Los mitos profundos de Bolivia [1 ed.]

El estudio de los mitos, es un modo de arribar hasta las proximidades de la vida, de las costumbres y de las concepcione

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Los mitos profundos de Bolivia [1 ed.]

Table of contents :
LOS MITOS PROFUNDOS.........................................................................................
EL MITO PRIMORDIAL............................................................................................
NAYJAMA...................................................................................................................
ETERNIDAD EN LOS ANDES..................................................................................
LUZ PETRIFICADA...................................................................................................
EL CERRO DE POTOSI............................................................................................
EL EMBRUJO DEL ORO..........................................................................................
EL METAL DEL DIABLO..........................................................................................
EL ESPECTRO ESPAÑOL......................................................................................
LA RECUPERACÍON DE LA COLONIA................................................................
RETORNO AL TAWANTINSUYO...........................................................................
CONCLUSION.....................................................................................................
APENDICE........................................................................................................
LOS SUEÑOS DE LA TIERRA..............................................................................
UNA MISTICA DE LA PIEDRA.............................................................................
LAS MOSCAS (CUENTO)........................................................................................
EN TORNO A RODO..............................................................................................
Los Mitos Profundos de Bolivia
Guillermo Francovich
ENTREVISTA DE “EL DIARIO” DE LA PAZ......................................................
ORFEO NEGRO......................................................................................................

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ENCICLOPEDIA BOLIVIANA GUILLERMO FRANCOVICH

LOS MITOS PROFUNDOS DE BOLIVIA

Editorial LOS AMIGOS DEL LIBROS

El estudio de los mitos, es un modo de arribar hasta las proximidades de la vida, de las costumbres

y

de

las

concepciones

filosófico-

teológicas. de los hombres de todos los tiempos. Todo pueblo

organizado, sin contar su

antigüedad, ha creado sus mitos. Por siglos se aferra a ellos o reniega de los mismos, conforme evoluciona; la más de las veces, esos mitos toman diversas

apariencias,

perviviendo

en

lo

más

profundo de la conciencia popular, para aflorar más tarde o con más fuerza o con otro significado. Los mitos de nuestro pueblo, asombran por su enorme riqueza; variedad y profundidad; por sus típicas concepciones y por todas las virtudes o vicios que endilgan a sus protagonistas. A lo mejor no son ni tan elegantes ni tan universalmente conocidos, como los mitos helenos por ejemplo, pero eso sí, son fuente riquísima para la investigación y la posterior revalorización de los mitos de nuestro tiempo. Don

Guillermo Francovich, nos presenta

un estudio muy interesante de los mitos bolivianos mas importantes, a lo largo de las grandes etapas de su historia: la precolombina, la colonial y la republicana. Los

Amigos

del

Libro,

como

editorial

auspiciadora de este volumen, se honra en incluir “LOS MITOS PROFUNDOS DE BOLIVIA” dentro de su

bien

BOLIVIANA

lograda y

está

colección segura

acuciosos lectores, amantes todas sus manifestaciones.

ENCICLOPEDIA

que

contará

con

de lo nuestro, en

Los Mitos Profundos de Bolivia Guillermo Francovich

GUILLERMO FRANCOVICH

LOS MITOS PROFUNDOS DE BOLIVIA

http://www.bv.umsa.bo EDITORIAL LOS AMIGOS DEL LIBRO 1980 - 1 -

Los Mitos Profundos de Bolivia Guillermo Francovich

1980 Guillermo Francovich Registro de la Propiedad Intelectual, DL., LP. 067/80. 1980 Todos los Derechos Reservados por Editorial Los Amigos del Libro La Paz — Casilla 4415 Cochabamba — Casilla 450 Bolivia

Primera Edición

Impreso en Bolivia — Printed in Bolivia Editores:

Editorial Los Amigos del Libro

Impresores: Imprenta y Librería ‘Renovación” Ltda.

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Los Mitos Profundos de Bolivia Guillermo Francovich

INDICE PREFACIO ....................................................................................................................5 LOS MITOS PROFUNDOS .........................................................................................7 EL MITO PRIMORDIAL............................................................................................14 NAYJAMA ...................................................................................................................27 ETERNIDAD EN LOS ANDES..................................................................................38 LUZ PETRIFICADA ...................................................................................................49 EL CERRO DE POTOSI............................................................................................60 EL EMBRUJO DEL ORO..........................................................................................76 EL METAL DEL DIABLO..........................................................................................87 EL ESPECTRO ESPAÑOL ......................................................................................100 LA RECUPERACÍON DE LA COLONIA................................................................111 RETORNO AL TAWANTINSUYO...........................................................................123 CONCLUSION...........................................................................................................136 APENDICE ................................................................................................................145 LOS SUEÑOS DE LA TIERRA ...............................................................................146 UNA MISTICA DE LA PIEDRA..............................................................................156 LAS MOSCAS (CUENTO)........................................................................................161 EN TORNO A RODO ...............................................................................................169

