloso, ferviente, contradictorio y elusivo torbellino del arte, con artistas y estilos variados y afines, que generalmente rigen la Ecole de París, mantuvo dentro de sí la sabiduría y su resuelto “centro de gravedad”, su ironía y aún su tierna sabiduría. Aun así, era apenas natural que empezara a formar parte de este mundo de inmediato, quizá precisamente porque no temía continuar siendo él mismo y también porque al mismo tiempo, no se avergonzaba de aprender de otros. Chagall estaba dotado de una especie de inmunidad estilística: se enriquecía sin destruir nada de su propia estructura íntima. Al admirar las obras de otros, los estudiaba de una manera ingeniosa, liberándose de su torpeza juvenil, pero sin perder nunca y en ningún momento su “punto de Arquímedes”. Por momentos el pintor parecía observar el mundo a través del cristal mágico –sobrecargado de experimentación artística– del École de París. En estos casos, Chagall se embarcaría en un sutil pero serio juego con los distintos descubrimientos de final de siglo y tornaría su profética mirada, semejante a la de algún joven bíblico, para observarse a sí mismo de manera irónica y pensativa en el espejo que reflejaba, naturalmente y sin eclecticismos, los descubrimientos pictóricos de Cézanne, la delicada inspiración de Modigliani y los complejos ritmos exteriores que recordaban los experimentos de los primeros cubistas (Autorretrato al caballete, 1914). ¿Se trataba de una consciente experimentación con las lecciones de los otros, de tal forma que al comprenderlos, aunque sin dejar de ser él mismo, podía comprenderse finalmente a sí mismo? Desde luego hoy en día, con la evidente capacidad de ver la trayectoria del arte y la vida interior de Chagall, nadie se atrevería a endilgarle semejantes experimentos racionalistas. Aquí sus sucesores deben analizar lo que queda dentro del artista mismo, lo que no fue impuesto por ningún programa externo ni por ninguna labor preconcebida. Chagall fue uno de los primeros artistas de nuestro siglo en percibir y representar lo que hoy, usualmente, se conoce como la iconosfera como parte esencial de la naturaleza, igualmente tangible para el artista como para el mundo objetivo y material. El arte para Chagall era tan real como el rostro de un hombre o el cielo afuera de la ventana; en sus obras las reminiscencias de las obras ejecutadas por sus famosos predecesores no suenan como un eco sino como una melodía independiente tejiéndose orgánicamente en este mundo que él representa. En el Autorretrato el observador atento encontrará más de uno que otro rasgo del eventual sistema artístico de Chagall, que en ese preciso instante estaba tomando forma. Encontramos aquí la volatilidad de las figuras, aparentemente listas para perder el peso y volar a través de los cielos, y el exultante e indolente juego en los matices azules chagallianos, intensos en la ropa, disolviéndose en el firmamento (¿no es precisamente de aquí de donde deriva esta sensación de ingravidez, de elevarse hacia lo alto?) y fundiéndose en los ojos infinitamente tristes y ligeramente juguetones; aquí podemos ver la dolorosa tristeza de la tranquila sonrisa, las pinceladas color dorado-rosa en el fondo, y la contenida sensación de celebración que siempre está presente en la vida, si sólo uno es capaz de encontrarla. No debemos olvidar, sin embargo, que la eterna fiesta de Chagall existe en una indisoluble y antinómica unidad con su eterno dolor, que a menudo queda oculto para el espectador bajo el liviano torrente de sus exuberantes óleos. Siempre hubo abundancia de sucesos trágicos. Tanto en Vítebsk como en París. Parecería ser que ya en los dramas pintados de Vítebsk, en aquellos arquetipos de los conflictos de la vida –muerte, nacimiento–, existiera algún contacto con lo eterno, con lo cósmico. Pero en las obras parisinas descubrimos la aparición de algo más: contacto con el 37

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P. 38 : El poeta (Tres y media), 1911. Óleo sobre lienzo, 197 x 146 cm. Museo de Arte de Filadelfia, Estados Unidos.

P. 39 : Homenaje a Apollinaire, 1911-1912. Óleo sobre lienzo, 109 x 198 cm. Museo Stedelijk, Ámsterdam.

mundo de la cultura, una compenetración natural con su pasado y su presente; el sufrimiento de Chagall no se convertirá únicamente en el sufrimiento de todos los tiempos sino en el sufrimiento transartístico. Tanto los vitrales medievales europeos, como las pinturas de Georges Rouault y los experimentos de los cubistas, ayudaron a refinar la manera de observar de Chagall, agregando nuevas riquezas a su “banco de asociaciones”, proporcionándole un potencial ilimitado para contactos y para alusiones al interior de su individualidad naturalmente inquebrantable, más que cuidadosamente protegida. Por supuesto, París también añadió nuevos temas y nuevas ideas plásticas al arte de Chagall. El artista no sólo observaba las pinturas, sino que también empezaría a conocer gente. La gente talentosa se sentía atraída por él, presintiendo en él un verdadero compañero; así se volvería amigo de Guillaume Apollianaire, Max Jacob y Blaise Cendrars. Apollinaire sería el primero en mencionar el nombre de Chagall en un medio impreso, en 1911, cuando el artista expuso en el Salón des Indépendants. En su estudio, observando largamente y con tesón los óleos de Chagall, Apollinaire afirmó: “¡Supranaturalismo, eres un supranaturalista (surnaturaliste)!” 27 (deberíamos pensar aquí en el realismo fantástico de Dostoievski). En sus memorias, Chagall habla irónicamente sobre la aparición del poeta, pero su actitud hacia él fue siempre de afecto y gratitud. Los afilados versos de Apollinaire, a menudo mezclándose con dibujos jeroglíficos (caligramas), eran para el artista una escuela de claridad y coraje creativo, una lección en la atrevida lógica del pensamiento del siglo XX. Todo esto encontraría su reflejo en la famosa pintura Homenaje a Apollinaire (1911-1912), donde las figuras de un hombre y una mujer forman un todo, divididos y 39

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P. 40 : Maternidad (Mujer embarazada), 1913. Óleo sobre lienzo, 194 x 115 cm. Museo Stedelijk, Ámsterdam.

P. 41 : El soldado bebe, 1912. Óleo sobre lienzo, 110.3 x 95 cm. Museo Guggenheim, Nueva York.

unidos por el tiempo, personificado en un lento círculo giratorio que evoca tanto la cara de un inmenso reloj como la esfera celestial vista bajo la alarmada mirada de un astrólogo del siglo XX. Quizá sea en este óleo en particular, de alguna manera racional en concepto pero profundamente emocional en términos pictóricos, donde la imagen tiempo-movimiento aparece con mayor claridad en la obra de Chagall, gracias a las increíblemente tangibles y hechizantes combinaciones de colores primarios, plenas de subtexto simbólico, y que en el 41

futuro llegarían a ser tan características de Chagall. Sólo su sorprendente azul celeste, insondable y “profético”, no ocupa aún aquí su lugar predominante. Ha aparecido ya para esta época pero en otros cuadros. Probablemente Apollinaire tenía algo de razón cuando, al analizar las pinturas de Chagall expuestas en 1913 en la exhibición de Berlín, escribía: “Chagall es un colorista, lleno de imaginación, quien, aunque a veces basa su trabajo en baratas imágenes comerciales eslavas, las subordina a él mismo” 28. Esta primitiva cualidad cautivadora de los lubok sería una simple insinuación del canon convencional, la contraseña genética del antiguo manantial judío hacia el que fluía el burbujeante torrente del presente, lo eterno y los presentimientos del futuro, combinándose, como hemos visto, con la tradición europea. Dos de las más importantes obras realizadas por Chagall durante su primera estadía en Francia llevan el sello de estos particulares rasgos. Son Naturaleza muerta con lámpara (1911) y Gólgota (1912). La primera está desprovista de cualquier tensión al interior del tema mismo y su dramatismo plástico se podría asemejar al de Cézanne o al de Van Gogh, pero sólo por la fuerza de su efecto; la estructura artística es radicalmente distinta; es a un mismo tiempo más antigua y más moderna. Más antigua por esa luz que emana, primordial, casi mágica, y que 42

P. 42 : La Revolución, 1937. Óleo sobre lienzo, 49.7 x 100.2 cm. Museo Nacional de Arte Moderno, Centro Georges Pompidou, París.

P. 42 : El bebedor, 1911-1912. Óleo sobre lienzo, 85 x 115 cm. Colección privada.

P. 43 : Soldados, 1912. Aguada sobre cartón, 38.1 x 31.7 cm. Colección privada.

nos lanza a la confusión; más moderna en su cubismo, refractando los objetos de una forma totalmente nueva y animados a la manera de Chagall. Para este momento, aquel sufrimiento chagalliano hacía parte del suceso mismo, fortalecido a menudo por la sustancia del arte, para usar el lenguaje de los simbolistas. Aquí, los cuerpos carmesí del jarro y la taza ásperamente rectangulares, y que parecen estar abrasados por el calor, se estremecen y tiemblan, y la lámpara de parafina deambula con una llama oscura –la precursora de numerosas lámparas en futuras obras de Chagall–. Y todo esto 43

existe entre el sonoro azul celeste de Chagall, extrayendo mágicamente luz de la oscuridad; en ese azul primordial que parece haber sido experimentado por el maestro, vislumbrado por él en sueños proféticos y ofrecido al mundo. Este azul celeste –liviano y transparente, pero al mismo tiempo denso–pasaría a ser después nocturno, amenazador y radiante. Aquí ha sido creado con gran dolor y con el presentimiento de “cambios enmudecidos y sublevaciones no vistas” (A. Blok). Paroxismos semejantes de materia inorgánica eran conocidos tanto en Picasso y, antes, en Van Gogh. En esencia, la capacidad de un objeto para transmitir el dolor del artista a través de cierta cantidad de distorsión es inherente al arte de todas las épocas. Para esta tendencia, Chagall trajo un refinamiento menos racional que Picasso y un espasmo menos espiritual que Van Gogh, una alarma menos cósmica y eterna que Cézanne. La obra de Chagall poseía otra cualidad: la intuición de un niño que cree más en lo invisible que en la realidad ordinaria, combinada con una comprensión del mundo tan elevada que, incluso, era capaz de discernir el dolor de los objetos. Desde luego, encontramos influencias de otros pintores –Chagall era un artista europeo, que soportaba una carga doble, su propio talento 44

P. 44 : París a través de la ventana, 1913. Óleo sobre lienzo, 132.7 x 139.2 cm. Museo Guggenheim, Nueva York.

P. 45 : Vista desde la ventana, Vítebsk, 1914. Aguada, óleo y lápiz en papel montado sobre cartón, 36.3 x 49 cm. Galería Tretyakov, Moscú.

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y poderosas influencias–, pero lo ayudaba la naturaleza primordial de sus emociones artísticas extendiéndose atrás hasta la memoria atávica, hasta las tradiciones culturales universales y judías. Parecería que aquí, en París, se hubiera liberado de los temas y las realidades de todos los días que había conocido desde la infancia, acercándose a los temas universales y absolutos. Aun así, este no era el caso. Los objetos en Naturalez a muerta, resonando con dolorosas síncopas europeas, son objetos de Vítebsk. Detrás del dolor universal se encuentra el dolor de un pequeño pueblo que vive bajo el yugo y el temor a los pogromo. Estas realidades, sin embargo, no eran siempre tan evidentes: en Gólgota, por ejemplo, son apenas perceptibles. La originalidad de la estructura artística del cuadro no se percibe de manera inmediata. Al principio parecen existir fuertes asociaciones con las formas de los vitrales góticos y con las brutales composiciones religiosas de Georges Rouault, pero esta sensación pasa pronto. Las conexiones existen, por supuesto, pero en este caso son sólo insinuaciones. Rouault no es únicamente una fuente de influencias, sino más bien un 46

P. 46 : Barbería, 1914. Aguada y óleo sobre papel, 49.3 x 37.2 cm. Galería Tretyakov, Moscú.

P. 47 : Casa en la aldea de Liozno, 1914. Aguada, óleo y lápiz sobre papel, 37.1 x 49 cm. Galería Tretyakov, Moscú.

contemporáneo animado por los mismos sentimientos, uno de los muchos que eran capaces no sólo de imprimir un carácter estético al sufrimiento sino de transformarlo verdaderamente en un objeto de experiencia tanto moral como artística, acercándose a la distorsión, semejante a la del Expresionismo alemán, aunque permaneciendo fiel a su personal refinamiento cromático. Así como Chagall, y contrario a los expresionistas, Rouault parecía llevar la pintura hasta el fondo del lienzo más que esparcirla sobre la superficie. Todas estas comparaciones son, por supuesto, completamente aproximativas, ya que los maestros de quienes estamos hablando eran altamente individuales, aunque al mismo tiempo los unía un mismo sufrimiento y una cultura básica común. El aterradoramente espléndido Gólgota trata un tema inmenso que había sido tradición central en la pintura del mundo desde el Protorrenacimiento hasta Mantegna, hasta el asombroso Descendimiento de la cruz de Rubens en Amberes. Obra que refleja la culminación de la doctrina cristiana: el acto redentor de Cristo para la salvación de la humanidad. Para decidirse por este tema el artista debió haberse sentido igual a sus grandes precursores y debió experimentar la indisoluble necesidad de relatar en su propio lenguaje aquello de lo que ya se había dicho tanto. La tradición antigua, la dirección tomada por el arte contemporáneo y el acercamiento claramente personal de Chagall se habían sintetizado aquí en una imagen fundamentalmente nueva. El tema del Evangelio interpretado por Chagall se percibe ahora bajo el contexto de concepciones totalmente modernas sobre los cataclismos del mundo, vistos a través del prisma de lo fantástico y de las leyendas antiguas y a través de las revelaciones del Guernica. 47

Jesús, desprovisto de su tradicional belleza estética, se percibe como el recién llegado de un mundo desconocido: un extraño rechazado por el mundo terrenal. Las figuras alrededor de la base de la cruz combinan de forma extraña la tradición bíblica con reminiscencias cubistas, pero por encima de todo vemos en éstas la ineludible tristeza de las primeras obras de Chagall, ese pesar que parte el alma. Hay bastante en este óleo que nos obliga a pensar de nuevo en el concepto del recuerdo del futuro o, si uno lo desea, la premonición del pasado. Una vez más nos estamos refiriendo a aquellos rasgos tan típicos de Chagall; no sólo la combinación sino la síntesis de los tiempos, que estaba en consonancia con todos los experimentos del siglo XX. Éste es un importante aspecto del problema. El siglo XX sintió, reconoció y “diseccionó” sus raíces históricas con una agudeza inusual. Asomarse con preocupación hacia el futuro tomaba refugio ya en lo pasado de moda, o buscaba maneras de comprender la lógica del futuro a través de modelos del pasado. Nunca antes (a pesar del nihilismo sin precedentes de ciertos artistas avant-garde) la gente pensante se había volcado hacia el pasado con semejante pasión, con tan ardiente interés. Desde el historicismo intuitivo de los románticos de principios del siglo XIX hasta las ficciones de costumbres de Ernest Meissonier, hasta las fantasmagorías de Gustave Moreau y Oscar Wilde, hasta la sorprendente penetración histórica de Anatole France, Los dioses están sedientos (1912); desde la filosofía cósmica de Alexander Ivanov a los dramas históricos de Vasily Sunkov, del passéime intelectual de El mundo del Arte hasta los simbolistas, hasta las asociaciones históricas de Alexander Blok, o hasta la trilogía de Dimitry Merezhkovsky… Existen numerosos ejemplos significativos. 48

P. 48 : Farmacia en Vítebsk, 1914. Aguada, témpera, acuarela y óleo en papel montado sobre cartón, 40 x 52.4 cm. Colección Valery Dudakov, Moscú.

P. 49 : El barrendero, 1913. Aguada sobre papel, 27 x 23 cm. Colección privada, San Petersburgo.

Chagall no fue uno de esos artistas cuya obra tenía una base intelectual, la necesidad de plantear y resolver –así fuera por medios puramente artísticos– algún problema teórico. Y tampoco fue un cautivo del mundo visible como los impresionistas. Su filosofía era intuitiva, su gente y sus situaciones arquetípicas eran inherentes a su memoria genética y no eran adquiridas, como en el caso de Picasso, en el proceso de la experimentación artística o en el estudio del arte africano desconocido para la civilización occidental. Pero Chagall, un hombre plenamente consciente de su propia época, prestó franca atención 49

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P. 50 : Retrato de la hermana del artista, Mariassinka, 1914. Óleo sobre cartón, 51 x 36 cm. Colección privada, San Petersburgo.

P. 51 : El barrendero (Portero con pájaros). Óleo sobre lienzo, 49 x 37.5 cm. Kusodiev, Astracán.

tanto al pasado como al futuro, en tanto que aquellas cosas que por encima de todo lo preocupaban en este mundo –amor, muerte, sufrimiento y felicidad– habían existido siempre. Pero para ese momento incluso la naturaleza eterna de estas cosas empezaba ya a entrar en duda. Este hecho se puede observar en Gólgota. En el óleo de Marc Chagall este tema tradicional, que ha sido representado en el arte en multitud de formas –desde la gran tragedia hasta el casi melodrama victoriano–, se convierte en una advertencia contra la severidad insensible y ciega, contra la pesadilla del malentendido que puede conducir a la violencia y al asesinato. Todo aquí aparece alejado de todo lo demás: aquellos que sufren y los portadores del mal, severidad brutal y martirio sublime. Todo aquí está unido sólo por la severa belleza de la pintura, el resplandor de los colores, la comunidad de ritmos implacables (“La belleza salvará al mundo”, F. Dostoievski). Es difícil encontrar en nuestro siglo una pintura que contenga tanto del pasado y del futuro al mismo tiempo. A pesar de toda la contemporánea estructura formal del siglo XX, 51

la figura de Cristo se representa en una postura característica de la temprana iconografía de la Crucifixión: Jesús no cuelga débilmente de la cruz: sus brazos aparecen extendidos hacia los lados, abiertos como si recibiera a la humanidad; no perece sino que vive en la muerte. En apariencia, Chagall estaba lo bastante bien informado tanto del propósito como del significado detrás de la tradición iconográfica. Pero incluso el futuro se puede sentir aquí: el eventual término “alienación” aún no había sido acuñado; el concepto de “otros mundos planetarios” aún no había aparecido en las páginas de la ciencia ficción, que para ese momento apenas empezaba a evolucionar; ninguno aún se había esforzado en reunir los conocimientos científico, filosófico y artístico; pero en el cuadro de Chagall ya podemos ver la llegada de ese “mundo extraño”. Su talento no rechazaba lo incomparable, sino que revelaba este mundo como un hecho establecido, tal vez aterrador pero comprensible. La belleza del hilo de Ariadna lo conduce fuera del laberinto del sufrimiento. Las situaciones arquetípicas de todos los días, percibidas por Chagall como inevitables desde la infancia y sin un temor inmotivado, determinan la 52

P. 52 : Padre, 1914. Témpera en papel montado sobre cartón, 49.4 x 36.8 cm. Museo Ruso, San Petersburgo.

P. 53 : El vendedor de periódico, 1914. Óleo sobre lienzo, 98 x 78.5 cm. Colección Ida Chagall, París.

armonía de su pintura. Sin sombras no hay luz; sin sufrimiento no existe la comprensión de la felicidad; sin muerte… nacimiento. Así es como la naturaleza estereoscópica de la vida se refleja en la conciencia de Chagall y en sus óleos. Pero la luz controla invariablemente a la oscuridad. Para decir la verdad, la armonía en las obras de Chagall está presente más como una tendencia, como un deseo por el equilibrio, aunque esto es algo que está lejos de alcanzarse siempre. La belleza de la pintura y los majestuosos ritmos en el Gólgota no salva al espectador de la sensación de tragedia interminable y, más que todo, de un presentimiento del desastre, pues los recursos artísticos, asombrosamente innovadores, dan origen a la imagen de un artista que tiene la capacidad de vislumbrar el futuro, donde todo es distinto: una imagen del mundo y de uno mismo. Aquí podríamos trazar una analogía con las visiones proféticas de Hieronymus Bosch, que anticiparon las tragedias pictóricas de Brueghel, enlazadas directamente con el drama real de la revolución holandesa, aquel Hieronymus Bosch, a quienes los surrealistas les gustaba ver 53

P. 54 : Soldados con pan, 1914-1915. Aguada y acuarela sobre papel, 50.5 x 37.5 cm. Colección Zinaida Gordeyeva, San Petersburgo.

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P. 55 : Rabino con un limón, 1924. Óleo sobre lienzo, 104 x 84 cm. Colección privada.

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P. 56 : Judío en rojo, 1915. Óleo sobre lienzo, 100 x 80.5 cm. Museo Ruso, San Petersburgo.

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P. 57 : Judío en verde, 1914. Óleo sobre cartón, 100 x 80 cm. Colección Charles im Obersteg, Ginebra.

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P. 58 : Autorretrato, 1914. Óleo sobre lienzo, 62 x 96 cm. Colección privada.

P. 59 : Sobre Vítebsk, 1914. Óleo sobre papel, 73 x 92.5 cm. Colección Ayala y Sam Zacks, Toronto.

como su precursor. No sabemos si Chagall conocía la obra de Brueghel o de Bosch, pero al mirar hacia el futuro se apoyó siempre tanto en la memoria artística como en la memoria moral de los siglos. Pero esta pintura era del presente: el suyo. No vale la pena, sin embargo, ver un clarividente en este artista aún joven. En Gólgota existen algunos cuantos elementos de exploración, incluso de pura exploración artística, y un lóbrego, casi irónico sentido de lo grotesco que recuerda la obra de Goya. Pero el eco del pasado aún permanece ahí de manera indudable. Hoy en día, con la distancia del tiempo, esto ya no ha dejado de dudarse. Resulta casi imposible comprender a Chagall si nos sorprendemos constantemente por las contradicciones emocionales en obras creadas al mismo tiempo. La naturaleza poliédrica del mundo y la coexistencia natural al interior del mismo –sin batallar entre sí–, tanto, del dolor como de la felicidad, fueron evidentes para el artista. Una vez más: sin sombras no hay luz, sin reminiscencias no hay vaticinios, sin sufrimiento no hay felicidad. Aquello que nosotros estamos acostumbrados a llamar contradicciones formaba para Chagall la unidad natural de la vida cotidiana. ¿Qué guardan en común el Gólgota y el famoso óleo de Yo y la aldea, pintado un año antes (1911)? ¿Entre la escena de la Crucifixión y ese misterio juguetón y paródico? Tanto mucho como muy poco, tanto como lo hay entre el sufrimiento y la risa de una y la misma persona. Es la apariencia externa del jeroglífico de un hombre que ha roto con la síntesis natural de lo visto, lo conocido y lo invisible: aquella síntesis imaginaria donde los cuentos de hadas, los mitos y las nociones infantiles sobre el mundo en ellos mismos y a su alrededor 59

P. 60 : Ventana en la dacha, Zaolshye cerca de Vítebsk, 1915. Aguada y óleo sobre cartón, 100 x 80 cm. Galería Tretyakov, Moscú.

