Manual de Derecho Penal Chileno Parte General [2 ed.]
 9788413786520

Table of contents :
Abreviaturas
Bibliografía general
Nota de los autores a la 2.ª edición
PRIMERA PARTEFUNDAMENTOS
Capítulo 1Esquema general
Capítulo 2Fundamentos
§ 1. El programa penal de la Constitución: principios de legalidad, reserva y debido proceso como únicos criterios de legitimación del derecho penal
§ 2. Teorías divergentes de fundamentación material del derecho penal o ius puniendi
A. Teoría del bien jurídico
B. Teoría de las normas de cultura
C. Teoría de la protección de los valores ético-sociales
D. Teoría de la garantía de la vigencia de la norma
a) Derecho penal del ciudadano y del enemigo
E. Teoría del garantismo penal (“derecho penal mínimo”)
F. Teoría del minimalismo radical
G. Teoría de la legitimación moral o ética del derecho penal
a) Elitismo, populismo y republicanismo penales
§ 3. Principio de legalidad y fuentes del derecho penal democrático (nullum crimen, nulla poena sine lege)
A. La ley, única fuente inmediata de creación de delitos y del derecho penal nacional
a) Ley y normas penales
B. Concepto y clasificación legal del delito
C. El derecho penal como conjunto de leyes penales
a) Derecho procesal penal y de ejecución penitenciaria
b) El derecho penal como parte del derecho público, limitado por las reglas del sistema procesal acusatorio
D. Fuentes mediatas del derecho penal
a) La jurisprudencia como fuente creadora del derecho en el caso concreto
b) La doctrina privada y jurisprudencial como fuente mediata
E. La costumbre. Defensa cultural basada en la costumbre de los pueblos originarios
F. Derecho penal internacional, derecho internacional de los derechos humanos y derecho internacional humanitario. Su influencia en el derecho penal local
G. Derecho penal transnacional y derecho penal local
H. Derecho administrativo sancionador y derecho penal
a) El aspecto problemático de la distinción
b) Inexistencia, en principio, de bis in idem y reglas de coordinación
c) Efectos del derecho penal en el derecho administrativo
§ 4. Principio de legalidad como garantía
A. Principio de legalidad como garantía formal
a) Exclusión de los decretos con fuerza de ley como fuente legítima del derecho penal
b) Exclusión de la normatividad de facto: el problema de la aplicación de los decretos leyes
B. Principio de legalidad como garantía material (I): Principio de tipicidad
a) Inconstitucionalidad de las leyes penales que no describen expresamente la conducta sancionada
b) Ley penal en blanco propiamente tal
c) Ley penal en blanco impropia
d) Inconstitucionalidad de las leyes penales que contemplan elementos normativos que remiten a normas inferiores no comprendidas en decretos supremos
e) Inconstitucionalidad de las leyes penales en blanco al revés
C. Principio de legalidad como garantía material (II): Principio de conducta
a) Inconstitucionalidad del derecho penal de autor
b) Inconstitucionalidad del castigo de los meros pensamientos. Principio de exterioridad
c) Principio de conducta y responsabilidad penal de las personas jurídicas
D. Principio de legalidad como garantía material (III): Principio de culpabilidad y prohibición del versari in re illicita
§ 5. Principio de reserva y test de proporcionalidad como criterios de legitimación del derecho penal
A. Principio de reserva
B. Texto de proporcionalidad
C. Proporcionalidad y non bis in idem material
D. Principios de reserva y de exclusiva protección de bienes jurídicos
E. Principios de reserva y de ultima ratio
F. Principio de reserva y libertades de expresión e información
§ 6. Función de las penas y prevención especial positiva como única finalidad constitucionalmente reconocida de las penas privativas de libertad
A. Función normativa de las penas. La prevención especial positiva
B. Funciones empíricas de las penas privativas de libertad: prevención especial negativa (aseguramiento), prevención general (disuasión) y cohesión social (prevención general social). Su limitación por la finalidad de prevención especial positiva
§ 7. Teorías divergentes de fundamentación material de las finalidades de la pena
A. Teorías absolutas
a) Idealismo alemán clásico
b) Merecimiento y retribucionismo expresivo
B. Teorías unitarias basadas en la retribución (culpabilidad)
C. Teoría de la prevención general positiva (simbólica)
D. La prevención general positiva en un Estado Social y Democrático de Derecho
§ 8. Principio de reserva y límites constitucionales de las penas
A. Prohibición de la tortura, apremios ilegítimos y tratos inhumanos y degradantes
B. Prohibición de tratamientos forzados
C. Derogación parcial de la pena de muerte
D. Prohibición de la pena de pérdida de derechos previsionales y de la confiscación. Principio de personalidad de las penas
E. Prohibición de la prisión por deudas
F. Prohibición de penas indeterminadas
§ 9. Debido proceso como fundamento material de la imposición de penas
A. Concepto y efectos de su infracción: exclusión de pruebas, nulidades y requerimiento ante la CIDH
B. Principales garantías del debido proceso en materia penal
a) Juez natural e imparcialidad del tribunal
b) Non bis in idem procesal (cosa juzgada)
c) Derecho a la libertad y seguridad personales (legalidad de la detención)
d) Inviolabilidad de la morada y de las comunicaciones personales (legalidad de diligencias intrusivas)
e) Derecho a guardar silencio (legalidad de la interrogación)
f) Otras infracciones al debido proceso
C. Límites de la defensa de infracción al debido proceso
Capítulo 3Método
§ 1. La dogmática penal como disciplina académica
§ 2. Concepto, límites y fuentes de la interpretación legal como método dogmático
A. Concepto y límites
B. Fuentes
§ 3. Aplicación de la ley e interpretación de los hechos (subsunción)
§ 4. Método de interpretación de la ley penal
A. Determinación del sentido literal posible de la ley penal: elementos gramatical y lógico (sistemático)
a) Definiciones legales y accesoriedad normativa y conceptual del derecho penal con las otras ramas del derecho
b) El problema de la accesoriedad del derecho penal respecto de los actos administrativos (no sancionadores)
B. Especificación del sentido literal posible: elementos teleológico e histórico
C. Elección de una propuesta normativa: El espíritu general de la legislación, principios e interpretación conforme a la Constitución y los Tratados Internacionales sobre Derechos Humanos. Rol de la retórica y la argumentación jurídica
a) Principio non bis in idem sustantivo y prohibición de la doble valoración
b) Principio de culpabilidad
c) Principio pro-reo o de favorabilidad
d) Principio de lesividad. Rol del concepto de bien jurídico y defensa de minimis
e) Principio de igualdad ante la ley y rol del precedente
f) Otros tópicos jurídicos
D. El espíritu general de la legislación y el derecho comparado
E. Prohibición de la analogía y de la interpretación extensiva in malam partem (nullum crimen, nulla poena sine lege stricta)
§ 5. Otras disciplinas científicas relativas al derecho penal
A. Medicina legal y criminalística
B. Criminología y política criminal
a) Estado actual de la criminología en Chile
b) Política criminal en el siglo XXI
SEGUNDA PARTETEORÍA DE LA LEY PENAL
Capítulo 4Ámbito de aplicación de la ley y defensas jurisdiccionales
§ 1. Aplicación de la ley penal el tiempo
A. El principio de legalidad como prohibición de retroactividad de la ley penal desfavorable (nullum crimen, nulla poena sine lege praevia)
B. Retroactividad de la ley más favorable (lex mitior)
a) Determinación de la ley más favorable
b) Vigencia y promulgación: momento desde el cual se aplica la ley más favorable
c) Principio de retroactividad de la ley más favorable y declaración de inconstitucionalidad por el TC
C. Sucesión de leyes y aplicación ultractiva de leyes penales (favorables) formalmente derogadas
a) Leyes intermedias
b) Leyes temporales y excepcionales
c) Ultractividad de leyes favorables formalmente derogadas
d) Efectos limitados de la declaración legal de ultractividad
e) Anacronismo y derogación
D. Limitaciones de los efectos de la defensa de ley más favorable
a) Indemnizaciones pagadas e inhabilidades
b) Limitaciones derivadas del derecho internacional
c) Imposibilidad de aplicación de penas y sanciones aparentemente más favorables por inexistencia de organismos e instituciones referidas. Limitación parcial
E. Momento de comisión del delito (tempus delicti)
§ 2. Aplicación de la ley penal en el espacio
A. Competencia territorial de los tribunales chilenos. Concepto de territorio
a) Extensión limitada de la soberanía nacional a las zonas contigua y económica exclusiva en el mar
B. Excepciones: casos de aplicación extraterritorial de la ley penal chilena
a) Principio de la bandera (territorio ficto)
b) Principio de nacionalidad o personalidad (activa y pasiva)
c) Principios del domicilio y de la sede
d) Principio real o de defensa
e) Principio de universalidad: la piratería en alta mar
f) Crímenes bajo el derecho penal internacional: principios de complementariedad y supremacía
g) Principio de representación
C. Lugar de comisión del delito y conflictos de jurisdicción
a) Lugar de comisión del delito
b) Concurrencia de jurisdicciones
c) Defensa de exclusión de jurisdicción en favor del Estado del pabellón
d) Defensa de cosa juzgada basada en el principio non bis in idem
§ 3. La colaboración internacional como mecanismo para limitar la defensa de falta de jurisdicción. Generalidades
§ 4. Extradición pasiva ordinaria
A. Condiciones de fondo para la extradición pasiva ordinaria
a) Falta de jurisdicción de los tribunales nacionales y la correlativa jurisdicción del Estado requirente
b) Doble incriminación
c) Gravedad
d) Prohibición de la extradición por delitos políticos
e) Punibilidad
f) La garantía de reciprocidad
g) Existencia de antecedentes serios contra el extraditable
B. Condiciones formales
a) Detención previa y prisión preventiva
C. Condiciones humanitarias, debido proceso y principio de no devolución
D. Entrega diferida
§ 5. Extradición pasiva simplificada
A. Aceptación del extraditado
B. Prohibición de ingreso y expulsión administrativa como mecanismos de entrega de personas extranjeras
§ 6. Extradición activa
A. Extradición activa para solicitar la entrega de personas que se encuentran en el extranjero para ser enjuiciadas en Chile
B. Extradición activa para solicitar la entrega de personas que se encuentran en el extranjero a fin de que cumplan su condena en Chile
C. Solicitud de detención previa u otra medida cautelar durante o previo al procedimiento de extradición activa
§ 7. Efectos de la extradición
A. Especialidad
B. Cosa Juzgada
§ 8. Otros mecanismos de cooperación internacional
A. Reconocimiento general de las sentencias, resoluciones judiciales y administrativas extranjeras, para efectos de persecución penal
B. Cumplimiento en Chile de penas dictadas por tribunales extranjeros
§ 9. Aplicación de la ley penal en las personas
A. Inmunidad de jurisdicción personal basada en el derecho internacional
a) Delitos cometidos en Chile a bordo de naves y aeronaves extranjeras
b) Delitos cometidos en Chile dentro del perímetro de las operaciones militares extranjeras autorizadas
c) Delitos cometidos en Chile por representantes de un Estado extranjero: Jefes de Estado, agentes diplomáticos y consulares
B. Inmunidad de jurisdicción personal basada en el derecho interno
a) Inviolabilidad de los parlamentarios por sus opiniones
b) Inmunidad de los miembros de la Corte Suprema
c) Procedimientos especiales que no constituyen inmunidades
§ 10. Falta de legitimación para ejercer la acción penal contra una persona determinada y otros obstáculos procesales
TERCERA PARTETEORÍA DEL DELITO
Capítulo 5Teoría del delito y presupuestos de la responsabilidad penal. Visión general
§ 1. Teoría del delito como esquema analítico
§ 2. El objeto de la teoría: el delito o hecho punible
§ 3. Visión de conjunto
A. Tipicidad
B. Antijuridicidad
C. Culpabilidad (responsabilidad personal)
Capítulo 6Tipicidad
§ 1. Tipicidad como objeto de la teoría del caso de la acusación. Su prueba
§ 2. Elementos de la descripción típica
A. Autor (sujeto activo). Clasificación
B. Víctima (sujeto pasivo)
C. Conducta. Clasificación
a) La ausencia de conducta como defensa negativa limitada
D. Objeto material. Distinción entre objeto material y objeto jurídico
E. Elementos subjetivos. Clasificación
F. Circunstancias, presupuestos y condiciones objetivas de punibilidad
§ 3. El problema de los llamados elementos normativos del tipo
§ 4. Teoría de los elementos negativos del tipo
§ 5. Tipicidad en los delitos de resultado. Prueba del nexo causal. Defensas basadas en la falta de imputación objetiva
A. Causalidad natural como hecho. Necesidad de su prueba científica
a) El problema de la causalidad general
B. Límites normativos de la causalidad natural. Diferencia entre causalidad natural y responsabilidad penal
C. Teoría de la imputación objetiva. Defensas que excluyen o modifican la responsabilidad penal por la causación natural de resultados
a) Concepto y alcance de la defensa
b) Prohibición de regreso, auto responsabilidad, intervención de terceros y principio de confianza
c) Concausalidad y resultados extraordinarios (causas desconocidas)
d) Resultado retardado
e) Caso fortuito
§ 6. Tipicidad en la omisión
A. Delitos de omisión propia
B. Delitos de omisión impropia
Capítulo 7Antijuridicidad
§ 1. Generalidades
§ 2. Defensas basadas en la falta de antijuridicidad material
A. Ausencia de lesividad (de minimis)
B. Principio de lesividad en los delitos de peligro
C. Consentimiento
D. La actividad deportiva
E. ¿Acciones neutrales?
§ 3. Defensas basadas en la falta de antijuridicidad formal
A. Elementos subjetivos (intencionales) en las causales de justificación
B. Justificantes putativas y error sobre los presupuestos fácticos de una causal de justificación
C. La causa ilegítima
§ 4. Legítima defensa
A. Concepto y clasificación
B. Derechos defendibles
C. Requisito esencial: agresión ilegítima
a) Concepto
b) Actualidad o inminencia de la agresión
c) Exceso temporal: ataque ante una agresión agotada
d) Anticipación en el tiempo: las ofendicula
D. Necesidad racional del medio empleado para impedir o repeler la agresión
a) El exceso intensivo
E. Causa legítima
a) Falta de provocación suficiente por parte del que se defiende
b) Falta de participación en la provocación del pariente que defiende
c) Falta de intervención en la provocación y de motivación ilegítima en la legítima defensa de terceros
F. Legítima defensa privilegiada
G. Uso de armas por la fuerza pública
H. El problema de la defensa de la mujer maltratada y la muerte del tirano doméstico
§ 5. Estado de necesidad justificante
A. Concepto y clasificación
B. Bienes salvables
C. Requisito esencial: la amenaza de un mal
a) Clase del mal que se pretende evitar
b) Realidad o peligro inminente del mal que se pretende evitar
D. Racionalidad de la reacción del necesitado
a) Proporcionalidad
b) Subsidiariedad
E. Causa legítima
§ 6. Cumplimiento del deber y ejercicio legítimo de un derecho, autoridad, oficio o cargo
A. Obrar en cumplimiento de un deber
B. Obrar en ejercicio legítimo de un derecho
C. El ejercicio legítimo de una autoridad, oficio o cargo
§ 7. Problemas especiales del ejercicio de la profesión médica
A. Presupuestos del ejercicio legítimo de la medicina. Lex artis como deber objetivo de cuidado
B. El principio de confianza y el trabajo en equipo en la actividad médica
C. El problema de decidir la administración de medios de sobrevida artificial
§ 8. Omisión por causa legítima
Capítulo 8Culpabilidad (responsabilidad personal)
§ 1. Generalidades
A. Los elementos de la culpabilidad como fundamento de la responsabilidad penal en la teoría del delito
B. Otras funciones del principio de culpabilidad
§ 2. Imputabilidad y capacidad de responsabilidad como presupuesto de la responsabilidad penal
§ 3. Inimputabilidad por enajenación mental
A. Noción: fórmula mixta
B. Trastornos mentales, del comportamiento o del desarrollo neurológico que pueden servir de base para admitir la eximente de locura o demencia
a) Esquizofrenia y otros trastornos psicóticos primarios
b) Trastornos bipolares graves
c) Trastornos severos y profundos del desarrollo intelectual
d) Demencia severa
C. Exclusiones
a) El intervalo lúcido
b) Trastorno del comportamiento antisocial y personalidad psicopática
D. Régimen del enfermo mental exento de responsabilidad en la legislación nacional
a) Tratamiento del trastornado o enajenado mental exento de responsabilidad penal por locura o demencia
b) Absolución por motivo distinto de la locura o demencia
c) La enfermedad mental sobreviniente y otros aspectos procesales relevantes. Remisión
§ 4. Privación total de razón
A. Concepto
B. Exclusión: autointoxicación o acciones libres en su causa (actio liberae in causa)
C. Adicciones que no constituyen eximente. Su necesario tratamiento diferenciado y los Tribunales de Tratamiento de Drogas y/o Alcohol
D. Alteración de la percepción y otras situaciones excepcionales
§ 5. Dolo
A. Concepto, elementos y clasificación
B. El elemento cognoscitivo del dolo. Grados de conocimiento exigidos
C. Elemento volitivo. Dolo directo y dolo eventual
a) Dolo directo
b) Dolo eventual
c) Dolo en los delitos de omisión
d) Formas especiales de subjetividad en determinados tipos penales
D. Prueba del dolo y dolo como adscripción
E. Error de tipo como defensa basada en la falta involuntaria de conocimiento de sus elementos
a) Concepto y efectos
b) Dolo de Weber
c) Aberratio ictus o error en el golpe
d) Preterintención y dolo general
F. Errores que no excluyen el dolo
a) Error accidental
b) Error en el curso causal
c) Error en el objeto y en la persona
d) El error en la persona, según el CP
G. Error de prohibición como defensa basada en el desconocimiento involuntario de la ilicitud de la conducta
H. Ignorancia deliberada y culpable
§ 6. Culpa
A. Concepto, requisitos y clasificación
a) Concepto y requisitos
b) Criterio para determinar la existencia de culpa en el agente
c) Carácter principalmente omisivo de la imprudencia
d) Clasificación
B. El nexo causal y la defensa de falta de imputación objetiva en los cuasidelitos de resultado. Intervención de la víctima y principio de confianza
C. Los cuasidelitos en el Código penal
D. Cuasidelitos con resultados múltiples
§ 7. Inexigibilidad de otra conducta
A. Generalidades
B. Criterio para su aceptación
C. Error involuntario sobre las causales de exculpación
§ 8. Fuerza irresistible
A. La regla general
a) Alcance
b) Los deberes religiosos y la libertad (objeción) de conciencia como fuerza moral
c) La defensa cultural como fuerza moral
d) El amor filial y el afecto a los animales domésticos como fuerza moral
e) Motivaciones que no permiten alegar la fuerza moral
§ 9. Miedo insuperable
§ 10. Estado de necesidad exculpante
A. Concepto
B. Requisitos
a) La situación de necesidad: el mal grave
b) Proporcionalidad limitada
c) Subsidiariedad
d) Exclusión por deber de soportar el mal
C. Estado de necesidad y tortura
D. Estado de necesidad exculpante y el problema del “tirano doméstico”. Remisión
§ 11. Omisión por causa insuperable
§ 12. Encubrimiento de parientes y obstrucción a la justicia en su favor
§ 13. Obediencia debida o jerárquica
A. Generalidades
B. La exculpación por obediencia debida en el ordenamiento nacional: las reglas de la justicia militar
C. El problema del error acerca de la licitud de la orden
D. Inexistencia de la exculpación en el ordenamiento civil
CUARTA PARTEFORMAS ESPECIALES DE APARICIÓN DEL DELITO
Capítulo 9Iter criminis o grados de desarrollo del delito
§ 1. Generalidades
A. La sanción de la tentativa y los actos preparatorios como extensiones de la punibilidad
B. El fundamento de la sanción de la tentativa y la frustración
a) Teoría objetivo-formal
b) Teorías subjetivas
c) Teoría objetivo-material
§ 2. Tentativa
A. Tipicidad
a) Imputación objetiva en tentativa de delitos de resultado: impunidad de la tentativa absolutamente inidónea y del delito putativo
B. Culpabilidad
§ 3. Frustración
§ 4. Proposición y conspiración para delinquir
A. Fundamento
B. Proposición como conspiración frustrada
C. Conspiración
D. Entrapment (defensa contra la inducción o proposición de un agente encubierto)
§ 5. Defensa común: el desistimiento
A. Desistimiento como excusa legal absolutoria
B. Requisitos
a) El factor objetivo del desistimiento
b) El factor subjetivo en el desistimiento: la voluntariedad
c) Efectos del desistimiento
d) El desistimiento fracasado
§ 6. Carácter subsidiario de los arts. 7 y 8 CP
§ 7. Cuadro resumen de los grados de desarrollo del delito en la ley chilena
Capítulo 10Autoría y participación
§ 1. Generalidades
A. Principio de intervención y tipos especiales de participación
B. Intervención en hechos colectivos y ajenos
a) Exigencias comunes
b) El problema de la participación en los delitos imprudentes
C. La distinción entre autores y cómplices
D. Dominio del hecho, infracción del deber, articulación lógico-semántica y capacidad de afectación al bien jurídico como teorías alternativas
E. Comunicabilidad e incomunicabilidad en los delitos especiales
§ 2. Autor inmediato
§ 3. Autor mediato
A. Autoría mediata por medio de fuerza o coerción (violencia o intimidación)
B. Autoría mediata por medio de prevalimiento
a) Prevalimiento de inimputables
b) Prevalimiento de órdenes de servicio
c) ¿Prevalimiento de otras situaciones de subordinación y dependencia?
d) ¿Prevalimiento de un aparato organizado de poder?
C. Autor mediato por engaño
a) El instrumento actúa bajo error de tipo
b) El instrumento realiza una conducta que cree lícita
c) El instrumento actúa bajo error de prohibición
d) El instrumento realiza un hecho del que es personalmente responsable, pero actúa motivado por un error irrelevante
D. ¿Autoría mediata en delitos de propia mano?
§ 4. Responsabilidad del superior
§ 5. Autoría funcional
§ 6. Actuación en lugar de otro
§ 7. Coautoría (art. 15, N.º 1 y 3)
A. Fundamento: principio de imputación recíproca
B. Coautoría derivada del hecho de tomar parte en la ejecución (art. 15 N.º 1)
C. Coautoría derivada del concierto para la ejecución (art. 15 N.º 3)
a) Facilitar los medios con que se comete el delito (art. 15 N.º 3, primera parte)
b) Presenciar el hecho sin tomar parte directa en su ejecución (art. 15 N.º 3, segunda parte)
§ 8. Participación. Principios generales
A. Exterioridad
B. Accesoriedad
C. Convergencia y culpabilidad
§ 9. Inducción (art. 15 N.º 2)
A. Concepto
B. Formas especiales de inducción
a) La orden
b) El acuerdo
c) El consejo
§ 10. Complicidad (art. 16)
A. Concepto
B. Casos especiales de complicidad
a) Complicidad concertada
b) Complicidad no concertada
c) Complicidad por omisión
d) Complicidad y acciones neutrales
§ 11. Encubrimiento
A. Tipicidad
B. Culpabilidad en el encubrimiento
C. Las formas de encubrimiento
a) Aprovechamiento
b) Favorecimiento real
c) Favorecimiento personal ocasional
d) Favorecimiento personal habitual
§ 12. Conspiración y asociación ilícita como formas especiales de participación en un hecho colectivo
§ 13. Responsabilidad penal de las personas jurídicas
A. Generalidades
B. Responsabilidad atribuida (art. 3 Ley 20.393)
C. Responsabilidad autónoma (art. 5 Ley 20.393)
D. Defensa de cumplimiento (compliance)
§ 14. Cuadro resumen de las formas de responsabilidad en la ley chilena
Capítulo 11Concursos
§ 1. Generalidades sobre las defensas concursales
§ 2. Regla general: concurso real
§ 3. Unidad de delito
A. Unidad natural de acción
B. Unidad jurídica de delito
§ 4. Delito continuado
§ 5. Concurso aparente de leyes
A. Casos de especialidad
B. Casos de subsidiariedad
C. Casos de consunción
D. El “resurgimiento” y los “efectos residuales” de la ley en principio desplazada
E. El problema de la alternatividad en el sistema procesal vigente
§ 6. Concursos ideal y medial
A. Concepto y casos
B. Tratamiento penal
§ 7. Reiteración de delitos
A. Concepto
B. Tratamiento penal
§ 8. Unificación de penas
QUINTA PARTETEORÍA DE LA PENA
Capítulo 12Determinación e individualización de las penas
§ 1. Sistema de penas vigente para personas naturales
A. Origen y clasificación general
B. Otras clasificaciones legales de importancia: penas temporales y penas aflictivas
a) Penas temporales
b) Penas aflictivas
C. Medidas de seguridad
a) Medidas de seguridad para inimputables
b) Medidas de seguridad para imputables
D. Críticas al sistema de penas chileno
§ 2. Naturaleza y efecto de algunas penas
A. Penas privativas de libertad
a) Inaplicabilidad de la distinción entre presidio y reclusión en la ejecución de las penas
b) El presidio perpetuo calificado, pena que tiende a la inocuización
B. Penas restrictivas de libertad
a) Extrañamiento y confinamiento
b) Relegación y destierro
C. Multa y prestación de servicios en beneficio de la comunidad
D. Penas privativas de derechos (inhabilitaciones y suspensiones como penas principales)
a) Inhabilitación absoluta para cargos y oficios públicos, derechos políticos y profesiones titulares
b) Inhabilitación especial perpetua y temporal para algún cargo u oficio público o profesión titular
c) Suspensión de cargo, oficio público o profesión titular
d) Inhabilitación absoluta temporal para cargos, empleos, oficios o profesiones ejercidos en ámbitos educacionales o que involucren una relación directa y habitual con personas menores de edad
E. Inhabilitaciones y suspensiones como penas accesorias y otras sanciones de igual naturaleza
F. Penas accesorias y efectos de la condena por crimen o simple delito en el derecho administrativo
G. Otras penas accesorias: Comiso, sujeción a la vigilancia de la autoridad y caución
§ 3. Determinación legal de la pena para personas naturales
A. Diferenciación entre determinación legal e individualización judicial de la pena
B. El punto de partida: la pena asignada por la ley al delito. Forma de hacer las rebajas y aumentos que la ley manda
C. Factores de alteración de la pena señalada por la ley al delito
a) Circunstancias atenuantes o agravantes especiales
b) Aplicación de reglas concursales y pena total para la sustitución
D. Forma de realizar los aumentos y rebajas en el marco penal
E. Determinación legal de la pena, según los grados de desarrollo del delito
F. Determinación legal de la pena, según los grados de participación en el delito
a) Encubrimiento por favorecimiento personal habitual
G. Aplicación práctica de las reglas de determinación legal de la pena. Cuadro demostrativo
H. Determinación legal de la pena de multa
§ 4. Individualización judicial de la pena para personas naturales
A. Generalidades
B. Requisitos de imputación de las circunstancias (comunicabilidad e incomunicabilidad, art. 64)
C. Error sobre la concurrencia de los supuestos fácticos de las circunstancias
D. Prohibición de la doble valoración de agravantes
a) Cuando la agravante constituye por sí misma un delito especialmente penado por la ley
b) Cuando la ley ha expresado una circunstancia agravante al describir y penar un delito
c) Cuando la circunstancia agravante es de tal manera inherente al delito, que sin su concurrencia no puede cometerse, porque se encuentra implícita en el tipo penal
d) Cuando la circunstancia agravante es de tal manera inherente al delito, que sin su concurrencia no pueda cometerse, por las circunstancias concretas en las que se comete
E. Circunstancias atenuantes genéricas (art. 11)
a) Eximente incompleta (art. 11, 1.ª)
b) Atenuantes pasionales (art. 11, 3.ª, 4.ª y 5.ª)
c) Irreprochable conducta anterior (art. 11, 6.ª)
d) Procurar con celo reparar el mal causado (art. 11, 7.ª)
e) Colaboración con la justicia (art. 11, 8.ª y 9.ª)
f) Obrar por celo de la justicia (art. 11, 10.ª)
F. Atenuante especial de eximente incompleta privilegiada (art. 73)
G. Atenuante especial de media prescripción (art. 103)
H. Circunstancias agravantes genéricas (art. 12)
I. Circunstancias agravantes personales
a) Alevosía (art. 12, 1.ª)
b) Precio, recompensa o promesa (art. 12, 2.ª)
c) Ensañamiento (art. 12, 4.ª)
d) Premeditación (art. 12, 5.ª, primera parte)
e) Abuso de confianza y prevalimiento del carácter público (art. 12, 7.ª y 8.ª)
f) Añadir la ignominia (art. 12, 9.ª)
g) Aprovechamiento de la nocturnidad o despoblado (art. 12, 12.ª)
h) Reincidencia (art. 12, 14.ª a 16.ª)
i) Límites de la reincidencia
j) Desprecio a la autoridad y el lugar de culto (art. 12, 13.ª y 17.ª)
k) Desprecio al ofendido y discriminación (art. 12, 18.ª y 21.ª)
J. Circunstancias agravantes materiales
a) Empleo de medios que causan estragos (art. 12, 3.ª)
b) Astucia, fraude o disfraz (art. 12, 5.ª, segunda parte)
c) Superioridad (art. 12, 6.ª, 11.ª y 20.ª)
d) Calamidad (art. 12, 10.ª)
e) Fractura (art. 12, 19.ª)
K. Agravante especial de prevalimiento de menores de edad (art. 72)
L. Circunstancia mixta del parentesco (art. 13)
M. Reglas que regulan el efecto de las circunstancias atenuantes y agravantes, dependiendo de la naturaleza de la pena asignada por la ley a cada delito (arts. 65 a 68 bis)
a) Cuando la ley señala una sola pena indivisible (art. 65)
b) Cuando la ley señala una pena compuesta de dos indivisibles (art. 66)
c) Cuando la ley señala como pena solo un grado de una pena divisible (art. 67)
d) En los demás casos (art. 68)
e) El problema de la compensación racional
f) Determinación del mínimum y el máximum dentro de cada grado
N. Regla sobre individualización exacta de la cuantía de la pena dentro del grado (art. 69)
O. Regla sobre individualización judicial de la pena de multa (art. 70)
a) Influencia de las circunstancias atenuantes y agravantes del hecho en la cuantía de la multa
b) Influencia, principalmente, del caudal o facultades del culpable, en la cuantía de la multa
§ 5. Aplicación práctica de las reglas anteriores. Tablas demostrativas
A. Aplicación práctica de las reglas de los arts. 65 a 68. Tabla demostrativa general
B. Aplicación práctica de las reglas del art. 67. Tabla demostrativa del mínimum y máximum de cada grado de las penas divisibles
§ 6. Regímenes especiales de determinación e individualización de la pena
§ 7. Sustitución de las penas privativas o restrictivas de libertad para adultos (Ley 18.216)
A. Penas sustitutivas en general. Su función en el sistema penal (shaming y exclusión)
B. Carácter litigioso de la sustitución
C. Condiciones generales para la sustitución
D. Regla de exclusión general
E. Exclusiones especiales
a) De los condenados por delitos de tráfico ilícito de estupefacientes
b) De los autores de delitos consumados de robo con violencia del art. 436
c) De los condenados por los delitos de los art. 196 Ley de Tránsito y 62 DL 211, de 1974
F. Sustituciones posibles con relación a las penas privativas o restrictivas de libertad impuestas
a) Penas de hasta 300 días
b) Penas de 301 a 540 días
c) Penas de 541 días a dos años
d) Penas de dos años y un día a tres años
e) Penas de tres años y un día a cinco
f) Penas efectivas de hasta cinco años y un día
G. Alcance de la sustitución
H. Reemplazo, incumplimiento y quebrantamiento
§ 8. Cuadro resumen de las sustituciones posibles para nacionales y extranjeros con residencia legal
§ 9. Clases de penas vigentes para personas jurídicas
A. Penas principales
a) Disolución de la persona jurídica o cancelación de la personalidad jurídica
b) Prohibición de celebrar actos y contratos con organismos del Estado
c) Pérdida parcial o total de beneficios fiscales o prohibición absoluta de recepción por un período determinado
d) Multa a beneficio fiscal
B. Penas accesorias
a) Publicación de un extracto de la sentencia
b) Comiso
c) Entero en arcas fiscales
§ 10. Determinación legal de la pena aplicable a las personas jurídicas
A. Penas de crímenes
B. Penas de simples delitos
§ 11. Individualización judicial de la pena aplicable a las personas jurídicas
A. Circunstancias atenuantes
B. Circunstancia agravante
Capítulo 13Ejecución de las penas privativas de libertad y defensas penitenciarias
§ 1. Régimen de prisiones
A. Visión general y crítica
B. Los internos y su régimen de trabajo
C. Clases de establecimientos penitenciarios
D. La disciplina interna ¿Legalidad en la ejecución de la pena?
E. Derechos humanos y régimen carcelario
§ 2. Cumplimiento en libertad de las penas de presidio y reclusión. El régimen de libertad condicional
A. El proceso de reinserción social dentro de los establecimientos penitenciarios
a) Los permisos de salidas
B. Reducción de la condena por “comportamiento sobresaliente”
C. La libertad condicional
a) Concepto
b) Requisitos
c) Condiciones a que quedan sujetos los reos libertos y revocación
§ 3. Eliminación de antecedentes penales y supresión del prontuario
A. Régimen del DL 409, de 1932
B. Régimen de los condenados a penas sustitutivas de la Ley 18.216
C. Régimen del DS 64
SEXTA PARTEEXTINCIÓN Y EXCLUSIÓN DE LA RESPONSABILIDAD PENAL
Capítulo 14Defensas no exculpatorias
§ 1. Generalidades. La extinción de la responsabilidad penal como defensa no exculpatoria
§ 2. La muerte
§ 3. Cumplimiento de la condena
A. Regla general
B. Unificación de sentencia y abono heterogéneo de la privación de libertad en procedimiento diverso como cumplimiento de condena anticipado (art. 164 COT)
§ 4. Perdón y reparación (justicia restaurativa y consensuada)
A. Amnistía
a) Límites a la amnistía
B. Indulto
a) Concepto y alcance
b) Indulto y penas privativas de derechos
c) Requisitos para que el condenado indultado pueda reingresar a la Administración
C. Principio de oportunidad
D. Suspensión condicional del procedimiento
E. Suspensión de la imposición de la pena
F. Perdón privado
a) En delitos de acción privada
b) En delitos de acción privada previa instancia particular
c) En delitos de acción pública (acuerdos reparatorios)
§ 5. Prescripción
A. Concepto y alcance
B. Límites de la prescripción
a) Delitos imprescriptibles
b) Paralización del cómputo de la prescripción
C. La prescripción de la acción penal
a) Momento en que comienza a correr la prescripción en casos especiales
b) Interrupción y suspensión de la prescripción
D. Prescripción de la pena
a) Tiempo de la prescripción
b) Forma de contar el tiempo
c) Interrupción de la prescripción de la pena
E. Disposiciones comunes a ambas clases de prescripción
§ 6. Excusas legales absolutorias
§ 7. Arrepentimiento eficaz
§ 8. Pena natural
§ 9. Extinción y transmisión de la responsabilidad penal de la persona jurídica

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2.ª EDICIÓN, ACTUALIZADA CON LAS MODIFICACIONES LEGALES HASTA EL 2 DE ENERO DE 2021, INCLUYENDO LA LEY 21.212, EN MATERIA DE TIPIFICACIÓN DEL FEMICIDIO

9 788413 786513

2.ª Edición

978-84-1378-651-3

MANUAL DE DERECHO PENAL CHILENO PARTE GENERAL

Jean Pierre Matus Acuña M.ª Cecilia Ramírez Guzmán

PARTE GENERAL

Una colección clásica en la literatura universitaria. Todos los títulos de la colección manuales los encontrará en la página web de Tirant lo Blanch, www.tirant.es

MANUAL DE DERECHO PENAL CHILENO

Jean Pierre Matus Acuña M.ª Cecilia Ramírez Guzmán

Libros de texto para todas las especialidades de Derecho, Criminología, Economía y Sociología.

manuales

MANUAL DE DERECHO PENAL CHILENO PARTE GENERAL 2.ª edición, actualizada con las modificaciones legales hasta el 2 de enero de 2021, incluyendo la Ley 21.212, en materia de tipificación del femicidio

COMITÉ CIENTÍFICO DE LA EDITORIAL TIRANT LO BLANCH María José Añón Roig

Javier de Lucas Martín

Ana Cañizares Laso

Víctor Moreno Catena

Catedrática de Filosofía del Derecho de la Universidad de Valencia

Catedrático de Filosofía del Derecho y Filosofía Política de la Universidad de Valencia

Catedrática de Derecho Civil de la Universidad de Málaga

Catedrático de Derecho Procesal de la Universidad Carlos III de Madrid

Jorge A. Cerdio Herrán

Francisco Muñoz Conde

José Ramón Cossío Díaz

Angelika Nussberger

Catedrático de Teoría y Filosofía de Derecho. Instituto Tecnológico Autónomo de México Ministro en retiro de la Suprema Corte de Justicia de la Nación y miembro de El Colegio Nacional

Eduardo Ferrer Mac-Gregor Poisot

Juez de la Corte Interamericana de Derechos Humanos Investigador del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM

Owen Fiss

Catedrático emérito de Teoría del Derecho de la Universidad de Yale (EEUU)

José Antonio García-Cruces González Catedrático de Derecho Mercantil de la UNED

Luis López Guerra

Catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad Carlos III de Madrid

Ángel M. López y López

Catedrático de Derecho Civil de la Universidad de Sevilla

Marta Lorente Sariñena

Catedrática de Historia del Derecho de la Universidad Autónoma de Madrid

Catedrático de Derecho Penal de la Universidad Pablo de Olavide de Sevilla Catedrática de Derecho Constitucional e Internacional en la Universidad de Colonia (Alemania) Miembro de la Comisión de Venecia

Héctor Olasolo Alonso

Catedrático de Derecho Internacional de la Universidad del Rosario (Colombia) y Presidente del Instituto Ibero-Americano de La Haya (Holanda)

Luciano Parejo Alfonso

Catedrático de Derecho Administrativo de la Universidad Carlos III de Madrid

Tomás Sala Franco

Catedrático de Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social de la Universidad de Valencia

Ignacio Sancho Gargallo

Magistrado de la Sala Primera (Civil) del Tribunal Supremo de España

Tomás S. Vives Antón

Catedrático de Derecho Penal de la Universidad de Valencia

Ruth Zimmerling

Catedrática de Ciencia Política de la Universidad de Mainz (Alemania)

Procedimiento de selección de originales, ver página web: www.tirant.net/index.php/editorial/procedimiento-de-seleccion-de-originales

MANUAL DE DERECHO PENAL CHILENO PARTE GENERAL 2.ª edición, actualizada con las modificaciones legales hasta el 2 de enero de 2021, incluyendo la Ley 21.212, en materia de tipificación del femicidio

Dr. JEAN PIERRE MATUS ACUÑA

Profesor Titular de Derecho Penal de la Universidad de Chile Ex Abogado Integrante de la Corte Suprema de Chile (2015-2019)

Mg. M.ª CECILIA RAMÍREZ GUZMÁN

Profesora de Derecho Penal de la Universidad Andrés Bello Ex Abogada Integrante de la Corte de Apelaciones de Santiago (2015-2021)

tirant lo blanch Valencia, 2021

Copyright ® 2021 Todos los derechos reservados. Ni la totalidad ni parte de este libro puede reproducirse o transmitirse por ningún procedimiento electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación magnética, o cualquier almacenamiento de información y sistema de recuperación sin permiso escrito de los autores y del editor. En caso de erratas y actualizaciones, la Editorial Tirant lo Blanch publicará la pertinente corrección en la página web www.tirant.com.

© Jean Pierre Matus Acuña M.ª Cecilia Ramírez Guzmán

© TIRANT LO BLANCH EDITA: TIRANT LO BLANCH C/ Artes Gráficas, 14 - 46010 - Valencia TELFS.: 96/361 00 48 - 50 FAX: 96/369 41 51 Email: [email protected] www.tirant.com Librería virtual: www.tirant.es ISBN: 978-84-1378-652-0 Si tiene alguna queja o sugerencia, envíenos un mail a: [email protected]. En caso de no ser atendida su sugerencia, por favor, lea en www.tirant.net/index.php/empresa/politicasde-empresa nuestro procedimiento de quejas. Responsabilidad Social Corporativa: http://www.tirant.net/Docs/RSCTirant.pdf

Índice Abreviaturas............................................................................................................... 25 Bibliografía general.................................................................................................... 27 Nota de los autores a la 2.ª edición............................................................................ 31

PRIMERA PARTE

FUNDAMENTOS Capítulo 1 ESQUEMA GENERAL................................................................................. 35 Capítulo 2 FUNDAMENTOS § 1. EL PROGRAMA PENAL DE LA CONSTITUCIÓN: PRINCIPIOS DE LEGALIDAD, RESERVA Y DEBIDO PROCESO COMO ÚNICOS CRITERIOS DE LEGITIMACIÓN DEL DERECHO PENAL..................................................... 52 § 2. TEORÍAS DIVERGENTES DE FUNDAMENTACIÓN MATERIAL DEL DERECHO PENAL O IUS PUNIENDI................................................................ 59 A. Teoría del bien jurídico................................................................................ 60 B. Teoría de las normas de cultura................................................................... 62 C. Teoría de la protección de los valores ético-sociales..................................... 62 D. Teoría de la garantía de la vigencia de la norma.......................................... 63 a) Derecho penal del ciudadano y del enemigo........................................... 66 E. Teoría del garantismo penal (“derecho penal mínimo”)............................... 67 F. Teoría del minimalismo radical.................................................................... 69 G. Teoría de la legitimación moral o ética del derecho penal............................ 70 a) Elitismo, populismo y republicanismo penales....................................... 72 § 3. PRINCIPIO DE LEGALIDAD Y FUENTES DEL DERECHO PENAL DEMOCRÁTICO (NULLUM CRIMEN, NULLA POENA SINE LEGE).................. 74 A. La ley, única fuente inmediata de creación de delitos y del derecho penal nacional....................................................................................................... 74 a) Ley y normas penales............................................................................. 76 B. Concepto y clasificación legal del delito....................................................... 77 C. El derecho penal como conjunto de leyes penales........................................ 80 a) Derecho procesal penal y de ejecución penitenciaria.............................. 81 b) El derecho penal como parte del derecho público, limitado por las reglas del sistema procesal acusatorio.............................................................. 82 D. Fuentes mediatas del derecho penal............................................................. 85 a) La jurisprudencia como fuente creadora del derecho en el caso concreto........................................................................................................... 85 b) La doctrina privada y jurisprudencial como fuente mediata................... 86

8

Índice E. La costumbre. Defensa cultural basada en la costumbre de los pueblos originarios....................................................................................................... 87 F. Derecho penal internacional, derecho internacional de los derechos humanos y derecho internacional humanitario. Su influencia en el derecho penal local. 92 G. Derecho penal transnacional y derecho penal local...................................... 94 H. Derecho administrativo sancionador y derecho penal.................................. 95 a) El aspecto problemático de la distinción................................................ 95 b) Inexistencia, en principio, de bis in idem y reglas de coordinación......... 98 c) Efectos del derecho penal en el derecho administrativo.......................... 100

§ 4. PRINCIPIO DE LEGALIDAD COMO GARANTÍA......................................... 100 A. Principio de legalidad como garantía formal............................................... 102 a) Exclusión de los decretos con fuerza de ley como fuente legítima del derecho penal......................................................................................... 102 b) Exclusión de la normatividad de facto: el problema de la aplicación de los decretos leyes.................................................................................... 102 B. Principio de legalidad como garantía material (I): Principio de tipicidad..... 103 a) Inconstitucionalidad de las leyes penales que no describen expresamente la conducta sancionada.......................................................................... 103 b) Ley penal en blanco propiamente tal...................................................... 106 c) Ley penal en blanco impropia................................................................ 107 d) Inconstitucionalidad de las leyes penales que contemplan elementos normativos que remiten a normas inferiores no comprendidas en decretos supremos............................................................................................... 108 e) Inconstitucionalidad de las leyes penales en blanco al revés................... 108 C. Principio de legalidad como garantía material (II): Principio de conducta... 109 a) Inconstitucionalidad del derecho penal de autor.................................... 109 b) Inconstitucionalidad del castigo de los meros pensamientos. Principio de exterioridad........................................................................................... 110 c) Principio de conducta y responsabilidad penal de las personas jurídicas......................................................................................................... 111 D. Principio de legalidad como garantía material (III): Principio de culpabilidad y prohibición del versari in re illicita........................................................... 112 § 5. PRINCIPIO DE RESERVA Y TEST DE PROPORCIONALIDAD COMO CRITERIOS DE LEGITIMACIÓN DEL DERECHO PENAL................................. 114 A. Principio de reserva..................................................................................... 114 B. Texto de proporcionalidad.......................................................................... 115 C. Proporcionalidad y non bis in idem material............................................... 118 D. Principios de reserva y de exclusiva protección de bienes jurídicos.............. 119 E. Principios de reserva y de ultima ratio......................................................... 124 F. Principio de reserva y libertades de expresión e información....................... 126 § 6. FUNCIÓN DE LAS PENAS Y PREVENCIÓN ESPECIAL POSITIVA COMO ÚNICA FINALIDAD CONSTITUCIONALMENTE RECONOCIDA DE LAS PENAS PRIVATIVAS DE LIBERTAD................................................................ 128 A. Función normativa de las penas. La prevención especial positiva................. 128 B. Funciones empíricas de las penas privativas de libertad: prevención especial negativa (aseguramiento), prevención general (disuasión) y cohesión social (prevención general social). Su limitación por la finalidad de prevención especial positiva........................................................................................... 132

Índice

9

§ 7. TEORÍAS DIVERGENTES DE FUNDAMENTACIÓN MATERIAL DE LAS FINALIDADES DE LA PENA........................................................................... 133 A. Teorías absolutas......................................................................................... 134 a) Idealismo alemán clásico........................................................................ 134 b) Merecimiento y retribucionismo expresivo............................................ 137 B. Teorías unitarias basadas en la retribución (culpabilidad)............................ 140 C. Teoría de la prevención general positiva (simbólica).................................... 140 D. La prevención general positiva en un Estado Social y Democrático de Derecho.............................................................................................................. 141 § 8. PRINCIPIO DE RESERVA Y LÍMITES CONSTITUCIONALES DE LAS PENAS.............................................................................................................. 142 A. Prohibición de la tortura, apremios ilegítimos y tratos inhumanos y degradantes.......................................................................................................... 142 B. Prohibición de tratamientos forzados.......................................................... 144 C. Derogación parcial de la pena de muerte..................................................... 145 D. Prohibición de la pena de pérdida de derechos previsionales y de la confiscación. Principio de personalidad de las penas............................................. 146 E. Prohibición de la prisión por deudas........................................................... 147 F. Prohibición de penas indeterminadas........................................................... 148 § 9. DEBIDO PROCESO COMO FUNDAMENTO MATERIAL DE LA IMPOSICIÓN DE PENAS............................................................................................. 149 A. Concepto y efectos de su infracción: exclusión de pruebas, nulidades y requerimiento ante la CIDH........................................................................... 149 B. Principales garantías del debido proceso en materia penal........................... 153 a) Juez natural e imparcialidad del tribunal............................................... 153 b) Non bis in idem procesal (cosa juzgada)................................................ 154 c) Derecho a la libertad y seguridad personales (legalidad de la detención)...................................................................................................... 155 d) Inviolabilidad de la morada y de las comunicaciones personales (legalidad de diligencias intrusivas)........................................................................ 158 e) Derecho a guardar silencio (legalidad de la interrogación)..................... 159 f) Otras infracciones al debido proceso..................................................... 160 C. Límites de la defensa de infracción al debido proceso.................................. 162

Capítulo 3 MÉTODO § 1. LA DOGMÁTICA PENAL COMO DISCIPLINA ACADÉMICA..................... 170 § 2. CONCEPTO, LÍMITES Y FUENTES DE LA INTERPRETACIÓN LEGAL COMO MÉTODO DOGMÁTICO................................................................... 174 A. Concepto y límites....................................................................................... 174 B. Fuentes........................................................................................................ 176 § 3. APLICACIÓN DE LA LEY E INTERPRETACIÓN DE LOS HECHOS (SUBSUNCIÓN)....................................................................................................... 177 § 4. MÉTODO DE INTERPRETACIÓN DE LA LEY PENAL................................ 178 A. Determinación del sentido literal posible de la ley penal: elementos gramatical y lógico (sistemático)................................................................................... 178

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Índice a) Definiciones legales y accesoriedad normativa y conceptual del derecho penal con las otras ramas del derecho.................................................... 180 b) El problema de la accesoriedad del derecho penal respecto de los actos administrativos (no sancionadores)........................................................ 181 B. Especificación del sentido literal posible: elementos teleológico e histórico.. 181 C. Elección de una propuesta normativa: El espíritu general de la legislación, principios e interpretación conforme a la Constitución y los Tratados Internacionales sobre Derechos Humanos. Rol de la retórica y la argumentación jurídica........................................................................................................ 183 a) Principio non bis in idem sustantivo y prohibición de la doble valoración........................................................................................................ 186 b) Principio de culpabilidad....................................................................... 187 c) Principio pro-reo o de favorabilidad...................................................... 187 d) Principio de lesividad. Rol del concepto de bien jurídico y defensa de minimis.................................................................................................. 188 e) Principio de igualdad ante la ley y rol del precedente............................. 191 f) Otros tópicos jurídicos........................................................................... 192 D. El espíritu general de la legislación y el derecho comparado........................ 193 E. Prohibición de la analogía y de la interpretación extensiva in malam partem (nullum crimen, nulla poena sine lege stricta).............................................. 194

§ 5. OTRAS DISCIPLINAS CIENTÍFICAS RELATIVAS AL DERECHO PENAL.... 196 A. Medicina legal y criminalística.................................................................... 196 B. Criminología y política criminal.................................................................. 197 a) Estado actual de la criminología en Chile.............................................. 197 b) Política criminal en el siglo XXI............................................................. 199

SEGUNDA PARTE TEORÍA DE LA LEY PENAL Capítulo 4 ÁMBITO DE APLICACIÓN DE LA LEY Y DEFENSAS JURISDICCIONALES § 1. APLICACIÓN DE LA LEY PENAL EL TIEMPO............................................. 206 A. El principio de legalidad como prohibición de retroactividad de la ley penal desfavorable (nullum crimen, nulla poena sine lege praevia)........................ 206 B. Retroactividad de la ley más favorable (lex mitior)...................................... 208 a) Determinación de la ley más favorable................................................... 209 b) Vigencia y promulgación: momento desde el cual se aplica la ley más favorable................................................................................................ 210 c) Principio de retroactividad de la ley más favorable y declaración de inconstitucionalidad por el TC............................................................... 211 C. Sucesión de leyes y aplicación ultractiva de leyes penales (favorables) formalmente derogadas.................................................................................... 212 a) Leyes intermedias................................................................................... 212 b) Leyes temporales y excepcionales........................................................... 212 c) Ultractividad de leyes favorables formalmente derogadas...................... 213 d) Efectos limitados de la declaración legal de ultractividad....................... 214 e) Anacronismo y derogación.................................................................... 215

Índice

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D. Limitaciones de los efectos de la defensa de ley más favorable..................... 215 a) Indemnizaciones pagadas e inhabilidades............................................... 215 b) Limitaciones derivadas del derecho internacional.................................. 216 c) Imposibilidad de aplicación de penas y sanciones aparentemente más favorables por inexistencia de organismos e instituciones referidas. Limitación parcial..................................................................................... 216 E. Momento de comisión del delito (tempus delicti)........................................ 217 § 2. APLICACIÓN DE LA LEY PENAL EN EL ESPACIO...................................... 219 A. Competencia territorial de los tribunales chilenos. Concepto de territorio... 219 a) Extensión limitada de la soberanía nacional a las zonas contigua y económica exclusiva en el mar.................................................................... 220 B. Excepciones: casos de aplicación extraterritorial de la ley penal chilena...... 221 a) Principio de la bandera (territorio ficto)................................................. 221 b) Principio de nacionalidad o personalidad (activa y pasiva).................... 222 c) Principios del domicilio y de la sede....................................................... 222 d) Principio real o de defensa..................................................................... 223 e) Principio de universalidad: la piratería en alta mar................................ 224 f) Crímenes bajo el derecho penal internacional: principios de complementariedad y supremacía............................................................................ 225 g) Principio de representación.................................................................... 227 C. Lugar de comisión del delito y conflictos de jurisdicción............................. 228 a) Lugar de comisión del delito.................................................................. 228 b) Concurrencia de jurisdicciones............................................................... 229 c) Defensa de exclusión de jurisdicción en favor del Estado del pabellón... 230 d) Defensa de cosa juzgada basada en el principio non bis in idem............ 230 § 3. LA COLABORACIÓN INTERNACIONAL COMO MECANISMO PARA LIMITAR LA DEFENSA DE FALTA DE JURISDICCIÓN. GENERALIDADES... 231 § 4. EXTRADICIÓN PASIVA ORDINARIA........................................................... 233 A. Condiciones de fondo para la extradición pasiva ordinaria......................... 234 a) Falta de jurisdicción de los tribunales nacionales y la correlativa jurisdicción del Estado requirente................................................................. 234 b) Doble incriminación.............................................................................. 235 c) Gravedad............................................................................................... 237 d) Prohibición de la extradición por delitos políticos................................. 237 e) Punibilidad............................................................................................ 238 f) La garantía de reciprocidad................................................................... 239 g) Existencia de antecedentes serios contra el extraditable......................... 240 B. Condiciones formales.................................................................................. 241 a) Detención previa y prisión preventiva.................................................... 241 C. Condiciones humanitarias, debido proceso y principio de no devolución.... 242 D. Entrega diferida........................................................................................... 243 § 5. EXTRADICIÓN PASIVA SIMPLIFICADA....................................................... 243 A. Aceptación del extraditado.......................................................................... 243 B. Prohibición de ingreso y expulsión administrativa como mecanismos de entrega de personas extranjeras................................................................... 244 § 6. EXTRADICIÓN ACTIVA................................................................................. 244 A. Extradición activa para solicitar la entrega de personas que se encuentran en el extranjero para ser enjuiciadas en Chile.............................................. 245

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Índice B. Extradición activa para solicitar la entrega de personas que se encuentran en el extranjero a fin de que cumplan su condena en Chile.......................... 246 C. Solicitud de detención previa u otra medida cautelar durante o previo al procedimiento de extradición activa............................................................ 246

§ 7. EFECTOS DE LA EXTRADICIÓN.................................................................. 247 A. Especialidad................................................................................................ 247 B. Cosa Juzgada............................................................................................... 247 § 8. OTROS MECANISMOS DE COOPERACIÓN INTERNACIONAL................ 248 A. Reconocimiento general de las sentencias, resoluciones judiciales y administrativas extranjeras, para efectos de persecución penal................................ 248 B. Cumplimiento en Chile de penas dictadas por tribunales extranjeros.......... 248 § 9. APLICACIÓN DE LA LEY PENAL EN LAS PERSONAS................................ 249 A. Inmunidad de jurisdicción personal basada en el derecho internacional...... 249 a) Delitos cometidos en Chile a bordo de naves y aeronaves extranjeras.... 249 b) Delitos cometidos en Chile dentro del perímetro de las operaciones militares extranjeras autorizadas............................................................ 250 c) Delitos cometidos en Chile por representantes de un Estado extranjero: Jefes de Estado, agentes diplomáticos y consulares................................ 250 B. Inmunidad de jurisdicción personal basada en el derecho interno................ 252 a) Inviolabilidad de los parlamentarios por sus opiniones.......................... 252 b) Inmunidad de los miembros de la Corte Suprema.................................. 253 c) Procedimientos especiales que no constituyen inmunidades................... 253 § 10. FALTA DE LEGITIMACIÓN PARA EJERCER LA ACCIÓN PENAL CONTRA UNA PERSONA DETERMINADA Y OTROS OBSTÁCULOS PROCESALES. 254

TERCERA PARTE TEORÍA DEL DELITO Capítulo 5 TEORÍA DEL DELITO Y PRESUPUESTOS DE LA RESPONSABILIDAD PENAL. VISIÓN GENERAL § 1. TEORÍA DEL DELITO COMO ESQUEMA ANALÍTICO............................... 260 § 2. EL OBJETO DE LA TEORÍA: EL DELITO O HECHO PUNIBLE................... 266 § 3. VISIÓN DE CONJUNTO................................................................................. 268 A. Tipicidad..................................................................................................... 269 B. Antijuridicidad............................................................................................ 270 C. Culpabilidad (responsabilidad personal)...................................................... 272

Capítulo 6 TIPICIDAD § 1. TIPICIDAD COMO OBJETO DE LA TEORÍA DEL CASO DE LA ACUSACIÓN. SU PRUEBA...................................................................................................... 277 § 2. ELEMENTOS DE LA DESCRIPCIÓN TÍPICA................................................. 279 A. Autor (sujeto activo). Clasificación.............................................................. 279

Índice

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B. Víctima (sujeto pasivo)................................................................................ 280 C. Conducta. Clasificación............................................................................... 282 a) La ausencia de conducta como defensa negativa limitada...................... 284 D. Objeto material. Distinción entre objeto material y objeto jurídico............. 285 E. Elementos subjetivos. Clasificación.............................................................. 287 F. Circunstancias, presupuestos y condiciones objetivas de punibilidad........... 288 § 3. EL PROBLEMA DE LOS LLAMADOS ELEMENTOS NORMATIVOS DEL TIPO................................................................................................................. 289 § 4. TEORÍA DE LOS ELEMENTOS NEGATIVOS DEL TIPO.............................. 290 § 5. TIPICIDAD EN LOS DELITOS DE RESULTADO. PRUEBA DEL NEXO CAUSAL. DEFENSAS BASADAS EN LA FALTA DE IMPUTACIÓN OBJETIVA..... 291 A. Causalidad natural como hecho. Necesidad de su prueba científica............. 291 a) El problema de la causalidad general..................................................... 293 B. Límites normativos de la causalidad natural. Diferencia entre causalidad natural y responsabilidad penal................................................................... 295 C. Teoría de la imputación objetiva. Defensas que excluyen o modifican la responsabilidad penal por la causación natural de resultados...................... 296 a) Concepto y alcance de la defensa........................................................... 296 b) Prohibición de regreso, auto responsabilidad, intervención de terceros y principio de confianza............................................................................ 298 c) Concausalidad y resultados extraordinarios (causas desconocidas)........ 300 d) Resultado retardado.............................................................................. 302 e) Caso fortuito......................................................................................... 303 § 6. TIPICIDAD EN LA OMISIÓN......................................................................... 304 A. Delitos de omisión propia............................................................................ 304 B. Delitos de omisión impropia........................................................................ 305

Capítulo 7 ANTIJURIDICIDAD § 1. GENERALIDADES........................................................................................... 315 § 2. DEFENSAS BASADAS EN LA FALTA DE ANTIJURIDICIDAD MATERIAL.. 316 A. Ausencia de lesividad (de minimis).............................................................. 316 B. Principio de lesividad en los delitos de peligro............................................. 318 C. Consentimiento........................................................................................... 319 D. La actividad deportiva................................................................................. 320 E. ¿Acciones neutrales?.................................................................................... 321 § 3. DEFENSAS BASADAS EN LA FALTA DE ANTIJURIDICIDAD FORMAL...... 323 A. Elementos subjetivos (intencionales) en las causales de justificación............ 323 B. Justificantes putativas y error sobre los presupuestos fácticos de una causal de justificación............................................................................................. 324 C. La causa ilegítima........................................................................................ 327 § 4. LEGÍTIMA DEFENSA...................................................................................... 329 A. Concepto y clasificación.............................................................................. 329 B. Derechos defendibles................................................................................... 329 C. Requisito esencial: agresión ilegítima........................................................... 330 a) Concepto............................................................................................... 330 b) Actualidad o inminencia de la agresión.................................................. 333

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Índice c) Exceso temporal: ataque ante una agresión agotada.............................. 334 d) Anticipación en el tiempo: las ofendicula............................................... 334 D. Necesidad racional del medio empleado para impedir o repeler la agresión. 335 a) El exceso intensivo................................................................................. 337 E. Causa legítima............................................................................................. 337 a) Falta de provocación suficiente por parte del que se defiende................. 337 b) Falta de participación en la provocación del pariente que defiende........ 338 c) Falta de intervención en la provocación y de motivación ilegítima en la legítima defensa de terceros................................................................... 339 F. Legítima defensa privilegiada...................................................................... 340 G. Uso de armas por la fuerza pública.............................................................. 341 H. El problema de la defensa de la mujer maltratada y la muerte del tirano doméstico.................................................................................................... 343

§ 5. ESTADO DE NECESIDAD JUSTIFICANTE..................................................... 345 A. Concepto y clasificación.............................................................................. 345 B. Bienes salvables........................................................................................... 347 C. Requisito esencial: la amenaza de un mal.................................................... 348 a) Clase del mal que se pretende evitar....................................................... 348 b) Realidad o peligro inminente del mal que se pretende evitar.................. 349 D. Racionalidad de la reacción del necesitado.................................................. 350 a) Proporcionalidad................................................................................... 350 b) Subsidiariedad....................................................................................... 353 E. Causa legítima............................................................................................. 354 § 6. CUMPLIMIENTO DEL DEBER Y EJERCICIO LEGÍTIMO DE UN DERECHO, AUTORIDAD, OFICIO O CARGO.................................................................. 355 A. Obrar en cumplimiento de un deber............................................................ 356 B. Obrar en ejercicio legítimo de un derecho................................................... 359 C. El ejercicio legítimo de una autoridad, oficio o cargo................................... 360 § 7. PROBLEMAS ESPECIALES DEL EJERCICIO DE LA PROFESIÓN MÉDICA. 361 A. Presupuestos del ejercicio legítimo de la medicina. Lex artis como deber objetivo de cuidado..................................................................................... 361 B. El principio de confianza y el trabajo en equipo en la actividad médica....... 366 C. El problema de decidir la administración de medios de sobrevida artificial.. 367 § 8. OMISIÓN POR CAUSA LEGÍTIMA................................................................ 369

Capítulo 8 CULPABILIDAD (RESPONSABILIDAD PERSONAL) § 1. GENERALIDADES........................................................................................... 377 A. Los elementos de la culpabilidad como fundamento de la responsabilidad penal en la teoría del delito.......................................................................... 377 B. Otras funciones del principio de culpabilidad.............................................. 379 § 2. IMPUTABILIDAD Y CAPACIDAD DE RESPONSABILIDAD COMO PRESUPUESTO DE LA RESPONSABILIDAD PENAL................................................ 381 § 3. INIMPUTABILIDAD POR ENAJENACIÓN MENTAL.................................... 383 A. Noción: fórmula mixta................................................................................ 383 B. Trastornos mentales, del comportamiento o del desarrollo neurológico que pueden servir de base para admitir la eximente de locura o demencia......... 385

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a) Esquizofrenia y otros trastornos psicóticos primarios............................ 385 b) Trastornos bipolares graves................................................................... 385 c) Trastornos severos y profundos del desarrollo intelectual...................... 386 d) Demencia severa.................................................................................... 386 C. Exclusiones.................................................................................................. 387 a) El intervalo lúcido.................................................................................. 387 b) Trastorno del comportamiento antisocial y personalidad psicopática.... 387 D. Régimen del enfermo mental exento de responsabilidad en la legislación nacional....................................................................................................... 388 a) Tratamiento del trastornado o enajenado mental exento de responsabilidad penal por locura o demencia......................................................... 389 b) Absolución por motivo distinto de la locura o demencia........................ 390 c) La enfermedad mental sobreviniente y otros aspectos procesales relevantes. Remisión................................................................................................ 390 § 4. PRIVACIÓN TOTAL DE RAZÓN................................................................... 390 A. Concepto..................................................................................................... 390 B. Exclusión: autointoxicación o acciones libres en su causa (actio liberae in causa).......................................................................................................... 391 C. Adicciones que no constituyen eximente. Su necesario tratamiento diferenciado y los Tribunales de Tratamiento de Drogas y/o Alcohol...................... 394 D. Alteración de la percepción y otras situaciones excepcionales...................... 395 § 5. DOLO.............................................................................................................. 396 A. Concepto, elementos y clasificación............................................................. 396 B. El elemento cognoscitivo del dolo. Grados de conocimiento exigidos.......... 397 C. Elemento volitivo. Dolo directo y dolo eventual.......................................... 398 a) Dolo directo........................................................................................... 398 b) Dolo eventual........................................................................................ 399 c) Dolo en los delitos de omisión............................................................... 401 d) Formas especiales de subjetividad en determinados tipos penales........... 402 D. Prueba del dolo y dolo como adscripción.................................................... 403 E. Error de tipo como defensa basada en la falta involuntaria de conocimiento de sus elementos.......................................................................................... 406 a) Concepto y efectos................................................................................. 406 b) Dolo de Weber....................................................................................... 407 c) Aberratio ictus o error en el golpe.......................................................... 407 d) Preterintención y dolo general................................................................ 408 F. Errores que no excluyen el dolo................................................................... 410 a) Error accidental..................................................................................... 410 b) Error en el curso causal.......................................................................... 410 c) Error en el objeto y en la persona.......................................................... 411 d) El error en la persona, según el CP......................................................... 411 G. Error de prohibición como defensa basada en el desconocimiento involuntario de la ilicitud de la conducta......................................................................... 412 H. Ignorancia deliberada y culpable................................................................. 415 § 6. CULPA.............................................................................................................. 417 A. Concepto, requisitos y clasificación............................................................. 417 a) Concepto y requisitos............................................................................ 417 b) Criterio para determinar la existencia de culpa en el agente................... 420 c) Carácter principalmente omisivo de la imprudencia............................... 422

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Índice d) Clasificación.......................................................................................... 422 B. El nexo causal y la defensa de falta de imputación objetiva en los cuasidelitos de resultado. Intervención de la víctima y principio de confianza................. 423 C. Los cuasidelitos en el Código penal............................................................. 428 D. Cuasidelitos con resultados múltiples.......................................................... 431

§ 7. INEXIGIBILIDAD DE OTRA CONDUCTA..................................................... 432 A. Generalidades.............................................................................................. 432 B. Criterio para su aceptación.......................................................................... 433 C. Error involuntario sobre las causales de exculpación................................... 435 § 8. FUERZA IRRESISTIBLE.................................................................................. 435 A. La regla general........................................................................................... 435 a) Alcance.................................................................................................. 435 b) Los deberes religiosos y la libertad (objeción) de conciencia como fuerza moral..................................................................................................... 437 c) La defensa cultural como fuerza moral.................................................. 438 d) El amor filial y el afecto a los animales domésticos como fuerza moral.. 439 e) Motivaciones que no permiten alegar la fuerza moral............................ 439 § 9. MIEDO INSUPERABLE................................................................................... 441 § 10. ESTADO DE NECESIDAD EXCULPANTE...................................................... 443 A. Concepto..................................................................................................... 443 B. Requisitos.................................................................................................... 446 a) La situación de necesidad: el mal grave.................................................. 446 b) Proporcionalidad limitada..................................................................... 446 c) Subsidiariedad....................................................................................... 448 d) Exclusión por deber de soportar el mal.................................................. 448 C. Estado de necesidad y tortura...................................................................... 449 D. Estado de necesidad exculpante y el problema del “tirano doméstico”. Remisión......................................................................................................... 449 § 11. OMISIÓN POR CAUSA INSUPERABLE.......................................................... 449 § 12. ENCUBRIMIENTO DE PARIENTES Y OBSTRUCCIÓN A LA JUSTICIA EN SU FAVOR........................................................................................................ 450 § 13. OBEDIENCIA DEBIDA O JERÁRQUICA........................................................ 451 A. Generalidades.............................................................................................. 451 B. La exculpación por obediencia debida en el ordenamiento nacional: las reglas de la justicia militar..................................................................................... 452 C. El problema del error acerca de la licitud de la orden.................................. 453 D. Inexistencia de la exculpación en el ordenamiento civil............................... 454

CUARTA PARTE FORMAS ESPECIALES DE APARICIÓN DEL DELITO Capítulo 9 ITER CRIMINIS O GRADOS DE DESARROLLO DEL DELITO § 1. GENERALIDADES........................................................................................... 460 A. La sanción de la tentativa y los actos preparatorios como extensiones de la punibilidad.................................................................................................. 460

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B. El fundamento de la sanción de la tentativa y la frustración........................ 462 a) Teoría objetivo-formal........................................................................... 462 b) Teorías subjetivas................................................................................... 463 c) Teoría objetivo-material......................................................................... 464 § 2. TENTATIVA..................................................................................................... 466 A. Tipicidad..................................................................................................... 466 a) Imputación objetiva en tentativa de delitos de resultado: impunidad de la tentativa absolutamente inidónea y del delito putativo....................... 470 B. Culpabilidad................................................................................................ 471 § 3. FRUSTRACIÓN............................................................................................... 473 § 4. PROPOSICIÓN Y CONSPIRACIÓN PARA DELINQUIR............................... 475 A. Fundamento................................................................................................ 475 B. Proposición como conspiración frustrada.................................................... 476 C. Conspiración............................................................................................... 477 D. Entrapment (defensa contra la inducción o proposición de un agente encubierto)......................................................................................................... 478 § 5. DEFENSA COMÚN: EL DESISTIMIENTO..................................................... 479 A. Desistimiento como excusa legal absolutoria............................................... 479 B. Requisitos.................................................................................................... 480 a) El factor objetivo del desistimiento........................................................ 480 b) El factor subjetivo en el desistimiento: la voluntariedad......................... 482 c) Efectos del desistimiento........................................................................ 482 d) El desistimiento fracasado...................................................................... 483 § 6. CARÁCTER SUBSIDIARIO DE LOS ARTS. 7 Y 8 CP..................................... 483 § 7. CUADRO RESUMEN DE LOS GRADOS DE DESARROLLO DEL DELITO EN LA LEY CHILENA..................................................................................... 484

Capítulo 10 AUTORÍA Y PARTICIPACIÓN § 1. GENERALIDADES........................................................................................... 488 A. Principio de intervención y tipos especiales de participación........................ 488 B. Intervención en hechos colectivos y ajenos.................................................. 492 a) Exigencias comunes............................................................................... 492 b) El problema de la participación en los delitos imprudentes.................... 495 C. La distinción entre autores y cómplices....................................................... 497 D. Dominio del hecho, infracción del deber, articulación lógico-semántica y capacidad de afectación al bien jurídico como teorías alternativas.............. 498 E. Comunicabilidad e incomunicabilidad en los delitos especiales................... 502 § 2. AUTOR INMEDIATO...................................................................................... 506 § 3. AUTOR MEDIATO.......................................................................................... 506 A. Autoría mediata por medio de fuerza o coerción (violencia o intimidación) 508 B. Autoría mediata por medio de prevalimiento.............................................. 509 a) Prevalimiento de inimputables............................................................... 509 b) Prevalimiento de órdenes de servicio...................................................... 509 c) ¿Prevalimiento de otras situaciones de subordinación y dependencia?... 510 d) ¿Prevalimiento de un aparato organizado de poder?.............................. 511

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Índice C. Autor mediato por engaño.......................................................................... 513 a) El instrumento actúa bajo error de tipo................................................. 514 b) El instrumento realiza una conducta que cree lícita................................ 514 c) El instrumento actúa bajo error de prohibición...................................... 515 d) El instrumento realiza un hecho del que es personalmente responsable, pero actúa motivado por un error irrelevante........................................ 515 D. ¿Autoría mediata en delitos de propia mano?.............................................. 516

§ 4. RESPONSABILIDAD DEL SUPERIOR............................................................. 516 § 5. AUTORÍA FUNCIONAL.................................................................................. 518 § 6. ACTUACIÓN EN LUGAR DE OTRO.............................................................. 519 § 7. COAUTORÍA (ART. 15, N.º 1 Y 3).................................................................. 521 A. Fundamento: principio de imputación recíproca.......................................... 521 B. Coautoría derivada del hecho de tomar parte en la ejecución (art. 15 N.º 1)................................................................................................................. 524 C. Coautoría derivada del concierto para la ejecución (art. 15 N.º 3).............. 525 a) Facilitar los medios con que se comete el delito (art. 15 N.º 3, primera parte)..................................................................................................... 525 b) Presenciar el hecho sin tomar parte directa en su ejecución (art. 15 N.º 3, segunda parte)................................................................................... 526 § 8. PARTICIPACIÓN. PRINCIPIOS GENERALES................................................ 527 A. Exterioridad................................................................................................ 527 B. Accesoriedad............................................................................................... 527 C. Convergencia y culpabilidad........................................................................ 528 § 9. INDUCCIÓN (ART. 15 N.º 2).......................................................................... 529 A. Concepto..................................................................................................... 529 B. Formas especiales de inducción................................................................... 531 a) La orden................................................................................................ 531 b) El acuerdo.............................................................................................. 532 c) El consejo.............................................................................................. 532 § 10. COMPLICIDAD (ART. 16)............................................................................... 532 A. Concepto..................................................................................................... 532 B. Casos especiales de complicidad.................................................................. 533 a) Complicidad concertada........................................................................ 533 b) Complicidad no concertada................................................................... 534 c) Complicidad por omisión...................................................................... 535 d) Complicidad y acciones neutrales.......................................................... 535 § 11. ENCUBRIMIENTO.......................................................................................... 535 A. Tipicidad..................................................................................................... 535 B. Culpabilidad en el encubrimiento................................................................ 537 C. Las formas de encubrimiento....................................................................... 538 a) Aprovechamiento................................................................................... 538 b) Favorecimiento real............................................................................... 539 c) Favorecimiento personal ocasional........................................................ 539 d) Favorecimiento personal habitual.......................................................... 539 § 12. CONSPIRACIÓN Y ASOCIACIÓN ILÍCITA COMO FORMAS ESPECIALES DE PARTICIPACIÓN EN UN HECHO COLECTIVO..................................... 540 § 13. RESPONSABILIDAD PENAL DE LAS PERSONAS JURÍDICAS...................... 543

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A. Generalidades.............................................................................................. 543 B. Responsabilidad atribuida (art. 3 Ley 20.393)............................................. 546 C. Responsabilidad autónoma (art. 5 Ley 20.393)........................................... 547 D. Defensa de cumplimiento (compliance)....................................................... 548 § 14. CUADRO RESUMEN DE LAS FORMAS DE RESPONSABILIDAD EN LA LEY CHILENA................................................................................................. 550

Capítulo 11 CONCURSOS § 1. GENERALIDADES SOBRE LAS DEFENSAS CONCURSALES....................... 554 § 2. REGLA GENERAL: CONCURSO REAL......................................................... 558 § 3. UNIDAD DE DELITO...................................................................................... 558 A. Unidad natural de acción............................................................................. 558 B. Unidad jurídica de delito............................................................................. 559 § 4. DELITO CONTINUADO................................................................................. 560 § 5. CONCURSO APARENTE DE LEYES.............................................................. 561 A. Casos de especialidad.................................................................................. 563 B. Casos de subsidiariedad............................................................................... 564 C. Casos de consunción................................................................................... 565 D. El “resurgimiento” y los “efectos residuales” de la ley en principio desplazada............................................................................................................. 567 E. El problema de la alternatividad en el sistema procesal vigente................... 568 § 6. CONCURSOS IDEAL Y MEDIAL.................................................................... 569 A. Concepto y casos......................................................................................... 569 B. Tratamiento penal....................................................................................... 570 § 7. REITERACIÓN DE DELITOS.......................................................................... 571 A. Concepto..................................................................................................... 571 B. Tratamiento penal....................................................................................... 572 § 8. UNIFICACIÓN DE PENAS.............................................................................. 573

QUINTA PARTE TEORÍA DE LA PENA Capítulo 12 DETERMINACIÓN E INDIVIDUALIZACIÓN DE LAS PENAS § 1. SISTEMA DE PENAS VIGENTE PARA PERSONAS NATURALES................. 582 A. Origen y clasificación general...................................................................... 582 B. Otras clasificaciones legales de importancia: penas temporales y penas aflictivas............................................................................................................. 584 a) Penas temporales................................................................................... 584 b) Penas aflictivas....................................................................................... 585 C. Medidas de seguridad.................................................................................. 585 a) Medidas de seguridad para inimputables............................................... 586 b) Medidas de seguridad para imputables.................................................. 586

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Índice D. Críticas al sistema de penas chileno............................................................. 589

§ 2. NATURALEZA Y EFECTO DE ALGUNAS PENAS......................................... 590 A. Penas privativas de libertad......................................................................... 590 a) Inaplicabilidad de la distinción entre presidio y reclusión en la ejecución de las penas............................................................................................ 590 b) El presidio perpetuo calificado, pena que tiende a la inocuización......... 591 B. Penas restrictivas de libertad........................................................................ 592 a) Extrañamiento y confinamiento............................................................. 592 b) Relegación y destierro............................................................................ 592 C. Multa y prestación de servicios en beneficio de la comunidad..................... 593 D. Penas privativas de derechos (inhabilitaciones y suspensiones como penas principales).................................................................................................. 594 a) Inhabilitación absoluta para cargos y oficios públicos, derechos políticos y profesiones titulares............................................................................ 594 b) Inhabilitación especial perpetua y temporal para algún cargo u oficio público o profesión titular..................................................................... 595 c) Suspensión de cargo, oficio público o profesión titular.......................... 595 d) Inhabilitación absoluta temporal para cargos, empleos, oficios o profesiones ejercidos en ámbitos educacionales o que involucren una relación directa y habitual con personas menores de edad................................... 595 E. Inhabilitaciones y suspensiones como penas accesorias y otras sanciones de igual naturaleza........................................................................................... 596 F. Penas accesorias y efectos de la condena por crimen o simple delito en el derecho administrativo................................................................................ 597 G. Otras penas accesorias: Comiso, sujeción a la vigilancia de la autoridad y caución........................................................................................................ 598 § 3. DETERMINACIÓN LEGAL DE LA PENA PARA PERSONAS NATURALES. 599 A. Diferenciación entre determinación legal e individualización judicial de la pena............................................................................................................ 599 B. El punto de partida: la pena asignada por la ley al delito. Forma de hacer las rebajas y aumentos que la ley manda..................................................... 600 C. Factores de alteración de la pena señalada por la ley al delito..................... 601 a) Circunstancias atenuantes o agravantes especiales................................. 601 b) Aplicación de reglas concursales y pena total para la sustitución........... 602 D. Forma de realizar los aumentos y rebajas en el marco penal........................ 603 E. Determinación legal de la pena, según los grados de desarrollo del delito.... 604 F. Determinación legal de la pena, según los grados de participación en el delito........................................................................................................... 605 a) Encubrimiento por favorecimiento personal habitual............................. 605 G. Aplicación práctica de las reglas de determinación legal de la pena. Cuadro demostrativo............................................................................................... 605 H. Determinación legal de la pena de multa..................................................... 606 § 4. INDIVIDUALIZACIÓN JUDICIAL DE LA PENA PARA PERSONAS NATURALES.............................................................................................................. 607 A. Generalidades.............................................................................................. 607 B. Requisitos de imputación de las circunstancias (comunicabilidad e incomunicabilidad, art. 64)..................................................................................... 609 C. Error sobre la concurrencia de los supuestos fácticos de las circunstancias.. 611 D. Prohibición de la doble valoración de agravantes........................................ 612

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a) Cuando la agravante constituye por sí misma un delito especialmente penado por la ley................................................................................... 612 b) Cuando la ley ha expresado una circunstancia agravante al describir y penar un delito....................................................................................... 612 c) Cuando la circunstancia agravante es de tal manera inherente al delito, que sin su concurrencia no puede cometerse, porque se encuentra implícita en el tipo penal...................................................................................... 612 d) Cuando la circunstancia agravante es de tal manera inherente al delito, que sin su concurrencia no pueda cometerse, por las circunstancias concretas en las que se comete..................................................................... 613 E. Circunstancias atenuantes genéricas (art. 11)............................................... 613 a) Eximente incompleta (art. 11, 1.ª).......................................................... 614 b) Atenuantes pasionales (art. 11, 3.ª, 4.ª y 5.ª).......................................... 616 c) Irreprochable conducta anterior (art. 11, 6.ª)......................................... 618 d) Procurar con celo reparar el mal causado (art. 11, 7.ª)........................... 620 e) Colaboración con la justicia (art. 11, 8.ª y 9.ª)....................................... 621 f) Obrar por celo de la justicia (art. 11, 10.ª)............................................. 622 F. Atenuante especial de eximente incompleta privilegiada (art. 73)................ 623 G. Atenuante especial de media prescripción (art. 103).................................... 624 H. Circunstancias agravantes genéricas (art. 12)............................................... 625 I. Circunstancias agravantes personales.......................................................... 626 a) Alevosía (art. 12, 1.ª)............................................................................. 626 b) Precio, recompensa o promesa (art. 12, 2.ª)........................................... 628 c) Ensañamiento (art. 12, 4.ª).................................................................... 630 d) Premeditación (art. 12, 5.ª, primera parte)............................................. 631 e) Abuso de confianza y prevalimiento del carácter público (art. 12, 7.ª y 8.ª)......................................................................................................... 633 f) Añadir la ignominia (art. 12, 9.ª)........................................................... 633 g) Aprovechamiento de la nocturnidad o despoblado (art. 12, 12.ª)........... 634 h) Reincidencia (art. 12, 14.ª a 16.ª)........................................................... 634 i) Límites de la reincidencia....................................................................... 636 j) Desprecio a la autoridad y el lugar de culto (art. 12, 13.ª y 17.ª)........... 637 k) Desprecio al ofendido y discriminación (art. 12, 18.ª y 21.ª).................. 637 J. Circunstancias agravantes materiales........................................................... 638 a) Empleo de medios que causan estragos (art. 12, 3.ª).............................. 638 b) Astucia, fraude o disfraz (art. 12, 5.ª, segunda parte)............................. 639 c) Superioridad (art. 12, 6.ª, 11.ª y 20.ª).................................................... 640 d) Calamidad (art. 12, 10.ª)....................................................................... 642 e) Fractura (art. 12, 19.ª)........................................................................... 642 K. Agravante especial de prevalimiento de menores de edad (art. 72)............... 642 L. Circunstancia mixta del parentesco (art. 13)................................................ 643 M. Reglas que regulan el efecto de las circunstancias atenuantes y agravantes, dependiendo de la naturaleza de la pena asignada por la ley a cada delito (arts. 65 a 68 bis)......................................................................................... 643 a) Cuando la ley señala una sola pena indivisible (art. 65)......................... 643 b) Cuando la ley señala una pena compuesta de dos indivisibles (art. 66).. 644 c) Cuando la ley señala como pena solo un grado de una pena divisible (art. 67)......................................................................................................... 644 d) En los demás casos (art. 68)................................................................... 645 e) El problema de la compensación racional.............................................. 646

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Índice f) Determinación del mínimum y el máximum dentro de cada grado........ 647 N. Regla sobre individualización exacta de la cuantía de la pena dentro del grado (art. 69)............................................................................................. 647 O. Regla sobre individualización judicial de la pena de multa (art. 70)............. 649 a) Influencia de las circunstancias atenuantes y agravantes del hecho en la cuantía de la multa................................................................................ 650 b) Influencia, principalmente, del caudal o facultades del culpable, en la cuantía de la multa................................................................................ 650

§ 5. APLICACIÓN PRÁCTICA DE LAS REGLAS ANTERIORES. TABLAS DEMOSTRATIVAS................................................................................................ 651 A. Aplicación práctica de las reglas de los arts. 65 a 68.................................... Tabla demostrativa general.......................................................................... 651 B. Aplicación práctica de las reglas del art. 67................................................. Tabla demostrativa del mínimum y máximum de cada grado de las penas divisibles...................................................................................................... 652 § 6. REGÍMENES ESPECIALES DE DETERMINACIÓN E INDIVIDUALIZACIÓN DE LA PENA.................................................................................................... 653 § 7. SUSTITUCIÓN DE LAS PENAS PRIVATIVAS O RESTRICTIVAS DE LIBERTAD PARA ADULTOS (LEY 18.216)............................................................... 655 A. Penas sustitutivas en general. Su función en el sistema penal (shaming y exclusión).................................................................................................... 655 B. Carácter litigioso de la sustitución............................................................... 658 C. Condiciones generales para la sustitución.................................................... 659 D. Regla de exclusión general........................................................................... 659 E. Exclusiones especiales.................................................................................. 660 a) De los condenados por delitos de tráfico ilícito de estupefacientes......... 660 b) De los autores de delitos consumados de robo con violencia del art. 436........................................................................................................ 661 c) De los condenados por los delitos de los art. 196 Ley de Tránsito y 62 DL 211, de 1974.................................................................................... 661 F. Sustituciones posibles con relación a las penas privativas o restrictivas de libertad impuestas....................................................................................... 661 a) Penas de hasta 300 días......................................................................... 661 b) Penas de 301 a 540 días......................................................................... 662 c) Penas de 541 días a dos años................................................................. 662 d) Penas de dos años y un día a tres años................................................... 663 e) Penas de tres años y un día a cinco........................................................ 663 f) Penas efectivas de hasta cinco años y un día.......................................... 664 G. Alcance de la sustitución............................................................................. 664 H. Reemplazo, incumplimiento y quebrantamiento.......................................... 665 § 8. CUADRO RESUMEN DE LAS SUSTITUCIONES POSIBLES PARA NACIONALES Y EXTRANJEROS CON RESIDENCIA LEGAL................................. 666 § 9. CLASES DE PENAS VIGENTES PARA PERSONAS JURÍDICAS..................... 667 A. Penas principales......................................................................................... 667 a) Disolución de la persona jurídica o cancelación de la personalidad jurídica........................................................................................................ 667 b) Prohibición de celebrar actos y contratos con organismos del Estado.... 667

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c) Pérdida parcial o total de beneficios fiscales o prohibición absoluta de recepción por un período determinado.................................................. 668 d) Multa a beneficio fiscal.......................................................................... 668 B. Penas accesorias.......................................................................................... 668 a) Publicación de un extracto de la sentencia............................................. 669 b) Comiso.................................................................................................. 669 c) Entero en arcas fiscales.......................................................................... 669 § 10. DETERMINACIÓN LEGAL DE LA PENA APLICABLE A LAS PERSONAS JURÍDICAS....................................................................................................... 670 A. Penas de crímenes........................................................................................ 670 B. Penas de simples delitos............................................................................... 670 § 11. INDIVIDUALIZACIÓN JUDICIAL DE LA PENA APLICABLE A LAS PERSONAS JURÍDICAS.............................................................................................. 671 A. Circunstancias atenuantes........................................................................... 672 B. Circunstancia agravante.............................................................................. 672

Capítulo 13 EJECUCIÓN DE LAS PENAS PRIVATIVAS DE LIBERTAD Y DEFENSAS PENITENCIARIAS § 1. RÉGIMEN DE PRISIONES.............................................................................. 674 A. Visión general y crítica................................................................................ 674 B. Los internos y su régimen de trabajo........................................................... 677 C. Clases de establecimientos penitenciarios.................................................... 678 D. La disciplina interna ¿Legalidad en la ejecución de la pena?........................ 678 E. Derechos humanos y régimen carcelario...................................................... 679 § 2. CUMPLIMIENTO EN LIBERTAD DE LAS PENAS DE PRESIDIO Y RECLUSIÓN. EL RÉGIMEN DE LIBERTAD CONDICIONAL................................... 680 A. El proceso de reinserción social dentro de los establecimientos penitenciarios.............................................................................................................. 680 a) Los permisos de salidas.......................................................................... 680 B. Reducción de la condena por “comportamiento sobresaliente”................... 681 C. La libertad condicional................................................................................ 682 a) Concepto............................................................................................... 682 b) Requisitos.............................................................................................. 684 c) Condiciones a que quedan sujetos los reos libertos y revocación............ 686 § 3. ELIMINACIÓN DE ANTECEDENTES PENALES Y SUPRESIÓN DEL PRONTUARIO........................................................................................................... 687 A. Régimen del DL 409, de 1932..................................................................... 687 B. Régimen de los condenados a penas sustitutivas de la Ley 18.216............... 688 C. Régimen del DS 64...................................................................................... 689

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Índice

SEXTA PARTE EXTINCIÓN Y EXCLUSIÓN DE LA RESPONSABILIDAD PENAL Capítulo 14 DEFENSAS NO EXCULPATORIAS § 1. GENERALIDADES. LA EXTINCIÓN DE LA RESPONSABILIDAD PENAL COMO DEFENSA NO EXCULPATORIA........................................................ 694 § 2. LA MUERTE.................................................................................................... 695 § 3. CUMPLIMIENTO DE LA CONDENA............................................................ 696 A. Regla general............................................................................................... 696 B. Unificación de sentencia y abono heterogéneo de la privación de libertad en procedimiento diverso como cumplimiento de condena anticipado (art. 164 COT)........................................................................................................... 696 § 4. PERDÓN Y REPARACIÓN (JUSTICIA RESTAURATIVA Y CONSENSUADA)................................................................................................................... 697 A. Amnistía...................................................................................................... 699 a) Límites a la amnistía.............................................................................. 700 B. Indulto........................................................................................................ 701 a) Concepto y alcance................................................................................ 701 b) Indulto y penas privativas de derechos................................................... 702 c) Requisitos para que el condenado indultado pueda reingresar a la Administración........................................................................................... 703 C. Principio de oportunidad............................................................................. 703 D. Suspensión condicional del procedimiento................................................... 704 E. Suspensión de la imposición de la pena....................................................... 704 F. Perdón privado............................................................................................ 705 a) En delitos de acción privada.................................................................. 705 b) En delitos de acción privada previa instancia particular......................... 705 c) En delitos de acción pública (acuerdos reparatorios).............................. 706 § 5. PRESCRIPCIÓN............................................................................................... 707 A. Concepto y alcance...................................................................................... 707 B. Límites de la prescripción............................................................................ 708 a) Delitos imprescriptibles.......................................................................... 708 b) Paralización del cómputo de la prescripción.......................................... 710 C. La prescripción de la acción penal............................................................... 710 a) Momento en que comienza a correr la prescripción en casos especiales. 711 b) Interrupción y suspensión de la prescripción.......................................... 712 D. Prescripción de la pena................................................................................ 714 a) Tiempo de la prescripción...................................................................... 714 b) Forma de contar el tiempo..................................................................... 714 c) Interrupción de la prescripción de la pena.............................................. 715 E. Disposiciones comunes a ambas clases de prescripción................................ 715 § 6. EXCUSAS LEGALES ABSOLUTORIAS............................................................ 716 § 7. ARREPENTIMIENTO EFICAZ....................................................................... 716 § 8. PENA NATURAL............................................................................................. 717 § 9. EXTINCIÓN Y TRANSMISIÓN DE LA RESPONSABILIDAD PENAL DE LA PERSONA JURÍDICA....................................................................................... 718

Abreviaturas art./arts.

CADH CA CB CC CGR CIDH CJM COT CP CPC CPP CPR CS DCGR DFL DL DS DUDH DJP EA FM GJ o. o. PIDCP R. RChD RChDCP RCP

Artículo/artículos. Si no tienen otra indicación, corresponden al Código Penal, salvo cuando aparezcan claramente referidos a una ley especial o reglamento que se esté explicando Convención Americana de derechos Humanos Corte de Apelaciones Código de Bustamante (Código de Derecho Internacional Privado) Código Civil Contraloría General de la República Corte Interamericana de derechos Humanos Código de Justicia Militar Código Orgánico de Tribunales Código Penal Código de Procedimiento Civil Código Procesal Penal Constitución Política de la República Corte Suprema Dictamen Contraloría General de la República Decreto con Fuerza de Ley Decreto Ley Decreto Supremo Declaración Universal de derechos Humanos Revista Doctrina y Jurisprudencia Penal Estatuto Administrativo Fallos del Mes Gaceta Jurídica otra opinión, en sentido contrario Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos Revista (de) Revista Chilena de Derecho Revista Chilena de Derecho y Ciencias Penales Revista de Ciencias Penales

26 RDJ

Abreviaturas

Revista de Derecho y Jurisprudencia y Gaceta de los Tribunales. Si no se especifica, la cita corresponde a la Segunda Parte, Sección 4.ª REJ Revista de Estudios de la Justicia RLJ Matus, J. P. (Dir.), Repertorio de Legislación y Jurisprudencia Chilenas. Código Penal y Leyes Complementarias, Santiago, 3.ª Ed., 2016 RPC Revista Política Criminal SCA/ SSCS, etc. Sentencia de la Corte de Apelaciones / Sentencias de la Corte Suprema, etc. StGB Código Penal alemán TC Tribunal Constitucional TEDH Tribunal Europeo de Derechos Humanos USSC Corte Suprema de los Estados Unidos de América v. Ver, véase ZStW Zeitschrift für die gesamte Strafrechtswissenschaft

Bibliografía general Actas

Actas de las sesiones de la Comisión Redactora del Código Penal Chileno, Santiago: Imp. de la República, 1874 Aristóteles, Ética Aristóteles, Ética nicomaquea, Trad. E. Sinnott, Buenos Aires, 2007 Beccaria, Delitos Beccaria, C., De los Delitos y de las Penas, 3.ª Ed., Trad. J. De las Casas, Madrid, 1764 Beccaria 250 Matus, J. P. (Coord.), Beccaria, 250 años después, Buenos Aires, 2011 Balmaceda PG Balmaceda, G., Manual de Derecho Penal. Parte General, Santiago, 2014 Bullemore/Mackinnon DP Bullemore, V. y Mackinnon, J., Curso de Derecho Penal, T. I a IV, 4.ª ed., Santiago, 2018 Bustos PG Bustos, J., Manual de Derecho Penal. Parte General, 3.ª ed., Barcelona, 1989 Bustos/Hormazábal, Sistema Bustos, J. y Hormazábal, H., Nuevo sistema de Derecho Penal, Madrid, 2004 Carrara, Programa Carrara, F., Programa de Derecho Criminal, 9 T. y un Apéndice, Bogotá, 1956-1967 (se cita por §) Casos PG Vargas P., T. (Dir.), Casos destacados de Derecho Penal. Parte General, Santiago, 2015 Casos DPC Hendler, E. y Gullco, H., Casos de Derecho Penal Comparado, 2.ª Ed., Buenos Aires, 2003 Clásicos RCP Londoño, F. y Maldonado, F. (Eds.), Clásicos de la literatura penal en Chile. La Revista de Ciencias Penales en el Siglo XX: 1935-1995, 2 T., Valencia, 2018 CP Comentado Couso, J. y Hernández, H. (Dirs.), Código Penal comentado, Parte General, Santiago, 2011 (T. I) y 2019 (T. II) Cousiño PG Cousiño, L., Derecho Penal chileno, T. I a III, Santiago, 1975, 1979 y 1992 Cury PG Cury, E., Derecho Penal. Parte General, 7.ª Ed., Santiago, 2007 Cury PG I Cury, E., Derecho Penal. Parte General, 11.ª Ed., revisada, actualizada y con notas de C. Feller, y M.ª Elena Santibáñez, T. I, Santiago, 2020

28 Del Río DP Doctrinas GJ

Bibliografía general

Del Río, R., Derecho Penal, 3 T., Santiago, 1935 Verdugo, M. y Hernández, D. (Dirs.), Doctrinas esenciales Gaceta Jurídica. Derecho penal, 2 T., Santiago, 2011 Dressler CL Dressler, J., Understanding Criminal Law, 7.ª Ed., Kindle, 2015 Etcheberry DP Etcheberry, A., Derecho Penal, T. I a IV, 3.ª Ed., Santiago, 1998 Etcheberry DPJ Etcheberry, A., El Derecho Penal en la Jurisprudencia, 2.ª Ed., T. I a IV, Santiago, 1987 Fuenzalida CP Fuenzalida, A., Concordancias y comentarios del Código Penal chileno, 3 T., Lima, 1883 (por error, en la portada figura el nombre “Fuensalida”) Garrido DP Garrido, M., Derecho Penal, T. I a IV, Santiago, 2003-2010 Historia Ley Biblioteca del Congreso Nacional, Historia de la Ley. Se indica el N.º de la ley respectiva en cada caso Jakobs AT Jakobs, G., Strafrecht. Allgemeiner Teil. Die Grundlage und die Zurechnungslehre, 2.ª Ed., Berlín, 1993 Jescheck/Weigend AT Jescheck, H.-H. y Weigend, T., Tratado de Derecho Penal. Parte General, 5.ª Ed., Granada, 2002 Labatut/Zenteno DP Labatut, G. y Zenteno, J., Derecho Penal. 2 T., 7.ª Ed., Santiago, 1990 Lazo CP Lazo, S., Código penal. Orígenes, concordancias. Jurisprudencia, Santiago, 1917 LH Bustos Urquizo, J. (Ed.) y Salazar, N. (Coord.), Modernas Tendencias de Dogmática Penal y Política Criminal. Libro Homenaje al Dr. Juan Bustos Ramírez, Lima 2007 LH Cury van Weezel, A. (Ed.), Humanizar y renovar el Derecho Penal. Estudios en memoria de Enrique Cury, Santiago, 2013 LH Etcheberry Cárdenas, C. y Ferdman, J. (Coords.), El derecho penal como teoría y como práctica. Libro en homenaje a Alfredo Etcheberry Orthusteguy, Santiago, 2016 LH Hormazábal Carrasco, E. (Coord.), Libro homenaje al profesor Hernán Hormazábal Malarée, Santiago, 2015

Bibliografía general

LH Novoa-Bunster

29

Fernández C., J. (Coord.), Estudios de ciencias penales. Hacia una racionalización del derecho penal. IV Jornadas nacionales de derecho penal y ciencias penales en homenaje a los profesores Eduardo Novoa Monreal y Álvaro Bunster Briceño, Santiago, 2008 LH Penalistas Schweitzer, M. (Coord.), Nullum crimen, nulla poene sine lege. Homenaje a grandes penalistas chilenos, Santiago, 2010 LH Profesores Mañalich, J. P. (Coord.), La ciencia penal en la Universidad de Chile. Libro homenaje a los profesores del Departamento de Ciencias Penales de la Facultad de derecho de la Universidad de Chile, Santiago, 2013 LH Rivacoba Figueiredo, J. et al (Dirs.), El penalista liberal. Controversias nacionales e internacionales en derecho Penal, Procesal Penal y Criminología. Libro homenaje a Manuel de Rivacoba y de Rivacoba, Buenos Aires, 2004 LH Solari Rodríguez Collao, L. (Coord.), Delito, pena y proceso. Libro homenaje a la memoria del profesor Tito Solari Peralta, Santiago, 2008 von Liszt, Tratado von Liszt, F., Tratado de Derecho Penal, 20.ª Ed., 3 T., Trad. L. Jiménez de Asúa, Madrid, ca. 1917 Matus/Ramírez, Fundamentos Matus, J. P. y Ramírez, M.ª C., Lecciones de derecho penal chileno. Fundamentos y límites constitucionales del derecho penal positivo, Santiago, 2015 Medina J. PG Medina J., G., Manual de Derecho Penal, Santiago, 2004 Modollel PG Modollel, J. L., Derecho penal. Teoría del Delito, Caracas, 2014 Náquira PG Náquira, J., Derecho Penal. Parte General I, 2.ª Ed., Santiago, 2015 Novoa PG Novoa, E., Curso de Derecho Penal chileno. Parte General, T. I y II, 3.ª Ed., Santiago, 2005 Ortiz/Arévalo, Consecuencias Ortiz Q., L. y Arévalo, J, Las consecuencias jurídicas del delito, Santiago, 2013 Pacheco CP Pacheco, J., El Código Penal concordado y comentado, 3.ª ed., Reimp., Madrid, 2000 Piña, Fundamentos Piña, J. I., Derecho Penal. Fundamentos de la responsabilidad, Santiago, 2010

30 Politoff DP Politoff/Bustos/Grisolía PE

Bibliografía general

Politoff, S., Derecho Penal, 2.ª Ed., Santiago, 2001 Politoff, S., Bustos, J. y Grisolía, F., Derecho Penal chileno. Parte especial, 2.ª Ed., Santiago, 1992 Rettig DP Rettig, M., Derecho Penal. Parte General. Fundamentos, T. I y II, Santiago, 2017-2019 Roxin AT Roxin, C., Strafrecht. Allgemeiner Teil, T. I y II, 4.ª Ed., Múnich, 2006 Sanhueza, Nociones Sanhueza, J., Cruces, R. y González-Fuente, Nociones Fundamentales de Derecho Penal, Concepción, 2015 Tamarit, Casos Tamarit, J., La tragedia y la justicia penal. Casos penales en el teatro y en la ópera, Valencia, 2009 Texto y Comentario Politoff, S., Ortiz Q., L. y Matus, J. P., Texto y Comentario del Código Penal chileno, Santiago, 2002. Wessels/Beulke/Satzger AT Wessels, J., Beulke, W. y Satzger, H., Strafrecht. Allgemeiner Teil. 44.ª ed., Múnich, 2014

Nota de los autores a la 2.ª edición Este texto pretende servir como herramienta de estudio y trabajo para alumnos, profesores, jueces, fiscales, querellantes y defensores, actualizado con las reformas legales producidas hasta enero de 2021. Con esa finalidad, se ha reformulado la presentación de las materias, empleando ahora el esquema usual en las universidades chilenas: fundamentos, teoría de la ley penal, teoría del delito, formas especiales de aparición del delito, teoría de la pena y extinción de la responsabilidad penal. Para destacar las características acusatorias de nuestro sistema procesal penal, hemos trasladado al Cap. 1 la presentación del esquema general de la materia en relación con las diferentes “teorías del caso” de los intervinientes, esto es, las alegaciones y defensas sobre las que deben decidir los jueces. Además, se ha corregido y ampliado la exposición de la mayor parte de los capítulos, procurando asumir coherentemente las exigencias de los principios de legalidad, reserva y del debido proceso como fundamentos de la imposición de las penas, incorporando referencias más amplias a la bibliografía y jurisprudencia nacionales que se ha podido revisar, lo que permite al lector hacerse una idea del panorama actual de la discusión nacional en cada materia, donde una nueva generación de profesores ha dado lugar a una abundante literatura que permite profundizar prácticamente en todos los temas tratados. Las obras propias que aparecen en la bibliografía de cada capítulo no se citan en el texto sino salvo excepciones puntuales, en el entendido de que el lector interesado puede recurrir a ellas teniendo presente que nuestra última opinión en cada materia que se trate es la que aquí se expone. Agradecemos a la abogada Srta. Josefa Bejarano, quien realizó una completa revisión formal de la primera versión de esta obra, y a nuestros estudiantes de los cursos de pre y posgrado que impartimos en las universidades de Chile y Andrés Bello durante los años 2019 y 2020, quienes no solo han debido lidiar con la exposición y discusión en clases de este nuevo texto, sino también han aportado correcciones formales y material bibliográfico, razón por la cual hemos escogido la denominación de esta obra, precisamente, como un Curso de la materia del ramo.

Los autores Santiago

PRIMERA PARTE

FUNDAMENTOS

Capítulo 1

Esquema general Bibliografía Bacigalupo, E., La técnica de resolución de casos penales, 2.ª Ed., Madrid, 1995; Del Río, C. “Problemas de aplicación del derecho penal en el ordenamiento chileno”, RChDCP 1, 2012; Eser, A., “Justification and Excuse: A Key Issue in the Concept of Crime”, en Eser, A. y Fletcher, G., Rechtfertigung und Entschuldigung, T. I, Freiburg i. Bgr., 1987; Fernández C., J., “Bases para una reconstrucción estructural de los principios penales en el ámbito del control de constitucionalidad”, Problema. Anuario de Filosofía y Teoría del derecho, N.º 13, 2019; González G., C., “Gestión, gerencialismo y sistema penal, Montevideo, 2018; Guzmán D., “La adaptación de la penalidad y sus factores”, LH Cury; Programa analítico de derecho penal común chileno, Valparaíso, 2004; Jakobs, G., “Schriftum: Oliver Stich, ‘Sachlogik als Naturrecht? Zur Rechtsphilosophie Hans Welzel (1904-1977)’”, Goldtdammer’ s Archiv 148, 2001; Jiménez de Asúa, L., La Ley y el Delito, Caracas, 1945; Matus, J. P., “La justicia penal consensuada en el nuevo Código de Procedimiento Penal”, R. Crea (Temuco) N.º 1, 2000; La transformación de la Teoría del Delito en el derecho penal internacional, Barcelona, 2008; Evolución histórica de la doctrina penal chilena desde 1874 hasta nuestros días, Santiago, 2011; ¿Hacia un nuevo Código Penal? Evolución histórica de la legislación penal chilena desde 1810 hasta nuestros días, Santiago, 2015; Moreno, L., Teoría del caso, Buenos Aires, 2012; Novoa, E., Causalismo y finalismo en derecho penal (Aspectos de la enseñanza penal en Hispanoamérica), San José de Costa Rica, 1980; Oliver, G. “Reflexiones sobre los mecanismos de justicia penal negociada en Chile”, RChD 46, N.º 2, 2019; Peña W., “La raíces histórico-culturales del derecho penal chileno”, R. Estudios Histórico-Jurídicos (Valparaíso) 7, 1982; Politoff, S., Koopmans, F. y Ramírez, M.ª C., IEL Criminal Law: Chile, Holanda, 2003; Rivacoba, M., “La reforma penal de la ilustración”, Doctrinas GJ II; Robinson, P., “Criminal Law Defenses: A Systematic Analysis”, Columbia Law Review 82, N.º 2, 1982; Vargas P., T., Manual de derecho penal Práctico, 3.ª Ed., Santiago, 2013.

En este texto se presenta la parte general del derecho penal chileno organizada según el esquema tradicional de nuestra doctrina: fundamentos, teoría de la ley penal, teoría del delito, formas especiales de aparición del delito, determinación y ejecución de las penas y extinción de la responsabilidad penal (defensas no exculpatorias). Solo se excluye el tratamiento de su desarrollo histórico, que debiera ser parte de un programa completo de la materia (Guzmán D., Programa), pero que ya no lo es —con el detalle requerido— en los cursos actuales de la Universidad de Chile. Al respecto,

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Manual de derecho penal chileno - Parte general

remitimos al lector interesado a nuestras obras de referencia que se encuentran en la bibliografía de este capítulo (especialmente, Matus/Ramírez, Fundamentos, Cap. 1. Para el desarrollo anterior a nuestra independencia, v. Peña W., “Raíces”. Una aproximación histórico-filosófica de los orígenes del derecho penal actual, en la ilustración del siglo XVIII, v. en Rivacoba, “La reforma”). Tampoco es posible comprender el funcionamiento de nuestro sistema penal sin tener en consideración las peculiaridades del proceso penal aplicable, de carácter principalmente acusatorio. En efecto, el Código Procesal Penal de 2000 modifica sustancialmente la aproximación al derecho penal, antes centrada en la labor de jueces que debían investigar y producir pruebas por sí mismos de los hechos materia de su análisis jurídico posterior, tanto en primera como en segunda instancia, así como determinar e individualizar las penas. Nada de eso existe hoy en día en nuestro sistema, a pesar de las críticas de algunos autores (Guzmán D., “Adaptación”, 355). Es más, éste se caracteriza por un fuerte componente contradictorio, con su correlativa dosis de justicia penal consensuada y los riesgos de overcharging y undercharging subyacentes, ajenos a la verdad material y procesal que sustentan las categorías jurídicas de la aplicación de la ley penal, pero consistentes con los incentivos del sistema para lograr acuerdos entre fiscalía, defensa y víctimas, sin intervención real de los tribunales para su control (Oliver, “Reflexiones”, 469). Es más, incluso necesidades de pura gestión administrativa determinan la oferta por parte del Ministerio Público de ciertas salidas alternativas, aún sin acuerdo previo de los intervinientes, pero altamente convenientes para “el sistema” por su ahorro de tiempo y recursos, como las suspensiones condicionales del procedimiento y los procedimientos monitorios por faltas (sobre los demás efectos del “gerencialismo” en el sistema penal, v., por todos, González G., Gestión). Luego, buena parte de lo que aquí se dirá está pensado para los supuestos de contradicción real y no necesariamente para las soluciones consensuadas o negociadas, aunque es claro que una acusación bien fundada o una defensa adecuadamente sostenida promoverán esa clase de soluciones, pero sin asegurar que la salida definitiva sea un pronunciamiento judicial, como sucede, p. ej., con las suspensiones condicionales y la comunicación de la decisión de no perseverar (arts. 237 y 248 c) CPP), ni mucho menos que en casos de que tales pronunciamientos se produzcan éstos digan relación exacta con los hechos y las posiciones jurídicas en juego, sino más bien con el resultado de una negociación de hechos, calificaciones y penas, tendencialmente apartadas de la exigencia de legalidad y de la reserva de la facultad de decidir los asuntos criminales entregada por el art. 76 CPR en exclusiva a los Tribunales de

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Justicia, pero convenientes para todos los intervinientes, incluidos los jueces, por el ahorro de tiempo y trabajo que tales acuerdos importan, como sucede en la mayor parte de los procedimientos abreviados y simplificados (Del Río, “Problemas”, 270). Pero, en lo que resta de los procesos verdaderamente contradictorios, las exigencias procesales de un sistema acusatorio para el establecimiento de los hechos y la sentencia correspondiente han de tenerse especialmente en cuenta y así se hará, aún dentro del esquema tradicional de exposición de las materias, para adecuar sus contenidos a una visión más cercana del funcionamiento real de nuestro sistema penal. Desde el punto de vista de la fiscalía, en lo que respecta al contenido de la acusación y lo que ésta debe probar para establecer la responsabilidad penal del imputado, se ha procurado conciliar la exposición tradicional de la teoría del delito con las exigencias de los arts. 259 y 340 CPP, que imponen acreditar ante el tribunal, “más allá de toda duda razonable, la convicción de que realmente se hubiere cometido el hecho punible objeto de la acusación y que en él hubiere correspondido al acusado una participación culpable y penada por la ley”. Antes, en cambio, no solíamos destacar este relevante aspecto probatorio, privilegiando la exposición desde la perspectiva del juez, con un método que consideraba niveles sucesivos de análisis: en primer lugar, la determinación de la existencia de una acción u omisión (conducta, circunstancias y su resultado); luego, la corroboración de su adecuación a la descripción legal (tipicidad); enseguida, la afirmación de su carácter contrario al ordenamiento jurídico (antijuridicidad material y formal por ausencia de causales de justificación, como la legítima defensa y otras); y, finalmente, la comprobación de la responsabilidad personal del autor, por su actuación dolosa o culposa y su capacidad de conducirse conforme a derecho por ausencia de causales de exculpación (error, fuerza, miedo, etc.). Por su parte, desde el punto de vista del imputado, en el texto se emplea el término “defensas”, para referirnos a todas las alegaciones que permiten eximir de la pena, mitigarla o sustituirla, antes o durante su cumplimiento. Estas defensas pueden clasificarse, en relación con sus fundamentos, en constitucionales, jurisdiccionales, probatorias, justificantes, exculpantes, concursales, penitenciarias y no exculpatorias; en atención a si pretende excluir un elemento de la acusación o agregar un nuevo punto de debate sin rebatir la prueba acusatoria, en negativas o positivas; y en atención a su efecto excluyente de la condena o meramente de disminución de la pena, en completas o incompletas, distinción equivalente a la anglosajona entre defensas y mitigaciones (para el sistema norteamericano, v. Robinson, “Defenses”).

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Manual de derecho penal chileno - Parte general

En cuanto a la operatividad del sistema, lo más relevante es que, con independencia del esquema analítico, la mayor parte de las defensas se pueden alegar en la oportunidad que el imputado estime conveniente, antes, durante y después del juicio oral, ya que tiene derecho a solicitar en cualquier momento su sobreseimiento por las mismas razones que podría solicitar su absolución y algunas defensas pueden surgir como consecuencia del propio juicio oral o su sentencia. Así, p. ej., si el imputado quiere alegar la prescripción, una defensa no exculpatoria basada en una causal de extinción de la responsabilidad penal, lo puede hacer sin esperar el juicio (art. 250 d) CPP). Pero tampoco necesita esperar el juicio si puede demostrar anticipadamente su inocencia por inexistencia del delito o falta o insuficiencia probatoria de alguno de los elementos del delito (art. 250 a) y b) CPP); o que se encuentra exento de responsabilidad penal (p. ej., por concurrir una causal de justificación o exculpación, art. 250 c) CPP). Además, previa a la discusión de fondo en los tribunales ordinarios, el imputado puede recurrir al TC para solicitar la declaración de inaplicabilidad de la ley que establece el delito por el que es perseguido, por producir efectos contrarios a la Constitución y, particularmente, a los principios del derecho penal que en ella se consagran (Fernández C., “Bases”). Y también puede el imputado recurrir a los tribunales superiores de justicia por vía de amparo constitucional, sin discutir en la judicatura ordinaria su responsabilidad, en caso de violaciones demasiado flagrantes del debido proceso o de la mínima legalidad en la persecución penal, que priven, perturben o amenacen la libertad personal del imputado (art. 21 CPR). Por otra parte, el imputado necesariamente tendrá que negociar antes del juicio alguna forma de perdón oficial o salida alternativa al procedimiento (principio de oportunidad y suspensión condicional, arts. 170 y 237 CPP), si está dispuesto a aceptarla y el fiscal a ofrecerla. Y todavía el sistema permite, específicamente y durante la audiencia de preparación del juicio oral, oponer como excepciones de previo y especial pronunciamiento las defensas de cosa juzgada, falta de autorización para proceder criminalmente, cuando la Constitución o la ley lo exigieren, y extinción de la responsabilidad penal (art. 264 c), d) y e) CPP). La práctica demuestra, además, que la resolución del caso sin juicio oral, por cualquiera de las vías procesales disponibles, es la regla general en nuestro sistema. Incluso, tratándose de sentencias condenatorias, su inmensa mayoría no proviene de juicios orales, sino de la imposición de multas por hechos constitutivos de faltas, que suelen resolverse sin audiencia (art. 392 CPP). Esta aparente divergencia entre el esquema de exposición de las materias y la operatividad del sistema penal real se explica porque el esquema es solo una formulación de carácter analítica o “pedagógica” (Jakobs, “Schriftum”,

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493; y, antes, Novoa, Causalismo, 144). En cambio, ante los casos concretos, el “orden de tratamiento de los problemas y su solución” es, de hecho, guiado “por consideraciones pragmáticas” y no por disputas sistemáticas (Bacigalupo, Casos, 30). Para conciliar estas diferencias, creemos necesario presentar, como guía de estudio y trabajo, un esquema general de la materia que, partiendo del orden tradicional, destaque las diversas funciones o posiciones que cumplen la acusación y la defensa en un sistema acusatorio, esto es, sus diferentes y posibles “teorías del caso” (Moreno, Teoría, 85; Vargas P., Manual, 317; antes, Jiménez de Asúa, La ley, 259). Al mismo tiempo, ello permite aproximar nuestra mirada continental a la del derecho anglosajón, donde la diferencia entre las exigencias procesales de la acusación y la defensa son de primera relevancia (así, en Alemania, Eser, “Justifications”, 52; y, entre nosotros, Politoff, Koopmans y Ramírez). Siguiendo la línea de los ejemplos citados, ofrecemos un esquema de adaptación de las materias tradicionales de la Parte General a las exigencias de la práctica, destacando el rol o “teoría del caso” de cada interviniente: el acusador, probar más allá de toda duda razonable la existencia de los hechos materia de la acusación y la responsabilidad culpable del imputado (art. 340 CPP) u ofrecerle una salida alternativa; la defensa, negar tales hechos y la responsabilidad, pero también aceptar o rechazar los ofrecimientos de la fiscalía, negar la validez constitucional de la ley que se trata de aplicar, o alegar la existencia de impedimentos procesales para perseguirlo, de causales que extinguen su responsabilidad, de circunstancias que permitan mitigar la pena, etc. (aunque no necesariamente en ese orden). En este esquema, el juez ya no controla la investigación ni puede, por tanto, realizar por sí mismo averiguaciones para completar cada uno de los niveles de análisis, sino que debe concentrarse en la labor de determinar en cada caso cuál de las versiones de los hechos y las teorías jurídicas presentadas, la de la acusación o la defensa, es la más verosímil a la luz de la prueba producida y conforme con la ley aplicable. El esquema es el siguiente:

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Manual de derecho penal chileno - Parte general

CONTENIDOS DE LA PARTE GENERAL

TEORÍA DEL CASO DE LA ACUSACIÓN

TEORÍA DEL CASO DE LA DEFENSA DEFENSAS NEGATIVAS

DEFENSAS POSITIVAS

Defensas constitucionales -Inaplicabilidad de la ley penal por infracción al principio de legalidad (art. 19 N.º 3 CPR); -Inaplicabilidad de la ley penal por infracción al principio de reserva o proporcionalidad (art. 19 N.º 26 CPR, con relación a garantías determinadas) -Inaplicabilidad de la ley penal por infracción a la finalidad de prevención especial positiva de las penas (art. 5 CPR)

Defensas constitucionales -Exclusión de prueba ilícita (art. 276 CPP) -Nulidad por infracción al debido proceso (arts. 373 a) y 374 b) a f) CPP) -Petición ante CIDH (art. 44 CADH) -Non bis in idem (cosa juzgada, arts. 250 f), 264 c) y 374 g) CPP)

FUNDAMENTOS

Principios de legalidad y reserva

Alegación de legitimación -Proporcionalidad de la intervención penal: a) Fines legítimos de protección, b) Idoneidad, y c) Proporcionalidad

TEORÍA DE LA LEY PENAL

Aplicación de la ley en el tiempo

Aplicación de la ley en el espacio

Defensa jurisdiccional: Defensa jurisdiccional: -Irretroactividad desfavo- -Retroactividad favorable (arts. 19 rable (arts. 19 N.º 3 CPR y N.º 3 CPR y 18 CP) 18 CP) Alegaciones: -Territorio y principio ubicuidad -Supuestos de aplicación extraterritorial de la ley penal chilena (art. 6 COT; art. 5 CJM) -Extradición

Aplicación de la ley en las personas

Defensas jurisdiccionales: -Falta de jurisdicción territorial (incompetencia absoluta, arts. 5 CP, 374 a) CPP) -Falta requisitos extradición Defensa jurisdiccional: -Falta de legitimación o de autorización para proceder (arts. 369 quinquies CP, y 53, 54, 171, 252, 264 d) y 416 a 430 CPP)

TEORÍA DEL DELITO

Tipicidad

Alegación probatoria: -Prueba de la existencia del hecho punible (art. 340 CPP)

Defensas probatorias: -Insuficiencia probatoria (exclusión de prueba) -Falta de imputación objetiva -Falta de tipicidad del hecho

Defensas jurisdiccionales: -Inmunidades personales basadas en el derecho internacional (arts. 297 a 300 CB, 27 y 32 CONVEMAR, 4 Código Aeronáutico, Convenciones de Viena Relaciones Diplomáticas y Consulares) -Inmunidades personales basadas en el derecho Interno (art. 61 CPR, 324 COT)

Jean Pierre Matus Acuña - M.ª Cecilia Ramírez Guzmán CONTENIDOS DE LA PARTE GENERAL

TEORÍA DEL CASO DE LA ACUSACIÓN

Antijuridicidad

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TEORÍA DEL CASO DE LA DEFENSA DEFENSAS NEGATIVAS

DEFENSAS POSITIVAS

Defensa probatoria -Falta de antijuridicidad material (principio de lesividad o defensa de minimis)

Causales de justificación -Legítima defensa (art. 10 N.º 4 a 6 CP) -Estado de necesidad (agresivo y defensivo, art. 10 N.º 7 CP) -Ejercicio legítimo de un derecho, cumplimiento del deber, etc. (art. 10 N.º 10 CP) -Omisión por causa legítima (art. 10 N.º 12 CP)

Alegación probatoria -Prueba de la participación culpable (art. 340 CPP): i) Dolo o culpa y ii) Conocimiento de la ilicitud

Defensas probatorias -Error de tipo (art. 1 CP) -Inevitabilidad objetiva o caso fortuito (art. 10 N.º 8 CP) -Error de prohibición (art. 1 CP) Defensa jurisdiccional -Inexistencia del delito culposo (art. 10 N.º 13 CP)

Causales de exculpación -Inimputabilidad (art. 10 N.º 1 y 3 CP) -Fuerza irresistible (art. 10 N.º 9 CP) -Defensa cultural (art. 373 a) CPP) -Obediencia debida (CJM) -Encubrimiento de parientes (arts. 17 y 269 bis) -Miedo insuperable (art. 10 N.º 9 CP) -Estado de necesidad exculpante (art. 10 N.º 11 CP) -Omisión por causa insuperable (art. 10 N.º 12)

Grados de desarrollo (iter criminis)

Alegación probatoria -Prueba del grado de desarrollo (arts. 7 y 8 CP y 340 CPP)

Defensa probatoria Excusa legal absolutoria -Realización de actos -Desistimiento preparatorios no punibles -Inexistencia de puesta en peligro de realización del hecho (de minimis)

Autoría y participación

Alegación probatoria -Prueba del grado de participación o forma de responsabilidad (arts. 14 CP y 340 CPP)

Defensas probatorias -Falta de intervención (alibi o coartada) -Falta de contribución en la forma prevista en los arts. 15, 16 y 17 -Falta de concierto o conocimiento

Culpabilidad

FORMAS ESPECIALES DE APARICIÓN DEL DELITO

Concursos de delitos Alegaciones probatorias -Prueba de los diferentes hechos imputados (arts. 74 CP y 340 CPP)

-Incomunicabilidad del título

Defensas concursales -Unidad de delito y delito continuado -Concurso aparente de leyes -Concurso ideal (art. 75 CP) -Reiteración (arts. 351 CPP) -Unificación de penas (art. 164 COT) -Regla de la favorabilidad

42 CONTENIDOS DE LA PARTE GENERAL

Manual de derecho penal chileno - Parte general TEORÍA DEL CASO DE LA ACUSACIÓN

TEORÍA DEL CASO DE LA DEFENSA DEFENSAS NEGATIVAS

DEFENSAS POSITIVAS

TEORÍA DE LA PENA

Determinación de la pena

Alegaciones probatorias -Prueba de circunstancias agravantes (art. 12 CP y 340 CPP)

Ejecución de la pena

Defensas generales -Circunstancias atenuantes (art. 10 N.º 11 CP) -Cumplimiento anticipado de la pena (art. 20 CP) -Sustitución de la pena (Ley 18.216 y Ley 20.084 Defensas penitenciarias Salidas al medio libre (Reglamento Penitenciario) - Reducción de la pena (Ley 19.856) - Pena mixta art. 33 Ley 18.216 -Libertad condicional (DL 321) -Supresión de antecedentes (DL 409, Ley 18.216 y DS 64) -Indulto (art. 93 N.º 4)

EXTINCIÓN Y EXCLUSIÓN DE LA RESPONSABILIDAD PENAL

- Extinción de la responsabilidad penal

-Exclusión de la responsabilidad penal por razones de política criminal

Alegaciones -Imprescriptibilidad e imposibilidad de amnistiar crímenes de lesa humanidad (art. 250 inc. final CPP); -Excepción especial de delitos cometidos contra menores de edad (art. 94 bis CP) -Paralización de la prescripción en delitos funcionarios (art. 260 CP)

Defensas no exculpatorias -Perdón oficial: amnistía (art. 93 N.º 3 CP) y salidas alternativas (arts. 170, 237, 398 CPP) -Perdón del ofendido (art. 93 N.º 5 CP y 241 y 402 CPP); -Prescripción (art. 93 N.º 6 y 7 CP)

Defensas no exculpatorias -Arrepentimiento eficaz (arts. 8 y 205 CP, 63 DL 211. Como defensa incompleta: arts. 260 quáter, 411 sexies CP; 395 y 407 CPP; 22 Ley 20.000 y 33 Ley 19.913) -Excusas legales absolutorias (arts. 129, 153, 233, 235 y 489 CP, art. 22 Ley de Cuentas Corrientes) -Pena natural

Capítulo 2

Fundamentos Bibliografía Accatino, D., “¿Por qué no a la impunidad? Una mirada desde las teorías comunicativas al papel de la persecución penal en la justicia de transición”, RPC 14, N.º 27, 2019; Aldunate, E., “Derecho penal del amigo: fundamento y finalidad de la pena”, LH Novoa-Bunster, 2008; Alexy, R., “Rechtsregeln und Rechtsprinzipien”, Archiv für Rechts und Sozialphilosophie, Separata 22, 1985; Ambos, K., “¿Es posible el desarrollo de un derecho penal sustantivo común para Europa? Algunas reflexiones preliminares”, Cuadernos de Política Criminal 88, 2006; Der Allgemeine Teil des Völkerstrafrechts, 2.ª Ed., Berlín, 2004; Treatise on International Criminal Law, 3 T., Oxford, 2013-2016; Nationalsozialistisches Strafrecht. Kontinuität und Radikalisierung, Baden-Baden, 2019; Ambos, K., y Maleen, A., “Terroristas y debido proceso. El derecho a un debido proceso para los presuntos terroristas detenidos en la bahía de Guantánamo”, R. General de Derecho 20, 2013; Aracena, P., “Una interpretación alternativa a la justificación de garantías penales en el derecho administrativo sancionador para Chile”, REJ 26, 2017; Aristóteles, Política, Madrid, 1873; Arnold, R., Martínez, J., Zúñiga, F., “El principio de proporcionalidad en la jurisprudencia del Tribunal Constitucional”, Estudios Constitucionales 10, N.º l, 2012; Arroyo, L., “Fundamento y función del sistema penal: el programa penal de la Constitución”, R. Jurídica de Castilla-La Mancha l, 1987; Austin, J. L., How to do things whit words, Oxford, 1962; Balliet, D., Mulder, L. y Lange, P., “Reward, Punishment, and Cooperation: A Meta-analysis”, Psychological Bulletin 137, N.º 4, 2011; Báez, D., “¿Estándar de convicción o arbitrariedad judicial? Bases y propuesta para la interpretación del estándar de ‘duda razonable’ en el Código Procesal Penal”, Doctrinas GJ I; Balmaceda, G. (Coord.), Problemas actuales de derecho penal, Santiago, 2007; Barrientos, I., “El uso de argumentos culturales en la defensa penal”, DJP 34, 2018; Bascuñán, A., “Derechos fundamentales y derecho penal”, REJ 9, 2007; “El derecho penal chileno ante el estatuto de Roma”; REJ 4, 2004; “Grabaciones subrepticias en el derecho penal chileno. Comentario a la sentencia de la Corte Suprema en el caso Chilevisión II”, RCP 41, N.º 3, 2014; Bascuñán, A. et al, “La inconstitucionalidad del artículo 365 del Código penal. Informe en derecho”, REJ 14, 2011; Bassiouni, M., Introduction to international Criminal Law, Nueva York, 2003; Bazelon, D., “The Morality of the Criminal Law”, California Law Review 49, 1976; Becker, G. “Crime and Punishment: An Economic Approach”, Journal of Political Economy 76, 1968; Bentham, J., Teoría de las Penas y de las Recompensas, T. I, Trad. R. Salas, de la ed. francesa de E. Dumont, Paris, 1826; Berdugo, I., “Revisión del contenido del bien jurídico honor”, Anuario de Derecho Penal y Ciencias Penales 1984; Bernardi, A., “Il ruolo del terzo pilastro UE nella europeizzazione del diritto penale”, en Rivista Italiana di Dirito Piblicco Comunitario XVII, N.º 6, 2007; Binding, K., Die Normen und ihre Übertretung, T. I a VI, Utrecht, reimp., 1965; Birnbaum, J., Sobre la necesidad de una lesión de derechos para el

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§ 1. El programa penal de la Constitución: principios de legalidad, reserva y debido proceso como únicos criterios de legitimación del derecho penal Lo distintivo de las leyes que se consideran como penales o criminales en los diversos ordenamientos jurídicos es que imponen un mal que recae sobre el cuerpo de una persona natural o consiste en la privación de derechos o bienes de una persona natural o jurídica, sin que dicho mal o privación de derechos o bienes esté condicionado a, o consista en la reparación de un daño exigida por un particular; o esté condicionado a, o consista en privaciones y restricciones de derechos aplicadas temporalmente para forzar el cumplimiento de una obligación determinada que cesa con su cumpli-

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miento (Matus/Ramírez, Fundamentos, 117). Y ese mal se impone en un proceso público, donde el interés del Estado es preponderante a la hora de institucionalizar los mecanismos de persecución, sanción y ejecución, en el entendido que “cualquier delito, aunque privado, ofende a la sociedad” y por ello el soberano tiene la “necesidad de defender el depósito de la salud pública de las particulares usurpaciones” (Beccaria, 42 y 9). Aceptada la existencia del derecho penal como entidad jurídica positiva, es necesario tratar, siquiera someramente, el problema de su legitimidad política: ¿Corresponde recurrir a esta clase de consecuencias jurídicas para sancionar conductas que importan exclusivamente lesión a intereses personales?, ¿se debe limitar esta clase de sanciones a quien lesiona la libertad, la propiedad o la existencia de las personas?, ¿se puede recurrir a ellas para proteger la existencia de la sociedad y la forma del Estado?, ¿se admite que el derecho penal proteja los intereses de una Iglesia o de ciertas doctrinas morales, castigando el pecado y el vicio?, ¿es admisible para regular el comportamiento económico o conseguir una mejor distribución de la riqueza, proteger determinadas industrias o una forma particular de organización económica del Estado?, ¿se puede torturar al imponer un castigo o para obtener una confesión?, ¿toda forma procedimental es legítima si está legitimada la amenaza de una pena?, etc. La doctrina penal tradicional, cuyo desarrollo es anterior al de los Estados constitucionales actuales y, además, no se preocupa mayormente de los aspectos procesales, suele responder a estas preguntas afirmando que existiría algún criterio de legitimación universal y abstracto, ajeno al derecho positivo, que harían posible esbozar un juicio del estilo “la norma que castiga el hecho X con la pena Y es legítima o ilegítima, porque ese hecho X puede o no puede ser penalmente sancionado, y en caso afirmativo, puede o no imponerse esa pena Y, según los criterios de legitimación W y Z adoptados, respectivamente”. Entre dichos criterios se mencionan el de la protección de bienes jurídicos, normas de cultura, valores éticos sociales, la vigencia de la norma social, o la promoción de ciertos valores políticos o morales. De este modo, la pena aparece como respuesta “justa” o “necesaria” para castigar o prevenir esas conductas, según los criterios de justificación que se adopten. Esta es la llamada “presunción del castigo” (Lorca, “Presunción”, 179). Lamentablemente, como el desarrollo histórico demuestra, no sólo no es claro que la pena sea la única respuesta ante tales conductas, sino que la búsqueda o aceptación de los criterios que las definen como merecedoras de penas, ajenos a la existencia de una sociedad democrática, no ha pasado de ser una racionalización de las preferencias subjetivas de quienes los afirman en un momento y lugar dados para sostener la legitimidad de un

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ordenamiento concreto, incluyendo los de la dictadura nacionalsocialista en Alemania, entre 1933 y 1945, las latinoamericanas de la década de 1970, el derecho penal monárquico, el revolucionario, etc. En esta obra se adopta, en cambio, un punto de partida normativo de derecho positivo —en el sentido de basado en la Constitución como norma fundamental y superior del derecho positivo vigente y las leyes dictadas en su conformidad—, e históricamente condicionado a la existencia de nuestra actual sociedad democrática, inmersa en una comunidad de naciones que acepta como único criterio legitimador del ejercicio de la soberanía nacional el respeto de los derechos y garantías contemplados en los tratados internacionales sobre derechos humanos vigentes. En dichos tratados se contemplan disposiciones jurídicas que hacen inútil cuestionarse, a nivel de derecho positivo, sobre la bondad o conveniencia política de su adopción o sobre su compatibilidad o no con determinadas doctrinas morales o políticas. En este cuerpo normativo las principales propuestas de Beccaria —revolucionarias a fines del siglo XVIII— son parte de las bases jurídicas de los Estados que adhieren a él y lo hacen parte de su ordenamiento constitucional: el principio de legalidad, la finalidad preventiva de las penas, la proporcionalidad entre delitos y penas, la reducción del empleo de la pena de muerte y la prohibición de la tortura (Etcheberry, “Introducción”, 10). Y, lo más relevante, desde el punto de vista normativo, para su interpretación y aplicación en los tribunales locales, es “la imposibilidad de desconocerlos o modificarlos unilateralmente”, según lo dispuesto en el art. 27 de la Convención de Viena sobre el derecho de os Tratados (Fernández G., Nueva justicia, 31). Desde este punto de vista, se concibe al derecho penal como uno de los instrumentos de que dispone el Estado para servir a las personas y promover el bien común, creando “las condiciones sociales que permitan a todos y a cada uno de los integrantes de la comunidad nacional su mayor realización espiritual y material posible, con pleno respeto a los derechos y garantías” que la Constitución y los tratados internacionales ratificados por Chile establecen (arts. 1 y 5 CPR). Luego, para nosotros, la legitimidad o validez de una disposición penal y su aplicación al caso concreto proviene exclusivamente de su conformidad con la Constitución en tres aspectos fundamentales: i) debe ser establecida o estar reconocida democráticamente, de conformidad con las exigencias formales y materiales que la propia Constitución establece (principio de legalidad); ii) debe ser idónea para la protección de bienes, derechos, garantías e instituciones constitucionalmente reconocidas y la pena dispuesta orientada a la reintegración social del condenado, de manera que pueda salvar la barrera del test de proporcio-

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nalidad constitucional, tanto en su formulación al limitar con la amenaza penal otros derechos y garantías como en la naturaleza de las penas que establece (principio de reserva); y iii) su aplicación a un caso concreto y la consecuente imposición de una pena, solo será legítima si también el proceso en que materialmente se impone es conforme con las garantías y derechos constitucionales (principio del debido proceso). Desde nuestra perspectiva, además, estos requisitos de legitimidad no constituyen un conjunto de principios más o menos abstractos para enarbolar como crítica externa al derecho vigente, sino los fundamentos de las acciones constitucionales existentes para su alegación en el derecho positivo: recursos de amparo (art. 21 CPR), nulidad (art. 373 a) CPP), inaplicabilidad e inconstitucionalidad (art. 93 N.º 6 y 7 CPR). El principio de legalidad legitima positiva y normativamente la forma de creación y aplicación del derecho penal, subordinando las decisiones del legislador democrático a los límites que establece el art. 19 N.º 3 incs. 7, 8 y 9 CPR: “La ley no podrá presumir de derecho la responsabilidad penal”; “Ningún delito se castigará con otra pena que la que señale una ley promulgada con anterioridad a su perpetración, a menos que una nueva ley favorezca al afectado” y “Ninguna ley podrá establecer penas sin que la conducta que se sanciona esté expresamente descrita en ella” (nullum crimen, nulla poena sine lege). De allí se deriva el principio de legalidad, como garantía formal, en el sentido de que solo por ley aprobada por el Congreso Nacional se puede establecer delitos y a ella deben someterse los tribunales, el Ministerio Público y la doctrina penal en una sociedad democrática, respetuosa de la separación de poderes y ajena a las experiencias históricas de manipulación del sistema legal en beneficio de una clase, doctrina moral, política o ideología determinadas (Politoff, “Justicia y Fascismo”). Como garantía material, el principio de legalidad exige que dichas leyes describan expresamente las conductas que sancionan, no puedan tener efectos perjudiciales retroactivamente, o sancionar estados personales o meros pensamientos no expresados, ni meros movimientos corporales o hechos sin vinculación a la subjetividad del agente (principio de culpabilidad). Estos principios permiten validar no solo la creación de las leyes penales, sino también las propuestas de interpretación que de ellas se hagan, en la medida que sean conformes a la Constitución y los principios que reconoce. El principio de reserva legitima positivamente el poder de creación del legislador y de interpretación aplicación de las leyes, subordinándolo a la protección de bienes, derechos, garantías e instituciones constitucionalmente reconocidas; y también, negativamente, al subordinarlo al respeto a los derechos y garantías constitucionales y a las contempladas en los Tratados

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de derechos Humanos vigentes, pues como señala el art. 19 N.º 26 CPR, la Carta Magna garantiza a todas las personas, “la seguridad de que los preceptos legales que por mandato de la Constitución regulen o complementen las garantías que ésta establece o que las limiten en los casos que ella lo autoriza, no podrán afectar los derechos en su esencia, ni imponer condiciones, tributos o requisitos que impidan su libre ejercicio”. De allí se derivan limitaciones fundadas en el principio de proporcionalidad y la garantía de que las penas han de tener una finalidad de reintegración social y las subsecuentes prohibiciones específicas de imponerlas como apremios ilegítimos, tratamientos forzados, sobre la base de un mero incumplimiento contractual y de la confiscación como pena que afecta a terceros. Finalmente, la garantía del debido proceso se expresa en el art. 19 N.º 3 CPR, cuando establece el derecho a la defensa letrada (inc. 4), el del juez natural (inc. 5) y la garantía de que toda sentencia “debe fundarse en un proceso previo legalmente tramitado”, que cuente con “las garantías de un procedimiento y una investigación racionales y justos”. Esas garantías, por remisión del art. 5 inc. 2 CPR se encuentran explicitadas en los arts. 14 PIDCP y 8 CADH, y entre ellas se cuentan el derecho a conocer los cargos, presentar pruebas de descargos, recurrir de los fallos desfavorables, etc. La infracción de estas garantías puede acarrear la exclusión de pruebas (art. 276 CPP) o la nulidad del juicio (art. 373 a) CPP), con total independencia de la responsabilidad que sobre los hechos que se trate tenga el imputado. En la práctica, las garantías del debido proceso irradian otras, como la de la libertad personal (art. 19 N.º 7 CPR) y la de la inviolabilidad de la morada y las comunicaciones privadas (art. 19 N.º 5), cuya infracción también puede producir el efecto de declarar ilegal una detención (art. 95 CPP) y excluir los medios de pruebas que así se hayan obtenido (art. 276 CPP). Esta vinculación positiva del derecho penal con la Constitución, que legitima su formación o aceptación democrática, asignándole la función material de garantizar los derechos, bienes e instituciones que en la ella se establecen, con pleno respeto al debido proceso, se puede identificar con la llamada orientación sustancial o teleológica sobre el rol de la Constitución en el derecho penal o Escuela de Bolonia, originada en los aportes del profesor de dicha Universidad, Franco Bricola (Donini, “Bricola”, 47). Esta aproximación permite reconocer la existencia de un “programa penal de la Constitución” como derecho positivo vinculante y de carácter superior, cuyos principios deben servir de guía o marco para determinar la validez, interpretación y aplicación del derecho penal, particularmente en la selección de los bienes jurídicos a proteger (que se limitarían a los constitucionalmente reconocidos), en contraposición a la restricción que ello supone a

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la libertad personal, valor que se entiende como superior dentro del ordenamiento jurídico (Arroyo, 97. Para una exposición completa y sintética del conjunto de los postulados de esta Escuela, v. Durán, “Bologna”). Entre nosotros, la vinculación positiva del derecho penal con los principios de reserva y legalidad fue anticipada por E. Novoa, J. Mera y J. P. Matus, y ahora es promovida con fuerza por J. A. Fernández y M. Durán (Novoa, Cuestiones, 25; Mera, Derechos humanos; Matus, Interpretación [1.ª Ed., 1992]; Fernández C., “Proporcionalidad”; y Durán “Constitución” y “Propuesta”). La asunción de la Constitución como criterio de legitimación del derecho penal, a través del respeto de los principios de legalidad, reserva y debido proceso también se aprecia en parte de la doctrina tradicional e incluso en algunos marcadamente funcionalistas, para quienes el rol del sistema penal no se legitima únicamente con la afirmación de la vigencia de la norma mediante la imposición de la pena, sino también por su no imposición cuando ello se fundamenta en el cumplimiento de las expectativas que la sociedad ha puesto en el sistema penal, como garante de la aplicación de los principios de “legalidad y sus derivados (legitimación formal), proporcionalidad, humanidad, igualdad y protección exclusiva de bienes jurídicos (legitimidad material)” (Piña, Rol social, 427. Para la doctrina tradicional, v. Etcheberry DP I, 65; y ahora, Cury PG I, 105, quien aboga por la aplicación directa de la Constitución en la interpretación de las leyes penales). Pero, como en toda aproximación teórica, existen en esta corriente diferentes matices y aproximaciones a los aspectos fundamentales que plantea. Así, p. ej., hay quienes afirman que la única función legítima del derecho penal es la protección de los derechos fundamentales, y preferentemente los de carácter individual (Bricola, 16; G. Fernández D., 147, Escrivá, 175, y González R.); mientras, otros aceptan su ampliación a otros valores o intereses constitucionalmente reconocidos (Fiandaca, 65, Berdugo, 308, Terradillos, 141, Rudolphi, 346, Rusconi, Sistema, 46 y Crespo, 69). A este respecto, para nosotros no es posible restringir la función del derecho penal a la exclusiva protección del catálogo de derechos constitucionalmente reconocidos, pues el texto de la Carta Fundamental lo desmiente categóricamente. Pero sí es posible afirmar que la legitimidad (validez), interpretación y aplicación del derecho penal depende, positiva y negativamente, de su correspondencia con los principios constitucionales de legalidad, reserva y debido proceso. Y sostener que por esa dependencia es posible controlar la aplicación e interpretación de las leyes penales no solo por los tribunales ordinarios, sino también por el TC, a pesar de las difi-

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cultades, contradicciones y decepciones que ello ha supuesto en la práctica (Díez-Ripollés, 253 y Fernández C., “Control”, 341). Además, atendido que el art. 5 CPR limita la soberanía estatal obligando a los órganos del Estado a respetar el contenido de los derechos esenciales que emanan de la naturaleza humana, garantizados no solo por la Constitución, sino también por los tratados internacionales ratificados por Chile y que se encuentran vigentes, las limitaciones de los principios de legalidad, reserva y debido proceso deben entenderse referidas también al contenido de dichos tratados. De particular importancia en este aspecto es la CADH, a cuyo órgano jurisdiccional, la Corte Interamericana de derechos Humanos, se le ha concedido la autoridad de interpretación obligatoria y sus decisiones se han estimado por nuestros tribunales de obligatorio cumplimiento (SCS 3.10.2016, RCP 44, N.º 1, 87, con nota aprobatoria de F. Gómez). De este modo, el derecho penal no se presenta como una “restricción de derechos”, cuya existencia absoluta sea anterior al derecho positivo, sino como un instrumento legítimo para lograr los fines constitucionales, en la medida que su empleo sea democráticamente acordado, con pleno respeto de los principios de legalidad, reserva y debido proceso. Ello no significa, sin embargo, que a partir de finalidad de protección de derechos fundamentales se puedan derivar supuestas obligaciones de establecer determinados delitos, de carácter absoluto y sin sujeción a la deliberación democrática y a dichos principios de legalidad, reserva y del debido proceso. Este parece ser el caso de las pretensiones de algunas organizaciones internacionales y locales que abogan por la protección penal de determinados intereses que asocian al ejercicio o desarrollo de ciertos derechos fundamentales, de manera absoluta y preferente. A nuestro juicio, no hay razón lógica que justifique este predicamento, pues de la existencia de finalidades constitucionales legítimas no se deriva que el único instrumento para alcanzarlas sea el derecho penal, a menos que estemos ante regulaciones internacionales y constitucionales expresas (como las que se refieren al terrorismo y su sanción penal). La crítica liberal, según la cual este procedimiento supone una “inversión” de la función limitadora del derecho penal que se atribuye a la Constitución tiene aquí razón (Bascuñán, “Derechos”, 51; y Mañalich, “Infraprotección”, 245. Más críticamente, Pastor caracteriza esta tendencia como “neopunitivismo” y le atribuye el “desprestigio” de la noción de Derechos Humanos). Pero también se incurre en una desviación de las finalidades y principios constitucionalmente reconocidos cuando, por su sola necesidad de protec-

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ción se admite la legitimidad de disposiciones que infringen los principios de legalidad, reserva o debido proceso. Esto es lo que, lamentablemente, ocurrió entre nosotros cuando el TC enarboló principios tales como la seguridad de la paz social o el interés preferente del menor para declarar conformes a la Constitución el establecimiento del delito de hurto de energía eléctrica por un DFL y no por una ley propiamente tal, así como el castigo discriminatorio de la homosexualidad masculina en el delito de sodomía del art. 365, infringiéndose los principios de legalidad y reserva, respectivamente (Fernández C., “Principalismo”, 92). No obstante, frente a estas dificultades, explicables sin duda por el carácter político del debate sobre el contenido de la legislación y su control, habrá que convenir en el hecho de que, aún así, la perspectiva constitucional, mediante el empleo de las acciones constitucionales que existen en el derecho positivo está en mejor pie para discutir la legitimidad y validez de ciertas actuaciones estatales en la creación y aplicación de las normas penales que la perspectiva tradicional aquí criticada (o. o. Wilenmann, “Control”, 427, para quien ninguna de estas dos perspectivas puede superar la barrera de la ineludible discusión política subyacente en la decisión de criminalizar o no un determinado hecho).

§ 2. Teorías divergentes de fundamentación material del derecho penal o ius puniendi La doctrina penal dominante, básicamente debido a su tradición histórica, previa y por tanto alejada del proceso de constitucionalización del derecho en el cambio de siglo, ha procurado determinar la legitimidad del derecho penal, entendido como ejercicio del poder punitivo o ius puniendi, a partir de diferentes criterios, aparentemente ajenos al régimen político en que se vive y con pretensión de universalidad, como veremos a continuación. Con carácter general, sin embargo, estas doctrinas con pretensión de validez universal y ajenas a los fundamentos constitucionales de una sociedad democrática moderna deben rechazarse, pues como lo demuestra la experiencia histórica en Alemania, ellas bien pueden llevar al extremo de considerar materialmente legítimo el derecho penal de una dictadura tan atroz como la nacionalsocialista (1933-1945), por compartir y considerar válidos sus fundamentos ideológicos, como sostuvo la inmensa mayoría de la doctrina penal alemana de la época (Rüping, 1009). Por otra parte, todas ellas comparten la idea ius naturalista de que es posible determinar la existencia de hechos que deben calificarse como delito sin atención al pro-

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ceso democrático (mala in se) y otros que, provenientes del mismo, deben rechazarse por carecer de similar fundamento (mala quia prohibita), propia del derecho común previo a la codificación y que, de manera relevante, subsiste en el common law y parece encontrarse en el fondo de las discusiones que —provenientes de la tradición filosófica angloamericana— recurren a ideas morales para fundamentar del derecho penal, sea a través del descubrimiento de una verdad universal o de alcanzar un consenso social que no necesitaría ser expresado legalmente, sino, a lo sumo, declarado por la ley (Wolfe). En particular, las principales doctrinas de legitimación material del derecho penal, ajenas a los principios constitucionales de legalidad y reserva, son las siguientes:

A. Teoría del bien jurídico Conforme a esta doctrina, solo sería legítimo recurrir, por una parte, a la conminación penal cuando fuese necesario para la protección de determinados bienes jurídicos respecto de la cual el derecho común es ineficaz (principio de ultima ratio); y por otra, a su aplicación en un caso concreto cuando se produjese una efectiva afectación de dichos bienes (principio de lesividad). Sin embargo, sin una referencia al ordenamiento constitucional y la legalidad conforme al texto fundamental, la doctrina del bien jurídico tradicional se enfrenta a serias dificultades para determinar cuáles serían esos bienes jurídicos y cómo se obtendría su conceptualización autónoma del derecho vigente. Así, mientras en su versión original se afirma que serían los intereses cuya lesión “razonablemente puede ser considerada como punible en la sociedad civil” (Birnbaum, 39); otros sostienen que se trata de los “intereses vitales del individuo y la sociedad” (von Liszt, Tratado II, 6); que su fundamento no se hallaría en la Constitución ni en el derecho natural, sino en la vida, esto es, en dichos intereses vitales (Politoff DP I, 20); o que englobaría las “conductas calificadas ya de antijurídicas” por el ordenamiento extrapenal (Grisolía, “Objeto jurídico”, 799). En la versión dominante en la actualidad, se afirma que garantizar su protección sería “la función del derecho penal” y ello supondría, además, “garantizar a sus ciudadanos una convivencia libre y pacífica, al tiempo que asegura todos los derechos fundamentales garantizados por la Constitución”, extrayéndose de allí las siguientes consecuencias: que serían ilegítimas las disposiciones penales arbitrarias, las ideológicamente motivadas, las contrarias a los derechos fundamentales, las que solo pretenden conseguir fines estatales o evitar

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el propio daño (como la prohibición del autoconsumo de drogas basada en la pretensión de lograr una sociedad libre de drogas, o la mera prohibición del tráfico de órganos), y las que castigan actos meramente inmorales, contrarios a las buenas costumbres, o a la propia dignidad (como las relaciones sexuales con animales); aunque se admite que los “fuertes sentimientos”, como el honor, las creencias religiosas, el cariño por los animales domésticos o el respeto a los muertos puedan considerarse bienes jurídicos protegidos penalmente de manera legítima, así como que pueda recurrirse a la protección de bienes colectivos mediante delitos de peligro (incluyendo los de peligro abstracto), lo mismo que se protegen los bienes individuales con el castigo de la tentativa en todas sus formas (Roxin AT I, 16). Esta es la formulación de la doctrina mayoritaria en Chile (Rettig DP I, 63). Entre nosotros, Bustos desarrolló otro concepto de bien jurídico, entendiéndolo como “una relación social concreta, sintético-jurídica, dialéctica y necesaria”, que “da fundamento y limita la intervención estatal”, insistiendo en que se trata de un concepto independiente del ordenamiento jurídico, derivado de las relaciones interpersonales y que no puede confundirse con derechos fundamentales, en tanto se trata de una conceptualización que recoge el carácter autónomo de los personas frente al Estado y su capacidad para resolver conflictos, con o sin la intervención estatal (Bustos/ Hormazábal, Sistema, 32). Su función, en esta perspectiva, no sería legitimar el derecho penal, sino servir de “límite al ius puniendi” (Hormazábal, “Bien jurídico”, 432). No obstante, quienes aceptan este concepto de bien jurídico tienden a considerarlo también como uno que permite la legitimación del derecho penal, sobre todo tratándose del nuevo que se crea para la protección de los bienes jurídicos colectivos, definidos como complementarios de los individuales, en el sentido de una relación social basada en la satisfacción de necesidades de cada uno de los miembros de la sociedad o de un colectivo y en conformidad al funcionamiento del sistema social (Prado y Durán, 277). A nuestro juicio, sin embargo, ninguna de estas formulaciones logra superar la objeción fundamental que deriva del hecho de que la Constitución entrega la facultad de configurar las normas penales al legislador, como representante de la soberanía nacional, facultad que no está limitada por conceptos sociológicos, dogmáticos o de cualquier origen externo a la propia Constitución (Szczaranski V., “Evolución”, 442). Por eso, no es de extrañar que un concepto donde se “entreveran elementos lógico-abstractos y valorativos” carezca de un reconocimiento explícito en los ordenamientos positivos vigentes, al punto que uno de sus partidarios califica de “prudencia política rayana en la pusilanimidad” el hecho de que las resoluciones de los

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tribunales constitucionales de Italia y Alemania no lo hayan así reconocido hasta ahora (Guzmán D., Figuras, 25 nota N.º 39).

B. Teoría de las normas de cultura Según M. E. Mayer, normas de cultura son “la totalidad de aquellos mandatos y prohibiciones que se dirigen al individuo como exigencias religiosas, morales, convencionales, de tráfico y de profesión” que preforman, delimitan y modelan “la eficacia normativa externa de las leyes”, que “se funda, no en la naturaleza jurídica de las normas jurídicas, sino en la coincidencia de éstas con las normas de cultura” (Mayer, 56 y 81). Lo mismo que la teoría del bien jurídico, esta variante cultural de la teoría de las normas tiene la ventaja de poner en cuestión la legitimidad de las normas jurídicas positivas, enfrentándolas a las normas de cultura, que se suponen serían empíricamente contrastables. Desde este punto de vista, se sostiene que la teoría reseñada “hinca su núcleo con más hondura que lo que solemos advertir y persiste, reanimada a la sordina, en la Dogmática penal de la actualidad” (Guzmán D., Cultura, 15); y se ve en ella la forma de subsanar los problemas que la teoría de las normas de Binding enfrenta delitos, como el de traición de los arts. 106 y 107, que no tendrían reflejo en normas de conducta independientes de la de sanción (Sanhueza, Nociones, 74). Sin embargo, aunque la teoría de las normas de cultura parece alejarse del fantasma del derecho natural en su formulación original, mantiene un peligroso subjetivismo en la decisión acerca de qué ha de considerarse o no una norma de cultura, pues ni Mayer ni sus seguidores han fundado sus categóricas afirmaciones en estudios sociológicos que vayan más allá de su propia intuición.

C. Teoría de la protección de los valores ético-sociales Según Welzel, la “misión del derecho penal es proteger los valores elementales de la vida en comunidad” y no primariamente “la protección actual de bienes jurídicos”, ya que “al castigar el derecho la efectiva inobservancia de los valores de la conciencia jurídica, protege al mismo tiempo los bienes jurídicos a los que están referidos aquellos valores de acto”. “Así, por ejemplo —continúa—, la fidelidad al Estado está referida al bien del Estado; el respeto a la personalidad, a la vida, a la salud y al honor del prójimo; la honradez, a la propiedad ajena, etc.” (Welzel, Derecho penal, 11).

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La principal crítica que puede hacerse a esta teoría es que no solo se trata de proponer una fundamentación de la legitimación material del derecho penal basada en una teoría subjetiva de los valores del acto y final de la acción, sino que ella tiene como consecuencia la negación del principio de legalidad como criterio delimitador de la acción del Estado y la judicatura. En efecto, para su autor, la “mera” formulación o formalidad legal no era suficiente para captar esos valores y el modo en que se haría necesaria su protección, y por eso aprobó categóricamente la introducción de la cláusula de aplicación analógica del derecho penal por el régimen Nazi conforme “al sano sentimiento del pueblo alemán”, pues ella permitiría aplicar el derecho penal, sin limitaciones positivas, a quienes infringieran su “contenido material”, esto es, “los valores de acto de la recta conciencia que se encuentran detrás de las normas del derecho penal”, (Welzel, “Begriff”, 108). Con todo, se debe dejar en claro que el caso de Welzel no es aislado en el panorama de la dogmática alemana de la primera mitad del siglo pasado, pues casi la totalidad de sus cultores en la época, incluyendo a Mezger, aparente rival científico de Welzel, estuvieron de acuerdo en acomodar sus doctrinas al régimen nazi, sin necesidad de cambios profundos o, a lo más, por medio de su radicalización, lo que no deja de ser perturbador, atendida la continuidad de las doctrinas defendidas por esos autores tras la caída de la dictadura nacionalsocialista y su indiscutible influencia posterior en Latinoamérica (Schumann, 65. Sobre la influencia de estas doctrinas en Latinoamérica, en una versión “despolitizada”, v. Ambos, NS Strafrecht, 130).

D. Teoría de la garantía de la vigencia de la norma Según la versión dominante de esta teoría, desarrollada por el Prof. G. Jakobs, la legitimación material del derecho penal “reside en que las leyes penales son necesarias para el mantenimiento de la forma de la sociedad y del Estado”. La forma social se determina por las normas sociales, cuya observancia, al recogerse en una disposición penal, constituirían “expectativas institucionalizadas de comportamiento”, esto es, actos comunicativos que permitirían orientar las decisiones y conductas de todos los ciudadanos. Luego, su “infracción” equivaldría a la “defraudación de la expectativa de conducta”. Pero esta defraudación no se refiere al aspecto material de la conducta que se trate, sino a su contenido comunicativo: en el ejemplo del delito de homicidio, lo reprochable no sería “la causación de una muerte”, “sino la oposición a la norma subyacente en el homicidio evitable”, pues “la norma obliga a elegir la organización a la que no siguen daños, pero el autor se organiza de modo que causa daño imputablemente: su proyecto de conformación

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del mundo se opone al de la norma”. Por eso, la función que le atribuye al derecho penal y su legitimación material no está dada por la evitación de los daños que se siguen de tales conductas ni su simple castigo: “la garantía consiste en que las expectativas imprescindibles para el funcionamiento de la vida social, en la forma dada y en la exigida legalmente, no se den por perdidas en caso de que resulten defraudadas”. En consecuencia, el derecho penal actuaría significativamente, mediante una reacción ante esa “negación del significado de la norma” por parte de quien defrauda la expectativa social, reacción consistente en “el reforzamiento de perseverar en el significado de la norma por medio de la reacción punitiva” (Jakobs AT, 35). La imposición de una pena cumpliría así la función de comunicar a la sociedad que la expectativa de comportamiento vigente es la que protege el derecho penal y no la que pretende imponer el delincuente: “si la sociedad no reaccionara con un comunicado de signo contrario al del hecho del autor, el quebrantamiento de la norma se transformaría en pauta consentida, en forma posible de comportarse y se perdería, pues, la confianza de la generalidad en la norma como modelo de orientación del contacto social” (Sancinetti 1, 48). Una consecuencia de lo anterior es que aún si se limita la idea de norma a una forma de expresar el contenido del derecho vigente, pero sin atención a sus consecuencias jurídicas sino únicamente como normas de comportamiento, no será posible diferenciar la responsabilidad civil de la penal sino únicamente por sus consecuencias (Krause, “Responsabilidad”, 26). Luego, para evitar la confusión del derecho penal con el resto del ordenamiento jurídico que también tiene pretensión de vigencia contra la defraudación individual de una expectativa de conducta determinada por un sujeto responsable y establece sanciones para comunicar dicha pretensión (como en el caso, p. ej., del cumplimiento forzado de los contratos), se sostiene la existencia de defraudaciones a expectativas que “nunca puede[n] ser contravención, sino solo una infracción penal”: “la infracción de las normas del ámbito central o nuclear, por difusos que sean sus límites”, mencionando como tales las relativas a los delitos contra la vida, la propiedad y el patrimonio, y extrayendo de ello la conclusión que aún la bagatela en tales delitos “deba pertenecer al ámbito central” (Jakobs AT, 48 y 55). Sin embargo, un criterio que permita determinar cuáles son, fuera del derecho penal, las normas centrales de una sociedad, queda entregado a la subjetividad de cada cual y allí radica nuestra principal objeción a la teoría expuesta. Esta crítica no se subsana con referencias sociológicas al pensamiento de Luhmann (Piña, “Función”, 301), pues lo relevante aquí no es la afirmación abstracta acerca de la supuesta existencia de tales normas centrales, sino de determinar en concreto cuáles serían.

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En efecto, aún aceptando que existan “normas nucleares” fuera del derecho que sean objeto de protección del Derecho penal, se presenta el problema de identificar cuáles serían tales, si son algo diferente a otra forma de expresar el contenido de la ley, lo que importa desplazar el método de interpretación de la ley por uno de “descubrimiento” de las supuesta normas (diferentes a ella) que protegería para, después, afirmar que la infracción a tales normas sería lo que constituye el delito y no la realización de los presupuestos de hecho del tipo penal como describe la ley, incurriéndose así en el mismo problema que presenta la teoría del bien jurídico y, en general, todas las teorías que procuran determinar la existencia de normas fuera del Derecho: dar pie a la entrada del subjetivismo (“yo afirmo que tal es la norma violada, no la que tú sostienes”) y el iusnaturalismo (“existe fuera de la ley el verdadero Derecho, sus normas, al que la ley debe ajustarse”). Un ejemplo de esta clase de disputa sobre la “verdadera” norma infringida puede verse en la discusión planteada por uno de los seguidores en Chile de Jakobs, a propósito de la introducción del delito de omisión de denuncia y auxilio del art. 195 Ley de Tránsito (van Weezel, “Injerencia y solidaridad”). Piña, consciente de las limitaciones de la idea de la “autolegitimidad” del sistema penal que expresa su sola existencia como garantía de la vigencia de las normas (y, en ese sentido, compartida por todo el sistema jurídico), ofrece otra medida de legitimación “funcionalista”, en el sentido de asignar al sistema penal funciones adicionales a la garantía de la vigencia de la norma, que se habrían desarrollado evolutivamente y permitirían, al mismo tiempo, su diferenciación del resto de los sistemas jurídicos y su legitimación material: sujeción al principio de legalidad en la imposición y ejecución de las penas, al debido proceso, a las propias estructuras dogmáticas y la “autolimitación del sistema a la existencia de ‘bienes jurídicos’ que proteger, la subsidiariedad, la fragmentariedad, la ‘humanidad de las penas’, la proporcionalidad, la culpabilidad, etc.” (Piña, “Consideraciones”, 521). Sin embargo, por una parte, con ello no se resuelve el problema de identificar las elusivas “normas nucleares” y, por otra, se introducen principios que no solo tienen fundamentos diferentes y efectos contradictorios a la idea de garantizar la vigencia de la norma (¿siempre que protejan bienes jurídicos?, ¿subsidiariamente?), sino difícil respaldo tanto en el derecho positivo como en la sociología. Tampoco se resuelve recurriendo a la autorizada voz de Beccaria (Piña, “Violencias”, 211), quien establecía la necesidad del Derecho penal en la proporción exigida para mantener la seguridad y libertad de los ciudadanos, concibiendo el delito como un atentado a la existencia de la sociedad, en diversos grados, pues el ilustre milanés no estaba en condiciones de informarnos sobre cuál sería el alcance para la sociedad ac-

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tuar de tales deberes de protección y, sobre todo, no estaría en condiciones de hacerlo respecto de una sociedad democrática, donde las valoraciones de los grados de seguridad y libertad exigibles al Estado no dependen de un soberano como el del siglo XVIII, sino del juego de las mayorías. Finalmente, cabe señalar que la estricta normativización del derecho penal que derivaría de su sola función comunicativa ya no parece formar parte del pensamiento de Jakobs, quien ahora reconoce en la pena una finalidad ajena a la meramente significativa de afirmación de la vigencia de la norma, planteando que también tendría que garantizar cognitivamente esa vigencia en el mundo real (Jakobs, “Schuld”, 831). Este giro, aunque siempre con base sociológica, se había anticipado cuando afirmaba que dicha función no se cumpliría “cuando un esquema normativo, por muy justificado que esté, no dirige la conducta de las personas, carece de realidad social. Dicho con un ejemplo: mucho antes de la llamada liberalización de las distintas regulaciones respecto del aborto [en Alemania], estas rígidas prohibiciones ya no eran verdadero derecho (y ello con total independencia de qué se piense acerca de su posible justificación)” (Jakobs, “Prólogo”, 12).

a) Derecho penal del ciudadano y del enemigo Como una consecuencia lógica de establecer a priori un ámbito exclusivo del derecho penal (la protección de las normas “centrales”) y la finalidad de reafirmación de su vigencia como exclusiva del derecho penal, Jakobs considera que la protección de normas no centrales o de las normas centrales por otras vías (aseguramiento del delincuente) constituyen una manifestación del “derecho penal del enemigo” que parece criticar, pero también justificar como una necesidad de las sociedades modernas. Así, por una parte, sostiene que existiendo un estatus de ciudadano constitucionalmente reconocido que asegura, como en la Ley Fundamental alemana, “una esfera privada que consta, por ejemplo, de vestido, contactos sociales reservados, vivienda y propiedad (de dinero, herramientas, etc.)”, las comunicaciones que se realicen dentro de esa “esfera civil interna”, no podrían ser consideradas “perturbaciones” de las “normas centrales” del ordenamiento, a menos que se considere al autor no como ciudadano, sino como una fuente de peligro, un enemigo, por lo que, p. ej., la sanción de la conspiración y la asociación ilícita como un simple un acuerdo a través de una comunicación privada, sin la prueba de otra conducta que pueda interpretarse ex re como perturbadora de la paz social (como en nuestros arts. 8 y 292) sería manifestación de un derecho penal de enemigos y no de ciudadanos (Jakobs, Estudios, 293). Pero, por otra, afirma que el derecho penal del enemigo

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tendría “en determinados ámbitos, su lugar legítimo”, como el terrorismo y el tratamiento de los reincidentes, pues “hay que” recurrir a él “si no se quiere sucumbir”: “Quien no presta una seguridad cognitiva suficiente de un comportamiento personal, no solo no puede esperar ser tratado como persona, sino que el Estado no debe tratarlo ya como persona, ya que de lo contrario vulneraría el derecho a la seguridad de las demás personas. Por lo tanto —concluye—, sería completamente erróneo demonizar aquello que aquí se ha denominado derecho penal del enemigo; con ello no se puede resolver el problema de cómo tratar a los individuos que no permiten su inclusión en una constitución ciudadana” (Jakobs, “Enemigo”, 19). Estas ideas han generado un extenso debate en el ámbito de la dogmática penal (véanse solo los dos extensísimos tomos de la obra en su homenaje, editados por Cancio). Críticamente, en la medida que se estime necesario contar con un “derecho penal del enemigo” y se le identifique como “no persona”, se afirma que se trata de propuestas basadas exclusivamente en la supuesta “peligrosidad” de las no personas o enemigos, algo propio de gobiernos autoritarios e, incluso, inconstitucional (Maldonado, “Derecho penal excepcional”, 62; Niño, 1; y Núñez L., 374, respectivamente). No obstante, desde otros puntos de vista, se acepta el valor descriptivo del concepto, tanto para criticar la legislación vigente y su aplicación a situaciones puntuales como la calificación de terrorista de los delitos cometidos en el llamado “conflicto mapuche”, e incluso para ofrecer una alternativa de política criminal contraria (Villegas, Enemigo, 92; y Aldunate, “Derecho penal del amigo”, 373, respectivamente).

E. Teoría del garantismo penal (“derecho penal mínimo”) Según L. Ferrajoli, el garantismo penal es “una doctrina no jurídica, sino política, modelada en torno a criterios de política criminal”, que “significa precisamente tutela de aquellos valores o derechos fundamentales cuya satisfacción, aun contra los intereses de la mayoría, es el fin justificador del derecho penal: la inmunidad de los ciudadanos contra la arbitrariedad de las prohibiciones y de los castigos, la defensa de los débiles mediante reglas del juego iguales para todos, la dignidad del imputado y por consiguiente la garantía de su libertad mediante el respeto también de la verdad”; luego, “las únicas prohibiciones penales justificadas” serían las “prohibiciones mínimas necesarias, esto es, las establecidas para impedir comportamientos lesivos que, añadidos a la reacción informal que comportan, supondrían una mayor violencia y una más grave lesión de derechos que las generadas institucionalmente por el derecho penal”. De allí se seguirían las siguientes

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consecuencias: i) que los principales sino únicos bienes objeto de tutela penal sean los derechos fundamentales cuya lesión se concreta en un ataque lesivo a personas de carne y hueso; ii) que dicha tutela reprimiese un daño material o puesta en peligro verificable de los mismos, como entiende presente en los casos de tortura y los delitos ambientales; y iii) que el daño o peligro que la amenaza penal pretende evitar no pudiese ser evitado por otras medidas preventivas más eficaces, como las del derecho administrativo. Por tanto, según este autor, no sería legítimo el establecimiento de los delitos contra el Estado, los ultrajes y todos los delitos de opinión; el castigo penal de la prostitución, los delitos contra natura, la tentativa de suicidio y, en general, todos los actos contra uno mismo, desde la embriaguez al uso personal de estupefacientes; el del aborto, el adulterio, el concubinato, la mendicidad, la evasión de presos o la tóxico‑dependencia; el de ciertos delitos patrimoniales, como el hurto o la estafa, los meros atentados, los delitos de peligro abstracto o presunto, ni los delitos de asociación, conspiración, instigación para ciertos delitos contra la seguridad interior del Estado, provocación, insurrección, guerra civil; el de los llamados delitos de bagatela y los hechos castigados solo con multas o penas cortas de prisión; el de los delitos culposos, y especialmente los accidentes automovilísticos o laborales (Ferrajoli, 463. Entre nosotros, Künsemüller, Principios, 47, y Hermosilla, 89, adhieren a estos postulados, recordando el primero, además, que ellos contemplan también la protección del infractor frente a las sanciones informales que se seguirían de la ausencia del derecho penal en aquellos ámbitos que debiera proteger). Sin embargo, no es compatible con una sociedad democrática la pretensión contra mayoritaria de Ferrajoli, no basada en limitaciones constitucionales, sin perjuicio de sus buenas intenciones, pues una legislación no legitimada por la regla de la mayoría o una constitución democrática es, por definición, autoritaria. En efecto, de los derechos y garantías constitucionalmente reconocidos no parecen deducirse lógica y categóricamente las exclusiones que Ferrajoli propone: así, p. ej., sostener sin matices que la prostitución no debe ser sancionada, por ser un acto contra uno mismo, importa no considerar los escasos grados de libertad de algunas personas que ejercen tal oficio, sometidas a explotadores o inmersas en redes más o menos mafiosas que funcionan sobre la base de la extorsión, la amenaza y la violencia continua. Por otra parte, someter el control de armas únicamente al aparato administrativo parece ingenuo y poco realista, si se consideran las clases de armas que hoy existen y el peligro concreto en que ellas ponen a la comunidad. Tampoco se ve con claridad por qué se afirma la legitimidad del castigo de los delitos ambientales y al mismo tiempo se niega

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la de los delitos de peligro abstracto, que es la fórmula como los delitos ambientales se castigan en casi todo el mundo, dado que esperar el daño efectivo puede significar la destrucción permanente de ecosistemas, modos de vidas y especies animales o vegetales. Además, el rechazo al castigo de las asociaciones y conspiraciones reniega de la constatación de que dos o más personas reunidas para un fin potencian sus capacidades y ponen un peligro diferente al del autor solitario (Aristóteles, Ética, 284). Finalmente, no deja de perturbar que se afirme sin más que ciertos delitos y atentados contra la seguridad interior del Estado sean en sí mismos hechos cuya punición resulte ilegítima, pues la experiencia histórica demuestra que la destrucción de la democracia por medio de conspiraciones exitosas para cometer esa clase de delitos no produce un mayor respeto a los derechos fundamentales, sino al contrario. Otras versiones de garantismo o minimalismo, que ponen especial acento en el daño a bienes jurídicos y la protección de la autonomía individual como fundamento y límites del derecho penal son las Escuelas de Frankfurt, con la obra del profesor Hassemer a la cabeza; y de Salamanca, dirigida por el profesor Berdugo Gómez de la Torre, de gran influencia en un grupo de profesores latinoamericanos y, en Chile, en Villegas y Balmaceda (por todos, v. Hassemer, “Derecho penal simbólico”; y Balmaceda, Problemas actuales).

F. Teoría del minimalismo radical Para esta aproximación, defendida desde Latinoamérica por el profesor argentino R. Zaffaroni, “la función del derecho penal no es legitimar el poder punitivo, sino contenerlo y reducirlo, elemento indispensable para que el estado de derecho subsista, y no sea reemplazado brutalmente por un estado totalitario”. En consecuencia, la primera labor del jurista en su intervención en la vida política sería procurar limitar la criminalización primaria, esto es, el establecimiento de delitos o el perfeccionamiento de las normas destinadas a su represión, pues “cuanto más poder punitivo autorice un estado, más alejado estará del estado de derecho, porque mayor será el poder arbitrario de selección criminalizante y de vigilancia que tendrán los que mandan”. En este contexto, el derecho penal se presentaría como “la rama del saber jurídico que, mediante la interpretación de las leyes penales, propone a los jueces un sistema orientador de decisiones que contiene y reduce el poder punitivo, para impulsar el progreso del estado constitucional de derecho”; y su enseñanza y difusión como “un programa de lucha por

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el reforzamiento del poder jurídico de acotamiento o supresión del castigo como hecho irracional de la política” (Zaffaroni, 3). A pesar de la influencia que este planteamiento tiene en muchos juristas de nuestro subcontinente, resulta difícil sostenerlo sin aceptar una concepción que procure el retiro del Estado de todos los asuntos relevantes, mundo en el cual sería deseable que no se sancionaran las actividades empresariales peligrosas y dañinas para el medio ambiente, la libre competencia y la seguridad de los productos. Sin embargo, no parece ser ese el parecer de la doctrina que ve en esa impunidad una manifestación de la desigualdad estructural de nuestras sociedades (Winter, “Impunidad”, 92). Por otra parte, el minimalismo radical supone —sin que exista prueba de ello— que al restituir a las víctimas e infractores los conflictos que existan, unas y otros no recurrirán a la violencia, el poder del dinero y su posición social para favorecer sus intereses en perjuicio del público, al contrario de lo sucedido en Chile en los años 1982-1983 por la previsible falta de reacción penal ante los desfalcos en las instituciones bancarias que contribuyeron a acrecentar el impacto local de la crisis de esa época (Guzmán D., “Debacle”, 154). También olvida que hay diferencias entre el Estado democráticamente organizado y los regímenes dictatoriales y totalitarios del siglo XX, pues donde haya democracia y rijan directa o indirectamente los Tratados Internacionales sobre Derechos Humanos, no puede afirmarse al mismo tiempo que hay un estado policial por el solo hecho de que exista derecho penal y un sistema organizado que lo hace operativo, caso en el cual debería sostenerse que el Estado de Derecho no existe siquiera en las más desarrolladas democracias occidentales, que se encontrarían, en este aspecto, casi al mismo nivel que las dictaduras latinoamericanas de los años 1960-1990 y los regímenes nazi y bolchevique.

G. Teoría de la legitimación moral o ética del derecho penal La adecuación entre las reglas positivas y una determinada concepción moral es el más antiguo de los criterios de legitimación del derecho penal, enraizado en el derecho natural. Ejemplo de ello es el concepto de “ley meramente penal”, elaborado por la doctrina católica, que concibe la existencia de leyes obligatorias como hechos de carácter temporal, pero que “no sean moralmente vinculantes en la situación concreta” (Errázuriz, 181). Modernizando en parte las ideas iusnaturalistas tradicionales, hoy, en el mundo anglosajón y especialmente en un sector de la llamada teoría analítica, se sostiene que la supuesta corrección moral de una disposición legal debe ser el criterio para su legitimación. Así, se afirma que “aunque no toda

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conducta calificada de inmoral por la mayoría debiera transformarse en delito, ningún delito debiera crearse si la conducta que se sanciona no es considerada inmoral” (Bazelon, 387), y subsiste la discusión acerca de qué hechos pueden calificarse como mala in se y cuáles como mala prohibita (Wolfe, 113). Hoy en día, destaca en este planteamiento moralista del derecho penal la propuesta de A. Duff, según la cual “un ciudadano no debe ver el derecho penal como un conjunto de prohibiciones, establecidas por alguna autoridad para que obedezca, como un conjunto de requisitos que le impone un poder externo, sino que debe ver el derecho penal como una expresión (o un intento de expresión) de normas y valores que se le pide que reconozca y acepte como propios (los suyos como ciudadano); su conducta debe estar guiada por esas normas, ya que puede interpretarlas honestamente de buena fe” (Duff, Real, 2491). En síntesis, “en una sociedad decente” se tratará de “normas que los ciudadanos deben reconocer como propias, o hacer propias” (Duff, Sobre el castigo, 32. En Chile, esta teoría es adoptada plenamente por Accatino, 51). El punto fuerte de esta tradición radica en que es innegable que los juicios morales y la subjetividad de cada cual intervienen, aún en las sociedades democráticas, en el proceso de formación de las leyes. Ello puede verse con claridad en las discusiones sobre cuestiones jurídicas complejas y actuales, como en los casos de conflictos de interés que se presentan al fijar los límites de la eutanasia y el aborto punible, donde, p. ej., los criterios tomistas del doble efecto y del mal menor permanecen subyacentes en las discusiones, aunque varían sus usos y los puntos de partida para las valoraciones acerca de si es aceptable o no que para ejercer un derecho o conseguir un cierto fin o bien se cause un mal evitable o, en casos extremos, si para evitar un mal mayor sea lícito causar otro menor. Sin embargo, una cosa es que en ese proceso tales preferencias, como las políticas, se puedan objetivar en la historia fidedigna de su establecimiento y, al ser compartidas por la mayoría, adquieran un valor de reconocimiento intersubjetivo que no puede desconocerse; y otra muy distinta que, una vez terminado el debate democrático, se pretenda juzgar la decisión adoptada con la moral de cada cual (Gallego, “Moralismo”, 194). Desde una perspectiva semejante, se plantea la necesidad de racionalizar la discusión política y la perspectiva de la ética discursiva. Así, se señala que en la formación y legitimación del Derecho penal, se debe tomar en consideración “el debate ético (Estado de Derecho), las consecuencias sociales derivadas tanto de la disfunción social como del propio modelo penal (el Estado social) y el debate articulado a través de procesos discursivos (el

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Estado democrático)”; contexto en el cual “el sistema bienestarista debería intervenir en el derecho penal con dos clases de medidas”: “las primeras, destinadas a mitigar los efectos discriminatorios estructurales del sistema liberal penal, y las segundas, consignadas a eliminar aquellos otros efectos discriminatorios que, desde los principios y posibilidades, el propio sistema liberal está en condiciones de superar” (Fernández C., “Legitimación social”, 234; y “Ética procedimental”, 174, respectivamente). Esta perspectiva, sin embargo, adolece del mismo problema que la anterior: supone un acuerdo intersubjetivo que no existe, de manera que se pueda excluir de la discusión política decisiones que no estén legitimadas en el “reconocimiento” o en el “discurso”, en este último caso, de las propuestas socialdemócratas, transformadas en la exigencia ética de la creación y mantención de un Estado de bienestar. No obstante, producto de ese debate democrático es posible encontrar referencias a esa moral intersubjetivamente aceptada incluso en el propio texto de la legislación positiva, como en la remisión a la fuerza moral irresistible (art. 10 N.º 9), las ofensas al pudor o las buenas costumbres (art. 373 CP) y las obligaciones especiales de solidaridad que se establecen en la falta de omisión de socorro del art. 494 N.º 13 y 14 CP, ahora elevada a delito en el caso especial del art. 195 Ley de Tránsito. Las dificultades de distinguir entre un daño objetivo y la moral intersubjetiva son todavía son más evidentes en el tratamiento de los delitos contra la libertad e integridad sexual, cuando la ley parece poner énfasis únicamente en ésta (como la indirecta sanción de las relaciones entre adolescentes púberes y adultos en los arts. 365 y 367, p. ej.). Pero también se presentan en delitos aparentemente no vinculados a problemas morales, como las falsedades, cuando se debe juzgar el tratamiento penal de la mentira frente a la estafa y el falso testimonio, p. ej. (Bullemore, “Género”, 456).

a) Elitismo, populismo y republicanismo penales La determinación del contenido del derecho penal a través de alguna concepción moral previa de lo que debe o no debiera ser penado ha generado entre quienes adhieren a esta doctrina discusiones predecibles, atendida su subjetividad, sobre quién debiera estar en condiciones de proclamar esos deberes y prohibiciones, generando tres respuestas básicas: elitismo, populismo y republicanismo penales. El elitismo penal, en tanto doctrina normativa sobre lo que el sistema penal debiera ser, podría caracterizarse críticamente como “una doctrina que favorece entregar exclusivamente a expertos y profesionales la autori-

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dad para dar forma a la política criminal” (Shammas, 325). La cerrada defensa que se hace del llamado “buen, viejo y decente derecho penal liberal” (Künsemüller, “Crisis”, 65) y las propuestas de Duff pueden verse como un ejemplo de esta clase de aproximación al derecho penal. Sin embargo, al menos en las sociedades occidentales del hemisferio norte, parece que esta aproximación y sus defensores no tendrían la influencia y poder de antaño (Loader, 561). Por su parte, el populismo penal es entendido como una forma de aproximación al fenómeno y la legislación penal “en la cual se cree que criminales y presos han sido favorecidos a expensas de sus víctimas, en particular, y de quienes cumplen la ley, en general”, alimentado con “expresiones de ira, distanciamiento y desilusión con el sistema de justicia criminal” y el rechazo al conocimiento “experto” de los penalistas, jueces y criminólogos “liberales” o de “elite” (Pratt, Populism, 11). Ello tendría como consecuencia que “el centro de la gravedad política se ha corrido y se ha formado un nuevo consenso rígido en torno de medidas penales que se perciben como duras y agradables por parte del público” (Garland, 50). Sin embargo, más allá del alejamiento de estos planteamientos con los de la filosofía liberal de la ilustración (Guzmán D., “Fraternidad”, 78), producto del “resentimiento público con lo establecido”, la “reducción de la confianza en los políticos y en los proceso políticos existentes”, la “globalización de la inseguridad” y la irrupción de medios de comunicación desregulados y ávidos de avisaje (Pratt, “Populismo”, 43), lo cierto es que el respaldo social de estas políticas penales, al menos el que se manifiesta en ganancias electorales (Bottoms, 39), parece ser más real de lo que sus críticos quisieran creer (Larrauri, “Populismo”, 21), como demuestran la propia actividad política y estudios sociológicos respecto de las percepciones de la población general frente al fenómeno del delito (Fuentealba et al, 251). Finalmente, el “republicanismo penal” se presenta hoy en día como alternativa al populismo y al elitismo, bajo los principios de la no-dominación, el autogobierno y la democracia deliberativa; teoría que, en su versión fuerte, fomenta la activa participación de los ciudadanos en las deliberaciones del proceso legislativo, en la revisión y control de las agencias del sistema penal (policías, fiscalías, jueces y prisiones) y en la decisión judicial, a través de sistemas de jurados (Martí, 123). En su versión débil, el republicanismo penal preferiría, en cambio, evitar los peligros del populismo, restringiendo la participación de los ciudadanos en la deliberación de los asuntos penales, que quedaría entregada a una mesa predominantemente técnica, con participación de grupos de víctimas, presos, criminólogos y expertos en derecho penal, autónoma e independiente como los actuales Bancos Centrales, que

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reportaría al Congreso y al Gobierno sus proposiciones en estas materias (Pettit, 427). En todo caso, existen también entre los “republicanos” exigencias morales cuyo carácter imperativo y no sujeto a discusión democrática no siempre es distinguible del “elitismo”, a pesar de su diferente contenido. Eso sucede, p. ej., cuando se afirma que no podría considerarse al excluido por falta de educación, necesidad, discriminación, etc., como responsable de un delito determinado, si las leyes que lo castigan le son, por su propia situación de exclusión, ajenas (Gargarella, “Derecho”, 37); que en un sistema penal republicano las penas deben cumplir una función de “retribucionismo democrático” (Ramsay, 95; y Mañalich, “Principialismo”, 68); o que para realizar un programa político criminal “radicalmente democrático”, fundado en una “ética critica” contraria al “elitismo” y al “populismo”, son necesarios cambios estructurales en la sociedad (Paredes, “Punitivismo”, 186).

§ 3. Principio de legalidad y fuentes del derecho penal democrático (nullum crimen, nulla poena sine lege) A. La ley, única fuente inmediata de creación de delitos y del derecho penal nacional El principio de legalidad, consagrado en el art. 19 N.º 3 incs. 8 y 9 CPR, asegura a todas las personas que “ningún delito se castigará con otra pena que la que le señala una ley promulgada con anterioridad a su perpetración, a menos que una nueva ley favorezca al afectado” y que “ninguna ley podrá establecer penas sin que la conducta que se sanciona esté expresamente descrita en ella”. Por su parte, el art. 11.2 DUDH establece como obligación de los Estados suscriptores, entre ellos Chile, que “nadie será condenado por actos u omisiones que en el momento de cometerse no fueron delictivos según el derecho nacional o internacional”, obligación que consagran, en casi idénticos términos, el art. 15.1 PIDCP y el art. 9 CADH. En nuestra república democrática (art. 4 CPR), el principio de legalidad exige la formación democrática de la ley, con concurrencia de los dos poderes representantes del pueblo soberano, el Presidente y el Congreso Nacional. Se entiende que la aceptación del sistema normativo heredado, en la medida que no es modificado expresamente por el legislador democrático ni contraviene los mandatos de la Constitución, también puede considerarse legítimo, si las normas que lo componen fueron elaboradas de conformidad con el ordenamiento constitucional que regía en ese momento (Disposiciones transitorias Primera a Sexta CPR).

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Luego, en nuestro sistema constitucional solo una ley democráticamente aprobada o aceptada, esto es, “una declaración de la voluntad soberana que, manifestada en la forma prescrita por la Constitución, manda, prohíbe o permite” (art. 1 CC), legitima la actuación del Estado en materias penales. Como la ley se expresa en las palabras de los textos aprobados en la forma prescrita por la Constitución, diremos que el principio de legalidad fundamenta y limita la actuación legítima de los órganos del Estado y de la doctrina nacional dentro del marco del sentido literal posible de las palabras empleadas en la ley por el legislador (art. 6 CPR: “Los preceptos de esta Constitución obligan tanto a los titulares o integrantes de dichos órganos como a toda persona, institución o grupo”). Este principio limitador del derecho penal, consagrado en la mayor parte de las democracias liberales modernas es, no obstante, fruto del acuerdo político que les da forma, pues existen y han existido sistemas jurídicos donde la creación de delitos y la imposición de penas se entrega a la exclusiva autoridad del rey, del partido gobernante o del derecho común con base judicial. Su formulación obedece a la idea de la separación de poderes del programa político de la filosofía del pacto social, con su pretensión de radicar la soberanía en el legislador, limitando al poder real (y de sus funcionarios encargados de juzgar), siendo compatible con aquellos otros principios que inspiraron la revolución francesa y el resto de las revoluciones liberales de los siglos XVIII y XIX, incluyendo la de nuestra independencia: imperio de la ley, división de los poderes, limitación del arbitrio judicial y seguridad jurídica: “Solo las leyes pueden decretar las penas de los delitos; y esta autoridad debe residir únicamente en el Legislador, que representa a toda la Sociedad unida en el contrato social” (Beccaria, Delitos, 14). Así, la Declaración de los derechos del Hombre y del Ciudadano de la Revolución Francesa de 1789, en su art. 8 declara: “nul ne peut être puni qu’ en vertu d’ une Loi établie et promulguée antérieurement au délit, et légalement appliquée”. Adicionalmente, se entendía que el empleo estricto de la ley como única fuente del derecho penal permitiría hacerla conocida por todos y así lograr que sus destinatarios pudiesen adecuar su conducta a ella; de este modo, se consagraría también la pretensión política de transformar el derecho penal en un instrumento útil para la conducción de la vida social: el “motivo sensible” para la “cancelación del impulso sensual” de ejecutar una conducta socialmente dañosa (Beccaria, Delitos, 8 y 14), o al menos una “coacción psicológica” (Feuerbach, 15 y 20). Ello supone para el legislador la necesidad de emplear una técnica legislativa con un lenguaje adecuado, que reduzca los espacios de incertidumbre y, en lo posible, no los acreciente con disposiciones contradictorias, cargadas de elementos normativos o tan

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vagas que su interpretación permita que demasiadas propuestas normativas puedan ser posibles y compatibles con el texto legal, creando inseguridad jurídica (Muñoz, 739).

a) Ley y normas penales Según Binding, sería posible distinguir entre la norma o imperativo y el precepto o ley penal. El “imperativo”, encabezado por las palabras “debes …” o “debéis …”, exigiría a los ciudadanos un comportamiento conforme a derecho y como “norma” de conducta tendría una existencia propia e independiente de los preceptos penales, antecedente a ellos, constituyendo un “precepto del derecho no estatuido”, al que el precepto penal se vincularía, pues el delincuente no “viola” o “infringe” la ley sino “aquella regla que le prescribe la pauta de su conducta” (Binding, Normen I, 6). A partir de aquí, se afirma que en derecho penal existirían dos niveles o clases de normas: en el nivel superior se encontrarían las normas primarias, de conducta o de valoración, cuya infracción constituiría el injusto culpable o lo objetivamente injusto, según se entienda esta norma superior como una norma de conducta (imperativa, prescriptiva o directiva, según la teoría que se trate) o como una norma de valoración más o menos objetiva del hecho, que no haría referencia a las consecuencias jurídicas que acarrearía la responsabilidad de una persona por esa infracción, cuestión que se determinaría por las normas secundarias. Estas normas secundarias, ubicadas en el nivel inferior, serían los preceptos penales legalmente establecidos o normas de sanción, que impondrían a los jueces la obligación de imponer penas determinadas por la infracción a las normas primarias (Molina, 640; Mañalich, “Norma”, 171). Sin embargo, aceptar la existencia de normas primarias, de conducta o valoración como entidades independientes del acuerdo alcanzado por los representantes de la soberanía en un Estado democrático expresado en los signos lingüísticos inscritos en las leyes, disposiciones o “normas secundarias” penales, implica graves peligros para la vigencia del principio de legalidad: Por una parte, aceptar la posibilidad de traspasar al intérprete y al juez la capacidad para construir el “contenido preceptivo” de las normas “también en sentido general” equivale a sostener el carácter de fuente inmediata del derecho penal de la jurisprudencia, vinculado al paradigma de un “derecho penal analógico y libre de legalidad” (Donini, “Método”, 61). Y, por otra, considerar que existen normas de conductas diferenciadas de las disposiciones de las leyes penales y que éstas solo sancionarían o reforzarían importa hacerse una pregunta sobre la legitimidad de tales normas

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y, a reglón seguido, la de las leyes que reforzarían su vigencia, pero no conforme a los criterios que legitiman la legislación positiva (principios de legalidad y reserva), sino a otros ajenos al derecho vigente (morales, políticos, sociológicos, etc.) y no sujetos a disposición por la soberanía nacional ni verificación objetiva. Como esos criterios quedan entregados al acuerdo subjetivo de quienes los admitan como tales, la teoría de las normas, llevada a sus últimas consecuencias, se trataría no de un simple recurso analítico o pedagógico, sino nada más ni nada menos que de una manifestación del “derecho natural, en el peor sentido de la palabra” (Kelsen, Problemas, 243). Por eso, en este texto, la expresión norma penal se referirá únicamente a las expresiones lingüísticas inscritas en los textos legales, sin atención a la clasificación derivada de la propuesta de Binding.

B. Concepto y clasificación legal del delito Al establecer el principio de legalidad, la Constitución acepta implícitamente un concepto normativo de delito que lo define como una “conducta” “descrita expresamente” “en la ley” y “sancionada” con una “pena”. Este concepto no es muy diferente del art. 1 que lo define como “toda acción u omisión voluntaria penada por la ley”. Esta semejanza no es casual, pues en su origen el texto constitucional se redactó teniendo como modelo la disposición del art. 18 CP (Sesión 112 Comisión de Estudios de la Nueva Constitución) y la pretensión de regular las llamadas leyes penales en blanco (Sesión 399 Comisión de Estudios de la Nueva Constitución), dentro de un contexto normativo ya definido en la legislación común. Luego, en la Constitución la expresión “conducta sancionada” no parece significar otra cosa que una forma de economía lingüística para referirse a las “acciones u omisiones penadas por la ley”, en el sentido del art. 1 CP, normativa que se tenía como referente al momento de su redacción, sin atención a la discusión acerca de si, conceptualmente, es posible tal reunión. Según el Código, las acciones u omisiones penadas por la ley pueden ser dolosas (delitos propiamente tales) o culposas (cuasidelitos, art. 2), castigándose solo excepcionalmente las últimas (art. 10 N.º 13); ellas pueden estar en grado de consumación, frustración o tentativa (art. 7); y de su comisión puede derivarse responsabilidad por la intervención en ellas a título de autor, cómplice o encubridor (arts. 14 a 17). Además, excepcionalmente, puede castigarse la proposición o conspiración para cometerlo (art. 8), y la intervención en otras formas específicamente descritas en la ley (p. ej., art. 150-A CP, 99 Código Tributario o art. 35 Ley 20.357).

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En cuanto a su clasificación, el art. 3 establece que “los delitos, atendida su gravedad, se dividen en crímenes, simples delitos y faltas y se califican de tales según la pena que les está asignada en la escala general del art. 21”. Aunque es claro que con esta tripartición se ha querido indicar una escala de gravedad de los delitos, no parecen existir a la fecha criterios materiales para fundamentar esta distinción en los casos concretos, la que se sustenta únicamente en la valoración del legislador histórico acerca de la gravedad de los hechos punibles, valoración que el TC ha considerado una prerrogativa exclusiva del Congreso Nacional en la determinación de la política criminal del Estado (SSTC 6.3.2008, Rol 825, y 8.8.2019, Rol 6673). Así, el CP castiga como falta al que “no socorriere o auxiliare a una persona que encontrare en despoblado herida, maltratada o en peligro de perecer, cuando pudiere hacerlo sin detrimento propio” (art. 494 N.º 14), en tanto que constituye simple delito la incitación a provocar o aceptar un duelo (art. 407), para citar tan solo algunos ejemplos cuya valoración hoy pudiera parecernos incomprensible. Para los efectos de la clasificación precedente no se atiende a la pena que se impone en concreto, sino a la pena asignada por la ley al delito que, de conformidad con la literalidad del art. 50, corresponde a aquella con que la ley amenaza en abstracto al autor del delito consumado en las figuras de la parte especial, lo que refleja la valoración del legislador acerca de la gravedad del hecho. En los casos de tentativa y frustración, la ley se refiere a estos grados de desarrollo de un “crimen o simple delito” (art. 7), por lo que no es posible desatender el hecho de que el legislador presupone que primero ha de establecerse la gravedad del hecho para luego atender a sus grados de desarrollo; y respecto de la complicidad y el encubrimiento, estas formas de participación recaen en un hecho consumado, frustrado o tentado cuya calificación, según su gravedad, ya está presupuesta. En caso de duda, por comprender los delitos de que se trata penas de diferente naturaleza, hay que atenerse a la pena privativa de libertad (art. 94), y si no hay, a la más grave que corresponda a la Escala del art. 21 o, si ello no es posible, a la mayor de la escala que se encuentre en primer lugar en el art. 59. Si solo se imponen multas, el art. 25 ofrece una escala de gravedad (las de faltas son inferiores a 4 UTM; las de simples delito, inferiores a 20 UTM, pero mayores que las de multas; y las de crímenes, todas las superiores a 20 UTM), cuya aplicación práctica puede conducir a inconsistencias, tales como calificar de pena aflictiva un hecho que solo contempla una multa de más de 20 UTM, mientras no lo sería uno que contemplase esa multa y, además, presidio menor en su grado mínimo (Matus y van Weezel, “Comentario”, 376). Lo mismo ocurre cuando se contemplan penas privativas de derechos como penas únicas. Sin

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embargo, respecto de las penas de multa, parece posible suponer que el art. 61 N.º 5 permitiría calificarlas como de faltas, cuando se presentan como penas únicas, por ubicarlas así al final de todas las escalas del art. 59, pero no se podría emplear para unos casos la calificación del art. 25 y para otros no, según la valoración del intérprete acerca de la “gravedad” del hecho (Hernández B., “Comentario”, 129). La distinción es relevante para determinar la prescripción de la acción penal (art. 94), pero no opera respecto de la prescripción de la pena ni de la sustitución de penas de la Ley 18.216, cuyos plazos y requisitos atienden exclusivamente a la pena en concreto impuesta y no a la gravedad abstracta del hecho. En términos generales, la sustitución completa de penas de presidio o reclusión por otras de cumplimiento en libertad solo es posible para aquellos delitos en que la impuesta no exceda de 5 años. Ello es posible para los condenados por simples delitos, siempre que su pena no se agrave por reiteración o por otra condena simultánea; y también para los condenados por crímenes, siempre que concurran atenuantes u otras circunstancias especiales que les permitan una rebaja de pena de grados, suficiente para la imposición de una inferior a 5 años. De allí que, en la práctica, la fijación del término de la pena efectivamente a imponer reviste, por cierto, una importancia vital para el condenado, más allá de la calificación del hecho como crimen o simple delito. No obstante, cuando ciertas reglas de la propia Ley 18.216 u otras leyes especiales hacen expresa referencia a la calificación de crimen o simple delito, ha de estarse a su gravedad abstracta para establecerla. Con todo, subsisten diferencias entre los crímenes y simples delitos y las faltas, a saber: i) las faltas solo se castigan cuando están consumadas (art. 9), lo que significa que no son punibles la falta frustrada ni la tentativa de falta, salvo en el caso del hurto-falta del art. 494 bis; ii) no es punible el encubrimiento de falta (art. 17); iii) el cómplice de falta no es castigado de acuerdo con las reglas generales del art. 51, sino con arreglo al art. 498, que prevé para él una pena que no exceda de la mitad de la que corresponda a los autores; iv) la ley penal chilena no se aplica extraterritorialmente a las faltas perpetradas fuera del territorio de la República (art. 6); v) el comiso de los efectos e instrumentos del delito no es obligatorio en casos de faltas (art. 500); vi) la comisión de una falta no interrumpe la prescripción de la acción penal o de la pena (arts. 96 y 99); vii) la imposición de las penas por faltas pueden suspenderse condicionalmente, con arreglo al art. 398 CPP; viii) en caso de faltas sancionadas solo con penas de multa, el procedimiento monitorio del art. 392 CPP permite su imposición sin audiencia del imputado; y ix) los adolescentes no son responsables de las faltas que comenten, salvo los mayores de 16 años y exclusivamente tratándose de aquellas relativas a la provocación de desór-

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denes públicos, amenazas con arma blanca, lesiones leves, daños e incendios de objetos por menos de 1 UTM, hurto de cosas cuyo valor no exceda de media UTM, ocultación de identidad o domicilio y lanzamiento de objetos peligrosos a la vía pública (art. 1, inc. 3 Ley 20.084). Estas diferencias, sumadas al hecho de que, salvo el caso de las faltas de hurto del art. 494 bis y de acoso sexual del art. 494 ter, todas las del L. III CP son sancionadas con pena exclusiva de multa, permiten concordar con la observación de que, su gran mayoría, las faltas se encuentran, en la práctica, “al margen de la persecución penal” (Vivanco, “Faltas”, 33). Ello impone una revisión para determinar cuáles debieran efectivamente subsistir como hechos punibles y transformar todo el resto en simples infracciones administrativas, alivianando de paso la carga del sistema punitivo jurisdiccional.

C. El derecho penal como conjunto de leyes penales De lo antes dicho se desprende que, normativamente, el derecho penal es el conjunto de expresiones lingüísticas inscritas en disposiciones o leyes vigentes (Hernández M., 27), y que describen conductas cuyas consecuencias jurídicas son algunas de las penas y medidas de seguridad indicadas en el art. 21 (presidio, reclusión, prisión, destierro, relegación, extrañamiento, confinamiento, inhabilitaciones para el ejercicio de cargos, profesiones o derechos, comiso y multa) u otras especialmente establecidas, siempre que su imposición sea competencia exclusiva de los tribunales de la jurisdicción penal. Esta clase de normas se identifica en este texto con las expresiones tipo, norma o ley penal, indistintamente Un examen superficial del CP permite concluir que también pertenecen al derecho penal las expresiones lingüísticas que extienden el ámbito de lo punible mediante una generalización de las condiciones que ordenan imponer penas en ciertos casos en los cuales las conductas no se presentan con todas o algunas de las propiedades descritas en los tipos penales, como los arts. 2, 7, 8 y 14 a 17. Existen, además, disposiciones que generalizan las condiciones en que no se debe imponer sanción penal, a pesar de que un caso pueda describirse como una conducta que se sanciona penalmente. En nuestro CP, la mayor parte de ellas se encuentran en su art. 10, que declara “exentos de responsabilidad criminal” a quienes se encuentren en los casos que allí se describen. Hay otras que se refieren a grupos de casos determinados, como la del art. 9, en relación a la faltas; la del art. 17, inciso final, en relación con el encubrimiento; la del inciso final del art. 269 bis, en relación con la obstrucción de la justicia; la del art. 159, en relación con los delitos cometidos

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por empleados públicos; la del inciso final del art. 369, en relación con los delitos de violación, estupro y otros atentados sexuales; y la del art. 489, en relación con delitos contra la propiedad. Otras contemplan definiciones que explicitan las propiedades de los casos comprendidos en las disposiciones a que hacen referencia, como las de los arts. 361, 366 ter y 390 bis, que definen la violación, lo que se entiende por acción sexual y el femicidio, respectivamente. Por otra parte, existe una multiplicidad de disposiciones que regulan exclusivamente el tipo, naturaleza y cuantía de las penas aplicables, (todo el Tít. III L. I CP; su art. 449; la Ley 18.216, sobre Penas Sustitutivas a las Penas Privativas de Libertad; la Ley 20.084 sobre Responsabilidad Penal de los Adolescentes; y la Ley 20.393 sobre Responsabilidad Penal de las Personas Jurídicas, entre otras), que también deben considerarse como parte del derecho penal y, por tanto, sujetas a sus garantías.

a) Derecho procesal penal y de ejecución penitenciaria Un concepto amplio de derecho penal como el aquí esbozado incluye el procesal penal y el de ejecución penitenciaria, atendido que sin las reglas del procedimiento no existe posibilidad de imponer penas en un ordenamiento constitucionalmente reglado, y que es en las regulaciones precisas de su ejecución donde se manifiesta su contenido. En cuanto al primero de ellos, históricamente y durante un largo periodo, el derecho penal y el derecho procesal penal formaron un cuerpo único (como en Las Siete Partidas y en La Carolina) pero, en los sistemas continentales actuales, se encuentran en codificaciones independientes y, en la tradición universitaria latina, incluso en cátedras separadas. Sin embargo, la experiencia enseña que el estudio del derecho penal sustantivo sin referencia a las implicaciones y consecuencias procesales en el caso concreto constituye una especie de álgebra abstracta, desconectada del mundo de la vida real. Y, viceversa, un estudio del derecho procesal penal sin atender a su relevancia en la materialización de los principios constitucionales como límites para la determinación de la responsabilidad y la imposición definitiva de penas no permite explicar adecuadamente el funcionamiento real del sistema penal (Vera-Sánchez, 850; Del Río F., 256). De hecho, en esta obra abordaremos algunas instituciones contempladas en disposiciones del Código Procesal Penal que corresponden al derecho penal sustantivo, como las reglas de reiteración de su art. 351 y las instituciones que permiten poner término al proceso sin condena (principio de oportunidad, suspensión

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condicional y acuerdos reparatorios, principalmente), además de explicar las garantías básicas del debido proceso. Esta proximidad entre ambas ramas del derecho penal se ha hecho evidente también en el ámbito de los principios: así, donde antes se contraponía la prohibición de la aplicación retroactiva de la ley penal a la aplicación in actum de las normas procesales, hoy rige la prohibición de la retroactividad en perjuicio del inculpado también en el ámbito procesal, por expresa disposición del art. 11 CPP; cuerpo legal que en su art. 5 inc. 2 también contempla, como en el derecho penal sustantivo, la prohibición de la analogía para aplicar las disposiciones que autorizan la restricción de la libertad o de otros derechos del imputado. En cuanto al derecho de ejecución penitenciaria, su situación institucional en Chile no es alentadora: buena parte de la regulación aplicable es de carácter meramente reglamentario (DS 518 Justicia, de 1998) y en ésta se conceden amplias facultades a la administración penitenciaria, incluyendo las disciplinarias y la posibilidad de imponer castigos en celdas solitarias, sin posibilidades de revisión judicial. En la jurisprudencia, además, no parece clara la aplicación de los principios básicos del derecho penal a las escasas disposiciones legales relativas al derecho de ejecución penitenciaria, por la confusión existente en ellas de aspectos administrativos y penales, siendo doctrina dominante su aplicación in actum, incluyendo las reglas del DL 321 sobre Libertad Condicional, lo que el TC ha confirmado, al considerar compatible con la Constitución una disposición de la ley que modifica la libertad condicional y hace aplicable sus reglas in actum (SCS 22.6.2017, Rol 30161-17; y‑STC 2.1.2019, Rol 5677). Mutatis mutandi, lo mismo debe decirse de la Ley 19.856, que crea un Sistema de Reinserción Social de los Condenados sobre la base de la Observación de Buena Conducta. Sin embargo, no parece ser ésta la doctrina dominante en el derecho comparado, donde el TEDH ha declarado que también es parte del derecho penal y están sujetas a sus garantías la regulación de los beneficios penitenciarios como la libertad condicional y otras salidas anticipadas (STEDH 21.10.2013, Caso Del Río Prada v. España, RCP 41, N.º 1, 217. Sobre los efectos de esta sentencia en el derecho español, v. Rodríguez H., “Retroactividad”, 237).

b) El derecho penal como parte del derecho público, limitado por las reglas del sistema procesal acusatorio El carácter público del derecho penal se manifiesta en el aspecto oficial que tiene la investigación de los hechos punibles, cuya dirección se entrega

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exclusivamente al Ministerio Público a través de la actuación de sus fiscales regionales y adjuntos, salvo en los escasos casos de delitos de acción penal privada (art. 54 CPP). Ni los particulares ni otras autoridades, con excepción de las policías bajo la dirección de los fiscales y autónomamente en casos limitados, pueden asumir la investigación de los delitos (art. 83 CPP). Su juzgamiento también es oficial, incluso en los casos de delitos de acción penal privada, en el sentido que no puede ser sustraído de la autoridad de los tribunales ordinarios fijados de antemano por la ley mediante cláusulas compromisorias o con acuerdos particulares de prórroga jurisdiccional. Se trata, por tanto, de un conjunto de normas que, en principio, no son disponibles por la autoridad, las víctimas ni los imputados. Sin embargo, en nuestro sistema penal no solo la investigación de los hechos punibles se entrega exclusivamente al Ministerio Público, sino también el ejercicio de la acción penal pública, que tiene como requisito fundamental la formalización de la acusación, audiencia en la cual el fiscal comunica al imputado, en presencia del juez de garantía “que desarrolla actualmente una investigación en su contra respecto de uno o más delitos determinados” (art. 129 CPP). Antes de esa comunicación, el fiscal puede resolver archivar provisionalmente la investigación, si no aparecen “antecedentes que permitieren desarrollar actividades conducentes al esclarecimiento de los hechos” (art. 167 CPP), ejercer la facultad de no iniciar la investigación, si estima que los hechos denunciados no son constitutivos de delito o se encuentra extinguida la responsabilidad penal del imputado (art. 168) o incluso ejercer la facultad de perdonar al inculpado, siempre que el hecho no tuviere pena de presidio o reclusión menor en su grado medio o superior o no se trate de delitos funcionarios (“principio de oportunidad”, art. 170). Aunque la facultad de no iniciar la investigación y de ejercer el principio de oportunidad son controladas judicialmente, se trata de un control limitado que, aún en el caso de hacerse efectivo, no obliga al fiscal a formalizar la investigación y, por tanto, no lo obliga tampoco a acusar. El mismo efecto produce la intervención anterior en la investigación del juez o la querella, respecto del archivo provisional y el eventual control de la investigación por parte del afectado (art. 186 CPP). Ello, por cuanto una vez terminada la investigación en el plazo máximo de 2 años o en el fijado judicialmente, si no se ha formalizado la investigación, solo corresponde comunicar la decisión de no perseverar en el procedimiento, del art. 248 c) CPP, facultad que impide, a falta de formalización, que los querellantes pueden forzar la acusación (STC 14.6.2015, Rol 2858, aunque con empate de votos). Todo lo anterior es reforzado por el art. 232 inc. final CPP cuando establece recursos solo

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ante el Fiscal Regional para reclamar por una formalización arbitraria y solo en caso de que se produzca, pero no en caso de que no se formalice. Tratándose de delitos de acción penal privada y pública previa instancia particular, el aspecto dispositivo del ejercicio de la acción penal, sin control judicial en el caso de que no se ejerza, es todavía más evidente, pues el ministerio público no está autorizado a sobrepasar el obstáculo procesal que supone la inacción de quien debe presentar la denuncia o querella respectiva (SCA Santiago 6.5.2019, Rol 1923-19) y, tratándose de delitos de acción privada, el perdón del ofendido —incluso posterior al ejercicio de la acción penal— extingue la responsabilidad del inculpado (art. 94 N.º 5). Con posterioridad a la formalización, todavía existen facultades dispositivas de los intervinientes de la mayor relevancia, con un mínimo control judicial. Así, entre fiscal y la defensa del imputado se puede acordar la suspensión condicional del procedimiento (art. 237 CPP), la pena en los procedimientos simplificado con admisión de responsabilidad y abreviado con aceptación de hechos y antecedentes de la investigación (arts. 395 y 406 CPP), y la prueba a rendir en el juicio oral (art. 275 CPP). Y también existe la posibilidad de que, en determinados casos, exista un arreglo entre víctima e imputado (“acuerdos reparatorios”, art. 241). Este conjunto de arreglos, y otros que pueden traducirse en formalizaciones por hechos de menor entidad, acuerdos sobre las circunstancias atenuantes y agravantes a ser apreciadas, dificultades prácticas por falta de colaboración de las víctimas que habrían de ser testigos, etc., producen el efecto de limitar las facultades jurisdiccionales y permiten afirmar que la introducción del sistema acusatorio genera la posibilidad de una justicia penal consensuada, de carácter dispositivo y con una evidente inclinación a reducir el uso de las condenas privativas de libertad (principio pro reo) como forma de término de los procesos, bien diferente al carácter oficial de la persecución penal inquisitiva (o. o. Horvitz, “Seguridad”, 114, quien desde una perspectiva retributiva condena por “eficientistas” esta clase de negociaciones, que califica de “una ficción de reproche basada en una pseudoaceptación del imputado del contenido de las actas de investigación del ministerio público, no sobre hechos probados cognoscitivamente, lo que afecta la legitimación retrospectiva del proceso y de la pena exigida por el principio de legalidad penal”). A lo anterior se suman los criterios de actuación del Ministerio Público, sintetizados en la Política Nacional de Persecución Penal de 2018, según la cual se priorizarán los esfuerzos de investigación y enjuiciamiento en ciertos delitos, favoreciéndose las salidas alternativas y términos consensuados en

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el resto. Los delitos priorizados para su persecución a nivel nacional en son, por ahora, los siguientes: i) delitos violentos contra la propiedad, incluyendo el robo en lugar habitado; ii) tráfico de drogas, delitos contemplados en la ley de control de armas, lavado de activos y asociaciones ilícitas; iii) femicidios, delitos sexuales que afecten a niños, niñas y adolescentes y personas en situación de vulnerabilidad y delitos cometidos en contexto de violencia intrafamiliar; iv) delitos de corrupción y delitos económicos que afecten el funcionamiento del mercado; v) delitos de tortura y apremios ilegítimos, trata de personas y tráfico ilícito de migrantes; vi) homicidio; y vii) manejo en estado de ebriedad con resultado de muerte. Luego, en todos los delitos contra la propiedad “no violentos” (hurtos y robos con fuerza) o por engaño (estafas) y en todas las lesiones no cometidas en contexto de violencia intrafamiliar, así como los cuasidelitos de cualquier naturaleza, se preferirán las salidas consensuadas y los términos que no importen sentencias condenatorias privativas de libertad.

D. Fuentes mediatas del derecho penal En nuestro sistema jurídico, de conformidad con la garantía constitucional del principio de legalidad, no es posible fundamentar una acusación penal sobre la base de la existencia de un hecho punible no contemplado en la ley penal. A ello se refieren el art. 1 CP al definir legalmente el delito como “acción u omisión voluntaria penada por la ley” y el art. 259 CPP al exigir que la acusación contenga “la expresión de los preceptos aplicables” para calificar jurídicamente el hecho, las circunstancias modificatorias de la responsabilidad penal, el grado de participación del acusado y la pena cuya aplicación se solicitare. En consecuencia, los tratados internacionales no auto ejecutables, la costumbre, la jurisprudencia, y la doctrina penal solo constituyen fuentes mediatas del derecho penal.

a) La jurisprudencia como fuente creadora del derecho en el caso concreto Según el inc. 2 del art. 3 CC, “Las sentencias judiciales no tienen fuerza obligatoria sino respecto de las causas en que actualmente se pronunciaren”. Esto significa que, aunque los fallos de cada tribunal obligan en el caso concreto y, por tanto, constituyen normas del sistema jurídico real, cuya creación, “para el caso concreto”, se encuentra autorizada por la Constitución (Kelsen, Teoría, 349 y 354), no pueden invocarse como autoridad con carácter obligatorio frente a otro tribunal en un caso diferente.