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ENTREVISTA DE “EL DIARIO” DE LA PAZ ......................................................175 ORFEO NEGRO .......................................................................................................182

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PREFACIO El presente ensayo constituye una tentativa —y sólo como tal debe ser tenido— de llamar la atención sobre un aspecto de la vida nacional que hasta ahora no ha sido especialmente estudiado. En nuestros libros LA FILOSOFIA EN BOLIVIA, EL PENSAMIENTO UNIVERSITARIO

DE

CHARCAS

y,

sobre

todo,

en

el

PENSAMIENTO

BOLIVIANO EN EL SICLO XX esbozamos la historia de las teorías políticas, estéticas, filosóficas, etc., que influyeron en el pasado de nuestro país. Hicimos ver que en éste los acontecimientos tuvieron en parte considerable la inspiración de tendencias ideológicas dominantes en el extranjero principalmente en Europa y que, por lo tanto, tenían un contenido intelectual moviéndose dentro de las trayectorias del pensamiento universal de las respectivas épocas. Se trataba, así, de una historia de las ideas que habían logrado incorporarse a nuestra vida, es decir del aspecto lógico y racional de ésta. Pues bien, la historia de que vamos a ocuparnos en el presente ensayo se refiere a los mitos. Estos son la expresión de actitudes vitales, de sentimientos y de experiencias que se manifiestan como convicciones cuya certeza es tal que pasan a ser tenidas como sagradas, como evidentes por si mismas, situándose en un plano que las aleja de cualquier intento de crítica racionalizada. Los mitos influyen en el pensamiento y en el comportamiento de los pueblos con una pujanza que algunas veces los hace más poderosos que el pensamiento racional. Constituyen por eso importantes factores históricos que es necesario conocer. No vamos a referirnos aquí a todos los mitos propios de nuestro pueblo. No queremos hacer una historia de la mitología boliviana. FI propósito que nos guía es muchísimo más limitado, aunque quizás más ambicioso. Pretendemos

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ocuparnos únicamente de aquellos que a nuestro juicio han tenido más decisiva influencia desde el punto de vista histórico. Los pueblos no pueden vivir sin mitos. Algunos de ellos son herencias del pasado. Otros vienen de fuera. Los más importantes nacen de las experiencias del respectivo presente. De todos modos, su número es enorme y sería necesaria una investigación prolongada y laboriosa para conocerlos a todos. Sin embargo, ocurre que en cada época hay uno que llega a imponer su predominio. Actuando vigorosamente sobre la sensibilidad colectiva, dotado de gran densidad humana, extiende su influencia a la conciencia toda de la respectiva época y acaba dando a ésta una fisonomía y un carácter que la diferencian de las demás. Estos son los que llamamos mitos profundos. Es, pues, al estudio de los mitos profundos que a nuestro parecer han predominado en cada uno de los grandes períodos de la historia nacional, que está consagrado el presente ensayo, que por lo mismo, no pretende sino mostrar el camino para investigaciones en ese sentido que podrán dar una nueva perspectiva del pasado boliviano.

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LOS MITOS PROFUNDOS Francisco Bacon abrió las puertas del pensamiento moderno con esa vívida y penetrante explicación de las causas del error que es famosa con el nombre de la teoría de los ídolos. En el primer capítulo del Novum Organon decía el filósofo inglés que el hombre cae en el error porque surgen en su mente “fantasmas”, “ídolos”, que fingiéndose verdaderos se interponen entre su conciencia y la realidad. En 1938 publicamos un ensayo titulado Los ídolos de Bacon en el que, tratando de actualizar esas ideas, decíamos que la teoría baconiana hacía ver que los hombres no son naturalmente racionalistas, que por el contrario son originalmente románticos, poéticos, mágicos, que tienden a dar a la realidad atributos misteriosos, fantásticos y que no sólo lo visible sino también lo invisible es animado y vivificado por ellos. Bacon denunciaba implacablemente los perniciosos efectos de los ídolos. Lo hacía porque necesitaba prestigiar el conocimiento racional, realzar la importancia de los métodos que permiten el conocimiento objetivo de la realidad. El “tema de su tiempo”, como diría Ortega y Gasset, era la valorización de la ciencia, todavía en capullo entonces. ¿Pero los ídolos son realmente tan perniciosos? ¿No hay en ellos nada que pueda justificar su existencia? Nuestro tiempo no es tan radical corno Bacon en sus afirmaciones al respecto. La ciencia ha alcanzado actualmente tal desarrollo que ya no hace falta estimularla. Por el contrario, en nuestros días se siente más bien la necesidad de determinar los límites dentro de los cuales son válidos sus desenvolvimientos. Saturado de ciencia y tecnología, el hombre actual, en efecto, trata de saber cual es el valor que tienen para él los mitos hacía los que se siente tan inclinado, y cual es su verdadera importancia como medios de aproximación del

espíritu

a

la

realidad.

