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Spanish Pages 720 Year 2021
Table of contents :
Abreviaturas
Bibliografía general
Nota de los autores a la 2.ª edición
PRIMERA PARTEFUNDAMENTOS
Capítulo 1Esquema general
Capítulo 2Fundamentos
§ 1. El programa penal de la Constitución: principios de legalidad, reserva y debido proceso como únicos criterios de legitimación del derecho penal
§ 2. Teorías divergentes de fundamentación material del derecho penal o ius puniendi
A. Teoría del bien jurídico
B. Teoría de las normas de cultura
C. Teoría de la protección de los valores ético-sociales
D. Teoría de la garantía de la vigencia de la norma
a) Derecho penal del ciudadano y del enemigo
E. Teoría del garantismo penal (“derecho penal mínimo”)
F. Teoría del minimalismo radical
G. Teoría de la legitimación moral o ética del derecho penal
a) Elitismo, populismo y republicanismo penales
§ 3. Principio de legalidad y fuentes del derecho penal democrático (nullum crimen, nulla poena sine lege)
A. La ley, única fuente inmediata de creación de delitos y del derecho penal nacional
a) Ley y normas penales
B. Concepto y clasificación legal del delito
C. El derecho penal como conjunto de leyes penales
a) Derecho procesal penal y de ejecución penitenciaria
b) El derecho penal como parte del derecho público, limitado por las reglas del sistema procesal acusatorio
D. Fuentes mediatas del derecho penal
a) La jurisprudencia como fuente creadora del derecho en el caso concreto
b) La doctrina privada y jurisprudencial como fuente mediata
E. La costumbre. Defensa cultural basada en la costumbre de los pueblos originarios
F. Derecho penal internacional, derecho internacional de los derechos humanos y derecho internacional humanitario. Su influencia en el derecho penal local
G. Derecho penal transnacional y derecho penal local
H. Derecho administrativo sancionador y derecho penal
a) El aspecto problemático de la distinción
b) Inexistencia, en principio, de bis in idem y reglas de coordinación
c) Efectos del derecho penal en el derecho administrativo
§ 4. Principio de legalidad como garantía
A. Principio de legalidad como garantía formal
a) Exclusión de los decretos con fuerza de ley como fuente legítima del derecho penal
b) Exclusión de la normatividad de facto: el problema de la aplicación de los decretos leyes
B. Principio de legalidad como garantía material (I): Principio de tipicidad
a) Inconstitucionalidad de las leyes penales que no describen expresamente la conducta sancionada
b) Ley penal en blanco propiamente tal
c) Ley penal en blanco impropia
d) Inconstitucionalidad de las leyes penales que contemplan elementos normativos que remiten a normas inferiores no comprendidas en decretos supremos
e) Inconstitucionalidad de las leyes penales en blanco al revés
C. Principio de legalidad como garantía material (II): Principio de conducta
a) Inconstitucionalidad del derecho penal de autor
b) Inconstitucionalidad del castigo de los meros pensamientos. Principio de exterioridad
c) Principio de conducta y responsabilidad penal de las personas jurídicas
D. Principio de legalidad como garantía material (III): Principio de culpabilidad y prohibición del versari in re illicita
§ 5. Principio de reserva y test de proporcionalidad como criterios de legitimación del derecho penal
A. Principio de reserva
B. Texto de proporcionalidad
C. Proporcionalidad y non bis in idem material
D. Principios de reserva y de exclusiva protección de bienes jurídicos
E. Principios de reserva y de ultima ratio
F. Principio de reserva y libertades de expresión e información
§ 6. Función de las penas y prevención especial positiva como única finalidad constitucionalmente reconocida de las penas privativas de libertad
A. Función normativa de las penas. La prevención especial positiva
B. Funciones empíricas de las penas privativas de libertad: prevención especial negativa (aseguramiento), prevención general (disuasión) y cohesión social (prevención general social). Su limitación por la finalidad de prevención especial positiva
§ 7. Teorías divergentes de fundamentación material de las finalidades de la pena
A. Teorías absolutas
a) Idealismo alemán clásico
b) Merecimiento y retribucionismo expresivo
B. Teorías unitarias basadas en la retribución (culpabilidad)
C. Teoría de la prevención general positiva (simbólica)
D. La prevención general positiva en un Estado Social y Democrático de Derecho
§ 8. Principio de reserva y límites constitucionales de las penas
A. Prohibición de la tortura, apremios ilegítimos y tratos inhumanos y degradantes
B. Prohibición de tratamientos forzados
C. Derogación parcial de la pena de muerte
D. Prohibición de la pena de pérdida de derechos previsionales y de la confiscación. Principio de personalidad de las penas
E. Prohibición de la prisión por deudas
F. Prohibición de penas indeterminadas
§ 9. Debido proceso como fundamento material de la imposición de penas
A. Concepto y efectos de su infracción: exclusión de pruebas, nulidades y requerimiento ante la CIDH
B. Principales garantías del debido proceso en materia penal
a) Juez natural e imparcialidad del tribunal
b) Non bis in idem procesal (cosa juzgada)
c) Derecho a la libertad y seguridad personales (legalidad de la detención)
d) Inviolabilidad de la morada y de las comunicaciones personales (legalidad de diligencias intrusivas)
e) Derecho a guardar silencio (legalidad de la interrogación)
f) Otras infracciones al debido proceso
C. Límites de la defensa de infracción al debido proceso
Capítulo 3Método
§ 1. La dogmática penal como disciplina académica
§ 2. Concepto, límites y fuentes de la interpretación legal como método dogmático
A. Concepto y límites
B. Fuentes
§ 3. Aplicación de la ley e interpretación de los hechos (subsunción)
§ 4. Método de interpretación de la ley penal
A. Determinación del sentido literal posible de la ley penal: elementos gramatical y lógico (sistemático)
a) Definiciones legales y accesoriedad normativa y conceptual del derecho penal con las otras ramas del derecho
b) El problema de la accesoriedad del derecho penal respecto de los actos administrativos (no sancionadores)
B. Especificación del sentido literal posible: elementos teleológico e histórico
C. Elección de una propuesta normativa: El espíritu general de la legislación, principios e interpretación conforme a la Constitución y los Tratados Internacionales sobre Derechos Humanos. Rol de la retórica y la argumentación jurídica
a) Principio non bis in idem sustantivo y prohibición de la doble valoración
b) Principio de culpabilidad
c) Principio pro-reo o de favorabilidad
d) Principio de lesividad. Rol del concepto de bien jurídico y defensa de minimis
e) Principio de igualdad ante la ley y rol del precedente
f) Otros tópicos jurídicos
D. El espíritu general de la legislación y el derecho comparado
E. Prohibición de la analogía y de la interpretación extensiva in malam partem (nullum crimen, nulla poena sine lege stricta)
§ 5. Otras disciplinas científicas relativas al derecho penal
A. Medicina legal y criminalística
B. Criminología y política criminal
a) Estado actual de la criminología en Chile
b) Política criminal en el siglo XXI
SEGUNDA PARTETEORÍA DE LA LEY PENAL
Capítulo 4Ámbito de aplicación de la ley y defensas jurisdiccionales
§ 1. Aplicación de la ley penal el tiempo
A. El principio de legalidad como prohibición de retroactividad de la ley penal desfavorable (nullum crimen, nulla poena sine lege praevia)
B. Retroactividad de la ley más favorable (lex mitior)
a) Determinación de la ley más favorable
b) Vigencia y promulgación: momento desde el cual se aplica la ley más favorable
c) Principio de retroactividad de la ley más favorable y declaración de inconstitucionalidad por el TC
C. Sucesión de leyes y aplicación ultractiva de leyes penales (favorables) formalmente derogadas
a) Leyes intermedias
b) Leyes temporales y excepcionales
c) Ultractividad de leyes favorables formalmente derogadas
d) Efectos limitados de la declaración legal de ultractividad
e) Anacronismo y derogación
D. Limitaciones de los efectos de la defensa de ley más favorable
a) Indemnizaciones pagadas e inhabilidades
b) Limitaciones derivadas del derecho internacional
c) Imposibilidad de aplicación de penas y sanciones aparentemente más favorables por inexistencia de organismos e instituciones referidas. Limitación parcial
E. Momento de comisión del delito (tempus delicti)
§ 2. Aplicación de la ley penal en el espacio
A. Competencia territorial de los tribunales chilenos. Concepto de territorio
a) Extensión limitada de la soberanía nacional a las zonas contigua y económica exclusiva en el mar
B. Excepciones: casos de aplicación extraterritorial de la ley penal chilena
a) Principio de la bandera (territorio ficto)
b) Principio de nacionalidad o personalidad (activa y pasiva)
c) Principios del domicilio y de la sede
d) Principio real o de defensa
e) Principio de universalidad: la piratería en alta mar
f) Crímenes bajo el derecho penal internacional: principios de complementariedad y supremacía
g) Principio de representación
C. Lugar de comisión del delito y conflictos de jurisdicción
a) Lugar de comisión del delito
b) Concurrencia de jurisdicciones
c) Defensa de exclusión de jurisdicción en favor del Estado del pabellón
d) Defensa de cosa juzgada basada en el principio non bis in idem
§ 3. La colaboración internacional como mecanismo para limitar la defensa de falta de jurisdicción. Generalidades
§ 4. Extradición pasiva ordinaria
A. Condiciones de fondo para la extradición pasiva ordinaria
a) Falta de jurisdicción de los tribunales nacionales y la correlativa jurisdicción del Estado requirente
b) Doble incriminación
c) Gravedad
d) Prohibición de la extradición por delitos políticos
e) Punibilidad
f) La garantía de reciprocidad
g) Existencia de antecedentes serios contra el extraditable
B. Condiciones formales
a) Detención previa y prisión preventiva
C. Condiciones humanitarias, debido proceso y principio de no devolución
D. Entrega diferida
§ 5. Extradición pasiva simplificada
A. Aceptación del extraditado
B. Prohibición de ingreso y expulsión administrativa como mecanismos de entrega de personas extranjeras
§ 6. Extradición activa
A. Extradición activa para solicitar la entrega de personas que se encuentran en el extranjero para ser enjuiciadas en Chile
B. Extradición activa para solicitar la entrega de personas que se encuentran en el extranjero a fin de que cumplan su condena en Chile
C. Solicitud de detención previa u otra medida cautelar durante o previo al procedimiento de extradición activa
§ 7. Efectos de la extradición
A. Especialidad
B. Cosa Juzgada
§ 8. Otros mecanismos de cooperación internacional
A. Reconocimiento general de las sentencias, resoluciones judiciales y administrativas extranjeras, para efectos de persecución penal
B. Cumplimiento en Chile de penas dictadas por tribunales extranjeros
§ 9. Aplicación de la ley penal en las personas
A. Inmunidad de jurisdicción personal basada en el derecho internacional
a) Delitos cometidos en Chile a bordo de naves y aeronaves extranjeras
b) Delitos cometidos en Chile dentro del perímetro de las operaciones militares extranjeras autorizadas
c) Delitos cometidos en Chile por representantes de un Estado extranjero: Jefes de Estado, agentes diplomáticos y consulares
B. Inmunidad de jurisdicción personal basada en el derecho interno
a) Inviolabilidad de los parlamentarios por sus opiniones
b) Inmunidad de los miembros de la Corte Suprema
c) Procedimientos especiales que no constituyen inmunidades
§ 10. Falta de legitimación para ejercer la acción penal contra una persona determinada y otros obstáculos procesales
TERCERA PARTETEORÍA DEL DELITO
Capítulo 5Teoría del delito y presupuestos de la responsabilidad penal. Visión general
§ 1. Teoría del delito como esquema analítico
§ 2. El objeto de la teoría: el delito o hecho punible
§ 3. Visión de conjunto
A. Tipicidad
B. Antijuridicidad
C. Culpabilidad (responsabilidad personal)
Capítulo 6Tipicidad
§ 1. Tipicidad como objeto de la teoría del caso de la acusación. Su prueba
§ 2. Elementos de la descripción típica
A. Autor (sujeto activo). Clasificación
B. Víctima (sujeto pasivo)
C. Conducta. Clasificación
a) La ausencia de conducta como defensa negativa limitada
D. Objeto material. Distinción entre objeto material y objeto jurídico
E. Elementos subjetivos. Clasificación
F. Circunstancias, presupuestos y condiciones objetivas de punibilidad
§ 3. El problema de los llamados elementos normativos del tipo
§ 4. Teoría de los elementos negativos del tipo
§ 5. Tipicidad en los delitos de resultado. Prueba del nexo causal. Defensas basadas en la falta de imputación objetiva
A. Causalidad natural como hecho. Necesidad de su prueba científica
a) El problema de la causalidad general
B. Límites normativos de la causalidad natural. Diferencia entre causalidad natural y responsabilidad penal
C. Teoría de la imputación objetiva. Defensas que excluyen o modifican la responsabilidad penal por la causación natural de resultados
a) Concepto y alcance de la defensa
b) Prohibición de regreso, auto responsabilidad, intervención de terceros y principio de confianza
c) Concausalidad y resultados extraordinarios (causas desconocidas)
d) Resultado retardado
e) Caso fortuito
§ 6. Tipicidad en la omisión
A. Delitos de omisión propia
B. Delitos de omisión impropia
Capítulo 7Antijuridicidad
§ 1. Generalidades
§ 2. Defensas basadas en la falta de antijuridicidad material
A. Ausencia de lesividad (de minimis)
B. Principio de lesividad en los delitos de peligro
C. Consentimiento
D. La actividad deportiva
E. ¿Acciones neutrales?
§ 3. Defensas basadas en la falta de antijuridicidad formal
A. Elementos subjetivos (intencionales) en las causales de justificación
B. Justificantes putativas y error sobre los presupuestos fácticos de una causal de justificación
C. La causa ilegítima
§ 4. Legítima defensa
A. Concepto y clasificación
B. Derechos defendibles
C. Requisito esencial: agresión ilegítima
a) Concepto
b) Actualidad o inminencia de la agresión
c) Exceso temporal: ataque ante una agresión agotada
d) Anticipación en el tiempo: las ofendicula
D. Necesidad racional del medio empleado para impedir o repeler la agresión
a) El exceso intensivo
E. Causa legítima
a) Falta de provocación suficiente por parte del que se defiende
b) Falta de participación en la provocación del pariente que defiende
c) Falta de intervención en la provocación y de motivación ilegítima en la legítima defensa de terceros
F. Legítima defensa privilegiada
G. Uso de armas por la fuerza pública
H. El problema de la defensa de la mujer maltratada y la muerte del tirano doméstico
§ 5. Estado de necesidad justificante
A. Concepto y clasificación
B. Bienes salvables
C. Requisito esencial: la amenaza de un mal
a) Clase del mal que se pretende evitar
b) Realidad o peligro inminente del mal que se pretende evitar
D. Racionalidad de la reacción del necesitado
a) Proporcionalidad
b) Subsidiariedad
E. Causa legítima
§ 6. Cumplimiento del deber y ejercicio legítimo de un derecho, autoridad, oficio o cargo
A. Obrar en cumplimiento de un deber
B. Obrar en ejercicio legítimo de un derecho
C. El ejercicio legítimo de una autoridad, oficio o cargo
§ 7. Problemas especiales del ejercicio de la profesión médica
A. Presupuestos del ejercicio legítimo de la medicina. Lex artis como deber objetivo de cuidado
B. El principio de confianza y el trabajo en equipo en la actividad médica
C. El problema de decidir la administración de medios de sobrevida artificial
§ 8. Omisión por causa legítima
Capítulo 8Culpabilidad (responsabilidad personal)
§ 1. Generalidades
A. Los elementos de la culpabilidad como fundamento de la responsabilidad penal en la teoría del delito
B. Otras funciones del principio de culpabilidad
§ 2. Imputabilidad y capacidad de responsabilidad como presupuesto de la responsabilidad penal
§ 3. Inimputabilidad por enajenación mental
A. Noción: fórmula mixta
B. Trastornos mentales, del comportamiento o del desarrollo neurológico que pueden servir de base para admitir la eximente de locura o demencia
a) Esquizofrenia y otros trastornos psicóticos primarios
b) Trastornos bipolares graves
c) Trastornos severos y profundos del desarrollo intelectual
d) Demencia severa
C. Exclusiones
a) El intervalo lúcido
b) Trastorno del comportamiento antisocial y personalidad psicopática
D. Régimen del enfermo mental exento de responsabilidad en la legislación nacional
a) Tratamiento del trastornado o enajenado mental exento de responsabilidad penal por locura o demencia
b) Absolución por motivo distinto de la locura o demencia
c) La enfermedad mental sobreviniente y otros aspectos procesales relevantes. Remisión
§ 4. Privación total de razón
A. Concepto
B. Exclusión: autointoxicación o acciones libres en su causa (actio liberae in causa)
C. Adicciones que no constituyen eximente. Su necesario tratamiento diferenciado y los Tribunales de Tratamiento de Drogas y/o Alcohol
D. Alteración de la percepción y otras situaciones excepcionales
§ 5. Dolo
A. Concepto, elementos y clasificación
B. El elemento cognoscitivo del dolo. Grados de conocimiento exigidos
C. Elemento volitivo. Dolo directo y dolo eventual
a) Dolo directo
b) Dolo eventual
c) Dolo en los delitos de omisión
d) Formas especiales de subjetividad en determinados tipos penales
D. Prueba del dolo y dolo como adscripción
E. Error de tipo como defensa basada en la falta involuntaria de conocimiento de sus elementos
a) Concepto y efectos
b) Dolo de Weber
c) Aberratio ictus o error en el golpe
d) Preterintención y dolo general
F. Errores que no excluyen el dolo
a) Error accidental
b) Error en el curso causal
c) Error en el objeto y en la persona
d) El error en la persona, según el CP
G. Error de prohibición como defensa basada en el desconocimiento involuntario de la ilicitud de la conducta
H. Ignorancia deliberada y culpable
§ 6. Culpa
A. Concepto, requisitos y clasificación
a) Concepto y requisitos
b) Criterio para determinar la existencia de culpa en el agente
c) Carácter principalmente omisivo de la imprudencia
d) Clasificación
B. El nexo causal y la defensa de falta de imputación objetiva en los cuasidelitos de resultado. Intervención de la víctima y principio de confianza
C. Los cuasidelitos en el Código penal
D. Cuasidelitos con resultados múltiples
§ 7. Inexigibilidad de otra conducta
A. Generalidades
B. Criterio para su aceptación
C. Error involuntario sobre las causales de exculpación
§ 8. Fuerza irresistible
A. La regla general
a) Alcance
b) Los deberes religiosos y la libertad (objeción) de conciencia como fuerza moral
c) La defensa cultural como fuerza moral
d) El amor filial y el afecto a los animales domésticos como fuerza moral
e) Motivaciones que no permiten alegar la fuerza moral
§ 9. Miedo insuperable
§ 10. Estado de necesidad exculpante
A. Concepto
B. Requisitos
a) La situación de necesidad: el mal grave
b) Proporcionalidad limitada
c) Subsidiariedad
d) Exclusión por deber de soportar el mal
C. Estado de necesidad y tortura
D. Estado de necesidad exculpante y el problema del “tirano doméstico”. Remisión
§ 11. Omisión por causa insuperable
§ 12. Encubrimiento de parientes y obstrucción a la justicia en su favor
§ 13. Obediencia debida o jerárquica
A. Generalidades
B. La exculpación por obediencia debida en el ordenamiento nacional: las reglas de la justicia militar
C. El problema del error acerca de la licitud de la orden
D. Inexistencia de la exculpación en el ordenamiento civil
CUARTA PARTEFORMAS ESPECIALES DE APARICIÓN DEL DELITO
Capítulo 9Iter criminis o grados de desarrollo del delito
§ 1. Generalidades
A. La sanción de la tentativa y los actos preparatorios como extensiones de la punibilidad
B. El fundamento de la sanción de la tentativa y la frustración
a) Teoría objetivo-formal
b) Teorías subjetivas
c) Teoría objetivo-material
§ 2. Tentativa
A. Tipicidad
a) Imputación objetiva en tentativa de delitos de resultado: impunidad de la tentativa absolutamente inidónea y del delito putativo
B. Culpabilidad
§ 3. Frustración
§ 4. Proposición y conspiración para delinquir
A. Fundamento
B. Proposición como conspiración frustrada
C. Conspiración
D. Entrapment (defensa contra la inducción o proposición de un agente encubierto)
§ 5. Defensa común: el desistimiento
A. Desistimiento como excusa legal absolutoria
B. Requisitos
a) El factor objetivo del desistimiento
b) El factor subjetivo en el desistimiento: la voluntariedad
c) Efectos del desistimiento
d) El desistimiento fracasado
§ 6. Carácter subsidiario de los arts. 7 y 8 CP
§ 7. Cuadro resumen de los grados de desarrollo del delito en la ley chilena
Capítulo 10Autoría y participación
§ 1. Generalidades
A. Principio de intervención y tipos especiales de participación
B. Intervención en hechos colectivos y ajenos
a) Exigencias comunes
b) El problema de la participación en los delitos imprudentes
C. La distinción entre autores y cómplices
D. Dominio del hecho, infracción del deber, articulación lógico-semántica y capacidad de afectación al bien jurídico como teorías alternativas
E. Comunicabilidad e incomunicabilidad en los delitos especiales
§ 2. Autor inmediato
§ 3. Autor mediato
A. Autoría mediata por medio de fuerza o coerción (violencia o intimidación)
B. Autoría mediata por medio de prevalimiento
a) Prevalimiento de inimputables
b) Prevalimiento de órdenes de servicio
c) ¿Prevalimiento de otras situaciones de subordinación y dependencia?
d) ¿Prevalimiento de un aparato organizado de poder?
C. Autor mediato por engaño
a) El instrumento actúa bajo error de tipo
b) El instrumento realiza una conducta que cree lícita
c) El instrumento actúa bajo error de prohibición
d) El instrumento realiza un hecho del que es personalmente responsable, pero actúa motivado por un error irrelevante
D. ¿Autoría mediata en delitos de propia mano?
§ 4. Responsabilidad del superior
§ 5. Autoría funcional
§ 6. Actuación en lugar de otro
§ 7. Coautoría (art. 15, N.º 1 y 3)
A. Fundamento: principio de imputación recíproca
B. Coautoría derivada del hecho de tomar parte en la ejecución (art. 15 N.º 1)
C. Coautoría derivada del concierto para la ejecución (art. 15 N.º 3)
a) Facilitar los medios con que se comete el delito (art. 15 N.º 3, primera parte)
b) Presenciar el hecho sin tomar parte directa en su ejecución (art. 15 N.º 3, segunda parte)
§ 8. Participación. Principios generales
A. Exterioridad
B. Accesoriedad
C. Convergencia y culpabilidad
§ 9. Inducción (art. 15 N.º 2)
A. Concepto
B. Formas especiales de inducción
a) La orden
b) El acuerdo
c) El consejo
§ 10. Complicidad (art. 16)
A. Concepto
B. Casos especiales de complicidad
a) Complicidad concertada
b) Complicidad no concertada
c) Complicidad por omisión
d) Complicidad y acciones neutrales
§ 11. Encubrimiento
A. Tipicidad
B. Culpabilidad en el encubrimiento
C. Las formas de encubrimiento
a) Aprovechamiento
b) Favorecimiento real
c) Favorecimiento personal ocasional
d) Favorecimiento personal habitual
§ 12. Conspiración y asociación ilícita como formas especiales de participación en un hecho colectivo
§ 13. Responsabilidad penal de las personas jurídicas
A. Generalidades
B. Responsabilidad atribuida (art. 3 Ley 20.393)
C. Responsabilidad autónoma (art. 5 Ley 20.393)
D. Defensa de cumplimiento (compliance)
§ 14. Cuadro resumen de las formas de responsabilidad en la ley chilena
Capítulo 11Concursos
§ 1. Generalidades sobre las defensas concursales
§ 2. Regla general: concurso real
§ 3. Unidad de delito
A. Unidad natural de acción
B. Unidad jurídica de delito
§ 4. Delito continuado
§ 5. Concurso aparente de leyes
A. Casos de especialidad
B. Casos de subsidiariedad
C. Casos de consunción
D. El “resurgimiento” y los “efectos residuales” de la ley en principio desplazada
E. El problema de la alternatividad en el sistema procesal vigente
§ 6. Concursos ideal y medial
A. Concepto y casos
B. Tratamiento penal
§ 7. Reiteración de delitos
A. Concepto
B. Tratamiento penal
§ 8. Unificación de penas
QUINTA PARTETEORÍA DE LA PENA
Capítulo 12Determinación e individualización de las penas
§ 1. Sistema de penas vigente para personas naturales
A. Origen y clasificación general
B. Otras clasificaciones legales de importancia: penas temporales y penas aflictivas
a) Penas temporales
b) Penas aflictivas
C. Medidas de seguridad
a) Medidas de seguridad para inimputables
b) Medidas de seguridad para imputables
D. Críticas al sistema de penas chileno
§ 2. Naturaleza y efecto de algunas penas
A. Penas privativas de libertad
a) Inaplicabilidad de la distinción entre presidio y reclusión en la ejecución de las penas
b) El presidio perpetuo calificado, pena que tiende a la inocuización
B. Penas restrictivas de libertad
a) Extrañamiento y confinamiento
b) Relegación y destierro
C. Multa y prestación de servicios en beneficio de la comunidad
D. Penas privativas de derechos (inhabilitaciones y suspensiones como penas principales)
a) Inhabilitación absoluta para cargos y oficios públicos, derechos políticos y profesiones titulares
b) Inhabilitación especial perpetua y temporal para algún cargo u oficio público o profesión titular
c) Suspensión de cargo, oficio público o profesión titular
d) Inhabilitación absoluta temporal para cargos, empleos, oficios o profesiones ejercidos en ámbitos educacionales o que involucren una relación directa y habitual con personas menores de edad
E. Inhabilitaciones y suspensiones como penas accesorias y otras sanciones de igual naturaleza
F. Penas accesorias y efectos de la condena por crimen o simple delito en el derecho administrativo
G. Otras penas accesorias: Comiso, sujeción a la vigilancia de la autoridad y caución
§ 3. Determinación legal de la pena para personas naturales
A. Diferenciación entre determinación legal e individualización judicial de la pena
B. El punto de partida: la pena asignada por la ley al delito. Forma de hacer las rebajas y aumentos que la ley manda
C. Factores de alteración de la pena señalada por la ley al delito
a) Circunstancias atenuantes o agravantes especiales
b) Aplicación de reglas concursales y pena total para la sustitución
D. Forma de realizar los aumentos y rebajas en el marco penal
E. Determinación legal de la pena, según los grados de desarrollo del delito
F. Determinación legal de la pena, según los grados de participación en el delito
a) Encubrimiento por favorecimiento personal habitual
G. Aplicación práctica de las reglas de determinación legal de la pena. Cuadro demostrativo
H. Determinación legal de la pena de multa
§ 4. Individualización judicial de la pena para personas naturales
A. Generalidades
B. Requisitos de imputación de las circunstancias (comunicabilidad e incomunicabilidad, art. 64)
C. Error sobre la concurrencia de los supuestos fácticos de las circunstancias
D. Prohibición de la doble valoración de agravantes
a) Cuando la agravante constituye por sí misma un delito especialmente penado por la ley
b) Cuando la ley ha expresado una circunstancia agravante al describir y penar un delito
c) Cuando la circunstancia agravante es de tal manera inherente al delito, que sin su concurrencia no puede cometerse, porque se encuentra implícita en el tipo penal
d) Cuando la circunstancia agravante es de tal manera inherente al delito, que sin su concurrencia no pueda cometerse, por las circunstancias concretas en las que se comete
E. Circunstancias atenuantes genéricas (art. 11)
a) Eximente incompleta (art. 11, 1.ª)
b) Atenuantes pasionales (art. 11, 3.ª, 4.ª y 5.ª)
c) Irreprochable conducta anterior (art. 11, 6.ª)
d) Procurar con celo reparar el mal causado (art. 11, 7.ª)
e) Colaboración con la justicia (art. 11, 8.ª y 9.ª)
f) Obrar por celo de la justicia (art. 11, 10.ª)
F. Atenuante especial de eximente incompleta privilegiada (art. 73)
G. Atenuante especial de media prescripción (art. 103)
H. Circunstancias agravantes genéricas (art. 12)
I. Circunstancias agravantes personales
a) Alevosía (art. 12, 1.ª)
b) Precio, recompensa o promesa (art. 12, 2.ª)
c) Ensañamiento (art. 12, 4.ª)
d) Premeditación (art. 12, 5.ª, primera parte)
e) Abuso de confianza y prevalimiento del carácter público (art. 12, 7.ª y 8.ª)
f) Añadir la ignominia (art. 12, 9.ª)
g) Aprovechamiento de la nocturnidad o despoblado (art. 12, 12.ª)
h) Reincidencia (art. 12, 14.ª a 16.ª)
i) Límites de la reincidencia
j) Desprecio a la autoridad y el lugar de culto (art. 12, 13.ª y 17.ª)
k) Desprecio al ofendido y discriminación (art. 12, 18.ª y 21.ª)
J. Circunstancias agravantes materiales
a) Empleo de medios que causan estragos (art. 12, 3.ª)
b) Astucia, fraude o disfraz (art. 12, 5.ª, segunda parte)
c) Superioridad (art. 12, 6.ª, 11.ª y 20.ª)
d) Calamidad (art. 12, 10.ª)
e) Fractura (art. 12, 19.ª)
K. Agravante especial de prevalimiento de menores de edad (art. 72)
L. Circunstancia mixta del parentesco (art. 13)
M. Reglas que regulan el efecto de las circunstancias atenuantes y agravantes, dependiendo de la naturaleza de la pena asignada por la ley a cada delito (arts. 65 a 68 bis)
a) Cuando la ley señala una sola pena indivisible (art. 65)
b) Cuando la ley señala una pena compuesta de dos indivisibles (art. 66)
c) Cuando la ley señala como pena solo un grado de una pena divisible (art. 67)
d) En los demás casos (art. 68)
e) El problema de la compensación racional
f) Determinación del mínimum y el máximum dentro de cada grado
N. Regla sobre individualización exacta de la cuantía de la pena dentro del grado (art. 69)
O. Regla sobre individualización judicial de la pena de multa (art. 70)
a) Influencia de las circunstancias atenuantes y agravantes del hecho en la cuantía de la multa
b) Influencia, principalmente, del caudal o facultades del culpable, en la cuantía de la multa
§ 5. Aplicación práctica de las reglas anteriores. Tablas demostrativas
A. Aplicación práctica de las reglas de los arts. 65 a 68. Tabla demostrativa general
B. Aplicación práctica de las reglas del art. 67. Tabla demostrativa del mínimum y máximum de cada grado de las penas divisibles
§ 6. Regímenes especiales de determinación e individualización de la pena
§ 7. Sustitución de las penas privativas o restrictivas de libertad para adultos (Ley 18.216)
A. Penas sustitutivas en general. Su función en el sistema penal (shaming y exclusión)
B. Carácter litigioso de la sustitución
C. Condiciones generales para la sustitución
D. Regla de exclusión general
E. Exclusiones especiales
a) De los condenados por delitos de tráfico ilícito de estupefacientes
b) De los autores de delitos consumados de robo con violencia del art. 436
c) De los condenados por los delitos de los art. 196 Ley de Tránsito y 62 DL 211, de 1974
F. Sustituciones posibles con relación a las penas privativas o restrictivas de libertad impuestas
a) Penas de hasta 300 días
b) Penas de 301 a 540 días
c) Penas de 541 días a dos años
d) Penas de dos años y un día a tres años
e) Penas de tres años y un día a cinco
f) Penas efectivas de hasta cinco años y un día
G. Alcance de la sustitución
H. Reemplazo, incumplimiento y quebrantamiento
§ 8. Cuadro resumen de las sustituciones posibles para nacionales y extranjeros con residencia legal
§ 9. Clases de penas vigentes para personas jurídicas
A. Penas principales
a) Disolución de la persona jurídica o cancelación de la personalidad jurídica
b) Prohibición de celebrar actos y contratos con organismos del Estado
c) Pérdida parcial o total de beneficios fiscales o prohibición absoluta de recepción por un período determinado
d) Multa a beneficio fiscal
B. Penas accesorias
a) Publicación de un extracto de la sentencia
b) Comiso
c) Entero en arcas fiscales
§ 10. Determinación legal de la pena aplicable a las personas jurídicas
A. Penas de crímenes
B. Penas de simples delitos
§ 11. Individualización judicial de la pena aplicable a las personas jurídicas
A. Circunstancias atenuantes
B. Circunstancia agravante
Capítulo 13Ejecución de las penas privativas de libertad y defensas penitenciarias
§ 1. Régimen de prisiones
A. Visión general y crítica
B. Los internos y su régimen de trabajo
C. Clases de establecimientos penitenciarios
D. La disciplina interna ¿Legalidad en la ejecución de la pena?
E. Derechos humanos y régimen carcelario
§ 2. Cumplimiento en libertad de las penas de presidio y reclusión. El régimen de libertad condicional
A. El proceso de reinserción social dentro de los establecimientos penitenciarios
a) Los permisos de salidas
B. Reducción de la condena por “comportamiento sobresaliente”
C. La libertad condicional
a) Concepto
b) Requisitos
c) Condiciones a que quedan sujetos los reos libertos y revocación
§ 3. Eliminación de antecedentes penales y supresión del prontuario
A. Régimen del DL 409, de 1932
B. Régimen de los condenados a penas sustitutivas de la Ley 18.216
C. Régimen del DS 64
SEXTA PARTEEXTINCIÓN Y EXCLUSIÓN DE LA RESPONSABILIDAD PENAL
Capítulo 14Defensas no exculpatorias
§ 1. Generalidades. La extinción de la responsabilidad penal como defensa no exculpatoria
§ 2. La muerte
§ 3. Cumplimiento de la condena
A. Regla general
B. Unificación de sentencia y abono heterogéneo de la privación de libertad en procedimiento diverso como cumplimiento de condena anticipado (art. 164 COT)
§ 4. Perdón y reparación (justicia restaurativa y consensuada)
A. Amnistía
a) Límites a la amnistía
B. Indulto
a) Concepto y alcance
b) Indulto y penas privativas de derechos
c) Requisitos para que el condenado indultado pueda reingresar a la Administración
C. Principio de oportunidad
D. Suspensión condicional del procedimiento
E. Suspensión de la imposición de la pena
F. Perdón privado
a) En delitos de acción privada
b) En delitos de acción privada previa instancia particular
c) En delitos de acción pública (acuerdos reparatorios)
§ 5. Prescripción
A. Concepto y alcance
B. Límites de la prescripción
a) Delitos imprescriptibles
b) Paralización del cómputo de la prescripción
C. La prescripción de la acción penal
a) Momento en que comienza a correr la prescripción en casos especiales
b) Interrupción y suspensión de la prescripción
D. Prescripción de la pena
a) Tiempo de la prescripción
b) Forma de contar el tiempo
c) Interrupción de la prescripción de la pena
E. Disposiciones comunes a ambas clases de prescripción
§ 6. Excusas legales absolutorias
§ 7. Arrepentimiento eficaz
§ 8. Pena natural
§ 9. Extinción y transmisión de la responsabilidad penal de la persona jurídica
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2.ª EDICIÓN, ACTUALIZADA CON LAS MODIFICACIONES LEGALES HASTA EL 2 DE ENERO DE 2021, INCLUYENDO LA LEY 21.212, EN MATERIA DE TIPIFICACIÓN DEL FEMICIDIO
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MANUAL DE DERECHO PENAL CHILENO PARTE GENERAL
Jean Pierre Matus Acuña M.ª Cecilia Ramírez Guzmán
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MANUAL DE DERECHO PENAL CHILENO PARTE GENERAL 2.ª edición, actualizada con las modificaciones legales hasta el 2 de enero de 2021, incluyendo la Ley 21.212, en materia de tipificación del femicidio
COMITÉ CIENTÍFICO DE LA EDITORIAL TIRANT LO BLANCH María José Añón Roig
Javier de Lucas Martín
Ana Cañizares Laso
Víctor Moreno Catena
Catedrática de Filosofía del Derecho de la Universidad de Valencia
Catedrático de Filosofía del Derecho y Filosofía Política de la Universidad de Valencia
Catedrática de Derecho Civil de la Universidad de Málaga
Catedrático de Derecho Procesal de la Universidad Carlos III de Madrid
Jorge A. Cerdio Herrán
Francisco Muñoz Conde
José Ramón Cossío Díaz
Angelika Nussberger
Catedrático de Teoría y Filosofía de Derecho. Instituto Tecnológico Autónomo de México Ministro en retiro de la Suprema Corte de Justicia de la Nación y miembro de El Colegio Nacional
Eduardo Ferrer Mac-Gregor Poisot
Juez de la Corte Interamericana de Derechos Humanos Investigador del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM
Owen Fiss
Catedrático emérito de Teoría del Derecho de la Universidad de Yale (EEUU)
José Antonio García-Cruces González Catedrático de Derecho Mercantil de la UNED
Luis López Guerra
Catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad Carlos III de Madrid
Ángel M. López y López
Catedrático de Derecho Civil de la Universidad de Sevilla
Marta Lorente Sariñena
Catedrática de Historia del Derecho de la Universidad Autónoma de Madrid
Catedrático de Derecho Penal de la Universidad Pablo de Olavide de Sevilla Catedrática de Derecho Constitucional e Internacional en la Universidad de Colonia (Alemania) Miembro de la Comisión de Venecia
Héctor Olasolo Alonso
Catedrático de Derecho Internacional de la Universidad del Rosario (Colombia) y Presidente del Instituto Ibero-Americano de La Haya (Holanda)
Luciano Parejo Alfonso
Catedrático de Derecho Administrativo de la Universidad Carlos III de Madrid
Tomás Sala Franco
Catedrático de Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social de la Universidad de Valencia
Ignacio Sancho Gargallo
Magistrado de la Sala Primera (Civil) del Tribunal Supremo de España
Tomás S. Vives Antón
Catedrático de Derecho Penal de la Universidad de Valencia
Ruth Zimmerling
Catedrática de Ciencia Política de la Universidad de Mainz (Alemania)
Procedimiento de selección de originales, ver página web: www.tirant.net/index.php/editorial/procedimiento-de-seleccion-de-originales
MANUAL DE DERECHO PENAL CHILENO PARTE GENERAL 2.ª edición, actualizada con las modificaciones legales hasta el 2 de enero de 2021, incluyendo la Ley 21.212, en materia de tipificación del femicidio
Dr. JEAN PIERRE MATUS ACUÑA
Profesor Titular de Derecho Penal de la Universidad de Chile Ex Abogado Integrante de la Corte Suprema de Chile (2015-2019)
Mg. M.ª CECILIA RAMÍREZ GUZMÁN
Profesora de Derecho Penal de la Universidad Andrés Bello Ex Abogada Integrante de la Corte de Apelaciones de Santiago (2015-2021)
tirant lo blanch Valencia, 2021
Copyright ® 2021 Todos los derechos reservados. Ni la totalidad ni parte de este libro puede reproducirse o transmitirse por ningún procedimiento electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación magnética, o cualquier almacenamiento de información y sistema de recuperación sin permiso escrito de los autores y del editor. En caso de erratas y actualizaciones, la Editorial Tirant lo Blanch publicará la pertinente corrección en la página web www.tirant.com.
© Jean Pierre Matus Acuña M.ª Cecilia Ramírez Guzmán
© TIRANT LO BLANCH EDITA: TIRANT LO BLANCH C/ Artes Gráficas, 14 - 46010 - Valencia TELFS.: 96/361 00 48 - 50 FAX: 96/369 41 51 Email: [email protected] www.tirant.com Librería virtual: www.tirant.es ISBN: 978-84-1378-652-0 Si tiene alguna queja o sugerencia, envíenos un mail a: [email protected]. En caso de no ser atendida su sugerencia, por favor, lea en www.tirant.net/index.php/empresa/politicasde-empresa nuestro procedimiento de quejas. Responsabilidad Social Corporativa: http://www.tirant.net/Docs/RSCTirant.pdf
Índice Abreviaturas............................................................................................................... 25 Bibliografía general.................................................................................................... 27 Nota de los autores a la 2.ª edición............................................................................ 31
PRIMERA PARTE
FUNDAMENTOS Capítulo 1 ESQUEMA GENERAL................................................................................. 35 Capítulo 2 FUNDAMENTOS § 1. EL PROGRAMA PENAL DE LA CONSTITUCIÓN: PRINCIPIOS DE LEGALIDAD, RESERVA Y DEBIDO PROCESO COMO ÚNICOS CRITERIOS DE LEGITIMACIÓN DEL DERECHO PENAL..................................................... 52 § 2. TEORÍAS DIVERGENTES DE FUNDAMENTACIÓN MATERIAL DEL DERECHO PENAL O IUS PUNIENDI................................................................ 59 A. Teoría del bien jurídico................................................................................ 60 B. Teoría de las normas de cultura................................................................... 62 C. Teoría de la protección de los valores ético-sociales..................................... 62 D. Teoría de la garantía de la vigencia de la norma.......................................... 63 a) Derecho penal del ciudadano y del enemigo........................................... 66 E. Teoría del garantismo penal (“derecho penal mínimo”)............................... 67 F. Teoría del minimalismo radical.................................................................... 69 G. Teoría de la legitimación moral o ética del derecho penal............................ 70 a) Elitismo, populismo y republicanismo penales....................................... 72 § 3. PRINCIPIO DE LEGALIDAD Y FUENTES DEL DERECHO PENAL DEMOCRÁTICO (NULLUM CRIMEN, NULLA POENA SINE LEGE).................. 74 A. La ley, única fuente inmediata de creación de delitos y del derecho penal nacional....................................................................................................... 74 a) Ley y normas penales............................................................................. 76 B. Concepto y clasificación legal del delito....................................................... 77 C. El derecho penal como conjunto de leyes penales........................................ 80 a) Derecho procesal penal y de ejecución penitenciaria.............................. 81 b) El derecho penal como parte del derecho público, limitado por las reglas del sistema procesal acusatorio.............................................................. 82 D. Fuentes mediatas del derecho penal............................................................. 85 a) La jurisprudencia como fuente creadora del derecho en el caso concreto........................................................................................................... 85 b) La doctrina privada y jurisprudencial como fuente mediata................... 86
8
Índice E. La costumbre. Defensa cultural basada en la costumbre de los pueblos originarios....................................................................................................... 87 F. Derecho penal internacional, derecho internacional de los derechos humanos y derecho internacional humanitario. Su influencia en el derecho penal local. 92 G. Derecho penal transnacional y derecho penal local...................................... 94 H. Derecho administrativo sancionador y derecho penal.................................. 95 a) El aspecto problemático de la distinción................................................ 95 b) Inexistencia, en principio, de bis in idem y reglas de coordinación......... 98 c) Efectos del derecho penal en el derecho administrativo.......................... 100
§ 4. PRINCIPIO DE LEGALIDAD COMO GARANTÍA......................................... 100 A. Principio de legalidad como garantía formal............................................... 102 a) Exclusión de los decretos con fuerza de ley como fuente legítima del derecho penal......................................................................................... 102 b) Exclusión de la normatividad de facto: el problema de la aplicación de los decretos leyes.................................................................................... 102 B. Principio de legalidad como garantía material (I): Principio de tipicidad..... 103 a) Inconstitucionalidad de las leyes penales que no describen expresamente la conducta sancionada.......................................................................... 103 b) Ley penal en blanco propiamente tal...................................................... 106 c) Ley penal en blanco impropia................................................................ 107 d) Inconstitucionalidad de las leyes penales que contemplan elementos normativos que remiten a normas inferiores no comprendidas en decretos supremos............................................................................................... 108 e) Inconstitucionalidad de las leyes penales en blanco al revés................... 108 C. Principio de legalidad como garantía material (II): Principio de conducta... 109 a) Inconstitucionalidad del derecho penal de autor.................................... 109 b) Inconstitucionalidad del castigo de los meros pensamientos. Principio de exterioridad........................................................................................... 110 c) Principio de conducta y responsabilidad penal de las personas jurídicas......................................................................................................... 111 D. Principio de legalidad como garantía material (III): Principio de culpabilidad y prohibición del versari in re illicita........................................................... 112 § 5. PRINCIPIO DE RESERVA Y TEST DE PROPORCIONALIDAD COMO CRITERIOS DE LEGITIMACIÓN DEL DERECHO PENAL................................. 114 A. Principio de reserva..................................................................................... 114 B. Texto de proporcionalidad.......................................................................... 115 C. Proporcionalidad y non bis in idem material............................................... 118 D. Principios de reserva y de exclusiva protección de bienes jurídicos.............. 119 E. Principios de reserva y de ultima ratio......................................................... 124 F. Principio de reserva y libertades de expresión e información....................... 126 § 6. FUNCIÓN DE LAS PENAS Y PREVENCIÓN ESPECIAL POSITIVA COMO ÚNICA FINALIDAD CONSTITUCIONALMENTE RECONOCIDA DE LAS PENAS PRIVATIVAS DE LIBERTAD................................................................ 128 A. Función normativa de las penas. La prevención especial positiva................. 128 B. Funciones empíricas de las penas privativas de libertad: prevención especial negativa (aseguramiento), prevención general (disuasión) y cohesión social (prevención general social). Su limitación por la finalidad de prevención especial positiva........................................................................................... 132
Índice
9
§ 7. TEORÍAS DIVERGENTES DE FUNDAMENTACIÓN MATERIAL DE LAS FINALIDADES DE LA PENA........................................................................... 133 A. Teorías absolutas......................................................................................... 134 a) Idealismo alemán clásico........................................................................ 134 b) Merecimiento y retribucionismo expresivo............................................ 137 B. Teorías unitarias basadas en la retribución (culpabilidad)............................ 140 C. Teoría de la prevención general positiva (simbólica).................................... 140 D. La prevención general positiva en un Estado Social y Democrático de Derecho.............................................................................................................. 141 § 8. PRINCIPIO DE RESERVA Y LÍMITES CONSTITUCIONALES DE LAS PENAS.............................................................................................................. 142 A. Prohibición de la tortura, apremios ilegítimos y tratos inhumanos y degradantes.......................................................................................................... 142 B. Prohibición de tratamientos forzados.......................................................... 144 C. Derogación parcial de la pena de muerte..................................................... 145 D. Prohibición de la pena de pérdida de derechos previsionales y de la confiscación. Principio de personalidad de las penas............................................. 146 E. Prohibición de la prisión por deudas........................................................... 147 F. Prohibición de penas indeterminadas........................................................... 148 § 9. DEBIDO PROCESO COMO FUNDAMENTO MATERIAL DE LA IMPOSICIÓN DE PENAS............................................................................................. 149 A. Concepto y efectos de su infracción: exclusión de pruebas, nulidades y requerimiento ante la CIDH........................................................................... 149 B. Principales garantías del debido proceso en materia penal........................... 153 a) Juez natural e imparcialidad del tribunal............................................... 153 b) Non bis in idem procesal (cosa juzgada)................................................ 154 c) Derecho a la libertad y seguridad personales (legalidad de la detención)...................................................................................................... 155 d) Inviolabilidad de la morada y de las comunicaciones personales (legalidad de diligencias intrusivas)........................................................................ 158 e) Derecho a guardar silencio (legalidad de la interrogación)..................... 159 f) Otras infracciones al debido proceso..................................................... 160 C. Límites de la defensa de infracción al debido proceso.................................. 162
Capítulo 3 MÉTODO § 1. LA DOGMÁTICA PENAL COMO DISCIPLINA ACADÉMICA..................... 170 § 2. CONCEPTO, LÍMITES Y FUENTES DE LA INTERPRETACIÓN LEGAL COMO MÉTODO DOGMÁTICO................................................................... 174 A. Concepto y límites....................................................................................... 174 B. Fuentes........................................................................................................ 176 § 3. APLICACIÓN DE LA LEY E INTERPRETACIÓN DE LOS HECHOS (SUBSUNCIÓN)....................................................................................................... 177 § 4. MÉTODO DE INTERPRETACIÓN DE LA LEY PENAL................................ 178 A. Determinación del sentido literal posible de la ley penal: elementos gramatical y lógico (sistemático)................................................................................... 178
10
Índice a) Definiciones legales y accesoriedad normativa y conceptual del derecho penal con las otras ramas del derecho.................................................... 180 b) El problema de la accesoriedad del derecho penal respecto de los actos administrativos (no sancionadores)........................................................ 181 B. Especificación del sentido literal posible: elementos teleológico e histórico.. 181 C. Elección de una propuesta normativa: El espíritu general de la legislación, principios e interpretación conforme a la Constitución y los Tratados Internacionales sobre Derechos Humanos. Rol de la retórica y la argumentación jurídica........................................................................................................ 183 a) Principio non bis in idem sustantivo y prohibición de la doble valoración........................................................................................................ 186 b) Principio de culpabilidad....................................................................... 187 c) Principio pro-reo o de favorabilidad...................................................... 187 d) Principio de lesividad. Rol del concepto de bien jurídico y defensa de minimis.................................................................................................. 188 e) Principio de igualdad ante la ley y rol del precedente............................. 191 f) Otros tópicos jurídicos........................................................................... 192 D. El espíritu general de la legislación y el derecho comparado........................ 193 E. Prohibición de la analogía y de la interpretación extensiva in malam partem (nullum crimen, nulla poena sine lege stricta).............................................. 194
§ 5. OTRAS DISCIPLINAS CIENTÍFICAS RELATIVAS AL DERECHO PENAL.... 196 A. Medicina legal y criminalística.................................................................... 196 B. Criminología y política criminal.................................................................. 197 a) Estado actual de la criminología en Chile.............................................. 197 b) Política criminal en el siglo XXI............................................................. 199
SEGUNDA PARTE TEORÍA DE LA LEY PENAL Capítulo 4 ÁMBITO DE APLICACIÓN DE LA LEY Y DEFENSAS JURISDICCIONALES § 1. APLICACIÓN DE LA LEY PENAL EL TIEMPO............................................. 206 A. El principio de legalidad como prohibición de retroactividad de la ley penal desfavorable (nullum crimen, nulla poena sine lege praevia)........................ 206 B. Retroactividad de la ley más favorable (lex mitior)...................................... 208 a) Determinación de la ley más favorable................................................... 209 b) Vigencia y promulgación: momento desde el cual se aplica la ley más favorable................................................................................................ 210 c) Principio de retroactividad de la ley más favorable y declaración de inconstitucionalidad por el TC............................................................... 211 C. Sucesión de leyes y aplicación ultractiva de leyes penales (favorables) formalmente derogadas.................................................................................... 212 a) Leyes intermedias................................................................................... 212 b) Leyes temporales y excepcionales........................................................... 212 c) Ultractividad de leyes favorables formalmente derogadas...................... 213 d) Efectos limitados de la declaración legal de ultractividad....................... 214 e) Anacronismo y derogación.................................................................... 215
Índice
11
D. Limitaciones de los efectos de la defensa de ley más favorable..................... 215 a) Indemnizaciones pagadas e inhabilidades............................................... 215 b) Limitaciones derivadas del derecho internacional.................................. 216 c) Imposibilidad de aplicación de penas y sanciones aparentemente más favorables por inexistencia de organismos e instituciones referidas. Limitación parcial..................................................................................... 216 E. Momento de comisión del delito (tempus delicti)........................................ 217 § 2. APLICACIÓN DE LA LEY PENAL EN EL ESPACIO...................................... 219 A. Competencia territorial de los tribunales chilenos. Concepto de territorio... 219 a) Extensión limitada de la soberanía nacional a las zonas contigua y económica exclusiva en el mar.................................................................... 220 B. Excepciones: casos de aplicación extraterritorial de la ley penal chilena...... 221 a) Principio de la bandera (territorio ficto)................................................. 221 b) Principio de nacionalidad o personalidad (activa y pasiva).................... 222 c) Principios del domicilio y de la sede....................................................... 222 d) Principio real o de defensa..................................................................... 223 e) Principio de universalidad: la piratería en alta mar................................ 224 f) Crímenes bajo el derecho penal internacional: principios de complementariedad y supremacía............................................................................ 225 g) Principio de representación.................................................................... 227 C. Lugar de comisión del delito y conflictos de jurisdicción............................. 228 a) Lugar de comisión del delito.................................................................. 228 b) Concurrencia de jurisdicciones............................................................... 229 c) Defensa de exclusión de jurisdicción en favor del Estado del pabellón... 230 d) Defensa de cosa juzgada basada en el principio non bis in idem............ 230 § 3. LA COLABORACIÓN INTERNACIONAL COMO MECANISMO PARA LIMITAR LA DEFENSA DE FALTA DE JURISDICCIÓN. GENERALIDADES... 231 § 4. EXTRADICIÓN PASIVA ORDINARIA........................................................... 233 A. Condiciones de fondo para la extradición pasiva ordinaria......................... 234 a) Falta de jurisdicción de los tribunales nacionales y la correlativa jurisdicción del Estado requirente................................................................. 234 b) Doble incriminación.............................................................................. 235 c) Gravedad............................................................................................... 237 d) Prohibición de la extradición por delitos políticos................................. 237 e) Punibilidad............................................................................................ 238 f) La garantía de reciprocidad................................................................... 239 g) Existencia de antecedentes serios contra el extraditable......................... 240 B. Condiciones formales.................................................................................. 241 a) Detención previa y prisión preventiva.................................................... 241 C. Condiciones humanitarias, debido proceso y principio de no devolución.... 242 D. Entrega diferida........................................................................................... 243 § 5. EXTRADICIÓN PASIVA SIMPLIFICADA....................................................... 243 A. Aceptación del extraditado.......................................................................... 243 B. Prohibición de ingreso y expulsión administrativa como mecanismos de entrega de personas extranjeras................................................................... 244 § 6. EXTRADICIÓN ACTIVA................................................................................. 244 A. Extradición activa para solicitar la entrega de personas que se encuentran en el extranjero para ser enjuiciadas en Chile.............................................. 245
12
Índice B. Extradición activa para solicitar la entrega de personas que se encuentran en el extranjero a fin de que cumplan su condena en Chile.......................... 246 C. Solicitud de detención previa u otra medida cautelar durante o previo al procedimiento de extradición activa............................................................ 246
§ 7. EFECTOS DE LA EXTRADICIÓN.................................................................. 247 A. Especialidad................................................................................................ 247 B. Cosa Juzgada............................................................................................... 247 § 8. OTROS MECANISMOS DE COOPERACIÓN INTERNACIONAL................ 248 A. Reconocimiento general de las sentencias, resoluciones judiciales y administrativas extranjeras, para efectos de persecución penal................................ 248 B. Cumplimiento en Chile de penas dictadas por tribunales extranjeros.......... 248 § 9. APLICACIÓN DE LA LEY PENAL EN LAS PERSONAS................................ 249 A. Inmunidad de jurisdicción personal basada en el derecho internacional...... 249 a) Delitos cometidos en Chile a bordo de naves y aeronaves extranjeras.... 249 b) Delitos cometidos en Chile dentro del perímetro de las operaciones militares extranjeras autorizadas............................................................ 250 c) Delitos cometidos en Chile por representantes de un Estado extranjero: Jefes de Estado, agentes diplomáticos y consulares................................ 250 B. Inmunidad de jurisdicción personal basada en el derecho interno................ 252 a) Inviolabilidad de los parlamentarios por sus opiniones.......................... 252 b) Inmunidad de los miembros de la Corte Suprema.................................. 253 c) Procedimientos especiales que no constituyen inmunidades................... 253 § 10. FALTA DE LEGITIMACIÓN PARA EJERCER LA ACCIÓN PENAL CONTRA UNA PERSONA DETERMINADA Y OTROS OBSTÁCULOS PROCESALES. 254
TERCERA PARTE TEORÍA DEL DELITO Capítulo 5 TEORÍA DEL DELITO Y PRESUPUESTOS DE LA RESPONSABILIDAD PENAL. VISIÓN GENERAL § 1. TEORÍA DEL DELITO COMO ESQUEMA ANALÍTICO............................... 260 § 2. EL OBJETO DE LA TEORÍA: EL DELITO O HECHO PUNIBLE................... 266 § 3. VISIÓN DE CONJUNTO................................................................................. 268 A. Tipicidad..................................................................................................... 269 B. Antijuridicidad............................................................................................ 270 C. Culpabilidad (responsabilidad personal)...................................................... 272
Capítulo 6 TIPICIDAD § 1. TIPICIDAD COMO OBJETO DE LA TEORÍA DEL CASO DE LA ACUSACIÓN. SU PRUEBA...................................................................................................... 277 § 2. ELEMENTOS DE LA DESCRIPCIÓN TÍPICA................................................. 279 A. Autor (sujeto activo). Clasificación.............................................................. 279
Índice
13
B. Víctima (sujeto pasivo)................................................................................ 280 C. Conducta. Clasificación............................................................................... 282 a) La ausencia de conducta como defensa negativa limitada...................... 284 D. Objeto material. Distinción entre objeto material y objeto jurídico............. 285 E. Elementos subjetivos. Clasificación.............................................................. 287 F. Circunstancias, presupuestos y condiciones objetivas de punibilidad........... 288 § 3. EL PROBLEMA DE LOS LLAMADOS ELEMENTOS NORMATIVOS DEL TIPO................................................................................................................. 289 § 4. TEORÍA DE LOS ELEMENTOS NEGATIVOS DEL TIPO.............................. 290 § 5. TIPICIDAD EN LOS DELITOS DE RESULTADO. PRUEBA DEL NEXO CAUSAL. DEFENSAS BASADAS EN LA FALTA DE IMPUTACIÓN OBJETIVA..... 291 A. Causalidad natural como hecho. Necesidad de su prueba científica............. 291 a) El problema de la causalidad general..................................................... 293 B. Límites normativos de la causalidad natural. Diferencia entre causalidad natural y responsabilidad penal................................................................... 295 C. Teoría de la imputación objetiva. Defensas que excluyen o modifican la responsabilidad penal por la causación natural de resultados...................... 296 a) Concepto y alcance de la defensa........................................................... 296 b) Prohibición de regreso, auto responsabilidad, intervención de terceros y principio de confianza............................................................................ 298 c) Concausalidad y resultados extraordinarios (causas desconocidas)........ 300 d) Resultado retardado.............................................................................. 302 e) Caso fortuito......................................................................................... 303 § 6. TIPICIDAD EN LA OMISIÓN......................................................................... 304 A. Delitos de omisión propia............................................................................ 304 B. Delitos de omisión impropia........................................................................ 305
Capítulo 7 ANTIJURIDICIDAD § 1. GENERALIDADES........................................................................................... 315 § 2. DEFENSAS BASADAS EN LA FALTA DE ANTIJURIDICIDAD MATERIAL.. 316 A. Ausencia de lesividad (de minimis).............................................................. 316 B. Principio de lesividad en los delitos de peligro............................................. 318 C. Consentimiento........................................................................................... 319 D. La actividad deportiva................................................................................. 320 E. ¿Acciones neutrales?.................................................................................... 321 § 3. DEFENSAS BASADAS EN LA FALTA DE ANTIJURIDICIDAD FORMAL...... 323 A. Elementos subjetivos (intencionales) en las causales de justificación............ 323 B. Justificantes putativas y error sobre los presupuestos fácticos de una causal de justificación............................................................................................. 324 C. La causa ilegítima........................................................................................ 327 § 4. LEGÍTIMA DEFENSA...................................................................................... 329 A. Concepto y clasificación.............................................................................. 329 B. Derechos defendibles................................................................................... 329 C. Requisito esencial: agresión ilegítima........................................................... 330 a) Concepto............................................................................................... 330 b) Actualidad o inminencia de la agresión.................................................. 333
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Índice c) Exceso temporal: ataque ante una agresión agotada.............................. 334 d) Anticipación en el tiempo: las ofendicula............................................... 334 D. Necesidad racional del medio empleado para impedir o repeler la agresión. 335 a) El exceso intensivo................................................................................. 337 E. Causa legítima............................................................................................. 337 a) Falta de provocación suficiente por parte del que se defiende................. 337 b) Falta de participación en la provocación del pariente que defiende........ 338 c) Falta de intervención en la provocación y de motivación ilegítima en la legítima defensa de terceros................................................................... 339 F. Legítima defensa privilegiada...................................................................... 340 G. Uso de armas por la fuerza pública.............................................................. 341 H. El problema de la defensa de la mujer maltratada y la muerte del tirano doméstico.................................................................................................... 343
§ 5. ESTADO DE NECESIDAD JUSTIFICANTE..................................................... 345 A. Concepto y clasificación.............................................................................. 345 B. Bienes salvables........................................................................................... 347 C. Requisito esencial: la amenaza de un mal.................................................... 348 a) Clase del mal que se pretende evitar....................................................... 348 b) Realidad o peligro inminente del mal que se pretende evitar.................. 349 D. Racionalidad de la reacción del necesitado.................................................. 350 a) Proporcionalidad................................................................................... 350 b) Subsidiariedad....................................................................................... 353 E. Causa legítima............................................................................................. 354 § 6. CUMPLIMIENTO DEL DEBER Y EJERCICIO LEGÍTIMO DE UN DERECHO, AUTORIDAD, OFICIO O CARGO.................................................................. 355 A. Obrar en cumplimiento de un deber............................................................ 356 B. Obrar en ejercicio legítimo de un derecho................................................... 359 C. El ejercicio legítimo de una autoridad, oficio o cargo................................... 360 § 7. PROBLEMAS ESPECIALES DEL EJERCICIO DE LA PROFESIÓN MÉDICA. 361 A. Presupuestos del ejercicio legítimo de la medicina. Lex artis como deber objetivo de cuidado..................................................................................... 361 B. El principio de confianza y el trabajo en equipo en la actividad médica....... 366 C. El problema de decidir la administración de medios de sobrevida artificial.. 367 § 8. OMISIÓN POR CAUSA LEGÍTIMA................................................................ 369
Capítulo 8 CULPABILIDAD (RESPONSABILIDAD PERSONAL) § 1. GENERALIDADES........................................................................................... 377 A. Los elementos de la culpabilidad como fundamento de la responsabilidad penal en la teoría del delito.......................................................................... 377 B. Otras funciones del principio de culpabilidad.............................................. 379 § 2. IMPUTABILIDAD Y CAPACIDAD DE RESPONSABILIDAD COMO PRESUPUESTO DE LA RESPONSABILIDAD PENAL................................................ 381 § 3. INIMPUTABILIDAD POR ENAJENACIÓN MENTAL.................................... 383 A. Noción: fórmula mixta................................................................................ 383 B. Trastornos mentales, del comportamiento o del desarrollo neurológico que pueden servir de base para admitir la eximente de locura o demencia......... 385
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a) Esquizofrenia y otros trastornos psicóticos primarios............................ 385 b) Trastornos bipolares graves................................................................... 385 c) Trastornos severos y profundos del desarrollo intelectual...................... 386 d) Demencia severa.................................................................................... 386 C. Exclusiones.................................................................................................. 387 a) El intervalo lúcido.................................................................................. 387 b) Trastorno del comportamiento antisocial y personalidad psicopática.... 387 D. Régimen del enfermo mental exento de responsabilidad en la legislación nacional....................................................................................................... 388 a) Tratamiento del trastornado o enajenado mental exento de responsabilidad penal por locura o demencia......................................................... 389 b) Absolución por motivo distinto de la locura o demencia........................ 390 c) La enfermedad mental sobreviniente y otros aspectos procesales relevantes. Remisión................................................................................................ 390 § 4. PRIVACIÓN TOTAL DE RAZÓN................................................................... 390 A. Concepto..................................................................................................... 390 B. Exclusión: autointoxicación o acciones libres en su causa (actio liberae in causa).......................................................................................................... 391 C. Adicciones que no constituyen eximente. Su necesario tratamiento diferenciado y los Tribunales de Tratamiento de Drogas y/o Alcohol...................... 394 D. Alteración de la percepción y otras situaciones excepcionales...................... 395 § 5. DOLO.............................................................................................................. 396 A. Concepto, elementos y clasificación............................................................. 396 B. El elemento cognoscitivo del dolo. Grados de conocimiento exigidos.......... 397 C. Elemento volitivo. Dolo directo y dolo eventual.......................................... 398 a) Dolo directo........................................................................................... 398 b) Dolo eventual........................................................................................ 399 c) Dolo en los delitos de omisión............................................................... 401 d) Formas especiales de subjetividad en determinados tipos penales........... 402 D. Prueba del dolo y dolo como adscripción.................................................... 403 E. Error de tipo como defensa basada en la falta involuntaria de conocimiento de sus elementos.......................................................................................... 406 a) Concepto y efectos................................................................................. 406 b) Dolo de Weber....................................................................................... 407 c) Aberratio ictus o error en el golpe.......................................................... 407 d) Preterintención y dolo general................................................................ 408 F. Errores que no excluyen el dolo................................................................... 410 a) Error accidental..................................................................................... 410 b) Error en el curso causal.......................................................................... 410 c) Error en el objeto y en la persona.......................................................... 411 d) El error en la persona, según el CP......................................................... 411 G. Error de prohibición como defensa basada en el desconocimiento involuntario de la ilicitud de la conducta......................................................................... 412 H. Ignorancia deliberada y culpable................................................................. 415 § 6. CULPA.............................................................................................................. 417 A. Concepto, requisitos y clasificación............................................................. 417 a) Concepto y requisitos............................................................................ 417 b) Criterio para determinar la existencia de culpa en el agente................... 420 c) Carácter principalmente omisivo de la imprudencia............................... 422
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Índice d) Clasificación.......................................................................................... 422 B. El nexo causal y la defensa de falta de imputación objetiva en los cuasidelitos de resultado. Intervención de la víctima y principio de confianza................. 423 C. Los cuasidelitos en el Código penal............................................................. 428 D. Cuasidelitos con resultados múltiples.......................................................... 431
§ 7. INEXIGIBILIDAD DE OTRA CONDUCTA..................................................... 432 A. Generalidades.............................................................................................. 432 B. Criterio para su aceptación.......................................................................... 433 C. Error involuntario sobre las causales de exculpación................................... 435 § 8. FUERZA IRRESISTIBLE.................................................................................. 435 A. La regla general........................................................................................... 435 a) Alcance.................................................................................................. 435 b) Los deberes religiosos y la libertad (objeción) de conciencia como fuerza moral..................................................................................................... 437 c) La defensa cultural como fuerza moral.................................................. 438 d) El amor filial y el afecto a los animales domésticos como fuerza moral.. 439 e) Motivaciones que no permiten alegar la fuerza moral............................ 439 § 9. MIEDO INSUPERABLE................................................................................... 441 § 10. ESTADO DE NECESIDAD EXCULPANTE...................................................... 443 A. Concepto..................................................................................................... 443 B. Requisitos.................................................................................................... 446 a) La situación de necesidad: el mal grave.................................................. 446 b) Proporcionalidad limitada..................................................................... 446 c) Subsidiariedad....................................................................................... 448 d) Exclusión por deber de soportar el mal.................................................. 448 C. Estado de necesidad y tortura...................................................................... 449 D. Estado de necesidad exculpante y el problema del “tirano doméstico”. Remisión......................................................................................................... 449 § 11. OMISIÓN POR CAUSA INSUPERABLE.......................................................... 449 § 12. ENCUBRIMIENTO DE PARIENTES Y OBSTRUCCIÓN A LA JUSTICIA EN SU FAVOR........................................................................................................ 450 § 13. OBEDIENCIA DEBIDA O JERÁRQUICA........................................................ 451 A. Generalidades.............................................................................................. 451 B. La exculpación por obediencia debida en el ordenamiento nacional: las reglas de la justicia militar..................................................................................... 452 C. El problema del error acerca de la licitud de la orden.................................. 453 D. Inexistencia de la exculpación en el ordenamiento civil............................... 454
CUARTA PARTE FORMAS ESPECIALES DE APARICIÓN DEL DELITO Capítulo 9 ITER CRIMINIS O GRADOS DE DESARROLLO DEL DELITO § 1. GENERALIDADES........................................................................................... 460 A. La sanción de la tentativa y los actos preparatorios como extensiones de la punibilidad.................................................................................................. 460
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B. El fundamento de la sanción de la tentativa y la frustración........................ 462 a) Teoría objetivo-formal........................................................................... 462 b) Teorías subjetivas................................................................................... 463 c) Teoría objetivo-material......................................................................... 464 § 2. TENTATIVA..................................................................................................... 466 A. Tipicidad..................................................................................................... 466 a) Imputación objetiva en tentativa de delitos de resultado: impunidad de la tentativa absolutamente inidónea y del delito putativo....................... 470 B. Culpabilidad................................................................................................ 471 § 3. FRUSTRACIÓN............................................................................................... 473 § 4. PROPOSICIÓN Y CONSPIRACIÓN PARA DELINQUIR............................... 475 A. Fundamento................................................................................................ 475 B. Proposición como conspiración frustrada.................................................... 476 C. Conspiración............................................................................................... 477 D. Entrapment (defensa contra la inducción o proposición de un agente encubierto)......................................................................................................... 478 § 5. DEFENSA COMÚN: EL DESISTIMIENTO..................................................... 479 A. Desistimiento como excusa legal absolutoria............................................... 479 B. Requisitos.................................................................................................... 480 a) El factor objetivo del desistimiento........................................................ 480 b) El factor subjetivo en el desistimiento: la voluntariedad......................... 482 c) Efectos del desistimiento........................................................................ 482 d) El desistimiento fracasado...................................................................... 483 § 6. CARÁCTER SUBSIDIARIO DE LOS ARTS. 7 Y 8 CP..................................... 483 § 7. CUADRO RESUMEN DE LOS GRADOS DE DESARROLLO DEL DELITO EN LA LEY CHILENA..................................................................................... 484
Capítulo 10 AUTORÍA Y PARTICIPACIÓN § 1. GENERALIDADES........................................................................................... 488 A. Principio de intervención y tipos especiales de participación........................ 488 B. Intervención en hechos colectivos y ajenos.................................................. 492 a) Exigencias comunes............................................................................... 492 b) El problema de la participación en los delitos imprudentes.................... 495 C. La distinción entre autores y cómplices....................................................... 497 D. Dominio del hecho, infracción del deber, articulación lógico-semántica y capacidad de afectación al bien jurídico como teorías alternativas.............. 498 E. Comunicabilidad e incomunicabilidad en los delitos especiales................... 502 § 2. AUTOR INMEDIATO...................................................................................... 506 § 3. AUTOR MEDIATO.......................................................................................... 506 A. Autoría mediata por medio de fuerza o coerción (violencia o intimidación) 508 B. Autoría mediata por medio de prevalimiento.............................................. 509 a) Prevalimiento de inimputables............................................................... 509 b) Prevalimiento de órdenes de servicio...................................................... 509 c) ¿Prevalimiento de otras situaciones de subordinación y dependencia?... 510 d) ¿Prevalimiento de un aparato organizado de poder?.............................. 511
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Índice C. Autor mediato por engaño.......................................................................... 513 a) El instrumento actúa bajo error de tipo................................................. 514 b) El instrumento realiza una conducta que cree lícita................................ 514 c) El instrumento actúa bajo error de prohibición...................................... 515 d) El instrumento realiza un hecho del que es personalmente responsable, pero actúa motivado por un error irrelevante........................................ 515 D. ¿Autoría mediata en delitos de propia mano?.............................................. 516
§ 4. RESPONSABILIDAD DEL SUPERIOR............................................................. 516 § 5. AUTORÍA FUNCIONAL.................................................................................. 518 § 6. ACTUACIÓN EN LUGAR DE OTRO.............................................................. 519 § 7. COAUTORÍA (ART. 15, N.º 1 Y 3).................................................................. 521 A. Fundamento: principio de imputación recíproca.......................................... 521 B. Coautoría derivada del hecho de tomar parte en la ejecución (art. 15 N.º 1)................................................................................................................. 524 C. Coautoría derivada del concierto para la ejecución (art. 15 N.º 3).............. 525 a) Facilitar los medios con que se comete el delito (art. 15 N.º 3, primera parte)..................................................................................................... 525 b) Presenciar el hecho sin tomar parte directa en su ejecución (art. 15 N.º 3, segunda parte)................................................................................... 526 § 8. PARTICIPACIÓN. PRINCIPIOS GENERALES................................................ 527 A. Exterioridad................................................................................................ 527 B. Accesoriedad............................................................................................... 527 C. Convergencia y culpabilidad........................................................................ 528 § 9. INDUCCIÓN (ART. 15 N.º 2).......................................................................... 529 A. Concepto..................................................................................................... 529 B. Formas especiales de inducción................................................................... 531 a) La orden................................................................................................ 531 b) El acuerdo.............................................................................................. 532 c) El consejo.............................................................................................. 532 § 10. COMPLICIDAD (ART. 16)............................................................................... 532 A. Concepto..................................................................................................... 532 B. Casos especiales de complicidad.................................................................. 533 a) Complicidad concertada........................................................................ 533 b) Complicidad no concertada................................................................... 534 c) Complicidad por omisión...................................................................... 535 d) Complicidad y acciones neutrales.......................................................... 535 § 11. ENCUBRIMIENTO.......................................................................................... 535 A. Tipicidad..................................................................................................... 535 B. Culpabilidad en el encubrimiento................................................................ 537 C. Las formas de encubrimiento....................................................................... 538 a) Aprovechamiento................................................................................... 538 b) Favorecimiento real............................................................................... 539 c) Favorecimiento personal ocasional........................................................ 539 d) Favorecimiento personal habitual.......................................................... 539 § 12. CONSPIRACIÓN Y ASOCIACIÓN ILÍCITA COMO FORMAS ESPECIALES DE PARTICIPACIÓN EN UN HECHO COLECTIVO..................................... 540 § 13. RESPONSABILIDAD PENAL DE LAS PERSONAS JURÍDICAS...................... 543
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A. Generalidades.............................................................................................. 543 B. Responsabilidad atribuida (art. 3 Ley 20.393)............................................. 546 C. Responsabilidad autónoma (art. 5 Ley 20.393)........................................... 547 D. Defensa de cumplimiento (compliance)....................................................... 548 § 14. CUADRO RESUMEN DE LAS FORMAS DE RESPONSABILIDAD EN LA LEY CHILENA................................................................................................. 550
Capítulo 11 CONCURSOS § 1. GENERALIDADES SOBRE LAS DEFENSAS CONCURSALES....................... 554 § 2. REGLA GENERAL: CONCURSO REAL......................................................... 558 § 3. UNIDAD DE DELITO...................................................................................... 558 A. Unidad natural de acción............................................................................. 558 B. Unidad jurídica de delito............................................................................. 559 § 4. DELITO CONTINUADO................................................................................. 560 § 5. CONCURSO APARENTE DE LEYES.............................................................. 561 A. Casos de especialidad.................................................................................. 563 B. Casos de subsidiariedad............................................................................... 564 C. Casos de consunción................................................................................... 565 D. El “resurgimiento” y los “efectos residuales” de la ley en principio desplazada............................................................................................................. 567 E. El problema de la alternatividad en el sistema procesal vigente................... 568 § 6. CONCURSOS IDEAL Y MEDIAL.................................................................... 569 A. Concepto y casos......................................................................................... 569 B. Tratamiento penal....................................................................................... 570 § 7. REITERACIÓN DE DELITOS.......................................................................... 571 A. Concepto..................................................................................................... 571 B. Tratamiento penal....................................................................................... 572 § 8. UNIFICACIÓN DE PENAS.............................................................................. 573
QUINTA PARTE TEORÍA DE LA PENA Capítulo 12 DETERMINACIÓN E INDIVIDUALIZACIÓN DE LAS PENAS § 1. SISTEMA DE PENAS VIGENTE PARA PERSONAS NATURALES................. 582 A. Origen y clasificación general...................................................................... 582 B. Otras clasificaciones legales de importancia: penas temporales y penas aflictivas............................................................................................................. 584 a) Penas temporales................................................................................... 584 b) Penas aflictivas....................................................................................... 585 C. Medidas de seguridad.................................................................................. 585 a) Medidas de seguridad para inimputables............................................... 586 b) Medidas de seguridad para imputables.................................................. 586
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Índice D. Críticas al sistema de penas chileno............................................................. 589
§ 2. NATURALEZA Y EFECTO DE ALGUNAS PENAS......................................... 590 A. Penas privativas de libertad......................................................................... 590 a) Inaplicabilidad de la distinción entre presidio y reclusión en la ejecución de las penas............................................................................................ 590 b) El presidio perpetuo calificado, pena que tiende a la inocuización......... 591 B. Penas restrictivas de libertad........................................................................ 592 a) Extrañamiento y confinamiento............................................................. 592 b) Relegación y destierro............................................................................ 592 C. Multa y prestación de servicios en beneficio de la comunidad..................... 593 D. Penas privativas de derechos (inhabilitaciones y suspensiones como penas principales).................................................................................................. 594 a) Inhabilitación absoluta para cargos y oficios públicos, derechos políticos y profesiones titulares............................................................................ 594 b) Inhabilitación especial perpetua y temporal para algún cargo u oficio público o profesión titular..................................................................... 595 c) Suspensión de cargo, oficio público o profesión titular.......................... 595 d) Inhabilitación absoluta temporal para cargos, empleos, oficios o profesiones ejercidos en ámbitos educacionales o que involucren una relación directa y habitual con personas menores de edad................................... 595 E. Inhabilitaciones y suspensiones como penas accesorias y otras sanciones de igual naturaleza........................................................................................... 596 F. Penas accesorias y efectos de la condena por crimen o simple delito en el derecho administrativo................................................................................ 597 G. Otras penas accesorias: Comiso, sujeción a la vigilancia de la autoridad y caución........................................................................................................ 598 § 3. DETERMINACIÓN LEGAL DE LA PENA PARA PERSONAS NATURALES. 599 A. Diferenciación entre determinación legal e individualización judicial de la pena............................................................................................................ 599 B. El punto de partida: la pena asignada por la ley al delito. Forma de hacer las rebajas y aumentos que la ley manda..................................................... 600 C. Factores de alteración de la pena señalada por la ley al delito..................... 601 a) Circunstancias atenuantes o agravantes especiales................................. 601 b) Aplicación de reglas concursales y pena total para la sustitución........... 602 D. Forma de realizar los aumentos y rebajas en el marco penal........................ 603 E. Determinación legal de la pena, según los grados de desarrollo del delito.... 604 F. Determinación legal de la pena, según los grados de participación en el delito........................................................................................................... 605 a) Encubrimiento por favorecimiento personal habitual............................. 605 G. Aplicación práctica de las reglas de determinación legal de la pena. Cuadro demostrativo............................................................................................... 605 H. Determinación legal de la pena de multa..................................................... 606 § 4. INDIVIDUALIZACIÓN JUDICIAL DE LA PENA PARA PERSONAS NATURALES.............................................................................................................. 607 A. Generalidades.............................................................................................. 607 B. Requisitos de imputación de las circunstancias (comunicabilidad e incomunicabilidad, art. 64)..................................................................................... 609 C. Error sobre la concurrencia de los supuestos fácticos de las circunstancias.. 611 D. Prohibición de la doble valoración de agravantes........................................ 612
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a) Cuando la agravante constituye por sí misma un delito especialmente penado por la ley................................................................................... 612 b) Cuando la ley ha expresado una circunstancia agravante al describir y penar un delito....................................................................................... 612 c) Cuando la circunstancia agravante es de tal manera inherente al delito, que sin su concurrencia no puede cometerse, porque se encuentra implícita en el tipo penal...................................................................................... 612 d) Cuando la circunstancia agravante es de tal manera inherente al delito, que sin su concurrencia no pueda cometerse, por las circunstancias concretas en las que se comete..................................................................... 613 E. Circunstancias atenuantes genéricas (art. 11)............................................... 613 a) Eximente incompleta (art. 11, 1.ª).......................................................... 614 b) Atenuantes pasionales (art. 11, 3.ª, 4.ª y 5.ª).......................................... 616 c) Irreprochable conducta anterior (art. 11, 6.ª)......................................... 618 d) Procurar con celo reparar el mal causado (art. 11, 7.ª)........................... 620 e) Colaboración con la justicia (art. 11, 8.ª y 9.ª)....................................... 621 f) Obrar por celo de la justicia (art. 11, 10.ª)............................................. 622 F. Atenuante especial de eximente incompleta privilegiada (art. 73)................ 623 G. Atenuante especial de media prescripción (art. 103).................................... 624 H. Circunstancias agravantes genéricas (art. 12)............................................... 625 I. Circunstancias agravantes personales.......................................................... 626 a) Alevosía (art. 12, 1.ª)............................................................................. 626 b) Precio, recompensa o promesa (art. 12, 2.ª)........................................... 628 c) Ensañamiento (art. 12, 4.ª).................................................................... 630 d) Premeditación (art. 12, 5.ª, primera parte)............................................. 631 e) Abuso de confianza y prevalimiento del carácter público (art. 12, 7.ª y 8.ª)......................................................................................................... 633 f) Añadir la ignominia (art. 12, 9.ª)........................................................... 633 g) Aprovechamiento de la nocturnidad o despoblado (art. 12, 12.ª)........... 634 h) Reincidencia (art. 12, 14.ª a 16.ª)........................................................... 634 i) Límites de la reincidencia....................................................................... 636 j) Desprecio a la autoridad y el lugar de culto (art. 12, 13.ª y 17.ª)........... 637 k) Desprecio al ofendido y discriminación (art. 12, 18.ª y 21.ª).................. 637 J. Circunstancias agravantes materiales........................................................... 638 a) Empleo de medios que causan estragos (art. 12, 3.ª).............................. 638 b) Astucia, fraude o disfraz (art. 12, 5.ª, segunda parte)............................. 639 c) Superioridad (art. 12, 6.ª, 11.ª y 20.ª).................................................... 640 d) Calamidad (art. 12, 10.ª)....................................................................... 642 e) Fractura (art. 12, 19.ª)........................................................................... 642 K. Agravante especial de prevalimiento de menores de edad (art. 72)............... 642 L. Circunstancia mixta del parentesco (art. 13)................................................ 643 M. Reglas que regulan el efecto de las circunstancias atenuantes y agravantes, dependiendo de la naturaleza de la pena asignada por la ley a cada delito (arts. 65 a 68 bis)......................................................................................... 643 a) Cuando la ley señala una sola pena indivisible (art. 65)......................... 643 b) Cuando la ley señala una pena compuesta de dos indivisibles (art. 66).. 644 c) Cuando la ley señala como pena solo un grado de una pena divisible (art. 67)......................................................................................................... 644 d) En los demás casos (art. 68)................................................................... 645 e) El problema de la compensación racional.............................................. 646
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Índice f) Determinación del mínimum y el máximum dentro de cada grado........ 647 N. Regla sobre individualización exacta de la cuantía de la pena dentro del grado (art. 69)............................................................................................. 647 O. Regla sobre individualización judicial de la pena de multa (art. 70)............. 649 a) Influencia de las circunstancias atenuantes y agravantes del hecho en la cuantía de la multa................................................................................ 650 b) Influencia, principalmente, del caudal o facultades del culpable, en la cuantía de la multa................................................................................ 650
§ 5. APLICACIÓN PRÁCTICA DE LAS REGLAS ANTERIORES. TABLAS DEMOSTRATIVAS................................................................................................ 651 A. Aplicación práctica de las reglas de los arts. 65 a 68.................................... Tabla demostrativa general.......................................................................... 651 B. Aplicación práctica de las reglas del art. 67................................................. Tabla demostrativa del mínimum y máximum de cada grado de las penas divisibles...................................................................................................... 652 § 6. REGÍMENES ESPECIALES DE DETERMINACIÓN E INDIVIDUALIZACIÓN DE LA PENA.................................................................................................... 653 § 7. SUSTITUCIÓN DE LAS PENAS PRIVATIVAS O RESTRICTIVAS DE LIBERTAD PARA ADULTOS (LEY 18.216)............................................................... 655 A. Penas sustitutivas en general. Su función en el sistema penal (shaming y exclusión).................................................................................................... 655 B. Carácter litigioso de la sustitución............................................................... 658 C. Condiciones generales para la sustitución.................................................... 659 D. Regla de exclusión general........................................................................... 659 E. Exclusiones especiales.................................................................................. 660 a) De los condenados por delitos de tráfico ilícito de estupefacientes......... 660 b) De los autores de delitos consumados de robo con violencia del art. 436........................................................................................................ 661 c) De los condenados por los delitos de los art. 196 Ley de Tránsito y 62 DL 211, de 1974.................................................................................... 661 F. Sustituciones posibles con relación a las penas privativas o restrictivas de libertad impuestas....................................................................................... 661 a) Penas de hasta 300 días......................................................................... 661 b) Penas de 301 a 540 días......................................................................... 662 c) Penas de 541 días a dos años................................................................. 662 d) Penas de dos años y un día a tres años................................................... 663 e) Penas de tres años y un día a cinco........................................................ 663 f) Penas efectivas de hasta cinco años y un día.......................................... 664 G. Alcance de la sustitución............................................................................. 664 H. Reemplazo, incumplimiento y quebrantamiento.......................................... 665 § 8. CUADRO RESUMEN DE LAS SUSTITUCIONES POSIBLES PARA NACIONALES Y EXTRANJEROS CON RESIDENCIA LEGAL................................. 666 § 9. CLASES DE PENAS VIGENTES PARA PERSONAS JURÍDICAS..................... 667 A. Penas principales......................................................................................... 667 a) Disolución de la persona jurídica o cancelación de la personalidad jurídica........................................................................................................ 667 b) Prohibición de celebrar actos y contratos con organismos del Estado.... 667
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c) Pérdida parcial o total de beneficios fiscales o prohibición absoluta de recepción por un período determinado.................................................. 668 d) Multa a beneficio fiscal.......................................................................... 668 B. Penas accesorias.......................................................................................... 668 a) Publicación de un extracto de la sentencia............................................. 669 b) Comiso.................................................................................................. 669 c) Entero en arcas fiscales.......................................................................... 669 § 10. DETERMINACIÓN LEGAL DE LA PENA APLICABLE A LAS PERSONAS JURÍDICAS....................................................................................................... 670 A. Penas de crímenes........................................................................................ 670 B. Penas de simples delitos............................................................................... 670 § 11. INDIVIDUALIZACIÓN JUDICIAL DE LA PENA APLICABLE A LAS PERSONAS JURÍDICAS.............................................................................................. 671 A. Circunstancias atenuantes........................................................................... 672 B. Circunstancia agravante.............................................................................. 672
Capítulo 13 EJECUCIÓN DE LAS PENAS PRIVATIVAS DE LIBERTAD Y DEFENSAS PENITENCIARIAS § 1. RÉGIMEN DE PRISIONES.............................................................................. 674 A. Visión general y crítica................................................................................ 674 B. Los internos y su régimen de trabajo........................................................... 677 C. Clases de establecimientos penitenciarios.................................................... 678 D. La disciplina interna ¿Legalidad en la ejecución de la pena?........................ 678 E. Derechos humanos y régimen carcelario...................................................... 679 § 2. CUMPLIMIENTO EN LIBERTAD DE LAS PENAS DE PRESIDIO Y RECLUSIÓN. EL RÉGIMEN DE LIBERTAD CONDICIONAL................................... 680 A. El proceso de reinserción social dentro de los establecimientos penitenciarios.............................................................................................................. 680 a) Los permisos de salidas.......................................................................... 680 B. Reducción de la condena por “comportamiento sobresaliente”................... 681 C. La libertad condicional................................................................................ 682 a) Concepto............................................................................................... 682 b) Requisitos.............................................................................................. 684 c) Condiciones a que quedan sujetos los reos libertos y revocación............ 686 § 3. ELIMINACIÓN DE ANTECEDENTES PENALES Y SUPRESIÓN DEL PRONTUARIO........................................................................................................... 687 A. Régimen del DL 409, de 1932..................................................................... 687 B. Régimen de los condenados a penas sustitutivas de la Ley 18.216............... 688 C. Régimen del DS 64...................................................................................... 689
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Índice
SEXTA PARTE EXTINCIÓN Y EXCLUSIÓN DE LA RESPONSABILIDAD PENAL Capítulo 14 DEFENSAS NO EXCULPATORIAS § 1. GENERALIDADES. LA EXTINCIÓN DE LA RESPONSABILIDAD PENAL COMO DEFENSA NO EXCULPATORIA........................................................ 694 § 2. LA MUERTE.................................................................................................... 695 § 3. CUMPLIMIENTO DE LA CONDENA............................................................ 696 A. Regla general............................................................................................... 696 B. Unificación de sentencia y abono heterogéneo de la privación de libertad en procedimiento diverso como cumplimiento de condena anticipado (art. 164 COT)........................................................................................................... 696 § 4. PERDÓN Y REPARACIÓN (JUSTICIA RESTAURATIVA Y CONSENSUADA)................................................................................................................... 697 A. Amnistía...................................................................................................... 699 a) Límites a la amnistía.............................................................................. 700 B. Indulto........................................................................................................ 701 a) Concepto y alcance................................................................................ 701 b) Indulto y penas privativas de derechos................................................... 702 c) Requisitos para que el condenado indultado pueda reingresar a la Administración........................................................................................... 703 C. Principio de oportunidad............................................................................. 703 D. Suspensión condicional del procedimiento................................................... 704 E. Suspensión de la imposición de la pena....................................................... 704 F. Perdón privado............................................................................................ 705 a) En delitos de acción privada.................................................................. 705 b) En delitos de acción privada previa instancia particular......................... 705 c) En delitos de acción pública (acuerdos reparatorios).............................. 706 § 5. PRESCRIPCIÓN............................................................................................... 707 A. Concepto y alcance...................................................................................... 707 B. Límites de la prescripción............................................................................ 708 a) Delitos imprescriptibles.......................................................................... 708 b) Paralización del cómputo de la prescripción.......................................... 710 C. La prescripción de la acción penal............................................................... 710 a) Momento en que comienza a correr la prescripción en casos especiales. 711 b) Interrupción y suspensión de la prescripción.......................................... 712 D. Prescripción de la pena................................................................................ 714 a) Tiempo de la prescripción...................................................................... 714 b) Forma de contar el tiempo..................................................................... 714 c) Interrupción de la prescripción de la pena.............................................. 715 E. Disposiciones comunes a ambas clases de prescripción................................ 715 § 6. EXCUSAS LEGALES ABSOLUTORIAS............................................................ 716 § 7. ARREPENTIMIENTO EFICAZ....................................................................... 716 § 8. PENA NATURAL............................................................................................. 717 § 9. EXTINCIÓN Y TRANSMISIÓN DE LA RESPONSABILIDAD PENAL DE LA PERSONA JURÍDICA....................................................................................... 718
Abreviaturas art./arts.
CADH CA CB CC CGR CIDH CJM COT CP CPC CPP CPR CS DCGR DFL DL DS DUDH DJP EA FM GJ o. o. PIDCP R. RChD RChDCP RCP
Artículo/artículos. Si no tienen otra indicación, corresponden al Código Penal, salvo cuando aparezcan claramente referidos a una ley especial o reglamento que se esté explicando Convención Americana de derechos Humanos Corte de Apelaciones Código de Bustamante (Código de Derecho Internacional Privado) Código Civil Contraloría General de la República Corte Interamericana de derechos Humanos Código de Justicia Militar Código Orgánico de Tribunales Código Penal Código de Procedimiento Civil Código Procesal Penal Constitución Política de la República Corte Suprema Dictamen Contraloría General de la República Decreto con Fuerza de Ley Decreto Ley Decreto Supremo Declaración Universal de derechos Humanos Revista Doctrina y Jurisprudencia Penal Estatuto Administrativo Fallos del Mes Gaceta Jurídica otra opinión, en sentido contrario Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos Revista (de) Revista Chilena de Derecho Revista Chilena de Derecho y Ciencias Penales Revista de Ciencias Penales
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Abreviaturas
Revista de Derecho y Jurisprudencia y Gaceta de los Tribunales. Si no se especifica, la cita corresponde a la Segunda Parte, Sección 4.ª REJ Revista de Estudios de la Justicia RLJ Matus, J. P. (Dir.), Repertorio de Legislación y Jurisprudencia Chilenas. Código Penal y Leyes Complementarias, Santiago, 3.ª Ed., 2016 RPC Revista Política Criminal SCA/ SSCS, etc. Sentencia de la Corte de Apelaciones / Sentencias de la Corte Suprema, etc. StGB Código Penal alemán TC Tribunal Constitucional TEDH Tribunal Europeo de Derechos Humanos USSC Corte Suprema de los Estados Unidos de América v. Ver, véase ZStW Zeitschrift für die gesamte Strafrechtswissenschaft
Bibliografía general Actas
Actas de las sesiones de la Comisión Redactora del Código Penal Chileno, Santiago: Imp. de la República, 1874 Aristóteles, Ética Aristóteles, Ética nicomaquea, Trad. E. Sinnott, Buenos Aires, 2007 Beccaria, Delitos Beccaria, C., De los Delitos y de las Penas, 3.ª Ed., Trad. J. De las Casas, Madrid, 1764 Beccaria 250 Matus, J. P. (Coord.), Beccaria, 250 años después, Buenos Aires, 2011 Balmaceda PG Balmaceda, G., Manual de Derecho Penal. Parte General, Santiago, 2014 Bullemore/Mackinnon DP Bullemore, V. y Mackinnon, J., Curso de Derecho Penal, T. I a IV, 4.ª ed., Santiago, 2018 Bustos PG Bustos, J., Manual de Derecho Penal. Parte General, 3.ª ed., Barcelona, 1989 Bustos/Hormazábal, Sistema Bustos, J. y Hormazábal, H., Nuevo sistema de Derecho Penal, Madrid, 2004 Carrara, Programa Carrara, F., Programa de Derecho Criminal, 9 T. y un Apéndice, Bogotá, 1956-1967 (se cita por §) Casos PG Vargas P., T. (Dir.), Casos destacados de Derecho Penal. Parte General, Santiago, 2015 Casos DPC Hendler, E. y Gullco, H., Casos de Derecho Penal Comparado, 2.ª Ed., Buenos Aires, 2003 Clásicos RCP Londoño, F. y Maldonado, F. (Eds.), Clásicos de la literatura penal en Chile. La Revista de Ciencias Penales en el Siglo XX: 1935-1995, 2 T., Valencia, 2018 CP Comentado Couso, J. y Hernández, H. (Dirs.), Código Penal comentado, Parte General, Santiago, 2011 (T. I) y 2019 (T. II) Cousiño PG Cousiño, L., Derecho Penal chileno, T. I a III, Santiago, 1975, 1979 y 1992 Cury PG Cury, E., Derecho Penal. Parte General, 7.ª Ed., Santiago, 2007 Cury PG I Cury, E., Derecho Penal. Parte General, 11.ª Ed., revisada, actualizada y con notas de C. Feller, y M.ª Elena Santibáñez, T. I, Santiago, 2020
28 Del Río DP Doctrinas GJ
Bibliografía general
Del Río, R., Derecho Penal, 3 T., Santiago, 1935 Verdugo, M. y Hernández, D. (Dirs.), Doctrinas esenciales Gaceta Jurídica. Derecho penal, 2 T., Santiago, 2011 Dressler CL Dressler, J., Understanding Criminal Law, 7.ª Ed., Kindle, 2015 Etcheberry DP Etcheberry, A., Derecho Penal, T. I a IV, 3.ª Ed., Santiago, 1998 Etcheberry DPJ Etcheberry, A., El Derecho Penal en la Jurisprudencia, 2.ª Ed., T. I a IV, Santiago, 1987 Fuenzalida CP Fuenzalida, A., Concordancias y comentarios del Código Penal chileno, 3 T., Lima, 1883 (por error, en la portada figura el nombre “Fuensalida”) Garrido DP Garrido, M., Derecho Penal, T. I a IV, Santiago, 2003-2010 Historia Ley Biblioteca del Congreso Nacional, Historia de la Ley. Se indica el N.º de la ley respectiva en cada caso Jakobs AT Jakobs, G., Strafrecht. Allgemeiner Teil. Die Grundlage und die Zurechnungslehre, 2.ª Ed., Berlín, 1993 Jescheck/Weigend AT Jescheck, H.-H. y Weigend, T., Tratado de Derecho Penal. Parte General, 5.ª Ed., Granada, 2002 Labatut/Zenteno DP Labatut, G. y Zenteno, J., Derecho Penal. 2 T., 7.ª Ed., Santiago, 1990 Lazo CP Lazo, S., Código penal. Orígenes, concordancias. Jurisprudencia, Santiago, 1917 LH Bustos Urquizo, J. (Ed.) y Salazar, N. (Coord.), Modernas Tendencias de Dogmática Penal y Política Criminal. Libro Homenaje al Dr. Juan Bustos Ramírez, Lima 2007 LH Cury van Weezel, A. (Ed.), Humanizar y renovar el Derecho Penal. Estudios en memoria de Enrique Cury, Santiago, 2013 LH Etcheberry Cárdenas, C. y Ferdman, J. (Coords.), El derecho penal como teoría y como práctica. Libro en homenaje a Alfredo Etcheberry Orthusteguy, Santiago, 2016 LH Hormazábal Carrasco, E. (Coord.), Libro homenaje al profesor Hernán Hormazábal Malarée, Santiago, 2015
Bibliografía general
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30 Politoff DP Politoff/Bustos/Grisolía PE
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Nota de los autores a la 2.ª edición Este texto pretende servir como herramienta de estudio y trabajo para alumnos, profesores, jueces, fiscales, querellantes y defensores, actualizado con las reformas legales producidas hasta enero de 2021. Con esa finalidad, se ha reformulado la presentación de las materias, empleando ahora el esquema usual en las universidades chilenas: fundamentos, teoría de la ley penal, teoría del delito, formas especiales de aparición del delito, teoría de la pena y extinción de la responsabilidad penal. Para destacar las características acusatorias de nuestro sistema procesal penal, hemos trasladado al Cap. 1 la presentación del esquema general de la materia en relación con las diferentes “teorías del caso” de los intervinientes, esto es, las alegaciones y defensas sobre las que deben decidir los jueces. Además, se ha corregido y ampliado la exposición de la mayor parte de los capítulos, procurando asumir coherentemente las exigencias de los principios de legalidad, reserva y del debido proceso como fundamentos de la imposición de las penas, incorporando referencias más amplias a la bibliografía y jurisprudencia nacionales que se ha podido revisar, lo que permite al lector hacerse una idea del panorama actual de la discusión nacional en cada materia, donde una nueva generación de profesores ha dado lugar a una abundante literatura que permite profundizar prácticamente en todos los temas tratados. Las obras propias que aparecen en la bibliografía de cada capítulo no se citan en el texto sino salvo excepciones puntuales, en el entendido de que el lector interesado puede recurrir a ellas teniendo presente que nuestra última opinión en cada materia que se trate es la que aquí se expone. Agradecemos a la abogada Srta. Josefa Bejarano, quien realizó una completa revisión formal de la primera versión de esta obra, y a nuestros estudiantes de los cursos de pre y posgrado que impartimos en las universidades de Chile y Andrés Bello durante los años 2019 y 2020, quienes no solo han debido lidiar con la exposición y discusión en clases de este nuevo texto, sino también han aportado correcciones formales y material bibliográfico, razón por la cual hemos escogido la denominación de esta obra, precisamente, como un Curso de la materia del ramo.
Los autores Santiago
PRIMERA PARTE
FUNDAMENTOS
Capítulo 1
Esquema general Bibliografía Bacigalupo, E., La técnica de resolución de casos penales, 2.ª Ed., Madrid, 1995; Del Río, C. “Problemas de aplicación del derecho penal en el ordenamiento chileno”, RChDCP 1, 2012; Eser, A., “Justification and Excuse: A Key Issue in the Concept of Crime”, en Eser, A. y Fletcher, G., Rechtfertigung und Entschuldigung, T. I, Freiburg i. Bgr., 1987; Fernández C., J., “Bases para una reconstrucción estructural de los principios penales en el ámbito del control de constitucionalidad”, Problema. Anuario de Filosofía y Teoría del derecho, N.º 13, 2019; González G., C., “Gestión, gerencialismo y sistema penal, Montevideo, 2018; Guzmán D., “La adaptación de la penalidad y sus factores”, LH Cury; Programa analítico de derecho penal común chileno, Valparaíso, 2004; Jakobs, G., “Schriftum: Oliver Stich, ‘Sachlogik als Naturrecht? Zur Rechtsphilosophie Hans Welzel (1904-1977)’”, Goldtdammer’ s Archiv 148, 2001; Jiménez de Asúa, L., La Ley y el Delito, Caracas, 1945; Matus, J. P., “La justicia penal consensuada en el nuevo Código de Procedimiento Penal”, R. Crea (Temuco) N.º 1, 2000; La transformación de la Teoría del Delito en el derecho penal internacional, Barcelona, 2008; Evolución histórica de la doctrina penal chilena desde 1874 hasta nuestros días, Santiago, 2011; ¿Hacia un nuevo Código Penal? Evolución histórica de la legislación penal chilena desde 1810 hasta nuestros días, Santiago, 2015; Moreno, L., Teoría del caso, Buenos Aires, 2012; Novoa, E., Causalismo y finalismo en derecho penal (Aspectos de la enseñanza penal en Hispanoamérica), San José de Costa Rica, 1980; Oliver, G. “Reflexiones sobre los mecanismos de justicia penal negociada en Chile”, RChD 46, N.º 2, 2019; Peña W., “La raíces histórico-culturales del derecho penal chileno”, R. Estudios Histórico-Jurídicos (Valparaíso) 7, 1982; Politoff, S., Koopmans, F. y Ramírez, M.ª C., IEL Criminal Law: Chile, Holanda, 2003; Rivacoba, M., “La reforma penal de la ilustración”, Doctrinas GJ II; Robinson, P., “Criminal Law Defenses: A Systematic Analysis”, Columbia Law Review 82, N.º 2, 1982; Vargas P., T., Manual de derecho penal Práctico, 3.ª Ed., Santiago, 2013.