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P. 61 : La dacha, 1918. Óleo sobre cartón, 60.5 x 46 cm. Galería de pinturas de Armenia, Yerevan.

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existen entera y armoniosamente lado a lado. El término “flujo de conciencia” aún no había pasado de los conceptos filosóficos de William James a la ordinaria terminología histórica del arte, pero en la pintura de Chagall la complejidad de las ideas humanas es observada desde adentro con una simplicidad encantadora, dinámica y viva, como cualquier “monólogo” interior visual. En este monólogo, que parece no escucharse ni verse, encontramos el “he aquí” que es parte obligada del habla del cuento de hadas e infantil: “He aquí una colina, y he aquí un hombre caminando”. La quebrada y fragmentada naturaleza del mundo –esto desde luego no es un invento- y los trocitos de impresiones transmiten claramente el sentido de la “mirada pensante” dirigida hacia aquello que vive en la memoria y en la imaginación. Es evidente que, esta obra no posee la cualidad cuidadosamente ideada e intelectualmente construida, de Por el camino de Swann de Proust, un libro escrito al mismo tiempo (fue publicado en 1913). Aquí encontramos más del folclor, la épica, y la cualidad confesional de un hombre dotado con el don de una expresión personal completa y natural. Era imposible –particularmente en aquella época– inventar de manera intencional la escena del ordeño dentro de la cabeza de la vaca. Sólo resultaba posible mostrar con una sorprendente franqueza el tren de pensamiento asociativo, del aguado y, por supuesto, fascinante juego del recuerdo, donde una imagen se revela al interior de otra, como una sorpresa dentro de un huevo de Pascua. El ritmo de los divergentes círculos concéntricos palpita, penetrando la estructura completa del cuadro, imprimiéndole una cualidad planetaria a la tierra, enlazando lo específico con lo general, transformando la ramita en la mano de la mujer campesina en un árbol completo –los tamaños, como siempre en la obra de Chagall, son confusos; los reflejos bocabajo de alguna gente existen pacíficamente junto con aquellos que caminan normalmente sobre la tierra. Debemos recordar, a propósito, que en el proceso de creación, Chagall a menudo volteaba sus cuadros: el arriba y el abajo eran para él intercambiables. Y debajo del azul celeste de Chagall las cúpulas de Vítebsk resplandecen eternamente. Y, así, el misterioso festival de la memoria triunfante –el desfile de las asociaciones– da comienzo. La franqueza del artista no es un obstáculo para la claridad de la composición. La cautivante naturaleza fantástica de la situación, el pesar, la ironía y fantasía sutiles, y, finalmente, el poder del color, todo esto por momentos impulsa su talento para la composición, su raro sentido de la totalidad, en la parte del fondo. La oleada bocabajo de las figuras, los complejos misterios espaciales y el “inspirado” color vivo están ligados de forma invariable al marco, encerrado en su propio campo, resaltando las ideas centrales, el núcleo emocional de la composición. En el cuadro Homenaje a Apollinaire sentimos la existencia de una escena regulada casi matemáticamente (algo raro en la obra de Chagall); en Yo y la aldea la lógica de la composición se oculta detrás de una cualidad aparentemente improvisada. Por supuesto, Chagall se guiaba sobre todo por la intuición; no era natural para él “verificar la armonía por medio del álgebra”, pero la armonía creada por él puede también, en el análisis final, ser analizada como una especie de modelo racional en el resultado logrado de manera inconsciente, a pesar de que su cuadro sea mucho más rico que cualquier modelo semejante. El centro, claramente definido por la intersección de las diagonales, con la semejanza plástica de un reloj de arena siguiendo la vertical media del cuadro (¡una vez más el motivo del tiempo!), las flores en la parte inferior del reloj de arena y en la parte superior la visión fantástica de Vítebsk, la sensación de una tranquilidad cromática mucho más grande, que resulta de la contemplación del cuadro y que ha sido lograda por la delicada cesura de color entre salpicaduras de tonos saturados, todo junto para formar una unidad armónica. En un cuadro tan fantástico, donde el tema por sí mismo no concentra la atención del espectador, la ausencia de una unidad así suele ser fatal; el óleo puede convertirse realmente en un caótico torrente visual, desprovisto de toda armonía y, en consecuencia, desprovisto de todo mérito artístico. Aquí podemos sentir también los lazos de Chagall con el arte primitivo, 62

P. 63 : El poeta reclinado, 1915. Óleo sobre lienzo, 77 x 77.5 cm. Colección los Depositarios de la Tate Gallery, Londres.

incluso con los lubok, en los que la intuitiva unidad de composición (como en algún cuento de hadas o bylina) es natural y esencial. A pesar de su improbabilidad fantasmagórica, la imagen no deja de ser convincente gracias a la observación de la probabilidad artística, así como en los ritmos de los cuentos de hadas la existencia del Príncipe-rana adquiere autenticidad, así también podemos ver al Violinista (1912-1913) ir de casa en casa, como si siguiera un sendero, el rostro tan verde como la hierba, contra el fondo de un pueblo donde el espacio es confuso como en un sueño jocoso. Pero las áreas del plano distante, rigurosa y perfectamente delineadas y equilibradas, con su oscuro y, de algún modo, refinado jeroglífico, le imprimen una lógica poética a la cualidad improvisada, al estilo cuento de hadas, del tema. Aún más, el claro en donde se levanta la casa se trasforma en la esfera terrestre; en tanto que la historia de la vida diaria no 63

está muy alejada del mito, de la parábola, se desplaza mucho más allá de los límites del tiempo y del espacio ordinarios. Una vez más la esencia del asunto no se encuentra en ningún propósito ni intención detrás de la obra. Chagall, cuando explicaba sus ideas con palabras, escribía no sólo de una forma naïf sino por momentos con algo de pomposidad provinciana (aunque también con una sinceridad conmovedora). Sus ideas nunca dejaron de convertirse en una especie de interpretación de algo que ya se había realizado, aunque se exponen como un concepto y no como una interpretación. Pero ni si aguda intuición ni su pensamiento irónico tenían la fuerza suficiente para abarcar su propia creación; esto sólo es posible en un espectador imparcial y, además, después de un tiempo, en el contexto de su obra como un todo. Sólo hasta ahora tenemos una idea de lo que significaba pintar en París esta imagen de cuento de hadas de un violinista eternamente apesadumbrado, apartado de sus recuerdos de infancia; en París, atestado de arte contemporáneo y de arte clásico y de discusiones sobre el futuro del arte; en París, colmado ya de manifiestos artísticos, saciado de obras tanto elegantes como ofensivas; en París, que ya había probado la agresión del Cubismo, el color impetuoso de los fauvistas, las Estaciones de Diaghilev y los primeros experimentos de los constructivistas. 64

P. 64 : El espejo, 1915. Óleo sobre cartón, 100 x 81 cm. Museo Ruso, San Petersburgo.

P. 65 : El reloj, 1914. Aguada, óleo y lápiz sobre papel, 49 x 37 cm. Galería Tretyakov, Moscú.

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P. 66 : El tiempo es un río sin orillas, 1930-1939. Óleo sobre lienzo, 100 x 81.3 cm. Colección Ida Chagall, París.

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P .67 : Reloj de pared con ala azul, 1949. Óleo sobre lienzo, 92 x 79 cm. Colección Ida Chagall, París.

Qué inmensa libertad interior, qué inmenso talento y qué inmenso dolor fueron necesarios para todo esto; gran verdad para la “genética” intelectual y artística. Y aún a pesar de todo esto Chagall no se desligó de lo que pudiera resultar útil para él, su intuición filtró sutilmente lo que le era necesario y rechazó todo aquello que era llamativo pero innecesario para él. Los primeros críticos, al escribir sobre Chagall en la década de 1920, observaban correctamente que París le había dado a su pintura su propio matiz particular 3, una nerviosidad frágil y certeza de línea, que ahora empezaba a hacer resonar el color con firmeza y precisión, y en muchos aspectos a gobernarlo. Y las áreas de color, al adquirir claridad de contorno y, en consecuencia, un nivel adicional de expresión, se liberaron de cualquier aproximación, manifestándose con un poder nuevo y perturbador. Basta mencionar el cuadro dedicado a Apollinaire. En París, durante la gira del Ballet Ruso, Chagall fue a buscar a Bakst entre bastidores. Bakst fue a visitar su estudio con sus ya conocidos prejuicios, pues se había opuesto al viaje de su pupilo a París. No obstante, se vio forzado a admitir: “Ahora tus colores cantan”. Bakst demostró una rara amplitud de mente; después de todo era un artista con una percepción completamente distinta, pero los miembros de El Mundo del Arte sabían valorar a los artistas que pensaban de diferente manera. 67

P. 68 : Lirios del valle, 1916. Óleo sobre cartón, 42 x 33.5 cm. Galería Tretyakov, Moscú (donación de George Costakis).

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¿Qué podríamos decir? La paleta de Chagall adquirió cierto refinamiento, sin perder ninguna de sus cualidades esenciales; las estructuras emocionales y conceptuales se tornaron incluso más ricas y más unificadas, sus lecciones de París se evidenciaban claramente a través de una fantasía muy colorida y ferviente. Basta comparar Nacimiento de un niño (1911) con la obra Nacimiento (1910), mencionada antes. El cuadro de París, al contrario del pintado en Vítebsk, muestra la unidad entre tema, espacio y género; no existe un lazo complejo entre la eternidad detenida y una escena diaria, o en cualquier caso este lazo es apenas perceptible. Aquí deberíamos mencionar cómo de en cada cuadro los objetos en la obra de Chagall están llenos de distintos significados metafóricos, al tiempo que preservan de manera conmovedora su autenticidad cotidiana. La lámpara se transforma en un candelabro, la tina en una fuente, la cama en un sofá. Obviamente, en este soberbio cuadro no es difícil identificar un recurso de color que raramente se encuentra en la obra de Chagall y que lo usa aquí no sin la influencia de Matisse: la combinación de rayas verticales carmín-rosadas, que unen el suelo y el tendido de la cama con el verde esmeralda del cojín. Y lo que resulta sorprendente es que este cuadro, uno de los más refinados y armónicos entre las obras parisinas de Chagall, parece desprovisto no de una unidad artística sino de cierta unidad en la entonación del artista. El hechizo de Matisse (benéfico como lo fue) aún no penetraba las profundidades más íntimas del arte de Chagall, no lo atravesaba directamente; este cuadro es un raro ejemplo del diálogo entre el artista y sus contemporáneos en el que, por el sendero de la unidad pictórica, Chagall perdió la unidad de su estilo personal por un breve periodo de tiempo… Claro está, si así lo desea, uno podría diferenciar fácilmente otras influencias bastante distintas en otros trabajos parisinos de Chagall. Tanto a nivel de composición, como de plasticidad y color, el retrato del Poeta Mazin (1911-1912) está sin duda conectado tanto con la obra de Cézanne como con la de Picasso (suficiente con mencionar Fumador de Cézanne, Retrato de Jaime Sabartés, El bebedor de absenta o Saltimbanquis de Picasso). Uno incluso puede detectar impresiones de las obras tempranas de Chaim Soutine, quien en 1911 acaba de arribar a París y también se había instalado en La Ruche. Pero, a pesar de todo este aparentemente beneficioso baño de mar en el bastión de la identidad artística de Chagall, en este cuadro el pincel de Chagall se reconoce de manera inmediata e inequívoca, así como es suya la sonriente amargura y su habilidad para capturar una impresión inmediata. Podemos, por supuesto, identificar también el tratamiento de los ojos al estilo de Modigliani y las obvias evocaciones del cubismo, pero lo que tenemos aquí ya no es un diálogo sino escasamente un débil eco. Todo esto es de lo más sorprendente porque, incluso, el más atento y parcial observador es a veces incapaz de diferenciar al Chagall “parisino” del “vítebskiano”. El artista no estaba agobiado por las contradicciones, no se trataba de una personalidad escindida, aunque siempre se mantuvo ajeno; miraba alrededor y dentro de sí mismo y al mundo circundante, y echaba mano de sus pensamientos presentes y de sus recuerdos. Poseía un modo de pensar totalmente poético que le permitió seguir esa ruta tan compleja. En esencia, el método de Chagall se asemejaba a la sabiduría inocente de las obras de Shakespeare, en las que el héroe pasa de forma natural de la prosa a la poesía. Con todo y al mismo tiempo (si no con todo y el mismo óleo) Chagall creó tanto un elevado mundo metafórico como una imagen benigna, aunque sarcástica, de la vida cotidiana en Vítebsk, manteniéndose definitivamente aparte de los sistemas y las declaraciones y sin adherirse a ningún grupo en particular. No se adhería a ninguno pero tampoco los evitaba. Seguía con particular interés lo que estaba sucediendo en Rusia. Y también podemos asumir que los artistas rusos a comienzos de la década de 1910, a su vez empezaban a prestar cuidadosa atención a la obra de Chagall. La inclusión del artista ruso en la exhibición de La Cola del Asno (1912) en Moscú es más que digna de mencionar. El gusto por el lirismo primitivista y la cualidad de folclor filosófico acercan sin duda sus pinturas a los trabajos de Larionov, en especial aquellas de finales de la 69

década de 1900. Hoy resulta difícil afirmar cuál de los dos sabía más del otro (tanto Larionov como Goncharova habían expuesto sus obras en París). Los dilemas artísticos que Larionov exploraba por esa misma época eran, probablemente, más concretos, más programáticos. Pero estos dos artistas –a pesar de la distancia de más de mil millas que los separaba– se ocupaban más o menos de los mismos asuntos, y llevaron a cabo los mismos descubrimientos con un ávido entusiasmo. Por breve tiempo su arte “apagó la sed” en la misma fuente; la situación no duró mucho tiempo, pero la intensa cercanía entre los dos es indudable. La única diferencia radica en que Larionov, al discutir contra un nuevo estilo, rechazaba hasta un alto grado el pasado, mientras que Chagall siempre absorbía todo dentro de sí, sin rechazar sino integrando. En todo caso, las obras de Chagall serían exhibidas en Moscú al lado de las de Larionov, Goncharova, Malevich y Shevchenko, la flor y nata del avan-garde ruso. En París exhibió en el Salon d’Automme y en el Salon des Indépendants. Y de regreso a casa, en la primavera de 1914, asistió a su propio espectáculo individual en la galería Der Sturm en Berlín, organizado por Herwarth Walden, gracias especialmente a los esfuerzos de Guillaume Apollinaire. Ya era un artista popular y reconocido por la mayoría de los pintores de la época y regresaba a Rusia como un artista bastante conocido. Viajó a Vítebsk para el matrimonio de su hermana y pronto se casaría él también, con Bella Rosenfeld. Infortunadamente, todo esto coincidió con el inicio de la guerra. Pintor con reputación europea, Chagall se vería forzado (para evitar el servicio militar) a convertirse en empleado del ejército. Gran parte de sus obras parisinas, que consideró para aquella época sin mucho sentido de pérdida, permanecería en Francia: algunas las regaló, otras simplemente no las retiró de las exhibiciones. Su vida era difícil, pero no dejó de trabajar. Sus cuadros de los primeros años de la guerra son un sorprendente conglomerado de fuentes venidas de Vítebsk y nuevas percepciones de su tierra natal, de sus lecciones en París, de una delicada habilidad artística y descubrimientos en nuevas áreas de la conciencia. Pasaba por su imaginación tantas impresiones instantáneas, fortuitas –¡o por lo menos así parecía!–, uniéndolas por momentos con una sonrisa, en otros con una elevada meditación, que parece apenas posible que todo perteneciera al ámbito de un único artista. A finales de 1914 y principios de 1915 –el periodo más difícil en la vida de Chagall– tres poderosas tendencias artísticas, siendo cada una, a su propia manera, extremadamente significativa, tomaron forma, conviviendo una al lado de la otra y en una compleja interacción al interior de su arte. Primero, estaba la misma vida cotidiana en Vítebsk, enriquecida con una meditación ligeramente más lírica que antes y con un eco de la coloración francesa, a veces escasamente perceptible, otras totalmente obvia. Segundo, existía un evidente afán por el uso de la metáfora poética y filosófica como una manera de comprender los aspectos más dramáticos de la vida, y en la que podemos rastrear el desarrollo de las concepciones fundamentales de su arte: tiempo y espacio. Finalmente, existe una marcada base simbólica en su obra que se observa en una serie completa de pinturas unidas por un subtexto tenso, perturbador y polisemántico y por un sistema formal completamente definido. Parece ser que precisamente por esta misma época, luego de su retorno de París, después de su contacto –aunque sólo de alguna forma fragmentario– con la cultura rusa, el artista revelaba en verdad lo que se había acumulado en su interior durante los años por fuera. Y fue por esta misma época cuando resultó evidente que su percepción artística era aún mucho más rica y compleja de lo que uno podía juzgar al tener conocimiento de sus obras parisinas. Los cuadros pintados en Vítebsk inmediatamente después de su llegada revelan un eco de París sólo después de un estudio bien detallado. Al principio, uno incluso podría probar lo opuesto: la apariencia de su pueblo natal se agudiza y se vuelve más penetrante por la nostalgia, no sólo por la misma Vítebsk sino también por la serena simplicidad de sus percepciones antes de viajar a París. Esto lo encontramos en La barbería (1914) y en Farmacia en Vítebsk (1914). Los ojos de uno sienten “literalmente” el feliz toque del pincel sobre estos 70

P. 71 : El baño del bebé, 1916. Témpera sobre cartón, 59 x 61 cm. Museo de Historia, Arquitectura y Arte, Pskov.

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temas amados, sobre su sencillo e imperecedero encanto, sobre su divertida y querida vida cotidiana, sobre las señales, los techos y las cercas, sobre la gente excéntrica y buena. Así, un hombre habla con placer en su lengua nativa después de tomarse un descanso, a veces vacilando por un segundo en la búsqueda de la palabra correcta, pronunciándola entonces, saboreándola y escuchándola con atención. Es bien sabido que el amor que uno siente por su lengua materna se agudiza con el estudio de otro idioma, pero que al mismo tiempo ese nuevo lenguaje enriquece el de nuestra niñez. A través del azul celeste del cielo de Vítebsk clásicamente chagalliano podemos a veces vislumbrar de forma pasajera el azul volátil de la paleta impresionista o el viscoso azul de Cézanne, y aparece una nueva liviandad de roce en el movimiento del pincel. Sin embargo la profunda evolución del artista no se revela de repente, no en una única obra sino en el torrente completo de obras del periodo de mitad de la década de 1910. Esta particularidad concierne a sus cuadros-metáforas, cuadros en los que el tiempo se detiene en la autocontemplación, escindiéndose y sintetizándose. Ha llegado el momento de hablar acerca de la que se considera la obra central de Chagall de su periodo postparisino. Sobre El espejo (1915). “…Es una cosa extraña, un espejo: un marco, como cualquier cuadro común y corriente, y al mismo tiempo ahí uno puede ver cientos de cuadros diferentes, completamente vivos pero al mismo tiempo desapareciendo instantáneamente para siempre”, escribió Chesterton. De hecho, el espejo es la más extraordinaria creación de la naturaleza (la superficie del agua, la faz de los cristales de roca) y después del hombre. El propio fenómeno del reflejo contiene algo secreto, vinculado con la tendencia del hombre a reflejarse, con el sentido de su propia dualidad. 72

P. 72 : Ventana con vista al jardín, c.1917. Óleo en papel montado sobre cartón, 46.5 x 61 cm. Museo Conmemorativo Isaac Brodsky, San Petersburgo.

P. 73 : Interior con flores, 1918. Óleo en papel montado sobre cartón, 46.5 x 61 cm. Museo Conmemorativo Isaac Brodsky, San Petersburgo.