El

conceptualismo

y

el

intelectualismo

contemporáneos reconocen que hay aspectos de la vida humana a los que no - 7 -

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pueden llegar y cuya comprensión exige otras formas del saber que las racionales. Es decir que aquello que en los tiempos de Bacon sólo debía ser mostrado en sus aspectos perniciosos aspira hoy a ser juzgado en toda su significación. Vivirnos así en una época que podría ser tenida como de reconsideración de los ídolos, época que parece temer que la ciencia y la técnica acaben también siendo ellas mismas ídolos tan peligrosos acaso como los tradicionales. Ya el propio Bacon se daba cuenta de que los ídolos no eran productos de circunstanciales deficiencias, sino que veía en ellos la manifestación de predisposiciones permanentes del entendimiento humano. Así, por ejemplo, en el aforismo 45º del libro I del Novun Organon decía: “El espíritu humano por su modo mismo de ser tiende a suponer en las cosas un orden y una uniformidad mayores que las que se encuentra en ellas realmente”. O anotaba en el 46º lo siguiente: “El espíritu humano cuando ha dado su conformidad a algo trata de arrastrar el resto en su apoyo y de acuerdo con ello”. Y en el aforismo 480 observaba: “El entendimiento humano es voraz y no es capaz de pausa ni reposo: pretende ir más allá, más allá, pero en vano”. Y no es que en nuestros días se quiera poner en duda el valor del conocimiento científico, y menos aunque se proponga un retorno a las formas del pensamiento mítico. No se olvida el monstruoso poder de los mitos creados por los fanatismos religiosos o políticos que en nuestro tiempo, como en todos los tiempos, sacrifican millones de seres humanos y siembran el sufrimiento y la muerte entre ellos. De lo que se trata en realidad es de conocer el lugar que les corresponde tanto a la ciencia como a los mitos en la vida de los hombres. Es evidente, desde luego, que los mitos constituyeron la sabiduría inicial del ser humano. Este encontró en los mitos las primeras explicaciones de la realidad, y los fundamentos de su comportamiento frente a ésta. Unos tres milenios antes de nuestra era surgió en determinados pueblos una nueva

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forma de pensar más rigurosa y eficaz. La razón comenzó a sistematizarse y la lógica a imponer sus límpidas exigencias. Nació la filosofía de la cual se desgajaron después las ciencias. Estas y aquélla con sus creaciones le dieron al hombre una visión objetiva del universo y le permitieron las realizaciones de la técnica. Y con ello hicieron nacer la civilización dentro de la cual vivimos y que tiene sus bases en la precisión científica y matemática. El saber científico y el mito son así las manifestaciones de dos actitudes del pensamiento frente a la realidad. El mito corresponde a las experiencias del hombre que se siente parte de una naturaleza animada, y que está en contacto integral e inmediato con ella. Es la espontánea expresión de vivencias en que la subjetividad no ha sido eliminada y que, por el contrario se proyecta sobre todas las cosas. Sus contenidos están al alcance de cualquier persona, no necesitando preparación especial para ser entendidos. Despierta resonancias en el alma colectiva. Se reviste generalmente de formas poéticas que lo hacen atrayente. La ciencia, en cambio, es producto de una meticulosa observación de la realidad y de una elaboración intelectual. El hombre de ciencia se coloca por encima de la naturaleza y la estudia desde fuera. La analiza eliminando cualquier ingerencia subjetiva. Y la explica valiéndose de un lenguaje lógico e inteligible. Ahora bien, el predominio de la mentalidad científica no elimina necesariamente las vivencias míticas. Los hombres de la civilización pueden seguir y siguen bordeando las fronteras de lo mítico e incursionan también dentro de éste. Las grandes religiones superiores, por ejemplo, que actúan en el mundo contemporáneo, no sólo difunden sus contenidos éticos y su religiosidad sino que también despliegan sus tradiciones míticas, las reinterpretan, las acomodan a las experiencias y a las realidades del presente. Las artes y las literaturas iluminan con nuevas luces mitos tradicionales o crean otros nuevos que son expresión de los eternos sueños e inquietudes del hombre. Y aún en