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En nuestro sistema, “solo toca al legislador explicar o interpretar la ley de un modo generalmente obligatorio”, como dispone el inc. 1 de dicho art. 3 CC. No obstante, la interpretación del derecho que hace el juez en un caso concreto o la que haga suya de entre las propuestas por la doctrina privada, servirá para la concreta calificación de un hecho como delito o no y para determinar la clase y medida de la pena a imponer, con efectos reales y no meramente declarativos: una persona será encarcelada o no según el tenor de esa decisión jurisprudencial, pues las Fuerzas de Orden y Seguridad se encuentran obligadas a darle cumplimiento, sin cuestionar su mérito o fundamentos (art. 76 CPR). Este es el sentido perlocucionario de una formulación lingüística (Austin, 101): la interpretación de la ley en el caso concreto hecha por el tribunal competente produce efectos contrastables objetivamente más allá de su expresión, declaración o comunicación: una persona cumple condena o es liberada. En la medida que los tribunales superiores, sobre todo la Corte Suprema, interpreten de manera constante y uniforme ciertas disposiciones, resuelvan diferentes interpretaciones de las Cortes de Apelaciones sobre un mismo punto de derecho (art. 373 b) CPP) y los tribunales inferiores acepten estas propuestas, tales interpretaciones podrían constituir también precedentes que permitan un tratamiento igualitario y previsible de la ley. Sin perjuicio de ello, el art. 3 CC otorga a las sentencias judiciales un carácter relativo, que permite la necesaria evolución de la jurisprudencia mediante las sucesivas diferenciaciones que deban hacerse respecto del material fáctico y el derecho aplicable a través de tiempo, por lo que, en ningún caso, puede considerarse la vinculación a los precedentes como absoluta (Künsemüller, “Jurisprudencia”, 417).

b) La doctrina privada y jurisprudencial como fuente mediata En el caso del dogmático o estudioso del derecho, su doctrina, de carácter privado, puede considerarse una propuesta de reconstrucción del significado semántico de una norma concreta y, por eso, es una fuente mediata y no inmediata del derecho penal. Sin embargo, al contrario que la jurisprudencia de los tribunales, que al menos tiene efecto obligatorio en los casos en que se pronuncia, la de los autores solo puede pretender convencer de la corrección de sus propuestas a dichos tribunales, cuando son de lege lata, o al legislador, tratándose de aquellas de lege ferenda. Pero tanto la doctrina privada como la contenida en los fallos de los tribunales, sobre todo los superiores cuando deciden la existencia o no de errores de derecho en los fallos de los inferiores, tiene una pretensión que va más allá de la simple declaración del sentido de la ley (sentido locucionario)

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o de la aplicación de uno particular en un caso concreto (sentido perlocucionario). Ambas tienen también un sentido pragmático, argumentativo o ilocucionario, esto es, pretenden convencer al resto de la comunidad y, especialmente a quienes son competentes para adoptar decisiones vinculantes, para adoptar como propio lo que se propone como sentido del texto de la disposición interpretada y aplicarlo con efectos reales en la decisión de un caso concreto (v., sobre las diferencias de estos sentidos del habla en la práctica forense chilena, Coloma, “Mentiras”, 28. La distinción fue propuesta originalmente por Austin, 101). A esta capacidad de la doctrina privada y jurisprudencial para influir argumentativamente en los fallos de los tribunales se refiere el 342 d) CPP, cuando impone al sentenciador la obligación de exponer “las razones legales o doctrinales que sirvieren para calificar jurídicamente cada uno de los hechos y sus circunstancias y para fundamentar el fallo”. Dichas “razones doctrinales” permiten fundamentar un fallo, pero solo en la medida que contribuyen a la interpretación de la ley vigente y aplicable al caso concreto, pues, como se ha dicho, ni la jurisprudencia ni los autores son fuentes de normas de carácter general y obligatorio que puedan crear delitos, circunstancias modificatorias o determinar la imposición de penas no contempladas en la ley. No obstante, es discutible que la limitación que establece el principio de legalidad a las fuentes mediatas del derecho penal para crear delitos y establecer penas se extienda también a las proposiciones normativas que permiten establecer exenciones, limitaciones o atenuaciones a la punibilidad no contempladas legalmente. Una interpretación del referido art. 342 d) CPP que aparentemente no pugna con la garantía constitucional podría llevar a esa conclusión, al suponer la consideración alternativa (no copulativa) de las razones legales o doctrinales para la calificación de los hechos materia de la acusación. Defensas como la del error de prohibición o falta de dolo, no comprendidas expresamente en el art. 10, sino basadas en una interpretación del art. 1, son aplicables por esta vía.

E. La costumbre. Defensa cultural basada en la costumbre de los pueblos originarios Según el art. 2 CC, “la costumbre no constituye derecho sino en los casos en que la ley se remite a ella”, lo que es concordante con la prohibición constitucional de considerar otras fuentes diferentes a la ley en el establecimiento de delitos y penas. No obstante, nada impide que los tér-

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minos de la remisión legal permitan a la costumbre no solo integrarse en la interpretación de la ley, como en el caso de las razones doctrinales a que hace referencia el art. 342 d) CPP, sino también constituir fuente autónoma de eximentes y atenuantes. Esta es la llamada “defensa cultural”, basada en el reconocimiento legal y constitucional de la normatividad de los pueblos originarios. Originada en los arts. 13 y 14 Ley 16.641, que establecen un régimen excepcional y más favorable de penalidad para la etnia Rapa Nui respecto de los delitos de carácter sexual y contra las personas y la forma de su cumplimiento y en el art. 54 Ley 19.253, que reconoce la costumbre de los pueblos originarios “cuando ello pudiere servir como antecedente para la aplicación de una eximente o atenuante de responsabilidad”, su principal fuente normativa actual es la ratificación por el Estado de Chile del Convenio 169 de la OIT, que otorgó a la normatividad de los pueblos originarios, reflejada en sus costumbres, un carácter constitucional autónomo, que permite hacer excepción a la garantía de igual aplicación de la ley (art. 19 N.º 2) y afirmar una aplicación diferenciada de la ley que no se entiende como arbitraria, sino manifestación del reconocimiento de ese pluralismo normativo. Con ello, se reconoce incluso la posibilidad de la licitud de la actuación sobre la base de una normatividad que, eventualmente, no coincida con la aplicable a todo el resto de los ciudadanos dentro de un mismo marco cultural (Couso, “Multiculturalismo”, 186. Con reservas, Carnevali, “Multiculturalismo”, 24). Con este reconocimiento, la costumbre de los pueblos originarios ya no se emplea únicamente para establecer la eximente de ejercicio legítimo de un derecho, una defensa basada en la creencia de que tal derecho existía (error de prohibición) o interpretar la ley en aquellos casos que se deja un margen suficiente para recurrir a principios regulativos, como cuando se habla de la “necesidad racional” del medio empleado en defenderse, lo “irresistible” de la fuerza moral que representan las costumbres ancestrales, el carácter no significativamente superior del mal que se causa en comparación con el evitado en estado de necesidad, o el obrar “por celo de la justicia”, entre otras disposiciones más o menos abiertas a la valoración cultural de los arts. 10 y 11 (con referencias jurisprudenciales, v. Villegas, “Exculpación y justificación”, 194, donde se mencionan los casos de una absolución por una supuesta usurpación donde se alegó el derecho ancestral como fuente del de propiedad de los acusados el año 2008; el de un sacrificio para calmar el mar tras el terremoto de 1960; y la muerte de una mujer acusada de bruja en 1953). Para aceptar estas defensas, no es necesario atender a la mayor o menor “integración” a la sociedad no indígena que se pueda predicar de los

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miembros de los pueblos originarios, como se sugería antes por parte de la doctrina (Modollel, “Consideraciones”, 285), sino únicamente al reconocimiento objetivo de la costumbre de los pueblos que se trate. Hoy en día, además, es deber del Estado “al aplicar la legislación nacional a los pueblos interesados”, tomar “debidamente en consideración sus costumbres o su derecho consuetudinario” y respetar “el derecho de conservar sus costumbres e instituciones propias, siempre que éstas no sean incompatibles con los derechos fundamentales definidos por el sistema jurídico nacional ni con los derechos humanos internacionalmente reconocidos” (art. 8 Convenio 169). Particularmente, el art. 9.1 del Convenio señala que “deberán respetarse los métodos a los que los pueblos interesados recurren tradicionalmente para la represión de los delitos cometidos por sus miembros”, a condición de “ello sea compatible con el sistema jurídico nacional y con los derechos humanos reconocidos”; que los tribunales y demás autoridades deben tener en cuenta la costumbre indígena en materia penal en sus pronunciamientos (art. 9.2); y que, al imponer penas, se tomen también en cuenta las características económicas, sociales y culturales de los miembros de los pueblos originarios (art. 10.1); dando “la preferencia a tipos de sanción distintos del encarcelamiento” (art. 10.2). Las defensas culturales más recurrentes e indiscutidas son aquellas en que la forma de vida del imputado determina su comprensión de la realidad fáctica o de la normatividad dominante, atendida su pertenencia a un pueblo originario determinado, la prueba de las costumbres de dicho pueblo y, sobre todo, de las condiciones de vida del imputado, particularmente su grado de aculturación o inmersión en la cultura dominante. Así, p. ej., la creencia de ser heredero o dueño de un terreno, de que es legítimo el acceso carnal a todas las jóvenes púberes que viven con él, de que el transporte de mercancías ha de hacerse sin preguntar ni cuestionar sobre la naturaleza de los objetos transportados en paquetes cerrados, de que es lícita la adquisición de fulminantes empleados en el trabajo, etc., parecen corresponder a este concepto. También se han acogido, como defensas culturalmente fundadas, aquellas en que se excluye el elemento volitivo del dolo, particularmente en delitos de usurpación, aduciendo que la ocupación de terrenos, violenta o no, hecha con la finalidad de que las instituciones estatales realicen las diligencias para traspasar los predios a las comunidades indígenas, excluiría el dolo de apropiación; y también en casos de posesión de hojas de coca para realización de tratamientos y rituales ancestrales (v. sobre ambos tipos de defensas, con las respectivas referencias a los fallos, mayoritariamente de instancia, Barrientos, “Uso”, 24).

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Además, es posible plantear como defensa cultural el principio de preferencia por la sanción no privativa de libertad si se trata de elegir entre una pena de reclusión o multa, como en el caso de las lesiones menos graves del art. 399 CP o de otorgar o no una pena sustitutiva de la Ley 18.216. Incluso nuestra Corte Suprema ha estimado que no existe grave falta o abuso y es una interpretación legítima del Convenio 169 la que permite aceptar los acuerdos reparatorios en casos violencia intrafamiliar entre miembros de la etnia mapuche, contra la expresa prohibición del art. 19 Ley 20.066 (SCS 4.01.2012, Rol 10635-11). La preferencia por acuerdos reparatorios y negociaciones entre miembros de un grupo cultural también ha sido aceptada y promovida por nuestros tribunales tratándose de delimitación de derechos de aguas, deslindes y daños en las propiedades comunes y de los miembros del grupo (v. Barrientos, “Uso”, 33). Sin embargo, la Corte Suprema estima también que la aplicación de este Convenio no importa la obligatoriedad de esas consecuencias (SCS 26.12.2012, GJ 387, 171). Y se ha señalado también que para la alegación de esta defensa cultural no es suficiente invocar la referencia patronímica de los involucrados, sino que debe acreditarse que se encuentran inmersos en la cultura del pueblo originario a que dichos apellidos hacen referencia (SCA Santiago, Rol 61.2013, RChDCP 2, N.º 4, 283, con nota crítica de I. Barrientos, aduciendo que la pertenencia a un grupo originario es parte de la identidad personal, que no puede ser definida por criterios externos). A la inversa, tampoco parece necesario ni suficiente para alegar una defensa cultural, en los términos del Convenio 169, que el delito que se trate sea uno “culturalmente motivado”, esto es, “aceptado como una conducta normal y aprobado o, incluso, respaldado y promovido en determinada situación” por un grupo cultural y en un momento determinado (v. Broeck, cit. por Barrientos, “Uso”, 7), sino que ella debe referirse a la normatividad prexistente del pueblo originario, sin confundirla con sus aspiraciones políticas o de otra naturaleza, que no afectan la comprensión de la realidad fáctica y del sistema normativo dominante en que el miembro del pueblo originario se encuentra inserto. Otra cosa es que, como todo fenómeno cultural, la costumbre de los pueblos originarios pueda ir variando con el tiempo y que, en cada caso, ha de referirse a la asentada en el momento de los hechos (Olguín, 52). La resistencia a la consideración de esta defensa cultural en procesos nacionales ha sido reprochada por la doctrina y el Sistema Interamericano de derechos Humanos (Royo, 379). Así, en el asunto Gabriela Blas (Solución Amistosa, Informe CIDH N.º 155/18, 21.11.2018), pastora aimara condenada por la muerte de su hijo en el altiplano durante un arreo (SCA Arica 30.8.2010, DJP 34, 85, con comentario crítico de B. Alarcón y V.

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Ruiz-Tagle), se impuso por el órgano supranacional la necesidad de dictar un indulto y dar una declaración pública de disculpas por parte de nuestro Ministro de Relaciones Exteriores, por no haberse considerado en el juicio las diferencias culturales y de género que, desde la cosmovisión de la condenada, perteneciente a la etnia Aimara, la exculparían por el abandono de la criatura fallecida. Esta modificación al sistema legal se seguirá desarrollando en el futuro y para el adecuado empleo de la defensa cultural que de allí se sigue será necesario contar —más allá del Manual y la Guía elaboradas por la Defensoría Penal Pública al respecto— con estudios actualizados sobre las costumbres y sistemas normativos de nuestros pueblos originarios, labor que ya ha comenzado, al menos respecto de los sistemas aimara y mapuche o Az Mapu (Villegas D., “Sistemas”, 222; y Villegas y Mella, 1390). Sin embargo, se advierte que una cosa es la integración de la costumbre de los pueblos originarios como fuente mediata del derecho nacional y otra, bien diferente, la existencia de una justicia indígena “ancestral que presupone el control de un territorio, autonomía y cosmovisión”, con tribunales autónomos cuya competencia excluya la de los ordinarios y sujetos únicamente a la superintendencia de la Corte Suprema (Villegas D., “Derecho propio”, 206). Más allá, para la “liquidación” de raíz del problema de la compatibilidad entre los sistemas jurídicos de los pueblos originarios y el dominante en nuestro país, se propone no sólo en el reconocimiento de esa autonomía jurisdiccional de los pueblos originarios, sino también la exclusión personal de sus miembros de la justicia ordinaria, salvo que su remisión a ésta sea considerada por las propias instituciones indígenas como la respuesta adecuada al hecho que se trate (Guzmán, D., “Minorías étnicas”, 114). De todas maneras, cualquiera sea su desarrollo futuro, la defensa cultural se ve enfrentada a límites normativos expresados en las propias disposiciones legales que la fundamentan: el respeto a los derechos fundamentales consagrados en la Constitución y a los derechos humanos internacionalmente reconocidos (art. 54 ley 19.253 y art. 9.1 Convenio OIT). Sobre esta base, lo que actualmente es indiscutido es que la defensa cultural no alcanza para avalar la comisión de delitos de homicidio, tortura y sujeción a la esclavitud. Según el acuerdo del TC de 3.9.2020, al declarar inaplicables los arts. 13 y 14 Ley 16.641, tampoco se permite su alegación para rebajar la pena en casos de delitos de carácter sexual contra las mujeres. Tampoco parece posible, en nuestro sistema constitucional, que el derecho de los pueblos originarios pueda convertirse en fuente directa del derecho penal, estableciendo sus propios delitos y sanciones (Olguín, 47. O. o., Villegas, “Interculturalidad”, 68, trayendo a colación el ejemplo colombiano).

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F. Derecho penal internacional, derecho internacional de los derechos humanos y derecho internacional humanitario. Su influencia en el derecho penal local El derecho penal internacional es un sistema normativo sui generis, cuyo objetivo es el juzgamiento y la imposición de penas a los principales responsables de los más graves crímenes de genocidio, guerra y de lesa humanidad por parte de la comunidad de naciones toda. Se trata, por tanto, de una “parte del derecho internacional” (Ambos, Völkerstrafrecht, 41). Sus fuentes son el conjunto de normas y decisiones jurisprudenciales internacionales y nacionales que determinan cada uno de sus aspectos; y, en particular, en lo que toca a sus “aspectos penales”, las convenciones internacionales, la costumbre y los Principios Generales del Derecho derivados de los sistemas jurídicos del mundo (Bassiouni, Introducción, 51). La competencia general para establecer tribunales destinados a juzgar tales hechos y los estatutos que los rigen está entregada hoy en día al Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, como garante de la paz y seguridad internacionales (Capítulo VII de la Carta de las Naciones Unidas). Además, tras un tortuoso proceso interno, Chile ha ratificado el Estatuto de Roma sobre la Corte Penal Internacional, que entrega convencionalmente a dicho tribunal competencia para juzgar y conocer los crímenes de genocidio, de guerra y de lesa humanidad que en dicho tratado se definen y sancionan (Carnevali, “Conformación”, 27; Cárdenas, “Antecedentes”. Sobre las dificultades para su ratificación e implementación, v. Guzmán, “Dificultades”. Y sobre las criticas actuales al funcionamiento y legitimidad de la Corte Penal Internacional, v. Lorca, “Castigar sin Estado”). Fuertemente relacionado con este sistema, cabe señalar que en el derecho internacional existen dos cuerpos normativos que establecen limitaciones y excepciones a la aplicación del derecho penal local: i) el derecho internacional de los derechos humanos, al que hace referencia el art. 5 inc. 2 CPR que, como limitación al derecho penal local, se expresa en el principio de reserva; y ii) el derecho internacional humanitario (básicamente, Convenios de Ginebra de 1949) que, como regulación de la guerra, admite con ciertos límites el empleo de la fuerza letal contra combatientes sin necesidad de justificar la legítima defensa o el estado de necesidad ordinario, sino únicamente con base a las necesidades militares de imponerse al enemigo en un conflicto armado, aún cuando ello importe daños colaterales a propiedades y personas no combatientes. El conjunto de estos tres órdenes de tratados puede considerarse dentro de la referencia que el art. 5 inc. 2 CPR hace a los tratados sobre derechos

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humanos como límites de la soberanía nacional. Y, en ese sentido, su contenido, trabajos preparatorios, la jurisprudencia de los tribunales internacionales y la doctrina de los organismos encargados de su aplicación, se transforman no solo en fuente mediata para determinar su sentido y alcance del derecho nacional que los implementa; sino que sirven también para limitar la validez y alcance de las disposiciones locales que eventualmente los contradicen. Así, p. ej., respecto de las atrocidades cometidas por los agentes de la Dictadura Militar de 1973-1989, su calificación como crímenes de guerra o de lesa humanidad por nuestros tribunales nacionales habilita la exclusión de las defensas de prescripción, amnistía y cosa juzgada fraudulenta, según el derecho internacional reconocido por la Corte Interamericana de Derechos Humanos y nuestra Corte Suprema (SCS 26.8.2015, RCP 43, N.º 4, 243, con nota favorable de R. González-Fuente; Parra, 9; y Fernández N., 478). Se trata, por tanto, de hechos juzgados de conformidad con el derecho penal nacional, pero que, por su calificación como delitos de lesa humanidad, están sujetos además a esas reglas especiales, derivadas del derecho internacional, como consecuencia de la obligatoriedad de estas disposiciones, cuya superioridad normativa está reconocida expresamente en el art. 5 CPR como límite de la soberanía nacional (Núñez D., 92). En la actualidad, cabe destacar, además, la importancia que adquiere la aplicación de las reglas del derecho internacional de los derechos humanos y del derecho internacional humanitario en la llamada “guerra contra el terrorismo”, donde la calificación de quienes intervienen en ella como “combatientes” o no es relevante para su detención indefinida y eventual muerte selectiva (sobre la situación en Guantánamo v. Ambos y Maleen; y sobre la muerte de Bin Laden, Lorca, “Asesinatos selectivos”, y Cárdenas, “Bin Laden”, 134). A veces, aparte de las normas que en dichos ámbitos del derecho internacional se comprenden y son indisponibles para los Estados (el llamado ius cogens), muchos de los tratados internacionales sobre estas materias requieren la implementación a nivel local de determinadas normas, sobre todo cuando en ellos se establecen obligaciones de perseguir delitos en la jurisdicción de los Estados Parte o crear ciertas instituciones u organismos locales. Así, p. ej., dado que las reglas del Estatuto de Roma sobre la Corte Penal Internacional solo son aplicables a los casos que no hayan podido ser juzgados seriamente en los países donde tuvieron lugar (principio de complementariedad, art. 17 Estatuto de Roma), la Ley 20.357 tipifica en Chile también crímenes de lesa humanidad y genocidio y crímenes de guerra, aplicables directamente como derecho nacional por nuestros tribunales de justicia, sin perjuicio de que su interpretación ha de estar referida a la que

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la jurisprudencia y doctrina internacionales hacen del mentado Estatuto de Roma para cumplir con el requisito de persecución seria que impide el ejercicio de la jurisdicción por parte de la Corte Penal Internacional (Cárdenas, “Implementación”, 10). Ello, aunque los términos del Estatuto parecen solo obligar a sus suscriptores a establecer especiales delitos de obstrucción a la justicia internacional (Bascuñán, “Estatuto”, 114). En la academia, la importancia de esta materia ha permitido la creación de cursos especializados y de una amplia literatura en la que destacan, entre nosotros, los aportes de C. Cárdenas, quien sucedió en la primera cátedra de la materia creada en la U. de Chile a don A. Etcheberry —representante nacional en la Conferencia de Roma donde se aprobó el texto del Estatuto de la Corte Penal Internacional—; J. Couso (discípulo, como C. Cárdenas, de Werle); F. Girão y J. L. Guzmán, ambos a través de su constante trabajo en el Grupo de Estudios sobre la Corte Penal Internacional, actualmente al alero del Centro de Estudios de Derecho Penal Latinoamericano, de la Universidad de Gotinga, dirigido por el Prof. K. Ambos, el principal exponente en la materia en el Derecho continental (Ambos, Treatise).

G. Derecho penal transnacional y derecho penal local El derecho penal transnacional está compuesto por las disposiciones contenidas en los tratados y convenciones internacionales que establecen crímenes de trascendencia internacional o international crimes que no forman parte del derecho penal internacional (Werle, 92). Ellas obligan, con diversos matices, a establecer ciertas conductas como delitos e imponerles penas, pero sus disposiciones no son autoejecutables ni existen tribunales u organismos internacionales creados o que se puedan crear para su aplicación directa por la comunidad internacional, sino que requieren de implementación en cada Estado Parte, mediante la dictación de una ley, formalmente diferenciada del tratado que se trate, que describa la conducta punible y señale la pena o medida de seguridad aplicable, como exigen los arts. 19 N.º 3, 54 y 63 N.º 2 y 3 CPR (STC 3.11.2009, Rol 1504). No obstante, su contenido normativo como fuente mediata para la determinación del sentido y alcance de las leyes nacionales que los implementan es innegable, particularmente en tanto la ley interna contiene referencias conceptuales y normativas al tratado internacional que le dio origen (Cárdenas, “Aplicabilidad”, 125. O. o. Navarro D., 109). Así, p. ej., la Ley de Caza, N.º 19.300, se remite directamente en sus arts. 30 y 31 al Convenio CITES para determinar las especies en peligro de extinción cuya caza y tráfico ilícito se sanciona.

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La importancia del derecho penal transnacional para la formación del derecho penal local en el cambio de siglo ha sido fundamental y ha determinada buena parte de las reformas a los delitos de tráfico ilícito de drogas (Ley 20.000), lavado de activos (Ley 19.913), financiamiento del terrorismo (Ley 18.314), tráfico de animales en peligro de extinción (Ley 20.962), pornografía infantil (art. 467), cohecho y otros delitos de corrupción de empleados públicos y particulares (arts. 233 a 250), trata de personas y tráfico de inmigrantes (arts. 411 bis a quinquies), entre otras materias. Esta influencia de los tratados en la reforma del derecho penal local se extiende también a su parte general, incorporándose para su implementación nuevas reglas que amplían las posibilidades de extradición y juzgamiento para evitar los paraísos jurisdiccionales (art. 6 COT), y la importantísima modificación que establece la responsabilidad penal de las personas jurídicas por la Ley 20.393 (para un panorama de la influencia de estos tratados en la legislación nacional, v. Nilo, “Globalización”, 69). En Europa, a partir de las regulaciones expresas del llamado Tercer Pilar del Tratado de la Unión (reglas penales de protección del sistema de justicia europeo) y la sucesión de Directivas y acuerdos de los Estados miembros en materias penales se habla de un derecho penal supranacional, esto es, de un derecho penal originario de la Unión, con sus propias sanciones y órganos competentes de aplicación, diferenciado de los derechos locales (Carnevali, Unión Europea). Sin embargo, estas disposiciones funcionan propiamente como un sistema de derecho penal transnacional de carácter regional en vez de uno supranacional, sin que se haya llegado a la constitución de tales órganos independientes, razón por la cual más de un autor califica de “ilusión” la supuesta existencia de un derecho penal comunitario (Bernardi, 1159. Las dificultades para la creación de un verdadero derecho penal supranacional en un continente con diversas tradiciones jurídicas pueden verse en Ambos, “Desarrollo”, 51; y Carnevali, “Armonización”).

H. Derecho administrativo sancionador y derecho penal a) El aspecto problemático de la distinción Toda norma que no emane del Poder legislativo está impedida de crear delitos, sancionando penalmente conductas determinadas. Del mismo modo, toda autoridad diferente del Poder Judicial está impedida de imponer sanciones penales. Sin embargo, la mayor parte de las sanciones que el art. 21 identifica como penas pueden, materialmente, también ser impuestas por las autoridades administrativas para el aseguramiento del orden y las finali-

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dades de servicio y control del Estado. Ello ocurre particularmente las multas e inhabilidades para ejercer ciertos cargos, profesiones, oficios, derechos o actividades determinadas. De allí que el art. 20 ha debido aclarar que no se reputan penas, entre otras sanciones, las “correcciones que los superiores impongan a sus subordinados y administrados en uso de su jurisdicción disciplinal o atribuciones gubernativas”. El conjunto de normas que establecen estas sanciones se conoce como derecho administrativo sancionador, que comprende las atribuciones gubernativas generales para imponer sanciones a todos los ciudadanos y el llamado derecho disciplinario, que solo rige para quienes tienen una especial relación de subordinación y servicio con el Estado, como los funcionarios públicos regidos por el EA y los de las Fuerzas Armadas, en relación con sus ordenanzas de disciplina interna, o los Diputados y Senadores respecto de las faltas contempladas en la Ley Orgánica del Congreso Nacional, p. ej. Ocasionalmente, estas normas disciplinarias se extienden a terceros sujetos a la potestad de los órganos del Estado, como sucede con las medidas disciplinarias que pueden adoptar los Tribunales de Justicia respecto de quienes desempeñan funciones auxiliares de la administración de justicia (abogados, notarios, conservadores, receptores, relatores, etc.), se presentan a litigar ante ellos o en las audiencias que celebren (art. 530 COT) o se encuentran detenidos, presos o condenados. Por lo anterior, hay que convenir que, en términos normativos, la delimitación entre el derecho penal y el administrativo sancionador es “enteramente formal: son penas o multas penales las impuestas por un tribunal con competencia en materia penal y en el marco de un procedimiento penal”, y el resto, no (Hernández B, “Comentario”, 446. O. o. Letelier, 672; Aracena, 113; Londoño, “Tipicidad”, 152; y van Weezel “Paradigma”, 1008, quienes ven una diferencia material en las diferentes funciones que cumplirían ambos ordenamientos). Sin embargo, el TC ha señalado que sí existiría un límite material al derecho administrativo sancionador que permitiría diferenciarlo del derecho penal, no en cuanto a sus funciones, pero sí referido a la naturaleza de las sanciones a imponer: la imposibilidad de que la Administración imponga sanciones privativas de libertad que no sean al menos revisables por un tribunal con competencia en lo criminal (STC 21.10.2010, Rol 1518). Es dudosa, por tanto, la constitucionalidad de las ordenanzas municipales que imponen sanciones restrictivas de libertad o privaciones temporales de éstas, como la N.º 1756 de 2007, de la Municipalidad de Arica que impone la sanción de trabajo en beneficio de la comunidad a sus infractores. Del mismo modo, parecen contrarias al orden constitucional las disposiciones de carácter local que pretenden interpretar con carácter general la ley penal

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—labor reservada al legislador, art. 3 CC—, declarando que los grafitis o rayados en muros constituyen el delito de daños del art. 484 del CP, como el art. 8 Ordenanza Municipal de Coquimbo, de 8.10.2009, N.º 5927. En cambio, los apremios o arrestos temporales para forzar el cumplimiento de obligaciones determinadas no son penas y se admiten por regla general, en la medida que respeten los principios de legalidad y proporcionalidad (Fernández C. y Boutaud, 363). Esta delimitación material entre las sanciones disponibles entre uno y otro ordenamiento explicaría por qué la multa-pena si no es satisfecha por el condenado, puede convertirse por vía de sustitución y apremio en pena de reclusión, hasta un máximo de seis meses o de trabajo en beneficio de la comunidad (art. 49); mientras las multas administrativas no son convertibles y el Estado solo podría cobrar el importe por la vía ejecutiva o propiamente administrativa que la regulación particular establezca. Tampoco se hacen constar en el registro de antecedentes del sancionado ni obstan la procedencia de la circunstancia atenuante 6.ª del art. 11, sobre conducta anterior irreprochable. Lo mismo se aplica a todas las otras sanciones administrativas, como la clausura del establecimiento, la cancelación del permiso para ejercer determinada actividad, la revocación de la personalidad jurídica, la suspensión de actividades u obras, etc. No obstante, de manera excepcional, nuestro sistema legal conoce la posibilidad de imponer privaciones administrativas de la libertad personal por exigencias sanitarias con posibilidad de revisión judicial, en casos de enfermedades contagiosas o problemas graves de salud mental, alcoholismo o dependencia a las drogas (arts. 22, 34 y 130 Código Sanitario; y SCS 12.9.2019, Rol 13279-19). Por otra parte, cada vez se ha ido abandonando con más fuerza la idea de que el derecho administrativo sancionador sería sustancialmente semejante al derecho penal por ser ambos expresión de un mismo ius puniendi, existiendo entre ellos solo una diferencia cuantitativa, debiendo aplicarse a las sanciones administrativas las garantías mínimas de derecho penal, aunque “con matices” (DCGR 26202, de 2017; Cordero, 155). En efecto, la aplicación “con matices” de las garantías penales al derecho administrativo sancionador no parece más que una declaración retórica cuando dichos matices se reducen a su mínima expresión, como sucede con la flexibilidad aceptada para dar “aplicación” al principio de tipicidad en el derecho administrativo (Krause, “Taxatividad”, 236). Ello explica el abandono de esta propuesta por la actual jurisprudencia administrativa, que sostiene: “si bien en épocas pretéritas parecía indispensable acudir al ordenamiento penal para alcanzar la protección del ciudadano frente al ejercicio de la potestad sancionatoria de la Administración, el estado actual de desarrollo del dere-

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cho administrativo, tanto por la vía normativa como jurisprudencial, hacen innecesaria esa operación”, por lo que “descartada la necesaria aplicación de las normas y principios del derecho penal al ejercicio de la potestad sancionatoria de la Administración para alcanzar la finalidad garantista que la justificaba, resulta menester entonces acudir al derecho común en aquellas materias no reguladas por el derecho administrativo, el que en nuestro caso corresponde al Código Civil” (DCGR 24731, de 12.9.2019). No obstante, la jurisprudencia judicial parece mantener el criterio de la aplicación “con matices” de las garantías del derecho penal al Administrativo Sancionador, como si fuesen parte de un mismo sistema (STC 27.07.2006, Rol 480 y SCS 30.10.2014, RCP 42, N.º 1, 141, con nota crítica de J. I. Núñez). Esta tesis, según la doctrina administrativa, significaba que “los principios de legalidad y tipicidad y, desde luego, todos aquellos que garantizan el derecho de las personas a la defensa jurídica y la protección de sus derechos, en la aplicación del derecho penal, como el debido proceso, el justo y racional procedimiento, proporcionalidad, razonabilidad, culpabilidad, deben ser aplicables también al ámbito del ius puniendi ejercido por el Estado Administrador (Navarro B., 243). Sin embargo, en la práctica reciente de los tribunales superiores también se ha ido dejando de lado, particularmente en relación con la aplicación de las reglas de la prescripción de las sanciones administrativas, que se remiten al derecho civil (SCS 23.10.2018, Rol 44510-17) y, sobre todo, a la habilitación de la imposición de sanciones simultáneas o sucesivas por hechos sujetos a la jurisdicción administrativa y a la penal (SCS 6.9.2019, Rol 14091-19). Para una reforma futura, parece razonable la propuesta de diferenciar formal y materialmente entre la imposición de sanciones privativas o restrictivas de libertad, a cargo del sistema penal, y las otras sanciones pecuniarias y privativas de derechos, que podrían quedar a cargo de un sistema administrativo, posibilitando así su aplicación conjunta, restando únicamente el problema de coordinación de las penas a imponer a las personas jurídicas, cuyas sanciones no pueden ser corporales, como las de las personas naturales (similar, pero distinguiendo dos subsistemas de sanciones privativas de libertad, según el carácter atribuido de “prospectivo” y “perspectivo” —algo que no corresponde a la naturaleza de la sanción, sino al observador o a la intencionalidad de quien la impone—, v. en Wilenmann, “Imposición”, 59).

b) Inexistencia, en principio, de bis in idem y reglas de coordinación El art. 20 establece la regla general de separación de jurisdicciones en nuestro ordenamiento, de conformidad con la cual son independientes y

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compatibles entre sí las sanciones y procesos penales, administrativos disciplinarios y administrativos sancionadores (gubernativos), que pueden imponerse y desarrollarse simultáneamente (SCS 6.9.2019, Rol 14091-19, y SCA Santiago 20.1.2017, RCP 44, N.º 2, 295, con nota aprobatoria de R. Collado). Muchas leyes que imponen sanciones administrativas y penales reiteran esta regla con frases de estilo que dejan a salvo la responsabilidad penal o declaran que las sanciones impuestas son “sin perjuicio” de las establecidas por la ley penal, etc. (p. ej., arts. 174 Código Sanitario, 136 Ley General de Pesca y art. 63 Ley 18.045). Estas reglas no se oponen a la Constitución, que nada dice al respecto, ni tampoco a los Tratados Internacionales sobre Derechos Humanos, cuyas disposiciones solo limitan la doble persecución penal (art. 8 N° 4 CADH y art. 14 N° 7 PIDCP), y así lo han resuelto nuestros tribunales, con el argumento de que las diferentes jurisdicciones cumplen distintas funciones (SCS 28.9.2020, Rol 21.05420; STC 26.11.2013, Rol 2402). Una regulación similar rige la separación de jurisdicciones respecto de la responsabilidad civil extracontractual, que puede perseguirse con total independencia del proceso penal, aún en casos de dictarse sentencia absolutoria (arts. 67, 68, 170 CPP y 179 CPC). Esta es la doctrina que se aplica, de antiguo, tratándose de hechos que constituyen infracción de tránsito y delito de la Ley 18.290 (Villalobos, Figueroa y Maggiolo, 32). En el extremo, la indemnización civil por el daño causado por un delito incluso tiene su propio plazo de prescripción (4 años), que corre con total independencia del de las acciones penales que se ejerzan, sin perjuicio de su eventual suspensión por aplicación del art. 167 CPC (SSCS 12.8.2014, RCP 41, N.º 4, 147, con nota aprobatoria de R. González; y 12.9.2019, Rol 13143-18). La razón de fondo para admitir este cúmulo de sanciones parece encontrarse en la respuesta a la siguiente pregunta: “¿Por qué el legislador que puede disponer legítimamente la imposición simultánea de varias penas no puede prever la imposición conjunta de penas y sanciones administrativas solo porque para ello deben actuar distintos órganos competentes?” (Hernández B., “Actividad administrativa”, 571). Sin embargo, la completa compatibilidad y duplicidad de sanciones no es la única forma de coordinación entre estas jurisdicciones que la ley reconoce. Es posible emplear mecanismos de prevención de la acción penal, como la acción pública previa instancia particular, para subordinar la sanción penal a la decisión de un organismo especializado, como sucede respecto de los delitos electorales, art. 27 quáter Ley 19.884, y los que atentan contra la libre competencia, art. 64 DL 211 (Maldonado, “Delitos”, 701; y Gagliano y Aracena, 144, respectivamente). Y también es posible emplear un sistema de unificación de competencia, como lo dispone el art. 14 e) COT que hace

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competentes a los Juzgados de Garantía para conocer y fallar “las faltas e infracciones comprendidas en la Ley de Alcoholes”, de modo que nunca se produciría una doble sanción impuesta por tribunales diferentes por los hechos constitutivos de infracción y falta.

c) Efectos del derecho penal en el derecho administrativo En los Títs. III y V L. II CP y en otras leyes especiales hay diversos delitos que sancionan ciertos hechos que pueden constituir también infracciones de deberes específicos de empleados públicos. Además, los efectos administrativos de sufrir una sanción de carácter penal, con independencia del delito de que se trate, no dejan de ser relevantes: de acuerdo a lo dispuesto en el art. 125 c) EA, se castiga con la medida disciplinaria de destitución al funcionario que ha sufrido una “condena por crimen o simple delito”, en tanto que el art. 12 e) y f) del mismo cuerpo legal establece como requisitos para ingresar a la Administración del Estado “no haber cesado en un cargo público” “por medida disciplinaria” y “no hallarse condenado o acusado por crimen o simple delito”. En consecuencia, la condena por cualquier crimen o simple delito trae aparejada la privación del empleo o cargo público que se desempeñe y la incapacidad para ejercerlo en el futuro, traducida en la imposibilidad de ingresar nuevamente a la Administración Pública. A ello se agrega que quien ha cumplido el tiempo de su condena y de las accesorias correspondientes, para poder reingresar a la Administración Pública necesita el transcurso de cinco años desde la fecha de la destitución (art. 12 e) EA) y un decreto supremo de rehabilitación (art. 38 f) Ley Orgánica CGR). La anterior doctrina de la Contraloría, según la cual las penas impuestas no obligaban a la destitución si se suspendían por aplicación de la Ley 18.216 ha sido modificada, entendiéndose ahora que el cambio de los beneficios originales de suspensión de penas en la Ley 18.216 por “penas sustitutivas”, operado por la Ley 20.603, hace obligatoria la destitución, pues el condenado no deja de sufrir la pena accesoria correspondiente ni de cumplir una pena, aunque distinta, sin que su condena se encuentre suspendida como antes (DCGR N.º 60385, 22.3.2018).

§ 4. Principio de legalidad como garantía La garantía del principio de legalidad contemplada en el art. 19 N.º 3 CPR es complementada por las normas de distribución de competencias de la propia Constitución, que dispone en su art. 63 N.º 2 y 3, que “solo son

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materias de ley” “las que la Constitución exija que sean reguladas por una ley” y “las que son objeto de codificación, sea civil, comercial, procesal, penal u otra”, y en los art. 65 y 75 un proceso legislativo en que supone el acuerdo entre el Congreso Nacional y el Presidente de la República en la tramitación y formación de la ley, como autoridades políticas electas y representantes de la soberanía nacional. En consecuencia, puede que “un hecho especialmente refinado y socialmente dañoso, claramente merecedor de pena, quede sin castigo, pero este es el precio (no demasiado alto) que el legislador debe pagar para que los ciudadanos estén a cubierto de la arbitrariedad y dispongan de la seguridad jurídica (esto es, que sea previsible la intervención de la fuerza penal del Estado)” (Roxin AT I, 140). Esto sucede, p. ej., cuando un hecho no está contemplado en el sentido literal de una ley penal vigente o lo estuvo en una que ha sido derogada. En tales casos, el art. 21 CPR permite al imputado recurrir de amparo directamente ante las Cortes de Apelaciones y la Corte Suprema, sin esperar los resultados de la investigación y juicio criminal. Ante el Juez de Garantía y, en apelación, ante la Corte respectiva, también se puede alegar la improcedencia de una persecución criminal apartada de los límites del principio de legalidad, por medio de la solicitud de sobreseimiento definitivo del art. 250 a) CPP (“cuando el hecho investigado no fuere constitutivo de delito”). Y frente a condenas por hechos no constitutivos de delito, cabe el recurso de nulidad por errónea aplicación del derecho del art. 373 b) CPP. Pero más allá de los aspectos formales, el principio de legalidad también tiene un aspecto material o positivo, al comprender los de tipicidad, conducta y retroactividad favorable, cuya potencial infracción en un caso concreto puede ser objeto tanto de un recurso de inaplicabilidad ante el TC como uno de amparo o de simple nulidad por infracción de derecho ante las Cortes respectivas. No está de más insistir que no se trata aquí de un sistema de garantías que pueda derivarse de principios ajenos a su consagración constitucional, como proponen quienes ven en ellos manifestaciones de principios inmanentes e independiente de toda organización política, como la seguridad jurídica (Oliver, “Seguridad”, 196). Hay que insistir en que, por más que pueda encontrarse en tales explicaciones coincidencias con los resultados de una regla constitucional, lo cierto es que la historia de la humanidad y su realidad actual demuestran que las garantías de que ahora disfrutamos son resultado de una transformación política y contingente, expresada en un ordenamiento positivo concreto y siempre en peligro frente a una potencial regresión autoritaria.

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A. Principio de legalidad como garantía formal a) Exclusión de los decretos con fuerza de ley como fuente legítima del derecho penal El art. 64 CPR autoriza al Congreso para delegar facultades legislativas en el Presidente de la República, siempre que no se extienda “a materias comprendidas en las garantías constitucionales”. Luego, como el principio de legalidad es una garantía constitucional, el Presidente de la República está impedido de legislar delegadamente en materias penales, estableciendo delitos o circunstancias que agravan la responsabilidad penal. Sin embargo, el TC ha validado esta forma de legislación penal delegada, en la medida que ella solo reformule o exprese el contenido de disposiciones vigentes con anterioridad e incorporadas en “la conciencia jurídica del pueblo” (STC 19.05.2009, Rol 1191, con comentario crítico de Fernández C., “Conciencia”, 243). Con esta argumentación no solo se trae a la memoria la fraseología del sistema penal nacionalsocialista, sino que se permite al Presidente simplemente no aplicar la Constitución vigente cuando legisla de manera delegada, traspasando todos los “límites impuestos, tanto por el modelo procedimental, como del minimalista de control constitucional de las leyes penales” (Fernández C., “Tribunal”, 195).

b) Exclusión de la normatividad de facto: el problema de la aplicación de los decretos leyes Los decretos leyes no son leyes, “carecen de existencia en cuanto normas y por consiguiente sus mandatos y prohibiciones dejan de surtir efecto cuando desaparece la autoridad de facto que les otorgaba la coactividad en que se basaba su imperio” (Cury PG I, 206). Sin embargo, es inútil negar que antes de la dictadura de 1973‑1989 se sostuvo la necesidad de asumir, por “razones prácticas” de diversa índole, la vigencia de los decretos leyes dictados entre 1925‑1933 por los gobiernos de facto de entonces (Novoa PG I, 127); y que, con posterioridad a 1989 la revisión de los, literalmente, miles de decretos leyes y “leyes” dictadas por la última Junta Militar resultó impracticable por evidentes razones políticas, entre ellas, el hecho de mantenerse el General Pinochet como Comandante en Jefe del Ejército, primero, y luego como Senador designado, durante los primeros diez años de retorno a la democracia, sin contar con que la Constitución vigente se promulgó también por decreto ley. En obedecimiento a esta situación de necesidad, la fórmula que de hecho se ha empleado

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es suponer que el legislador democrático acepta tácitamente que dichas regulaciones sean parte del ordenamiento jurídico mientras no las derogue. Pero esta aceptación no importa más que una validación transitoria, por razones de necesidad, que está siempre sujeta a revisión por el legislador democrático y, en caso de no ser ello posible, por los propios tribunales, como aconteció con el proceso que llevó a la inaplicabilidad del DL 2.191, de auto amnistía, según veremos en el Cap. 14, § 2, A. Lo que ocurre aquí es que la aceptación por razones de necesidad de los DL no importa su validez (solo son válidas las leyes dictadas conforme a la Constitución) y, por tanto, en casos extremos de incompatibilidad de tales disposiciones con el ordenamiento democrático su desconocimiento es lícito, si mantener su vigencia importa la no aplicación de normas superiores como la Constitución y los Tratados Internacionales sobre Derechos Humanos (Gargarella, Castigar, 152). Ello ocurre con el citado DL 2.191 que, desde la perspectiva del derecho penal internacional penal puede verse como un acto de auto encubrimiento y, por tanto, “manifiestamente delictivo” al que no alcanzan las razones de necesidad que imponen el mantenimiento del resto de los DL en nuestro sistema (Bustos y Aldunate, 530. O. o., van Weezel, 763, para quien la validez de ese DL y de las sentencias absolutorias y los sobreseimientos dictados en su aplicación no es discutible, al menos, hasta la entrada en vigor en Chile de la CADH, a partir de la cual solo podría considerarse inaplicable y, eventualmente, inconstitucional, por el TC).

B. Principio de legalidad como garantía material (I): Principio de tipicidad a) Inconstitucionalidad de las leyes penales que no describen expresamente la conducta sancionada El art. 19 N.º 3 inc. 9 prescribe que “ninguna ley podrá establecer penas sin que la conducta que se sanciona esté expresamente descrita en ella”. Esta exigencia se conoce también como principio de tipicidad, recogido por el TC aludiendo indirectamente a las ideas de Beccaria, para quien solo la ley puede establecer delitos y debe hacerlo de manera clara y sencilla, de manera que las personas puedan adecuar su conducta a ella y evitar cometerlos (Ramírez G., “Vigencia”, 329). Así, se afirma que esta exigencia de tipicidad se cumple cuando “la conducta que se sanciona esté claramente descrita en la ley, pero no es necesario que sea de modo acabado, perfecto, de tal manera llena que se baste a sí misma, incluso en todos su aspectos no esenciales” (STC 4.12.1984, Rol 24); y su función sería asegurar a las

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personas “la facultad de actuar en sociedad con pleno conocimiento de las consecuencias jurídicas de sus actos” (STC 19.5.2009, Rol 1191). En consecuencia, mientras “más precisa, pormenorizada sea la descripción directa e inmediata contenida en la norma” mejor cumple la ley penal con la garantía del principio de legalidad, pero la ley “también puede consignar términos que a través de la función hermenéutica del juez, permitan igualmente obtener la representación cabal de la conducta”, como cuando la ley sanciona un hecho únicamente mencionando la conducta que se trata (STC 30.03.2007, Rol 549, que declaró conforme a la Constitución el art. 434, en tanto sanciona los “actos de piratería”, dejando a la discusión jurisprudencial su delimitación). De conformidad con esta doctrina, serían también constitucionalmente admisibles los delitos en que solo se menciona el verbo rector o el resultado (“el que mate a otro” del art. 391 N.º 2), si ello habilita el conocimiento de la norma por el ciudadano, dejando para la discusión doctrinal la fijación de los límites del alcance del delito (quién es el otro, qué conductas pueden “matar”, cuándo se produce la muerte para configurar el delito, etc.). Y también aquellos en que cualquier persona puede comprender su contenido, como es el del art. 277, que sanciona el abrir casas de juego de azar sin la competente autorización, que no constituiría ni ley penal en blanco ni un tipo abierto (STC 10.9.2015, DJP 32, 121). Esta doctrina es similar a la del TC Alemán cuando sostiene que “la exigencia de precisión en la ley no debe ser exagerada, de otra forma, las leyes serían demasiado rígidas y casuísticas” y que las descripciones generales y remisiones normativas son admisibles, si pueden concretizarse por la jurisprudencia con la ayuda de los métodos tradicionales de interpretación, sobre todo teniendo en cuenta los destinatarios de las normas, pues las disposiciones referidas a ámbitos de actividad específicos y muy regulados admiten mayor referencia a esa regulación (BVerG 48, 48, de 1978, Casos DPC, 9. En sentido similar, la sentencia de 23.6.2010, BVerG 126, 170, enfatiza en que, mediante la interpretación, es posible concluir que casos comprendidos en la letra de la ley se estimen no punibles, pero no ampliar la penalidad a casos no comprendidos en su sentido literal posible, lo que constituiría una analogía prohibida). En cambio, se ha estimado que producen un efecto contrario a la Constitución aquellos supuestos en que la ley entrega al juez la decisión de considerar como delito hechos no descritos siquiera someramente en ella, como en el caso del art. 433 CJM (STC 28.1.2006, Rol 2773). También se ha considerado contrario a la Constitución un proyecto de ley en que la descripción del delito era, por su “vaguedad e imprecisión” tan “extraordinariamente genérica” que permitía “que cualquier conducta pueda ser califica-

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da como suficiente para configurar el delito” (STC 22.4.1999, Rol 286: Se trataba de una disposición que pretendía sancionar penalmente al que “continuare entorpeciendo la investigación [de la Fiscalía Nacional Económica] o se rehusare a proporcionar antecedentes que conozca o que obren en su poder”). Este parece ser el mismo sentido en que la Corte Suprema de los Estados Unidos entiende la “doctrina de la vaguedad”, afirmando que “una ley vaga no es ley en absoluto”, transgrede el principio de separación de poderes y la exigencia de que las leyes “le den a la gente común una advertencia justa sobre lo que exige de ellos”, pues “transfiere la responsabilidad de la legislatura de definir la conducta criminal a fiscales y jueces” “y deja a la gente sin una manera segura de saber qué consecuencias tendrá su conducta” (US v. Davis and Gloverd, 588 USSC, 2019. Antes, en similar sentido Papachristou v. City of Jaksonville, 405 US 1972, negando la constitucionalidad de la definición de vagancia como pasar “habitualmente” en “lugares en los que se vendan o se sirvan bebidas alcohólicas” o vivir “de los ingresos de sus esposas o hijos”, actividades en las que cualquiera podría incurrir, como miembros de clubes exclusivos y cesantes, p. ej. En Casos DPC, 9, se cita, en ese mismo sentido, una sentencia de la Corte Suprema de Argentina de 12.2.1988). Por su parte, el TC español admitió la existencia de cláusulas abiertas o necesitadas de complementación judicial en la formulación de los tipos penales siempre y cuando, admitida la necesidad de su establecimiento (lo que nosotros entendemos como “principio de reserva”), su concreción sea posible en virtud de criterios lógicos, técnicos o de experiencia y “no aboque a una inseguridad jurídica insuperable con arreglo a los criterios normativos” (SCT España 29.4.1989, Rol 69/1989). Sin embargo, salvo casos excepcionales, las declaraciones de inaplicabilidad por infringir la garantía de tipicidad en Chile son escasas, primando el criterio de que la existencia de una posible interpretación conforme a la Constitución es suficiente para rechazar los requerimientos, como en la doctrina del TC Alemán. Este criterio ha sido criticado por permitir la sustitución de una garantía que se entiende formal (“la definición típica es suficiente o no lo es” para describir la conducta punible) por una apreciación subjetiva que dependería de la “benevolencia” de los tribunales en darle a la ley en el caso concreto la interpretación conforme a la que el propio TC propone (van Weezel, Tipicidad, 57). A nuestro juicio, aunque el ideal de claridad y sencillez en las leyes propuesto por Beccaria como expresión del principio de legalidad se enfrenta a una imposibilidad lingüística (el lenguaje siempre es impreciso), la inconveniencia política (siempre es posible un acuerdo sobre términos vagos antes

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que precisos) y su impracticable aplicación directa (la inevitable mediación de doctrina y jurisprudencia en su interpretación y aplicación), no por ello debe abandonarse si tales dificultades pueden subsanarse aceptando que “la decisión penal fundamental provenga de quien está democráticamente legitimado para adoptarla”, procurando que la ley favorezca “la estabilidad en las interpretaciones a través de la máxima taxatividad posible” (Ossandón, “Oscuridad”, 83); y, sobre todo, ofreciendo interpretaciones acordes con ese ideal, sometidas a las reglas legales que lo objetivan (arts. 19 a 24 CC) y, en casos de enfrentarse a una absoluta indeterminación de los términos de la ley o a la constatación de una irresoluble diferencia de interpretaciones que produzca inseguridad jurídica, expresar con claridad esa problemática, para habilitar a los jueces y abogados el empleo de los recursos constitucionales y procesales disponibles para declarar el efecto contrario a la constitución que esas disposiciones legales producen (art. 93, N.º 5 CPR) o procurar un pronunciamiento de la Corte Suprema que unifique las interpretaciones divergentes (Art. 376 CPP).

b) Ley penal en blanco propiamente tal Leyes penales en blanco propiamente tales son las que remiten la determinación de la materia de la prohibición a una norma de rango inferior, generalmente un reglamento u otra disposición normativa emanada de la autoridad administrativa. Un ejemplo es la Ley 20.000, que sanciona el tráfico ilícito de estupefacientes, cuyo art. 63 delega expresamente en el Presidente de la República la facultad de reglamentar cuáles son las sustancias y especies vegetales a las que se refieren sus arts. 1, 2, 5 y 8; y otro el del art. 318 CP, que sanciona al que “pusiere en peligro la salud pública por infracción de las reglas higiénicas o de salubridad, debidamente publicadas por la autoridad, en tiempo de catástrofe, epidemia o contagio”. Según el TC, tales normas se ajustan al texto de la Constitución cuando “el núcleo de la conducta que se sanciona está expresa y perfectamente definido” en la ley propiamente tal, dejando a las normas de rango inferior “la misión de pormenorizar” los conceptos legales (STC 4.12.1984, Rol 24). Pero no resultan admisibles cuando tal determinación se entrega únicamente al tribunal, como sucede en el caso del art. 299 N.º 3 en relación con el art. 433 CJM, que radica en el juez militar decidir si una falta es o no constitutiva de delito, sin referencia legal (STC 28.1.2016, RCP 43, N.º 3, 73, con nota crítica de J. Vásquez. Además, v. Ossandón, “Caso ‘Antuco’”, 20, con referencias a la evolución del TC en esta materia).

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Además, según el TC, en los casos que es admisible la remisión, la norma complementaria no debe contener expresiones vagas e imprecisas y debe estar comprendida en un decreto supremo emanado de la potestad reglamentaria del Presidente y publicado en el Diario Oficial y no en otros actos normativos de menor jerarquía (STC 27.9.2007, Rol 781. Esta exigencia había sido anticipada ya en 1985 por Yáñez, “Ley penal en blanco”, 235). Finalmente, debería tenerse en cuenta que la determinación de hasta qué punto es admisible o no la remisión o lo precisado o no que debe estar el “núcleo esencial de la conducta”, puede verse como un ejercicio de ponderación entre el principio de legalidad y la necesidad práctica de la existencia de esta clase de remisiones, por lo que, a falta de suficiente justificación de esa necesidad, podría estimarse inconstitucional la remisión en sí misma, con independencia del cumplimiento de las formalidades previstas al efecto (Winter, “Legalidad”, 143).

c) Ley penal en blanco impropia Leyes penales en blanco impropias son aquellas en que el complemento de la conducta o la sanción se halla previsto en el mismo código o ley que contiene el precepto en blanco o en otra ley, producto de lo que, con razón se denomina “pereza legislativa” (Politoff DP, 81). Ejemplos de ese modo de proceder son el art. 470, N.º 1 CP, que se remite, en cuanto a la penalidad, a lo dispuesto en el art. 467 CP. Puesto que en tales casos tanto la conducta como sus circunstancias, así como la pena prevista para el delito, se encuentran comprendidas en normas que revisten el carácter de ley en sentido estricto, no presenta problemas relativos al principio de legalidad, que no parece exigir una determinada técnica legislativa. No obstante, cuando la determinación del ámbito de lo punible y sus penas se haga extremadamente difícil para el ciudadano común, por la multiplicidad eventual de remisiones o el recurso a disposiciones de carácter civil o administrativo vagas e imprecisas, bien podría enfrentarse también un problema de constitucionalidad (Cury PG I, 213). Este podría ser el caso del art. 64 inc. 1 Ley 16.271, que remite la sanción penal del fraude en el impuesto a las herencias al art. 97 N.º 4 del CT, cuyos cuatro incisos contienen penas diversas. Aunque según el TC no existe un vicio en esa remisión, no es menos cierto que la pena no se encuentra determinada y debe hacerse un verdadero esfuerzo interpretativo para establecer a cuál de los incisos se remite la disposición cuestionada (STC 14.3.2017, RCP 44, N.º 4, con nota crítica de M. Schürmann).

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d) Inconstitucionalidad de las leyes penales que contemplan elementos normativos que remiten a normas inferiores no comprendidas en decretos supremos En la descripción de las conductas punibles no solo se recurre a elementos puramente descriptivos, que indican sus propiedades comprobables empíricamente (verbo rector, objeto material, resultado y circunstancias), sino también a términos cuyo sentido solo es aprehensible por medio de valoraciones culturales (p. ej., las buenas costumbres del. art. 373), o propiamente jurídicas (p. ej., la definición de empleado público del art. 260). Aquellos son los llamados elementos normativos del tipo, cuya constitucionalidad no es discutida (STC 13.8.2009, Rol 1281). Pero cuando estos elementos normativos hacen referencia a valoraciones jurídicas que debieran comprenderse en regulaciones legales o de rango inferior que autorizan, prohíben o permiten ciertas conductas, se trataría de un caso especial de ley penal en blanco sujeto también a las exigencias de que la regulación complementaria se contenga en normas contempladas en un decreto supremo, dictado en ejercicio de la potestad reglamentaria del Presidente de la República y publicado en el Diario Oficial, afirmándose la inconstitucionalidad de remisiones a otros cuerpos normativos de rango inferior (STC 27.9.2007, Rol 781). Además, el TC no exige que esta clase de remisiones normativas sea expresa, en el sentido que la ley penal debiese indicar que sería complementada por una norma inferior, bastando que ello se infiera de la existencia de un elemento normativo y se cumpla con el requisito de que la norma de complemento esté contemplada al menos en un DS (STC 3.11.2011, Rol 1973. O. o. Ortiz Q., “Leyes penales en blanco”, 159).

e) Inconstitucionalidad de las leyes penales en blanco al revés Ley penal en blanco al revés es aquella en que la ley describe completamente la conducta punible, pero entrega su sanción a una potestad normativa de jerarquía inferior. Un ejemplo se contiene en el art. 21, que remite la determinación de la pena de “incomunicación con personas extrañas al establecimiento penal” al Reglamento Carcelario, sin fijar ni su límite máximo ni las modalidades de su aplicación. Esta clase de disposiciones son inconstitucionales pues, al contrario de las situaciones recién analizadas, estamos ante una técnica legislativa claramente contraria al texto del art. 19, N.º 3 inc. 8 CPR, en esta disposición “no existe posibilidad de encomendar a otra instancia legislativa [in-

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ferior] la determinación de la punibilidad del hecho” (Cury, Ley penal, 43). Afortunadamente, la disposición del art. 21 carece en el presente de aplicabilidad, al no contemplar el Reglamento de Establecimientos Penitenciarios la regulación a que hace referencia.

C. Principio de legalidad como garantía material (II): Principio de conducta El art. 19 N.º 3 inc. 8 CPR se refiere expresamente a la conducta sancionada como objeto de la legislación penal. En su sentido natural y obvio, la expresión conducta significa la “manera con que los hombres se comportan en su vida y acciones”. Los Tratados Internacionales sobre Derechos Humanos especifican esas maneras refiriéndose precisamente a acciones u omisiones. La cuestión relevante es cómo se describen legalmente esas maneras de comportarse o, en otros términos, cómo se definen las clases de comportamiento a los que se atribuye como consecuencia una pena. La forma usual del lenguaje es recurrir a los verbos que en él existen. Por eso pueden considerarse “conductas” casi todos los hechos de que dan cuenta los verbos del lenguaje (“maneras de comportarse”), como dar muerte a otro, poseer objetos ilícitos, ofrecer su venta, proponer negocios prohibidos, solicitar favores sexuales a los litigantes, expender productos nocivos para la salud, diseminar gérmenes patógenos, ejercer profesiones o actividades comerciales sin el título correspondiente o la competente autorización, etc. Luego, es la configuración normativa de estas conductas, de acuerdo con el uso del lenguaje empleado lo que les otorga tal carácter y no una idea filosófica acerca del comportamiento humano, ajena al derecho positivo y únicamente aceptable desde una determinada subjetividad, sin posibilidad de contrastación objetiva.

a) Inconstitucionalidad del derecho penal de autor El Estagirita afirmaba que “aun al injusto y al intemperante al principio les era posible no llegar a ser tales, y por eso lo son voluntariamente; mas una vez que llegaron a serlo, ya no les es posible no serlo” (Aristóteles, Ética, 96). De allí y otros pasajes que identifican la virtud y el vicio como hábitos, objeto de estudio del Filósofo, se ha pretendido fundamentar la llamada “culpabilidad por la forma de vida”, “por el carácter” o “de autor”, conceptos que significan abandonar el principio básico de la culpabilidad por el hecho en el derecho penal, reemplazándolo por uno propiamente de

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autor que, sin describir conductas, considere punibles características, pensamientos, sentimientos, estados o condiciones humanas: el llamado derecho penal de la raza y la persecución penal por la sola pertenencia a una religión o partido político son los ejemplos extremos del abandono del principio de culpabilidad por el hecho y su reemplazo por la culpabilidad por el modo de vida, o de autor. Esta especie de culpabilidad no existe en nuestro derecho y es contraria al art. 19 N.º 3 inc. 8 CPR, que garantiza el castigo por las conductas de que “somos dueños desde el principio hasta el fin si conocemos las [circunstancias] particulares”, pero no de los hábitos, de los que “somos dueños solo del principio” (Aristóteles, Ética, 99). Sin embargo, parece aceptado que ciertas características personales ajenas al hecho punible, como la edad y la conducta anterior y posterior al delito sean consideradas como factores decisivos en la clase y medida de pena a imponer, como la demuestra la existencia de regímenes sancionatorios diferenciados entre adultos y adolescentes (Ley 20.084) y el valor que se otorga a reincidencia, como agravante (art. 12, 14.ª a 16.ª) y como requisito negativo para la sustitución de las penas privativas de libertad (Ley 18.216). Pero debe rechazarse la subsistencia de medidas de seguridad pre-delictuales, es decir, impuestas en atención a la condición personal del autor sin relación con la realización de una conducta punible, al menos en su aspecto objetivo, como la contemplada en el art. 197 bis de la Ley de Tránsito, que permite por los jueces con competencia en lo criminal, “aunque no medie condena por concurrir alguna circunstancia eximente de responsabilidad penal, decretar la inhabilidad temporal o perpetua para conducir vehículos motorizados, si las condiciones psíquicas y morales del autor lo aconsejan”.

b) Inconstitucionalidad del castigo de los meros pensamientos. Principio de exterioridad La exigencia constitucional de la “perpetración de la conducta” como fundamento de la responsabilidad penal implica que para condenar por un delito deba probarse un comportamiento exterior, perceptible por los sentidos, que pueda describirse como la realización material de la acción o la omisión penada por la ley. En términos generales, en el caso de las acciones, ello requiere probar al menos la realización de ciertos movimientos corporales (delitos formales) o de dichos movimientos, un resultado y la relación causal entre ellos (delitos de resultado); en el de las omisiones, que se realizó una conducta diferente a la esperada.

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Por lo tanto, rige el principio cogitationem poenam nemo patitur (Ulpiano, D. 48, 19, 18: “Nadie sufre pena por su pensamiento”) o principio de exterioridad, que excluye como hechos punibles los meros pensamientos, ideas, planes, deseos o intenciones no comunicados a terceros. Luego, la exigencia mínima para la constitucionalidad de una sanción penal es la comunicación a terceros de ciertas ideas, deseos, intenciones o planes o expresión de ciertas palabras (delitos de expresión). Pero en tales casos, su sanción se encuentra limitada por el ejercicio de la garantía constitucional de emitir opinión e informar, sin censura previa y por cualquier medio (art. 19 N.º 12 CPR), que protege la expresión de ideas políticas, críticas e informaciones de interés público. En relación con los delitos en que se sanciona la aprehensión o un conjunto de hechos equivalentes que denoten control sobre una cosa (delitos de posesión o tenencia), donde la conducta se define como poseer o tener determinados objetos que se consideran ilícitos, como las drogas (Ley 20.000) o la pornografía infantil (art. 374 bis), la doctrina especializada, que reconoce en general la existencia de una conducta en la tenencia o posesión (y así lo expresa el lenguaje natural, al considerar como verbos el tener y el poseer), discute, no obstante, su legitimidad en aquellas situaciones en que se establecen delitos “más allá de toda justificación”, como cuando se confunde la peligrosidad del objeto con la de la persona que lo posee (Cox, “Delitos de posesión”, 142).

c) Principio de conducta y responsabilidad penal de las personas jurídicas Las reglas reseñadas en los apartados anteriores suponen que la conducta punible es realizada por seres humanos, por lo que algunos autores han expresado que no sería posible el castigo penal de las personas jurídicas (van Weezel, “Contra”, 114). Sin embargo, en la interpretación que se ha hecho de la expresión con que se encabeza el art. 19 CPR (“la constitución asegura a todas las personas”), se ha dado a entender que la expresión persona incluye a los entes colectivos o personas jurídicas (STC 20.8.2013, Rol 2381). Por lo tanto, las garantías que la CPR asegura se extienden también a las personas jurídicas. De allí que la expresión “conducta” y la exigencia de la culpabilidad para la sanción de las personas naturales ha de tener también un significado para dichos entes, que no actúan por sí mismos y carecen de subjetividad. Y así lo ha reconocido el propio legislador, al establecer las condiciones y modo de hacer efectiva la responsabilidad penal de las entidades colectivas en la Ley 20.393, donde la conducta punible de las personas jurídicas se entiende como el hecho delictivo imputable a ella, por

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no contar con una organización interna que contemple un sistema efectivo de prevención de delitos.

D. Principio de legalidad como garantía material (III): Principio de culpabilidad y prohibición del versari in re illicita El art. 19 N.º 3 inc. 7 CPR prohíbe al legislador presumir de derecho la culpabilidad. Esta prohibición se reconoce generalmente como el fundamento del principio de presunción de inocencia, de carácter procesal, que se manifiesta en el art. 340 CPP según el cual “nadie podrá ser condenado por delito sino cuando el tribunal que lo juzgare adquiriere, más allá de toda duda razonable, la convicción de que realmente se hubiere cometido el hecho punible objeto de la acusación y que en él le hubiere correspondido al acusado una participación culpable y penada por la ley”. Desde el punto de vista probatorio, la regla constitucional prohíbe imputar la comisión de un delito con la sola prueba de hechos indiciaros, pero diferentes a los que constituyen el delito en sí, si no se ofrece la posibilidad de probar la inexistencia del delito, directamente o mediante otros indicios. Por ello, nuestra jurisprudencia considera constitucionalmente válidas las llamadas presunciones legales, que pueden ser destruidas con pruebas contrarias (SCS 28.2.2013, GJ 393, 143). Sin embargo, desde el punto de vista del derecho sustantivo, parece que el Constituyente va más allá y reconoce el principio de culpabilidad, al menos al dar por supuesta la exigencia de requisitos subjetivos de la responsabilidad penal, como el conocimiento y la intención (la voluntariedad) que, al momento de dictarse su texto se entendían como elementos del delito, según el art. 1 CP (Rodríguez Collao y De la Fuente, 125; Künsemüller, “Principio de culpabilidad”, 1097). Ese es el sentido que el Diccionario da al término culpabilidad: “reproche que se hace a quien le es imputable una actuación contraria a derecho, de manera deliberada o por negligencia, a efectos de la exigencia de responsabilidad”. Más delante (Cap. 12, § 4, N), se discutirá si el principio de culpabilidad puede entenderse, además, como un límite a la medida de la pena, en el sentido de exigir que ésta sea “proporcional” al delito, según propone una parte de la doctrina dominante (Cárdenas, “Culpabilidad”, 69). Por otra parte, desde un punto de vista “antropológico”, hay autores que remiten al reconocimiento de la libertad y dignidad personal en el art. 1 CPR el del principio de culpabilidad como “presupuesto normativo constitucional”, extrayendo de allí incluso conclusiones sobre el supuestamente necesario carácter retributivo de la pena (Náquira, “Constitución”, 192).

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En el sentido que aquí estudiamos del principio de culpabilidad, esto es, exigencia subjetiva de la responsabilidad penal, el CP la establece, en términos generales, como exigencia del dolo y la culpa (Rettig DP I, 185). Sin embargo, la ley contempla también formas más complejas de imputación subjetiva que las descritas en los arts. 1 y 2, agregando elementos como la ignorancia específica de ciertos elementos del delito que “se debe o puede conocer” en la receptación (art. 456 bis A); el conocimiento determinado de otros (“el que conociendo las relaciones que lo ligan” del art. 490); la voluntad directa de cometerlo (el actuar “con malicia”, del art. 396); y otras intencionalidades adicionales, como el “propósito de impedir la promulgación o la ejecución del las leyes” del art. 126, etc. En consecuencia, la admisión del principio de culpabilidad supone el rechazo por el constituyente de las doctrinas de la responsabilidad penal objetiva, del versari in re illicita y de todas aquellas interpretaciones que no exijan prueba de al menos una de las formas de subjetivad que la ley considera fundamento de la responsabilidad penal. Por ello, cuando art. 10 N.º 8 exime de responsabilidad penal al que, “con ocasión de ejecutar un acto lícito, con la debida diligencia, causa un mal por mero accidente” y el art. 71 remite las consecuencias de la correspondiente eximente incompleta al art. 490, no debe entenderse que en caso de ejecutarse un acto ilícito el azar o caso fortuito sean de todos modos imputables al agente al menos a título culposo, como quiere la doctrina del versari, sino de modo que la remisión del art. 71 exija la necesaria prueba de la imprudencia o negligencia que constituyen los cuasidelitos a que hace referencia (Náquira, “Comentario”, 146). Además, la interpretación de aquellas disposiciones de la parte especial que podrían aparentemente ser vistas también como reflejos del versari, los llamados delitos calificados por el resultado, p. ej., el secuestro y la sustracción de menores con resultado de “daño grave” (arts. 141 inc. 3 y 142 N.º 1, respectivamente), y el delito de incendio “si a consecuencia de explosiones… resultare la muerte o lesiones graves de personas que se hallaren a cualquier distancia del lugar del siniestro” (art. 474, inc. final), etc., debe entenderse limitada por la regla constitucional que hace punibles solo las conductas, de donde siempre sería exigible una mínima subjetividad, negligencia o incumplimiento de la obligación de conocer las consecuencias del hecho en el momento de realizar una conducta (STC 17.6.2010, Rol 1584). No obstante, es difícil a veces distinguir la responsabilidad por el versari de la derivada de las formas admitidas de dolo o culpa, pues la previsibilidad de los resultados es una cuestión de hecho que ha de apreciarse en el

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caso concreto, y por eso la doctrina tiende a afirmar que en la praxis de los tribunales el versari sobrevive “residualmente” ya que el antecedente ilícito se suele tomar en cuenta a la hora de acreditar la previsibilidad de sus consecuencias, a lo que contribuye no poco la presunción meramente legal de voluntariedad del art. 1 (Politoff DP, 330). Lamentablemente, esa praxis no solo parece propia de los tribunales sino también de buena parte de dogmática de origen alemán, empeñada en estas últimas décadas en eliminar la prueba de la subjetividad en el proceso y reemplazarla por la apreciación subjetiva del juez acerca del sentido objetivo de las conductas (Rusconi, “Apostillas”, 142).

§ 5. Principio de reserva y test de proporcionalidad como criterios de legitimación del derecho penal A. Principio de reserva No basta con que la ley penal sea formada democráticamente para que sea legítima. Ella también debe respetar, en su contenido, el principio de reserva. Este principio exige, positivamente, que la ley penal, como parte de la actividad del Estado, debe estar orientada a garantizar los derechos, garantías, bienes e instituciones constitucionalmente reconocidos; y, negativamente, que nadie puede ser sancionado por conductas que impliquen el ejercicio legítimo de los derechos y garantías de las personas, de conformidad con lo dispuesto en la Constitución y los tratados internacionales. Su consagración se encuentra en los arts. 1, 5 y 19 N.º 26 CPR. El primero de ellos dispone en sus incs. 4 y 5 que el Estado se encuentra “al servicio de la persona humana y su finalidad es promover el bien común, para lo cual debe contribuir a crear las condiciones sociales que permitan a todos y a cada uno de los integrantes de la comunidad nacional su mayor realización espiritual y material posible, con pleno respeto a los derechos y garantías que esta Constitución establece”, agregando que es deber del Estado “dar protección a la población” y “asegurar el derecho de las personas a participar con igualdad de oportunidades en la vida nacional”. El segundo, obliga al Estado y sus organismos a respetar y promover los derechos humanos consagrados en los Tratados Internacionales vigentes. Y el tercero asegura que los derechos y libertades que garantiza la Constitución nunca podrán ser afectados en su esencia, ni imponer condiciones que impidan su libre ejercicio. De allí se seguiría que, cuando la aplicación de una ley penal determinada afecta en su esencia un derecho fundamental sin hacer

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posible la realización en el caso concreto de una finalidad legítimamente reconocida, debe considerarse inaplicable, por producir efectos contrarios a la Constitución (art. 93 N.º 6 CPR); y si ello no es posible en caso alguno, inconstitucional (art. 96 N.º 7 CPR).

B. Texto de proporcionalidad Según el TC, para realizar ese control de legitimidad, debería recurrirse al test de proporcionalidad, que haría operativo el principio homónimo (también llamado prohibición de exceso, racionalidad o razonabilidad, proporcionalidad de los medios, proporcionalidad del sacrificio o proporcionalidad de la injerencia), en una forma aproximada a la desarrollada por el Tribunal Constitucional Federal de Alemania. Este test exige que las leyes penales: a) contribuyan a la realización de una finalidad de protección de derechos y garantías, bienes o instituciones constitucionalmente reconocidas; b) sean idóneas o necesarias al efecto; c) no vulneren los límites precisos impuestos por la Constitución, como son la prohibición de establecer apremios ilegítimos, sancionar con la confiscación de bienes o la pérdida de derechos previsionales; y d) contemplen sanciones que se “correspondan con la gravedad de las faltas cometidas y la responsabilidad de los infractores en ellas” (STC 21.10.2010, Rol 1518), esto es, proporcionales en sentido estricto (SSTC 4.9.2018, Rol 4660; 6.3.2008, Roles 825 y 829; y 13.06.2007, Rol 786, respectivamente). Respecto de los dos primeros criterios, tanto la elección de fines (la protección de derechos y garantías, bienes o instituciones constitucionalmente reconocidas) como de medios (idoneidad para tal fin), permiten fijar ciertos puntos de partida que dan sustento a la idea de limitar el uso del derecho penal, excluyendo del mismo las llamadas “ilusiones legislativas”, esto es, la creación de delitos que no protegen esos fines o que son incapaces de protegerlos por la imposibilidad de su aplicación práctica, imposibilidad compensada por su efecto comunicacional o político, como reacción a determinados hechos que conmocionan la opinión pública (Künsemüller, “Falsas ideas”, 461). Sin embargo, no siempre será fácil apreciar estos defectos en una ley concreta. También existen graves dificultades, salvo en los casos de vulneración de los límites precisos establecidos en la Constitución, para determinar la idoneidad (necesidad) o proporcionalidad en sentido estricto de una disposición o sanción penal. En la práctica del TC, esta proporcionalidad no se refiere a su equivalencia matemática sino, únicamente, al hecho de no

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aparecer tan desproporcionadas como para constituir una infracción a la prohibición de establecer diferenciaciones arbitrarias del art. 19 N.º 2 CPR, pues “hay penas distintas para cada delito e incluso puede haber penas más altas para delitos que nos pueden parecer menos graves” y se estima que el legislador incluso puede alterar en cada caso la regulación de la forma de su determinación, como en los casos de los arts. 449 CP y 17 B Ley de Control de Armas (SSTC 6.8.2009, Rol 1328; y 4.9.2018, Rol 4660 y 14.11.2017, Rol 3399, respectivamente). Tampoco parece que pueda avanzarse mucho más en este punto, salvo advertir que no son compatibles con este criterio los sistemas de penas absolutamente indeterminadas, que dejan radicada en la judicatura la naturaleza y medida de la pena a imponer sin limitación legal alguna (Cury, “Proporción”, 90). Si se espera que las penas no digan relación con la calidad de las personas ni con intereses particulares sino la medida del daño social de cada delito, la determinación de la proporción entre la pena y el daño social que se pretende evitar está entregada en primer lugar a los representantes democráticos y no a los jueces. Y en este juego de ponderación de intereses (los del futuro condenado y de la sociedad), los criterios para determinar la medida de la pena que permita evitar ese daño social no producen siempre respuestas uniformes. Así, p. ej., en el pensamiento ilustrado con base económica, aunque se insiste en imponer la mínima pena posible para la necesidad de evitar nuevos delitos, se afirma al mismo tiempo que la dulzura de las penas depende de factores contingentes, como su prontitud y la inflexibilidad de los magistrados (“no es la crueldad de las penas uno de los más grandes frenos de los delitos, sino la infalibilidad de ellas”) y que “si se destina una pena igual a dos delitos, que ofenden desigualmente la sociedad, los hombres no encontrarán estorbo muy fuerte para cometer el mayor, cuando hallen en él unida mayor ventaja” (Beccaria, Delitos, 35 y 134). Y aunque Becker, desde la moderna teoría económica del delito de corte neoclásico, procuró modelar matemáticamente estos criterios; su carácter contingente se enfrenta a la crítica retribucionista, que estima no hay en esos criterios limitación interna alguna y propone, en cambio, una proporcionalidad que podría derivarse de versiones moderadas de la ley del talión, como el merecimiento, retribución o proporción entre la culpabilidad del autor y la pena (Horvitz, “Dulzura”, 321). Además, la relación de proporcionalidad entre derechos, garantías, fines y principios constitucionalmente reconocidos, se hace todavía más compleja cuando ellos no se presentan como reglas, en el sentido de normas binarias cuya aplicación depende de la constatación o no de sus presupuestos de hecho, sino, en términos de principios, esto es, normas por medio de las cuales se establecen deberes de optimización aplicables prima facie y en

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varios grados, según las posibilidades normativas (dependen de los otros principios y reglas que a ellos se contraponen) y fácticas (la forma cómo optimizar el deber es solo determinable ante los hechos concretos), sujetos a ponderación, según su peso y efecto relativo, caso a caso (Alexy, 20). Como, por otra parte, no existe en la Constitución ni en los principales Tratados sobre Derechos Humanos una consagración positiva de este principio de proporcionalidad ni de su test operativo (Lopera, 113), su aplicación ha conducido a una dispersión de fundamentaciones, exigencias y efectos con riesgos de subjetivismo y de una cierta dosis de irracionalidad (Arnold, Martínez y Zúñiga, 85; y Fernández C., “Proporcionalidad”, 51, respectivamente). En Chile, ello ha quedado en evidencia con el cambio de criterio del TC en los casos relativos a los requerimientos de inaplicabilidad del art. 196 ter Ley de Tránsito, en cuanto ordena cumplir en forma efectiva la pena privativa de libertad por al menos un año, suspendiendo en ese lapso el efecto de las penas sustitutivas de la Ley 18.216 (“Ley Emilia”). Estos recursos eran acogidos consistentemente hasta mediados del año 2019, declarando la inaplicabilidad de dicha disposición por considerar desproporcionada y contraria al principio de igualdad ante la ley esa regla especial de sustitución de penas (SSTC 23.6.2018, Rol 3612 y 13.12.2016, RCP 44, N.º 1, 51, con notas de M. Reyes L. y C. Ramos. En contra de las fundamentaciones de estas sentencias, v. Grez y Wilenmann, “Desarrollo”). Sin embargo, como nunca se logró el quórum necesario para declarar su inconstitucionalidad y la norma permaneció vigente, al modificarse la integración del TC, los recursos interpuestos comenzaron a rechazarse con el argumento de que la limitación “parcial” o “temporal” del acceso a las penas sustitutivas de la Ley 18.216 solo “da lugar a un tratamiento desproporcionado, mas no de forma manifiesta, sustancial o excesiva” (STC 20.8.2019, Rol 5414). En cambio, se ha estimado sin variaciones que resulta desproporcionada la exclusión del beneficio de sustitución de penas de la Ley 18.216 para los simples delitos de porte y tenencia ilegal de armas y cartuchos (SSTC 4.9.2018, Rol 4660; y 27.3.2017, RCP 44, N.º 2, 109, con nota crítica de G. Silva). En otro caso, se discutió la constitucionalidad de la sanción penal que subsiste en el art. 365 para el varón que accede carnalmente a un menor de 18 y mayor de 14 años, donde parece que la protección del desarrollo del menor entra en conflicto con su propia libertad sexual y con la prohibición de la discriminación en atención a la edad, sexo, raza, origen social o nacional del sujeto activo, dado que no se castiga ni la homosexualidad

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femenina ni el acceso carnal de un varón menor de 18 años a un adulto (para una extensa fundamentación de esta inconstitucionalidad, v. Bascuñán et al, “Informe”). Sin embargo, el TC estableció —contra lo previsible según la anterior jurisprudencia sobre discriminación por sexo (STC 06.03.2008, Rol 829)— que el delito de sodomía se encontraría ajustado a la Constitución, pues entendió que la finalidad de la legislación impugnada (salvaguardar el “interés superior del menor”) sería constitucionalmente lícita y las diferenciaciones planteadas no arbitrarias o irrazonables, dado el “impacto que produce la penetración anal en el desarrollo psicosocial del menor varón, lo que no podría predicarse, en los mismos términos, de una relación entre mujeres en las mismas condiciones” (STC 4.1.2011, Rol 1683). Estas dificultades para establecer límites a la legislación basados en el principio de reserva han llevado a la doctrina a sugerir modificaciones en la forma de integración del TC (Fernández C, “Incumplimiento”, 242); e, incluso, reemplazar el test de proporcionalidad por un análisis de la correspondencia entre normas e instituciones, “como armonía de los conceptos jurídicos” (Guzmán D., “Proporción”, 1255). No es claro, en todo caso, que estas propuestas puedan mejorar la situación denunciada.

C. Proporcionalidad y non bis in idem material La entidad de las penas a aplicar y su diferente naturaleza podrían llevar a afirmar que, aún siendo legítima la intervención penal, sus consecuencias no lo serían por exceso en la reacción, con infracción al non bis in idem material. En cierto sentido, la cuestión que aquí se plantea es la cara inversa de la discusión sobre la compatibilidad entre sanciones penales y administrativas, pero también presenta un cariz autónomo, cuando se habla de la imposición de diversas sanciones por un mismo hecho en una misma jurisdicción, aunque sea en diferentes procesos. Así, p. ej., se estableció en relación con el art. 207 b) Ley del Tránsito, que importa necesariamente que el afectado sea sancionado, nuevamente en la misma sede, por hechos que en su debida oportunidad fueron objeto de castigo (STC 10.1.2017, Rol 3000). No obstante, la jurisprudencia constitucional en esta materia es “vacilante”, pues existen fallos anteriores en sentido contrario y no se ha alcanzado mayoría para declarar la inconstitucionalidad de esta norma (Ossandón, “Non bis in idem”, 88). Ello facilita, además, que su aplicabilidad o no a los casos concretos quede entregada a la composición del TC al momento de verse los recursos que se interpongan (Henríquez, 34), por lo que no es posible “responder con cierto grado de certeza cuándo, en qué casos y bajo qué exigencias podrá ser aplicado por la autoridad llamada a imponer la san-

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ción” (Gómez, 135). También, en una suerte de asimilación algo impropia de la jurisdicción militar disciplinaria con la de los Tribunales Militares, se ha sostenido que es contraria al principio non bis in idem la imposición de una sanción administrativa y de una pena por el delito de infracción a los deberes militares del art. 433 CJM (STC 28.1.2016, DJP 32, 126). Este problema no se soluciona, sino que se agrava, cuando se fundamenta la aplicación o no del principio non bis in idem exclusivamente “en la prohibición de exceso que se deriva del principio de proporcionalidad” (Mañalich, “Superposición”, 548), pues no parece existir una medida de la proporcionalidad de las penas que sea intersubjetivamente aceptada más allá de las formulaciones legales. El tema de la duplicación de sanciones en el sistema penal puede verse agravado con la entrada en vigor de la Ley 20.393, que estableció la responsabilidad penal de las personas jurídicas para los delitos que indica, que ha hecho más difusa la diferenciación de sanciones, ya difícilmente practicable respecto de las inhabilidades y las multas administrativas de cuantías muy superiores a las 4 UTM (art. 501 CP), tanto para personas naturales como jurídicas. En estos casos sí es posible imaginar la imposición de penas y sanciones administrativas idénticas o muy similares y hasta más graves que las penales en su cuantía y duración, por un mismo hecho y a los mismos imputados, sean personas naturales o jurídicas, donde la separación formal de jurisdicciones no parece una razonable justificación para tal duplicidad. Esta triple identidad de imputados, hechos punibles y graves sanciones de la misma naturaleza justifican en estos casos el reclamo de la doctrina contra “el cúmulo de responsabilidad administrativa y penal” que aquí sí se produce con infracción al non bis in idem (Ortiz/Arévalo, Consecuencias, 105). Esta es la razón de fondo por la que el TEDH acogió el recurso en el caso Grande Stevens, estimándose que las multas administrativas impuestas a los recurrentes por infracciones a la libre competencia tenían carácter penal, atendida su enorme cuantía; por lo que su imposición a las mismas personas por los mismos hechos, pero en sede criminal, constituía una violación al derecho a un juicio justo del art. 6.1. de la Convención Europea de derechos Humanos, idéntico en lo sustancial al art. 8.1 CADH (STEDH 4.3.2014, caso Grande Stevens v. Italia, N.º 18640/10; con detalle, v. las implicancias de este fallo en Viganó, “Ne bis in idem”, 21).

D. Principios de reserva y de exclusiva protección de bienes jurídicos Si se acepta que la aplicación del test de proporcionalidad como método para hacer operativo el principio de reserva impone la exigencia de que ca-

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da ley penal persiga la protección de derechos, bienes e instituciones que el Texto Fundamental reconoce, entonces el principio de exclusiva protección de bienes jurídicos ha de entenderse como la constitucionalización de que la finalidad de la ley penal, reconocible en ella o en su historia fidedigna (art. 19 inc. 2 CC), no puede ser otra que la protección de esos derechos, bienes e instituciones constitucionalmente reconocidos. Se abandona así la idea de identificar los bienes jurídicos con intereses vitales ajenos al ordenamiento jurídico y todas las variaciones que sobre el concepto existen, sin referencia a las finalidades constitucionalmente reconocidas. Desde este punto de vista, y en términos generales, es posible considerar que buena parte de nuestra legislación penal puede sobrepasar el primer requisito del test de proporcionalidad. Así, siguiendo el orden de la Constitución, podemos observar que el derecho a la vida y a la integridad física y psíquica de las personas (art. 19 N.º 1 CPR) encuentra protección penal en los delitos de homicidio, lesiones y las figuras de peligro para la vida y la salud; mientras la protección que la ley penal dispensa al que está por nacer se traduce en los delitos de aborto. Por otra parte, la prohibición constitucional de aplicar apremios ilegítimos y la internacionalmente reconocida prohibición de la tortura y otros tratos crueles, inhumanos y degradantes encuentra su implementación penal en los delitos de apremios ilegítimos y torturas de los arts. 150 ss. Los delitos contra la integridad y libertad sexuales, del Tít. VII L. II CP, también pueden verse como protección frente a una afectación a la garantía del respeto a la integridad física y psíquica de las personas, desde el momento que muchos de ellos suponen la cosificación y el abuso de las víctimas cuyas decisiones en materia de sexualidad no son tomadas en cuenta por los agresores. Por su parte, la garantía de igualdad ante la ley (art. 19 N.º 2 CPR) encuentra protección penal directamente en el delito de incitación al odio a través de medios de comunicación masiva del art. 31 Ley 19.733, e indirectamente en la agravante de discriminación del art. 12, 21.ª, agregada por la Ley 20.609 (Ley Zamudio). En lo que respecta a las garantías de igual protección ante la ley, debido proceso y legalidad de los delitos y las penas (art. 19 N.º 3 CPR), se establecen para su protección los delitos de imposición arbitraria de penas por parte de empleados públicos que se arrogasen facultades judiciales (arts. 152, 153 y 154), y prevaricación (arts. 223 a 225). La garantía de respeto y protección a la vida privada y honra de la persona (art. 19 N.º 4 CPR) encuentra parcialmente protección penal en los arts. 161-A y 161-B, que establecen los delitos de grabación y difusión ilegales de comunicaciones habidas en lugares privados; en los arts. 412 a 431, que imponen penas por los delitos de calumnias e injurias; y en la Ley 19.733, que regula las sanciones a imponer

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en los casos que estos delitos se cometan a través de un medio de comunicación social. La garantía de la inviolabilidad del hogar y de toda forma de comunicación privada (art. 19 N.º 5 CPR) se protege penalmente a través de los delitos de violación de domicilio, apertura y registro de correspondencia, allanamiento ilegal, interceptación y apertura de correspondencia por parte de empleados públicos, divulgación no autorizada de telegramas, no entrega de los mismos y falsedad en su transcripción (arts. 144, 146, 155, 156, 193 y 195). Indirectamente, los arts. 161-A y 161-B, también hacen referencia a esta garantía, en cuanto protegen las comunicaciones privadas en lugares privados. Además, el art. 36 B c) Ley 18.168, General de Telecomunicaciones, sanciona penalmente la interceptación y captación de señales emitidas a través de un servicio público de telecomunicaciones. La libertad de conciencia y culto (art. 19 N.º 6 CPR), regulada en la Ley 19.638, está protegida penalmente en los delitos de los arts. 138 a 140, que sancionan a quienes con violencia o intimidación impiden el ejercicio de un culto, lo interrumpen con tumulto o desorden, ultrajan los objetos que en él se emplean o a su ministro; y también en el art. 155, allanamiento irregular de un templo. La libertad y seguridad individual (art. 19 N.º 7 CPR), se encuentran especialmente reguladas en el único Título del Código que hace expresa referencia a la Constitución, el Tít. III L. II: “De los crímenes y simples delitos que afectan los derechos garantidos en la Constitución”. Allí se protege la libertad ambulatoria y la seguridad personal a través de los delitos de secuestro, sustracción de menores, detención arbitraria o ilegal, impedimento ilegal de permanecer en un punto de la República, trasladarse de un lugar a otro o salir o entrar del país, el atropello a las garantías que regulan el encarcelamiento, la incomunicación ilegal, la detención arbitraria en lugares no destinados al efecto y la formación de causa y arresto de un senador o diputado, violando sus prerrogativas (arts. 141 a 151, y 158 N.º 4). Fuera de ese Título, la libertad y la seguridad personales son protegidas en términos generales, como atentados contra la autonomía personal por la falta de coacciones y el delito de amenazas de los arts. 494 N.º 16 y 296 a 298, respectivamente (Lorca, “Libertad personal”, 100); y específicamente, en lo que toca a la libertad de desplazamiento y la seguridad personal, por el delito de trata de personas (arts. 411 ter y quáter). El derecho a vivir en un ambiente libre de contaminación (art. 19 N.º 8), no regulado en la Constitución de 1833 no podía ser tratado especialmente por el Código hecho bajo su égida, pero ello no impide que en el mismo se encuentren algunas disposiciones aisladas que lo protegen, siquiera indirectamente, como los delitos de propagación de enfermedades animales, plagas vegetales u otros elementos contaminantes “que por su naturaleza sean susceptibles de poner en peligro la salud animal o vegetal”, así como el envenenamiento y

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usurpación de aguas y las faltas consistentes en la infracción de las reglas de policía en la elaboración de objetos fétidos o insalubres o en arrojarlos a las calles, no entregar basuras o desperdicios oportunamente a la policía de aseo y construcción de hornos, chimeneas o estufas contra los reglamentos (arts. 289, 290, 291, 315, 459 y 496 N.º 20, 22 y 29). En las leyes especiales se encuentran también figuras que protegen el medio ambiente, en sus diversas manifestaciones y elementos. Así, p. ej., respecto a la flora, el art. 38 Ley 17.288, de Monumentos Nacionales, castiga el causar daño o modificar la integridad de un Santuario de la Naturaleza; y los arts. 17, 18 y 21 a 22ter de Ley de Bosques, la tala, roce a fuego y quema ilegales de bosques, disposiciones complementadas por el art. 476 N.º 3 CP. Los suelos son protegidos ahora del depósito de residuos peligrosos por el art. 44 Ley 20.920, que sanciona el tráfico no autorizado de residuos peligrosos o prohibidos, con una especial agravante en caso de que dicho tráfico genere algún tipo de impacto ambiental. Por su parte, en cuanto a la fauna, los arts. 30 y 31 Ley de Caza sancionan el comercio, la caza y captura ilegales de especies protegidas; y los arts. 136 a 140 Ley General de Pesca, la contaminación de aguas y la pesca y captura ilegales de especies vedadas o protegidas o con artes prohibidas, así como el procesamiento de especies vedadas. La libertad de emitir opinión y de informar sin censura previa se encuentra regulada penalmente, de conformidad con la remisión que hace el art. 137, en la ya mencionada Ley 19.733, por dos vías: en primer lugar, de manera negativa, al declararse en su art. 29 que “no constituyen injurias las apreciaciones personales que se formulen en comentarios especializados de crítica política, literaria, histórica, artística, científica, técnica y deportiva, salvo que su tenor pusiere de manifiesto el propósito de injuriar, además del de criticar”; y, en segundo término, de manera positiva al castigar en su art. 36 al que, “fuera de los casos previstos por la Constitución o la ley, y en el ejercicio de funciones públicas, obstaculizare o impidiere la libre difusión de opiniones o informaciones a través de cualquier medio de comunicación social”. En lo que respecta a los derechos de reunión, petición y asociación (art. 19 N.º 13, 14 y 15 CPR), el art. 158 N.º 3 y 4 contempla sancionar al empleado público que “prohibiere o impidiere una reunión o manifestación pacífica y legal o la mandare disolver o suspender”, y al que impidiere a un habitante de la República “concurrir a una reunión o manifestación pacífica y legal; formar parte de cualquier asociación lícita, o hacer uso del derecho de petición que le garantizan las leyes”. De conformidad con los límites constitucionales de estas garantías, el art. 292 sanciona “toda asociación formada con el objeto de atentar contra el orden social, contra las buenas costumbres, contra las personas o las propiedades”, existiendo disposiciones especiales para castigar las asociaciones ilícitas destinadas a la comisión de delitos específicos,

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tales como los de tráfico ilícito de estupefacientes, lavado de dinero y terrorismo (arts. 16 Ley 20.000, 28 Ley 19.913 y 2 N.º 5 Ley 18.314). La libertad del trabajo y su protección (art. 19 N.º 16 CPR) son el bien jurídico en los delitos que sancionan la “imposición ilegal de servicios personales” e impedir ejercer un trabajo legítimo, tanto por parte de particulares como de empleados públicos (arts. 147, 157 y 158 N.º 2). Por su parte, en cuanto a la “seguridad del trabajo”, el art. 171 Ley 16.464 sanciona a “los empleadores o patrones que, sin justa causa de error, paguen a sus empleados u obreros un sueldo o salario inferior al fijado por la autoridad competente”, lo que actualmente solo puede referirse al salario o sueldo mínimo, único regulado legalmente; mientras el art. 12 Ley 12.927, de Seguridad del Estado, sanciona a los “empresarios o patrones que declaren el lock out” o que estuvieren comprometidos en una paralización ilegal. El castigo de las paralizaciones ilegales, que responde en cierto modo a su prohibición constitucional, se encuentra en el art. 11 Ley 12.927, donde se pena “toda interrupción o suspensión colectiva, paro o huelga de los servicios públicos o de utilidad pública, o en las actividades de producción, del transporte o del comercio, producido sin sujeción a las leyes y que produzcan alteraciones del orden público o perturbaciones en los servicios de utilidad pública o de funcionamiento legal obligatorio o daño a cualesquiera de las industrias vitales”. El derecho a la seguridad social (art. 19 N.º 18), que no existía en 1874, se ampara penalmente en las diversas disposiciones que protegen el pago regular de las cotizaciones previsionales a las entidades encargadas de su administración, comprendidas en leyes posteriores y especiales, a saber, los arts. 12 a 14 Ley 17.322, 19 DL 3.500 y 186 DFL 1 (2006) de Salud. En lo que respecta a la protección del derecho de propiedad, consagrado con especial detalle en el art. 19 N.º 24 CPR, el Tít. III L. II CP contempla dos delitos que hacen referencia a su privación ilegítima sin ánimo de lucro: las exacciones y la expropiación ilegales (arts. 147, 157 y 158 N.º 6); aparte del Tít. IX L. II, que castiga en los arts. 432 a 489 los robos, hurtos, usurpaciones, estafas y daños. También la propiedad intelectual e industrial son protegidas penalmente por las disposiciones pertinentes de las Leyes 19.039, 17.336 y 19.342, así como por los delitos de privación ilegal de la propiedad industrial y violación de secretos industriales (arts. 158 N.º 5 y 284). Indirectamente, el derecho a la protección de la salud recibe protección en todas las figuras que regulan los llamados delitos contra la salud pública y, especialmente, en los delitos de tráfico ilícito de estupefacientes de la Ley 20.000. Además, la Constitución reconoce otros intereses dignos de protección jurídica y, especialmente, penal, como aparece claramente en sus arts. 9, 52 y 79, donde se hace referencia a ciertos delitos que, aunque “graves”, no se pueden vincular de modo directo a la necesidad de protección de al-

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gunos de los derechos constitucionalmente reconocidos. En efecto, aunque el terrorismo, mencionado en el art. 9 CPR pueda vincularse a la protección de las personas, es difícil encontrar una vinculación similar en los delitos de traición, concusión, malversación de fondos públicos y soborno, mencionados en su art. 52, o en los de prevaricación, cohecho, falta de observancia en materia sustancial de las leyes que reglan el procedimiento, denegación y torcida administración de justicia, que se señalan en su art. 79. Estos grupos de delitos, reconocidos constitucionalmente, están destinados a proteger la institucionalidad que permite nuestra vida organizada a través de reglas jurídicas antes que derechos y libertades individuales. La exposición detallada de esos delitos y su vinculación con los derechos, bienes e instituciones constitucionalmente reconocidas es materia de la Parte Especial. Aquí solo añadiremos que el hecho de que exista un valor constitucional o derecho fundamental no obliga necesariamente a su protección por la vía penal, decisión que queda entregada al ámbito de la discreción política. Así, en Chile, no reciben una protección penal especial los derechos a la educación, la libertad de enseñanza, a ser admitido a todas las funciones y empleos públicos, la libertad sindical, la igual repartición de los tributos, el derecho a desarrollar cualquier actividad económica lícita, la no discriminación arbitraria en el trato económico, ni la libertad para adquirir el dominio de las cosas (art. 19 N.º 10, 12, 17, y 19 a 23 CPR, respectivamente).

E. Principios de reserva y de ultima ratio El principio de reserva y el test de proporcionalidad pueden fundamentar también la idea político criminal de concebir el derecho penal como ultima ratio, siempre que ella se precise en la afirmación de que no es necesaria o legítima la legislación penal que no proteja una finalidad constitucionalmente reconocida y que sería preferible no recurrir a ella en los casos en que el fin constitucionalmente reconocido pueda alcanzarse por otras vías (Politoff, “Mesura”, 95). Se trata de una consideración sujeta a criterios de evaluación pragmática, dado su fundamento utilitarista: conseguir un “mayor bienestar con un menor costo social” (Carnevali, “Ultima ratio”, 15). Sin embargo, como la idoneidad o no del derecho penal para la consecución de esa finalidad constitucionalmente reconocida no es excluyente de otras herramientas legales, no parece que la exigencia de la proporcionalidad puede llevar más allá de lo dicho ni fundamentar un criterio de subsidiariedad estricta del derecho penal respecto de otras ramas del ordenamiento jurídico para regular la misma materia. Luego, la presencia o no del derecho penal

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en un ámbito determinado de relaciones sociales no se encuentra vedada a priori por conceptos ajenos al principio de reserva constitucionalmente reconocido: la exigencia de una respuesta penal que ofrezca a los miembros de la comunidad la seguridad de que podrán ejercer sus derechos libres de violencia y temor es también parte de la lucha por la ampliación de la democracia y por el desarrollo de un Estado de Derecho material. Por tanto, se rechaza la crítica genérica contra una supuesta “inflación penal” y su “expansión” a nuevas áreas, como el derecho penal ambiental o económico, basada en ideas preconcebidas acerca del contenido mínimo o nuclear del derecho penal, seguida de la propuesta de concebir una subsidiariedad en la creación y aplicación del derecho penal que deje para una “segunda” y “tercera” velocidades la protección de los bienes supraindividuales y la reacción ante los peligros del terrorismo y la delincuencia habitual, respectivamente (Silva S., Expansión. En Chile, Carnevali, “Reflexiones”, 135 y Feller, “Riesgo”, 51). Estas ideas olvidan, por una parte, que la legislación también debe pretender dar protección a amplias capas de la población cuyas garantías constitucionales a la libertad y seguridad personales se ven amagadas por la permanente amenaza de la violencia y la pérdida de su vida, salud, libertad y bienes (Carrasco, 79). Y, por otra, pueden conducir a la descriminalización de facto o de iure de conductas que los poderosos no tienen intención de perseguir, por lo que provocarían, “probablemente, un vibrante aplauso en una asamblea de dirigentes industriales de todos los países, felices de evitar los riesgos de la cárcel” (Marinucci y Dolcini, 162). De hecho, eso ocurrió en Chile cuando en el año 2003 se despenalizaron las conductas monopólicas, penalización que hubo de reponerse en 2016 tras varios escándalos de acuerdos de precios y cuotas de mercado en las áreas farmacéutica, alimenticia y de papel sanitario. Por eso, desde un punto de vista político, estas ideas contra la modernización del derecho penal se estiman propias de una posición “alejada de toda ‘voluntad de saber’, a la que normalmente acompaña una ideología conservadora u reaccionaria” (Gracia, 102). Luego, quizás la mesura que puede pedirse al empleo del derecho penal sobre la base del principio de reserva se oriente no a una reacción más bien atávica y contraria a su aplicación a nuevas realidades sino a su utilización como instrumento para “el sometimiento del impulso de la violencia reactiva”, sujeto a “un proceso de deliberación y persuasión”, donde la pena se origina “como una práctica distinta de la venganza”, tal cual en la tragedia de “Las Euménides” retrata Esquilo la transformación de la Furias (Lorca, 251). La disyuntiva entre modernización y expansión del derecho penal es, por tanto, “falsa” (Cardozo, “Encrucijada”, 44): lo único relevante es que

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las nuevas y viejas tipificaciones y, sobre todo, la imposición de las penas asociadas, respeten las garantías de legalidad, reserva y debido proceso, teniendo claro que, p. ej., la protección del medio ambiente y del normal desarrollo de la economía son fines constitucionalmente reconocidos (art. 19 N.º 8 y 23 CPR), tanto como la protección de la vida y la propiedad (art. 19 N.º 1 y 24 CPR). Y siempre recordando los consejos que diera en su oportunidad don Quijote a Sancho, investido de Gobernador en la Ínsula de Barataria: “No hagas muchas pragmáticas, y si las hicieres, procura que sean buenas, y sobre todo que se guarden y se cumplan, que las pragmáticas que no se guardan lo mismo es que si no lo fuesen” (Cervantes, M., El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. Segunda parte, Cap. LI. La advertencia termina evocando la Fábula XXII de Esopo, recordando que leyes que no se cumplen son como el madero, Príncipe de las Ranas, a quien nadie respeta).

F. Principio de reserva y libertades de expresión e información El art. 13.1 CADH establece que “toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento y de expresión”, el que “comprende la libertad de buscar, recibir y difundir informaciones e ideas de toda índole, sin consideración de fronteras, ya sea oralmente, por escrito o en forma impresa o artística, o por cualquier otro procedimiento de su elección”. En esta última disposición se establece, sin embargo, que el ejercicio del derecho a la libertad de pensamiento y expresión que allí se contempla puede limitarse “por la ley” “para asegurar” “el respeto a los derechos o la reputación de los demás” o “la protección de la seguridad nacional, el orden público o la salud o moral públicas”. En similares términos el art. 19.3 PIDCP permite limitar el derecho a la libertad de expresión de su art. 19.2. Por su parte, el art. 19 N.º 12 CPR reconoce que el ejercicio de la “libertad de emitir opinión” y “de informar”, puede acarrear sanciones posteriores respecto de “los delitos y abusos que se cometan”. La regulación específica respecto de la comunicación de opiniones e informaciones a personas indeterminadas por medios de comunicación social se encuentra en la Ley 19.733, en cuyo art. 29 inc. 2, se establece, además, la garantía legal de que en tales casos, “no constituyen injurias las apreciaciones personales que se formulen en comentarios especializados de crítica política, literaria, histórica, artística, científica, técnica y deportiva, salvo que su tenor pusiere de manifiesto el propósito de injuriar, además del de criticar”. Esta garantía se ve complementada con la posibilidad de invocar la exceptio veritatis, esto es, la prueba de la verdad de los hechos imputados

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que sean de interés público y cometidos por funcionarios, reconocida por el art. 30 de dicha ley. Un punto de vista más amplio es el que ha adoptado la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, sosteniendo que: “las leyes que penalizan la expresión de ideas que no incitan a la violencia anárquica son incompatibles con la libertad de expresión y pensamiento consagrada en el art. 13 y con el propósito fundamental de la Convención Americana de proteger y garantizar la forma pluralista y democrática de vida” (Informe Sobre la Compatibilidad entre las Leyes de Desacato y la Convención Americana sobre derechos Humanos de la Comisión Interamericana de derechos Humanos, N.º 22 de 1994, Cap. V, Sección IV). Por ello, se consideraron incompatibles con los términos del art. 13 CADH, las leyes que penalizaban en Chile “la expresión que ofende, insulta o amenaza a un funcionario público en el desempeño de sus funciones oficiales”, como sucedía en los hoy derogados arts. 263 y 265 CP y en el todavía vigente art. 284 CJM (Informe del Relator Especial de la OEA para la Libertad de Expresión de 1999, 32 y 47). Tratándose de comunicaciones entre personas determinadas, la necesidad de conservar la forma pluralista y democrática de vida se traduce en la de sancionar cierta clase de comunicaciones que “sea en sí misma, por la manera en que tiene lugar y por el contexto social en que acontece, constitutiva de un peligro cierto y grave para un bien jurídico digno de tutela penal” (Politoff DP, 36). Este es el fundamento del castigo de los llamados delitos de expresión, como sucede, entre otros, en la proposición y conspiración y en los delitos de falso testimonio, solicitud indebida de favores sexuales, propuesta de negocios ilícitos entre funcionarios públicos y particulares y amenazas (arts. 8, 206 a 210., 223 N.º 3, 248 a 250, y 296 a 298, respectivamente). En todos ellos existe un acto comunicativo entre personas determinadas que puede describirse como un fenómeno del mundo exterior susceptible de prueba y que, según los casos, puede provocar modificaciones en ese mundo exterior más allá del acto de emitir y recibir un mensaje lingüístico (temor en las personas amenazadas o solicitadas; adquirir una motivación para actuar indebidamente, en los casos de cohecho; u ofrecer el fundamento fáctico para una sentencia injusta, en los casos de falso testimonio, etc.). Pero, tratándose de injurias y calumnias (arts. 412 a 420), para mantener nuestra sociedad democrática es preciso un margen de tolerancia a las expresiones que pudieran parecer ofensivas, si son verdaderas y existe un interés público para su difusión. Por ello, el derecho común reconoce la exceptio veritatis en casos de calumnias y de injurias dirigidas contra

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empleados públicos sobre hechos concernientes al ejercicio de su cargo (arts. 415 y 420). Además, esa tolerancia ha de incluir la posibilidad de emitir opiniones y afirmaciones de hecho equivocadas pero que se creen verdaderas o, al menos, respecto de cuya correspondencia con la realidad se ha realizado un esfuerzo mínimo de verificación o “un cierto nivel de diligencia en la búsqueda de la verdad”, particularmente tratándose de informaciones difundidas por los medios de prensa (A. Fernández D., “Desafuero”, 211). En este sentido, la Corte Suprema ha establecido “como principio general”, que “aquel que atribuye públicamente por razones de interés social un hecho que razonablemente cree cierto, no incurre en delito, aunque esté equivocado, porque su creencia en la verdad de lo que sostiene, excluye el dolo inherente a estas figuras penales” (SCS [Pleno] 5.7.1999, FM 488, 158). Por lo anterior, parece razonable fijar el límite de la libertad de expresión en la emisión de falsedades deliberadas, esto es, conscientemente no correspondientes a la verdad, según la información verificada o disponible por el que la emite y que provoca daños en personas e instituciones (Covarrubias, 54). El interés público que reviste la difusión de comportamientos ilícitos motiva también, en resguardo de la libertad de información, la jurisprudencia de la Corte Suprema que estima lícitas las grabaciones subrepticias y su posterior difusión, cuando recaen en conversaciones en que se manifiestan ilícitos, como las condiciones para otorgar una licencia médica falsa, excluyendo la aplicación a tales grabaciones del tipo penal del art. 161-A (SCS 21.8.2013, RChDCP 2, N.º 4, 243, con nota crítica de C. Suazo, recordando el fallo en sentido completamente contrario de la SCS 9.8.2007, Rol 3005-6, con comentario crítico de Bascuñán, “Grabaciones”, 61. Ambos enfatizan en que la grabación subrepticia debe ser sancionada siempre, con independencia de su contenido y del tratamiento de su difusión).

§ 6. Función de las penas y prevención especial positiva como única finalidad constitucionalmente reconocida de las penas privativas de libertad A. Función normativa de las penas. La prevención especial positiva En sentido estrictamente normativo una pena es la “consecuencia jurídica que se impone a una persona que ha cometido un delito” (Ortiz/Arévalo, 17). Por tanto, la primera función de las penas es calificar un hecho determi-

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nado como delito, pues solo los delitos las contemplan como consecuencias jurídicas. En consecuencia, como los delitos, solo son legítimas las penas establecidas con estricta sujeción al principio de legalidad, respetando el principio de reserva y el debido proceso. En cuanto a su naturaleza, la Constitución y los tratados internacionales reconocen diferentes clases de penas, cuya imposición resulta, por ello, legítima en principio: i) inhabilidades para ejercer cargos públicos; la enseñanza; explotar o dirigir medios de comunicación y ser dirigente de organizaciones políticas o gremiales (art. 9 CPR, en relación con los delitos terroristas); ii) pérdida de la nacionalidad, en caso de prestación de servicios durante una guerra exterior a enemigos de Chile o de sus aliados (art. 11, N.º 2 CPR); iii) pérdida de la calidad de ciudadano, en casos de delitos castigados con penas aflictivas, esto es, privativas de libertad de más de tres años de duración (art. 17 N.º 3 CPR); iv) pena de muerte, en caso de aprobarse por ley de quórum calificado (art. 19 N.º 1 inc. 3); e) restricción de la libertad personal (art. 19 N.º 7 b) CPR); v) privación de libertad personal en lugares públicos (art. 19 N.º 7 b) y d) CPR); vi) incomunicación con personas ajenas al establecimiento (art. 19 N.º 7 d) CPR); h) comiso (art. 19 N.º 7 g) CPR); vii) confiscación de bienes de sociedades ilícitas (art. 19 N.º 7 g) CPR); viii) pérdida de derechos patrimoniales (multas), excepto la de los derechos previsionales (art. 19 N.º 7 h) CPR); y ix) trabajos forzados acompañados de prisión (art. 8.3 b) PIDCP y 6.3 a) CAHD). En el sistema penal de adultos, las penas que se pueden imponer se encuentran precisadas, con carácter general, en el art. 21 CP y en la Ley 18.216, sobre penas sustitutivas. Además, para los adolescentes y las personas jurídicas existen sistemas sancionatorios específicos, contemplados en las Leyes 20.084 y 20.393, respectivamente. Sin embargo, la privación de derechos y la imposición de multas también pueden ser consecuencias jurídicas previstas por la legislación para ser impuestas por los órganos de la administración del Estado y no como consecuencia jurídica de un delito. Por ello es preciso destacar que cuando hablamos de derecho penal, hoy en día hablamos principalmente de leyes que amenazan con penas privativas de libertad, las que “constituyen prácticas ampliamente aceptadas como legítimas por la comunidad internacional” y son “un elemento común a casi todos los sistemas penales” (Rodley, 6). Ello es coincidente con lo expresado por nuestro TC en el sentido de que lo propiamente penal son las privaciones de libertad con carácter sancionatorio, esto es, las que no están destinadas al cumplimiento de una obligación que requiere la presencia del privado de libertad, como los apremios para

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comparecer en juicio, de manera que solo una disposición legal de carácter penal podría imponer penas privativas de libertad (STC 21.10.2010, Rol 1518). Pero no basta que las penas estén establecidas legalmente para ser constitucionalmente legítimas: los Tratados Internacionales sobre Derechos Humanos obligan a orientar su ejecución hacia la prevención especial positiva. Así, mientras el art. 10.3 PIDCP establece que “el régimen penitenciario consistirá en un tratamiento cuya finalidad esencial será la reforma y la readaptación social de los penados”, el art. 5.6 CADH dispone que “las penas privativas de libertad tendrán como finalidad esencial la reforma y la readaptación social de los condenados”. Ello no solo importa la necesidad de proveer sustituciones de las penas privativas de libertad por otras sanciones que favorezcan la reintegración social (Ley 18.216), sino también contar con régimen penitenciario que prepare al condenado para la libertad mediante una “acción educativa necesaria para la reinserción social” (art. 1 Reglamento de Establecimientos Penitenciarios), contemple la reducción de condenas por buena conducta y un régimen progresivo de salidas previas hasta su libertad condicional (DL 321), excluyendo del sistema aquellas penas que pudieran producir por sí mismas efectos desintegradores o dificultaren gravemente la reinserción social. Luego, en nuestro sistema constitucional, para ser legítima toda pena privativa de libertad ha de tener como finalidad la prevención especial positiva, esto es, ofrecer tratamientos de reintegración social a los condenados, que permitan disminuir los efectos desocializadores de la privación de libertad y faciliten su reinserción al término de la condena, reduciendo la probabilidad de reincidencia. Se trata de una orientación en que la resocialización no se entiende “como imposición de un determinado esquema de valores u orden social, sino como la creación de las bases para la autorrealización o autodesarrollo libre del individuo o, al menos, como la remoción de las condiciones que impidan que el sujeto vea empeorado, a consecuencia de la intervención penal, su estado de socialización” (Durán, “Prevención especial [2015]”, 298). Contra esta constatación normativa de orden superior no vale el argumento de que la función resocializadora no sería posible frente a “los delincuentes de cuello blanco, quienes se alzan en armas contra el gobierno legítimo sin conseguir su propósito de derrocarle, o el sujeto de una infidelidad diplomática o el juez que en un tribunal supremo admite una dádiva”, que no requerirían resocialización (Rivacoba, Función, 143). En efecto, tales personas, si bien no se encuentran limitadas psicológica o socialmente, sí pueden presentar rasgos de personalidad, hábitos, destrezas, cargos, profe-

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siones y relaciones que hagan más probable su reincidencia y a los cuales deba apuntar un programa de reintegración social para evitarla. Esta función de resocialización de las penas concretamente impuestas, entendida como oferta de oportunidades para la autorrealización fuera del delito, es incluso aceptada como legítima por alguna parte de la doctrina que defiende ideas más bien retribucionista sobre la legitimidad de su imposición (así, p. ej., Valenzuela, “Penitencia secular”, 266, afirma “que las reglas que determinen el destino de los penados en el sistema chileno deben tener por sentido posibilitar el aprendizaje o la opción moral de los penados de alejarse de una carrera criminal”). Siendo la resocialización la finalidad legítima de las penas privativas de libertad, su sustitución por otras restrictivas de libertad y derechos, como las contempladas en la Ley 18.216 (probation), es también legítima, en la medida que dicha sustitución se encuentre orientada a la reintegración social del condenado. Lo mismo vale para las salidas al exterior y otros beneficios durante la ejecución de la pena privativa de libertad, la reducción de la duración y su cumplimiento en libertad (parole). Pero el principio de resocialización exige también “la adopción de medidas que van más allá de la ejecución de la pena, por ejemplo, el término del sistema de antecedentes penales y otros que impliquen efectos estigmatizantes y discriminadores” (Durán, “Prevención especial [2008]”, 71). Otra consecuencia de la exigencia normativa de que las penas privativas de libertad tengan como finalidad la reintegración social del condenado, es que las penas perpetuas que no contemplen mecanismos de libertad condicional o similares que permitan su revisión, deben considerarse inconstitucionales. En Alemania y España, donde también rige el PIDCP, así lo ha declarado su jurisprudencia constitucional (STC Alemania 21.6.1977, Rol 14/76, y STC España 30.3.2000, Rol 91/2000). Entre nosotros, las penas privativas de libertad perpetuas, aún en su forma más grave (presidio perpetuo calificado, art. 32 bis), al permitir ciertas formas de revisión jurisdiccional para conceder la libertad condicional del condenado parecen encontrarse en el límite de lo admisible, aunque son discutibles las limitaciones sobre la base de un tiempo fijo de cumplimiento de pena (20 o 40 años, según los casos) o la naturaleza de los delitos cometidos (Cúneo, 2). De lege ferenda, la doctrina nacional rechaza de plano las penas perpetuas, estimando alrededor de 15 años el tiempo máximo de privación de libertad para que pueda cumplirse la función resocializadora (Etcheberry, “Cambios”, 113 y 121). No obstante, siendo la orientación a la prevención especial positiva o reintegración social una finalidad material y normativamente reconocida

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de las penas privativas de libertad, no es exigible en cuanto a sus resultados sino en su establecimiento, imposición y formas de ejecución, pues lograr la efectiva reintegración de un condenado, esto es, conseguir su retraimiento de la actividad criminal tras el cumplimiento de la pena, depende de muchos factores sociales e individuales que los encargados del sistema penitenciario no están en condiciones de controlar o modificar. Con todo, se debe dejar constancia del avance de las ciencias conductuales en esta materia, que ha dejado de lado el pesimismo de los años 1970 (el “nothing works” de Martinson, 22), para dar paso a un moderado optimismo en las posibilidades de la reintegración social mediante tratamientos y modificaciones conductuales voluntarias y efectivas (Dropelmann, 3;). Entre ellos se encuentran, p. ej., experiencias de rehabilitación y reducción efectivas de la reincidencia mediante programas de meditación trascendental, cuya eficacia ha sido demostrada incluso en internos de cárceles de alta seguridad, como el penal de Folsom en Estados Unidos (Rainforth, Alexander y Cavanaugh, 181; una visión comparada de estos efectos positivos de la meditación trascendental, incluyendo experiencias nacionales, puede verse en Marín, 145). Otros programas respaldados con la evidencia son los tribunales de tratamiento de drogas, los basados en el paradigma riesgo-necesidad-respuesta que propone adoptar nuestro Reglamento Penitenciario, los de distanciamiento y reinserción al momento del egreso, etc. (Cullen, 299).

B. Funciones empíricas de las penas privativas de libertad: prevención especial negativa (aseguramiento), prevención general (disuasión) y cohesión social (prevención general social). Su limitación por la finalidad de prevención especial positiva Cuando los tratados y la Constitución admiten como legítimas las penas privativas de libertad orientadas hacia la reintegración social de los condenados, admiten también los eventuales efectos empíricamente contrastables de dicha privación de libertad: el aseguramiento del condenado (prevención especial negativa) y la disuasión de terceros (prevención general). El aseguramiento, que puede fundamentarse filosóficamente en el argumento de la persistencia de los estados de las cosas mientras no se produzca un cambio real (Descartes, Meditaciones, 9), es la exclusión de los condenados de la vida social por un tiempo determinado, impidiéndoles o dificultándoles la reiteración delictiva (Levitt, “Overcrowding”, 319). Y la disuasión de terceros es el resultado de la combinación de las probabilidades de aprehensión y condena y la gravedad de las penas en el comportamiento general de la población (Becker, 204).

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Por otra parte, los estudios conductuales han demostrado que la imposición de penas privativas de libertad apropiadas no solo disuade, sino también mantiene el comportamiento cooperativo (Balliet, Mulder y Lange, 600). Esta constatación empírica ha llevado incluso a la formulación de un criterio de legitimación del sistema penal diferente a los tradicionales: la prevención general social (Rodríguez H., Comportamiento, 62). Sin embargo, todas las consecuencias empíricas de las sanciones son eventuales, pues su efectiva imposición y la forma concreta en que ello se hace depende de los recursos destinados tanto al sistema de persecución criminal como al penitenciario. Un sistema penitenciario cuya organización no evite la comisión de delitos al o desde el interior de los recintos carcelarios, no solo impide la reintegración social, sino que genera un efecto menor de aseguramiento y una mayor desintegración, al incorporar a los internos a redes y organizaciones criminales, como sucede en buena parte de las cárceles latinoamericanas (Dudley y Bergent, 4). Y un sistema de persecución penal con una baja probabilidad de condena por los delitos que conoce (o que asegura una pena desproporcionadamente baja en comparación con la ganancia que reporta el delito) no disuade y puede hasta considerarse un factor que induce a la actividad criminal (Bentham, 26). Finalmente, un sistema que permite a muchos free riders salir permanentemente con la suya, produce desazón social y la pérdida de respeto por la ley, a pesar de que algunos pocos sean efectivamente sancionados (Shiller y Akerlof, 906). Por otra parte, el aseguramiento, la disuasión y la integración social como efectos empíricos de la imposición de penas privativas de libertad, no se legitiman por sí mismos, sino que su legitimidad proviene de la de éstas: una pena que solo asegure al condenado sin ofrecer tratamientos o formas de ejecución orientadas a su resocialización o que consista en su aseguramiento a través de su incapacitación corporal, no será legítima. Y tampoco será legítima la disuasión o la cohesión social intentadas sancionando con penas que no estén orientadas a la reintegración social.

§ 7. Teorías divergentes de fundamentación material de las finalidades de la pena Traspasado el umbral de la constatación de las funciones normativas y empíricas de las penas, y particularmente de las privativas de libertad, la discusión acerca de otras finalidades y funciones que puedan cumplir es de política criminal, cuyas pretensiones basadas en teorizaciones filosóficas de

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diferente origen no constituyen argumentos para la discusión empírica ni normativa acerca de los límites de la soberanía democrática en la materia. Y aunque es indesmentible que el Código de 1874, por la data de su promulgación, se enmarca entre aquellos derivados de la Escuela Clásica y de corte retribucionista, y que buena parte de la jurisprudencia sigue aferrada a esta doctrina a la hora de determinar en concreto las penas aplicables, bajo conceptos tales como “castigo proporcional”, “razones de justicia”, “pena proporcionalmente retributiva al ilícito cometido” y/o “sanción condigna al hecho reprobado” (Durán, “Justificación”, 276); también es cierto que tales conceptos no superan el umbral de la mera afirmación de subjetividades acerca de lo que cada quién estima proporcional, justo, digno o adecuado a la medida de la culpabilidad. De hecho, la sola idea de la existencia de un derecho a castigar o ius puniendi que fundamente la idea de la retribución es una afirmación que “no tiene sustento en el derecho, sino que constituye un postulado ideológico” (Novoa, Cuestiones, 74). Por otra parte, se afirma que la idea de que exista un fundamento para legitimar la pena fuera del orden político en que está inserto el derecho penal que se trate produce la paradoja de legitimar de entrada ese orden político, lo que “no solo es insuficiente sino que además conduce a un conformismo político peligroso con lo cual el potencial crítico de estas teorías es muy reducido” (Wilenmann, “Legitimación”, 363).

A. Teorías absolutas a) Idealismo alemán clásico Según Kant el establecimiento de los delitos y sus penas —y, en particular, de la pena de muerte— no dependería del cumplimiento de ninguna finalidad normativa o empírica, sino que estaría determinado por una razón metafísica, a saber, el cumplimiento del “imperativo categórico” o absoluto de aplicar la “justicia” correspondiente a cada caso, “pues cuando la justicia perece, entonces ya no tiene más valor la vida del hombre sobre la tierra”: “el derecho penal es el derecho que tiene quien detenta el mando con respecto a un súbdito, de imponerle un sufrimiento por haber cometido un delito”, pues la pena “nunca puede ser utilizada como un simple medio para producir un bien distinto, ni para el delincuente mismo, ni para la sociedad civil, sino que siempre debe serle a él impuesta, porque él ha delinquido”. En consecuencia, siendo “la justicia” la razón y medida de la pena, no podría tener otra función que la retribución o ius talionis: “quien ha asesinado, debe morir”, pues “no existe ningún otro subrogado para la

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satisfacción de la justicia”, de donde se seguiría que “incluso si la sociedad civil se disolviese con el acuerdo de todos sus miembros (p. ej., si la población de una isla decide separarse y diseminarse por todo el mundo), primero debiera ser colgado el último asesino que se encuentra en la cárcel, para que así todos experimentasen el valor de sus actos, y la culpa de la sangre no se derrame sobre el pueblo que no ha impuesto el castigo, pues por ello podría ser tratado como partícipe en la ofensa pública de la justicia” (Kant, 331. Sobre las implicancias de este argumento para la justificación de la pena de muerte, v. Solari A., 21). Con todo, debe señalarse que existen esfuerzos aislados por sostener que este rigorismo metafísico de Kant no sería propiamente kantiano o que, incluso, Kant ofrecería, en realidad una perspectiva de prevención general (entre nosotros, Mañalich, “Metafísica”). Sin embargo, tales esfuerzos no han tenido acogida en la doctrina dominante, atendida la claridad con que Kant expresa sus pensamientos. Por su parte, Hegel sostenía que la pena no se trataría de un asunto de “males” o “bienes” cuya influencia en el comportamiento humano deba evaluarse, sino “únicamente de injusto y de justicia”, pues si el hombre, en tanto ser vivo, puede ser forzado, esto es, “su expresión exterior puede ser conducida bajo la coerción de otro”, esa coerción o violencia anulan la libertad y son “por tanto, abstractamente considerada [s], lo injusto”. Luego, no solo sería “justo”, sino “necesario”, que esa “coerción”, “sea anulada a través de la coerción”, esto es, que exista una “segunda coerción que sea la anulación de una primera coerción”. El delito sería, por tanto, “la primera coerción ejercida como violencia de la libertad” de otro, una “proposición negativa y sin fin en todo sentido” dirigida contra la existencia de la voluntad en un sentido concreto, que por lo tanto “lesiona al derecho en tanto derecho”, pero que “en sí misma es nada”, pues conduce necesariamente a la realización del derecho como su anulación. La lesión al derecho solo se produce en la medida que se considera “la voluntad particular del delincuente” como una proposición que “debiera valer”, si no es anulada por el derecho. Por lo tanto, la necesaria anulación de la voluntad particular del delincuente por medio de la pena (la segunda lesión) sería solo externamente algo “negativo”, pero no materialmente, ya que mediante ella se obtendría “el restablecimiento del derecho”. En consecuencia, si “la pena es vista como continente de su propio derecho [el del delincuente], con su imposición el delincuente es honrado como ser racional” y “no es tratado solo como un animal peligroso” o teniendo en cuenta intimidar a los demás (Hegel, 90). En un sentido similar, pero partiendo de la idea de la “retribución jurídica”, Rivacoba afirmaba que la imposición de una pena, “más que de infligir dolor y provocar sufrimiento a nadie por el delito que haya ejecutado, se

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trata de desaprobarlo y significar y dar realidad a semejante desaprobación en la pena. Frente a la negación que el delito representa de los valores consagrados por una comunidad y a cuya preservación considera ésta ligadas su razón de ser y su organización y acción política y jurídica, el derecho penal los reafirma mediante la reprobación y el reproche de los actos que los niegan, expresando y concretando tal reafirmación en su punición, es decir, denotando de manera simbólica con ella la permanencia, en la sociedad, de sus aspiraciones valorativas y sus ideales de vida” (Rivacoba, Retribución, 63. Para un acabado estudio de estas ideas, v. Guzmán D., “Rivacoba”). Incluso se ha llegado a afirmar, contra toda experiencia histórica de los sistemas penales basados en esta idea —donde suelen predominar la pena de muerte y severos castigos corporales—, que sería “en el espíritu retributivo y su preocupación por la integridad moral del hombre, donde adquieren pleno sentido los requerimientos contemporáneos de descriminalizar, despenalizar y desjudicializar” (Clavería, 841). Las aporías de estas formas de pensamiento —que se extienden a todas las formas de retribución, merecimiento y prevención general positiva— se pueden resumir en que no se trata más que de “formas del habla”, “proclamaciones” o “artículos de fe” que carecen de respaldo lógico o empírico (Klug, “Abschied”, 36; y Schünemann, “Aporías”, 5). En efecto, en primer lugar, es imposible deducir lógicamente de un hecho que afecte la libertad de otro o de la infracción a una norma jurídica la absoluta necesidad — abstracta y fuera del ámbito de la discusión política— de su sanción con una pena determinada por la naturaleza del hecho o de la norma que se trate. Además, si ello fuera posible, supondría que todo el derecho debiera ser derecho penal, a menos que se contase con otro criterio diferenciador, que no puede deducirse de las premisas iniciales. Pero, por otra parte, esas penas determinadas por la naturaleza del delito o de la culpabilidad no se conocen en los sistemas penales modernos donde predominan las sanciones privativas de libertad y las pecuniarias; ni tampoco su absoluta necesidad es compatible con la existencia en estos sistemas de penas sustitutivas, libertad condicional y las otras salidas alternativas al proceso y la pena. Con todo, la explicación de su subsistencia y renacimiento puede encontrarse en el interés de limitar los excesos de las penas indeterminadas y ciertos tratamientos supuestamente resocializadores aplicados sin las garantías y limitaciones constitucionales que aquí se plantean (como el “Método Ludovico” del filme La Naranja Mecánica, de S. Kubrick, 1971). En sus nuevas presentaciones, la retribución se explica como consecuencia de la consagración constitucional del principio de culpabilidad o como una regla de merecimiento, prevención positiva general o una necesidad jurídica, se-

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gún veremos a continuación. Sin embargo, estas reformulaciones de la retribución no suponen realmente nuevos fundamentos, “sino más de lo mismo pero con otro lenguaje y conceptos”, por lo que les son aplicables todas las consideraciones críticas antes expuestas y, sobre todo, la de proponer la idea concebir la pena como un mal, sin justificar si este mal favorece a alguien; al condenado, a la sociedad o a la víctima” (Durán, “Teorías absolutas”, 43). Por ahora, diremos que de la premisa de que el principio de culpabilidad pueda ser inferido de los textos constitucionales no se deduce lógicamente que la retribución sea una finalidad legítima de las penas, como se ha planteado por algunos autores que, precisamente, rescatan el valor de las garantías y límites constitucionales en la aplicación e interpretación de la ley penal (Rusconi, Sistema, 162). En efecto, el alcance aceptado del principio de culpabilidad es la limitación a la imposición de penas por hechos que carecen de una vinculación subjetiva con el responsable, vinculación de la que no se puede inferir la naturaleza y cuantía de la pena a imponer, ni mucho menos negar que éstas deban tener una finalidad reintegradora, contradiciendo lo dispuesto en los arts. 5.6 CADH y 10.3 PIDCP. Lo mismo cabe decir de la idea de la proporcionalidad, a la que también se le atribuye consagración constitucional. Ello explica porqué todas estas teorías terminan por buscar en criterios ajenos al ordenamiento constitucional los principios o fundamentos que les permitan justificar la clase y cuantía de las penas que proponen, vinculando de una u otra forma el derecho con exigencias morales o filosóficas, lo que no es otra cosa que presentar, en odres modernos, las viejas ideas del derecho natural.

b) Merecimiento y retribucionismo expresivo En paralelo a las trasformaciones de la sociedad del cambio de siglo hacia el predominio del sistema capitalista y liberal, las críticas al funcionamiento del Estado como proveedor de rehabilitación y el rechazo a la indeterminación y arbitrariedad judiciales reinantes en la imposición de las penas las décadas de 1960 y 1970, surgió un reencantamiento con el retribucionismo en parte del mundo anglosajón, transformado en lo que ha venido en denominarse teoría del merecimiento o just deserts, donde no siempre de manera consciente se reactualizan los planteamientos de Hegel y Kant para justificar un castigo penal que, se afirma, no puede estar basado en la persecución del “ideal fracasado” de la resocialización ni en el mero utilitarismo del Estado de Bienestar, sino en la retribución y la justicia (merecimiento y proporcionalidad). Así, se afirma por unos que “castigar a alguien consiste en imponerle una privación (un sufrimiento), porque supuestamente ha realizado un da-

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ño, en una forma tal que [ese castigo] exprese desaprobación de la persona [castigada] por su comportamiento”. De este modo, el castigo considera a quien ha causado el daño como agente moral autónomo al que se hace una censura sin pretender “cambiar [sus] actitudes morales”, pues de otro modo se le estaría tratando como “a los tigres de circo”, “seres que deben ser refrenados, intimidados o condicionados para cumplir, porque son incapaces de entender que morder a la gente (o a otros tigres) está mal”. Desde este punto de vista, “un sistema de penas no debiera ser diseñado como algo que ‘nosotros’ hacemos para prevenir que ‘ellos’ delincan”, sino más bien, “debiera ser algo que los ciudadanos libres diseñan para regular su propia conducta”. Y ese castigo merecido ha de ser proporcional al daño causado, por ofrecer este principio una guía “éticamente plausible” pues “la justicia importa” y, además, es más o menos practicable en cuanto a las penas a imponer a ciertos hechos (que deben ser “graduadas de acuerdo a la gravedad de los delitos”), existiendo la posibilidad de administrar castigos “benignos” sin “presuponer unos determinados fines de la pena”, pues “los castigos dañan a aquellos que los sufren” y “una sociedad decente debiera intentar mantener en el mínimo la imposición deliberada de sufrimiento” (Hirsch, 28-37). En otra variante de esta teoría, admitiendo la idea general del merecimiento, pero en contra de su establecimiento especulativo o deontológico, se presenta el planteamiento del llamado “merecimiento empírico”. Según esta aproximación, todas las teorías tradicionales de la pena llevan a su justificación, por lo que correspondería averiguar cuáles serían los criterios más apropiados para su distribución, esto es, para resolver la cuestión de “¿quién debe ser sancionado y en qué medida?”. Estas respuestas no se encontrarían en “los análisis filosóficos” de los defensores del merecimiento deontológico, donde no existe acuerdo entre los autores sobre cuestiones básicas, como la relevancia del resultado para determinar la pena “merecida”, p. ej.; sino en “las intuiciones de justicia en la comunidad”, las cuales podrían ser formalizadas y generalizadas recurriendo “a la investigación empírica de los factores que impulsan las intuiciones de las personas acerca de la culpabilidad”, mediante encuestas en que se hace a las personas “‘imponer penas’ en una variedad de casos cuidadosamente diseñados para ver qué factores influyen de hecho en sus juicios sobre la pena” (Robinson, Principios, 31 y 163). Sin perjuicio de que la determinación de las penas a imponer sobre la base de encuestas es un método poco fiable al reemplazar el estudio de decisiones reales que se toman al elegir representantes o resolver casos concretos en un contexto de responsabilidad controlado por otras declaradas y sin

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control externo; los estudios conductuales sobre las decisiones de castigo tienden más a reconocer la existencia de una propensión al castigo del free rider con sanciones indiferenciadas respecto a su magnitud y siempre que su comportamiento antisocial no esté lo suficientemente extendido para que sea más conveniente adoptarlo que castigarlo (cooperación condicional), de modo que se encuentran allí presentes consideraciones utilitaristas bien diferentes a la idea de un castigo “justo” (Gätcher, 53). Por otra parte, el hecho de que la sociedad privilegie las salidas alternativas y las sanciones con cumplimiento en libertad frente a las penas de encierro previstas en el Código parece también desvirtuar la propuesta de Robinson, al menos como descripción del sistema de penas chileno (según el Boletín Estadístico del Ministerio Público, solo un 11,7% del total de los términos de causas con imputados conocidos del año 2018 corresponde a sentencias judiciales que imponen penas privativas de libertad). Esta constatación permite desvirtuar la idea de encontrar un fundamento antropológico que explique una supuesta necesidad o principio retributivo en las sanciones penales, basado en las ideas de sentimiento de culpa, sufrimiento y expiación (Guzmán V., 1434). En Chile, J. P. Mañalich defiende una variante de la teoría del merecimiento, tributaria de los planteamientos de U. Kindhäuser y J. Feinberg, que califica como “una versión refinada de una teoría retribucionista de la justificación de la pena” (Mañalich, “Retribución”, 135). En esta variante, se afirma que la pena es la expresión de un reproche por un comportamiento culpable contrario a la norma y, en este sentido, cumple una función expresiva, declarativa o comunicativa de la pena como reconocimiento: “retribucionismo expresivo”. Para esta teoría, la imputación de un hecho es en sí misma un “reproche de culpabilidad” que entiende como un “resentimiento”, “una actitud reactiva que forma parte de nuestra experiencia moral cotidiana y que así presupone la participación en relaciones interpersonales con otros como un participante en la comunicación”, pues solo “la adopción de una actitud reactiva, así como la irrogación de un mal como consecuencia” “presupone que el sujeto sigue siendo visto como miembro de la comunidad”, de modo que la pena se deja entender como una “reacción simbólica frente a la defraudación producida por la deslealtad de su comportamiento” (Mañalich, “Pena”, 69). Lo anterior puede verse también como una “institucionalización del principio de retribución”, donde las ideas de Hegel dominan la explicación: “La equivalencia entre delito y pena se encuentra, por ende, en su correspondiente valor declarativo como contradicción del derecho y como restablecimiento del derecho a través de la contradicción del derecho, respectivamente” (Mañalich, “Justicia”, 173.

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Decididamente hegeliano, en “Coacción punitiva”, 49; y comprometido con una versión de Beling, en “Retribucionismo consecuencialista”, 11). Con planteamientos similares, otros proponen que la función de la ley penal sería declarar que “quien cometa un injusto debe comprender que ha dado lugar a una situación que por sí misma reclama (como jus) sanciónretribución” (Londoño, “Orientación”, 115). E incluso hay quienes sostienen que esta concepción comunicativa permite entender los principios ilustrados (legalidad, pena pública, mínima necesaria en relación con el la el daño social de delito) desde una “percepción retributiva” (Soto P., “Fin”, 133), contra la expresa función de prevención que en sus orígenes se proponía para ellos: “impedir al reo causar nuevos daños a su ciudadanos, y retraer a los demás de la comisión de otros iguales” (Beccaria, Delitos, 60).

B. Teorías unitarias basadas en la retribución (culpabilidad) Según la teoría unitaria, dominante en el siglo XX, las penas son en su esencia retribución por el mal causado, que se identificaría con la idea de la culpabilidad del agente, y, al mismo tiempo, cumplen finalidades preventivas, sea en su establecimiento (prevención general) como en su ejecución (prevención especial, negativa y positiva). Se trata de una teoría que combina las disputas acerca de las funciones que históricamente se les atribuyeron a las penas estatales, sobre todo en la discusión de fines del siglo XVIII y principios del XIX, pero teniendo como punto de partida la retribución por la culpabilidad del agente, por lo que adolece de los mismos problemas de justificación que las teorías absolutas. En su versión más extendida “la pena sirve a las finalidades de la prevención especial y general”, pero “debe ser limitada en su máximo por el principio de culpabilidad”, aunque puede imponerse una pena menor a ese máximo (y aún prescindirse de ella), “si así lo exigen necesidades de prevención especial y a ello no se oponen exigencias mínimas de prevención general” (Roxin AT I, 85). Esta es, con los matices personales de cada caso, la teoría dominante entre nosotros (por todos, v. Cury PG I, 68; Sanhueza, Nociones, 36; y Ortiz/Arévalo, Consecuencias, 55).

C. Teoría de la prevención general positiva (simbólica) En sus diferentes variantes, esta teoría sostiene que la función del derecho penal es comunicar, expresar, significar o de otro modo simbólico (no contrastable empíricamente), reprochar o retribuir al autor por el hecho

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ilícito, demostrando, reforzando o garantizando a la comunidad por esta vía la vigencia o el restablecimiento del ordenamiento jurídico por sobre la voluntad o deslealtad del infractor. Desde este punto de vista, la única función de la pena es la prevención general positiva, entendida como “prevención general a través de la práctica del reconocimiento de [la validez de] la norma”, reconocimiento que se produce solo a nivel comunicativo, con la condena penal como comunicación de sentido contraria a la pretensión normativa del delincuente, que se agota en sí misma (Jakobs AT, 13. En Chile, en el mismo sentido, Piña Fundamentos, 42, y Reyes V., Derecho penal, 15). Entre nosotros, con total independencia del desarrollo dogmático alemán, Etcheberry veía ya en la década de 1960 que la imposición de las penas tenía efectos puramente normativos, al afirmar que “la finalidad primaria y esencial del derecho penal es la prevención general”, pero no en sentido empírico, sino “estrictamente jurídico”: “si la orden de la norma tiene un carácter imperativo, y ella prohíbe determinadas conductas, parece hasta tautológico afirmar que ella desea que no se produzcan. Luego, la pena, que es la consecuencia jurídica de la trasgresión, ha sido establecida para reforzar el mandato de la norma, para evitar, en general, que se cometan delitos”, pero no para suprimirlos, lo que conduciría a una elevación sin término de las penas (Etcheberry DP I, 34). No obstante, respecto de las penas privativas de libertad este autor ahora es partidario de reducir su finalidad a “la protección de los bienes jurídicos y procurar la reincorporación adecuada del condenado a la vida en sociedad”, insistiendo en que incluso se debiera hacer una “declaración de principios” en la propia ley “que descarte todo carácter meramente punitivo o retributivo de la pena” (Etcheberry, “Cambios”, 113).

D. La prevención general positiva en un Estado Social y Democrático de Derecho Para S. Mir Puig, “la retribución, la prevención general y la prevención especial no constituyen opciones ahistóricas, sino diversos cometidos que distintas concepciones del Estado han asignado en diferentes momentos al derecho penal”. Luego, en el Estado Social y Democrático de Derecho, nacido en Europa al término de la II Guerra Mundial, el derecho penal cumpliría también una función históricamente determinada. En consecuencia, los fines de la pena en un Estado Social y Democrático de derecho se entrelazarían de la siguiente manera: “en el momento de la conminación legal no

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puede buscarse la prevención especial frente al delincuente que todavía no puede existir; luego, procederá entonces la función de prevención general” que “tiende a evitar ataques a bienes jurídicos en la medida de su gravedad y de su peligrosidad”; función que se mantendría en las “fases de aplicación judicial y ejecución de la pena” donde, además, en la fase judicial “puede intervenir la prevención especial, junto con la idea de la proporcionalidad”, “dentro del marco, estrecho, que permiten los márgenes penales fijados por la ley a cada delito”, incluyendo la posibilidad de otorgar una suspensión de la pena (libertad condicional, según la legislación española); mientras en la de ejecución, “la Constitución” “impone expresamente la función de prevención especial, como resocialización” (Mir, Derecho penal, 93). Entre nosotros, Garrido ha adoptado esta teoría afirmando que de la concepción del Estado Social y Democrático de derecho “se desprenden los principios que restringen el ejercicio del ius puniendi, los que en conjunto constituyen un todo inseparable”: “El Estado de derecho supone el principio de legalidad o de reserva; el Estado social, el de intervención mínima y el de protección de bienes jurídicos; el Estado democrático, los principios de humanidad, culpabilidad, proporcionalidad y resocialización” (Garrido DP I, 30. Adoptan también esta concepción, de lege lata, Feller, “Consideraciones”, y Rettig DP I, 109; y de lege ferenda, Durán, “Prevención General”, 291, aunque dejando a salvo la función de prevención especial positiva como la única constitucionalmente aceptable al momento de la imposición de las penas).

§ 8. Principio de reserva y límites constitucionales de las penas A. Prohibición de la tortura, apremios ilegítimos y tratos inhumanos y degradantes El art. 19 N.º 1 inc. 4 CPR “prohíbe la aplicación de todo apremio ilegítimo”, también en caso de que se cometa como manifestación de una forma irregular de dar cumplimiento a una orden legítima de la autoridad (STC 21.10.2010, Rol 1518). Se recoge así, en la forma que en el momento de redactarse pareció adecuada a la tradición nacional, la prohibición universal de la tortura y los tratos crueles inhumanos y degradantes, establecida en el art. 7 PIDCP y en el art. 5 N.º 2 CADH (Ortiz/Arévalo, Consecuencias, 73). Específicamente, el art. 1 de la Convención contra la Tortura y otros Tratos Crueles, Inhumanos o Degradantes prohíbe “todo acto por el cual se inflija intencionadamente a una persona dolores o sufrimientos graves, ya sean

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físicos o mentales, con el fin de obtener de ella o de un tercero información o una confesión, de castigarla por un acto que haya cometido, o se sospeche que ha cometido, o de intimidar o coaccionar a esa persona o a otras, o por cualquier razón basada en cualquier tipo de discriminación, cuando dichos dolores o sufrimientos sean infligidos por un funcionario público u otra persona en el ejercicio de funciones públicas, a instigación suya, o con su consentimiento o aquiescencia” y no se trate de “dolores o sufrimientos que sean consecuencia únicamente de sanciones legítimas, o que sean inherentes o incidentales a éstas”. La imposición de tales apremios ilegítimos durante el proceso penal debe traducirse en una defensa de ilicitud de los actos en que dichos apremios tienen lugar (generalmente, la detención) y de las pruebas que de ellos se derivan (informaciones y las evidencias que dichas informaciones permiten recabar), lo que probablemente conducirá al ejercicio de la facultad de no perseverar por parte del fiscal, el sobreseimiento o absolución por falta de pruebas. Cuando tales apremios se imponen con posterioridad a la condena, se traduce en la presentación de recursos de amparo con el propósito de regularizar o cambiar el régimen penitenciario. En el derecho comparado, estas infracciones han dado origen a una defensa penitenciaria específica de reducción de la pena o su sustitución por una forma cumplimiento en libertad por la vía jurisprudencial, basada en la necesidad de poner término a los apremios ilegítimos a que las condiciones del encierro en particular han dado lugar. La CIDH ha declarado que constituyen tratos inhumanos y degradantes los castigos que se ejecutan en el cuerpo del condenado, como las flagelaciones, latigazos, azotes, lapidación y mutilaciones; la incomunicación prolongada y el encierro en “celda oscura” o “hueco”; y mantener a una persona presa en condiciones de hacinamiento, con falta de ventilación y luz natural, sin cama para su reposo ni condiciones adecuadas de higiene, en aislamiento e incomunicación o con restricciones indebidas al régimen de visitas (SSCIDH 11.3.2005, Caso Caesar vs. Trinidad y Tobago; 25.11.2006, Caso del Penal Miguel Castro vs. Perú; y 7.9.2004, Caso Tibi vs. Ecuador, respectivamente). Por su parte, el TEDH consideró como una forma de trato inhumano y degradante la aplicación de penas privativas de libertad en celdas colectivas con hasta menos de 3 metros cuadrados por preso, aunque rechazó que fuesen también formas de tratos inhumanos la falta de tiempo al aire libre y de oportunidades de trabajar en la prisión; y que el aislamiento en celdas solitarias con privación sensorial y por tiempos prolongados (“celdas negras”) constituye un castigo inhumano, aunque en sí mismo el aislamiento no se estima que sea una pena cruel o inhumana, si es limitado en el tiempo y no concurren otras circunstancias como la

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privación sensorial o de alimentos (SSTEDH 16.7.2009, Sulejmanovic v. Italia; 4.2.2003, Van der Ven v. Holanda, respectivamente). Por su parte, la Corte Suprema de los Estados Unidos considera que superar el 130% de la capacidad de un establecimiento penal puede ser la causa primaria de que sus internos no reciban el suficiente cuidado médico, especialmente aquellos con serios problemas mentales y de salud, lo cual viola la octava enmienda de su Constitución, constituyendo una pena inusitada y cruel, por lo que ordenó a la administración la reducción del hacinamiento mediante la liberación del número suficiente de presos para lograrlo, sea a través de reducciones de condena o de anticipos de la libertad condicional (Brown et al. v. Plata et al., 563 USSC, 2011). Tratándose de medidas de detención preventiva a la espera de juicio, la CIDH ha señalado que estos estándares han de ser todavía más “rigurosos”, incluyendo, entre otros: i) celdas ventiladas y con acceso a luz natural; ii) acceso a sanitarios y duchas limpias y con suficiente privacidad; iii) alimentación de buena calidad; y iv) atención de salud necesaria, digna, adecuada y oportuna (SCIDH 26.6.2012, Caso Díaz Peña vs. Venezuela, RChDCP 1, 393). En Chile, desconocemos una litigación que ponga en cuestión las condiciones generales de encierro, salvo la esporádica a través de recursos de amparo acogidos por condiciones particulares de falta de seguridad personal o castigos puntuales a reclusos (SSCS 3.4.2017, Rol 10437-17; 30.5.2018, Rol 10834-18). Con todo, al menos institucionalmente, desde el año 1949 no existe la pena de azotes y el Reglamento de Establecimientos Penitenciarios establece en su art. 6 que ningún “interno será sometido a torturas, a tratos crueles, inhumanos o degradantes, de palabra o de obra, ni será objeto de un rigor innecesario en la aplicación de las normas del presente Reglamento”, limitando la sanción disciplinaria de aislamiento en celda solitaria a una extensión máxima de 4 fines de semana o 10 días (art. 81 i), j) y k)). Nótese que la consideración como tortura de la imposición de dolores o sufrimientos graves intencionales con el solo propósito de castigar al que los padece parece también indicar que ese no puede ser el propósito de las penas y que el sufrimiento que causan las privativas de libertad impuestas legítimamente solo se admite como condición necesaria para ofrecer posibilidades de reintegración social, y no como mera retribución.

B. Prohibición de tratamientos forzados La prohibición de las penas crueles, inhumanas y degradantes establecida en términos generales en los arts. 5.2 CADH y en el art. 7 PIDCP, significa,

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entre otras cosas y como ya se dijo, que las penas no pueden exigir prestaciones corporales y, por tanto, tampoco consistir en formas de tratamientos conductuales, físicos, médicos o psicológicos forzados. Entre nosotros, el art. 14 Ley 20.584, establece como principio básico para realizar cualquier acción de salud el consentimiento informado del paciente. En consecuencia, para no transformarse en apremios ilegítimos, las ofertas de tratamiento de resocialización o reeducación de los condenados solo pueden implementarse con su consentimiento, es decir, deben tratarse de ofertas de actividades voluntarias. Ello es, por lo demás, coherente con las mínimas exigencias de las ciencias de la conducta que requieren adherencia voluntaria a los tratamientos como punto de partida para su éxito en el mundo del ser (Gallego, 100). Por su parte, el Comité de Derechos del Niño de Naciones Unidas recomienda que las sanciones alternativas a la prisión (probation) que supongan la remisión de la pena para efectuar tratamientos conductuales se impongan solo si se cuenta con el consentimiento informado del afectado: “El niño debe dar libre y voluntariamente su consentimiento por escrito a la remisión del caso, y el consentimiento deberá basarse en información adecuada y específica sobre la naturaleza, el contenido y la duración de la medida, y también sobre las consecuencias si no coopera en la ejecución de ésta” (CRC/C/GC/10, 25.4.2007, párr. 27). De este modo, la exigencia de voluntariedad limita la función resocializadora de las penas privativas de libertad prescrita en esos mismos Tratados Internacionales, en el sentido de que su cumplimiento ha de entenderse como un esfuerzo permanente para reducir y evitar la desocialización que produce la imposición de penas privativas de libertad, ofreciendo tratamientos y actividades consentidas durante su ejecución para facilitar la reintegración social a su término. Pero para que este consentimiento sea realmente voluntario, la falta de participación en los programas de tratamiento no puede acarrear agravamientos ni consecuencias desfavorables en la ejecución de las penas ni, a la inversa, ventajas o consecuencias favorables para quienes participan en ellos distintas a los objetivos del tratamiento (Mapelli, 26).

C. Derogación parcial de la pena de muerte La supresión de la pena de muerte del art. 21 CP por la Ley 19.734, sustituyéndola por la de presidio perpetuo calificado, significó un gran avance en esta materia, aunque dicha sanción subsiste en el Código de Justicia Militar en un número no menor de infracciones, entre ella la no entrega de suministros a las tropas, el amotinamiento, sedición, deserción, rendición

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injustificada, abandono del mando y la desobediencia frente al enemigo y otras conductas de similar gravedad y peligro para las tropas y buques nacionales en tiempos de guerra (arts. 347, 270, 272, 287, 288, 303, art. 304 N.º 1, art. 327, 336 N.º 1, 337 N.º 1, 379, 383 N.º 1, 384, 385, 391 y 392), pero también la traición a la patria cometida por militares (art. 244) y el maltrato de obra a un superior causándole la muerte o lesiones graves (art. 339). No obstante, el art. 4 CADH parece asegurar que, al menos tratándose de delitos comunes, dicha pena no podrá ser reinstaurada entre nosotros. Más allá del fundamento normativo de esta limitación, es claro que ella es fruto de la continua desacralización y crítica de esta pena iniciada por Beccaria, 141, al calificarla de “inútil prodigalidad de suplicios, que nunca ha conseguido hacer mejores a los hombres”, críticas que hoy encuentran eco con distinto fundamento incluso en autores de tendencia retribucionista, que ven en ella la destrucción “de un presupuesto esencial de la oferta de entendimiento normativo que se traduce en el reproche de culpabilidad: la continuidad de la personalidad del condenado como centro de agencia racional” (Mañalich, “Pena de muerte”, 343).

D. Prohibición de la pena de pérdida de derechos previsionales y de la confiscación. Principio de personalidad de las penas El art. 19 N.º 7 e) CPR dispone que “no podrá aplicarse como sanción la pérdida de los derechos previsionales”, expresando de esta manera la necesidad de conservar un espacio de reintegración a la vida en común a través de las instituciones de seguridad social, incluso para los condenados. Por su parte, la confiscación, entendida como la privación total de los bienes de una persona natural, se encuentra prohibida en el art. 19 N.º 7 g) CPR, que dispone: “No podrá imponerse la pena de confiscación de bienes, sin perjuicio del comiso en los casos establecidos por las leyes, pero dicha pena será procedente respecto de las asociaciones ilícitas”. Aunque desde antiguo se reprocha la inconveniencia política de un sistema de confiscaciones arbitrario, por conducir generalmente a rebeliones (Aristóteles, Política, 254); su prohibición actual es resultado de las criticas liberales al sistema monárquico, donde la confiscación se empleaba como pena recurrente para los suicidas, los acusados de traición y otros atentados, dejando a las familias de los condenados en la miseria (Robespierre, 115, y Voltaire, 150), y por eso se encuentra fuertemente vinculada al principio de personalidad de las penas, como explícitamente aparece en el

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art. 5.3 CADH, donde se dispone que “la pena no puede trascender de la persona del delincuente”, permitiéndose únicamente el comiso de bienes determinados. Luego, es legítima la pena que consiste en la privación de bienes determinados, como el comiso del art. 31, que consiste en la pérdida de los efectos del delito y de los instrumentos con que se ejecutó. Las dificultades surgen, sin embargo, en los casos de los delitos contemplados en las Leyes 19.913 y 20.000, que sancionan el lavado de activos y el tráfico ilícito de estupefacientes, respectivamente, estableciendo lo que se denomina el comiso ampliado, el cual alcanza a todos los bienes provenientes de la actividad ilícita, incluyendo las sustancias traficadas, armas, dineros y bienes muebles e inmuebles y sus frutos pendientes (Suárez, 483). Sin embargo, mientras el comiso no se extienda a bienes adquiridos legítimamente antes de comenzar la actividad criminal o con fondos no procedentes de ella, su mayor o menor amplitud dependerá, en los hechos, de la mayor o menor amplitud de la actividad criminal de base y su mayor o menor extensión será responsabilidad del condenado, sin infracción a la prohibición constitucional.

E. Prohibición de la prisión por deudas El art. 11 PIDCP dispone que “nadie será encarcelado por el solo hecho de no poder cumplir una obligación contractual”. Por su parte, el art. 7.7 CADH establece que “nadie será detenido por deudas”, frase seguida de la declaración de que “este principio no limita los mandatos de autoridad judicial competente dictados por incumplimiento de deberes alimentarios”. La cuestión relevante es determinar a qué clase de deudas y obligaciones se refieren estas reglas. Nuestro TC ha declarado que el arresto y la reclusión nocturna previstas como formas de apremio para el cumplimiento de las obligaciones que tienen su origen en la ley no infringirían dichos preceptos, ya que no tendrían una fuente contractual, como sucedería en las decretadas por incumplimiento del pago de las cuotas de la compensación económica (art. 66 Ley 19.947); incumplimiento de pago de cotizaciones previsionales (arts. 12 y 14 Ley 17.322); no pago de las obligaciones tributarias (arts. 93 a 95 Código Tributario); e incumplimiento de la obligación de reincorporar al trabajador despedido por prácticas antisindicales, entre otras (SSTC 16.08.2018, Rol 4465; 21.11.2013, Rol 2265; 27.09.2012, Rol 2102; y 13.12.2011, Rol 1971).

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Pero tratándose de delitos de carácter patrimonial o económico, es a veces difícil trazar una frontera entre un mero incumplimiento contractual y un delito. El ejemplo más claro de ello son los delitos de fraudes en la entrega, de los arts. 467 y 469 N.º 1 y 2 y de apropiación indebida del art. 470 N.º 1: se trata de situaciones donde un contrato civil válidamente otorgado obliga a hacer entrega o restitución de cosas de una determinada calidad y cantidad, pero donde su incumplimiento deriva de un engaño, en el caso del fraude en la entrega, o del abuso de confianza, en el caso de la apropiación indebida. Lo mismo sucede con el delito de giro doloso de cheques del art. 22 Ley sobre Cuentas Corrientes Bancarias y Cheques, que puede verse como un engaño formalizado mediante la emisión de un documento con aparente poder liberatorio, no teniendo fondos para cubrirlo o retirando después dichos fondos para no hacerlo (SCS 18.6.2008, Rol 2054-8). Así también lo ha resuelto el TC en general, respecto de “las diversas figuras penales de defraudación, que importan una infracción de ley” y, en particular respecto del giro doloso de cheques por su carácter de fraude especial, salvo en aquellos casos en que dichos instrumentos aparecen claramente como garantía del incumplimiento de una obligación contractual (SSTC 27.9.2012, Rol 2102; 27.9.2017, Rol 3381; y 21.11.2014, Rol 2744).

F. Prohibición de penas indeterminadas El TC ha estimado, en un asunto atingente a la cuantía de una sanción gubernativa, que la imposición de una sanción basada en una norma que no entrega parámetros o baremos objetivos para determinar cómo, porqué y en qué cuantía se aplica no supera el test de proporcionalidad si esas cuantías pueden variar muy significativamente produciría un efecto contrario a la Constitución (STC 29.9.2016, RCP 44, N.º 1, 67, con nota crítica de R. Collado). La aplicación estricta de este criterio a las sanciones penales parece pugnar con las normas de los arts. 65 a 69 CP, que permiten, según los casos, recorrer al juez la pena en toda su extensión, objeción que puede salvarse entendiendo que la limitación propuesta por el TC se refiere a los casos en que la extensión de la pena a determinar judicialmente sea de tal magnitud que recorrerla libremente pudiera significar no solo una desproporción por la cuantía impuesta, sino una infracción al principio de igualdad, al no poder distinguirse las razones por las cuales se determinan las cuantías de las penas en los casos concretos.

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§ 9. Debido proceso como fundamento material de la imposición de penas A. Concepto y efectos de su infracción: exclusión de pruebas, nulidades y requerimiento ante la CIDH La garantía del debido proceso legal, reconocida en el art. 19 N.º 3 inc. 6 CPR, que asegura a todas las personas un “justo y racional procedimiento e investigación”, consiste en “un sistema de garantías que condicionan el ejercicio del ius puniendi del Estado y que buscan asegurar que el inculpado o imputado no sea sometido a decisiones arbitrarias” (SCIDH 23.11.2012, Caso Mohamed Vs. Argentina, RChDCP 2, N.º 1, con nota de H. Alarcón). Está constituido por “un conjunto de garantías que la Constitución Política de la República, los tratados internacionales ratificados por Chile, actualmente en vigor, y las leyes, le entregan a las partes de la relación procesal, por medio de las cuales se procura que todos puedan hacer valer sus pretensiones ante los tribunales, que sean escuchados, que puedan protestar cuando no están conformes, que se respeten los procedimientos fijados en la ley, que las sentencias sean debidamente motivadas y fundadas, entre otros” (SCS 31.5.2010, Rol 1618-10). Su centralidad en un sistema democrático es tal que sin su consagración no parece que un sistema político actual pueda considerarse material o estructuralmente como una democracia constitucional (Navarro D., Derecho Procesal, 399). En sentido estricto, sus principales fuentes se encuentran, por remisión del art. 5 CPR, en los arts. 8 CADH y 14 PIDCP. Allí se mencionan las garantías mínimas de presunción de inocencia, juez imparcial y natural, plazo razonable, publicidad del juicio, derecho a conocer el contenido de la acusación, contar con defensa letrada, no declarar contra sí mismo, presentar pruebas, contrainterrogar testigos y recurrir contra la sentencia condenatoria. En sentido amplio, importa el respeto de esas y las restantes garantías constitucionales, particularmente las relativas a la prohibición de la tortura como método para obtener informaciones útiles a un proceso penal (art. 19 N.º 1 CPR), la protección de la inviolabilidad del hogar y de toda forma de comunicación privada (art. 19 N.º 5 CPR) y la garantía de la libertad y seguridad personales (art. 19 N.º 7 CPR), que delimitan la actividad de investigación de policías y fiscales. Positivamente, esta garantía, a través de la presunción de inocencia, importa la necesidad de que la existencia del hecho punible y la participación en él sean probadas en juicio antes de imponer una pena, según dispone el art. 14.2 PIDCP: “Toda persona acusada de un delito tiene derecho a que se

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presuma su inocencia mientras no se pruebe su culpabilidad conforme a la ley”, lo que el art. 340 CPP traduce en la exigencia de que la convicción más allá de toda duda razonable acerca de la existencia del hecho punible y la participación culpable del condenado, sea adquirida por el tribunal “sobre la base de la prueba producida durante el juicio”. Esto significa que ni las convicciones personales, ni las atribuciones puramente normativas o las alegaciones de las partes son suficientes para determinar la existencia del hecho punible y la participación culpable del acusado: se requiere que cada hecho imputado, atribución normativa o alegación de las partes que constituya un elemento del hecho punible o de la participación culpable sean probados en juicio (sobre la discusión acerca del alcance de la exigencia de la prueba más allá de una duda razonable, que parece oscilar entre la íntima convicción y la certeza objetiva, v. Báez, “¿Estándar”?, 869, quien la equipara a una “certeza jurídica motivada en razones justificatorias” basadas en la valoración de la prueba conforme a la “sana crítica” y la “teoría de la argumentación jurídica”). Mientras esa prueba y su adecuada valoración en juicio no acontezca y se traduzca en una sentencia condenatoria, la Constitución impone considerar a cada imputado en un “estado de inocencia” y “como tal debe ser tratado” (Pozo, “Presunción”, 704). La exigencia de probar la responsabilidad penal no solo es relevante como garantía procesal, sino que debería ponernos a resguardo de teorías penales que tiendan a hacerla innecesaria, como las atribuciones causales basadas en teorías “normativas” del riesgo que no exigen prueba material de su aumento ni de la causalidad subyacente, o “normativas” del dolo, que se conforman con su “atribución” “potencial” (Rusconi, Sistema, 50). Negativamente, la garantía del debido proceso importa que esas pruebas no se pueden obtener de cualquier modo, sino legítimamente, esto es, con pleno respeto a los derechos y garantías constitucionalmente reconocidos, de modo que infracciones materiales de las garantías del debido proceso y de otras garantías constitucionales, como la inviolabilidad de la morada o de las comunicaciones privadas (art. 19 N.º 5 CPR), y la libertad y seguridad personales (art. 19 N.º 7 CPR), cometidas con ocasión de una investigación criminal, importen la exclusión del juicio o de su valoración como tales de los medios de prueba así obtenidos, pues “de no verificarse la exclusión de la prueba obtenida con inobservancia de tales garantías fundamentales el Estado estaría usando como fundamento de una eventual condena el resultado de una vulneración constitucional” (Hernández B., “Prueba ilícita”, 66). Por ello, las defensas basadas en la infracción a las garantías del debido proceso pueden conducir a la declaración de ilegalidad o nulidad de otras

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actuaciones, la exclusión de pruebas diferentes a las obtenidas con infracción de garantías y la nulidad del juicio o de la sentencia, según el momento procesal en que se esgriman y la trascendencia de la infracción respecto de las actuaciones consecutivas que de ella dependan o emanen, de conformidad con la doctrina del “fruto del árbol envenenado”, expresada, respecto a la nulidad procesal, en el art. 160 CPP. Pero la exclusión de la prueba derivada de una obtenida con ilicitud exige para su operatividad que “la prueba se haya obtenido verdaderamente gracias a la prueba contaminada y no a resultas de otros procedimientos investigativos” (Zapata, 29). De allí que los efectos de esta defensa no son siempre idénticos: es evidente que las más completas defensas en esta materia son aquellas que permiten la exclusión de medios probatorios y la nulidad de la sentencia, con sentencia de reemplazo absolutoria por falta de pruebas, pero incluso las infracciones a la sola ritualidad procesal, fácticamente pueden producir similares resultados si en la repetición de la actuación anulada o del juicio no se producen o presentan pruebas suficientes para acreditar la responsabilidad del imputado (arts. 276, 385, 159 y 374 CPP). Si de la exclusión probatoria efectivamente practicada no restan otras pruebas que permitan al tribunal adquirir la convicción, más allá de toda duda razonable, de la existencia del delito y de la participación culpable del acusado en su ejecución, el tribunal estará obligado a absolverlo (art. 340 CPP), del mismo modo que debe hacerlo en caso de que se acreditase una de las eximentes del art. 10 CP, por lo que se trata de un grupo de defensas de la mayor relevancia en el ejercicio diario de la profesión. Lo mismo sucede si en la audiencia de preparación del juicio oral se excluyen pruebas lícitas, pero que el tribunal estima impertinentes o redundantes, según el art. 276 CPP, si las aceptadas resultan insuficientes para probar la responsabilidad del acusado. La doctrina plantea, además, que similares efectos debe producir la prohibición de valorar pruebas obtenidas con infracción de garantías, tanto en etapa de investigación como de juicio, con independencia de su formal nulidad o exclusión (Correa, “Exclusión”, 163). Respecto a las formas de presentar esta defensa, hay que distinguir: el conocimiento de las infracciones producidas durante la etapa de investigación recae en el Juez de Garantía (arts. 95, 132, 159 y 276 CPP). El juez puede declarar ilegal una detención, anular actuaciones judiciales y excluir pruebas que hubieren sido realizadas u obtenidas con inobservancia de garantías fundamentales, respectivamente, pudiendo incluso decretar el sobreseimiento temporal de una causa en caso de que no sea de otro modo posible asegurar el respeto de los derechos del imputado (art. 10 CPP). Durante

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el juicio oral, si bien el tribunal no puede formalmente excluir pruebas, materialmente puede no valorarlas si se comprueba su origen ilícito y no formarse una convicción a partir de ellas, evitando la eventual nulidad que correspondería en caso de fallar teniéndolas como fundamento de una condena (Hernández, “Prueba ilícita”, 90. O. o. Moreno, “Límites”, 87, para quien, siguiendo a J. López, el tribunal de juicio oral debiera valorar explícitamente la prueba ilícita para facilitar la declaración de nulidad del fallo). Tratándose de sentencias definitivas, el art. 373 a) CPP entrega competencia a la Corte Suprema para declarar la nulidad de la sentencia y, en su caso, del juicio, cuando, en cualquier etapa del procedimiento, se hubieren infringido sustancialmente derechos o garantías asegurados por la Constitución o por los tratados internacionales ratificados por Chile que se encuentren vigentes. Y el juicio y la sentencia serán siempre anulados, en los casos que la infracción al debido proceso consista precisamente en alguno de los casos del art. 374 CPP, cuyo conocimiento es entregado por la ley, en primer lugar, a las Cortes de Apelaciones. Además, nuestra Corte Suprema ha admitido la posibilidad de recurrir de amparo constitucional del art. 21 CPR como medida preventiva para evitar o impugnar la realización de diligencias probatorias ilegales que amenacen o perturben la libertad personal (SCS 11.11.2014, RCP 42, N.º 1, 211, con nota aprobatoria de F. García M.). Extraordinariamente, y aun tras haberse rechazado un recurso de nulidad, la falla del deber del Estado en la protección de las garantías fundamentales reconocidas en los Tratados Internacionales sobre Derechos Humanos dentro de un proceso penal puede ser “remediada” mediante un requerimiento ante la Comisión Interamericana de derechos Humanos según los arts. 43 y 44 CADH (“control de convencionalidad”, Nash y Núñez D., 72). Ello puede derivar en condenadas a nivel internacional al Estado de Chile y en formas extraordinarias de dejar sin efecto las penas impuestas por delitos o procesos que se estiman incompatibles con los derechos y garantías consagrados en la CADH (SCS 16.5.2019, Rol AD 1384-14, que da cumplimiento a la SCIDH 29.5.2014, Caso Norín Catrimán y otros contra Chile). Para estos casos, puesto que la CIDH más de alguna vez ha recurrido a la jurisprudencia europea en la materia, tanto de la Corte Europea de Derechos Humanos como de tribunales nacionales, conviene tener un panorama de la situación en el Viejo Continente al momento de hacer las alegaciones respectivas (v. Correa, “Jurisprudencia”, 79). Un problema particular se presenta respecto de la obtención de pruebas ilícitas por parte de la defensa y el querellante. No siendo órganos del Estado, parece que sus actuaciones no tienen las limitaciones de la fiscalía y

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las policías. Sin embargo, durante la investigación la aportación de pruebas debe hacerse por el proceso regular (art. 183 CPP), de donde las pruebas generadas por esa vía han de ser sin infracción a las garantías fundamentales de terceros o del imputado. El art. 276 CPP no distingue al respecto. No obstante, es cierto que en determinadas ocasiones el imputado, la víctima, el denunciante o el querellante podrían obtener objetos, documentos o grabaciones que acrediten su inocencia o alguna de las defensas o alegaciones planteadas, con infracción de derechos de terceros y hasta, eventualmente, constitutivas de delito. No obstante, según nuestra jurisprudencia, en tales casos, no existe infracción de garantías que generen nulidad y la obligación de exclusión de prueba, pues “falta la actuación a nombre del Estado”, como en el caso de los guardias de seguridad que, en el contexto de una denuncia por delito flagrante de hurto o robo, registran la cartera de la imputada hallando los instrumentos y efectos del delito en su interior, con su consentimiento voluntario (SSCS 18.10.2017, Rol 37972-17 y 1.12.2006, RCP 44, N.º 1, 208, con nota crítica de D. Becerra. Para una justificación general de la no exclusión de estas pruebas, sobre la base de la idea de la existencia de un “estado de necesidad defensivo”, v. Echeverría D., Prueba ilícita).

B. Principales garantías del debido proceso en materia penal a) Juez natural e imparcialidad del tribunal Los arts. 8.1. CADH y 14.1 PIDCP establecen el derecho a ser oído por un juez o tribunal competente, independiente e imparcial, legalmente establecido. Respecto de la legalidad del tribunal y su imparcialidad formal, el art. 374 CPP precisa como causales de nulidad absoluta del juicio y la sentencia, la incompetencia o irregular constitución del tribunal —incluyendo la presencia de jueces inhábiles o recusados—, la realización del juicio sin la presencia del defensor del acusado, y haber impedido al defensor ejercer las facultades que la ley le otorga. Respecto de la independencia e imparcialidad del tribunal en su actuación como tal, su infracción ha sido alegada por la vía del art. 373 a) CPP, afirmándose que ésta debe reflejarse en su pasividad al momento de recibir pruebas, sin que pueda producirla por sí mismo mediante interrogatorios y contrainterrogatorios que sustituyan la labor de las partes, más allá de lo permitido por el art. 329 CPP, para aclarar los dichos de un testigo o perito. Así, se ha estimado que infringe esta garantía el juez que a través de preguntas al acusado desarrolla su propia “teoría de caso” sobre la cual de-

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cide la condena, sustituye la declaración de la víctima que se desiste por su propias impresiones y recuerdos de otras audiencias en que ella compareció visiblemente golpeada, o emite una valoración anticipada de pruebas, denunciando por falso el testimonio a un testigo al término de su declaración y antes de dictarse sentencia (SSCS 19.6.2014, RCP 41, N.º 3, 211, con nota de C. Scheechler; 7.4.2016, RCP 43, N.º 3, 133, con nota aprobatoria de F. Abbott; y 2.7.2018, Rol 10637-18, respectivamente). La imparcialidad como garantía material también parece ser el fundamento de la anulación de una sentencia en que el tribunal sencillamente no consideró en su valoración probatoria las presentadas por la defensa ni se hizo cargo de sus alegaciones (SCS 3.6.2013, RChDCP 2, N.º 3, 207, con nota en el sentido aquí expuesto de G. Echeverría). En el caso de que la parcialidad del tribunal se manifieste solo en los considerandos de la sentencia que dan por probados o no los hechos en un sentido u otro, su errónea fundamentación puede también ser recurrida de nulidad, según el art. 373 f) CPP, en relación con lo dispuesto en los arts. 342 c) y 297 del mismo cuerpo legal, por contradecir los principios de la lógica, las máximas de la experiencia y los conocimientos científicamente afianzados.

b) Non bis in idem procesal (cosa juzgada) Una de las garantías procesales más antiguas es la prohibición de doble persecución penal por el mismo hecho o non bis in idem procesal, cuya formulación originaria se atribuye a Gayo (Bona fides non patitur, ut bis idem exigatur, D. 50, 17, 57), y ahora expresa el art. 14.7. PIDCP con las siguientes palabras: “nadie podrá ser juzgado ni sancionado por un delito por el cual haya sido ya condenado o absuelto por una sentencia firme”. Este carácter procesal del principio es reconocido en forma unánime por la doctrina y jurisprudencia (Ossandón, “Non bis in idem”, 88). Su materialización como defensa procesal se establece en el art. 264 CPP que contempla la posibilidad de enervar el procedimiento oponiendo como excepción de previo y especial pronunciamiento la de cosa juzgada; y en el art. 250 f) CPP, que considera causal de sobreseimiento definitivo que “el hecho de que se tratare hubiere sido materia de un procedimiento penal en el que hubiere recaído sentencia firme respecto del imputado”; y el art. 374 g) CPP que estima como causal absoluta de nulidad de la sentencia y del juicio fallarlo en oposición a otra pasada en autoridad de cosa juzgada. Lo determinante para la cosa juzgada en materia penal es exclusivamente

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la identidad del imputado y de los hechos materia de la imputación, no su calificación jurídica (Letelier L., “Imputación”, 134). Es importante destacar que en nuestro sistema no se requiere un pronunciamiento de fondo expresado en una sentencia absolutoria o condenatoria para que opere la garantía indicada, pues también es posible enervar una nueva persecución por un hecho antes sobreseído definitivamente por cualquier razón: cumplimiento de las condiciones de una suspensión condicional o un acuerdo reparatorio (arts. 240 y 242 CPP); o como consecuencia de la falta de cierre de la investigación o acusación oportuna y formalmente bien presentada (arts. 247 y 270 CPP); del cumplimiento de las condiciones para suspender la condena en un procedimiento simplificado (art. 398 CPP); del desistimiento de la querella o su abandono en los delitos de acción privada (arts. 401 y 402 CPP); del rechazo de una solicitud de desafuero contra un diputado o senador (art. 421 CPP) o de una querella de capítulos (art. 427 CPP); o de una declaración de enajenación mental incurable, aunque sea posterior al hecho juzgado (art. 465 CPP). Aunque la ley no lo señala expresamente, el mismo efecto ha de producir la aprobación de la decisión de no investigar, “cuando los hechos relatados en la denuncia no fueren constitutivos de delito o cuando los antecedentes y datos suministrados permitieren establecer que se encuentra extinguida la responsabilidad penal del imputado” (art. 168 CPP) o de aplicar el principio de oportunidad, que la ley procesal considera una forma especial de “extinción de la acción penal” (art. 170 CPP). Salvo que el sobreseimiento se dicte en virtud del art. 250 a) CPP, por no ser los hechos constitutivos de delito, en el sentido de no estar descritos como tales en la ley (ausencia de tipicidad), éste tiene un carácter personal, pues aun cuando sea total, solo puede referirse a todos los hechos e imputados identificados en la causa y no a quienes no han sido previamente imputados, especialmente caso de fundarse en la concurrencia de alguna de las exenciones de responsabilidad del art. 10 o de su extinción del art. 93, que tienen también un carácter personal.

c) Derecho a la libertad y seguridad personales (legalidad de la detención) El art. 19, N.º 7 CPR garantiza el derecho a la libertad personal y a la seguridad individual, disponiendo en su letra c) que “nadie puede ser arrestado o detenido sino por orden de funcionario público expresamente facultado por la ley y después de que dicha orden le sea intimada en forma legal. Sin embargo, podrá ser detenido el que fuere sorprendido en delito flagrante, con el solo objeto de ser puesto a disposición del juez competente

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dentro de las veinticuatro horas siguientes”. Según la Constitución, cuando la autoridad lleva a efecto la detención, el plazo para poner al detenido a disposición del tribunal es de 48 hrs, prorrogables por resolución judicial hasta por 5 días o hasta por 10, en caso de delito terrorista. La Constitución chilena precisa así en dos supuestos: la orden del funcionario legalmente facultado y la flagrancia, los casos en que la detención no se considerará “arbitraria”, en los términos de los arts. 7.3 CADH y 9.1 PCIDCP. Luego, la defensa constitucional en este caso consiste en afirmar que la detención ha tenido lugar por un funcionario sin facultades para ello o fuera de los casos de flagrancia. Y de allí se sigue que las pruebas emanadas de esta detención han de ser excluida por ilícitas, lo que incluye, generalmente, los objetos incautados que el detenido portaba en sus ropas, vehículo o domicilio o que son obtenidos gracias a sus declaraciones y las de terceros que las oyen, así como las de quienes lo reconocen estando ilícitamente detenido. Tratándose de las actuaciones policiales autónomas, una detención es ilegal cuando no concurren los presupuestos del control de identidad o flagrancia de los arts. 85 y 130 CPP. Así, se ha resuelto que, por regla general, una denuncia anónima telefónica no es “algún indicio” suficiente para proceder a un control de identidad del art. 85 CPP, por lo que debe excluirse como prueba el hallazgo de un arma en el consiguiente registro de vestimentas (SCS 28.5.2018, Rol 7345-18); pero sí lo es una efectuada personalmente (SSCS 7.5.2018, Rol 5353-18, y 11.6.2015, RCP 42, N.º 3, 349, con nota aprobatoria de R. Contreras) o la acompañada de una relación detallada de otros indicios (SCS 25.7.2016, RCP 43, N.º 4, con nota crítica de J. P. Donoso). Y que los resultados de una interceptación telefónica debidamente autorizada son también indicios suficientes para proceder a la detención en flagrancia del delito cuya futura comisión se descubre por esa vía, aun cuando el delito se cometa por persona distinta a quien cuyas comunicaciones se autorizó interceptar (SCS 5.9.2016, RCP 43, N.º 4, 223, con nota crítica de M. Schürmann). También se ha afirmado que el solo hecho de huir ante la presencia policial no es indicio para realizar un control de identidad, pero sí lo es el “descargarse” o desprenderse de objetos ante ella, de cuyo examen resulta que son ilícitos (SSCS 24.2.2020, Rol 36168-19; 22.12.2016, RCP 44, N.º 1, 179, con nota crítica de C. Gallardo, y 1.10.2015, RCP 43, I, N.º 1, 177, con nota reprobatoria de M. Reyes, quien no ve flagrancia ni indicio de ésta en esos hechos, dado que el descubrimiento de la ilicitud del objeto es posterior o simultáneo a la detención). Del mismo modo, se estima suficiente indicio para practicar un control de identidad e incautar las drogas que

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se porten el hecho de entrar y salir de un lugar que ha sido previamente denunciado como de venta de sustancias prohibidas (SCS 2.11.2015, RCP 43, N.º 1, 187, con nota aprobatoria de J. Winter). Pero el solo hecho de ir encapuchado no parece ser indicio suficiente para la detención si no va acompañado de otros hechos, como el alejamiento súbito frente a la presencia policial (SCS 26.9.2016, RCP 43, N.º 4, 200, con nota aprobatoria de D. Lema). Y se ha terminado por decantar la doctrina según la cual la sola comisión de una infracción a la Ley del Tránsito, Alcoholes o cualquiera de carácter meramente administrativo no es suficiente indicio para realizar un control de identidad y revisión del vehículo que se conduce (SCS 22.5.2020, Rol 41221-19. Antes, en contra, la SCS 1.6.2016, RCP 43, N.º 3, 249, con comentario reprobatorio de G. Silva. Para un panorama completo sobre la materia, hasta el año 2019, v. Rodríguez, “Jurisprudencia”). Pero si al realizar los procedimientos derivados de la notificación de la infracción surge un indicio de gravedad suficiente —un fuerte olor a marihuana, la exhibición involuntaria de un arma prohibida, p. ej.—, puede realizarse el control de identidad legítimamente (SCS 30.4.2020, Rol 20936-20). Finalmente, se ha fallado que si el imputado entregase un arma que mantenía oculta durante la ejecución de una orden judicial de registro por otro delito, no puede considerarse el hecho como descubrimiento de delito flagrante del art. 130 CPP y, por tanto, la detención sería ilegal y con ella, debe excluirse la prueba del arma así encontrada (SCS 19.2.2018, Rol 358-18). Pero sí es flagrante, en el sentido de la ley nacional, la detención del imputado tras su reconocimiento por la víctima que acompaña a la policía en ronda inmediatamente posterior al delito denunciado (SCS 20.12.2012, RChDCP 2, N.º 1, 325, con nota de P. Vial). Con todo, no se admite que los particulares, en una detención flagrante lícita, registren la ropa o pertenencias del detenido, actividad que se estima sólo pueden realiza legítimamente la policía, cuando la ley la autoriza (SCS 21.2.2020, Rol 33352-19). Y tampoco que lo haga la policía, aduciendo el nerviosismo que aprecian en el imputado en un control de identidad preventivo del art. 12 Ley 19.231, circunstancia que se estima una apreciación subjetiva que no constituye indicio suficiente para el registro autorizado por los arts. 83 y 85 CPP (SCS 17.2.2020, Rol 309-20). No obstante, tratándose de registros de identidad y corporales de las visitas a un recinto penitenciario, se estimo que la seguridad de los recintos justificaba su realización, aunque no existiese ley ni orden judicial habilitantes (SCA Santiago 22.6.2012, RChDCP 1, 375, con nota aprobatoria de O. Pino quien, de todos modos, hace énfasis en la necesidad, de lege ferenda, de regular legalmente esta clase de limitaciones a los derechos personales. O. o.

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Zelaya, 224, para quien las limitaciones a los registros de pertenencias establecidas por la Corte Suprema desconocen el rol preventivo que cumplen estas actividades, como se aprecia en aeropuertos y en los propios tribunales y en las oficinas del Ministerio Público y la Defensoría Penal Pública donde se practican tales controles y registros, generalmente por guardias privados). En cuanto a los seguimientos de personas en la vía pública, se ha estimado que son lícitos mientras no importen una detención, la que será lícita o no, según las circunstancias concretas, pero no por el hecho de haber sido o no precedidas de un seguimiento, como el que se realiza en un lugar de venta frecuente de drogas a un tercero que, en definitiva, resulta ser un comprador que, al adquirir las sustancias prohibidas en la vía pública en presencia de agentes policiales, habilita a éstos a detener a la vendedora, por constituir tal acto un indicio suficiente para ello, en los términos de los arts. 83 y 85 CPP (SCS 6.1.2020, Rol 29063-19).

d) Inviolabilidad de la morada y de las comunicaciones personales (legalidad de diligencias intrusivas) El art. 19 N.º 5 CPR garantiza la inviolabilidad del hogar y de toda forma de comunicación privada, precisando que “el hogar solo puede allanarse y las comunicaciones y documentos privados interceptarse o registrarse en los casos y formas determinados por la ley”, de donde los registros e incautaciones fuera de las normas de los arts. 205, 206 y 215 CPP pueden considerarse inconstitucionales y habilitan la exclusión de pruebas recogidas en tales circunstancias. Sobre esta base, se ha resuelto que la orden de detención de una persona con facultades de allanamiento del domicilio de otra no permite considerar legítimo el registro del domicilio indicado para buscar prueba de otro delito del que sería responsable el dueño de casa y no la persona cuya detención se había ordenado, en la especie, cultivo de marihuana (SCS 20.11.2017, Rol 40698-17). Además, se ha dicho que la persecución de sujetos sobre la base a una denuncia anónima no habilita registrar el domicilio donde se detienen, por lo que el hallazgo de un arma en tales condiciones es ilícito (SCS 6.12.2016, Rol 82306-16). E incluso, que la autorización voluntaria de un responsable para el registro no es válida si no se está en los casos del art. 206 CPP y no hay una orden previa específica dada por el fiscal (SCS 27.8.2015, RCP 42, N.º 4, 249, con nota crítica de C. Correa). Por el contrario, se estima que aun sin orden judicial, autorización de un fiscal

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ni consentimiento del propietario es posible el ingreso a un lugar cerrado si desde fuera se puede identificar una especie sustraída, lo que constituiría un delito flagrante de receptación (SSCS 17.4.2017, Rol 6783-17, y 15.12.2015, RCP 43, N.º 1, 355, con nota reprobatoria de R. Collado). Y que el consentimiento de un adulto encargado del lugar valida la diligencia aún contra la voluntad del resto de los residentes, adolescentes y adultos (SCS 26.12.2016, Rol 88852-16). Indirectamente, esta garantía ha servido de respaldo para considerar ilícitas las pruebas obtenidas aún en casos de entrada y registro por delitos flagrantes, si ello ha derivado de una investigación policial autónoma (vigilancia), no comunicada al fiscal ni autorizada por un juez de garantía (SCS 13.7.2016, RCP 43, N.º 4, 106, con nota aprobatoria de C. Ramos). Lo mismo ocurre cuando la actividad policial se dirige a establecer una infracción administrativa, como el funcionamiento regular de un establecimiento de comercio o industrial y, sin autorización del fiscal o del tribunal, realizan actividades de investigación dentro del local, incautando objetos ilícitos cuya posesión es constitutiva de delito (SCS 16.12.2015, RCP 43, N.º 1, 367, con nota de J. Valenzuela). Pero el registro del celular de la víctima que el imputado deja caer en su huida y la entrada con autorización del dueño en casos flagrantes y sin orden del fiscal, se estiman lícitos (SCS 25.7.2016, RCP 43, N.º 4, 172, con nota crítica de F. Gómez). Tampoco se considera que los detenidos en flagrancia puedan tener una expectativa razonable de privacidad sobre el uso de los celulares ajenos que se les incautan, que pueden ser respondidos por la policía (SCS 4.11.2015, RCP 43, N.º 1, 203, con nota aprobatoria de F. Abbott). Además, se ha considerado que la grabación subrepticia por un particular de una conversación en que interviene y en la que otro comete un delito de expresión puede ser presentado como prueba lícita, si se hace para comprobar la existencia de un delito en marcha o ya anticipado por expresiones similares del acusado (SCS 2.1.2014, RCP 41, N.º 2, 129, con nota crítica de M. Schürmann). Tampoco se considera infracción a este derecho la obtención de fotografías de las vestimentas del imputado al momento de su detención (SCA Santiago 3.5.2013, GJ 395, 154).

e) Derecho a guardar silencio (legalidad de la interrogación) El art. 19 N.º 7 f) CPR garantiza que, “en las causas criminales no se podrá obligar al imputado o acusado a que declare bajo juramento sobre

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hecho propio”, garantía de menor intensidad que la recogida por los arts. 8.2 g) CADH y 14.23 g) PIDCP, que establecen categóricamente el derecho a no ser obligado a declarar contra sí mismo ni declararse culpable. Los arts. 194 a 197 y 326 CPP desarrollan este derecho, a nivel legal, a través de las exigencias impuestas para obtener la declaración del imputado durante la investigación y en el juicio oral. Respecto de los adolescentes responsables de delitos, el art. 31 Ley 20.084 impone la exigencia de que su declaración, para ser válida, sea prestada frente a un abogado, de donde la falta de asesoría letrada se convierte en fuente recurrente de ilegalidad (SCS 1.4.2015, Rol 2304-15). Tratándose de adultos, los problemas se suscitan en torno a la valoración los testimonios de las policías sobre las expresiones de los inculpados, antes o durante la investigación. Así, se ha estimado ilegal el de agentes reveladores o informantes que no están autorizados en la carpeta de investigación (SCS 12.1.2016, Rol 26838-15); pero conforme a derecho el de los agentes encubiertos, informantes y provocadores, debidamente autorizados, aunque den cuenta de declaraciones inculpatorias realizadas fuera del proceso penal y provocadas por la policía (SCS 27.2.2018, Rol 45630-17). Finalmente, dado que el art. 302 CPP considera como derecho del testigo —y no del imputado— el de no declarar en causas de parientes cercanos, no se admite la exclusión de estas declaraciones, aunque refieran de oídas el reconocimiento del imputado acerca de los hechos de la acusación (SCS 23.12.2013, RCP 41, N.º 1, 189, con nota aprobatoria de C. Correa). Por otra parte, la inexistencia de una regulación legal específica sobre la forma de efectuar los reconocimientos a que debe exponerse el imputado o sus registros fotográficos, ha suscitado, entre nosotros, más de una dificultad a la hora de su valoración probatoria (SCS 21.7.2016, RCP 43, N.º 4, 132, con nota aprobatoria de M. Reyes). El riesgo de condenas a inocentes por reconocimientos errados a que conduce esta omisión legal solo puede subsanarse por posteriores recursos de revisión (SCS 14.1.2014, RCP 41, N.º 2, 149, con nota crítica de M. Araya).

f) Otras infracciones al debido proceso La infracción al derecho a contar con defensa letrada (art. 19 N.º 3 inc. 4 CPR) es de tal relevancia que incluso se han acogido recursos de nulidad fuera de todo plazo legal, con el argumento de que no es posible mantener la validez de una condena una vez acreditado que el defensor del condenado carecía del título de abogado (SSCS 13.7.2012, RChDCP 1, 339, con nota

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de H. Alarcón, quien destaca que no basta la nulidad del juicio si, durante la investigación, intervino fingiendo ser abogado una persona que no era tal; y 16.10.2013, RCP 41, N.º 1, 165, con nota de G. Echeverría R., quien advierte la necesidad de profundizar en esta garantía para el caso en que, contándose con abogado, su actuación sea tan deficiente que sea equivalente a la ausencia de una defensa letrada. En la misma línea, véase el comentario a esta última sentencia de J. P. Astudillo, en DJP 35, 43). Por otra parte, se ha resuelto que impedir la declaración de un testigo de la defensa que se encontraba formalmente mal identificado en el auto de apertura infringe el debido proceso y produce la nulidad del juicio condenatorio, por infracción al derecho a “obtener la comparecencia de testigos” del art. 8.2. f) CADH (SCS 16.6.2015, RCP 42, N.º 3, 395, con nota favorable de D. Lama); y que escuchar privadamente una prueba aportada solo por la fiscalía contraviene el derecho a conocer y refutar las pruebas (SCS 28.1.2013, RChDCP 2, N.º 2, 139, con nota aprobatoria de O. Pino). En cuanto a los llamados “testigos sin rostro”, la CIDH estimó que la valoración contra los acusados de las declaraciones de testigos con reserva de identidad sin control judicial suficiente era contraria a la garantía del debido proceso en el sentido del derecho a interrogar a los testigos de cargo (SCIDH 29.5.2014, Caso Norín Catrimán y otros contra Chile, razonamiento que Meza-Lopehandía y Collado, 374, aprueban; pero Guzmán D., “Norín Catrimán”, 457, critica por estimar que todo testigo anónimo debe ser proscrito, al existir otros medios de preservar su seguridad). Luego, aplicando dicha jurisprudencia, no habría prueba ilícita si las medidas de protección del testigo del art. 308 CPP permiten que su identidad sea conocida por el tribunal, que éste presencie su declaración, que la defensa pueda contrainterrogar y siempre que su declaración no sea la única prueba de cargo (SCS 16.4.2020, Rol 147771-20. V., sobre la legitimidad de los llamados testigos sin rostro, en términos generales, con referencia a la jurisprudencia del sistema interamericano, Oliver, “Acusaciones secretas”). También se ha considerado una infracción al debido proceso, en el sentido del derecho a interrogar los testigos de cargo, la lectura de testimonios incorporados a un proceso civil que se presenta como “documento” en juicio (SCS 26.9.2006, DJP Especial II, 739, con comentario aprobatorio de F. Wünsch). Pero la Corte Suprema ha estimado que no constituye una infracción sustancial al debido proceso que el tribunal impida la lectura de declaraciones para aclarar contradicciones durante el interrogatorio a un testigo, contra lo dispuesto en el art. 332 CPP (SCS 7.1.2014, RCP 41, N.º 2, 2014, 139, con comentario aprobatorio de C. Correa); ni que, excepcionalmente se incorporen pruebas de cargo al juicio oral, no disponibles al

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momento de dictarse su auto de apertura (SCS 27.6.2012, RChDCP 1, 327, con nota crítica de M. Schürmann). Tampoco se ha estimado que infrinja el derecho a la defensa impedir al acusado declarar en otro momento diferente al del inicio de la audiencia probatoria en el juicio oral (SCS 11.12.2012, RChDCP 2, N.º 1, 303, con nota crítica de G. Echeverría, quien destaca que este razonamiento no considera que la defensa ante las acusaciones debe hacerse una vez escuchadas éstas y no antes, por lo que lo más apropiado es que el acusado declare, como medio de defensa y si así lo estima, al final y no al comienzo del juicio). Finalmente, tratándose del pronunciamiento de las sentencias, se ha establecido que darlas a conocer por escrito, íntegramente, es una garantía esencial que asegura el derecho a recurrir y cuya infracción importa la nulidad de la condena que se pronuncie verbalmente o de la cual solo se deje un registro de audio o en cualquier otra forma diferente a darla a conocer por escrito, en los términos del art. 396 CPP, tanto en juicios orales como en procedimientos simplificados (SCS 3.3.2020, Rol 40952-19).

C. Límites de la defensa de infracción al debido proceso Nuestra Corte Suprema ha establecido tres límites a la aceptación de la infracción a las garantías del debido proceso como causales de nulidad de una sentencia o un juicio: Primero, se afirma que dicha infracción debe existir como tal. P. ej., no existiría vulneración de garantías del imputado si, en el marco de un procedimiento lícito de detención por flagrancia, la policía registra y manipula un celular que le es incautado, pero pertenece a la víctima del delito (SCS 23. 5.2016, RCP 43, N.º 3, 177, con nota crítica de C. Ramos). Del mismo modo, no se admite como infracción de garantía la sola constatación de contradicciones entre las declaraciones de los testigos en la etapa de investigación y en el juicio oral, pues la garantía de la contradicción y el derecho a interrogar a los testigos se ejerce, precisamente, en el juicio donde se valora la prueba producida (SCS 7.4.2016, RCP 43, N.º 3, 143, con nota aprobatoria de J. Arévalo). Tampoco habría infracción al debido proceso en la presentación de documentos que deban ser exhibidos, leídos, reconocidos o explicados en el juicio oral ni de testigos de cuyas declaraciones no se tenga registro previo (SCA Santiago 3.5.2013, GJ 395, 154). En segundo lugar, se sostiene que la infracción de garantías establecida respecto de una actuación determinada, para producir el efecto anulatorio debe influir en la decisión de condena, esto es, ser trascendente o sustancial en lo dispositivo del fallo (art. 375 CPP). Así, aun cuando en un juicio se

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reciba una prueba estimada ilícita, su efecto no será la nulidad del juicio si ella no ha sido valorada o tenida en cuenta para fundamentar la condena (SCS 14.02.2019, Rol 151-19); ni tampoco en el caso de que, suprimiendo hipotéticamente la prueba ilícita, el resto de las pruebas producidas fuera suficiente para acreditar el hecho o la participación del responsable (SCS 20.12.2018, Rol 16687-18). Tampoco es trascendente una simple desviación procedimental que no se vincula con la infracción de una garantía: cuando se autoriza en casos urgentes una entrada y registro no es necesaria la motivación exigida para una resolución dictada en situaciones normales y la garantía no se infringe si el allanamiento ha sido autorizado por el tribunal, que es lo exigido por la Constitución (SCS 19.5.2016, RCP 43, N.º 3, 193, con nota aprobatoria de D. Lema). Del mismo modo, la comparecencia de testigos protegidos, en la forma legalmente autorizada, aunque de facto colisiona con el derecho a interrogarlo, por las limitaciones que supone desconocer su identidad, se ha entendido no trascendente, en la medida que no sea su testimonio la única prueba de cargo contra el condenado (SCS 21.12.2015, RCP 43, N.º 1, 383, con nota crítica de F. Gómez). Por otra parte, no será trascendente una infracción reglamentaria que no afecta la cadena de custodia, como la tardanza en entregar las especies decomisadas a la oficina encargada de su resguardo por encontrarse cerrada en fines de semana y festivos, ni tampoco diferencias irrelevantes en el peso o descripción de los objetos que hacen los funcionarios en la documentación de respaldo de dicha cadena (SCS 10.3.2020, Rol 14749-20). Y, finalmente, se afirma que, tratándose del efecto de la infracción respecto de los actos consecutivos, ella solo implica su nulidad o carácter ilícito en caso de que efectivamente “dependan” o “emanen” de aquél en que se produjo la infracción material de la garantía involucrada, esto es, que exista entre una y otra una relación de causalidad, por lo que a falta de tal vinculación no existiría prueba ilícita (Correa, “Relación causal”, 198). Los principales casos en que esta desvinculación se acepta son los siguientes: i) Hallazgo casual: Se entiende que es lícito el hallazgo en un lugar cerrado de evidencias de un delito diferente al que se investiga, si se produce en el marco de una entrada y registro legítimos, sea por flagrancia u orden judicial, excepción regulada en el art. 215 CPP, cuya actual redacción, dada por la Ley 20.931, resolviendo la discusión jurisprudencial antes existente (SCS 9.12.2014, RCP 42, N.º 1, 277, con nota de R. Contreras). La doctrina del hallazgo causal se extiende a la escucha de comunicaciones privadas que dan cuenta de la comisión de un delito distinto de aquél para el cual se autorizó judicialmente la interceptación telefónica si una vez escuchada esa información, es comunicada al Fiscal para iniciar una investigación di-

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ferente, regulada por el art. 223 CPP (SCS 6.4.2016, RCP 43, N.º 3, 153, con nota crítica de C. Cabezas. V. también Núñez et al, 175. La perspectiva del Ministerio Público puede consultarse en Marcazzolo, “Hallazgos casuales”). Se advierte, no obstante, que la doctrina plantea la necesidad de limitar la validez del hallazgo casual en la interceptación de comunicaciones, excluyendo los que se refieran a crímenes cometidos por terceros no involucrados con las personas cuyas comunicaciones se interceptan y, en general, todos los que se refieran a la comisión de simples delitos (Núñez, Beltrán y Santander, “Hallazgos casuales”, 170). ii) Hallazgo inevitable o necesario (fuente independiente): Es válido el hallazgo de una evidencia si no emana ni depende de una actuación ilícita que también conduciría a su descubrimiento Así, se ha declarado que, aunque se constate que se ha tomado una declaración de manera ilegal a un adolescente, por no estar presente su abogado, si el declarante señala el lugar donde se encuentra el cuerpo de la víctima, el descubrimiento del cadáver no se encontraría contaminado con la ilicitud de la declaración si se acredita que su hallazgo sería inevitable o necesario en el desarrollo de actividades de investigación previas e independientes que conducirían al mismo resultado (SCS 3.11.2015, RCP 43, N.º 1, 159, con nota aprobatoria de C. Correa). De la misma manera, en un procedimiento de drogas se estimó que, con independencia de las irregularidades que pudieran atribuirse a la designación de los agentes encubiertos y reveladores que intervinieron, la existencia de información proporcionada por un informante o fuente independiente validaba la actuación (SCS 25.5.2010, favorablemente comentada, desde la perspectiva del Ministerio Público, por Marcazzolo, “Ilicitud de la prueba”). iii) Reconocimiento espontáneo: Es lícito el reconocimiento de una persona por un testigo o víctima, aunque no se realice en rueda o por identificación fotográfica, si no ha sido inducido por la policía, aun cuando el imputado se encuentre ilegalmente detenido. Así, si el detenido (ilegalmente) por un delito es reconocido en la comisaría por la víctima de un delito diferente y por el cual en definitiva se le condena, sin que se practicase una diligencia de reconocimiento propiamente tal, dicho “reconocimiento casual y espontáneo” es válido (SCS 5.1.2017, Rol 92880-16); iv) Declaración espontánea: Es lícito el testimonio de los funcionarios aprehensores de un imputado que reconoce espontáneamente y a viva voz su participación en el hecho, sin esperar la presencia de un abogado y fuera del contexto de un interrogatorio (SCS 10.2.2020, Rol 29950-19). Así, se estimó que en el caso de un adolescente que reconoce a viva voz su participación, por requerimiento de su madre y en presencia policial, los

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policías podían referir dicho conocimiento en juicio, aunque no se trate de una declaración propiamente tal, que solo es lícita, en caso de adolescentes, frente a un fiscal y su abogado defensor (SCS 3.3.2016, Rol 38069-15). También se estimó lícito referir una declaración espontánea hecha frente a la madre (pero no a su requerimiento), durante un empadronamiento de testigos (SCS 23.6.2015, RCP 42, N.º 3, 409, con nota aprobatoria de C. Suazo). Tratándose de adultos, se consideró, asimismo, lícita la declaración y confesión voluntaria de un imputado en un cuartel policial, sin presencia de abogado y sin previa delegación del fiscal, conocida por el Tribunal Oral a través de la declaración de los policías que la recibieron como testigos de oídas (SCS 27.4.2004, Rol 922-4, con comentario crítico de Poblete, 247; SCS 20.2.2014, RCP 41, N.º 2, 157, con nota crítica de M. Reyes); v) Examen corporal voluntario: Es discutible la ilicitud de tomar exámenes corporales voluntarios a quienes así lo autorizan, aunque se presenten en calidad de testigos, si no ha mediado engaño o coerción por parte de los investigadores (SCS 7.4.2015, RCP 42, N.º 3, 425, con voto en contra de J. P. Matus y nota reprobatoria del fallo de mayoría de M. Schürmann). Ello, por cuanto no parece posible la aplicación de las garantías del imputado ni que es voluntario su consentimiento si no se le informa esa calidad (SCS 30.12.2014, RCP 42, N.º 1, 231, con nota aprobatoria de C. Correa); y vi) Vínculo atenuado o saneamiento posterior: Según esta doctrina, si la dependencia de una actuación con la infracción anterior de garantías es tan débil que no puede afirmarse la relación causal denunciada, entonces la actuación consecuente no puede considerarse ilícita. Así, la mera omisión de dar aviso al fiscal de la práctica de un registro de un vehículo robado autorizada por quien aparece, al mismo tiempo, como encargada del lugar y denunciante de otro delito, no puede considerarse per se ilícita, si puede acreditarse la existencia de la denuncia previa de la sustracción del vehículo que se trata (SCS 28.6.2018, Rol 8332-2918). También se afirma la existencia de un vínculo atenuado si la infracción comprobada no tiene vinculación con un delito posterior que gracias a ella se descubre, como en el caso de un control de identidad irregular del que se sigue un delito de cohecho por ofrecer el detenido dinero a los aprehensores para no seguir las pesquisas (SCS 29.12.2016, RCP 44, N.º 1, 237). Un supuesto común de vínculo atenuado es la reiteración de una declaración prestada originalmente como testigo y luego ratificada como imputado, con todas las garantías correspondientes (SCS 31.12.2013, RCP 41, N.º 1, 195; aquí la Corte también estimó que existía la excepción de “buena fe” en la primera declaración, lo que es criticado con razón en la nota de M. Schürmann). En la jurisprudencia norteamericana se estima también que una nueva declaración voluntaria

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y sin vicio alguno de un testigo o imputado, hecha un tiempo después de la viciada, puede ser también valorada por la atenuación del vínculo causal (Won Sun v. U.S., 371 USSC, 1963). Este criterio es preferible al de la “ponderación de intereses” que acepta considerar lícitas y valorar pruebas de dudosa legitimidad en casos de “criminalidad grave” (SCS 23.12.2013, RCP 41, N.º 1, 189, con nota aprobatoria de C. Correa). Tampoco se acepta que la existencia de un vicio sobre un procedimiento determinado, p. ej., una detención declarada ilegal, sea suficiente para impedir la imputación y condena por hechos posteriores, como un delito de maltrato de obra a carabineros, cometido minutos después de la detención declarada ilegal (SCS 22.1.2020, Rol 29160-19). Sin embargo, no se acepta entre nosotros la excepción de “buena fe”, desarrollada por la jurisprudencia norteamericana, con el argumento de que una actuación ilegítima no deja de ser tal ni de afectar los derechos del imputado por la posición subjetiva del agente policial, la que ha de ser considerada al enjuiciar su responsabilidad por la infracción, pero no al determinar la existencia o no de tal infracción, como en el caso del carabinero que toma la declaración de un imputado formalmente en el marco del cumplimiento de una orden amplia de investigar, pero sin previa delegación expresa del fiscal y sin presencia de un abogado defensor (Moreno, “Manifestaciones”, 23, analizando positivamente la SCS 12.4.2010).

Capítulo 3

Método Bibliografía Aebi, M., “Crítica de la criminología crítica: Una lectura escéptica de Baratta”, Programma 2, 2007; Antony, C., Las mujeres confinadas: estudio criminológico sobre el rol genérico en la ejecución de la pena en Chile y América Latina, Santiago, 2000; “Violencia intrafamiliar: un enfoque de género”, LH Rivacoba; Aristóteles, Retórica, Madrid, 2000; Tratados de Lógica (Órganon), E-book, Madrid, 2000; Ariza, L. e Iturralde, M., “Mujer, crimen y castigo penitenciario”, RPC 12, N.º 24, 2017; Arriagada, I., “Cárceles privadas: La superación del debate costo-beneficio.”; RPC 8, N.º 15, 2013; Ávila, H., Teoría de los principios, Madrid, 2011; Bello, A., Obras Completas XIII, Santiago, 1890; Baratta, A., Criminología crítica y crítica del derecho penal, Buenos Aires, 2004; Beltrán, “La tópica jurídica y su vinculación argumentativa con el precedente y la jurisprudencia”, R. Derecho (Valparaíso) 39, N.º 2, 2012; Berríos, G., “La ley de responsabilidad penal del adolescente como sistema de justicia: análisis y propuestas”, RPC 6, N.º 11, 2011; Bustos, J., “Presente y futuro de la víctimología”, RCP 40, N.º 1, 1993; “Política criminal y estado”, Doctrinas GJ II; Cabezas, C., “El principio de ofensividad y su relación con los delitos de peligro abstracto en la experiencia italiana y chilena. Un breve estudio comparado”, R. Derecho Universidad Católica del Norte, 20, N.º 2, 2013; Cadena, P. y Letelier, L., “Determinantes de los Delitos de Mayor Connotación Social en la Región Metropolitana. Análisis en base a un modelo de regresión logística”, RPC 13, N.º 26, 2018; Cárdenas, C., “La aplicabilidad del derecho internacional por tribunales chilenos para interpretar la ley N° 20.357”, R. Derecho (Coquimbo) 20, N.º 2, 2013; Cardozo, R., “Mas allá del puente: algunas consideraciones sobre el rol de la política criminal”, R. Derecho (Coquimbo), 16, N.º 1, 2009; “Bases de política criminal de la seguridad vial en Chile y su ilegítima tendencia actual de tolerancia cero”, DJP Especial I, 2013; Carnevali, R., “Las políticas de orientación a la víctima examinadas a la luz del Derecho penal”, R. Derecho (Valparaíso) 26, N.º 2, 2005; “Es adecuada la actual política criminal estatal”, en Problemas de política criminal y otros estudios, Santiago, 2009; “La mujer como sujeto activo en el delito de violación. Un problema de interpretación teleológica”, GJ 252, 2001; “La ciencia penal italiana y su influencia en Chile”, RPC 3, N.º 6, 2008; Carrington, K., Hogg, R. y Sozzo, M., “Criminología del Sur”, en Delito y Sociedad 27, N.º 45, 2018; Castillo, J. P., “Metodología y comparación jurídica en el derecho penal. La incidencia del derecho comparado en la estructura de la dogmática jurídico-penal”, R. Derecho (Concepción) 87, N.º 246, 2019; Cea, M., Ruiz, P. y Matus, J. P., “Determinantes de la criminalidad: revisión bibliográfica”, RPC 1, N.º 2, 2006; Cesano, J., El derecho penal comparado. Una aproximación metodológica, Córdoba, 2017; Chia, E., “El Tribunal Constitucional chileno y los límites del derecho penal: breve examen crítico”, R. Derecho Público 76, 2012; Chiesa, L., “Estado actual de la convergencia entre dogmática continental y common law”, en AA.VV., El derecho penal continen-

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la ley penal chilena, Santiago, 2010; Paredes, J. M., “La interacción entre los medios de comunicación social y la política criminal en las democracias de masas”, Teoría y Derecho 24, 2018; Pavez, M., Trastornos mentales e imputabilidad, T. I., Santiago, 2012; Perelman, Ch., La lógica jurídica y la nueva retórica, Madrid, 1979; Piña, J. I., “La dogmática como trauma”, LH Cury; Pozo, N., Razonamiento judicial, Santiago, 2009; Radin, M., “Statutory Interpretation”, Harvard Law Review, 43 (1930); Rojas A., L., “Accesoriedad del derecho penal”, LH Cury; Quinteros, D., Medina, P., Jiménez, M.ª A., Santos, T. y Celis, J., “¿Cómo se mide la dimensión subjetiva de la criminalidad? Un análisis cuantitativo y cualitativo de la Encuesta Nacional Urbana de Seguridad Ciudadana en Chile”, RPC 14, N.º 28, 2019; Ramírez H., T., “Apuntes para una política criminal con memoria”, REJ 17 2012; Robinson, P., “Criminal Law Defenses: A Systematic Analysis”, Columbia Law Review 82, N.º 2, 1982; Roldán, H., “La criminología crítica en lo que llevamos de siglo: de la confrontación a la paz”, R. Derecho penal y Criminología (UNED) 18, 2017; Ross, A., Sobre el derecho y la justicia, Buenos Aires, 1963; Roxin, C., Política Criminal y sistema del derecho penal, 2.ª Ed., Buenos Aires, 2000; Ruiz, P., Cea, M., Rodríguez, C. y Matus, J. P., “Determinantes de la criminalidad: análisis de los resultados”, RPC 2, N.º 3, 2007; Ruiz D., F., “El delito de tráfico de pequeñas cantidades de droga. Un problema concursal de la Ley 20.000”, RPC 4, N° 8, 2009; Salinero, S., “El crimen organizado en Chile. Una aproximación criminológica al perfil del delincuente a través de un estudio a una muestra no representativa de condenados por delitos de tráfico de estupefacientes”, RPC 10, N.º 19, 2015; Silva S., J. M.ª, La expansión del derecho penal. Aspectos de la política criminal en las sociedades postindustriales. 2.ª ed., Madrid, 2001; Schürmann, M., “¿Es científico el discurso elaborado por la dogmática jurídica? Una defensa de la pretensión de racionalidad del discurso dogmático elaborado por la ciencia del derecho penal”, RPC 14, N.º 27, 2019; Sepúlveda O., “Las lagunas en la ley penal. Aproximación al tema”, Doctrinas GJ II; Sordi, B., “Programas de rehabilitación para agresores en España: un elemento indispensable de las políticas del combate a la violencia de género”, RPC 10, 19; Teke, A., Medicina Legal & Criminalística, 2.ª ed., Santiago, 2010; Tversky, A. y Kahneman, D., Judgment under Uncertainty: Heuristics and Biases, Science 185, N.º 4157, 1974; van Weezel, A. v., La Garantía de Tipicidad en la Jurisprudencia del Tribunal Constitucional, Santiago, 2011; “¿Por qué no citamos más (por ejemplo) a los alemanes? Réplica a J. P. Matus”; Wilenmann, J., “Contra las prácticas argumentativas de apelación a la ‘teoría de la pena’ en la dogmática penal”, RPC 12, N.º 24, 2017; Winden, F. y Ash, E., “On the Behavioral Economics of Crime”, Review of Law and Economics 8, N.º 1, 2012.