Ligado también con las mismas bellas artes que, aunque así lo deseen, no pueden compartir esta propensión al reflejo, ni desempeñar la función de un espejo. Aunque igual que en la aterradora fantasmagoría de Picasso, Guernica, tan alejada de un parecido a la vida real, podemos sentir el trágico efecto del espejo roto en nuestra conciencia, así como en otras obras contemporáneas parece que podemos ver algo del malvado espejo de los espectros de Hans Christian Andersen o los efectos enigmáticos de la animación por computador. No sólo el parecido de un cuadro con un espejo sino incluso la negación de su parecido se han convertido desde hace rato en lugares comunes, y la esencia del asunto no ha cambiado. El espejo ha existido en el arte desde épocas muy tempranas y a distintos niveles: el espejo secreto de los antiguos pintores holandeses, concentrando lo “grande en lo pequeño” o personificando la Madona (“el espejo irreprochable”); el espejo de la Venus de Velázquez, el vertiginoso efecto del reflejo de la pareja real en Las Meninas de Velázquez, el uso directo del propio reflejo en la galería de espejos de la familia de Aranjuez de Carlos IV por Goya; la Barra en el Folies Bergères de Edouard Manet; el extraordinario retrato de Henriettta Girshman por Valentin Serov; el autorretrato de Zinaida Serebriakova, podemos citar innumerables ejemplos. No obstante, en nuestro siglo, el espejo como un concepto filosófico y artístico ha soportado una doble carga. Siguiendo a la heroína de Lewis Carroll, la fantasía humana ha atravesado el espejo (el traductor ruso creó un término incomparable “zazerkalye” o “tras-espejo” que no existe en el texto original), y los mismos artistas, tanto en sus declaraciones como en su práctica, empezarían de manera creciente a evitar las semejanzas con el espejo, esforzándose al mismo tiempo por avanzar hacia la metáfora y el 73

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P. 74 : Judío en oración, 1923. Óleo sobre lienzo, 116 x 88.9 cm. Instituto de Arte de Chicago, Chicago, Illinois, Estados Unidos.

reflejo consciente (aquí por supuesto debemos hacer referencia a la película El espejo de Andrei Tarkovsky). El tema del espejo está ligado a otra concepción esencial de la realidad, la imaginación y el arte: el tema del doble. El descendiente más amado de la era romántica, tuvo un poderoso eco y recibió nueva vida en la literatura rusa del último siglo, desde Gogol hasta Dostoievski, pasando después hasta nuestro presente siglo, afectando notablemente a la pintura; un clásico ejemplo del “espejo-doble” es el retrato de Vsevolod Meyerhold por Alexander Golovin. Debemos recordar que la interesantísima colección de crítica literaria hecha por Innokenty Annensky, publicada en 1906, tenía como título Libro de los ref lejos… ¿Podía Marc Chagall eludir este tema, él que había estudiado tan intensamente los conceptos primordiales de la vida: espacio y tiempo? El espejo, al extender y ampliar el mundo, tiene la capacidad de estremecerlo y transformarlo; el espejo, que crea el “doble” de lo visible y, como cualquier reflejo, aparentemente entra en conflicto con el tiempo; el espejo, en donde el mundo común y corriente puede de manera repentina –aterradora y divertida– parecer estar escorzándose de extrañas maneras. El espejo atraía a Chagall, lo encantaba y lo inquietaba. En El espejo podemos ver el encuentro entre las primeras impresiones de Vítebsk, inolvidables pero abordadas ahora bajo una nueva penetración, las lecciones parisinas de Chagall y todos los interrogantes eternos: la esencia del tiempo y el espacio, de la relación entre lo pequeño y lo grande. La obra conserva también la serena percepción medio infantil de la felicidad y la tristeza a través del prisma del mito, a la vez sublimemente sacramental y naïf. Aquí todo es material, común y corriente y al mismo tiempo fantástico: la mesa cubierta con un mantel blanco, la silla de madera curvada, el espejo con su marco dorado, la lámpara de parafina en un pedestal reflejada en éste. Y la delicada figura de la mujer que se ha quedado dormida, la cabeza caída sobre la mesa. Nada más. Pero las mezcladas proporciones y el mundo tambaleándose en el espejo crean la sensación de un inconfundible sueño, maravillosamente hermoso, en el que las cosas adquieren un nuevo significado, misterioso y profético. En esta comparación de lo incomparable no encontramos aquel naturalismo estereoscópico de formas inconscientes objetivadas, que muy pronto aparecerían en las obras de los surrealistas: los objetos de Chagall son demasiado espirituales y armoniosos, su inquietud se dirige hacia las alturas y no hacia las profundidades de la conciencia. Pues todo en el cuadro ha sido creado de la esencia del arte; en otras palabras, el espectador no se encuentra con un objeto falsificado, ni con su ilusión, sino con fórmulas plásticas traídas a la vida y refinadas hasta una “simplicidad sin precedentes” (Boris Pasternak). Aquí la combinación de los elementos es asombrosa pero no parece artificial, pues después de todo existen sueños contra los que nuestra percepción no protesta, y por el contrario encuentra en ellos la conexión entre objetos que se ha perdido en la vida cotidiana. La lámpara de parafina no es demasiado grande pero, sobre la mesa de la habitación más especiosa de la casa, sobre el mantel blanco, parece crecer casi físicamente en una especie de santuario, y su pedestal estilo Imperio (como escribían en los folletos de las tiendas populares) se transforma –incluso aún más en un sueño o en una reminiscencia– en una columna monumental. Tanto el sueño como el espejo en el sueño amplían esta sorprendente lámpara, llevándola hasta las alturas, como un cuerpo pesado elevándose por encima de la materialidad cotidiana. Y el objeto adquiere una cualidad triple: es al mismo tiempo una lámpara de parafina común y corriente con pretensiones de un lujo paradójico, una luz que ilumina una habitación, y una cierta especie de fuente de luz cósmica que se mantiene en vela con la oscuridad del porfiado sueño, venciéndolo. Ahora podemos ver que las fantasías pictóricas de Chagall eran más sencillas y más poéticas que las construcciones analíticas de un teórico que busca, al final del siglo XX, matices intelectuales inauditos, o aun peor, programáticos. 75

Por supuesto que son más sencillos, por supuesto que son más poéticos. ¿Pero de hecho no está en la naturaleza íntima de una obra realizada por un maestro suscitar no sólo asociaciones y pensamientos que sean complicados, sino que también estén en armonía con el tiempo, con sus dudas y descubrimientos? El sucesivo desarrollo del arte ha dado fe de lo siguiente: en el ingenuo simbolismo casi infantil de Chagall, existe la poderosa herencia subconsciente de los descubrimientos artísticos de generaciones anteriores con la lámpara-sol del Guernica de Picasso resplandeciendo antes del comienzo de la oscuridad eterna. Incluso más que en la obra de Chagall, la lámpara también se tambalea en el tembloroso espejo de la autoconciencia extraviada en un sueño (o quizá en un despertar). En la obra de Picasso encontramos una explosión trágica y la oscuridad que viene después, mientras que Chagall representa la caída gradual de la oscuridad, la “partida” de la luz. Esto lo consigue gracias al hecho de que la lámpara misma y su luz pierden intensidad, el rango de colores violeta-lila con sus toques esmeralda sin lustre parecen estar “reduciéndose a cenizas”, abriéndole paso a la luminosidad del marco dorado del espejo. Pero incluso ni la lámpara ni la luz son genuinas, sólo son un reflejo en las dolorosas profundidades del cristal del espejo, oponiendo de esta manera su crepuscular significado con el vulgar brillo del marco. Pero esta vulgaridad no permanece entre los límites de la pura pintura, ajena a cualquier sentido de franqueza; estas relaciones no caben en el “material del arte”; aparecen más bien dentro de la conciencia de esta pequeña figura que, al tiempo de ser difícilmente reconocible, aun así sigue siendo el sentido y la heroína del cuadro. No, aquí el “sueño de la razón” no “engendra monstruos”, (Francisco Goya); por el contrario, en tanto que los objetos comunes pueden aterrar o angustiar al hombre, también evocan una multitud de asociaciones diferentes y el mundo se vuelve “fascinante y más amplio” (Alexander Blok); el hombre se siente no al interior de un cuarto sino en el espacio del universo. Aquí la magia pictórica de Marc Chagall es increíblemente vasta. Conseguida sólo por artistas de la talla de Cézanne, la armonía entre el lila, el verde y el amarillo posee tanto el equilibrio en términos de color como una carga emocional. Las ondas concéntricas del lila y el verde se remontan de la lámpara en silenciosas explosiones, y parecen estremecerla así como al espejo y a las paredes y al penetrante rectángulo amarillo en la esquina superior izquierda del cuadro; todo se mueve como un péndulo, su ritmo arrullador (el efecto de un sueño es el mismo del de una cuna) aunque al mismo tiempo en una aceleración catastrófica (el efecto del espacio colapsado). Pero todo aquí permanece abierto a la durmiente –libre– conciencia, pues el pulso del planeta penetra dentro de ella. Los objetos toman vida, se hacen más grandes, más hermosos; como en el sueño de un niño. Y, como en el sueño de ese niño, se metamorfosean. En sus sueños, el hombre a menudo se siente diminuto; las relaciones espaciales y las proporciones de los objetos son confusas. Ésta es una de las características más comunes en la obra de Chagall: las cosas que en cierto momento son más grandes e importantes.… No deberíamos ignorar el dramático subtexto del cuadro. No olvidemos que ya había pintado Gólgota y Naturaleza muerta donde habíamos visto confusamente la lámpara que resplandece aquí, en El espejo. Detrás de su evidente inquietud este cuadro ya tiene su propia historia, su propio dolor que se ha vuelto transparente pero que no ha desaparecido del todo. Y de nuevo evocamos aquí el movimiento pendular del tiempo –de atrás hacia delante– en los óleos de Chagall: en El espejo no aparece ningún reloj pero existe el ritmo de un péndulo, y esa es la razón por la que podemos sentir la presencia del tiempo, gracias a este ritmo mismo, y también al hecho de que un observador familiarizado con la obra de Chagall sabe que el artista tenía la capacidad de escuchar el tiempo; en aquellas pinturas donde los péndulos de relojes que planean bajo el firmamento se estremecen de manera inquietante, donde el tiempo se vuelve material y reversible. En la unión del pasado con el futuro podemos sentir el poder del artista sobre el paso del tiempo. Por una extraña coincidencia, en la novela extremadamente interesante, aunque no del todo apreciada, de Veniamin Kayenn, titulada Ante el espejo (!), la artista protagonista escribe: “El tiempo se mueve sin manos, como en el Reloj negro de Cézanne, y resulta, desafortunadamente, 76

P. 77 : Las casas rojas, 1922. Óleo sobre lienzo, 80 x 90 cm. Colección privada.

imposible de detener. En realidad es posible… en el arte. Pero para hacerlo uno tendría que ser también Cézanne”. Podríamos agregar: o Chagall. El reloj, una aguada colgada en la Galería Tretyakov, pintado un año antes que El espejo, es un análogo directo de este último: incluso muestra una pequeña figura en una silla, pero en lugar del marco del espejo aparece la caja de un reloj, y lo que se mece no es un universo sino un péndulo real, que parece acercarse a la figura, como en la terrible historia de Edgar Allan Poe. En El espejo el movimiento del péndulo se ha convertido en parte esencial de la estructura plástica; el tiempo no es visible, pero es literalmente tangible, y este hecho refuerza el múltiple significado artístico y filosófico y el efecto del cuadro. El péndulo del tiempo sacude la naturaleza aletargada del sueño, transformándolo en algo inestable, inevitablemente perturbador y aun así –ahí la paradoja– sereno a su manera particular. Los inmensos objetos perturbadores que rodean a la diminuta figura femenina han sido pintados con cuidado y con un sentido profundamente delicado de la relación entre ellos y el mundo. Pero acarrean en sí mismos el angustioso presentimiento de catástrofes venideras, y parecen preparar al hombre para la comprensión del aún confuso lenguaje de símbolos del naciente siglo (los siglos no comienzan de acuerdo con los calendarios), la luz mortecina y los interminables reflejos: el dominio de la razón, la imposibilidad para el hombre de ser capaz de mirar dentro de su propia alma. La relación entre las grandes obras de ciencia ficción y el arte contemporáneo aguarda aún un estudio profundo pero bajo este contexto resulta imposible no pensar en Stanisiav Lem: 77

“No necesitamos de otros mundos. Necesitamos un espejo. No sabemos qué hacer con otros mundos. Éste es suficiente para nosotros, y nos agobia”. Chagall no hizo tratos con ningún otro mundo fuera del nuestro, pero en éste buscó aspectos desconocidos, revelándolos generosamente al espectador. En El espejo de 1915, mucho del arte venidero de nuestro siglo ha quedado ceñido en una “espiral genética, su introversión, su inestabilidad y sus nostalgia por las cosas sencillas, por el amor y por los sueños infantiles, incluso por las pesadillas, su presentimiento de Guernica y de Hiroshima y su creencia en la naturaleza redentora de la humanidad”. Su cuadro admite el poder y el significado del subconsciente pero le insufla una poesía elevada y pura. Este cuadro está imbuido con un sorprendente sentido de la eternidad cosmológica y –aunque sólo se trate de una ensoñación– de autenticidad. “Señor, esto es algo tan terrible como la vida, como la clase más real de vida”, escribió Annensky en su estudio sobre Dostoievski, El doble 29. Todo esto –el espejo, el doble y el reflejo- está tan firmemente incorporado en la cultura rusa de comienzos del siglo XX para que no veamos no sólo tentadoras coincidencias sino también una clarísima tendencia general. Por supuesto, Chagall no basaba su arte en literarias reminiscencias filosóficas. Su obra testimonia una libertad de exploración alejada del espíritu por la exploración teórica e intelectual del periodo. Pero sentía esa atmósfera intelectual con una extraña sensibilidad, y de esta forma sus cuadros están profundamente relacionados con los aspectos más dolorosos de aquella época. Pero el tiempo fue un tema eterno para Chagall. Péndulos estremecidos y relojes tambaleantes que han sido privados de sus largos años de paz en esquinas confortables de las casas, relojes que han salido volando por el cielo, llevados por criaturas extrañas nacidas de terribles sueños; siempre los encontraremos en sus cuadros. Frente a estos turbulentos tiempos, libres de los cálculos ordinarios, el hombre parece perder el sentido del movimiento en su propia vida, permanecer quieto, quedar inmóvil en el sitio. 78

P. 78 : La casa gris, 1917. Óleo sobre lienzo, 68 x 74 cm. Colección Thyssen-Bornemisza, Madrid.

P. 79 : La casa azul, 1917-1920. Óleo sobre lienzo, 66 x 97 cm. Museo de Bellas Artes, Lieja.

Todo ésto lo podemos ver también en la mencionada aguada de la galería Tretyakov y en sus últimos cuadros, sobre todo en el famoso óleo El tiempo es un río sin orillas (1930-1939). Un cuarto de siglo separa este óleo de El espejo, pero la victoria chagalliana sobre el tiempo se reafirma incluso en esta obra. Las imágenes de su juventud en Vítebsk no se apagan, no se olvidan; simplemente han adquirido una furiosa fuerza fatal; se han transformado en la personificación de la alarma planetaria. Un pez volador con alas que resplandecen o reflejan fuegos lejanos, con oscuros ojos humanos y con una boca aparentemente manchada de sangre lleva el mismo reloj –con su oscilante péndulo de lustrosos cobre dorado oscuro– por encima del pueblo y del río (¿Vítebsk o París, el Dvina o el Sena?). La aterradora escena pasa como un rayo sobre el paisaje lila del atardecer, a través del oscuro azul celeste del cielo que respira inquietud; sobre la orilla hay un par de amantes que parecen surgir juntos en la melancólica tarde, congelados en un triste abrazo; la silenciosa campanilla de la alarma de colores resuena con el sufrimiento de la tierra (la guerra ya ha estallado en Europa). Y aun así hay algo en este cuadro que brinda la esperanza de una sonrisa, una sensación de alegría al interior de este mundo de temor: el pez parece tener una pequeña mano humana sosteniendo un violín, a lo largo de cuyas cuerdas el arco desliza su propia armonía, en pugna con la angustiante pesadilla pero, al final, sin vencerla. Las palabras apenas pueden describir adecuadamente los cuadros de Chagall. Incluso si fueran aterradoramente materiales, como los óleos de Salvador Dalí, la misma autenticidad y alarmante concreción de todos los detalles se hubieran también fundido en la narración de una visión angustiosamente estereoscópica y agresivamente naturalista. Pero los óleos más perturbadores y fantásticos de Chagall se basan en reglas esencialmente distintas, si bien –o así lo parece– tantas cosas lo acercan al mundo del subconsciente –el hábitat natural del mundo surrealista– y al idioma deliberadamente infantil de los dadaístas, y a la frenética pasión de los expresionistas. 79

Evidentemente, Chagall era un artista de su tiempo, no tenía prejuicios contra los experimentos de artistas con otras creencias distintas a las suyas; vivía en un mundo de ideas que discutían entre ellos y a las que se adherían y –lo que era mucho más importante para él– en un mundo de obras creadas por ellos mismos. Compartía las preocupaciones y comprendía los esfuerzos de sus colegas; para él, la individualidad no significaba enajenación. Si observamos con atención la secuencia completa de las obras de Chagall dedicadas al tiempo, esta no enajenación se vuelve totalmente clara. Aún más, sin los más elevados vuelos expresionistas –desde Ensor hasta Marquet– Chagall difícilmente hubiera adquirido algo de lo suyo propio. Pero la esencia de su obra es diferente: ciertamente Chagall no se suscribió a uno ni otro sistema artístico establecido, pues dentro de él reinaba la feliz inconsistencia del eterno improvisador. Un pedante siempre podrá reprocharle a Chagall la ausencia de una unidad de estilo y género incluso en un mismo óleo. En arte, la falta de correspondencia entre géneros, como bien se sabe, puede quedar compensada sólo por la franqueza, por esa falta de lógica intuitiva todopoderosa que confirma su derecho a existir sólo por medio de sus resultados finales. ¿Gracias a cuál maravilla el paisaje lila-celeste, el extraño pez volador, los intercambiados planos espaciales y el violín con la inútil mano quedan enlazados en un espectáculo majestuoso y serio, para nada ecléctico, sin pretender una revelación freudiana? Sobre todo, en apariencia, por la virtud de la habilidad del pintor para expresar pensamiento y emoción, sin someterlos a una construcción preestablecida, a ningún rígido marco estilístico. 80

P. 80 : Calle en la aldea, 1940. Óleo en papel montado sobre lienzo, 51.9 x 64.2 cm. Colección privada.

Sintiendo la verdadera iconosfera del tiempo y sin evitarla, él se escuchaba por sobre todo a sí mismo; en su cuadro observamos la franqueza del narrador, quien es capaz de interrumpirse a sí mismo, asombrarse de sus propias palabras o reírse de las mismas. Aparte de todo esto, Chagall fue uno de los pocos pintores (los escritores y los directores de cine lo logran) en ser capaz de sentir que la vida misma ha perdido su unidad, su lógica y, por momentos, incluso su significado (una guerra acababa de terminar, otra acababa de comenzar), que su kafkaiana lobreguez demandaba una interpretación artística, y una cierta cantidad de esta misma inconsistencia. Y que las objeciones a este sinsentido, a este guiñol, deberían y podían ser ilógicas en su optimismo infantil, como este viejo violín de su inolvidada Vítebsk, volando a través del oscuro azul celeste. La imagen del tiempo que se había consolidado durante los años en París, primero en Homenaje a Apollinaire (el cuadrante del reloj semejante a un cielo estrellado), después en Yo y la aldea (la silueta apenas entrevista del reloj de arena), ya no se concentrará más tarde en una imagen sino que parece convertirse en un personaje, evocando de manera perpetua no sólo la naturaleza efímera del tiempo sino también su habilidad para detenerse, para retardar o para acelerar de manera impetuosa y repetida su movimiento. Estos relojes voladores, en desesperación por el inexorable batir de sus brazos-alas, están presentes incluso en sus más importantes óleos de la postguerra, continuando el tema de la década de 1910. En Autorretrato con abuelo, Reloj antes de la Crucif ixión (1947, colección de V. Chagall, Francia), el reloj volador se asemeja a un cometa solar entre una azulosa nube de manos extendidas con perplejidad. En esencia, la base iconográfica del cuadro es completamente tradicional, pero el sistema de símbolos antiguos se introduce en el nivel de las percepciones del siglo XX. Este desintegrado, casi absurdo, mundo ilógico está unido por la ingenua belleza de los colores de Chagall; el pequeño asno de ojos tristes de Vítebsk es una paráfrasis del tema del Evangelio y del irónico alter ego del artista, y el paisaje detrás de la figura del Cristo crucificado no es bíblico sino vítebskiano. El tiempo prudente fusiona todo, haciendo innecesaria cualquier explicación, recordando simplemente una: memento mori o, más acertadamente, memento tempori. Cuántos no aparecen dispersos en los cuadros de Chagall, estos relojes, inmortales como el tiempo que marcan de forma tan implacable. Se alzan como fugaz visión en la llameante ala de un ángel (El ángel caído, 1923-1947, Kunstmuseum, Basilea), en un cuadro impregnado, como el famoso Obsesión, por la sensación del horror apocalíptico de la guerra. Todo el mundo recuerda el Guernica de Picasso, pero las obras de Chagall, enraizadas en la misma época y en la misma comprensión de la naturaleza global de una calamidad que afecta a toda la humanidad, se merecen un no menor agradecimiento por parte del individuo pensante y del espectador atento. Como en la obra de Picasso –aunque no bajo esa fórmula figurativa tremendamente desnuda, amarga, afilada como un escalpelo sino en una forma fantasmagórica y al mismo tiempo sencilla, como un sueño infantil y profético–, surge el cuadro de un mundo profanado, consumido, pero no de un mundo muerto. Aquí el reloj impera tanto sobre el sufrimiento como sobre lo eterno. El ángel en llamas cae; el halo sobre la cabeza del Cristo crucificado es rojo, como una llama y como la sangre; un círculo negro rodea la luz de una vela solitaria; un fuego siniestro llamea sobre los tejados de Vítebsk y el mundo. Y no obstante, la vida aún vibra: el pequeño violín amarillo está listo para empezar a tocar por sí mismo, la gente regresa a casa con calma y el ángel con el rostro vuelto hacia arriba está listo, como en algún cuento de hadas (¡o en el misterioso circo-teatro –¿cómo podría uno evitar la evocación de Hermann Hesse y su Lobo estepario en este instante?- “sólo para locos”!), para transformarse en un fénix inmortal. Aquello que en la obra de los artistas del siglo XX se materializó en formas tangibles, aquello que se alzó de las ocultas profundidades del subconsciente, o que por el contrario se derrumbó, 81

al nivel de formas y situaciones vivas, agresivas y aterradoras, en la obra de Chagall permaneció en el nivel de un simbolismo genuinamente artístico, causando dolor y compasión pero por ningún motivo repugnancia o temor físico. La naturaleza fantasmagórica del mundo de Chagall, por supuesto, da origen a las asociaciones, especialmente en sus obras dramáticas, con el mundo de los surrealistas. Esta idea, debemos decir, también se relaciona con sus pinturas del periodo temprano como, por ejemplo, Yo y la aldea. Aquí no estamos hablando sobre en qué es bueno Chagall ni en qué son malos los surrealistas. Salvador Dalí creó su universo propio, mostrando la opresiva realidad de las visiones y de las asociaciones deshechas, aparentemente iluminada por la impasible y enceguecedora luz del quirófano, llevando su aterrador arte racional al nivel de un salón del subconsciente. Mencionamos aquí a Dalí no porque entre todos los surrealistas sea el más cercano a Chagall o porque sea más famoso que otros. Estos dos artistas están extrañamente ligados por su mórbida pasión por los relojes, así como por la manifestación física del tiempo. Dalí también pintó relojes en más de una ocasión, liberándolos de su materialidad muerta, transformándolos en una sustancia medio viva, a veces desintegrándose, a veces dinámica. Pero ni Dalí ni sus antecesores ni sus seguidores, entraría en una genuina, íntima y filosófica relación con el tiempo. De cualquier manera, sus intentos en esta dirección parecen, al lado de las obras de Chagall, construcciones intelectuales más que revelaciones artísticas. Sin duda, existe bastante más en lo que Chagall, quizá superficialmente aunque hasta cierto punto también esencialmente, se acerca al Surrealismo, tal vez no en su arte como tal sino en su sistema de unir o dividir lo visible y lo invisible, en su habilidad –incluso sea por medios diferentes– de penetrar las ocultas esferas de la conciencia. Pero el arte de Chagall supera el arte de los surrealistas en su espontánea cualidad improvisadora, así como la incoherente poesía del habla infantil supera la grave confesión de un hombre enfermo en el consultorio del psiquiatra. Aun más, el flujo de conciencia visual de Chagall, y quizá el puente a través de este torrente, sería presentado al mundo unos buenos diez años antes de la publicación del Primer manif iesto surrealista (1924) por André Breton. Resulta curioso recordar que el perspicaz amigo de Chagall, Apollinaire, lo llamó en su época surnaturaliste. Y sería él, Apollinaire, el primero en usar años más tarde el término Surrealismo (1917). Como siempre, Marc Chagall, al entrar en contacto (ya fuera al puro comienzo o al final de su carrera) con algún movimiento artístico contemporáneo de vanguardia, no terminaba formando parte del mismo y, por lo general, contribuía más al movimiento de lo que recibía. Y mientras que él se alejaba, en gran medida, del Surrealismo, los surrealistas experimentaban, sin ninguna, duda su poderosa influencia; sintieron el cálido fulgor arrojado por su pintura sobre los escondrijos y grietas del alma, que parecían haber sido alejadas para siempre de la luz. Para Chagall y su pintura, los sueños no eran un penoso amontonamiento de formas reprimidas por nuestra conciencia, como lo eran para la mayoría de los surrealistas, sino una feliz fusión de la conciencia y el subconsciente, la liberación de la intuición, la triunfante liberación de la fantasía. Así como en la antigüedad el hombre no podía percibir las diferencias entre el sueño y la realidad, así Chagall no deseaba ver estas diferencias. No existía en efecto nada artificial en esto; se trataba de un torrente natural y poderoso que nutría su pintura y todas sus percepciones y su comprensión del mundo. La actitud de Chagall frente al tiempo y a los relojes es bastante dramática. Pero el uso de la metáfora abierta, “primaria” y juguetona en sus cuadros no la vuelve aterradoramente física. Casi veinte años después de El espejo pintó durante la guerra, en Estados Unidos, su Malabarista (1943, colección privada, Nueva York). Es de hecho una semejanza con el circo surrealista, en el que el malabarista-pájaro con un astuto ojo humano, sosteniéndose sobre una pierna humana, sostiene un reloj de pared “colgado” sobre su hombro. Uno podría pensar que se trata de una copia directa del tema de Dalí, pero éste no es simplemente un reloj de madera que se ha vuelto suave, vivo o moribundo; es, como era, 82