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los campos de la economía, de la política y de la vida social, los mitos deifican personajes

o

instituciones

y

dan

densidad

y

contornos

fabulosos

a

determinados acontecimientos. Los mitos son fenómenos tan difundidos que no siempre es fácil establecer donde comienzan y donde acaban. Y muchos de ellos llegan a pegar inclusive como verdades cinéticas. Es decir que, a pesar del predominio de la ciencia y de la técnica, los hombres continúan siendo tributarios del pensar mítico. Encuentran en éste la satisfacción de necesidades que ni la ciencia ni la técnica atienden. He aquí lo que Karl Jung escribía a este respecto en uno de sus últimos trabajos, titulado Ensayo de la exploración de lo consciente, que se publicó en 1961: “El

hombre

no

se

ha

hecho

consciente

sino

gradualmente,

laboriosamente, mediante un proceso que se ha prolongado a lo largo de los siglos. Esta evolución está lejos de haber terminado porque vastas regiones del espíritu están todavía rodeadas de tinieblas”. Jung consideraba tan importante la función de los mitos que creía que la crisis actual de la humanidad se debía a que el mundo moderno buscaba y no podía encontrar el mito propio que reemplazando a aquellos que habían muerto y sostuvieron la vida del pasado, sería la fuente espiritual de nuevas fuerzas creadoras. Los mitos tienen proyecciones diferentes de acuerdo con la amplitud de las experiencias a que corresponden, a su carga emocional, de sus raíces psicosociales. Algunos pueden tener un alcance universal. Freud, por ejemplo, daba al mito de Edipo la máxima extensión porque, a su juicio, proviene de impulsos tan profundos que se encuentran en todos los seres humanos. Oswald Spengler en su libro La decadencia de occidente decía que el mito de Apolo, el dios de la luz y de la poesía, simbolizaba la cultura griega con su amor por lo concreto y luminoso. La cultura occidental, entre tanto, tenía según él, su símbolo en el mito de Fausto, por su insaciable curiosidad y por sus aspiraciones a lo infinito y lo ilimitado. Pensaba Spengler que las culturas

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se expresan mediante símbolos que presentan con certidumbre inmediata cosas que son imposibles comunicar racionalmente. Las épocas históricas se diferencian a veces entre sí más que por sus hazañas, sus ideas o sus realizaciones prácticas, por los mitos a los que dieron su preferencia. Cada una de esas épocas puede estar inspirada por una gran pasión, por un gran sueño o por alguna profunda decepción, que se manifiesta en aquellos. Pues bien, nosotros creemos encontrar en nuestro pasado, constituido por el Kollasuyo, la Colonia y la República, tres mitos profundos que corresponden a cada una de esas épocas, caracterizándolas y simbolizando las manifestaciones fundamentales de su sensibilidad vital. En torno a esos mitos está naturalmente la enorme variedad de los mitos religiosos, políticos, sociales, etc., que bullen en las diferentes zonas y estratos de nuestra sociedad. Algún día tendrá que hacerse el estudio de todos ellos, determinando sus tipos, clasificándolos, estableciendo sus procedencias, y comparándolos con los que existen en otras partes del mundo. A nosotros sólo nos interesan aquí, lo repetimos, aquellos que, correspondiendo a profundas experiencias colectivas, simbolizan las actitudes propias a cada una de las épocas enumeradas. Nuestra mitología, infelizmente, no es de aquellas que permiten hacer del pasado una leyenda dorada. Es una mitología que corresponde a un evidente dramatismo histórico. Nuestro pasado es una sucesión de conflictos. Cada época niega la anterior. Es una historia que, más que arqueológica en el sentido de Foucault es decir de superposición de capas diferentes, podría más bien calificarse de geológica. Fracturas profundas, derrumbes, sustituciones violentas de estructuras sociales separan las diferentes épocas. El mito más antiguo es de origen indio. Los primitivos y todavía poco conocidos pobladores del Kollasuyo crearon el mito primordial de nuestra cultura. La fuerza, la grandiosidad, la imponencia de las cordilleras en medio

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de las cuales vivían, los condujeron a la sacralización de las piedras y de las montañas. Estas estaban animadas para ellos. En ellas encontraban su propio orinen y a ellas vinculaban su destino, poniendo de ese modo en la base de sus experiencias el sentimiento de una especie de vida cósmica. Después, la brusca irrupción de los españoles paraliza súbitamente la existencia india y trata de sobré-ponerle otra. Con ella surge un nuevo mito que inclusive hace de nuestro país un centro de atención universal. El mito del Cerro de Potosí, que preside la vida de la colonia, circula por todo el mundo, fascinando a los hombres con la promesa de la riqueza inmediata de sus minas fabulosas. La vida colonial tuvo su dramático final. La guerra de la independencia convirtió el país en un inmenso campo de batalla en el que se enfrentaron españoles y patriotas durante dieciséis años, y que dio lugar a la creación de la República. La repulsión, nacida dentro de la colonia y exacerbada con la guerra, engendró el mito que denominamos del espectro español que durante casi un siglo y medio hizo que los bolivianos repudiáramos primero, negáramos después y finalmente ignoráramos totalmente nuestro pasado, haciendo que nos sintiéramos huérfanos de éste.