§ 1. La dogmática penal como disciplina académica En un sentido muy amplio, la dogmática o doctrina privada de los autores puede definirse como la actividad de los profesores de derecho penal y de quienes escriben textos de estudios y artículos sobre la materia consistente en la publicación de proposiciones de lege lata sobre el alcance y sentido

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del derecho vigente (“dogmas”) y de lege ferenda sobre su reforma. En ese sentido, es una disciplina práctica que pretende influir en las decisiones que los fiscales, defensores, jueces y legisladores adoptan para resolver casos concretos o establecer regulaciones abstractas. Sujeta al reconocimiento, aprobación y aplicación de sus propuestas por los operadores del sistema jurídico real, parece encontrarse permanentemente en crisis, cuya magnitud sería directamente proporcional a su real influencia en la vida práctica del derecho (Piña, “Dogmática”, 468). Entre nosotros, ese distanciamiento se explica, en parte, por la no poco frecuente costumbre de trasponer de manera acrítica al sistema nacional la doctrina de los autores de países extranjeros —basada en su propia legislación y costumbres—, otorgándole una especie de autoridad supra legal que no necesitaría contrastarse con la realidad normativa nacional ni nuestra jurisprudencia, sino que exige más bien nuestra adaptación a ellas, pasando del predominio de la tradición española y francesa de fines del siglo XIX a la italiana hasta mediados del siglo XX, siendo hoy dominante la alemana (sobre la influencia de cada una de estas tradiciones, v. Matus, “Comentaristas”; Carnevali, “Italia”; y van Weezel, “Alemanes”, respectivamente). A nuestro juicio, la mejor manera de reducir la distancia entre la práctica y la dogmática es realizar propuestas de lege lata y lege ferenda que posibiliten una discusión a partir de los únicos aspectos objetivables del trabajo dogmático: la interpretación de las expresiones lingüísticas inscritas en los textos legales (“dogmas”), mediante un método contrastable (aquí, el ofrecido por los arts. 19 a 24 CC), ofreciendo proposiciones de lege lata para determinar su validez de conformidad con las limitaciones constitucionales y, dentro del límite de su sentido literal posible, las que permitan determinar su sentido y alcance en un sistema en que todas ellas guarden la debida correspondencia y armonía, con el objetivo de facilitar su segura y previsible aplicación, dando soluciones semejantes a casos parecidos. La determinación de la política criminal del legislador concreto, reducida a su telos o finalidad subyacente de protección (bien jurídico), reflejada en la historia fidedigna del establecimiento de las leyes (art. 19 CC) y no en ideas propias o preconcebidas de cómo debiera ser esa política criminal es también parte de la labor dogmática. Además, atendido que las decisiones de los tribunales de justicia son normas particulares de nuestro sistema de derecho positivo, aplicables a la solución de casos concretos, la dogmática no solo debe dar cuenta de la ley y las opiniones de los autores sobre ella, sino también de la doctrina regular de los tribunales de justicia y de sus irregularidades, para facilitar el trabajo de superarlas y hacer más previsible sus decisiones.

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Solo sobre la base de todos estos antecedentes objetivables tendrán sentido las propuestas de lege ferenda que promuevan las reformas legales necesarias para superar esas irregularidades y las contradicciones, lagunas e imprecisiones subsistentes. En este cometido, el recurso al derecho comparado, como fuente de soluciones diferenciadas a problemas de regulación comunes, apreciándolo con un espíritu constructivo y crítico a la vez, permite ofrecer propuestas a nivel local que recojan la experiencia extranjera, pero sin llegar a la simple trasposición acrítica de ideas, normas y soluciones que se reciben como verdades a priori o como si su origen en un ordenamiento determinado supusiera una autoridad per se, superior a otras alternativas existentes y practicables. En esta perspectiva se excluye también la pretensión de ofrecer propuestas normativas basada en puntos de partidas apriorísticos, filosóficos o sociológicos, ajenos al derecho positivo, como la imposible derivación de todas las instituciones del derecho penal de una teoría de la pena (Wilenmann, “Prácticas argumentativas”, 773). Luego, estimamos que para tener pretensiones de validez en el derecho chileno toda proposición sistemática ha de ser coherente con la ley nacional, cuyo sentido y alcance se determina a través de su interpretación. Y esa interpretación tiene que ser susceptible de verificación por terceros, siguiendo un método que permita la reproducción del razonamiento del intérprete, su contraste objetivo con las fuentes invocadas, su correspondencia y armonía con el resto del ordenamiento jurídico y su coherencia con las restantes explicaciones y sistematización que se ofrecen, pero no con teorías o fundamentos de cualquier naturaleza extrajurídicos o de carácter subjetivo. En Chile, ese método es el que establecen los arts. 19 a 24 CC, como normas básicas, y que permite contrastar las propuestas de interpretación con datos objetivos o al menos intersubjetivamente verificables, como son, principalmente, el significado de las palabras según el Diccionario o una ciencia o arte determinado, su finalidad expresada en la historia de su establecimiento y sus relaciones lógicas con el resto de las disposiciones del ordenamiento. La aplicación sistemática de este método nos permitirá reconocer y evitar, en la medida de lo posible, los sesgos propios del juicio humano derivados de las heurísticas que acortan los caminos de la decisión y hacen que anticipemos conclusiones erradas, motivados inconscientemente por el afán de confirmar prejuicios o ideas preconcebidas (Tversky y Kahneman, 1130). Solo así es posible, a nuestro juicio, la promesa de lograr “una aplicación segura y calculable del derecho penal”, sustrayéndole a “la irracionalidad, a la arbitrariedad y a la improvisación” (Gimbernat, “Futuro”, 126). Para ello es necesario

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no solo una aproximación objetiva o científica a la materia (Schürmann, “Dogmática”), sino también evitar el colonialismo, esto es, la simple trasposición a la ley nacional de formulaciones basadas en legislación extranjera, y el subjetivismo subyacente en las ideas y prejuicios propios o adoptados (Novoa, Cuestiones, 275). La crítica que al método aquí propuesto se hace como de un “intransigente formalismo” (Castillo, 41), olvida que su aplicación no excluye el “diálogo” con otras ciencias (criminología, sociología y política jurídica), sino solo pide a los participantes una aproximación objetiva y no una adhesión subjetiva, moral o emocional. El método de interpretación y reconstrucción dogmática que aquí se propone no obsta a que la sistemática externa de este texto se base en el modelo alemán, dominante entre nosotros, siempre que ello se entienda como un recurso pedagógico, del mismo modo que lo es la pretensión de dar cuenta en los diversos apartados de la importancia de la distinción entre la explicación de los presupuestos de la punibilidad y las defensas, según el modelo del common law. Mal que mal, lo importante no es la ubicación sistemática, denominación ni presentación de los problemas, sino la concordancia de las propuestas para resolverlos con el derecho vigente y comprender las diferencias y similitudes entre ellas y las que se ofrecen en otros ordenamientos, más allá de las barreras idiomáticas y culturales (Chiesa, 187). De lo que se trata es de comprender “que los grandes sistemas extranjeros contienen bases estructurales valiosísimas”, pero que por ello “no debemos renunciar al análisis minucioso de cada una de ellas, sometiéndolas a prueba en la continua comparación con nuestros preceptos legales positivos y rechazándolas sin vacilación, por perfectas, simétricas o estéticas que parezcan, tan pronto lleguemos a la convicción de que no son aceptadas por la ley o carecen de fundamento en ella” (Cury, “Reflexiones”, 1109). Y, aunque se prefiere hacer referencia a la literatura actual y de nuestro ámbito cultural, se tiene presente que “no está escrito en ninguna parte que un libro de 1989 tenga que aportar mejores soluciones y razonamientos más convincentes que otro de 1919, de 1931 o de 1969” (Gimbernat, “Concurso”, 833), como tampoco que los autores anglosajones, latinoamericanos, italianos, franceses o chilenos no están completamente huérfanos de soluciones y razonamientos propios y convincentes, atendida su capacidad explicativa del funcionamiento de nuestro sistema penal y no su lugar o momento de origen.

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§ 2. Concepto, límites y fuentes de la interpretación legal como método dogmático A. Concepto y límites Interpretar la ley es ofrecer proposiciones de lege lata acerca de su sentido y alcance en un sistema en que ella guarde la debida correspondencia y armonía con el resto de la legislación vigente, con el objetivo de facilitar su segura y previsible aplicación, dando soluciones semejantes a casos parecidos, siguiendo un método prestablecido y contrastable. Se trata de una labor ineludible para los jueces, intervinientes y estudiosos del sistema de justicia criminal, pues no es posible la aplicación del derecho sin su interpretación. La pretensión política del principio de legalidad como garantía, esto es, que los ciudadanos sean juzgados por la ley y no por la opinión particular de los jueces, que debieran ser “la boca que pronuncia las palabras de la ley: seres inanimados que no le pueden moderar ni la fuerza ni el rigor” (Montesquieu, 327), alcanza solo para asegurar que su interpretación se circunscriba a los límites impuestos por las palabras con que la ley se expresa en el idioma oficial de la República, cuyo conocimiento y comprensión se entienden como presupuestos de la comunicación entre el Estado y los ciudadanos. Ello tiene como consecuencia inevitable que las limitaciones de ese lenguaje natural se transfieran a las palabras de la ley: ¿Qué es un aborto?, ¿Es aplicable el art. 432 a la apropiación de restos humanos o vale para ese caso únicamente la norma que castiga la exhumación ilegal de art. 322?, ¿Puede tomarse en cuenta la circunstancia agravante de cometerse el delito de noche (art. 12, 12.ª) si el lugar estaba iluminado y concurrido o si, por su índole (p. ej., falsificación de documento) el hecho de la nocturnidad es indiferente?, ¿Cabe subsumir en la figura legal del art. 314, que castiga al que “expendiera substancias peligrosas para la salud”, al que venda leche mezclada con agua, inocua en sí, pero cuyo valor alimenticio aparece afectado?, etc. En efecto, la ley expresada en el lenguaje natural de una comunidad compartirá sus características de vaguedad, recursividad y textura abierta y, por ello, será relativamente indeterminada. Además, por su carácter general y abstracto, todas las descripciones de los supuestos de hecho o tipos penales son, por definición, incapaces de reflejar las múltiples formas que pueden adoptar las conductas en la vida real, siendo ello inevitable ante la imposible alternativa de hacer un catálogo de todas las manifestaciones concretas de la conducta humana. La ambigüedad y vaguedad del lenguaje natural se presenta incluso respecto de expresiones aparentemente simples y fáciles de comprender, como el uso de los conectores “o” e “y”, la expresión

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“habitualmente”; la extensión de la cláusula “imposibilidad de valerse por sí mismo o de ejecutar funciones naturales que antes ejecutaba” (art. 396); y el entendimiento del hecho de “matar a otro” (art. 391), que cuenta con amplios campos de imprecisión, desde el clásico cuestionamiento sobre la idoneidad de los medios comisivos hasta la determinación de quién es la víctima del hecho, por las dificultades para fijar, en los casos límite, el comienzo y fin de la vida humana (Coloma, 47). Sin embargo, lo anterior no es impedimento para que, dentro de la indeterminación relativa a que conduce el uso del lenguaje natural, pueda seguir sosteniéndose que permite limitar el ámbito de aplicación de la ley que lo emplea. En efecto, el art. 391 CP no se refiere a matar moscas, el art. 396 no aplica a los casos en que no se producen lesiones, lo habitual no ocurre una sola vez, y las conjunciones “o” e “y” no significan “en ningún caso”. Ello por cuanto, a pesar de la imperfección del lenguaje y la comunicación humana, dentro de la literalidad del texto legal existe la posibilidad de reconocer significados compartidos intersubjetivamente, esto es la existencia de significados semánticos objetivos que habilitan el uso del lenguaje natural como medio de comunicación social e interpersonal, pues “si bien las palabras no son como cristales tampoco son como baúles de viaje, no podemos poner en ellas todo lo que queramos” (Radin, 866). En el extremo, por cierto, una cláusula absolutamente indeterminada, que deje en manos del juez la completa determinación del contenido de lo punible producirá un efecto contrario a la Constitución y frente a su existencia cabrán los recursos que ésta franquea para declarar su inconstitucionalidad o, al menos, su inaplicabilidad en el caso concreto. Por eso, aun teniendo en cuenta la indeterminación relativa del lenguaje, todavía es posible afirmar que las garantías de los principios de legalidad y reserva (arts. 19 N.º 3 inc. 8 y N.º 26) limitan no solo al legislador si no también la actividad del intérprete en dos sentidos objetivos: por una parte, la interpretación está enmarcada dentro de las posibilidades lingüísticas que ofrece el sentido literal posible de la ley; y por otra, las proposiciones interpretativas que se ofrezcan no pueden suponer hacer absolutamente imposible el ejercicio de los derechos fundamentales ni contradecir prohibiciones y limitaciones expresas de la Constitución y de los Tratados Internacionales sobre Derechos Humanos vigentes (también expresados lingüísticamente), respectivamente. Así, el producto de la interpretación de una disposición legal es una proposición normativa acerca de su sentido basada en la reconstrucción de los significados semánticos de las palabras que emplea, sus relaciones con otras disposiciones legales y los límites constitucionales vigentes (v., para distinguir entre reconstrucción limitada por el sentido se-

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mántico, como limitación emanada del principio de legalidad, de la simple estipulación de significados a voluntad, Ávila, Principios, 32). Sin embargo, la existencia del principio de legalidad en el art. 19 N.º 3 inc. 8 CPR no garantiza su materialización en el foro y la academia. Es altamente probable que los abogados, en defensa de los intereses de sus clientes, pretendan imponer sus convicciones personales sobre la voluntad del legislador democrático, desvinculándose de la obligatoriedad de la ley. O peor, que escudándose en consideraciones “metodológicas” supuestamente novedosas se pretenda superar las limitaciones del lenguaje natural empleado por las leyes, al que modestamente debiera someterse la dogmática en un Estado de derecho (Cox, “Hampty Dumpty”, 193); o a través de ciertas “teorías de la argumentación” se pretenda la búsqueda de su “verdadero” espíritu, función social o finalidad, olvidando la idea de la garantía de la tipicidad, dejando “escapar por la ventana lo que tanto costó introducir por la puerta” (Lascuraín, 57). Ello, sin contar con que todas estas variantes metodológicas se expresan también en el lenguaje natural y, por tanto, comparten las limitaciones estructurales de vaguedad, recursividad y textura abierta del lenguaje empleado por las leyes, con el agravante que al no reconocer un texto autoritativo (como el Diccionario de la Lengua Española, p. ej.), las propuestas de “interpretación” así realizadas no pasan de ser propuestas subjetivas, imposibles de contrastar objetivamente. Por eso, desde nuestro punto de vista, la forma de resguardar la garantía del principio de legalidad no es su abandono o reemplazo por alguna propuesta de metodología argumentativa (Gandulfo, 292), sino la sujeción del intérprete al método establecido en las reglas de los arts. 19 a 24 CC que también puede verse como una concreción de la garantía del principio de legalidad, en la medida que su observancia permite evaluar la corrección o no de las propuestas interpretativas en juego dentro del sentido literal posible de la norma interpretada con un método que puede ser compartido intersubjetivamente, teniendo en cuenta las limitaciones del lenguaje común y el carácter retórico de la argumentación jurídica. Esta garantía supone concebir la interpretación como la determinación del sentido y alcance del texto de la ley, esto es, de las expresiones lingüísticas inscritas en ella, de modo que los restantes elementos de la interpretación y el método previsto en la ley han de servir para delimitar ese sentido literal y no para establecer uno diferente.

B. Fuentes En cuanto a sus fuentes, se distingue entre interpretación auténtica (realizada por el propio legislador), oficial (realizada por los jueces al momento de aplicar el derecho), y privada (realizada por los estudiosos del derecho

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y los abogados ante los tribunales de justicia). En los sistemas acusatorios, la interpretación de fiscales y policías también puede considerarse como oficial cuando supone no dar curso a una investigación o acusación por entender que los hechos no son constitutivos de delito o que el imputado no es responsable de los mismos, y dicha decisión no está sujeta a revisión judicial. La interpretación auténtica o legal puede realizarse de dos modos: a través de una ley interpretativa posterior o mediante alguna definición o limitación del alcance de una ley o norma dictada simultáneamente (p. ej., el art. 12, 1.ª, que define la alevosía; el art. 260, que señala a quiénes debe considerarse empleados públicos; el art. 275 que define las loterías; o el art. 440 N.º 1, que dice cuándo hay escalamiento en los delitos de robo). En ambos casos, se encuentra sometida a las limitaciones constitucionales que imponen restringir su efecto retroactivo solo cuando dicha interpretación sea más favorable al afectado, con independencia del efecto que se le quiera dar en el texto legal (Ducci, 50). Luego, la ficción del art. 9 inc. 2 CC no rige en materia penal (Sanhueza, Nociones, 144).

§ 3. Aplicación de la ley e interpretación de los hechos (subsunción) Una de las principales funciones de los jueces del fondo, derivadas de su inmediación en el conocimiento de la causa que se trata, es la determinación de los hechos (“en tal día, a tal hora y en tal lugar Pedro realizó tal conducta”), cuya correspondencia o no se establecerá respecto del grupo de casos comprendido en la disposición penal que se invoca como aplicable antes del proceso de subsunción. En este ámbito del arte forense, la labor del abogado consiste en presentar al juez las pruebas necesarias que le lleven a convencerse de que los hechos ocurrieron de una forma o de otra y que esos hechos corresponden o no a los grupos de casos designados en la ley. En los sistemas acusatorios, la importancia de esta actividad es superlativa y no debe desdeñarse por pretensiones teóricas: las acusaciones penales deben acreditarse por los fiscales más allá de toda duda razonable y ello exige no solo una mínima actividad probatoria, sino que ésta sea pertinente y recaiga sobre los hechos de la acusación de modo que los jueces puedan darle un sentido fáctico que permita comprenderla dentro de los casos sancionados por la disposición penal fundante de la acusación. Por su parte, corresponde a los defensores probar y a los fiscales desvirtuar las defensas fácticas, como la coartada o alibi (“no estuve en tal lugar a tal hora y en tal fecha”) y la falta de realización empírica de los presupuestos de hecho del

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tipo penal (“no ejecuté la conducta que se me imputa sino otra”, “la conducta que ejecuté no produjo el resultado que se le atribuye sino otro”, etc.). La responsabilidad penal también depende en estos sistemas de la licitud de los procedimientos para establecerla y defensas y acusadores han de probar o desacreditar las alegaciones de exclusión de pruebas por infracción de garantías constitucionales relativas al debido proceso y falta de idoneidad, pertinencia o reiteración, que pueden llevar a decidir en un sentido u otro los juicios concretos. Solo una vez determinados los hechos de relevancia jurídica por los medios probatorios admisibles es posible pasar a la operación de aplicación de la ley o subsunción, “operación lógica que consiste en determinar que un hecho jurídico reproduce la hipótesis contenida en una norma general”, según la definición del Diccionario de Español Jurídico de la RAE. La norma general es, en este caso, la ley penal que se estima aplicable, cuyo sentido y alcance ha sido determinado mediante su interpretación, según el método jurídico que pasamos a exponer.

§ 4. Método de interpretación de la ley penal A. Determinación del sentido literal posible de la ley penal: elementos gramatical y lógico (sistemático) Según el art. 19 CC, “cuando el sentido de la ley es claro, no se desatenderá su tenor literal so pretexto de consultar su espíritu”. Luego, la determinación del sentido literal posible ha de tener preeminencia sobre los restantes elementos o recursos interpretativos y es su punto de partida y límite. Pero como los significados de las expresiones lingüísticas empleadas por la ley no son siempre unívocos, el CC ha dispuesto reglas para su delimitación: i) La regla general es interpretar las palabras de la ley en su sentido natural y obvio, esto es, “según el uso general de las mismas palabras” (art. 20 CC). Ese uso, según la opinión dominante en la jurisprudencia, se recoge en el Diccionario de la Lengua Española Academia Española (Etcheberry DPJ I, 14). Aunque ello no siempre es satisfactorio por las diferentes acepciones que muchas voces tienen (muchas de ellas inaplicables al contexto de la ley que se trata), es la única fuente objetiva disponible y contrastable no solo por los juristas sino también por el público destinatario de las normas; ii) El art. 20 CC impone sobre ese sentido natural y obvio el que les ha dado a las palabras el legislador cuando “las haya definido expresamente

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para ciertas materias”, regla de la que se deriva la idea de accesoriedad conceptual y que tiene su origen en el llamado carácter ficticio del derecho (Harari, 499); iii) Tampoco se considerará el sentido del Diccionario o natural, tratándose de “las palabras técnicas de toda ciencia o arte”, las que “se tomarán en el sentido que les den los que profesan la misma ciencia o arte; a menos que aparezca claramente que se han tomado en sentido diverso” (art. 21 CC). En la práctica, se acepta también que se recurra a la doctrina de los autores y la jurisprudencia para la interpretación de los términos jurídicos que carecen de definición legal o sentido natural, asimilando la doctrina asentada a una especie de ciencia o arte (van Weezel, Tipicidad, 77; Cárdenas, “Aplicabilidad”, 130). Esa es la función de la doctrina y la jurisprudencia como fuente mediata del derecho y uno de los sentidos a la referencia a las “razones doctrinales” para fundar una sentencia del art. 342 d) CPP. Y ese es también el sentido que parece haberle dado el TC a la doctrina de los autores y la jurisprudencia, al admitir la constitucionalidad de expresiones que pueden tener sentidos diversos, en la medida que exista una “cultura jurídica” que los delimite o una “precedente interpretación judicial y doctrinaria” que entregue “suficiente contenido al concepto como para ser aplicado por el tribunal de fondo”, como en el caso de la expresión “conviviente” en el art. 390 (SSTC 30.3.2007, Rol 549; y 5.8.2010, Rol 1432); y iv) Para decidir cuál es el más probable significado natural y obvio, técnico o legal de una expresión lingüística en un texto legal, se ha de tener presente el contexto en que se enuncia, el que “servirá para ilustrar el sentido de cada una de sus partes, de manera que haya entre todas ellas la debida correspondencia y armonía” (art. 22 CC). Esta regla se denomina elemento sistemático o lógico, pues exige aplicar las premisas de esta forma de pensamiento al descubrimiento de las relaciones internas y externas de las disposiciones interpretadas (Carrasco, “La relación”, 155). Ello importa que se respeten al menos los principios lógicos de identidad (algo no puede ser y no ser la mismo tiempo: si A es A, A es A y no otra cosa); transitividad (si A es B, y B es C, entonces A es C); no contradicción (es imposible que un atributo pertenezca y no pertenezca al mismo tiempo a un sujeto: si A es B, A no es lo contrario de B); y tercero excluido (dos proposiciones contradictorias no pueden ser verdaderas al mismo tiempo: no es posible que A sea B y no sea B al mismo tiempo). Del principio lógico de identidad se deriva el jurídico de vigencia o utilidad, según el cual “el sentido en que la ley puede producir algún efecto debe prevalecer sobre aquel según el cual no produce efecto alguno” (Etcheberry DP I, 107), tal como expresa el art. 1562 CC respecto de la interpretación de los contratos; y del de tercero excluido,

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el de especialidad (“las disposiciones de ley relativas a cosas o negocios particulares prevalecerán sobre las disposiciones generales de la misma ley, cuando entre las unas y las otras hubiere oposición”, art. 13 CC).

a) Definiciones legales y accesoriedad normativa y conceptual del derecho penal con las otras ramas del derecho Las definiciones legales, como los conceptos de armas del art. 132, de pornografía infantil del art. 366 quinquies o de intimidación del art. 439, delimitan la interpretación de las disposiciones a que se refieren, precisando nominalmente su sentido y alcance para otorgar mayor seguridad en su aplicación (Ossandón, “Técnica”, 290). Esa preferencia por la definición del legislador se impone en derecho penal según lo dispuesto en el art. 20 CC y el principio de legalidad. Pero el derecho penal es una parte integrante del ordenamiento jurídico. Por lo tanto, en la interpretación de sus disposiciones también ha de guardarse la debida correspondencia y armonía con el conjunto del ordenamiento y las definiciones que en ellas se contemplan, “para ciertas materias”. En consecuencia, a menos que exista una definición para efectos penales (como la de empleado público del art. 260) o que aparezca que una expresión o definición legal ha sido empleada únicamente para una materia específica que no se extiende al derecho penal (como sucede con los llamados inmuebles por destinación del art. 570 CC, que para el derecho penal son siempre cosas muebles), los conceptos y definiciones del resto del ordenamiento jurídico han de prevalecer en la interpretación de la ley penal: Quien es miembro del Congreso Nacional para el derecho Constitucional lo es también para aplicar lo dispuesto en el art. 267 CP; las referencias a grados de parentesco del art. 390 CP, la prueba del depósito a que hace referencia el inciso segundo del art. 470 N.º 1 CP, y la cuantía de las indemnizaciones por el daño producido al cometerse un delito deben remitirse a las disposiciones del Código Civil; qué sea un seguro, según el N.º 10 del art. 470 CP es materia regulada por el Código de Comercio, etc. Este es el principio de accesoriedad conceptual. Esta accesoriedad se extiende a los conceptos del derecho internacional cuando la ley o la historia de su establecimiento hacen expresa remisión a ellos como fuente del derecho interno, como sucede paradigmáticamente en los casos en que las leyes locales se dictan para implementar disposiciones contenidas en tratados internacionales. Lo anterior vale también para los casos legítimos de legislación delegada, accesoriedad normativa o leyes penales en blanco, cuyo contenido se complementa con normas de carácter reglamentario, como sucede con la Ley

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20.000, que entrega la precisión de la determinación de las drogas prohibidas a un reglamento (DS 867 de 2007). Además, en la parte general también juega la accesoriedad normativa y conceptual un rol relevante en la delimitación del ámbito del riesgo permitido y el prohibido a efectos de imputación objetiva, como filtro de la atribución de responsabilidad penal por el resultado, según veremos al explicar la relación de causalidad; las fuentes formales de la posición de garante en los delitos de omisión impropia; y los límites del debido cuidado en la imprudencia (Rojas A., “Accesoriedad”, 103, aunque entendiendo la legislación extra penal como fuente de las “normas de conducta” que la penal sancionaría, conforme a la teoría de las normas que aquí se rechaza).

b) El problema de la accesoriedad del derecho penal respecto de los actos administrativos (no sancionadores) Los actos de los funcionarios de la Administración, que otorgan autorizaciones e imponen ciertas condiciones a los particulares para el ejercicio de determinadas actividades, no son parte de la legislación y reglamentación vinculante para los tribunales en lo penal, aunque muchas veces son parte del supuesto de hecho de las leyes penales, bajo la fórmula “el que sin la competente autorización etc.” (art. 1 Ley 20.000, p. ej.). En estos casos, quien realiza la conducta punible sin la autorización exigida al momento de su perpetración, comete el delito que se trate, con independencia de si materialmente cumplía o no con los requisitos para obtenerla. Y, al contrario, quien realiza una conducta autorizada no cometería el delito, aunque tal autorización se hubiese otorgado por error de la Administración, salvo que haya sido obtenida fraudulentamente (por cohecho o engaño). El incumplimiento de las condiciones especiales impuestas por una autorización no es, sin embargo, equivalente a actuar sin ella, a menos que la propia ley así lo establezca, como sucede en el art. 136 Ley General de Pesca.

B. Especificación del sentido literal posible: elementos teleológico e histórico Conforme al art. 19 CC, “bien se puede, para interpretar una expresión obscura de la ley, recurrir a su intención o espíritu, claramente manifestados en ella misma o en la historia fidedigna de su establecimiento”. En consecuencia, la intención o espíritu de la ley jugará un rol decisivo en la

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interpretación solo cuando el sentido literal de la misma sea oscuro, esto es, según el Diccionario, “confuso, falto de claridad, poco inteligible”, lo que usualmente ocurrirá en la disputa entre dos interpretaciones dentro del marco del sentido literal posible o las palabras empleadas se conviertan en anacrónicas o padezcan de impropiedades técnicas o lingüísticas. Este es el elemento teleológico de la interpretación. Este elemento puede identificarse como la intención inmanente o subyacente de las disposiciones penales en orden a proteger de ciertos intereses particulares o sociales que pueden ser lesionados con las conductas sancionadas (bienes jurídicos en sentido sistemático). Para su determinación, el intérprete contaría con dos vías: intentar desentrañar la intención o espíritu de la ley en ella misma manifestado (sentido objetivo) o recurrir a la intención o voluntad del legislador (sentido subjetivo). Sin embargo, nuestra ley se decanta por un sistema de interpretación de marcado corte objetivo, donde la voluntad de la ley actualizada al momento de su aplicación predomina (interpretación teleológica) y la voluntad del legislador se subordina a ese propósito: descubrir la “intención o espíritu de la ley”. Aquí cobra especial importancia la vinculación de la finalidad de la ley penal con las finalidades de protección constitucionalmente admisibles, pues toda legislación que restrinja la libertad y la propiedad, como hacen las leyes penales, ha de sobrepasar el test de proporcionalidad constitucional, esto es, que su establecimiento se encuentre justificado por una finalidad constitucionalmente aceptada. En la búsqueda objetiva del sentido de la ley el intérprete puede recurrir nuevamente al elemento contextual, en la forma expresada en el citado inc. 2° del art. 22 CC, esto es, ilustrando el texto a interpretar mediante otras leyes que versan sobre el mismo asunto, y también al análisis de los epígrafes y títulos de la ley que, aunque imprecisos en general y sin carácter dispositivo (STC 31.08.2012, Rol 2253), ayudan a dar cuenta del objetivo general de ésta, como sucede particularmente con los epígrafes y denominaciones de los primeros nueve títulos L. II CP, donde se describen y sancionan crímenes y simples delitos “contra la seguridad exterior y soberanía del Estado”, “contra la seguridad interior del Estado”, que “afectan los derechos garantidos por la Constitución”, “contra la fe pública”, etc. La historia fidedigna del establecimiento de nuestra legislación penal se contempla tanto en las Actas de la Comisión Redactora del Código Penal (1874), como en las del proceso legislativo de sus sucesivas modificaciones y de las leyes especiales posteriores, así como en los materiales preparatorios y en la opinión de los autores consultados, donde generalmente se explicitan los fundamentos de las modificaciones legales, recurso ineludible por la

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ventaja de contar con una fuente de autoridad objetiva y contrastable por otros intérpretes, más allá de las preferencias personales de cada cual. En atención a su carácter contrastable, para fijar su telos o ratio legis y aclarar pasajes oscuros y precisar incertidumbres, pareciera preferible atender a ella y no a una especulación propia, mientras no se sobrepongan las intenciones declaradas del legislador histórico con el texto aprobado de la propia la ley (Cousiño, “Interpretación”, 1035).

C. Elección de una propuesta normativa: El espíritu general de la legislación, principios e interpretación conforme a la Constitución y los Tratados Internacionales sobre Derechos Humanos. Rol de la retórica y la argumentación jurídica El art. 24 CC dispone que, “en los casos a que no pudieren aplicarse las reglas de interpretación precedentes, se interpretarán los pasajes obscuros o contradictorios del modo que más conforme parezca al espíritu general de la legislación y a la equidad natural”. Sin embargo, a pesar del aspecto aparentemente excepcional de esta disposición, el espíritu general de la legislación hoy en día, manifestado en las normas y principios que contemplan la Constitución y los Tratados Internacionales sobre Derechos Humanos vigentes en Chile, por su carácter normativo superior, impone considerar como parte del derecho penal nacional los principios que en ellas se expresan, de modo que su interpretación resulte, en todos los casos, conforme con la Constitución, excluyendo las propuestas de interpretación que no lo sean, según sostiene la STC 31.12.2009, Rol 1584 (Palacios, 45 y, con detalle, Fernández C., “Interpretación”, 154. O. o., proponiendo la inaplicabilidad de disposiciones no unívocas, Chia, 360). De allí se sigue que, por aplicación del art. 1 CADH, la interpretación y aplicación de cualquier disposición nacional debe ser, también, conforme a dicha Convención, el llamado control de convencionalidad (críticamente, Silva A., 717), aplicable incluso a la interpretación de la propia Constitución (Galdámez, Impunidad, 170). Pero aún superada la barrera de la legitimidad constitucional de una norma, los principios de la legislación, su espíritu general, también impregnan la elección de las diferentes alternativas de interpretación conformes a la Constitución dentro del sentido literal posible. Este es la lectura tradicional del art. 24 CC a nivel interno, y, en la normativa internacional, del art. 38 del Estatuto de la Corte Internacional de Justicia. En este nivel, se ha de reconocer que no solo en los textos fundamentales se encuentran normas que no responden al carácter binario de las reglas de la legislación

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ordinaria, sino que de éstas pueden extraerse también ciertos principios, que explican su existencia y permiten su interpretación. Sin embargo, estos principios no se encuentran en un nivel constitucional superior al de las reglas propiamente tales y, por lo mismo, no tienen carácter preminente sobre ellas, sino que cumplen la función de entregar razones para adoptar una decisión cuando no es posible con la aplicación automática de las reglas (por su vaguedad, imprecisión, las contradicciones con otras reglas, etc.), como propone Dworkin, 38. Estas razones para adoptar una decisión se presentan en el derecho penal generalmente como principios regulativos, donde la línea que separa lo permitido de lo prohibido solo está indicada por el legislador, no señalándose el contenido preciso de la decisión “pero sí el camino que lleva a ella”, quedando al intérprete su determinación en cada caso particular (Henkel, 73). Un ejemplo evidente es la regla del art. 10 N.º 9, donde, por muy claramente que la ley exima de responsabilidad penal al que actúa motivado por una fuerza “irresistible” o un miedo “insuperable” (art. 10 N.º 9), la decisión de cuán irresistible o insuperable han de ser una u otro para eximir de la responsabilidad penal en un caso concreto no puede determinarse mediante la simple enunciación del sentido natural y obvio de dichas expresiones. Aquí, cuál sea el límite de lo superable o lo irresistible dependerá de cómo aplicar al caso concreto el principio regulativo de la culpabilidad como inexigibilidad de otra conducta. Por eso, se afirma que el espíritu general de la legislación se manifiesta en “determinados principios muy generales, y con toda certeza formalistas, esto es, a ciertas valoraciones sociales que inspiran los fundamentos de nuestra organización jurídica”, donde la equidad natural es solo un elemento “ético-valorativo” más (Etcheberry DP I, 106). Según la doctrina dominante, entre estos principios regulativos se contarían, “además del de legalidad, el principio de intervención mínima, el principio de ‘última ratio’, el principio de protección de bienes jurídicos, el principio de lesividad u ofensividad social de la conducta, el principio de culpabilidad, el principio de proporcionalidad de la pena, el principio de humanidad en la sanción” (Künsemüller, Derecho penal, 199). A ellos se agregarían los de protección de bienes jurídicos, resocialización, humanidad de las penas, etc. (Garrido DP I, 29; Sanhueza, Nociones; Rettig PG I, 199; Náquira et al, 3-27. Sobre el principio de humanidad, en específico, v. Guzmán D., “Humanidad”). En nuestra opinión, entre los principios regulativos derivados del espíritu general de la legislación deben encontrarse no solo los que se desprenden de la legislación común y la tradición jurídica a que apunta la doctrina dominante, sino también los que se comprenden en las convenciones y tra-

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tados internacionales que han servido de fundamento para el establecimiento de ciertas regulaciones específicas o su modificación y, por cierto, en la Constitución y los Tratados Internacionales sobre Derechos Humanos que limitan la soberanía nacional. De este modo, la interpretación jurídica no solo es un método que permite afirmaciones intersubjetivamente compartidas acerca del sentido y alcance posible de una disposición legal, de conformidad con su tenor literal posible, las reglas de la lógica y la finalidad expresada en ella y en la historia fidedigna de su establecimiento, sino también, en el límite, el producto de un razonamiento práctico que debiera fundarse en razones (principios) y argumentos acerca de su peso y aplicación en el caso concreto (ponderación). Y aquí cobra pleno vigor la advertencia del Estagirita acerca de que, en el ámbito forense, la necesidad del pensamiento lógico no es suficiente para decidir sobre el sentido de una disposición legal discutible, pues aquí “deliberamos sobre lo que parece resolverse de dos modos” o, en general, “de un modo diferente” (Aristóteles, Retórica, 49). A nuestro juicio, la mejor forma de reducir esta incertidumbre no es su negación, sino la aceptación de este espacio para el “renacimiento del saber clásico” (Tamarit, Casos, 23). Pero ello, como se ha insistido, dentro del marco delimitado por la sujeción a reglas intersubjetivas de interpretación contempladas en el CC, que implican una labor de concreción del alcance de la ley dentro del límite del sentido literal posible, hasta cierto punto metódicamente contrastable. Las argumentaciones que se refieren a lo probable o lo posible, aunque no de modo absoluto, son parte del arsenal retórico tradicional, cuyo concurso es inevitable allí donde dos o más posibilidades se presentan dentro del marco fijado por el sentido literal de la ley, tomando ahora en consideración para su aplicación la vigencia de los principios constitucionalmente reconocidos. Entre ellos podemos mencionar como los más relevantes los argumentos a contrario sensu, a fortiori (quien puede lo más, puede lo menos); a coherentia (la corrección de una propuesta depende de su coherencia con la sistematización doctrinaria de la ley de conformidad con algún punto de partida ordenador que se haya elegido al efecto); apagógico o ad absurdum (reducción al absurdo de determinadas propuestas contrarias); y normativista (no se puede desprender de un hecho natural la existencia una norma jurídica y viceversa). A ellos se pueden agregar otros argumentos (Rettig DP I, 278), como los de autoridad de la jurisprudencia y los autores más reconocidos; no redundancia (es preferible dar un significado a las palabras de una ley antes que decir que son una repetición de otras); y pragmático o de vigencia (es preferible dar a las palabras de la ley una interpretación que sea útil a otra que las convierta en letra muerta). Incluso, atendida la necesidad

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judicial de fijar hechos sobre los cuales aplicar el derecho, esto es, decidir acerca del sustrato fáctico de la norma a aplicar, la argumentación como mecanismo para inferir de lo conocido algo desconocido es también parte fundamental del razonamiento judicial y de los intervinientes en el proceso, quienes a través de la exposición de los medios de prueba deben convencer al tribunal acerca de las inferencias fácticas que de ellos extraen, para aplicar a ellas una nueva argumentación sobre el significado jurídico de tales hechos y su subsunción en una norma cuyo sentido también se determina argumentativamente (Pozo, 253). Diferente es, sin embargo, el empleo que la SCS 19.7.2006, Rol 1990-5, ha hecho del concepto de “cláusula regulativa”, especialmente en la determinación del concepto de “pequeña cantidad” de droga traficada para efectos de aplicar o no la pena atenuada del art. 4 de la Ley 20.000, afirmando que tales expresiones producirían el efecto de liberar la interpretación de un juicio acerca de su corrección o no, de modo que ella y su consecuencia penal quedarían entregadas únicamente a la valoración, en el caso concreto, del juez de instancia, sin posibilidad de control de legalidad, ni siquiera sobre la base de la adecuación o no de la decisión respecto del “principio” en que se sustenta (Ruiz D., 414). A nuestro juicio, como principios regulativos, cardinales o limitadores que permiten precisar la proposición normativa derivada de una interpretación y que se desprenden del espíritu general de nuestra legislación y no de preferencias subjetivas, podemos mencionar, entre los principales, los siguientes:

a) Principio non bis in idem sustantivo y prohibición de la doble valoración Según una idea generalmente admitida, el principio non bis in idem se remonta a la sentencia de Gayo: Bona fides non patitur, ut bis idem exiguatur (D. 50, 17, 57 [la buena fe no consiente que se exija dos veces la misma cosa]); y tendría manifestaciones tanto en el ámbito procesal, en la excepción la cosa juzgada y la prohibición del doble juzgamiento; como en el sustantivo, donde justificará la preferencia que normalmente se otorga a una sola disposición cuando dos o más concurren en la regulación de un caso determinado, evitando tomar en cuenta contra el reo dos o más veces un mismo elemento jurídico penalmente relevante y común (STC 10.1.2017, Rol 3000; y SCA Concepción 24.7.2014, RCP 41, N.º 4, 219).

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En nuestro sistema, este principio se reconoce con efectos precisos en la prohibición de la doble valoración de circunstancias agravantes del art. 63 CP, según la cual se impide tomar en cuenta para la agravación de un delito una circunstancia que es en sí misma constitutiva de delito o se contempla para describirlo o sancionarlo. Esta regla refleja el mismo principio subyacente a la especialidad del art. 13 CC, aplicable a los casos de concurso aparente de leyes: no se pueden imponer sanciones penales provenientes de diferentes leyes aplicables a un hecho cuya sanción comprende la de otro, debiendo preferirse la más especial. Es discutible, sin embargo, que el principio alcance a una supuesta limitación del legislador en orden a la tipificación de las conductas o las clases de sanciones a imponer como propone Ossandón, “Ne bis in idem”, 975 (ni que todos los problemas que de allí surgen deban resolverse acudiendo al principio proporcionalidad), como sugiere (Mañalich, “Ne bis in idem”, 558).

b) Principio de culpabilidad Según este principio, en la interpretación de las normas penales, debe existir siempre la exigencia de un aspecto subjetivo que vincule a la persona responsable con el hecho que se le imputa, prohibiéndose las interpretaciones que conduzcan a la afirmación de una responsabilidad objetiva en esta materia. Este principio se desprendería de las reglas de los arts. 1, 2, 10 N.º 13, 64 CP, y aún del art. 42 CPP (Künsemüller, Culpabilidad, 34), y de lo dispuesto en el art. 19 N.º 3 inc. 7 CPR, que prohíbe presumir de derecho la culpabilidad en materias penales, asumiendo como requisito de la responsabilidad en este ámbito dicha exigencia (STC 31.12.2009, Rol 1584).

c) Principio pro-reo o de favorabilidad El principio pro-reo ha sido discutido por gran parte de la doctrina nacional, sosteniendo que solo tiene aplicación procesal, pero no material (Garrido DP I, 103). Ello, por cuanto, en lo relativo a la interpretación de la ley se aplicaría lo dispuesto en el art. 23 CC, según el cual “lo favorable u odioso de una disposición no se tomará en cuenta para ampliar o restringir su interpretación”. En cambio, en materia procesal regiría el art. 340 CPP, que establece el sistema de convicción más allá de una duda razonable para fundamentar la existencia probada de los hechos que supongan la existencia del delito y la participación punible en el mismo del condenado.

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Sin embargo, aunque no puede admitirse la validez de una proposición normativa resultado de la interpretación prejuiciada a favor de su absoluta restricción, lo cierto es que el proceso de interpretación supone una progresiva delimitación o restricción del alcance y sentido de la ley, a partir de su sentido literal posible, según el mandato del principio de legalidad. En consecuencia, mientras la prohibición de la interpretación extensiva del art. 23 CC debe entenderse consecuencia del principio de legalidad, el límite a la interpretación restrictiva ha de entenderse en el sentido que no se admite como razón para proponer una determinada interpretación la sola voluntad del intérprete, basada en un argumento más o menos emotivo (“lo favorable” o “lo odioso”). En cambio, el principio pro-reo no está basado en un argumento emotivo, sino en la constatación de que nuestro sistema jurídico, en su conjunto, lo asume cuando se trata de decidir sobre la aplicación entre diferentes normas, unas más graves que otras y así lo reconoce habitualmente la jurisprudencia: en las disposiciones constitucionales y las contenidas en el art. 18, relativas a la retroactividad de la ley más favorable al reo; en las establecidas en el art. 74 COT, respecto del efecto a favor del reo de los empates en las votaciones del tribunales colegiados; en las reglas del error de los arts. 1 y 64; en las de prohibición de doble valoración (non bis in idem) del art. 63; en el diferente efecto de la concurrencia de circunstancias atenuantes y agravantes en la determinación de la pena (arts. 65 a 68 bis); y en los efectos benignos que se atribuyen a las reglas concursales de los arts. 75 CP (concurso ideal) y 351 CPP (reiteración). Su reconocimiento emana también de la no despreciable autoridad de A. Bello para quien “en las leyes penales se adopta siempre la interpretación restrictiva, si falta la razón de la ley, no se aplica la pena, aunque el caso esté comprendido en la letra de la disposición” (Bello, Obras, xIii). Y esta es, por cierto, la opinión dominante en nuestra jurisprudencia tradicional: “en caso de duda sobre el significado y alcance del texto legal, este deberá interpretarse en el sentido más favorable al reo” (Etcheberry DPJ I, 22 y IV, 6).

d) Principio de lesividad. Rol del concepto de bien jurídico y defensa de minimis La consideración del daño social o la lesión del bien jurídico sistemático causado por cada hecho punible en particular no solo puede considerarse una regla que permita delimitar la interpretación de la ley para excluir aquellas propuestas que consideran delito hechos que no afectan en modo alguno el bien jurídico protegido en cada caso, sino también para establecer

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los márgenes precisos de su aplicación y, sobre todo, de la determinación de la pena aplicable en cada caso (principio de proporcionalidad, en sentido estricto). Este principio regulativo de la penalidad se encuentra expresamente recogido en nuestra legislación, cuando, por regla general, los arts. 50 a 55 imponen penas menores a los delitos frustrados y tentados frente a los consumados y a los cómplices y encubridores frente a los autores, se limitan los casos de imposición de penas por la conspiración y proposición para delinquir (art. 8) y se imponen penas diferenciadas por la cuantía de las lesiones causadas (arts. 395 a 399), el monto de lo hurtado (art. 444) o de los defraudado (art. 467). Por lo anterior, la determinación del bien jurídico protegido, en sentido sistemático, como equivalente a la de la finalidad de protección constitucionalmente reconocida de la norma en cuestión (elemento teleológico), vuelve a jugar en la elección de la propuesta definitiva un rol relevante: permitir la adopción, de entre las distintas posibilidades de interpretación, solo aquellas de las que resulta la protección del bien jurídico específico que la ley quiere amparar. Así, no podrá comprenderse dentro del delito de bigamia, del art. 382 CP, la “renovación” formal de un matrimonio contraído por dos menores de edad sin autorización de sus padres, pues en tal caso, a la luz del bien jurídico tutelado —que es el matrimonio monogámico (una de las formas de “familia” a que se refiere el art. 1 inc. 2 CPR) y que no ha sido afectado por el doble matrimonio entre las mismas personas—, debe el intérprete concluir que el hecho no es materialmente antijurídico. A veces, desatender el bien jurídico protegido en cada norma puede llevar a interpretaciones equivocadas que atribuyan a figuras penales funciones de protección que no tienen, como ocurre en la delimitación del alcance del art. 285 como un delito contra la libre concurrencia en los mercados o la libre competencia, frente a las figuras penales que sí la protegen, contempladas en el DL 211 (la libertad de empresa y la libre competencia son bienes reconocidos en el art. 19 N.º 22 y 23 CPR). Luego, el llamado principio de lesividad o insignificancia se transforma en la determinación de los límites interpretativos de cada disposición penal en particular, es decir, de su tipicidad. En efecto, determinado el bien jurídico que cada ley penal protege en particular y su forma de afectación, es posible afirmar que, de no comprobarse dicha afectación en un proceso concreto, no puede afirmarse la existencia del delito, esto es, su tipicidad. Nuestra Corte Suprema ha tenido más de una oportunidad de pronunciarse sobre este aspecto, particularmente en torno al delito de tráfico ilícito de drogas, donde a pesar de los fallos contradictorios en cuanto a la forma de probar la naturaleza y cantidad de las sustancias que se tratan (si se requiere

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o no el protocolo de análisis del Servicio de Salud a que hace referencia el art. 43 Ley 20.000), el principio de que su carácter de droga nociva debe ser probado no se altera (Künsemüller, “Relevancia”, 85. V., por todas la SSCS 19.2.2018, Rol 362-18, que no exige el protocolo; 26.5.2014, RCP 41, N.º 3, 221, y 28.1.2013, RChDCP 2, N.º 2, 169, ambas exigiendo el protocolo y con notas aprobatorias de L. Cisternas y M. Schürmann, respectivamente). En el caso de la posesión de armas y municiones, este es el mismo criterio que guía la jurisprudencia que excluye del ámbito de lo punible la posesión de tales elementos que no están en condiciones de disparar o ser disparados, por no poner de ninguna manera en peligro el bien jurídico protegido (SCA Concepción 23.9.2016, RCP 43, N.º 4, 248, con nota crítica de A. Rojas, pues en el caso concreto las municiones sí eran aptas para el disparo, aunque no en el arma que se portaba). En Estados Unidos, la función del principio de lesividad se expresa en la llamada defensa de minimis, formalizada en el art. 2.12 del Model Penal Code, según la cual el tribunal puede desestimar una acusación si la conducta no causó ni amenazó con causar el daño o mal que se pretendía evitar por la ley o lo hizo solo de manera muy trivial (Husak, 363). La defensa en el common law se aplica también a la exención de la responsabilidad por la intervención irrelevante o de minimis en el daño causado (Dressler CL, 7986). Por ello se clasifica también junto a las defensas de tentativa imposible, desistimiento e insuficiencia probatoria como offense modification, esto es, como una defensa que apunta a afirmar la falta de tipicidad del hecho, derivada de la interpretación de la ley (Robinson, “Defenses”, 210). Llevada a nuestra realidad normativa, esta defensa permitiría materializar el principio de lesividad, restringiendo el alcance de la ley al excluir aquellos supuestos que no dañan el bien jurídico protegido, en el sentido sistemático, afectando a la exigencia de antijuridicidad material en cada delito. Sin embargo, salvo en el caso del desistimiento en la tentativa y en la frustración (art. 7) —que nosotros tratamos como una excusa legal absolutoria—, ella no se encuentra expresamente establecida. Formalmente, una regla similar solo parece contemplarse en la regulación del principio de oportunidad del art. 170 CPP, pero solo referida a hechos de menor gravedad y entregada exclusivamente a la iniciativa del ministerio público. No obstante, la facultad de sobreseer las causas por no ser los hechos constitutivos de delito (art. 250 a) CPP) puede, materialmente, cumplir idéntica función si la fiscalía decide perseverar en la persecución de hechos que no lesionan ni ponen en peligro alguno el bien jurídico que la ley pretende proteger, lo que supondría la aplicación de una ley incompatible con su interpretación conforme a la Constitución (STC 21.8.2007, Rol 739. En el extremo, Cabezas, 109,

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estima todos los delitos de peligro derechamente contrarios a los principios de protección del bien jurídico y lesividad). Por contra, no está permitido, en el afán de dar protección a ciertos intereses o bienes jurídicos, extender la interpretación de la ley a casos no comprendidos en su sentido literal posible. En esto consiste precisamente la garantía del principio de legalidad y la prohibición de la analogía: que a pesar de enfrentarse el juez y el operador jurídicos a supuestos reprobables incluso desde el punto de vista de la finalidad de la ley expresada en la sanción de otros hechos similares, esa finalidad no puede emplearse como fundamento para imponer sanciones penales a casos no comprendidos en la literalidad de la ley, aunque también dañen o perjudiquen el mismo bien jurídico o interés cuya lesión se encuentra castigada por otra disposición legal, pero limitada a una forma de comisión especial, a un medio determinado, a la producción de ciertos resultados, a consideraciones acerca de las cualidades personales de la víctima o del autor, o a cualquier otra circunstancia de tiempo, modo o lugar que el legislador haya expresado para sancionar el hecho efectivamente penado y no otro. Es por eso que nosotros sostenemos que el delito de violación del art. 361 CP no puede leerse tanto como la descripción del delito que comete “el que accede carnalmente” como la de un delito consistente en “ser accedido carnalmente”, por mucho que en ambos casos se lesione la integridad o libertad sexual (o. o. Carnevali, “La mujer”, 25); o que no es posible castigar con las penas del art. 397 la no evitación por omisión de los resultados de lesiones que allí se describen, pues la ley en ese caso expresamente indica que éstas han de cometerse hiriendo, maltratando o golpeando a otro “de obra” (o. o. Garrido DP III, 157).

e) Principio de igualdad ante la ley y rol del precedente El principio de igualdad ante la ley fundamentaría la pretensión de la obligatoriedad del precedente o uniforme interpretación de Corte Suprema, pues ante un mismo o similar supuesto fáctico, el ciudadano tendría el derecho a esperar un igual trato ante la ley (art. 19 N.º 2 CPR), reflejado en una misma o similar sentencia. Según esta idea, la doctrina que expresa el Máximo Tribunal cuando interpreta la ley debiera ser obligatoria para los tribunales inferiores, a menos que se produzca un cambio en las circunstancias del hecho que la origina que permita apartarse de ella. El tribunal de instancia podría así fundamentar la interpretación de la ley que aplica en sus fallos recurriendo a la autoridad de la doctrina de la Corte Suprema (art. 342 d) CPP). Lo mismo debiera aplicarse a la jurisprudencia del TC. El topos que aquí se encierra es el de la semejanza, expresado jurídicamente

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en el aforismo según el cual “donde existe la misma razón, debe existir la misma disposición”; pero también la exigencia de la igual aplicación de la ley según la entienden los tribunales superiores está en la base misma del razonamiento dialéctico, que consiste en suponer que en los asuntos discutibles, es más plausible lo que parece “bien a todos, o a la mayoría, o a los sabios, y, entre estos últimos, a todos, o a la mayoría, o a los más conocidos y reputados” (Aristóteles, Órganon, 1208 y 1968. Es discutible, sin embargo, que la doctrina y los precedentes de los tribunales superiores puedan considerarse en sí mismos fuentes de topoi [Beltrán, Tópica, 602]). Sin embargo, nuestros tribunales han tenido dificultades en hacer realidad este principio, tanto desde el punto de vista vertical, esto es, la vinculación de los tribunales inferiores al contenido doctrinal de los fallos de la CS y del TC; como horizontal, referido a la vinculación de la Corte Suprema a sus fallos anteriores en casos similares (Couso, “Rol”, 148). Ello suele justificarse recurriendo al llamado efecto relativo de las sentencias, contemplado en el art. 3 inc. 2 CC, según el cual “las sentencias judiciales no tienen fuerza obligatoria sino respecto de las causas en que actualmente se pronunciaren”. Sin embargo, dicha disposición no se opone a una igual aplicación de la ley por parte de la jurisprudencia, porque el hecho de fallar cada caso según sus circunstancias probadas y respecto de las partes concurrentes al pleito, no es incompatible con aplicar en tales casos de manera igualitaria la ley, respetando la doctrina sobre su sentido y alcance fijada por los tribunales superiores (Echeverría R., Garantía, 66). Ello solo se justifica, en términos generales, cuando “no existe la misma razón”, esto es, cuando el topos de la semejanza no puede encontrarse en el origen del razonamiento en el caso concreto.

f) Otros tópicos jurídicos Al momento de interpretar la ley, el espíritu general de la legislación y la equidad natural, como recursos retóricos, se manifiestan también a través de los llamados tópicos jurídicos, generalmente presentados como entimemas en las formulaciones retóricas de los intervinientes. Estos tópicos provienen en buena parte de las máximas y principios generales del derecho contenidos en el Digesto (50, 17, De diversis regulis iuris antiqui) y del desarrollo del derecho moderno, y se expresan en máximas, adagios, bocardos o proverbios del derecho, que deben ser considerados como tales y no como reglas jurídicas y ni siquiera como principios, dado su carácter incompleto, incierto e impreciso, producto de su origen en la experiencia y tradición milenarias, ajenas a la codificación moderna (Perelman, 117 y 123). Por lo

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mismo, su empleo ha de ser cuidadoso, procurando siempre llegar a proposiciones dentro del sentido literal posible de la norma que se trate, respetando su intención o espíritu y los principios generales de la legislación. Entre esos tópicos, están los que afirman que donde la ley no distingue, no cabe al intérprete distinguir; que donde existe la misma razón debe aplicarse igual disposición; que la ley, cuando quiso decir, dijo y cuando no quiso, calló; que el derecho favorece lo legitimo o que no debe ceder ante su violación; que las excepciones son de interpretación estricta; que lo necesario está permitido; que lo insoportable no puede ser derecho; que a lo imposible nadie está obligado; que la negligencia no excusa la responsabilidad; que importa lo que se ha querido y no lo que se hubiere deseado, etc.

D. El espíritu general de la legislación y el derecho comparado Aunque el espíritu al que se refiere el Código de Bello es el de la legislación nacional, la creciente globalización económica y cultual, la influencia de los tratados internacionales en la legislación local y la impresionante producción bibliográfica de la doctrinas alemana, italiana, anglosajona y española, así como ciertas vinculaciones y preferencias personales hacen que, entre nosotros, sea frecuente el recurso al derecho comparado, y particularmente a las opiniones de autores alemanes y de quienes siguen sus postulados, para la determinación del fundamento y hasta del sentido y alcance de precisas disposiciones locales, especialmente las que regulan los presupuestos de la responsabilidad penal. Este Manual es ejemplo también del recurso a las proposiciones de los profesores alemanes como fuente para la argumentación en la determinación del sentido y alcance de las normas que regulan la responsabilidad penal. Sin embargo, se rechaza aquí aquella parte del método dogmático alemán que consiste en la deducción del fundamento y hasta del alcance y sentido de tales normas a partir de la elección subjetiva de un punto de partida, una idea de la sociedad, del hombre o del derecho apriorística, no sujeta a contrastación empírica ni, mucho menos, a refutación por las reglas existentes en el ordenamiento jurídico positivo. Y, sobre todo, se rechaza la cita de un autor extranjero como argumento de autoridad para fundamentar una interpretación de disposiciones legales nacionales que, muchas veces, carecen de relación semántica con aquellas interpretados por la doctrina que se pretende trasponer. A nuestro juicio, como ya se ha anunciado, el recurso al derecho comparado no debe entenderse como la participación en la discusión de la consistencia interna de las teorías explicativas del derecho extranjero, ni

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mucho menos en su acrítica trasposición a nuestra realidad normativa, sino como una búsqueda honesta de aproximaciones a problemas similares, con clara consciencia de las diferencias normativas, históricas y culturales que fundamentan cada solución propuesta, de manera que ellas nos sirvan como una mirada ajena que permita un mejor entendimiento de nuestro sistema normativo y de las necesidades de su perfeccionamiento. Se trata más bien de “un espíritu, un enfoque, una actitud, más que una disciplina formal” donde “cualquier comparación entre jurisdicciones, nacionales o extranjeras, internas o externas, promete una nueva perspectiva” (Dubber, “Comparative”, 436). Luego, que las teorías y proposiciones normativas utilizadas en la comparación tengan origen alemán, norteamericano o argentino es, para estos efectos, irrelevante, si fundamentan la formulación de teorías y proposiciones normativas que permitan explicar y predecir adecuadamente el funcionamiento de nuestro sistema penal en general y en particular, respecto a determinados problemas más o menos concretos, según su alcance. En materia penal, el recurso al derecho comparado es, también, obligatorio cuando se trata de resolver problemas relativos a la extradición pasiva, particularmente la delimitación del requisito de la doble incriminación del hecho (Cesano, 71).

E. Prohibición de la analogía y de la interpretación extensiva in malam partem (nullum crimen, nulla poena sine lege stricta) La exigencia del art. 19 N.º 3 inc. 8 CPR, en el sentido que la conducta sancionada se encuentre expresamente descrita en una ley previa a la perpetración del hecho que se juzga impone la prohibición de la analogía y la interpretación extensiva como métodos de interpretación e integración de la ley en que “las consideraciones pragmáticas se traducen en la aplicación de la regla a situaciones que, contempladas a la luz del sentido lingüístico natural, se encuentran claramente fuera de su campo de referencia” (Ross, 144). Esto expresa el art. 23 CC, en cuanto determina que “lo favorable u odioso de una disposición no se tomará en cuenta para ampliar o restringir su interpretación” y que “la extensión que deba darse a toda ley se determinará por su genuino sentido”. Sin embargo, como hemos visto, la restricción de una norma penal, cuando existe duda acerca de su alcance dentro de su sentido literal posible responde a los principios pro-reo y de favorabilidad, considerados principios generales de nuestro derecho, no condicionados emotivamente, único condicionamiento que el Código de Bello prohíbe.

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No obstante, en un desafortunado juego de palabras, la SCT 14.8.2009, Rol 1281, al mismo tiempo que afirma la prohibición constitucional de la analogía, pues implica transferir “una regla de un caso normado, a uno que no lo está, argumentando la semejanza existente”, sostiene que “no existe un criterio restrictivo de interpretación en materia penal que el intérprete deba seguir” y que “la interpretación extensiva de la ley es perfectamente lícita”. Por fortuna, el TC emplea en este fallo un concepto de interpretación extensiva diferente al del art. 23 CC, pues se sostiene que ella se debe hacer “respetando” el “límite” del “sentido literal posible” para determinar “el caso” que “está comprendido en la ley, pese a las deficiencias del lenguaje”, sin aplicarla nunca a un caso de que “no está contemplado” pero “se asemeja” o “es muy similar”; esto es, sin hacer analogía o verdadera interpretación extensiva, que vaya más allá del sentido literal posible del texto legal. Luego, la única forma de interpretación analógica permitida es aquella que la propia ley habilita, contemplando en la descripción del hecho punible algunos ejemplos junto con expresiones tales como “otros casos semejantes” o “análogos”. Aquí no se integran a la ley otros casos no previstos en ella, sino los que están comprendidos en su tenor literal, pero que la ley no ha podido o querido nombrar explícitamente. Ejemplos de esta interpretación analógica permitida se encuentran en los arts. 203 (falsificación de certificados), 227 N.º 3 (prevaricación por compromisarios, peritos o quienes ejerzan funciones análogas), 440 N.º 2, 442 N.º 3 y 443 (instrumentos aptos para ingresar al lugar del robo), 468 y 473 del CP (engaños para defraudar). En el límite entre integración e interpretación analógica, nuestra jurisprudencia, con buen criterio, ha rechazado la interpretación analógica extensiva (Etcheberry DPJ I, 25). La eventual y probable existencia de lagunas de punibilidad que la aplicación estricta de estos criterios importa se convierte así en un problema de lege ferenda, pero no de interpretación, pues en este punto, el principio de reserva legal significa una opción del constituyente en orden a favorecer “la seguridad y tranquilidad actuales que a los ciudadanos ofrece la certeza de conocer, de antemano, las únicas acciones que merecerán castigo y su pena” frente a la “la injusticia, futura y eventual, que puede significar no sancionar una conducta que lo merece”, pero que no está comprendida en el sentido literal posible del texto legal (Sepúlveda O., “Lagunas”, 97). Aunque se discute, es dominante la idea de que esta prohibición se extienda al establecimiento de circunstancias que eximen de responsabilidad penal o la atenúan en casos no comprendidos en la literalidad de las existentes en la legislación, pero semejantes, tanto por razones puramente legales (no existe disposición que así lo autorice) como relativas a la división de

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poderes entre juez y legislador: cuando el legislador ha otorgado facultades a los jueces para extender el sentido y alcance de las eximentes y atenuantes lo ha hecho expresamente, como en el caso del art. 54 Ley Sobre Pueblos Originarios. Otra cosa es que, dentro del sentido literal posible de los textos que el juez debe aplicar, y conforme a la apreciación de los hechos de la causa, no se logre convencer más allá de una duda razonable que una persona es responsable del hecho que se le imputa o llegue al convencimiento que existe una eximente o atenuante legalmente establecida “si existen motivos para afirmar que la voluntad extraída del contexto normativo es la de no castigar o conceder una morigeración de la pena en la situación de que se trata” (Cury PG I, 252). Aquí podría encontrarse el fundamento de la defensa no exculpatoria de la “pena natural”, que no está contemplada en la legislación, y que podría servir tanto para eximir de la pena prevista en la ley como para ofrecer a quien la padece una salida alternativa (Cap. 14, § 8).

§ 5. Otras disciplinas científicas relativas al derecho penal A. Medicina legal y criminalística La determinación de los presupuestos de la responsabilidad criminal en un sistema acusatorio, donde en caso de juicio no se cuenta con la confesión del imputado para probar los hechos de la acusación, requiere la existencia de pruebas o evidencias capaces de generar en el tribunal la convicción de que esos hechos ocurrieron de la manera que los presenta la acusación o sostiene, en su caso, el acusado. Las ciencias desarrolladas en torno a esta exigencia son la medicina legal y la criminalística. La medicina legal o forense se ocupa de los hechos médicos que puedan tener relevancia jurídica, como la identificación de las personas, sus condiciones mentales y físicas, las causas del fallecimiento de una persona, las características de las lesiones corporales, relaciones sexuales, etc. (Teke). Por ello tiene especial vinculación con la justicia penal, pero es también de utilidad en otros ámbitos de la actividad judicial: informes en decisiones sobre curatela, determinación de edad, etc., labores todas que desarrolla oficialmente el Servicio Médico Legal. Entre nosotros, principalmente debido a la necesidad de valorar la credibilidad de los testimonios prestados en juicios orales, a partir del cambio de siglo también se ha desarrollado con fuerza la psicología jurídica (Marcurán; Maffioletti; Pavez), e incluso la medicina legal de carácter privado (González W.).

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La criminalística, por su parte, no es una ciencia autónoma sino la aplicación del conocimiento científico a la reconstrucción de los hechos materia del juicio criminal y la determinación de sus responsables. Para ello se recurre a diferentes técnicas científicas, como la que permite el registro de huellas dactiloscópicas y de ADN, las investigaciones químicas, físicas, biológicas, contables, financieras, etc.

B. Criminología y política criminal a) Estado actual de la criminología en Chile La criminología es una ciencia fáctica, que trabaja con los métodos de las ciencias naturales y sociales. Su objetivo es alcanzar un grado razonable de control de la criminalidad a través del conocimiento empírico de sus manifestaciones y los factores que la determinan. Cuando a partir de tales conocimientos se propone la implementación de políticas públicas destinadas a su prevención y tratamiento, se habla de política criminal, disciplina inicialmente desarrollada Beccaria con sus propuestas de mecanismos de control de la actividad criminal basados en la intervención del Estado no solo mediante la efectiva aplicación de la ley penal, sino también la iluminación de calles, la reducción de la pobreza y la educación (Beccaria, Delitos, 55, 237 y 248). En estas labores conviven diferentes aproximaciones teóricas, desde las perspectivas etiológicas o descriptivas propias del desarrollo de la sociología positivista y el análisis económico de la Escuela de Chicago hasta las propuestas sociológicas “criticas” basadas en la teoría del discurso y la “sociología del control” (Levitt, “Understanding”; Foucault; Garland, respectivamente). Más a la izquierda, si se quiere, se encuentran la “criminología crítica” de orientación marxista y contracultural de los años 1960 y 1970, la Criminología del Sur y el radical abolicionismo nórdico (Baratta, Criminología crítica, y Larrauri, “Herencia”; Carrington, Hogg y Sozzo; Hulsman y Bernat, respectivamente. Una visión crítica, v. Aebi). Y a la derecha, desde otra perspectiva positivista, la sicología conductual (Winden y Ash, “Behavioral Economics”). En Chile, perspectivas vinculadas al discurso sociológico de D. Garland y de la criminología critica pueden verse Lorca, “Pobreza” y Cúneo, “Encarcelamiento masivo”; y en la perspectiva de la criminología crítica Jiménez, Goycolea y Santos, “Secciones juveniles”, Quinteros et al, y también, en el ámbito dogmático, la obra de J. Bustos (v. Morales P., “Huellas”).

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Por otra parte, investigaciones más cercanas al positivismo anglosajón y el análisis económico, incluyendo la producción de estadísticas, se encuentran, entre otras, en las desarrolladas en las Facultades de Economía e Ingeniería de la Universidad de Chile (Cadena y Letelier), en la U. de Talca (Cea et al, donde se encontrará una bibliografía detallada al respecto, y Ruiz et al, ambos bajo la dirección de J. P. Matus) y en las publicaciones de la actual Subsecretaría para la Prevención del Delito (Martorell). Muy relevante entre nosotros ha sido la perspectiva positivista de corte británico que, sin abandonar la perspectiva crítica, lo hace basándose en las evidencias, según el planteamiento desarrollado a la vuelta del siglo por el equipo de la Fundación Paz Ciudadana, con impacto real en los cambios legislativos y, sobre todo, en la reforma a la Ley 18.216 por la 20.603 (Morales P., “Política criminal”; Morales P. y Welsh). Ello no es de extrañar, pues fue la criminología positiva, aunque de corte tradicional, la inspiradora de la gran expansión de las medidas alternativas a la privación de libertad en 1982, consagrada en la versión original de la Ley 18.216 (González B.). Esta aproximación empírica también ha impactado en otras áreas, como las salidas alternativas en el proceso penal y el original sistema de sanciones de la justicia penal adolescente de la Ley 20.084 (Roldán; Berríos) La perspectiva positivista tradicional se manifiesta también en los trabajos que se publican regularmente en la Revista de Estudios Criminológicos y Penitenciarios, a cargo de Gendarmería de Chile y en nuevas aproximaciones a la identificación de las características de la población criminal (Salinero, “Crimen organizado”). También, de manera incipiente, hay estudios de género y de criminología feminista propiamente tales (Antony, Mujeres confinadas y “Violencia intrafamiliar”; Ariza e Iturralde, quienes incorporan la variable de género en su análisis de la población penitenciaria; y, últimamente, Sordo). Incluso la llamada víctimología ha sido foco de atención de nuestra doctrina, descartando el enfoque positivista tradicional (y sus consecuencias en materia de atribuir responsabilidad a la víctima por los hechos punibles a que se expone “responsablemente”), y propiciando uno que la reintegre a la consideración del sistema penal, especialmente en las salidas alternativas (Bustos, “Victimología”, 34). Estas propuestas se reflejaron en la estructura del CPP 2000, que, devolviendo en parte los conflictos a la sociedad, da un mayor protagonismo a las víctimas, reconociéndolas como tales integrándolas como intervinientes al proceso penal (arts. 108 y 109 CPP) y aún permite, en ciertos casos, prescindir del proceso por delitos de acción penal pública en casos de llegar a un “acuerdo reparatorio” con el imputado (art.

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241 CPP), aunque sin llegar a establecerse procesos formales de mediación (Carnevali, “Políticas”, 31).

b) Política criminal en el siglo XXI La política criminal, concebida como política legislativa, ha sido campo de un extenso debate acerca de la legitimidad y eficacia del derecho penal en el cambio de siglo, tanto desde perspectivas liberales como socialdemócratas y hasta marxistas. Desde un punto de vista sociológico, se puede entender como el “poder de definir los procesos criminales de la sociedad y, por tanto, de dirigir, y organizar el sistema social en relación a la cuestión criminal” (Bustos, “Política criminal”, 708). Ese poder se expresa materialmente en la profusa legislación que en la materia se ha dictado en esta época (v. Nilo, “Normativa”, 253). Desde el punto de vista liberal se critica esta objetiva proliferación de normas punitivas como expresión de una expansión no justificada del Derecho penal con base a una sobrevaloración de la víctima, presiones de grupos de interés moralizantes y un inadecuado empleo de vías administrativas o sanciones no privativas de libertad (Silva S., Expansión); una especie de “huida hacia el derecho penal” en una sociedad de riesgos que se aleja del ideal propuesto por la Escuela de Frankfurt, en orden a que solo los derechos fundamentales individuales deben ser objeto de protección penal (Carnevali, “Ultima ratio”, 17; y “Política criminal”, 63). En particular, pero agregando la defensa de los derechos humanos como “barrera infranqueable de la política criminal”, se critica, p. ej., la evolución de los delitos relativos a la seguridad vial, reflejados en la llamada Ley Emilia (Cardozo, “Bases”, 67). Por su parte, sobre la base de la idea de preservar los principios del liberalismo ilustrado decimonónico, se califica de “autoritarismo penal” la actual situación legislativa en la materia, presentada como respuesta a las demandas de “seguridad ciudadana” (Guzmán D., “Autoritarismo”). Y, entre los socialdemócratas, se aborda el problema desde la teoría del discurso y se afirma la existencia de una disputa acerca de la selección de “qué conflictos sociales ameritan una protección penal y decidir cómo deben protegerse”, donde los medios de comunicación parecen jugar un rol preponderante (Fernández C., “Nuevo Código”, 4, y “Discurso”). Desde esta perspectiva se afirma que nuestra política criminal se caracteriza por “la deficiente implementación de las leyes”, “la proliferación y abuso de leyes especiales, con los consiguientes déficit de seguridad jurídica y de calidad técnica legislativa”, y, sobre todo, por la “supravaloración securitaria, paradigma bajo el cual se produce un notable aumento penológico como respuesta a la delincuencia clásica y a ciertas figuras delic-

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tivas que se amplían a nuevos ámbitos, junto con un uso extensivo e intensivo de la pena de prisión” (Díez-Ripollés, “Política legislativa”, 1), lo que se propone enfrentar con un “discurso de la resistencia” por la racionalización de la labor legislativa (Dufraix, “Reflexiones”, 93. Así, p, ej., respecto de la criminalización de la posesión de la pornografía infantil, con relación a la criminalidad común y habitual contra la propiedad, pueden verse los trabajos de Oxman, “Aspectos”, 253, y Maldonado, “Anticipación”, 99, respectivamente). La disputa acerca de la clase de sociedad en que se quiere vivir también se expresa a la hora de valorar y proponer soluciones al problema carcelario, como puede verse en las críticas al sistema de cárceles concesionadas a privados y otras próximas a tendencias marxistas propiamente tales (v., entre nosotros, Arriagada, “Cárceles”, 211; y, en España, Paredes, “Medios”). No obstante, con independencia de los distintos puntos de partida críticos, parece ser cierto que la política criminal de la sociedad chilena ha mantenido desde 1874 una constante preocupación por sancionar gravemente las diferentes manifestaciones del robo violento, el cuatrerismo, el pillaje y la rapiña (¡incluyendo el restablecimiento de la pena de azotes para ciertos robos en 1876, derogada recién en 1949!) con medidas siempre urgentes y que parecen desvinculadas de los ideales de un sistema penal “liberal” (T. Ramírez H., 192). En este fenómeno, es posible constatar la pérdida de influencia del derecho penal tradicional en el diseño de la política criminal, desplazado por “la idea de rendimiento y de gestión (gerencialista)”, que habría provocado un reemplazo en las disciplinas y sujetos preocupados por el fenómeno delictual, donde la “coyunturalidad política” “ha provocado que la política criminal se centre en brindar soluciones concretas para problemas delictuales específicos”, sin atención a un diseño político criminal global (González C., “Política criminal”, 210). Una concepción diferente de política criminal, vinculada a la tradición germánica, la define como la correcta determinación de las penas y medidas de seguridad aplicables a los condenados para evitar o reducir la comisión de delitos en el futuro, según sus condiciones personales (von Liszt, Fin, 115). Por ello se sostiene su tarea consiste en diseñar un sistema de penas y medidas de seguridad que permita dar cumplimiento a los fines de “protección de los bienes jurídicos y procurar la reincorporación adecuada del condenado a la vida en sociedad” (Etcheberry, “Política criminal”, 240). Esta fue la idea dominante en el siglo XX entre los penalistas iberoamericanos. No obstante, desde los años 1970, C. Roxin promueve en Alemania otra idea de política criminal, que aspira a “dejar penetrar las decisiones valorativas político‑criminales en el sistema del derecho penal”, particularmente

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a la hora de enjuiciar la “creación y realización de riesgos que son insoportables para la convivencia segura de las personas” y en la determinación de “las soluciones socialmente más flexibles y justas de las situaciones conflictivas”, pues “la vinculación al derecho y la utilidad político‑criminal no pueden contradecirse, sino que tienen que compaginarse en una síntesis” (Roxin, Política Criminal, 8. En Chile, Cardozo, “Política criminal”, 82, acepta sin matices esta forma en entendimiento de la política criminal: “dentro de la idea de un ‘sistema penal’ el Derecho penal será reflejo de la política criminal y esta, a su vez, manifestación de la forma de Estado”; de lo que “se sigue como esencial, y no solo como potencial, que la política criminal no se base solo en criterios de ‘eficacia’ sino que han de considerarse, de la misma manera, las garantías formales y materiales propias del Estado Social y Democrático de Derecho” y ello se lograría, precisamente, asumiendo el rol de la política criminal desde las bases del sistema”). Sin embargo, a pesar de la innegable influencia de esta doctrina en el último cuarto del siglo XX, sobre todo en la doctrina española, no deja de ser cierto que ello se explica por su deliberada confusión entre aspectos empíricos y normativos, que hace perder a la política criminal su carácter científico y a la dogmática su carácter objetivo, transformándose en otra forma de expresar propuestas políticas subjetivas que se pueden compartir o no, según las preferencias de cada cual, pero cuyo lugar natural parece ser la arena política y no la interpretación de la ley (salvo en cuanto las decisiones previas de política criminal o legislativa deben ser expresadas como parte de la historia fidedigna de su establecimiento y pueda, por tanto, emplearse para dilucidar sus pasajes oscuros y contradictorios). Por todo lo anterior, aunque parece existir un “paralelismo irreductible” entre criminología y política criminal como ciencias sociales y el derecho como ciencia normativa (Cury, “Criminología”, 1365), es posible afirmar que en más de una ocasión ese paralelismo se transforma en líneas secantes y tangentes, sobre todo a la hora de discutirse la formulación y evaluación de reformas legales en materia de penas, incluso bajo la pretensión de ofrecer solo propuestas técnicas que, en la medida que inciden en la formulación de delitos y sanciones, inevitablemente se mezclan con las ideas acerca del mundo que se quiere vivir, esto es, de la propia política criminal, en el primer sentido expuesto (v., p. ej., Ossandón, Formulación, 23-43 y, especialmente, 425-486, donde introduce como límites a la formulación de tipos penales los criterios político criminales de subsidiariedad, igualdad y proporcionalidad).

SEGUNDA PARTE

TEORÍA DE LA LEY PENAL

Capítulo 4

Ámbito de aplicación de la ley y defensas jurisdiccionales Bibliografía Aguilar C., G., “Extradición y derechos humanos: algunas reflexiones a partir del caso Fujimori”, RPC 2, N.º 4, 2007; Ambos, K., Internationales Strafrecht, 4. Ed., München, 2014; Baldomino, R., “(Ir) retroactividad de las modificaciones a la norma complementaria de una ley penal en blanco”, RPC 4. N.º 7, 2009; Bascuñán, A., “¿Aplicación de leyes penales que carecen de vigencia?”, R. Del Abogado 22, 1999; “La preteractividad de la ley penal”, LH Cury; “El principio lex mitior ante el Tribunal Constitucional”, REJ 23, 2015; “El derecho intertemporal penal chileno y el Tribunal Constitucional”, REJ 26, 2017; “La formación de lex tertia: una defensa diferenciada”, RPC 14, N.º 27, 2019; Bassiouni, M., “Universal Jurisdiction for International Crimes: Historical Perspectives and Contemporary Practice”, Virginia Journal of International Law Association 42, 2001; Benadava, S., El Crimen de la Legación Alemana, Santiago, 1986; Caballero, F., “El Artículo 324 del Código Orgánico de Tribunales y el Principio de Igualdad en el Ordenamiento Jurídico Chileno”, R. Derecho (Valdivia) 18, N.º 2, 2005; “Derecho penal sustantivo y efectos en el tiempo de la sentencia del Tribunal Constitucional que declara la inconstitucionalidad de un precepto legal”, R. Derecho (Valdivia) 19, N.º 2, 2006; Cárdenas, C., “El lugar de comisión de los denominados ciberdelitos”, RPC 3, N.º 6, 2008; “La extradición pasiva en Chile”, en AA.VV., Informes en Derecho (Centro de Documentación Defensoría Penal Pública), Santiago, 2009; “La cooperación de los Estados con la Corte Penal Internacional a la luz del principio de complementariedad”, R. Derecho (Valparaíso) 34, N.º 1, 2010; “Asilos” y “De la Talla”, Beccaria 250; Carnevali, R., “Los principios de primacía y complementariedad. Una necesaria conciliación entre las competencias de los órganos penales nacionales y los internacionales”, R. Derecho (Valdivia) 22, N.º 1, 2010; Couso, J., “Comentario a los arts. 5 a 6 y 18”, CP Comentado I; Echeverría D., I., Los derechos fundamentales y la prueba ilícita. Con especial referencia a la prueba ilícita aportada por el querellante particular y por la defensa, Santiago, 2010; Echeverría R., G., “Ultractividad en la persecución penal publica de las ofensas a la autoridad”, REJ 11, 2009; Fernández C., J. A., “Sentencia sobre el ámbito de aplicación y retroactividad más favorable al reo en el delito de microtráfico (Corte de Apelaciones de Valdivia)”, R. Derecho (Valdivia) 19, N.º 1, 2006; Fuentes T., X., “La jurisdicción universal y la Corte Penal Internacional”, REJ 4, 2004; Gaete, E., La extradición ante la doctrina y la jurisprudencia (1935-1965), Santiago, 1972; Garrido, M., “División de los delitos”, Beccaria 250; González J., M. A., “Delito común, delito político, delito terrorista”, Doctrinas GJ I; Guzmán D., J. “Cooperación y asistencia judicial con la Corte Penal Internacional: El caso de Chile”, LH Solari; “El aborto delito arcaico, punibilidad regresiva y explotación social”, RChDCP 1, 2012; Horvitz, M.ª I., “Problemas de

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aplicación de la ley penal en el tiempo en los delitos aduaneros” REJ N.º 3, 2003; Krause, M.ª S., “Caso ‘Control de armas y ley penal más favorable’”, Casos PG; Mañalich, J. P., “El principio de ejecución del hecho y la vigencia de la ley procesal en el tiempo”, en AA.VV., Informes en Derecho (Defensoría Penal Pública); Matus, J. P., “Dos problemas de la aplicación retroactiva de la ley penal favorable en el derecho y la justicia de Chile”, R. Derecho Penal (España) 19, 2006; “La política criminal de los tratados internacionales”, Ius et Praxis 13, N.º 1, 2007; Oliver, G., “El fundamento del principio de irretroactividad de la ley penal”, R. Derecho (Valparaíso) 21, 2000; “Irretroactividad de las variaciones jurisprudenciales desfavorables en materia penal?”, R. Derecho (Valparaíso) 24, 2003; “¿Debe aplicarse la ley penal intermedia más favorable?”, R. Derecho (Valparaíso) 25, 2004; “La aplicación temporal de la nueva regla de cómputo del plazo de prescripción de la acción penal a delitos sexuales con víctimas menores de edad”, R. Derecho (Valparaíso) 29, N.º 2, 2007; Retroactividad e irretroactividad de las leyes penales, Santiago, 2007; “Modificaciones en la regulación del delito de giro fraudulento de cheque: análisis desde la teoría de la sucesión de leyes”, RPC 4, N.º 7, 2009; Palma G., C., “El derecho internacional del tráfico ilícito de estupefacientes y los problemas de territorialidad de la ley penal chilena”, en Politoff, S. Y Matus, J. P. (Coords.), Lavado de dinero y tráfico ilícito de estupefacientes, Santiago 1999; Palma V., F., La expulsión de extranjeros. Análisis jurisprudencial de los recursos de amparo conocidos por la Segunda Sala de la Corte Suprema (2015-2018), Santiago, 2019; Pfeffer, E., “El desafuero en el marco del nuevo Código Procesal Penal”, Doctrinas GJ I; Quintano, A., Tratado de derecho penal internacional e internacional penal, T. II., Madrid, 1957; Satzger, H., Internationales und Europäishes Strafrecht, 4.ª Ed., Baden-Baden, 2010; Szczaranski, C. y Muñoz, M.ª T., “De tempore delicti”, Doctrinas GJ II; Velásquez, J. C., “El derecho del espacio ultraterrestre en tiempos decisivos: ¿estatalidad, monopolización o universalidad?”, Anuario mexicano de derecho internacional XIII, 2013.

§ 1. Aplicación de la ley penal el tiempo A. El principio de legalidad como prohibición de retroactividad de la ley penal desfavorable (nullum crimen, nulla poena sine lege praevia) El art. 19, N.º 3 inc. 8 CPR (“ningún delito se castigará con otra pena que la que señale una ley promulgada con anterioridad a su perpetración”) establece como consecuencia del principio de legalidad la garantía de la irretroactividad de la ley penal, esto es, que una persona solo podrá ser juzgada con las leyes vigentes al momento de la comisión del hecho e imponérseles las penas allí previamente establecidas, a menos que la nueva ley sea más favorable. Contenido, entre otros textos internacionales, en los arts. 15 PIDCP y 9 CADH, su fundamento es principalmente político, pues se

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reconoce aquí el carácter contingente de la ley penal: su creación y vigencia depende de las valoraciones presentes de los representantes de la voluntad popular manifestada a través de la ley (o. o. Oliver, “Fundamento”, 107, quien ve su fundamento en la idea abstracta de “seguridad jurídica”, lo que difícilmente explica las excepciones a la irretroactividad que, precisamente, tanto en el ámbito civil como penal se sobreponen a dicha idea). Esta garantía o principio de irretroactividad se aplica a todas las consecuencias jurídicas del derecho penal material, incluyendo las medidas de seguridad, medidas y sanciones para menores de edad y las penas sustitutivas, pues conforme al art. 18, “ningún delito se castigará con otra pena que la que le señale una ley promulgada con anterioridad a su perpetración”. Luego, la ley vigente al momento de la comisión del delito determina si una persona debe ser castigada y en tal caso cuál habría de ser la pena o medida de seguridad que deba imponérsele, a menos que una nueva ley sea más favorable al reo. Por esta razón, la garantía se extiende también a las modificaciones de las reglas que establecen los presupuestos de la responsabilidad penal, la determinación legal y la individualización judicial de las penas, así como las que regulan la extinción de la responsabilidad penal y de la pena, incluyendo la prescripción. Pero se ha rechazado que una sentencia impuesta válidamente en un momento anterior no deba tomarse en cuenta si en el futuro se alteran las reglas de la reincidencia o sus efectos por una ley posterior (SCA Valparaíso 8.10.2012, GJ 388, 203). También se aplica esta garantía a las modificaciones posteriores de las normas complementarias extrapenales, p. ej., leyes penales en blanco y, en general, todas aquellas que establezcan requisitos o condiciones de aplicación de las penales. Si son desfavorables, no tienen efecto retroactivo; pero sí las favorables, en la medida que importen eximir el hecho de toda pena al declarar la licitud de la conducta, p. ej., si posteriormente a la detención del acusado por porte de drogas, se suprime de la lista de drogas prohibidas la que poseía o se rebaja la edad para contraer matrimonio sin autorización paterna (RLJ 126); o que “signifique una disminución efectiva, obligatoria, y no meramente facultativa, del marco penal” (Baldomino, 138). En cuanto a las reglas procesales, el art. 11 CPP establece que “Las leyes procesales penales serán aplicables a los procedimientos ya iniciados, salvo cuando, a juicio del tribunal, la ley anterior contuviere disposiciones más favorables al imputado”. Por tanto, a nivel legal, también en nuestro sistema procesal rige el principio de la irretroactividad de las leyes perjudiciales al reo y de la ultractividad de las favorables, incluyendo las que eliminan obstáculos procesales o transforman en delitos de acción pública los que antes eran de acción privada o previa instancia particular. Esta disposición hace

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irrelevante la discusión acerca de si ciertas reglas, como la prescripción, tienen o no el carácter de penales o procesales: cualquiera sea su calificación, si producen un efecto desfavorable al reo no pueden tener efectos retroactivos (Oliver, “Prescripción”, 263). En el caso de las reglas relativas a la ejecución de las penas, particularmente las referidas a concesión de beneficios penitenciarios y libertad condicional, la mayoría de la Sala Penal de nuestra Corte Suprema ha mantenido el principio de su vigencia in actum, entendiendo que no forman parte del derecho penal material y no les es aplicable el art. 18 CP, por no modificar la pena impuesta (SCS 21.12.2017, Rol 44660-17. O. o. Couso, “Comentario”, 429). Tratándose de los cambios jurisprudenciales desfavorables, también se ha estimado que no deberían tener efecto retroactivo, incluso si recaen en materias relativas ejecución penitenciaria (Oliver, “Irretroactividad”, 355). En el derecho comparado así se ha establecido respecto de la jurisprudencia en el common law, por su concepción como fuente inmediata de derecho (Casos DPC, 20); pero también respecto de la jurisprudencia en sistemas del civil law (STEDH 21.10.2013, Caso Del Río Prada v. España, RCP 41, N.º 1, 217, con el comentario de Rodríguez H., “Retroactividad”, 232. Es interesante anotar, además, que esta sentencia se refería a la jurisprudencia respecto de beneficios penitenciarios). Con todo, la irretroactividad de los cambios jurisprudenciales no es admitida por la doctrina alemana dominante, por entender que no afecta a la ley que vincula a los ciudadanos, sino solo a su interpretación (Casos DPC, 31).

B. Retroactividad de la ley más favorable (lex mitior) El art. 19 N.º 3 inc. 8 CPR, junto con consagrar el principio de irretroactividad de la ley penal desfavorable, agrega el de retroactividad de la más favorable o lex mitior con la frase “a menos que una nueva ley favorezca al afectado”, principio que se entiende obligatorio para los tribunales y el legislador. Se trata de una decisión de política criminal que traslada a hechos del pasado las valoraciones sociales presentes, cuyo fundamento se encuentra en el Art. 5 CADH (“si con posterioridad a la comisión del delito la ley dispone la imposición de una pena más leve, el delincuente se beneficiará de ello”), aunque algunos autores ven en ella también una manifestación del principio de proporcionalidad (Oliver, “Modificaciones”, 70). El desarrollo legal de este principio se encuentra en el art. 18 CP, donde se especifica que “Si después de cometido el delito y antes de que se pronuncie sentencia de

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término, se promulgare otra ley que exima tal hecho de toda pena o le aplique una menos rigorosa, deberá arreglarse a ella su juzgamiento”. Según dicha disposición, si la ley más favorable se promulga “después de ejecutoriada la sentencia, sea que se haya cumplido o no la condena impuesta, el tribunal que hubiere pronunciado dicha sentencia, en primera o única instancia, deberá modificarla de oficio o a petición de parte”. En la práctica, la revisión de oficio solo parece exigible en los casos que los condenados se encuentren cumpliendo pena. No obstante, los tribunales se encontrarán obligados a revisar fallos ejecutoriados y con penas cumplidas si una ley posterior exime al hecho de toda pena y esa declaración es la que pretende el condenado, para efectos, p. ej., de la reincidencia.

a) Determinación de la ley más favorable Según la jurisprudencia, una ley posterior es más favorable cuando deroga la anterior, establece nuevas eximentes o atenuantes de responsabilidad criminal aplicables al caso concreto, suaviza las penas antes vigentes reduciendo su duración temporal o agrega facultades para rebajar su grado mínimo, las sustituye por otras menos gravosas, limita temporalmente las fórmulas de conversión de penas pecuniarias en prisión, modifica los tipos penales agregando circunstancias que antes no se contemplaban o altera las circunstancias relativas a la tipicidad, contenidas o no en una ley penal y, en definitiva, “la que resulte para el procesado como menos rigurosa” (RLJ 126). No obstante, salvo el caso de modificar una pena privativa de libertad por una de multa, parece problemático resolver situaciones en que la nueva ley contempla penas de distinta naturaleza, p. ej., si se cambia una pena corta de prisión por un período mayor de reclusión nocturna (Krause, “Control de armas”, 25): en tales casos, el sistema procesal contradictorio permite que la opinión del condenado sirva de referencia inmediata, pues ella es exigida en toda audiencia que recaiga sobre este asunto. La doctrina dominante afirma que el modo de determinar la existencia o no de una ley más favorable es juzgando, caso a caso, el hecho concreto completamente y con todas sus circunstancias, considerando separadamente los efectos de aplicar las dos leyes en juego, sin que esté permitido al juez “combinar los aspectos más favorables de ambas para aplicarlas simultáneamente” (Novoa PG I, 187). Sin embargo, la práctica jurisprudencial del cambio de siglo admite combinar disposiciones de una y otra ley, si su aplicación conjunta produce un efecto más beneficioso, como aplicar la pena

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de una ley antigua con una atenuante contemplada en la nueva ley y un beneficio (p. ej., libertad vigilada) de la antigua (SSCS 31.12.96, en GJ 198, 98; y 13.12.2016, RCP 44, N.º 1, 202, con nota crítica de T. Ramírez H. V. también Bascuñán, “Lex tertia”, 184). Lo fundamental es que la aplicación del ordenamiento jurídico en su conjunto a la misma situación de hecho produzca en el momento presente una solución más favorable al reo que lo resuelto con anterioridad. Por ello, será irrelevante que al hecho ahora sancionado más levemente se le otorgue una nueva ubicación en la legislación o una nueva denominación, como sucedió al crearse la figura de microtráfico del art. 4 Ley 20.000, que redujo significativamente las penas del tráfico de estupefacientes en pequeñas cantidades (Fernández C., “Retroactividad”, 252). La prevalencia en este ámbito del principio de favorabilidad o pro-reo, hace también necesario admitir la posibilidad de introducción de pruebas con posterioridad a la sentencia condenatoria, si ello permite acreditar los presupuestos de la ley posterior favorable sin modificar los hechos del juicio, como en el caso de introducirse nuevas circunstancias atenuantes, para lo cual la existencia del procedimiento contradictorio en la ejecución penitenciaria abre un espacio de discusión antes inexistente (arts. 466 y 467 CPP).

b) Vigencia y promulgación: momento desde el cual se aplica la ley más favorable Tanto el art. 19 N.º 3 inc. 8 CPR como el 18 CP se refieren expresamente a la ley penal más favorable que hubiere sido promulgada, sin mencionar la fecha de su publicación en el Diario Oficial o de entrada en vigor. Luego, las diferencias establecidas en los arts. 6 y 7 CC entre promulgación, publicación y vigencia solo tienen efecto en materia penal tratándose de disposiciones que crean nuevos delitos o agravan las penas de los existentes. Pero tratándose de leyes penales más favorables, su aplicación procede desde el momento de su promulgación, no importando que su vigencia se encuentre diferida (RLJ 125). Una ley ha de entenderse promulgada cuando lo decrete el Presidente de la República o cuando, habiendo transcurrido el plazo constitucional para ello, así lo declare el TC en su lugar (arts. 72 a 75 y 93 N.º 8 CPR). En consecuencia, debe descartarse la doctrina minoritaria que afirma la exigencia de vigencia formal de la ley penal para su aplicación, tanto si es desfavorable como favorable, basada en la identificación de las expresiones

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“vigente” y “promulgada”, que no tiene asidero en el texto constitucional ni en el Código Civil: “la ley es ley y obliga como tal, desde su promulgación, incluso en aquella parte que posterga la vigencia de sus disposiciones sustantivas, pues el legislador no es competente, según la Constitución, para limitar el momento de aplicación de una disposición penal más favorable a los ciudadanos: ella empieza a ser aplicable, en lo favorable, desde su promulgación” (Etcheberry DP I, 149).

c) Principio de retroactividad de la ley más favorable y declaración de inconstitucionalidad por el TC El art. 94 inc. 3 CPR establece que, una vez declarado inconstitucional un precepto legal, “se entenderá derogado desde la publicación en el Diario Oficial de la sentencia que acoja el reclamo, la que no producirá efecto retroactivo”. Esta disposición plantea el problema de saber si, una vez derogada por esta vía una ley penal, es posible o no recurrir a los tribunales de conformidad con el art. 18 CP, pues, por una parte, la sentencia del tribunal constitucional no es una “nueva ley”, aunque evidentemente su efecto derogatorio puede favorecer al imputado o condenado, como sería en el caso más obvio de declararse inconstitucional una ley que estableciese una figura agravada, como el parricidio respecto del homicidio; y, por otra, aunque se admitiese que la sentencia del TC que declara la inconstitucionalidad de un precepto legal pueda considerarse un equivalente funcional a una ley derogatoria propiamente tal, ella “no producirá efecto retroactivo”. Al respecto, lo primero que debe afirmarse es que, en nuestro sistema jurídico, no hay duda de que la sentencia del TC que declara inconstitucional una norma produce su derogación. Se restablece así la conformidad del derecho con la Constitución y la ley derogada deja de producir efectos obligatorios para los tribunales y demás operadores del sistema jurídico. Luego, aunque no es una ley formalmente, su efecto es constitucional y funcionalmente equivalente al de una ley derogatoria: expulsa del sistema jurídico una norma, que deja de estar vigente para fundamentar una condena o sentencia más grave. Y, en segundo término, que la retroactividad favorable, como principio consagrado a nivel constitucional y en los tratados internacionales no es incompatible con negar efecto retroactivo a una sentencia dictada en una causa particular que, por esa razón, no puede tener per se efecto retroactivo para alterar situaciones jurídicas consolidadas, como las derivadas de las sentencias anteriores pasadas en autoridad de cosa juzgada. Sin embargo,

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ello no significa que, respecto de las sentencias que no se han dictado el juez esté habilitado para imponer una pena en virtud de una ley derogada de conformidad con un procedimiento constitucional. Y tampoco, que no pueda modificarse una sentencia si, en el caso concreto, se estima que la no aplicación de la ley derogada es más beneficiosa para el condenado. No obstante, es discutible que el procedimiento a seguir para este último caso sea el de un recurso de revisión del art. 473 d) CPP (Caballero, “Efectos”, 181), pues asumido el carácter funcionalmente equivalente de la sentencia de inconstitucionalidad con una ley derogatoria, no existe ninguna razón para que no se resuelva en audiencia ante el Juez de Garantía competente para la ejecución de la pena, de conformidad con lo dispuesto en el art. 18 CP.

C. Sucesión de leyes y aplicación ultractiva de leyes penales (favorables) formalmente derogadas a) Leyes intermedias Se llama ley intermedia aquella promulgada después que el hecho se ejecuta, pero que es derogada o modificada antes de que se pronuncie sentencia de término. La opinión mayoritaria en la doctrina y jurisprudencia considera desde antiguo que la ley intermedia más favorable, debe ser aplicada, aun cuando tuviere plazo de vigencia diferido, pues el cambio de valoración política del hecho se produce con la aprobación de la ley intermedia, que pasa a ser la más favorable. Nada dicen en contrario la Constitución o el art. 18 CP, y no podría perjudicarse al reo solo por la lentitud en la tramitación de los procesos judiciales (RLJ 128; Etcheberry DPJ I, 95; y Novoa PG I, 192. O. o., R. Mera, 200; Bascuñán, “¿Aplicación?”, 18; y Oliver, “Ley intermedia”, 320, todos por diferentes razones).

b) Leyes temporales y excepcionales En el muy excepcional caso de que una ley fije el término para su vigencia en un día determinado del calendario, no parece ser discutible que las disposiciones penales desfavorables que contemple dejarán de tener efecto a su término y, al contrario, las favorables para los hechos cometidos durante su vigencia surtirán los efectos ultractivos que la Constitución prevé. Una situación diferente, que suele aparecer confundida con el caso anterior, es el de las leyes que no tienen plazo de vigencia, pero disponen sanciones o agravaciones de darse ciertas condiciones que no son permanentes en el tiempo, conocidas como leyes excepcionales. Esto sucede, p. ej., con el

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art. 5 Ley 16.282, que contempla los delitos de negativa infundada de venta al público de elementos de primera necesidad y venta de bienes a ser distribuidos gratuitamente, así como una especial agravación para los delitos contra las personas o las propiedades cometidos en zonas afectadas por un sismo o catástrofe, zona que se determina por decreto de la autoridad correspondiente dentro de un plazo determinado. Como al término de dicho plazo la ley sigue vigente y sin modificaciones, esto es, no se ha promulgado formalmente una ley más favorable, la doctrina mayoritaria sostiene su ultractividad, con el argumento adicional de que, en estos casos, al término de las condiciones de excepción, no se produce “una revaloración del hecho” que conduzca a “desincriminarlo o tratarlo en forma más benigna” (Cury PG I, 294). Lo anterior no significa, sin embargo, validar sentencias dictadas en estados de excepción irregulares, como el “Estado de Guerra” declarado por la Junta Militar en el DL 5, de 1973, con el solo propósito de hacer aplicable a personeros de la Unidad Popular y opositores a la recién instalada Dictadura Militar las drásticas disposiciones procesales y sustantivas del Código de Justicia Militar entonces vigente, que incluían procesos en Consejos de Guerra sin garantía alguna y con la posibilidad, cierta en muchos lamentables casos, de imponer penas de muerte (Informe de la Comisión de Verdad y Reconciliación, de 8 de febrero de 1991, T. I, 75).

c) Ultractividad de leyes favorables formalmente derogadas Según la doctrina y la jurisprudencia dominantes, sin perjuicio de lo dispuesto en los arts. 52 y 53 CC, la derogación expresa o tácita de una ley que contiene disposiciones penales no importa necesariamente la de dichas disposiciones, si ellas se contemplan en la ley derogatoria, pero con consecuencias penales diferentes, efecto se conoce como ultractividad de la ley penal derogada (Couso, “Comentario”, 442). Lo mismo sucedería si la nueva ley sustituye el texto de las disposiciones anteriormente vigentes por otras nuevas. En ambos casos, lo decisivo sería la comparación de las consecuencias del hecho punible: si el mismo hecho es regulado por dos leyes que se suceden en el tiempo sin solución de continuidad, siempre sería aplicable aquella que conduzca a la pena más favorable al condenado, sea que deba aplicarse ultractiva o retroactivamente. Sin embargo, no siempre es posible discernir con toda certeza y en todos los casos si se ha producido una derogación tácita (en principio, las leyes penales no son “incompatibles” entre sí, pues la imposición de diversas penas a un mismo hecho es algo que desde siempre se ha contemplado) y, en

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tal caso, cuál de las normas, la derogada o la nueva, puede considerarse ultractiva o retroactiva (Echeverría R., “Ultractividad”). Para afirmar la aplicación de la ley más favorable a pesar de su derogación expresa o tácita, la jurisprudencia del siglo pasado exigía que los textos de las leyes sucesivas fuesen “enteramente semejantes o idénticos”, de modo que, faltando dicha identidad, se entendía que la ley anterior había sido formal y materialmente derogada, por lo que el hecho no podía ser perseguido penalmente ni por dicha ley ni por la posterior (SCS 17.6.1991, FM 391, 219). Sin embargo, para la jurisprudencia más reciente lo decisivo no es la identidad literal de los textos de las leyes sucesivas, sino que el hecho como tal sea subsumible en ambas (SCS 24.3.2008, Rol 3662-7. Al mismo resultado, pero con otro fundamento, llega Bascuñán, “Preteractividad”, 200). Sin embargo, cuando la nueva ley exime al hecho de toda pena o contempla una solución de continuidad que hace imposible su persecución penal, como si lo trasformase en una falta administrativa o hiciese depender su persecución de la decisión de una autoridad o de la denuncia o querella de un particular, no es posible la ultractividad de la ley anterior, que en ningún caso será más favorable (por suponer la punibilidad de un hecho ya no punible o no perseguible con acción pública), ni mucho menos su resurgimiento en caso de que la nueva ley deje de regir con posterioridad, pues una ley formal y materialmente derogada no puede revivir sin decisión del legislador (SCA Santiago 29.12.2015, Rol 1339-15). En ese caso, estaríamos ante una nueva ley que solo operaría hacia el futuro.

d) Efectos limitados de la declaración legal de ultractividad En ciertas ocasiones, el legislador intenta dar expresamente efecto ultractivo a las disposiciones legales que deroga, sustituye o modifica profundamente, declarándolo así en disposiciones transitorias como los arts. 9 transitorio Ley 19.738, 12 transitorio Ley 20.720 y transitorio Ley 21.121. Pro, en la medida que con esta clase de declaraciones se procure mantener la vigencia de leyes potencialmente desfavorables, se producirían efectos contrarios a la Constitución (Oliver, Retroactividad, 325). Para evitarlo, es necesaria una interpretación de dichas normas que sea conforme con la Carta Magna, entendiéndolas en el sentido de que solo reiteran la regla de la ultractividad de las leyes más favorables que se derogan o modifican, pues la ley no puede alterar la garantía constitucional que niega ese efecto a las perjudiciales (SSTC 1.10.2015, Rol 2673 y 24.1.2017, Rol 2957. En la doctrina, v. Horvitz, “Problemas”, 123. O. o., Bascuñán, “Lex mitior”,

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63, y “Derecho intertemporal”, 195, para quien la regla constitucional no prohibiría darle efecto ultractivo, “preteractivo” en sus términos, a las desfavorables).

e) Anacronismo y derogación El paso del tiempo, las necesidades de cada momento histórico y las limitaciones del proceso legislativo van dejando subsistentes en la ley disposiciones que, desde el punto de vista de las valoraciones dominantes en la actualidad, pueden considerarse anacrónicas (involutivas o arcaicas, en la clasificación de Guzmán D., “Aborto”, 210). Este es el caso, p. ej., del privilegio que supone para la celebración de un duelo regular la regulación del Código, inalterada desde 1874, sobre todo si se compara con los delitos comunes de lesiones y homicidio. Parece cierto que ninguno de los intereses que dicha regulación pretende tutelar representaría alguno que pudiese considerarse de valor en las sociedades actuales, por lo que esas disposiciones están a la espera de la inevitable decisión del legislador de suprimirlas del catálogo de delitos, de un momento a otro. Sin embargo, mientras tal decisión no se adopte, no puede privarse a los imputados de la defensa consistente en alegar la existencia de un duelo regular para reducir su posible condena. Otra cosa sería que la contraposición valórica supusiese una infracción al principio de reserva constitucional, razón válida para rechazar la aplicación de cualquier figura penal, independiente de la época de su promulgación. Probablemente este será el camino de la regulación del aborto causado o consentido por la mujer embarazada, como demuestra su progresiva despenalización a partir de la Ley 21.030, de 2017.

D. Limitaciones de los efectos de la defensa de ley más favorable a) Indemnizaciones pagadas e inhabilidades En el inciso final del art. 18 CP se advierte que, tras la aplicación de las reglas de la ley más favorable, “en ningún caso” se “modificará las consecuencias de la sentencia primitiva en lo que diga relación con las indemnizaciones pagadas o cumplidas o las inhabilidades”. La existencia de derechos adquiridos por terceros hace razonable la limitación del efecto retroactivo de la ley favorable respecto de las indem-

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nizaciones pagadas. Y lo mismo puede decirse de las costas personales y procesales causadas en juicio (Etcheberry DP I, 147). Pero la mantención de las inhabilidades impuestas, en cuanto penas accesorias, parece de muy discutible constitucionalidad, sobre todo si se piensa en supuestos que ya han dejado de ser delito completamente. Otra cosa es que no exista la obligación de restituir al condenado primitivamente al cargo o función que se desempeñaba con anterioridad a la condena que se levanta, pues ello alteraría no solo la buena marcha de la administración, sino sobre todo eventuales derechos de terceros que estén ocupando dichos cargos o funciones en su reemplazo.

b) Limitaciones derivadas del derecho internacional El PIDCP, luego de consagrar el principio de la retroactividad, añade en su art. 15.2: “Nada de lo dispuesto en este artículo se opondrá al juicio o a la condena de una persona por actos u omisiones que, en el momento de cometerse, fueran delictivos según los principios generales del derecho reconocidos por la comunidad internacional”. Parcialmente, esta limitación es recogida por el art. 250 inc. 2 CPP, al prohibir que se decrete el sobreseimiento por prescripción en tales casos. La jurisprudencia internacional y, particularmente, la de los Tribunales de Núremberg, dejó claramente establecido que respecto de los graves crímenes de guerra y contra la humanidad no era admisible una defensa basada en una supuesta aplicación retroactiva de la ley penal, según el derecho interno, y debían los hechos juzgarse de conformidad con el derecho internacional. Por su parte, tanto la CIDH como nuestra jurisprudencia afirman que, de ser los hechos juzgados susceptibles de calificarse como crímenes de lesa humanidad (desapariciones forzadas y torturas) o crímenes de guerra (ejecución ilegal de prisioneros), no les son aplicables los plazos de prescripción ordinarios vigentes al momento de su comisión, debiendo considerarse imprescriptibles (SCIDH 26.9.2006, Caso Almonacid Arellano y otros vs. Chile, y SCS 18.6.2012, Rol 12566-211).

c) Imposibilidad de aplicación de penas y sanciones aparentemente más favorables por inexistencia de organismos e instituciones referidas. Limitación parcial La accesoriedad normativa del derecho penal y, en particular, del derecho penal penitenciario, respecto de ciertas instituciones reguladas por

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el derecho administrativo, como son los organismos del Estado encargados de ejecutar las penas, puede hacer depender la aplicación de una regla más favorable de la existencia legal de las instituciones y organismos del Estado que debieran permitir su aplicación. En tanto la actuación de esos organismos del Estado se debe sujetar también al principio de legalidad del art. 6 CPR que los tribunales no pueden desconocer, es posible que no pueda ordenarse ejecutar sanciones especiales por organismos o instituciones inexistentes legalmente o que carecen de competencia legal o los medios materiales precisos indicados por la ley para ello, aunque sean más favorables al condenado (SCA San Miguel 18.10.2012, GJ 388, 191). No obstante, aún a pesar de esas limitaciones, la jurisprudencia más reciente propone que, en tales casos, ha de adaptarse la ejecución de la pena más favorable a las condiciones y recursos disponibles. Así, p. ej., se falló que, a falta de sistema de control telemático, podrían emplearse rondas aleatorias de Carabineros (SCA Antofagasta 2.4.2014, RCP 41, N.º 3, 247, con nota aprobatoria de F. García).

E. Momento de comisión del delito (tempus delicti) La aplicación del principio de irretroactividad de la ley desfavorable y de la retroactividad y ultractividad de la favorable supone el conocimiento del momento en que se ha perpetrado el delito que determina la ley aplicable. Según las formas de la conducta punible, se han desarrollado los siguientes criterios: i) En los delitos formales, el momento de su comisión es aquél en que se ejecuta la acción prohibida, o en el que el agente debía ejecutar la acción debida, tratándose de omisiones. ii) En los delitos materiales o de resultado, la opinión dominante considera que hay que atender al momento de la acción o de la omisión, aun cuando sea otro el tiempo del resultado (Cury PG I, 298). Ello puede conducir, sin embargo, a que el tiempo de la prescripción ya haya transcurrido antes de producirse el resultado, lo que es absurdo, ya que permitiría la planificación de delitos con tiempo retardado mediante dispositivos tecnológicos, delitos que podrían estar prescritos al momento de su consumación. La ocurrencia de terremotos en nuestro país ha demostrado, además, que tal alegato no resulta admisible cuando se trata de juzgar el cumplimiento de las normas de construcción algunos años antes de los derrumbes que demuestran lo contrario (SCS 4.4.2014, Rol 185-14). En consecuencia, en los delitos de resultado ha de entenderse la voz “perpetración” del texto

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constitucional como “consumación”, esto es, realización del resultado que se trate (Novoa PG I, 193). No obstante, se debe admitir que, para los efectos de la irretroactividad de la ley desfavorable, el tiempo de comisión del delito debe fijarse en el momento de realización de la conducta, dado que esa era la única ley cognoscible por el agente y cuya observancia le era exigible, aplicándosele en todo caso si resulta más favorable que las posteriores (Couso, “Comentario”, 427; y Mañalich, “Principio de ejecución”, 214). iii) En los delitos permanentes, es decir, aquellos en que el delito crea un estado antijurídico que se hace subsistir por el agente sin interrupción en el tiempo (p.ej.: el secuestro de personas, art. 141), el delito se comete desde que el autor crea el estado antijurídico hasta su terminación. Esta misma regla debiera aplicarse a los delitos de emprendimiento, donde el agente participa una y otra vez en una actividad ilícita, iniciada o no por él, que la ley castiga como una unidad (los delitos tráfico de objetos ilícitos y de lavado de dinero, p. ej. Sobre este último delito, v. Szczaranski y Muñoz, 1000, con crítica a la SCS 20.5.1999, que lo estimó como un delito de actividad única). iv) Si se admite la calificación de los hechos como delito continuado, por tratarse de la reunión de pluralidad de actos individuales (cada uno de los cuales tendría carácter delictivo autónomo, si se considera por separado) que constituirían un solo hecho por la homogeneidad de las formas de comisión y del propósito único, así como la existencia de un mismo bien jurídico afectado (p.ej.: la malversación de caudales públicos, art. 233), el delito se cometería desde el primer acto parcial y hasta el término de la serie. En este caso, la ley aplicable sería la más favorable de entre las que han estado vigentes durante la realización de la serie. v) En los delitos habituales, es decir, aquellos en que la conducta antijurídica se vuelve delictiva por su repetición, de manera que la acción aislada no es típica (p. ej.: el encubrimiento del art. 17 N.º 4), rige la misma regla que en el caso anterior. vi) Si durante el tiempo de comisión de un delito permanente, continuado o habitual se produce una sucesión de leyes penales, según la doctrina mayoritaria, debe considerarse la más favorable de todas ellas como la vigente al momento de su comisión, solución discutible dado que el estado antijurídico como tal sí ha sido regido por la ultima ley, aunque no sea la mas favorable. vii) Tratándose de partícipes que colaboran con anterioridad a la ejecución material del delito (instigadores, autores y cómplices de los arts. 15 N.º 2, 15 N.º 3 y 16), la ley aplicable es la del momento de su actividad, por regla general, o del resultado del hecho, si se trata de un delito material con

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resultado retardado. En casos de autoría mediata, valen las mismas reglas anteriores, salvo que el instrumento por cualquier razón no lleve a cabo el delito, caso en el cual la tentativa punible del autor mediato queda fijada al momento de su actuación sobre aquél.

§ 2. Aplicación de la ley penal en el espacio El derecho internacional reconoce los principios básicos de igualdad soberana de los Estados y de no injerencia en sus asuntos propios. Desde el punto de vista jurisdiccional, dichos principios se traducen en el de par in parem non habet imperium, en virtud del cual ningún Estado tiene soberanía sobre otro en cuanto tal (STEDH 21.11.2001, Al‑Adsani v. Reino Unido, N.º 35763/97). Por tanto, los tribunales locales son competentes para conocer de los delitos cometidos en el territorio nacional y son absolutamente incompetentes para conocer y juzgar delitos cometidos en el extranjero, salvo los casos excepcionales que autoriza el derecho internacional, sobre la base de determinados “puntos de anclaje” o “principios” de reconocida “razonabilidad” (Fuentes T., 130). En Chile, esta materia se encuentra regulada en los arts. 5 y 6 CP, 6 COT, en el Código Aeronáutico, el Código de Derecho Internacional Privado de 1928 (Código de Bustamante), y en la Convención de las Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar de 1982 (CONVEMAR). Además, dado que la aplicación de estas reglas excepcionales no impide que en muchos casos un delincuente se fugue de un país a otro cuyos tribunales carecen de competencia para juzgarlo, los Estados han suscrito tratados y convenciones de extradición que permiten solicitar la entrega de esas personas para procesarlas o hacerles cumplir una pena impuesta. Ello ha dado lugar, además, a la formación de un cuerpo de normas consuetudinarias que permite incluso solicitar y conceder la extradición entre Estados que no son parte de dichos tratados y convenciones, lo que limita considerablemente el efecto de la defensa de falta de jurisdicción o incompetencia absoluta.

A. Competencia territorial de los tribunales chilenos. Concepto de territorio Los tribunales chilenos son competentes para conocer de todos los delitos cometidos en el territorio de Chile, su mar territorial o adyacente y el espacio aéreo bajo su soberanía, incluso por extranjeros.

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El territorio de Chile es el espacio de tierra, mar y aire sujeto a la soberanía del Estado, según el derecho internacional. El espacio físico o terrestre se encuentra delimitado por las fronteras con Perú, Bolivia y Argentina y por nuestro mar territorial. Puede añadirse todavía al ámbito del territorio físico aquel que, siendo por su naturaleza extranjero, se encuentre ocupado por fuerzas armadas chilenas. En tales casos rige la ley nacional, pero solo para los delitos de jurisdicción militar, según el art. 3 N.º 1 CJM (Garrido DP I, 135). El mar territorial o adyacente es el que baña nuestras costas “hasta la distancia de doce millas marinas medidas desde las respectivas líneas de base”, que se fijan a partir de “la línea de bajamar a lo largo de la costa” (arts. 593 CC y 3 CONVEMAR). Todas las aguas situadas en el interior de la línea de base del mar territorial forman parte de las aguas interiores del Estado y deben entenderse dentro del concepto de territorio o espacio físico de Chile. El espacio aéreo sobre el cual Chile ejerce soberanía es la columna de aire en forma de cono que se eleva sobre el territorio nacional y su mar territorial y que se extiende hasta el espacio ultraterrestre. La costumbre internacional ha terminado por fijar esa distancia en alrededor de unos 90 a 100 km sobre el nivel del mar, lo que es más o menos coincidente con la órbita de los satélites artificiales (Velásquez, 583).

a) Extensión limitada de la soberanía nacional a las zonas contigua y económica exclusiva en el mar En cuanto a la zona marítima contigua, esto es, la que se extiende desde el mar territorial y hasta las veinticuatro millas marinas contadas desde la línea de base, no es territorio nacional y solo pueden ejercerse en ella actos de fiscalización “concernientes a la prevención y sanción de las infracciones de sus leyes y reglamentos aduaneros, fiscales, de inmigración o sanitarios”, según los arts. 593 CC y 33 CONVEMAR (Palma G., 273). Respecto de la denominada zona económica exclusiva (las restantes 176 millas siguientes a la zona contigua hasta alcanzar el máximo de 200 millas contadas desde las líneas de base que configuran mar adyacente), el art. 596 CC remite al derecho internacional para establecer los límites de la jurisdicción nacional. Según el art. 56 CONVEMAR esta jurisdicción se limita a: “i) El establecimiento y la utilización de islas artificiales, instalaciones y estructuras; ii) La investigación científica marina; iii) La protección y preservación del medio marino”. Y su art. 73.3 agrega que “las sanciones

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establecidas por el Estado ribereño por violaciones de las leyes y los reglamentos de pesca en la zona económica exclusiva no podrán incluir penas privativas de libertad, salvo acuerdo en contrario entre los Estados interesados, ni ninguna otra forma de castigo corporal”.

B. Excepciones: casos de aplicación extraterritorial de la ley penal chilena El derecho internacional reconoce la práctica de los Estados que hace posible extender, excepcionalmente, la jurisdicción nacional más allá del territorio de cada uno, sobre la base de ciertos principios o “puntos de conexión”, como la bandera, nacionalidad o universalidad (Ambos, Internationales, 26). En estos casos no tiene lugar la defensa de incompetencia absoluta, sin perjuicio de los eventuales conflictos de jurisdicción que se susciten entre los Estados, al perseguirse hechos que eventualmente podrían estar sujetos a doble soberanía, lo que podrían originar una defensa incompleta, al buscar el inculpado la jurisdicción más favorable a la nacionalidad, como sucede en el derecho interno con los conflictos de jurisdicción relacionados con el fuero militar (Ley 20.477). Los tribunales competentes para conocer de estos hechos son los de Garantía y Juicio Oral de la Corte de Apelaciones de Santiago, según el turno fijado al efecto (art. 167 COT).

a) Principio de la bandera (territorio ficto) Según este principio, los tribunales chilenos tienen jurisdicción respecto de los delitos cometidos fuera de su territorio por los pasajeros, miembros de la tripulación, visitantes ocasionales, etc., cualquiera que sea su nacionalidad: i) a bordo de un buque mercante chileno en alta mar (art. 6 N.º 4 COT); ii) a bordo de un buque mercante o artefacto naval chileno en aguas sometidas a otra jurisdicción, “cuando pudieren quedar sin sanción” (art. 3 DL 2.222); o iii) a bordo de un buque de guerra chileno en alta mar o surto en aguas de otra potencia (art. 6 N.º 4 COT). Buque de guerra o nave pública es aquél al mando de un oficial de la Armada chilena, aunque no pertenezca a ella (art. 428 CJM). Tratándose de aeronaves, la jurisdicción nacional se extiende a ellas en los siguientes casos: i) tratándose de aeronaves civiles chilenas, cuando se encuentren en vuelo, aunque lo hagan sobre “espacio aéreo sujeto a la soberanía de un Estado extranjero”, pero solo “respecto de los delitos cometidos a bordo de ellas que no hubieren sido juzgados en otro país”; y ii) tratándo-

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se de aeronaves militares chilenas, siempre, “cualquiera sea el lugar en que se encuentren” (arts. 2 y 5 Código Aeronáutico).

b) Principio de nacionalidad o personalidad (activa y pasiva) Este principio, de muy amplia aplicación en diversos sistemas legislativos, tiene su origen en la protección jurisdiccional que algunos Estados otorgan a sus nacionales, impidiendo su extradición y, en consecuencia, obligándose a su persecución y sanción por sus propios tribunales, en una especie de subrogación jurisdiccional. En Chile no existe limitación para conceder la extradición de nacionales y, además se admite su juzgamiento en caso de negarse por otra razón (art. 345 CB), por lo que el efecto de la aplicación de este principio como defensa es más bien restringido. Lo anterior explica también el restringido alcance de este principio en la ampliación de nuestra jurisdicción que solo opera conjuntamente con el principio de personalidad pasiva, esto es, extendiendo la competencia a ciertos delitos cometidos por chilenos, siempre que la víctima sea también un nacional, a saber: i) de crímenes y simples delitos “cometidos por chilenos contra chilenos si el culpable regresa a Chile sin haber sido juzgado por la autoridad del país en que delinquió” (art. 6 N.º 6 COT); y ii) de los delitos “sancionados en los artículos 366 quinquies, 367 y 367 bis N.º 1, del Código Penal [producción de pornografía infantil y promoción de la prostitución de menores de edad], cuando pusieren en peligro o lesionaren la indemnidad o la libertad sexual de algún chileno o fueren cometidos por un chileno o por una persona que tuviere residencia habitual en Chile; y el contemplado en el artículo 374 bis, inciso primero [almacenamiento de pornografía infantil], del mismo cuerpo legal, cuando el material pornográfico objeto de la conducta hubiere sido elaborado utilizando chilenos menores de dieciocho años y los delitos se cometieran por un chileno” (art. 6 N.º 10 COT).

c) Principios del domicilio y de la sede Adicionalmente, la jurisdicción nacional puede extenderse sobre la base de un criterio que no exige la nacionalidad del imputado, sino únicamente que se encuentre domiciliado en el país que la reclama o tenga en él residencia habitual (principio del domicilio). Este es el caso que prevé el art. V.2 de la Convención Interamericana Contra la Corrupción de 1999, que permite extender la jurisdicción de los países suscriptores “cuando el delito sea cometido por uno de sus nacionales o por una persona que tenga residencia

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habitual en su territorio”, lo que nuestra legislación recoge en el art. 6 N.º 2 COT, respecto de los delitos de “cohecho a funcionarios públicos extranjeros, cuando sea cometido por un chileno o por una persona que tenga residencia habitual en Chile”. También se recoge, mezclado con el principio de personalidad pasiva en el ya citado art. 6 N.º 10 COT. Finalmente, y solo respecto a materias impositivas, el art. 3 Ley Sobre Impuesto a la Renta extiende la jurisdicción por los delitos de evasión tributaria y demás contemplados en el art. 97 del Código Tributario a hechos realizados en el extranjero por contribuyentes obligados a declarar y tributar en Chile, sean nacionales o extranjeros residentes. Tratándose de personas jurídicas, el equivalente funcional a los principios de nacionalidad y domicilio es el de la sede o casa matriz, entendiéndose que el Estado donde ella se encuentre es competente para conocer de los delitos cometidos en el extranjero en su nombre o beneficio. La Ley 20.393, que establece en Chile la Responsabilidad Penal de las Personas Jurídicas en ciertos delitos limita su aplicación “a las personas jurídicas de derecho privado y a las empresas del Estado” (art. 2), de donde se desprendería que las empresas extranjeras que operen acá no serían, en principio, responsables bajo esta ley en Chile, mientras no se constituyan formalmente, quedando sujetas a la legislación de su sede o casa matriz. Pero, si se constituyen en Chile, pasan a ser regidas por la ley nacional, aunque solo respecto de los delitos cometidos en nuestro territorio.

d) Principio real o de defensa En estos casos, no interesa la nacionalidad de los delincuentes ni el lugar en que el hecho se cometió, ya que están en juego intereses o valores que el Estado considera de primordial importancia, como su seguridad e integridad, y por eso se denomina también principio de protección. Por ello, el Código de Bustamante permite a los Estados parte ejercer jurisdicción respecto de quienes cometieren un delito contra su seguridad interna o externa, su independencia o crédito público, sea cual fuere la nacionalidad o el domicilio del delincuente (arts. 305 y 306 CB). La legislación chilena contempla un importante número de casos de aplicación de este principio, a saber: i) los crímenes y simples delitos “cometidos por un agente diplomático o consular de la República en el ejercicio de sus funciones” o por “militares en el ejercicio de sus funciones o en comisiones del servicio” (art. 6 N.º 1 COT y 3 N.º 2 CJM); ii) “la malversación de caudales públicos, fraudes y exacciones ilegales, la infidelidad en la custodia de documentos, la violación de secretos, el cohecho cometidos por

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funcionarios públicos o por extranjeros al servicio de la República” (art. 6 N.º 2 COT, primera parte); iii) “los que van contra la soberanía o contra la seguridad exterior del Estado, perpetrados ya sea por chilenos naturales, ya por naturalizados” (art. 6 N.º 3 COT, primera parte), que sean competencia de la jurisdicción militar o se hayan cometido “exclusivamente por militares, o bien por civiles y militares conjuntamente” (art. 3 N.º 3 y 4 CJM); iv) los “contemplados en el Párrafo 14 del Título VI del Libro II del Código Penal”, “cuando ellos pusieren en peligro la salud de los habitantes de la República” (art. 6 N.º 3 COT), a los que cabe añadir los de tráfico ilícito de estupefacientes, según el art. 65 Ley 20.000, siempre que ellos pongan en peligro la salud de los habitantes; v) “la falsificación del sello del Estado, de moneda nacional, de documentos de crédito del Estado, de las Municipalidades o establecimientos públicos, cometida por chilenos, o por extranjeros que fueren habidos en el territorio de la República” (art. 6 N.º 5 COT); vi) los delitos contra la libre competencia “sancionados en el artículo 62 del Decreto con Fuerza de Ley 1, del Ministerio de Economía, Fomento y Reconstrucción, de 2004, que fija el texto refundido, coordinado y sistematizado del decreto ley N.º 211, de 1973, cuando afectaren los mercados chilenos” (art. 6 N.º 11 COT); vii) “los delitos cometidos a bordo de aeronaves extranjeras que sobrevuelen espacio aéreo no sometido a la jurisdicción chilena, siempre que la aeronave aterrice en territorio chileno y que tales delitos afecten el interés nacional” (art. 5 inc. 3 Código Aeronáutico); y viii) los contemplados en el art. 1 Ley 5.478 (“el chileno que, dentro del país o en el exterior, prestare servicios de orden militar a un Estado extranjero que se encuentre comprometido en una guerra respecto de la cual Chile se hubiese declarado neutral”) y en el art. 4 g) Ley 12.927 sobre Seguridad del Estado (“los chilenos que, encontrándose fuera del país, divulgaren en el exterior” “noticias o informaciones tendenciosas o falsas destinadas a destruir el régimen republicano y democrático de gobierno, o a perturbar el orden constitucional, la seguridad del país, el régimen económico o monetario, la normalidad de los precios, la estabilidad de los valores y efectos públicos y el abastecimiento de las poblaciones”).

e) Principio de universalidad: la piratería en alta mar El derecho internacional ha consagrado desde antiguo la facultad de los Estados para perseguir ciertos hechos que afectan los intereses de la comunidad internacional y de cada uno de ellos pero que, por cometerse fuera de toda jurisdicción nacional, podrían quedar sin sanción o, lo que es peor, podrían convertir a ciertos territorios en paraísos jurisdiccionales para quienes

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cometen esa clase de delitos. Este es el caso tradicional de la piratería en alta mar (arts. 308 CB y 101 CONVEMAR). La limitada extensión del principio de universalidad en el derecho chileno, que el art. 6 N.º 7 COT reduce a “la piratería” (art. 434 CP), es compatible con el actual ordenamiento internacional, pero solo en la medida que se trate de perseguir y capturar buques y personas que hayan cometido actos de piratería en alta mar o en el mar territorial chileno (Bassiouni, 112). Es discutible, en cambio, que el derecho internacional público imponga o favorezca siquiera el establecimiento de un principio general de jurisdicción universal respecto de hechos ocurridos en territorios sujetos a la soberanía de otros Estados.

f) Crímenes bajo el derecho penal internacional: principios de complementariedad y supremacía La persecución por algunos tribunales nacionales, particularmente europeos, de los crímenes contra el derecho internacional o delitos de derecho penal internacional (principalmente, genocidio, crímenes de lesa humanidad —incluyendo la tortura y desaparición de personas— y crímenes de guerra) se entiende también comprendida en el principio de universalidad como punto de conexión legítimo de la jurisdicción nacional, atendido el hecho de que serían casos en que, en principio, la jurisdicción se ejercería, en representación de la comunidad de todas las naciones, sin atención al lugar de comisión de los hechos o la nacionalidad del responsable o la víctima, debido a la repulsa generalizada de esta clase de crímenes en el conjunto de las naciones (Ambos, Internationales, 67). Este fue el argumento empleado por el juez Baltasar Garzón para solicitar a Inglaterra la extradición del exdictador chileno Augusto Pinochet por los delitos de genocidio, tortura y terrorismo, sobre la base, principalmente, de lo dispuesto en el art. 23.4. de la entonces vigente Ley Orgánica del Poder Judicial de España (Auto de 3.11.1998, en Sumario 19/97- J del Quinto Juzgado de Instrucción de la Audiencia Nacional de España). Sin embargo, la aceptación por parte de Inglaterra de la extradición de Pinochet a España, no pareció estar fundada en un reconocimiento amplio del principio de universalidad, sino en la aplicación de la Convención Internacional contra la Tortura, que entró en vigor en el Reino Unido el 29 de septiembre de 1988 y que, en la interpretación de la mayoría de la segunda sentencia de la Cámara de los Lores (24.3.1999), obliga a los países suscriptores a extraditar o enjuiciar y a no conceder inmunidad a los representantes de

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los Estados extranjeros, concediendo la extradición únicamente por los delitos de tortura presuntamente cometidos después de esa fecha (Regina v Bow Street Metropolitan Stipendiary Magistrate, ex parte Pinochet Ugarte 3 WLR 1, 456 [H. L. 1998]; también en Casos DPC, 44). No obstante, tras la tramitación del caso Pinochet, que abrió la posibilidad de presentar en España numerosas querellas respecto de hechos ocurridos en cualquier parte del mundo sin vinculación con el territorio, buques, aeronaves o ciudadanos españoles, e incluso contra gobernantes de otros países en ejercicio, se reformó su legislación para restringir el alcance del principio de universalidad, sobre la base de los criterios de complementariedad y la exigencia de la presencia del imputado en territorio español. En Chile, aunque el art. 298 CB permite ampliar la jurisdicción nacional hacia toda clase de crímenes contra el derecho internacional, al menos cuando son cometidos en alta mar o en lugares no sujetos a jurisdicción de algún Estado, no existe ninguna norma que autorice tal extensión, sin que se innovara al dictarse la Ley 20.357, que estableció localmente los delitos de genocidio, crímenes contra la humanidad y los crímenes de guerra. No es claro tampoco que exista una norma de derecho consuetudinario o convencional internacional que obligue a la persecución universal de tales crímenes, aunque su carácter de ius cogens permite a los Estados, pero sin obligarlos, a extender su jurisdicción en estos casos, bajo el principio de universalidad (Bassiouni, 115). Ni siquiera el Estatuto de Roma de 1998 parece otorgar a Chile y al resto de los suscriptores más jurisdicción que las derivadas de los principios tradicionales de territorialidad, bandera y personalidad activa, aún en los graves casos que trata. Ello se explica porque incluso en este tratado la supuesta universalidad de la jurisdicción de la Corte está limitada por el principio de complementariedad (art. 17 Estatuto de Roma), que limita su intervención solo al evento en que el Estado Parte competente por el territorio, la bandera o la nacionalidad del responsable no tenga la capacidad de ejercerla o no esté dispuesto a hacerlo seriamente, a pesar de la gravedad del hecho (Cárdenas, “Cooperación”, 283). En cambio, cuando la jurisdicción internacional por esta clase de crímenes se ejerce directamente por la comunidad internacional toda, como ocurrió al establecerse los Tribunales Militares de Núremberg y Tokio al término de la II Guerra Mundial, los Tribunales ad hoc para Ruanda y la ex Yugoslavia en la década de 1990, y en los casos en que la competencia de la Corte Penal Internacional es “gatillada” por una decisión del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas o se establece un tribunal especial, híbrido o local al que confiere competencia originaria para conocer y sancionar

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los crímenes bajo el derecho internacional, opera el principio de la primacía o supremacía del ordenamiento internacional sobre los locales aplicables, y el derecho penal internacional se impone sin atención a las regulaciones nacionales (Carnevali, “Primacía”, 181).

g) Principio de representación La característica principal de la representación es que no supone aplicación por los tribunales locales de leyes penales de otros Estados, sino exclusivamente el ejercicio de la jurisdicción a nombre de ese otro Estado, aplicando la ley penal nacional como Estado de captura (art. 304 CB). Así, el art. 307 CB reconoce que “también estarán sujetos a las leyes penales del Estado extranjero en que puedan ser aprehendidos y juzgados, los que cometan fuera del territorio un delito, como la trata de blancas, que ese Estado contratante se haya obligado a reprimir por un acuerdo internacional”, disposición plenamente compatible con lo señalado en el art. 6 N.º 8 COT, que extiende la jurisdicción de los tribunales chilenos a los crímenes y simples delitos “comprendidos en los tratados celebrados con otras potencias”. También opera en los casos en que no se concede la extradición a un nacional y el hecho es punible en Chile (art. 345 CB). Sin embargo, el carácter extraordinario del ejercicio de la jurisdicción más allá del territorio nacional impone un cuidadoso examen del texto de los tratados que se trate, que no siempre, por importante que considere el hecho, conceden la facultad de perseguir bajo la legislación local delitos cometidos en otra jurisdicción. Así, p. ej., el art. 15 de la Convención de las Naciones Unidas Contra la Delincuencia Organizada Trasnacional de Palermo del año 2000 dispone que los Estados Parte ejercerán su jurisdicción sobre los hechos que se trata, según los principios de territorialidad, personalidad, defensa y representación, como último recurso, “cuando el presunto delincuente se encuentre en su territorio y el Estado Parte no lo extradite por el solo hecho de ser uno de sus nacionales”, lo que limita la amplia autorización del art. 345 CB. Además, una extensión de la jurisdicción local a los crímenes bajo el derecho penal internacional solo puede fundarse en las facultades específicas que otorgan los tratados relevantes en la materia (la ley nacional no conoce una extensión de su jurisdicción por la vía del derecho internacional consuetudinario). Pero estos tratados no siempre permiten una amplia extensión de la jurisdicción local. Así, p. ej., el art. VI Convención contra el Genocidio de 1948 solo obliga incondicionalmente a conceder la extradición al “Estado en cuyo territorio el acto fue cometido, o ante la Corte

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Penal Internacional que sea competente respecto a aquellas de las Partes contratantes que hayan reconocido su jurisdicción”. Por su parte, el art. 7 Convención Contra la Tortura y otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes, de 1984, exige para ejercer la representación en estas materias que el responsable sea hallado en el territorio del Estado y la extradición no se haya concedido.

C. Lugar de comisión del delito y conflictos de jurisdicción a) Lugar de comisión del delito La aplicación de las reglas anteriores supone la previa determinación del lugar donde se ha cometido el delito que se trata, particularmente en aquellos de carácter trasnacional, cometidos a distancia y de tránsito. En los primeros, la conducta o parte de ella se ejecuta en un Estado y la otra, sus resultados o efectos se producen en otro, como sucede en los delitos cometidos aprovechando la Internet, p. ej., el llamado grooming infantil que el art. 366 quáter CP califica expresamente como delito a distancia. En los de tránsito, parte del hecho global se realiza en un país “de tránsito”, pero la conducta principal y el resultado en otros diferentes, como en el tráfico ilícito de estupefacientes, la trata de personas y la corrupción internacional y demás delitos comprendidos en el derecho penal trasnacional. Según la doctrina dominante, se deben considerar cometidos en Chile todos los delitos cuyo principio de ejecución se encuentre en el territorio nacional (principio de actividad), pues así lo dispondría el art. 157 inc. 3 COT (“el delito se considerará cometido en el lugar donde se hubiere dado comienzo a su ejecución”), regla que se reproduciría, respecto de las injurias y calumnias cometidas a través de medios extranjeros, en el art. 425 CP (Etcheberry DP II, 72). Esta doctrina es correcta, pero incompleta, pues la legislación nacional también acepta que los tribunales nacionales sean competentes para conocer de hechos cuyos efectos se produzcan en Chile, aunque su principio de ejecución se encuentre en el extranjero. Así, el art. 366 quáter CP dispone expresamente que el delito de grooming es de competencia de los tribunales chilenos, aunque su principio de ejecución se encuentre en el extranjero, al establecer que “las penas señaladas en el presente artículo se aplicarán también cuando los delitos descritos en él sean cometidos a distancia, mediante cualquier medio electrónico”. La admisión simultánea de los principios de ejecución y resultado para fijar la competencia de los tribunales nacionales se conoce como principio de ubicuidad, admitido por la mayor parte de nuestra doctrina y también

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por cierta práctica de nuestros tribunales como la solución aplicable a los delitos a distancia, tanto de resultado como de mera actividad (Cárdenas, “Lugar de comisión”, 10). Esta es también la solución aceptada por el derecho comparado e internacional (Satzger, 49). En cambio, en los delitos de tránsito, cuando tienen un carácter empresarial (delito de emprendimiento, en el sentido de ser una actividad criminal en que se participa una y otra vez, iniciada o no por el autor, aún con separaciones temporales o espaciales, típicamente, el tráfico de drogas), permanente o habitual, es posible sin dificultad el fraccionamiento de la jurisdicción, esto es, atribuir a cada Estado por donde la actividad criminal pasa o transita plena competencia sobre el hecho, considerando exclusivamente las características que se manifiestan en su territorio y sin atención a su lugar de origen o destino. Así lo dispone, además, el art. 302 CB, según el cual, “cuando los actos de que se componga un delito un delito se realicen en Estados contratantes diversos, cada Estado puede castigar el acto realizado en su país, si constituye por sí solo un hecho punible”.

b) Concurrencia de jurisdicciones El reconocimiento en el derecho internacional de diferentes “puntos de conexión” que hacen legítima la extensión de la jurisdicción a hechos ocurridos fuera del territorio de un país y de los principios de ubicuidad y fraccionamiento, es fuente de potenciales conflictos de jurisdicción en que dos o más Estados pretendan tenerla sobre un mismo hecho. Ello no genera ningún problema si el Estado de captura del responsable ejerce la jurisdicción que estima le corresponde sobre los hechos de que se trata. Así, los tribunales chilenos pueden ejercer sin limitación alguna su jurisdicción sobre los crímenes y simples delitos cometidos en el extranjero y mencionados principalmente en el art. 6 COT, respecto de personas que se encuentren en Chile, independiente de su nacionalidad. Esta facultad originaria de los Estados fue reconocida por la Corte Internacional de Justicia en el caso Lotus, de donde se desprende que la defensa basada en la competencia concurrente de otro Estado para conocer del hecho no es suficiente para enervar la acción penal en el Estado de captura que también es competente para conocerlo (SCIJ 7.9.1927, Francia v. Turquía, PCIJ, Serie A, N.º 10. Fallo N.º 9). Entre los Estados suscriptores del Código de Bustamante, si uno solicita la extradición de imputado sujeto por el mismo hecho a la jurisdicción de otro, el art. 358 CB dispone que “no será concedida la extradición si la persona reclamada ha sido ya juzgada y puesta en libertad, o ha cumplido la pena, o está pendiente de juicio, en el territorio del Estado requerido, por

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el mismo delito que motiva la solicitud”. Si un Estado de captura no tiene jurisdicción sobre el hecho, y otro u otros Estados solicitan la extradición del capturado, hay que distinguir: a) si el requerido es nacional del Estado de captura, se pude denegar la extradición y ejercer jurisdicción por representación; b) si las solicitudes recaen sobre un mismo hecho, la preferencia la tiene el Estado del territorio donde se cometió; c) si las solicitudes recaen sobre diferentes hechos, la preferencia la tiene el Estado donde se cometió el delito más grave, según la legislación del Estado requerido, o la del que presentó primero la solicitud, si son de igual gravedad (arts. 347 a 349 CB y VII Convenio de Montevideo de 1933).

c) Defensa de exclusión de jurisdicción en favor del Estado del pabellón Respecto de hechos ocurridos en el mar, el art. 97 CONVEMAR alteró la regla reconocida a partir del caso Lotus, estableciendo una auténtica defensa de exclusión de jurisdicción, en favor de la del pabellón, incluso tratándose de colisiones o abordajes en altamar. Así, se establece en su N.º 1 que “en caso de abordaje o cualquier otro incidente de navegación ocurrido a un buque en la alta mar que implique una responsabilidad penal o disciplinaria para el capitán o para cualquier otra persona al servicio del buque, solo podrán incoarse procedimientos penales o disciplinarios contra tales personas ante las autoridades judiciales o administrativas del Estado del pabellón o ante las del Estado de que dichas personas sean nacionales”. Y el N.º 3. añade que “no podrá ser ordenado el apresamiento ni la retención del buque, ni siquiera como medida de instrucción, por otras autoridades que las del Estado del pabellón”, como defensa personal de los involucrados ante la pretensión punitiva de los Estados de los otros pabellones involucrados.

d) Defensa de cosa juzgada basada en el principio non bis in idem Desde el punto de vista del derecho internacional, la garantía del principio de non bis in idem contemplada en el art. 14.7 PIDCP no limita la posibilidad de enjuiciar un mismo hecho bajo jurisdicciones diferentes. En consecuencia, el reconocimiento de una concurrencia de jurisdicciones hace posible un doble juzgamiento y sanción por los mismos hechos, a cargo de cada uno de los Estados legitimados para su persecución (Ambos, Internationales, 89). Sin embargo, el art. 13 CPP establece también la garantía del non bis in idem, otorgando pleno valor a las sentencias extranjeras aún en casos en que

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también serían competentes nuestros tribunales, y declarando, en consecuencia “que nadie podrá ser juzgado ni sancionado por un delito por el cual hubiere sido ya condenado o absuelto”, salvo en dos hipótesis: i) cuando el procedimiento en el extranjero tuviere el propósito de eludir la jurisdicción nacional; y ii) cuando, a petición del imputado, se determine que el procedimiento extranjero se hubiere llevado adelante sin las debidas garantías o “en términos que revelaren falta de intención de juzgarle seriamente”. De este modo, se establece una defensa de cosa juzgada sui generis, pues es evidente la falta de identidad de la acción ejercida ya que la acusación y sentencia que recaiga sobre un hecho juzgado en otro país necesariamente han de tener un contenido diverso a las que se interpondrían en Chile, tanto en la identificación de la ley penal que las fundamenta como en la naturaleza y medida de la pena que se hubiese impuesto. Por eso, resultaba más acorde con el derecho internacional vigente la antigua solución del art. 3 inc. 3 CPP 1906, que establecía al respecto que “si la sentencia penal extranjera recae sobre crímenes o simples delitos perpetrados fuera del territorio de la República que queden sometidos a la jurisdicción chilena, la pena o parte de ella que el procesado hubiere cumplido en virtud de tal sentencia, se computará en la que se le impusiere de acuerdo con la ley nacional, si ambas son de similar naturaleza y, si no lo son, se atenuará prudencialmente la pena”.

§ 3. La colaboración internacional como mecanismo para limitar la defensa de falta de jurisdicción. Generalidades Para “hacer efectiva la competencia judicial internacional en materias penales” (art. 344 CB), limitando así el efecto de la defensa de falta de jurisdicción territorial, surge la extradición, como principal mecanismo de cooperación internacional (Cárdenas, “Extradición”, 7). Mediante ella, un Estado entrega a una persona a otro Estado que la reclama para juzgarla penalmente o para ejecutar una pena ya impuesta. Este mecanismo “impone a los Estados un deber de asistencia recíproca en la persecución de los delincuentes y el castigo de sus fechorías” (Guzmán D., “Cooperación”, 188). La extradición se llama activa si se considera desde el punto de vista del Estado que pide la entrega (Estado requirente), y pasiva si se la contempla desde el del Estado al que se la solicita (Estado requerido) Los requisitos de fondo y los efectos de la extradición se encuentran en el denominado derecho internacional penal, anterior al derecho penal internacional surgido después de la Segunda Guerra Mundial (Quintano, 9 y 401). Así lo acreditan nuestro viejo Código de Derecho Internacional

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Privado de 1928 (Código de Bustamante), la Convención de Montevideo de 1933 y antiguos tratados bilaterales de extradición, como los celebrados con Argentina (1870), Perú (1932), Bolivia (1910), Paraguay (1897), Uruguay (1897), Brasil (1935), Colombia (1914), Ecuador (1897), Estados Unidos (1900, sustituido por uno de 2015), Bélgica (1899) y Gran Bretaña (1897). Actualmente, se siguen celebrando tratados bilaterales en la materia, como los suscritos con Corea (1994), Australia (1995) y China (2016). Además, la globalización de la economía y la existencia de la llamada criminalidad internacional ha dado un nuevo impulso a la regulación en la materia, a través de convenciones multilaterales, como el Acuerdo sobre Extradición entre el Mercosur, la República de Bolivia y la República de Chile, de 1998, la Convención de Naciones Unidas contra la Corrupción, de 2003, y la Convención de las Naciones Unidas contra la Delincuencia Organizada Transnacional de 2000 (UNTOC o Convención de Palermo), donde se expresa la principal preocupación de los Estados en esta materia: evitar que la defensa de falta de jurisdicción permita crear Estados “paraísos” desde donde dirigir la comisión de delitos en otros Estados, estableciéndose la obligación general de “extraditar o juzgar”. En cuanto a su regulación de derecho interno, una característica de nuestro sistema es su carácter deferente con los requerimientos de cooperación internacional, reflejados en la decisión de no limitar los procesos de extradición ni en atención a la nacionalidad del afectado ni a la existencia o no de un tratado específico de extradición con el otro Estado involucrado, dando entrada a su concesión de conformidad con “los principios del derecho internacional”, incluso respecto de chilenos, a menos que se trate de un Estado donde no exista un régimen jurídico confiable (Gaete, 278). Según nuestra jurisprudencia, estos principios se cristalizan en las exigencias contenidas en el Código de Bustamante de 1928 y en el Tratado de Extradición de Montevideo de 1933 (SCS 24.07.2013, Rol 4146-13), aplicables a todos los requerimientos de extradición, salvo en cuanto a ello se opongan las regulaciones específicas de los tratados bilaterales que pudiesen aplicarse, según la regla, recogida en el art. 449 b) CPP, de “preeminencia de los tratados” (Labatut/Zenteno DP I, 67). Su tramitación se encuentra regulada en los arts. 431 a 454 CPP, siendo una característica de nuestro sistema la decisión de no limitar los procesos de extradición ni en atención a la nacionalidad del afectado ni a la existencia o no de un tratado específico de extradición con el otro Estado involucrado. En consecuencia, la defensa jurisdiccional de incompetencia absoluta tiene como límite la imposibilidad de ser invocada en un proceso de extradición. Tampoco puede ser invocada para evitar otras formas de colaboración inter-

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nacional que tiendan a la recolección de pruebas que permitan llevar adelante el proceso ante el tribunal competente. No obstante, en ambos casos, es posible sostener la defensa de falta de doble incriminación del hecho perseguido, pues si el hecho no es punible en Chile (art. 449 CPP), tampoco se podrá solicitar su extradición ni serán procedentes diligencias para su persecución. Sin embargo, ya existen convenciones que habilitan, conforme al derecho interno de cada país, la extradición por delitos específicos, aunque no exista doble incriminación, como expresamente establece el art. 44.2 UNTOC.

§ 4. Extradición pasiva ordinaria La extradición pasiva se concederá únicamente respecto de un delito que sea “de aquellos que autorizan la extradición según los tratados vigentes y, a falta de estos, en conformidad con los principios de derecho internacional” (art. 449 b) CPP), previa solicitud realizada por intermedio del Ministerio de Relaciones Exteriores a la Corte Suprema (art. 440 CPP). Luego, por el principio de preeminencia de los tratados, lo primero que ha de observarse para determinar su procedencia es el eventual tratado existente entre el Estado requirente y Chile. Ello es muy relevante en cuanto al requisito de doble incriminación, puesto que la mayor parte de los tratados bilaterales previos a la Segunda Guerra Mundial fijaban listados de delitos por los cuales conceder la extradición a modo de numerus clausus, limitando las posibilidades de lograr una extradición por hechos de igual o mayor gravedad que no estén allí mencionados. Sin embargo, tratándose de delitos que caen bajo el derecho penal internacional o bajo el derecho penal trasnacional, las convenciones multilaterales respectivas suelen incorporar cláusulas en las que los países contratantes declaran que los delitos a que se refieren se entenderán también comprendidos en los tratados bilaterales de extradición suscritos entre ellos. En cambio, las convenciones multilaterales, como el Código de Bustamante (1928) y la Convención de Montevideo de 1933, cuya vigencia está en principio limitada dentro del sistema interamericano, se refieren a los requisitos de procedencia generales de la extradición entre los países suscriptores, sin hacer mención a los delitos específicos que fueren extraditables sino más bien recurriendo al concepto general de que se trate de delitos comunes castigados con penas superiores a un año de privación de libertad. Sin embargo, en caso de existencia de un tratado bilateral con un listado de delitos extraditables, ha de estarse a ese listado y sus eventuales complementos a través de otros tratados y convenciones.

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Si el Estado requirente no es suscriptor de dichas convenciones ni de un tratado bilateral con Chile (como Japón, China, Países Bajos y Alemania, p. ej.), todavía es posible conceder la extradición solicitada, si ello es conforme con “los principios de derecho internacional” (art. 449 b) CPP) que, según nuestra jurisprudencia, se cristalizan en las exigencias contenidas en el Código de Bustamante de 1928 y en el Tratado de Extradición de Montevideo de 1933, más una garantía de reciprocidad (SCS 24.07.2013, Rol 4146-13). Además, en caso de aspectos no regulados por los tratados correspondientes, el principio de preeminencia de los tratados no se opone a la aplicación supletoria del derecho internacional penal (Aguilar C., “Extradición”, 426).

A. Condiciones de fondo para la extradición pasiva ordinaria Según el derecho internacional penal y el art. 449 CPP, ellas son: i) falta de jurisdicción de los tribunales nacionales y correlativa jurisdicción del Estado requirente; ii) la calidad del hecho (doble incriminación, gravedad, su carácter de delito común y no político, y su punibilidad); iii) la garantía de reciprocidad; y iv) la existencia de antecedentes serios contra la persona que se solicita la extradición.

a) Falta de jurisdicción de los tribunales nacionales y la correlativa jurisdicción del Estado requirente Para que el Estado de Chile entregue a una persona para ser juzgada o sufrir una pena en otro Estado, lo primero que debe determinarse es si el hecho por el que se solicita la extradición se encuentra o no sujeto a nuestra jurisdicción, pues de ser afirmativa la respuesta, habremos de concluir que la extradición debe denegarse y serán nuestros tribunales los competentes para juzgar y sancionar al responsable (art. 358 CB). Incluso si solo por la solicitud de extradición se descubre que el hecho es punible también en Chile, esta debe rechazarse, para iniciar el procedimiento correspondiente, pues los tribunales nacionales no pueden evitar su competencia para conocer los hechos delictivos (SCS 28.12.2000, Rol 4376-00). Si al juzgarse el hecho se impone una pena, rige lo dispuesto en el art. 13 CPP, para abonar a su duración la que se haya cumplido en el extranjero. Correlativamente, el Estado requirente ha de justificar su jurisdicción sobre los hechos que se tratan, pues solo puede concederse la extradición si se comprueba “que el Estado requirente tenga jurisdicción” (art. I. a) Convención de Montevideo de 1933), sobre la base de los puntos de cone-

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xión reconocidos por el derecho internacional: “Para conceder la extradición, es necesario que el delito se haya cometido en el territorio del Estado que la pida o que le sean aplicables sus leyes penales de acuerdo con el libro tercero de este Código” (art. 351 CB).

b) Doble incriminación A falta de regulación específica en los tratados o convenciones aplicables, el requisito de doble incriminación importa que, para conceder la extradición, el hecho que la motiva constituya delito en la legislación del Estado requirente y en la del requerido (art. I, b) de la Convención de Montevideo de 1933). Lo mismo señala el art. 353 CB: “es necesario que el hecho que motive la extradición tenga carácter de delito en la legislación del Estado requirente y en la del requerido”. Lo punible en ambos países debe ser el hecho que se trata, con independencia de la denominación que tenga y de la literalidad de las disposiciones aplicables en ellos (SCS 24.9.1954, RDJ 51, 197). En los casos de tratados con listados nominativos de delitos extraditables, es necesario establecer, además, la denominación o identificación de esos hechos como un delito determinado en la legislación nacional y extranjera aplicable. Esta última limitación no es aplicable a las convenciones multilaterales que habilitan la extradición por delitos descritos en ellas, aunque no exista doble incriminación en los tratados específicos como, p. ej., expresamente establece el art. 44.2 UNTOC. Pero es un hecho que, al comparar la legislación de los diversos países, las descripciones de los delitos suelen ser divergentes en más de un aspecto, aun cuando se denominen de la misma manera. Ello ocurre, especialmente, cuando los delitos se describen en relación con las instituciones propias de cada Estado, esto es, lo que allí se entiende por instrumento público, empleado público, sus propias instituciones (Congreso, tribunales, etc.), o su regulación tributaria y aduanera. Para resolver las dificultades que presenta la extradición en esos casos en que los delitos contemplan elementos referidos a la organización de cada Estado que, por lo mismo, no se contemplan en la de los otros, en los últimos tratados bilaterales suscritos por Chile y que siguen las orientaciones del Tratado Modelo de Extradición del Consejo Económico y Social de las Naciones Unidas, se contempla una disposición que no permite denegar la extradición por delitos que entrañen una infracción de carácter tributario, arancelario o fiscal, a pretexto de que en la legislación del Estado requerido no se establece el mismo tipo de impuesto o gravamen. Tratándose de delitos de corrupción, Chile ha suscrito la Convención Americana contra la Corrupción y otras convenciones multi-

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laterales en la materia, que también permiten la extradición en relación con esta clase de delitos. De allí emana un principio general según el cual, para determinar la doble incriminación del hecho no son relevantes la nacionalidad del responsable, el territorio donde ocurre, la forma jurídica de las instituciones en cada país, el nomem iuris o las semejanzas o diferencias en los textos legales aplicables. Lo importante es realizar un juicio hipotético que determine la potencial subsunción del hecho en algún delito contemplado en la legislación del Estado requerido, suponiendo que se hubiera cometido en su territorio, por un nacional y en relación con sus instituciones. Luego, para responder a la pregunta de si existe doble incriminación en Chile respecto de un delito cometido en el extranjero, únicamente hay que hacerse la pregunta acerca de si el hecho por el cual se solicita la extradición, de cometerse bajo la jurisdicción de Chile, sería perseguible penalmente por nuestros tribunales sobre la base de un delito previamente establecido en la legislación nacional, en relación con las autoridades, instituciones y normativa nacionales. Esto vale especialmente para todos los delitos en cuya descripción se contienen ingredientes o elementos normativos que se refieren a instituciones típicamente nacionales o vinculadas al territorio nacional, como el “fiscal del Ministerio Público” y el “defensor penal público” de art. 268 quáter CP, o la “entrada” y “salida” “del país” con fines de explotación sexual a que hace referencia el delito del art. 411 ter CP. Lo que importa no es la nacionalidad de los intervinientes en el hecho, ni el territorio donde ocurren ni la forma jurídica de las instituciones en cada país, sino que los hechos, de haberse cometido en Chile por habitantes de la República y en relación con la normativa e instituciones locales, pudiera ser punible. De otro modo, ni siquiera el simple caso de una violación de una ciudadana boliviana en Argentina podría considerarse incriminado doblemente, pues Chile carece de jurisdicción sobre tales hechos, que no han sido cometidos en su territorio, donde es aplicable la ley nacional, no encontrándose tal supuesto en un caso de aplicación extraterritorial de nuestra ley (art. 6 COT). Abandonamos así, por innecesario, el concepto de interpretación analógica de los tipos penales (Politoff DP, 123): la exigencia de la doble incriminación del hecho lo que pide es considerar la posibilidad de subsumir el hecho por el que se solicita la extradición en un delito de la legislación local, posibilidad que supone, de antemano, el incumplimiento del requisito esencial para aplicar la ley penal chilena, esto es, que los delitos se hayan cometido en Chile o se trate de supuestos sujetos a su jurisdicción extraterritorial. Es decir, en estricto rigor, un robo cometido en Perú no está incriminado por las leyes chilenas como no lo está el homicidio de un argentino en Bolivia.

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Lo que la doble incriminación exige es, entonces, suponer que los hechos en cuestión han ocurrido en Chile y de serlo así, determinar si serían punibles por la ley nacional.

c) Gravedad La extradición solo es admisible por delitos graves. Por esta razón, los tratados de extradición celebrados hasta mediados del siglo XX especificaban taxativamente los delitos por los cuales se concedía. En el presente se opta por una regla general de gravedad consistente en que la pena mínima prevista para el delito por la ley de ambos países no sea inferior a un año de privación de libertad (arts. 440 CPP, 354 CB y I. b) Convención de Montevideo de 1933). Si se trata, en cambio, de una solicitud de extradición para cumplir una pena ya impuesta, debe ser efectivamente superior a un año de privación de libertad. Por lo tanto, se excluye la extradición por faltas.

d) Prohibición de la extradición por delitos políticos Esta prohibición, como principio obligatorio del derecho internacional se contiene en todos los tratados y convenciones sobre la materia a partir del siglo XIX (Garrido, “División”, 109). Su origen proviene del rechazo ya manifestado por los iluministas a la confusión entre delitos de lesa majestad y el castigo de “la palabra” (Beccaria, Delitos, 42), recogido en el art. 10 DUDH que expresa “Nadie de ser molestado por sus opiniones”. La calificación última acerca de si el hecho que se persigue es formal o materialmente un delito político o conexo recae, según el derecho internacional vigente, en nuestros propios tribunales como representantes del Estado requerido (arts. 355 y 356 CB y IV Convención de Montevideo de 1933). Sin embargo, es difícil determinar qué hechos serían puramente políticos. Un criterio subjetivo considera fundamentalmente los móviles o propósitos que llevaron al autor a querer cambiar el régimen de su país. Uno objetivo atiende a la índole del derecho o interés tutelado, según si concierne o no a la organización institucional del Estado y los derechos que de ella fluyen para los ciudadanos, sin atender a los móviles que guiaron al delincuente para afectarlos. Además, incluso en los llamados delitos políticos puros, que solo se dirigen en contra de la institucionalidad, lo corriente es que ellos puedan lesionar además otros bienes jurídicos, como la vida, salud o propiedad de personas determinadas. Por eso el art. III. e) Convención de Montevideo de 1933 declara expresamente que “no se considerará delito

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político el atentado contra la persona del Jefe de Estado y sus familiares”; agregando el art. 357 CB que “no se reputará delito político” el homicidio o asesinato de “cualquier persona” que “ejerza autoridad”. Tampoco se pueden considerar delitos políticos los crímenes bajo el derecho penal internacional (genocidio, crímenes de guerra, delitos de lesa humanidad, tortura, desaparición de personas, etc.), los comprendidos en los tratados de derecho penal trasnacional (terrorismo, tráfico ilícito de drogas, tráfico de personas, corrupción internacional, etc.), ni en general, los inspirados en motivos de odio, racial o religioso. Finalmente, respecto a determinados hechos violentos que se cometen, p. ej., para favorecer la consumación del delito propiamente político (la extorsión y el robo violento que preceden al atentado), deben considerarse delitos comunes y no políticos ni conexos con ellos, aunque tuvieran una finalidad política (Cury PG I, 278. Respecto de la exclusión del terrorismo v. González J., “Delito”, 224). Por otra parte, la Convención de Montevideo de 1933 otorga al Estado requerido la posibilidad de denegar la extradición cuando, aún no calificándose de político el hecho como tal, el procedimiento a que se someterá en el Estado requirente haga presumir que la solicitud se basa en una persecución de ese carácter, como cuando la persona requerida “haya cumplido su condena en el país del delito o cuando haya sido amnistiado o indultado”, “hubiera de comparecer ante tribunal o juzgado de excepción del Estado requirente” o se trate de “delitos puramente militares o contra la religión” (art. III b), d) y f).

e) Punibilidad Este requisito importa, desde el punto de vista de la sanción del hecho incriminado, que para proceder a la extradición del presunto responsable el hecho no esté prescrito tanto en el Estado requirente, como en el requerido. Por ello, el art. V. b. Convención de Montevideo de 1933 impone la exigencia de acompañar, junto con la solicitud de extradición, documentos que acrediten las leyes que rigen la prescripción en el derecho del país requirente. Supuesto que el Estado requirente no va a solicitar la extradición por un hecho que sus tribunales no pueden perseguir porque esté prescrito, el requisito ser agotaría en la comprobación de que, en el supuesto que el delito se hubiere cometido en Chile, no estuvieren prescritas la acción penal o la pena impuesta (arts. 94 a 102 CP). Con todo, las reglas al respecto varían según sea el tratado aplicable, ya que algunos atienden únicamente a la ley del país requirente (p. ej., el tratado de Chile con Bolivia o con Ecuador),

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y en ese caso no se podría denegar la extradición alegando la legislación nacional. No obstante, la regla general es que la prescripción que impide la extradición es la prevista en la ley local (p. ej., el tratado con Bélgica y el sistema de los arts. III. a) del Tratado sobre Extradición de Montevideo de 1933 y 359 CB). Sin embargo, según dispone el inciso final del art. 250 CPP y en conformidad con el desarrollo posterior del derecho internacional tras la Segunda Guerra Mundial, los crímenes bajo el derecho penal internacional (genocidio, crímenes de guerra y de lesa humanidad) no prescriben y, por tanto, a su respecto no cabe rechazar la extradición alegando su prescripción, como si se tratase de delitos comunes. Por último, si una modificación de la ley nacional posterior al requerimiento exime el hecho de pena, deberá denegarse la extradición por aplicación del art. 19 N.º 3 inc. 8 CPR que, a este respecto, sería preferente frente a la regla contraria del art. 360 CB, en el sentido que la legislación posterior de Chile como Estado requerido no puede obstar a la extradición.

f) La garantía de reciprocidad Este requisito solo es exigible cuando entre Chile y el Estado requirente no existe un tratado bilateral o una convención multilateral vinculante. Una garantía seria de reciprocidad existe cuando se cumplen los siguientes requisitos materiales: i) ausencia de información de que el requirente haya dejado en el pasado de cumplir un fallo de algún tribunal chileno; y ii) existencia de compromisos internacionales que unen a ambos países en la tarea común de combatir eficazmente la delincuencia, aunque no se trate de un tratado de extradición propiamente tal. En la práctica, suele cumplirse este requisito con una declaración formal de reciprocidad del Estado requirente, contenida en la solicitud respectiva (SMCS [Aránguiz] 2.5.2016, RCP 43, N.º 3, 209). Es discutible la subsistencia de esta exigencia adicional frente a los principios generales del derecho, principalmente porque supone una cierta desconfianza entre los Estados, fundada en un criterio puramente político y no jurídico que debiera reemplazarse en el futuro por otro criterio, como el principio de mejor justicia, que preferiría sin más otorgar jurisdicción al juez natural del territorio donde se cometió el delito e impedir que los países se conviertan en refugios de criminales (Politoff, 129). En este sentido, nuestra Corte Suprema ha señalado que la reciprocidad es solo uno de los aspectos a considerar en un proceso de extradición, donde tiene preferencia

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el de cooperación internacional, incluso si no se presenta formalmente una garantía de reciprocidad (SCS 3.12.2015, RCP 43, N.º 1, 305, con nota aprobatoria de J. P. Donoso, quien entiende subyace a este razonamiento “un voto de confianza deferente entre los Estados”).

g) Existencia de antecedentes serios contra el extraditable Según el art. 449 c) CPP, la seriedad de los antecedentes acompañados a la solicitud de extradición y en el procedimiento seguido para llevara a efecto debe ser tal que de ellos “pudiere presumirse que en Chile se deduciría acusación en contra del imputado por los hechos que se le atribuyen”. Estos deben constituir fundamento serio para enjuiciar, o llevar a juicio al imputado, esto es, que al menos ameriten la sustanciación de un juicio contradictorio que permita decidir acerca de la absolución o condena” y que “sean graves”, pero sin que ello importe “en modo alguno alcanzar plena convicción de que se obtendrá una sentencia condenatoria en el juicio que con posterioridad se verifique”, “pues de ser así a priori se impediría al ente persecutor iniciar juicios contra el extraditable y formular acusación por falta de certeza absoluta en la obtención de una condena” (SSCS 14.09.2012, Rol 5902-12; y 24.03.2008, Rol 476-8). Ello no exime de la obligación de un análisis de las probanzas rendidas en el procedimiento de extradición que pudieran desvirtuar las conclusiones que de dichos antecedentes se deriven (M. Schürmann en su nota crítica a la SMCS [Aránguiz] 2.5.2016, RCP 43, N.º 3, 209). En efecto, si en el procedimiento de extradición se demuestra la insuficiencia de los antecedentes aportados, se produce el desistimiento de la víctima cuando su declaración es esencial, o se prueba de la inocencia del imputado, p. ej., por falta de participación o de un error de tipo o de prohibición, correspondería rechazar la solicitud (SMCS [Künsemüller] 26.9.2016, RCP 43, N.º 4, 186, con nota de D. Lema, donde se plantea el problema que representa el art. 449 c) CPP, al ordenar que este juicio de probabilidad lo realice un juez contra la opinión del Ministerio Público —como representante del Estado requirente— cuya decisión de acusar en el procedimiento ordinario no está sujeta a control judicial). Por tanto, la valoración de estos antecedentes (regulada en el art. 444 CPP), a los que se puede añadir la declaración voluntaria del imputado (art. 445 CPP), y su discusión en la audiencia respectiva (art. 448 CPP), no constituye un juicio sobre la culpabilidad o responsabilidad del requerido, sino a lo más antejuicio para determinar la concurrencia o no de las exigencias señaladas en el art. 449 c) CPP y sus letras anteriores, incluyendo al resto de

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las condiciones de fondo establecidas para conceder la extradición según el derecho internacional a las que remite su letra b).

B. Condiciones formales El procedimiento de extradición pasiva es entregado en primera instancia a un Ministro de la Corte Suprema y, en segunda, a una Sala (arts. 441 y 450 CPP). Se inicia por petición del Estado requirente remitida a la Corte por el Ministerio de Relaciones Exteriores (art. 440 CPP). Dicha petición ha de contener la filiación y demás datos que permitan identificar al extraditable, copia de la sentencia ejecutoriada que se pretende hacer cumplir o, en su caso, de la orden de detención, mandato de prisión o de otra medida cautelar decretada por un juez, la relación precisa del hecho imputado, y una copia de las leyes penales aplicables, incluidas las referidas a la calificación del hecho, la participación del inculpado y la prescripción de la acción penal y de la pena, según corresponda (art. V Convención de Montevideo de 1933 y art. 365 CB). En el proceso que así se inicie el Estado requirente es representado de pleno derecho por el Ministerio Público, aunque siempre puede nombrar abogado particular exclusivo (art. 443 CPP). Para cumplir con los requisitos de fondo de la extradición, se permite presentar pruebas y recibir la declaración voluntaria del imputado, todo ello en la audiencia oral que se cite al efecto (arts. 444 a 448 CPP). Esta audiencia no tiene carácter de juicio oral ni de su preparación, sino únicamente de antejuicio para acreditar las condiciones que permitan conceder la extradición, por lo que no son aplicables supletoriamente las normas que regulan el juicio oral (SCS 31.03.2011, Rol 716-11). Realizada la audiencia se dictará sentencia en conformidad con el art. 449 CPP y vencido el plazo para presentar recursos o agotados los presentados, si la sentencia concediere la extradición, el Ministro de la Corte Suprema que conoció del proceso en primera instancia “pondrá al sujeto requerido a disposición del Ministerio de Relaciones Exteriores, a fin de que sea entregado al país que la hubiere solicitado” (art. 451 CPP). Si la sentencia es absolutoria, se decretará la libertad del requerido y se comunicará el hecho al Ministerio de Relaciones Exteriores, remitiéndole copia autorizada de la sentencia correspondiente (art. 452 CPP).

a) Detención previa y prisión preventiva La prisión del requerido podrá decretarse, según los dispongan los tratados aplicables o corresponda según las reglas generales del procedimiento

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(art. 446 CPP). Su detención previa, por un plazo de hasta dos meses antes de recibirse la solicitud de extradición, podrá ordenarse también según los tratados aplicables o si existe una solicitud del futuro Estado requirente en que se exprese al menos lo siguiente: i) la identificación del imputado; ii) la existencia de una sentencia condenatoria firme o de una orden restrictiva o privativa de libertad del imputado; iii) la calificación del delito que motiva la solicitud, y el lugar y fecha de su comisión; y iv) la declaración de que se solicitará formalmente la extradición (art. 442 CPP). Si el requerido no fuese sometido a prisión preventiva durante el proceso de extradición, una vez concedida, se decretará su detención (art. 451 CPP). La prisión preventiva o la imposición de otras medidas cautelares, así como la detención previa del extraditable, se tramitarán ante el Ministro de la Corte Suprema encargado del procedimiento existente o futuro.

C. Condiciones humanitarias, debido proceso y principio de no devolución El actual desarrollo del derecho internacional permite denegar una solicitud de extradición, aun cuando se cumplan todos los requisitos de fondo y forma, si existen razones humanitarias para ello, como cuando se solicita la extradición para imponer una pena de muerte; el proceso en el Estado requirente no se ajusta a las exigencias del debido proceso; o que, en procesos migratorios, exista el peligro de que la vida y seguridad del extraditable pudieren ser puestas en peligro o sufrir torturas (principio de no devolución). Respecto de la pena de muerte, el art. 378 CB, dispone que “en ningún caso se impondrá o ejecutará la pena de muerte por el delito que hubiese sido causa de la extradición”. Y la Convención de Montevideo obliga a los Estados requirentes “a aplicar al individuo la pena inmediatamente inferior a la pena de muerte, si, según la legislación del país de refugio, no correspondiera aplicarle la pena de muerte”. Otras razones humanitarias, como la senilidad del eventual extraditado o el padecimiento de enfermedades terminales, presentes expresamente en legislaciones donde la intervención del gobierno en los procesos de extradición es más decisiva, pueden estimarse también razones suficientes para denegar la extradición. En cuanto a la exigencia que la persecución penal en el Estado requirente sea gobernada por un debido proceso, lo que permite en caso contrario denegar la extradición, su reconocimiento se encuentra en el art. III. d) de la Convención de Montevideo, que permite denegar la extradición si el juzgamiento en el Estado requirente se hace ante un tribunal de excepción, pues

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en ese caso “se estaría colaborando no con la justicia, sino con la vulneración de derechos esenciales” (Cárdenas, “Asilos”, 421). El principio de no devolución, por su parte, se basa en las disposiciones de la Convención de Ginebra de 1951 y de los arts. 3 y 4 Ley 20.430, que protege a los refugiados de la persecución y torturas en sus países de origen y cuyo alcance se extiende también a los procesos de extradición (SCS 18.11.2015, RCP 43, N.º 1, 277, con nota crítica de G. Zaliasnik fundada en la falta de aplicación de estos criterios en el caso concreto).

D. Entrega diferida Si la persona cuya extradición está sometida a la jurisdicción de los tribunales nacionales por la comisión de un delito distinto a aquél por el cual se la solicita, ésta podrá concederse, pero la entrega del requerido se diferirá hasta el término del proceso que se sigue en Chile o hasta el cumplimiento total de la condena que eventualmente se le imponga, en su caso. Las distinciones contenidas en el art. 346 CB y el art. V de la Convención de Montevideo de 1933 acerca del momento en que se hubiere cometido el delito sujeto a la jurisdicción nacional con relación a la solicitud de extradición, aparentemente basadas en la idea de evitar que el extraditable elija la jurisdicción definitiva mediante la comisión de nuevos delitos, no parecen ser suficientes para impedir el ejercicio de la soberanía nacional y, además, se tornan irrelevantes si de todos modos se concede la extradición y solo se difiere la entrega, cumpliéndose de este modo la obligación internacional adquirida. Así lo ha entendido correctamente nuestra jurisprudencia, recurriendo al derecho internacional, puesto que la legislación procesal local no se pronuncia acerca de esta delicada materia (SCS 8.10.2013, Rol 7724-13).

§ 5. Extradición pasiva simplificada A. Aceptación del extraditado El art. 454 CPP establece un procedimiento especial para conceder la extradición basado en el consentimiento del extraditable, que hace improcedente el análisis de las exigencias de fondo de este procedimiento, disponiendo que “si la persona cuya extradición se requiere, luego de ser informada acerca de sus derechos a un procedimiento formal de extradición y de la protección que este le brinda, con asistencia letrada, expresa ante el Ministro de la Corte Suprema que conociere de la causa, su conformidad en

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ser entregada al Estado solicitante, el Ministro concederá sin más trámite la extradición”.

B. Prohibición de ingreso y expulsión administrativa como mecanismos de entrega de personas extranjeras Los N.º 2 y 3 del art. 15 DL 1.094, de 1975, prohíben el ingreso y la permanencia en el país de las personas extranjeras que se “dediquen al comercio o tráfico ilícito de drogas o armas, al contrabando, al tráfico ilegal de migrantes y trata de personas y, en general, los que ejecuten actos contrarios a la moral o a las buenas costumbres”; y de “los condenados o actualmente procesados por delitos comunes que la ley chilena califique de crímenes y los prófugos de la justicia por delitos no políticos”. En consecuencia, a dichas personas la Policía les puede prohibir el ingreso en la frontera para ser entregadas sin más trámite a las autoridades de los países limítrofes o de origen para que dispongan de ellos en conformidad con su propio ordenamiento interno. Además, las personas dedicadas a la comisión de los delitos y actos contrarios a las buenas costumbres mencionadas podrán ser expulsadas administrativamente del país y entregadas a las autoridades de los países de origen que las requiriesen, de conformidad con lo dispuesto en el art. 17 DL 1.094. Dicha expulsión podrá ser decretada por el Ministro del Interior y por el Intendente Regional respectivo (art. 84 DL 1.094). Las decisiones de estas autoridades pueden ser revisadas por los tribunales de justicia mediante el recurso de amparo del art. 21 CPR, cuya jurisprudencia tiende a un control escrupuloso de la legalidad de los procedimientos empleados, considerando, p. ej., que el arraigo en el país de los expulsados hace improcedente esta clase de medidas administrativas, si se demuestra que tienen una familia constituida, hijos que alimentar o vínculos laborales más o menos extendidos en el tiempo (Palma V., 197).

§ 6. Extradición activa El art. 431 CPP habilita al Ministerio Público o al querellante a solicitar al juez de garantía que eleve los antecedentes a la Corte de Apelaciones respectiva, a fin de que este tribunal pida al Ministerio de Relaciones Exteriores que practique las gestiones diplomáticas que fueren necesarias para obtener la extradición de una persona que se encontrase en el extranjero.

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Los requisitos que la ley chilena exige para declarar procedente la extradición son diferentes, según se trate de solicitar la entrega a una persona para su enjuiciamiento o para el cumplimiento de una condena.

A. Extradición activa para solicitar la entrega de personas que se encuentran en el extranjero para ser enjuiciadas en Chile Sus requisitos son los siguientes: i) Que se trate de un delito que tuviere pena señalada en la ley cuya duración mínima excediere de un año. ii) Que se trate de un delito cometido en Chile o en el extranjero, respecto del cual los tribunales chilenos tengan jurisdicción, según el art. 6 COT (art. 431 CPP). iii) Que se hubiere formalizado la investigación en contra del imputado, ordinaria o extraordinariamente, en el caso de imputados ausentes (arts. 232 y 432 CPP). En este último caso, se exige, además, que se reúnan los requisitos que hacen procedente la prisión preventiva según el art. 140 CPP. Sin embargo, dado que la detención y prisión preventiva del imputado en el extranjero son decisiones diferenciadas de la concesión de la extradición (que podría otorgarse sin necesidad de ordenar al mismo tiempo su detención o prisión durante su tramitación), deberemos entender que los requisitos para conceder la extradición de un imputado ausente son, exclusivamente, la acreditación de antecedentes que justifiquen la existencia del delito y la responsabilidad que en él le cabe al imputado como autor, cómplice o encubridor. iv) Que conste en el procedimiento el país y el lugar en que el imputado se encontrare al momento de solicitar la extradición. En este procedimiento no se exige que se acredite ante los tribunales chilenos que el delito es extraditable, de conformidad con el derecho interno del Estado requerido y, por tanto, no se debe probar la calificación del hecho que allí se haga ni el tiempo de prescripción que esa legislación establezca (SCS 26.7.2010, Rol 2642-10). Será el Ministerio de Relaciones Exteriores el que, en la tramitación de la solicitud de extradición ante los tribunales extranjeros deba acreditar ante el Estado requerido si el hecho es o no extraditable, de conformidad con los tratados suscritos y los principios generales del derecho aplicables, realizando “las gestiones necesarias para dar cumplimiento a la resolución de la Corte de Apelaciones”.

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B. Extradición activa para solicitar la entrega de personas que se encuentran en el extranjero a fin de que cumplan su condena en Chile De conformidad con el inciso final del art. 431 CPP, “la extradición procederá, asimismo, con el objeto de hacer cumplir en el país una sentencia definitiva condenatoria a una pena privativa de libertad de cumplimiento efectivo superior a un año”. La principal diferencia frente al supuesto anterior, en cuanto a los requisitos para conceder la extradición, radica en la gravedad del delito que se trate, pues ya no se atiende a la pena señalada por la ley en abstracto, sino a la impuesta judicialmente en concreto: se requiere que se trate de un condenado a pena efectiva superior a un año de privación de libertad, esto es, que no haya sida sustituida por alguna de las penas no privativas de libertad de las Leyes 18.216 y 20.084. Del hecho de encontrarse la persona requerida condenada en Chile, parece deducirse que la competencia de nuestros tribunales al respecto se haya ya fijada. Además, puesto que la formalización no es requisito para todos los supuestos de condena (en procedimientos simplificados basta un requerimiento del art. 390 CPP y en los de acción penal privada, por definición no hay formalización), el único requisito adicional a la condena ejecutoriada para que el Juez de Garantía solicite a la Corte de Apelaciones la extradición es que conste en el proceso el país y lugar de residencia del condenado.

C. Solicitud de detención previa u otra medida cautelar durante o previo al procedimiento de extradición activa La actual regulación del CPP distingue entre el pedido de extradición activa y la solicitud de detención, prisión preventiva u otra medida cautelar respecto de la persona cuya extradición se solicita. Para solicitar una medida de esta naturaleza no solo es requisito la comprobación de antecedentes que justifiquen la existencia del delito y la responsabilidad como autor, cómplice o encubridor de la persona cuya extradición se solicita, sino también que, de encontrarse presente en Chile, pudiera decretarse su detención, prisión preventiva u otra medida cautelar, de conformidad con los arts. 127, 140 y 155 CPP. Además, el art. 435 CPP exige, para el caso de solicitarse la detención u otra medida destinada a evitar su fuga previo a solicitar su extradición a través de la vía diplomática correspondiente, que “la solicitud de la Corte de Apelaciones deberá consignar los antecedentes que exigiere el tratado aplicable para solicitar la detención previa o, a falta de tratado, al menos los

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antecedentes contemplados en el artículo 442”, a saber: a) la identificación del imputado; b) la existencia de la decisión del Juzgado de Garantía que autoriza la detención o medida cautelar que se solicita; c) la calificación del delito que motiva la solicitud, el lugar y fecha de su comisión; y d) la declaración de que se solicitará formalmente la extradición. Naturalmente, aun cuando no se haya solicitado separadamente la detención, concedida la extradición por el Estado requerido y hasta su entrega por parte del Ministerio de Relaciones Exteriores a la Corte de Apelaciones solicitante (art. 437 CPP), el extraditado debería permanecer detenido, pues de otro modo el procedimiento se transformaría en uno voluntario que haría inútil la intervención de terceros Estados o imposible el ejercicio de nuestra jurisdicción.

§ 7. Efectos de la extradición A. Especialidad La especialidad significa que el Estado requirente no puede juzgar a la persona entregada por otro delito cometido antes de la extradición, pero que no fuera mencionado en la solicitud respectiva, ni hacerlo cumplir condenas diferentes de aquella que se invocó como fundamento para pedir la entrega, salvo que se solicite una nueva extradición por esos otros delitos y que el Estado requerido la acoja, autorizando el procesamiento o la ejecución de la pena, en su caso (arts. 377 CB y XVII a) Convención de Montevideo). Pero bien puede el Estado requirente solicitar la ampliación de la extradición concedida para juzgar tales hechos (SCS 13.11.2012). También puede el extraditado manifestar expresamente su conformidad con la ampliación de cargos (art. XVII a) Convención de Montevideo, in fine). Lo mismo ocurre si, una vez absuelto en el Estado que requirió la extradición o cumplida la pena, permanece voluntariamente por más de tres meses en el territorio del Estado requirente (art. 377 CP, in fine).

B. Cosa Juzgada La extradición produce efecto de cosa juzgada, ya que, “negada la extradición de una persona, no se puede volver a solicitar por el mismo delito” (art. 381 CB). En similares términos establece este efecto el art. XII Convención de Montevideo.

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Aunque el art. 452 CPP nada dice al respecto, limitándose a señalar los efectos procesales de la negativa a concederla (levantar las medidas cautelares y comunicar el hecho al Ministerio de Relaciones Exteriores), este criterio sí se encuentra consagrado legalmente, como resulta de relacionar los arts. 374 g) y 450 CPP, que conceden recurso de nulidad contra las sentencias dictadas en procesos de extradición pasiva “en oposición a otra sentencia criminal basada en autoridad de cosa juzgada”.

§ 8. Otros mecanismos de cooperación internacional A. Reconocimiento general de las sentencias, resoluciones judiciales y administrativas extranjeras, para efectos de persecución penal Producto del actual proceso de integración de la comunidad internacional, la cooperación en estas materias va mucho más allá del mero reconocimiento de la existencia de una ley extranjera y del valor que a las sentencias foráneas le asigna el art. 13 CPP, lo que se refleja en la creciente aceptación de solicitudes de extradición, exhortos y demás peticiones de cooperación internacional más o menos simplificadas basadas en “autoridades centrales” (generalmente el Ministerio de Relaciones Exteriores o el Ministerio Público), que no requieren necesariamente una decisión judicial de base que haya sido aprobada mediante el procedimiento ordinario de exequátur, y a veces pueden referirse incluso al cumplimiento de peticiones de órganos de carácter administrativo, como las policías o fiscalías de cada país. En el ámbito americano, particular importancia tiene a este respecto la Convención Interamericana de Asistencia Mutua en Materia Penal, de 1992. El requisito básico para que estos mecanismos de cooperación sean efectivos, es la verificación de la doble incriminación del hecho, en términos similares a los estudiados en relación con la extradición.

B. Cumplimiento en Chile de penas dictadas por tribunales extranjeros El art. 13 CPP establece como regla general que, en cuanto a la ejecución en Chile de las sentencias penales extranjeras, ello será posible sujetándose “a lo que dispusieren los tratados internacionales ratificados por Chile y que se encontraren vigentes”.

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Así, siguiendo la lógica de que los inculpados y condenados queden liberados de la alienación que significa una persecución penal y la ejecución de la pena en un ambiente y en un idioma ajenos, Chile ha suscrito al respecto un tratado con Brasil (DS 225 de 1999), y se ha adherido a la Convención Interamericana para el Cumplimiento de Condenas penales en el Extranjero (DS 1859, de 1998) y a la Convención sobre el traslado de personas condenadas adoptada por el Consejo de Europa (DS 1317, de 1998). También contemplan esta posibilidad ciertas convenciones referidas a delitos específicos, como la Convención de Viena sobre Tráfico Ilícito de Estupefacientes, de 1988, implementada en este aspecto por el art. 49 Ley 20.000 que dispone: “El Ministro de Justicia podrá disponer que los extranjeros condenados por alguno de los delitos contemplados en esta ley puedan cumplir en el país propio de su nacionalidad las penas corporales que les hubieren sido impuestas”. En cuanto al cumplimiento en el extranjero de sentencias dictadas por los tribunales chilenos, ello también es posible hoy en día, tanto por aplicación del principio de reciprocidad como del derecho internacional convencional, que así lo permite.

§ 9. Aplicación de la ley penal en las personas Entre nosotros, el principio fundamental que rige en la materia es el de igualdad ante la ley de todos los habitantes de la República, inclusos los extranjeros (arts. 19 N.º 2 CPR y 5 CP). Este principio no admite excepciones personales, sino las derivadas de las funciones de ciertos individuos (Couso, “Comentario”, 133). Éstas se clasifican, por su fundamento legal, en excepciones de derecho internacional (donde se contemplan verdaderas inmunidades de jurisdicción) y derecho nacional (cuya gran mayoría son, en realidad, procedimientos especiales que no constituyen excepciones de fondo).

A. Inmunidad de jurisdicción personal basada en el derecho internacional a) Delitos cometidos en Chile a bordo de naves y aeronaves extranjeras Respecto de las naves o buques de guerra extranjeros, el art. 300 CB dispone que están exentos de las leyes penales de cada Estado, “los delitos

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cometidos en aguas territoriales o en el aire nacional, a bordo de naves o aeronaves extranjeras de guerra”, exención también reconocida por el art. 32 CONVEMAR y lo dispuesto el art. 165 Ley General de Navegación. Esta inmunidad es aplicable, por extensión, a las aeronaves de guerra extranjeras, según remisión del art. 4 Código Aeronáutico. En cuanto a las naves mercantes extranjeras, el art. 27 CONVEMAR limita la jurisdicción de Chile como Estado ribereño, en los siguientes términos: “1. La jurisdicción penal del Estado ribereño no debería ejercerse a bordo de un buque extranjero que pase por el mar territorial para detener a ninguna persona o realizar ninguna investigación en relación con un delito cometido a bordo de dicho buque durante su paso, salvo en los casos siguientes: a) Cuando el delito tenga consecuencias en el Estado ribereño; b) Cuando el delito sea de tal naturaleza que pueda perturbar la paz del país o el buen orden en el mar territorial; c) Cuando el capitán del buque o un agente diplomático o funcionario consular del Estado del pabellón hayan solicitado la asistencia de las autoridades locales; o d) Cuando tales medidas sean necesarias para la represión del tráfico ilícito de estupefacientes o de sustancias sicotrópicas”, que especifican similar limitación contemplada en el art. 301 CB. Esta limitación no es, sin embargo, aplicable a las aeronaves (particulares) extranjeras, pues el art. 2 Código Aeronáutico no prevé ninguna excepción a la soberanía nacional a su respecto y no está reconocida en la Convención de Chicago de 1944, posterior al Código de Bustamante.

b) Delitos cometidos en Chile dentro del perímetro de las operaciones militares extranjeras autorizadas En el caso de que se autorice a un Estado extranjero a desarrollar operaciones militares en el territorio nacional, los delitos cometidos en su “perímetro” no están sujetos de la jurisdicción penal chilena y se someten a la extranjera, “salvo que no tengan relación legal con dicho ejército” (art. 299 CB).

c) Delitos cometidos en Chile por representantes de un Estado extranjero: Jefes de Estado, agentes diplomáticos y consulares Con arreglo al art. 297 CB, la ley penal chilena no es aplicable a “los Jefes de los otros Estados, que se encuentren en su territorio”, sin distinción alguna de la razón por la cual se realiza la visita, por lo que la inmunidad se extiende tanto a las visitas oficiales como privadas e incluso a las visitas de

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incógnito. Según el derecho internacional consuetudinario, esta inmunidad no se pierde por la cesación del cargo y se extiende hasta la muerte del Jefe de Estado o la renuncia que haga el Estado. El art. 31 Convención de Viena sobre Relaciones Diplomáticas, declara que “el agente diplomático gozará de inmunidad de la jurisdicción penal del Estado receptor” declarándolo, además, en su art. 29, “inviolable”, por lo que no puede “ser objeto de ninguna forma de arresto o detención”. Su art. 37 extiende dicha inmunidad a “los miembros de la familia de un agente diplomático que formen parte de su casa”, “siempre que no sean nacionales del Estado receptor”; a “los miembros del personal administrativo y técnico de la misión, con los miembros de sus familias que formen parte de sus respectivas casas, siempre que no sean nacionales del Estado receptor ni tengan en él residencia permanente”; y a los empleados “del servicio de la misión” extranjeros, pero solo respecto a los delitos cometidos en el ejercicio de sus funciones, precisando así la extensión general de dicha inmunidad que prevé para empleados y familiares de los representantes diplomáticos el art. 298 CB. A diferencia de la regla consuetudinaria vigente respecto de los Jefes de Estado, la inmunidad de los agentes diplomáticos, empleados y familiares cesa con el término del cargo que sirven los primeros, salvo en cuanto a los delitos cometidos “en ejercicio de sus funciones”, que es absoluta e intemporal, a menos que exista renuncia del Estado correspondiente. El problema radica en determinar cuáles serían esas “funciones”, pues el agente diplomático representa al país extranjero en todos sus actos y es difícil concebir a su respecto “actuaciones privadas”, como sí son perfectamente imaginables respecto de los empleados de la misión. El debate se presentó en Chile a propósito del llamado crimen de la Legación Alemana, cuyo responsable fue el entonces Canciller de la Embajada, Guillermo Beckert, respecto de quien, a pesar de lo horroroso del suceso (para aparentar su propia muerte y huir con los dineros de la embajada, Beckert emborrachó al jardinero, le puso sus ropas de aristócrata e incendió el edificio de la legación con la víctima dentro), el Gobierno Alemán pretendía se respetara su inmunidad diplomática hasta que renunció formalmente a ella para permitir la persecución y castigo en Chile del responsable (Benadava, 75). En lo que respecta a los funcionarios consulares, según el art. 43.1 Convención de Viena sobre Relaciones Consulares, gozan de inmunidad de jurisdicción exclusivamente “por los actos ejecutados en el ejercicio de las funciones consulares” (típicamente, delitos de corrupción y falsificaciones en relación con los documentos y certificaciones que autorizan o emiten), lo que significa que, por regla general, no son inviolables y carecen de inmu-

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nidad respecto de los delitos comunes que cometan en Chile y no afecten el interés del Estado al que sirven. Finalmente, se debe tener presente que diversas convenciones multilaterales acuerdan inmunidades limitadas de jurisdicción a determinados funcionarios, sobre todo extranjeros, de ciertas organizaciones internacionales y organismos especializados, como los de Naciones Unidas, la OEA y de la Corte Penal Internacional. No obstante, en la medida que las inmunidades reseñadas se reconocen y otorgan en beneficio de los Estados por respeto a su soberanía (y de ciertas organizaciones internacionales, para un adecuado ejercicio de sus funciones) y no de las personas responsables de los hechos delictivos y que los representan de un modo u otro, ellas son renunciables, lo que permite evitar conflictos de jurisdicción. Así, p. ej., requerida la extradición de un ex Mandatario por el mismo Estado donde ejerció el mando, no es posible alegar la inmunidad, dado que ésta está otorgada a favor de dicho Estado y no de la persona que alguna vez encarnó su mando, como sucedió al requerirse a Chile la extradición del ex Presidente de Perú, Alberto Fujimori (SCS 21.09.2007, Rol N° 3744-07). Tampoco pueden alegarse estas inmunidades respecto de los crímenes bajo el derecho penal internacional, como el genocidio, los crímenes de guerra y de lesa humanidad. Este fue el caso del ex Dictador chileno Augusto Pinochet, en el proceso de extradición seguido ante las Cortes inglesas a requerimiento de España, por delitos de tortura (Regina v. Bow Street Metropolitan Stipendiary Magistrate, ex parte Pinochet Ugarte 3 WLR 1, 456 [H. L. 1998]).

B. Inmunidad de jurisdicción personal basada en el derecho interno a) Inviolabilidad de los parlamentarios por sus opiniones Con arreglo al art. 61 CPR, “los diputados y senadores solo son inviolables por las opiniones que manifiesten y los votos que emitan en el desempeño de sus cargos, en sesiones de sala o de comisión”. El fundamento de esta inmunidad, referida básicamente a los delitos de injurias y calumnias, es proteger la libre discusión política, liberando a los representantes populares de la necesidad de medir las palabras al momento de ejercer sus funciones. Sin embargo, a pesar de la pretensión del Constituyente en orden a darle un sentido restringido a esta inmunidad (lo que explica el uso del adverbio “solo”), lo cierto es que el texto es confuso en su redacción y alcance, pues,

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por una parte, los parlamentarios son autoridades que se encuentran permanentemente en ejercicio de sus funciones y, por otra, no es claro cómo se limitarían éstas al interior de la Sala y en las comisiones.

b) Inmunidad de los miembros de la Corte Suprema El art. 79 CPR dispone que, “los jueces son personalmente responsables por los delitos de cohecho, falta de observancia en materia substancial de las leyes que regulan el procedimiento, de negación y torcida administración de justicia y, en general, de toda prevaricación en que incurran en el desempeño de sus funciones”, añadiendo, respecto de los miembros de la Corte Suprema, que “la ley determinará los casos y el modo de hacer efectiva esta responsabilidad”. Sin embargo, el art. 324 COT establece que la disposición constitucional “no es aplicable a los miembros de la Corte Suprema en lo relativo a la falta de observancia de las leyes que reglan el procedimiento ni en cuanto a la denegación ni a la torcida administración de la justicia”. Esto equivale a “establecer para dichos magistrados una auténtica inmunidad en relación con los delitos aludidos, que son prácticamente todos los mencionados por la disposición constitucional, con excepción del cohecho” (Cury PG I, 303). Y, por ello, queda “la duda de que el encargo constitucional para que la ley determine los casos y el modo de hacer efectiva una responsabilidad se cumpla determinando que dicha responsabilidad no existe” (Etcheberry DPJ I, 108). Incluso se afirma sin más su “inconstitucionalidad” por contradecir tanto el texto del art. 76 CPR como la garantía de igualdad ante la ley de su art. 19 N.º 2 (Caballero, “324”, 166). No obstante, mientras no se declare la inconstitucionalidad de este precepto por el TC, para reprimir casos de reiterado y permanente alejamiento de la ley expresa y vigente en las resoluciones de los miembros de la Corte Suprema siempre podrá recurrirse a la acusación constitucional por notable abandono de sus deberes, en los términos del art. 52 N.º 2 CPR, pues aunque sus resoluciones no puedan enmendarse por el Congreso ni el Presidente, tampoco están habilitados para sustituir ni enmendar al legislador democrático, sino para interpretar y aplicar la Constitución y las leyes vigentes.

c) Procedimientos especiales que no constituyen inmunidades Salvas las excepciones anteriores, en Chile se desconoce el principio princeps legibus solutus est (Ulpiano, D. 1, 3, 31), esto es, que “el Príncipe está desligado de las leyes”, propio de las tradiciones monárquicas. Por tanto, no

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se acepta forma alguna de inviolabilidad para el Presidente de la República, sus Ministros ni ninguna autoridad en general, quienes están sometidas a la ley penal, como cualquier ciudadano, de conformidad con el principio de igualdad ante la ley. Los procedimientos especiales que la ley procesal establece como antejuicios para el juzgamiento de algunos funcionarios o dignatarios que derivan de la índole de sus cargos no alteran ese principio de igualdad, pues una vez llevadas a cabo las exigencias procesales prescritas (desafuero de diputados y senadores, querellas de capítulos), son de aplicación irrestricta las normas del derecho penal material (Novoa PG I, 203. Sobre el procedimiento de desafuero constitucional, v. Pfeffer, 833).

§ 10. Falta de legitimación para ejercer la acción penal contra una persona determinada y otros obstáculos procesales En el apartado anterior se mencionó la existencia de ciertos procedimientos especiales previos destinados a proteger a las autoridades de investigaciones y procesos arbitrarios: desafuero y querella de capítulos. El fuero que los arts. 30, 61 y 124 CPR confieren a diputados, senadores, ex presidentes de la República, intendentes, gobernadores y delegados presidenciales se restringe únicamente a la autorización para acusar o privar de la libertad a dichas autoridades, suspendiéndoles en el ejercicio del cargo. Pero ella no es necesaria para iniciar una investigación criminal por delitos de acción penal pública ni solicitar la respectiva formalización, mientras no se soliciten medidas cautelares en su contra. Por su parte, la querella de capítulos es un antejuicio que tiene por objeto hacer efectiva la responsabilidad criminal de jueces, fiscales judiciales y fiscales del ministerio público, una vez cerrada la investigación, permitiendo antes de su admisión incluso su formalización y la eventual solicitud de medidas cautelares (art. 424 CPP). En los delitos de acción penal privada (calumnias e injurias, provocación al duelo, denuesto por no aceptarlo y matrimonio del menor sin autorización, art. 55 CPP), la querella del ofendido y su propia actuación procesal son requisitos sine qua non para su persecución, no jugando en ella rol alguno el Ministerio Público. Por eso, se ha establecido que no produce un efecto contrario a la Constitución que el desafuero se decrete con la sola presentación de la querella (STC 24.12.2015, RCP 43, N.º 1, 133, con nota crítica de D. Serra).

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En los delitos de acción penal pública previa instancia particular, la acción penal se ejerce por el Ministerio Público, pero no es posible formalizar una investigación sin previa denuncia o querella de la víctima o de quienes designe la ley. Tampoco parece posible realizar diligencias de investigación directas a su respecto, aunque los hechos hayan llegado a conocimiento del Ministerio Público por otras vías (denuncias de terceros, declaraciones de testigos en causas vinculadas, etc.), salvo para realizar los actos urgentes de investigación o los absolutamente necesarios para impedir o interrumpir la comisión del delito (art. 166 CPP). En estos casos, la actuación del Ministerio Público sin previa denuncia o querella pueda ser enervada ante los tribunales superiores mediante los recursos constitucionales de amparo (art. 21 CPR) y protección (art. 20, en relación con el art. 19 N.º 3 CPR), y ante el Juez de Garantía mediante la cautela de garantías (art. 10 CPP) y la excepción de previo y especial pronunciamiento del art. 264 d) CPP. Según el Oficio FN 487/2016, en los casos de delitos tributarios conocidos por los fiscales y cuyos antecedentes se transmiten al Servicio de Impuestos Internos para que tome una decisión acerca de iniciar o no la acción penal, transcurrido un año sin que se haya tomado esa decisión, correspondería la adoptar decisión de no perseverar en la investigación (art. 248 c) CPP). Por otra parte, el art. 252 CPP también permite enervar la acción penal, al menos temporalmente, por la constatación de otros obstáculos que hacen imposible el ejercicio de la acción penal: a) la resolución previa de una cuestión civil (art. 171 CPP, en relación con loas arts. 173 y 174 COT); b) la rebeldía del imputado; y c) su enajenación mental después de cometido el delito. En el primero de los casos, las defensas que enervan la acción penal son las basadas en cuestiones sobre validez de matrimonio, estado civil en relación con los delitos relativos a su usurpación, ocultación o supresión, las excepciones fundadas en el dominio y otros derechos reales sobre inmuebles, y las relativas a las cuentas fiscales.

TERCERA PARTE

TEORÍA DEL DELITO

Capítulo 5

Teoría del delito y presupuestos de la responsabilidad penal. Visión general Bibliografía Bleckmann, F., Strafrechtsdogmatik-wissenschaftstheoretisch, soziologisch, historisch, Freiburg i. Br., 2002; Cardozo, R., “Bases de política criminal de la seguridad vial en Chile y su ilegítima tendencia actual de tolerancia cero”, DJP Especial I, 2013; Chiesa, L., “Estado actual de la convergencia entre dogmática continental y common law”, en AA.VV., El derecho penal continental y el anglosajón en la era de la globalización, Santiago, 2016; De la Fuente, F., ¿Qué prohíben las normas de comportamiento?: una reflexión sobre las normas de conducta de los delitos resultativos. A la vez, un comentario crítico a la Teoría Analítica de la Imputación, Bogotá, 2019; Durán, M., Introducción a la ciencia jurídico-penal contemporánea, Santiago, 2006; Fontecilla, T., “El concepto jurídico de delito y sus principales problemas técnicos”, Clásicos RCP I; Greenawalt, K., “The Perplexing Borders of Justification and Excuse”, Columbia Law Review 84, 1984; Guzmán D., J. L., Programa analítico de derecho penal común chileno, Valparaíso, 2014; Hall, J., General Principles of Criminal Law, Indianápolis, 1960; Jakobs, G., Sobre la normativización de la dogmática jurídico-penal, Trad. M. Cancio y B. Feijoo, Madrid, 2003; “Das Strafrecht zwischen Funktionalismus und ‘alteurpäischen’ Prinzipiendenken”, ZStW 107, 1995; Kant, I., Die Metaphysik der Sitten, Akademische Aufgabe, 1797; Liszt, F. v., Das Strafrecht der Staten Europa, Berlin, 1894; Mañalich, J. P., “Norma e imputación como categoría del hecho punible”, REJ 12, 2010; “El delito como injusto culpable: Sobre la conexión funcional entre el dolo y la consciencia de la antijuridicidad en el derecho penal chileno”, R. Derecho (Valdivia) 24, N.º 1, 2011; “Estado de necesidad exculpante. Una propuesta de interpretación del artículo 10 N.º 11 del Código Penal chileno”, LH Cury; Matus, J. P., La transformación de la teoría del delito en el derecho penal internacional, Barcelona, 2008; “La doctrina penal de la (fallida) recodificación chilena del siglo XX y principios del XXI”, RPC 5, N.º 9, 2010; “Origen, consolidación y vigencia de la Nueva Dogmática Chilena (ca. 1955≈1970)”, RPC 6, N.º 11, 2011; Evolución histórica de la doctrina penal chilena, desde 1874 hasta nuestros días, Santiago, 2011; “Ley Emilia”, Doctrina y Jurisprudencia Penal, Edición Especial, 2014; Niño, L. y Matus, J. P., Dogmática jurídica y ejercicio del poder. Riesgos del vasallaje cultural en la doctrina penal latinoamericana, Buenos Aires, 2016; Novoa, E., Causalismo y finalismo en derecho penal (Aspectos de la enseñanza penal en Hispanoamérica), San José de Costa Rica, 1980; Ortiz M., P., Nociones Generales de derecho penal, Santiago, 1933-1937; Politoff, S., “Sistema jurídico-penal y legitimación política en el estado democrático de derecho”, Doctrinas GJ II; Radbruch, G., “Jurisprudence in the Criminal Law “, Journal of Comparate Legislation and International Law 18, 1936; Rettig, M., “Desarrollo previsible de la relación entre la antijuridicidad y la culpabilidad”, R.

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Derecho (Valdivia) 2, N.º 2, 2009; Simester, A. P. y Sullivan, G. R., Criminal Law. Theory and doctrine, 2.ª Ed., Oxford, 2003; Vargas P., T., “Derecho penal: ¿una tensión permanente?”, Ius Publicum 16, 2006; Welzel, H., “Die deutsche strafrechtliche Dogmatik der letzten 100 Jahre und die finale Handlungslehre”, JuS 1966.

§ 1. Teoría del delito como esquema analítico La teoría del delito, tal como la conocemos en Chile, es una adaptación local de la desarrollada por la dogmática alemana desde fines del siglo XIX. Ella organiza los presupuestos de la responsabilidad penal contemplados en la parte general del Código penal que el juez debiera tener en consideración para condenar o absolver, según estén o no presentes en el caso concreto. En Alemania, esta teoría se ha desarrollado teniendo únicamente como referente el sistema legal alemán del Código Imperial de 1871 y sus grandes reformas a partir de la década de 1970, sin o con muy poca consideración de los aspectos constitucionales y procesales que hoy se entienden como límites y fundamentos para su construcción y aplicación (Durán, Introducción, 161259). Al contrario, ella se ha ido desarrollando con referencia a diferentes ideas filosóficas o sociológicas dominantes en cada época, ajenas al ordenamiento constitucional, y que se aplican a la sistematización del material legal. Así, en el siglo XX, tras el predomino de una aproximación positivista basada en el dogma causal (sistema Liszt-Beling) y las modificaciones introducidas por el neokantismo de Radbruch y Mezger, Welzel probó con una ontología de la conducta que sobre todo corresponde a la de Hartmann; Ziegert, con la psicología; Kindhäuser y Hruschka con la filosofía del lenguaje; Burkhardt y otros, con la teoría del acto a través del habla en el sentido de Searle y otros; Lampe, apelando a una ontología social; Jakobs, con la sociología de Luhman y su teoría funcional de los sistemas; y Lesch, con Hegel (Bleckmann, 2). Por ello, sus diferentes versiones reciben nombres relativos a las ideas filosóficas que las sustentan: el positivismo causalista de von Liszt y Beling, el neokantismo de Mezger, el finalismo de Welzel y el funcionalismo de Jakobs. Sin embargo, según la propuesta del “sistema abierto” de Roxin, actualmente dominante, se discute la idea de que a partir de las premisas que se adopten las conclusiones serían inevitables, como exigiría una verdadera sistemática lógico-deductiva y, en cambio, se acepta que una orientación a los problemas o “realista” que no se disuelva en una casuística inabarcable y permita al menos su reconducción a principios reconocibles y de general aplicación, vinculados preferentemente con la política criminal (Vargas P., “Tensión”, 87)

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En su versión original (sistema Liszt-Beling), la presentación de la teoría del delito suponía una estricta división entre los aspectos objetivos del hecho punible (tipicidad y antijuridicidad) y los subjetivos (dolo y culpa), entendiéndose el dolo con un carácter predominantemente psicológico (voluntad como conocimiento e intención). La principal característica de este sistema, y que lo diferenciaría tanto de la distinción entre offense (actus reus y mens rea) y defenses del sistema anglosajón como de la distinción entre diversos elementos (materiales y morales) del francés, sería la estricta distinción entre antijuridicidad y culpabilidad, “piedra angular de la teoría del delito” (Jescheck/Weigend AT, 425). Esta distinción permitiría, p. ej., preguntarse sobre la culpabilidad de quienes realizan un hecho en situación de necesidad aunque carezcan de un permiso o causal de justificación, mientras ello no sería posible en el sistema anglosajón, donde la alegación de la defense de necessity o estado de necesidad se limita normativamente, según la clase de delitos y la posición de las personas, sin atención a la prueba de la capacidad y posibilidad concreta del imputado de actuar o no conforme a derecho (Radbruch, 217). Así lo resolvió la Cámara de los Lores inglesa en el caso de La Mignonette, estimando que los marineros de la Reina no podían alegar la defensa de estado de necesidad para preservar la propia vida alimentándose de otro marinero moribundo, pues entre sus deberes como miembros de la Marina Real se encontraría el de dar la vida y no el de quitarla a quienes no son sus enemigos (Queen’ s Bench Division 14, 273, 1884). Según la doctrina alemana, aquí correspondería juzgar el hecho no en atención a los deberes o justificaciones de los acusados como empleados de la Reina, sino únicamente en relación con sus posibilidades de actuar o no conforme a derecho ante la amenaza de una muerte próxima. La doctrina alemana suele remontar esta distinción a Kant, quien respecto del caso de la Tabla de Carneades (dos náufragos enfrentados en el agua por la posesión de una tabla de salvamento que solo resiste el peso de uno), sostenía que habría un equívoco en la designación de “la necesidad” como “un derecho”, pues no sería más que un “supuesto derecho”, cuya contradicción con la “Teoría del derecho” sería evidente (“es fällt in die Augen”), dado que no existiría ningún derecho “objetivo”, “prescrito por la ley”, para “tomar la vida de otro [el náufrago que llegó primero a la tabla] que no me ha hecho ningún mal”, aún “en caso de peligro de perder mi propia vida”; sino solo una pretensión “subjetiva” que pertenece a la “ética” y que el sentenciador eventualmente “podría llegar a comprender”, pero no a justificar (Kant, 235). Sin embargo, no es claro que esta distinción entre justificación y excusa sea tan absoluta y fundamental como se pretende, pues para quien alega

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exitosamente la legítima defensa o el estado de necesidad, justificante o exculpante, la respuesta es la misma: sobreseimiento o absolución, cualquiera sea el sistema jurídico en que se encuentre. Por esa razón en Inglaterra ya no se hace más la distinción que antiguamente se hacía entre homicidios justificados y exculpados, caso este último que permitía imponer la pena de confiscación (Simester y Sullivan, 541). Por otra parte, la normativización de las causales de exculpación en la legislación y doctrina alemanas de mediados del siglo XX incorporó a la posibilidad de alegar en estado de necesidad exculpante limitaciones normativas parecidas a las del sistema inglés que fundamentaron el fallo de La Mignonette (§ 35 StGB: exposición voluntaria a un riesgo y cumplimiento de deberes). Ellas también han sido recogidas en nuestro nuevo art. 10 N.º 11. Además, no parece tampoco cierto que, como se sostiene por la doctrina alemana, el estado de necesidad justificante tendría siempre efecto liberatorio de la responsabilidad civil, mientras ello no se podría afirmar del estado de necesidad exculpante; y que si el hecho está justificado para el autor también lo estaría para los partícipes, lo que tampoco se predicaría de una causal de exculpación (Radbruch, 217). En efecto, en primer lugar, podemos convenir que los efectos civiles de un hecho determinado dependen de la legislación civil, no de la penal, y menos de un criterio extrajurídico (Hall, 234). Así, en nuestro sistema, si bien es cierto que una autorización puede encontrarse en cualquier parte del ordenamiento jurídico y ello importa un actuar justificado en el derecho penal (art. 10 N.º 10), lo contrario no es efectivo siempre: la fuente de la responsabilidad civil por daños es la propia legislación civil y ella regula quiénes y el modo en que han de responder, como se reconoce indirectamente en los art. 67 CPP y 179 CPC y se sostiene de antiguo por nuestra doctrina (Novoa PG II, 421). Es más, en materia de navegación aérea y seguridad nuclear, la ley expresamente establece la responsabilidad civil derivada de una conducta que podría estar justificada penalmente, como en la causación de daños en un aterrizaje forzoso para salvar la vida de los pasajeros de una aeronave (art. 10 N.º 7 CP, en relación con los arts. 155 Código Aeronáutico y 49 Ley 18.302). En segundo lugar, en Chile, del hecho que una persona esté justificada no se sigue que todos los intervinientes lo estén: según el art. 10 N.º 4, 5 y 6, quien no ha participado en una provocación está plenamente justificado si defiende al provocador que no lo está, aunque actúen juntos contra el agresor. Por todo lo anterior podemos afirmar que, si bien la distinción entre justificantes y exculpantes mantiene un valor pedagógico o analítico, es tan problemática entre nosotros como en el derecho anglosajón (Greenawalt, 1913). En su evolución posterior, el cambio más significativo en la teoría del delito desarrollada en Alemania, desde el punto de vista de la presentación

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de los componentes internos de las categorías principales, cuya distinción fundamental entre antijuridicidad y culpabilidad se mantuvo, se produjo a mediados del siglo XX. Ella consistió en la progresiva normativización de la culpabilidad, mediante el reconocimiento de exigencias normativas a los supuestos de inexigibilidad de otra conducta; normativización que la doctrina finalista profundizó, despojando a la culpabilidad de sus aspectos subjetivos (dolo y culpa), que pasaron a considerarse como la faz subjetiva del tipo penal. Este cambio, que se calificó en su época como “el más importante progreso dogmático en las últimas dos o tres generaciones” (Welzel, “Dogmatik”, 421), ha permanecido básicamente inalterable hasta nuestros días, incluso tras el abandono de los presupuestos de la teoría final de la acción. Sin embargo, la propia subjetivación de los elementos del tipo y la admisión de componentes subjetivos en las causales de justificación, esto es, la idea del injusto personal introducida por la teoría de la acción final, así como la identificación del delito con la infracción a normas y no con el daño social causado, parecen llevar al colapso de esta distinción, a través de la idea del “injusto culpable”, “con lo cual la frontera entre la antijuridicidad y la culpabilidad se hace cada vez más difusa” (Rettig, “Injusto culpable”, 187). En la actualidad, dos versiones funcionalistas de la teoría del delito dominan el panorama: por una parte, la de Roxin, quien reintrodujo al sistema las consideraciones valorativas que deriva de su idea de política criminal, incluyendo transformaciones en la idea de la causalidad, que también se normativiza mediante el concepto de imputación objetiva, y en la vinculación de la medida de la pena con exigencias relativas a las diferentes funciones preventivas que le asigna. Y por otra, la de Jakobs, quien ha retornado a una idea más bien holística del sistema, donde lo único relevante para configurar un delito es la determinación de la culpabilidad, entendida ahora de manera estrictamente normativa como infracción a los deberes sociales subyacentes de no evitación del daño a terceros (responsabilidad o competencia por organización o infracción a deberes negativos de actuación) o de actuación positiva (responsabilidad o competencia institucional o por infracción a deberes positivos de actuación): “de lo que se trata es exclusivamente de alcanzar un entendimiento acerca de qué es un grado suficiente de fidelidad al ordenamiento jurídico y de cuándo este falta” (Jakobs, “Normativización”, 9). Este consciente alejamiento de las exigencias típicas, catalogadas como meramente descriptivas, provoca no solo desapego de la ley a la hora de determinar los presupuestos de la infracción penal, sino una confusión entre la ley, la sociología y la moral, pues la determinación de los deberes cuya infracción fundamentaría la responsabilidad penal

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no se vincula al derecho positivo sino a proposiciones sociológicas o filosóficas subjetivas acerca del contenido del estatus de cada cual, según su rol en la sociedad, y del contenido del supuesto deber negativo de no dañar (neminem laedere), los positivos institucionales y los mínimos de solidaridad que fundamentarían a su vez deberes positivos de actuación, etc. La capacidad de la doctrina alemana de presentar en forma abstracta estas diferentes sistematizaciones, fundamentándolas en perspectivas filosóficas o sociológicas que exceden los términos de su derecho positivo, en el entendido de que “el concepto de responsabilidad penal es el mismo en Francia y en Suecia” (Liszt, Das Strafrecht, xxiv), ha permitido su fácil adopción por la doctrina latinoamericana como parte de un fenómeno de vasallaje cultural bien extendido, generalmente coincidente con la influencia personal de profesores alemanes y españoles en la formación de posgrado de los nuestros. Así, entre los autores de obras generales, en la década de 1930, P. Ortiz M. adoptó el primer sistema de von Liszt sin modificación alguna, tras interiorizarse del Proyecto de Código Penal alemán de 1927 a través de v. Bohlen. Más tarde R. Fontecilla, influenciado por la obra de Jiménez de Asúa, trajo a nosotros el modelo von Liszt-Beling. Posteriormente, a principios de 1960, E. Novoa M., se ciñó al de Mezger; y a finales de esa década, E. Cury adoptó la sistemática finalista de Welzel sin variación alguna, a la que se sumó posteriormente L. Cousiño. Esta perspectiva dominó en la doctrina nacional hasta principios de 1990 y se mantiene viva en la obra de V. Bullemore y J. Mackinnon. En este panorama, solo A. Etcheberry ofrecía, desde la década de 1960, una propuesta diferente a la adopción casi íntegra de algún sistema en boga, pues si bien acepta la idea de la acción final, mantiene el sistema clásico (Liszt-Beling) en la presentación de la materia. En la década de 1980, J. Bustos fue el primer autor nacional en presentar un sistema que puede calificarse propiamente de post finalista y, en cierto modo, funcionalista, abandonando la idea de la acción final como fundamento y, adoptando, en cambio, la de la función de protección de bienes jurídicos desde una perspectiva crítica del derecho. Con el retorno de la democracia en 1990 y el cambio de siglo, aparecen entre nosotros también obras generales que recogen las ideas funcionalistas dominantes en Alemania desde los años 1970: Así, M. Garrido M. y el profesor venezolano afincado en Chile, J. L. Modollel, adoptan el sistema de Roxin; J. I. Piña, el de Jakobs; y J. P. Mañalich, las ideas de Kindhäuser y Hruschka, junto con una actualización de las teorías de la imputación del siglo XVIII y de las normas de Binding, a partir de las cuales establece criterios de imputación de la culpabilidad diferenciados (ordinaria y extraordinaria) y admite considerar el conocimiento de la ilicitud como parte del dolo, como en el sistema clásico, aunque en un

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nivel diferente del de los hechos (para una exposición crítica de los fundamentos de esta teoría, v. De la Fuente, ¿Qué prohíben las normas?). Nosotros, asumiendo que los elementos de la responsabilidad penal se vinculan a las exigencias de los fundamentos constitucionales de la ley vigente en cada país y a los problemas que se deben abordar en su interpretación, no a las preferencias subjetivas que se tengan sobre sistemas filosóficos, políticos o sociológicos ajenos al derecho positivo, estimamos que la forma de su exposición analítica —en el sentido de “distinción y separación de las partes de algo para conocer su composición”, según la definición del Diccionario— solo debe estar guiada por las necesidades de su mejor enseñanza (Novoa, Causalismo, 2 y 158). O, con otras palabras, que las ideas de tipicidad, antijuridicidad y culpabilidad (y sus contenidos asociados), no son más que “categorías auxiliares” con un propósito “didáctico”, pues cualquiera sea su orden de exposición y los contenidos asociados, la pregunta esencial acerca de la responsabilidad individual por un hecho determinado solo tiene dos respuestas posibles: se afirma o se niega (Jakobs, “Funktionalismus”, 864). Esta perspectiva, no concede al sistema o esquema de presentación de la teoría del delito y de sus formas especiales de aparición más valor que el analítico o didáctico para favorecer la exposición de los materiales de estudio, pues estimamos que la experiencia forense universal demuestra que las “proposiciones generales no deciden casos concretos” (Holmes, 457) y que la pretensión de coherencia racional dogmática “muchas veces conduce a abstracciones exageradas e inútiles y a discusiones triviales” (Cury DP I, 171). Al mismo tiempo, considera que, más allá de las divergencias históricas e idiomáticas, existen concretos problemas que regula la ley vigente en distintos países y continentes respecto de los cuales los puntos de convergencia entre las diferentes tradiciones jurídicas son más que los que pueden aparecer en un simple examen superficial de los diversos “sistemas dogmáticos” y de los presupuestos extrajurídicos en que se fundan (Chiesa, 194). En este sentido, nuestra perspectiva es más problemática que sistemática, ofreciendo al lector un sistema abierto que, sin perjuicio de su pretensión de coherencia, se enfoca en los problemas de interpretación y aplicación de la ley nacional, de manera que las propuestas de solución ofrecidas y discutidas a los problemas subyacentes se pueden contrastar con las propuestas de cualquier preferencia sistemática o legislación extranjera que cada uno adopte o considere como modelo. Con esa advertencia debe considerarse el esquema de exposición de la materia que aquí se adopta, coincidente parcialmente con los modelos de Politoff y Guzmán D. Así, la definición del delito como realización de una conducta típica, antijurídica y culpable, donde los aspectos subjetivos de

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la responsabilidad personal, dolo y culpa, permanecen anclados a la categoría de la culpabilidad, es una ordenación de los presupuestos legales de la responsabilidad penal que no tiene la pretensión de ofrecer distinciones categóricas. Y, aunque se adopta una perspectiva unitaria en el tratamiento del error, se admite la distinción entre error de tipo y error de prohibición; y mientras se sostiene que la culpabilidad tiene como componente positivo principal la vinculación subjetiva del agente con el hecho (dolo y culpa), no se niega que las exculpantes basadas en la inexigibilidad de otra conducta tienen un importante contenido normativo. Tampoco se niegan ciertos elementos subjetivos en el tipo y en la imputación objetiva de resultados, o el carácter personal de las causales de justificación, pues lo objetivo y lo subjetivo se encuentran presentes en todos los niveles de imputación, incluyendo no solo las cuestiones relativas a la teoría del delito, sino también a las vinculadas a su grado de desarrollo (tentativa y frustración), a la autoría y participación y a la determinación de la pena. Pero este esquema sí se distingue de los sistemas post finalistas en boga, materialmente, en la propuesta de considerar el dolo como un hecho psicológico actual y no potencial, con la correlativa exigencia de su prueba, de conformidad con el art. 340 CPP. Además, se rechaza el principio del injusto personal, que identifica la naturaleza de lo punible con la voluntad o finalidad del autor contraria, hostil o desleal al derecho, independientemente de la existencia del hecho objetivo sobre que recaería y debe probarse. Desde esta perspectiva, los aspectos subjetivos de la conducta se presentan como exigencias probatorias adicionales a la realización objetiva del hecho punible, tanto tratándose del dolo y la culpa, como exigencia general, como de ciertos aspectos de la descripción de cada supuesto de hecho punible o elementos subjetivos del tipo, allí donde la ley los contempla. De este modo, entendemos la culpabilidad principalmente como un juicio sobre la subjetividad del autor, sus estados mentales al momento del hecho (imputabilidad, dolo y culpa) y las condiciones en que actúa (inexigibilidad de otra conducta); mientras estimamos de carácter principalmente objetivo los juicios de tipicidad y antijuridicidad (que conciernen a la idea del injusto). Pero, como se dijo, aceptando que en todas las categorías encontraremos elementos subjetivos, objetivos y normativos, más allá de su configuración general.