P. 83 : Concierto en azul, 1945. Óleo sobre lienzo, 124.5 x 99.1 cm. Colección privada, Nueva York.

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la representación de un reloj sobre una banda ancha, la imagen abstracta de un reloj que ha sido llevado de alguna manera a un número de circo. Y aquí hay una particular, chagalliana, forma de fantasmagoría: pues el reloj aparece de nuevo bocabajo, el cuadrante parece un péndulo oscilante, todo ha cambiado de lugar, todo sólo parece ser; toda la imagen está conformada por asociaciones, como en el “teatro para locos” de Hesse; sólo falta una cosa: la pronunciada materialidad de los surrealistas, que resultaba demasiado dogmática para el libre pincel de Chagall. Después de la muerte de Bella, los relojes de Chagall se detuvieron. Reloj de pared con ala azul (1949) es quizá uno de los cuadros más tristes de Chagall. No hay absolutamente nada infernal allí, sólo una eterna aflicción. El escritor Yuri Trifonov relataba 84

P. 84 : Autorretrato con cuello blanco, 1914. Óleo sobre cartón, 29.9 x 27.5 cm. Museo de Arte de Filadelfia, Colección Louis E. Stern, Filadelfia.

cómo Chagall, ya viejo, al ver una reproducción de uno de sus cuadros con la imagen del reloj, “murmuró con una voz escasamente audible, no hacia nosotros sino para él: Qué triste debí haber estado parta pintar esto…” 30. Es posible que el artista no estuviera pensando en esta pintura en particular pero sí en su concepción de embrollo del tiempo en general, de su inevadible e irreversible movimiento, de la amargura de la juventud, del supremo conocimiento del misterio del tiempo el cual le permite revelar los secretos solemnes y tristes de la vida cotidiana. Pero las palabras del artista son particularmente relevantes a esta pintura. El aleteo del ala azul es suficiente para que el reloj se sostenga a sí mismo sobre la tierra con dificultad –y esto en una pintura de Chagall–, donde la gente y las cosas se olvidan fácilmente de la gravedad terrestre. Así podemos ver los techos de las casas, el frontón del reloj de pared espolvoreado de nieve, el péndulo que se ha convertido en una inmensa mancha dorada, un montón de casas de Vítebsk aparentemente vacías, el extraño gallito de aspecto sombrío desde los cielos en el silencioso reloj, la figura fantasmal de un mendigo cansado resaltado con finas líneas azul-negro, el abandonado ramo de flores muriendo sobre la nieve. Los usuales personajes de la compañía visual de Chagall se esparcen sobre este cuadro excepcional; las metáforas desde donde los lazos vivientes se rompen, su común simpatía se transforma en entropía, en colapso emocional. Y sólo entre la caja del reloj, como si estuvieran dentro del tiempo mismo, apenas discernibles en las oscuras profundidades, escindidos del mundo por el péndulo detenido, se encuentran los amantes, apretados rígidamente el uno contra el otro, silenciosos, como sus propios fantasmas. Otro epitafio para Bella; uno más entre tantos otros. Hasta aquí, sin embargo, al referirnos a los óleos de Chagall con un cierto desdén por las fechas, al aproximarnos a los mismos desde el ángulo de una temática común, hemos visto –o hemos intentado ver– al artista dentro del verdadero contexto de su existencia moral, de su destino espiritual y material. No hay duda de que la obra de Chagall es inseparable de su destino como persona, pero los historiadores del arte moderno tienen razón en su tendencia a valorar las obras de arte como entidades independientes, como una especie de hecho estético, sugiriendo con bastante razón que sin este punto de vista resultaría imposible percibir apropiadamente una obra y evaluarla de verdad. Quizá para una persona que desconozca los orígenes y el destino de Chagall, sus relojes y su tiempo le parecerán distintos que para quien ha seguido su vida y ha intentado penetrar en las fuentes y la naturaleza de sus cuadros. Distintos, pero de ningún modo menos significativos; resulta posible que, por el contrario, adquieran una suerte de universalidad y misterio, una cualidad filosófica. Pues de hecho una pintura posee una existencia por derecho propio. Y en este sentido, los relojes de Chagall –volando, suspendidos en el aire u oscilando, rodeados por ese extraño plasma tembloroso donde los objetos y los símbolos de la vida desdichada se entremezclan con flores y pájaros fantásticos, con objetos y construcciones humanizadas, danzantes– y ese penetrante azul celeste –abriéndose paso directamente hasta el alma del espectador– tienen la capacidad, parece, de agitar la conciencia y, al mismo, tiempo de brindarle la sensación de aproximarse a una armonía mágica. Las realidades del mundo de Chagall no son comprensibles para aquellos que no las conocen o que no han leído sobre las mismas y, por lo tanto, estas realidades toman el significado de un símbolo, tienen la apariencia de jeroglífico para la pena o la felicidad, ya que las pinceladas de Chagall poseen la habilidad mágica de dejarse caer tristemente como si se estuvieran marchitando o, por el contrario, de expandirse, de salir volando como fuegos artificiales. Las casas pobres de su infancia se convierten en símbolos de la casas pobres. Existe por lo tanto un nuevo nivel que resulta menos fácil de reconocer, pero con una aún más sorprendente universalidad de imágenes. En este punto resulta apropiado retornar al aspecto del arte de Chagall del que, por lo general, se habla menos que los otros. El de sus tendencias simbólicas o, más bien, el de su contacto con el Simbolismo a comienzos de siglo, en sus formas más canónicas (en tanto esto sea posible). 85

La gente usualmente habla del sistema personal simbólico de Chagall. Pero la aguada Ventana en la dacha Zaolshye, cerca a Vítebsk (1915), con todo y que sea por completo parte del sistema artístico de Chagall, está no obstante ligado al Simbolismo ruso tradicional y clásico. En su autobiografía, Mi vida, Chagall habla del sueño en el que Vrubel es hermano suyo. No muchos cuadros de Vrubel estaban disponibles en aquella época para su estudio, y Chagall ni siquiera pudo ver todos los existentes. Aquí había algo diferente, algo mucho más importante: su sentido de una “existencia en exceso”, para usar las palabras de Rilke. Su penetración en los perpetuos misterios del color, de las metáforas pictóricas, la tendencia hacia lo absoluto… 86

P. 86 : Boda en la Torre Eiffel, 1938-1939. Óleo sobre lienzo, 150 x 136.5 cm. Museo Nacional de Arte Moderno, Centro Georges Pompidou, París.

P. 87 : Amantes en rosado. Óleo sobre cartón, 69 x 55 cm. Colección privada, San Petersburgo.

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P. 88 : Amantes en azul, 1914. Óleo sobre cartón, 48.5 x 44.5 cm. Colección privada, San Petersburgo.

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Al mismo tiempo, no existen semejanzas con el estilo pictórico de Vrubel en la obra de Chagall, no por lo menos en este cuadro. El punto de contacto con las tendencias simbolistas no surge tanto al nivel del volumen o la imaginería sino de un sentido de esa extrañamente significativa y concentrada existencia que nos transmite el óleo, donde se refleja de forma tan extraordinaria el “trozo” de realidad, pasmosamente prosaica para Chagall. En sus otros cuadros, uno no encontrará semejante paisaje tan ricamente pintado, casi tangible, como lo ve aquí en este bosque a través de la ventana, combinando de un modo raro los frágiles troncos de los abedules casi vrubelianos, y en apariencia deshojados, con el vivo verde oscuro y las flores ornamentales alrededor de sus raíces. El cristal de la ventana con su marco ruinoso (como un reloj o un espejo) introduce un perturbador juego de luces en este apacible cuadro; la cortina blanca, con sus reflejos lila pálidos y violetas, ha sido pintada con una textura porfiadamente pesada, al estilo Cézanne. La taza, la azucarera y el jarrón en el alféizar de la ventana se ven completamente distintos a lo que uno esperaría en una obra de Chagall, pues han perdido la cualidad de cuento de hadas e ingravidez que son las características comunes de los objetos en sus óleos. Y en este mundo cotidiano persistentemente estereoscópico y complicado, en el que el volumen y el espacio son tratados de una forma tradicional hasta cierto punto deliberada, los dos perfiles –el artista y Bella, pálidos, en un débil color azul claro, tristes y distantes– uno encima del otro, situados fuera del establecido sistema de convenciones espaciales, parecen visitantes de otra realidad. Aquí, la situación artística es paradójica. Con Chagall, el mundo por lo general se vuelve una fila, una danza circular, de asociaciones, festivas y fantasmales, que parecen ser emanaciones de la conciencia artística, entre las que el héroe –el artista o cualquier otro personaje– es percibido como alguien que, si no más material que alguna de las visiones, no es por lo menos otra simple visión. Aquí vemos el reverso: Chagall y Bella son visitantes irreales en un mundo dominado por objetos tangibles. Pero, extrañamente, en este caso tampoco existe la sensación de una disonancia estilística, ni emocional ni plástica. Esto es así tal vez porque la inusual materialidad de lo que se representa es más una declaración “plástica” que una actitud en particular. Pues incluso la cortina, pintada con la precisión de una naturaleza muerta académica, con pliegues cuidadosamente hechos, reflejos, delicadas sombras, posee otro ser; es como un pájaro poderoso y hostil detenido a medio vuelo, y el mundo se tambalea no por casualidad, sino por que ha sido perturbado por el batir de sus alas. Esta hipermaterialidad obliga a los objetos a desarrollarse más allá de su propio significado. Aquí nos encontramos con difíciles asociaciones simbolistas. Brota una fuerte corriente de tenso pesar, que devasta el alma y priva del usual sentido de festividad de Chagall; aquí el mundo es intensamente material, físico, donde toda la espiritualidad se concentra en los rostros del artista y de su esposa, fantasmales e inseguros. Junto a la individualidad siempre dominante de Chagall, junto a las indiscutibles asociaciones simbolistas, existen también algunos elementos inusuales para el artista, un indudable contacto con algo extraño que parece invadir su arte. Encontramos que siempre debemos retornar a la sensibilidad de Chagall hacia el arte de quienes lo rodean. Sería ingenuo pensar que un artista de su talla hubiera renunciado a las influencias de fuera; por el contrario las recibió con gusto e interés: el arte desde hacía rato se había convertido para él en una parte tan objetiva de la realidad como la naturaleza o la gente; pues el reflejo repetido era un tema común en su arte. Quizá sea en general más correcto no hablar tanto de las influencias en el arte de Chagall sino en cómo Chagall representó y transformó el arte de otros en sus propias obras… En el verano de 1911, el joven de 23 años de edad, Giorgio de Chirico, llegaba a París y mostraba sus obras en el Salón d’Automne. Chagall pudo verlas antes de la exhibición, ya que De Chirico era amigo de Apollinaire y un habitué de Montparnasse. Desde luego, Chagall no se mostró indiferente a ese mundo terriblemente rígido, sin vida, pero enfáticamente estereoscópico, frío y material de De Chirico; sus series de asociaciones creadas no en la libre 89

transformación del mundo sino en la poética, racional y al mismo tiempo paradójica confrontación de formas vivas, casi naturalistas. Aún más, en la obra de De Chirico –uno de los fundadores de la pintura metafísica- existía una ineludible tristeza que siempre conmovió a Chagall. Y quizá Ventana en la dacha Zaolshye, representa una tardía aunque fructífera reacción a Giorgio de Chirico, brindándole a Chagall un inesperado impulso para observar la realidad de una manera que había sido insólita para él. Por supuesto, esto no hubiera ocurrido si Chagall no hubiera sido alguien profundamente atraído por los símbolos, una atracción que se percibe con bastante claridad en la mayoría de sus cuadros. Pero éste es un caso especial; existe otra estructura simbólica que surge como un racimo de distintas tendencias: el Simbolismo clásico ruso, las asociaciones con la pintura metafísica y una objetividad consistente que se combinan juntos para crear una cualidad totalmente nueva: la sensación de un mundo material avanzando hacia el artista, un mundo que es casi agresivo, que arrastra en su interior la inquietud y el sufrimiento de la sustancia desmaterializada del hombre. Se trata de una tangible escena paisajista a los alrededores de Vìtebsk, muy poco común en Chagall, con ese conmovedor encanto que surge a través de la atmósfera opresivamente amenazadora de la “segunda capa”, una atmósfera abundante en símbolos que de alguna manera escapa al análisis racional pero que se puede sentir perfectamente. Este cuadro de Chagall no es el único ejemplo de esta particular visión del mundo. El poeta recostado (1915), se acerca también de varias maneras pero, a diferencia de Ventana en l a dacha Zaolshye, el rostro del protagonista es todo menos fantasmal y es tan concreto como (o incluso más) que el mundo circundante. Aquí, el sistema de puntos de contacto y asociaciones con De Chirico resulta incluso más paradójico: el paisaje, los árboles, sus poéticos contornos, como de juguete, la suave blancura de los abedules, las poderosas relaciones entre las zonas de color, reforzando tanto la realidad terrenal y el carácter de cuentos de hadas del paisaje, todo combinado con representaciones de animales que parecen haber viajado hacia el cuadro desde alguna de las usuales historias fantásticas de Chagall. Y el rostro del poeta mismo, su figura pintada ligeramente al estilo de la tradición cubista de superficies definidas con delicadeza y cuidado, recuerda los rostros de los maniquíes en la obra de De Chirico. Básicamente, en los óleos de Chagall encontramos hombres-pájaro y hombres-animales bailando una farandola interminable, si lo imaginario aparece al mismo tiempo que los recuerdos y las escenas reales, entonces ¿por qué figuras y formas de diferentes mundos artísticos, reunidos en un único óleo, provocan esa perplejidad? Sólo como resultado de la inercia en la mente del espectador, por supuesto, ya que por momentos –como en El poeta recostado– invitados de otros mundo pictóricos crean la ilusión de contradicciones no sintetizadas. Pero con Chagall, incluso el eclecticismo mantiene el efecto de un juego festivo intencional, en tanto que él, Chagall, fue capaz de retornar siempre con suma facilidad a ese mundo integral y libre que le pertenecía exclusivamente a él. Existen pocos años en la carrera artística de Chagall que estén marcados por la aparición de cuadros tan significativos y al mismo tan diferentes como el año de 1915, y resulta natural, para un artista con tan particular habilidad para amar y sentir felicidad un periodo de inspiración espiritual, de feliz amor y matrimonio con Bella Rosenfeld debería ser el más fructífero para su obra. Señales de esta oleada de inspiración se pueden observar en la libertad misma de su experimentación, en la variedad de géneros y recursos, en la gama de percepciones, desde las profundamente filosóficas y trágicas, hasta las hedonísticas y contemplativas. En este año también pintaría Judío en rojo (Museo Ruso, 1915), famosa obra que ha sido exhibida en distintos países y en muchísimas ocasiones. Chagall poseía el gran don de respetar la vejez; fue un respeto inculcado en él por su familia y quedaría grabado en su corazón bondadoso para siempre. La belleza de la vejez es accesible sólo a una mente noble y a un ojo penetrante (no hablamos, por supuesto, del esteriotipo de los venerables ancianos de pelo blanco).

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P. 91 : Amantes en verde, después de 1914. Óleo sobre papel, 48 x 45 cm. Colección privada, Moscú.

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P. 92 : Doble retrato con copa de vino, 1917. Óleo sobre lienzo, 233 x 136 cm. Museo Nacional de Arte Moderno, París.

P. 93 : Cumpleaños, 1915-1923. Óleo sobre cartón, 30.6 x 94.7 cm. Museo Guggenheim, Nueva York.

No, Chagall sublimó la belleza de la sabiduría mediante su propia ironía desapasionada, a través de la compasión y el dolor, sin dejarse llevar nunca por la condescendencia arrogante. La ironía fue esencial para él. La vejez a veces parece divertida para los frívolos y los insensibles, y Chagall usó la ironía para defender a los ancianos que conocía de las sonrisas desalmadas. Naturalmente, esta no fue una actitud calculada, sino más bien un enfoque moral inconsciente. Podría parecer ahora que este cuadro o, si se prefiere, retrato, presenta la imagen de algún protagonista de Sholem-Aleichem o de Babel, pero también existe en este hombre mayor una especie de ideal general sobre la majestuosa pobreza de la vejez libre, como en las primeras obras de Picasso. Las raíces del cuadro se encuentran en sus primeras experiencias y en su propia e intuitiva memoria histórica, en la antigua tradición judía, así como para el gran español las raíces de su arte se encuentran tanto en las impresiones infantiles como en los frescos románicos. Para los dos artistas el tema era, en gran medida, bíblico, en particular para Chagall, con su tendencia hacia los arquetipos y los temas nacidos de los mitos y el folclor. El anciano del cuadro de Chagall con su barba rojiza, se sienta en una pose casi exacta a la de un temprano retrato del padre del artista; las manos se posan pesadamente sobre las rodillas, una gorra sobre la cabeza, y el hombre observa con mirada cansada bajo unos párpados medio cerrados y parece ser ciego de un ojo. Parece como si esta misma persona apareciera en el dibujo, en este cuadro y en el óleo de Ginebra elaborado alrededor de la 93

misma época, Judío en verde (1914). Toda esta gente parece tener la misma clase de fatiga ritual; parecen encontrarse en un extraño estado: podemos sentir tanto la fatiga física de todos los días, como el peso de los años y la profunda meditación; aquí también deberíamos recordar que el artista favorito de Chagall fue Rembrandt. No existe ninguna razón para dudar de la espontaneidad en la percepción en el proceso de trabajo de Chagall, pero el torrente de asociaciones, la intuitiva comprensión de lo visible se lleva a cabo aquí en un esquema de composición casi racional, la lógica del cual se rompe felizmente sólo por una festiva falta de lógica cromática: la mano derecha del hombre es verde. El parche verde, como eco del techo verde de la casa en la distancia, crea el contraste necesario para fortalecer la tonalidad roja total, al tiempo que provoca confusión en el espectador, acostumbrado a buscar la insípida racionalidad en cualquier fantasía artística. 94

P. 94 : El paseo, 1917. Óleo sobre lienzo, 170 x 163.5 cm. Museo Ruso, San Petersburgo.

P. 95 : Sobre el pueblo, 1914-1918. Óleo sobre lienzo, 141 x 198 cm. Galería Tretyakov, Moscú.

Sin embargo, el cuadro no ha sido hecho según las comunes reglas de Chagall de un libre torrente de asociaciones. Su protagonista es un hombre terrenal, y ha sido pintado con una inusual concreción por parte del artista; en este cuadro no hay nada que sólo parezca ser. incluso la barba rojiza, que casi parece falsa; puestas contra el rostro blanco, incluso las manos verdes, no destruyen la sombría realidad del modelo, sino que más bien imprimen un matiz particular. De la misma forma, el complejo ritmo de los techos triangulares rodea a la figura en un rombo, dibujado, a su vez, entre el semicírculo naranja de letras de antiguos textos judíos (frases de la Biblia) reproducidas de manera perfecta. Los temas comunes en los relatos mágicos de Chagall son aquí menos vociferantes; parecen haberse escondido en el cuadro, aunque no han desaparecido del todo. Las flores en el arbolito bajo la ventana son de un tímido color azul claro; las llamas azul celeste con el resplandor oscuro: por momentos en los techos, por momentos en la ropa del anciano; los cristales de distintos colores en las ventanas ponen en movimiento su propio juego rítmico; la silla donde el hombre se encuentra sentado se disuelve en el irreal espacio comprimido. De tal forma, al observar más y más detenidamente el óleo, el espectador da con aquellas paradojas plásticas y espaciales, aquellas fascinantes sorpresas pictóricas que, al final, crean ese fondo “artificial” que convierten la figura del viejo sabio, con su barba de un color sin precedentes, en algo tan real, tan profundamente auténtico y desdichado. En realidad, Chagall creó la clase de hombre que ha tocado la inmortalidad, quizá algún tipo de deidad pagana, un ídolo de sabiduría ancestral. Tanto en este cuadro como en Judío en verde, las áreas centrales de color son similares en su simbolismo emocional. La barba carmesí de la primera figura y la dorada oscura de la segunda se advierten no sólo como parches de color de un audaz refinamiento sino también como equivalentes de antorchas 95

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P. 96 : Amantes en gris, 1916. Óleo sobre cartón, 69 x 49 cm. Colección Ida Chagall, París.