En este texto se presenta la parte general del derecho penal chileno organizada según el esquema tradicional de nuestra doctrina: fundamentos, teoría de la ley penal, teoría del delito, formas especiales de aparición del delito, determinación y ejecución de las penas y extinción de la responsabilidad penal (defensas no exculpatorias). Solo se excluye el tratamiento de su desarrollo histórico, que debiera ser parte de un programa completo de la materia (Guzmán D., Programa), pero que ya no lo es —con el detalle requerido— en los cursos actuales de la Universidad de Chile. Al respecto,
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Manual de derecho penal chileno - Parte general
remitimos al lector interesado a nuestras obras de referencia que se encuentran en la bibliografía de este capítulo (especialmente, Matus/Ramírez, Fundamentos, Cap. 1. Para el desarrollo anterior a nuestra independencia, v. Peña W., “Raíces”. Una aproximación histórico-filosófica de los orígenes del derecho penal actual, en la ilustración del siglo XVIII, v. en Rivacoba, “La reforma”). Tampoco es posible comprender el funcionamiento de nuestro sistema penal sin tener en consideración las peculiaridades del proceso penal aplicable, de carácter principalmente acusatorio. En efecto, el Código Procesal Penal de 2000 modifica sustancialmente la aproximación al derecho penal, antes centrada en la labor de jueces que debían investigar y producir pruebas por sí mismos de los hechos materia de su análisis jurídico posterior, tanto en primera como en segunda instancia, así como determinar e individualizar las penas. Nada de eso existe hoy en día en nuestro sistema, a pesar de las críticas de algunos autores (Guzmán D., “Adaptación”, 355). Es más, éste se caracteriza por un fuerte componente contradictorio, con su correlativa dosis de justicia penal consensuada y los riesgos de overcharging y undercharging subyacentes, ajenos a la verdad material y procesal que sustentan las categorías jurídicas de la aplicación de la ley penal, pero consistentes con los incentivos del sistema para lograr acuerdos entre fiscalía, defensa y víctimas, sin intervención real de los tribunales para su control (Oliver, “Reflexiones”, 469). Es más, incluso necesidades de pura gestión administrativa determinan la oferta por parte del Ministerio Público de ciertas salidas alternativas, aún sin acuerdo previo de los intervinientes, pero altamente convenientes para “el sistema” por su ahorro de tiempo y recursos, como las suspensiones condicionales del procedimiento y los procedimientos monitorios por faltas (sobre los demás efectos del “gerencialismo” en el sistema penal, v., por todos, González G., Gestión). Luego, buena parte de lo que aquí se dirá está pensado para los supuestos de contradicción real y no necesariamente para las soluciones consensuadas o negociadas, aunque es claro que una acusación bien fundada o una defensa adecuadamente sostenida promoverán esa clase de soluciones, pero sin asegurar que la salida definitiva sea un pronunciamiento judicial, como sucede, p. ej., con las suspensiones condicionales y la comunicación de la decisión de no perseverar (arts. 237 y 248 c) CPP), ni mucho menos que en casos de que tales pronunciamientos se produzcan éstos digan relación exacta con los hechos y las posiciones jurídicas en juego, sino más bien con el resultado de una negociación de hechos, calificaciones y penas, tendencialmente apartadas de la exigencia de legalidad y de la reserva de la facultad de decidir los asuntos criminales entregada por el art. 76 CPR en exclusiva a los Tribunales de
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Justicia, pero convenientes para todos los intervinientes, incluidos los jueces, por el ahorro de tiempo y trabajo que tales acuerdos importan, como sucede en la mayor parte de los procedimientos abreviados y simplificados (Del Río, “Problemas”, 270). Pero, en lo que resta de los procesos verdaderamente contradictorios, las exigencias procesales de un sistema acusatorio para el establecimiento de los hechos y la sentencia correspondiente han de tenerse especialmente en cuenta y así se hará, aún dentro del esquema tradicional de exposición de las materias, para adecuar sus contenidos a una visión más cercana del funcionamiento real de nuestro sistema penal. Desde el punto de vista de la fiscalía, en lo que respecta al contenido de la acusación y lo que ésta debe probar para establecer la responsabilidad penal del imputado, se ha procurado conciliar la exposición tradicional de la teoría del delito con las exigencias de los arts. 259 y 340 CPP, que imponen acreditar ante el tribunal, “más allá de toda duda razonable, la convicción de que realmente se hubiere cometido el hecho punible objeto de la acusación y que en él hubiere correspondido al acusado una participación culpable y penada por la ley”. Antes, en cambio, no solíamos destacar este relevante aspecto probatorio, privilegiando la exposición desde la perspectiva del juez, con un método que consideraba niveles sucesivos de análisis: en primer lugar, la determinación de la existencia de una acción u omisión (conducta, circunstancias y su resultado); luego, la corroboración de su adecuación a la descripción legal (tipicidad); enseguida, la afirmación de su carácter contrario al ordenamiento jurídico (antijuridicidad material y formal por ausencia de causales de justificación, como la legítima defensa y otras); y, finalmente, la comprobación de la responsabilidad personal del autor, por su actuación dolosa o culposa y su capacidad de conducirse conforme a derecho por ausencia de causales de exculpación (error, fuerza, miedo, etc.). Por su parte, desde el punto de vista del imputado, en el texto se emplea el término “defensas”, para referirnos a todas las alegaciones que permiten eximir de la pena, mitigarla o sustituirla, antes o durante su cumplimiento. Estas defensas pueden clasificarse, en relación con sus fundamentos, en constitucionales, jurisdiccionales, probatorias, justificantes, exculpantes, concursales, penitenciarias y no exculpatorias; en atención a si pretende excluir un elemento de la acusación o agregar un nuevo punto de debate sin rebatir la prueba acusatoria, en negativas o positivas; y en atención a su efecto excluyente de la condena o meramente de disminución de la pena, en completas o incompletas, distinción equivalente a la anglosajona entre defensas y mitigaciones (para el sistema norteamericano, v. Robinson, “Defenses”).
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Manual de derecho penal chileno - Parte general
En cuanto a la operatividad del sistema, lo más relevante es que, con independencia del esquema analítico, la mayor parte de las defensas se pueden alegar en la oportunidad que el imputado estime conveniente, antes, durante y después del juicio oral, ya que tiene derecho a solicitar en cualquier momento su sobreseimiento por las mismas razones que podría solicitar su absolución y algunas defensas pueden surgir como consecuencia del propio juicio oral o su sentencia. Así, p. ej., si el imputado quiere alegar la prescripción, una defensa no exculpatoria basada en una causal de extinción de la responsabilidad penal, lo puede hacer sin esperar el juicio (art. 250 d) CPP). Pero tampoco necesita esperar el juicio si puede demostrar anticipadamente su inocencia por inexistencia del delito o falta o insuficiencia probatoria de alguno de los elementos del delito (art. 250 a) y b) CPP); o que se encuentra exento de responsabilidad penal (p. ej., por concurrir una causal de justificación o exculpación, art. 250 c) CPP). Además, previa a la discusión de fondo en los tribunales ordinarios, el imputado puede recurrir al TC para solicitar la declaración de inaplicabilidad de la ley que establece el delito por el que es perseguido, por producir efectos contrarios a la Constitución y, particularmente, a los principios del derecho penal que en ella se consagran (Fernández C., “Bases”). Y también puede el imputado recurrir a los tribunales superiores de justicia por vía de amparo constitucional, sin discutir en la judicatura ordinaria su responsabilidad, en caso de violaciones demasiado flagrantes del debido proceso o de la mínima legalidad en la persecución penal, que priven, perturben o amenacen la libertad personal del imputado (art. 21 CPR). Por otra parte, el imputado necesariamente tendrá que negociar antes del juicio alguna forma de perdón oficial o salida alternativa al procedimiento (principio de oportunidad y suspensión condicional, arts. 170 y 237 CPP), si está dispuesto a aceptarla y el fiscal a ofrecerla. Y todavía el sistema permite, específicamente y durante la audiencia de preparación del juicio oral, oponer como excepciones de previo y especial pronunciamiento las defensas de cosa juzgada, falta de autorización para proceder criminalmente, cuando la Constitución o la ley lo exigieren, y extinción de la responsabilidad penal (art. 264 c), d) y e) CPP). La práctica demuestra, además, que la resolución del caso sin juicio oral, por cualquiera de las vías procesales disponibles, es la regla general en nuestro sistema. Incluso, tratándose de sentencias condenatorias, su inmensa mayoría no proviene de juicios orales, sino de la imposición de multas por hechos constitutivos de faltas, que suelen resolverse sin audiencia (art. 392 CPP). Esta aparente divergencia entre el esquema de exposición de las materias y la operatividad del sistema penal real se explica porque el esquema es solo una formulación de carácter analítica o “pedagógica” (Jakobs, “Schriftum”,
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493; y, antes, Novoa, Causalismo, 144). En cambio, ante los casos concretos, el “orden de tratamiento de los problemas y su solución” es, de hecho, guiado “por consideraciones pragmáticas” y no por disputas sistemáticas (Bacigalupo, Casos, 30). Para conciliar estas diferencias, creemos necesario presentar, como guía de estudio y trabajo, un esquema general de la materia que, partiendo del orden tradicional, destaque las diversas funciones o posiciones que cumplen la acusación y la defensa en un sistema acusatorio, esto es, sus diferentes y posibles “teorías del caso” (Moreno, Teoría, 85; Vargas P., Manual, 317; antes, Jiménez de Asúa, La ley, 259). Al mismo tiempo, ello permite aproximar nuestra mirada continental a la del derecho anglosajón, donde la diferencia entre las exigencias procesales de la acusación y la defensa son de primera relevancia (así, en Alemania, Eser, “Justifications”, 52; y, entre nosotros, Politoff, Koopmans y Ramírez). Siguiendo la línea de los ejemplos citados, ofrecemos un esquema de adaptación de las materias tradicionales de la Parte General a las exigencias de la práctica, destacando el rol o “teoría del caso” de cada interviniente: el acusador, probar más allá de toda duda razonable la existencia de los hechos materia de la acusación y la responsabilidad culpable del imputado (art. 340 CPP) u ofrecerle una salida alternativa; la defensa, negar tales hechos y la responsabilidad, pero también aceptar o rechazar los ofrecimientos de la fiscalía, negar la validez constitucional de la ley que se trata de aplicar, o alegar la existencia de impedimentos procesales para perseguirlo, de causales que extinguen su responsabilidad, de circunstancias que permitan mitigar la pena, etc. (aunque no necesariamente en ese orden). En este esquema, el juez ya no controla la investigación ni puede, por tanto, realizar por sí mismo averiguaciones para completar cada uno de los niveles de análisis, sino que debe concentrarse en la labor de determinar en cada caso cuál de las versiones de los hechos y las teorías jurídicas presentadas, la de la acusación o la defensa, es la más verosímil a la luz de la prueba producida y conforme con la ley aplicable. El esquema es el siguiente:
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Manual de derecho penal chileno - Parte general
CONTENIDOS DE LA PARTE GENERAL
TEORÍA DEL CASO DE LA ACUSACIÓN
TEORÍA DEL CASO DE LA DEFENSA DEFENSAS NEGATIVAS
DEFENSAS POSITIVAS
Defensas constitucionales -Inaplicabilidad de la ley penal por infracción al principio de legalidad (art. 19 N.º 3 CPR); -Inaplicabilidad de la ley penal por infracción al principio de reserva o proporcionalidad (art. 19 N.º 26 CPR, con relación a garantías determinadas) -Inaplicabilidad de la ley penal por infracción a la finalidad de prevención especial positiva de las penas (art. 5 CPR)
Defensas constitucionales -Exclusión de prueba ilícita (art. 276 CPP) -Nulidad por infracción al debido proceso (arts. 373 a) y 374 b) a f) CPP) -Petición ante CIDH (art. 44 CADH) -Non bis in idem (cosa juzgada, arts. 250 f), 264 c) y 374 g) CPP)
FUNDAMENTOS
Principios de legalidad y reserva
Alegación de legitimación -Proporcionalidad de la intervención penal: a) Fines legítimos de protección, b) Idoneidad, y c) Proporcionalidad
TEORÍA DE LA LEY PENAL
Aplicación de la ley en el tiempo
Aplicación de la ley en el espacio
Defensa jurisdiccional: Defensa jurisdiccional: -Irretroactividad desfavo- -Retroactividad favorable (arts. 19 rable (arts. 19 N.º 3 CPR y N.º 3 CPR y 18 CP) 18 CP) Alegaciones: -Territorio y principio ubicuidad -Supuestos de aplicación extraterritorial de la ley penal chilena (art. 6 COT; art. 5 CJM) -Extradición
Aplicación de la ley en las personas
Defensas jurisdiccionales: -Falta de jurisdicción territorial (incompetencia absoluta, arts. 5 CP, 374 a) CPP) -Falta requisitos extradición Defensa jurisdiccional: -Falta de legitimación o de autorización para proceder (arts. 369 quinquies CP, y 53, 54, 171, 252, 264 d) y 416 a 430 CPP)
TEORÍA DEL DELITO
Tipicidad
Alegación probatoria: -Prueba de la existencia del hecho punible (art. 340 CPP)
Defensas probatorias: -Insuficiencia probatoria (exclusión de prueba) -Falta de imputación objetiva -Falta de tipicidad del hecho
Defensas jurisdiccionales: -Inmunidades personales basadas en el derecho internacional (arts. 297 a 300 CB, 27 y 32 CONVEMAR, 4 Código Aeronáutico, Convenciones de Viena Relaciones Diplomáticas y Consulares) -Inmunidades personales basadas en el derecho Interno (art. 61 CPR, 324 COT)
Jean Pierre Matus Acuña - M.ª Cecilia Ramírez Guzmán CONTENIDOS DE LA PARTE GENERAL
TEORÍA DEL CASO DE LA ACUSACIÓN
Antijuridicidad
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TEORÍA DEL CASO DE LA DEFENSA DEFENSAS NEGATIVAS
DEFENSAS POSITIVAS
Defensa probatoria -Falta de antijuridicidad material (principio de lesividad o defensa de minimis)
Causales de justificación -Legítima defensa (art. 10 N.º 4 a 6 CP) -Estado de necesidad (agresivo y defensivo, art. 10 N.º 7 CP) -Ejercicio legítimo de un derecho, cumplimiento del deber, etc. (art. 10 N.º 10 CP) -Omisión por causa legítima (art. 10 N.º 12 CP)
Alegación probatoria -Prueba de la participación culpable (art. 340 CPP): i) Dolo o culpa y ii) Conocimiento de la ilicitud
Defensas probatorias -Error de tipo (art. 1 CP) -Inevitabilidad objetiva o caso fortuito (art. 10 N.º 8 CP) -Error de prohibición (art. 1 CP) Defensa jurisdiccional -Inexistencia del delito culposo (art. 10 N.º 13 CP)
Causales de exculpación -Inimputabilidad (art. 10 N.º 1 y 3 CP) -Fuerza irresistible (art. 10 N.º 9 CP) -Defensa cultural (art. 373 a) CPP) -Obediencia debida (CJM) -Encubrimiento de parientes (arts. 17 y 269 bis) -Miedo insuperable (art. 10 N.º 9 CP) -Estado de necesidad exculpante (art. 10 N.º 11 CP) -Omisión por causa insuperable (art. 10 N.º 12)
Grados de desarrollo (iter criminis)
Alegación probatoria -Prueba del grado de desarrollo (arts. 7 y 8 CP y 340 CPP)
Defensa probatoria Excusa legal absolutoria -Realización de actos -Desistimiento preparatorios no punibles -Inexistencia de puesta en peligro de realización del hecho (de minimis)
Autoría y participación
Alegación probatoria -Prueba del grado de participación o forma de responsabilidad (arts. 14 CP y 340 CPP)
Defensas probatorias -Falta de intervención (alibi o coartada) -Falta de contribución en la forma prevista en los arts. 15, 16 y 17 -Falta de concierto o conocimiento
Culpabilidad
FORMAS ESPECIALES DE APARICIÓN DEL DELITO
Concursos de delitos Alegaciones probatorias -Prueba de los diferentes hechos imputados (arts. 74 CP y 340 CPP)
-Incomunicabilidad del título
Defensas concursales -Unidad de delito y delito continuado -Concurso aparente de leyes -Concurso ideal (art. 75 CP) -Reiteración (arts. 351 CPP) -Unificación de penas (art. 164 COT) -Regla de la favorabilidad
42 CONTENIDOS DE LA PARTE GENERAL
Manual de derecho penal chileno - Parte general TEORÍA DEL CASO DE LA ACUSACIÓN
TEORÍA DEL CASO DE LA DEFENSA DEFENSAS NEGATIVAS
DEFENSAS POSITIVAS
TEORÍA DE LA PENA
Determinación de la pena
Alegaciones probatorias -Prueba de circunstancias agravantes (art. 12 CP y 340 CPP)
Ejecución de la pena
Defensas generales -Circunstancias atenuantes (art. 10 N.º 11 CP) -Cumplimiento anticipado de la pena (art. 20 CP) -Sustitución de la pena (Ley 18.216 y Ley 20.084 Defensas penitenciarias Salidas al medio libre (Reglamento Penitenciario) - Reducción de la pena (Ley 19.856) - Pena mixta art. 33 Ley 18.216 -Libertad condicional (DL 321) -Supresión de antecedentes (DL 409, Ley 18.216 y DS 64) -Indulto (art. 93 N.º 4)
EXTINCIÓN Y EXCLUSIÓN DE LA RESPONSABILIDAD PENAL
- Extinción de la responsabilidad penal
-Exclusión de la responsabilidad penal por razones de política criminal
Alegaciones -Imprescriptibilidad e imposibilidad de amnistiar crímenes de lesa humanidad (art. 250 inc. final CPP); -Excepción especial de delitos cometidos contra menores de edad (art. 94 bis CP) -Paralización de la prescripción en delitos funcionarios (art. 260 CP)
Defensas no exculpatorias -Perdón oficial: amnistía (art. 93 N.º 3 CP) y salidas alternativas (arts. 170, 237, 398 CPP) -Perdón del ofendido (art. 93 N.º 5 CP y 241 y 402 CPP); -Prescripción (art. 93 N.º 6 y 7 CP)
Defensas no exculpatorias -Arrepentimiento eficaz (arts. 8 y 205 CP, 63 DL 211. Como defensa incompleta: arts. 260 quáter, 411 sexies CP; 395 y 407 CPP; 22 Ley 20.000 y 33 Ley 19.913) -Excusas legales absolutorias (arts. 129, 153, 233, 235 y 489 CP, art. 22 Ley de Cuentas Corrientes) -Pena natural
Capítulo 2
Fundamentos Bibliografía Accatino, D., “¿Por qué no a la impunidad? Una mirada desde las teorías comunicativas al papel de la persecución penal en la justicia de transición”, RPC 14, N.º 27, 2019; Aldunate, E., “Derecho penal del amigo: fundamento y finalidad de la pena”, LH Novoa-Bunster, 2008; Alexy, R., “Rechtsregeln und Rechtsprinzipien”, Archiv für Rechts und Sozialphilosophie, Separata 22, 1985; Ambos, K., “¿Es posible el desarrollo de un derecho penal sustantivo común para Europa? Algunas reflexiones preliminares”, Cuadernos de Política Criminal 88, 2006; Der Allgemeine Teil des Völkerstrafrechts, 2.ª Ed., Berlín, 2004; Treatise on International Criminal Law, 3 T., Oxford, 2013-2016; Nationalsozialistisches Strafrecht. Kontinuität und Radikalisierung, Baden-Baden, 2019; Ambos, K., y Maleen, A., “Terroristas y debido proceso. El derecho a un debido proceso para los presuntos terroristas detenidos en la bahía de Guantánamo”, R. General de Derecho 20, 2013; Aracena, P., “Una interpretación alternativa a la justificación de garantías penales en el derecho administrativo sancionador para Chile”, REJ 26, 2017; Aristóteles, Política, Madrid, 1873; Arnold, R., Martínez, J., Zúñiga, F., “El principio de proporcionalidad en la jurisprudencia del Tribunal Constitucional”, Estudios Constitucionales 10, N.º l, 2012; Arroyo, L., “Fundamento y función del sistema penal: el programa penal de la Constitución”, R. Jurídica de Castilla-La Mancha l, 1987; Austin, J. L., How to do things whit words, Oxford, 1962; Balliet, D., Mulder, L. y Lange, P., “Reward, Punishment, and Cooperation: A Meta-analysis”, Psychological Bulletin 137, N.º 4, 2011; Báez, D., “¿Estándar de convicción o arbitrariedad judicial? Bases y propuesta para la interpretación del estándar de ‘duda razonable’ en el Código Procesal Penal”, Doctrinas GJ I; Balmaceda, G. (Coord.), Problemas actuales de derecho penal, Santiago, 2007; Barrientos, I., “El uso de argumentos culturales en la defensa penal”, DJP 34, 2018; Bascuñán, A., “Derechos fundamentales y derecho penal”, REJ 9, 2007; “El derecho penal chileno ante el estatuto de Roma”; REJ 4, 2004; “Grabaciones subrepticias en el derecho penal chileno. Comentario a la sentencia de la Corte Suprema en el caso Chilevisión II”, RCP 41, N.º 3, 2014; Bascuñán, A. et al, “La inconstitucionalidad del artículo 365 del Código penal. Informe en derecho”, REJ 14, 2011; Bassiouni, M., Introduction to international Criminal Law, Nueva York, 2003; Bazelon, D., “The Morality of the Criminal Law”, California Law Review 49, 1976; Becker, G. “Crime and Punishment: An Economic Approach”, Journal of Political Economy 76, 1968; Bentham, J., Teoría de las Penas y de las Recompensas, T. I, Trad. R. Salas, de la ed. francesa de E. Dumont, Paris, 1826; Berdugo, I., “Revisión del contenido del bien jurídico honor”, Anuario de Derecho Penal y Ciencias Penales 1984; Bernardi, A., “Il ruolo del terzo pilastro UE nella europeizzazione del diritto penale”, en Rivista Italiana di Dirito Piblicco Comunitario XVII, N.º 6, 2007; Binding, K., Die Normen und ihre Übertretung, T. I a VI, Utrecht, reimp., 1965; Birnbaum, J., Sobre la necesidad de una lesión de derechos para el
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Manual de derecho penal chileno - Parte general
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§ 1. El programa penal de la Constitución: principios de legalidad, reserva y debido proceso como únicos criterios de legitimación del derecho penal Lo distintivo de las leyes que se consideran como penales o criminales en los diversos ordenamientos jurídicos es que imponen un mal que recae sobre el cuerpo de una persona natural o consiste en la privación de derechos o bienes de una persona natural o jurídica, sin que dicho mal o privación de derechos o bienes esté condicionado a, o consista en la reparación de un daño exigida por un particular; o esté condicionado a, o consista en privaciones y restricciones de derechos aplicadas temporalmente para forzar el cumplimiento de una obligación determinada que cesa con su cumpli-
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miento (Matus/Ramírez, Fundamentos, 117). Y ese mal se impone en un proceso público, donde el interés del Estado es preponderante a la hora de institucionalizar los mecanismos de persecución, sanción y ejecución, en el entendido que “cualquier delito, aunque privado, ofende a la sociedad” y por ello el soberano tiene la “necesidad de defender el depósito de la salud pública de las particulares usurpaciones” (Beccaria, 42 y 9). Aceptada la existencia del derecho penal como entidad jurídica positiva, es necesario tratar, siquiera someramente, el problema de su legitimidad política: ¿Corresponde recurrir a esta clase de consecuencias jurídicas para sancionar conductas que importan exclusivamente lesión a intereses personales?, ¿se debe limitar esta clase de sanciones a quien lesiona la libertad, la propiedad o la existencia de las personas?, ¿se puede recurrir a ellas para proteger la existencia de la sociedad y la forma del Estado?, ¿se admite que el derecho penal proteja los intereses de una Iglesia o de ciertas doctrinas morales, castigando el pecado y el vicio?, ¿es admisible para regular el comportamiento económico o conseguir una mejor distribución de la riqueza, proteger determinadas industrias o una forma particular de organización económica del Estado?, ¿se puede torturar al imponer un castigo o para obtener una confesión?, ¿toda forma procedimental es legítima si está legitimada la amenaza de una pena?, etc. La doctrina penal tradicional, cuyo desarrollo es anterior al de los Estados constitucionales actuales y, además, no se preocupa mayormente de los aspectos procesales, suele responder a estas preguntas afirmando que existiría algún criterio de legitimación universal y abstracto, ajeno al derecho positivo, que harían posible esbozar un juicio del estilo “la norma que castiga el hecho X con la pena Y es legítima o ilegítima, porque ese hecho X puede o no puede ser penalmente sancionado, y en caso afirmativo, puede o no imponerse esa pena Y, según los criterios de legitimación W y Z adoptados, respectivamente”. Entre dichos criterios se mencionan el de la protección de bienes jurídicos, normas de cultura, valores éticos sociales, la vigencia de la norma social, o la promoción de ciertos valores políticos o morales. De este modo, la pena aparece como respuesta “justa” o “necesaria” para castigar o prevenir esas conductas, según los criterios de justificación que se adopten. Esta es la llamada “presunción del castigo” (Lorca, “Presunción”, 179). Lamentablemente, como el desarrollo histórico demuestra, no sólo no es claro que la pena sea la única respuesta ante tales conductas, sino que la búsqueda o aceptación de los criterios que las definen como merecedoras de penas, ajenos a la existencia de una sociedad democrática, no ha pasado de ser una racionalización de las preferencias subjetivas de quienes los afirman en un momento y lugar dados para sostener la legitimidad de un
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ordenamiento concreto, incluyendo los de la dictadura nacionalsocialista en Alemania, entre 1933 y 1945, las latinoamericanas de la década de 1970, el derecho penal monárquico, el revolucionario, etc. En esta obra se adopta, en cambio, un punto de partida normativo de derecho positivo —en el sentido de basado en la Constitución como norma fundamental y superior del derecho positivo vigente y las leyes dictadas en su conformidad—, e históricamente condicionado a la existencia de nuestra actual sociedad democrática, inmersa en una comunidad de naciones que acepta como único criterio legitimador del ejercicio de la soberanía nacional el respeto de los derechos y garantías contemplados en los tratados internacionales sobre derechos humanos vigentes. En dichos tratados se contemplan disposiciones jurídicas que hacen inútil cuestionarse, a nivel de derecho positivo, sobre la bondad o conveniencia política de su adopción o sobre su compatibilidad o no con determinadas doctrinas morales o políticas. En este cuerpo normativo las principales propuestas de Beccaria —revolucionarias a fines del siglo XVIII— son parte de las bases jurídicas de los Estados que adhieren a él y lo hacen parte de su ordenamiento constitucional: el principio de legalidad, la finalidad preventiva de las penas, la proporcionalidad entre delitos y penas, la reducción del empleo de la pena de muerte y la prohibición de la tortura (Etcheberry, “Introducción”, 10). Y, lo más relevante, desde el punto de vista normativo, para su interpretación y aplicación en los tribunales locales, es “la imposibilidad de desconocerlos o modificarlos unilateralmente”, según lo dispuesto en el art. 27 de la Convención de Viena sobre el derecho de os Tratados (Fernández G., Nueva justicia, 31). Desde este punto de vista, se concibe al derecho penal como uno de los instrumentos de que dispone el Estado para servir a las personas y promover el bien común, creando “las condiciones sociales que permitan a todos y a cada uno de los integrantes de la comunidad nacional su mayor realización espiritual y material posible, con pleno respeto a los derechos y garantías” que la Constitución y los tratados internacionales ratificados por Chile establecen (arts. 1 y 5 CPR). Luego, para nosotros, la legitimidad o validez de una disposición penal y su aplicación al caso concreto proviene exclusivamente de su conformidad con la Constitución en tres aspectos fundamentales: i) debe ser establecida o estar reconocida democráticamente, de conformidad con las exigencias formales y materiales que la propia Constitución establece (principio de legalidad); ii) debe ser idónea para la protección de bienes, derechos, garantías e instituciones constitucionalmente reconocidas y la pena dispuesta orientada a la reintegración social del condenado, de manera que pueda salvar la barrera del test de proporcio-
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nalidad constitucional, tanto en su formulación al limitar con la amenaza penal otros derechos y garantías como en la naturaleza de las penas que establece (principio de reserva); y iii) su aplicación a un caso concreto y la consecuente imposición de una pena, solo será legítima si también el proceso en que materialmente se impone es conforme con las garantías y derechos constitucionales (principio del debido proceso). Desde nuestra perspectiva, además, estos requisitos de legitimidad no constituyen un conjunto de principios más o menos abstractos para enarbolar como crítica externa al derecho vigente, sino los fundamentos de las acciones constitucionales existentes para su alegación en el derecho positivo: recursos de amparo (art. 21 CPR), nulidad (art. 373 a) CPP), inaplicabilidad e inconstitucionalidad (art. 93 N.º 6 y 7 CPR). El principio de legalidad legitima positiva y normativamente la forma de creación y aplicación del derecho penal, subordinando las decisiones del legislador democrático a los límites que establece el art. 19 N.º 3 incs. 7, 8 y 9 CPR: “La ley no podrá presumir de derecho la responsabilidad penal”; “Ningún delito se castigará con otra pena que la que señale una ley promulgada con anterioridad a su perpetración, a menos que una nueva ley favorezca al afectado” y “Ninguna ley podrá establecer penas sin que la conducta que se sanciona esté expresamente descrita en ella” (nullum crimen, nulla poena sine lege). De allí se deriva el principio de legalidad, como garantía formal, en el sentido de que solo por ley aprobada por el Congreso Nacional se puede establecer delitos y a ella deben someterse los tribunales, el Ministerio Público y la doctrina penal en una sociedad democrática, respetuosa de la separación de poderes y ajena a las experiencias históricas de manipulación del sistema legal en beneficio de una clase, doctrina moral, política o ideología determinadas (Politoff, “Justicia y Fascismo”). Como garantía material, el principio de legalidad exige que dichas leyes describan expresamente las conductas que sancionan, no puedan tener efectos perjudiciales retroactivamente, o sancionar estados personales o meros pensamientos no expresados, ni meros movimientos corporales o hechos sin vinculación a la subjetividad del agente (principio de culpabilidad). Estos principios permiten validar no solo la creación de las leyes penales, sino también las propuestas de interpretación que de ellas se hagan, en la medida que sean conformes a la Constitución y los principios que reconoce. El principio de reserva legitima positivamente el poder de creación del legislador y de interpretación aplicación de las leyes, subordinándolo a la protección de bienes, derechos, garantías e instituciones constitucionalmente reconocidas; y también, negativamente, al subordinarlo al respeto a los derechos y garantías constitucionales y a las contempladas en los Tratados
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de derechos Humanos vigentes, pues como señala el art. 19 N.º 26 CPR, la Carta Magna garantiza a todas las personas, “la seguridad de que los preceptos legales que por mandato de la Constitución regulen o complementen las garantías que ésta establece o que las limiten en los casos que ella lo autoriza, no podrán afectar los derechos en su esencia, ni imponer condiciones, tributos o requisitos que impidan su libre ejercicio”. De allí se derivan limitaciones fundadas en el principio de proporcionalidad y la garantía de que las penas han de tener una finalidad de reintegración social y las subsecuentes prohibiciones específicas de imponerlas como apremios ilegítimos, tratamientos forzados, sobre la base de un mero incumplimiento contractual y de la confiscación como pena que afecta a terceros. Finalmente, la garantía del debido proceso se expresa en el art. 19 N.º 3 CPR, cuando establece el derecho a la defensa letrada (inc. 4), el del juez natural (inc. 5) y la garantía de que toda sentencia “debe fundarse en un proceso previo legalmente tramitado”, que cuente con “las garantías de un procedimiento y una investigación racionales y justos”. Esas garantías, por remisión del art. 5 inc. 2 CPR se encuentran explicitadas en los arts. 14 PIDCP y 8 CADH, y entre ellas se cuentan el derecho a conocer los cargos, presentar pruebas de descargos, recurrir de los fallos desfavorables, etc. La infracción de estas garantías puede acarrear la exclusión de pruebas (art. 276 CPP) o la nulidad del juicio (art. 373 a) CPP), con total independencia de la responsabilidad que sobre los hechos que se trate tenga el imputado. En la práctica, las garantías del debido proceso irradian otras, como la de la libertad personal (art. 19 N.º 7 CPR) y la de la inviolabilidad de la morada y las comunicaciones privadas (art. 19 N.º 5), cuya infracción también puede producir el efecto de declarar ilegal una detención (art. 95 CPP) y excluir los medios de pruebas que así se hayan obtenido (art. 276 CPP). Esta vinculación positiva del derecho penal con la Constitución, que legitima su formación o aceptación democrática, asignándole la función material de garantizar los derechos, bienes e instituciones que en la ella se establecen, con pleno respeto al debido proceso, se puede identificar con la llamada orientación sustancial o teleológica sobre el rol de la Constitución en el derecho penal o Escuela de Bolonia, originada en los aportes del profesor de dicha Universidad, Franco Bricola (Donini, “Bricola”, 47). Esta aproximación permite reconocer la existencia de un “programa penal de la Constitución” como derecho positivo vinculante y de carácter superior, cuyos principios deben servir de guía o marco para determinar la validez, interpretación y aplicación del derecho penal, particularmente en la selección de los bienes jurídicos a proteger (que se limitarían a los constitucionalmente reconocidos), en contraposición a la restricción que ello supone a
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la libertad personal, valor que se entiende como superior dentro del ordenamiento jurídico (Arroyo, 97. Para una exposición completa y sintética del conjunto de los postulados de esta Escuela, v. Durán, “Bologna”). Entre nosotros, la vinculación positiva del derecho penal con los principios de reserva y legalidad fue anticipada por E. Novoa, J. Mera y J. P. Matus, y ahora es promovida con fuerza por J. A. Fernández y M. Durán (Novoa, Cuestiones, 25; Mera, Derechos humanos; Matus, Interpretación [1.ª Ed., 1992]; Fernández C., “Proporcionalidad”; y Durán “Constitución” y “Propuesta”). La asunción de la Constitución como criterio de legitimación del derecho penal, a través del respeto de los principios de legalidad, reserva y debido proceso también se aprecia en parte de la doctrina tradicional e incluso en algunos marcadamente funcionalistas, para quienes el rol del sistema penal no se legitima únicamente con la afirmación de la vigencia de la norma mediante la imposición de la pena, sino también por su no imposición cuando ello se fundamenta en el cumplimiento de las expectativas que la sociedad ha puesto en el sistema penal, como garante de la aplicación de los principios de “legalidad y sus derivados (legitimación formal), proporcionalidad, humanidad, igualdad y protección exclusiva de bienes jurídicos (legitimidad material)” (Piña, Rol social, 427. Para la doctrina tradicional, v. Etcheberry DP I, 65; y ahora, Cury PG I, 105, quien aboga por la aplicación directa de la Constitución en la interpretación de las leyes penales). Pero, como en toda aproximación teórica, existen en esta corriente diferentes matices y aproximaciones a los aspectos fundamentales que plantea. Así, p. ej., hay quienes afirman que la única función legítima del derecho penal es la protección de los derechos fundamentales, y preferentemente los de carácter individual (Bricola, 16; G. Fernández D., 147, Escrivá, 175, y González R.); mientras, otros aceptan su ampliación a otros valores o intereses constitucionalmente reconocidos (Fiandaca, 65, Berdugo, 308, Terradillos, 141, Rudolphi, 346, Rusconi, Sistema, 46 y Crespo, 69). A este respecto, para nosotros no es posible restringir la función del derecho penal a la exclusiva protección del catálogo de derechos constitucionalmente reconocidos, pues el texto de la Carta Fundamental lo desmiente categóricamente. Pero sí es posible afirmar que la legitimidad (validez), interpretación y aplicación del derecho penal depende, positiva y negativamente, de su correspondencia con los principios constitucionales de legalidad, reserva y debido proceso. Y sostener que por esa dependencia es posible controlar la aplicación e interpretación de las leyes penales no solo por los tribunales ordinarios, sino también por el TC, a pesar de las difi-
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cultades, contradicciones y decepciones que ello ha supuesto en la práctica (Díez-Ripollés, 253 y Fernández C., “Control”, 341). Además, atendido que el art. 5 CPR limita la soberanía estatal obligando a los órganos del Estado a respetar el contenido de los derechos esenciales que emanan de la naturaleza humana, garantizados no solo por la Constitución, sino también por los tratados internacionales ratificados por Chile y que se encuentran vigentes, las limitaciones de los principios de legalidad, reserva y debido proceso deben entenderse referidas también al contenido de dichos tratados. De particular importancia en este aspecto es la CADH, a cuyo órgano jurisdiccional, la Corte Interamericana de derechos Humanos, se le ha concedido la autoridad de interpretación obligatoria y sus decisiones se han estimado por nuestros tribunales de obligatorio cumplimiento (SCS 3.10.2016, RCP 44, N.º 1, 87, con nota aprobatoria de F. Gómez). De este modo, el derecho penal no se presenta como una “restricción de derechos”, cuya existencia absoluta sea anterior al derecho positivo, sino como un instrumento legítimo para lograr los fines constitucionales, en la medida que su empleo sea democráticamente acordado, con pleno respeto de los principios de legalidad, reserva y debido proceso. Ello no significa, sin embargo, que a partir de finalidad de protección de derechos fundamentales se puedan derivar supuestas obligaciones de establecer determinados delitos, de carácter absoluto y sin sujeción a la deliberación democrática y a dichos principios de legalidad, reserva y del debido proceso. Este parece ser el caso de las pretensiones de algunas organizaciones internacionales y locales que abogan por la protección penal de determinados intereses que asocian al ejercicio o desarrollo de ciertos derechos fundamentales, de manera absoluta y preferente. A nuestro juicio, no hay razón lógica que justifique este predicamento, pues de la existencia de finalidades constitucionales legítimas no se deriva que el único instrumento para alcanzarlas sea el derecho penal, a menos que estemos ante regulaciones internacionales y constitucionales expresas (como las que se refieren al terrorismo y su sanción penal). La crítica liberal, según la cual este procedimiento supone una “inversión” de la función limitadora del derecho penal que se atribuye a la Constitución tiene aquí razón (Bascuñán, “Derechos”, 51; y Mañalich, “Infraprotección”, 245. Más críticamente, Pastor caracteriza esta tendencia como “neopunitivismo” y le atribuye el “desprestigio” de la noción de Derechos Humanos). Pero también se incurre en una desviación de las finalidades y principios constitucionalmente reconocidos cuando, por su sola necesidad de protec-
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ción se admite la legitimidad de disposiciones que infringen los principios de legalidad, reserva o debido proceso. Esto es lo que, lamentablemente, ocurrió entre nosotros cuando el TC enarboló principios tales como la seguridad de la paz social o el interés preferente del menor para declarar conformes a la Constitución el establecimiento del delito de hurto de energía eléctrica por un DFL y no por una ley propiamente tal, así como el castigo discriminatorio de la homosexualidad masculina en el delito de sodomía del art. 365, infringiéndose los principios de legalidad y reserva, respectivamente (Fernández C., “Principalismo”, 92). No obstante, frente a estas dificultades, explicables sin duda por el carácter político del debate sobre el contenido de la legislación y su control, habrá que convenir en el hecho de que, aún así, la perspectiva constitucional, mediante el empleo de las acciones constitucionales que existen en el derecho positivo está en mejor pie para discutir la legitimidad y validez de ciertas actuaciones estatales en la creación y aplicación de las normas penales que la perspectiva tradicional aquí criticada (o. o. Wilenmann, “Control”, 427, para quien ninguna de estas dos perspectivas puede superar la barrera de la ineludible discusión política subyacente en la decisión de criminalizar o no un determinado hecho).
§ 2. Teorías divergentes de fundamentación material del derecho penal o ius puniendi La doctrina penal dominante, básicamente debido a su tradición histórica, previa y por tanto alejada del proceso de constitucionalización del derecho en el cambio de siglo, ha procurado determinar la legitimidad del derecho penal, entendido como ejercicio del poder punitivo o ius puniendi, a partir de diferentes criterios, aparentemente ajenos al régimen político en que se vive y con pretensión de universalidad, como veremos a continuación. Con carácter general, sin embargo, estas doctrinas con pretensión de validez universal y ajenas a los fundamentos constitucionales de una sociedad democrática moderna deben rechazarse, pues como lo demuestra la experiencia histórica en Alemania, ellas bien pueden llevar al extremo de considerar materialmente legítimo el derecho penal de una dictadura tan atroz como la nacionalsocialista (1933-1945), por compartir y considerar válidos sus fundamentos ideológicos, como sostuvo la inmensa mayoría de la doctrina penal alemana de la época (Rüping, 1009). Por otra parte, todas ellas comparten la idea ius naturalista de que es posible determinar la existencia de hechos que deben calificarse como delito sin atención al pro-
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ceso democrático (mala in se) y otros que, provenientes del mismo, deben rechazarse por carecer de similar fundamento (mala quia prohibita), propia del derecho común previo a la codificación y que, de manera relevante, subsiste en el common law y parece encontrarse en el fondo de las discusiones que —provenientes de la tradición filosófica angloamericana— recurren a ideas morales para fundamentar del derecho penal, sea a través del descubrimiento de una verdad universal o de alcanzar un consenso social que no necesitaría ser expresado legalmente, sino, a lo sumo, declarado por la ley (Wolfe). En particular, las principales doctrinas de legitimación material del derecho penal, ajenas a los principios constitucionales de legalidad y reserva, son las siguientes:
A. Teoría del bien jurídico Conforme a esta doctrina, solo sería legítimo recurrir, por una parte, a la conminación penal cuando fuese necesario para la protección de determinados bienes jurídicos respecto de la cual el derecho común es ineficaz (principio de ultima ratio); y por otra, a su aplicación en un caso concreto cuando se produjese una efectiva afectación de dichos bienes (principio de lesividad). Sin embargo, sin una referencia al ordenamiento constitucional y la legalidad conforme al texto fundamental, la doctrina del bien jurídico tradicional se enfrenta a serias dificultades para determinar cuáles serían esos bienes jurídicos y cómo se obtendría su conceptualización autónoma del derecho vigente. Así, mientras en su versión original se afirma que serían los intereses cuya lesión “razonablemente puede ser considerada como punible en la sociedad civil” (Birnbaum, 39); otros sostienen que se trata de los “intereses vitales del individuo y la sociedad” (von Liszt, Tratado II, 6); que su fundamento no se hallaría en la Constitución ni en el derecho natural, sino en la vida, esto es, en dichos intereses vitales (Politoff DP I, 20); o que englobaría las “conductas calificadas ya de antijurídicas” por el ordenamiento extrapenal (Grisolía, “Objeto jurídico”, 799). En la versión dominante en la actualidad, se afirma que garantizar su protección sería “la función del derecho penal” y ello supondría, además, “garantizar a sus ciudadanos una convivencia libre y pacífica, al tiempo que asegura todos los derechos fundamentales garantizados por la Constitución”, extrayéndose de allí las siguientes consecuencias: que serían ilegítimas las disposiciones penales arbitrarias, las ideológicamente motivadas, las contrarias a los derechos fundamentales, las que solo pretenden conseguir fines estatales o evitar
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el propio daño (como la prohibición del autoconsumo de drogas basada en la pretensión de lograr una sociedad libre de drogas, o la mera prohibición del tráfico de órganos), y las que castigan actos meramente inmorales, contrarios a las buenas costumbres, o a la propia dignidad (como las relaciones sexuales con animales); aunque se admite que los “fuertes sentimientos”, como el honor, las creencias religiosas, el cariño por los animales domésticos o el respeto a los muertos puedan considerarse bienes jurídicos protegidos penalmente de manera legítima, así como que pueda recurrirse a la protección de bienes colectivos mediante delitos de peligro (incluyendo los de peligro abstracto), lo mismo que se protegen los bienes individuales con el castigo de la tentativa en todas sus formas (Roxin AT I, 16). Esta es la formulación de la doctrina mayoritaria en Chile (Rettig DP I, 63). Entre nosotros, Bustos desarrolló otro concepto de bien jurídico, entendiéndolo como “una relación social concreta, sintético-jurídica, dialéctica y necesaria”, que “da fundamento y limita la intervención estatal”, insistiendo en que se trata de un concepto independiente del ordenamiento jurídico, derivado de las relaciones interpersonales y que no puede confundirse con derechos fundamentales, en tanto se trata de una conceptualización que recoge el carácter autónomo de los personas frente al Estado y su capacidad para resolver conflictos, con o sin la intervención estatal (Bustos/ Hormazábal, Sistema, 32). Su función, en esta perspectiva, no sería legitimar el derecho penal, sino servir de “límite al ius puniendi” (Hormazábal, “Bien jurídico”, 432). No obstante, quienes aceptan este concepto de bien jurídico tienden a considerarlo también como uno que permite la legitimación del derecho penal, sobre todo tratándose del nuevo que se crea para la protección de los bienes jurídicos colectivos, definidos como complementarios de los individuales, en el sentido de una relación social basada en la satisfacción de necesidades de cada uno de los miembros de la sociedad o de un colectivo y en conformidad al funcionamiento del sistema social (Prado y Durán, 277). A nuestro juicio, sin embargo, ninguna de estas formulaciones logra superar la objeción fundamental que deriva del hecho de que la Constitución entrega la facultad de configurar las normas penales al legislador, como representante de la soberanía nacional, facultad que no está limitada por conceptos sociológicos, dogmáticos o de cualquier origen externo a la propia Constitución (Szczaranski V., “Evolución”, 442). Por eso, no es de extrañar que un concepto donde se “entreveran elementos lógico-abstractos y valorativos” carezca de un reconocimiento explícito en los ordenamientos positivos vigentes, al punto que uno de sus partidarios califica de “prudencia política rayana en la pusilanimidad” el hecho de que las resoluciones de los
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tribunales constitucionales de Italia y Alemania no lo hayan así reconocido hasta ahora (Guzmán D., Figuras, 25 nota N.º 39).
B. Teoría de las normas de cultura Según M. E. Mayer, normas de cultura son “la totalidad de aquellos mandatos y prohibiciones que se dirigen al individuo como exigencias religiosas, morales, convencionales, de tráfico y de profesión” que preforman, delimitan y modelan “la eficacia normativa externa de las leyes”, que “se funda, no en la naturaleza jurídica de las normas jurídicas, sino en la coincidencia de éstas con las normas de cultura” (Mayer, 56 y 81). Lo mismo que la teoría del bien jurídico, esta variante cultural de la teoría de las normas tiene la ventaja de poner en cuestión la legitimidad de las normas jurídicas positivas, enfrentándolas a las normas de cultura, que se suponen serían empíricamente contrastables. Desde este punto de vista, se sostiene que la teoría reseñada “hinca su núcleo con más hondura que lo que solemos advertir y persiste, reanimada a la sordina, en la Dogmática penal de la actualidad” (Guzmán D., Cultura, 15); y se ve en ella la forma de subsanar los problemas que la teoría de las normas de Binding enfrenta delitos, como el de traición de los arts. 106 y 107, que no tendrían reflejo en normas de conducta independientes de la de sanción (Sanhueza, Nociones, 74). Sin embargo, aunque la teoría de las normas de cultura parece alejarse del fantasma del derecho natural en su formulación original, mantiene un peligroso subjetivismo en la decisión acerca de qué ha de considerarse o no una norma de cultura, pues ni Mayer ni sus seguidores han fundado sus categóricas afirmaciones en estudios sociológicos que vayan más allá de su propia intuición.
C. Teoría de la protección de los valores ético-sociales Según Welzel, la “misión del derecho penal es proteger los valores elementales de la vida en comunidad” y no primariamente “la protección actual de bienes jurídicos”, ya que “al castigar el derecho la efectiva inobservancia de los valores de la conciencia jurídica, protege al mismo tiempo los bienes jurídicos a los que están referidos aquellos valores de acto”. “Así, por ejemplo —continúa—, la fidelidad al Estado está referida al bien del Estado; el respeto a la personalidad, a la vida, a la salud y al honor del prójimo; la honradez, a la propiedad ajena, etc.” (Welzel, Derecho penal, 11).
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La principal crítica que puede hacerse a esta teoría es que no solo se trata de proponer una fundamentación de la legitimación material del derecho penal basada en una teoría subjetiva de los valores del acto y final de la acción, sino que ella tiene como consecuencia la negación del principio de legalidad como criterio delimitador de la acción del Estado y la judicatura. En efecto, para su autor, la “mera” formulación o formalidad legal no era suficiente para captar esos valores y el modo en que se haría necesaria su protección, y por eso aprobó categóricamente la introducción de la cláusula de aplicación analógica del derecho penal por el régimen Nazi conforme “al sano sentimiento del pueblo alemán”, pues ella permitiría aplicar el derecho penal, sin limitaciones positivas, a quienes infringieran su “contenido material”, esto es, “los valores de acto de la recta conciencia que se encuentran detrás de las normas del derecho penal”, (Welzel, “Begriff”, 108). Con todo, se debe dejar en claro que el caso de Welzel no es aislado en el panorama de la dogmática alemana de la primera mitad del siglo pasado, pues casi la totalidad de sus cultores en la época, incluyendo a Mezger, aparente rival científico de Welzel, estuvieron de acuerdo en acomodar sus doctrinas al régimen nazi, sin necesidad de cambios profundos o, a lo más, por medio de su radicalización, lo que no deja de ser perturbador, atendida la continuidad de las doctrinas defendidas por esos autores tras la caída de la dictadura nacionalsocialista y su indiscutible influencia posterior en Latinoamérica (Schumann, 65. Sobre la influencia de estas doctrinas en Latinoamérica, en una versión “despolitizada”, v. Ambos, NS Strafrecht, 130).
D. Teoría de la garantía de la vigencia de la norma Según la versión dominante de esta teoría, desarrollada por el Prof. G. Jakobs, la legitimación material del derecho penal “reside en que las leyes penales son necesarias para el mantenimiento de la forma de la sociedad y del Estado”. La forma social se determina por las normas sociales, cuya observancia, al recogerse en una disposición penal, constituirían “expectativas institucionalizadas de comportamiento”, esto es, actos comunicativos que permitirían orientar las decisiones y conductas de todos los ciudadanos. Luego, su “infracción” equivaldría a la “defraudación de la expectativa de conducta”. Pero esta defraudación no se refiere al aspecto material de la conducta que se trate, sino a su contenido comunicativo: en el ejemplo del delito de homicidio, lo reprochable no sería “la causación de una muerte”, “sino la oposición a la norma subyacente en el homicidio evitable”, pues “la norma obliga a elegir la organización a la que no siguen daños, pero el autor se organiza de modo que causa daño imputablemente: su proyecto de conformación
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del mundo se opone al de la norma”. Por eso, la función que le atribuye al derecho penal y su legitimación material no está dada por la evitación de los daños que se siguen de tales conductas ni su simple castigo: “la garantía consiste en que las expectativas imprescindibles para el funcionamiento de la vida social, en la forma dada y en la exigida legalmente, no se den por perdidas en caso de que resulten defraudadas”. En consecuencia, el derecho penal actuaría significativamente, mediante una reacción ante esa “negación del significado de la norma” por parte de quien defrauda la expectativa social, reacción consistente en “el reforzamiento de perseverar en el significado de la norma por medio de la reacción punitiva” (Jakobs AT, 35). La imposición de una pena cumpliría así la función de comunicar a la sociedad que la expectativa de comportamiento vigente es la que protege el derecho penal y no la que pretende imponer el delincuente: “si la sociedad no reaccionara con un comunicado de signo contrario al del hecho del autor, el quebrantamiento de la norma se transformaría en pauta consentida, en forma posible de comportarse y se perdería, pues, la confianza de la generalidad en la norma como modelo de orientación del contacto social” (Sancinetti 1, 48). Una consecuencia de lo anterior es que aún si se limita la idea de norma a una forma de expresar el contenido del derecho vigente, pero sin atención a sus consecuencias jurídicas sino únicamente como normas de comportamiento, no será posible diferenciar la responsabilidad civil de la penal sino únicamente por sus consecuencias (Krause, “Responsabilidad”, 26). Luego, para evitar la confusión del derecho penal con el resto del ordenamiento jurídico que también tiene pretensión de vigencia contra la defraudación individual de una expectativa de conducta determinada por un sujeto responsable y establece sanciones para comunicar dicha pretensión (como en el caso, p. ej., del cumplimiento forzado de los contratos), se sostiene la existencia de defraudaciones a expectativas que “nunca puede[n] ser contravención, sino solo una infracción penal”: “la infracción de las normas del ámbito central o nuclear, por difusos que sean sus límites”, mencionando como tales las relativas a los delitos contra la vida, la propiedad y el patrimonio, y extrayendo de ello la conclusión que aún la bagatela en tales delitos “deba pertenecer al ámbito central” (Jakobs AT, 48 y 55). Sin embargo, un criterio que permita determinar cuáles son, fuera del derecho penal, las normas centrales de una sociedad, queda entregado a la subjetividad de cada cual y allí radica nuestra principal objeción a la teoría expuesta. Esta crítica no se subsana con referencias sociológicas al pensamiento de Luhmann (Piña, “Función”, 301), pues lo relevante aquí no es la afirmación abstracta acerca de la supuesta existencia de tales normas centrales, sino de determinar en concreto cuáles serían.
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En efecto, aún aceptando que existan “normas nucleares” fuera del derecho que sean objeto de protección del Derecho penal, se presenta el problema de identificar cuáles serían tales, si son algo diferente a otra forma de expresar el contenido de la ley, lo que importa desplazar el método de interpretación de la ley por uno de “descubrimiento” de las supuesta normas (diferentes a ella) que protegería para, después, afirmar que la infracción a tales normas sería lo que constituye el delito y no la realización de los presupuestos de hecho del tipo penal como describe la ley, incurriéndose así en el mismo problema que presenta la teoría del bien jurídico y, en general, todas las teorías que procuran determinar la existencia de normas fuera del Derecho: dar pie a la entrada del subjetivismo (“yo afirmo que tal es la norma violada, no la que tú sostienes”) y el iusnaturalismo (“existe fuera de la ley el verdadero Derecho, sus normas, al que la ley debe ajustarse”). Un ejemplo de esta clase de disputa sobre la “verdadera” norma infringida puede verse en la discusión planteada por uno de los seguidores en Chile de Jakobs, a propósito de la introducción del delito de omisión de denuncia y auxilio del art. 195 Ley de Tránsito (van Weezel, “Injerencia y solidaridad”). Piña, consciente de las limitaciones de la idea de la “autolegitimidad” del sistema penal que expresa su sola existencia como garantía de la vigencia de las normas (y, en ese sentido, compartida por todo el sistema jurídico), ofrece otra medida de legitimación “funcionalista”, en el sentido de asignar al sistema penal funciones adicionales a la garantía de la vigencia de la norma, que se habrían desarrollado evolutivamente y permitirían, al mismo tiempo, su diferenciación del resto de los sistemas jurídicos y su legitimación material: sujeción al principio de legalidad en la imposición y ejecución de las penas, al debido proceso, a las propias estructuras dogmáticas y la “autolimitación del sistema a la existencia de ‘bienes jurídicos’ que proteger, la subsidiariedad, la fragmentariedad, la ‘humanidad de las penas’, la proporcionalidad, la culpabilidad, etc.” (Piña, “Consideraciones”, 521). Sin embargo, por una parte, con ello no se resuelve el problema de identificar las elusivas “normas nucleares” y, por otra, se introducen principios que no solo tienen fundamentos diferentes y efectos contradictorios a la idea de garantizar la vigencia de la norma (¿siempre que protejan bienes jurídicos?, ¿subsidiariamente?), sino difícil respaldo tanto en el derecho positivo como en la sociología. Tampoco se resuelve recurriendo a la autorizada voz de Beccaria (Piña, “Violencias”, 211), quien establecía la necesidad del Derecho penal en la proporción exigida para mantener la seguridad y libertad de los ciudadanos, concibiendo el delito como un atentado a la existencia de la sociedad, en diversos grados, pues el ilustre milanés no estaba en condiciones de informarnos sobre cuál sería el alcance para la sociedad ac-
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tuar de tales deberes de protección y, sobre todo, no estaría en condiciones de hacerlo respecto de una sociedad democrática, donde las valoraciones de los grados de seguridad y libertad exigibles al Estado no dependen de un soberano como el del siglo XVIII, sino del juego de las mayorías. Finalmente, cabe señalar que la estricta normativización del derecho penal que derivaría de su sola función comunicativa ya no parece formar parte del pensamiento de Jakobs, quien ahora reconoce en la pena una finalidad ajena a la meramente significativa de afirmación de la vigencia de la norma, planteando que también tendría que garantizar cognitivamente esa vigencia en el mundo real (Jakobs, “Schuld”, 831). Este giro, aunque siempre con base sociológica, se había anticipado cuando afirmaba que dicha función no se cumpliría “cuando un esquema normativo, por muy justificado que esté, no dirige la conducta de las personas, carece de realidad social. Dicho con un ejemplo: mucho antes de la llamada liberalización de las distintas regulaciones respecto del aborto [en Alemania], estas rígidas prohibiciones ya no eran verdadero derecho (y ello con total independencia de qué se piense acerca de su posible justificación)” (Jakobs, “Prólogo”, 12).
a) Derecho penal del ciudadano y del enemigo Como una consecuencia lógica de establecer a priori un ámbito exclusivo del derecho penal (la protección de las normas “centrales”) y la finalidad de reafirmación de su vigencia como exclusiva del derecho penal, Jakobs considera que la protección de normas no centrales o de las normas centrales por otras vías (aseguramiento del delincuente) constituyen una manifestación del “derecho penal del enemigo” que parece criticar, pero también justificar como una necesidad de las sociedades modernas. Así, por una parte, sostiene que existiendo un estatus de ciudadano constitucionalmente reconocido que asegura, como en la Ley Fundamental alemana, “una esfera privada que consta, por ejemplo, de vestido, contactos sociales reservados, vivienda y propiedad (de dinero, herramientas, etc.)”, las comunicaciones que se realicen dentro de esa “esfera civil interna”, no podrían ser consideradas “perturbaciones” de las “normas centrales” del ordenamiento, a menos que se considere al autor no como ciudadano, sino como una fuente de peligro, un enemigo, por lo que, p. ej., la sanción de la conspiración y la asociación ilícita como un simple un acuerdo a través de una comunicación privada, sin la prueba de otra conducta que pueda interpretarse ex re como perturbadora de la paz social (como en nuestros arts. 8 y 292) sería manifestación de un derecho penal de enemigos y no de ciudadanos (Jakobs, Estudios, 293). Pero, por otra, afirma que el derecho penal del enemigo
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tendría “en determinados ámbitos, su lugar legítimo”, como el terrorismo y el tratamiento de los reincidentes, pues “hay que” recurrir a él “si no se quiere sucumbir”: “Quien no presta una seguridad cognitiva suficiente de un comportamiento personal, no solo no puede esperar ser tratado como persona, sino que el Estado no debe tratarlo ya como persona, ya que de lo contrario vulneraría el derecho a la seguridad de las demás personas. Por lo tanto —concluye—, sería completamente erróneo demonizar aquello que aquí se ha denominado derecho penal del enemigo; con ello no se puede resolver el problema de cómo tratar a los individuos que no permiten su inclusión en una constitución ciudadana” (Jakobs, “Enemigo”, 19). Estas ideas han generado un extenso debate en el ámbito de la dogmática penal (véanse solo los dos extensísimos tomos de la obra en su homenaje, editados por Cancio). Críticamente, en la medida que se estime necesario contar con un “derecho penal del enemigo” y se le identifique como “no persona”, se afirma que se trata de propuestas basadas exclusivamente en la supuesta “peligrosidad” de las no personas o enemigos, algo propio de gobiernos autoritarios e, incluso, inconstitucional (Maldonado, “Derecho penal excepcional”, 62; Niño, 1; y Núñez L., 374, respectivamente). No obstante, desde otros puntos de vista, se acepta el valor descriptivo del concepto, tanto para criticar la legislación vigente y su aplicación a situaciones puntuales como la calificación de terrorista de los delitos cometidos en el llamado “conflicto mapuche”, e incluso para ofrecer una alternativa de política criminal contraria (Villegas, Enemigo, 92; y Aldunate, “Derecho penal del amigo”, 373, respectivamente).
E. Teoría del garantismo penal (“derecho penal mínimo”) Según L. Ferrajoli, el garantismo penal es “una doctrina no jurídica, sino política, modelada en torno a criterios de política criminal”, que “significa precisamente tutela de aquellos valores o derechos fundamentales cuya satisfacción, aun contra los intereses de la mayoría, es el fin justificador del derecho penal: la inmunidad de los ciudadanos contra la arbitrariedad de las prohibiciones y de los castigos, la defensa de los débiles mediante reglas del juego iguales para todos, la dignidad del imputado y por consiguiente la garantía de su libertad mediante el respeto también de la verdad”; luego, “las únicas prohibiciones penales justificadas” serían las “prohibiciones mínimas necesarias, esto es, las establecidas para impedir comportamientos lesivos que, añadidos a la reacción informal que comportan, supondrían una mayor violencia y una más grave lesión de derechos que las generadas institucionalmente por el derecho penal”. De allí se seguirían las siguientes
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consecuencias: i) que los principales sino únicos bienes objeto de tutela penal sean los derechos fundamentales cuya lesión se concreta en un ataque lesivo a personas de carne y hueso; ii) que dicha tutela reprimiese un daño material o puesta en peligro verificable de los mismos, como entiende presente en los casos de tortura y los delitos ambientales; y iii) que el daño o peligro que la amenaza penal pretende evitar no pudiese ser evitado por otras medidas preventivas más eficaces, como las del derecho administrativo. Por tanto, según este autor, no sería legítimo el establecimiento de los delitos contra el Estado, los ultrajes y todos los delitos de opinión; el castigo penal de la prostitución, los delitos contra natura, la tentativa de suicidio y, en general, todos los actos contra uno mismo, desde la embriaguez al uso personal de estupefacientes; el del aborto, el adulterio, el concubinato, la mendicidad, la evasión de presos o la tóxico‑dependencia; el de ciertos delitos patrimoniales, como el hurto o la estafa, los meros atentados, los delitos de peligro abstracto o presunto, ni los delitos de asociación, conspiración, instigación para ciertos delitos contra la seguridad interior del Estado, provocación, insurrección, guerra civil; el de los llamados delitos de bagatela y los hechos castigados solo con multas o penas cortas de prisión; el de los delitos culposos, y especialmente los accidentes automovilísticos o laborales (Ferrajoli, 463. Entre nosotros, Künsemüller, Principios, 47, y Hermosilla, 89, adhieren a estos postulados, recordando el primero, además, que ellos contemplan también la protección del infractor frente a las sanciones informales que se seguirían de la ausencia del derecho penal en aquellos ámbitos que debiera proteger). Sin embargo, no es compatible con una sociedad democrática la pretensión contra mayoritaria de Ferrajoli, no basada en limitaciones constitucionales, sin perjuicio de sus buenas intenciones, pues una legislación no legitimada por la regla de la mayoría o una constitución democrática es, por definición, autoritaria. En efecto, de los derechos y garantías constitucionalmente reconocidos no parecen deducirse lógica y categóricamente las exclusiones que Ferrajoli propone: así, p. ej., sostener sin matices que la prostitución no debe ser sancionada, por ser un acto contra uno mismo, importa no considerar los escasos grados de libertad de algunas personas que ejercen tal oficio, sometidas a explotadores o inmersas en redes más o menos mafiosas que funcionan sobre la base de la extorsión, la amenaza y la violencia continua. Por otra parte, someter el control de armas únicamente al aparato administrativo parece ingenuo y poco realista, si se consideran las clases de armas que hoy existen y el peligro concreto en que ellas ponen a la comunidad. Tampoco se ve con claridad por qué se afirma la legitimidad del castigo de los delitos ambientales y al mismo tiempo se niega
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la de los delitos de peligro abstracto, que es la fórmula como los delitos ambientales se castigan en casi todo el mundo, dado que esperar el daño efectivo puede significar la destrucción permanente de ecosistemas, modos de vidas y especies animales o vegetales. Además, el rechazo al castigo de las asociaciones y conspiraciones reniega de la constatación de que dos o más personas reunidas para un fin potencian sus capacidades y ponen un peligro diferente al del autor solitario (Aristóteles, Ética, 284). Finalmente, no deja de perturbar que se afirme sin más que ciertos delitos y atentados contra la seguridad interior del Estado sean en sí mismos hechos cuya punición resulte ilegítima, pues la experiencia histórica demuestra que la destrucción de la democracia por medio de conspiraciones exitosas para cometer esa clase de delitos no produce un mayor respeto a los derechos fundamentales, sino al contrario. Otras versiones de garantismo o minimalismo, que ponen especial acento en el daño a bienes jurídicos y la protección de la autonomía individual como fundamento y límites del derecho penal son las Escuelas de Frankfurt, con la obra del profesor Hassemer a la cabeza; y de Salamanca, dirigida por el profesor Berdugo Gómez de la Torre, de gran influencia en un grupo de profesores latinoamericanos y, en Chile, en Villegas y Balmaceda (por todos, v. Hassemer, “Derecho penal simbólico”; y Balmaceda, Problemas actuales).
F. Teoría del minimalismo radical Para esta aproximación, defendida desde Latinoamérica por el profesor argentino R. Zaffaroni, “la función del derecho penal no es legitimar el poder punitivo, sino contenerlo y reducirlo, elemento indispensable para que el estado de derecho subsista, y no sea reemplazado brutalmente por un estado totalitario”. En consecuencia, la primera labor del jurista en su intervención en la vida política sería procurar limitar la criminalización primaria, esto es, el establecimiento de delitos o el perfeccionamiento de las normas destinadas a su represión, pues “cuanto más poder punitivo autorice un estado, más alejado estará del estado de derecho, porque mayor será el poder arbitrario de selección criminalizante y de vigilancia que tendrán los que mandan”. En este contexto, el derecho penal se presentaría como “la rama del saber jurídico que, mediante la interpretación de las leyes penales, propone a los jueces un sistema orientador de decisiones que contiene y reduce el poder punitivo, para impulsar el progreso del estado constitucional de derecho”; y su enseñanza y difusión como “un programa de lucha por
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el reforzamiento del poder jurídico de acotamiento o supresión del castigo como hecho irracional de la política” (Zaffaroni, 3). A pesar de la influencia que este planteamiento tiene en muchos juristas de nuestro subcontinente, resulta difícil sostenerlo sin aceptar una concepción que procure el retiro del Estado de todos los asuntos relevantes, mundo en el cual sería deseable que no se sancionaran las actividades empresariales peligrosas y dañinas para el medio ambiente, la libre competencia y la seguridad de los productos. Sin embargo, no parece ser ese el parecer de la doctrina que ve en esa impunidad una manifestación de la desigualdad estructural de nuestras sociedades (Winter, “Impunidad”, 92). Por otra parte, el minimalismo radical supone —sin que exista prueba de ello— que al restituir a las víctimas e infractores los conflictos que existan, unas y otros no recurrirán a la violencia, el poder del dinero y su posición social para favorecer sus intereses en perjuicio del público, al contrario de lo sucedido en Chile en los años 1982-1983 por la previsible falta de reacción penal ante los desfalcos en las instituciones bancarias que contribuyeron a acrecentar el impacto local de la crisis de esa época (Guzmán D., “Debacle”, 154). También olvida que hay diferencias entre el Estado democráticamente organizado y los regímenes dictatoriales y totalitarios del siglo XX, pues donde haya democracia y rijan directa o indirectamente los Tratados Internacionales sobre Derechos Humanos, no puede afirmarse al mismo tiempo que hay un estado policial por el solo hecho de que exista derecho penal y un sistema organizado que lo hace operativo, caso en el cual debería sostenerse que el Estado de Derecho no existe siquiera en las más desarrolladas democracias occidentales, que se encontrarían, en este aspecto, casi al mismo nivel que las dictaduras latinoamericanas de los años 1960-1990 y los regímenes nazi y bolchevique.
G. Teoría de la legitimación moral o ética del derecho penal La adecuación entre las reglas positivas y una determinada concepción moral es el más antiguo de los criterios de legitimación del derecho penal, enraizado en el derecho natural. Ejemplo de ello es el concepto de “ley meramente penal”, elaborado por la doctrina católica, que concibe la existencia de leyes obligatorias como hechos de carácter temporal, pero que “no sean moralmente vinculantes en la situación concreta” (Errázuriz, 181). Modernizando en parte las ideas iusnaturalistas tradicionales, hoy, en el mundo anglosajón y especialmente en un sector de la llamada teoría analítica, se sostiene que la supuesta corrección moral de una disposición legal debe ser el criterio para su legitimación. Así, se afirma que “aunque no toda
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conducta calificada de inmoral por la mayoría debiera transformarse en delito, ningún delito debiera crearse si la conducta que se sanciona no es considerada inmoral” (Bazelon, 387), y subsiste la discusión acerca de qué hechos pueden calificarse como mala in se y cuáles como mala prohibita (Wolfe, 113). Hoy en día, destaca en este planteamiento moralista del derecho penal la propuesta de A. Duff, según la cual “un ciudadano no debe ver el derecho penal como un conjunto de prohibiciones, establecidas por alguna autoridad para que obedezca, como un conjunto de requisitos que le impone un poder externo, sino que debe ver el derecho penal como una expresión (o un intento de expresión) de normas y valores que se le pide que reconozca y acepte como propios (los suyos como ciudadano); su conducta debe estar guiada por esas normas, ya que puede interpretarlas honestamente de buena fe” (Duff, Real, 2491). En síntesis, “en una sociedad decente” se tratará de “normas que los ciudadanos deben reconocer como propias, o hacer propias” (Duff, Sobre el castigo, 32. En Chile, esta teoría es adoptada plenamente por Accatino, 51). El punto fuerte de esta tradición radica en que es innegable que los juicios morales y la subjetividad de cada cual intervienen, aún en las sociedades democráticas, en el proceso de formación de las leyes. Ello puede verse con claridad en las discusiones sobre cuestiones jurídicas complejas y actuales, como en los casos de conflictos de interés que se presentan al fijar los límites de la eutanasia y el aborto punible, donde, p. ej., los criterios tomistas del doble efecto y del mal menor permanecen subyacentes en las discusiones, aunque varían sus usos y los puntos de partida para las valoraciones acerca de si es aceptable o no que para ejercer un derecho o conseguir un cierto fin o bien se cause un mal evitable o, en casos extremos, si para evitar un mal mayor sea lícito causar otro menor. Sin embargo, una cosa es que en ese proceso tales preferencias, como las políticas, se puedan objetivar en la historia fidedigna de su establecimiento y, al ser compartidas por la mayoría, adquieran un valor de reconocimiento intersubjetivo que no puede desconocerse; y otra muy distinta que, una vez terminado el debate democrático, se pretenda juzgar la decisión adoptada con la moral de cada cual (Gallego, “Moralismo”, 194). Desde una perspectiva semejante, se plantea la necesidad de racionalizar la discusión política y la perspectiva de la ética discursiva. Así, se señala que en la formación y legitimación del Derecho penal, se debe tomar en consideración “el debate ético (Estado de Derecho), las consecuencias sociales derivadas tanto de la disfunción social como del propio modelo penal (el Estado social) y el debate articulado a través de procesos discursivos (el
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Estado democrático)”; contexto en el cual “el sistema bienestarista debería intervenir en el derecho penal con dos clases de medidas”: “las primeras, destinadas a mitigar los efectos discriminatorios estructurales del sistema liberal penal, y las segundas, consignadas a eliminar aquellos otros efectos discriminatorios que, desde los principios y posibilidades, el propio sistema liberal está en condiciones de superar” (Fernández C., “Legitimación social”, 234; y “Ética procedimental”, 174, respectivamente). Esta perspectiva, sin embargo, adolece del mismo problema que la anterior: supone un acuerdo intersubjetivo que no existe, de manera que se pueda excluir de la discusión política decisiones que no estén legitimadas en el “reconocimiento” o en el “discurso”, en este último caso, de las propuestas socialdemócratas, transformadas en la exigencia ética de la creación y mantención de un Estado de bienestar. No obstante, producto de ese debate democrático es posible encontrar referencias a esa moral intersubjetivamente aceptada incluso en el propio texto de la legislación positiva, como en la remisión a la fuerza moral irresistible (art. 10 N.º 9), las ofensas al pudor o las buenas costumbres (art. 373 CP) y las obligaciones especiales de solidaridad que se establecen en la falta de omisión de socorro del art. 494 N.º 13 y 14 CP, ahora elevada a delito en el caso especial del art. 195 Ley de Tránsito. Las dificultades de distinguir entre un daño objetivo y la moral intersubjetiva son todavía son más evidentes en el tratamiento de los delitos contra la libertad e integridad sexual, cuando la ley parece poner énfasis únicamente en ésta (como la indirecta sanción de las relaciones entre adolescentes púberes y adultos en los arts. 365 y 367, p. ej.). Pero también se presentan en delitos aparentemente no vinculados a problemas morales, como las falsedades, cuando se debe juzgar el tratamiento penal de la mentira frente a la estafa y el falso testimonio, p. ej. (Bullemore, “Género”, 456).
a) Elitismo, populismo y republicanismo penales La determinación del contenido del derecho penal a través de alguna concepción moral previa de lo que debe o no debiera ser penado ha generado entre quienes adhieren a esta doctrina discusiones predecibles, atendida su subjetividad, sobre quién debiera estar en condiciones de proclamar esos deberes y prohibiciones, generando tres respuestas básicas: elitismo, populismo y republicanismo penales. El elitismo penal, en tanto doctrina normativa sobre lo que el sistema penal debiera ser, podría caracterizarse críticamente como “una doctrina que favorece entregar exclusivamente a expertos y profesionales la autori-
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dad para dar forma a la política criminal” (Shammas, 325). La cerrada defensa que se hace del llamado “buen, viejo y decente derecho penal liberal” (Künsemüller, “Crisis”, 65) y las propuestas de Duff pueden verse como un ejemplo de esta clase de aproximación al derecho penal. Sin embargo, al menos en las sociedades occidentales del hemisferio norte, parece que esta aproximación y sus defensores no tendrían la influencia y poder de antaño (Loader, 561). Por su parte, el populismo penal es entendido como una forma de aproximación al fenómeno y la legislación penal “en la cual se cree que criminales y presos han sido favorecidos a expensas de sus víctimas, en particular, y de quienes cumplen la ley, en general”, alimentado con “expresiones de ira, distanciamiento y desilusión con el sistema de justicia criminal” y el rechazo al conocimiento “experto” de los penalistas, jueces y criminólogos “liberales” o de “elite” (Pratt, Populism, 11). Ello tendría como consecuencia que “el centro de la gravedad política se ha corrido y se ha formado un nuevo consenso rígido en torno de medidas penales que se perciben como duras y agradables por parte del público” (Garland, 50). Sin embargo, más allá del alejamiento de estos planteamientos con los de la filosofía liberal de la ilustración (Guzmán D., “Fraternidad”, 78), producto del “resentimiento público con lo establecido”, la “reducción de la confianza en los políticos y en los proceso políticos existentes”, la “globalización de la inseguridad” y la irrupción de medios de comunicación desregulados y ávidos de avisaje (Pratt, “Populismo”, 43), lo cierto es que el respaldo social de estas políticas penales, al menos el que se manifiesta en ganancias electorales (Bottoms, 39), parece ser más real de lo que sus críticos quisieran creer (Larrauri, “Populismo”, 21), como demuestran la propia actividad política y estudios sociológicos respecto de las percepciones de la población general frente al fenómeno del delito (Fuentealba et al, 251). Finalmente, el “republicanismo penal” se presenta hoy en día como alternativa al populismo y al elitismo, bajo los principios de la no-dominación, el autogobierno y la democracia deliberativa; teoría que, en su versión fuerte, fomenta la activa participación de los ciudadanos en las deliberaciones del proceso legislativo, en la revisión y control de las agencias del sistema penal (policías, fiscalías, jueces y prisiones) y en la decisión judicial, a través de sistemas de jurados (Martí, 123). En su versión débil, el republicanismo penal preferiría, en cambio, evitar los peligros del populismo, restringiendo la participación de los ciudadanos en la deliberación de los asuntos penales, que quedaría entregada a una mesa predominantemente técnica, con participación de grupos de víctimas, presos, criminólogos y expertos en derecho penal, autónoma e independiente como los actuales Bancos Centrales, que
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reportaría al Congreso y al Gobierno sus proposiciones en estas materias (Pettit, 427). En todo caso, existen también entre los “republicanos” exigencias morales cuyo carácter imperativo y no sujeto a discusión democrática no siempre es distinguible del “elitismo”, a pesar de su diferente contenido. Eso sucede, p. ej., cuando se afirma que no podría considerarse al excluido por falta de educación, necesidad, discriminación, etc., como responsable de un delito determinado, si las leyes que lo castigan le son, por su propia situación de exclusión, ajenas (Gargarella, “Derecho”, 37); que en un sistema penal republicano las penas deben cumplir una función de “retribucionismo democrático” (Ramsay, 95; y Mañalich, “Principialismo”, 68); o que para realizar un programa político criminal “radicalmente democrático”, fundado en una “ética critica” contraria al “elitismo” y al “populismo”, son necesarios cambios estructurales en la sociedad (Paredes, “Punitivismo”, 186).
§ 3. Principio de legalidad y fuentes del derecho penal democrático (nullum crimen, nulla poena sine lege) A. La ley, única fuente inmediata de creación de delitos y del derecho penal nacional El principio de legalidad, consagrado en el art. 19 N.º 3 incs. 8 y 9 CPR, asegura a todas las personas que “ningún delito se castigará con otra pena que la que le señala una ley promulgada con anterioridad a su perpetración, a menos que una nueva ley favorezca al afectado” y que “ninguna ley podrá establecer penas sin que la conducta que se sanciona esté expresamente descrita en ella”. Por su parte, el art. 11.2 DUDH establece como obligación de los Estados suscriptores, entre ellos Chile, que “nadie será condenado por actos u omisiones que en el momento de cometerse no fueron delictivos según el derecho nacional o internacional”, obligación que consagran, en casi idénticos términos, el art. 15.1 PIDCP y el art. 9 CADH. En nuestra república democrática (art. 4 CPR), el principio de legalidad exige la formación democrática de la ley, con concurrencia de los dos poderes representantes del pueblo soberano, el Presidente y el Congreso Nacional. Se entiende que la aceptación del sistema normativo heredado, en la medida que no es modificado expresamente por el legislador democrático ni contraviene los mandatos de la Constitución, también puede considerarse legítimo, si las normas que lo componen fueron elaboradas de conformidad con el ordenamiento constitucional que regía en ese momento (Disposiciones transitorias Primera a Sexta CPR).
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Luego, en nuestro sistema constitucional solo una ley democráticamente aprobada o aceptada, esto es, “una declaración de la voluntad soberana que, manifestada en la forma prescrita por la Constitución, manda, prohíbe o permite” (art. 1 CC), legitima la actuación del Estado en materias penales. Como la ley se expresa en las palabras de los textos aprobados en la forma prescrita por la Constitución, diremos que el principio de legalidad fundamenta y limita la actuación legítima de los órganos del Estado y de la doctrina nacional dentro del marco del sentido literal posible de las palabras empleadas en la ley por el legislador (art. 6 CPR: “Los preceptos de esta Constitución obligan tanto a los titulares o integrantes de dichos órganos como a toda persona, institución o grupo”). Este principio limitador del derecho penal, consagrado en la mayor parte de las democracias liberales modernas es, no obstante, fruto del acuerdo político que les da forma, pues existen y han existido sistemas jurídicos donde la creación de delitos y la imposición de penas se entrega a la exclusiva autoridad del rey, del partido gobernante o del derecho común con base judicial. Su formulación obedece a la idea de la separación de poderes del programa político de la filosofía del pacto social, con su pretensión de radicar la soberanía en el legislador, limitando al poder real (y de sus funcionarios encargados de juzgar), siendo compatible con aquellos otros principios que inspiraron la revolución francesa y el resto de las revoluciones liberales de los siglos XVIII y XIX, incluyendo la de nuestra independencia: imperio de la ley, división de los poderes, limitación del arbitrio judicial y seguridad jurídica: “Solo las leyes pueden decretar las penas de los delitos; y esta autoridad debe residir únicamente en el Legislador, que representa a toda la Sociedad unida en el contrato social” (Beccaria, Delitos, 14). Así, la Declaración de los derechos del Hombre y del Ciudadano de la Revolución Francesa de 1789, en su art. 8 declara: “nul ne peut être puni qu’ en vertu d’ une Loi établie et promulguée antérieurement au délit, et légalement appliquée”. Adicionalmente, se entendía que el empleo estricto de la ley como única fuente del derecho penal permitiría hacerla conocida por todos y así lograr que sus destinatarios pudiesen adecuar su conducta a ella; de este modo, se consagraría también la pretensión política de transformar el derecho penal en un instrumento útil para la conducción de la vida social: el “motivo sensible” para la “cancelación del impulso sensual” de ejecutar una conducta socialmente dañosa (Beccaria, Delitos, 8 y 14), o al menos una “coacción psicológica” (Feuerbach, 15 y 20). Ello supone para el legislador la necesidad de emplear una técnica legislativa con un lenguaje adecuado, que reduzca los espacios de incertidumbre y, en lo posible, no los acreciente con disposiciones contradictorias, cargadas de elementos normativos o tan
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vagas que su interpretación permita que demasiadas propuestas normativas puedan ser posibles y compatibles con el texto legal, creando inseguridad jurídica (Muñoz, 739).
a) Ley y normas penales Según Binding, sería posible distinguir entre la norma o imperativo y el precepto o ley penal. El “imperativo”, encabezado por las palabras “debes …” o “debéis …”, exigiría a los ciudadanos un comportamiento conforme a derecho y como “norma” de conducta tendría una existencia propia e independiente de los preceptos penales, antecedente a ellos, constituyendo un “precepto del derecho no estatuido”, al que el precepto penal se vincularía, pues el delincuente no “viola” o “infringe” la ley sino “aquella regla que le prescribe la pauta de su conducta” (Binding, Normen I, 6). A partir de aquí, se afirma que en derecho penal existirían dos niveles o clases de normas: en el nivel superior se encontrarían las normas primarias, de conducta o de valoración, cuya infracción constituiría el injusto culpable o lo objetivamente injusto, según se entienda esta norma superior como una norma de conducta (imperativa, prescriptiva o directiva, según la teoría que se trate) o como una norma de valoración más o menos objetiva del hecho, que no haría referencia a las consecuencias jurídicas que acarrearía la responsabilidad de una persona por esa infracción, cuestión que se determinaría por las normas secundarias. Estas normas secundarias, ubicadas en el nivel inferior, serían los preceptos penales legalmente establecidos o normas de sanción, que impondrían a los jueces la obligación de imponer penas determinadas por la infracción a las normas primarias (Molina, 640; Mañalich, “Norma”, 171). Sin embargo, aceptar la existencia de normas primarias, de conducta o valoración como entidades independientes del acuerdo alcanzado por los representantes de la soberanía en un Estado democrático expresado en los signos lingüísticos inscritos en las leyes, disposiciones o “normas secundarias” penales, implica graves peligros para la vigencia del principio de legalidad: Por una parte, aceptar la posibilidad de traspasar al intérprete y al juez la capacidad para construir el “contenido preceptivo” de las normas “también en sentido general” equivale a sostener el carácter de fuente inmediata del derecho penal de la jurisprudencia, vinculado al paradigma de un “derecho penal analógico y libre de legalidad” (Donini, “Método”, 61). Y, por otra, considerar que existen normas de conductas diferenciadas de las disposiciones de las leyes penales y que éstas solo sancionarían o reforzarían importa hacerse una pregunta sobre la legitimidad de tales normas
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y, a reglón seguido, la de las leyes que reforzarían su vigencia, pero no conforme a los criterios que legitiman la legislación positiva (principios de legalidad y reserva), sino a otros ajenos al derecho vigente (morales, políticos, sociológicos, etc.) y no sujetos a disposición por la soberanía nacional ni verificación objetiva. Como esos criterios quedan entregados al acuerdo subjetivo de quienes los admitan como tales, la teoría de las normas, llevada a sus últimas consecuencias, se trataría no de un simple recurso analítico o pedagógico, sino nada más ni nada menos que de una manifestación del “derecho natural, en el peor sentido de la palabra” (Kelsen, Problemas, 243). Por eso, en este texto, la expresión norma penal se referirá únicamente a las expresiones lingüísticas inscritas en los textos legales, sin atención a la clasificación derivada de la propuesta de Binding.
B. Concepto y clasificación legal del delito Al establecer el principio de legalidad, la Constitución acepta implícitamente un concepto normativo de delito que lo define como una “conducta” “descrita expresamente” “en la ley” y “sancionada” con una “pena”. Este concepto no es muy diferente del art. 1 que lo define como “toda acción u omisión voluntaria penada por la ley”. Esta semejanza no es casual, pues en su origen el texto constitucional se redactó teniendo como modelo la disposición del art. 18 CP (Sesión 112 Comisión de Estudios de la Nueva Constitución) y la pretensión de regular las llamadas leyes penales en blanco (Sesión 399 Comisión de Estudios de la Nueva Constitución), dentro de un contexto normativo ya definido en la legislación común. Luego, en la Constitución la expresión “conducta sancionada” no parece significar otra cosa que una forma de economía lingüística para referirse a las “acciones u omisiones penadas por la ley”, en el sentido del art. 1 CP, normativa que se tenía como referente al momento de su redacción, sin atención a la discusión acerca de si, conceptualmente, es posible tal reunión. Según el Código, las acciones u omisiones penadas por la ley pueden ser dolosas (delitos propiamente tales) o culposas (cuasidelitos, art. 2), castigándose solo excepcionalmente las últimas (art. 10 N.º 13); ellas pueden estar en grado de consumación, frustración o tentativa (art. 7); y de su comisión puede derivarse responsabilidad por la intervención en ellas a título de autor, cómplice o encubridor (arts. 14 a 17). Además, excepcionalmente, puede castigarse la proposición o conspiración para cometerlo (art. 8), y la intervención en otras formas específicamente descritas en la ley (p. ej., art. 150-A CP, 99 Código Tributario o art. 35 Ley 20.357).
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En cuanto a su clasificación, el art. 3 establece que “los delitos, atendida su gravedad, se dividen en crímenes, simples delitos y faltas y se califican de tales según la pena que les está asignada en la escala general del art. 21”. Aunque es claro que con esta tripartición se ha querido indicar una escala de gravedad de los delitos, no parecen existir a la fecha criterios materiales para fundamentar esta distinción en los casos concretos, la que se sustenta únicamente en la valoración del legislador histórico acerca de la gravedad de los hechos punibles, valoración que el TC ha considerado una prerrogativa exclusiva del Congreso Nacional en la determinación de la política criminal del Estado (SSTC 6.3.2008, Rol 825, y 8.8.2019, Rol 6673). Así, el CP castiga como falta al que “no socorriere o auxiliare a una persona que encontrare en despoblado herida, maltratada o en peligro de perecer, cuando pudiere hacerlo sin detrimento propio” (art. 494 N.º 14), en tanto que constituye simple delito la incitación a provocar o aceptar un duelo (art. 407), para citar tan solo algunos ejemplos cuya valoración hoy pudiera parecernos incomprensible. Para los efectos de la clasificación precedente no se atiende a la pena que se impone en concreto, sino a la pena asignada por la ley al delito que, de conformidad con la literalidad del art. 50, corresponde a aquella con que la ley amenaza en abstracto al autor del delito consumado en las figuras de la parte especial, lo que refleja la valoración del legislador acerca de la gravedad del hecho. En los casos de tentativa y frustración, la ley se refiere a estos grados de desarrollo de un “crimen o simple delito” (art. 7), por lo que no es posible desatender el hecho de que el legislador presupone que primero ha de establecerse la gravedad del hecho para luego atender a sus grados de desarrollo; y respecto de la complicidad y el encubrimiento, estas formas de participación recaen en un hecho consumado, frustrado o tentado cuya calificación, según su gravedad, ya está presupuesta. En caso de duda, por comprender los delitos de que se trata penas de diferente naturaleza, hay que atenerse a la pena privativa de libertad (art. 94), y si no hay, a la más grave que corresponda a la Escala del art. 21 o, si ello no es posible, a la mayor de la escala que se encuentre en primer lugar en el art. 59. Si solo se imponen multas, el art. 25 ofrece una escala de gravedad (las de faltas son inferiores a 4 UTM; las de simples delito, inferiores a 20 UTM, pero mayores que las de multas; y las de crímenes, todas las superiores a 20 UTM), cuya aplicación práctica puede conducir a inconsistencias, tales como calificar de pena aflictiva un hecho que solo contempla una multa de más de 20 UTM, mientras no lo sería uno que contemplase esa multa y, además, presidio menor en su grado mínimo (Matus y van Weezel, “Comentario”, 376). Lo mismo ocurre cuando se contemplan penas privativas de derechos como penas únicas. Sin
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embargo, respecto de las penas de multa, parece posible suponer que el art. 61 N.º 5 permitiría calificarlas como de faltas, cuando se presentan como penas únicas, por ubicarlas así al final de todas las escalas del art. 59, pero no se podría emplear para unos casos la calificación del art. 25 y para otros no, según la valoración del intérprete acerca de la “gravedad” del hecho (Hernández B., “Comentario”, 129). La distinción es relevante para determinar la prescripción de la acción penal (art. 94), pero no opera respecto de la prescripción de la pena ni de la sustitución de penas de la Ley 18.216, cuyos plazos y requisitos atienden exclusivamente a la pena en concreto impuesta y no a la gravedad abstracta del hecho. En términos generales, la sustitución completa de penas de presidio o reclusión por otras de cumplimiento en libertad solo es posible para aquellos delitos en que la impuesta no exceda de 5 años. Ello es posible para los condenados por simples delitos, siempre que su pena no se agrave por reiteración o por otra condena simultánea; y también para los condenados por crímenes, siempre que concurran atenuantes u otras circunstancias especiales que les permitan una rebaja de pena de grados, suficiente para la imposición de una inferior a 5 años. De allí que, en la práctica, la fijación del término de la pena efectivamente a imponer reviste, por cierto, una importancia vital para el condenado, más allá de la calificación del hecho como crimen o simple delito. No obstante, cuando ciertas reglas de la propia Ley 18.216 u otras leyes especiales hacen expresa referencia a la calificación de crimen o simple delito, ha de estarse a su gravedad abstracta para establecerla. Con todo, subsisten diferencias entre los crímenes y simples delitos y las faltas, a saber: i) las faltas solo se castigan cuando están consumadas (art. 9), lo que significa que no son punibles la falta frustrada ni la tentativa de falta, salvo en el caso del hurto-falta del art. 494 bis; ii) no es punible el encubrimiento de falta (art. 17); iii) el cómplice de falta no es castigado de acuerdo con las reglas generales del art. 51, sino con arreglo al art. 498, que prevé para él una pena que no exceda de la mitad de la que corresponda a los autores; iv) la ley penal chilena no se aplica extraterritorialmente a las faltas perpetradas fuera del territorio de la República (art. 6); v) el comiso de los efectos e instrumentos del delito no es obligatorio en casos de faltas (art. 500); vi) la comisión de una falta no interrumpe la prescripción de la acción penal o de la pena (arts. 96 y 99); vii) la imposición de las penas por faltas pueden suspenderse condicionalmente, con arreglo al art. 398 CPP; viii) en caso de faltas sancionadas solo con penas de multa, el procedimiento monitorio del art. 392 CPP permite su imposición sin audiencia del imputado; y ix) los adolescentes no son responsables de las faltas que comenten, salvo los mayores de 16 años y exclusivamente tratándose de aquellas relativas a la provocación de desór-
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denes públicos, amenazas con arma blanca, lesiones leves, daños e incendios de objetos por menos de 1 UTM, hurto de cosas cuyo valor no exceda de media UTM, ocultación de identidad o domicilio y lanzamiento de objetos peligrosos a la vía pública (art. 1, inc. 3 Ley 20.084). Estas diferencias, sumadas al hecho de que, salvo el caso de las faltas de hurto del art. 494 bis y de acoso sexual del art. 494 ter, todas las del L. III CP son sancionadas con pena exclusiva de multa, permiten concordar con la observación de que, su gran mayoría, las faltas se encuentran, en la práctica, “al margen de la persecución penal” (Vivanco, “Faltas”, 33). Ello impone una revisión para determinar cuáles debieran efectivamente subsistir como hechos punibles y transformar todo el resto en simples infracciones administrativas, alivianando de paso la carga del sistema punitivo jurisdiccional.
C. El derecho penal como conjunto de leyes penales De lo antes dicho se desprende que, normativamente, el derecho penal es el conjunto de expresiones lingüísticas inscritas en disposiciones o leyes vigentes (Hernández M., 27), y que describen conductas cuyas consecuencias jurídicas son algunas de las penas y medidas de seguridad indicadas en el art. 21 (presidio, reclusión, prisión, destierro, relegación, extrañamiento, confinamiento, inhabilitaciones para el ejercicio de cargos, profesiones o derechos, comiso y multa) u otras especialmente establecidas, siempre que su imposición sea competencia exclusiva de los tribunales de la jurisdicción penal. Esta clase de normas se identifica en este texto con las expresiones tipo, norma o ley penal, indistintamente Un examen superficial del CP permite concluir que también pertenecen al derecho penal las expresiones lingüísticas que extienden el ámbito de lo punible mediante una generalización de las condiciones que ordenan imponer penas en ciertos casos en los cuales las conductas no se presentan con todas o algunas de las propiedades descritas en los tipos penales, como los arts. 2, 7, 8 y 14 a 17. Existen, además, disposiciones que generalizan las condiciones en que no se debe imponer sanción penal, a pesar de que un caso pueda describirse como una conducta que se sanciona penalmente. En nuestro CP, la mayor parte de ellas se encuentran en su art. 10, que declara “exentos de responsabilidad criminal” a quienes se encuentren en los casos que allí se describen. Hay otras que se refieren a grupos de casos determinados, como la del art. 9, en relación a la faltas; la del art. 17, inciso final, en relación con el encubrimiento; la del inciso final del art. 269 bis, en relación con la obstrucción de la justicia; la del art. 159, en relación con los delitos cometidos
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por empleados públicos; la del inciso final del art. 369, en relación con los delitos de violación, estupro y otros atentados sexuales; y la del art. 489, en relación con delitos contra la propiedad. Otras contemplan definiciones que explicitan las propiedades de los casos comprendidos en las disposiciones a que hacen referencia, como las de los arts. 361, 366 ter y 390 bis, que definen la violación, lo que se entiende por acción sexual y el femicidio, respectivamente. Por otra parte, existe una multiplicidad de disposiciones que regulan exclusivamente el tipo, naturaleza y cuantía de las penas aplicables, (todo el Tít. III L. I CP; su art. 449; la Ley 18.216, sobre Penas Sustitutivas a las Penas Privativas de Libertad; la Ley 20.084 sobre Responsabilidad Penal de los Adolescentes; y la Ley 20.393 sobre Responsabilidad Penal de las Personas Jurídicas, entre otras), que también deben considerarse como parte del derecho penal y, por tanto, sujetas a sus garantías.
a) Derecho procesal penal y de ejecución penitenciaria Un concepto amplio de derecho penal como el aquí esbozado incluye el procesal penal y el de ejecución penitenciaria, atendido que sin las reglas del procedimiento no existe posibilidad de imponer penas en un ordenamiento constitucionalmente reglado, y que es en las regulaciones precisas de su ejecución donde se manifiesta su contenido. En cuanto al primero de ellos, históricamente y durante un largo periodo, el derecho penal y el derecho procesal penal formaron un cuerpo único (como en Las Siete Partidas y en La Carolina) pero, en los sistemas continentales actuales, se encuentran en codificaciones independientes y, en la tradición universitaria latina, incluso en cátedras separadas. Sin embargo, la experiencia enseña que el estudio del derecho penal sustantivo sin referencia a las implicaciones y consecuencias procesales en el caso concreto constituye una especie de álgebra abstracta, desconectada del mundo de la vida real. Y, viceversa, un estudio del derecho procesal penal sin atender a su relevancia en la materialización de los principios constitucionales como límites para la determinación de la responsabilidad y la imposición definitiva de penas no permite explicar adecuadamente el funcionamiento real del sistema penal (Vera-Sánchez, 850; Del Río F., 256). De hecho, en esta obra abordaremos algunas instituciones contempladas en disposiciones del Código Procesal Penal que corresponden al derecho penal sustantivo, como las reglas de reiteración de su art. 351 y las instituciones que permiten poner término al proceso sin condena (principio de oportunidad, suspensión
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condicional y acuerdos reparatorios, principalmente), además de explicar las garantías básicas del debido proceso. Esta proximidad entre ambas ramas del derecho penal se ha hecho evidente también en el ámbito de los principios: así, donde antes se contraponía la prohibición de la aplicación retroactiva de la ley penal a la aplicación in actum de las normas procesales, hoy rige la prohibición de la retroactividad en perjuicio del inculpado también en el ámbito procesal, por expresa disposición del art. 11 CPP; cuerpo legal que en su art. 5 inc. 2 también contempla, como en el derecho penal sustantivo, la prohibición de la analogía para aplicar las disposiciones que autorizan la restricción de la libertad o de otros derechos del imputado. En cuanto al derecho de ejecución penitenciaria, su situación institucional en Chile no es alentadora: buena parte de la regulación aplicable es de carácter meramente reglamentario (DS 518 Justicia, de 1998) y en ésta se conceden amplias facultades a la administración penitenciaria, incluyendo las disciplinarias y la posibilidad de imponer castigos en celdas solitarias, sin posibilidades de revisión judicial. En la jurisprudencia, además, no parece clara la aplicación de los principios básicos del derecho penal a las escasas disposiciones legales relativas al derecho de ejecución penitenciaria, por la confusión existente en ellas de aspectos administrativos y penales, siendo doctrina dominante su aplicación in actum, incluyendo las reglas del DL 321 sobre Libertad Condicional, lo que el TC ha confirmado, al considerar compatible con la Constitución una disposición de la ley que modifica la libertad condicional y hace aplicable sus reglas in actum (SCS 22.6.2017, Rol 30161-17; y‑STC 2.1.2019, Rol 5677). Mutatis mutandi, lo mismo debe decirse de la Ley 19.856, que crea un Sistema de Reinserción Social de los Condenados sobre la base de la Observación de Buena Conducta. Sin embargo, no parece ser ésta la doctrina dominante en el derecho comparado, donde el TEDH ha declarado que también es parte del derecho penal y están sujetas a sus garantías la regulación de los beneficios penitenciarios como la libertad condicional y otras salidas anticipadas (STEDH 21.10.2013, Caso Del Río Prada v. España, RCP 41, N.º 1, 217. Sobre los efectos de esta sentencia en el derecho español, v. Rodríguez H., “Retroactividad”, 237).
b) El derecho penal como parte del derecho público, limitado por las reglas del sistema procesal acusatorio El carácter público del derecho penal se manifiesta en el aspecto oficial que tiene la investigación de los hechos punibles, cuya dirección se entrega
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exclusivamente al Ministerio Público a través de la actuación de sus fiscales regionales y adjuntos, salvo en los escasos casos de delitos de acción penal privada (art. 54 CPP). Ni los particulares ni otras autoridades, con excepción de las policías bajo la dirección de los fiscales y autónomamente en casos limitados, pueden asumir la investigación de los delitos (art. 83 CPP). Su juzgamiento también es oficial, incluso en los casos de delitos de acción penal privada, en el sentido que no puede ser sustraído de la autoridad de los tribunales ordinarios fijados de antemano por la ley mediante cláusulas compromisorias o con acuerdos particulares de prórroga jurisdiccional. Se trata, por tanto, de un conjunto de normas que, en principio, no son disponibles por la autoridad, las víctimas ni los imputados. Sin embargo, en nuestro sistema penal no solo la investigación de los hechos punibles se entrega exclusivamente al Ministerio Público, sino también el ejercicio de la acción penal pública, que tiene como requisito fundamental la formalización de la acusación, audiencia en la cual el fiscal comunica al imputado, en presencia del juez de garantía “que desarrolla actualmente una investigación en su contra respecto de uno o más delitos determinados” (art. 129 CPP). Antes de esa comunicación, el fiscal puede resolver archivar provisionalmente la investigación, si no aparecen “antecedentes que permitieren desarrollar actividades conducentes al esclarecimiento de los hechos” (art. 167 CPP), ejercer la facultad de no iniciar la investigación, si estima que los hechos denunciados no son constitutivos de delito o se encuentra extinguida la responsabilidad penal del imputado (art. 168) o incluso ejercer la facultad de perdonar al inculpado, siempre que el hecho no tuviere pena de presidio o reclusión menor en su grado medio o superior o no se trate de delitos funcionarios (“principio de oportunidad”, art. 170). Aunque la facultad de no iniciar la investigación y de ejercer el principio de oportunidad son controladas judicialmente, se trata de un control limitado que, aún en el caso de hacerse efectivo, no obliga al fiscal a formalizar la investigación y, por tanto, no lo obliga tampoco a acusar. El mismo efecto produce la intervención anterior en la investigación del juez o la querella, respecto del archivo provisional y el eventual control de la investigación por parte del afectado (art. 186 CPP). Ello, por cuanto una vez terminada la investigación en el plazo máximo de 2 años o en el fijado judicialmente, si no se ha formalizado la investigación, solo corresponde comunicar la decisión de no perseverar en el procedimiento, del art. 248 c) CPP, facultad que impide, a falta de formalización, que los querellantes pueden forzar la acusación (STC 14.6.2015, Rol 2858, aunque con empate de votos). Todo lo anterior es reforzado por el art. 232 inc. final CPP cuando establece recursos solo
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ante el Fiscal Regional para reclamar por una formalización arbitraria y solo en caso de que se produzca, pero no en caso de que no se formalice. Tratándose de delitos de acción penal privada y pública previa instancia particular, el aspecto dispositivo del ejercicio de la acción penal, sin control judicial en el caso de que no se ejerza, es todavía más evidente, pues el ministerio público no está autorizado a sobrepasar el obstáculo procesal que supone la inacción de quien debe presentar la denuncia o querella respectiva (SCA Santiago 6.5.2019, Rol 1923-19) y, tratándose de delitos de acción privada, el perdón del ofendido —incluso posterior al ejercicio de la acción penal— extingue la responsabilidad del inculpado (art. 94 N.º 5). Con posterioridad a la formalización, todavía existen facultades dispositivas de los intervinientes de la mayor relevancia, con un mínimo control judicial. Así, entre fiscal y la defensa del imputado se puede acordar la suspensión condicional del procedimiento (art. 237 CPP), la pena en los procedimientos simplificado con admisión de responsabilidad y abreviado con aceptación de hechos y antecedentes de la investigación (arts. 395 y 406 CPP), y la prueba a rendir en el juicio oral (art. 275 CPP). Y también existe la posibilidad de que, en determinados casos, exista un arreglo entre víctima e imputado (“acuerdos reparatorios”, art. 241). Este conjunto de arreglos, y otros que pueden traducirse en formalizaciones por hechos de menor entidad, acuerdos sobre las circunstancias atenuantes y agravantes a ser apreciadas, dificultades prácticas por falta de colaboración de las víctimas que habrían de ser testigos, etc., producen el efecto de limitar las facultades jurisdiccionales y permiten afirmar que la introducción del sistema acusatorio genera la posibilidad de una justicia penal consensuada, de carácter dispositivo y con una evidente inclinación a reducir el uso de las condenas privativas de libertad (principio pro reo) como forma de término de los procesos, bien diferente al carácter oficial de la persecución penal inquisitiva (o. o. Horvitz, “Seguridad”, 114, quien desde una perspectiva retributiva condena por “eficientistas” esta clase de negociaciones, que califica de “una ficción de reproche basada en una pseudoaceptación del imputado del contenido de las actas de investigación del ministerio público, no sobre hechos probados cognoscitivamente, lo que afecta la legitimación retrospectiva del proceso y de la pena exigida por el principio de legalidad penal”). A lo anterior se suman los criterios de actuación del Ministerio Público, sintetizados en la Política Nacional de Persecución Penal de 2018, según la cual se priorizarán los esfuerzos de investigación y enjuiciamiento en ciertos delitos, favoreciéndose las salidas alternativas y términos consensuados en
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el resto. Los delitos priorizados para su persecución a nivel nacional en son, por ahora, los siguientes: i) delitos violentos contra la propiedad, incluyendo el robo en lugar habitado; ii) tráfico de drogas, delitos contemplados en la ley de control de armas, lavado de activos y asociaciones ilícitas; iii) femicidios, delitos sexuales que afecten a niños, niñas y adolescentes y personas en situación de vulnerabilidad y delitos cometidos en contexto de violencia intrafamiliar; iv) delitos de corrupción y delitos económicos que afecten el funcionamiento del mercado; v) delitos de tortura y apremios ilegítimos, trata de personas y tráfico ilícito de migrantes; vi) homicidio; y vii) manejo en estado de ebriedad con resultado de muerte. Luego, en todos los delitos contra la propiedad “no violentos” (hurtos y robos con fuerza) o por engaño (estafas) y en todas las lesiones no cometidas en contexto de violencia intrafamiliar, así como los cuasidelitos de cualquier naturaleza, se preferirán las salidas consensuadas y los términos que no importen sentencias condenatorias privativas de libertad.