§ 2. El objeto de la teoría: el delito o hecho punible La definición legal de delito como acción u omisión voluntaria penada por la ley (art. 1 CP), es suficiente para delimitar nuestro objeto de estudio.

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Ella permite identificarlo como la realización de un hecho descrito en la ley (los tipos penales o presupuestos de hecho de la pena), cuya sanción depende de acreditar que ese hecho fue voluntario y no concurría una causal de exención de responsabilidad del art. 10. El delito puede así ser considerado como una entelequia jurídica, cuya existencia y contornos dependen de la legislación positiva de cada Estado. De allí que resulten inútiles, salvo en discusiones de lege ferenda o de política criminal, los esfuerzos por proponer un concepto de delito natural, esto es, una noción que exprese lo que sería el delito fuera de su concreción en el derecho vigente como presupuesto para la imposición de una pena. Nociones que acuden a criterios tales como “atentado contra las normas fundamentales de la comunidad jurídica”, “acciones que ofenden gravemente el orden ético-jurídico” o “violación de los sentimientos altruistas fundamentales de piedad y probidad” (Cousiño PG I, 241), provienen de visiones ideales de la ética social y carecen de significación jurídica. Sin embargo, en la vida real el delito se presenta siempre como un hecho concreto no como una abstracción jurídica: alguien con un disparo mata a otro, o lo amenaza y le exige una cantidad de dinero para no matarle, o en vez de dinero le exige mantener relaciones sexuales, etc. Su responsable, en el evento de ser condenado, no solo recibirá una copia de la sentencia en que se indique que es responsable del hecho imputado, sino que, probablemente, sufrirá una pena que signifique una privación o limitación real de sus bienes y derechos que, en el peor de los casos, lo mantendrá encerrado en una cárcel por un tiempo determinado. Por ello, no debe perderse de vista que, como fenómenos sociales reales, la distribución de los delitos y de las penas en la comunidad no siempre responderá a los criterios abstractos de la ley ni encarnará el ideal constitucional de igualdad ante ella. Por una parte, no es probable que todas las personas cometan delitos, pero tampoco que solo las personas condenadas los hayan cometido, atendida la existencia de una importante cifra negra de hechos no denunciados o que, siendo denunciados, sus responsables no son identificados o sancionados. Por otra, salva las excepciones que confirman la regla, la práctica real del sistema de justicia criminal suele inclinarse por procesar delitos flagrantes contra las personas, la propiedad o de tráfico y posesión de drogas prohibidas, hechos de fácil persecución que son cometidos por personas a las que también es fácil aprehender y que suelen ser reincidentes o reiterantes en ellos, como se desprende de una simple revisión de las estadísticas disponibles. Y basta una visita a los tribunales con jurisdicción en lo criminal y las cárceles de cualquier país, para apreciar que la mayor parte de los imputados y condenados son personas que pertenecen a los sectores más carentes de recursos,

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menos educados y peor integrados de cada sociedad. Pero esas estadísticas y observaciones muestran, asimismo, que la mayor parte de las víctimas de los delitos que se procesan también pertenecen a los sectores más excluidos y empobrecidos de la sociedad, cuya protección es una obligación del Estado en la búsqueda del bien común, respetando los principios constitucionales de legalidad, reserva y debido proceso.

§ 3. Visión de conjunto La teoría del delito que aquí se adopta es una variante del sistema propuesto por Politoff DP, que lo define como conducta típica, antijurídica y culpable. Según esta perspectiva, los presupuestos de la responsabilidad penal son: i) la realización de una conducta —acción u omisión— que sea objetivamente subsumible en una descripción o tipo legal (tipicidad); ii) que esa conducta lesione o ponga en peligro el bien jurídico que la ley pretende proteger sin estar autorizado por ella (antijuridicidad); y iii) que esa conducta sea imputable subjetivamente a quien la realiza (culpabilidad). A estas exigencias comunes a todo hecho punible hay que añadir todavía, en casos excepcionales, las condiciones de procesabilidad que son “presupuestos necesarios para ejercer válidamente la acción penal respectiva” (Garrido DP I, 250). Entre estas últimas podemos mencionar la falta de pago del cheque protestado en el caso del art. 22 D.F.L. 707, la denuncia del Servicio de Impuestos Internos del art. 162 del Código Tributario o la del veedor, liquidador o Superintendente de Insolvencia o Reemprendimiento, tratándose de delitos concursales, art. 465 CP. Pero, por tratarse de condiciones que no son constitutivas del delito, puede prescindirse de ellas para su definición. Procesalmente, sin embargo, para condenar a un acusado no todos los componentes de cada uno de los elementos de la teoría del delito deben ser probados más allá de toda duda razonable. Según prescribe el art. 340 CPP, la acusación debe probar: i) los hechos que permiten fundamentar la “existencia del hecho punible”, esto es, la conducta típica, incluyendo la efectiva lesión o puesta en peligro del bien jurídico protegido (antijuridicidad material); y ii) la “participación culpable” del acusado, a saber, el dolo o la culpa del acusado y su grado de participación en el hecho (autor, cómplice o encubridor). En consecuencia, corresponde a la defensa presentar y probar en juicio las causales de justificación y exculpación que se aleguen (defensas positivas), sin perjuicio que, durante la investigación, el fiscal está obligado

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a evacuar las diligencias que sean necesarias para su comprobación o descarte, según el principio de objetividad (art. 3 Ley 19.640). Estas obligaciones probatorias no siguen en juicio el orden analítico de la teoría del delito, sino el dispuesto por el art. 328 CPP, donde se exige la presentación en un acto continuado de la prueba del caso de la acusación y la defensa, de forma separada y consecutiva, de modo que las defensas positivas y negativas (p. ej., la negación de la tipicidad por falta de imputación objetiva), se presentan solo una vez que la fiscalía ha expuesto su caso completamente, incluyendo las pruebas que crea tener de la participación culpable del acusado. Tratándose de personas jurídicas, la acusación ha de probar, en su caso, además, la concurrencia de los requisitos establecidos en los arts. 3 y 5 Ley 20.393 para la correspondiente atribución de responsabilidad.

A. Tipicidad La tipicidad es la adecuación de una conducta al tipo penal, esto es, al supuesto de hecho de la ley que la califica como delito. Este elemento de la responsabilidad penal se encuentra explícitamente previsto en el art. 19 N.º 3 inc. 8 CPR, donde se proclama que “ninguna ley podrá establecer penas sin que la conducta que se sanciona esté expresamente descrita en ella”. Por conducta se entiende únicamente el comportamiento humano, incluyendo el que se vale de instrumentos, animales u otras personas. Ella es requisito también para la configuración de la responsabilidad de las personas jurídicas, cuya atribución se realiza teniendo como presupuesto la existencia de una conducta humana constitutiva de los delitos por los cuales responde (arts. 3 y 5 Ley 20.393). El aspecto voluntario de la conducta, exigido por el art. 1, importa necesariamente un primer análisis de esa subjetividad en esta etapa: quedan fuera de la idea de conducta no solo los meros pensamientos y sentimientos no manifestados a terceros, sino también aquellos movimientos corporales que son enteramente independientes de la voluntad e incontrolables por ésta, como los movimientos reflejos, los calambres u otros movimientos espasmódicos, los actos inconscientes y aquellos realizados bajo vis absoluta o fuerza irresistible, como cuando alguien —contra su voluntad— es lanzado sobre un escaparate que destruye o empujado a una piscina donde hiere a un nadador, etc. Comprobada la existencia de una conducta voluntaria como hecho material, surge la pregunta jurídicamente relevante acerca de si ese comportamiento realiza o no los elementos de un tipo penal. La acción u omisión es

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típica solo si es subsumible en el presupuesto de hecho o tipo de un delito contenido en el Código penal o en una ley penal especial. Por tipo se entiende el conjunto de elementos que describen un delito determinado, p. ej. “el que mate a otro”, art. 391; o “los que en perjuicio de otro se apropiaren o distrajeren dinero, efectos o cualquiera otra cosa mueble que hubieren recibido en depósito, comisión o administración, o por otro título que produzca obligación de entregarla o devolverla”, art. 470 N.º 1. Generalmente, los tipos penales comprenden descripciones más o menos objetivas de la realidad, que no atienden a las intenciones o estados mentales del autor. Existen, sin embargo, por excepción, tipos penales que contemplan elementos subjetivos, sin cuya existencia no hay posibilidad de considerar un hecho determinado como punible, p. ej., el art. 185 castiga al que “falsificare boletas para el transporte de personas o cosas, o para reuniones o espectáculos públicos, con el propósito de usarlas o de circularlas fraudulentamente”, y el art. 316, al que “diseminare gérmenes patógenos con el propósito de producir una enfermedad”. Otra cuestión relevante en esta materia es la vinculación de la conducta con los resultados que causa y que la ley incluye en la descripción típica, como la muerte de otro en el homicidio del art. 391. Aquí, la indagación por la causalidad se ve enfrentada a limitaciones propias de la práctica jurídica, que no pretende indagar en los misterios del universo sino determinar la responsabilidad penal de cada cual, limitaciones que conocemos bajo la idea de la imputación objetiva. Finalmente, otro problema especialmente complejo que pertenece a la teoría de la tipicidad es la existencia de dos modos de conducta: la acción y la omisión. Es fácil comprender la omisión cuando ésta se describe en la ley como no realización de la conducta esperada descrita (p. ej., omisión de socorro del art. 195 Ley de Tránsito). Sin embargo, la cuestión de aquellas omisiones a las que se atribuye la responsabilidad por un resultado donde la conducta esperada no está descrita en la ley (delicta commisiva per omissionem), es algo más compleja, pues aquí deben determinarse con cuidado los casos en que a una persona se le puede exigir, como garante de un bien jurídico, que evite un resultado dañoso previsto en la ley como efecto regular de una conducta positiva, como “matar a otro” (art. 391).

B. Antijuridicidad La adecuación típica a través de una conducta humana debe ser antijurídica para que exista un hecho punible.

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Como las figuras descritas en la ley penal son hechos ilícitos (esto es, previstos como tales por estimarse socialmente dañosos), debieran en principio ser también antijurídicas aquellas conductas que corresponden a alguna de esas descripciones. Y, sin embargo, ello no es siempre así. Puede decirse que la adecuación típica es un indicio de que existe una conducta antijurídica, siempre que ella importe la realización del daño o puesta en peligro del bien jurídico que la ley pretende evitar (antijuridicidad material). Por eso, a la acusación le basta con probar la tipicidad de una conducta y su antijuridicidad material para demostrar la existencia del hecho punible. Pero, aunque quien destruye la cortina de una sala de cine realiza una conducta típica dañando la propiedad ajena, no será responsable del delito de daños del art. 484 si logra demostrar que ese hecho tuvo por objeto apagar el incendio que se había declarado en la sala y no había otro medio para ello. El indicio de la antijuridicidad se desvanece por existir una causal de justificación formal (en el caso propuesto, un estado de necesidad, previsto en el art. 10 N.º 7 CP). Las principales causas de justificación son la legítima defensa propia, de parientes y de terceros (art. 10 N.º 4, 5, 6), el estado de necesidad justificante (art. 10 N.º 7 y 11), el cumplimiento de deber y el ejercicio legítimo de una autoridad, derecho, oficio o cargo (art. 10 N.º 10). En todos estos casos se trata de reglas de excepción (defensas positivas) cuya prueba corresponde al acusado. No obstante, durante la investigación, por el principio de objetividad, corresponde a la fiscalía hacer las averiguaciones necesarias para comprobar o desvirtuar las alegaciones de la defensa en este sentido. La causal de justificación del art. 10 N.º 10, que exime de responsabilidad penal al que obra en cumplimiento de un deber o en ejercicio legítimo de un derecho, profesión, cargo u oficio, permite entender la teoría de la antijuridicidad como el reverso de las diversas autorizaciones o permisos de actuación que se hallan no solo en el Código penal, sino en la totalidad del ordenamiento jurídico (incluyendo el de los pueblos originarios). Así acontece, p. ej., con el derecho de los mandatarios de hacerse del pago de su encargo con los bienes del mandante: en la medida que tales bienes corresponden a su remuneración, tiene el derecho a retenerlos (art. 2162 CC) y, por tanto, no incumple con la obligación de restituirlos al mandante, cuyo incumplimiento constituiría el delito de apropiación indebida (art. 470 N.º 1). A la teoría de la antijuridicidad incumbe, pues, principalmente, fijar los presupuestos de una eventual exclusión del probable ilícito del que es indicio la adecuación de la conducta al supuesto típico y la realización del daño o peligro que la ley pretende evitar (antijuridicidad material). Por ello, la

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falta de tipicidad y la falta de antijuridicidad no son enteramente equivalentes —aunque sí lo sean desde el punto de vista de la exclusión del injusto y de la punibilidad—, ya que no es lo mismo diseminar gérmenes patógenos en un proceso de vacunación masiva que hacerlo para afectar un sector de la economía o de la población (art. 316), ni es lo mismo matar a un mosquito que matar a una persona en legítima defensa (art. 191, en relación con el 10 N.º 4). Por eso, la justificación formal es una excepción que requiere un examen cuidadoso de las pruebas presentadas para alegarla por parte de la defensa, ya que la adecuación típica significa que, en alguna forma, un bien jurídico ha sido lesionado (antijuridicidad material): el daño causado para evitar un mal mayor no deja de ser una lesión típica de un bien jurídico, cuyo amparo cede excepcionalmente ante la necesidad. Esto explica que el art. 168 CPP imponga la revisión judicial del ejercicio de la facultad de no iniciar una investigación, cuando se estima que los hechos no son constitutivos de delito, aún si no ha existido una previa intervención judicial. En caso de haberse producido esa intervención previa, p. ej., por acogerse una querella o decretarse medidas cautelares, la existencia de una causal de justificación solo puede ser alegada al solicitar un sobreseimiento por la causal del art. 250 c) CPP o la absolución en un juicio oral.

C. Culpabilidad (responsabilidad personal) Luego de la indagación sobre la tipicidad y la antijuridicidad es posible afirmar que el hecho es injusto. La información que hemos reunido hasta aquí es principalmente objetiva. Las capacidades del autor, sus intenciones o los motivos de su actuación no han sido considerados, salvo en aspectos puntuales, para decidir sobre la adecuación típica y sobre la antijuridicidad, donde el énfasis aparece puesto en la adecuación de la conducta a la descripción típica y el daño o lesión de bienes jurídicos que causa sin autorización legal. Pero con ello no hemos afirmado, sin embargo, que de ese hecho pueda ser responsable el que lo realizó. La exigencia de culpabilidad significa que ese hecho puede atribuirse o imputarse subjetivamente a una persona capaz y que podría haber actuado de otra manera, esto es, que no es un enajenado mental o menor de edad ni actuó engañado o forzado por las circunstancias. Esta es la esencia del principio de culpabilidad: no se trata de imponer la pena a quien “la merece” como si se le hiciese un reproche “moral” por su “infidelidad” u otra consideración ajena a la observancia externa del derecho, sino solo como “garantía para fundamentar la exclusión de la pena, si el hechor no estaba subjetivamente vinculado con el hecho dañoso que se

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le imputa o no le era socialmente exigible obrar de manera distinta de como lo hizo” (Politoff, “Sistema”, 587). Los elementos que permiten afirmar esa vinculación son: i)

Imputabilidad e inimputabilidad

Imputabilidad es capacidad de culpabilidad o responsabilidad, condición que no existe, en el sentido de nuestra ley, si falta la salud mental (art. 10 N.º 1) o la madurez o desarrollo suficiente de la personalidad (art. 10 N.º 2). ii) Dolo y culpa Al autor del hecho no se le imputa sin más el resultado o la conducta objetivamente realizada, sino, la circunstancia de que esa conducta o resultado hayan sido dolosos o culposos (arts. 1 y 2). En el primer caso se habla de delitos, en el segundo, de cuasidelitos. De ahí que se denomine formas o especies de culpabilidad al dolo o malicia y a la culpa (imprudencia o negligencia). Existe dolo si el agente conoce los elementos del tipo penal y tiene voluntad de su realización, p. ej., en el delito de homicidio del art. 391, hay dolo si sabe que mata a una persona y es esto precisamente lo que quiere hacer. Pero también forma parte del dolo o malicia la comprensión del carácter antijurídico de la conducta. Por eso, actúa sin dolo tanto el que desconoce las condiciones fácticas de su actuar por que, p. ej., cree que dispara a una pieza de caza, pero el blanco es otro cazador disfrazado de animal (error de tipo); como quien cree que actúa al amparo de una causal de justificación, p. ej., cree que le dispara a un ladrón mientras escala de noche su casa, pero la víctima es su hijo borracho que entra por la ventana tratando de no ser descubierto (error de prohibición). El arraigo de la antigua doctrina consagrada por el art. 8 CC que niega efecto excluyente de responsabilidad penal al error de derecho, no puede alterar la exigencia de voluntariedad de los arts. 1 y 2 CP (ley posterior y especial). Pero el desconocimiento de la realidad o de las normas aplicables, deliberado y atribuible a la propia responsabilidad no impide sino fundamenta, por ese mismo actuar voluntario y consciente, aunque previo, la imputación a título de dolo. Por otra parte, hay culpa o imprudencia si el autor, que no había previsto ni querido el resultado por él producido, podía y debía haberlo previsto y evitado, p. ej., en el caso de quien, al manipular descuidadamente los materiales con que repara el techo de una casa, deja caer inadvertidamente un ladrillo que da muerte a un transeúnte, comete un homicidio culposo o, lo

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que es lo mismo, un cuasidelito de homicidio (art. 490). La sanción por la culpa se funda en que si el que causó el resultado hubiera actuado con el debido cuidado, según sus conocimientos y capacidades, hubiera podido prever y evitar la muerte del transeúnte. Vale la pena señalar que, si bien legalmente los delitos culposos constituyen legalmente una excepción con un tratamiento penal muy benigno (art. 10 N.º 13, en relación con los arts. 490 a 492), en la práctica su juicio social ha ido mutando, sobre todo respecto a los que constituyen accidentes de tránsito, como lo demuestra toda la regulación del manejo en estado de ebriedad, a propósito de la llamada Ley Emilia (arts. 195 a 196 ter Ley de Tránsito. V., una crítica a esta evolución, reflejada en importantes cambios en las descripciones típicas y la penalidad de esta clase de delitos, desde un punto de vista político criminal, en Cardozo, “Bases”, 57). iii) Exigibilidad de otra conducta conforme a derecho Este requisito es consecuencia de que la responsabilidad penal solo es exigible de las actuaciones voluntarias o libres, en sentido jurídico, esto es, exentas no solo de error o engaño, sino también de coerción, temor o necesidad. Las circunstancias extraordinarias que eximen de responsabilidad por considerar que no es exigible otra conducta en las situaciones que señalan son la fuerza moral irresistible, el miedo insuperable (art. 10 N.º 9), el estado de necesidad (art. 10 N.º 11) y otras situaciones equivalentes (p. ej., el encubrimiento de parientes, art. 17, inciso final y la obediencia debida en el ordenamiento militar). En todos esos casos se afirma que, jurídicamente, era inexigible otra conducta. Desde el punto de vista procesal, corresponde al fiscal probar los elementos positivos de la culpabilidad, esto es el dolo y la culpa, que se encuentran en la definición del delito de los arts. 1 y 2 CP y determinan la “participación culpable” del acusado (art. 340 CPP). Y corresponde a la defensa la prueba de las eximentes de la responsabilidad penal basadas en la falta de culpabilidad por error o inexigibilidad de otra conducta. Sin embargo, la existencia de una causal de inimputabilidad (locura o demencia y menor edad, art. 10 N.º 1 y 2), como presupuesto de la participación culpable, también es de comprobación obligatoria por la fiscalía, previa a la formulación de una acusación (art. 354 CPP).

Capítulo 6

Tipicidad Bibliografía Ananías, I., “Prohibición de regreso”, REJ 13, 2010; Ambos, K., “La posesión como delito y la función del elemento normativo —Reflexiones desde una perspectiva comparada”, RCP 42, N.º 1, 2015; Balmaceda, G., Castro, C. y Henao, L., Derecho penal & Criminalidad postindustrial, Santiago, 2007; Bunster, A., “La voluntad del acto delictivo”, Clásicos RCP I; “Acerca de la concepción roxiniana de acción penal”, REJ 3, 2003; Bustos, J., Flisfisch, C. y Politoff, S., “Omisión de socorro y homicidio por omisión”, Clásicos RCP II; Carnevali, R., “El delito de omisión. En particular, la comisión por omisión”, R. Derecho (Coquimbo) 9, 2002; “Un examen a los problemas de relación de causalidad y de imputación objetiva conforme a la doctrina penal chilena”, en Vargas P., T. (Ed.), La relación de causalidad. Análisis de su relevancia en la responsabilidad civil y penal, Santiago, 2008; Cho, B.-S., “Cuestiones de causalidad y autoría en el derecho penal del medio ambiente coreano y japonés, desde la perspectiva del derecho comparado”, R. Penal 4, 1999; Contesse, J., “La omisión impropia como hecho punible. Acerca de la incorporación de una regla general de punibilidad de los así llamados ‘delitos de omisión impropia’ en el Anteproyecto de Nuevo Código Penal”, en AA.VV., Reformas penales, Santiago, 2017; Contreras Ch., L. “La posición de garante del fabricante en el derecho penal alemán”, RPC 12, N.º 23, 2017; Productos defectuosos y derecho penal. El principio de confianza en la responsabilidad penal por el producto, Santiago, 2018; “La prohibición de colocar en el mercado productos que sean peligrosos en caso de utilización conforme a su finalidad o racionalmente previsible”, Ius et Praxis 25, N.º 2, 2019; Cox, J. P., Los abusos sexuales, Santiago, 2003; “La conducta en los delitos de posesión”, RChDCP 2, N.º 3, 2013; Cury, E., “La ausencia de tipicidad en el Código penal”, Clásicos RCP I; “Contribución a la distinción entre delitos de resultado y de simple actividad”, RCP 40, N.º 1, 1993; Etcheberry, A., “Reflexiones críticas sobre la relación de causalidad”, Clásicos RCP I; “¿Hacia el fin de los delitos de comisión por omisión?”, en García V., C. et al (Coords.), Estudios penales en homenaje a Enrique Gimbernat, Madrid, 2008; Flisfisch, C., La omisión, Santiago, 1968; Frisch, W., Comportamiento típico e imputación de resultado, Madrid, 2004; Gimbernat, E., “Concurso de leyes, error y participación en el delito (a propósito del libro del mismo título del profesor Enrique Peñaranda)”, Anuario de Derecho Penal y Ciencias Penales 45, 1992; Granger, C. W. J., “Investigating causal relations by econometric models and cross spectral methods”, Econometrica 37, 1969; Greco, L., “Das Subjektive an der objektiven Zurechnung: Zum ‘Problem’ des Sonderwissens”, ZStW 117, 2005; Hernández B., “El problema de la ‘causalidad general’ en el derecho penal chileno (con ocasión del art. 232 del Anteproyecto de Nuevo Código Penal)”, RPC 1, N.º 1, 2006; “Comentario al art. 1”, CP Comentado I; “El fundamento de la posición de garante de los directivos de empresa respecto de delitos cometidos por terceros

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en la misma”, LH Cury; Izquierdo, C., “Comisión por omisión: algunas consideraciones sobre la injerencia como fuente de la posición de garante”, RChD 33, N.º 2, 2006; Jakobs, G., “La imputación penal de la acción y la omisión”, Anuario de Derecho Penal y Ciencias Penales 49, N.º 3, 1996; Krause, M.ª S., “La relación de causalidad ¿Quaestio facti o quaestio iuris?”, R. Derecho (Valdivia) 27, N.º 2, 2014; Künsemüller, C., “Las hipótesis preterintencionales”, Doctrinas GJ II; Larrauri, E., “Introducción a la imputación objetiva”, en Bustos, J. y Larrauri, E., La imputación objetiva, Bogotá 1998; Mañalich, J. P., “El derecho penal de la víctima”, R. Derecho y Humanidades 10, 2004; “Omisión del garante e intervención delictiva. Una reconstrucción desde la teoría de las normas”, R. Derecho (Coquimbo) 21, N.º 2, 2014; Norma, causalidad y acción. Una teoría de las normas para la dogmática de los delitos de resultado puros, Madrid, 2014; Matus, J. P., “Dogmática de los delitos relativos al tráfico de estupefacientes”, en Politoff, S. y Matus, J. P., Lavado de dinero y tráfico ilícito de estupefacientes, Santiago, 1999; Mayer, L., “Autonomía del paciente y responsabilidad penal médica”, R. Derecho (Valparaíso) 37, N.º 2, 2011; Modollel, J. L., “El tipo objetivo en los delitos de mera actividad”, RPC 11, N.º 22, 2016; Navas, I., “Acción y omisión en la infracción de deberes negativos en derecho penal”, RPC 10, N.º 20, 2015; Novoa, E., Causalismo y finalismo en derecho penal (Aspectos de la enseñanza penal en Hispanoamérica), San José de Costa Rica, 1980; Fundamentos de los delitos de omisión, Buenos Aires, 1984; Grandes procesos, Santiago, 1988; Ossandón, M.ª M., “Los elementos descriptivos como técnica legislativa. Consideraciones críticas en relación con los delitos de hurto y robo con fuerza”, R. Derecho (Valdivia) 22, N.º 1, 2009; Piña, J. I., “Causalidad e imputación. Algunas consideraciones sobre su ubicación y relevancia en el derecho penal”, RChD 30, N.º 3, 2003; Politoff, S., Los elementos subjetivos del tipo legal, Santiago, 1965; “El ‘autor detrás del autor’. De la autoría funcional a la responsabilidad penal de las personas jurídicas”, en Politoff, S. y Matus, J. P., Gran Criminalidad Organizada y tráfico ilícito de estupefacientes, Santiago, 2000; Reyes V., J., Manual de imputación objetiva, Santiago, 2010; Rivera, J., “La intervención de la víctima en el hecho delictivo”, LH Solari; Rodríguez Collao, L., Delitos sexuales, 2.ª Ed., Santiago, 2014; Rojas A., L. E., “Lo subjetivo en el juicio de imputación objetiva: ¿aporía teórica?”, R. Derecho (Valdivia) 23, N.º 1, 2010; “Delitos de omisión entre libertad y solidaridad”, RPC 13, N.º 26, 2018; “Caso ‘Michelson’”, Casos PG; “Dimensiones del principio de solidaridad: un estudio filosófico”, RChD 46, N.º 3, 2019; Sepúlveda W., J., “De la relación de causalidad, causación o relación causal, en el derecho penal”, Clásicos RCP I; Soto P., M., La apropiación indebida (acción, autor y resultado típico), Santiago, 1994; “Una jurisprudencia histórica: hacia el reconocimiento del ‘principio de culpabilidad’ en el derecho penal chileno”, R. Derecho (U. Finis Terrae) 3, N.º 3, 1999; Tapia B., P., “El estatuto de la víctima en el ordenamiento jurídico chileno”: estado de la cuestión y algunas consideraciones”, RCP 43, N.º 2, 2016; Vargas P., T., La relación de causalidad. Análisis de su relevancia en la responsabilidad civil y penal, Santiago, 2008; “Caso ‘Variante de la ambulancia por falta de atención’”, Casos PG; Responsabilidad penal por imprudencia médica, Santiago, 2018; Vivanco, J., El delito de robo con homicidio: ensayo de una interpretación desde la doctrina del delito tipo, 2.ª Ed., Santiago, 2000; van Weezel, A., “¿Es inconstitucional el Artículo 450, inciso primero, del Código

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Penal?”, RChD 28, N.º 1, 2001; “Optimización de la autonomía y deberes penales de solidaridad”, RPC 13, N.º 26, 2018; Wilenmann, J., “Conocimientos especiales en la dogmática jurídico-penal y teoría de las ciencias”, REJ 13, 2010; “Sobre la estructura argumentativa de los delitos de omisión impropia. Al mismo tiempo, sobre los usos y problemas de una dogmática penal orientada sustantiva o formalmente”, LH Etcheberry.

§ 1. Tipicidad como objeto de la teoría del caso de la acusación. Su prueba El primer elemento del delito es la existencia de una conducta típica. Y la primera obligación del fiscal es probar, más allá de toda duda razonable, que tal conducta ha existido en el mundo real y que reúne los caracteres que la hacen punible, descritos en un tipo penal. Esta prueba es la primera parte de su teoría del caso. Se llama tipo penal a la descripción del hecho penado por la ley o, en otros términos, al presupuesto de hecho de la sanción penal (Tatbestand, en alemán). Comprende la descripción de la conducta y las circunstancias fácticas que la hacen punible. La mayor parte las veces esas circunstancias son de gran relevancia: si bien la conducta homicida parece en sí misma grave (art. 391 N.º 2), para la ley no es igual matar a otro que a un pariente o a una mujer por su condición de tal (arts. 390 y 390 bis y ter), o si se hace o no a traición (art. 391 N.º 1). Además, cuando, como en tales casos, se exige un resultado, surge también la necesidad de la prueba de la relación causal. Por otra parte, conductas que en la vida normal carecen de significación jurídica autónoma, pueden considerarse delito según el objeto en que recaen, las circunstancias y el contexto en que se desarrollan. Así, la tenencia o posesión de determinadas cosas, que es una forma de relación económica básica generalmente lícita, puede constituir delito según la naturaleza del objeto que se tenga o posea, como sucede en los delitos de receptación de objetos robados (art. 456 bis A), tenencia de armas prohibidas (art. 9 Ley de Control de Armas) o posesión de drogas no permitidas (art. 3 Ley 20.000). Por otra parte, tratándose de conductas que tienen que ver con la libertad o propiedad de otro (adulto), como tener relaciones sexuales o apropiarse de cosas ajenas, estas pueden constituir o no delito según se hagan sin o con la voluntad del otro (arts. 361 y 432, respectivamente). También el lugar donde se realiza la conducta que en sí misma puede no ser delito, como encender una fogata, puede transformarla en delito: empleo del fuego en Áreas Silvestres Protegidas (art. 22 bis Ley de Bosques). A la hora de describir los hechos punibles, el legislador puede incluir, además, menciones específicas

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relativas al tiempo (“en tiempo de catástrofe”, art. 5 Ley 16.282); al lugar (“lugar habitado”, art. 440); a determinados medios o modos de perpetrar el hecho (“por sorpresa o engaño”, art. 384), etc., que alteran la cuantía de la pena asignada al hecho. Luego, la tipicidad es la adecuación o subsunción del hecho —que incluye a la conducta— descrito en la acusación al presupuesto o descripción fáctica del delito (tipo penal). En el delito de homicidio simple el tipo penal está en el Art. 391 N.º 2: “El que mate a otro”. Un hecho concreto contenido en una acusación, en el sentido del art. 259 b) CPP, puede ser —en una versión muy resumida— el siguiente: “A las 20:00 hrs del 1 de enero de 2020, tras una breve discusión, A, cogiendo una piedra en el suelo golpeó el cráneo de B, causándole una herida que provocó su muerte por hemorragia a las 20:30 hrs”. Ese hecho es típico y constituye un delito de homicidio del art. 391 N.º 2, porque puede subsumirse en sus elementos: i) A, una persona; ii) realiza una acción (con un movimiento corporal dirigido por la voluntad golpea con una piedra la cabeza de B); y iii) que causa la muerte de otro, B. La afirmación de la tipicidad de una conducta significa entonces, traspasar también el primer filtro valorativo o normativo de la ley, al identificar un hecho concreto con la clase de hecho abstracto o general o descrito en ella. Además, puesto que los ingredientes que integran la tipicidad son inseparables de los bienes jurídicos tutelados a través de la respectiva figura legal (vida, libertad ambulatoria, libertad sexual, propiedad, ejercicio correcto de la función pública, etc.) y de la forma de lesión o peligro que se quiere evitar a través de la incriminación, el juicio acerca de la tipicidad expresa ya un conjunto de informaciones provisionales acerca del bien jurídico tutelado y su lesión (antijuridicidad material): solo desde esta perspectiva es posible resolver problemas actuales como el de si una casa de veraneo es o no —durante el invierno— un lugar habitado de los mencionados en el art. 440. Las dos defensas generales que de aquí surgen son negar la existencia del hecho como tal (las cosas no pasaron como dice la acusación) o, sin disputar su existencia y circunstancias, negar su tipicidad, afirmando que no es subsumible en el tipo penal que señala la acusación. En casos de persecución penal que de manera muy evidente se refieran a hechos que de ninguna manera puedan considerarse subsumibles en algún tipo penal, es posible, por falta de tipicidad, recurrir a la vía constitucional del amparo del art. 21 CPR para poner término a una persecución penal ilegal que amenaza, perturba o priva de libertad, según su estadio procesal.

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§ 2. Elementos de la descripción típica A. Autor (sujeto activo). Clasificación Autor es la persona que realiza el tipo penal. En los términos del art. 15 N.º 1, es quien “toma parte inmediata y directa en su ejecución”. Cuando la ley especifica una característica personal para identificar al autor en el tipo penal, los delitos se llaman especiales, por contraposición a los comunes, donde figura como autor cualquiera (“el que”). Son delitos especiales propios aquellos que solo pueden ser cometidos por determinadas personas: la prevaricación judicial del art. 223 N.º 1 o el incesto del art. 375. Son especiales impropios, aquellos donde la característica personal parece únicamente agravar o disminuir la pena de un delito común: respecto del homicidio (art. 391 N.º 2) ser determinado pariente agrava la pena en el parricidio (art. 390), y la atenúa en el infanticidio (art. 393). En algunos delitos, la ley designa como sujetos activos únicamente a quienes se encuentran en la cúspide de una organización, aunque materialmente el hecho pueda ser cometido por cualquiera y no exista delito base común —lo que no sucede en los delitos especiales propios, donde materialmente solo los indicados por la ley pueden cometer el hecho que se trata: nadie que no sea juez puede dictar sentencia contra ley expresa y vigente (la puede falsificar, pero no dictar) —. Esto sucede, p. ej., en la publicidad falsa de valores, de la cual el art. 59 f) Ley 18.045 hace responsables únicamente a “los directores, administradores y gerentes de un emisor de valores de oferta pública”. Estos casos pueden denominarse de “autoría funcional” (Politoff, “El ‘autor detrás del autor’”, 333). Sin embargo, al establecerse la autoría funcional la ley no siempre excluye la responsabilidad de los inferiores, como sucede en la atribución de responsabilidad penal que hace el art. 99 CT a todos los obligados al cumplimiento de una obligación tributaria de un contribuyente que sea persona jurídica o en el art. 136 Ley General de Pesca que castiga tanto al que introduce o “manda introducir” contaminantes en el mar. En otros casos, la ley supone en la descripción típica la intervención de dos o más personas para la configuración de un delito. Estos son los delitos de “participación necesaria” o “plurisubjetivos”, donde debemos distinguir aquellos casos de delitos “de convergencia”, donde todos los intervinientes responden por su participación como autores de un mismo delito, aunque a veces varía el título designado por la ley (p. ej., en el alzamiento armado del art. 121 y en la asociación ilícita del art. 292, donde se distingue entre las calidades de caudillo y alzado o jefe y miembro, respectivamente); de los

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“de encuentro”, donde no necesariamente todos los intervinientes responden penalmente a un mismo título, como sucede con el cohecho pasivo y el activo (arts. 248 y 250) o el aborto consentido fuera de los casos permitidos por la ley (arts. 342 N.º 3 y 344), e incluso hay situaciones en que la intervención de la víctima parece necesaria para la consumación del delito, como en las estafas (arts. 467 a 473), la violación y el robo mediante intimidación (arts. 362 y 436), y la concusión (art. 241), donde solo el autor es responsable penalmente. La determinación específica del sujeto activo en cada delito es un asunto de la parte especial. Sin embargo, puesto que en la realidad es frecuente la intervención de varias personas en un mismo hecho, sin que todas ellas participen de igual forma ni compartan idénticas características personales, corresponde a la parte general determinar la extensión y grado de responsabilidad que cabe asignarles a cada una de ellas (arts. 14 a 17), donde la responsabilidad a título de “autor” se extiende más allá del sujeto activo del delito, según las formas empíricas de intervención en el hecho, aspectos que trataremos en detalle en el Cap. 10.

B. Víctima (sujeto pasivo) La víctima, esto es, la persona “ofendida por el delito” (art. 108 CPP), se encuentra presente en muchos tipos penales. En aquellos que afectan derechos personales (como la vida, la salud, la integridad personal o la libertad sexual, etc.), se indica con la expresión “otro”. En muchos delitos, la intervención de la víctima es determinante para su configuración: acceder a las amenazas agrava ese delito y, si éstas son intimidatorias, se configuran otros delitos como violación o robo (arts. 296, 361 y 436); entregar una cosa engañado o por un acto de confianza en su restitución, puede generar delitos de estafa y apropiación indebida (arts. 468, 470 N.º 1 y 473). A veces, la relación de la víctima con el autor es determinante en la calificación del hecho, como sucede en el art. 390 respecto de las relaciones que constituyen el parricidio y en el art. 390 bis, de los que constituyen el femicidio íntimo. En otros casos, el género o la menor edad de la víctima determina la gravedad del delito, como sucede con el femicidio del art. 390 ter, la sustracción de menores (art. 142), la violación de menores de 14 años (art. 362), la agravación del tráfico de migrantes menores de edad (art. 411 bis, inc. 3). El hecho de ser mujer la víctima de determinados delitos también se presenta como una característica personal relevante que agrava la pena, como aparece en la figura de femicidio (art. 390 bis) y, en la legislación española, en las lesiones y amenazas (arts. 148 N.º 4, 153.1 y 171.1 CP español de 1995). La

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mayor edad de la víctima también tiene influencia en algunos casos, como sucede en la exclusión de la excusa legal absolutoria del art. 489, cuando la víctima es un adulto mayor de 60 años. En ciertos delitos, no solo la calidad de la víctima sino, principalmente, su actividad procesal, son determinantes para su persecución y sanción, como ocurre con los delitos de acción privada (calumnia e injuria, p. ej.) y pública previa instancia particular (lesiones menos graves y leves, amenazas y delitos de carácter sexual contra mayores de edad), según disponen los arts. 54 y 55 CPP. En ellos, además, la renuncia previa a la acción penal la extingue (art. 56 CPP). Además, procesalmente, la ley atribuye a las víctimas ciertos derechos de participación formal en el proceso penal y a la reparación del daño, mediante el ejercicio de acciones civiles en el proceso penal, con independencia de la presentación o no de una querella, e incluso con la posibilidad de paralizar la persecución penal mediante acuerdos reparatorios en cuasidelitos y delitos que solo tengan interés pecuniario, según el art. 341 CPP (Tapia B., “Estatuto”, 32). Esta especial consideración, que incluye la sustitución de su anterior denominación (“sujeto pasivo”), parece ser fruto al mismo tiempo de los esfuerzos de la llamada “víctimología” y de la influencia en la política criminal de las críticas abolicionistas de las décadas de 1960 y 1970, que pugnaban por “buscar mecanismos de solución al conflicto distintos al punitivo —‘dejar en manos de la sociedad su resolución’—” (Carnevali, “Víctima”, 29). Pero también la “victimodogmática” ha desplazado hacia el análisis de la responsabilidad de la víctima una fuente de exclusión de la imputación objetiva de resultados, como veremos más adelante (con detalle, Mañalich, “Víctima”, 281). Sin embargo, la existencia de una víctima no es un elemento esencial para la configuración del hecho punible. Nuestro sistema contempla numerosos delitos “sin víctima”, donde no existe una persona directamente ofendida por el delito, sino que el fundamento de la punición es el daño o puesta en peligro de bienes jurídicos colectivos o supraindividuales, como la organización y existencia del Estado, del sistema de justicia, el medio ambiente, la libre competencia, etc., donde las potenciales víctimas indeterminadas de tales hechos solo muy excepcionalmente pueden comparecer en juicio como querellantes, personalmente, en casos de delitos terroristas o funcionarios, o representadas por organismos estatales especialmente habilitados al efecto (art. 111 CPP). Y aunque siempre les es posible denunciar, tampoco ello se permite en todos los casos (p. ej., en delitos tributarios, electorales y contra la libre competencia, entre otros, donde la capacidad para denunciar queda radicada en organismos estatales especializados).

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C. Conducta. Clasificación La conducta punible es el aspecto principal sobre el cual recae el juicio de tipicidad y se identifica con el núcleo o verbo rector del tipo penal: “matar” (art. 391), “herir, golpear o maltratar” (art. 397), “diseminar” (art. 316), “propagar” (art. 291), “solicitar” (art. 248), “poseer” (art. 3 Ley 20.000), “introducir” o “mandar a introducir” (art. 136 Ley General de Pesca), “omitir decretar la prisión” (art. 223 N.º 4), “no socorrer o auxiliar a otro” (art. 494 N.º 14), etc. En atención a sus formas, los delitos se clasifican en delitos de acción (arts. 390 y 397, p. ej.) y omisión; y estos, en omisión propia (arts. 223 N.º 4 y 494 N.º 14, p. ej.) o impropia (el llamado homicidio en comisión por omisión, p. ej.), según si las circunstancias de la omisión punible están o no descritas detalladamente en la ley. Las particularidades de la tipicidad en estos dos últimos casos las trataremos más adelante. Por ahora, solo es necesario tener presente que la variedad de las conductas humanas descritas en los tipos penales y las diferencias normativas de su expresión como hechos materiales determinados por su forma (“golpear”) o su resultado (“matar”), la expresión de una mera subjetividad (“poseer”) o expresiones verbales (“mandar”), en los casos de delitos de acción; o, simplemente, como la no realización de una conducta esperada, en los delitos de omisión; hace inútil desarrollar un concepto ontológico o pre-jurídico de acción, omisión o conducta que las englobe y que no sea sino la expresión de una tautología: son acciones y omisiones penalmente relevantes las expresiones corporales o verbales voluntarias descritas en la ley como delitos. La voluntariedad, en este primer nivel de análisis, solo significa que exista un impulso psíquico en la persona del agente que permita describir la expresión corporal o verbal como propia, originada en sí mismo, esto es, no forzada físicamente o inconsciente y por eso atribuible a él (Bunster, “Voluntad”, 607 y 626). Como veremos al tratar la culpabilidad, tampoco se consideran voluntarias, en un segundo nivel de análisis, las conductas resultantes de un engaño, error o fuerza moral. Dado que el legislador se vale del lenguaje común para las descripciones típicas, no es posible ir más allá de la identificación de la conducta con el verbo empleado en la ley, como expresión lingüística que sirve para describir los hechos del mundo exterior que deben ser probados para fundamentar la responsabilidad penal. Por eso, un concepto normativo de conducta, activa u omisiva, como el aquí propuesto, no sirve para valorar si un tipo penal se refiere a no a conductas cuyo concepto sea empíricamente prexistente y, por tanto, sujeto a las preferencias subjetivas de cada cual,

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como puede verse en la disputa de la segunda mitad del siglo pasado entre finalismo y causalismo (Novoa, Causalismo); pero, en cambio, sí sirve para exigir como condición de una condena la prueba empírica en un proceso real de lo que el tipo penal describe como conducta (Bunster, “Acción”, 19). Esto último ya es bastante en comparación con las doctrinas que pretenden reemplazar la prueba de los hechos punibles por la sola “adscripción” de significado desde el juzgador. También se distingue entre delitos formales y de resultado, según si se exige o no para la consumación una modificación del mundo exterior como consecuencia de la conducta (mutilación de un miembro importante, art. 396 inc. 1, p. ej.). En estos delitos se presenta el problema de la vinculación causal entre la actividad desplegada por el agente y su resultado, actualmente tratado bajo la idea de la imputación objetiva. Se habla de delitos formales o de mera actividad cuando dicho resultado no se exige (violación de domicilio, art. 144, p. ej.), sino que la ley “describe un hecho cuya realización completa requiere la intervención corporal del agente” (Cury, “distinción”, 71). Entre estos últimos, cobran importancia los de expresión, que se cometen solo mediante la emisión de expresiones lingüísticas (cohecho, arts. 248 a 250, p. ej.). En estos delitos no se exige la acreditación de un suceso causal externo diferente a la realización de la conducta descrita en el tipo, aunque, en el extremo, la inexistencia del peligro que la ley quiere evitar puede habilitar una defensa de falta de antijuridicidad material. A este mismo resultado se arriba si se entiende que la constatación ex ante de falta absoluta de peligro para el bien jurídico excluye la tipicidad en esta clase de delitos (Modollel, “Tipo”, 369). Según su forma de consumación, se distingue entre delitos simples o instantáneos, permanentes, instantáneos de efectos permanentes, habituales y de emprendimiento. Se entiende por delitos simples o instantáneos aquellos en que el hecho punible se perfecciona con una acción y, en su caso, un resultado, cuya entera realización es inmediata (hurto, art. 432); permanentes, aquellos en que la situación antijurídica creada se extiende en el tiempo sin solución de continuidad (secuestro, art. 141); instantáneos de efectos permanentes, aquellos en que los efectos del delito pueden seguir constatándose más allá de su consumación (mutilaciones, art. 396); habituales, los que la ley sanciona solo cuando se produce la repetición de una determinada conducta (encubrimiento personal habitual, 17 N° 4 CP). A estas formas tradicionales se agrega la del delito de emprendimiento o empresa, esto es, aquellos que la ley define con una multitud de conductas que constituyen formas de participación una y otra vez en una misma empresa o actividad criminal iniciada o no por el responsable, como sucede con el

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tráfico de drogas (art. 3 Ley 20.000) y en los delitos tributarios (art. 97, N.º 4 Código Tributario). Por último, la ley en ocasiones suele definir los delitos por la concurrencia de dos conductas, sea adicionando una a otra (delitos compuestos: violación con homicidio o femicidio, art. 372 bis) o vinculando la realización de una como medio o forma de comisión de otra (delitos complejos: robo con homicidio, art. 433 N.º 1. Con detalle, v. Vivanco, Robo). Estas clasificaciones son relevantes para determinar el momento y lugar de su comisión, así como su prescripción e incluso para resolver problemas relativos a la posibilidad de invocar la legítima defensa o el carácter de flagrante o no del delito en cuestión. Pero la ley no solo tipifica la conducta punible de los autores o coautores de los delitos consumados, sino también la de sus instigadores, cómplices y encubridores (arts. 14 a 17), sea que el delito esté consumado, frustrado o tentado (art. 7). En algunos casos, además, sanciona también su proposición y la conspiración para cometerlo (art. 8). Todas estas disposiciones establecen reglas especiales de extensión de la punibilidad o de atribución de grados de responsabilidad, necesarias en un sistema basado en el principio de legalidad, cuando la intervención o el hecho no se encuentran descritos completamente en el tipo penal que se trata de imputar. Y aunque estas ampliaciones de la tipicidad van acompañadas, generalmente, de diferentes grados de responsabilidad expresados en penas inferiores a las del autor del delito consumado, en muchas ocasiones, según prevé el art. 55, la ley impone la misma pena tanto al delito consumado como al tentado y frustrado o, incluso, describe como un delito consumado hechos que corresponderían a actos preparatorios impunes, como la fabricación o tenencia injustificada de instrumentos conocidamente destinados al robo (arts. 450 y 445, respectivamente). La constitucionalidad de estas reglas especiales que extienden la punibilidad y alteran la penalidad de las diferentes etapas de desarrollo del delito o de la participación en él ha sido declarada de manera consistente por la jurisprudencia (SCS 22.10.2012, RChDCP 2, N.º 1, 155, con nota aprobatoria de C. Scheechler. En el mismo sentido, van Weezel, “¿Es inconstitucional el art. 450?”, 193, criticando la SCA 15.11.2000 que así lo estimaba).

a) La ausencia de conducta como defensa negativa limitada La falta de una prueba que constate la expresión verbal o el movimiento corporal voluntario y aprehensible por los sentidos de la conducta que la ley sanciona o de una diferente a la que la ley espera, en los casos de omisión, hace imposible fundar la responsabilidad penal.

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Cuando ese movimiento corporal o expresión verbal se originan en hechos externos a la psiquis del acusado (como la vis absoluta o fuerza física irresistible, art. 10 N.º 9) o en momentos en que dicha psiquis no parece en control del agente, por encontrarse inconsciente el supuesto responsable o ser producto de actos reflejos, tampoco es posible fundamentar la responsabilidad penal, salvo que a dichos estados hayan precedido otros en que la fuerza, la pérdida de conciencia o el acto reflejo fuesen previsibles y evitables y el sujeto no los evitase o de cuya imposibilidad de evitación fuese plenamente responsable. Tales situaciones llevan generalmente al establecimiento de una responsabilidad por negligencia o culpa, como el frecuente caso del conductor que se duerme al volante y causa un accidente mortal; o incluso dolosa, si la fuerza, la inconsciencia o el acto reflejo se emplearon deliberadamente para obtener el resultado buscado, hacer posible su realización o imposible evitarlo. Así, en los casos menos habituales del accidente de tránsito causado por un movimiento defensivo para evitar que una mosca entrase al ojo y en el del accidente causado por un conductor bajo ataque de epilepsia, la jurisprudencia comparada ha considerado tales hechos como imprudentes, por la no evitación de un resultado previsible y evitable (Casos DPC, 99 y 194). En consecuencia, la defensa basada en la ausencia de la acción tiene un efecto muy limitado si es que ninguno, pues lo más probable es que en las situaciones descritas sea la propia acusación la que se plantee en el ámbito de la imprudencia o la atribución dolosa por la inimputabilidad o ignorancia deliberadas (actio liberae in causa). Tampoco es posible afirmar la falta de voluntariedad o de conducta, en este nivel, en los actos instintivos, habituales ni en la omisión: en todos ellos la psiquis puede dirigir a la conducta hacia un comportamiento ajustado a derecho.

D. Objeto material. Distinción entre objeto material y objeto jurídico El objeto material de la conducta u objeto de la acción es la cosa o persona sobre la que recae: el “otro” en el homicidio (391 N.º 2), la “correspondencia o papeles” en la violación de ésta (art. 146 CP); el “dinero u otra cosa mueble” en la apropiación indebida (art. 470 N.º 1), etc. Las propiedades del objeto material deben ser conocidas por el agente, pero salvo indicación legal expresa (como en el art. 390, que exige conocimiento de las relaciones que ligan a la víctima con el sujeto activo), este conocimiento no puede ser otro que el propio de la esfera del profano y a su respecto cabe el dolo eventual (esto es, se admite su atribución con la sola aceptación de su posibilidad): p. ej., la menor edad de la víctima de

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violación (art. 362) o el carácter psicotrópico o estupefaciente de la droga (Ley 20.000). Por otra parte, la existencia de ciertos objetos prohibidos o de circulación restringida a autorizaciones especiales ha creado una categoría especial de delitos, los llamados delitos de tenencia o posesión, donde la tipicidad de la conducta está conformada por una relación subjetiva entre el agente y el objeto. Desde el punto de vista normativista, se afirma que en estos delitos lo relevante es el control sobre el objeto, entendido como una relación de custodia que importe disponibilidad (Cox, “Delitos de posesión”, 58). Sin embargo, esta última perspectiva deja fuera muchos casos legalmente reconocidos de tenencias punibles donde terceros tienen ese poder de disposición. Por eso es preferible un concepto de posesión que apunte directamente a la relación subjetiva existente: una “voluntad de poseer y un mínimo de conciencia” acerca de su naturaleza (Ambos, “Posesión”, 28). Esta relación puede manifestarse en múltiples conductas que, de no ser por la naturaleza de su objeto material, serían perfectamente lícitas: fabricar, producir, comprar, vender, importar o exportar, etc., y en general, la mera posesión y el tráfico de ciertas drogas (Ley 20.000), ciertas armas (Ley 17.798), ciertos residuos y objetos peligrosos (art. 44 Ley 20.920), pornografía infantil (arts. 366 quinquies y 374 bis), objetos robados o hurtados (art. 456 bis A), e instrumentos conocidamente destinados a la comisión de robos (445). No debe confundirse el objeto material con el objeto jurídico del delito, que es el objeto de tutela o bien jurídico: la vida, la inviolabilidad de la correspondencia y el patrimonio en los ejemplos anteriores, respectivamente. El objeto material tiene, pues, un significado principalmente descriptivo, mientras que el objeto o bien jurídico uno normativo: el interés de protección, finalidad o telos de la ley. Por lo mismo, puede haber delitos que no hagan referencia a un objeto material, como en la omisión de denuncia de las actividades de una asociación ilícita (art. 295 bis); pero no puede haber hechos punibles que no estén destinados a la protección o evitación de un daño a un bien jurídico, expresado algunas veces en la literalidad de su texto o, las más, en la historia fidedigna de su establecimiento, que permite su adecuada interpretación. Así mientras en el art. 292 no es posible identificar un objeto material, sí es posible sostener que su finalidad es la protección de la seguridad pública, bien jurídico cuyo daño o peligro de daño pretenden evitar los delitos que reprimen las asociaciones ilícitas.

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E. Elementos subjetivos. Clasificación Los llamados elementos subjetivos del tipo penal hacen referencia a especiales motivaciones o finalidades del acusado que deben probarse antes de afirmar la tipicidad del hecho. Su importancia radica en que su presencia en el tipo importa la de su prueba en juicio y la exclusión de la imprudencia como forma de imputación subjetiva, por parecer incompatibles tales motivaciones o finalidades con un actuar involuntario. Por regla general, importarán también la exclusión del dolo eventual, pero solo respecto de los elementos de la descripción típica a que hagan referencia, como el conocimiento de las relaciones con el ofendido o el género de la víctima en el parricidio y el femicidio, respectivamente (arts. 390, 390 bis y 390 ter), pero no respecto del efecto de los medios que se emplean, como el veneno (o. o., ampliando el efecto de la exclusión a todos los elementos del tipo, la SCA Concepción 6.7.2012, RChDCP 1, 381, con nota favorable de J. Winter, pero no por razones dogmáticas, sino únicamente de política criminal). Según la naturaleza y función de dichos elementos subjetivos, los delitos se clasifican en de intención trascendente y de tendencia. En los primeros se precisa que el sujeto quiera algo externo, situado más allá de la conducta descrita en la ley. Ellos se clasifican, a su vez, en delitos imperfectos en dos actos y delitos de resultado cortado: en los primeros el sujeto tiene una mira por alcanzar que debiera tener lugar, con una propia actuación suya, después de la consumación del delito (p. ej., la sustracción de un menor de edad para cobrar rescate, art. 142 N.º 1). También se consideran imperfectos en dos actos, los delitos de apropiación (hurtos, robos y apropiación indebida), donde el animus rem sibi habiendi califica la conducta, pero no requiere un acto de materialización adicional a la sustracción, aprehensión o negativa de restitución de la cosa, como sería su efectiva disposición, uso o consumo. En los de resultado cortado, la acción típica se complementa con la mira de conseguir un resultado externo que va más allá del tipo objetivo, sin intervención del agente (p. ej., en el delito de diseminación de gérmenes patógenos del art. 316, el propósito de causar una enfermedad). Los delitos de tendencia se caracterizan porque es el ánimo del sujeto el que tiñe de sentido la conducta en cuanto peligrosa para el bien jurídico tutelado. En estos casos, el elemento subjetivo no es trascendente, sino, en cuanto presupuesto psíquico, parece situado más bien antes o detrás de la conducta objetiva, la cual sería susceptible de interpretarse de modos diversos y solo mediante esa especial intención adquiere su verdadera significación como hecho socialmente dañoso, tal como sucede con la intención lasciva o propósito voluptuoso en los abusos sexuales de los arts. 366 a 366 ter, o el ánimo de injuriar del art. 416 (Politoff, Elementos subjetivos, 124. Con todo,

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la existencia o no de un ánimo de injuriar o del ánimo lascivo en los delitos sexuales es objeto de intenso debate en la jurisprudencia y la doctrina: RLJ 330 y 384; Rodríguez Collao, Delitos sexuales, 212; Cox, Abusos sexuales, 124 y Garrido DP III, 202).

F. Circunstancias, presupuestos y condiciones objetivas de punibilidad En muchas ocasiones la ley configura el hecho punible incorporando referencias de carácter objetivo que deben probarse, como la forma, los medios, el tiempo o el lugar de su comisión. Cuando se trata de la forma o medios de comisión, puesto que su existencia depende de la voluntad del agente, la prueba de su conocimiento depende de la prueba de la intención de realización para la imputación dolosa. Respecto de las circunstancias de tiempo y lugar, para su imputación a título de dolo, a la prueba del conocimiento de su existencia debe sumarse la de la intención de su aprovechamiento. Sin embargo, a veces la ley contempla circunstancias que solo pueden calificarse como presupuestos objetivos de la conducta, donde la exigencia subjetiva se limitaría a constatar únicamente el conocimiento de su existencia, como sucede con los elementos de contexto de los crímenes de lesa humanidad descritos en el art. 1 Ley 20.357 (la existencia de un ataque generalizado contra la población civil como parte de un plan que responda a una política estatal o de un grupo con control territorial o que tenga la impunidad garantizada); y el carácter despoblado del lugar donde se encuentra al herido en la omisión de socorro y sus condiciones (art. 494 N.º 14). Como no es posible dirigir la voluntad hacia la existencia o aprovechamiento de tales presupuestos, ya que ello no depende del agente, la exigencia del dolo a su respecto se limita a la de su conocimiento. Según la naturaleza de este presupuesto y la formulación legal específica, este conocimiento será exigible como un hecho psíquico actual (dolo directo) o, al menos, la aceptación de que ese presupuesto esté presente en la realidad (dolo eventual). Muy excepcionalmente, en cambio, algunas descripciones legales contienen condiciones objetivas de punibilidad que, como su nombre lo indica, son circunstancias fácticas de las que depende la punibilidad del hecho, que se expresan en términos puramente objetivos y condicionales, habitualmente mediante la preposición “si”, como en el caso de la muerte del suicida en el art. 393; aunque ello no siempre es necesario, como en la referencia al desconocimiento del autor de la muerte en el homicidio en riña del art. 392. Se establecen habitualmente por puras razones de política

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criminal y su efecto más significativo es excluir la posibilidad del castigo a título de tentativa o frustración. Sin embargo, al contrario de lo sostenido en nuestras obras anteriores, debemos aquí abandonar la idea de que tales circunstancias no exigirían una vinculación subjetiva del agente, por no corresponder al “núcleo de lo injusto” (Soto P., Apropiación indebida, 67). Ello por cuanto esta afirmación, por una parte, no es consecuencia necesaria del carácter incierto de la punibilidad a título exclusivo de consumación que imponen tales condiciones; y, por otra, porque no es compatible con las exigencias del principio de culpabilidad, en orden a establecer siempre una vinculación subjetiva entre el hecho punible y el responsable. Por esos motivos, tales condiciones han de entenderse como generadoras de lo que se conoce como delitos calificados por el resultado impropios, donde respecto de los resultados que se expresan como condición debe acreditarse al menos su previsibilidad, junto con el dolo de la conducta base. Por esa razón, tampoco sería posible configurar un delito imprudente con una condición objetiva de punibilidad.

§ 3. El problema de los llamados elementos normativos del tipo Dado que las descripciones de los hechos constitutivos de delito se hacen empleando el lenguaje natural, se podría esperar que todas las expresiones correspondiesen a conceptos descriptivos de la realidad tangible, susceptibles de prueba mediante evidencia física, documental o testimonial. Sin embargo, los tipos penales no se limitan siempre a emplear expresiones o elementos descriptivos como el verbo matar (art. 391 N.º 2) o ser la víctima menor de 14 años (art. 362) que, aunque requieren interpretación y una cierta valoración propia de los idiomas naturales, permiten comparar la realidad probatoria con esa interpretación y afirmar su correspondencia o no con ella mediante un juicio de verdad o falsedad (o. o., Ossandón, “Elementos descriptivos”, 167, para quien todos los elementos del tipo son “adscriptivos” y siempre importan una valoración no susceptible de comprobación empírica). Muchas veces, en cambio, la ley emplea términos cuyo sentido solo es discernible por medio de valoraciones culturales o jurídicas, como las “buenas costumbres” (art. 374) o el “instrumento público” (art. 193), respectivamente, y que son difícilmente reducibles a juicios de verdad o falsedad fáctica. Estos son los llamados elementos normativos del tipo que, según nuestro TC, cuando se refieren a valoraciones jurídicas, están sujetos a las mismas exigencias que la ley penal en blanco: su contenido debe estar con-

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templado en otra ley o un decreto supremo publicado en el Diario Oficial con anterioridad a la perpetración del hecho (STC 27.9.2007, Rol 781). No obstante, su carácter más bien abstracto y valorativo no exime a la acusación de probar su existencia más allá de toda duda razonable con antecedentes probatorios que trasciendan a su mera afirmación (art. 340 CPP). La importancia de esta exigencia probatoria puede ser descubierta con una revisión de los arts. 193 a 205, donde se podrán apreciar las diferencias en las descripciones y sanciones de la falsificación de diferentes documentos, según su calificación como instrumentos públicos, privados, títulos de crédito, certificados, pasaporte o porte de armas, etc. Por otra parte, la ley también emplea a veces en las descripciones legales expresiones tales como “sin derecho”, “indebidamente”, “abusivamente”, etc., que no hacen referencia a los elementos del tipo (autor, víctima, conducta, objeto material o circunstancias). Se trata de referencias generales a la antijuridicidad de la conducta o a la posibilidad de que exista una causal de justificación de cumplimiento del deber, ejercicio legítimo de una profesión, cargo u oficio (art. 10 N.º 10), que se dice podrían ser redundantes. Sin embargo, por aplicación del principio de vigencia, su incorporación al tipo penal puede entenderse como algo más que una llamada de atención al juez acerca de la existencia de esas potenciales autorizaciones, sino también una exigencia probatoria adicional: la acusación debe indicar cuál es la norma legal o reglamentaria infringida y probar esa infracción o, al menos, hacer referencia a la ausencia de autorizaciones o permisos, cuando corresponda, de manera que la defensa pueda, si tiene prueba, demostrar lo contrario.

§ 4. Teoría de los elementos negativos del tipo Un sector de la doctrina italiana y alemana sostiene que las descripciones típicas incluyen, como elementos negativos, la ausencia de causales de justificación. Un delito, según la forma tradicional de esa teoría, no sería ya una conducta típica, antijurídica y culpable, sino una típicamente antijurídica y culpable, donde el adverbio y la ausencia de separación sintáctica indican que la antijuridicidad sería no un elemento, sino la esencia del delito. Se critica esta doctrina porque haría equivalentes situaciones que no lo serían para el derecho, como la compra de un periódico con un homicidio justificado: en ambos casos el hecho sería lícito. Para nosotros, que adoptamos un criterio analítico basado en las exigencias del sistema procesal acusatorio, la razón del rechazo de la teoría

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de los elementos negativos del tipo no radica solo en sus consecuencias valorativas, sino en la simple constatación que no es exigible para la acusación probar la inexistencia de las causales de justificación, cuando ello es discutible. En nuestro sistema, la existencia de una causal de justificación no reconocida de antemano por la fiscalía mediante una decisión de no iniciar una investigación o por el simple expediente de no formalizarla, debe ser planteada y probada por la defensa (art. 250 c) CPP), sin perjuicio de que la acusación ante tal alegación deba plantear pruebas contrarias para sostener la responsabilidad del acusado.

§ 5. Tipicidad en los delitos de resultado. Prueba del nexo causal. Defensas basadas en la falta de imputación objetiva A. Causalidad natural como hecho. Necesidad de su prueba científica En los delitos de resultado, para afirmar la responsabilidad penal se requiere probar la conducta, el resultado y el nexo causal entre ambos. El problema se presenta en los casos en que el resultado aparece distanciado temporal o espacialmente de la conducta del acusado. El caso más común es la muerte de la víctima en un hospital días después de haber sido herida: ¿su muerte fue causada por quien lo hirió o por la intervención o falta de intervención médica posterior? La teoría dominante para explicar la causalidad, desde el punto de vista natural o científico, es la de la equivalencia de las condiciones o conditio sine qua non (but for, en la denominación anglosajona). Ella propone, como fórmula heurística, la supresión mental hipotética: causa es aquella condición que no se puede suprimir mentalmente sin que el resultado, en la forma concreta en que se produjo, también desaparezca. Su ventaja radica en que, aplicada en casos concretos, elimina el problema de determinar la contribución causal de cada cual en el hecho que se trata y la discusión temporal: quien lesiona a otro que muere posteriormente, causa esa muerte del mismo modo que la causa la propia víctima si ha querido curar la herida con emplastos de barro y contrae tétanos o el médico que yerra en su tratamiento. Pero tiene la desventaja de ser superflua (para saber si una condición es causa, hay que identificarla como tal primero), sorprendente (si dos condiciones son equivalentes, ninguna de ella es causa, pues retirar cualquiera de ellas no impide el resultado) y hasta absurda (conduce a la regresión hasta el infinito: solo los muertos serían ajenos a una investigación causal [art. 93 N.º 1], pues la más mínima condición sería causa del resulta-

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do). Por eso, actualmente, se abre paso la doctrina según la cual la causalidad natural ha de investigarse bajo la pregunta acerca de si la conducta del acusado sería suficiente, por sí misma, para causar el resultado (en Chile, desde la teoría de las normas, v. Mañalich, Causalidad, 98). No obstante, en los casos límite, es difícil la distinción fáctica entre una causa que se considere insuficiente y una condición que no es “causa real” en el sentido de la conditio, como en el caso de la venta de una de las drogas que sirven a un cóctel mortal, donde bastarían las restantes del preparado para causar la muerte (USSC 17.1.2014, RCP 41, N.º 2, 183, con nota de J. Cabrera). Por otra parte, cualquiera sea la teoría explicativa empleada, se debe considerar además que, desde la física cuántica a la teoría de la relatividad de Einstein y las postulaciones de la teoría del caos, existe consenso en el mundo de las ciencias acerca de las dimensiones limitadas de las teorías causales, que en rigor solo expresan afirmaciones estadísticas y criterios de probabilidad entre dos sucesos, uno acaecido antes y otro después (Granger, 424). No obstante, aún teniendo en cuenta esas limitaciones, se ha de aceptar, también, que el establecimiento de las relaciones de causalidad natural es una cuestión de hecho, esto es, de carácter probatorio, por lo que cuando se discute corresponde hacerlo mediante la presentación de las pruebas científicas disponibles al efecto (pericias). En la elaboración de dichas pruebas se aplica el método científico al uso para determinar, con imparcialidad, las probabilidades existentes de que un suceso anterior haya causado otro posterior, “ateniéndose a los principios de la ciencia” que profesare el perito (art. 314 CPP). Solo una pericia en sentido contrario, que desechara la controvertida por errores metodológicos tales como no haber examinado la persona o cosa objeto de la pericia, no ser capaz de dar cuenta de las operaciones realizadas para ello, la insuficiencia de los datos considerados o la discordancia de las conclusiones expuestas con los principios de la ciencia que profesa podría alterar sus conclusiones (art. 315 CPP). Probada de este modo la causalidad natural, el tribunal no puede afirmar su inexistencia sobre la base de alguna teoría ajena al ámbito científico de las pruebas presentadas, pues el art. 297 CPP obliga, al momento de su valoración, apreciarlas “sin contradecir los principios de la lógica, las máximas de la experiencia y los conocimientos científicamente afianzados”. En consecuencia, la ausencia de relación causal natural, como hecho y en los casos que ella se discute, solo puede fundarse judicialmente en la insuficiencia o falta de prueba (RLJ 17). Ello es manifestación de la exigencia constitucional de que la condena debe ser precedida de un debido proceso en que se establezcan los hechos materia de la imputación, la que no puede ser soslayada por una especulación filosófica o jurídica.

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Sin embargo, la sola constatación procesal de la existencia de la causalidad natural, de conformidad con el método científico, no importa atribución de responsabilidad, según la idea de la antigua distinción entre imputatio facti (imputación del hecho) e imputatio iuris (imputación jurídica): que entre un movimiento corporal y un resultado exista relación de causalidad no significa que el agente sea penalmente responsable, pues puede haber actuado en legítima defensa o en estado de necesidad (art. 10 N.º 4 y 11), etc. Es más, como veremos más adelante, incluso es posible rechazar la imputatio facti y no pasar de la averiguación de la tipicidad si puede afirmarse la falta de imputación objetiva del hecho. Pero incluso esa negación supone la existencia de lo que se niega, por lo que la causalidad natural, cuando la ley la exige como elemento del delito, no puede ser reemplazada por una simple adscripción o afirmación sin sustrato probatorio (o. o., Piña, “Causalidad”, 533, para quien, desde su punto de vista funcionalista, “es el propio sistema [penal] el que determina si los hechos son fácticamente imputables sin ninguna necesidad de considerar para ello determinados datos naturalísticos (como la causalidad)”). Procesalmente la distinción es relevante, pues el establecimiento de la casualidad natural como un hecho de la causa, acreditado sobre bases científicas, no es susceptible de recurso de nulidad por infracción al derecho (art. 373 b) CPP). No obstante, siempre puede ser recurrido de nulidad absoluta, según el art. 373 f) CPP, en relación con lo dispuesto en los arts. 342 c) y 297 del mismo cuerpo legal, si al establecerse o negarse los hechos se contradicen los principios de la lógica, las máximas de la experiencia y los conocimientos científicamente afianzados.

a) El problema de la causalidad general En ciertos hechos donde parece encontrarse en la base causal una afectación más o menos indiscriminada a bienes jurídicos individuales o colectivos, como en la llamada responsabilidad por el producto defectuoso que causa daños a muchas personas previamente indeterminadas y en los delitos contra el medio ambiente, la relación natural de causalidad puede verse enfrentada a serios problemas probatorios, debido a la multiplicidad de causas concurrentes: ¿la administración del Contergan o talidomida fue la causante de las deformaciones de los hijos de algunas de las embarazadas que la tomaron, si muchos no sufrieron daño alguno (arts. 315 y 317)?, ¿fue ese vertimiento conditio sine qua non para el daño a las especies hidrobiológicas producido con posterioridad o eran las condiciones prexistentes en el agua (art. 136 Ley General de Pesca)?, ¿puso en peligro la salud animal

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o vegetal o el abastecimiento de la población la propagación de esos contaminantes o dicho peligro ya existía (art. 291)?, ¿causó esa contaminación las lesiones o muertes de personas expuestas a ella o fueron sus condiciones personales, si otras personas expuestas a los mismos agentes no sufrieron lesión alguna (art. 490)? Para enfrentar estas dificultades probatorias, se ha propuesto recurrir a la idea de “causalidad estadística” o “general”, cuyos criterios se resumen como sigue: un factor determinado (producto, vertido o contaminación) es causa respecto a los peligros o daños que se presentan con posterioridad a su introducción al mercado o el ambiente, i) si el factor (producto, vertido o contaminación) tiene incidencia en el medio durante un tiempo determinado antes de la aparición de la enfermedad o contaminación constatables; ii) si el número de enfermos, el efecto del producto o la contaminación crece tanto más cuanto más fuerte es la incidencia del factor; iii) si la propiedad epidemiológica de la enfermedad o la realidad de su peligro se explica sin lugar a dudas a través del hecho de que las personas o medios afectados aparecen solo en el ámbito de incidencia del producto, vertido o contaminación; y iv) si las ciencias naturales aportan una explicación sobre el mecanismo biológico, químico o físico desencadenado por los efectos del producto, vertido o contaminación (Cho, 44). Se discute, no obstante, la conveniencia de incorporar estos criterios u otros enfocados en la correlación estadística y la exclusión de causas alternativas, dominantes en la tradición alemana (Hernández B., “Causalidad general”, 23). Que no se trata aquí de una disquisición teórica lo comprueba, entre nosotros, el caso conocido como “ADN-Nutricoporp”, en que se acusaba a los directivos de la empresa productora no sólo de haber distribuido un suplemento alimenticio al que faltaba la dosis de potasio exigida (art. 315, hecho por el que se les condenó), sino también de que ese producto habría producido hipocalemia en quienes lo consumieron y la muerte de algunos (art. 317, acusación rechazada por insuficiencia probatoria). El argumento principal para rechazar la acusación por la causación de la hipocalemia y la muerte fue, en primer lugar, entender que la hipocalemia no sería una enfermedad y, en segundo término, que las contradicciones de la prueba pericial rendida no permitirían demostrar, más allá de una duda razonable, la relación causal entre el consumo del producto defectuoso y la hipocalemia padecida por los pacientes (SCS 27.12.2012, DJP 37, 23, con comentario de P. Contreras G., quien rechaza —a nuestro juicio incorrectamente—, que los tribunales hayan adoptado en este punto una posición que favorece la prueba científica sobre la “normativización” de la causalidad, entendida como posibilidad de afirmación de ésta sin prueba científica, sino sobre la

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base de alguna teoría “jurídica” alternativa. En efecto, la causalidad es un elemento del tipo penal en los delitos de resultado y, como tal, un hecho que debe ser probado más allá de toda duda razonable según el art. 340 CPP, tanto si se quiere afirmar desde el punto de vista de la conditio como de la causalidad estadística o general: “el juez que pase por alto eso y, en su lugar sencillamente dé por sentada, según su concepción personal, la existencia de determinadas regularidades causales, aplicaría incorrectamente el derecho” [Frisch, Comportamiento, 555]).

B. Límites normativos de la causalidad natural. Diferencia entre causalidad natural y responsabilidad penal La prueba científica de la vinculación causal entre una conducta y un resultado, en los delitos que la ley lo exige, es un presupuesto de la responsabilidad penal del acusado. Esto significa, en primer lugar, que sin dicha prueba el acusado no puede ser condenado por la producción del resultado que se trate. Y, en segundo término, que aun cuando se pruebe el nexo causal como hecho de la causa, de allí no se sigue necesariamente que el acusado sea penalmente responsable. Ello por cuanto la pregunta acerca de la responsabilidad penal es de carácter jurídico y no fáctico. Los hechos probados en un proceso son, por regla general, presupuesto necesario para afirmar la responsabilidad penal, pero no suficiente. En un caso sencillo: A es filmado por una cámara de seguridad mientras dispara en la cabeza a B, quien muere instantáneamente. Es muy improbable que en juicio se discuta el nexo causal entre la conducta de A (disparar) y la muerte de B. Sin embargo, probado este presupuesto, de allí no se sigue necesariamente que A sea responsable penalmente. Si se prueba, además, que A era en ese momento menor de 14 años, estaba demente o respondía a una agresión ilegítima (art. 10 N.º 1, 2 o 4), no será penalmente responsable por el hecho. La respuesta no es tan fácil en los casos complejos, como en la tragedia donde Helena afirma que los causantes de la guerra de Troya fueron Hécuba, “quien engendró el origen de los males cuando alumbró a Paris”, el anciano que no lo mató de niño, las Diosas que la ofrecieron en premio, y el propio Menelao que, negligentemente, lo dejó solo con ella en su propia casa (Eurípides, Las Troyanas, Madrid, 2000, 919). Para tales supuestos, donde existen múltiples intervinientes o el tiempo y la distancia separan la conducta probada del acusado respecto de los resultados típicos, se han elaborado diferentes criterios normativos para afirmar o negar la respon-

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sabilidad penal, con independencia o a pesar de la existencia de prueba científica de una relación causal, siendo los más relevantes entre nosotros las teorías de la adecuación típica, de la previsibilidad objetiva de la acción final y la actualmente dominante de la imputación objetiva (Sepúlveda W., 348; Etcheberry, “Causalidad”, 922; y Vargas P., Relación de causalidad, 241, respectivamente).

C. Teoría de la imputación objetiva. Defensas que excluyen o modifican la responsabilidad penal por la causación natural de resultados a) Concepto y alcance de la defensa Conforme a esta teoría, solo puede imputarse objetivamente un resultado causado naturalmente por una conducta humana, si ella ha creado o aumentado un riesgo jurídicamente desaprobado y ese peligro se ha materializado en el resultado (Roxin AT I, 372). En consecuencia, resultados que provienen de la creación de riesgos permitidos, de su disminución o que sean imprevisibles o inevitables, no serían imputables objetivamente (Larrauri, “Imputación objetiva”, 231, con un detalle de casos. En la doctrina nacional, puede consultarse también un detalle de la casuística, aunque mezclando las propuestas de Roxin y Jakobs, en Reyes V., Imputación objetiva, 255). Sin embargo, a pesar de su amplia difusión, se critica esta doctrina por su “exasperante y caótica” tópica, que no haría sino recopilar bajo una denominación especial el necesario examen de otros requisitos de la responsabilidad penal o de las defensas ya existentes (Gimbernat, “Concurso”, 834). Así, el recurso a la evitabilidad o previsibilidad del resultado atiende a criterios vinculados con la determinación de la subjetividad de la conducta, esto es dolo o culpa (Greco, 519). En cuanto a los denominados conocimientos especiales, vinculados también con el dolo, se trata de una anomalía o “aporía” difícil de superar por una teoría pretendidamente “objetiva” (Rojas A., “Aporía”, 243; Wilenmann, “Conocimientos especiales”, 163, quien extiende esta anomalía también a la propuesta funcionalista más radical de Jakobs). Por su parte, aludir a la ilicitud del riesgo apunta a su antijuridicidad y, específicamente, al carácter legítimo o no del ejercicio de un derecho, profesión, cargo u oficio, ya contemplado en la legislación como una causal de justificación (art. 10 N.º 10). Incluso el criterio de la disminución del riesgo, que se sostiene para afirmar la falta de imputación del resultado lesivo al auxiliador que desvía hacia el hombro de la víctima un golpe

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que, dirigido contra la cabeza de ésta, le habría ocasionado probablemente la muerte, puede reconducirse sin problema al estado de necesidad (art. 10 N.º 11). También hay quienes sostienen que toda delimitación del riesgo permitido no es otra cosa que la delimitación de las conductas permitidas o prohibidas y, por tanto, un asunto de tipicidad de la conducta y no de imputación de resultados (Contreras Ch., Responsabilidad por el producto, 64). Por último, el criterio del ámbito de protección de la norma no parece ser sino una forma diferente de hablar de interpretación de la ley y sus límites en relación con el bien jurídico protegido. Incluso se discute su ubicación sistemática y hay autores que la ubican dentro de la antijuridicidad (Bustos PG, 199), mientras otros escinden sus elementos, para considerar el “riesgo permitido” una especial causa de justificación, separada de la imputación objetiva del resultado (Balmaceda, Castro y Henao). Por otra parte, se debe tener presente que la aceptación de la defensa de falta de imputación objetiva produce diferentes resultados según sus fundamentos: si se afirma porque se ha creado un riesgo permitido, no se ha aumentado uno existente o se ha disminuido otro, puede conducir a la absolución por la falta de tipicidad o antijuridicidad material del hecho. Lo mismo podría decirse respecto de la aceptación de falta de imputación objetiva por encontrarse el hecho fuera del ámbito de protección de la norma. Pero cuando se acepta porque el resultado no se produce por intervención de la víctima, terceros o del acaso, queda subsistente la responsabilidad a título de tentativa y, sobre todo, de frustración, amén de los delitos consumados que pudieron haberse cometido antes (como en la progresión de las lesiones hacia el homicidio), lo que producirá un concurso a resolverse según las reglas del concurso aparente de leyes. No obstante, en la forma propuesta por Roxin, esta teoría todavía es útil como fórmula heurística que reúne diversos criterios normativos o defensas que permiten negar relevancia jurídica a la mera causalidad natural, previamente determinada conforme al criterio de la conditio (Carnevali, “Relación de causalidad”, 229). Sin embargo, por las razones expuestas por sus críticos, es discutible que la aceptación o no del alegato de falta de imputación objetiva sea una cuestión jurídica autónoma que habilite per se un recurso de nulidad por infracción al derecho del art. 373 b) CPP, como sí podrían serlo las infracciones a las regulaciones que establecen las causales de justificación y exculpación, los elementos subjetivos de la responsabilidad o la propia interpretación del tipo penal a que se refieren los criterios de imputación objetiva. Esta distinción se ha planteado también, en un sentido similar, desde el punto de vista de la filosofía de los actos del habla, diciendo que el contenido descriptivo o locucionario de la afirmación

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de la existencia de una relación de causalidad en el mundo es una cuestión de hecho; mientras que el contenido valorativo o de imputación, tendría un carácter de “acto ilocucionario que contribuye a la generación de un hecho social”, susceptible de justificación en las normas a que hace referencia y no de prueba y, por lo tanto susceptible de nulidad por infracción de derecho (Krause, “Causalidad”, 99). Con todo, siempre es posible recurrir de nulidad, según el art. 373 f) CPP, en relación con lo dispuesto en los arts. 342 c) y 297 del mismo cuerpo legal, cuando la aceptación o negación de los criterios de imputación objetiva supongan el asentamiento de un hecho (p. ej., la intervención voluntaria de la víctima o de un tercero) que contradiga los principios de la lógica, las máximas de la experiencia y los conocimientos científicamente afianzados.

b) Prohibición de regreso, auto responsabilidad, intervención de terceros y principio de confianza En su origen, la prohibición de regreso se conceptualizó como la de impedir atribuir responsabilidad por el hecho libre de una persona a terceros que actuaron con anterioridad y contribuyeron causalmente a ese hecho mediante la creación de las condiciones tomadas en cuenta por el responsable (Ananías, “Prohibición”, 230). Luego, la defensa de prohibición de regreso supone probar que existió después de la intervención del acusado, la de terceros que actuaron de manera independiente y pueden ser responsabilizados por el hecho, “de modo que se debe estar al [último] hecho concreto en examen y no retroceder más allá de él” (Garrido DP III, 42). En tales casos, la actuación posterior independiente o auto responsable de terceros supone que solo a ellos se les imputa objetivamente el aumento del riesgo, de modo que pueda afirmarse que, para quienes actuaron con anterioridad, la posterior actuación del tercero es imprevisible o inevitable. Sin embargo, esta prohibición no alcanza en nuestro sistema al que instrumentaliza a otro (autoría mediata), contribuye al hecho ajeno previo concierto (coautoría y complicidad, arts. 15, N.º 1 y 3, y 16), induce a su realización (art. 15 N.º 2) o coopera a su realización con conocimiento del alcance de su contribución (complicidad, art. 16). En el conocido caso de la ambulancia que, por correr precipitadamente al hospital termina incrustada en un poste, muriendo el paciente herido a bala que transportaba, se dice que la intervención negligente del conductor excluye la imputación objetiva del resultado mortal a quien disparó: aunque la conducta realizada [disparar] se encontrase prohibida y el riesgo puesto

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fuese ciertamente mortal, ese riesgo no se realizó en el resultado, sino otro muy diferente, imprevisible e inevitable para quien disparó. De antiguo, este es el parecer de nuestra jurisprudencia respecto a los resultados mortales derivados de errores en las intervenciones quirúrgicas no vinculados con las heridas que las hacen necesarias (Politoff/Bustos/Grisolía PE, 64). Lo mismo vale en el supuesto, abordado por nuestra jurisprudencia, de quien encontrándose herido, rehúsa voluntariamente la ayuda de sus agresores compañeros de juerga, y se deja desangrar a la vera del camino, pereciendo por falta de atención médica oportuna (Etcheberry DPJ IV, 34). El riesgo producido por la herida, no necesariamente mortal, fue llevado a ese grado por una actuación voluntaria de la víctima (impedir la asistencia oportuna), no imputable a sus autores. Aquí operaría el principio de auto responsabilidad o ámbito de imputación a la víctima (Hernández B., “Comentario”, 51). La auto responsabilidad de la víctima excluye la imputación objetiva tanto si es ella la que se causa la lesión (autolesión) o lo hace con la colaboración consentida de otro (heterolesión), siempre que actúe libremente, esto es, sin coerción, engaño o prevalimiento, como sucede en la relación entre quien muere producto de una mezcla de sobredosis de drogas y alcohol en una noche de juerga y quien le provee solo parte de la droga que consumió (SCS 19.1.2011, Rol 1131-9; y Rojas A., “Omisión”, 179). En el caso más complejo de puesta en peligro creado simultánea e imprudentemente por el autor y la víctima, como en el ejemplo del pasajero que sale expedido de un vehículo que choca, lo que es atribuible no solo a la colisión, sino principalmente a la falta de uso de cinturón de seguridad, la regla será que cada uno responderá por su propia actuación imprudente a menos que la de la víctima sea lo suficientemente relevante como para desplazar al autor como causante del hecho, lo que debiera decidirse caso a caso (Rivera, 315) En cambio, en el caso de la ambulancia, si ésta se estrella producto de que el autor de las heridas del paciente que conduce al hospital previamente había dañado sus componentes mecánicos o se había concertado con un tercero para provocar el accidente, o la atención médica no se presta por su intervención para evitarla, podría afirmarse que la intervención de terceros o su falta de intervención, no excluye la imputación objetiva. Hoy en día, se conceptualiza esta defensa también bajo la idea del principio de confianza, según el cual la actuación responsable de terceros no concertados excluye la responsabilidad personal en aquellos casos donde concurren diversas personas a la creación de riesgos, de gran importancia en los delitos culposos (cuasidelitos en el tráfico rodado, derivados de la actividad médica, la construcción o la industria). Aquí, la generación de

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riesgos para sí mismo parece indicar que difícilmente serán queridos y, por tanto, estamos en el ámbito de la imprudencia: p. ej., la conducción de vehículos motorizados es riesgosa para el que conduce y terceros, lo mismo que la producción de alimentos y la distribución de agua potable. Pero la ley chilena admite la sanción tanto a título doloso como imprudente de la puesta en peligro de personas indeterminadas por la distribución de aguas envenenadas y productos alimenticios o medicinales defectuosos (arts. 315 a 319). Y nada impide la atribución a título doloso de delitos de homicidio y lesiones por los peligros generados en actividades industriales, si existe conocimiento del riesgo generado y voluntad o, al menos, aceptación, de su realización, como sucede con la colocación en el mercado de productos defectuosos cuya peligrosidad en su uso cotidiano no es parte de la autorización general o particular recibida, lo que habrá de probarse caso a caso (para la casuística alemana, con una propuesta de aplicación a la situación chilena, v. Contreras Ch., “Prohibición”, 25). Aquí, contra la idea de que el principio de confianza puede delimitar a priori los deberes de cuidado, excluyendo per se la imputación objetiva, se debe considerar que en las actividades industriales existe, por regla general, libertad de contratación y una relación de subordinación y dependencia entre el empleador y los trabajadores (art. 2 Código del Trabajo), de modo que los directivos están siempre en posición de elegir a sus trabajadores, ordenarles acciones determinadas y variar sus condiciones laborales o despedirlos en caso de insatisfacción. Luego, ellos asumen la responsabilidad por su elección y supervisión, en tanto trabajadores capacitados para cumplir las funciones que les asignan, lo que origina una eventual responsabilidad imprudente en la elección, conducción o vigilancia, salvo enajenación del subordinado o actos de sabotaje. Pero también podría existir una responsabilidad dolosa si, con pleno conocimiento del riesgo generado por los empleados o los productos de la empresa, se acepta su colaboración o distribución al mercado, respectivamente, para obtener con ello beneficios o reducir pérdidas. Lo mismo sucederá en caso de que la elección o la falta de vigilancia sean deliberadas o instrumentales a la voluntad de los directivos, donde incluso podría haber responsabilidad dolosa por autoría mediata con instrumento bajo error.

c) Concausalidad y resultados extraordinarios (causas desconocidas) Dada la complejidad del suceder causal natural, es probable que muchos o algunos resultados de las conductas humanas aparezcan, a la luz de un agente razonable, como extraordinarios, y, por tanto, no imputables a su persona, por no corresponder al riesgo creado por su conducta, según un

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criterio razonable o normativo, ex ante. Así, aunque no es extraordinario el resultado mortal de una herida corto punzante en el tórax del ofendido, ni el de una herida en la región abdominal que deriva primero en una peritonitis y luego en la muerte (RLJ 17); quien golpea a otro con una cuchara de palo en la cabeza difícilmente esperará producir el mismo resultado mortal que si lo hiciera con un martillo de acero. Luego, si la víctima de un simple golpe de puño o con un arma de madera se desvanece y fallece, el imputado podría alegar en su defensa que el resultado fue, para él, extraordinario, como lo sería para cualquier agente razonable en similares circunstancias: el que desconoce el potencial mortal de su conducta no puede ser imputado por un resultado no querido ni previsto. Sin embargo, si se prueba que el autor conocía las condiciones que desencadenaron el resultado y que, por tanto, para él era previsible y evitable, la defensa cae y el acusado puede ser responsable del hecho imputado, con lo cual el carácter objetivo o normativo de este criterio se reserva solo para los casos de agentes con “conocimientos generales”, excluyéndose de la defensa quienes poseen “conocimientos especiales”. Así, nuestra jurisprudencia ha eximido de pena por la muerte de un hemofílico si quien lo hiere desconoce esa calidad, pero no por la de quien golpea a otro en la cabeza, conociendo su debilidad capilar (SC Marcial 10.5.1995 y SCA Santiago, RDJ 61, 244, ambas citadas por Künsemüller, “Hipótesis”, 830). Pero por previsible que sea el resultado, si es inevitable para el agente, no habrá imputación objetiva, por más que trate de evitarlo infructuosamente o, como sucede en ciertas intervenciones médicas incluso negligentes frente a condiciones extremas de los pacientes, éstas no lo evitarían aún de seguirse estrictamente las indicaciones y protocolos aplicables (SCS 22.7.2009, DJP Especial I, 667, con comentario crítico de J. Rondón). En el caso hipotético extremo, no es autora de un homicidio la amante que da a su pareja una “pócima de amor” a base de productos marinos inútiles para ese propósito e inocuos para la generalidad de las personas, pero a la que el amado reacciona con un shock anafiláctico a causa de su alergia al yodo que la amante desconoce, lo que provoca su muerte. En este supuesto, la conducta de la mujer ni siquiera es prohibida por la ley, ya que el hecho corriente de hacer ingerir a otro un alimento es un riesgo permitido. Pero, si se prueba que la amante conoce la condición extraordinaria de la víctima y le sirve tal “pócima”, entonces la imputación causal no puede ser desvirtuada. El juicio acerca de la muerte de la madre de Margarita por el somnífero que Fausto le ha proporcionado para evitar ser descubiertos se enfrenta a esta perplejidad: ¿el somnífero causa la muerte porque la madre tenía una condición prexistente?, ¿conocían los amantes esta condición?,

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¿equivocan la dosis?, ¿conocían los efectos de la sobre dosis?, etc.: la imputación objetiva se transforma así en el problema muy poco objetivo de la determinación del dolo sobre la base de los conocimientos especiales de los intervinientes o de la existencia de un supuesto preterintencional o imprudente (Tamarit, Casos, 131). Luego, todos los casos posibles se reducen a la prueba de la previsibilidad y evitabilidad o control por parte del imputado, no pudiéndose dar una solución general, que afirme la existencia de resultados extraordinarios per se no imputables objetivamente, como sugeríamos en obras anteriores. Así, la cuestión que se suscita con el antiguo problema del “puñetazo fatal” es un asunto que debe resolverse a nivel probatorio: el que empuja o golpea a otro, quien cae al suelo producto de su estado de embriaguez y muere días después por el TEC causado por la caída, causa esa muerte, en el sentido natural, pero a título imprudente, por regla general; solo será responsable del homicidio (doloso) si se prueba que el golpe y la caída estuvieron precisamente dirigidos a azotar la cabeza de la víctima en un suelo duro o pedregoso, apto para causarle un TEC mortal, o al menos su ocurrencia fue aceptada (dolo eventual). El asunto dista mucho de ser un caso de laboratorio, como aparece en la obra de Novoa, quien primero estuvo por considerar aplicable la solución del dolus generalis (el que golpea a otro responde de todos los resultados, sin atención a su intención), para tiempo después aceptar una solución en la línea de la que aquí se propone (Novoa, Grandes procesos, 107. Ahora, v. SCA Santiago 30.1.2008, DJP Especial II, 863, estimando dolo eventual, con comentario crítico de J. I. Piña). Finalmente, también se podría considerar “extraordinario” (y no imputable objetivamente) el resultado de muerte si, según la autopsia, ésta se produce por falta de “servicios médicos oportunos y eficaces” y se desconoce la causa de esa falta de atención, lo que podría considerarse un supuesto de “prohibición de regreso” por indeterminación procesal (Vargas P., “Variante”, 69).

d) Resultado retardado Es un hecho de la experiencia diaria que a la conducta homicida no sigue necesariamente la muerte del ofendido y que ésta se puede retardar, pero de todos modos producirse, a pesar de los esfuerzos infructuosos practicados por terceros para evitarlo. Así, en un caso en que la muerte de la infortunada víctima se produjo cinco días después de recibidas las heridas, por una peritonitis generalizada causada por ellas, la Corte Suprema condenó igual-

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mente por homicidio, aunque mejores cuidados médicos pudieron salvar a la víctima (Etcheberry DPJ IV, 34). En consecuencia, la sola alegación de la existencia de un resultado retardado no constituye una defensa que sirva para poner en duda la relación de causalidad, si no va acompañada de una prueba que indique la presencia de la intervención posterior responsable (penalmente) de terceros o de causas sobrevinientes o concomitantes desconocidas o no controlables por el agente. Pero, según la jurisprudencia, el deceso del accidentado cuatro meses después del hecho no puede imputarse al acusado por el solo lapso transcurrido (RLJ 482), una regla bastante más estricta que la del derecho común americano que impide acusar por homicidio al responsable de una agresión cuando la víctima ha fallecido transcurrido más de un año desde aquella (Dressler CL, 19982).

e) Caso fortuito La defensa de caso fortuito consiste en alegar que la producción del resultado no es imputable a dolo o culpa del agente, careciendo ese hecho de la vinculación subjetiva (dolo o culpa) que exigen los arts. 1 y 2 para la existencia de un delito o cuasidelito. Luego, toda la cuestión radicaría en determinar fácticamente si estaban o no en conocimiento y bajo control del acusado las condiciones de producción del supuesto caso fortuito o accidente, o al menos si éstas eran previsibles y evitables, esto es, la existencia o no de prueba sobre la culpabilidad del agente. La disposición que en el Código lo reconoce explícitamente, art. 10 N.º 8, sería, por tanto, superflua (Fuenzalida CP I, 60). Sin embargo, los hechos de la naturaleza y humanos previsibles, pero inciertos, como terremotos, inundaciones, hundimientos de buques, descarrilamientos de ferrocarril, caída de aeronaves y otros similares, presentan problemas que no pueden ser resueltos únicamente recurriendo a la falta de previsibilidad (son previsibles, pero inciertos o poco probables), ni tampoco a la noción civil de caso fortuito o fuerza mayor (“imprevisto que no se puede resistir”, art. 45). Aquí es donde la creación de riesgos permitidos (construir un edificio que se derrumba o inunda, armar un buque que se hunde o una aeronave que cae, etc.) aparece como una concausa de las muertes o lesiones por tales hechos de la naturaleza o de los hombres y donde la imputación objetiva juega un rol excluyente de la tipicidad en actividades altamente reguladas. El cumplimiento de las normas de seguridad establecidas para el caso de la ocurrencia de tales hechos es vital para determinar si se ha puesto un riesgo permitido o no y, por tanto, si ya a nivel de

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tipicidad (o de antijuridicidad, si ese cumplimiento normativo quiere verse como la eximente del art. 10 N.º 10) es posible o no excluir la imputación, sin atención a elementos subjetivos. Luego, es posible en estos casos tanto presentar la defensa positiva de cumplimiento de las normas que regulan el riesgo permitido como la negativa de falta de prueba sobre su incumplimiento, pues corresponde a la fiscalía acreditar el hecho punible y no a la defensa, según el art. 340 CPP (SCA Talca 31.7.2012, GJ 385, 217, con nota aprobatoria de J. P. Matus) Por otra parte, la legislación nacional parece limitar la defensa del caso fortuito al que “con ocasión de ejecutar un acto lícito, con la debida diligencia, causa un mal por mero accidente”, dando pie a sostener que, en caso de ejecutar actos ilícitos, todos los resultados serían imputables, fueran o no previsibles, al menos a título de imprudencia, como ordenaría el art. 71. Si bien esta interpretación es acorde con la idea del versari in re illicita, dominante en Chile hasta mediados del siglo XX (Del Río DP II, 184), resulta inconciliable con nuestro texto constitucional, en la medida que la exigencia de la subjetividad en la responsabilidad penal de las personas naturales se desprende de la concepción del delito como una “conducta” (art. 19 N.º 3 inc. 8 CPR). Por ello, están en lo correcto la doctrina y jurisprudencia actualmente dominantes, al rechazar por “anacrónica” la teoría del versari, y sostener que la remisión del art. 71 ha de entenderse como un mandato para que “se observe” lo previsto en el art. 490, esto es, para que se averigüe si efectivamente concurren o no los requisitos para configurar un cuasidelito en el caso concreto (Etcheberry DPJ I, 286).

§ 6. Tipicidad en la omisión A. Delitos de omisión propia En estos casos, la conducta típica consiste en la no realización de una conducta esperada y descrita en el tipo penal. Así, en el art. 494 N.º 14 la ley espera que, en las circunstancias que señala, se socorra o auxilie a otro. Otros tipos de omisión propia se hallan en nuestro Código en los arts. 134; 149 N.º 2, 4, 5 y 6; 156 inc. 2; 224 N.º 3, 4 y 5; 225 N.º 3, 4 y 5; 226; 229; 237; 252 y 253; 256 y 257; 281; 295 bis; 355 y 448, etc. La legislación moderna, además, por la frecuencia e importancia de los accidentes de tránsito, eleva la omisión de socorro en tales circunstancias a simple delito en el art. 195 Ley de Tránsito, con un régimen especial para la determinación de su pena y una regla concursal que impone su aplicación aun cuando el que

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omite haya sido responsable del accidente. También es posible que, excepcionalmente, se establezcan delitos de omisión propia de resultado, como el art. 253 inc. 2, donde se suele recurrir a la idea de la causalidad hipotética para la imputación del resultado, lo que es imposible desde el punto de vista de la conditio entendida como causalidad natural. Y también, solo por excepción, están previstos delitos culposos de omisión propia, como en el art. 229, que sanciona al empleado público que, por negligencia inexcusable y faltando a las obligaciones de su oficio, no procediere a la persecución o aprehensión de los delincuentes, después de requerimiento o denuncia formal hecha por escrito. Luego, es innecesario y podría llevar a extensiones desmedidas de la responsabilidad en esta clase de delitos, fundamentar la responsabilidad en estos casos en la omisión de supuestos deberes de solidaridad éticos, políticos o sociales, diferenciables de las precisas obligaciones de actuación de cada delito de omisión propia (o. o., van Weezel, “Optimización”, 1094 quien, por el contrario, basado en consideraciones éticas vinculadas con la filosofía del derecho de Hegel, ve en esta vinculación la posibilidad de limitar la expansión de la solidaridad en perjuicio de la libertad de cada cual). Por otra parte, la doctrina está de acuerdo en exigir para la sanción en estos casos que el omitente tenga capacidad de realización de la conducta esperada, por sí o por medio de terceros, como da a entender el art. 494 N.º 14 al agregar el requisito de poder actuar “sin detrimento propio” (Bustos/ Hormazábal, Sistema, 107).

B. Delitos de omisión impropia En los delitos de resultado puro, donde la ley describe una conducta que se identifica con su resultado y no con el modo de su producción, como en “el que mate a otro” del art. 391, se admite mayoritariamente que es posible imputar ese resultado a quien, teniendo el deber de evitarlo, no lo evita pudiendo hacerlo (RLJ 16). Sin embargo, existen voces que reclaman su inconstitucionalidad o niegan su posibilidad empírica (Novoa, Delitos de Omisión, 188 y Contesse, “Omisión”, 31, por una parte; y Etcheberry, “Omisión”, 898, por otra). Pero su aceptación se fundamenta en que así lo daría a entender el art. 492 inc. 1, que se refiere explícitamente no solo a acciones, sino también a omisiones que constituirían un crimen o simple delito contra las personas, aunque en dichos delitos (Tít. VIII, L. II CP) no se contienen figuras de omisión formalmente descritas. Esto permite adelantar que el legislador

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entiende, además, que el lugar natural donde la comisión por omisión se manifiesta es en los cuasidelitos o delitos culposos. Sin embargo, esta asimilación solo es posible siempre que la ley no la excluya explícitamente, como en las figuras que suponen un comportamiento personal o corporal, como la bigamia (art. 382 CP) o el incesto (art. 375 CP) o que describen un modo preciso de conducta previa al resultado, como el causar ciertas lesiones “hiriendo, golpeando o maltratando de obra a otro” (art. 397) u obligar a otro “con violencia o intimidación a suscribir, otorgar o entregar un instrumento público o privado” (art. 438). En tales casos la estructura del tipo impedirá su sanción a título de omisión, aunque por la existencia de un resultado puedan concebirse intelectualmente casos en que ciertas personas se encontrasen obligadas a evitarlo. Tampoco se admite para agravar la responsabilidad en las omisiones propias, sustituyendo estas figuras por las de los resultados no evitados (p. ej., arts. 346 a 352 y 494 N.º 13 a 15 CP, y en el art. 195 Ley de Tránsito). Por tanto, la sola creación de un riesgo no es fundamento suficiente para “adscribir” la no evitación de su realización a un delito de comisión por omisión (doloso), como ha propuesto algún sector de la doctrina (Carnevali, “Omisión”, 77). Ello debe rechazarse, pues en los casos en que la ley restringe la punibilidad a conductas activas, el principio de legalidad impone que no sea posible, legalmente, su sanción a título de comisión por omisión, aunque se pudiese imaginar algún caso, como sucede precisamente con las lesiones del art. 397: es probable que un padre o un médico no evite una lesión de esa clase, pero no podrá ser sancionado a ese título, que exige actuación “de obra”, sino solo a título de la figura residual del art. 399, que castiga todas las lesiones “no comprendidas” en los artículos anteriores. A nuestro juicio, el único fundamento plausible de la sanción de los delitos de omisión impropia es su entendimiento como delitos especiales (Mañalich, “Omisión”, 241). Esto significa que se trata de delitos basados en el incumplimiento de una obligación legal o contractual especial de evitar un resultado descrito en un tipo penal, impuesta a determinadas personas, esto es, los garantes (o. o. Rojas A., “Solidaridad”, 724, para quien la posición de garante es un concepto prescindible si se limita a deberes especiales emanados exclusivamente de la ley o el contrato). Y ello, solo en los casos de delitos de resultado puro, en los que el tipo penal no restringe el hecho punible a formas concretas de conductas activas. Pero no basta la habilitación legal y la posición de garante para la imputación de un delito de comisión por omisión. Se requiere, además, la efectiva asunción de esa posición de garante, la producción causal del resultado, y

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que el resultado sea imputable objetivamente a la omisión, de modo que pueda afirmarse que ésta equivale a la acción penada por la ley. Son fuentes indiscutidas de la posición de garante la ley y el contrato (Bustos, Flisfisch y Politoff, “Omisión”, 1203). De la ley surgen los deberes de protección de los cónyuges entre sí y de los padres a sus hijos (arts. 102, 131, 219 a 223, 276 y 277 CC). Pero ha de tenerse siempre en consideración para su exigencia la edad y condiciones reales de cada cual, pues, p. ej., respecto de la obligación de cuidar a los hijos, esta “tiene una gran amplitud si se trata de menores de corta edad, pero es indudable que se atenúa considerablemente a medida que el menor aumenta de edad” (Flisfisch, 119). Alguna doctrina incluye entre las fuentes de la posición de garante los cuasicontratos, como p. ej. la posición del médico que asume el tratamiento de un enfermo inconsciente al que luego no presta la atención necesaria, resultado de lo cual el paciente muere (Etcheberry DP I, 205). Ello puede aceptarse sin problemas pues el cuasicontrato no es sino la forma de una obligación legal derivada de hechos de la naturaleza o conductas propias, como la comunidad hereditaria o la gestión oficiosa de negocios ajenos, respectivamente (art. 2284 CC). También es posible homologar a la ley, como fuente de la posición de garante, los decretos supremos dictados en ejercicio de la potestad reglamentaria autónoma del Presidente y los que sean necesarios para el cumplimiento de las leyes, en la medida que sean de aplicación general (art. 32 N.º 4 CPR). De la ley y los contratos surgen también las posiciones de garante en las actividades empresariales, particularmente aquellas sometidas a detalladas regulaciones industriales, laborales y sanitarias. Aquí, el deber de garante se identifica con el de aseguramiento de las fuentes de peligro bajo control propio, como el que tendrían los encargados de una industria en la evitación de los daños que sus instalaciones causaren al ambiente o sus productos a los consumidores (Hernández B., “Comentario”, 26; Contreras Ch., “Garante”, 18). Según parte de la doctrina, ese deber de aseguramiento se transformaría en un deber de vigilancia tratándose de la conducta de los empleados de las empresas, aun cuando sean plenamente responsables, lo que permitiría fundar una posición de garante de los directivos que no evitan la comisión de delitos, dado que en la actividad empresarial como fuente de peligro no sería distinguible el que proviene de la actividad de los empleados del que se deriva de las instalaciones y los productos (Hernández B., “Directivos”, 575). Sin embargo, este deber de vigilancia que permitiría fundar una imputación a los directivos por todas las conductas de los empleados (incluso las imprudentes y las dolosas no concertadas ni aceptadas), parece difícilmente conciliable con las complejidades de las formas de

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organización de las empresas modernas y las restricciones propuestas a la imputación objetiva según los principios de auto responsabilidad y la consecuente prohibición del regreso. En todo caso, de aceptarse esta extensión de la responsabilidad, siempre cabría una defensa general de cumplimiento, basada en el establecimiento ex ante de mecanismos de prevención, en la denuncia oportuna de los hechos y sus responsables y en la reparación de los daños causados, pero no acordados ni aceptados. Por tanto, se debe rechazar la idea de fundamentar las posiciones de garante en un supuesto deber general de evitar daños a terceros, sea en la propia organización (competencia por organización) o derivado de un rol social (competencia institucional), como quieren ciertas corrientes funcionalistas, de donde se derivaría que entre la comisión activa y la omisiva solo habría una diferencia técnica —de elección de medios— a disposición de los responsables (Jakobs, “Imputación”, 859; y Navas, 680). Estas ideas llevan, por una parte, a una ilimitada extensión de la responsabilidad penal mediante “una argumentación sustantiva relativamente libre”, sin restricción alguna en la legalidad (Wilenmann, “Omisión”, 319); y, por otra, son contrarias a nuestro sistema jurídico, como lo demuestra el art. 16 Ley 20.584 que permite a los prestadores de salud (a pesar de estas obligados institucionalmente a su conservación) omitir aplicar tratamientos médicos contra la voluntad del paciente, aunque pudieran ser útiles para alargar su vida, pero al mismo tiempo prohíbe acelerar activamente la muerte de los pacientes, aunque estén en la fase final de una enfermedad terminal, distinguiendo con ello la omisión permitida de la acción prohibida, sin que ellas sean equivalentes o intercambiables entre sí. Por otra parte, el problema de la extensión de las posiciones de garante más allá de las fundadas en deberes jurídicos especiales de evitación (ley y contrato) es manifiesto en nuestra jurisprudencia, que admite también como fuentes de la posición de garante obligaciones indeterminadas, fundadas en algún deber “ético social” y en el llamado hacer precedente peligroso o injerencia (RLJ 16). Esta extensión es rechazada por la doctrina, ya que carece de todo contorno objetivable conforme a la ley (Rojas A., “Omisión”, 730). Por lo mismo, se debe rechazar también la idea de fundar una posición de garante en la llamada comunidad de peligro, como la que surgiría de la realización conjunta de una actividad riesgosa (Cury PG, 683). No obstante, dado que el hacer precedente o injerencia (y también la comunidad de peligro) suponen una combinación de acción inicial que, de alguna manera, desemboca en el resultado que la ley pretende evitar (p. ej., llevando a la víctima de un atropello a un lugar donde solo el conductor imprudente puede brindarle auxilio, o conduciendo a un grupo por un sen-

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dero peligroso), se puede comprender esta constelación de casos no como delitos de omisión, sino de simple comisión, donde una vez demostrada la causalidad natural a partir de la primera conducta activa, deben también superarse los filtros de la imputación objetiva. Ello importa excluir de la imputación los resultados que se siguen de conductas justificadas, pues el peligro realizado está permitido y no prohibido (Soto P., “Jurisprudencia”, 250). Pero también aquellos que son consecuencia de un error o de acciones exculpadas, pues no puede ser cierto que un mismo hecho sea impune y punible al mismo tiempo, solo por el acaso y el transcurso del tiempo. Por eso consideramos errada la SCS 4.8.1988, GJ 218, 96, donde se estimó que herir a un tercero en un caso de error sobre los presupuestos objetivos de la causal de justificación era un error de prohibición que excluiría la responsabilidad del agente si la víctima hubiese muerto al instante, pero que hacía nacer simultáneamente una posición de garante con obligación de evitar su muerte si sobrevivía, condenándose al acusado por homicidio en comisión por omisión. En todos los demás casos, la cuestión fundamental no es si un resultado puede imputarse a una conducta voluntaria anterior (la injerencia) que se encuentra en su curso causal, un simple problema de causalidad natural, si no el título de esa imputación. Y aquí lleva razón la doctrina que estima que si ese primer hecho (la injerencia o hacer precedente) no contempla la intención de la comisión de un delito doloso (conocimiento y voluntad de realización), aunque el resultado fuese previsible y evitable, no genera un delito doloso (comisión por omisión) por el solo paso del tiempo o la falta u omisión de injerencia posterior: un cuasidelito de lesiones producto de un atropello no se transforma en un homicidio en comisión por omisión por el solo paso del tiempo, sino solo en un cuasidelito de homicidio más un eventual delito de omisión de denuncia y auxilio del art. 195 Ley de Tránsito (Garrido DP I, 243. O. o. Izquierdo, “Omisión”, 340, quien insiste en la idea de que, si el actuar precedente fue doloso o culposo, es irrelevante para la generación de la obligación de evitar el resultado, lo que permitiría afirmar comisión por omisión dolosa en ambos supuestos. A nuestro juicio, en cambio, la única posibilidad de que un actuar precedente culposo genere responsabilidad dolosa a título de comisión por omisión, sería la actuación posterior dolosa que interviene en el curso causal: quien atropella a una persona y la socorre, no comete homicidio doloso en comisión por omisión si el atropellado muere desangrado a la vera del camino, a menos que al atropello haya seguido el ocultamiento del herido para excluir terceros cursos salvadores). Pero no basta con la existencia de una especial obligación legal o contractual de evitación de un resultado para imputar un hecho a quien se iden-

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tifica como garante del bien jurídico. Se requiere, además, que el garante asuma efectivamente esa posición en el caso concreto, excluyendo la posibilidad de actuación de terceros salvadores de modo que quede en sus manos la evitación del resultado. Esta es una cuestión de hecho, que debe probarse por la acusación, y que puede contradecirse probando que, en el caso concreto, no se excluyó a terceros salvadores. La importancia de esta prueba es tal, que ella es prácticamente la única que permite distinguir la comisión por omisión de otros delitos en que intervienen garantes o la omisión es su fundamento: el abandono de niños y personas desvalidas, cuya penalidad se encuentra disminuida frente a los delitos de homicidio y lesiones, incluso cuando quienes abandonan a niños y personas desvalidas que fallecen a causa del abandono son sus padres, hijos y cónyuges (arts. 346 a 352); la de denunciar o auxiliar en accidentes de tránsito (art. 195 Ley de Tránsito); y la mera omisión de socorro y el abandono-falta cuando la persona que no se salva o se abandona resulta herida o muerta (art. 494 N.º 13, 14 y 15). Por ello, algunos autores funcionalistas la consideran como la verdadera fuente de la posición de garante, pues se atribuye a la propia organización del agente que genera su responsabilidad (Piña, Fundamentos, 171). Pero tampoco basta con la asunción de la posición de garante para imputar responsabilidad a título de comisión por omisión. El resultado producido también debe ser objetivamente imputable. Esto significa afirmar, en primer lugar, una causalidad hipotética (si el garante hubiera actuado, el resultado se habría evitado) o normativa (RLJ 18). Para ello, la acusación debe probar, en primer lugar, la evitabilidad del resultado. La defensa contra esa prueba es afirmar que en el caso concreto el resultado era inevitable para cualquiera, como en el caso del salvavidas que ve con impotencia cómo un bañista se ahoga a 500 metros de la playa, lugar desde él ni cualquiera, aunque quieran y deban, pueden rescatarle. La defensa también puede alegar que no hay imputación objetiva, porque el resultado se produce por la intervención independiente de un tercero autoresponsable o de la propia víctima. Así, p. ej., un fallo absolvió a una madre por la muerte en comisión por omisión de su hijo, pues se acreditó que quien agredía al menor era el conviviente, un tercero autoresponsable, sin intervención de la acusada en ninguna de las formas del art. 15 o 16, aun cuando se probó que ella no había denunciado las lesiones que sufrió previamente a su muerte el menor a manos de su conviviente —denuncia a la que no se encontraba especialmente obligada— agregando, en clave de exculpante, una referencia la condición de desamparo e indigencia a que la acusada y su hijo fallecido se encontraban expuestos (RLJ 348). Respecto de la intervención autoresponsable de la víctima, el caso más destacado es el de la no evitación de un

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suicidio, donde se afirma que si es causado por la intervención plenamente responsable de la víctima parece excluir la imputación a título omisivo del cónyuge o familiar que no la evita (Hendler y Gullco, en Casos DPC, 219, quienes, con fundamento en los arts. 17.1 PIDCP y 11.2 CADH que establecerían un espacio de vida privada —incluyendo en él la capacidad de ejecutar un suicidio—, rechazan la conclusión contraria de un fallo del Tribunal Supremo alemán que estimó obligación del cónyuge evitar el suicidio del otro). Probada la existencia de la posición de garante, su asunción efectiva y la imputación objetiva del resultado, es posible afirmar que la comisión equivale a la acción en los delitos de resultado, siempre que la descripción típica no limite la sanción a conductas positivas y la omisión que se trate no esté especialmente regulada. Finalmente, hay que insistir en que la afirmación de la tipicidad objetiva de un hecho a título de omisión impropia no determina su aspecto subjetivo, pues la mayor parte de estos supuestos corresponden a la negligencia, como sucede particularmente con la responsabilidad penal médica (Vargas P., Responsabilidad, 8); y su atribución a título doloso requiere, además, la prueba de la intención de que el resultado se produzca.

Capítulo 7

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§ 1. Generalidades Antijurídica es la conducta típica que lesiona o pone en peligro un bien jurídico y no se encuentra autorizada por la ley. La prueba de la existencia del hecho punible y la participación culpable del acusado es también la de la lesión o puesta en peligro del bien jurídico que la ley protege en cada figura penal (antijuridicidad material). Pero como la antijuridicidad material ínsita en la realización típica puede ser excluida por una causal de justificación (formal), se dice que la tipicidad es indiciaria de su antijuridicidad, como el humo lo es respecto del fuego, pues si existiera un permiso, ese permiso excluiría la antijuridicidad. Por otra parte, aunque la antijuridicidad de un hecho se basa en un juicio predominantemente objetivo con referencia a los resultados y peligros descritos en los tipos penales y a los permisos legales o causales de justificación, lo cierto es que su apreciación no puede excluir ciertos elementos subjetivos. Así lo exigen los tipos penales en los delitos de intención trascendente y tendencia, respecto de la antijuridicidad material; y ciertos requisitos de las propias causales de justificación, como la falta de participación en la provocación en la legítima defensa o el deber de soportar el peligro, en el estado de necesidad, que relativizan esa objetividad en el análisis de la antijuridicidad formal. Luego, el permiso en que consiste una causal de justificación formal es una excepción que requiere un examen cuidadoso, ya que la prueba de la existencia del hecho punible significa que un bien jurídico ha sido lesionado o puesto en peligro en la forma descrita por un tipo penal. En nuestro sistema, el fundamento de los permisos que otorga la ley es la existencia de un interés preponderante: el del agredido que se defiende o es defendido en la legítima defensa, art. 10 N.º 4, 5 y 6; el del necesitado en el estado de necesidad, art. 10 N.º 7 y 11; y el de la imposición del derecho en el

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cumplimiento de un deber o ejercicio legítimo de un cargo, autoridad u oficio (art. 10 N.º 10) y en la omisión por causa legítima del art. 10 N.º 12. Estas últimas causales remiten también al ordenamiento en su conjunto, que puede contener permisos excepcionales en cualquiera de sus normas, como sucede, p. ej., con las reglas procesales que autorizan la detención en caso de delitos flagrantes (arts. 129 y 130 CPP) y excluyen los delitos de secuestro y detención arbitraria o irregular (arts. 141 a 143 y 148 CP), pues como el orden jurídico es uno solo, es imposible que una conducta sea antijurídica, si una norma exterior al derecho penal la declara conforme a derecho. Cuando este permiso concurre en los hechos, desaparece no solo la antijuridicidad formal de la conducta típica, sino también material: por dañosa que sea materialmente una conducta (p. ej., causar la muerte de otro o privarle de su libertad), si está autorizada expresamente por la ley no puede considerarse contraria a derecho. Este mismo razonamiento, lleva a parte de la doctrina a sostener que las causales de interrupción del embarazo del art. 1199 Código Sanitario, en casos de aborto voluntario permitido, deben considerase también causales de justificación, aunque específicas, pues de otro modo no sería lícito ni exigir la correspondiente prestación de salud ni pretender la impunidad del equipo médico que la practica (Hernández B., “Legitimidad”, 241). No obstante, por su carácter específico, esta causal de justificación será tratada en la parte especial de esta obra, como así también se hará —por la misma razón— con la del art. 145, un caso específico de estado de necesidad relativo al delito de violación de domicilio. En cuanto a sus efectos procesales, en Chile, mientras la defensa de falta de antijuridicidad material es negativa y absoluta, ya que niega la existencia del hecho punible (su tipicidad), por lo que su acreditación puede conducir a la causal de sobreseimiento del art. 250 a) CPP o la absolución en juicio por no haberse acreditado el hecho punible; la defensa basada en una causal de justificación es positiva y relativa, pues exige probar las concurrencia de condiciones de carácter personal que deben afirmarse respecto de cada acusado en particular y por ello conduce a un sobreseimiento del art. 250 c) CPP o a la absolución únicamente de quien está justificado.

§ 2. Defensas basadas en la falta de antijuridicidad material A. Ausencia de lesividad (de minimis) La defensa de inexistencia de antijuridicidad material se asienta en la negación de la lesión o peligro para el bien jurídico que se pretende proteger

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por la conducta que se ha tenido probada, en relación con los requisitos de cada tipo penal. En el derecho anglosajón esta defensa se conoce como de minimis, prevista en el art. 2.12. del Model Penal Code como una obligación del tribunal para desestimar una acusación si el hecho no causa o amenaza realmente con causar el daño o el mal que la ley pretende evitar (Husak, 363). La doctrina anglosajona entiende esta defensa también como una de negación de la tipicidad u offense modification, aplicable a toda clase de delitos (Robinson, “Defenses”, 211). Esto ocurre en Chile, particularmente cuando el daño o peligro que la ley pretende evitar se señala explícitamente en el tipo penal (las precisas lesiones que se describen el art. 397 o el “grave daño a la salud” del art. 315, p. ej.); o este contiene elementos normativos relativos a la antijuridicidad (la actuación “sin derecho” del art. 141 o “indebidamente” del art. 246). Con todo, la clasificación es irrelevante para sus efectos: la absolución por falta de prueba del daño o peligro que la ley pretende evitar o por la prueba contraria de su inexistencia. Así, ya en el siglo XIX, la SCA Valparaíso 12.9.1896 (GT 1896, T. II, 109) estimó que alterar la edad de un declarante no es falsificación del art. 193 N.º 3 si no “afecta de alguna manera la integridad del mismo documento y a los efectos legales que debe producir”. Actualmente, esta defensa ha adquirido gran importancia en materia de drogas, donde se ha fallado que no se puede tener por acreditada una lesión a la salud pública ni constituido el delito de cultivo de especies vegetales prohibidas, si el cultivo está exclusivamente destinado al consumo personal o colectivo del o los acusados (SSCS 4.6.2015, RCP 42, N.º 3, 325, con nota reprobatoria de X. Marcazzolo respecto de la exclusión de punibilidad del cultivo colectivo; y 11.11.2015, RCP 43, N.º 1, 253, con nota crítica de G. Medina); que está excluido el castigo por la falta de porte de sustancias prohibidas, si el porte no trasciende al público y éstas están destinadas al consumo personal (RLJ 601); y que no procede castigar por porte el transporte de hojas de coca para fines religiosos (RLJ 575). Además, haciendo excepción al principio de libertad probatoria, se ha estimado que la única forma de probar el peligro que constituye para la salud pública las sustancias prohibidas sería el informe del Servicio de Salud prescrito en el art. 43 Ley 20.000 para determinar su naturaleza, peso y pureza, considerándose insuficientes al efecto las pruebas de campo (SCS 22.3.2016, RCP 43, N.º 2, 197, con nota crítica de J. Winter). No obstante, esta doctrina ha ido cambiando en el tiempo, junto con el cambio de integrantes de la Sala Penal de la Corte Suprema, pues ahora la mayoría considera suficiente la prueba de campo (SCS 7.4.2020, Rol 40959-19. Antes, las SSCS 29.9.2015, RCP 42, N.º 4,

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307, con nota reprobatoria de C. Cabezas; 11.2.2015, RCP 42, N.º 2, 267, con nota favorable de M. Reyes; y 26.5.2014, RCP 41, N.º 3, 221, con nota crítica de L. Cisternas).

B. Principio de lesividad en los delitos de peligro Son delitos de lesión aquellos en que la ley describe una conducta que trae consigo la efectiva destrucción o menoscabo de un bien jurídico (p. ej., homicidio, art. 391; hurto, art. 432; estafa, art. 468; violación, art. 361, etc.). Delitos de peligro son aquellos en que la ley se contenta con describir un hecho que estima riesgoso, atendida la probabilidad de que de él se deriven daños para intereses sociales o individuales protegidos, pero sin considerar el daño o lesión a esos bienes jurídicos como elementos del tipo penal respectivo. Esto es particularmente necesario cuando la lesión puede tener efectos catastróficos (p. ej., en los delitos relativos a la seguridad nuclear, arts. 41 a 46 Ley 18.302); el peligro se encuentra estadísticamente demostrado (conducción de estado de ebriedad, art. 196 Ley de Tránsito); el daño causado por un hecho particular, que puede parecer ínfimo o acotado, adquiere sentido por su potencial acumulación con otros hechos similares (como en los delitos de contaminación de aguas, art. 291 CP y 136 Ley General de Pesca); o el peligro para un bien jurídico individual pero indeterminado es previsible y evitable, como en la fabricación o expendio de sustancias peligrosas para la salud (arts. 313 d) y 314), en los delitos relativos a las drogas prohibidas de la Ley 20.000 y el tráfico de residuos peligrosos (art. 44 Ley 20.920). En todas estas figuras lo relevante es que en el propio texto de la ley se especifica el peligro que se trata de evitar: la calidad de material nuclear, la graduación alcohólica que hace temer una mala conducción, la naturaleza de la sustancia que se emite o del objeto sobre que recae la conducta, etc. Este peligro es un juicio de probabilidad (Bustos y Politoff, “Peligro”, 1272) que puede expresarse en el texto legal (delitos de peligro abstracto, p. ej., art. 352) o se entrega a la apreciación judicial en el caso (delitos de peligro concreto, p. ej., art. 136 Ley General de Pesca). Por tanto, el peligro o juicio de probabilidad constituye la antijuridicidad material en cada caso y corresponde a la acusación su prueba, de modo que su ausencia se convierte en una defensa basada en la falta de lesividad, aunque muchas veces confundida con la discusión de la acreditación de la tipicidad. Así, en los ejemplos propuestos, se debe probar y no se puede presumir el carácter radioactivo de las sustancias que se tratan, el grado de alcohol en la sangre del conductor, la propagación o introducción a las aguas de elementos con-

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taminantes, la naturaleza de la droga traficada o el carácter peligroso de las sustancias expendidas o de los residuos transportados. Según nuestra monografista en la materia, estos estados de cosas que deben probarse pueden caracterizarse, en términos generales, como la creación de un “estado de incontrolabilidad” resultado de la conducta del agente (Vargas T., Delitos de peligro, 393). Desde este punto de vista se puede rechazar el argumento de que tales delitos entrañarían presunciones de derecho no admitidas por la Constitución, pues ni ésta ni los tratados internacionales en materia de derechos humanos exigen que la descripción de los delitos contemple un resultado equivalente a una lesión a un bien jurídico personal o colectivo, pero sí la prueba del contenido de la acusación, esto es, de la existencia del hecho punible con todas sus características particulares, entre ellas, la creación del peligro o “estado de incontrolabilidad” que se pretende evitar. De allí que las diferentes clasificaciones de los delitos de peligro existentes carezcan de mayor sentido en nuestro sistema, pues aunque el delito se califique de “peligro abstracto”, “hipotético”, “acumulación”, “preparación”, “intención”, “aptitud” o “idoneidad”, siempre se debe interpretar en el sentido de exigir la prueba de su peligrosidad según lo previsto en el tipo penal correspondiente, sea ésta, “concreta” o al menos “general” (STC 21.8.2007, Rol 739; Hernández B., “Legitimidad”, 156. O. o. Maldonado, “Delitos de peligro”, 60, para quien la exigencia de prueba no es suficiente para considerar “legítimos”, según los criterios que adopta, los delitos de acumulación, preparación o intención).

C. Consentimiento Aunque el consentimiento nunca ha sido una causal de justificación expresamente establecida en nuestro Código, su reconocimiento en Alemania como parte del derecho consuetudinario (tampoco está consagrado en el StGB) nos condujo a considerarlo en nuestras obras anteriores como una causal independiente de justificación. Sin embargo, un análisis de los casos propuestos nos lleva ahora a concluir que el consentimiento no es una causal de justificación independiente, sino una expresión de la falta de antijuridicidad material de las conductas allí donde la ley lo permite en sus descripciones típicas, p. ej., aborto en ciertos casos, mantener relaciones sexuales entre adultos aún con sesgos de sadomasoquismo, apropiación de bienes ajenos, etc. Por ello, bien puede sostenerse que, más que una causal de justificación, el consentimiento eficaz para excluir la punibilidad del hecho en estos casos excluye la tipicidad (Bustos/Hormazábal, Sistema, 88), como la defensa de minimis, lo que es particularmente cierto en los procedimientos

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médicos, donde el consentimiento informado es un requisito de la conducta conforme a la lex artis (Bullemore, “Relación”, 23). Finalmente, por faltar una causal legal de justificación de consentimiento, parece innecesaria la distinción entre “acuerdo”, como descripción de los casos de consentimiento que excluyen la tipicidad, y “consentimiento”, donde existiría una verdadera causal de justificación que permitiese abarcar las lesiones causadas en el deporte o en relaciones sadomasoquistas, e incluso la muerte a ruego más allá de los casos de eutanasia o limitación del esfuerzo terapéutico admitidos, como propone parte de la doctrina (Ríos, 3).

D. La actividad deportiva En los deportes de contacto (boxeo, pero también fútbol y básquetbol, p. ej.) hay que distinguir dos situaciones: en primer lugar, en todos los casos que resulten lesiones y muertes por contactos que la reglamentación admite, el acatamiento de las reglas deportivas es la base para alegar una justificante de ejercicio legítimo de un oficio (art. 10 N.º 10). En efecto, es un hecho que las federaciones deportivas, sus reglamentaciones y las particulares de cada deporte federado tienen reconocimiento legal en Chile, por lo que los daños derivados de riesgos inherentes al ejercicio de la actividad deportiva, en la medida que sean causados en el ámbito reglamentario (golpes reglamentarios en el karate, p. ej.), han de considerarse parte del legítimo ejercicio del deporte o actividad autorizada (Matus, “Gallos”, 13). En cuanto a las lesiones causadas por conductas ejecutadas fuera del reglamento, parece posible afirmar que deberían considerarse por regla general como imprudentes, a menos que se trate de casos de intencionalidad manifiesta, como la que se desprende del hecho de poner pesos de hierro dentro de los guantes de boxeo. Siendo así, tampoco estas lesiones imprudentes serían punibles, por encontrarse dentro del riesgo propio de estas actividades, permitido junto con el permiso general para su práctica, y consentido en particular por los intervinientes al aceptar participar en ellas (Couso, “Comentario”, 266). Legalmente, ello parece estar refrendado en lo dispuesto por el art. 241 CPP que permite expresamente los acuerdos reparatorios en esta clase de delitos. Pero, tratándose de lesiones dolosas (un codazo a mansalva y fuera de una acción de juego, p. ej.), no se tratará siempre de un riesgo propio del deporte de contacto. Aquí, el riesgo permitido solo parece alcanzar a las lesiones dolosas menos graves y leves de los art. 399 y art. 494 N.º 5 respecto de las cuales el art. 54 CPP solo permite su persecución previa denuncia del ofendido. Pero no alcanza a las del art. 397 ni a las mutilaciones de los arts. 395 y 396, como tampoco a los homicidios.

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Tratándose de muertes causadas en la actividad deportiva, el consentimiento tampoco permite fundamentar la exclusión del castigo, salvo que la muerte tenga como concausa una condición prexistente en la víctima y desconocida por el autor (resultado extraordinario). No obstante, siempre debe tenerse presente que las muertes en estos casos parecen seguir el mismo derrotero que las lesiones en cuanto a su imputación subjetiva: se tratará en la mayor parte de delitos culposos, con infracción de reglamentos, del art. 490. Pero, si la muerte se produce por un golpe recibido que sea reglamentario o permitido (un pelotazo en la cabeza, un golpe certero de boxeo, p. ej.,), al faltar la infracción reglamentaria, no será posible la imputación a título de culpa, según nuestra legislación; pero sí podría surgir la responsabilidad a título doloso en caso de que ese golpe reglamentario se haya empleado intencionalmente para causar la muerte aprovechando un conocimiento especial del autor, caso en el cual la justificación del art. 10 N.º 10 adolecería de causa ilegítima. Por lo tanto, abandonamos nuestra anterior posición que afirmaba la existencia de una verdadera costumbre contra legem, lo cual, aparte de ser contrario al principio de legalidad, tiene como efecto dejar entregada la valoración de estas conductas a una apreciación puramente subjetiva, como es la del fallo que afirmó que las lesiones causadas por un codazo fuera de la disputa de un balón, esto es, doloso, se había producido en “el desarrollo de un partido particularmente violento en el que más de uno de los jugadores tuvo conductas extremadamente agresivas” (SCA San Miguel 17.10.1989, GJ 112, 83), o los de aquellos que evitan imponer sanciones recurriendo a la simple afirmación fáctica de la falta de intención o negligencia de los acusados, aunque ella sí esté presente (González y Pino, 27).

E. ¿Acciones neutrales? Según Jakobs, “en un Estado de libertades están exentas de responsabilidad no solo las cogitationes, sino toda conducta que se realice en el ámbito privado y, además, toda conducta externa que sea per se irrelevante” (Jakobs, Estudios, 314). Estas conductas per se irrelevantes serían las llamadas acciones neutrales: comprar y vender en una armería autorizada un arma de fuego, un preparado autorizado en una farmacia, sogas y escalas en una ferretería, etc. Para esta doctrina, ninguna de estas conductas significaría externamente una arrogación ilícita de ámbitos de organización externos, sino ejercicio del rol o estatus de los ciudadanos que intervienen y serían, por tanto, lícitas, con total independencia de su intención o conocimiento sobre el destino y empleo de los objetos que se compran o venden.

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La criminalización de tales conductas solo por el añadido de una subjetividad (el conocimiento o la intención de cometer un delito con esos objetos de libre venta) sería, entonces, una manifestación del derecho penal del enemigo, y por tanto ilegítima, pues supondría una intervención en la esfera íntima sin atención a la capacidad o incapacidad perturbadora ex re de la conducta. Esta teoría puede verse como una modernización de la teoría de la adecuación social de Welzel: ambas suponen que existen criterios fuera del derecho positivo para afirmar que una conducta que corresponde al tipo penal o a un hecho de cooperación anterior o simultáneo a su realización no debe ser sancionada porque carece de antijuridicidad material, esto es, es neutral para el derecho o socialmente adecuada (Welzel, “Studien”, 419 Para sus orígenes en la escolástica, v. Aquino, I-II, C. 18, a. 8). El problema es determinar cuándo, objetivamente y sin atención a la subjetividad del agente, una conducta sería ex re neutral o perturbadora, esto es, cuándo, quién, cómo y bajo qué reglas diferentes a las jurídicas se determinaría que ella significaría solo expresión de un rol socialmente admitido (ciudadano, vendedor, cocinero, etc.) y cuándo una arrogación de una esfera de organización ajena o el incumplimiento de un deber institucionalmente establecido, en los términos de Jakobs; o cuándo sería socialmente adecuada o inadecuada, en los de Welzel. Sin embargo, a pesar de los esfuerzos de algunos autores, no existen respuestas a estas preguntas salvo la subjetiva apreciación de cada cual, subjetivismo que conduce a una tópica y casuística imposible de desarrollar exhaustivamente y, sobre todo, de controlar objetivamente en relación con el derecho positivo vigente (Rackow, 567). Para confirmar este aserto basta preguntarse qué debería entenderse por socialmente adecuado en la Alemania de 1939, cuando la dictadura Nazi se imponía en las calles a través de grupos de choque y acciones directas de amenazas, atentados personales y contra las propiedades de judíos y opositores, atentados que, en esas circunstancias concretas, podrían quedar “fuera del concepto de injusto”, pues se movían “funcionalmente dentro del orden históricamente constituido” (Welzel, “Studien”, 516). Desde otros puntos de vista también se ha supuesto la existencia de conductas libres de valoración jurídica o adiáforas, particularmente cuando concurren simultáneamente causas de justificación y exculpación, p. ej., en el caso de los náufragos que luchan por llegar a la única tabla de salvación o del novio fogoso que repele al tercero que lo separa de su amante creyendo evitar una violación inminente, que no existe. Sin embargo, como señala la doctrina mayoritaria, no hay aquí un “espacio libre de valoración” sino una valoración independiente de la conducta de cada uno: si ambos resultan libres de sanción, uno por una causal de exculpación y otro por una de jus-

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tificación, no es porque exista un espacio libre de valoración jurídica, sino porque esa es, precisamente, la valoración jurídica de las conductas de cada cual (Guzmán, “Actividad libre”, 32).

§ 3. Defensas basadas en la falta de antijuridicidad formal En nuestro ordenamiento jurídico las causales de justificación formales, de carácter general, son la legítima defensa (art. 10 N.º 4, 5 y 6), el estado de necesidad justificante (arts. 10 N.º 7 y 11), el cumplimiento del deber y el ejercicio legítimo de un derecho, autoridad, cargo u oficio (art. 10 N.º 10) y la omisión por causa legítima (art. 10 N.º 12). Sin embargo, antes de entrar a su estudio detallado, es conveniente analizar ciertos problemas comunes a todas ellas.

A. Elementos subjetivos (intencionales) en las causales de justificación En un sistema jurídico que no exige sentimientos de fidelidad ni de otra clase a los ciudadanos, sino únicamente la observancia del derecho, la exigencia de elementos subjetivos específicos en las causales de justificación, como el ánimo de defensa, no es requerida. Los aspectos personales ínsitos en las causas de justificación particulares, incluyendo los llamados elementos subjetivos que en algunas de ellas aparecen —la falta de provocación en el art. 10 N.º 4, los motivos ilegítimos en el 10 N.º 6 y el no estar obligado a soportar el mal del art. 10 N.º 11— no dicen relación con una expresión de fidelidad o especial ánimo respecto del ordenamiento como tal, sino exclusivamente con esos requisitos específicos. Sin embargo, a pesar del carácter excepcional de estas exigencias, una parte de la doctrina, inspirada en el finalismo y sus variantes, entiende que “no es suficiente, para la justificación de la conducta, la presencia de los presupuestos objetivos determinados en la respectiva justificante, sino que se requiere, además, una actitud psicológica dirigida a esa justificación” (Cousiño, “Integrantes subjetivos”, 1491): el ánimo específico que se expresaría en la preposición “en” del encabezado del art. 10 N.º 4, de la actuación “para” evitar un mal del art. 10 N.º 7, y de la ejecutada “en” cumplimiento del deber del art. 10 N.º 10, etc. (Ortiz Q., “Consideraciones”, 1160). La ausencia de prueba de ese elemento subjetivo haría decaer la justificante que se trate, con independencia del cumplimiento u observancia de todas las restantes exigencias previstas en la ley. Sin embargo, las expresiones aludidas no tienen en el Diccionario únicamente un significado

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subjetivo, por lo que a ellas ha de dársele el sentido que sea más acorde con su contexto. A nuestro juicio, en el de las justificaciones, dichas expresiones no pueden significar la imposición de un sentimiento o actitud subjetiva de fidelidad hacia el derecho, impropia de una sociedad democrática, que solo puede exigir su observancia objetiva. Una supuesta obligación de fidelidad al derecho existente, si se toma en serio, haría incluso sospechosa toda tentativa de reforma legal por los medios democráticos, tentativa que supone un desacuerdo o falta de lealtad subjetiva con la legalidad vigente. Por lo anterior, creemos que no encontrándose expresamente establecido en la ley dicho requisito subjetivo, la interpretación propuesta por los seguidores del finalismo no puede imponerse solo por ser coherente con la adopción de dicho esquema sistemático (Politoff DP, 262). Además, tratándose de eximentes de responsabilidad y no de sus presupuestos, tampoco es exigible a su respecto la vinculación subjetiva que el principio de culpabilidad impone para fundamentar la responsabilidad penal, ni mucho menos la prueba de su existencia más allá de toda duda razonable, como sí se exige para la comprobación de la participación culpable (art. 340 CPP).

B. Justificantes putativas y error sobre los presupuestos fácticos de una causal de justificación El rechazo de los elementos subjetivos intencionales para configurar una causal de justificación, aparte del caso excepcional del art. 10 N.º 6 —expresamente establecido como motivación ilegítima—, no debe llegar al extremo de olvidar que una cosa es no exigir un cierto ánimo de justificación para las eximentes y otra, bien diferente, que para afirmar la responsabilidad penal en nuestro sistema se exige siempre una subjetividad, basada al menos en el conocimiento de los hechos que se realizan y su contexto, cuando es exigible, según el principio de culpabilidad que rige para las personas naturales. Por ello, la prueba del error sobre la existencia, alcance o los presupuestos fácticos de una causal de justificación que objetivamente no está presente, pero que el agente cree racionalmente que sí lo está, permite elaborar la defensa conocida desde antiguo como justificante putativa (SCA La Serena 6.8.1928, en Ortiz Q., “Legítima defensa”, 26). Aunque esta clase de errores son tratados más adelante junto con el resto de los que excluyen la culpabilidad, conviene adelantar a este lugar su tratamiento específico, por su incidencia en la comprensión de las causas de justificación e importancia práctica como teoría del caso de las defensas. La doctrina dominante suele considerar hoy en día el problema de las justificantes putativas como un grupo especial de errores de prohibición in-

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directos, en que el agente cree que existe una justificación que no existe, p. ej., que se puede mantener relaciones sexuales con una mujer púber menor de 14 años, con el consentimiento de su madre; o piensa que la situación presente permite alegar una causal de justificación existente, pero que no alcanza a su situación de origen, p. ej., que cualquier enfermedad de un hijo es suficiente mal como para entrar al hogar al que tiene prohibido acercarse; o yerra en el presupuesto de hecho de la justificación: confunde con un ladrón al hijo que viene tarde de juerga, cree que existe un incendio que no es tal, piensa que se dan los presupuestos para ejercer su deber, etc. Para nosotros, en todos estos casos la respuesta ante el error acreditado debiera ser idéntica: si es invencible o excusable, esto es, se basa en la prueba de una creencia razonable acerca de la existencia, alcance o presupuestos objetivos de una causal de justificación, se trata como si dicha causal existiera en realidad y exime, por tanto, de responsabilidad. Pero, si esa creencia es irrazonable, por basarse en un error vencible o inexcusable, aunque no se admite la justificación, se excluye de todos modos la culpabilidad a título doloso (el sujeto no sabe realmente lo que está haciendo y no actúa voluntariamente), pero queda subsistente el castigo a título de culpa, siempre que exista el correspondiente cuasidelito, como en los casos de muertes o lesiones imprudentes (arts. 490 a 492). En un contexto diferente, esta es la solución que se ofrece en el common law al incorporar la creencia razonable en una agresión como fundamento de la legítima defensa, despojándola de la exigencia de probar su realidad (Dressler CL, 9121). No obstante, la responsabilidad dolosa siempre subsiste en caso de que el error sea atribuible al agente, esto es, querido o aceptado conscientemente (ignorancia deliberada). Además, como esta defensa afecta la subjetividad de cada cual, no se extiende a los partícipes en quienes no concurre el error, tal como en todas las causales de exculpación. Y de ninguna manera lleva como corolario la afirmación de que el agresor putativo no pueda repeler al supuesto defensor pues, aunque el error pudiera excluir el carácter de “agresión” de la conducta del defensor putativo, el supuesto agresor puede reaccionar ante ella como una fuente de peligro que no está obligado a tolerar, según el estado de necesidad defensivo (Art. 10 N.º 11). De este modo, nuestra actual propuesta difiere parcialmente en sus resultados de la llamada teoría limitada de la culpabilidad que antes sostuviéramos, siguiendo la doctrina mayoritaria en Alemania y en Chile (Roxin AT I, 626; y Politoff DP, 346, respectivamente). En efecto, conforme a esa teoría solo en el caso del error sobre los presupuestos objetivos en una causal de justificación (el padre que abate al hijo que llega tarde por confundirlo con un ladrón) correspondería apreciar una responsabilidad culposa por la

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falta de cuidado al actuar (no haber “abierto más los ojos”). En cambio, si el error recae sobre la existencia o el alcance de una causal de justificación, la teoría limitada de la culpabilidad sostiene que si es vencible subsiste la imputación a título doloso y correspondería aplicar analógicamente una atenuante de eximente incompleta (art. 11, 1.ª, en relación con el art. 10 N.º 1), de difícil sustento en el texto legal. A similar resultado se llega desde el punto de vista de la teoría de la culpabilidad que remite sus efectos al error de tipo (Cury, “Error de prohibición”, 246). En la jurisprudencia actual, aunque en los considerandos de algunos fallos relevantes de la Corte Suprema nuestro máximo tribunal parece decantarse por alguna de las teorías de la culpabilidad en esta materia (SSCS 4.8.1998, con nota de Vargas P., “Caso ‘Chépica’”, 190), lo cierto es que en las decisiones de los fallos se adopta en realidad el tratamiento que aquí se propone para todos los supuestos de justificantes putativas o errores de prohibición indirectos. Así, p. ej., respecto del delito de desacato (art. 240 CPC), una situación de gran incidencia práctica por la existencia de numerosas órdenes impuestas judicialmente para impedir el acercamiento a lugares o personas determinadas, especialmente en casos de violencia intrafamiliar, se ha demostrado que en la inmensa mayoría de los casos conocidos por los tribunales sobre errores en la compresión jurídica de las condiciones impuestas, no se refieren a los presupuestos objetivos de una eventual causal de justificación sino a la creencia de que tal causal existe (el consentimiento de la persona de la que debe alejarse, p. ej.) o que una causal existente lo autoriza (la supuesta necesidad de ofrecer un auxilio inmediato al hijo, a pesar de la negativa de la madre). Y en todos ellos los tribunales afirman la impunidad del agente, con la sola prueba del error, independientemente de su evitabilidad o no, atendida la inexistencia de una figura imprudente de desacato para sancionar en caso de error vencible acerca de la existencia y alcance de las prohibiciones judiciales de acercamiento (Ramírez G., “Desacato”, 23). Es más, incluso la SCS 27.10.2005, que se decantó explícitamente en sus considerandos por la teoría de la culpabilidad que remite a las consecuencias jurídicas del error de tipo, termina aplicando la misma solución que nosotros proponemos a un caso en que el agente creía justificada la recuperación de propia mano de un auto vendido cuyo precio no se pagó oportunamente, esto es, la impunidad por ser un error vencible y no existir la figura culposa correspondiente, en vez de la teoría que dice seguir, que importaría la sanción del hecho a título doloso con una eventual atenuante genérica (Rojas A., “Caso Antivero”, 290). Por otra parte, al igual que cualquier defensa subjetiva basada en un error, no basta su alegación para configurar la justificante putativa, sino

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que debe demostrarse en juicio como hecho mental al momento de actuar (criterio ex ante). Quien ve a otro amenazar con un arma de fuego recién disparada puede creer razonablemente que el ataque continuará (RLJ 21). En cambio, no parece admisible la alegación del acusado de creer que podría ser atacado por la víctima, si estaba probado que ella se encontraba en manifiesto estado de ebriedad y apenas se sostenía en pie (SCA Concepción 18.7.2016, Rol 460-16); ni la de que el acusado creía que la víctima iba a sacar un arma de la pretina del pantalón si ninguno de los testigos presenciales ratifica sus dichos (SCA Valparaíso 6.5.2016, Rol 542-16). En estos últimos casos, la falta o insuficiencia de prueba no transforma el error alegado de invencible a vencible, sino de alegado a inexistente y no producirá efecto alguno. Finalmente, tratándose la justificante putativa de una exculpante basada en el error, en el caso de que la persona del supuesto agresor repela el ataque de quien erróneamente crea estar defendiéndose, ello podría considerarse un supuesto de estado de necesidad defensivo del art. 10 N.º 11, al enfrentarse un mal que no puede considerarse una agresión ilegítima. Lo mismo ocurre en caso de quien repele al que pretende destruir sus bienes creyendo estar en estado de necesidad o cumplir una orden legítima. En cuanto a la participación de otras personas, ésta ha de valorarse individualmente, pues siendo el error un hecho mental, solo cabe apreciarlo en quienes concurra (art. 64).

C. La causa ilegítima La cuestión que aquí se presenta con carácter general es si puede admitirse una defensa basada en una causal de justificación cuando “el peligro en el cual uno se encuentra haya sido ocasionado por un hecho propio y reprobable” (Carrara, Programa, § 297). Este problema va más allá de la inexistencia de legítima defensa para el agresor ilegítimo, como en el caso de quien acepta un duelo o envite, o participa voluntariamente en una riña o pelea tumultuaria entre varios (RLJ 48). Así, en la defensa de extraños del art. 10 N.º 6, actuar impulsado (únicamente) por venganza, resentimiento u otro motivo ilegítimo es una causa ilegítima que impide considerar al agente exento completamente de responsabilidad penal. Y en todos los supuestos del art. 10 N.º 4, 5 y 6 (defensa propia, de parientes y extraño), la llamada “provocación intencional” o la participación en ella, en el sentido de provocar una agresión “para prefigurar artificialmente en su favor una supuesta situación de legítima defensa que le permita dar muerte o herir

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impunemente a su agresor”, es una causa ilegítima que impide apreciar la eximente completa (Couso, “Comentario”, 220). En el caso especial del art. 10 N.º 11, su circunstancia 4.ª también declara inadmisible el alegato de la eximente completa por parte de a quien razonablemente puede exigírsele que soporte el mal, no solo por su especial profesión (personal militar, de policía, sanitario, etc.), sino también por sus hechos previos: a quien voluntariamente se expone al mal (o lo causa), se le puede exigir razonablemente que lo soporte sin dañar bienes ajenos. Este es el mismo razonamiento que permitiría considerar ilegítima la causa en un estado de necesidad si el mal fuera originado solo por culpa del necesitado (imprevisión, descuido o ignorancia), salvo quizás en el caso especial del art. 10 N.º 7, donde para salvar la vida o los derechos propios o ajenos se afecte únicamente la propiedad de terceros (Politoff DP, 298). Pero, si el mal es creado intencionalmente por el propio amenazado, no puede en ningún caso alegar esta eximente para salvar sus bienes o derechos sino solo los de terceros, pues el abuso del derecho también es una causa ilegitima (Etcheberry DP I, 265) En fin, tratándose de cumplimiento del deber o ejercicio legítimo de un derecho, profesión cargo u oficio del N.º 10 del art. 10 o de la omisión por causa legítima del art. 10 N.º 12, el Código expresamente hace referencia a la legitimidad de la causa en el presupuesto mismo de la causal. Además, quien voluntariamente rechaza o muestra desinterés por conocer el derecho y, especialmente, las causales de justificación existentes, su alcance o los presupuestos objetivos para su aplicación, también podría considerarse en una situación de causa ilegítima para el error que padece, atribuible a su propia responsabilidad, lo que impediría apreciar la justificante putativa o el error de prohibición que se alegase. De allí que, desde el punto de vista de la teoría de las normas de comportamiento, la causa ilegítima como excepción a la justificación se identifica con el concepto de imputación extraordinaria, “en que existe una instrumentalización de una causa de justificación a favor propio, ya sea por medio de la producción intencional por un actuar precedente de sus condiciones objetivas o el aprovechamiento de su concurrencia” (Silva O., “Imputación”, 47. En el mismo sentido, J. Contesse, en nota a la SCA Valdivia 23.2.2016, RCP 43, N.º 2, 263).

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§ 4. Legítima defensa A. Concepto y clasificación El Estado, imposibilitado de socorrer por medio de sus agentes a quien está siendo agredido, lo faculta para repeler la agresión, pero con carácter excepcional y cumpliendo determinados requisitos (RLJ 47). Según una definición estándar en la doctrina, la legítima defensa es “la repulsa de la agresión ilegítima, por el atacado o tercera persona, contra el agresor, sin traspasar la necesidad de la defensa y dentro de la racional proporción de los medios empleados para impedirla o repelerla” (Jiménez de Asúa, Tratado IV, 26). Este concepto es válido siempre que se entienda como una generalización que necesariamente ha de completarse en cada caso con los específicos requerimientos de la ley aplicable, en nuestro caso, los N.º 4, 5 y 6 del art. 10. En cuanto a su clasificación, la ley distingue entre defensa propia, de parientes, y de extraños, que se diferencian por las diferentes restricciones impuestas al régimen de la causa legítima (provocación, participación en ella y motivo de la actuación, respectivamente). Esta clasificación está superada en el Código penal español de 1995, cuyo art. 20.4 no hace distinción entre defensa propia o de terceros. En el common law norteamericano, en cambio, se sigue otra clasificación, que apunta principalmente a determinar la racionalidad del medio empleado para la defensa según la clase de agresión que se trate: i) self defense, o repulsa de quien realiza un ataque corporal, que afecte la vida o integridad física del que se defiende; ii) defense of property and habitation, o rechazo del ingreso ilegítimo al hogar; y iii) crime prevention, o impedir la comisión de cualquier otro delito (Dressler CL, 10646). Indirectamente, sin embargo, esta distinción respecto de los medios necesarios para ejercer la defensa aparece en nuestro Código que, siguiendo el modelo belga y lo dispuesto en la Partida 7, T. VIII, L. III, incorporó la llamada legítima defensa privilegiada (art. 10 N.º 6 inc. final). En este caso, tratándose de repeler agresiones constitutivas de ciertos delitos en determinadas circunstancias, la ley presume la racionalidad del medio empleado en la defensa, “cualquiera sea el daño que se ocasione al agresor”.

B. Derechos defendibles El objeto de la legítima defensa en Chile es amplio: la “persona o derechos” propios o de terceros, según expresa el encabezado del art. 10 N.º 4,

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lo que incluye la vida, integridad física, libertad, seguridad, propiedades, etc. (RLJ 47). Es más, la formulación legal lleva a concluir que el ataque de una persona a cualquier derecho constitucional o legalmente reconocido —incluso los colectivos, como el de “vivir en un ambiente libre de contaminación” (art. 19 N.º 8 CPR)— permite su repulsión en legítima defensa, con tal que la defensa sea racional, como sucedería, p. ej., ante una agresión consistente en el vertimiento de sustancias contaminantes en cursos de agua de los arts. 136 Ley General de Pesca y 315 CP (o. o. Wilenmann, “Legítima defensa”, 427, quien estima que solo son defendibles derechos individuales por razones más bien teóricas que legales). No obstante, tratándose de ataques al honor, la propia ley no parece considerar justificada una reacción siquiera equivalente, al establecer un régimen especial de compensación de penalidades por injurias recíprocas en el art. 430 y estimar las expresiones verbales como una forma de provocación que excluye la legítima defensa tanto del injuriador como del provocado en los arts. 10 N.º 4 y 11 N.º 3 (RLJ 388). Y tampoco la mera perturbación de un derecho mediante actos jurídicos (contratos, escrituras, etc.) admite una repulsa que recaiga en la persona del que los realiza (RLJ 47).

C. Requisito esencial: agresión ilegítima a) Concepto La existencia de una agresión ilegítima es el requisito esencial de la defensa. Si no concurre, tampoco puede apreciarse una eximente incompleta de los arts. 11 N.º 1 y 73. La agresión es definida en el Diccionario como un “acto de acometer”, esto es, el ataque de un ser humano que genera un riesgo objetivo para la persona o derechos de otro. Según la jurisprudencia, comprende no tan solo el acometimiento físico de una persona en contra de otra, sino que, además, “el quebranto de todo derecho ajeno, la injuria, amenaza o provocación, que una persona haga a otra de cualquier manera” (SCS 15.11.1968, RDJ 65, 307). Y no se agota con el primer ataque del ofensor, sino que subsiste mientras subsistan sus arrestos ofensivos o los acometimientos que dirija contra quien lo repele después del primer enfrentamiento. Luego, en primer término, la literalidad del texto legal excluye la posibilidad de defenderse de una omisión como propone parte de la doctrina (Etcheberry DP I, 253. Wilenmann, “Legítima defensa”, 441, quien admite que esta propuesta excede la literalidad del texto que dice, pero justifica

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este alejamiento de la ley “por ser un concepto sistemático”). Sin embargo, es posible forzar a quien está obligado a realizar ciertas conductas para evitar un mal grave, siempre que no exista otro medio practicable y menos perjudicial para evitarlo y el mal que se cause al forzado sea inferior o no significativamente superior al que se evita: estado de necesidad agresivo (el forzado no es la fuente del peligro) del art. 10 N.º 11. Este sería el caso de quien fuerza al que omite liberarlo al término de un encierro voluntario (p. ej., en un parque de entretenciones o en un monasterio). Lo mismo aplica respecto de las conductas imprudentes: no son agresiones, pero quien rechaza a un ciclista que ha omitido toda prudencia al circular sobre la acera, sigue estando justificado, pero no por legítima defensa, sino por el estado de necesidad defensivo (el forzado es la fuente de peligro) del art. 10 N.º 11. Enseguida, la agresión debe ser ilegítima, esto es, contraria a derecho, aunque no necesariamente constitutiva de delito. Por lo tanto, el cumplimiento de un deber, el ejercicio legítimo de un derecho, profesión, cargo u oficio, la repulsión de una agresión ilegítima y la actuación en estado de necesidad justificante no pueden considerarse agresiones ilegítimas, aunque supongan acometimiento y empleo de la fuerza, incluso letal, siempre que ello sea racionalmente necesario y se cumpla el resto de las condiciones legales en cada caso. Las reacciones de los terceros que sufren las consecuencias del acometimiento legítimo han de juzgarse por sí mismas: si el acometido cree que el agente estatal no está autorizado, podría encontrarse en una situación de justificante putativa, como también podría estar exculpado si actúa motivado por un miedo insuperable o una fuerza irresistible. De allí que no sea claro que de estas y otras situaciones similares pueda desprenderse la existencia de deberes generales de tolerancia o “solidaridad”, como se propone por las doctrinas funcionalistas (Piña, “Solidaridad”, 257. Con otros fundamentos, Mañalich, “Normas permisivas”, 503, también rechaza la existencia de estos deberes generales de tolerancia o solidaridad derivados de las causales de justificación o, en sus términos, “normas de permiso”). Pero, según nuestra jurisprudencia, no habilita la defensa legítima el hecho de que errores de procedimiento u otra circunstancia similar terminen por considerar “ilegal” una detención, por lo que las agresiones a los funcionarios aprehensores, después de la detención, no estarían justificadas (SCS 22.1.2020, DJP 41, 109). Por eso, sí será posible la legítima defensa ante actos de autoridad fuera de su competencia y aún frente a hechos dañosos que no constituyan delito, como el uso no autorizado de vehículos o hurto de uso. Y también lo será en la repulsa de quien por un error atribuible a sí mismo, por ignorancia

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deliberada o supina, actúa creyendo que se está defendiendo de una agresión inexistente, evitando un mal imaginario, cumpliendo un deber o ejerciendo un derecho que no tiene: la imposibilidad del agresor de invocar una justificante putativa en estos casos excluye la legitimidad de su conducta y habilita al agredido para defenderse legítimamente de ese acometimiento objetivamente injustificado. Más discutible es la situación de quien repele ataques de incapaces, personas forzadas, que actúan impulsadas por un error excusable (justificante putativa), un miedo insuperable o para evitar un mal no causado por la persona a quien acometen, es decir, exentas de responsabilidad por una causal de inimputabilidad o exculpación. Antes de la incorporación del nuevo art. 10 N.º 11 estas situaciones solían resolverse acudiendo al criterio de la racionalidad del medio, especialmente cuando se trataba de ataques de enajenados o niños muy pequeños. Sin embargo, todas estas situaciones deberían ser reconducibles al estado de necesidad defensivo exculpante de esa nueva disposición, pues el acometimiento de tales personas difícilmente puede considerarse ilegítimo (están exentas de responsabilidad) y ni siquiera una agresión, tratándose de inimputables o personas que actúan imprudentemente; pero sí constituye una fuente de peligro de un mal grave que el que lo padece no está obligado a soportar. Por eso se le permite, cumpliendo los requisitos de proporcionalidad y subsidiariedad de esa disposición, acudir a este estado de necesidad defensivo exculpante, como “pequeña legítima defensa”. En la doctrina se rechaza también que los ataques de animales puedan ser una agresión, afirmándose que constituyen un mal que justifican la actuación en estado de necesidad defensivo (art. 10 N.º 7 y 11). Pero, si un animal (p. ej., un perro) es excitado por otro para que ataque a una persona, el animal es un instrumento en manos de ese otro que pasa a ser un agresor y la muerte del animal o del que lo gobierna estarían en tal caso justificadas por la legítima defensa si ello es necesario racionalmente para terminar la agresión. Lo mismo cabe decir respecto de la destrucción, mediante el acto defensivo, de cualquier otro medio empleado por el atacante y los daños que se causen al agresor mismo que los controla. Finalmente, tratándose de hechos derivados de una provocación, un acometimiento mutuo, la participación en una riña o un desafío o envite a pelear, sea en un duelo regular o irregular, nunca habrá legítima defensa para ninguno de los intervinientes (SCA La Serena, 15.12.1970, RDJ 67, 485), como no la hay en el duelo entre Hamlet y Laertes en la escena final de la tragedia (Tamarit, Casos, 83).

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La amplia casuística desarrollada por la jurisprudencia en esta materia, aunque algunas veces contradictoria en los detalles, no se aleja en lo sustancial de lo que aquí se ha expuesto (RLJ 47).

b) Actualidad o inminencia de la agresión La agresión debe ser actual o inminente, según se deduce del tenor de la circunstancia segunda del art. 10 N.º 4, que habla de repelerla o impedirla. Se entiende como actual la agresión que objetivamente existe, con independencia de si es conocida o no por los intervinientes y perdura mientras subsisten los arrestos ofensivos del agresor: de ahí que cabe la justificante de legítima defensa en el evento que la víctima persiga al ladrón que huye con el botín (en este caso, el delito está consumado, pero no agotado, porque subsiste para el agredido la posibilidad de recuperar los bienes arrebatados). La agresión subsiste durante todo el tiempo que se ejecutan delitos permanentes, como el secuestro, y en la repetición de los actos constitutivos de delitos habituales y continuados (RLJ 47). Inminente es la agresión “lógicamente previsible” (Labatut/Zenteno DP I, 95). Puede, en efecto, ejercerse la defensa sin esperar el daño previsible, si hay indicios de su proximidad, como los que surgen de una amenaza acompañada de la exhibición de un arma, rodear entre varios a un tercero, cerrar las vías de escape, etc. En estos casos, una mayor espera podría frustrar las posibilidades de la defensa y no es razonable exigir al agredido que pruebe la fuerza del agresor antes de defenderse. No se exige tampoco que la agresión se encuentre técnicamente en grado de tentativa, pues ya hemos señalado que no es requisito de ésta su carácter delictivo, sino solamente el ser ilícita. En el límite, y precisamente porque la apreciación ex post de una agresión inminente en estas circunstancias pudiera llevar a la conclusión de que no existía objetivamente (el arma exhibida era de utilería, existían vías de escape, etc.), cobra a este respecto gran valor la justificante putativa para eximir de responsabilidad al que yerra sobre los presupuestos objetivos de una causal de justificación (RLJ 21, donde se cita la importante SCS 4.8.1998, que califica de error invencible de prohibición la creencia en una agresión cuando se apunta a otro con un arma que tiene el seguro pasado, lo que no es percibido por quien repele al que le apunta). En el sistema del common law norteamericano, tratándose de la legítima defensa personal, la dificultad de apreciar en la práctica la inminencia de la agresión ha llevado a configurarla de forma completamente subjetiva, basándola no en la existencia objetiva de una agresión actual o inminente, sino en una apreciación subjetiva ex ante, tomando en

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cuenta las circunstancias del momento, de la existencia en el sujeto de una creencia razonable de la inminencia de la agresión, aunque se pruebe que no existía (Dressler CL, 9144).

c) Exceso temporal: ataque ante una agresión agotada Nuestra ley reconoce, en principio, solo una atenuante para el que actúa en “vindicación próxima de una ofensa” (art. 11, 4.ª), atendido el hecho de que, faltando la agresión, no hay defensa posible, pues lógicamente no puede uno defenderse de lo ya pasado, como en el caso de atacar a otro, por haber cometido anteriormente un robo o una vez que se ha retirado del lugar donde tuvo ocasión un enfrentamiento verbal (SCA Santiago, 18.6.1990, RDJ 87, 101; y SCS 18.6.2019, con nota aprobatoria de H. Corrales, DJP N.º 41, 61). Según nuestra jurisprudencia, tampoco hay legítima defensa en el hecho de acometer con un medio letal a un agresor que ya ha sido reducido por terceros (SCA Santiago 3.5.2019, DJP 41, 115). Siendo todo lo anterior cierto, no debe descartarse, en todo caso, la posibilidad que este exceso en el tiempo de la reacción defensiva pueda verse como un supuesto de legítima defensa putativa o miedo insuperable, como en el de una mujer que ha sido violada y ataca al agresor que se retira y le da la espalda, creyendo o temiendo que volverá a atacarla (o. o. Garrido II, 180, quien considera el exceso temporal solo una forma de eximente incompleta).

d) Anticipación en el tiempo: las ofendicula La instalación preventiva de mecanismos de defensa estáticos (alambres de púas, etc.) o automáticos (rejas electrificadas), tradicionalmente llamados ofendicula, podrían de alguna manera considerarse no legitimados en tanto el daño previsto es previo a cualquier conato de agresión. Sin embargo, nuestra jurisprudencia ha admitido la legitimidad de dichos mecanismos, en la medida que sean ostensibles y anunciados, no pongan en peligro a miembros inocentes de la comunidad, actúen solo cuando se produzca la agresión, y la gravedad de sus consecuencias no sobrepasen los límites de la necesidad (Labatut/Zenteno DP I, 96). En cambio, las armas automáticas (spring guns), dispuestas para herir gravemente o matar a cualquiera que traspase los límites de una propiedad no responden en modo alguno a estas limitaciones y deben considerarse, en nuestro derecho, ilegítimas (para la discusión en el common law norteamericano, v. Dressler CL, 10813).

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D. Necesidad racional del medio empleado para impedir o repeler la agresión Si la existencia de la agresión ilegítima fundamenta la posibilidad de una defensa, su legitimidad no depende de ésta ni de su objeto (los bienes defendibles), sino de la necesidad racional del medio empleado en impedirla o repelerla. Ello significa, en primer término, que una defensa racionalmente necesaria debe dirigirse contra el agresor (RLJ 47). Si recae sobre un tercero, puede todavía alegarse una justificante putativa (creyó que era el agresor), un error en la persona irrelevante (si solo erró en la persona como objeto de la acción, art. 1 inc. 3), un estado de necesidad del art. 10 N.º 11 o un caso fortuito. Un descontrol absoluto producto del miedo o la respuesta a la coerción sufrida y que importe una acción defensiva sobre terceros no responsables de la agresión, también podría estar exento de responsabilidad penal, si se acreditan los presupuestos de la eximente del art. 10 N.º 9. Se requiere, además, una valoración del acto defensivo en cada caso en relación con la agresión sufrida, pues la necesidad racional de impedir o repeler esa agresión concreta determina el límite de la autorización concedida para defenderse: no en todo caso, no de cualquier manera, no con cualquier medio, sino cuando la agresión se produce, con los medios con que se cuente en ese momento y que sean racionalmente necesarios para impedir o repeler la agresión que se sufre. Pero la necesidad del medio empleado no es un asunto de proporcionalidad matemática o en relación con los que emplea el agresor, sino una exigencia en relación con los medios de que dispone el agredido en el momento y respecto de la agresión que sufre, en el sentido de que debe emplearse el medio defensivo de que se disponga y del cual no se puede prescindir para repeler definitivamente la agresión, de acuerdo con las circunstancias objetivas del caso, apreciadas ex ante, tal como aparecen a los ojos del agredido, y no a través de una valoración ex post. Por eso, se ha estimado que es posible defenderse, p. ej., atendidas las circunstancias, con un arma de fuego frente a la agresión con un fierro o atropellando al que para robar un vehículo amenaza con un cuchillo a sus ocupantes (SCA Santiago, GJ 386, 166; y SCA San Miguel 16.8.2019, DJP 41, 69, con comentario aprobatorio de C. Izquierdo, respectivamente). Se discute si ese medio ha de ser el “menos lesivo” disponible, pues ante la existencia o creencia de la agresión, el impulso psicológico de la defensa apuntaría a la extinción del peligro de acuerdo a prototipos de actuación aprendidos y que se creen eficaces para ello, y no a dilucidar los efectos de la defensa en el agresor, razonamiento

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que no podría ser exigido en personas que toman decisiones ante un estrés semejante (Vera, “Legítima defensa”, 284). Por eso, la muerte del comisario Scarpia, acuchillado por Tosca en la ópera homónima, para evitar ser violada tras ser intimidada por la amenaza de ejecutar en el acto a su amante, que Scarpia tiene prisionero en la habitación contigua, se ha entendido como una reacción racional (Tamarit, Casos, 170). Un caso similar se presentó en la SCA Antofagasta 22.11.2019, en que una mujer repele con un cuchillo las agresiones con puño de su conviviente (DJP 41, 85, con comentario crítico de B. Sanhueza, por haberse resuelto el caso con base a la idea de que la acusada solo podría pretender lesionar y no matar al occiso, atendido el medio empleado). Además, como afirma parte importante de la jurisprudencia, la defensa debe ser subsidiaria, aunque no absolutamente, sino en el sentido que habrá casos excepcionales donde no sea en sí necesaria y sea preferible la elusión del ataque, como cuando el agresor es un niño de corta edad, alguien que sufre un ataque de epilepsia, o el agredido puede huir sin peligro del lugar de la agresión (RLJ 53). Para un autor, siguiendo la doctrina francesa, la subsidiariedad en la legítima defensa sería obligatoria ante agresiones que pueden repelerse materialmente sin afectar la persona del agresor (p. ej., cuando se trata de una alteración de límites o del curso de las aguas) o ante lesiones de poca importancia, como en los “pequeños robos”, que no debieran repelerse a tiros (Drapkin, 215). No obstante, siguiendo el parecer mayoritario de la doctrina alemana, la mayoría de nuestros autores suele rechazar estas limitaciones afirmando que “la legítima defensa consiste en repeler la agresión, no en evitarla” y que “ante el injusto —de la agresión— nadie está obligado a ceder” (Garrido DP II, 173, y Cury PG I, 543, respectivamente). Según nuestro más reciente monografista en la materia, la base para fundamentar la legitimidad de la defensa sin exigir una respuesta subsidiaria ni proporcional radica en entender la agresión ilegítima como “la puesta en peligro plenamente responsable por parte del agresor”, de modo que las consecuencias de su actuación solo son atribuibles a él, por lo que no habría nunca para el defensor obligación de ceder, buscar ayuda o someter la respuesta “a margen de proporcionalidad alguno, pese al reconocimiento de un límite ‘ético-social’ en caso de extrema desproporción” (Wilenmann, “Legítima defensa”, 639 y 624, respectivamente). Con todo, se debe señalar que esta doctrina no es unánime en Alemania, donde también algunos autores modernos reconocen limitaciones como las aquí expuestas (Politoff DP, 361 y Guzmán D., “Dignidad”, 359).

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a) El exceso intensivo Exceso intensivo en la defensa es el empleo irracional de medios que producen daños innecesarios al agresor. Sería el caso, p. ej., de quien realiza maniobras conductivas para arrojar de un vehículo en movimiento a un agresor que se ha puesto sobre el capó a golpear con sus manos el parabrisas: la expulsión del agresor sería legítima, pero el exceso de la fuerza o velocidad con que se expulsa, innecesaria (este el supuesto de la SCA Rancagua 13.11.2001, DJP Especial II, 841, donde, sin embargo, no se planteó la posibilidad de una defensa legítima a pesar de constatarse la agresión, con cometario crítico de C. Ortega). No obstante, a diferencia de lo que sucede con el exceso temporal, donde falta la agresión en la defensa, en el exceso intensivo, al existir la agresión, el que se defiende puede alegar la eximente incompleta del art. 73, que otorga una rebaja sustantiva en la pena, de hasta tres grados. Sin perjuicio de lo anterior, también existe la posibilidad de alegar una justificante putativa si se creyó en la racionalidad del medio que se empleó, esto es, que no se tenía otro a mano menos perjudicial o que era el único capaz de repeler la agresión de los que se disponía; o la eximente del miedo insuperable (art. 10 N.º 9), atendida la naturaleza de la agresión y el efecto que pueda haberle provocado en su ánimo al que se defiende, como en el supuesto de la mujer que logra zafarse de su asaltante y coger un arma de fuego con la que dispara contra la cabeza o el pecho de su agresor, cuando hubiera bastado apuntar a las piernas.

E. Causa legítima a) Falta de provocación suficiente por parte del que se defiende La ley chilena considera una causa ilegítima la provocación del agredido y esta causa, según la naturaleza y entidad de la provocación puede generar diferentes efectos. Provocar es, según la RAE, “buscar una reacción de enojo en alguien irritándolo o estimulándolo con palabras u obras”, reacción que puede traducirse en una agresión o acometimiento personal. Luego, “falta provocación suficiente de parte del que se defiende” cuando ha provocado a otro solo con expresiones injuriosas o calumniosas, generalmente referidas a la sexualidad, virilidad, o entereza del otro o de su cónyuge o conviviente. Según la ley, aunque la provocación exista, quien

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reacciona ante ella mediante un acometimiento físico es un agresor ilegítimo. Pero, al mismo tiempo, la defensa no será legítima, pues se origina en un hecho del que es responsable quien se defiende: la provocación. En consecuencia, ninguno de ellos actuará justificado. Sin embargo, la ley hace una diferencia en el tratamiento penal de ambos: mientras el provocado solo puede alegar en su favor la circunstancia atenuante 3.ª del art. 11 (haber precedido inmediatamente al delito provocación “proporcionada”); el provocador podrá alegar la eximente especial incompleta del art. 73, que importa una rebaja significativa de la pena, si empleó un medio racionalmente adecuado. Pero cuando la provocación llega a las vías de hecho o consiste en amenazas o exhibición de armas que hacen parecer inminente un ataque, ella se trasforma en una agresión ilegítima o, en otros términos, es una “provocación suficiente” para que el provocado reaccione en legítima defensa ante la agresión actual o inminente. Aquí, el provocado es un legítimo defensor y el provocador un agresor ilegítimo al que no corresponde siquiera la eximente incompleta (Ortiz M., “Provocación”, 552).

b) Falta de participación en la provocación del pariente que defiende Siguiendo la regulación del modelo español de 1848/1850, el art. 10 N.º 5 contempla la defensa de parientes en un numeral separado de la propia, señalando a quienes puede defenderse legítimamente bajo esta causal: cónyuge, consanguíneos en toda la línea recta y colateral hasta el cuarto grado y afines en toda la línea recta y colateral hasta el segundo grado. La defensa de otros parientes se consideraría dentro de la causal del art. 10 N.º 6, como defensa de extraños. La defensa de parientes exige, al igual que la propia, que exista agresión ilegítima y necesidad racional del medio empleado. Luego, la única diferencia respecto de la legítima defensa propia radica en el tratamiento de la provocación: mientras el pariente que ha provocado (sin llegar a ser agresor) no puede alegar la eximente completa de legítima defensa, el que lo defiende sí puede, siempre que no hubiera participado en la provocación. La ley parece permitir incluso la defensa del pariente con conocimiento de la previa provocación, mientras no se haya tomado parte en ella. La regulación así descrita, que destaca un aspecto personal o subjetivo de la eximente produce ciertas perplejidades: Así, según el clásico ejemplo, si A provoca a B para atacarle y B levanta un arma para hacerlo, A no estaría justificado para repeler el ataque, pero sí lo estaría C, su pariente co-

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lateral por afinidad en segundo grado. Pero, si C solo entrega a su pariente el medio con que se defiende podría sostenerse su complicidad con A, por las lesiones eventualmente causadas a B, ya que A no estaría justificado y C conoce esa situación. Tratándose de una provocación suficiente, esto es, que hace del provocador un agresor y del provocado un agredido, el pariente no estaría justificado ni por defender ni por participar en la supuesta defensa. Pero, si no ha intervenido en la provocación, bien podría alegar una justificante putativa si al asomarse a la escena ve que un tercero acomete a su pariente y, creyéndolo un agresor, lo repele.

c) Falta de intervención en la provocación y de motivación ilegítima en la legítima defensa de terceros Al igual que la legítima defensa de parientes, la de terceros del art. 10 N.º 6 —incluyendo personas jurídicas (RLJ 54) —, requiere la existencia de una agresión ilegítima, necesidad racional del medio empleado para impedirla o repelerla, y del requisito de que, en caso de preceder provocación por parte del ofendido, no hubiese participado en ella el defensor, ofreciendo en general similar problemática que la legítima defensa de parientes ya estudiada. Su particularidad radica en los alcances del requisito adicional de no haber obrado el defensor impulsado por venganza, resentimiento u otro motivo ilegítimo. Al respecto, la jurisprudencia también afirma, junto con buena parte de la doctrina, que la limitación solo alcanza al supuesto que el motivo ilegítimo fuese el único que impulsa al defensor, pero que no excluye la defensa cuando existe una agresión objetiva a un tercero que el defensor conoce y repele (RLJ 55). La existencia exclusiva de un motivo ilegítimo daría lugar a la atenuante de eximente incompleta del art. 73, aunque no existe jurisprudencia en que, por faltar esta exigencia, la justificante no se haya considerado aplicable. En cuanto a la supuesta legítima defensa de terceros contra sí mismos (suicidas, masoquistas, etc.), se comparte aquí la opinión de que es dudoso que la autoagresión pueda considerarse ilegítima, salvo desde un punto de vista “paternalista”, incompatible con la igual consideración de la autonomía de todos que promueve la Constitución (Couso, “Comentario”, 230). Es más, tales hechos ni siquiera pueden considerarse propiamente agresiones, pues no se trata de acometimientos de una persona a otra. Luego, frente a las llamadas “autoagresiones” de personas autoresponsables, la situación que se presenta es bien la de una justificante putativa (se cree que existe una

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agresión que no es tal) o la de un estado de necesidad putativo del art. 10 N.º 11 (se cree que se está en presencia de un mal grave no evitable de otro modo). Lo mismo se aplica en el caso de quien cree razonablemente que el presunto suicida está en un estado de perturbación mental asimilable a la locura o demencia o a la pérdida temporal de la razón. Pero en ausencia del ejercicio de la autonomía personal, como serían las actuaciones de menores de edad, personas privadas de razón o instrumentalizadas por terceros, el estado de necesidad agresivo sería real. No obstante, en todos los casos debe probarse que la reacción fue necesaria o que no existía otro medio practicable y menos perjudicial para evitar el mal grave que existía o se creía existir.

F. Legítima defensa privilegiada Esta institución, consagrada en el inc. final del art. 10 N.º 6, fue reformado a fines del siglo XX (Ley 19.164, de 1992), pero sus orígenes se remontan al texto bíblico (Éxodo 22:1-2). Allí se establece una presunción simplemente legal acerca de la concurrencia de los requisitos de necesidad racional del medio empleado para impedir o repeler la clase de agresiones que se enumeran, falta de provocación suficiente y de que el tercero no obró impulsado por venganza, resentimiento u otro motivo ilegítimo. Los casos en que opera la presunción son los siguientes: i) El rechazo, de día o de noche, al escalamiento (entrar por vía no destinada al efecto) en una casa, departamento u oficina, o en sus dependencias, siempre que ellos estén habitados (no basta que estén destinados a la habitación); ii) El rechazo de noche a un escalamiento de un local comercial o industrial, esté o no habitado; y iii) El rechazo, de día o de noche, de la consumación (sea impidiendo, sea tratando de impedir) de los delitos de secuestro, sustracción de menores, violación, parricidio, homicidio, robo con violencia o intimidación en las personas y robo por sorpresa. Sin embargo, esta presunción no alcanza al requisito de la agresión, la que deberá probarse en todos los casos, pues la ley exige, para hacer efectivo el privilegio que establece, la prueba del escalamiento o de la comisión de los delitos que se repelen (Etcheberry DP I, 259). Según la doctrina más reciente, esta prueba solo alcanza a la existencia de la agresión, no a su ilegitimidad, que también se presumiría una vez acreditada aquella (Couso, “Comentario”, 233).

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Por otra parte, la jurisprudencia ha limitado el alcance de esta presunción, al afirmar que el escalamiento o fractura deben existir en el momento en que se rechaza al atacante, de modo que el rechazo de quien ya ha traspasado las barreras externas del lugar quedaría regulado por la regla general de la legítima defensa y no será aplicable el privilegio (RLJ 55).

G. Uso de armas por la fuerza pública El legislador ha establecido otros casos de defensa privilegiada, mezclados con una regulación precaria del cumplimiento del deber, de suma importancia práctica: i) El art. 128 CP, que permite el uso de la fuerza pública para disolver a los sublevados que no se disolvieren después de dos intimaciones o “desde el momento en que los sublevados ejecuten actos de violencia”; ii) El art. 410 CJM, según la cual “será causal eximente de responsabilidad penal para los Carabineros, el hacer uso de sus armas en defensa propia o en la defensa inmediata de un extraño al cual, por razón de su cargo, deban prestar protección o auxilio”, extendida por el art. 208 de ese cuerpo legal a todo “el personal de las Fuerzas Armadas que cumplan funciones de guardadores del orden y seguridad públicos”. Además, los arts. 411 y 412 establecen casos especiales de justificación del uso de armas en procesos de detención y cumplimiento de órdenes judiciales; y iii) El art. 23 DL 2.460, Ley Orgánica de la Policía de Investigaciones de Chile, que señala: “estará exento de responsabilidad criminal, el funcionario de la policía de Investigaciones de Chile, que con el objeto de cumplir un deber que establezca este decreto ley, se viere obligado a hacer uso de armas, para rechazar alguna violencia”. La obligación aquí debe entenderse en el sentido de la medida de la racionalidad del medio (proporcional y subsidiario) y no como una situación psicológica, que derivaría en una causal de exculpación. Según la doctrina especializada, el art. 428 CJM (y lo mismo puede decirse de la norma equivalente del DL 2.460) consagra un caso especial de defensa propia personal privilegiada, respecto del uso del arma de servicio para evitar la comisión de “delitos contra las personas (homicidio, lesiones, violencias innecesarias)”, siempre que exista necesidad racional de uso. Aquí se entiende por “arma” “todo implemento que la institución entrega a sus miembros para el cumplimiento de sus deberes y que les sirve para atacar cuando hay que vencer una resistencia o para defenderse cuando son objeto de una agresión” y no solo las de fuego; y que el privilegio consistiría

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en que no se exigiría el requisito de “falta de provocación suficiente”, entendiéndose que nunca el cumplimiento del deber de mantenimiento del orden público pueden considerarse provocación para terceros (Astrosa, 563). Luego, se aplicarían los mismos criterios generales antes referidos, en el sentido de una comprensión amplia del criterio de necesidad racional, vinculada a la de ejecutar las órdenes y deberes que la ley impone, incluyendo la protección personal y de terceros frente a agresiones ilegítimas, procurando causar el menor daño posible con los medios de que se disponen. Ello supone, por regla general, que el uso de armas de fuego letales y “menos letales”, debe reservarse para enfrentar agresores ilegítimos. Sin embargo, como en la defensa de particulares, para juzgar la racionalidad del empleo del arma de servicio no ha de tomarse en cuenta los medios de que disponen los agresores o quienes se enfrentan con la fuerza pública: una turba armada con piedras y elementos explosivos no puede repelerse con similares elementos; al que huye de la fuerza sin haber sido detenido no se le puede disparar a matar; un hurto o cualquier atentado que recaiga exclusivamente sobre la propiedad no debiera ser repelido con armas de fuego o de cualquier clase si no hay resistencia violenta al arresto, etc. También han de considerarse las situaciones especiales que permiten la legítima defensa privilegiada para repeler delitos graves (art. 10 N.º 6, inc. final). Pero tratándose del control del orden público, mientras no se trate de una sublevación en los términos del art. 128 CP, disparar cualquier clase de armas sin control sobre la multitud, con un riesgo conocido de lesionar a manifestantes que no están agrediendo a la fuerza, podría no ser necesario. Pero si el único medio de que dispone la fuerza pública en un caso determinado es de un arma disuasiva “menos letal”, dispararla contra una turba que agrede a una patrulla es más racional que emplear un arma de fuego, como lo es disparar ésta a las extremidades antes que al cuerpo de los agresores, si con ello se puede mantener el imperio de la ley. Y siempre ha de tenerse presente que, al contrario que los particulares, la fuerza pública sí tiene una obligación genérica de imponer la ley (el cumplimiento de su deber), por lo que no debe esperarse ni exigirse su retiro ante los agresores, salvo en caso de extrema necesidad para la salvación propia, pero no la de los agresores. Por todo lo anterior, no es posible establecer criterios a priori para excluir o permitir el empleo de la fuerza legítima en todas y cada una de las situaciones fácticas, que deben ser juzgadas caso a caso. De allí que los “protocolos” o “reglas de uso de la fuerza”, expresados en circulares, órdenes generales o decretos supremos, deben estimarse como lo que son: regulaciones administrativas para ordenar la actuación de la fuerza pública, cuya infracción podría desencadenar responsabilidades de esa clase, pero

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cuyo nivel normativo no puede limitar ni extender las reglas legales vigentes (O. o., Wilenmann, “Control”, 17, para quien “los principios generales establecidos en los instrumentos administrativos cumplen la función de concretizar las exigencias de necesidad y proporcionalidad del uso de la fuerza pública”). En la práctica, será también relevante determinar, desde la posición del agente, las posibilidades de errores de apreciación: ¿Es un arma de fuego lo que blande al supuesto agresor?, ¿Quien sale de un lugar es un ladrón o una víctima del robo? ¿Existe una violación en curso o una pareja fogosa y desinhibida?, etc.

H. El problema de la defensa de la mujer maltratada y la muerte del tirano doméstico Todas las dificultades de admitir una legítima defensa completa por exceso temporal, anticipación o intensidad excesiva de la reacción se concentran en los casos de la muerte del llamado tirano doméstico o reacción de la mujer ante hechos de violencia intrafamiliar reiterados, matando al agresor mientras duerme o se encuentra en un estado de sopor por el alcohol. A ello contribuye una supuesta “neutralidad de género” de las categorías dogmáticas, que parece conducir, en delitos contra la vida en contexto de violencia intrafamiliar, a que “las interpretaciones de la ley en nombre de la ‘igualdad’ se tornen discriminatorias y gravosas” (Villegas, “Homicidio”, 150). En efecto, en un principio, la jurisprudencia de casi todos los países de nuestra órbita cultural rechazaba acoger en estos casos la eximente de legítima defensa, con el argumento de que la mujer actuaba cuando la agresión había cesado o ni siquiera comenzado; que siempre podrían existir alternativas de actuación diferentes (subsidiarias); o que la reacción mortal no era proporcional a las reiteradas lesiones que se padecían (RLJ 50). Entre nosotros, se llegó a fallar que no era racional repeler con una tijera una agresión violenta con los puños, sin atender a las diferencias corporales entre el agresor y la que se defiende ni al resto de las circunstancias fácticas del hecho (SCA Santiago 11.4.1977, cit. por Muñoz y De Mussy, 43) Por ello, sin cuestionar esta interpretación, un primer impulso en nuestra doctrina fue discutir si la nueva eximente del art. 10 N.º 11, entendida como estado de necesidad exculpante, abarcaría también el caso de la muerte del “tirano doméstico” por sus víctimas mientras duerme, sin haber recurrido antes a las autoridades, entendiendo que la conducta reiterada de violencia representaba un peligro de mal grave permanente no evitable de otro modo, como lo aceptó la sentencia del Tribunal Oral en lo Penal de Puente Alto, de 21.6.2013 y proponía el propio redactor del texto legal (Cury, “Estado

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de necesidad [LH Profesores]”, 259; Santibáñez y Vargas P., 199). Sin embargo, ello también ha sido rechazado por parte de la doctrina al entender que, según el texto legal chileno, el peligro que se pretende evitar en estado de necesidad debe cumplir idénticos requisitos de actualidad o inminencia que la agresión en la legítima defensa, lo que si se afirma no existe para esta justificación, tampoco existiría para la exculpación (Hernández B., “Comentario”, 269). Para salir de este dilema, es necesario, en primer lugar, atender a los diferentes presupuestos de la legítima defensa y del estado de necesidad: la primera es una reacción ante una agresión humana; el segundo, una respuesta (agresiva o defensiva) ante un mal que no es una agresión humana. Y el caso del “tirano doméstico” se enmarca en la respuesta ante sus agresiones, no ante un mal cualquiera. Luego, la cuestión es determinar si esas agresiones pueden considerarse inminentes o no en el caso concreto. Si es así, estaríamos ante una legítima defensa y nunca ante un estado de necesidad. Al respecto, los estudios psicológicos han demostrado la existencia de un “ciclo de la violencia” en ciertas relaciones que terminan en la creación en la mujer que es permanentemente maltratada de un “síndrome de adaptación aprendida” o “síndrome de Estocolmo”, donde la mujer puede prever las diferentes reacciones del tirano doméstico en sus distintas fases de enamoramiento, violencia, reconciliación y nueva violencia (Walker). Este es el fenómeno psicológico que se denomina también síndrome de la mujer maltratada. En estos contextos, la violencia del tirano doméstico no parece distinguible de la que ejercen los captores de un secuestrado a quien no parece razonable exigirle que espere a que estén despiertos, de frente y armados para enfrentarlos y así asegurar su liberación, por lo que la actualidad de la agresión debe enfrentarse a una investigación fáctica, caso a caso, sobre todo si la inminencia de la agresión es previsible tras la ingesta de ciertas cantidades de alcohol, un brusco despertar o cualquier detonante propio del ciclo de violencia en que se vive. Luego, al igual que en el caso del secuestro, en el del tirano doméstico no se está frente a un mal asimilable al peligro de un hecho que causa la caída de un edificio, una inundación o el ataque de una jauría de animales, sino ante una agresión o conducta humana inminente que, por lo mismo, puede considerarse constitutiva de una agresión ilegítima (maltratos y violencias reiteradas contra la mujer y los hijos), lo que constituye el fundamento fáctico de la legítima defensa y no del estado de necesidad (SCA Rancagua 4.3.2010, GJ 375, 241). Es más, la misma interpretación “con perspectiva de género” de la exigencia de la actualidad o inminencia del mal, que permitiría concluir que en casos de “peligro permanente” existe un mal que

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genera el estado de necesidad del art. 10 N.º 11, debería llevar a concluir que si ese mal es una conducta, el “peligro permanente” de su actualización mediante una agresión ilegítima genera una situación de legítima defensa y no de estado de necesidad exculpante (Tapia B., “Legítima defensa”, 181). En el caso de que esa agresión no pueda, objetivamente, considerarse siquiera inminente, podrá alegarse también una justificante putativa basada en la razonabilidad de la creencia en su existencia, sobre la base de constatar la existencia del “síndrome de la mujer maltratada”, solución generalmente aceptada en el derecho norteamericano donde esta defensa específica se originó (Dressler CL, 9563). En el extremo, las eximentes de fuerza moral o miedo insuperable, basadas en el impulso de evitar ataques futuros a los hijos o el temor de sufrirlos en carne propia, respectivamente, también serían posibles de alegar, según las pruebas existentes respecto de la subjetividad del agente y el trastorno anímico que pueda padecer la mujer (o. o. van Weezel, “Agresor dormido”, 348, quien, rechazando todas estas alternativas, propone una reforma legal que permita tratar estos casos como estado de necesidad defensivo contra el tirano doméstico, considerado una fuente de peligro y no un agresor).

§ 5. Estado de necesidad justificante A. Concepto y clasificación La necesidad de reaccionar ante un mal que se presenta como peligro de daño a bienes e intereses propios o ajenos, se entiende como fundamento de una eximente o defensa general desde la época medieval, bajo el aforismo necessitas non habet legem: “si la necesidad es tan evidente y tan urgente que resulte manifiesta la premura de socorrer la inminente necesidad con lo que se tenga, como cuando amenaza peligro a la persona y no puede ser socorrida de otro modo, entonces puede cualquiera lícitamente satisfacer su necesidad con las cosas ajenas, sustrayéndolas ya manifiesta, ya ocultamente” (Aquino II-II, C. 66, a. 7 y III, C. 80, a.8). Sin embargo, la pretensión de encontrar un fundamento a esta institución ha generado una inabarcable discusión (al respecto, v. Castillo, “Estado de necesidad”, 340, y Wilenmann, Justificación, 27). Ello quizás puede explicarse por su carácter marcadamente político y contingente, no sujeto a una concepción del derecho predeterminada, filosófica o sociológica, pues se trata de establecer casos excepcionales en que se impone a terceros que no son agresores ilegítimos soportar la pérdida de sus derechos en beneficio del necesitado, lo que ha originado muy diversas regulaciones en los diferentes Estados y

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épocas, como demuestran el severo tratamiento penal del mismo ejemplo del Aquinense en la Francia del siglo XIX, según el relato de Los Miserables de V. Hugo, y la evolución de la propia legislación nacional, transformada significativamente solo hace un par de lustros con la introducción del nuevo art. 10 N.º 11 (o. o. Wilenmann, “Fundamento”, 239, y “Sistema”, donde plantea la idea de organizar el tratamiento de estas cuestiones sobre la base de los principios de autonomía, solidaridad y responsabilidad). Con relación al derecho vigente, y conforme a la doctrina dominante, se entiende por estado de necesidad la existencia de un peligro inminente de producción de un mal para las personas o sus derechos, que no consiste en una agresión ilegítima y que no puede evitarse sino produciendo un mal que constituye delito, siempre que el mal que se cause sea menor que el que se pretende evitar (estado de necesidad justificante), o no sustancialmente superior (estado de necesidad exculpante). Tradicionalmente, la diferencia entre el estado de necesidad justificante y el exculpante se hace residir en que uno sería parte del injusto y el otro de la culpabilidad y, por ello, mientras respecto del primero no existiría el derecho a la legítima defensa, sí lo habría frente al segundo. No obstante, esta distinción no parece tan categórica, por diferentes motivos: la común regulación de ambos estados de necesidad cuando se está frente a un “mal grave”; el siempre posible alegato de una justificante putativa por parte del que repele al necesitado; la falta de responsabilidad penal de los incapaces, tanto por el mal que generan como por su eventual repulsión al necesitado; y la constatación de que, puesto que el necesitado está igualmente exento de responsabilidad, tanto si actúa en estado de necesidad justificante como exculpante, se hace difícil calificar su conducta de ilícita en un caso e ilícita en otro, respectivamente. En cuanto a la regulación existente, se distingue, además, entre estado de necesidad agresivo y defensivo. En el primero se encontraría quien, para evitar el mal, afecta a terceros o sus bienes que no son la fuente del peligro que se trata de evitar, como la propiedad del vecino dañada por el agua empleada para apagar un incendio. En el segundo, quien para evitar el mal afecta directamente su fuente, sean cosas, como un vehículo que sin conductor se desliza calle abajo, al haberse estacionado sin freno de mano; los animales feroces que atacan a uno; o las personas que no actúan voluntariamente por imprevisión, descuido o ignorancia, o cuya conducta no puede considerarse una agresión (menores de edad o dementes). Entre nosotros, hasta la introducción del nuevo art. 10 N.º 11 por la Ley 20.480, de 2010, el estado de necesidad justificante se regulaba en el CP

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como reacción legítima ante cualquier mal, pero limitando las posibilidades de reacción únicamente al daño a la propiedad ajena, sea o no la fuente del peligro (art. 10 N.º 7). De manera excepcional, se admitía también la posibilidad de afectar la inviolabilidad de la morada en el art. 145. Por ello, parte importante de la doctrina estimaba que se necesitaba una reforma legal para incorporar el estado de necesidad defensivo en el caso de que el mal causado recayese sobre la persona que es fuente de peligro (Cury, “Estado de necesidad [LH Bustos]”, 266). El art. 10 N.º 11 modificó esta situación. Aunque el consciente propósito del legislador al aceptar la propuesta de redacción de este nuevo numeral era incorporar una amplia regulación del estado de necesidad exculpante (Informe de la Comisión Mixta de 26.10.2010, 9), su amplitud se extiende también al estado de necesidad justificante, pues admite la afectación de cualquier clase de derechos, incluso de la vida y salud de las personas, cuando el mal causado sea de menor entidad que el “mal grave” que se pretende impedir (Santibáñez y Vargas, 198). Sin embargo, la nueva regulación no excluye la anteriormente existente, por cuanto, por una parte, el art. 10 N.º 11 solo autoriza la reacción ante un “mal grave para su persona o derecho o de un tercero”, mientras el N.º 7 la permite ante cualquier mal, grave o no; y, por otra, el N.º 7 limita la reacción justificada solo a la comisión de delitos que causen daños en la propiedad ajena, mientras el N.º 11 la amplía a la de cualquier delito, incluso contra las personas, siempre que (en su aspecto justificante), el mal que se cause sea inferior al que se pretende evitar (o. o. Cury, “Estado de necesidad [2013]”, para quien esta eximente del N.º 7 del art. 10 estaría tácitamente derogada por la nueva del N.º 11, atendida su aparente mayor amplitud; y Wilenmann, Justificación, 447, para quien el art. 10 N.º 11, solo abarca casos de estado de necesidad exculpante). Por tanto, atendidas estas diferentes condiciones y requisitos, entendemos ahora que ambas disposiciones regulan casos especiales de estado de necesidad, no siendo ninguna de ellas figura especial o genérica de la otra (Acosta, 697).

B. Bienes salvables El Ar. 10 N.º 7 no determina la naturaleza del bien que se puede salvar, por lo que es posible sostener que a su respecto no existe limitación alguna: se puede pretender evitar un mal para las personas y sus derechos, individuales y colectivos, como la propiedad, el medio ambiente o la salud

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pública, cualquiera sea su naturaleza y contenido, con tal que para ello solo se afecte la propiedad ajena. En cambio, el Art. 10 N.º 11, limita los bienes potencialmente afectados por el mal que se pretende evitar a “su persona o derecho o los de un tercero”. Esta limitación no es producto de un error de tipografía, sino de la intención de E. Cury —a cargo de proponer el texto que sería en definitiva aprobado— de recoger la observación del entonces Senador H. Larraín, quien respecto de la expresión de la proposición original (“mal grave a su persona o derechos o los de otro u otros”) planteó una duda acerca de su amplitud, expresando que “esperaría que en la redacción se especifique que la motivación para actuar que justifica al victimario en este caso se funde en un mal grave para su persona o la afectación a uno de sus derechos fundamentales, y no a cualquier derecho” (Informe de la Comisión Mixta de 26.10.2010, 10). Por ello, se entiende que la sutil diferencia con respecto a los términos del art. 10 N.º 4, se explicaría por la exclusión de bienes colectivos de entre aquellos cuya amenaza autoriza la reacción salvadora: la “persona” se referiría al cuerpo del afectado, y “su derecho” a los individuales reconocidos en la Carta Fundamental (Hernández B., “Cometario”, 272).

C. Requisito esencial: la amenaza de un mal a) Clase del mal que se pretende evitar Requisito esencial y fundamento de la eximente es la existencia del mal que se pretende evitar, esto es, de cualquier peligro o amenaza de daño a un bien jurídicamente protegido, siempre que no se trate de una agresión (legítima defensa) o de un daño que se siga de un acto justificado, debido u ordenado por el derecho (García S., 110). No obstante, el N.º 11 del art. 10 limita los males que crean el estado de necesidad a aquellos que amenacen a una persona o su derecho, siempre que seas “graves”. No hay en la historia de la ley indicación acerca de la gravedad de la amenaza exigida para autorizar la reacción defensiva. Según el Diccionario, “grave” es algo “grande, de mucha entidad o importancia”, lo que debe entenderse solo en relación con el mal que se pretende evitar. Así, en el ejemplo del automóvil que lleva curso de estrellarse contra una casa o habitación modesta, su gravedad se determina no por la entidad de las potenciales reacciones sobre el vehículo (y sus eventuales ocupantes), sino por el peligro que crea: arruinar a los moradores o lesionar gravemente a personas que se encuentren en su interior, etc. En todos los otros casos,

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cuando exista un mal que no pueda calificarse de grave, solo podrá causarse de manera justificada un daño en la propiedad ajena para evitarlo, según el art. 10 N.º 7. Este carácter residual del régimen del art. 10 N.º 7 que, además, solo permite causar daños a la propiedad ajena, parece explicar el hecho de que también se haya planteado que la gravedad del mal a evitar “se define frente al mal causado” (Vargas P. y Henríquez, 16). Sin embargo, al fijar la relación con el mal causado, el requisito de la gravedad sería superfluo, pues ya estaría contenido en el de la proporcionalidad de la reacción. Luego, quedaría un solo caso en que el art. 10 N.º 11 desplazaría al N.º 7: aquél en que el mal grave se evitaría afectando la propiedad de otros. Pero de allí se seguiría que la reacción en estado de necesidad que solo afecta la propiedad tendría más requisitos (la regla 4.ª del art. 10 N.º 11) si es ante un mal grave que si es frente a cualquier otro mal. Luego, para evitar esta incoherencia, habrá que sostener que toda reacción que afecta la propiedad está regulada por el N.º 7, mientras que la que afecta a las personas o cualquier otro de sus derechos, por el N.º 11. Por otra parte, salvo para la distinción académica entre estado de necesidad defensivo y agresivo, en los N.º 7 y 11 del art. 10 no tiene importancia cuál sea el origen del peligro, siempre que no se trate de una agresión humana, donde opera la legítima defensa. Puede tratarse de fenómenos naturales, como avalanchas, terremotos o inundaciones; o del efecto de un acto no intencional o negligente de un tercero, p. ej., incendios, accidentes de la construcción, el descuido de un animal feroz que ataca a otras personas y hasta el de quien transita en bicicleta por la vereda sin poner atención a los peatones.

b) Realidad o peligro inminente del mal que se pretende evitar Según la circunstancia primera de los N.º 7 y 11 del art. 10, el mal que se evita debe ser real, actual o inminente. Actual o real significa que sea directamente perceptible por los sentidos. Que sea inminente, importa que exista un alto grado de probabilidad de que se materialice, sobre la base de la experiencia común, p. ej., la propagación de un incendio existente, la destrucción al paso de la lava que se aproxima o de una inundación que recién se inicia, el curso descontrolado de un medio de transporte, etc. En caso de error sobre la existencia o inminencia del mal, cabe apreciar una justificante putativa. Si el mal que se causa para evitar el peligro recae exclusivamente en la propiedad ajena, será irrelevante si el error es vencible o invencible, pues los daños a la propiedad imprudentes no serían punibles,

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según la doctrina mayoritaria, salvo en el caso de la falta del art. 495 N.º 21. Pero si el mal recae en la persona fuente del peligro o en un tercero, el error vencible determinará la responsabilidad a título de culpa, si el hecho es especialmente punible a tal título (p. ej., las lesiones sí; pero la privación de libertad, no).

D. Racionalidad de la reacción del necesitado La autorización de nuestra ley no solo para reaccionar ante la fuente de un peligro, sino para cometer delitos contra la persona o propiedades de terceros inocentes o no plenamente responsables del mal que se pretende evitar, es compensada por la ley con una especificación del criterio de la racionalidad del medio empleado para su evitación, que exige sea estrictamente proporcional y subsidiario. Si se cumplen tales requisitos, la consecuencia correlativa de la justificación que se otorga parece ser la obligación de soportar la reacción del necesitado por quien resulta afectado por ella, en su persona, derechos o propiedades. Esta obligación se ha interpretado como manifestación de la existencia de ciertos deberes generales de solidaridad (van Weezel, “Necesidad”, 228). Ello parece correcto, pero siempre que tales deberes no sean otra cosa que una forma de expresar esa obligación legal de soportar la reacción del necesitado (y, también, la de soportar las consecuencias del cumplimiento del deber, la defensa legítima y la ejecución de otros actos debidos o autorizados legalmente). En cambio, remitir estos deberes a consideraciones sociológicas o morales supondrían una forma de iusnaturalismo o integrismo no controlable objetivamente (Piña, “Solidaridad”, 243). Pero, en ningún caso, se trata de un deber absoluto: p. ej., quien desconoce la necesidad de actuación de otro puede considerarlo como un agresor ilegítimo y actuar en legítima defensa putativa y no será responsable.

a) Proporcionalidad Aquí es donde se aprecia otra diferencia importante entre el estado de necesidad del Art. 10 N.º 7 y el del N.º 11: el primero incluso restringe los bienes susceptibles de dañar en estado de necesidad a la propiedad ajena, mientras que el segundo no, fijando la regla de proporcionalidad únicamente con relación a los males evitados y causados. Pero, en ambos casos, no se trata de ponderar bienes en juego, sino de males a evitar y los que se pueden cometer (Fuentes F., Ponderación, 59).