P. 98 : En el camino, 1924. Óleo sobre lienzo, 72 x 57 cm. Petit Palais, Ginebra.

P. 99 : Judío sosteniendo la Torá, 1925. Aguada en papel montado sobre cartón, 68 x 51 cm. Museo de Arte de Tel-Aviv, Tel-Aviv.

resplandecientes con una llama marchita. Esta característica coincide esencialmente con la tonalidad folclórica y mitológica que se ha mantenido con mayor consistencia en el cuadro del Museo Ruso, mientras que en la versión de Ginebra (gorra verde, rostro verde, barba dorada y una mano dorada) pertenece más al reino de una directa metáfora cromática, tomada esencialmente de la tradición bíblica. Pero en el que fue un año bienaventurado para Chagall, lo que ocuparía un puesto central en su arte fue el amor. Así como Rembrandt, que no dejó de pintar a Saskia hasta su muerte, Chagall pintaba a Bella. Pero, como artista del siglo XX, no se contentó sólo con retratos de la amada sino que pintaba también el retrato del amor mismo. Al representarse a sí mismo y a su joven esposa no le preocupaba demasiado la semejanza existente (esto sólo ocurrió en su obra de manera fortuita); expresaba sus sentimientos a través del universo de su pintura; conducía a Bella a lo largo del laberinto de sus fantasías artísticas. Entonces, los comunes participantes de sus carnavales creativos se retiraban a la sombra para dejar al artista solo con su amiga, y sólo quedaba la pintura en sí para atestiguar la felicidad del artista. Amantes en verde (1914), Amantes en azul (1914) y Amantes en gris (1916) forman una serie completa de retratos de pareja, similares en composición y atmósfera, y con delicados matices de color y emoción muy sutilmente diferenciados. Amantes en verde, es un singular tondo montado dentro de un cuadro cuyas esquinas también conservan una vida vibrante y de coloración festiva, donde los colores primarios de la vida diaria –azul, amarillo y verde– aparecen uno al lado del otro y se reconcilian. Un atento estudio analítico revela sin lugar a dudas reminiscencias del Fauvismo o de los más dotados y audaces coloristas de la escuela del Expresionismo alemán en los rostros de los amantes, en la pintura, ardiente en su brillo, palpitando como lava, y en los diferentes colores yuxtapuestos, mutuamente complementarios. Esta afirmación es tan incontestable como aproximativa. Durante sus años de formación, Chagall absorbería prácticamente todo lo que poseía genuino valor en la pintura europea como en la rusa, asimilándolo con profundidad y seriedad, pasándolo a través de los “filtros” de sus emociones y gustos personales y sumándolo a todo aquello que era puramente suyo. Y es justo en este mismo periodo de éxtasis espiritual que algo de la furia pictórica del Fauvismo y del Expresionismo temprano retorna a su paleta. En realidad no hemos visto antes en la obra de Chagall esta exultante, luminosa y colorida carnalidad; se pueden encontrar de inmediato algunas analogías en el otro polo emocional de su arte: en cuadros trágicos, como Gólgota. Allí, aunque el color está más fielmente atado a rigurosas superficies, incluso espinosas, no posee ese mismo estremecimiento vital y delicado; escuchamos el resonante timbre de alarma del sufrimiento pero no la abrasadora melodía de la pasión feliz. Chagall ofrece un raro ejemplo del pintor-psicólogo que, de manera intuitiva, por supuesto, penetra no sólo en las profundidades del carácter del hombre, al interior de su conciencia o su subconsciente (aquí no hablamos de la representación del torrente asociativo, en el que el artista no tiene quien lo iguale, sino sólo de la representación de la gente), sino también en la compleja, apenas perceptible, corriente de sentimientos que unen y transforman a la gente. Sus amantes y sus paseos, en síntesis sus obras de la década de 1910, están asociados con el amor y el matrimonio: se trata de una completa enciclopedia poética de sentimientos, no simplemente de una “gramática” visual, sino de una filosofía del amor visual. En esta poderosa suite pictórica, el color refleja aquello mismo que Alexander Blok había definido con el término de lo “no dicho”. Un mundo emocional, válido por derecho propio, ha sido creado por estos contrastes de color y sus extremadamente delicadas gradaciones de valor, por sus perturbadores reflejos inesperados, sus matices, que parecen desbordarse de un personaje a otro, por las áreas de color definidas de manera tan escrupulosa y que, de repente, se yuxtaponen con manchas que se combinan suavemente en el inevitable azul celeste y en el audaz uso de superficies negras. En su relación con este universo, los rostros de los personajes son como voces de solos junto a una maravillosa orquesta. 97

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P. 100 : El violinista verde, 1915. Óleo sobre lienzo, 195.6 x 108 cm. Museo Guggenheim, Nueva York.

P. 101 : Autorretrato con musa (La aparición), 1917-1918. Óleo sobre lienzo, 148 x 129 cm. Colección Zinaida Gordeyeva, San Petersburgo.

Esta comparación más que aproximativa, define hasta cierto punto el singular papel desempeñado por el color en los cuadros de amantes del artista, desde la casi primordial pasión de los Amantes en verde, llevada de manera conmovedora a una atmósfera de la realidad contemporánea de todos los días (los detalles humorísticos, pero pintados con extremo cuidado, de esa singular combinación entre un elegante vestido provinciano con toques de un chic parisino), hasta el meditabundo silencio de Amantes en gris. Este óleo está dominado por la juvenil sabiduría de la esposa, consciente de su otro papel como defensora y consoladora; se trata de un himno a la fe eterna de dos personas que han creado su propio universo inviolable. En la obra de Chagall no hay tantos, o mejor, hay muy pocos cuadros en los que no esté presente la ironía, el escepticismo, un simple carácter juguetón. Aquí el amor de la joven pareja es épico, como el amor de los héroes en los mitos antiguos; sienten por primera vez la alegría de un sentimiento de protección, un sentimiento que es, quizá más confiable que el de la infancia, pues un niño no piensa en el futuro mientras que el amor siempre cuenta con la eternidad. Pero incluso en aquellos óleos en los que Chagall usa de forma constante su entretenida y sarcástica fantasía, son mucho más que simples tratamientos de un mismo tema. Ceremonia de matrimonio (1918), con su provinciano Cupido rosa, los ojos bajos con vergüenza y el tímido, torpe, abrazo, los recién casados vestidos elegantemente, parece a primera vista una simple colección de las mismas metáforas de Vítebsk, aunque más refinadas y poetizadas: la misma 101

casa con la ventana encendida, con la cortina, la lámpara de parafina colgante, la mesa cubierta con el mantel blanco. Y, por supuesto, con un violinista, colgado esta vez de un plateado árbol sin hojas, interpretando la misma melodía chagalliana, eterna e inaudible. Los rostros de los recién casados combinan esa avergonzada inmovilidad que aparece en la cara de la gente provinciana cuando queda frente a la cámara de algún fotógrafo de feria, con una amarga seriedad pensativa. La habilidad de Chagall para juntar aspectos humanos sin par y que nunca se encuentran –su primitiva máscara estilo lubok y los motivos secretos, profundamente individuales de su alma, más allá de los cuales se empieza a abrir la puerta de las oscuras profundidades del subconsciente–, se hace sentir aquí con una particular y penetrante fuerza. Esta habilidad de Chagall nos permite hablar de otro aspecto de su arte que no hemos tenido aún la ocasión de mencionar: su romanticismo único, refractado a través del prisma de los sistemas de construcción de formas del siglo XX. Y ésta es, de alguna forma, la versión más temprana de romanticismo, relacionada sobre todo a las concepciones románticas de Hoffmann. Resulta bastante remoto que Chagall haya conocido a este escritor y, de hecho, esto no es demasiado importante. La visión del mundo desde la perspectiva de Hoffmann penetraría en muchas esferas remotas del pensamiento artístico y reflejó también mucho más de lo que el mismo escritor logró decir en sus libros. “La eternidad golpea inesperadamente a la puerta de la vida de todos los días, se revela inesperadamente en lo cotidiano, creando confusión en la conciencia sobriamente racionalista y positivista. Lo superreal ha echado un vistazo a lo real, o más bien lo superreal se ha revelado a sí mismo en lo real. La tierra, inmersa en su vida ordinaria, en la vanidad de las vanidades, en el juego de los intereses mediocres, no está consciente de un juego más elevado: el juego de 102

P. 102 : El cuarto amarillo, 1911. Óleo sobre lienzo, 84 x 112 cm. Colección privada, Cortesía de Christie’s, Londres.

P. 103 : Naturaleza muerta con lámpara, 1910. Óleo sobre lienzo, 81 x 45 cm. Cortesía Galería Rosengart, Lucerna.

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P. 104 : Las puertas del cementerio, 1917. Óleo sobre lienzo, 87 x 66.5 cm. Colección Ida Chagall, París.

P. 105 : Escena de pueblo en Vítebsk, 1917. Óleo sobre lienzo, 37.5 x 54.5 cm. Colección privada.

las fuerzas cósmicas, el juego de la eternidad; es ciega y sorda, observa los sucesos sin ver su esencia… Pero lo real siempre repliega a lo superreal, el tiempo siempre contiene en sí mismo la eternidad… la estructura del mito hoffmannesco abarca no sólo la realidad mitificada sino también la eternidad misma, encarnada en el mito, introducida en el cuento de hadas como una especie particular de ‘novella insertada’” 31. En efecto, es en la obra de Hoffmann y, quizá, sólo en su obra, que una preocupación casi insignificante por la vida diaria y la fantasía románticamente reluciente se combinan con la amenazadora voz del destino, de Tánatos, de forma extraña y hechizante. Así, como es bien conocido, uno de sus melancólicos héroes urde un hechizo, invocando los espíritus del mal, leyendo ejercicios de un texto de gramática francés. Y bajo la pluma de Hoffmann esta graciosa extrañeza se transforma en el conocimiento de la aterradora proximidad de la realidad vana y de las categorías diametralmente opuestas de la vida diaria, dependiendo de lo que se encuentra más allá de una situación trivial. La obra de Chagall tampoco posee una línea divisoria que separe las divertidas muecas de la realidad del día a día del intenso aliento de la eternidad, ya que la misma estructura de la representación provoca la intrusión potencial de la “sustancia del arte” en la esencia misma de lo representado. De esta manera, los dos oscuros extremos de la raíz parecen cerrarse de golpe por encima de la feliz pareja, formando una extraña cruz oblicua en conjunción con las alas rojas del Cupido. De nuevo vemos el tema del reloj de arena, en cuya parte superior resplandece un fuego, muriendo abajo en los rostros cenicientos y afligidos. Con una simplicidad en apariencia folclórica, primitiva, el cuadro desentraña numerosas asociaciones diferentes en la conciencia del observador, especialmente si ya tiene alguna familiaridad con la obra de Chagall. El ritual provinciano asume su solemnidad primordial, pero los rostros de los recién casados parecen evidenciar la triste finalidad de su vida, particularmente exacerbada por el paisaje cósmico serio, severo, “superreal”, en el que tanto 105

la gente como la fugaz visión del cuadro a través de la ventana son tan frágiles. Y si volvemos a ver, todo está listo para convertirse en un simple cuento de hadas irónico, un relato provinciano con un toque de bienintencionado sentimentalismo. Los cuadros de Chagall plantean un astuto juego a la mirada del observador, probando de manera visible lo mucho que el arte depende del estado espiritual de aquellos que son capaces de verlo. Y el observador, como los personajes de Hoffmann, es arrastrado hacia este fantástico mundo donde todo posee un significado doble, incluso triple, al tiempo que preserva una estructura artística integral. El tema del amor, por momentos exultante, lleno a veces de oscuros presagios, a veces de profundas reflexiones, pero siempre rebosante de una sensación de felicidad, continuó a lo largo de la década de 1910 hasta, los últimos días de Chagall, suspendido momentáneamente sólo después de la muerte de Bella en 1944, e incluso en esa misma época renacería pronto en una serie de impresionantes réquiem pictóricos. Pero ahora, en el periodo entre 1915 y 1917, este tema del vértigo espiritual y la felicidad física penetra todo lo que el artista pinta. Así, su naturaleza muerta Lirios del valle (1916), un género nada común para Chagall, literalmente irradia éxtasis, como si reflejara la arrebatada mirada del artista enamorado del mundo. En la fuerza de su efecto, de la consecución de un estado espiritual a través de los objetos representados, esta naturaleza muerta podría compararse con algunas de las obras de 106

P. 106 : Aldea rusa, 1911. Óleo sobre lienzo, 126 x 104 cm. Staatsgalerie Moderner Kunst, Munich.

P. 107 : Dedicado a mi novia, 1911. Óleo sobre lienzo, 196 x 114.5 cm. Kunstmuseum, Berna.

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P. 108 : El jinete del circo, 1927. Óleo sobre lienzo, 23.8 x 18.9 cm. Instituto de Arte de Chicago. Donación de Mrs. Gilbert W. Chapman, Chicago.

Van Gogh. Pero los principios plásticos de los dos artistas son completamente diferentes y sólo nos podemos sorprender que la pintura efímera y transparente de Chagall, su tierno juego de formas delicadamente delineadas, crea un efecto cercano a la tormenta pictórica de trazos furiosos y apasionados que encontramos en la obra de Van Gogh… En la existencia de muchos artistas con tendencia hacia complejos experimentos plásticos, existen periodos en los que la vida –con su tradicional materialidad y sus preocupaciones cotidianas– los ensordece con su indiscutible trascendencia. Al percibir su nacimiento como una especie de recuerdo mitificado, comprenden su muerte en el óleo aproximadamente de la misma forma. Chagall percibió el nacimiento de su hija Ida de una manera por completo distinta. La visión mágica y las conexiones asociativas quedaron reducidas a nada al enfrentarse a la sencilla maravilla del nacimiento de su hija. Las maravillas y las visiones se retiraron modestamente al fondo, no, por supuesto, para quedar olvidadas completamente, sino para dar paso al milagro central. De esta forma la niña en la tina en el Baño de la bebé (después de 1916) sería vista como el milagro central. Al evocar los cuadros anteriores de Chagall, no resulta difícil advertir –a primera vista– qué une esta escena diaria con un cuadro mitificado como el anterior Nacimiento. Los dos representan el luminoso cuerpo infantil, rodeado y protegido por manos y miradas, y los dos demuestran la habilidad para transformar las pequeñas cosas de la vida cotidiana en las cuentas de un “rosario pictórico”, enlazadas por una única lógica artística. La elegante faceta, casi cubista, de la tina de hierro, la ingravidez, la flotación de las figuras femeninas y el azul ligeramente oscuro que llena todas las esquinas del cuadro, todos estos son elementos de la mitología chagalliana. Sin embargo, el terrenal e instantáneo momento de la vida, embriagado de la alegría de vivir, no parece superar demasiado los espejismos fantásticos de la mayoría de las pinturas de Chagall, como para dejarlas en la distancia. Los pájaros de cuento de hadas se transforman en el juguete de un cisne de goma nadando en la tina. De forma espontánea surgen asociaciones con el Pájaro azul de Maeterlinck, que se buscaba en otros mundos pero que se encontraba en el propio hogar; el mobiliario adquiere estabilidad, firmeza, incluso en el rostro de Bella, al haber perdido su complejidad emocional, se ha convertido en el rostro de una madre que expresa su feliz preocupación de todos los días. Bastante cercano a esta pintura se encuentra el óleo Bella con Ida en la ventana (1916, colección de Ida Chagall, París), en el que la magia de la visión del artista le permite a uno ver una escena de género puro en el brillo de su colorido, si bien la sensación de algún misterioso significado oculto no abandona al espectador. Fue por esta misma época que los personajes en las pinturas de Chagall empezaron a volar; sobre todo Chagall mismo y Bella. De hecho, incluso antes estos personajes de Chagall se habían levantado fácilmente por encima de la tierra; libres de las leyes de la gravedad, aparecían en el aire, sobre los techos de las edificaciones, se volvieron ingrávidos y se sentían como en casa tanto en el aire como en el suelo. Chagall parecía haber dominado el espacio; la gente nacida de su fantasía y su imaginación poblaban la superficie completa del cuadro, indiferentes a si lo que se encontraba bajo sus pies era la tierra o el firmamento. Pero ahora el vuelo se ha convertido en un tema independiente, una expresión directa de un estado espiritual, no sólo metafórico sino completamente material. La sensación de una elevación física, tan familiar para la gente en momentos de felicidad extrema, fue transmitida por Chagall con gran franqueza artística. No estamos acostumbrados a comparar fenómenos artísticos con diferentes niveles de significación, y probablemente de manera injusta porque reflejan, de una forma o de otra, la actitud ante la vida característica del momento. No haría ningún daño recordar aquí la ingenua fantasía emocional de Alexander Grin, quien era en aquel momento famoso y muy publicado (y bastante leído). En sus libros, la añoranza por y la creencia en lo mágico se abrían paso a través de un exotismo fastuoso y hasta cierto punto artificial. El elegante provincianismo que aparece en la prosa de Grin lo enlaza de alguna forma con Chagall. Evidentemente no podemos comparar a un famoso 109

pintor con el autor de numerosas obras melodramáticas, pero en los dos existía el mismo anhelo por lo maravilloso. La grandeza de Chagall radica en que fue capaz de encontrar lo maravilloso entre las desdichas del mundo visible. Grin tuvo que hacer uso del escapismo, inventando países y ciudades. Aunque fueron contemporáneos, lo más factible es que ninguno tuviera conocimiento de la existencia del otro. El primer óleo en esta “serie de vuelos” fue probablemente Cumpleaños (1915-1923), sin el que otras obras temáticamente similares de nuestras colecciones no se podrían comprender en toda su amplitud. Este óleo muestra una sorprendente mezcla de estructuras plásticas, conceptuales y espaciales que es totalmente distinta a cualquier otra. Un juicioso estudio analítico no puede en realidad rastrear cómo esta deslumbrante disonancia se combina en una melodía unificada: el vívido color del piso, la inestable carnalidad pictórica de la pared, envuelta en un humo azuloso, el óvalo negro, casi suprematista, del taburete, el detallado y cuidadosamente definido diseño de la alfombra barata, las figuras volando ingrávidas (resulta sorprendente cómo están concebidas en términos de volumen, para una época en la que la gente no ha visto la manera como los astronautas flotan en la Luna, sin la atracción de la gravedad terrestre), y los distintos paisajes a través de las ventanas, tanto de día como de noche. Podría muy bien ser que la sensación de unidad en esta fantasmagoría se haya logrado gracias a que Chagall –por fuera de cualquier esquema racional preconcebido, por supuesto– haya transmitido, de manera ingeniosa y con absoluta espontaneidad, la visión “escindida” del mundo percibida por la conciencia de un hombre sorprendido por la felicidad, cuando los fragmentos de la realidad, las sensaciones de color y los objetos extraños parecen –aunque no del todo inesperados– completamente normales en la deslumbrante lava de la felicidad; cuando trozos de reminiscencias y el sentimiento personal de la naturaleza sin precedentes de lo que está sucediendo dan vueltas como en un calidoscopio, como en una extraña mascarada en la que varios aspectos de lo visible se encubren, si es que se puede decir así, en diferentes niveles de lo convencional. Todo esto quizá sólo sea posible en la conciencia de un pintor. Y sólo un gran pintor es capaz de transmitir esta sensación. Como lo planteaba correctamente el psicólogo Lev Vygotsky, un hombre es capaz no tanto de analizar un cuadro sino de “racionalizar los sentimientos que éste le genera internamente”. Con relación a Chagall ésta es una tarea bastante difícil pero, él, Chagall, no nos oculta la ilógica de sus propias experiencias. Y el manejo artístico de la más improbable situación moral y emocional resulta eficaz para afirmar esta misma improbabilidad como una visión nueva y sin precedentes en el arte. Chagall fue uno de los primeros en encontrar un equivalente artístico no sólo para las absurdas colisiones trágicas de la vida, sino también para las felices improbabilidades, sin temor a juntar cosas que parecerían incompatibles. Pero el espectador atento encontrará en este caos armónico un muy delicado equilibrio de volúmenes y áreas de color que, penetrando hasta las secretas profundidades de lo que supuestamente ha sido representado sólo por accidente, produce una unidad casi clásica, en donde cada acorde de color posee un eco, donde el triángulo tradicional domina como un mecanismo de composición básico y el agitado vuelo de las figuras retumba sobre artículos triviales esparcidos sobre la mesa en armonía con el ritmo de ese vuelo. En el futuro, los personajes de Chagall llegarían a ser más confiados en su existencia aérea, sintiendo el mundo como un ambiente universal para vivir, en el que la tierra y las alturas pertenecen por igual al hombre. “Los amantes voladores de Chagall somos todos nosotros que nadamos en los cielos azules del destino” 7. Pero en aquella época, a finales de la década de 1910, Chagall aún se encontraba lejos de las revelaciones cosmológicas; estaba atareado sobre todo con las explosiones emocionales que llevaban a sus amantes de la delicada reflexión a un éxtasis abierto, abriéndose paso a través de los límites de la vida ordinaria y venciendo –aunque fuera sólo en su imaginación– la gravedad terrestre. Según el “Monje negro” de Chekhov, la existencia en la imaginación de un hombre es otra forma de existencia verdadera. 110

P. 111 : Amantes, 1929. Óleo sobre lienzo, 55 x 38 cm. Museo de Arte de Tel-Aviv, Tel-Aviv.

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P. 112 : El acróbata, 1930. Óleo sobre lienzo, 117 x 73.5 cm. Centro Georges Pompidou, París.