* * * Los mitos profundos nunca desaparecen de modo definitivo. Sólo cuando el contexto histórico del cual forman parte es totalmente sustituido por otro, ellos pierden su carácter sagrado y pueden sobrevivir como símbolos o alegorías, tal como ocurre con los mitos griegos y latinos, por ejemplo, que subsisten porque la simpatía y la comprensión que inspiran les da validez poética. Cuando eso no ocurre, cuando el marco histórico sigue siendo el mismo, los mitos profundos pueden perder el predominio que tuvieron en determinada época, pueden ceder el lugar a otros que responden mejor a las realidades inmediatas, pero no mueren.

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Pasan entonces a integrar, con Otros mitos importantes, ese fondo denso y misterioso que da a cada pueblo la unidad espiritual que necesita para su propia permanencia. Pasan a formar parte de aquello que Unamuno llamaba la “intrahistoria” la historia silenciosa, que por debajo de las fugaces y ruidosas manifestaciones de la actualidad, acumula, sedimenta lo que de sustancial se produce dentro de las agitaciones del tiempo. Se mantienen allí, dispuestos a manifestarse cuando se presenta la oportunidad para ello. No es difícil encontrar en el hombre de hoy los rastros de mitos que bajo formas actuales responden a profundas preocupaciones humanas y remontan al fondo de las edades. Los poetas han hablado siempre de las metamorfosis de los dioses. Los historiadores descubren con frecuencia renacimientos en el alma de los pueblos. En la actualidad, los sociólogos estudian los sincretismos que, en los casos de superposiciones de culturas, permiten a los mitos amalgamarse con otros para perpetuar sus propios contenidos esenciales. Los mitos profundos se proyectan, pues, en el tiempo. Tienen múltiples y variadas reencarnaciones. Se renuevan de acuerdo con las circunstancias. Flexibles, evolucionan en avatares inesperados. El que fue mito religioso puede reaparecer como mito estético o político. El mito político de una época se transforma en mito ideológico de otra. La cultura de cada pueblo tiene por eso preocupaciones constantes que subsisten a través de las épocas y que inspiran a sus artistas, a sus pensadores, a sus dirigentes. Estos las revelan en sus creaciones a veces en forma

obsesiva,

que

por

lo

mismo

los

convierte

en

los

auténticos

representantes del alma de sus respectivos pueblos. En el presente ensayo, después de mostrar los mitos profundos de cada una de las épocas de nuestro pasado, haremos ver su renacimiento en algunas importantes manifestaciones artísticas, literarias y políticas contemporáneas.

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EL MITO PRIMORDIAL El mundo del Kollasuyo está hecho de montañas que se levantan a alturas inauditas. El aire es allí tan diáfano y la luz tan radiosa que la lejanía talla los perfiles de las cumbres dándoles la nitidez de los cristales. Las rocas con su inmovilidad y su inmutable permanencia producen la impresión de la eternidad. Es pues natural que sus primitivos pobladores —anteriores a la conquista de los Incas— hicieran de él un mundo mítico. Animistas, sintiendo que todas las cosas tenían alma y vida, los kollas dieron su preferencia a la mitología de las montañas y las piedras que se manifiesta en sus principales mitos y leyendas. Creían que sus antepasados habían salido de los flancos de los montes. Creían también que muchos de ellos, como castigo habían sido convertidos en piedras. Todavía en el incario circulaban leyendas de ese género. Martín de Morúa, citado por Jesús Lara, contaba que en 1590 había visto las estatuas de piedra en que se habían transformado la ñusta Chuquillanto y el pastor Acoytrapa por haberse amado sacrílegamente. Esa vieja creencia sirvió todavía para explicar el origen de los incas. Según la versión que recordó Pedro Sarmiento de Gamboa los incas nacieron del flanco de un monte, situado a seis leguas del Cuzco. También de él habían salido anteriormente, sin “generación de padre”, la nación de indios llamados maras y después los llamados tampos. Los Incas eran cuatro hombres y cuatro mujeres que se consideraban hermanos. El mayor llamado Manco Khapac, convirtió en piedras a sus hermanos más jóvenes, y se deshizo del tercero enviándolo a una cueva en cuya entrada colocó una piedra “sentándose encima de ella” según Sarmiento de Gamboa. Manco Khapac murió con ciento cuarenta años convirtiéndose en una piedra, que era objeto de adoración por el pueblo. La mitología de la piedra, fue en el altiplano, anterior inclusive a la cultura kolla. El etnólogo francés Jehan Vellard, recogió testimonios - 14 -