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En cuanto a la regla 2.ª del art. 10 N.º 7, ella limita la justificación a la posibilidad de cometer un delito que cause daño a la propiedad ajena, siempre que el mal que amenaza sea mayor que el causado para evitarlo. Según la doctrina dominante, por delitos que causen daño a la propiedad, no deben entenderse exclusivamente los de daños del art. 484, sino “todo hecho que afecte o lesiones derechos patrimoniales como ser hurtos, apropiaciones indebidas, etc.” (Novoa PG I, 405). Enseguida, para realizar la ponderación que la ley obliga se debe distinguir entre dos grupos de casos, teniendo presente en ambos que la ponderación no es aritmética, pero debe haber una indudable superioridad del bien que se trata de salvar para que exista la justificación: i) Comparación entre la evitación de males diferentes a un daño a la propiedad y este. Aquí parece claro que todo bien personal es de mayor valor a la propiedad, según la ordenación del Código, y que también lo es todo bien colectivo especialmente protegido, como la salud y seguridad públicas, etc. ii) Comparación entre daños potenciales y reales a la propiedad. En estos casos no solo habrá que considerar el valor y la magnitud de los daños, sino también el significado funcional de los bienes en juego y la posibilidad de su reparación, respecto de las personas y comunidades a quienes sirven. Así, la choza del campesino, que constituye su único patrimonio, será seguramente más valiosa que el costoso automóvil del magnate (Cury PG, 380). Especial atención debe prestarse al caso de los animales, cuyo valor superior al de su simple avaluación económica, “como seres vivos y parte de la naturaleza”, impone darles “un trato adecuado y evitarles sufrimientos innecesarios” (art. 1 Ley 20.380), especialmente, tratándose de mascotas y animales de compañía (Ley 21.020). Si el delito que se comete recae en otros bienes jurídicos, operaría el estado de necesidad del art. 10 N.º 11, siempre que se pueda acreditar que se trata de evitar un “mal grave” contra una persona y su derecho. En estos casos, la proporcionalidad exige que el delito cometido cause un mal inferior al que se impide, aunque recaiga en la vida, salud, libertad u otros derechos de las personas. Por ello, al contrario del caso del art. 10 N.º 7, no es posible aquí una valoración anticipada de los diferentes conflictos a resolver. No obstante, la doctrina ofrece una guía más o menos segura para ello: los bienes establecidos como derechos constitucionales valen más que los que no y, entre unos y otros, la valoración de su lesión o puesta en peligro, expresada en las penas previstas para los delitos que los afectan, puede servirnos para reconocer una escala de valores (Garrido DP II, 187). En este sentido, podría

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decirse que el peligro de muerte del necesitado justifica lesionar o privar de la libertad a un tercero. Ese mismo peligro, así como el de afectación grave a la salud, podría justificar la comisión de delitos de peligro que no provoquen daños a terceros. También, por analogía con lo dispuesto en el art. 145, los peligros vitales justificarían la violación de la morada, la grabación oculta de comunicaciones, su interceptación, etc. La justificación podría extenderse, además, a las estafas y a los robos con fuerza y hasta violentos, siempre que no se de muerte o lesione gravemente a otro y el producto del delito se aplique inmediata y exclusivamente a la salvación propia o de un tercero. Respecto del manejo en estado de ebriedad y la comisión de otros delitos de la Ley de Tránsito para concurrir a un hospital, ellos estarían justificados siempre que no se causen accidentes o ellos provoquen daños inferiores a la salvación propia o del tercero que se transporta (o. o., Etcheberry, “Ebrio herido”, 371, quien propone tratar este caso como uno de fuerza irresistible). Por lo anterior es posible afirmar que, aunque la eximente del art. 10 N.º 11 no deroga la del N.º 7, sí amplía el estado de necesidad justificante. Así, p. ej., tratándose del estado de necesidad agresivo, se extendería la justificación al caso de afectarse la vida de terceros si ello es necesario para evitar un mal grave significativamente superior, como la muerte de un número mayor de personas, si no existe otro medio practicable para impedirla. Estos casos, enmarcados en la idea de “comunidades de peligro vitales” no son puramente teóricos (el ejemplo del desvío del ferrocarril matando a una persona que se encuentra en la vía imposibilitada de moverse para salvar a los pasajeros de un choque mortal), ni es una discusión teórica sobre el lugar sistemático de la eximente, como lo demostró al ataque a las Torres Gemelas en Nueva York el año 2001. Por eso, parece acertada la calificación de “eufemística” que respecto de su tratamiento por la doctrina mayoritaria se ofrece, que niega la posibilidad de una justificación argumentando “que las vidas no son conmensurables” pero, al mismo tiempo, ofrece tratar el caso como un estado de necesidad “exculpante”, con similar resultado: la exención de responsabilidad (Cury, “Estado de necesidad [2013]”, 253). La calificación de “eufemística” de esta solución, dominante en Alemania, es de J. Wilenmann, quien, con todo, tampoco acepta la idea de una justificación plena en esos casos y prefiere encapsular su solución dentro de una categoría excepcional que denomina “situaciones de necesidad trágica”, donde también incluiría el caso de la admisión de la tortura para descubrir y desarmar una bomba de tiempo que pudiera matar a cientos de personas (Wilenmann, “Imponderabilidad”, 42). Sin embargo, a nuestro juicio, según la ley chilena ambas situaciones deben ser juzgadas de conformidad con la

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misma regla común, el art. 10 N.º 11, y no recurriendo a categorías ajenas a la legislación vigente. Por otra parte, el Art. 10 N.º 11 también hace posible, ahora, extender el rol del estado de necesidad defensivo al de una “pequeña legítima defensa” frente a ataques de inimputables que no puedan calificarse como una agresión ilegítima, pero sí de amenaza de un mal grave (van Weezel, “Optimización”, 1118). Y también en el caso de los que reducen mediante la fuerza, causándoles lesiones, a los que se comportan de manera imprudente, como los conductores, pilotos o maquinistas que se desempeñan ebrios, poniendo en peligro a sus pasajeros. Además, se ha de tener presente que, si ante un mal grave que afecta a la persona o su derecho, la reacción deriva en un daño similar o no muy sustancialmente superior al que se impide, no por ello desaparece el estado de necesidad ni la eximente del art. 10 N.º 11, sino que se trata, por razones sistemáticas, como un supuesto de inexigibilidad de otra conducta o estado de necesidad exculpante.

b) Subsidiariedad La segunda limitación de la racionalidad del medio empleado para conjurar el mal que amenaza al necesitado es la subsidiariedad en su empleo. Las circunstancias 3.ª del N.º 7 y la 2.ª del N.º 11 del art. 10 lo expresan exigiendo que “no haya” o “no exista” “otro medio menos perjudicial para evitarlo” o para “impedirlo”. Esta estricta subsidiariedad es aplicable a todos los estados de necesidad y es una de sus principales diferencias con la legítima defensa, que no contempla limitaciones estrictas a la necesidad racional del medio. En estado de necesidad, si existen varios medios para impedir el mal que se trata de evitar, la ley solo acepta que se escoja el menos perjudicial, que a la vez sea practicable, esto es, que sea posible de realizar en las circunstancias concretas. Si existe otro medio salvador menos o igual de perjudicial y también practicable, aunque más engorroso o lento que el utilizado, la justificante no es aplicable, y solo cabría recurrir a la eximente incompleta del art. 73. No obstante, se debe tener presente que la existencia de este exigente requisito para acoger el estado de necesidad podría explicar porqué en ciertos cosos de hurto famélico la jurisprudencia prefiere recurrir al miedo insuperable como eximente, contra el parecer mayoritario de la doctrina (RLJ 56): esta última eximente no exige acreditar la racionalidad del medio salvador,

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sino únicamente la conmoción anímica del agente, una cuestión de hecho, no susceptible de nulidad por error de derecho.

E. Causa legítima De manera similar que en la legítima defensa, quien voluntariamente crea o se expone a una situación de necesidad para sacar un provecho personal no está exento de responsabilidad penal. Pero sí está exento de responsabilidad quien, sin intervenir en su creación, daña la propiedad ajena para evitar un mal a su persona, un tercero o sus bienes, si se ha expuesto voluntariamente a ello en beneficio de la comunidad toda, como es típicamente el caso de los bomberos. Ello, por cuanto, por una parte, el art. 10 N.º 7 no contiene la limitación que, en este sentido, establece la regla 4.ª de su N.º 11. Por esto rechazamos la conclusión de una parte de la doctrina, en el sentido de que los bomberos “no pueden ampararse en el estado de necesidad cuando realizan su actividad protectora, la que se extiende a todos los riesgos inherentes a ella, incluso el propio sacrificio de su vida” (Cousiño PG II, 420). Tratándose de la generación o exposición imprudente a la necesidad, como el caso común de los incendios domiciliarios, habría que distinguir: i) En el caso del art. 10 N.º 7, como solo se permite dañar la propiedad, podría aceptarse la eximente para salvar la persona o bienes propios o ajenos, p. ej., en la salvación de terceros atrapados en un incendio negligente causado por ellos o por el propio salvador, mediante la destrucción de parte de la propiedad colindante. Ello por cuanto, por una parte, la mayoría de la doctrina y jurisprudencia estima no existir el delito de daño imprudente (que, de aceptarse, solo sería una falta del art. 495 N.º 21); y, por otra, aquí no está presente la limitación expresa de la regla 4.ª del N.º 11 del art. 10; ii) En cambio, es esa limitación expresa lo que hace aparecer como “razonable” exigir a quien ha creado o se ha expuesto imprudentemente a un riesgo para su persona, que lo soporte sin dañar a terceros u otros bienes diferentes a la propiedad para evitarlo. La regla en cuestión establece que no será posible alegar la eximente completa de estado de necesidad art. 10 N.º 11 ante un “mal grave”, si se puede exigir “razonablemente” que sea soportado por quien se encuentra amenazado por el mal. Se entiende que esa exigencia es razonable respecto de quienes crean o se exponen voluntaria o imprudentemente el mal y las personas que tienen deberes especiales de protección, como los policías y miembros de las fuerzas armadas. Sin embargo, ese deber de soportar per-

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sonalmente el mal no se extiende al tercero amenazado, cuya protección permite la actuación legítima de policías y otros agentes salvadores que pudieran no tener derecho para alegar la eximente si se tratase de salvar su propia persona o derechos. Tampoco se extiende a quienes ejercen profesiones u oficios que los exponen a peligros en beneficio de terceros, como los médicos y los bomberos voluntarios, sin tener una obligación legal de soportarlos. Tratándose de la reacción necesaria en beneficio de la persona o derecho de un tercero, la exigencia de soportar el mal que tenga el necesitado no impide conceder al que actúa en su beneficio la eximente, a menos que ello “estuviere o pudiere estar” en su “conocimiento”.

§ 6. Cumplimiento del deber y ejercicio legítimo de un derecho, autoridad, oficio o cargo Se discute la conveniencia o no de contar con una regla como la del art. 10 N.º 10, que el Código alemán no contempla, por cuanto la unidad del orden jurídico haría innecesario reconocer la existencia de normas permisivas en la ley penal. Sin embargo, estimamos que más allá de la conveniencia “pedagógica” en la inclusión de un precepto de esa índole como “advertencia al juez para que tenga en cuenta todas las reglas de derecho incluso extrapenales, que en el caso concreto pueden tener como efecto la excepcional legitimidad del hecho incriminado” (Jiménez de Asúa, Tratado IV, 490), existen buenas razones para mantener esta advertencia, tal como hizo el art. 20 N.º 7 del CPE 1995. En primer lugar, su positivización destaca el hecho de que la actuación debida o conforme a derecho puede causar males susceptibles de describirse como hechos típicos, aún en casos que la ley no hace referencia expresa a su antijuridicidad (Novoa PG I, 371). Así, p. ej., mientras en el secuestro del art. 141 se menciona la exigencia del actuar “sin derecho”; ella no aparece en la definición del hurto y el robo del art. 432, a pesar de que tales delitos no existen cuando se embargan bienes con auxilio de la fuerza pública; tampoco en las lesiones de los arts. 395 a 399, a pesar de que ellas pueden ser resultados de cirugías y de la prescripción de medicamentos; ni en las injurias (art. 416), a pesar de que ellas parecen ínsitas en las denuncias de delitos y en las expresiones que se vierten en el ámbito del derecho de familia para determinar, p. ej., la idoneidad o no de los padres que disputan el cuidado personal de sus hijos.

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Y, en segundo término, la exigencia de la “legitimidad” en el ejercicio del derecho, profesión, cargo u oficio importa la necesidad de una valoración de los hechos que, más allá de la simple afirmación de la existencia de una profesión, cargo u oficio y de los derechos y deberes asociados, ponga atención en el modo concreto de su ejercicio, dando entrada aquí también a la excepción de la causa ilegítima y limitando la justificación al que, teniendo derecho, no abusa del mismo ni emplea medios que no sean los necesariamente racionales para hacerlo valer.

A. Obrar en cumplimiento de un deber Se trata de aquellos casos donde la ejecución de ciertos actos aparentemente constitutivos de delito, que suponen el empleo de la fuerza contra personas o la supresión de sus derechos, se impone por la ley al agente, directamente o a través de los funcionarios encargados de su cumplimiento; lo que importa el correlativo deber de los ciudadanos de tolerar el así legítimo empleo de la fuerza. La expresión “deber” tiene aquí un significado estrictamente jurídico, con exclusión de los deberes morales, los consuetudinarios no reconocidos por la ley (salvo los emanados de la costumbre de los pueblos originarios, art. 54 Ley 19.253) y los derivados de interpretaciones analógicas, más allá de lo permitido por los arts. 19 a 24 CC. Cuando el deber consiste en el cumplimiento de órdenes de servicio se habla de obediencia debida, que también se encuentra al amparo de esta justificante, siempre que se trate de órdenes lícitas, emanadas de funcionario competente y en la forma prevista por la ley. Se suele identificar esta eximente con la idea de un conflicto de deberes, entre el de ejecutar la ley o la orden y el de evitar dañar a otros o cometer delitos. Sin embargo, tal colisión es meramente aparente, desde el momento en que, por una parte, no existe un deber general de evitar causar daños a otro; y, por otra, no todo daño que se cause puede considerarse delito y ni siquiera ilícito, pues no puede sostenerse al mismo tiempo la licitud del ejercicio legítimo de la fuerza y su carácter de actuación contraria a derecho (Novoa PG I, 373). En la vida diaria, los ejemplos más frecuentes de conductas amparadas por esta eximente son el cumplimiento de los deberes de persecución penal, que suponen no solo una actividad preventiva policial (incluyendo detenciones y allanamientos en caso de flagrancia y forcejeos físicos en caso de resistencia a la detención), sino también la investigación criminal por me-

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dio de escuchas telefónicas y otras intromisiones en la vida privada, y una actividad acusatoria consistente en la imputación de delitos a personas determinadas que, de otro modo, podrían calificarse de injurias y calumnias. Tratándose de la actuación policial, los arts. 411 y 412 CJM precisan los términos de esta eximente en cuanto a la racionalidad del medio empleado para cumplir el deber, permitiendo que el Carabinero “haga uso de sus armas en contra del preso o detenido que huya y no obedezca a las intimaciones de detenerse”, por una parte; y, por otra, el “uso de sus armas en contra de la persona o personas que desobedezcan o traten de desobedecer una orden judicial que dicho Carabinero tenga orden de velar, y después de haberles intimado la obligación de respetarla, como cuando se vigila el cumplimiento del derecho de retención, el de una obligación de no hacer, la forma de distribución de aguas comunes, etc.”. En ambos casos, se añade que “no obstante, los tribunales, según las circunstancias y si éstas demostraren que no había necesidad racional de usar las armas en toda la extensión que aparezca, podrán considerar esta circunstancia como simplemente atenuante de la responsabilidad y rebajar la pena en su virtud en uno, dos o tres grados”, y así lo ha resuelto, p. ej., la SCS 23.12.2014 (RCP 42, N.º 1, 255, con nota crítica de C. Ramos). Por su parte, el art. 23 DL 2.460, Ley Orgánica de la Policía de Investigaciones de Chile, señala que “estará exento de responsabilidad criminal, el funcionario de la policía de Investigaciones de Chile, que con el objeto de cumplir un deber que establezca este decreto ley, se viere obligado a hacer uso de armas, para […] vencer alguna resistencia a la autoridad”. Como se indicó respecto de esta misma disposición en cuanto a la legítima defensa, para que esta especificación del cumplimiento del deber permanezca en el ámbito de la justificación, la expresión “se viere obligado” debe entenderse en un sentido objetivo, esto es, como indicación de la racionalidad del medio (“no existiere otra alternativa”) más que como una situación psicológica. Un caso común a ambos cuerpos policiales son las autorizaciones para realizar acciones como agentes reveladores o encubiertos, en las investigaciones por delitos de drogas (art. 23 Ley 20.000), tráfico de migrantes y trata de personas (art. 411 octies) y corrupción de menores (art. 369 ter). En todos estos casos, para la legitimidad de la eximente por inducir o participar en la comisión de los delitos investigados, se requiere el cumplimiento de las formalidades del art. 227 CPP, es decir, el registro de la autorización concedida por el Ministerio Público (SCS 28.4.2020, Rol 20940-20). Respecto de los particulares, se advierte que también es posible concebir esta eximente en cuanto la ley les impone deberes y facultades de actuación,

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como en los casos de declarar “la verdad” ante los tribunales del art. 299 CPP o detener en flagrancia del art. 130 CPP (Couso, “Comentario”, 261; y, antes, Novoa PG I, 372). Obviamente, ello también aplica al caso del cumplimiento voluntario de las resoluciones judiciales por parte de las partes en un pleito, sobre todo tratándose de la ejecución de sentencias definitivas. Pero la ley no exime al que tiene un deber únicamente por la sola existencia del mandato o la posición que confiere al que lo ejecuta o recibe la orden de ejecutarlo, sino al que lo cumple en la forma prevista por la ley, lo que importa su cumplimiento material bajo el amparo de las disposiciones legales o reglamentarias pertinentes, sin desvío o abuso, esto es, racionalmente (Politoff DP, 302). Por ello, el Código contempla, siguiendo con los ejemplos anteriores, una distinción entre el cumplimiento legítimo y el arbitrario o abusivo de estos deberes de persecución criminal, constituyendo este último diversos delitos, entre los cuales destacan la detención y allanamientos ilegales y las torturas (arts. 148 a 155). El error sobre la licitud de la orden, el alcance del deber o los presupuestos fácticos de la actuación (incluyendo la racionalidad de los medios empleados) bien pueden servir como base para una justificante putativa, salvo el caso de errores o desvíos groseros del marco jurídico del deber que se trata, atribuibles a una deliberada voluntad o desinterés por su conocimiento o a falta de diligencia en ello, caso en el cual la atribución de responsabilidad será dolosa o imprudente, respectivamente, según ya se ha explicado. Tampoco será constitutivo de delito el cumplimiento de órdenes de servicio ilícitas por parte de los miembros de las fuerzas del orden, si se encuentran en alguno de los supuestos de inexigibilidad de otra conducta por obediencia debida de los arts. 214, 334 y 335 CJM y 38 Ley 20.357. Una disposición similar, para los empleados del orden civil se encuentra en el art. 159 CP. Según las circunstancias del caso, los particulares también podrían alegar el cumplimiento de órdenes de servicio como base para una defensa de inexigibilidad por fuerza moral irresistible (art. 10 N.º 9), en tanto se encuentren sujetos a relaciones de subordinación y dependencia, como las que regula el art. 2 Código del Trabajo, siempre que materialmente ellas deriven en una verdadera coerción. En casos extremos, la fuerza moral irresistible, expresada en forma de coerción directa, incluso permitiría a los subordinados militares y policiales alegar la eximente del art. 10 N.º 9, aunque no puedan probar el cumplimiento de los requisitos de la obediencia debida. Excepcionalmente, se presenta una verdadera colisión de deberes en el cumplimiento de órdenes ilícitas sin error en ciertos casos especialmente regulados de autoría mediata por prevalimiento de posición de superioridad,

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donde solo el que da la orden ilícita responde de ella. Aquí únicamente se eximirá de responsabilidad al que cumple el mandato, aun cuando conozca su ilicitud, pues la ley considera como un valor superior la disciplina y el cumplimiento de las órdenes judiciales. Así, en el ámbito militar, es obligatorio el cumplimiento de órdenes ilícitas que no tiendan notoriamente a la comisión de un delito (art. 335 y 336). Por otro lado, en el orden civil, el art. 76 CPR establece una regla absoluta para la fuerza pública y el resto de las autoridades, imponiendo a éstas el deber de “cumplir sin más trámite el mandato judicial” junto con la prohibición de “calificar su fundamento u oportunidad […] justicia o legalidad”. De allí se deduce que el cumplimiento de una orden ilegal emanada de un tribunal exime de responsabilidad a la autoridad que la ejecuta (siempre que lo haga empleando un medio racional), con independencia de su ilicitud y del conocimiento que sobre ésta se tenga, caso en el cual responderá exclusivamente el juez que la dicta (art. 79 CPR). Finalmente, tratándose del cumplimiento de un deber contemplado en el derecho interno (o de una orden conforme a ese derecho) con violación del derecho penal internacional o de los tratados sobre derechos humanos vigentes, la defensa no es admisible a nivel internacional y tampoco a nivel local, si tales deberes u órdenes conllevan a la comisión de genocidio, crímenes de guerra o de lesa humanidad (Así se pronunció el TC alemán en el caso de los “tiradores del muro de Berlín”, BVerG 24.101996, Casos DPC, 14). En tales casos, solo subsiste la potencial eximente del art. 10 N.º 9, si puede probarse la existencia de una coerción, por hechos diferentes a la sola recepción de la orden ilícita (art. 38 Ley 20.357).

B. Obrar en ejercicio legítimo de un derecho Aunque con las reservas ya mencionadas acerca de la necesidad de su inclusión explícita en el texto del Código, coincide la mayor parte de la doctrina nacional en reconocer al ejercicio legítimo de un derecho el carácter de causal de justificación, que en ciertos casos puede verse incluso como excluyente de la tipicidad, por estar incorporada en el presupuesto del hecho punible (defensa de minimis). La doctrina propone un extenso elenco de casos de ejercicio legítimo de un derecho que incluye, entre otros, el ejercicio de acciones en pleito civil o en causa criminal, aunque al hacerlo se profieran frases que objetivamente aparezcan como lesivas del honor ajeno; el ejercicio del derecho de retención; el del derecho disciplinario por quien lo posee; y la revisión de la correspondencia de los menores de edad (Jiménez de Asúa, Tratado IV, 517; Couso, “Comentario”, 268). Con todo,

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la exigencia de que el ejercicio del derecho sea legítimo significa excluir del ámbito de la justificante la causa ilegítima, el exceso y el abuso en dicho ejercicio por la falta de racionalidad de los medios empleados para hacerlo efectivo, casos en que solo podrán alegarse las justificantes putativas o las eximentes de inexigibilidad de otra conducta que se encuentren presentes, si se cumplen sus requisitos. La pregunta acerca de si esta eximente alcanza a la ejecución particular del propio derecho o justicia de mano propia, es rechazada en términos generales por la doctrina nacional, que estima como única vía para lograr la ejecución forzada de los derechos el recurso a los tribunales de justicia, incluso cuando se trata de la recuperación de los bienes propios en manos de terceros (Novoa PG I, 377). No obstante, deben distinguirse los casos de ejercicio arbitrario del propio derecho o justicia de mano propia punibles, básicamente por el ejercicio de la violencia, de aquellos supuestos excepcionales en que la ley no castiga esa forma de ejecución particular, aunque concurra fuerza, engaño o simple sustracción, como demuestran los casos del derecho de retención ya mencionados y los supuestos de usurpación, hurto de posesión, sustracciones y engaños impunes ejercidos por el legítimo dueño o poseedor de las cosas para recuperarlas del ilegítimo (arts. 458, 471 N.º 2, y 494 N.º 20). En estos casos, aunque no opere esta eximente, el principio de legalidad impone considerarlos como no constitutivos de delito, por lo que corresponde su sobreseimiento de conformidad con los dispuesto en el art. 250 a) CPP.

C. El ejercicio legítimo de una autoridad, oficio o cargo Se trata, según la doctrina dominante, de meras “especificaciones de la misma idea” de los casos anteriores, es decir, la justificante reside en el ejercicio legítimo de derechos y deberes inherentes al oficio o profesión, legalmente reconocidos (Cury PG I, 562). Sin embargo, lo dicho vale principalmente respecto del ejercicio legítimo de una autoridad o cargo, debiendo realizarse ciertas precisiones en el caso del ejercicio legítimo de un oficio, pues su legitimidad no se encuentra dada solo por la ley o sus reglamentos, sino también por su autoregulación, que define principalmente la necesidad y racionalidad de los medios que se emplean para su ejercicio. Así, en los casos de la profesión de abogado, el Código de Ética profesional delimita su actuación, pudiendo afirmarse, p. ej., que, aunque tenga permitido señalar hechos dañosos para la reputación de la contraparte en

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sus alegatos o escritos, en interés de su cliente, no tiene permitido insultarle gratuitamente ni tampoco ofender al colega que lo representa (art. 97 Código de Ética Profesional del Colegio de Abogados de Chile). Pero, sin duda, las cuestiones más relevantes que se presentan en este ámbito dicen relación con la actividad médica, que pasaremos a analizar a continuación.

§ 7. Problemas especiales del ejercicio de la profesión médica A. Presupuestos del ejercicio legítimo de la medicina. Lex artis como deber objetivo de cuidado Según el art. 313 a) las profesiones médicas tienen como objeto la “ciencia y arte de precaver y curar las enfermedades del cuerpo humano”, ciencia y arte en permanente evolución dentro del mismo propósito. Al curar las enfermedades, las intervenciones médicas pueden afectar la integridad física o psíquica de los pacientes, p. ej., cuando se realizan intervenciones quirúrgicas o se prescriben medicamentos psicotrópicos. En tales casos faltaría la antijuridicidad material, al ser mayor el beneficio que se obtiene (curación o alivio de la enfermedad) que el daño colateral o necesario que se causa para curarle o aliviarle, de modo que la salud del paciente, su integridad física y psíquica, no resulta lesionada. Sin embargo, los problemas prácticos derivados de la actividad médica no se suscitan cuando ésta ha resultado exitosa, sino cuando fracasa y se produce un daño a la salud; por cuanto en esa actividad, en tanto arte, ningún médico “puede asegurar la precisión de su diagnóstico ni garantizar la curación del paciente”, sino únicamente su sujeción a los procedimientos adecuados o lex artis para realizar el diagnóstico y la curación esperada (art. 21 Código de Ética del Colegio Médico de Chile). Tradicionalmente se ha entendido que la actividad médica realizada conforme a esa la lex artis se encuentra amparada por esta causal de justificación (Etcheberry DP III, 119). No obstante, parece preferible considerar que los resultados lesivos de una intervención practicada conforme a la lex artis, exitosa o fracasada, se encontrarían dentro del riesgo permitido en el ejercicio profesional y su realización no sería siquiera objetivamente imputable (Garrido DP II, 203; Vargas P., Responsabilidad, 37). Se trataría, por tanto, de un supuesto de falta de antijuridicidad material que excluye la tipicidad (defensa de minimis), sin perjuicio de estar formalmente expresado como eximente el art. 10 N.º 10 (SCS 7.9.2011, DJP 35, 101: la actividad médica conforme a la lex artis es un hecho que “no se encuentra sancionado penalmente”; en el

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mismo sentido, como “lítica” y “atípica” la califican la SCS 22.7.2009, RLJ 488, y demás fallos que allí se citan). Al considerar la actuación médica dentro de la lex artis un asunto de tipicidad se evita, además, la paralización de la actividad médica que seguiría de considerarse únicamente como una causal de justificación, en un plano similar al de la legítima defensa, y seguirse un criterio estricto y uniforme para su persecución penal: como toda operación quirúrgica importa causar lesiones, todas ellas deberían ser investigadas criminalmente por “revestir caracteres de delito”, para solo posteriormente declarar que no hay responsabilidad en una audiencia de sobreseimiento definitivo del art. 250 c) CPP, por haberse comprobado la actuación conforme a la lex artis del médico imputado y, por tanto, exenta de responsabilidad por una causal del art. 10 CP. La intervención médica es conforme a la lex artis en Chile si: i) tiene finalidad terapéutica; ii) se practica siguiendo los procedimientos enseñados en las Facultades de Medicina, descritos en la bibliografía existente o en las instrucciones de los Servicios de Salud o Entidades Prestadoras de Salud, que sean los adecuados para el diagnóstico y tratamiento de la enfermedad de que se trate; y iii) cuenta con el consentimiento expreso del paciente, en las condiciones que fija la Ley 20.584, desde el año 2012. Tienen carácter terapéutico todas las actividades médicas indicadas para curar o prevenir enfermedades. La discusión acerca del carácter terapéutico o no de la intervención médica con propósitos estéticos se encuentra superada, tanto desde el punto de vista del cuerpo médico como del reconocimiento social, por sus efectos positivos en la personalidad de los pacientes (o. o., Garrido DP III, 183 y Vargas P., Responsabilidad, 55, para quienes, dentro de la actividad médica, también podría distinguirse entre la intervención estética terapéutica o reconstructiva y la simplemente embellecedora). Luego, como toda intervención médica, la estética es, en principio, terapéutica, y realizada conforme a lex artis, previo consentimiento informado del paciente se encuentra justificada, aunque sus resultados difieran de lo esperado respecto de la mayor o menor ganancia en belleza u otros atributos personales intangibles. En estos casos, en tanto esta diferencia sea solo relativa a la apreciación respecto de la mayor o menor ganancia en belleza u otros atributos personales intangibles como resultado de la intervención, no hay lugar a una acción penal, sino solo, eventualmente, a las acciones civiles o sanitarias que correspondan, cuya procedencia es muy discutible, atendida la consideración de la actividad médica como una que genera obligaciones de medios y no de resultados (Noriega, 135). Distinta es la respuesta ante los tratamientos estéticos que se ofrecen fuera del sistema sanitario (implantaciones subcutáneas de bo-

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tox, aplicación de sistemas lumínicos, masajes, etc.), no sujetos a la lex artis sino a las reglas generales de la imprudencia, donde las alteraciones físicas indeseadas siempre pueden verse como lesiones o daños no consentidos. También es conforme a la lex artis la intervención médica con carácter experimental, pues el art. 21 Ley 20.584 concede a todas las personas el “derecho a elegir su incorporación en cualquier tipo de investigación científica biomédica”, tanto si se trata de personas enfermas como sanas (cuya participación es necesaria si se quiere establecer un grupo de control). Este tipo de experimentación se encuentra regulado en la Ley 20.120, que exige contar con un “consentimiento informado”, que incluya la posibilidad de retirarse en cualquier momento del tratamiento experimental, y que los procedimientos e investigaciones se realicen considerando los criterios de proporcionalidad y subsidiariedad propios de toda causal de justificación, a saber: i) la insignificancia del daño a la salud que pudiera producirse en relación al beneficio esperado; ii) la importancia y seriedad de la investigación; iii) la conformidad de sus objetivos y procedimientos en el plano sociocultural donde se realiza, y iv) el acatamiento de las normas de la lex artis médica en su desarrollo, tanto técnicas como éticas. En este último sentido, se establecen dos exigencias adicionales para su licitud: i) no podrá realizarse “si hay antecedentes que permitan suponer que existe un riesgo de destrucción, muerte o lesión corporal grave y duradera para un ser humano” (art. 10 inc. 2); y ii) “toda investigación científica biomédica, deberá contar con la autorización expresa del director del establecimiento dentro del cual se efectúe, previo informe favorable del Comité Ético Científico que corresponda” (art. 10 inc. 3). Además, es conforme a la lex artis, la intervención médica que suponga la entrega de partes u órganos corporales desde una persona viva y sana a otra enferma, siempre que se realice en las condiciones especialmente establecidas por la Ley 19.451, a saber: i) que el trasplante tenga finalidad terapéutica en beneficio de un tercero (art. 1); ii) que se practique en los hospitales y clínicas autorizados por el Servicio Nacional de Salud al efecto (art. 2); iii) que el donante sea mayor de edad (“legalmente capaz”) y sea pariente, cónyuge o conviviente del receptor (arts. 4 y 4 bis); iv) que conste el consentimiento, libre, expreso e informado del donante acerca de la donación y de los órganos que precisamente se entregan (art. 6); v) que se certifique —por dos médicos no pertenecientes al equipo de trasplante— la capacidad física del donante (art. 5), y vi) que el donante actúe únicamente a título gratuito (art. 3). Similares exigencias se aplican a la autorización para donar fluidos o parte de la piel, regulada en el art. 145 Código Sanitario. Esta regulación, precisa y detallada, prima sobre las propuestas que, ante el silencio legal

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de décadas, tuvo que realizar nuestra doctrina sobre la base de los criterios vigentes al tiempo de su formulación, donde no se consideraba la primacía de la autonomía del paciente sobre la necesidad terapéutica, como es la regla hoy (Etcheberry, “Trasplantes”; Novoa M., “El trasplante”). Por otra parte, respecto del requisito de actuación a título gratuito en el trasplante, el art. 13 Ley 19.451 estima como delictivo el trasplante que no se hace a título gratuito. Las modalidades de la conducta en este delito dependen de la posición que ocupen los participantes del trasplante, y son las siguientes: i) respecto del donante: facilitar o proporcionar órganos propios con ánimo de lucro; ii) respecto del beneficiario: ofrecer o proporcionar dinero o cualquier otra prestación económica diferente al costo de la operación, con el objeto de obtener algún órgano necesario para la extracción; y iii) respecto del que consigue o entrega órganos por cuenta ajena: se sanciona con una pena más grave al que actúa por cuenta de terceros en esta clase de hecho, tanto al ofrecer o proporcionar dinero o cualquiera otra prestación económica, con el objeto de obtener o proporcionar algún órgano necesario para la extracción. Es importante destacar que, al sancionarse la oferta de una recompensa pecuniaria, se anticipa la punibilidad del tercero que busca el órgano por esta vía; en tanto que, para el donante, el delito sólo puede entenderse consumado cuando la entrega del órgano se ha materializado efectivamente. En cuanto al consentimiento del paciente, según el art. 14 Ley 20.084, deberá otorgarse de manera libre, voluntaria, expresa, informada, en forma verbal o escrita, pero deberá constar por escrito en el caso de intervenciones quirúrgicas, procedimientos diagnósticos y terapéuticos invasivos y, en general, para la aplicación de procedimientos que conlleven un riesgo relevante y conocido para la salud del afectado (para la regulación del consentimiento en esta materia, con anterioridad a esa fecha, v. Hernández B. “Consentimiento”). Solo en casos de peligro para la salud pública, imposibilidad de obtener el consentimiento en situaciones de riesgo vital o incapacidad para prestarlo o negarlo, el art. 15 Ley 20.584 autoriza la actuación médica para “garantizar la vida”, basada exclusivamente en la necesidad terapéutica o principio de beneficencia (sobre los problemas de interpretación del consentimiento presunto y por representantes en estos casos, v. Wilenmann, “Intervención terapéutica”, 217). Aunque sobre decirlo, el consentimiento del paciente, en todos los casos, no se refiere a una aceptación de cualquier eventualidad, sino únicamente a que se practique la operación consentida en la forma prescrita por la lex artis esto es, dentro de los términos del riesgo permitido y aceptado (Vargas P. “Imprudencia médica”, 120). Entre estos riesgos han de considerarse no

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solo los propios de la enfermedad o condición del paciente, sino también las “complicaciones del procedimiento descritos en la práctica médica”, informados al paciente y sobre los cuales su consentimiento excluye la antijuridicidad (Braghetto y Vicent, 5). Pero el médico incompetente, negligente o imprudente, que no realiza la intervención conforme a la lex artis, no se encuentra amparado en su impericia o culpa por el consentimiento del paciente (SCS 2.6.1993, FM 415, 379). En el caso de una intervención médica que resulte objetivamente beneficiosa para la salud del paciente, pero realizada sin su consentimiento expreso o informado, podría derivarse una responsabilidad civil o administrativa, pero no penal, al faltar la antijuridicidad material de la conducta (defensa de minimis. O. o., Mayer, “Autonomía”, 383, para quien toda intervención realizada sin el consentimiento del paciente generaría responsabilidad penal, sea exitosa o no, opinión que desconoce la necesidad de prueba de la antijuridicidad material del hecho). Por otra parte, aun en el caso de que el tratamiento sea inadecuado conforme a la lex artis, pero pueda demostrarse que el adecuado produciría o no evitaría el mismo resultado dañoso (como en el viejo ejemplo del paciente que recibe un sedante diferente del prescrito, comprobándose que el prescrito en su caso también desencadenaría un resultado mortal), es todavía posible sostener la atipicidad, por inexistencia de imputación objetiva, pues “entonces el error o fallo cometido no ha sido el por qué jurídico de ese resultado” (Künsemüller, “Responsabilidad”, 266). La prueba pericial de la causalidad hipotética será en este punto determinante (o. o. Perin, “Causalidad hipotética”, 228, para quien deben abandonarse los criterios causales y adoptarse únicamente los de “imputación normativa del resultado a la conducta imprudente en cuanto el incumplimiento del cuidado debido haya generado un aumento del riesgo (tratándose de comisión), o bien, haya disminuido las oportunidades de preservación del bien jurídico (en las hipótesis de comisión por omisión)”. Sin embargo, no es claro cómo el abandono del criterio de la inevitabilidad objetiva, reflejado en la idea de la de la prueba de la causalidad hipotética, vaya a impedir —en los casos límite—, imputar la imprudencia por un hecho inevitable y, con ello, retroceder al simple versari in re illicita, esto es, la imputación del resultado por el solo incumplimiento de un deber de cuidado que no lo evitaría en caso alguno). Finalmente, se debe tener siempre presente que, salvo casos muy excepcionales de abusos o excesos groseros asimilables a conductas dolosas, la intervención médica fuera de la lex artis permitirá construir, por regla general, solo una responsabilidad a título culposo en caso de producción de muerte o de lesiones que no sean necesarias terapéuticamente (Campos,

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1666). Pero para ello no será suficiente acreditar la infracción a la lex artis, en los términos hasta aquí explicados, sino también el aspecto subjetivo de la actuación negligente o imprudente del médico, esto es, la posibilidad real, en el caso concreto, de representarse el resultado lesivo y evitarlo, que se fundamenta en la actualización de sus personales conocimientos y aptitudes (para una discusión acerca del contenido de esta posibilidad y el efecto cercano a admitir el versari in re illicita de su negación, v. Vargas P., “Deber de previsión”, 368). La necesidad de esta vinculación subjetiva es incluso reconocida por parte de la doctrina que rechaza estimar la imprudencia o negligencia como formas de la culpabilidad y remiten todo su contenido a la antijuridicidad, pues no deja de considerar en ese lugar sistemático “tanto la capacidad individual como los conocimientos especiales” (Rosas, “Delimitación”, 390). Por esa razón, los procedimientos de auditoría médica atienden tanto a establecer la adecuación o no de la intervención a la regla técnica contenida en la literatura como al hecho de que cada uno de los intervinientes realice aquello para lo que está capacitado, “sin hacer menos ni más de lo que sabe y puede”, atendidas las circunstancias y lugar en que se realizó, a saber, establecimientos urbanos, rurales, públicos, privados, con sus diferentes complejidades y recursos disponibles (v., con ejemplos sobre la forma de realizar la auditoría médica, Villena, Ureta y Villalón, 37).

B. El principio de confianza y el trabajo en equipo en la actividad médica Las prestaciones de salud complejas, como las realizadas en hospitales y clínicas, suelen ejecutarse en equipos de profesionales con diferentes funciones (cirugía, anestesia, arsenal, enfermería, etc.). Aquí surge el problema de la atribución de responsabilidades a cada cual en los resultados dañinos para la salud del paciente y que exceden el riesgo permitido de la intervención, que puede ser visto como un caso especial de imputación objetiva o de delimitación de la lex artis. Según la doctrina actualmente dominante, basada en el principio de confianza, para delimitar esas responsabilidades hay de atender a la clase de organización que se trata: la colaboración entre profesionales puede entenderse como una organización horizontal en que cada uno responde por sus propios actos y puede confiar lícitamente en los de los demás, según los protocolos o la lex artis aplicable (SCS 23.4.2007, cit. por R. Romero en comentario a SCS Santiago 13.5.2008, DJP Especial I, 619); mientras que

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en la delegación a enfermeras y personal auxiliar (organización vertical) subsistiría la responsabilidad por la elección, dirección y supervigilancia de los delegados (art. 113 inc. 2 Código Sanitario). Sin embargo, el principio de confianza, que excluiría la responsabilidad en el primer grupo por los hechos de colegas descuidados, “no rige cuando resulta cognoscible que el colega no está en condiciones de cumplir correctamente con la labor que le compete, o que está infringiendo o infringirá la lex artis” (Contreras Ch., “Principio de confianza”, 42). Pero la sola constitución de un equipo médico no genera responsabilidades colectivas atribuibles a cada uno de sus miembros, ni siquiera a quien aparece como “jefe”, si no se prueba el concierto para distribuir o delegar las funciones del modo que generaron el daño y la falta de cuidado en esa distribución o delegación (SCS 22.11.2016, DJP 35, 99). Tampoco aparece plausible para la jurisprudencia que en una intervención en equipo existan actos “indelegables”, enfatizando que debe investigarse la responsabilidad de todos los que intervienen en el acto médico que se trate (SCS 16.6.2009, RLJ 487). El principio de confianza sería también aplicable frente a la exigencia de protocolos cada vez más detallados de actuación en los servicios médicos públicos y privados, afirmándose que excluiría la responsabilidad penal el hecho de seguir esos protocolos, aunque ellos no se encuentren suficientemente actualizados ni correspondan exactamente a la lex artis o produzcan dilaciones que conduzcan a resultados lesivos previsibles y evitables de no haberlos seguido (Perin, “Responsabilidad”, 11). Pero del hecho de no seguir esos protocolos no puede derivarse inmediata responsabilidad si con ello se disminuye el riesgo y se evita una enfermedad o sus consecuencias más graves y previsibles (falta de antijuridicidad material); o si su falta de seguimiento no deriva de una culpa atribuible al médico por su imprudencia o negligencia al asumir riesgos que no era capaz de mitigar o no realizar las intervenciones para las que estaba capacitado, respectivamente, siempre que hubiese estado materialmente en condiciones de evitar tales riesgos o realizar esas intervenciones (falta de culpabilidad o responsabilidad personal).

C. El problema de decidir la administración de medios de sobrevida artificial Como es sabido, en la actualidad existen dispositivos de emergencia que, ante eventos agudos, son capaces de rescatar pacientes y, literalmente, salvarles a la vida, mediante la mantención o recuperación artificial de las

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principales funciones vitales (respiración, circulación, funcionamiento renal, etc.). La decisión de emplear estos medios o poner fin a su uso se conoce como el problema del límite del esfuerzo terapéutico. En Chile, el art. 14 inc. 3 Ley 20.584, establece, junto al derecho del paciente a otorgar o denegar su consentimiento a cualquier tratamiento, que “en ningún caso el rechazo a tratamientos podrá tener como objetivo la aceleración artificial de la muerte, la realización de prácticas eutanásicas o el auxilio al suicidio”. Sin embargo, el art. 16 del mismo cuerpo legal permite la limitación de los esfuerzos terapéuticos y los tratamientos paliativos en casos de enfermedades terminales, por lo que es posible sostener que, conforme a los dispuesto en los arts. 19 y 20 CC, solo están prohibidas las acciones médicas que tienen por finalidad directa causar la muerte del paciente, con o sin su consentimiento o solicitud. En consecuencia, no es lícito a nuestro cuerpo médico recetar sustancias que aceleren artificialmente la muerte ni colaborar con su administración, aún a ruego del paciente. Pero sí es conforme a la lex artis la no conexión o la desconexión consentida de medios de sobrevivencia extraordinarios que no acelere artificialmente la muerte, sino únicamente no prolongue artificialmente la vida; y aún la administración de analgésicos que contribuyan a la producción de la muerte, si se trata del tratamiento terapéutico paliativo indicado en el caso concreto, de conformidad con la llamada teoría del doble efecto (Guzmán V., “Responsabilidad”, 1635, observa que, no obstante, un “exceso” en el tratamiento paliativo bien podría configurar responsabilidad a título de dolo eventual o imprudencia). Con todo, se debe reconocer que subsisten dudas en el cuerpo médico acerca del límite del esfuerzo terapéutico y, en particular, del “retiro de drogas vaso activas o la ventilación mecánica” (Canteros et al, 95). En casos de desacuerdo entre el personal médico y los pacientes, la Ley 20.584 ha establecido Comités de Ética en los establecimientos hospitalarios para procesar tales divergencias con un recurso final ante la Corte de Apelaciones respectiva. Un problema adicional es la escasez de tales medios o dispositivos, que se torna notoria en situaciones de emergencia (piénsese en catástrofes naturales, pandemias o accidentes de tránsito, aviación o ferrocarril masivos). ¿Cómo decidir la administración de tales medios sin incurrir en el delito de homicidio, al desconectar a un paciente con pocas probabilidades de vida o no proveer un tratamiento de emergencia al que tenía muchas? En primer lugar, cabe señalar que, de acuerdo con las prescripciones de la Ley 19.451, tras comprobarse la muerte cerebral no existe obligación alguna de mantener artificialmente la sobrevida de los órganos del muerto que fue un paciente y ahora es un cadáver, procediendo su desconexión sin

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más trámite para salvar personas que tengan expectativas de sobrevivencia. En cambio, a falta de tal acreditación, no podría el médico desconectar legítimamente a un paciente sin su voluntad, cualquiera sea la situación de crisis que se enfrente, pues la desconexión o limitación del esfuerzo terapéutico, para ser legítima en Chile, requiere expresamente la voluntad del paciente o de sus representantes. No obstante, la necesidad de evitar una muerte puede permitir la exculpación del que causa otra, siempre que se cumplan los requisitos del art. 10 N.º 11 para este estado de necesidad agresivo, aun cuando no concurra el consentimiento del paciente cuya muerte no se detiene ni se acelera artificialmente en pos de salvar la vida de otro. Tratándose de elegir qué pacientes conectar o no, en caso de insuficiencia de máquinas, la cuestión debiera resolverse, a nuestro juicio, atendiendo a los criterios de proporcionalidad y subsidiariedad subyacentes en todas las causales de justificación y, en particular ahora, a la del art. 10 N.º 11, por lo que la decisión entre uno y otro paciente solo sería justificable cuando exista una prognosis acerca de las mayores posibilidades de sobrevida del beneficiado, y siempre que la utilización de ese escaso recurso vital sea el único medio disponible para dicha sobrevida. Finalmente, cabe señalar que, por la vía del recurso de protección, en el caso de la transfusión de sangre y otros procedimientos ante la necesidad aguda de salvar vidas, como la hidratación y alimentación forzada de huelguistas de hambre, nuestros tribunales han resuelto el eventual de desacuerdo entre el cuerpo médico y los pacientes o sus representantes, sobreponiendo el derecho a la vida a la autonomía de los pacientes y su credo religioso (SCA Rancagua 22.8.1995, FM 443, 1378).

§ 8. Omisión por causa legítima El art. 10 N.º 12 exime de responsabilidad criminal al que “incurre en alguna omisión, hallándose impedido por causa legítima o insuperable”. La segunda parte de este precepto no corresponde ser tratada aquí: si la situación que hace insuperable la omisión consiste en la “imposibilidad real de actuar”, no hay técnicamente omisión, ya que falta la conducta; si la palabra “insuperable” se entiende como una hipótesis de no exigibilidad de otra conducta (al igual que en el concepto de miedo “insuperable” del art. 10 N.º 9), se trataría de un caso de exculpación. Aquí también, como en el caso del art. 10 N.º 10, en la omisión de un deber de actuación podría verse un supuesto de colisión de deberes o dere-

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chos. Sin embargo, esta colisión es también aparente, en la medida que la ley prefiere los que se cumplen o ejercen frente a los que se omiten (Novoa PG I, 373). Ejemplo de este conflicto aparente es el que existe entre el deber positivo de declarar ante los tribunales frente al deber negativo de mantener el secreto en ciertas profesiones (omitir su divulgación), resuelto legalmente en favor del segundo (art. 303 CP); ese mismo deber de declarar frente al de no hacerlo por razones de seguridad nacional, resuelto a favor de este último por el art. 38 Ley 19.974; y al de obedecer órdenes del servicio frente al de no hacerlo cuando tiendan a la comisión de genocidio, crímenes de guerra y delitos de lesa humanidad (art. 38 Ley 20.357). Para los casos en que una respuesta a estos aparentes conflictos no encuentre respaldo legal, se sugiere preferir la omisión antes que la acción, siempre que el delito de omisión que se comete tenga menor pena que el de acción que no se ejecuta (Hernández B., “Comentario”, 278, quien pone el ejemplo de omitir denunciar un delito, una simple falta del art. 175 CPP, conocido en el marco de la intervención sujeta a secreto profesional, cuya revelación es el delito más grave del art. 247). Un caso especial en este ámbito es la colisión de deberes justificantes equivalentes, donde la omisión de actuación pudiera derivar en una responsabilidad a título de comisión por omisión, es el del médico que no atiende a un paciente mientras está atendiendo a otro. Al optar por cualquiera de los pacientes se estaría siempre cumpliendo con el deber y, al mismo tiempo, omitiendo el deber de actuación especial (salvar a otros pacientes), por lo que “en cierto modo el ordenamiento jurídico ‘deja libertad’ al autor, de forma que en todo caso estaría justificado sea cual sea el deber que observe” (Jescheck/Weigend AT, 394); razonamiento que también podría extenderse al caso de la necesaria elección de pacientes que se encuentren en similares condiciones, frente a la escasez medios de sobrevida artificial. Pero hay que insistir en que esa “libertad” de actuación está, en realidad, justificada por el cumplimiento del deber conforme a la lex artis, esto es, en la medida que las decisiones que se adopten conduzcan a la salvación del mayor número de personas (Guzmán D., “Actividad libre”, 33). En todo caso, siempre se debe valorar la existencia de una jerarquía de los males causados y evitados que permita entender justificada la omisión de un deber por cumplir otro (principio del interés preponderante). Si los males son equivalentes o el que se evita es de menor magnitud que el que se produce, solo cabría la posibilidad de alegar la omisión por causa insuperable, como exculpante del art. 10 N.º 12. Pero, si la omisión es producto del miedo o la coerción, valdría también para ella la eximente del art. 10 N.º 9.

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No obstante, las dificultades que encierra la apreciación de esta eximente pueden verse en la sentencia que consideró que no se oponía al deber “personal” de pagar un cheque el hecho de encontrarse la empresa representada por el girador declarada en quiebra y, por tanto, obligada a no hacer pagos a acreedores individuales fuera del proceso concursal, sentencia quizás motivada por el efecto “engañoso” de su emisión, la voluntariedad subyacente en algunos procesos concursales y no convencida por la imposibilidad de su pago, pero sin tomar en cuenta que los pagos anticipados acreedores individuales pueden constituir otros tantos delitos concursales (SCS 23.7.2012, GJ 385, 189, con nota crítica de M. Schürmann. O. O., aprobando una resolución en el mismo sentido del fallo criticado, Vásquez, “Incidencia”, 257, respecto de la SCA Talca 23.10.1985, afirmando que la causa del protesto es no haberse pago el cheque al momento de su giro con los fondos que debían disponerse al efecto).

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§ 1. Generalidades A. Los elementos de la culpabilidad como fundamento de la responsabilidad penal en la teoría del delito La culpabilidad es el conjunto de condiciones diferenciadas de la tipicidad y la antijuridicidad del hecho que posibilitan considerar a una persona responsable por el hecho que se trata: su capacidad de conocer la realidad y comprender el significado del derecho (imputabilidad), su vinculación subjetiva con el hecho por el que se le acusa (dolo o culpa) y la ausencia de constricciones externas o internas de carácter extraordinario que excusarían a cualquiera en su lugar por la no observancia del derecho en el caso concreto o harían inexigible otra conducta (error, fuerza irresistible, miedo insuperable, obediencia debida, estado de necesidad exculpante). Atendido el hecho de que este conjunto de circunstancias concretas depende también de la estructura social y los condicionamientos que ésta impone a cada cual, la medida de la exigibilidad de la responsabilidad también ha de considerar la corresponsabilidad social en cada caso (Bustos PG, 512). Sin embargo, dado que se trata de un asunto principalmente personal, esa medida de corresponsabilidad social ha de admitirse sin generalizaciones a priori que propongan una reducción o ampliación de la exigibilidad de grupos de personas por sus características comunes, salvo en los casos excepcionales que la propia ley así dispone, como en el tratamiento de los inimputables menores de edad, donde la ley niega su capacidad de actuación mediante una generalización que no admite prueba en contrario. Desde el punto de vista del derecho positivo, no se trata, por tanto, de “reprochar” a una persona por lo que hizo o dejó de hacer, sino, simplemente, de declarar su responsabilidad por el hecho, sin hacer ningún juicio moral sobre la conducta del agente (cualquiera sea el concepto de moral que se sostenga) o sobre su “fidelidad” o no al derecho o a la vigencia de las normas jurídicas o sociales (o. o. v., entre nosotros, basada en una teoría moral de la culpabilidad, p. ej., en, Mañalich, “Culpabilidad y justicia”, 77, quien la define culpabilidad como “déficit reprochable de fidelidad al derecho”).

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La Constitución consagra en su art. 19 N.º 3 la exigencia de la culpabilidad en el sentido de responsabilidad subjetiva por el hecho aquí defendido, al prohibir su presunción de derecho y exigir que el delito sea una conducta expresada en la ley (STC 28.3.2017, Rol 3199). Por su parte, el Código Penal distingue dos formas generales de vinculación subjetiva: la dolosa, propia de los delitos, y la culposa, que corresponde a lo que denomina cuasidelitos (arts. 1 y 2), siguiendo en esa nomenclatura una tradición italiana de discutible origen en el Derecho Romano (Carrara, Programa § 86). Procesalmente, el art. 340 CPP exige probar la “participación culpable” más allá de toda duda razonable, lo que incluye esos elementos subjetivos, cuando su concurrencia es discutida. Luego, tanto la disposición del art. 8 CC, que presume conocida la ley desde su publicación en el Diario Oficial, como la del art. 1 inc. 2 CP, que presume la voluntariedad, solo pueden interpretarse como presunciones meramente legales, atendido el expreso tenor del art. 19 N.º 3 inc. 7 CPR, que prohíbe presumir de derecho la responsabilidad penal, y el carácter de ley posterior y especial del citado art. 340 CPP. No obstante, en la generalidad de los sistemas jurídicos se admite que se pueda presumir, prima facie, que los adultos son plenamente responsables y no se encuentran sujetos a condiciones que alterarían su voluntad, como la enfermedad metal, la fuerza, el error o el engaño (Hassemer, Fundamentos, 270). Por tanto, corresponde a la defensa la prueba de que tales condiciones no estén presentes cuando se alega el sobreseimiento por concurrir una causal de exculpación (art. 250 c) CPP) o la absolución por falta de culpabilidad, bajo el estándar de la creación de una duda razonable. En consecuencia, entendemos que la expresión “voluntaria” empleada en el art. 1 CP no significa únicamente dolo o culpa, sino que abarca todos los aspectos subjetivos de la responsabilidad personal. Tal como expresa el Diccionario, se refiere a una acción u omisión “que nace de la voluntad, y no por fuerza o necesidad extrañas a aquella”. En palabras del Filósofo: “se podrá considerar voluntario [el acto] cuyo principio está en uno, y uno conoce [las circunstancias] particulares en las que se desenvuelve [la acción]” (Aristóteles, Ética, 83. O. o. Bustos y Soto, 243 y Bustos y Caballero, 54, quienes entienden que lo “voluntario” es una referencia exclusiva al conocimiento de la ilicitud). Desde este punto de vista, la culpabilidad no tiene relación con la investigación acerca del libre albedrío del sujeto u otro concepto metafísico (como el de Aquino I-II, 37, para quien es una facultad de voluntad y de razón cuyo objeto propio es el fin —Dios, en un sentido teologal— y el bien), sino con la experiencia subjetiva de la agencia: el “sentimiento subjetivo de ser

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causalmente responsable de sus actos y de las consecuencias de los mismos” (Bigenwald y Chambon, 3). Es más, bien se puede postular que la sola existencia de un ordenamiento jurídico, en la medida que se emplea como instrumento para la dirección de las conductas humanas, demuestra que las personas no son libres, sino que se encuentran sujetas a estímulos externos que se espera las motiven o, al menos, hagan reaccionar a su gran mayoría (Kelsen, Teoría, 105). En este sentido, para el derecho penal la culpabilidad y la libertad son conceptos indistinguibles del de responsabilidad o, más precisamente, de las condiciones personales y sociales, legalmente determinadas, que hacen posible atribuir las consecuencias jurídicas de un hecho al acusado. Esta identificación de libertad con responsabilidad no es diferente de la que permite dar sentido a la existencia de la democracia y a la posibilidad del ejercicio de los llamados derechos de libertad que la Constitución garantiza, como, p. ej., libertad de conciencia, personal, de enseñanza, libertad de emitir opinión e informar, de trabajo, para adquirir el dominio de las cosas y para crear y difundir las artes (art. 19 N.º 6, 7, 11, 12, 16, 23 y 25 CPR, respectivamente). Según el esquema aquí adoptado, los elementos de la culpabilidad o responsabilidad personal que analizaremos a continuación, como parte de la teoría del delito, son la imputabilidad o capacidad de responsabilidad en material penal; el dolo o malicia (incluyendo el conocimiento de la ilicitud) y la culpa, como elementos positivos y el requisito de vinculación subjetiva esencial para afirmar la culpabilidad del agente; y las causales de exculpación, que son todas las condiciones que la ley establece y cuya presencia permite excusar al agente por su actuación en el caso concreto. En la precisión de tales condiciones en concreto deberemos considerar al hombre real y sus circunstancias sociales para afirmar o negar su responsabilidad por el hecho imputado.

B. Otras funciones del principio de culpabilidad Más allá de las implicaciones para la teoría del delito, como expresión material de la garantía del principio de legalidad, hemos señalado que el principio de culpabilidad cumpliría también una función legitimadora y limitadora del ius puniendi (Cap. 2, § 4, D), al prohibir el establecimiento por ley de la responsabilidad objetiva en materia penal, los delitos calificados por el resultado y toda manifestación que parezca favorecer un derecho penal de autor opuesto a uno de hechos (Künsemüller, “Principio de culpabilidad”, 252. Para una exposición detallada de la historia dogmá-

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tica y las distintas formulaciones del principio de culpabilidad, v. Couso, Fundamentos, 62-272; y Cárdenas, “Culpabilidad”). Sin embargo, más allá de los recursos constitucionales en los casos de evidente violación de este principio por parte del legislador, todas las manifestaciones legislativas que pudieran adolecer de los vicios señalados pueden contrarrestarse mediante una correcta interpretación y aplicación de las disposiciones constitucionales y legales vigentes y, sobre todo, del art. 340 CPP que exige la prueba, más allá de toda duda razonable, de la participación culpable del acusado en el hecho imputado. Ello importa la prueba de su subjetividad en los hechos: así, recae en el sistema judicial alejar el peligro de una condena sin culpabilidad, entendida como relación subjetiva entre el hecho y el responsable. De allí que el mayor peligro para la vigencia de este principio no radique en el legislador, sino en las interpretaciones que atacan esa exigencia probatoria y la pretenden reemplazar por una mera adscripción desde el juzgador; o proponen concebir los aspectos subjetivos del hecho punible de tal manera normativizados que la subjetividad del agente se reemplaza por la mera constatación objetiva de una infracción de deberes; o reemplazar la prueba de la intervención en los hechos por la atribución de responsabilidad por la posición o cargo en los delitos cometidos en contextos organizados, como las empresas u organismos del Estado, etc. (Winter, 122). Distinta es la pretensión de que el principio de culpabilidad se manifieste no solo como fundamento de la declaración de responsabilidad penal en los casos concretos, sino también como regulador de la clase y medida de las penas a imponer (Etcheberry, “Culpabilidad”, 1413). Ello por cuanto, como hemos señalado, la reintegración social es la única finalidad constitucionalmente reconocida de las penas privativas de libertad, por lo que su establecimiento e imposición deben orientarse en ese sentido y no en uno que importe un reproche o castigo “por la culpabilidad” sin finalidad resocializadora. De allí que, en nuestro sistema, si bien la culpabilidad es fundamento de la responsabilidad penal, no lo es de la clase y medidas de penas que la ley establece. Y no lo es en ningún sistema occidental, orientados en general, por una parte, a distinguir entre primerizos y reincidentes para efectos de sustituir las penas de prisión por tratamientos en libertad (probation, en Chile, salidas alternativas en el proceso penal y penas sustitutivas de la Ley 18.216); y, por otra, a reducir el cumplimiento de las impuestas mediante mecanismos de liberación anticipada basados en el comportamiento de los condenados y sus probabilidades de resocialización (parole, en Chile, libertad condicional).

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Otra cosa es que, como se dirá más adelante, los grados e intensidad del dolo y de la culpa, así como las restantes circunstancias que rodean el hecho y la actuación del agente, permitan considerar su culpabilidad en la individualización judicial de la pena, según prescribe el Art. 69 y, en un proceso posterior, la sustitución que eventualmente corresponda por aplicación de la Ley 18.216 (Cap. 12, § 10, N). Tampoco parece que el principio de culpabilidad imponga la existencia de un acuerdo subjetivo o político entre el responsable y la sociedad sobre el contenido o legitimidad de la ley en cada caso concreto, como alguna doctrina propone (Couso, “Culpabilidad”, 166). En los sistemas democráticos, esa legitimidad deriva del ejercicio de la soberanía por el pueblo a través de sus representantes que, por definición, se expresa en el establecimiento de reglas heterónomas, esto es, no sujetas a discusión o acuerdo particular por sus destinatarios una vez adoptadas por el procedimiento democrático, según la regla de la mayoría, sin perjuicio de la posibilidad de su permanente revisión y modificación por los mismos mecanismos. Tratándose de las reglas relativas a la responsabilidad penal de las personas jurídicas, carentes de una real posibilidad de vinculación subjetiva con los hechos y ajenas a los condicionamientos sociales, es comprensible que no les sean aplicables las exigencias subjetivas de la culpabilidad que se pretenden de las personas naturales (aunque sí a quienes actúan por ellas). Estas exigencias tampoco se predican de las medidas sanitarias que facultan la imposición de medidas de seguridad a enajenados mentales peligrosos, hayan o no cometido delitos (arts. 455 CPP y 130 Código Sanitario).

§ 2. Imputabilidad y capacidad de responsabilidad como presupuesto de la responsabilidad penal El derecho penal parte del supuesto o presunción de que toda persona es capaz de responsabilidad, salvo la existencia de circunstancias anómalas que se lo impidan: la enfermedad mental o haber perdido temporalmente la razón (art. 10 N.º 1) y la minoría de edad (art. 10 N.º 2). En el primer caso, este supuesto se expresaría diciendo “todo mayor de 18 años cumplidos se presume mentalmente sano, salvo que se pruebe lo contrario”; mientras en el segundo la regla sería “todo menor de 14 años cumplidos se presume incapaz de responder penalmente como adulto, sin lugar a prueba en contrario”, sin perjuicio de las disposiciones de la Ley 20.084, aplicables a los adolescentes entre 14 y 18 años.

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Esta suerte de presunción de derecho de inimputabilidad respecto de la edad o madurez mental permite una clara delimitación del ámbito de la responsabilidad penal, lo que se entiende perfectamente constitucional (Cillero, 179). Sin embargo, ello no debe hacer perder de vista su carácter más bien artificial. Para el CP, en 1874 solo los menores de 10 años eran inimputables y durante casi todo el siglo XX, los de 16 años, existiendo un régimen de discernimiento caso a caso para los mayores de esa edad y menores de 18; mientras fácticamente, según los actuales conocimientos científicos, la inmadurez mental parece prolongarse más allá de los 18 años (Antúnez y Vinet, 209). De allí que, si bien pueda admitirse la constitucionalidad de las reglas que excluyen la responsabilidad penal por supuesta inmadurez mental, no puede aceptarse lo contrario: una vez comprobada fácticamente la inmadurez mental en un adulto (p. ej., si se prueba que su edad mental es la esperable en un niño de 10 años), se podría afirmar la inexistencia de un delito, aunque no por la aplicación del art. 10 N.º 2, sino directamente por falta de voluntariedad (art. 1), al ser el sujeto incapaz de comprender el sentido de sus actos como se esperaría de un adulto responsable (Rodríguez Collao y De la Fuente, 149). A la inversa, del solo hecho de ser una persona imputable, no se sigue la atribución de responsabilidad penal: queda establecer su actuación dolosa y culposa y su eventual respuesta excusable ante la fuerza, el miedo o la necesidad. Y en la valoración de la concurrencia de tales circunstancias, el grado de imputabilidad del agente será determinante, pues la existencia de un error será más fácil de probar en personas con imputabilidad disminuida que en otras plenamente responsables. Lo mismo puede decirse de las diferencias en la forma en que la fuerza, el miedo o la necesidad afectan la psiquis de unas personas y de otras. Por otra parte, la falta de capacidad penal tampoco conduce necesariamente a la exclusión de toda consecuencia jurídica para los inimputables. Respecto de los inimputables por locura o demencia, existe una detallada regulación en el CPP y en el Código Sanitario, que veremos más adelante. Y, en relación con los jóvenes mayores de 14 y menores de 18, ellos están sujetos a un régimen sancionatorio especial, previsto en la Ley 20.084, sobre Responsabilidad Penal del Adolescente, que prevé sanciones diferentes y de menor duración que las que les correspondería siendo adultos, con un límite máximo de 10 años, y donde el internamiento se considera como sanción solo para los más graves casos y de manera excepcional. Tratándose de menores de 14 años, quedan bajo la jurisdicción de los Tribunales de Familia, los que pueden imponerles alguna de las medidas de protección contempladas en el art. 30 Ley 16.618, a saber, someterlos a programas de apoyo, reparación u orientación, o ingresarlos a establecimientos especiales

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de tránsito o rehabilitación (por un máximo de un año, renovable y revocable), hogares sustitutos o establecimientos residenciales.

§ 3. Inimputabilidad por enajenación mental A. Noción: fórmula mixta Desde antiguo se entiende que los enajenados mentales no pueden ser capaces de responsabilidad si por su padecimiento no están en condiciones de conocer o comprender cabalmente la realidad y las normas jurídicas o de adecuar su comportamiento a ellas (Aristóteles, Ética, 82). El CP se refiere a ellos coloquialmente con la expresión “loco o demente” en el art. 10 N.º 1, y como “enajenados o trastornados mentales” en el art. 361 N.º 3; mientras que el CPP emplea el término “enajenados mentales”. Por su parte, el art. 130 Código Sanitario habla de “enfermedad mental”, que el art. 6.2 DS 570 hace equivalente a “trastorno mental”, definido como “una condición mórbida que sobreviene en una determinada persona, afectando en intensidades variables, el funcionamiento de la mente, el organismo, la personalidad y la interacción social, en forma transitoria o permanente”, remitiendo para su especificación a la Clasificación Internacional de Enfermedades de la Organización Mundial de la Salud. La última de estas clasificaciones es la ICD-11, de 2018, cuya versión en español está disponible como CIE-11 (https://icd.who.int/browse11/l-m/es). Allí se definen los “trastornos mentales, del comportamiento y del desarrollo neurológico” como “síndromes que se caracterizan por una alteración clínicamente significativa en la cognición, la regulación emocional o el comportamiento de un individuo que refleja una disfunción en los procesos psicológicos, biológicos o del desarrollo que subyacen al funcionamiento mental y comportamental”, y se agrega: “estas perturbaciones están generalmente asociadas con malestar o deterioro significativos a nivel personal, familiar, social, educativo, ocupacional o en otras áreas importantes del funcionamiento”. Por eso se entiende generalmente que la capacidad para ser responsable no involucra únicamente aspectos cognitivos o volitivos, sino también factores emocionales y socioculturales que determinan las condiciones del “proceso de interacción social” y “le permiten conocer las normas que rigen la convivencia en el grupo a que pertenece y regir sus actos de acuerdo con dichas normas”, esto es, su “capacidad de motivación” (Pozo, Imputabilidad, 115). La diversidad y gradualidad de los trastornos mentales, del comportamiento y del desarrollo neurológico conducen necesariamente a su valora-

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ción en cada caso para determinar si la enfermedad concreta que se trata importa un deterioro de tal magnitud de la cognición, de la regulación emocional o del comportamiento que lleven a la afirmación de que el enfermo, en el momento del hecho, no era capaz de conocer o comprender cabalmente la realidad y las normas jurídicas o de adecuar su comportamiento a ellas o, en términos del art. 6.3. DS 570, si existe una “pérdida, total o parcial, de la capacidad de control sobre sí mismo y/o sobre su situación vital”. Luego, no es bastante para la exención de responsabilidad la mera constatación, con arreglo a la ciencia médica, de la existencia del trastorno mental, del comportamiento o del desarrollo neurológico. Se requiere, además, determinar jurídicamente si por causa del trastorno mental el autor fue incapaz o no de “comprender la ilegalidad del hecho o de actuar conforme a esa comprensión” (Jescheck/Weigend AT, 469). Se trata, en síntesis, de un juicio acerca de la capacidad del agente para comprender el injusto del hecho y determinarse conforme a esa comprensión en el caso concreto, juicio que corresponde preferentemente al tribunal del fondo (RLJ 42). Este es el llamado criterio mixto para la determinación de la enajenación mental, que no se basta con la sola constatación médica ni tampoco es ajena a ella, aceptando la realidad de la decisión judicial como un juicio basado en evidencia científica, pero no absolutamente predeterminado por ella. En la práctica de nuestros tribunales, este criterio mixto se asienta en la valoración de la constatación médica del trastorno mental a partir de cuatro factores: i) la naturaleza de la perturbación (cualitativo); ii) su intensidad y grado (cuantitativo); iii) su duración y permanencia (cronológico); y iv) su relación con el hecho delictivo o causalidad (Melo, Imputabilidad, 599). El hecho de que el tribunal pueda disponer, además, una medida de seguridad respecto del enajenado delincuente sobre la base de su peligrosidad acentúa el carácter jurídico de la decisión, que permite también la liberación del que ha sido declarado médicamente enajenado, pero que el juez no considera peligroso. Ese es el argumento legal para imponer o no una medida de seguridad al inimputable. En cambio, si se acepta la teoría del injusto personal y se considera que el dolo y la culpa son elementos del injusto, se podría llegar a concluir que, en la mayor parte de los casos de hechos realizados por inimputables no podría imponérsele una medida de seguridad pues actuaría con un error psíquicamente condicionado o sin voluntad, producto de la enfermedad que padece (Carnevali y Artaza, “Inimputabilidad”, 320, quienes dan a entender que, para evitar esta paradoja, debería considerarse que, a efectos de la aplicación de las medidas de seguridad de conformidad con el art. 255 CPP, un concepto diferente de delito, de carácter objetivo.

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Estas dificultades sistemáticas no existen en esta obra, donde se considera el dolo y la culpa como elementos de la culpabilidad, objeto de un análisis posterior y no anterior a la imputabilidad. Además, si el tribunal considera que el acusado no está exento de responsabilidad penal por enajenación mental, puede acoger las atenuantes de eximente incompleta del art. 73 o del 11 N.º 1, según la gravedad del trastorno que se trate, graduando la pena en consecuencia, como frecuentemente hace nuestra jurisprudencia ante los trastornos del aprendizaje, de la personalidad y del desarrollo neurológico leves a moderados (RLJ 62).

B. Trastornos mentales, del comportamiento o del desarrollo neurológico que pueden servir de base para admitir la eximente de locura o demencia a) Esquizofrenia y otros trastornos psicóticos primarios Según el CIE-11, la esquizofrenia y otros trastornos psicóticos primarios se caracterizan por deficiencias significativas en las pruebas de la realidad y las alteraciones en el comportamiento se manifiestan en síntomas positivos, como delirios persistentes, alucinaciones persistentes, pensamiento o lenguaje desorganizado, comportamiento sumamente desorganizado y experiencias de pasividad y control; así como también síntomas negativos tales como afecto y avolición embotados o planos, y trastornos psicomotores. Los síntomas ocurren con la frecuencia y la intensidad suficientes para desviarse de las normas culturales o subculturales esperadas y no surgen como una característica de otro trastorno mental y del comportamiento (p. ej., un trastorno del estado de ánimo, delirio o un trastorno debido al uso de sustancias).

b) Trastornos bipolares graves Según el CIE-11, los trastornos bipolares y relacionados son trastornos del estado de ánimo episódicos, definidos por la aparición de síntomas maníacos, mixtos o hipomaníacos. En el caso grave (trastorno bipolar I, con síntomas psicóticos), los episodios maníacos se manifiestan como estados de ánimo extremo que duran más de una semana sin intervención médica, caracterizados por euforia, irritabilidad y expansividad, y por un aumento de la actividad o una experiencia subjetiva de mayor energía, acompañado de otros síntomas característicos tales como habla rápida o a presión, fuga

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de ideas, aumento de la autoestima o la grandiosidad, disminución de la necesidad de dormir, distracción, comportamiento impulsivo o imprudente y cambios rápidos entre los diferentes estados de ánimo (es decir, labilidad del humor), los cuales pueden estar acompañados por delirios o alucinaciones.

c) Trastornos severos y profundos del desarrollo intelectual Según el CEI-11, un trastorno severo del desarrollo intelectual es una condición que se origina durante el período de desarrollo caracterizado por un funcionamiento intelectual y comportamiento adaptativo significativamente por debajo del promedio, comprobado mediante pruebas estandarizadas administradas individualmente o por indicadores de comportamiento comparables. Las personas afectadas exhiben lenguaje y capacidad muy limitados para la adquisición de habilidades académicas. También pueden tener discapacidades motoras y, por lo general, requieren apoyo diario en un entorno supervisado para una atención adecuada, pero pueden adquirir habilidades básicas de cuidado personal con capacitación intensiva. Los trastornos graves y profundos del desarrollo intelectual se diferencian exclusivamente sobre la base de las diferencias de comportamiento adaptativo porque las pruebas estandarizadas de inteligencia existentes no pueden distinguir de manera confiable o válida entre individuos con un funcionamiento intelectual por debajo del percentil en que se encuentran quienes padecen de trastorno del desarrollo intelectual severo. Esta dificultad diagnóstica parece explicar por qué, en nuestros tribunales, la regla general ante personalidades borderline y personas que sufren otros trastornos del comportamiento o del desarrollo no severos o profundos, aún con síntomas neuróticos (ansias, angustias, fobias, etc.), sean considerarlas capaces de responsabilidad penal, aunque disminuida (RLJ 64).

d) Demencia severa Según el CEI-11, la demencia es un síndrome cerebral adquirido que puede permitir excluir la responsabilidad penal cuando es severa. Se caracteriza por la disminución del nivel previo de funcionamiento cognitivo, con deterioro en dos o más dominios cognitivos (como la memoria, las funciones ejecutivas, la atención, el lenguaje, la cognición social y el juicio, la velocidad psicomotora, las capacidades visuales y espaciales). El deterioro cognitivo no es totalmente atribuible al envejecimiento normal e interfiere significativamente con la independencia de la persona en el desempeño de sus actividades diarias. Según la evidencia disponible, el deterioro cognitivo

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se atribuye o se supone que es atribuible a una afección médica o neurológica que afecta el cerebro, trauma, deficiencia nutricional, uso crónico de medicamentos o sustancias específicas, o exposición a metales pesados u otras toxinas.

C. Exclusiones a) El intervalo lúcido El art. 10 N.º 1 admite la posibilidad de que el loco o demente sea imputable si comete el delito en un “intervalo lúcido”. Pacheco, recordando a Don Quijote (quien “reconoció su delirio antes de morir”), comentaba que “en casi todo extravío de razón hay momentos de juicio y de descanso” y concluía que la frase “intervalo lúcido” “es una expresión técnica que se aplica a casi todos los delirantes, a casi todos los furiosos, a casi todos los locos” (Pacheco CP, 157). El avance de las ciencias médicas y la farmacología ha puesto en evidencia la posibilidad de controlar incluso casos graves de brotes psicóticos y esquizofrénicos (Náquira PG, 522); contra la opinión de la doctrina mayoritaria que estima siempre reconducible la conducta de los enfermos mentales a su condición, aún bajo una aparente remisión (Cillero, “Comentario”, 193). El caso paradigmáticamente aceptado de esta clase de intervalos es el de los enfermos de epilepsia, donde nuestra jurisprudencia sostiene que debe probarse la existencia de un ataque en el preciso momento del hecho para admitir la eximente (RLJ 44).

b) Trastorno del comportamiento antisocial y personalidad psicopática Según el CEI-11, el trastorno de conducta antisocial se caracteriza por un patrón de conducta repetitivo y persistente (12 meses o más) en el que se violan los derechos básicos de otros o las normas, reglas o leyes sociales apropiadas para su edad, como la agresión hacia personas o animales; destrucción de propiedad; engaño o robo; y graves violaciones de las normas. Pero, a pesar de su gravedad, no importa un trastorno en las funciones cognitivas que permita fundamentar la eximente de la locura o demencia. Un caso especial de este trastorno es la psicopatía (a veces también llamada sociopatía) que, caracterizado por déficits emocionales pronunciados, marcados por la reducción de la culpa y la empatía, implica un mayor riesgo de presentar un comportamiento antisocial, siendo relativamente estable desde la infancia hasta la edad adulta, por lo que su diagnóstico tiene una gran utilidad predictiva, incluyendo la primera comisión de un delito y la

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futura reincidencia (Blair, 181). Esta capacidad predictiva se basa en las dificultades para su tratamiento, aunque existen algunos avances preliminares en el campo de la neurociencia que permiten alguna esperanza (Kiehl y Hoffman, 355). Pero, por ser un trastorno antisocial que no afecta las capacidades cognitivas, nuestra jurisprudencia rechaza, con razón, considerarlo como base para la eximente de locura o demencia, aunque existen voces aisladas en la doctrina que sí la aceptan (v. Pérez G., 1). En todos estos casos la jurisprudencia tiende a afirmar la existencia de una disminución de la culpabilidad, generalmente sobre la base de una imputabilidad disminuida (art. 11, 1.ª), aún incluso respecto de las psicopatías, a pesar de que ellas suelen determinar actos de inusual crueldad que bien podrían ser agravados por la circunstancia 4.ª del art. 12 (RLJ 62). Esta respuesta encuentra un cierto respaldo en la psicología forense, sobre todo respecto de aquellos trastornos susceptibles de tratamiento farmacológico (Pavez, Trastornos, 26 y 47) Sin embargo, en otras legislaciones, estos casos especiales de imputabilidad disminuida dan lugar eventualmente también a la medida de seguridad de internamiento en un hospital psiquiátrico para tratamiento (p. ej., en el §63 StGB y en el art. 104 CP español). Ello explica la propuesta de autores extranjeros para excluir la responsabilidad penal del psicópata e imponerle solo medidas de seguridad adecuadas a su culpabilidad (Cancio, 543). En Chile, por una vía indirecta, nuestro sistema penal prevé medidas de seguridad para el tratamiento de los delincuentes que, aún siendo imputables, padecen trastornos de personalidad de difícil pronóstico, como la llamada pedofilia o el comportamiento antisocial habitual (arts. 372 y 453, respectivamente). Además, la relevancia que la reincidencia tiene para determinar la pena y negar o conceder su sustitución según las reglas de la Ley 18.216, parece que se hiciera cargo del trastorno de comportamiento antisocial de manera indirecta, convirtiendo las penas privativas de libertad en una de sanción de aseguramiento preferentemente destinada a reincidentes (fraude de etiquetas al revés).

D. Régimen del enfermo mental exento de responsabilidad en la legislación nacional Actualmente, todo lo relativo a las medidas de seguridad aplicables al enfermo mental exento de responsabilidad penal, se encuentra regulado en el Título VII del Libro Cuarto CPP. Allí se contienen disposiciones que se ocupan también de la situación del sujeto que cayere en enajenación mental

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después de cometido el delito. Dicha regulación distingue entre el enajenado absuelto por locura o demencia, y el que lo ha sido por otro motivo.

a) Tratamiento del trastornado o enajenado mental exento de responsabilidad penal por locura o demencia En síntesis, el sistema procesal respecto del enajenado mental permite su internación, como medida de seguridad de carácter penal, si “hubiere realizado un hecho típico y antijurídico y siempre que existieren antecedentes calificados que permitieren presumir que atentará contra sí mismo o contra otras personas” (art. 455 CPP. Para el detalle de la regulación, v. Horvitz, Valenzuela y Aguirre, 110). Dado que la inimputabilidad por esta causa se basa, entre otros factores, en la afectación de las facultades cognitivas del enfermo mental, esta disposición indirectamente viene a confirmar la idea de que la vinculación psíquica entre el hecho y su autor es también un elemento de su culpabilidad, como aquí se sostiene, y no exclusivamente de su tipicidad ni de su antijuridicidad. Pero si la exención se declara en el juicio oral, no es necesario seguir el procedimiento especial si ella deriva de las pruebas aportadas por las partes y se abre debate al respecto (SCS 18.4.2013, GJ 394, 218, con comentario aprobatorio de N. Cisternas en DJP 32, 2018, 31). Decretada la internación como medida de seguridad, ésta solo podrá durar mientras subsistan las condiciones que la hubieran hecho necesaria, y no podrá extenderse más allá de la sanción que hubiere podido imponérsele o del tiempo que correspondiere a la pena mínima probable, tiempo que debe señalar el tribunal al imponerla (art. 481 CPP). Vencido el período de internación, el enajenado mental queda entregado a lo que disponga a su respecto la autoridad administrativa, de conformidad con lo dispuesto en el art. 130 del Código Sanitario. Materialmente, no obstante, muchas veces tanto las medidas de seguridad impuestas por los tribunales como por la autoridad sanitaria no se cumplen en los hospitales, por falta de medios para ello, y se terminan ejecutando en dependencias habilitadas al efecto en las propias prisiones, lo que, no sin motivo, se ha venido en llamar un fraude de etiquetas. En todo caso, si el que delinquió siendo enajenado mental se encuentra recuperado de su enfermedad al momento de la absolución, será puesto en libertad, si se encontrare sometido a internamiento o prisión preventiva.

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b) Absolución por motivo distinto de la locura o demencia En caso de que el hecho no sea típico o antijurídico, absolviéndose al imputado por una causa diferente a su locura o demencia, el enajenado mental será entregado a su familia, guardador, o a alguna institución pública o particular de beneficencia o caridad. En estos casos, el juez o cualquier interesado pueden remitir al enajenado a la autoridad sanitaria para disponer su internamiento si se constata que es un peligro para él o terceros (art. 130 Código Sanitario y 9 DS 570). Por el contrario, también debe ponerse en libertad al que delinquió siendo enajenado, pero está recuperado al tiempo de la sentencia.

c) La enfermedad mental sobreviniente y otros aspectos procesales relevantes. Remisión El Título VII del Libro Cuarto CPP regula detalladamente los procedimientos a seguir si el imputado, que se encontraba sano al momento de delinquir, cae en enfermedad mental con posterioridad a la comisión del delito, durante el proceso o durante el tiempo en que se ejecuta su condena. Las cuestiones que este hecho suscita, acerca de si se solicita o decreta un sobreseimiento, su naturaleza y la oportunidad para hacerlo, son aspectos propios del procedimiento, que no corresponde analizar en detalle en este lugar, sino en los respectivos textos de derecho procesal penal. Lo mismo cabe decir respecto del procedimiento a seguir cuando se discute la imputabilidad antes de la dictación de la sentencia, particularmente si la suspensión del procedimiento que ello importa supone o no la imposibilidad de imponer cualquier medida cautelar mientras se evacúan los exámenes periciales sobre la salud mental del imputado (a modo ejemplar, sobre esta discusión, v. SCS 17.12.2015, DJP 27, 77, con comentario crítico de N. Cisternas y S. Fernández).

§ 4. Privación total de razón A. Concepto El art. 10 N.º 1, segunda parte, exime de responsabilidad criminal al que “por cualquier causa independiente de su voluntad se halla privado totalmente de razón”. Se trata de un concepto histórico que, en la actualidad, debe remitirse a lo que el CEI-11 describe como “trastorno psicótico agudo

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y transitorio; caracterizado por la aparición aguda de síntomas psicóticos que emergen sin un pródromo (señal o malestar que precede a una enfermedad) y alcanzan su máxima gravedad en dos semanas, con síntomas que pueden incluir delirios, alucinaciones, desorganización de los procesos de pensamiento, perplejidad o confusión, trastornos del afecto y el estado de ánimo, e incluso alteraciones psicomotoras similares a la catatonia. Su principal particularidad es que los síntomas remiten y cambian rápidamente, tanto en naturaleza como en intensidad, de un día a otro, o incluso en un solo día. Su duración no excede los tres meses, con una fase aguda que dura desde unos pocos días hasta un mes. Son características de este trastorno la ausencia de una enfermedad mental base o de otra condición de salud, como un tumor cerebral o un síndrome de abstinencia, y que no se debe al efecto de una sustancia o medicamento en el sistema nervioso central (p. ej., corticosteroides). No obstante, existen estudios que demuestran la vinculación de estos episodios con la primera manifestación de una enfermedad mental más o menos permanente como, p. ej., la esquizofrenia (Queirazza, Sample y Lawrie, 299). Los ataques de pánico y las reacciones desesperadas de quienes padecen fobias, síndromes obsesivos-compulsivos y otras enfermedades con síntomas de neurosis que habitualmente no eximen de responsabilidad, podrían considerarse dentro de la privación temporal de razón siempre que vayan acompañados de la sintomatología descrita y puedan estimarse como expresiones del tránsito hacia el primer episodio de una enfermedad más grave y propiamente base de la eximente. Pero la ley, con mucha razón, excluye el simple arrebato pasional de la eximente, al considerar la ira ante la provocación, la sed de venganza y la obcecación causada por alguna afrenta anterior solo como circunstancias atenuantes (art. 11, 3.ª, 4.ª y 5.ª). Esas pasiones no excluyen la voluntariedad de la conducta, pues, según el Estagirita, “los ‘afectos’ irracionales no son menos humanos, así que también [lo son] las acciones de los hombres que proceden del impulso y del deseo” (Aristóteles, Ética, 84).

B. Exclusión: autointoxicación o acciones libres en su causa (actio liberae in causa) El conductor que se queda dormido al volante está inconsciente al momento del accidente. El ebrio no está en uso de su razón al momento de actuar. El que por su negligencia anterior yerra al actuar, no sabe lo que hace. En todos estos casos existe un problema de carácter general que va más allá

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del tratamiento de la embriaguez, donde suele estudiarse: el sujeto, en un estado de plena libertad, pone en movimiento, dolosa o culposamente, la cadena causal que conduce a un determinado hecho que él ejecuta después de haberla perdido. Para el Estagirita aquí existe verdadera voluntad y el responsable puede ser incluso más severamente sancionado que en los casos comunes, como cuando la ignorancia proviene de la embriaguez voluntaria (Aristóteles, Ética, 95), pues la inimputabilidad ordenada a la comisión del delito conduce a la ignorancia fáctica lo mismo que la ignorancia deliberada. Nuestra ley no agrava la responsabilidad en tales casos, como en los ejemplos del Filósofo, pero declara expresamente que quien se encuentra privado de razón por una causa dependiente de su voluntad, no está exento de responsabilidad penal (art. 10 N.º 1). Como es sabido, a través de esta regla los miembros de la Comisión Redactora quisieron impedir que el ebrio, aun en la hipótesis de delirium tremens, pudiera calificarse como inimputable (Actas, Se. 120, 216). Por otra parte, la legislación incluso considera la ebriedad un supuesto de conducta peligrosa especialmente punible en el tráfico rodado, castigándose de manera independiente en el delito de manejo en estado de ebriedad del Ar. 196 Ley de Tránsito, lo que no ha sido cuestionado por nuestro TC, a pesar de los múltiples recursos resueltos por las consecuencias penales que para dicho delito se prevén (Ley Emilia). Ello explica la tendencia de nuestra jurisprudencia a no considerar exento de responsabilidad al ebrio ni, en general, a todo el que se ha drogado o intoxicado voluntariamente, incluso en casos graves de episodios con síntomas sicóticos no atribuibles a otro trastorno subyacente (RLJ 45). No obstante, este tratamiento indiferenciado de la embriaguez y la autointoxicación no parece del todo acorde con el principio de culpabilidad. Desde luego, en los casos de delirium tremens y embriaguez patológica o consuetudinaria, parece más apropiado el reconocimiento de la eximente de enajenación mental y someter al paciente a los tratamientos previstos en el art. 130 Código Sanitario, incluyendo su internación forzosa, pues tales estados son manifestaciones agudas de un trastorno psicótico derivado del alcoholismo crónico y no de una privación temporal de la razón como la que sufre el ebrio común (RLJ 46). Por otra parte, como enajenación mental transitoria, no dependiente de la voluntad del agente, debe considerarse la embriaguez y la intoxicación forzada y la que deriva del engaño, hoy posibilitado por la existencia de sustancias insípidas que pueden mezclarse sin dificultad en bebidas comunes,

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pero de antiguo conocido, como en el episodio del incesto entre Lot y sus hijas (Génesis 19:31-33). A partir de aquí, dado que el art. 10 N.º 1 no decide el título de imputación del hecho del que es responsable el que se ha puesto voluntariamente en situación de inimputabilidad, sino únicamente que no se encontrará exento de responsabilidad, la doctrina se divide en la aceptación de la teoría tradicional de la actio libera in causa como forma de imputación ordinaria o extraordinaria (Gómez, 359). Quienes entienden que se trata de una forma de imputación ordinaria, retrotraen el título al momento anterior a la pérdida de la razón: si ésta deriva de la ingesta consciente y voluntaria de determinadas sustancias, se admite la responsabilidad a título doloso, excluyendo únicamente “los casos de inimputabilidad que implica la ebriedad accidental o involuntaria” (Brito y Faine, 162), como regla general; pero aceptándose que la voluntaria, “pero sin tener conciencia de que perderá totalmente sus facultades intelectivas y la aptitud para adecuar su conducta a aquéllas”, puede también eximir de responsabilidad “a menos que medie culpa de su parte” (Garrido DP II, 291). Aunque de este modo no se producen problemas de imputación en los casos de embriaguez ordenada al delito, incluso con dolo eventual, se debería considerar también como dolosa toda conducta del ebrio que llega a ese estado por la imprudencia de beber “unos tragos de más”, que es la situación más frecuente. Sin embargo, ello no es coherente con la general aceptación de tratar como conducta imprudente la del que comete un delito durante el sueño (la madre que aplasta a su criatura durante la noche, o el conductor que se duerme al volante, p. ej.); ni con el tratamiento penal especial del art. 196 Ley de Tránsito respecto del ebrio que al conducir causa muertes y daños. En consecuencia, aquí se prefiere admitir la doctrina de la actio libera in causa como una forma de imputación extraordinaria que, en la generalidad de los casos, permite la imputación a título imprudente, dada la previsibilidad y evitabilidad de los hechos descontrolados que se infiere de la experiencia común de los efectos de la embriaguez y del uso de las drogas: el ebrio que se acuesta junto a su criatura y durante el sueño la aplasta, no parece diferenciarse de la madre que, a pesar de haberse ido a dormir sobria, causa el mismo resultado, con total independencia de la previsibilidad de la embriaguez o del sueño. En los casos que la ley eleva a delitos autónomos la imprudencia, como el disparo injustificado del art. 14 D Ley 17.798, el peligro que crea el disparo del ebrio no se diferencia del que generaría el de un sobrio y, si producen un daño a terceros, ambos deberían sancionarse por su disparo injustificado en concurso con las lesiones o muerte causadas. Luego, la imputación a título doloso (incluso dolo eventual) del hecho posterior re-

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querirá de pruebas adicionales: la predeterminación al delito, esto es, que el propósito de cometerlo haya surgido en la mente del sujeto cuando estaba sobrio y siempre que entre el curso causal previsto y el resultado no exista una desviación significativa, de conformidad con los criterios de imputación objetiva (Hernández B., “Autointoxicación”, 446); o que la embriaguez se produzca contando con la posibilidad de su comisión (dolo eventual, al menos), como sucede en los casos de violencia intrafamiliar donde los ataques a las mujeres y niños son frecuentes y altamente previsibles en este estado; o que se acredite que el sujeto, contando con la posibilidad de cometer el delito, se haya envalentonado con la intoxicación o emplee la embriaguez como una forma de inimputabilidad deliberada para, por decirlo así, utilizarse a sí mismo como instrumento inimputable. Similar solución ha de darse al caso de los intoxicados y de los enajenados que dejan voluntariamente de tomar sus medicamentos.

C. Adicciones que no constituyen eximente. Su necesario tratamiento diferenciado y los Tribunales de Tratamiento de Drogas y/o Alcohol Según el CIE-11, los trastornos debidos al consumo de sustancias y comportamientos adictivos se desarrollan como resultado del consumo de sustancias predominantemente psicoactivas, incluyendo medicamentos, o comportamientos específicos y repetitivos de búsqueda de recompensa y de refuerzo. No todas las drogas y medicamentos producen los mismos trastornos; pero todos tienen en común la gradualidad de la dependencia que generan, la potencialidad para desarrollar comportamientos nocivos y antisociales para satisfacer la adicción y la severidad potencial de la pérdida de conexión con la realidad durante el síndrome de abstinencia, con comportamientos psicóticos y similares, como el llamado delirium tremens. En todos estos casos la respuesta penal coherente con el principio de culpabilidad es la expuesta en el apartado anterior: los supuestos de brotes sicóticos deben tratarse como casos de inimputabilidad, pero el resto de los comportamientos antisociales no gozan de la eximente si el agente es en alguna medida responsable de la intoxicación o del hecho, dolosa o negligentemente. Sin embargo, la práctica chilena y norteamericana evidencian que buena parte de los delitos cometidos por adictos podrían evitarse en el futuro no con una sanción penal sino con una medida de seguridad que los ayudase a liberarse de esa adicción (Hurtado y Valencia, Adicciones). A este enfo-

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que del sistema penal se la ha denominado “justicia terapéutica”, basada en la idea de buscar “soluciones a ciertos conflictos legales para los cuales el sistema de justicia tradicional no resulta eficaz” (Marcazzolo, “Justicia terapéutica”, 133). Puesto que la ley chilena no contempla la posibilidad de imponer tratamientos forzados como penas sustitutivas ni medidas de seguridad para personas que no son declaradas locas o dementes, este importante vacío se ha procurado llenar con los llamados Tribunales de Tratamiento de Drogas y/o Alcohol. Estos “Tribunales” no constituyen en Chile una jurisdicción separada como en los Estados Unidos, sino que operan dentro del procedimiento penal común, ofreciendo como condición voluntariamente aceptada para la suspensión condicional del procedimiento del art. 237 CPP, la aceptación de someterse a un tratamiento de desintoxicación. Con tasas de reducción de la reincidencia relevantes, lamentablemente, todavía son un “programa” del Ministerio de Justicia, sin reconocimiento legal y que opera como “piloto” en buena parte de las regiones y tribunales, pero no en la mayoría de ellos, según las informaciones públicas de esa cartera. Reformas legales que permitan ampliar el programa a más delitos mediante una suspensión condicional ampliada solo para estos efectos, su establecimiento como condición para todas las penas sustitutivas y no solo para la libertad vigilada (art. 17 bis Ley 18.216) y la consiguiente implementación de centros de salud donde se puedan realizar tratamientos efectivos, harían de esta medida de seguridad previa o posterior a la sentencia una fórmula eficiente para hacer realidad la finalidad resocializadora de las penas, constitucionalmente exigida.

D. Alteración de la percepción y otras situaciones excepcionales El art. 20 N.º 3 CP español contiene una causal de inimputabilidad que nuestra ley no conoce: las alteraciones en la percepción, congénitas o adquiridas, que afectan la conciencia de la realidad, donde se incluye, p. ej., al sordomudo, que —aunque no sea psíquicamente enfermo— por sus condiciones de incomunicación puede presentar una visión deformada o equivocada de la realidad social circundante. Se discute, además, si una especial situación sociocultural, que suponga una formación estricta en valores y normas extranjeras puede originar similar exención, sobre todo por incomprensión de la cultura y normas de las sociedades que los reciben como migrantes (o. o. Náquira, Imputabilidad, 197). A nuestro juicio, resulta inútil el esfuerzo de asimilar estas situaciones a manifestaciones de algunos de los trastornos mentales que fundamentan la exención por locura o demencia del art. 10 N.º 1. Ello no excluye, sin em-

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bargo, la posibilidad de alegar la pérdida total de la razón en un momento determinado, atendidas las circunstancias del hecho y las condiciones vitales de quien padece esta clase de alteraciones, si éstas permiten afirmar que, en el hecho que se trate, se carecía del conocimiento de las circunstancias fácticas y la comprensión de la normativa vigente exigidas para sostener su participación culpable, producto de un acto voluntario. Lo mismo se aplica a los hipnotizados (como el Cesare del filme de R. Wiene, El Gabinete del Dr. Caligari, 1920), sonámbulos y otros supuestos de perturbación de la conciencia (burnout, etc.), cuya variada casuística habrá que analizar caso a caso.

§ 5. Dolo A. Concepto, elementos y clasificación El Código no contiene una definición del dolo, pero tampoco es posible, según lo dispuesto en el art. 20 CC, aplicar a esta materia la definición general del art. 44 CC, pues si bien el dolo supone malicia, en los términos del art. 2 CP, la mayor parte de los delitos no dicen relación con inferir daño o injuria a la propiedad o persona de otro. Por ello, sobre la base de las explícitas referencias a la voluntariedad, el conocimiento, el error y la malicia en los arts. 1, 2, 64 y 490, es posible afirmar que se trata de un estado o hecho mental que consiste en el conocimiento y la intención de la realización del delito, incluyendo tanto de los elementos descriptivos y normativos del tipo como su antijuridicidad (con matices, ahora también aceptan esta conformación del dolo, calificándolo como “dolo malo” o imputación en dos niveles, los autores de la corriente analítica, Wilenmann, “Injusto”, 170; Mañalich, “Conexión”, 28; y Guerra, “Dolo”, 339, quien, además, afirma la necesidad de la prueba del dolo como hecho, identificándolo con la constatación de “si el agente tiene control de su cuerpo en la fase de imputación fáctica y cumple con los presupuestos o el sustrato psicobiológico que exige el juicio de culpabilidad”). El conocimiento o elemento cognoscitivo del dolo se refiere, en primer lugar, a las condiciones materiales particulares de la conducta al momento de realizarse, descritas en el tipo penal y es comprensivo de sus elementos esenciales, descriptivos y normativos (RLJ 24). Su desconocimiento involuntario da origen a la defensa del error de tipo. Pero, si el error es vencible, esto es, atribuible a la falta de cuidado del que actúa, subsiste la responsabilidad a título de culpa.

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A ello se agrega, en un segundo nivel, por la sinonimia que hacen los arts. 2 y 490 entre “dolo” y “malicia”, la exigencia del conocimiento de la ilicitud de dicha conducta, cuyo desconocimiento involuntario habilita la defensa del error de prohibición con similares efectos al del error de tipo: se exime de responsabilidad a título doloso al que desconoce la ilicitud de su conducta. Sin embargo, la prueba de esta ignorancia es más difícil que la de las circunstancias fácticas, pues “también se castiga a los que ignoran alguna de las cosas que las leyes establecen, y que se deben conocer y no son arduas” (Aristóteles, Ética, 95). Por eso, si el error es atribuible a la falta de un mínimo cuidado en el conocimiento de las circunstancias sociales del actuar, donde se encuentran las leyes que lo regulan, subsiste la responsabilidad a título de culpa. Ese conocimiento de la ilicitud se encuentra, además, muchas veces incorporado a los propios tipos penales de manera expresa, como cuando el art. 141 habla de la actuación “sin derecho” o el art. 291 de la propagación “indebida”; a través de la construcción de leyes penales en blanco, como la infracción de las reglas sanitarias en tiempos de catástrofe que sanciona el art. 318; o la existencia de elementos normativos en la descripción típica, como las referencias a la calidad de empleado y escritura públicas en el art. 193 (Ortiz Q., “Dolo”, 289).

B. El elemento cognoscitivo del dolo. Grados de conocimiento exigidos El grado de conocimiento exigido para configurar el dolo, respecto de los elementos descriptivos del tipo penal, es el propio del hombre común en “el mundo de la vida” (Politoff DP, 344): no es necesario acreditar conocimientos de balística, física ni biología para afirmar que quien dispara un arma en el pecho de otro sabe que lo puede matar. Tampoco se debe demostrar que quien accede carnalmente a una muchacha impúber conocía su fecha de nacimiento para configurar el delito del art. 362. En algunos casos, es la propia ley la que delimita el alcance del conocimiento exigido, como hace el art. 37 Ley 20.357 respecto de la existencia de un ataque generalizado contra la población civil al referirse al elemento de contexto en los delitos de genocidio, lesa humanidad y crímenes de guerra, que exige únicamente el conocimiento “de que el acto forma parte de un ataque generalizado o sistemático contra una población que responde a un plan o política” del Estado o de una organización con control territorial o poder suficiente para asegurar su impunidad, pero sin requerir “el conocimiento de ese plan o política, ni de los aspectos concretos del ataque distintos del acto imputado”.

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Tratándose del conocimiento de los elementos normativos del tipo (“escritura pública”, “empleado público”, etc.), las normas complementarias de las leyes penales en blanco o la existencia de las disposiciones legales que constituyen la ilicitud del hecho, se considera suficiente que su comprensión corresponda a la de “un profano” pues de otro modo solo los juristas más avezados podrían actuar con dolo (Binding, Normen III, 144). No obstante, ese conocimiento o desconocimiento sigue siendo una cuestión de hecho y no de atribución o valoración por parte del juez de la clase de conocimiento jurídico exigible a cada cual (Pozo, “Error”, 522). Luego, su constatación no depende de lo que se estime debiera conocer un lego, sino de las condiciones sociales de cada cual y sus grados y posibilidades fácticas de recibir la información correspondiente al “conocimiento jurídico” y comprenderla. Por ello, será más fácil o difícil probar ese conocimiento según la calidad de persona que se trate. Así, respecto de quienes por su profesión, oficio o formación académica están en mejores condiciones que otros de conocer tales normas y regulaciones, ese conocimiento especial podrá inferirse de esos hechos con más facilidad que respecto de los profanos, sobre todo cuando la regulación que se trata recae en ámbitos propios de su actividad, como sucede, p. ej., con las regulaciones específicas del mercado financiero respecto de quienes dirigen las empresas del rubro, sus abogados, representantes y agentes. En todos los casos, el conocimiento de los elementos del tipo y de la ilicitud de la conducta debe ser actual, esto es, un hecho mental comprobable más allá de toda duda razonable (art. 340 CPP). Sin embargo, la representación y aceptación de su existencia es suficiente para considerar el conocimiento de tales circunstancias como actual, asimilable a la idea de dolo eventual, como veremos enseguida.

C. Elemento volitivo. Dolo directo y dolo eventual a) Dolo directo La intención o elemento volitivo del dolo consiste en la decisión de cometer el delito, con pleno conocimiento del hecho y su significado jurídico, que se expresa en una conducta. Como hecho mental, el dolo es también susceptible de prueba, más allá de la que acredite la conducta objetiva mediante la cual se expresa. En este sentido, aunque el dolo no requiere una motivación o finalidad ajena a la voluntad de realización del delito, como sería heredar o deshacerse de una amante o un marido molesto, etc.; se debe admitir que la principal forma de acreditar su existencia puede ser, preci-

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samente, la prueba de esas motivaciones y finalidades trascendentes (“ganancias secundarias”, como se les denomina en la jerga procesal nacional, equivalente al “motivo” en el sistema norteamericano). Por otra parte, se debe señalar que el dolo como intención es independiente de la seguridad o inseguridad acerca de la realización del delito: quien dispara un arma para matar a otro que muere producto del disparo, actúa dolosamente, aunque haya considerado poco probable su éxito por la gran distancia en que se hallaba la víctima, la escasa visibilidad o su propia falta de destreza, mientras haya disparado con la intención de matarle, expresando fácticamente su decisión mediante la generación del riesgo que se materializó en el resultado. Pero no se basta con la manifestación de un deseo o la esperanza de que las cosas sucedan: al que desea la muerte de otro para cobrar un seguro (dolo antecedens) no ha de considerársele como un agente doloso si el asegurado muere por cualquier causa no derivada de su conducta, pues “no esta previsto en ninguna ley o costumbre de ningún país que alguien sea condenado a la pena capital por querer la muerte de su adversario si no ha hecho nada para que ésta se produzca” (Tito Livio, Historia de Roma desde su fundación, L. XLI-XLV, Madrid, 2000, 311). Se asimila al dolo directo o de primer grado, el de las consecuencias necesarias o de segundo grado, que recae en todas las consecuencias inherentes del actuar querido por el agente, aunque no las desee o incluso le causen una repulsión anímica, como en el caso de quien por encargo quiere dar muerte a B empleando un mecanismo explosivo en su automóvil, pero sabe que con ello también va a morir C, su secretaria, por cuya muerte no recibirá la recompensa prometida (Caso Letelier, SSMVE 12.11.1993). Finalmente, cabe señalar que no consideramos en esta obra una forma de dolo el antes llamado “dolo específico”, denominación abandonada por la doctrina actualmente dominante y con la que la jurisprudencia tendía a identificar los ya estudiados elementos subjetivos del tipo penal (RLJ 25).

b) Dolo eventual El dolo eventual, según se admite mayoritariamente por la jurisprudencia, consiste en la aceptación o indiferencia frente al resultado representado como posible, pero no altamente probable (RLJ 25). Según la segunda fórmula de Frank, se trata del caso en que “si se dijo el hechor: sea así o de otra manera, suceda esto o lo otro, en todo caso actúo” (Frank, 190). La fórmula es útil para casos donde está probado que la intención del agente es producir un resultado determinado, pero causa otros que se representa como po-

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sibles, aunque no deseados, necesarios ni altamente probables, como sucede cuando se envía nominativamente un alimento envenenado, pero sin tener control sobre quiénes realmente lo consumirán (RLJ 26). Este el caso de la muerte de la madre de Hamlet, al beber de una copa envenenada que su marido, el Rey, había preparado para el Príncipe de Dinamarca, la que bebe sin que el envenenador lo evite, pudiendo advertirla, aceptando así su muerte para no ser descubierto (W. Shakespeare, Hamlet, Acto V, Esc. Primera, en Obras Completas, Madrid, 1965, 1394. O. o. Tamarit, Casos, 77, para quien habría un error de ejecución y, por tanto, un delito imprudente). La fórmula puede extenderse a los casos en que el tipo penal exige únicamente conocimiento y no voluntad respecto de ciertos elementos, como los presupuestos objetivos o el objeto material del tipo: si el conocimiento es dubitativo porque se representa la posibilidad de su existencia, pero de todos modos se actúa, aceptando esa posibilidad, habrá dolo eventual. Estos son los casos de quien duda acerca de la menor de edad de la mujer con la que tiene relaciones sexuales (art. 362) o de la real naturaleza del objeto que hace ilícitos los delitos de posesión, como el de tráfico de drogas (art. 3 Ley 20.000), respectivamente. También se admite el dolo eventual si se crea un peligro que se puede realizar y se deja correr la causalidad, “esperando” que los resultados previsibles y aceptados no se produzcan por azar o intervención de terceros fuera del control del agente (creación de un “peligro sin resguardo”, SCS Alemania 4.11.1998, Casos DPC, 107). La diferencia entre las penas de los delitos dolosos y los culposos en nuestro sistema debería llevar a tomar en serio la exigencia de estos dos elementos o estados mentales (representación y aceptación) deban acreditarse y, en caso de duda razonable acerca de su existencia, decantarse por calificar el hecho como supuesto de imprudencia con representación, como lo exige el art. 340 CPP. Este parece haber sido el caso de un fallo sobre la muerte de una criatura en un jardín infantil por haberle puesto una cinta sobre la boca, donde se estimó que esa muerte era tan contraria al interés de quienes ofrecían el servicio de guardería de infantes, que no podría entenderse como aceptada, por lo que solo se condenó a título de culpa (SCS 2.7.2009, RLJ 26; también en DJP Especial II, 923, con comentario crítico de J. I. Piña). Además, si se prueba la aceptación o indiferencia, las diferencia entre el dolo eventual y el directo bien puede considerarse en la medida de la pena, según el art. 69 (o. o., van Weezel, “Dolo eventual”, 252, quien propone aceptar un espacio de discrecionalidad en esta materia y flexibilizar los criterios de imputación para, desde su perspectiva, “atribuir” el dolo, sin atención a la prueba rendida sino solo a la valoración de la gravedad del hecho y la pena que se estime corresponda imponer, según las “representaciones de riesgos”

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que puedan atribuirse en cada caso). Luego, la exigencia de la representación más la aceptación o indiferencia como fundamento del dolo eventual no es un asunto teórico sobre las condiciones de imputación o atribución, sino también un asunto de la mayor importancia práctica, vinculado a las exigencias probatorias que, por indiciarias que sean, deben permitir deducir el estado mental respectivo. En consecuencia, la prueba indiciaria del rechazo o negativa de aceptación excluye el dolo, pero deja subsistente la culpa con representación: la realización del hecho en tales circunstancias debe entenderse como un error en la ejecución, al faltar el debido cuidado para evitar el resultado o consumación del delito (SCS 18.11.2008, DJP Especial II, 915, con comentario aprobatorio de G. Balmaceda). Por tanto, se rechazan aquí las teorías puramente cognoscitivas del dolo eventual, que se bastan con la “representación” del resultado posible, aunque no probable (Mañalich, “Responsabilidad”, 349) y tienden a identificarlo con el concepto general de dolo (Cury, “Dolo eventual”, 91). También se rechaza la idea de asumir sin más que todo lo que excede a la culpa es dolo para evitar la impunidad del hecho en los casos que no existe la figura culposa a que remitirse (Cousiño, “Dolo eventual”), pues no es labor dogmática llenar los vacíos de punibilidad. Pero tampoco es necesario llegar al extremo de rechazar completamente esta categoría y subsumirla en la idea de culpa grave, como algunos autores proponen (Vitale, Dolo eventual, 121), En cambio, aquí se propone establecer los límites necesarios para evitar la crítica que ve en la expansión de esta categoría una “política criminal eminentemente autoritaria, represiva y moralizante, para la cual la gravedad se mide por la maldad subjetiva del individuo” (Bustos, “Dolo eventual”, 411).

c) Dolo en los delitos de omisión Tratándose de delitos de omisión, el dolo también supone conocimiento e intención. Si el delito es de omisión propia, el conocimiento se refiere a las circunstancias que generan la obligación de actuar, legalmente descritas; y la intención, a la de realizar la conducta diferente a la esperada o no hacer la que es esperable. Si el delito es de omisión impropia, el conocimiento se refiere a sus aspectos objetivos (posición de garante y su asunción, curso causal potencial y posibilidad real de evitar el resultado); mientras la intención se refiere tanto a la producción del resultado típico como a la realización de la conducta diferente a la que lo evitaría. Advertimos nuevamente, que, sin embargo, en la inmensa mayoría de los casos reales de comisión por omisión, su subjetividad corresponde a la de los delitos culposos, esto

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es, la de no evitar un resultado previsible, pero sin la intención de que se produzca, por lo que se ha de insistir en que, si se quiere imputar dolo, ha de probarse la intencionalidad (para lo cual será también relevante la prueba de las motivaciones, finalidades o “ganancias secundarias”, trascendentes a la producción del resultado).

d) Formas especiales de subjetividad en determinados tipos penales Lo que hemos dicho hasta hora se refiere a las exigencias generales del dolo. No obstante, debe tenerse presente que la subjetividad requerida en cada delito particular puede variar, según su propia regulación. A veces la ley pide específicamente que la conducta sea “maliciosa” (p. ej., arts. 342 y 395), “a sabiendas” (p. ej., arts. 207 y 398), “conociendo las relaciones que los ligan” (art. 375), lo que generalmente se entiende como exigencia de dolo directo —al menos respecto del elemento típico a que se hace referencia específica—, excluyendo, aunque no siempre, la sanción a título de dolo eventual y culpa, según la configuración particular de cada delito (SCS 4.8.2015, RCP 43, N.º 4, 187, con nota crítica de I. Reyes). El mismo efecto se atribuye a la presencia de elementos subjetivos del tipo, como el propósito de causar una enfermedad o el ánimo lascivo (arts. 316 y 366, respectivamente). Por otra parte, cuando la ley impone penas sin esperar el resultado, p. ej., en el delito tráfico de residuos peligrosos o prohibidos, art. 44 Ley 20.920 y, en general, en todos los delitos de peligro, se habla de un correlativo “dolo de peligro”. Sin embargo, ello no es más que una forma de destacar que no se requiere para castigar el hecho la prueba de una intención o finalidad más allá del peligro creado sino, como en el ej., basta con probar que se conocía la calidad de la sustancia y se tenía la intención de transportarla, siendo irrelevante que con ello se pretendiera o no contaminar o crear un peligro de contaminación diferente del generado por ese transporte. Pero, por excepción, la ley también rebaja a veces la exigencia del contenido de la subjetividad. Así, el art. 456 bis A, permite el castigo de la tenencia de especies robadas, hurtadas o producto de un delito de receptación o abigeato, “sabiendo o no pudiendo menos que saber su origen”, una forma de consagrar legislativamente el castigo a título de dolo eventual. Y, en no pocos casos, los presupuestos objetivos del tipo penal no pueden ser queridos por el agente, sino que a su respecto solo es exigible el conocimiento, como la edad en la violación impropia (art. 362) o la existencia de un proceso judicial en el falso testimonio (art. 206). Por último, el desarrollo le-

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gislativo y social también puede transformar en dolosos hechos que de otro modo se verían como culposos, tal como sucede con el manejo en estado de ebriedad, que de no estar penado de manera autónoma se consideraría una forma muy peligrosa de imprudencia al conducir (art. 196 Ley de Tránsito). Es importante, además, notar que la complejidad de las descripciones típicas admite también la posibilidad de la presencia en un mismo hecho de diversos estados mentales: así, en la violación del art. 362, el acceso carnal requiere dolo directo, pero respecto de la edad de la víctima, basta el dolo eventual. Y, al revés, en el parricidio del art. 390, la identidad de la víctima requiere dolo directo, pero la conducta parricida, como la homicida, se basta con el dolo eventual. Incluso es posible una combinación de dolo en el actuar y culpa en el resultado, como en el aborto sin propósito de causarlo (art. 343) y en todos los delitos calificados por el resultado (art. 474 inc. final, p. ej.). En otros sistemas, como el common law, se tiende a reconocer en todas estas formas diferenciadas de exigencias subjetivas no solo distintas formas de mens rea (intent, knowledge, willfull blindness, recklessness, neglect), sino también diferentes consecuencias penales que, por regla general, se expresan en cada tipificación, para facilitar la presentación de los casos ante los jurados (con detalle, v. Oxman, “Aproximación”, 143).

D. Prueba del dolo y dolo como adscripción Como el dolo importa un estado mental actual al momento del hecho que determina la participación culpable, su existencia, en caso de disputa, debe ser probada más allá de toda duda razonable (art. 340 CPP). Ello se hace mediante el reconocimiento del imputado o de pruebas indiciarias que contradigan sus dichos o expliquen su silencio. En el futuro, estos indicios puede que sean complementados por pruebas fisiológicas (escáner y otras pruebas neurológicas). En la práctica, la prueba de la finalidad, motivo o interés en la realización del hecho (“ganancias secundarias”) puede servir de indicio para acreditar la voluntad de su realización: si se prueba que quien inició el fuego tenía un seguro contratado que le reporta un mayor beneficio que la pérdida padecida, será más difícil discutir que no tenía intención de causar el incendio del que se aprovecha. Por otra parte, si se prueba la intención no es necesario probar el conocimiento, pues la primera es un indicio suficiente del segundo (el querer algo supone su conocimiento). Pero ello no ocurre al revés, pues si se prueba solo el conocimiento, todavía es posible discutir la intención: si A reconoce que golpeó a B con intención de matarle, no es necesario probar —adicionalmente— que sabía que lo

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mataría; pero probado que A conocía que golpeaba a B, puede negar la intención de matar y afirmar solo la de lesionar (SCS 11.7.2017, Rol 1900817. Lamentablemente, en esta sentencia, junto con afirmar la necesidad de la prueba del dolo como hecho mental, se confunde ésta con la valoración de la prueba de inferencia realizada por el tribunal de instancia, al punto de que la Corte reconstruye los hechos sobre otras inferencias difícilmente justificables, como asumir que golpear con un bloque de concreto la cabeza de la víctima no importa dolo de matar si, después, se vuelve sobre ella para enuclearle los ojos en vez de “rematarla”. Los errores de inferencia de este último razonamiento, calificado de “herida sangrante” del voto de mayoría, pueden verse en Londoño, “Tres peldaños”, 425). Luego, como se anticipara hace casi siete décadas, la presunción simplemente legal del art. 1 inc. 2 no juega sino un rol muy reducido en la comprobación de este hecho mental (Ortiz M., 297), cobrando relevancia solo en aquellos casos en que la voluntariedad no se discute por la defensa (espontáneo reconocimiento), pues en el resto, tanto la culpa como el dolo del agente deben comprobarse con los medios de prueba indiciarios disponibles, deduciéndolo de cuantas circunstancias giran alrededor del acto, antes, durante o después de su ejecución, dando cuenta de ello en la fundamentación de la sentencia condenatoria (RLJ 19). Esta prueba es especialmente exigible por nuestra jurisprudencia para distinguir la frustración del homicidio de las lesiones causadas, donde a falta de la prueba del dolo homicida la condena solo puede imponerse por éstas últimas (SCS 22.4.2013, GJ 394, 199). Incluso en el sistema procesal penal antiguo, de corte inquisitivo, se afirmaba que, si del conjunto de probanzas reunidas surgiese “una duda o posibilidad” contraria a dicha presunción, “el juez debe absolver al imputado, pues la duda de la voluntariedad pone en duda al hecho penado por la ley” (Gallaher, 75). No obstante, existe un importante sector doctrinal que, a partir de las dificultades probatorias del dolo, rechaza tanto su posibilidad como el concepto mismo de la idea del dolo como estado mental. Así, se afirma que la falibilidad de la prueba del dolo como estado mental o hecho psicológico mediante indicios haría necesario modificar su entendimiento psicológico por uno de normativo, según el cual, dolosa sería la conducta que se adscriba o impute como tal por el juez para efectos de su penalidad, sin que se exija prueba alguna del hecho mental que lo constituye (Ragués, “Consideraciones”, 19). Se trataría de reemplazar la idea del dolo como descripción de un estado mental por “un significado que nosotros (un tercero) construimos” (Oxman, “Dolo”, 462). Este es el planteamiento dominante entre nuestros autores jóvenes y la doctrina funcionalistas (Krause, “Cinta

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adhesiva”, 112; Ossandón, “Receptación”, 68; y Piña, “Comentario”, 75). Desde ese punto de vista se sostiene incluso que aún de ser posibles la prueba del estado mental mediante instrumentos científicos, ella no determinaría la existencia de una categoría de imputación que, siguiendo a Hegel, prescinde a priori de toda exigencia probatoria —siquiera por presunciones o indicios— del estado mental (van Weezel, “Neuroderecho”, 512). Esta argumentación, en la medida que se fundamenta en supuestas dificultades probatorias de los hechos mentales, desconoce el carácter indiciario y probabilístico de toda la prueba del proceso penal como medio para la reconstrucción intelectual de un hecho del pasado irrepetible en el presente (Pérez M., 85). De este modo, se termina construyendo una “teoría normativa” sobre la base de un hecho obvio: que es el juez quien debe decidir, de conformidad con la prueba recibida, si en el caso concreto se probó o no la responsabilidad del agente. Pero de ese hecho no puede deducirse que el juez deba prescindir de esa prueba ni menos sustituir con su propia intuición (“adscripción”) las exigencias legales de lo que se debe probar (art. 340 CPP). Por otra parte, aunque uno pudiera pensar que la crítica de la debilidad probatoria de los indicios podría conducir a la exigencia de mayores evidencias para acreditar el estado mental, como ordenaría un respeto intransigente del principio de culpabilidad, los autores citados llegan a una conclusión muy diferente: negar la necesidad y exigencias probatorias y, en su lugar, afirmar la existencia del dolo solo desde la adscripción o atribución del juez desde sus propias valoraciones (o las que él afirme serían las del “sistema”), lo que parece completamente contrario a un sistema penal de garantías (Rusconi, “Apostillas”, 136). Con esa idea se expresa, en realidad, una propuesta que pone en peligro la posibilidad de preservar los límites conocidos de la imputación subjetiva y su prueba, reemplazándolos por meras atribuciones no susceptibles de control probatorio ni de ninguna clase (Hernández B., “Comentario”, 81). Con todo, la sugerencia de uno de los más destacados discípulos de Jakobs entre nosotros, en orden a vincular la investigación del conocimiento y la voluntad en materia penal a los procesos psicológicos reales, en la forma que los describe la psicología moderna (Piña, “Conocimiento”, 56), también debiera llevar a sostener la necesidad de acreditarlos procesalmente como hechos mentales propios de los sistemas psicofísicos que la psicología estudia. El lector observará que esta idea se aleja de cualquier normativismo que se profese, “enérgico” o no, pero no es muy diferente a entender el conocimiento y la intención como hechos mentales y no meras atribuciones, según el concepto que en esta obra se defiende.

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E. Error de tipo como defensa basada en la falta involuntaria de conocimiento de sus elementos a) Concepto y efectos El error es la ignorancia o falso concepto de la realidad. Tratándose del error de tipo, recae en cualquiera de sus elementos y su efecto es la exclusión del dolo. Su efecto es excluir la responsabilidad a título doloso, dejando subsistente la culposa —cuando el cuasidelito existe—, si es atribuible a imprudencia o negligencia del agente. Su fundamento es la exigencia del carácter voluntario de los delitos del art. 1, pues “la ignorancia de las [circunstancias] particulares en las que [se desarrolla] la acción y a las que ésta se refiere”, “hace que un acto sea involuntario”, destinatario de “conmiseración e indulgencia” (Aristóteles, Ética, 81). Así, es destinatario de indulgencia, eximiéndose de responsabilidad a título doloso, quien cree que “su hijo es un enemigo, o que una lanza provista de punta tenía un botón, o que la piedra común era una piedra pómez” o en el caso de “que se mate a alguien al darle una bebida con el fin de que se salve, o que cuando se quiere tocar a alguien se le dé un golpe a la manera de los luchadores” (Aristóteles, Ética, 82). Este es el caso de quien, creyéndose víctima de un engaño, acusa a otro de ejercer ilegalmente la profesión de abogado (art. 213), porque le da como teléfono el de un café público y su propio hijo niega que sea abogado (SCS 7.1.2011, Rol 1521-9). Pero es más frecuente el caso, tratándose del delito de transportar drogas prohibidas (art. 3 Ley 20.000), de los conductores de medios de transporte público que las transportan sin saberlo, porque se encuentran en el equipaje de un pasajero cuyo contenido no es ostensible. Pero, si el error es atribuible a la responsabilidad del agente, quien no actualiza sus propios conocimientos y potencialidades o, dicho coloquialmente, “no abre bien los ojos”, la responsabilidad del agente no se extingue, sino que muta en un hecho imprudente, castigado en Chile como cuasidelito, excepcionalmente y con penas mucho más bajas que el delito doloso respectivo. Este es el caso de la muerte de Atys, quien al participar en una cacería es muerto por un dardo que Adrasto dirigió a un jabalí (Heródoto, Los Nueve Libros de la Historia, Libros I-II, Madrid, 2000, 49). Adrasto sigue siendo homicida, como le llama el Historiador, pero en Chile solo a título culposo (arts. 2 y 490), como ocurre en la mayor parte de los accidentes de tránsito: se yerra en la ejecución de hechos que, de haberse realizado “atento a las condiciones del tránsito” (art. 108 Ley del Tránsito) no causarían daños. Pero el automovilista que por imprudencia causa lesiones graves

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a quien resulta ser su enemigo mortal, no comete homicidio doloso por felicitarse de ello al darse cuenta posteriormente de quién era su víctima, dado que la identidad de la víctima no determina la configuración del tipo penal y un dolo posterior (dolo subsequens) no es admisible para la imputación de hechos desconocidos al momento de la actuación

b) Dolo de Weber Si se puede probar que a una tentativa de homicidio que el agente cree exitosa, pero fracasada en la realidad, le sigue efectivamente el entierro de la víctima por su agresor, correspondería sancionar el primer hecho a título de homicidio doloso frustrado, excluyendo el dolo del segundo por un error esencial en el objeto de la acción: se pensaba que se enterraba a un muerto, no que se mataba a otro vivo. En tal caso, si la supervivencia de la víctima era previsible y el agente tenía la capacidad para percibirlo, no hay dolo o malicia, pero subsiste la negligencia e imprudencia en su actuar y podría castigarse ese segundo hecho a título de culpa (art. 2, en relación con el art. 490) junto con el primero doloso, en concurso real del art. 74. Así, se decidió que quien entierra vivo a quien cree muerto tras una reyerta familiar no comete homicidio doloso, sino cuasidelito de homicidio (SCS 13.3.2017, RCP 44, N.º 2, 193, con nota de N. Acevedo). Sin embargo, un sector importante de la doctrina afirma que si “el sujeto desde el principio de la comisión del delito pretende realizar la segunda actividad”, “el dolo inherente a la actividad delictiva comprende o abarca el acto posterior que provoca la muerte”, por lo que el error al momento del entierro no sería esencial y habría que condenar por un único delito de homicidio (Garrido DP III, 47). Esta es la propuesta original del difusor de este caso en la doctrina alemana, basada en la idea la existencia de un dolus generalis (Weber, 28).

c) Aberratio ictus o error en el golpe Si quien al ejecutar un hecho puede probar que el objeto o la persona afectada eran distintos a los que se proponía ofender, errando en el golpe por su imprudencia al actuar, su situación sería parecida a la anterior: habría cometido una tentativa dolosa y consumado un hecho culposo, pero no ya uno tras la otra, sino simultáneamente, por lo que se aplicaría la regla más favorable del concurso ideal del art. 75 (Politoff DP, 352). Sin embargo, la jurisprudencia mayoritaria y un sector importante de la doctrina estiman que estamos aquí ante un error no esencial en el curso causal: se quería

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matar o herir a una persona y a una persona se mató o hirió y, por tanto, se aplicaría el art. 1 inc. 3, esto es, se impone solo la pena del homicidio o lesiones consumadas dolosas que se pretendía cometer (RLJ 19; Garrido DP III, 48). Pero esa disposición parece estar destinada a resolver el problema del error en la identificación de la víctima, no en la ejecución (Actas, Se. 116, 212). Y así lo ha resuelto también parte de nuestra jurisprudencia, en un caso de interposición de la propia víctima y en otro de disparos con revólver a un grupo donde solo se suponía una persona era la destinataria de ellos, calificando los resultados no queridos como culposos (RLJ 20). En todo caso, debe tenerse siempre presente que esta discusión gira en torno a hechos probados. En efecto, es muy distinto disparar con un revólver a una persona que se encuentra rodeada de otras, que hacerlo con un arma de repetición o disparando a discreción desde un vehículo en movimiento. En el primer supuesto podemos reconocer, si el resto de los indicios probatorios así lo permiten, un problema en la ejecución debido a la interposición de terceros, un inusual movimiento de la víctima original, etc. En el segundo, en cambio, el medio empleado parece llevarnos a deducir que en la mente del agente se aceptaba la posibilidad de herir o matar a todo el que apareciera en la línea de tiro. En ese caso no hay error y, por tanto, el hecho se transforma en un concurso real o reiteración (art. 74 CP o 351 CPP, según la regla que resulte más favorable) de los sucesivos homicidios consumados o lesiones causadas. Si los objetos del ataque son desiguales la solución es más fácil de comprender: p. ej., el sujeto quiere romper un valioso vitral incrustado en la ventana de su enemigo, pero alcanza sin proponérselo al propio dueño de casa; aquí se castigaría la tentativa de daños en concurso con las lesiones culposas, si este segundo resultado era previsible.

d) Preterintención y dolo general La defensa de preterintención consiste en probar que el resultado acreditado no era el querido por el agente, sino uno que iba más allá de su intención original (también ilícita), transformando un error en el curso causal de irrelevante a esencial: A golpea repetidamente a B, quien resulta muerto, sin que haya sido la intención de A matarle. La solución dominante desde antiguo es considerar que existe una combinación entre el actuar doloso al lesionar y la muerte imprudente que se causa praeter intentionem (Carrara, Programa § 271). Su tratamiento penal en Chile es el de un concurso ideal

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del art. 75 entre el delito doloso y el imprudente consumados (Ortiz Q., “Teoría”, 96; Etcheberry DPJ I, 281. En la jurisprudencia, v. RLJ 353 y SCS 20.7.2014, RCP 41, N.º 4, 185). Para ello no se requiere que los delitos en juego afecten o al menos pongan en peligro el mismo bien jurídico o se encuentren “en la misma línea de ataque”, p. ej., en las lesiones seguidas de muerte, como sugiere parte de la doctrina (Künsemüller, “Hipótesis”, 820). De hecho, en esos casos la defensa de la preterintención es más compleja, pues el límite entre la actuación con dolo eventual o con culpa es más difícil de probar. Todo dependerá, por tanto, de la prueba respecto de “los medios empleados para la comisión del delito, la región del cuerpo en que se infirió la lesión, las relaciones existentes entre el ofensor y la víctima, las amenazas o manifestaciones hechas por el culpable; si el homicidio se realizó con arma de fuego, la clase y el calibre del arma, la dirección y la distancia a que se hizo el disparo, etc.” (Labatut/ Zenteno DP II, 160). Así, los golpes de puño se consideran, por regla general, golpes con intención lesiva, estimándose el resultado mortal en tales condiciones, meramente culposo (Etcheberry DPJ I, 279). Sin embargo, la incertidumbre acerca de la naturaleza de las lesiones provocadas, por la dificultad de determinar sus efectos y duración tras la muerte de la víctima, puede llevar incluso a la perplejidad de castigar únicamente por el homicidio culposo, lo que debe rechazarse pues siempre podrá estimarse al menos lesiones del art. 399, salvo que, por su insignificancia clínica, éstas puedan ser absorbidas por la pena del homicidio culposo consumado, como en el famoso caso del “puñetazo fatal” (Politoff/Bustos/ Grisolía PE, 78, nota 102; sobre el caso, v. Novoa, Grandes Procesos, 108). Por otra parte, si no se prueba la culpa, tampoco habrá delito de homicidio culposo, como en el caso de quien golpea a otro que imprevisiblemente pierde el equilibro por su estado de ebriedad y muere por el golpe en el suelo (RLJ 482. V., también, la SCA Santiago 30.1.2008, DJP Especial II, 863, donde se estimó dolo eventual por el voto de mayoría, mientras el de minoría consideraba imprudente, el puñetazo mortal dado por un guardia de seguridad, acudiendo a la valoración de sus conocimientos especiales y experiencias anteriores en un hecho similar, calificado de cuasidelito en su oportunidad, con nota crítica de J. I. Piña, basada en la perspectiva funcionalista que solo exige conocimiento para afirmar el dolo). Finalmente, cabe mencionar la posibilidad de una combinación entre un delito más grave doloso y uno menos grave, pero no querido, como sería el caso de quien queriendo matar a uno, consigue su objetivo y, además, hiere en el intento a otro. Aquí la solución sería similar: sanción a título de dolo del delito consumado querido, en concurso ideal del art. 75 con el delito

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imprudente adicional. Sin embargo, en un caso de estas características se estimó que, si con un mismo disparo se mata a una persona y se hiere levemente a otra, habría una única acción homicida con dos resultados “reiterados”: un homicidio consumado y otro frustrado, sancionables por la regla de la favorabilidad según el régimen general el art. 74 CP (SCA Santiago 7.8.2015, RCP 42, N.º 4, 329, con nota reprobatoria de G. Ovalle, solo en cuanto a la calificación de las lesiones, que estima no constituyen delito frustrado de homicidio sino, a lo más, lesiones leves con dolo eventual).

F. Errores que no excluyen el dolo a) Error accidental El conocimiento debe recaer en los elementos de la descripción legal, según se entienden por la generalidad de los ciudadanos a quienes se dirigen las incriminaciones penales. Por ello, para la ley solo son relevantes a efectos del error los aspectos de la realidad que el tipo penal describe en relación con cada delito en particular: Si A cree que mata a B, porque lo engaña con su mujer, pero en realidad el amante es C, el error en el motivo no excluye la pena por el art. 391 N.º 1. Tampoco excluye el dolo el error en la identificación de la víctima: Si en el caso anterior A sabe que el amante de su mujer es C, pero mata a B, confundiéndolo físicamente con C, su error es igual de irrelevante. En ambos casos estamos ante errores no esenciales o accidentales que no excluyen el dolo.

b) Error en el curso causal En los delitos de resultado, el conocimiento necesario para la existencia del dolo debe recaer también en la relación causal, pero tan solo en sus rasgos esenciales, pues no es posible exigir a los ciudadanos conocimientos científicos, ni acerca de todas las particularidades de la realidad, especialmente de un curso causal en concreto. De ahí que el dolo no se excluya por desviaciones insignificantes del curso causal respecto del que se había representado el agente, si éstas se mantienen en los límites de lo que enseña la experiencia común y no requieren de una nueva valoración (Wessels/Beulke/ Satzger AT, 112). Si A empuja a B por la borda de un buque en altamar para darle muerte, es irrelevante para el dolo de matar que B muera ahogado, por el golpe en la quilla o destrozado por las hélices de la nave: A realiza con pleno conocimiento una acción que causalmente conduciría a la muerte, según el conocimiento exigido al hombre común, no siendo el modo en

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que ella se produce parte de la descripción del delito (no existe el delito de “ahogar a otro”). En una discusión ante tribunales, cobra aquí valor la remisión que el art. 340 CPP hace a las “máximas de la experiencia”, pues de acuerdo con ellas (y en la medida que no contradigan los conocimientos científicos), el que lanza a una persona desde un buque en altamar no solo crea el peligro de su muerte por ahogamiento, sino también el del golpe con los elementos del buque en su caída.

c) Error en el objeto y en la persona El error en las características del objeto material no mencionadas en la descripción del delito constituye una de las formas más propias de error accidental. El caso recurrente es el error de identificación: A mata a B, creyéndolo C; A se apropia de bienes de D, creyéndolos propiedad de E, sin fuerza ni intimidación. Se cometen los delitos dolosos de homicidio y hurto, respectivamente, porque el primero no incluye el nombre de la víctima en el tipo (art. 391 N.º 1) y el segundo solo exige conocimiento de que la cosa sea ajena, no a quién pertenece (art. 432). Cuando el objeto material del delito es una persona, se llama error in persona vel objecto. Yerra en la persona el ladrón que da muerte a su cómplice, creyéndolo un perseguidor (Roxin AT I, 530). Y Hamlet, cuando mata a Polonio creyéndolo su tío, el Rey, al encontrarlo detrás de un tapiz en la habitación de su madre, la Reina (W. Shakespeare, Hamlet, Acto III, Esc. Cuarta, en Obras Completas, Madrid, 1965, 1370). Sin embargo, atendidas las particularidades de la ley nacional, que castiga muy gravemente la muerte de personas relacionadas (art. 390), existe en el art. 1 inc. 3 una regla especial para regular el efecto del error en tales casos, que veremos enseguida.

d) El error en la persona, según el CP El art. 1 inc. 3 no hace más que consagrar la irrelevancia del error in persona vel objecto (en su identidad), pero añade que, en tal caso, “no se tomarán en cuenta las circunstancias, no conocidas por el delincuente, que agravarían su responsabilidad; pero sí aquellas que la atenúen”, alterando con ello la solución dogmática en los casos en que una característica personal es relevante en el tipo penal, como sucede especialmente si el agente yerra en la existencia de un parentesco del art. 390 con su víctima, matándolo creyéndolo un extraño, caso para el cual la Comisión Redactora estableció esta regla especial (Actas, Se. 116, 212).

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En efecto, según la ley chilena, si el agente quería cometer un parricidio y mata a alguien que no es su padre, solo es castigado por un homicidio doloso, pues le aprovecha la circunstancia atenuante desconocida. Y quien quiere cometer un homicidio y mata por error a su padre, solo debiera castigado por homicidio, ya que no le perjudica la circunstancia agravante desconocida, solución mucho más benigna que la expresada en la tragedia de Edipo Rey, de donde parece tomado el ejemplo de la Comisión Redactora (Sófocles, Tragedias, Madrid, 2000, 169). Pero no se acepta la atenuación cuando todas las víctimas comparten la característica personal, como resolvió la Corte Suprema en un caso de envenenamiento indiscriminado: el padre que pone veneno en el alimento de toda la familia, “solo” para matar a su cónyuge, responde por los resultados mortales, al mismo tiempo previsibles y aceptados, causados a sus hijos, a título de parricidio (Etcheberry DPJ IV, 97). Por ello, en el femicidio, el error puede desplazar la figura de femicidio íntimo del art. 390 bis a femicidio del art. 390 ter, si recae en el reconocimiento de la mujer como la persona con la que se tiene o tuvo una relación íntima de las allí mencionadas, o a simple femicidio, si recae en el reconocimiento de su condición de mujer.

G. Error de prohibición como defensa basada en el desconocimiento involuntario de la ilicitud de la conducta La conciencia de la ilicitud es un componente indispensable de la “malicia” exigida por los arts. 1 y 2: quien actúa sin conciencia actual de la ilicitud no actúa maliciosa o dolosamente. Luego, salvo por el nivel de análisis, sus tratamiento penal es igual del error de tipo: excluye el dolo, pero deja subsistente la culpa en caso de ser un error evitable. Y, por lo mismo su concurrencia o no en el hecho requiere ser probada, sirviendo las disposiciones de los arts. 1 CP y 8 CC solo como meras presunciones de carácter legal (RLJ 22). El error de prohibición es, entonces, la ignorancia o falso concepto de la realidad normativa institucional que regula la conducta. Si el error proviene de la creencia en la licitud del hecho o la ignorancia acerca de encontrarse comprendido en una descripción típica, se llama error de prohibición directo. Pueden incluirse también aquí los casos en que el autor crea que la norma ya no está vigente o, por interpretarla equivocadamente (error de subsunción), piensa que la ley se refiere a otra clase de conductas. Lo mismo ocurre tratándose de errores sobre remisiones reglamentarias contempladas en las leyes penales en blanco o en los elementos normativos de cada tipo penal.

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Si el error recae sobre la existencia, alcance o presupuestos objetivos de las causas de justificación se llama error de prohibición indirecto. Para nosotros, su tratamiento penal es el mismo que el directo, como se ha adelantado al estudiar las justificantes putativas. Pero, en ciertos casos especiales, la ley reconoce expresamente las condiciones y efectos de este error, directamente, como en la prevaricación judicial (arts. 224 y 225), las relaciones existentes en el orden militar (art. 207 CJM) y en el ámbito tributario (arts. 107 y 110 Código Tributario); o indirectamente, como en el art. 143 CP. Sin embargo, la distinción predominante en el siglo XIX entre errores de hecho y de derecho, que restaba toda relevancia a estos últimos por mor de lo dispuesto en el art. 8 CC, hizo que durante buena parte el siglo pasado se suscitaran dudas y un rechazo absoluto acerca de la aceptación de cualquier error de prohibición (o “de derecho”) como defensa para excluir la culpabilidad (Politoff DP, 450). Solo a fines de dicha centuria, se aceptó en la jurisprudencia nacional el efecto excluyente de la culpabilidad del error de prohibición excusable o invencible, en los siguientes términos: i) solo se exige un conocimiento del carácter lícito o ilícito de la conducta “en la esfera paralela del profano” y no de su concreta sanción penal; y ii) dicha exigencia ha de tomar en cuenta las características personales del autor y las posibilidades de integración en la sociedad que le han sido dadas (RLJ 21). Así, se ha admitido la prueba de este error como exculpante al absolver a un Alcalde acusado de negociación incompatible que, sin conocimientos ni asesoría jurídica, adquiere mercaderías para el uso de la Municipalidad en el establecimiento de que es propietario; a la acusada de bigamia que entendía disuelto su matrimonio anterior por el largo tiempo de separación transcurrido; y al acusado de violación impropia de una menor de 14 años, cuyo analfabetismo y ruralidad hacen creíble que desconociera la norma penal aplicable (RLJ 22). A partir de aquí, salvo la aceptación de la exclusión de la culpabilidad por el error inevitable de prohibición, ninguno de los restantes aspectos de detalle es pacífico, empezando por su consideración o no como causal de exclusión del dolo o solo de la culpabilidad (como hacen las doctrinas finalistas y post finalistas, v., por todos, Bustos, “Error”, 711) y, en especial, con relación al tratamiento y ubicación sistemática que habría que darle al error sobre los presupuestos objetivos de las causales de justificación, derivando la discusión en un verdadero “caos de las teorías” (Roxin AT I, 626, nota N.º 88). Así, para los partidarios de la teoría estricta de la culpabilidad, originada en el finalismo, el error de prohibición no afecta el carácter doloso de la conducta, por lo que, si es vencible, solo constituiría una atenuante (Bullemore y Mackinnon, “Error”, 111). Pero en los casos

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de error sobre los presupuestos objetivos de las causas de justificación, unos proponen tratarlo como error de tipo (teoría limitada de la culpabilidad) y otros, seguir sosteniendo que se trata de un error de prohibición, pero cuyas consecuencias “se remiten” a las del error de tipo, doctrina dominante entre nosotros (Cury PG I, 666). En cambio, para los partidarios de la teoría del dolo, el conocimiento de la ilicitud es parte del conocimiento exigido en el dolo, y, por tanto, en caso de error vencible, se trataría igual que un error de tipo, esto es, como delito culposo —siempre que exista su sanción— (para un panorama de estas teorías, v. Mañalich, “Error”, 147). A similar conclusión se llega también por la variante post finalista que concibe el dolo como indiciario de la malicia y el error invencible respecto del tipo o la prohibición como excluyente del injusto en su totalidad, dejando solo la posibilidad de una imputación imprudente en caso de ser vencible (Bustos, “Política criminal”, 225). A ello se puede agregar que, aun cuando se aceptase alguna variante de la teoría de la culpabilidad y una estricta división en niveles del conocimiento fáctico y normativo, el conocimiento de la ilicitud es siempre parte del tipo en todos aquellos casos en que ella es presupuesto de su realización, como en los delitos que contemplan elementos normativos y referencias volitivas y valorativas (“a sabiendas”, “maliciosamente”, “arbitrariamente”, “sin derecho”, “ilegítimamente”, etc.), así como en todos los casos de leyes penales en blanco (Ortiz Q., “Dolo”, 289). Sobre la base de estas últimas consideraciones, admitiendo que el principio de culpabilidad consagrado en la Constitución impide presumirla de derecho y que es posible acreditar la existencia de errores sobre el contenido del derecho y el alcance y presupuestos de las causales de justificación, lo único relevante desde el punto de vista constitucional será determinar a quién corresponde acreditar ese conocimiento o desconocimiento cuando la culpabilidad es discutida, así como los efectos del error, cuando se prueba. Y, en ese sentido, acreditado un verdadero error (y no una duda o una aceptación de una posibilidad) en lo que es exigible al ciudadano común, en atención a sus grados de socialización y demás circunstancias vitales, solo cabe excluir el dolo y, con ello, la culpabilidad, a menos que el error sea vencible o inexcusable, caso en el cual nuestro Código solo permite su imputación a título de imprudencia, siempre que exista la figura culposa respectiva (Etcheberry, “Error”, 104). De hecho, en la práctica judicial actual, a pesar de las declaraciones de los fallos en favor de las teorías de la culpabilidad, el tratamiento que se da al error de prohibición en todos los casos relevantes es el unitario propuesto por Etcheberry y que aquí ahora se sigue, como demuestra la casuística en el

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caso más frecuente: las justificantes putativas respecto del delito de desacato a las prohibiciones judiciales de acercamiento (art. 240 CPC), en procesos vinculados a la violencia intrafamiliar (Ramírez G., “Desacato”, 23). En estos casos, sea cual sea la clase de error alegado (no se entendió el sentido de una prohibición de acercamiento, se creyó que la prohibición podía alzarse por el mero consentimiento o llamado de la persona a cuyo favor se otorgó o incluso de los menores a su cargo, etc.) los tribunales invariablemente fallan de acuerdo con la prueba que entienden existir acerca de su existencia o no, y en caso de entenderse que el error existe, se exculpa al acusado sin atención al carácter vencible o invencible de la ignorancia acerca de la existencia y alcance de las prohibiciones judiciales de acercamiento. Pero, si la jurisprudencia realmente siguiese una teoría de la culpabilidad, dado que no existe figura culposa de desacato, debiera distinguir entre el error vencible y el invencible y sancionar en el primer caso por un delito de desacato doloso, con la atenuante 1.ª del art. 11, lo que no hace. Y sería bastante sencillo alegar que dada la existencia de defensa penal profesional otorgada por el Estado, la mayor parte de los errores de comprensión de una prohibición dictada en una audiencia judicial podrían solucionarse con un mínimo de diligencia, consultando al abogado defensor. Es más, incluso la sentencia de la Corte Suprema que se decantó en sus considerandos expresamente por la teoría de la culpabilidad que remite a las consecuencias jurídicas del error de tipo en caso de error sobre los presupuestos objetivos de las causales de justificación, termina aplicando igual tratamiento que el del error de tipo al caso juzgado que consistía en la creencia de existir un supuesto derecho del engañado a recuperar de manos de un tercer poseedor el bien del que había sido desposeído (SCS 27.10.2005, Rol 1739-3).

H. Ignorancia deliberada y culpable El error voluntario, esto es, el que es atribuible a una conducta anterior plenamente responsable del que lo padece excluye la defensa del error y no exime de responsabilidad (Ragués, Ignorancia, 109 y 121). Estos son los casos de ignorancia o ceguera deliberadas (willful blindness), como el de los directivos que indican a sus subordinados que no quiere enterarse de la forma en que logran los objetivos que les imponen, para no ser responsables por ello. Esta doctrina puede generalizarse a todos los supuestos en que, deliberadamente, el agente se pone en condiciones de no saber concretamente lo que hace, como las llamadas acciones libres en su causa, ya estudiadas, pues desde antiguo se afirma que “se castiga aun por el propio hecho de ignorar si se cree que se es causante de la ignorancia” (Aristóteles, Ética, 95).

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Lo mismo se aplica al caso de quien decide la realización del delito en un momento futuro, desentendiéndose de sus consecuencias: poner una bomba de tiempo que mata a varios es un hecho doloso, tanto si existía el conocimiento de la concurrencia de víctimas indeterminadas al lugar y en la hora de la explosión, como si ella era aceptada por ser muy probable, según las máximas de la experiencia. Luego, la ignorancia responsable o deliberada es también una fuente de responsabilidad subjetiva asimilable al dolo, porque la decisión de ignorar es voluntaria (Spangenberg, 73). Por eso se puede considerar también una forma de “imputación extraordinaria”, donde la prueba de la responsabilidad se limita a la voluntariedad de la ignorancia, siendo indiferente el motivo que se tuviera para ignorar (United States v. Heredia (9.º Circ.), 11.12.2007, Harvard Law Review 121, N.º 4, 2008). Si la ignorancia voluntaria se traduce en un error inexcusable en la apreciación de las circunstancias o en la ejecución de la conducta, el hecho, aunque no puede calificarse de doloso, sí puede ser imputable a título de culpa en caso de que exista el cuasidelito correspondiente. Esta ignorancia culpable es el fundamento de las condenas por cuasidelito en accidentes automotrices cuya causa basal es no conducir atento a las condiciones del tránsito. Estas consideraciones se extienden también al error de prohibición. En efecto, para decidir la sanción o no de quien alega desconocimiento de las leyes debe atenderse, en primer lugar, a la dificultad que existe para su conocimiento pues solo parece razonable, en general, sancionar “a los que ignoran algunas de las cosas que las leyes establecen, y que se deben conocer y no son arduas” (Aristóteles, Ética, 95). Esto significa que mientras el error de prohibición inevitable excluye la culpabilidad y el que es imputable al descuido debe recibir un tratamiento penológico privilegiado como delito imprudente, cuando dicha figura exista; el imputable a la propia voluntad del agente, por su falta de interés o deliberada ignorancia, no exime de pena y se encuentra en similar situación del que se pone voluntariamente en estado de inimputabilidad o ignorancia deliberada de los hechos, por lo que su conducta se sanciona a título doloso o deliberado, caso en el cual corresponde la imputación extraordinaria a título doloso (Mañalich, “Injusto culpable”, 95). Estos son los casos de errores groseros sobre las reglas sociales básicas que provienen de un manifiesto desinterés en su existencia, a pesar de la escolarización y socialización del sujeto (ignorantia crassa e supina), o del interesado desconocimiento de las reglas específicas de profesiones o actividades especialmente reguladas y donde se requiere permiso o autorizaciones para intervenir, como en los ámbitos bancario, del mercado de ca-

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pitales y del comercio exterior, p. ej., a cargo de profesionales especialmente autorizados para llevarlas a cabo y que suelen contar con asesoría jurídica, también especializada. Esa falta de interés o interesado desconocimiento son los hechos materiales actuales que deben probarse para fundamentar la imputación extraordinaria a título de dolo, no bastando la mera atribución de un conocimiento potencial o de la infracción a un deber de conocer, como propone un sector de la doctrina (v. Cury, “Error de prohibición”, 718, y van Weezel, “Desconocimiento”, 363, respectivamente). Estos razonamientos se extienden también al error que recae sobre la existencia, alcance y presupuestos objetivos de las causales de exculpación: solo exime de responsabilidad aquél que no es atribuible a la voluntad del que lo padece.

§ 6. Culpa A. Concepto, requisitos y clasificación a) Concepto y requisitos El art. 2 define como cuasidelito el hecho punible en que no hay dolo, pero existe culpa. En términos generales, se puede decir que actúa con culpa quien no evita un resultado previsible y evitable. La jurisprudencia la define como la realización de una conducta, sin asentimiento o aceptación del resultado antijurídico que de ella se deriva, pero con violación concreta de un deber de cuidado que obliga a abstenerse de una conducta por ser previsible ese ilícito resultado (RLJ 27). En consecuencia, los presupuestos de la responsabilidad penal a título de culpa serían: i) la acreditación de la tipicidad objetiva en los casos que especialmente se sanciona la culpa, incluyendo el resultado y su previsibilidad y evitabilidad objetiva (imputación objetiva); ii) una infracción concreta de un deber de cuidado objetivo de prever o evitar el resultado; iii) la ausencia de prueba del dolo, al menos eventual; y iv) la prueba de la capacidad del agente de prever o evitar el resultado. El primer requisito hace referencia a la tipicidad y, en nuestro sistema, es de primer orden, ya que no se sigue un régimen general de cuasidelitos en todos los casos que falte el dolo (crimen culpae), sino uno excepcional, en que solo son punibles los cuasidelitos especialmente penados por la ley (arts. 4 y 10 N.º 13): cuasidelitos contra las personas mencionados en el Tít. X, L. II CP y algunos casos excepcionales contenidos en los L. II y III CP

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(arts. 225, 234, 329, 330, 332, 333, 495 N.º 21, etc.) y en leyes especiales (p. ej., art. 27 Ley 19.913, sobre lavado de activos, donde, por regla general, se exige la producción de un resultado para su sanción). Sin embargo, también existen cuasidelitos de mera actividad donde la culpa se vincula a la simple omisión o no evitación de una conducta objetivamente peligrosa (arts. 224 N.º 1 y 494 N.º 10 CP, 10 Ley 20.000), y cuya proliferación en el contexto actual parece obedecer a razones “exclusivamente de carácter políticocriminal” (Hernández B., “Comentario”, 109). Este carácter de delitos de resultado que en su mayoría tienen los cuasidelitos hace muy relevante aquí la teoría de la imputación objetiva, sobre todo a la hora decidir la objetiva previsibilidad o imprevisibilidad del resultado como primer filtro de imputación, como se verá más adelante. El requisito de la infracción de un deber de cuidado hace referencia a la antijuridicidad de la conducta imprudente (Politoff DP, 380). Su constatación es un punto de partida operativo en la determinación de la responsabilidad en el ámbito de aquellas actividades riesgosas cuya detallada regulación contempla deberes de cuidado específicos, como en las precisas prescripciones de la Ley de Tránsito. En el ámbito de la actividad médica, nuestra jurisprudencia entiende que la infracción a la lex artis expresada en los protocolos, guías y bibliografía médica existentes es suficiente para fundamentar la antijuridicidad en la culpa (SCS 4.06.2008, Rol 434-8). Sin embargo, ello se discute en la doctrina, pues se entiende que estas regulaciones extrajurídicas carecen de la obligatoriedad general que tienen las normas legales, pero extrapenales, que fijan deberes de cuidado (Mayer y Vera, “Pinzas”, 157; y Contreras Ch., “Riesgos”, 385). Otro ámbito especialmente regulado es la construcción y seguridad de las instalaciones domiciliaras de servicios básicos, cuya complejidad no parece estar al alcance de todos y ha dado pie a discusiones no solo relativas a su existencia (por su falta de publicación en el Diario Oficial), sino también a la posibilidad de su conocimiento (Varela, “Comentario”, 367). Al respecto, es importante destacar que en estos especiales ámbitos de regulación se considera que la existencia de “grupos de sujeción” a normas profesionales y técnicas les obliga a su conocimiento, por lo que la ignorancia al respecto sería atribuible a ellos (STC 27.11.2011, Rol 2154). Ello ha derivado en la transformación de actividades profesionales a niveles de comprobación previa de las condiciones de actuación exasperantes y no siempre oportunos ni adecuados a las necesidades de la función, como ocurre con el fenómeno de la llamada “medicina defensiva” (Perin, Prudenza, 119). Pero como tales excesivos cuidados no siempre pueden tomarse en la práctica, sobre todo en situaciones de emergencia o manifestaciones agudas de enfermedades, para

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evitar transformar la culpa en responsabilidad objetiva por la simple infracción de un deber cuyo desconocimiento difícilmente podrá ser alegado o la omisión de un paso de un protocolo estandarizado, es necesario constatar los restantes requisitos mencionados al comienzo, referidos a la imputación subjetiva en los cuasidelitos. El tercer requisito para admitir la culpa es la falta de dolo, al menos eventual, y por eso se designa también la culpa como una forma de imputación extraordinaria, alternativa a la ordinaria dolosa (Mañalich, “Imprudencia”, 15). Esa falta de dolo se traduce, por regla general, en un error de tipo o de prohibición, que se entiende atribuible al agente si resulta ser evitable o vencible (en sentido similar, como “yerro in factum”, califica la imprudencia Ovalle, “Imprudencia”, 328). Así, en la llamada culpa con representación o consciente, el error radica en la sobrestimación de las propias capacidades para evitar el resultado, lo que lleva a una conducta generalmente imprudente; en la sin representación o inconciente, en el desconocimiento de las circunstancias fácticas que conducen al resultado y que el agente podía conocer, pero no lo hace, por negligencia al no aplicar sus capacidades y medios disponibles para salir de ese error. Pero no todo error lleva a la imprudencia pues, como hemos visto, cuando no es esencial, p. ej., si recae en la identidad del objeto material de la acción o consiste en una mala ejecución de un hecho cuya realización es querida por el agente, estaremos ante un hecho doloso consumado o tentado, respectivamente. Finalmente, el último requisito para admitir la responsabilidad a título culposo es determinar la imprudencia o negligencia en el actuar concreto del agente, esto es, la voluntaria falta de actualización de sus conocimientos y capacidades en el caso concreto, que le lleva a no prever o evitar lo que sería previsible o evitable de haberlos actualizado (similar, Mañalich, “Imprudencia”, 16: “inevitabilidad individual actual de la realización del tipo”). Así, en las causas por imprudencia médica se ha podido constatar que el error que excluye el dolo no supone siempre un completo desconocimiento de la realidad, sino que suele estar antecedido del conocimiento de los riesgos generales de una determinada intervención o prescripción, que no son verificados en el paciente concreto mediante los exámenes o procedimientos diagnósticos correspondientes, por lo que la culpa descansaría sobre la voluntaria decisión de no verificar en el caso concreto ese riesgo general, cuyo desconocimiento particular impide evitarlo, por infracción del deber médico de precisar sus condiciones personales ante una anamnesis que ofrece diferentes posibilidades diagnósticas o un diagnóstico que conduce a diferentes alternativas de tratamiento según esas condiciones (Vargas y Perin, “Vidente”, 122). De ese modo, a nivel subjetivo sería posible distin-

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guir entre culpa sin representación en la realización de una actividad riesgosa con peligros generales conocidos (la actividad médica, la conducción de vehículos, el empleo de armas y máquinas peligrosas, etc.), sin haber actualizado la capacidad para decidir en el caso concreto la conducta menos riesgosa (realización de los exámenes correspondientes, estar atento a las condiciones del tránsito, etc.); culpa con representación en la confianza de evitar el resultado concreto previsible, pero sin actualizar las capacidades para ello por un errado cálculo en la probabilidad de su realización (negligencia) o actuando sin tener esas capacidades o sobrevalorando las que se tienen (imprudencia); y el dolo eventual, donde los esencial sería el conocimiento (especial) de la alta probabilidad del riesgo concreto que se acepta y se decide no evitar (disparar con un arma automática a un grupo de personas, acelerar o no disminuir la velocidad ante la presencia de peatones en la vía, etc.). Pero no hay culpa ni dolo en los errores no atribuibles al agente, esto es, inevitables o invencibles, que le impiden prever o evitar el resultado, como los que se originan en situaciones de trastorno mental que no suponga inimputabilidad plena, en un engaño de la víctima o terceros que pocos pueden descubrir o en la asunción de un estado del conocimiento compartido en la comunidad o en las ciencias, pero equivocado. Traspasado el umbral de la tipicidad, la antijuridicidad y la culpabilidad subjetiva, todavía en los delitos culposos pueden plantearse las causales de inexigibilidad de otra conducta: el que no evita lo que puede por coerción de terceros (fuerza), miedo o necesidad, se encuentran igual de exculpado que quien actúa movido por tales estímulos, sea que de ello se derive o no un error, si en la situación concreta que se trate cualquier persona de su grupo de pertenencia hubiere actuado (u omitido) de la misma manera. Finalmente, cabe tener presente la existencia de riesgos especialmente relevantes en ciertos ámbitos de actividad que hace aparecer como necesaria la creación de delitos de peligro que adelantan la punición de lo que sería un cuasidelito a una infracción independiente, descrita como la dolosa puesta en peligro que se quiere evitar. Ejemplos de ellos son los delitos de conducción en estado de ebriedad (Art. 196 a 196 ter Ley de Tránsito). En este sentido, se propone también, p. ej., la introducción de delitos de peligro para la seguridad de los trabajadores, a fin de prevenir más eficazmente la accidentalidad laboral (Gallo, “Prevención”).

b) Criterio para determinar la existencia de culpa en el agente De lo dicho anteriormente, es previsible y evitable y, por tanto, vencible, la infracción a un deber de cuidado externo que depende de uno mismo. Esa

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dependencia se valora tomando en cuenta la concreta situación del agente, según el grupo de pertenencia y los “conocimientos especiales” y “específicas particularidades” de cada cual (Bustos, Delito culposo, 38). No puede exigirse la misma capacidad de juicio al médico que al lego (ni al médico experimentado que al novato), al capitán de un buque que a sus pasajeros, etc. Luego, el fundamento de la culpabilidad en la imprudencia es la falla del juicio sobre qué hacer o no en concreto, atendidos los conocimientos, capacidades y recursos de que se dispone (Huigens, 454: el “defectuoso orden de los deseos, deliberación, y elección que se evidencia en su conducta”). Por eso el art. 22 del Código de Ética del Colegio Médico de Chile, sin hacer referencia a protocolos y deberes de cuidado externos, describe como “negligente” al “profesional que poseyendo el conocimiento, las destrezas y los medios adecuados, no los haya aplicado”; “imprudente” al que “que poseyendo los recursos y preparación necesarios para atención de un paciente, los aplicare inoportuna o desproporcionadamente, como también si, careciendo de los recursos o preparación adecuados, efectuare una atención sometiendo al paciente a un riesgo innecesario”; y como una “impericia” “la falta de los conocimientos o destrezas requeridas para el acto médico de que se trata”. En consecuencia, se sigue aquí un criterio individualizador para determinar la culpabilidad o exigencia personal de cuidado en los cuasidelitos, tomando en cuenta tanto los conocimientos especiales como las capacidades de cada uno (así también van Weezel, “Parámetros”, 332, aunque proponiendo un análisis a nivel de tipicidad y no de culpabilidad, como aquí). Este criterio es contrario al generalizador o del hombre medio, así como el basado únicamente en el cumplimiento de expectativas o roles sociales (Novoa I, 505, y Rosas, “Delimitación”, 10, respectivamente). A nuestro juicio, estos criterios generalizadores llevan a la paradoja de exonerar al médico especialista alegando que solo le corresponde el comportamiento del médico general y sancionar al recién egresado de medicina por no efectuar un diagnóstico propio de quien puede considerarse un médico promedio con años de experiencia. Y, además, tienden a confundir la falta al deber de cuidado objetivo con el subjetivo, lo que produce la identificación de la culpa con la responsabilidad objetiva por el resultado que se seguiría de la sola infracción al deber de cuidado externo. No obstante, mientras se acepte la exigencia de tomar en cuenta estos conocimientos y capacidades personales, una ordenación sistemática que los considere ínsitos o esenciales para la determinación de ese deber de cuidado externo en cada caso (tipicidad), no altera los resultados a que aquí se llega (v., p. ej., Reyes R., “Cuidado”, 71). Sin embargo, aceptar un criterio individualizador no significa tampoco que haya de estarse al juicio sobre el alcance del deber de actualización de

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las capacidades y conocimientos del propio del agente (Contreras, “Injusto”, 233), sino al que pueda hacerse sobre la base de las pruebas que se presenten, como juicio ex ante, adoptando la posición del agente al momento del hecho, no la significación que éste le otorga a las circunstancias en el caso concreto. De lo contrario, si hubiéramos de juzgar los hechos culposos a la luz de lo que afirman quienes incurren en ellos, deberíamos forzosamente concluir que el resultado no les fue posible prever o, previéndolo, no les fue posible evitarlo, bien porque creían que era inevitable para cualquiera o para ellos en el caso concreto, de donde se seguiría la impunidad generalizada de esta clase de delitos.

c) Carácter principalmente omisivo de la imprudencia Por otra parte, como antes se ha advertido, puesto que la antijuridicidad en la culpa deriva de la omisión de poner el debido cuidado formalizado en el actuar (no solicitar un práctico al entrar a un puerto, no hacer una revisión de cierto instrumental antes del vuelo, no respetar las señales del tráfico, no realizar un examen diagnóstico indicado para la sintomatología del paciente, etc.), esta clase de delitos puede considerarse como una forma de omisión. Ello es evidente en la negligencia, pero también en la imprudencia, donde la conducta arriesgada es la forma que se elige para no hacer lo que se espera (la conducta prudente que evita el resultado dañoso), omitiendo cumplir con el deber de cuidado externo y actualizar las capacidades propias en esa dirección. De allí que, también, la mayor parte de los delitos de comisión por omisión u omisión impropia sean, en la realidad, cuasidelitos si no hay prueba del dolo o intención de que se produzca el resultado, como sucederá en los casos en que el responsable sea un garante que carezca de interés en el resultado lesivo o que se vea perjudicado de algún modo (SCS 3.7.2009, Rol 3970-08). Este carácter omisivo de los cuasidelitos excluye la posibilidad de apreciar en ellos etapas de desarrollo del delito anteriores a la consumación o la participación concertada de varias personas, aunque pueda ser posible una cadena y hasta una conjunción de conductas imprudentes que conduzcan a un mismo resultado.

d) Clasificación En cuanto a su clasificación, no se emplea en el ámbito del derecho penal la que establece el art. 44 CC, sino que se habla de culpa con o sin representación. En el primer caso, el sujeto actualiza su poder de previsión, pero

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previendo el resultado lesivo no lo evita. En cambio, si pudiendo preverlo, no lo hace, estamos ante supuestos de culpa sin representación, donde la existencia del peligro que crea la infracción al deber de cuidado externo se desconoce, pero se atribuye al agente como propia por no representársela pudiendo hacerlo, según sus personales conocimientos y capacidades. Esta clasificación no afecta la clase de responsabilidad del agente. Tampoco la afecta la distinción entre negligencia e imprudencia: se habla de negligencia cuando producto de la falla de juicio se hace menos de los esperado (en realidad, se omite hacer lo esperado) y de imprudencia cuando esa infracción al deber se traduce en un actuar positivo o temerario, más allá de lo esperado: acercarse a la costa en un lugar prohibido, despegar sin plan de vuelo, conducir a exceso de velocidad, realizar una cirugía para la que no se está preparado, etc. Pero, si en vez de falta de previsión, temeridad o negligencia, hay indiferencia o aceptación en el agente ante el resultado previsible y actúa de todos modos, “pase lo que pase”, estaremos ante un caso de dolo eventual y no de cuasidelito.

B. El nexo causal y la defensa de falta de imputación objetiva en los cuasidelitos de resultado. Intervención de la víctima y principio de confianza En los delitos culposos de resultado el problema causal tiene el mismo tratamiento que en los dolosos: determinación de la causalidad natural y de la imputación objetiva, como filtro y elemento adicional a la mera constatación de una infracción de cuidado específica, como dispone el art. 166 Ley del Tránsito: “el mero hecho de la infracción no determina necesariamente la responsabilidad civil del infractor, si no existe relación de causa a efecto entre la infracción y el daño producido por el accidente”. El primer filtro en este tratamiento es determinar la previsibilidad y evitabilidad objetivas del resultado. Así, se ha fallado que, si el resultado es objetivamente imprevisible, aun cuando la conducta inicial sea ilícita, se excluye la responsabilidad por culpa (RLJ 482). Y tratándose de resultados previsibles, si son inevitables en el caso concreto, tampoco hay culpa, fallándose que aún siendo conocidas las deficiencias de un sistema de control de incendios, si impiden objetivamente apagar un fuego iniciado por terceros, los obligados a apagarlo no son responsables de sus inevitables consecuencias al serles objetivamente imposible hacerlo (SCA San Miguel 28.8.2014, RCP 41, N.º 4, 179); y que el médico que yerra en el diagnóstico preliminar no es responsable de la extirpación posterior de un testículo, si esa era la

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indicación para la verdadera afección sufrida por el paciente y mal diagnosticada (SCA Rancagua 24.4.2008, DJP Especial II, 1005, con comentario de T. Vargas, quien ve aquí la posibilidad de generalizar en la existencia de errores insustanciales admisibles en la praxis médica). En cuanto al criterio general de disminución del riesgo, como excluyente de la responsabilidad penal, se absolvió a un equipo médico que dejó una pinza en el cuerpo de un paciente al que salvó la vida, a pesar de la infracción al deber de cuidado en la intervención (SCS 23.7.2007, en Mayer y Vera, “Pinzas”, 162). Y, a la inversa, con independencia de la producción causal de un resultado dañoso, si el agente realiza una conducta que genera un riesgo contemplado en la autorización que tiene, no podría imputársele objetivamente dicho resultado por no haber puesto ni aumentado un riesgo reprobado jurídicamente. Esta idea se corresponde de alguna manera con el tradicional concepto de caso fortuito en materia penal (que no corresponde al del art. 45 CC), recogido en el N.º 8 el art. 10, como exención de responsabilidad penal para el que “con ocasión de ejecutar un acto lícito, causa un mal por mero accidente” (Bustos, Delito culposo, 67). En el ámbito de la responsabilidad por el producto defectuoso, se propone que, si el defecto o peligro que su comercialización pone a destinatarios indeterminados está considerado en una autorización administrativa, como ocurre con los productos farmacéuticos y alimenticios envasados, su distribución en las condiciones de la autorización impide la imputación objetiva de los resultados previsibles pero evitables, lo que sería válido solo si la autorización no se ha obtenido con omisión de los riesgos relevantes, engaño o cohecho a los funcionarios que autorizan (Contreras Ch., “Autorizaciones”, 413). El problema es más complejo cuando las autorizaciones no son específicas para un producto determinado o no se refieren a los elementos peligrosos de los productos. Aquí lo determinante será el conocimiento sobre la peligrosidad del producto en sí y de los resultados previsibles de su distribución, de donde podría surgir una responsabilidad culposa, como si se falla al intentar evitar el peligro con advertencias convenientes y restricciones de venta a un público conocidamente preparado para evitar riesgos; o dolosa, con dolo eventual al menos, si no se limita su distribución y se acepta la propagación del peligro distribuyendo los productos a un público indeterminado y esperando que los daños no se materialicen o se materialicen en muy pocos casos, por razones ajenas a la peligrosidad del producto (este parece ser el caso del Lederspray, en Casos DPC, 215). Pero tampoco puede extenderse tanto la culpa como para exceder el ámbito de protección de las normas en juego. La ley espera que los conductores

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obtengan y porten su licencia, pero no portarla en el momento una colisión no constituye culpa, si dicha infracción no está vinculada con la mecánica del accidente (RLJ 492). Lo mismo ocurre con la obligación de revisión técnica anual de los vehículos motorizados: ni su cumplimiento asegura que al momento del accidente el vehículo se encontrase en condiciones de seguridad para transitar, ni su incumplimiento lo contrario (Mayer y Vera, “Plantas de revisión”, 333). Por otra parte, la ley también espera que los médicos den a sus pacientes los cuidados que necesitan, pero no puede hacerles responsables por la falta de recursos materiales para proveerlos adecuadamente. Por eso el art. 22 del Código de Ética del Colegio Médico de Chile señala que “la falta de recursos tecnológicos, cuya existencia no dependa del médico tratante, no acarrea responsabilidad alguna para el facultativo”. Sin embargo, si la existencia de tales recursos depende de gestiones administrativas al alcance del profesional, sí puede ser responsable de la negligente falta de derivación oportuna. Y tampoco excusará la falta de recursos respecto de un acto negligente que no los requiere (RLJ 489). Por otra parte, con independencia de lo descuidada o cuidadosa que sea la conducta del agente, los resultados causales no son objetivamente imputables si pueden atribuirse a una conducta de terceros o de la víctima que conduce a la objetiva imprevisibilidad del hecho o a la imposibilidad de su evitación, en el caso concreto. Así, si un peatón (sobre todo si está ebrio) cruza intempestivamente la vía, por lugar no habilitado, resulta irrelevante que el automovilista conduzca o no a exceso de velocidad; lo mismo si la víctima no respeta el signo PARE, aun cuando se conduzca bajo la influencia del alcohol (RLJ 492. V., además, el caso del peatón ebrio dormido sobre la calzada de un camino de ripio no iluminado que es atropellado por un conductor carente de licencia y en que se absuelve a éste por cuasidelito, al estimarse la conducta del fallecido la causa basal del atropello, SCS 18.4.2006, DJP Especial II, 893, con nota aprobatoria de J. Toro). Así se falló también en un caso en que se atribuyó el naufragio de un vapor no a su capitán que previamente lo había encallado para capear una tormenta, sino a la conducta de sus pasajeros de agolparse súbitamente a estribor para evitar el frío (SCS 16.10.1954, comentada favorablemente por Scheechler, “Naufragio”, 130). Se afirma que en estos casos la infracción reglamentaria del agente no alcanza a configurar el riesgo que aparece como la “causa basal” de los accidentes, pues un comportamiento alternativo conforme a derecho no lo hubiera evitado, dada la magnitud del riesgo puesto por la víctima (Vargas P., “Víctima”, 361). Pero también hay fallos en sentido contrario, donde el exceso de velocidad se estima “causa basal” del atropello de un grupo de peatones ebrios que cruzan intempestivamente a la calzada por un lugar no

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habilitado (SCA Concepción 31.7.2010, DJP Especial II, 835, con comentario favorable de S. Olivares). Este juego de “todo o nada” en que parece desarrollarse la aplicación práctica del criterio de la falta de compensación de culpas en derecho penal, sin valorar de modo abierto la exposición imprudente al riesgo por parte de la víctima en los términos del art. 2330 CC para determinar el quantum de la imprudencia y pena del agente, pero al final haciéndolo mediante la idea de la imprevisibilidad objetiva solo para absolver o condenar, hace preferible, para mantener una cierta coherencia en la interpretación del ordenamiento civil y penal, la perspectiva planteada en el derecho anglosajón que sostiene la posibilidad de una extensión de las reglas civiles de compensación de culpas a las criminales, evitando, de paso, la aparente contradicción en la existencia de hechos que no generen una responsabilidad civil equivalente a las más gravosas sanciones penales que terminan imponiéndose (Harel, 1181). Pero, si la actuación del tercero no es suficiente para considerar inevitable o imprevisible el resultado respecto del acusado, la responsabilidad por la infracción a las reglas de cuidado permanece inalterable, aunque la intervención culposa de la víctima pueda considerarse en la determinación de la pena. Estos supuestos, ahora conocidos como de “concurrencia de riesgos”, han sido resueltos en el mismo sentido aquí propuesto desde antiguo por nuestros tribunales y parece ser el caso del atropello de una persona ebria que cruzaba por la esquina con luz roja, conducta que se estimó insuficiente para que el conductor no pudiera evitarla si no hubiera conducido a exceso de velocidad y también ebrio (sentencia Tribunal Oral en lo Penal 27.6.2013, Rol 94-13. Antes, SCA Talca 17.9.1952, RLJ 483. Con detalle, sobre esta constelación de casos, v. Contreras Ch., “Tratamiento”, 96). Desde otro punto de vista, se afirma que en estos casos no hay una autolesión atribuible exclusivamente a la víctima, sino también una heterolesión, por la generación de riesgos de la que cada cual es responsable (Toro, 32). Contra esta solución, que atiende a la determinación en el caso concreto de los riesgos que crean todos los intervinientes, se ha planteado que en ámbitos muy regulados, como el derecho del tránsito y aquellos en que existe división del trabajo (responsabilidad penal derivada de la actuación médica, la que se deriva de los productos defectuosos, la construcción y la que surge de los delitos ambientales) existiría la posibilidad de dar aplicación con carácter general al principio de confianza, que “tiene el efecto de limitar los deberes de cuidado del sujeto” (Contreras, Productos defectuosos, 63). Según esta generalización, en el ámbito del tráfico rodado no sería exigible la obligación de prever o evitar el comportamiento descuidado de terceros y, por tanto, no existiría imputación objetiva o conducta punible

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si ese comportamiento descuidado de la víctima infringe preferencias de paso reguladas, como los semáforos y los signos PARE y CEDA EL PASO u otras reglas semejantes, p. ej. (Contreras Ch. y García P., 81). Sin embargo, la existencia de deberes residuales de cuidado, p. ej., el de conducir atento a las condiciones del tránsito del art. 108 Ley del Tránsito, limita considerablemente un efecto plenamente excluyente de la responsabilidad del principio de confianza así expresado en este ámbito (Mañalich, “Condiciones”, 412). En efecto, “este principio tiene como límite fundamental que las circunstancias concomitantes incluyan señales o indicios concretos, claros y específicos (por ende, claramente reconocibles), de que las pautas de cuidado que incumben a los demás participes de la vida de relación no serán o no están siendo respetadas, resultando objetivamente previsible un resultado lesivo como consecuencia de la interacción entre el agente —en principio— confiante y el agente —reconociblemente— descuidado” (Perin, “¿Personalizar?”, 254). En los casos de división del trabajo, el principio de confianza se esgrime como fundante de la exclusión de la imputación objetiva de los resultados imprudentes, a modo de regla inversa de la imputación recíproca en los delitos dolosos concertados: cada interviniente respondería aisladamente por su propia imprudencia y ninguno tendría el deber de cuidar lo que otros plenamente responsables hacen. Así, se resolvió al absolver a los médicos cirujanos participantes en una intervención que resultó en la muerte por shock anafiláctico de un paciente, sancionando únicamente al anestesista por su responsabilidad al suministrar un anestésico indicado en la ficha clínica como alergénico para el paciente (SCA 3.4.2005, favorablemente comentada en Rosas, “Imprudencia”, 135). Sin embargo, otra vez aquí el principio debe matizarse, pues no es aplicable cuando la distribución del trabajo se ha hecho con el propósito de evitar la responsabilidad (una forma especial de ceguera deliberada), con conocimiento de la incapacidad que tienen partícipes determinados para realizar adecuadamente su función o, en general, cuando “las circunstancias concretas impiden seguir confiando, como es el caso en que consta o hay indicios de un comportamiento incorrecto por parte de otros” (Hernández B., “Comentario”, p. 51). Tampoco aplicaría cuando, a pesar de la división del trabajo formal, en los hechos los directivos u organizadores toman el control detallado de las actividades de los subordinados: aquí los directivos responderían por su propia intervención negligente, independientemente de la eventual responsabilidad de los subordinados que cumplen las instrucciones que en esas intervenciones se dan (Varela, “Comentario”, 375). Desde otra perspectiva, se suele distinguir entre división de trabajo con delegación de responsabilidades vertical u ho-

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rizontal. En la primera, el delegante conservaría el control de la designación del delegado y, por tanto, la responsabilidad por su elección y la supervisión del delegado en tanto capacitado para cumplir las funciones que le asigna; en la segunda, la responsabilidad correspondería plenamente a quien asume funciones para las cuales no está capacitado: “culpa por asunción”. Por otra parte, no se debe perder de vista que, en los equipos establecidos para la formación de personas, como en los Hospitales Clínicos, pero también en todos los procesos de formación en oficios y profesiones riesgosas (escuelas de conducción, p. ej.), existe un riesgo permitido algo mayor respecto de las conductas de quienes se encuentran en formación con relación a quienes ya se han formado o son especialistas, aunque ello no excluye la responsabilidad de unos y otros por su propia negligencia, atendidas las capacidades y conocimientos del pupilo en su propia actuación y las del tutor, al vigilarlo (Fernández C., “Delito imprudente”, 117).

C. Los cuasidelitos en el Código penal Si bien los arts. 490 a 492 aluden a aquellos hechos que, de mediar dolo o malicia, constituirían crímenes o simples delitos contra las personas, la interpretación de la doctrina y jurisprudencia nacionales ha reducido el alcance de esa regulación, de entre los delitos previstos en el Tít. VIII, L. II CP, únicamente al homicidio y las lesiones, quedando excluidas otras figuras de ese título, como el duelo y las injurias y calumnias. El duelo culposo es conceptualmente imposible, pues es precedido de un envite o provocación. Respecto de los delitos de injuria y calumnia, la necesidad de acreditar el animus injuriandi, los vuelve incompatibles con una hipótesis culposa. Otro tanto acontece con aquellos delitos que llevan incorporada una mención que mira al alcance y contenido del dolo (“de propósito”, “maliciosamente” o “con conocimiento de las relaciones que los ligan”), salvo que ella esté limitada a ciertos elementos del tipo, como la identidad de las personas o las propiedades del objeto sobre que recaen. De ahí que ahora pensamos que sí es admisible la hipótesis culposa de parricidio en relación con la figura dolosa del art. 390, pero no las de castración o de mutilación (arts. 395 y 396 CP), que deben sancionarse como lesiones culposas de los arts. 397 o 399, según sus resultados (o. o. Vargas P., Responsabilidad, 12, que estima solo explícita la referencia subjetiva en el caso de la castración, citando la SCA Iquique, 27.11.2007, Rol 267-7, que castiga una mutilación culposa en el contexto de una cirugía estética fallida). Aunque se estima mayoritariamente que la limitación del art. 490 excluye por definición la posibilidad del delito de aborto culposo, que se en-

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cuentra en el Tít. VII, L. II CP y, por tanto, no sería un delito “contra las personas”, en el sentido del Código, un fallo aislado ha entendido que el feto también es persona y, por tanto, el aborto culposo sería punible según el art. 491 (RLJ 493). Las formas de culpa previstas en el CP son la imprudencia temeraria (art. 490); la mera imprudencia o negligencia con infracción de reglamentos (art. 492); y la mera imprudencia o negligencia (sin que se requiera la infracción de reglamentos como requisito adicional), en el ejercicio profesional o en el cuidado de los animales feroces a su cargo (art. 491). Imprudencia temeraria es aquella cuya intensidad es mayor que la de la simple imprudencia, pero no alcanza a un dolo eventual, por lo que se la hace sinónima de “imprevisión inexcusable” (Labatut/Zenteno DP II, 248). Conforme a los fallos de nuestra jurisprudencia, parece referirse a supuestos de actuaciones especial y conocidamente peligrosas, donde hasta “la más sencilla de las almas” advertiría el peligro desencadenado y la necesidad de su especial previsión y de poner el cuidado necesario para evitación, como sucede regularmente con el manejo descuidado de armas, su disparo al aire y el empleo de la fuerza física (RLJ 484 y SCS 14.12.2015, RCP 43, N.º 1, 315, con nota aprobatoria de I. Reyes). En el actuar “con infracción de los reglamentos y por mera imprudencia o negligencia” el grado de la culpa o mínimo del deber de cuidado exigible, se encuentra descrito en esos mismos reglamentos y a ellos hay que atenerse, como sucede en la regulación del tráfico rodado, donde incluso el deber de cuidado subjetivo exigible a cualquier conductor parece estar descrito en la normativa aplicable (Art. 108 Ley de Tránsito), que supone la capacidad de “estar atento a las condiciones del tránsito”, objeto de los exámenes para obtener y mantener la licencia de conducir (v., por todas, SCA Coyhaique 22.7.2016, RCP 43, N.º 4, 273, con nota crítica de F. Acosta). No obstante, la sola infracción de otras disposiciones de dichas regulaciones, que no apuntan a la subjetividad del agente, por sí solas no permiten configurar el cuasidelito. En cuanto a la mera imprudencia del art. 491, en la actualidad, la referencia a las profesiones vinculadas con el cuidado de la salud humana debe entenderse como una advertencia acerca de la existencia de su regulación específica más allá de la lex artis, o procedimientos de diagnóstico y tratamientos contemplados en los libros de medicina. Esa regulación se encuentra en la descripción detallada de los comportamientos esperados en protocolos de atención y otras reglamentaciones de los servicios de salud. Sin embargo, no se debe perder de vista que esta minuciosa regulación hace referencia solo a la antijuridicidad del hecho. En efecto, la constatación de su

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infracción no es suficiente para determinar la culpabilidad del responsable (su capacidad de evitación del hecho concreto), pues de otra manera se corre el peligro de llegar a una simple responsabilidad objetiva, sin considerar tanto el carácter cambiante y dependiente de las circunstancias particulares en cada caso, tanto en relación con los pacientes como con los profesionales de la salud y los medios disponibles (Vargas P., Responsabilidad, 27). Por eso, hay que conceder la razón a quienes afirman categóricamente que la ley, al exigir un mayor grado de diligencia (“mera imprudencia”) en estos casos respecto de los profesionales de la salud, reconoce “que el específico y delicado objeto de la actividad de estos justifica más bien un deber de cuidado mayor que el que se les impone a otros profesionales” (Hernández B., “Comentario”, 116. O. o. Perin, “Culpa”, 889, quien aboga por incorporar alguna exigencia de “gravedad” en estos casos, atendido el mayor riesgo de actuaciones meramente negligentes a que se enfrentan los médicos; y Martínez, 253, quien enfatiza en la necesidad de mitigar el impacto económico de la medicina defensiva lo que impondría admitir responsabilidad penal en la actuación médica solo por el equivalente a la culpa grave civil). Según nuestra jurisprudencia, esta “mera negligencia” puede traducirse en diagnósticos y tratamientos prescritos sin la previa realización de los exámenes estándares disponibles; mientras el mal que se causa no debe ser necesariamente una lesión o la muerte físicamente constatables, sino también las consecuencias vitales de ese tratamiento equivocado, bajo el concepto general de “agravaciones del estado de enfermo”, que puede incluir los efectos secundarios de los medicamentos, como somnolencia y postración (SCS 22.8.2012, GJ 386, 140). Es discutible, sin embargo, que el cumplimiento de las exigencias de la lex artis deba considerarse solo un mínimo, respecto del cual pueda exigirse una mayor diligencia a cada médico, de acuerdo con su preparación y conocimientos, pues son esa preparación y esos conocimientos los que delimitan las capacidades exigibles según la lex artis para la realización de cada intervención en particular (o. o., L. Pacull, en su comentario a la SCS 27.7.2009, DJP Especial I, 701, aunque aparentemente referido a la idea de las exigencias promedio de la lex artis). En el caso del cuidado de los animales feroces o potencialmente peligrosos (art. 494 N.º 18), su regulación se encuentra en la Ley 20.380 y, tratándose de especies caninas, en la Ley 21.020, sobre Tenencia Responsable de Mascotas y Animales de Compañía y su Reglamento (DS 1007 de 2018). Al respecto, antes de esta nueva reglamentación, se consideró constitutivo de esta infracción la mantención descuidada de caniles que causa la salida de animales capaces de matar personas a su exterior, calificando incluso al responsable como un “peligro para la sociedad” para los efectos de decretar

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su prisión preventiva, según el art. 140 CPP (SCA San Miguel 13.11.2010, DJP Especial I, 595, con comentario de M. Hadwa). Respecto a los restantes casos de delitos culposos especialmente penados, ha de estarse a lo dicho en general: a la prueba de una infracción objetiva de un deber de cuidado ha de sumarse la de la previsibilidad y evitabilidad del hecho para el sujeto, de acuerdo con su grupo de pertenencia y sus conocimientos y aptitudes especiales, teniendo presente que, muchas veces, el nivel mínimo exigible estará también descrito en la reglamentación aplicable. Desde este punto de vista, resulta relativamente indiferente que la ley emplee expresiones como “negligencia inexcusable” (arts. 224 N.º 1, 225, 228 inc. 2, 229, 234 y 289 inc. 2), “descuido culpable” (arts. 302, 337 inc. 2 y 494 N.º 10), “ignorancia culpable” (art. 329), o “negligencia culpable” (art. 495 N.º 21). Todas ellas apuntan a la falta de dolo y a la existencia de culpa, a probarse en cada caso.

D. Cuasidelitos con resultados múltiples En los frecuentes casos de accidentes de tránsito con resultados múltiples, las diferentes concepciones acerca de la imprudencia ofrecen, también, diferentes soluciones acerca de su tratamiento penal. Así, las teorías subjetivistas, que ven en el cuasidelito una única infracción a un único deber de cuidado o una única manifestación de voluntad contraria a derecho, proponen el tratamiento de la multiplicidad de resultados como un caso de unidad de hecho, en que existiría un único delito (Cury PG, 665). Por su parte, las teorías objetivistas, entienden que la realización múltiple en un mismo hecho de los presupuestos de un mismo o varios delitos no obsta sino, al contrario, fundamenta su naturaleza concursal (Novoa PG II, 232; Reyes R., “Cuasidelito”, 485). A nuestro juicio, esta es la posición correcta, pues la infracción a un mismo deber de cuidado, tratándose de delitos de resultado, es enteramente equiparable a la elección de un único medio en los delitos dolosos, como en los atropellos múltiples con propósitos terroristas, por lo que cabe aplicar sin más la regla del concurso ideal del art. 75, a menos que sea más favorable la general del concurso real del art. 74. La jurisprudencia, sin embargo, es vacilante en este punto, aunque parece ser dominante en este último tiempo la tesis objetivista, con preminencia de la aplicación del art. 75 como solución concursal frente a “un hecho que produce múltiples resultados”, cada uno de los cuales constituiría un delito diferente, aplicándose la pena mayor de aquél considerado más grave (SSCS 11.5.2020, Rol 20900-20; 4.4.2014, Rol 185-14, con comentario en contra en Mayer y Vera, “Alto Río”, 551; y 23.6.2009, DJP Especial I, 675, con nota crítica de

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D. Soto, quien se muestra partidario de la solución, más grave, del art. 74). No obstante, también hay fallos que aplican el art. 74, probablemente por un resultado más favorable al afectado en concreto, aún aplicando la regla de reiteración del art. 351 CPP (RLJ 483). En este último sentido, parte de doctrina propone también la regla del concurso real, aunque con distintos fundamentos (Reyes R., “Cuidado”, 67; y Náquira PG, 300).

§ 7. Inexigibilidad de otra conducta A. Generalidades Tradicionalmente se entendía que los casos de inexigibilidad de otra conducta se encontraban en el art. 10 N.º 9 y 12 que exime de responsabilidad al que “obra violentado por una fuerza insuperable o impulsado por un miedo irresistible”, y al que incurre en una omisión por causa “insuperable”; más los casos especiales de encubrimiento de parientes (art. 17 N.º 4 inc. final) y obediencia debida (art. 334 CJM). Con la introducción del art. 10 N.º 11, expresamente destinado a regular el estado de necesidad exculpante, se amplía ese catálogo y, al mismo tiempo, debe darse por superada la discusión en torno a una eventual causal supra legal de exculpación, pues no hay duda alguna que nuestro legislador quiso regular en esa nueva disposición las situaciones de estado de necesidad que no alcanzaban a ser cubiertas por la justificante del art. 10 N.º 7 ni por el resto de las causales de exculpación (Hernández B., “Comentario”, 270). Estas causales de inexigibilidad de otra conducta tienen dos características relevantes: son defensas positivas y, además, principalmente normativas. Son defensas positivas pues si no se alegan y prueban, se asume que el agente ha actuado en condiciones de normalidad y, por tanto, es plenamente responsable de sus actos (sistema regla-excepción). Y son normativas en el sentido de que su aceptación supone su valoración como explicación socialmente tolerable de una conducta típica, antijurídica, imputable y dolosa o culposa. No toda situación ni toda motivación extraordinarias excusan, sino solo aquellas que, excepcionalmente, en un momento y lugar históricamente determinados, la comunidad tolera y así lo expresa en la ley. En este sentido “la especificidad de las reglas de exculpación —como subclase de reglas de (exclusión de la) imputación— se encuentra en que ellas circunscriben el abanico de razones susceptibles de ser esgrimidas para hacer marginalmente excusable, en tanto marginalmente comprensible, la falta de seguimiento de la norma respectiva” (Mañalich, “Exculpación”, 25) o, en nuestros términos, la realización del presupuesto de hecho punible.

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Por ello, aunque es cierto que “no hay elogio sino indulgencia si alguien hace lo que no se debe por causas que sobrepasan la naturaleza humana o que nadie podrá soportar” (Aristóteles, Ética, 79), qué es aquello que sobrepasa la naturaleza humana o que nadie puede soportar, varía según el criterio con que se valore en cada tiempo y lugar lo irresistible del miedo, lo insuperable de la fuerza o la gravedad del mal que se pretende evitar (Art. 10 N.º 9 y 11). Esto explica por qué nuestros tribunales concuerdan en que corresponde exclusivamente a los jueces de la instancia tanto recibir la prueba de la excusa (su aspecto fáctico), como determinar si se cumple o no con el grado de exigencia que establece la ley (su aspecto normativo), afirmando que no existe error de derecho posible en su aceptación o rechazo (RLJ 57). No obstante, esta doctrina sería del todo correcta si los tribunales del fondo fuesen pares en un sistema de juicio por jurados, como depositarios finales de la soberanía (Schiavo, 66) y “como una salvaguarda inestimable contra el fiscal corrupto, o con exceso de celo, y contra el juez parcial o excéntrico” (Duncan vs. Lousiana, 391 USSC, 1968). Pero no es seguro que sea aplicable en uno de tribunales profesionales, en los que debiera regir el derecho a recurrir en caso de sentencia condenatoria, como sería la que no admitiese esta defensa, al menos en lo que corresponde a su aspecto normativo (art. 8.2 h) CADH).

B. Criterio para su aceptación Al respecto se plantean dos alternativas: una generalizadora, que “considera el rol y el grupo de pertenencia del sujeto pero que los valora desde una perspectiva general” (Etcheberry I, 348 y Hernández B., “Comentario”, 258); y otra individualizadora, que apunta a la comprensión de la situación del hombre concreto en el caso excepcional en que se encuentra (Künsemüller, “Culpabilidad”, 257 y Couso, “Fundamentos”, 104). En sus extremos, la aproximación generalizadora deja sin lugar a las eximentes: ¡todos estamos obligados a cumplir la ley y a no cometer delitos que dañen a terceros!; en tanto que la individualizadora haría imposible la aplicación del derecho: si se tomase en cuenta únicamente el efecto de la excusa en el agente, según su propia impresión, la inmensa mayoría podría alegar que, en su caso concreto, la situación era de tal modo excepcional que siempre tendría una “excusa” para sus actos, con lo que se llegaría necesariamente a un sistema de tout comprendre c’ est tout pardonner, que nuestra legislación y la inmensa mayoría de las occidentales no siguen. Para nosotros, reconociendo que las diferencias externas de tales criterios son mayores que sus efectos reales, pues la doctrina nacional no llega a

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los extremos señalados y, en los casos límites, suele converger, es preferible tomar como punto de partida un criterio individualizador, con un límite “normativo” o generalizador (“lo exigible”), según el cual el tribunal, puesto que se trata de adquirir la convicción acerca de la culpabilidad “más allá de toda duda razonable” (art. 340 CPP), debe esforzarse por sopesar las circunstancias en que se encontraba el imputado (p. ej., de noche, ante una situación sorpresiva o en lugares faltos de vigilancia o en que antes se habían cometido atentados o habían sucedido desastres naturales, etc.) y responder a la pregunta acerca de si en esa situación, cualquier persona común —incluyendo al propio juzgador, pero no la imagen del hombre medio y prudente—, atendidos su sexo, edad, grado de instrucción, experiencia, fortaleza física y rasgos de personalidad habría podido, presumiblemente, actuar diversamente. Si el agente es un profesional destinado a controlar ciertos riesgos (bomberos, médicos, policías, militares), también ha de considerarse esa profesión o rol, pues es su condición individual la que permite exigirles más que al hombre común, atendida la naturaleza de la actividad (voluntaria o profesional) y las circunstancias de su desempeño (en tiempos de paz, catástrofe o de guerra, p. ej.). En este sentido, p. ej., parece razonable aceptar como límite mínimo de la fuerza moral la coerción equivalente a una intimidación, según el concepto que puede extraerse del art. 439: maltratar de obra, alegar orden falsa de alguna autoridad, darla por sí fingiéndose ministro de justicia o funcionario público, destruir bienes que sirvan de protección al forzado o realizar o amenazar con realizar cualquier otro acto grave, inminente y que afecte a la persona forzada o a terceros vinculados a ella y presentes. Además, excepcionalmente, sobre la base de la experiencia común de ciertas condiciones que compelerían a un actuar ilícito, la ley normativiza completamente la excusa, al presumir de derecho su existencia cuando tales condiciones se prueban, con total independencia de sus efectos reales en el agente. En Chile, esos casos son los siguientes: i) Se supone que entre familiares cercanos existe un lazo de afectividad que excusaría el encubrimiento y la obstrucción a la justicia para evitar que los parientes cercanos sean sujetos de sanciones penales. Pero, aunque no siempre las relaciones familiares generan lazos de afectividad, la ley estima que mientras no se pruebe que medie la ambición (el aprovechamiento), con la sola prueba del parentesco, los parientes mencionados en el inciso final del art. 17 pueden alegar la existencia de ese lazo para eximirse de responsabilidad penal; ii) Se entiende que la posibilidad de cometer un delito de desobediencia y la necesaria jerarquía que exige el funcionamiento de las Fuerzas Armadas

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imponen a sus miembros una disciplina que los haría obedecer sin cuestionarse sobre el contenido de la orden, y aunque es evidente que las motivaciones para obedecer una orden determinada pueden ser múltiples, a la ley no le interesan: si la orden no tiende manifiestamente a la comisión del delito, basta con esa prueba para excusar, o si lo hace, basta con la prueba de la representación y la insistencia (art. 335 CJM); pero si la orden importa la comisión de delitos de genocidio, crímenes de lesa humanidad o de guerra, ni la prueba de su existencia ni aún de la representación eximen de responsabilidad (art. 38 Ley 20.357).

C. Error involuntario sobre las causales de exculpación Al igual que sucede con las justificantes putativas, y salvo en el caso de inimputabilidad por trastorno mental, puede suceder que una persona yerre sobre la existencia, alcance y los presupuestos fácticos de una causal de exculpación y crea, p. ej., que su hija está secuestrada tras una llamada telefónica hecha para engañarlo, que amenaza un incendio al sentir el humo y los sonidos de alarma, que se encuentra a punto de ser infectado mortalmente por un tercero, que ha recibido una orden verdadera pero que es parte de una broma pesada, etc. Aquí, al igual que en las justificantes putativas, y con mayor razón, atendido el carácter individualizador de las exculpantes, es irrelevante el objeto del error para conceder la eximente. Pero, también como en las justificantes putativas, se ha de considerar voluntaria la conducta, dolosa o culposa, si el error proviene de una ignorancia deliberada o culpable (error evitable), respectivamente (en el mismo sentido, Carnevali, “Terrorismo”, p. 140).

§ 8. Fuerza irresistible A. La regla general a) Alcance El art. 10 N.º 9, primera parte, exime de responsabilidad criminal al que obra “violentado por una fuerza irresistible”. Según el Filósofo, junto con la ignorancia, la fuerza priva al hecho de su carácter voluntario: “es forzoso [el acto] cuyo principio está fuera [de uno], y es tal [el principio] en el que en nada colabora el agente o el paciente. P. ej., si el viento, u hombres que lo tienen [a uno] en su poder, lo llevan [a uno] a alguna parte” (Aristóteles,

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Ética, 78). Pero al faltar la voluntariedad, falta la participación culpable y la eximente adicional carecería de sentido, bastando con el art. 1. Por ello se estima que la fuerza a que hace referencia el Código en este número no es únicamente la fuerza física o vis absoluta a que se refiere el Estagirita en sus ejemplos, sino también la llamada fuerza moral o vis compulsiva (RLJ 58. O. o. Fuenzalida CP I, 76, quien, siguiendo a la doctrina española, limita la fuerza a la física). La fuerza moral es un estímulo externo o interno que compele a actuar de determinada manera. Cuando tal estímulo proviene de las amenazas de terceros y se transforma en alteración anímica, la eximente se confunde con sus efectos, el miedo insuperable que impulsa a obedecer al amenazador (art. 10 N.º 9) o la legítima reacción defensiva en su contra (art. 10 N.º 4). Ello explica porqué la mayoría de la jurisprudencia que acepta esta defensa tiende a identificar el estímulo con su efecto en el ánimo del agente, entendido como un “impacto emocional” (Etcheberry DPJ I, 311 y IV, 313). Sin embargo, esta identificación parece excesiva y hace, en la práctica, indistinguible e intercambiable esta excusa con la del miedo insuperable, pues no hay razón para suponer que en todos los casos de fuerza moral se deba alegar la coerción o la presencia del miedo para eximirse. De hecho, la ley reconoce al menos dos casos específicos de fuerza moral que no requieren probar el miedo: el vínculo parental en el art. 17 inc. final y la pertenencia a las fuerzas armadas en el art. 335 CJM. Y aún en los casos de coerción o amenazas, es posible imaginar la actuación del amenazado sin pánico o alteración emocional, pues aquí de lo que se trata es del salvataje ante la amenaza recibida, no del ánimo del amenazado. Desde este punto de vista, lo relevante es discutir acerca de la existencia de estímulos diferentes al amor filial, el deber de obediencia y la amenaza o coerción que puedan constituir la eximente de fuerza moral. A nuestro juicio, la ley no establece ninguna limitación directa acerca del origen del estímulo, que puede ser interno o externo, pero el conjunto del ordenamiento sí exige que estos estímulos sean reconocidos (o al menos no sean reprobados) jurídicamente como valiosos o nobles para que puedan fundamentar la eximente de fuerza moral. En efecto, desde luego, la ambición o el interés pecuniario está excluido como motivo fundante de la eximente (art. 17, inc. final), así como la satisfacción de impulsos sádicos (art. 12, 4.ª) o de dominación o superioridad (art. 12, 6.ª), la motivación política manifestada como desprecio a la autoridad o a los lugares de culto (art. 12, 13.ª y 17.ª), y el actuar por motivos de discriminación (art. 12, 21.ª). Pero tampoco constituyen motivos suficientemente nobles para eximir de la pena, aunque conduzcan a una atenuante, el actuar por la excitación ante una

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provocación, el ánimo de venganza, la ira, los celos y otros impulsos que provoquen arrebato u obcecación (art. 11, 3.ª, 4.ª y 5.ª). Ello por cuanto, como se sostiene de antiguo, siendo en estos casos voluntario el acto en sí, la excusa radica en la naturaleza de la causa: “por acciones de esta clase a veces hasta se elogia [a los hombres] cuando soportan algo vergonzoso o doloroso por cosas grandes y nobles, pero si es al revés [por una causa insignificante o trivial] se los censura, pues soportar las cosas más vergonzosas por nada bello o razonable es propio de un miserable” (Aristóteles, Ética, 79). En consecuencia, todo hecho motivado por una fuerza moral reconocida como tal, como el deber de cumplimiento de la costumbre indígena, el de conciencia o religioso, y hasta el amor filial, dentro de los límites que su ejercicio se establece en la Constitución, puede considerarse exculpado por una fuerza moral. Pero, si se puede probar que el agente no participa de las costumbres que alega, no practica la religión que dice profesar ni se deja guiar en el resto de su vida por los preceptos de su conciencia o no expresa el amor que alega respecto de sus seres queridos (porque, p, ej., es un “tirano doméstico”), se podrá sostener que para él la fuerza de los mandatos religiosos, de conciencia o de amor filial que dice seguir no es “irresistible” en los términos del art. 10 N.º 9.

b) Los deberes religiosos y la libertad (objeción) de conciencia como fuerza moral Dado que nuestra eximente de fuerza moral no está vinculada a cuestiones de imputabilidad como en el § 20 StGB (con detalle, Roxin, “Conciencia”, 110), el reconocimiento constitucional de la libertad religiosa y de conciencia del art. 19 N.º 6 CPR confiere sin duda alguna a las motivaciones de esta naturaleza el carácter de nobles para exculpar la actuación: el impulso por cumplir el deber religioso de enterrar a su hermano que mueve a Antígona, contra la orden expresa de Creonte es un caso característico: “¿Sabías que había sido decretado por un edicto que no se podía hacer esto?”, pregunta Creonte; “Lo sabía. ¿Cómo no iba a saberlo? Era manifiesto”, responde ella; “¿Y, a pesar de ello, te atreviste a transgredir estos decretos?” —replica Creonte—, a lo que Antígona contesta: “No pensaba que tus proclamas tuvieran tanto poder como para que un mortal pudiera transgredir las leyes no escritas e inquebrantables de los dioses” (Sófocles, Tragedias, Madrid, 2000, 93). No obstante, se debe tener presente que la objeción de conciencia jugará un papel mucho más preponderante en las omisiones que en las conductas

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activas y que el límite normativo de lo posible de ser constreñido por la conciencia es más bien estricto: así, desde luego, el fanatismo religioso o de cualquier origen no es una causa noble que permita exculpar crímenes violentos, como expresamente refiere el art. 9 CPR respecto del terrorismo y también recoge la agravante de discriminación del art. 12, 21.ª. Pero las creencias en las religiones permitidas, cuyo culto está garantizado por el art. 19 N.º 6 CPR, bien pueden excusar la oposición a tratamientos médicos, como sucede con los Testigos de Jehová y su oposición a las transfusiones de sangre y otros procedimientos clínicos, atendido el derecho que el art. 14 Ley 20.584 les concede para rechazarlo (Libedinsky, 949). Ello, sin perjuicio de las medidas que puedan adoptarse por otras vías para salvar la vida de una criatura frente a las aprehensiones religiosas de sus padres (las propias de dicha ley y, sobre todo, el recurso de protección). También podrían alegarse en otros supuestos en que no se discute la vigencia del ordenamiento jurídico sino la posibilidad de una respuesta excepcional del mismo ante situaciones también excepcionales y motivadas por causas jurídicamente reconocidas, como en la negativa a realizar un aborto en los supuestos permitidos por la Ley N.º 21.030, aunque ello pudiera llevar a consecuencias lesivas para la madre que lo solicita (o. o. García P. y Valenzuela P., 247, quienes no consideran que exista la obligación médica de realizar abortos y, por tanto, tampoco la posibilidad de una verdadera objeción de conciencia, pero sin plantearse la cuestión por los resultados de esa falta de intervención).

c) La defensa cultural como fuerza moral La posibilidad de alegar como fuerza moral una defensa cultural basada en el cumplimiento de las tradiciones y costumbres de los pueblos originarios también se encuentra reconocida en nuestra legislación. Una Antígona mapuche o aimara puede reclamar el derecho a infringir la ley estatal para cumplir con lo que mandan sus tradiciones y costumbres, pues el art. 54 Ley 19.253 Sobre Protección de los Pueblos Originarios, dispuso considerarlas como derecho vigente en materia penal “cuando ello pudiere servir como antecedente para la aplicación de una eximente o atenuante de responsabilidad”. La posibilidad de fundamentar la admisión de un acuerdo reparatorio como salida alternativa en casos de violencia intrafamiliar entre miembros del pueblo mapuche, fundada en el Convenio 169 OIT y contra la prohibición expresa del art. 19 Ley 20.066 es otro ejemplo de defensa cultural (Carmona, 975).

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Incluso antes de este reconocimiento legal, una antigua sentencia reconoció el valor de las creencias del pueblo mapuche como suficiente para configurar esta eximente en el caso de la nieta que mató a su abuela atribuyéndole la calidad de bruja y de causar con sus maleficios la muerte de varias personas (SCA Valdivia 7.12.1953, RDJ 52, 85).

d) El amor filial y el afecto a los animales domésticos como fuerza moral También se acepta que los estímulos derivados del amor filial pueden hacer valer esta eximente en situaciones que no podrían calificarse de estado de necesidad, por no ser el medio el único practicable para salvarlas, más allá de los supuestos de encubrimiento legalmente reconocidos, como en el caso del padre que comete un robo con fuerza en lugar no habitado para adquirir remedios para su hija enferma; y en el del acusado por el delito de rotura de sellos para retirar su propio dinero de un local clausurado, debido a que se encontraba en una situación de extrema angustia por las deplorables condiciones económicas de su familia (Etcheberry DPJ I, 310; y RLJ 59). Este reconocimiento de los afectos como estímulos nobles alcanza incluso al “inspirado por un animal doméstico”, según el fallo que estimó podría aplicarse esta eximente a quien repelió por ese motivo un ataque de otra persona a un perro (Etcheberry DPJ I, 313).

e) Motivaciones que no permiten alegar la fuerza moral Por regla general, la sola necesidad de hacer realidad las convicciones personales, evitar lo doloroso o alcanzar lo placentero no son estímulos que puedan considerarse por sí mismos motivaciones nobles que fundamenten el alegato de una fuerza moral irresistible. De aceptar un predicamento contrario, “todos [los actos] serían forzosos, pues todos realizan las acciones con vistas a aquellas cosas” y “es ridículo acusar a las cosas externas y no a sí mismo porque se es fácil presa de ellas, y [atribuirse] a sí mismo los [actos] nobles, pero [imputarles] los vergonzosos a lo placentero” (Aristóteles, Ética, 80). A este respecto la ley chilena también nos ofrece algunas indicaciones de causas que no se refieren a un derecho garantizado por la Constitución, los tratados internacionales o los afectos reconocidos por la ley y que, por su propia naturaleza no podrían constituir motivos nobles que fuercen moralmente: las pasiones relativas a la venganza y la ira (art. 11, 3.ª, 4.ª y 5.ª); la ambición pecuniaria (el “aprovechamiento” que excluye la excusa del encubrimiento de parientes, art. 17 N.º 4 inc. final); el deseo o necesidad de con-

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trolar la vida de los otros (arts. 5 y 14 Ley de Violencia Intrafamiliar). Para nuestra jurisprudencia actual, tampoco son motivos para eximir de responsabilidad el resentimiento por las conductas pasadas de la víctima (sobre todo en el plano amoroso o sexual) ni mucho menos los celos (RLJ 59). Luego, la afiliación a cultos que fundamenten sus mandatos en estos estímulos innobles no otorgaría la excusa de la fuerza moral que proviene de la libertad de conciencia y religiosa, como sería el caso fallado en los Estados Unidos de quien alegando pertenecer al culto moscovita diere muerte a su esposa por haberle sido infiel (State v. Crenshaw, 1983, en Casos DPC). Tampoco las ideas políticas o religiosas mezcladas con motivaciones políticas del llamado delincuente por convicción constituyen una fuerza moral que pueda llegar a considerarse irresistible en un régimen democrático, donde la expresión política se canaliza a través de la elección periódica de representantes y otras autoridades, junto con la protección de la libertad de expresión. Luego, la posibilidad de admitir la desobediencia civil políticamente motivada en una democracia, aunque sea pública y no violenta, se limita a los escasos supuestos en que existan actos ilegítimos de la autoridad no recurribles ante los tribunales de justicia, que es la sede donde se debe discutir su legitimidad y conformidad con la Constitución. No obstante, hay autores que han propuesto también considerar lícita la desobediencia civil pública y no violenta contra actos de autoridad que se exceden de sus facultades, sin atender a si existen formas democráticas de impugnarlos o modificarlos (Cruz C., Obediencia, 107). No obstante, de manera excepcional, en el orden latinoamericano se concede asilo a los delincuentes políticos, incluso por los delitos conexos que hayan cometido, siempre que no se trate del “homicidio o asesinato del Jefe de un Estado contratante o de cualquiera persona que en él ejerza autoridad” (arts. 315 a 317 CB). A esta contra excepción hay que agregar, ahora, que según el art. 11 de la Convención Interamericana contra el Terrorismo, de 3.6.2002, nunca podrán considerarse delitos políticos o anexos los contemplados en los siguientes tratados internacionales relativos a la materia: i) Convenio para la represión del apoderamiento ilícito de aeronaves, firmado en La Haya el 16.12.1970; ii) Convenio para la represión de actos ilícitos contra la seguridad de la aviación civil, firmado en Montreal el 23.9.1971; iii) Convención sobre la prevención y el castigo de delitos contra personas internacionalmente protegidas, inclusive los agentes diplomáticos, aprobada por la Asamblea General de las Naciones Unidas el 14.12.1973; iv) Convención Internacional contra la toma de rehenes, aprobada por la Asamblea General de las Naciones Unidas el 17.12.1979; v) Convenio sobre la protección física de los materiales nucleares, firmado

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en Viena, el 3.3.1980; vi) Protocolo para la represión de actos ilícitos de violencia en los aeropuertos que prestan servicios a la aviación civil internacional, complementario del Convenio para la represión de actos ilícitos contra la seguridad de la aviación civil, firmado en Montreal el 24.2.1988; vii) Convenio para la represión de actos ilícitos contra la seguridad de la navegación marítima, hecho en Roma el 10.3.1988; viii) Protocolo para la represión de actos ilícitos contra la seguridad de las plataformas fijas emplazadas en la plataforma continental, hecho en Roma el 10.3.1988; ix) Convenio Internacional para la represión de los atentados terroristas cometidos con bombas, aprobado por la Asamblea General de las Naciones Unidas el 15.12.1997; y x) Convenio Internacional para la represión de la financiación del terrorismo, aprobado por la Asamblea General de las Naciones Unidas el 9.12.1999.

§ 9. Miedo insuperable El miedo es, según el Diccionario, la “angustia por un riesgo o daño real o imaginario”. Aunque la existencia de algún trastorno que no llegue a constituir enajenación pueda explicar mejor la reacción de angustia que se sufre, su prueba no es una exigencia para acreditar el “impulso insuperable” en la actuación del agente (Guerra, 67). Lo relevante es esa angustia y ella es el punto de prueba, no su origen. Del mismo modo, a pesar de la importancia que tendría la prueba de la realidad del riesgo o daño por el que se padece, también puede admitirse la eximente en caso de error sobre su existencia, pues si el impulso existe, corresponde admitir la eximente, a menos que se trate de un error atribuible al agente que origine una responsabilidad a título de imprudencia, si era previsible y evitable, o incluso dolosa, si es producto de una ignorancia deliberada. Una fuente primaria del miedo son las amenazas de terceros. En este caso, la amenaza debe equivaler a una intimidación, en los términos del art. 439, esto es, debe tratarse de una amenaza actual e inminente, dirigida contra la víctima, sus medios de protección o personas relacionadas y que estén presentes o al alcance inmediato del que amenaza. De este modo, cuando la amenaza es verdadera coerción y el miedo su efecto, las eximentes se confunden irremediablemente, como demuestra la jurisprudencia nacional en la materia (Etcheberry DPJ I, 319). No obstante, su largo desarrollo como excusa en el sistema anglosajón permite una aproximación a sus límites objetivos, esto es, al extremo en que la fuerza de la coerción es irresistible o el miedo que causa insuperable, sobre la base del criterio individualizador

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aquí aceptado. Allí se afirma que la coerción permite eximir la responsabilidad penal si el acto delictivo se cometió en las siguientes circunstancias: i) otra persona amenazó con matar o lesionar gravemente al actor o a un tercero, en particular a un pariente cercano, a menos que ella cometiera el delito; ii) el actor creyó razonablemente que la amenaza era genuina; iii) la amenaza era “actual, inminente e inevitable” en el momento de cometerse el acto delictivo; iv) no había ninguna forma razonable de escapar de la amenaza, salvo mediante el cumplimiento de las exigencias del que ejerce la coerción; y iv) el actor no tuvo la culpa de exponerse a la amenaza” (Dressler CL, 12063). Por su parte, el § 35 StGB, que regula el estado de necesidad exculpante y, según la doctrina alemana dominante sería aplicable al caso de la coerción o amenaza, establece limitaciones similares: que al agente no se le pueda, “según las circunstancias”, exigir afrontar el peligro, como cuando existe una relación jurídica específica, o ha sido él quien ha causado o se ha puesto voluntariamente ante el peligro en que se encuentra (Lackner y Kühl, 253). Sin embargo, en nuestro sistema no existe la limitación normativa del inglés, que excluye la alegación de esta defensa para excusar un homicidio. Es más, incluso para delitos de genocidio, crímenes de guerra y de lesa humanidad, el art. 38 Ley 20.357, aunque impide alegar como eximente la obediencia debida, permite la de la coerción directa (o. o. Hernández B., “Comentario”, 279). No obstante, el rechazo de esta eximente en casos de homicidios (genocidio) en el derecho penal internacional podría considerarse una suerte de principio general de derecho, basado en el persuasivo argumento que, de admitirse, “se estaría permitiendo a todos los miembros de bandas terroristas conseguir siempre la impunidad” con tal de que se acredite que los jefes de la banda los han amenazado de muerte si no cometen los delitos que les ordenan, por atroces que sean (STPIY 7.10.1997, Erdemović, IT-96-22, “Pilića Farmy”). Pero el miedo también puede provenir de otra clase de temores, como los que causan los fenómenos de la naturaleza. Cuando ese temor es el de sufrir un mal que puede exculparse por la regla del art. 10 N.º 11 (estado de necesidad exculpante), se produce también una irremediable confusión de las eximentes. Además, dado el carácter psicológico de la alteración anímica en que se fundamenta la excusa del miedo, es posible imaginar otras fuentes de esa alteración, incluyendo las creencias que puedan generarla y hasta la propia credulidad del agente, como indirectamente reconoce el art. 398. En efecto, y a pesar de la constante adscripción de las reacciones fóbicas a la atenuante 1.ª del art. 11, eximente incompleta por inimputabilidad

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disminuida (RLJ 64); no es descartable que la importante alteración del ánimo y el pánico agudo y más o menos profundo que sufren quienes la padecen, pueda llegar a constituir esta eximente, en la medida que la fobia sea una verdadera enfermedad (como la agorafobia y la claustrofobia) y no una construcción cultural sin fundamento orgánico o psíquico, como en los casos de “fobias” discriminatorias (misoginia, homofobia, etc.), cuya repulsa en nuestra sociedad se manifiesta en la agravante del art. 12 N.º 21 (Ley Zamudio). En todos estos casos, parece razonable aceptar, además, como limitación general de la eximente un juicio que, precisamente, tome en cuenta las características psicológicas del agente. No obstante, parece algo extraño a nuestro sistema de derecho penal de hechos remitir esos criterios exclusivamente a la conducta anterior de los condenados, como propone parte de la doctrina, señalando como potenciales beneficiarios de la eximente solo a “aquellas personas que presentan una trayectoria profesional y ética intachable”; descartándola, en cambio, en quienes presentan “una disposición anímica a delinquir o un historial de conductas antisociales similares a las imputadas” (Pavez y Salas, “Miedo insuperable”).