P. 113 : El gallo, 1929. Óleo sobre lienzo, 81 x 65 cm. Colección Thyssen-Bornemisza, Madrid.

Chagall convierte lo imaginado, o más bien lo experimentado de manera genuina, en un hecho visualmente incuestionable. Dimitry Sarabyanov, en su ensayo El elusivo rostro de Chagall, observa con perspicacia que sólo Ícaro fue el único que no logró volar en los cuadros del artista, pues se había elevado hacia los cielos (en el mito) con la ayuda de unas alas y no por la fuerza de la voluntad del artista, creando un universo con sus propias leyes de ingravidez. El hecho no es que el sol haya derretido la cera de las alas del presuntuoso joven, sino que Ícaro, verdadera y , físicamente, logró volar. Y este vuelo físico resulta del todo imposible en los 113

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P. 114 : El malabarista, 1943. Óleo sobre lienzo, 109.9 x 79.1 cm. Instituto de Arte de Chicago, Chicago, Illinois, Estados Unidos.

P. 115 : A mi esposa, 1933-1944. Óleo sobre lienzo, 107 x 178.8 cm. Centro Georges Pompidou, París.

cuadros de Chagall. A pesar de que Bella y el artista mismo hayan volado de forma natural sobre Vítebsk. Desde luego, en estos vuelos chagallianos la felicidad no es mística. En realidad es una feliz sorpresa que lo imposible sea posible, que la realización pictórica de la felicidad le imprima al hombre la apariencia visible de un estado espiritual, que esta apariencia sea hasta cierto punto chistosa, como un cuento divertido para niños grandes. Así tenemos el famoso Paseo (1917), un óleo de grandes dimensiones, casi cuadrado (algo raro en Chagall), en el que dos colores básicos –verde y violeta-rosado– se combinan audazmente; y en el que la vieja Vítebsk, verde esmeralda, mágica, apenas si resulta reconocible en la refinada construcción de volúmenes cubistas sincopados y en donde Bella, llevando puesto un traje color lila, flota en el aire, agarrando a su esposo de la mano como para no salir volando hacia los cielos, y el artista a su vez sonríe como un afable y feliz payaso que ha creado tanto su propia felicidad como este mundo radiante. Y como siempre, la misteriosa e imponente pintura del cielo, disolviéndose en la calima del verano y como significado del elemento cósmico coexiste en paz con los símbolos puramente terrenales, la garrafa y el vaso en el chal rojo, que parece incendiarse contra la hierba verde. La cualidad cósmica en la obra de Chagall proviene de la vida de todos los días. Durante un tiempo el artista parece haber olvidado los finales y principios dramáticos, y el nacimiento se convierte sólo en una razón para la serena felicidad; deja por completo de evocar la muerte; los relojes ya no marcan el tiempo fatal sino que lo detienen y no tienen prisa; el artista se encuentra como antes, en un estado de incesante vuelo. En el cuadro Sobre el pueblo (1914-1918), la acción toma lugar al interior de un sistema distinto de coordenadas emocionales. Aquí el juego en la frontera entre la realidad y la fantasía da paso a la resolución de lo que sólo se siente. El vuelo cambia de un juego a una genuina superrealidad, a algo surnaturel, para usar el término de Apollinaire; las dos figuras se convierten en un impetuoso símbolo para el movimiento, que es independiente del tiempo y de la fuerza de atracción de la gravedad. 115

Las figuras evocan asociaciones con grandes ejemplos de la literatura y el arte mundiales; desde el vuelo de Fausto y Mefistófeles (no sólo en Goethe sino también en las pinturas de Delacroix y Vrubel) y de ahí directo a las páginas aún no escritas de El Maestro y Margarita de Mikhail Bulgakov. El espectador no se ve engañado por los estilizados zapatos de Bella, por los arrugados pantalones de Chagall, por la cabra en la calle en el extremo inferior. Estos detalles de la vida diaria escogidos de manera intencional, sólo enfatizan (como en Bulgakov) el gran significado del milagro. Y la superrealidad se ve reforzada y hasta cierto punto determinada por la suave cualidad cristalina de las manchas de color verde, negro y, por supuesto, azul celeste que conforman el grupo volador. Debemos observar que éste es uno de los últimos cuadros de Chagall que preserva la ligeramente estratificada interpretación de espacio y volumen, tanto en las figuras como en el paisaje de Vítebsk, desplegado en la parte inferior en una libre y poética visión. El distante relámpago de verano de efecto cubista se desvanece gradualmente, para resplandecer casi al mismo tiempo y de manera un tanto inusual en el gran óleo Autorretrato con musa (La aparición) (1917-1918). Este cuadro, no sin un toque de refinamiento deliberado, pudo haber creado la sensación de ser excesivamente hermoso si no fuera por la obvia ironía, la alienación, el retorno a un juego sin disfraz equilibrado por una especie de ascetismo pictórico, que apenas resultaba típico de Chagall tanto antes como después del mismo. El cuadro fue elaborado esencialmente en dos colores –gris y un azul difuminado- con matices tonales apenas perceptibles, con dos diagonales que cruzan el óleo de una esquina a la otra. Dos brillantes triángulos forman aquella misma construcción de reloj de arena y en cuyo centro, donde las diagonales se cruzan, se eleva un suave resplandor rosa. El elegante joven en el caballete y la musa volando hacia él están pintados con el mismo sistema de fluidas formas angulares que encontramos en Sobre el pueblo. Estas dos figuras parecerían sólo una refinada declaración visual si no fuera porque, más allá de ellas, vemos los objetos asociativos comunes a Chagall: todos aquellos objetos triviales de la pobre vida local, la eterna lámpara, la silla orgullosamente elegante de la sala de recibo. El cuadro, un tanto burlón aunque al mismo tiempo digno, es con todo un nuevo acto en la siempre cambiante y siempre reconocible “chagalliada”. Todos y cada uno en la inmensa variedad de temas de Chagall –hasta uno u otro punto– nacieron hacia finales de la década de 1910. Fue por esta misma época cuando comenzaría a pintar el circo (más tarde trabajaría bastante para el teatro, pero como espectador prefería el circo). Es comprensible. El circo combina demostraciones y destrezas concretas construidas a lo largo de los siglos, excluidas las modas pasajeras y los significados vacuos; posee la primacía de los antiguos misterios, del mito casi hecho realidad; ahí está el orgullo de la gente (¡y también de los animales!) por su destreza, su osadía, su confianza, su armonía con la música, por su ritmo unificado, que les permite en el momento justo atrapar la mano de su compañero o juzgar el movimiento del trapecio, sin el cual la función fracasaría. Uno podría escribir un libro entero sobre el circo de Chagall, como en efecto el artista mismo en esencia lo hizo, publicando en 1967 un álbum único de litografías a color y en blanco y negro, Circo, con un texto de su autoría. El circo de Chagall podría ser la morada de la desenfrenada y vertiginosa felicidad, en donde los acróbatas, los jinetes, los payasos, incluso los caballos de silla, sienten sus “momentos estelares”, donde sienten que son maravillosos y ágiles, que la música y los aplausos resuenan por ellos, que todo el mundo los admira; pero también puede ser extraño y amenazador, aterrador y misterioso (como en los Circos de los años de la guerra y la preguerra). El circo puede ser cualquier cosa; combina el mundo entero en sí mismo y una parte casi indispensable de este mundo lo forman elementos de reminiscencias de Vítebsk, salpicadas alrededor como joyas incrustadas… Los felices e inquietos cuadros de los años de 1917 a 1919, a pesar de toda su significación, no ocuparon a Chagall de manera exclusiva; por otra parte él, enamorado 116

P. 117 : Madonna en el pueblo, 1938-1942. Óleo sobre lienzo, 102.5 x 98 cm. Colección Thyssen-Bornemisza, Madrid.

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P. 118 : Rey David, 1951. Óleo sobre lienzo, 198 x 133 cm. Centro Georges Pompidou, París.

P. 119 : Alrededor de ella, 1945. Óleo sobre lienzo, 131 x 109,7 cm. Centro Georges Pompidou, París.

–como parecería– sólo del arte, de Bella, y de su amor por ella, demostraría ser capaz de evaluar y comprender, tanto con el corazón como con la mente, los inmensos sucesos que tendrían lugar en 1917. En octubre de 1917 Chagall se encontraba en Petrogrado. Ya un artista reconocido, casi famoso además, participante regular en las grandes exhibiciones en la capital y en Moscú, Chagall, por supuesto, no se había suscrito a ningún programa de ningún grupo en particular, incluso los más serios e imponentes. 119

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P. 120 : En la ventana por la noche, 1950. Aguada sobre papel, 65 x 50 cm. Colección A. Rosengart, Lucerna.

P. 121 : El gallo enamorado, 1947-1950. Óleo sobre lienzo, 71 x 87 cm. Colección privada.

De esta forma, al exponer sus obras al lado de los miembros de la Jota de Diamantes, difícilmente podría considerársele como su cofrade. Era por completo un ser individual, si bien con toda su luminosidad, su arte nunca fue ostentoso ni agresivo. Tenía treinta años de edad, podía vivir en armonía consigo mismo, pero no podía permanecer indiferente a lo que estaba sucediendo a su alrededor. Para el mes de noviembre de 1917 se encontraba en Vítebsk. Más tarde, asignado como Comisario para las Artes del Departamento para la Educación del Pueblo, Chagall ayudaría a organizar las celebraciones en honor del primer aniversario de la revolución. Después, en el artículo Arte durante los días del aniversario de octubre, publicado en la revista Shkola i Revoliutsiya (Escuela y Revolución), 1920, Nos. 24-25, escribía: “Si es verdad que sólo en el momento presente, cuando la humanidad, poniéndose en camino por el sendero de la última revolución, puede ser llamada Humanidad con mayúscula, de la misma forma y en mayor grado el arte sólo puede ser llamado Arte con mayúscula cuando es esencialmente revolucionario”. Este juicio podría parecer ingenuo, pues no contiene ningún programa artístico, pero posee una sabiduría sencilla, y se ajustaba en su totalidad con lo que Chagall estaba llevando a cabo en Vítebsk. Por todo Vìtebsk, Chagall (de forma temporal) solicitó óleos con el propósito de preparar las decoraciones festivas para el pueblo. A juzgar por los pocos rollos de película que han sobrevivido, la decoración fue inusual, profusa y boyante en espíritu. La Galería Tretyakov conserva un boceto en acuarela del panel para la fiesta hecho por Chagall, Paz para las cabañas, guerra en los palacios (1918-1919). Gracias a este boceto podemos reconstruir en parte la decoración para las calles y cómo el artista entendía su tarea. 121

Cualquiera que sea el respeto que sintamos por el maestro, difícilmente conviene sobrestimar el valor de su obra. El resplandor en los colores de Chagall, que puede observarse incluso en este boceto: la tosca gracia del divertido y airado campesino, listo a hacer pedazos el palacio como de juguete que se eleva sobre su cabeza, este festivo y molesto gigante con pelo verde y camisa carmesí; todo esto es, claro está, nada más que una hipérbole calculada, valiosa más desde el contexto de las calles decoradas, entre banderas ondeantes, que como una versión artística (si bien fantástica y proyectada sólo para un cartel) del cambio social. Pero aun así el 122

P. 122 : Artista en el caballete, 1955. Óleo sobre lienzo, 55 x 46 cm. Colección privada.

P. 123 : Champ de Mars, 1954-1955. Óleo sobre lienzo, 149.5 x 105 cm. Museo Folkwang, Essen.

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talento de Chagall le permite al observador atento encontrar en este boceto apenas terminado, la compleja fusión de placer, felicidad y preocupación ante la fuerza amenazadora que Chagall aceptaba, en la que creía, pero ante la que, sin duda, también sentía cierta timidez. El amable y sensible corazón de Chagall lo ayudó a encontrarse a sí mismo en la enseñanza. Famoso artista europeo, al que algunos de sus colegas ya para ese momento tendían a acusarlo de exagerar su talento, no se había olvidado de lo difícil que había sido para él dominar el oficio en el comienzo, y de lo fácil que el talento podía echarse a perder sin un soporte inteligente y oportuno. Organizó la Escuela de Arte para el Pueblo de Vìtebsk, donde su antiguo profesor Yuri Pen empezaría a trabajar y adonde invitaría famosos artistas de la capital, incluidos Mstislav Dobuzhinsky, El Lissitzky, Ivan Puni y Casimir Malevich. 124

P. 124 : El triunfo de la música, 1965, Óleo sobre lienzo (fresco) c. 11 x 9 m. Ópera Metropolitana, Lincoln Center, Nueva York.

P. 125 : Aparición de la familia del artista, 1947. Óleo sobre lienzo, 123 x 112 cm. Centro Georges Pompidou, París.

No pretendía sólo la tradición ni sólo lo avant-garde; invitó a artistas de diferentes tendencias, a quienes valoraba mucho y a quienes, casualmente, deseaba ayudar; en aquella época de algún modo era más fácil vivir en Vítebsk que en Moscú o Petrogrado. En marzo de 1919 también se convirtió en director del Taller de Pintura Libre (Svomas). Pintó bastante y sus cuadros se colgaron en la famosa exhibición inaugurada en abril de 1919 en el Palacio de Invierno de Petrogrado; la primera exhibición estatal gratuita de obras de artistas de todas las tendencias. Chagall no era un teórico, pero sentía perfectamente lo que era necesario para los talentosos jóvenes que se acercaban a él en la escuela. “Mi sueño que los niños pobres del pueblo, quienes tiernamente en sus casas trazan garabatos en un papel, deberían venir y unirse al arte, se está 125

P. 126 : El sueño, 1978. Témpera sobre lienzo, 65 x 54 cm. Colección privada.

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llevando a efecto. Pero esto no es suficiente: es necesario que la educación artística recibida sea de beneficio para todos los alumnos, sin pérdida de un tiempo valioso, y que el trabajo ejecutado durante la instrucción sea el producto del Arte con A mayúscula, que los métodos y recursos usados en la educación artística sigan de inmediato un sendero definido, con el propósito de que no vaya a producir lisiados ni almas muertas sin ninguna esperanza de resurrección. Pero incluso esto no es suficiente; también es necesario que la institución que ofrece una educación y una introducción al arte gire completamente del sendero más comprensible pero más peligroso –el sendero de la rutina– y tome el sendero de lo revolucionario en arte, el sendero de la experimentación. Por encima de todo, ésto es necesario y será necesario en el futuro para suprimir las características individuales de toda personalidad trabajando al interior de una colectividad, pues el futuro trabajo colectivo requiere sólo una conciencia del espíritu y el valor de los tiempos futuros, y no una colección de personalidades estereotipadas…Nos podemos dar el lujo de “jugar con fuego” y al interior de nuestras paredes, funcionando libremente, están representados los líderes y los talleres desde la izquierda a la derecha, inclusive”. Así escribía Chagall en 1918 en el Vítebsky Listok (Folleto Vítebsk), el 7 de septiembre. Estas sencillas y nobles afirmaciones están desprovistas de todo fanatismo, llenas de tolerancia y respeto por sus estudiantes. Sus contemporáneos según parece no estaban contentos con que Chagall valorara tan alto su talento. Si bien, no los alegraba, por supuesto, que él no estuviera equivocado. Sus estudiantes –contrario a sus otros colegas– nunca reconocieron en él ningún tipo de arrogancia ni sentimiento de superioridad. La actividad docente de Chagall en Vítebsk terminó de manera dramática. Al regreso de uno de sus regulares viajes a Moscú (en esa época trabajaba con frecuencia para el Teatro de Cámara Judío) o, como lo recuerda él mismo en su autobiografía, después de una ausencia para ir a comprar pinturas, descubrió que sus alumnos se alejaban cada vez más de él. Casimir Malevich, un hombre de temperamento apasionado y convicciones intransigentes, dotado de una original e hipnótica elocuencia, convenció a los jóvenes de que el verdadero arte revolucionario no podía ser figurativo. Hasta cierto punto recibiría el apoyo de El Lissitzky, quien también atraía a las mentes jóvenes gracias a sus atractivas ideas sobre el nuevo campo recién desarrollado del diseño. Chagall pasó a ser un tradicionalista a los ojos de sus estudiantes. El enfrentamiento terminó por ser angustiante y Chagall partió hacia Moscú. Resulta difícil imaginar a un artista, después de haber ganado fama mundial, que tenga el valor y esté tan libre de ambición como para ir y enseñar dibujo en una colonia de indigentes y niños vagabundos. Pero Chagall no tenía opción. En Moscú se encontró con una difícil situación. No había manera de que le pagaran por sus pinturas en el teatro, y de todas formas el dinero valía muy poco en aquellos días; Chagall y Bella pasaban hambre con su pequeña hija. Sin embargo él trabajaba. Le enseñaba a los huérfanos, a los hambrientos, a los consumidos, cuyos ojos, según sus propias palabras, no deseaban o no podían sonreír. Y –para usar su misma expresión– se lanzaban sobre las pinturas como animales. Vale la pena anotar que, si excluimos aquella ola de felicidad que literalmente elevó el arte de Chagall a unas alturas completamente novedosas (su matrimonio con Bella), las circunstancias externas de su vida hasta ese momento apenas si habían afectado su obra. Los funcionamientos internos de su alma estaban sólo conectados de manera indirecta con los movimientos externos de su vida. Sus obras más trágicas, Gólgota, por ejemplo, fueron realizadas durante una época de relativa paz espiritual. Así no nos debe sorprender que los cuadros hechos durante la que para él fue una época difícil –primeros años de la década de 1920– escasamente dan indicios de abatimiento. El estado de ánimo de La casa azul (1917-1920) está lejos de la euforia de los retratos de los amantes. Aquí encontramos las formas “pensativas” invariablemente perfiladas y la textura del ladrillo elaborada con una pasmosa precisión rara en Chagall, aunque ésta, es cierto, queda contrastada con el colorido completamente fantástico de la casa de madera. En un primer vistazo el observador puede ver –¿cómo logró hacerlo el artista?– que ésta no es una casa pintada en un violeta-azul, sino una casa de troncos comunes y corrientes que parece irradiar 127

su propio asombroso color. Existe una lejana afinidad con Vrubel, en cuyas obras las formas cristalinas crean ellas misma luz y color desde su interior. Pero aquí, en el cuadro de Chagall, en el que las construcciones y las iglesias visibles en la otra orilla del río conservan sus colores normales –aunque también con el toque, desde luego, de la magia cromática de Chagall– esta extraña cabaña azul-violeta, apoyada con naturalidad en el armazón de ladrillos, como en la vida, se convierte en un alienado invitado a una ordinaria fiesta de sol y luz –una morada desierta, un cuerpo abandonado por su espíritu– y por lo tanto transformado en un vacilante fantasma que atrae nuestra mirada y obliga a que nuestro corazón se encoja en silencio. Es bastante probable que la percepción de este cuadro hoy en día proporcione un ejemplo típico de ver algo a través del prisma de nuestro conocimiento de una situación familiar. Chagall abandonaría pronto Rusia. Partía sin saber que no iba a regresar en muchos años, que iba a vivir más de sesenta años por fuera, que Francia ya no sería una tierra extranjera para él sino que se convertiría en su hogar. Pero hubo una separación; la percibimos ahora como un momento dramático y crucial en la vida del artista, y el reflejo de esta percepción se encuentra en la tristemente radiante casa “azul”. Los cuadros, como los libros, tienen su propio destino independiente, y este cuadro, en el que Chagall no puso ningún subtexto especial y ni siquiera ningún presentimiento intuitivo, subconsciente, se ha convertido para los espectadores en una especie de hito. Chagall, al encontrarse en una situación verdaderamente difícil en Moscú, se preparó para un breve viaje. En 1922 el embajador de Lituania en la República Rusa, Jurgis Baltrusaitis, sugirió realizar una exhibición en Kaunas. La solicitud del embajador (quien era además un famoso poeta simbolista que escribía en ruso y cuyas colecciones Pasos terrenales y Sendero de la montaña habían sido bastante leídas a comienzos de la década de 1910) recibió el apoyo de Lunacharsky. Chagall y su familia saldrían hacia Kaunas. Sus cuadros eran famosos en Occidente. Luego recibió una invitación a Berlín, donde fue comisionado por el editor Paul Cassirer a que realizara una serie de grabados (Chagall hasta ahora empezaba a trabajar en ese campo) para su autobiografía Mi vida. Después, el famoso Ambroise Vollard le pidió que elaborara una serie de ilustraciones para la narrativa satírica rusa (Chagall escogería Almas muertas de Gogol) y entonces el artista viajó a París. De esta forma se realizó su partida de Rusia. En ese momento nadie pensó que se trataba en verdad de una despedida. Chagall no fue el único artista ruso que vivió la mayor parte de su vida en el extranjero: Zinaida Serebriakova, Mikhail Larionov, Natalia Goncharova, Alexander Benois, Mstislav Dobuzhinsky y muchos otros vivieron y trabajaron, experimentaron el éxito o el olvido en Francia y otros países. Sin embargo existe algo especial en el destino de Chagall y su arte fuera de Rusia. Los destinos de varios artistas rusos que vivieron y murieron fuera del país, son múltiples. Muchos, de hecho, fueron muy famosos y sus obras se convirtieron en elementos naturales de la cultura de Europa occidental; algunos permanecieron en su encerrado mundo íntimo; otros, como Kandinsky, se convirtieron en maestros de prestigio internacional. Chagall entraría al proceso artístico mundial como el portador del dolor eterno de Vítebsk, quien absorbería lo universal por medio de un sentido nostálgico de su infancia nunca ida. Así como en sus primeras obras, el sufrimiento y la felicidad del planeta tenían un eco en los misterios rituales de su provinciana aldea, así las revelaciones de su juventud artística se desarrollaron en sus últimos y más maduros cuadros. El viejo y un niño (1930, Colección privada, Estocolmo) es la perfecta personificación del tema de la soledad, la vejez y de aquella bondad que por sí misma logra preservar lo humano en el hombre ante cualquier situación. Desprovisto de todo, el hombre alcanza la libertad; sin esperar nada para sí mismo, es capaz de dar ayuda a los otros; incluso si se trata de un animal indefenso. El tipo secular del anciano bíblico de Chagall le imprime una penetrante sensación de individualidad al cuadro; la elegante flexibilidad de los contornos, la intensidad crepuscular de los tonos verde oscuro y azul celeste puestos contra el fondo del baldío nevado, la ingenua credulidad del niño al lado de la omnisciencia afligida del hombre mayor; todo esto posee 128

P. 129 : El pintor y los amantes, 1978. Acrílico sobre lienzo, 60 x 50 cm. Colección privada.

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P. 130 : El pintor, 1976. Óleo sobre lienzo, 65 x 54 cm. Colección privada.