D. Fuentes mediatas del derecho penal En nuestro sistema jurídico, de conformidad con la garantía constitucional del principio de legalidad, no es posible fundamentar una acusación penal sobre la base de la existencia de un hecho punible no contemplado en la ley penal. A ello se refieren el art. 1 CP al definir legalmente el delito como “acción u omisión voluntaria penada por la ley” y el art. 259 CPP al exigir que la acusación contenga “la expresión de los preceptos aplicables” para calificar jurídicamente el hecho, las circunstancias modificatorias de la responsabilidad penal, el grado de participación del acusado y la pena cuya aplicación se solicitare. En consecuencia, los tratados internacionales no auto ejecutables, la costumbre, la jurisprudencia, y la doctrina penal solo constituyen fuentes mediatas del derecho penal.
a) La jurisprudencia como fuente creadora del derecho en el caso concreto Según el inc. 2 del art. 3 CC, “Las sentencias judiciales no tienen fuerza obligatoria sino respecto de las causas en que actualmente se pronunciaren”. Esto significa que, aunque los fallos de cada tribunal obligan en el caso concreto y, por tanto, constituyen normas del sistema jurídico real, cuya creación, “para el caso concreto”, se encuentra autorizada por la Constitución (Kelsen, Teoría, 349 y 354), no pueden invocarse como autoridad con carácter obligatorio frente a otro tribunal en un caso diferente.
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En nuestro sistema, “solo toca al legislador explicar o interpretar la ley de un modo generalmente obligatorio”, como dispone el inc. 1 de dicho art. 3 CC. No obstante, la interpretación del derecho que hace el juez en un caso concreto o la que haga suya de entre las propuestas por la doctrina privada, servirá para la concreta calificación de un hecho como delito o no y para determinar la clase y medida de la pena a imponer, con efectos reales y no meramente declarativos: una persona será encarcelada o no según el tenor de esa decisión jurisprudencial, pues las Fuerzas de Orden y Seguridad se encuentran obligadas a darle cumplimiento, sin cuestionar su mérito o fundamentos (art. 76 CPR). Este es el sentido perlocucionario de una formulación lingüística (Austin, 101): la interpretación de la ley en el caso concreto hecha por el tribunal competente produce efectos contrastables objetivamente más allá de su expresión, declaración o comunicación: una persona cumple condena o es liberada. En la medida que los tribunales superiores, sobre todo la Corte Suprema, interpreten de manera constante y uniforme ciertas disposiciones, resuelvan diferentes interpretaciones de las Cortes de Apelaciones sobre un mismo punto de derecho (art. 373 b) CPP) y los tribunales inferiores acepten estas propuestas, tales interpretaciones podrían constituir también precedentes que permitan un tratamiento igualitario y previsible de la ley. Sin perjuicio de ello, el art. 3 CC otorga a las sentencias judiciales un carácter relativo, que permite la necesaria evolución de la jurisprudencia mediante las sucesivas diferenciaciones que deban hacerse respecto del material fáctico y el derecho aplicable a través de tiempo, por lo que, en ningún caso, puede considerarse la vinculación a los precedentes como absoluta (Künsemüller, “Jurisprudencia”, 417).
b) La doctrina privada y jurisprudencial como fuente mediata En el caso del dogmático o estudioso del derecho, su doctrina, de carácter privado, puede considerarse una propuesta de reconstrucción del significado semántico de una norma concreta y, por eso, es una fuente mediata y no inmediata del derecho penal. Sin embargo, al contrario que la jurisprudencia de los tribunales, que al menos tiene efecto obligatorio en los casos en que se pronuncia, la de los autores solo puede pretender convencer de la corrección de sus propuestas a dichos tribunales, cuando son de lege lata, o al legislador, tratándose de aquellas de lege ferenda. Pero tanto la doctrina privada como la contenida en los fallos de los tribunales, sobre todo los superiores cuando deciden la existencia o no de errores de derecho en los fallos de los inferiores, tiene una pretensión que va más allá de la simple declaración del sentido de la ley (sentido locucionario)
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o de la aplicación de uno particular en un caso concreto (sentido perlocucionario). Ambas tienen también un sentido pragmático, argumentativo o ilocucionario, esto es, pretenden convencer al resto de la comunidad y, especialmente a quienes son competentes para adoptar decisiones vinculantes, para adoptar como propio lo que se propone como sentido del texto de la disposición interpretada y aplicarlo con efectos reales en la decisión de un caso concreto (v., sobre las diferencias de estos sentidos del habla en la práctica forense chilena, Coloma, “Mentiras”, 28. La distinción fue propuesta originalmente por Austin, 101). A esta capacidad de la doctrina privada y jurisprudencial para influir argumentativamente en los fallos de los tribunales se refiere el 342 d) CPP, cuando impone al sentenciador la obligación de exponer “las razones legales o doctrinales que sirvieren para calificar jurídicamente cada uno de los hechos y sus circunstancias y para fundamentar el fallo”. Dichas “razones doctrinales” permiten fundamentar un fallo, pero solo en la medida que contribuyen a la interpretación de la ley vigente y aplicable al caso concreto, pues, como se ha dicho, ni la jurisprudencia ni los autores son fuentes de normas de carácter general y obligatorio que puedan crear delitos, circunstancias modificatorias o determinar la imposición de penas no contempladas en la ley. No obstante, es discutible que la limitación que establece el principio de legalidad a las fuentes mediatas del derecho penal para crear delitos y establecer penas se extienda también a las proposiciones normativas que permiten establecer exenciones, limitaciones o atenuaciones a la punibilidad no contempladas legalmente. Una interpretación del referido art. 342 d) CPP que aparentemente no pugna con la garantía constitucional podría llevar a esa conclusión, al suponer la consideración alternativa (no copulativa) de las razones legales o doctrinales para la calificación de los hechos materia de la acusación. Defensas como la del error de prohibición o falta de dolo, no comprendidas expresamente en el art. 10, sino basadas en una interpretación del art. 1, son aplicables por esta vía.
E. La costumbre. Defensa cultural basada en la costumbre de los pueblos originarios Según el art. 2 CC, “la costumbre no constituye derecho sino en los casos en que la ley se remite a ella”, lo que es concordante con la prohibición constitucional de considerar otras fuentes diferentes a la ley en el establecimiento de delitos y penas. No obstante, nada impide que los tér-
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minos de la remisión legal permitan a la costumbre no solo integrarse en la interpretación de la ley, como en el caso de las razones doctrinales a que hace referencia el art. 342 d) CPP, sino también constituir fuente autónoma de eximentes y atenuantes. Esta es la llamada “defensa cultural”, basada en el reconocimiento legal y constitucional de la normatividad de los pueblos originarios. Originada en los arts. 13 y 14 Ley 16.641, que establecen un régimen excepcional y más favorable de penalidad para la etnia Rapa Nui respecto de los delitos de carácter sexual y contra las personas y la forma de su cumplimiento y en el art. 54 Ley 19.253, que reconoce la costumbre de los pueblos originarios “cuando ello pudiere servir como antecedente para la aplicación de una eximente o atenuante de responsabilidad”, su principal fuente normativa actual es la ratificación por el Estado de Chile del Convenio 169 de la OIT, que otorgó a la normatividad de los pueblos originarios, reflejada en sus costumbres, un carácter constitucional autónomo, que permite hacer excepción a la garantía de igual aplicación de la ley (art. 19 N.º 2) y afirmar una aplicación diferenciada de la ley que no se entiende como arbitraria, sino manifestación del reconocimiento de ese pluralismo normativo. Con ello, se reconoce incluso la posibilidad de la licitud de la actuación sobre la base de una normatividad que, eventualmente, no coincida con la aplicable a todo el resto de los ciudadanos dentro de un mismo marco cultural (Couso, “Multiculturalismo”, 186. Con reservas, Carnevali, “Multiculturalismo”, 24). Con este reconocimiento, la costumbre de los pueblos originarios ya no se emplea únicamente para establecer la eximente de ejercicio legítimo de un derecho, una defensa basada en la creencia de que tal derecho existía (error de prohibición) o interpretar la ley en aquellos casos que se deja un margen suficiente para recurrir a principios regulativos, como cuando se habla de la “necesidad racional” del medio empleado en defenderse, lo “irresistible” de la fuerza moral que representan las costumbres ancestrales, el carácter no significativamente superior del mal que se causa en comparación con el evitado en estado de necesidad, o el obrar “por celo de la justicia”, entre otras disposiciones más o menos abiertas a la valoración cultural de los arts. 10 y 11 (con referencias jurisprudenciales, v. Villegas, “Exculpación y justificación”, 194, donde se mencionan los casos de una absolución por una supuesta usurpación donde se alegó el derecho ancestral como fuente del de propiedad de los acusados el año 2008; el de un sacrificio para calmar el mar tras el terremoto de 1960; y la muerte de una mujer acusada de bruja en 1953). Para aceptar estas defensas, no es necesario atender a la mayor o menor “integración” a la sociedad no indígena que se pueda predicar de los
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miembros de los pueblos originarios, como se sugería antes por parte de la doctrina (Modollel, “Consideraciones”, 285), sino únicamente al reconocimiento objetivo de la costumbre de los pueblos que se trate. Hoy en día, además, es deber del Estado “al aplicar la legislación nacional a los pueblos interesados”, tomar “debidamente en consideración sus costumbres o su derecho consuetudinario” y respetar “el derecho de conservar sus costumbres e instituciones propias, siempre que éstas no sean incompatibles con los derechos fundamentales definidos por el sistema jurídico nacional ni con los derechos humanos internacionalmente reconocidos” (art. 8 Convenio 169). Particularmente, el art. 9.1 del Convenio señala que “deberán respetarse los métodos a los que los pueblos interesados recurren tradicionalmente para la represión de los delitos cometidos por sus miembros”, a condición de “ello sea compatible con el sistema jurídico nacional y con los derechos humanos reconocidos”; que los tribunales y demás autoridades deben tener en cuenta la costumbre indígena en materia penal en sus pronunciamientos (art. 9.2); y que, al imponer penas, se tomen también en cuenta las características económicas, sociales y culturales de los miembros de los pueblos originarios (art. 10.1); dando “la preferencia a tipos de sanción distintos del encarcelamiento” (art. 10.2). Las defensas culturales más recurrentes e indiscutidas son aquellas en que la forma de vida del imputado determina su comprensión de la realidad fáctica o de la normatividad dominante, atendida su pertenencia a un pueblo originario determinado, la prueba de las costumbres de dicho pueblo y, sobre todo, de las condiciones de vida del imputado, particularmente su grado de aculturación o inmersión en la cultura dominante. Así, p. ej., la creencia de ser heredero o dueño de un terreno, de que es legítimo el acceso carnal a todas las jóvenes púberes que viven con él, de que el transporte de mercancías ha de hacerse sin preguntar ni cuestionar sobre la naturaleza de los objetos transportados en paquetes cerrados, de que es lícita la adquisición de fulminantes empleados en el trabajo, etc., parecen corresponder a este concepto. También se han acogido, como defensas culturalmente fundadas, aquellas en que se excluye el elemento volitivo del dolo, particularmente en delitos de usurpación, aduciendo que la ocupación de terrenos, violenta o no, hecha con la finalidad de que las instituciones estatales realicen las diligencias para traspasar los predios a las comunidades indígenas, excluiría el dolo de apropiación; y también en casos de posesión de hojas de coca para realización de tratamientos y rituales ancestrales (v. sobre ambos tipos de defensas, con las respectivas referencias a los fallos, mayoritariamente de instancia, Barrientos, “Uso”, 24).
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Además, es posible plantear como defensa cultural el principio de preferencia por la sanción no privativa de libertad si se trata de elegir entre una pena de reclusión o multa, como en el caso de las lesiones menos graves del art. 399 CP o de otorgar o no una pena sustitutiva de la Ley 18.216. Incluso nuestra Corte Suprema ha estimado que no existe grave falta o abuso y es una interpretación legítima del Convenio 169 la que permite aceptar los acuerdos reparatorios en casos violencia intrafamiliar entre miembros de la etnia mapuche, contra la expresa prohibición del art. 19 Ley 20.066 (SCS 4.01.2012, Rol 10635-11). La preferencia por acuerdos reparatorios y negociaciones entre miembros de un grupo cultural también ha sido aceptada y promovida por nuestros tribunales tratándose de delimitación de derechos de aguas, deslindes y daños en las propiedades comunes y de los miembros del grupo (v. Barrientos, “Uso”, 33). Sin embargo, la Corte Suprema estima también que la aplicación de este Convenio no importa la obligatoriedad de esas consecuencias (SCS 26.12.2012, GJ 387, 171). Y se ha señalado también que para la alegación de esta defensa cultural no es suficiente invocar la referencia patronímica de los involucrados, sino que debe acreditarse que se encuentran inmersos en la cultura del pueblo originario a que dichos apellidos hacen referencia (SCA Santiago, Rol 61.2013, RChDCP 2, N.º 4, 283, con nota crítica de I. Barrientos, aduciendo que la pertenencia a un grupo originario es parte de la identidad personal, que no puede ser definida por criterios externos). A la inversa, tampoco parece necesario ni suficiente para alegar una defensa cultural, en los términos del Convenio 169, que el delito que se trate sea uno “culturalmente motivado”, esto es, “aceptado como una conducta normal y aprobado o, incluso, respaldado y promovido en determinada situación” por un grupo cultural y en un momento determinado (v. Broeck, cit. por Barrientos, “Uso”, 7), sino que ella debe referirse a la normatividad prexistente del pueblo originario, sin confundirla con sus aspiraciones políticas o de otra naturaleza, que no afectan la comprensión de la realidad fáctica y del sistema normativo dominante en que el miembro del pueblo originario se encuentra inserto. Otra cosa es que, como todo fenómeno cultural, la costumbre de los pueblos originarios pueda ir variando con el tiempo y que, en cada caso, ha de referirse a la asentada en el momento de los hechos (Olguín, 52). La resistencia a la consideración de esta defensa cultural en procesos nacionales ha sido reprochada por la doctrina y el Sistema Interamericano de derechos Humanos (Royo, 379). Así, en el asunto Gabriela Blas (Solución Amistosa, Informe CIDH N.º 155/18, 21.11.2018), pastora aimara condenada por la muerte de su hijo en el altiplano durante un arreo (SCA Arica 30.8.2010, DJP 34, 85, con comentario crítico de B. Alarcón y V.
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Ruiz-Tagle), se impuso por el órgano supranacional la necesidad de dictar un indulto y dar una declaración pública de disculpas por parte de nuestro Ministro de Relaciones Exteriores, por no haberse considerado en el juicio las diferencias culturales y de género que, desde la cosmovisión de la condenada, perteneciente a la etnia Aimara, la exculparían por el abandono de la criatura fallecida. Esta modificación al sistema legal se seguirá desarrollando en el futuro y para el adecuado empleo de la defensa cultural que de allí se sigue será necesario contar —más allá del Manual y la Guía elaboradas por la Defensoría Penal Pública al respecto— con estudios actualizados sobre las costumbres y sistemas normativos de nuestros pueblos originarios, labor que ya ha comenzado, al menos respecto de los sistemas aimara y mapuche o Az Mapu (Villegas D., “Sistemas”, 222; y Villegas y Mella, 1390). Sin embargo, se advierte que una cosa es la integración de la costumbre de los pueblos originarios como fuente mediata del derecho nacional y otra, bien diferente, la existencia de una justicia indígena “ancestral que presupone el control de un territorio, autonomía y cosmovisión”, con tribunales autónomos cuya competencia excluya la de los ordinarios y sujetos únicamente a la superintendencia de la Corte Suprema (Villegas D., “Derecho propio”, 206). Más allá, para la “liquidación” de raíz del problema de la compatibilidad entre los sistemas jurídicos de los pueblos originarios y el dominante en nuestro país, se propone no sólo en el reconocimiento de esa autonomía jurisdiccional de los pueblos originarios, sino también la exclusión personal de sus miembros de la justicia ordinaria, salvo que su remisión a ésta sea considerada por las propias instituciones indígenas como la respuesta adecuada al hecho que se trate (Guzmán, D., “Minorías étnicas”, 114). De todas maneras, cualquiera sea su desarrollo futuro, la defensa cultural se ve enfrentada a límites normativos expresados en las propias disposiciones legales que la fundamentan: el respeto a los derechos fundamentales consagrados en la Constitución y a los derechos humanos internacionalmente reconocidos (art. 54 ley 19.253 y art. 9.1 Convenio OIT). Sobre esta base, lo que actualmente es indiscutido es que la defensa cultural no alcanza para avalar la comisión de delitos de homicidio, tortura y sujeción a la esclavitud. Según el acuerdo del TC de 3.9.2020, al declarar inaplicables los arts. 13 y 14 Ley 16.641, tampoco se permite su alegación para rebajar la pena en casos de delitos de carácter sexual contra las mujeres. Tampoco parece posible, en nuestro sistema constitucional, que el derecho de los pueblos originarios pueda convertirse en fuente directa del derecho penal, estableciendo sus propios delitos y sanciones (Olguín, 47. O. o., Villegas, “Interculturalidad”, 68, trayendo a colación el ejemplo colombiano).
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F. Derecho penal internacional, derecho internacional de los derechos humanos y derecho internacional humanitario. Su influencia en el derecho penal local El derecho penal internacional es un sistema normativo sui generis, cuyo objetivo es el juzgamiento y la imposición de penas a los principales responsables de los más graves crímenes de genocidio, guerra y de lesa humanidad por parte de la comunidad de naciones toda. Se trata, por tanto, de una “parte del derecho internacional” (Ambos, Völkerstrafrecht, 41). Sus fuentes son el conjunto de normas y decisiones jurisprudenciales internacionales y nacionales que determinan cada uno de sus aspectos; y, en particular, en lo que toca a sus “aspectos penales”, las convenciones internacionales, la costumbre y los Principios Generales del Derecho derivados de los sistemas jurídicos del mundo (Bassiouni, Introducción, 51). La competencia general para establecer tribunales destinados a juzgar tales hechos y los estatutos que los rigen está entregada hoy en día al Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, como garante de la paz y seguridad internacionales (Capítulo VII de la Carta de las Naciones Unidas). Además, tras un tortuoso proceso interno, Chile ha ratificado el Estatuto de Roma sobre la Corte Penal Internacional, que entrega convencionalmente a dicho tribunal competencia para juzgar y conocer los crímenes de genocidio, de guerra y de lesa humanidad que en dicho tratado se definen y sancionan (Carnevali, “Conformación”, 27; Cárdenas, “Antecedentes”. Sobre las dificultades para su ratificación e implementación, v. Guzmán, “Dificultades”. Y sobre las criticas actuales al funcionamiento y legitimidad de la Corte Penal Internacional, v. Lorca, “Castigar sin Estado”). Fuertemente relacionado con este sistema, cabe señalar que en el derecho internacional existen dos cuerpos normativos que establecen limitaciones y excepciones a la aplicación del derecho penal local: i) el derecho internacional de los derechos humanos, al que hace referencia el art. 5 inc. 2 CPR que, como limitación al derecho penal local, se expresa en el principio de reserva; y ii) el derecho internacional humanitario (básicamente, Convenios de Ginebra de 1949) que, como regulación de la guerra, admite con ciertos límites el empleo de la fuerza letal contra combatientes sin necesidad de justificar la legítima defensa o el estado de necesidad ordinario, sino únicamente con base a las necesidades militares de imponerse al enemigo en un conflicto armado, aún cuando ello importe daños colaterales a propiedades y personas no combatientes. El conjunto de estos tres órdenes de tratados puede considerarse dentro de la referencia que el art. 5 inc. 2 CPR hace a los tratados sobre derechos
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humanos como límites de la soberanía nacional. Y, en ese sentido, su contenido, trabajos preparatorios, la jurisprudencia de los tribunales internacionales y la doctrina de los organismos encargados de su aplicación, se transforman no solo en fuente mediata para determinar su sentido y alcance del derecho nacional que los implementa; sino que sirven también para limitar la validez y alcance de las disposiciones locales que eventualmente los contradicen. Así, p. ej., respecto de las atrocidades cometidas por los agentes de la Dictadura Militar de 1973-1989, su calificación como crímenes de guerra o de lesa humanidad por nuestros tribunales nacionales habilita la exclusión de las defensas de prescripción, amnistía y cosa juzgada fraudulenta, según el derecho internacional reconocido por la Corte Interamericana de Derechos Humanos y nuestra Corte Suprema (SCS 26.8.2015, RCP 43, N.º 4, 243, con nota favorable de R. González-Fuente; Parra, 9; y Fernández N., 478). Se trata, por tanto, de hechos juzgados de conformidad con el derecho penal nacional, pero que, por su calificación como delitos de lesa humanidad, están sujetos además a esas reglas especiales, derivadas del derecho internacional, como consecuencia de la obligatoriedad de estas disposiciones, cuya superioridad normativa está reconocida expresamente en el art. 5 CPR como límite de la soberanía nacional (Núñez D., 92). En la actualidad, cabe destacar, además, la importancia que adquiere la aplicación de las reglas del derecho internacional de los derechos humanos y del derecho internacional humanitario en la llamada “guerra contra el terrorismo”, donde la calificación de quienes intervienen en ella como “combatientes” o no es relevante para su detención indefinida y eventual muerte selectiva (sobre la situación en Guantánamo v. Ambos y Maleen; y sobre la muerte de Bin Laden, Lorca, “Asesinatos selectivos”, y Cárdenas, “Bin Laden”, 134). A veces, aparte de las normas que en dichos ámbitos del derecho internacional se comprenden y son indisponibles para los Estados (el llamado ius cogens), muchos de los tratados internacionales sobre estas materias requieren la implementación a nivel local de determinadas normas, sobre todo cuando en ellos se establecen obligaciones de perseguir delitos en la jurisdicción de los Estados Parte o crear ciertas instituciones u organismos locales. Así, p. ej., dado que las reglas del Estatuto de Roma sobre la Corte Penal Internacional solo son aplicables a los casos que no hayan podido ser juzgados seriamente en los países donde tuvieron lugar (principio de complementariedad, art. 17 Estatuto de Roma), la Ley 20.357 tipifica en Chile también crímenes de lesa humanidad y genocidio y crímenes de guerra, aplicables directamente como derecho nacional por nuestros tribunales de justicia, sin perjuicio de que su interpretación ha de estar referida a la que
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la jurisprudencia y doctrina internacionales hacen del mentado Estatuto de Roma para cumplir con el requisito de persecución seria que impide el ejercicio de la jurisdicción por parte de la Corte Penal Internacional (Cárdenas, “Implementación”, 10). Ello, aunque los términos del Estatuto parecen solo obligar a sus suscriptores a establecer especiales delitos de obstrucción a la justicia internacional (Bascuñán, “Estatuto”, 114). En la academia, la importancia de esta materia ha permitido la creación de cursos especializados y de una amplia literatura en la que destacan, entre nosotros, los aportes de C. Cárdenas, quien sucedió en la primera cátedra de la materia creada en la U. de Chile a don A. Etcheberry —representante nacional en la Conferencia de Roma donde se aprobó el texto del Estatuto de la Corte Penal Internacional—; J. Couso (discípulo, como C. Cárdenas, de Werle); F. Girão y J. L. Guzmán, ambos a través de su constante trabajo en el Grupo de Estudios sobre la Corte Penal Internacional, actualmente al alero del Centro de Estudios de Derecho Penal Latinoamericano, de la Universidad de Gotinga, dirigido por el Prof. K. Ambos, el principal exponente en la materia en el Derecho continental (Ambos, Treatise).
G. Derecho penal transnacional y derecho penal local El derecho penal transnacional está compuesto por las disposiciones contenidas en los tratados y convenciones internacionales que establecen crímenes de trascendencia internacional o international crimes que no forman parte del derecho penal internacional (Werle, 92). Ellas obligan, con diversos matices, a establecer ciertas conductas como delitos e imponerles penas, pero sus disposiciones no son autoejecutables ni existen tribunales u organismos internacionales creados o que se puedan crear para su aplicación directa por la comunidad internacional, sino que requieren de implementación en cada Estado Parte, mediante la dictación de una ley, formalmente diferenciada del tratado que se trate, que describa la conducta punible y señale la pena o medida de seguridad aplicable, como exigen los arts. 19 N.º 3, 54 y 63 N.º 2 y 3 CPR (STC 3.11.2009, Rol 1504). No obstante, su contenido normativo como fuente mediata para la determinación del sentido y alcance de las leyes nacionales que los implementan es innegable, particularmente en tanto la ley interna contiene referencias conceptuales y normativas al tratado internacional que le dio origen (Cárdenas, “Aplicabilidad”, 125. O. o. Navarro D., 109). Así, p. ej., la Ley de Caza, N.º 19.300, se remite directamente en sus arts. 30 y 31 al Convenio CITES para determinar las especies en peligro de extinción cuya caza y tráfico ilícito se sanciona.
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La importancia del derecho penal transnacional para la formación del derecho penal local en el cambio de siglo ha sido fundamental y ha determinada buena parte de las reformas a los delitos de tráfico ilícito de drogas (Ley 20.000), lavado de activos (Ley 19.913), financiamiento del terrorismo (Ley 18.314), tráfico de animales en peligro de extinción (Ley 20.962), pornografía infantil (art. 467), cohecho y otros delitos de corrupción de empleados públicos y particulares (arts. 233 a 250), trata de personas y tráfico de inmigrantes (arts. 411 bis a quinquies), entre otras materias. Esta influencia de los tratados en la reforma del derecho penal local se extiende también a su parte general, incorporándose para su implementación nuevas reglas que amplían las posibilidades de extradición y juzgamiento para evitar los paraísos jurisdiccionales (art. 6 COT), y la importantísima modificación que establece la responsabilidad penal de las personas jurídicas por la Ley 20.393 (para un panorama de la influencia de estos tratados en la legislación nacional, v. Nilo, “Globalización”, 69). En Europa, a partir de las regulaciones expresas del llamado Tercer Pilar del Tratado de la Unión (reglas penales de protección del sistema de justicia europeo) y la sucesión de Directivas y acuerdos de los Estados miembros en materias penales se habla de un derecho penal supranacional, esto es, de un derecho penal originario de la Unión, con sus propias sanciones y órganos competentes de aplicación, diferenciado de los derechos locales (Carnevali, Unión Europea). Sin embargo, estas disposiciones funcionan propiamente como un sistema de derecho penal transnacional de carácter regional en vez de uno supranacional, sin que se haya llegado a la constitución de tales órganos independientes, razón por la cual más de un autor califica de “ilusión” la supuesta existencia de un derecho penal comunitario (Bernardi, 1159. Las dificultades para la creación de un verdadero derecho penal supranacional en un continente con diversas tradiciones jurídicas pueden verse en Ambos, “Desarrollo”, 51; y Carnevali, “Armonización”).
H. Derecho administrativo sancionador y derecho penal a) El aspecto problemático de la distinción Toda norma que no emane del Poder legislativo está impedida de crear delitos, sancionando penalmente conductas determinadas. Del mismo modo, toda autoridad diferente del Poder Judicial está impedida de imponer sanciones penales. Sin embargo, la mayor parte de las sanciones que el art. 21 identifica como penas pueden, materialmente, también ser impuestas por las autoridades administrativas para el aseguramiento del orden y las finali-
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dades de servicio y control del Estado. Ello ocurre particularmente las multas e inhabilidades para ejercer ciertos cargos, profesiones, oficios, derechos o actividades determinadas. De allí que el art. 20 ha debido aclarar que no se reputan penas, entre otras sanciones, las “correcciones que los superiores impongan a sus subordinados y administrados en uso de su jurisdicción disciplinal o atribuciones gubernativas”. El conjunto de normas que establecen estas sanciones se conoce como derecho administrativo sancionador, que comprende las atribuciones gubernativas generales para imponer sanciones a todos los ciudadanos y el llamado derecho disciplinario, que solo rige para quienes tienen una especial relación de subordinación y servicio con el Estado, como los funcionarios públicos regidos por el EA y los de las Fuerzas Armadas, en relación con sus ordenanzas de disciplina interna, o los Diputados y Senadores respecto de las faltas contempladas en la Ley Orgánica del Congreso Nacional, p. ej. Ocasionalmente, estas normas disciplinarias se extienden a terceros sujetos a la potestad de los órganos del Estado, como sucede con las medidas disciplinarias que pueden adoptar los Tribunales de Justicia respecto de quienes desempeñan funciones auxiliares de la administración de justicia (abogados, notarios, conservadores, receptores, relatores, etc.), se presentan a litigar ante ellos o en las audiencias que celebren (art. 530 COT) o se encuentran detenidos, presos o condenados. Por lo anterior, hay que convenir que, en términos normativos, la delimitación entre el derecho penal y el administrativo sancionador es “enteramente formal: son penas o multas penales las impuestas por un tribunal con competencia en materia penal y en el marco de un procedimiento penal”, y el resto, no (Hernández B, “Comentario”, 446. O. o. Letelier, 672; Aracena, 113; Londoño, “Tipicidad”, 152; y van Weezel “Paradigma”, 1008, quienes ven una diferencia material en las diferentes funciones que cumplirían ambos ordenamientos). Sin embargo, el TC ha señalado que sí existiría un límite material al derecho administrativo sancionador que permitiría diferenciarlo del derecho penal, no en cuanto a sus funciones, pero sí referido a la naturaleza de las sanciones a imponer: la imposibilidad de que la Administración imponga sanciones privativas de libertad que no sean al menos revisables por un tribunal con competencia en lo criminal (STC 21.10.2010, Rol 1518). Es dudosa, por tanto, la constitucionalidad de las ordenanzas municipales que imponen sanciones restrictivas de libertad o privaciones temporales de éstas, como la N.º 1756 de 2007, de la Municipalidad de Arica que impone la sanción de trabajo en beneficio de la comunidad a sus infractores. Del mismo modo, parecen contrarias al orden constitucional las disposiciones de carácter local que pretenden interpretar con carácter general la ley penal
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—labor reservada al legislador, art. 3 CC—, declarando que los grafitis o rayados en muros constituyen el delito de daños del art. 484 del CP, como el art. 8 Ordenanza Municipal de Coquimbo, de 8.10.2009, N.º 5927. En cambio, los apremios o arrestos temporales para forzar el cumplimiento de obligaciones determinadas no son penas y se admiten por regla general, en la medida que respeten los principios de legalidad y proporcionalidad (Fernández C. y Boutaud, 363). Esta delimitación material entre las sanciones disponibles entre uno y otro ordenamiento explicaría por qué la multa-pena si no es satisfecha por el condenado, puede convertirse por vía de sustitución y apremio en pena de reclusión, hasta un máximo de seis meses o de trabajo en beneficio de la comunidad (art. 49); mientras las multas administrativas no son convertibles y el Estado solo podría cobrar el importe por la vía ejecutiva o propiamente administrativa que la regulación particular establezca. Tampoco se hacen constar en el registro de antecedentes del sancionado ni obstan la procedencia de la circunstancia atenuante 6.ª del art. 11, sobre conducta anterior irreprochable. Lo mismo se aplica a todas las otras sanciones administrativas, como la clausura del establecimiento, la cancelación del permiso para ejercer determinada actividad, la revocación de la personalidad jurídica, la suspensión de actividades u obras, etc. No obstante, de manera excepcional, nuestro sistema legal conoce la posibilidad de imponer privaciones administrativas de la libertad personal por exigencias sanitarias con posibilidad de revisión judicial, en casos de enfermedades contagiosas o problemas graves de salud mental, alcoholismo o dependencia a las drogas (arts. 22, 34 y 130 Código Sanitario; y SCS 12.9.2019, Rol 13279-19). Por otra parte, cada vez se ha ido abandonando con más fuerza la idea de que el derecho administrativo sancionador sería sustancialmente semejante al derecho penal por ser ambos expresión de un mismo ius puniendi, existiendo entre ellos solo una diferencia cuantitativa, debiendo aplicarse a las sanciones administrativas las garantías mínimas de derecho penal, aunque “con matices” (DCGR 26202, de 2017; Cordero, 155). En efecto, la aplicación “con matices” de las garantías penales al derecho administrativo sancionador no parece más que una declaración retórica cuando dichos matices se reducen a su mínima expresión, como sucede con la flexibilidad aceptada para dar “aplicación” al principio de tipicidad en el derecho administrativo (Krause, “Taxatividad”, 236). Ello explica el abandono de esta propuesta por la actual jurisprudencia administrativa, que sostiene: “si bien en épocas pretéritas parecía indispensable acudir al ordenamiento penal para alcanzar la protección del ciudadano frente al ejercicio de la potestad sancionatoria de la Administración, el estado actual de desarrollo del dere-
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cho administrativo, tanto por la vía normativa como jurisprudencial, hacen innecesaria esa operación”, por lo que “descartada la necesaria aplicación de las normas y principios del derecho penal al ejercicio de la potestad sancionatoria de la Administración para alcanzar la finalidad garantista que la justificaba, resulta menester entonces acudir al derecho común en aquellas materias no reguladas por el derecho administrativo, el que en nuestro caso corresponde al Código Civil” (DCGR 24731, de 12.9.2019). No obstante, la jurisprudencia judicial parece mantener el criterio de la aplicación “con matices” de las garantías del derecho penal al Administrativo Sancionador, como si fuesen parte de un mismo sistema (STC 27.07.2006, Rol 480 y SCS 30.10.2014, RCP 42, N.º 1, 141, con nota crítica de J. I. Núñez). Esta tesis, según la doctrina administrativa, significaba que “los principios de legalidad y tipicidad y, desde luego, todos aquellos que garantizan el derecho de las personas a la defensa jurídica y la protección de sus derechos, en la aplicación del derecho penal, como el debido proceso, el justo y racional procedimiento, proporcionalidad, razonabilidad, culpabilidad, deben ser aplicables también al ámbito del ius puniendi ejercido por el Estado Administrador (Navarro B., 243). Sin embargo, en la práctica reciente de los tribunales superiores también se ha ido dejando de lado, particularmente en relación con la aplicación de las reglas de la prescripción de las sanciones administrativas, que se remiten al derecho civil (SCS 23.10.2018, Rol 44510-17) y, sobre todo, a la habilitación de la imposición de sanciones simultáneas o sucesivas por hechos sujetos a la jurisdicción administrativa y a la penal (SCS 6.9.2019, Rol 14091-19). Para una reforma futura, parece razonable la propuesta de diferenciar formal y materialmente entre la imposición de sanciones privativas o restrictivas de libertad, a cargo del sistema penal, y las otras sanciones pecuniarias y privativas de derechos, que podrían quedar a cargo de un sistema administrativo, posibilitando así su aplicación conjunta, restando únicamente el problema de coordinación de las penas a imponer a las personas jurídicas, cuyas sanciones no pueden ser corporales, como las de las personas naturales (similar, pero distinguiendo dos subsistemas de sanciones privativas de libertad, según el carácter atribuido de “prospectivo” y “perspectivo” —algo que no corresponde a la naturaleza de la sanción, sino al observador o a la intencionalidad de quien la impone—, v. en Wilenmann, “Imposición”, 59).
b) Inexistencia, en principio, de bis in idem y reglas de coordinación El art. 20 establece la regla general de separación de jurisdicciones en nuestro ordenamiento, de conformidad con la cual son independientes y
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compatibles entre sí las sanciones y procesos penales, administrativos disciplinarios y administrativos sancionadores (gubernativos), que pueden imponerse y desarrollarse simultáneamente (SCS 6.9.2019, Rol 14091-19, y SCA Santiago 20.1.2017, RCP 44, N.º 2, 295, con nota aprobatoria de R. Collado). Muchas leyes que imponen sanciones administrativas y penales reiteran esta regla con frases de estilo que dejan a salvo la responsabilidad penal o declaran que las sanciones impuestas son “sin perjuicio” de las establecidas por la ley penal, etc. (p. ej., arts. 174 Código Sanitario, 136 Ley General de Pesca y art. 63 Ley 18.045). Estas reglas no se oponen a la Constitución, que nada dice al respecto, ni tampoco a los Tratados Internacionales sobre Derechos Humanos, cuyas disposiciones solo limitan la doble persecución penal (art. 8 N° 4 CADH y art. 14 N° 7 PIDCP), y así lo han resuelto nuestros tribunales, con el argumento de que las diferentes jurisdicciones cumplen distintas funciones (SCS 28.9.2020, Rol 21.05420; STC 26.11.2013, Rol 2402). Una regulación similar rige la separación de jurisdicciones respecto de la responsabilidad civil extracontractual, que puede perseguirse con total independencia del proceso penal, aún en casos de dictarse sentencia absolutoria (arts. 67, 68, 170 CPP y 179 CPC). Esta es la doctrina que se aplica, de antiguo, tratándose de hechos que constituyen infracción de tránsito y delito de la Ley 18.290 (Villalobos, Figueroa y Maggiolo, 32). En el extremo, la indemnización civil por el daño causado por un delito incluso tiene su propio plazo de prescripción (4 años), que corre con total independencia del de las acciones penales que se ejerzan, sin perjuicio de su eventual suspensión por aplicación del art. 167 CPC (SSCS 12.8.2014, RCP 41, N.º 4, 147, con nota aprobatoria de R. González; y 12.9.2019, Rol 13143-18). La razón de fondo para admitir este cúmulo de sanciones parece encontrarse en la respuesta a la siguiente pregunta: “¿Por qué el legislador que puede disponer legítimamente la imposición simultánea de varias penas no puede prever la imposición conjunta de penas y sanciones administrativas solo porque para ello deben actuar distintos órganos competentes?” (Hernández B., “Actividad administrativa”, 571). Sin embargo, la completa compatibilidad y duplicidad de sanciones no es la única forma de coordinación entre estas jurisdicciones que la ley reconoce. Es posible emplear mecanismos de prevención de la acción penal, como la acción pública previa instancia particular, para subordinar la sanción penal a la decisión de un organismo especializado, como sucede respecto de los delitos electorales, art. 27 quáter Ley 19.884, y los que atentan contra la libre competencia, art. 64 DL 211 (Maldonado, “Delitos”, 701; y Gagliano y Aracena, 144, respectivamente). Y también es posible emplear un sistema de unificación de competencia, como lo dispone el art. 14 e) COT que hace
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competentes a los Juzgados de Garantía para conocer y fallar “las faltas e infracciones comprendidas en la Ley de Alcoholes”, de modo que nunca se produciría una doble sanción impuesta por tribunales diferentes por los hechos constitutivos de infracción y falta.
c) Efectos del derecho penal en el derecho administrativo En los Títs. III y V L. II CP y en otras leyes especiales hay diversos delitos que sancionan ciertos hechos que pueden constituir también infracciones de deberes específicos de empleados públicos. Además, los efectos administrativos de sufrir una sanción de carácter penal, con independencia del delito de que se trate, no dejan de ser relevantes: de acuerdo a lo dispuesto en el art. 125 c) EA, se castiga con la medida disciplinaria de destitución al funcionario que ha sufrido una “condena por crimen o simple delito”, en tanto que el art. 12 e) y f) del mismo cuerpo legal establece como requisitos para ingresar a la Administración del Estado “no haber cesado en un cargo público” “por medida disciplinaria” y “no hallarse condenado o acusado por crimen o simple delito”. En consecuencia, la condena por cualquier crimen o simple delito trae aparejada la privación del empleo o cargo público que se desempeñe y la incapacidad para ejercerlo en el futuro, traducida en la imposibilidad de ingresar nuevamente a la Administración Pública. A ello se agrega que quien ha cumplido el tiempo de su condena y de las accesorias correspondientes, para poder reingresar a la Administración Pública necesita el transcurso de cinco años desde la fecha de la destitución (art. 12 e) EA) y un decreto supremo de rehabilitación (art. 38 f) Ley Orgánica CGR). La anterior doctrina de la Contraloría, según la cual las penas impuestas no obligaban a la destitución si se suspendían por aplicación de la Ley 18.216 ha sido modificada, entendiéndose ahora que el cambio de los beneficios originales de suspensión de penas en la Ley 18.216 por “penas sustitutivas”, operado por la Ley 20.603, hace obligatoria la destitución, pues el condenado no deja de sufrir la pena accesoria correspondiente ni de cumplir una pena, aunque distinta, sin que su condena se encuentre suspendida como antes (DCGR N.º 60385, 22.3.2018).
§ 4. Principio de legalidad como garantía La garantía del principio de legalidad contemplada en el art. 19 N.º 3 CPR es complementada por las normas de distribución de competencias de la propia Constitución, que dispone en su art. 63 N.º 2 y 3, que “solo son
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materias de ley” “las que la Constitución exija que sean reguladas por una ley” y “las que son objeto de codificación, sea civil, comercial, procesal, penal u otra”, y en los art. 65 y 75 un proceso legislativo en que supone el acuerdo entre el Congreso Nacional y el Presidente de la República en la tramitación y formación de la ley, como autoridades políticas electas y representantes de la soberanía nacional. En consecuencia, puede que “un hecho especialmente refinado y socialmente dañoso, claramente merecedor de pena, quede sin castigo, pero este es el precio (no demasiado alto) que el legislador debe pagar para que los ciudadanos estén a cubierto de la arbitrariedad y dispongan de la seguridad jurídica (esto es, que sea previsible la intervención de la fuerza penal del Estado)” (Roxin AT I, 140). Esto sucede, p. ej., cuando un hecho no está contemplado en el sentido literal de una ley penal vigente o lo estuvo en una que ha sido derogada. En tales casos, el art. 21 CPR permite al imputado recurrir de amparo directamente ante las Cortes de Apelaciones y la Corte Suprema, sin esperar los resultados de la investigación y juicio criminal. Ante el Juez de Garantía y, en apelación, ante la Corte respectiva, también se puede alegar la improcedencia de una persecución criminal apartada de los límites del principio de legalidad, por medio de la solicitud de sobreseimiento definitivo del art. 250 a) CPP (“cuando el hecho investigado no fuere constitutivo de delito”). Y frente a condenas por hechos no constitutivos de delito, cabe el recurso de nulidad por errónea aplicación del derecho del art. 373 b) CPP. Pero más allá de los aspectos formales, el principio de legalidad también tiene un aspecto material o positivo, al comprender los de tipicidad, conducta y retroactividad favorable, cuya potencial infracción en un caso concreto puede ser objeto tanto de un recurso de inaplicabilidad ante el TC como uno de amparo o de simple nulidad por infracción de derecho ante las Cortes respectivas. No está de más insistir que no se trata aquí de un sistema de garantías que pueda derivarse de principios ajenos a su consagración constitucional, como proponen quienes ven en ellos manifestaciones de principios inmanentes e independiente de toda organización política, como la seguridad jurídica (Oliver, “Seguridad”, 196). Hay que insistir en que, por más que pueda encontrarse en tales explicaciones coincidencias con los resultados de una regla constitucional, lo cierto es que la historia de la humanidad y su realidad actual demuestran que las garantías de que ahora disfrutamos son resultado de una transformación política y contingente, expresada en un ordenamiento positivo concreto y siempre en peligro frente a una potencial regresión autoritaria.
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A. Principio de legalidad como garantía formal a) Exclusión de los decretos con fuerza de ley como fuente legítima del derecho penal El art. 64 CPR autoriza al Congreso para delegar facultades legislativas en el Presidente de la República, siempre que no se extienda “a materias comprendidas en las garantías constitucionales”. Luego, como el principio de legalidad es una garantía constitucional, el Presidente de la República está impedido de legislar delegadamente en materias penales, estableciendo delitos o circunstancias que agravan la responsabilidad penal. Sin embargo, el TC ha validado esta forma de legislación penal delegada, en la medida que ella solo reformule o exprese el contenido de disposiciones vigentes con anterioridad e incorporadas en “la conciencia jurídica del pueblo” (STC 19.05.2009, Rol 1191, con comentario crítico de Fernández C., “Conciencia”, 243). Con esta argumentación no solo se trae a la memoria la fraseología del sistema penal nacionalsocialista, sino que se permite al Presidente simplemente no aplicar la Constitución vigente cuando legisla de manera delegada, traspasando todos los “límites impuestos, tanto por el modelo procedimental, como del minimalista de control constitucional de las leyes penales” (Fernández C., “Tribunal”, 195).
b) Exclusión de la normatividad de facto: el problema de la aplicación de los decretos leyes Los decretos leyes no son leyes, “carecen de existencia en cuanto normas y por consiguiente sus mandatos y prohibiciones dejan de surtir efecto cuando desaparece la autoridad de facto que les otorgaba la coactividad en que se basaba su imperio” (Cury PG I, 206). Sin embargo, es inútil negar que antes de la dictadura de 1973‑1989 se sostuvo la necesidad de asumir, por “razones prácticas” de diversa índole, la vigencia de los decretos leyes dictados entre 1925‑1933 por los gobiernos de facto de entonces (Novoa PG I, 127); y que, con posterioridad a 1989 la revisión de los, literalmente, miles de decretos leyes y “leyes” dictadas por la última Junta Militar resultó impracticable por evidentes razones políticas, entre ellas, el hecho de mantenerse el General Pinochet como Comandante en Jefe del Ejército, primero, y luego como Senador designado, durante los primeros diez años de retorno a la democracia, sin contar con que la Constitución vigente se promulgó también por decreto ley. En obedecimiento a esta situación de necesidad, la fórmula que de hecho se ha empleado
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es suponer que el legislador democrático acepta tácitamente que dichas regulaciones sean parte del ordenamiento jurídico mientras no las derogue. Pero esta aceptación no importa más que una validación transitoria, por razones de necesidad, que está siempre sujeta a revisión por el legislador democrático y, en caso de no ser ello posible, por los propios tribunales, como aconteció con el proceso que llevó a la inaplicabilidad del DL 2.191, de auto amnistía, según veremos en el Cap. 14, § 2, A. Lo que ocurre aquí es que la aceptación por razones de necesidad de los DL no importa su validez (solo son válidas las leyes dictadas conforme a la Constitución) y, por tanto, en casos extremos de incompatibilidad de tales disposiciones con el ordenamiento democrático su desconocimiento es lícito, si mantener su vigencia importa la no aplicación de normas superiores como la Constitución y los Tratados Internacionales sobre Derechos Humanos (Gargarella, Castigar, 152). Ello ocurre con el citado DL 2.191 que, desde la perspectiva del derecho penal internacional penal puede verse como un acto de auto encubrimiento y, por tanto, “manifiestamente delictivo” al que no alcanzan las razones de necesidad que imponen el mantenimiento del resto de los DL en nuestro sistema (Bustos y Aldunate, 530. O. o., van Weezel, 763, para quien la validez de ese DL y de las sentencias absolutorias y los sobreseimientos dictados en su aplicación no es discutible, al menos, hasta la entrada en vigor en Chile de la CADH, a partir de la cual solo podría considerarse inaplicable y, eventualmente, inconstitucional, por el TC).
B. Principio de legalidad como garantía material (I): Principio de tipicidad a) Inconstitucionalidad de las leyes penales que no describen expresamente la conducta sancionada El art. 19 N.º 3 inc. 9 prescribe que “ninguna ley podrá establecer penas sin que la conducta que se sanciona esté expresamente descrita en ella”. Esta exigencia se conoce también como principio de tipicidad, recogido por el TC aludiendo indirectamente a las ideas de Beccaria, para quien solo la ley puede establecer delitos y debe hacerlo de manera clara y sencilla, de manera que las personas puedan adecuar su conducta a ella y evitar cometerlos (Ramírez G., “Vigencia”, 329). Así, se afirma que esta exigencia de tipicidad se cumple cuando “la conducta que se sanciona esté claramente descrita en la ley, pero no es necesario que sea de modo acabado, perfecto, de tal manera llena que se baste a sí misma, incluso en todos su aspectos no esenciales” (STC 4.12.1984, Rol 24); y su función sería asegurar a las
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personas “la facultad de actuar en sociedad con pleno conocimiento de las consecuencias jurídicas de sus actos” (STC 19.5.2009, Rol 1191). En consecuencia, mientras “más precisa, pormenorizada sea la descripción directa e inmediata contenida en la norma” mejor cumple la ley penal con la garantía del principio de legalidad, pero la ley “también puede consignar términos que a través de la función hermenéutica del juez, permitan igualmente obtener la representación cabal de la conducta”, como cuando la ley sanciona un hecho únicamente mencionando la conducta que se trata (STC 30.03.2007, Rol 549, que declaró conforme a la Constitución el art. 434, en tanto sanciona los “actos de piratería”, dejando a la discusión jurisprudencial su delimitación). De conformidad con esta doctrina, serían también constitucionalmente admisibles los delitos en que solo se menciona el verbo rector o el resultado (“el que mate a otro” del art. 391 N.º 2), si ello habilita el conocimiento de la norma por el ciudadano, dejando para la discusión doctrinal la fijación de los límites del alcance del delito (quién es el otro, qué conductas pueden “matar”, cuándo se produce la muerte para configurar el delito, etc.). Y también aquellos en que cualquier persona puede comprender su contenido, como es el del art. 277, que sanciona el abrir casas de juego de azar sin la competente autorización, que no constituiría ni ley penal en blanco ni un tipo abierto (STC 10.9.2015, DJP 32, 121). Esta doctrina es similar a la del TC Alemán cuando sostiene que “la exigencia de precisión en la ley no debe ser exagerada, de otra forma, las leyes serían demasiado rígidas y casuísticas” y que las descripciones generales y remisiones normativas son admisibles, si pueden concretizarse por la jurisprudencia con la ayuda de los métodos tradicionales de interpretación, sobre todo teniendo en cuenta los destinatarios de las normas, pues las disposiciones referidas a ámbitos de actividad específicos y muy regulados admiten mayor referencia a esa regulación (BVerG 48, 48, de 1978, Casos DPC, 9. En sentido similar, la sentencia de 23.6.2010, BVerG 126, 170, enfatiza en que, mediante la interpretación, es posible concluir que casos comprendidos en la letra de la ley se estimen no punibles, pero no ampliar la penalidad a casos no comprendidos en su sentido literal posible, lo que constituiría una analogía prohibida). En cambio, se ha estimado que producen un efecto contrario a la Constitución aquellos supuestos en que la ley entrega al juez la decisión de considerar como delito hechos no descritos siquiera someramente en ella, como en el caso del art. 433 CJM (STC 28.1.2006, Rol 2773). También se ha considerado contrario a la Constitución un proyecto de ley en que la descripción del delito era, por su “vaguedad e imprecisión” tan “extraordinariamente genérica” que permitía “que cualquier conducta pueda ser califica-
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da como suficiente para configurar el delito” (STC 22.4.1999, Rol 286: Se trataba de una disposición que pretendía sancionar penalmente al que “continuare entorpeciendo la investigación [de la Fiscalía Nacional Económica] o se rehusare a proporcionar antecedentes que conozca o que obren en su poder”). Este parece ser el mismo sentido en que la Corte Suprema de los Estados Unidos entiende la “doctrina de la vaguedad”, afirmando que “una ley vaga no es ley en absoluto”, transgrede el principio de separación de poderes y la exigencia de que las leyes “le den a la gente común una advertencia justa sobre lo que exige de ellos”, pues “transfiere la responsabilidad de la legislatura de definir la conducta criminal a fiscales y jueces” “y deja a la gente sin una manera segura de saber qué consecuencias tendrá su conducta” (US v. Davis and Gloverd, 588 USSC, 2019. Antes, en similar sentido Papachristou v. City of Jaksonville, 405 US 1972, negando la constitucionalidad de la definición de vagancia como pasar “habitualmente” en “lugares en los que se vendan o se sirvan bebidas alcohólicas” o vivir “de los ingresos de sus esposas o hijos”, actividades en las que cualquiera podría incurrir, como miembros de clubes exclusivos y cesantes, p. ej. En Casos DPC, 9, se cita, en ese mismo sentido, una sentencia de la Corte Suprema de Argentina de 12.2.1988). Por su parte, el TC español admitió la existencia de cláusulas abiertas o necesitadas de complementación judicial en la formulación de los tipos penales siempre y cuando, admitida la necesidad de su establecimiento (lo que nosotros entendemos como “principio de reserva”), su concreción sea posible en virtud de criterios lógicos, técnicos o de experiencia y “no aboque a una inseguridad jurídica insuperable con arreglo a los criterios normativos” (SCT España 29.4.1989, Rol 69/1989). Sin embargo, salvo casos excepcionales, las declaraciones de inaplicabilidad por infringir la garantía de tipicidad en Chile son escasas, primando el criterio de que la existencia de una posible interpretación conforme a la Constitución es suficiente para rechazar los requerimientos, como en la doctrina del TC Alemán. Este criterio ha sido criticado por permitir la sustitución de una garantía que se entiende formal (“la definición típica es suficiente o no lo es” para describir la conducta punible) por una apreciación subjetiva que dependería de la “benevolencia” de los tribunales en darle a la ley en el caso concreto la interpretación conforme a la que el propio TC propone (van Weezel, Tipicidad, 57). A nuestro juicio, aunque el ideal de claridad y sencillez en las leyes propuesto por Beccaria como expresión del principio de legalidad se enfrenta a una imposibilidad lingüística (el lenguaje siempre es impreciso), la inconveniencia política (siempre es posible un acuerdo sobre términos vagos antes
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que precisos) y su impracticable aplicación directa (la inevitable mediación de doctrina y jurisprudencia en su interpretación y aplicación), no por ello debe abandonarse si tales dificultades pueden subsanarse aceptando que “la decisión penal fundamental provenga de quien está democráticamente legitimado para adoptarla”, procurando que la ley favorezca “la estabilidad en las interpretaciones a través de la máxima taxatividad posible” (Ossandón, “Oscuridad”, 83); y, sobre todo, ofreciendo interpretaciones acordes con ese ideal, sometidas a las reglas legales que lo objetivan (arts. 19 a 24 CC) y, en casos de enfrentarse a una absoluta indeterminación de los términos de la ley o a la constatación de una irresoluble diferencia de interpretaciones que produzca inseguridad jurídica, expresar con claridad esa problemática, para habilitar a los jueces y abogados el empleo de los recursos constitucionales y procesales disponibles para declarar el efecto contrario a la constitución que esas disposiciones legales producen (art. 93, N.º 5 CPR) o procurar un pronunciamiento de la Corte Suprema que unifique las interpretaciones divergentes (Art. 376 CPP).
b) Ley penal en blanco propiamente tal Leyes penales en blanco propiamente tales son las que remiten la determinación de la materia de la prohibición a una norma de rango inferior, generalmente un reglamento u otra disposición normativa emanada de la autoridad administrativa. Un ejemplo es la Ley 20.000, que sanciona el tráfico ilícito de estupefacientes, cuyo art. 63 delega expresamente en el Presidente de la República la facultad de reglamentar cuáles son las sustancias y especies vegetales a las que se refieren sus arts. 1, 2, 5 y 8; y otro el del art. 318 CP, que sanciona al que “pusiere en peligro la salud pública por infracción de las reglas higiénicas o de salubridad, debidamente publicadas por la autoridad, en tiempo de catástrofe, epidemia o contagio”. Según el TC, tales normas se ajustan al texto de la Constitución cuando “el núcleo de la conducta que se sanciona está expresa y perfectamente definido” en la ley propiamente tal, dejando a las normas de rango inferior “la misión de pormenorizar” los conceptos legales (STC 4.12.1984, Rol 24). Pero no resultan admisibles cuando tal determinación se entrega únicamente al tribunal, como sucede en el caso del art. 299 N.º 3 en relación con el art. 433 CJM, que radica en el juez militar decidir si una falta es o no constitutiva de delito, sin referencia legal (STC 28.1.2016, RCP 43, N.º 3, 73, con nota crítica de J. Vásquez. Además, v. Ossandón, “Caso ‘Antuco’”, 20, con referencias a la evolución del TC en esta materia).
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Además, según el TC, en los casos que es admisible la remisión, la norma complementaria no debe contener expresiones vagas e imprecisas y debe estar comprendida en un decreto supremo emanado de la potestad reglamentaria del Presidente y publicado en el Diario Oficial y no en otros actos normativos de menor jerarquía (STC 27.9.2007, Rol 781. Esta exigencia había sido anticipada ya en 1985 por Yáñez, “Ley penal en blanco”, 235). Finalmente, debería tenerse en cuenta que la determinación de hasta qué punto es admisible o no la remisión o lo precisado o no que debe estar el “núcleo esencial de la conducta”, puede verse como un ejercicio de ponderación entre el principio de legalidad y la necesidad práctica de la existencia de esta clase de remisiones, por lo que, a falta de suficiente justificación de esa necesidad, podría estimarse inconstitucional la remisión en sí misma, con independencia del cumplimiento de las formalidades previstas al efecto (Winter, “Legalidad”, 143).
c) Ley penal en blanco impropia Leyes penales en blanco impropias son aquellas en que el complemento de la conducta o la sanción se halla previsto en el mismo código o ley que contiene el precepto en blanco o en otra ley, producto de lo que, con razón se denomina “pereza legislativa” (Politoff DP, 81). Ejemplos de ese modo de proceder son el art. 470, N.º 1 CP, que se remite, en cuanto a la penalidad, a lo dispuesto en el art. 467 CP. Puesto que en tales casos tanto la conducta como sus circunstancias, así como la pena prevista para el delito, se encuentran comprendidas en normas que revisten el carácter de ley en sentido estricto, no presenta problemas relativos al principio de legalidad, que no parece exigir una determinada técnica legislativa. No obstante, cuando la determinación del ámbito de lo punible y sus penas se haga extremadamente difícil para el ciudadano común, por la multiplicidad eventual de remisiones o el recurso a disposiciones de carácter civil o administrativo vagas e imprecisas, bien podría enfrentarse también un problema de constitucionalidad (Cury PG I, 213). Este podría ser el caso del art. 64 inc. 1 Ley 16.271, que remite la sanción penal del fraude en el impuesto a las herencias al art. 97 N.º 4 del CT, cuyos cuatro incisos contienen penas diversas. Aunque según el TC no existe un vicio en esa remisión, no es menos cierto que la pena no se encuentra determinada y debe hacerse un verdadero esfuerzo interpretativo para establecer a cuál de los incisos se remite la disposición cuestionada (STC 14.3.2017, RCP 44, N.º 4, con nota crítica de M. Schürmann).
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d) Inconstitucionalidad de las leyes penales que contemplan elementos normativos que remiten a normas inferiores no comprendidas en decretos supremos En la descripción de las conductas punibles no solo se recurre a elementos puramente descriptivos, que indican sus propiedades comprobables empíricamente (verbo rector, objeto material, resultado y circunstancias), sino también a términos cuyo sentido solo es aprehensible por medio de valoraciones culturales (p. ej., las buenas costumbres del. art. 373), o propiamente jurídicas (p. ej., la definición de empleado público del art. 260). Aquellos son los llamados elementos normativos del tipo, cuya constitucionalidad no es discutida (STC 13.8.2009, Rol 1281). Pero cuando estos elementos normativos hacen referencia a valoraciones jurídicas que debieran comprenderse en regulaciones legales o de rango inferior que autorizan, prohíben o permiten ciertas conductas, se trataría de un caso especial de ley penal en blanco sujeto también a las exigencias de que la regulación complementaria se contenga en normas contempladas en un decreto supremo, dictado en ejercicio de la potestad reglamentaria del Presidente de la República y publicado en el Diario Oficial, afirmándose la inconstitucionalidad de remisiones a otros cuerpos normativos de rango inferior (STC 27.9.2007, Rol 781). Además, el TC no exige que esta clase de remisiones normativas sea expresa, en el sentido que la ley penal debiese indicar que sería complementada por una norma inferior, bastando que ello se infiera de la existencia de un elemento normativo y se cumpla con el requisito de que la norma de complemento esté contemplada al menos en un DS (STC 3.11.2011, Rol 1973. O. o. Ortiz Q., “Leyes penales en blanco”, 159).
e) Inconstitucionalidad de las leyes penales en blanco al revés Ley penal en blanco al revés es aquella en que la ley describe completamente la conducta punible, pero entrega su sanción a una potestad normativa de jerarquía inferior. Un ejemplo se contiene en el art. 21, que remite la determinación de la pena de “incomunicación con personas extrañas al establecimiento penal” al Reglamento Carcelario, sin fijar ni su límite máximo ni las modalidades de su aplicación. Esta clase de disposiciones son inconstitucionales pues, al contrario de las situaciones recién analizadas, estamos ante una técnica legislativa claramente contraria al texto del art. 19, N.º 3 inc. 8 CPR, en esta disposición “no existe posibilidad de encomendar a otra instancia legislativa [in-
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ferior] la determinación de la punibilidad del hecho” (Cury, Ley penal, 43). Afortunadamente, la disposición del art. 21 carece en el presente de aplicabilidad, al no contemplar el Reglamento de Establecimientos Penitenciarios la regulación a que hace referencia.
C. Principio de legalidad como garantía material (II): Principio de conducta El art. 19 N.º 3 inc. 8 CPR se refiere expresamente a la conducta sancionada como objeto de la legislación penal. En su sentido natural y obvio, la expresión conducta significa la “manera con que los hombres se comportan en su vida y acciones”. Los Tratados Internacionales sobre Derechos Humanos especifican esas maneras refiriéndose precisamente a acciones u omisiones. La cuestión relevante es cómo se describen legalmente esas maneras de comportarse o, en otros términos, cómo se definen las clases de comportamiento a los que se atribuye como consecuencia una pena. La forma usual del lenguaje es recurrir a los verbos que en él existen. Por eso pueden considerarse “conductas” casi todos los hechos de que dan cuenta los verbos del lenguaje (“maneras de comportarse”), como dar muerte a otro, poseer objetos ilícitos, ofrecer su venta, proponer negocios prohibidos, solicitar favores sexuales a los litigantes, expender productos nocivos para la salud, diseminar gérmenes patógenos, ejercer profesiones o actividades comerciales sin el título correspondiente o la competente autorización, etc. Luego, es la configuración normativa de estas conductas, de acuerdo con el uso del lenguaje empleado lo que les otorga tal carácter y no una idea filosófica acerca del comportamiento humano, ajena al derecho positivo y únicamente aceptable desde una determinada subjetividad, sin posibilidad de contrastación objetiva.
a) Inconstitucionalidad del derecho penal de autor El Estagirita afirmaba que “aun al injusto y al intemperante al principio les era posible no llegar a ser tales, y por eso lo son voluntariamente; mas una vez que llegaron a serlo, ya no les es posible no serlo” (Aristóteles, Ética, 96). De allí y otros pasajes que identifican la virtud y el vicio como hábitos, objeto de estudio del Filósofo, se ha pretendido fundamentar la llamada “culpabilidad por la forma de vida”, “por el carácter” o “de autor”, conceptos que significan abandonar el principio básico de la culpabilidad por el hecho en el derecho penal, reemplazándolo por uno propiamente de
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autor que, sin describir conductas, considere punibles características, pensamientos, sentimientos, estados o condiciones humanas: el llamado derecho penal de la raza y la persecución penal por la sola pertenencia a una religión o partido político son los ejemplos extremos del abandono del principio de culpabilidad por el hecho y su reemplazo por la culpabilidad por el modo de vida, o de autor. Esta especie de culpabilidad no existe en nuestro derecho y es contraria al art. 19 N.º 3 inc. 8 CPR, que garantiza el castigo por las conductas de que “somos dueños desde el principio hasta el fin si conocemos las [circunstancias] particulares”, pero no de los hábitos, de los que “somos dueños solo del principio” (Aristóteles, Ética, 99). Sin embargo, parece aceptado que ciertas características personales ajenas al hecho punible, como la edad y la conducta anterior y posterior al delito sean consideradas como factores decisivos en la clase y medida de pena a imponer, como la demuestra la existencia de regímenes sancionatorios diferenciados entre adultos y adolescentes (Ley 20.084) y el valor que se otorga a reincidencia, como agravante (art. 12, 14.ª a 16.ª) y como requisito negativo para la sustitución de las penas privativas de libertad (Ley 18.216). Pero debe rechazarse la subsistencia de medidas de seguridad pre-delictuales, es decir, impuestas en atención a la condición personal del autor sin relación con la realización de una conducta punible, al menos en su aspecto objetivo, como la contemplada en el art. 197 bis de la Ley de Tránsito, que permite por los jueces con competencia en lo criminal, “aunque no medie condena por concurrir alguna circunstancia eximente de responsabilidad penal, decretar la inhabilidad temporal o perpetua para conducir vehículos motorizados, si las condiciones psíquicas y morales del autor lo aconsejan”.
b) Inconstitucionalidad del castigo de los meros pensamientos. Principio de exterioridad La exigencia constitucional de la “perpetración de la conducta” como fundamento de la responsabilidad penal implica que para condenar por un delito deba probarse un comportamiento exterior, perceptible por los sentidos, que pueda describirse como la realización material de la acción o la omisión penada por la ley. En términos generales, en el caso de las acciones, ello requiere probar al menos la realización de ciertos movimientos corporales (delitos formales) o de dichos movimientos, un resultado y la relación causal entre ellos (delitos de resultado); en el de las omisiones, que se realizó una conducta diferente a la esperada.
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Por lo tanto, rige el principio cogitationem poenam nemo patitur (Ulpiano, D. 48, 19, 18: “Nadie sufre pena por su pensamiento”) o principio de exterioridad, que excluye como hechos punibles los meros pensamientos, ideas, planes, deseos o intenciones no comunicados a terceros. Luego, la exigencia mínima para la constitucionalidad de una sanción penal es la comunicación a terceros de ciertas ideas, deseos, intenciones o planes o expresión de ciertas palabras (delitos de expresión). Pero en tales casos, su sanción se encuentra limitada por el ejercicio de la garantía constitucional de emitir opinión e informar, sin censura previa y por cualquier medio (art. 19 N.º 12 CPR), que protege la expresión de ideas políticas, críticas e informaciones de interés público. En relación con los delitos en que se sanciona la aprehensión o un conjunto de hechos equivalentes que denoten control sobre una cosa (delitos de posesión o tenencia), donde la conducta se define como poseer o tener determinados objetos que se consideran ilícitos, como las drogas (Ley 20.000) o la pornografía infantil (art. 374 bis), la doctrina especializada, que reconoce en general la existencia de una conducta en la tenencia o posesión (y así lo expresa el lenguaje natural, al considerar como verbos el tener y el poseer), discute, no obstante, su legitimidad en aquellas situaciones en que se establecen delitos “más allá de toda justificación”, como cuando se confunde la peligrosidad del objeto con la de la persona que lo posee (Cox, “Delitos de posesión”, 142).
c) Principio de conducta y responsabilidad penal de las personas jurídicas Las reglas reseñadas en los apartados anteriores suponen que la conducta punible es realizada por seres humanos, por lo que algunos autores han expresado que no sería posible el castigo penal de las personas jurídicas (van Weezel, “Contra”, 114). Sin embargo, en la interpretación que se ha hecho de la expresión con que se encabeza el art. 19 CPR (“la constitución asegura a todas las personas”), se ha dado a entender que la expresión persona incluye a los entes colectivos o personas jurídicas (STC 20.8.2013, Rol 2381). Por lo tanto, las garantías que la CPR asegura se extienden también a las personas jurídicas. De allí que la expresión “conducta” y la exigencia de la culpabilidad para la sanción de las personas naturales ha de tener también un significado para dichos entes, que no actúan por sí mismos y carecen de subjetividad. Y así lo ha reconocido el propio legislador, al establecer las condiciones y modo de hacer efectiva la responsabilidad penal de las entidades colectivas en la Ley 20.393, donde la conducta punible de las personas jurídicas se entiende como el hecho delictivo imputable a ella, por
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no contar con una organización interna que contemple un sistema efectivo de prevención de delitos.
D. Principio de legalidad como garantía material (III): Principio de culpabilidad y prohibición del versari in re illicita El art. 19 N.º 3 inc. 7 CPR prohíbe al legislador presumir de derecho la culpabilidad. Esta prohibición se reconoce generalmente como el fundamento del principio de presunción de inocencia, de carácter procesal, que se manifiesta en el art. 340 CPP según el cual “nadie podrá ser condenado por delito sino cuando el tribunal que lo juzgare adquiriere, más allá de toda duda razonable, la convicción de que realmente se hubiere cometido el hecho punible objeto de la acusación y que en él le hubiere correspondido al acusado una participación culpable y penada por la ley”. Desde el punto de vista probatorio, la regla constitucional prohíbe imputar la comisión de un delito con la sola prueba de hechos indiciaros, pero diferentes a los que constituyen el delito en sí, si no se ofrece la posibilidad de probar la inexistencia del delito, directamente o mediante otros indicios. Por ello, nuestra jurisprudencia considera constitucionalmente válidas las llamadas presunciones legales, que pueden ser destruidas con pruebas contrarias (SCS 28.2.2013, GJ 393, 143). Sin embargo, desde el punto de vista del derecho sustantivo, parece que el Constituyente va más allá y reconoce el principio de culpabilidad, al menos al dar por supuesta la exigencia de requisitos subjetivos de la responsabilidad penal, como el conocimiento y la intención (la voluntariedad) que, al momento de dictarse su texto se entendían como elementos del delito, según el art. 1 CP (Rodríguez Collao y De la Fuente, 125; Künsemüller, “Principio de culpabilidad”, 1097). Ese es el sentido que el Diccionario da al término culpabilidad: “reproche que se hace a quien le es imputable una actuación contraria a derecho, de manera deliberada o por negligencia, a efectos de la exigencia de responsabilidad”. Más delante (Cap. 12, § 4, N), se discutirá si el principio de culpabilidad puede entenderse, además, como un límite a la medida de la pena, en el sentido de exigir que ésta sea “proporcional” al delito, según propone una parte de la doctrina dominante (Cárdenas, “Culpabilidad”, 69). Por otra parte, desde un punto de vista “antropológico”, hay autores que remiten al reconocimiento de la libertad y dignidad personal en el art. 1 CPR el del principio de culpabilidad como “presupuesto normativo constitucional”, extrayendo de allí incluso conclusiones sobre el supuestamente necesario carácter retributivo de la pena (Náquira, “Constitución”, 192).
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En el sentido que aquí estudiamos del principio de culpabilidad, esto es, exigencia subjetiva de la responsabilidad penal, el CP la establece, en términos generales, como exigencia del dolo y la culpa (Rettig DP I, 185). Sin embargo, la ley contempla también formas más complejas de imputación subjetiva que las descritas en los arts. 1 y 2, agregando elementos como la ignorancia específica de ciertos elementos del delito que “se debe o puede conocer” en la receptación (art. 456 bis A); el conocimiento determinado de otros (“el que conociendo las relaciones que lo ligan” del art. 490); la voluntad directa de cometerlo (el actuar “con malicia”, del art. 396); y otras intencionalidades adicionales, como el “propósito de impedir la promulgación o la ejecución del las leyes” del art. 126, etc. En consecuencia, la admisión del principio de culpabilidad supone el rechazo por el constituyente de las doctrinas de la responsabilidad penal objetiva, del versari in re illicita y de todas aquellas interpretaciones que no exijan prueba de al menos una de las formas de subjetivad que la ley considera fundamento de la responsabilidad penal. Por ello, cuando art. 10 N.º 8 exime de responsabilidad penal al que, “con ocasión de ejecutar un acto lícito, con la debida diligencia, causa un mal por mero accidente” y el art. 71 remite las consecuencias de la correspondiente eximente incompleta al art. 490, no debe entenderse que en caso de ejecutarse un acto ilícito el azar o caso fortuito sean de todos modos imputables al agente al menos a título culposo, como quiere la doctrina del versari, sino de modo que la remisión del art. 71 exija la necesaria prueba de la imprudencia o negligencia que constituyen los cuasidelitos a que hace referencia (Náquira, “Comentario”, 146). Además, la interpretación de aquellas disposiciones de la parte especial que podrían aparentemente ser vistas también como reflejos del versari, los llamados delitos calificados por el resultado, p. ej., el secuestro y la sustracción de menores con resultado de “daño grave” (arts. 141 inc. 3 y 142 N.º 1, respectivamente), y el delito de incendio “si a consecuencia de explosiones… resultare la muerte o lesiones graves de personas que se hallaren a cualquier distancia del lugar del siniestro” (art. 474, inc. final), etc., debe entenderse limitada por la regla constitucional que hace punibles solo las conductas, de donde siempre sería exigible una mínima subjetividad, negligencia o incumplimiento de la obligación de conocer las consecuencias del hecho en el momento de realizar una conducta (STC 17.6.2010, Rol 1584). No obstante, es difícil a veces distinguir la responsabilidad por el versari de la derivada de las formas admitidas de dolo o culpa, pues la previsibilidad de los resultados es una cuestión de hecho que ha de apreciarse en el
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caso concreto, y por eso la doctrina tiende a afirmar que en la praxis de los tribunales el versari sobrevive “residualmente” ya que el antecedente ilícito se suele tomar en cuenta a la hora de acreditar la previsibilidad de sus consecuencias, a lo que contribuye no poco la presunción meramente legal de voluntariedad del art. 1 (Politoff DP, 330). Lamentablemente, esa praxis no solo parece propia de los tribunales sino también de buena parte de dogmática de origen alemán, empeñada en estas últimas décadas en eliminar la prueba de la subjetividad en el proceso y reemplazarla por la apreciación subjetiva del juez acerca del sentido objetivo de las conductas (Rusconi, “Apostillas”, 142).
§ 5. Principio de reserva y test de proporcionalidad como criterios de legitimación del derecho penal A. Principio de reserva No basta con que la ley penal sea formada democráticamente para que sea legítima. Ella también debe respetar, en su contenido, el principio de reserva. Este principio exige, positivamente, que la ley penal, como parte de la actividad del Estado, debe estar orientada a garantizar los derechos, garantías, bienes e instituciones constitucionalmente reconocidos; y, negativamente, que nadie puede ser sancionado por conductas que impliquen el ejercicio legítimo de los derechos y garantías de las personas, de conformidad con lo dispuesto en la Constitución y los tratados internacionales. Su consagración se encuentra en los arts. 1, 5 y 19 N.º 26 CPR. El primero de ellos dispone en sus incs. 4 y 5 que el Estado se encuentra “al servicio de la persona humana y su finalidad es promover el bien común, para lo cual debe contribuir a crear las condiciones sociales que permitan a todos y a cada uno de los integrantes de la comunidad nacional su mayor realización espiritual y material posible, con pleno respeto a los derechos y garantías que esta Constitución establece”, agregando que es deber del Estado “dar protección a la población” y “asegurar el derecho de las personas a participar con igualdad de oportunidades en la vida nacional”. El segundo, obliga al Estado y sus organismos a respetar y promover los derechos humanos consagrados en los Tratados Internacionales vigentes. Y el tercero asegura que los derechos y libertades que garantiza la Constitución nunca podrán ser afectados en su esencia, ni imponer condiciones que impidan su libre ejercicio. De allí se seguiría que, cuando la aplicación de una ley penal determinada afecta en su esencia un derecho fundamental sin hacer
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posible la realización en el caso concreto de una finalidad legítimamente reconocida, debe considerarse inaplicable, por producir efectos contrarios a la Constitución (art. 93 N.º 6 CPR); y si ello no es posible en caso alguno, inconstitucional (art. 96 N.º 7 CPR).
B. Texto de proporcionalidad Según el TC, para realizar ese control de legitimidad, debería recurrirse al test de proporcionalidad, que haría operativo el principio homónimo (también llamado prohibición de exceso, racionalidad o razonabilidad, proporcionalidad de los medios, proporcionalidad del sacrificio o proporcionalidad de la injerencia), en una forma aproximada a la desarrollada por el Tribunal Constitucional Federal de Alemania. Este test exige que las leyes penales: a) contribuyan a la realización de una finalidad de protección de derechos y garantías, bienes o instituciones constitucionalmente reconocidas; b) sean idóneas o necesarias al efecto; c) no vulneren los límites precisos impuestos por la Constitución, como son la prohibición de establecer apremios ilegítimos, sancionar con la confiscación de bienes o la pérdida de derechos previsionales; y d) contemplen sanciones que se “correspondan con la gravedad de las faltas cometidas y la responsabilidad de los infractores en ellas” (STC 21.10.2010, Rol 1518), esto es, proporcionales en sentido estricto (SSTC 4.9.2018, Rol 4660; 6.3.2008, Roles 825 y 829; y 13.06.2007, Rol 786, respectivamente). Respecto de los dos primeros criterios, tanto la elección de fines (la protección de derechos y garantías, bienes o instituciones constitucionalmente reconocidas) como de medios (idoneidad para tal fin), permiten fijar ciertos puntos de partida que dan sustento a la idea de limitar el uso del derecho penal, excluyendo del mismo las llamadas “ilusiones legislativas”, esto es, la creación de delitos que no protegen esos fines o que son incapaces de protegerlos por la imposibilidad de su aplicación práctica, imposibilidad compensada por su efecto comunicacional o político, como reacción a determinados hechos que conmocionan la opinión pública (Künsemüller, “Falsas ideas”, 461). Sin embargo, no siempre será fácil apreciar estos defectos en una ley concreta. También existen graves dificultades, salvo en los casos de vulneración de los límites precisos establecidos en la Constitución, para determinar la idoneidad (necesidad) o proporcionalidad en sentido estricto de una disposición o sanción penal. En la práctica del TC, esta proporcionalidad no se refiere a su equivalencia matemática sino, únicamente, al hecho de no
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aparecer tan desproporcionadas como para constituir una infracción a la prohibición de establecer diferenciaciones arbitrarias del art. 19 N.º 2 CPR, pues “hay penas distintas para cada delito e incluso puede haber penas más altas para delitos que nos pueden parecer menos graves” y se estima que el legislador incluso puede alterar en cada caso la regulación de la forma de su determinación, como en los casos de los arts. 449 CP y 17 B Ley de Control de Armas (SSTC 6.8.2009, Rol 1328; y 4.9.2018, Rol 4660 y 14.11.2017, Rol 3399, respectivamente). Tampoco parece que pueda avanzarse mucho más en este punto, salvo advertir que no son compatibles con este criterio los sistemas de penas absolutamente indeterminadas, que dejan radicada en la judicatura la naturaleza y medida de la pena a imponer sin limitación legal alguna (Cury, “Proporción”, 90). Si se espera que las penas no digan relación con la calidad de las personas ni con intereses particulares sino la medida del daño social de cada delito, la determinación de la proporción entre la pena y el daño social que se pretende evitar está entregada en primer lugar a los representantes democráticos y no a los jueces. Y en este juego de ponderación de intereses (los del futuro condenado y de la sociedad), los criterios para determinar la medida de la pena que permita evitar ese daño social no producen siempre respuestas uniformes. Así, p. ej., en el pensamiento ilustrado con base económica, aunque se insiste en imponer la mínima pena posible para la necesidad de evitar nuevos delitos, se afirma al mismo tiempo que la dulzura de las penas depende de factores contingentes, como su prontitud y la inflexibilidad de los magistrados (“no es la crueldad de las penas uno de los más grandes frenos de los delitos, sino la infalibilidad de ellas”) y que “si se destina una pena igual a dos delitos, que ofenden desigualmente la sociedad, los hombres no encontrarán estorbo muy fuerte para cometer el mayor, cuando hallen en él unida mayor ventaja” (Beccaria, Delitos, 35 y 134). Y aunque Becker, desde la moderna teoría económica del delito de corte neoclásico, procuró modelar matemáticamente estos criterios; su carácter contingente se enfrenta a la crítica retribucionista, que estima no hay en esos criterios limitación interna alguna y propone, en cambio, una proporcionalidad que podría derivarse de versiones moderadas de la ley del talión, como el merecimiento, retribución o proporción entre la culpabilidad del autor y la pena (Horvitz, “Dulzura”, 321). Además, la relación de proporcionalidad entre derechos, garantías, fines y principios constitucionalmente reconocidos, se hace todavía más compleja cuando ellos no se presentan como reglas, en el sentido de normas binarias cuya aplicación depende de la constatación o no de sus presupuestos de hecho, sino, en términos de principios, esto es, normas por medio de las cuales se establecen deberes de optimización aplicables prima facie y en
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varios grados, según las posibilidades normativas (dependen de los otros principios y reglas que a ellos se contraponen) y fácticas (la forma cómo optimizar el deber es solo determinable ante los hechos concretos), sujetos a ponderación, según su peso y efecto relativo, caso a caso (Alexy, 20). Como, por otra parte, no existe en la Constitución ni en los principales Tratados sobre Derechos Humanos una consagración positiva de este principio de proporcionalidad ni de su test operativo (Lopera, 113), su aplicación ha conducido a una dispersión de fundamentaciones, exigencias y efectos con riesgos de subjetivismo y de una cierta dosis de irracionalidad (Arnold, Martínez y Zúñiga, 85; y Fernández C., “Proporcionalidad”, 51, respectivamente). En Chile, ello ha quedado en evidencia con el cambio de criterio del TC en los casos relativos a los requerimientos de inaplicabilidad del art. 196 ter Ley de Tránsito, en cuanto ordena cumplir en forma efectiva la pena privativa de libertad por al menos un año, suspendiendo en ese lapso el efecto de las penas sustitutivas de la Ley 18.216 (“Ley Emilia”). Estos recursos eran acogidos consistentemente hasta mediados del año 2019, declarando la inaplicabilidad de dicha disposición por considerar desproporcionada y contraria al principio de igualdad ante la ley esa regla especial de sustitución de penas (SSTC 23.6.2018, Rol 3612 y 13.12.2016, RCP 44, N.º 1, 51, con notas de M. Reyes L. y C. Ramos. En contra de las fundamentaciones de estas sentencias, v. Grez y Wilenmann, “Desarrollo”). Sin embargo, como nunca se logró el quórum necesario para declarar su inconstitucionalidad y la norma permaneció vigente, al modificarse la integración del TC, los recursos interpuestos comenzaron a rechazarse con el argumento de que la limitación “parcial” o “temporal” del acceso a las penas sustitutivas de la Ley 18.216 solo “da lugar a un tratamiento desproporcionado, mas no de forma manifiesta, sustancial o excesiva” (STC 20.8.2019, Rol 5414). En cambio, se ha estimado sin variaciones que resulta desproporcionada la exclusión del beneficio de sustitución de penas de la Ley 18.216 para los simples delitos de porte y tenencia ilegal de armas y cartuchos (SSTC 4.9.2018, Rol 4660; y 27.3.2017, RCP 44, N.º 2, 109, con nota crítica de G. Silva). En otro caso, se discutió la constitucionalidad de la sanción penal que subsiste en el art. 365 para el varón que accede carnalmente a un menor de 18 y mayor de 14 años, donde parece que la protección del desarrollo del menor entra en conflicto con su propia libertad sexual y con la prohibición de la discriminación en atención a la edad, sexo, raza, origen social o nacional del sujeto activo, dado que no se castiga ni la homosexualidad
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femenina ni el acceso carnal de un varón menor de 18 años a un adulto (para una extensa fundamentación de esta inconstitucionalidad, v. Bascuñán et al, “Informe”). Sin embargo, el TC estableció —contra lo previsible según la anterior jurisprudencia sobre discriminación por sexo (STC 06.03.2008, Rol 829)— que el delito de sodomía se encontraría ajustado a la Constitución, pues entendió que la finalidad de la legislación impugnada (salvaguardar el “interés superior del menor”) sería constitucionalmente lícita y las diferenciaciones planteadas no arbitrarias o irrazonables, dado el “impacto que produce la penetración anal en el desarrollo psicosocial del menor varón, lo que no podría predicarse, en los mismos términos, de una relación entre mujeres en las mismas condiciones” (STC 4.1.2011, Rol 1683). Estas dificultades para establecer límites a la legislación basados en el principio de reserva han llevado a la doctrina a sugerir modificaciones en la forma de integración del TC (Fernández C, “Incumplimiento”, 242); e, incluso, reemplazar el test de proporcionalidad por un análisis de la correspondencia entre normas e instituciones, “como armonía de los conceptos jurídicos” (Guzmán D., “Proporción”, 1255). No es claro, en todo caso, que estas propuestas puedan mejorar la situación denunciada.
C. Proporcionalidad y non bis in idem material La entidad de las penas a aplicar y su diferente naturaleza podrían llevar a afirmar que, aún siendo legítima la intervención penal, sus consecuencias no lo serían por exceso en la reacción, con infracción al non bis in idem material. En cierto sentido, la cuestión que aquí se plantea es la cara inversa de la discusión sobre la compatibilidad entre sanciones penales y administrativas, pero también presenta un cariz autónomo, cuando se habla de la imposición de diversas sanciones por un mismo hecho en una misma jurisdicción, aunque sea en diferentes procesos. Así, p. ej., se estableció en relación con el art. 207 b) Ley del Tránsito, que importa necesariamente que el afectado sea sancionado, nuevamente en la misma sede, por hechos que en su debida oportunidad fueron objeto de castigo (STC 10.1.2017, Rol 3000). No obstante, la jurisprudencia constitucional en esta materia es “vacilante”, pues existen fallos anteriores en sentido contrario y no se ha alcanzado mayoría para declarar la inconstitucionalidad de esta norma (Ossandón, “Non bis in idem”, 88). Ello facilita, además, que su aplicabilidad o no a los casos concretos quede entregada a la composición del TC al momento de verse los recursos que se interpongan (Henríquez, 34), por lo que no es posible “responder con cierto grado de certeza cuándo, en qué casos y bajo qué exigencias podrá ser aplicado por la autoridad llamada a imponer la san-
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ción” (Gómez, 135). También, en una suerte de asimilación algo impropia de la jurisdicción militar disciplinaria con la de los Tribunales Militares, se ha sostenido que es contraria al principio non bis in idem la imposición de una sanción administrativa y de una pena por el delito de infracción a los deberes militares del art. 433 CJM (STC 28.1.2016, DJP 32, 126). Este problema no se soluciona, sino que se agrava, cuando se fundamenta la aplicación o no del principio non bis in idem exclusivamente “en la prohibición de exceso que se deriva del principio de proporcionalidad” (Mañalich, “Superposición”, 548), pues no parece existir una medida de la proporcionalidad de las penas que sea intersubjetivamente aceptada más allá de las formulaciones legales. El tema de la duplicación de sanciones en el sistema penal puede verse agravado con la entrada en vigor de la Ley 20.393, que estableció la responsabilidad penal de las personas jurídicas para los delitos que indica, que ha hecho más difusa la diferenciación de sanciones, ya difícilmente practicable respecto de las inhabilidades y las multas administrativas de cuantías muy superiores a las 4 UTM (art. 501 CP), tanto para personas naturales como jurídicas. En estos casos sí es posible imaginar la imposición de penas y sanciones administrativas idénticas o muy similares y hasta más graves que las penales en su cuantía y duración, por un mismo hecho y a los mismos imputados, sean personas naturales o jurídicas, donde la separación formal de jurisdicciones no parece una razonable justificación para tal duplicidad. Esta triple identidad de imputados, hechos punibles y graves sanciones de la misma naturaleza justifican en estos casos el reclamo de la doctrina contra “el cúmulo de responsabilidad administrativa y penal” que aquí sí se produce con infracción al non bis in idem (Ortiz/Arévalo, Consecuencias, 105). Esta es la razón de fondo por la que el TEDH acogió el recurso en el caso Grande Stevens, estimándose que las multas administrativas impuestas a los recurrentes por infracciones a la libre competencia tenían carácter penal, atendida su enorme cuantía; por lo que su imposición a las mismas personas por los mismos hechos, pero en sede criminal, constituía una violación al derecho a un juicio justo del art. 6.1. de la Convención Europea de derechos Humanos, idéntico en lo sustancial al art. 8.1 CADH (STEDH 4.3.2014, caso Grande Stevens v. Italia, N.º 18640/10; con detalle, v. las implicancias de este fallo en Viganó, “Ne bis in idem”, 21).
D. Principios de reserva y de exclusiva protección de bienes jurídicos Si se acepta que la aplicación del test de proporcionalidad como método para hacer operativo el principio de reserva impone la exigencia de que ca-
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da ley penal persiga la protección de derechos, bienes e instituciones que el Texto Fundamental reconoce, entonces el principio de exclusiva protección de bienes jurídicos ha de entenderse como la constitucionalización de que la finalidad de la ley penal, reconocible en ella o en su historia fidedigna (art. 19 inc. 2 CC), no puede ser otra que la protección de esos derechos, bienes e instituciones constitucionalmente reconocidos. Se abandona así la idea de identificar los bienes jurídicos con intereses vitales ajenos al ordenamiento jurídico y todas las variaciones que sobre el concepto existen, sin referencia a las finalidades constitucionalmente reconocidas. Desde este punto de vista, y en términos generales, es posible considerar que buena parte de nuestra legislación penal puede sobrepasar el primer requisito del test de proporcionalidad. Así, siguiendo el orden de la Constitución, podemos observar que el derecho a la vida y a la integridad física y psíquica de las personas (art. 19 N.º 1 CPR) encuentra protección penal en los delitos de homicidio, lesiones y las figuras de peligro para la vida y la salud; mientras la protección que la ley penal dispensa al que está por nacer se traduce en los delitos de aborto. Por otra parte, la prohibición constitucional de aplicar apremios ilegítimos y la internacionalmente reconocida prohibición de la tortura y otros tratos crueles, inhumanos y degradantes encuentra su implementación penal en los delitos de apremios ilegítimos y torturas de los arts. 150 ss. Los delitos contra la integridad y libertad sexuales, del Tít. VII L. II CP, también pueden verse como protección frente a una afectación a la garantía del respeto a la integridad física y psíquica de las personas, desde el momento que muchos de ellos suponen la cosificación y el abuso de las víctimas cuyas decisiones en materia de sexualidad no son tomadas en cuenta por los agresores. Por su parte, la garantía de igualdad ante la ley (art. 19 N.º 2 CPR) encuentra protección penal directamente en el delito de incitación al odio a través de medios de comunicación masiva del art. 31 Ley 19.733, e indirectamente en la agravante de discriminación del art. 12, 21.ª, agregada por la Ley 20.609 (Ley Zamudio). En lo que respecta a las garantías de igual protección ante la ley, debido proceso y legalidad de los delitos y las penas (art. 19 N.º 3 CPR), se establecen para su protección los delitos de imposición arbitraria de penas por parte de empleados públicos que se arrogasen facultades judiciales (arts. 152, 153 y 154), y prevaricación (arts. 223 a 225). La garantía de respeto y protección a la vida privada y honra de la persona (art. 19 N.º 4 CPR) encuentra parcialmente protección penal en los arts. 161-A y 161-B, que establecen los delitos de grabación y difusión ilegales de comunicaciones habidas en lugares privados; en los arts. 412 a 431, que imponen penas por los delitos de calumnias e injurias; y en la Ley 19.733, que regula las sanciones a imponer
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en los casos que estos delitos se cometan a través de un medio de comunicación social. La garantía de la inviolabilidad del hogar y de toda forma de comunicación privada (art. 19 N.º 5 CPR) se protege penalmente a través de los delitos de violación de domicilio, apertura y registro de correspondencia, allanamiento ilegal, interceptación y apertura de correspondencia por parte de empleados públicos, divulgación no autorizada de telegramas, no entrega de los mismos y falsedad en su transcripción (arts. 144, 146, 155, 156, 193 y 195). Indirectamente, los arts. 161-A y 161-B, también hacen referencia a esta garantía, en cuanto protegen las comunicaciones privadas en lugares privados. Además, el art. 36 B c) Ley 18.168, General de Telecomunicaciones, sanciona penalmente la interceptación y captación de señales emitidas a través de un servicio público de telecomunicaciones. La libertad de conciencia y culto (art. 19 N.º 6 CPR), regulada en la Ley 19.638, está protegida penalmente en los delitos de los arts. 138 a 140, que sancionan a quienes con violencia o intimidación impiden el ejercicio de un culto, lo interrumpen con tumulto o desorden, ultrajan los objetos que en él se emplean o a su ministro; y también en el art. 155, allanamiento irregular de un templo. La libertad y seguridad individual (art. 19 N.º 7 CPR), se encuentran especialmente reguladas en el único Título del Código que hace expresa referencia a la Constitución, el Tít. III L. II: “De los crímenes y simples delitos que afectan los derechos garantidos en la Constitución”. Allí se protege la libertad ambulatoria y la seguridad personal a través de los delitos de secuestro, sustracción de menores, detención arbitraria o ilegal, impedimento ilegal de permanecer en un punto de la República, trasladarse de un lugar a otro o salir o entrar del país, el atropello a las garantías que regulan el encarcelamiento, la incomunicación ilegal, la detención arbitraria en lugares no destinados al efecto y la formación de causa y arresto de un senador o diputado, violando sus prerrogativas (arts. 141 a 151, y 158 N.º 4). Fuera de ese Título, la libertad y la seguridad personales son protegidas en términos generales, como atentados contra la autonomía personal por la falta de coacciones y el delito de amenazas de los arts. 494 N.º 16 y 296 a 298, respectivamente (Lorca, “Libertad personal”, 100); y específicamente, en lo que toca a la libertad de desplazamiento y la seguridad personal, por el delito de trata de personas (arts. 411 ter y quáter). El derecho a vivir en un ambiente libre de contaminación (art. 19 N.º 8), no regulado en la Constitución de 1833 no podía ser tratado especialmente por el Código hecho bajo su égida, pero ello no impide que en el mismo se encuentren algunas disposiciones aisladas que lo protegen, siquiera indirectamente, como los delitos de propagación de enfermedades animales, plagas vegetales u otros elementos contaminantes “que por su naturaleza sean susceptibles de poner en peligro la salud animal o vegetal”, así como el envenenamiento y
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usurpación de aguas y las faltas consistentes en la infracción de las reglas de policía en la elaboración de objetos fétidos o insalubres o en arrojarlos a las calles, no entregar basuras o desperdicios oportunamente a la policía de aseo y construcción de hornos, chimeneas o estufas contra los reglamentos (arts. 289, 290, 291, 315, 459 y 496 N.º 20, 22 y 29). En las leyes especiales se encuentran también figuras que protegen el medio ambiente, en sus diversas manifestaciones y elementos. Así, p. ej., respecto a la flora, el art. 38 Ley 17.288, de Monumentos Nacionales, castiga el causar daño o modificar la integridad de un Santuario de la Naturaleza; y los arts. 17, 18 y 21 a 22ter de Ley de Bosques, la tala, roce a fuego y quema ilegales de bosques, disposiciones complementadas por el art. 476 N.º 3 CP. Los suelos son protegidos ahora del depósito de residuos peligrosos por el art. 44 Ley 20.920, que sanciona el tráfico no autorizado de residuos peligrosos o prohibidos, con una especial agravante en caso de que dicho tráfico genere algún tipo de impacto ambiental. Por su parte, en cuanto a la fauna, los arts. 30 y 31 Ley de Caza sancionan el comercio, la caza y captura ilegales de especies protegidas; y los arts. 136 a 140 Ley General de Pesca, la contaminación de aguas y la pesca y captura ilegales de especies vedadas o protegidas o con artes prohibidas, así como el procesamiento de especies vedadas. La libertad de emitir opinión y de informar sin censura previa se encuentra regulada penalmente, de conformidad con la remisión que hace el art. 137, en la ya mencionada Ley 19.733, por dos vías: en primer lugar, de manera negativa, al declararse en su art. 29 que “no constituyen injurias las apreciaciones personales que se formulen en comentarios especializados de crítica política, literaria, histórica, artística, científica, técnica y deportiva, salvo que su tenor pusiere de manifiesto el propósito de injuriar, además del de criticar”; y, en segundo término, de manera positiva al castigar en su art. 36 al que, “fuera de los casos previstos por la Constitución o la ley, y en el ejercicio de funciones públicas, obstaculizare o impidiere la libre difusión de opiniones o informaciones a través de cualquier medio de comunicación social”. En lo que respecta a los derechos de reunión, petición y asociación (art. 19 N.º 13, 14 y 15 CPR), el art. 158 N.º 3 y 4 contempla sancionar al empleado público que “prohibiere o impidiere una reunión o manifestación pacífica y legal o la mandare disolver o suspender”, y al que impidiere a un habitante de la República “concurrir a una reunión o manifestación pacífica y legal; formar parte de cualquier asociación lícita, o hacer uso del derecho de petición que le garantizan las leyes”. De conformidad con los límites constitucionales de estas garantías, el art. 292 sanciona “toda asociación formada con el objeto de atentar contra el orden social, contra las buenas costumbres, contra las personas o las propiedades”, existiendo disposiciones especiales para castigar las asociaciones ilícitas destinadas a la comisión de delitos específicos,
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tales como los de tráfico ilícito de estupefacientes, lavado de dinero y terrorismo (arts. 16 Ley 20.000, 28 Ley 19.913 y 2 N.º 5 Ley 18.314). La libertad del trabajo y su protección (art. 19 N.º 16 CPR) son el bien jurídico en los delitos que sancionan la “imposición ilegal de servicios personales” e impedir ejercer un trabajo legítimo, tanto por parte de particulares como de empleados públicos (arts. 147, 157 y 158 N.º 2). Por su parte, en cuanto a la “seguridad del trabajo”, el art. 171 Ley 16.464 sanciona a “los empleadores o patrones que, sin justa causa de error, paguen a sus empleados u obreros un sueldo o salario inferior al fijado por la autoridad competente”, lo que actualmente solo puede referirse al salario o sueldo mínimo, único regulado legalmente; mientras el art. 12 Ley 12.927, de Seguridad del Estado, sanciona a los “empresarios o patrones que declaren el lock out” o que estuvieren comprometidos en una paralización ilegal. El castigo de las paralizaciones ilegales, que responde en cierto modo a su prohibición constitucional, se encuentra en el art. 11 Ley 12.927, donde se pena “toda interrupción o suspensión colectiva, paro o huelga de los servicios públicos o de utilidad pública, o en las actividades de producción, del transporte o del comercio, producido sin sujeción a las leyes y que produzcan alteraciones del orden público o perturbaciones en los servicios de utilidad pública o de funcionamiento legal obligatorio o daño a cualesquiera de las industrias vitales”. El derecho a la seguridad social (art. 19 N.º 18), que no existía en 1874, se ampara penalmente en las diversas disposiciones que protegen el pago regular de las cotizaciones previsionales a las entidades encargadas de su administración, comprendidas en leyes posteriores y especiales, a saber, los arts. 12 a 14 Ley 17.322, 19 DL 3.500 y 186 DFL 1 (2006) de Salud. En lo que respecta a la protección del derecho de propiedad, consagrado con especial detalle en el art. 19 N.º 24 CPR, el Tít. III L. II CP contempla dos delitos que hacen referencia a su privación ilegítima sin ánimo de lucro: las exacciones y la expropiación ilegales (arts. 147, 157 y 158 N.º 6); aparte del Tít. IX L. II, que castiga en los arts. 432 a 489 los robos, hurtos, usurpaciones, estafas y daños. También la propiedad intelectual e industrial son protegidas penalmente por las disposiciones pertinentes de las Leyes 19.039, 17.336 y 19.342, así como por los delitos de privación ilegal de la propiedad industrial y violación de secretos industriales (arts. 158 N.º 5 y 284). Indirectamente, el derecho a la protección de la salud recibe protección en todas las figuras que regulan los llamados delitos contra la salud pública y, especialmente, en los delitos de tráfico ilícito de estupefacientes de la Ley 20.000. Además, la Constitución reconoce otros intereses dignos de protección jurídica y, especialmente, penal, como aparece claramente en sus arts. 9, 52 y 79, donde se hace referencia a ciertos delitos que, aunque “graves”, no se pueden vincular de modo directo a la necesidad de protección de al-
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gunos de los derechos constitucionalmente reconocidos. En efecto, aunque el terrorismo, mencionado en el art. 9 CPR pueda vincularse a la protección de las personas, es difícil encontrar una vinculación similar en los delitos de traición, concusión, malversación de fondos públicos y soborno, mencionados en su art. 52, o en los de prevaricación, cohecho, falta de observancia en materia sustancial de las leyes que reglan el procedimiento, denegación y torcida administración de justicia, que se señalan en su art. 79. Estos grupos de delitos, reconocidos constitucionalmente, están destinados a proteger la institucionalidad que permite nuestra vida organizada a través de reglas jurídicas antes que derechos y libertades individuales. La exposición detallada de esos delitos y su vinculación con los derechos, bienes e instituciones constitucionalmente reconocidas es materia de la Parte Especial. Aquí solo añadiremos que el hecho de que exista un valor constitucional o derecho fundamental no obliga necesariamente a su protección por la vía penal, decisión que queda entregada al ámbito de la discreción política. Así, en Chile, no reciben una protección penal especial los derechos a la educación, la libertad de enseñanza, a ser admitido a todas las funciones y empleos públicos, la libertad sindical, la igual repartición de los tributos, el derecho a desarrollar cualquier actividad económica lícita, la no discriminación arbitraria en el trato económico, ni la libertad para adquirir el dominio de las cosas (art. 19 N.º 10, 12, 17, y 19 a 23 CPR, respectivamente).