§ 10. Estado de necesidad exculpante A. Concepto La introducción del art. 10 N.º 11 ha dejado como una cuestión histórica la disputa acerca de la existencia o necesidad, valga la redundancia, de concebir una causa supra legal de exculpación, diferente a los términos genéricos del art. 10 N.º 9, que recogiese situaciones de necesidad que no impliquen un estímulo externo o interno (fuerza irresistible) o una alteración anímica significativa (miedo insuperable). Al mismo tiempo, ha dado forma legal a antiguas propuestas de nuestra doctrina, que veía en la ausencia de una regulación expresa del estado de necesidad exculpante un déficit del CP nacional, que no se encontraba en legislaciones extranjeras, como la alemana (Peña W., Notstand, 201). Según esta disposición, ante la necesidad de evitar un mal grave para las personas o sus derechos, que no consista en una amenaza o agresión, es posible cometer delitos y alegar esta eximente, aunque se afecten bienes de igual o mayor valor que los pretendidamente salvados, tanto en casos de estado de necesidad agresivo (afectando bienes o terceros ajenos a la fuente de peligro) como defensivo (afectando a la persona o sus

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bienes que sean la fuente de peligro), siempre que se cumpla el resto de los requisitos: i) actualidad o inminencia del mal que se pretende evitar; ii) que no exista otro medio practicable ni menos perjudicial para evitarlo; iii) que el mal que se cause no sea significativamente superior al que se pretende evitar; y iv) que el sacrificio del bien amenazado por el mal no pueda ser razonablemente exigido al que lo aparta de sí o al tercero necesitado. La regulación parece pensada para situaciones extremas, tales como la conocida por los tribunales norteamericanos en US vs. Holmes, donde el barco norteamericano William Brown naufragó con 17 marineros y 65 pasajeros en la noche del 19 de abril de 1841, 250 millas al sureste del Cabo Race, Newfoundland, tras chocar con un Iceberg. Los pasajeros sobrevivientes y los marineros fueron distribuidos en los dos botes salvavidas existentes, quedando a cargo del Primer Oficial uno de ellos y el otro, a cargo del Capitán. En el bote más grande, a cargo del Primer Oficial, se embarcaron 8 marineros más y 32 pasajeros; en el pequeño a cargo del Capitán, otros 8 marineros y un pasajero. Contra su aparente buen estado exterior, el bote a cargo del Primer Oficial comenzó a hacer agua inmediatamente después de tomar contacto con el mar. A pesar de los esfuerzos de los ocupantes para vaciar el agua por la borda, la condición del bote fue empeorando progresivamente a medida que pasaban las horas, agravada por una lluvia incesante, por lo que alrededor de las 10 de la noche del día posterior al naufragio (casi exactas 24 horas después) el Primer Oficial ordenó a sus hombres “hacer el trabajo, o todos pereceremos”. El trabajo ordenado consistió en lanzar por la borda a 14 pasajeros hombres solteros o cuyas esposas no se encontraban en el bote. Ningún marinero fue lanzado por la borda. El bote con los sobrevivientes fue rescatado a la mañana siguiente (Circuit Court, E. D. Pennsylvania, 26 F. Cas. 360 (1842)). Otro caso similar se juzgó en Inglaterra unos años después: en The Queen v. Dudley and Stephens, tras el naufragio del Yate la Mignonette, el 5.7.1884, tres marineros experimentados y el joven de 17 años Richard Parker lograron no sin dificultades alcanzar un bote salvavidas, el que lamentablemente carecía de suficiente agua fresca y alimentos. Tras nueve días sin comer y 7 sin beber agua, el marinero Dudley, con el expreso consentimiento del marinero Stephens, dio muerte al joven pasajero, que se encontraba ya totalmente desfalleciente, y de su cadáver se alimentaron y bebieron hasta que fueron rescatados (Queen’ s Bench Division, 14, 273, 1884). La cuestión esencial que se plantea aquí es, al igual que en la fuerza irresistible, el límite de esta defensa, es decir, si puede abarcar la comisión de delitos de homicidio. Al respecto, debemos decir otra vez que nuestra

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ley no plantea limitaciones sobre la clase de mal que se pueda causar, pero el texto de la regla 4.ª del art. 10 N.º 11 no deja dudas acerca de la necesidad de una valoración racional de los deberes de soportar el peligro de cada cual. En ese sentido, las sentencias de los jueces americanos e ingleses afirmando que frente a la necesidad los marineros tienen el deber de sacrificarse y no el derecho a matar a terceros inocentes, parece correcta, pero no extensible a todos los casos, y particularmente no a aquellos donde no puede exigirse razonablemente soportar el mal a personas que no han hecho, como los marineros, alguna promesa o juramento de dar su vida por la patria o servir a los pasajeros de un buque. La idea del sorteo en tales casos parece mejor que la simple aceptación de la decisión de uno sobre la vida de otro, avalada en su fuerza física, las armas de que dispone u otra circunstancia que le favorezca fácticamente. En el famoso ejemplo de la Tabla de Carneades, parece existir un conflicto de estados de necesidad que admite dar muerte a otro: si quieren sobrevivir, los náufragos que están en igual posición jurídica deben luchar entre sí por la única tabla de salvación, pero solo uno lo logrará. Pero no se trata de un hecho “libre de valoración jurídica” donde el derecho deba únicamente aceptar el resultado del conflicto fáctico (Guzmán D., “Actividad libre”, 453). La necesidad solo excusa al náufrago que no tenga deberes especiales de protección o de sacrificio. Tampoco corresponde aquí la aceptación de un mejor derecho del más fuerte o de protección del status quo, como propone la solución basada en la idea kantiana de que mientras el que llega primero a la única tabla de salvación en un naufragio puede “defenderse legítimamente” del que se la pretende arrebatar, el segundo solo estaría “exculpado” si se la arrebata (Vargas P., “Necesidad”, 756). Una situación diferente es el caso de la eutanasia a ruego, activa o pasiva, de un enfermo terminal o irrecuperable cuyos dolores no pueden ser apaciguados por los tratamientos disponibles o respecto de cuyos padecimientos no existe tratamiento (pérdida irrecuperable de consciencia, sentidos, movilidad, funciones vitales o extremidades): si se admite que el derecho a la vida no puede imponer la obligación de sobrevivir a toda costa y que no habría otra forma de evitar los dolores o padecimientos derivados del estado en que se encuentra el paciente, dado que no se inflige un mal a un tercero y que la ley permite actuar en estado de necesidad para apartar a otro de males que no está obligado a soportar (art. 10, 4.ª), bien podría recurrirse a esta excusa en tales casos excepcionales, no cubiertos por el ejercicio legítimo de la profesión médica (Hormazábal, “Eutanasia”, 2044, aunque insistiendo también en una modificación legal que regule esta situación).

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B. Requisitos a) La situación de necesidad: el mal grave Los requisitos para conceder esta eximente (realidad o inminencia del estado de necesidad como “mal grave”, subsidiariedad y proporcionalidad de la acción salvadora y limitación de la excusa respecto de quienes están razonablemente obligados a soportar el mal) ya los hemos desarrollado al estudiarla en su faz de estado de necesidad justificante (el mal que se causa es distinto a un daño a la propiedad, pero menor al que se pretende evitar), por lo que nos remitimos allí para los detalles. Con todo, cabe destacar nuevamente que el estado de necesidad exculpante no se concede para evitar “cualquier mal”, sino únicamente “un mal grave para la persona o su derecho”, lo que parece apuntar directamente a la exigencia de que se trate de una amenaza a la vida, la integridad física y la libertad (incluyendo la sexual) de la persona o terceros necesitados. El mal debe existir, esto es, ser “actual o inminente”, lo que se entiende incorpora también los “peligros permanentes” generados por fuentes de peligro cuya actualidad está contenida por medios técnicos o eventos naturales, p. ej., la inundación que provocaría la destrucción de un dique por defectos de su construcción o la acción humana posterior, incluyendo la colocación de artefactos explosivos en su base (Santibáñez y Vargas, 199, quienes extienden este concepto, siguiendo a Roxin, al peligro que importa el “tirano doméstico”, cuya conducta es, sin embargo, una agresión y no un mal cualquiera). Si no existe, la creencia razonable en su existencia puede permitir su apreciación putativa o, si tal creencia afecta el ánimo del agente, incluso un miedo insuperable del art. 10 N.º 9.

b) Proporcionalidad limitada Respecto del requisito de la proporcionalidad, es decir, del límite de la aceptación de la eximente respecto del mal que se causa, la ley exige que no sea “sustancialmente superior al que se evita”. Esta regla se introdujo en la versión definitiva del texto, al parecer debido a la inquietud planteada por el entonces Senador A. Chadwick, proponiendo “que se requiera que exista alguna proporcionalidad justificatoria entre la situación de necesidad y el mal que se hace para evitarlo”. La ley permite, entonces, para salvar una persona de un grave mal, disponer de la vida, la integridad o la libertad de otros que no son responsables del mal que se pretende evitar (ni mucho menos agresores, caso en que

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hablaríamos de legítima defensa), incluso si únicamente la integridad física o sexual están en peligro. En este sentido, la ley nacional parece aceptar un estado de necesidad exculpante tanto agresivo como defensivo (una “pequeña legítima defensa”), cuando la fuente del peligro es otro cuya actuación no pueda o sea difícil de calificar como “agresión ilegítima” o “fuerza irresistible” y no cause un miedo insuperable (hechos imprudentes, ataques de niños e inimputables reconocidos), siempre que sea actual o inminente y no exista otro medio practicable ni menos perjudicial para evitarlas. Según nuestra legislación, ello incluye el supuesto del llamado sacrificio o muerte de un inocente o “amenaza inocente”, pues la proporcionalidad y subsidiariedad no se valoran con relación a la naturaleza u origen del mal que se trate, sino al que se causa frente al que se pretende evitar y a los medios que se disponen para evitarlo, respectivamente. Por eso, en casos reales, como la necesidad de derribar aviones secuestrados o fuera de control por cualquier causa, causando la muerte de las personas inocentes a bordo que se dirigen contra edificios habitados (lo que se puede extender a la detención violenta de cualquier medio de transporte cuya circulación cause un peligro semejante), nuestra ley exculparía su muerte si se puede calcular que de ello derivaría el salvataje de un número significativamente mayor de personas respecto de las que afectaría la previsible pérdida del medio de transporte y no existe otro medio practicable para evitarla (Politoff, “Obediencia”, 530, con referencia a los dramáticos sucesos de la Torres Gemelas de Nueva York, de 9.11.2001. O. o., Cury, “Estado de necesidad [2013]”, 253, basada únicamente en el presupuesto no establecido en la ley de la supuesta “imponderabilidad” de la vida humana. Para la discusión al respecto en el derecho comparado, v. Wilenmann, “Imponderabilidad”). Junto a estos casos, podemos mencionar los siguientes en que el mal que se causa podría considerarse sustancialmente menos grave que el que se evita: lesionar similares bienes jurídicos a los que amenaza el mal, como salvar la vida propia o de un tercero, disponiendo de la de otro (el caso de la Tabla de Carneades) o causar un aborto para salvar la vida de una mujer fuera de los casos permitidos por la Ley 21.030; afectar bienes jurídicos diferentes de la propiedad: lesionar a uno para salvar a otro, como en un trasplante forzado de un órgano no vital, o privar de su libertad a otro con ese mismo fin (como sucedería en casos de epidemias, con la adopción de cuarentenas forzadas fuera de las reglas del Código Sanitario). Se trata, por tanto, de una consideración jurídica y no moral, con independencia del juicio que cada uno tenga de lo que —desde su propio punto de vista filosófico o político— deba o no hacer en cada caso (v., una aproximación de esta clase

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en Guerra, Aproximación, 25, quien desarrolla limitaciones basadas en una teoría moral á la Nozick). Con todo, se debe admitir que, “saliendo del ámbito en que está en juego la vida, no existe mayor claridad”, por lo que la eximente parece permitir “un amplio margen de apreciación judicial” en la determinación de lo que es o no un mal “sustancialmente mayor al que se evita” (Hernández B., “Comentario”, 279).

c) Subsidiariedad Al igual que en el estado de necesidad justificante, aquí la ley exige que “no exista otro medio menos perjudicial y practicable” para evitar el mal grave. La referencia a lo menos perjudicial, sin embargo, debe hacerse exclusivamente entre los males posibles de causar para evitar el grave que provocaría el estado de necesidad, pues ya sabemos que la necesidad exculpante permite causar males mayores de los que se evitan.

d) Exclusión por deber de soportar el mal En cuanto a la limitación personal de la eximente, establecida en el art. 10 N.º 11, 4.ª, cabe reiterar aquí lo ya expresado: mientras no se exija el heroísmo como obligación de determinados roles sociales (militares, policías, bomberos, personal sanitario, etc.), es razonable imponerles el deber de soportar los riesgos inherentes a su profesión u oficio, como también lo es imponerle soportar tales riesgos a quien controla la fuente del peligro, al que voluntariamente se expone al peligro y el que lo causa intencionalmente (causa ilegítima). Además, es discutible que quienes voluntariamente asumen riesgos producto de su conducta ilícita no estén obligados a soportar las consecuencias de sus actos y puedan alegar esta eximente para exculparse de delitos contra inocentes, incluso el homicidio (o. o. Cury, “Estado de Necesidad”, 262, quien no admite la existencia del deber de sacrificar la propia vida en ningún caso). Si se trata de la salvación de la persona o derecho de un tercero, la ley chilena presenta una particularidad frente al derecho comparado, consistente en impedir el efecto eximente “en la medida en que el hecho de que, a su titular [del bien jurídico amenazado] corresponda la carga de soportar esa exposición al peligro ‘estuviese o pudiese estar en conocimiento del que actúa’” (Mañalich, “Estado de necesidad”, 737). En el caso contrario, esto es, que el salvador desconozca o no haya podido conocer el deber de soportar el mal que pesaba sobre el salvado, podría alegar la eximente, pero el salvado bien podría ser responsable por

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su eventual intervención en el hecho en alguna de las formas de los arts. 15 y 16, ya que la exculpación no se extendería a su persona (Hernández B., “Comentario”, 275).

C. Estado de necesidad y tortura En la discusión actual, admitida la ampliación del estado de necesidad al daño a otros bienes diferentes de la propiedad, el problema más relevante tiene relación con la llamada tortura de rescate, esto es, cuando se aplica para la obtención de informaciones salvadoras de vidas, como en los casos que se requiere conocer el paradero de personas secuestradas (caso Gafgen/von Metzler) o la detección y desactivación de aparatos explosivos escondidos en un lugar público y programados para estallar en un momento determinado (el caso de las ticking bombs). La respuesta al dilema así planteado es mantener como principio la prohibición absoluta de la tortura, pero admitiendo la exculpante de estado de necesidad para el funcionario que aplica “tortura de rescate” como única medida para evitar la muerte y lesiones de las potenciales víctimas de la bomba y prohibiendo la valoración de las pruebas así obtenidas (Ambos, “Tormento”, 155. En el mismo sentido, entre nosotros, Carnevali, “Terrorismo”, 138).

D. Estado de necesidad exculpante y el problema del “tirano doméstico”. Remisión Entre nosotros, se ha discutido si esta nueva eximente del art. 10 N.º 11, abarca también el caso de la muerte del “tirano doméstico” por sus víctimas mientras duerme, sin haber recurrido antes a las autoridades, entendiendo que su conducta reiterada de violencia representaba un peligro permanente no evitable de otro modo. La cuestión, sin embargo, no se agota en el rechazo de un supuesto estado de necesidad exculpante, como estudiamos al abordar este caso desde la perspectiva de la legítima defensa, tratamiento al que nos remitimos.

§ 11. Omisión por causa insuperable El art. 10 N.º 12 exime de responsabilidad al que incurre en alguna omisión, “hallándose impedido por causa legítima o insuperable”. Mientras la causa legítima corresponde a una causal de justificación, la causa insuperable concierne a la exculpación por inexigibilidad.

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A diferencia de lo que acontece con la fuerza irresistible, que ha dado lugar a discusiones en nuestra doctrina acerca de su eventual extensión a la fuerza moral, no hay discrepancia entre los autores de que el concepto de causa insuperable comprende también la vis moral (Fuenzalida CP I, 77; y Novoa PG I, 269). Por lo mismo, ha de comprender la omisión por miedo insuperable o a la que se opta como única vía para evitar un mal, aunque de ello se siga la causación de otro de igual entidad o no sustancialmente superior (estado de necesidad exculpante). Mientras en los delitos propiamente comisivos se exige por la ley que el sujeto se abstenga de una conducta determinada lo que se traduce, a lo más, en una tensión moral; en los delitos omisivos la ley exige más que ese esfuerzo moral, requiere un actuar físico, un hacer positivo. Por ello, la causa insuperable que impide hacer algo se admite más fácilmente que la fuerza moral que impulse a actuar. De ahí que este sea el lugar donde menos restricciones puede encontrar la objeción de conciencia, aunque en la experiencia histórica no siempre se acepte así, como lo demuestra el juicio de Tomás Moro (con detalle, v. Corral).

§ 12. Encubrimiento de parientes y obstrucción a la justicia en su favor El art. 17 inc. final consagra una causal de exculpación por inexigibilidad para los encubridores (favorecimiento real y favorecimiento personal), que lo sean de su cónyuge, de su conviviente civil, de sus parientes por consanguinidad o afinidad en toda la línea recta y en la colateral hasta el segundo grado inclusive, o de sus padres o hijos, a menos que intervengan para aprovecharse por sí mismos o facilitar a los culpables los medios para que se aprovechen de los efectos provenientes del delito. Por su parte, el art. 269 bis inc. final, extiende el efecto de esta causal a la participación en el delito de obstrucción a la justicia; otro tanto acontece con los delitos de omisión de denuncia del art. 175 CPP y art. 295 bis CP. Aunque es lamentable la enojosa enumeración de parientes en estos artículos, nos parece una aprensión exagerada que ello —sumado al carácter de presunción de derecho de la eximente— pueda conducir “tanto a absoluciones como a condenas absurdas” (Cury PG I, 702). Al contrario, la admisión de que en estos casos la ley ha hecho una abstracción con carácter absoluto de un motivo noble para casos especiales, mediante una presunción de derecho de su presencia una vez acreditados los lazos parentales que indica, permite afirmar que, en el resto de los casos en que ese mismo motivo exista

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será posible alegarlo para constituir la eximente de fuerza moral del art. 10 N.º 9. Especialmente, además, puede también estimarse la presencia de fuerza moral tratándose de colaboración en la evasión de detenidos (art. 299) que sean parientes de los mencionados en el art. 17 inc. final; y, a la inversa, no es posible aceptar esta excusa en los casos de aprovechamiento especialmente regulados, como los arts. 456 bis A CP y 27 Ley 19.913, pues allí el motivo pecuniario de la cooperación es tan innoble como en el N.º 1 de dicho art. 17 CP.

§ 13. Obediencia debida o jerárquica A. Generalidades La obediencia debida como exculpante se refiere a la situación del subordinado que ejecuta una orden antijurídica, pues si la orden es lícita, se trata de un caso corriente de cumplimiento del deber. Se trata de otro supuesto especial de inexigibilidad por fuerza moral (Rivacoba, “Obediencia jerárquica”, 1249). Y aquí, como en el encubrimiento de parientes, la ley normativiza o presume de derecho esa inexigibilidad de constatarse los presupuestos de su aplicación, en atención a la especial relación de subordinación existente en las fuerzas armadas, donde la desobediencia de las órdenes de servicio es constitutiva de delito (art. 337 CJM). Su particularidad es que, al eximir de responsabilidad al subordinado, la reconduce al que da la orden. Como indica nuestra Corte Suprema, cuando se trata de ordenar la comisión de delitos podemos afirmar que se emiten órdenes en el servicio, pero no propiamente “del servicio”, que no alcanza a la comisión de hechos punibles (SCS 26.1.2016, RCP 43, N.º 2, 123). Por eso, el hecho es ilícito y a su respecto existe el derecho a “defenderse legítimamente” (Labatut/Zenteno I, 109). Además, puede configurarse la tentativa desde el momento mismo en que se emite la orden y su no cumplimiento por rechazo del subordinado podría considerarse un delito frustrado, dado que quien ordena ya ha puesto de su parte todo lo que requiere para que el delito se consume, pero esto no se verifica por una razón independiente de su voluntad: la negativa del subordinado. Por ello, la emisión de esta clase de órdenes puede asimilarse a la autoría mediata por prevalimiento de las órdenes de servicio y se diferencia de la inducción propiamente tal del art. 15 N.º 2, donde se requiere el comienzo de la ejecución por parte del inducido para establecer la responsabilidad del inductor.

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B. La exculpación por obediencia debida en el ordenamiento nacional: las reglas de la justicia militar El juego de los arts. 214, 334 y 335 CJM y 38 Ley 20.357 establece que el subordinado en las fuerzas armadas no es responsable de un delito cometido en cumplimiento de una orden del servicio. De ese delito será responsable únicamente el superior que hubiere impartido la orden: i) cuando no están concertados para cometerlo y la orden no tienda notoriamente a la comisión de un delito o no consista en cometer delitos de genocidio, crímenes de lesa humanidad o de guerra; y ii) cuando, tendiendo la orden notoriamente a la comisión de un delito, el subordinado representa la orden, y el superior insiste en ella. En esos dos supuestos, la ley exculpa al subordinado, presumiendo de pleno derecho que ha actuado bajo el motivo noble de cumplir con la obligación de obedecer (o. o. Mañalich, “Miedo insuperable”, 71, para quien en tales casos el subordinado actuaría justificado por cumplimiento del deber de obediencia). Pero, como dispone el art. 38 Ley 20.357, ese motivo no existe si se trata de cumplir una orden para cometer un genocidio, torturar, hacer desaparecer personas, etc. Tampoco si el subordinado se excede en la ejecución, acuerda con el superior la comisión del hecho o si, conociendo la ilicitud de la orden, no la representa. La representación debe exteriorizar un auténtico desacuerdo con la orden, y no es bastante para la exculpación el mero “dar cuenta” o “informar” al superior que el hecho que se manda ejecutar es delictuoso (Cury PG I, 714). Se acostumbra a denominar nuestra regla de obediencia como obediencia absoluta reflexiva. Ello debido a que, por una parte, el derecho a representar del subordinado la diferencia de una obediencia ciega; y, por otra, la obligación de obedecer tras la insistencia, la distingue de la relativa, que tiene lugar cuando el subordinado está obligado a cumplir solo órdenes lícitas. Fuera de esos casos, es posible que se realicen hechos delictivos en una relación de subordinación militar o civil de carácter público, en que el actor, aun a sabiendas del carácter ilícito de la orden (o abrigando fundadas sospechas), ejecute el hecho típico y antijurídico, sin que hayan mediado representación y reiteración, pero igualmente exculpado. Ello acontecería, según la doctrina tradicional, “si la actuación ha obedecido a alguna de las razones siguientes: respeto y acatamiento al superior, temor a medidas disciplinarias, carácter perentorio de la orden, hábito a la obediencia pasiva” (Labatut/Zenteno DP I, 108). No obstante, el art. 38 Ley 20.357 limita tan amplia idea a los términos en que a cualquier particular le es inexigible otra conducta: “cuando hubiere actuado coaccionado o a consecuencia de un error” que no recaiga en el carácter ilícito del hecho, lo que debe demos-

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trarse caso a caso. Pero hay que señalar que esa coerción no puede referirse sino al miedo insuperable del art. 10 N.º 9, con relación las consecuencias fácticas del incumplimiento de tales órdenes, y no por la mera costumbre de obedecer, la existencia de una especie de temor reverencial al superior o el que se tenga a las medidas disciplinarias legalmente establecidas.

C. El problema del error acerca de la licitud de la orden Si el subordinado cree que la orden es lícita, no siéndolo, se encuentra teóricamente en una situación especial de justificante putativa que, en principio, debe tratarse del mismo modo que las restantes: se considerará como si estuviese justificado, a menos que el error fuese vencible, caso en el cual se aplicaría la pena correspondiente al delito culposo que existiera. Sin embargo, la ley ha limitado esta defensa, impidiendo su alegación en casos de delitos de genocidio y crímenes de guerra y lesa humanidad (art. 38 Ley 20.357): quien recibe la orden de matar a un prisionero sin juicio, torturar a otro, bombardear a la población civil sin necesidad militar, etc., no puede acogerse a ella. Por otra parte, no tratándose de una orden que tienda a la comisión de esos delitos, si no tiende notoriamente a la comisión de otros, los arts. 214 y 334 CJM eximen de responsabilidad al subordinado, sin atención a su posición psicológica, por estimarse de jure que está obligado a obedecer las órdenes del servicio (art. 337 CJM), lo que constituye un motivo noble para aceptar la fuerza moral que ese constreñimiento importa. Finalmente, el art. 76 CPR establece una regla excepcional, que atribuye exclusivamente a los tribunales de justicia la responsabilidad por las órdenes que emitan, imponiendo la obligación constitucional de su obediencia ciega, estableciendo que “la autoridad requerida deberá cumplir sin más trámite el mandato judicial y no podrá calificar su fundamento u oportunidad, ni la justicia o legalidad de la resolución que se trata de ejecutar”. Cuando estas órdenes son ilícitas, el juez que las emite responderá penalmente si ellas son constitutivas de algún delito (p. ej., prevaricación de los arts. 223 a 225), pero el rango constitucional del mandato de obediencia hace que incluso frente a su ejecución no sea posible alegar legítima defensa, pues los funcionarios que la ejecutan carecen de facultades para dejar de hacerlo. No obstante, el art. 82 CPP ha morigerado esta obediencia ciega en el ámbito de la justicia criminal, al disponer que “el funcionario de la policía que, por cualquier causa, se encontrare impedido de cumplir una orden que hubiere recibido del ministerio público o de la autoridad judicial, pondrá inmediatamente esta circunstancia en

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conocimiento de quien la hubiere emitido y de su superior jerárquico en la institución a que perteneciere”, agregando que, en este caso, “el fiscal o el juez que hubiere emitido la orden podrá sugerir o disponer las modificaciones que estimare convenientes para su debido cumplimiento, o reiterar la orden, si en su concepto no existiere imposibilidad”. De este modo, como la causa por la que no se puede cumplir el mandato puede ser, perfectamente, su ilicitud (“cualquier causa” dice la ley), el legislador reconoce que el policía subordinado al poder judicial no está obligado a cumplir una orden ilícita, salvo su reiteración por la autoridad judicial, la que, al igual como sucede en los casos previstos en el CJM, libera al funcionario de la prueba acerca del efecto psicológico que dicha orden habría causado en su capacidad para actuar conforme a derecho.

D. Inexistencia de la exculpación en el ordenamiento civil Aunque el EA establece un sistema parecido al del CJM para los funcionarios públicos, quienes también deben cumplir las órdenes en caso de reiteración, quedando exentos de responsabilidad (arts. 55 f) y 56), tales disposiciones no pueden entenderse comprensivas de órdenes ilegales que impongan la ejecución de un delito. La Corte Suprema resolvió al respecto, categóricamente, que los servidores del Estado no están obligados por ley alguna a cumplir órdenes que importen la comisión de delitos, y si lo hacen, responderán personalmente, sin perjuicio de la responsabilidad que recaiga sobre el superior conforme al art. 159 (SCS 29.3.2000, GJ 249, 113). Otro tanto cabría decir del art. 226 que, en el caso de “órdenes manifiestamente ilegales” de un superior jerárquico, exime de responsabilidad a los jueces y fiscales que, luego de haber representado su ilegalidad y suspendido su ejecución, deban cumplirla por habérseles insistido en ella por el superior. Otra cosa es que, como reconoce el art. 38 Ley 20.357, la orden vaya acompañada de un contexto de coerción o error, que solo puede ser entendido en el sentido de intimidación del art. 439 o un engaño que permita al subordinado alegar miedo insuperable o falta de dolo en su conducta. Si esta eximente no se admite en casos de evidente subordinación, como la existente en el ámbito de la administración civil, parece poco probable que tenga éxito respecto de particulares sujetos a relaciones laborales que también suponen subordinación y dependencia (art. 2 Código del Trabajo). Sin embargo, para los trabajadores también es válida la alegación de la existencia de una amenaza que los constriña al seguimiento de órdenes ilícitas

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o, sin ella, que el miedo a perder el trabajo surta semejante efecto, según el art. 10 N.º 9, si se prueba debidamente. Y, por cierto, también podrán alegar un error que excluya el dolo, tanto sobre las condiciones materiales de ejecución de la orden como sobre la licitud de su contenido.

CUARTA PARTE

FORMAS ESPECIALES DE APARICIÓN DEL DELITO

Capítulo 9

Iter criminis o grados de desarrollo del delito Bibliografía Ambos, K., “Joint Criminal Enterprise and Command Responsibility”, en Journal of International Criminal Justice 5, 2007; Artaza, O., “Caso ‘Conspiración con agente encubierto’”, Casos PG; Bullemore, V., “De un género particular de delitos”, Beccaria 250; Caballero, F., “Tentativa inidónea y su punibilidad en el derecho español”, REJ 13, 2010; Carnevali, R., “Criterios para la punición de la tentativa en el delito de hurto a establecimientos de autoservicio. Consideraciones políticocriminales relativas a la pequeña delincuencia patrimonial”, RPC 1, N.º 1, 2006; Contardo, “Crítica a la estructuración del iter criminis en la legislación penal chilena”, LH Novoa-Bunster; Cury, E., “La teoría del principio de ejecución en la tentativa” y “Desistimiento y arrepentimiento activo”, Clásicos RCP II; Tentativa y delito frustrado, Santiago, 1977; Fernández G., M. A., “Inconstitucionalidad de responsabilizar penalmente al agente encubierto”, Doctrinas GJ II; Garrido, M., Etapas de ejecución del delito. Autoría y participación, Santiago, 1984; Guzmán D., J, “O delito experimental”, R. Portuguesa de Ciência Criminal 18, N.º 1, 2008; Katyal, N., “Conspiracy Theory”, Yale Law Journal 112, 2003; Londoño, F., “El caso de la ‘llave de gas del frustrado suicida-parricida’”, Casos PG; “Estudio sobre la punibilidad de la tentativa con dolo eventual en Chile ¿Hacia una noción de tipo penal diferenciado para la tentativa?, RCP 43, N.º 3, 2016; Mañalich, J. P., “La tentativa y el desistimiento en el derecho penal. Algunas consideraciones conceptuales”, REJ 4, 2004; “¿Incompatibilidad entre frustración y dolo eventual? Comentario a la sentencia de la Corte Suprema en causa rol 19.008-17”, REJ 27, 2017; “La tentativa de delito como hecho punible. Una aproximación analítica”, RChD 44, N.º 2, 2017; “Tentativa, error y dolo. Una reformulación normológica de la distinción entre tentativa y delito putativo”, RPC 14, N.º 27, 2019; Matus, J. P., “La responsabilidad penal por los hechos colectivos. Aspectos de derecho comparado y chileno”, en AA.VV., El derecho penal continental y el anglosajón en la era de la globalización, Santiago, 2016; Mera, J. “Comentario a los arts. 7 a 9”, CP Comentado I; Ortiz Q., L., “Desistimiento de la tentativa y codelincuencia”, LH Etcheberry; Náquira, J., “¿Tentativa con dolo eventual?, LH Solari; Politoff, S., “El agente encubierto y el informante “infiltrado” en el marco de la Ley N.º 19.366 sobre tráfico ilícito de estupefacientes y sustancias sicotrópicas”, en Politoff, S. y Matus, J. P. (Coords.), Tratamiento penal del tráfico ilícito de estupefacientes, Santiago, 1998; Los actos preparatorios del delito. Tentativa y frustración. Estudios de dogmática penal y de derecho penal comparado, Santiago, 1999; Ramírez G., M.ª C., “La frustración en los delitos de mera actividad a la luz de determinadas sentencias”, R. Derecho (Valparaíso) 26, N.º 1, 2005; Riquelme, E., “El agente encubierto en la ley de drogas. La lucha contra la droga en la sociedad del riesgo”, RPC 1, N.º 2, 2006; Schürmann, M., “¿Qué entendemos por tentativa inidónea impune? Una revisión de la doctrina

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y jurisprudencia chilenas”, LH Etcheberry; Vera, J. S., “Frustración en los delitos de mera actividad”, R. Ius Novum 1, 2008.

§ 1. Generalidades A. La sanción de la tentativa y los actos preparatorios como extensiones de la punibilidad La teoría del delito estudiada en los capítulos anteriores puede resumirse como aquella que establece los presupuestos de la responsabilidad penal individual por delitos consumados, descritos en las normas de la parte especial del CP y en las leyes especiales (art. 50). Esto corresponde a la garantía del principio de legalidad del art. 19 N.º 3 inc. 8 CPR, en el sentido que solo son punibles las conductas expresamente descritas en la ley como tales. Luego, según esta garantía, en principio solo sería posible sancionar a una persona cuando ha realizado completamente la conducta descrita en el tipo penal. Ello supone la prueba de que el acusado realizó una conducta que lesionó o puso en peligro el bien jurídico protegido por el tipo penal respectivo, en la forma descrita en la propia ley, aunque no haya obtenido los eventuales propósitos ulteriores que perseguía (agotamiento del delito). Así, el delito de hurto (art. 432) se consuma con la apropiación de la cosa ajena, sin la voluntad de su dueño y con ánimo de lucro, tanto si el delincuente sacó el provecho que buscaba de la cosa sustraída, como si la extravió en su fuga. Y, por su parte, el envenenamiento de aguas de curso corriente para el uso público se consuma con la introducción de venenos o sustancias capaces de provocar “muerte o grave daño a la salud” en el surtidor de agua potable de una localidad (art. 314), sin esperar a la producción de un daño efectivo a la vida o salud de las personas que usan esa agua. En consecuencia, la garantía del principio de legalidad impone que a la descripción de los delitos de la parte especial del CP y de las leyes especiales se añadan disposiciones legales que expresamente extiendan la punibilidad a hechos no consumados, estableciendo los requisitos para su sanción y señalando las penas que correspondan imponer en cada caso. En nuestro sistema legal, esa es la función que cumplen los arts. 7, 8 y 51 a 55, respectivamente. Así, en virtud de lo dispuesto en el art. 7 y 8, se sancionan no solo el crimen o simple delito consumado, sino también el frustrado y el tentado, excluyéndose las faltas (art. 9, salvo la del art. 494 bis) y, en los casos especialmente previstos por la ley, la proposición y la conspiración para cometerlos.

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Según estas disposiciones, por una parte, existe tentativa (y eventualmente frustración punible) cuando se “da comienzo a la ejecución del delito por hechos directos” sin que el hecho se consume. Y, por otra, la proposición y la conspiración para cometer un delito son punibles solo si al menos quien a resuelto cometerlo, propone su ejecución a otro. Luego, en su límite superior, exigen que el delito no esté consumado para su aplicación. En los delitos de resultado y, sobre todo, en aquellos en que la ley solo describe el resultado de la conducta, falta la consumación cuando no se produce el resultado punible, p. ej., no muere la víctima de la acción dirigida a matarle en el caso del art. 391; o bien cuando, produciéndose el resultado causalmente, no es imputable objetivamente al acusado, p. ej., por la intervención de un tercero o de la propia víctima en la alteración del curso causal. Por otra parte, en los delitos formales o de mera actividad y en los de peligro, donde la descripción de la conducta punible no incluye un resultado, la conducta desarrollada por el acusado no será punible como delito consumado cuando coincide solo parcialmente con aquella descrita por la ley o solo puede describirse como una que conduciría a su realización, como sucedería en el ejemplo del art. 314, si quien pretende envenenar el agua de uso público es repelido por la autoridad antes de introducir en ella las sustancias nocivas que porta al efecto. Pero, en cambio, no es tan sencillo determinar cuándo se estará ante el comienzo o principio de la ejecución punible de un delito. Al respecto, lo único seguro es que, en su límite inferior, la simple ideación del delito o la resolución de cometerlo sin comunicarla a terceros ni realizar cualquier conducta que la exteriorice no es dar comienzo a su ejecución. Esto se conoce como la fase interna del iter criminis. Esta fase es absolutamente impune no solo por razones teóricas, sino principalmente por no constituir conductas en los términos del art. 19 N.º 3 inc. 8 CPR, sino pensamientos no manifestados a terceros, cuya sanción es incompatible con la existencia de un sistema republicano que, para ser tal, debe aceptar un mínimo de libertad personal como fundamento político de su existencia. Sin embargo, a partir de cuándo es punible la exteriorización de esas resoluciones de cometer un delito, es materia de un amplio debate doctrinal, en el que tenemos que distinguir entre la fundamentación de la sanción de la tentativa y la de los actos preparatorios. Respecto de la primera podemos observar tres teorías fundamentales: la objetivo-formal, las subjetivas y la objetivo-material, que expondremos a continuación, por su importancia práctica. En cuanto a la fundamentación de la sanción de los actos preparatorios, parece predominante la referida a la mayor peligrosidad del actuar conjunto, como se verá al tratar más adelante la materia.

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B. El fundamento de la sanción de la tentativa y la frustración a) Teoría objetivo-formal Según la teoría objetivo-formal, solo habría principio de ejecución punible en la “realización parcial de lo que corresponde en rigor al sentido del tipo legal”, como sucedería cuando se ejerce la fuerza o intimidación sobre la víctima, descritos en la ley como medios para forzar su voluntad en la violación del art. 361 N.º 1 y en el robo del art. 436; o se “entra” con “escalamiento” del art. 440 N.º 1 al lugar habitado, sin todavía salir de él con las especies que se pretenden sustraer (Politoff, Actos preparatorios, 193). Aunque este excesivo formalismo se ha atribuido a Beling, ello no da cuenta de su última aproximación al tema, donde reconoce que la tentativa presupone la falta de realización del tipo y, por tanto, se trata de comportamiento “referidos” al tipo, pero no “adecuados” o “parte de” (Mañalich, “Aproximación analítica”, 468). En su versión como “realización por parte del tipo” al tipo, la teoría objetivo-formal es de fácil aplicación cuando la ley fracciona la descripción típica en diferentes hechos que describe con relativo detalle, como en los ejemplos propuestos. Sin embargo, conduce a perplejidades insalvables en el resto de los casos: quien prepara un incendio en el sótano de un edificio habitado, pero no llega a prender fuego al combustible al ser descubierto por terceros con la mecha encendida en sus manos, no podría considerarse que ha dado comienzo a la ejecución de un incendio del art. 474, ya que no ha puesto fuego en el edificio. Tampoco comenzaría a ejecutar un homicidio quien ha preparado un dispositivo explosivo en un vehículo, pero no ha comenzado a accionar el mecanismo detonador. Y podemos discutir al infinito cuándo comienza realmente el homicidio: ¿al preparar el arma, asegurarla, apuntar o disparar? Además, el art. 7 no se refiere a la ejecución de hechos comprendidos en la descripción del delito, sino a dar comienzo a su ejecución por hechos directos. Luego, dada esta extensión legalmente establecida a hechos diferentes de los comprendidos en el tipo penal, no es posible aceptar que la teoría objetivo-formal sea la única constitucionalmente válida, como afirma alguna doctrina (Mera, “Comentario”, 145). El art. 7 es también ley y puede, bajo el amparo constitucional, ampliar la punibilidad a hechos que llevan directamente a la ejecución de un delito, aunque el tipo penal no se ha realizado siquiera en parte.

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b) Teorías subjetivas Para determinar cuándo esos hechos que no son parte de la realización del tipo penal podrían considerarse punibles, las teorías subjetivas ponen el acento en la representación del autor como fundamento de la punibilidad y, por tanto, el criterio para el establecimiento de lo que ha de entenderse por tentativa punible sería la existencia de una “resolución de consumar el delito” o del “propósito de transgredir la norma penal” exteriorizados de cualquier forma (Garrido, Etapas, 89). Este criterio invierte la exigencia de la responsabilidad subjetiva como límite de la imposición de las penas (principio de culpabilidad), transformando la subjetividad del agente en el fundamento de la sanción. Luego, cuando no exige más que cualquier exteriorización de una voluntad contraria a derecho, conduce a la práctica disolución del principio de legalidad y de toda referencia objetiva (probatoria) que vincule el hecho punible con el peligro o daño que la ley pretende evitar. Consecuentemente, considera punible no solo toda tentativa inidónea y acto preparatorio que exprese la voluntad contraria a derecho, sin vinculación directa a la descripción típica del delito cuya consumación se perseguiría, sino también —en el extremo— la de casos tan disparatados como el intento de abortar de una muchacha que se creyó embarazada por un beso (Politoff, Actos preparatorios, 110). La peligrosa asimilación entre las ideas morales y religiosas con este criterio ya fue denunciada por los reformadores del siglo XVIII (Beccaria, 224) y, ahora, desde el punto de vista de la exigencia de la tipicidad (objetiva) como fundamento de la punición, incluso por autores finalistas (Bullemore, “Género”, 442). Sin embargo, las teorías subjetivas puras o llevadas a su extremo no han tenido acogida entre nosotros, donde parte importante de la doctrina admite solo su versión limitada, según la cual para afirmar la tentativa se debe determinar si con su conducta el agente “ha iniciado o no, objetivamente, la forma de ejecución de la acción descrita por el tipo de delito consumado que corresponde al modo de realización planeado por él” (Cury PG, 560). A similares resultados conducen las diferentes variaciones de las teorías expresivas o comunicativas de la tentativa, basadas en la idea de la perturbación que la expresión de una voluntad racional contraria a derecho produce en la confianza en la vigencia de las normas. La amplia aceptación en Chile de esta teoría subjetiva limitada está, sin duda, influida por su también amplio dominio en la doctrina y jurisprudencia alemanas, donde encuentra respaldo legal en el §23 StGB, que solo establece una rebaja facultativa para la tentativa y, aunque en ciertos casos permite también abstenerse de imponer pena al delito absolutamente imposible, no distingue en la medida de la pena entre tentativa y frustración —tentativa inacabada y acabada,

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según sus términos— (Casos DPC, 193, con referencias también al sistema norteamericano, donde el art. 5.5.1 del Model Penal Code establece un sistema similar). En el extremo, el carácter facultativo de la rebaja de la pena en los delitos tentados frente a los consumados y el fundamento subjetivo que para ello se presenta (en ambos casos existe una única conducta contraria o infiel al derecho, que desconoce la vigencia de las normas o que expresa la voluntad criminal del agente), ha llevado a que más de algún autor conciba la consumación entendiendo que la producción del resultado sería una mera condición objetiva de punibilidad sin vinculación con la subjetividad del agente (v. una exposición crítica de estas teorías en Politoff, Actos preparatorios, 243).

c) Teoría objetivo-material Puesto que “es innegable que una interpretación puramente o fundamentalmente subjetiva no corresponde ni a las palabras de la ley ni al espíritu de nuestro Código, concebido con arreglo al criterio liberal que exige una afectación significativa del mundo exterior, en la forma de un daño o peligro, de la que, en buena medida, hace depender la punibilidad”, y que “una interpretación que haga residir el fundamento de la punibilidad de la tentativa en un ánimo hostil al derecho y en que la exteriorización del mismo solo se exigiera por motivos de prueba sería una extrapolación de doctrinas extrañas a nuestra tradición” (Politoff, Actos preparatorios, 191), rechazamos las teorías subjetivas como fundamento de la punibilidad de la tentativa. En consecuencia, la extensión del ámbito de lo punible a hechos anteriores a la realización total o parcial del tipo penal, solo puede fundamentarse en un criterio objetivo-material ex ante que, tomando como punto de partida las potenciales formas empíricas de realización cada uno de los tipos penales de la parte especial, “incluya en el ámbito del principio de ejecución aquellos actos que, aunque limítrofes respecto de la conducta típica, estén tan unidos a ella que, según la experiencia común representen un peligro inminente para el bien jurídico tutelado” (Politoff, Actos preparatorios, 196). Este criterio, que distingue entre la ejecución actual y la inminente de un delito, se recoge expresamente en el art. 10 N.º 4, que autoriza la defensa legítima en ambos casos (Etcheberry DP II, 62). Sobre esta base, las ideas de identificar los hechos que configuran la tentativa de un delito como actos unívocos de ejecución, la exigencia de la prueba de la aptitud para la consumación del delito del curso causal desencadenado, la consideración de los conocimientos propios del autor y hasta de su plan o representa-

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ción, deben considerarse como recursos heurísticos y probatorios, que no resultan determinantes por sí solos para establecer la existencia del peligro objetivo de consumación del delito, pero que ayudan a establecer su probabilidad objetiva de realización (sobre cada uno de los criterios enunciados v. Carrara, Programa § 358; Novoa PG II, 122; y Carnevali, “Criterios”, 12, respectivamente). Las principales consecuencias prácticas de admitir un modelo objetivo como el propuesto para fundamentar la punibilidad de la tentativa, contrarias a lo propuesto por las teorías subjetivas, son la aceptación de la impunidad del delito imposible o tentativa absolutamente inidónea y del castigo excepcional de los actos preparatorios (Labatut/Zenteno DP I, 182). En cuanto a las penas aplicables, esta distinción objetiva justifica también una objetiva diferencia en la sanción a imponer, como hace nuestro CP, al establecer rebajas punitivas obligatorias de uno o dos grados, según que los hechos se califiquen de frustrados o tentados. Así, respecto del delito imposible o tentativa inidónea, por falta absoluta de objeto, medios o sujetos, entendemos que es suficiente para rechazar su castigo, con independencia de la voluntad contraria u hostil al derecho del agente, el hecho de que su sola definición impide hablar de un comienzo de ejecución por hechos directos encaminados a la consumación del delito que constituyan un peligro de su realización o de lesión o perturbación del bien jurídico ex ante (Caballero, “Tentativa inidónea”, 130). Por otra parte, el carácter excepcional del castigo de los actos preparatorios aparece en el art. 8, donde se los limita a actos que cumplen el requisito adicional de aumentar el peligro de realización de determinados delitos mediante la intervención de dos o más personas. En todos los otros casos que se han querido sancionar actos preparatorios individuales o hechos indirectos de ejecución, la ley lo hace también de manera especial, p. ej., tipificando el porte de objetos conocidamente destinados al robo en el art. 445. Finalmente, la diferenciación objetiva entre tentativa y consumación y entre las penas previstas para ambos casos es también relevante desde el punto de vista político criminal, pues permite justificar más coherentemente que las doctrinas subjetivistas la existencia de la defensa del desistimiento como eximente de la pena, con independencia de si el sujeto se desiste por conveniencia o por cualquier otra razón diferente a un reconocimiento de la vigencia o validez del derecho y su fidelidad al mismo, pues si “la importancia de estorbar un atentado autoriza la pena”, “como entre este y la ejecución puede haber algún intervalo, la pena mayor reservada al delito consumado, puede dar lugar al arrepentimiento” (Beccaria, Delitos, 214).

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No obstante, aquí estamos ante una diferencia más bien teórica, pues también en sistemas subjetivos, como el alemán, el desistimiento voluntario se admite como defensa que exime de toda pena (§ 24 StGB), lo que refuerza su interpretación como una fórmula subjetiva, pero limitada.

§ 2. Tentativa A. Tipicidad El art. 7 describe la tentativa, en su primera parte, como “dar principio a la ejecución de un crimen o simple delito por hechos directos, faltando uno o más para su complemento”. Al exigir dar principio a la ejecución del hecho, la ley impide la sanción a título de tentativa de toda idea o resolución criminal no externalizada, pero no se refiere a una parte del tipo, como proponía la teoría objetivo-formal: el hecho al que se extiende la punibilidad es, por cierto, uno que puede verse como parte de la realización del tipo, pero también los anteriores que conducen a ella, creando un peligro de su realización: disparar un arma no es comenzar a matar, pero si el tiro se hace a una distancia que puede herir a una persona sí es tentativa de homicidio punible, al crearse objetivamente el peligro de realización del tipo penal, según el destino del disparo. Además, debe ser el caso de que, por cualquier razón objetiva, independiente de la representación o capacidades del agente, ese peligro de realización no se produce, faltando uno o más actos para que el delito se consume. Si no falta acto alguno, pero de todas maneras el delito no se consuma, estamos ante una frustración: el delincuente puso todo de su parte para la consumación, pero no se produce por una causa independiente de su voluntad. La descripción de aquello en que consisten los hechos tentados se obtiene de unir el contenido del art. 7 con el respectivo tipo penal consumado consagrado en la ley. Así, p. ej., en el robo (art. 432), una tentativa punible consiste en dar principio a la ejecución de la apropiación de una cosa mueble ajena, sin la voluntad de su dueño y con ánimo de lucro, usando violencia en las personas, por hechos directos (RLJ 36). Pero la precisión de lo que sea el principio de ejecución por hechos directos de cada delito en particular depende de su propia configuración típica y es un problema de la parte especial: “No hay ‘comienzo de ejecución’ válido para todo el derecho penal; hay comienzo de ejecución de homicidio, de hurto, de robo, de apropiación indebida, etc.” (Cury, “Principio de ejecución”, 1097). Aún así, es importante reiterar que no todos los actos de tentativa constituyen

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la realización de parte del tipo penal (propuesta objetivo-formal), sino que también la constituyen hechos anteriores al comienzo de esa ejecución, pero conectados con ella por el peligro material de su realización en las circunstancias concretas en que se ejecutan (causalidad hipotética), según una apreciación objetiva de la representación del agente y teniendo en cuenta sus capacidades y conocimientos. Así, se estimó que hacer un forado para entrar a un lugar no habitado era una tentativa de escalamiento del art. 440 N.º 1, aunque los responsables hubieran sido sorprendidos antes de empezar a entrar al lugar del robo (SCA Temuco 19.2.2016, RCP 43, N.º 2, 255, con nota crítica de A. Rojas) por el peligro de consumación (los responsables estaban a punto de ingresar), antes que referirla a la sola evidencia de la intención manifestada. La naturaleza del acto externo debe ser la de un movimiento corporal o acción anterior a la consumación. Esta exigencia hace imposible concebir la tentativa en los delitos de omisión, pues por resuelto que se tenga hacerlo, no es posible comenzar a omitir antes del momento en que es obligatorio actuar y no se hace lo que se espera (quien desea apropiarse de cosas que provienen de un naufragio no comete tentativa del delito del art. 448 inc. 2 por acercarse a la playa todos los días hasta que ve uno: solo cuando toma la cosa proveniente del naufragio nace la obligación de entregarla a la autoridad). En cambio, en los delitos de omisión impropia, en la medida que la conducta puede fraccionarse y aparecer hechos positivos que excluyen terceros potenciales salvadores, es posible la tentativa desde que se da comienzo a la ejecución de tales hechos. Tampoco parece posible la tentativa en los delitos de expresión, donde se sanciona la manifestación de un mensaje falso, una amenaza, la solicitud de un hecho ilícito o un insulto (arts. 206, 248, 296, 416, p. ej.). Cuando la expresión pensamientos sancionada es oral, solo cabe la impunidad (cogitationem poenam nemo patitur) o la consumación. En cambio, si la expresión es por escrito o mediante una grabación, es imaginable la tentativa y aún la frustración desde el momento que el agente pone todo de su parte que el delito se realice (poner por escrito el pensamiento y enviarlo a su destinatario). Por ello, hay que convenir en que el criterio del fraccionamiento para determinar la posibilidad de una tentativa no puede referirse únicamente al del tipo penal, que correspondería con la teoría objetivo-formal, sino a la posibilidad de ejecución de actos anteriores a su realización que importen un peligro objetivo de consumación del delito que se trate. Esta posibilidad es una cuestión empírica, dependiente tanto de la descripción del delito como de las posibilidades y formas de su realización material pero, en ningún caso, de la sola literalidad de los tipos penales. En el ejemplo clásico de los delitos de resultado puro, la

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muerte de la víctima es instantánea, no admite fraccionamiento y mientras no se produce no se puede afirmar que se ha cometido un homicidio, pero se acepta retrotraer la sanción de la tentativa a los hechos anteriores a esa muerte que supongan un peligro de consumación: apostarse con el arma a esperar que llegue la víctima, apuntar, disparar. Solo en contados casos podrá afirmarse que un delito determinado no admite tentativa porque, según su descripción típica, la conducta descrita en la ley como delito no admite fraccionamiento (RLJ 36). Pero la ley exige algo más que la externalización de la conducta para afirmar la tentativa. Se requiere que esos actos de ejecución sean vistos como “hechos directos”, esto es, según la teoría objetivo-material aquí propuesta, que estén directamente encaminados a la realización del tipo penal o pongan en peligro el bien jurídico respectivo, siempre que se encuentren en inmediata conexión espacio temporal con la consumación (RLJ 36). Los criterios de “oportunidad-para-la-acción” e “inmediatez” propuestos por la teoría analítica podrían servir de elementos heurísticos para esta determinación, pero no mucho más, ya que afirmar que una persona “se encuentra en posición de producir la muerte de otro ser humano” o “de condicionar, mediante engaño, una disposición patrimonial perjudicial para otra persona”, no parece resolver la cuestión de en qué consiste estar en esa posición si ella no se vincula con un peligro real de consumación, por mucho que desde el punto de vista analítico se quiera negar la relevancia de ese peligro para afirmar la tentativa (v., sobre dicha teoría, Mañalich, “Inicio”, 826 y 833). Según la ley chilena, no es un hecho directo el porte de los instrumentos del delito, aunque se trate de aquellos conocidamente destinados a su comisión, pues ha establecido tres tipos especiales para los casos que ha supuesto de suficiente gravedad y que no estarían incorporados en el concepto de tentativa punible: el porte de armas prohibidas en la Ley 17.798; el de “llaves falsas, ganzúas u otros instrumentos destinados conocidamente para efectuar el delito de robo” (art. 445); y el de “artefactos, implementos o preparativos conocidamente dispuestos para incendiar” (art. 481). Tampoco lo es la fabricación de tales instrumentos (en el caso de las falsificaciones, la de los cuños, planchas, etc., destinados a falsificar monedas y billetes, se pena especialmente en el art. 181). De allí que, correctamente, se estimó como actos preparatorios impunes de falsificación la fabricación y posesión de formularios de revisión técnica en blanco (RLJ 36). Sin embargo, la facilitación de los instrumentos con que se comete el delito constituye una forma de autoría, si existe concierto al efecto (art. 15 N.º 3); o mera complicidad, si ese concierto no existe o el medio facilitado no es el que se emplea para realizar el tipo penal, pero sirve a ello, siempre que exista conocimiento de

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su utilización ilícita (art. 16). Pero, en ningún caso, son hechos directos de ejecución, en el sentido de nuestra ley, proponer a otro la comisión de un delito y ni siquiera acordarla si no hay un acto exterior adicional, figuras que el art. 8 denomina proposición y conspiración y que solo se castigan de manera excepcional. En cambio, sí puede considerarse como hecho directamente encaminado a la consumación la realización de parte del tipo penal, cuando su descripción lo permite, como hace el art. 444 cuando presume que el que entra por vía no destinada al efecto a un lugar habitado ejecuta una tentativa de robo, según el criterio objetivo-formal. Pero no todos los delitos se describen de manera que sea posible afirmar que una conducta es parte de su ejecución formal o que realizan inmediatamente la descrita en el tipo. No es fácil advertir cuándo formalmente se comienza a privar de libertad a otro o a darle muerte. Incluso quien ha dispuesto los artefactos incendiarios y se apronta a prenderles fuego, no ha dado aún comienzo a la ejecución formal del incendio, como tampoco ha iniciado formalmente un robo quien fuera del lugar donde pretende entrar forcejea con la puerta. Por otra parte, quien comienza a someter físicamente a otro puede estar dando inicio a la ejecución de un secuestro (art. 141) o de una violación (art. 361). Por tanto, de acuerdo con el criterio objetivo-material aquí adoptado diremos que hechos directos de ejecución son aquellos que representan un peligro de consumación del tipo penal de referencia, de acuerdo con las particularidades de su descripción típica, que no consistan en la adquisición o porte de los instrumentos para su comisión o en la sola manifestación verbal de la resolución de cometerlos, salvo en los casos de delitos especiales que sancionan tales hechos. Pero sí es posible estimar que existe un peligro de consumación en los casos de autoría mediata, desde el momento en que el autor toma el control de la voluntad del instrumento. No obstante, solo el conjunto de la prueba ayudará a dilucidar en cada caso la existencia o no de ese peligro, mediante un juicio ex ante que queda entregado a la apreciación de los jueces del fondo (RLJ 36). Nuestra jurisprudencia ha considerado, en un uso más bien intuitivo de estos conceptos, que un disparo fallido contra otro es una tentativa si la falla es producto de la mala puntería del agente; y que llevar a una mujer a un sitio eriazo y quitarle las ropas es tentativa de violación, aun “cuando ni siquiera se han aproximado los sexos” por la resistencia opuesta (RLJ 37). Es importante señalar que esta concepción objetivo-material de la tentativa importa un análisis fáctico independiente de las intenciones del agente: si, p. ej., la intención de matar está demostrada por un reconocimiento, la declaración que se hace a un tercero, o ello se infiere de motivos poderosos

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para la actuación (el dinero que se recibirá de una herencia, p. ej.), es irrelevante para la tipicidad de la tentativa (y de la frustración), si ese ánimo o intención no se manifiesta en la ejecución de hechos directos de ejecución del homicidio (tentativa) y, para el caso de la frustración, si no se pone de parte del agente todo lo necesario para que la muerte de su víctima se produzca.

a) Imputación objetiva en tentativa de delitos de resultado: impunidad de la tentativa absolutamente inidónea y del delito putativo Al respeto, es dominante entre nosotros la doctrina objetiva, según la cual los supuestos de tentativa absolutamente inidónea o delito imposible debieran considerarse hechos impunes si, en un juicio ex ante, no generan un riesgo de consumación de un delito o afectación al bien jurídico en el caso concreto, por faltar el objeto o ser absolutamente inidóneo el medio que se pretende emplear; salvo aisladas propuestas en contrario (Cury, Tentativa, 178, desde el punto de vista finalista; y, ahora, desde la teoría analítica de Mañalich, “Tentativa”, 325). Lo mismo aplica al caso de la tentativa de delito putativo, imaginario o error de prohibición al revés, en perjuicio del agente. La tentativa es absolutamente inidónea cuando mediante un juicio ex ante se determina que el fracaso del agente se debe a la absoluta falta o inexistencia del objeto de la acción, a la absoluta ineficacia del medio empleado para conseguir el fin a que se destinó, o a la inidoneidad del sujeto activo o pasivo, con total independencia de sus conocimientos, la firmeza de sus intenciones o lo detallado de sus planes: “un hombre que hiere a un muerto creyéndolo dormido; otro que administra una sustancia inofensiva creyéndola venenosa; y un tercero que intenta sustraer una especie de su patrimonio creyéndola ajena, no pueden ser castigados como reos de tentativa” (Fuenzalida CP I, 21). De esta forma, se absolvió a quien creyendo cumplir el encargo de llevar cocaína a un reo, llevaba un polvo inocuo; se estimó imposible cometer aborto, si las manipulaciones se llevaron a cabo cuando el feto estaba ya muerto; y un fallo de 1890 estimó imposible cometer robo con violencia en las personas, si los actos de violencia para apoderarse de unas prendas de vestir, tuvieron lugar cuando la víctima, que los delincuentes suponían viva, había fallecido anteriormente (RLJ 39, y Etcheberry DPJ I, 472). Tampoco comete incesto el que yace con quien cree su hermana sin serlo, ni puede prevaricar quien dicta sentencias en su escritorio, sin ser juez. En cambio, un error en la ejecución, su descubrimiento antes de llevarla a término o el hecho de que la propia víctima evite el daño o no se pro-

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duzca por el acaso o la intervención de terceros, no constituyen tentativas imposibles si mediante un juicio ex ante, se determina que, considerando los conocimientos y características del agente, los medios que emplea y las circunstancias en que comienza la ejecución del hecho, era probable su realización de no mediar ese error, descubrimiento o evitación. Por ello, debe rechazarse la tesis que defiende entre nosotros la impunidad de la tentativa relativamente idónea sobre una estricta consideración ex post de su peligro (Mera, “Comentario”, 158). Esta tesis, llevada al extremo, conduciría a la afirmación de la inidoneidad de toda tentativa descubierta o evitada y su consiguiente impunidad, lo que es contrario al sentido del art. 7 (Schürmann, “Tentativa”, 444, llega a similares conclusiones, pero por razones diferentes). No obstante, ha sido acogida por alguna jurisprudencia reciente, en un caso en que se intentó sustraer especies de un “bolsillo vacío” y en otro de tentativa de estafa mediante nombre fingido con documentos falsos descubiertos por el engañado (SSCA San Miguel 30.7.2008, Rol 707-8, y Santiago 25.7.2008, Rol 1031-8). Finalmente, hay delito putativo cuando el autor cree punible una acción que no está prevista en la ley como delito (p. ej., una mujer practica actos de lesbianismo suponiéndolos punibles; el inculpado cree que su falsa declaración judicial está castigada). Su tratamiento es similar al de la tentativa inidónea o delito imposible, por cuanto en ningún caso el autor que cree cometer un delito inexistente pone en riesgo algún bien jurídico protegido.

B. Culpabilidad La prueba del peligro de consumación como condición sine qua non para afirmar la existencia de una tentativa, no es suficiente para su sanción, pues se requiere también la prueba de la culpabilidad del agente. Así se ha fallado que no hay tentativa de parricidio si el imputado abre las llaves de gas de una cocina para suicidarse, poniendo en riesgo a sus hijos, pero sin la intención de causarles lesiones o muerte; y que romper una ventana, sin manifestar en hechos comprobables la intención de entrar al lugar no constituye tentativa de robo (RLJ 36). En la tentativa la subjetividad del agente se dirige a lograr la consumación del delito, algo que va más allá de lo objetivamente realizado, por lo que este exceso de subjetividad puede considerarse un elemento subjetivo del tipo legal, como en los delitos de intención trascendente; pero también un doble dolo, integrante de la culpabilidad y fundante de la antijuridicidad, según la teoría de la doble posición del dolo; o incluso como una

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“resolución-al-hecho” diferenciada del hecho mismo (Mañalich, “Inicio”, 822). Pero, más allá de su ubicación sistemática, lo importante son las consecuencias que este exceso de subjetividad impone: según la doctrina y jurisprudencia dominantes la existencia de la finalidad de consumar excluiría la posibilidad de tentativa y frustración imprudente y con dolo eventual (Mera, 148; RLJ 31; y SCS 24.10.2012, RChDCP 2, N.º 1, 173, con nota aprobatoria de O. Pino). Para justificar esta limitación se plantea la existencia de una diferencia estructural entre tentativa y consumación: la falta objetiva de consumación en la tentativa sería compensada, para justificar la pena, con un plus de subjetividad: el dolo directo (Londoño, “Tentativa”, 125). Sin embargo, mientras la exclusión de la tentativa de delitos culposos puede fundarse en que ellos pueden describirse como la omisión de un deber de cuidado sin intención de realización de la puesta en peligro o resultado lesivo, la aceptación de un resultado previsible no parece incompatible con el inicio de ejecución de la conducta que lleva a su realización y existen buenas razones para admitirlo, como hace la doctrina dominante en Alemania y España (y reconoce el propio Londoño, “Llave de gas”, 238). En efecto, en todos los casos en que las conductas son ilícitas por el objeto material en que recaen (delitos de posesión) o el medio que se emplea, si se admite dolo eventual sobre ese conocimiento o los efectos del medio, es perfectamente imaginable un dolo eventual de consumación del delito, p. ej., de posesión de pornografía infantil o de la muerte del destinatario del alimento envenenado, basándose en la aceptación de que los intervinientes en el material pornográfico sean menores de edad (art. 374 bis) o de que el destinatario del alimento envenenado comerá lo suficiente del mismo como para morir (art. 391 N.º 1). En los delitos de resultado puros es todavía más fácil concebir el dolo eventual en la tentativa: así, en un fallo muy ilustrativo, se tuvo por probada la existencia de un dolo eventual como aceptación del resultado de muerte de la persona a quien se hiere y se encuentra junto a la destinataria principal de los disparos, pero se rechaza calificar el hecho como homicidio frustrado, sosteniendo que, según el art. 7, requiere dolo directo (SCA San Miguel 24.2.2015, RCP 43, N.º 2, 273, con nota crítica de M. Schürmann). Sin embargo, esa exigencia no emana de la disposición legal citada. No es necesario, por tanto, un dolo directo en la tentativa de un delito, si la producción de los resultados punibles es previsible y aceptada por el agente. Con mayor razón esta conclusión es aplicable a los delitos frustrados, donde la falta de consumación proviene de una circunstancia objetiva independiente de la voluntad del agente, por lo que no existe posibilidad de distinguirlos

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de los delitos consumados en su aspecto subjetivo: el agente ya hizo todo de su parte para que la consumación se produjese, con dolo directo o eventual (Mañalich, “¿Incompatibilidad?”, 176, donde se critica, con razón, la SCS 11.7.2017, Rol 19008-17, que falló en sentido contrario en un caso en que el agente le quitó los ojos y golpeó la cabeza de una mujer con una piedra, quien de todos modos sobrevivió). Pero no es necesario para admitir este resultado aceptar la idea de que el dolo eventual no tenga reflejo en una prueba sobre el estado mental, como propone alguna doctrina aislada (Náquira, “Tentativa”, 271).

§ 3. Frustración El art. 7 inc. 2 define al crimen o simple delito frustrado como aquél en que “el delincuente pone de su parte todo lo necesario para que el crimen o simple delito se consume y esto no se verifica por causas independientes de su voluntad”. Se distingue de la tentativa por su grado objetivo de peligro de realización del delito, pues mientras en la primera falta al agente ejecutar uno o más actos para que el solo curso causal siguiente lo desencadene; en la frustración el agente ya ha hecho todo lo necesario al efecto. Pero hay que tener claro que en nuestro sistema la frustración no consiste en la realización de todos los actos que el autor considere necesarios según su propia representación (la tentativa acabada del § 23.3 StGB), sino de todos los que lo sean según una valoración objetiva del hecho (Mera, “Comentario”, 163). Y esta diferencia objetiva en el peligro de realización del tipo penal explica la también objetiva y obligatoria diferencia en la medida de la pena entre tentativa y frustración en nuestro Código, ordenándose para la primera una rebaja en dos grados y para la segunda de uno solo; al contrario de lo que sucede en los sistemas subjetivistas como el alemán, donde las rebajas de pena por este motivo son meramente facultativas. En nuestra jurisprudencia es mayoritaria esta concepción objetiva, como manda el Código, entendiendo que hay frustración cuando la conducta abandonada a su curso natural objetivamente conduciría al resultado, sin la intervención de terceros o causas naturales y con independencia de la representación del autor (RLJ 32). Además, en el caso de quien dispara con mala puntería, se aprecia tentativa y no frustración, pues objetivamente faltan actos para su complemento (RLJ 33). En cuanto a los presupuestos de la responsabilidad por delito frustrado, son los mismos que en los delitos tentados, tanto objetivos como subjetivos, salvo por el grado de peligro de realización: el sujeto ha llevado adelante

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todos los actos que conducen objetivamente a la consumación, que no se produce por un evento natural (caso fortuito) o la intervención de terceros (p. ej., la oportuna intervención médica), independientes de la voluntad del delincuente. La defensa de imputación objetiva, en casos de resultados retardados e intervención de terceros responsables, no excluye entonces la responsabilidad, pues conduce también a la apreciación de un delito frustrado. Por otra parte, tampoco hay inconvenientes para aceptar la frustración con dolo eventual, pero es imposible la que sea imprudente. En la doctrina se advierte que, a diferencia de la tentativa, la frustración solo sería concebible en los delitos materiales y en todos aquellos que exijan un resultado, entendido como un evento separado de los actos de ejecución, que pueda o no verificarse después de que el agente ha puesto todo lo necesario de su parte para que el delito se consume, excluyendo la frustración de los delitos de mera actividad. Sin embargo, esa defensa es rechazada por nuestra jurisprudencia que admite la existencia de la frustración en toda clase de delitos, como en los casos de quien pretende cometer una violación y se detiene ante la llegada de un automóvil; intenta cometer un hurto, es sorprendido y al huir es detenido a pocos metros del lugar de la sustracción; o es sorprendido saliendo del lugar de donde sustrajo cosas empleando fuerza (RLJ 34). Esta es la llamada teoría del último acto, según la cual, debe considerarse frustración el hecho que se encuentra en su fase final de ejecución (el último acto), aunque para la producción del resultado o consumación falten todavía “factores causales dependientes de terceros o fenómenos naturales o mecánicos” (SCA Concepción 25.7.2014, RCP 41, N.º 4, 189; Ramírez G. “Frustración”, 133). La referencia del art. 7 a la consumación y no a la producción de un resultado abona esta interpretación y la introducción del art. 494 bis, que expresamente sanciona la frustración de la falta de hurto, parecen respaldar esta comprensión del texto legal (o. o. Contardo, 128). Algunos autores admiten también la frustración en esta clase de delitos por el carácter valorativo que atribuyen a la distinción, opuesto a una mera constatación causal, pues resultaría una especie de sofisma causal afirmar que, al mismo tiempo, se ha puesto todo de parte del agente para que el delito se consume, pero esto no se verifica, ya que, entonces siempre faltará haber puesto algo y ese faltante se valora como frustración cuando intervienen terceros o el acaso no controlado por el agente (Vera, “Frustración”, 254). En el extremo, también es cierto que la idea de la existencia de una frustración como “valoración” en esta clase de delitos ha permitido a los tribunales rebajar las penas en casos dudosos de consumación, donde la intervención policial es coetánea a la salida de los acusados del lugar de los hechos, sin llegar al extremo de hacerlo en dos

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grados (SCA Concepción 12.9.2016, RCP 43, N.º 4, 262, con nota crítica de A. García, en el sentido de que debió afirmarse tentativa y no frustración).

§ 4. Proposición y conspiración para delinquir A. Fundamento Como, por regla general, en Chile, los actos que no consisten en “dar comienzo a la ejecución de un delito por hechos directos”, aunque estén encaminados a ello no son punibles, cabe reconocer en la sanción de la conspiración la diferencia que hace el legislador entre la peligrosidad de los hechos individuales y los colectivos. El fundamento de esta diferenciación ya lo esbozaba el Filósofo al afirmar que, con amigos, los hombres “son, en efecto, más capaces de pensar y actuar” (Aristóteles, Ética, 284), y así se lee en el pasaje de la Ilíada que cita: “si además me acompañara otro hombre, // mayor será el consuelo y mayor será la audacia.// Siendo dos los que van, si no es uno es otro quien ve antes // cómo sacar ganancia; pero uno solo, aunque acabe viéndolo, // es más romo para notarlo y tiene menos sutil el ingenio” (Homero, Ilíada, Madrid, 2000, 193). En efecto, los estudios psicológicos y económicos demuestran que la decisión grupal tiene más probabilidades de realizarse y profundizarse que la individual, pues el individuo actuando en grupo tiene menor aversión al riesgo y está más dispuesto a comprometerse en actividades extremas; la actuación grupal lleva a las personas a creer que los miembros del grupo tienen más probabilidades de estar en lo correcto y ser justos que los extraños; y cada individuo, producto del reforzamiento grupal, está expuesto a menos dudas y decepciones que respecto a su conducta individual (Katyal, 1316). Como es fácil de advertir, la mayor peligrosidad de la existencia de un hecho colectivo se encuentra también en la base de la mayor parte de los otros supuestos de participación conjunta punible de nuestro Código (aunque ello no siempre se refleja en la pena): en los coautores y los partícipes sancionados como autores en el art. 15 N.º 1 y N.º 3 y en los delitos de asociación ilícita donde la mayor peligrosidad de la actuación conjunta se refleja en una penalidad especial: arts. 292 y 411 quinquies CP, y 2 N.º 5 Ley 18.314, 16 Ley 20.000 y 28 Ley 19.913. Además, la mayor peligrosidad de la actuación conjunta se ve reflejada en las agravaciones existentes en los, 368 bis N.º 2, 449 bis N° 3 y 19 Ley 20.000, así como en la agravante genérica 11.ª del art. 12 (ejecutar el delito “con auxilio de gente armada o de personas que aseguren o proporcionen la impunidad”).

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Sin embargo, a juicio de la Comisión Redactora (Actas, Se. 119, 214), el mayor peligro de consumación que constituye la resolución conjunta de cometer ciertos delitos por ciertas personas solo justificaba su sanción en casos especialmente establecidos: determinados crímenes y simples delitos contra la seguridad del Estado (art. 111 en relación con los arts. 106 a 110 y art. 125 en relación con los arts. 121, 122 y 124). No obstante, leyes posteriores han ampliado el ámbito de aplicación de esta clase de delitos: el CJM castiga la conspiración para cometer traición, espionaje y otros delitos contra la seguridad exterior del Estado (v. art. 250 en relación con los arts. 244 a 249); y para cometer los delitos de sedición y motín (v. art. 279 en relación con los arts. 272 a 277). Por su parte, el art. 23 Ley 12.927 sobre Seguridad del Estado, y el art. 7 Ley 18.314, que determina conductas terroristas y fija su penalidad, amplían la penalidad de la conspiración y la proposición a todos los delitos que en dichas leyes se contemplan. Además, por discutibles razones preventivas y para hacer operativos los tratados internacionales en la materia, la penalidad de la conspiración se ha ampliado fuera del ámbito de los delitos políticos a los delitos de tráfico ilícito de estupefacientes (art. 18 Ley 20.000).

B. Proposición como conspiración frustrada El art. 8 inc. 3, establece que “la proposición se verifica cuando el que ha resuelto cometer un crimen o un simple delito propone su ejecución a otra u otras personas”. Puesto que si los que reciben la proposición la aceptan, el hecho sería una conspiración, su rechazo puede conceptualizarse como una conspiración frustrada, y no como una inducción fracasada, según sostuvimos en obras anteriores. En efecto, la literalidad del texto así lo manda, al hablar de la proposición de quien ha resuelto cometer el delito, no de quien ha resuelto que otros lo cometan. Esta interpretación del texto legal es, además, coherente con la historia de su establecimiento, pensada para los casos en que la clase de delito y la calidad de las personas que intervienen son suficientemente graves para su sanción a título de conspiración (Actas, Se. 119, 214), su ubicación sistemática en el mismo artículo, la idéntica formulación del desistimiento para ambos supuestos, y su tratamiento penal excepcional, que permite su sanción solo en los casos en que también se castiga la conspiración. Para que exista, la proposición debe reunir todos los requisitos de la conspiración, pero sin que se llegue al acuerdo de voluntades, esto es, debe ser seria, exponer el delito que se ha resuelto cometer con sus principales referencias de lugar, modo y tiempo de ejecutarlo y la decisión de ponerlo

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en obra por parte de quien lo propone, con su destinatario. Por tanto, no hay proposición al someter a discusión de varias personas la posibilidad de cometer un delito, si se señala que su ejecución se encuentra “a la espera de posibilidades”, o se difiere sine die. Tampoco hay proposición si se trata de exponer la realización de un delito imposible, en la simple provocación genérica a cometer delitos, ni en los meros consejos, conversaciones, consultas, divagaciones o actos de bravuconería. En esta nueva concepción, resultan de recibo también las críticas a la exigencia de un doble dolo que antes propusimos (referido tanto al hecho de la proposición como al delito que se ha resuelto cometer), siendo exigible para la culpabilidad en esta materia únicamente el dolo directo respecto de la proposición en sí misma, constituyendo la expresión de la resolución de cometer el delito propuesto su contenido y no un elemento subjetivo del tipo (Mera, 169).

C. Conspiración Conforme dispone el art. 8 inc. 2, “la conspiración existe cuando dos o más personas se conciertan para la ejecución del crimen o simple delito”. No se castiga a este título la contribución a un plan común sin conocimiento de los restantes conspiradores, ni la sola pertenencia a una banda organizada que no llega a ser una asociación ilícita (Matus, “Formas de responsabilidad”, 374). Tampoco corresponde esta descripción exactamente a los casos de conspiracy y de joint criminal enterprise que se conocen en el common law y en el derecho penal internacional, respectivamente (sobre la primera, v. Katyal, 1307; y sobre la segunda, Ambos, “Joint Criminal Enterprise”, 159). En cuanto a su tipicidad, “ni el ocuparse dos personas en la posibilidad de un delito, ni el desearlo, es conspirar para su comisión”, se requiere “algo más”: un acuerdo o concierto acerca del lugar, modo y tiempo de ejecutar un delito determinado y la decisión seria de ponerlo por obra, aunque no se requiere un acuerdo acerca de todos y cada uno de los detalles de su ejecución (Pacheco CP, 131). En síntesis, se conspira para ejecutar un delito determinado, y al igual que en el caso de la proposición, el castigo por la ejecución de ese delito impide su sanción también a título de conspiración. Tampoco hay inducción a la conspiración, complicidad, tentativa ni encubrimiento, ya que se trata de un anticipo de la punibilidad especialmente regulado: puesto que la conspiración requiere concierto para la ejecución de un delito, todos los partícipes

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en ella deberían tomar parte en la ejecución del delito para que se conspira, excluyéndose así la llamada conspiración en cadena y, particularmente, la conspiración para la inducción, puesto que la inducción no es un acto de ejecución. En cuanto a la naturaleza del acuerdo, se requiere uno acerca del lugar, modo y tiempo de ejecutar un delito determinado y la decisión seria de ponerlo por obra, aunque no se requiere un acuerdo acerca de todos y cada uno de los detalles de su ejecución. Es discutible, sin embargo, que sea posible afirmar que el texto legal imponga concebir la conspiración como un concierto para cometer un crimen o simple delito, en el sentido estricto de “tomar parte” en su ejecución del art. 15 N.º 1, pues el concierto también está presente en las formas de participación sancionadas como autoría el art. 15 N.º 3 y en los casos de complicidad del 16 no contemplados en el 15. Estimamos ahora, en cambio, que lo relevante es la división del trabajo entre personas de igual rango, esto es, donde no exista un autor mediato y un ejecutor instrumentalizado, pero sin que ello determine la forma de cooperación empírica al hecho. Lo relevante no es, como sosteníamos antes, la forma de intervención acordada, cuya valoración será materia de un juicio independiente de conformidad con la forma de su realización empírica, sino la existencia de un acuerdo serio, sin reservas mentales por parte de alguno de los partícipes y tan firme como se requiere en toda tentativa que tenga, ex ante, probabilidad de consumación.

D. Entrapment (defensa contra la inducción o proposición de un agente encubierto) La exigencia de la seriedad del acuerdo, esto es, de su existencia, podría hacer pensar que, en principio, no habría lugar a la sanción por conspiración y su materialización posterior en el delito acordado, si el concierto tiene lugar únicamente con un agente encubierto (art. 25 Ley 20.000 y 226 bis CPP), pues el tercero que conspira con el agente desconoce que tal acuerdo no existe en realidad y, por tanto, actuaría bajo un error (Riquelme, 11). No obstante, vale aquí la asentada jurisprudencia de la Corte Suprema de los Estados Unidos (Jacobson v. United States, 503 USSC, 1992), que considera exento de pena a únicamente a quien ha sido atrapado por un agente estatal que le ha propuesto o lo ha inducido a hacer algo que no hubiera hecho de no mediar esa inducción (entrapment) y, en cambio, punible a quien se encontraba dispuesto a cometer el delito de todas maneras, con independencia de la actuación del agente estatal (Politoff, “Agente encubierto”, 89. O. o.

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Guzmán D., “Delito experimental”, 30, para quien toda provocación al delito o “experimentación”, sea por un agente policial o un particular es ilícita y así serán las pruebas que se recojan, con independencia de su finalidad). En todo caso, siempre será posible alegar esta defensa si el agente encubierto se ha excedido de sus atribuciones, la autorización de su empleo no consta en la carpeta de investigación, o no ha sido designado como tal en la forma legal (SSCS 4.6.2001, criticada en Artaza, “Conspiración”, 212; 12.1.2016, RCP 43, N.º 2, 157, con nota aprobatoria de C. Ramos; 29.1.2015, RCP 42, N.º 2, 327, con nota aprobatoria de J. C. Manríquez; y 22.12.2016, RCP 44, N.º 1, 165, con nota crítica de C. Peña y Lillo sobre la interpretación de la Corte que declaró legal en este caso el nombramiento del agente encubierto por parte de la policía sin intervención del fiscal. En cuanto a la constancia de la autorización para la actuación encubierta o de un agente revelador, la SCS 28.4.2020, Rol 20940-20, ha precisado que, si ésta es otorgada por al Ministerio Público, es el fiscal que la otorga quien debe dejar registrarla en la carpeta investigativa, antes de la realización de la diligencia). Respecto de la responsabilidad penal del propio agente encubierto, es pacífica la doctrina que estima se encontraría exento de responsabilidad por la causal de justificación del art. 10 N. .º 10, “por los delitos que deba cometer en el desempeño del deber u oficio que se la ha impuesto, cuando esos delitos han tenido por finalidad identificar a los partícipes en organizaciones delictivas” o “recoger las pruebas que servirán de base al proceso penal” (Fernández G., “Inconstitucionalidad”, 964).

§ 5. Defensa común: el desistimiento A. Desistimiento como excusa legal absolutoria La defensa del desistimiento consiste en la prueba de que, una vez realizada la proposición, concertada su realización o iniciada la ejecución del crimen o simple delito por hechos directos, el agente interrumpe su actividad o impide la realización del resultado voluntariamente (“por una causa dependiente de su voluntad”), por sí o con auxilio de la autoridad. Esta defensa se considera una excusa legal absolutoria porque no afecta los presupuestos de la responsabilidad ni tiene relación alguna con las defensas generales basadas en la falta de antijuridicidad o culpabilidad, sino que se funda principalmente en razones de política criminal: ofrecer un estímulo a quienes abandonan la comisión del delito o impiden sus consecuen-

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cias (Politoff, Actos preparatorios, 227). A esta razón se añade la falta de necesidad de la pena respecto de quien por sí mismo retoma la observancia del derecho, afirmando que sería “incomprensible” que no se previera este efecto para el desistimiento en la tentativa y la frustración, si la propia ley en ciertos casos de desistimiento posterior a la consumación del delito atenúa la pena, como en los arts. 129 inc. 2, 208 inc. 1 y 456, o incluso exime de toda responsabilidad penal, según lo prescrito en el art. 129 inc. 1 (Ortiz Q., “Desistimiento”, 390; y Cury, “Desistimiento”, 1375).

B. Requisitos a) El factor objetivo del desistimiento El desistimiento en la tentativa requiere que el agente no siga actuando cuando podía hacerlo. Para que el desistimiento sea efectivo, basta con que “el autor se abstenga de cualquier acto ulterior que no esté naturalmente unido con el hecho concreto de la tentativa” (Politoff, Actos preparatorios, 230): quien tras rociar con parafina a su víctima y fallarle el dispositivo de encendido la deja ir sin haberle prendido fuego, se encuentra en un caso de desistimiento (RLJ 39). En cambio, no hay desistimiento si los actos hasta entonces realizados por el delincuente siguen siendo eficaces para proseguir la acción punible, solo pospuesta hasta mejor momento (p. ej., el ladrón que deja preparado el forado para entrar a un edificio la noche siguiente). En la frustración, el desistimiento requiere algo más que la suspensión del ataque: se exige que sea el propio autor quien evite el resultado, por sí mismo o con el concurso de terceros (como cuando se provee de auxilio médico a la víctima). Pero, si a pesar de los esfuerzos del autor o de los terceros que procuran evitarlo, el resultado se produce de todas maneras, no hay desistimiento, y a lo más operará la atenuante 7.ª del art. 11. Con todo, encontramos ahora la razón a quienes afirman que, salvo la exigencia de la eficacia del desistimiento en la frustración, no se requiere que sea mediado por esfuerzos serios, firmes y decididos, pues lo decisivo no es la calidad de la voluntad del agente o su entusiasmo, sino su eficacia en impedir del resultado (Mera, 164). Lo mismo vale en el caso de que el desistimiento consista en colaborar con terceros que espontáneamente intervienen para evitar el resultado, siempre que esa colaboración sea eficaz para impedir el resultado, aunque haberlo impedido no sea atribuible exclusivamente al agente. Es interesante notar que esta diferencia entre las exigencias del desistimiento en la tentativa y la frustración permiten también una diferen-

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ciación objetiva entre ellas: si basta para que el resultado no se produzca con el solo hecho de suspender la ejecución del delito, estaremos ante una tentativa; en cambio, si se requiere objetivamente de una intervención del curso causal que impida la producción del resultado, será el caso de un delito frustrado. En la conspiración, en cambio, la ley exige algo más para aceptar el desistimiento, según el inc. final del art. 8, atendido el mayor peligro de la realización conjunta, que no solo refuerza la voluntad de cada cual, sino también, en la medida que todos los que acuerdan la comisión del hecho son responsables del mismo y no están instrumentalizados por otros pueden llevar a la realización del hecho, aunque uno de los conspiradores se arrepienta. Por ello la ley exige al conspirador no solo el arrepentimiento, sino realizar los esfuerzos suficientes y eficaces para impedir que se dé comienzo a la ejecución del delito, denunciando el plan y sus circunstancias a la autoridad, antes de iniciarse la persecución penal en su contra (esto es, antes de adquirir la calidad de imputado según el art. 7 CPP). Pero, si el conspirador arrepentido realiza similares esfuerzos y logra el desistimiento de los demás, antes de dar comienzo a la ejecución y sin dar aviso a la autoridad, de facto se habrá evitado la persecución penal del hecho y podrá también gozar de la excusa. Luego, en ningún caso bastará con la mera renuncia o abandono de la ejecución, pues la ley exige algo más, esto es, disminuir activamente el peligro de realización del delito por parte del resto de los conspiradores, que el solo arrepentimiento o abandono individual no puede conseguir (o. o. Mera, “Comentario”, 175). Finalmente, el desistimiento en la proposición tiene los mismos efectos y requisitos que en la conspiración, pues al envolver a terceros responsables en la comisión de un delito ya resuelto en sus detalles, se ha creado un peligro de consumación que quien lo ha propuesto debe evitar, no bastando para ello que se reste a su ejecución tras el rechazo inicial del tercero. Las críticas de la doctrina mayoritaria a estas exigencias yerran al entender que no habría diferencia entre proponer un hecho colectivo cuyo progreso no depende de quien así lo hace y dar comienzo a la ejecución de un hecho individual cuyo abandono por el agente es suficiente para evitar su consumación. Tratándose de la tentativa de un hecho colectivo de aquellos en que no se sanciona la proposición y la conspiración, a falta de regulación expresa como en la de estos últimos casos, el desistimiento se bastaría con la cesación en la intervención, a pesar de que ello no sea suficiente para evitar el peligro de consumación. Para evitar esta anomalía, el art. 295 exige, para aceptar el desistimiento respecto de la asociación ilícita, que el que alega la

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exención haya “revelado a la autoridad la existencia de dichas asociaciones, sus planes y propósitos”.

b) El factor subjetivo en el desistimiento: la voluntariedad Voluntario es el desistimiento si el autor, sin intimidación ni engaño, aunque considere el resultado todavía posible, por motivos propios (autónomos) renuncia alcanzarlo, con independencia del juicio ético que pueda hacerse sobre dichos motivos. Así, el desistimiento surte efectos aun cuando esté motivado por la sola conveniencia del autor —que se ve reconocido por la víctima del delito, p. ej.—. Incluso se acepta que el desistimiento del autor de un robo consistente en interrumpir su actividad es válido, aunque posteriormente haya sido sorprendido ocultándose de la presencia de carabineros en el lugar (RLJ 39). También se destaca que la voluntariedad no equivale a espontaneidad y, por tanto, sería también voluntario el desistimiento a ruego de un tercero o, como se ha expresado, en caso de descubrimiento casual del hecho, mientras sea posible aún su consumación (Mera, “Comentario”, 152. Sin embargo, aquí se rechaza la posibilidad que insinúa este autor, en orden a que también el desistimiento obtenido mediante engaño sería voluntario). Al contrario, no hay desistimiento si la posibilidad de elección del autor ha desaparecido y, aunque quisiera, no puede consumar su delito. En este caso, el motivo para no seguir actuando es una causa independiente de su voluntad (p. ej.: huye porque es sorprendido en una redada policial al momento de iniciar una venta de sustancias prohibidas). Tampoco hay desistimiento, si el delito no se consuma por inadvertencia del autor (p. ej.: da vuelta la taza en que servía el veneno) o porque crea erróneamente que el delito se ha consumado (p. ej.: al ver caer a su víctima, deja de disparar creyéndola muerta, aunque solo está herida).

c) Efectos del desistimiento Como excusa legal absolutoria, la defensa exime de la pena por los hechos que constituyen una proposición, conspiración, tentativa o frustración, pero no por aquellos ya consumados. Así, en la llamada “tentativa calificada” el desistimiento de la violación no obsta a la punibilidad de las lesiones corporales ya causadas a la víctima para vencer su resistencia, ni el que se desiste del homicidio queda liberado de la pena por la eventual posesión ilegal del arma de fuego con que intentaba ultimar a su víctima ni por las lesiones que cause.

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d) El desistimiento fracasado En los casos en que la ley exige un desistimiento activo, como en la conspiración, proposición y frustración, su fracaso objetivo conduce a la imposición de la pena del delito doloso que se trate, con la eventual consideración de la atenuante 7.ª del art. 11, si se acredita el celo con que se procuró reparar el mal causado o impedir las ulteriores consecuencias del hecho. En cambio, el desistimiento fracasado en la tentativa es conceptualmente imposible, pues si la sola abstención de continuar la ejecución no impide la consumación, lo cierto es que, según a ley chilena, no habría tentativa sino frustración (el agente ya habría puesto todo su parte para que el delito se verificase), y por ello debe rechazarse la propuesta de trasladar a nuestro ordenamiento la solución planteada para este caso por alguna doctrina alemana, consistente en considerar un concurso entre el delito tentado doloso y su consumación imprudente (Mañalich, “Desistimiento”, 175).

§ 6. Carácter subsidiario de los arts. 7 y 8 CP Conforme a las reglas del concurso aparente de leyes, que veremos más adelante, los estadios de realización de un delito que preceden a su consumación solo son punibles en forma subsidiaria. La eventual sanción de la proposición, conspiración y tentativa está subordinada, pues, a que el delincuente no haya progresado en los sucesivos grados de desarrollo hasta la consumación del hecho delictivo de que se trate. Del mismo modo, pero conforme al principio de consunción, cuando a un hecho tentado o frustrado le sigue en un momento posterior la consumación del hecho perseguido originalmente, dicha tentativa o frustración se absorbe, como hecho anterior copenado, en el delito cometido, como sería si después de tres intentos fallidos de dar muerte a una persona, finalmente ello se logra al cuarto intento realizado momentos después. No obstante, la separación espacial o temporal de los intentos sucesivos bien pueden permitir su prueba y valoración diferenciadas, lo que dependerá del sustrato fáctico de cada caso en particular. Lo mismo se aplica a los casos en que la propia ley ha elevado al carácter de delitos autónomos hechos constitutivos de actos preparatorios, tentativa o frustración de un delito determinado, como sucede entre los arts. 1 y 3 Ley 20.000, donde la elaboración de estupefacientes ilegales aparece como subsidiaria o consumida en la venta sin competente autorización, según el caso de que se trate.

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Finalmente, cabe señalar que las limitaciones a la sanción penal de la conspiración se extienden además de su absorción en la del delito determinado que se ejecuta, a la inexistencia de inducción a la conspiración, complicidad, tentativa ni su encubrimiento, excluyéndose también la llamada “conspiración en cadena”.

§ 7. Cuadro resumen de los grados de desarrollo del delito en la ley chilena Hecho individual

Hecho colectivo

Pena

Delito consumado (CP y leyes especiales)

Realización completa del tipo penal

Realización completa del tipo penal

La señalada por la ley (art. 50)

Delito frustrado (art. 7 inc. 2)

Poner todo de su parte para realizar el delito, sin que se consume por razones independientes a su voluntad

Poner todo de su parte Un grado menos a la separa realizar el delito, ñalada por la ley al delito sin que se consume por consumado (art. 51) razones independientes a su voluntad

Delito tentado (art. 7 inc. 3)

Dar comienzo a la ejecución del delito por hechos directos

Dar comienzo a la ejecución del delito por hechos directos

Actos preparatorios punibles

Porte de instrumentos para cometer delitos especialmente sancionados (ej. arts. 445, 481)

Porte de instrumentos La señalada por la ley en para cometer delitos es- cada caso especial pecialmente sancionados (ej. arts. 445, 481)

Proposición (art. 8 inc. 3)

Proponer a otro la ejecución de crímenes o simples delitos determinados, en los casos especialmente penados por la ley

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La señalada por la ley en cada caso especial

Conspiración (art. 8 inc. 2)

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Concierto de dos o más personas para cometer crímenes o simples delitos determinados, en los casos especialmente penados por la ley

La señalada por la ley en cada caso especial.

Dos grados menos a la señalada por la ley al delito consumado (art. 52)

Capítulo 10

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§ 1. Generalidades A. Principio de intervención y tipos especiales de participación Según el principio de intervención, sólo es posible sostener la imputación penal contra una persona natural si ésta ha intervenido o tomado parte personalmente en el hecho delictivo. Se encuentra consagrado, a nivel constitucional, en el artículo 19 N.° 3 CPR, que prohíbe presumir de derecho la responsabilidad penal, y garantiza que nadie será sancionado sino por sus conductas (propias), todo lo que necesariamente implica la exigencia de una actuación personal del agente en el hecho típico, en alguna de las formas expresadas en los arts. 14 a 17 CP.

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Este principio aparece también en su el art. 1 CP, que define delito como “una acción u omisión voluntaria penada por la ley”, lo que exige al menos acreditar la intervención personal en un hecho que pueda considerarse punible, con un extremo objetivo (la acción u omisión) y uno subjetivo (la voluntariedad, presunta sólo legalmente). Procesalmente, se refleja en el artículo 340 CPP, según el cual “nadie puede ser condenado por el delito sino cuando el tribunal que lo juzgare adquiriere, más allá de toda duda razonable, la convicción de que realmente se hubiere cometido el hecho punible objeto de la acusación y que en el hubiere correspondido al acusado una participación punible y penada por la ley”. Sobre esta base, existe acuerdo en que la persona a quien puede imputarse objetiva y subjetivamente la realización de todos los elementos del tipo penal puede considerarse autor del delito que describe (Cury y Matus, “Comentario”, 231). Según esta idea, la teoría del delito sería también la teoría del delito del autor individual del delito consumado y para fundamentar su responsabilidad e imponerle la pena correspondiente no parecería existir necesidad de ninguna disposición de la parte general que diga que el autor del homicidio consumado del art. 391 es quien “mata a otro” o el de las lesiones graves el que “hiere, golpea o maltrata de obra a otra”, causándole las descritas en el art. 397, y que por esos hechos les corresponde la pena asignada por la ley a tales delitos, como exige la garantía del principio de legalidad del art. 19 N.º 3, inc. 8 CPR (Soto P., “Autor”, 45). No obstante, la realidad no siempre se presenta así, de manera que en todos los casos sea posible afirmar que a cada delito corresponde un autor individual que, sin intervención de terceros, realiza todos los elementos de un tipo penal, ni muchos menos que todos los que intervienen voluntariamente en un hecho realizan alguno de esos elementos. Por ello, del mismo modo que ha establecido reglas especiales que extienden la punibilidad a los casos de tentativa y frustración, la ley ha debido aquí establecer reglas que autorizan a imponer penas determinadas a quienes intervienen en la realización del tipo penal, aunque no realicen total o parcialmente alguno de los elementos de la descripción típica y que, por lo mismo, pueden ser consideradas como “disposiciones especiales que aparecen como causas de extensión penal” o “tipos complementarios de coautoría, inducción y complicidad” (Yáñez, “Autoría”, 1552; y Cury, “Concurso”, 9, respectivamente). Entre nosotros, esas “disposiciones especiales” o “tipos complementarios” que amplían el alcance de cada una de las figuras de la parte especial se encuentran en los arts. 14 a 17, que señalan como responsables de los delitos a los autores, cómplices y encubridores, y describen los requisitos empíricos para considerarlos como tales en cada uno de sus casos: tomar

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parte inmediata y directa en su ejecución o evitar o procurar impedir que se evite (art. 15 N.º 1), inducir o forzar directamente a otro a realizarlo (art. 15 N.º 2), concertadamente facilitar los medios con que se lleva a efecto o presenciarlo previo concierto (art. 15 N.º 3), o cooperar en su realización por cualquier otro hecho anterior o simultáneo (art. 16). Nuestra ley, además, considera responsables de los delitos no solo a quienes intervienen antes o durante su ejecución, sino también a quienes lo hacen después, en alguna de las formas indicadas en el art. 17, bajo la figura del encubrimiento. Para cada uno de esos supuestos, la ley chilena impone diferentes penas, según la valoración que hace de su intervención voluntaria en cada uno de ellos. Una intervención voluntaria en un delito es una conducta que contribuye a la realización de un delito, expresada total o parcialmente en su tipo penal o referida a él, siempre que sea subsumible en una de las formas empíricas que describen los arts. 15 a 17. Cuando se trata de un hecho propio, esto es, realizado sin intervención de terceros, su calificación será siempre de autoría (inmediata o mediata), pero para ello exige al menos dar inicio a la ejecución del delito por hechos directos (tentativa). Si el hecho es colectivo, porque existe un acuerdo o concierto para su realización conjunta, se calificará como autoría o complicidad, según si las formas concretas de intervención corresponden a una de las descritas en el arts. 15, N.º 1 o 3, o 16, y el grado de desarrollo a que el delito haya llegado (tentativa o frustración); a menos que se trate de los supuestos especialmente sancionados de proposición, conspiración y asociaciones ilícitas punibles. Si recae en un hecho ajeno, su calificación como inducción, complicidad o encubrimiento dependerá de la forma empírica en que se manifieste, según los arts. 15 N.º 2, 16 y 17 y de que el autor haya, al menos, dado inicio a la ejecución del delito por medios directos (tentativa). Procesalmente, la calificación de una conducta como intervención punible en el hecho imputado exige la prueba, más allá de toda duda razonable, de los hechos que constituyen alguna de esas formas empíricas de participación en el delito (art. 340 CPP). En consecuencia, se excluye la responsabilidad por los pensamientos no manifestados a terceros y todas aquellas contribuciones causales que no puedan encuadrarse en las descripciones de los arts. 15 a 17, como la mera asunción de un cargo o la adscripción de deberes, posiciones, roles o estatus (van Weezel, “Actuar”, 283). Para que ese cargo, posición, deber, etc., fundamente la responsabilidad penal del que lo asume se requiere, además, la intervención en el hecho en alguna de las formas previstas en los arts. 15 a 17. Esta exigencia es especialmente relevante en la imputación de hechos cometidos al alero o en la ejecución de actividades empresariales o en el seno de un organismo público, para evitar la responsabilidad puramente

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objetiva, por el cargo o posición, ahora que se estima que las relaciones de subordinación y dependencia en la organización empresarial y de los organismos del Estado hacen necesario orientar la búsqueda de la responsabilidad por los hechos directamente desde la cúpula dirigente, esto es, los jefes, directores, liquidadores, ejecutivos principales, administradores y gerentes, según el modelo up down, y no a partir del actuar responsable de un trabajador o empleado concreto, según se procedía en el tradicional modelo bottom up (Hernández, “Apuntes”, 176). La regla especial del art. 39 inc. 2 Ley 19.733 no altera esta conclusión, pues hace responsables a los directores de medios de comunicación por las injurias cometidas en su medio, pero no por su posición jurídica, sino por el ejercicio del cargo efectivamente al momento de la publicación y su negligencia en evitarlas (SSCS 23.1.2013, RChDCP 2, N.º 2, 121, con nota favorable de U. Figueroa; y 11.6.2015, RCP 42, N.º 3, 367, con nota aprobatoria de C. Scheechler). Tampoco contrarían estas conclusiones disposiciones como las del art. 99 del Código Tributario que atribuyen la responsabilidad por delitos de esa naturaleza cometidos en el seno de personas jurídicas a quien aparezca en la organización como gerente, representante u obligado al cumplimiento de las obligaciones tributarias, siempre que se las entienda como referidas a quienes efectivamente intervienen en su cumplimiento (SCA 4.10.13, RCP 41, N.º 1, 201, con nota aprobatoria de O. Pino, donde, no obstante, se confunde la intervención voluntaria con la exigencia del “dolo” en la realización del hecho). Lo mismo cabe decir de las reglas comprendidas en los arts. 133 Ley 18.045, 155 Ley 18.046 y 159 Ley General de Bancos, donde la presunción de responsabilidad para gerentes y directores sólo puede entenderse en sentido procesal, esto es, como meramente legal, sujeta a prueba en contrario (inversión de la carga probatoria) y a la apreciación definitiva del tribunal de que al imputado le cabe una “participación culpable” en el hecho, “más allá de toda duda razonable”, según el art. 340 CPP (en similar sentido, ahora, Bustos D., “Responsabilidad”, 542). Además, se excluye, como en la responsabilidad por el hecho individual, toda contribución causal que no sea objetivamente imputable, advirtiendo, eso sí, que las reglas de los arts. 15 a 17 son de aquellas que limitan el efecto de llamada prohibición de regreso, al extender la responsabilidad a terceros por hechos de los que otros son o pueden ser plenamente responsables. Acreditada la intervención en el hecho, el grado de responsabilidad de cada cual dependerá de la forma empírica en que intervino, que se califica de autoría, complicidad o encubrimiento, conforme a las descripciones de los arts. 15 a 17 (Winter, “Esquema”, 73).

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Esta calificación, en la ley chilena, se trata de “algo convencional o ficticio”, que no atiende a consideraciones conceptuales, de causalidad u otro tipo (Pacheco CP, 269; Novoa, “Concurso de personas”, 1047). Por ello, a pesar de los esfuerzos de la doctrina nacional, resulta muy difícil la adecuación de la interpretación de nuestra legislación a criterios formales o materiales desarrollados para la legislación extranjera (particularmente los §§ 25 StGB), cuyas múltiples teorizaciones justifican la sentencia, vigente más de un siglo después de su formulación, que las describe como “el capítulo más oscuro y confuso de la ciencia penal” (Kantorowicz, 306).

B. Intervención en hechos colectivos y ajenos a) Exigencias comunes Desde el punto de vista subjetivo, la intervención culpable en un hecho colectivo o ajeno debe ser al menos consciente y libre de error, engaño, fuerza, miedo o necesidad, según las exigencias de la culpabilidad para los hechos propios antes estudiada. Así, la cuestión acerca de la responsabilidad de la madre del homicida o del vendedor de armas en el asesinato se podría, sin más, también resolver recurriendo a estas exigencias: aunque sus actos puedan entenderse como una contribución causal al hecho, su responsabilidad no puede exigirse por faltar el conocimiento específico o concierto sobre y para ese hecho: “El que vende arsénico, creyendo que es para ratones, no es autor del envenenamiento que con aquél se comete”, como “el que abre una puerta, creyendo hombre de bien al que llama, no es autor del robo que por su acto se sigue” (Pacheco CP, 274). Luego, en los casos de responsabilidad por hechos cometidos en el seno de una empresa, no es necesaria una elaboración doctrinal especial para determinar la que corresponda a título de participación de los directores, liquidadores, ejecutivos principales, administradores y gerentes de las empresas. En cada caso y respecto de cada hecho deberá demostrarse su intervención material y, según corresponda, su posición subjetiva. Si la imputación es por un hecho doloso, se requerirá el conocimiento y voluntad exigidos por cada delito y por los arts. 15 a 17. Si el delito imputado es imprudente, podrá atribuirse responsabilidad a título de autoría, por la decisión imprudente que se adopte o por la falta de intervención para evitar el resultado, cuando ella es esperable y exigible, esto es, cuando estamos ante el incumplimiento negligente de los deberes de vigilancia y control. Esta responsabilidad por la imprudencia propia también puede atribuirse a los directivos por hechos dolosos de sus subordinados, siempre que existan los

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correspondientes cuasidelitos, como en los casos de producción de lesiones, muertes o inclusos daños especialmente punibles a ese título —incendios forestales del art. 18, inc. 3 Ley de Bosques y el antiguo art. 329 CP, p. ej.— (Hernández B., “Apuntes”, 177). Del mismo modo, tratándose de supuestos en que la persona jurídica tiene una característica especial, la regla del inc. 2 del art. 58 del Código Procesal Penal (“por las personas jurídicas responden los que hubieren intervenido en el acto punible”) cumple, además, la función de regular lo que en doctrina se llama actuación en nombre de otro, permitiendo el castigo de las personas naturales que intervienen en la comisión del hecho punible, aunque no posean las características especiales de las personas jurídicas por las que actúan (o en cuyo seno cometen los delitos que se persiguen). En efecto, esta clase de reglas se hizo necesaria cuando se constató que podía ser el caso que “los elementos del tipo no se verificaban plenamente en un único sujeto de imputación, sino que se repartían entre la persona jurídica y un miembro de la misma: mientras que el status personal que fundamentaba el delito especial recaía en la persona jurídica, era su órgano o representante quien realizaba la conducta prohibida” (García C., “Actuar”, 104). Y en los casos de delitos de omisión, es necesario determinar, primero, si la figura típica que se trata es de omisión propia o, de no se serlo, si admite en su configuración típica la comisión por omisión. En ambos supuestos, la obligación que pesa sobre la persona jurídica de hacer algo para no incurrir en el delito o evitar un resultado punible, respectivamente, se atribuye a sus administradores quienes, si asumen materialmente la posición de garantes en nombre de la persona jurídica, podrán ser también responsables de la omisión que se trate, a título de autoría del art. 15 N.º 1. Pero las formas de organización interna de las sociedades o instituciones no determinan las formas de responsabilidad penal. Así, p. ej., por necesaria que sea para la vida social la delegación de competencias, para la determinación de la responsabilidad penal el acto formal de la delegación es irrelevante y mucho menos podrá ésta constituir una eximente por anticipado de responsabilidad penal para el delegante, por mucho que se realice con los requisitos que se quieran establecer al respecto. Ello, en primer lugar, porque esa eximente no existe en nuestro ordenamiento. Y no existe porque la responsabilidad respecto de cada hecho debe investigarse y probarse en cada caso. Así, el hecho de nombrar un delegado calificado (gerente, administrador, etc.), para una gestión en que es necesaria la delegación entregándole los medios para llevarla a cabo, si bien podría fundamentar la defensa de falta de intervención de los directivos cuando ese delegado (Hernández B., “Apuntes”, 195), no exime de responsabilidad al directivo o al cuerpo cole-

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giado directivo que lo nombra por un hecho que ese cuerpo decide ejecutar y así se lo ordena (un caso sencillo de inducción, según los términos del art. 15 N.º 2). Por otra parte, cualquiera sea la denominación del “controlador”, si éste interviene para inducir a los directores a adoptar una decisón que se materializará causalmente en un acto jurídico o un hecho constitutivos de delito, “toma parte inmediata y directa” en su ejecución, lo mismo que los directores del cuerpo colegiado que contribuyen a adoptar la decisión que se trate (art. 15 N.º 1). Y serán responsables a título de couatoría todos quienes apoyen con su voto en los organismos colegiados una decisión colectiva cuya materialización importe la comisión de un delito, pero no quienes se abstienen o la rechazan, a menos que se pruebe que su concurrencia a la votación fue coordinada para dar quórum a la aprobación de la decisión que se trate (Contreras E., “Intervención”, 75). Luego, en organizaciones complejas, lo único relevante será, tratándose de hechos dolosos, la prueba de la forma de intervención en el hecho que, seguramente, importará también una causalidad compleja. Si los delegados, empleados y demás intervinientes actúan con plena responsabilidad, sin conocimiento ni intervención de los directivos, entonces éstos carecerán de responsabilidad. Pero si, como sucede en los supuestos de negligencia deliberada, los directivos los eligen precisamente contando con su impericia, entonces ellos tomarán parte en la ejecución del hecho imprudente que se realice y serán responsables, siempre que exista la figura imprudente respectiva. Y, finalmente, si de manera dolosa instruyen a que se haga algo, sin importar si legal o ilegalmente o sin atención las consecuencias y sin que se le comuniquen los detalles, estaríamos ante un supuesto de ignorancia deliberada, asimilable al dolo, según ya se expuso. No obstante, tampoco se ha de llegar al extremo de sostener que por la sola constitución de una organización, de la naturaleza que sea, sus dirigentes adquieren una posición de garante que les obligaría a evitar todo delito cometido por alguno de sus miembros, haciéndolos responsables a título de comisión por omisión de todos los delitos que en el seno de la organización se cometan (incluso los dolosos), lo que no sería sino una vía oblicua para establecer una forma de responsabilidad penal objetiva por el cargo, incompatible con nuestro ordenamiento constitucional. Lo mismo vale para el problema de la responsabilidad por el producto defectuoso (arts. 315 y 317, p. ej.) y, en general, para toda actividad riesgosa sujeta a autorización de la autoridad que deriva del funcionamiento de una empresa: cualquiera sea la clase de conducta del trabajador que interviene directamente en la creación del riesgo no autorizado, dolosa, culposa o involuntaria (por carecer de la información necesaria acerca del sentido del hecho, p. ej., al elaborar un producto según “la fórmula de la empre-

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sa” o participar en la construcción de un edificio con los materiales y los planos facilitados por el empleador), la responsabilidad de los superiores y administradores que actúan sin concierto o sin mediar una instrucción expresa, es personal y se deriva de la constatación en el caso concreto del incumplimiento o no de los deberes de vigilancia y supervisión, es decir de su propia imprudencia o culpa respecto del riesgo que crean las fuentes bajo su control, incluyendo las conductas de los trabajadores bajo subordinación y dependencia respecto de las instrucciones que se le entregan y los medios materiales que pone a su disposición, no aplicándose a los directivos, por esa razón, la llamada prohibición de regreso (Hernández B., “Global Engines”, 267). Así, p. ej., se pudo establecer la responsabilidad imprudente de los directivos de la empresa constructora de un edificio derrumbado en el terremoto de 2010, construido según los planos y materiales proporcionados por los condenados, diferentes a los aprobados por el ingeniero calculista y evitando la realización de las inspecciones técnicas de rigor (SCS 14.4.2014, DJP 37, 35, con nota aprobatoria de J. Daza). En todos estos supuestos será también muy relevante la prueba acerca del origen del error o la ignorancia respecto de la conducta de terceros o de los miembros de la organización, pues como hemos señalado, la ignorancia deliberada y culpable no excluye la responsabilidad, pudiendo servir de título de imputación extraordinaria, dolosa o culposa, según sea el caso.

b) El problema de la participación en los delitos imprudentes Según nuestra actual inteligencia de los textos legales en juego, no es posible la participación imprudente en delitos dolosos, ya que su aceptación es contraria a las exigencias subjetivas de la coautoría y la participación concertada (arts. 15 N.º 1 y 3), la inducción (art. 15 N.º 2) y la cooperación (art. 16), donde el concierto, el carácter directo de la inducción y el conocimiento de la contribución causal excluyen su imputación a título imprudente. Solo en casos de encubrimiento del art. 17 podría admitirse la participación, por su carácter posterior al hecho. Otra cosa es la posibilidad de que una imprudencia en el ámbito de las organizaciones permita la comisión de un delito doloso por otro, por falta de control y vigilancia de los directivos y encargados, supuestos en que el actuar culposo puede castigarse solo si el hecho puede verse a su respecto como un cuasidelito especialmente punible, pero a título de autoría individual y no de participación. Desde el punto de vista político criminal, esta es también la propuesta de la Asociación Internacional de Derecho Penal, cuyo XVI Congreso resolvió

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que “la imprudencia no basta para afirmar la responsabilidad penal del partícipe” (Künsemüller, “Congreso”, 27). No obstante, desde la década de 1970 existen propuestas en sentido contrario, que aceptan esta posibilidad en la legislación chilena, como antes nosotros mismos hicimos (González A., 193, respecto de ciertas formas de participación del art. 15 N.º 1 y 3 y del art. 16; Horvitz, “Autoría”, 148, respecto de la complicidad del art. 16; y Ananías, “Prohibición”, 238, quien a pesar de rechazar la complicidad imprudente en un hecho doloso según lo dispuesto en el art. 16, acepta la inducción imprudente, obviando la expresa indicación subjetiva del art. 15 N.º 2. Ahora, defiende esta posibilidad desde el punto de vista funcionalista, van Weezel, “Actuación conjunta”, 195). Con todo, debe admitirse que no se trata aquí de una cuestión teórica, sino contingente a los presupuestos de imputación de cada legislación en particular. En efecto, aunque se admita la posibilidad de concebir intervenciones dolosas e imprudentes que confluyan fácticamente en un solo suceso, la literalidad de nuestra regulación impide considerar a quienes intervienen imprudentemente en ese “hecho conjunto” como coautores o cómplices, pues para ello se requiere que cada uno realice, también, los presupuestos empíricos de alguna de las formas de intervención de los arts. 15 y 16 y son esos presupuestos los que impiden apreciar una coautoría o complicidad imprudentes, pues exigen tomar parte en la ejecución del delito, inducir directamente a otro a cometerlo, cooperar concertadamente a su ejecución o cooperar, con conocimiento de que se contribuye a la realización causal del tipo penal. Por las mismas razones, según la doctrina y jurisprudencia dominantes, no es posible concebir la participación a título de inducción o complicidad en la realización de un delito imprudente ni tampoco la participación imprudente en los delitos dolosos: cada persona responde a título de autor de su propia imprudencia en los casos y con los requisitos que el Código prevé especialmente (Varela, “Comentario”, 362). Quien, sin atención a las condiciones del tránsito, instruye a un conductor para estacionarse en un lugar determinado y lo conduce hacia un punto ciego en que atropella a un peatón responderá por su responsabilidad propia, dolosa (si tenía el conocimiento e intención del atropello) o culposa (si su dirección fue solamente descuidada), pero no participa del hecho del chofer que actúa desconociendo la realidad fáctica. Por su parte, el chofer responderá del hecho del atropello imprudente si al dejarse conducir por un tercero descuidó sus propias obligaciones de estar atento a las condiciones del tránsito. El principal argumento de quienes entre nosotros sostienen la existencia de la participación en los delitos imprudentes es que, de aceptarse la posibi-

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lidad de considerar una participación imprudente en un delito doloso o imprudente, las reglas de los arts. 51 a 54 permitirían otorgarle un tratamiento más benigno que de estimarlo autor del hecho (Náquira, “¿Autoría?”, 240). Sin embargo, este razonamiento es errado por cuanto, no existiendo duda de la intervención imprudente en hechos imprudentes a título de autoría, su sanción ya considera una importante rebaja en los casos de los arts. 490 a 492.

C. La distinción entre autores y cómplices Puesto que, en principio, a los cómplices y encubridores les corresponder una pena inferior en uno o dos grados a la de los autores, se puede sostener que nuestra ley sigue el modelo diferenciador de las formas de responsabilidad penal, sea por su origen en el Código español de 1848-1850 que se estima comparte este modelo (Díaz y García, 198-252), como por un punto de partida teórico que pudiera distinguir en la realización de un delito entre acciones “principales” y “auxiliadoras” (Mañalich, “Intervención”, 27). Esta es la llamada también “teoría de la diferencia real” (Peña W., “Autoría”, 85). Sin embargo, si se advierte que en Chile el art. 15 prevé penas por parejo tanto a los autores en el sentido formal-objetivo del tipo penal como a la mayoría de quienes intervienen en el hecho sin realizar parte alguna del mismo, la diferenciación no parece tan radical o relevante. Es más, como permite expresamente el art. 55, en muchas descripciones típicas la ley tiende a unificar el tratamiento de todos los intervinientes. Así sucede en los delitos plurisubjetivos (alzamiento armado, o asociación ilícita, arts. 121 y 292) y en los de participación necesaria (cohecho y soborno, arts. 248 a 250); en la sanción a título de autor del que proporciona el lugar en que se lleva a efecto el secuestro (art. 141); del empleado público que “consiente” en la sustracción de los caudales a su cargo por un tercero (art. 233); del facultativo que coopera de cualquier forma en un aborto no autorizado (art. 345); de todo el que interviene en la elaboración de material pornográfico (art. 366 quáter, inc. 2); y en todas las otras disposiciones del Código que califican como autoría ciertas formas de conducta que no coinciden exactamente con la realización del tipo penal del delito al que se refieren (arts. 198, 411 quáter, 448 bis, ter y quáter, 463 quáter, 464 ter). Además, hay en leyes especiales otras formas de autoría individual, como la derivada de la responsabilidad del superior, establecida en los arts. 35 Ley 20.357, 136 Ley General de Pesca y 214 y 335 CJM, que elevan a ese título hechos que podrían considerarse de inducción, cooperación o, incluso, de encubrimiento. Además, la doctrina estima mayoritariamente que esa diferenciación no puede practicarse en los cuasidelitos (Hernández B., “Comentario”, 368).

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Este panorama legal aproxima a nuestro sistema también a los que operan con un concepto unitario de autor, sea sobre la base de considerar todas las contribuciones al hecho equivalentes según la teoría de la conditio, como el que regía en la legislación colonial antes de la entrada en vigor del Código de 1874, se recoge expresamente en el art. 110 CP italiano, y se estima rige en el common law y hasta en la legislación alemana, tratándose de infracciones administrativas, según el §14 OWIG (v. Tapia, Febrero, 15 y 73; Peñaranda, 306; y Fletcher, Conceptos, 273). Sin embargo, lo cierto es que esta unificación de la responsabilidad penal en ciertas figuras especiales no excluye la posibilidad de diferencias en cuanto a las penas en las restantes. Y también es cierto que para explicar la existencia simultánea de un régimen diferenciador y de regímenes unitarios de sanción penal de diferentes formas de intervención en un hecho, tampoco parece suficiente la propuesta de diferenciación cuantitativa derivada de la teorización funcionalista de los hechos colectivos a partir de la división del trabajo (van Weezel, “Accesoriedad”, 71), pues no todas las formas de intervención punible pueden identificarse, en la ley chilena, con modalidades de división del trabajo en un hecho colectivo. De allí que se pueda afirmar que convendría abandonar la pretensión de establecer un criterio único, unitario o diferenciador, basados en conceptos ajenos a la ley positiva, pues en sus efectos prácticos “no se diferencian en nada” (Rotsch, 66); aparte del hecho no menor de que “no existe en el mundo occidental un solo sistema diferenciado de autor, del mismo modo que tampoco se dispone de un solo sistema unitario” (Guzmán D., “Caso Corvo”, 196). Por otra parte, no está demás considerar con cierta distancia las calificaciones y clasificaciones que se emplean por la doctrina en estas discusiones, que dejan “en evidencia que la asignación de títulos, más o menos abstractos, a los desarrollos dogmáticos propios o ajenos, albergan siempre el peligro de asignar nada más que etiquetas que no clarifican el contenido del desarrollo dogmático” (Ortiz Q., “Comentario”, 138). Todo lo cual confirma el carácter contingente y convencional de cada sistema legal y de las diferentes doctrinas en la materia.

D. Dominio del hecho, infracción del deber, articulación lógico-semántica y capacidad de afectación al bien jurídico como teorías alternativas Entre nosotros, existen dos teorías principales que se disputan la posibilidad de explicar las diferencias de tratamiento penal entre autor y cómplice: la del “dominio del hecho”, de Roxin, de carácter cualitativo; y la de las

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competencias por organización e institucional, de Jakobs, de carácter cuantitativo. Aunque ambas están vinculadas a la interpretación del § 25 StGB, ello no ha sido óbice para su trasposición a nuestro sistema por diversos autores, incluyéndonos a nosotros en obras anteriores. Para Roxin, la diferenciación planteada por el § 25 StGB se basaría en la idea de que sería posible distinguir entre “delitos de dominio” y de “infracción de deber” (Roxin, Autoría, 589). En los primeros, que constituyen la regla general y equivalen a los delitos que cualquiera podría cometer (“delitos comunes”), de entre todos quienes intervienen en un hecho solo sería “autor” aquél que “conserva en sus manos las riendas de la conducta”, de manera que pueda decidir sobre la consumación o no del delito (Cury y Matus, 232). El “autor” sería, así, la “figura central” de la realización típica, “el que” realiza el delito, según el sentido de la ley en cada caso en que no señala un responsable determinado (Roxin, Autoría, 751). En cambio, en los “delitos de infracción de deber”, esto es, “aquellos en los que la lesión del bien jurídico se produce mediante el quebrantamiento de un deber jurídico extrapenal”, solo podría ser autor quien porta ese deber (civil, administrativo, procesal, profesional o de cualquier índole), debiendo los demás intervinientes ser considerados cómplices (Cury, “Concurso”, 41; y, en el mismo sentido, Ossandón, “Delitos especiales”, 2). La decidida introducción de estos conceptos en nuestro Máximo Tribunal, primero a través de la labor de Enrique Cury y, después, de Carlos Künsemüller, ha tenido efecto en algunas sentencias de la Corte Suprema, no siempre explicables de conformidad con la legislación vigente. Así, por una parte, se consideró solo como cómplice del art. 16 de un delito de tráfico de drogas a la madre de un traficante cuya droga guardaba, con el argumento de que el hijo tenía el dominio sobre tales sustancias, en circunstancias que la ley castigaba y castiga todavía como autores de tráfico tanto al que “posee” como al que “guarda” (SCS 18.8.1992, RDJ 89, 113). Y, en general, esta parece ser la tendencia cuando, ante la realización de alguna de las conductas descritas en el art. 3 de la Ley 20.000, su pena pareciera considerarse excesiva para quienes no son los controladores del negocio del tráfico ilícito (RLJ 575). Por otro lado, se sostuvo que quienes intervenían en una falsificación de licencias de tránsito, al no ser los portadores del deber de otorgarlas, que recaería solo en el Director de Tránsito comunal, engañado por los funcionarios que de ese modo vendían las licencias falsificadas, actuarían, respecto de esa falsificación ideológica solo como cómplices del art. 16 y no como inductores del art. 15 N.º 2 (RLJ 234). A nuestro juicio, la motivación de los tribunales para aceptar estas consecuencias, que pasan por alto las valoraciones de nuestra ley en las descripciones empíricas

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del art. 15, no parece ser otra que un sentimiento de justicia o favorabilidad para justificar imponer la pena inferior en un grado a quienes los tribunales pretenden beneficiar con penas sustitutivas o menos severas, por razones que muchas veces tienen que ver más con apreciaciones sobre la persona del acusado que sobre el hecho por el que se condena. Estas consideraciones personales explican también la jurisprudencia contraria, que afirma que el dominio del hecho viene dado, precisamente, porque el responsable interviene desde la génesis del injusto, en alguna de las formas previstas por el art. 15, esto es, por su intervención inmediata y directa, porque induce o fuerza a otro a cometerlo o, simplemente, porque se concierta y facilita los medios para su concreción o lo presencia sin intervenir, aunque realmente no esté en sus manos impedir o detener la ejecución del hecho concreto (RLJ 108). Aquí el resultado práctico es el mismo que propone la legislación, pero sin que corresponda exactamente a sus fundamentos. Por otra parte, la consideración de las personas también parece fundamentar el empleo la teoría para afirmar la responsabilidad de los mandos en las graves violaciones a los derechos humanos cometidas durante la dictadura militar de 1973-1989, sosteniendo, p. ej., que el Comandante de la Guardia, en la medida que está en posición de decidir el destino de los detenidos, tiene dominio del hecho de su posterior destino y, por tanto, es responsable a título de autor de su desaparición o ejecución consecutiva por terceros (SCS 13.1.2016, RCP 43, N.º 2, 101); pero que también lo tiene quien está al mando de un conjunto de brigadas operativas, aunque no tome parte en la ejecución de los hechos concretos, pero los ordene, conozca y tenga poder de decisión sobre su realización (SCS 28.7.2015, RCP 42, N.º 4, 163, con nota crítica de J. P. Matus, donde se afirma la posibilidad de reconducir el caso a las figuras legales de los art. 15 N.º 2 o 3, sin necesidad de recurrir a la teoría del dominio del hecho). En cuanto a la propuesta de Jakobs, se basa en la consideración de que, de una manera u otra, todos los delitos serían de infracción de un cierto deber, rol social o expectativa de comportamiento, por lo que la calidad de autor depende de la clase de competencia o responsabilidad que se atribuya: si proviene del exceso en la propia organización personal del mundo, con infracción al deber negativo y general de no lesionar a los demás (alterum non laedere o neminem laedere), sería “competencia por organización”. En este caso, quienes se distribuyen el trabajo para causar una lesión a otro excediendo la esfera de libertad propia se encontrarían en un mismo nivel cualitativo de participación, siendo la distinción entre autor y cómplice meramente cuantitativa. En cambio, cuando la responsabilidad proviene de la

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infracción de un deber positivo, porque “forma parte de un haz de relaciones institucionalmente aseguradas (funcionario, padre, madre, tutor, la persona en quien se deposita la confianza, etc.), o bien integra una institución”, como los testigos, se habla de “competencia institucional”, donde solo quienes portan el rol de cumplir con esos deberes pueden ser responsables de su infracción a título de autor (o coautor, si hay división del trabajo entre los que tienen ese deber especial), no existiendo la posibilidad de una participación (punible) de terceros que no son portadores de ese rol (Jakobs AT, 791 y 820). En Chile, aparte de la obra general de Piña, un grupo importante de nuevos profesores acogen esta propuesta con más o menos variaciones (por todos, v. van Weezel, “Autorresponsabilidad” e “Intervención”; Bascur, “Delimitación”; y Hadwa). Pero tanto esta teoría como la de Roxin supone aceptar la existencia de deberes extrapenales como fundamento de la responsabilidad penal, lo que aquí no se comparte, bajo el presupuesto que la responsabilidad penal depende únicamente del derecho penal positivo vigente y es independiente de la que puede atribuirse por otras ramas del derecho, principalmente el derecho civil: en derecho penal no existe la obligación general de no dañar del art. 2314 CC sino únicamente la de no cometer delitos determinados, esto es, no realizar los presupuestos de cada tipo penal, de donde la responsabilidad deriva únicamente del hecho de su realización, no de la infracción de un deber extrapenal general de no causar daños a otros o de un rol social asignado, según convenciones subjetivas. En un Estado Democrático de Derecho, en el que rige el principio de legalidad, no es posible fundamentar la responsabilidad penal en otra cosa que la realización de los presupuestos fácticos de un tipo penal, pues por más autoridad que se asigne a las palabras de Ulpiano (D. 1.1.10.1: Iuris praecepta sunt haec: honeste vivere, alterum non laedere, suum cuique tribuere), ellas deben considerarse más bien de carácter ético y, si se quiere, con relación a principios generales del derecho civil, pero sin vinculación alguna con las exigencias de los estados constitucionales modernos. Por su parte, desde su particular punto de vista analítico, Mañalich rechaza tanto la teoría del dominio del hecho como la de la infracción del deber, por razones similares a las aquí propuestas, esto es, su ajenidad al derecho positivo, proponiendo, en cambio una distinción “lógico-semántica” entre “acciones principales” y “auxiliares”, atribuyendo a la realización de las primeras el carácter de autoría y a la de las segundas el de participación (Mañalich, Norma, 76). Sin embargo, con independencia del hecho de que tales distinciones se basan en una teoría de la norma penal que no aceptamos, su mayor defecto es el mismo que su autor critica respecto de las

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teorías de Roxin y Jakobs: se aparta significativamente del derecho positivo y propone distinciones que allí se desconocen. La realización típica, según nuestra ley, está configurada como realización del tipo penal, consumada, frustrada o tentada (art. 7) y la responsabilidad penal en ella, por las categorías de autor, cómplice y encubridor (art. 14), cuyas definiciones normativas en los arts. 15 a 17 perfectamente pueden guiar una propuesta de interpretación, sin necesidad de otras categorías ajenas a ellas como las de acciones “principales” que, en tanto estipulación ajena a las categorías legales para identificar al autor del hecho, poco se distingue de conceptos como “figura central” o persona “portadora del deber”, salvo el contenido que cada uno quiera darles. Finalmente, sin la repercusión de las teorías del dominio del hecho y la infracción de deberes, Bustos propone una visión alternativa que diferencia entre autores y partícipes, de entre quienes han tomado parte en la realización formal del tipo penal, a los que tienen “capacidad de afectación del bien jurídico”, que designa como autores, y a los que no, que califica de partícipes. Dicha capacidad significaría que “el sujeto activo está por una parte en capacidad de llevar a cabo los elementos del tipo legal, esto es, su conocimiento de ellos y según el caso el propósito de llevarlos a cabo, pero además que mediante ellos está en condiciones de que objetivamente se produzca la afección al bien jurídico” (Bustos, “Autoría”, 736). Sin embargo, a pesar de que Bustos acepta que la ley pueda dar a los que califica de partícipes igual tratamiento penal que los que considera autores, y que un concepto sistemático de bien jurídico permitiría entender su doctrina de la autoría como la realización del tipo penal, que es la base de nuestra propuesta, ella se distingue por su concepto de bien jurídico, que remite a consideraciones extralegales o no sistemáticas que, a nuestro juicio, hacen tan difícil su objetivación como los criterios de dominio del hecho e infracción de deberes basados en el rol social.

E. Comunicabilidad e incomunicabilidad en los delitos especiales Cuando la ley especifica una característica personal para identificar al autor en el tipo penal, los delitos se llaman especiales, por contraposición a los comunes, donde figura como autor cualquiera (“el que”). Son delitos especiales propios aquellos que solo pueden ser cometidos por determinadas personas: la prevaricación judicial del art. 223 N.º 1 o el incesto del art. 375. Ya hemos explicado que, tratándose de delitos de omisión, la existencia de deberes de garante permite ver a estas figuras también como delitos especiales propios. Son especiales impropios aquellos donde la caracterís-

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tica personal parece únicamente agravar o disminuir la pena de un delito común: respecto del homicidio del art. 391 N.º 2, ser determinado pariente agrava la pena en el parricidio del art. 390, y la atenúa en el infanticidio del art. 393. Luego, tratándose de supuestos en que diversas personas participan en un hecho que puede calificarse como delito común o especial, según las características personales de cada una, el problema que se presenta es determinar el delito o título de imputación del interviniente que carece de esa calidad especial, antes de calificar su intervención como coautoría o complicidad. La solución a este problema, según la doctrina y jurisprudencia mayoritarias, se encuentra esbozada en el art. 64, donde se establece que las circunstancias atenuantes o agravantes que consistan en la disposición moral del delincuente, en sus relaciones particulares con el ofendido o en otra causa personal, servirán para atenuar o agravar la pena de aquellos autores, cómplices o encubridores en quienes concurren (Etcheberry DP II, 81; RLJ 107). Abona esta interpretación lo dispuesto en el art. 1 inc. 3, que se refiere como circunstancias a los elementos de los tipos penales y que ofrece similar tratamiento a lo establecido en el art. 64 en el caso del desconocimiento de las que agravan: no tomarlas en cuenta para la calificación del hecho ni para la medida de la pena (Concha, 198, agrega también la cita del art. 453, que se refieren a los elementos de lo tipos penales del hurto y robo como “circunstancias”). Según esta doctrina, en los casos de los delitos especiales impropios solo a los intervinientes con esas características personales (intraneus) se les imputa el delito que las comprende, mientras que al resto (extraneus), solo la figura base. Aplicada esta solución a la participación en un hecho colectivo (coautoría), en el homicidio de César, Casca sería responsable por homicidio, mientras Bruto, como hijo adoptivo, lo sería de parricidio. Y tratándose de una inducción, quien instiga a un hijo para que mate a su padre, responde por homicidio del art. 391, mientras el hijo por el delito especial impropio de parricidio del art. 390; pero si el hijo instiga y el extraneus ejecuta el delito, ambos responden solo por homicidio, que es el único tipo penal que se realiza (v., en este mismo sentido, Couso, “Autor”, 131, aunque con un fundamento diferente). Así se ha fallado, excepcionalmente, en casos de participación en la malversación de caudales públicos por empleados que no están “a cargo” de éstos, sancionándolos como autores de la figura común de apropiación indebida (SCS 24.8.2018, DJP 39, con comentario crítico de B. Garfias y A. Mella). Pero, si la calidad del sujeto es fundamento de la atenuación de la pena, razones de política criminal deberían llevar a un resultado diverso, como en el caso del infanticidio (art.

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394), donde resulta difícil aceptar que sea razonable imponer una mayor pena a la empleada doméstica que a la madre, cuando la primera colabora o facilita los medios a la segunda para dar muerte a la criatura recién nacida. En cambio, tratándose de delitos especiales propios, como en la prevaricación del art. 223, se sostiene que, no existiendo delito base, la calidad del sujeto activo es un elemento constitutivo del delito en sí y no de su agravación o atenuación, por lo que corresponde imputar recíprocamente esa calidad a todos los que, conociendo su existencia, colaboran en el hecho colectivo: quien, concertado para su ejecución, facilita los medios para que un juez prevarique, también responde por prevaricación, ya que los particulares nunca podrán prevaricar. Similares razonamientos han conducido a admitir la unidad del título en los delitos tributarios, donde la designación de obligado tributario permite concebir el delito como especial propio (SCA Santiago 10.11.2014, RCP 42, N.º 1, 341). Pero también a veces la propia ley ofrece una solución particular a este problema, como en la sanción del cohecho (arts. 248 a 250), donde se establecen delitos y penas diferenciadas al particular que, mediante un ofrecimiento, induce al funcionario a recibir una dádiva por actos propios para los que no tiene señalado derechos o contrarios a su deber. Algo similar ocurre con los delitos de falso testimonio y presentación de testigos falsos (arts. 206 y 207); así como también en el de torturas, aunque aquí la solución legal es divergente: impone las mismas penas tanto al empleado público como al particular (arts. 150 A a F). No obstante, existen autores que afirman que en todos los casos debe imponerse a los partícipes dolosos —o que actúan al menos con conocimiento de la condición personal del autor— la pena correspondiente al delito especial, propio o impropio (teoría de la unidad del título de imputación). Así unos estiman que lo determinante para la calificación del hecho de manera unitaria es la unidad de afectación del bien jurídico (Bustos, “Autoría”, 741); mientras otros rechazan la aplicación a estos supuestos del art. 64, entendiéndolo aplicable solo a las circunstancias atenuantes y agravantes genéricas (Schepeler, 685); agregando que el art. 61 N.º 4 dispone expresamente la unidad del título de imputación al regular la imposición diferenciada de penas accesorias en casos que ellas se hayan previsto por circunstancias “peculiares” o “que no concurran” en todos (Novoa PG II, 217). Esta teoría es recogida también por alguna jurisprudencia, sobre todo tratándose de delitos funcionarios como la malversación y el fraude al fisco de los arts. 233 y 239 (SCS 28.6.2016, RCP 43, N.º 3, 221 y SCA Santiago 11.8.2014, RCP 41, N.º 4, 207, aunque hay fallos en sentido contrario: SCA Santiago 11.7.2014, RCP 41, N.º 4, 211; y SCS 7.10.2002, DJP Especial II,

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877, con nota aprobatoria de F. Valderrama). Sin embargo, la doctrina critica, con razón, la aparente contradicción jurisprudencial en aceptar la divisibilidad del título en los delitos contra las personas, pero no en los funcionarios donde también pudiese ser aplicable (Grisolía, “Comunicabilidad”, 1548, y Ferdman, “Extraneus”, 678). En el otro extremo, la incomunicabilidad absoluta del título de imputación, con la consiguiente impunidad de la participación en los delitos especiales propios, también tienen partidarios en la doctrina, pero no ha encontrado respaldo jurisprudencial (Hernández B., “Comentario”, 379; Leiva, “Comunicabilidad”, 234; antes, Cury PG, 2.ª Ed. [1988], T. II, 232). La razón de fondo de esta posición, que alude a la existencia de soluciones legales precisas para los casos en el derecho nacional que el legislador así lo ha querido (cohecho, torturas, etc.), pero sin el carácter general de las existentes en el derecho español y alemán, ha llevado a parte de la doctrina a declarar insoluble esta problemática mientras no se adopten cláusulas similares en Chile, que permitan la comunicabilidad del título y la rebaja penológica correspondiente a quienes no lo detenten (Balmaceda, “Comunicabilidad”, 76). Una solución intermedia, que no ha tenido mayor eco, fue expuesta por Varas, 276, quien sostenía que habría que distinguir entre las circunstancias personales de los arts. 11 a 13 elevadas a la categoría de elementos del delito y las que no, proponiendo la incomunicabilidad de las primeras (como en el delito de parricidio del art. 390) y la comunicabilidad de las segundas (como en los delitos funcionarios). Otra alternativa, de carácter funcionalista, afirma la imposibilidad de comunicar el título de autor a quienes no sean portadores del deber especial, incluso en la coautoría, pero no excluye la participación a título de complicidad o inducción (van Weezel, “Autorresponsabilidad”, 154, y ahora también, Cury PG, 647). A similares resultados llegan los partidarios de la teoría de los “delitos de infracción de deber” en el sentido de Roxin (Ossandón, “Delitos especiales”). Sin embargo, estas últimas alternativas contrarían los textos legales, pues en un caso en que varios golpean a la cónyuge de otro hasta darle muerte no parece posible considerar cómplices del art. 16 a quienes toman parte en la ejecución de la muerte (art. 15 N.º 1), solo porque uno de ellos puede ser autor de femicidio íntimo (art. 490 bis); tampoco es posible calificar como cómplice del art. 16 al que induce directamente a otro a ejecutar un delito funcionario (art. 15 N.º 2); ni es compatible con el texto legal dejar impune o rebajar artificialmente la pena al encubridor de una prevaricación, que actúe con pleno conocimiento de los hechos y la persona que encubre (art. 17).

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§ 2. Autor inmediato Quien realiza materialmente todos los presupuestos del tipo penal, siéndole objetiva y subjetivamente imputable el hecho punible, es su autor. Su pena es la asignada por la ley al delito en la parte especial (art. 50). Sin embargo, para efecto prácticos, se estima que la descripción empírica de este comportamiento se comprende en uno de los sentidos posibles del art. 15 N.º 1, ya que quien realiza por sí mismo todos los elementos de un tipo penal también “toma parte inmediata y directa” en su ejecución. Luego, la prueba de esta forma de participación no es otra cosa que la de la conducta típica, antijurídica y culpable del acusado.

§ 3. Autor mediato Se habla de autoría mediata en todos los casos en que una persona realiza el tipo penal a través de otra, que es usada como instrumento no responsable a través de la fuerza, el prevalimiento o el engaño. Ello supone que el autor mediato u “hombre de atrás” actúa con dolo, eligiendo al “instrumento” como un medio equivalente al de haber realizado el delito por sí mismo o mediante un instrumento o artefacto inerte: “así como no se puede calificar de autor del homicidio al pedrusco que da la muerte, del propio modo no es autor del homicidio el loco o el coaccionado que consuma el delito como instrumento ciego y pasivo del malvado que lo impulsó al acto” (Carrara, Programa § 428, nota 1). En nuestra legislación se reconoce expresamente la actuación y responsabilidad de un “hombre de atrás”, aunque que no ejecute de manera inmediata y directa el hecho, sino a través o por medio de otro como instrumento: Quien se prevale de menores de 18 años no solo es responsable aun si el menor no lo es, sino, además, con una pena agravada (art. 72); lo mismo ocurre a quien se vale de un inimputable en el sentido del art. 10 N.º 1 para cometer un robo o hurto (art. 456 bis N.º 5); mientras según el art. 214 Código de Justicia Militar, es responsable en todo caso quien da una orden de servicio que lleva a la comisión de un delito por un subordinado; y el art. 36 Ley 20.357 estima que quien ordena la comisión de un delito de genocidio, de lesa humanidad o un crimen de guerra responde como autor aun cuando la orden no sea obedecida (en este caso, de tentativa). Por tanto, la autoría mediata es una forma de responsabilidad directamente derivada del tipo penal respectivo (Ríos, 22; Náquira, “Dominio”,

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521). Luego, para efectos prácticos, debiera calificarse con arreglo a cada tipo penal y al art. 15 N.º 1, aunque los tribunales suelan considerarla como un caso del art. 15 N.º 2, que prevé la imposición de la pena del autor a quienes “fuerzan” o “inducen” (a través de prevalimiento o engaño) a otro a cometer un delito determinado. En efecto, aunque en su manifestación externa coincida muchas veces con la inducción del art. 15 N.º 2, la existencia de un prevalimiento por fuerza o engaño impide considerar la actuación del instrumento como la de un inducido o autor inmediato, plenamente voluntario y responsable. Además, es el autor mediato quien da comienzo a la ejecución del delito por hechos directos y es responsable de su tentativa, esto es, de poner un peligro de realización del tipo penal, en el mismo momento en que, anulando la libertad y la posibilidad que tendría el instrumento para evitar la comisión del delito, consigue controlarlo y le transmite las instrucciones para cometerlo, con independencia de que el instrumento de inicio o no materialmente a la ejecución del delito que se trate, tal como se dispone en el art. 36 Ley 20.357. Ello es así porque, en realidad, en la autoría mediata no existe un “autor inmediato”, sino un instrumento no responsable y el único autor es el mediato, quien responde de su hecho propio, no del acto del instrumento no punible (o. o. Náquira, “Autoría mediata”, 132, quien ve en esta figura una imputación del delito del instrumento al autor mediato, por lo que exige que el instrumento haya dado comienzo a la ejecución punible del hecho, para realizar tal imputación). En cambio, para la sanción del inductor del art. 15 N.º 2, se exige que el inducido de principio a la ejecución al delito que se trate, pues es hecho propio, esto es, voluntario del inducido que se imputa al inductor. Pero para realizar esa imputación el hecho del inducido ha de ser punible, esto es, generar un peligro objetivo de consumación (tentativa). Tampoco hay autoría mediata, sino simple instrumentalización fáctica, en el empleo del cuerpo de otro como objeto inanimado para lanzarlo sobre un tercero, forzarlo físicamente a apretar un botón o llevarlo a un lugar donde pueda diseminar una enfermedad que porta (vis absoluta). Del mismo modo, no existirá autoría mediata en todos los casos en que aparece el hombre de adelante como plenamente responsable, p. ej., en los llamados “aparatos organizados de poder” y en los casos de “error en la motivación”, donde podría tener lugar la inducción (v., en el mismo sentido, Mañalich, “Autoría mediata”, 70, aunque con diferentes fundamentos). Pero entendemos que la actuación imprudente o negligente del hombre de adelante instrumentalizada por la fuerza, el prevalimiento o, sobre todo, el engaño (por el error que subyace habitualmente en la cul-

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pa), sí permite la imputación al de atrás a título de autoría mediata, a título doloso.

A. Autoría mediata por medio de fuerza o coerción (violencia o intimidación) Este es uno de los casos más tradicionales y reconocidos de antiguo entre nosotros (Labatut/Zenteno DP I, 197): Quien violenta a otro por medio de amenazas, malos tratos o engaños intimidatorios responde a título de autor. Sin embargo, si se remite su regulación al art. 15 N.º 2, donde tradicionalmente se contempla, tendría que admitirse como requisito para sancionar al autor mediato que el forzado dé comienzo a la ejecución del delito que se trate, por lo que resultaría una excepción al criterio general de que en la autoría mediata la tentativa comienza con el control del instrumento, antes que dé comienzo a la ejecución del delito forzado. Para evitar la contradicción que ello produciría con los indiscutidos casos de autoría mediata por prevalimiento de incapaces, órdenes de servicio y engaño, estimamos posible distinguir entre el caso de quien es violentado al punto de encontrarse exento de responsabilidad criminal por fuerza irresistible, miedo insuperable o estado de necesidad exculpante, del resto de los supuestos en que las violencias no llegan a anular la voluntad del forzado. Solo en el primer caso nos encontraríamos ante un supuesto de autoría mediata, donde la tentativa del autor comienza con el control de la voluntad del inducido. En el resto, estaríamos ante supuestos de inducción por fuerza o prevalimiento de relaciones de subordinación o dependencia que no constituyen autoría mediata. Pero cuando se trata de forzar a otro a cometer una autolesión impune (incluyendo el suicidio), en todos los casos será responsable solo el autor mediato de las lesiones o muerte que se causen. En cambio, si es el lesionado o el suicida quien utiliza a otro para lograr sus fines, el inducido que materialmente hiere o coopera con su muerte sería responsable de tales hechos a no ser que la fuerza sea de tal entidad que exima de responsabilidad por el art. 10 N.º 10 o, eventualmente, sea un supuesto de necesidad del art. 10 N.º 11. Además, si no hay autoría mediata, inductor e inducido podrían ser responsables de los delitos especiales de autolesión con el propósito de evadir el servicio militar o defraudar un seguro, según los arts. 295 CJM y 470 N.º 10 CP, si se cumplen sus requisitos típicos.

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B. Autoría mediata por medio de prevalimiento a) Prevalimiento de inimputables Otra hipótesis reconocida desde antiguo: el instrumento actúa antijurídicamente, pero su responsabilidad aparece excluida por su minoría de edad o enajenación mental. Quien se prevale de menores de 14 años no solo es responsable, sino, además, con una pena agravada (art. 72); lo mismo ocurre a quien se vale de un inimputable en el sentido del art. 10 N.º 1 para cometer un robo o hurto (art. 456 bis N.º 5). Esta forma de autoría mediata no requiere intimidación ni engaño, aunque en la práctica es probable que uno y otro aparezcan. En ese caso, si el enfermo mental no puede alegar inimputabilidad, su trastorno bien podría servir de base para una autoría mediata por engaño o intimidación o al menos la atenuante 1.ª del art. 11 o del art. 73. En este último supuesto, ya no habría autoría mediata, sino coautoría. Se trata, con todo, de cuestiones de hecho que han de resolverse caso a caso.

b) Prevalimiento de órdenes de servicio Mientras la obediencia debida por parte de quien cumple una orden de servicio puede ser vista como un caso especial de fuerza moral por parte del subordinado, para quien la emite es una forma también especialmente regulada de reconocimiento de la autoría mediata, en la forma de responsabilidad del superior, según establece como regla general el art. 214 CJM: “Cuando se haya cometido un delito por la ejecución de una orden del servicio, el superior que la hubiere impartido será el único responsable; salvo el caso de concierto previo, en que serán responsables todos los concertados”. El texto legal no impide que en una cadena de mando todos quienes transmiten las órdenes delictivas sean responsables de su ejecución. Esta regla vale también para el juez que emite una resolución cuyo cumplimiento podría constituir un delito, pero sin que ella se extienda a la cadena de mando, quienes están obligados a ejecutarla u ordenar su ejecución. Si la orden de servicio fracasa, porque el subordinado rechaza su cumplimiento, es posible considerar su emisión como tentativa o frustración, según lo que quede por hacer para que el delito se consume. Esta solución doctrinal está refrendada, tratándose de delitos de genocidio, lesa humanidad y crímenes de guerra, por el art. 36 inc. 2 Ley 20.357 que dispone la sanción a título de tentativa del delito que se trate desde el momento mismo de la emisión de la orden, aunque no se haya cumplido.

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c) ¿Prevalimiento de otras situaciones de subordinación y dependencia? En las relaciones laborales públicas o privadas, familiares o de cualquier tipo donde exista subordinación o dependencia, no existe obligación de obedecer órdenes que tiendan a la comisión de un delito, por lo que entre una persona que ocupe una posición superior y el subordinado solo podría darse una relación de coautoría o inducción, en los términos del art. 15 N.º 2, donde tanto el inductor como el inducido serán responsables del hecho. Sin embargo, la ley reconoce varias situaciones en que la libertad del subordinado puede verse muy disminuida o anulada por la situación concreta de subordinación en que se encuentra: la amenaza infundada de despido (un mal que no constituye delito) es un delito que afecta la libertad (art. 297); mientras el aprovechamiento de una situación de dependencia para obtener acceso carnal a un menor de edad es un caso de estupro y de trata de personas (arts. 363 y 411 quáter). De allí que sea posible plantear, dependiendo de la prueba de las circunstancias concretas, que el prevalimiento de estas situaciones puede transformar al inductor en autor mediato si existe tal nivel de subordinación psicológica que el inducido pueda considerarse instrumento no voluntario o con un mínimo de voluntad frente a la del inductor. Habitualmente ello ocurre cuando a estas situaciones de dependencia se añade una orden perentoria acompañada de amenazas y engaños: el marido que convence a su esposa para que se suicide y heredarla haciéndole creer que es la única vía de salvación antes del fin del mundo comete femicidio íntimo, esto es, mata a su cónyuge en el sentido del art. 390 bis, aunque el suicidio sea impune (y por ello no exista comisión por omisión del suicidio voluntario). Si la víctima sobrevive al intento de suicidio, el autor ha dado comienzo a la ejecución del parricidio por medio del engaño, pero sin que el delito se verifique por una causa independiente de su voluntad, por lo que hay femicidio frustrado y no auxilio al suicidio impune (art. 393), pues el CP no restringe la forma de matar a determinados medios y aquí el medio es el aprovechamiento o el engaño (Politoff/Bustos/Grisolía PE, 61). Este caso es similar al de la Estrella Siro, conocido por los tribunales alemanes, donde el autor mediato, haciéndose pasar por un extraterrestre proveniente de la Estrella Siro, consigue que su víctima, engañada, suscriba en su favor un seguro de vida para luego intentar ayudarla a suicidarse y pasar así a un mejor estado de desarrollo superior en el plano astral, lo que no logra (Casos DPC, 267). Los supuestos de órdenes del empleador que inducen a los trabajadores a tomar cosas ajenas para aquél y, por tanto, sin ánimo de apropiación en los trabajadores, representan casos de autoría mediata con instrumento sin

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elemento subjetivo y no coautoría, siempre que la orden se acompañe de una amenaza implícita de pérdida de trabajo o un engaño sobre el sentido del hecho que anule la voluntad del subordinado y falte por ello el acuerdo del empleado en la ejecución del delito. Pero, si del cumplimiento de las órdenes se sigue un aprovechamiento de los efectos del delito por todos los intervinientes, será difícil alegar que solo se actuó por error o con una voluntad anulada por el miedo, por lo que ya no habrá instrumentos, sino coautores o inductores e inducidos, según el caso concreto. Lo mismo aplica a la inducción a través de motivos fútiles o rechazados normativamente como no aceptables (celos o discriminación, p. ej.): no hay autoría mediata si el inducido se deja llevar por sus pasiones, de las que es plenamente responsable, sino solo inducción.

d) ¿Prevalimiento de un aparato organizado de poder? La llamada “solución final” al problema judío en la Alemania nacionalsocialista de 1941 produjo perplejidad desde la teoría tradicional de la inducción y la autoría mediata, pues no parecía que los mandos superiores quedaran exentos de responsabilidad por los “excesos” de los ejecutores o se considerasen solo partícipes de los graves delitos cometidos, en caso de considerarse esas órdenes inducción; o, de estimarse autoría mediata, que los ejecutores materiales y los mandos intermedios pudieran quedar exentos de responsabilidad solo por haber transmitido y ejecutado una orden de exterminio, cuya forma concreta de cumplimiento quedaba entregada a ellos, sobre todo, porque no había pruebas de que los mandos intermedios y ejecutores enfrentasen graves males en caso de no cumplir o implementar tales órdenes. Es más, de conformidad con la doctrina subjetiva de la autoría vigente en Alemania al término de la segunda guerra, se sostenía que solo los altos mandos del régimen ya muertos (Hitler, Himmler, Göring, Heydrich, etc.) podían considerarse autores de las atrocidades al dar la orden de exterminio (siempre que estuviesen comprendidas en la orden), mientras a los ejecutores materiales solo podrían considerarse cómplices (Welzel, “Anmerkung”, 373). Frente a estas dificultades, Roxin desarrolló en Alemania una variante de la teoría de la autoría mediata que ha tenido un gran impacto en la doctrina y práctica internacionales, compatible con su versión del dominio del hecho como teoría contrapuesta a la subjetiva para distinguir la autoría de la complicidad, afirmando que existe una forma de dominio del hecho no derivada de intimidación o engaño, y que tiene lugar a través de un aparato organizado y jerarquizado de poder, cuyos ejecutores —aunque plenamente

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responsables— serían intercambiables o fungibles (Roxin, Autoría, 271). La doctrina y la jurisprudencia alemana mayoritarias han extendido el alcance de la propuesta de Roxin (limitada originalmente a la organización militar del Holocausto), sosteniendo la imputación a título de autor, por autoría mediata en aparatos organizados de poder, tanto de los jefes de las organizaciones mafiosas como de los directivos principales de las empresas, en delitos de carácter económico (Wessels/Beulke/Satzger AT, 223). Entre nosotros, la jurisprudencia admite esta forma especial de autoría mediata para los casos de criminalidad organizada, particularmente respecto de crímenes cometidos durante la dictadura militar de 1973-1989, con el apoyo de un sector de la doctrina al que antes adherimos (SSMVE 12.11.1993, Caso Letelier; SCS 8.8.2000 y SCA Santiago 5.7.2004, Caso Pinochet; SSMVE 5.8.2002, Caso Tucapel Jiménez; SCS 21.9.2007, Caso Fujimori [todas citadas por Hernández B., “Comentario”, 393]; SCS 25.9.2008, GJ 339, 143. En la doctrina, v. Politoff, “Autor”, 397; “Cometer y hacer cometer”, 1239). Sin embargo, por diversas razones creemos ahora que es preferible adherir a la doctrina que rechaza esta forma de autoría mediata (Hernández B., “Comentario”, 393). Primero, porque se debe admitir que los tribunales internacionales que juzgaron las atrocidades nazis no tuvieron dificultades para imputar esos crímenes a título de autoría o coautoría, según el derecho penal internacional vigente y las pruebas de las causas respectivas. Además, si no fueran suficientes las formas tradicionales de imputación, actualmente el Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional establece la responsabilidad directa de quien “ordene, proponga o induzca la comisión” de un crimen de su competencia (art. 25.3.b), niega la eximente de cumplimiento de órdenes al que la ejecuta cuando la orden es manifiestamente ilícita o tiende a la comisión de genocidio o crímenes de lesa humanidad (art. 33) y castiga como autor al superior que no los evita ni sanciona a los responsables (art. 28). En segundo lugar, porque en el caso Eichmann no se aplicó la teoría del dominio del hecho y bastaron las prescripciones de la ley israelí para establecer su autoría en los hechos en los cuales se acreditó su intervención. Ello no importa negar la existencia de un fenómeno diferenciado, al menos criminológicamente, en los delitos como los de Eichmann, cometidos en el marco de una empresa criminal, donde se reconocen los caracteres de la “macro criminalidad” organizada (Ambos, “Eichmann”, 97), sino solo afirmar que para una respuesta penal a tales casos no se requiere un aparato conceptual diferente al provisto por las legislaciones aplicables de la mayor parte de los países, incluyendo nuestro Código.

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En efecto, en Chile la inducción mediante orden de servicio militar es un caso de autoría mediata especialmente regulado, si falta concierto y la orden no tiende notoriamente a la comisión de un delito, art. 214 CJM (Horvitz, “Caso Corvo”, 167). Pero también la inducción se sanciona como tal, en caso de una orden que tienda manifiestamente a la comisión de un delito, aunque no haya concierto, supuesto en el cual tampoco se excluye la responsabilidad del autor directo (Reyes R., “Autoría mediata”, 135). Y si existe concierto, entonces todos los partícipes responden del hecho según su forma de contribución (y el que da la orden, siempre como autor, art. 15 N.º 1). Lo mismo vale para el orden civil donde existan deberes disciplinarios (art. 159). Y tratándose de delitos de genocidio, lesa humanidad o crímenes de guerra, tanto el que da la orden como el que la ejecuta responden penalmente, y la orden no cumplida se considera tentativa, por expresa disposición legal (art. 36 Ley 20.357). Este es, precisamente, el caso de Eichmann, quien tras su participación en la reunión de Wannsee (20.1.1942), donde se decidió en términos generales la llamada solución final de la cuestión judía, intervino en su implementación, transmitiendo y dando por sí mimo órdenes precisas de traslado y exterminio. Y, en tercer término, porque nuestra legislación considera la participación en aparatos organizados de poder como hechos colectivos que constituyen delitos en sí mismos, esto es, asociaciones ilícitas, cuando tienen por objeto atentar contra el orden social, contra las buenas costumbres, contra las personas o las propiedades, penándose de manera más grave a los jefes que a los subordinados, por el solo hecho de organizarse y sin perjuicio de las penas adicionales que correspondan por los delitos que cometan sus miembros (arts. 292 a 295). El efecto práctico de estas disposiciones es que la intervención en el aparato organizado de poder se transforma en un hecho colectivo punible per se y la orden dada en su interior para cometer un delito determinado puede considerarse desde ya tentativa del mismo por el peligro de consumación que representa contar con un grupo más o menos estructurado y con recursos para cumplirla.

C. Autor mediato por engaño El engaño es la forma más generalizada de autoría mediata que no parece tener cabida en la literalidad del art. 15 N.º 2. Aquí, el instrumento comete un delito sin completa libertad por el error que el autor mediato genera en él. En la ficción, este es el caso de quien es engañado para participar en un juego electrónico de guerra y termina en los hechos disparando armas controladas remotamente, sin saberlo, como en la historia del filme El Juego de Ender (G. Hood, 2013).

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De hecho, es una forma de autoría propiamente tal (art. 15 N.º 1), cuando el instrumento es la propia víctima, como en los delitos donde el engaño aparece en la propia descripción típica para provocar una prestación (estupro, del art. 363 N.º 4; estafas del art. 468; trata de personas del art. 411 quáter); y puede verse como una modalidad necesaria para su ejecución, como en el homicidio mediante veneno, donde la propia víctima suele ingerir o distribuir los alimentos envenenados que, por la actuación alevosa del homicida, cree inocuos (art. 391 N.º 1); o cuando se engaña a la víctima “para que se coloque en el lugar donde va a sobrevenir un hecho capaz de darle muerte (derrumbe, explosión, etc.), aunque tal hecho no sea obra del individuo” (Novoa M., “Concurso de personas”, 1044). Los casos más comunes que se mencionan de autoría mediata por engaño con intervención de terceros que no son la víctima son los siguientes:

a) El instrumento actúa bajo error de tipo Junto con el prevalimiento del inimputable, es el supuesto clásico de autoría mediata. Cuando el engaño recae sobre un elemento del tipo penal esencial (error de tipo), el engañado no actúa voluntariamente y está exento de responsabilidad penal, pero será responsable quien lo engaña como autor mediato: El médico que prescribe un medicamento o una dosis mortal y hace que la enfermera lo inyecte de buena fe, aprovechando su posición de modo que ella crea que se trata de una prescripción terapéutica es autor mediato y la enfermera, su instrumento no voluntario. Como se adelantó, en esta constelación de hipótesis la propia víctima puede ser el instrumento, si toma por sí el medicamento o el veneno mortal, sea por engaño en la naturaleza de la sustancia o en las circunstancias de su ingesta (la supuesta muerte conjunta de los amantes que, en realidad, es de solo uno de ellos, donde el engaño parece indistinguible del prevalimiento).

b) El instrumento realiza una conducta que cree lícita El caso real más frecuente es el del engaño a los tribunales para que dicten sentencias irregulares sobre la base de antecedentes falsos o previa colusión procesal entre las partes: cuando el efecto de la resolución es la adquisición de bienes o derechos o la extinción de ciertas obligaciones, se llama estafa procesal (Grisolía, “Estafa”, 418). Si con datos falsos se logra la detención de una persona, el engaño puede constituir un delito de secuestro (art. 141). Sin embargo, la mayor parte de estos casos se sancionan de manera especial y preferente como presentación de pruebas falsas y obstruc-

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ción a la investigación (arts. 207 y 269 bis y ter). Solo si la pena por estos delitos fuere inferior a la defraudación o privación de libertad cometidas, se podría castigar por la estafa o secuestro resultante. Pero también se puede engañar a otro en la existencia y alcance de las causales de justificación, creando una inexistente o solo putativa, p. ej., haciendo creer a otro que la única forma de evitar un mal que existe (sequía, hambruna, peste, etc.), es sacrificando a una criatura recién nacida. Para que un engaño de esta naturaleza anule la voluntad, suele acompañarse de situaciones de prevalimiento o abuso de conciencia, como en las sectas y demás situaciones análogas. Aquí, otra vez, la obtención de ganancias secundarias por parte del supuesto instrumento demuestra su responsabilidad en un hecho concertado y excluye la autoría mediata.

c) El instrumento actúa bajo error de prohibición También corresponde considerar aquí el caso del engaño que genera un error de prohibición del intermediario, tanto si es inevitable como si es evitable. En el caso del Rey de los Gatos (Katzenkönigsfall), la Corte Suprema alemana estableció que respondían por tentativa de homicidio tanto quienes convencían a otro que debía matar a su vecino, “El Rey de los Gatos”, para evitar la muerte de millones de personas, como el instrumento crédulo e ignorante pero no al punto de considerarse exento de responsabilidad (Wessels/Beulke/Satzger AT, 224). De allí la importancia de comprobar la efectiva anulación de la voluntad en la persona instrumentalizada para configurar la autoría mediata.

d) El instrumento realiza un hecho del que es personalmente responsable, pero actúa motivado por un error irrelevante En estos casos, al igual que en el del prevalimiento de aparatos organizados de poder, la plena responsabilidad del autor inmediato excluye, en realidad, la autoría mediata, pero se trata conjuntamente por razones pedagógicas. Cuando Yago, con el propósito ulterior de privar del mando a Otelo y aprovechando su conocido carácter celoso y colérico, hace sustraer el pañuelo que el moro había obsequiado a Desdémona, entregándolo luego a Casio para que aquél crea que su cónyuge lo engaña y decida matarla, es responsable de esa muerte tanto como Otelo, quien no puede alegar los celos ni la cólera como motivo eximente de su crimen. Otelo yerra en el

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motivo por el engaño de Yago, y ambos son responsables del hecho como autores, uno inmediato y directo, el otro como inductor del art. 15 N.º 2, por haber persuadido con engaño al primero. Lo mismo sucede en una variante simplificada del llamado caso Dohna: A comunica a B su resolución de matar a C, pero es engañado por B para que mate a D, haciéndole creer que es C. A se encuentra en un error en la persona irrelevante, según el art. 1 inc. 3, y es plenamente responsable de sus hechos. Y hay que convenir en que la muerte de D y no de C es el resultado de la obra voluntaria de B, pues A no controla el sentido de la “configuración del hecho” concreto (Roxin, Autoría, 217). Pero la solución en este caso, consistente en atribuir a B autoría mediata de la muerte de D es altamente controvertida, pues contradice el fundamento mismo de la teoría del dominio del hecho en que se basa, ya que quien resolvió la comisión del delito y siempre estuvo en condiciones de detener su ejecución era A, sin necesidad de la intervención de B (Wessels/Beulke/Satzger AT, 338).

D. ¿Autoría mediata en delitos de propia mano? Se entiende por delitos de propia mano aquellos en que el tipo penal parece describir un comportamiento exclusivamente corporal, como el acceso carnal de los delitos de violación y estupro y el contacto corporal en los abusos sexuales (arts. 361 a 366 ter). La doctrina mayoritaria estima que en estos delitos no puede haber autoría mediata sino, a lo más inducción. No obstante, una parte importante de nuestra doctrina considera la posibilidad de una autoría mediata en esta clase de delitos, aunque por diversas razones: unos la afirman sosteniendo que en casos de crímenes de lesa humanidad, como la violación masiva en contexto de un ataque generalizado a la población civil, una orden es equivalente a la autoría por la capacidad del que la emite tanto de hacer afectar como de hacer cesar la afectación del bien jurídico (Bustos, “Autoría”, 738); mientras otros lo hacen negando la existencia de delitos de propia mano y, especialmente, de la potencial caracterización como tales de los delitos de carácter sexual (Cury PG, 621).

§ 4. Responsabilidad del superior Aparte de los casos en que la responsabilidad del superior deriva de la emisión de órdenes (arts. 214 y 335 CJM, 136 Ley General de Pesca y 36 Ley 20.357), que pudieran, a falta de esta disposición considerarse supuesto subsumidos en el art. 15 N.º 2, los arts. 150 A y 150 D y el art. 35

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Ley 20.357 establecen supuestos donde se califica de autor al superior en casos en que no ordena la realización de los delitos de tortura o apremios ilegítimos, genocidio, delitos de lesa humanidad y crímenes de guerra que se trate, ni interviene en los hechos de ninguna de las otras formas punibles de los arts. 15 a 17. Estos son los casos de responsabilidad del superior o por el mando. El primero en incorporarse a nuestra legislación fue el del art. 35 Ley 20.357, que impone sancionar como autores de los delitos de genocidio, lesa humanidad y los crímenes de guerra que dicha ley especial contempla “las autoridades o jefes militares o quienes actúen efectivamente como tales, en su caso, que teniendo conocimiento de su comisión por otro, no la impidieren, pudiendo hacerlo”, agregando que “la autoridad o jefe militar o quien actúe como tal que, no pudiendo impedir el hecho, omitiere dar aviso oportuno a la autoridad competente, será sancionado con la pena correspondiente al autor, rebajada en uno o dos grados”, sin por ello liberar de responsabilidad al autor inmediato o ejecutor. Se trata de dos supuestos de omisión que se elevan a una categoría nominal de autoría. El primero consiste en una cooperación por omisión, difícilmente subsumible en alguno de los casos de los arts. 15 y 16. En este caso, la pena a imponer es, precisamente la del autor, igual que si hubiera ordenado el hecho (art. 36 Ley 20.357). El segundo, en una clase de encubrimiento personal en la forma de omisión de denuncia que no cabe con facilidad en el art. 17, pero cuya penalidad rebajada en uno o dos grados recuerda, precisamente, la del encubrimiento. De este modo, nuestra legislación procura implementar la llamada responsabilidad por el mando consagrada en el art. 28 Estatuto de Roma y en el derecho penal internacional, en la forma que se reconoce desde el término de la Segunda Guerra Mundial. En el caso más destacado, un comandante japonés en Filipinas fue condenado a muerte en base a la comprobación de que “ignoró ilegalmente y no cumplió con su deber de comandante para controlar las operaciones de los miembros de su comando, permitiéndoles cometer atrocidades brutales y otros delitos graves contra personas de los Estados Unidos y de sus aliados y dependencias” (In re Yamashita, 327 USSC, 1946). Sin embargo, la literalidad del texto nacional parece impedir la apreciación asentada en el derecho internacional, en el sentido que la subjetividad requerida para la responsabilidad por el mando no importa un conocimiento acabado de los hechos de los subordinados, sino más bien mínimo y en términos generales. Tampoco parece recoger la idea propuesta por parte

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de la doctrina influida por la dogmática alemana, de que se trataría de un supuesto especial de autoría mediata, instigación o complicidad ya regulado por las reglas generales de participación (Winter, Responsabilidad por el mando, 152). Por ello, es necesario asumir su autonomía típica y valorativa, como una forma de intervención punible en un hecho ajeno, castigada a título de autoría con las penas que la propia ley señala, en los casos precisos que las impone. Y así lo asumen los arts. 150 A y 150 D, donde, al regularse los delitos de tortura y apremios ilegítimos se establece la responsabilidad del superior al empleado público que “conociendo de la ocurrencia de estas conductas, no impidiere o no hiciere cesar” la aplicación de torturas o apremios ilegítimos, “teniendo la facultad o autoridad necesaria para ello o estando en posición para hacerlo”. Aquí la ley no indica expresamente que se sancionará “como autor” a este empleado público que tiene la facultad o autoridad para hacer cesar las torturas o apremios o está en posición de hacerlo, pero al describir tales hechos como figuras típicas de omisión impropia produce el mismo efecto. La diferencia con las reglas del art. 35 Ley 20.357 es que, a su respecto, sí podría plantearse la posibilidad de que existieran otras formas de intervenciones punibles, en la medida que la figura lo permita, p. ej., inducción del art. 15 N.º 2, en el caso de existir una orden general de no impedir de tales hechos. Tampoco se sanciona la omisión de denuncia o sanción como una forma de autoría, según las reglas del derecho internacional. Como delito de omisión propia especial, el presupuesto objetivo para su comisión es la existencia de una relación fáctica, no jurídica, de superioridad entre un empleado y otro. Así, p. ej., se puede considerar superior de un empleado al que lo es en grado dentro del servicio al que ambos pertenecen, aunque no se encuentre en la “cadena de mando”, mientras pueda demostrarse que tiene autoridad o está en posición material de impedir o hacer cesar las conductas que se trate.

§ 5. Autoría funcional En algunos delitos especiales, la ley designa como sujetos activos únicamente a quienes se encuentran en una determinada posición o función dentro de una organización, sin requerir otra característica personal que ocupar cualquiera esa posición, por definición transitoria y que, en abstracto, podría ocupar. Esto sucede, p. ej., en la publicidad falsa de valores, de la cual el art. 59 f) Ley 18.045 hace responsables únicamente a “los directores, administradores y gerentes de un emisor de valores de oferta pública”.

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Estos casos pueden identificarse con el concepto de autoría funcional desarrollado en la doctrina holandesa, los que se distinguirían de los delitos especiales porque, por regla general, implicarían la falta de responsabilidad de quienes materialmente ejecutan las acciones prohibidas y no se encuentren en la posición que la ley señala (Politoff, “Cometer y hacer cometer”, 1252). En tales supuestos, no es la mera posición que se ocupa en la organización la que hace responsable a los directores, administradores y gerentes, lo que supondría establecer a su respecto una especie de responsabilidad objetiva, sino su intervención en el hecho, en alguna de las modalidades de los arts. 15 y 16. Así, en un delito de falsificación de marcas del art. 190, se decidió que la orden implícita y permanente del propietario de un establecimiento comercial, para que se vendan mercaderías abusando de marcas comerciales ajenas, constituía una “instigación directa para delinquir” (art. 15 N.º 2), por la cual debía responder el inductor, a pesar de no haberse perseguido la responsabilidad penal de los inducidos (SCS 25.9.1962, RDJ 59, 198). Sin embargo, aunque es posible que los niveles de organización, conocimiento y responsabilidad de los intervinientes en un hecho de esta clase determine prima facie la impunidad de los subordinados o ejecutores por ser víctimas de un error o de un prevalimiento, siempre será también posible reconducir su intervención libre (y a veces interesada) a alguna de las formas de intervención punible de los arts. 15 N.º 1, parte final, N.º 3 o 16, como lo demostraría la prueba de la obtención de eventuales ganancias secundarias. En cambio, parecerán, también a primera vista, responsables a título de autoría o coautoría del art. 15 N.º 1, primera parte, o inducción del art. 15 N.º 2 quienes compartan la posición que la ley considera relevante, y siempre que hayan intervenido en el hecho. Pero también podrían incurrir en alguna de las formas restantes de los arts. 15 a 17, si en los hechos así intervienen. En definitiva, la única diferencia relevante de la autoría funcional con el resto de las formas aceptadas es que aquí la calidad especial que señala el tipo penal permite concebir la idea de “tomar parte en su ejecución”, según el art. 15 N.º 1, como equivalente a inducir (ordenar, aconsejar o acordar) o no evitar su ejecución pudiendo hacerlo.

§ 6. Actuación en lugar de otro El principio de intervención se enfrenta a dificultades prácticas cuando los elementos del tipo en los delitos especiales no se verifican plenamente en

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el sujeto de imputación, sino que se reparten entre una persona, natural o jurídica, y un tercero que actúa en su nombre: “mientras que el estatus personal que fundamentaba el delito especial recaía en la persona jurídica, era su órgano o representante quien realizaba la conducta prohibida” (García P., 104). Esto sucede frecuentemente en los delitos de carácter económico, donde debe determinarse las personas naturales responsables por hechos que se pudieran cometer en el seno de una persona jurídica. Para abordarlo, al menos respecto de las personas jurídicas, en Chile el art. 58 CPP dispone que por ellas “responden los que hubieren intervenido en el acto punible”, disposición que reproduce en los arts. 133 inc. 2 Ley de Sociedades Anónimas, 55 Ley de Mercado de Valores, 159 Ley General de Bancos y 99 CT. En estos casos, la atribución legal de responsabilidad a nombre de otro no importa sustituir el principio de intervención, pues ello también supondría establecer una forma de responsabilidad objetiva por la posición que se ocupa en la organización. Luego, solo será posible sostener la imputación penal contra una persona natural que actúa en el marco de una organización con personalidad jurídica que representa o a cuyo nombre actúa, si esa persona natural ha intervenido o tomado parte personalmente en el hecho delictivo, en alguna de las formas establecidas en los arts. 14 a 17, aunque no posea las características especiales de las personas jurídicas por las que actúa o en cuyo seno comete los delitos que se persiguen (SCS 22.9.2015, RCP 42, N.º 4, 279, con nota crítica de R. Collado, donde se discutió precisamente la calidad de la intervención material del condenado recurrente en un delito tributario en que, según su alegato, no había intervenido a pesar de detentar formalmente el cargo de gerente del contribuyente, pero la Corte desestimó la casación por un error de formalización). Mutatis mutandi, lo mismo se podría aplicar al que comete un delito actuando en representación o por mandato de una persona natural que posee una característica especial que el ejecutor material no, como sería el padre que gira cheques sin fondo a nombre de su hijo menor de 14 años y comete el delito previsto en el art. 22 DFL 707, aunque es discutible la extensión de esta forma de imputación sin una regla especial, más allá de las del art. 15. Tratándose de supuestos en que el representado puede ser penalmente responsable, como el mandante penalmente capaz o la persona jurídica en los supuestos del art. 1 Ley 20.393, hay que distinguir: i) Si entre personas naturales existe acuerdo o concierto, todos son responsables y se imputan recíprocamente los hechos realizados y las calidades que posean (coautoría); ii) Si existe una persona jurídica responsable, será sancionada conjuntamente con su representante si concurren, además, los requisitos de los

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arts. 3 o 5 Ley 20.393; y iii) Si sus directivos principales inducen o conciertan con los subordinados la comisión de delitos a nombre de la empresa, todos responderán por sus formas de intervención, según los arts. 15 a 17. Pero, si la inducción se ha hecho o el acuerdo se ha obtenido con engaño o prevalimiento de la posición del empleador, solo responderán los directivos (autoría mediata y a nombre de otro) y la persona jurídica, de cumplirse los restantes requisitos legales.

§ 7. Coautoría (art. 15, N.º 1 y 3) A. Fundamento: principio de imputación recíproca Al igual que los arts. 7 y 8 respecto de la tentativa y la frustración, el art. 15 N.º 1 y 3 cumple la finalidad de permitir atribuir la realización completa de un tipo penal a quien no lo ha realizado por sí mismo, sino con otros, como exige el principio de legalidad. En Alemania, el §  25.2 StGB, que sanciona con la pena del autor a quienes “cometen el delito conjuntamente”, cumple similar función. Pero nuestra ley va más allá que la alemana, al permitir esta imputación recíproca a personas que contribuyen al hecho, pero no realizan siquiera una parte del tipo penal: procuran impedir que se evite, facilitan los medios para su ejecución o lo presencian sin tomar parte en ella. Luego, al igual que sucede con la tentativa, tomar parte en la ejecución del delito no significa en nuestro sistema únicamente realizar una parte de la descripción del tipo penal, como exige la teoría objetivo-formal (Yáñez, 1552), sino cualquiera de los supuestos empíricos de los N.º 1 y 3 del art. 15, que asumen la intervención punible en un contexto fáctico que excede los elementos de la realidad subsumibles en el tipo penal. En efecto, la aproximación objetivo-formal, si bien permite fijar los casos de coautoría más evidentes, no logra captar la complejidad de las relaciones entre los hechos y todas las descripciones típicas, pues sería únicamente aplicable de delitos descritos con diferentes conductas (ejercer la intimidación para forzar la voluntad o la fuerza para entrar a un lugar habitado, por una parte, y proceder al acceso carnal o a la apropiación, por otra, arts. 361 N.º 1 y 440). Sin embargo, en los delitos cuya descripción se basa en la producción de un resultado, las dificultades que existen para identificar al autor de su tentativa se multiplican cuando varios son imputados por ella, como en la muerte provocada por sucesivos o simultáneos ataques a la víctima (art. 391 N.º 2). Incluso en casos más sencillos, como el de la realización simultánea de

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un ataque contra otro, hiriéndolo, golpeándolo o maltratándolo de obra, la atribución de los resultados del art. 397 N.º 2 no parece resolverse solo con la afirmación de que el agente ha herido, golpeado o maltratado a otro. Por ello, nuestra jurisprudencia afirma que, incluso tomar parte en un hecho “de manera inmediata y directa” no significa solo realizar formalmente una parte del tipo, sino también intervenir en los hechos materiales que contribuyan directamente a su realización (RLJ 108). Luego, el fundamento para imputar en todos estos casos responsabilidad a título de autor no es una consideración formal respecto de la descripción típica, sino material, emanada de la existencia del hecho colectivo que abarca las diferentes contribuciones de los distintos intervinientes, que se imputan recíprocamente para otorgarle a cada uno el título de autor. Ese hecho colectivo se define por el acuerdo o concierto para su realización: el conocimiento y voluntad de realización de cada una de las partes del hecho individual que a cada uno corresponde y del hecho conjunto que de este modo se materializa, razón por la cual, aunque individualmente ninguno de los coautores realice el tipo penal, todos responden como si cada uno lo hubiera realizado completamente, imputándoseles a unos y otros, recíprocamente, sus contribuciones individuales. Luego, la responsabilidad individual por el hecho colectivo significa que, en virtud del vínculo que crea el acuerdo de voluntades, cada uno de los intervinientes se puede considerar responsable del hecho colectivo como un todo (RLJ 107). No sabemos quién de los conjurados dio la estocada mortal a César, ni cuál de las veintitrés que recibió fue la definitiva, pero todos ellos respondieron por el magnicidio como autores, incluyendo a Trebonio que entretenía a Marco Antonio para que no lo evitara, Casca que da inicio al plan y falla en su primer intento y Bruto, que solo hiere a César en la ingle, pues “todos tenían que tomar parte en el sacrificio y gustar del crimen” (Plutarco, Vidas paralelas, T. VI, Madrid, 2007, 3284). Por eso el Bardo inglés describe la escena con estas palabras: “-Casca: ¡Hablen mis manos por mí! (Casca hiere el primero a César, después los demás conspiradores, y finalmente Marco Bruto) —César: Et tu, Brute!” (W. Shakespeare, Julio César, Acto III, Esc. Primera, en Obras Completas, Madrid, 1965, 1307). La coautoría así entendida no necesita simultaneidad, sobre todo en los casos de delitos de resultado, pues la intervención anterior, como la del popular autor intelectual, también puede ser vista como parte de la división del trabajo que posibilita la realización del tipo, cuyos contornos nunca podrán estar completamente definidos: “lo común abarca también lo que suceda a continuación: el sujeto que ejecuta, ejecuta la obra de todos los intervinientes, no solo la suya propia” y “responde jurídico‑penalmente

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porque la ejecución es, a causa del reparto de trabajo vinculante, también la suya” (Jakobs, “Ocaso”, 98). Por la misma razón, la ausencia de este vínculo subjetivo adicional que crea la división del trabajo impide considerar coautores a quienes sucesivamente, pero sin haberlo acordado previamente, realizan partes de un tipo penal o contribuyen a su materialización: quien deja a una persona imposibilitada de resistirse a merced de cualquier futuro violador —como en la afrenta de los infantes de Carrión a las infantas del Cid (Bello, A., Poema del Cid, Santiago, 1881, 169)—, no es por ese solo hecho coautor de la violación que realiza el tercero que abusa de esa imposibilidad de resistir para acceder carnalmente a la víctima; como tampoco es coautor del robo con fuerza en lugar habitado quien practica un forado en una pared que, días después, es aprovechado por un tercero para cometer un robo (art. 440 N.º 1), sin perjuicio de la responsabilidad que a cada uno les quepa por sus propios actos. Este elemento subjetivo adicional exige que todos los responsables acuerden la realización de un delito determinado, el lugar, modo y tiempo de ejecutarlo, así como la decisión seria de ponerlo por obra, aunque no se requiere un acuerdo acerca de todos y cada uno de los detalles de su ejecución, ni premeditación ni su puesta por escrito. Por tanto, no hay concierto si varias personas discuten acerca de la posibilidad de cometer un delito, sin llegar a acuerdo acerca del modo de llevarlo a cabo, o si para ello se encuentran “a la espera de posibilidades”, o difieren su ejecución sine die: quien toma estas discusiones por acuerdo y ejecuta el hecho solo es responsable individualmente del mismo, pues no está realizando un hecho colectivo. Pero la existencia de este acuerdo o distribución de funciones no impone a nuestra ley considerar todos los actos de quienes intervienen en un hecho colectivo como autores: los que concertados previamente para la ejecución del delito facilitan medios que no son empleados directamente en su ejecución pueden considerarse integrantes del colectivo que lleva a cabo el delito, pero no se castigan como autores, sino como cómplices, al no estar esa forma de contribución sancionada con la pena del autor, de conformidad con el art. 15. De la exigencia del aspecto objetivo formal y material, más el elemento subjetivo del acuerdo de voluntades para la realización del delito, se desprenden las siguientes consecuencias: i) Todo exceso o desviación de un interviniente fuera del acuerdo, no puede atribuirse al resto que desconoce o no pudo siquiera prever esa desviación: aquí hay solo responsabilidad individual por el hecho propio del que se excede (RLJ 107).

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ii) Si no hay aceptación mutua de la colaboración, no hay coautoría, sino responsabilidad individual independiente si efectivamente se presta (RLJ 106); y si alguien ofrece su colaboración, pero ella no es aceptada ni prestada efectivamente, hay un hecho impune en ese ofrecimiento (tentativa de coautoría). iii) Es posible la coautoría inmediata y también la mediata, en la medida que sus formas de realización son susceptibles de división del trabajo: p. ej., en una cadena de mando formalizada o en el acuerdo de varios con el objeto de forzar o instrumentalizar a otro mediante engaño o prevalimiento para la comisión de un delito, dividiéndose el trabajo al efecto (SCS 30.5.1995, Rol 30174-94, Caso Letelier). iv) No es posible la coautoría negligente, pero sí la omisiva dolosa, según el acuerdo que se hubiese adoptado. v) En los delitos especiales propios, todos los coautores responden al mismo título, siendo posible la división del título en los impropios.

B. Coautoría derivada del hecho de tomar parte en la ejecución (art. 15 N.º 1) Casuísticamente, se afirma que toman parte en el hecho de manera inmediata y directa quienes, estando de acuerdo en la muerte del ofendido, lo golpean conjuntamente, aun cuando no se sepa quién de ellos lo ultima; y en una violación se han considerado coautores tanto a quienes ejercen la fuerza contra la víctima, aunque no la penetren sexualmente, como a quienes realizan esa conducta (Etcheberry DPJ II, 26, y IV, 176, respectivamente. Sin embargo, en un sentido todavía más estricto que la propia teoría formal, una antigua y aislada SCA Talca, estimó únicamente como cómplice del delito de violación al “que aprieta la garganta y sujeta los brazos a la mujer que otro trata de violar” [RLJ 108]). Pero la ley considera también que “toman parte” en la ejecución del delito —aunque no de manera inmediata y directa— quienes, sin realizar parte alguna del tipo legal, colaboran a ello “impidiendo o procurando impedir que se evite”. Aquí la ley atiende a un concepto material de hecho colectivo en el cual se toma parte, cuya división del trabajo supone que unos realizan directa e inmediatamente los elementos del tipo penal y otros contribuyen a esa realización dándoles protección. Así, la jurisprudencia ha considerado coautor por esta vía al vigilante (el “loro”) concertado previamente para un atraco; al vigilante que se para en la puerta mientras se comete una violación; y a quien, presenciando la lucha que dio lugar a un homicidio,

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ahuyenta al perro de la víctima que trata de defenderla de quien la agrede (SCS 12.3.1928, GT 1928, 1er Sem., N.º 76, 397; SCA Talca 8.5.1914, GT 1914, 1er. Sem., N.º 230, 636; y Etcheberry DPJ II, 30). Pero se discute la calificación de la intervención de quien, sin estar concertado, impide o procura impedir que el delito se evite por cualquier razón de carácter personal (la esperanza de una recompensa, p. ej.). A nuestro juicio, en tales casos, se trataría de una forma de cooperación no comprendida en el art. 15 y, por tanto, de complicidad del art. 16, pues sin concierto no es posible tomar parte en un hecho (o. o. Winter, “Esquema”, 85, quien no ve en la literalidad del texto una razón para esta distinción).

C. Coautoría derivada del concierto para la ejecución (art. 15 N.º 3) A nuestro juicio, estos son casos donde el carácter extensivo de las reglas del art. 15 aparece con mayor claridad, pues difícilmente pueden considerarse como “tomar parte” en la ejecución total o parcial de un tipo penal según su descripción formal, incluso en los casos en que la ella parece apuntar únicamente a la causación de un resultado. Por eso, entendemos ahora que, salvo por la voluntad de limitar su alcance, son insuficientes los esfuerzos para agregar a la exigencia legal del concierto requisitos de relevancia, entendidos como aportes funcionales que importen un dominio del hecho, sean esenciales para su ejecución o constituyan actos ejecutivos “en un sentido amplio” (Soto P., “Autor”, 49; Mañalich, “Condiciones”, 477; y Hernández B., “Comentario”, 402, respectivamente). Todos estos criterios adolecen del mismo problema: son conceptos ajenos a la regulación legal, de carácter subjetivo, dependientes únicamente del acuerdo que se tenga sobre qué es lo ejecutivo, funcional, relevante, esencial, etc. Los casos que trata este número son los siguientes:

a) Facilitar los medios con que se comete el delito (art. 15 N.º 3, primera parte) Para la punibilidad a este título, según el art. 15 N.º 3, es necesario, además del requisito subjetivo del concierto previo o acuerdo de división del trabajo, que, objetivamente, el medio facilitado haya sido empleado en la ejecución del delito concertado o, al menos, sea el medio empleado en el comienzo de la ejecución del delito: si A facilita a B un cuchillo para dar muerte a C, es considerado autor tanto si B mata a C con ese cuchillo como si, durante la refriega, B suelta el cuchillo facilitado por A y da muerte a C

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con la propia arma del occiso. Por ello podemos incorporar en este número al financista, esto es, quien provee de los recursos con que se adquieren los medios para la comisión del delito; y también a nuestro criollo autor intelectual: el que, sin ejecutar directamente la conducta típica, ha planificado y organizado su realización, facilitando con esa organización los medios para su ejecución. La extensión de la coautoría en estos casos a supuestos que podrían considerarse actos preparatorios impunes de un agente individual (portar o entregar los instrumentos con que se comete el delito, antes de que se haya dado comienzo a su ejecución), se justifica por el mayor peligro de consumación que importa la actuación concertada o conjunta. Pero, para evitar una extensión indebida de la punibilidad, al no existir la tentativa de coautoría, la sanción de estos hechos solo se permite si el que ha recibido el medio ha dado comienzo a la ejecución del delito. En cambio, si B no emplea en ningún momento el arma facilitada por A, ni los recursos facilitados por el tercero para adquirirla o no ejecuta el plan diseñado por el autor intelectual en una forma más o menos reconocible (lugar, momento y modalidad de ejecución, por lo menos), la responsabilidad de A solo podría calificarse como complicidad del art. 16, si se estima que esas son formas de cooperación en el hecho punible “por actos anteriores”, que contribuyen a su realización y el que recibe la cooperación las acepta. En el extremo, si objetivamente se trata solo de una tentativa de participación que no contribuye en modo alguno a la realización del tipo penal ni es aceptada por el autor, no sería punible ni como autoría ni como complicidad: en Chile se castiga la participación en la tentativa, pero no la tentativa de participación.

b) Presenciar el hecho sin tomar parte directa en su ejecución (art. 15 N.º 3, segunda parte) La ley reconoce aquí expresamente el peligro de realización que supone el “apoyo moral” de los concertados, pues no es necesario ejecutar ningún hecho material diferente a encontrarse en el lugar del delito como parte del acuerdo de división del trabajo (SCA Temuco 4.10.1969, RDJ 66, 272). Además, según la jurisprudencia, no es necesario siquiera que el partícipe considerado autor a estos efectos presencie toda la ejecución (SCS 7.5.1954, RDJ 51, 49). Ello, por cuanto la existencia de ese acuerdo o concierto transforma la presencia en el lugar de los hechos en aseguramiento o respaldo para su rea-

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lización, sin que se requiera acreditar un dominio funcional del hecho o capacidad para, al menos, evitar su realización (SCA Antofagasta 14.10.2004, Rol 144-04; y SCS 12.5.2014, Rol 6247-14). Naturalmente, la sola presencia física en el lugar del delito, sin concierto previo es completamente ajena al hecho e impune, como lo sería la de los simples testigos (SCA Talca 28.3.1935, GT 1935, N.º 90, 449). Pero, si se trata de un vigilante casual o un compinche que se integra fortuitamente al hecho, sin previo acuerdo para su realización, pero apoyando con su presencia a los que lo ejecutan (p. ej., rodeando a la víctima y dando vítores mientras otro la hiere o golpea), su presencia sí sería punible al menos a título de complicidad del art. 16.

§ 8. Participación. Principios generales La ley considera también la posibilidad de sancionar, a título de autor (inductor), cómplice o encubridor, a los que intervienen en un hecho ajeno individual o colectivo, siempre que la forma de conducta empírica que desplieguen cumpla con alguno de los requisitos de tipicidad de los arts. 15 N.º 2, 16 o 17, respectivamente. A ellos se añaden los partícipes en un hecho colectivo cuya forma empírica de contribución al hecho no esté comprendida en los N.º 1 y 3 del art. 15, que pueden ser castigados a título de complicidad del art. 16. En la interpretación de estas disposiciones se han desarrollado los siguientes principios generales que, como tales, están sujetos a corrección y especificación en cada forma de participación particular:

A. Exterioridad La tipicidad de las diferentes formas de responsabilidad por un hecho ajeno exige su manifestación exterior como un hecho punible, esto es, que al menos se encuentre en grado de tentativa (art. 7), pues la ley chilena no castiga la tentativa de participación en un delito (art. 59). En Alemania, en cambio, una forma de tentativa de participación, que incluye el ofrecerse a colaborar en un hecho ajeno, se encuentra en el § 30 StGB (parágrafo Duchesne).

B. Accesoriedad El hecho del colectivo o ajeno en que se participa no solo debe exteriorizarse como un hecho punible, al menos en grado de tentativa, sino que,

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además, debe ser antijurídico, esto es, que no concurran causales de justificación, pues se afirma que no es posible ser responsable penalmente por participar en un hecho lícito. Este es el llamado criterio de accesoriedad media, por contraposición a la máxima, que exige punibilidad del autor; y la mínima, que se basta con la tipicidad objetiva del hecho. En consecuencia, por regla general, no habría responsabilidad por participar en un hecho ajeno justificado: quien entrega el arma a quien se defiende legítimamente no responde por la muerte del agresor. Sin embargo, la ley establece ciertas excepciones relevantes: i) Si dos defienden a un tercero y uno de ellos ha participado en la provocación previa o lo hace por venganza, odio u otro motivo ilegítimo, el hecho no está justificado para él, pero sí para quien no ha provocado ni actúa por motivos ilegítimos (art. 10 N.º 5 y 6); ii) Si un mismo mal es apartado por varios conjuntamente cometiendo un delito, solo quienes no tienen obligación de soportarlo están exentos de responsabilidad (art. 10 N.º 11); y iii) Si existe otra causa ilegítima en la justificación, la ilegitimidad solo afecta a la persona a que se refiere.

C. Convergencia y culpabilidad Conforme a este principio, para que exista participación se requeriría una convergencia subjetiva, entendida como una coincidencia de voluntades o dolo común. Sin embargo, según la ley chilena, esta coincidencia no exige un acuerdo, el que solo se requiere en los casos de coautoría del art. 15 y de complicidad concertada del art. 16. Por otra parte, la coincidencia en el contenido del dolo tampoco se requiere en todos los casos. Desde luego, los encubridores no pueden querer hechos del pasado (dolo subsequens). Y los inductores tampoco pueden querer lo que depende del inducido, pues no está verdaderamente bajo su poder ejecutarlo o no, aunque sí es razonable pensar que exista al menos una coincidencia entre el contenido de voluntad del dolo del inducido y el deseo del inductor de que esa voluntad se materialice, admitiéndose incluso la inducción con dolo eventual. Tampoco tendrá posibilidad de querer verdaderamente el hecho el simple cómplice que coopera con otro en la esperanza de que ejecute un hecho que desea, pero para cuya realización no se han concertado. Por tanto, parece más adecuada a la legislación nacional la propuesta de reemplazar la idea del dolo común o acuerdo de voluntades por la exigencia subjetiva del conocimiento que la propia actuación “importa una colaboración en tal hecho” (Novoa PG II, 152). En efecto, la culpabilidad

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del partícipe en un hecho ajeno solo puede consistir en un hecho psicológico relativo a los actos propios de su participación, pero no se exige que el resto de los responsables conozcan o acuerden esta colaboración. Además, supone al menos la aceptación por parte del partícipe de la realización del hecho ajeno o colectivo. Como consecuencia de lo anterior, el exceso o desviación del autor o de los coautores respecto de lo conocido y aceptado por el partícipe no agrava su responsabilidad: el que instiga a cometer un delito responde del delito instigado y no del exceso, como si se indujera a un hurto y se cometiese un robo, a menos que exista dolo eventual o aceptación respecto de ese exceso (RLJ 11). Un problema más sutil es el caso de la desviación a un delito de menor cuantía, como sería el caso de quien contrata a una persona para cometer un parricidio que no se lleva a efecto porque el supuesto sicario lo engaña y solo lesiona a la víctima sin intentar nunca darle muerte (Etcheberry DPJ II, 8). Como causar la muerte necesariamente supone herir, quien realiza un encargo de homicidio desviado por el inducido a un delito de lesiones, bien podría ser calificado de inductor de las lesiones efectivamente realizadas según el art. 15 N.º 2. Sin embargo, la solución es discutida, en la medida que hacer menos de lo encargado pueda verse también una tentativa de participación no aceptada, atendida la existencia de un desvío causal relevante atribuible únicamente al pretendido mandatario (Hernández B., “Comentario”, 372).

§ 9. Inducción (art. 15 N.º 2) A. Concepto El art. 15 N.º 2 considera como autor, para los efectos de su sanción, a quien “induce directamente a otro a ejecutarlo”. Según el Diccionario, ello significa “mover a alguien a algo o darle motivo para ello”. Luego, inductor es quien forma en otro la resolución de ejecutar un delito mediante la persuasión, sin llegar a emplear intimidación, engaño o prevalimiento que anulen la voluntad del inducido. Sus requisitos son los siguientes: i) La inducción debe ser directa: Como forma de participación, excluye tanto la inducción culposa (el comentario casual que se toma por “razón definitiva” para delinquir) como la omisiva (la falta de respuesta a una pregunta que el autor considera como “señal decisiva” para actuar). Tampoco hay inducción cuando solo se ofrecen consejos vagos relativos a la conveniencia

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de entregarse a la vida delictual ni cuando se hace una invitación genérica a delinquir (SCA San Miguel 17.5.1989, RDJ 86, 59). Incluso en el caso de quien hace alabanzas y elogios acerca del homicidio y sus ventajas sociales o morales, tal apología no podría considerarse una inducción mientras ellas no se dirijan a persuadir a otro directamente a cometer el homicidio de una persona determinada, lo que explica la falta de responsabilidad del profesor interpretado por James Stewart en La Soga, de Alfred Hitchcock (1948); ii) La inducción debe ser determinada: La ley sanciona al inductor cuando forma en el inducido la decisión de cometer un delito determinado, pero no la resolución genérica de dedicarse a la actividad criminal o la aprobación, también genérica, de tales actividades, aunque pueda calificarse de concierto (SCS 29.10.2013, RCP 41, N.º 1, 177, con nota aprobatoria de C. Suazo). Por eso, no hay instigación a la instigación o a la simple complicidad. Sin embargo, se acepta que la ley no exige una instigación expressis verbis: lo que importa es que se actúe positivamente o se emitan expresiones dirigidas a formar en el tercero la resolución delictual, aunque ésta no se concrete exactamente del modo que pretendía el inductor. En consecuencia, parece posible afirmar incluso la inducción con dolo eventual, como en los hechos se resolvió al admitir la inducción a un homicidio en la instigación a agredir y golpear a otros con palos para no dejarlos pasar a un lugar determinado (SCS 3.1.1973, RCP 23, 63), y en la planificación de un robo en un lugar determinado, conociendo las rutinas de sus habitantes y teniendo en cuenta la posibilidad de enfrentarse con alguno de ellos (SCS 2.5.2011, Rol 2095-11, con comentario crítico de Hernández B., “Crimen por encargo”, 269, sobre la base de que, en el caso concreto, habría más bien un exceso del inducido por cambio consciente del objeto del hecho); y iii) La inducción debe ser eficaz: Quien antes de los hechos constitutivos de la supuesta inducción ha resuelto cometer el delito no puede ser inducido por otro (inducción imposible), y quien no resuelve su ejecución tras ellos tampoco (inducción fracasada). En ambos casos el supuesto inductor es impune, según nuestra ley, salvo que la tentativa de inducción consista en la proposición de ejecutar conjuntamente el delito y esa proposición sea especialmente punible (art. 8). El problema del exceso en la inducción (se persuade a cometer un delito, pero se comete otro diferente) se resuelve en nuestra jurisprudencia con referencia a la subjetividad de los intervinientes o principio de convergencia de los intervinientes, ya explicado. Así, en el caso de la muerte de Gilda, hija de Rigoletto a manos del sicario Sparafucile, contratado por aquél para dar muerte al amante de aquella, el Duque de Mantua, debiera resolverse atendiendo

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al contenido subjetivo del hecho y su desarrollo objetivo posterior: el encargo consiste en dar muerte a una persona (su identidad es irrelevante para el tipo de homicidio), por lo que el error en la ejecución (el mal recae en persona distinta a la que se propuso ofender) no afecta la calificación del hecho. Ambos responden del homicidio calificado por precio o recompensa, pues sin el encargo el sicario no hubiese ejecutado esa muerte motivada crematísticamente. Dado que el sicario no comete femicidio (desconoce el sexo de la víctima y su relación con el mandante), solo comete homicidio calificado y no se comunica al padre de la víctima la circunstancia que agravaría su responsabilidad. No obstante, la solución presentada no es pacífica en la doctrina comparada, donde, admitido que el cambio de plan por el sicario altera sustancialmente el curso causal del delito contratado, las propuestas de solución pasan desde considerar el encargo de Rigoletto solo como delito tentado para el inductor y consumado para el inducido; delito imprudente para el inductor y doloso para el inducido; inducción fracasada castigada como proposición, siempre que la proposición para cometer homicidio sea punible, como en España, pero no en Chile; o solo tentativa de inducción, punible como tal en Alemania, § 30.1 StGB, pero no en la tradición hispana (Tamarit, Casos, 97).

B. Formas especiales de inducción A pesar de las críticas que se plantean sobre la indeterminación de los contornos típicos de la inducción a partir de los textos codificados por estimarla contraria al principio de legalidad (Rusconi, “Instigación”, 15), en nuestra tradición hispana existe de antiguo una doctrina que permite su concreción en al menos tres casos: i) la orden; ii) el acuerdo; y iii) el consejo (Pacheco CP, 272).

a) La orden Ya vimos que en contextos formalizados de obediencia disciplinaria y todos los demás donde existe tal contexto de prevalimiento o engaño que puede llevar a anular la voluntad del inducido, la orden es una forma de autoría mediata. Como inducción que no es autoría mediata queda entonces reservada a los supuestos en que existen relaciones de dependencia que no anulan la voluntad del inducido, como en las laborales públicas o privadas, profesionales y familiares entre adultos, donde la orden persuade a la comisión de un delito por la esperanza que tiene el inducido de recibir recompensas por su docilidad de parte del que ordena o la institución o empresa de que forma parte, aunque nada se le haya prometido expresamente.

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b) El acuerdo La instigación mediante acuerdo o pacto no consiste en el concierto para delinquir propio del hecho colectivo (la división del trabajo), sino en persuadir, convencer o encargar a otro la comisión de un delito mediante la promesa de una retribución o la esperanza de un beneficio económico o de cualquier naturaleza, incluyendo los de carácter sexual: “Mefistófeles al lado de Fausto” (Pacheco CP, 272). Instigado e instigador están en este caso, además, sujetos a la agravante de cometer el delito mediante precio, recompensa o promesa (art. 12, 2.ª), a menos que se trate de un homicidio calificado del art. 391 N.º 1, caso en el cual no opera la agravante, inherente a la descripción del delito. No es necesario para probar la agravante ni la instigación que se haya dado o entregado siquiera parte de lo prometido, del precio o de la recompensa.

c) El consejo Por lo común el consejo “no llega hasta la inducción” y es impune: decirle a uno que sería conveniente robar para satisfacer una necesidad y a otro que un hombre de honor debería vengar las afrentas sufridas no es inducir. Sin embargo, “las circunstancias del tiempo, de la ocasión y de las personas, son decisivas en este punto; y el mismo que en otro caso rechazara preceptos —y desdeñara ofertas—, tal vez se habrá dejado impeler por un mero consejo” (Pacheco CP, 273). El consejo, como persuasión mediante engaño, aprovechando las pasiones y debilidades de los otros, aparece con claridad en la forma en que Yago desarrolla su plan para arruinar a Otelo, convenciéndolo de la infidelidad de Desdémona; y vengarse de Casio, convenciendo a Rodrigo de que le de muerte para acceder al agradecimiento de Otelo (Tamarit, Casos, 110).

§ 10. Complicidad (art. 16) A. Concepto La complicidad del art. 16, como forma de responsabilidad individual por un hecho colectivo, exige cooperar a la ejecución del hecho por actos anteriores o simultáneos, sin que ellos puedan calificarse de autoría, según el art. 15. En los delitos permanentes, como el secuestro o la substracción de

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menores, la cooperación puede prestarse en cualquier momento del tiempo en que se mantiene el estado antijurídico. Se trata de una figura “residual” (Garrido DP II, 418). Ello significa, en primer lugar, que, tratándose de la participación en un hecho colectivo, no existe aquí una diferencia a nivel de subjetividad entre los partícipes sancionados como autores y los cómplices (el concierto), pero sí en la valoración que hace la ley de su contribución objetiva al hecho, al no coincidir con alguna de las formas empíricas que describe como modos de contribución a título de autor el art. 15 N.º 1 y 3. Y, en segundo término, que fuera de esos casos de participación en un hecho colectivo no sancionados como autoría, se sancionan también como complicidad hechos donde no hay concierto, pero sí conocimiento de la contribución causal al hecho de otro u otros.

B. Casos especiales de complicidad La constatación de que cuando hay varios intervinientes en un hecho ello es producto, en la generalidad de los casos, de un concierto previo o hecho colectivo que se manifiesta en alguna de las formas del art. 15 N.º 1 y 3, se traduce en la correlativa poca presencia de grupos de casos reconocidos jurisprudencialmente de verdadera complicidad no concertada. Hay, sin embargo, casos en que la jurisprudencia tiende a aceptar sancionar a título de complicidad supuestos que encajarían en las descripciones del art. 15, N.º 1 o 3, animada más bien por un sentimiento de justicia o favorabilidad (Etcheberry DPJ II, 43). No obstante, entre los casos que sí pueden analizarse a la luz de la legislación vigente, cabe destacar, por su carácter ilustrativo, los siguientes grupos:

a) Complicidad concertada De la limitación normativa nacional, que exige la ejecución de modalidades de conductas específicas para calificar a quien contribuye en un hecho común como autor, se desprende que la responsabilidad individual por un hecho colectivo no siempre se califica de coautoría, pues aunque exista concierto previo, puede haber supuestos en los cuales la contribución al hecho colectivo no se materialice en alguna de las formas previstas en el art. 15, caso en el cual la ley chilena califica esa contribución de complicidad (art. 16): la mujer que, estando de acuerdo con el homicidio de su marido, indica a su amante el camino que su esposo toma diariamente, dato que aquél

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utiliza para planificar y, en definitiva, matar al infortunado cónyuge, es sancionada como cómplice y no como autora pues, a pesar de existir concierto previo para la comisión del delito, el medio que facilita para ejecutarlo no es aquél con el que se comete materialmente (Etcheberry DPJ II, p. 43). En cambio, no es cómplice, sino testigo, el que, sin concierto previo, presencia el hecho sin tomar parte directa en su ejecución.

b) Complicidad no concertada Cómplices no concertados son quienes, sin ser instigadores, autores, inductores o coautores, según el art. 15, cooperan en un hecho ajeno individual o colectivo, por actos anteriores o simultáneos, con conocimiento de los hechos que realiza y de su cooperación al que contribuye, sin previo concierto, pero con aceptación de su contribución. La ley no señala en qué han de consistir los actos de cooperación criminal a título de complicidad, que no consisten en su inducción o en la contribución a un hecho previamente concertado en alguna de las formas previstas en el art. 15. Según el Diccionario, cooperar en este sentido sería obrar favorablemente a los intereses o propósitos de alguien, por lo que la complicidad no concertada solo puede consistir en una consciente contribución causal al interés ajeno de realización de un tipo penal. Luego, la forma de la contribución dependerá de la configuración de cada delito en la parte especial y del modo que se desarrolle empíricamente su realización, no pudiéndose afirmar categóricamente que se excluya sino solo los pensamientos no exteriorizados: bastará la facilitación no concertada de medios o instrumentos para cometer el delito o el simple apoyo intelectual o moral expresado, que no llega a ser concierto, siempre que contribuya o haga más expedita la realización del hecho y exista consciencia y aceptación de tal contribución, como sería el caso de la oferta de encubrimiento aceptada (Labatut/Zenteno DP I, 201; Novoa PG II, 192). Otros casos paradigmáticos serían el del vigilante no concertado, contratado para avisar de la llegada de la policía o terceros, pero sin conocimiento del delito que de ese modo se procura impedir; y el de quien, en el transcurso de una disputa espontánea, entrega a uno de los combatientes el cuchillo con que ultima a su contendor, sin concierto previo (SCS 10.4.1952, RDJ 49, 85). Pero no parece corresponder a este concepto el de quien conduce el vehículo al que se sube el autor de un disparo que mata a otro para huir del lugar del hecho, por más que el vehículo se encontrase en el sitio del suceso si no había concierto previo para el disparo ni facilitar la huida, caso en el cual estaríamos ante un encubrimiento del art. 17 N.º 3, aunque se haya dado

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comienzo a la marcha del vehículo inmediatamente después de los disparos (SCS 15.12.2015, RCP 43, N.º 1, 337, con nota crítica de A. García, por haberse estimado complicidad y no encubrimiento).

c) Complicidad por omisión Finalmente, en cuanto a la complicidad por omisión en un hecho imputable a terceros, como la madre que no impide que su conviviente golpee a sus hijos; mientras la jurisprudencia la rechaza, la doctrina parece admitirla (SCS 2.5.2001, Rol 2419-00, con nota reprobatoria de M. Ossandón, “Madre inactiva”, 59). Para nosotros, parece llevar razón la jurisprudencia, pues el art. 16 se refiere expresamente a “actos”, anteriores o simultáneos, sin dejar los espacios de equivalencia para la omisión que ofrecen aquellos delitos que se definen únicamente como de resultado.

d) Complicidad y acciones neutrales Acreditándose el conocimiento de la contribución al hecho ajeno y su aceptación por quien lo ejecuta, ley chilena no excluye de responsabilidad a quien ejerce un rol social determinado, como quiere la doctrina funcionalista tributaria de Jakobs en los casos del taxista que transporta al asesino conociendo su propósito o el estudiante de medicina que, como camarero, sirve un plato que sabe contiene venenos o sustancias nocivas que otro ha puesto, las que reconoce por sus estudios en la materia (Piña, Fundamentos, 362). Ello, por cuanto si algún lugar tiene el rol social en la apreciación de eximentes de responsabilidad, es a través de la justificante del art. 10 N.º 10 y no parece legítimo ejercer el oficio de taxista o de camarero para facilitar la comisión de homicidios ni se ha demostrado por quienes ofrecen esta clase de soluciones que esa cooperación esté exigida por la lex artis o los códigos de ética de tales oficios (así también, Viveros, 672).

§ 11. Encubrimiento A. Tipicidad Conforme al art. 17, son encubridores los que, “con conocimiento de la perpetración de un crimen o de un simple delito o de los actos ejecutados para llevarlo a cabo, sin haber tenido participación en él como autores ni como cómplices, intervienen, con posterioridad a su ejecución”, de algu-

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na de las formas que taxativamente señala en sus cuatro numerales: aprovechamiento (N.º 1), favorecimiento real (N.º 2), favorecimiento personal ocasional (N.º 3), y favorecimiento personal habitual (N.º 4). Mientras en el sistema del common law estas formas de participación en el hecho ajeno subsisten como formas de complicidad tras el hecho, en el continental han ido desapareciendo de los Códigos, transformándose en figuras autónomas de obstrucción a la justicia, como desde hace medio siglo, de lege ferenda, propone nuestra doctrina (Etcheberry, “Encubrimiento”, 295). Así se contempla en todos los Proyectos y Anteproyectos desde 2005 en adelante. Entre tanto, las limitaciones de las formas empíricas de encubrimiento del art. 17, que, entre otros supuestos, no sanciona la omisión de denuncia ni el encubrimiento negligente (SCA Iquique 6.5.1920, GT 1er. Sem., N.º 80, 399 y SCS 23.9.1946, GT 1946, 2.º Sem., N.º 52, 314, respectivamente), han llevado a la creación de figuras especiales tendientes a llenar las reales y supuestas lagunas de punibilidad que ellas dejarían: los delitos de omisión de denuncia del art. 175 CPP, obstrucción a la investigación de los arts. 269 bis y ter, la receptación del art. 456 bis-A, y el lavado de dinero del art. 27 Ley 19.913. Incluso ya el propio Código ha debido independizar completamente del delito que se encubre el caso del favorecimiento personal habitual (art. 17 N.º 4), donde junto con no exigir en el encubridor que conozca los delitos de quienes acoge, le impone una pena completamente autónoma en el art. 52. En caso de que respecto de un mismo encubridor se acrediten distintas formas de encubrimiento, tanto del art. 17 como de las figuras especialmente creadas, se debe aplicar únicamente la modalidad que considere, por su mayor penalidad, el conjunto de las situaciones concurrentes. Sus requisitos comunes son: i) Solo hay encubrimiento de crímenes y simples delitos, aunque su forma de realización se encuentre en grado de tentativa o frustración. No hay encubrimiento de faltas, aunque así lo admite un antiguo fallo (SCA Valparaíso 22.12.1926, GT, 2.º Sem., N.º 105, 480). En cambio, sí hay encubrimiento de cuasidelitos que, en atención a su pena pueden clasificarse como simples delitos para estos efectos (SCS 11.4.1945, GT, 1er Sem., N.º 24, 136); ii) Solo hay encubrimiento con posterioridad a la comisión del hecho (SCS 19.5.1941, GT 1er. Sem. N.º 34, 188). Los autores y cómplices solo responden a ese título: el inductor que oculta el arma homicida solo responde con la pena del autor por el art. 15 N.º 2. Y quien se concierta previamente al hecho, ofreciéndose a ocultar el arma, tampoco es encubri-

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dor, sino coautor o cómplice concertado, según las formas concretas de su intervención. Sin embargo, un fallo de mayoría consideró encubrimiento un caso de concierto para el beneficio posterior de una especie animal hurtada, aunque el voto disidente estimó, correctamente, que el concierto en ese caso transforma a todos en coautores del art. 15 N.º 3 (SCS 14.12.1938, GT 1938, 2.º Sem., N.º 56, 250); y iii) Se excluye el autoencubrimiento punible. Esta regla se extiende a los casos de encubrimiento sancionados como delitos autónomos o formas especiales de agotamiento del delito: así, castigado A como autor del delito de tráfico ilícito de estupefacientes, no puede serlo como autor del de lavado de dinero proveniente exclusivamente de su propio tráfico; lo mismo vale para el autor del robo, quien no puede ser castigado a su vez como receptador del art. 456 bis A; ni el autor de homicidio puede castigarse como obstructor de la investigación del art. 269 bis o por el delito de inhumación ilegal del art. 320. Sin embargo, si el delito encubierto no puede sancionarse por cualquier causa, incluyendo la insuficiencia probatoria, resurge la posibilidad de castigar al agente únicamente por el delito especial de encubrimiento que se pueda probar, lo que sucede frecuentemente en los casos de lavado de dinero y receptación. También surge la posibilidad de castigar conjuntamente el delito principal y el que sirve para encubrirlo, si esa forma de encubrimiento tiene una significación autónoma: quienes lavan dinero procedente de su actividad criminal y la de terceros, para obstruir la investigación imputan a inocentes o, tras la inhumación ilegal, violan la sepultura en que la han practicado, responden por todos los delitos cometidos.