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impresionantes de la cultura uru, que agoniza, si es que no ha muerto ya definitivamente, junto al lago Poopó en el altiplano boliviano. Los urus eran totalmente diferentes de los grupos indios que, en los Andes, se encontraban en torno a ellos. Eran probablemente los últimos sobrevivientes en los Andes, de los hombres venidos del Este del Asia a través de América del Norte y que fueron casi totalmente sustituidos, por las inmigraciones sucesivas provenientes de China e Indochina que, pasando por la Melanesia y el Océano Pacífico, comenzaron a llegar a América del Sud, ochocientos o mil años antes de Cristo, y que subieron a los Andes huyendo de los desiertos arenosos de las costas del Pacífico. Los urus, según Vellard, se consideraban a sí mismos los más antiguos hombres de los Andes. Creían que en épocas remotas fueron semidioses, hijos de la Omnipotente Piedra Principal, con cabezas de pumas y de cóndores corno las que se ve en la llamada Puerta del Sol de Tiahuanacu. Todos ellos obedecían a la Omnipotente Piedra Principal, que los había creado y que podía transformarlos en piedras semejantes a los monolitos de Tiahuanacu. De acuerdo con las informaciones trasmitidas por los cronistas coloniales, la mitología de la piedra de los kollas tuvo su símbolo supremo en Viracocha, a quien los propios incas veneraban como una deidad primordial. Dos versiones existen acerca de Viracocha. Una de ellas que está sin duda influida por el catolicismo, hace de él una especie, de Cristo indio, reformador moral, perseguido y solitario. La otra versión, más antigua, lo muestra como una de esas divinidades cosmogónicas frecuentes en Las mitologías del continente americano, dios salido de la tierra, dios petrificador que finalmente acaba por convertirse él mismo en piedra. Según Juan de Betanzos, los primitivos pobladores del Kollasuyo vivieron en la oscuridad hasta que, de las espumas del lago Titicaca formado por las aguas procedentes de los nevados andinos, surgió Viracocha. Este, de inmediato se dirigió al lugar que actualmente ocupa Tiahuanacu y allí hizo el sol, la luna y las estrellas y los

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colocó en el cielo para dar luz al mundo. Decepcionado con los hombres que veía en su torno, los convirtió en piedras. En seguida, se puso a modelar otros, también en piedras, pintándolos con los colores de los trajes que deberían usar. Mandó que éstos se hundieran en la tierra y fueran a reaparecer en las fuentes, los ríos, las cuevas, los cerros del país. Así lo hicieron, fundando los diferentes pueblos que allí existieron. Después de su muerte fueron transformados de nuevo en piedras, pasando entonces a ser “huacas” de los respectivos pueblos. Viracocha dejó Tiahuanacu caminando en dirección al Cuzco. A dieciocho leguas de esa ciudad, en el lugar llamado Cacha, le salieron al encuentro muchos hombres que, ignorando quien era quisieron matarlo. Pero él mandó caer fuego del cielo sobre ellos y les hizo saber que era su hacedor. Los hombres lo adoraron y erigieron en el lugar del incendio una “huaca” con su imagen esculpida en piedra que tenía cinco varas de alto y una de ancho. Betanzos dice que vio la “huaca” así como la tierra calcinada por el fuego que estaba en su torno. Viracocha volvió al lago y caminando sobre las aguas desapareció para siempre.

* * * Los kollas no conocían la escritura como tampoco la conocieron los incas. No pudieron, pues, transmitirnos la propia versión de sus creencias. Además, los incas, que conquistaron el kollasuyo un siglo antes de la llegada de los españoles, eliminaron casi todo lo que hubiera podido dar testimonio de su vida y de su cultura. Lo que conocemos de estas, fuera de las imprecisas y frecuentemente deformadas informaciones de los cronistas, se encuentra, por una parte, en los restos de la arquitectura, a cerámica, la textilería kolla que han llegado hasta nuestros días y que son objeto de pacientes y cuidadosas investigaciones, y, por otra parte, en algunas supervivencias que se conservan en las poblaciones autóctonas o se ha incorporado al folklore popular de las ciudades.