E. Principios de reserva y de ultima ratio El principio de reserva y el test de proporcionalidad pueden fundamentar también la idea político criminal de concebir el derecho penal como ultima ratio, siempre que ella se precise en la afirmación de que no es necesaria o legítima la legislación penal que no proteja una finalidad constitucionalmente reconocida y que sería preferible no recurrir a ella en los casos en que el fin constitucionalmente reconocido pueda alcanzarse por otras vías (Politoff, “Mesura”, 95). Se trata de una consideración sujeta a criterios de evaluación pragmática, dado su fundamento utilitarista: conseguir un “mayor bienestar con un menor costo social” (Carnevali, “Ultima ratio”, 15). Sin embargo, como la idoneidad o no del derecho penal para la consecución de esa finalidad constitucionalmente reconocida no es excluyente de otras herramientas legales, no parece que la exigencia de la proporcionalidad puede llevar más allá de lo dicho ni fundamentar un criterio de subsidiariedad estricta del derecho penal respecto de otras ramas del ordenamiento jurídico para regular la misma materia. Luego, la presencia o no del derecho penal
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en un ámbito determinado de relaciones sociales no se encuentra vedada a priori por conceptos ajenos al principio de reserva constitucionalmente reconocido: la exigencia de una respuesta penal que ofrezca a los miembros de la comunidad la seguridad de que podrán ejercer sus derechos libres de violencia y temor es también parte de la lucha por la ampliación de la democracia y por el desarrollo de un Estado de Derecho material. Por tanto, se rechaza la crítica genérica contra una supuesta “inflación penal” y su “expansión” a nuevas áreas, como el derecho penal ambiental o económico, basada en ideas preconcebidas acerca del contenido mínimo o nuclear del derecho penal, seguida de la propuesta de concebir una subsidiariedad en la creación y aplicación del derecho penal que deje para una “segunda” y “tercera” velocidades la protección de los bienes supraindividuales y la reacción ante los peligros del terrorismo y la delincuencia habitual, respectivamente (Silva S., Expansión. En Chile, Carnevali, “Reflexiones”, 135 y Feller, “Riesgo”, 51). Estas ideas olvidan, por una parte, que la legislación también debe pretender dar protección a amplias capas de la población cuyas garantías constitucionales a la libertad y seguridad personales se ven amagadas por la permanente amenaza de la violencia y la pérdida de su vida, salud, libertad y bienes (Carrasco, 79). Y, por otra, pueden conducir a la descriminalización de facto o de iure de conductas que los poderosos no tienen intención de perseguir, por lo que provocarían, “probablemente, un vibrante aplauso en una asamblea de dirigentes industriales de todos los países, felices de evitar los riesgos de la cárcel” (Marinucci y Dolcini, 162). De hecho, eso ocurrió en Chile cuando en el año 2003 se despenalizaron las conductas monopólicas, penalización que hubo de reponerse en 2016 tras varios escándalos de acuerdos de precios y cuotas de mercado en las áreas farmacéutica, alimenticia y de papel sanitario. Por eso, desde un punto de vista político, estas ideas contra la modernización del derecho penal se estiman propias de una posición “alejada de toda ‘voluntad de saber’, a la que normalmente acompaña una ideología conservadora u reaccionaria” (Gracia, 102). Luego, quizás la mesura que puede pedirse al empleo del derecho penal sobre la base del principio de reserva se oriente no a una reacción más bien atávica y contraria a su aplicación a nuevas realidades sino a su utilización como instrumento para “el sometimiento del impulso de la violencia reactiva”, sujeto a “un proceso de deliberación y persuasión”, donde la pena se origina “como una práctica distinta de la venganza”, tal cual en la tragedia de “Las Euménides” retrata Esquilo la transformación de la Furias (Lorca, 251). La disyuntiva entre modernización y expansión del derecho penal es, por tanto, “falsa” (Cardozo, “Encrucijada”, 44): lo único relevante es que
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las nuevas y viejas tipificaciones y, sobre todo, la imposición de las penas asociadas, respeten las garantías de legalidad, reserva y debido proceso, teniendo claro que, p. ej., la protección del medio ambiente y del normal desarrollo de la economía son fines constitucionalmente reconocidos (art. 19 N.º 8 y 23 CPR), tanto como la protección de la vida y la propiedad (art. 19 N.º 1 y 24 CPR). Y siempre recordando los consejos que diera en su oportunidad don Quijote a Sancho, investido de Gobernador en la Ínsula de Barataria: “No hagas muchas pragmáticas, y si las hicieres, procura que sean buenas, y sobre todo que se guarden y se cumplan, que las pragmáticas que no se guardan lo mismo es que si no lo fuesen” (Cervantes, M., El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. Segunda parte, Cap. LI. La advertencia termina evocando la Fábula XXII de Esopo, recordando que leyes que no se cumplen son como el madero, Príncipe de las Ranas, a quien nadie respeta).
F. Principio de reserva y libertades de expresión e información El art. 13.1 CADH establece que “toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento y de expresión”, el que “comprende la libertad de buscar, recibir y difundir informaciones e ideas de toda índole, sin consideración de fronteras, ya sea oralmente, por escrito o en forma impresa o artística, o por cualquier otro procedimiento de su elección”. En esta última disposición se establece, sin embargo, que el ejercicio del derecho a la libertad de pensamiento y expresión que allí se contempla puede limitarse “por la ley” “para asegurar” “el respeto a los derechos o la reputación de los demás” o “la protección de la seguridad nacional, el orden público o la salud o moral públicas”. En similares términos el art. 19.3 PIDCP permite limitar el derecho a la libertad de expresión de su art. 19.2. Por su parte, el art. 19 N.º 12 CPR reconoce que el ejercicio de la “libertad de emitir opinión” y “de informar”, puede acarrear sanciones posteriores respecto de “los delitos y abusos que se cometan”. La regulación específica respecto de la comunicación de opiniones e informaciones a personas indeterminadas por medios de comunicación social se encuentra en la Ley 19.733, en cuyo art. 29 inc. 2, se establece, además, la garantía legal de que en tales casos, “no constituyen injurias las apreciaciones personales que se formulen en comentarios especializados de crítica política, literaria, histórica, artística, científica, técnica y deportiva, salvo que su tenor pusiere de manifiesto el propósito de injuriar, además del de criticar”. Esta garantía se ve complementada con la posibilidad de invocar la exceptio veritatis, esto es, la prueba de la verdad de los hechos imputados
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que sean de interés público y cometidos por funcionarios, reconocida por el art. 30 de dicha ley. Un punto de vista más amplio es el que ha adoptado la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, sosteniendo que: “las leyes que penalizan la expresión de ideas que no incitan a la violencia anárquica son incompatibles con la libertad de expresión y pensamiento consagrada en el art. 13 y con el propósito fundamental de la Convención Americana de proteger y garantizar la forma pluralista y democrática de vida” (Informe Sobre la Compatibilidad entre las Leyes de Desacato y la Convención Americana sobre derechos Humanos de la Comisión Interamericana de derechos Humanos, N.º 22 de 1994, Cap. V, Sección IV). Por ello, se consideraron incompatibles con los términos del art. 13 CADH, las leyes que penalizaban en Chile “la expresión que ofende, insulta o amenaza a un funcionario público en el desempeño de sus funciones oficiales”, como sucedía en los hoy derogados arts. 263 y 265 CP y en el todavía vigente art. 284 CJM (Informe del Relator Especial de la OEA para la Libertad de Expresión de 1999, 32 y 47). Tratándose de comunicaciones entre personas determinadas, la necesidad de conservar la forma pluralista y democrática de vida se traduce en la de sancionar cierta clase de comunicaciones que “sea en sí misma, por la manera en que tiene lugar y por el contexto social en que acontece, constitutiva de un peligro cierto y grave para un bien jurídico digno de tutela penal” (Politoff DP, 36). Este es el fundamento del castigo de los llamados delitos de expresión, como sucede, entre otros, en la proposición y conspiración y en los delitos de falso testimonio, solicitud indebida de favores sexuales, propuesta de negocios ilícitos entre funcionarios públicos y particulares y amenazas (arts. 8, 206 a 210., 223 N.º 3, 248 a 250, y 296 a 298, respectivamente). En todos ellos existe un acto comunicativo entre personas determinadas que puede describirse como un fenómeno del mundo exterior susceptible de prueba y que, según los casos, puede provocar modificaciones en ese mundo exterior más allá del acto de emitir y recibir un mensaje lingüístico (temor en las personas amenazadas o solicitadas; adquirir una motivación para actuar indebidamente, en los casos de cohecho; u ofrecer el fundamento fáctico para una sentencia injusta, en los casos de falso testimonio, etc.). Pero, tratándose de injurias y calumnias (arts. 412 a 420), para mantener nuestra sociedad democrática es preciso un margen de tolerancia a las expresiones que pudieran parecer ofensivas, si son verdaderas y existe un interés público para su difusión. Por ello, el derecho común reconoce la exceptio veritatis en casos de calumnias y de injurias dirigidas contra
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empleados públicos sobre hechos concernientes al ejercicio de su cargo (arts. 415 y 420). Además, esa tolerancia ha de incluir la posibilidad de emitir opiniones y afirmaciones de hecho equivocadas pero que se creen verdaderas o, al menos, respecto de cuya correspondencia con la realidad se ha realizado un esfuerzo mínimo de verificación o “un cierto nivel de diligencia en la búsqueda de la verdad”, particularmente tratándose de informaciones difundidas por los medios de prensa (A. Fernández D., “Desafuero”, 211). En este sentido, la Corte Suprema ha establecido “como principio general”, que “aquel que atribuye públicamente por razones de interés social un hecho que razonablemente cree cierto, no incurre en delito, aunque esté equivocado, porque su creencia en la verdad de lo que sostiene, excluye el dolo inherente a estas figuras penales” (SCS [Pleno] 5.7.1999, FM 488, 158). Por lo anterior, parece razonable fijar el límite de la libertad de expresión en la emisión de falsedades deliberadas, esto es, conscientemente no correspondientes a la verdad, según la información verificada o disponible por el que la emite y que provoca daños en personas e instituciones (Covarrubias, 54). El interés público que reviste la difusión de comportamientos ilícitos motiva también, en resguardo de la libertad de información, la jurisprudencia de la Corte Suprema que estima lícitas las grabaciones subrepticias y su posterior difusión, cuando recaen en conversaciones en que se manifiestan ilícitos, como las condiciones para otorgar una licencia médica falsa, excluyendo la aplicación a tales grabaciones del tipo penal del art. 161-A (SCS 21.8.2013, RChDCP 2, N.º 4, 243, con nota crítica de C. Suazo, recordando el fallo en sentido completamente contrario de la SCS 9.8.2007, Rol 3005-6, con comentario crítico de Bascuñán, “Grabaciones”, 61. Ambos enfatizan en que la grabación subrepticia debe ser sancionada siempre, con independencia de su contenido y del tratamiento de su difusión).
§ 6. Función de las penas y prevención especial positiva como única finalidad constitucionalmente reconocida de las penas privativas de libertad A. Función normativa de las penas. La prevención especial positiva En sentido estrictamente normativo una pena es la “consecuencia jurídica que se impone a una persona que ha cometido un delito” (Ortiz/Arévalo, 17). Por tanto, la primera función de las penas es calificar un hecho determi-
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nado como delito, pues solo los delitos las contemplan como consecuencias jurídicas. En consecuencia, como los delitos, solo son legítimas las penas establecidas con estricta sujeción al principio de legalidad, respetando el principio de reserva y el debido proceso. En cuanto a su naturaleza, la Constitución y los tratados internacionales reconocen diferentes clases de penas, cuya imposición resulta, por ello, legítima en principio: i) inhabilidades para ejercer cargos públicos; la enseñanza; explotar o dirigir medios de comunicación y ser dirigente de organizaciones políticas o gremiales (art. 9 CPR, en relación con los delitos terroristas); ii) pérdida de la nacionalidad, en caso de prestación de servicios durante una guerra exterior a enemigos de Chile o de sus aliados (art. 11, N.º 2 CPR); iii) pérdida de la calidad de ciudadano, en casos de delitos castigados con penas aflictivas, esto es, privativas de libertad de más de tres años de duración (art. 17 N.º 3 CPR); iv) pena de muerte, en caso de aprobarse por ley de quórum calificado (art. 19 N.º 1 inc. 3); e) restricción de la libertad personal (art. 19 N.º 7 b) CPR); v) privación de libertad personal en lugares públicos (art. 19 N.º 7 b) y d) CPR); vi) incomunicación con personas ajenas al establecimiento (art. 19 N.º 7 d) CPR); h) comiso (art. 19 N.º 7 g) CPR); vii) confiscación de bienes de sociedades ilícitas (art. 19 N.º 7 g) CPR); viii) pérdida de derechos patrimoniales (multas), excepto la de los derechos previsionales (art. 19 N.º 7 h) CPR); y ix) trabajos forzados acompañados de prisión (art. 8.3 b) PIDCP y 6.3 a) CAHD). En el sistema penal de adultos, las penas que se pueden imponer se encuentran precisadas, con carácter general, en el art. 21 CP y en la Ley 18.216, sobre penas sustitutivas. Además, para los adolescentes y las personas jurídicas existen sistemas sancionatorios específicos, contemplados en las Leyes 20.084 y 20.393, respectivamente. Sin embargo, la privación de derechos y la imposición de multas también pueden ser consecuencias jurídicas previstas por la legislación para ser impuestas por los órganos de la administración del Estado y no como consecuencia jurídica de un delito. Por ello es preciso destacar que cuando hablamos de derecho penal, hoy en día hablamos principalmente de leyes que amenazan con penas privativas de libertad, las que “constituyen prácticas ampliamente aceptadas como legítimas por la comunidad internacional” y son “un elemento común a casi todos los sistemas penales” (Rodley, 6). Ello es coincidente con lo expresado por nuestro TC en el sentido de que lo propiamente penal son las privaciones de libertad con carácter sancionatorio, esto es, las que no están destinadas al cumplimiento de una obligación que requiere la presencia del privado de libertad, como los apremios para
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comparecer en juicio, de manera que solo una disposición legal de carácter penal podría imponer penas privativas de libertad (STC 21.10.2010, Rol 1518). Pero no basta que las penas estén establecidas legalmente para ser constitucionalmente legítimas: los Tratados Internacionales sobre Derechos Humanos obligan a orientar su ejecución hacia la prevención especial positiva. Así, mientras el art. 10.3 PIDCP establece que “el régimen penitenciario consistirá en un tratamiento cuya finalidad esencial será la reforma y la readaptación social de los penados”, el art. 5.6 CADH dispone que “las penas privativas de libertad tendrán como finalidad esencial la reforma y la readaptación social de los condenados”. Ello no solo importa la necesidad de proveer sustituciones de las penas privativas de libertad por otras sanciones que favorezcan la reintegración social (Ley 18.216), sino también contar con régimen penitenciario que prepare al condenado para la libertad mediante una “acción educativa necesaria para la reinserción social” (art. 1 Reglamento de Establecimientos Penitenciarios), contemple la reducción de condenas por buena conducta y un régimen progresivo de salidas previas hasta su libertad condicional (DL 321), excluyendo del sistema aquellas penas que pudieran producir por sí mismas efectos desintegradores o dificultaren gravemente la reinserción social. Luego, en nuestro sistema constitucional, para ser legítima toda pena privativa de libertad ha de tener como finalidad la prevención especial positiva, esto es, ofrecer tratamientos de reintegración social a los condenados, que permitan disminuir los efectos desocializadores de la privación de libertad y faciliten su reinserción al término de la condena, reduciendo la probabilidad de reincidencia. Se trata de una orientación en que la resocialización no se entiende “como imposición de un determinado esquema de valores u orden social, sino como la creación de las bases para la autorrealización o autodesarrollo libre del individuo o, al menos, como la remoción de las condiciones que impidan que el sujeto vea empeorado, a consecuencia de la intervención penal, su estado de socialización” (Durán, “Prevención especial [2015]”, 298). Contra esta constatación normativa de orden superior no vale el argumento de que la función resocializadora no sería posible frente a “los delincuentes de cuello blanco, quienes se alzan en armas contra el gobierno legítimo sin conseguir su propósito de derrocarle, o el sujeto de una infidelidad diplomática o el juez que en un tribunal supremo admite una dádiva”, que no requerirían resocialización (Rivacoba, Función, 143). En efecto, tales personas, si bien no se encuentran limitadas psicológica o socialmente, sí pueden presentar rasgos de personalidad, hábitos, destrezas, cargos, profe-
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siones y relaciones que hagan más probable su reincidencia y a los cuales deba apuntar un programa de reintegración social para evitarla. Esta función de resocialización de las penas concretamente impuestas, entendida como oferta de oportunidades para la autorrealización fuera del delito, es incluso aceptada como legítima por alguna parte de la doctrina que defiende ideas más bien retribucionista sobre la legitimidad de su imposición (así, p. ej., Valenzuela, “Penitencia secular”, 266, afirma “que las reglas que determinen el destino de los penados en el sistema chileno deben tener por sentido posibilitar el aprendizaje o la opción moral de los penados de alejarse de una carrera criminal”). Siendo la resocialización la finalidad legítima de las penas privativas de libertad, su sustitución por otras restrictivas de libertad y derechos, como las contempladas en la Ley 18.216 (probation), es también legítima, en la medida que dicha sustitución se encuentre orientada a la reintegración social del condenado. Lo mismo vale para las salidas al exterior y otros beneficios durante la ejecución de la pena privativa de libertad, la reducción de la duración y su cumplimiento en libertad (parole). Pero el principio de resocialización exige también “la adopción de medidas que van más allá de la ejecución de la pena, por ejemplo, el término del sistema de antecedentes penales y otros que impliquen efectos estigmatizantes y discriminadores” (Durán, “Prevención especial [2008]”, 71). Otra consecuencia de la exigencia normativa de que las penas privativas de libertad tengan como finalidad la reintegración social del condenado, es que las penas perpetuas que no contemplen mecanismos de libertad condicional o similares que permitan su revisión, deben considerarse inconstitucionales. En Alemania y España, donde también rige el PIDCP, así lo ha declarado su jurisprudencia constitucional (STC Alemania 21.6.1977, Rol 14/76, y STC España 30.3.2000, Rol 91/2000). Entre nosotros, las penas privativas de libertad perpetuas, aún en su forma más grave (presidio perpetuo calificado, art. 32 bis), al permitir ciertas formas de revisión jurisdiccional para conceder la libertad condicional del condenado parecen encontrarse en el límite de lo admisible, aunque son discutibles las limitaciones sobre la base de un tiempo fijo de cumplimiento de pena (20 o 40 años, según los casos) o la naturaleza de los delitos cometidos (Cúneo, 2). De lege ferenda, la doctrina nacional rechaza de plano las penas perpetuas, estimando alrededor de 15 años el tiempo máximo de privación de libertad para que pueda cumplirse la función resocializadora (Etcheberry, “Cambios”, 113 y 121). No obstante, siendo la orientación a la prevención especial positiva o reintegración social una finalidad material y normativamente reconocida
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de las penas privativas de libertad, no es exigible en cuanto a sus resultados sino en su establecimiento, imposición y formas de ejecución, pues lograr la efectiva reintegración de un condenado, esto es, conseguir su retraimiento de la actividad criminal tras el cumplimiento de la pena, depende de muchos factores sociales e individuales que los encargados del sistema penitenciario no están en condiciones de controlar o modificar. Con todo, se debe dejar constancia del avance de las ciencias conductuales en esta materia, que ha dejado de lado el pesimismo de los años 1970 (el “nothing works” de Martinson, 22), para dar paso a un moderado optimismo en las posibilidades de la reintegración social mediante tratamientos y modificaciones conductuales voluntarias y efectivas (Dropelmann, 3;). Entre ellos se encuentran, p. ej., experiencias de rehabilitación y reducción efectivas de la reincidencia mediante programas de meditación trascendental, cuya eficacia ha sido demostrada incluso en internos de cárceles de alta seguridad, como el penal de Folsom en Estados Unidos (Rainforth, Alexander y Cavanaugh, 181; una visión comparada de estos efectos positivos de la meditación trascendental, incluyendo experiencias nacionales, puede verse en Marín, 145). Otros programas respaldados con la evidencia son los tribunales de tratamiento de drogas, los basados en el paradigma riesgo-necesidad-respuesta que propone adoptar nuestro Reglamento Penitenciario, los de distanciamiento y reinserción al momento del egreso, etc. (Cullen, 299).
B. Funciones empíricas de las penas privativas de libertad: prevención especial negativa (aseguramiento), prevención general (disuasión) y cohesión social (prevención general social). Su limitación por la finalidad de prevención especial positiva Cuando los tratados y la Constitución admiten como legítimas las penas privativas de libertad orientadas hacia la reintegración social de los condenados, admiten también los eventuales efectos empíricamente contrastables de dicha privación de libertad: el aseguramiento del condenado (prevención especial negativa) y la disuasión de terceros (prevención general). El aseguramiento, que puede fundamentarse filosóficamente en el argumento de la persistencia de los estados de las cosas mientras no se produzca un cambio real (Descartes, Meditaciones, 9), es la exclusión de los condenados de la vida social por un tiempo determinado, impidiéndoles o dificultándoles la reiteración delictiva (Levitt, “Overcrowding”, 319). Y la disuasión de terceros es el resultado de la combinación de las probabilidades de aprehensión y condena y la gravedad de las penas en el comportamiento general de la población (Becker, 204).
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Por otra parte, los estudios conductuales han demostrado que la imposición de penas privativas de libertad apropiadas no solo disuade, sino también mantiene el comportamiento cooperativo (Balliet, Mulder y Lange, 600). Esta constatación empírica ha llevado incluso a la formulación de un criterio de legitimación del sistema penal diferente a los tradicionales: la prevención general social (Rodríguez H., Comportamiento, 62). Sin embargo, todas las consecuencias empíricas de las sanciones son eventuales, pues su efectiva imposición y la forma concreta en que ello se hace depende de los recursos destinados tanto al sistema de persecución criminal como al penitenciario. Un sistema penitenciario cuya organización no evite la comisión de delitos al o desde el interior de los recintos carcelarios, no solo impide la reintegración social, sino que genera un efecto menor de aseguramiento y una mayor desintegración, al incorporar a los internos a redes y organizaciones criminales, como sucede en buena parte de las cárceles latinoamericanas (Dudley y Bergent, 4). Y un sistema de persecución penal con una baja probabilidad de condena por los delitos que conoce (o que asegura una pena desproporcionadamente baja en comparación con la ganancia que reporta el delito) no disuade y puede hasta considerarse un factor que induce a la actividad criminal (Bentham, 26). Finalmente, un sistema que permite a muchos free riders salir permanentemente con la suya, produce desazón social y la pérdida de respeto por la ley, a pesar de que algunos pocos sean efectivamente sancionados (Shiller y Akerlof, 906). Por otra parte, el aseguramiento, la disuasión y la integración social como efectos empíricos de la imposición de penas privativas de libertad, no se legitiman por sí mismos, sino que su legitimidad proviene de la de éstas: una pena que solo asegure al condenado sin ofrecer tratamientos o formas de ejecución orientadas a su resocialización o que consista en su aseguramiento a través de su incapacitación corporal, no será legítima. Y tampoco será legítima la disuasión o la cohesión social intentadas sancionando con penas que no estén orientadas a la reintegración social.
§ 7. Teorías divergentes de fundamentación material de las finalidades de la pena Traspasado el umbral de la constatación de las funciones normativas y empíricas de las penas, y particularmente de las privativas de libertad, la discusión acerca de otras finalidades y funciones que puedan cumplir es de política criminal, cuyas pretensiones basadas en teorizaciones filosóficas de
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diferente origen no constituyen argumentos para la discusión empírica ni normativa acerca de los límites de la soberanía democrática en la materia. Y aunque es indesmentible que el Código de 1874, por la data de su promulgación, se enmarca entre aquellos derivados de la Escuela Clásica y de corte retribucionista, y que buena parte de la jurisprudencia sigue aferrada a esta doctrina a la hora de determinar en concreto las penas aplicables, bajo conceptos tales como “castigo proporcional”, “razones de justicia”, “pena proporcionalmente retributiva al ilícito cometido” y/o “sanción condigna al hecho reprobado” (Durán, “Justificación”, 276); también es cierto que tales conceptos no superan el umbral de la mera afirmación de subjetividades acerca de lo que cada quién estima proporcional, justo, digno o adecuado a la medida de la culpabilidad. De hecho, la sola idea de la existencia de un derecho a castigar o ius puniendi que fundamente la idea de la retribución es una afirmación que “no tiene sustento en el derecho, sino que constituye un postulado ideológico” (Novoa, Cuestiones, 74). Por otra parte, se afirma que la idea de que exista un fundamento para legitimar la pena fuera del orden político en que está inserto el derecho penal que se trate produce la paradoja de legitimar de entrada ese orden político, lo que “no solo es insuficiente sino que además conduce a un conformismo político peligroso con lo cual el potencial crítico de estas teorías es muy reducido” (Wilenmann, “Legitimación”, 363).
A. Teorías absolutas a) Idealismo alemán clásico Según Kant el establecimiento de los delitos y sus penas —y, en particular, de la pena de muerte— no dependería del cumplimiento de ninguna finalidad normativa o empírica, sino que estaría determinado por una razón metafísica, a saber, el cumplimiento del “imperativo categórico” o absoluto de aplicar la “justicia” correspondiente a cada caso, “pues cuando la justicia perece, entonces ya no tiene más valor la vida del hombre sobre la tierra”: “el derecho penal es el derecho que tiene quien detenta el mando con respecto a un súbdito, de imponerle un sufrimiento por haber cometido un delito”, pues la pena “nunca puede ser utilizada como un simple medio para producir un bien distinto, ni para el delincuente mismo, ni para la sociedad civil, sino que siempre debe serle a él impuesta, porque él ha delinquido”. En consecuencia, siendo “la justicia” la razón y medida de la pena, no podría tener otra función que la retribución o ius talionis: “quien ha asesinado, debe morir”, pues “no existe ningún otro subrogado para la
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satisfacción de la justicia”, de donde se seguiría que “incluso si la sociedad civil se disolviese con el acuerdo de todos sus miembros (p. ej., si la población de una isla decide separarse y diseminarse por todo el mundo), primero debiera ser colgado el último asesino que se encuentra en la cárcel, para que así todos experimentasen el valor de sus actos, y la culpa de la sangre no se derrame sobre el pueblo que no ha impuesto el castigo, pues por ello podría ser tratado como partícipe en la ofensa pública de la justicia” (Kant, 331. Sobre las implicancias de este argumento para la justificación de la pena de muerte, v. Solari A., 21). Con todo, debe señalarse que existen esfuerzos aislados por sostener que este rigorismo metafísico de Kant no sería propiamente kantiano o que, incluso, Kant ofrecería, en realidad una perspectiva de prevención general (entre nosotros, Mañalich, “Metafísica”). Sin embargo, tales esfuerzos no han tenido acogida en la doctrina dominante, atendida la claridad con que Kant expresa sus pensamientos. Por su parte, Hegel sostenía que la pena no se trataría de un asunto de “males” o “bienes” cuya influencia en el comportamiento humano deba evaluarse, sino “únicamente de injusto y de justicia”, pues si el hombre, en tanto ser vivo, puede ser forzado, esto es, “su expresión exterior puede ser conducida bajo la coerción de otro”, esa coerción o violencia anulan la libertad y son “por tanto, abstractamente considerada [s], lo injusto”. Luego, no solo sería “justo”, sino “necesario”, que esa “coerción”, “sea anulada a través de la coerción”, esto es, que exista una “segunda coerción que sea la anulación de una primera coerción”. El delito sería, por tanto, “la primera coerción ejercida como violencia de la libertad” de otro, una “proposición negativa y sin fin en todo sentido” dirigida contra la existencia de la voluntad en un sentido concreto, que por lo tanto “lesiona al derecho en tanto derecho”, pero que “en sí misma es nada”, pues conduce necesariamente a la realización del derecho como su anulación. La lesión al derecho solo se produce en la medida que se considera “la voluntad particular del delincuente” como una proposición que “debiera valer”, si no es anulada por el derecho. Por lo tanto, la necesaria anulación de la voluntad particular del delincuente por medio de la pena (la segunda lesión) sería solo externamente algo “negativo”, pero no materialmente, ya que mediante ella se obtendría “el restablecimiento del derecho”. En consecuencia, si “la pena es vista como continente de su propio derecho [el del delincuente], con su imposición el delincuente es honrado como ser racional” y “no es tratado solo como un animal peligroso” o teniendo en cuenta intimidar a los demás (Hegel, 90). En un sentido similar, pero partiendo de la idea de la “retribución jurídica”, Rivacoba afirmaba que la imposición de una pena, “más que de infligir dolor y provocar sufrimiento a nadie por el delito que haya ejecutado, se
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trata de desaprobarlo y significar y dar realidad a semejante desaprobación en la pena. Frente a la negación que el delito representa de los valores consagrados por una comunidad y a cuya preservación considera ésta ligadas su razón de ser y su organización y acción política y jurídica, el derecho penal los reafirma mediante la reprobación y el reproche de los actos que los niegan, expresando y concretando tal reafirmación en su punición, es decir, denotando de manera simbólica con ella la permanencia, en la sociedad, de sus aspiraciones valorativas y sus ideales de vida” (Rivacoba, Retribución, 63. Para un acabado estudio de estas ideas, v. Guzmán D., “Rivacoba”). Incluso se ha llegado a afirmar, contra toda experiencia histórica de los sistemas penales basados en esta idea —donde suelen predominar la pena de muerte y severos castigos corporales—, que sería “en el espíritu retributivo y su preocupación por la integridad moral del hombre, donde adquieren pleno sentido los requerimientos contemporáneos de descriminalizar, despenalizar y desjudicializar” (Clavería, 841). Las aporías de estas formas de pensamiento —que se extienden a todas las formas de retribución, merecimiento y prevención general positiva— se pueden resumir en que no se trata más que de “formas del habla”, “proclamaciones” o “artículos de fe” que carecen de respaldo lógico o empírico (Klug, “Abschied”, 36; y Schünemann, “Aporías”, 5). En efecto, en primer lugar, es imposible deducir lógicamente de un hecho que afecte la libertad de otro o de la infracción a una norma jurídica la absoluta necesidad — abstracta y fuera del ámbito de la discusión política— de su sanción con una pena determinada por la naturaleza del hecho o de la norma que se trate. Además, si ello fuera posible, supondría que todo el derecho debiera ser derecho penal, a menos que se contase con otro criterio diferenciador, que no puede deducirse de las premisas iniciales. Pero, por otra parte, esas penas determinadas por la naturaleza del delito o de la culpabilidad no se conocen en los sistemas penales modernos donde predominan las sanciones privativas de libertad y las pecuniarias; ni tampoco su absoluta necesidad es compatible con la existencia en estos sistemas de penas sustitutivas, libertad condicional y las otras salidas alternativas al proceso y la pena. Con todo, la explicación de su subsistencia y renacimiento puede encontrarse en el interés de limitar los excesos de las penas indeterminadas y ciertos tratamientos supuestamente resocializadores aplicados sin las garantías y limitaciones constitucionales que aquí se plantean (como el “Método Ludovico” del filme La Naranja Mecánica, de S. Kubrick, 1971). En sus nuevas presentaciones, la retribución se explica como consecuencia de la consagración constitucional del principio de culpabilidad o como una regla de merecimiento, prevención positiva general o una necesidad jurídica, se-
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gún veremos a continuación. Sin embargo, estas reformulaciones de la retribución no suponen realmente nuevos fundamentos, “sino más de lo mismo pero con otro lenguaje y conceptos”, por lo que les son aplicables todas las consideraciones críticas antes expuestas y, sobre todo, la de proponer la idea concebir la pena como un mal, sin justificar si este mal favorece a alguien; al condenado, a la sociedad o a la víctima” (Durán, “Teorías absolutas”, 43). Por ahora, diremos que de la premisa de que el principio de culpabilidad pueda ser inferido de los textos constitucionales no se deduce lógicamente que la retribución sea una finalidad legítima de las penas, como se ha planteado por algunos autores que, precisamente, rescatan el valor de las garantías y límites constitucionales en la aplicación e interpretación de la ley penal (Rusconi, Sistema, 162). En efecto, el alcance aceptado del principio de culpabilidad es la limitación a la imposición de penas por hechos que carecen de una vinculación subjetiva con el responsable, vinculación de la que no se puede inferir la naturaleza y cuantía de la pena a imponer, ni mucho menos negar que éstas deban tener una finalidad reintegradora, contradiciendo lo dispuesto en los arts. 5.6 CADH y 10.3 PIDCP. Lo mismo cabe decir de la idea de la proporcionalidad, a la que también se le atribuye consagración constitucional. Ello explica porqué todas estas teorías terminan por buscar en criterios ajenos al ordenamiento constitucional los principios o fundamentos que les permitan justificar la clase y cuantía de las penas que proponen, vinculando de una u otra forma el derecho con exigencias morales o filosóficas, lo que no es otra cosa que presentar, en odres modernos, las viejas ideas del derecho natural.
b) Merecimiento y retribucionismo expresivo En paralelo a las trasformaciones de la sociedad del cambio de siglo hacia el predominio del sistema capitalista y liberal, las críticas al funcionamiento del Estado como proveedor de rehabilitación y el rechazo a la indeterminación y arbitrariedad judiciales reinantes en la imposición de las penas las décadas de 1960 y 1970, surgió un reencantamiento con el retribucionismo en parte del mundo anglosajón, transformado en lo que ha venido en denominarse teoría del merecimiento o just deserts, donde no siempre de manera consciente se reactualizan los planteamientos de Hegel y Kant para justificar un castigo penal que, se afirma, no puede estar basado en la persecución del “ideal fracasado” de la resocialización ni en el mero utilitarismo del Estado de Bienestar, sino en la retribución y la justicia (merecimiento y proporcionalidad). Así, se afirma por unos que “castigar a alguien consiste en imponerle una privación (un sufrimiento), porque supuestamente ha realizado un da-
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ño, en una forma tal que [ese castigo] exprese desaprobación de la persona [castigada] por su comportamiento”. De este modo, el castigo considera a quien ha causado el daño como agente moral autónomo al que se hace una censura sin pretender “cambiar [sus] actitudes morales”, pues de otro modo se le estaría tratando como “a los tigres de circo”, “seres que deben ser refrenados, intimidados o condicionados para cumplir, porque son incapaces de entender que morder a la gente (o a otros tigres) está mal”. Desde este punto de vista, “un sistema de penas no debiera ser diseñado como algo que ‘nosotros’ hacemos para prevenir que ‘ellos’ delincan”, sino más bien, “debiera ser algo que los ciudadanos libres diseñan para regular su propia conducta”. Y ese castigo merecido ha de ser proporcional al daño causado, por ofrecer este principio una guía “éticamente plausible” pues “la justicia importa” y, además, es más o menos practicable en cuanto a las penas a imponer a ciertos hechos (que deben ser “graduadas de acuerdo a la gravedad de los delitos”), existiendo la posibilidad de administrar castigos “benignos” sin “presuponer unos determinados fines de la pena”, pues “los castigos dañan a aquellos que los sufren” y “una sociedad decente debiera intentar mantener en el mínimo la imposición deliberada de sufrimiento” (Hirsch, 28-37). En otra variante de esta teoría, admitiendo la idea general del merecimiento, pero en contra de su establecimiento especulativo o deontológico, se presenta el planteamiento del llamado “merecimiento empírico”. Según esta aproximación, todas las teorías tradicionales de la pena llevan a su justificación, por lo que correspondería averiguar cuáles serían los criterios más apropiados para su distribución, esto es, para resolver la cuestión de “¿quién debe ser sancionado y en qué medida?”. Estas respuestas no se encontrarían en “los análisis filosóficos” de los defensores del merecimiento deontológico, donde no existe acuerdo entre los autores sobre cuestiones básicas, como la relevancia del resultado para determinar la pena “merecida”, p. ej.; sino en “las intuiciones de justicia en la comunidad”, las cuales podrían ser formalizadas y generalizadas recurriendo “a la investigación empírica de los factores que impulsan las intuiciones de las personas acerca de la culpabilidad”, mediante encuestas en que se hace a las personas “‘imponer penas’ en una variedad de casos cuidadosamente diseñados para ver qué factores influyen de hecho en sus juicios sobre la pena” (Robinson, Principios, 31 y 163). Sin perjuicio de que la determinación de las penas a imponer sobre la base de encuestas es un método poco fiable al reemplazar el estudio de decisiones reales que se toman al elegir representantes o resolver casos concretos en un contexto de responsabilidad controlado por otras declaradas y sin
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control externo; los estudios conductuales sobre las decisiones de castigo tienden más a reconocer la existencia de una propensión al castigo del free rider con sanciones indiferenciadas respecto a su magnitud y siempre que su comportamiento antisocial no esté lo suficientemente extendido para que sea más conveniente adoptarlo que castigarlo (cooperación condicional), de modo que se encuentran allí presentes consideraciones utilitaristas bien diferentes a la idea de un castigo “justo” (Gätcher, 53). Por otra parte, el hecho de que la sociedad privilegie las salidas alternativas y las sanciones con cumplimiento en libertad frente a las penas de encierro previstas en el Código parece también desvirtuar la propuesta de Robinson, al menos como descripción del sistema de penas chileno (según el Boletín Estadístico del Ministerio Público, solo un 11,7% del total de los términos de causas con imputados conocidos del año 2018 corresponde a sentencias judiciales que imponen penas privativas de libertad). Esta constatación permite desvirtuar la idea de encontrar un fundamento antropológico que explique una supuesta necesidad o principio retributivo en las sanciones penales, basado en las ideas de sentimiento de culpa, sufrimiento y expiación (Guzmán V., 1434). En Chile, J. P. Mañalich defiende una variante de la teoría del merecimiento, tributaria de los planteamientos de U. Kindhäuser y J. Feinberg, que califica como “una versión refinada de una teoría retribucionista de la justificación de la pena” (Mañalich, “Retribución”, 135). En esta variante, se afirma que la pena es la expresión de un reproche por un comportamiento culpable contrario a la norma y, en este sentido, cumple una función expresiva, declarativa o comunicativa de la pena como reconocimiento: “retribucionismo expresivo”. Para esta teoría, la imputación de un hecho es en sí misma un “reproche de culpabilidad” que entiende como un “resentimiento”, “una actitud reactiva que forma parte de nuestra experiencia moral cotidiana y que así presupone la participación en relaciones interpersonales con otros como un participante en la comunicación”, pues solo “la adopción de una actitud reactiva, así como la irrogación de un mal como consecuencia” “presupone que el sujeto sigue siendo visto como miembro de la comunidad”, de modo que la pena se deja entender como una “reacción simbólica frente a la defraudación producida por la deslealtad de su comportamiento” (Mañalich, “Pena”, 69). Lo anterior puede verse también como una “institucionalización del principio de retribución”, donde las ideas de Hegel dominan la explicación: “La equivalencia entre delito y pena se encuentra, por ende, en su correspondiente valor declarativo como contradicción del derecho y como restablecimiento del derecho a través de la contradicción del derecho, respectivamente” (Mañalich, “Justicia”, 173.
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Decididamente hegeliano, en “Coacción punitiva”, 49; y comprometido con una versión de Beling, en “Retribucionismo consecuencialista”, 11). Con planteamientos similares, otros proponen que la función de la ley penal sería declarar que “quien cometa un injusto debe comprender que ha dado lugar a una situación que por sí misma reclama (como jus) sanciónretribución” (Londoño, “Orientación”, 115). E incluso hay quienes sostienen que esta concepción comunicativa permite entender los principios ilustrados (legalidad, pena pública, mínima necesaria en relación con el la el daño social de delito) desde una “percepción retributiva” (Soto P., “Fin”, 133), contra la expresa función de prevención que en sus orígenes se proponía para ellos: “impedir al reo causar nuevos daños a su ciudadanos, y retraer a los demás de la comisión de otros iguales” (Beccaria, Delitos, 60).
B. Teorías unitarias basadas en la retribución (culpabilidad) Según la teoría unitaria, dominante en el siglo XX, las penas son en su esencia retribución por el mal causado, que se identificaría con la idea de la culpabilidad del agente, y, al mismo tiempo, cumplen finalidades preventivas, sea en su establecimiento (prevención general) como en su ejecución (prevención especial, negativa y positiva). Se trata de una teoría que combina las disputas acerca de las funciones que históricamente se les atribuyeron a las penas estatales, sobre todo en la discusión de fines del siglo XVIII y principios del XIX, pero teniendo como punto de partida la retribución por la culpabilidad del agente, por lo que adolece de los mismos problemas de justificación que las teorías absolutas. En su versión más extendida “la pena sirve a las finalidades de la prevención especial y general”, pero “debe ser limitada en su máximo por el principio de culpabilidad”, aunque puede imponerse una pena menor a ese máximo (y aún prescindirse de ella), “si así lo exigen necesidades de prevención especial y a ello no se oponen exigencias mínimas de prevención general” (Roxin AT I, 85). Esta es, con los matices personales de cada caso, la teoría dominante entre nosotros (por todos, v. Cury PG I, 68; Sanhueza, Nociones, 36; y Ortiz/Arévalo, Consecuencias, 55).
C. Teoría de la prevención general positiva (simbólica) En sus diferentes variantes, esta teoría sostiene que la función del derecho penal es comunicar, expresar, significar o de otro modo simbólico (no contrastable empíricamente), reprochar o retribuir al autor por el hecho
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ilícito, demostrando, reforzando o garantizando a la comunidad por esta vía la vigencia o el restablecimiento del ordenamiento jurídico por sobre la voluntad o deslealtad del infractor. Desde este punto de vista, la única función de la pena es la prevención general positiva, entendida como “prevención general a través de la práctica del reconocimiento de [la validez de] la norma”, reconocimiento que se produce solo a nivel comunicativo, con la condena penal como comunicación de sentido contraria a la pretensión normativa del delincuente, que se agota en sí misma (Jakobs AT, 13. En Chile, en el mismo sentido, Piña Fundamentos, 42, y Reyes V., Derecho penal, 15). Entre nosotros, con total independencia del desarrollo dogmático alemán, Etcheberry veía ya en la década de 1960 que la imposición de las penas tenía efectos puramente normativos, al afirmar que “la finalidad primaria y esencial del derecho penal es la prevención general”, pero no en sentido empírico, sino “estrictamente jurídico”: “si la orden de la norma tiene un carácter imperativo, y ella prohíbe determinadas conductas, parece hasta tautológico afirmar que ella desea que no se produzcan. Luego, la pena, que es la consecuencia jurídica de la trasgresión, ha sido establecida para reforzar el mandato de la norma, para evitar, en general, que se cometan delitos”, pero no para suprimirlos, lo que conduciría a una elevación sin término de las penas (Etcheberry DP I, 34). No obstante, respecto de las penas privativas de libertad este autor ahora es partidario de reducir su finalidad a “la protección de los bienes jurídicos y procurar la reincorporación adecuada del condenado a la vida en sociedad”, insistiendo en que incluso se debiera hacer una “declaración de principios” en la propia ley “que descarte todo carácter meramente punitivo o retributivo de la pena” (Etcheberry, “Cambios”, 113).
D. La prevención general positiva en un Estado Social y Democrático de Derecho Para S. Mir Puig, “la retribución, la prevención general y la prevención especial no constituyen opciones ahistóricas, sino diversos cometidos que distintas concepciones del Estado han asignado en diferentes momentos al derecho penal”. Luego, en el Estado Social y Democrático de Derecho, nacido en Europa al término de la II Guerra Mundial, el derecho penal cumpliría también una función históricamente determinada. En consecuencia, los fines de la pena en un Estado Social y Democrático de derecho se entrelazarían de la siguiente manera: “en el momento de la conminación legal no
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puede buscarse la prevención especial frente al delincuente que todavía no puede existir; luego, procederá entonces la función de prevención general” que “tiende a evitar ataques a bienes jurídicos en la medida de su gravedad y de su peligrosidad”; función que se mantendría en las “fases de aplicación judicial y ejecución de la pena” donde, además, en la fase judicial “puede intervenir la prevención especial, junto con la idea de la proporcionalidad”, “dentro del marco, estrecho, que permiten los márgenes penales fijados por la ley a cada delito”, incluyendo la posibilidad de otorgar una suspensión de la pena (libertad condicional, según la legislación española); mientras en la de ejecución, “la Constitución” “impone expresamente la función de prevención especial, como resocialización” (Mir, Derecho penal, 93). Entre nosotros, Garrido ha adoptado esta teoría afirmando que de la concepción del Estado Social y Democrático de derecho “se desprenden los principios que restringen el ejercicio del ius puniendi, los que en conjunto constituyen un todo inseparable”: “El Estado de derecho supone el principio de legalidad o de reserva; el Estado social, el de intervención mínima y el de protección de bienes jurídicos; el Estado democrático, los principios de humanidad, culpabilidad, proporcionalidad y resocialización” (Garrido DP I, 30. Adoptan también esta concepción, de lege lata, Feller, “Consideraciones”, y Rettig DP I, 109; y de lege ferenda, Durán, “Prevención General”, 291, aunque dejando a salvo la función de prevención especial positiva como la única constitucionalmente aceptable al momento de la imposición de las penas).
§ 8. Principio de reserva y límites constitucionales de las penas A. Prohibición de la tortura, apremios ilegítimos y tratos inhumanos y degradantes El art. 19 N.º 1 inc. 4 CPR “prohíbe la aplicación de todo apremio ilegítimo”, también en caso de que se cometa como manifestación de una forma irregular de dar cumplimiento a una orden legítima de la autoridad (STC 21.10.2010, Rol 1518). Se recoge así, en la forma que en el momento de redactarse pareció adecuada a la tradición nacional, la prohibición universal de la tortura y los tratos crueles inhumanos y degradantes, establecida en el art. 7 PIDCP y en el art. 5 N.º 2 CADH (Ortiz/Arévalo, Consecuencias, 73). Específicamente, el art. 1 de la Convención contra la Tortura y otros Tratos Crueles, Inhumanos o Degradantes prohíbe “todo acto por el cual se inflija intencionadamente a una persona dolores o sufrimientos graves, ya sean
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físicos o mentales, con el fin de obtener de ella o de un tercero información o una confesión, de castigarla por un acto que haya cometido, o se sospeche que ha cometido, o de intimidar o coaccionar a esa persona o a otras, o por cualquier razón basada en cualquier tipo de discriminación, cuando dichos dolores o sufrimientos sean infligidos por un funcionario público u otra persona en el ejercicio de funciones públicas, a instigación suya, o con su consentimiento o aquiescencia” y no se trate de “dolores o sufrimientos que sean consecuencia únicamente de sanciones legítimas, o que sean inherentes o incidentales a éstas”. La imposición de tales apremios ilegítimos durante el proceso penal debe traducirse en una defensa de ilicitud de los actos en que dichos apremios tienen lugar (generalmente, la detención) y de las pruebas que de ellos se derivan (informaciones y las evidencias que dichas informaciones permiten recabar), lo que probablemente conducirá al ejercicio de la facultad de no perseverar por parte del fiscal, el sobreseimiento o absolución por falta de pruebas. Cuando tales apremios se imponen con posterioridad a la condena, se traduce en la presentación de recursos de amparo con el propósito de regularizar o cambiar el régimen penitenciario. En el derecho comparado, estas infracciones han dado origen a una defensa penitenciaria específica de reducción de la pena o su sustitución por una forma cumplimiento en libertad por la vía jurisprudencial, basada en la necesidad de poner término a los apremios ilegítimos a que las condiciones del encierro en particular han dado lugar. La CIDH ha declarado que constituyen tratos inhumanos y degradantes los castigos que se ejecutan en el cuerpo del condenado, como las flagelaciones, latigazos, azotes, lapidación y mutilaciones; la incomunicación prolongada y el encierro en “celda oscura” o “hueco”; y mantener a una persona presa en condiciones de hacinamiento, con falta de ventilación y luz natural, sin cama para su reposo ni condiciones adecuadas de higiene, en aislamiento e incomunicación o con restricciones indebidas al régimen de visitas (SSCIDH 11.3.2005, Caso Caesar vs. Trinidad y Tobago; 25.11.2006, Caso del Penal Miguel Castro vs. Perú; y 7.9.2004, Caso Tibi vs. Ecuador, respectivamente). Por su parte, el TEDH consideró como una forma de trato inhumano y degradante la aplicación de penas privativas de libertad en celdas colectivas con hasta menos de 3 metros cuadrados por preso, aunque rechazó que fuesen también formas de tratos inhumanos la falta de tiempo al aire libre y de oportunidades de trabajar en la prisión; y que el aislamiento en celdas solitarias con privación sensorial y por tiempos prolongados (“celdas negras”) constituye un castigo inhumano, aunque en sí mismo el aislamiento no se estima que sea una pena cruel o inhumana, si es limitado en el tiempo y no concurren otras circunstancias como la
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privación sensorial o de alimentos (SSTEDH 16.7.2009, Sulejmanovic v. Italia; 4.2.2003, Van der Ven v. Holanda, respectivamente). Por su parte, la Corte Suprema de los Estados Unidos considera que superar el 130% de la capacidad de un establecimiento penal puede ser la causa primaria de que sus internos no reciban el suficiente cuidado médico, especialmente aquellos con serios problemas mentales y de salud, lo cual viola la octava enmienda de su Constitución, constituyendo una pena inusitada y cruel, por lo que ordenó a la administración la reducción del hacinamiento mediante la liberación del número suficiente de presos para lograrlo, sea a través de reducciones de condena o de anticipos de la libertad condicional (Brown et al. v. Plata et al., 563 USSC, 2011). Tratándose de medidas de detención preventiva a la espera de juicio, la CIDH ha señalado que estos estándares han de ser todavía más “rigurosos”, incluyendo, entre otros: i) celdas ventiladas y con acceso a luz natural; ii) acceso a sanitarios y duchas limpias y con suficiente privacidad; iii) alimentación de buena calidad; y iv) atención de salud necesaria, digna, adecuada y oportuna (SCIDH 26.6.2012, Caso Díaz Peña vs. Venezuela, RChDCP 1, 393). En Chile, desconocemos una litigación que ponga en cuestión las condiciones generales de encierro, salvo la esporádica a través de recursos de amparo acogidos por condiciones particulares de falta de seguridad personal o castigos puntuales a reclusos (SSCS 3.4.2017, Rol 10437-17; 30.5.2018, Rol 10834-18). Con todo, al menos institucionalmente, desde el año 1949 no existe la pena de azotes y el Reglamento de Establecimientos Penitenciarios establece en su art. 6 que ningún “interno será sometido a torturas, a tratos crueles, inhumanos o degradantes, de palabra o de obra, ni será objeto de un rigor innecesario en la aplicación de las normas del presente Reglamento”, limitando la sanción disciplinaria de aislamiento en celda solitaria a una extensión máxima de 4 fines de semana o 10 días (art. 81 i), j) y k)). Nótese que la consideración como tortura de la imposición de dolores o sufrimientos graves intencionales con el solo propósito de castigar al que los padece parece también indicar que ese no puede ser el propósito de las penas y que el sufrimiento que causan las privativas de libertad impuestas legítimamente solo se admite como condición necesaria para ofrecer posibilidades de reintegración social, y no como mera retribución.
B. Prohibición de tratamientos forzados La prohibición de las penas crueles, inhumanas y degradantes establecida en términos generales en los arts. 5.2 CADH y en el art. 7 PIDCP, significa,
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entre otras cosas y como ya se dijo, que las penas no pueden exigir prestaciones corporales y, por tanto, tampoco consistir en formas de tratamientos conductuales, físicos, médicos o psicológicos forzados. Entre nosotros, el art. 14 Ley 20.584, establece como principio básico para realizar cualquier acción de salud el consentimiento informado del paciente. En consecuencia, para no transformarse en apremios ilegítimos, las ofertas de tratamiento de resocialización o reeducación de los condenados solo pueden implementarse con su consentimiento, es decir, deben tratarse de ofertas de actividades voluntarias. Ello es, por lo demás, coherente con las mínimas exigencias de las ciencias de la conducta que requieren adherencia voluntaria a los tratamientos como punto de partida para su éxito en el mundo del ser (Gallego, 100). Por su parte, el Comité de Derechos del Niño de Naciones Unidas recomienda que las sanciones alternativas a la prisión (probation) que supongan la remisión de la pena para efectuar tratamientos conductuales se impongan solo si se cuenta con el consentimiento informado del afectado: “El niño debe dar libre y voluntariamente su consentimiento por escrito a la remisión del caso, y el consentimiento deberá basarse en información adecuada y específica sobre la naturaleza, el contenido y la duración de la medida, y también sobre las consecuencias si no coopera en la ejecución de ésta” (CRC/C/GC/10, 25.4.2007, párr. 27). De este modo, la exigencia de voluntariedad limita la función resocializadora de las penas privativas de libertad prescrita en esos mismos Tratados Internacionales, en el sentido de que su cumplimiento ha de entenderse como un esfuerzo permanente para reducir y evitar la desocialización que produce la imposición de penas privativas de libertad, ofreciendo tratamientos y actividades consentidas durante su ejecución para facilitar la reintegración social a su término. Pero para que este consentimiento sea realmente voluntario, la falta de participación en los programas de tratamiento no puede acarrear agravamientos ni consecuencias desfavorables en la ejecución de las penas ni, a la inversa, ventajas o consecuencias favorables para quienes participan en ellos distintas a los objetivos del tratamiento (Mapelli, 26).
C. Derogación parcial de la pena de muerte La supresión de la pena de muerte del art. 21 CP por la Ley 19.734, sustituyéndola por la de presidio perpetuo calificado, significó un gran avance en esta materia, aunque dicha sanción subsiste en el Código de Justicia Militar en un número no menor de infracciones, entre ella la no entrega de suministros a las tropas, el amotinamiento, sedición, deserción, rendición
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injustificada, abandono del mando y la desobediencia frente al enemigo y otras conductas de similar gravedad y peligro para las tropas y buques nacionales en tiempos de guerra (arts. 347, 270, 272, 287, 288, 303, art. 304 N.º 1, art. 327, 336 N.º 1, 337 N.º 1, 379, 383 N.º 1, 384, 385, 391 y 392), pero también la traición a la patria cometida por militares (art. 244) y el maltrato de obra a un superior causándole la muerte o lesiones graves (art. 339). No obstante, el art. 4 CADH parece asegurar que, al menos tratándose de delitos comunes, dicha pena no podrá ser reinstaurada entre nosotros. Más allá del fundamento normativo de esta limitación, es claro que ella es fruto de la continua desacralización y crítica de esta pena iniciada por Beccaria, 141, al calificarla de “inútil prodigalidad de suplicios, que nunca ha conseguido hacer mejores a los hombres”, críticas que hoy encuentran eco con distinto fundamento incluso en autores de tendencia retribucionista, que ven en ella la destrucción “de un presupuesto esencial de la oferta de entendimiento normativo que se traduce en el reproche de culpabilidad: la continuidad de la personalidad del condenado como centro de agencia racional” (Mañalich, “Pena de muerte”, 343).
D. Prohibición de la pena de pérdida de derechos previsionales y de la confiscación. Principio de personalidad de las penas El art. 19 N.º 7 e) CPR dispone que “no podrá aplicarse como sanción la pérdida de los derechos previsionales”, expresando de esta manera la necesidad de conservar un espacio de reintegración a la vida en común a través de las instituciones de seguridad social, incluso para los condenados. Por su parte, la confiscación, entendida como la privación total de los bienes de una persona natural, se encuentra prohibida en el art. 19 N.º 7 g) CPR, que dispone: “No podrá imponerse la pena de confiscación de bienes, sin perjuicio del comiso en los casos establecidos por las leyes, pero dicha pena será procedente respecto de las asociaciones ilícitas”. Aunque desde antiguo se reprocha la inconveniencia política de un sistema de confiscaciones arbitrario, por conducir generalmente a rebeliones (Aristóteles, Política, 254); su prohibición actual es resultado de las criticas liberales al sistema monárquico, donde la confiscación se empleaba como pena recurrente para los suicidas, los acusados de traición y otros atentados, dejando a las familias de los condenados en la miseria (Robespierre, 115, y Voltaire, 150), y por eso se encuentra fuertemente vinculada al principio de personalidad de las penas, como explícitamente aparece en el
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art. 5.3 CADH, donde se dispone que “la pena no puede trascender de la persona del delincuente”, permitiéndose únicamente el comiso de bienes determinados. Luego, es legítima la pena que consiste en la privación de bienes determinados, como el comiso del art. 31, que consiste en la pérdida de los efectos del delito y de los instrumentos con que se ejecutó. Las dificultades surgen, sin embargo, en los casos de los delitos contemplados en las Leyes 19.913 y 20.000, que sancionan el lavado de activos y el tráfico ilícito de estupefacientes, respectivamente, estableciendo lo que se denomina el comiso ampliado, el cual alcanza a todos los bienes provenientes de la actividad ilícita, incluyendo las sustancias traficadas, armas, dineros y bienes muebles e inmuebles y sus frutos pendientes (Suárez, 483). Sin embargo, mientras el comiso no se extienda a bienes adquiridos legítimamente antes de comenzar la actividad criminal o con fondos no procedentes de ella, su mayor o menor amplitud dependerá, en los hechos, de la mayor o menor amplitud de la actividad criminal de base y su mayor o menor extensión será responsabilidad del condenado, sin infracción a la prohibición constitucional.
E. Prohibición de la prisión por deudas El art. 11 PIDCP dispone que “nadie será encarcelado por el solo hecho de no poder cumplir una obligación contractual”. Por su parte, el art. 7.7 CADH establece que “nadie será detenido por deudas”, frase seguida de la declaración de que “este principio no limita los mandatos de autoridad judicial competente dictados por incumplimiento de deberes alimentarios”. La cuestión relevante es determinar a qué clase de deudas y obligaciones se refieren estas reglas. Nuestro TC ha declarado que el arresto y la reclusión nocturna previstas como formas de apremio para el cumplimiento de las obligaciones que tienen su origen en la ley no infringirían dichos preceptos, ya que no tendrían una fuente contractual, como sucedería en las decretadas por incumplimiento del pago de las cuotas de la compensación económica (art. 66 Ley 19.947); incumplimiento de pago de cotizaciones previsionales (arts. 12 y 14 Ley 17.322); no pago de las obligaciones tributarias (arts. 93 a 95 Código Tributario); e incumplimiento de la obligación de reincorporar al trabajador despedido por prácticas antisindicales, entre otras (SSTC 16.08.2018, Rol 4465; 21.11.2013, Rol 2265; 27.09.2012, Rol 2102; y 13.12.2011, Rol 1971).
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Pero tratándose de delitos de carácter patrimonial o económico, es a veces difícil trazar una frontera entre un mero incumplimiento contractual y un delito. El ejemplo más claro de ello son los delitos de fraudes en la entrega, de los arts. 467 y 469 N.º 1 y 2 y de apropiación indebida del art. 470 N.º 1: se trata de situaciones donde un contrato civil válidamente otorgado obliga a hacer entrega o restitución de cosas de una determinada calidad y cantidad, pero donde su incumplimiento deriva de un engaño, en el caso del fraude en la entrega, o del abuso de confianza, en el caso de la apropiación indebida. Lo mismo sucede con el delito de giro doloso de cheques del art. 22 Ley sobre Cuentas Corrientes Bancarias y Cheques, que puede verse como un engaño formalizado mediante la emisión de un documento con aparente poder liberatorio, no teniendo fondos para cubrirlo o retirando después dichos fondos para no hacerlo (SCS 18.6.2008, Rol 2054-8). Así también lo ha resuelto el TC en general, respecto de “las diversas figuras penales de defraudación, que importan una infracción de ley” y, en particular respecto del giro doloso de cheques por su carácter de fraude especial, salvo en aquellos casos en que dichos instrumentos aparecen claramente como garantía del incumplimiento de una obligación contractual (SSTC 27.9.2012, Rol 2102; 27.9.2017, Rol 3381; y 21.11.2014, Rol 2744).
F. Prohibición de penas indeterminadas El TC ha estimado, en un asunto atingente a la cuantía de una sanción gubernativa, que la imposición de una sanción basada en una norma que no entrega parámetros o baremos objetivos para determinar cómo, porqué y en qué cuantía se aplica no supera el test de proporcionalidad si esas cuantías pueden variar muy significativamente produciría un efecto contrario a la Constitución (STC 29.9.2016, RCP 44, N.º 1, 67, con nota crítica de R. Collado). La aplicación estricta de este criterio a las sanciones penales parece pugnar con las normas de los arts. 65 a 69 CP, que permiten, según los casos, recorrer al juez la pena en toda su extensión, objeción que puede salvarse entendiendo que la limitación propuesta por el TC se refiere a los casos en que la extensión de la pena a determinar judicialmente sea de tal magnitud que recorrerla libremente pudiera significar no solo una desproporción por la cuantía impuesta, sino una infracción al principio de igualdad, al no poder distinguirse las razones por las cuales se determinan las cuantías de las penas en los casos concretos.
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§ 9. Debido proceso como fundamento material de la imposición de penas A. Concepto y efectos de su infracción: exclusión de pruebas, nulidades y requerimiento ante la CIDH La garantía del debido proceso legal, reconocida en el art. 19 N.º 3 inc. 6 CPR, que asegura a todas las personas un “justo y racional procedimiento e investigación”, consiste en “un sistema de garantías que condicionan el ejercicio del ius puniendi del Estado y que buscan asegurar que el inculpado o imputado no sea sometido a decisiones arbitrarias” (SCIDH 23.11.2012, Caso Mohamed Vs. Argentina, RChDCP 2, N.º 1, con nota de H. Alarcón). Está constituido por “un conjunto de garantías que la Constitución Política de la República, los tratados internacionales ratificados por Chile, actualmente en vigor, y las leyes, le entregan a las partes de la relación procesal, por medio de las cuales se procura que todos puedan hacer valer sus pretensiones ante los tribunales, que sean escuchados, que puedan protestar cuando no están conformes, que se respeten los procedimientos fijados en la ley, que las sentencias sean debidamente motivadas y fundadas, entre otros” (SCS 31.5.2010, Rol 1618-10). Su centralidad en un sistema democrático es tal que sin su consagración no parece que un sistema político actual pueda considerarse material o estructuralmente como una democracia constitucional (Navarro D., Derecho Procesal, 399). En sentido estricto, sus principales fuentes se encuentran, por remisión del art. 5 CPR, en los arts. 8 CADH y 14 PIDCP. Allí se mencionan las garantías mínimas de presunción de inocencia, juez imparcial y natural, plazo razonable, publicidad del juicio, derecho a conocer el contenido de la acusación, contar con defensa letrada, no declarar contra sí mismo, presentar pruebas, contrainterrogar testigos y recurrir contra la sentencia condenatoria. En sentido amplio, importa el respeto de esas y las restantes garantías constitucionales, particularmente las relativas a la prohibición de la tortura como método para obtener informaciones útiles a un proceso penal (art. 19 N.º 1 CPR), la protección de la inviolabilidad del hogar y de toda forma de comunicación privada (art. 19 N.º 5 CPR) y la garantía de la libertad y seguridad personales (art. 19 N.º 7 CPR), que delimitan la actividad de investigación de policías y fiscales. Positivamente, esta garantía, a través de la presunción de inocencia, importa la necesidad de que la existencia del hecho punible y la participación en él sean probadas en juicio antes de imponer una pena, según dispone el art. 14.2 PIDCP: “Toda persona acusada de un delito tiene derecho a que se
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presuma su inocencia mientras no se pruebe su culpabilidad conforme a la ley”, lo que el art. 340 CPP traduce en la exigencia de que la convicción más allá de toda duda razonable acerca de la existencia del hecho punible y la participación culpable del condenado, sea adquirida por el tribunal “sobre la base de la prueba producida durante el juicio”. Esto significa que ni las convicciones personales, ni las atribuciones puramente normativas o las alegaciones de las partes son suficientes para determinar la existencia del hecho punible y la participación culpable del acusado: se requiere que cada hecho imputado, atribución normativa o alegación de las partes que constituya un elemento del hecho punible o de la participación culpable sean probados en juicio (sobre la discusión acerca del alcance de la exigencia de la prueba más allá de una duda razonable, que parece oscilar entre la íntima convicción y la certeza objetiva, v. Báez, “¿Estándar”?, 869, quien la equipara a una “certeza jurídica motivada en razones justificatorias” basadas en la valoración de la prueba conforme a la “sana crítica” y la “teoría de la argumentación jurídica”). Mientras esa prueba y su adecuada valoración en juicio no acontezca y se traduzca en una sentencia condenatoria, la Constitución impone considerar a cada imputado en un “estado de inocencia” y “como tal debe ser tratado” (Pozo, “Presunción”, 704). La exigencia de probar la responsabilidad penal no solo es relevante como garantía procesal, sino que debería ponernos a resguardo de teorías penales que tiendan a hacerla innecesaria, como las atribuciones causales basadas en teorías “normativas” del riesgo que no exigen prueba material de su aumento ni de la causalidad subyacente, o “normativas” del dolo, que se conforman con su “atribución” “potencial” (Rusconi, Sistema, 50). Negativamente, la garantía del debido proceso importa que esas pruebas no se pueden obtener de cualquier modo, sino legítimamente, esto es, con pleno respeto a los derechos y garantías constitucionalmente reconocidos, de modo que infracciones materiales de las garantías del debido proceso y de otras garantías constitucionales, como la inviolabilidad de la morada o de las comunicaciones privadas (art. 19 N.º 5 CPR), y la libertad y seguridad personales (art. 19 N.º 7 CPR), cometidas con ocasión de una investigación criminal, importen la exclusión del juicio o de su valoración como tales de los medios de prueba así obtenidos, pues “de no verificarse la exclusión de la prueba obtenida con inobservancia de tales garantías fundamentales el Estado estaría usando como fundamento de una eventual condena el resultado de una vulneración constitucional” (Hernández B., “Prueba ilícita”, 66). Por ello, las defensas basadas en la infracción a las garantías del debido proceso pueden conducir a la declaración de ilegalidad o nulidad de otras
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actuaciones, la exclusión de pruebas diferentes a las obtenidas con infracción de garantías y la nulidad del juicio o de la sentencia, según el momento procesal en que se esgriman y la trascendencia de la infracción respecto de las actuaciones consecutivas que de ella dependan o emanen, de conformidad con la doctrina del “fruto del árbol envenenado”, expresada, respecto a la nulidad procesal, en el art. 160 CPP. Pero la exclusión de la prueba derivada de una obtenida con ilicitud exige para su operatividad que “la prueba se haya obtenido verdaderamente gracias a la prueba contaminada y no a resultas de otros procedimientos investigativos” (Zapata, 29). De allí que los efectos de esta defensa no son siempre idénticos: es evidente que las más completas defensas en esta materia son aquellas que permiten la exclusión de medios probatorios y la nulidad de la sentencia, con sentencia de reemplazo absolutoria por falta de pruebas, pero incluso las infracciones a la sola ritualidad procesal, fácticamente pueden producir similares resultados si en la repetición de la actuación anulada o del juicio no se producen o presentan pruebas suficientes para acreditar la responsabilidad del imputado (arts. 276, 385, 159 y 374 CPP). Si de la exclusión probatoria efectivamente practicada no restan otras pruebas que permitan al tribunal adquirir la convicción, más allá de toda duda razonable, de la existencia del delito y de la participación culpable del acusado en su ejecución, el tribunal estará obligado a absolverlo (art. 340 CPP), del mismo modo que debe hacerlo en caso de que se acreditase una de las eximentes del art. 10 CP, por lo que se trata de un grupo de defensas de la mayor relevancia en el ejercicio diario de la profesión. Lo mismo sucede si en la audiencia de preparación del juicio oral se excluyen pruebas lícitas, pero que el tribunal estima impertinentes o redundantes, según el art. 276 CPP, si las aceptadas resultan insuficientes para probar la responsabilidad del acusado. La doctrina plantea, además, que similares efectos debe producir la prohibición de valorar pruebas obtenidas con infracción de garantías, tanto en etapa de investigación como de juicio, con independencia de su formal nulidad o exclusión (Correa, “Exclusión”, 163). Respecto a las formas de presentar esta defensa, hay que distinguir: el conocimiento de las infracciones producidas durante la etapa de investigación recae en el Juez de Garantía (arts. 95, 132, 159 y 276 CPP). El juez puede declarar ilegal una detención, anular actuaciones judiciales y excluir pruebas que hubieren sido realizadas u obtenidas con inobservancia de garantías fundamentales, respectivamente, pudiendo incluso decretar el sobreseimiento temporal de una causa en caso de que no sea de otro modo posible asegurar el respeto de los derechos del imputado (art. 10 CPP). Durante
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el juicio oral, si bien el tribunal no puede formalmente excluir pruebas, materialmente puede no valorarlas si se comprueba su origen ilícito y no formarse una convicción a partir de ellas, evitando la eventual nulidad que correspondería en caso de fallar teniéndolas como fundamento de una condena (Hernández, “Prueba ilícita”, 90. O. o. Moreno, “Límites”, 87, para quien, siguiendo a J. López, el tribunal de juicio oral debiera valorar explícitamente la prueba ilícita para facilitar la declaración de nulidad del fallo). Tratándose de sentencias definitivas, el art. 373 a) CPP entrega competencia a la Corte Suprema para declarar la nulidad de la sentencia y, en su caso, del juicio, cuando, en cualquier etapa del procedimiento, se hubieren infringido sustancialmente derechos o garantías asegurados por la Constitución o por los tratados internacionales ratificados por Chile que se encuentren vigentes. Y el juicio y la sentencia serán siempre anulados, en los casos que la infracción al debido proceso consista precisamente en alguno de los casos del art. 374 CPP, cuyo conocimiento es entregado por la ley, en primer lugar, a las Cortes de Apelaciones. Además, nuestra Corte Suprema ha admitido la posibilidad de recurrir de amparo constitucional del art. 21 CPR como medida preventiva para evitar o impugnar la realización de diligencias probatorias ilegales que amenacen o perturben la libertad personal (SCS 11.11.2014, RCP 42, N.º 1, 211, con nota aprobatoria de F. García M.). Extraordinariamente, y aun tras haberse rechazado un recurso de nulidad, la falla del deber del Estado en la protección de las garantías fundamentales reconocidas en los Tratados Internacionales sobre Derechos Humanos dentro de un proceso penal puede ser “remediada” mediante un requerimiento ante la Comisión Interamericana de derechos Humanos según los arts. 43 y 44 CADH (“control de convencionalidad”, Nash y Núñez D., 72). Ello puede derivar en condenadas a nivel internacional al Estado de Chile y en formas extraordinarias de dejar sin efecto las penas impuestas por delitos o procesos que se estiman incompatibles con los derechos y garantías consagrados en la CADH (SCS 16.5.2019, Rol AD 1384-14, que da cumplimiento a la SCIDH 29.5.2014, Caso Norín Catrimán y otros contra Chile). Para estos casos, puesto que la CIDH más de alguna vez ha recurrido a la jurisprudencia europea en la materia, tanto de la Corte Europea de Derechos Humanos como de tribunales nacionales, conviene tener un panorama de la situación en el Viejo Continente al momento de hacer las alegaciones respectivas (v. Correa, “Jurisprudencia”, 79). Un problema particular se presenta respecto de la obtención de pruebas ilícitas por parte de la defensa y el querellante. No siendo órganos del Estado, parece que sus actuaciones no tienen las limitaciones de la fiscalía y
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las policías. Sin embargo, durante la investigación la aportación de pruebas debe hacerse por el proceso regular (art. 183 CPP), de donde las pruebas generadas por esa vía han de ser sin infracción a las garantías fundamentales de terceros o del imputado. El art. 276 CPP no distingue al respecto. No obstante, es cierto que en determinadas ocasiones el imputado, la víctima, el denunciante o el querellante podrían obtener objetos, documentos o grabaciones que acrediten su inocencia o alguna de las defensas o alegaciones planteadas, con infracción de derechos de terceros y hasta, eventualmente, constitutivas de delito. No obstante, según nuestra jurisprudencia, en tales casos, no existe infracción de garantías que generen nulidad y la obligación de exclusión de prueba, pues “falta la actuación a nombre del Estado”, como en el caso de los guardias de seguridad que, en el contexto de una denuncia por delito flagrante de hurto o robo, registran la cartera de la imputada hallando los instrumentos y efectos del delito en su interior, con su consentimiento voluntario (SSCS 18.10.2017, Rol 37972-17 y 1.12.2006, RCP 44, N.º 1, 208, con nota crítica de D. Becerra. Para una justificación general de la no exclusión de estas pruebas, sobre la base de la idea de la existencia de un “estado de necesidad defensivo”, v. Echeverría D., Prueba ilícita).
B. Principales garantías del debido proceso en materia penal a) Juez natural e imparcialidad del tribunal Los arts. 8.1. CADH y 14.1 PIDCP establecen el derecho a ser oído por un juez o tribunal competente, independiente e imparcial, legalmente establecido. Respecto de la legalidad del tribunal y su imparcialidad formal, el art. 374 CPP precisa como causales de nulidad absoluta del juicio y la sentencia, la incompetencia o irregular constitución del tribunal —incluyendo la presencia de jueces inhábiles o recusados—, la realización del juicio sin la presencia del defensor del acusado, y haber impedido al defensor ejercer las facultades que la ley le otorga. Respecto de la independencia e imparcialidad del tribunal en su actuación como tal, su infracción ha sido alegada por la vía del art. 373 a) CPP, afirmándose que ésta debe reflejarse en su pasividad al momento de recibir pruebas, sin que pueda producirla por sí mismo mediante interrogatorios y contrainterrogatorios que sustituyan la labor de las partes, más allá de lo permitido por el art. 329 CPP, para aclarar los dichos de un testigo o perito. Así, se ha estimado que infringe esta garantía el juez que a través de preguntas al acusado desarrolla su propia “teoría de caso” sobre la cual de-
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cide la condena, sustituye la declaración de la víctima que se desiste por su propias impresiones y recuerdos de otras audiencias en que ella compareció visiblemente golpeada, o emite una valoración anticipada de pruebas, denunciando por falso el testimonio a un testigo al término de su declaración y antes de dictarse sentencia (SSCS 19.6.2014, RCP 41, N.º 3, 211, con nota de C. Scheechler; 7.4.2016, RCP 43, N.º 3, 133, con nota aprobatoria de F. Abbott; y 2.7.2018, Rol 10637-18, respectivamente). La imparcialidad como garantía material también parece ser el fundamento de la anulación de una sentencia en que el tribunal sencillamente no consideró en su valoración probatoria las presentadas por la defensa ni se hizo cargo de sus alegaciones (SCS 3.6.2013, RChDCP 2, N.º 3, 207, con nota en el sentido aquí expuesto de G. Echeverría). En el caso de que la parcialidad del tribunal se manifieste solo en los considerandos de la sentencia que dan por probados o no los hechos en un sentido u otro, su errónea fundamentación puede también ser recurrida de nulidad, según el art. 373 f) CPP, en relación con lo dispuesto en los arts. 342 c) y 297 del mismo cuerpo legal, por contradecir los principios de la lógica, las máximas de la experiencia y los conocimientos científicamente afianzados.
b) Non bis in idem procesal (cosa juzgada) Una de las garantías procesales más antiguas es la prohibición de doble persecución penal por el mismo hecho o non bis in idem procesal, cuya formulación originaria se atribuye a Gayo (Bona fides non patitur, ut bis idem exigatur, D. 50, 17, 57), y ahora expresa el art. 14.7. PIDCP con las siguientes palabras: “nadie podrá ser juzgado ni sancionado por un delito por el cual haya sido ya condenado o absuelto por una sentencia firme”. Este carácter procesal del principio es reconocido en forma unánime por la doctrina y jurisprudencia (Ossandón, “Non bis in idem”, 88). Su materialización como defensa procesal se establece en el art. 264 CPP que contempla la posibilidad de enervar el procedimiento oponiendo como excepción de previo y especial pronunciamiento la de cosa juzgada; y en el art. 250 f) CPP, que considera causal de sobreseimiento definitivo que “el hecho de que se tratare hubiere sido materia de un procedimiento penal en el que hubiere recaído sentencia firme respecto del imputado”; y el art. 374 g) CPP que estima como causal absoluta de nulidad de la sentencia y del juicio fallarlo en oposición a otra pasada en autoridad de cosa juzgada. Lo determinante para la cosa juzgada en materia penal es exclusivamente
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la identidad del imputado y de los hechos materia de la imputación, no su calificación jurídica (Letelier L., “Imputación”, 134). Es importante destacar que en nuestro sistema no se requiere un pronunciamiento de fondo expresado en una sentencia absolutoria o condenatoria para que opere la garantía indicada, pues también es posible enervar una nueva persecución por un hecho antes sobreseído definitivamente por cualquier razón: cumplimiento de las condiciones de una suspensión condicional o un acuerdo reparatorio (arts. 240 y 242 CPP); o como consecuencia de la falta de cierre de la investigación o acusación oportuna y formalmente bien presentada (arts. 247 y 270 CPP); del cumplimiento de las condiciones para suspender la condena en un procedimiento simplificado (art. 398 CPP); del desistimiento de la querella o su abandono en los delitos de acción privada (arts. 401 y 402 CPP); del rechazo de una solicitud de desafuero contra un diputado o senador (art. 421 CPP) o de una querella de capítulos (art. 427 CPP); o de una declaración de enajenación mental incurable, aunque sea posterior al hecho juzgado (art. 465 CPP). Aunque la ley no lo señala expresamente, el mismo efecto ha de producir la aprobación de la decisión de no investigar, “cuando los hechos relatados en la denuncia no fueren constitutivos de delito o cuando los antecedentes y datos suministrados permitieren establecer que se encuentra extinguida la responsabilidad penal del imputado” (art. 168 CPP) o de aplicar el principio de oportunidad, que la ley procesal considera una forma especial de “extinción de la acción penal” (art. 170 CPP). Salvo que el sobreseimiento se dicte en virtud del art. 250 a) CPP, por no ser los hechos constitutivos de delito, en el sentido de no estar descritos como tales en la ley (ausencia de tipicidad), éste tiene un carácter personal, pues aun cuando sea total, solo puede referirse a todos los hechos e imputados identificados en la causa y no a quienes no han sido previamente imputados, especialmente caso de fundarse en la concurrencia de alguna de las exenciones de responsabilidad del art. 10 o de su extinción del art. 93, que tienen también un carácter personal.
c) Derecho a la libertad y seguridad personales (legalidad de la detención) El art. 19, N.º 7 CPR garantiza el derecho a la libertad personal y a la seguridad individual, disponiendo en su letra c) que “nadie puede ser arrestado o detenido sino por orden de funcionario público expresamente facultado por la ley y después de que dicha orden le sea intimada en forma legal. Sin embargo, podrá ser detenido el que fuere sorprendido en delito flagrante, con el solo objeto de ser puesto a disposición del juez competente
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dentro de las veinticuatro horas siguientes”. Según la Constitución, cuando la autoridad lleva a efecto la detención, el plazo para poner al detenido a disposición del tribunal es de 48 hrs, prorrogables por resolución judicial hasta por 5 días o hasta por 10, en caso de delito terrorista. La Constitución chilena precisa así en dos supuestos: la orden del funcionario legalmente facultado y la flagrancia, los casos en que la detención no se considerará “arbitraria”, en los términos de los arts. 7.3 CADH y 9.1 PCIDCP. Luego, la defensa constitucional en este caso consiste en afirmar que la detención ha tenido lugar por un funcionario sin facultades para ello o fuera de los casos de flagrancia. Y de allí se sigue que las pruebas emanadas de esta detención han de ser excluida por ilícitas, lo que incluye, generalmente, los objetos incautados que el detenido portaba en sus ropas, vehículo o domicilio o que son obtenidos gracias a sus declaraciones y las de terceros que las oyen, así como las de quienes lo reconocen estando ilícitamente detenido. Tratándose de las actuaciones policiales autónomas, una detención es ilegal cuando no concurren los presupuestos del control de identidad o flagrancia de los arts. 85 y 130 CPP. Así, se ha resuelto que, por regla general, una denuncia anónima telefónica no es “algún indicio” suficiente para proceder a un control de identidad del art. 85 CPP, por lo que debe excluirse como prueba el hallazgo de un arma en el consiguiente registro de vestimentas (SCS 28.5.2018, Rol 7345-18); pero sí lo es una efectuada personalmente (SSCS 7.5.2018, Rol 5353-18, y 11.6.2015, RCP 42, N.º 3, 349, con nota aprobatoria de R. Contreras) o la acompañada de una relación detallada de otros indicios (SCS 25.7.2016, RCP 43, N.º 4, con nota crítica de J. P. Donoso). Y que los resultados de una interceptación telefónica debidamente autorizada son también indicios suficientes para proceder a la detención en flagrancia del delito cuya futura comisión se descubre por esa vía, aun cuando el delito se cometa por persona distinta a quien cuyas comunicaciones se autorizó interceptar (SCS 5.9.2016, RCP 43, N.º 4, 223, con nota crítica de M. Schürmann). También se ha afirmado que el solo hecho de huir ante la presencia policial no es indicio para realizar un control de identidad, pero sí lo es el “descargarse” o desprenderse de objetos ante ella, de cuyo examen resulta que son ilícitos (SSCS 24.2.2020, Rol 36168-19; 22.12.2016, RCP 44, N.º 1, 179, con nota crítica de C. Gallardo, y 1.10.2015, RCP 43, I, N.º 1, 177, con nota reprobatoria de M. Reyes, quien no ve flagrancia ni indicio de ésta en esos hechos, dado que el descubrimiento de la ilicitud del objeto es posterior o simultáneo a la detención). Del mismo modo, se estima suficiente indicio para practicar un control de identidad e incautar las drogas que
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se porten el hecho de entrar y salir de un lugar que ha sido previamente denunciado como de venta de sustancias prohibidas (SCS 2.11.2015, RCP 43, N.º 1, 187, con nota aprobatoria de J. Winter). Pero el solo hecho de ir encapuchado no parece ser indicio suficiente para la detención si no va acompañado de otros hechos, como el alejamiento súbito frente a la presencia policial (SCS 26.9.2016, RCP 43, N.º 4, 200, con nota aprobatoria de D. Lema). Y se ha terminado por decantar la doctrina según la cual la sola comisión de una infracción a la Ley del Tránsito, Alcoholes o cualquiera de carácter meramente administrativo no es suficiente indicio para realizar un control de identidad y revisión del vehículo que se conduce (SCS 22.5.2020, Rol 41221-19. Antes, en contra, la SCS 1.6.2016, RCP 43, N.º 3, 249, con comentario reprobatorio de G. Silva. Para un panorama completo sobre la materia, hasta el año 2019, v. Rodríguez, “Jurisprudencia”). Pero si al realizar los procedimientos derivados de la notificación de la infracción surge un indicio de gravedad suficiente —un fuerte olor a marihuana, la exhibición involuntaria de un arma prohibida, p. ej.—, puede realizarse el control de identidad legítimamente (SCS 30.4.2020, Rol 20936-20). Finalmente, se ha fallado que si el imputado entregase un arma que mantenía oculta durante la ejecución de una orden judicial de registro por otro delito, no puede considerarse el hecho como descubrimiento de delito flagrante del art. 130 CPP y, por tanto, la detención sería ilegal y con ella, debe excluirse la prueba del arma así encontrada (SCS 19.2.2018, Rol 358-18). Pero sí es flagrante, en el sentido de la ley nacional, la detención del imputado tras su reconocimiento por la víctima que acompaña a la policía en ronda inmediatamente posterior al delito denunciado (SCS 20.12.2012, RChDCP 2, N.º 1, 325, con nota de P. Vial). Con todo, no se admite que los particulares, en una detención flagrante lícita, registren la ropa o pertenencias del detenido, actividad que se estima sólo pueden realiza legítimamente la policía, cuando la ley la autoriza (SCS 21.2.2020, Rol 33352-19). Y tampoco que lo haga la policía, aduciendo el nerviosismo que aprecian en el imputado en un control de identidad preventivo del art. 12 Ley 19.231, circunstancia que se estima una apreciación subjetiva que no constituye indicio suficiente para el registro autorizado por los arts. 83 y 85 CPP (SCS 17.2.2020, Rol 309-20). No obstante, tratándose de registros de identidad y corporales de las visitas a un recinto penitenciario, se estimo que la seguridad de los recintos justificaba su realización, aunque no existiese ley ni orden judicial habilitantes (SCA Santiago 22.6.2012, RChDCP 1, 375, con nota aprobatoria de O. Pino quien, de todos modos, hace énfasis en la necesidad, de lege ferenda, de regular legalmente esta clase de limitaciones a los derechos personales. O. o.
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Zelaya, 224, para quien las limitaciones a los registros de pertenencias establecidas por la Corte Suprema desconocen el rol preventivo que cumplen estas actividades, como se aprecia en aeropuertos y en los propios tribunales y en las oficinas del Ministerio Público y la Defensoría Penal Pública donde se practican tales controles y registros, generalmente por guardias privados). En cuanto a los seguimientos de personas en la vía pública, se ha estimado que son lícitos mientras no importen una detención, la que será lícita o no, según las circunstancias concretas, pero no por el hecho de haber sido o no precedidas de un seguimiento, como el que se realiza en un lugar de venta frecuente de drogas a un tercero que, en definitiva, resulta ser un comprador que, al adquirir las sustancias prohibidas en la vía pública en presencia de agentes policiales, habilita a éstos a detener a la vendedora, por constituir tal acto un indicio suficiente para ello, en los términos de los arts. 83 y 85 CPP (SCS 6.1.2020, Rol 29063-19).
d) Inviolabilidad de la morada y de las comunicaciones personales (legalidad de diligencias intrusivas) El art. 19 N.º 5 CPR garantiza la inviolabilidad del hogar y de toda forma de comunicación privada, precisando que “el hogar solo puede allanarse y las comunicaciones y documentos privados interceptarse o registrarse en los casos y formas determinados por la ley”, de donde los registros e incautaciones fuera de las normas de los arts. 205, 206 y 215 CPP pueden considerarse inconstitucionales y habilitan la exclusión de pruebas recogidas en tales circunstancias. Sobre esta base, se ha resuelto que la orden de detención de una persona con facultades de allanamiento del domicilio de otra no permite considerar legítimo el registro del domicilio indicado para buscar prueba de otro delito del que sería responsable el dueño de casa y no la persona cuya detención se había ordenado, en la especie, cultivo de marihuana (SCS 20.11.2017, Rol 40698-17). Además, se ha dicho que la persecución de sujetos sobre la base a una denuncia anónima no habilita registrar el domicilio donde se detienen, por lo que el hallazgo de un arma en tales condiciones es ilícito (SCS 6.12.2016, Rol 82306-16). E incluso, que la autorización voluntaria de un responsable para el registro no es válida si no se está en los casos del art. 206 CPP y no hay una orden previa específica dada por el fiscal (SCS 27.8.2015, RCP 42, N.º 4, 249, con nota crítica de C. Correa). Por el contrario, se estima que aun sin orden judicial, autorización de un fiscal
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ni consentimiento del propietario es posible el ingreso a un lugar cerrado si desde fuera se puede identificar una especie sustraída, lo que constituiría un delito flagrante de receptación (SSCS 17.4.2017, Rol 6783-17, y 15.12.2015, RCP 43, N.º 1, 355, con nota reprobatoria de R. Collado). Y que el consentimiento de un adulto encargado del lugar valida la diligencia aún contra la voluntad del resto de los residentes, adolescentes y adultos (SCS 26.12.2016, Rol 88852-16). Indirectamente, esta garantía ha servido de respaldo para considerar ilícitas las pruebas obtenidas aún en casos de entrada y registro por delitos flagrantes, si ello ha derivado de una investigación policial autónoma (vigilancia), no comunicada al fiscal ni autorizada por un juez de garantía (SCS 13.7.2016, RCP 43, N.º 4, 106, con nota aprobatoria de C. Ramos). Lo mismo ocurre cuando la actividad policial se dirige a establecer una infracción administrativa, como el funcionamiento regular de un establecimiento de comercio o industrial y, sin autorización del fiscal o del tribunal, realizan actividades de investigación dentro del local, incautando objetos ilícitos cuya posesión es constitutiva de delito (SCS 16.12.2015, RCP 43, N.º 1, 367, con nota de J. Valenzuela). Pero el registro del celular de la víctima que el imputado deja caer en su huida y la entrada con autorización del dueño en casos flagrantes y sin orden del fiscal, se estiman lícitos (SCS 25.7.2016, RCP 43, N.º 4, 172, con nota crítica de F. Gómez). Tampoco se considera que los detenidos en flagrancia puedan tener una expectativa razonable de privacidad sobre el uso de los celulares ajenos que se les incautan, que pueden ser respondidos por la policía (SCS 4.11.2015, RCP 43, N.º 1, 203, con nota aprobatoria de F. Abbott). Además, se ha considerado que la grabación subrepticia por un particular de una conversación en que interviene y en la que otro comete un delito de expresión puede ser presentado como prueba lícita, si se hace para comprobar la existencia de un delito en marcha o ya anticipado por expresiones similares del acusado (SCS 2.1.2014, RCP 41, N.º 2, 129, con nota crítica de M. Schürmann). Tampoco se considera infracción a este derecho la obtención de fotografías de las vestimentas del imputado al momento de su detención (SCA Santiago 3.5.2013, GJ 395, 154).
e) Derecho a guardar silencio (legalidad de la interrogación) El art. 19 N.º 7 f) CPR garantiza que, “en las causas criminales no se podrá obligar al imputado o acusado a que declare bajo juramento sobre
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hecho propio”, garantía de menor intensidad que la recogida por los arts. 8.2 g) CADH y 14.23 g) PIDCP, que establecen categóricamente el derecho a no ser obligado a declarar contra sí mismo ni declararse culpable. Los arts. 194 a 197 y 326 CPP desarrollan este derecho, a nivel legal, a través de las exigencias impuestas para obtener la declaración del imputado durante la investigación y en el juicio oral. Respecto de los adolescentes responsables de delitos, el art. 31 Ley 20.084 impone la exigencia de que su declaración, para ser válida, sea prestada frente a un abogado, de donde la falta de asesoría letrada se convierte en fuente recurrente de ilegalidad (SCS 1.4.2015, Rol 2304-15). Tratándose de adultos, los problemas se suscitan en torno a la valoración los testimonios de las policías sobre las expresiones de los inculpados, antes o durante la investigación. Así, se ha estimado ilegal el de agentes reveladores o informantes que no están autorizados en la carpeta de investigación (SCS 12.1.2016, Rol 26838-15); pero conforme a derecho el de los agentes encubiertos, informantes y provocadores, debidamente autorizados, aunque den cuenta de declaraciones inculpatorias realizadas fuera del proceso penal y provocadas por la policía (SCS 27.2.2018, Rol 45630-17). Finalmente, dado que el art. 302 CPP considera como derecho del testigo —y no del imputado— el de no declarar en causas de parientes cercanos, no se admite la exclusión de estas declaraciones, aunque refieran de oídas el reconocimiento del imputado acerca de los hechos de la acusación (SCS 23.12.2013, RCP 41, N.º 1, 189, con nota aprobatoria de C. Correa). Por otra parte, la inexistencia de una regulación legal específica sobre la forma de efectuar los reconocimientos a que debe exponerse el imputado o sus registros fotográficos, ha suscitado, entre nosotros, más de una dificultad a la hora de su valoración probatoria (SCS 21.7.2016, RCP 43, N.º 4, 132, con nota aprobatoria de M. Reyes). El riesgo de condenas a inocentes por reconocimientos errados a que conduce esta omisión legal solo puede subsanarse por posteriores recursos de revisión (SCS 14.1.2014, RCP 41, N.º 2, 149, con nota crítica de M. Araya).
f) Otras infracciones al debido proceso La infracción al derecho a contar con defensa letrada (art. 19 N.º 3 inc. 4 CPR) es de tal relevancia que incluso se han acogido recursos de nulidad fuera de todo plazo legal, con el argumento de que no es posible mantener la validez de una condena una vez acreditado que el defensor del condenado carecía del título de abogado (SSCS 13.7.2012, RChDCP 1, 339, con nota
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de H. Alarcón, quien destaca que no basta la nulidad del juicio si, durante la investigación, intervino fingiendo ser abogado una persona que no era tal; y 16.10.2013, RCP 41, N.º 1, 165, con nota de G. Echeverría R., quien advierte la necesidad de profundizar en esta garantía para el caso en que, contándose con abogado, su actuación sea tan deficiente que sea equivalente a la ausencia de una defensa letrada. En la misma línea, véase el comentario a esta última sentencia de J. P. Astudillo, en DJP 35, 43). Por otra parte, se ha resuelto que impedir la declaración de un testigo de la defensa que se encontraba formalmente mal identificado en el auto de apertura infringe el debido proceso y produce la nulidad del juicio condenatorio, por infracción al derecho a “obtener la comparecencia de testigos” del art. 8.2. f) CADH (SCS 16.6.2015, RCP 42, N.º 3, 395, con nota favorable de D. Lama); y que escuchar privadamente una prueba aportada solo por la fiscalía contraviene el derecho a conocer y refutar las pruebas (SCS 28.1.2013, RChDCP 2, N.º 2, 139, con nota aprobatoria de O. Pino). En cuanto a los llamados “testigos sin rostro”, la CIDH estimó que la valoración contra los acusados de las declaraciones de testigos con reserva de identidad sin control judicial suficiente era contraria a la garantía del debido proceso en el sentido del derecho a interrogar a los testigos de cargo (SCIDH 29.5.2014, Caso Norín Catrimán y otros contra Chile, razonamiento que Meza-Lopehandía y Collado, 374, aprueban; pero Guzmán D., “Norín Catrimán”, 457, critica por estimar que todo testigo anónimo debe ser proscrito, al existir otros medios de preservar su seguridad). Luego, aplicando dicha jurisprudencia, no habría prueba ilícita si las medidas de protección del testigo del art. 308 CPP permiten que su identidad sea conocida por el tribunal, que éste presencie su declaración, que la defensa pueda contrainterrogar y siempre que su declaración no sea la única prueba de cargo (SCS 16.4.2020, Rol 147771-20. V., sobre la legitimidad de los llamados testigos sin rostro, en términos generales, con referencia a la jurisprudencia del sistema interamericano, Oliver, “Acusaciones secretas”). También se ha considerado una infracción al debido proceso, en el sentido del derecho a interrogar los testigos de cargo, la lectura de testimonios incorporados a un proceso civil que se presenta como “documento” en juicio (SCS 26.9.2006, DJP Especial II, 739, con comentario aprobatorio de F. Wünsch). Pero la Corte Suprema ha estimado que no constituye una infracción sustancial al debido proceso que el tribunal impida la lectura de declaraciones para aclarar contradicciones durante el interrogatorio a un testigo, contra lo dispuesto en el art. 332 CPP (SCS 7.1.2014, RCP 41, N.º 2, 2014, 139, con comentario aprobatorio de C. Correa); ni que, excepcionalmente se incorporen pruebas de cargo al juicio oral, no disponibles al
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momento de dictarse su auto de apertura (SCS 27.6.2012, RChDCP 1, 327, con nota crítica de M. Schürmann). Tampoco se ha estimado que infrinja el derecho a la defensa impedir al acusado declarar en otro momento diferente al del inicio de la audiencia probatoria en el juicio oral (SCS 11.12.2012, RChDCP 2, N.º 1, 303, con nota crítica de G. Echeverría, quien destaca que este razonamiento no considera que la defensa ante las acusaciones debe hacerse una vez escuchadas éstas y no antes, por lo que lo más apropiado es que el acusado declare, como medio de defensa y si así lo estima, al final y no al comienzo del juicio). Finalmente, tratándose del pronunciamiento de las sentencias, se ha establecido que darlas a conocer por escrito, íntegramente, es una garantía esencial que asegura el derecho a recurrir y cuya infracción importa la nulidad de la condena que se pronuncie verbalmente o de la cual solo se deje un registro de audio o en cualquier otra forma diferente a darla a conocer por escrito, en los términos del art. 396 CPP, tanto en juicios orales como en procedimientos simplificados (SCS 3.3.2020, Rol 40952-19).
C. Límites de la defensa de infracción al debido proceso Nuestra Corte Suprema ha establecido tres límites a la aceptación de la infracción a las garantías del debido proceso como causales de nulidad de una sentencia o un juicio: Primero, se afirma que dicha infracción debe existir como tal. P. ej., no existiría vulneración de garantías del imputado si, en el marco de un procedimiento lícito de detención por flagrancia, la policía registra y manipula un celular que le es incautado, pero pertenece a la víctima del delito (SCS 23. 5.2016, RCP 43, N.º 3, 177, con nota crítica de C. Ramos). Del mismo modo, no se admite como infracción de garantía la sola constatación de contradicciones entre las declaraciones de los testigos en la etapa de investigación y en el juicio oral, pues la garantía de la contradicción y el derecho a interrogar a los testigos se ejerce, precisamente, en el juicio donde se valora la prueba producida (SCS 7.4.2016, RCP 43, N.º 3, 143, con nota aprobatoria de J. Arévalo). Tampoco habría infracción al debido proceso en la presentación de documentos que deban ser exhibidos, leídos, reconocidos o explicados en el juicio oral ni de testigos de cuyas declaraciones no se tenga registro previo (SCA Santiago 3.5.2013, GJ 395, 154). En segundo lugar, se sostiene que la infracción de garantías establecida respecto de una actuación determinada, para producir el efecto anulatorio debe influir en la decisión de condena, esto es, ser trascendente o sustancial en lo dispositivo del fallo (art. 375 CPP). Así, aun cuando en un juicio se
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reciba una prueba estimada ilícita, su efecto no será la nulidad del juicio si ella no ha sido valorada o tenida en cuenta para fundamentar la condena (SCS 14.02.2019, Rol 151-19); ni tampoco en el caso de que, suprimiendo hipotéticamente la prueba ilícita, el resto de las pruebas producidas fuera suficiente para acreditar el hecho o la participación del responsable (SCS 20.12.2018, Rol 16687-18). Tampoco es trascendente una simple desviación procedimental que no se vincula con la infracción de una garantía: cuando se autoriza en casos urgentes una entrada y registro no es necesaria la motivación exigida para una resolución dictada en situaciones normales y la garantía no se infringe si el allanamiento ha sido autorizado por el tribunal, que es lo exigido por la Constitución (SCS 19.5.2016, RCP 43, N.º 3, 193, con nota aprobatoria de D. Lema). Del mismo modo, la comparecencia de testigos protegidos, en la forma legalmente autorizada, aunque de facto colisiona con el derecho a interrogarlo, por las limitaciones que supone desconocer su identidad, se ha entendido no trascendente, en la medida que no sea su testimonio la única prueba de cargo contra el condenado (SCS 21.12.2015, RCP 43, N.º 1, 383, con nota crítica de F. Gómez). Por otra parte, no será trascendente una infracción reglamentaria que no afecta la cadena de custodia, como la tardanza en entregar las especies decomisadas a la oficina encargada de su resguardo por encontrarse cerrada en fines de semana y festivos, ni tampoco diferencias irrelevantes en el peso o descripción de los objetos que hacen los funcionarios en la documentación de respaldo de dicha cadena (SCS 10.3.2020, Rol 14749-20). Y, finalmente, se afirma que, tratándose del efecto de la infracción respecto de los actos consecutivos, ella solo implica su nulidad o carácter ilícito en caso de que efectivamente “dependan” o “emanen” de aquél en que se produjo la infracción material de la garantía involucrada, esto es, que exista entre una y otra una relación de causalidad, por lo que a falta de tal vinculación no existiría prueba ilícita (Correa, “Relación causal”, 198). Los principales casos en que esta desvinculación se acepta son los siguientes: i) Hallazgo casual: Se entiende que es lícito el hallazgo en un lugar cerrado de evidencias de un delito diferente al que se investiga, si se produce en el marco de una entrada y registro legítimos, sea por flagrancia u orden judicial, excepción regulada en el art. 215 CPP, cuya actual redacción, dada por la Ley 20.931, resolviendo la discusión jurisprudencial antes existente (SCS 9.12.2014, RCP 42, N.º 1, 277, con nota de R. Contreras). La doctrina del hallazgo causal se extiende a la escucha de comunicaciones privadas que dan cuenta de la comisión de un delito distinto de aquél para el cual se autorizó judicialmente la interceptación telefónica si una vez escuchada esa información, es comunicada al Fiscal para iniciar una investigación di-
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ferente, regulada por el art. 223 CPP (SCS 6.4.2016, RCP 43, N.º 3, 153, con nota crítica de C. Cabezas. V. también Núñez et al, 175. La perspectiva del Ministerio Público puede consultarse en Marcazzolo, “Hallazgos casuales”). Se advierte, no obstante, que la doctrina plantea la necesidad de limitar la validez del hallazgo casual en la interceptación de comunicaciones, excluyendo los que se refieran a crímenes cometidos por terceros no involucrados con las personas cuyas comunicaciones se interceptan y, en general, todos los que se refieran a la comisión de simples delitos (Núñez, Beltrán y Santander, “Hallazgos casuales”, 170). ii) Hallazgo inevitable o necesario (fuente independiente): Es válido el hallazgo de una evidencia si no emana ni depende de una actuación ilícita que también conduciría a su descubrimiento Así, se ha declarado que, aunque se constate que se ha tomado una declaración de manera ilegal a un adolescente, por no estar presente su abogado, si el declarante señala el lugar donde se encuentra el cuerpo de la víctima, el descubrimiento del cadáver no se encontraría contaminado con la ilicitud de la declaración si se acredita que su hallazgo sería inevitable o necesario en el desarrollo de actividades de investigación previas e independientes que conducirían al mismo resultado (SCS 3.11.2015, RCP 43, N.º 1, 159, con nota aprobatoria de C. Correa). De la misma manera, en un procedimiento de drogas se estimó que, con independencia de las irregularidades que pudieran atribuirse a la designación de los agentes encubiertos y reveladores que intervinieron, la existencia de información proporcionada por un informante o fuente independiente validaba la actuación (SCS 25.5.2010, favorablemente comentada, desde la perspectiva del Ministerio Público, por Marcazzolo, “Ilicitud de la prueba”). iii) Reconocimiento espontáneo: Es lícito el reconocimiento de una persona por un testigo o víctima, aunque no se realice en rueda o por identificación fotográfica, si no ha sido inducido por la policía, aun cuando el imputado se encuentre ilegalmente detenido. Así, si el detenido (ilegalmente) por un delito es reconocido en la comisaría por la víctima de un delito diferente y por el cual en definitiva se le condena, sin que se practicase una diligencia de reconocimiento propiamente tal, dicho “reconocimiento casual y espontáneo” es válido (SCS 5.1.2017, Rol 92880-16); iv) Declaración espontánea: Es lícito el testimonio de los funcionarios aprehensores de un imputado que reconoce espontáneamente y a viva voz su participación en el hecho, sin esperar la presencia de un abogado y fuera del contexto de un interrogatorio (SCS 10.2.2020, Rol 29950-19). Así, se estimó que en el caso de un adolescente que reconoce a viva voz su participación, por requerimiento de su madre y en presencia policial, los
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policías podían referir dicho conocimiento en juicio, aunque no se trate de una declaración propiamente tal, que solo es lícita, en caso de adolescentes, frente a un fiscal y su abogado defensor (SCS 3.3.2016, Rol 38069-15). También se estimó lícito referir una declaración espontánea hecha frente a la madre (pero no a su requerimiento), durante un empadronamiento de testigos (SCS 23.6.2015, RCP 42, N.º 3, 409, con nota aprobatoria de C. Suazo). Tratándose de adultos, se consideró, asimismo, lícita la declaración y confesión voluntaria de un imputado en un cuartel policial, sin presencia de abogado y sin previa delegación del fiscal, conocida por el Tribunal Oral a través de la declaración de los policías que la recibieron como testigos de oídas (SCS 27.4.2004, Rol 922-4, con comentario crítico de Poblete, 247; SCS 20.2.2014, RCP 41, N.º 2, 157, con nota crítica de M. Reyes); v) Examen corporal voluntario: Es discutible la ilicitud de tomar exámenes corporales voluntarios a quienes así lo autorizan, aunque se presenten en calidad de testigos, si no ha mediado engaño o coerción por parte de los investigadores (SCS 7.4.2015, RCP 42, N.º 3, 425, con voto en contra de J. P. Matus y nota reprobatoria del fallo de mayoría de M. Schürmann). Ello, por cuanto no parece posible la aplicación de las garantías del imputado ni que es voluntario su consentimiento si no se le informa esa calidad (SCS 30.12.2014, RCP 42, N.º 1, 231, con nota aprobatoria de C. Correa); y vi) Vínculo atenuado o saneamiento posterior: Según esta doctrina, si la dependencia de una actuación con la infracción anterior de garantías es tan débil que no puede afirmarse la relación causal denunciada, entonces la actuación consecuente no puede considerarse ilícita. Así, la mera omisión de dar aviso al fiscal de la práctica de un registro de un vehículo robado autorizada por quien aparece, al mismo tiempo, como encargada del lugar y denunciante de otro delito, no puede considerarse per se ilícita, si puede acreditarse la existencia de la denuncia previa de la sustracción del vehículo que se trata (SCS 28.6.2018, Rol 8332-2918). También se afirma la existencia de un vínculo atenuado si la infracción comprobada no tiene vinculación con un delito posterior que gracias a ella se descubre, como en el caso de un control de identidad irregular del que se sigue un delito de cohecho por ofrecer el detenido dinero a los aprehensores para no seguir las pesquisas (SCS 29.12.2016, RCP 44, N.º 1, 237). Un supuesto común de vínculo atenuado es la reiteración de una declaración prestada originalmente como testigo y luego ratificada como imputado, con todas las garantías correspondientes (SCS 31.12.2013, RCP 41, N.º 1, 195; aquí la Corte también estimó que existía la excepción de “buena fe” en la primera declaración, lo que es criticado con razón en la nota de M. Schürmann). En la jurisprudencia norteamericana se estima también que una nueva declaración voluntaria
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y sin vicio alguno de un testigo o imputado, hecha un tiempo después de la viciada, puede ser también valorada por la atenuación del vínculo causal (Won Sun v. U.S., 371 USSC, 1963). Este criterio es preferible al de la “ponderación de intereses” que acepta considerar lícitas y valorar pruebas de dudosa legitimidad en casos de “criminalidad grave” (SCS 23.12.2013, RCP 41, N.º 1, 189, con nota aprobatoria de C. Correa). Tampoco se acepta que la existencia de un vicio sobre un procedimiento determinado, p. ej., una detención declarada ilegal, sea suficiente para impedir la imputación y condena por hechos posteriores, como un delito de maltrato de obra a carabineros, cometido minutos después de la detención declarada ilegal (SCS 22.1.2020, Rol 29160-19). Sin embargo, no se acepta entre nosotros la excepción de “buena fe”, desarrollada por la jurisprudencia norteamericana, con el argumento de que una actuación ilegítima no deja de ser tal ni de afectar los derechos del imputado por la posición subjetiva del agente policial, la que ha de ser considerada al enjuiciar su responsabilidad por la infracción, pero no al determinar la existencia o no de tal infracción, como en el caso del carabinero que toma la declaración de un imputado formalmente en el marco del cumplimiento de una orden amplia de investigar, pero sin previa delegación expresa del fiscal y sin presencia de un abogado defensor (Moreno, “Manifestaciones”, 23, analizando positivamente la SCS 12.4.2010).