B. Culpabilidad en el encubrimiento Conforme señala el encabezado del art. 17, en los casos de sus N.º 1, 2 y 3, el encubridor no solo ha de conocer y querer la realización de los actos propios que realiza, sino también debe tener “conocimiento” de la perpetración del hecho delictivo determinado que se encubre o de los actos ejecutados para llevarlo a cabo (RLJ 116). Según nuestra jurisprudencia, incluso es posible admitir el encubrimiento, aunque no se sepa la identidad del autor del delito, con tal que se conozca el hecho realizado y, por lo mismo, es punible, aunque se desconozcan detalles materiales irrelevantes o las circunstancias que solo modificarían la responsabilidad criminal (SCS 3.6.1935, GT 1935, 1er Sem., N.º 65, 301). Este conocimiento puede presentarse en forma similar al dolo eventual, esto es, representación de la posibilidad de su existencia y su aceptación como una alternativa indiferente (Cury y Matus, “Comentario”, 250). Luego, quien oculta el arma de lo que cree fue solo un

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disparo que causó heridas en la víctima, es imputable a título de encubridor de lesiones respectivas, pero no del homicidio eventualmente cometido y que desconocía, a menos que haya aceptado esa posibilidad. Por otra parte, el conocimiento de la perpetración del crimen o simple delito debe existir en el momento en que se realiza la conducta descrita como encubrimiento por la ley. Un conocimiento posterior hace la conducta impune, salvo que los actos de encubrimiento se encuentren todavía en desarrollo y el agente persista en ellos: así, quien recibe un arma con encargo de guardarla, no comete encubrimiento si no sabe que ella fue el instrumento con el que se cometió un homicidio; pero adquiere responsabilidad penal si, con posterioridad, le llegan noticias de tal hecho y persiste en mantenerla oculta.

C. Las formas de encubrimiento a) Aprovechamiento El N.º 1 del art. 17 considera encubridores a los que actúan, con posterioridad a la ejecución del delito, “aprovechándose por sí mismos o facilitando a los delincuentes medios para que se aprovechen de los efectos del crimen o simple delito”. Aprovecharse significa obtener una utilidad o ganancia pecuniaria, de los efectos del crimen o simple delito, esto es, de su objeto material y anexos (Etcheberry DP II, 103). Se discute si debe considerarse también el aprovechamiento de su producto, indirecto o sustitutivo, siendo dominante la doctrina que rechaza esta posibilidad (o. o. Novoa PG II, 196). El aprovechamiento puede ser para beneficio del propio encubridor (“por sí mismo”) o para beneficio del delincuente, “facilitándole los medios” para ello, mediante una conducta de “cooperación directa y de importancia”, excluyéndose de este caso “los meros consejos” (Actas, Se. 127, 225), exclusión que puede extenderse a toda forma de auxilio moral o intelectual posterior al hecho y aun la posibilidad de una comisión omisiva del encubrimiento. El móvil puramente crematístico de estas conductas justifica que ésta sea la única forma de encubrimiento que no está cubierta por la presunción de derecho de inexigibilidad de otra conducta, en atención a la relación de parentesco, del inc. final de este art. 17. Por otra parte, las limitaciones para la sanción del aprovechamiento propio de los efectos de un delito de un tercero, particularmente la exclusión del aprovechamiento directo y del imprudente, no se aplican a las figuras

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autónomas de receptación del art. 456 bis A y de lavado de activos del art. 27 Ley 19.913.

b) Favorecimiento real Consiste en ocultar o inutilizar el cuerpo, los efectos o instrumentos del crimen o simple delito para impedir su descubrimiento. Se trata de evitar poner en lugares donde no se puede acceder fácilmente, destruir o alterar para que pierdan su valor probatorio los rastros o huellas que deja el delito en el objeto material o cosa sobre la que recae, en su lugar de realización (el cuerpo del delito), su producto (los efectos) o los instrumentos o medios utilizados en su ejecución, pero sin que ello implique necesariamente que tales objetos pierdan su existencia o utilidad. La ocultación o destrucción de los rastros o huellas del delito ha de ser activa y debe producirse antes de su descubrimiento por la justicia (RLJ 122). Una vez descubierto el hecho, no hay encubrimiento, pero podría haber obstrucción a la justicia (art. 269 bis y ter). La ocultación por omisión solo es punible como omisión de denuncia de los arts. 295bis CPP, 175 CPP y 13 Ley 20.000, respecto de quienes se encuentran obligados a hacerla.

c) Favorecimiento personal ocasional Consiste en albergar, ocultar o proporcionar la fuga del culpable (art. 17 N.º 3). La conducta del sujeto se endereza a la protección de los delincuentes y por tal motivo se habla de favorecimiento personal, agregándose el adjetivo ocasional, para diferenciarlo del supuesto del N.º 4 del art. 17. A diferencia del caso anterior, esta forma de encubrimiento no está limitada por el hecho de haberse descubierto o no el crimen o simple delito de que se trate, sino únicamente por el alcance de las reglas relativas a la evasión de detenidos, que impone penas especiales para esa forma peculiar de favorecimiento personal (arts. 299 a 301). Pero aquí también la vía omisiva solo sigue siendo punible en los casos especiales de omisión de denuncia y tampoco hay encubrimiento del encubridor (Etcheberry DP II, 105).

d) Favorecimiento personal habitual El art. 17 N.º 4, en relación con el art. 52 inc. 3, castiga con una pena especial, no vinculada a algún crimen o simple delito determinado, a quienes acogen, receptan o protegen habitualmente “a los malhechores, sa-

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biendo que lo son, aun sin conocimiento de los crímenes o simples delitos determinados que hayan cometido”. También se aplica dicha pena si a tales malhechores se les facilitan los medios para reunirse u ocultar sus armas o efectos, o se les suministran auxilios o noticias para que se guarden, precaven o salven. Pese a esta abierta disociación del encubrimiento y el delito que cometen los malhechores, el art. 59 no permite la sanción de la tentativa ni la complicidad en esta clase de hechos, tratándolos como si fueran verdaderas formas de participación en un hecho ajeno y no los hechos propios que describe. En cuanto a las particularidades de esta forma de encubrimiento, la fatigosa descripción de la ley contiene como rasgo esencial la habitualidad de su realización, lo que significa que solo será punible quien lo realice dos o más veces (Etcheberry DP II, 106). Finalmente, no exigiéndose el conocimiento del crimen o simple delito perpetrado por los malhechores a que se favorece, la ley exige, en cambio, que se conozca su calidad de tales, al momento de su favorecimiento. Si es permanente (dar albergue, p. ej.), y el conocimiento le llega al que alberga durante el lapso por el que se extiende, habrá encubrimiento si se persiste en el favorecimiento y concurre además la habitualidad (o. o. Etcheberry DP II, 106, en cuya opinión solo quien está obligado a denunciar o perseguir al culpable podría considerarse que “omite” cesar con el favorecimiento).

§ 12. Conspiración y asociación ilícita como formas especiales de participación en un hecho colectivo La legislación chilena contempla dos formas o modos de responsabilidad individual por la participación en un hecho colectivo, distinguibles de la conjura o coautoría en general por el hecho de que no se exige la realización del delito o delitos acordados para su sanción: la conspiración (art. 8), cuyos detalles hemos explicado en el apartado relativo al iter criminis, lugar al que aquí nos remitimos, y la asociación ilícita. En ambos casos, existe un nexo o vínculo entre los intervinientes en el hecho colectivo que lo hace aparecer como tal: la existencia de un acuerdo de voluntades o concierto para la ejecución de un delito determinado (conspiración) o indeterminados (atentar contra el orden social, contra las buenas costumbres, contra las personas o las propiedades: asociación ilícita, art. 292). En este último caso, el concierto abarca también el acuerdo para organizar una asociación con ese objeto. El art. 411 quinquies CP y los arts. 2 N.º 5 Ley 18.314, 28 Ley 19.913, 16 Ley 20.000 y 15 Ley 20.357, castigan también especialmente

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las asociaciones ilícitas establecidas para cometer delitos indeterminados de tráfico de migrantes, trata de personas, terrorismo, narcotráfico, lavado de dinero y genocidio. Y en todos los casos el fundamento de su sanción es el mismo ya expuesto respecto de la conspiración: la mayor peligrosidad de realización de un hecho que supone la existencia de un concierto entre varios para ejecutarlo. Sin embargo, es discutible que nuestra formulación legal, aún con el apoyo de la conspiración del art. 8 tenga la “capacidad de rendimiento” esperada para lograr la imputación del más alto grado de responsabilidad en todos los supuestos de criminalidad organizada en la forma como se describen y sancionan en el derecho internacional (Conspiracy, Joint Criminal Enterprise, Co-perpetration), del cual toda la regulación especial citada es tributaria, lo que supone tensiones que, probablemente, desemboquen en discusiones acerca de la necesidad y conveniencia de modificaciones legales en el mediano plazo para una completa adecuación de nuestro sistema a esas categorías (Couso, “Organización”, 288). Es más, contra esa adecuación juegan también interpretaciones ajenas al amplio texto legal y las propias convenciones internacionales de las que las clases especiales de asociación ilícita son tributarias, que confunden los aspectos fenomenológicos de la criminalidad organizada con los requisitos legales de la asociación ilícita (v., como epítome de esta confusión, la SCA Santiago 30.3.2008, DJP Especial II 857, con comentario crítico de A. Villalobos). En nuestra legislación, el vínculo u organización que presupone una asociación ilícita resulta exclusivamente o en primer lugar del acuerdo de voluntades de sus miembros “en torno de un objetivo común que comprende la finalidad de cometer delitos” (Grisolía, “Asociación”, 76). Ello, por cuanto se trata de un delito de expresión, el cual se comete “mediante una declaración provista de contenido”: “el acuerdo de asociarse”, cuyo resultado no es otro que el “quedar asociados” (Guzmán D., Estudios, 43). Por eso, “a veces es difícil distinguir lo que es una asociación ilícita de un simple concierto o conspiración para delinquir” (Etcheberry DP IV, 317), lo cual explica las restricciones objetivas que ha impuesto la jurisprudencia: existencia de una estructura de mando, dirección, ciertos recursos y permanencia en el tiempo (SCS 6.7.2015, RCP 42 N.º 4, 123). No obstante, se admite la posibilidad de que ésta exista aun cuando la jerarquía se reemplace por reglas vinculantes, o carezca de recursos propios y los asociados se prevalgan de una organización lícita preexistente (p. ej., la DINA en el Ejército, la DIPOLCAR en Carabineros y la estructura societaria en el caso de Colonia Dignidad) reproduciendo su estructura jerárquica y empleando sus recursos para la comisión de delitos, desviando sus fines (SSCS 8.7.2010, Rol 2596-

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9, 29.12.2916, Rol 14312-16, entre otras favorablemente comentadas por Couso, “Comentario”, 292. O. o., exigiendo no solo una estructura organizacional sino también que ésta no provenga de una organización lícita, SCS 23.11.2012, RChDCP 2, N.º 1, 219, con nota crítica de J. Cabrera). Nuestra jurisprudencia no ha afirmado, sin embargo, que una institución originalmente lícita pueda calificarse in totto como ilícita, según la conducta material de sus miembros, como se hizo en los juicios de Núremberg respecto de los Dirigentes del Partido Nazi, la Gestapo, la SD y las SS (International Military Tribunal - Major War Criminal, Sentencia de 31.8.1946). Acreditada su existencia, la sola pertenencia a la asociación así conformada es punible (Mañalich, “Organización delictiva”, 295; o. o. Carnevali, “Comentario”, 382). Los arts. 293 y 294 distinguen entre instigadores y jefes y los restantes miembros únicamente para la medida de la pena. El problema especial de la colaboración a una asociación ilícita sin ser parte de ella es resuelto parcialmente por el art. 295 bis, mediante la tipificación de la omisión de denunciar su existencia; y, por otro lado, por el art. 294, que sanciona a “los que a sabiendas y voluntariamente le hubieren suministrado [a los asociados] medios e instrumentos para cometer los crímenes o simples delitos, alojamiento, escondite o lugar de reunión” (sobre esta última figura, v. Londoño, “Casos Manos Blancas”, 339). La asociación ilícita, en tanto expresión de una organización para delinquir, se distingue jurídicamente de la conspiración por su objeto: la comisión de delitos indeterminados contra las personas, propiedades o seguridad pública. En cambio, la conspiración siempre se refiere a un delito determinado. Pero eso, mientras en la asociación ilícita los delitos particulares que se cometen pueden sancionarse de manera independiente (art. 294 bis); la conspiración, en cambio, no se sanciona si se da comienzo a la ejecución del delito acordado. No obstante, ambas tienen en común la existencia del desistimiento activo como defensa especialmente establecida para quien se retira de la asociación y la denuncia ante la autoridad (arts. 8 y 295). La jurisprudencia ha empleado también el criterio de la indeterminación o no de los delitos a cometer para distinguir la asociación ilícita de los casos de agrupaciones delictivas que no llegan a constituirla y son especialmente sancionadas por la ley como agravantes, como ocurre en el caso del art. 16 en relación con el 19 a) Ley 20.000 (SCA Santiago 7.8.2012). Criminológicamente, la distinción entre conspiración y asociación ilícita se refleja en que esta, cuando está vinculada a la criminalidad organizada, “se sitúa en una violencia colectiva de carácter económico” que se caracteriza “por tener un patrón empresarial, y estar formada por grupos bien estructurados y jerarquizados de personas, cuyo objetivo es el enriquecimien-

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to ilegal de sus miembros” (Soto M. y Nakousi, 23). Es importante destacar, además, que “la criminalidad organizada es quizás la manifestación más evidente de la nueva criminalidad propia de la globalización” (Carnevali, “Criminalidad organizada”). Por ello un descuido en su tratamiento y persecución puede conducir a lamentables experiencias de estados fallidos o casi fallidos, como las vividas con relación a las actividades mafiosas en el sur de Italia y al narcotráfico en la Colombia andina y el norte de México.

§ 13. Responsabilidad penal de las personas jurídicas A. Generalidades Casi setenta años después de que se propusiera en el Proyecto de Código penal de 1938 la introducción de la responsabilidad penal de las personas jurídicas como regla general (Silva F.), la Ley 20.393, de 2009, la reconoció, pero únicamente para los delitos de lavado de activos, financiamiento del terrorismo y cohecho (art. 1), y respecto de personas jurídicas de derecho privado y las empresas del Estado (art. 2). De esta forma, se decía que Chile cumplía con las exigencias de diversos organismos y tratados internacionales, y particularmente con la Convención para combatir el Cohecho a Funcionarios Públicos Extranjeros en Transacciones Comerciales Internacionales de la OCDE, enfrentando así una aparente situación de “irresponsabilidad organizada de sujetos individuales que actuaban bajo el paraguas jurídico de la persona jurídica” (Navas y Jaar, 1028). Posteriormente, su ámbito de aplicación se ha ido ampliando al compás de cada modificación del Código y leyes penales que apuntan a delitos de carácter empresarial, en el sentido de poder ser cometidos en el seno de una actividad empresarial en principio lícita: contaminación de aguas y pesca ilegal, negociación incompatible, receptación, apropiación indebida, administración desleal y delitos contra la salud pública (art. 1 Ley 20.393, cuya última modificación, incorporando el delito de ordenar a un trabajador infringir una cuarentena o medida de aislamiento ordenada por la autoridad sanitaria —art. 318 ter CP—, es de 20.6.2020, Ley 21.240). Así, ha quedado para la historia la discusión sobre la conveniencia político criminal de esta forma de responsabilidad penal (al respecto, v. Künsemüller, “Societas”, y Novoa Z., “Alcances”, 313). Es más, es posible asegurar que el catálogo de numerus clausus del art. 1 Ley 20.393 seguirá ampliándose con cada futura nueva reforma vinculada delitos de carácter empresarial, hasta llegar a una regla general, como en los países del common law, Francia y Holanda, de larga tradición en esta materia. Así se anticipa, p. ej., tratándose de los llamados “ciberdelitos”, particularmente

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de la pornografía infantil por internet, por la necesidad de implementación del Convenio sobre Cibercriminalidad o Convención de Budapest, ratificado por DS 83 /2017 (Scheechler, “Responsabilidad”, 39. Sobre la situación en España, v. Nieto, “Responsabilidad penal”, 11). Sin embargo, no se han presentado mociones ni ha habido intentos serios por ampliar el ámbito de aplicación de la ley a las personas jurídicas de derecho público, que no sean empresas del Estado (art. 2). No obstante, con independencia del alcance legal de esta forma de responsabilidad penal, sigue siendo cierto que las personas jurídicas carecen de psiquis y que la teoría del delito —como el CP mismo— se desarrolló entre nosotros pensada para establecer los requisitos de la responsabilidad penal de las personas naturales, únicas que actúan en el mundo real. De allí que la responsabilidad penal de las personas jurídicas solo pueda entenderse como atribución a ellas de consecuencias jurídicas por los delitos que cometen sus directivos y empleados, cumpliéndose determinados requisitos, esto es, una forma de responsabilidad por hechos de terceros (Guzmán D., “Personas jurídicas”, 46). Por ello la Ley 20.393 ha debido establecer las condiciones especiales para hacer efectiva la responsabilidad penal de las personas jurídicas, teniendo como presupuesto que su actuación en el mundo físico no puede escindirse de la de las personas naturales que conforman sus órganos, sus directivos y empleados. Y así, son las conductas (y la psique) de esas personas naturales las que se imputan a la persona jurídica, siempre que se cumplan los requisitos establecidos en alguno de los dos modos de responsabilidad que reconoce: el del art. 3 (atribuida) y el del art. 5 (autónoma). Se señala que la originalidad de nuestra regulación en esta materia radicaría en “la posibilidad” de “exonerar la responsabilidad penal a las personas jurídicas” de los delitos cometidos por sus directivos o empleados “por diseñar e implementar modelos de prevención de delitos” (“efectivos”, al menos “en abstracto”) y “así acreditar el cumplimiento de sus deberes de supervigilancia y dirección”, eximente inexistente de manera formal en el derecho comparado continental y en el anglosajón, donde la adopción de tales modelos solo tiene efectos en la medida de la pena y en la suspensión condicional de los procedimientos (Piña, “Consideraciones”, 5. Sin embargo, tal carácter de eximente “anticipada” no parece ser sostenible en un sistema de responsabilidad por el hecho, como veremos más adelante). La ley distingue, además, la responsabilidad penal de las personas jurídicas, cuya existencia y finalidades son lícitas en términos generales, de la llamada criminalidad organizada, fenómeno criminológico donde las es-

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tructuras jurídicas aparecen como instrumentos de un grupo organizado cuya existencia y finalidades son ilícitas. Este fenómeno, que también se presenta en los ámbitos del terrorismo, el tráfico de drogas, armas y la corrupción (Villegas, “Corrupción”, 51), se enfrenta legalmente no con la sanción penal de la persona jurídica, sino con la represión de las asociaciones criminales por el solo hecho de existir (art. 292 CP y art. 16 Ley 20.000, p. ej.), lo que tiene como consecuencia accesoria de la pena aplicable a las personas naturales la “disolución de la persona jurídica” instrumentalizada, sin necesidad de un proceso especial para determinar su responsabilidad penal (art. 294 bis, inc. 2). Sin embargo, subsisten importantes diferencias doctrinales en la materia, más allá de la que acabamos de anticipar acerca del efecto penal de las planes y modelos de prevención. Así, en contra de la asimilación de esta forma de responsabilidad como una derivada de hechos de terceros, desde perspectivas funcionalistas hay quienes afirman que las empresas podrían constituirse en personas en derecho y actuar por sí mismas, por lo responderían penalmente por delitos cometidos en su seno como hechos autónomos y no por aquellos cometidos por sus directivos o empleados (Artaza, Empresa, 329); mientras otros señalan que carecen de capacidad comunicativa y, por tanto, no podrían ser personas para el derecho penal ni menos cometer delitos o responder penalmente por ellos (van Weezel, “Contra”, 114). Y respecto de los requisitos para establecer esta forma de responsabilidad, hay quienes no creen posible que sea posible aplicar las mismas categorías de responsabilidad a las personas naturales y a las jurídicas, planteando la necesidad de establecer teorías del delito paralelas (Mañalich, “Organización”, 297); pero otros afirman que tales diferencias no existirían y que, incluso, sería posible distinguir entre hechos dolosos y culposos de la persona jurídica (O. o. Szczaranski C., Asunto, 121). En este sentido, incluso se propone que las personas jurídicas son entes reales cuya responsabilidad se puede situar en el hecho anterior al cometido por sus directivos o subordinados, su “defecto de organización”, que expresaría una actio liberae in causa: “la falta de cuidado en un momento anterior que hubiese permitido evitar el hecho delictivo” (Ackermann, “Doctrina”, 553, quien reproduce en este punto el planteamiento de Tiedemann). Por otra parte, la regulación plantea importantes problemas de aplicación al no distinguir entre grandes y pequeñas empresas, muchas de ellas de carácter individual e indistinguibles materialmente de sus propietarios y controladores; y no diferenciar el estatus procesal de la persona jurídica del de sus representantes, afectando su derecho a defensa y dejando sin solución

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los conflictos de interés que se suscitan cuando son enjuiciados simultáneamente (v., con detalle, Hernández B., “Desafíos”, 77, y “Problemas”, 23).

B. Responsabilidad atribuida (art. 3 Ley 20.393) Según la doctrina dominante, la responsabilidad penal atribuida sigue un sistema contrapuesto al tradicional del common law (modelo vicarial), que solo exigiría la vinculación funcional de la persona jurídica con el autor material del delito (su “vicario”). En cambio, en el modelo nacional de responsabilidad atribuida, junto con esa vinculación objetiva, que se estima el equivalente funcional de la tipicidad y la antijuridicidad, se exige un componente de responsabilidad de la propia empresa, como equivalente funcional de su culpabilidad: el incumplimiento de los deberes de dirección y supervisión para evitar delitos o la llamada “culpabilidad por defecto de organización” (Hernández B., “Introducción”, 207. O. o. Peña N., 43, para quien el cumplimiento de estos deberes sería una excusa legal absolutoria). Así, los presupuestos para la atribución de un delito a una persona jurídica en Chile, según el art. 3 Ley 20.393 serían: i) que los dueños, controladores, responsables, ejecutivos principales, representantes, quienes realicen actividades de administración y supervisión, o alguna de las personas naturales que estén bajo su dirección o supervisión directa hayan cometido alguno de los delitos indicados en el art. 1; ii) que lo hayan cometido directa e inmediatamente en interés o para el provecho de la persona jurídica y no exclusivamente en ventaja propia o de un tercero; y iii) que la comisión del delito sea consecuencia del incumplimiento de los deberes de dirección y supervisión de la empresa. Estos tres presupuestos deberían ser probados por la acusación, de conformidad con el art. 340 CPP. Sin embargo, puesto que la ley regula precisamente la forma de probar el cumplimiento de los deberes de dirección y supervisión, acreditando la adopción e implementación, con anterioridad a la comisión del delito, de un sistema de prevención en los términos de su art. 4, el requisito de la “culpabilidad” de la empresa pasa a ser, en verdad, una defensa de falta de responsabilidad (defensa de cumplimiento). Una parte de la doctrina propone, además, la posibilidad de alegar como falta de culpabilidad la inimputabilidad de la persona jurídica, basada en su inexistencia como “empresa organizada”, afirmando —sobre la base de una interpretación a fortiori de los art. 18 y 29 Ley 20.393— que “sería plausible eximir de responsabilidad a aquellas organizaciones que poseyendo personalidad jurídica, demuestren una carencia total de organización interna ya sea por

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su poco tiempo de existencia, o bien por carecer de una organización interna suficiente, como puede ser el caso de las personas jurídicas unipersonales en donde resulta casi imposible diferenciar a la persona jurídica de la persona natural que la controla como su instrumento” (Collado, Empresas, 184). Sin embargo, esta idea, que no tiene expreso reconocimiento legal, favorecería precisamente lo que la ley pretende evitar: la división artificial de los patrimonios que permite mantener ajenos al alcance de la ley aquellos que se protegen mediante su adscripción a personas jurídicas que se declaran irresponsables de los hechos que las perjudican, pero reciben en su patrimonio sus beneficios.

C. Responsabilidad autónoma (art. 5 Ley 20.393) El sistema de responsabilidad autónoma del art. 5 requiere también acreditar un delito cometido por las personas indicadas en el art. 3, directa e inmediatamente en interés o provecho de la persona jurídica y que sea consecuencia del incumplimiento de sus deberes de dirección y supervisión, pero no se exige la condena simultánea de las personas naturales responsables del hecho que se trata. En efecto, este sistema de responsabilidad autónoma opera precisamente cuando se ha extinguido la responsabilidad penal de la persona natural por el cumplimiento de su pena o la muerte, antes de la condena a la persona jurídica, o ha sido sobreseída por rebeldía o enajenación mental en el proceso respectivo. De allí se sigue que el sobreseimiento de la persona natural por otra causa, su absolución o la extinción de su responsabilidad por una causa distinta, hace decaer la responsabilidad penal de la persona jurídica, tanto por este art. 5 como por el 3, que debe exigir, para mantener la debida correspondencia y armonía entre ambas disposiciones, la comprobación de la responsabilidad penal de la persona natural en el proceso seguido conjuntamente contra la persona jurídica El art. 5 inc. 2 Ley 20.393 permite además, excepcionalmente, perseguir la responsabilidad penal de las personas jurídicas, aunque no haya sido posible establecer la participación del o los responsables individuales, siempre y cuando en el proceso respectivo se demostrare fehacientemente que el delito debió necesariamente ser cometido dentro del ámbito de funciones y atribuciones propias de las personas señaladas en el inciso primero del mencionado art. 3. Una interpretación de este supuesto, acorde tanto con la idea de que debería existir un equivalente funcional a la “culpabilidad” en las personas jurídicas como con la de la responsabilidad vicarial, sería que por “participación” se entendiera “individualización” de las personas naturales que tomaron parte en la ejecución del delito o cooperaron con su

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realización en alguna de las formas empíricas de los arts. 15 a 16 CP. Este sería el caso, p. ej., de que se acreditase que un empleado público recibió cantidades de una empresa, que no tenía derecho a percibir, por un acto propio de su cargo que beneficiaba a esa empresa, carente de un sistema de prevención eficaz, pero no se pudiera identificar a quien ordenó o materializó el traspaso, porque en los documentos probatorios solo figura el nombre de la empresa. De este modo, se podría probar “fehacientemente que el delito debió necesariamente ser cometido dentro del ámbito de funciones y atribuciones” de un directivo o empleado de la empresa pagadora, pues las entidades jurídicas no pueden dar por sí instrucciones de pago a un banco. Por lo anterior, debe descartarse, en primer lugar, la sugerencia indirecta de que esta responsabilidad pudiese establecerse como efecto o sanción de la ausencia de pruebas sobre el hecho y la intervención de los directivos o empleados de una persona jurídica, porque “se destruyeron los correos electrónicos o porque nada se hizo por escrito, o porque se eliminaron todas las huellas o señas del delito” (Contreras P., “Investigación”, 14), supuestos en los cuales no hay prueba del hecho y, por tanto, corresponde la absolución. Y, en segundo término, se rechaza también que este art. 5 permita la imputación y sanción de personas jurídicas sin probar que uno de sus directivos o empleados tomó parte, indujo o cooperó en su ejecución en alguna de las formas previstas en los arts. 15 y 16 CP (Guerra y Balmaceda, “Responsabilidad”, 16), pues ello sería tanto como afirmar que es posible ser responsable de un delito que no se cometió, pues para que un delito exista al menos una persona debe tomar parte en la realización del tipo penal correspondiente. Para volver a nuestro ejemplo: que un empleado público reciba dineros en su cuenta corriente de una persona jurídica no prueba la existencia del delito del art. 250; ese delito requiere probar que lo recibió para realizar un acto en beneficio de esa persona jurídica. En ese caso, podría probarse el depósito en favor del empleado público y su falta de causa legítima, el acto indebido, el beneficio recibido por la persona jurídica y la ausencia de un plan de prevención efectivo para acreditar la responsabilidad penal de la persona jurídica; pero no tener pruebas para identificar a la persona natural que aceptó la solicitud del empleado o le hizo la oferta que serían la causa ilegítima del acto, ni tampoco a quien ordenó realizar los depósitos, porque todos están a nombre de la persona jurídica.

D. Defensa de cumplimiento (compliance) En el art. 3 Ley 20.393 se introduce la defensa de cumplimiento o compliance, como la adopción e implementación, “con anterioridad a la comi-

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sión del delito”, de “modelos de organización, administración y supervisión para prevenir la comisión de delitos como el cometido”. Dichos modelos o programas deben contemplar la designación de un encargado de prevención con facultades y recursos independientes de la gerencia de la empresa, que da cuenta directamente a su dirección superior, encargado de establecer un sistema de prevención de delitos en consideración a los riesgos de su comisión en las actividades de la empresa, establezca protocolos y reglas de actuación que permitan minimizarlos, y un sistema de sanciones internas que haga posible su enforcement. Si una empresa ha adoptado un modelo de prevención, la ley considera también la posibilidad de certificar su adopción e implementación. Los referidos certificados deberían dar cuenta de que el modelo de prevención o programa de cumplimiento “contempla todos los requisitos” establecidos por la ley, en relación con “la situación, tamaño, giro, nivel de ingresos y complejidad de la persona jurídica”. Dichas certificaciones pueden ser expedidas por las empresas de auditoría externa, clasificadoras de riesgo u otras entidades registradas ante la Superintendencia de Valores y Seguros al efecto y tienen una vigencia máxima de dos años. Aparte de la discusión sobre la compatibilidad de la formulación de esta defensa con el principio de legalidad, el debate que se plantea radica en reconocer o no que la persona jurídica pueda eximirse de la responsabilidad penal por el solo hecho de certificar la adopción e implementación de un modelo de prevención y dentro del período de vigencia de dicho certificado (Bedecarratz, 211). Descartada esa posibilidad respecto de los modelos “de papel”, la cuestión es si esa supuesta eximente formal alcanzaría a los que realmente se han implementado según la certificación, pero de todos modos no han evitado que el delito se cometa (Piña, Modelos, 10). A este respecto, creemos que la certificación de la implementación de dichos modelos no constituye una eximente si no impide de manera eficaz la comisión de los delitos que se trata, Si no son eficaces en ese sentido, debieran considerarse únicamente como atenuante del art. 6 N.º 3 Ley 20.393, a menos que el propio sistema imponga el deber de denunciar los hechos, poner a disposición de la justicia a las personas naturales responsables y restituir los beneficios obtenidos, y todo ello se cumpla efectivamente, como prevé la ley argentina en la materia (Ley 27401, de 2017).

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§ 14. Cuadro resumen de las formas de responsabilidad en la ley chilena Hecho individual Autoría inmediata (art. 15 N.º 1)

Hecho colectivo

Realizar completamente el tipo penal, de manera inmediata y directa

Coautoría (art. 15, N.º 1 y 3)

Hecho ajeno

Pena

---

La señalada por la ley al delito; un grado menos en caso de frustración y dos grados menos en caso de tentativa (arts. 51 a 54)

- Previa división del trabajo, tomar parte en la ejecución de un hecho en que ninguno lo realiza en su totalidad; - Previa división del trabajo, “impedir o procurar impedir que se evite” la realización del tipo penal por otro(s); - Previo concierto, facilitar los medios con que se ejecuta el delito o presenciarlo.

Autoría y coautoría mediatas (art. 15 N.º 1)

Realizar el tipo penal, a través de fuerza, prevalimiento o engaño del autor material o instrumento

Realizar el tipo entre varios que se dividen el trabajo de forzar, engañar o prevalerse del instrumento

---

La del inmediato

autor

Inducción (art. 15 N.º 2)

---

---

Inducir mediante persuasión, orden, acuerdo o consejo, pero sin fuerza, engaño o prevalimiento

La del inmediato

autor

Complicidad (art. 16)

---

Previo concierto, y sin realizar conductas del art. 15, facilitar otros medios o dar apoyo moral

Sin concierto previo, vigilar o facilitar los medios con que se comete el delito

Un grado menos desde la determinada por su grado de desarrollo para el autor inmediato

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Jean Pierre Matus Acuña - M.ª Cecilia Ramírez Guzmán Hecho individual

Hecho colectivo

Hecho ajeno

Pena

Encubrimiento (art. 17)

---

---

Sin ser autor o cómplice, aprovecharse del delito, favorecer su ocultación o la de los responsables, de manera ocasional o habitual

Dos grados menos desde la determinada por su grado de desarrollo, salvo art. 52 inc. 3

Responsabilidad del superior por ordenar (arts. 214 y 335 CJM, 136 Ley General de Pesca)

---

---

Autoridad o jefe que ordena la ejecución de un delito

La del tipo penal (autor), según su grado de desarrollo. La orden no ejecutada se podría considerar tentativa

Responsabilidad del superior por ordenar (art. 36 Ley 20.357)

---

---

Autoridad o jefe militar que ordena genocidio, crímenes de guerra o delitos de lesa humanidad, u ordena no impedirlo

La del tipo penal (autor), según su grado de desarrollo. La orden no ejecutada se considera tentativa por la ley

Responsabilidad del superior por no impedir (art. 35 inc. 2 Ley 20.357)

---

---

Autoridad o jefe militar que no impide genocidio, crímenes de guerra o delitos de lesa humanidad., pudiendo hacerlo

La del tipo penal (autor). Uno o dos grados menos, según su grado de desarrollo

Responsabilidad del superior por no impedir (arts. 150 a y 150 D)

---

---

Empleado público con autoridad, facultad o en posición de impedir o hacer cesar actos de tortura o apremios ilegítimos, que no lo hace

La del tipo penal (autor)

Responsabilidad del superior por no denunciar (art. 35 inc. 2 Ley 20.357)

---

---

Autoridad o jefe militar que no pudiendo impedir un genocidio, crímenes de guerra o delitos de lesa humanidad., omite dar aviso oportuno a la autoridad que sí puede hacerlo

La del tipo penal (autor). Uno o dos grados menos, según su grado de desarrollo

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Manual de derecho penal chileno - Parte general Hecho individual

Hecho colectivo

Hecho ajeno

Pena

Conspiración (art. 8)

Acordar la ejecución de un delito determinado, especialmente sancionado por la ley

La que señale la ley en cada caso

Asociación ilícita (arts. 292 a 295)

Acordar la organización de una asociación para cometer delitos indeterminados contra las personas, la propiedad o el orden público.

La que señala la ley en cada caso

Responsabilidad “atribuida” de la persona jurídica (art. 3 Ley 20.393)

---

---

Delito cometido por directivo o empleado, en interés persona jurídica, sin modelo de prevención

Responsabilidad “autónoma” de la persona jurídica (art. 5 Ley 20.393)

---

---

Delito cometido por art. 8 Ley 20.393 directivo o empleado no identificado o no sancionado en mismo proceso, en interés persona jurídica, sin modelo de prevención

art. 8 Ley 20.393

Capítulo 11

Concursos Bibliografía Alvarado, A., Delitos de emprendimiento en el Código Tributario, Santiago, 2011; Artaza, O., Mendoza, R. y Rojas M., L., “La consunción como regla de preferencia en el marco del concurso aparente de leyes”, R. Derecho (Valparaíso) 53, 2.º Sem., 2019; Binding, K., Handbuch des Strafrechts, Bd. I, Leipzig, 1885; Bascur, G., “Consideraciones conceptuales para el tratamiento del peligro abstracto en supuestos de concurso de delitos”, RPC 14, N.º 28, 2019; Besio, M., “Aplicación del artículo 351 del Código Procesal Penal”, RPC 10, N.º 20, 2015; Cerda, R., “La unificación de penas contemplada en el artículo 164 del Código Orgánico de Tribunales”, R. Justicia Penal 2, 2008; Carnevali, R., y Zenteno, C., “El principio de alternatividad como cláusula de cierre dentro del concurso de leyes”, R. Facultad de Derecho (Montevideo) 49, 2020; Carrara, F., “Delito continuado”, Cuadernos de Política Criminal 84, N.º 3, 2004; Contreras V., P., “Una tesis para entender la medida de la pena en los casos de reiteración de delitos de la misma especie: análisis de las reglas penológicas contenidas en el artículo 351 del Código Procesal Penal a la luz del Principio de Proporcionalidad Constitucional”, RPC 9, N.º 18, 2014; Couso, J., “Comentario a los arts. 74 y 75”, CP Comentado I; “Caso ‘Asesorías tributarias a EFE’”, Casos PG; Cury, E., “El delito continuado”, Clásicos RCP I; Jescheck, H., “Die Konkurrenz”, ZStW 67, 1955; Maldonado, F., “Delito continuado y concurso de delitos”, R. Derecho (Valdivia) 28, N.º 2, 2015; “Reiteración y concurso de delitos. Consideraciones sobre el artículo 351 del Código Procesal Penal a partir de la teoría general del concurso de Delitos en el derecho chileno”, LH Etcheberry; “Sobre la naturaleza del concurso aparente de leyes penales”, RPC 15, N.º 30, 2020; Mancilla, I. “El derecho a no incriminarse y su vinculación con los actos posteriores copenados. Comentarios sobre algunos casos de la jurisprudencia chilena”, REJ 32, 2020; Mañalich, J. P., “¿Discrecionalidad judicial en la determinación de la pena en caso de concurrencia de circunstancias atenuantes de la responsabilidad penal?, en Informes en Derecho 7 (Defensoría Penal Pública), 2009; “La reiteración de hechos punibles como concurso real. Sobre la conmensurabilidad típica de los hechos concurrentes como criterio de determinación de la pena”, RPC 10, N.º 20, 2015; “El concurso aparente como herramienta de cuantificación penológica de hechos punibles”, LH Etcheberry; Matus, J. P., “Aproximación analítica al estudio del concurso aparente de leyes penales”, Clásicos RCP II; “El concurso (aparente) de leyes en la reforma penal latinoamericana”, RChD 24, N.º 3, 1997; “Aportando a la reforma penal chilena: algunos problemas derivados de la técnica legislativa en la construcción de los delitos especiales impropios: el error y el concurso”, Ius et Praxis 5, N.º 2, 1999; “Los criterios de distinción entre el concurso de leyes y las restantes figuras concursales en el nuevo código penal español de 1995”, Anuario de Derecho Penal y Ciencias Penales 58, 2005; “Recepción y desarrollo histórico en España de la teoría del concurso (aparente) de leyes, desde su introducción hasta la restauración

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democrática. Un ejemplo de ‘calle en un solo sentido’”, LH Bustos; “La influencia del profesor Enrique Gimbernat Ordeig en el desarrollo de la teoría del concurso aparente de leyes en España hasta la entrada en vigor del Código Penal de 1995”, en García V., C. et al (Coords.), Estudios penales en homenaje a Enrique Gimbernat, Madrid, 2008; “Concurso real, reiteración de delitos y unificación de penas en el nuevo proceso penal”, MJCH_MJD 314 (Microjuris), 2008; “Proposiciones respecto de las cuestiones no resueltas por la ley N° 20.084 en materia de acumulación y orden de cumplimento de las penas”, Ius et Praxis 14, N.º 2, 2008; El concurso aparente de leyes, 2.ª Ed., Santiago, 2008; Morales E., E., “La regulación de la pena en conformidad con el artículo 164 del Código Orgánico de Tribunales”, REJ 14, 2011; Muñoz H., H., “Contribución al estudio de la teoría de los concursos de delitos”, RChD 13, N.º 2, 1986; Oliver, G., “Aproximación a la unificación de penas”, RPC 7, N.º 14, 2012; “La exasperación de la pena en el concurso material de delitos: la reiteración de delitos de la misma especie”, R. Derecho (Valdivia) 26, N° 2, 2013; “Caso ‘Delincuente en serie apurón’. Aplicación retroactiva de la regla de la reiteración de delitos de la misma especie”, Casos PG; Oliver, G. y Rodríguez Collao, L., “Aplicabilidad de la figura del delito continuado en los delitos sexuales. Comentario a un fallo”, R. Derecho (Coquimbo) 16, N.º 1, 2009; Solari, T. y Rodríguez Collao, L., “Determinación de la pena en los casos de reiteración de delitos (Ámbito de aplicación del art. 509 del Código de Procedimiento Penal)”, R. Derecho (Valparaíso) 3, 1979; van Weezel, A., “Unificación de las penas. La regla del art. 160 inc. 2 del Código Orgánico de Tribunales”, R. Derecho (Concepción) 68, N.º 207, 2000; Wilenmann, J., “El tratamiento del autofavorecimiento del imputado. Sobre las consecuencias sustantivas del principio de no autoincriminación”, R. Derecho (Coquimbo) 23, N. .º 1, 2016.

§ 1. Generalidades sobre las defensas concursales Parece sin discusión que un único delito se comete cuando se realiza voluntariamente, por una o varias personas, la descripción de un tipo legal, una vez. Según el principio de legalidad del art. 19 N.º 3, inc. 8 CPR, a los responsables de ese único delito se les debe imponer la pena señalada por la ley, según su grado de desarrollo y participación. Luego, el problema de los concursos o pluralidad de delitos solo surge cuando, en un mismo proceso, se puede imputar a una o varias personas la realización del supuesto de hecho de varios tipos penales o varias veces el de uno solo. Si las penas se imponen en procesos diferentes, corresponde su unificación, en caso de que los hechos pudieran haberse juzgado en un solo proceso; o su simple imposición sucesiva, cuando resultan de la realización de un delito tras el cumplimiento de una condena por otro. En esta materia, el efecto del principio de legalidad constitucional en la aplicación del derecho penal es decisivo: si no existiera y las penas se

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pudiesen imponer a discreción del juzgador, con independencia de la realización múltiple de diferentes delitos, la cuestión concursal sería más bien irrelevante (Jescheck, “Konkurrenz”, 529). Por lo mismo, las soluciones a la problemática concursal también deben corresponder a la delimitación legal vigente para ellas. En nuestra legislación, el sistema concursal está compuesto por las reglas de los arts. 74 y 75 CP y la del art. 351 CPP, amén de algunas disposiciones específicas, como el art. 451 CP (para un panorama general, antes de la entrada en vigor del nuevo sistema procesal penal, v. Muñoz H., 351). En este sistema la regla concursal general, derivada del principio de legalidad, se encuentra en el art. 74 inc. 1: “al culpable de dos o más delitos se le impondrán todas las penas correspondientes a las diversas infracciones”. La suma de estas penas, ejecutadas en la forma prevista en la ley, es lo máximo posible a imponer y punto de partida para la aplicación de las diferentes reglas concursales que, frente a ese máximo, aparecen como defensas para su mitigación, sin negar la realización de los hechos materia de la acusación. Luego, las restantes reglas concursales son aplicables de manera excepcional y siempre que el resultado de su aplicación sea más favorable al reo, según el principio pro reo, expresado en esta materia en el inc. final del art. 351 CPP (SCA Concepción 19.11.2014, RCP 42, N.º 1, 359). En efecto, la regla del art. 75, que impone aplicar “solo” la pena del delito más grave, cuando un mismo hecho constituye dos o más delitos, o cuando uno es medio necesario para la comisión de otro, a pesar de la exasperación o agravación que contempla, puede verse como una defensa que atenúa la pena en tales supuestos respecto de la regla general del art. 74 y que, en caso de que no produzca dicha atenuación, carece de sentido invocarla. Corresponde, por tanto, a la defensa acreditar que se trató de un mismo hecho o que uno es medio necesario para la comisión del otro, siempre que ello suponga un beneficio penológico respecto de la regla del art. 74, lo que solo está asegurado en el caso de que el delito más grave tenga una pena de un solo grado (p, ej., lesiones graves del art. 397 N.º 1), donde solo se aplica la pena de ese delito sin posibilidad de exasperarla (la pena mayor es esa misma pena). En cambio, si el delito más grave es un crimen con una pena compuesta de dos o más grados (p. ej., parricidio del art. 390), la aplicación del art. 75 puede conducir a la imposición de penas mucho más graves que la simple sumatoria de las correspondientes a cada delito, como sucede en el ejemplo propuesto, donde dicha regla puede llevar a imponer la pena de presidio perpetuo calificado, mucho más grave que cualquier combinación de penas temporales divisibles.

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A similares cálculos debe enfrentarse la aplicación de la regla de reiteración del art. 351 CPP, que impone el aumento en uno o dos grados de la pena más grave pero solo si con ello se produce un efecto punitivo más beneficioso al condenado que la suma de las penas correspondientes a cada hecho acreditado, según el art. 74. Aquí, el aumento de grados podría ser irrelevante en los casos de crímenes (salvo que se llegue con ello a penas perpetuas), pero significativo tratándose de reiteración de simples delitos. Otros supuestos concursales producen efectos mucho más positivos para la defensa, como la eliminación del concurso y la reducción de los hechos de la acusación a un solo delito. Por ello, deberían alegarse en primer lugar. Estos casos son la llamada unidad de acción o de delito, el “delito continuado” y el concurso aparente de leyes, donde un delito prefiere o desplaza a otro concurrente, por lo que solo se aplica la pena del preferente. Finalmente, cualquiera sea el o los regímenes concursales aplicados, para efectos de determinar la pena que eventualmente se sustituya por alguna de las de la Ley 18.216, su art. 1 inc. 3, dispone la formación de una pena total, constituida por la suma de la duración de cada una de las penas privativas de libertad impuestas. Por todo lo anterior, los regímenes concursales pueden verse también como reglas especiales de determinación de penas (Mañalich, “Reiteración”, 501; y Ortiz/Arévalo, Consecuencias, 316). En cambio, no son defensas concursales propiamente tales, la calificación de los hechos dentro de los supuestos en que la ley establece una solución concursal especial para un delito o grupo de delitos determinados, como en los casos graves de secuestro y sustracción de menores (arts. 141 y 142), torturas (art. 150 B), violación con homicidio o femicidio (art. 372 bis), robos calificados (art. 433) e incendio con resultado de muerte (art. 474); y en los no tan graves de hurto reiterado (art. 451), pues aquí la ley ha dispuesto una solución que se impone al tribunal, por aplicación del principio de legalidad, en caso de que la acusación logre probar todos sus presupuestos, sin que el juez pueda aplicar la regla de favorabilidad para “deconstruir” esas reglas especiales. Lo mismo sucede con los llamados delitos compuestos, en que la ley describe una multiplicidad de conductas, que por sí mismas no son delictivas, pero que, al reunirse, dan origen a un delito: es el caso del delito de giro doloso de cheques (art. 22 DFL 707); en los complejos, donde la ley reúne en la descripción de un delito la realización de varias figuras punibles independientemente a través de alguna vinculación subjetiva o de otra clase, p. ej., el delito de robo con homicidio del art. 433 N.º 1 (homicidio

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con la finalidad de apropiarse de cosas ajenas), robo con fuerza (violación de domicilio con esa finalidad); y, finalmente, en los mixtos alternativos y de tipicidad reforzada. Tipos mixtos alternativos son aquellos en que las diversas acciones típicas se presentan solo como modalidades de realización del tipo de igual valor, carentes de propia independencia, enumeradas de forma casuística, como sucede particularmente con el delito de homicidio calificado del art. 391 N.º 1 o las injurias graves del art. 417. En estos casos, la realización de una sola de las modalidades típicas serviría para configurar el delito, pero la realización de varias de ellas resulta indiferente a efectos de la configuración del tipo, pues siempre se entiende que se ha realizado un único delito, sin perjuicio de considerar el conjunto de circunstancias en la medida de la pena, de conformidad con lo previsto en el art. 69. El mismo tratamiento reciben los delitos de tipicidad reforzada, en que las acciones contempladas en el tipo penal se pueden desplegar en momentos diferentes, siempre que se vinculen de alguna manera: una de ellas configura el delito y las restantes solo lo refuerzan, como sucedería con el doblar de campanas, repartir volantes y dirigir discursos para incitar a la sublevación, del art. 123. Por otra parte, en los tipos mixtos acumulativos, la comisión de cada uno de los actos mencionados en una disposición legal podría constituir un delito independiente, y por, tanto, susceptible de concurrir, aparente, ideal o realmente con el resto de ellos, como sucedería, p. ej., en los casos de prevaricación judicial, del art. 223. No obstante, en casos de delitos compuestos y complejos, como el robo con fuerza en lugar habitado (art. 440 N.º 1), e incluso ciertos supuestos de robo con violencia (arts. 433 y 436), la falta de prueba de la vinculación entre los delitos integrantes de cada figura, puede llevar a la apreciación de un concurso entre los delitos que lo componen, p. ej., en vez de robo, violación de domicilio o las violencias que se traten más hurto, respectivamente, cuya suma de las penas previstas para cada delito aislado puede resultar inferior a las previstas por la ley en el respectivo delito compuesto. Esta “deconstrucción” es frecuente en los procesos acusatorios actuales, sobre todo para alcanzar consensos en los procedimientos con reconocimiento de hechos o responsabilidad y, antes, para lograr un acuerdo de suspensión condicional del procedimiento, Pero aquí también el carácter especial de las figuras de referencia, como las diferentes formas de homicidio con relación al robo con homicidio pueden hacer también resurgir las reglas concursales comunes, p. ej., si a un robo con violencia o intimidación ya consumado se añaden nuevas violencias que pueden valorarse independientemente, como un parricidio, femicidio, homicidio calificado u homicidio de carabineros

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en acto de servicio (SCS 4.9.2014, RCP 41, N.º 4, 119, con nota crítica de M. Schürmann).

§ 2. Regla general: concurso real El llamado concurso real corresponde a la regla general de nuestro sistema concursal, esto es, la acumulación material, dispuesta por el art. 74, bajo el supuesto de aplicar al culpable de varios delitos, conjuntamente, todas las penas correspondientes a cada delito cometido y juzgado en el mismo proceso. Ello es consecuencia lógica tanto del principio de legalidad como del de igualdad ante la ley, pues es la única forma de no distinguir entre quienes son procesados simultáneamente por varios delitos y quienes cometen uno tras otro, existiendo sentencia condenatoria de por medio: a todos se impone la pena que corresponde por cada uno de los delitos cometidos, con la sola excepción de que en unos casos se apreciará la agravante de reincidencia y en otros no (Fuenzalida CP I, 320). No obstante, la regla general que ofrece el Código en su art. 74 es la de la aplicación simultánea de las penas impuestas. Sin embargo, esto es operativo únicamente cuando se imponen penas que en efecto puedan cumplirse simultáneamente, como sería el caso de imponer alguna privativa de libertad (presidio, reclusión o prisión) junto con una pecuniaria (multa, caución o comiso) o privativa de derechos (inhabilidades). En cambio, tratándose de penas privativas de libertad (comprendidas en la Escala N.º 1 del art. 59), ellas no pueden cumplirse simultáneamente, y, por tanto, se cumplen sucesivamente, comenzando por la más grave, de acuerdo con su duración. La propia ley señala, además, que las penas de las Escalas N.º 2 y 3 deben ejecutarse después de las comprendidas en la Escala N.º 1, todas del art. 59, disposición cuya lógica no merece mayor comentario.

§ 3. Unidad de delito A. Unidad natural de acción Bajo esta denominación se agrupa la mayor parte de los casos que, en principio, no presentarían problemas concursales, pues la realización de la conducta descrita en un tipo legal, por regla general, se efectúa sin necesidad de complementar los requisitos de otro delito: la acción matadora de un único homicidio (art. 391 N.º 2), la sustracción de una única especie

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mueble (art. 432), la omisión de devolver una cantidad de dinero (art. 470 N.º 1), la expresión de una única injuria (art. 416), etc. Sin embargo, esta categoría no escapa a las consideraciones de carácter jurídico, y así se afirma que tres golpes constituyen un único delito de lesiones si los recibe una única víctima, pero si son varios los sujetos afectados, habría tantos delitos como víctimas (casos de bienes jurídicos personalísimos); y, al contrario, si se toman en un mismo contexto temporal varias cosas ajenas, de distintos dueños, solo habría un único delito. En este sentido, nuestra jurisprudencia también ha señalado que si se sustrae una cosa que pertenece a varios dueños, solo se comete un delito de hurto y no tantos como afectados, lo mismo que si se expende y se hace circular moneda falsa en más de una oportunidad (RLJ 161).

B. Unidad jurídica de delito Hay unidad jurídica de delito y, por tanto, exclusión del régimen concursal, en los casos que la ley castiga como un único delito hechos que suponen la reiteración o extensión en el tiempo de otros que, aisladamente, podrían o no constituir delito. Son los delitos permanentes, habituales y de emprendimiento. Delitos permanentes son aquellos cuya consumación se prolonga en el tiempo, creándose un estado antijurídico permanente, p. ej., secuestro y sustracción de menores (arts. 141 y 142), detención ilegal (art. 148), ciertos delitos funcionarios (arts. 135, 224 N.º 5, 225 N.º 5), etc. En tales supuestos, la duración del estado antijurídico intensifica la lesión al bien afectado, pero no al punto de modificar la naturaleza unitaria del delito cometido. Si durante ese estado permanente se cometen otros delitos, es discutible en general la apreciación de un concurso ideal o real, problema que pareció prever nuestro legislador, al establecer reglas concursales excepcionales para los casos más graves (arts. 141 y 142, in fine). En cambio, no se presentan esos problemas en los casos de delitos instantáneos de efectos permanentes, en que la realización del delito se produce una vez, a pesar de la prolongación de sus efectos en el tiempo, como sucede en el clásico ejemplo de la bigamia (art. 382), pero también en los de lesiones de efectos permanentes, p. ej., las mutilaciones del art. 396, donde una vez realizado el presupuesto del tipo legal, termina el hecho delictivo con independencia de la duración de sus efectos. En los delitos habituales, la reiteración de la conducta descrita en la ley configura el delito y, por tanto, después de la primera reiteración es indi-

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ferente el número de veces que tal reiteración se produzca tal como ocurre con el favorecimiento personal habitual del N° 4 del art. 17. En los que nosotros denominamos delitos de emprendimiento, estamos ante una clase de delitos que comparten características tanto de los delitos permanentes, como de los de varios actos (aquellos en que la descripción típica sugiere la realización de dos o más acciones, como sucede, p. ej., en los robos con fuerza de los arts. 440 a 443), donde distintas conductas que pueden realizarse en diferentes momentos aparecen como modalidades independientes de una actividad compuesta de una serie indeterminada de acciones, iniciadas o no por el autor, y en las que participa una y otra vez. El criterio de unificación en nuestro concepto es la identidad subjetiva del autor que opera una y otra vez dentro de una empresa criminal existente o iniciada por él. Es el caso de buena parte de los delitos de tráfico ilícito de estupefacientes de la Ley 20.000, de la falsificación de monedas de los arts. 162 a 192 y de los delitos del art. 97 del Código Tributario, etc. Aquí, la pluralidad de realizaciones típicas, aunque se encuentren separadas espacial y temporalmente, constituyen un único delito (o. o. Alvarado, 167, quien propone su tratamiento como delito continuado, según la regla del art. 75 CP). Este concepto no debe confundirse con la definición legal de Unternehmensdelikt del § 11.6 StGB, que entiende únicamente por “delito de emprender” aquél en que, en su descripción legal, la tentativa se encuentra equiparada con su consumación.

§ 4. Delito continuado Se trata de una de las excepciones de más tradición al régimen concursal, creación de los prácticos italianos del siglo XIV ante la necesidad de morigerar la aplicación de leyes de la época que imponían a la repetición o reiteración de delitos “un cúmulo de penalidades que resultaba muchas de las veces exorbitante”, incluyendo la que preveía la horca para quien incurriera en tres o más hurtos (Carrara, “Delito continuado”, 5). En Chile, esta tradición ha sido también recogida por nuestra jurisprudencia, que ha permitido su apreciación en diferentes hipótesis, cuya falta de fundamento común nos permiten afirmar el carácter ficticio o más bien forzado de la construcción que, en síntesis, parece depender de la posibilidad de una apreciación conjunta de los hechos bajo un mismo tipo penal y las dificultades para su diferenciación probatoria o “indeterminación procesal” (Etcheberry DPJ I, 73). Por eso, nos parecen infructuosos los esfuerzos de la doctrina que intenta

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darle sustento material al instituto (Oliver y rodríguez Collao, 255; Couso, “Comentario”, 644; y antes, Cury, “Delito continuado”, 878). Según nuestros tribunales (RLJ 161), puede haber delito continuado en la reiteración del mismo delito o de la misma clase de delitos si: i) Los diversos hechos constituyen la violación de una misma norma de deber y según la representación de autor su infracción solo era posible de modo fraccionado; o ii) Existe unidad delictual debido al dominio de la voluntad sobre el hecho; o iii) El responsable persigue un fin determinado y único (“unidad de dolo”); o iv) Existe unidad del bien jurídico afectado, unidad temporal, una consideración social del conjunto de los actos, criterios de economía procesal, e incluso la “manifiesta inequidad” de las reglas concursales comunes; o v) Existe unidad de propósito, víctima y contexto, en un lapso determinado, que vulneran el mismo bien jurídico protegido. En todos los casos, además, el requisito de la indeterminación procesal parece ser relevante, pues al faltar ésta y estar claramente determinada la reiteración de hechos en tiempos y lugares diferentes, se prefieren sin más las reglas concursales y de reiteración comunes, a pesar de la identidad de los delitos cometidos (SCS 16.2.2020, Rol 322-20). Por otra parte, aunque la mayoría de la doctrina y la jurisprudencia se inclinan por considerar el delito continuado un único delito con una única pena, un sector aislado propone su tratamiento según la regla del art. 75 (Cury PG, 658). Con todo, el caso original de los prácticos italianos (la reiteración de hurtos), parece tener un tratamiento específico en el art. 451 (Novoa PG II, 243). Y la doctrina más reciente parece inclinada también a considerar la mayor parte de los casos aparentemente más claros de delito continuado como supuestos más cercanos a los casos de consunción del concurso aparente o a los regulados en el art. 451 CP y 351 CPP (reiteración), rechazando la actual indeterminación de los criterios jurisprudenciales (Maldonado, “Delito continuado”, 223).

§ 5. Concurso aparente de leyes Existe un concurso aparente de leyes en aquellos casos en que un mismo o varios hechos pueden ser subsumibles en diferentes tipos legales, pero

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no se aplican las reglas concursales comunes y, en cambio, se prefiere la aplicación de una sola de las normas concurrentes por la existencia de una relación de especialidad, consunción o subsidiariedad. A su respecto, se discute desde su concepción como una forma de concurso o un problema de interpretación, si es posible y útil reconducir su análisis a las categorías generales del derecho (antinomias y redundancias), y cuáles serían sus principios de solución, donde aparecen concepciones monistas que afirman la existencia de un único criterio de solución (especialidad, por lo general), frente a otras de carácter clásico, basadas en diversos criterios. Y aún dentro de los autores clásicos, se discute cuántos y cuáles serían los principios de solución aplicables, así como el alcance de cada cual (v., con detalle, dando cuenta de la evolución histórica de la institución en Alemania y España y su tratamiento desde el punto de vista de la Teoría General del Derecho, Matus, Concurso). Para nosotros, el concurso aparente de leyes es una más de las hipótesis concursales cuyo tratamiento penal está excluido de las reglas generales de los arts. 74 y 75 Co y 351 CPP (v. ahora, en este mismo sentido, Maldonado, “Naturaleza”, 517). Aquí, en cambio, los principios non bis in idem y de insignificancia justifican la preferencia de una norma sobre otra, a través de la aplicación de los principios de especialidad, subsidiariedad y consunción. Debe descartarse en este punto la tradicional idea de que la distinción pudiera plantearse a través de la determinación de los bienes jurídicos en juego, sobre todo en casos de exclusión del concurso ideal, todavía dominante en nuestra jurisprudencia y doctrina, pues a las dificultades de determinación de los bienes jurídicos en juego en cada delito, suma problemas irresolubles, como la especialidad del robo con homicidio frente al homicidio simple, a pesar de tratarse en un caso de un delito pluriofensivo y en el otro no; o la indiscutida consunción del uso de armas que no son de fuego, un delito de peligro común contra la seguridad pública, en el robo con violencia simple que es un delito contra la propiedad y las personas, etc. (o. o., Couso, “Asesorías tributarias”, 501, criticando la SCS 4.12.2012, Rol 496-1, por no aplicar correctamente el criterio de la unidad o pluralidad de bienes jurídicos para afirmar concurso aparente o ideal, respectivamente). El principio non bis in idem justificará la preferencia del principio de especialidad, cuando en la concurrencia de dos o más normas, la estimación conjunta de ambas suponga una relación lógica entre ellas que lleve necesariamente a tomar en cuenta dos o más veces un mismo elemento del hecho jurídico-penalmente relevante y común a todas las normas concurrentes (SCS 8.7.2015, RCP 42, N.º 4, 135, con nota de L. Varela). Este principio impone también la preferencia de una sola de las normas concurrentes en

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los casos de subsidiariedad, donde la propiedad común aparece cuando, p. ej., a la regulación de un hecho concurren diversos tipos especiales de una misma figura básica, cuyos elementos especializantes no son incompatibles entre sí, como en el concurso entre infanticidio y homicidio calificado, p, ej., donde la relación lógica entre las figuras en juego es de interferencia. En cambio, en los casos de consunción, regidos por el principio de insignificancia, no tienen lugar relaciones lógicas de especialidad o interferencia entre los preceptos en juego y, por ello, tampoco tiene aplicación el principio non bis in idem (O. o. Artaza et al, “Consunción”, 172). Aquí, existen solo ciertas relaciones empíricas entre hechos susceptibles de ser calificados por dos o más preceptos, en que la realización de uno aparece como insignificante frente a la del otro, cuya intensidad criminal lo absorbe. En estos casos, la no aplicación de la pena correspondiente al delito de menor intensidad se justifica porque al ser el hecho copenado insignificante en relación con el principal, basta sancionar el principal, pareciendo desproporcionado castigar, además, por los hechos acompañantes que, en la consideración del caso concreto, no tienen una significación autónoma (o. o. Mañalich, “Concurso aparente”, 539, quien propone hacer la distinción sobre la base de criterios de “merecimiento” o “suficiencia punitiva”, a partir de su propia concepción del delito como expresión de una deslealtad al derecho, que no compartimos). Que esta distinción no es fácil y entra en un campo donde a veces es difícil distinguir entre insignificancia como valoración o como insuficiencia probatoria, sobre todo en procedimientos de carácter acusatorio, es algo que debe tenerse debidamente en cuenta, sobre todo al no existir entre las normas concurrentes relaciones lógicas que puedan guiar la solución al problema de su concurrencia, como puede verse en el intento por armonizar las dispares resoluciones judiciales y proposiciones doctrinales a la hora de determinar la efectiva o aparente concurrencia de delitos de peligro abstracto con los de lesión subsecuentes (Bascur, “Consideraciones”, 562).

A. Casos de especialidad Existe una relación de especialidad entre dos preceptos penales, en su sentido lógico formal, cuando en la descripción del supuesto de hecho de uno de ellos, el especial, se contienen todos los elementos del otro, el general, más uno o varios otros específicos, como el parentesco en el caso del parricidio frente al homicidio (especialidad por extensión o adición); o cuando la descripción de uno o varios elementos del supuesto de hecho de la ley especial suponen conceptual y necesariamente la de todos los de la ley general, porque es una parte de un todo o una especie de un género

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conceptual (especialidad por comprensión o especificación), como el caso de la relación entre el homicidio calificado por alevosía y el infanticidio (arts. 391 N.º 1 y 394). Dicho en términos más comprensivos, especialidad es la relación que existe entre dos supuestos de hecho, cuando todos los casos concretos que se subsumen en el de una norma, la especial, se subsumen también dentro del de otra norma, la general, que es aplicable al menos a un caso concreto adicional no subsumible dentro del supuesto de hecho de la primera.

B. Casos de subsidiariedad Este principio es rechazado por la doctrina mayoritaria, considerando que se refiere a situaciones abarcables por el de especialidad o el de consunción, o a simples delimitaciones del alcance de ciertas normas, sin contenido material (Etcheberry DP II, 127). Sin embargo, aunque es cierto que las reglas de los arts. 8, 16 y 17 pueden verse de esa última manera, no lo es menos que existen una serie de casos no abarcables por esas reglas ni por las de especialidad o consunción, que van más allá de consideraciones “puramente utilitarias” de “política criminal” (Cury PG, 670). Son los casos en que en la relación entre dos preceptos legales por lo menos un caso concreto que es subsumible en uno de dichos preceptos lo es también en el otro, y por lo menos un caso concreto que es subsumible en el primero no lo es en el segundo, y viceversa, pues ambos preceptos tienen en común al menos una propiedad o elemento del tipo relevante, aunque ninguno es especial o general respecto del otro. Conforme a este concepto, podemos afirmar que existe una relación de subsidiariedad tácita, en los siguientes casos: i) Entre las diversas especies de un mismo delito básico, p. ej., la relación entre parricidio homicidio calificado; y ii) En ciertos casos de delitos progresivos, donde el paso de una infracción penal a otra supone la mantención de una misma propiedad subjetiva u objetiva del hecho, como en el caso del paso del delito de peligro al de lesión lo constituye la puesta en peligro del objeto de protección penal, lo que sucede, p. ej., con las distintas modalidades del manejo en estado de ebriedad del art. 196 Ley de Tránsito. En estos casos, y siguiendo los criterios propuestos por el legislador al regular la concurrencia de circunstancias atenuantes y agravantes, donde en general las primeras tienen un mayor valor que las segundas, y éstas solo permiten aumentar en grado la pena cuando concurren dos o más y ninguna atenuante, podemos ofrecer las siguientes reglas de solución:

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i) Si concurren dos o más figuras calificadas de una básica, como en el caso de las relaciones entre lesiones graves-gravísimas y mutilaciones, ha de ser preferente y principal la que contenga la calificación más grave; y ii) Si concurren una figura privilegiada con una o más privilegiada o calificada, se considerará preferente y principal la figura más benigna.

C. Casos de consunción En los casos de consunción no estamos ante relaciones lógicas, sino ante valoraciones del sentido de cada una de las normas en juego, según su forma de realización concreta en los hechos enjuiciados y, por tanto, se incluyen en él todos aquellos supuestos en que, no siendo apreciable una relación de especialidad o subsidiariedad, se rechaza el tratamiento concursal común, porque uno de los preceptos concurrentes regula un hecho que solo puede considerarse como accesorio o meramente acompañante, en sentido amplio, del que regula el precepto principal que lo desplaza: los llamados actos anteriores, propiamente acompañantes y posteriores copenados. Esto lo reconoce expresamente el legislador respecto del delito de daños, al disponer el art. 488 que solo se castigará cuando el hecho no pueda considerarse constitutivo de otro delito que merezca mayor pena (Etcheberry DP II, 125). Al faltar el fundamento lógico de la relación de que se trata, y depender ésta de factores empíricos, resultará difícil decidir en cada caso la regla a aplicar, presentándose una serie de supuestos limítrofes que no pueden ser determinados a priori. A esta dificultad hay que sumar el hecho de que tampoco es posible establecer a priori cuál de los preceptos concurrentes va a ser preferente, ya que esto lo determina solo la intensidad relativa que tenga cada uno de ellos en el caso concreto, debiéndose descartar la tesis que sostiene que siempre será preferente la ley más grave. No obstante, es posible ofrecer una serie de grupos de casos en que se encuentra más o menos consolidada la opinión según la cual el precepto que regula un hecho anterior, posterior o simultáneo a otro no puede ser aplicado junto con aquél en que es subsumible, por ser insignificante. En caso de que el hecho no sea considerado insignificante, por la pena que para él se prevé o el daño que causa, y siempre que su prueba se produzca con independencia de la del hecho principal, resurgen las reglas concursales comunes. Por otra parte, la consunción incluso puede excluir toda la pena (“consunción inversa”), en el caso de que la sanción por un hecho ilícito impida ejercer ciertos derechos mínimos de autonomía personal: la mujer que se

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intenta suicidar estando embarazada porque no puede recurrir a ninguno de los casos en que se permite el aborto, pero sobrevive, no debe castigarse como si hubiese cometido un aborto, pues el hecho principal impune —suicidio— absorbe al meramente acompañante —aborto—; lo mismo cabe decir del porte y el cultivo de drogas en pequeñas cantidades para su consumo personal, próximo y exclusivo en el tiempo, pues no es posible mantener el carácter lícito del consumo personal si se ha de castigar el cultivo o el porte posterior a su compra para ese objeto. Como actos anteriores copenados se pueden considerar los siguientes: i) Los que consisten en la realización de tentativas fallidas de comisión de un mismo delito antes de su consumación y con relación a ésta, siempre que no varíe el objeto material del delito tentado; ii) Los que consisten en actos preparatorios especialmente punibles con relación a la tentativa y la consumación del delito preparado, como, p. ej., sucedería entre las disposiciones del art. 445 (porte de instrumentos conocidamente destinados al robo) y las de robo con fuerza de los arts. 440 y 442; iii) Las relaciones existentes entre los delitos de peligro, concreto o abstracto, y los delitos de lesión a los bienes jurídicos puestos en peligro, como sucede en las amenazas seguidas del mal amenazado, en el fraude que sigue a la negociación incompatible (SCS 4.12.2012, Rol 496-12), y en el incendio en lugar habitado seguido de incendio con resultado de muerte, siempre que no exista una disposición legal en contrario (como la del art. 406) o el peligro efectivamente producido sea de carácter general y se extienda más allá del bien jurídico dañado en concreto; y iv) Las relaciones existentes entre los llamados delitos progresivos —de tránsito en la nomenclatura alemana— y el delito a que conducen (las formas más graves de consumación absorben a las menos graves), p. ej., el paso de lesiones menos graves a graves o de éstas a un homicidio doloso. Por su parte, como actos propiamente acompañantes típicos o copenado, se comprenden los consistentes en hechos de escaso valor criminal que acompañan regularmente la comisión de ciertos delitos, como las injurias de hecho y las lesiones leves acompañantes de ciertos delitos de homicidio y lesiones; los daños y el allanamiento de morada que acompañan típicamente al robo con fuerza de los arts. 440 y 442, etc. Finalmente, como actos posteriores copenados se mencionan: i) Los que consisten en el aprovechamiento o destrucción de los efectos del delito en cuya comisión se ha tomado parte, como sucede típicamente en los casos de delitos contra la propiedad.

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ii) Los que consisten en el agotamiento de la intención puesta en el delito preferente, como el uso del documento o billete falsificado por parte de quien lo falsifica, arts. 162 a 196 CP y 64 Ley 18.840, y también el uso exclusivo de bienes provenientes del tráfico ilícito de estupefacientes y otras actividades ilegales por parte de quien comete esos delitos (art. 27 Ley 19.913). No obstante, interpretando el último inc. de dicha disposición como una excepción de carácter general, los tribunales tienen a sancionar por tráfico y lavado al autor del primero, aunque no haya pruebas de su participación en el lavado de activos provenientes de otros delitos, lo que parece constituir una infracción al non bis in idem (N. Oxman y H. Cerda, en nota crítica a la SCA Santiago 3.4.2012, DJP Especial I, 629). El nuevo inc. 4 art. 456 bis A, introducido por la Ley 21.170, de 26.7.2019, contempla una regla de consunción expresa, respecto de la receptación de vehículos motorizados provenientes de un robo con violencia o intimidación, cuyo alcance puede extenderse a todos los delitos de los cuales es origen del objeto receptado. iii) Los que consisten en actos de autoencubrimiento, como la inhumación ilegal del cadáver de la víctima de un homicidio (SCS 17.10.2012, RChDCP 2, N.º 1, 123, con nota aprobatoria de M. Araya). Recientemente, se ha destacado por la doctrina que para la exclusión de la sanción por actos posteriores de encubrimiento o favorecimiento propio o de terceros relacionados, habría una razón adicional a su insignificancia frente al acto principal para su impunidad, pues ellos deberían entenderse vinculados al derecho constitucional de no declarar contra sí mismo (Wilenmann, “Autofavorecimiento”, 136, y Mancilla, 137, con referencia a fallos que refuerzan la idea del alcance limitado de este principio cuando los hechos probados exceden a la idea de la insignificancia o falta de autonomía del acto posterior). Pero no se considera, por regla general, acto copenado, la creación de un peligro común frente a la realización de un daño concreto, p. ej., el porte de armas de fuego frente a los delitos que con ellas se comenten, art. 17 B Ley 17.798 (SCA Valparaíso 18.1.2016, RCP 43, N.º 2, con nota crítica de J. Cabrera).

D. El “resurgimiento” y los “efectos residuales” de la ley en principio desplazada Como en los casos de concurso aparente de leyes efectivamente se han completado los presupuestos típicos de las normas concurrentes, pero en

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atención a las razones antes expuestas solo es aplicable la ley preferente, siempre es posible atribuir a la ley en desplazada algún efecto residual en la determinación de la pena (art. 69). También se puede admitir su resurgimiento cuando la ley preferente no se aplica, como sucede en los casos de los delitos especiales impropios, donde se acepta sin problema castigar a los distintos partícipes por las distintas normas en juego, aunque la especial sea preferente; en los de consunción, cuando el nuevo hecho no pueda considerarse razonablemente como un “mero acompañante” “sin significación autónoma” frente al delito que se agota; y en los casos de agotamiento del delito y autoencubrimiento cuando “se ofende otro bien jurídico, con otro titular” (Etcheberry DP II, 69). En el supuesto de consunción entre porte de armas y sus municiones, si el arma no es apta para el disparo, podría resurgir el delito de porte de municiones si fuesen por sí misma aptas (A. Rojas, en nota crítica a la SCA Concepción 23.9.2016, RCP 43, N.º 4, 248). Sin embargo, los supuestos más recurrentes en la práctica del resurgimiento son aquellos derivados de las dificultades probatorias para vincular al tenedor de la cosa robada o hurtada con su sustracción, caso en el cual se aplica el delito de receptación el art. 456 bis A que, por esta vía, se ha vuelto la regla general en esta clase de delitos; y el de la violación de morada y/o el hurto, cuando no se puede probar el empleo de la fuerza para el ingreso a un lugar habitado (art. 440) o la vinculación subjetiva entre éste y la sustracción.

E. El problema de la alternatividad en el sistema procesal vigente En sus orígenes, se concibió este principio en Alemania como un recurso para subsanar errores groseros en su legislación, que se producían por dos razones: i) porque “exactamente el mismo supuesto de hecho es penado por distintas leyes”, y ii) porque los tipos se configuraban como “dos círculos que se cortan el uno al otro”, produciendo el efecto de que hechos en principio graves podrían aparecer como indebidamente atenuados (Binding, Handbuch, 349). Aunque antes aceptamos su aplicación a errores legales similares existentes entre nosotros, creemos ahora que ello no es posible en un sistema acusatorio, pues las situaciones base son idénticas a las de los principios de especialidad y subsidiariedad, pero sin aplicar la pena especial o subsidiaria menos grave que correspondería, por lo que su aplicación, en la forma propuesta por Binding y que nosotros recogíamos, produciría una agravación difícilmente aceptable a la luz de la regla general de favorabilidad que domina los institutos concursales, sobre la base de que al menos una pena será impuesta (o. o. Couso, “Comentario”, 660, nota 172, quien

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defiende nuestra tesis anterior agregando el argumento de que tal favorabilidad no es exigida por el principio de legalidad. En el mismo sentido, v. también Carnevali y Zenteno, “Alternatividad”, quienes agregan la supuesta necesidad de considerar este criterio como regla residual para todos del concurso aparente de leyes, como hace el art. 8 CP español).

§ 6. Concursos ideal y medial A. Concepto y casos El art. 75 dispone la aplicación de la pena mayor asignada al delito más grave cuando un mismo hecho constituye dos o más delitos (concurso ideal) o cuando un delito es medio necesario para la comisión del otro (concurso medial). Una defensa que excluya el hecho acompañante o el anterior por ser copenado con el principal tendrá un mejor resultado para el acusado que esta regla del art. 75, pero ello no es posible en todos los casos, porque no siempre se dará el supuesto que un hecho se pueda considerar insignificante frente al otro (p. ej., un robo con violencia para apropiarse de la camioneta con que se comete después un robo en lugar no habitado no parece, en ningún caso, insignificante). Sin embargo, “los ejemplos de auténtico concurso ideal que pueden proponerse son escasos y muchos de ellos de índole más bien académica” (Novoa PG II, 231). Esta limitación puede explicarse, en primer lugar, por la dificultad para establecer cuándo nos encontraremos ante “un mismo hecho”, pues mientras la noción de unidad de delito es exclusivamente jurídica (viene dada por el sentido de los tipos legales), la de unidad de hecho se refiere principalmente a un conjunto de sucesos del mundo exterior que ocurren en la misma dimensión espacio temporal en que se realizan los presupuestos de uno de los tipos penales en juego. Con todo, se reconocen en esta categoría los casos del llamado delito preterintencional, las infracciones a leyes especiales diversas en un mismo período de tiempo, las diversas formas de robo en un mismo contexto y la aberratio ictus (Couso, “Comentario”, 671). En cuanto a su clasificación, se distingue entre concurso ideal homogéneo y heterogéneo. En el primero, concurriría varias veces la consumación de un mismo delito base en un mismo hecho, como en la muerte de varias personas que se causa al servir una única comida envenenada; mientras en el segundo, concurrirían delitos diferentes, como si en el caso propuesto resultasen unas personas muertas y otras lesionadas de gravedad. Se discute,

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sin embargo, que sea posible admitir un concurso ideal homogéneo, sobre todo en los cuasidelitos y en los delitos de posesión de objetos prohibidos. En el primer caso, la doctrina mayoritaria se inclina por considerar la existencia de un concurso real; mientras en el segundo, al menos para uno de los casos más recurrentes, el art. 17 B de la Ley 17798 estableció expresamente la aplicación de la regla del concurso real del art. 74 CP. En cuanto al concurso medial, la práctica judicial y la doctrina mayoritaria entienden que la relación de necesidad que subyace ha de evaluarse en el caso concreto, atendiendo a la prueba no solo de una “conexión ideológica” sino también de una “necesidad objetiva” (RLJ 166). Entre los casos que se reconocen al efecto, se encuentran el de la falsificación de instrumento público y la estafa, el contrabando y el delito tributario, el uso malicioso de instrumentos falsos y el fraude al fisco, y el abuso sexual y la pornografía infantil (RLJ 167). Un caso discutido en la jurisprudencia fue durante mucho tiempo la relación entre los delitos de porte y tenencia ilegal de armas y los que con ellos se cometen, al punto que el legislador hubo de establecer expresamente la regla de acumulación material en tales supuestos, entendiendo que el peligro común del porte de armas no puede ser absorbido por los delitos concretos que se cometan con ellas (art. 17 B Ley 17.798).

B. Tratamiento penal La regla del art. 75, no está pensada como agravación, sino como una atenuación de la regla de la acumulación del art. 74, aunque su resultado exaspere la pena mayor del delito más grave y por eso se la denomine de “absorción agravada” (Mañalich, “¿Discrecionalidad?”, 645). Su mayor benignidad deriva del carácter aparentemente obligatorio de imponer “solo” la pena mayor asignada al delito más grave, lo que se fundamentaría en el menor disvalor de la conducta de quien, por necesidad, para cometer un delito, debe cometer otro (Fuenzalida CP I, 326). En estos casos, la “pena mayor asignada al delito más grave” es la que corresponda de entre las distintas penas señaladas por la ley al delito, en los respectivos tipos penales, previo al juego de las circunstancias atenuantes y agravantes, que solo operarán una vez hecha la decisión que ordena este art. 75. Por regla general, delito más grave es el que tiene asignada la pena más alta en la respectiva Escala Gradual del art. 59, esto es, “aquélla que en su límite superior tenga una mayor gravedad” (Novoa PG II, 235). Los problemas se producen cuando se debe elegir entre penas privativas y res-

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trictivas de libertad, si éstas son de mayor duración temporal que aquéllas. En estas situaciones, “la ponderación de hechos punibles para los que se conminan penas de distinta naturaleza tiene que efectuarse siempre caso a caso” (Cury PG, 667). Pena mayor, es la que constituye el grado superior de la más grave o solo la más grave, si ésta está compuesta de un único grado. Entre penas de igual duración, pero diferente naturaleza, es mayor siempre la privativa de libertad. Sin embargo, en su aplicación práctica, esta regla puede llevar al absurdo de imponer penas mayores que las que corresponderían de seguir la regla del art. 74, lo que sucede especialmente cuando concurre un crimen cuya la pena es compuesta de dos o más grados. En estos casos, el principio de favorabilidad que predomina en la aplicación de las reglas concursales lleva al resurgimiento de la regla del art. 74 por ser más beneficiosa y, al mismo tiempo, imponer las penas previstas por la ley para cada delito cometido, sin producir una agravación inesperada.

§ 7. Reiteración de delitos A. Concepto El art. 351 CPP establece un régimen de acumulación jurídica (exasperación) para casos de reiteración de crímenes y simples delitos de “la misma especie”, o la misma falta, que de otra manera se regirían por el sistema de simple acumulación material del art. 74. Crímenes y simples delitos de “una misma especie” son, según la ley, aquellos “que afectaren al mismo bien jurídico”. La definición, aunque bien intencionada, no fue afortunada, pues bastaba revisar la contradictoria jurisprudencia producida en torno a la interpretación del art. 12, 16.ª, para prever los problemas que su aplicación generaría. A nuestro juicio, la expresión “afectaren a un mismo bien jurídico” debe entenderse en el sentido amplio, esto es, que los diferentes delitos protegen de una manera u otra “un mismo bien jurídico”, aunque sean de carácter pluriofensivo. Ello porque así, por una parte, se respeta el telos del art. 509 CPP 1906 del cual proviene esta regla, pensado para evitar una “pena perpetua con otro nombre”; y, por otra, se evitan las perplejidades que produce en la práctica la simple acumulación de penas privativas de libertad temporales (Maldonado, “Reiteración”, 582 o. o. Contreras V., “Reiteración”, 649, quien propone aplicar esta regla solo a reiteraciones del “mismo delito” o que afecten idéntico bien jurídico). De este modo, salvo groseros errores del legislador, los

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delitos que se encuentran en un mismo título del Código o en una misma ley especial pueden seguir considerándose para estos efectos como de una misma especie (como lo preveía el antiguo art. 509 CPP 1906); pero también aquellos que, no encontrándose en dicha situación formal, compartan la protección de un mismo bien jurídico, como sucedería, p. ej., con el robo calificado y las diferentes formas de violencia contra las personas que contempla, con independencia de su grado de desarrollo o participación (en el mismo sentido, ahora, Oliver, “Delincuente en serie”, 523, comentando la SCS 30.1.2014, Rol 4608-13, que consideró de una misma especie los delitos de apropiación indebida y falsificación de instrumentos mercantiles). Este concepto amplio de “delitos de la misma especie” permite, además, mitigar en parte la acertada crítica acerca de por qué esta razonable regla de la exasperación no es aplicable a toda reiteración delictiva (Besio, 544).

B. Tratamiento penal Determinado que se trata de reiteración de delitos de la misma especie, para aplicar la pena en estos casos la ley establece dos regímenes diferenciados en cada uno de sus incisos (o. o. Couso, “Comentario”, 646, para quien basta aplicar a todos los casos el régimen del inc. 2). Primero, si las diversas infracciones se pueden “estimar como un solo delito”, se impone la pena de ese único delito, aumentada en uno o dos grados. El problema es que no existe acuerdo en la doctrina acerca de cuándo los hechos pueden estimarse o no un único delito: mientras para un sector de la doctrina únicamente puede considerarse “como un solo delito” la reiteración de “un mismo delito” o “concurso real homogéneo” (Mañalich, “Reiteración”, 517 y Ortiz/Arévalo, Consecuencias, 339); nosotros adherimos, por su mayor alcance práctico y el origen histórico de la disposición, a la doctrina para la cual también es posible “estimar como un solo delito aquellos tipos que pueden ser medidos en magnitudes o cuya caracterización o pena toman en cuenta ciertas cuantías pecuniarias”, como las estafas y los daños, lo que es consistente con la jurisprudencia mayoritaria (Novoa PG II, 227). La determinación de la pena en este caso se hace tomando como punto de partida la pena resultante de la suma de las cuantías (como en las estafas) o la gravedad del hecho (como en las diversas lesiones, arts. 395 a 399) y, a partir de allí aumentar en uno o dos grados, desde el grado máximo, aunque en la práctica se suele hacer este aumento desde el mínimo, “en bloque”, pero nunca solo desde el mínimo (SCS 11.11.2013, RCP 41, N.º 1, 183, con nota crítica de L. Cisternas). Solo una vez hecho ese aumento se aplican las circunstancias concurrentes para la individualización de la

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pena y su posterior comparación con la que resultaría de aplicar el régimen general del art. 74 (Maldonado, “Reiteración”, 597). En el segundo caso, si las diversas infracciones no pueden considerarse como un único delito, se aplica la pena de aquélla que “considerada aisladamente, con las circunstancias del caso, tenga asignada pena mayor, aumentada en uno o dos grados”. Aquí, a diferencia de la regla anterior, el aumento se hace a partir de la pena determinada en concreto para cada delito y, a partir de allí, se hace la comparación con el art. 74. Contra su aparente benignidad, en sus efectos prácticos las reglas del art. 351 CPP producen una exasperación superior a la aplicación del art. 74 CP en la reiteración de simples delitos de pena baja y de crímenes cuya pena no es superior a presidio mayor en su grado mínimo y en el caso en que la suma de las cuantías supone aumentos de grados en la penalidad, lo que debe calcularse caso a caso por las defensas, para evitar la aplicación de un régimen penológico más severo que el correspondiente. Con todo, la SCA Santiago 7.8.2015 (RCP 42, N.º 4, 329) afirma que es obligación del tribunal de instancia realizar estos cálculos y aplicar siempre el régimen penológico más favorable al condenado. El principio de favorabilidad ínsito en esta regulación permite también su aplicación en casos en que este régimen concursal concurra con otros, como sería en supuestos de una acusación que comprendiera delitos de una misma especie junto con otros que, de ningún modo pudieran considerarse como tales (p. ej., posesión de diversos objetos prohibidos y agresiones sexuales). La solución aquí es la determinación de la pena por grupos de delitos: aplicación de las reglas del art. 351 CPP a los de una misma especie, en concurso real o medial, según los casos, con los restantes (Oliver, “Exasperación”, 182. O. o. Solari y Rodríguez Collao, 268).

§ 8. Unificación de penas Aunque el texto del actual art. 164 COT no utiliza la expresión “unificación de las penas”, su propósito no es sustancialmente diferente al del antiguo art. 160 inc. 2 COT, pues sus presupuestos son similares: la imposición en procesos diferentes de dos o más condenas a un mismo imputado, sin que entre el momento de realización de los delitos respectivos hubiese mediado una sentencia condenatoria y siempre que fuese posible la apreciación de una regla concursal (concurso ideal, medial o reiteración) que en concreto resulte más beneficiosa. Y también son similares sus consecuencias: “regular

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la pena de modo tal que el conjunto de penas no pueda exceder de aquella que hubiere correspondido de haberse juzgado conjuntamente los delitos”. Sin embargo, las disposiciones actuales no imponen propiamente una unificación, como en la regulación anterior. En efecto, la primitiva “unificación” se entendía como el cálculo de una verdadera pena unificada, expresada en la dictación de una resolución que, añadida a la última de las condenas, imponía una pena única al delincuente, correspondiente a la aplicación de las reglas del concurso o reiteración de los arts. 74 y 75 CP o del entonces vigente art. 509 CPP 1906 (van Weezel, “Unificación”, 56). En cambio, en la regulación actual no se prevé la dictación de una resolución final y adicional a las condenas impuestas que las unifique, sino un proceso en tres etapas: i) el cálculo de la pena en concreto, esto es, considerando todas las circunstancias del caso de que deban examinarse, que corresponde al hecho que se juzga de manera posterior; ii) el cálculo hipotético de las penas en concreto correspondientes al conjunto de los delitos (“unificación teórica”), si hubiesen sido juzgados conjuntamente, cuando aparezca como posible la aplicación de un régimen concursal más favorable al condenado que el del art. 74, como pudiera ser eventualmente el del art. 75 o el del art. 351 CPP (Morales E., 205, agrega también la posibilidad de unificar por delito continuado); y iii) el cálculo de la nueva pena a imponer efectivamente en el proceso posterior, “de modo tal que el conjunto de penas no pueda exceder de aquella que hubiere correspondido de haberse juzgado conjuntamente los delitos”. Por lo tanto, más que un procedimiento de unificación real de penas, el art. 164 COT establece un procedimiento de modificación de la condena posterior para adecuarla a la que hubiese correspondido de haberse juzgado conjuntamente los hechos (“unificación teórica”), siempre que de ello resulte la aplicación de un régimen concursal más favorable al condenado que la imposición de todas de las penas correspondientes a cada delito. No obstante, es posible todavía encontrar fallos en que se sigue declarando la “unificación de las penas”, sustituyendo todas las penas anteriormente impuestas por una nueva, lo que no necesariamente importa imponer una pena mayor o diferente a la correspondería de aplicar el régimen legal actual, pero sí una cierta anomalía procedimental que, eventualmente, podría originar resultados dispares (v. SCA Temuco 1.12.2008, DJP Especial I, 639, con comentario de J. P. Matus). De allí que, aun cuando una persona haya sido juzgada en procesos y tribunales diferentes, podrá imputar a los sucesivos las penas impuestas en los anteriores o, en caso de que ello no se haya hecho, solicitarlo al Juez de Garantía que dictó la última sentencia, siempre que entre los hechos que se trate no hubiere mediado condena y sea más beneficiosa la unificación

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que la acumulación material (SCS 19.2.2015, RCP 42, N.º 2, 377, con nota de L. Labra). Se trata, con todo, de una solicitud de la defensa y no de una obligación judicial como en el proceso antiguo, pues eventualmente la unificación de penas podría perjudicar al condenado si, p. ej., supone la pérdida de algún beneficio de la Ley 18.216, por aplicación del inc. final de su art. 1 (“si una misma sentencia impusiere a la persona dos o más penas privativas de libertad, se sumará su duración, y el total que así resulte se considerará como la pena impuesta a efectos de su eventual sustitución y para la aplicación de la pena mixta del artículo 33”). La unificación se puede solicitar una vez o de manera consecutiva, de modo que en cada sentencia posterior el tribunal competente tenga en cuenta las dictadas con anterioridad. Esto significa que, a partir de la segunda sentencia condenatoria contra un imputado por un hecho que pudo haberse juzgado en conjunto con el primero, el tribunal competente para este segundo proceso debe tomar en cuenta lo resuelto en la primera condena y las que siguen. Pero, respecto de los hechos posteriores a esa primera condena, no es posible la unificación, pues ellos nunca pudieron ser juzgados junto con los de aquella (Oliver, 260. O. o. Cerda, 193, y algunos fallos de instancia, en orden a considerar únicamente la proximidad temporal entre los hechos como requisito para la unificación, lo que es contrario al texto legal, burla las reglas de la reincidencia y crea una especie de crédito para delinquir en el futuro, que no parece estar contemplado en la ley).

QUINTA PARTE

TEORÍA DE LA PENA

Capítulo 12

Determinación e individualización de las penas Bibliografía Agliati, G., “Propuesta interpretativa y de aplicación de la agravante de precio, recompensa o promesa”, LH Etcheberry; Aguilar A., C., “Penas sustitutivas a las penas privativas o restrictivas de la libertad de la Ley N.º 18.216 (Ley 20.603)”, Santiago, 2013; Aldoney, R., “Infamia”, Beccaria 250; Araya, L., Régimen de penas sustitutivas, Santiago, 2018; Bascur, G., “Análisis de los principales delitos y su régimen de sanción previsto en la Ley 17.798 sobre Control de Armas”, RPC 12, N.º 23, 2017; Brandariz, J., Dufraix, R. y Quinteros, D., “La expulsión judicial en el sistema penal chileno: ¿Hacia un modelo de Crimmigration?”, RPC 13, N.º 26, 2018; Carnevali, R., “La circunstancia atenuante de la irreprochable conducta anterior”, Temas de Derecho (U. Gabriela Mistral) 9, N.º 2, 1994; “¿Es el derecho penal que viene? A propósito de la Ley 19.450, que modifica el delito de hurto”, La Semana Jurídica 192, 2004; Carrasco, E., “El monitoreo telemático en Chile”, DJP 27, 2016; Carnevali, R. y Maldonado, F., “El tratamiento penitenciario en Chile. Especial atención a problemas de constitucionalidad”, Ius et Praxis 19, N.º 22, 2013; Castillo, J. P., y Navia, C., “Emociones y motivos: prueba de la efectividad de un enfoque interdisciplinario para los casos de violencia de género”, en Perin, A. (Ed.), Imputabilidad penal y culpabilidad, Valencia, 2020; Contesse, J., “Consideraciones acerca de la relación entre reproche penal y pena: el caso del shaming punishment en la práctica punitiva norteamericana”, REJ 9, 2007; Contreras A., l., “Comentarios al Reglamento de la Ley 18.216 actualizada por la Ley 20.603”, RCP 41, N.º 1, 2014; Corn, E., “Apuntes acerca del problema de la discriminación y de su tratamiento penal”, RChDCP 2, N.º 3, 2013; Cortés, J., “Los orígenes históricos de las reglas sobre comunicabilidad de las circunstancias modificatorias del Código Penal chileno: antecedentes en la codificación napolitana y en el derecho romano”, R. Estudios Histórico-Jurídicos 12, 2020; Dufraix, R., “Una crítica sobre la reincidencia y su relación con el consumo de sustancias estupefacientes y psicotrópicas en el Anteproyecto de Código Penal chileno de 2005”, R. Corpus Iuris Regionis (Iquique), 2011; “La expulsión del extranjero sin residencia legal en la ley 20.603. Prolegómenos acerca de la inclusión de la exclusión del migrante en Chile”, en Tapia, M., y Liberona, N., El afán de cruzar las fronteras. Enfoques transdisciplinarios sobre migraciones y movilidad en Sudamérica y Chile, Santiago, 2018; Falcone, D., “Una mirada crítica a la regulación de las medidas de seguridad en Chile”, R. Derecho (Valparaíso) 29, N.º 2, 2007; Feinberg, J., Doing and Deserving: Essays in the Theory of Responsibility, Princeton, 1970; Fornasari, G. y Guzmán, D., “La agravante de delinquir por discriminación. Un estudio comparativo del efecto penal de la intolerancia en Chile e Italia”, RCP 42, N.º 3, 2015; González, M. A., “La circunstancia atenuante del artículo 11 número 9 del Código Penal y su evolución legislativa: desde la confesión espontánea a la colaboración sustancial”, Doctrinas GJ I; Gutiérrez, C., “La expulsión como pena contra un inmigrante: ¿es

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un castigo o un premio para el condenado extranjero sin residencia legal?, Ars Boni et Aequi 13, N.° 1, 2017; Guzmán D., “Comentario al art. 103”, Texto y Comentario; “Las medidas de seguridad. Distinción y relaciones entre penas y medidas de seguridad”, Anuario de la Facultad de Derecho (Antofagasta) 10, 2004; “La pena de muerte en la Filosofía jurídica y en los derechos penal militar e internacional penal”, en Bueno, F. et al, Derecho penal y criminología como fundamento de la política criminal. Estudios en homenaje al Profesor Alfonso Serrano Gómez, Madrid, 2006; “Reincidencia y defensas privilegiadas en la denominada ‘agenda corta’ gubernamental contra la criminalidad”, Doctrinas GJ I; “La adaptación de la penalidad y sus factores”, LH Cury; “El delito cometido por menores de edad y la reincidencia. Comentario a un fallo de la Corte Suprema”, RCP 42, N.º 4, 2015; “La anomalía de la adaptación de la penalidad en los delitos contra la propiedad según la Ley 20.931”, R. Extensión (Defensoría Penal Pública) 7, 2017; Hernández B., H., “Discriminación y derecho penal. Comentarios a una ponencia de Emanuele Corn”, RChDCP 2, N.º 3, 2013; Hoffer, M.ª E., “Medidas alternativas a la reclusión en Chile”, R. Conceptos (Fundación Paz Ciudadana) 4, 2008; Horvitz, M.ª I., “Las medidas alternativas a la prisión”, Cuadernos de Análisis Jurídico (UDP) 21, 1992; Hurtado, P. y Vargas, G., “Aplicación de las penas en Chile”, en Boletín Jurídico del Ministerio de Justicia 4-5, 2003; Jiménez, M.ª A. y Santos, T., “¿Qué hacer con las alternativas a la prisión?”, Nova Criminis 1, 2010; Kahan, D., “What do alternative sanctions mean?”, University of Chicago Law Review 63, 1996; Künsemüller, C., “La libertad condicional y la prevención especial del delito”, Clásicos RCP; “Comentario a los arts. 12 y 13”, Texto y Comentario; “La reparación del mal causado por el delito”, LH Cury; Las circunstancias modificatorias de la responsabilidad penal, Valencia, 2019; von Liszt, F. v., La idea de fin en el derecho penal, Trad. M. de Rivacoba, Valparaíso, 1984; Labatut, G., “La peligrosidad de las personas naturales en el Proyecto de Código Penal Chileno de 1938”, Clásicos RCP I; Maldonado, F., “¿Se puede justificar la aplicación copulativa de penas y medidas de seguridad? Estado actual de las posiciones doctrinales que buscan dicho objetivo”, RPC 6, N.º 12, 2011; “Efectos del cumplimiento de la condena precedente en el acceso al régimen de penas sustitutivas previstas en la Ley 18.216. Consideraciones sobre el estatuto aplicable a la reiteración delictiva, al margen de la agravante de reincidencia”, R. Derecho (Coquimbo) 22, N.º 2, 2015; “Penas y consecuencias accesorias en derecho penal”, Ius et Praxis 23, N.º 1, 2017; “Adulto mayor y cárcel: ¿cuestión humanitaria o cuestión de derechos?”, RPC 14, N.º 27, 2019; “Medidas de seguridad y consecuencias adicionales a la pena en el anteproyecto de código penal para Chile de 2018. Consideraciones sobre una regulación compatible con los límites que impone el principio de culpabilidad”, en Perin, A. (Ed.), Imputabilidad penal y culpabilidad, Valencia, 2020; Mañalich, J. P., “¿Discrecionalidad judicial en la determinación de la pena en caso de concurrencia de circunstancias atenuantes de la responsabilidad penal?, RChDCP 2, N.º 4, 2013; “El comportamiento supererogatorio del imputado como base de atenuación de responsabilidad”, R. Derecho (Valdivia) 27, N.º 2, 2015; “¿Arrebato y obcecación pasionalmente condicionados como atenuante por un femicidio frustrado?”, REJ 26, 2016; Matus, J. P., “Penas privativas de otros derechos ¿Una alternativa a las “medidas alternativas a la prisión”?”, en Larrauri, E. y Cid, J., “Penas alternativas a la prisión”, Barcelona, 1997; “La pena de muerte en el ordenamiento jurídico chileno”, en Arroyo, L. y Berdugo,

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I. (Eds.), Homenaje al Dr. Marino Barbero Santos, In Memoriam, T. I., Cuenca, 2001; “Comentario al art. 11”, Texto y Comentario; “Medidas alternativas a las penas privativas de la libertad en una futura reforma penal chilena”, Boletín Jurídico del Ministerio de Justicia 2, 2003; “El sistema de penas vigente a la luz del borrador para una propuesta sobre un posible sistema de penas en una futura reforma penal, sobre la base de los acuerdos adoptados entre la 8.ª y la 17.ª sesión del Foro Penal”, en AA.VV., Problemas actuales de derecho penal, Temuco, 2003; “Sobre la reforma penal chilena. (En particular, sobre el sistema de penas en el articulado propuesto por el Foro Penal al Ministerio de Justicia —marzo de 2002—)”, LH Rivacoba; “Presente y futuro del sistema de penas chileno”, Cuadernos Judiciales 6, 2002; “El positivismo en el derecho penal chileno. Análisis sincrónico y diacrónico de una doctrina de principios del siglo XX que se mantiene vigente”, R. Derecho (Valdivia) 20, N.º 1, 2007; “Justicia, perdón y compromiso: sobre el surgimiento de la ‘media prescripción’ como atenuante en la sanción de las violaciones a los derechos Humanos cometidas en Chile entre el 11 de septiembre de 1973 y el 10 de marzo de 1990”, Microjuris MJD 375, 2009; “Proyecto de ley que modifica la Ley N.º 18.216 que reemplaza las medidas alternativas al cumplimiento de penas privativas de libertad por “penas sustitutivas”, R. Derecho Escuela de Postgrado 5, 2011; “Sobre las externalidades positivas y negativas de la Ley 20.603”, La Semana Jurídica 12, 2012; “Sobre la práctica de la Corte Suprema de Chile en el tratamiento de las graves violaciones a los derechos Humanos cometidas durante la dictadura militar, entre 1973 y 1989”, LH Hormazábal; “Ley Emilia”, Derecho y Jurisprudencia Penal, Especial, 2014; “La Ley Emilia y la Ley N.º 18.216 en el contexto de la evolución del derecho penal chileno en el siglo XXI: democratización, diversificación, intensificación e internacionalización de la respuesta penal”, en AA.VV., Reformas penales, Santiago, 2017; “Las medidas de seguridad para personas naturales imputables en el proyecto de Código Penal para Chile de Alfredo Etcheberry”, REJ 26, 2017; Matus, J. P., y van Weezel, A., “Comentario a los arts. 50 a 73”, Texto y Comentario; Mera, J., “Comentario a los arts. 11 a 13 y 93 a 105”, CP Comentado I; Morales P., A. M.ª, “Vigilancia en la modernidad tardía: El monitoreo telemático de infractores”, RPC 8, N.º 16, 2013; Morales P., A. M.ª y Welsh, G., “Modificaciones introducidas por la Ley 20.603 y la conveniencia de robustecer el sistema de medidas alternativas a la cárcel”, R. Derecho Penitenciario 5, 2014; Náquira, J., Izquierdo, C, Vial, P. y Vidal, V., “Principios y penas en el derecho penal chileno”, R. Electrónica de Ciencia Penal y Criminología 10, 2008; Oliver, G., “La aplicabilidad de la agravante de uso o porte de armas en el delito de robo con violencia o intimidación en las personas. Comentario a un fallo”, R. Derecho (Valparaíso) 28, N.º 1, 2007; “¿No puede aplicarse el artículo 68 bis del Código Penal después de una compensación racional entre atenuantes y agravantes?”, R. Derecho (Coquimbo) 18, N.º 1, 2011; “Algunos problemas de aplicación de reglas de determinación legal de la pena en el Código penal chileno”, RPC 11, N.º 22, 2016; Parra, F., “Los efectos de la media prescripción penal”, R. de Derecho (Concepción) 87, N.º 246, 2019; Peña C., “Monitoreo telemático: análisis crítico desde la sociología del control y la economía política del castigo”, REJ 18, 2013; “La pena de inhabilitación y suspensión de cargo y oficio público”, R. Consejo Defensa del Estado 35, 2016; Pica, R., Reglas de aplicación de las penas, 4.ª Ed., Santiago, 1998; Polanco, D., “Estudio sobre la agravante del artículo 72 del Código Penal: Prevalerse de un menor de edad. Análisis de

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sus elementos y aplicación”, RPC 10, N.º 20, 2015; Quijada, D., “Política criminal en materia de intervención para agresores sexuales: avances desde la psicología jurídica y revisión del estado del arte en tratamiento penitenciario”, DJP 27, 2016; Ramírez G., M.ª C., “Anteproyecto de Código Penal: hacia una racionalización de las circunstancias modificatorias de responsabilidad penal. El caso de las agravantes”, RPC 2, N.º 4, 2007; Rivacoba, M., “El principio de culpabilidad en el Código penal chileno”, en Rivacoba, M. (Ed.), Actas de las Jornadas Internacionales de derecho penal en la celebración del centenario del Código penal chileno, Valparaíso, 1975; Rodríguez C., L., “Naturaleza y fundamento de las circunstancias modificatorias de la responsabilidad criminal”, R. de Derecho (Valparaíso) 36, N.º 1, 2011; “Los principios rectores del derecho penal y su proyección en el campo de las circunstancias modificatorias de responsabilidad criminal”, R. Derechos Fundamentales 8, 2012; “El presente de las circunstancias modificatorias de responsabilidad penal: un estudio de derecho comparado”, LH Hormazábal; “La noción de ‘mal producido por el delito’ en el ámbito de la criminalidad sexual”, LH Cury; Rodríguez Cerda, R., “Del crimen pasional a la violencia de género: Evolución y su tratamiento periodístico”, en Ámbitos 17, 2008; Rudnick, C., La compensación racional de circunstancias modificatorias en la determinación judicial de la pena, Santiago, 2007; Santibáñez, M.ª E., “Caso ‘Pena sustitutiva con antecedentes penales de la Ley N.º 20.084”, Casos PG; Salinero, S., “La expulsión de extranjeros en el derecho penal. Una realidad en España, una posibilidad en Chile”, RPC 6, N.º 11, 2011; “La nueva agravante penal de discriminación. Los delitos de odio”, R. Derecho (Valparaíso) 41, 2013; Silva, H., “El delito de receptación con motivo del sismo y maremoto del 27 de febrero de 2010”, R. Derecho y Ciencias Penales (U. San Sebastián) 15, 2020; Tapia B., P., “Las medidas de seguridad. Pasado, presente y ¿futuro? de su regulación en la legislación chilena y española”, RPC 8, N.º 16, 2013; Varela S., J., “De la irreprochable conducta anterior”, Santiago, 1989; Vargas P., T., “Derecho penal: ¿una tensión permanente?”, Ius Publicum 16, 2006; Villegas, M., “La Ley N.º 17.798, sobre control de armas. Problemas de aplicación tras la reforma de la Ley N.º 20.813”, RPC 14, N.º 28, 2019; van Weezel, A., “Compensación racional de atenuantes y agravantes en la medición judicial de la pena”, RChD 24, N.º 3, 1997; “Determinación de la pena exacta. El art. 69 del Código penal”, Ius et Praxis 7, N.º 2, 2001; Wilenmann, J., Medina, F., Olivares, E., y Fierro, N., “La determinación de la pena en la práctica judicial chilena”, RPC 14, N.º 27, 2019; Winter, J., “Sobre el D.S. N.º 515 de 18.1.2013 que crea el Reglamento de monitoreo telemático”, RChDCP 2, N.º 2, 2013.

§ 1. Sistema de penas vigente para personas naturales A. Origen y clasificación general El sistema de penas vigente en Chile es un ejemplo del sistema clásico diseñado por el pensamiento liberal del iluminismo, que proponía una variada cantidad de penas para las distintas infracciones y un estricto sistema para

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su determinación, con el propósito de superar el derecho penal del Ancien Régime, en el que, mediante el uso cada vez más intensivo en el derecho germánico de la facultad de juzgar según gracia (Richten nach Gnade), “la jurisprudencia cayó en una arbitrariedad sin límites” (von Liszt, Tratado II, 336); mismo calificativo que podría aplicarse al ejercicio de la facultad otorgada a los jueces por la Partida VII, Tít. XXXI, L. VIII, de “crecer, o menguar, o toller la pena, segund entendieren que es guisado”. Así, el § 2 Tít. III L. I CP, clasifica las penas según su gravedad, estableciendo el sistema tripartito de crímenes, simples delitos, y faltas (art. 21) y señala cuáles se consideran principales y cuáles accesorias. Sin embargo, para efectos didácticos, se distinguen —atendido el bien jurídico que afectan— seis clases de penas principales, esto es, que pueden ser aplicadas autónomamente a un crimen, simple delito o falta, a saber: i) penas privativas de libertad perpetuas: presidio perpetuo calificado, y presidio y reclusión perpetuos (simples); ii) penas privativas de libertad temporales: prisión, reclusión y presidio; iii) penas restrictivas de la libertad: confinamiento, extrañamiento, relegación y destierro; iv) penas pecuniarias: multa; v) penas privativas de otros derechos: inhabilidades, suspensiones y otras interdicciones para el ejercicio de cargos públicos y profesiones titulares, cargos y empleos en ámbitos educacionales o que involucren una relación directa con menores de edad, y cargos, empleos, oficios o profesiones en empresas que contraten con órganos o empresas del Estado o con empresas o asociaciones en que tenga una participación mayoritaria, o en empresas que participen en concesiones otorgadas por el Estado o cuyo objeto sea la provisión de servicios de utilidad pública; y vi) cancelación de la nacionalización y expulsión del país del extranjero condenado por usura. Además, como penas accesorias, esto es, aquellas cuya aplicación acompaña necesariamente a la imposición de una pena principal, ya sea generalmente o de un modo particular, se contemplan las siguientes: i) suspensión e inhabilidad para el ejercicio de cargos públicos y profesiones titulares, salvo que la ley las contemple como penas principales; ii) privación temporal o definitiva de la licencia de conducir vehículos motorizados; iii) caución y la vigilancia de la autoridad; iv) incomunicación con personas extrañas al establecimiento; y v) comiso. Fuera del catálogo del Código Penal, encontramos en leyes especiales, entre otras, las siguientes penas: muerte y degradación (arts. 228 y 241 CJM); asistencia obligatoria a programas de prevención y trabajos determinados en beneficio de la comunidad (art. 50 c) Ley 20.000); clausura de un establecimiento (arts. 5 y 7 Ley 20.000); y prohibición permanente de

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participar, a cualquier título, en otro establecimiento de igual naturaleza (arts. 5 y 7 Ley 20.000). No obstante, a pesar del “sumamente frondoso” catálogo de penas del CP y de las restantes dispuestas en leyes especiales, sigue siendo cierto hoy, como a fines del siglo pasado, que las establecidas como principales en la mayor parte de los tipos penales son las privativas de libertad, de reclusión o presidio, a veces acompañadas de una multa o de alguna inhabilitación (Horvitz, “Medidas alternativas”, 140; Náquira et al, 30). Y que, tratándose de condenados primerizos, la regla general será su sustitución por una pena de cumplimiento en libertad, de entre las previstas en la Ley 18.216. Como se ha explicado en el Cap. 2, §§3-8, los principios de legalidad y reserva también son aplicables al establecimiento e imposición de las penas, limitando sus fuentes, naturaleza de las que son admisibles y su forma de ejecución. Debido a ello, aquí solo describiremos el sistema de penas vigente y explicaremos su operatividad, remitiendo al lector a los apartados correspondientes para las discusiones sobre legitimidad a que está sometido.

B. Otras clasificaciones legales de importancia: penas temporales y penas aflictivas a) Penas temporales El art. 25 denomina como tales todas aquellas privativas o restrictivas de libertad cuya ejecución se extiende por un tiempo determinado de entre sesenta y un días a cinco años, las menores; y de entre cinco años y un día a veinte años, las mayores. El art. 25 también denomina temporales las penas de inhabilitación absoluta y especial para cargos y oficios públicos y profesiones titulares de tres años y un día a diez años. Es importante tener en cuenta a su respecto la regla especial del art. 26, que dispone el abono a las penas temporales del tiempo en que, mientras duró el proceso, estuvo el imputado privado de libertad (aunque la privación de libertad del imputado no se reputa pena, según el art. 20). Por tanto, una vez ejecutoriada la sentencia condenatoria, el tiempo de prisión preventiva se cuenta como si durante ese lapso se hubiese cumplido pena por anticipado, lo que reitera el art. 348 CPP al disponer que, si el procesado salió en libertad antes de la condena, el tiempo de detención o prisión preventiva “deberá servirle de abono” a la pena en definitiva impuesta. En la práctica, esta imputación se aplica a toda clase de penas donde es posible, incluyendo no solo a las restrictivas de libertad como la relegación, sino también a las

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penas sustitutivas y las multas y a toda clase de condenas posteriores a la prisión preventiva, creándose una suerte de “cuenta corriente” a favor del privado de libertad preventivamente.

b) Penas aflictivas Son aflictivas, según el art. 37, todas las penas privativas o restrictivas de libertad (con excepción del destierro) superiores a 3 años y un día, y las de inhabilitación para cargos u oficios públicos o profesiones titulares. Esta clasificación, que no tiene efectos de carácter penal, fue establecida “para los efectos constitucionales y los que emanaban de otras leyes” que decían relación con la clasificación vigente con anterioridad a la promulgación del Código (Actas, Se. 16, 28). Sin embargo, sigue teniendo importancia por sus efectos constitucionales (pérdida de la ciudadanía, art. 13 CPR) y procesales (limitación del archivo provisional, art. 167 CPP). Los mencionados efectos constitucionales consisten en que el condenado a una pena aflictiva no puede adquirir la calidad de ciudadano (art. 13 CPR) y, si antes la poseía, la pierde (art. 17 N.º 2 CPR), lo que le impide sufragar y desempeñar cargos de elección popular. Además, el derecho a sufragar se suspende mientras el ciudadano se encuentra procesado por un delito que merezca pena aflictiva. Para recuperar la calidad de ciudadano, el condenado requiere, tras el cumplimiento de su pena, un decreto de rehabilitación acordado por el Senado de la República. Atendidos estos graves efectos, es discutible que pueda calificarse de aflictiva una que consista solo en multa, aunque su máximo exceda lo provisto en el art. 25 para las multas de simples delitos (SCS 8.10.1941, GJ 1941, N.º 2, 241. Antes, estimando que sí se trataría de una pena aflictiva, la SCS 19.7.1937, GJ 1937, N.º 2, 493).

C. Medidas de seguridad En términos generales, podemos entender las medidas de seguridad como consecuencias jurídicas que limitan o restringen derechos a sujetos que cuentan con un pronóstico de peligrosidad, fundado en una alta probabilidad de reiteración delictiva, según parámetros establecidos en la ley. No obstante, la doctrina nacional critica, con razón, la falta de regulación constitucional y de sistematización del sistema de medidas de seguridad, acusando que “la ley no ha tomado en serio esta forma de reacción criminal” (Falcone, “Medidas”, 254).

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a) Medidas de seguridad para inimputables Consisten en el internamiento y tratamiento en establecimientos psiquiátricos únicamente al “enajenado mental que hubiere realizado un hecho típico y antijurídico, y siempre que existieren antecedentes calificados que permitieren presumir que atentará contra sí mismo o contra otras personas” (art. 455 CPP). Su duración no podrá “extenderse más allá de la sanción restrictiva o privativa de libertad que hubiere podido imponérsele o del tiempo que correspondiere a la pena mínima probable” (art. 481 CPP). No obstante, a pesar de esta estricta proporcionalidad, el Código Sanitario permite la internación administrativa de enajenados, alcohólicos y dependientes de drogas que constituyan un peligro para sí o para terceros, aunque no se cumplan las condiciones del art. 455 CPP y también más allá del tiempo de duración de la medida de seguridad impuesta por un juez en lo criminal, mientras se mantenga “el pronóstico de peligrosidad futura del sujeto” (Guzmán D., “Medidas de seguridad”, 167). Lamentablemente, no se contemplan expresamente medidas de seguridad curativas similares para imputables, sea que se apliquen de manera conjunta, sustitutiva o con posterioridad a las penas, aún en los casos de imputabilidad disminuida por trastorno o enfermedad mental que no llegan a constituir enajenación.

b) Medidas de seguridad para imputables Aunque sin designarlas como tales, el CP ha contemplado desde su origen varias penas no privativas de libertad, orientadas principalmente a la evitación de un peligro de reiteración por parte del condenado que, por lo mismo, parecen cumplir similar función a las de las medidas de seguridad para inimputables peligrosos: la “sujeción a la vigilancia de la autoridad” como sanción para imputables, aplicable facultativamente en casos de reincidencia de hurtos y robos (art. 452), y la prohibición de ejercer labores educacionales relacionadas con menores de edad impuesta a autores de delitos sexuales del art. 372, inc. 2. En este sentido, las inhabilitaciones y privaciones de derechos impuestas como penas principales y, sobre todo, accesorias, pueden entenderse también como medidas de seguridad, para evitar que el condenado reincida en la comisión de delitos en el ejercicio de la actividad o derecho para los que está inhabilitado (Maldonado, “Consecuencias accesorias”, 325). Ese mismo sentido parece tener la inhabilitación perpetua y la cancelación de la licencia de conducir al reincidente en infracciones graves

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de tránsito o que ha incurrido en delitos relativos al manejo en estado de ebriedad o bajo la influencia del alcohol o las drogas. También es posible considerar como medidas de seguridad para imputables los tratamientos y demás sanciones previstas para la falta de consumo público de drogas (art. 50 Ley 20000). Además, de gran importancia práctica en esta función preventiva son las sanciones accesorias previstas en el art. 9 Ley 20.066 que, pensadas como medidas cautelares durante el proceso, se deben imponer también en las sentencias condenatorias por delitos de violencia intrafamiliar, tales como la prohibición de acercarse a las víctimas, el abandono del hogar común, la asistencia a programas terapéuticos, etc. En el derecho comparado encontramos, además, medidas de seguridad para imputables que sí importan privación de libertas efectiva, como el “internamiento en custodia de seguridad” para reincidentes múltiples, indefinido pero con revisión judicial periódica, aplicable con posterioridad a la ejecución de la pena principal (§ 66 StGB), y la famosa regla de los “tres strikes y afuera”, que permite imponer a los reincidentes penas de presidio más o menos extensas (por regla general, de más de 20 años) en varios Estados norteamericanos, además de la pena prevista para el delito que comete al final. En cambio, la libertad vigilada de hasta diez años prevista en el art. 106 CP español, a cumplirse después de ejecutada la pena privativa de libertad, en casos de delitos contra la vida, lesiones y de carácter sexual es más bien un revival de la tradicional sujeción a la vigilancia de la autoridad, adaptada a las valoraciones de esta época. No obstante, parte de la doctrina afirma la ilegitimidad de las medidas de seguridad para imputables, asegurando que su aplicación “es contraria a los principios que deben regir el Estado de derecho”, donde solo serían legítimas las penas fundadas en la culpabilidad del agente y no en su peligrosidad (Tapia B., “Medidas de seguridad”, 578). Según esta doctrina la objeción señalada sería aplicable a toda medida de seguridad impuesta a imputables, sea de manera sustitutiva, conjunta o copulativa (Maldonado, “Medidas de seguridad”, 447. Ahora, considerando a medio camino entre penas propiamente tales y medidas de seguridad a las tradicionales penas accesorias y actuales medidas cautelares, como las prohibiciones de ejercer ciertos derechos o acercarse a determinados lugares o personas, respectivamente, este autor estima que su imposición conjunta con las penas no sería incompatible con el principio, mientras no importen privación más o menos total de libertad o un tratamiento de resocialización destinado a modificar al individuo [Maldonado, “Consecuencias accesorias”, 65]). Esta crítica debe rechazarse pues se basa en la asunción no demostrada de que las penas tienen como única finalidad la retribución por la culpa-

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bilidad o el merecimiento, lo que no es compatible con el reconocimiento de la finalidad resocializadora de las penas en los arts. 10.3 PIDCP y 5.6 CADH. Es más, la adecuación de las medidas de seguridad para imputables a las Convenciones Internacionales de Derechos Humanos ha sido afirmada por el TEDH, siempre que ellas se impongan en un debido proceso y exista una adecuada conexión entre el delito cometido y la medida de seguridad (STEDH 19.9.2013, con nota crítica de G. Basso). La exigencia mínima de responsabilidad personal, esto es, de culpabilidad en un amplio sentido, se puede compartir como fundamento de un sistema jurídico no arbitrario que contempla las garantías de los principios de legalidad, reserva y debido proceso para imponer cualquier clase de sanción de carácter penal, pero de allí no se puede deducir directamente la naturaleza y cuantía de la consecuencia jurídica que de esa responsabilidad se sigue. Esa naturaleza y cuantía dependen de la finalidad de su imposición, la que según los tratados internacionales vigentes debe consistir en la reintegración social del condenado, por lo que las medidas de seguridad que cumplan con los requisitos mínimos de ser establecidas legalmente, imponerse en un debido proceso y a quienes se pueden considerar responsables de un hecho determinado, son compatibles con un Estado de Derecho, en la medida que ofrezcan posibilidades de rehabilitación y no constituyan tratamientos forzados ni otras formas de torturas. La crítica general a las medidas de seguridad para imputables desconoce también que, en su aplicación, la privación de libertad como pena cumple también funciones objetivas de aseguramiento (prevenir el peligro de reiteración de delitos en libertad) y que, al menos en el sistema chileno, al ser destinatarios de ellas principalmente los reincidentes múltiples y reiterantes (los primerizos se ven beneficiados, por regla general, con alguna de las sustituciones de la Ley 18.216), cumplen en la realidad el rol de medidas de seguridad para imputables, aunque con una duración definida, generalmente corta, y sin ofrecer programas efectivos de resocialización para la totalidad de los condenados. Desde el punto de vista criminológico, su rechazo a priori no toma en consideración los avances en materia de intervención y reinserción social, donde una combinación entre penas privativas y medidas de seguridad posteriores se considera una alternativa mucho más eficiente en términos de reducción de la reincidencia que la sola privación de libertad por un tiempo definido, por largo que éste sea (así, respecto de los tratamientos para delincuentes de carácter sexual, v. Quijada, 67). En definitiva, la exigencia de responsabilidad personal por el hecho y del debido proceso legal parece excluir de nuestro sistema constitucional solo la imposición de medidas de seguridad para imputables que no se funda-

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menten en la prueba de esa responsabilidad, como las que, en carácter de predelictuales, en la primera mitad del siglo XX se proponía respecto, p. ej., de vagos y mendigos (Labatut, “Peligrosidad”, 222).

D. Críticas al sistema de penas chileno La principal crítica que puede hacerse a nuestro sistema punitivo es la amplia utilización como penas principales de las privativas de libertad y la correlativa poca utilización en los tipos penales de las penas alternativas a la prisión (multas, privaciones de derechos), que generalmente se contemplan solo como penas accesorias. Además, entre las penas privativas de libertad subsisten las penas cortas de privación de libertad, consideradas ya desde el siglo XIX como criminógenas e inútiles en general (von Liszt, Fin, 213), “de suerte que la prevención general resulta insatisfecha, porque la pena corta carece de un real mérito para desincentivar el delito en los demás y tampoco permite la prevención especial del delincuente, dado que un tratamiento de tan corta duración resulta inefectivo para resocializarlo” (Garrido DP I, 283). De todos modos, no debe dejarse de lado la constatación de que en el mundo occidental no se mira ya con tanto recelo la pena corta privativa de prisión, pues la cuestión “depende de las alternativas con las que se compare”: si bien no tiene ventajas frente a “otras sanciones ambulatorias” (multa y probation), sí las tiene frente a las penas prolongadas de prisión y no es claro que no puedan tener un efecto disuasivo frente a determinados grupos de personas (Jescheck/Weigend AT, 818). Por otra parte, no solo se mantienen penas excesivamente prolongadas del texto original de 1874 (las penas mayores en su grado máximo y las penas perpetuas), sino que la situación se ha agravado con la introducción del denominado presidio perpetuo calificado. De esta clase de penas se ha dicho que son absolutamente inútiles a los fines de prevención especial y un castigo que podría llegar a considerarse, atendidas las reales condiciones carcelarias, “tanto o más cruel que morir” (Cury PG, 719). Particularmente grave es la situación de los mayores de edad cumpliendo penas efectivas y de larga duración, cuya “privación de libertad supone a su respecto un padecimiento y un contenido restrictivo que es comparativamente más riguroso o intenso al que supone su aplicación sobre el resto de la población penal”, “contrario a la igualdad”, lo que hace necesaria una adecuación del régimen carcelario y hasta de la duración de las penas que tome en cuenta el dato fáctico que para este grupo etario, su progresivo deterioro físico y

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mental en prisión supone “la anulación de cualquier proyección de la vida” (Maldonado, “Adulto mayor”, 27). La doctrina critica, además, y con razón, nuestro sistema en términos generales, por los graves déficits de legalidad, control judicial y recursos materiales que existen en el proceso de ejecución de las penas propiamente tal y hacen muy difícil lograr la finalidad de resocialización de las penas.

§ 2. Naturaleza y efecto de algunas penas A. Penas privativas de libertad El presidio, la reclusión y la prisión son las penas privativas de libertad que contempla nuestro ordenamiento penal, y son, lejos, las más comunes en nuestra legislación. En cuanto a su duración, se clasifican en indivisibles y divisibles, siendo las primeras el presidio y la reclusión perpetuas (que se extienden por toda la vida del condenado); y las segundas, todas las demás. El presidio y la reclusión se dividen a su vez en dos grupos, según se trate de penas de crímenes o de simples delitos: penas de crímenes son el presidio y la reclusión mayores (cinco años y un día hasta veinte años), que se dividen en tres grados: el mínimo, que va desde los cinco años y un día a los diez años; el medio, que parte en los diez años y un día y termina en los quince años; y el máximo, que comienza en los quince años y un día y alcanza hasta los veinte años; penas de simples delitos, son el presidio y la reclusión menores (sesenta y un días hasta cinco años), y se dividen también en tres grados: el mínimo, que va desde sesenta y un días hasta quinientos cuarenta; el medio, que parte en los quinientos cuarenta y un días y termina en tres años; y el máximo, que comienza en los tres años y un día y alcanza hasta los cinco años. La prisión es una pena reservada a las faltas, y también se divide en tres grados: el mínimo, de un día a veinte; el medio, de veintiún días a cuarenta; y el máximo, de cuarenta y un días a sesenta.

a) Inaplicabilidad de la distinción entre presidio y reclusión en la ejecución de las penas Aunque el art. 32 distingue entre presidio y reclusión, según si el condenado está sujeto o no obligatoriamente a los trabajos del establecimiento penitenciario, esta distinción carece de todo efecto práctico, pues el Reglamento de Establecimientos Penitenciarios vigente no reconoce esta

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distinción, estableciéndose un régimen común para ambas clases de condenados, agrupándolos a todos en la categoría de internos.

b) El presidio perpetuo calificado, pena que tiende a la inocuización La pena de presidio perpetuo calificado del art. 32 bis fue introducida por el N.º 3 del art. 1 Ley 19.734, mediante la cual se pretendía derogar completamente la pena de muerte de nuestro ordenamiento jurídico, sustituyéndola por la de presidio perpetuo en “todas las leyes penales” (art. 5). La particularidad del presidio perpetuo calificado es la prohibición de otorgar la libertad condicional u otros beneficios penitenciarios que importen la libertad del condenado hasta transcurridos 40 años de cumplimento efectivo de pena, que debe otorgarse por el Pleno de la Corte Suprema, y su exclusión de las amnistías e indultos generales. La justificación que se ofreció para este exacerbamiento de la severidad del presidio perpetuo radicaría en la necesidad de “establecer una alternativa que sea aún más eficaz [que la pena de muerte] para la represión de los delitos más graves… a extremo tal que el condenado cumpla una pena de por vida, estableciéndose por regla general que el delincuente cumpla el presidio perpetuo efectivo” (Historia Ley 19.734). Sin embargo, esta justificación parece contradictoria con la que se invocó contra la pena de muerte, declarándola incompatible con “los compromisos contraídos por el Estado de Chile ante la comunidad internacional”, en orden a que la pena “debe poseer fines de readaptación y reinserción social”, agregando: “una pena y un sistema penal que carezca en absoluto de esos fines no solo carece de legitimidad, sino que además es lesiva para el bienestar social, al incrementar los niveles de tolerancia frente a hechos de marcada violencia, cualquiera sea el origen de la ejecución”, argumentos que compartimos y son compartidos, en términos generales, por nuestra doctrina contraria a la pena máxima (Guzmán D., “Pena de muerte”, quien destaca que esta pena no existe siquiera en el art. 77 del Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional, el cual, no obstante, permite la imposición de penas de presidio de hasta treinta años, y solo “cuando lo justifiquen la extrema gravedad del crimen y las circunstancias personales del condenado” una reclusión perpetua, siempre revisable, al menos a los veinticinco años de cumplida y no a los cuarenta como en la legislación nacional, art. 110).

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B. Penas restrictivas de libertad a) Extrañamiento y confinamiento El confinamiento (“expulsión del condenado del territorio de la República con residencia forzosa en un lugar determinado”) y extrañamiento (“expulsión del condenado del territorio de la República al lugar de su elección”) no se emplean en nuestro ordenamiento sino muy excepcionalmente como sanciones alternativas para delitos de extrema gravedad, en particular en atentados contra la Seguridad del Estado, contemplados tanto en el Código Penal (arts. 118, 121 y) como en los arts. 3 y 5 de la Ley de Seguridad del Estado. Por su propia severidad, no parecen tener otras posibilidades de uso, ni es recomendable su extensión, ya que se trata de penas que no cumplen en la práctica ninguna finalidad útil a la prevención especial y a veces tampoco a la general, proyectándose “de manera perjudicial sobre los terceros inocentes que integran el grupo familiar” (Cury PG, 744). Sin embargo, el art. 472 contempla la pena de “expulsión del país”, sin llamarla extrañamiento, como sanción para los extranjeros condenados por usura y para los nacionalizados reincidentes en dicho delito, pena que se establece adicionalmente a las privativas de libertad que dicha disposición contempla. En cuanto a su naturaleza, son penas temporales y divisibles, que se dividen en mayores y menores, según se trate de crímenes o simples delitos, respectivamente, con una duración y división en grados idéntica a la ya estudiada de las penas privativas de libertad.

b) Relegación y destierro La relegación (“traslación del condenado a un punto habitado del territorio de la república con prohibición de salir de él, pero permaneciendo en libertad”, art. 35) solo se contempla en algunas disposiciones aisladas como pena principal, pero facultativa respecto de las privativas de libertad (arts. 133, 399, 471, 490 a 492), lo que ha redundado en su escasa aplicación práctica, a pesar de considerarse en ese carácter para delitos de frecuente ocurrencia, como las lesiones menos graves (art. 399) y los cuasidelitos contra las personas (art. 490). Esta escasa aplicación, sus problemas prácticos y su aparente abandono por las legislaciones penales comparadas, han llevado a estimar que esta

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clase de penas constituye “una forma de castigo anacrónica e insatisfactoria”, que debería ser excluida de nuestro ordenamiento punitivo (Cury PG, 744). Por otra parte, el destierro (“expulsión del condenado de algún punto de la República”) carece de aplicación práctica, pues el único delito en el que se contemplaba como pena principal, el amancebamiento del art. 381, hoy se encuentra derogado.

C. Multa y prestación de servicios en beneficio de la comunidad Las Leyes 19.450 y 19.501 establecieron un sistema de fijación de las multas basadas en la “unidad tributaria mensual” (UTM), esto es, la cantidad de dinero cuyo monto, determinado por ley y permanentemente actualizado, sirve como medida o punto de referencia tributaria. Por regla general, el máximo imponible como multa debiera ser la cantidad de treinta unidades tributarias mensuales, aun cuando su cómputo haya de hacerse con relación al daño causado o a otra cantidad indeterminada. Sin embargo, esta limitación es meramente referencial, pues no opera frente a fijaciones de multa dispuestas en leyes especiales o posteriores, aunque se incorporen al Código, como, p. ej., la multa en los delitos de tráfico ilícito de estupefacientes de los arts. 1 y 3 Ley 20.000, que es de 40 a 400 UTM; y la del art. 248 CP, elevada en su última modificación al “duplo de los derechos o del beneficio solicitados o aceptados”). De conformidad con el art. 49 si, después de intentarse su cumplimiento forzado por la vía del art. 70, “el sentenciado no tuviere bienes para satisfacer la multa podrá el tribunal imponer, por vía de sustitución, la prestación de servicios en beneficio de la comunidad”, siempre que se cuente con el acuerdo del condenado. En caso contrario, “el tribunal impondrá, por vía de sustitución y apremio de la multa, la pena de reclusión, regulándose un día por cada tercio de unidad tributaria mensual, sin que ella pueda nunca exceder de seis meses”, quedando “exento de este apremio el condenado a reclusión menor en su grado máximo o a otra pena más grave que deba cumplir efectivamente”, y el condenado que, por sus antecedentes apareciere en la “imposibilidad de cumplir la pena”. La multa pagada es de beneficio fiscal, destinándose preferentemente al sostenimiento de los establecimientos penitenciarios, instalación y mantención de tribunales y mantenimiento del Patronato Nacional de Reos (art. 60 inc. 3).

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D. Penas privativas de derechos (inhabilitaciones y suspensiones como penas principales) La aplicación como penas principales de las inhabilitaciones y suspensiones para cargos públicos y el ejercicio de profesiones titulares, generalmente junto a una multa de pequeña cuantía, configuran un sistema de penas alternativas a la prisión en buena parte de las infracciones de carácter funcionario de baja y mediana gravedad, como puede verse en los arts. 220 a 230. No obstante, fuera de esos casos, su utilización como pena principal y única es aislada, y generalmente van acompañadas de una pena privativa de libertad, a pesar de sus potencialidades como penas alternativas y medidas de seguridad, menos intrusivas en la vida del condenado que algunas de las condiciones impuestas en las suspensiones condicionales y en las penas sustitutivas de la Ley 18.216. Tratándose de las inhabilitaciones y suspensiones para cargos públicos, es opinión dominante que su imposición es posible, en tanto penas principales como accesorias, a todos los responsables por el hecho que se trate, aunque no tengan la calidad de funcionario público según el EA, radicándose los efectos de la pena en las prohibiciones de ingreso a la administración que ellas importan (Peña C., “Inhabilitación”, 94).

a) Inhabilitación absoluta para cargos y oficios públicos, derechos políticos y profesiones titulares Según el art. 38, cuando esta pena es perpetua, comprende la privación de todos los honores, cargos, empleos, oficios públicos, derechos políticos y profesiones titulares de que estuviere en posesión el condenado, y la incapacidad perpetua para obtenerlos o ejercerlos. Si la pena es temporal, produce el mismo efecto, pero la incapacidad solo dura el tiempo de la condena, con excepción de la privación de los derechos políticos y demás derivados de la pérdida de la ciudadanía, cuyo efecto es perpetuo, en tanto no se ejerza la acción constitucional de rehabilitación ante el Senado (art. 17 inc. 2 CPR). Su duración es diferente a las penas privativas de libertad, y va de los tres años y un día a diez años, dividiéndose en tres grados: el mínimo, que va de tres años y un día a cinco años; el medio, que se extiende de los cinco años y un día a los siete años; y el máximo, que comprende desde los siete años y un día hasta los diez años. Cumplido el tiempo de la condena, el penado debiera ser repuesto en el ejercicio de las profesiones titulares, y en la capacidad para ejercer cargos públicos, pero no tiene el derecho a ser repuesto en los cargos, empleos u oficios de que fue privado (art. 44). Sin embargo, el art. 11 f) EA impide ingresar a la

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Administración Pública a los que se hallen “condenados por crimen o simple delito”, salvo decreto de rehabilitación del Presidente de la República.

b) Inhabilitación especial perpetua y temporal para algún cargo u oficio público o profesión titular Esta pena comprende, según el art. 39, la privación del cargo, empleo, oficio o profesión sobre que recae, y la incapacidad perpetua o por el tiempo de la condena para obtener dicho cargo, empleo u oficio u otros en la misma carrera, o para ejercer dicha profesión u otra en la misma área, atendida la naturaleza del cargo o la profesión de que se trate. Esta pena no se contempla como accesoria en los arts. 27 a 31, y su aplicación como principal se restringe a ciertos delitos de carácter funcionario (arts. 239, 240, 240 bis, 249, 252, 253, 299, 371, en carácter de perpetua; y 220, 235, 254, 258 y 259, en carácter de temporal); y en el caso de inhabilitación especial para profesiones titulares, a los delitos de prevaricación del abogado y procurador y los de violación, estupro y otros delitos sexuales (arts. 231, 232 y 371), que por su propia naturaleza deben limitarse a los cargos o profesiones que se ejercían al momento de cometer el delito, sin alcanzar aquellas profesiones que nada tienen que ver con su comisión, como sería el caso de un médico empleado público condenado por fraude al fisco (Fuenzalida CP I, 218).

c) Suspensión de cargo, oficio público o profesión titular Esta pena, que “inhabilita” al condenado para el ejercicio del cargo, oficio o profesión que se suspende (art. 40), resulta en la práctica completamente inaplicable, a pesar de que diversas disposiciones del CP la establecen como pena principal (arts. 221 a 234). En efecto, el límite entre la inhabilitación y la suspensión para y de un cargo público, respectivamente, “ha sido suprimido por lo preceptuado en el Estatuto Administrativo, con arreglo al cual tampoco quien ha sido suspendido en virtud de sentencia condenatoria puede ser repuesto en su cargo, pues lo pierde definitivamente” (Cury PG, 749).

d) Inhabilitación absoluta temporal para cargos, empleos, oficios o profesiones ejercidos en ámbitos educacionales o que involucren una relación directa y habitual con personas menores de edad Esta pena se encuentra establecida en el nuevo art. 39 bis, pero a pesar de su ubicación en la parte general del Código, solo tiene aplicación como

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pena copulativa para los condenados por algunos de los delitos de carácter sexual de los arts. 361 a 367 ter, al igual que las penas de interdicción del derecho de ejercer la guarda y ser oídos como parientes en los casos que la ley designa, y de sujeción a la vigilancia de la autoridad durante los diez años siguientes al cumplimiento de la pena principal, establecidas únicamente en el art. 372. Esta inhabilitación tiene una extensión de tres años y un día a diez años, es divisible de la misma forma que las penas de inhabilitación absoluta y especial temporales, y consiste en: i) la privación de todos los cargos, empleos, oficios y profesiones que tenga el condenado; y ii) la incapacidad para obtener los cargos, empleos, oficios y profesiones mencionados antes de transcurrido el tiempo de la condena de inhabilitación, contado desde que se hubiere dado cumplimiento a la pena principal, obtenido la libertad condicional o iniciada su sustitución por alguna de las penas de la Ley 18.216.

E. Inhabilitaciones y suspensiones como penas accesorias y otras sanciones de igual naturaleza Las penas accesorias de inhabilitación y suspensión para el ejercicio de un cargo u oficio público, derechos políticos y profesiones titulares contempladas en el art. 22, se imponen, en conformidad a las reglas de los arts. 27 a 31, atendiendo a la entidad de la pena principal privativa de libertad impuesta en concreto, según los grados de desarrollo del delito y de participación en el mismo y las circunstancias concurrentes. Por tanto, a las penas accesorias no les son aplicables las reglas de los arts. 50 a 69 CP, que sólo operan respecto de las penas principales. Lo mismo vale para las penas accesorias de suspensión e inhabilitación de la licencia de conducir establecidas como tales en la Ley del Tránsito (SCA Concepción 10.5.2013, GJ 395, 163). Sólo en caso de que estas penas se impongan como principales a un delito determinado (p. ej., en el art. 248) se aplicarán en su determinación las reglas relativas a los grados de participación, desarrollo y circunstancias concurrentes y, además, no podrán imponerse conjuntamente como accesorias. De este modo, las penas accesorias a imponer en cada crimen o simple delito son las siguientes: i) La inhabilitación absoluta perpetua para cargos y oficios públicos es pena accesoria de las de presidio, reclusión y relegación perpetuos y mayores (superiores a cinco años);

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ii) La inhabilitación absoluta perpetua para derechos políticos es pena accesoria de las de presidio, reclusión y relegación perpetuos, mayores y menores en su grado máximo (superiores a tres años); iii) La inhabilitación absoluta para el ejercicio de profesiones titulares durante el tiempo de la condena es pena accesoria de las de presidio, reclusión y relegación mayores (de cinco años y un día a veinte años); iv) La inhabilitación absoluta para cargos y oficios públicos durante el tiempo de la condena es pena accesoria de las de presidio, reclusión y relegación menores en su grado máximo (de tres años y un día a cinco años); y v) La suspensión de cargos u oficios públicos durante el tiempo de la condena es pena accesoria de las de presidio, reclusión, confinamiento, extrañamiento y relegación menores en su grado mínimo a medio (de sesenta y un días a tres años) y de las de destierro y prisión (de uno a sesenta días).

F. Penas accesorias y efectos de la condena por crimen o simple delito en el derecho administrativo Según lo dispuesto en el art. 119 c) EA, se castiga con la medida disciplinaria de destitución al funcionario que haya sufrido una “condena por crimen o simple delito”, con total independencia de la magnitud de la pena impuesta. Por otra parte, el art. 11, letras e) y f), del mismo cuerpo legal establecen como requisitos para ingresar a la Administración del Estado “no haber cesado en un cargo público… por medida disciplinaria” y “no hallarse condenado o procesado por crimen o simple delito”. Luego, de aplicarse estrictamente estas disposiciones, la condena por cualquier crimen o simple delito trae aparejada la privación del empleo o cargo público que se desempeñe y la incapacidad para ejercerlo en el futuro, traducida en la imposibilidad de ingresar nuevamente a la Administración Pública. Además, el que ha cumplido el tiempo de su condena y de las accesorias correspondientes, para poder reingresar a la Administración Pública necesita el transcurso de cinco años desde la fecha de la destitución (art. 11 e) EA) y un decreto supremo de rehabilitación, conforme lo dispuesto en el art. 38 f) de la Ley Orgánica de la Contraloría General de la República, organismo que mantiene el registro general de personas incapacitadas para ingresar a la Administración. La anterior doctrina de la Contraloría, según la cual las penas impuestas no obligaban a la destitución si se suspendían por aplicación de la Ley

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18.216 ha sido modificada, entendiéndose ahora que el cambio de los beneficios originales de suspensión de penas en la Ley 18.216 por “penas sustitutivas”, hace obligatoria la destitución, pues el condenado no deja de sufrir la pena accesoria correspondiente ni de cumplir una pena, aunque distinta, sin que su condena se encuentre suspendida como antes (DCGR N.º 60385, 22.3.2018).

G. Otras penas accesorias: Comiso, sujeción a la vigilancia de la autoridad y caución El comiso de los efectos del delito y de los instrumentos con que se ejecutó es una pena de carácter pecuniario, accesoria a toda condena por un crimen o simple delito, con independencia de su cuantía concreta o posterior sustitución. Los efectos del delito son los objetos sobre los que recayó el delito o sus productos y los instrumentos, los elementos materiales de que se haya valido el delincuente para su comisión (SCS 31.10.1994, RLJ 135). Aunque la jurisprudencia entiende que no procede frente a cuasidelitos en general, pues no en ellos no se emplean elementos para su comisión, sino que ésta es imprudente o negligente (SCS 26.11.1956, RLJ 135), respecto de los delitos de los arts. 195 a 196 bis de la Ley de Tránsito, se establece allí la pena especial de comiso para los vehículos motorizados que se conducen al momento de cometerlos. En cuanto a su extensión, el Código excluye su imposición respecto de bienes “que pertenezcan a un tercero no responsable del crimen o simple delito”, como los propietarios de los vehículos motorizados empleados en robos o accidentes de tránsito no condenados por el hecho (SCS 22.11.2005, DJP 27, 85, con nota aprobatoria de R. García de la P.). Sin embargo, tratándose de esos vehículos inscritos a nombre de la esposa casada en sociedad conyugal con el responsable, se ha admitido su comiso, aunque ella no esté relacionada con el ilícito criminal (SCS 24.4.1995, RLJ 135). Según el art. 23, la caución y la vigilancia a la autoridad pueden imponerse como penas accesorias o como medidas preventivas, pero solo en “los casos especiales que determine la ley”. Estos son los siguientes: i) Sujeción a la vigilancia de la autoridad por cinco años como pena accesoria obligatoria de las de presidio, reclusión y relegación perpetuos efectivamente impuestas (art. 27). ii) Sujeción a la vigilancia de la autoridad por el tiempo que el tribunal determine (de sesenta y un días a cinco años) como pena accesoria obliga-

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toria para los condenados por delitos de violación, estupro y otros delitos sexuales (§§5 y 6 del T. VII L. II CP). iii) Sujeción a la vigilancia de la autoridad por el tiempo que el tribunal determine (de sesenta y un días a cinco años) como pena accesoria facultativa para los condenados por el delito de amenazas (art. 298) y para los reincidentes de hurtos o robos (art. 452). iv) Caución, en la cuantía determinada por el tribunal, es pena accesoria facultativa para los condenados por el delito de amenazas (art. 298). En cuanto a sus efectos, la sujeción a la vigilancia de la autoridad consiste en la facultad que se entrega al juez de la causa de “determinar ciertos lugares en los cuales le será prohibido al penado presentarse” después de cumplida la pena principal, y durante el tiempo que dure la medida. Su duración es de sesenta y un días a cinco años, no encontrándose dividida en grados, y comienza a cumplirse después de haberse cumplido la pena principal. Además, el juez debe imponer al condenado al menos dos de las obligaciones que este art. señala (“todas o algunas”, dice la ley), las cuales se impondrán en atención a los antecedentes del reo y la naturaleza de su delito, y son: i) declarar el lugar donde pretende residir; ii) recibir la boleta de viaje para dirigirse a dicho lugar; iii) presentarse ante el funcionario que el juez determine dentro de las 24 h. siguientes a su llegada al lugar fijado en la boleta; iv) no abandonar dicho lugar sin autorización del mencionado funcionario; y v) adoptar un oficio, arte o profesión, si no tuviere medios propios de subsistencia. El control de su ejecución se encuentra entregado al juez del crimen respectivo y al funcionario designado en la boleta de viaje, y el incumplimiento de las condiciones señaladas se considera quebrantamiento de condena y acarrea la pena de reclusión menor en su grado mínimo a medio, según lo dispuesto en el art. 90 N.º 7. En cuanto a la caución, es de tan escasa aplicación práctica (reducida como pena facultativa al art. 298), que basta para el interesado la remisión al art. 46, que fija sus límites y alcance.

§ 3. Determinación legal de la pena para personas naturales A. Diferenciación entre determinación legal e individualización judicial de la pena En la mayoría de las obras nacionales la determinación legal de la pena aparece vinculada al problema de su individualización judicial. Sin embar-

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go, ambos aspectos del proceso de concretización del castigo constituyen actividades realizadas por organismos distintos y regidos por reglas jurídicas diferentes, aunque no debe desconocerse su relación funcional, al estar dirigidos ambos al mismo objetivo: la determinación e individualización de la pena concreta a imponer al condenado. La determinación legal de la pena es un proceso en que interviene el Poder Legislativo, mediante formulaciones concretas de la política criminal del Estado, fijando las consecuencias jurídicas del delito (la pena o clases de penas aplicables) y también los casos especiales en que esa pena deba agravarse o atenuarse. Los principales factores que corresponden al ámbito de la determinación legal de la pena se encuentran regulados en el § 4 del Título III CP (arts. 50 a 61) y son los siguientes: i) la pena señalada por la ley al delito; ii) la etapa de desarrollo del delito; y iii) el grado de participación del condenado en el delito. Por su parte, leyes especiales o disposiciones particulares del Código, como el art. 18 Ley 20.000 y el art. 450 CP, establecen reglas específicas para aumentar la cuantía de la pena señalada por la ley al delito, modificar el efecto de sus etapas de desarrollo en la determinación de la pena, y otras alteraciones, cuyo análisis particular corresponde a la parte especial del derecho penal. La determinación o individualización judicial de la pena, en cambio, consiste en la fijación de las consecuencias jurídicas de un delito en el caso concreto, estableciendo la clase y medida de la reacción penal precisa a imponer a quien ha intervenido en un hecho punible como autor, cómplice o encubridor, incluyendo su sustitución o no por una pena no privativa de libertad (Jescheck/Weigend AT, 938). Las disposiciones que regulan este último proceso se encuentran también en el § 4 Tít. III CP, principalmente en sus arts. 62 a 73, y en la Ley 18.216.

B. El punto de partida: la pena asignada por la ley al delito. Forma de hacer las rebajas y aumentos que la ley manda Punto de partida para todo el proceso de determinación es la pena o marco penal asignado por la ley al autor del delito consumado descrito en cada una de las figuras que componen la parte especial del derecho penal (art. 50). Según los factores concurrentes, la determinación legal primero, y la individualización judicial después, se realizan “subiendo” a grados superiores o “bajando” a grados inferiores por alguna de las cinco Escalas Graduales

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del art. 59 donde se encuentre la pena o marco penal que ha de aumentarse o rebajarse (art. 77). Cuando la ley prevé penas que se encuentran en distintas Escalas Graduales para un mismo delito, para los efectos de los aumentos y disminuciones en grado deben considerarse siempre separadamente las penas que se establezcan por la ley, a partir de la Escala Gradual en que se encuentren situadas. Esto vale tanto para el caso en que la conjunción de penas sea copulativa (obligando a imponer a todos los responsables del hecho todas las penas así previstas, art. 61 N.º 4), o en forma alternativa, entregando al juez la facultad de imponer una pena o la otra a unos y otros de los responsables del hecho (art. 61 N.º 3).

C. Factores de alteración de la pena señalada por la ley al delito La pena o marco penal señalado por la ley, a partir del cual se realiza su determinación legal y judicial, puede alterarse por la concurrencia de alguno de los siguientes factores:

a) Circunstancias atenuantes o agravantes especiales Aunque la atribución del carácter especial de una determinada circunstancia “suele presentar dificultades en la práctica”, no parece objeto de mucha discusión el otorgar tal carácter a las circunstancias que obligatoriamente “determinen una alteración del marco penal atribuido por la ley al hecho” (Cury PG, 473). Esta alteración consiste en aumentar o disminuir la pena o marco penal previsto en el tipo penal, antes de proceder a su determinación legal, como sucede con las circunstancias de los arts. 72, 73, 142 bis, 456, etc. Esta alteración de la penalidad se produce, cuando las circunstancias especiales concurren a la calificación del delito (alevosía, precio, veneno, ensañamiento y premeditación conocida en el homicidio calificado, art. 391 N.º 1, p. ej.), o a la fijación de su pena. Al respecto, en la parte general encontramos la circunstancia especial agravante del aprovechamiento de menores de edad del art. 72 y las atenuantes de eximente incompleta del art. 73 y media prescripción del art. 103; mientras en la parte especial podemos encontrar agravaciones especiales en la duración y efectos de los secuestros y sustracciones de menores (arts. 141 y 142), y atenuantes en el 129 inc. 2 (disolución voluntaria de la sublevación), 130 (sublevación fracasada sin embarazo a la autoridad), 142 bis (devolución libre de todo daño del secuestrado o sustraído), 250 bis (cohecho a favor de parientes, mediando causa criminal), 344 inc. 2 (aborto honoris causa), 411 sexies (cooperación

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eficaz), 456 (devolución de la cosa hurtado o robada), etc., a las que se agregan las comprendidas en leyes especiales, como la de cooperación eficaz en materia de drogas (art. 22 Ley 20.000), de gran relevancia práctica.

b) Aplicación de reglas concursales y pena total para la sustitución Cuando en un proceso o en varios procesos que pudieran haberse tramitado conjuntamente se acusa a una persona por diferentes delitos, estamos ante una situación concursal donde las defensas a interponer pueden llevar a considerar la existencia de un único delito o de varios, cuyo tratamiento dependerá de la clase de regla concursal aplicable, alterando eventualmente la base sobre la cual se determina la pena o creando una pena total, para los efectos de la Ley 18.216, según estudiamos en el Cap. 11. Estas reglas afectan la determinación de la pena de diversas maneras. La regla general es la aplicación del art. 74, según el cual se deben imponer todas las penas correspondientes a cada delito, individualizadas de forma separada. Luego, se debe fijar la pena total que en definitiva se imponga al condenado, esto es, la suma del tiempo de privación de libertad de todas las penas impuestas en una única sentencia, que será la base para determinar las penas sustitutivas que corresponda aplicar (art. 1 inc. final Ley 18.216). Excepcionalmente, si un mismo hecho constituye dos o más delitos o cuando uno es el medio necesario para cometer el otro (concurso ideal o medial, respectivamente), debe aplicarse la regla del art. 75 que impone al acusado la pena mayor del delito más grave. Esta regla modifica la pena designada por la ley al delito: se debe determinar la pena por cada delito concurrente, según sus grados de desarrollo y los de su participación en ellos, y elegir entre ellos el que tenga la pena más alta en la respectiva escala. Esa será la “pena mayor del delito más grave”. A partir de esa pena, se realiza un solo proceso de individualización judicial, tomando en cuenta todas las circunstancias atenuantes y agravantes concurrentes. La pena resultante debe compararse con la que resultaría de aplicar la regla del art. 74, esto es, la suma del total de las condenas que resultarían de la previa determinación individual para cada delito concurrente. La pena única o total más favorable será la que deba imponerse. Tratándose de reiteración de delitos de la misma especie, se aplica la regla del art. 351 CPP, se debe hacer también un doble cálculo: primero determinar las penas en concreto para cada uno de los delitos reiterados, con sus propias circunstancias atenuantes y agravantes (art. 74 CP); y luego la

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del art. 351 CPP, con todas las atenuantes y agravantes concurrentes. Solo una vez realizados ambos cálculos, podrá establecerse si es más favorable aplicar al condenado el régimen del art. 351 CPP o la pena total resultante de aplicar el del art. 74 CP.

D. Forma de realizar los aumentos y rebajas en el marco penal Para realizar los aumentos y rebajas a partir de la pena señalada por la ley al delito, debe considerarse que “cada pena es un grado y cada grado es una pena” (Etcheberry DP II, 172). Ello significa que cada grado de una pena divisible constituye una pena distinta y que cuando la ley señala una pena compuesta de dos o más distintas, cada una de éstas forma un grado de penalidad, la más leve de ellas el mínimo, y la más grave, el máximo (arts. 57 y 58). Así, el art. 7 Ley 20.000, que castiga el desvío de cultivos con la pena de “presidio mayor en sus grados mínimo a medio y multa”, contempla copulativamente con la pena de multa una pena divisible en otras dos penas: el presidio mayor en su grado mínimo y el presidio mayor en su grado medio (“cada grado constituye una pena”); en tanto que su art. 2, que castiga con la pena de “presidio menor en su grado máximo a presidio mayor en su grado mínimo” el cultivo ilícito de sustancias productoras de estupefacientes, contempla dos grados que pueden considerarse sendas penas: el presidio menor en su grado máximo es el mínimo y el presidio mayor en su grado mínimo, el máximo (“cada pena constituye un grado”). Definidos el grado o los grados de que se compone una pena o marco penal, las rebajas en grado que impone la ley, según las reglas de los N.º 1 y 2 del art. 61, se hacen a partir del grado único en que consista o del grado mínimo que contemple, si está compuesta de dos o más grados. Así, cuando el art. 8 Ley 20.000 faculta la rebaja en un grado de la pena prevista, “según la gravedad de los hechos y las circunstancias personales del inculpado”, la rebaja se hace en la Escala Gradual N.º 1, tomando como grado mínimo de la pena prevista en la ley el presidio menor en grado máximo, por lo que la pena queda reducida a la de presidio menor en su grado medio. Si las rebajas de pena llegan a rebasar el grado inferior de la respectiva escala, se considerará como pena inmediatamente inferior a todas ellas, la de multa (arts. 60 y 77 inc. 3), salvo los casos regulados en los arts. 304 (evasión de detenidos) y 402 y 403 (lesiones en riña o pelea), donde no se permite aplicar una pena inferior a la última contemplada en la respectiva escala (Etcheberry DP II, 173). Tratándose de aumentos en grado, la mayoría de la doctrina estima que debe hacerse “en bloque”, aumentando cada uno de los grados que compo-

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nen el marco penal, manteniendo incólume su extensión (así, la pena de presidio mayor en su grado mínimo a medio del delito de violación del art. 361 simple, aumentada en un grado sería presidio mayor en su grado medio a máximo). Sin embargo, la jurisprudencia tiende a aplicar el aumento desde el grado máximo (en el caso propuesto, la pena resultante sería solo presidio mayor en su grado máximo). Al respecto se señala que la aplicación del aumento “en bloque” produce el efecto de impedir realmente los aumentos, al permanecer uno o más grados de la pena disponible facultativamente para el juez dentro del marco original, lo que conduce a inconsistencias valorativas, al permitirse imponer la misma pena a casos aparentemente más graves que a los normales (Oliver, “Determinación”, 770). En todo caso, tratándose de la situación prevista en el caso del art. 68 inc. 4 no existe discusión, pues se manda expresamente imponer la pena “inmediatamente superior en grado al máximo de los designados por la ley”. Los aumentos de pena solo se encuentran limitados por el inc. 2 del art. 77, según el cual, a falta de grado superior, en la Escala N.º 1, se aplica la pena de presidio perpetuo calificado, en la N.º 2 y N.º 3, la de presidio perpetuo (simple), y en las Escalas 4 y 5, la pena superior prevista en la respectiva Escala y, además, la de reclusión menor en su grado medio. Finalmente, debe tenerse presente que las reglas previstas para los aumentos y disminuciones en grado de las penas temporales no se aplican a las penas de multa, aunque se impongan junto con una pena privativa de libertad (art. 70).

E. Determinación legal de la pena, según los grados de desarrollo del delito Siguiendo el criterio objetivo de valoración de los hechos que no han producido el resultado que la ley quiere evitar, que postula la atenuación de las penas de la tentativa con relación a las del delito consumado, nuestro Código impone respectivamente como regla general al autor del delito frustrado o de su tentativa la pena inferior en uno o dos grados al mínimo señalado por la ley al delito consumado en la respectiva Escala Gradual (arts. 50, 51, 52 y 61). Estas reglas no se aplican a las faltas, que solo se castigan cuando se encuentran consumadas (art. 9), ni tampoco en los casos en que el delito frustrado y la tentativa “se hallan especialmente penados por ley” (art. 55). Por eso, el nuevo art. 494 bis ha debido establecer una pena específica al hurto-falta frustrado (críticamente, Carnevali, “Ley 19.950”, 14).

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F. Determinación legal de la pena, según los grados de participación en el delito Según lo dispuesto en los arts. 51 a 54, el establecimiento de la calidad de autor, cómplice o encubridor de un partícipe en el delito determina la pena aplicable, atendido también su grado de desarrollo. Así, si el delito está consumado, al cómplice se aplica la pena inferior en un grado, y al encubridor, la inferior en dos grados al mínimo de las señaladas por la ley; si el delito está frustrado, al cómplice se impone la pena inferior en dos grados y al encubridor, la inferior en tres grados a la señalada por la ley al delito consumado; y tratándose de un delito tentado, se aplica al cómplice la pena inferior en tres grados y al encubridor, la inferior en cuatro. Al igual que sucede con las reglas relativas a la tentativa y la frustración, las reglas expuestas no rigen para las faltas ni para los casos en que la ley señale una pena específica para los cómplices y encubridores (art. 55). La pena del cómplice de falta es una que no exceda de la mitad que corresponde a los autores y no existe sanción para su encubrimiento (art. 498).

a) Encubrimiento por favorecimiento personal habitual A esta clase de encubrimiento (art. 17 N.º 4), el art. 52 inc. 3 asigna una pena autónoma, independiente de la que corresponde a quienes son encubiertos, atendida la propia naturaleza de esta forma de participación criminal, que no se refiere a un delito en particular, sino al auxilio o socorro habitual de “malhechores”, lo que ha llevado a considerarlo una forma de “delito específico” (Etcheberry DP II, 178). Esta calificación no importa, sin embargo, que respecto de esta clase de encubrimiento puedan configurarse otras formas de participación que importen la aplicación de las reglas generales a quienes puedan considerarse cómplices o encubridores de quien favorece habitualmente a los malhechores.

G. Aplicación práctica de las reglas de determinación legal de la pena. Cuadro demostrativo La aplicación práctica de las reglas anteriores ha de hacerse según el siguiente cuadro demostrativo (Labatut/Zenteno DP I, 272):

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CÓMPLICE

ENCUBRIDOR

DELITO CONSUMADO

art. 50: Toda la pena

art. 51: Un grado menos

art. 52: Dos grados menos

DELITO FRUSTRADO

art. 51: Un grado menos

art. 52: Dos grados menos

art. 53: menos

TENTATIVA

art. 52: Dos grados menos

art. 53: menos

Tres

Tres

grados

grados art. 54: Cuatro grados menos

H. Determinación legal de la pena de multa La pena de multa, al no encontrarse incorporada en ninguna de las Escalas Graduales del art. 59, no se encuentra sometida a las reglas de determinación legal antes explicadas, sino solo regulada en el art. 25 incs. 6 y 8, que establece marcos cuantitativos dependiendo de si la multa recae sobre crímenes, simples delitos o faltas, los que el tribunal podrá recorrer en toda su extensión al momento de imponer la multa en el caso concreto. Sin embargo, las limitaciones del art. 25 son solo referenciales y no importan ni una calificación de los delitos atendida la cuantía de la multa ni la aplicación a todas las multas de las limitaciones que allí se establecen según si el hecho multado es crimen, simple delito o falta, pues siempre es posible que “en determinadas infracciones, atendida su gravedad, se contemplen multas de cuantía superior”. Ello puede suceder en dos casos: i) la ley establece un marco penal abstracto superior al del art. 25, p. ej., en los crímenes del art. 1 Ley 20.000, penados con presidio mayor en su grado mínimo a medio y multa de 40 a 400 UTM; o ii) la ley establece como multa una cantidad proporcionada a la cuantía del delito que se trate, como en el caso de las cuantías de las multas en los delitos tributarios, art. 97 N.º 4 del Código del ramo. Solo en caso de que esta proporción se haya establecido simultáneamente con la regla del art. 25, esto es, al momento de promulgarse el Código, la limitación que allí se establece al máximo de la cuantía de la multa sería aplicable, como ocurre en el art. 282, donde se castiga al prestamista que no diere resguardo de la prenda recibida con multa “del duplo al quíntuplo de su valor”. En todos los demás casos, la fijación de una cuantía determinada o de una proporción, serían leyes especiales y posteriores a las que no se les aplicaría tal limitación.

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§ 4. Individualización judicial de la pena para personas naturales A. Generalidades Conforme al art. 62, la individualización judicial de la pena ha de hacerse tomando en cuenta las circunstancias atenuantes y agravantes concurrentes en el hecho y la valoración que de éstas hacen las reglas de los arts. 63 a 73, sistema que se conoce como de determinación relativa de la pena, pues entrega su concreta individualización a la judicatura, dentro del marco determinado por la ley, y cuyas reglas pasaremos a explicar a continuación. La aparente rigidez de estas reglas, aumentada por la especificación legal de las circunstancias atenuantes y agravantes que en ellas influyen, se ve compensada con las amplias facultades que se les otorgan a los tribunales tanto para apreciar o no su concurrencia como para, según sea el número y entidad de dichas circunstancias, aumentar o disminuir en grados las penas señaladas por la ley, proceso de individualización que la jurisprudencia de nuestro Máximo Tribunal estima privativo de los jueces del fondo y, por tanto, no susceptible de ser impugnado por la vía del recurso de nulidad (SSCS 27.1.2020, Rol 33699-19, donde incluso la determinación de si aplicar la regla del art. 74 CP o la del 351 CPP se consideró parte de esta individualización, y 4.8.2015, RCP 42, N.º 4, 187. O. o., SCA Santiago 31.8.2015, RCP 42, N.º 4, 359, con nota aprobatoria de J. Ferdman, donde se acoge una nulidad por infracción de derecho al estimarse una atenuante que el tribunal de alzada entiende no concurría en los hechos). Para realizar esta individualización es necesario, en primer lugar, establecer las circunstancias que se tomarán en cuenta (arts. 63 y 64) y, luego, la naturaleza de la pena a individualizar (arts. 65 a 69). Estas circunstancias, contempladas principalmente en los arts. 11 a 13, cumplen principalmente una función político criminal para regular la cuantía de la pena en la individualización judicial, como “elementos accidentales del delito” (Ortiz/Arévalo, Consecuencias, 364). Por ello, parecen estériles los esfuerzos de alguna parte de la doctrina para reconducir algunas de ellas a las categorías propias de la teoría del delito (Cury PG, 471); o, como quieren otros, vincularlas estrictamente al desiderátum “no hay pena sin culpa”, que excluiría, en su concepto, como circunstancias legítimas a considerar en la graduación de la pena aquellas de mayor relevancia en la práctica jurídica y que dicen relación con el comportamiento anterior y posterior del condenado, a saber, las de los arts. 11, 6.ª a 9.ª y 12, 14.ª a 16.ª (Rivacoba, “Principio de culpabilidad”, 120). Lo que sí debe afirmarse es que, como elementos de la determinación de la sanción penal, aunque accidentales,

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las circunstancias están regidas también por las garantías del principio de legalidad, reserva y debido proceso. Se discute, con todo, si tales garantías deben apreciarse únicamente respecto de las circunstancias agravantes o, también, respecto de las atenuantes, particularmente en lo que se refiere a la posibilidad de la analogía in bonam partem, la que es rechazada por la doctrina mayoritaria (Rodríguez Collao, “Principios”, 158). El sistema acusatorio introduce, además, ciertas modificaciones relevantes que destacan el carácter político criminal del empleo de estas circunstancias en la determinación de la pena. Así, mientras según los arts. 259 c) y 340 CPP corresponde a la fiscalía probar, más allá de toda duda razonable, la concurrencia de las circunstancias agravantes en la medida que influyen en la pena que solicita; tratándose de circunstancias atenuantes, cuando son presentadas por el fiscal, su prueba no está sujeta a tal exigencia, sino al simple acuerdo con la defensa en su concurrencia. Estos acuerdos también comprenden, muchas veces, el de no presentar circunstancias agravantes que concurren y el dar por muy calificada una atenuante que no es tal, sobre todo cuando ello es necesario para rebajar la pena a una cuantía que permita la aplicación de las penas sustitutivas de la Ley 18.216. También, en la forma de su presentación, el sistema procesal actual difiere del anterior, permitiendo la alegación y prueba de circunstancias modificatorias de la responsabilidad penal aún en un momento posterior al de la declaración de condena por el hecho imputado (art. 343, inc. 2). Esta “cesura” del procedimiento no es, con todo, estricta respecto a qué circunstancias pueden ser alegadas y probadas durante o con posterioridad al juicio, pues si bien en su primera frase obliga al tribunal a pronunciarse, en caso de condena, sobre las “circunstancias modificatorias de la responsabilidad penal”, sin distinción alguna; en la segunda señala que “tratándose de circunstancias ajenas al hecho punible, y los demás factores relevantes para la determinación y cumplimiento de la pena”, podrán alegarse y probarse en una audiencia posterior. Luego, puesto que todas las circunstancias modificatorias son “factores relevantes para la determinación de la pena”, más que una clasificación entre aquellas “intrínsecas” o “extrínsecas” al hecho, lo que la ley procesal hace, con razón, es permitir a las defensas que en su oportunidad negaron absolutamente la responsabilidad del condenado, plantear todas las circunstancias que la atenuarían, con antecedentes no sujetos a la regla del art. 340 CPP, sean o no “ajenas al hecho punible”. En cambio, tratándose de circunstancias agravantes, no parece que pudieran éstas ser alegadas con posterioridad a la condena, por “ajenas al hecho punible” que se entiendan, pues su afirmación, como fundamento de la extensión de la pena a imponer tras un juicio contradictorio, debe sobrepasar el estándar

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de la prueba “más allá de toda duda razonable” del art. 340 CPP (o. o. Mañalich, “Atenuación”, 229, quien estima la clasificación aquí discutida como fundamental en el sistema de circunstancias). Por su ubicación sistemática, las circunstancias modificatorias de la responsabilidad penal se califican en genéricas y específicas. Las primeras son las contempladas taxativamente en los arts. 11 a 13 (Labatut/Zenteno DP I, 207). Ellas surten en la individualización judicial de la pena los efectos previstos en los arts. 65 a 69, salvo los casos en que existe una regulación especial (art. 449, para los robos y hurtos; art. 196 Ley de Tránsito —Ley Emilia— y art. 17-B Ley de Control de Armas). Las segundas se contemplan en la parte especial, específicamente para ciertos delitos, pero sin efectos especiales en la determinación legal de la pena, sino con los mismos que las genéricas, como sucede con las agravantes de los arts. 368 bis —en los delitos de carácter sexual— y 456 bis), para los robos y hurtos; y la atenuante especial del art. 110 Código Tributario, consistente en “la circunstancia de que el infractor de escasos recursos pecuniarios, por su insuficiente ilustración o por alguna otra causa justificada, haga presumir que ha tenido un conocimiento imperfecto del alcance de las normas infringidas”. Cuando las circunstancias, genéricas o específicas, surten el efecto de alterar el marco penal (como la reincidencia en el art. 449 o la restitución de las especias en el Art. 456), se les llama circunstancias especiales y no están sujetas a la regulación de los arts. 65 a 69, pero sí a las de los arts. 63 y 64, en cuanto a la deterninación de su concurrencia y los requisitos para su imputación.

B. Requisitos de imputación de las circunstancias (comunicabilidad e incomunicabilidad, art. 64) Según el art. 64, las circunstancias que consistan en la “disposición moral del delincuente, en sus relaciones particulares con el ofendido o en otra causa personal, servirán para atenuar o agravar la responsabilidad de sólo aquellos autores, cómplices o encubridores en quienes concurran”. Estas son las llamadas circunstancias personales, como sucede típicamente con las agravantes de reincidencia y el parentesco (arts. 11, 6.ª y 13.ª). En cambio, “las que consistan en la ejecución material del hecho o en los medios empleados para realizarlo, servirán para atenuar o agravar la responsabilidad únicamente de los que tuvieren conocimiento de ellas antes o en el momento de la acción o de su cooperación para el delito”. Esto es lo que ocurre, p. ej., con el empleo de medios que causen estragos (art. 11, 3.ª). A estas circunstancias se les llama materiales y, dado que para su im-

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putación se exige solo el conocimiento de su existencia o empleo, se afirma que se comunican. Sin embargo, que en un responsable concurra una circunstancia personal no excluye que también concurra en otro: si dos hijos se apropian de bienes de su padre mayor de sesenta años, ambos cometen hurto con la atenuante del art. 13, aunque la circunstancia personal del parentesco no se comunique. Además, tampoco la existencia de una circunstancia material se “comunica” necesariamente sin un mínimo de subjetividad: para su “comunicación” se requiere que se pruebe en el proceso que el interviniente a quien se imputa tuvo conocimiento de ella, al momento de los hechos o con anterioridad a ellos (Novoa PG II, 102). Este es el efecto del carácter personal de la responsabilidad penal y el principio de culpabilidad: a cada uno de los responsables se les imputa únicamente las circunstancias que objetivamente concurran y respecto de las cuales su subjetividad esté presente, en la forma que exige la ley. Luego, la diferencia entre las circunstancias personales y materiales no radica en la presencia o ausencia de un sustrato objetivo y un elemento subjetivo, sino en la naturaleza y efectos de esa subjetividad: el conocimiento de la existencia de una circunstancia personal, aunque esté probado, no es suficiente para imputarla a quien no tiene esa relación particular con el ofendido o no actúa con la especial disposición moral a que hace referencia. Así, por mucho que el inductor conozca que el inducido es hijo de la víctima del delito que induce, no se le “comunicará” la circunstancia del parentesco ni para configurar un parricidio ni para atenuar un hurto. Y, al revés, el empleo de un medio que cause estragos no requiere la prueba de una disposición moral especial para su imputación, como el actuar a traición o sobre seguro en la alevosía (art. 12 N.º 1), sino solo de que el responsable a quien se imputa haya conocido su empleo. Por eso, preferimos ahora adoptar como criterio clasificatorio para los efectos de aplicación del art. 64, como regla de imputación de circunstancias (o de exclusión, según sus efectos), el criterio que el propio Código entrega, esto es, distinguir solo entre aquellas de carácter personal y material (Rodríguez Collao, “Naturaleza”, 413). Como la imputación puede hacerse a todos, algunos o ninguno de los responsables, según si concurren o no en ellos las exigencias objetivas y subjetivas exigidas en cada caso, la “comunicabilidad” o “incomunicabilidad” no será sino un efecto o, más bien, una forma de hablar de los efectos de esa imputación cuando se trate de circunstancias materiales imputadas a varios partícipes, no su presupuesto. Este sistema dual, que distingue los requisitos de imputación según la naturaleza de las circunstancias concurrentes, no sólo es razonable desde el punto de vista de la idea de la responsabilidad personal, sino que recoge una

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larga tradición que se remonta al derecho romano y parece necesario mantener a futuro, sin perjuicio de sus eventuales correcciones técnicas (Cortés, “Orígenes”, 526).

C. Error sobre la concurrencia de los supuestos fácticos de las circunstancias El error o desconocimiento de los hechos que constituyen los presupuestos objetivos de las circunstancias atenuantes o agravantes impide su imputación. Como este error recae sobre elementos que no constituyen el delito, sino que sirven para la graduación de su sanción, resulta irrelevante su carácter vencible o invencible: el desconocimiento no deliberado de las circunstancias agravantes hace imposible su imputación. Así lo establece el art. 64, respecto de las circunstancias materiales al exigir la prueba del conocimiento de su concurrencia para atribuirlas a los responsables. Sin embargo, esto no es aplicable a las circunstancias atenuantes materiales, cuyo efecto mitigatorio de la pena no está abarcado por las exigencias subjetivas del principio de culpabilidad (o. o. Rodríguez Collao, “Naturaleza”, 417). Respecto de las circunstancias personales, el art. 64 no establece una regulación. Ella se encuentra en el art. 1 inc. 3, que dispone, para el caso del error en la persona como objeto, no considerar las circunstancias personales que agravarían la pena, pero sí las que la atenuarían. De donde surge la regla general que el desconocimiento de los supuestos fácticos de las circunstancias agravantes, cualquiera sea su naturaleza, hace imposible su imputación. En cambio, sí es posible hacer valer en favor del condenado las circunstancias atenuantes, cualquiera sea su naturaleza, cuyos presupuestos fácticos desconozca. Si el desconocimiento de la agravante es deliberado, valdría lo mismo que se dijo respecto del error en general: imputación extraordinaria basado en el acto de voluntad anterior. En cambio, si es negligente, no sería posible su imputación al agente, porque no existen las agravantes imprudentes. El Código acierta en señalar que este conocimiento puede ser “antes o en el momento de la acción o de su cooperación para el delito”. Como elemento cognoscitivo, el conocimiento no requiere ser cabal y preciso, sino el propio del profano y aún es posible afirmar un equivalente de este conocimiento en la aceptación de una forma de ejecución o de un medio a emplear altamente probables.

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D. Prohibición de la doble valoración de agravantes El art. 63 es la principal fuente positiva de la llamada prohibición de doble valoración, corolario del principio non bis in idem, que impide utilizar en la individualización judicial los elementos que ya ha tenido en cuenta el legislador al tipificar una conducta. Tres son los supuestos en que el art. 63 excluye la aplicación de agravantes, según veremos a continuación.

a) Cuando la agravante constituye por sí misma un delito especialmente penado por la ley En este caso se encuentran la agravante 3.ª del art. 12, en relación con los delitos de incendios y estragos (arts. 474 a 480); la 9.ª, con los de injurias (art. 416); y la 14.ª, 2.ª parte, con el delito sui generis establecido en el art. 90 (o. o. Novoa PG II, 80, quien no considera las consecuencias del quebrantamiento como penas sino como medidas de seguridad).

b) Cuando la ley ha expresado una circunstancia agravante al describir y penar un delito Aquí, la circunstancia agravante forma una unidad valorativa con la conducta básica, lo que determina por lo general una traslación del marco penal obligatoria para el juez. Esto sucede, aún teniendo en cuenta pequeñas diferencias, respecto de la circunstancia mixta del art. 13 con relación al parricidio del art. 390 y la violencia intrafamiliar del art. 14 Ley 20.066; de las circunstancias 1.ª a 5.ª del art. 12 con el delito de homicidio calificado del art. 391; de la 6.ª con el delito de violación y otros atentados de similar naturaleza de los arts. 361 a 367 ter; de la 7.ª, con los delitos agravados de hurto del art. 447; de la 10.ª con los delitos especiales del art. 5 Ley 16.282; y de la 17.ª, con los que atentan contra la libertad religiosa (arts. 138 a 140).

c) Cuando la circunstancia agravante es de tal manera inherente al delito, que sin su concurrencia no puede cometerse, porque se encuentra implícita en el tipo penal Este sería el caso de los delitos de apropiación indebida y administración desleal (art. 470 N.º 1 y 11), que contienen implícitamente la circunstancia de abuso de confianza (art. 12, 7.ª), y por tanto ella no surtirá efecto agravante. Lo mismo ocurre en los delitos funcionarios (L. II., Tít. III., § 4)

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respecto de la agravante de prevalerse el delincuente de su carácter público (art. 12, 8.ª).

d) Cuando la circunstancia agravante es de tal manera inherente al delito, que sin su concurrencia no pueda cometerse, por las circunstancias concretas en las que se comete La inherencia supone en estos casos que no está en manos del autor modificar esas circunstancias o que su modificación no le incumbe: si alguien ataca sexualmente a una mujer, no podrá imputársele, además, la agravante 18.ª del art. 12, aunque la ley no distinga en cuanto al sexo del sujeto pasivo en los delitos sexuales. Lo mismo aplica al uso de armas que no sean de fuego (art. 12, 6.ª) en el delito de homicidio en que se emplean. Pero el peligro común de las armas de fuego excluye esta inherencia en su empleo (art. 17 B Ley 17.798).

E. Circunstancias atenuantes genéricas (art. 11) El art. 11 contempla nueve circunstancias atenuantes genéricas que constituyen un recurso importante de la litigación actual, atendidos los relevantes efectos que su concurrencia tiene en la individualización judicial de la pena y, consecuentemente en la posibilidad de que ella sea o no sustituida con alguna de las penas de la Ley 18.216. A ello se añade que establecer la probabilidad de acceder o no a una pena sustitutiva es fundamental para la decisión acerca de las medidas cautelares a imponer a las personas formalizadas por un delito (art. 140 c) CPP). Las atenuantes del art. 11 más socorridas con este propósito son las de irreprochable conducta anterior (6.ª), reparación con celo del mal causado (7.ª) y colaboración con la justicia o la investigación (8.ª y 9.ª), ésta última elevada, en las reglas especiales para los delitos de robo y hurto del art. 449 a circunstancia atenuante especial con significativos efectos procesales en relación con la clase de procedimiento a adoptar (art. 409 CPP). En cuanto a su naturaleza, para efectos de dar aplicación a lo dispuesto en el art. 64, según la doctrina mayoritaria, las circunstancias atenuantes tienen todas un carácter personal. Sin embargo, lleva razón la doctrina que estima que, tratándose de las eximentes incompletas de legítima defensa y estado de necesidad, no se requiere para su aceptación la prueba de una disposición moral o de una relación particular con el ofendido, sino solo la de la existencia de la agresión ilegítima o el estado de necesidad (Novoa

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PG II, 16). En cambio, tratándonse del cumplimiento del deber y ejercicio legítimo de una profesión, autoridad, cargo u oficio, la eximente incompleta solo parece ser aplicable a quien tiene ese deber, etc., por lo que sería también personal. Por otra parte, el común fundamento de las atenuantes referidas a los móviles del agente ha llevado a nuestra doctrina y a parte de nuestra jurisprudencia a considerar que las circunstancias N.º 3 a 5 no son compatibles entre sí, debiendo elegirse la más adecuada al caso, con el argumento de que un mismo hecho no puede dar lugar a dos atenuantes diferentes (Labatut/ Zenteno DP I, 213; SCA Santiago 9.4.1985, GJ 58:1249). Mutatis mutandi, lo mismo vale para las circunstancias 8.ª y 9.ª del art. 11 y los supuestos especiales de cooperación eficaz, como la atenuante del art. 22 Ley 20.000, que comparten entre sus requisitos el reconocimiento de al menos una parte de los hechos imputados (SCA Copiapó 6.6.2014, RCP 41, N.º 3, con nota crítica de M. Reyes). El resto de las atenuantes son compatibles entre sí y, por tanto, pueden apreciarse copulativamente (SCA Pedro Aguirre Cerda 26.10.1988, GJ 101, 64, SCA Santiago 3.4.1996, GJ 190, 110). Nuestra jurisprudencia ha sostenido, además, que entre las atenuantes fundadas en los móviles del agente y la agravante de alevosía existe incompatibilidad, lo mismo que entre la premeditación y el arrebato y obcecación, conclusiones discutibles, pues los móviles del agente no siempre afectan su estado emocional al momento de cometer el delito (SC Pedro Aguirre Cerda 30.6.1982, RDJ 79, 119; SCS 28.8.1936, G. 1936, 2.º sem, N.º 76, 321).

a) Eximente incompleta (art. 11, 1.ª) Según esta disposición, son circunstancias atenuantes, las eximentes del art. 10 “cuando no concurran todos los requisitos necesarios para eximir de responsabilidad en todos sus casos”. Para nuestra doctrina dominante, esta clase de atenuante parece fundamentarse en la idea de la gradualidad del daño causado o de la culpabilidad del autor, y solo puede operar subsidiariamente respecto de la atenuante especial de eximente incompleta del art. 73. Por ello, hoy en día se rechaza la limitación propuesta por la Comisión Redactora, en orden a que esta circunstancia solo sería aplicable con relación a las eximentes que contemplan requisitos (art. 10 N.º 4, 5, 6, 7 y 11), entendiendo que se extiende además a las eximentes graduables, lo que sucede particularmente con la de enajenación mental del art. 10 N.º 1 (RLJ 62). En su aspecto subsidiario, cabe tener presente que, tratándose de las eximentes de los N.º 4, 5, 6, 7 y 11, la

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concurrencia del “mayor número” de sus requisitos determina la aplicación del art. 73. Respecto de las eximentes graduables, se podría afirmar que la sola existencia de la fuerza, el temor, etc., permitirían sostener la eximente incompleta del art. 11 N.º 1; pero cuando llegan a ser muy relevantes, pero no al punto de eximir completamente de responsabilidad, operaría la atenuante especial del art. 73 (Mera, “Comentario”, 286). No obstante, se coincide en admitir que la eximente incompleta, como circunstancia genérica y pese a su amplio tenor literal, no tiene aplicación en todos y cada uno de los supuestos del art. 10. Por su propia naturaleza, se excluyen de esta eximente incompleta la del N.º 2 del art. 10, ser menor de 18 años, por encontrarse la responsabilidad penal del adolescente regulada en la Ley 20.084; la del N.º 8, caso fortuito, también por contar con especial regulación en el art. 71; la del N.º 9, pero solo respecto de la fuerza física, si se admitiera, porque es o no es irresistible, sin graduación; y la del N.º 13, pues el cuasidelito está o no contemplado en la ley, siendo también imposible su graduación. Por otro lado, es mayoritaria la afirmación según la cual no procede apreciar la eximente incompleta en los casos de privación parcial de la razón causada por un estado de embriaguez (Novoa PG II, 21). Además de las exclusiones expuestas, existe unanimidad en la doctrina y en la jurisprudencia en el sentido de que para gozar de esta atenuante no basta reunir algunos requisitos de la eximente, sino que se requiere la concurrencia del esencial o básico de cada una de ellas, a saber: el trastorno mental, en la del art. 10 N.º 1; la agresión ilegítima, en el art. 10, N.º 4, 5 y 6; el mal que se trata de evitar, en el art. 10 N.º 7; el miedo o la fuerza (moral) en el art. 10 N.º 9; el deber en el art. 10 N.º 10; la necesidad en el art. 10 N.º 11 y la causa que impide actuar en el art. 10 N.º 12 (RLJ 62). El principal campo de aplicación de esta atenuante es la “enajenación incompleta o privación de razón no total, sino parcial” (Etcheberry DP II, 17); pero también los casos limítrofes de adicciones que no se admiten como eximentes, como puede verse en la extensa casuística jurisprudencial (RLJ 62). Respecto de los trastornos mentales, nuestros tribunales han acogido esta atenuante en casos de estados fronterizos de la enfermedad mental respectiva o simple anormalidad intelectual que no llega a constituir la eximente: epilepsia, depresión y fetichismo, “alteración mental mediana con expresiones clínicas de dislexia, discalculia y transtornos generales del aprendizaje escolar, con necesidad de tratamiento por neurólogos con medicación específica”, retardo mental moderado, “oligofrenia luminar”, “neurosis mixta”, deterioro orgánico cerebral leve a moderado, “personalidad psicopática” y

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hasta en episodios reactivos agudos producto del “fanatismo religioso”. En cambio, no se ha acogido en casos de personalidad “esquizoide” o padeciente de “neurosis de angustia u obsesiva”, en que la enfermedad mental no ha alterado los procesos cognitivos o volitivos al momento de cometer el crimen, ni tampoco en casos que se prueba la causa del trastorno pero no su existencia al momento del hecho. En cuanto a los efectos del alcohol o la autointoxicación, actualmente se admite que la combinación de ingesta alcohólica (aún voluntaria) y un déficit intelectual y emocional permite configurar la atenuante; así como también el alcoholismo crónico, aunque en sus orígenes fuese voluntario y, del mismo modo, los efectos de la adicción prolongada a las drogas y la ebriedad fortuita. En sentido contrario, también hay sentencias del siglo XX que declaran que las patologías derivadas de la drogadicción o el alcoholismo voluntarios no eximen ni atenúan la responsabilidad penal. Y, por cierto, no se estiman ni eximentes ni atenuantes la ebriedad o intoxicación voluntarias no acompañadas de alcoholismo o adicción crónicas u otra enfermedad (RLJ 64). Respecto del resto de las eximentes, se reconoce en supuestos de legítima defensa imperfecta en que existe agresión, pero falta la racionalidad en el medio empleado para repelerla, miedo no del todo insuperable, y aún omisión por causa no del todo insuperable en un caso de no pago de cheques librados sin fondos debido a una crítica situación económica. Se ha rechazado, sin embargo, que la pobreza extrema pueda considerarse un mal que permita alegar estado de necesidad, siquiera como defensa incompleta (RLJ 65).

b) Atenuantes pasionales (art. 11, 3.ª, 4.ª y 5.ª) El fundamento de todas estas atenuantes radicaría en que “no siendo posible extinguir las pasiones naturales que impulsan a vengar las provocaciones, ofensas o amenazas injuriosas, la lei ha tenido que guardarles ciertas consideraciones” (Fuenzalida CP I, 84). Dicho en términos modernos, lo que fundamenta aquí la atenuación es “el estado anímico del sujeto al momento de delinquir, provocado por un estímulo externo” (Labatut/Zenteno DP I, 212). Sin embargo, llevan razón quienes afirman que es discutible que las circunstancias atenuantes 3.ª a 5.ª del art. 11 tengan como fundamento común la comprobación de un estado emotivo especial, lo que solo parece exigirse en la 5.ª (Mera, “Comentario”, 287). Es más, las 3.ª y 4.ª se han visto co-

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mo presunciones de una eximente incompleta de inexigibilidad disminuida, bastando para acreditarla la prueba de las circunstancias objetivas que señala la ley (Cury PG, 480). En la práctica, no obstante, por una parte, tal como sucede con la fuerza moral y el miedo, los efectos de las circunstancias 3.ª y 4.ª en el ánimo del sujeto no suelen distinguirse de la alteración mencionada en la 5.ª y de allí que no se admita su apreciación conjunta, salvo que provengan de hechos claramente diferenciados (RLJ 6; Garrido DP I, 188). Y, por otra, al igual que en la fuerza moral y el miedo, la atenuación necesariamente ha de pasar por un filtro normativo, acerca de la nobleza de la emoción que se presenta. Así, en la 3.ª, no se trata únicamente de probar la provocación o amenaza previas para acceder a la atenuación, sino que ésta sea “proporcionada” al delito que se comete (RLJ 67). Así, desde luego, puede entenderse como desproporcionada a la comisión de una violación la reacción del agente que dice sentirse “provocado” por la vestimenta o actitudes sugerentes de la víctima, o que se sienta “amenazado” ante la expectativa de ser desplazado en una relación de pareja por otro. Mutatis mutandi, las mismas limitaciones pueden ofrecerse al caso de quien alega como atenuante el hecho que la víctima lo amenaza con denunciar a la justicia por delitos que está cometiendo, o de temer perder un territorio donde comercializa objetos prohibidos, o de haber sido llamado a participar en un duelo irregular o riña, sea directamente o por sentir que ello correspondía tras haber participado en una riña anterior con la víctima. En cambio, la reacción ante los primeras amenazas de ser víctima de violencia de género o intrafamiliar, en la medida que no está impulsada por un motivo ilegítimo de dominación, sino de mera defensa, puede ser admitida como atenuante, en casos que no se pueda configurar la eximente completa o incompleta de legítima defensa o miedo insuperable. En la 4.ª, en cambio, no se requiere inmediatez respecto de la ofensa personal a un pariente que se vindica, sino un tiempo no prolongado entre una y otra, pero no se concede si previo a esa ofensa existió, a su vez, una ofensa a la víctima de parte del que la alega (RLJ 67). Aquí, otra vez, si se trata de vindicar las ofensas que recibe un pariente o la cónyuge sometidos a violencia intrafamiliar o de género, la atenuante es aplicable, pero no lo será para el maltratador ofendido por una reacción en su contra, pues a su respecto el sustrato noble que la sustenta —el amor filial— no existe. Finalmente, tratándose de la 5.ª, la doctrina dominante considera que incorpora dos circunstancias diferenciables, arrebato u obcecación, calificando el ilativo “y” de la norma como un error del legislador que solo puede referirse a su eventual común origen: los “estímulos tan poderosos” (Novoa PG II, 27). Por su parte, la jurisprudencia ha dado un amplio alcance a esta

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atenuante, admitiéndose la posibilidad de concederla si se acreditan estímulos tales como la extrema pobreza, la rabia, la ira, la violencia intrafamiliar que se padece, el sufrir insultos destemplados, el ser ofendido por el adulterio, etc. (RLJ 68). Pero también está limitada por la naturaleza noble del motivo o emoción que la sustenta: debiese “reservarse para los casos en que, comprensiblemente, cualquiera reaccionaría así, como ocurriría si alguien tras presenciar un acto de extrema crueldad contra una persona vulnerable, y por indignada compasión, reacciona violentamente en contra del autor de la agresión” (Castillo y Candia, “Emociones”, 461). Por ello, el art. 390 quinquies limita expresamente la posibilidad de alegar esta atenuante en casos de femicidio, con lo que se recoge la propuesta de parte de la doctrina en el sentido de la manifiesta incompatibilidad de emplear esta atenuación en delitos donde el agente expresa odio y voluntad de “sometimiento”, como en el que se expresaría respecto al género en el femicidio (Mañalich, “Arrebato”, 255). Con esta reforma la legislación nacional abandona definitivamente las ideas románticas del honor y la confianza traicionadas, que dominaron en el paso del siglo XIX al XX, reflejadas en el tratamiento como tragedia del crimen pasional en Il Pagliaci, Carmen y Bodas de Sangre, por mencionar algunos ejemplos (con detalle, v. Tamarit, Casos, 136). En Chile, la actuación por celos incluso llevó a fundamentar la impunidad del uxoricidio, tal como en se contempló hasta 1953 en la anterior redacción del art. 10 N.º 11, que declaraba exento de responsabilidad penal al “marido que en el acto de sorprender a su mujer infraganti en delito de adulterio, da muerte, hiere o maltrata a ella y a su cómplice; con tal que la mala conducta de aquél no haga excusable la falta de ésta”. La empatía que alguna vez se sintió por esta clase de reacciones ha sido reemplaza hoy por su rechazo como manifestación de una violencia de género intolerable (Rodríguez Cerda, “Crimen pasional”, 171). Por similares razones, si el motivo del arrebato o la obcecación es, en términos generales, uno de odio basado en la discriminación, no podrá ser posible apreciar esta atenuante pues dicho motivo constituye el fundamento de la agravante de odio del art. 12, 21.ª (Ley Zamudio).

c) Irreprochable conducta anterior (art. 11, 6.ª) Un somero análisis de nuestra jurisprudencia, demuestra que esta es una de las causales de atenuación más socorridas en los Tribunales, en un esfuerzo humanitario por mitigar las a veces excesivas penas que se prodigan en algunos títulos del Código y en algunas leyes especiales, permitiendo al mismo tiempo otorgar a sus beneficiados la oportunidad de enmendar su

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rumbo, mediante la concesión de alguno de los beneficios de la Ley 18.216 (RLJ 71). Este carácter político criminal de su empleo, al que se atribuye un fundamento constitucional en el principio de presunción de inocencia, explica que, para la jurisprudencia, la exigencia mínima (y, generalmente, única) para aceptar esta atenuante sea la prueba del extracto de antecedentes carente de anotaciones (Künsemüller, Circunstancias, 102). Se abandona así la asentada idea en el sistema procesal anterior de que conceder esta atenuante y estimarla como muy calificada para aplicar la rebaja del art. 68 bis suponía la prueba de una “conducta afirmativamente meritoria y no tan solo exenta de tacha” (Varela S., Irreprochable, 116; SCS 26.5.2004: “comportamiento exento de toda censura y de toda transgresión a la ley”. En el mismo sentido, Carnevali, “Irreprochable”, 187). No obstante, hay fallos que estiman posible denegar la atenuante siempre que la condena por el hecho anterior esté ejecutoriada al momento de la sentencia, aunque no al del hecho que se trate (SCA San Miguel, 18.8.2014, RCP 41, N.º 4, 225). Nuestros tribunales superiores han sostenido, además, en estos últimos años, que la atenuante no se excluye por anotaciones referidas a cuasidelitos o faltas, infracciones de tránsito, delitos amnistiados, causas en las que ha prescrito la agravante de reincidencia (“muy antiguas”), supuestos en que no se allega al juicio el certificado del tribunal que impuso la pena y, por cierto, las provenientes de causas no afinadas. Tampoco se considera óbice a la atenuante (ni circunstancia agravante), el hecho de haber sido condenado anteriormente por delitos cometidos durante su adolescencia, regidos por la Ley 20.084 (SCS 17.9.2013, Rol 4419-13). Detrás de esta excepción se encuentra la idea de que es preferible una interpretación que favorezca la reinserción social a otra que la haga más difícil (la experiencia indica que la juventud, mientras menos tiempo esté privada de libertad, más probabilidades tiene de reinsertarse en la vida social). Por lo mismo, no debieran considerarse entre las anotaciones del prontuario que impidan aplicar esta atenuante las de las sentencias condenatorias cuyo cumplimiento sustitutivo ha sido satisfactorio (art. 38 Ley 18.216) y todas aquellas que, tras un proceso de reinserción social han sido eliminadas de los certificados de antecedentes (DL 409): la adhesión a los procesos de resocialización pasados puede ser indicador de un pronóstico favorable en uno nuevo. Incluso se afirma que podría ser aplicable a todos quienes pertenecen a un pueblo originario, omitiendo considerar las anotaciones prontuariales, si con ello se logra el objetivo del Convenio 169 de preferir penas no privativas de libertad. Por ser de frecuente aplicación, también es frecuente la petición de que produzca el efecto de considerarse como atenuante “muy calificada” en el

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sentido del art. 68 bis. Para obtener esta calificación, normalmente se recurre a la prueba de certificados de buena conducta, actividades voluntarias y de colaboración a la comunidad. Acreditadas tales circunstancias extraordinarias, incluso se ha admitido la calificación en casos de anotaciones de veinte años, respecto de personas con escasas posibilidades vitales. No obstante, aún a falta de tales pruebas se acepta que la calificación de la circunstancia quede entregada al juicio privativo del tribunal de instancia, sin posibilidades de recurrir en contra de su decisión por infracción de derecho (Künsemüller, Circunstancias, 107).

d) Procurar con celo reparar el mal causado (art. 11, 7.ª) Esta circunstancia se fundamenta en sanas consideraciones de política criminal, tendientes a evitar que el daño causado por el delito se expanda o a repararlo si ello ya no es posible (“impedir sus ulteriores perniciosas consecuencias”), siempre que ya no sea posible el desistimiento. En la jurisprudencia, se han presentado discusiones acerca de la clase de delitos en que puede operar, aunque mayoritariamente parece inclinarse a entender que esta atenuante no es restrictiva y tiene un ámbito de aplicación general, salvo los casos expresamente excluidos por la ley, como en los delitos de la Ley 20.000 y en los delitos de robo con violencia o intimidación, según el art. 450 bis. Esta es también la opinión dominante en la doctrina (Künsemüller, “Reparación”, 365). Sin embargo, no son pocos fallos que la excluyen tratándose de sustracción de menores y de carácter sexual con víctimas menores de edad, por su especial gravedad; en los relativos al porte y tenencia de armas prohibidas y bajo control, por ser de peligro; y en los de manejo en estado de ebriedad, por no existir víctima a quien reparar (RLJ 78.). Por otra parte, aunque la ley no explicita la forma de la reparación, es costumbre que ésta se realice por medio de consignaciones ante el tribunal de la causa. La consignación puede hacerla el propio inculpado o un tercero a su nombre, mientras no se trate del civilmente responsable, ni del pago de la fianza, de la multa o de una indemnización civil fijada por sentencia judicial (RLJ 76). Además, la reparación debe ser “celosa”, en un sentido objetivo, atendiendo el concreto mal causado, las facultades del autor del delito y su situación procesal, de acuerdo con la apreciación que de ella haga el tribunal de instancia y no un arrepentimiento moral, estimando nuestra jurisprudencia más reciente que es posible admitir la reparación aun cuando ella tenga

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como única motivación la construcción de la atenuante (RLJ 77). Tampoco se exige la reparación completa, sino el intento objetivo de alcanzarla pues, por una parte, ello no lo exige la ley y, por otra, supondría la imposibilidad de aplicar la atenuante en todos los delitos con resultados irreversibles, como el homicidio (RLJ 75). Finalmente, debe tenerse en cuenta que, tratándose de los delitos de hurto y robo con fuerza o con violencia del art. 436, si la reparación consiste en la entrega voluntaria de las especies hurtadas o robadas antes de que se persiga o ponga en prisión al autor, el art. 456 CP otorga a esta forma de reparación un efecto atenuante especial: aplicación de la pena en un grado inferior a la señalada por la ley al delito. En el resto de los casos, la mera restitución de la especie no parece configurar esta atenuante (art. 456 bis), pero podrá darse lugar a ella si la especie se sustituye por cantidades de dinero y es posible justificar el celo con que se actúa (RLJ 78).

e) Colaboración con la justicia (art. 11, 8.ª y 9.ª) Aquí se contemplan, respectivamente, dos formas diferentes de colaboración con la justicia: i) la autodenuncia y confesión de quien puede “eludir la acción de la justicia por medio de la fuga u ocultándose”; y ii) de otra forma, “colaborar sustancialmente al esclarecimiento de los hechos”. Ambas atenuantes se fundamentan en atendibles razones de política criminal, que no favorecen a la víctima del delito, como en la circunstancia 7.ª, sino la acción de la justicia, que de otro modo podría verse frustrada o retardada. Un parte de la doctrina ve en estas circunstancias, y también en la del 7.ª, un fundamento diferente para conceder la atenuación: el comportamiento del imputado que renuncia a sus derechos a no declarar contra sí mismo y a emplear su declaración como “medio de defensa”, contemplados en los arts. 93 g) y 98 CPP, “expresivo de un ejercicio supererogatorio de fidelidad al derecho”, aunque tardío (Mañalich, “Atenuantes”, 238. No es claro, sin embargo que, más allá de su expresión como un juego de palabras, se exija la prueba de esta “fidelidad” tardía al ordenamiento, pues la ley incluso premia al que “se aprovecha” de las circunstancias que se tratan para su pronta reincorporación al mundo criminal o perjudicar a terceros, sin que la motivación para el comportamiento posterior —aprovechamiento o declaración de fidelidad— tenga ninguna relevancia a la hora de acoger o rechazar las atenuantes). La amplitud con que está redactada la circunstancia 9.ª del art. 11 parece permitir una apreciación más laxa de las formas de colaboración con la jus-

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ticia, muy necesaria en el nuevo proceso penal, particularmente para recompensar a quien, reconociendo su responsabilidad por los hechos imputados, acepta soluciones diferentes al juicio oral como la suspensión condicional del procedimiento, procedimiento abreviado, etc., como se refleja claramente en los arts. 395 y 409 CPP, en relación con los delitos de robo y hurto y la regla especial del art. 449 CP. Queda así reducida a una cuestión menor la exigencia detallada de requisitos que antes se hacía valer para aceptar la circunstancia 8.ª, pues a falta de ellos, siempre que se haya colaborado sustancialmente en el esclarecimiento de los hechos, corresponderá apreciar la 9.ª, que no requiere siquiera confesión, trámite que ya no existe (v. sobre la evolución de esta circunstancia, González, “Circunstancia”, 13, con referencias jurisprudenciales). No obstante, subsiste una amplia discusión jurisprudencial en los casos en que esta atenuante se alega únicamente por la defensa, cuya extensa casuística está dominada por vaivenes en torno a su más o menos laxa aceptación, según el mayor o menor criterio de favorabilidad o pro reo de cada tribunal (RLJ 84). De allí se desprende que, al contrario de la N.º 8, la colaboración sustancial de la N.º 9 puede tener lugar tanto en la etapa de investigación como en el juicio oral, aunque durante la primera se haya discutido la legalidad del proceso o incluso negado los hechos o la participación (SCS 3.8.2015, RCP 42, N.º 4, 171, con nota aprobatoria de E. Vásquez). No es, con todo, la ley tan laxa como para entender que esta atenuante pueda existir ni mucho menos entenderse como “muy calificada” con la sola presentación al juicio del imputado o mediante cualquier clase de declaración ante la Fiscalía (SCS 4.11.2015, RCP 43, N.º 1, 203; y SCA Concepción, 23.3.2018, RCP 45, 661, con nota aprobatoria de J. Toro). Finalmente, las mismas razones que llevan a la incompatibilidad de las circunstancias pasionales conducen a afirmar la incompatibilidad de todas las circunstancias, genéricas, específicas y especiales, basadas en el premio a una colaboración con la acción de la justicia.

f) Obrar por celo de la justicia (art. 11, 10.ª) La circunstancia de “haber obrado por celo de la justicia”, es original de nuestro Código, siendo agregada por la Comisión Redactora a instancias de Fabres, con el argumento de que “en muchos casos puede un celo exagerado arrastrar a la ejecución de actos que constituyen delitos, proponiéndose no obstante el hechor el mejor servicio de un puesto público” (Actas, Se. 122, 219). No obstante, a pesar de las limitaciones que se desprenden de este argumento, nuestra doctrina es mayoritaria en orden a sostener que aprovecha

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tanto al empleado público como al particular que coopera con él (Novoa PG II, 40). Y, por eso, la jurisprudencia admite su alegación incluso en casos de castigos a un menor por cometer delitos (RLJ 88).

F. Atenuante especial de eximente incompleta privilegiada (art. 73) Según esta disposición, “se aplicará asimismo la pena inferior en uno, dos o tres grados al mínimo de los señalados por la ley, cuando el hecho no fuere del todo excusable para eximir de responsabilidad criminal en los respectivos casos que trata el art. 10”. Es decir, se trata de un caso especial y preferente de la atenuante 1.ª del art. 11, que no se compensa con las eventuales agravantes concurrentes y se aplica una vez determinado tanto el grado de desarrollo del delito como el de su participación en él. Se trata de una circunstancia personal, incluso si la eximente incompleta se relaciona con las causales de justificación (art. 10 N.º 4, 5, 6, 7, 11 y 12, en cuanto se refiere a la omisión por causa legítima), pues los requisitos que a ellas faltan para constituirla son por regla general los subjetivos (falta de provocación o de ánimo de legítimo, o la existencia de un deber personal de soportar el mal). Por otra parte, es mayoritaria la doctrina que estima aquí que al hablar del mayor número de los requisitos la ley se refiere exclusivamente a las eximentes que los tienen enumerados expresamente, v. gr., art. 10 N.º 4, 5, 6, 7 y 11 (Etcheberry DP II, 19). Así se pronuncia también la jurisprudencia (SCA Santiago 24.10.2012, GJ 388, 196, rechazado su aplicación a un supuesto de enfermedad mental que no constituía enajenación). Sin embargo, ello parece contradictorio con la interpretación unánime del art. 11, 1.ª, en el sentido que allí la expresión requisitos incluiría no solo los casos de divisibilidad material (con señalamiento de numerales), sino también los comprendidos en las eximentes de suyo graduables, o moralmente divisibles, v. gr., art. 10 N.º 1, 9, 10 y 12. Al aplicar esta disposición, el juez debe imponer una pena al menos inferior en un grado a la señalada abstractamente por la ley al delito y, después, hacer las rebajas aumentos que correspondan según las reglas de los arts. 65 a 69, según el resto de las circunstancias atenuantes y las agravantes genéricas concurrentes. La rebaja es obligatoria, pero su extensión es facultativa, quedando entregada al tribunal, el que puede aumentar la rebaja a dos o tres grados, “atendido el número y entidad de los requisitos que falten o concurran”.

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G. Atenuante especial de media prescripción (art. 103) Conforme dispone el art. 103, si el inculpado se presentare o fuere habido antes de completar el tiempo de la prescripción de la acción penal o de la pena, pero habiendo ya transcurrido la mitad del que se exige, en sus respectivos casos —salvo en las prescripciones de las faltas y especiales de corto tiempo—, deberá el tribunal considerar el hecho como revestido de dos o más circunstancias atenuantes muy calificadas y de ninguna agravante y aplicar las reglas de los arts. 65 a 68, sea en la imposición de la pena, sea para disminuir la ya impuesta. Luego, la media prescripción opera en dos sentidos dentro de la determinación legal de la pena: por una parte, excluye las atenuantes y agravantes genéricas y, en consecuencia, la posibilidad de su compensación; y, por otra, entrega al juez la posibilidad de rebajar la pena, conforme a las reglas generales, al estimar fictamente la concurrencia de dos o más circunstancias atenuantes “muy calificadas”. Pero, mientras la exclusión de las circunstancias agravantes y atenuantes genéricas y, por ende, la imposibilidad de su compensación, son obligatorias; al remitirse el art. 103 a las reglas generales para determinar el efecto de las circunstancias atenuantes fictas que concede por el tiempo transcurrido, solo hace obligatoria la exclusión del máximo o el máximum de la pena, en su caso. En cambio, una rebaja de la pena queda entregada a las facultades que las reglas generales de los arts. 65 a 68 asignan a los tribunales, tal como se previó al momento de su redacción, pues contra la propuesta original de Fabres, en el sentido de hacer obligatoria y gradual la rebaja prevista, “se creyó que podía concederse al caso de haber transcurrido la mitad o más del tiempo de la prescripción completa, el mismo efecto que si concurrieran dos o más atenuantes muy calificadas sin ninguna agravante, es decir, que pueda entonces el juez bajar hasta tres grados de la pena designada por el delito” (Actas, Se. 138, 250). Esta es la opinión de la jurisprudencia dominante (SCS 24.10.2019, DJP 40, 103. O. o., acogiendo la tesis de la obligatoriedad de la rebaja, dejando a la facultad del tribunal solo la determinación de su cuantía, en la SCS 27.8.2014, RCP 41, N.º 4, 143, con nota aprobatoria de C. Cabezas, concordante con la opinión de Mera, “Comentario”, 736, y Guzmán D., “Comentario”, 484). Para el caso en que el tribunal consienta en la rebaja, parece razonable que ésta se haga teniendo en cuenta principalmente “la mayor o menor cercanía con el término prescriptivo total” (Parra, 274). No obstante, en el sistema procesal acusatorio, la cuantía de la rebaja dependerá en la mayor parte de los casos de los términos de la negociación entre fiscales y defensores, sobre todo en procedimientos abreviados y simplificados con recono-

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cimiento de responsabilidad, donde la pena que el fiscal solicita limita las facultades del tribunal para imponer una más grave. Por otra parte, es discutible que esta regla pueda ser aplicada a los delitos que se califican de lesa humanidad, existiendo un vaivén jurisprudencial que, dependiendo de la integración de la Segunda Sala de la Corte Suprema, inclina la balanza en un sentido u otro. Así mientras estuvo presidida por el Ministro Dolmestch, se aceptó en algunos casos que el carácter de delito de lesa humanidad no era óbice para aplicar esta atenuante (SSCS 11.8.2015, RCP 42, N.º 4, 203, y 10.11.2014, RCP 42, N.º 1, 179, con notas críticas de G. Silva y R, González-Fuente, respectivamente); pero, antes y después, se estimó rechazar su aplicación, tanto por la naturaleza del delito involucrado como por la afirmación de que la Corte no podía pronunciarse sobre su aplicación o no, entendiendo que al ser las rebajas facultativas, hacerlo o no es discreción del tribunal de fondo, no susceptible de casación u otro recurso de derecho estricto, jurisprudencia que parece actualmente dominante (Antes: SCS 22.11.2012, RChDCP 2, N.º 1, 197, con nota aprobatoria de R. González-Fuente, quien considera irrelevante determinar la naturaleza de la atenuante, sino únicamente que su aplicación podría contrariar los tratados internacionales en la materia. Después: SSCS 26 y 29.1.2016, RCP 43, N.º 2, 111, con notas de F. Abbott y A. García, en favor de entender que la prescripción y la media prescripción tienen un fundamento común que hace imposible de aplicar la última en delitos imprescriptibles, como los de lesa humanidad).

H. Circunstancias agravantes genéricas (art. 12) El sistema de numerus clausus seguido por los redactores del Código en el catálogo de agravantes es aprobado, en general, por la doctrina chilena, sin perjuicio que se objeta la enunciación fatigosa, casuística, inconexa y repetitiva de veintiun circunstancias, enumeradas sin ningún orden ni clasificación. Su clasificación, para los efectos del art. 64, se ha calificado de “extremadamente dificultosa”, es discutida en muchos casos y hasta se ha propuesto la creación de un grupo especial, denominado circunstancias agravantes mixtas (Ortiz y Arévalo, 392; Künsemüller, “Comentario”, 187; y Etcheberry DP II, 28, respectivamente). Sin embargo, desde el punto de vista que aquí se ha adoptado para entender el art. 64 como regla de imputación y no de “comunicabilidad”, las dificultades no parecen tan relevantes: cualquiera sea su naturaleza, las cir-

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cunstancias agravantes deben ser abarcadas por la subjetividad del agente, en el sentido que debe al menos conocer su presencia o empleo en el hecho que agravan. Pero si la circunstancia exige una subjetividad adicional (la “disposición moral del delincuente, sus relaciones particulares con el ofendido o en otra causa personal”), como el actuar a traición o sobre seguro de la alevosía (art. 11 N.º 1), entonces concurrirá sólo en los responsables que así actúen. No obstante, en la práctica, por regla general y pese a su marcado carácter como manifestación del derecho penal de autor, solo la reincidencia (art. 12, 14.ª a 16.ª) juega un papel relevante, atendido lo fácil de acreditar (extracto de filiación, disponible en línea para los tribunales) y el hecho de no encontrarse limitada por la regla de la inherencia del art. 63. En el futuro, se espera que también juegue un rol relevante la nueva agravante de odio del art. 12, 21.ª, que tampoco está limitada por el alcance del art. 63. Sin embargo, esta agravante y las restantes no referidas a la reincidencia ofrecen un amplio campo de juego para la negociación, pues basta que el fiscal no las incluya en su acusación por cualquier causa para que el tribunal no pueda considerarlas en su sentencia y ni siquiera cuente con elementos para su valoración. En la parte especial, además, es notoria la insatisfacción del legislador con el sistema actual de agravantes, como se aprecia en la incorporación, como agravante específica, de la actuación en grupo (aunque no siempre con la misma fortuna ni empleando igual fraseo legal) en los arts. 260 ter, para los delitos funcionarios; 368 bis, para los delitos sexuales; 449 bis, para los delitos de hurto y robo; y 19 Ley 20.000, en casos de delitos de tráfico ilícito de estupefacientes y sustancias psicotrópicas.