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Todos esos elementos muestran que el predominio de la mitología de la montaña y de la piedra sagrada fue anterior al predominio de la del sol y de la tierra que los incas profesaban y que no consiguieron imponer totalmente en el Kollasuyo. Rigoberto Paredes publicó en 1920 un notable libro titulado Mitos, supersticiones y supervivencias de Bolivia. Recogió en él las creencias populares, que encontró no sólo en los campos sino también en las ciudades del país. Comprende las que se refieren a las plantas, los animales y las cosas, así como las que correspondían a los viajes, las faenas agrícolas y las fiestas, y, finalmente, al nacimiento, las enfermedades y la muerte. Pues bien, el libro no registra mitos o supervivencias relacionados con al culto al sol Dice cine. Si bien el recuerdo de Viracocha casi ha desaparecido en la actualidad, el culto de las montañas, de las cuevas, de los ríos y, sobre todo, de las piedras mantiene toda su vitalidad. “El culto de las piedras es general entre los indios —escribe—. Las tienen como base de su mundo y como el principio eficiente de los fenómenos de la vida”. Cuenta que los indios veneran particularmente las piedras aisladas porque cuando hay guerras se transforman en guerreros y después de haber luchado retornan a su pétrea condición. En cuanto a los montes, los indios adoran todavía como a sus achachilas aquellos que pertenecen a sus propias regiones y de los cuales creen que sus antepasados salieron. Recuerda Rigoberto Paredes, por ejemplo, que cuando en 1898, un excursionista inglés quiso hacer una ascensión al Illampu, los indios de la región se opusieron temerosos de los efectos que tendría la profanación. Paredes escribe: “Los indios sienten predilección por los peñascos o ciertas piedras que tienen la figura de gentes o animales”. Dice también que “el indio al llegar a la cumbre de una montaña o de un cerro, se aproxima al montón de piedra que siempre se encuentra formado allí, se pone de rodillas y pide a las piedras, con toda su alma que lo deje pasar con salud”.

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Nuestro grande poeta Oscar Cerruto dedica uno de sus más bellos poemas a los que él llama “los dioses oriundos”, los invoca diciendo de ellos: En los principios del mundo os veo, oh dioses de los páramos y de las cordilleras. Dioses que alimentaron el pavor y las vigilias de mis antepasados, reinando desde la hosca montaña sin auroras, el ceño cruzado de centellas, la mano sobre el trueno. Los dioses oriundos en el poema miran desde su lejanía las cosas que tienen “la certidumbre mineral de la roca” que las cuaja de eternidad. Pues bien, en sus noventa versos ni siquiera una vez el poema nombra al sol. Menciona, en cambio, al cóndor que para los indios bolivianos es sagrado como los montes: El cóndor en sus nubes y glaciares.

* * * El más importante monumento arquitectónico que nos queda del remoto pasado kolla es sin duda Tiahuanacu. El más importante y acaso el más elocuente. Constituye en la actualidad uno de los mayores enigmas de la arqueología sudamericana. “En la monotonía del llano inmenso y magro, de improviso surgen las ruinas corno un milagro” dice Jaime Mendoza en el poema que les dedicó. Están constituidas por gigantescos monolitos que pesan toneladas, por enormes bloques superpuestos, cuyo tamaño hace pensar en fuerzas titánicas. La Puerta del Sol, de tres metros de altura y cuatro de ancho es un solo bloque de piedra y es su pieza más famosa. Los bajorrelieves que

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presenta son de una perfección admirable y, son considerados los más bellos de la arqueología sudamericana. Tiahuanacu era ya un misterio cuando los incas llegaron por primera vez al kollasuyo. Los pobladores de la región les dieron explicaciones fantásticas acerca de su origen. Cieza de León recogió la versión de que había sido edificado en una sola noche por gigantes desconocidos que luego desaparecieron. Al padre Cobo, los indios le dieron esta otra: “Nuestros antepasados nos dijeron que estas piedras habían sido transportadas por los aires, al son de una trompeta que tocaba un hombre”. También los primeros arqueólogos bolivianos experimentaron el poder mitógeno de las ruinas. Belisario Díaz Romero en su Ensayo de prehistórica americana,

publicado

en

1920,

sostenía

que

Tiahuanacu

había

sido

construido por una fracción de la raza Atlántida “que se estableció en los alrededores del lago Titicaca, donde fundó una importante sede, metrópoli y puerto, cuyo nombre primitivo ignoramos completamente”. Las ruinas fueron abandonadas por los atlantes, según Díaz Romero, cuando irrumpieron en la región nuevas razas venidas a la América por el estrecho de Behring. Por su parte Arturo Posnansky, infatigable investigador de las ruinas, pensaba que Tiahuanacu había sido la cuna del hombre americano y que de ella “eran enviados a todo el continente jefes y colonizadores que reunían hordas dispersas y fundaban ciudades”. Y en nuestros días, las especulaciones en torno a los discos voladores han actualizado la mitología tiahuanacota. Los nuevos mitos encuentran que los bajorrelieves de la Puerta del Sol representan personajes extraterrestres, que fueron los constructores de la ciudad. Sus máquinas transportaban por el aire los bloques inmensos de piedra. Ellos eran los personajes alados que figuran en la Puerta del Sol. Y los extraños capacetes de los monolitos eran los que ellos usaban.