Capítulo 3
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§ 1. La dogmática penal como disciplina académica En un sentido muy amplio, la dogmática o doctrina privada de los autores puede definirse como la actividad de los profesores de derecho penal y de quienes escriben textos de estudios y artículos sobre la materia consistente en la publicación de proposiciones de lege lata sobre el alcance y sentido
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del derecho vigente (“dogmas”) y de lege ferenda sobre su reforma. En ese sentido, es una disciplina práctica que pretende influir en las decisiones que los fiscales, defensores, jueces y legisladores adoptan para resolver casos concretos o establecer regulaciones abstractas. Sujeta al reconocimiento, aprobación y aplicación de sus propuestas por los operadores del sistema jurídico real, parece encontrarse permanentemente en crisis, cuya magnitud sería directamente proporcional a su real influencia en la vida práctica del derecho (Piña, “Dogmática”, 468). Entre nosotros, ese distanciamiento se explica, en parte, por la no poco frecuente costumbre de trasponer de manera acrítica al sistema nacional la doctrina de los autores de países extranjeros —basada en su propia legislación y costumbres—, otorgándole una especie de autoridad supra legal que no necesitaría contrastarse con la realidad normativa nacional ni nuestra jurisprudencia, sino que exige más bien nuestra adaptación a ellas, pasando del predominio de la tradición española y francesa de fines del siglo XIX a la italiana hasta mediados del siglo XX, siendo hoy dominante la alemana (sobre la influencia de cada una de estas tradiciones, v. Matus, “Comentaristas”; Carnevali, “Italia”; y van Weezel, “Alemanes”, respectivamente). A nuestro juicio, la mejor manera de reducir la distancia entre la práctica y la dogmática es realizar propuestas de lege lata y lege ferenda que posibiliten una discusión a partir de los únicos aspectos objetivables del trabajo dogmático: la interpretación de las expresiones lingüísticas inscritas en los textos legales (“dogmas”), mediante un método contrastable (aquí, el ofrecido por los arts. 19 a 24 CC), ofreciendo proposiciones de lege lata para determinar su validez de conformidad con las limitaciones constitucionales y, dentro del límite de su sentido literal posible, las que permitan determinar su sentido y alcance en un sistema en que todas ellas guarden la debida correspondencia y armonía, con el objetivo de facilitar su segura y previsible aplicación, dando soluciones semejantes a casos parecidos. La determinación de la política criminal del legislador concreto, reducida a su telos o finalidad subyacente de protección (bien jurídico), reflejada en la historia fidedigna del establecimiento de las leyes (art. 19 CC) y no en ideas propias o preconcebidas de cómo debiera ser esa política criminal es también parte de la labor dogmática. Además, atendido que las decisiones de los tribunales de justicia son normas particulares de nuestro sistema de derecho positivo, aplicables a la solución de casos concretos, la dogmática no solo debe dar cuenta de la ley y las opiniones de los autores sobre ella, sino también de la doctrina regular de los tribunales de justicia y de sus irregularidades, para facilitar el trabajo de superarlas y hacer más previsible sus decisiones.
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Solo sobre la base de todos estos antecedentes objetivables tendrán sentido las propuestas de lege ferenda que promuevan las reformas legales necesarias para superar esas irregularidades y las contradicciones, lagunas e imprecisiones subsistentes. En este cometido, el recurso al derecho comparado, como fuente de soluciones diferenciadas a problemas de regulación comunes, apreciándolo con un espíritu constructivo y crítico a la vez, permite ofrecer propuestas a nivel local que recojan la experiencia extranjera, pero sin llegar a la simple trasposición acrítica de ideas, normas y soluciones que se reciben como verdades a priori o como si su origen en un ordenamiento determinado supusiera una autoridad per se, superior a otras alternativas existentes y practicables. En esta perspectiva se excluye también la pretensión de ofrecer propuestas normativas basada en puntos de partidas apriorísticos, filosóficos o sociológicos, ajenos al derecho positivo, como la imposible derivación de todas las instituciones del derecho penal de una teoría de la pena (Wilenmann, “Prácticas argumentativas”, 773). Luego, estimamos que para tener pretensiones de validez en el derecho chileno toda proposición sistemática ha de ser coherente con la ley nacional, cuyo sentido y alcance se determina a través de su interpretación. Y esa interpretación tiene que ser susceptible de verificación por terceros, siguiendo un método que permita la reproducción del razonamiento del intérprete, su contraste objetivo con las fuentes invocadas, su correspondencia y armonía con el resto del ordenamiento jurídico y su coherencia con las restantes explicaciones y sistematización que se ofrecen, pero no con teorías o fundamentos de cualquier naturaleza extrajurídicos o de carácter subjetivo. En Chile, ese método es el que establecen los arts. 19 a 24 CC, como normas básicas, y que permite contrastar las propuestas de interpretación con datos objetivos o al menos intersubjetivamente verificables, como son, principalmente, el significado de las palabras según el Diccionario o una ciencia o arte determinado, su finalidad expresada en la historia de su establecimiento y sus relaciones lógicas con el resto de las disposiciones del ordenamiento. La aplicación sistemática de este método nos permitirá reconocer y evitar, en la medida de lo posible, los sesgos propios del juicio humano derivados de las heurísticas que acortan los caminos de la decisión y hacen que anticipemos conclusiones erradas, motivados inconscientemente por el afán de confirmar prejuicios o ideas preconcebidas (Tversky y Kahneman, 1130). Solo así es posible, a nuestro juicio, la promesa de lograr “una aplicación segura y calculable del derecho penal”, sustrayéndole a “la irracionalidad, a la arbitrariedad y a la improvisación” (Gimbernat, “Futuro”, 126). Para ello es necesario
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no solo una aproximación objetiva o científica a la materia (Schürmann, “Dogmática”), sino también evitar el colonialismo, esto es, la simple trasposición a la ley nacional de formulaciones basadas en legislación extranjera, y el subjetivismo subyacente en las ideas y prejuicios propios o adoptados (Novoa, Cuestiones, 275). La crítica que al método aquí propuesto se hace como de un “intransigente formalismo” (Castillo, 41), olvida que su aplicación no excluye el “diálogo” con otras ciencias (criminología, sociología y política jurídica), sino solo pide a los participantes una aproximación objetiva y no una adhesión subjetiva, moral o emocional. El método de interpretación y reconstrucción dogmática que aquí se propone no obsta a que la sistemática externa de este texto se base en el modelo alemán, dominante entre nosotros, siempre que ello se entienda como un recurso pedagógico, del mismo modo que lo es la pretensión de dar cuenta en los diversos apartados de la importancia de la distinción entre la explicación de los presupuestos de la punibilidad y las defensas, según el modelo del common law. Mal que mal, lo importante no es la ubicación sistemática, denominación ni presentación de los problemas, sino la concordancia de las propuestas para resolverlos con el derecho vigente y comprender las diferencias y similitudes entre ellas y las que se ofrecen en otros ordenamientos, más allá de las barreras idiomáticas y culturales (Chiesa, 187). De lo que se trata es de comprender “que los grandes sistemas extranjeros contienen bases estructurales valiosísimas”, pero que por ello “no debemos renunciar al análisis minucioso de cada una de ellas, sometiéndolas a prueba en la continua comparación con nuestros preceptos legales positivos y rechazándolas sin vacilación, por perfectas, simétricas o estéticas que parezcan, tan pronto lleguemos a la convicción de que no son aceptadas por la ley o carecen de fundamento en ella” (Cury, “Reflexiones”, 1109). Y, aunque se prefiere hacer referencia a la literatura actual y de nuestro ámbito cultural, se tiene presente que “no está escrito en ninguna parte que un libro de 1989 tenga que aportar mejores soluciones y razonamientos más convincentes que otro de 1919, de 1931 o de 1969” (Gimbernat, “Concurso”, 833), como tampoco que los autores anglosajones, latinoamericanos, italianos, franceses o chilenos no están completamente huérfanos de soluciones y razonamientos propios y convincentes, atendida su capacidad explicativa del funcionamiento de nuestro sistema penal y no su lugar o momento de origen.
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§ 2. Concepto, límites y fuentes de la interpretación legal como método dogmático A. Concepto y límites Interpretar la ley es ofrecer proposiciones de lege lata acerca de su sentido y alcance en un sistema en que ella guarde la debida correspondencia y armonía con el resto de la legislación vigente, con el objetivo de facilitar su segura y previsible aplicación, dando soluciones semejantes a casos parecidos, siguiendo un método prestablecido y contrastable. Se trata de una labor ineludible para los jueces, intervinientes y estudiosos del sistema de justicia criminal, pues no es posible la aplicación del derecho sin su interpretación. La pretensión política del principio de legalidad como garantía, esto es, que los ciudadanos sean juzgados por la ley y no por la opinión particular de los jueces, que debieran ser “la boca que pronuncia las palabras de la ley: seres inanimados que no le pueden moderar ni la fuerza ni el rigor” (Montesquieu, 327), alcanza solo para asegurar que su interpretación se circunscriba a los límites impuestos por las palabras con que la ley se expresa en el idioma oficial de la República, cuyo conocimiento y comprensión se entienden como presupuestos de la comunicación entre el Estado y los ciudadanos. Ello tiene como consecuencia inevitable que las limitaciones de ese lenguaje natural se transfieran a las palabras de la ley: ¿Qué es un aborto?, ¿Es aplicable el art. 432 a la apropiación de restos humanos o vale para ese caso únicamente la norma que castiga la exhumación ilegal de art. 322?, ¿Puede tomarse en cuenta la circunstancia agravante de cometerse el delito de noche (art. 12, 12.ª) si el lugar estaba iluminado y concurrido o si, por su índole (p. ej., falsificación de documento) el hecho de la nocturnidad es indiferente?, ¿Cabe subsumir en la figura legal del art. 314, que castiga al que “expendiera substancias peligrosas para la salud”, al que venda leche mezclada con agua, inocua en sí, pero cuyo valor alimenticio aparece afectado?, etc. En efecto, la ley expresada en el lenguaje natural de una comunidad compartirá sus características de vaguedad, recursividad y textura abierta y, por ello, será relativamente indeterminada. Además, por su carácter general y abstracto, todas las descripciones de los supuestos de hecho o tipos penales son, por definición, incapaces de reflejar las múltiples formas que pueden adoptar las conductas en la vida real, siendo ello inevitable ante la imposible alternativa de hacer un catálogo de todas las manifestaciones concretas de la conducta humana. La ambigüedad y vaguedad del lenguaje natural se presenta incluso respecto de expresiones aparentemente simples y fáciles de comprender, como el uso de los conectores “o” e “y”, la expresión
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“habitualmente”; la extensión de la cláusula “imposibilidad de valerse por sí mismo o de ejecutar funciones naturales que antes ejecutaba” (art. 396); y el entendimiento del hecho de “matar a otro” (art. 391), que cuenta con amplios campos de imprecisión, desde el clásico cuestionamiento sobre la idoneidad de los medios comisivos hasta la determinación de quién es la víctima del hecho, por las dificultades para fijar, en los casos límite, el comienzo y fin de la vida humana (Coloma, 47). Sin embargo, lo anterior no es impedimento para que, dentro de la indeterminación relativa a que conduce el uso del lenguaje natural, pueda seguir sosteniéndose que permite limitar el ámbito de aplicación de la ley que lo emplea. En efecto, el art. 391 CP no se refiere a matar moscas, el art. 396 no aplica a los casos en que no se producen lesiones, lo habitual no ocurre una sola vez, y las conjunciones “o” e “y” no significan “en ningún caso”. Ello por cuanto, a pesar de la imperfección del lenguaje y la comunicación humana, dentro de la literalidad del texto legal existe la posibilidad de reconocer significados compartidos intersubjetivamente, esto es la existencia de significados semánticos objetivos que habilitan el uso del lenguaje natural como medio de comunicación social e interpersonal, pues “si bien las palabras no son como cristales tampoco son como baúles de viaje, no podemos poner en ellas todo lo que queramos” (Radin, 866). En el extremo, por cierto, una cláusula absolutamente indeterminada, que deje en manos del juez la completa determinación del contenido de lo punible producirá un efecto contrario a la Constitución y frente a su existencia cabrán los recursos que ésta franquea para declarar su inconstitucionalidad o, al menos, su inaplicabilidad en el caso concreto. Por eso, aun teniendo en cuenta la indeterminación relativa del lenguaje, todavía es posible afirmar que las garantías de los principios de legalidad y reserva (arts. 19 N.º 3 inc. 8 y N.º 26) limitan no solo al legislador si no también la actividad del intérprete en dos sentidos objetivos: por una parte, la interpretación está enmarcada dentro de las posibilidades lingüísticas que ofrece el sentido literal posible de la ley; y por otra, las proposiciones interpretativas que se ofrezcan no pueden suponer hacer absolutamente imposible el ejercicio de los derechos fundamentales ni contradecir prohibiciones y limitaciones expresas de la Constitución y de los Tratados Internacionales sobre Derechos Humanos vigentes (también expresados lingüísticamente), respectivamente. Así, el producto de la interpretación de una disposición legal es una proposición normativa acerca de su sentido basada en la reconstrucción de los significados semánticos de las palabras que emplea, sus relaciones con otras disposiciones legales y los límites constitucionales vigentes (v., para distinguir entre reconstrucción limitada por el sentido se-
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mántico, como limitación emanada del principio de legalidad, de la simple estipulación de significados a voluntad, Ávila, Principios, 32). Sin embargo, la existencia del principio de legalidad en el art. 19 N.º 3 inc. 8 CPR no garantiza su materialización en el foro y la academia. Es altamente probable que los abogados, en defensa de los intereses de sus clientes, pretendan imponer sus convicciones personales sobre la voluntad del legislador democrático, desvinculándose de la obligatoriedad de la ley. O peor, que escudándose en consideraciones “metodológicas” supuestamente novedosas se pretenda superar las limitaciones del lenguaje natural empleado por las leyes, al que modestamente debiera someterse la dogmática en un Estado de derecho (Cox, “Hampty Dumpty”, 193); o a través de ciertas “teorías de la argumentación” se pretenda la búsqueda de su “verdadero” espíritu, función social o finalidad, olvidando la idea de la garantía de la tipicidad, dejando “escapar por la ventana lo que tanto costó introducir por la puerta” (Lascuraín, 57). Ello, sin contar con que todas estas variantes metodológicas se expresan también en el lenguaje natural y, por tanto, comparten las limitaciones estructurales de vaguedad, recursividad y textura abierta del lenguaje empleado por las leyes, con el agravante que al no reconocer un texto autoritativo (como el Diccionario de la Lengua Española, p. ej.), las propuestas de “interpretación” así realizadas no pasan de ser propuestas subjetivas, imposibles de contrastar objetivamente. Por eso, desde nuestro punto de vista, la forma de resguardar la garantía del principio de legalidad no es su abandono o reemplazo por alguna propuesta de metodología argumentativa (Gandulfo, 292), sino la sujeción del intérprete al método establecido en las reglas de los arts. 19 a 24 CC que también puede verse como una concreción de la garantía del principio de legalidad, en la medida que su observancia permite evaluar la corrección o no de las propuestas interpretativas en juego dentro del sentido literal posible de la norma interpretada con un método que puede ser compartido intersubjetivamente, teniendo en cuenta las limitaciones del lenguaje común y el carácter retórico de la argumentación jurídica. Esta garantía supone concebir la interpretación como la determinación del sentido y alcance del texto de la ley, esto es, de las expresiones lingüísticas inscritas en ella, de modo que los restantes elementos de la interpretación y el método previsto en la ley han de servir para delimitar ese sentido literal y no para establecer uno diferente.
B. Fuentes En cuanto a sus fuentes, se distingue entre interpretación auténtica (realizada por el propio legislador), oficial (realizada por los jueces al momento de aplicar el derecho), y privada (realizada por los estudiosos del derecho
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y los abogados ante los tribunales de justicia). En los sistemas acusatorios, la interpretación de fiscales y policías también puede considerarse como oficial cuando supone no dar curso a una investigación o acusación por entender que los hechos no son constitutivos de delito o que el imputado no es responsable de los mismos, y dicha decisión no está sujeta a revisión judicial. La interpretación auténtica o legal puede realizarse de dos modos: a través de una ley interpretativa posterior o mediante alguna definición o limitación del alcance de una ley o norma dictada simultáneamente (p. ej., el art. 12, 1.ª, que define la alevosía; el art. 260, que señala a quiénes debe considerarse empleados públicos; el art. 275 que define las loterías; o el art. 440 N.º 1, que dice cuándo hay escalamiento en los delitos de robo). En ambos casos, se encuentra sometida a las limitaciones constitucionales que imponen restringir su efecto retroactivo solo cuando dicha interpretación sea más favorable al afectado, con independencia del efecto que se le quiera dar en el texto legal (Ducci, 50). Luego, la ficción del art. 9 inc. 2 CC no rige en materia penal (Sanhueza, Nociones, 144).
§ 3. Aplicación de la ley e interpretación de los hechos (subsunción) Una de las principales funciones de los jueces del fondo, derivadas de su inmediación en el conocimiento de la causa que se trata, es la determinación de los hechos (“en tal día, a tal hora y en tal lugar Pedro realizó tal conducta”), cuya correspondencia o no se establecerá respecto del grupo de casos comprendido en la disposición penal que se invoca como aplicable antes del proceso de subsunción. En este ámbito del arte forense, la labor del abogado consiste en presentar al juez las pruebas necesarias que le lleven a convencerse de que los hechos ocurrieron de una forma o de otra y que esos hechos corresponden o no a los grupos de casos designados en la ley. En los sistemas acusatorios, la importancia de esta actividad es superlativa y no debe desdeñarse por pretensiones teóricas: las acusaciones penales deben acreditarse por los fiscales más allá de toda duda razonable y ello exige no solo una mínima actividad probatoria, sino que ésta sea pertinente y recaiga sobre los hechos de la acusación de modo que los jueces puedan darle un sentido fáctico que permita comprenderla dentro de los casos sancionados por la disposición penal fundante de la acusación. Por su parte, corresponde a los defensores probar y a los fiscales desvirtuar las defensas fácticas, como la coartada o alibi (“no estuve en tal lugar a tal hora y en tal fecha”) y la falta de realización empírica de los presupuestos de hecho del
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tipo penal (“no ejecuté la conducta que se me imputa sino otra”, “la conducta que ejecuté no produjo el resultado que se le atribuye sino otro”, etc.). La responsabilidad penal también depende en estos sistemas de la licitud de los procedimientos para establecerla y defensas y acusadores han de probar o desacreditar las alegaciones de exclusión de pruebas por infracción de garantías constitucionales relativas al debido proceso y falta de idoneidad, pertinencia o reiteración, que pueden llevar a decidir en un sentido u otro los juicios concretos. Solo una vez determinados los hechos de relevancia jurídica por los medios probatorios admisibles es posible pasar a la operación de aplicación de la ley o subsunción, “operación lógica que consiste en determinar que un hecho jurídico reproduce la hipótesis contenida en una norma general”, según la definición del Diccionario de Español Jurídico de la RAE. La norma general es, en este caso, la ley penal que se estima aplicable, cuyo sentido y alcance ha sido determinado mediante su interpretación, según el método jurídico que pasamos a exponer.
§ 4. Método de interpretación de la ley penal A. Determinación del sentido literal posible de la ley penal: elementos gramatical y lógico (sistemático) Según el art. 19 CC, “cuando el sentido de la ley es claro, no se desatenderá su tenor literal so pretexto de consultar su espíritu”. Luego, la determinación del sentido literal posible ha de tener preeminencia sobre los restantes elementos o recursos interpretativos y es su punto de partida y límite. Pero como los significados de las expresiones lingüísticas empleadas por la ley no son siempre unívocos, el CC ha dispuesto reglas para su delimitación: i) La regla general es interpretar las palabras de la ley en su sentido natural y obvio, esto es, “según el uso general de las mismas palabras” (art. 20 CC). Ese uso, según la opinión dominante en la jurisprudencia, se recoge en el Diccionario de la Lengua Española Academia Española (Etcheberry DPJ I, 14). Aunque ello no siempre es satisfactorio por las diferentes acepciones que muchas voces tienen (muchas de ellas inaplicables al contexto de la ley que se trata), es la única fuente objetiva disponible y contrastable no solo por los juristas sino también por el público destinatario de las normas; ii) El art. 20 CC impone sobre ese sentido natural y obvio el que les ha dado a las palabras el legislador cuando “las haya definido expresamente
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para ciertas materias”, regla de la que se deriva la idea de accesoriedad conceptual y que tiene su origen en el llamado carácter ficticio del derecho (Harari, 499); iii) Tampoco se considerará el sentido del Diccionario o natural, tratándose de “las palabras técnicas de toda ciencia o arte”, las que “se tomarán en el sentido que les den los que profesan la misma ciencia o arte; a menos que aparezca claramente que se han tomado en sentido diverso” (art. 21 CC). En la práctica, se acepta también que se recurra a la doctrina de los autores y la jurisprudencia para la interpretación de los términos jurídicos que carecen de definición legal o sentido natural, asimilando la doctrina asentada a una especie de ciencia o arte (van Weezel, Tipicidad, 77; Cárdenas, “Aplicabilidad”, 130). Esa es la función de la doctrina y la jurisprudencia como fuente mediata del derecho y uno de los sentidos a la referencia a las “razones doctrinales” para fundar una sentencia del art. 342 d) CPP. Y ese es también el sentido que parece haberle dado el TC a la doctrina de los autores y la jurisprudencia, al admitir la constitucionalidad de expresiones que pueden tener sentidos diversos, en la medida que exista una “cultura jurídica” que los delimite o una “precedente interpretación judicial y doctrinaria” que entregue “suficiente contenido al concepto como para ser aplicado por el tribunal de fondo”, como en el caso de la expresión “conviviente” en el art. 390 (SSTC 30.3.2007, Rol 549; y 5.8.2010, Rol 1432); y iv) Para decidir cuál es el más probable significado natural y obvio, técnico o legal de una expresión lingüística en un texto legal, se ha de tener presente el contexto en que se enuncia, el que “servirá para ilustrar el sentido de cada una de sus partes, de manera que haya entre todas ellas la debida correspondencia y armonía” (art. 22 CC). Esta regla se denomina elemento sistemático o lógico, pues exige aplicar las premisas de esta forma de pensamiento al descubrimiento de las relaciones internas y externas de las disposiciones interpretadas (Carrasco, “La relación”, 155). Ello importa que se respeten al menos los principios lógicos de identidad (algo no puede ser y no ser la mismo tiempo: si A es A, A es A y no otra cosa); transitividad (si A es B, y B es C, entonces A es C); no contradicción (es imposible que un atributo pertenezca y no pertenezca al mismo tiempo a un sujeto: si A es B, A no es lo contrario de B); y tercero excluido (dos proposiciones contradictorias no pueden ser verdaderas al mismo tiempo: no es posible que A sea B y no sea B al mismo tiempo). Del principio lógico de identidad se deriva el jurídico de vigencia o utilidad, según el cual “el sentido en que la ley puede producir algún efecto debe prevalecer sobre aquel según el cual no produce efecto alguno” (Etcheberry DP I, 107), tal como expresa el art. 1562 CC respecto de la interpretación de los contratos; y del de tercero excluido,
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el de especialidad (“las disposiciones de ley relativas a cosas o negocios particulares prevalecerán sobre las disposiciones generales de la misma ley, cuando entre las unas y las otras hubiere oposición”, art. 13 CC).
a) Definiciones legales y accesoriedad normativa y conceptual del derecho penal con las otras ramas del derecho Las definiciones legales, como los conceptos de armas del art. 132, de pornografía infantil del art. 366 quinquies o de intimidación del art. 439, delimitan la interpretación de las disposiciones a que se refieren, precisando nominalmente su sentido y alcance para otorgar mayor seguridad en su aplicación (Ossandón, “Técnica”, 290). Esa preferencia por la definición del legislador se impone en derecho penal según lo dispuesto en el art. 20 CC y el principio de legalidad. Pero el derecho penal es una parte integrante del ordenamiento jurídico. Por lo tanto, en la interpretación de sus disposiciones también ha de guardarse la debida correspondencia y armonía con el conjunto del ordenamiento y las definiciones que en ellas se contemplan, “para ciertas materias”. En consecuencia, a menos que exista una definición para efectos penales (como la de empleado público del art. 260) o que aparezca que una expresión o definición legal ha sido empleada únicamente para una materia específica que no se extiende al derecho penal (como sucede con los llamados inmuebles por destinación del art. 570 CC, que para el derecho penal son siempre cosas muebles), los conceptos y definiciones del resto del ordenamiento jurídico han de prevalecer en la interpretación de la ley penal: Quien es miembro del Congreso Nacional para el derecho Constitucional lo es también para aplicar lo dispuesto en el art. 267 CP; las referencias a grados de parentesco del art. 390 CP, la prueba del depósito a que hace referencia el inciso segundo del art. 470 N.º 1 CP, y la cuantía de las indemnizaciones por el daño producido al cometerse un delito deben remitirse a las disposiciones del Código Civil; qué sea un seguro, según el N.º 10 del art. 470 CP es materia regulada por el Código de Comercio, etc. Este es el principio de accesoriedad conceptual. Esta accesoriedad se extiende a los conceptos del derecho internacional cuando la ley o la historia de su establecimiento hacen expresa remisión a ellos como fuente del derecho interno, como sucede paradigmáticamente en los casos en que las leyes locales se dictan para implementar disposiciones contenidas en tratados internacionales. Lo anterior vale también para los casos legítimos de legislación delegada, accesoriedad normativa o leyes penales en blanco, cuyo contenido se complementa con normas de carácter reglamentario, como sucede con la Ley
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20.000, que entrega la precisión de la determinación de las drogas prohibidas a un reglamento (DS 867 de 2007). Además, en la parte general también juega la accesoriedad normativa y conceptual un rol relevante en la delimitación del ámbito del riesgo permitido y el prohibido a efectos de imputación objetiva, como filtro de la atribución de responsabilidad penal por el resultado, según veremos al explicar la relación de causalidad; las fuentes formales de la posición de garante en los delitos de omisión impropia; y los límites del debido cuidado en la imprudencia (Rojas A., “Accesoriedad”, 103, aunque entendiendo la legislación extra penal como fuente de las “normas de conducta” que la penal sancionaría, conforme a la teoría de las normas que aquí se rechaza).
b) El problema de la accesoriedad del derecho penal respecto de los actos administrativos (no sancionadores) Los actos de los funcionarios de la Administración, que otorgan autorizaciones e imponen ciertas condiciones a los particulares para el ejercicio de determinadas actividades, no son parte de la legislación y reglamentación vinculante para los tribunales en lo penal, aunque muchas veces son parte del supuesto de hecho de las leyes penales, bajo la fórmula “el que sin la competente autorización etc.” (art. 1 Ley 20.000, p. ej.). En estos casos, quien realiza la conducta punible sin la autorización exigida al momento de su perpetración, comete el delito que se trate, con independencia de si materialmente cumplía o no con los requisitos para obtenerla. Y, al contrario, quien realiza una conducta autorizada no cometería el delito, aunque tal autorización se hubiese otorgado por error de la Administración, salvo que haya sido obtenida fraudulentamente (por cohecho o engaño). El incumplimiento de las condiciones especiales impuestas por una autorización no es, sin embargo, equivalente a actuar sin ella, a menos que la propia ley así lo establezca, como sucede en el art. 136 Ley General de Pesca.
B. Especificación del sentido literal posible: elementos teleológico e histórico Conforme al art. 19 CC, “bien se puede, para interpretar una expresión obscura de la ley, recurrir a su intención o espíritu, claramente manifestados en ella misma o en la historia fidedigna de su establecimiento”. En consecuencia, la intención o espíritu de la ley jugará un rol decisivo en la
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interpretación solo cuando el sentido literal de la misma sea oscuro, esto es, según el Diccionario, “confuso, falto de claridad, poco inteligible”, lo que usualmente ocurrirá en la disputa entre dos interpretaciones dentro del marco del sentido literal posible o las palabras empleadas se conviertan en anacrónicas o padezcan de impropiedades técnicas o lingüísticas. Este es el elemento teleológico de la interpretación. Este elemento puede identificarse como la intención inmanente o subyacente de las disposiciones penales en orden a proteger de ciertos intereses particulares o sociales que pueden ser lesionados con las conductas sancionadas (bienes jurídicos en sentido sistemático). Para su determinación, el intérprete contaría con dos vías: intentar desentrañar la intención o espíritu de la ley en ella misma manifestado (sentido objetivo) o recurrir a la intención o voluntad del legislador (sentido subjetivo). Sin embargo, nuestra ley se decanta por un sistema de interpretación de marcado corte objetivo, donde la voluntad de la ley actualizada al momento de su aplicación predomina (interpretación teleológica) y la voluntad del legislador se subordina a ese propósito: descubrir la “intención o espíritu de la ley”. Aquí cobra especial importancia la vinculación de la finalidad de la ley penal con las finalidades de protección constitucionalmente admisibles, pues toda legislación que restrinja la libertad y la propiedad, como hacen las leyes penales, ha de sobrepasar el test de proporcionalidad constitucional, esto es, que su establecimiento se encuentre justificado por una finalidad constitucionalmente aceptada. En la búsqueda objetiva del sentido de la ley el intérprete puede recurrir nuevamente al elemento contextual, en la forma expresada en el citado inc. 2° del art. 22 CC, esto es, ilustrando el texto a interpretar mediante otras leyes que versan sobre el mismo asunto, y también al análisis de los epígrafes y títulos de la ley que, aunque imprecisos en general y sin carácter dispositivo (STC 31.08.2012, Rol 2253), ayudan a dar cuenta del objetivo general de ésta, como sucede particularmente con los epígrafes y denominaciones de los primeros nueve títulos L. II CP, donde se describen y sancionan crímenes y simples delitos “contra la seguridad exterior y soberanía del Estado”, “contra la seguridad interior del Estado”, que “afectan los derechos garantidos por la Constitución”, “contra la fe pública”, etc. La historia fidedigna del establecimiento de nuestra legislación penal se contempla tanto en las Actas de la Comisión Redactora del Código Penal (1874), como en las del proceso legislativo de sus sucesivas modificaciones y de las leyes especiales posteriores, así como en los materiales preparatorios y en la opinión de los autores consultados, donde generalmente se explicitan los fundamentos de las modificaciones legales, recurso ineludible por la
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ventaja de contar con una fuente de autoridad objetiva y contrastable por otros intérpretes, más allá de las preferencias personales de cada cual. En atención a su carácter contrastable, para fijar su telos o ratio legis y aclarar pasajes oscuros y precisar incertidumbres, pareciera preferible atender a ella y no a una especulación propia, mientras no se sobrepongan las intenciones declaradas del legislador histórico con el texto aprobado de la propia la ley (Cousiño, “Interpretación”, 1035).
C. Elección de una propuesta normativa: El espíritu general de la legislación, principios e interpretación conforme a la Constitución y los Tratados Internacionales sobre Derechos Humanos. Rol de la retórica y la argumentación jurídica El art. 24 CC dispone que, “en los casos a que no pudieren aplicarse las reglas de interpretación precedentes, se interpretarán los pasajes obscuros o contradictorios del modo que más conforme parezca al espíritu general de la legislación y a la equidad natural”. Sin embargo, a pesar del aspecto aparentemente excepcional de esta disposición, el espíritu general de la legislación hoy en día, manifestado en las normas y principios que contemplan la Constitución y los Tratados Internacionales sobre Derechos Humanos vigentes en Chile, por su carácter normativo superior, impone considerar como parte del derecho penal nacional los principios que en ellas se expresan, de modo que su interpretación resulte, en todos los casos, conforme con la Constitución, excluyendo las propuestas de interpretación que no lo sean, según sostiene la STC 31.12.2009, Rol 1584 (Palacios, 45 y, con detalle, Fernández C., “Interpretación”, 154. O. o., proponiendo la inaplicabilidad de disposiciones no unívocas, Chia, 360). De allí se sigue que, por aplicación del art. 1 CADH, la interpretación y aplicación de cualquier disposición nacional debe ser, también, conforme a dicha Convención, el llamado control de convencionalidad (críticamente, Silva A., 717), aplicable incluso a la interpretación de la propia Constitución (Galdámez, Impunidad, 170). Pero aún superada la barrera de la legitimidad constitucional de una norma, los principios de la legislación, su espíritu general, también impregnan la elección de las diferentes alternativas de interpretación conformes a la Constitución dentro del sentido literal posible. Este es la lectura tradicional del art. 24 CC a nivel interno, y, en la normativa internacional, del art. 38 del Estatuto de la Corte Internacional de Justicia. En este nivel, se ha de reconocer que no solo en los textos fundamentales se encuentran normas que no responden al carácter binario de las reglas de la legislación
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ordinaria, sino que de éstas pueden extraerse también ciertos principios, que explican su existencia y permiten su interpretación. Sin embargo, estos principios no se encuentran en un nivel constitucional superior al de las reglas propiamente tales y, por lo mismo, no tienen carácter preminente sobre ellas, sino que cumplen la función de entregar razones para adoptar una decisión cuando no es posible con la aplicación automática de las reglas (por su vaguedad, imprecisión, las contradicciones con otras reglas, etc.), como propone Dworkin, 38. Estas razones para adoptar una decisión se presentan en el derecho penal generalmente como principios regulativos, donde la línea que separa lo permitido de lo prohibido solo está indicada por el legislador, no señalándose el contenido preciso de la decisión “pero sí el camino que lleva a ella”, quedando al intérprete su determinación en cada caso particular (Henkel, 73). Un ejemplo evidente es la regla del art. 10 N.º 9, donde, por muy claramente que la ley exima de responsabilidad penal al que actúa motivado por una fuerza “irresistible” o un miedo “insuperable” (art. 10 N.º 9), la decisión de cuán irresistible o insuperable han de ser una u otro para eximir de la responsabilidad penal en un caso concreto no puede determinarse mediante la simple enunciación del sentido natural y obvio de dichas expresiones. Aquí, cuál sea el límite de lo superable o lo irresistible dependerá de cómo aplicar al caso concreto el principio regulativo de la culpabilidad como inexigibilidad de otra conducta. Por eso, se afirma que el espíritu general de la legislación se manifiesta en “determinados principios muy generales, y con toda certeza formalistas, esto es, a ciertas valoraciones sociales que inspiran los fundamentos de nuestra organización jurídica”, donde la equidad natural es solo un elemento “ético-valorativo” más (Etcheberry DP I, 106). Según la doctrina dominante, entre estos principios regulativos se contarían, “además del de legalidad, el principio de intervención mínima, el principio de ‘última ratio’, el principio de protección de bienes jurídicos, el principio de lesividad u ofensividad social de la conducta, el principio de culpabilidad, el principio de proporcionalidad de la pena, el principio de humanidad en la sanción” (Künsemüller, Derecho penal, 199). A ellos se agregarían los de protección de bienes jurídicos, resocialización, humanidad de las penas, etc. (Garrido DP I, 29; Sanhueza, Nociones; Rettig PG I, 199; Náquira et al, 3-27. Sobre el principio de humanidad, en específico, v. Guzmán D., “Humanidad”). En nuestra opinión, entre los principios regulativos derivados del espíritu general de la legislación deben encontrarse no solo los que se desprenden de la legislación común y la tradición jurídica a que apunta la doctrina dominante, sino también los que se comprenden en las convenciones y tra-
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tados internacionales que han servido de fundamento para el establecimiento de ciertas regulaciones específicas o su modificación y, por cierto, en la Constitución y los Tratados Internacionales sobre Derechos Humanos que limitan la soberanía nacional. De este modo, la interpretación jurídica no solo es un método que permite afirmaciones intersubjetivamente compartidas acerca del sentido y alcance posible de una disposición legal, de conformidad con su tenor literal posible, las reglas de la lógica y la finalidad expresada en ella y en la historia fidedigna de su establecimiento, sino también, en el límite, el producto de un razonamiento práctico que debiera fundarse en razones (principios) y argumentos acerca de su peso y aplicación en el caso concreto (ponderación). Y aquí cobra pleno vigor la advertencia del Estagirita acerca de que, en el ámbito forense, la necesidad del pensamiento lógico no es suficiente para decidir sobre el sentido de una disposición legal discutible, pues aquí “deliberamos sobre lo que parece resolverse de dos modos” o, en general, “de un modo diferente” (Aristóteles, Retórica, 49). A nuestro juicio, la mejor forma de reducir esta incertidumbre no es su negación, sino la aceptación de este espacio para el “renacimiento del saber clásico” (Tamarit, Casos, 23). Pero ello, como se ha insistido, dentro del marco delimitado por la sujeción a reglas intersubjetivas de interpretación contempladas en el CC, que implican una labor de concreción del alcance de la ley dentro del límite del sentido literal posible, hasta cierto punto metódicamente contrastable. Las argumentaciones que se refieren a lo probable o lo posible, aunque no de modo absoluto, son parte del arsenal retórico tradicional, cuyo concurso es inevitable allí donde dos o más posibilidades se presentan dentro del marco fijado por el sentido literal de la ley, tomando ahora en consideración para su aplicación la vigencia de los principios constitucionalmente reconocidos. Entre ellos podemos mencionar como los más relevantes los argumentos a contrario sensu, a fortiori (quien puede lo más, puede lo menos); a coherentia (la corrección de una propuesta depende de su coherencia con la sistematización doctrinaria de la ley de conformidad con algún punto de partida ordenador que se haya elegido al efecto); apagógico o ad absurdum (reducción al absurdo de determinadas propuestas contrarias); y normativista (no se puede desprender de un hecho natural la existencia una norma jurídica y viceversa). A ellos se pueden agregar otros argumentos (Rettig DP I, 278), como los de autoridad de la jurisprudencia y los autores más reconocidos; no redundancia (es preferible dar un significado a las palabras de una ley antes que decir que son una repetición de otras); y pragmático o de vigencia (es preferible dar a las palabras de la ley una interpretación que sea útil a otra que las convierta en letra muerta). Incluso, atendida la necesidad
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judicial de fijar hechos sobre los cuales aplicar el derecho, esto es, decidir acerca del sustrato fáctico de la norma a aplicar, la argumentación como mecanismo para inferir de lo conocido algo desconocido es también parte fundamental del razonamiento judicial y de los intervinientes en el proceso, quienes a través de la exposición de los medios de prueba deben convencer al tribunal acerca de las inferencias fácticas que de ellos extraen, para aplicar a ellas una nueva argumentación sobre el significado jurídico de tales hechos y su subsunción en una norma cuyo sentido también se determina argumentativamente (Pozo, 253). Diferente es, sin embargo, el empleo que la SCS 19.7.2006, Rol 1990-5, ha hecho del concepto de “cláusula regulativa”, especialmente en la determinación del concepto de “pequeña cantidad” de droga traficada para efectos de aplicar o no la pena atenuada del art. 4 de la Ley 20.000, afirmando que tales expresiones producirían el efecto de liberar la interpretación de un juicio acerca de su corrección o no, de modo que ella y su consecuencia penal quedarían entregadas únicamente a la valoración, en el caso concreto, del juez de instancia, sin posibilidad de control de legalidad, ni siquiera sobre la base de la adecuación o no de la decisión respecto del “principio” en que se sustenta (Ruiz D., 414). A nuestro juicio, como principios regulativos, cardinales o limitadores que permiten precisar la proposición normativa derivada de una interpretación y que se desprenden del espíritu general de nuestra legislación y no de preferencias subjetivas, podemos mencionar, entre los principales, los siguientes:
a) Principio non bis in idem sustantivo y prohibición de la doble valoración Según una idea generalmente admitida, el principio non bis in idem se remonta a la sentencia de Gayo: Bona fides non patitur, ut bis idem exiguatur (D. 50, 17, 57 [la buena fe no consiente que se exija dos veces la misma cosa]); y tendría manifestaciones tanto en el ámbito procesal, en la excepción la cosa juzgada y la prohibición del doble juzgamiento; como en el sustantivo, donde justificará la preferencia que normalmente se otorga a una sola disposición cuando dos o más concurren en la regulación de un caso determinado, evitando tomar en cuenta contra el reo dos o más veces un mismo elemento jurídico penalmente relevante y común (STC 10.1.2017, Rol 3000; y SCA Concepción 24.7.2014, RCP 41, N.º 4, 219).
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En nuestro sistema, este principio se reconoce con efectos precisos en la prohibición de la doble valoración de circunstancias agravantes del art. 63 CP, según la cual se impide tomar en cuenta para la agravación de un delito una circunstancia que es en sí misma constitutiva de delito o se contempla para describirlo o sancionarlo. Esta regla refleja el mismo principio subyacente a la especialidad del art. 13 CC, aplicable a los casos de concurso aparente de leyes: no se pueden imponer sanciones penales provenientes de diferentes leyes aplicables a un hecho cuya sanción comprende la de otro, debiendo preferirse la más especial. Es discutible, sin embargo, que el principio alcance a una supuesta limitación del legislador en orden a la tipificación de las conductas o las clases de sanciones a imponer como propone Ossandón, “Ne bis in idem”, 975 (ni que todos los problemas que de allí surgen deban resolverse acudiendo al principio proporcionalidad), como sugiere (Mañalich, “Ne bis in idem”, 558).
b) Principio de culpabilidad Según este principio, en la interpretación de las normas penales, debe existir siempre la exigencia de un aspecto subjetivo que vincule a la persona responsable con el hecho que se le imputa, prohibiéndose las interpretaciones que conduzcan a la afirmación de una responsabilidad objetiva en esta materia. Este principio se desprendería de las reglas de los arts. 1, 2, 10 N.º 13, 64 CP, y aún del art. 42 CPP (Künsemüller, Culpabilidad, 34), y de lo dispuesto en el art. 19 N.º 3 inc. 7 CPR, que prohíbe presumir de derecho la culpabilidad en materias penales, asumiendo como requisito de la responsabilidad en este ámbito dicha exigencia (STC 31.12.2009, Rol 1584).
c) Principio pro-reo o de favorabilidad El principio pro-reo ha sido discutido por gran parte de la doctrina nacional, sosteniendo que solo tiene aplicación procesal, pero no material (Garrido DP I, 103). Ello, por cuanto, en lo relativo a la interpretación de la ley se aplicaría lo dispuesto en el art. 23 CC, según el cual “lo favorable u odioso de una disposición no se tomará en cuenta para ampliar o restringir su interpretación”. En cambio, en materia procesal regiría el art. 340 CPP, que establece el sistema de convicción más allá de una duda razonable para fundamentar la existencia probada de los hechos que supongan la existencia del delito y la participación punible en el mismo del condenado.
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Sin embargo, aunque no puede admitirse la validez de una proposición normativa resultado de la interpretación prejuiciada a favor de su absoluta restricción, lo cierto es que el proceso de interpretación supone una progresiva delimitación o restricción del alcance y sentido de la ley, a partir de su sentido literal posible, según el mandato del principio de legalidad. En consecuencia, mientras la prohibición de la interpretación extensiva del art. 23 CC debe entenderse consecuencia del principio de legalidad, el límite a la interpretación restrictiva ha de entenderse en el sentido que no se admite como razón para proponer una determinada interpretación la sola voluntad del intérprete, basada en un argumento más o menos emotivo (“lo favorable” o “lo odioso”). En cambio, el principio pro-reo no está basado en un argumento emotivo, sino en la constatación de que nuestro sistema jurídico, en su conjunto, lo asume cuando se trata de decidir sobre la aplicación entre diferentes normas, unas más graves que otras y así lo reconoce habitualmente la jurisprudencia: en las disposiciones constitucionales y las contenidas en el art. 18, relativas a la retroactividad de la ley más favorable al reo; en las establecidas en el art. 74 COT, respecto del efecto a favor del reo de los empates en las votaciones del tribunales colegiados; en las reglas del error de los arts. 1 y 64; en las de prohibición de doble valoración (non bis in idem) del art. 63; en el diferente efecto de la concurrencia de circunstancias atenuantes y agravantes en la determinación de la pena (arts. 65 a 68 bis); y en los efectos benignos que se atribuyen a las reglas concursales de los arts. 75 CP (concurso ideal) y 351 CPP (reiteración). Su reconocimiento emana también de la no despreciable autoridad de A. Bello para quien “en las leyes penales se adopta siempre la interpretación restrictiva, si falta la razón de la ley, no se aplica la pena, aunque el caso esté comprendido en la letra de la disposición” (Bello, Obras, xIii). Y esta es, por cierto, la opinión dominante en nuestra jurisprudencia tradicional: “en caso de duda sobre el significado y alcance del texto legal, este deberá interpretarse en el sentido más favorable al reo” (Etcheberry DPJ I, 22 y IV, 6).
d) Principio de lesividad. Rol del concepto de bien jurídico y defensa de minimis La consideración del daño social o la lesión del bien jurídico sistemático causado por cada hecho punible en particular no solo puede considerarse una regla que permita delimitar la interpretación de la ley para excluir aquellas propuestas que consideran delito hechos que no afectan en modo alguno el bien jurídico protegido en cada caso, sino también para establecer
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los márgenes precisos de su aplicación y, sobre todo, de la determinación de la pena aplicable en cada caso (principio de proporcionalidad, en sentido estricto). Este principio regulativo de la penalidad se encuentra expresamente recogido en nuestra legislación, cuando, por regla general, los arts. 50 a 55 imponen penas menores a los delitos frustrados y tentados frente a los consumados y a los cómplices y encubridores frente a los autores, se limitan los casos de imposición de penas por la conspiración y proposición para delinquir (art. 8) y se imponen penas diferenciadas por la cuantía de las lesiones causadas (arts. 395 a 399), el monto de lo hurtado (art. 444) o de los defraudado (art. 467). Por lo anterior, la determinación del bien jurídico protegido, en sentido sistemático, como equivalente a la de la finalidad de protección constitucionalmente reconocida de la norma en cuestión (elemento teleológico), vuelve a jugar en la elección de la propuesta definitiva un rol relevante: permitir la adopción, de entre las distintas posibilidades de interpretación, solo aquellas de las que resulta la protección del bien jurídico específico que la ley quiere amparar. Así, no podrá comprenderse dentro del delito de bigamia, del art. 382 CP, la “renovación” formal de un matrimonio contraído por dos menores de edad sin autorización de sus padres, pues en tal caso, a la luz del bien jurídico tutelado —que es el matrimonio monogámico (una de las formas de “familia” a que se refiere el art. 1 inc. 2 CPR) y que no ha sido afectado por el doble matrimonio entre las mismas personas—, debe el intérprete concluir que el hecho no es materialmente antijurídico. A veces, desatender el bien jurídico protegido en cada norma puede llevar a interpretaciones equivocadas que atribuyan a figuras penales funciones de protección que no tienen, como ocurre en la delimitación del alcance del art. 285 como un delito contra la libre concurrencia en los mercados o la libre competencia, frente a las figuras penales que sí la protegen, contempladas en el DL 211 (la libertad de empresa y la libre competencia son bienes reconocidos en el art. 19 N.º 22 y 23 CPR). Luego, el llamado principio de lesividad o insignificancia se transforma en la determinación de los límites interpretativos de cada disposición penal en particular, es decir, de su tipicidad. En efecto, determinado el bien jurídico que cada ley penal protege en particular y su forma de afectación, es posible afirmar que, de no comprobarse dicha afectación en un proceso concreto, no puede afirmarse la existencia del delito, esto es, su tipicidad. Nuestra Corte Suprema ha tenido más de una oportunidad de pronunciarse sobre este aspecto, particularmente en torno al delito de tráfico ilícito de drogas, donde a pesar de los fallos contradictorios en cuanto a la forma de probar la naturaleza y cantidad de las sustancias que se tratan (si se requiere
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o no el protocolo de análisis del Servicio de Salud a que hace referencia el art. 43 Ley 20.000), el principio de que su carácter de droga nociva debe ser probado no se altera (Künsemüller, “Relevancia”, 85. V., por todas la SSCS 19.2.2018, Rol 362-18, que no exige el protocolo; 26.5.2014, RCP 41, N.º 3, 221, y 28.1.2013, RChDCP 2, N.º 2, 169, ambas exigiendo el protocolo y con notas aprobatorias de L. Cisternas y M. Schürmann, respectivamente). En el caso de la posesión de armas y municiones, este es el mismo criterio que guía la jurisprudencia que excluye del ámbito de lo punible la posesión de tales elementos que no están en condiciones de disparar o ser disparados, por no poner de ninguna manera en peligro el bien jurídico protegido (SCA Concepción 23.9.2016, RCP 43, N.º 4, 248, con nota crítica de A. Rojas, pues en el caso concreto las municiones sí eran aptas para el disparo, aunque no en el arma que se portaba). En Estados Unidos, la función del principio de lesividad se expresa en la llamada defensa de minimis, formalizada en el art. 2.12 del Model Penal Code, según la cual el tribunal puede desestimar una acusación si la conducta no causó ni amenazó con causar el daño o mal que se pretendía evitar por la ley o lo hizo solo de manera muy trivial (Husak, 363). La defensa en el common law se aplica también a la exención de la responsabilidad por la intervención irrelevante o de minimis en el daño causado (Dressler CL, 7986). Por ello se clasifica también junto a las defensas de tentativa imposible, desistimiento e insuficiencia probatoria como offense modification, esto es, como una defensa que apunta a afirmar la falta de tipicidad del hecho, derivada de la interpretación de la ley (Robinson, “Defenses”, 210). Llevada a nuestra realidad normativa, esta defensa permitiría materializar el principio de lesividad, restringiendo el alcance de la ley al excluir aquellos supuestos que no dañan el bien jurídico protegido, en el sentido sistemático, afectando a la exigencia de antijuridicidad material en cada delito. Sin embargo, salvo en el caso del desistimiento en la tentativa y en la frustración (art. 7) —que nosotros tratamos como una excusa legal absolutoria—, ella no se encuentra expresamente establecida. Formalmente, una regla similar solo parece contemplarse en la regulación del principio de oportunidad del art. 170 CPP, pero solo referida a hechos de menor gravedad y entregada exclusivamente a la iniciativa del ministerio público. No obstante, la facultad de sobreseer las causas por no ser los hechos constitutivos de delito (art. 250 a) CPP) puede, materialmente, cumplir idéntica función si la fiscalía decide perseverar en la persecución de hechos que no lesionan ni ponen en peligro alguno el bien jurídico que la ley pretende proteger, lo que supondría la aplicación de una ley incompatible con su interpretación conforme a la Constitución (STC 21.8.2007, Rol 739. En el extremo, Cabezas, 109,
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estima todos los delitos de peligro derechamente contrarios a los principios de protección del bien jurídico y lesividad). Por contra, no está permitido, en el afán de dar protección a ciertos intereses o bienes jurídicos, extender la interpretación de la ley a casos no comprendidos en su sentido literal posible. En esto consiste precisamente la garantía del principio de legalidad y la prohibición de la analogía: que a pesar de enfrentarse el juez y el operador jurídicos a supuestos reprobables incluso desde el punto de vista de la finalidad de la ley expresada en la sanción de otros hechos similares, esa finalidad no puede emplearse como fundamento para imponer sanciones penales a casos no comprendidos en la literalidad de la ley, aunque también dañen o perjudiquen el mismo bien jurídico o interés cuya lesión se encuentra castigada por otra disposición legal, pero limitada a una forma de comisión especial, a un medio determinado, a la producción de ciertos resultados, a consideraciones acerca de las cualidades personales de la víctima o del autor, o a cualquier otra circunstancia de tiempo, modo o lugar que el legislador haya expresado para sancionar el hecho efectivamente penado y no otro. Es por eso que nosotros sostenemos que el delito de violación del art. 361 CP no puede leerse tanto como la descripción del delito que comete “el que accede carnalmente” como la de un delito consistente en “ser accedido carnalmente”, por mucho que en ambos casos se lesione la integridad o libertad sexual (o. o. Carnevali, “La mujer”, 25); o que no es posible castigar con las penas del art. 397 la no evitación por omisión de los resultados de lesiones que allí se describen, pues la ley en ese caso expresamente indica que éstas han de cometerse hiriendo, maltratando o golpeando a otro “de obra” (o. o. Garrido DP III, 157).
e) Principio de igualdad ante la ley y rol del precedente El principio de igualdad ante la ley fundamentaría la pretensión de la obligatoriedad del precedente o uniforme interpretación de Corte Suprema, pues ante un mismo o similar supuesto fáctico, el ciudadano tendría el derecho a esperar un igual trato ante la ley (art. 19 N.º 2 CPR), reflejado en una misma o similar sentencia. Según esta idea, la doctrina que expresa el Máximo Tribunal cuando interpreta la ley debiera ser obligatoria para los tribunales inferiores, a menos que se produzca un cambio en las circunstancias del hecho que la origina que permita apartarse de ella. El tribunal de instancia podría así fundamentar la interpretación de la ley que aplica en sus fallos recurriendo a la autoridad de la doctrina de la Corte Suprema (art. 342 d) CPP). Lo mismo debiera aplicarse a la jurisprudencia del TC. El topos que aquí se encierra es el de la semejanza, expresado jurídicamente
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en el aforismo según el cual “donde existe la misma razón, debe existir la misma disposición”; pero también la exigencia de la igual aplicación de la ley según la entienden los tribunales superiores está en la base misma del razonamiento dialéctico, que consiste en suponer que en los asuntos discutibles, es más plausible lo que parece “bien a todos, o a la mayoría, o a los sabios, y, entre estos últimos, a todos, o a la mayoría, o a los más conocidos y reputados” (Aristóteles, Órganon, 1208 y 1968. Es discutible, sin embargo, que la doctrina y los precedentes de los tribunales superiores puedan considerarse en sí mismos fuentes de topoi [Beltrán, Tópica, 602]). Sin embargo, nuestros tribunales han tenido dificultades en hacer realidad este principio, tanto desde el punto de vista vertical, esto es, la vinculación de los tribunales inferiores al contenido doctrinal de los fallos de la CS y del TC; como horizontal, referido a la vinculación de la Corte Suprema a sus fallos anteriores en casos similares (Couso, “Rol”, 148). Ello suele justificarse recurriendo al llamado efecto relativo de las sentencias, contemplado en el art. 3 inc. 2 CC, según el cual “las sentencias judiciales no tienen fuerza obligatoria sino respecto de las causas en que actualmente se pronunciaren”. Sin embargo, dicha disposición no se opone a una igual aplicación de la ley por parte de la jurisprudencia, porque el hecho de fallar cada caso según sus circunstancias probadas y respecto de las partes concurrentes al pleito, no es incompatible con aplicar en tales casos de manera igualitaria la ley, respetando la doctrina sobre su sentido y alcance fijada por los tribunales superiores (Echeverría R., Garantía, 66). Ello solo se justifica, en términos generales, cuando “no existe la misma razón”, esto es, cuando el topos de la semejanza no puede encontrarse en el origen del razonamiento en el caso concreto.
f) Otros tópicos jurídicos Al momento de interpretar la ley, el espíritu general de la legislación y la equidad natural, como recursos retóricos, se manifiestan también a través de los llamados tópicos jurídicos, generalmente presentados como entimemas en las formulaciones retóricas de los intervinientes. Estos tópicos provienen en buena parte de las máximas y principios generales del derecho contenidos en el Digesto (50, 17, De diversis regulis iuris antiqui) y del desarrollo del derecho moderno, y se expresan en máximas, adagios, bocardos o proverbios del derecho, que deben ser considerados como tales y no como reglas jurídicas y ni siquiera como principios, dado su carácter incompleto, incierto e impreciso, producto de su origen en la experiencia y tradición milenarias, ajenas a la codificación moderna (Perelman, 117 y 123). Por lo
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mismo, su empleo ha de ser cuidadoso, procurando siempre llegar a proposiciones dentro del sentido literal posible de la norma que se trate, respetando su intención o espíritu y los principios generales de la legislación. Entre esos tópicos, están los que afirman que donde la ley no distingue, no cabe al intérprete distinguir; que donde existe la misma razón debe aplicarse igual disposición; que la ley, cuando quiso decir, dijo y cuando no quiso, calló; que el derecho favorece lo legitimo o que no debe ceder ante su violación; que las excepciones son de interpretación estricta; que lo necesario está permitido; que lo insoportable no puede ser derecho; que a lo imposible nadie está obligado; que la negligencia no excusa la responsabilidad; que importa lo que se ha querido y no lo que se hubiere deseado, etc.
D. El espíritu general de la legislación y el derecho comparado Aunque el espíritu al que se refiere el Código de Bello es el de la legislación nacional, la creciente globalización económica y cultual, la influencia de los tratados internacionales en la legislación local y la impresionante producción bibliográfica de la doctrinas alemana, italiana, anglosajona y española, así como ciertas vinculaciones y preferencias personales hacen que, entre nosotros, sea frecuente el recurso al derecho comparado, y particularmente a las opiniones de autores alemanes y de quienes siguen sus postulados, para la determinación del fundamento y hasta del sentido y alcance de precisas disposiciones locales, especialmente las que regulan los presupuestos de la responsabilidad penal. Este Manual es ejemplo también del recurso a las proposiciones de los profesores alemanes como fuente para la argumentación en la determinación del sentido y alcance de las normas que regulan la responsabilidad penal. Sin embargo, se rechaza aquí aquella parte del método dogmático alemán que consiste en la deducción del fundamento y hasta del alcance y sentido de tales normas a partir de la elección subjetiva de un punto de partida, una idea de la sociedad, del hombre o del derecho apriorística, no sujeta a contrastación empírica ni, mucho menos, a refutación por las reglas existentes en el ordenamiento jurídico positivo. Y, sobre todo, se rechaza la cita de un autor extranjero como argumento de autoridad para fundamentar una interpretación de disposiciones legales nacionales que, muchas veces, carecen de relación semántica con aquellas interpretados por la doctrina que se pretende trasponer. A nuestro juicio, como ya se ha anunciado, el recurso al derecho comparado no debe entenderse como la participación en la discusión de la consistencia interna de las teorías explicativas del derecho extranjero, ni
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mucho menos en su acrítica trasposición a nuestra realidad normativa, sino como una búsqueda honesta de aproximaciones a problemas similares, con clara consciencia de las diferencias normativas, históricas y culturales que fundamentan cada solución propuesta, de manera que ellas nos sirvan como una mirada ajena que permita un mejor entendimiento de nuestro sistema normativo y de las necesidades de su perfeccionamiento. Se trata más bien de “un espíritu, un enfoque, una actitud, más que una disciplina formal” donde “cualquier comparación entre jurisdicciones, nacionales o extranjeras, internas o externas, promete una nueva perspectiva” (Dubber, “Comparative”, 436). Luego, que las teorías y proposiciones normativas utilizadas en la comparación tengan origen alemán, norteamericano o argentino es, para estos efectos, irrelevante, si fundamentan la formulación de teorías y proposiciones normativas que permitan explicar y predecir adecuadamente el funcionamiento de nuestro sistema penal en general y en particular, respecto a determinados problemas más o menos concretos, según su alcance. En materia penal, el recurso al derecho comparado es, también, obligatorio cuando se trata de resolver problemas relativos a la extradición pasiva, particularmente la delimitación del requisito de la doble incriminación del hecho (Cesano, 71).
E. Prohibición de la analogía y de la interpretación extensiva in malam partem (nullum crimen, nulla poena sine lege stricta) La exigencia del art. 19 N.º 3 inc. 8 CPR, en el sentido que la conducta sancionada se encuentre expresamente descrita en una ley previa a la perpetración del hecho que se juzga impone la prohibición de la analogía y la interpretación extensiva como métodos de interpretación e integración de la ley en que “las consideraciones pragmáticas se traducen en la aplicación de la regla a situaciones que, contempladas a la luz del sentido lingüístico natural, se encuentran claramente fuera de su campo de referencia” (Ross, 144). Esto expresa el art. 23 CC, en cuanto determina que “lo favorable u odioso de una disposición no se tomará en cuenta para ampliar o restringir su interpretación” y que “la extensión que deba darse a toda ley se determinará por su genuino sentido”. Sin embargo, como hemos visto, la restricción de una norma penal, cuando existe duda acerca de su alcance dentro de su sentido literal posible responde a los principios pro-reo y de favorabilidad, considerados principios generales de nuestro derecho, no condicionados emotivamente, único condicionamiento que el Código de Bello prohíbe.
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No obstante, en un desafortunado juego de palabras, la SCT 14.8.2009, Rol 1281, al mismo tiempo que afirma la prohibición constitucional de la analogía, pues implica transferir “una regla de un caso normado, a uno que no lo está, argumentando la semejanza existente”, sostiene que “no existe un criterio restrictivo de interpretación en materia penal que el intérprete deba seguir” y que “la interpretación extensiva de la ley es perfectamente lícita”. Por fortuna, el TC emplea en este fallo un concepto de interpretación extensiva diferente al del art. 23 CC, pues se sostiene que ella se debe hacer “respetando” el “límite” del “sentido literal posible” para determinar “el caso” que “está comprendido en la ley, pese a las deficiencias del lenguaje”, sin aplicarla nunca a un caso de que “no está contemplado” pero “se asemeja” o “es muy similar”; esto es, sin hacer analogía o verdadera interpretación extensiva, que vaya más allá del sentido literal posible del texto legal. Luego, la única forma de interpretación analógica permitida es aquella que la propia ley habilita, contemplando en la descripción del hecho punible algunos ejemplos junto con expresiones tales como “otros casos semejantes” o “análogos”. Aquí no se integran a la ley otros casos no previstos en ella, sino los que están comprendidos en su tenor literal, pero que la ley no ha podido o querido nombrar explícitamente. Ejemplos de esta interpretación analógica permitida se encuentran en los arts. 203 (falsificación de certificados), 227 N.º 3 (prevaricación por compromisarios, peritos o quienes ejerzan funciones análogas), 440 N.º 2, 442 N.º 3 y 443 (instrumentos aptos para ingresar al lugar del robo), 468 y 473 del CP (engaños para defraudar). En el límite entre integración e interpretación analógica, nuestra jurisprudencia, con buen criterio, ha rechazado la interpretación analógica extensiva (Etcheberry DPJ I, 25). La eventual y probable existencia de lagunas de punibilidad que la aplicación estricta de estos criterios importa se convierte así en un problema de lege ferenda, pero no de interpretación, pues en este punto, el principio de reserva legal significa una opción del constituyente en orden a favorecer “la seguridad y tranquilidad actuales que a los ciudadanos ofrece la certeza de conocer, de antemano, las únicas acciones que merecerán castigo y su pena” frente a la “la injusticia, futura y eventual, que puede significar no sancionar una conducta que lo merece”, pero que no está comprendida en el sentido literal posible del texto legal (Sepúlveda O., “Lagunas”, 97). Aunque se discute, es dominante la idea de que esta prohibición se extienda al establecimiento de circunstancias que eximen de responsabilidad penal o la atenúan en casos no comprendidos en la literalidad de las existentes en la legislación, pero semejantes, tanto por razones puramente legales (no existe disposición que así lo autorice) como relativas a la división de
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poderes entre juez y legislador: cuando el legislador ha otorgado facultades a los jueces para extender el sentido y alcance de las eximentes y atenuantes lo ha hecho expresamente, como en el caso del art. 54 Ley Sobre Pueblos Originarios. Otra cosa es que, dentro del sentido literal posible de los textos que el juez debe aplicar, y conforme a la apreciación de los hechos de la causa, no se logre convencer más allá de una duda razonable que una persona es responsable del hecho que se le imputa o llegue al convencimiento que existe una eximente o atenuante legalmente establecida “si existen motivos para afirmar que la voluntad extraída del contexto normativo es la de no castigar o conceder una morigeración de la pena en la situación de que se trata” (Cury PG I, 252). Aquí podría encontrarse el fundamento de la defensa no exculpatoria de la “pena natural”, que no está contemplada en la legislación, y que podría servir tanto para eximir de la pena prevista en la ley como para ofrecer a quien la padece una salida alternativa (Cap. 14, § 8).
§ 5. Otras disciplinas científicas relativas al derecho penal A. Medicina legal y criminalística La determinación de los presupuestos de la responsabilidad criminal en un sistema acusatorio, donde en caso de juicio no se cuenta con la confesión del imputado para probar los hechos de la acusación, requiere la existencia de pruebas o evidencias capaces de generar en el tribunal la convicción de que esos hechos ocurrieron de la manera que los presenta la acusación o sostiene, en su caso, el acusado. Las ciencias desarrolladas en torno a esta exigencia son la medicina legal y la criminalística. La medicina legal o forense se ocupa de los hechos médicos que puedan tener relevancia jurídica, como la identificación de las personas, sus condiciones mentales y físicas, las causas del fallecimiento de una persona, las características de las lesiones corporales, relaciones sexuales, etc. (Teke). Por ello tiene especial vinculación con la justicia penal, pero es también de utilidad en otros ámbitos de la actividad judicial: informes en decisiones sobre curatela, determinación de edad, etc., labores todas que desarrolla oficialmente el Servicio Médico Legal. Entre nosotros, principalmente debido a la necesidad de valorar la credibilidad de los testimonios prestados en juicios orales, a partir del cambio de siglo también se ha desarrollado con fuerza la psicología jurídica (Marcurán; Maffioletti; Pavez), e incluso la medicina legal de carácter privado (González W.).
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La criminalística, por su parte, no es una ciencia autónoma sino la aplicación del conocimiento científico a la reconstrucción de los hechos materia del juicio criminal y la determinación de sus responsables. Para ello se recurre a diferentes técnicas científicas, como la que permite el registro de huellas dactiloscópicas y de ADN, las investigaciones químicas, físicas, biológicas, contables, financieras, etc.
B. Criminología y política criminal a) Estado actual de la criminología en Chile La criminología es una ciencia fáctica, que trabaja con los métodos de las ciencias naturales y sociales. Su objetivo es alcanzar un grado razonable de control de la criminalidad a través del conocimiento empírico de sus manifestaciones y los factores que la determinan. Cuando a partir de tales conocimientos se propone la implementación de políticas públicas destinadas a su prevención y tratamiento, se habla de política criminal, disciplina inicialmente desarrollada Beccaria con sus propuestas de mecanismos de control de la actividad criminal basados en la intervención del Estado no solo mediante la efectiva aplicación de la ley penal, sino también la iluminación de calles, la reducción de la pobreza y la educación (Beccaria, Delitos, 55, 237 y 248). En estas labores conviven diferentes aproximaciones teóricas, desde las perspectivas etiológicas o descriptivas propias del desarrollo de la sociología positivista y el análisis económico de la Escuela de Chicago hasta las propuestas sociológicas “criticas” basadas en la teoría del discurso y la “sociología del control” (Levitt, “Understanding”; Foucault; Garland, respectivamente). Más a la izquierda, si se quiere, se encuentran la “criminología crítica” de orientación marxista y contracultural de los años 1960 y 1970, la Criminología del Sur y el radical abolicionismo nórdico (Baratta, Criminología crítica, y Larrauri, “Herencia”; Carrington, Hogg y Sozzo; Hulsman y Bernat, respectivamente. Una visión crítica, v. Aebi). Y a la derecha, desde otra perspectiva positivista, la sicología conductual (Winden y Ash, “Behavioral Economics”). En Chile, perspectivas vinculadas al discurso sociológico de D. Garland y de la criminología critica pueden verse Lorca, “Pobreza” y Cúneo, “Encarcelamiento masivo”; y en la perspectiva de la criminología crítica Jiménez, Goycolea y Santos, “Secciones juveniles”, Quinteros et al, y también, en el ámbito dogmático, la obra de J. Bustos (v. Morales P., “Huellas”).
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Por otra parte, investigaciones más cercanas al positivismo anglosajón y el análisis económico, incluyendo la producción de estadísticas, se encuentran, entre otras, en las desarrolladas en las Facultades de Economía e Ingeniería de la Universidad de Chile (Cadena y Letelier), en la U. de Talca (Cea et al, donde se encontrará una bibliografía detallada al respecto, y Ruiz et al, ambos bajo la dirección de J. P. Matus) y en las publicaciones de la actual Subsecretaría para la Prevención del Delito (Martorell). Muy relevante entre nosotros ha sido la perspectiva positivista de corte británico que, sin abandonar la perspectiva crítica, lo hace basándose en las evidencias, según el planteamiento desarrollado a la vuelta del siglo por el equipo de la Fundación Paz Ciudadana, con impacto real en los cambios legislativos y, sobre todo, en la reforma a la Ley 18.216 por la 20.603 (Morales P., “Política criminal”; Morales P. y Welsh). Ello no es de extrañar, pues fue la criminología positiva, aunque de corte tradicional, la inspiradora de la gran expansión de las medidas alternativas a la privación de libertad en 1982, consagrada en la versión original de la Ley 18.216 (González B.). Esta aproximación empírica también ha impactado en otras áreas, como las salidas alternativas en el proceso penal y el original sistema de sanciones de la justicia penal adolescente de la Ley 20.084 (Roldán; Berríos) La perspectiva positivista tradicional se manifiesta también en los trabajos que se publican regularmente en la Revista de Estudios Criminológicos y Penitenciarios, a cargo de Gendarmería de Chile y en nuevas aproximaciones a la identificación de las características de la población criminal (Salinero, “Crimen organizado”). También, de manera incipiente, hay estudios de género y de criminología feminista propiamente tales (Antony, Mujeres confinadas y “Violencia intrafamiliar”; Ariza e Iturralde, quienes incorporan la variable de género en su análisis de la población penitenciaria; y, últimamente, Sordo). Incluso la llamada víctimología ha sido foco de atención de nuestra doctrina, descartando el enfoque positivista tradicional (y sus consecuencias en materia de atribuir responsabilidad a la víctima por los hechos punibles a que se expone “responsablemente”), y propiciando uno que la reintegre a la consideración del sistema penal, especialmente en las salidas alternativas (Bustos, “Victimología”, 34). Estas propuestas se reflejaron en la estructura del CPP 2000, que, devolviendo en parte los conflictos a la sociedad, da un mayor protagonismo a las víctimas, reconociéndolas como tales integrándolas como intervinientes al proceso penal (arts. 108 y 109 CPP) y aún permite, en ciertos casos, prescindir del proceso por delitos de acción penal pública en casos de llegar a un “acuerdo reparatorio” con el imputado (art.
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241 CPP), aunque sin llegar a establecerse procesos formales de mediación (Carnevali, “Políticas”, 31).
b) Política criminal en el siglo XXI La política criminal, concebida como política legislativa, ha sido campo de un extenso debate acerca de la legitimidad y eficacia del derecho penal en el cambio de siglo, tanto desde perspectivas liberales como socialdemócratas y hasta marxistas. Desde un punto de vista sociológico, se puede entender como el “poder de definir los procesos criminales de la sociedad y, por tanto, de dirigir, y organizar el sistema social en relación a la cuestión criminal” (Bustos, “Política criminal”, 708). Ese poder se expresa materialmente en la profusa legislación que en la materia se ha dictado en esta época (v. Nilo, “Normativa”, 253). Desde el punto de vista liberal se critica esta objetiva proliferación de normas punitivas como expresión de una expansión no justificada del Derecho penal con base a una sobrevaloración de la víctima, presiones de grupos de interés moralizantes y un inadecuado empleo de vías administrativas o sanciones no privativas de libertad (Silva S., Expansión); una especie de “huida hacia el derecho penal” en una sociedad de riesgos que se aleja del ideal propuesto por la Escuela de Frankfurt, en orden a que solo los derechos fundamentales individuales deben ser objeto de protección penal (Carnevali, “Ultima ratio”, 17; y “Política criminal”, 63). En particular, pero agregando la defensa de los derechos humanos como “barrera infranqueable de la política criminal”, se critica, p. ej., la evolución de los delitos relativos a la seguridad vial, reflejados en la llamada Ley Emilia (Cardozo, “Bases”, 67). Por su parte, sobre la base de la idea de preservar los principios del liberalismo ilustrado decimonónico, se califica de “autoritarismo penal” la actual situación legislativa en la materia, presentada como respuesta a las demandas de “seguridad ciudadana” (Guzmán D., “Autoritarismo”). Y, entre los socialdemócratas, se aborda el problema desde la teoría del discurso y se afirma la existencia de una disputa acerca de la selección de “qué conflictos sociales ameritan una protección penal y decidir cómo deben protegerse”, donde los medios de comunicación parecen jugar un rol preponderante (Fernández C., “Nuevo Código”, 4, y “Discurso”). Desde esta perspectiva se afirma que nuestra política criminal se caracteriza por “la deficiente implementación de las leyes”, “la proliferación y abuso de leyes especiales, con los consiguientes déficit de seguridad jurídica y de calidad técnica legislativa”, y, sobre todo, por la “supravaloración securitaria, paradigma bajo el cual se produce un notable aumento penológico como respuesta a la delincuencia clásica y a ciertas figuras delic-
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tivas que se amplían a nuevos ámbitos, junto con un uso extensivo e intensivo de la pena de prisión” (Díez-Ripollés, “Política legislativa”, 1), lo que se propone enfrentar con un “discurso de la resistencia” por la racionalización de la labor legislativa (Dufraix, “Reflexiones”, 93. Así, p, ej., respecto de la criminalización de la posesión de la pornografía infantil, con relación a la criminalidad común y habitual contra la propiedad, pueden verse los trabajos de Oxman, “Aspectos”, 253, y Maldonado, “Anticipación”, 99, respectivamente). La disputa acerca de la clase de sociedad en que se quiere vivir también se expresa a la hora de valorar y proponer soluciones al problema carcelario, como puede verse en las críticas al sistema de cárceles concesionadas a privados y otras próximas a tendencias marxistas propiamente tales (v., entre nosotros, Arriagada, “Cárceles”, 211; y, en España, Paredes, “Medios”). No obstante, con independencia de los distintos puntos de partida críticos, parece ser cierto que la política criminal de la sociedad chilena ha mantenido desde 1874 una constante preocupación por sancionar gravemente las diferentes manifestaciones del robo violento, el cuatrerismo, el pillaje y la rapiña (¡incluyendo el restablecimiento de la pena de azotes para ciertos robos en 1876, derogada recién en 1949!) con medidas siempre urgentes y que parecen desvinculadas de los ideales de un sistema penal “liberal” (T. Ramírez H., 192). En este fenómeno, es posible constatar la pérdida de influencia del derecho penal tradicional en el diseño de la política criminal, desplazado por “la idea de rendimiento y de gestión (gerencialista)”, que habría provocado un reemplazo en las disciplinas y sujetos preocupados por el fenómeno delictual, donde la “coyunturalidad política” “ha provocado que la política criminal se centre en brindar soluciones concretas para problemas delictuales específicos”, sin atención a un diseño político criminal global (González C., “Política criminal”, 210). Una concepción diferente de política criminal, vinculada a la tradición germánica, la define como la correcta determinación de las penas y medidas de seguridad aplicables a los condenados para evitar o reducir la comisión de delitos en el futuro, según sus condiciones personales (von Liszt, Fin, 115). Por ello se sostiene su tarea consiste en diseñar un sistema de penas y medidas de seguridad que permita dar cumplimiento a los fines de “protección de los bienes jurídicos y procurar la reincorporación adecuada del condenado a la vida en sociedad” (Etcheberry, “Política criminal”, 240). Esta fue la idea dominante en el siglo XX entre los penalistas iberoamericanos. No obstante, desde los años 1970, C. Roxin promueve en Alemania otra idea de política criminal, que aspira a “dejar penetrar las decisiones valorativas político‑criminales en el sistema del derecho penal”, particularmente
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a la hora de enjuiciar la “creación y realización de riesgos que son insoportables para la convivencia segura de las personas” y en la determinación de “las soluciones socialmente más flexibles y justas de las situaciones conflictivas”, pues “la vinculación al derecho y la utilidad político‑criminal no pueden contradecirse, sino que tienen que compaginarse en una síntesis” (Roxin, Política Criminal, 8. En Chile, Cardozo, “Política criminal”, 82, acepta sin matices esta forma en entendimiento de la política criminal: “dentro de la idea de un ‘sistema penal’ el Derecho penal será reflejo de la política criminal y esta, a su vez, manifestación de la forma de Estado”; de lo que “se sigue como esencial, y no solo como potencial, que la política criminal no se base solo en criterios de ‘eficacia’ sino que han de considerarse, de la misma manera, las garantías formales y materiales propias del Estado Social y Democrático de Derecho” y ello se lograría, precisamente, asumiendo el rol de la política criminal desde las bases del sistema”). Sin embargo, a pesar de la innegable influencia de esta doctrina en el último cuarto del siglo XX, sobre todo en la doctrina española, no deja de ser cierto que ello se explica por su deliberada confusión entre aspectos empíricos y normativos, que hace perder a la política criminal su carácter científico y a la dogmática su carácter objetivo, transformándose en otra forma de expresar propuestas políticas subjetivas que se pueden compartir o no, según las preferencias de cada cual, pero cuyo lugar natural parece ser la arena política y no la interpretación de la ley (salvo en cuanto las decisiones previas de política criminal o legislativa deben ser expresadas como parte de la historia fidedigna de su establecimiento y pueda, por tanto, emplearse para dilucidar sus pasajes oscuros y contradictorios). Por todo lo anterior, aunque parece existir un “paralelismo irreductible” entre criminología y política criminal como ciencias sociales y el derecho como ciencia normativa (Cury, “Criminología”, 1365), es posible afirmar que en más de una ocasión ese paralelismo se transforma en líneas secantes y tangentes, sobre todo a la hora de discutirse la formulación y evaluación de reformas legales en materia de penas, incluso bajo la pretensión de ofrecer solo propuestas técnicas que, en la medida que inciden en la formulación de delitos y sanciones, inevitablemente se mezclan con las ideas acerca del mundo que se quiere vivir, esto es, de la propia política criminal, en el primer sentido expuesto (v., p. ej., Ossandón, Formulación, 23-43 y, especialmente, 425-486, donde introduce como límites a la formulación de tipos penales los criterios político criminales de subsidiariedad, igualdad y proporcionalidad).
SEGUNDA PARTE
TEORÍA DE LA LEY PENAL
Capítulo 4
Ámbito de aplicación de la ley y defensas jurisdiccionales Bibliografía Aguilar C., G., “Extradición y derechos humanos: algunas reflexiones a partir del caso Fujimori”, RPC 2, N.º 4, 2007; Ambos, K., Internationales Strafrecht, 4. Ed., München, 2014; Baldomino, R., “(Ir) retroactividad de las modificaciones a la norma complementaria de una ley penal en blanco”, RPC 4. N.º 7, 2009; Bascuñán, A., “¿Aplicación de leyes penales que carecen de vigencia?”, R. Del Abogado 22, 1999; “La preteractividad de la ley penal”, LH Cury; “El principio lex mitior ante el Tribunal Constitucional”, REJ 23, 2015; “El derecho intertemporal penal chileno y el Tribunal Constitucional”, REJ 26, 2017; “La formación de lex tertia: una defensa diferenciada”, RPC 14, N.º 27, 2019; Bassiouni, M., “Universal Jurisdiction for International Crimes: Historical Perspectives and Contemporary Practice”, Virginia Journal of International Law Association 42, 2001; Benadava, S., El Crimen de la Legación Alemana, Santiago, 1986; Caballero, F., “El Artículo 324 del Código Orgánico de Tribunales y el Principio de Igualdad en el Ordenamiento Jurídico Chileno”, R. Derecho (Valdivia) 18, N.º 2, 2005; “Derecho penal sustantivo y efectos en el tiempo de la sentencia del Tribunal Constitucional que declara la inconstitucionalidad de un precepto legal”, R. Derecho (Valdivia) 19, N.º 2, 2006; Cárdenas, C., “El lugar de comisión de los denominados ciberdelitos”, RPC 3, N.º 6, 2008; “La extradición pasiva en Chile”, en AA.VV., Informes en Derecho (Centro de Documentación Defensoría Penal Pública), Santiago, 2009; “La cooperación de los Estados con la Corte Penal Internacional a la luz del principio de complementariedad”, R. Derecho (Valparaíso) 34, N.º 1, 2010; “Asilos” y “De la Talla”, Beccaria 250; Carnevali, R., “Los principios de primacía y complementariedad. Una necesaria conciliación entre las competencias de los órganos penales nacionales y los internacionales”, R. Derecho (Valdivia) 22, N.º 1, 2010; Couso, J., “Comentario a los arts. 5 a 6 y 18”, CP Comentado I; Echeverría D., I., Los derechos fundamentales y la prueba ilícita. Con especial referencia a la prueba ilícita aportada por el querellante particular y por la defensa, Santiago, 2010; Echeverría R., G., “Ultractividad en la persecución penal publica de las ofensas a la autoridad”, REJ 11, 2009; Fernández C., J. A., “Sentencia sobre el ámbito de aplicación y retroactividad más favorable al reo en el delito de microtráfico (Corte de Apelaciones de Valdivia)”, R. Derecho (Valdivia) 19, N.º 1, 2006; Fuentes T., X., “La jurisdicción universal y la Corte Penal Internacional”, REJ 4, 2004; Gaete, E., La extradición ante la doctrina y la jurisprudencia (1935-1965), Santiago, 1972; Garrido, M., “División de los delitos”, Beccaria 250; González J., M. A., “Delito común, delito político, delito terrorista”, Doctrinas GJ I; Guzmán D., J. “Cooperación y asistencia judicial con la Corte Penal Internacional: El caso de Chile”, LH Solari; “El aborto delito arcaico, punibilidad regresiva y explotación social”, RChDCP 1, 2012; Horvitz, M.ª I., “Problemas de
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aplicación de la ley penal en el tiempo en los delitos aduaneros” REJ N.º 3, 2003; Krause, M.ª S., “Caso ‘Control de armas y ley penal más favorable’”, Casos PG; Mañalich, J. P., “El principio de ejecución del hecho y la vigencia de la ley procesal en el tiempo”, en AA.VV., Informes en Derecho (Defensoría Penal Pública); Matus, J. P., “Dos problemas de la aplicación retroactiva de la ley penal favorable en el derecho y la justicia de Chile”, R. Derecho Penal (España) 19, 2006; “La política criminal de los tratados internacionales”, Ius et Praxis 13, N.º 1, 2007; Oliver, G., “El fundamento del principio de irretroactividad de la ley penal”, R. Derecho (Valparaíso) 21, 2000; “Irretroactividad de las variaciones jurisprudenciales desfavorables en materia penal?”, R. Derecho (Valparaíso) 24, 2003; “¿Debe aplicarse la ley penal intermedia más favorable?”, R. Derecho (Valparaíso) 25, 2004; “La aplicación temporal de la nueva regla de cómputo del plazo de prescripción de la acción penal a delitos sexuales con víctimas menores de edad”, R. Derecho (Valparaíso) 29, N.º 2, 2007; Retroactividad e irretroactividad de las leyes penales, Santiago, 2007; “Modificaciones en la regulación del delito de giro fraudulento de cheque: análisis desde la teoría de la sucesión de leyes”, RPC 4, N.º 7, 2009; Palma G., C., “El derecho internacional del tráfico ilícito de estupefacientes y los problemas de territorialidad de la ley penal chilena”, en Politoff, S. Y Matus, J. P. (Coords.), Lavado de dinero y tráfico ilícito de estupefacientes, Santiago 1999; Palma V., F., La expulsión de extranjeros. Análisis jurisprudencial de los recursos de amparo conocidos por la Segunda Sala de la Corte Suprema (2015-2018), Santiago, 2019; Pfeffer, E., “El desafuero en el marco del nuevo Código Procesal Penal”, Doctrinas GJ I; Quintano, A., Tratado de derecho penal internacional e internacional penal, T. II., Madrid, 1957; Satzger, H., Internationales und Europäishes Strafrecht, 4.ª Ed., Baden-Baden, 2010; Szczaranski, C. y Muñoz, M.ª T., “De tempore delicti”, Doctrinas GJ II; Velásquez, J. C., “El derecho del espacio ultraterrestre en tiempos decisivos: ¿estatalidad, monopolización o universalidad?”, Anuario mexicano de derecho internacional XIII, 2013.
§ 1. Aplicación de la ley penal el tiempo A. El principio de legalidad como prohibición de retroactividad de la ley penal desfavorable (nullum crimen, nulla poena sine lege praevia) El art. 19, N.º 3 inc. 8 CPR (“ningún delito se castigará con otra pena que la que señale una ley promulgada con anterioridad a su perpetración”) establece como consecuencia del principio de legalidad la garantía de la irretroactividad de la ley penal, esto es, que una persona solo podrá ser juzgada con las leyes vigentes al momento de la comisión del hecho e imponérseles las penas allí previamente establecidas, a menos que la nueva ley sea más favorable. Contenido, entre otros textos internacionales, en los arts. 15 PIDCP y 9 CADH, su fundamento es principalmente político, pues se
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reconoce aquí el carácter contingente de la ley penal: su creación y vigencia depende de las valoraciones presentes de los representantes de la voluntad popular manifestada a través de la ley (o. o. Oliver, “Fundamento”, 107, quien ve su fundamento en la idea abstracta de “seguridad jurídica”, lo que difícilmente explica las excepciones a la irretroactividad que, precisamente, tanto en el ámbito civil como penal se sobreponen a dicha idea). Esta garantía o principio de irretroactividad se aplica a todas las consecuencias jurídicas del derecho penal material, incluyendo las medidas de seguridad, medidas y sanciones para menores de edad y las penas sustitutivas, pues conforme al art. 18, “ningún delito se castigará con otra pena que la que le señale una ley promulgada con anterioridad a su perpetración”. Luego, la ley vigente al momento de la comisión del delito determina si una persona debe ser castigada y en tal caso cuál habría de ser la pena o medida de seguridad que deba imponérsele, a menos que una nueva ley sea más favorable al reo. Por esta razón, la garantía se extiende también a las modificaciones de las reglas que establecen los presupuestos de la responsabilidad penal, la determinación legal y la individualización judicial de las penas, así como las que regulan la extinción de la responsabilidad penal y de la pena, incluyendo la prescripción. Pero se ha rechazado que una sentencia impuesta válidamente en un momento anterior no deba tomarse en cuenta si en el futuro se alteran las reglas de la reincidencia o sus efectos por una ley posterior (SCA Valparaíso 8.10.2012, GJ 388, 203). También se aplica esta garantía a las modificaciones posteriores de las normas complementarias extrapenales, p. ej., leyes penales en blanco y, en general, todas aquellas que establezcan requisitos o condiciones de aplicación de las penales. Si son desfavorables, no tienen efecto retroactivo; pero sí las favorables, en la medida que importen eximir el hecho de toda pena al declarar la licitud de la conducta, p. ej., si posteriormente a la detención del acusado por porte de drogas, se suprime de la lista de drogas prohibidas la que poseía o se rebaja la edad para contraer matrimonio sin autorización paterna (RLJ 126); o que “signifique una disminución efectiva, obligatoria, y no meramente facultativa, del marco penal” (Baldomino, 138). En cuanto a las reglas procesales, el art. 11 CPP establece que “Las leyes procesales penales serán aplicables a los procedimientos ya iniciados, salvo cuando, a juicio del tribunal, la ley anterior contuviere disposiciones más favorables al imputado”. Por tanto, a nivel legal, también en nuestro sistema procesal rige el principio de la irretroactividad de las leyes perjudiciales al reo y de la ultractividad de las favorables, incluyendo las que eliminan obstáculos procesales o transforman en delitos de acción pública los que antes eran de acción privada o previa instancia particular. Esta disposición hace
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irrelevante la discusión acerca de si ciertas reglas, como la prescripción, tienen o no el carácter de penales o procesales: cualquiera sea su calificación, si producen un efecto desfavorable al reo no pueden tener efectos retroactivos (Oliver, “Prescripción”, 263). En el caso de las reglas relativas a la ejecución de las penas, particularmente las referidas a concesión de beneficios penitenciarios y libertad condicional, la mayoría de la Sala Penal de nuestra Corte Suprema ha mantenido el principio de su vigencia in actum, entendiendo que no forman parte del derecho penal material y no les es aplicable el art. 18 CP, por no modificar la pena impuesta (SCS 21.12.2017, Rol 44660-17. O. o. Couso, “Comentario”, 429). Tratándose de los cambios jurisprudenciales desfavorables, también se ha estimado que no deberían tener efecto retroactivo, incluso si recaen en materias relativas ejecución penitenciaria (Oliver, “Irretroactividad”, 355). En el derecho comparado así se ha establecido respecto de la jurisprudencia en el common law, por su concepción como fuente inmediata de derecho (Casos DPC, 20); pero también respecto de la jurisprudencia en sistemas del civil law (STEDH 21.10.2013, Caso Del Río Prada v. España, RCP 41, N.º 1, 217, con el comentario de Rodríguez H., “Retroactividad”, 232. Es interesante anotar, además, que esta sentencia se refería a la jurisprudencia respecto de beneficios penitenciarios). Con todo, la irretroactividad de los cambios jurisprudenciales no es admitida por la doctrina alemana dominante, por entender que no afecta a la ley que vincula a los ciudadanos, sino solo a su interpretación (Casos DPC, 31).
B. Retroactividad de la ley más favorable (lex mitior) El art. 19 N.º 3 inc. 8 CPR, junto con consagrar el principio de irretroactividad de la ley penal desfavorable, agrega el de retroactividad de la más favorable o lex mitior con la frase “a menos que una nueva ley favorezca al afectado”, principio que se entiende obligatorio para los tribunales y el legislador. Se trata de una decisión de política criminal que traslada a hechos del pasado las valoraciones sociales presentes, cuyo fundamento se encuentra en el Art. 5 CADH (“si con posterioridad a la comisión del delito la ley dispone la imposición de una pena más leve, el delincuente se beneficiará de ello”), aunque algunos autores ven en ella también una manifestación del principio de proporcionalidad (Oliver, “Modificaciones”, 70). El desarrollo legal de este principio se encuentra en el art. 18 CP, donde se especifica que “Si después de cometido el delito y antes de que se pronuncie sentencia de
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término, se promulgare otra ley que exima tal hecho de toda pena o le aplique una menos rigorosa, deberá arreglarse a ella su juzgamiento”. Según dicha disposición, si la ley más favorable se promulga “después de ejecutoriada la sentencia, sea que se haya cumplido o no la condena impuesta, el tribunal que hubiere pronunciado dicha sentencia, en primera o única instancia, deberá modificarla de oficio o a petición de parte”. En la práctica, la revisión de oficio solo parece exigible en los casos que los condenados se encuentren cumpliendo pena. No obstante, los tribunales se encontrarán obligados a revisar fallos ejecutoriados y con penas cumplidas si una ley posterior exime al hecho de toda pena y esa declaración es la que pretende el condenado, para efectos, p. ej., de la reincidencia.
a) Determinación de la ley más favorable Según la jurisprudencia, una ley posterior es más favorable cuando deroga la anterior, establece nuevas eximentes o atenuantes de responsabilidad criminal aplicables al caso concreto, suaviza las penas antes vigentes reduciendo su duración temporal o agrega facultades para rebajar su grado mínimo, las sustituye por otras menos gravosas, limita temporalmente las fórmulas de conversión de penas pecuniarias en prisión, modifica los tipos penales agregando circunstancias que antes no se contemplaban o altera las circunstancias relativas a la tipicidad, contenidas o no en una ley penal y, en definitiva, “la que resulte para el procesado como menos rigurosa” (RLJ 126). No obstante, salvo el caso de modificar una pena privativa de libertad por una de multa, parece problemático resolver situaciones en que la nueva ley contempla penas de distinta naturaleza, p. ej., si se cambia una pena corta de prisión por un período mayor de reclusión nocturna (Krause, “Control de armas”, 25): en tales casos, el sistema procesal contradictorio permite que la opinión del condenado sirva de referencia inmediata, pues ella es exigida en toda audiencia que recaiga sobre este asunto. La doctrina dominante afirma que el modo de determinar la existencia o no de una ley más favorable es juzgando, caso a caso, el hecho concreto completamente y con todas sus circunstancias, considerando separadamente los efectos de aplicar las dos leyes en juego, sin que esté permitido al juez “combinar los aspectos más favorables de ambas para aplicarlas simultáneamente” (Novoa PG I, 187). Sin embargo, la práctica jurisprudencial del cambio de siglo admite combinar disposiciones de una y otra ley, si su aplicación conjunta produce un efecto más beneficioso, como aplicar la pena
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de una ley antigua con una atenuante contemplada en la nueva ley y un beneficio (p. ej., libertad vigilada) de la antigua (SSCS 31.12.96, en GJ 198, 98; y 13.12.2016, RCP 44, N.º 1, 202, con nota crítica de T. Ramírez H. V. también Bascuñán, “Lex tertia”, 184). Lo fundamental es que la aplicación del ordenamiento jurídico en su conjunto a la misma situación de hecho produzca en el momento presente una solución más favorable al reo que lo resuelto con anterioridad. Por ello, será irrelevante que al hecho ahora sancionado más levemente se le otorgue una nueva ubicación en la legislación o una nueva denominación, como sucedió al crearse la figura de microtráfico del art. 4 Ley 20.000, que redujo significativamente las penas del tráfico de estupefacientes en pequeñas cantidades (Fernández C., “Retroactividad”, 252). La prevalencia en este ámbito del principio de favorabilidad o pro-reo, hace también necesario admitir la posibilidad de introducción de pruebas con posterioridad a la sentencia condenatoria, si ello permite acreditar los presupuestos de la ley posterior favorable sin modificar los hechos del juicio, como en el caso de introducirse nuevas circunstancias atenuantes, para lo cual la existencia del procedimiento contradictorio en la ejecución penitenciaria abre un espacio de discusión antes inexistente (arts. 466 y 467 CPP).
b) Vigencia y promulgación: momento desde el cual se aplica la ley más favorable Tanto el art. 19 N.º 3 inc. 8 CPR como el 18 CP se refieren expresamente a la ley penal más favorable que hubiere sido promulgada, sin mencionar la fecha de su publicación en el Diario Oficial o de entrada en vigor. Luego, las diferencias establecidas en los arts. 6 y 7 CC entre promulgación, publicación y vigencia solo tienen efecto en materia penal tratándose de disposiciones que crean nuevos delitos o agravan las penas de los existentes. Pero tratándose de leyes penales más favorables, su aplicación procede desde el momento de su promulgación, no importando que su vigencia se encuentre diferida (RLJ 125). Una ley ha de entenderse promulgada cuando lo decrete el Presidente de la República o cuando, habiendo transcurrido el plazo constitucional para ello, así lo declare el TC en su lugar (arts. 72 a 75 y 93 N.º 8 CPR). En consecuencia, debe descartarse la doctrina minoritaria que afirma la exigencia de vigencia formal de la ley penal para su aplicación, tanto si es desfavorable como favorable, basada en la identificación de las expresiones
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“vigente” y “promulgada”, que no tiene asidero en el texto constitucional ni en el Código Civil: “la ley es ley y obliga como tal, desde su promulgación, incluso en aquella parte que posterga la vigencia de sus disposiciones sustantivas, pues el legislador no es competente, según la Constitución, para limitar el momento de aplicación de una disposición penal más favorable a los ciudadanos: ella empieza a ser aplicable, en lo favorable, desde su promulgación” (Etcheberry DP I, 149).
c) Principio de retroactividad de la ley más favorable y declaración de inconstitucionalidad por el TC El art. 94 inc. 3 CPR establece que, una vez declarado inconstitucional un precepto legal, “se entenderá derogado desde la publicación en el Diario Oficial de la sentencia que acoja el reclamo, la que no producirá efecto retroactivo”. Esta disposición plantea el problema de saber si, una vez derogada por esta vía una ley penal, es posible o no recurrir a los tribunales de conformidad con el art. 18 CP, pues, por una parte, la sentencia del tribunal constitucional no es una “nueva ley”, aunque evidentemente su efecto derogatorio puede favorecer al imputado o condenado, como sería en el caso más obvio de declararse inconstitucional una ley que estableciese una figura agravada, como el parricidio respecto del homicidio; y, por otra, aunque se admitiese que la sentencia del TC que declara la inconstitucionalidad de un precepto legal pueda considerarse un equivalente funcional a una ley derogatoria propiamente tal, ella “no producirá efecto retroactivo”. Al respecto, lo primero que debe afirmarse es que, en nuestro sistema jurídico, no hay duda de que la sentencia del TC que declara inconstitucional una norma produce su derogación. Se restablece así la conformidad del derecho con la Constitución y la ley derogada deja de producir efectos obligatorios para los tribunales y demás operadores del sistema jurídico. Luego, aunque no es una ley formalmente, su efecto es constitucional y funcionalmente equivalente al de una ley derogatoria: expulsa del sistema jurídico una norma, que deja de estar vigente para fundamentar una condena o sentencia más grave. Y, en segundo término, que la retroactividad favorable, como principio consagrado a nivel constitucional y en los tratados internacionales no es incompatible con negar efecto retroactivo a una sentencia dictada en una causa particular que, por esa razón, no puede tener per se efecto retroactivo para alterar situaciones jurídicas consolidadas, como las derivadas de las sentencias anteriores pasadas en autoridad de cosa juzgada. Sin embargo,
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ello no significa que, respecto de las sentencias que no se han dictado el juez esté habilitado para imponer una pena en virtud de una ley derogada de conformidad con un procedimiento constitucional. Y tampoco, que no pueda modificarse una sentencia si, en el caso concreto, se estima que la no aplicación de la ley derogada es más beneficiosa para el condenado. No obstante, es discutible que el procedimiento a seguir para este último caso sea el de un recurso de revisión del art. 473 d) CPP (Caballero, “Efectos”, 181), pues asumido el carácter funcionalmente equivalente de la sentencia de inconstitucionalidad con una ley derogatoria, no existe ninguna razón para que no se resuelva en audiencia ante el Juez de Garantía competente para la ejecución de la pena, de conformidad con lo dispuesto en el art. 18 CP.