I. Circunstancias agravantes personales a) Alevosía (art. 12, 1.ª) Según la ley, existe “cuando se obra a traición o sobre seguro”. Ello excluye, en primer lugar, la posibilidad de su concurrencia en casos de omisión (Ramírez G., “Circunstancias”, 5, nota al pie N.º 16). Según el Diccionario, actuar a traición importa hacerlo “quebrantando la fidelidad o lealtad que se debe guardar o tener”; y sobre seguro, “sin aventurarse a ningún riesgo”. En términos jurisprudenciales, se ha sostenido también que la traición “importa el ocultamiento de la intención verdadera del agente, presentar ante la víctima una situación con características distintas a las que realmente posee. Importa simulación, doblez en el agente, una actuación mañosa de

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su parte. Actuar sobre seguro es hacerlo creando o aprovechando oportunidades materiales que eviten todo riesgo a la persona del autor, sea que ese riesgo provenga de la posible reacción del sujeto pasivo o de terceros que lo protegen” (SCS 28.01.2003, Rol 271-3. En el mismo sentido, v. RLJ 90). Además, según la jurisprudencia y doctrina dominantes, el actuar alevoso supone aprovecharse o crear la indefensión de la víctima, esto es, un especial ánimo alevoso que sería elemento constitutivo de esta circunstancia (Politoff/Bustos/Grisolía, 119; y Künsemüller, “Comentario”, 189, respectivamente). Luego, esta disposición moral le otorga el carácter personal a la agravante, más allá de la objetiva indefensión de la víctima. Actúa a traición el que oculta su intención, quebrantando mediante engaño la confianza que la víctima le da (Etcheberry DP III, 59). Es Clitemnestra matando a Agamenón en el baño después de fingir regocijo por su llegada tras la caída de Troya: “Lo hice de modo —no voy a negarlo— que no pudiera evitar la muerte ni defenderse. Lo envolví en una red inextricable, como para peces: un suntuoso manto pérfido” (Esquilo, Tragedias, Madrid, 2000, 161). Sobre seguro, el que se oculta materialmente, empleando medios, modos y formas de comisión del hecho que aseguren su resultado sin riesgo para el ofensor: el ataque por la espalda de Rodrigo a Casio, frustrado por su cota (Shakespeare, W., Otelo, Acto V, Escena primera, donde se lee cómo Yago prepara la emboscada diciéndole: “Aquí, ponte detrás de ese saledizo: vendrá en seguida” [Obras Completas, Madrid, 1965, 1514]). De allí que el ataque a un niño de muy corta edad, a un ciego o a otra persona desvalida no sea siempre necesariamente alevoso si el agente no creó, buscó ni aprovechó conscientemente su indefensión; y se haya afirmado que incluso un disparo por la espalda no constituiría la circunstancia si ello no había sido buscado o esperado, sino producto de una actuación “de improviso” (SCA San Miguel 23.10.2014, RCP 42, N.º 1, 319). Sin embargo, en algunos casos extremos se ha discutido que deba requerirse una prueba especial del ánimo alevoso, como en un ataque por la espalda en una iglesia, mientras se recibe la comunión; en “el hecho de sancionar exageradamente a una criatura de dos meses de edad que por sólo llorar es lanzada sobre el borde de la cama en que su madero aparecía al descubierto, actuando sobre seguro ante la imposibilidad evidente de la víctima de evitar el daño que se le causaba”; o desde el momento en que la acción delictuosa tiene asegurado el resultado por recaer sobre persona impedida escapar al ataque o defenderse de él (SCS 10.8.2004, Rol 2109-04; SCA Santiago 15.7.1987, GJ 85, 63; y SCA Santiago 30.11.2009, RLJ 358).

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Con todo, el agente tiene que, al menos, conocer los presupuestos objetivos de la alevosía, esto es, el estado de indefensión de la víctima. Los casos de error siguen las reglas generales del Código, cobrando especial relevancia las que no permiten apreciar las circunstancias no conocidas por el hechor, que agravan la responsabilidad, pero sí aquellas que la atenúan (arts. 64 y 1, inc. 3 del Código Penal). Hacemos presente, eso sí, que es altamente improbable concebir un caso de error tratándose de la traición, mas no así en el obrar sobre seguro. En cuanto a su ámbito de aplicación, el Código limita expresamente la aplicación de la agravante de alevosía a los delitos “contra las personas”, limitación originaria del Código (Fuenzalida CP I, 96). Sin embargo, a pesar de los esfuerzos interpretativos por comprender en dicha expresión algo más que el estricto sentido que le da su empleo como epígrafe del Tít. VIII, L. II CP, incluyendo todos los delitos complejos o compuestos donde aparecieren personas como víctimas en la “abrazadera del tipo” (Cury DP, 519); lo cierto es que el legislador ha dado muestras de que es a esos delitos a que se refiere, pues cuando ha querido ampliar su ámbito de aplicación lo ha hecho expresamente: primero, en el art. 456 bis, para los delitos de robo y hurto; y recientemente, para los atentados de carácter sexual, en el art. 368 bis, según la reforma del año 2010. Este consciente reconocimiento del legislador viene a zanjar, en favor de una interpretación restrictiva, la discusión que aparece en la vacilante jurisprudencia anterior respecto de delitos no considerados expresamente en las reglas de los arts. 456 bis y 368 (así, respecto del delito del art. 372 bis, la SCS 19.12.2000, Rol 2394-00, admitió la agravante; mientras que, respecto del delito de incendio con resultado de muerte, la SCA Santiago 19.5.2003, Rol 5394-3, la rechazó). Finalmente, se debe tener presente que la circunstancia tampoco es aplicable a todo delito contra las personas, por el principio de inherencia del art. 63 (en el homicidio es parte del tipo penal de homicidio calificado; en el infanticidio es inherente); o por imposibilidad lógica: no hay alevosía en el que auxilia al suicida ni en el que se enfrenta a duelo con otro.

b) Precio, recompensa o promesa (art. 12, 2.ª) Las diferencias textuales con el fraseo de la circunstancia segunda del art. 391 N.º 1, han generado dos problemas relevantes de interpretación en esta circunstancia: primero, la naturaleza del precio, recompensa o promesa que se trate; y, en segundo lugar, el sentido de la preposición “mediante”.

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En cuanto a la naturaleza de la prestación, a diferencia de la calificante del homicidio, la agravante genérica no exige que sea de índole “remuneratoria” o pecuniaria. Y, aunque la expresión “precio” en el Diccionario así lo requiere (“valor pecuniario en que se estima algo”), y lo mismo podría sostenerse de la “recompensa” (“acción y efecto de recompensar”, esto es, “retribuir o remunerar un servicio”); tal carácter no es necesario en caso de una “promesa” que, como “expresión de la voluntad de dar a alguien o hacer por él algo”, puede tener un contenido diferente, incluso de carácter sentimental o sexual, un motivo bien conocido para el actuar humano. Esta es la opinión de nuestra doctrina dominante (Garrido DP I, 226; y, ahora, Agliati, 617). No obstante, es claro que el mayor peligro para la sociedad, desde el punto de vista político criminal, es el peligro de la profesionalización del delito, lo que generalmente está asociado a recompensas pecuniarias. Respecto al sentido de la preposición “mediante”, la discusión gira en torno a si ella transforma la circunstancia en personal (art. 64) o no. Para la doctrina dominante, se trataría de una disposición moral del delincuente que “comete” el delito “motivado por” el precio y, por tanto, no comunicable al que lo ofrece, que sería solo un “inductor” (Mera, “Comentario”, 313). Sin embargo, el Diccionario no ofrece dudas acerca de que la preposición incluye también al mandante, es decir, al que comete el delito, como inductor, “por medio” del precio, recompensa o promesa. Este es también el parecer de la jurisprudencia (RLJ 92). Hay también algunos pocos casos en que la jurisprudencia ha desestimado la agravante, entendiéndola, respecto del autor material, incompatible con otros móviles (Künsemüller, “Comentario”, 192). Sin embargo, no compartimos esa opinión, pues no parece responder a la realidad de las múltiples motivaciones concurrentes en el actuar humano (Garrido DP I, 207). En todo caso, para estimar esta agravante se requiere el acuerdo previo en la recepción del precio, recompensa o promesa. La dádiva posterior es irrelevante, como también el hecho que nunca se materialice el pago (Cury DP, 520. O. o., antigua, en Fuenzalida CP I, 97, que admitía el pago posterior). Con todo, el supuesto más importante de actuación por precio, el sicariato o asesinato por dinero, se encuentra especialmente regulado en el art. 391 N.º 1 y, por tanto, no corresponde apreciar, además, esta agravación (art. 63)

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c) Ensañamiento (art. 12, 4.ª) Esta agravante también constituye una calificante del homicidio. Sin embargo, ambas no están concebidas en idénticos términos. Así mientras el ensañamiento del art. 12, 4.ª, consiste en “aumentar deliberadamente el mal del delito causando otros males innecesarios para su ejecución”; en el art. 391 N.º 1, circunstancia cuarta, está expresado como actuar “aumentando deliberada e inhumanamente el dolor al ofendido”. De allí que pueda afirmarse que la agravante genérica es, también, el género respecto del aumento de males en el delito; mientras que la calificante sería una especie, determinada por la naturaleza del mal que se aumenta: el dolor del ofendido. Para ilustrar mejor las diferencias, se señala que la calificante no tendría cabida en el delito de homicidio, respecto de las profanaciones, mutilaciones y otros actos similares sobre el cadáver, cuyo propósito sea satisfacer deseos pervertidos del hechor o de otra índole; aunque en tales casos sí se podría configurar la agravante genérica, al aumentarse el mal del delito; esto es, incurrir en el “lujo de males” a que se refería Pacheco (Politoff/Bustos/Grisolía, 127). Con todo, pese a lo ilustrativo del ejemplo, se debe considerar que, para nuestra jurisprudencia, esta circunstancia no opera respecto de males posteriores a la ejecución del delito, como los actos sobre el cadáver para su ocultamiento, sino únicamente respecto de los que le acompañan o anteceden (SCS 17.10.2012, RChDCP 2. N.º 1, 126, con nota aprobatoria de M. Araya). Se trata, en definitiva, no solo de un aumento objetivo del mal que constituye el delito, innecesario para su comisión; sino de que, además, ese lujo de males sea intencional, esto es, debe tratarse de una situación buscada de propósito por el agente, “deliberadamente” (Fuenzalida CP I, 99). Ello importaría, en los delitos que concurre, la exigencia de dolo directo y la exclusión del dolo eventual (Politoff/Bustos/Grisolía, 127). Según Etcheberry, el término “deliberadamente” importa un actuar reflexivo, tranquilo excluyéndose los males que provienen del ímpetu criminal o de una errónea creencia de su necesidad para cometer el delito (Etcheberry DP II, 44). Por tanto, comprende más allá de su aspecto objetivo una disposición moral del delincuente, que califica la circunstancia de personal, para los efectos del art. 64. Y, por eso mismo, parece una circunstancia inherente no sólo al homicidio calificado, sino también a los delitos de tortura (arts. 150-A a F), según lo dispuesto en el art. 63. Es interesante anotar, además, que, según la doctrina más autorizada, esta agravante comparte también su fundamento con la 9.ª, esto es, añadir ignominia al hecho, diferenciándose

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en que en el ensañamiento se añade un mayor daño material, en cambio, en la ignominia, un mayor daño moral (Novoa PG II, 61). No es casual que la mayor parte de la jurisprudencia que se ha hecho cargo de esta agravante, lo haga al tenor de delito de homicidio calificado, pues para la práctica del ensañamiento parece ser inherente, además, el actuar sobre seguro sobre la víctima. Así, p. ej., se ha señalado que existe ensañamiento por el hecho de arrastrar a una persona atado de sus pies a un vehículo por un camino pedregoso, varios metros, después de golpearlo; apuñalar reiteradamente a una víctima herida; y matarla con un tiro, pero sacándole primero un ojo, un brazo y una pierna (RLJ 93 y 361). Pero, como se señala en SCS 17.1.2001, Rol 2146-00, el solo número de puñaladas inferidos a la víctima es insuficiente para afirmar la presencia de ensañamiento si es que no se logra demostrar que ha obedecido a un acto deliberado de causar otros males (así también, Künsemüller, “Comentario”, 194). En todos estos casos no parece existir posibilidad de defensa de la víctima y, por ello, estimamos que, si bien podría concebirse un hecho alevoso sin ensañamiento, lo contrario no parece posible. Si el autor o el partícipe actúan en la inadvertencia o desconocimiento de que se está provocando ese padecimiento, estarían en un supuesto de error, al que se le debe aplicar las reglas del art. 1, inc. 3.º y 64.

d) Premeditación (art. 12, 5.ª, primera parte) Descrita en idénticos términos que la circunstancia quinta del art. 391 N.º 1, presenta esta agravante idénticos problemas: ¿qué significa exactamente “premeditación” y cuál ha de ser el sentido de la exigencia de ser “conocida”? Además, comparte con la agravante de la alevosía el mismo inconveniente de la determinación de su alcance, limitado según el texto legal a los delitos contra las personas. Según el Diccionario, “premeditación” es la “acción de premeditar”, lo que importa, según el sentido natural de la palabra, “pensar reflexivamente algo antes de ejecutarlo”; y según el significado jurídico que la Academia le asigna, “proponerse de caso pensado perpetrar un delito, tomando al efecto previas disposiciones”. En ambos sentidos, parece más bien un indicador de la existencia del dolo directo en el actuar y, por ello, se señala que “esta circunstancia está en vías de ser suprimida y ha dado origen a serias reservas” (Garrido DP III, 63). De hecho, se encuentra ya desaparecida de las tradiciones jurídicas en que se han inspirado nuestros autores: suprimida tempranamente del Código alemán en 1941, no subsiste tampoco en España a

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partir del Código de 1995. De entre las muchas críticas que recibiera este concepto en la madre patria, destaca la de considerarse “superflua”, pues cuando ella supone un mayor reproche, ya se encuentra implícita en la alevosía, el veneno o el precio o promesa (Pacheco CP, 971). Ello explica que, para poder diferenciar la circunstancia del dolo directo, sea dominante entre nosotros su entendimiento como una combinación entre un criterio cronológico, esto es la persistencia en el ánimo del autor de la decisión de cometer el delito; y uno psicológico, basado en el ánimo frío del autor (Etcheberry DP III, 59). Esto se traduce en la necesidad de que la acusación deba acreditar al menos cuatro requisitos para tener por configurada la causal: i) la resolución previa de cometer el delito; ii) la existencia de un intervalo de tiempo más o menos prolongado entre tal resolución y la ejecución del hecho; iii) la persistencia durante dicho intervalo de la voluntad de delinquir; y iv) la frialdad y la tranquilidad del ánimo al momento de ejecutar el hecho. En cuanto al adjetivo “conocida”, literalmente, “distinguido, acreditado, ilustre”, lo más apropiado parece estimarla en la segunda idea que el Diccionario expresa, esto es, que impone su prueba mediante la constatación de hechos externos diferentes al mero reconocimiento del autor y a la constatación del hecho que se trate (RLJ 362). En los procedimientos acusatorios actuales, esta exigencia es todavía más indistinguible de la necesaria prueba del dolo, de conformidad con el art. 340 del Código Procesal Penal, que ha de basarse también en pruebas diferenciadas del hecho y su reconocimiento. Por nuestra parte, coincidimos en que, si se quiere diferenciar esta circunstancia del dolo directo, no sería posible concebir un actuar premeditado que no sea alevoso, a menos que se acepte el absurdo de planificar un crimen para ser descubierto y repelido. Conceptualmente, la decisión de cometer un delito solo acredita el dolo y no parece tener relevancia el tiempo que tal decisión se mantenga ni el ánimo con que se acompañe, si ello no lleva a asegurar el resultado del hecho, esto es, a una actuación sobre segura o alevosa. En cuanto a su limitado ámbito de aplicación, esta agravante opera únicamente en “los delitos contra las personas”, por lo que, al igual que con la alevosía, cuando el legislador ha estimado conveniente ampliar su ámbito de aplicación, lo ha hecho de manera expresa, como en el caso de los delitos de robo con violencia (art. 456 bis). También, al igual que con la alevosía, esta circunstancia se contempla como modalidad del homicidio calificado, donde no opera como agravante

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genérica, por mor del art. 63. La disposición moral que presupone la transforma en una circunstancia de carácter personal, según el art. 64. Lo anterior tiene como importante consecuencia permitir la defensa del homicidio a ruego como hecho excluyente del homicidio calificado. Ello por cuanto, aunque punible entre nosotros como homicidio simple, no puede comprenderse como asesinato, al excluir el ruego de la víctima el aprovechamiento de su situación de indefensión eventual por parte de su ejecutor, exclusión que al mismo tiempo hace improcedente la calificación por premeditación, por más reflexión y ánimo frío que preceda al hecho.

e) Abuso de confianza y prevalimiento del carácter público (art. 12, 7.ª y 8.ª) El hecho de “cometer el delito con abuso de confianza” (la que podría existir entre personas que viven juntas, compañeros de trabajo, visitas que se reciben, etc.), es también muchas veces parte de la descripción típica de varios delitos y, por lo mismo, su aplicación práctica resulta reducida por la disposición del art. 63 CP. Así, sucede en los fraudes (particularmente, en la apropiación indebida del art. 470 N° 1, pero no en la estafa, según la SCA Santiago 17.8.2007, DJP 39, 139), y en el hurto doméstico o famulato (art. 447 CP). Lo mismo sucede con la circunstancia de “prevalerse del carácter público”, inherente a todos los delitos funcionarios (§4 Tít. III; y Tít. IV CP), por lo que su ámbito de aplicación se reduce al de la comisión de un delito común para lo cual se usa del poder, prestigio, oportunidades o medios que se ponen a disposición del empleado o autoridad pública, cuyo concepto es hoy más o menos coincidente con el de la redacción actual del art. 260, salvo por la inequívoca inclusión en el “carácter público”, para efectos de la agravante, de autoridades diferenciadas de la Administración del Estado, como jueces y legisladores.

f) Añadir la ignominia (art. 12, 9.ª) Esta circunstancia se refiere al empleo de “medios” o al “hacer que concurran circunstancias” que “añadan la ignominia a los efectos propios del hecho”, esto es, una afrenta que injurie, avergüence o humille a la víctima más allá de lo requerido para la ejecución del delito. Su idéntico fundamento con la circunstancia del ensañamiento y la exigencia de que la voluntad del delincuente esté encaminada a la producción de la afrenta, “adicionada

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por la perversidad” del responsable, determinan su carácter personal para los efectos del art. 64 (Novoa DP II, 61). Pero el Diccionario añade que esta afrenta ha de ser “pública”, referencia que debe entenderse en el sentido de que la humillación sea presenciada por terceros y no solo respecto del lugar donde se ejecute el hecho (calle o plaza públicas), como sucede en el caso conocido por nuestra jurisprudencia y puesto como ejemplo de antiguo por Fuenzalida, del marido, pariente o conviviente que es obligado a presenciar la violación de su mujer: la humillación se produce por la presencia en el lugar del marido ante el cual se comete el hecho (Fuenzalida CP I, 105; SCA Concepción 4.8.1922, GT 1922, 2.º Sem, 1226). En este caso, la agravante concurre incluso si la ofendida ignora que el acto está siendo visto por su cónyuge (Künsemüller, “Comentario, 203).

g) Aprovechamiento de la nocturnidad o despoblado (art. 12, 12.ª) Aquí se contempla como agravación ejecutar el delito “de noche o en despoblado”. Sin embargo, y con sano criterio, la ley agrega que “el tribunal tomará o no en consideración esta circunstancia, según la naturaleza y accidentes del delito”, facultad que permite mitigar las dudas acerca de qué ha de entenderse por “noche”, cuando el sol ya se ha puesto o “en despoblado”, esto es, en lugares aislados, solitarios y distantes de puntos habitados, pues lo principal aquí es que el autor se haya valido efectivamente de la nocturnidad y lo solitario de un lugar para cometer un delito, cuya comisión pueda beneficiarse de dichas circunstancias, pues es evidente que en muchos delitos ellas no jugarán ningún papel (Künsemüller, “Comentario”, 206). De allí el marcado carácter subjetivo que la jurisprudencia atribuye a esta circunstancia (RLJ 98).

h) Reincidencia (art. 12, 14.ª a 16.ª) Siguiendo el modelo español, nuestro Código considera la reincidencia una agravante específica para todos los condenados por un crimen o simple delito cometido con posterioridad a una condena anterior. La actual regulación no exige el cumplimiento de la condena anterior para que la agravante opere, por lo que su fundamento debe remitirse a la prognosis de peligrosidad que supone la nueva condena. De hecho, la regla del art. 38 Ley 18.216 hace pervivir los antecedentes legales para apreciar la reincidencia tanto en caso de cumplimiento satisfactorio como insatisfactorio de una pena sustitutiva. Sólo en caso de eliminación de antecedentes por el sistema del

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DL 409 será posible no aplicar la reincidencia, por falta de prueba de su existencia en el proceso. La doctrina critica fundadamente la mantención de esta circunstancia, contraria al principio de personalidad de las penas, la responsabilidad por el hecho y no por la forma de vida; y, por lo mismo, expresión de las ideas del positivismo criminológico de principios del siglo XX, que ve en el reincidente un elemento peligroso a controlar (Guzmán D., “Reincidencia”, 732; Dufraix, “Crítica”, 95). Sin embargo, ella subsiste en diferentes formas en todo el derecho occidental: en España, la reincidencia subsiste como agravante en el art. 22.8.ª CP 1995; en Alemania, es fundamento para la imposición de la medida de seguridad de internamiento indefinido del §§ 66 StGB; y en Estados Unidos, como agravante en los lineamientos de sentencia y fundamento para la regla de los tres strikes y afuera, que impone penas superiores a los veinte años al tercer delito, adoptada en la mayor parte de los Estados y en el sistema federal. En Chile, la objetividad de su prueba (bastan los certificados de antecedentes y de condena anterior), acentuada por sus efectos en la determinación de la pena en regímenes especiales, como el del art. 449, así como en la posibilidad de acceder o no a determinadas penas sustitutivas, hacen de esta circunstancia de vital importancia. Además, de su concurrencia o no puede desprenderse una prognosis de pena privativa de libertad efectiva, fundamental para la decisión de la imposición de una medida cautelar de prisión preventiva (art. 140 c) CPP). Ello explica porqué en nuestras cárceles la regla general es que los internos sean reincidentes múltiples que han agotado todas las posibilidades de salidas alternativas y penas sustitutivas, lo que hace aparecer la ejecución de las penas privativas de libertad en Chile principalmente como medida de seguridad para imputables, aplicable a los reincidentes múltiples y a los responsables de muy graves crímenes. La ley distingue entre reincidencia impropia, genérica y específica. Reincidencia impropia es la situación de quien comete un delito “mientras cumple una condena o después de haberla quebrantado y dentro del plazo en que puede ser castigado por el quebrantamiento” (art. 12, 14.ª), aunque se trate de condenados en libertad condicional o que se encuentren cumpliendo una pena sustitutiva de la Ley 18.216. Se discute, no obstante, la aplicabilidad práctica de esta circunstancia, que aparece en el art. 90 como fundamento para imponer las sanciones por el quebrantamiento de condena, pero existe un sector importante que no considera tales sanciones penas, sino solo “medidas administrativas” que no serían óbice para imponer la agravante aquí referida (Künsemüller, “Comentario”, 209).

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La reincidencia propia genérica consiste en, efectivamente, “haber sido condenado el culpable anteriormente por delitos a que la ley señale igual o mayor pena” (art. 12, 15.ª). El art. 92 aclara que esta circunstancia solo es aplicable si el culpable ha sido condenado ya por “dos o más delitos a que la ley señala igual o mayor pena”. Así, no procederá la agravante si solo se ha condenado por un delito a una pena muy severa, o por dos a penas inferiores, o por uno y otro. En todo caso, la comparación ha de hacerse con las penas asignadas por la ley (en abstracto), sin consideración a las penas efectivamente impuestas. Si antes se ha impuesto una pena mayor por la acumulación de infracciones, ha de estarse a la señalada por la ley al delito y no a la efectivamente impuesta para la aplicación o no de la agravante (RLJ 100). La agravante aplica aún en caso de personas indultadas, pero no si se trata de personas que han cumplido satisfactoriamente sus penas sustitutivas (art. 38 Ley 18.216). Finalmente, tratándose de reincidencia propia específica, la ley solo exige la existencia de una condena ejecutoriada previa por un delito “de la misma especie” (art. 12, 16.ª). Sin embargo, la determinación de qué ha de entenderse por delitos de la misma especie es sumamente discutida: ¿son el homicidio simple y el robo con homicidio delitos de la misma especie?, ¿el secuestro agravado por lesiones lo es con éstas?, ¿la violación con homicidio es de la misma especie que el favorecimiento de la prostitución?, etc. Lo único cierto aquí es que al menos será de la misma especie “la caída en el mismo delito” (Etcheberry DPJ II, 240). La jurisprudencia ofrece diferentes criterios: la naturaleza análoga de los delitos, como las lesiones y el homicidio; los que afectan un mismo bien jurídico, siquiera parcialmente, como las distintas modalidades de delitos contra la propiedad entre sí; y la identidad en el medio de ataque, que lleva a la conclusión contraria (RLJ 101).

i) Límites de la reincidencia El primer límite que encuentra esta agravante es su prescripción, dispuesta art. 104 CP como regla especial que impone no tomarla en cuenta tratándose de crímenes, después de diez años, a contar desde la fecha en que tuvo lugar el hecho, ni después de cinco, en los casos de simples delitos. Tampoco se aplica a los reincidentes por faltas, salvo casos excepcionales como el hurto falta (art. 494 bis). Tratándose de condenas en el extranjero, la regla general es que ellas no pueden tomarse en cuenta, salvo que los tratados internacionales o la ley lo permitan (arts. 310 CP y 21 Ley 20.000, respectivamente).

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En segundo lugar, tampoco debiera aplicarse la agravante a quienes han obtenido el beneficio de la eliminación de antecedentes del DL 409 o han cumplido satisfactoriamente la pena sustitutiva (art. 38 Ley 18.216). La jurisprudencia dominante en la actualidad se ha decantado, también, por excluir la aplicación de esta agravante respecto de los delitos cometidos por los adolescentes (RLJ 104); reservándose el reconocimiento de los antecedentes registrados en el prontuario para los efectos que manda el art. 59 Ley 20.084 (ingresos a las Fuerzas Armadas, policías y Gendarmería de Chile) y otros efectos, como la negativa a la sustitución de penas, según la Ley 18.216.

j) Desprecio a la autoridad y el lugar de culto (art. 12, 13.ª y 17.ª) La circunstancia 13.ª agrava al delito ejecutado “en desprecio o con ofensa de la autoridad pública o en el lugar en que se halle ejerciendo sus funciones”; y la 17.ª la responsabilidad de quien comete un delito “en lugar destinado al ejercicio de un culto permitido en la República”. En ambos casos, el fundamento de esta circunstancia radica en un intento por denostar u ofender a la autoridad y al culto, más allá del delito concreto que se comete. Luego, podría ser admisible solo si el lugar se escoge con la intención de ofender a esa autoridad o culto determinados, siempre que ello no constituya uno de los especiales delitos de los arts. 261 a 269 y 138 a 140, respectivamente. Pero como la investidura de la autoridad y el lugar donde se comete el delito son hechos objetivos, la circunstancia es mixta, aunque personal para los efectos de su comunicabilidad.

k) Desprecio al ofendido y discriminación (art. 12, 18.ª y 21.ª) La circunstancia 18.ª del art. 12 se refiere al que ejecuta un delito “con ofensa o desprecio del respeto que por la dignidad, autoridad, edad o sexo mereciere el ofendido, o en su morada, cuando él no haya provocado el suceso”. Sin embargo, es difícil conciliar esta agravación con la garantía constitucional de igualdad ante la ley y la protección del honor que, constitucionalmente, se dispensa a todas las personas; puesto que toda víctima de un delito se sentirá, por igual, ofendida con su comisión. Si se trata de alguna ofensa adicional al delito, su distinción se hace difícil frente a las agravantes de ensañamiento o ignominia (art. 12, 4.ª y 9.ª). Por ello, es más apropiado, en el caso de quien comete un delito animado del propósito de dejar en claro la inferioridad que atribuye a la víctima,

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llegando incluso a rebajarla a la categoría de objeto, recurrir a la nueva agravante de discriminación del Art. 12 N.º 21. Esta circunstancia, incorporada en 2015 como reacción al homicidio brutal de un homosexual por su calidad de tal (Ley Zamudio), bien puede calificarse como manifestación de los llamados crímenes de odio (Salinero, 263). La circunstancia agrava la pena de cualquier delito que se comete o en que se participa “motivado por la ideología, opinión política, religión o creencias de la víctima; la nación, raza, etnia o grupo social a que pertenezca; su sexo, orientación sexual, identidad de género, edad, filiación, apariencia personal o la enfermedad discapacidad que padezca”. Su carácter personal —expresado en la literalidad del texto positivo— hace muy discutible la exigencia de una prueba independiente del odio que se expresa, como en el sistema norteamericano, o aceptar otras propuestas de delimitación objetiva, que no atiendan a la motivación del agente (Corn, “Discriminación”, 151, y Hernández B., “Discriminación”, 159, respectivamente). Se trata, más bien, de una agravación por la motivación de la conducta, diferente del hecho o delito base, que aparece como “un medio para refrendar el repudio” a la víctima por alguna de las condiciones personales que la ley señala (SCA San Miguel 23.7.2018, Rol 1695-18). Por ello, su aplicación no se encuentra limitada por el principio de inherencia del art. 63, puesto que cualquier delito, particularmente contra las personas y su propiedad, puede ser cometido con la intención de “dar a otra persona un trato de inferioridad basado en alguna generalización” (Fornasari y Guzmán, 138). Solo no sería posible aplicar esta agravante en delitos de odio especialmente consagrados, como el femicidio íntimo (art. 390 bis) y el que se comete por razón de género (art. 390 ter), donde el sexo la de la víctima está considerado en la descripción legal y se entiende que la violencia de género es el fundamento común para sus graves penas.

J. Circunstancias agravantes materiales a) Empleo de medios que causan estragos (art. 12, 3.ª) El empleo de medios que puedan ocasionar grandes estragos o daños a otras personas en la ejecución de un delito (inundación, incendio, veneno u otro artificio que pueda ocasionar grandes estragos o dañar a otras personas) es, a pesar de su carácter material para los efectos del art. 64, una de las circunstancias agravantes del art. 12 de menos aplicación práctica, atendido lo dispuesto en el art. 63, lo que se demuestra por la completa falta de jurisprudencia relevante a su respecto.

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En efecto, entre los medios que menciona el texto legal, constituyen por sí mismos delitos especialmente sancionados el incendio, la inundación, los estragos y los daños, según los arts. 474 a 489 del Código. Si los medios que se emplean son armas de fuego o explosivos bajo control de la Ley N.º 17.798, entonces el régimen punitivo es el de su art. 17-B, quedando excluida la agravante genérica. Si el delito se comete sin emplear tales medios, pero con ocasión de la ocurrencia de un estrago, no es aplicable esta circunstancia, sino la 10.ª del art. 12. Respecto del veneno es también una circunstancia recogida en la descripción del delito de homicidio calificado del art. 391 N.º 1 y en las lesiones del art. 398, aunque en estos casos parecen diferenciarse de la agravante expuesta, que parece alcanzar también un envenenamiento o la dispersión de sustancias nocivas, de carácter masivo. Sin embargo, aquí operan los delitos de envenenamiento y contaminación de aguas del art. 315 del Código y 136 de la Ley General de Pesca. Tratándose del aire, sería también posible la concurrencia del delito de contaminación del art. 291 del Código.

b) Astucia, fraude o disfraz (art. 12, 5.ª, segunda parte) Esta agravación parece también encontrar sentido con relación a la mayor indefensión de la víctima; a lo que se añadiría, en el caso del disfraz, las dificultades en el reconocimiento posterior del delincuente y la consecuente actuación de la justicia. En cuanto supone astucia o fraude, es indistinguible de los delitos de estafa basados precisamente en ese hecho y así se entiende su expresa limitación a los delitos contra las personas, como un adelantamiento del legislador a la segura aplicación de la regla de la inherencia del art. 63. En cuanto a su ámbito de aplicación, la introducción del art. 368 bis, que solo hace aplicable la agravante de la alevosía a los delitos de carácter sexual, parece haber dejado sin lugar la posibilidad de extender a éstos también la del empleo de astucia, fraude o disfraz, discutida en la SCS 14.04.2005, Rol 960-5, donde, no obstante, el Máximo Tribunal descartó su aplicación en un delito de abuso sexual. Finalmente, es necesario señalar que, como en el ensañamiento, el empleo de la astucia, fraude o disfraz en los delitos contra las personas no parece ser sino un indicador del actuar alevoso, esto es, a traición, al facilitar de ese modo la comisión del delito, por lo que, de emplearse para ese efecto, no podría concurrir con esa agravante (Novoa DP II, 58). Aquí la circunstancia tendría un carácter personal (el aspecto alevoso), pero sería redundante.

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Luego, en su aspecto material, según el art. 64, solo en casos del empleo del disfraz únicamente para evitar la persecución penal posterior (como en ciertos robos violentos), podría aceptarse su concurrencia, aunque la ley solo lo permite tratándose de delitos contra las personas.

c) Superioridad (art. 12, 6.ª, 11.ª y 20.ª) Estas tres agravantes suponen la existencia de condiciones objetivas de ejecución o de los medios empleados en ella que la favorezcan y la imposibilidad de resistencia de la víctima, por la superioridad fáctica que otorgan al agente. Como esta es la característica esencial de la alevosía, en su aspecto de actuación sobre seguro, para distinguirla de ésta, más allá de su delimitación por la clase de delitos en que se aplicarían, se tiende a considerarlas como circunstancias materiales específicas, para evitar privarles completamente de un ámbito de aplicación. Así, respecto de la 6.ª, “abusar el delincuente de la superioridad de su sexo o de sus fuerzas, en términos que el ofendido no pudiera defenderse con probabilidades de repeler la ofensa”, donde la opinión dominante es que carece de justificación por ser redundante con las de alevosía y ensañamiento, además de inherente a los delitos comunes de violación y robo (Künsemüller, “Comentario”, 199); la jurisprudencia ha entendido que solo puede referirse a “la circunstancia de que un delincuente, teniendo ya controlada la situación o habiendo dominado a su víctima, sigue ejerciendo sobre ella una violencia física o manteniendo un grado de agresión adicional” (SCS 13.8.1997, GJ 206, 102). Para diferenciarla objetivamente de la circunstancia 11.ª, donde se establece la superioridad con el auxilio de otros, la superioridad en esta 6.ª debe ser la del delincuente aislado. En cuanto a la 11.ª, ejecutar el delito con auxilio de “gente armada” o “de personas que aseguren o proporcionen la impunidad” (11.ª), la constatación de sus presupuestos parece ser signo inequívoco de la alevosía, en cuanto actuar sobre seguro por la cooperación que varios prestan a la ejecución del hecho; y de premeditación, en cuanto planificación previa para asegurar la impunidad (SCS 3.5.1956, RDJ 53, 38); por lo que se ha calificado de “superflua” (Künsemüller, “Comentario”, 204). De allí que, al igual que en el caso anterior, la única forma de que tenga un ámbito de aplicación es su objetivación, más allá de la constatación de que sí sería aplicable fuera del ámbito de los delitos contra las personas, contra la propiedad y sexuales (arts. 12 N.º 1, 368 bis N.º 1 y 456 bis, inc. 2). Sin embargo, aún desde su pura consideración objetiva, como cooperación al hecho de varias personas, armadas o que aseguren la impunidad, presenta problemas serios de

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aplicación. En efecto, aunque la ejecución conjunta de un delito supone un mayor peligro objetivo de realización, nuestra ley no ha considerado este peligro suficiente para sancionar toda clase de proposición y conspiración para delinquir, tratando la intervención conjunta como simples formas de intervención o responsabilidad por el hecho colectivo (art. 14 a 17), de modo que el auxilio de personas que aseguren la impunidad, armadas o no, no parece ser sino otra forma de referirse a la intervención de esas diferentes personas en el delito, en calidad de autores, cómplices o encubridores, lo que explica la discusión doctrinaria sobre qué calificación ha de darse a los intervinientes en estos casos (Mera, “Comentario”, 337). Por otra parte, cuando el auxilio de personas se origina en el acuerdo previo de cometer delitos indeterminados, la mayor peligrosidad del hecho colectivo debiera resolverse mediante la aplicación del delito de asociación ilícita y la punición por separado del hecho concreto que se trate (art. 294 bis). Además, el legislador, advirtiendo las dificultades de aplicación tanto de esta agravante como del delito de asociación ilícita, ha objetivado aún más su formulación, como agravante específica en los arts. 368 bis N.º 2, 449 bis y 19 a) Ley 20.000. Y, en el caso que se presenten con armas de fuego, ese solo hecho puede constituir algunos de los delitos penados especialmente en la Ley de Control de Armas (formación de bandas armadas y su porte o tenencia no autorizados), con una regla concursal especial que impone su sanción por separado y altera el marco penal del delito en que tales armas se emplean (art. 17 B Ley 17.798). Tratándose de la circunstancia 20.ª, se produce respecto de la 11.ª una relación similar que entre ésta y la 6.ª: en ambas concurre el porte de armas, pero en una es de carácter individual (20.ª) y en la otra, colectivo (11.ª). En ambos supuestos, se debe entender por armas cualquier objeto cortante, punzante o contundente que se haya tomado para matar, herir o golpear (art. 132), que no sea un arma de fuego, cuya especial regulación supone la comisión de un delito independiente, según las modificaciones introducidas por la Ley 20.813, de 2015. Con esta modificación, que incluyó la supresión de los incs. finales del art. 450, la agravante no hace más referencia al peligro común que suponen las armas de fuego, por lo que, sin duda alguna, ha de entenderse inherente, de conformidad con el art. 63, no solo a aquellos delitos en cuya descripción se supone el uso de armas, como la sublevación y el alzamiento de los art. 121 y 126, sino también en todos aquellos cuya ejecución importe causar heridas, como las lesiones y los homicidios, o ejercer violencia o intimidación, como el secuestro, la violación, los abusos sexuales, y los robos (Oliver, “Uso o porte de armas”, 152).

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d) Calamidad (art. 12, 10.ª) Aquí se contempla como agravante el cometer el hecho en ciertas condiciones ambientales o situacionales que favorecen su comisión y aumentan la indefensión de la víctima, objetivamente: “con ocasión de incendio, naufragio, sedición, tumulto o conmoción popular u otra calamidad o desgracia”. Tratándose de terremotos y otras calamidades semejantes, su aplicación práctica debiera ser desplazada por el art. 5 Ley 16.282, que establece disposiciones permanentes para casos de sismos y catástrofes, y considera como agravante la comisión de delitos contra las personas o la propiedad dentro del área de catástrofe que haya sido declarada en tales eventos. No obstante, en la práctica forense posterior al terremoto de 27.2.2010, los tribunales de las zonas afectadas prefirieron sistemáticamente aplicar la agravante genérica, atribuyéndole un carácter especializante al ánimo de aprovechamiento que entendieron concurría en la agravante genérica, aunque ello no se desprende del texto legal (v. Silva, “Receptación”, 126). Fuera de estos casos, los robos y hurtos cometidos con ocasión de calamidad o alteración del orden público, así como los saqueos, se agravan especialmente en los arts. 449 ter y quáter, no siendo de aplicación esta agravante genérica.

e) Fractura (art. 12, 19.ª) Considera esta circunstancia el escalamiento como agravante, entendiendo por tal ejecutar el delito “por medio de fractura o escalamiento de lugar cerrado”. Se discute aquí si esta circunstancia comprende lo mismo que el escalamiento del art. 440 N.º 1, encontrándose dividida la doctrina, pues hay quienes piensan que mientras en esta agravante común se podría considerar el hecho de fracturar una puerta al salir, en el art. 440 N.º 1, la fractura se limita a entrar al lugar.

K. Agravante especial de prevalimiento de menores de edad (art. 72) Aquí se establece la aplicación de la pena aumentada en un grado respecto de la que habría correspondido “sin esta circunstancia”. La agravante también tiene aquí un efecto extraordinario: no concurre a la compensación racional y solo se aplica después de determinada la pena conforme a las reglas de los arts. 50 a 69.

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La agravación es aplicable a todos quienes intervienen en el hecho prevaliéndose de menores, sea que intervenga como coautor o cómplice; aunque no opera en caso de que el menor sea inductor o autor mediato, ni tampoco si es encubridor de un delito, pues en este último supuesto no interviene en su “perpetración” (o. o. Polanco, 604, quien estima que la agravante tampoco se aplica si el menor es considerado solo cómplice). En cambio, quienes se prevalen del menor pueden ser tanto los autores inmediatos y mediatos, como los coautores e inductores, pero no los cómplices.

L. Circunstancia mixta del parentesco (art. 13) A las circunstancias genéricas de los arts. 11 y 12, se agrega la del art. 13, denominada mixta del parentesco, que puede operar como agravante o atenuante, según la naturaleza y accidentes del delito. Es discutida la determinación de en cuáles casos esta circunstancia atenúa y en cuáles agrava, pero, en términos generales y según la jurisprudencia, puede afirmarse que, tratándose de delitos que afecten la vida, integridad o salud de las personas, la circunstancia del parentesco ha de considerarse como agravante; mientras que en aquellos en que solo se afecten derechos patrimoniales o de otra clase y que no pongan en peligro la salud o vida del pariente, la atenuación sería procedente (Künsemüller, “Comentario”, 226)

M. Reglas que regulan el efecto de las circunstancias atenuantes y agravantes, dependiendo de la naturaleza de la pena asignada por la ley a cada delito (arts. 65 a 68 bis) a) Cuando la ley señala una sola pena indivisible (art. 65) Según el art. 65, cuando la ley señala una sola pena indivisible (penas de muerte y perpetuas), “la aplicará el tribunal sin consideración a las circunstancias agravantes que concurran en el hecho”. Actualmente, en el derecho común, no existen casos en que esta regla sea aplicable directamente a un tipo penal determinado, salvo que, en un caso de concurso ideal del art. 75, resulte más beneficioso la imposición de una única pena perpetua que la de ésta sumada a otras, divisibles o indivisibles. En cuanto a las atenuantes, solo tienen efecto si concurren sin agravantes. En estos casos, si concurre una sola atenuante, muy calificada, puede rebajarse la pena en un grado (art. 68 bis). Pero, si son dos o más las atenuantes concurrentes, entonces podrá aplicarse “la pena inmediatamente inferior en uno o dos grados”.

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Pero las rebajas señaladas son facultativas, según expresan la doctrina y jurisprudencia absolutamente dominantes, por cuanto así se desprende del sentido literal posible de la norma, que utiliza la palabra “podrá” y quedó consagrado en la historia fidedigna de su establecimiento, pues consta que la Comisión Redactora quiso dejar este asunto a la prudencia de los jueces (Actas, Se. 19, 35; y Se. 136, 247). De allí que se estima que no considerar las atenuantes eventualmente presentes no da lugar a un recurso de nulidad, pues apreciarlas o no y darles o no un efecto determinado en la medida de la pena se entiende una facultad privativa de los jueces del fondo que no puede constituir una errónea calificación del derecho (SCA Santiago 6.11.2015, RCP 43, N.º 1, 445, con nota de J. Winter. O. o. Mañalich, “Discrecionalidad”, 156, quien ha sostenido que solo sería facultativo el monto de la rebaja, pero no la rebaja en sí misma, particularmente respecto de similar prescripción del art. 68, apoyándose en la antigua SCS 22.04.1943, GT 1943-1, 169).

b) Cuando la ley señala una pena compuesta de dos indivisibles (art. 66) Según el art. 66, en este caso —que en el texto del Código se da únicamente en el art. 372 bis CP—, si “no acompañan al hecho circunstancias atenuantes ni agravantes”, puede el tribunal imponer cualquiera de las penas señaladas por la ley. Concurriendo una o más agravantes y ninguna atenuante, se debe imponer la pena mayor (el grado máximo). Si concurre una atenuante y ninguna agravante, se debe imponer la pena menor (el grado mínimo). Pero, si esa atenuante es muy calificada, además, se puede imponer la pena inferior en un grado (art. 68 bis CP). Y si son dos o más las atenuantes concurrentes —sin que concurra ninguna agravante—, la pena puede rebajarse en uno o dos grados. Al contrario de las reglas del art. 65, aquí encontramos dos supuestos de obligatoria aplicación (y, por tanto, susceptibles de fundar un recurso de nulidad, en caso de infracción a ellos), en caso de concurrir una sola agravante y ninguna atenuante, y viceversa; pero las rebajas siguen siendo facultativas.

c) Cuando la ley señala como pena solo un grado de una pena divisible (art. 67) Este supuesto se verifica con mucho mayor frecuencia que el de las dos reglas anteriores, tanto por existir muchos delitos a los que la ley les asigna

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como pena un solo grado de una divisible (así, p. ej., arts. 113, 141, 296, 397 N.º 1 y 2, etc.) como por ser resultado indirecto de la aplicación de las reglas de concurso ideal de delitos, reiteración y legales de determinación de la pena. Siguiendo los criterios de las reglas anteriores, el art. 67 dispone que, si no concurren circunstancias atenuantes ni agravantes en el hecho, el tribunal puede recorrer toda su extensión al aplicarla. Si concurren unas y otras, primero se debe hacer su compensación racional, y con el resultado de ella proceder a aplicar las reglas siguientes: i) si concurre solo una circunstancia atenuante o solo una agravante, se aplica la pena en su mínimum o en su máximum, respectivamente, a menos que la única atenuante concurrente se considere muy calificada, caso en el cual el tribunal puede imponer la pena inferior en un grado (art. 68 bis); ii) siendo dos o más las circunstancias atenuantes y no habiendo ninguna agravante, la regla es la misma que en el caso anterior: podrá el tribunal imponer la inferior en uno o dos grados, según sea el número y entidad de dichas circunstancias; y iii) tratándose de concurrir dos o más agravantes y ninguna atenuante, la ley concede al tribunal una facultad de que no goza tratándose de penas indivisibles: puede aplicar la pena superior en un grado, esto es, la inmediatamente superior en la Escala Gradual respectiva.

d) En los demás casos (art. 68) Estos son, sin duda, los supuestos más frecuentes del Código —y de allí la importancia de su correcta aplicación—, donde la pena señalada por la ley consta de dos o más grados, bien sea que los formen una o dos penas indivisibles y uno o más grados de otra divisible, o diversos grados de penas divisibles. La mecánica es similar a la de los casos anteriores: si no concurren circunstancias, el tribunal puede recorrer toda la extensión de la pena; si concurren unas y otras, se compensan racionalmente y el resultado se rige por las siguientes reglas: i) habiendo una sola circunstancia agravante, no se aplica el grado mínimo de la pena; ii) pero, si son dos o más las agravantes, puede aplicarse, además, el grado inmediatamente superior al máximo (así, p. ej., en el delito de violación del art. 361, cuya pena es presidio mayor en sus grados mínimo a medio, si concurre una agravante, no se aplica el presidio mayor en su grado mínimo, restando para aplicar el grado medio del presidio mayor; pero si concurren dos o más agravantes, amén de no poder aplicarse el presidio mayor en su grado mínimo, puede el tribunal imponer la pena de presidio mayor en su grado máximo —el grado superior al máxi-

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mo de la pena, que era, en este caso, presidio mayor en su grado medio—); iii) si concurre una sola atenuante, no puede aplicarse el grado máximo de la pena, que en nuestro ejemplo del art. 361, sería el presidio mayor en su grado medio, pudiendo imponerse solo la de presidio mayor en su grado mínimo; a menos que esa circunstancia atenuante se considere muy calificada (art. 68 bis), caso en el cual la pena a imponer puede ser la inferior en un grado (en nuestro ej., llega a presidio menor en su grado máximo); y iv) pero, si son dos o más las atenuantes concurrentes, la rebaja, también facultativa, puede llegar a uno, dos y hasta tres grado, o sea, en el ej., hasta el presidio menor en su grado mínimo.

e) El problema de la compensación racional Las reglas transcritas hacen todas referencia a la del art. 66 inc. final que, para el caso de concurrencia de agravantes y atenuantes dispone que el juez “las compensará racionalmente”, “graduando el valor de unas y otras”. Esta operación debe hacerse antes de aplicar las reglas de individualización judicial, sobre la base de las circunstancias que restan (Etcheberry DP II, 184). El primer problema que ello presenta es cómo realizar esa “compensación racional”. Aunque buena parte de la jurisprudencia se limita, en el día a día, a sumar y restar atenuantes y agravantes, y luego aplicar las reglas de los arts. 65 a 68 con el resultado de tales operaciones (dos atenuantes y una agravante, compensadas, daría como resultado una sola atenuante y ninguna agravante); es preciso, sin embargo, tener en cuenta que la expresión “racional” parece significar que la compensación no consiste solo en una operación de suma y resta. Así, p. ej., debiera tomarse en cuenta que una interpretación sistemática de las reglas del CP conduce a atribuir un mayor peso a las atenuantes que a las agravantes; que algunas de ellas tienen mayor preponderancia en el hecho global que otras (lo que se demuestra con la resistencia de la jurisprudencia a conceder la atenuante 8.ª del art. 11 a los delitos sexuales contra menores de edad); y que esta decisión debe fundamentarse en el fallo, aunque su resultado no resulte atacable por la vía de la nulidad. No obstante, la disímil naturaleza de las atenuantes (todas de carácter personal) y las agravantes (de carácter personal y material) y su rol político criminal en los procedimientos consensuados dificultan las loables pretensiones de racionalización de esta compensación que, sobre diferentes bases teóricas, se han intentado entre nosotros (v. van Weezel, “Compensación”, 477; y Rudnick, Compensación, 484).

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En segundo lugar, se presenta la cuestión de si, una vez hecha la compensación racional, es posible, en el caso de que subsista una única atenuante, considerar ésta como “muy calificada”, para los efectos de aplicar el art. 68 bis. A nuestro juicio, ello no es posible, pues para que pueda operar la regla del art. 68 bis debe concurrir en el hecho una sola circunstancia atenuante y ninguna agravante. Una sola atenuante adicional, así como la presencia de una sola agravante, excluyen la aplicación de la regla. Esto se debe al tenor expreso de la norma (“cuando solo concurra una atenuante muy calificada”) y la historia fidedigna de su establecimiento (Matus y van Weezel, “Comentario”, 369). Además, las reglas de los arts. 66 a 68 imponen su aplicación después de la compensación racional, sin remisión al art. 68 bis. Esta parece ser también la opinión dominante en la jurisprudencia actual (o. o. Oliver, “art. 68 bis”, para quien no existen argumentos suficientes contra la posibilidad de calificar una atenuante que resulte de la compensación del art. 65).

f) Determinación del mínimum y el máximum dentro de cada grado Cuando la pena consiste en un solo grado de una divisible, el art. 67 dispone la obligatoriedad de no considerar el máximum o el mínimum de la pena, si solo concurre una atenuante o una agravante, respectivamente. Una discusión permanente a este respecto es cómo calcular esos mínimum y máximum, siendo dominante la doctrina que estima necesario hacerlo mediante el mecanismo de transformar un año en 365 días, añadir un día y dividir por dos el total del tiempo comprendido en cada grado (Pica, 13). Este es el sistema que se emplea en la confección de las tablas que se exponen más adelante.

N. Regla sobre individualización exacta de la cuantía de la pena dentro del grado (art. 69) Conforme al art. 69 CP, una vez realizadas las operaciones derivadas de las reglas antes estudiadas, “dentro de los límites de cada grado el tribunal determinará la cuantía de la pena en atención al número y entidad de las circunstancias atenuantes y agravantes y a la mayor o menor extensión del mal producido por el delito”. Es preciso notar que las magnitudes penales respecto de las que se aplica el art. 69 pueden llegar a ser particularmente significativas, p. ej., si no concurren atenuantes ni agravantes, el art. 68 inc. 1 faculta al tribunal para

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imponer al autor de sustracción de menores una pena que va desde 10 años y un día hasta 20 años (art. 142 N.º 2). Por ello, aunque el sistema chileno no contiene una norma que establezca perentoriamente la culpabilidad como fundamento de la medida de la pena, como hace el § 46.1 StGB, la doctrina nacional ha visto en esta disposición el lugar para la aplicación del principio “no hay pena sin culpabilidad” (Rivacoba, “Principio de culpabilidad”, 221). En este sentido, también se afirma que la regla del art. 69, se refiere solo a afectaciones graduables del bien jurídico protegido por cada tipo penal, no pudiendo extenderse a otros efectos del delito y ni siquiera entrar en consideración cuando tal afectación no es cuantificable, sino que supone su destrucción (Rodríguez C., “Mal”, 952). No obstante, ello debe matizarse pues el texto del art. 69 no se refiere ni a la “culpabilidad” ni al “bien jurídico” en los términos empleados por Rivacoba y Rodríguez C., ajenos a su raíz histórica, y nada en él impide considerar los efectos del hecho más allá del delito. En efecto, por una parte, la ley se refiere a “la mayor o menor extensión del mal producido por el delito”, no del mal en que consista el delito. Y, por otra, un concepto estricto impediría la individualización judicial en aquellos casos en que, no concurriendo circunstancias anejas a su configuración típica, no exista graduación posible de la culpabilidad o la afectación del bien jurídico, como en los delitos en que se exige dolo directo y el resultado supone la destrucción del bien jurídico, típicamente, el homicidio calificado, entregando a una decisión ya no discrecional, sino simplemente arbitraria, la de imponer una pena privativa de libertad temporal de entre quince años y un día a veinte o una de presidio perpetuo. Luego, se trata de una regla que permite considerar todas las circunstancias que puedan concurrir en el caso concreto, más allá de la sola constatación del hecho punible, sin preferencia por aquellas vinculadas a las ideas que se tengan sobre la “culpabilidad” o el “bien jurídico” afectado (Vargas P., “Tensión”, 85). Así, es posible afirmar que, dentro de los límites de la discrecionalidad del art. 69, un juez pueda no solo considerar nuevamente las circunstancias descritas en los arts. 11 a 13 (lo que expresamente permite el texto legal, aunque es discutible respecto de las agravantes), sino también la mayor o menor vinculación subjetiva (p. ej., los distintos grados del dolo, y las diferencias entre las formas de la culpa: con o sin representación, imprudente o negligente), la diferencia entre los grados de peligro, la entidad del daño causado y hasta circunstancias fácticas que, sin constituir atenuantes o agravantes (las condiciones sociales y oportunidades vitales reales de la víctima y el condenado, p. ej.), influyan en la culpabilidad del condenado. Incluso es posible tomar en cuenta criterios de prevención general, siem-

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pre que se vinculen con la mayor o menor extensión del daño causado y no dejen aparte los aspectos subjetivos ya señalados (o. o. van Weezel, “Determinación”, 401, quien apunta exclusivamente a criterios vinculados con la prevención general). Sin embargo, a pesar de la inobjetable obligatoriedad del art. 69 y de los reclamos que por una individualización judicial razonada y fundamentada hace nuestra doctrina (Etcheberry DP II, 191), nuestros tribunales tienden a aplicar, por regla general, el mínimo del grado de la pena correspondiente, sin mayores fundamentos acerca del valor que a las circunstancias concurrentes se les asigna, la entidad que les atribuye o la extensión del mal que se estima causado, de acuerdo al mérito del proceso, o de la forma en que todos estos factores se han conjugado en su pensamiento para llevarlo a la determinación precisa de la pena impuesta (Hurtado y Vargas, 59; Wilenmann et al, 475). Esta tendencia se ha visto acentuada en el cambio del siglo y el nuevo sistema procesal por la necesidad de ajustar la pena a una cuantía que permita su sustitución por una de las penas de la Ley 18.216, esto es, más por razones de política criminal que por consideraciones respecto de la culpabilidad de los condenados. No obstante, en la medida que los regímenes especiales de determinación de la pena tienen como base para su individualización únicamente la regla de este art. 69, es posible que se desarrollen en el futuro criterios jurisprudenciales más precisos.

O. Regla sobre individualización judicial de la pena de multa (art. 70) El art. 70 entrega al tribunal dos criterios para cuantificar la multa en el caso concreto: las circunstancias atenuantes y agravantes del hecho, y principalmente, el caudal o facultades del culpable. La determinación de la pena de multa debe comenzar con una valoración de las circunstancias del hecho y después continuar con la determinación final de su cuantía, atendido el caudal del condenado, salvo que exista algún régimen especial para multas determinadas, caso en el cual ni este art. 70 ni los límites impuestos por el art. 25 a las cuantías de penas determinables son aplicables, como sucede con la multa del ciento a trescientos por ciento de lo defraudado en el delito del art. 97 N.º 4, inc. 2 CT (SCS 22.12.2014, RCP 42, N.º 1, 243, con nota aprobatoria de M. Schürmann). Mucho menos es aplicable este art. 70, directamente o por analogía, para determinar la cuantía de otra clase de sanciones, como la suspensión de la

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licencia de conducir del art. 196 Ley de Tránsito (SCA Chillán 7.11.2014, RCP 42, N.º 1, 333).

a) Influencia de las circunstancias atenuantes y agravantes del hecho en la cuantía de la multa La ley entrega al juez la valoración del efecto que han de surtir las circunstancias atenuantes o agravantes en la determinación de la cuantía de la multa, sin fijarle parámetros al respecto. Además, a diferencia de lo que ocurre con las penas no pecuniarias, la conjunción de circunstancias agravantes nunca surte el efecto de autorizar al tribunal para exceder el límite máximo previsto por la ley en cada figura delictiva. Sin embargo, de no concurrir agravantes, y en “casos calificados” (por concurrir varias atenuantes o alguna muy calificada o aun de no concurrir ninguna, atendido únicamente el caudal del condenado), la parte final del art. 70 inc. 1 faculta al juez para imponer una multa inferior al monto señalado por la ley, caso en cual debe fundamentar en la sentencia las razones tenidas a la vista para hacerlo.

b) Influencia, principalmente, del caudal o facultades del culpable, en la cuantía de la multa Atendida la redacción del Código, este criterio ha de imponerse sobre los restantes a la hora de determinar la cuantía precisa de la multa a imponer y su forma de ejecución, al punto que de no concurrir circunstancias agravantes del hecho, puede servir como argumento suficiente para permitir al juez imponer una multa de cuantía inferior a la señalada por la ley (art. 70 inc. 1, in fine) y, en todo caso, autorizarle a dividir la cuantía de la multa impuesta en parcialidades dentro de un límite que no exceda de un año (art. 70 inc. 2). El caudal o facultades del condenado comprende tanto su patrimonio al tiempo de la condena como su capacidad de rendimiento económico futuro, especialmente a la hora de imponer el pago en parcialidades. Se trata de establecer, en definitiva, de acuerdo con el mérito del proceso, una multa cuya cuantía no imponga al condenado necesariamente la obligación de su conversión en reclusión a que se refiere el art. 49. Por ello, es aconsejable tomar en cuenta como deudas en el patrimonio otras obligaciones derivadas de la sentencia condenatoria (pago de costas e indemnizaciones civiles),

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excluyendo de los haberes los ingresos que se destinan a fines político-socialmente deseables, como el pago de pensiones alimenticias, el ahorro para un subsidio habitacional o el entero de las cotizaciones previsionales. Para determinar la capacidad de rendimiento económico de una persona, hay que atender a su situación concreta y no a sus capacidades abstractas. Cuando la sentencia autoriza el pago por parcialidades, el beneficio es irrevocable una vez que la sentencia está ejecutoriada. Si se ha impuesto el pago por parcialidades, el art. 70 inc. 2, in fine, establece una cláusula de aceleración en caso de incumplimiento.

§ 5. Aplicación práctica de las reglas anteriores. Tablas demostrativas A. Aplicación práctica de las reglas de los arts. 65 a 68. Tabla demostrativa general

Una pena indivisible (art. 65)

Pena compuesta de dos indivisibles (art. 66)

Pena divisible de un grado (art. 67)

Pena divisible de 2 o más grados; o dos o más grados, bien sea que los formen una o dos penas indivisibles (art. 68)

No debe imponerse en el máximum, se aplica el mínimum

No se aplica el grado máximo, se aplican los grados restantes

1 atenuante 0 agravantes

Pena prevista

No debe aplicarse en su grado máximo, se aplica el mínimo

1 sola atenuante muy calificada (art. 68 bis)

Se puede imponer la pena inferior en un grado al mínimo de la señalada

Se puede imponer la pena inferior en un grado al mínimo de la señalada

Se puede imponer la pena inferior en un grado al mínimo de la señalada

Se puede imponer la pena inferior en un grado al mínimo de la señalada

2 o más atenuantes 0 agravantes

Se puede imponer la pena inferior en Se puede aplicar uno o dos grados la pena inmediataal mínimo, según mente inferior en sea el número y uno o dos grados entidad de dichas circunstancias

Se puede imponerla rebajada en uno o dos grados, según sea el número y entidad de dichas circunstancias

Se puede imponer la pena inferior en uno, dos o tres grados al mínimo, según sea el número y entidad de dichas circunstancias

0 atenuantes 0 agravantes

Se puede imponer en cualquiera de sus grados, recorriendo toda su extensión

El tribunal puede recorrer toda la extensión del grado

Se puede imponer en cualquiera de sus grados, recorriendo toda su extensión

Pena prevista

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Una pena indivisible (art. 65)

0 atenuantes 1 agravante

Pena prevista

Pena compuesta de dos indivisibles (art. 66)

Pena divisible de un grado (art. 67)

Pena divisible de 2 o más grados; o dos o más grados, bien sea que los formen una o dos penas indivisibles (art. 68)

No debe aplicarse en su grado mínimo. Se aplica el máximo

No debe imponerse en el mínimum, se aplica el máximum

No debe aplicarse el grado mínimo, se aplican los grados restantes Se puede imponer la pena inmediatamente superior en grado al máximo de los designados por la ley Compensación racional

0 atenuantes 2 o más agravantes

Pena prevista

Debe aplicarse en su grado máximo

Se puede aplicar la pena superior en un grado

1 o más atenuantes y 1 o más agravantes

Pena prevista

Compensación racional.

Compensación racional

B. Aplicación práctica de las reglas del art. 67. Tabla demostrativa del mínimum y máximum de cada grado de las penas divisibles Penas

Duración del Mínimum

Duración del Máximum

Presidio, reclusión, confinamiento, extrañamiento y relegación mayores en su grado máximo

De 15 años y un día a 17 De 17 años y 184 días a 20 años y 183 días años

Presidio, reclusión, confinamiento, extrañamiento y relegación mayores en su grado medio

De 10 años y un día a 12 años y 183 días

De 12 años y 184 días a 15 años

Presidio, reclusión, confinamiento, extrañamiento y relegación mayores en su grado mínimo

De 5 años y un día a 7 años y 183 días

De 7 años y 184 días a 10 años

Presidio, reclusión, confinamiento, extrañamiento y relegación menores en su grado máximo

De 3 años y un día a 4 años

De 4 años y un día a 5 años

Presidio, reclusión, confinamiento, extrañamiento y relegación menores en su grado medio

De 541 a 818 días

De 819 días a 3 años

Presidio, reclusión, confinamiento, extrañamiento y relegación menores en su grado mínimo

De 61 a 300 días

De 301 a 540 días

Prisión en su grado máximo

De 41 a 50 días

De 51 a 60 días

Prisión en su grado medio

De 21 a 30 días

De 31 a 40 días

Prisión en su grado mínimo

De 1 a 10 días

De 11 a 20 días

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§ 6. Regímenes especiales de determinación e individualización de la pena La aplicación mecánica de las reglas anteriores y la amplia posibilidad de sustitución de penas de la Ley 18.216, hacen posible que a todo primerizo condenado por simple delito o por crímenes cuya pena mínima en abstracto sea presidio mayor en su grado mínimo (pero también, por aplicación del art. 68, incluso hasta el grado máximo), pueda imponérsele una pena de menos de cinco años de duración, lo que conlleva, de manera también mecánica, a su sustitución por una de las penas sustitutivas de cumplimiento en libertad de la Ley 18.216. Las negociaciones entre fiscales y defensores y la imposibilidad de los tribunales en orden a investigar por sí mismos los antecedentes que les presentan los intervinientes, profundizan este automatismo. Para evitar esta consecuencia, nuestro legislador ha ido estableciendo sistemas especiales de individualización judicial de la pena que limitan las negociaciones y el ejercicio de las facultades judiciales dentro del grado o grados fijados por la ley para cada delito, impidiéndose hacer rebajas o aumentos más allá del mínimo y máximo legal, respectivamente (Matus, “Ley Emilia”, 102). Estos sistemas “rigidizan” la “labor del órgano jurisdiccional”, pero no mediante una intensificación del uso de las circunstancias modificatorias y su obligatoriedad, sino a través de transformarlas en irrelevantes a la hora de determinar el marco penal (Rodríguez Collao, “Circunstancias”, 404). Sus críticos consideran estos sistemas especiales de determinación de la pena una “malformación”, producto de una equivocada política criminal, calificándoles de contrarios al principio de igualdad ante la ley, al impedir la necesaria individualización judicial de la pena en los casos concretos (Guzmán D., “Anomalía”, 21; y Künsemüller, Circunstancias, 52, respectivamente). Pero lo cierto es que han sido aprobados por la jurisprudencia constante del TC y no solo han tenido un relativo éxito en las últimas reformas penales sino que se consideran también como regla general en los Proyectos y Anteproyectos de Código Penal de 2013, 2015 y 2018. El primero de estos sistemas especiales en aprobarse fue el de la llamada Ley Emilia, introducido en el art. 196 bis Ley de Tránsito, luego traspasado en términos casi idénticos al art. 63 DL 211 (Ley Antimonopolios). Según la primera de estas disposiciones, las reglas de los arts. 65 a 69 se reemplazan por las siguientes: “1.- Si no concurren circunstancias atenuantes ni agravantes en el hecho, el tribunal podrá recorrer toda la extensión de la pena señalada por la ley al aplicarla.

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“2.- Si, tratándose del delito previsto en el inciso tercero del artículo 196, concurren una o más circunstancias atenuantes y ninguna agravante, el tribunal impondrá la pena de presidio menor en su grado máximo. Si concurren una o más agravantes y ninguna atenuante, aplicará la pena de presidio mayor en su grado mínimo. “3.- Si, tratándose del delito establecido en el inciso cuarto del artículo 196, concurren una o más circunstancias atenuantes y ninguna agravante, el tribunal impondrá la pena en su grado mínimo. Si concurren una o más agravantes y ninguna atenuante, la impondrá en su grado máximo. Para determinar en tales casos el mínimo y el máximo de la pena, se dividirá por mitad el período de su duración: la más alta de estas partes formará el máximo y la más baja el mínimo. “4.- Si concurren circunstancias atenuantes y agravantes, se hará su compensación racional para la aplicación de la pena, graduando el valor de unas y otras. “5.- El tribunal no podrá imponer una pena que sea mayor o menor al marco fijado por la ley. Con todo, podrá imponerse la pena inferior en un grado si, tratándose de la eximente del número 11 del artículo 10 del Código Penal, concurriere la mayor parte de sus requisitos, pero el hecho no pudiese entenderse exento de pena. ¿Es posible que esta reproducción del texto legal, desde el N.º 1 en comillas hasta este N.º 5 se haga con una diferente marginación y un tipo de letra de un punto más pequeña?” El segundo de estos sistemas, que simplifica el anterior, es el adoptado por el art. 17 B Ley 17.798 de Control de Armas, luego traspasado al art. 449 CP, para regular la determinación de la pena en los delitos de robo y hurto. Allí se dispone que la individualización judicial de la pena ha de hacerse “dentro del grado o grados señalados por ley” (esto es, después de su determinación legal, según los grados de participación y desarrollo), “en atención al número y entidad de las circunstancias atenuantes y agravantes concurrentes, así como a la mayor o menor extensión del mal causado”, dejando expresa constancia de la fundamentación de su decisión en la sentencia. Además, el art. 449 agrega una regla especial que otorga a la circunstancia de la reincidencia el efecto de excluir de la determinación de la pena el mínimum o grado mínimo que corresponda en cada caso. El art. 17 B Ley 17.798 extiende este régimen especial a todos los delitos y cuasidelitos cometidos empleando armas de fuego prohibidas o reglamentadas, lo que habría de incidir particularmente en el tratamiento penal de los delitos de homicidio, lesiones y tráfico de drogas cometidos con ellas (Bascur, “Análisis”, 603); y, además, establece un régimen concursal

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obligatorio (art. 74) que impide la consideración del peligro común más o menos permanente de los delitos de la Ley de Armas como consumidos (en concurso aparente) o absorbidos (en concurso ideal, art. 75) por los delitos comunes que con esas armas se comenten en un momento determinado (o. o. Villegas, “Armas”, 32). Todos estos regímenes especiales excluyen, además, la facultad de rebajar en un grado la pena del art. 68 bis (SCS 20.10.2015, RCP 43, N.º 1, 437 con nota de G. Silva). No obstante, estas reglas especiales, como la del art. 449, no son aplicables a los casos de hurtos contemplados fuera del Código, como el del art. 355 CJM, aunque para su pena se haga una remisión expresa a la del art. 446 (SCS 14.4.2020, Rol 9026-18). Sin embargo, se ha establecido que si al aplicar una regla concursal, como la del art. 75, la pena a imponer es una de aquellas que tiene regla especial de determinación, esa regla especial sería la aplicable (SCS 20.5.2020, Rol 20900-20).

§ 7. Sustitución de las penas privativas o restrictivas de libertad para adultos (Ley 18.216) A. Penas sustitutivas en general. Su función en el sistema penal (shaming y exclusión) Al hablar de alternativas a la prisión, se debe distinguir entre las medidas relativas a la suspensión de la ejecución de la pena privativa de libertad, y las penas alternativas a la prisión propiamente tales. Las primeras no constituyen penas autónomas diferentes a la prisión, sino formas de suspensión condicional de la pena privativa de libertad, cuyo incumplimiento acarrea necesariamente la imposición de la pena primitivamente impuesta. En cambio, las penas alternativas a la prisión propiamente tales, se plantean como penas principales excluyentes de la pena de prisión, en los casos de mediana y baja gravedad, de modo que su imposición no es condición para no cumplir una pena privativa de libertad, por lo que su incumplimiento no se encuentra amenazado directamente con la imposición de la pena privativa de libertad suspendida condicionalmente. La existencia de un sistema diversificado de esta clase de penas alternativas a la cárcel, que se aplique a la inmensa mayoría de los condenados (y, principalmente, a los jóvenes y primerizos) es una de las exigencias del pensamiento criminológico desde los tiempos de von Liszt y cuya transversalidad política, entre nosotros, puede apreciarse en el hecho de que por ello abogan autores de tradición

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crítica marxista y de la Fundación Paz Ciudadana, vinculada a sectores conservadores (Jiménez y Santos, 158, y Morales y Welsh, 23, respectivamente). El sistema chileno de la Ley 18.216 primitivamente establecía un conjunto de medidas alternativas que consistían en formas de suspensión condicional de las penas privativas de libertad, a saber, la remisión condicional de la pena y la libertad vigilada. Solo en el caso de la antigua medida de reclusión nocturna podía hablarse de una pena alternativa o sustitutiva a la pena privativa de libertad originalmente impuesta. Este régimen, tras los luctuosos sucesos de la cárcel de San Miguel de 8.12. 2010 (un incendio con 81 reclusos muertos), fue modificado radicalmente por la Ley 20.603 del año 2012, que cambió el sentido de la libertad vigilada y de la remisión condicional de la pena transformándolas en auténticas penas sustitutivas de la prisión, diversificando el conjunto de penas sustitutivas disponibles. Las penas sustitutivas que ahora pueden imponerse son: i) remisión condicional (art. 3); ii) reclusión parcial (art. 7); iii) prestación de servicios en beneficios de la comunidad (art. 10); iv) libertad vigilada (art. 15); v) libertad vigilada intensiva (art. 15 bis); vi) pena mixta (art. 33); y vii) expulsión de extranjeros (art. 34). Todas ellas se distinguen por la gradualidad del control y vigilancia de la autoridad, siendo la menos intrusiva la remisión condicional, que solo impone una “discreta vigilancia”; y la más intensa, la libertad vigilada intensiva, que impone ciertas condiciones comunes a la libertad vigilada (art. 17: residencia en un lugar determinado, ejercicio de una profesión u oficio y vigilancia de un delegado), más la posibilidad de quedar sujeto a prohibiciones de acercamiento, permanencia en un lugar determinado durante horarios, etc. (art. 17 bis). Además, los arts. 23 bis a octies disponen que tanto la reclusión parcial como la libertad vigilada intensiva pueden controlarse mediante monitoreo telemático (a la que debe sumarse la pena mixta, art. 33), según factibilidad técnica y las demás condiciones que fija la ley (sobre el detalle de su aplicación y sus esperados y reales efectos en relación con los propósitos de reducir el empleo de la cárcel y la reincidencia, v. Carrasco, “Monitoreo”, 3; Winter, “Monitoreo”, 275; y Morales P., “Vigilancia”, 447). Todas estas sustituciones se consideran posibles si, cumplidos los requisitos relativos a la duración de la condena y clase de delito que se trate, los antecedentes personales del condenado, su conducta anterior y posterior al hecho punible y la naturaleza, modalidades y móviles determinantes del delito, permiten presumir que no volverá a delinquir y que la pena sustituta es conducente a ese efecto. Los principales rasgos de estas penas alternativas a las penas privativas de libertad son su carácter sustitutivo e individualizado. Su carácter sustitutivo supone que su incumplimiento no acarrea la ejecución automática

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del total de la pena sustituida, sino un régimen escalado de apercibimientos y agravaciones de la pena sustitutiva que, en los casos más graves, supone únicamente el cumplimiento parcial de la pena privativa de libertad originalmente impuesta, descontando el tiempo de cumplimiento efectivo de la pena que la sustituyó, según las reglas que establece la ley (o. o. Contreras A., 278). El aspecto individualizado involucra la necesaria discusión y aprobación de planes de intervención personalizados para cada condenado. No obstante, parece algo contradictorio el empleo en este contexto de monitoreo telemático en la pena de libertad vigilada intensiva, por darse a entender con ello una cierta renuncia al propósito rehabilitador del plan de intervención, reemplazado por el control y vigilancia a bajo costo de la posición y actividades del liberto (Peña C., “Monitoreo”, 194). Fuera de la Ley 18.216, el propio Código contempla la pena de prestación de servicios en beneficio de la comunidad como sustitutiva de la multa (art. 49) y el art. 50 Ley 20.000, las de sometimiento a tratamientos de prevención y prestación de servicios en beneficio a la comunidad, para las faltas de consumo personal de estupefacientes y sustancias psicotrópicas que allí se establecen. Atendido el hecho de que, en la práctica, esta importante reforma —al igual que sucedió desde el momento mismo de la entrada en vigor de la primitiva Ley 18.216— no vino acompañada de “los recursos para operar adecuadamente” (Hoffer, 11), las penas sustitutivas se reducen generalmente a la imposición de ciertas condiciones formales, como la firma y presentación periódica ante la autoridad, y algunas actividades adicionales cuyo cumplimiento queda entregado a la voluntad del sancionado salvo, parcialmente, en las penas que suponen control telemático; sin mayores efectos en caso de no cumplirlas, tanto por las particularidades del régimen de revocación como por las dificultades de su control. De este modo, su imposición viene a cumplir, principalmente, una función de shaming, como mecanismo expresivo de la condena social respecto de ciertos hechos, sin atención a sus nulos efectos disuasivos, resocializadores o retributivos (Feinberg, 95). Afortunadamente, ellas no van acompañadas de la “publicidad estigmatizadora” (stigmatizing publicity), que sería el tipo de shaming punishment más claro en la práctica norteamericana de las penas alternativas: magnificar la humillación inherente al momento de la condena mediante la comunicación pública del estatus del condenado (Kahan, 631). En efecto, en Chile su imposición no es comunicada públicamente a la población por orden judicial, sin perjuicio de lo que ocurre en los casos de interés periodístico. Dada la razonada crítica que a la idea de penas infamantes puede hacerse, esperemos que el bajo impacto en Chile de

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este efecto no deseado de las penas sustitutivas no se vuelque en medidas compensatorias que lleguen a los extremos que se observan en su ejecución en algunos Estados norteamericanos, que incluyen marcas en la ropa, carteles fuera de la casa o en el auto indicando la calidad de condenado, etc. (Aldoney, “Infamia”, 259; y Contesse, 243). Respecto de la pena sustitutiva de expulsión de extranjeros del art. 34 Ley 18.216, se ha criticado por carecer de toda finalidad preventiva ni mucho menos retributiva, sino ser más bien solo un mecanismo de regulación de la migración ilegal mediante la exclusión de extranjeros indeseables a través del sistema penal (Dufraix, “Expulsión”). Es más, incluso se insinúa que, en tanto pena, en su aplicación respecto del condenado, más que una sanción sería un beneficio por lo que su función ha de ser, en los hechos, el control migratorio (Gutiérrez).

B. Carácter litigioso de la sustitución Al contrario del sistema de la primitiva Ley 18.216, actualmente la sustitución de penas se encuentra sujeta a litigación dentro del procedimiento contradictorio y, por tanto, también a negociación y consenso. Esto significa que para el tribunal ya no es el informe favorable de Gendarmería de Chile el principal antecedente a tomar en cuanta, sino que el condenado y el fiscal pueden aportar antecedentes para obtener o negar la sustitución, discutirlos en audiencia o acordar su pertinencia para decidir al respecto (arts. 12 y 15 Ley 18.216 y art. 343 CPP). Este carácter litigioso se ve reforzado en casos de delitos de acción privada y pública previa instancia particular donde la víctima, aún sin ser querellante, debe ser citada y, si comparece, oída, antes de decidir la sustitución en la audiencia del art. 343 CPP (Aguilar A., Penas sustitutivas, 114). La Ley 18.216 diferencia, además, la discusión sobre estas penas sustitutivas del pleito referido a la determinación de la responsabilidad penal y la pena que se sustituye, permitiendo que la decisión acerca de la concesión, denegación, revocación, sustitución, reemplazo, reducción, intensificación y término anticipado sea apelable para ante el tribunal de alzada respectivo, de acuerdo con las reglas generales (art. 37 Ley 18.216). Sin perjuicio de lo anterior, la ley dispone que cuando la decisión que conceda o deniegue una pena sustitutiva esté contenida formalmente en la sentencia definitiva, el recurso de apelación contra dicha decisión deberá interponerse dentro de los cinco días siguientes a su notificación o, si se impugnare además la sentencia definitiva por la vía del recurso de nulidad, se interpondrá conjuntamente, en carácter subsidiario y para el caso en que el fallo del o de los recursos de

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nulidad no alteren la decisión del tribunal a quo relativa a la concesión o denegación de la pena sustitutiva.

C. Condiciones generales para la sustitución Los arts. 1 a 2 bis Ley 18.216 establecen las siguientes condiciones generales para la sustitución de las penas privativas de libertad: i) La pena a sustituir es la que resulte de la suma del total de las condenas impuestas en una misma sentencia (art. 1, inc. final); ii) La reincidencia, con ciertos límites específicos, no excluye la posibilidad de imponer las penas sustitutivas de reclusión parcial, trabajos en beneficios de la comunidad y expulsión de extranjeros. Tampoco impide cualquier clase de sustitución si las penas impuestas con anterioridad se han cumplido cinco o diez años antes de la imposición de la pena a sustituir, según se trate simples delitos o crímenes, respectivamente. Es discutible, con todo, que el cumplimiento de la pena incluya para estos efectos el llamado cumplimiento “insatisfactorio” (el mero transcurso del tiempo sin revocación, pero sin que tampoco se haya comprobado el cumplimiento de las condiciones) y, mucho menos, las otras formas de extinción de la responsabilidad penal, diferentes del cumplimiento según la numeración del art. 93 CP, como propone una parte de la doctrina (Maldonado, “Cumplimiento”, 256, quien expresamente menciona como una forma de “cumplimiento” la prescripción de la pena). Por otra parte, se debe tener presente que, en los casos que la reincidencia tiene relevancia, se ha entendido que sí excluiría la sustitución las condenas anteriores por delitos cometidos durante la minoría de edad bajo la Ley 20.084 (SCA Puerto Montt 21.10.2014, Rol 40614, con comentario en contra de Santibáñez, 587). Pero, en ningún caso, se considerarán las condenas por faltas para impedir la sustitución. iii) No procede la sustitución de penas de falta, que se rige por el art. 398 CPP o la Ley 18.287, según sea el tribunal que conozca del proceso (art. 2). iv) Tratándose de condenados por delitos de robo de los 433, 436 inciso primero, 440, 443, 443 bis y 448 bis, solo se “aplicará” la sustitución cuando se compruebe que al condenado se ha tomado “la muestra biológica para la obtención de la huella genética” (art. 2 bis).

D. Regla de exclusión general El inc. 2 del art. 1 Ley 18.216 establece que “no procederá la facultad establecida en el inciso precedente ni la del artículo 33 de esta ley, tratándose

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de los autores de los delitos consumados previstos en los artículos 141, incisos tercero, cuarto y quinto; 142, 150 A, 150 B, 361, 362, 372 bis, 390, 390 bis, 390 ter y 391 del Código Penal; en los artículos 8, 9, 10, 13, 14 y 14 D de la Ley 17.798; o de los delitos o cuasidelitos que se cometan empleando alguna de las armas o elementos mencionados en las letras a), b), c), d) y e) del art. 2 y en el art. 3 de la citada ley N.º 17.798, salvo en los casos en que en la determinación de la pena se hubiere considerado la circunstancia primera establecida en el artículo 11 del mismo Código”. Esta exclusión ha sido declarada inaplicable por el TC en innumerables causas, pero solo en relación con los delitos del art. 9 Ley 17.798, con el argumento de que, en esos casos, en la medida que suponen impedir la sustitución de penas a simples delitos, cuyas penas abstractas y concretas serían incluso inferiores a las de simples delitos y crímenes más graves que sí podrían sustituirse, se infringen las garantías de igualdad y proporcionalidad (STC 4.9.2018, Rol 4660). Por otra parte, la propia Ley 18.216 hace inaplicable esta exclusión a los delitos de parricidio, femicidio y homicidio de los arts. 390 y 391, cometidos en contexto de violencia intrafamiliar, para posibilitar la aplicación de la pena de libertad vigilada intensiva.

E. Exclusiones especiales a) De los condenados por delitos de tráfico ilícito de estupefacientes El art. 1 inc. 3 Ley 18.216 excluye completamente de la sustitución de penas a las personas que hubieren sido condenadas con anterioridad por crímenes o simples delitos señalados por las leyes sobre tráfico de drogas N.º 20.000, 19.366 y 18.403, hayan cumplido o no efectivamente la condena, a menos que les hubiere sido reconocida la circunstancia atenuante prevista por el art. 22 Ley 20.000. Además, se excluye de manera absoluta la posibilidad de sustituir la pena privativa de libertad por la prestación de servicios en beneficio de la comunidad a los condenados por crímenes o simples delitos señalados por las leyes sobre tráfico de drogas N.º 20.000, 19.366 y 18.403. No es claro que exista una razón por la cual los condenados por simples delitos en estos casos deban excluirse de los beneficios, si en los casos de simples delitos de porte y tenencia de armas y elementos controlados se estimó desproporcionada la limitación general. Con todo, la restricción no opera si las condenas anteriores fueron impuestas y cumplidas diez o cinco

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años antes de la nueva pena, según si se trató de crímenes o simples delitos, respectivamente, pues esta restricción se encuentra en un inciso anterior al que permite esa especial prescripción.

b) De los autores de delitos consumados de robo con violencia del art. 436 Respecto de los condenados por este delito y en ese grado de desarrollo, el inc. 4 art. 1 Ley 18.216 les impide acceder a la sustitución si hubiesen sido condenados anteriormente por alguno de los delitos contemplados en los arts. 433, 436 y 440 del mismo Código. Aquí se ha entendido que la exclusión no opera cuando se aplica el art. 450 y, tratándose de delitos tentados, se impone la pena del consumado.

c) De los condenados por los delitos de los art. 196 Ley de Tránsito y 62 DL 211, de 1974 Respecto de ambas disposiciones citadas, referidas a los delitos de conducción en estado de ebriedad causando muerte o lesiones graves (Ley Emilia) y de acuerdos de precio o zonas de mercado, se establece que el condenado al que se sustituya la pena solo podrá gozar de la sustitución después de haber cumplido al menos un año de prisión efectiva. Al respecto, el TC había decidido de manera reiterada que ello produce efectos contrarios a la Carta Fundamental, por privar absolutamente al condenado de alternativas de resocialización y solo perseguir la intimidación de la comunidad (STC 23.6.2018, Rol 3612), hasta el último cambio de integración, donde esta doctrina ya no tiene mayoría (STC 20.8.2019, Rol 5414).

F. Sustituciones posibles con relación a las penas privativas o restrictivas de libertad impuestas a) Penas de hasta 300 días i) Remisión condicional (art. 3): Si el condenado no tiene condena anterior por crimen o simple delito y su buen pronóstico y antecedentes hacen innecesaria la pena o intervención. La limitación del inc. final del art. 4 se entiende aplicable sólo a los casos en que las sustituciones que allí se mencionan proceden excepcionalmente, p. ej.: el primerizo condenado por delito de microtráfico o por un delito de violencia intrafamiliar a menos de

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300 días siempre puede acceder a la pena de remisión condicional, porque los arts. arts. 15 b) y 15 bis b) se refiere a las penas impuestas superiores a 541 días (SCA Concepción 7.6.2016, Rol 400-16). ii) Reclusión parcial (art. 7): Si el condenado no tiene condena anterior o las penas impuestas anteriormente no exceden de dos años de privación de libertad y sus antecedentes hacen aconsejable la sustitución. Esta sustitución podrá decretarse hasta dos veces dentro de diez o cinco años, tratándose de crímenes o simples delitos, respectivamente, pero tratándose de delitos de hurtos, robos, abigeatos y receptación (salvo los delitos de los arts. 438, 448, inc. 1 y 448 quinquies), solo puede decretarse por una vez en ese lapso. iii) Prestación servicios a la comunidad (art. 10): Si el condenado no tiene condena anterior o las penas impuestas anteriormente exceden los dos años, sus antecedentes hacen aconsejable la sustitución y existe acuerdo del condenado, aunque ya haya sido beneficiado con más de dos reclusiones nocturnas. iv) Expulsión (art. 34): Si el condenado es extranjero sin residencia legal. En este caso, se le impone la obligación no retornar en 10 años. Esta pena sustitutiva, que se entronca con la expulsión de extranjeros prevista en el DL 1.094, se diferencia de esta medida administrativa por el hecho de recaer en inmigrantes sin ingreso legal e imponerse por un juez. No obstante, es objeto de críticas, ya que, por una parte, parece estar funcionando como complemento de las políticas migratorias al favorecer indirectamente la expulsión de extranjeros (—Crimmigration—); y, por otra, se estima que no es “una pena o una medida de seguridad”, pues “no cumple ni puede cumplir los fines de las mismas, toda vez que en términos generales no es más que una renuncia al ius puniendi para fines que le son ajenos, como es la política de extranjería o la administración penitenciaria” (Brandariz et al, 741; y Salinero, “Expulsión”, 137, respectivamente).

b) Penas de 301 a 540 días Las mismas alternativas anteriores, pero sin posibilidad de imponer prestación de servicios en beneficio de la comunidad.

c) Penas de 541 días a dos años Las mismas alternativas anteriores, salvo la remisión condicional en los casos del art. 4 inc. final, en los cuales se pueden imponer, en su lugar, penas

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de libertad vigilada y libertad vigilada intensiva si se cumplen los siguientes requisitos: i) Libertad vigilada (art. 15 b): Si se trata de un condenado por delitos de tráfico de pequeñas cantidades del art. 4 Ley 20.000 y de conducción en estado de ebriedad causando muerte o lesiones graves del 196 Ley de Tránsito, y el condenado no lo ha sido anteriormente por crimen o simple delito y su conducta anterior y posterior, móviles y naturaleza del delito hace necesaria una intervención individualizada, según demuestren los “antecedentes aportados por partes” o el informe elaborado por la Sección del Medio Libre de Gendarmería de Chile, el condenado no tiene condena anterior por crimen o simple delito y su conducta anterior y posterior hace innecesaria la pena o intervención. ii) Libertad vigilada intensiva (art. 15 bis b): Si se tratare de alguno de los delitos establecidos en los arts. 296, 297, 390, 391, 395, 396, 397, 398 o 399, cometidos en el contexto de violencia intrafamiliar, y aquellos contemplados en los arts. 363, 365 bis, 366, 366 bis, 366 quáter, 366 quinquies, 367, 367 ter y 411 ter, y el condenado no lo ha sido anteriormente por crimen o simple delito y su conducta anterior y posterior, móviles y naturaleza del delito hace necesaria una intervención individualizada, según demuestren los “antecedentes aportados por partes” o el informe elaborado por la Sección del Medio Libre de Gendarmería de Chile.

d) Penas de dos años y un día a tres años A las alternativas anteriores se suma la pena de libertad vigilada (art. 15 a), si el condenado no lo ha sido anteriormente por crimen o simple delito y su conducta anterior y posterior, móviles y naturaleza del delito hace necesaria una intervención individualizada, según demuestren los “antecedentes aportados por partes” o el informe elaborado por la Sección del Medio Libre de Gendarmería de Chile.

e) Penas de tres años y un día a cinco En este caso las alternativas se reducen a la expulsión de los extranjeros sin residencia legal y la sustitución para los nacionales y extranjeros con residencia legal por la pena de libertad vigilada intensiva (15 bis a) y b), si no tienen condena anterior por crimen o simple delito y su conducta anterior y posterior, móviles y naturaleza del delito hace necesaria la intervención, probados con “antecedentes aportados por partes”.

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f) Penas efectivas de hasta cinco años y un día En estos casos es posible solicitar la sustitución de la pena que se cumple por una pena mixta de libertad vigilada intensiva con monitoreo telemático (art. 33), siempre que se tenga informe favorable de Gendarmería de Chile, comportamiento bueno o muy bueno en el penal, no exista registro de otra condena anterior o posterior por crimen o simple delito al momento de discutir la sustitución (sin tomar en cuenta las anteriores a 10 o 5 años, respectivamente); y se haya cumplido al menos un tercio de la pena privativa impuesta.

G. Alcance de la sustitución El art. 1 Ley 18.216 se refiere a la sustitución de las penas privativas y restrictivas de libertad, siendo discutido su alcance respecto de las penas impuestas conjuntamente, pero de diversa naturaleza, y las accesorias propiamente tales. Tratándose de las primeras, las penas pecuniarias y las restrictivas o privativas de derechos impuestas conjuntamente por así preverlas el tipo penal correspondiente, hay consenso en que no se sustituyen. Lo mismo aplica para el comiso que, aunque se trata de una pena accesoria, lo es con carácter obligatorio respecto de toda condena por crimen o simple delito (art. 31), y facultativo, en el caso de las faltas (art. 500), pero no con relación a una clase de penas en particular. Este mismo razonamiento se aplica a las penas de inhabilitación y suspensión de empleos establecidas como principales en delitos específicos, como el fraude al fisco del art. 239 (SCS 28.6.2016, DJP 27, 117). En cuanto a lo segundo, tratándose de penas accesorias propiamente tales, según los arts. 27 a 30 CP, aunque la Ley 18.216 nada dice, se entendía por la jurisprudencia mayoritaria y la doctrina de la CGR que, antes de la modificación de 2016, si la pena a la que accedían quedaba en suspenso, pareciera corresponder que las accesorias no podrían imponerse mientras tal suspensión no fuere revocada (Araya, 98). Sin embargo, tras la alteración sustantiva del sistema, que impone la sustitución y no la suspensión de las condenas, el DCGR 7986, de 22.3.2018, ha reconsiderado toda la jurisprudencia administrativa anterior y resuelto que, salvo fallo diverso y expreso de un tribunal, el otorgamiento de una de las penas sustitutivas del art. 1 Ley 18.216, no conlleva la conmutación de las penas accesorias de inhabilitación y suspensión del cargo público, por lo que el condenado: i) está obligado a poner en conocimiento de sus superiores la condena

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y su sustitución; ii) incurre en una causal de destitución, por inhabilidad sobreviniente; y iii) queda inhabilitado para ingresar a la administración pública, salvo posterior rehabilitación (v., en este mismo sentido, la SCA Concepción, 30.4.2015, DJP 27, 93, con relación la anterior pena de reclusión nocturna, ahora reclusión parcial, única que en el sistema anterior era sustitutiva y no suspensiva de la pena privativa de libertad impuesta, con nota favorable de S. Salinero).

H. Reemplazo, incumplimiento y quebrantamiento Las penas sustitutivas pueden reemplazarse durante su cumplimiento por otras menos intensas (p. ej., pasar de libertad vigilada intensiva a libertad vigilada, y de ésta a remisión condicional), si ha transcurrido la mitad de la condena y se cuenta con informe favorable de Gendarmería de Chile (art. 32). En cuanto a su incumplimiento, las penas sustitutivas están sometidas a un régimen gradual, que en términos generales considera: i) la posibilidad de ordenar la detención para darle inicio; ii) acreditar un incumplimiento justificado sin efectos inmediatos para el condenado; iii) aumentar el control en la medida que se reitere el incumplimiento injustificado; y iv) solo en casos de incumplimientos graves y reiterados, sustituir la medida por otra más intensa o revocarla, con reglas especiales en el caso de la pena de prestación de servicios en beneficio de la comunidad (arts. 24, 25 y 29 a 31). La revocación de estas penas sustitutas solo es posible en audiencia citada al efecto, en casos de incumplimientos graves y reiterados, o si el beneficiado es condenado por sentencia firme por un nuevo crimen o simple delito (arts. 25 a 27). La revocación someterá al condenado al cumplimiento del saldo de la pena inicial, abonándose a su favor el tiempo de ejecución de la pena sustitutiva revocada de forma proporcional a la duración de ambas, según lo dispuesto en el art. 9 Ley 18.216.

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§ 8. Cuadro resumen de las sustituciones posibles para nacionales y extranjeros con residencia legal Penas aplicables

Primerizo

Primerizo tráfico pequeñas cantidades y art. 196 Ley Tránsito (art. 4 inc. final)

Primerizo arts. 296, 297, 390, 391, 395, 396, 397, 398 o 399 CP, cometidos en el contexto de violencia intrafamiliar, y arts. 363, 365 bis, 366, 366 bis, 366 quáter, 366 quinquies, 367, 367 ter y 411 ter CP (art. 4. Inc. final Ley 18.216)

Reincidente con penas anteriores hasta de dos años y con menos de dos reclusiones (una, en caso de hurtos y robos)

Reincidente sin derecho a remisión condicional, reclusión nocturna o libertad vigilada

Hasta 300 días

-Remisión condicional -Reclusión parcial

-Remisión condicional -Reclusión parcial

-Remisión condicional -Reclusión parcial

-Reclusión parcial

-Prestación de servicios en beneficio de la comunidad

301 a 540 días

-Remisión condicional -Reclusión parcial

-Remisión condicional -Reclusión parcial

-Remisión condicional -Reclusión parcial

-Reclusión parcial

541 días a 2 años

-Remisión condicional -Reclusión parcial

-Libertad vigilada -Reclusión parcial

-Libertad vigilada intensiva -Reclusión parcial

-Reclusión parcial

2 años y un día a 3 años

-Remisión condicional -Reclusión parcial -Libertad vigilada

-Libertad vigilada -Reclusión parcial

-Libertad vigilada intensiva -Reclusión parcial

-Reclusión parcial

3 años y un día a 5 años

-Libertad vigilada intensiva

-Libertad vigilada intensiva

-Libertad vigilada intensiva

Notas: 1. El cuadro no considera las exclusiones generales art. 1 Ley 18.216, la pena mixta del art. 33, ni la expulsión del art. 34 2. Para los extranjeros sin residencia legal, el art. 34 dispone como único requisito para su expulsión que la pena impuesta sea de hasta cinco años. 3. En cursiva gris están las alternativas legales sin uso ordinario en la práctica.

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§ 9. Clases de penas vigentes para personas jurídicas La Ley 20.393, contempla en su art. 8 las siguientes penas aplicables a las personas jurídicas: i) disolución de la persona jurídica o cancelación de la personalidad jurídica; ii) prohibición temporal o perpetua de celebrar actos y contratos con el Estado; iii) pérdida total o parcial de beneficios fiscales o prohibición absoluta de recepción de los mismos por un período determinado; iv) multa a beneficio fiscal; y v) las penas accesorias de publicación de la sentencia, comiso y entero en arcas fiscales.

A. Penas principales a) Disolución de la persona jurídica o cancelación de la personalidad jurídica De acuerdo con los arts. 8 y 9 Ley 20.393, esta pena producirá la pérdida definitiva de la personalidad jurídica. La sentencia que la declare designará “de acuerdo a su tipo y naturaleza jurídica y a falta de disposición legal expresa que la regule, al o a los liquidadores encargados de la liquidación de la persona jurídica”, a quienes se encomienda la realización de los actos o contratos necesarios para efectos de concluir toda actividad de la persona jurídica, salvo aquellas que fueren indispensables para el éxito de la liquidación; pagar los pasivos de la persona jurídica, incluidos los derivados de la comisión del delito; y repartir los bienes remanentes entre los accionistas, socios, dueños o propietarios, a prorrata de sus respectivas participaciones. Sin embargo, “cuando así lo aconseje el interés social, el juez, mediante resolución fundada, podrá ordenar la enajenación de todo o parte del activo de la persona jurídica disuelta como un conjunto o unidad económica, en subasta pública y al mejor postor”.

b) Prohibición de celebrar actos y contratos con organismos del Estado De acuerdo con el art. 10 Ley 20.393, “esta pena consiste en la prohibición de contratar a cualquier título con órganos o empresas del Estado o con empresas o asociaciones en que este tenga una participación mayoritaria; así como la prohibición de adjudicarse cualquier concesión otorgada por el Estado”. Esta pena puede ser perpetua o temporal. Si es temporal, su duración se graduará de la siguiente forma: en su grado mínimo, de dos a tres años; en su grado medio, de tres años y un día a cuatro años; y en su grado máximo, de cuatro años y un día a cinco años.

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c) Pérdida parcial o total de beneficios fiscales o prohibición absoluta de recepción por un período determinado El art. 11 Ley 20.393 señala que se entenderá por “beneficios fiscales”, “aquellos que otorga el Estado o sus organismos por concepto de subvenciones sin prestación recíproca de bienes o servicios y, en especial, subsidios para financiamiento de actividades específicas o programas especiales y gastos inherentes o asociados a la realización de estos, sea que tales recursos se asignen a través de fondos concursables o en virtud de leyes permanentes o subsidios, subvenciones en áreas especiales o contraprestaciones establecidas en estatutos especiales y otras de similar naturaleza”. Esta pena se graduará, de acuerdo con el porcentaje de pérdida del beneficio fiscal, como sigue: en su grado mínimo, pérdida del veinte al cuarenta por ciento; en su grado medio, pérdida del cuarenta y uno al setenta por ciento; y en su grado máximo, pérdida del setenta y uno al cien por ciento. En caso de que la persona jurídica no sea acreedora de “beneficios fiscales”, la Ley 20.393 contempla la sanción de la prohibición absoluta de percibirlos por un período de entre dos y cinco años, el que se contará desde que la sentencia que declare su responsabilidad se encuentre ejecutoriada.

d) Multa a beneficio fiscal El art. 12 contempla la pena de la multa a beneficio fiscal. Respecto de la aplicación de esta multa, el tribunal podrá autorizar que su pago se efectúe por parcialidades, en un plazo no superior a veinticuatro meses, “cuando la cuantía de ella pueda poner en riesgo la continuidad del giro de la persona jurídica sancionada, o cuando así lo aconseje el interés social”. La pena de multa a beneficio fiscal podrá graduarse del siguiente modo: en su grado mínimo, desde cuatrocientas a cuatro mil unidades tributarias mensuales; en su grado medio, desde cuatro mil una a cuarenta mil unidades tributarias mensuales; y en su grado máximo, desde cuarenta mil una a trescientas mil unidades tributarias mensuales.

B. Penas accesorias Además de las penas señaladas anteriormente, la Ley 20.393 contempla en su art. 13 las siguientes penas accesorias:

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a) Publicación de un extracto de la sentencia En virtud de esta pena, el tribunal ordenará la publicación de un extracto de la parte resolutiva de la sentencia condenatoria en el Diario Oficial u otro diario de circulación nacional, y será la persona jurídica sancionada quien tendrá que correr con los costos de dicha publicación (una forma específica de shaming para personas jurídicas).

b) Comiso El producto del delito y demás bienes, efectos, objetos, documentos e instrumentos serán decomisados. La reforma de 2018 agregó expresamente para este caso la posibilidad del comiso sustitutivo de tales especies, cuando no fuera posible su decomiso directo, por “una suma de dinero equivalente a su valor”. Y, sobre todo, se agregó un comiso adicional, especialmente necesario para hacer operativa la sanción, consistente en el de “los activos patrimoniales cuyo valor correspondiere a la cuantía de las ganancias obtenidas a través de la perpetración del delito”, entendiendo por tales los “frutos obtenidos y las utilidades que se hubieren originado, cualquiera que sea su naturaleza jurídica”, donde perfectamente caben los intereses corrientes de lo obtenido, correspondientes al concepto de frutos civiles. Este comiso adicional no se impone “respecto de las ganancias obtenidas por o para una persona jurídica y que hubieren sido distribuidas entre sus socios, accionistas o beneficiarios que no hubieren tenido conocimiento de su procedencia ilícita al momento de su adquisición”. La disposición, con un propósito loable, por una parte, tiende a confundir el patrimonio de las personas jurídicas con el de sus socios, accionistas o beneficiarios, lo que constituye un retroceso en el avance que significa la ampliación de comiso y, por otra, puede ser una fuente de incentivo al retiro anticipado y automatizado de utilidades, que dejaría sin efecto esta importante medida.

c) Entero en arcas fiscales En los casos en que el delito cometido suponga la inversión de recursos de la persona jurídica superiores a los ingresos que ella genera, se impondrá como pena accesoria el entero en arcas fiscales de una cantidad equivalente a la inversión realizada.

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§ 10. Determinación legal de la pena aplicable a las personas jurídicas En principio, la pena a imponer a la persona jurídica se determinará con relación a la prevista en el CP para el delito en particular, de conformidad a la siguiente escala:

A. Penas de crímenes i) Disolución de la persona jurídica o cancelación de la personalidad jurídica. Esta pena se podrá imponer únicamente en los casos de crímenes en que concurra la circunstancia agravante establecida en el art. 7, esto es, el haber sido condenada, dentro de los cinco años anteriores, por el mismo delito. Asimismo, se podrá aplicar cuando se condene por crímenes cometidos en carácter de reiterados, de conformidad a lo establecido en el art. 351 CPP; ii) Prohibición de celebrar actos y contratos con el Estado en su grado máximo a perpetuo; iii) Pérdida de beneficios fiscales en su grado máximo o prohibición absoluta de su recepción de tres años y un día a cinco años; y iv) Multa a beneficio fiscal, en su grado máximo.

B. Penas de simples delitos i) Disolución de la persona jurídica o cancelación de la personalidad jurídica. Esta pena se podrá imponer únicamente en los casos de simples delitos en que concurra la circunstancia agravante establecida en el art. 7, esto es, el haber sido condenada, dentro de los cinco años anteriores, por el mismo delito, y ninguna atenuante; ii) Prohibición temporal de celebrar actos y contratos con el Estado en su grado mínimo a medio; iii) Pérdida de beneficios fiscales en su grado mínimo a medio o prohibición absoluta de su recepción de dos a tres años; y iv) Multa en su grado mínimo a medio. No obstante, con independencia de la clasificación de los delitos según la pena prevista para las personas naturales, la Ley 20.393 dispone que a los delitos contemplados en el art. 27 Ley 19.913 y en los arts. 250 incs. 4 y 5, 251 bis y 470 N.º 11 inc. 3 CP, les serán aplicables las penas de crímenes; mientras a los delitos sancionados en los arts. 136, 139, 139 bis y 139 ter de

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la Ley General de Pesca y Acuicultura, y 240, 250, incs. 2 y 3, 287 bis, 287 ter, 456 bis A y 470 N.º 1 y N.º 11 incs. 1 y 2 CP, se les aplicarán las penas previstas para los simples delitos.

§ 11. Individualización judicial de la pena aplicable a las personas jurídicas En caso de concurrir una circunstancia atenuante y ninguna agravante, tratándose de simples delitos se aplicarán solo dos de las penas contempladas en el art. 14, debiendo imponerse una de ellas en su grado mínimo. Tratándose de crímenes, el tribunal aplicará solo dos de las penas contempladas en dicho artículo en su mínimum, si procediere. En caso de concurrir la circunstancia agravante contemplada en esta ley y ninguna atenuante, tratándose de simples delitos el tribunal aplicará todas las penas en su grado máximo o la disolución o cancelación. Tratándose de crímenes deberá aplicar las penas en su máximum, si procediere, o la disolución o cancelación. Si concurren dos o más circunstancias atenuantes y ninguna agravante, tratándose de simples delitos el tribunal deberá aplicar solo una pena, pudiendo recorrerla en toda su extensión. Tratándose de crímenes deberá aplicar dos penas de las contempladas para los simples delitos. Si concurren varias atenuantes y la agravante prevista en esta ley, ésta se compensará racionalmente con alguna de las atenuantes, debiendo ajustarse las penas conforme a las reglas anteriores. Además, para regular la cuantía y naturaleza de las penas a imponer, el tribunal deberá atender a los siguientes criterios: i) los montos de dinero involucrados en la comisión del delito; ii) el tamaño y la naturaleza de la persona jurídica; iii) la capacidad económica de la persona jurídica; iv) el grado de sujeción y cumplimiento de la normativa legal y reglamentaria y de las reglas técnicas de obligatoria observancia en el ejercicio de su giro o actividad habitual; v) la extensión del mal causado por el delito; y vi) la gravedad de las consecuencias sociales y económicas o, en su caso, los daños serios que pudiere causar a la comunidad la imposición de la pena, cuando se trate de empresas del Estado o de empresas que presten un servicio de utilidad pública.

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A. Circunstancias atenuantes Serán circunstancias atenuantes de la responsabilidad penal de la persona jurídica, las siguientes: i) la 7.ª del art. 11 CP, esto es, haber procurado con celo reparar el mal causado, o impedir sus ulteriores perniciosas consecuencias; ii) la 9.ª del art. 11 CP, es decir, haber colaborado sustancialmente a esclarecimiento de los hechos. Se entenderá especialmente que la persona jurídica colabora sustancialmente cuando, en cualquier estado de la investigación o del procedimiento judicial, sus representantes legales hayan aportado antecedentes para su esclarecimiento o, antes de conocer que el procedimiento judicial se dirige contra ella, hayan puesto el hecho punible en conocimiento de las autoridades; y iii) la adopción por parte de la persona jurídica, antes del comienzo del juicio, de medidas eficaces para prevenir la reiteración de la misma clase de delitos objeto de la investigación.

B. Circunstancia agravante De acuerdo con el art. 7 Ley 20.393, es circunstancia agravante de la responsabilidad penal de la persona jurídica, el haber sido condenada, dentro de los cinco años anteriores, por el mismo delito.

Capítulo 13

Ejecución de las penas privativas de libertad y defensas penitenciarias Bibliografía Achiardi, C., “De la eliminación de antecedentes”, Doctrinas GJ II; Arriagada, I., “Privatización carcelaria: el caso chileno”, REJ 17, 2012; “El trabajo penitenciario desde la perspectiva económica”, RCP 41, N.º 3, 2014; Bustos, J., Bases críticas de un nuevo derecho penal, Bogotá, 1982; Carnevali, R. Problemas de política criminal y otros estudios, Santiago, 2009; Carnevali, R. y Maldonado, F., “El tratamiento penitenciario en Chile. Especial atención a problemas de constitucionalidad”, Ius et Praxis 19, N.º 22, 2013; Castro, A., “Estándares de la corte interamericana de Derechos Humanos en materia de imputados e condenados privados de libertad”, Anuario de Derechos Humanos (U. de Chile) 14, 2018; Castro, A., Mera, J., y Cillero, M., Derechos fundamentales de los privados de libertad: Guía práctica con los estándares internacionales en la materia, Santiago, 2010; Duclos, N., “Penas alternativas a la privativa de libertad y jurisdiccionalización de su ejecución”, Doctrinas GJ II; “Diagnóstico y perspectivas del binomio judicialización-jurisdiccionalización, en el cumplimiento de las penas privativas de libertad”, Doctrinas GJ II; Dufraix, R. y Vivanco, J., “Necesidad del establecimiento de juzgados de ejecución de penas y medidas de seguridad en Chile”, R. Corpus Iuris Regionis (Iquique), 2009; Durán, M., “Definiciones previas para la construcción de un moderno derecho penitenciario en Chile”, RCP 42, N.º 3, 2016; Guzmán D., J. L., “Consideraciones críticas sobre el reglamento penitenciario chileno”, Doctrinas GJ II; “Comentario al art. 94”, en Texto y Comentario; Horvitz, M.ª I., “La insostenible situación de la ejecución de las penas privativas de libertad: ¿vigencia del Estado de derecho o estado de naturaleza?”, RPC 13, N.º 26, 2018; Kendall, S., Tutela efectiva en la relación jurídica penitenciaria, Santiago, 2010; Künsemüller, C., “La judicialización de la ejecución de penal”, R. Derecho (Valparaíso), 26, N.º 1, 2005; Mañalich, J. P., “El derecho penitenciario entre la ciudadanía y los derechos humanos”, R. Derecho y Humanidades 18, 2011; Marshall, P. y Rochow, D., “El sufragio de las personas privadas de libertad. un análisis a partir de la sentencia rol N° 87743-16 de la Corte Suprema y sus antecedentes”, RChD 45, 2018; Royo, M., “Libertad religiosa y pluralismo cultural: nuevos desafíos del derecho penitenciario”, RPC 15, N.º 29, 2020; Salinero, S. y Morales, A. M.ª, “Las penas alternativas a la cárcel en Chile. Un análisis desde su evolución histórica”, R. Derecho P.U.C. Valparaíso 52, 2019; Sepúlveda C., E. y Sepúlveda B., P., “A 83 años del establecimiento de la libertad condicional en Chile: ¿Un beneficio desaprovechado?”, R. Estudios Criminológicos y Penitenciarios 8, N.º 13, 2008; Stippel, J., Cárcel, derecho y política, Santiago, 2013; Valenzuela, J., “Estado actual de la reforma al sistema penitenciario en Chile”, REJ 5, 2004; “La imposición de la pena en el ámbito del derecho chileno y el concepto de derecho fundamental”, R. Derecho y Humanidades 14, 2008; Vargas V., “Criterios orienta-

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dores de una moderna política penitenciaria”, Cuadernos de Análisis Jurídico (UDP) 21, 1992; Velásquez, J., “El origen del paradigma de riesgo”, RPC 9, N.º 17, 2014; Villalobos, H., “¿Sin segundas oportunidades? Los antecedentes penales como problema jurídico-penal”, REJ 28, 2018; Villar, W., “La sanción en el Código penal chileno”, en Rivacoba, M. (Ed.), Actas de las Jornadas Internacionales de derecho penal en celebración del centenario del Código penal chileno, Valparaíso, 1975.

§ 1. Régimen de prisiones A. Visión general y crítica Del conjunto de las escasas normas contempladas en el CP, el CPP, la Ley 18.216, y los dispuesto en el Reglamento de Establecimientos Penitenciarios, se puede deducir la existencia de un sistema basado en los siguientes principios: i) la imposición de la cuantía de la pena y la decisión acerca de si ésta se cumplirá efectivamente en prisión o no, corresponde al juez que sentencia al condenado; ii) por regla general, los primerizos condenados a penas privativas de libertad menores a cinco años pueden sustituirlas por las de la Ley 18.216; iii) los condenados reincidentes y a penas mayores, quedan sujetos a un régimen de cumplimiento administrativo bajo control, hasta cierto punto, del Juez de Garantía y de los tribunales superiores a través de los recursos de amparo y protección; y iv) el condenado a una pena privativa de libertad que no ha sido sustituida, puede acortar el tiempo de su permanencia en prisión, si demuestra avances en su proceso de resocialización, cumpliendo los requisitos de la Ley 19856 y los establecidos para acceder a la libertad condicional, que es una forma de cumplir la pena en libertad (v., una visión crítica general con propuestas de reforma, en Stippel, Cárcel). Sin embargo, nuestro sistema, normativa y materialmente, se aleja del ideal de nuestra órbita cultural y de los lineamientos del derecho internacional en la materia, más allá del incipiente control judicial que ahora existe (Künsemüller, “Judicialización”, 117). En efecto, existe en la mayor parte de los países occidentales no solo una Ley de Ejecución Penitenciaria, sino también la institución del Juez de Ejecución, encargado de la aplicación de dichas leyes, que contemplan en general un tratamiento diferenciado para las distintas clases de infractores, el favorecimiento del trabajo y la educación del recluso, la progresividad del cumplimiento de las penas privativas de libertad y el respeto y promoción de los derechos de los condenados, más allá de las restricciones propias del encierro (Castro, Mera y Cillero, “Estándares”). Se establece así entre el Estado y el condenado una relación jurídica especial o sui generis (Kendall, 195), basada en los principios de

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“legalidad, resocialización, respeto por los derechos fundamentales, y la protección o tutela judicial efectiva de los mismos” (Vargas V., “Criterios”, 87). Esta relación, supone considerar al preso, condenado o en prisión preventiva, como persona en especial situación de vulnerabilidad, lo “que obligaría al Estado a hacerse cargo del preso” y asumir, según la CIDH, “una verdadera posición de garante, esto es, la obligación de desplegar acciones positivas dirigidas a proteger y garantizar el derecho a la vida y la integridad corporal de los condenados e imputados” (Castro, “Estándares”, 44). Muy poco de esta configuración parece reconocible en nuestro sistema, al punto que, no sin razón, la situación nacional en la materia se ha calificado de “insostenible” (Horvitz, “Situación”, 929). Por ello, la doctrina prácticamente unánime exige una reforma que considere la incorporación de una ley de ejecución penitenciaria, tribunales especializados para su aplicación y la integración de la política criminal y de los fines de la pena en su ejecución, adecuándola a los estándares internacionales en la materia (Durán, “Definiciones”; Valenzuela, “Sistema penitenciario”). Una reforma a esta escala tendría no sólo que reemplazar el actual Reglamento sobre Establecimientos Penitenciarios (así, de antiguo, Guzmán D., “Consideraciones”, 561), sino también el Decreto Ley de Libertad Condicional y alcanzar la regulación del control de la ejecución de las penas sustitutivas de la Ley 18.216 (Duclos, 600), con el objeto, entre otros, de garantizar que “sean funcionales para el abordaje adecuado de los distintos tipos de criminalidad y a las necesidades de intervención del sujeto, con miras a la reducción de la reincidencia delictual” (Salinero y Morales, 36); y, por cierto, de toda otra pena (restrictiva de libertad o privativa de derechos), así como de las eventuales medidas de seguridad que se impongan (Dufraix y Vivanco, 72). Incluso se ha propuesto que una reforma de esta naturaleza reste toda facultad sancionatoria relativa a la disciplina interna a la administración y se la entregue al futuro juez penitenciario (Carnevali y Maldonado, 411). “Jurisdiccionalizar” la ejecución penitenciaria no sería así solo la revisión de las disposiciones de la autoridad administrativa penitenciaria, sino que sea el juez quien decida desde un principio cada una de las cuestiones relevantes en cada etapa del proceso de ejecución (Guzmán D., “Diagnóstico”, 896). Por otra parte, de manera coincidente con el predominio del sistema económico neoliberal, en lo que sí nuestro sistema parece ir a la par con tendencias extranjeras, como la anglosajona, es en la privatización de parte de los servicios penitenciarios, mediante concesiones y otros regímenes contractuales. Sin embargo, las promesas en términos de ahorro fiscal, mayor seguridad al interior de los recintos y mejores condiciones para el proceso

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de reintegración social de los penados en estos recintos no parecen cumplirse (Arriagada, “Privatización”, 147; Carnevali, Problemas, 103). Además, con total independencia de los principios y disposiciones contemplados en la legislación y reglamentos aplicables, su efectiva materialización depende no de las prescripciones normativas sino de los recursos humanos y materiales que se destinen a ello. Y, en este sentido, a pesar de los innegables progresos de estas últimas décadas en infraestructura y disminución del hacinamiento, el financiamiento de un sistema penitenciario que permita la efectiva reintegración de los condenados a la vida social sigue enfrentándose, hoy como en hace cincuenta años, a la “valla infranqueable” de la economía y la falta de “dividendos políticos” que un gasto ingente en este rubro generaría frente a la satisfacción de las restantes necesidades sociales, siempre consideradas más apremiantes (Künsemüller, “Libertad condicional”, 1489). Sin embargo, no por estas evidentes dificultades debe abandonarse la pretensión de que la ejecución de las penas cuente con una legislación que obligue orientar hacia la resocialización todo el aparato penitenciario, desde su infraestructura hasta la organización básica de los programas que se ofrezcan, con pleno respeto de las garantías constitucionales de los condenados (Villar, 272; Carnevali y Maldonado, 408. O. o. Mañalich, “Derecho penitenciario”, 177, para quien —como consecuencia lógica de su idea retribucionista de la pena— todas las instituciones penitenciarias deberían suprimirse para dar lugar a la cárcel como una institución que no sea “más (ni menos) que un recinto de ejecución de una pena judicialmente impuesta que se reduce a la privación de libertad ambulatoria de un ciudadano, por un tiempo legalmente determinado”). Por mientras, a pesar de la insuficiencia de los recursos constitucionales frente a la necesidad de contar con un verdadero Juez de Ejecución Penitenciaria (Valenzuela, “Imposición”, 86), vale la pena intentar ajustar la ejecución de las penas a los principios y limites constitucionales vigentes mediante la litigación, particularmente a través de recursos de amparo. Así, en ciertas ocasiones y ante situaciones de gravedad basadas en la discriminación, lo deja entrever nuestra jurisprudencia (SSCS 23.11.2016 y 1.12.2016, RCP 44, N.º 1, 112 y 220, con notas de J. Ferdman y D. Serra, respectivamente. En la primera se trataba de un traslado de penal sin otra razón aparente que agravar la pena; y en la segunda, de un caso en el que se llevó engrillada a una mujer embarazada a la sala de parto).

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B. Los internos y su régimen de trabajo La distinción entre condenados a presidio o reclusión que hace el CP en el art. 32 y que se reitera en los arts. 88 y 89, importaría, en principio, que solo los condenados a presidio están obligados a trabajar, mientras los condenados a reclusión o prisión pueden trabajar o no, a su voluntad. Sin embargo, esta distinción se diluye en el Reglamento de Establecimientos Penitenciarios vigente, que establece un régimen penitenciario común tanto para los condenados como para las personas detenidas y sujetas a prisión preventiva (art. 24), agrupándolos a todos en la categoría de internos, estableciendo para todos ellos el “derecho a desarrollar trabajos individuales o en grupos, que les reporten algún tipo de beneficio económico”, “sin perjuicio de lo dispuesto en los Artículos 32 y 89 del Código Penal” (art. 50). Es más, las limitaciones presupuestarias y físicas de nuestros establecimientos parecen hacer posible que aun los condenados a presidio no trabajen obligatoriamente, al punto que el Reglamento de Establecimientos Penitenciarios vigente carece de una regulación precisa acerca de los trabajos a realizar por los condenados a presidio (como la contenida en el derogado DS 805, de 1928); permite la existencia de establecimientos de extrema seguridad que no tengan “otro objetivo que la preservación de la seguridad de los internos” y del establecimiento; no incluye la obligación de trabajar entre las generales que menciona su art. 26; e incluso, aunque exige participación “regular y constante” en las actividades de capacitación y trabajo “programadas por la unidad” para gozar de los permisos de salida, para apreciar el cumplimiento o no de esté requisito “deberán tenerse presente las circunstancias personales del interno y las características y recursos del establecimiento” (art. 110). Tampoco el art. 1 DS 943 (Justicia) de 2011, Estatuto de Laboral y de Formación para el Trabajo Penitenciario distingue la calidad de los internos a la hora de postular a los trabajos que se ofrecen. Es más, en nuestra realidad penitenciaria, por una parte, la oferta de trabajo asalariado es tan reducida que la inmensa mayoría de quienes trabajan lo hacen en oficios artesanales e independientes; y, por otra, las condiciones salariales y laborales son tan diferentes de los trabajadores externos, que puede afirmarse, con razón, “que el trabajo penitenciario tiene una naturaleza cualitativamente distinta del trabajo en el medio libre”, que lo aleja de su propósito de preparar al interno para su regreso a la sociedad (Arriagada, “Trabajo”, 41).

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C. Clases de establecimientos penitenciarios Los arts. 11 a 23 del Reglamento de Establecimientos Penitenciarios establecen las siguientes clases de recintos penitenciarios: i) Centros de Detención Preventiva (CDP), destinados a la atención de detenidos y sujetos a prisión preventiva (art. 15); ii) Centros de Cumplimiento Penitenciario (CCP), destinados al cumplimiento de las penas privativas de libertad, que se clasifican, según su régimen, en Centros de Educación y Trabajo (CET), Centros Abiertos, Centros Agrícolas, etc.; iii) Centros Penitenciarios Femeninos (CPF), destinados a la atención de mujeres; y iv) Centros de Reinserción Social (CRS), destinados al seguimiento, asistencia y control de los condenados que por un beneficio legal o reglamentario se encuentren en el medio libre (art. 20). El Reglamento autoriza también la creación de “departamentos separados” o pensionados por los cuales los condenados paguen una mensualidad (art. 22), de difícil conciliación con la idea de la igualdad ante la ley; y departamentos, pabellones y establecimientos de extrema seguridad, en los que se internarán a los condenados respecto de los cuales sea necesario para resguardar su integridad y seguridad o la de los otros internos, teniendo en cuenta su reincidencia, tipo de delito e infracciones cometidas contra el régimen normal de los establecimientos penitenciarios (art. 29).

D. La disciplina interna ¿Legalidad en la ejecución de la pena? El art. 79 y el inc. 1 art. 80 CP no hacen sino reiterar el principio de legalidad de la pena (nullum crimen nulla poena sine lege), extendiéndolo expresamente a su ejecución. Sin embargo, el inc. 2 art. 80 relativiza el principio, al entregar la concreta regulación del régimen penitenciario a “los reglamentos especiales para el gobierno de los establecimientos en que deben cumplirse las penas. No obstante, el art. 80 incs. 3 y 4 CP limita los poderes disciplinarios de la Administración Penitenciaria para imponer las sanciones de encierro en celda solitaria e incomunicación con personas extrañas al establecimiento, el inc. 3, estableciendo un tiempo máximo de duración de medidas (un mes); y el 4, al exigir una autorización judicial previa para su “repetición”, la que solo puede concederse para “resguardar la seguridad e integridad del detenido o preso”. Por repetición parece dar a entender la ley una repetición sucesiva e inmediata de la medida disciplinaria que ya se está cumpliendo, pues de otra manera resultaría absurdo que la autoridad penitenciaria deba recurrir a la

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judicatura para autorizar la aplicación de un día de encierro o incomunicación, solo por haberse impuesto anteriormente al detenido o preso otra medida semejante. Por su parte, el art. 87 del Reglamento de Establecimientos Penitenciarios parece ir más allá de lo dispuesto por el Código, al exigir la autorización del juez para la repetición de “toda medida disciplinaria”. Dicho Reglamento también reduce la medida de encierro en celda solitaria a un máximo de quince días y no contempla como medida disciplinaria independiente la incomunicación con personas extrañas al establecimiento penal, aunque podría asimilarse a ella la privación de visitas y comunicaciones con el exterior (art. 81 g).

E. Derechos humanos y régimen carcelario Con independencia de las fuentes normativas de la regulación del sistema carcelario, han surgido en estos últimos años diferentes iniciativas tendientes a consolidar en la práctica los derechos humanos de las personas privadas de libertad que, en principio, no se encuentran afectas a otras privaciones que las de esa libertad y las que imponen las condiciones mínimas para hacerlas seguras. Así, se ha litigado en sede de protección contra la imposibilidad fáctica de la participación de los presos no condenados a penas aflictivas para ejercer su derecho a voto (Marshall y Rochow, 233, a propósito de la SCS 2.2.2017, Rol 87743-17). También, respecto de presos pertenecientes a nuestros pueblos originarios, se ha litigado y se han desarrollado estudios para determinar el ámbito del ejercicio de su libertad de culto dentro y fuera de las prisiones (Royo, 259), lo que ha llevado a su reconocimiento efectivo en la Res. Ex. 3925, de 29.7.2020, en que Gendarmería de Chile da facilidades y autorizaciones para una práctica no discriminatoria de tales derechos, tanto en centros cerrados como abiertos. En dicha resolución se establece, además, el derecho a la huelga de hambre de los presos, por lo que ya no se considera falta grave a la disciplina, lo que no deja de ser, en buena medida, contradictorio con la presentación de recursos de protección para la alimentación forzada de los presos que adoptan esa decisión, calificada por la Res. Referida como “una forma de protesta social, pacífica y extrema al mismo tiempo, cuando se sustenta en el derecho fundamental a la libertad de expresión, consagrado en el artículo 13, de la Convención Americana sobre Derechos Humanos” (sobre la aparentemente insalvable contradicción entre la autonomía y dignidad personal y el tratamiento médico y alimentación forzadas de huelguistas de hambre, v. el voto disidente de S. Muñoz en la SCS 18.8.2020, Rol 95030-20, que acogió un recurso

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para trasladar a huelguistas de hambre mapuches a un centro asistencial, contra su voluntad). La existencia de organismos especializados en la defensa de los derechos humanos de los presos, tanto estatales (INDH) como no gubernamentales (LEASUR, p. ej.), promete no solo una profundización de estas cuestiones, sino su expansión hacia otros aspectos relevantes en las condiciones carcelarias y el trato humano que se espera ofrezca el Estado a las personas que priva de libertad.

§ 2. Cumplimiento en libertad de las penas de presidio y reclusión. El régimen de libertad condicional A. El proceso de reinserción social dentro de los establecimientos penitenciarios Conforme al Reglamento, existirá en cada Centro Penitenciario un Consejo Técnico integrado por los oficiales penitenciarios y los profesionales y funcionarios a cargo de áreas y programas de rehabilitación, cuya principal función es servir de “ente articulador de las acciones de tratamiento de la población penal”, a través de la realización de actividades y acciones de reinserción social de carácter educativo, laboral, cultural, deportivos y recreativos; y en particular, informar las solicitudes relativas a la concesión de los permisos de salida, previos a la concesión de la libertad condicional. Estas actividades y acciones deberán orientarse a “remover, anular o neutralizar los factores que han influido en la conducta delictiva” del condenado y “tendrán como referente el carácter progresivo del proceso de reinserción social del interno” y las “necesidades específicas” del mismo, al punto que la participación de los internos en tales actividades es voluntaria y el hecho de rehusarse a participar no puede reportarles consecuencias disciplinarias (arts. 92 a 94).

a) Los permisos de salidas Según el Reglamento de Establecimientos Penitenciarios, el objetivo principal de estos permisos es preparar progresivamente “la reinserción familiar y social del condenado” (art. 107). Añade el art. 97 que “solo podrán concederse a quienes hayan demostrado avances efectivos en su proceso de reinserción social” y tengan posibilidades de contar con medios o recursos de apoyo o asistencia fuera del penal. Para demostrar aquello “será fun-

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damental el informe psicológico que dé cuenta de la conciencia de delito, del mal causado con su conducta y de la disposición al cambio, de modo que se procure, por una parte, constatar que el interno responde efectiva y positivamente a las orientaciones de los planes y programas de reinserción social y, por otra, evitar la mera instrumentalización del sistema con el fin de conseguir beneficios”. Tratándose de la concesión de permisos a las personas condenadas por homicidio, castraciones, mutilaciones, lesiones graves gravísimas, lesiones graves, lesiones menos graves, violación, abuso sexual, secuestro, sustracción de menores, tormentos o apremios ilegítimos, asociación ilícita, inhumaciones y exhumaciones, cualquiera haya sido la denominación que dichas conductas hubieren tenido al momento de su condena, que fueren perpetrados en el contexto de violaciones a los derechos Humanos, por agentes del Estado o por personas o grupos de personas que actuaron con la autorización, el apoyo o la aquiescencia del Estado, el informe respectivo deberá dar cuenta, además, del arrepentimiento del interno por los hechos cometidos. Además, deberán acreditar por cualquier medio idóneo que han aportado antecedentes serios y efectivos en causas criminales por delitos de la misma naturaleza (art. 109 ter). Los permisos y sus condiciones específicas son los siguientes: i) salida esporádica (art. 100); ii) salida dominical (art. 103); iii) salida de fin de semana (art. 104); y iv) salida controlada al medio libre (art. 105). Como sus nombres lo indican, se trata de un sistema progresivo de salidas en libertad cuyo objeto principal es preparar al interno para su reinserción social, sea mediante la libertad condicional o la supervigilancia del Patronato de Reos, cuando corresponda.

B. Reducción de la condena por “comportamiento sobresaliente” La Ley 19.856, de 2003, introdujo el sistema de rebaja de pena por buena conducta que permite su reducción durante el cumplimiento, permitiendo adelantar los plazos para la obtención de la libertad condicional. El beneficio consiste en la reducción de dos meses por cada año de cumplimiento en la primera mitad del tiempo de condena y de tres meses, en la segunda, para los condenados que hubieren demostrado “comportamiento sobresaliente” (arts. 2 y 3). Aunque la ley señala que “los beneficios regulados en los artículos anteriores tendrán lugar solo en el momento en que se diere total cumplimiento a la pena impuesta, una vez aplicadas las rebajas” (art. 4), lo cierto es que

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ello no es estrictamente así, pues la rebaja nominal acumulada se toma en cuenta para establecer el momento en que el condenado puede solicitar su libertad condicional. En efecto, el art. 5 Ley 19.856 establece que la demostración de comportamiento sobresaliente “será considerada como antecedente calificado para la obtención de libertad condicional”, declarando a quienes lo demuestren “habilitados para postular al régimen de libertad condicional en el semestre anterior a aquel en que les hubiere correspondido hacerlo conforme al DL N.º 321, de 1925, y su reglamento.” El “comportamiento sobresaliente” es aquél “que revelare notoria disposición del condenado para participar positivamente en la vida social y comunitaria, una vez terminada su condena” (art. 7) y se califica por una Comisión designada al efecto, una vez al año. Dicha Comisión está compuesta por un Ministro de la Corte de Apelaciones, tres jueces de lo criminal, un abogado externo y dos peritos. Para calificar la conducta de sobresaliente, se toman en cuenta los siguientes factores: asistencia a la escuela, liceo o cursos del penal (estudio); asistencia a talleres o programas de capacitación (trabajo); sometimiento a terapias clínicas (rehabilitación); y responsabilidad en el comportamiento personal (conducta). Además, se puede considerar el “nivel de integración y apoyo familiar del condenado, si lo tuviere, y al nivel de adaptación social demostrado en uso de beneficios intrapenitenciarios”. Es importante destacar que, tanto para los efectos de la rebaja por comportamiento sobresaliente, como para la libertad condicional, se toma en cuenta el tiempo que un condenado hubiere permanecido en prisión preventiva, pudiendo, por tanto, calificarse la conducta desde el primer año con posterioridad a la condena para optar a las rebajas por el comportamiento sobresaliente correspondientes a todo el tiempo de prisión preventiva (art. 9).

C. La libertad condicional a) Concepto La libertad condicional es en nuestro sistema el equivalente a la parole o libertad bajo palabra de los sistemas anglosajones. Fue incorporada en nuestra legislación por el DL 321, de 1925, como uno de los primeros éxitos de la escuela positiva en las reformas legales de la primera mitad del siglo XX, para hacer frente a la deshumanización e incapacidad para resocializar a los condenados del estricto régimen del Código. Entonces se concebía como última etapa del régimen penitenciario de ejecución progresiva de las penas,

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dividido en períodos que iban desde el aislamiento extremo hasta el tratamiento en libertad, conocido también como sistema irlandés e instaurado en Chile por el ya derogado Reglamento Carcelario de 1928 (Sepúlveda y Sepúlveda, 86). Hoy en día, el actual Reglamento Penitenciario lo considera como la última etapa de las “actividades y acciones para la reinserción social” que debe desarrollar la administración penitenciaria conforme a dicho cuerpo normativo, cuyos sustentos ideológicos se encuentran en la concepción de la ejecución de la pena como un sistema que ofrece alternativas para que los condenados puedan ser capaces de resolver los conflictos pasados y futuros que suponen su condición (Bustos, Bases, 149). Según la actual redacción del DL 321, la libertad condicional es “un medio de prueba de que la persona condenada a una pena privativa de libertad y a quien se le concediere, demuestra, al momento de postular a este beneficio, avances en su proceso de reinserción social”. (art. 1) Se obtiene y se revoca por resolución fundada de la Comisión de Libertad Condicional (art. 5). Su duración comprende todo el tiempo restante de la condena, pero quienes hayan cumplido la mitad de este tiempo y hubieran cumplido las condiciones establecidas en su plan de seguimiento e intervención individual, “podrán ser beneficiadas con la concesión de su libertad completa” a través de una resolución de la Comisión respectiva (art. 8). Una vez que el penado termina el período de libertad condicional sin que haya sufrido una nueva condena o sin que se haya revocado su libertad, “la pena se reputará cumplida” (art. 3 Reglamento). Ya no puede discutirse si ella consiste o no en un “derecho” del condenado, pues el DL 321 no emplea más esa expresión. En cambio, se la define también como un “beneficio que no extingue ni modifica la duración de la pena, sino que es un modo particular de hacerla cumplir en libertad por la persona condenada” (art. 1, inc. 2). La actual redacción del DL 321 destaca, además, el carácter facultativo de su concesión al emplear sus arts. 2 a 3 ter la expresión “podrá concederse” y señalar en su art. 5 que su concesión, rechazo o revocación “será facultad de la Comisión de Libertad Condicional”. Esta Comisión, compuesta por un ministro de Corte de Apelaciones y cuatro jueces de garantía o de tribunales orales en lo penal de la jurisdicción respectiva (en Santiago, diez) se reúne dos veces al año, los primeros quince días de los meses de abril y octubre, y decide sobre la base del informe elaborado por Gendarmería de Chile sobre el cumplimiento de los requisitos de tiempo, conducta y riesgo de reincidencia ya mencionados de los condenados que postulen (art. 4). El art. 5 entrega completamente a la Comisión la evaluación del cumplimiento de los requisitos que permiten la concesión

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del beneficio, para cuya constatación se pueden tener a la vista no solo los antecedentes emanados de Gendarmería de Chile, sino todos los demás que “considere necesarios para mejor resolver”. En todo caso, puesto que la resolución que concede, rechaza o revoca el beneficio ha de ser fundada, debe dar cuenta de esos antecedentes y su relación con la denegación u otorgamiento del beneficio, esto es, si se puede o no demostrar avances en el proceso de reinserción social del condenado, al momento de postular, más allá del transcurso del tiempo previsto en cada caso y la buena conducta en el penal. Luego siempre será posible la litigación acerca del cumplimiento de esta exigencia de fundamentación, por la vía del amparo constitucional.

b) Requisitos Para poder postular a la libertad condicional, los condenados deben reunir tres requisitos de distinta naturaleza: i) un determinado tiempo servido de la condena impuesta, ii) comportamiento intachable dentro del penal, y iii) demostrar avances en su proceso de resocialización. En cuanto al tiempo servido de la pena impuesta, la regla general del cumplimiento de la mitad de la condena se ha modificado en diversas ocasiones, exigiendo un mayor tiempo servido de la condena impuesta según la clase de delito o cuantía de la pena que se trate, como “concesiones a los atavismos vindicativos, y una renuncia lamentable a las responsabilidades impuestas por la prevención especial” (Cury PG, 724). Además, para evitar que los condenados obtengan la libertad condicional mientras cumplen otra pena, la actual redacción del N.º 1) art. 2 establece que, si “la persona condenada estuviere privada de libertad cumpliendo dos o más penas, o si durante el cumplimiento de éstas se le impusiere una nueva, se sumará su duración, y el total que así resulte se considerará como la condena impuesta para estos efectos”. Este requisito se cumple, por regla general a la mitad del tiempo de la condena, salvo en los siguientes casos: i) en los condenados a presidio perpetuo calificado, a los cuarenta años; ii) en los condenados a presidio perpetuo y a penas que sumen más de cuarenta años de privación de libertad, a los veinte años; iii) en los condenados por los delitos de parricidio, femicidio, homicidio calificado, infanticidio, robo con homicidio, violación con homicidio, violación, abuso sexual impropio simple y agravado, producción de pornografía infantil, promoción y facilitación de la prostitución infantil, trata de personas, robo en lugar habitado y robo con violencia e intimida-

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ción simple (arts. 365 bis, 366 bis, 366 quinquies, 367, 411 quáter, 436 y 440); homicidio de miembros de las policías, de integrantes del Cuerpo de Bomberos de Chile y de Gendarmería de Chile, en ejercicio de sus funciones; conducción en estado de ebriedad causando muerte o lesiones graves (art, 196 Ley de Tránsito); y el de elaboración o tráfico de estupefacientes, cuando hubieren cumplido dos tercios de la condena. Excepcionalmente, es estos últimos casos, “se podrá conceder la libertad condicional una vez cumplida la mitad de la pena privativa de libertad de forma efectiva a las mujeres condenadas en estado de embarazo o maternidad de hijo menor de 3 años” (art. 3 ter). El tiempo de cumplimiento se aumenta también a los dos tercios de la condena (salvo que se trate de presidio perpetuo) para los condenados por delitos que la sentencia, de conformidad con el derecho internacional, hubiere considerado como genocidio, crímenes de lesa humanidad o crímenes de guerra, cualquiera haya sido la denominación o clasificación que dichas conductas hubieren tenido al momento de su condena; o por alguno de los delitos tipificados en la Ley 20.357, exigiéndose, además, al momento de postular, acreditar colaboración sustancial con la justicia durante el proceso, amén de otras consideraciones relativas a la afectación de la seguridad pública, la facilitación de la ejecución de las resoluciones judiciales y reparación para las víctimas, y la presunción de que el liberto no afectará a las víctimas o a sus familiares con acciones o expresiones inapropiadas. Excepcionalmente, todos los requisitos temporales se reducen a diez años para los condenados a presidio perpetuo por delitos contemplados en la Ley 18.314, que determina conductas terroristas y fija su penalidad y, además condenadas por delitos sancionados en otros cuerpos legales, “siempre que los hechos punibles hayan ocurrido entre el 1 de enero de 1989 y el 1 de enero de 1998 y suscriban, en forma previa, una declaración que contenga una renuncia inequívoca al uso de la violencia”. Por otra parte, el requisito de buen comportamiento (“haber observado conducta intachable durante el cumplimiento de la condena”), se ha reducido a obtener nota “muy buena” en los cuatro bimestres anteriores a la postulación o, si la pena es menor de 541 días, en los tres anteriores. (art. 2 N.º 2). El tercer requisito para conceder la libertad condicional corresponde al hecho de demostrar avances en el proceso de resocialización. Según el art. 2 N.º 3 esto se constata por la valoración del riesgo de reincidencia, lo que determina sus posibilidades para reinsertarse adecuadamente en la sociedad. El riesgo de reincidencia se determina mediante la aplicación de test

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estandarizados según el modelo adoptado en 2010 por el Ministerio de Justicia (modelo “Riesgo-Necesidad-Responsividad”), que considera como factores generales para su determinación la historia delictual, educación/ empleo, familia/pareja, uso del tiempo libre, pares, consumo de alcohol/drogas, actitud y orientación “procriminal” y patrón antisocial; y como factores específicos las características de personalidad con potencial criminógeno (p. ej., deficiente manejo de la ira, habilidades de autocontrol, etc.) y los antecedentes de agresión de tipo sexual, violenta y otras formas de comportamiento antisocial (para una exposición crítica de este modelo, de origen canadiense, basado en la psicología conductual, v. Velásquez, 72). Dado que estos factores se encuentran presentes desde el momento del ingreso del condenado, será relevante para determinar sus “avances” en el proceso de reinserción, demostrar el cambio en los mismos, que principalmente puede tener relación con el producido en el comportamiento y personalidad del condenado con relación a su adherencia o “responsividad” al plan de intervención individual. El art. 2 N.º 3 DL 321 impone a Gendarmería de Chile la obligación de informar a la Comisión acerca de estos factores explicitando en el informe “los antecedentes sociales y las características de personalidad de la persona condenada, dando cuenta de la conciencia de la gravedad del delito, del mal que éste causa y de su rechazo explícito a tales delitos”.

c) Condiciones a que quedan sujetos los reos libertos y revocación Obtenida la libertad condicional, el liberto queda sujeto a un Delegado de Libertad Condicional de Gendarmería de Chile, quien deberá elaborar un plan de intervención individual, “el que deberá comprender reuniones periódicas, las que durante el primer año de supervisión deberán ser a lo menos mensuales, la realización de actividades tendientes a la rehabilitación y reinserción social del condenado, tales como la nivelación escolar, la participación en actividades de capacitación o inserción laboral, o de intervención especializada de acuerdo a su perfil”. La ley exige, además, que “la persona condenada deberá firmar un compromiso de dar cumplimiento a las condiciones de su plan” (art. 6). La revocación del beneficio es facultativa para la Comisión de Libertad Condicional (art. 5), quien resolverá previo informe de Gendarmería de Chile, en caso de que el liberto fuere condenado por cualquier delito (incluye las faltas) o incumpliere las condiciones establecidas en su plan de intervención individual, sin justificación suficiente. Revocado el beneficio, se podrá volver a solicitar una vez cumplida la mitad del tiempo restante de la condena que se vuelve a cumplir (art. 7).

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Curiosamente, la ley no dispone la revocación en caso de que el liberto no se presente dentro de los 45 días siguientes a la concesión del beneficio al proceso de elaboración y suscripción de su plan individual de intervención, de modo que, indirectamente, se favorece que tales planes no se suscriban, dejando al liberto sin control y sin posibilidad clara de revocar su beneficio, al no existir causal para ello en este art. 7.

§ 3. Eliminación de antecedentes penales y supresión del prontuario A. Régimen del DL 409, de 1932 El art. 1 DL 409 establece que toda persona “tendrá derecho después de dos años de haber cumplido su pena, si es primera condena, y de cinco años, si ha sido condenado dos o más veces, a que por decreto supremo, de carácter confidencial, se le considere como si nunca hubiere delinquido para todos los efectos legales y administrativos y se le indulten todas las penas accesorias a que estuviere condenado”. Tratándose de condenados a penas de inhabilitación absoluta perpetua o temporal para cargos, empleos, oficios o profesiones ejercidos en ámbitos educacionales o que involucren una relación directa y habitual con personas menores de edad (art. 39 bis CP), solo se podrá pedir la eliminación de los antecedentes diez años desde el cumplimiento de la pena, sin importar el número de condenas. El texto citado añade que el decreto que concede este beneficio se considerará como una recomendación al Senado para los efectos de la rehabilitación a que se refiere el art. 17 CPR. Se trata de una medida que tiende a limitar las “consecuencias discriminatorias en la mantención de tales anotaciones una vez terminada la fase de ejecución de penas” (Villalobos, 168). Esta limitación debiera alcanzar incluso a la agravante de reincidencia, si se hace efectiva la finalidad que en sus considerandos se declara, esto es, que la eliminación de antecedentes sirva “como un medio de levantar la moral del penado para que se esfuerce por obtener su mejoramiento por medio del estudio, del trabajo y de la disciplina, debe dársele la seguridad de que, una vez cumplida su condena y después de haber llenado ciertos requisitos, pasará a formar parte de la sociedad en las mismas condiciones que los demás miembros de ella y de que no quedará el menor recuerdo de su paso por la prisión”. Para hacer efectivo el beneficio, el condenado debe presentarse al Patronato de Reos respectivo, firmando mensualmente durante dos años,

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y cumplir, además, los siguientes requisitos: i) haber observado muy buena conducta en la prisión o en el lugar en que cumplió su condena; ii) conocer bien un oficio o una profesión; iii) poseer conocimientos mínimos de cuarto año de escuela primaria; y iv) no haber sufrido ninguna condena durante el tiempo de prueba y hasta la fecha de dictarse el decreto respectivo. El DL 409 contempla, además, otra medida de vital importancia para los libertos, consistente en la posibilidad de otorgarles, dentro de las cárceles, en caso de necesidad, alojamiento y rancho en departamentos separados de los presos, a cambio de trabajo.

B. Régimen de los condenados a penas sustitutivas de la Ley 18.216 Tratándose de condenados cuyas penas se hubieren sustituido por alguna de las previstas en la Ley 18.216 y no tuvieren condenas cumplidas anteriormente por crimen o simple delito, diez o cinco años antes respectivamente, su art. 38 dispone que ello “tendrá mérito suficiente para la omisión, en los certificados de antecedentes, de las anotaciones a que diere origen la sentencia condenatoria”, debiendo el tribunal competente oficiar al Servicio de Registro Civil e Identificación al efecto. La omisión, desde el momento mismo de la comunicación de la imposición de la pena sustitutiva importa la expedición de tales certificados para terceros sin que en ellos consten los antecedentes que se omiten, pero no alcanza a las certificaciones que se envían a los tribunales de justicia. El posterior cumplimiento satisfactorio de las penas sustitutivas “tendrá mérito suficiente para la eliminación definitiva, para todos los efectos legales y administrativos, de tales antecedentes prontuariales”, debiendo oficiar el tribunal que declare cumplida la respectiva pena sustitutiva al Servicio de Registro Civil e Identificación, el que practicará la eliminación. Luego, en caso de incumplimiento o cumplimiento “insatisfactorio”, no habrá lugar ni para esta eliminación ni la del DL 409. No obstante, siempre será necesario recurrir al régimen del DL 409 en caso de cumplimiento satisfactorio, una vez transcurridos los plazos correspondientes, pues la eliminación prevista en la Ley 18.216 no alcanza al efecto de las condenas respecto de los certificados que se otorguen para el ingreso a las Fuerzas Armadas, a las Fuerzas de Orden y Seguridad Pública y a Gendarmería de Chile, y los que se requieran para su agregación a un proceso criminal.

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C. Régimen del DS 64 El art. 8 de este DS, que reglamenta la eliminación de prontuarios penales, de anotaciones, y el otorgamiento de certificados de antecedentes, permite al Director del Registro Civil la eliminación administrativa de ciertas anotaciones en los prontuarios de los condenados en los siguientes casos especiales: i) cuando se trate de faltas, respecto de las cuales han transcurrido tres años desde el cumplimiento de la condena; ii) cuando se trate de personas sancionadas por cuasidelito, simple delito o crimen, con multa o con pena corporal o no corporal hasta de tres años de duración y hayan transcurrido diez años, a lo menos, desde el cumplimiento de la condena en los casos de crimen, y cinco años o más, en los casos restantes; y iii) cuando se trate de condenados que hayan cumplido una pena no aflictiva y que a la fecha de la comisión del delito tenían menos de 18 años, caso en el cual se procederá a eliminar la anotación del prontuario desde el mismo momento en que se cumple la condena. No obstante, los menores de 18 años a la fecha de la comisión del delito, que sean condenados con una pena aflictiva, deberán esperar que transcurran tres años. En este último caso, la eliminación requerirá que el interesado acredite irreprochable conducta anterior, mediante los antecedentes que el Director del Servicio de Registro Civil exija, y siempre que la anotación de que se trate sea la única que exista en su prontuario. Pero no se requerirá probar irreprochable conducta anterior y el Director del Servicio podrá eliminar de oficio la única anotación existente, transcurridos 20 años o más desde el cumplimiento de la pena. Se podrá también omitir la constancia de los antecedentes en los certificados emitidos para terceros, antes de eliminarlos, cumplidos los requisitos del art. 13, que son, básicamente, acompañar a la autoridad un certificado de ejecutoria, otro de cumplimiento de condena y uno del pago de la multa (Achiardi, 850).

SEXTA PARTE

EXTINCIÓN Y EXCLUSIÓN DE LA RESPONSABILIDAD PENAL

Capítulo 14

Defensas no exculpatorias Bibliografía Aldunate, E., “Una necesaria revisión de la amnistía, sus presupuestos de validez y las limitaciones en el orden constitucional e internacional penal”, LH Bustos; Balmaceda, G., “La prescripción en el derecho penal chileno”, RCP 43, N.º 1, 2016; Beltrán, R., “Acerca de la necesidad de reconocer en Chile el denominado “abono heterogéneo”: Comentario a la sentencia de la Corte Suprema Rol 3709-2019, de 11 de febrero de 2019”, Ius et Praxis 25, N.º 2, 2019; Blanco, R., Díaz, A., Heskia, J. y Rojas, H., Justicia Restaurativa: Marco Teórico, Experiencias comparadas Propuestas de Política Pública, Santiago, 2004; Bobadilla, C., “La ‘pena natural’: fundamentos, límites y posible aplicación en el derecho chileno”, RPC 11, N.º 22, 2016; Braithwaite, J., “Restorative justice”, en Tonry, M. (Ed.), The Handbook of Crime and Punishment, Oxford, 1998; Cabezas, C., “La prescripción de los delitos contra la humanidad; algunas reflexiones acerca de su fundamento”, RCP 43, N.º 4, 2016; “La prescripción de la acción pena y la suspensión de la misma en el derecho positivo. Un estudio histórico-comparado”, DJP 40, 2020; Cárdenas, C., “Caso ‘Guarnición Chena’” y “Caso ‘Londres 38’”, Casos PG; Carnevali, R., “Caso ‘Amnistía a los agentes de la Dina’”, Casos PG; “La justicia restaurativa como mecanismo de solución de conflictos. Su examen desde el derecho penal”, R. Justicia Juris 13, N.º 1, 2017; “Mecanismos alternativos de solución de conflictos en materia penal en Chile. Una propuesta de lege ferenda”, Ius et Praxis 25, N.º 1, 2019; Cortés, J., “Reiteración y delito continuado desde la perspectiva de la prescripción de la acción penal”, R. Jurídica del Ministerio Público N.º 41, 2009; Delgado, J. y Carnevali, R., “El rol del juez penal en los acuerdos reparatorios: soluciones alternativas efectivas”. RPC 15, N.º 29, 2020; Díaz C., A., “Apuntes sobre algunos problemas que plantean los artículos 96 y 103 del Código Penal y su relación con la prescripción”, Doctrinas GJ II; Díaz G., A., “La experiencia de la mediación penal en Chile”, RCP 5, N.º 9, 2010; Fontecilla, R., “Amnistía e indulto”, Clásicos RCP I; Girao, F., “La naturaleza jurídica de la regla sobre la imprescriptibilidad de los delitos internacionales y su incorrecta aplicación retroactiva”, DJP 41, 2020; González-Fuente, The statute of limitations within the framework of Chilean transitional justice. An analysis from the victims’ perspective, Göttingen, 2013; Guzmán D., J. L., “Comentario a los arts. 93 a 104”, Texto y Comentario; “Crímenes internacionales y prescripción”, R. Ciencias Sociales (Valparaíso) 49/59, 2005; La pena y la extinción de responsabilidad, Santiago, 2008; “Sentido de la pena y reparación”, RPC 12, N.º 24, 2017; González R., I., “Justicia restaurativa en violencia intrafamiliar y de género”, R. Derecho (Valdivia) 26, N.º 2, 2013; González R., I. y Fuentealba, M.ª Soledad, “Mediación penal como mecanismo de Justicia Restaurativa en Chile”, R. Derecho y Ciencia Política (Temuco) 4, N.º 3, 2013; Hernández B., H., “Abono de prisión preventiva en causa diversa”, Informe Defensoría Penal Pública, 2009; “La persecución penal de los crímenes de la dic-

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tadura militar en Chile”, LH Profesores; Kindhäuser, U., Strafrecht. AT, 6.ª Ed., Baden-Baden, 2013; Horvitz, M.ª I., “Amnistía y prescripción en causas sobre violación de derechos humanos en Chile”, Anuario de Derechos Humanos (U. Chile) 2, 2006; Mañalich, J. P., “El derecho penal de la víctima”, R. Derecho y Humanidades 10, 2004; “El secuestro como delito permanente frente al DL de amnistía”, REJ 5, 2004; Terror, pena y amnistía, Santiago, 2010; “Destierros y confiscaciones”, Beccaria 250; Matus, J. P., “La justicia penal consensuada en el nuevo Código de derecho procesal penal”, R. Crea (Temuco) 1, 2000; “El Informe Valech y la tortura masiva y sistemática como crimen contra la humanidad cometido en Chile durante el régimen militar”, R. Electrónica de Ciencias Penales y Criminología 7, 2005; “Informe pericial ante la Corte Interamericana de derechos Humanos sobre Decreto Ley 2.191 de amnistía de fecha 19 de abril de 1978”, Ius et Praxis 12, N.º 1, 2006; Novoa M., E., Grandes procesos. Mis alegatos, Santiago, 1988; Mera, J., “El Decreto Ley de Amnistía N.º 2.191, de 1978, y la exigencia de justicia por la violación de los derechos humanos”, Clásicos RCP II; “Comentario a los arts. 93 a 105”, CP Comentado I; Oliver, G., “La nueva regla de cómputo del plazo de prescripción de la acción penal en delitos sexuales con víctimas menores de edad: algunos problemas interpretativos”, LH Novoa-Bunster; Ortiz P., H., De la extinción de la responsabilidad penal, Santiago, 1990; Osorio, X. y Campos, H., “Justicia restaurativa y mediación penal”, R. Derecho (Coquimbo) 10, 2003; Piña, J. I. y Moreno, D., “Caso ‘Sucesión caso Chipas’”, Casos PG; Politoff, S., “Derecho penal con mesura: una respuesta reduccionista a la mala conciencia del jurista”, Universum 10, 1995; Reyes, L. y Oyharçabal, M., “Comentario de jurisprudencia”, R. Derecho (Consejo de Defensa del Estado), N.º 35, 2016; Sáez, J., “La suspensión de la ejecución de la condena”, R. Procesal Penal 14, 2003; Salas, J. Abono de la prisión preventiva en causa diversa. Deconstrucción de una teoría dominante, Santiago, 2017; Szczaranski C., C., Culpabilidades y sanciones en crímenes contra los derechos humanos, Otra clase de delitos, Santiago, 2004; Vargas V., J., La extinción de la responsabilidad penal, 2.ª Ed., Santiago, 1994; Videla, L., “Los acuerdos reparatorios a la luz del concepto de reparación”, REJ 13, 2010; Yuseff, G., La prescripción penal, 3.ª Ed., Santiago, 2009; Zúñiga, F., “Amnistía ante la jurisprudencia (derechos humanos como límite al ejercicio de la soberanía)”, Ius et Praxis 2, N.º 2, 1997.

§ 1. Generalidades. La extinción de la responsabilidad penal como defensa no exculpatoria Defensas no exculpatorias son todas aquellas que se fundamentan en puras razones de política criminal, esto es, en los límites del derecho penal fijados por razones de conveniencia en vez de consideraciones referidas a la existencia del hecho punible, la participación culpable, la falta de antijuridicidad del hecho o de culpabilidad del acusado. En un sentido amplio, las defensas constitucionales y jurisdiccionales también son no exculpatorias, pero las hemos tratado separadamente por la especificidad de sus fundamentos.

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Las principales defensas no exculpatorias son las que el art. 93 reúne bajo el rótulo de “causales de extinción de la responsabilidad penal”. Junto a ellas se encuentran las diferentes formas de perdón contempladas en los arts. 170, 240, 242 y 398 CPP, la reparación del art. 241 CPP, y las excusas legales absolutorias, incluyendo el arrepentimiento eficaz (el desistimiento en la conspiración y la proposición). La doctrina agrega el caso del pago del cheque girado en descubierto en el procedimiento civil de cobro, lo que podría hacerse también extensible al pago de las obligaciones tributarias y aduaneras antes del ejercicio de la acción penal (Vargas V., Extinción, 207). Y, aunque desde el punto de vista pedagógico se explican después de la determinación del hecho punible y la participación culpable, en la práctica forense su presentación es, por regla general, anterior al juicio propiamente tal y sirven de fundamento, tratándose de la contempladas en el art. 93, para una decisión de no iniciar la investigación por parte de la fiscalía, sujeta a revisión judicial (art. 168 CPP), o para alegar el sobreseimiento de la causa antes del juicio oral, de conformidad con el art. 250 d) CPP.

§ 2. La muerte Conforme dispone el art. 93 N.º 1, la responsabilidad penal se extingue “por la muerte del responsable”, esto es, su muerte en sentido natural o legal (“muerte cerebral”, art. 19 Ley 20.584). Por tanto, no alcanza a extinguir la responsabilidad penal la muerte presunta del CC. Sin embargo, al añadirse que, respecto de las penas pecuniarias, ellas se extinguen “solo cuando a su fallecimiento no hubiere recaído sentencia ejecutoria”, se plantea un problema de constitucionalidad al contradecir el principio de “personalidad de las penas”, según el cual la responsabilidad penal ha de ser siempre personal y no puede extenderse a terceros inocentes del delito, como en este caso serían los herederos del responsable difunto (Beccaria, Delitos, 125). Parece más o menos evidente que cuando el art. 19 N.º 3 CPR asegura a todas las personas que “ninguna ley podrá establecer penas sin que la conducta que sanciona esté expresamente descrita en ella”, se refiere a las conductas propias, y no de terceros, por causantes civiles que sean (véanse además las acertadas críticas de la doctrina nacional indiferente a este problema en Guzmán D., “Comentario”, 442; y Piña y Moreno, 484. Para una discusión sobre el fundamento de esta limitación, a la luz de los llamados fines de las penas, v. Mañalich, “Destierros”, 287).

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§ 3. Cumplimiento de la condena A. Regla general Por cumplimiento de la condena debe entenderse no solo el pago completo y total de las pecuniarias y el servicio del tiempo decretado respecto de las personales, con sus rebajas (Ley 19.858), sino también: i) el cumplimiento de la pena a través del beneficio de la libertad condicional (DL 321); y ii) el cumplimiento satisfactorio de la pena sustitutiva (art. 38 Ley 18.216). Cumplida la pena, el DL 409 permite que, bajo ciertas condiciones, el penado pueda ser considerado como si nunca lo hubiese sido para “todos los efectos legales y administrativos”, y especialmente en lo referente al otorgamiento del certificado de antecedentes respectivos. Por su parte, el art. 26 CP dispone que “la duración de las penas temporales empezará a contarse desde el día de la aprehensión del imputado”, por lo que el cumplimiento de la condena, según la duración del proceso puede haberse completado total o parcialmente antes de la condena. Esta disposición se complementa con el art. 348 inc. 2 CPP, el cual dispone que “la sentencia que condenare a una pena temporal deberá expresar con toda precisión el día desde el cual empezará ésta a contarse y fijará el tiempo de detención, prisión preventiva y privación de libertad impuesta en conformidad a la letra a) del artículo 155 que deberá servir de abono para su cumplimiento. Para estos efectos, se abonará a la pena impuesta un día por cada día completo, o fracción igual o superior a doce”.

B. Unificación de sentencia y abono heterogéneo de la privación de libertad en procedimiento diverso como cumplimiento de condena anticipado (art. 164 COT) Actualmente, se discute si la regla del art. 164 COT permite imputar al cumplimiento anticipado de una pena el tiempo de privación o restricción de libertad sufrido en un proceso diferente por el que se condenó, respecto del cual no se sufrió una pena o el tiempo de privación o restricción de libertad fue superior al de la condena efectivamente impuesta, el llamado “abono heterogéneo”. Al respecto, la doctrina está dividida: mientras unos rechazan esta clase de abono, sobre la base de su contrariedad con la idea de retribución y la literalidad del art. 164 COT (Salas, 26); otros lo consideran plenamente admisible, entendiendo la prisión preventiva en causas no relacionadas ni posibles de unificar como una “circunstancia posdelictiva de naturale-

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za iusfundamental”, que permitiría fundamentar “a partir del principio de proporcionalidad y el principio de compensación” su imputación a un proceso diferente (Beltrán, 528). La jurisprudencia, por su parte, basada en una interpretación literal del art. 26 CP que encuentra fundamento en la historia de su establecimiento, ha abandonado las restricciones del art. 503, inc. 2 CPP 1906 (donde se limitaba el abono a los procesos “acumulados”, institución hoy inexistente), no contempladas en el actual art. 348 CPP, y acoge las actuales propuestas de interpretación en favor del abono, solución al mismo tiempo ajustada a las ideas de “justicia material” y del principio de favorabilidad en la interpretación, lo que conlleva a la consecuente formación de la llamada “cuenta corriente” de tiempos de privación de libertad sin condena, abonables a cualquier procedimiento posterior en que efectivamente se imponga una (v. por todas, SSCS 28.1.2020, Rol 544820 y 27.3.2017, RCP 44, N.º 2, 263, con nota aprobatoria de J. Ferdmann). Esta era la posición de la doctrina antes del CPP 1906, lo que parece abonar la tesis jurisprudencial ahora dominante (Hernández B., “Abono”, 6, y Guzmán D., La pena, 314).

§ 4. Perdón y reparación (justicia restaurativa y consensuada) A partir de la década de 1990 se ha desarrollado en la criminología anglosajona un movimiento que reconoce en la solución del conflicto penal por parte de los propios interesados un principio de justicia restaurativa, diferente a las funciones que tradicionalmente se asignan al sistema penal (Braithwaite). Entre nosotros, algunos reconocen la existencia de un marco legal que permitiría, a través de las salidas alternativas y las penas sustitutivas del actual sistema procesal penal, un uso más intensivo de esta forma alternativa de resolución de conflictos, sobre todo si se institucionalizara la mediación entre los involucrados (Osorio y Campos, 141). Desde el punto de vista de la criminología crítica se enfatiza en que esta clase de “salidas alternativas” son más útiles para la sociedad, por el desarrollo implícito en ella de ciertas habilidades útiles para la supervivencia, como “negociar, persuadir, convencer, agrupar y reintegrar” (Díaz G., 62). Sin embargo, se debe reconocer que la realidad normativa es más estrecha de lo que se podría esperar, reduciéndose el ámbito de la mediación y restauración a los acuerdos reparatorios en delitos de acción pública y la conciliación dentro del procedimiento por delito de acción privada (arts. 241 y 404 CPP), únicos casos en que “se exige, para que puedan materializarse, el consentimiento, tanto del imputado —no se requiere que reconozca su responsabilidad en los he-

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chos— como de la víctima” (Carnevali, “Justicia Restaurativa”, 129. En el mismo sentido, con propuestas de reforma que favorecen la participación y la mediación, Blanco et al, 77). Por otra parte, la experiencia parece indicar un uso limitado de la mediación penal en Chile, a pesar de sus prometedores resultados, incluso en contextos institucionales favorables (González R. y Fuentealba, 204). Es más, para evitar el abuso de la posición de dominación en situaciones de violencia intrafamiliar, el art. 19 Ley 20.066 declara improcedentes los acuerdos reparatorios en esta clase de delitos, lo que limita la mediación formal solo a los hechos conocidos por los Tribunales de Familia, a pesar de ser este uno de los ámbitos donde la justicia restaurativa pareciera tener mejores perspectivas de éxito (González R.) A esa limitación normativa debe añadirse que, en la práctica, las formas procesales y la celeridad auto impuesta por los operadores del sistema desincentivan la intervención de equipos especializados de mediación que permitan desarrollar habilidades diferentes a la negociación de una salida alternativa por razones de conveniencia propias de una justicia penal “consensuada” más que “restaurativa”. Los críticos a este tipo de salidas alternativas ven en estos procesos de negociación el fundamento para su rechazo, entendiendo que la reparación ha de estar en manos de la decisión judicial, como un medio para “remediar el daño causado por el delito o las consecuencias nocivas directamente ligadas a él, sea mediante una recomposición directa, sea subsanándolo mediante una prestación substitutiva o conductas simbólicas” que podrían ser impuestas sin acuerdo del condenado ni de la víctima (Guzmán D., “Reparación”, 1059). Por ello, estimamos posible entender de manera más amplia el concepto de justicia restaurativa o reparatoria y abarcar en él todos los mecanismos de perdón y reparación que establece la legislación nacional, los que pueden clasificarse entre aquellos en que el perdón emana de las autoridades, como la amnistía, el indulto y la suspensión condicional del procedimiento (perdón oficial) y el que surge de las víctimas del delito, como el perdón en los delitos de acción privada, la renuncia en los de acción pública previa instancia particular y los acuerdos reparatorios en los de acción pública (perdón privado), donde son evidentes las limitaciones cada vez mayores a las formas derivadas de la idea de la gracia del soberano (amnistía e indulto) y el fortalecimiento de las formas alternativas de resolución de conflictos (suspensión condicional del procedimiento y acuerdos reparatorios). De lege ferenda, se propone por parte de la doctrina profundizar en mecanismos institucionalizados de mediación reservados y no contradictorios entre víctima e imputado, en todas las etapas del proceso, y en “condiciones de igualdad, información previa y participación voluntaria”, sin recono-

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cimiento de culpabilidad y, de preferencia, respecto de delitos en que no se haya ejercido violencia contra la víctima, requisito que, con todo, no se entiende obligatorio para esta clase de procesos restaurativos (Carnevali, “Mecanismos”, 430). No obstante, subsiste la pregunta de fondo acerca de si en estos casos donde procedería la mediación y la reparación a la víctima no sería preferible prescindir del todo del sistema de justicia penal en vez de otorgar a una parte del conflicto la poderosa herramienta de negociación consistente en la amenaza de un proceso penal en contra de la otra (con detalle, desde la perspectiva de los fines de la pena, Mañalich, “Víctima”, 256).

A. Amnistía Conforme al art. 93 N.º 3, la amnistía “extingue por completo la pena y todos sus efectos”. Ella corresponde a la forma más amplia de perdón oficial, el ejercicio del derecho de gracia que el soberano otorga a través de sus representantes en el Congreso Nacional, por ley y en la forma y con las limitaciones contempladas en la CPR. Se denomina propia cuando se dirige a hechos no enjuiciados todavía, impidiendo la condena por los mismos, e impropia, cuando solo afecta penas ya impuestas. En este caso, se extiende a todas ellas, incluso las accesorias, pero no a la responsabilidad civil derivada del delito y así declarada por sentencia firme (RLJ 175). Nuestra legislación interna no ha incorporado explícitamente las limitaciones provenientes del fundamento político de la institución, esto es, “facilitar la pacificación de una comunidad cuya vida hubiese atravesado un período de grave turbulencia política y social” (Guzmán D., “Comentario”, 445). Sin embargo, éstas se encuentran, p. ej., en el art. 5.5. del Protocolo II adicional a los Convenios de Ginebra de 1949 relativo a la protección de las víctimas de los conflictos armados sin carácter internacional, de 1977, que especifica sus condiciones y destinatarios: “A la cesación de las hostilidades, las autoridades en el poder procurarán conceder la amnistía más amplia posible a las personas que hayan tomado parte en el conflicto armado o que se encuentren privadas de libertad, internadas o detenidas por motivos relacionados con el conflicto armado”; excluyendo la legitimidad de las llamadas “auto amnistías”, esto es, las dictadas por los vencedores del conflicto en su propio beneficio (Aldunate, “Revisión”, 145). Una vez promulgada la ley de amnistía, ella se extiende a todos los hechos punibles a que hace referencia, realizados con anterioridad a su promulgación, durante el tiempo que en ella se indica. Abarca, luego, tanto delitos consumados como frustrados y tentados, y las diferentes formas de

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participación en ellos. La dificultad surge respecto a los delitos cuya consumación se prolonga en el tiempo, con posterioridad a la promulgación de la ley de amnistía: puesto que una amnistía preventiva es inadmisible (se trataría más bien de una derogación), habrá que concluir que todo hecho punible que traspasa el tiempo de lo perdonado no goza de dicho perdón, y así sucede con los delitos permanentes, y la parte no amnistiada de los continuados, habituales y de emprendimiento. Es discutible que en nuestro actual sistema procesal se pueda seguir afirmando el carácter irrenunciable de esta defensa (Mera, “Comentario”, 716), no solo por razones materiales relativas al empleo de personas para finalidades sociales (Guzmán D., “Comentario”, 448), sino también procesales, atendido que los jueces carecen actualmente de la facultad de resolver de oficio estas cuestiones, estando sometidos a la petición que las partes hagan a su respecto. Tampoco parece claro que la amnistía no permita mantener vigente la acción civil indemnizatoria, pues “la responsabilidad penal y la civil son independientes” (Fontecilla, “Amnistía”, 654). No obstante, el ordenamiento nacional reconoce límites a su otorgamiento, tanto formales como basados en el derecho internacional.

a) Límites a la amnistía i) Toda ley de amnistía debe aprobarse con el requisito de quórum calificado, el que se aumenta tratándose de amnistías referidas a delitos terroristas (arts. 16, 60 y 61 CPR); y ii) El art. 250 inc. final CPP, prohíbe sobreseer definitivamente una causa cuando los delitos investigados, “conforme a los tratados internacionales ratificados por Chile y que se encuentren vigentes”, “no puedan ser amnistiados”, por aplicación de lo dispuesto en el art. 5 inc. 2 CPR, que limita la soberanía de la nación a lo dispuesto por los tratados de derechos humanos vigentes. Luego, no es posible admitir una amnistía que abarque delitos atentatorios contra dichos derechos y que hayan sido declarados no susceptibles de amnistiar por los tratados respectivos, lo que sucede particularmente con los delitos de torturas y desaparición forzada de personas, hechos contemplados en las respectivas Convenciones de la ONU de 1984 y OEA de 1994 y 1998 (RLJ 176). Esta limitación es la que ha dejado sin aplicación el DL 2.191, de 1978, que estableció una amnistía para los delitos cometidos en los primeros años de la Dictadura Militar (SSCS 29.3.2005, Rol 4622-2, con comentario favorable de Carnevali, “Amnistía”, 398; y 13.3.2007, Rol 3125-4,

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donde se declara que dicho DL de amnistía “carece de efectos jurídicos”, por “su contradicción con instrumentos internacionales”, resolución que Cárdenas, “Guarnición Chena”, 422, encuentra “adecuadamente fundada en derecho”. Con otros argumentos, llegan a la misma conclusión, Horvitz, “Amnistía y prescripción”, 223, Mañalich, Terror, y Hernández B., “Persecución”, 193). Sin embargo, no es claro que exista en el derecho internacional una prohibición tajante para amnistiar estos hechos, sino más bien la de amnistiarlos por adelantado o concederse. Así lo expresan los artículos 131 y 148 de los Convenios III y IV de Ginebra, al disponer que “Ninguna Alta Parte contratante tendrá facultad para exonerarse a sí misma o exonerar a otra Parte Contratante de responsabilidades incurridas por ella o por otra Parte Contratante, a causa de infracciones previstas en el artículo precedente”, esto es, “homicidio intencional (adrede), tortura o tratos inhumanos”, y esa es la razón por la cual no debiera darse aplicación del DL 2.191. Por eso, ahora carece de necesidad práctica una ley interpretativa de ese DL que, en democracia, fije sus alcances, limitándolo frente a delitos constitutivos de violaciones graves a los derechos humanos (desapariciones y ejecuciones extrajudiciales) y reconociendo la eximente de obediencia debida en casos de verdadera falta de libertad de los subordinados, como se proponía en los años 1990 (Mera, “Amnistía”, 1717). Sin embargo, llegar a este entendimiento mayoritario en la doctrina y la jurisprudencia no fue fácil (Zúñiga, 167), existiendo todavía hoy autores para quienes, atendido el contexto histórico vivido el año 1973, el DL 2.191 debiera aplicarse como amnistía impropia, esto es, sin impedir la condena, excluyendo únicamente el cumplimiento de la pena (Szczaranski C., “Culpabilidades”, 337; y Ortiz P., 33, quien, atendido el daño que efectivamente se había causado a las víctimas, agrega la necesidad de imponer por ley una indemnización que fijase cada tribunal al aplicar la amnistía y evitase la alegación de prescripción de la acción civil).

B. Indulto a) Concepto y alcance El indulto es una gracia, pero se diferencia de la amnistía por la menor amplitud de su alcance y sus efectos (art. 93 N.º 4). Desde luego, solo procede respecto de personas condenadas por sentencia ejecutoriada y “solo remite o conmuta la pena; pero no quita al favorecido el carácter de con-

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denado para los efectos de la reincidencia o nuevo delinquimiento y demás que determinan las leyes”. El indulto es general, cuando se dicta por ley de quórum calificado aplicable a todos quienes se encuentren en sus supuestos; y particular, cuando se produce por Decreto Supremo del Presidente de la República. En este último caso, la gracia se encuentra limitada por las normas de la Ley 18.050 y su Reglamento, que impiden su otorgamiento a quienes estuviesen condenados por un delito calificado de terrorista, según la Ley 18.314. Como expresión de la voluntad soberana, una ley de indulto general también puede comprender limitaciones especiales y establecer conmutaciones incluso por penas o formas de cumplimientos de penas no existentes en el ordenamiento común, como hace la Ley 21.228, de 21.4.2020, que, para reducir los riesgos de muerte en prisión por COVID-19 de personas mayores de 75 años y, en ciertos casos, de mujeres mayores de 55 y hombres mayores de 60, sustituyó sus penas privativas de libertad por la nueva pena de reclusión domiciliaria total, excluyendo del beneficio a los condenados por delitos graves (apremios ilegítimos, tortura, homicidios, secuestros, violación, atentados sexuales contra menores de edad, robos calificados, etc.), incluyendo, además, a los delitos de lesa humanidad cometidos durante la dictadura militar, extendiendo de ese modo al indulto las limitaciones existentes para esa clase de delitos respecto de la amnistía y la prescripción. Aunque es discutible el fundamento del ejercicio de esta gracia por el representante del Poder Ejecutivo, como una suerte de remedo de la Gracia Real, lo cierto es que parece un buen recurso práctico “en tanto subsistan penas perpetuas y otras dotadas de un rigor o una duración incompatibles con la sensibilidad valorativa de nuestro tiempo” (Guzmán D., 453). Además, según el art. 4 CADH, mientras permanezca en nuestro ordenamiento vigente la pena de muerte aún en casos excepcionales, la gracia del indulto debe permanecer vigente en nuestro país.

b) Indulto y penas privativas de derechos Los arts. 43 y 44 regulan los efectos del indulto con relación a las inhabilitaciones. Según estas disposiciones, el indultado es repuesto en el ejercicio de las profesiones titulares, y en la capacidad para ejercer cargos públicos, pero no tiene el derecho a ser repuesto en los cargos, empleos u oficios de que fue privado, lo que es coincidente con lo dispuesto en el art. 119 c) EA, que obliga a la destitución del funcionario “condenado por crimen o simple delito”. Cuando la inhabilitación es pena accesoria, el indulto de la principal no la comprende, a menos que se extienda expresamente a ella (art. 43).

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En todo caso, el indulto particular nunca puede alcanzar la rehabilitación para el ejercicio de los derechos políticos derivados de la calidad de ciudadano, facultad privativa del Senado mediante la acción constitucional respectiva (art. 17 inc. 2 CPR). Por otra parte, se debe tener en cuenta lo dispuesto en el DL 409, que establece la obligatoriedad de conceder el indulto de las penas accesorias a quienes cumplan con los requisitos que allí se establecen.

c) Requisitos para que el condenado indultado pueda reingresar a la Administración El indultado, para poder reingresar a la Administración Pública necesita cumplir los requisitos de los arts. 11 e) y f) EA y 38 f) LOCGR. Estos son: i) No haber sido condenado por crimen o simple delito (art. 11 f) EA): Este requisito ha de entenderse cumplido también tras la eliminación de las anotaciones en el prontuario del condenado, obtenida mediante el decreto supremo a que hace referencia el art. 1 DL 409, pues se verifica por comunicación del Servicio de Registro Civil (art. 12 inc. 5 EA); ii) Haber transcurrido más de cinco años desde la destitución subsecuente a la condena por crimen o simple delito (arts. 11 e) y 119 c) EA); y iii) Estar en posesión de un decreto supremo de rehabilitación, conforme a lo dispuesto en el art. 38 f) de la Ley Orgánica de la Contraloría General de la República, organismo que mantiene el registro general de personas incapacitadas para ingresar a la Administración. La rehabilitación por decreto supremo es una facultad discrecional del Presidente de la República, tendiente a acreditar la idoneidad moral del postulante a un cargo público, no susceptible de revisión por autoridad alguna, según jurisprudencia constante del órgano contralor (Dictámenes 68.693 de 1969, 254 y 30.081 de 1990 y 2.444 de 1993).

C. Principio de oportunidad Conforme dispone el art. 170 CPP, transcurridos los plazos que allí se establecen y sin que el Juez de Garantía o el Fiscal Regional, en su caso, revoquen la decisión del Fiscal del Ministerio Público correspondiente, el ejercicio del principio de oportunidad extingue la acción penal respecto del hecho de que se trate, dejando subsistente únicamente la posibilidad de una acción civil contra el imputado.

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Las limitaciones que impone la ley al ejercicio de esta especie de perdón oficial son las siguientes: i) la pena del delito debe contemplar en su marco inferior una igual o inferior a presidio o reclusión menor en su grado mínimo; ii) no puede tratarse de un delito cometido por un empleado público en ejercicio de sus funciones (§4 Tít. III y Tít. IV L. II CP); y iii) No debe “comprometer gravemente el interés público”. Nuevamente ha dejado aquí el legislador abierta la puerta a una disputa doctrinal y a decisiones jurisprudenciales contradictorias sobre qué ha de entenderse por comprometer gravemente el interés público.

D. Suspensión condicional del procedimiento La suspensión condicional del procedimiento consiste en un acuerdo entre el Fiscal del Ministerio Público y el imputado, aprobado por el Juez de Garantía, en los casos en que la ley lo señala, y conforme al cual el juez debe imponer al suspenso alguna de las condiciones que la propia ley indica, por un plazo no inferior a un año ni superior a tres, suspendiéndose por ese período la persecución penal. Según dispone el art. 240 CPP, transcurrido el plazo por el cual se suspendió condicionalmente el procedimiento, sin que la suspensión hubiere sido revocada, se extingue la responsabilidad penal, debiendo decretarse el sobreseimiento definitivo. Los casos en los cuales procede son aquellos en que la pena probable a imponer por el delito investigado, considerando circunstancias atenuantes y agravantes concurrentes, sea inferior a 3 años de presidio o reclusión, y siempre que el suspenso no haya sido condenado con anterioridad por otro crimen o simple delito (art. 237 CPP). Las condiciones que se pueden imponer al suspenso son las mismas que se fijan al que se encuentra en remisión condicional de la pena y, por ello, parece la suspensión condicional del procedimiento un adelantamiento sin condena de dicha pena sustitutiva, pero sin condena.

E. Suspensión de la imposición de la pena Este último mecanismo de perdón oficial dentro del proceso se encuentra entregado exclusivamente al resorte del Juez de Garantía, en supuestos de condena por faltas y cuyo juzgamiento se hace conforme al procedimiento simplificado. Consiste, según el art. 398 de dicho cuerpo legal, en dictar una sentencia condenatoria, pero suspendiendo la imposición de la pena y todos sus

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efectos durante seis meses, si “concurrieren antecedentes favorables que no hicieren aconsejable la imposición de la pena al imputado”. Transcurrido el plazo de seis meses sin que el condenado hubiese sido requerido por otro delito, “el tribunal dejará sin efecto la sentencia, y en su reemplazo, dictará el sobreseimiento definitivo de la causa”. Se extingue de este modo la responsabilidad penal, pero, como en la mayor parte de las instituciones procesales antes vistas, subsiste la civil (Sáez, 11). Nuevamente la ley ha entregado al desarrollo jurisprudencial la determinación de la clase de antecedentes requeridos para disponer esta suspensión, pero parece ser, por el tenor de la disposición, que ellos se refieren únicamente a consideraciones preventivas especiales.

F. Perdón privado a) En delitos de acción privada Son delitos de acción penal privada aquellos que solo pueden ser perseguidos por la víctima, a saber, los delitos y faltas de injurias, la calumnia, la provocación al duelo y la denostación pública por no haberlo aceptado, y la celebración por menores de un matrimonio sin el consentimiento de sus representantes legales (art. 55 CPP). En esta clase de delitos, según el art. 93 N.º 5, el perdón del ofendido solo operaría respecto de penas impuestas restándole aparentemente valor a una declaración previa al proceso en ese sentido o durante el mismo. De este modo, la ley pareciera prevenir un eventual derecho del querellado de obtener una sentencia absolutoria en esta clase de delitos, tal como lo establecería el art. 401 CPP, al permitirle rechazar el desistimiento del querellante. Sin embargo, esta prevención es irrelevante en la práctica, pues el art. 402 del mismo cuerpo legal deja entregada a la voluntad del querellante la decisión de abandonar la acción penal, abandono que produce exactamente el mismo efecto que el desistimiento: sobreseimiento definitivo, pero sin que el querellado pueda oponerse.

b) En delitos de acción privada previa instancia particular Son delitos de acción pública previa instancia particular, aquellos en que no puede procederse de oficio, sin que el ofendido por el delito hubiere al menos denunciado el hecho a la justicia, al ministerio público o a la policía. El art. 54 CPP numera entre ellos las lesiones de los arts. 399 y 494 N.º

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5; la violación de domicilio; la violación de secretos prevista en los arts. 231 y 247 inc. 2; las amenazas de los arts. 296 y 297; los previstos en la Ley 19.039, que establece normas aplicables a los privilegios industriales y protección de los derechos de propiedad industrial; la comunicación fraudulenta de secretos de la fábrica en que el imputado hubiere estado o estuviere empleado; y los que otras leyes señalaren en forma expresa (como los delitos tributarios, del art. 162 del Código del ramo, p. ej.). Tratándose de esta clase de delitos, el art. 19 CP establece de antiguo un efecto oclusivo de la acción penal en “el perdón de la parte ofendida” “respecto de los delitos que no pueden ser perseguidos sin previa denuncia o consentimiento del agraviado”. Se trata aquí, de una “renuncia a la acción penal”, tal como lo reconoce ahora expresamente el art. 56 CPP: “la renuncia de la víctima a denunciarlo extinguirá la acción penal, salvo que se tratare de delito perpetrado contra menores de edad” (Mera, “Comentario”, 722). En los casos en que la ley entrega esta previa denuncia a las autoridades como una alternativa incompatible con la persecución penal (p. ej., art. 162 Código Tributario), esta renuncia puede entenderse implícita en la decisión de perseguir el hecho exclusivamente por la vía administrativa o judicial de su elección.

c) En delitos de acción pública (acuerdos reparatorios) Tratándose de los delitos de acción pública, pero también en los de acción privada previa instancia particular denunciados por la víctima, el Juez de Garantía debe aprobar un acuerdo reparatorio celebrado entre la víctima y el imputado, siempre que se haya convenido libremente entre ellos y con pleno conocimiento de sus derechos y el delito que se trate fuese de aquellos “que afectaren bienes jurídicos disponibles de carácter patrimonial, consistieren en lesiones menos graves o constituyeren delitos culposos” (art. 241 CPP). Parte de la doctrina propone, ahora, no solo que el juez apruebe los acuerdos que se presentan, sino que activamente los promueva en aquellos casos que correspondería, antes de resolver sobre medidas cautelares o de la audiencia de preparación de juicio, esto es, mientras pueda mantener su imparcialidad acerca del fondo del asunto debatido (Delgado y Carnevali, 24). La reparación a que se refiere la ley no importa necesariamente una prestación económica pues “existirán algunos casos en los que al ofendido le interese a modo de indemnización una prestación de servicios, una disculpa pública o cualquier otra prestación” (Videla, 296). Aprobado el acuerdo por el juez, “se extinguirá, total o parcialmente, la responsabilidad penal del imputado que lo hubiera celebrado” (art. 242 CPP).

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El principal problema práctico de esta disposición es determinar qué haya de entenderse por delitos que afecten “bienes jurídicos disponibles de carácter patrimonial”. Aquí podemos entender, en primer lugar, los delitos mencionados en el art. 489, donde la ley concede una excusa legal a ciertos parientes por hechos que no parecen ir más allá de lo estrictamente patrimonial: hurtos, defraudaciones y daños. Pero también aquellos robos con fuerza donde ese interés patrimonial es preponderante, aunque no necesariamente absoluto; y los delitos que protegen el interés fiscal, como los aduaneros y tributarios. Más complejo es admitir este carácter en el robo por sorpresa del art. 436 inc. 2, donde existe un peligro concreto para la persona del afectado, aunque no necesariamente perceptible a primera vista. Además, como la ley permite al juez rechazar un acuerdo reparatorio cuando exista un “interés público prevalente en la persecución penal”, es necesario determinar el sentido de esta fórmula amplia y aparentemente carente de contenido, pues en todo delito de acción pública es, precisamente, el interés público en su persecución lo que le da ese carácter, con independencia de la voluntad del ofendido. La ley señala al respecto que este interés existe en los casos en que “el imputado hubiera incurrido reiteradamente en hechos como los que se investigaren en el caso particular”, lo que no tiene relación con la naturaleza del delito investigado, sino con una curiosa y rocambolesca reintroducción de la peligrosidad como criterio de decisión en materias penales, aunque el hecho no sea grave y con ello el ofendido pierda la oportunidad de una efectiva reparación del mal causado, a quien poco podría importar la vida anterior de quien solo le ha causado un cuasidelito de lesiones o sustraído alguna especie (SCA Concepción 6.2.2015, RCP 42, N.º 2, 407). Otra limitación expresa es la prohibición del art. 19 Ley 20.066 para recurrir a esta salida alternativa en los casos de delitos vinculados con fenómenos de violencia intrafamiliar, solución legal que ha dado lugar a una específica defensa cultural, ya estudiada, que permite de todos modos recurrir a los acuerdos reparatorios como método alternativo de solución de conflictos de los pueblos originarios, reconocido en su costumbre.

§ 5. Prescripción A. Concepto y alcance El art. 93 N.º 6 y 7 establece la prescripción como causal de extinción de acción penal y de la pena, que consiste en la cesación de la pretensión punitiva del Estado por el transcurso del tiempo, sin que el delito haya sido

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perseguido o sin que pudiese ejecutarse la condena, respectivamente, siempre que durante ese lapso no se cometa por el responsable un nuevo crimen o simple delito. Aunque la doctrina mayoritaria comparte la idea de que el fundamento de esta institución radica en el principio de la seguridad jurídica, similar acuerdo no existe en cuanto a su naturaleza y alcance. En efecto, mientras al fuego de la discusión acerca de su carácter penal o puramente procesal penal parecen agregar combustible los arts. 233 a), 248, inc. final, y 250, inc. final CPP, que contienen una regulación acerca de la prescripción antes desconocida en el ordenamiento procesal, este mismo cuerpo normativo lo apaga definitivamente, al menos en lo que toca a sus efectos prácticos, al establecer que, en todo caso, las leyes procesales, al igual que las penales, no tienen efecto retroactivo, salvo que sean más favorables al imputado (art. 11).

B. Límites de la prescripción Por lo que respecta a su alcance, la doctrina que hacía prescriptibles toda clase de delitos ya no es predicable de nuestro sistema, pues existen diversas excepciones que, probablemente, se amplíen con el tiempo, según se advierte de diferentes mociones parlamentarias presentadas al efecto. Estas reformas sucesivas producen y producirán problemas de aplicación temporal de la ley que deben resolverse de conformidad con la regla general de entender los plazos de prescripción como reglas que pueden o no ser más favorables al imputado (eximiendo de pena o imponiendo una más benigna, en caso de aplicarse la media prescripción, art. 103), por lo que están sujetas a las disposiciones del art. 18 CP y 11 CPP (Oliver, “Cómputo”, 265).

a) Delitos imprescriptibles i) Delitos de tortura, genocidio, crímenes de guerra y de lesa humanidad, comprendidos en los tratados internacionales: según el art. 250 inc. final CPP, no se puede sobreseer definitivamente una causa cuando los delitos investigados “sean imprescriptibles”, “conforme a los tratados internacionales ratificados por Chile y que se encuentren vigentes”, a saber, tortura, genocidio, lesa humanidad y crímenes de guerra. Sin embargo, hasta fines del siglo XX nuestros tribunales rechazaban consistentemente que la calificación de un delito como genocidio, crimen de guerra o de lesa humanidad pudiera importar que no fueran prescriptibles.

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Así se falló a propósito de la solicitud de extradición del Walter Rauff, un criminal nazi residente en Punta Arenas en los años 1960 (Novoa, Grandes Procesos, 59). Solo muy posteriormente se ha aceptado la imprescriptibilidad de esta clase de delitos, a propósito del juzgamiento de los cometidos durante la Dictadura Militar de 1973-1989. En estos casos, se admite que su prescripción se encontraba prohibida por el derecho internacional antes de 1973 y, consecuentemente por nuestro ordenamiento, por aplicación del principio de “primacía del derecho internacional sobre el derecho interno”. Esta es la doctrina dominante también en la doctrina y en el derecho internacional penal. La amplia producción jurisprudencial en este sentido puede resumirse en las SSCS 12.1.2015, Rol 11964-14, con comentario favorable de C. Cárdenas, “Londres 38”, 444; y 29.1.2015, RCP 42, N.º 2, 253, con nota aprobatoria de C. Suazo; en la doctrina, v. González-Fuente, Limitations, 199. No obstante, subsisten autores para quienes bastaría en estos casos con una interpretación sustancial de las reglas de suspensión de la prescripción, para no hacerla correr durante la dictadura y todo el tiempo posterior en que la judicatura no estuvo en condiciones de procesar adecuadamente estos hechos (Hernández B., “Crímenes”, 210, Guzmán D., “Crímenes”; y Cabezas, “Prescripción”, 36. En el mismo sentido, calificando estos hechos como “crímenes de impunidad”, cuya prescripción empezaría a correr solo una vez terminado el estado de impunidad, Mañalich, “Secuestro”, 28; y Horvitz, “Amnistía y prescripción”, 224. Finalmente, para Girao, “Naturaleza”, 39, la imprescriptibilidad en esta clase de delitos “no puede ser considerada una norma consuetudinaria” del derecho internacional y, por tanto, no resultaría legítima su aplicación retroactiva). La jurisprudencia se inclina, además, a considerar que la acción civil derivada de estos delitos es también imprescriptible (v. SCS 14.11.2019, DJP 40, 59, con comentario favorable de F. J. Parra, quien afirma que esta imprescriptibilidad corre incluso contra cosa juzgada, para sobrepasar el fenómeno de la “impunidad institucional”). ii) Delitos de carácter sexual contra menores de edad: según el art. 94 bis, introducido por la Ley 21.160, de 2019, “No prescribirá la acción penal respecto de los crímenes y simples delitos descritos y sancionados en los artículos 141, inciso final, y 142, inciso final, ambos en relación con la violación; los artículos 150 B y 150 E, ambos en relación con los artículos 361, 362 y 365 bis; los artículos 361, 362, 363, 365 bis, 366, 366 bis, 366 quáter, 366 quinquies, 367, 367 ter; el artículo 411 quáter en relación con la explotación sexual; y el artículo 433, N° 1, en relación con la violación, cuando al momento de la perpetración del hecho la víctima fuere menor de

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edad”. Según la jurisprudencia, esta limitación no es aplicable a los adolescentes responsables de esta clase de delitos, por regir para ellos las reglas especiales de prescripción del art. 5 Ley 20.084 (SCS 13.9.2019, DJP 40, 77, con comentario crítico de C. Ramos, quien comparte la decisión, pero no su fundamento); ni tampoco es aplicable a los hechos ocurridos con anterioridad a su establecimiento (SCS 12.2.2019, DJP 40, 111).

b) Paralización del cómputo de la prescripción Según el art. 260 bis, en los delitos funcionarios de malversación de caudales públicos, fraude, exacciones ilegales, y cohecho a empleados públicos y funcionarios extranjeros, “el plazo de prescripción de la acción penal empezará a correr desde que el empleado público que intervino en ellos cesare en su cargo o función”, agregándose que, “sin embargo, si el empleado, dentro de los seis meses que siguen al cese de su cargo o función, asumiere uno nuevo con facultades de dirección, supervigilancia o control respecto del anterior, el plazo de prescripción empezará a correr desde que cesare en este último”. Este es el fenómeno que en derecho comparado se conoce bajo el nombre de “suspensión de la prescripción” (Yuseff, 121). Antes de la reforma de 2019, se había establecido también para los delitos sexuales cometidos contra menores de edad por la Ley 20.207, de 2007.

C. La prescripción de la acción penal Conforme al art. 94 CP, la acción penal prescribe: i) respecto de los crímenes a que la ley impone pena de presidio, reclusión o relegación perpetuos, en quince años; ii) respecto de los demás crímenes, en diez años; iii) respecto de los simples delitos, en cinco años; y iv) respecto de las faltas, en seis meses. Para establecer ese tiempo, la doctrina mayoritaria estima que debe estarse a la pena prevista en abstracto por la ley, según se desprende de la expresión “crímenes a que la ley impone pena de”, aunque un sector minoritario afirma que debe estarse a la pena en concreto o, al menos a la cuantía que resulte de los diferentes grados de desarrollo y participación (Mera, “Comentario”, 725; y Guzmán D., “Comentario”, 467). Según el art. 94, cuando la pena señalada al delito sea compuesta, se estará a la privativa de libertad y si no se impusieren penas privativas de libertad, se estará a la mayor.

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El tiempo se cuenta desde el momento de la comisión del delito, pero si el delincuente se ausenta del territorio nacional, el tiempo de la prescripción se duplica durante el lapso de su ausencia —se cuenta un solo día por cada dos de ausencia, art. 100—, ampliación que alguna jurisprudencia no considera obligatoria no es obligatoria tratándose de ausencia por periodos breves que no entorpecen la tramitación de la causa (SCA Santiago 21.11.2014, RCP 42, N.º 1, 355).

a) Momento en que comienza a correr la prescripción en casos especiales La ley solo señala que la prescripción correrá desde el momento de la ejecución del delito, que normalmente coincide con el de su consumación. Tratándose de los delitos de mera actividad o formales, es decir, aquellos respecto de los cuáles la ley se satisface con la indicación de una acción o de una omisión, por no requerirse la producción de un determinado resultado, el momento de su comisión y consumación simultánea será aquél en que se ejecuta la acción prohibida, o en el que el agente debía ejecutar la acción debida. Pero se discute cuándo sería el momento en que empieza a correr la prescripción en los delitos materiales o de resultado, siendo dominante la doctrina que estima también que aquí la consumación, esto es, la realización material de la conducta y demás elementos descritos en el tipo penal que se trate, incluyendo la producción del resultado, es el momento en que empieza a correr la prescripción (Yuseff, 79). Las doctrinas subjetivistas basadas en la teoría de la acción final sostienen que el tiempo de la prescripción se cuenta desde que cesa la actividad del agente, con independencia del momento en que se produce el resultado, lo que es contrario al texto legal, pues los delitos se cometen solo cuando se realizan todos sus elementos típicos (v. el punto de vista finalista en Cury PG, 801; Balmaceda, “Prescripción”, 115). En todo caso, cuando el delito queda en grado de tentativa o frustración, la prescripción correrá desde el momento en que cese la actividad del delincuente, como en los delitos de mera actividad. Para los casos en que el delito sea permanente, según la doctrina y jurisprudencia dominantes, la prescripción empieza a correr solo desde el término del estado antijurídico esto es, “desde el día que se realiza el último de los hechos delictuosos que integran la figura” (Vargas V., Extinción, 148; v. también SCS 24.10.2019, DJP 40, 87). Lo mismo debe decirse si se trata de un delito habitual, donde la prescripción corre desde el último acto independientemente punible, debiendo todos los hechos que componen la habitualidad considerarse conjuntamente (SCA Concepción 11.5.2018, DJP 89). En cambio, en los delitos instantáneos de efectos permanentes, no ha

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de considerarse la duración del efecto cuya modificación o alteración no depende del autor, sino solo ha de estarse al momento en que se realizó el delito, según si es de mera actividad o resultado. Lo mismo aplica al caso del agotamiento del delito, donde la consecución del objetivo, finalidad o provecho ulterior a la consumación no determina el tiempo de la prescripción, aun cuando dicho agotamiento pueda considerarse delictivo para terceros no responsables del delito principal, como sucede en el caso de la falsificación de instrumento público y su uso malicioso, arts. 194 y 196 (SCS 11.7.2016, RCP 43, N.º 4, 95, con nota favorable de G. Ovalle). Tratándose de delitos continuados o de emprendimiento, puesto que su reunión en una sola figura delictiva resulta de una ficción doctrinal o legal que beneficia al reo, debe considerarse la prescripción de cada delito que los constituyen por separado. La prescripción corre para todos los responsables por igual, incluyendo el autor mediato, salvo para el encubridor, cuya actuación posterior al delito fija para él solo el momento en que comienza a correr su prescripción (Guzmán D., “Comentario”, 472).

b) Interrupción y suspensión de la prescripción Conforme al art. 96 CP, la prescripción de la acción penal “se interrumpe, perdiéndose el tiempo trascurrido, siempre que el delincuente comete nuevamente crimen o simple delito, y se suspende desde que el procedimiento se dirige contra él”. Para que esta interrupción o suspensión operen es requisito sine qua non que no haya transcurrido previamente todo el plazo de prescripción correspondiente al delito que se trate, de modo que delitos o investigaciones posteriores no pueden hacer renacer una prescripción que ya ha producido sus efectos de pleno de derecho (Novoa PG II, 405). La interrupción de la prescripción se produce desde el momento de la comisión del nuevo crimen o simple delito, pero es necesario que ello se encuentre acreditado por sentencia firme y ejecutoriada para hacerla valer contra el imputado (Cortés, “Reiteración”, 66). No obstante, nada impide que esa sentencia condenatoria sea la misma que declara la interrupción (SCS 9.4.2019, DJP 40, 101). En cuanto a la suspensión, nuestra regulación parece extraña en el derecho comparado, donde la actividad persecutora no tiene, por regla general, el efecto de detener el tiempo de la prescripción (Cabezas, “Estudio”, 26). Según nuestra jurisprudencia mayoritaria, tratándose de acciones penales públicas, la prescripción se suspende no solo con la formalización de la

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investigación (art. 233 a) CPP), sino también con la citación a la audiencia respectiva, la presentación del requerimiento a efectos de realizar un procedimiento monitorio, o la interposición de una querella contra personas determinadas e incluso de una denuncia admitida a tramitación (SSCS 8.1.2015, RCP 42, N.º 2, 193, con nota reprobatoria de C. Cabezas, por estimar que esta interpretación deja, de facto, sin aplicación el art. 233 a) CPP; y 30.3.2016, RCP 43, N.º 2, 211, con nota reprobatoria de M. Reyes, para quien es necesaria la formalización de la investigación para suspender el término de la prescripción que corre a su favor. O. o., Reyes y Oyharçabal, 175, aprobando el fallo citado y sus efectos tanto en el antiguo como en el nuevo proceso penal: la prescripción se suspende desde que se dirige la investigación en contra del imputado, sin necesidad de actividad formal de procesamiento, formalización, denuncia, querella o apertura de oficio. Respecto del sistema procesal anterior, considerando la admisión a trámite suficiente para suspender la prescripción, v. SCA Santiago 9.10.2019, DJP 40, con nota de R. Cruz. V. también SCA San Miguel 14.1.2013, RChDCP 2, N.º 2, 179, con nota aprobatoria de R. González-Fuente, donde en un delito de giro doloso de cheques se sostiene que la suspensión comienza con la interposición de la querella y no con los procedimientos civiles previos). El código procedimental modifica lo dispuesto en el art. 96 CP, pero sin corregir el error de confundir interrupción con suspensión, al declarar expresamente que “la prescripción de la acción penal continuará corriendo como si nunca se hubiere interrumpido” tras la comunicación de la decisión de no perseverar del art. 248 c) CPP, sin exigir el curso de tres años de paralización. Luego, de conformidad con el juego de lo señalado en ambas disposiciones, la legislación actual prevé tres casos en que el tiempo de la prescripción continúa corriendo en favor del imputado, como si nunca se hubiese suspendido, a saber: i) cuando se paraliza la persecución por tres años, por cualquier causa, p. ej., un sobreseimiento temporal; ii) cuando el proceso termina sin condenarle (p. ej., con un sobreseimiento definitivo); y iii) cuando se comunica la decisión de no perseverar. Respecto de la paralización de la persecución por tres años, se ha señalado que el art. 96 establece una regla absoluta que solo atiende al tiempo de paralización de la prosecución del procedimiento, sin importar los motivos que pudieran originarlas y sin hacer excepción alguna: basta cualquier entorpecimiento fáctico en la tramitación, incluyendo la tardanza en dictar sentencia o la paralización de las investigaciones iniciadas por el Ministerio Público, aunque nunca se hubiesen judicializado (SSCS 11.4.2013, GJ 394, 174; 29.12.2016, DJP, 112; y 12.10.2016, RCP 44, N.º 1, 100, con nota aprobatoria de J. P. Donoso, respectivamente). Además, se afirma que al

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momento de transcurrir los tres años de paralización, beneficiaría al reo tanto la eximente completa de prescripción como la media prescripción del art. 103, si ha transcurrido al menos la mitad del tiempo requerido para ello (Díaz C., “Prescripción”, 867).

D. Prescripción de la pena a) Tiempo de la prescripción Mientras la medida del tiempo de prescripción de la acción penal ha de hacerse con relación a la pena señalada en abstracto por la ley al delito, tratándose de la prescripción de la pena, ésta se refiere únicamente a las “impuestas por sentencia ejecutoria”, y prescriben, según su art. 97: i) las de presidio, reclusión y relegación perpetuos, en quince años; ii) las demás penas de crímenes, en diez años; iii) las de simples delitos, en cinco años; y iv) las de faltas, en seis meses. Pero, hay que insistir aquí, para evitar confusiones, que la calificación que hace el art. 97 es de las penas concretas impuestas, no de los delitos: así, si un simple delito es penado con la sanción de prisión mayor de 41 días, por concedérsele al condenado una rebaja de grados, la pena concreta impuesta es una de falta y ni de simple delito y, por tanto, prescribe en seis meses (SCS 27.8.2014, RCP 41, N.º 4, 2014, 143, con nota aprobatoria de C. Cabezas). La forma mecánica en que la ley ha reiterado el tiempo de la prescripción de la acción penal en la de las penas impuestas, puede llevar a la absurda situación de que una pena impuesta a un partícipe del delito pueda prescribir antes que la acción penal con relación a otro; y viceversa: que la acción penal prescriba antes que el cumplimiento efectivo de una pena impuesta (la llamada pena del torpe, Guzmán D., “Comentario”, 477).

b) Forma de contar el tiempo La prescripción de la pena “comenzará a correr desde la fecha de la sentencia de término o desde el quebrantamiento de la condena, si hubiere ésta principiado a cumplirse” (art. 98). No se presentan en este caso problemas especiales con relación a la naturaleza del delito cometido, sino solo respecto a la determinación de cuándo una sentencia es de término, cuestión suficientemente resuelta: es “la que no admite recurso legal capaz de revocarla o modificarla”, con independencia de su notificación, es decir, la que se encuentra ejecutoriada (Del Río DP

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II, 385); y SCS 3.9.2014, RCP 41, N.º 4, 2014, 137, con nota crítica de C. Ramos, citando a favor de considerar la fecha de la sentencia de término la de su dictación a Etcheberry DP II, 259). Tratándose de un quebrantamiento de condena, la fecha se cuenta desde el día en que se produce, pero para determinar el tiempo de la prescripción se ha de descontar de la condena impuesta el tiempo servido antes del quebrantamiento. En todo caso, también se aplica aquí el aumento del tiempo en caso de ausencia del país del condenado.

c) Interrupción de la prescripción de la pena La prescripción de la pena se interrumpe por la misma razón que lo hace la de la acción penal, esto es, “cuando el condenado, durante ella, cometiere nuevamente crimen o simple delito, sin perjuicio de que comience a correr otra vez” (art. 99). La interrupción de la prescripción produce el efecto de borrar el tiempo transcurrido con anterioridad a ella y dar inicio a un nuevo plazo, comenzando a computarse un nuevo plazo desde el nuevo crimen o simple delito (Vargas V., Extinción, 154; y Guzmán D., “Comentario”, 472). Sin embargo, para romper la presunción de inocencia e interrumpir la prescripción, la doctrina mayoritaria entiende que ese nuevo crimen o simple delito se debe establecer en una sentencia condenatoria firme (Mera, “Comentario”, 729).

E. Disposiciones comunes a ambas clases de prescripción Como señalan los arts. 101 y 102, “tanto la prescripción de la acción penal como la de la pena corren a favor y en contra de toda clase de personas”, y “será declarada de oficio por el tribunal aun cuando el reo no la alegue, con tal que se halle presente en el juicio”. En cuanto a las inhabilidades legales provenientes de crimen o simple delito, el art. 105 señala que ellas “solo durarán el tiempo requerido para prescribir la pena, computado de la manera que se dispone en los arts. 98, 99 y 100”, con excepción de “las inhabilidades para el ejercicio de los derechos políticos”. Respecto a la llamada “media prescripción”, v. Cap. 12, 1. § 4. G.)

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§ 6. Excusas legales absolutorias Las excusas absolutorias son causales para prescindir de la pena, aunque el delito esté íntegro en sus ingredientes de tipicidad, injusto y culpabilidad, si está presente una determinada característica personal del responsable que la ley considera al efecto, de modo que los restantes responsables no pueden beneficiarse de ella. Por ello, la doctrina alemana prefiere hablar de causas personales de exclusión o anulación de la pena (Kindhäuser AT, 58). El ejemplo más característico de excusa absolutoria es el art. 489, conforme al cual quedan impunes por los hurtos, defraudaciones o daños que recíprocamente se causaren determinadas personas unidas por el matrimonio o parentesco. El carácter político-criminal de esta disposición, que se basaba en una idea de vida en familia como si fuera una comunidad de bienes ha ido perdiendo fuerza en la vida social, al punto que en un solo año (2010) sufrió dos modificaciones de acuerdo a las actuales valoraciones de la vida en común: se eliminó de la excusa los daños que se causen los cónyuges entre sí y los hurtos y estafas de que sean víctima los mayores de 60 años. Tampoco es infrecuente que, con el propósito de prevenir el daño que causaría el delito, la ley extinga la responsabilidad criminal, aunque el delito esté consumado, siempre que no esté agotado y que ello se deba a la voluntad libre del delincuente (Etcheberry DP II, 69). Ello ocurre, p. ej., en la disolución del alzamiento antes de las intimaciones o a consecuencia de ellas (art. 129); revocación del castigo arbitrario antes de su imposición (art. 153); reintegro antes de la exigencia de la cuenta (arts. 233 y 235); y pago, con los intereses corrientes y las costas, del cheque girado en descubierto (art. 22 Ley de Cuentas Corrientes Bancarias y Cheques)

§ 7. Arrepentimiento eficaz El arrepentimiento eficaz también es una defensa no exculpatoria basada en una conducta posterior del responsable, que puede ser considera una excusa legal absolutoria, pero con la característica específica de hacerse frente a la autoridad. En el Código, ello se contempla para los hechos colectivos, como el desistimiento en la proposición y la conspiración (art. 8) y la revelación de la asociación ilícita antes de cometer delitos (art. 295). Por su parte, el art. 63 del DL 211 establece que están exentas de pena por el delito de acuerdo de precios o zonas de mercado, “aquellas personas que primero

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hayan aportado a la Fiscalía Nacional Económica antecedentes” para su descubrimiento. Como defensa incompleta, ahora aparece también en los nuevos arts. 260 quáter, para los delitos de corrupción de empleados público y 411 sexies para los delitos de tráfico de migrantes y trata de personas; en los arts. 395 y 407 CPP, para los delitos de robo y hurto; en el art. 22 Ley 20.000, para los delitos de tráfico ilícito de estupefacientes, comprendiendo no solo la delación de hechos propios y colectivos pasados, sino también la que permite evitar hechos futuros; y en el art. 33 Ley 19.913, para los delitos de lavado de activos. En un futuro mediato, cuando el sistema procesal acusatorio se consolide, es posible que se llegue a una solución uniforme como la del art. 63 DL 211 para todos los casos de cooperación eficaz que importen la participación del cooperador como testigo de cargo en los juicios e investigaciones contra sus antiguos copartícipes, sea a través de una regla procesal que valide los acuerdos entre fiscales y defensores o mediante sucesivas reformas a las leyes penales que establecen delitos de participación necesaria o donde, empíricamente, su comisión supone la participación en hechos colectivos.

§ 8. Pena natural Según el brocardo infelicitas fati excusat, el destino desgraciado podría fundar una defensa que permitiría tomar en cuenta la llamada pena natural o poena naturalis que castigó al delincuente (la producción de un mal grave para sí mismo o su familia como efecto de la comisión de un delito en el que no se tenía previsto causarlo): “ante el conductor imprudente que, en la colisión con un árbol, ocasiona la muerte de su mujer y de sus hijos, ¿qué puede añadir de razonable el derecho penal?” (Politoff, “Mesura”, 125. O. o. Guzmán D. “La pena”, 15). En el derecho comparado, esta defensa se reconoce expresamente en el § 60 StGB, al disponer que “el tribunal puede prescindir de pena cuando las consecuencias del hecho que el autor ha sufrido son de tal gravedad que la imposición de una pena sería manifiestamente equivocada”. Sobre la base de estas consideraciones sería posible estimar la pena natural en nuestro sistema como una defensa no exculpatoria incompleta, particularmente en hechos imprudentes, que pueda ser invocada en el momento de la determinación de la pena para solicitar su rebaja y obtener salidas alternativas al proceso o penas sustitutivas. Así, se habría otorgado una

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suspensión condicional del procedimiento a un padre que dejó a su hijo encerrado en un auto, producto de lo cual falleció por la falta de oxígeno y la elevada temperatura de su interior (La Tercera, 21.9.2019). Sin embargo, debe rechazarse la pretensión de establecer una analogía entre el sufrimiento de la pena natural y el cumplimiento de una condena (art. 93 N.º 2) que conduzca a una absolución plena, como si la poena naturalis fuese un equivalente funcional de la dimensión fáctica de la pena legalmente establecida, incluso en casos en que la víctima de un delito de manejo en estado de ebriedad con resultado de muerte fuese la propia hija del condenado (Bobadilla, 581, citando las SSCA Arica 14.8.2019 y 23.12.2019).

§ 9. Extinción y transmisión de la responsabilidad penal de la persona jurídica La responsabilidad penal de la persona jurídica se extingue, por regla general, en virtud de las mismas circunstancias que las aplicables a las personas naturales, de acuerdo con el art. 93 CP. Sin embargo, la Ley 20.393 establece reglas especiales para los casos de la “muerte del sujeto”, denominadas para estos efectos, “transmisión de la responsabilidad penal de la persona jurídica”, a través de la cual se regulan los casos de transformación, fusión, absorción, división o disolución voluntaria de la entidad responsable de los delitos sobre los que versa la referida ley. Así, en los casos de transformación, fusión, absorción, división o disolución de común acuerdo o voluntaria de la persona jurídica responsable de delito, su responsabilidad derivada “de los delitos cometidos con anterioridad a la ocurrencia de alguno de dichos actos se transmitirá a la o las personas jurídicas resultantes de los mismos, si las hubiere”. Si se ha impuesto pena de multa, “la resultante responderá por el total de la cuantía”, pero, si ha dividido “las personas jurídicas resultantes serán solidariamente responsables de su pago”. Si la disolución es de común acuerdo “la multa se transmitirá a los socios y partícipes en el capital, quienes responderán hasta el límite del valor de la cuota de liquidación que se les hubiere asignado”. Tratándose de cualquiera otra pena, el juez valorará su conveniencia, considerando, sobre todo, “a la continuidad sustancial de los medios materiales y humanos y a la actividad desarrollada” (Art. 18 Ley 20.393).

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