P. 131 : El circo, 1962. Óleo sobre madera, 41 x 53 cm. Colección privada, cortesía Galerías Hammer, Nueva York.

el aliento de la eternidad, quizá sólo igualado por la obra de Picasso, pero con menos passéisme, más amarga y viva. Y el tema del amor y la ternura –un tema que continuará hasta los últimos días de Chagall– coexiste con la conmoción de la guerra. En su aterradora concreción combinada con la sensación de una catástrofe a escala mundial, la obra Obsesión (1943, colección privada, Francia) –el ardiente cielo, el crucifijo caído, la llama negra de la vela con todo aquel horror apocalíptico global y los imperecederos espejismos de Vítebsk- podría compararse con justicia a Guernica. Y todo esto proviene de allí, de su juventud. La percepción por parte de Chagall de su pequeña tierra natal como un fragmento del universo y su sensibilidad hacia el proceso artístico europeo también lo capacitaron para crear vitrales para iglesias en Francia, en Reims, y para iglesias en Jerusalén. Sus murales decoran edificios públicos en Estados Unidos, Inglaterra y otros países; pintó el techo de la Ópera en París. Al haber comprendido el misterio del tiempo, adentrándose en su mismo movimiento, lograría explorarlo con una particular atención; restablecía el comienzo de la vida hasta el final; para finales de su siglo exponía la casta sabiduría de sus primeros años. Tanto el apasionado intelectualismo de Picasso como la armonía olímpica de Matisse fueron extraños para Chagall. Ninguno de sus cuadros está sin dolor o sin felicidad. En esencia crearía un mito pictórico del siglo XX, pero un mito muy especial en el que no hay una separación del dolor ni de la felicidad y en el que siempre existe la posibilidad de comprenderlos. Podríamos sorprendernos por el hecho de que Chagall recurriera tan a menudo a las técnicas gráficas, siendo un artista que vivía y pensaba en color. Desde luego, un gran maestro consigue mantener una especie de policromía asociativa incluso en representaciones en blanco y negro; Baudelaire escribió al respecto en sus análisis de los dibujos de Daumier. 131

P. 132 : Confidencia en el circo, 1969. Aguada sobre cartón, 59.7 x 57 cm. Colección privada.

P. 133 : El cielo de París, 1973. Óleo sobre lienzo, 100 x 73 cm. Colección privada.

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III

Obras gráf icas

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P. 134 : Apollinaire, 1911. Lápiz sobre papel, 33.5 x 26 cm. Colección de la familia del artista, Francia.

eberíamos dejar a un lado la necesidad práctica de dibujar para cualquier forma de arte, ya que aquí estamos tratando con otro asunto: ¿por qué el arte gráfico resultó por momentos tan atractivo para un colorista como Chagall? No se trata, por supuesto, de una cuestión de escogencia racional –Chagall no tenía inclinación para ese tipo de cosas–, sino de una necesidad espiritual, con la que quedamos en deuda por sus series en blanco y negro. No se puede decretar que la poderosa poesía del color de Chagall, arrastrando en su interior un elemento involuntariamente optimista, un inmanente misterio festivo, le haya impedido al artista expresarse con suficiente severidad. Esto no significa que todas sus obras gráficas sean tristes, pero no poseen la desbordante alegría que se encuentra en sus cuadros. Sin embargo, aquellas enigmáticas y extrañas cualidades del arte de Chagall no están de ningún modo ausentes en sus obras gráficas sino que han adquirido una perturbadora tonalidad propia. Casi todos los pintores dibujan, pero no todos logran convertir su obra gráfica en un universo artístico por separado. El mundo gráfico de Chagall, así como el de Rembrandt, Goya, Picasso, y Matisse, es grandioso y tiene su propio valor artístico independiente. Es verdad que, como sucede siempre en el arte, Chagall a veces dibujaba porque simplemente no había tiempo ni pinturas. Pero incluso bajo esta clase de limitaciones impuestas, el resultado fue autosuficiente. Chagall prácticamente no realizó ningún dibujo de trabajo en el que no se expresara de forma total a nivel artístico. Ninguno de sus dibujos sugiere algún cuadro futuro; cada uno es autónomo, no un medio, sino un fin logrado. Debemos confesar que si Chagall no hubiera realizado su obra maestra, el ciclo de ilustraciones para Almas muertas de Gogol, sus obras gráficas no hubieran interesado al espectador o al estudioso hasta tal grado, ya que los dibujos del artista (usualmente en tinta china) no son tan conocidos ni tan numerosos como aquellos de sus grandes predecesores. Un pequeño número de obras de Chagall dedicado a la guerra, no ligado a ésta ni a nivel metafórico ni por asociación sino por su descripción de la guerra como tal, fue elaborado en medios gráficos. Sus soldados –heridos, cansados, reservados y pensativos– están representados en blanco y negro, el fantasma de la muerte pendiendo sobre ellos con toda su desnuda fatalidad. La lamentación, el mejor dibujo de la serie, es una maravillosa combinación de la eterna pietà con las duras realidades diarias de la guerra, convenciéndonos una vez más de que para Chagall no existía nada que se relacionara sólo con el instante, nada que no rozara lo eterno, las concepciones primordiales de la existencia, los comienzos y finales, la vida y la muerte. Pero aquí necesitó de la claridad de un dibujo vital, y lo elevó hasta una implacable y bíblica sencillez. 135

Las obras gráficas de Chagall son más melancólicas que sus pinturas no sólo porque carezcan de color. La gente o los paisajes ahí representados han quedado retirados del espacio feliz, de la acción eterna; existen en el frío territorio de la hoja de papel como si sus lazos con el mundo circundante se hubieran roto. Por momentos, algunas suaves transiciones de tono parecen intentar algún tipo de lazo con el invisible ambiente de color, forzando al observador a imaginar, en la transparencia crepuscular de la tinta china, el color lila de la tarde o el rubor en las mejillas de alguien. Pero usualmente el blanco y negro existen en un vivo contraste, existen estéticamente, ofreciéndole al observador una oportunidad para sonreír aunque no para regocijarse. En realidad parece como si la dicha se vertiera sobre las obras de Chagall sólo a través del color; incluso en los dibujos que representan amantes, en los que podemos escuchar música, resulta más evidente la seriedad y la ironía que la felicidad despreocupada o la simple armonía espiritual. Sus trabajos gráficos le permiten a uno considerar el papel especial jugado por el color en el arte del maestro, considerar el color redentor y consolador, el color curativo, que 136

P. 136 : El carnicero, 1910. Aguada sobre papel, 34 x 24 cm. Galería Tretyakov, Moscú.

P. 137 : arriba, Estudio para la lluvia, 1911. Aguada y lápiz sobre cartón, 22.5 x 30 cm. Galería Tretyakov, Moscú.

P. 137 : abajo, Boda judía, década de 1910. Pluma y tinta china en papel montado sobre cartón, 20.5 x 30 cm. Colección Z. Gordeyeva, San Petersburgo.

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P. 138 : arriba y abajo, Ilustraciones para Almas muertas de Nikolai Gogol, 1923-1927. Grabado, aguatinta, puntaseca y roulette, 38 x 28.4 cm. Galería Tretyakov, Moscú.

P. 139 : Ilustración para Almas muertas de Nikolai Gogol, 1923-1927. Grabado, aguatinta, puntaseca y roulette, 38 x 28.4 cm. Galería Tretyakov, Moscú.

trae la catarsis, pues incluso en sus últimos ciclos ilustrativos Chagall, en su mayor parte, usó color (litografías a color). Pero, naturalmente, para Almas muertas Chagall escogió el blanco y negro. Primero que todo, no sentía familiaridad con la litografía a color y, segundo, y quizá más importante, había vislumbrado el mundo de Gogol sin ese plasma cromático que llenaba sus cuadros. En sus acuarelas Chagall siguió siendo un pintor; y la litografía a color fue el campo de sus últimos experimentos y descubrimientos. Por lo tanto, Almas muertas es la más gráfica de sus obras y, podríamos sugerir, la más dramática. No estamos hablando aquí del contenido de las ilustraciones, de la fuente literaria de este dolor y esta dicha presupuestos. Estamos hablando de las insólitas –para Chagall– contradicciones internas en la difícil combinación del tiempo y el lugar, que se entrecruzan de manera extraña en sus series sobre Gogol. La actitud de Chagall frente a las obras literarias fue exactamente igual a su actitud frente a la vida misma. Para él, una novela o un poema (la novela de Gogol, como sabemos, también fue considerada un poema) eran átomos sueltos de un universo alguna vez integral, del que él recreaba otro mundo más, sólo ligado de manera distante, genética, con su prototipo. Pues cualquier cosa que el artista pintara o dibujara –escenas mitológicas, paisajes parisienses, composiciones puramente metafóricas o simbólicas– pasaba inevitablemente a través de sus filtros emocionales, a través de su caleidoscópico espejo asociativo, a través de la memoria artística de generaciones, a través de la dura experiencia de la vida de todos los días. Una parábola siempre nace de hechos concretos, adoptando la sustancia de la realidad –a menudo reproducida de manera mezquina, 139

P. 140 : arriba, Hombre reclinado y un gallito. Tinta china y blanca sobre papel, 14.2 x 14.9. Museo Ruso, San Petersburgo.

P. 140 : abajo, La casita. }Tinta china sobre papel, 12.6 x 10 cm. Museo Ruso, San Petersburgo.

P. 141 : La escalera. Tinta china sobre papel, 13.9 x 9.7 cm (óvalo). Museo Ruso, San Petersburgo.

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pedante–, mientras que la escena cotidiana ha sido llevada hasta el significado severo de una parábola. Es bien sabido que el mismo Chagall, después de haber sido comisionado por Ambroise Vollard para producir un extenso ciclo de ilustraciones para libros, insistió en Almas muertas. Se sentía fuertemente atado a Gogol, no podría ser de otra manera: la opresiva tristeza y la amarga sonrisa de Gogol, su vertiginosa irracionalidad, ¿cómo no iban a atrapar a Chagall? Por otra parte, Chagall ya se había acercado a Gogol, en particular con sus diseños para la producción de El inspector en el Teatro de Cámara Judío (1920). No podemos afirmar de los grabados para Almas muertas que encierren una lectura moderna de Gogol; esto significaría simplificar demasiado el problema. Desde luego, las láminas han sido realizadas por un artista que era completamente consciente de los últimos experimentos plásticos; desde luego, éstas tienen el aliento del siglo XX; pero ahí no reside su importancia. El habitual propósito de las ilustraciones es darle forma concreta a una narración literaria. Aquello que sólo está sugerido por la pluma del escritor adopta en los dibujos una naturaleza física ineludible, material. Chagall, sin embargo, desmaterializó el mundo de Gogol, creyendo de manera justificada que más allá del color y lo tangible, más allá de toda la luminosidad terrenal y carnal de este mundo, existe un subtexto amenazador y destructivo, 142

P. 142 : Anciano y anciana, 1914-1915. Tinta china sobre papel, 15 x 13 cm. Museo Ruso, San Petersburgo.

P. 143 : Soldado herido, 1914. Tinta china sobre papel, 22.6 x 13.3 cm (óvalo). Galería Tretyakov, Moscú.

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P. 144 : Ilustraciones para Almas muertas de Nikolai Gogol, 1923-1927. Grabado, aguatinta, puntaseca y roulette, 38 x 28.4 cm. Galería Tretyakov, Moscú.

P. 145 : El predicador de Vítebsk, 1914. Tinta china sobre papel, 52 x 42.5 cm. Colección privada, Moscú.

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P. 146 : Un soldado y una niña, 1914. Tinta china sobre papel, 18.5 x 29 cm. Colección privada, San Petersburgo.

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P. 147 : Hombre con un gato y mujer con un niño, 1914. Pluma y tinta china intensificado con blanco sobre papel, 22.3 x 17.2 cm. Galería Tretyakov, Moscú.

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una desesperación infernal y una ausencia de espiritualidad, todo aquello que más tarde pasaría a llamarse el absurdo o lo kafkiano. Con osadía, Chagall creó un puente entre Gogol y la conciencia artística del siglo XX. Vio a Gogol a través del prisma de las visiones, tanto de Dostoievski como de los simbolistas. Y no fue porque se tratara de un gran conocedor de la literatura, sino porque adivinó de manera intuitiva y sintió casi con dolor la atmósfera artística de su época y lo que lleva a comprender una reconocida obra clásica. Pero esto no es meramente una cuestión de conciencia artística: Chagall sentía con toda el alma que sólo ahora, quizá, la visión de Gogol empezaría a comprenderse, así como las profecías de la Biblia, de Homero, de Shakespeare han empezado a cumplirse. 148

P. 148 : Ilustración para Almas muertas de Nikolai Gogol, 1923-1927. Grabado, aguatinta, puntaseca y roulette, 38 x 28.4 cm. Galería Tretyakov, Moscú.

P. 149 : El viejo judío, 1914. Tinta china sobre papel, 31.5 x 23 cm. Galería Tretyakov, Moscú.

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Las ilustraciones de Almas muertas poseen un carácter doble tanto en términos de tiempo como de espacio. De manera misteriosa, a través de los rostros y los paisajes del poema de Gogol, surgen las formas de los suburbios de Vítebsk y sus habitantes. Pero en la triple combinación de las ideas de Gogol, de las eternas, aterradoras y estremecedoras verdades, y de los indicios de la existencia del día presente, surge no sólo el mundo de los muertos, sino también el terrible mundo de las almas humanas moribundas. Esta serie es una de las pocas obras de Chagall en la que el artista trata con severidad a sus personajes; Gogol es mucho más indulgente con sus héroes. En las ilustraciones de Chagall la gente es estúpida y repulsiva, aunque el fantasmagórico universo en el que aparecen representados cautiva profundamente al observador con su efímera 150

P. 150 : Calle en Vítebsk, 1914. Tinta china sobre papel, 15.5 x 16.2 cm. Museo Ruso, San Petersburgo.

P. 151 : La casa en los suburbios, 1914-1915. Tinta china sobre papel, 15.1 x 14.1 cm. Museo Ruso, San Petersburgo.

transparencia, con sus ritmos cuidadosamente meditados y con una rica técnica gráfica sin precedentes. El artista usó una compleja combinación de grabado y punta seca, aguatinta y otras técnicas. Detrás de los rostros bien parecidos se abren unos hocicos monstruosos, inhumanos; detrás de las elegantes reverencias vemos el doloroso espasmo; lo externamente divertido se transforma en un sarcasmo cruel y despiadado. Parece como si el interminable sufrimiento de un hombre que conoce demasiado bien la desventura de la pobre Rusia encuentra su reflejo en estas obras incomparables, perfectas. Todo lo que Chagall produjo para libros años después fue excelente y, probablemente, más artístico, pero menos personal, menos ligado al sistema radical de su destino y su arte. 151

P. 152 : Traje diseñado para El inspector de Nikolai Gogol, 1920-1922. Acuarela y lápiz sobre papel, 31 x 21 cm. Colección de la familia del artista, Francia.

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P. 153 : Ilustración para Almas muertas de Nikolai Gogol, 1923-1927. Grabado, aguatinta, puntaseca y roulette, 38 x 28.4 cm. Galería Tretyakov, Moscú.

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P. 154 : Ilustración para Almas muertas

Al abstenerse del color, Chagall adquirió aparentemente aquella perspicacia y objetividad que no era, en principio, natural para él. No podemos adivinar las intenciones íntimas del artista. Las obras gráficas de Chagall quizá guarden más enigmas que sus pinturas. El juramento al “silencio del color”, al ascetismo cromático, no fue –podemos presumir– simplemente una cesura necesaria en la exploración pictórica de Chagall, sino el registro en blanco y negro de un testigo imparcial en la crónica artística del siglo XX. 154

de Nikolai Gogol, 1923-1927. Grabado, aguatinta, puntaseca y roulette, 38 x 28.4 cm. Galería Tretyakov, Moscú.

P. 155 : Autorretrato, 1927. Aguatinta, 57.5 x 45 cm. Colección privada, Rusia.

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Cronología de la vida y obra de Marc Chagall Julio 7 de 1887 1906

1907-1910

1910-1914

Julio de 1915 1915-1917

1916 1918-1919

1920-1921

1922 1922-1923

1926 1930-1931

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Marc Zakharovich Chagall, el hijo de un vendedor de pescado, nacía en Vítebsk. Estudios en la escuela de arte de Yuri Pen, en Vìtebsk. Partida a San Petersburgo en el invierno. Estudios en la Escuela de Dibujo de la Sociedad para el Fomento de las Artes, San Petersburgo (en ese momento dirigido por Nicholas Roerich) y en la escuela privada de S. Saidenberg; entra a la escuela privada de Yelizaveta Zvantseva, donde estudió bajo la dirección de Léon Bakst y Matislav Dobuzhinsky. Muestra sus trabajos en la exhibición de la escuela celebrada en las oficinas de la revista Apollon. Vive en París, en la Impasse du Maine. En 1911, se muda a La Ruche. Conoce a Pablo Picasso, Georges Braque, Fernand Léger, Amedeo Modigliani, Alexander Arkhipenko, Guillaume Apollinaire, Max Jacob, Blaise Cendrars, y otros artistas y escritores famosos. Exhibiciones en el Salón des Indépendants y en el Salón d’Automne en París, con el grupo La Cola del Asno en Moscú, y en la Galería Der Sturm en Berlín (primera exhibición individual) y también en San Petersburgo y Ámsterdam. En vísperas de la guerra, regresa a Vítebsk. Matrimonio con Bella Rosenfeld. Trabaja en Petrogrado, colabora con el Comité Industrial Militar. Exhibiciones en Moscú y Petrogrado. Nacimiento de su hija Ida. Nombrado Comisario para las Artes en el Departamento Regional de la Educación del Pueblo en Vítebsk. Funda y dirige (a comienzos de 1919) una escuela de arte en Vítebsk, en donde se cuentan entre los maestros a Mstislav Dobuzhinsky, Ivan Puni y Kasimir Malevich. Dirige el Taller de Pintura Libre (Svomas) y el museo. Organiza las celebraciones en 1918 para el primer aniversario de la Revolución de Octubre. Toma parte en la Primera Exhibición del Estado Libre celebrada en el Palacio de Invierno, Petrogrado. Los enfrentamientos con Malevich y Lissitzky obligan a Chagall a salir de Vítebsk. Vive en y cerca de Moscú, elaborando trabajos para el Teatro de Cámara Judío y enseñando en Malakhova y en las colonias de la Tercera Internacional para niños abandonados. Empieza a trabajar en el libro Mi vida. Exhibición colectiva en Moscú con Nathan Altman y David Sterenberg. Viaja a Kaunas con una exhibición de sus obras. Visita Berlín y París. Se establece en París en septiembre de 1923. Elabora los grabados para Mi vida y empieza a trabajar en las ilustraciones para Almas muertas de Gogol. Exhibición individual en París y Nueva York. Trabaja en las ilustraciones para la Biblia. Viaja a Suiza, Palestina, Siria y Egipto. Exhibiciones en París, Bruselas y Nueva York.

Padres de Marc Chagall, principios del siglo XX.

Familia Chagall, c. 1906.

Casa de Chagall en Vitebsk. Principios del siglo XX.

1933

1935 1937 1939 1940 1941 1942 1944 1945 1946 1947 1948

1950 1951 1952 1953-1955 1956 1957

1959

1963 1964 1966 1969-1970

Junio 1973 Julio 1973 Octubre 1977 1982-1984 Marzo 20 de 1985 1987

Por orden de Goebbels, se queman obras de Chagall en público en Mannheim. Exhibición en Basilea. Visita Polonia. Recibe la ciudadanía francesa. Viaja a Italia. Premio Carnegie (Estados Unidos). Se traslada al Loire y después a Provence. Arrestado en Marsella y después dejado en libertad. Se traslada a Estados Unidos. Trabaja para teatros en Estados Unidos y México. Muerte de Bella Chagall en Nueva York. Diseños de escenario y vestuario para el ballet de Stravinsky El pájaro de fuego. Exhibiciones en Nueva York y Chicago. Exhibición en el Museo Nacional de Arte Moderno en París. Regreso a Francia. Publicación de Almas muertas con ilustraciones de Chagall. Exhibiciones en Ámsterdam y Londres. Viaja intensamente durante este y los años siguientes. Se muda a Vence, cerca de Niza. Trabaja en litografías y cerámica. Primeras esculturas en piedra. Grandes exhibiciones en Berna y Jerusalén. Matrimonio con Valentina Brodsky. Visita Grecia. Grandes exhibiciones en Turín, Viena y Hanover. Publicación de la Biblia con ilustraciones de Chagall. Empieza a trabajar en vitrales (para Assy, Metz, Jerusalén, Nueva York, Londres, Zurich, Reims, Niza). Exhibiciones de sus obras gráficas en Basilea y Zurich. Murales para el vestíbulo del Teatro de Frankfurt am Main. Exhibiciones en París, Munich y Hamburgo. Exhibiciones en Japón. Pinturas en el techo de la Ópera de París. Primeros mosaicos y tapices. Se muda a Saint-Pau-de-Vence. Pinta murales en la Opera Metropolitana de Nueva York. Fundación del Museo Chagall en Niza. Gran exhibición retrospectiva en el Grand Palais en París. Viajes a Moscú y a Leningrado por invitación del Ministerio de Cultura de la URSS. Apertura del Museo Chagall en Niza. Exhibición de obras realizadas entre 1967 y 1977 en el Louvre. Grandes exhibiciones en Estocolmo, Copenhagen, Paríz, Niza, Roma y Basilea. Marc Chagall muere en Saint-Paul-de-Vence a sus noventa y ocho años de edad. Gran exhibición de las obras de Chagall en Moscú.

Marc Chagall, 1908.

Marc Chagall y Salomón Mikhoels con los miembros del Teatro de Cámara Judío. Berlín, 1927.

Marc Chagall en la exhibición de sus obras en la galería Tretyakov. Moscú, 1973.

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Índice de las reproducciones P.6: Mi prometida en guantes negros, 1909. Óleo sobre lienzo, 88 x 65 cm. Kunstmuseum, Basilea.