C. Sucesión de leyes y aplicación ultractiva de leyes penales (favorables) formalmente derogadas a) Leyes intermedias Se llama ley intermedia aquella promulgada después que el hecho se ejecuta, pero que es derogada o modificada antes de que se pronuncie sentencia de término. La opinión mayoritaria en la doctrina y jurisprudencia considera desde antiguo que la ley intermedia más favorable, debe ser aplicada, aun cuando tuviere plazo de vigencia diferido, pues el cambio de valoración política del hecho se produce con la aprobación de la ley intermedia, que pasa a ser la más favorable. Nada dicen en contrario la Constitución o el art. 18 CP, y no podría perjudicarse al reo solo por la lentitud en la tramitación de los procesos judiciales (RLJ 128; Etcheberry DPJ I, 95; y Novoa PG I, 192. O. o., R. Mera, 200; Bascuñán, “¿Aplicación?”, 18; y Oliver, “Ley intermedia”, 320, todos por diferentes razones).
b) Leyes temporales y excepcionales En el muy excepcional caso de que una ley fije el término para su vigencia en un día determinado del calendario, no parece ser discutible que las disposiciones penales desfavorables que contemple dejarán de tener efecto a su término y, al contrario, las favorables para los hechos cometidos durante su vigencia surtirán los efectos ultractivos que la Constitución prevé. Una situación diferente, que suele aparecer confundida con el caso anterior, es el de las leyes que no tienen plazo de vigencia, pero disponen sanciones o agravaciones de darse ciertas condiciones que no son permanentes en el tiempo, conocidas como leyes excepcionales. Esto sucede, p. ej., con el
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art. 5 Ley 16.282, que contempla los delitos de negativa infundada de venta al público de elementos de primera necesidad y venta de bienes a ser distribuidos gratuitamente, así como una especial agravación para los delitos contra las personas o las propiedades cometidos en zonas afectadas por un sismo o catástrofe, zona que se determina por decreto de la autoridad correspondiente dentro de un plazo determinado. Como al término de dicho plazo la ley sigue vigente y sin modificaciones, esto es, no se ha promulgado formalmente una ley más favorable, la doctrina mayoritaria sostiene su ultractividad, con el argumento adicional de que, en estos casos, al término de las condiciones de excepción, no se produce “una revaloración del hecho” que conduzca a “desincriminarlo o tratarlo en forma más benigna” (Cury PG I, 294). Lo anterior no significa, sin embargo, validar sentencias dictadas en estados de excepción irregulares, como el “Estado de Guerra” declarado por la Junta Militar en el DL 5, de 1973, con el solo propósito de hacer aplicable a personeros de la Unidad Popular y opositores a la recién instalada Dictadura Militar las drásticas disposiciones procesales y sustantivas del Código de Justicia Militar entonces vigente, que incluían procesos en Consejos de Guerra sin garantía alguna y con la posibilidad, cierta en muchos lamentables casos, de imponer penas de muerte (Informe de la Comisión de Verdad y Reconciliación, de 8 de febrero de 1991, T. I, 75).
c) Ultractividad de leyes favorables formalmente derogadas Según la doctrina y la jurisprudencia dominantes, sin perjuicio de lo dispuesto en los arts. 52 y 53 CC, la derogación expresa o tácita de una ley que contiene disposiciones penales no importa necesariamente la de dichas disposiciones, si ellas se contemplan en la ley derogatoria, pero con consecuencias penales diferentes, efecto se conoce como ultractividad de la ley penal derogada (Couso, “Comentario”, 442). Lo mismo sucedería si la nueva ley sustituye el texto de las disposiciones anteriormente vigentes por otras nuevas. En ambos casos, lo decisivo sería la comparación de las consecuencias del hecho punible: si el mismo hecho es regulado por dos leyes que se suceden en el tiempo sin solución de continuidad, siempre sería aplicable aquella que conduzca a la pena más favorable al condenado, sea que deba aplicarse ultractiva o retroactivamente. Sin embargo, no siempre es posible discernir con toda certeza y en todos los casos si se ha producido una derogación tácita (en principio, las leyes penales no son “incompatibles” entre sí, pues la imposición de diversas penas a un mismo hecho es algo que desde siempre se ha contemplado) y, en
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tal caso, cuál de las normas, la derogada o la nueva, puede considerarse ultractiva o retroactiva (Echeverría R., “Ultractividad”). Para afirmar la aplicación de la ley más favorable a pesar de su derogación expresa o tácita, la jurisprudencia del siglo pasado exigía que los textos de las leyes sucesivas fuesen “enteramente semejantes o idénticos”, de modo que, faltando dicha identidad, se entendía que la ley anterior había sido formal y materialmente derogada, por lo que el hecho no podía ser perseguido penalmente ni por dicha ley ni por la posterior (SCS 17.6.1991, FM 391, 219). Sin embargo, para la jurisprudencia más reciente lo decisivo no es la identidad literal de los textos de las leyes sucesivas, sino que el hecho como tal sea subsumible en ambas (SCS 24.3.2008, Rol 3662-7. Al mismo resultado, pero con otro fundamento, llega Bascuñán, “Preteractividad”, 200). Sin embargo, cuando la nueva ley exime al hecho de toda pena o contempla una solución de continuidad que hace imposible su persecución penal, como si lo trasformase en una falta administrativa o hiciese depender su persecución de la decisión de una autoridad o de la denuncia o querella de un particular, no es posible la ultractividad de la ley anterior, que en ningún caso será más favorable (por suponer la punibilidad de un hecho ya no punible o no perseguible con acción pública), ni mucho menos su resurgimiento en caso de que la nueva ley deje de regir con posterioridad, pues una ley formal y materialmente derogada no puede revivir sin decisión del legislador (SCA Santiago 29.12.2015, Rol 1339-15). En ese caso, estaríamos ante una nueva ley que solo operaría hacia el futuro.
d) Efectos limitados de la declaración legal de ultractividad En ciertas ocasiones, el legislador intenta dar expresamente efecto ultractivo a las disposiciones legales que deroga, sustituye o modifica profundamente, declarándolo así en disposiciones transitorias como los arts. 9 transitorio Ley 19.738, 12 transitorio Ley 20.720 y transitorio Ley 21.121. Pro, en la medida que con esta clase de declaraciones se procure mantener la vigencia de leyes potencialmente desfavorables, se producirían efectos contrarios a la Constitución (Oliver, Retroactividad, 325). Para evitarlo, es necesaria una interpretación de dichas normas que sea conforme con la Carta Magna, entendiéndolas en el sentido de que solo reiteran la regla de la ultractividad de las leyes más favorables que se derogan o modifican, pues la ley no puede alterar la garantía constitucional que niega ese efecto a las perjudiciales (SSTC 1.10.2015, Rol 2673 y 24.1.2017, Rol 2957. En la doctrina, v. Horvitz, “Problemas”, 123. O. o., Bascuñán, “Lex mitior”,
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63, y “Derecho intertemporal”, 195, para quien la regla constitucional no prohibiría darle efecto ultractivo, “preteractivo” en sus términos, a las desfavorables).
e) Anacronismo y derogación El paso del tiempo, las necesidades de cada momento histórico y las limitaciones del proceso legislativo van dejando subsistentes en la ley disposiciones que, desde el punto de vista de las valoraciones dominantes en la actualidad, pueden considerarse anacrónicas (involutivas o arcaicas, en la clasificación de Guzmán D., “Aborto”, 210). Este es el caso, p. ej., del privilegio que supone para la celebración de un duelo regular la regulación del Código, inalterada desde 1874, sobre todo si se compara con los delitos comunes de lesiones y homicidio. Parece cierto que ninguno de los intereses que dicha regulación pretende tutelar representaría alguno que pudiese considerarse de valor en las sociedades actuales, por lo que esas disposiciones están a la espera de la inevitable decisión del legislador de suprimirlas del catálogo de delitos, de un momento a otro. Sin embargo, mientras tal decisión no se adopte, no puede privarse a los imputados de la defensa consistente en alegar la existencia de un duelo regular para reducir su posible condena. Otra cosa sería que la contraposición valórica supusiese una infracción al principio de reserva constitucional, razón válida para rechazar la aplicación de cualquier figura penal, independiente de la época de su promulgación. Probablemente este será el camino de la regulación del aborto causado o consentido por la mujer embarazada, como demuestra su progresiva despenalización a partir de la Ley 21.030, de 2017.
D. Limitaciones de los efectos de la defensa de ley más favorable a) Indemnizaciones pagadas e inhabilidades En el inciso final del art. 18 CP se advierte que, tras la aplicación de las reglas de la ley más favorable, “en ningún caso” se “modificará las consecuencias de la sentencia primitiva en lo que diga relación con las indemnizaciones pagadas o cumplidas o las inhabilidades”. La existencia de derechos adquiridos por terceros hace razonable la limitación del efecto retroactivo de la ley favorable respecto de las indem-
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nizaciones pagadas. Y lo mismo puede decirse de las costas personales y procesales causadas en juicio (Etcheberry DP I, 147). Pero la mantención de las inhabilidades impuestas, en cuanto penas accesorias, parece de muy discutible constitucionalidad, sobre todo si se piensa en supuestos que ya han dejado de ser delito completamente. Otra cosa es que no exista la obligación de restituir al condenado primitivamente al cargo o función que se desempeñaba con anterioridad a la condena que se levanta, pues ello alteraría no solo la buena marcha de la administración, sino sobre todo eventuales derechos de terceros que estén ocupando dichos cargos o funciones en su reemplazo.
b) Limitaciones derivadas del derecho internacional El PIDCP, luego de consagrar el principio de la retroactividad, añade en su art. 15.2: “Nada de lo dispuesto en este artículo se opondrá al juicio o a la condena de una persona por actos u omisiones que, en el momento de cometerse, fueran delictivos según los principios generales del derecho reconocidos por la comunidad internacional”. Parcialmente, esta limitación es recogida por el art. 250 inc. 2 CPP, al prohibir que se decrete el sobreseimiento por prescripción en tales casos. La jurisprudencia internacional y, particularmente, la de los Tribunales de Núremberg, dejó claramente establecido que respecto de los graves crímenes de guerra y contra la humanidad no era admisible una defensa basada en una supuesta aplicación retroactiva de la ley penal, según el derecho interno, y debían los hechos juzgarse de conformidad con el derecho internacional. Por su parte, tanto la CIDH como nuestra jurisprudencia afirman que, de ser los hechos juzgados susceptibles de calificarse como crímenes de lesa humanidad (desapariciones forzadas y torturas) o crímenes de guerra (ejecución ilegal de prisioneros), no les son aplicables los plazos de prescripción ordinarios vigentes al momento de su comisión, debiendo considerarse imprescriptibles (SCIDH 26.9.2006, Caso Almonacid Arellano y otros vs. Chile, y SCS 18.6.2012, Rol 12566-211).
c) Imposibilidad de aplicación de penas y sanciones aparentemente más favorables por inexistencia de organismos e instituciones referidas. Limitación parcial La accesoriedad normativa del derecho penal y, en particular, del derecho penal penitenciario, respecto de ciertas instituciones reguladas por
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el derecho administrativo, como son los organismos del Estado encargados de ejecutar las penas, puede hacer depender la aplicación de una regla más favorable de la existencia legal de las instituciones y organismos del Estado que debieran permitir su aplicación. En tanto la actuación de esos organismos del Estado se debe sujetar también al principio de legalidad del art. 6 CPR que los tribunales no pueden desconocer, es posible que no pueda ordenarse ejecutar sanciones especiales por organismos o instituciones inexistentes legalmente o que carecen de competencia legal o los medios materiales precisos indicados por la ley para ello, aunque sean más favorables al condenado (SCA San Miguel 18.10.2012, GJ 388, 191). No obstante, aún a pesar de esas limitaciones, la jurisprudencia más reciente propone que, en tales casos, ha de adaptarse la ejecución de la pena más favorable a las condiciones y recursos disponibles. Así, p. ej., se falló que, a falta de sistema de control telemático, podrían emplearse rondas aleatorias de Carabineros (SCA Antofagasta 2.4.2014, RCP 41, N.º 3, 247, con nota aprobatoria de F. García).
E. Momento de comisión del delito (tempus delicti) La aplicación del principio de irretroactividad de la ley desfavorable y de la retroactividad y ultractividad de la favorable supone el conocimiento del momento en que se ha perpetrado el delito que determina la ley aplicable. Según las formas de la conducta punible, se han desarrollado los siguientes criterios: i) En los delitos formales, el momento de su comisión es aquél en que se ejecuta la acción prohibida, o en el que el agente debía ejecutar la acción debida, tratándose de omisiones. ii) En los delitos materiales o de resultado, la opinión dominante considera que hay que atender al momento de la acción o de la omisión, aun cuando sea otro el tiempo del resultado (Cury PG I, 298). Ello puede conducir, sin embargo, a que el tiempo de la prescripción ya haya transcurrido antes de producirse el resultado, lo que es absurdo, ya que permitiría la planificación de delitos con tiempo retardado mediante dispositivos tecnológicos, delitos que podrían estar prescritos al momento de su consumación. La ocurrencia de terremotos en nuestro país ha demostrado, además, que tal alegato no resulta admisible cuando se trata de juzgar el cumplimiento de las normas de construcción algunos años antes de los derrumbes que demuestran lo contrario (SCS 4.4.2014, Rol 185-14). En consecuencia, en los delitos de resultado ha de entenderse la voz “perpetración” del texto
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constitucional como “consumación”, esto es, realización del resultado que se trate (Novoa PG I, 193). No obstante, se debe admitir que, para los efectos de la irretroactividad de la ley desfavorable, el tiempo de comisión del delito debe fijarse en el momento de realización de la conducta, dado que esa era la única ley cognoscible por el agente y cuya observancia le era exigible, aplicándosele en todo caso si resulta más favorable que las posteriores (Couso, “Comentario”, 427; y Mañalich, “Principio de ejecución”, 214). iii) En los delitos permanentes, es decir, aquellos en que el delito crea un estado antijurídico que se hace subsistir por el agente sin interrupción en el tiempo (p.ej.: el secuestro de personas, art. 141), el delito se comete desde que el autor crea el estado antijurídico hasta su terminación. Esta misma regla debiera aplicarse a los delitos de emprendimiento, donde el agente participa una y otra vez en una actividad ilícita, iniciada o no por él, que la ley castiga como una unidad (los delitos tráfico de objetos ilícitos y de lavado de dinero, p. ej. Sobre este último delito, v. Szczaranski y Muñoz, 1000, con crítica a la SCS 20.5.1999, que lo estimó como un delito de actividad única). iv) Si se admite la calificación de los hechos como delito continuado, por tratarse de la reunión de pluralidad de actos individuales (cada uno de los cuales tendría carácter delictivo autónomo, si se considera por separado) que constituirían un solo hecho por la homogeneidad de las formas de comisión y del propósito único, así como la existencia de un mismo bien jurídico afectado (p.ej.: la malversación de caudales públicos, art. 233), el delito se cometería desde el primer acto parcial y hasta el término de la serie. En este caso, la ley aplicable sería la más favorable de entre las que han estado vigentes durante la realización de la serie. v) En los delitos habituales, es decir, aquellos en que la conducta antijurídica se vuelve delictiva por su repetición, de manera que la acción aislada no es típica (p. ej.: el encubrimiento del art. 17 N.º 4), rige la misma regla que en el caso anterior. vi) Si durante el tiempo de comisión de un delito permanente, continuado o habitual se produce una sucesión de leyes penales, según la doctrina mayoritaria, debe considerarse la más favorable de todas ellas como la vigente al momento de su comisión, solución discutible dado que el estado antijurídico como tal sí ha sido regido por la ultima ley, aunque no sea la mas favorable. vii) Tratándose de partícipes que colaboran con anterioridad a la ejecución material del delito (instigadores, autores y cómplices de los arts. 15 N.º 2, 15 N.º 3 y 16), la ley aplicable es la del momento de su actividad, por regla general, o del resultado del hecho, si se trata de un delito material con
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resultado retardado. En casos de autoría mediata, valen las mismas reglas anteriores, salvo que el instrumento por cualquier razón no lleve a cabo el delito, caso en el cual la tentativa punible del autor mediato queda fijada al momento de su actuación sobre aquél.
§ 2. Aplicación de la ley penal en el espacio El derecho internacional reconoce los principios básicos de igualdad soberana de los Estados y de no injerencia en sus asuntos propios. Desde el punto de vista jurisdiccional, dichos principios se traducen en el de par in parem non habet imperium, en virtud del cual ningún Estado tiene soberanía sobre otro en cuanto tal (STEDH 21.11.2001, Al‑Adsani v. Reino Unido, N.º 35763/97). Por tanto, los tribunales locales son competentes para conocer de los delitos cometidos en el territorio nacional y son absolutamente incompetentes para conocer y juzgar delitos cometidos en el extranjero, salvo los casos excepcionales que autoriza el derecho internacional, sobre la base de determinados “puntos de anclaje” o “principios” de reconocida “razonabilidad” (Fuentes T., 130). En Chile, esta materia se encuentra regulada en los arts. 5 y 6 CP, 6 COT, en el Código Aeronáutico, el Código de Derecho Internacional Privado de 1928 (Código de Bustamante), y en la Convención de las Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar de 1982 (CONVEMAR). Además, dado que la aplicación de estas reglas excepcionales no impide que en muchos casos un delincuente se fugue de un país a otro cuyos tribunales carecen de competencia para juzgarlo, los Estados han suscrito tratados y convenciones de extradición que permiten solicitar la entrega de esas personas para procesarlas o hacerles cumplir una pena impuesta. Ello ha dado lugar, además, a la formación de un cuerpo de normas consuetudinarias que permite incluso solicitar y conceder la extradición entre Estados que no son parte de dichos tratados y convenciones, lo que limita considerablemente el efecto de la defensa de falta de jurisdicción o incompetencia absoluta.
A. Competencia territorial de los tribunales chilenos. Concepto de territorio Los tribunales chilenos son competentes para conocer de todos los delitos cometidos en el territorio de Chile, su mar territorial o adyacente y el espacio aéreo bajo su soberanía, incluso por extranjeros.
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El territorio de Chile es el espacio de tierra, mar y aire sujeto a la soberanía del Estado, según el derecho internacional. El espacio físico o terrestre se encuentra delimitado por las fronteras con Perú, Bolivia y Argentina y por nuestro mar territorial. Puede añadirse todavía al ámbito del territorio físico aquel que, siendo por su naturaleza extranjero, se encuentre ocupado por fuerzas armadas chilenas. En tales casos rige la ley nacional, pero solo para los delitos de jurisdicción militar, según el art. 3 N.º 1 CJM (Garrido DP I, 135). El mar territorial o adyacente es el que baña nuestras costas “hasta la distancia de doce millas marinas medidas desde las respectivas líneas de base”, que se fijan a partir de “la línea de bajamar a lo largo de la costa” (arts. 593 CC y 3 CONVEMAR). Todas las aguas situadas en el interior de la línea de base del mar territorial forman parte de las aguas interiores del Estado y deben entenderse dentro del concepto de territorio o espacio físico de Chile. El espacio aéreo sobre el cual Chile ejerce soberanía es la columna de aire en forma de cono que se eleva sobre el territorio nacional y su mar territorial y que se extiende hasta el espacio ultraterrestre. La costumbre internacional ha terminado por fijar esa distancia en alrededor de unos 90 a 100 km sobre el nivel del mar, lo que es más o menos coincidente con la órbita de los satélites artificiales (Velásquez, 583).
a) Extensión limitada de la soberanía nacional a las zonas contigua y económica exclusiva en el mar En cuanto a la zona marítima contigua, esto es, la que se extiende desde el mar territorial y hasta las veinticuatro millas marinas contadas desde la línea de base, no es territorio nacional y solo pueden ejercerse en ella actos de fiscalización “concernientes a la prevención y sanción de las infracciones de sus leyes y reglamentos aduaneros, fiscales, de inmigración o sanitarios”, según los arts. 593 CC y 33 CONVEMAR (Palma G., 273). Respecto de la denominada zona económica exclusiva (las restantes 176 millas siguientes a la zona contigua hasta alcanzar el máximo de 200 millas contadas desde las líneas de base que configuran mar adyacente), el art. 596 CC remite al derecho internacional para establecer los límites de la jurisdicción nacional. Según el art. 56 CONVEMAR esta jurisdicción se limita a: “i) El establecimiento y la utilización de islas artificiales, instalaciones y estructuras; ii) La investigación científica marina; iii) La protección y preservación del medio marino”. Y su art. 73.3 agrega que “las sanciones
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establecidas por el Estado ribereño por violaciones de las leyes y los reglamentos de pesca en la zona económica exclusiva no podrán incluir penas privativas de libertad, salvo acuerdo en contrario entre los Estados interesados, ni ninguna otra forma de castigo corporal”.
B. Excepciones: casos de aplicación extraterritorial de la ley penal chilena El derecho internacional reconoce la práctica de los Estados que hace posible extender, excepcionalmente, la jurisdicción nacional más allá del territorio de cada uno, sobre la base de ciertos principios o “puntos de conexión”, como la bandera, nacionalidad o universalidad (Ambos, Internationales, 26). En estos casos no tiene lugar la defensa de incompetencia absoluta, sin perjuicio de los eventuales conflictos de jurisdicción que se susciten entre los Estados, al perseguirse hechos que eventualmente podrían estar sujetos a doble soberanía, lo que podrían originar una defensa incompleta, al buscar el inculpado la jurisdicción más favorable a la nacionalidad, como sucede en el derecho interno con los conflictos de jurisdicción relacionados con el fuero militar (Ley 20.477). Los tribunales competentes para conocer de estos hechos son los de Garantía y Juicio Oral de la Corte de Apelaciones de Santiago, según el turno fijado al efecto (art. 167 COT).
a) Principio de la bandera (territorio ficto) Según este principio, los tribunales chilenos tienen jurisdicción respecto de los delitos cometidos fuera de su territorio por los pasajeros, miembros de la tripulación, visitantes ocasionales, etc., cualquiera que sea su nacionalidad: i) a bordo de un buque mercante chileno en alta mar (art. 6 N.º 4 COT); ii) a bordo de un buque mercante o artefacto naval chileno en aguas sometidas a otra jurisdicción, “cuando pudieren quedar sin sanción” (art. 3 DL 2.222); o iii) a bordo de un buque de guerra chileno en alta mar o surto en aguas de otra potencia (art. 6 N.º 4 COT). Buque de guerra o nave pública es aquél al mando de un oficial de la Armada chilena, aunque no pertenezca a ella (art. 428 CJM). Tratándose de aeronaves, la jurisdicción nacional se extiende a ellas en los siguientes casos: i) tratándose de aeronaves civiles chilenas, cuando se encuentren en vuelo, aunque lo hagan sobre “espacio aéreo sujeto a la soberanía de un Estado extranjero”, pero solo “respecto de los delitos cometidos a bordo de ellas que no hubieren sido juzgados en otro país”; y ii) tratándo-
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se de aeronaves militares chilenas, siempre, “cualquiera sea el lugar en que se encuentren” (arts. 2 y 5 Código Aeronáutico).
b) Principio de nacionalidad o personalidad (activa y pasiva) Este principio, de muy amplia aplicación en diversos sistemas legislativos, tiene su origen en la protección jurisdiccional que algunos Estados otorgan a sus nacionales, impidiendo su extradición y, en consecuencia, obligándose a su persecución y sanción por sus propios tribunales, en una especie de subrogación jurisdiccional. En Chile no existe limitación para conceder la extradición de nacionales y, además se admite su juzgamiento en caso de negarse por otra razón (art. 345 CB), por lo que el efecto de la aplicación de este principio como defensa es más bien restringido. Lo anterior explica también el restringido alcance de este principio en la ampliación de nuestra jurisdicción que solo opera conjuntamente con el principio de personalidad pasiva, esto es, extendiendo la competencia a ciertos delitos cometidos por chilenos, siempre que la víctima sea también un nacional, a saber: i) de crímenes y simples delitos “cometidos por chilenos contra chilenos si el culpable regresa a Chile sin haber sido juzgado por la autoridad del país en que delinquió” (art. 6 N.º 6 COT); y ii) de los delitos “sancionados en los artículos 366 quinquies, 367 y 367 bis N.º 1, del Código Penal [producción de pornografía infantil y promoción de la prostitución de menores de edad], cuando pusieren en peligro o lesionaren la indemnidad o la libertad sexual de algún chileno o fueren cometidos por un chileno o por una persona que tuviere residencia habitual en Chile; y el contemplado en el artículo 374 bis, inciso primero [almacenamiento de pornografía infantil], del mismo cuerpo legal, cuando el material pornográfico objeto de la conducta hubiere sido elaborado utilizando chilenos menores de dieciocho años y los delitos se cometieran por un chileno” (art. 6 N.º 10 COT).
c) Principios del domicilio y de la sede Adicionalmente, la jurisdicción nacional puede extenderse sobre la base de un criterio que no exige la nacionalidad del imputado, sino únicamente que se encuentre domiciliado en el país que la reclama o tenga en él residencia habitual (principio del domicilio). Este es el caso que prevé el art. V.2 de la Convención Interamericana Contra la Corrupción de 1999, que permite extender la jurisdicción de los países suscriptores “cuando el delito sea cometido por uno de sus nacionales o por una persona que tenga residencia
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habitual en su territorio”, lo que nuestra legislación recoge en el art. 6 N.º 2 COT, respecto de los delitos de “cohecho a funcionarios públicos extranjeros, cuando sea cometido por un chileno o por una persona que tenga residencia habitual en Chile”. También se recoge, mezclado con el principio de personalidad pasiva en el ya citado art. 6 N.º 10 COT. Finalmente, y solo respecto a materias impositivas, el art. 3 Ley Sobre Impuesto a la Renta extiende la jurisdicción por los delitos de evasión tributaria y demás contemplados en el art. 97 del Código Tributario a hechos realizados en el extranjero por contribuyentes obligados a declarar y tributar en Chile, sean nacionales o extranjeros residentes. Tratándose de personas jurídicas, el equivalente funcional a los principios de nacionalidad y domicilio es el de la sede o casa matriz, entendiéndose que el Estado donde ella se encuentre es competente para conocer de los delitos cometidos en el extranjero en su nombre o beneficio. La Ley 20.393, que establece en Chile la Responsabilidad Penal de las Personas Jurídicas en ciertos delitos limita su aplicación “a las personas jurídicas de derecho privado y a las empresas del Estado” (art. 2), de donde se desprendería que las empresas extranjeras que operen acá no serían, en principio, responsables bajo esta ley en Chile, mientras no se constituyan formalmente, quedando sujetas a la legislación de su sede o casa matriz. Pero, si se constituyen en Chile, pasan a ser regidas por la ley nacional, aunque solo respecto de los delitos cometidos en nuestro territorio.
d) Principio real o de defensa En estos casos, no interesa la nacionalidad de los delincuentes ni el lugar en que el hecho se cometió, ya que están en juego intereses o valores que el Estado considera de primordial importancia, como su seguridad e integridad, y por eso se denomina también principio de protección. Por ello, el Código de Bustamante permite a los Estados parte ejercer jurisdicción respecto de quienes cometieren un delito contra su seguridad interna o externa, su independencia o crédito público, sea cual fuere la nacionalidad o el domicilio del delincuente (arts. 305 y 306 CB). La legislación chilena contempla un importante número de casos de aplicación de este principio, a saber: i) los crímenes y simples delitos “cometidos por un agente diplomático o consular de la República en el ejercicio de sus funciones” o por “militares en el ejercicio de sus funciones o en comisiones del servicio” (art. 6 N.º 1 COT y 3 N.º 2 CJM); ii) “la malversación de caudales públicos, fraudes y exacciones ilegales, la infidelidad en la custodia de documentos, la violación de secretos, el cohecho cometidos por
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funcionarios públicos o por extranjeros al servicio de la República” (art. 6 N.º 2 COT, primera parte); iii) “los que van contra la soberanía o contra la seguridad exterior del Estado, perpetrados ya sea por chilenos naturales, ya por naturalizados” (art. 6 N.º 3 COT, primera parte), que sean competencia de la jurisdicción militar o se hayan cometido “exclusivamente por militares, o bien por civiles y militares conjuntamente” (art. 3 N.º 3 y 4 CJM); iv) los “contemplados en el Párrafo 14 del Título VI del Libro II del Código Penal”, “cuando ellos pusieren en peligro la salud de los habitantes de la República” (art. 6 N.º 3 COT), a los que cabe añadir los de tráfico ilícito de estupefacientes, según el art. 65 Ley 20.000, siempre que ellos pongan en peligro la salud de los habitantes; v) “la falsificación del sello del Estado, de moneda nacional, de documentos de crédito del Estado, de las Municipalidades o establecimientos públicos, cometida por chilenos, o por extranjeros que fueren habidos en el territorio de la República” (art. 6 N.º 5 COT); vi) los delitos contra la libre competencia “sancionados en el artículo 62 del Decreto con Fuerza de Ley 1, del Ministerio de Economía, Fomento y Reconstrucción, de 2004, que fija el texto refundido, coordinado y sistematizado del decreto ley N.º 211, de 1973, cuando afectaren los mercados chilenos” (art. 6 N.º 11 COT); vii) “los delitos cometidos a bordo de aeronaves extranjeras que sobrevuelen espacio aéreo no sometido a la jurisdicción chilena, siempre que la aeronave aterrice en territorio chileno y que tales delitos afecten el interés nacional” (art. 5 inc. 3 Código Aeronáutico); y viii) los contemplados en el art. 1 Ley 5.478 (“el chileno que, dentro del país o en el exterior, prestare servicios de orden militar a un Estado extranjero que se encuentre comprometido en una guerra respecto de la cual Chile se hubiese declarado neutral”) y en el art. 4 g) Ley 12.927 sobre Seguridad del Estado (“los chilenos que, encontrándose fuera del país, divulgaren en el exterior” “noticias o informaciones tendenciosas o falsas destinadas a destruir el régimen republicano y democrático de gobierno, o a perturbar el orden constitucional, la seguridad del país, el régimen económico o monetario, la normalidad de los precios, la estabilidad de los valores y efectos públicos y el abastecimiento de las poblaciones”).
e) Principio de universalidad: la piratería en alta mar El derecho internacional ha consagrado desde antiguo la facultad de los Estados para perseguir ciertos hechos que afectan los intereses de la comunidad internacional y de cada uno de ellos pero que, por cometerse fuera de toda jurisdicción nacional, podrían quedar sin sanción o, lo que es peor, podrían convertir a ciertos territorios en paraísos jurisdiccionales para quienes
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cometen esa clase de delitos. Este es el caso tradicional de la piratería en alta mar (arts. 308 CB y 101 CONVEMAR). La limitada extensión del principio de universalidad en el derecho chileno, que el art. 6 N.º 7 COT reduce a “la piratería” (art. 434 CP), es compatible con el actual ordenamiento internacional, pero solo en la medida que se trate de perseguir y capturar buques y personas que hayan cometido actos de piratería en alta mar o en el mar territorial chileno (Bassiouni, 112). Es discutible, en cambio, que el derecho internacional público imponga o favorezca siquiera el establecimiento de un principio general de jurisdicción universal respecto de hechos ocurridos en territorios sujetos a la soberanía de otros Estados.
f) Crímenes bajo el derecho penal internacional: principios de complementariedad y supremacía La persecución por algunos tribunales nacionales, particularmente europeos, de los crímenes contra el derecho internacional o delitos de derecho penal internacional (principalmente, genocidio, crímenes de lesa humanidad —incluyendo la tortura y desaparición de personas— y crímenes de guerra) se entiende también comprendida en el principio de universalidad como punto de conexión legítimo de la jurisdicción nacional, atendido el hecho de que serían casos en que, en principio, la jurisdicción se ejercería, en representación de la comunidad de todas las naciones, sin atención al lugar de comisión de los hechos o la nacionalidad del responsable o la víctima, debido a la repulsa generalizada de esta clase de crímenes en el conjunto de las naciones (Ambos, Internationales, 67). Este fue el argumento empleado por el juez Baltasar Garzón para solicitar a Inglaterra la extradición del exdictador chileno Augusto Pinochet por los delitos de genocidio, tortura y terrorismo, sobre la base, principalmente, de lo dispuesto en el art. 23.4. de la entonces vigente Ley Orgánica del Poder Judicial de España (Auto de 3.11.1998, en Sumario 19/97- J del Quinto Juzgado de Instrucción de la Audiencia Nacional de España). Sin embargo, la aceptación por parte de Inglaterra de la extradición de Pinochet a España, no pareció estar fundada en un reconocimiento amplio del principio de universalidad, sino en la aplicación de la Convención Internacional contra la Tortura, que entró en vigor en el Reino Unido el 29 de septiembre de 1988 y que, en la interpretación de la mayoría de la segunda sentencia de la Cámara de los Lores (24.3.1999), obliga a los países suscriptores a extraditar o enjuiciar y a no conceder inmunidad a los representantes de
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los Estados extranjeros, concediendo la extradición únicamente por los delitos de tortura presuntamente cometidos después de esa fecha (Regina v Bow Street Metropolitan Stipendiary Magistrate, ex parte Pinochet Ugarte 3 WLR 1, 456 [H. L. 1998]; también en Casos DPC, 44). No obstante, tras la tramitación del caso Pinochet, que abrió la posibilidad de presentar en España numerosas querellas respecto de hechos ocurridos en cualquier parte del mundo sin vinculación con el territorio, buques, aeronaves o ciudadanos españoles, e incluso contra gobernantes de otros países en ejercicio, se reformó su legislación para restringir el alcance del principio de universalidad, sobre la base de los criterios de complementariedad y la exigencia de la presencia del imputado en territorio español. En Chile, aunque el art. 298 CB permite ampliar la jurisdicción nacional hacia toda clase de crímenes contra el derecho internacional, al menos cuando son cometidos en alta mar o en lugares no sujetos a jurisdicción de algún Estado, no existe ninguna norma que autorice tal extensión, sin que se innovara al dictarse la Ley 20.357, que estableció localmente los delitos de genocidio, crímenes contra la humanidad y los crímenes de guerra. No es claro tampoco que exista una norma de derecho consuetudinario o convencional internacional que obligue a la persecución universal de tales crímenes, aunque su carácter de ius cogens permite a los Estados, pero sin obligarlos, a extender su jurisdicción en estos casos, bajo el principio de universalidad (Bassiouni, 115). Ni siquiera el Estatuto de Roma de 1998 parece otorgar a Chile y al resto de los suscriptores más jurisdicción que las derivadas de los principios tradicionales de territorialidad, bandera y personalidad activa, aún en los graves casos que trata. Ello se explica porque incluso en este tratado la supuesta universalidad de la jurisdicción de la Corte está limitada por el principio de complementariedad (art. 17 Estatuto de Roma), que limita su intervención solo al evento en que el Estado Parte competente por el territorio, la bandera o la nacionalidad del responsable no tenga la capacidad de ejercerla o no esté dispuesto a hacerlo seriamente, a pesar de la gravedad del hecho (Cárdenas, “Cooperación”, 283). En cambio, cuando la jurisdicción internacional por esta clase de crímenes se ejerce directamente por la comunidad internacional toda, como ocurrió al establecerse los Tribunales Militares de Núremberg y Tokio al término de la II Guerra Mundial, los Tribunales ad hoc para Ruanda y la ex Yugoslavia en la década de 1990, y en los casos en que la competencia de la Corte Penal Internacional es “gatillada” por una decisión del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas o se establece un tribunal especial, híbrido o local al que confiere competencia originaria para conocer y sancionar
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los crímenes bajo el derecho internacional, opera el principio de la primacía o supremacía del ordenamiento internacional sobre los locales aplicables, y el derecho penal internacional se impone sin atención a las regulaciones nacionales (Carnevali, “Primacía”, 181).
g) Principio de representación La característica principal de la representación es que no supone aplicación por los tribunales locales de leyes penales de otros Estados, sino exclusivamente el ejercicio de la jurisdicción a nombre de ese otro Estado, aplicando la ley penal nacional como Estado de captura (art. 304 CB). Así, el art. 307 CB reconoce que “también estarán sujetos a las leyes penales del Estado extranjero en que puedan ser aprehendidos y juzgados, los que cometan fuera del territorio un delito, como la trata de blancas, que ese Estado contratante se haya obligado a reprimir por un acuerdo internacional”, disposición plenamente compatible con lo señalado en el art. 6 N.º 8 COT, que extiende la jurisdicción de los tribunales chilenos a los crímenes y simples delitos “comprendidos en los tratados celebrados con otras potencias”. También opera en los casos en que no se concede la extradición a un nacional y el hecho es punible en Chile (art. 345 CB). Sin embargo, el carácter extraordinario del ejercicio de la jurisdicción más allá del territorio nacional impone un cuidadoso examen del texto de los tratados que se trate, que no siempre, por importante que considere el hecho, conceden la facultad de perseguir bajo la legislación local delitos cometidos en otra jurisdicción. Así, p. ej., el art. 15 de la Convención de las Naciones Unidas Contra la Delincuencia Organizada Trasnacional de Palermo del año 2000 dispone que los Estados Parte ejercerán su jurisdicción sobre los hechos que se trata, según los principios de territorialidad, personalidad, defensa y representación, como último recurso, “cuando el presunto delincuente se encuentre en su territorio y el Estado Parte no lo extradite por el solo hecho de ser uno de sus nacionales”, lo que limita la amplia autorización del art. 345 CB. Además, una extensión de la jurisdicción local a los crímenes bajo el derecho penal internacional solo puede fundarse en las facultades específicas que otorgan los tratados relevantes en la materia (la ley nacional no conoce una extensión de su jurisdicción por la vía del derecho internacional consuetudinario). Pero estos tratados no siempre permiten una amplia extensión de la jurisdicción local. Así, p. ej., el art. VI Convención contra el Genocidio de 1948 solo obliga incondicionalmente a conceder la extradición al “Estado en cuyo territorio el acto fue cometido, o ante la Corte
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Penal Internacional que sea competente respecto a aquellas de las Partes contratantes que hayan reconocido su jurisdicción”. Por su parte, el art. 7 Convención Contra la Tortura y otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes, de 1984, exige para ejercer la representación en estas materias que el responsable sea hallado en el territorio del Estado y la extradición no se haya concedido.
C. Lugar de comisión del delito y conflictos de jurisdicción a) Lugar de comisión del delito La aplicación de las reglas anteriores supone la previa determinación del lugar donde se ha cometido el delito que se trata, particularmente en aquellos de carácter trasnacional, cometidos a distancia y de tránsito. En los primeros, la conducta o parte de ella se ejecuta en un Estado y la otra, sus resultados o efectos se producen en otro, como sucede en los delitos cometidos aprovechando la Internet, p. ej., el llamado grooming infantil que el art. 366 quáter CP califica expresamente como delito a distancia. En los de tránsito, parte del hecho global se realiza en un país “de tránsito”, pero la conducta principal y el resultado en otros diferentes, como en el tráfico ilícito de estupefacientes, la trata de personas y la corrupción internacional y demás delitos comprendidos en el derecho penal trasnacional. Según la doctrina dominante, se deben considerar cometidos en Chile todos los delitos cuyo principio de ejecución se encuentre en el territorio nacional (principio de actividad), pues así lo dispondría el art. 157 inc. 3 COT (“el delito se considerará cometido en el lugar donde se hubiere dado comienzo a su ejecución”), regla que se reproduciría, respecto de las injurias y calumnias cometidas a través de medios extranjeros, en el art. 425 CP (Etcheberry DP II, 72). Esta doctrina es correcta, pero incompleta, pues la legislación nacional también acepta que los tribunales nacionales sean competentes para conocer de hechos cuyos efectos se produzcan en Chile, aunque su principio de ejecución se encuentre en el extranjero. Así, el art. 366 quáter CP dispone expresamente que el delito de grooming es de competencia de los tribunales chilenos, aunque su principio de ejecución se encuentre en el extranjero, al establecer que “las penas señaladas en el presente artículo se aplicarán también cuando los delitos descritos en él sean cometidos a distancia, mediante cualquier medio electrónico”. La admisión simultánea de los principios de ejecución y resultado para fijar la competencia de los tribunales nacionales se conoce como principio de ubicuidad, admitido por la mayor parte de nuestra doctrina y también
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por cierta práctica de nuestros tribunales como la solución aplicable a los delitos a distancia, tanto de resultado como de mera actividad (Cárdenas, “Lugar de comisión”, 10). Esta es también la solución aceptada por el derecho comparado e internacional (Satzger, 49). En cambio, en los delitos de tránsito, cuando tienen un carácter empresarial (delito de emprendimiento, en el sentido de ser una actividad criminal en que se participa una y otra vez, iniciada o no por el autor, aún con separaciones temporales o espaciales, típicamente, el tráfico de drogas), permanente o habitual, es posible sin dificultad el fraccionamiento de la jurisdicción, esto es, atribuir a cada Estado por donde la actividad criminal pasa o transita plena competencia sobre el hecho, considerando exclusivamente las características que se manifiestan en su territorio y sin atención a su lugar de origen o destino. Así lo dispone, además, el art. 302 CB, según el cual, “cuando los actos de que se componga un delito un delito se realicen en Estados contratantes diversos, cada Estado puede castigar el acto realizado en su país, si constituye por sí solo un hecho punible”.
b) Concurrencia de jurisdicciones El reconocimiento en el derecho internacional de diferentes “puntos de conexión” que hacen legítima la extensión de la jurisdicción a hechos ocurridos fuera del territorio de un país y de los principios de ubicuidad y fraccionamiento, es fuente de potenciales conflictos de jurisdicción en que dos o más Estados pretendan tenerla sobre un mismo hecho. Ello no genera ningún problema si el Estado de captura del responsable ejerce la jurisdicción que estima le corresponde sobre los hechos de que se trata. Así, los tribunales chilenos pueden ejercer sin limitación alguna su jurisdicción sobre los crímenes y simples delitos cometidos en el extranjero y mencionados principalmente en el art. 6 COT, respecto de personas que se encuentren en Chile, independiente de su nacionalidad. Esta facultad originaria de los Estados fue reconocida por la Corte Internacional de Justicia en el caso Lotus, de donde se desprende que la defensa basada en la competencia concurrente de otro Estado para conocer del hecho no es suficiente para enervar la acción penal en el Estado de captura que también es competente para conocerlo (SCIJ 7.9.1927, Francia v. Turquía, PCIJ, Serie A, N.º 10. Fallo N.º 9). Entre los Estados suscriptores del Código de Bustamante, si uno solicita la extradición de imputado sujeto por el mismo hecho a la jurisdicción de otro, el art. 358 CB dispone que “no será concedida la extradición si la persona reclamada ha sido ya juzgada y puesta en libertad, o ha cumplido la pena, o está pendiente de juicio, en el territorio del Estado requerido, por
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el mismo delito que motiva la solicitud”. Si un Estado de captura no tiene jurisdicción sobre el hecho, y otro u otros Estados solicitan la extradición del capturado, hay que distinguir: a) si el requerido es nacional del Estado de captura, se pude denegar la extradición y ejercer jurisdicción por representación; b) si las solicitudes recaen sobre un mismo hecho, la preferencia la tiene el Estado del territorio donde se cometió; c) si las solicitudes recaen sobre diferentes hechos, la preferencia la tiene el Estado donde se cometió el delito más grave, según la legislación del Estado requerido, o la del que presentó primero la solicitud, si son de igual gravedad (arts. 347 a 349 CB y VII Convenio de Montevideo de 1933).
c) Defensa de exclusión de jurisdicción en favor del Estado del pabellón Respecto de hechos ocurridos en el mar, el art. 97 CONVEMAR alteró la regla reconocida a partir del caso Lotus, estableciendo una auténtica defensa de exclusión de jurisdicción, en favor de la del pabellón, incluso tratándose de colisiones o abordajes en altamar. Así, se establece en su N.º 1 que “en caso de abordaje o cualquier otro incidente de navegación ocurrido a un buque en la alta mar que implique una responsabilidad penal o disciplinaria para el capitán o para cualquier otra persona al servicio del buque, solo podrán incoarse procedimientos penales o disciplinarios contra tales personas ante las autoridades judiciales o administrativas del Estado del pabellón o ante las del Estado de que dichas personas sean nacionales”. Y el N.º 3. añade que “no podrá ser ordenado el apresamiento ni la retención del buque, ni siquiera como medida de instrucción, por otras autoridades que las del Estado del pabellón”, como defensa personal de los involucrados ante la pretensión punitiva de los Estados de los otros pabellones involucrados.
d) Defensa de cosa juzgada basada en el principio non bis in idem Desde el punto de vista del derecho internacional, la garantía del principio de non bis in idem contemplada en el art. 14.7 PIDCP no limita la posibilidad de enjuiciar un mismo hecho bajo jurisdicciones diferentes. En consecuencia, el reconocimiento de una concurrencia de jurisdicciones hace posible un doble juzgamiento y sanción por los mismos hechos, a cargo de cada uno de los Estados legitimados para su persecución (Ambos, Internationales, 89). Sin embargo, el art. 13 CPP establece también la garantía del non bis in idem, otorgando pleno valor a las sentencias extranjeras aún en casos en que
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también serían competentes nuestros tribunales, y declarando, en consecuencia “que nadie podrá ser juzgado ni sancionado por un delito por el cual hubiere sido ya condenado o absuelto”, salvo en dos hipótesis: i) cuando el procedimiento en el extranjero tuviere el propósito de eludir la jurisdicción nacional; y ii) cuando, a petición del imputado, se determine que el procedimiento extranjero se hubiere llevado adelante sin las debidas garantías o “en términos que revelaren falta de intención de juzgarle seriamente”. De este modo, se establece una defensa de cosa juzgada sui generis, pues es evidente la falta de identidad de la acción ejercida ya que la acusación y sentencia que recaiga sobre un hecho juzgado en otro país necesariamente han de tener un contenido diverso a las que se interpondrían en Chile, tanto en la identificación de la ley penal que las fundamenta como en la naturaleza y medida de la pena que se hubiese impuesto. Por eso, resultaba más acorde con el derecho internacional vigente la antigua solución del art. 3 inc. 3 CPP 1906, que establecía al respecto que “si la sentencia penal extranjera recae sobre crímenes o simples delitos perpetrados fuera del territorio de la República que queden sometidos a la jurisdicción chilena, la pena o parte de ella que el procesado hubiere cumplido en virtud de tal sentencia, se computará en la que se le impusiere de acuerdo con la ley nacional, si ambas son de similar naturaleza y, si no lo son, se atenuará prudencialmente la pena”.
§ 3. La colaboración internacional como mecanismo para limitar la defensa de falta de jurisdicción. Generalidades Para “hacer efectiva la competencia judicial internacional en materias penales” (art. 344 CB), limitando así el efecto de la defensa de falta de jurisdicción territorial, surge la extradición, como principal mecanismo de cooperación internacional (Cárdenas, “Extradición”, 7). Mediante ella, un Estado entrega a una persona a otro Estado que la reclama para juzgarla penalmente o para ejecutar una pena ya impuesta. Este mecanismo “impone a los Estados un deber de asistencia recíproca en la persecución de los delincuentes y el castigo de sus fechorías” (Guzmán D., “Cooperación”, 188). La extradición se llama activa si se considera desde el punto de vista del Estado que pide la entrega (Estado requirente), y pasiva si se la contempla desde el del Estado al que se la solicita (Estado requerido) Los requisitos de fondo y los efectos de la extradición se encuentran en el denominado derecho internacional penal, anterior al derecho penal internacional surgido después de la Segunda Guerra Mundial (Quintano, 9 y 401). Así lo acreditan nuestro viejo Código de Derecho Internacional
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Privado de 1928 (Código de Bustamante), la Convención de Montevideo de 1933 y antiguos tratados bilaterales de extradición, como los celebrados con Argentina (1870), Perú (1932), Bolivia (1910), Paraguay (1897), Uruguay (1897), Brasil (1935), Colombia (1914), Ecuador (1897), Estados Unidos (1900, sustituido por uno de 2015), Bélgica (1899) y Gran Bretaña (1897). Actualmente, se siguen celebrando tratados bilaterales en la materia, como los suscritos con Corea (1994), Australia (1995) y China (2016). Además, la globalización de la economía y la existencia de la llamada criminalidad internacional ha dado un nuevo impulso a la regulación en la materia, a través de convenciones multilaterales, como el Acuerdo sobre Extradición entre el Mercosur, la República de Bolivia y la República de Chile, de 1998, la Convención de Naciones Unidas contra la Corrupción, de 2003, y la Convención de las Naciones Unidas contra la Delincuencia Organizada Transnacional de 2000 (UNTOC o Convención de Palermo), donde se expresa la principal preocupación de los Estados en esta materia: evitar que la defensa de falta de jurisdicción permita crear Estados “paraísos” desde donde dirigir la comisión de delitos en otros Estados, estableciéndose la obligación general de “extraditar o juzgar”. En cuanto a su regulación de derecho interno, una característica de nuestro sistema es su carácter deferente con los requerimientos de cooperación internacional, reflejados en la decisión de no limitar los procesos de extradición ni en atención a la nacionalidad del afectado ni a la existencia o no de un tratado específico de extradición con el otro Estado involucrado, dando entrada a su concesión de conformidad con “los principios del derecho internacional”, incluso respecto de chilenos, a menos que se trate de un Estado donde no exista un régimen jurídico confiable (Gaete, 278). Según nuestra jurisprudencia, estos principios se cristalizan en las exigencias contenidas en el Código de Bustamante de 1928 y en el Tratado de Extradición de Montevideo de 1933 (SCS 24.07.2013, Rol 4146-13), aplicables a todos los requerimientos de extradición, salvo en cuanto a ello se opongan las regulaciones específicas de los tratados bilaterales que pudiesen aplicarse, según la regla, recogida en el art. 449 b) CPP, de “preeminencia de los tratados” (Labatut/Zenteno DP I, 67). Su tramitación se encuentra regulada en los arts. 431 a 454 CPP, siendo una característica de nuestro sistema la decisión de no limitar los procesos de extradición ni en atención a la nacionalidad del afectado ni a la existencia o no de un tratado específico de extradición con el otro Estado involucrado. En consecuencia, la defensa jurisdiccional de incompetencia absoluta tiene como límite la imposibilidad de ser invocada en un proceso de extradición. Tampoco puede ser invocada para evitar otras formas de colaboración inter-
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nacional que tiendan a la recolección de pruebas que permitan llevar adelante el proceso ante el tribunal competente. No obstante, en ambos casos, es posible sostener la defensa de falta de doble incriminación del hecho perseguido, pues si el hecho no es punible en Chile (art. 449 CPP), tampoco se podrá solicitar su extradición ni serán procedentes diligencias para su persecución. Sin embargo, ya existen convenciones que habilitan, conforme al derecho interno de cada país, la extradición por delitos específicos, aunque no exista doble incriminación, como expresamente establece el art. 44.2 UNTOC.
§ 4. Extradición pasiva ordinaria La extradición pasiva se concederá únicamente respecto de un delito que sea “de aquellos que autorizan la extradición según los tratados vigentes y, a falta de estos, en conformidad con los principios de derecho internacional” (art. 449 b) CPP), previa solicitud realizada por intermedio del Ministerio de Relaciones Exteriores a la Corte Suprema (art. 440 CPP). Luego, por el principio de preeminencia de los tratados, lo primero que ha de observarse para determinar su procedencia es el eventual tratado existente entre el Estado requirente y Chile. Ello es muy relevante en cuanto al requisito de doble incriminación, puesto que la mayor parte de los tratados bilaterales previos a la Segunda Guerra Mundial fijaban listados de delitos por los cuales conceder la extradición a modo de numerus clausus, limitando las posibilidades de lograr una extradición por hechos de igual o mayor gravedad que no estén allí mencionados. Sin embargo, tratándose de delitos que caen bajo el derecho penal internacional o bajo el derecho penal trasnacional, las convenciones multilaterales respectivas suelen incorporar cláusulas en las que los países contratantes declaran que los delitos a que se refieren se entenderán también comprendidos en los tratados bilaterales de extradición suscritos entre ellos. En cambio, las convenciones multilaterales, como el Código de Bustamante (1928) y la Convención de Montevideo de 1933, cuya vigencia está en principio limitada dentro del sistema interamericano, se refieren a los requisitos de procedencia generales de la extradición entre los países suscriptores, sin hacer mención a los delitos específicos que fueren extraditables sino más bien recurriendo al concepto general de que se trate de delitos comunes castigados con penas superiores a un año de privación de libertad. Sin embargo, en caso de existencia de un tratado bilateral con un listado de delitos extraditables, ha de estarse a ese listado y sus eventuales complementos a través de otros tratados y convenciones.
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Si el Estado requirente no es suscriptor de dichas convenciones ni de un tratado bilateral con Chile (como Japón, China, Países Bajos y Alemania, p. ej.), todavía es posible conceder la extradición solicitada, si ello es conforme con “los principios de derecho internacional” (art. 449 b) CPP) que, según nuestra jurisprudencia, se cristalizan en las exigencias contenidas en el Código de Bustamante de 1928 y en el Tratado de Extradición de Montevideo de 1933, más una garantía de reciprocidad (SCS 24.07.2013, Rol 4146-13). Además, en caso de aspectos no regulados por los tratados correspondientes, el principio de preeminencia de los tratados no se opone a la aplicación supletoria del derecho internacional penal (Aguilar C., “Extradición”, 426).
A. Condiciones de fondo para la extradición pasiva ordinaria Según el derecho internacional penal y el art. 449 CPP, ellas son: i) falta de jurisdicción de los tribunales nacionales y correlativa jurisdicción del Estado requirente; ii) la calidad del hecho (doble incriminación, gravedad, su carácter de delito común y no político, y su punibilidad); iii) la garantía de reciprocidad; y iv) la existencia de antecedentes serios contra la persona que se solicita la extradición.
a) Falta de jurisdicción de los tribunales nacionales y la correlativa jurisdicción del Estado requirente Para que el Estado de Chile entregue a una persona para ser juzgada o sufrir una pena en otro Estado, lo primero que debe determinarse es si el hecho por el que se solicita la extradición se encuentra o no sujeto a nuestra jurisdicción, pues de ser afirmativa la respuesta, habremos de concluir que la extradición debe denegarse y serán nuestros tribunales los competentes para juzgar y sancionar al responsable (art. 358 CB). Incluso si solo por la solicitud de extradición se descubre que el hecho es punible también en Chile, esta debe rechazarse, para iniciar el procedimiento correspondiente, pues los tribunales nacionales no pueden evitar su competencia para conocer los hechos delictivos (SCS 28.12.2000, Rol 4376-00). Si al juzgarse el hecho se impone una pena, rige lo dispuesto en el art. 13 CPP, para abonar a su duración la que se haya cumplido en el extranjero. Correlativamente, el Estado requirente ha de justificar su jurisdicción sobre los hechos que se tratan, pues solo puede concederse la extradición si se comprueba “que el Estado requirente tenga jurisdicción” (art. I. a) Convención de Montevideo de 1933), sobre la base de los puntos de cone-
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xión reconocidos por el derecho internacional: “Para conceder la extradición, es necesario que el delito se haya cometido en el territorio del Estado que la pida o que le sean aplicables sus leyes penales de acuerdo con el libro tercero de este Código” (art. 351 CB).
b) Doble incriminación A falta de regulación específica en los tratados o convenciones aplicables, el requisito de doble incriminación importa que, para conceder la extradición, el hecho que la motiva constituya delito en la legislación del Estado requirente y en la del requerido (art. I, b) de la Convención de Montevideo de 1933). Lo mismo señala el art. 353 CB: “es necesario que el hecho que motive la extradición tenga carácter de delito en la legislación del Estado requirente y en la del requerido”. Lo punible en ambos países debe ser el hecho que se trata, con independencia de la denominación que tenga y de la literalidad de las disposiciones aplicables en ellos (SCS 24.9.1954, RDJ 51, 197). En los casos de tratados con listados nominativos de delitos extraditables, es necesario establecer, además, la denominación o identificación de esos hechos como un delito determinado en la legislación nacional y extranjera aplicable. Esta última limitación no es aplicable a las convenciones multilaterales que habilitan la extradición por delitos descritos en ellas, aunque no exista doble incriminación en los tratados específicos como, p. ej., expresamente establece el art. 44.2 UNTOC. Pero es un hecho que, al comparar la legislación de los diversos países, las descripciones de los delitos suelen ser divergentes en más de un aspecto, aun cuando se denominen de la misma manera. Ello ocurre, especialmente, cuando los delitos se describen en relación con las instituciones propias de cada Estado, esto es, lo que allí se entiende por instrumento público, empleado público, sus propias instituciones (Congreso, tribunales, etc.), o su regulación tributaria y aduanera. Para resolver las dificultades que presenta la extradición en esos casos en que los delitos contemplan elementos referidos a la organización de cada Estado que, por lo mismo, no se contemplan en la de los otros, en los últimos tratados bilaterales suscritos por Chile y que siguen las orientaciones del Tratado Modelo de Extradición del Consejo Económico y Social de las Naciones Unidas, se contempla una disposición que no permite denegar la extradición por delitos que entrañen una infracción de carácter tributario, arancelario o fiscal, a pretexto de que en la legislación del Estado requerido no se establece el mismo tipo de impuesto o gravamen. Tratándose de delitos de corrupción, Chile ha suscrito la Convención Americana contra la Corrupción y otras convenciones multi-
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laterales en la materia, que también permiten la extradición en relación con esta clase de delitos. De allí emana un principio general según el cual, para determinar la doble incriminación del hecho no son relevantes la nacionalidad del responsable, el territorio donde ocurre, la forma jurídica de las instituciones en cada país, el nomem iuris o las semejanzas o diferencias en los textos legales aplicables. Lo importante es realizar un juicio hipotético que determine la potencial subsunción del hecho en algún delito contemplado en la legislación del Estado requerido, suponiendo que se hubiera cometido en su territorio, por un nacional y en relación con sus instituciones. Luego, para responder a la pregunta de si existe doble incriminación en Chile respecto de un delito cometido en el extranjero, únicamente hay que hacerse la pregunta acerca de si el hecho por el cual se solicita la extradición, de cometerse bajo la jurisdicción de Chile, sería perseguible penalmente por nuestros tribunales sobre la base de un delito previamente establecido en la legislación nacional, en relación con las autoridades, instituciones y normativa nacionales. Esto vale especialmente para todos los delitos en cuya descripción se contienen ingredientes o elementos normativos que se refieren a instituciones típicamente nacionales o vinculadas al territorio nacional, como el “fiscal del Ministerio Público” y el “defensor penal público” de art. 268 quáter CP, o la “entrada” y “salida” “del país” con fines de explotación sexual a que hace referencia el delito del art. 411 ter CP. Lo que importa no es la nacionalidad de los intervinientes en el hecho, ni el territorio donde ocurren ni la forma jurídica de las instituciones en cada país, sino que los hechos, de haberse cometido en Chile por habitantes de la República y en relación con la normativa e instituciones locales, pudiera ser punible. De otro modo, ni siquiera el simple caso de una violación de una ciudadana boliviana en Argentina podría considerarse incriminado doblemente, pues Chile carece de jurisdicción sobre tales hechos, que no han sido cometidos en su territorio, donde es aplicable la ley nacional, no encontrándose tal supuesto en un caso de aplicación extraterritorial de nuestra ley (art. 6 COT). Abandonamos así, por innecesario, el concepto de interpretación analógica de los tipos penales (Politoff DP, 123): la exigencia de la doble incriminación del hecho lo que pide es considerar la posibilidad de subsumir el hecho por el que se solicita la extradición en un delito de la legislación local, posibilidad que supone, de antemano, el incumplimiento del requisito esencial para aplicar la ley penal chilena, esto es, que los delitos se hayan cometido en Chile o se trate de supuestos sujetos a su jurisdicción extraterritorial. Es decir, en estricto rigor, un robo cometido en Perú no está incriminado por las leyes chilenas como no lo está el homicidio de un argentino en Bolivia.
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Lo que la doble incriminación exige es, entonces, suponer que los hechos en cuestión han ocurrido en Chile y de serlo así, determinar si serían punibles por la ley nacional.
c) Gravedad La extradición solo es admisible por delitos graves. Por esta razón, los tratados de extradición celebrados hasta mediados del siglo XX especificaban taxativamente los delitos por los cuales se concedía. En el presente se opta por una regla general de gravedad consistente en que la pena mínima prevista para el delito por la ley de ambos países no sea inferior a un año de privación de libertad (arts. 440 CPP, 354 CB y I. b) Convención de Montevideo de 1933). Si se trata, en cambio, de una solicitud de extradición para cumplir una pena ya impuesta, debe ser efectivamente superior a un año de privación de libertad. Por lo tanto, se excluye la extradición por faltas.
d) Prohibición de la extradición por delitos políticos Esta prohibición, como principio obligatorio del derecho internacional se contiene en todos los tratados y convenciones sobre la materia a partir del siglo XIX (Garrido, “División”, 109). Su origen proviene del rechazo ya manifestado por los iluministas a la confusión entre delitos de lesa majestad y el castigo de “la palabra” (Beccaria, Delitos, 42), recogido en el art. 10 DUDH que expresa “Nadie de ser molestado por sus opiniones”. La calificación última acerca de si el hecho que se persigue es formal o materialmente un delito político o conexo recae, según el derecho internacional vigente, en nuestros propios tribunales como representantes del Estado requerido (arts. 355 y 356 CB y IV Convención de Montevideo de 1933). Sin embargo, es difícil determinar qué hechos serían puramente políticos. Un criterio subjetivo considera fundamentalmente los móviles o propósitos que llevaron al autor a querer cambiar el régimen de su país. Uno objetivo atiende a la índole del derecho o interés tutelado, según si concierne o no a la organización institucional del Estado y los derechos que de ella fluyen para los ciudadanos, sin atender a los móviles que guiaron al delincuente para afectarlos. Además, incluso en los llamados delitos políticos puros, que solo se dirigen en contra de la institucionalidad, lo corriente es que ellos puedan lesionar además otros bienes jurídicos, como la vida, salud o propiedad de personas determinadas. Por eso el art. III. e) Convención de Montevideo de 1933 declara expresamente que “no se considerará delito
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político el atentado contra la persona del Jefe de Estado y sus familiares”; agregando el art. 357 CB que “no se reputará delito político” el homicidio o asesinato de “cualquier persona” que “ejerza autoridad”. Tampoco se pueden considerar delitos políticos los crímenes bajo el derecho penal internacional (genocidio, crímenes de guerra, delitos de lesa humanidad, tortura, desaparición de personas, etc.), los comprendidos en los tratados de derecho penal trasnacional (terrorismo, tráfico ilícito de drogas, tráfico de personas, corrupción internacional, etc.), ni en general, los inspirados en motivos de odio, racial o religioso. Finalmente, respecto a determinados hechos violentos que se cometen, p. ej., para favorecer la consumación del delito propiamente político (la extorsión y el robo violento que preceden al atentado), deben considerarse delitos comunes y no políticos ni conexos con ellos, aunque tuvieran una finalidad política (Cury PG I, 278. Respecto de la exclusión del terrorismo v. González J., “Delito”, 224). Por otra parte, la Convención de Montevideo de 1933 otorga al Estado requerido la posibilidad de denegar la extradición cuando, aún no calificándose de político el hecho como tal, el procedimiento a que se someterá en el Estado requirente haga presumir que la solicitud se basa en una persecución de ese carácter, como cuando la persona requerida “haya cumplido su condena en el país del delito o cuando haya sido amnistiado o indultado”, “hubiera de comparecer ante tribunal o juzgado de excepción del Estado requirente” o se trate de “delitos puramente militares o contra la religión” (art. III b), d) y f).
e) Punibilidad Este requisito importa, desde el punto de vista de la sanción del hecho incriminado, que para proceder a la extradición del presunto responsable el hecho no esté prescrito tanto en el Estado requirente, como en el requerido. Por ello, el art. V. b. Convención de Montevideo de 1933 impone la exigencia de acompañar, junto con la solicitud de extradición, documentos que acrediten las leyes que rigen la prescripción en el derecho del país requirente. Supuesto que el Estado requirente no va a solicitar la extradición por un hecho que sus tribunales no pueden perseguir porque esté prescrito, el requisito ser agotaría en la comprobación de que, en el supuesto que el delito se hubiere cometido en Chile, no estuvieren prescritas la acción penal o la pena impuesta (arts. 94 a 102 CP). Con todo, las reglas al respecto varían según sea el tratado aplicable, ya que algunos atienden únicamente a la ley del país requirente (p. ej., el tratado de Chile con Bolivia o con Ecuador),
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y en ese caso no se podría denegar la extradición alegando la legislación nacional. No obstante, la regla general es que la prescripción que impide la extradición es la prevista en la ley local (p. ej., el tratado con Bélgica y el sistema de los arts. III. a) del Tratado sobre Extradición de Montevideo de 1933 y 359 CB). Sin embargo, según dispone el inciso final del art. 250 CPP y en conformidad con el desarrollo posterior del derecho internacional tras la Segunda Guerra Mundial, los crímenes bajo el derecho penal internacional (genocidio, crímenes de guerra y de lesa humanidad) no prescriben y, por tanto, a su respecto no cabe rechazar la extradición alegando su prescripción, como si se tratase de delitos comunes. Por último, si una modificación de la ley nacional posterior al requerimiento exime el hecho de pena, deberá denegarse la extradición por aplicación del art. 19 N.º 3 inc. 8 CPR que, a este respecto, sería preferente frente a la regla contraria del art. 360 CB, en el sentido que la legislación posterior de Chile como Estado requerido no puede obstar a la extradición.
f) La garantía de reciprocidad Este requisito solo es exigible cuando entre Chile y el Estado requirente no existe un tratado bilateral o una convención multilateral vinculante. Una garantía seria de reciprocidad existe cuando se cumplen los siguientes requisitos materiales: i) ausencia de información de que el requirente haya dejado en el pasado de cumplir un fallo de algún tribunal chileno; y ii) existencia de compromisos internacionales que unen a ambos países en la tarea común de combatir eficazmente la delincuencia, aunque no se trate de un tratado de extradición propiamente tal. En la práctica, suele cumplirse este requisito con una declaración formal de reciprocidad del Estado requirente, contenida en la solicitud respectiva (SMCS [Aránguiz] 2.5.2016, RCP 43, N.º 3, 209). Es discutible la subsistencia de esta exigencia adicional frente a los principios generales del derecho, principalmente porque supone una cierta desconfianza entre los Estados, fundada en un criterio puramente político y no jurídico que debiera reemplazarse en el futuro por otro criterio, como el principio de mejor justicia, que preferiría sin más otorgar jurisdicción al juez natural del territorio donde se cometió el delito e impedir que los países se conviertan en refugios de criminales (Politoff, 129). En este sentido, nuestra Corte Suprema ha señalado que la reciprocidad es solo uno de los aspectos a considerar en un proceso de extradición, donde tiene preferencia
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el de cooperación internacional, incluso si no se presenta formalmente una garantía de reciprocidad (SCS 3.12.2015, RCP 43, N.º 1, 305, con nota aprobatoria de J. P. Donoso, quien entiende subyace a este razonamiento “un voto de confianza deferente entre los Estados”).
g) Existencia de antecedentes serios contra el extraditable Según el art. 449 c) CPP, la seriedad de los antecedentes acompañados a la solicitud de extradición y en el procedimiento seguido para llevara a efecto debe ser tal que de ellos “pudiere presumirse que en Chile se deduciría acusación en contra del imputado por los hechos que se le atribuyen”. Estos deben constituir fundamento serio para enjuiciar, o llevar a juicio al imputado, esto es, que al menos ameriten la sustanciación de un juicio contradictorio que permita decidir acerca de la absolución o condena” y que “sean graves”, pero sin que ello importe “en modo alguno alcanzar plena convicción de que se obtendrá una sentencia condenatoria en el juicio que con posterioridad se verifique”, “pues de ser así a priori se impediría al ente persecutor iniciar juicios contra el extraditable y formular acusación por falta de certeza absoluta en la obtención de una condena” (SSCS 14.09.2012, Rol 5902-12; y 24.03.2008, Rol 476-8). Ello no exime de la obligación de un análisis de las probanzas rendidas en el procedimiento de extradición que pudieran desvirtuar las conclusiones que de dichos antecedentes se deriven (M. Schürmann en su nota crítica a la SMCS [Aránguiz] 2.5.2016, RCP 43, N.º 3, 209). En efecto, si en el procedimiento de extradición se demuestra la insuficiencia de los antecedentes aportados, se produce el desistimiento de la víctima cuando su declaración es esencial, o se prueba de la inocencia del imputado, p. ej., por falta de participación o de un error de tipo o de prohibición, correspondería rechazar la solicitud (SMCS [Künsemüller] 26.9.2016, RCP 43, N.º 4, 186, con nota de D. Lema, donde se plantea el problema que representa el art. 449 c) CPP, al ordenar que este juicio de probabilidad lo realice un juez contra la opinión del Ministerio Público —como representante del Estado requirente— cuya decisión de acusar en el procedimiento ordinario no está sujeta a control judicial). Por tanto, la valoración de estos antecedentes (regulada en el art. 444 CPP), a los que se puede añadir la declaración voluntaria del imputado (art. 445 CPP), y su discusión en la audiencia respectiva (art. 448 CPP), no constituye un juicio sobre la culpabilidad o responsabilidad del requerido, sino a lo más antejuicio para determinar la concurrencia o no de las exigencias señaladas en el art. 449 c) CPP y sus letras anteriores, incluyendo al resto de
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las condiciones de fondo establecidas para conceder la extradición según el derecho internacional a las que remite su letra b).
B. Condiciones formales El procedimiento de extradición pasiva es entregado en primera instancia a un Ministro de la Corte Suprema y, en segunda, a una Sala (arts. 441 y 450 CPP). Se inicia por petición del Estado requirente remitida a la Corte por el Ministerio de Relaciones Exteriores (art. 440 CPP). Dicha petición ha de contener la filiación y demás datos que permitan identificar al extraditable, copia de la sentencia ejecutoriada que se pretende hacer cumplir o, en su caso, de la orden de detención, mandato de prisión o de otra medida cautelar decretada por un juez, la relación precisa del hecho imputado, y una copia de las leyes penales aplicables, incluidas las referidas a la calificación del hecho, la participación del inculpado y la prescripción de la acción penal y de la pena, según corresponda (art. V Convención de Montevideo de 1933 y art. 365 CB). En el proceso que así se inicie el Estado requirente es representado de pleno derecho por el Ministerio Público, aunque siempre puede nombrar abogado particular exclusivo (art. 443 CPP). Para cumplir con los requisitos de fondo de la extradición, se permite presentar pruebas y recibir la declaración voluntaria del imputado, todo ello en la audiencia oral que se cite al efecto (arts. 444 a 448 CPP). Esta audiencia no tiene carácter de juicio oral ni de su preparación, sino únicamente de antejuicio para acreditar las condiciones que permitan conceder la extradición, por lo que no son aplicables supletoriamente las normas que regulan el juicio oral (SCS 31.03.2011, Rol 716-11). Realizada la audiencia se dictará sentencia en conformidad con el art. 449 CPP y vencido el plazo para presentar recursos o agotados los presentados, si la sentencia concediere la extradición, el Ministro de la Corte Suprema que conoció del proceso en primera instancia “pondrá al sujeto requerido a disposición del Ministerio de Relaciones Exteriores, a fin de que sea entregado al país que la hubiere solicitado” (art. 451 CPP). Si la sentencia es absolutoria, se decretará la libertad del requerido y se comunicará el hecho al Ministerio de Relaciones Exteriores, remitiéndole copia autorizada de la sentencia correspondiente (art. 452 CPP).
a) Detención previa y prisión preventiva La prisión del requerido podrá decretarse, según los dispongan los tratados aplicables o corresponda según las reglas generales del procedimiento
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(art. 446 CPP). Su detención previa, por un plazo de hasta dos meses antes de recibirse la solicitud de extradición, podrá ordenarse también según los tratados aplicables o si existe una solicitud del futuro Estado requirente en que se exprese al menos lo siguiente: i) la identificación del imputado; ii) la existencia de una sentencia condenatoria firme o de una orden restrictiva o privativa de libertad del imputado; iii) la calificación del delito que motiva la solicitud, y el lugar y fecha de su comisión; y iv) la declaración de que se solicitará formalmente la extradición (art. 442 CPP). Si el requerido no fuese sometido a prisión preventiva durante el proceso de extradición, una vez concedida, se decretará su detención (art. 451 CPP). La prisión preventiva o la imposición de otras medidas cautelares, así como la detención previa del extraditable, se tramitarán ante el Ministro de la Corte Suprema encargado del procedimiento existente o futuro.
C. Condiciones humanitarias, debido proceso y principio de no devolución El actual desarrollo del derecho internacional permite denegar una solicitud de extradición, aun cuando se cumplan todos los requisitos de fondo y forma, si existen razones humanitarias para ello, como cuando se solicita la extradición para imponer una pena de muerte; el proceso en el Estado requirente no se ajusta a las exigencias del debido proceso; o que, en procesos migratorios, exista el peligro de que la vida y seguridad del extraditable pudieren ser puestas en peligro o sufrir torturas (principio de no devolución). Respecto de la pena de muerte, el art. 378 CB, dispone que “en ningún caso se impondrá o ejecutará la pena de muerte por el delito que hubiese sido causa de la extradición”. Y la Convención de Montevideo obliga a los Estados requirentes “a aplicar al individuo la pena inmediatamente inferior a la pena de muerte, si, según la legislación del país de refugio, no correspondiera aplicarle la pena de muerte”. Otras razones humanitarias, como la senilidad del eventual extraditado o el padecimiento de enfermedades terminales, presentes expresamente en legislaciones donde la intervención del gobierno en los procesos de extradición es más decisiva, pueden estimarse también razones suficientes para denegar la extradición. En cuanto a la exigencia que la persecución penal en el Estado requirente sea gobernada por un debido proceso, lo que permite en caso contrario denegar la extradición, su reconocimiento se encuentra en el art. III. d) de la Convención de Montevideo, que permite denegar la extradición si el juzgamiento en el Estado requirente se hace ante un tribunal de excepción, pues
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en ese caso “se estaría colaborando no con la justicia, sino con la vulneración de derechos esenciales” (Cárdenas, “Asilos”, 421). El principio de no devolución, por su parte, se basa en las disposiciones de la Convención de Ginebra de 1951 y de los arts. 3 y 4 Ley 20.430, que protege a los refugiados de la persecución y torturas en sus países de origen y cuyo alcance se extiende también a los procesos de extradición (SCS 18.11.2015, RCP 43, N.º 1, 277, con nota crítica de G. Zaliasnik fundada en la falta de aplicación de estos criterios en el caso concreto).
D. Entrega diferida Si la persona cuya extradición está sometida a la jurisdicción de los tribunales nacionales por la comisión de un delito distinto a aquél por el cual se la solicita, ésta podrá concederse, pero la entrega del requerido se diferirá hasta el término del proceso que se sigue en Chile o hasta el cumplimiento total de la condena que eventualmente se le imponga, en su caso. Las distinciones contenidas en el art. 346 CB y el art. V de la Convención de Montevideo de 1933 acerca del momento en que se hubiere cometido el delito sujeto a la jurisdicción nacional con relación a la solicitud de extradición, aparentemente basadas en la idea de evitar que el extraditable elija la jurisdicción definitiva mediante la comisión de nuevos delitos, no parecen ser suficientes para impedir el ejercicio de la soberanía nacional y, además, se tornan irrelevantes si de todos modos se concede la extradición y solo se difiere la entrega, cumpliéndose de este modo la obligación internacional adquirida. Así lo ha entendido correctamente nuestra jurisprudencia, recurriendo al derecho internacional, puesto que la legislación procesal local no se pronuncia acerca de esta delicada materia (SCS 8.10.2013, Rol 7724-13).
§ 5. Extradición pasiva simplificada A. Aceptación del extraditado El art. 454 CPP establece un procedimiento especial para conceder la extradición basado en el consentimiento del extraditable, que hace improcedente el análisis de las exigencias de fondo de este procedimiento, disponiendo que “si la persona cuya extradición se requiere, luego de ser informada acerca de sus derechos a un procedimiento formal de extradición y de la protección que este le brinda, con asistencia letrada, expresa ante el Ministro de la Corte Suprema que conociere de la causa, su conformidad en
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ser entregada al Estado solicitante, el Ministro concederá sin más trámite la extradición”.
B. Prohibición de ingreso y expulsión administrativa como mecanismos de entrega de personas extranjeras Los N.º 2 y 3 del art. 15 DL 1.094, de 1975, prohíben el ingreso y la permanencia en el país de las personas extranjeras que se “dediquen al comercio o tráfico ilícito de drogas o armas, al contrabando, al tráfico ilegal de migrantes y trata de personas y, en general, los que ejecuten actos contrarios a la moral o a las buenas costumbres”; y de “los condenados o actualmente procesados por delitos comunes que la ley chilena califique de crímenes y los prófugos de la justicia por delitos no políticos”. En consecuencia, a dichas personas la Policía les puede prohibir el ingreso en la frontera para ser entregadas sin más trámite a las autoridades de los países limítrofes o de origen para que dispongan de ellos en conformidad con su propio ordenamiento interno. Además, las personas dedicadas a la comisión de los delitos y actos contrarios a las buenas costumbres mencionadas podrán ser expulsadas administrativamente del país y entregadas a las autoridades de los países de origen que las requiriesen, de conformidad con lo dispuesto en el art. 17 DL 1.094. Dicha expulsión podrá ser decretada por el Ministro del Interior y por el Intendente Regional respectivo (art. 84 DL 1.094). Las decisiones de estas autoridades pueden ser revisadas por los tribunales de justicia mediante el recurso de amparo del art. 21 CPR, cuya jurisprudencia tiende a un control escrupuloso de la legalidad de los procedimientos empleados, considerando, p. ej., que el arraigo en el país de los expulsados hace improcedente esta clase de medidas administrativas, si se demuestra que tienen una familia constituida, hijos que alimentar o vínculos laborales más o menos extendidos en el tiempo (Palma V., 197).
§ 6. Extradición activa El art. 431 CPP habilita al Ministerio Público o al querellante a solicitar al juez de garantía que eleve los antecedentes a la Corte de Apelaciones respectiva, a fin de que este tribunal pida al Ministerio de Relaciones Exteriores que practique las gestiones diplomáticas que fueren necesarias para obtener la extradición de una persona que se encontrase en el extranjero.
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Los requisitos que la ley chilena exige para declarar procedente la extradición son diferentes, según se trate de solicitar la entrega a una persona para su enjuiciamiento o para el cumplimiento de una condena.
A. Extradición activa para solicitar la entrega de personas que se encuentran en el extranjero para ser enjuiciadas en Chile Sus requisitos son los siguientes: i) Que se trate de un delito que tuviere pena señalada en la ley cuya duración mínima excediere de un año. ii) Que se trate de un delito cometido en Chile o en el extranjero, respecto del cual los tribunales chilenos tengan jurisdicción, según el art. 6 COT (art. 431 CPP). iii) Que se hubiere formalizado la investigación en contra del imputado, ordinaria o extraordinariamente, en el caso de imputados ausentes (arts. 232 y 432 CPP). En este último caso, se exige, además, que se reúnan los requisitos que hacen procedente la prisión preventiva según el art. 140 CPP. Sin embargo, dado que la detención y prisión preventiva del imputado en el extranjero son decisiones diferenciadas de la concesión de la extradición (que podría otorgarse sin necesidad de ordenar al mismo tiempo su detención o prisión durante su tramitación), deberemos entender que los requisitos para conceder la extradición de un imputado ausente son, exclusivamente, la acreditación de antecedentes que justifiquen la existencia del delito y la responsabilidad que en él le cabe al imputado como autor, cómplice o encubridor. iv) Que conste en el procedimiento el país y el lugar en que el imputado se encontrare al momento de solicitar la extradición. En este procedimiento no se exige que se acredite ante los tribunales chilenos que el delito es extraditable, de conformidad con el derecho interno del Estado requerido y, por tanto, no se debe probar la calificación del hecho que allí se haga ni el tiempo de prescripción que esa legislación establezca (SCS 26.7.2010, Rol 2642-10). Será el Ministerio de Relaciones Exteriores el que, en la tramitación de la solicitud de extradición ante los tribunales extranjeros deba acreditar ante el Estado requerido si el hecho es o no extraditable, de conformidad con los tratados suscritos y los principios generales del derecho aplicables, realizando “las gestiones necesarias para dar cumplimiento a la resolución de la Corte de Apelaciones”.
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B. Extradición activa para solicitar la entrega de personas que se encuentran en el extranjero a fin de que cumplan su condena en Chile De conformidad con el inciso final del art. 431 CPP, “la extradición procederá, asimismo, con el objeto de hacer cumplir en el país una sentencia definitiva condenatoria a una pena privativa de libertad de cumplimiento efectivo superior a un año”. La principal diferencia frente al supuesto anterior, en cuanto a los requisitos para conceder la extradición, radica en la gravedad del delito que se trate, pues ya no se atiende a la pena señalada por la ley en abstracto, sino a la impuesta judicialmente en concreto: se requiere que se trate de un condenado a pena efectiva superior a un año de privación de libertad, esto es, que no haya sida sustituida por alguna de las penas no privativas de libertad de las Leyes 18.216 y 20.084. Del hecho de encontrarse la persona requerida condenada en Chile, parece deducirse que la competencia de nuestros tribunales al respecto se haya ya fijada. Además, puesto que la formalización no es requisito para todos los supuestos de condena (en procedimientos simplificados basta un requerimiento del art. 390 CPP y en los de acción penal privada, por definición no hay formalización), el único requisito adicional a la condena ejecutoriada para que el Juez de Garantía solicite a la Corte de Apelaciones la extradición es que conste en el proceso el país y lugar de residencia del condenado.
C. Solicitud de detención previa u otra medida cautelar durante o previo al procedimiento de extradición activa La actual regulación del CPP distingue entre el pedido de extradición activa y la solicitud de detención, prisión preventiva u otra medida cautelar respecto de la persona cuya extradición se solicita. Para solicitar una medida de esta naturaleza no solo es requisito la comprobación de antecedentes que justifiquen la existencia del delito y la responsabilidad como autor, cómplice o encubridor de la persona cuya extradición se solicita, sino también que, de encontrarse presente en Chile, pudiera decretarse su detención, prisión preventiva u otra medida cautelar, de conformidad con los arts. 127, 140 y 155 CPP. Además, el art. 435 CPP exige, para el caso de solicitarse la detención u otra medida destinada a evitar su fuga previo a solicitar su extradición a través de la vía diplomática correspondiente, que “la solicitud de la Corte de Apelaciones deberá consignar los antecedentes que exigiere el tratado aplicable para solicitar la detención previa o, a falta de tratado, al menos los
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antecedentes contemplados en el artículo 442”, a saber: a) la identificación del imputado; b) la existencia de la decisión del Juzgado de Garantía que autoriza la detención o medida cautelar que se solicita; c) la calificación del delito que motiva la solicitud, el lugar y fecha de su comisión; y d) la declaración de que se solicitará formalmente la extradición. Naturalmente, aun cuando no se haya solicitado separadamente la detención, concedida la extradición por el Estado requerido y hasta su entrega por parte del Ministerio de Relaciones Exteriores a la Corte de Apelaciones solicitante (art. 437 CPP), el extraditado debería permanecer detenido, pues de otro modo el procedimiento se transformaría en uno voluntario que haría inútil la intervención de terceros Estados o imposible el ejercicio de nuestra jurisdicción.
§ 7. Efectos de la extradición A. Especialidad La especialidad significa que el Estado requirente no puede juzgar a la persona entregada por otro delito cometido antes de la extradición, pero que no fuera mencionado en la solicitud respectiva, ni hacerlo cumplir condenas diferentes de aquella que se invocó como fundamento para pedir la entrega, salvo que se solicite una nueva extradición por esos otros delitos y que el Estado requerido la acoja, autorizando el procesamiento o la ejecución de la pena, en su caso (arts. 377 CB y XVII a) Convención de Montevideo). Pero bien puede el Estado requirente solicitar la ampliación de la extradición concedida para juzgar tales hechos (SCS 13.11.2012). También puede el extraditado manifestar expresamente su conformidad con la ampliación de cargos (art. XVII a) Convención de Montevideo, in fine). Lo mismo ocurre si, una vez absuelto en el Estado que requirió la extradición o cumplida la pena, permanece voluntariamente por más de tres meses en el territorio del Estado requirente (art. 377 CP, in fine).
B. Cosa Juzgada La extradición produce efecto de cosa juzgada, ya que, “negada la extradición de una persona, no se puede volver a solicitar por el mismo delito” (art. 381 CB). En similares términos establece este efecto el art. XII Convención de Montevideo.
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Aunque el art. 452 CPP nada dice al respecto, limitándose a señalar los efectos procesales de la negativa a concederla (levantar las medidas cautelares y comunicar el hecho al Ministerio de Relaciones Exteriores), este criterio sí se encuentra consagrado legalmente, como resulta de relacionar los arts. 374 g) y 450 CPP, que conceden recurso de nulidad contra las sentencias dictadas en procesos de extradición pasiva “en oposición a otra sentencia criminal basada en autoridad de cosa juzgada”.
§ 8. Otros mecanismos de cooperación internacional A. Reconocimiento general de las sentencias, resoluciones judiciales y administrativas extranjeras, para efectos de persecución penal Producto del actual proceso de integración de la comunidad internacional, la cooperación en estas materias va mucho más allá del mero reconocimiento de la existencia de una ley extranjera y del valor que a las sentencias foráneas le asigna el art. 13 CPP, lo que se refleja en la creciente aceptación de solicitudes de extradición, exhortos y demás peticiones de cooperación internacional más o menos simplificadas basadas en “autoridades centrales” (generalmente el Ministerio de Relaciones Exteriores o el Ministerio Público), que no requieren necesariamente una decisión judicial de base que haya sido aprobada mediante el procedimiento ordinario de exequátur, y a veces pueden referirse incluso al cumplimiento de peticiones de órganos de carácter administrativo, como las policías o fiscalías de cada país. En el ámbito americano, particular importancia tiene a este respecto la Convención Interamericana de Asistencia Mutua en Materia Penal, de 1992. El requisito básico para que estos mecanismos de cooperación sean efectivos, es la verificación de la doble incriminación del hecho, en términos similares a los estudiados en relación con la extradición.
B. Cumplimiento en Chile de penas dictadas por tribunales extranjeros El art. 13 CPP establece como regla general que, en cuanto a la ejecución en Chile de las sentencias penales extranjeras, ello será posible sujetándose “a lo que dispusieren los tratados internacionales ratificados por Chile y que se encontraren vigentes”.
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Así, siguiendo la lógica de que los inculpados y condenados queden liberados de la alienación que significa una persecución penal y la ejecución de la pena en un ambiente y en un idioma ajenos, Chile ha suscrito al respecto un tratado con Brasil (DS 225 de 1999), y se ha adherido a la Convención Interamericana para el Cumplimiento de Condenas penales en el Extranjero (DS 1859, de 1998) y a la Convención sobre el traslado de personas condenadas adoptada por el Consejo de Europa (DS 1317, de 1998). También contemplan esta posibilidad ciertas convenciones referidas a delitos específicos, como la Convención de Viena sobre Tráfico Ilícito de Estupefacientes, de 1988, implementada en este aspecto por el art. 49 Ley 20.000 que dispone: “El Ministro de Justicia podrá disponer que los extranjeros condenados por alguno de los delitos contemplados en esta ley puedan cumplir en el país propio de su nacionalidad las penas corporales que les hubieren sido impuestas”. En cuanto al cumplimiento en el extranjero de sentencias dictadas por los tribunales chilenos, ello también es posible hoy en día, tanto por aplicación del principio de reciprocidad como del derecho internacional convencional, que así lo permite.
§ 9. Aplicación de la ley penal en las personas Entre nosotros, el principio fundamental que rige en la materia es el de igualdad ante la ley de todos los habitantes de la República, inclusos los extranjeros (arts. 19 N.º 2 CPR y 5 CP). Este principio no admite excepciones personales, sino las derivadas de las funciones de ciertos individuos (Couso, “Comentario”, 133). Éstas se clasifican, por su fundamento legal, en excepciones de derecho internacional (donde se contemplan verdaderas inmunidades de jurisdicción) y derecho nacional (cuya gran mayoría son, en realidad, procedimientos especiales que no constituyen excepciones de fondo).
A. Inmunidad de jurisdicción personal basada en el derecho internacional a) Delitos cometidos en Chile a bordo de naves y aeronaves extranjeras Respecto de las naves o buques de guerra extranjeros, el art. 300 CB dispone que están exentos de las leyes penales de cada Estado, “los delitos
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cometidos en aguas territoriales o en el aire nacional, a bordo de naves o aeronaves extranjeras de guerra”, exención también reconocida por el art. 32 CONVEMAR y lo dispuesto el art. 165 Ley General de Navegación. Esta inmunidad es aplicable, por extensión, a las aeronaves de guerra extranjeras, según remisión del art. 4 Código Aeronáutico. En cuanto a las naves mercantes extranjeras, el art. 27 CONVEMAR limita la jurisdicción de Chile como Estado ribereño, en los siguientes términos: “1. La jurisdicción penal del Estado ribereño no debería ejercerse a bordo de un buque extranjero que pase por el mar territorial para detener a ninguna persona o realizar ninguna investigación en relación con un delito cometido a bordo de dicho buque durante su paso, salvo en los casos siguientes: a) Cuando el delito tenga consecuencias en el Estado ribereño; b) Cuando el delito sea de tal naturaleza que pueda perturbar la paz del país o el buen orden en el mar territorial; c) Cuando el capitán del buque o un agente diplomático o funcionario consular del Estado del pabellón hayan solicitado la asistencia de las autoridades locales; o d) Cuando tales medidas sean necesarias para la represión del tráfico ilícito de estupefacientes o de sustancias sicotrópicas”, que especifican similar limitación contemplada en el art. 301 CB. Esta limitación no es, sin embargo, aplicable a las aeronaves (particulares) extranjeras, pues el art. 2 Código Aeronáutico no prevé ninguna excepción a la soberanía nacional a su respecto y no está reconocida en la Convención de Chicago de 1944, posterior al Código de Bustamante.
b) Delitos cometidos en Chile dentro del perímetro de las operaciones militares extranjeras autorizadas En el caso de que se autorice a un Estado extranjero a desarrollar operaciones militares en el territorio nacional, los delitos cometidos en su “perímetro” no están sujetos de la jurisdicción penal chilena y se someten a la extranjera, “salvo que no tengan relación legal con dicho ejército” (art. 299 CB).
c) Delitos cometidos en Chile por representantes de un Estado extranjero: Jefes de Estado, agentes diplomáticos y consulares Con arreglo al art. 297 CB, la ley penal chilena no es aplicable a “los Jefes de los otros Estados, que se encuentren en su territorio”, sin distinción alguna de la razón por la cual se realiza la visita, por lo que la inmunidad se extiende tanto a las visitas oficiales como privadas e incluso a las visitas de
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incógnito. Según el derecho internacional consuetudinario, esta inmunidad no se pierde por la cesación del cargo y se extiende hasta la muerte del Jefe de Estado o la renuncia que haga el Estado. El art. 31 Convención de Viena sobre Relaciones Diplomáticas, declara que “el agente diplomático gozará de inmunidad de la jurisdicción penal del Estado receptor” declarándolo, además, en su art. 29, “inviolable”, por lo que no puede “ser objeto de ninguna forma de arresto o detención”. Su art. 37 extiende dicha inmunidad a “los miembros de la familia de un agente diplomático que formen parte de su casa”, “siempre que no sean nacionales del Estado receptor”; a “los miembros del personal administrativo y técnico de la misión, con los miembros de sus familias que formen parte de sus respectivas casas, siempre que no sean nacionales del Estado receptor ni tengan en él residencia permanente”; y a los empleados “del servicio de la misión” extranjeros, pero solo respecto a los delitos cometidos en el ejercicio de sus funciones, precisando así la extensión general de dicha inmunidad que prevé para empleados y familiares de los representantes diplomáticos el art. 298 CB. A diferencia de la regla consuetudinaria vigente respecto de los Jefes de Estado, la inmunidad de los agentes diplomáticos, empleados y familiares cesa con el término del cargo que sirven los primeros, salvo en cuanto a los delitos cometidos “en ejercicio de sus funciones”, que es absoluta e intemporal, a menos que exista renuncia del Estado correspondiente. El problema radica en determinar cuáles serían esas “funciones”, pues el agente diplomático representa al país extranjero en todos sus actos y es difícil concebir a su respecto “actuaciones privadas”, como sí son perfectamente imaginables respecto de los empleados de la misión. El debate se presentó en Chile a propósito del llamado crimen de la Legación Alemana, cuyo responsable fue el entonces Canciller de la Embajada, Guillermo Beckert, respecto de quien, a pesar de lo horroroso del suceso (para aparentar su propia muerte y huir con los dineros de la embajada, Beckert emborrachó al jardinero, le puso sus ropas de aristócrata e incendió el edificio de la legación con la víctima dentro), el Gobierno Alemán pretendía se respetara su inmunidad diplomática hasta que renunció formalmente a ella para permitir la persecución y castigo en Chile del responsable (Benadava, 75). En lo que respecta a los funcionarios consulares, según el art. 43.1 Convención de Viena sobre Relaciones Consulares, gozan de inmunidad de jurisdicción exclusivamente “por los actos ejecutados en el ejercicio de las funciones consulares” (típicamente, delitos de corrupción y falsificaciones en relación con los documentos y certificaciones que autorizan o emiten), lo que significa que, por regla general, no son inviolables y carecen de inmu-
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nidad respecto de los delitos comunes que cometan en Chile y no afecten el interés del Estado al que sirven. Finalmente, se debe tener presente que diversas convenciones multilaterales acuerdan inmunidades limitadas de jurisdicción a determinados funcionarios, sobre todo extranjeros, de ciertas organizaciones internacionales y organismos especializados, como los de Naciones Unidas, la OEA y de la Corte Penal Internacional. No obstante, en la medida que las inmunidades reseñadas se reconocen y otorgan en beneficio de los Estados por respeto a su soberanía (y de ciertas organizaciones internacionales, para un adecuado ejercicio de sus funciones) y no de las personas responsables de los hechos delictivos y que los representan de un modo u otro, ellas son renunciables, lo que permite evitar conflictos de jurisdicción. Así, p. ej., requerida la extradición de un ex Mandatario por el mismo Estado donde ejerció el mando, no es posible alegar la inmunidad, dado que ésta está otorgada a favor de dicho Estado y no de la persona que alguna vez encarnó su mando, como sucedió al requerirse a Chile la extradición del ex Presidente de Perú, Alberto Fujimori (SCS 21.09.2007, Rol N° 3744-07). Tampoco pueden alegarse estas inmunidades respecto de los crímenes bajo el derecho penal internacional, como el genocidio, los crímenes de guerra y de lesa humanidad. Este fue el caso del ex Dictador chileno Augusto Pinochet, en el proceso de extradición seguido ante las Cortes inglesas a requerimiento de España, por delitos de tortura (Regina v. Bow Street Metropolitan Stipendiary Magistrate, ex parte Pinochet Ugarte 3 WLR 1, 456 [H. L. 1998]).
B. Inmunidad de jurisdicción personal basada en el derecho interno a) Inviolabilidad de los parlamentarios por sus opiniones Con arreglo al art. 61 CPR, “los diputados y senadores solo son inviolables por las opiniones que manifiesten y los votos que emitan en el desempeño de sus cargos, en sesiones de sala o de comisión”. El fundamento de esta inmunidad, referida básicamente a los delitos de injurias y calumnias, es proteger la libre discusión política, liberando a los representantes populares de la necesidad de medir las palabras al momento de ejercer sus funciones. Sin embargo, a pesar de la pretensión del Constituyente en orden a darle un sentido restringido a esta inmunidad (lo que explica el uso del adverbio “solo”), lo cierto es que el texto es confuso en su redacción y alcance, pues,
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por una parte, los parlamentarios son autoridades que se encuentran permanentemente en ejercicio de sus funciones y, por otra, no es claro cómo se limitarían éstas al interior de la Sala y en las comisiones.
b) Inmunidad de los miembros de la Corte Suprema El art. 79 CPR dispone que, “los jueces son personalmente responsables por los delitos de cohecho, falta de observancia en materia substancial de las leyes que regulan el procedimiento, de negación y torcida administración de justicia y, en general, de toda prevaricación en que incurran en el desempeño de sus funciones”, añadiendo, respecto de los miembros de la Corte Suprema, que “la ley determinará los casos y el modo de hacer efectiva esta responsabilidad”. Sin embargo, el art. 324 COT establece que la disposición constitucional “no es aplicable a los miembros de la Corte Suprema en lo relativo a la falta de observancia de las leyes que reglan el procedimiento ni en cuanto a la denegación ni a la torcida administración de la justicia”. Esto equivale a “establecer para dichos magistrados una auténtica inmunidad en relación con los delitos aludidos, que son prácticamente todos los mencionados por la disposición constitucional, con excepción del cohecho” (Cury PG I, 303). Y, por ello, queda “la duda de que el encargo constitucional para que la ley determine los casos y el modo de hacer efectiva una responsabilidad se cumpla determinando que dicha responsabilidad no existe” (Etcheberry DPJ I, 108). Incluso se afirma sin más su “inconstitucionalidad” por contradecir tanto el texto del art. 76 CPR como la garantía de igualdad ante la ley de su art. 19 N.º 2 (Caballero, “324”, 166). No obstante, mientras no se declare la inconstitucionalidad de este precepto por el TC, para reprimir casos de reiterado y permanente alejamiento de la ley expresa y vigente en las resoluciones de los miembros de la Corte Suprema siempre podrá recurrirse a la acusación constitucional por notable abandono de sus deberes, en los términos del art. 52 N.º 2 CPR, pues aunque sus resoluciones no puedan enmendarse por el Congreso ni el Presidente, tampoco están habilitados para sustituir ni enmendar al legislador democrático, sino para interpretar y aplicar la Constitución y las leyes vigentes.
c) Procedimientos especiales que no constituyen inmunidades Salvas las excepciones anteriores, en Chile se desconoce el principio princeps legibus solutus est (Ulpiano, D. 1, 3, 31), esto es, que “el Príncipe está desligado de las leyes”, propio de las tradiciones monárquicas. Por tanto, no
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se acepta forma alguna de inviolabilidad para el Presidente de la República, sus Ministros ni ninguna autoridad en general, quienes están sometidas a la ley penal, como cualquier ciudadano, de conformidad con el principio de igualdad ante la ley. Los procedimientos especiales que la ley procesal establece como antejuicios para el juzgamiento de algunos funcionarios o dignatarios que derivan de la índole de sus cargos no alteran ese principio de igualdad, pues una vez llevadas a cabo las exigencias procesales prescritas (desafuero de diputados y senadores, querellas de capítulos), son de aplicación irrestricta las normas del derecho penal material (Novoa PG I, 203. Sobre el procedimiento de desafuero constitucional, v. Pfeffer, 833).
§ 10. Falta de legitimación para ejercer la acción penal contra una persona determinada y otros obstáculos procesales En el apartado anterior se mencionó la existencia de ciertos procedimientos especiales previos destinados a proteger a las autoridades de investigaciones y procesos arbitrarios: desafuero y querella de capítulos. El fuero que los arts. 30, 61 y 124 CPR confieren a diputados, senadores, ex presidentes de la República, intendentes, gobernadores y delegados presidenciales se restringe únicamente a la autorización para acusar o privar de la libertad a dichas autoridades, suspendiéndoles en el ejercicio del cargo. Pero ella no es necesaria para iniciar una investigación criminal por delitos de acción penal pública ni solicitar la respectiva formalización, mientras no se soliciten medidas cautelares en su contra. Por su parte, la querella de capítulos es un antejuicio que tiene por objeto hacer efectiva la responsabilidad criminal de jueces, fiscales judiciales y fiscales del ministerio público, una vez cerrada la investigación, permitiendo antes de su admisión incluso su formalización y la eventual solicitud de medidas cautelares (art. 424 CPP). En los delitos de acción penal privada (calumnias e injurias, provocación al duelo, denuesto por no aceptarlo y matrimonio del menor sin autorización, art. 55 CPP), la querella del ofendido y su propia actuación procesal son requisitos sine qua non para su persecución, no jugando en ella rol alguno el Ministerio Público. Por eso, se ha establecido que no produce un efecto contrario a la Constitución que el desafuero se decrete con la sola presentación de la querella (STC 24.12.2015, RCP 43, N.º 1, 133, con nota crítica de D. Serra).
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En los delitos de acción penal pública previa instancia particular, la acción penal se ejerce por el Ministerio Público, pero no es posible formalizar una investigación sin previa denuncia o querella de la víctima o de quienes designe la ley. Tampoco parece posible realizar diligencias de investigación directas a su respecto, aunque los hechos hayan llegado a conocimiento del Ministerio Público por otras vías (denuncias de terceros, declaraciones de testigos en causas vinculadas, etc.), salvo para realizar los actos urgentes de investigación o los absolutamente necesarios para impedir o interrumpir la comisión del delito (art. 166 CPP). En estos casos, la actuación del Ministerio Público sin previa denuncia o querella pueda ser enervada ante los tribunales superiores mediante los recursos constitucionales de amparo (art. 21 CPR) y protección (art. 20, en relación con el art. 19 N.º 3 CPR), y ante el Juez de Garantía mediante la cautela de garantías (art. 10 CPP) y la excepción de previo y especial pronunciamiento del art. 264 d) CPP. Según el Oficio FN 487/2016, en los casos de delitos tributarios conocidos por los fiscales y cuyos antecedentes se transmiten al Servicio de Impuestos Internos para que tome una decisión acerca de iniciar o no la acción penal, transcurrido un año sin que se haya tomado esa decisión, correspondería la adoptar decisión de no perseverar en la investigación (art. 248 c) CPP). Por otra parte, el art. 252 CPP también permite enervar la acción penal, al menos temporalmente, por la constatación de otros obstáculos que hacen imposible el ejercicio de la acción penal: a) la resolución previa de una cuestión civil (art. 171 CPP, en relación con loas arts. 173 y 174 COT); b) la rebeldía del imputado; y c) su enajenación mental después de cometido el delito. En el primero de los casos, las defensas que enervan la acción penal son las basadas en cuestiones sobre validez de matrimonio, estado civil en relación con los delitos relativos a su usurpación, ocultación o supresión, las excepciones fundadas en el dominio y otros derechos reales sobre inmuebles, y las relativas a las cuentas fiscales.
TERCERA PARTE
TEORÍA DEL DELITO
Capítulo 5
Teoría del delito y presupuestos de la responsabilidad penal. Visión general Bibliografía Bleckmann, F., Strafrechtsdogmatik-wissenschaftstheoretisch, soziologisch, historisch, Freiburg i. Br., 2002; Cardozo, R., “Bases de política criminal de la seguridad vial en Chile y su ilegítima tendencia actual de tolerancia cero”, DJP Especial I, 2013; Chiesa, L., “Estado actual de la convergencia entre dogmática continental y common law”, en AA.VV., El derecho penal continental y el anglosajón en la era de la globalización, Santiago, 2016; De la Fuente, F., ¿Qué prohíben las normas de comportamiento?: una reflexión sobre las normas de conducta de los delitos resultativos. A la vez, un comentario crítico a la Teoría Analítica de la Imputación, Bogotá, 2019; Durán, M., Introducción a la ciencia jurídico-penal contemporánea, Santiago, 2006; Fontecilla, T., “El concepto jurídico de delito y sus principales problemas técnicos”, Clásicos RCP I; Greenawalt, K., “The Perplexing Borders of Justification and Excuse”, Columbia Law Review 84, 1984; Guzmán D., J. L., Programa analítico de derecho penal común chileno, Valparaíso, 2014; Hall, J., General Principles of Criminal Law, Indianápolis, 1960; Jakobs, G., Sobre la normativización de la dogmática jurídico-penal, Trad. M. Cancio y B. Feijoo, Madrid, 2003; “Das Strafrecht zwischen Funktionalismus und ‘alteurpäischen’ Prinzipiendenken”, ZStW 107, 1995; Kant, I., Die Metaphysik der Sitten, Akademische Aufgabe, 1797; Liszt, F. v., Das Strafrecht der Staten Europa, Berlin, 1894; Mañalich, J. P., “Norma e imputación como categoría del hecho punible”, REJ 12, 2010; “El delito como injusto culpable: Sobre la conexión funcional entre el dolo y la consciencia de la antijuridicidad en el derecho penal chileno”, R. Derecho (Valdivia) 24, N.º 1, 2011; “Estado de necesidad exculpante. Una propuesta de interpretación del artículo 10 N.º 11 del Código Penal chileno”, LH Cury; Matus, J. P., La transformación de la teoría del delito en el derecho penal internacional, Barcelona, 2008; “La doctrina penal de la (fallida) recodificación chilena del siglo XX y principios del XXI”, RPC 5, N.º 9, 2010; “Origen, consolidación y vigencia de la Nueva Dogmática Chilena (ca. 1955≈1970)”, RPC 6, N.º 11, 2011; Evolución histórica de la doctrina penal chilena, desde 1874 hasta nuestros días, Santiago, 2011; “Ley Emilia”, Doctrina y Jurisprudencia Penal, Edición Especial, 2014; Niño, L. y Matus, J. P., Dogmática jurídica y ejercicio del poder. Riesgos del vasallaje cultural en la doctrina penal latinoamericana, Buenos Aires, 2016; Novoa, E., Causalismo y finalismo en derecho penal (Aspectos de la enseñanza penal en Hispanoamérica), San José de Costa Rica, 1980; Ortiz M., P., Nociones Generales de derecho penal, Santiago, 1933-1937; Politoff, S., “Sistema jurídico-penal y legitimación política en el estado democrático de derecho”, Doctrinas GJ II; Radbruch, G., “Jurisprudence in the Criminal Law “, Journal of Comparate Legislation and International Law 18, 1936; Rettig, M., “Desarrollo previsible de la relación entre la antijuridicidad y la culpabilidad”, R.
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Derecho (Valdivia) 2, N.º 2, 2009; Simester, A. P. y Sullivan, G. R., Criminal Law. Theory and doctrine, 2.ª Ed., Oxford, 2003; Vargas P., T., “Derecho penal: ¿una tensión permanente?”, Ius Publicum 16, 2006; Welzel, H., “Die deutsche strafrechtliche Dogmatik der letzten 100 Jahre und die finale Handlungslehre”, JuS 1966.
§ 1. Teoría del delito como esquema analítico La teoría del delito, tal como la conocemos en Chile, es una adaptación local de la desarrollada por la dogmática alemana desde fines del siglo XIX. Ella organiza los presupuestos de la responsabilidad penal contemplados en la parte general del Código penal que el juez debiera tener en consideración para condenar o absolver, según estén o no presentes en el caso concreto. En Alemania, esta teoría se ha desarrollado teniendo únicamente como referente el sistema legal alemán del Código Imperial de 1871 y sus grandes reformas a partir de la década de 1970, sin o con muy poca consideración de los aspectos constitucionales y procesales que hoy se entienden como límites y fundamentos para su construcción y aplicación (Durán, Introducción, 161259). Al contrario, ella se ha ido desarrollando con referencia a diferentes ideas filosóficas o sociológicas dominantes en cada época, ajenas al ordenamiento constitucional, y que se aplican a la sistematización del material legal. Así, en el siglo XX, tras el predomino de una aproximación positivista basada en el dogma causal (sistema Liszt-Beling) y las modificaciones introducidas por el neokantismo de Radbruch y Mezger, Welzel probó con una ontología de la conducta que sobre todo corresponde a la de Hartmann; Ziegert, con la psicología; Kindhäuser y Hruschka con la filosofía del lenguaje; Burkhardt y otros, con la teoría del acto a través del habla en el sentido de Searle y otros; Lampe, apelando a una ontología social; Jakobs, con la sociología de Luhman y su teoría funcional de los sistemas; y Lesch, con Hegel (Bleckmann, 2). Por ello, sus diferentes versiones reciben nombres relativos a las ideas filosóficas que las sustentan: el positivismo causalista de von Liszt y Beling, el neokantismo de Mezger, el finalismo de Welzel y el funcionalismo de Jakobs. Sin embargo, según la propuesta del “sistema abierto” de Roxin, actualmente dominante, se discute la idea de que a partir de las premisas que se adopten las conclusiones serían inevitables, como exigiría una verdadera sistemática lógico-deductiva y, en cambio, se acepta que una orientación a los problemas o “realista” que no se disuelva en una casuística inabarcable y permita al menos su reconducción a principios reconocibles y de general aplicación, vinculados preferentemente con la política criminal (Vargas P., “Tensión”, 87)
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En su versión original (sistema Liszt-Beling), la presentación de la teoría del delito suponía una estricta división entre los aspectos objetivos del hecho punible (tipicidad y antijuridicidad) y los subjetivos (dolo y culpa), entendiéndose el dolo con un carácter predominantemente psicológico (voluntad como conocimiento e intención). La principal característica de este sistema, y que lo diferenciaría tanto de la distinción entre offense (actus reus y mens rea) y defenses del sistema anglosajón como de la distinción entre diversos elementos (materiales y morales) del francés, sería la estricta distinción entre antijuridicidad y culpabilidad, “piedra angular de la teoría del delito” (Jescheck/Weigend AT, 425). Esta distinción permitiría, p. ej., preguntarse sobre la culpabilidad de quienes realizan un hecho en situación de necesidad aunque carezcan de un permiso o causal de justificación, mientras ello no sería posible en el sistema anglosajón, donde la alegación de la defense de necessity o estado de necesidad se limita normativamente, según la clase de delitos y la posición de las personas, sin atención a la prueba de la capacidad y posibilidad concreta del imputado de actuar o no conforme a derecho (Radbruch, 217). Así lo resolvió la Cámara de los Lores inglesa en el caso de La Mignonette, estimando que los marineros de la Reina no podían alegar la defensa de estado de necesidad para preservar la propia vida alimentándose de otro marinero moribundo, pues entre sus deberes como miembros de la Marina Real se encontraría el de dar la vida y no el de quitarla a quienes no son sus enemigos (Queen’ s Bench Division 14, 273, 1884). Según la doctrina alemana, aquí correspondería juzgar el hecho no en atención a los deberes o justificaciones de los acusados como empleados de la Reina, sino únicamente en relación con sus posibilidades de actuar o no conforme a derecho ante la amenaza de una muerte próxima. La doctrina alemana suele remontar esta distinción a Kant, quien respecto del caso de la Tabla de Carneades (dos náufragos enfrentados en el agua por la posesión de una tabla de salvamento que solo resiste el peso de uno), sostenía que habría un equívoco en la designación de “la necesidad” como “un derecho”, pues no sería más que un “supuesto derecho”, cuya contradicción con la “Teoría del derecho” sería evidente (“es fällt in die Augen”), dado que no existiría ningún derecho “objetivo”, “prescrito por la ley”, para “tomar la vida de otro [el náufrago que llegó primero a la tabla] que no me ha hecho ningún mal”, aún “en caso de peligro de perder mi propia vida”; sino solo una pretensión “subjetiva” que pertenece a la “ética” y que el sentenciador eventualmente “podría llegar a comprender”, pero no a justificar (Kant, 235). Sin embargo, no es claro que esta distinción entre justificación y excusa sea tan absoluta y fundamental como se pretende, pues para quien alega
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exitosamente la legítima defensa o el estado de necesidad, justificante o exculpante, la respuesta es la misma: sobreseimiento o absolución, cualquiera sea el sistema jurídico en que se encuentre. Por esa razón en Inglaterra ya no se hace más la distinción que antiguamente se hacía entre homicidios justificados y exculpados, caso este último que permitía imponer la pena de confiscación (Simester y Sullivan, 541). Por otra parte, la normativización de las causales de exculpación en la legislación y doctrina alemanas de mediados del siglo XX incorporó a la posibilidad de alegar en estado de necesidad exculpante limitaciones normativas parecidas a las del sistema inglés que fundamentaron el fallo de La Mignonette (§ 35 StGB: exposición voluntaria a un riesgo y cumplimiento de deberes). Ellas también han sido recogidas en nuestro nuevo art. 10 N.º 11. Además, no parece tampoco cierto que, como se sostiene por la doctrina alemana, el estado de necesidad justificante tendría siempre efecto liberatorio de la responsabilidad civil, mientras ello no se podría afirmar del estado de necesidad exculpante; y que si el hecho está justificado para el autor también lo estaría para los partícipes, lo que tampoco se predicaría de una causal de exculpación (Radbruch, 217). En efecto, en primer lugar, podemos convenir que los efectos civiles de un hecho determinado dependen de la legislación civil, no de la penal, y menos de un criterio extrajurídico (Hall, 234). Así, en nuestro sistema, si bien es cierto que una autorización puede encontrarse en cualquier parte del ordenamiento jurídico y ello importa un actuar justificado en el derecho penal (art. 10 N.º 10), lo contrario no es efectivo siempre: la fuente de la responsabilidad civil por daños es la propia legislación civil y ella regula quiénes y el modo en que han de responder, como se reconoce indirectamente en los art. 67 CPP y 179 CPC y se sostiene de antiguo por nuestra doctrina (Novoa PG II, 421). Es más, en materia de navegación aérea y seguridad nuclear, la ley expresamente establece la responsabilidad civil derivada de una conducta que podría estar justificada penalmente, como en la causación de daños en un aterrizaje forzoso para salvar la vida de los pasajeros de una aeronave (art. 10 N.º 7 CP, en relación con los arts. 155 Código Aeronáutico y 49 Ley 18.302). En segundo lugar, en Chile, del hecho que una persona esté justificada no se sigue que todos los intervinientes lo estén: según el art. 10 N.º 4, 5 y 6, quien no ha participado en una provocación está plenamente justificado si defiende al provocador que no lo está, aunque actúen juntos contra el agresor. Por todo lo anterior podemos afirmar que, si bien la distinción entre justificantes y exculpantes mantiene un valor pedagógico o analítico, es tan problemática entre nosotros como en el derecho anglosajón (Greenawalt, 1913). En su evolución posterior, el cambio más significativo en la teoría del delito desarrollada en Alemania, desde el punto de vista de la presentación
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de los componentes internos de las categorías principales, cuya distinción fundamental entre antijuridicidad y culpabilidad se mantuvo, se produjo a mediados del siglo XX. Ella consistió en la progresiva normativización de la culpabilidad, mediante el reconocimiento de exigencias normativas a los supuestos de inexigibilidad de otra conducta; normativización que la doctrina finalista profundizó, despojando a la culpabilidad de sus aspectos subjetivos (dolo y culpa), que pasaron a considerarse como la faz subjetiva del tipo penal. Este cambio, que se calificó en su época como “el más importante progreso dogmático en las últimas dos o tres generaciones” (Welzel, “Dogmatik”, 421), ha permanecido básicamente inalterable hasta nuestros días, incluso tras el abandono de los presupuestos de la teoría final de la acción. Sin embargo, la propia subjetivación de los elementos del tipo y la admisión de componentes subjetivos en las causales de justificación, esto es, la idea del injusto personal introducida por la teoría de la acción final, así como la identificación del delito con la infracción a normas y no con el daño social causado, parecen llevar al colapso de esta distinción, a través de la idea del “injusto culpable”, “con lo cual la frontera entre la antijuridicidad y la culpabilidad se hace cada vez más difusa” (Rettig, “Injusto culpable”, 187). En la actualidad, dos versiones funcionalistas de la teoría del delito dominan el panorama: por una parte, la de Roxin, quien reintrodujo al sistema las consideraciones valorativas que deriva de su idea de política criminal, incluyendo transformaciones en la idea de la causalidad, que también se normativiza mediante el concepto de imputación objetiva, y en la vinculación de la medida de la pena con exigencias relativas a las diferentes funciones preventivas que le asigna. Y por otra, la de Jakobs, quien ha retornado a una idea más bien holística del sistema, donde lo único relevante para configurar un delito es la determinación de la culpabilidad, entendida ahora de manera estrictamente normativa como infracción a los deberes sociales subyacentes de no evitación del daño a terceros (responsabilidad o competencia por organización o infracción a deberes negativos de actuación) o de actuación positiva (responsabilidad o competencia institucional o por infracción a deberes positivos de actuación): “de lo que se trata es exclusivamente de alcanzar un entendimiento acerca de qué es un grado suficiente de fidelidad al ordenamiento jurídico y de cuándo este falta” (Jakobs, “Normativización”, 9). Este consciente alejamiento de las exigencias típicas, catalogadas como meramente descriptivas, provoca no solo desapego de la ley a la hora de determinar los presupuestos de la infracción penal, sino una confusión entre la ley, la sociología y la moral, pues la determinación de los deberes cuya infracción fundamentaría la responsabilidad penal
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no se vincula al derecho positivo sino a proposiciones sociológicas o filosóficas subjetivas acerca del contenido del estatus de cada cual, según su rol en la sociedad, y del contenido del supuesto deber negativo de no dañar (neminem laedere), los positivos institucionales y los mínimos de solidaridad que fundamentarían a su vez deberes positivos de actuación, etc. La capacidad de la doctrina alemana de presentar en forma abstracta estas diferentes sistematizaciones, fundamentándolas en perspectivas filosóficas o sociológicas que exceden los términos de su derecho positivo, en el entendido de que “el concepto de responsabilidad penal es el mismo en Francia y en Suecia” (Liszt, Das Strafrecht, xxiv), ha permitido su fácil adopción por la doctrina latinoamericana como parte de un fenómeno de vasallaje cultural bien extendido, generalmente coincidente con la influencia personal de profesores alemanes y españoles en la formación de posgrado de los nuestros. Así, entre los autores de obras generales, en la década de 1930, P. Ortiz M. adoptó el primer sistema de von Liszt sin modificación alguna, tras interiorizarse del Proyecto de Código Penal alemán de 1927 a través de v. Bohlen. Más tarde R. Fontecilla, influenciado por la obra de Jiménez de Asúa, trajo a nosotros el modelo von Liszt-Beling. Posteriormente, a principios de 1960, E. Novoa M., se ciñó al de Mezger; y a finales de esa década, E. Cury adoptó la sistemática finalista de Welzel sin variación alguna, a la que se sumó posteriormente L. Cousiño. Esta perspectiva dominó en la doctrina nacional hasta principios de 1990 y se mantiene viva en la obra de V. Bullemore y J. Mackinnon. En este panorama, solo A. Etcheberry ofrecía, desde la década de 1960, una propuesta diferente a la adopción casi íntegra de algún sistema en boga, pues si bien acepta la idea de la acción final, mantiene el sistema clásico (Liszt-Beling) en la presentación de la materia. En la década de 1980, J. Bustos fue el primer autor nacional en presentar un sistema que puede calificarse propiamente de post finalista y, en cierto modo, funcionalista, abandonando la idea de la acción final como fundamento y, adoptando, en cambio, la de la función de protección de bienes jurídicos desde una perspectiva crítica del derecho. Con el retorno de la democracia en 1990 y el cambio de siglo, aparecen entre nosotros también obras generales que recogen las ideas funcionalistas dominantes en Alemania desde los años 1970: Así, M. Garrido M. y el profesor venezolano afincado en Chile, J. L. Modollel, adoptan el sistema de Roxin; J. I. Piña, el de Jakobs; y J. P. Mañalich, las ideas de Kindhäuser y Hruschka, junto con una actualización de las teorías de la imputación del siglo XVIII y de las normas de Binding, a partir de las cuales establece criterios de imputación de la culpabilidad diferenciados (ordinaria y extraordinaria) y admite considerar el conocimiento de la ilicitud como parte del dolo, como en el sistema clásico, aunque en un
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nivel diferente del de los hechos (para una exposición crítica de los fundamentos de esta teoría, v. De la Fuente, ¿Qué prohíben las normas?). Nosotros, asumiendo que los elementos de la responsabilidad penal se vinculan a las exigencias de los fundamentos constitucionales de la ley vigente en cada país y a los problemas que se deben abordar en su interpretación, no a las preferencias subjetivas que se tengan sobre sistemas filosóficos, políticos o sociológicos ajenos al derecho positivo, estimamos que la forma de su exposición analítica —en el sentido de “distinción y separación de las partes de algo para conocer su composición”, según la definición del Diccionario— solo debe estar guiada por las necesidades de su mejor enseñanza (Novoa, Causalismo, 2 y 158). O, con otras palabras, que las ideas de tipicidad, antijuridicidad y culpabilidad (y sus contenidos asociados), no son más que “categorías auxiliares” con un propósito “didáctico”, pues cualquiera sea su orden de exposición y los contenidos asociados, la pregunta esencial acerca de la responsabilidad individual por un hecho determinado solo tiene dos respuestas posibles: se afirma o se niega (Jakobs, “Funktionalismus”, 864). Esta perspectiva, no concede al sistema o esquema de presentación de la teoría del delito y de sus formas especiales de aparición más valor que el analítico o didáctico para favorecer la exposición de los materiales de estudio, pues estimamos que la experiencia forense universal demuestra que las “proposiciones generales no deciden casos concretos” (Holmes, 457) y que la pretensión de coherencia racional dogmática “muchas veces conduce a abstracciones exageradas e inútiles y a discusiones triviales” (Cury DP I, 171). Al mismo tiempo, considera que, más allá de las divergencias históricas e idiomáticas, existen concretos problemas que regula la ley vigente en distintos países y continentes respecto de los cuales los puntos de convergencia entre las diferentes tradiciones jurídicas son más que los que pueden aparecer en un simple examen superficial de los diversos “sistemas dogmáticos” y de los presupuestos extrajurídicos en que se fundan (Chiesa, 194). En este sentido, nuestra perspectiva es más problemática que sistemática, ofreciendo al lector un sistema abierto que, sin perjuicio de su pretensión de coherencia, se enfoca en los problemas de interpretación y aplicación de la ley nacional, de manera que las propuestas de solución ofrecidas y discutidas a los problemas subyacentes se pueden contrastar con las propuestas de cualquier preferencia sistemática o legislación extranjera que cada uno adopte o considere como modelo. Con esa advertencia debe considerarse el esquema de exposición de la materia que aquí se adopta, coincidente parcialmente con los modelos de Politoff y Guzmán D. Así, la definición del delito como realización de una conducta típica, antijurídica y culpable, donde los aspectos subjetivos de
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la responsabilidad personal, dolo y culpa, permanecen anclados a la categoría de la culpabilidad, es una ordenación de los presupuestos legales de la responsabilidad penal que no tiene la pretensión de ofrecer distinciones categóricas. Y, aunque se adopta una perspectiva unitaria en el tratamiento del error, se admite la distinción entre error de tipo y error de prohibición; y mientras se sostiene que la culpabilidad tiene como componente positivo principal la vinculación subjetiva del agente con el hecho (dolo y culpa), no se niega que las exculpantes basadas en la inexigibilidad de otra conducta tienen un importante contenido normativo. Tampoco se niegan ciertos elementos subjetivos en el tipo y en la imputación objetiva de resultados, o el carácter personal de las causales de justificación, pues lo objetivo y lo subjetivo se encuentran presentes en todos los niveles de imputación, incluyendo no solo las cuestiones relativas a la teoría del delito, sino también a las vinculadas a su grado de desarrollo (tentativa y frustración), a la autoría y participación y a la determinación de la pena. Pero este esquema sí se distingue de los sistemas post finalistas en boga, materialmente, en la propuesta de considerar el dolo como un hecho psicológico actual y no potencial, con la correlativa exigencia de su prueba, de conformidad con el art. 340 CPP. Además, se rechaza el principio del injusto personal, que identifica la naturaleza de lo punible con la voluntad o finalidad del autor contraria, hostil o desleal al derecho, independientemente de la existencia del hecho objetivo sobre que recaería y debe probarse. Desde esta perspectiva, los aspectos subjetivos de la conducta se presentan como exigencias probatorias adicionales a la realización objetiva del hecho punible, tanto tratándose del dolo y la culpa, como exigencia general, como de ciertos aspectos de la descripción de cada supuesto de hecho punible o elementos subjetivos del tipo, allí donde la ley los contempla. De este modo, entendemos la culpabilidad principalmente como un juicio sobre la subjetividad del autor, sus estados mentales al momento del hecho (imputabilidad, dolo y culpa) y las condiciones en que actúa (inexigibilidad de otra conducta); mientras estimamos de carácter principalmente objetivo los juicios de tipicidad y antijuridicidad (que conciernen a la idea del injusto). Pero, como se dijo, aceptando que en todas las categorías encontraremos elementos subjetivos, objetivos y normativos, más allá de su configuración general.
§ 2. El objeto de la teoría: el delito o hecho punible La definición legal de delito como acción u omisión voluntaria penada por la ley (art. 1 CP), es suficiente para delimitar nuestro objeto de estudio.
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Ella permite identificarlo como la realización de un hecho descrito en la ley (los tipos penales o presupuestos de hecho de la pena), cuya sanción depende de acreditar que ese hecho fue voluntario y no concurría una causal de exención de responsabilidad del art. 10. El delito puede así ser considerado como una entelequia jurídica, cuya existencia y contornos dependen de la legislación positiva de cada Estado. De allí que resulten inútiles, salvo en discusiones de lege ferenda o de política criminal, los esfuerzos por proponer un concepto de delito natural, esto es, una noción que exprese lo que sería el delito fuera de su concreción en el derecho vigente como presupuesto para la imposición de una pena. Nociones que acuden a criterios tales como “atentado contra las normas fundamentales de la comunidad jurídica”, “acciones que ofenden gravemente el orden ético-jurídico” o “violación de los sentimientos altruistas fundamentales de piedad y probidad” (Cousiño PG I, 241), provienen de visiones ideales de la ética social y carecen de significación jurídica. Sin embargo, en la vida real el delito se presenta siempre como un hecho concreto no como una abstracción jurídica: alguien con un disparo mata a otro, o lo amenaza y le exige una cantidad de dinero para no matarle, o en vez de dinero le exige mantener relaciones sexuales, etc. Su responsable, en el evento de ser condenado, no solo recibirá una copia de la sentencia en que se indique que es responsable del hecho imputado, sino que, probablemente, sufrirá una pena que signifique una privación o limitación real de sus bienes y derechos que, en el peor de los casos, lo mantendrá encerrado en una cárcel por un tiempo determinado. Por ello, no debe perderse de vista que, como fenómenos sociales reales, la distribución de los delitos y de las penas en la comunidad no siempre responderá a los criterios abstractos de la ley ni encarnará el ideal constitucional de igualdad ante ella. Por una parte, no es probable que todas las personas cometan delitos, pero tampoco que solo las personas condenadas los hayan cometido, atendida la existencia de una importante cifra negra de hechos no denunciados o que, siendo denunciados, sus responsables no son identificados o sancionados. Por otra, salva las excepciones que confirman la regla, la práctica real del sistema de justicia criminal suele inclinarse por procesar delitos flagrantes contra las personas, la propiedad o de tráfico y posesión de drogas prohibidas, hechos de fácil persecución que son cometidos por personas a las que también es fácil aprehender y que suelen ser reincidentes o reiterantes en ellos, como se desprende de una simple revisión de las estadísticas disponibles. Y basta una visita a los tribunales con jurisdicción en lo criminal y las cárceles de cualquier país, para apreciar que la mayor parte de los imputados y condenados son personas que pertenecen a los sectores más carentes de recursos,
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menos educados y peor integrados de cada sociedad. Pero esas estadísticas y observaciones muestran, asimismo, que la mayor parte de las víctimas de los delitos que se procesan también pertenecen a los sectores más excluidos y empobrecidos de la sociedad, cuya protección es una obligación del Estado en la búsqueda del bien común, respetando los principios constitucionales de legalidad, reserva y debido proceso.
§ 3. Visión de conjunto La teoría del delito que aquí se adopta es una variante del sistema propuesto por Politoff DP, que lo define como conducta típica, antijurídica y culpable. Según esta perspectiva, los presupuestos de la responsabilidad penal son: i) la realización de una conducta —acción u omisión— que sea objetivamente subsumible en una descripción o tipo legal (tipicidad); ii) que esa conducta lesione o ponga en peligro el bien jurídico que la ley pretende proteger sin estar autorizado por ella (antijuridicidad); y iii) que esa conducta sea imputable subjetivamente a quien la realiza (culpabilidad). A estas exigencias comunes a todo hecho punible hay que añadir todavía, en casos excepcionales, las condiciones de procesabilidad que son “presupuestos necesarios para ejercer válidamente la acción penal respectiva” (Garrido DP I, 250). Entre estas últimas podemos mencionar la falta de pago del cheque protestado en el caso del art. 22 D.F.L. 707, la denuncia del Servicio de Impuestos Internos del art. 162 del Código Tributario o la del veedor, liquidador o Superintendente de Insolvencia o Reemprendimiento, tratándose de delitos concursales, art. 465 CP. Pero, por tratarse de condiciones que no son constitutivas del delito, puede prescindirse de ellas para su definición. Procesalmente, sin embargo, para condenar a un acusado no todos los componentes de cada uno de los elementos de la teoría del delito deben ser probados más allá de toda duda razonable. Según prescribe el art. 340 CPP, la acusación debe probar: i) los hechos que permiten fundamentar la “existencia del hecho punible”, esto es, la conducta típica, incluyendo la efectiva lesión o puesta en peligro del bien jurídico protegido (antijuridicidad material); y ii) la “participación culpable” del acusado, a saber, el dolo o la culpa del acusado y su grado de participación en el hecho (autor, cómplice o encubridor). En consecuencia, corresponde a la defensa presentar y probar en juicio las causales de justificación y exculpación que se aleguen (defensas positivas), sin perjuicio que, durante la investigación, el fiscal está obligado
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a evacuar las diligencias que sean necesarias para su comprobación o descarte, según el principio de objetividad (art. 3 Ley 19.640). Estas obligaciones probatorias no siguen en juicio el orden analítico de la teoría del delito, sino el dispuesto por el art. 328 CPP, donde se exige la presentación en un acto continuado de la prueba del caso de la acusación y la defensa, de forma separada y consecutiva, de modo que las defensas positivas y negativas (p. ej., la negación de la tipicidad por falta de imputación objetiva), se presentan solo una vez que la fiscalía ha expuesto su caso completamente, incluyendo las pruebas que crea tener de la participación culpable del acusado. Tratándose de personas jurídicas, la acusación ha de probar, en su caso, además, la concurrencia de los requisitos establecidos en los arts. 3 y 5 Ley 20.393 para la correspondiente atribución de responsabilidad.
A. Tipicidad La tipicidad es la adecuación de una conducta al tipo penal, esto es, al supuesto de hecho de la ley que la califica como delito. Este elemento de la responsabilidad penal se encuentra explícitamente previsto en el art. 19 N.º 3 inc. 8 CPR, donde se proclama que “ninguna ley podrá establecer penas sin que la conducta que se sanciona esté expresamente descrita en ella”. Por conducta se entiende únicamente el comportamiento humano, incluyendo el que se vale de instrumentos, animales u otras personas. Ella es requisito también para la configuración de la responsabilidad de las personas jurídicas, cuya atribución se realiza teniendo como presupuesto la existencia de una conducta humana constitutiva de los delitos por los cuales responde (arts. 3 y 5 Ley 20.393). El aspecto voluntario de la conducta, exigido por el art. 1, importa necesariamente un primer análisis de esa subjetividad en esta etapa: quedan fuera de la idea de conducta no solo los meros pensamientos y sentimientos no manifestados a terceros, sino también aquellos movimientos corporales que son enteramente independientes de la voluntad e incontrolables por ésta, como los movimientos reflejos, los calambres u otros movimientos espasmódicos, los actos inconscientes y aquellos realizados bajo vis absoluta o fuerza irresistible, como cuando alguien —contra su voluntad— es lanzado sobre un escaparate que destruye o empujado a una piscina donde hiere a un nadador, etc. Comprobada la existencia de una conducta voluntaria como hecho material, surge la pregunta jurídicamente relevante acerca de si ese comportamiento realiza o no los elementos de un tipo penal. La acción u omisión es
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típica solo si es subsumible en el presupuesto de hecho o tipo de un delito contenido en el Código penal o en una ley penal especial. Por tipo se entiende el conjunto de elementos que describen un delito determinado, p. ej. “el que mate a otro”, art. 391; o “los que en perjuicio de otro se apropiaren o distrajeren dinero, efectos o cualquiera otra cosa mueble que hubieren recibido en depósito, comisión o administración, o por otro título que produzca obligación de entregarla o devolverla”, art. 470 N.º 1. Generalmente, los tipos penales comprenden descripciones más o menos objetivas de la realidad, que no atienden a las intenciones o estados mentales del autor. Existen, sin embargo, por excepción, tipos penales que contemplan elementos subjetivos, sin cuya existencia no hay posibilidad de considerar un hecho determinado como punible, p. ej., el art. 185 castiga al que “falsificare boletas para el transporte de personas o cosas, o para reuniones o espectáculos públicos, con el propósito de usarlas o de circularlas fraudulentamente”, y el art. 316, al que “diseminare gérmenes patógenos con el propósito de producir una enfermedad”. Otra cuestión relevante en esta materia es la vinculación de la conducta con los resultados que causa y que la ley incluye en la descripción típica, como la muerte de otro en el homicidio del art. 391. Aquí, la indagación por la causalidad se ve enfrentada a limitaciones propias de la práctica jurídica, que no pretende indagar en los misterios del universo sino determinar la responsabilidad penal de cada cual, limitaciones que conocemos bajo la idea de la imputación objetiva. Finalmente, otro problema especialmente complejo que pertenece a la teoría de la tipicidad es la existencia de dos modos de conducta: la acción y la omisión. Es fácil comprender la omisión cuando ésta se describe en la ley como no realización de la conducta esperada descrita (p. ej., omisión de socorro del art. 195 Ley de Tránsito). Sin embargo, la cuestión de aquellas omisiones a las que se atribuye la responsabilidad por un resultado donde la conducta esperada no está descrita en la ley (delicta commisiva per omissionem), es algo más compleja, pues aquí deben determinarse con cuidado los casos en que a una persona se le puede exigir, como garante de un bien jurídico, que evite un resultado dañoso previsto en la ley como efecto regular de una conducta positiva, como “matar a otro” (art. 391).
B. Antijuridicidad La adecuación típica a través de una conducta humana debe ser antijurídica para que exista un hecho punible.
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Como las figuras descritas en la ley penal son hechos ilícitos (esto es, previstos como tales por estimarse socialmente dañosos), debieran en principio ser también antijurídicas aquellas conductas que corresponden a alguna de esas descripciones. Y, sin embargo, ello no es siempre así. Puede decirse que la adecuación típica es un indicio de que existe una conducta antijurídica, siempre que ella importe la realización del daño o puesta en peligro del bien jurídico que la ley pretende evitar (antijuridicidad material). Por eso, a la acusación le basta con probar la tipicidad de una conducta y su antijuridicidad material para demostrar la existencia del hecho punible. Pero, aunque quien destruye la cortina de una sala de cine realiza una conducta típica dañando la propiedad ajena, no será responsable del delito de daños del art. 484 si logra demostrar que ese hecho tuvo por objeto apagar el incendio que se había declarado en la sala y no había otro medio para ello. El indicio de la antijuridicidad se desvanece por existir una causal de justificación formal (en el caso propuesto, un estado de necesidad, previsto en el art. 10 N.º 7 CP). Las principales causas de justificación son la legítima defensa propia, de parientes y de terceros (art. 10 N.º 4, 5, 6), el estado de necesidad justificante (art. 10 N.º 7 y 11), el cumplimiento de deber y el ejercicio legítimo de una autoridad, derecho, oficio o cargo (art. 10 N.º 10). En todos estos casos se trata de reglas de excepción (defensas positivas) cuya prueba corresponde al acusado. No obstante, durante la investigación, por el principio de objetividad, corresponde a la fiscalía hacer las averiguaciones necesarias para comprobar o desvirtuar las alegaciones de la defensa en este sentido. La causal de justificación del art. 10 N.º 10, que exime de responsabilidad penal al que obra en cumplimiento de un deber o en ejercicio legítimo de un derecho, profesión, cargo u oficio, permite entender la teoría de la antijuridicidad como el reverso de las diversas autorizaciones o permisos de actuación que se hallan no solo en el Código penal, sino en la totalidad del ordenamiento jurídico (incluyendo el de los pueblos originarios). Así acontece, p. ej., con el derecho de los mandatarios de hacerse del pago de su encargo con los bienes del mandante: en la medida que tales bienes corresponden a su remuneración, tiene el derecho a retenerlos (art. 2162 CC) y, por tanto, no incumple con la obligación de restituirlos al mandante, cuyo incumplimiento constituiría el delito de apropiación indebida (art. 470 N.º 1). A la teoría de la antijuridicidad incumbe, pues, principalmente, fijar los presupuestos de una eventual exclusión del probable ilícito del que es indicio la adecuación de la conducta al supuesto típico y la realización del daño o peligro que la ley pretende evitar (antijuridicidad material). Por ello, la
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falta de tipicidad y la falta de antijuridicidad no son enteramente equivalentes —aunque sí lo sean desde el punto de vista de la exclusión del injusto y de la punibilidad—, ya que no es lo mismo diseminar gérmenes patógenos en un proceso de vacunación masiva que hacerlo para afectar un sector de la economía o de la población (art. 316), ni es lo mismo matar a un mosquito que matar a una persona en legítima defensa (art. 191, en relación con el 10 N.º 4). Por eso, la justificación formal es una excepción que requiere un examen cuidadoso de las pruebas presentadas para alegarla por parte de la defensa, ya que la adecuación típica significa que, en alguna forma, un bien jurídico ha sido lesionado (antijuridicidad material): el daño causado para evitar un mal mayor no deja de ser una lesión típica de un bien jurídico, cuyo amparo cede excepcionalmente ante la necesidad. Esto explica que el art. 168 CPP imponga la revisión judicial del ejercicio de la facultad de no iniciar una investigación, cuando se estima que los hechos no son constitutivos de delito, aún si no ha existido una previa intervención judicial. En caso de haberse producido esa intervención previa, p. ej., por acogerse una querella o decretarse medidas cautelares, la existencia de una causal de justificación solo puede ser alegada al solicitar un sobreseimiento por la causal del art. 250 c) CPP o la absolución en un juicio oral.
C. Culpabilidad (responsabilidad personal) Luego de la indagación sobre la tipicidad y la antijuridicidad es posible afirmar que el hecho es injusto. La información que hemos reunido hasta aquí es principalmente objetiva. Las capacidades del autor, sus intenciones o los motivos de su actuación no han sido considerados, salvo en aspectos puntuales, para decidir sobre la adecuación típica y sobre la antijuridicidad, donde el énfasis aparece puesto en la adecuación de la conducta a la descripción típica y el daño o lesión de bienes jurídicos que causa sin autorización legal. Pero con ello no hemos afirmado, sin embargo, que de ese hecho pueda ser responsable el que lo realizó. La exigencia de culpabilidad significa que ese hecho puede atribuirse o imputarse subjetivamente a una persona capaz y que podría haber actuado de otra manera, esto es, que no es un enajenado mental o menor de edad ni actuó engañado o forzado por las circunstancias. Esta es la esencia del principio de culpabilidad: no se trata de imponer la pena a quien “la merece” como si se le hiciese un reproche “moral” por su “infidelidad” u otra consideración ajena a la observancia externa del derecho, sino solo como “garantía para fundamentar la exclusión de la pena, si el hechor no estaba subjetivamente vinculado con el hecho dañoso que se
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le imputa o no le era socialmente exigible obrar de manera distinta de como lo hizo” (Politoff, “Sistema”, 587). Los elementos que permiten afirmar esa vinculación son: i)
Imputabilidad e inimputabilidad
Imputabilidad es capacidad de culpabilidad o responsabilidad, condición que no existe, en el sentido de nuestra ley, si falta la salud mental (art. 10 N.º 1) o la madurez o desarrollo suficiente de la personalidad (art. 10 N.º 2). ii) Dolo y culpa Al autor del hecho no se le imputa sin más el resultado o la conducta objetivamente realizada, sino, la circunstancia de que esa conducta o resultado hayan sido dolosos o culposos (arts. 1 y 2). En el primer caso se habla de delitos, en el segundo, de cuasidelitos. De ahí que se denomine formas o especies de culpabilidad al dolo o malicia y a la culpa (imprudencia o negligencia). Existe dolo si el agente conoce los elementos del tipo penal y tiene voluntad de su realización, p. ej., en el delito de homicidio del art. 391, hay dolo si sabe que mata a una persona y es esto precisamente lo que quiere hacer. Pero también forma parte del dolo o malicia la comprensión del carácter antijurídico de la conducta. Por eso, actúa sin dolo tanto el que desconoce las condiciones fácticas de su actuar por que, p. ej., cree que dispara a una pieza de caza, pero el blanco es otro cazador disfrazado de animal (error de tipo); como quien cree que actúa al amparo de una causal de justificación, p. ej., cree que le dispara a un ladrón mientras escala de noche su casa, pero la víctima es su hijo borracho que entra por la ventana tratando de no ser descubierto (error de prohibición). El arraigo de la antigua doctrina consagrada por el art. 8 CC que niega efecto excluyente de responsabilidad penal al error de derecho, no puede alterar la exigencia de voluntariedad de los arts. 1 y 2 CP (ley posterior y especial). Pero el desconocimiento de la realidad o de las normas aplicables, deliberado y atribuible a la propia responsabilidad no impide sino fundamenta, por ese mismo actuar voluntario y consciente, aunque previo, la imputación a título de dolo. Por otra parte, hay culpa o imprudencia si el autor, que no había previsto ni querido el resultado por él producido, podía y debía haberlo previsto y evitado, p. ej., en el caso de quien, al manipular descuidadamente los materiales con que repara el techo de una casa, deja caer inadvertidamente un ladrillo que da muerte a un transeúnte, comete un homicidio culposo o, lo
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que es lo mismo, un cuasidelito de homicidio (art. 490). La sanción por la culpa se funda en que si el que causó el resultado hubiera actuado con el debido cuidado, según sus conocimientos y capacidades, hubiera podido prever y evitar la muerte del transeúnte. Vale la pena señalar que, si bien legalmente los delitos culposos constituyen legalmente una excepción con un tratamiento penal muy benigno (art. 10 N.º 13, en relación con los arts. 490 a 492), en la práctica su juicio social ha ido mutando, sobre todo respecto a los que constituyen accidentes de tránsito, como lo demuestra toda la regulación del manejo en estado de ebriedad, a propósito de la llamada Ley Emilia (arts. 195 a 196 ter Ley de Tránsito. V., una crítica a esta evolución, reflejada en importantes cambios en las descripciones típicas y la penalidad de esta clase de delitos, desde un punto de vista político criminal, en Cardozo, “Bases”, 57). iii) Exigibilidad de otra conducta conforme a derecho Este requisito es consecuencia de que la responsabilidad penal solo es exigible de las actuaciones voluntarias o libres, en sentido jurídico, esto es, exentas no solo de error o engaño, sino también de coerción, temor o necesidad. Las circunstancias extraordinarias que eximen de responsabilidad por considerar que no es exigible otra conducta en las situaciones que señalan son la fuerza moral irresistible, el miedo insuperable (art. 10 N.º 9), el estado de necesidad (art. 10 N.º 11) y otras situaciones equivalentes (p. ej., el encubrimiento de parientes, art. 17, inciso final y la obediencia debida en el ordenamiento militar). En todos esos casos se afirma que, jurídicamente, era inexigible otra conducta. Desde el punto de vista procesal, corresponde al fiscal probar los elementos positivos de la culpabilidad, esto es el dolo y la culpa, que se encuentran en la definición del delito de los arts. 1 y 2 CP y determinan la “participación culpable” del acusado (art. 340 CPP). Y corresponde a la defensa la prueba de las eximentes de la responsabilidad penal basadas en la falta de culpabilidad por error o inexigibilidad de otra conducta. Sin embargo, la existencia de una causal de inimputabilidad (locura o demencia y menor edad, art. 10 N.º 1 y 2), como presupuesto de la participación culpable, también es de comprobación obligatoria por la fiscalía, previa a la formulación de una acusación (art. 354 CPP).
Capítulo 6
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§ 1. Tipicidad como objeto de la teoría del caso de la acusación. Su prueba El primer elemento del delito es la existencia de una conducta típica. Y la primera obligación del fiscal es probar, más allá de toda duda razonable, que tal conducta ha existido en el mundo real y que reúne los caracteres que la hacen punible, descritos en un tipo penal. Esta prueba es la primera parte de su teoría del caso. Se llama tipo penal a la descripción del hecho penado por la ley o, en otros términos, al presupuesto de hecho de la sanción penal (Tatbestand, en alemán). Comprende la descripción de la conducta y las circunstancias fácticas que la hacen punible. La mayor parte las veces esas circunstancias son de gran relevancia: si bien la conducta homicida parece en sí misma grave (art. 391 N.º 2), para la ley no es igual matar a otro que a un pariente o a una mujer por su condición de tal (arts. 390 y 390 bis y ter), o si se hace o no a traición (art. 391 N.º 1). Además, cuando, como en tales casos, se exige un resultado, surge también la necesidad de la prueba de la relación causal. Por otra parte, conductas que en la vida normal carecen de significación jurídica autónoma, pueden considerarse delito según el objeto en que recaen, las circunstancias y el contexto en que se desarrollan. Así, la tenencia o posesión de determinadas cosas, que es una forma de relación económica básica generalmente lícita, puede constituir delito según la naturaleza del objeto que se tenga o posea, como sucede en los delitos de receptación de objetos robados (art. 456 bis A), tenencia de armas prohibidas (art. 9 Ley de Control de Armas) o posesión de drogas no permitidas (art. 3 Ley 20.000). Por otra parte, tratándose de conductas que tienen que ver con la libertad o propiedad de otro (adulto), como tener relaciones sexuales o apropiarse de cosas ajenas, estas pueden constituir o no delito según se hagan sin o con la voluntad del otro (arts. 361 y 432, respectivamente). También el lugar donde se realiza la conducta que en sí misma puede no ser delito, como encender una fogata, puede transformarla en delito: empleo del fuego en Áreas Silvestres Protegidas (art. 22 bis Ley de Bosques). A la hora de describir los hechos punibles, el legislador puede incluir, además, menciones específicas
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relativas al tiempo (“en tiempo de catástrofe”, art. 5 Ley 16.282); al lugar (“lugar habitado”, art. 440); a determinados medios o modos de perpetrar el hecho (“por sorpresa o engaño”, art. 384), etc., que alteran la cuantía de la pena asignada al hecho. Luego, la tipicidad es la adecuación o subsunción del hecho —que incluye a la conducta— descrito en la acusación al presupuesto o descripción fáctica del delito (tipo penal). En el delito de homicidio simple el tipo penal está en el Art. 391 N.º 2: “El que mate a otro”. Un hecho concreto contenido en una acusación, en el sentido del art. 259 b) CPP, puede ser —en una versión muy resumida— el siguiente: “A las 20:00 hrs del 1 de enero de 2020, tras una breve discusión, A, cogiendo una piedra en el suelo golpeó el cráneo de B, causándole una herida que provocó su muerte por hemorragia a las 20:30 hrs”. Ese hecho es típico y constituye un delito de homicidio del art. 391 N.º 2, porque puede subsumirse en sus elementos: i) A, una persona; ii) realiza una acción (con un movimiento corporal dirigido por la voluntad golpea con una piedra la cabeza de B); y iii) que causa la muerte de otro, B. La afirmación de la tipicidad de una conducta significa entonces, traspasar también el primer filtro valorativo o normativo de la ley, al identificar un hecho concreto con la clase de hecho abstracto o general o descrito en ella. Además, puesto que los ingredientes que integran la tipicidad son inseparables de los bienes jurídicos tutelados a través de la respectiva figura legal (vida, libertad ambulatoria, libertad sexual, propiedad, ejercicio correcto de la función pública, etc.) y de la forma de lesión o peligro que se quiere evitar a través de la incriminación, el juicio acerca de la tipicidad expresa ya un conjunto de informaciones provisionales acerca del bien jurídico tutelado y su lesión (antijuridicidad material): solo desde esta perspectiva es posible resolver problemas actuales como el de si una casa de veraneo es o no —durante el invierno— un lugar habitado de los mencionados en el art. 440. Las dos defensas generales que de aquí surgen son negar la existencia del hecho como tal (las cosas no pasaron como dice la acusación) o, sin disputar su existencia y circunstancias, negar su tipicidad, afirmando que no es subsumible en el tipo penal que señala la acusación. En casos de persecución penal que de manera muy evidente se refieran a hechos que de ninguna manera puedan considerarse subsumibles en algún tipo penal, es posible, por falta de tipicidad, recurrir a la vía constitucional del amparo del art. 21 CPR para poner término a una persecución penal ilegal que amenaza, perturba o priva de libertad, según su estadio procesal.
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§ 2. Elementos de la descripción típica A. Autor (sujeto activo). Clasificación Autor es la persona que realiza el tipo penal. En los términos del art. 15 N.º 1, es quien “toma parte inmediata y directa en su ejecución”. Cuando la ley especifica una característica personal para identificar al autor en el tipo penal, los delitos se llaman especiales, por contraposición a los comunes, donde figura como autor cualquiera (“el que”). Son delitos especiales propios aquellos que solo pueden ser cometidos por determinadas personas: la prevaricación judicial del art. 223 N.º 1 o el incesto del art. 375. Son especiales impropios, aquellos donde la característica personal parece únicamente agravar o disminuir la pena de un delito común: respecto del homicidio (art. 391 N.º 2) ser determinado pariente agrava la pena en el parricidio (art. 390), y la atenúa en el infanticidio (art. 393). En algunos delitos, la ley designa como sujetos activos únicamente a quienes se encuentran en la cúspide de una organización, aunque materialmente el hecho pueda ser cometido por cualquiera y no exista delito base común —lo que no sucede en los delitos especiales propios, donde materialmente solo los indicados por la ley pueden cometer el hecho que se trata: nadie que no sea juez puede dictar sentencia contra ley expresa y vigente (la puede falsificar, pero no dictar) —. Esto sucede, p. ej., en la publicidad falsa de valores, de la cual el art. 59 f) Ley 18.045 hace responsables únicamente a “los directores, administradores y gerentes de un emisor de valores de oferta pública”. Estos casos pueden denominarse de “autoría funcional” (Politoff, “El ‘autor detrás del autor’”, 333). Sin embargo, al establecerse la autoría funcional la ley no siempre excluye la responsabilidad de los inferiores, como sucede en la atribución de responsabilidad penal que hace el art. 99 CT a todos los obligados al cumplimiento de una obligación tributaria de un contribuyente que sea persona jurídica o en el art. 136 Ley General de Pesca que castiga tanto al que introduce o “manda introducir” contaminantes en el mar. En otros casos, la ley supone en la descripción típica la intervención de dos o más personas para la configuración de un delito. Estos son los delitos de “participación necesaria” o “plurisubjetivos”, donde debemos distinguir aquellos casos de delitos “de convergencia”, donde todos los intervinientes responden por su participación como autores de un mismo delito, aunque a veces varía el título designado por la ley (p. ej., en el alzamiento armado del art. 121 y en la asociación ilícita del art. 292, donde se distingue entre las calidades de caudillo y alzado o jefe y miembro, respectivamente); de los
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“de encuentro”, donde no necesariamente todos los intervinientes responden penalmente a un mismo título, como sucede con el cohecho pasivo y el activo (arts. 248 y 250) o el aborto consentido fuera de los casos permitidos por la ley (arts. 342 N.º 3 y 344), e incluso hay situaciones en que la intervención de la víctima parece necesaria para la consumación del delito, como en las estafas (arts. 467 a 473), la violación y el robo mediante intimidación (arts. 362 y 436), y la concusión (art. 241), donde solo el autor es responsable penalmente. La determinación específica del sujeto activo en cada delito es un asunto de la parte especial. Sin embargo, puesto que en la realidad es frecuente la intervención de varias personas en un mismo hecho, sin que todas ellas participen de igual forma ni compartan idénticas características personales, corresponde a la parte general determinar la extensión y grado de responsabilidad que cabe asignarles a cada una de ellas (arts. 14 a 17), donde la responsabilidad a título de “autor” se extiende más allá del sujeto activo del delito, según las formas empíricas de intervención en el hecho, aspectos que trataremos en detalle en el Cap. 10.
B. Víctima (sujeto pasivo) La víctima, esto es, la persona “ofendida por el delito” (art. 108 CPP), se encuentra presente en muchos tipos penales. En aquellos que afectan derechos personales (como la vida, la salud, la integridad personal o la libertad sexual, etc.), se indica con la expresión “otro”. En muchos delitos, la intervención de la víctima es determinante para su configuración: acceder a las amenazas agrava ese delito y, si éstas son intimidatorias, se configuran otros delitos como violación o robo (arts. 296, 361 y 436); entregar una cosa engañado o por un acto de confianza en su restitución, puede generar delitos de estafa y apropiación indebida (arts. 468, 470 N.º 1 y 473). A veces, la relación de la víctima con el autor es determinante en la calificación del hecho, como sucede en el art. 390 respecto de las relaciones que constituyen el parricidio y en el art. 390 bis, de los que constituyen el femicidio íntimo. En otros casos, el género o la menor edad de la víctima determina la gravedad del delito, como sucede con el femicidio del art. 390 ter, la sustracción de menores (art. 142), la violación de menores de 14 años (art. 362), la agravación del tráfico de migrantes menores de edad (art. 411 bis, inc. 3). El hecho de ser mujer la víctima de determinados delitos también se presenta como una característica personal relevante que agrava la pena, como aparece en la figura de femicidio (art. 390 bis) y, en la legislación española, en las lesiones y amenazas (arts. 148 N.º 4, 153.1 y 171.1 CP español de 1995). La
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mayor edad de la víctima también tiene influencia en algunos casos, como sucede en la exclusión de la excusa legal absolutoria del art. 489, cuando la víctima es un adulto mayor de 60 años. En ciertos delitos, no solo la calidad de la víctima sino, principalmente, su actividad procesal, son determinantes para su persecución y sanción, como ocurre con los delitos de acción privada (calumnia e injuria, p. ej.) y pública previa instancia particular (lesiones menos graves y leves, amenazas y delitos de carácter sexual contra mayores de edad), según disponen los arts. 54 y 55 CPP. En ellos, además, la renuncia previa a la acción penal la extingue (art. 56 CPP). Además, procesalmente, la ley atribuye a las víctimas ciertos derechos de participación formal en el proceso penal y a la reparación del daño, mediante el ejercicio de acciones civiles en el proceso penal, con independencia de la presentación o no de una querella, e incluso con la posibilidad de paralizar la persecución penal mediante acuerdos reparatorios en cuasidelitos y delitos que solo tengan interés pecuniario, según el art. 341 CPP (Tapia B., “Estatuto”, 32). Esta especial consideración, que incluye la sustitución de su anterior denominación (“sujeto pasivo”), parece ser fruto al mismo tiempo de los esfuerzos de la llamada “víctimología” y de la influencia en la política criminal de las críticas abolicionistas de las décadas de 1960 y 1970, que pugnaban por “buscar mecanismos de solución al conflicto distintos al punitivo —‘dejar en manos de la sociedad su resolución’—” (Carnevali, “Víctima”, 29). Pero también la “victimodogmática” ha desplazado hacia el análisis de la responsabilidad de la víctima una fuente de exclusión de la imputación objetiva de resultados, como veremos más adelante (con detalle, Mañalich, “Víctima”, 281). Sin embargo, la existencia de una víctima no es un elemento esencial para la configuración del hecho punible. Nuestro sistema contempla numerosos delitos “sin víctima”, donde no existe una persona directamente ofendida por el delito, sino que el fundamento de la punición es el daño o puesta en peligro de bienes jurídicos colectivos o supraindividuales, como la organización y existencia del Estado, del sistema de justicia, el medio ambiente, la libre competencia, etc., donde las potenciales víctimas indeterminadas de tales hechos solo muy excepcionalmente pueden comparecer en juicio como querellantes, personalmente, en casos de delitos terroristas o funcionarios, o representadas por organismos estatales especialmente habilitados al efecto (art. 111 CPP). Y aunque siempre les es posible denunciar, tampoco ello se permite en todos los casos (p. ej., en delitos tributarios, electorales y contra la libre competencia, entre otros, donde la capacidad para denunciar queda radicada en organismos estatales especializados).
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C. Conducta. Clasificación La conducta punible es el aspecto principal sobre el cual recae el juicio de tipicidad y se identifica con el núcleo o verbo rector del tipo penal: “matar” (art. 391), “herir, golpear o maltratar” (art. 397), “diseminar” (art. 316), “propagar” (art. 291), “solicitar” (art. 248), “poseer” (art. 3 Ley 20.000), “introducir” o “mandar a introducir” (art. 136 Ley General de Pesca), “omitir decretar la prisión” (art. 223 N.º 4), “no socorrer o auxiliar a otro” (art. 494 N.º 14), etc. En atención a sus formas, los delitos se clasifican en delitos de acción (arts. 390 y 397, p. ej.) y omisión; y estos, en omisión propia (arts. 223 N.º 4 y 494 N.º 14, p. ej.) o impropia (el llamado homicidio en comisión por omisión, p. ej.), según si las circunstancias de la omisión punible están o no descritas detalladamente en la ley. Las particularidades de la tipicidad en estos dos últimos casos las trataremos más adelante. Por ahora, solo es necesario tener presente que la variedad de las conductas humanas descritas en los tipos penales y las diferencias normativas de su expresión como hechos materiales determinados por su forma (“golpear”) o su resultado (“matar”), la expresión de una mera subjetividad (“poseer”) o expresiones verbales (“mandar”), en los casos de delitos de acción; o, simplemente, como la no realización de una conducta esperada, en los delitos de omisión; hace inútil desarrollar un concepto ontológico o pre-jurídico de acción, omisión o conducta que las englobe y que no sea sino la expresión de una tautología: son acciones y omisiones penalmente relevantes las expresiones corporales o verbales voluntarias descritas en la ley como delitos. La voluntariedad, en este primer nivel de análisis, solo significa que exista un impulso psíquico en la persona del agente que permita describir la expresión corporal o verbal como propia, originada en sí mismo, esto es, no forzada físicamente o inconsciente y por eso atribuible a él (Bunster, “Voluntad”, 607 y 626). Como veremos al tratar la culpabilidad, tampoco se consideran voluntarias, en un segundo nivel de análisis, las conductas resultantes de un engaño, error o fuerza moral. Dado que el legislador se vale del lenguaje común para las descripciones típicas, no es posible ir más allá de la identificación de la conducta con el verbo empleado en la ley, como expresión lingüística que sirve para describir los hechos del mundo exterior que deben ser probados para fundamentar la responsabilidad penal. Por eso, un concepto normativo de conducta, activa u omisiva, como el aquí propuesto, no sirve para valorar si un tipo penal se refiere a no a conductas cuyo concepto sea empíricamente prexistente y, por tanto, sujeto a las preferencias subjetivas de cada cual,
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como puede verse en la disputa de la segunda mitad del siglo pasado entre finalismo y causalismo (Novoa, Causalismo); pero, en cambio, sí sirve para exigir como condición de una condena la prueba empírica en un proceso real de lo que el tipo penal describe como conducta (Bunster, “Acción”, 19). Esto último ya es bastante en comparación con las doctrinas que pretenden reemplazar la prueba de los hechos punibles por la sola “adscripción” de significado desde el juzgador. También se distingue entre delitos formales y de resultado, según si se exige o no para la consumación una modificación del mundo exterior como consecuencia de la conducta (mutilación de un miembro importante, art. 396 inc. 1, p. ej.). En estos delitos se presenta el problema de la vinculación causal entre la actividad desplegada por el agente y su resultado, actualmente tratado bajo la idea de la imputación objetiva. Se habla de delitos formales o de mera actividad cuando dicho resultado no se exige (violación de domicilio, art. 144, p. ej.), sino que la ley “describe un hecho cuya realización completa requiere la intervención corporal del agente” (Cury, “distinción”, 71). Entre estos últimos, cobran importancia los de expresión, que se cometen solo mediante la emisión de expresiones lingüísticas (cohecho, arts. 248 a 250, p. ej.). En estos delitos no se exige la acreditación de un suceso causal externo diferente a la realización de la conducta descrita en el tipo, aunque, en el extremo, la inexistencia del peligro que la ley quiere evitar puede habilitar una defensa de falta de antijuridicidad material. A este mismo resultado se arriba si se entiende que la constatación ex ante de falta absoluta de peligro para el bien jurídico excluye la tipicidad en esta clase de delitos (Modollel, “Tipo”, 369). Según su forma de consumación, se distingue entre delitos simples o instantáneos, permanentes, instantáneos de efectos permanentes, habituales y de emprendimiento. Se entiende por delitos simples o instantáneos aquellos en que el hecho punible se perfecciona con una acción y, en su caso, un resultado, cuya entera realización es inmediata (hurto, art. 432); permanentes, aquellos en que la situación antijurídica creada se extiende en el tiempo sin solución de continuidad (secuestro, art. 141); instantáneos de efectos permanentes, aquellos en que los efectos del delito pueden seguir constatándose más allá de su consumación (mutilaciones, art. 396); habituales, los que la ley sanciona solo cuando se produce la repetición de una determinada conducta (encubrimiento personal habitual, 17 N° 4 CP). A estas formas tradicionales se agrega la del delito de emprendimiento o empresa, esto es, aquellos que la ley define con una multitud de conductas que constituyen formas de participación una y otra vez en una misma empresa o actividad criminal iniciada o no por el responsable, como sucede con el
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tráfico de drogas (art. 3 Ley 20.000) y en los delitos tributarios (art. 97, N.º 4 Código Tributario). Por último, la ley en ocasiones suele definir los delitos por la concurrencia de dos conductas, sea adicionando una a otra (delitos compuestos: violación con homicidio o femicidio, art. 372 bis) o vinculando la realización de una como medio o forma de comisión de otra (delitos complejos: robo con homicidio, art. 433 N.º 1. Con detalle, v. Vivanco, Robo). Estas clasificaciones son relevantes para determinar el momento y lugar de su comisión, así como su prescripción e incluso para resolver problemas relativos a la posibilidad de invocar la legítima defensa o el carácter de flagrante o no del delito en cuestión. Pero la ley no solo tipifica la conducta punible de los autores o coautores de los delitos consumados, sino también la de sus instigadores, cómplices y encubridores (arts. 14 a 17), sea que el delito esté consumado, frustrado o tentado (art. 7). En algunos casos, además, sanciona también su proposición y la conspiración para cometerlo (art. 8). Todas estas disposiciones establecen reglas especiales de extensión de la punibilidad o de atribución de grados de responsabilidad, necesarias en un sistema basado en el principio de legalidad, cuando la intervención o el hecho no se encuentran descritos completamente en el tipo penal que se trata de imputar. Y aunque estas ampliaciones de la tipicidad van acompañadas, generalmente, de diferentes grados de responsabilidad expresados en penas inferiores a las del autor del delito consumado, en muchas ocasiones, según prevé el art. 55, la ley impone la misma pena tanto al delito consumado como al tentado y frustrado o, incluso, describe como un delito consumado hechos que corresponderían a actos preparatorios impunes, como la fabricación o tenencia injustificada de instrumentos conocidamente destinados al robo (arts. 450 y 445, respectivamente). La constitucionalidad de estas reglas especiales que extienden la punibilidad y alteran la penalidad de las diferentes etapas de desarrollo del delito o de la participación en él ha sido declarada de manera consistente por la jurisprudencia (SCS 22.10.2012, RChDCP 2, N.º 1, 155, con nota aprobatoria de C. Scheechler. En el mismo sentido, van Weezel, “¿Es inconstitucional el art. 450?”, 193, criticando la SCA 15.11.2000 que así lo estimaba).
a) La ausencia de conducta como defensa negativa limitada La falta de una prueba que constate la expresión verbal o el movimiento corporal voluntario y aprehensible por los sentidos de la conducta que la ley sanciona o de una diferente a la que la ley espera, en los casos de omisión, hace imposible fundar la responsabilidad penal.
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Cuando ese movimiento corporal o expresión verbal se originan en hechos externos a la psiquis del acusado (como la vis absoluta o fuerza física irresistible, art. 10 N.º 9) o en momentos en que dicha psiquis no parece en control del agente, por encontrarse inconsciente el supuesto responsable o ser producto de actos reflejos, tampoco es posible fundamentar la responsabilidad penal, salvo que a dichos estados hayan precedido otros en que la fuerza, la pérdida de conciencia o el acto reflejo fuesen previsibles y evitables y el sujeto no los evitase o de cuya imposibilidad de evitación fuese plenamente responsable. Tales situaciones llevan generalmente al establecimiento de una responsabilidad por negligencia o culpa, como el frecuente caso del conductor que se duerme al volante y causa un accidente mortal; o incluso dolosa, si la fuerza, la inconsciencia o el acto reflejo se emplearon deliberadamente para obtener el resultado buscado, hacer posible su realización o imposible evitarlo. Así, en los casos menos habituales del accidente de tránsito causado por un movimiento defensivo para evitar que una mosca entrase al ojo y en el del accidente causado por un conductor bajo ataque de epilepsia, la jurisprudencia comparada ha considerado tales hechos como imprudentes, por la no evitación de un resultado previsible y evitable (Casos DPC, 99 y 194). En consecuencia, la defensa basada en la ausencia de la acción tiene un efecto muy limitado si es que ninguno, pues lo más probable es que en las situaciones descritas sea la propia acusación la que se plantee en el ámbito de la imprudencia o la atribución dolosa por la inimputabilidad o ignorancia deliberadas (actio liberae in causa). Tampoco es posible afirmar la falta de voluntariedad o de conducta, en este nivel, en los actos instintivos, habituales ni en la omisión: en todos ellos la psiquis puede dirigir a la conducta hacia un comportamiento ajustado a derecho.
D. Objeto material. Distinción entre objeto material y objeto jurídico El objeto material de la conducta u objeto de la acción es la cosa o persona sobre la que recae: el “otro” en el homicidio (391 N.º 2), la “correspondencia o papeles” en la violación de ésta (art. 146 CP); el “dinero u otra cosa mueble” en la apropiación indebida (art. 470 N.º 1), etc. Las propiedades del objeto material deben ser conocidas por el agente, pero salvo indicación legal expresa (como en el art. 390, que exige conocimiento de las relaciones que ligan a la víctima con el sujeto activo), este conocimiento no puede ser otro que el propio de la esfera del profano y a su respecto cabe el dolo eventual (esto es, se admite su atribución con la sola aceptación de su posibilidad): p. ej., la menor edad de la víctima de
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violación (art. 362) o el carácter psicotrópico o estupefaciente de la droga (Ley 20.000). Por otra parte, la existencia de ciertos objetos prohibidos o de circulación restringida a autorizaciones especiales ha creado una categoría especial de delitos, los llamados delitos de tenencia o posesión, donde la tipicidad de la conducta está conformada por una relación subjetiva entre el agente y el objeto. Desde el punto de vista normativista, se afirma que en estos delitos lo relevante es el control sobre el objeto, entendido como una relación de custodia que importe disponibilidad (Cox, “Delitos de posesión”, 58). Sin embargo, esta última perspectiva deja fuera muchos casos legalmente reconocidos de tenencias punibles donde terceros tienen ese poder de disposición. Por eso es preferible un concepto de posesión que apunte directamente a la relación subjetiva existente: una “voluntad de poseer y un mínimo de conciencia” acerca de su naturaleza (Ambos, “Posesión”, 28). Esta relación puede manifestarse en múltiples conductas que, de no ser por la naturaleza de su objeto material, serían perfectamente lícitas: fabricar, producir, comprar, vender, importar o exportar, etc., y en general, la mera posesión y el tráfico de ciertas drogas (Ley 20.000), ciertas armas (Ley 17.798), ciertos residuos y objetos peligrosos (art. 44 Ley 20.920), pornografía infantil (arts. 366 quinquies y 374 bis), objetos robados o hurtados (art. 456 bis A), e instrumentos conocidamente destinados a la comisión de robos (445). No debe confundirse el objeto material con el objeto jurídico del delito, que es el objeto de tutela o bien jurídico: la vida, la inviolabilidad de la correspondencia y el patrimonio en los ejemplos anteriores, respectivamente. El objeto material tiene, pues, un significado principalmente descriptivo, mientras que el objeto o bien jurídico uno normativo: el interés de protección, finalidad o telos de la ley. Por lo mismo, puede haber delitos que no hagan referencia a un objeto material, como en la omisión de denuncia de las actividades de una asociación ilícita (art. 295 bis); pero no puede haber hechos punibles que no estén destinados a la protección o evitación de un daño a un bien jurídico, expresado algunas veces en la literalidad de su texto o, las más, en la historia fidedigna de su establecimiento, que permite su adecuada interpretación. Así mientras en el art. 292 no es posible identificar un objeto material, sí es posible sostener que su finalidad es la protección de la seguridad pública, bien jurídico cuyo daño o peligro de daño pretenden evitar los delitos que reprimen las asociaciones ilícitas.
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E. Elementos subjetivos. Clasificación Los llamados elementos subjetivos del tipo penal hacen referencia a especiales motivaciones o finalidades del acusado que deben probarse antes de afirmar la tipicidad del hecho. Su importancia radica en que su presencia en el tipo importa la de su prueba en juicio y la exclusión de la imprudencia como forma de imputación subjetiva, por parecer incompatibles tales motivaciones o finalidades con un actuar involuntario. Por regla general, importarán también la exclusión del dolo eventual, pero solo respecto de los elementos de la descripción típica a que hagan referencia, como el conocimiento de las relaciones con el ofendido o el género de la víctima en el parricidio y el femicidio, respectivamente (arts. 390, 390 bis y 390 ter), pero no respecto del efecto de los medios que se emplean, como el veneno (o. o., ampliando el efecto de la exclusión a todos los elementos del tipo, la SCA Concepción 6.7.2012, RChDCP 1, 381, con nota favorable de J. Winter, pero no por razones dogmáticas, sino únicamente de política criminal). Según la naturaleza y función de dichos elementos subjetivos, los delitos se clasifican en de intención trascendente y de tendencia. En los primeros se precisa que el sujeto quiera algo externo, situado más allá de la conducta descrita en la ley. Ellos se clasifican, a su vez, en delitos imperfectos en dos actos y delitos de resultado cortado: en los primeros el sujeto tiene una mira por alcanzar que debiera tener lugar, con una propia actuación suya, después de la consumación del delito (p. ej., la sustracción de un menor de edad para cobrar rescate, art. 142 N.º 1). También se consideran imperfectos en dos actos, los delitos de apropiación (hurtos, robos y apropiación indebida), donde el animus rem sibi habiendi califica la conducta, pero no requiere un acto de materialización adicional a la sustracción, aprehensión o negativa de restitución de la cosa, como sería su efectiva disposición, uso o consumo. En los de resultado cortado, la acción típica se complementa con la mira de conseguir un resultado externo que va más allá del tipo objetivo, sin intervención del agente (p. ej., en el delito de diseminación de gérmenes patógenos del art. 316, el propósito de causar una enfermedad). Los delitos de tendencia se caracterizan porque es el ánimo del sujeto el que tiñe de sentido la conducta en cuanto peligrosa para el bien jurídico tutelado. En estos casos, el elemento subjetivo no es trascendente, sino, en cuanto presupuesto psíquico, parece situado más bien antes o detrás de la conducta objetiva, la cual sería susceptible de interpretarse de modos diversos y solo mediante esa especial intención adquiere su verdadera significación como hecho socialmente dañoso, tal como sucede con la intención lasciva o propósito voluptuoso en los abusos sexuales de los arts. 366 a 366 ter, o el ánimo de injuriar del art. 416 (Politoff, Elementos subjetivos, 124. Con todo,
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la existencia o no de un ánimo de injuriar o del ánimo lascivo en los delitos sexuales es objeto de intenso debate en la jurisprudencia y la doctrina: RLJ 330 y 384; Rodríguez Collao, Delitos sexuales, 212; Cox, Abusos sexuales, 124 y Garrido DP III, 202).
F. Circunstancias, presupuestos y condiciones objetivas de punibilidad En muchas ocasiones la ley configura el hecho punible incorporando referencias de carácter objetivo que deben probarse, como la forma, los medios, el tiempo o el lugar de su comisión. Cuando se trata de la forma o medios de comisión, puesto que su existencia depende de la voluntad del agente, la prueba de su conocimiento depende de la prueba de la intención de realización para la imputación dolosa. Respecto de las circunstancias de tiempo y lugar, para su imputación a título de dolo, a la prueba del conocimiento de su existencia debe sumarse la de la intención de su aprovechamiento. Sin embargo, a veces la ley contempla circunstancias que solo pueden calificarse como presupuestos objetivos de la conducta, donde la exigencia subjetiva se limitaría a constatar únicamente el conocimiento de su existencia, como sucede con los elementos de contexto de los crímenes de lesa humanidad descritos en el art. 1 Ley 20.357 (la existencia de un ataque generalizado contra la población civil como parte de un plan que responda a una política estatal o de un grupo con control territorial o que tenga la impunidad garantizada); y el carácter despoblado del lugar donde se encuentra al herido en la omisión de socorro y sus condiciones (art. 494 N.º 14). Como no es posible dirigir la voluntad hacia la existencia o aprovechamiento de tales presupuestos, ya que ello no depende del agente, la exigencia del dolo a su respecto se limita a la de su conocimiento. Según la naturaleza de este presupuesto y la formulación legal específica, este conocimiento será exigible como un hecho psíquico actual (dolo directo) o, al menos, la aceptación de que ese presupuesto esté presente en la realidad (dolo eventual). Muy excepcionalmente, en cambio, algunas descripciones legales contienen condiciones objetivas de punibilidad que, como su nombre lo indica, son circunstancias fácticas de las que depende la punibilidad del hecho, que se expresan en términos puramente objetivos y condicionales, habitualmente mediante la preposición “si”, como en el caso de la muerte del suicida en el art. 393; aunque ello no siempre es necesario, como en la referencia al desconocimiento del autor de la muerte en el homicidio en riña del art. 392. Se establecen habitualmente por puras razones de política
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criminal y su efecto más significativo es excluir la posibilidad del castigo a título de tentativa o frustración. Sin embargo, al contrario de lo sostenido en nuestras obras anteriores, debemos aquí abandonar la idea de que tales circunstancias no exigirían una vinculación subjetiva del agente, por no corresponder al “núcleo de lo injusto” (Soto P., Apropiación indebida, 67). Ello por cuanto esta afirmación, por una parte, no es consecuencia necesaria del carácter incierto de la punibilidad a título exclusivo de consumación que imponen tales condiciones; y, por otra, porque no es compatible con las exigencias del principio de culpabilidad, en orden a establecer siempre una vinculación subjetiva entre el hecho punible y el responsable. Por esos motivos, tales condiciones han de entenderse como generadoras de lo que se conoce como delitos calificados por el resultado impropios, donde respecto de los resultados que se expresan como condición debe acreditarse al menos su previsibilidad, junto con el dolo de la conducta base. Por esa razón, tampoco sería posible configurar un delito imprudente con una condición objetiva de punibilidad.
§ 3. El problema de los llamados elementos normativos del tipo Dado que las descripciones de los hechos constitutivos de delito se hacen empleando el lenguaje natural, se podría esperar que todas las expresiones correspondiesen a conceptos descriptivos de la realidad tangible, susceptibles de prueba mediante evidencia física, documental o testimonial. Sin embargo, los tipos penales no se limitan siempre a emplear expresiones o elementos descriptivos como el verbo matar (art. 391 N.º 2) o ser la víctima menor de 14 años (art. 362) que, aunque requieren interpretación y una cierta valoración propia de los idiomas naturales, permiten comparar la realidad probatoria con esa interpretación y afirmar su correspondencia o no con ella mediante un juicio de verdad o falsedad (o. o., Ossandón, “Elementos descriptivos”, 167, para quien todos los elementos del tipo son “adscriptivos” y siempre importan una valoración no susceptible de comprobación empírica). Muchas veces, en cambio, la ley emplea términos cuyo sentido solo es discernible por medio de valoraciones culturales o jurídicas, como las “buenas costumbres” (art. 374) o el “instrumento público” (art. 193), respectivamente, y que son difícilmente reducibles a juicios de verdad o falsedad fáctica. Estos son los llamados elementos normativos del tipo que, según nuestro TC, cuando se refieren a valoraciones jurídicas, están sujetos a las mismas exigencias que la ley penal en blanco: su contenido debe estar con-
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templado en otra ley o un decreto supremo publicado en el Diario Oficial con anterioridad a la perpetración del hecho (STC 27.9.2007, Rol 781). No obstante, su carácter más bien abstracto y valorativo no exime a la acusación de probar su existencia más allá de toda duda razonable con antecedentes probatorios que trasciendan a su mera afirmación (art. 340 CPP). La importancia de esta exigencia probatoria puede ser descubierta con una revisión de los arts. 193 a 205, donde se podrán apreciar las diferencias en las descripciones y sanciones de la falsificación de diferentes documentos, según su calificación como instrumentos públicos, privados, títulos de crédito, certificados, pasaporte o porte de armas, etc. Por otra parte, la ley también emplea a veces en las descripciones legales expresiones tales como “sin derecho”, “indebidamente”, “abusivamente”, etc., que no hacen referencia a los elementos del tipo (autor, víctima, conducta, objeto material o circunstancias). Se trata de referencias generales a la antijuridicidad de la conducta o a la posibilidad de que exista una causal de justificación de cumplimiento del deber, ejercicio legítimo de una profesión, cargo u oficio (art. 10 N.º 10), que se dice podrían ser redundantes. Sin embargo, por aplicación del principio de vigencia, su incorporación al tipo penal puede entenderse como algo más que una llamada de atención al juez acerca de la existencia de esas potenciales autorizaciones, sino también una exigencia probatoria adicional: la acusación debe indicar cuál es la norma legal o reglamentaria infringida y probar esa infracción o, al menos, hacer referencia a la ausencia de autorizaciones o permisos, cuando corresponda, de manera que la defensa pueda, si tiene prueba, demostrar lo contrario.
§ 4. Teoría de los elementos negativos del tipo Un sector de la doctrina italiana y alemana sostiene que las descripciones típicas incluyen, como elementos negativos, la ausencia de causales de justificación. Un delito, según la forma tradicional de esa teoría, no sería ya una conducta típica, antijurídica y culpable, sino una típicamente antijurídica y culpable, donde el adverbio y la ausencia de separación sintáctica indican que la antijuridicidad sería no un elemento, sino la esencia del delito. Se critica esta doctrina porque haría equivalentes situaciones que no lo serían para el derecho, como la compra de un periódico con un homicidio justificado: en ambos casos el hecho sería lícito. Para nosotros, que adoptamos un criterio analítico basado en las exigencias del sistema procesal acusatorio, la razón del rechazo de la teoría
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de los elementos negativos del tipo no radica solo en sus consecuencias valorativas, sino en la simple constatación que no es exigible para la acusación probar la inexistencia de las causales de justificación, cuando ello es discutible. En nuestro sistema, la existencia de una causal de justificación no reconocida de antemano por la fiscalía mediante una decisión de no iniciar una investigación o por el simple expediente de no formalizarla, debe ser planteada y probada por la defensa (art. 250 c) CPP), sin perjuicio de que la acusación ante tal alegación deba plantear pruebas contrarias para sostener la responsabilidad del acusado.
§ 5. Tipicidad en los delitos de resultado. Prueba del nexo causal. Defensas basadas en la falta de imputación objetiva A. Causalidad natural como hecho. Necesidad de su prueba científica En los delitos de resultado, para afirmar la responsabilidad penal se requiere probar la conducta, el resultado y el nexo causal entre ambos. El problema se presenta en los casos en que el resultado aparece distanciado temporal o espacialmente de la conducta del acusado. El caso más común es la muerte de la víctima en un hospital días después de haber sido herida: ¿su muerte fue causada por quien lo hirió o por la intervención o falta de intervención médica posterior? La teoría dominante para explicar la causalidad, desde el punto de vista natural o científico, es la de la equivalencia de las condiciones o conditio sine qua non (but for, en la denominación anglosajona). Ella propone, como fórmula heurística, la supresión mental hipotética: causa es aquella condición que no se puede suprimir mentalmente sin que el resultado, en la forma concreta en que se produjo, también desaparezca. Su ventaja radica en que, aplicada en casos concretos, elimina el problema de determinar la contribución causal de cada cual en el hecho que se trata y la discusión temporal: quien lesiona a otro que muere posteriormente, causa esa muerte del mismo modo que la causa la propia víctima si ha querido curar la herida con emplastos de barro y contrae tétanos o el médico que yerra en su tratamiento. Pero tiene la desventaja de ser superflua (para saber si una condición es causa, hay que identificarla como tal primero), sorprendente (si dos condiciones son equivalentes, ninguna de ella es causa, pues retirar cualquiera de ellas no impide el resultado) y hasta absurda (conduce a la regresión hasta el infinito: solo los muertos serían ajenos a una investigación causal [art. 93 N.º 1], pues la más mínima condición sería causa del resulta-
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do). Por eso, actualmente, se abre paso la doctrina según la cual la causalidad natural ha de investigarse bajo la pregunta acerca de si la conducta del acusado sería suficiente, por sí misma, para causar el resultado (en Chile, desde la teoría de las normas, v. Mañalich, Causalidad, 98). No obstante, en los casos límite, es difícil la distinción fáctica entre una causa que se considere insuficiente y una condición que no es “causa real” en el sentido de la conditio, como en el caso de la venta de una de las drogas que sirven a un cóctel mortal, donde bastarían las restantes del preparado para causar la muerte (USSC 17.1.2014, RCP 41, N.º 2, 183, con nota de J. Cabrera). Por otra parte, cualquiera sea la teoría explicativa empleada, se debe considerar además que, desde la física cuántica a la teoría de la relatividad de Einstein y las postulaciones de la teoría del caos, existe consenso en el mundo de las ciencias acerca de las dimensiones limitadas de las teorías causales, que en rigor solo expresan afirmaciones estadísticas y criterios de probabilidad entre dos sucesos, uno acaecido antes y otro después (Granger, 424). No obstante, aún teniendo en cuenta esas limitaciones, se ha de aceptar, también, que el establecimiento de las relaciones de causalidad natural es una cuestión de hecho, esto es, de carácter probatorio, por lo que cuando se discute corresponde hacerlo mediante la presentación de las pruebas científicas disponibles al efecto (pericias). En la elaboración de dichas pruebas se aplica el método científico al uso para determinar, con imparcialidad, las probabilidades existentes de que un suceso anterior haya causado otro posterior, “ateniéndose a los principios de la ciencia” que profesare el perito (art. 314 CPP). Solo una pericia en sentido contrario, que desechara la controvertida por errores metodológicos tales como no haber examinado la persona o cosa objeto de la pericia, no ser capaz de dar cuenta de las operaciones realizadas para ello, la insuficiencia de los datos considerados o la discordancia de las conclusiones expuestas con los principios de la ciencia que profesa podría alterar sus conclusiones (art. 315 CPP). Probada de este modo la causalidad natural, el tribunal no puede afirmar su inexistencia sobre la base de alguna teoría ajena al ámbito científico de las pruebas presentadas, pues el art. 297 CPP obliga, al momento de su valoración, apreciarlas “sin contradecir los principios de la lógica, las máximas de la experiencia y los conocimientos científicamente afianzados”. En consecuencia, la ausencia de relación causal natural, como hecho y en los casos que ella se discute, solo puede fundarse judicialmente en la insuficiencia o falta de prueba (RLJ 17). Ello es manifestación de la exigencia constitucional de que la condena debe ser precedida de un debido proceso en que se establezcan los hechos materia de la imputación, la que no puede ser soslayada por una especulación filosófica o jurídica.
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Sin embargo, la sola constatación procesal de la existencia de la causalidad natural, de conformidad con el método científico, no importa atribución de responsabilidad, según la idea de la antigua distinción entre imputatio facti (imputación del hecho) e imputatio iuris (imputación jurídica): que entre un movimiento corporal y un resultado exista relación de causalidad no significa que el agente sea penalmente responsable, pues puede haber actuado en legítima defensa o en estado de necesidad (art. 10 N.º 4 y 11), etc. Es más, como veremos más adelante, incluso es posible rechazar la imputatio facti y no pasar de la averiguación de la tipicidad si puede afirmarse la falta de imputación objetiva del hecho. Pero incluso esa negación supone la existencia de lo que se niega, por lo que la causalidad natural, cuando la ley la exige como elemento del delito, no puede ser reemplazada por una simple adscripción o afirmación sin sustrato probatorio (o. o., Piña, “Causalidad”, 533, para quien, desde su punto de vista funcionalista, “es el propio sistema [penal] el que determina si los hechos son fácticamente imputables sin ninguna necesidad de considerar para ello determinados datos naturalísticos (como la causalidad)”). Procesalmente la distinción es relevante, pues el establecimiento de la casualidad natural como un hecho de la causa, acreditado sobre bases científicas, no es susceptible de recurso de nulidad por infracción al derecho (art. 373 b) CPP). No obstante, siempre puede ser recurrido de nulidad absoluta, según el art. 373 f) CPP, en relación con lo dispuesto en los arts. 342 c) y 297 del mismo cuerpo legal, si al establecerse o negarse los hechos se contradicen los principios de la lógica, las máximas de la experiencia y los conocimientos científicamente afianzados.
a) El problema de la causalidad general En ciertos hechos donde parece encontrarse en la base causal una afectación más o menos indiscriminada a bienes jurídicos individuales o colectivos, como en la llamada responsabilidad por el producto defectuoso que causa daños a muchas personas previamente indeterminadas y en los delitos contra el medio ambiente, la relación natural de causalidad puede verse enfrentada a serios problemas probatorios, debido a la multiplicidad de causas concurrentes: ¿la administración del Contergan o talidomida fue la causante de las deformaciones de los hijos de algunas de las embarazadas que la tomaron, si muchos no sufrieron daño alguno (arts. 315 y 317)?, ¿fue ese vertimiento conditio sine qua non para el daño a las especies hidrobiológicas producido con posterioridad o eran las condiciones prexistentes en el agua (art. 136 Ley General de Pesca)?, ¿puso en peligro la salud animal
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o vegetal o el abastecimiento de la población la propagación de esos contaminantes o dicho peligro ya existía (art. 291)?, ¿causó esa contaminación las lesiones o muertes de personas expuestas a ella o fueron sus condiciones personales, si otras personas expuestas a los mismos agentes no sufrieron lesión alguna (art. 490)? Para enfrentar estas dificultades probatorias, se ha propuesto recurrir a la idea de “causalidad estadística” o “general”, cuyos criterios se resumen como sigue: un factor determinado (producto, vertido o contaminación) es causa respecto a los peligros o daños que se presentan con posterioridad a su introducción al mercado o el ambiente, i) si el factor (producto, vertido o contaminación) tiene incidencia en el medio durante un tiempo determinado antes de la aparición de la enfermedad o contaminación constatables; ii) si el número de enfermos, el efecto del producto o la contaminación crece tanto más cuanto más fuerte es la incidencia del factor; iii) si la propiedad epidemiológica de la enfermedad o la realidad de su peligro se explica sin lugar a dudas a través del hecho de que las personas o medios afectados aparecen solo en el ámbito de incidencia del producto, vertido o contaminación; y iv) si las ciencias naturales aportan una explicación sobre el mecanismo biológico, químico o físico desencadenado por los efectos del producto, vertido o contaminación (Cho, 44). Se discute, no obstante, la conveniencia de incorporar estos criterios u otros enfocados en la correlación estadística y la exclusión de causas alternativas, dominantes en la tradición alemana (Hernández B., “Causalidad general”, 23). Que no se trata aquí de una disquisición teórica lo comprueba, entre nosotros, el caso conocido como “ADN-Nutricoporp”, en que se acusaba a los directivos de la empresa productora no sólo de haber distribuido un suplemento alimenticio al que faltaba la dosis de potasio exigida (art. 315, hecho por el que se les condenó), sino también de que ese producto habría producido hipocalemia en quienes lo consumieron y la muerte de algunos (art. 317, acusación rechazada por insuficiencia probatoria). El argumento principal para rechazar la acusación por la causación de la hipocalemia y la muerte fue, en primer lugar, entender que la hipocalemia no sería una enfermedad y, en segundo término, que las contradicciones de la prueba pericial rendida no permitirían demostrar, más allá de una duda razonable, la relación causal entre el consumo del producto defectuoso y la hipocalemia padecida por los pacientes (SCS 27.12.2012, DJP 37, 23, con comentario de P. Contreras G., quien rechaza —a nuestro juicio incorrectamente—, que los tribunales hayan adoptado en este punto una posición que favorece la prueba científica sobre la “normativización” de la causalidad, entendida como posibilidad de afirmación de ésta sin prueba científica, sino sobre la
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base de alguna teoría “jurídica” alternativa. En efecto, la causalidad es un elemento del tipo penal en los delitos de resultado y, como tal, un hecho que debe ser probado más allá de toda duda razonable según el art. 340 CPP, tanto si se quiere afirmar desde el punto de vista de la conditio como de la causalidad estadística o general: “el juez que pase por alto eso y, en su lugar sencillamente dé por sentada, según su concepción personal, la existencia de determinadas regularidades causales, aplicaría incorrectamente el derecho” [Frisch, Comportamiento, 555]).
B. Límites normativos de la causalidad natural. Diferencia entre causalidad natural y responsabilidad penal La prueba científica de la vinculación causal entre una conducta y un resultado, en los delitos que la ley lo exige, es un presupuesto de la responsabilidad penal del acusado. Esto significa, en primer lugar, que sin dicha prueba el acusado no puede ser condenado por la producción del resultado que se trate. Y, en segundo término, que aun cuando se pruebe el nexo causal como hecho de la causa, de allí no se sigue necesariamente que el acusado sea penalmente responsable. Ello por cuanto la pregunta acerca de la responsabilidad penal es de carácter jurídico y no fáctico. Los hechos probados en un proceso son, por regla general, presupuesto necesario para afirmar la responsabilidad penal, pero no suficiente. En un caso sencillo: A es filmado por una cámara de seguridad mientras dispara en la cabeza a B, quien muere instantáneamente. Es muy improbable que en juicio se discuta el nexo causal entre la conducta de A (disparar) y la muerte de B. Sin embargo, probado este presupuesto, de allí no se sigue necesariamente que A sea responsable penalmente. Si se prueba, además, que A era en ese momento menor de 14 años, estaba demente o respondía a una agresión ilegítima (art. 10 N.º 1, 2 o 4), no será penalmente responsable por el hecho. La respuesta no es tan fácil en los casos complejos, como en la tragedia donde Helena afirma que los causantes de la guerra de Troya fueron Hécuba, “quien engendró el origen de los males cuando alumbró a Paris”, el anciano que no lo mató de niño, las Diosas que la ofrecieron en premio, y el propio Menelao que, negligentemente, lo dejó solo con ella en su propia casa (Eurípides, Las Troyanas, Madrid, 2000, 919). Para tales supuestos, donde existen múltiples intervinientes o el tiempo y la distancia separan la conducta probada del acusado respecto de los resultados típicos, se han elaborado diferentes criterios normativos para afirmar o negar la respon-
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sabilidad penal, con independencia o a pesar de la existencia de prueba científica de una relación causal, siendo los más relevantes entre nosotros las teorías de la adecuación típica, de la previsibilidad objetiva de la acción final y la actualmente dominante de la imputación objetiva (Sepúlveda W., 348; Etcheberry, “Causalidad”, 922; y Vargas P., Relación de causalidad, 241, respectivamente).
C. Teoría de la imputación objetiva. Defensas que excluyen o modifican la responsabilidad penal por la causación natural de resultados a) Concepto y alcance de la defensa Conforme a esta teoría, solo puede imputarse objetivamente un resultado causado naturalmente por una conducta humana, si ella ha creado o aumentado un riesgo jurídicamente desaprobado y ese peligro se ha materializado en el resultado (Roxin AT I, 372). En consecuencia, resultados que provienen de la creación de riesgos permitidos, de su disminución o que sean imprevisibles o inevitables, no serían imputables objetivamente (Larrauri, “Imputación objetiva”, 231, con un detalle de casos. En la doctrina nacional, puede consultarse también un detalle de la casuística, aunque mezclando las propuestas de Roxin y Jakobs, en Reyes V., Imputación objetiva, 255). Sin embargo, a pesar de su amplia difusión, se critica esta doctrina por su “exasperante y caótica” tópica, que no haría sino recopilar bajo una denominación especial el necesario examen de otros requisitos de la responsabilidad penal o de las defensas ya existentes (Gimbernat, “Concurso”, 834). Así, el recurso a la evitabilidad o previsibilidad del resultado atiende a criterios vinculados con la determinación de la subjetividad de la conducta, esto es dolo o culpa (Greco, 519). En cuanto a los denominados conocimientos especiales, vinculados también con el dolo, se trata de una anomalía o “aporía” difícil de superar por una teoría pretendidamente “objetiva” (Rojas A., “Aporía”, 243; Wilenmann, “Conocimientos especiales”, 163, quien extiende esta anomalía también a la propuesta funcionalista más radical de Jakobs). Por su parte, aludir a la ilicitud del riesgo apunta a su antijuridicidad y, específicamente, al carácter legítimo o no del ejercicio de un derecho, profesión, cargo u oficio, ya contemplado en la legislación como una causal de justificación (art. 10 N.º 10). Incluso el criterio de la disminución del riesgo, que se sostiene para afirmar la falta de imputación del resultado lesivo al auxiliador que desvía hacia el hombro de la víctima un golpe
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que, dirigido contra la cabeza de ésta, le habría ocasionado probablemente la muerte, puede reconducirse sin problema al estado de necesidad (art. 10 N.º 11). También hay quienes sostienen que toda delimitación del riesgo permitido no es otra cosa que la delimitación de las conductas permitidas o prohibidas y, por tanto, un asunto de tipicidad de la conducta y no de imputación de resultados (Contreras Ch., Responsabilidad por el producto, 64). Por último, el criterio del ámbito de protección de la norma no parece ser sino una forma diferente de hablar de interpretación de la ley y sus límites en relación con el bien jurídico protegido. Incluso se discute su ubicación sistemática y hay autores que la ubican dentro de la antijuridicidad (Bustos PG, 199), mientras otros escinden sus elementos, para considerar el “riesgo permitido” una especial causa de justificación, separada de la imputación objetiva del resultado (Balmaceda, Castro y Henao). Por otra parte, se debe tener presente que la aceptación de la defensa de falta de imputación objetiva produce diferentes resultados según sus fundamentos: si se afirma porque se ha creado un riesgo permitido, no se ha aumentado uno existente o se ha disminuido otro, puede conducir a la absolución por la falta de tipicidad o antijuridicidad material del hecho. Lo mismo podría decirse respecto de la aceptación de falta de imputación objetiva por encontrarse el hecho fuera del ámbito de protección de la norma. Pero cuando se acepta porque el resultado no se produce por intervención de la víctima, terceros o del acaso, queda subsistente la responsabilidad a título de tentativa y, sobre todo, de frustración, amén de los delitos consumados que pudieron haberse cometido antes (como en la progresión de las lesiones hacia el homicidio), lo que producirá un concurso a resolverse según las reglas del concurso aparente de leyes. No obstante, en la forma propuesta por Roxin, esta teoría todavía es útil como fórmula heurística que reúne diversos criterios normativos o defensas que permiten negar relevancia jurídica a la mera causalidad natural, previamente determinada conforme al criterio de la conditio (Carnevali, “Relación de causalidad”, 229). Sin embargo, por las razones expuestas por sus críticos, es discutible que la aceptación o no del alegato de falta de imputación objetiva sea una cuestión jurídica autónoma que habilite per se un recurso de nulidad por infracción al derecho del art. 373 b) CPP, como sí podrían serlo las infracciones a las regulaciones que establecen las causales de justificación y exculpación, los elementos subjetivos de la responsabilidad o la propia interpretación del tipo penal a que se refieren los criterios de imputación objetiva. Esta distinción se ha planteado también, en un sentido similar, desde el punto de vista de la filosofía de los actos del habla, diciendo que el contenido descriptivo o locucionario de la afirmación
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de la existencia de una relación de causalidad en el mundo es una cuestión de hecho; mientras que el contenido valorativo o de imputación, tendría un carácter de “acto ilocucionario que contribuye a la generación de un hecho social”, susceptible de justificación en las normas a que hace referencia y no de prueba y, por lo tanto susceptible de nulidad por infracción de derecho (Krause, “Causalidad”, 99). Con todo, siempre es posible recurrir de nulidad, según el art. 373 f) CPP, en relación con lo dispuesto en los arts. 342 c) y 297 del mismo cuerpo legal, cuando la aceptación o negación de los criterios de imputación objetiva supongan el asentamiento de un hecho (p. ej., la intervención voluntaria de la víctima o de un tercero) que contradiga los principios de la lógica, las máximas de la experiencia y los conocimientos científicamente afianzados.
b) Prohibición de regreso, auto responsabilidad, intervención de terceros y principio de confianza En su origen, la prohibición de regreso se conceptualizó como la de impedir atribuir responsabilidad por el hecho libre de una persona a terceros que actuaron con anterioridad y contribuyeron causalmente a ese hecho mediante la creación de las condiciones tomadas en cuenta por el responsable (Ananías, “Prohibición”, 230). Luego, la defensa de prohibición de regreso supone probar que existió después de la intervención del acusado, la de terceros que actuaron de manera independiente y pueden ser responsabilizados por el hecho, “de modo que se debe estar al [último] hecho concreto en examen y no retroceder más allá de él” (Garrido DP III, 42). En tales casos, la actuación posterior independiente o auto responsable de terceros supone que solo a ellos se les imputa objetivamente el aumento del riesgo, de modo que pueda afirmarse que, para quienes actuaron con anterioridad, la posterior actuación del tercero es imprevisible o inevitable. Sin embargo, esta prohibición no alcanza en nuestro sistema al que instrumentaliza a otro (autoría mediata), contribuye al hecho ajeno previo concierto (coautoría y complicidad, arts. 15, N.º 1 y 3, y 16), induce a su realización (art. 15 N.º 2) o coopera a su realización con conocimiento del alcance de su contribución (complicidad, art. 16). En el conocido caso de la ambulancia que, por correr precipitadamente al hospital termina incrustada en un poste, muriendo el paciente herido a bala que transportaba, se dice que la intervención negligente del conductor excluye la imputación objetiva del resultado mortal a quien disparó: aunque la conducta realizada [disparar] se encontrase prohibida y el riesgo puesto
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fuese ciertamente mortal, ese riesgo no se realizó en el resultado, sino otro muy diferente, imprevisible e inevitable para quien disparó. De antiguo, este es el parecer de nuestra jurisprudencia respecto a los resultados mortales derivados de errores en las intervenciones quirúrgicas no vinculados con las heridas que las hacen necesarias (Politoff/Bustos/Grisolía PE, 64). Lo mismo vale en el supuesto, abordado por nuestra jurisprudencia, de quien encontrándose herido, rehúsa voluntariamente la ayuda de sus agresores compañeros de juerga, y se deja desangrar a la vera del camino, pereciendo por falta de atención médica oportuna (Etcheberry DPJ IV, 34). El riesgo producido por la herida, no necesariamente mortal, fue llevado a ese grado por una actuación voluntaria de la víctima (impedir la asistencia oportuna), no imputable a sus autores. Aquí operaría el principio de auto responsabilidad o ámbito de imputación a la víctima (Hernández B., “Comentario”, 51). La auto responsabilidad de la víctima excluye la imputación objetiva tanto si es ella la que se causa la lesión (autolesión) o lo hace con la colaboración consentida de otro (heterolesión), siempre que actúe libremente, esto es, sin coerción, engaño o prevalimiento, como sucede en la relación entre quien muere producto de una mezcla de sobredosis de drogas y alcohol en una noche de juerga y quien le provee solo parte de la droga que consumió (SCS 19.1.2011, Rol 1131-9; y Rojas A., “Omisión”, 179). En el caso más complejo de puesta en peligro creado simultánea e imprudentemente por el autor y la víctima, como en el ejemplo del pasajero que sale expedido de un vehículo que choca, lo que es atribuible no solo a la colisión, sino principalmente a la falta de uso de cinturón de seguridad, la regla será que cada uno responderá por su propia actuación imprudente a menos que la de la víctima sea lo suficientemente relevante como para desplazar al autor como causante del hecho, lo que debiera decidirse caso a caso (Rivera, 315) En cambio, en el caso de la ambulancia, si ésta se estrella producto de que el autor de las heridas del paciente que conduce al hospital previamente había dañado sus componentes mecánicos o se había concertado con un tercero para provocar el accidente, o la atención médica no se presta por su intervención para evitarla, podría afirmarse que la intervención de terceros o su falta de intervención, no excluye la imputación objetiva. Hoy en día, se conceptualiza esta defensa también bajo la idea del principio de confianza, según el cual la actuación responsable de terceros no concertados excluye la responsabilidad personal en aquellos casos donde concurren diversas personas a la creación de riesgos, de gran importancia en los delitos culposos (cuasidelitos en el tráfico rodado, derivados de la actividad médica, la construcción o la industria). Aquí, la generación de
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riesgos para sí mismo parece indicar que difícilmente serán queridos y, por tanto, estamos en el ámbito de la imprudencia: p. ej., la conducción de vehículos motorizados es riesgosa para el que conduce y terceros, lo mismo que la producción de alimentos y la distribución de agua potable. Pero la ley chilena admite la sanción tanto a título doloso como imprudente de la puesta en peligro de personas indeterminadas por la distribución de aguas envenenadas y productos alimenticios o medicinales defectuosos (arts. 315 a 319). Y nada impide la atribución a título doloso de delitos de homicidio y lesiones por los peligros generados en actividades industriales, si existe conocimiento del riesgo generado y voluntad o, al menos, aceptación, de su realización, como sucede con la colocación en el mercado de productos defectuosos cuya peligrosidad en su uso cotidiano no es parte de la autorización general o particular recibida, lo que habrá de probarse caso a caso (para la casuística alemana, con una propuesta de aplicación a la situación chilena, v. Contreras Ch., “Prohibición”, 25). Aquí, contra la idea de que el principio de confianza puede delimitar a priori los deberes de cuidado, excluyendo per se la imputación objetiva, se debe considerar que en las actividades industriales existe, por regla general, libertad de contratación y una relación de subordinación y dependencia entre el empleador y los trabajadores (art. 2 Código del Trabajo), de modo que los directivos están siempre en posición de elegir a sus trabajadores, ordenarles acciones determinadas y variar sus condiciones laborales o despedirlos en caso de insatisfacción. Luego, ellos asumen la responsabilidad por su elección y supervisión, en tanto trabajadores capacitados para cumplir las funciones que les asignan, lo que origina una eventual responsabilidad imprudente en la elección, conducción o vigilancia, salvo enajenación del subordinado o actos de sabotaje. Pero también podría existir una responsabilidad dolosa si, con pleno conocimiento del riesgo generado por los empleados o los productos de la empresa, se acepta su colaboración o distribución al mercado, respectivamente, para obtener con ello beneficios o reducir pérdidas. Lo mismo sucederá en caso de que la elección o la falta de vigilancia sean deliberadas o instrumentales a la voluntad de los directivos, donde incluso podría haber responsabilidad dolosa por autoría mediata con instrumento bajo error.
c) Concausalidad y resultados extraordinarios (causas desconocidas) Dada la complejidad del suceder causal natural, es probable que muchos o algunos resultados de las conductas humanas aparezcan, a la luz de un agente razonable, como extraordinarios, y, por tanto, no imputables a su persona, por no corresponder al riesgo creado por su conducta, según un
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criterio razonable o normativo, ex ante. Así, aunque no es extraordinario el resultado mortal de una herida corto punzante en el tórax del ofendido, ni el de una herida en la región abdominal que deriva primero en una peritonitis y luego en la muerte (RLJ 17); quien golpea a otro con una cuchara de palo en la cabeza difícilmente esperará producir el mismo resultado mortal que si lo hiciera con un martillo de acero. Luego, si la víctima de un simple golpe de puño o con un arma de madera se desvanece y fallece, el imputado podría alegar en su defensa que el resultado fue, para él, extraordinario, como lo sería para cualquier agente razonable en similares circunstancias: el que desconoce el potencial mortal de su conducta no puede ser imputado por un resultado no querido ni previsto. Sin embargo, si se prueba que el autor conocía las condiciones que desencadenaron el resultado y que, por tanto, para él era previsible y evitable, la defensa cae y el acusado puede ser responsable del hecho imputado, con lo cual el carácter objetivo o normativo de este criterio se reserva solo para los casos de agentes con “conocimientos generales”, excluyéndose de la defensa quienes poseen “conocimientos especiales”. Así, nuestra jurisprudencia ha eximido de pena por la muerte de un hemofílico si quien lo hiere desconoce esa calidad, pero no por la de quien golpea a otro en la cabeza, conociendo su debilidad capilar (SC Marcial 10.5.1995 y SCA Santiago, RDJ 61, 244, ambas citadas por Künsemüller, “Hipótesis”, 830). Pero por previsible que sea el resultado, si es inevitable para el agente, no habrá imputación objetiva, por más que trate de evitarlo infructuosamente o, como sucede en ciertas intervenciones médicas incluso negligentes frente a condiciones extremas de los pacientes, éstas no lo evitarían aún de seguirse estrictamente las indicaciones y protocolos aplicables (SCS 22.7.2009, DJP Especial I, 667, con comentario crítico de J. Rondón). En el caso hipotético extremo, no es autora de un homicidio la amante que da a su pareja una “pócima de amor” a base de productos marinos inútiles para ese propósito e inocuos para la generalidad de las personas, pero a la que el amado reacciona con un shock anafiláctico a causa de su alergia al yodo que la amante desconoce, lo que provoca su muerte. En este supuesto, la conducta de la mujer ni siquiera es prohibida por la ley, ya que el hecho corriente de hacer ingerir a otro un alimento es un riesgo permitido. Pero, si se prueba que la amante conoce la condición extraordinaria de la víctima y le sirve tal “pócima”, entonces la imputación causal no puede ser desvirtuada. El juicio acerca de la muerte de la madre de Margarita por el somnífero que Fausto le ha proporcionado para evitar ser descubiertos se enfrenta a esta perplejidad: ¿el somnífero causa la muerte porque la madre tenía una condición prexistente?, ¿conocían los amantes esta condición?,
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¿equivocan la dosis?, ¿conocían los efectos de la sobre dosis?, etc.: la imputación objetiva se transforma así en el problema muy poco objetivo de la determinación del dolo sobre la base de los conocimientos especiales de los intervinientes o de la existencia de un supuesto preterintencional o imprudente (Tamarit, Casos, 131). Luego, todos los casos posibles se reducen a la prueba de la previsibilidad y evitabilidad o control por parte del imputado, no pudiéndose dar una solución general, que afirme la existencia de resultados extraordinarios per se no imputables objetivamente, como sugeríamos en obras anteriores. Así, la cuestión que se suscita con el antiguo problema del “puñetazo fatal” es un asunto que debe resolverse a nivel probatorio: el que empuja o golpea a otro, quien cae al suelo producto de su estado de embriaguez y muere días después por el TEC causado por la caída, causa esa muerte, en el sentido natural, pero a título imprudente, por regla general; solo será responsable del homicidio (doloso) si se prueba que el golpe y la caída estuvieron precisamente dirigidos a azotar la cabeza de la víctima en un suelo duro o pedregoso, apto para causarle un TEC mortal, o al menos su ocurrencia fue aceptada (dolo eventual). El asunto dista mucho de ser un caso de laboratorio, como aparece en la obra de Novoa, quien primero estuvo por considerar aplicable la solución del dolus generalis (el que golpea a otro responde de todos los resultados, sin atención a su intención), para tiempo después aceptar una solución en la línea de la que aquí se propone (Novoa, Grandes procesos, 107. Ahora, v. SCA Santiago 30.1.2008, DJP Especial II, 863, estimando dolo eventual, con comentario crítico de J. I. Piña). Finalmente, también se podría considerar “extraordinario” (y no imputable objetivamente) el resultado de muerte si, según la autopsia, ésta se produce por falta de “servicios médicos oportunos y eficaces” y se desconoce la causa de esa falta de atención, lo que podría considerarse un supuesto de “prohibición de regreso” por indeterminación procesal (Vargas P., “Variante”, 69).
d) Resultado retardado Es un hecho de la experiencia diaria que a la conducta homicida no sigue necesariamente la muerte del ofendido y que ésta se puede retardar, pero de todos modos producirse, a pesar de los esfuerzos infructuosos practicados por terceros para evitarlo. Así, en un caso en que la muerte de la infortunada víctima se produjo cinco días después de recibidas las heridas, por una peritonitis generalizada causada por ellas, la Corte Suprema condenó igual-
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mente por homicidio, aunque mejores cuidados médicos pudieron salvar a la víctima (Etcheberry DPJ IV, 34). En consecuencia, la sola alegación de la existencia de un resultado retardado no constituye una defensa que sirva para poner en duda la relación de causalidad, si no va acompañada de una prueba que indique la presencia de la intervención posterior responsable (penalmente) de terceros o de causas sobrevinientes o concomitantes desconocidas o no controlables por el agente. Pero, según la jurisprudencia, el deceso del accidentado cuatro meses después del hecho no puede imputarse al acusado por el solo lapso transcurrido (RLJ 482), una regla bastante más estricta que la del derecho común americano que impide acusar por homicidio al responsable de una agresión cuando la víctima ha fallecido transcurrido más de un año desde aquella (Dressler CL, 19982).
e) Caso fortuito La defensa de caso fortuito consiste en alegar que la producción del resultado no es imputable a dolo o culpa del agente, careciendo ese hecho de la vinculación subjetiva (dolo o culpa) que exigen los arts. 1 y 2 para la existencia de un delito o cuasidelito. Luego, toda la cuestión radicaría en determinar fácticamente si estaban o no en conocimiento y bajo control del acusado las condiciones de producción del supuesto caso fortuito o accidente, o al menos si éstas eran previsibles y evitables, esto es, la existencia o no de prueba sobre la culpabilidad del agente. La disposición que en el Código lo reconoce explícitamente, art. 10 N.º 8, sería, por tanto, superflua (Fuenzalida CP I, 60). Sin embargo, los hechos de la naturaleza y humanos previsibles, pero inciertos, como terremotos, inundaciones, hundimientos de buques, descarrilamientos de ferrocarril, caída de aeronaves y otros similares, presentan problemas que no pueden ser resueltos únicamente recurriendo a la falta de previsibilidad (son previsibles, pero inciertos o poco probables), ni tampoco a la noción civil de caso fortuito o fuerza mayor (“imprevisto que no se puede resistir”, art. 45). Aquí es donde la creación de riesgos permitidos (construir un edificio que se derrumba o inunda, armar un buque que se hunde o una aeronave que cae, etc.) aparece como una concausa de las muertes o lesiones por tales hechos de la naturaleza o de los hombres y donde la imputación objetiva juega un rol excluyente de la tipicidad en actividades altamente reguladas. El cumplimiento de las normas de seguridad establecidas para el caso de la ocurrencia de tales hechos es vital para determinar si se ha puesto un riesgo permitido o no y, por tanto, si ya a nivel de
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tipicidad (o de antijuridicidad, si ese cumplimiento normativo quiere verse como la eximente del art. 10 N.º 10) es posible o no excluir la imputación, sin atención a elementos subjetivos. Luego, es posible en estos casos tanto presentar la defensa positiva de cumplimiento de las normas que regulan el riesgo permitido como la negativa de falta de prueba sobre su incumplimiento, pues corresponde a la fiscalía acreditar el hecho punible y no a la defensa, según el art. 340 CPP (SCA Talca 31.7.2012, GJ 385, 217, con nota aprobatoria de J. P. Matus) Por otra parte, la legislación nacional parece limitar la defensa del caso fortuito al que “con ocasión de ejecutar un acto lícito, con la debida diligencia, causa un mal por mero accidente”, dando pie a sostener que, en caso de ejecutar actos ilícitos, todos los resultados serían imputables, fueran o no previsibles, al menos a título de imprudencia, como ordenaría el art. 71. Si bien esta interpretación es acorde con la idea del versari in re illicita, dominante en Chile hasta mediados del siglo XX (Del Río DP II, 184), resulta inconciliable con nuestro texto constitucional, en la medida que la exigencia de la subjetividad en la responsabilidad penal de las personas naturales se desprende de la concepción del delito como una “conducta” (art. 19 N.º 3 inc. 8 CPR). Por ello, están en lo correcto la doctrina y jurisprudencia actualmente dominantes, al rechazar por “anacrónica” la teoría del versari, y sostener que la remisión del art. 71 ha de entenderse como un mandato para que “se observe” lo previsto en el art. 490, esto es, para que se averigüe si efectivamente concurren o no los requisitos para configurar un cuasidelito en el caso concreto (Etcheberry DPJ I, 286).