P.32: Gólgota, 1912. Óleo sobre lienzo, 174 x 191.1 cm. Museo de Arte Moderno de Nueva York.

P.9: Bella con un cuello blanco, 1917. Óleo sobre lienzo, 149 x 72 cm. Colección de la familia del artista, Francia.

P.33: Yo y la aldea, 1911. Óleo sobre lienzo, 191.2 x 150.5 cm. Museo de Arte Moderno de Nueva York.

P.10: Nacimiento de un niño, 1911. Óleo sobre lienzo, 100 x 119 cm. Galería Tretyakov, Moscú.

P.34: El violinista, 1912-1913. Óleo sobre lienzo, 184 x 148.5 cm. Colección Real, La Haya.

P. 13: La boda, 1918. Óleo sobre lienzo, 98 x 188 cm. Colección de la familia del artista, Francia.

P.35: La boda, 1910. Óleo sobre lienzo, 98 x 188 cm. Colección de la familia del artista, Francia.

P.14: Autorretrato con siete dedos, 1911. Óleo sobre lienzo, 128 x 107 cm. Colección Real, La Haya.

P.36: El violinista, 1911. Óleo sobre lienzo, 94.5 x 69.5 cm. Kunstsammlung NordheinWestfalen, Düsseldorf.

P.17: A Rusia, asnos y otros, 1911-1912. Óleo sobre lienzo, 156 x 122 cm. Museo Nacional de Arte Moderno, París.

P. 38: El poeta (Tres y media), 1911. Óleo sobre lienzo, 197 x 146 cm. Museo de Arte de Filadelfia, Estados Unidos.

P.18: El comerciante de ganado, 1912. Óleo sobre lienzo, 92 x 200 cm. Kunstmuseum, Basilea. P.20: Paz para las cabañas, guerra en los palacios, 1918-1919. Lápiz y acuarela sobre papel, 33.7 x 23.2 cm. Galería Tretyakov, Moscú. P.23: El muro de las lamentaciones, 1932. Óleo sobre lienzo, 73 x 92 cm. Museo de Arte de Tel-Aviv, Tel-Aviv. P.25: Paseo, 1929. Óleo sobre lienzo, 55.5 x 39 cm. Colección privada, cortesía de la Galería Rosengart, Lucerna. P.26: Autorretrato en el caballete, 1917. Óleo sobre lienzo, 88.9 x 58.4 cm. Colección privada. P.28: Verbena, 1908. Óleo sobre lienzo, 68 x 95 cm. Colección Writ Ludington, Santa Bárbara, California, Estados Unidos. P.29: Sabbat, 1910. Óleo sobre lienzo, 90 x 98 cm. Museo Wallraf-Richartz, Colonia.

P.39 Homenaje a Apollinaire, 1911-1912. Óleo sobre lienzo, 109 x 198 cm. Museo Stedelijk, Ámsterdam. P.40: Maternidad (Mujer embarazada), 1913. Óleo sobre lienzo, 194 x 115 cm. Museo Stedelijk, Ámsterdam. P.41: El soldado bebe, 1912. Óleo sobre lienzo, 110.3 x 95 cm. Museo Guggenheim, Nueva York. P.42: La Revolución, 1937. Óleo sobre lienzo, 49.7 x 100.2 cm. Museo Nacional de Arte Moderno, Centro Georges Pompidou, París. P.42: El bebedor, 1911-1912. Óleo sobre lienzo, 85 x 115 cm. Colección privada. P.43: Soldados, 1912. Aguada sobre cartón, 38.1 x 31.7 cm. Colección privada. P.44: París a través de la ventana, 1913. Óleo sobre lienzo, 132.7 x 139.2 cm. Museo Guggenheim, Nueva York. P.45: Vista desde la ventana, Vítebsk, 1914. Aguada, óleo y lápiz en papel montado sobre cartón, 36.3 x 49 cm. Galería Tretyakov, Moscú.

P.30: Autorretrato, 1909. Óleo sobre lienzo, 57 x 48 cm. Kunstsammlung NordheinWestfalen, Düsseldorf.

P.46: Barbería, 1914. Aguada y óleo sobre papel, 49.3 x 37.2 cm. Galería Tretyakov, Moscú.

P.31: La hermana del artista (Mania), 1909. Óleo sobre lienzo, 93 x 48 cm. Museo WallrafRichartz, Colonia.

P.47: Casa en la aldea de Liozno, 1914. Aguada, óleo y lápiz sobre papel, 37.1 x 49 cm. Galería Tretyakov, Moscú.

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P.48: Farmacia en Vítebsk, 1914. Aguada, témpera, acuarela y óleo en papel montado sobre cartón, 40 x 52.4 cm. Colección Valery Doudakov, Moscú. P.49: El barrendero, 1913. Aguada sobre papel, 27 x 23 cm. Colección privada, San Petersburgo. P.50: Retrato de la hermana del artista, Mariassinka, 1914. Óleo sobre cartón, 51 x 36 cm. Colección privada, San Petersburgo. P.51: El barrendero (Portero con pájaros). Óleo sobre lienzo, 49 x 37.5 cm. Kusodiev, Astracán. P.52: Padre, 1914. Témpera en papel montado sobre cartón, 49.4 x 36.8 cm. Museo Ruso, San Petersburgo. P.53: El vendedor de periódico, 1914. Óleo sobre lienzo, 98 x 78.5 cm. Colección Ida Chagall, París. P.54: Soldados con pan, 1914-1915. Aguada y acuarela sobre papel, 50.5 x 37.5 cm. Colección Zinaida Gordeyeva, San Petersburgo. P.55: Rabino con un limón, 1924. Óleo sobre lienzo, 104 x 84 cm. Colección privada. P.56: Judío en rojo, 1915. Óleo sobre lienzo, 100 x 80.5 cm. Museo Ruso, San Petersburgo. P.57: Judío en verde, 1914. Óleo sobre cartón, 100 x 80 cm. Colección Charles im Obersteg, Ginebra. P.58: Autorretrato, 1914. Óleo sobre lienzo, 62 x 96 cm. Colección privada. P.59: Sobre Vítebsk, 1914. Óleo sobre papel, 73 x 92.5 cm. Colección Ayala y Sam Zacks, Toronto. P.60 :Ventana en la dacha, Zaolshye cerca de Vítebsk, 1915. Aguada y óleo sobre cartón, 100 x 80 cm. Galería Tretyakov, Moscú. P.61: La dacha, 1918. Óleo sobre cartón, 60.5 x 46 cm. Galería de pinturas de Armenia, Yerevan. P.63: El poeta reclinado, 1915. Óleo sobre lienzo, 77 x 77.5 cm. Colección los Depositarios de la Tate Gallery, Londres. P.64: El espejo, 1915. Óleo sobre cartón, 100 x 81 cm. Museo Ruso, San Petersburgo.

P.65: El reloj, 1914. Aguada, óleo y lápiz sobre papel, 49 x 37 cm. Galería Tretyakov, Moscú. P.66: El tiempo es un río sin orillas, 1930-1939. Óleo sobre lienzo, 100 x 81.3 cm. Colección Ida Chagall, París. P.67: Reloj de pared con ala azul, 1949. Óleo sobre lienzo, 92 x 79 cm. Colección Ida Chagall, París. P.68: Lirios del valle, 1916. Óleo sobre cartón, 42 x 33.5 cm. Galería Tretyakov, Moscú (donación de George Costakis). P.71: El baño del bebé, 1916. Témpera sobre cartón, 59 x 61 cm. Museo de Historia, Arquitectura y Arte, Pskov. P.72: Ventana con vista al jardín, c.1917. Óleo en papel montado sobre cartón, 46.5 x 61 cm. Museo Conmemorativo Isaac Brodsky, San Petersburgo. P.73: Interior con flores, 1918. Óleo en papel montado sobre cartón, 46.5 x 61 cm. Museo Conmemorativo Isaac Brodsky, San Petersburgo. P.74: Judío en oración, 1923. Óleo sobre lienzo, 116. x 88.9 cm. Instituto de Arte de Chicago, Chicago, Illinois, Estados Unidos. P.77: Las casas rojas, 1922. Óleo sobre lienzo, 80 x 90 cm. Colección privada. P.78: La casa gris, 1917. Óleo sobre lienzo, 68 x 74 cm. Colección Thyssen-Bornemisza, Madrid. P.79: La casa azul, 1917-1920. Óleo sobre lienzo, 66 x 97 cm. Museo de Bellas Artes, Lieja. P.80: Calle en la aldea, 1940. Óleo en papel montado sobre lienzo, 51.9 x 64.2 cm. Colección privada. P.83: Concierto en azul, 1945. Óleo sobre lienzo, 124.5 x 99.1 cm. Colección privada, Nueva York. P.84: Autorretrato con cuello blanco, 1914. Óleo sobre cartón, 29.9 x 27.5 cm. Museo de Arte de Filadelfia, Colección Louis E. Stern, Filadelfia. P.86: Boda en la Torre Eiffel, 1938-1939. Óleo sobre lienzo, 150 x 136.5 cm. Museo Nacional de Arte Moderno, Centro Georges Pompidou, París.

P.87: Amantes en rosado. Óleo sobre cartón, 69 x 55 cm. Colección privada, San Petersburgo.

P.106: Aldea rusa, 1911. Óleo sobre lienzo, 126 x 104 cm. Staatsgalerie Moderner Kunst, Munich.

P.125: Aparición de la familia del artista, 1947. Óleo sobre lienzo, 123 x 112 cm. Centro Georges Pompidou, París.

P.142: Anciano y anciana, 1914-1915. Tinta china sobre papel, 15 x 13 cm. Museo Ruso, San Petersburgo.

P.88: Amantes en azul, 1914. Óleo sobre cartón, 48.5 x 44.5 cm. Colección privada, San Petersburgo.

P.107: Dedicado a mi novia, 1911. Óleo sobre lienzo, 196 x 114.5 cm. Kunstmuseum, Berna.

P.126: El sueño, 1978. Témpera sobre lienzo, 65 x 54 cm. Colección privada.

P.143: Soldado herido, 1914. Tinta china sobre papel, 22.6 x 13.3 cm (óvalo). Galería Tretyakov, Moscú.

P.91: Amantes en verde, después de 1914. Óleo sobre papel, 48 x 45 cm. Colección privada, Moscú.

P.108: El jinete del circo, 1927. Óleo sobre lienzo, 23.8 x 18.9 cm. Instituto de Arte de Chicago. Donación de Mrs. Gilbert W. Chapman, Chicago.

P.92: Doble retrato con copa de vino, 1917. Óleo sobre lienzo, 233 x 136 cm. Museo Nacional de Arte Moderno, París. P.93: Cumpleaños, 1915-1923. Óleo sobre cartón, 30.6 x 94.7 cm. Museo Guggenheim, Nueva York. P.94: El paseo, 1917. Óleo sobre lienzo, 170 x 163.5 cm. Museo Ruso, San Petersburgo. P.95: Sobre el pueblo, 1914-1918. Óleo sobre lienzo, 141 x 198 cm. Galería Tretyakov, Moscú. P.96: Amantes en gris, 1916. Óleo sobre cartón, 69 x 49 cm. Colección Ida Chagall, París. P.98: En el camino, 1924. Óleo sobre lienzo, 72 x 57 cm. Petit Palais, Ginebra. P.99: Judío sosteniendo la Torá, 1925. Aguada en papel montado sobre cartón, 68 x 51 cm. Museo de Arte de Tel-Aviv, Tel-Aviv. P.100: El violinista verde, 1915. Óleo sobre lienzo, 195.6 x 108 cm. Museo Guggenheim, Nueva York. P.101: Autorretrato con musa (La aparición), 1917-1918. Óleo sobre lienzo, 148 x 129 cm. Colección Zinaida Gordeyeva, San Petersburgo. P.102: El cuarto amarillo, 1911. Óleo sobre lienzo, 84 x 112 cm. Colección privada, Cortesía de Christie’s, Londres. P.103: Naturaleza muerta con lámpara, 1910. Óleo sobre lienzo, 81 x 45 cm. Cortesía Galería Rosengart, Lucerna. P.104: Las puertas del cementerio, 1917. Óleo sobre lienzo, 87 x 66.5 cm. Colección Ida Chagall, París. P.105: Escena de pueblo en Vítebsk, 1917. Óleo sobre lienzo, 37.5 x 54.5 cm. Colección privada.

P.111: Amantes, 1929. Óleo sobre lienzo, 55 x 38 cm. Museo de Arte de Tel-Aviv, Tel-Aviv. P.112: El acróbata, 1930. Óleo sobre lienzo, 117 x 73.5 cm. Centro Georges Pompidou, París.

P.129: El pintor y los amantes, 1978. Acrílico sobre lienzo, 60 x 50 cm. Colección privada. P.130: El pintor, 1976. Óleo sobre lienzo, 65 x 54 cm. Colección privada.

P.144: Ilustraciones para Almas muertas de Nikolai Gogol, 1923-1927. Grabado, aguatinta, puntaseca y roulette, 38 x 28.4 cm. Galería Tretyakov, Moscú.

P.131: El circo, 1962. Óleo sobre madera, 41 x 53 cm. Colección privada, cortesía Galerías Hammer, Nueva York.

P.145: El predicador de Vítebsk, 1914. Tinta china sobre papel, 52 x 42.5 cm. Colección privada, Moscú.

P.132: Confidencia en el circo, 1969. Aguada sobre cartón, 59.7 x 57 cm. Colección privada.

P.146: Un soldado y una niña, 1914. Tinta china sobre papel, 18.5 x 29 cm. Colección privada, San Petersburgo.

P.113: El gallo, 1929. Óleo sobre lienzo, 81 x 65 cm. Colección Thyssen-Bornemisza, Madrid.

P.133: El cielo de París, 1973. Óleo sobre lienzo, 100 x 73 cm. Colección privada.

P.114 El malabarista, 1943. Óleo sobre lienzo, 109.9 x 79.1 cm. Instituto de Arte de Chicago, Chicago, Illinois, Estados Unidos.

P.134: Apollinaire, 1911. Lápiz sobre papel, 33.5 x 26 cm. Colección de la familia del artista, Francia.

P.115: A mi esposa, 1933-1944. Óleo sobre lienzo, 107 x 178.8 cm. Centro Georges Pompidou, París. P.117: Madonna en el pueblo, 1938-1942. Óleo sobre lienzo, 102.5 x 98 cm. Colección Thyssen-Bornemisza, Madrid. P.118: Rey David, 1951. Óleo sobre lienzo, 198 x 133 cm. Centro Georges Pompidou, París. P.119: Alrededor de ella, 1945. Óleo sobre lienzo, 131 x 109,7 cm. Centro Georges Pompidou, París. P.120: En la ventana por la noche, 1950. Aguada sobre papel, 65 x 50 cm. Colección A. Rosengart, Lucerna. P.12:1 El gallo enamorado, 1947-1950. Óleo sobre lienzo, 71 x 87 cm. Colección privada. P.122: Artista en el caballete, 1955. Óleo sobre lienzo, 55 x 46 cm. Colección privada. P.123: Champ de Mars, 1954-1955. Óleo sobre lienzo, 149.5 x 105 cm. Museo Folkwang, Essen. P.124: El triunfo de la música, 1965, Óleo sobre lienzo (fresco) c. 11 x 9 m. Ópera Metropolitana, Lincoln Center, Nueva York.

P.136: El carnicero, 1910. Aguada sobre papel, 34 x 24 cm. Galería Tretyakov, Moscú. P.137: arriba, Estudio para la lluvia, 1911. Aguada y lápiz sobre cartón, 22.5 x 30 cm. Galería Tretyakov, Moscú. P.137: abajo, Boda judía, década de 1910. Pluma y tinta china en papel montado sobre cartón, 20.5 x 30 cm. Colección Z. Gordeyeva, San Petersburgo. P.138: arriba y abajo, Ilustraciones para Almas muertas de Nikolai Gogol, 1923-1927. Grabado, aguatinta, puntaseca y roulette, 38 x 28.4 cm. Galería Tretyakov, Moscú. P.139: Ilustración para Almas muertas de Nikolai Gogol, 1923-1927. Grabado, aguatinta, puntaseca y roulette, 38 x 28.4 cm. Galería Tretyakov, Moscú. p.140: arriba, Hombre reclinado y un gallito. Tinta china y blanca sobre papel, 14.2 x 14.9 cm. Museo Ruso, San Petersburgo. P.140: abajo, La casita. Tinta china sobre papel, 12.6 x 10 cm. Museo Ruso, San Petersburgo. P.141: La escalera. Tinta china sobre papel, 13.9 x 9.7 cm (óvalo). Museo Ruso, San Petersburgo.

P.147: Hombre con un gato y mujer con un niño, 1914. Pluma y tinta china intensificado con blanco sobre papel, 22.3 x 17.2 cm. Galería Tretyakov, Moscú. P.148: Ilustración para Almas muertas de Nikolai Gogol, 1923-1927. Grabado, aguatinta, puntaseca y roulette, 38 x 28.4 cm. Galería Tretyakov, Moscú. P.149: El viejo judío, 1914. Tinta china sobre papel, 31.5 x 23 cm. Galería Tretyakov, Moscú. P.150: Calle en Vítebsk, 1914. Tinta china sobre papel, 15.5 x 16.2 cm. Museo Ruso, San Petersburgo. P.151: La casa en los suburbios, 1914-1915. Tinta china sobre papel, 15.1 x 14.1 cm. Museo Ruso, San Petersburgo. P.152: Traje diseñado para El inspector de Nikolai Gogol, 1920-1922. Acuarela y lápiz sobre papel, 31 x 21 cm. Colección de la familia del artista, Francia. P.153: Ilustración para Almas muertas de Nikolai Gogol, 1923-1927. Grabado, aguatinta, puntaseca y roulette, 38 x 28.4 cm. Galería Tretyakov, Moscú. P.154: Ilustración para Almas muertas de Nikolai Gogol, 1923-1927. Grabado, aguatinta, puntaseca y roulette, 38 x 28.4 cm. Galería Tretyakov, Moscú. P.155: Autorretrato, 1927. Aguatinta 57.5 x 45 cm. Colección privada, Rusia.

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Notas 1.

Franz Meyer, Marc Chagall, Thames and Hudson, Londres, 1961.

2.

Jean-Claude Marcadé, “Le contexte russe de l’oeuvre de Chagall”, en: Marc Chagall, oeuvres sur papier, Centre GeorgesPompidou, París, 1984.

3.

Camilla Gray, The Russian Experiment in Art. 1863-1922, Thames and Hudson, Londres, 1962, edición revisada 1986.

4.

Valentina Marcadé, Le Renouveau de l’art pictural russe, L’Age d’Homme, Lausana, 1971.

5.

Alexander Kamensky, Chagall: The Russian Years. 1907-1922, Thames and Hudson, Londres, 1989.

6.

Abram Efros, Yakov Tugendhold, Iskusstuo Marka Shagala (El arte de Marc Chagall), Gelikon, Moscú, 1918.

7.

Susan Compton, Chagall, Catálogo de la exhibición de la Real Academia de Artes, Weidenfeld and Nicolson, Londres, 1985.

8.

Citado según Pierre Daix, Une Vie à changer, Le Seuil, París, 1975, p. 422.

9.

Ernst Kris, Otto Kurz, L’Image de l’artiste, mythe et magie, París-Marsella, 1987.

10.

Mi vida, texto por Marc Chagall traducido del ruso por Bella Chagall, prefacio por André Salmon, Stock, París, 1931,

reimpresión 1983, p.12. 11.

Mi vida, p. 81.

12.

V. Marcadé, op. cit., p. 164.

13.

Y. L. Obolenskaya, Arte de la Escuela Zvantseva bajo la dirección de L. Bakst y M. Dobuzhinsky, 1906-1910, manuscrito preservado en el Departamento de Manuscritos de la Galería Tretyakov, Moscú.

14.

Mi vida, p.108.

15.

Bella Chagall, Lumières allumées, traducido por Ida Chagall, ilustraciones por Marc Chagall, NRF Gallimard, París, 1973, p. 233.

16.

Mi vida, p. 92.

17.

Mi vida, p. 143.

18.

Mi vida, p. 142.

19.

André Breton, “Genèse et perspective artistiques du surréalisme”, en: Le Surréalisme et la peinture, 1928-1965, Gallimard, París, 1979, p.63.

20.

Mi vida, p. 154.

21.

Jean Laude, “Naissance des abstractions”, Cahiers du Museé national d’art moderne, 1985, pp. 36, 37.

22.

Mi vida, p. 160.

23.

Marc Chagall, Conferencia en la Universidad de Chicago leída durante la invitación de John Nef, febrero de 1958, publicada en John Nef, Bridges of Human Understanding, The University of Chicago, University Publishers, New York, 1964.

24.

Mi vida, p. 205.

25.

Louis Aragon, “Chagall l’Admirable”, Les Letres f ranÇaises, 31 mayo 1972, París, en: Ecrits sur l’Art Moderne, Flammarion, París, 1981, p. 265.

26.

Esta imponente construcción de estilo Art Nouveau fue proyectado para exhibiciones, pero después el dueño construyó varios pequeños estudios en su interior.

27.

J. Le Marchand, “Les écrivains, la littérature et Chagall”, La Galerie, 1973.

28.

A. Efros y Yakov Tugendhold, Iskusstuo Marka Shagala [El arte de Marc Chagall], Gelikon, Moscú, 1918.

29.

I. Annensky, Knigi Otrazheniy [Libros de reflejos], Moscú, 1979, p.24.

30.

Yuri Trifonov, Vechnye Temy [Temas eternos], Moscú, 1979, p. 24.

31.

F. P. Fiodorov, Vrenya i vechmost’v skazhakh i kaprichchio Gof mana. Khudozhestvenny mir E. T. A. Grof mana [Tiempo y eternidad en los relatos y caprichos de E. T. A. Hoffmann]. Moscú, 1982, pp. 93, 94.

N

uestra percepción de Chagall, quizás el más singular entre los pintores del siglo XX, se torna aún más clara gracias a este estudio original que renueva la comprensión de un arte sin trabas, una efusión primordial de la pintura. Ilustrado con obras de colecciones rusas hasta ahora inéditas, este acercamiento revela cómo para este artista rebelde la pintura es, primero y por encima de todo, una aventura personal, un vuelo de la imaginación.