§ 6. Tipicidad en la omisión A. Delitos de omisión propia En estos casos, la conducta típica consiste en la no realización de una conducta esperada y descrita en el tipo penal. Así, en el art. 494 N.º 14 la ley espera que, en las circunstancias que señala, se socorra o auxilie a otro. Otros tipos de omisión propia se hallan en nuestro Código en los arts. 134; 149 N.º 2, 4, 5 y 6; 156 inc. 2; 224 N.º 3, 4 y 5; 225 N.º 3, 4 y 5; 226; 229; 237; 252 y 253; 256 y 257; 281; 295 bis; 355 y 448, etc. La legislación moderna, además, por la frecuencia e importancia de los accidentes de tránsito, eleva la omisión de socorro en tales circunstancias a simple delito en el art. 195 Ley de Tránsito, con un régimen especial para la determinación de su pena y una regla concursal que impone su aplicación aun cuando el que
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omite haya sido responsable del accidente. También es posible que, excepcionalmente, se establezcan delitos de omisión propia de resultado, como el art. 253 inc. 2, donde se suele recurrir a la idea de la causalidad hipotética para la imputación del resultado, lo que es imposible desde el punto de vista de la conditio entendida como causalidad natural. Y también, solo por excepción, están previstos delitos culposos de omisión propia, como en el art. 229, que sanciona al empleado público que, por negligencia inexcusable y faltando a las obligaciones de su oficio, no procediere a la persecución o aprehensión de los delincuentes, después de requerimiento o denuncia formal hecha por escrito. Luego, es innecesario y podría llevar a extensiones desmedidas de la responsabilidad en esta clase de delitos, fundamentar la responsabilidad en estos casos en la omisión de supuestos deberes de solidaridad éticos, políticos o sociales, diferenciables de las precisas obligaciones de actuación de cada delito de omisión propia (o. o., van Weezel, “Optimización”, 1094 quien, por el contrario, basado en consideraciones éticas vinculadas con la filosofía del derecho de Hegel, ve en esta vinculación la posibilidad de limitar la expansión de la solidaridad en perjuicio de la libertad de cada cual). Por otra parte, la doctrina está de acuerdo en exigir para la sanción en estos casos que el omitente tenga capacidad de realización de la conducta esperada, por sí o por medio de terceros, como da a entender el art. 494 N.º 14 al agregar el requisito de poder actuar “sin detrimento propio” (Bustos/ Hormazábal, Sistema, 107).
B. Delitos de omisión impropia En los delitos de resultado puro, donde la ley describe una conducta que se identifica con su resultado y no con el modo de su producción, como en “el que mate a otro” del art. 391, se admite mayoritariamente que es posible imputar ese resultado a quien, teniendo el deber de evitarlo, no lo evita pudiendo hacerlo (RLJ 16). Sin embargo, existen voces que reclaman su inconstitucionalidad o niegan su posibilidad empírica (Novoa, Delitos de Omisión, 188 y Contesse, “Omisión”, 31, por una parte; y Etcheberry, “Omisión”, 898, por otra). Pero su aceptación se fundamenta en que así lo daría a entender el art. 492 inc. 1, que se refiere explícitamente no solo a acciones, sino también a omisiones que constituirían un crimen o simple delito contra las personas, aunque en dichos delitos (Tít. VIII, L. II CP) no se contienen figuras de omisión formalmente descritas. Esto permite adelantar que el legislador
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entiende, además, que el lugar natural donde la comisión por omisión se manifiesta es en los cuasidelitos o delitos culposos. Sin embargo, esta asimilación solo es posible siempre que la ley no la excluya explícitamente, como en las figuras que suponen un comportamiento personal o corporal, como la bigamia (art. 382 CP) o el incesto (art. 375 CP) o que describen un modo preciso de conducta previa al resultado, como el causar ciertas lesiones “hiriendo, golpeando o maltratando de obra a otro” (art. 397) u obligar a otro “con violencia o intimidación a suscribir, otorgar o entregar un instrumento público o privado” (art. 438). En tales casos la estructura del tipo impedirá su sanción a título de omisión, aunque por la existencia de un resultado puedan concebirse intelectualmente casos en que ciertas personas se encontrasen obligadas a evitarlo. Tampoco se admite para agravar la responsabilidad en las omisiones propias, sustituyendo estas figuras por las de los resultados no evitados (p. ej., arts. 346 a 352 y 494 N.º 13 a 15 CP, y en el art. 195 Ley de Tránsito). Por tanto, la sola creación de un riesgo no es fundamento suficiente para “adscribir” la no evitación de su realización a un delito de comisión por omisión (doloso), como ha propuesto algún sector de la doctrina (Carnevali, “Omisión”, 77). Ello debe rechazarse, pues en los casos en que la ley restringe la punibilidad a conductas activas, el principio de legalidad impone que no sea posible, legalmente, su sanción a título de comisión por omisión, aunque se pudiese imaginar algún caso, como sucede precisamente con las lesiones del art. 397: es probable que un padre o un médico no evite una lesión de esa clase, pero no podrá ser sancionado a ese título, que exige actuación “de obra”, sino solo a título de la figura residual del art. 399, que castiga todas las lesiones “no comprendidas” en los artículos anteriores. A nuestro juicio, el único fundamento plausible de la sanción de los delitos de omisión impropia es su entendimiento como delitos especiales (Mañalich, “Omisión”, 241). Esto significa que se trata de delitos basados en el incumplimiento de una obligación legal o contractual especial de evitar un resultado descrito en un tipo penal, impuesta a determinadas personas, esto es, los garantes (o. o. Rojas A., “Solidaridad”, 724, para quien la posición de garante es un concepto prescindible si se limita a deberes especiales emanados exclusivamente de la ley o el contrato). Y ello, solo en los casos de delitos de resultado puro, en los que el tipo penal no restringe el hecho punible a formas concretas de conductas activas. Pero no basta la habilitación legal y la posición de garante para la imputación de un delito de comisión por omisión. Se requiere, además, la efectiva asunción de esa posición de garante, la producción causal del resultado, y
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que el resultado sea imputable objetivamente a la omisión, de modo que pueda afirmarse que ésta equivale a la acción penada por la ley. Son fuentes indiscutidas de la posición de garante la ley y el contrato (Bustos, Flisfisch y Politoff, “Omisión”, 1203). De la ley surgen los deberes de protección de los cónyuges entre sí y de los padres a sus hijos (arts. 102, 131, 219 a 223, 276 y 277 CC). Pero ha de tenerse siempre en consideración para su exigencia la edad y condiciones reales de cada cual, pues, p. ej., respecto de la obligación de cuidar a los hijos, esta “tiene una gran amplitud si se trata de menores de corta edad, pero es indudable que se atenúa considerablemente a medida que el menor aumenta de edad” (Flisfisch, 119). Alguna doctrina incluye entre las fuentes de la posición de garante los cuasicontratos, como p. ej. la posición del médico que asume el tratamiento de un enfermo inconsciente al que luego no presta la atención necesaria, resultado de lo cual el paciente muere (Etcheberry DP I, 205). Ello puede aceptarse sin problemas pues el cuasicontrato no es sino la forma de una obligación legal derivada de hechos de la naturaleza o conductas propias, como la comunidad hereditaria o la gestión oficiosa de negocios ajenos, respectivamente (art. 2284 CC). También es posible homologar a la ley, como fuente de la posición de garante, los decretos supremos dictados en ejercicio de la potestad reglamentaria autónoma del Presidente y los que sean necesarios para el cumplimiento de las leyes, en la medida que sean de aplicación general (art. 32 N.º 4 CPR). De la ley y los contratos surgen también las posiciones de garante en las actividades empresariales, particularmente aquellas sometidas a detalladas regulaciones industriales, laborales y sanitarias. Aquí, el deber de garante se identifica con el de aseguramiento de las fuentes de peligro bajo control propio, como el que tendrían los encargados de una industria en la evitación de los daños que sus instalaciones causaren al ambiente o sus productos a los consumidores (Hernández B., “Comentario”, 26; Contreras Ch., “Garante”, 18). Según parte de la doctrina, ese deber de aseguramiento se transformaría en un deber de vigilancia tratándose de la conducta de los empleados de las empresas, aun cuando sean plenamente responsables, lo que permitiría fundar una posición de garante de los directivos que no evitan la comisión de delitos, dado que en la actividad empresarial como fuente de peligro no sería distinguible el que proviene de la actividad de los empleados del que se deriva de las instalaciones y los productos (Hernández B., “Directivos”, 575). Sin embargo, este deber de vigilancia que permitiría fundar una imputación a los directivos por todas las conductas de los empleados (incluso las imprudentes y las dolosas no concertadas ni aceptadas), parece difícilmente conciliable con las complejidades de las formas de
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organización de las empresas modernas y las restricciones propuestas a la imputación objetiva según los principios de auto responsabilidad y la consecuente prohibición del regreso. En todo caso, de aceptarse esta extensión de la responsabilidad, siempre cabría una defensa general de cumplimiento, basada en el establecimiento ex ante de mecanismos de prevención, en la denuncia oportuna de los hechos y sus responsables y en la reparación de los daños causados, pero no acordados ni aceptados. Por tanto, se debe rechazar la idea de fundamentar las posiciones de garante en un supuesto deber general de evitar daños a terceros, sea en la propia organización (competencia por organización) o derivado de un rol social (competencia institucional), como quieren ciertas corrientes funcionalistas, de donde se derivaría que entre la comisión activa y la omisiva solo habría una diferencia técnica —de elección de medios— a disposición de los responsables (Jakobs, “Imputación”, 859; y Navas, 680). Estas ideas llevan, por una parte, a una ilimitada extensión de la responsabilidad penal mediante “una argumentación sustantiva relativamente libre”, sin restricción alguna en la legalidad (Wilenmann, “Omisión”, 319); y, por otra, son contrarias a nuestro sistema jurídico, como lo demuestra el art. 16 Ley 20.584 que permite a los prestadores de salud (a pesar de estas obligados institucionalmente a su conservación) omitir aplicar tratamientos médicos contra la voluntad del paciente, aunque pudieran ser útiles para alargar su vida, pero al mismo tiempo prohíbe acelerar activamente la muerte de los pacientes, aunque estén en la fase final de una enfermedad terminal, distinguiendo con ello la omisión permitida de la acción prohibida, sin que ellas sean equivalentes o intercambiables entre sí. Por otra parte, el problema de la extensión de las posiciones de garante más allá de las fundadas en deberes jurídicos especiales de evitación (ley y contrato) es manifiesto en nuestra jurisprudencia, que admite también como fuentes de la posición de garante obligaciones indeterminadas, fundadas en algún deber “ético social” y en el llamado hacer precedente peligroso o injerencia (RLJ 16). Esta extensión es rechazada por la doctrina, ya que carece de todo contorno objetivable conforme a la ley (Rojas A., “Omisión”, 730). Por lo mismo, se debe rechazar también la idea de fundar una posición de garante en la llamada comunidad de peligro, como la que surgiría de la realización conjunta de una actividad riesgosa (Cury PG, 683). No obstante, dado que el hacer precedente o injerencia (y también la comunidad de peligro) suponen una combinación de acción inicial que, de alguna manera, desemboca en el resultado que la ley pretende evitar (p. ej., llevando a la víctima de un atropello a un lugar donde solo el conductor imprudente puede brindarle auxilio, o conduciendo a un grupo por un sen-
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dero peligroso), se puede comprender esta constelación de casos no como delitos de omisión, sino de simple comisión, donde una vez demostrada la causalidad natural a partir de la primera conducta activa, deben también superarse los filtros de la imputación objetiva. Ello importa excluir de la imputación los resultados que se siguen de conductas justificadas, pues el peligro realizado está permitido y no prohibido (Soto P., “Jurisprudencia”, 250). Pero también aquellos que son consecuencia de un error o de acciones exculpadas, pues no puede ser cierto que un mismo hecho sea impune y punible al mismo tiempo, solo por el acaso y el transcurso del tiempo. Por eso consideramos errada la SCS 4.8.1988, GJ 218, 96, donde se estimó que herir a un tercero en un caso de error sobre los presupuestos objetivos de la causal de justificación era un error de prohibición que excluiría la responsabilidad del agente si la víctima hubiese muerto al instante, pero que hacía nacer simultáneamente una posición de garante con obligación de evitar su muerte si sobrevivía, condenándose al acusado por homicidio en comisión por omisión. En todos los demás casos, la cuestión fundamental no es si un resultado puede imputarse a una conducta voluntaria anterior (la injerencia) que se encuentra en su curso causal, un simple problema de causalidad natural, si no el título de esa imputación. Y aquí lleva razón la doctrina que estima que si ese primer hecho (la injerencia o hacer precedente) no contempla la intención de la comisión de un delito doloso (conocimiento y voluntad de realización), aunque el resultado fuese previsible y evitable, no genera un delito doloso (comisión por omisión) por el solo paso del tiempo o la falta u omisión de injerencia posterior: un cuasidelito de lesiones producto de un atropello no se transforma en un homicidio en comisión por omisión por el solo paso del tiempo, sino solo en un cuasidelito de homicidio más un eventual delito de omisión de denuncia y auxilio del art. 195 Ley de Tránsito (Garrido DP I, 243. O. o. Izquierdo, “Omisión”, 340, quien insiste en la idea de que, si el actuar precedente fue doloso o culposo, es irrelevante para la generación de la obligación de evitar el resultado, lo que permitiría afirmar comisión por omisión dolosa en ambos supuestos. A nuestro juicio, en cambio, la única posibilidad de que un actuar precedente culposo genere responsabilidad dolosa a título de comisión por omisión, sería la actuación posterior dolosa que interviene en el curso causal: quien atropella a una persona y la socorre, no comete homicidio doloso en comisión por omisión si el atropellado muere desangrado a la vera del camino, a menos que al atropello haya seguido el ocultamiento del herido para excluir terceros cursos salvadores). Pero no basta con la existencia de una especial obligación legal o contractual de evitación de un resultado para imputar un hecho a quien se iden-
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tifica como garante del bien jurídico. Se requiere, además, que el garante asuma efectivamente esa posición en el caso concreto, excluyendo la posibilidad de actuación de terceros salvadores de modo que quede en sus manos la evitación del resultado. Esta es una cuestión de hecho, que debe probarse por la acusación, y que puede contradecirse probando que, en el caso concreto, no se excluyó a terceros salvadores. La importancia de esta prueba es tal, que ella es prácticamente la única que permite distinguir la comisión por omisión de otros delitos en que intervienen garantes o la omisión es su fundamento: el abandono de niños y personas desvalidas, cuya penalidad se encuentra disminuida frente a los delitos de homicidio y lesiones, incluso cuando quienes abandonan a niños y personas desvalidas que fallecen a causa del abandono son sus padres, hijos y cónyuges (arts. 346 a 352); la de denunciar o auxiliar en accidentes de tránsito (art. 195 Ley de Tránsito); y la mera omisión de socorro y el abandono-falta cuando la persona que no se salva o se abandona resulta herida o muerta (art. 494 N.º 13, 14 y 15). Por ello, algunos autores funcionalistas la consideran como la verdadera fuente de la posición de garante, pues se atribuye a la propia organización del agente que genera su responsabilidad (Piña, Fundamentos, 171). Pero tampoco basta con la asunción de la posición de garante para imputar responsabilidad a título de comisión por omisión. El resultado producido también debe ser objetivamente imputable. Esto significa afirmar, en primer lugar, una causalidad hipotética (si el garante hubiera actuado, el resultado se habría evitado) o normativa (RLJ 18). Para ello, la acusación debe probar, en primer lugar, la evitabilidad del resultado. La defensa contra esa prueba es afirmar que en el caso concreto el resultado era inevitable para cualquiera, como en el caso del salvavidas que ve con impotencia cómo un bañista se ahoga a 500 metros de la playa, lugar desde él ni cualquiera, aunque quieran y deban, pueden rescatarle. La defensa también puede alegar que no hay imputación objetiva, porque el resultado se produce por la intervención independiente de un tercero autoresponsable o de la propia víctima. Así, p. ej., un fallo absolvió a una madre por la muerte en comisión por omisión de su hijo, pues se acreditó que quien agredía al menor era el conviviente, un tercero autoresponsable, sin intervención de la acusada en ninguna de las formas del art. 15 o 16, aun cuando se probó que ella no había denunciado las lesiones que sufrió previamente a su muerte el menor a manos de su conviviente —denuncia a la que no se encontraba especialmente obligada— agregando, en clave de exculpante, una referencia la condición de desamparo e indigencia a que la acusada y su hijo fallecido se encontraban expuestos (RLJ 348). Respecto de la intervención autoresponsable de la víctima, el caso más destacado es el de la no evitación de un
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suicidio, donde se afirma que si es causado por la intervención plenamente responsable de la víctima parece excluir la imputación a título omisivo del cónyuge o familiar que no la evita (Hendler y Gullco, en Casos DPC, 219, quienes, con fundamento en los arts. 17.1 PIDCP y 11.2 CADH que establecerían un espacio de vida privada —incluyendo en él la capacidad de ejecutar un suicidio—, rechazan la conclusión contraria de un fallo del Tribunal Supremo alemán que estimó obligación del cónyuge evitar el suicidio del otro). Probada la existencia de la posición de garante, su asunción efectiva y la imputación objetiva del resultado, es posible afirmar que la comisión equivale a la acción en los delitos de resultado, siempre que la descripción típica no limite la sanción a conductas positivas y la omisión que se trate no esté especialmente regulada. Finalmente, hay que insistir en que la afirmación de la tipicidad objetiva de un hecho a título de omisión impropia no determina su aspecto subjetivo, pues la mayor parte de estos supuestos corresponden a la negligencia, como sucede particularmente con la responsabilidad penal médica (Vargas P., Responsabilidad, 8); y su atribución a título doloso requiere, además, la prueba de la intención de que el resultado se produzca.
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§ 1. Generalidades Antijurídica es la conducta típica que lesiona o pone en peligro un bien jurídico y no se encuentra autorizada por la ley. La prueba de la existencia del hecho punible y la participación culpable del acusado es también la de la lesión o puesta en peligro del bien jurídico que la ley protege en cada figura penal (antijuridicidad material). Pero como la antijuridicidad material ínsita en la realización típica puede ser excluida por una causal de justificación (formal), se dice que la tipicidad es indiciaria de su antijuridicidad, como el humo lo es respecto del fuego, pues si existiera un permiso, ese permiso excluiría la antijuridicidad. Por otra parte, aunque la antijuridicidad de un hecho se basa en un juicio predominantemente objetivo con referencia a los resultados y peligros descritos en los tipos penales y a los permisos legales o causales de justificación, lo cierto es que su apreciación no puede excluir ciertos elementos subjetivos. Así lo exigen los tipos penales en los delitos de intención trascendente y tendencia, respecto de la antijuridicidad material; y ciertos requisitos de las propias causales de justificación, como la falta de participación en la provocación en la legítima defensa o el deber de soportar el peligro, en el estado de necesidad, que relativizan esa objetividad en el análisis de la antijuridicidad formal. Luego, el permiso en que consiste una causal de justificación formal es una excepción que requiere un examen cuidadoso, ya que la prueba de la existencia del hecho punible significa que un bien jurídico ha sido lesionado o puesto en peligro en la forma descrita por un tipo penal. En nuestro sistema, el fundamento de los permisos que otorga la ley es la existencia de un interés preponderante: el del agredido que se defiende o es defendido en la legítima defensa, art. 10 N.º 4, 5 y 6; el del necesitado en el estado de necesidad, art. 10 N.º 7 y 11; y el de la imposición del derecho en el
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cumplimiento de un deber o ejercicio legítimo de un cargo, autoridad u oficio (art. 10 N.º 10) y en la omisión por causa legítima del art. 10 N.º 12. Estas últimas causales remiten también al ordenamiento en su conjunto, que puede contener permisos excepcionales en cualquiera de sus normas, como sucede, p. ej., con las reglas procesales que autorizan la detención en caso de delitos flagrantes (arts. 129 y 130 CPP) y excluyen los delitos de secuestro y detención arbitraria o irregular (arts. 141 a 143 y 148 CP), pues como el orden jurídico es uno solo, es imposible que una conducta sea antijurídica, si una norma exterior al derecho penal la declara conforme a derecho. Cuando este permiso concurre en los hechos, desaparece no solo la antijuridicidad formal de la conducta típica, sino también material: por dañosa que sea materialmente una conducta (p. ej., causar la muerte de otro o privarle de su libertad), si está autorizada expresamente por la ley no puede considerarse contraria a derecho. Este mismo razonamiento, lleva a parte de la doctrina a sostener que las causales de interrupción del embarazo del art. 1199 Código Sanitario, en casos de aborto voluntario permitido, deben considerase también causales de justificación, aunque específicas, pues de otro modo no sería lícito ni exigir la correspondiente prestación de salud ni pretender la impunidad del equipo médico que la practica (Hernández B., “Legitimidad”, 241). No obstante, por su carácter específico, esta causal de justificación será tratada en la parte especial de esta obra, como así también se hará —por la misma razón— con la del art. 145, un caso específico de estado de necesidad relativo al delito de violación de domicilio. En cuanto a sus efectos procesales, en Chile, mientras la defensa de falta de antijuridicidad material es negativa y absoluta, ya que niega la existencia del hecho punible (su tipicidad), por lo que su acreditación puede conducir a la causal de sobreseimiento del art. 250 a) CPP o la absolución en juicio por no haberse acreditado el hecho punible; la defensa basada en una causal de justificación es positiva y relativa, pues exige probar las concurrencia de condiciones de carácter personal que deben afirmarse respecto de cada acusado en particular y por ello conduce a un sobreseimiento del art. 250 c) CPP o a la absolución únicamente de quien está justificado.
§ 2. Defensas basadas en la falta de antijuridicidad material A. Ausencia de lesividad (de minimis) La defensa de inexistencia de antijuridicidad material se asienta en la negación de la lesión o peligro para el bien jurídico que se pretende proteger
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por la conducta que se ha tenido probada, en relación con los requisitos de cada tipo penal. En el derecho anglosajón esta defensa se conoce como de minimis, prevista en el art. 2.12. del Model Penal Code como una obligación del tribunal para desestimar una acusación si el hecho no causa o amenaza realmente con causar el daño o el mal que la ley pretende evitar (Husak, 363). La doctrina anglosajona entiende esta defensa también como una de negación de la tipicidad u offense modification, aplicable a toda clase de delitos (Robinson, “Defenses”, 211). Esto ocurre en Chile, particularmente cuando el daño o peligro que la ley pretende evitar se señala explícitamente en el tipo penal (las precisas lesiones que se describen el art. 397 o el “grave daño a la salud” del art. 315, p. ej.); o este contiene elementos normativos relativos a la antijuridicidad (la actuación “sin derecho” del art. 141 o “indebidamente” del art. 246). Con todo, la clasificación es irrelevante para sus efectos: la absolución por falta de prueba del daño o peligro que la ley pretende evitar o por la prueba contraria de su inexistencia. Así, ya en el siglo XIX, la SCA Valparaíso 12.9.1896 (GT 1896, T. II, 109) estimó que alterar la edad de un declarante no es falsificación del art. 193 N.º 3 si no “afecta de alguna manera la integridad del mismo documento y a los efectos legales que debe producir”. Actualmente, esta defensa ha adquirido gran importancia en materia de drogas, donde se ha fallado que no se puede tener por acreditada una lesión a la salud pública ni constituido el delito de cultivo de especies vegetales prohibidas, si el cultivo está exclusivamente destinado al consumo personal o colectivo del o los acusados (SSCS 4.6.2015, RCP 42, N.º 3, 325, con nota reprobatoria de X. Marcazzolo respecto de la exclusión de punibilidad del cultivo colectivo; y 11.11.2015, RCP 43, N.º 1, 253, con nota crítica de G. Medina); que está excluido el castigo por la falta de porte de sustancias prohibidas, si el porte no trasciende al público y éstas están destinadas al consumo personal (RLJ 601); y que no procede castigar por porte el transporte de hojas de coca para fines religiosos (RLJ 575). Además, haciendo excepción al principio de libertad probatoria, se ha estimado que la única forma de probar el peligro que constituye para la salud pública las sustancias prohibidas sería el informe del Servicio de Salud prescrito en el art. 43 Ley 20.000 para determinar su naturaleza, peso y pureza, considerándose insuficientes al efecto las pruebas de campo (SCS 22.3.2016, RCP 43, N.º 2, 197, con nota crítica de J. Winter). No obstante, esta doctrina ha ido cambiando en el tiempo, junto con el cambio de integrantes de la Sala Penal de la Corte Suprema, pues ahora la mayoría considera suficiente la prueba de campo (SCS 7.4.2020, Rol 40959-19. Antes, las SSCS 29.9.2015, RCP 42, N.º 4,
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307, con nota reprobatoria de C. Cabezas; 11.2.2015, RCP 42, N.º 2, 267, con nota favorable de M. Reyes; y 26.5.2014, RCP 41, N.º 3, 221, con nota crítica de L. Cisternas).
B. Principio de lesividad en los delitos de peligro Son delitos de lesión aquellos en que la ley describe una conducta que trae consigo la efectiva destrucción o menoscabo de un bien jurídico (p. ej., homicidio, art. 391; hurto, art. 432; estafa, art. 468; violación, art. 361, etc.). Delitos de peligro son aquellos en que la ley se contenta con describir un hecho que estima riesgoso, atendida la probabilidad de que de él se deriven daños para intereses sociales o individuales protegidos, pero sin considerar el daño o lesión a esos bienes jurídicos como elementos del tipo penal respectivo. Esto es particularmente necesario cuando la lesión puede tener efectos catastróficos (p. ej., en los delitos relativos a la seguridad nuclear, arts. 41 a 46 Ley 18.302); el peligro se encuentra estadísticamente demostrado (conducción de estado de ebriedad, art. 196 Ley de Tránsito); el daño causado por un hecho particular, que puede parecer ínfimo o acotado, adquiere sentido por su potencial acumulación con otros hechos similares (como en los delitos de contaminación de aguas, art. 291 CP y 136 Ley General de Pesca); o el peligro para un bien jurídico individual pero indeterminado es previsible y evitable, como en la fabricación o expendio de sustancias peligrosas para la salud (arts. 313 d) y 314), en los delitos relativos a las drogas prohibidas de la Ley 20.000 y el tráfico de residuos peligrosos (art. 44 Ley 20.920). En todas estas figuras lo relevante es que en el propio texto de la ley se especifica el peligro que se trata de evitar: la calidad de material nuclear, la graduación alcohólica que hace temer una mala conducción, la naturaleza de la sustancia que se emite o del objeto sobre que recae la conducta, etc. Este peligro es un juicio de probabilidad (Bustos y Politoff, “Peligro”, 1272) que puede expresarse en el texto legal (delitos de peligro abstracto, p. ej., art. 352) o se entrega a la apreciación judicial en el caso (delitos de peligro concreto, p. ej., art. 136 Ley General de Pesca). Por tanto, el peligro o juicio de probabilidad constituye la antijuridicidad material en cada caso y corresponde a la acusación su prueba, de modo que su ausencia se convierte en una defensa basada en la falta de lesividad, aunque muchas veces confundida con la discusión de la acreditación de la tipicidad. Así, en los ejemplos propuestos, se debe probar y no se puede presumir el carácter radioactivo de las sustancias que se tratan, el grado de alcohol en la sangre del conductor, la propagación o introducción a las aguas de elementos con-
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taminantes, la naturaleza de la droga traficada o el carácter peligroso de las sustancias expendidas o de los residuos transportados. Según nuestra monografista en la materia, estos estados de cosas que deben probarse pueden caracterizarse, en términos generales, como la creación de un “estado de incontrolabilidad” resultado de la conducta del agente (Vargas T., Delitos de peligro, 393). Desde este punto de vista se puede rechazar el argumento de que tales delitos entrañarían presunciones de derecho no admitidas por la Constitución, pues ni ésta ni los tratados internacionales en materia de derechos humanos exigen que la descripción de los delitos contemple un resultado equivalente a una lesión a un bien jurídico personal o colectivo, pero sí la prueba del contenido de la acusación, esto es, de la existencia del hecho punible con todas sus características particulares, entre ellas, la creación del peligro o “estado de incontrolabilidad” que se pretende evitar. De allí que las diferentes clasificaciones de los delitos de peligro existentes carezcan de mayor sentido en nuestro sistema, pues aunque el delito se califique de “peligro abstracto”, “hipotético”, “acumulación”, “preparación”, “intención”, “aptitud” o “idoneidad”, siempre se debe interpretar en el sentido de exigir la prueba de su peligrosidad según lo previsto en el tipo penal correspondiente, sea ésta, “concreta” o al menos “general” (STC 21.8.2007, Rol 739; Hernández B., “Legitimidad”, 156. O. o. Maldonado, “Delitos de peligro”, 60, para quien la exigencia de prueba no es suficiente para considerar “legítimos”, según los criterios que adopta, los delitos de acumulación, preparación o intención).
C. Consentimiento Aunque el consentimiento nunca ha sido una causal de justificación expresamente establecida en nuestro Código, su reconocimiento en Alemania como parte del derecho consuetudinario (tampoco está consagrado en el StGB) nos condujo a considerarlo en nuestras obras anteriores como una causal independiente de justificación. Sin embargo, un análisis de los casos propuestos nos lleva ahora a concluir que el consentimiento no es una causal de justificación independiente, sino una expresión de la falta de antijuridicidad material de las conductas allí donde la ley lo permite en sus descripciones típicas, p. ej., aborto en ciertos casos, mantener relaciones sexuales entre adultos aún con sesgos de sadomasoquismo, apropiación de bienes ajenos, etc. Por ello, bien puede sostenerse que, más que una causal de justificación, el consentimiento eficaz para excluir la punibilidad del hecho en estos casos excluye la tipicidad (Bustos/Hormazábal, Sistema, 88), como la defensa de minimis, lo que es particularmente cierto en los procedimientos
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médicos, donde el consentimiento informado es un requisito de la conducta conforme a la lex artis (Bullemore, “Relación”, 23). Finalmente, por faltar una causal legal de justificación de consentimiento, parece innecesaria la distinción entre “acuerdo”, como descripción de los casos de consentimiento que excluyen la tipicidad, y “consentimiento”, donde existiría una verdadera causal de justificación que permitiese abarcar las lesiones causadas en el deporte o en relaciones sadomasoquistas, e incluso la muerte a ruego más allá de los casos de eutanasia o limitación del esfuerzo terapéutico admitidos, como propone parte de la doctrina (Ríos, 3).
D. La actividad deportiva En los deportes de contacto (boxeo, pero también fútbol y básquetbol, p. ej.) hay que distinguir dos situaciones: en primer lugar, en todos los casos que resulten lesiones y muertes por contactos que la reglamentación admite, el acatamiento de las reglas deportivas es la base para alegar una justificante de ejercicio legítimo de un oficio (art. 10 N.º 10). En efecto, es un hecho que las federaciones deportivas, sus reglamentaciones y las particulares de cada deporte federado tienen reconocimiento legal en Chile, por lo que los daños derivados de riesgos inherentes al ejercicio de la actividad deportiva, en la medida que sean causados en el ámbito reglamentario (golpes reglamentarios en el karate, p. ej.), han de considerarse parte del legítimo ejercicio del deporte o actividad autorizada (Matus, “Gallos”, 13). En cuanto a las lesiones causadas por conductas ejecutadas fuera del reglamento, parece posible afirmar que deberían considerarse por regla general como imprudentes, a menos que se trate de casos de intencionalidad manifiesta, como la que se desprende del hecho de poner pesos de hierro dentro de los guantes de boxeo. Siendo así, tampoco estas lesiones imprudentes serían punibles, por encontrarse dentro del riesgo propio de estas actividades, permitido junto con el permiso general para su práctica, y consentido en particular por los intervinientes al aceptar participar en ellas (Couso, “Comentario”, 266). Legalmente, ello parece estar refrendado en lo dispuesto por el art. 241 CPP que permite expresamente los acuerdos reparatorios en esta clase de delitos. Pero, tratándose de lesiones dolosas (un codazo a mansalva y fuera de una acción de juego, p. ej.), no se tratará siempre de un riesgo propio del deporte de contacto. Aquí, el riesgo permitido solo parece alcanzar a las lesiones dolosas menos graves y leves de los art. 399 y art. 494 N.º 5 respecto de las cuales el art. 54 CPP solo permite su persecución previa denuncia del ofendido. Pero no alcanza a las del art. 397 ni a las mutilaciones de los arts. 395 y 396, como tampoco a los homicidios.
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Tratándose de muertes causadas en la actividad deportiva, el consentimiento tampoco permite fundamentar la exclusión del castigo, salvo que la muerte tenga como concausa una condición prexistente en la víctima y desconocida por el autor (resultado extraordinario). No obstante, siempre debe tenerse presente que las muertes en estos casos parecen seguir el mismo derrotero que las lesiones en cuanto a su imputación subjetiva: se tratará en la mayor parte de delitos culposos, con infracción de reglamentos, del art. 490. Pero, si la muerte se produce por un golpe recibido que sea reglamentario o permitido (un pelotazo en la cabeza, un golpe certero de boxeo, p. ej.,), al faltar la infracción reglamentaria, no será posible la imputación a título de culpa, según nuestra legislación; pero sí podría surgir la responsabilidad a título doloso en caso de que ese golpe reglamentario se haya empleado intencionalmente para causar la muerte aprovechando un conocimiento especial del autor, caso en el cual la justificación del art. 10 N.º 10 adolecería de causa ilegítima. Por lo tanto, abandonamos nuestra anterior posición que afirmaba la existencia de una verdadera costumbre contra legem, lo cual, aparte de ser contrario al principio de legalidad, tiene como efecto dejar entregada la valoración de estas conductas a una apreciación puramente subjetiva, como es la del fallo que afirmó que las lesiones causadas por un codazo fuera de la disputa de un balón, esto es, doloso, se había producido en “el desarrollo de un partido particularmente violento en el que más de uno de los jugadores tuvo conductas extremadamente agresivas” (SCA San Miguel 17.10.1989, GJ 112, 83), o los de aquellos que evitan imponer sanciones recurriendo a la simple afirmación fáctica de la falta de intención o negligencia de los acusados, aunque ella sí esté presente (González y Pino, 27).
E. ¿Acciones neutrales? Según Jakobs, “en un Estado de libertades están exentas de responsabilidad no solo las cogitationes, sino toda conducta que se realice en el ámbito privado y, además, toda conducta externa que sea per se irrelevante” (Jakobs, Estudios, 314). Estas conductas per se irrelevantes serían las llamadas acciones neutrales: comprar y vender en una armería autorizada un arma de fuego, un preparado autorizado en una farmacia, sogas y escalas en una ferretería, etc. Para esta doctrina, ninguna de estas conductas significaría externamente una arrogación ilícita de ámbitos de organización externos, sino ejercicio del rol o estatus de los ciudadanos que intervienen y serían, por tanto, lícitas, con total independencia de su intención o conocimiento sobre el destino y empleo de los objetos que se compran o venden.
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La criminalización de tales conductas solo por el añadido de una subjetividad (el conocimiento o la intención de cometer un delito con esos objetos de libre venta) sería, entonces, una manifestación del derecho penal del enemigo, y por tanto ilegítima, pues supondría una intervención en la esfera íntima sin atención a la capacidad o incapacidad perturbadora ex re de la conducta. Esta teoría puede verse como una modernización de la teoría de la adecuación social de Welzel: ambas suponen que existen criterios fuera del derecho positivo para afirmar que una conducta que corresponde al tipo penal o a un hecho de cooperación anterior o simultáneo a su realización no debe ser sancionada porque carece de antijuridicidad material, esto es, es neutral para el derecho o socialmente adecuada (Welzel, “Studien”, 419 Para sus orígenes en la escolástica, v. Aquino, I-II, C. 18, a. 8). El problema es determinar cuándo, objetivamente y sin atención a la subjetividad del agente, una conducta sería ex re neutral o perturbadora, esto es, cuándo, quién, cómo y bajo qué reglas diferentes a las jurídicas se determinaría que ella significaría solo expresión de un rol socialmente admitido (ciudadano, vendedor, cocinero, etc.) y cuándo una arrogación de una esfera de organización ajena o el incumplimiento de un deber institucionalmente establecido, en los términos de Jakobs; o cuándo sería socialmente adecuada o inadecuada, en los de Welzel. Sin embargo, a pesar de los esfuerzos de algunos autores, no existen respuestas a estas preguntas salvo la subjetiva apreciación de cada cual, subjetivismo que conduce a una tópica y casuística imposible de desarrollar exhaustivamente y, sobre todo, de controlar objetivamente en relación con el derecho positivo vigente (Rackow, 567). Para confirmar este aserto basta preguntarse qué debería entenderse por socialmente adecuado en la Alemania de 1939, cuando la dictadura Nazi se imponía en las calles a través de grupos de choque y acciones directas de amenazas, atentados personales y contra las propiedades de judíos y opositores, atentados que, en esas circunstancias concretas, podrían quedar “fuera del concepto de injusto”, pues se movían “funcionalmente dentro del orden históricamente constituido” (Welzel, “Studien”, 516). Desde otros puntos de vista también se ha supuesto la existencia de conductas libres de valoración jurídica o adiáforas, particularmente cuando concurren simultáneamente causas de justificación y exculpación, p. ej., en el caso de los náufragos que luchan por llegar a la única tabla de salvación o del novio fogoso que repele al tercero que lo separa de su amante creyendo evitar una violación inminente, que no existe. Sin embargo, como señala la doctrina mayoritaria, no hay aquí un “espacio libre de valoración” sino una valoración independiente de la conducta de cada uno: si ambos resultan libres de sanción, uno por una causal de exculpación y otro por una de jus-
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tificación, no es porque exista un espacio libre de valoración jurídica, sino porque esa es, precisamente, la valoración jurídica de las conductas de cada cual (Guzmán, “Actividad libre”, 32).
§ 3. Defensas basadas en la falta de antijuridicidad formal En nuestro ordenamiento jurídico las causales de justificación formales, de carácter general, son la legítima defensa (art. 10 N.º 4, 5 y 6), el estado de necesidad justificante (arts. 10 N.º 7 y 11), el cumplimiento del deber y el ejercicio legítimo de un derecho, autoridad, cargo u oficio (art. 10 N.º 10) y la omisión por causa legítima (art. 10 N.º 12). Sin embargo, antes de entrar a su estudio detallado, es conveniente analizar ciertos problemas comunes a todas ellas.
A. Elementos subjetivos (intencionales) en las causales de justificación En un sistema jurídico que no exige sentimientos de fidelidad ni de otra clase a los ciudadanos, sino únicamente la observancia del derecho, la exigencia de elementos subjetivos específicos en las causales de justificación, como el ánimo de defensa, no es requerida. Los aspectos personales ínsitos en las causas de justificación particulares, incluyendo los llamados elementos subjetivos que en algunas de ellas aparecen —la falta de provocación en el art. 10 N.º 4, los motivos ilegítimos en el 10 N.º 6 y el no estar obligado a soportar el mal del art. 10 N.º 11— no dicen relación con una expresión de fidelidad o especial ánimo respecto del ordenamiento como tal, sino exclusivamente con esos requisitos específicos. Sin embargo, a pesar del carácter excepcional de estas exigencias, una parte de la doctrina, inspirada en el finalismo y sus variantes, entiende que “no es suficiente, para la justificación de la conducta, la presencia de los presupuestos objetivos determinados en la respectiva justificante, sino que se requiere, además, una actitud psicológica dirigida a esa justificación” (Cousiño, “Integrantes subjetivos”, 1491): el ánimo específico que se expresaría en la preposición “en” del encabezado del art. 10 N.º 4, de la actuación “para” evitar un mal del art. 10 N.º 7, y de la ejecutada “en” cumplimiento del deber del art. 10 N.º 10, etc. (Ortiz Q., “Consideraciones”, 1160). La ausencia de prueba de ese elemento subjetivo haría decaer la justificante que se trate, con independencia del cumplimiento u observancia de todas las restantes exigencias previstas en la ley. Sin embargo, las expresiones aludidas no tienen en el Diccionario únicamente un significado
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subjetivo, por lo que a ellas ha de dársele el sentido que sea más acorde con su contexto. A nuestro juicio, en el de las justificaciones, dichas expresiones no pueden significar la imposición de un sentimiento o actitud subjetiva de fidelidad hacia el derecho, impropia de una sociedad democrática, que solo puede exigir su observancia objetiva. Una supuesta obligación de fidelidad al derecho existente, si se toma en serio, haría incluso sospechosa toda tentativa de reforma legal por los medios democráticos, tentativa que supone un desacuerdo o falta de lealtad subjetiva con la legalidad vigente. Por lo anterior, creemos que no encontrándose expresamente establecido en la ley dicho requisito subjetivo, la interpretación propuesta por los seguidores del finalismo no puede imponerse solo por ser coherente con la adopción de dicho esquema sistemático (Politoff DP, 262). Además, tratándose de eximentes de responsabilidad y no de sus presupuestos, tampoco es exigible a su respecto la vinculación subjetiva que el principio de culpabilidad impone para fundamentar la responsabilidad penal, ni mucho menos la prueba de su existencia más allá de toda duda razonable, como sí se exige para la comprobación de la participación culpable (art. 340 CPP).
B. Justificantes putativas y error sobre los presupuestos fácticos de una causal de justificación El rechazo de los elementos subjetivos intencionales para configurar una causal de justificación, aparte del caso excepcional del art. 10 N.º 6 —expresamente establecido como motivación ilegítima—, no debe llegar al extremo de olvidar que una cosa es no exigir un cierto ánimo de justificación para las eximentes y otra, bien diferente, que para afirmar la responsabilidad penal en nuestro sistema se exige siempre una subjetividad, basada al menos en el conocimiento de los hechos que se realizan y su contexto, cuando es exigible, según el principio de culpabilidad que rige para las personas naturales. Por ello, la prueba del error sobre la existencia, alcance o los presupuestos fácticos de una causal de justificación que objetivamente no está presente, pero que el agente cree racionalmente que sí lo está, permite elaborar la defensa conocida desde antiguo como justificante putativa (SCA La Serena 6.8.1928, en Ortiz Q., “Legítima defensa”, 26). Aunque esta clase de errores son tratados más adelante junto con el resto de los que excluyen la culpabilidad, conviene adelantar a este lugar su tratamiento específico, por su incidencia en la comprensión de las causas de justificación e importancia práctica como teoría del caso de las defensas. La doctrina dominante suele considerar hoy en día el problema de las justificantes putativas como un grupo especial de errores de prohibición in-
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directos, en que el agente cree que existe una justificación que no existe, p. ej., que se puede mantener relaciones sexuales con una mujer púber menor de 14 años, con el consentimiento de su madre; o piensa que la situación presente permite alegar una causal de justificación existente, pero que no alcanza a su situación de origen, p. ej., que cualquier enfermedad de un hijo es suficiente mal como para entrar al hogar al que tiene prohibido acercarse; o yerra en el presupuesto de hecho de la justificación: confunde con un ladrón al hijo que viene tarde de juerga, cree que existe un incendio que no es tal, piensa que se dan los presupuestos para ejercer su deber, etc. Para nosotros, en todos estos casos la respuesta ante el error acreditado debiera ser idéntica: si es invencible o excusable, esto es, se basa en la prueba de una creencia razonable acerca de la existencia, alcance o presupuestos objetivos de una causal de justificación, se trata como si dicha causal existiera en realidad y exime, por tanto, de responsabilidad. Pero, si esa creencia es irrazonable, por basarse en un error vencible o inexcusable, aunque no se admite la justificación, se excluye de todos modos la culpabilidad a título doloso (el sujeto no sabe realmente lo que está haciendo y no actúa voluntariamente), pero queda subsistente el castigo a título de culpa, siempre que exista el correspondiente cuasidelito, como en los casos de muertes o lesiones imprudentes (arts. 490 a 492). En un contexto diferente, esta es la solución que se ofrece en el common law al incorporar la creencia razonable en una agresión como fundamento de la legítima defensa, despojándola de la exigencia de probar su realidad (Dressler CL, 9121). No obstante, la responsabilidad dolosa siempre subsiste en caso de que el error sea atribuible al agente, esto es, querido o aceptado conscientemente (ignorancia deliberada). Además, como esta defensa afecta la subjetividad de cada cual, no se extiende a los partícipes en quienes no concurre el error, tal como en todas las causales de exculpación. Y de ninguna manera lleva como corolario la afirmación de que el agresor putativo no pueda repeler al supuesto defensor pues, aunque el error pudiera excluir el carácter de “agresión” de la conducta del defensor putativo, el supuesto agresor puede reaccionar ante ella como una fuente de peligro que no está obligado a tolerar, según el estado de necesidad defensivo (Art. 10 N.º 11). De este modo, nuestra actual propuesta difiere parcialmente en sus resultados de la llamada teoría limitada de la culpabilidad que antes sostuviéramos, siguiendo la doctrina mayoritaria en Alemania y en Chile (Roxin AT I, 626; y Politoff DP, 346, respectivamente). En efecto, conforme a esa teoría solo en el caso del error sobre los presupuestos objetivos en una causal de justificación (el padre que abate al hijo que llega tarde por confundirlo con un ladrón) correspondería apreciar una responsabilidad culposa por la
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falta de cuidado al actuar (no haber “abierto más los ojos”). En cambio, si el error recae sobre la existencia o el alcance de una causal de justificación, la teoría limitada de la culpabilidad sostiene que si es vencible subsiste la imputación a título doloso y correspondería aplicar analógicamente una atenuante de eximente incompleta (art. 11, 1.ª, en relación con el art. 10 N.º 1), de difícil sustento en el texto legal. A similar resultado se llega desde el punto de vista de la teoría de la culpabilidad que remite sus efectos al error de tipo (Cury, “Error de prohibición”, 246). En la jurisprudencia actual, aunque en los considerandos de algunos fallos relevantes de la Corte Suprema nuestro máximo tribunal parece decantarse por alguna de las teorías de la culpabilidad en esta materia (SSCS 4.8.1998, con nota de Vargas P., “Caso ‘Chépica’”, 190), lo cierto es que en las decisiones de los fallos se adopta en realidad el tratamiento que aquí se propone para todos los supuestos de justificantes putativas o errores de prohibición indirectos. Así, p. ej., respecto del delito de desacato (art. 240 CPC), una situación de gran incidencia práctica por la existencia de numerosas órdenes impuestas judicialmente para impedir el acercamiento a lugares o personas determinadas, especialmente en casos de violencia intrafamiliar, se ha demostrado que en la inmensa mayoría de los casos conocidos por los tribunales sobre errores en la compresión jurídica de las condiciones impuestas, no se refieren a los presupuestos objetivos de una eventual causal de justificación sino a la creencia de que tal causal existe (el consentimiento de la persona de la que debe alejarse, p. ej.) o que una causal existente lo autoriza (la supuesta necesidad de ofrecer un auxilio inmediato al hijo, a pesar de la negativa de la madre). Y en todos ellos los tribunales afirman la impunidad del agente, con la sola prueba del error, independientemente de su evitabilidad o no, atendida la inexistencia de una figura imprudente de desacato para sancionar en caso de error vencible acerca de la existencia y alcance de las prohibiciones judiciales de acercamiento (Ramírez G., “Desacato”, 23). Es más, incluso la SCS 27.10.2005, que se decantó explícitamente en sus considerandos por la teoría de la culpabilidad que remite a las consecuencias jurídicas del error de tipo, termina aplicando la misma solución que nosotros proponemos a un caso en que el agente creía justificada la recuperación de propia mano de un auto vendido cuyo precio no se pagó oportunamente, esto es, la impunidad por ser un error vencible y no existir la figura culposa correspondiente, en vez de la teoría que dice seguir, que importaría la sanción del hecho a título doloso con una eventual atenuante genérica (Rojas A., “Caso Antivero”, 290). Por otra parte, al igual que cualquier defensa subjetiva basada en un error, no basta su alegación para configurar la justificante putativa, sino
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que debe demostrarse en juicio como hecho mental al momento de actuar (criterio ex ante). Quien ve a otro amenazar con un arma de fuego recién disparada puede creer razonablemente que el ataque continuará (RLJ 21). En cambio, no parece admisible la alegación del acusado de creer que podría ser atacado por la víctima, si estaba probado que ella se encontraba en manifiesto estado de ebriedad y apenas se sostenía en pie (SCA Concepción 18.7.2016, Rol 460-16); ni la de que el acusado creía que la víctima iba a sacar un arma de la pretina del pantalón si ninguno de los testigos presenciales ratifica sus dichos (SCA Valparaíso 6.5.2016, Rol 542-16). En estos últimos casos, la falta o insuficiencia de prueba no transforma el error alegado de invencible a vencible, sino de alegado a inexistente y no producirá efecto alguno. Finalmente, tratándose la justificante putativa de una exculpante basada en el error, en el caso de que la persona del supuesto agresor repela el ataque de quien erróneamente crea estar defendiéndose, ello podría considerarse un supuesto de estado de necesidad defensivo del art. 10 N.º 11, al enfrentarse un mal que no puede considerarse una agresión ilegítima. Lo mismo ocurre en caso de quien repele al que pretende destruir sus bienes creyendo estar en estado de necesidad o cumplir una orden legítima. En cuanto a la participación de otras personas, ésta ha de valorarse individualmente, pues siendo el error un hecho mental, solo cabe apreciarlo en quienes concurra (art. 64).
C. La causa ilegítima La cuestión que aquí se presenta con carácter general es si puede admitirse una defensa basada en una causal de justificación cuando “el peligro en el cual uno se encuentra haya sido ocasionado por un hecho propio y reprobable” (Carrara, Programa, § 297). Este problema va más allá de la inexistencia de legítima defensa para el agresor ilegítimo, como en el caso de quien acepta un duelo o envite, o participa voluntariamente en una riña o pelea tumultuaria entre varios (RLJ 48). Así, en la defensa de extraños del art. 10 N.º 6, actuar impulsado (únicamente) por venganza, resentimiento u otro motivo ilegítimo es una causa ilegítima que impide considerar al agente exento completamente de responsabilidad penal. Y en todos los supuestos del art. 10 N.º 4, 5 y 6 (defensa propia, de parientes y extraño), la llamada “provocación intencional” o la participación en ella, en el sentido de provocar una agresión “para prefigurar artificialmente en su favor una supuesta situación de legítima defensa que le permita dar muerte o herir
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impunemente a su agresor”, es una causa ilegítima que impide apreciar la eximente completa (Couso, “Comentario”, 220). En el caso especial del art. 10 N.º 11, su circunstancia 4.ª también declara inadmisible el alegato de la eximente completa por parte de a quien razonablemente puede exigírsele que soporte el mal, no solo por su especial profesión (personal militar, de policía, sanitario, etc.), sino también por sus hechos previos: a quien voluntariamente se expone al mal (o lo causa), se le puede exigir razonablemente que lo soporte sin dañar bienes ajenos. Este es el mismo razonamiento que permitiría considerar ilegítima la causa en un estado de necesidad si el mal fuera originado solo por culpa del necesitado (imprevisión, descuido o ignorancia), salvo quizás en el caso especial del art. 10 N.º 7, donde para salvar la vida o los derechos propios o ajenos se afecte únicamente la propiedad de terceros (Politoff DP, 298). Pero, si el mal es creado intencionalmente por el propio amenazado, no puede en ningún caso alegar esta eximente para salvar sus bienes o derechos sino solo los de terceros, pues el abuso del derecho también es una causa ilegitima (Etcheberry DP I, 265) En fin, tratándose de cumplimiento del deber o ejercicio legítimo de un derecho, profesión cargo u oficio del N.º 10 del art. 10 o de la omisión por causa legítima del art. 10 N.º 12, el Código expresamente hace referencia a la legitimidad de la causa en el presupuesto mismo de la causal. Además, quien voluntariamente rechaza o muestra desinterés por conocer el derecho y, especialmente, las causales de justificación existentes, su alcance o los presupuestos objetivos para su aplicación, también podría considerarse en una situación de causa ilegítima para el error que padece, atribuible a su propia responsabilidad, lo que impediría apreciar la justificante putativa o el error de prohibición que se alegase. De allí que, desde el punto de vista de la teoría de las normas de comportamiento, la causa ilegítima como excepción a la justificación se identifica con el concepto de imputación extraordinaria, “en que existe una instrumentalización de una causa de justificación a favor propio, ya sea por medio de la producción intencional por un actuar precedente de sus condiciones objetivas o el aprovechamiento de su concurrencia” (Silva O., “Imputación”, 47. En el mismo sentido, J. Contesse, en nota a la SCA Valdivia 23.2.2016, RCP 43, N.º 2, 263).
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§ 4. Legítima defensa A. Concepto y clasificación El Estado, imposibilitado de socorrer por medio de sus agentes a quien está siendo agredido, lo faculta para repeler la agresión, pero con carácter excepcional y cumpliendo determinados requisitos (RLJ 47). Según una definición estándar en la doctrina, la legítima defensa es “la repulsa de la agresión ilegítima, por el atacado o tercera persona, contra el agresor, sin traspasar la necesidad de la defensa y dentro de la racional proporción de los medios empleados para impedirla o repelerla” (Jiménez de Asúa, Tratado IV, 26). Este concepto es válido siempre que se entienda como una generalización que necesariamente ha de completarse en cada caso con los específicos requerimientos de la ley aplicable, en nuestro caso, los N.º 4, 5 y 6 del art. 10. En cuanto a su clasificación, la ley distingue entre defensa propia, de parientes, y de extraños, que se diferencian por las diferentes restricciones impuestas al régimen de la causa legítima (provocación, participación en ella y motivo de la actuación, respectivamente). Esta clasificación está superada en el Código penal español de 1995, cuyo art. 20.4 no hace distinción entre defensa propia o de terceros. En el common law norteamericano, en cambio, se sigue otra clasificación, que apunta principalmente a determinar la racionalidad del medio empleado para la defensa según la clase de agresión que se trate: i) self defense, o repulsa de quien realiza un ataque corporal, que afecte la vida o integridad física del que se defiende; ii) defense of property and habitation, o rechazo del ingreso ilegítimo al hogar; y iii) crime prevention, o impedir la comisión de cualquier otro delito (Dressler CL, 10646). Indirectamente, sin embargo, esta distinción respecto de los medios necesarios para ejercer la defensa aparece en nuestro Código que, siguiendo el modelo belga y lo dispuesto en la Partida 7, T. VIII, L. III, incorporó la llamada legítima defensa privilegiada (art. 10 N.º 6 inc. final). En este caso, tratándose de repeler agresiones constitutivas de ciertos delitos en determinadas circunstancias, la ley presume la racionalidad del medio empleado en la defensa, “cualquiera sea el daño que se ocasione al agresor”.
B. Derechos defendibles El objeto de la legítima defensa en Chile es amplio: la “persona o derechos” propios o de terceros, según expresa el encabezado del art. 10 N.º 4,
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lo que incluye la vida, integridad física, libertad, seguridad, propiedades, etc. (RLJ 47). Es más, la formulación legal lleva a concluir que el ataque de una persona a cualquier derecho constitucional o legalmente reconocido —incluso los colectivos, como el de “vivir en un ambiente libre de contaminación” (art. 19 N.º 8 CPR)— permite su repulsión en legítima defensa, con tal que la defensa sea racional, como sucedería, p. ej., ante una agresión consistente en el vertimiento de sustancias contaminantes en cursos de agua de los arts. 136 Ley General de Pesca y 315 CP (o. o. Wilenmann, “Legítima defensa”, 427, quien estima que solo son defendibles derechos individuales por razones más bien teóricas que legales). No obstante, tratándose de ataques al honor, la propia ley no parece considerar justificada una reacción siquiera equivalente, al establecer un régimen especial de compensación de penalidades por injurias recíprocas en el art. 430 y estimar las expresiones verbales como una forma de provocación que excluye la legítima defensa tanto del injuriador como del provocado en los arts. 10 N.º 4 y 11 N.º 3 (RLJ 388). Y tampoco la mera perturbación de un derecho mediante actos jurídicos (contratos, escrituras, etc.) admite una repulsa que recaiga en la persona del que los realiza (RLJ 47).
C. Requisito esencial: agresión ilegítima a) Concepto La existencia de una agresión ilegítima es el requisito esencial de la defensa. Si no concurre, tampoco puede apreciarse una eximente incompleta de los arts. 11 N.º 1 y 73. La agresión es definida en el Diccionario como un “acto de acometer”, esto es, el ataque de un ser humano que genera un riesgo objetivo para la persona o derechos de otro. Según la jurisprudencia, comprende no tan solo el acometimiento físico de una persona en contra de otra, sino que, además, “el quebranto de todo derecho ajeno, la injuria, amenaza o provocación, que una persona haga a otra de cualquier manera” (SCS 15.11.1968, RDJ 65, 307). Y no se agota con el primer ataque del ofensor, sino que subsiste mientras subsistan sus arrestos ofensivos o los acometimientos que dirija contra quien lo repele después del primer enfrentamiento. Luego, en primer término, la literalidad del texto legal excluye la posibilidad de defenderse de una omisión como propone parte de la doctrina (Etcheberry DP I, 253. Wilenmann, “Legítima defensa”, 441, quien admite que esta propuesta excede la literalidad del texto que dice, pero justifica
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este alejamiento de la ley “por ser un concepto sistemático”). Sin embargo, es posible forzar a quien está obligado a realizar ciertas conductas para evitar un mal grave, siempre que no exista otro medio practicable y menos perjudicial para evitarlo y el mal que se cause al forzado sea inferior o no significativamente superior al que se evita: estado de necesidad agresivo (el forzado no es la fuente del peligro) del art. 10 N.º 11. Este sería el caso de quien fuerza al que omite liberarlo al término de un encierro voluntario (p. ej., en un parque de entretenciones o en un monasterio). Lo mismo aplica respecto de las conductas imprudentes: no son agresiones, pero quien rechaza a un ciclista que ha omitido toda prudencia al circular sobre la acera, sigue estando justificado, pero no por legítima defensa, sino por el estado de necesidad defensivo (el forzado es la fuente de peligro) del art. 10 N.º 11. Enseguida, la agresión debe ser ilegítima, esto es, contraria a derecho, aunque no necesariamente constitutiva de delito. Por lo tanto, el cumplimiento de un deber, el ejercicio legítimo de un derecho, profesión, cargo u oficio, la repulsión de una agresión ilegítima y la actuación en estado de necesidad justificante no pueden considerarse agresiones ilegítimas, aunque supongan acometimiento y empleo de la fuerza, incluso letal, siempre que ello sea racionalmente necesario y se cumpla el resto de las condiciones legales en cada caso. Las reacciones de los terceros que sufren las consecuencias del acometimiento legítimo han de juzgarse por sí mismas: si el acometido cree que el agente estatal no está autorizado, podría encontrarse en una situación de justificante putativa, como también podría estar exculpado si actúa motivado por un miedo insuperable o una fuerza irresistible. De allí que no sea claro que de estas y otras situaciones similares pueda desprenderse la existencia de deberes generales de tolerancia o “solidaridad”, como se propone por las doctrinas funcionalistas (Piña, “Solidaridad”, 257. Con otros fundamentos, Mañalich, “Normas permisivas”, 503, también rechaza la existencia de estos deberes generales de tolerancia o solidaridad derivados de las causales de justificación o, en sus términos, “normas de permiso”). Pero, según nuestra jurisprudencia, no habilita la defensa legítima el hecho de que errores de procedimiento u otra circunstancia similar terminen por considerar “ilegal” una detención, por lo que las agresiones a los funcionarios aprehensores, después de la detención, no estarían justificadas (SCS 22.1.2020, DJP 41, 109). Por eso, sí será posible la legítima defensa ante actos de autoridad fuera de su competencia y aún frente a hechos dañosos que no constituyan delito, como el uso no autorizado de vehículos o hurto de uso. Y también lo será en la repulsa de quien por un error atribuible a sí mismo, por ignorancia
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deliberada o supina, actúa creyendo que se está defendiendo de una agresión inexistente, evitando un mal imaginario, cumpliendo un deber o ejerciendo un derecho que no tiene: la imposibilidad del agresor de invocar una justificante putativa en estos casos excluye la legitimidad de su conducta y habilita al agredido para defenderse legítimamente de ese acometimiento objetivamente injustificado. Más discutible es la situación de quien repele ataques de incapaces, personas forzadas, que actúan impulsadas por un error excusable (justificante putativa), un miedo insuperable o para evitar un mal no causado por la persona a quien acometen, es decir, exentas de responsabilidad por una causal de inimputabilidad o exculpación. Antes de la incorporación del nuevo art. 10 N.º 11 estas situaciones solían resolverse acudiendo al criterio de la racionalidad del medio, especialmente cuando se trataba de ataques de enajenados o niños muy pequeños. Sin embargo, todas estas situaciones deberían ser reconducibles al estado de necesidad defensivo exculpante de esa nueva disposición, pues el acometimiento de tales personas difícilmente puede considerarse ilegítimo (están exentas de responsabilidad) y ni siquiera una agresión, tratándose de inimputables o personas que actúan imprudentemente; pero sí constituye una fuente de peligro de un mal grave que el que lo padece no está obligado a soportar. Por eso se le permite, cumpliendo los requisitos de proporcionalidad y subsidiariedad de esa disposición, acudir a este estado de necesidad defensivo exculpante, como “pequeña legítima defensa”. En la doctrina se rechaza también que los ataques de animales puedan ser una agresión, afirmándose que constituyen un mal que justifican la actuación en estado de necesidad defensivo (art. 10 N.º 7 y 11). Pero, si un animal (p. ej., un perro) es excitado por otro para que ataque a una persona, el animal es un instrumento en manos de ese otro que pasa a ser un agresor y la muerte del animal o del que lo gobierna estarían en tal caso justificadas por la legítima defensa si ello es necesario racionalmente para terminar la agresión. Lo mismo cabe decir respecto de la destrucción, mediante el acto defensivo, de cualquier otro medio empleado por el atacante y los daños que se causen al agresor mismo que los controla. Finalmente, tratándose de hechos derivados de una provocación, un acometimiento mutuo, la participación en una riña o un desafío o envite a pelear, sea en un duelo regular o irregular, nunca habrá legítima defensa para ninguno de los intervinientes (SCA La Serena, 15.12.1970, RDJ 67, 485), como no la hay en el duelo entre Hamlet y Laertes en la escena final de la tragedia (Tamarit, Casos, 83).
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La amplia casuística desarrollada por la jurisprudencia en esta materia, aunque algunas veces contradictoria en los detalles, no se aleja en lo sustancial de lo que aquí se ha expuesto (RLJ 47).
b) Actualidad o inminencia de la agresión La agresión debe ser actual o inminente, según se deduce del tenor de la circunstancia segunda del art. 10 N.º 4, que habla de repelerla o impedirla. Se entiende como actual la agresión que objetivamente existe, con independencia de si es conocida o no por los intervinientes y perdura mientras subsisten los arrestos ofensivos del agresor: de ahí que cabe la justificante de legítima defensa en el evento que la víctima persiga al ladrón que huye con el botín (en este caso, el delito está consumado, pero no agotado, porque subsiste para el agredido la posibilidad de recuperar los bienes arrebatados). La agresión subsiste durante todo el tiempo que se ejecutan delitos permanentes, como el secuestro, y en la repetición de los actos constitutivos de delitos habituales y continuados (RLJ 47). Inminente es la agresión “lógicamente previsible” (Labatut/Zenteno DP I, 95). Puede, en efecto, ejercerse la defensa sin esperar el daño previsible, si hay indicios de su proximidad, como los que surgen de una amenaza acompañada de la exhibición de un arma, rodear entre varios a un tercero, cerrar las vías de escape, etc. En estos casos, una mayor espera podría frustrar las posibilidades de la defensa y no es razonable exigir al agredido que pruebe la fuerza del agresor antes de defenderse. No se exige tampoco que la agresión se encuentre técnicamente en grado de tentativa, pues ya hemos señalado que no es requisito de ésta su carácter delictivo, sino solamente el ser ilícita. En el límite, y precisamente porque la apreciación ex post de una agresión inminente en estas circunstancias pudiera llevar a la conclusión de que no existía objetivamente (el arma exhibida era de utilería, existían vías de escape, etc.), cobra a este respecto gran valor la justificante putativa para eximir de responsabilidad al que yerra sobre los presupuestos objetivos de una causal de justificación (RLJ 21, donde se cita la importante SCS 4.8.1998, que califica de error invencible de prohibición la creencia en una agresión cuando se apunta a otro con un arma que tiene el seguro pasado, lo que no es percibido por quien repele al que le apunta). En el sistema del common law norteamericano, tratándose de la legítima defensa personal, la dificultad de apreciar en la práctica la inminencia de la agresión ha llevado a configurarla de forma completamente subjetiva, basándola no en la existencia objetiva de una agresión actual o inminente, sino en una apreciación subjetiva ex ante, tomando en
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cuenta las circunstancias del momento, de la existencia en el sujeto de una creencia razonable de la inminencia de la agresión, aunque se pruebe que no existía (Dressler CL, 9144).
c) Exceso temporal: ataque ante una agresión agotada Nuestra ley reconoce, en principio, solo una atenuante para el que actúa en “vindicación próxima de una ofensa” (art. 11, 4.ª), atendido el hecho de que, faltando la agresión, no hay defensa posible, pues lógicamente no puede uno defenderse de lo ya pasado, como en el caso de atacar a otro, por haber cometido anteriormente un robo o una vez que se ha retirado del lugar donde tuvo ocasión un enfrentamiento verbal (SCA Santiago, 18.6.1990, RDJ 87, 101; y SCS 18.6.2019, con nota aprobatoria de H. Corrales, DJP N.º 41, 61). Según nuestra jurisprudencia, tampoco hay legítima defensa en el hecho de acometer con un medio letal a un agresor que ya ha sido reducido por terceros (SCA Santiago 3.5.2019, DJP 41, 115). Siendo todo lo anterior cierto, no debe descartarse, en todo caso, la posibilidad que este exceso en el tiempo de la reacción defensiva pueda verse como un supuesto de legítima defensa putativa o miedo insuperable, como en el de una mujer que ha sido violada y ataca al agresor que se retira y le da la espalda, creyendo o temiendo que volverá a atacarla (o. o. Garrido II, 180, quien considera el exceso temporal solo una forma de eximente incompleta).
d) Anticipación en el tiempo: las ofendicula La instalación preventiva de mecanismos de defensa estáticos (alambres de púas, etc.) o automáticos (rejas electrificadas), tradicionalmente llamados ofendicula, podrían de alguna manera considerarse no legitimados en tanto el daño previsto es previo a cualquier conato de agresión. Sin embargo, nuestra jurisprudencia ha admitido la legitimidad de dichos mecanismos, en la medida que sean ostensibles y anunciados, no pongan en peligro a miembros inocentes de la comunidad, actúen solo cuando se produzca la agresión, y la gravedad de sus consecuencias no sobrepasen los límites de la necesidad (Labatut/Zenteno DP I, 96). En cambio, las armas automáticas (spring guns), dispuestas para herir gravemente o matar a cualquiera que traspase los límites de una propiedad no responden en modo alguno a estas limitaciones y deben considerarse, en nuestro derecho, ilegítimas (para la discusión en el common law norteamericano, v. Dressler CL, 10813).
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D. Necesidad racional del medio empleado para impedir o repeler la agresión Si la existencia de la agresión ilegítima fundamenta la posibilidad de una defensa, su legitimidad no depende de ésta ni de su objeto (los bienes defendibles), sino de la necesidad racional del medio empleado en impedirla o repelerla. Ello significa, en primer término, que una defensa racionalmente necesaria debe dirigirse contra el agresor (RLJ 47). Si recae sobre un tercero, puede todavía alegarse una justificante putativa (creyó que era el agresor), un error en la persona irrelevante (si solo erró en la persona como objeto de la acción, art. 1 inc. 3), un estado de necesidad del art. 10 N.º 11 o un caso fortuito. Un descontrol absoluto producto del miedo o la respuesta a la coerción sufrida y que importe una acción defensiva sobre terceros no responsables de la agresión, también podría estar exento de responsabilidad penal, si se acreditan los presupuestos de la eximente del art. 10 N.º 9. Se requiere, además, una valoración del acto defensivo en cada caso en relación con la agresión sufrida, pues la necesidad racional de impedir o repeler esa agresión concreta determina el límite de la autorización concedida para defenderse: no en todo caso, no de cualquier manera, no con cualquier medio, sino cuando la agresión se produce, con los medios con que se cuente en ese momento y que sean racionalmente necesarios para impedir o repeler la agresión que se sufre. Pero la necesidad del medio empleado no es un asunto de proporcionalidad matemática o en relación con los que emplea el agresor, sino una exigencia en relación con los medios de que dispone el agredido en el momento y respecto de la agresión que sufre, en el sentido de que debe emplearse el medio defensivo de que se disponga y del cual no se puede prescindir para repeler definitivamente la agresión, de acuerdo con las circunstancias objetivas del caso, apreciadas ex ante, tal como aparecen a los ojos del agredido, y no a través de una valoración ex post. Por eso, se ha estimado que es posible defenderse, p. ej., atendidas las circunstancias, con un arma de fuego frente a la agresión con un fierro o atropellando al que para robar un vehículo amenaza con un cuchillo a sus ocupantes (SCA Santiago, GJ 386, 166; y SCA San Miguel 16.8.2019, DJP 41, 69, con comentario aprobatorio de C. Izquierdo, respectivamente). Se discute si ese medio ha de ser el “menos lesivo” disponible, pues ante la existencia o creencia de la agresión, el impulso psicológico de la defensa apuntaría a la extinción del peligro de acuerdo a prototipos de actuación aprendidos y que se creen eficaces para ello, y no a dilucidar los efectos de la defensa en el agresor, razonamiento
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que no podría ser exigido en personas que toman decisiones ante un estrés semejante (Vera, “Legítima defensa”, 284). Por eso, la muerte del comisario Scarpia, acuchillado por Tosca en la ópera homónima, para evitar ser violada tras ser intimidada por la amenaza de ejecutar en el acto a su amante, que Scarpia tiene prisionero en la habitación contigua, se ha entendido como una reacción racional (Tamarit, Casos, 170). Un caso similar se presentó en la SCA Antofagasta 22.11.2019, en que una mujer repele con un cuchillo las agresiones con puño de su conviviente (DJP 41, 85, con comentario crítico de B. Sanhueza, por haberse resuelto el caso con base a la idea de que la acusada solo podría pretender lesionar y no matar al occiso, atendido el medio empleado). Además, como afirma parte importante de la jurisprudencia, la defensa debe ser subsidiaria, aunque no absolutamente, sino en el sentido que habrá casos excepcionales donde no sea en sí necesaria y sea preferible la elusión del ataque, como cuando el agresor es un niño de corta edad, alguien que sufre un ataque de epilepsia, o el agredido puede huir sin peligro del lugar de la agresión (RLJ 53). Para un autor, siguiendo la doctrina francesa, la subsidiariedad en la legítima defensa sería obligatoria ante agresiones que pueden repelerse materialmente sin afectar la persona del agresor (p. ej., cuando se trata de una alteración de límites o del curso de las aguas) o ante lesiones de poca importancia, como en los “pequeños robos”, que no debieran repelerse a tiros (Drapkin, 215). No obstante, siguiendo el parecer mayoritario de la doctrina alemana, la mayoría de nuestros autores suele rechazar estas limitaciones afirmando que “la legítima defensa consiste en repeler la agresión, no en evitarla” y que “ante el injusto —de la agresión— nadie está obligado a ceder” (Garrido DP II, 173, y Cury PG I, 543, respectivamente). Según nuestro más reciente monografista en la materia, la base para fundamentar la legitimidad de la defensa sin exigir una respuesta subsidiaria ni proporcional radica en entender la agresión ilegítima como “la puesta en peligro plenamente responsable por parte del agresor”, de modo que las consecuencias de su actuación solo son atribuibles a él, por lo que no habría nunca para el defensor obligación de ceder, buscar ayuda o someter la respuesta “a margen de proporcionalidad alguno, pese al reconocimiento de un límite ‘ético-social’ en caso de extrema desproporción” (Wilenmann, “Legítima defensa”, 639 y 624, respectivamente). Con todo, se debe señalar que esta doctrina no es unánime en Alemania, donde también algunos autores modernos reconocen limitaciones como las aquí expuestas (Politoff DP, 361 y Guzmán D., “Dignidad”, 359).
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a) El exceso intensivo Exceso intensivo en la defensa es el empleo irracional de medios que producen daños innecesarios al agresor. Sería el caso, p. ej., de quien realiza maniobras conductivas para arrojar de un vehículo en movimiento a un agresor que se ha puesto sobre el capó a golpear con sus manos el parabrisas: la expulsión del agresor sería legítima, pero el exceso de la fuerza o velocidad con que se expulsa, innecesaria (este el supuesto de la SCA Rancagua 13.11.2001, DJP Especial II, 841, donde, sin embargo, no se planteó la posibilidad de una defensa legítima a pesar de constatarse la agresión, con cometario crítico de C. Ortega). No obstante, a diferencia de lo que sucede con el exceso temporal, donde falta la agresión en la defensa, en el exceso intensivo, al existir la agresión, el que se defiende puede alegar la eximente incompleta del art. 73, que otorga una rebaja sustantiva en la pena, de hasta tres grados. Sin perjuicio de lo anterior, también existe la posibilidad de alegar una justificante putativa si se creyó en la racionalidad del medio que se empleó, esto es, que no se tenía otro a mano menos perjudicial o que era el único capaz de repeler la agresión de los que se disponía; o la eximente del miedo insuperable (art. 10 N.º 9), atendida la naturaleza de la agresión y el efecto que pueda haberle provocado en su ánimo al que se defiende, como en el supuesto de la mujer que logra zafarse de su asaltante y coger un arma de fuego con la que dispara contra la cabeza o el pecho de su agresor, cuando hubiera bastado apuntar a las piernas.
E. Causa legítima a) Falta de provocación suficiente por parte del que se defiende La ley chilena considera una causa ilegítima la provocación del agredido y esta causa, según la naturaleza y entidad de la provocación puede generar diferentes efectos. Provocar es, según la RAE, “buscar una reacción de enojo en alguien irritándolo o estimulándolo con palabras u obras”, reacción que puede traducirse en una agresión o acometimiento personal. Luego, “falta provocación suficiente de parte del que se defiende” cuando ha provocado a otro solo con expresiones injuriosas o calumniosas, generalmente referidas a la sexualidad, virilidad, o entereza del otro o de su cónyuge o conviviente. Según la ley, aunque la provocación exista, quien
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reacciona ante ella mediante un acometimiento físico es un agresor ilegítimo. Pero, al mismo tiempo, la defensa no será legítima, pues se origina en un hecho del que es responsable quien se defiende: la provocación. En consecuencia, ninguno de ellos actuará justificado. Sin embargo, la ley hace una diferencia en el tratamiento penal de ambos: mientras el provocado solo puede alegar en su favor la circunstancia atenuante 3.ª del art. 11 (haber precedido inmediatamente al delito provocación “proporcionada”); el provocador podrá alegar la eximente especial incompleta del art. 73, que importa una rebaja significativa de la pena, si empleó un medio racionalmente adecuado. Pero cuando la provocación llega a las vías de hecho o consiste en amenazas o exhibición de armas que hacen parecer inminente un ataque, ella se trasforma en una agresión ilegítima o, en otros términos, es una “provocación suficiente” para que el provocado reaccione en legítima defensa ante la agresión actual o inminente. Aquí, el provocado es un legítimo defensor y el provocador un agresor ilegítimo al que no corresponde siquiera la eximente incompleta (Ortiz M., “Provocación”, 552).
b) Falta de participación en la provocación del pariente que defiende Siguiendo la regulación del modelo español de 1848/1850, el art. 10 N.º 5 contempla la defensa de parientes en un numeral separado de la propia, señalando a quienes puede defenderse legítimamente bajo esta causal: cónyuge, consanguíneos en toda la línea recta y colateral hasta el cuarto grado y afines en toda la línea recta y colateral hasta el segundo grado. La defensa de otros parientes se consideraría dentro de la causal del art. 10 N.º 6, como defensa de extraños. La defensa de parientes exige, al igual que la propia, que exista agresión ilegítima y necesidad racional del medio empleado. Luego, la única diferencia respecto de la legítima defensa propia radica en el tratamiento de la provocación: mientras el pariente que ha provocado (sin llegar a ser agresor) no puede alegar la eximente completa de legítima defensa, el que lo defiende sí puede, siempre que no hubiera participado en la provocación. La ley parece permitir incluso la defensa del pariente con conocimiento de la previa provocación, mientras no se haya tomado parte en ella. La regulación así descrita, que destaca un aspecto personal o subjetivo de la eximente produce ciertas perplejidades: Así, según el clásico ejemplo, si A provoca a B para atacarle y B levanta un arma para hacerlo, A no estaría justificado para repeler el ataque, pero sí lo estaría C, su pariente co-
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lateral por afinidad en segundo grado. Pero, si C solo entrega a su pariente el medio con que se defiende podría sostenerse su complicidad con A, por las lesiones eventualmente causadas a B, ya que A no estaría justificado y C conoce esa situación. Tratándose de una provocación suficiente, esto es, que hace del provocador un agresor y del provocado un agredido, el pariente no estaría justificado ni por defender ni por participar en la supuesta defensa. Pero, si no ha intervenido en la provocación, bien podría alegar una justificante putativa si al asomarse a la escena ve que un tercero acomete a su pariente y, creyéndolo un agresor, lo repele.
c) Falta de intervención en la provocación y de motivación ilegítima en la legítima defensa de terceros Al igual que la legítima defensa de parientes, la de terceros del art. 10 N.º 6 —incluyendo personas jurídicas (RLJ 54) —, requiere la existencia de una agresión ilegítima, necesidad racional del medio empleado para impedirla o repelerla, y del requisito de que, en caso de preceder provocación por parte del ofendido, no hubiese participado en ella el defensor, ofreciendo en general similar problemática que la legítima defensa de parientes ya estudiada. Su particularidad radica en los alcances del requisito adicional de no haber obrado el defensor impulsado por venganza, resentimiento u otro motivo ilegítimo. Al respecto, la jurisprudencia también afirma, junto con buena parte de la doctrina, que la limitación solo alcanza al supuesto que el motivo ilegítimo fuese el único que impulsa al defensor, pero que no excluye la defensa cuando existe una agresión objetiva a un tercero que el defensor conoce y repele (RLJ 55). La existencia exclusiva de un motivo ilegítimo daría lugar a la atenuante de eximente incompleta del art. 73, aunque no existe jurisprudencia en que, por faltar esta exigencia, la justificante no se haya considerado aplicable. En cuanto a la supuesta legítima defensa de terceros contra sí mismos (suicidas, masoquistas, etc.), se comparte aquí la opinión de que es dudoso que la autoagresión pueda considerarse ilegítima, salvo desde un punto de vista “paternalista”, incompatible con la igual consideración de la autonomía de todos que promueve la Constitución (Couso, “Comentario”, 230). Es más, tales hechos ni siquiera pueden considerarse propiamente agresiones, pues no se trata de acometimientos de una persona a otra. Luego, frente a las llamadas “autoagresiones” de personas autoresponsables, la situación que se presenta es bien la de una justificante putativa (se cree que existe una
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agresión que no es tal) o la de un estado de necesidad putativo del art. 10 N.º 11 (se cree que se está en presencia de un mal grave no evitable de otro modo). Lo mismo se aplica en el caso de quien cree razonablemente que el presunto suicida está en un estado de perturbación mental asimilable a la locura o demencia o a la pérdida temporal de la razón. Pero en ausencia del ejercicio de la autonomía personal, como serían las actuaciones de menores de edad, personas privadas de razón o instrumentalizadas por terceros, el estado de necesidad agresivo sería real. No obstante, en todos los casos debe probarse que la reacción fue necesaria o que no existía otro medio practicable y menos perjudicial para evitar el mal grave que existía o se creía existir.
F. Legítima defensa privilegiada Esta institución, consagrada en el inc. final del art. 10 N.º 6, fue reformado a fines del siglo XX (Ley 19.164, de 1992), pero sus orígenes se remontan al texto bíblico (Éxodo 22:1-2). Allí se establece una presunción simplemente legal acerca de la concurrencia de los requisitos de necesidad racional del medio empleado para impedir o repeler la clase de agresiones que se enumeran, falta de provocación suficiente y de que el tercero no obró impulsado por venganza, resentimiento u otro motivo ilegítimo. Los casos en que opera la presunción son los siguientes: i) El rechazo, de día o de noche, al escalamiento (entrar por vía no destinada al efecto) en una casa, departamento u oficina, o en sus dependencias, siempre que ellos estén habitados (no basta que estén destinados a la habitación); ii) El rechazo de noche a un escalamiento de un local comercial o industrial, esté o no habitado; y iii) El rechazo, de día o de noche, de la consumación (sea impidiendo, sea tratando de impedir) de los delitos de secuestro, sustracción de menores, violación, parricidio, homicidio, robo con violencia o intimidación en las personas y robo por sorpresa. Sin embargo, esta presunción no alcanza al requisito de la agresión, la que deberá probarse en todos los casos, pues la ley exige, para hacer efectivo el privilegio que establece, la prueba del escalamiento o de la comisión de los delitos que se repelen (Etcheberry DP I, 259). Según la doctrina más reciente, esta prueba solo alcanza a la existencia de la agresión, no a su ilegitimidad, que también se presumiría una vez acreditada aquella (Couso, “Comentario”, 233).
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Por otra parte, la jurisprudencia ha limitado el alcance de esta presunción, al afirmar que el escalamiento o fractura deben existir en el momento en que se rechaza al atacante, de modo que el rechazo de quien ya ha traspasado las barreras externas del lugar quedaría regulado por la regla general de la legítima defensa y no será aplicable el privilegio (RLJ 55).
G. Uso de armas por la fuerza pública El legislador ha establecido otros casos de defensa privilegiada, mezclados con una regulación precaria del cumplimiento del deber, de suma importancia práctica: i) El art. 128 CP, que permite el uso de la fuerza pública para disolver a los sublevados que no se disolvieren después de dos intimaciones o “desde el momento en que los sublevados ejecuten actos de violencia”; ii) El art. 410 CJM, según la cual “será causal eximente de responsabilidad penal para los Carabineros, el hacer uso de sus armas en defensa propia o en la defensa inmediata de un extraño al cual, por razón de su cargo, deban prestar protección o auxilio”, extendida por el art. 208 de ese cuerpo legal a todo “el personal de las Fuerzas Armadas que cumplan funciones de guardadores del orden y seguridad públicos”. Además, los arts. 411 y 412 establecen casos especiales de justificación del uso de armas en procesos de detención y cumplimiento de órdenes judiciales; y iii) El art. 23 DL 2.460, Ley Orgánica de la Policía de Investigaciones de Chile, que señala: “estará exento de responsabilidad criminal, el funcionario de la policía de Investigaciones de Chile, que con el objeto de cumplir un deber que establezca este decreto ley, se viere obligado a hacer uso de armas, para rechazar alguna violencia”. La obligación aquí debe entenderse en el sentido de la medida de la racionalidad del medio (proporcional y subsidiario) y no como una situación psicológica, que derivaría en una causal de exculpación. Según la doctrina especializada, el art. 428 CJM (y lo mismo puede decirse de la norma equivalente del DL 2.460) consagra un caso especial de defensa propia personal privilegiada, respecto del uso del arma de servicio para evitar la comisión de “delitos contra las personas (homicidio, lesiones, violencias innecesarias)”, siempre que exista necesidad racional de uso. Aquí se entiende por “arma” “todo implemento que la institución entrega a sus miembros para el cumplimiento de sus deberes y que les sirve para atacar cuando hay que vencer una resistencia o para defenderse cuando son objeto de una agresión” y no solo las de fuego; y que el privilegio consistiría
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en que no se exigiría el requisito de “falta de provocación suficiente”, entendiéndose que nunca el cumplimiento del deber de mantenimiento del orden público pueden considerarse provocación para terceros (Astrosa, 563). Luego, se aplicarían los mismos criterios generales antes referidos, en el sentido de una comprensión amplia del criterio de necesidad racional, vinculada a la de ejecutar las órdenes y deberes que la ley impone, incluyendo la protección personal y de terceros frente a agresiones ilegítimas, procurando causar el menor daño posible con los medios de que se disponen. Ello supone, por regla general, que el uso de armas de fuego letales y “menos letales”, debe reservarse para enfrentar agresores ilegítimos. Sin embargo, como en la defensa de particulares, para juzgar la racionalidad del empleo del arma de servicio no ha de tomarse en cuenta los medios de que disponen los agresores o quienes se enfrentan con la fuerza pública: una turba armada con piedras y elementos explosivos no puede repelerse con similares elementos; al que huye de la fuerza sin haber sido detenido no se le puede disparar a matar; un hurto o cualquier atentado que recaiga exclusivamente sobre la propiedad no debiera ser repelido con armas de fuego o de cualquier clase si no hay resistencia violenta al arresto, etc. También han de considerarse las situaciones especiales que permiten la legítima defensa privilegiada para repeler delitos graves (art. 10 N.º 6, inc. final). Pero tratándose del control del orden público, mientras no se trate de una sublevación en los términos del art. 128 CP, disparar cualquier clase de armas sin control sobre la multitud, con un riesgo conocido de lesionar a manifestantes que no están agrediendo a la fuerza, podría no ser necesario. Pero si el único medio de que dispone la fuerza pública en un caso determinado es de un arma disuasiva “menos letal”, dispararla contra una turba que agrede a una patrulla es más racional que emplear un arma de fuego, como lo es disparar ésta a las extremidades antes que al cuerpo de los agresores, si con ello se puede mantener el imperio de la ley. Y siempre ha de tenerse presente que, al contrario que los particulares, la fuerza pública sí tiene una obligación genérica de imponer la ley (el cumplimiento de su deber), por lo que no debe esperarse ni exigirse su retiro ante los agresores, salvo en caso de extrema necesidad para la salvación propia, pero no la de los agresores. Por todo lo anterior, no es posible establecer criterios a priori para excluir o permitir el empleo de la fuerza legítima en todas y cada una de las situaciones fácticas, que deben ser juzgadas caso a caso. De allí que los “protocolos” o “reglas de uso de la fuerza”, expresados en circulares, órdenes generales o decretos supremos, deben estimarse como lo que son: regulaciones administrativas para ordenar la actuación de la fuerza pública, cuya infracción podría desencadenar responsabilidades de esa clase, pero
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cuyo nivel normativo no puede limitar ni extender las reglas legales vigentes (O. o., Wilenmann, “Control”, 17, para quien “los principios generales establecidos en los instrumentos administrativos cumplen la función de concretizar las exigencias de necesidad y proporcionalidad del uso de la fuerza pública”). En la práctica, será también relevante determinar, desde la posición del agente, las posibilidades de errores de apreciación: ¿Es un arma de fuego lo que blande al supuesto agresor?, ¿Quien sale de un lugar es un ladrón o una víctima del robo? ¿Existe una violación en curso o una pareja fogosa y desinhibida?, etc.
H. El problema de la defensa de la mujer maltratada y la muerte del tirano doméstico Todas las dificultades de admitir una legítima defensa completa por exceso temporal, anticipación o intensidad excesiva de la reacción se concentran en los casos de la muerte del llamado tirano doméstico o reacción de la mujer ante hechos de violencia intrafamiliar reiterados, matando al agresor mientras duerme o se encuentra en un estado de sopor por el alcohol. A ello contribuye una supuesta “neutralidad de género” de las categorías dogmáticas, que parece conducir, en delitos contra la vida en contexto de violencia intrafamiliar, a que “las interpretaciones de la ley en nombre de la ‘igualdad’ se tornen discriminatorias y gravosas” (Villegas, “Homicidio”, 150). En efecto, en un principio, la jurisprudencia de casi todos los países de nuestra órbita cultural rechazaba acoger en estos casos la eximente de legítima defensa, con el argumento de que la mujer actuaba cuando la agresión había cesado o ni siquiera comenzado; que siempre podrían existir alternativas de actuación diferentes (subsidiarias); o que la reacción mortal no era proporcional a las reiteradas lesiones que se padecían (RLJ 50). Entre nosotros, se llegó a fallar que no era racional repeler con una tijera una agresión violenta con los puños, sin atender a las diferencias corporales entre el agresor y la que se defiende ni al resto de las circunstancias fácticas del hecho (SCA Santiago 11.4.1977, cit. por Muñoz y De Mussy, 43) Por ello, sin cuestionar esta interpretación, un primer impulso en nuestra doctrina fue discutir si la nueva eximente del art. 10 N.º 11, entendida como estado de necesidad exculpante, abarcaría también el caso de la muerte del “tirano doméstico” por sus víctimas mientras duerme, sin haber recurrido antes a las autoridades, entendiendo que la conducta reiterada de violencia representaba un peligro de mal grave permanente no evitable de otro modo, como lo aceptó la sentencia del Tribunal Oral en lo Penal de Puente Alto, de 21.6.2013 y proponía el propio redactor del texto legal (Cury, “Estado
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de necesidad [LH Profesores]”, 259; Santibáñez y Vargas P., 199). Sin embargo, ello también ha sido rechazado por parte de la doctrina al entender que, según el texto legal chileno, el peligro que se pretende evitar en estado de necesidad debe cumplir idénticos requisitos de actualidad o inminencia que la agresión en la legítima defensa, lo que si se afirma no existe para esta justificación, tampoco existiría para la exculpación (Hernández B., “Comentario”, 269). Para salir de este dilema, es necesario, en primer lugar, atender a los diferentes presupuestos de la legítima defensa y del estado de necesidad: la primera es una reacción ante una agresión humana; el segundo, una respuesta (agresiva o defensiva) ante un mal que no es una agresión humana. Y el caso del “tirano doméstico” se enmarca en la respuesta ante sus agresiones, no ante un mal cualquiera. Luego, la cuestión es determinar si esas agresiones pueden considerarse inminentes o no en el caso concreto. Si es así, estaríamos ante una legítima defensa y nunca ante un estado de necesidad. Al respecto, los estudios psicológicos han demostrado la existencia de un “ciclo de la violencia” en ciertas relaciones que terminan en la creación en la mujer que es permanentemente maltratada de un “síndrome de adaptación aprendida” o “síndrome de Estocolmo”, donde la mujer puede prever las diferentes reacciones del tirano doméstico en sus distintas fases de enamoramiento, violencia, reconciliación y nueva violencia (Walker). Este es el fenómeno psicológico que se denomina también síndrome de la mujer maltratada. En estos contextos, la violencia del tirano doméstico no parece distinguible de la que ejercen los captores de un secuestrado a quien no parece razonable exigirle que espere a que estén despiertos, de frente y armados para enfrentarlos y así asegurar su liberación, por lo que la actualidad de la agresión debe enfrentarse a una investigación fáctica, caso a caso, sobre todo si la inminencia de la agresión es previsible tras la ingesta de ciertas cantidades de alcohol, un brusco despertar o cualquier detonante propio del ciclo de violencia en que se vive. Luego, al igual que en el caso del secuestro, en el del tirano doméstico no se está frente a un mal asimilable al peligro de un hecho que causa la caída de un edificio, una inundación o el ataque de una jauría de animales, sino ante una agresión o conducta humana inminente que, por lo mismo, puede considerarse constitutiva de una agresión ilegítima (maltratos y violencias reiteradas contra la mujer y los hijos), lo que constituye el fundamento fáctico de la legítima defensa y no del estado de necesidad (SCA Rancagua 4.3.2010, GJ 375, 241). Es más, la misma interpretación “con perspectiva de género” de la exigencia de la actualidad o inminencia del mal, que permitiría concluir que en casos de “peligro permanente” existe un mal que
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genera el estado de necesidad del art. 10 N.º 11, debería llevar a concluir que si ese mal es una conducta, el “peligro permanente” de su actualización mediante una agresión ilegítima genera una situación de legítima defensa y no de estado de necesidad exculpante (Tapia B., “Legítima defensa”, 181). En el caso de que esa agresión no pueda, objetivamente, considerarse siquiera inminente, podrá alegarse también una justificante putativa basada en la razonabilidad de la creencia en su existencia, sobre la base de constatar la existencia del “síndrome de la mujer maltratada”, solución generalmente aceptada en el derecho norteamericano donde esta defensa específica se originó (Dressler CL, 9563). En el extremo, las eximentes de fuerza moral o miedo insuperable, basadas en el impulso de evitar ataques futuros a los hijos o el temor de sufrirlos en carne propia, respectivamente, también serían posibles de alegar, según las pruebas existentes respecto de la subjetividad del agente y el trastorno anímico que pueda padecer la mujer (o. o. van Weezel, “Agresor dormido”, 348, quien, rechazando todas estas alternativas, propone una reforma legal que permita tratar estos casos como estado de necesidad defensivo contra el tirano doméstico, considerado una fuente de peligro y no un agresor).
§ 5. Estado de necesidad justificante A. Concepto y clasificación La necesidad de reaccionar ante un mal que se presenta como peligro de daño a bienes e intereses propios o ajenos, se entiende como fundamento de una eximente o defensa general desde la época medieval, bajo el aforismo necessitas non habet legem: “si la necesidad es tan evidente y tan urgente que resulte manifiesta la premura de socorrer la inminente necesidad con lo que se tenga, como cuando amenaza peligro a la persona y no puede ser socorrida de otro modo, entonces puede cualquiera lícitamente satisfacer su necesidad con las cosas ajenas, sustrayéndolas ya manifiesta, ya ocultamente” (Aquino II-II, C. 66, a. 7 y III, C. 80, a.8). Sin embargo, la pretensión de encontrar un fundamento a esta institución ha generado una inabarcable discusión (al respecto, v. Castillo, “Estado de necesidad”, 340, y Wilenmann, Justificación, 27). Ello quizás puede explicarse por su carácter marcadamente político y contingente, no sujeto a una concepción del derecho predeterminada, filosófica o sociológica, pues se trata de establecer casos excepcionales en que se impone a terceros que no son agresores ilegítimos soportar la pérdida de sus derechos en beneficio del necesitado, lo que ha originado muy diversas regulaciones en los diferentes Estados y
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épocas, como demuestran el severo tratamiento penal del mismo ejemplo del Aquinense en la Francia del siglo XIX, según el relato de Los Miserables de V. Hugo, y la evolución de la propia legislación nacional, transformada significativamente solo hace un par de lustros con la introducción del nuevo art. 10 N.º 11 (o. o. Wilenmann, “Fundamento”, 239, y “Sistema”, donde plantea la idea de organizar el tratamiento de estas cuestiones sobre la base de los principios de autonomía, solidaridad y responsabilidad). Con relación al derecho vigente, y conforme a la doctrina dominante, se entiende por estado de necesidad la existencia de un peligro inminente de producción de un mal para las personas o sus derechos, que no consiste en una agresión ilegítima y que no puede evitarse sino produciendo un mal que constituye delito, siempre que el mal que se cause sea menor que el que se pretende evitar (estado de necesidad justificante), o no sustancialmente superior (estado de necesidad exculpante). Tradicionalmente, la diferencia entre el estado de necesidad justificante y el exculpante se hace residir en que uno sería parte del injusto y el otro de la culpabilidad y, por ello, mientras respecto del primero no existiría el derecho a la legítima defensa, sí lo habría frente al segundo. No obstante, esta distinción no parece tan categórica, por diferentes motivos: la común regulación de ambos estados de necesidad cuando se está frente a un “mal grave”; el siempre posible alegato de una justificante putativa por parte del que repele al necesitado; la falta de responsabilidad penal de los incapaces, tanto por el mal que generan como por su eventual repulsión al necesitado; y la constatación de que, puesto que el necesitado está igualmente exento de responsabilidad, tanto si actúa en estado de necesidad justificante como exculpante, se hace difícil calificar su conducta de ilícita en un caso e ilícita en otro, respectivamente. En cuanto a la reg