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Según los arqueólogos, Tiahuanacu fue en realidad un importantísimo centro

religioso,

probablemente

el

santuario

de

Viracocha

a

quien

correspondería la imagen que aparece con terrible majestad en el centro de la llamada Puerta del Sol. No tiene la antigüedad que le atribuye la leyenda. Su decadencia se produjo tres o cuatro siglos antes de la llegada de los incas. Parece haber durado algo más de mil años, durante los cuales su vida tuvo diferentes fases que se expresaron en los sucesivos tipos de esculturas y de tallados en piedra que produjo y que se han conservado en una pequeña parte. La iconografía y los motivos tiahuanacotas que aparecen en las cerámicas y tejidos, tuvieran una gran difusión en la región andina. Por el sur llegaron hasta las actuales provincias del norte argentino. Y por intermedio de Huari, otro importante centro cultural de la época, aparecido poco después de Tiahuanacu en la región de Montaro del Perú actual, llegaron hasta el Ecuador.

Esa

difusión

se

debió

al

establecimiento

de

vinculaciones

comerciales y también a conquistas militares. Estas parecen haber sido las más probables en las regiones en que quedaron rastros de culturas anteriores.

* * * Los constructores de Tiahuanacu, como hemos dicho ya, no conocían la escritura. Pero si no pudieron transmitirnos con la palabra escrita las ideas y los sentimientos que los llevaron a realizar la grandiosa obra, los expresaron mediante los símbolos e imágenes que dejaron en ella y que, en parte infelizmente pequeña, han llegado hasta nosotros. Esos símbolos e imágenes que aparecen en las enormes estatuas monolíticas y en los bajorrelieves tallados de la puerta del Sol y que se encuentran también, esta vez con vivos y bellos colores, en la textilería y la cerámica,

confirman

la

preferencia

por

la

mitología

petrificante

que

predominaba entre los pobladores del Kollasuyo. Las creaciones tiahuanacotas tienen un refinamiento artístico y una elegancia excepcionales. La imaginación sigue con deleite, en las líneas de su - 20 -

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perfecta geometría, las estilizaciones de los cóndores, los pumas y las serpientes que aparecen en ellas. El arte tiahuanacota, como ocurre con todas las artes prehistóricas, obedece rigurosamente, tanto en los temas como en los dibujos y los colores, a modelos que permiten identificarlos inmediatamente. Corresponden a la estructura mental de sus creadores. Las características fundamentales del arte tiahuanacota son: 1º el abstraccionismo; 2º el predominio de las formas geométricas lineares y 3º la ausencia del círculo. Todas esas características parecen ser la expresión de una mitología predominantemente petrificadora. El abstraccionismo tiahuanacota nada tiene de común con el que predominó

recientemente

en

el

mundo

de

las

artes

plásticas.

Este,

corresponde a un estado de consciencia del hombre contemporáneo deshumanizado por la técnica, hacía la eliminación de todas las formas naturales. Prescindiendo de cualquier figura, usaba libremente de líneas, colores y volúmenes para expresar todas las modalidades de la sensibilidad estética. El abstraccionismo tiahuanacota no hacía la eliminación de las figuras sino que las reducía a sus elementos esenciales presentándolas en formas esquematizadas y geométricas. Estilizaciones bellísimas demostraban esas figuras en sus más puras líneas. Ese tipo de abstraccionismo, que era común a todo el arte precolombino, en el arte tiahuanacota llegó a un alto grado de perfección, distinguiéndose por el predominio casi absoluto de las líneas rectas. Y según los especialistas, llevó a un grado excepcional de elaboración en las simbolizaciones gráficas y arquitectónicas. Gastón Bachelard en su libro La tierra y los sueños de la voluntad(*) dice que, a diferencia del aire, del agua y del fuego que no tienen solidez, la tierra es una resistencia que se opone a la acción del hombre. Esa resistencia es en la piedra constante e inmediata, llegando a veces a la hostilidad. El hombre frente a la piedra tiene la consciencia de su propia energía. Recordemos que en (*)

Ver en el Apéndice del presente volumen

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el poema a que hemos aludido arriba, Jaime Mendoza decía que Tiahuanaco era: Fuerza, mágica fuerza —la fuerza de la mente y la fuerza del músculo— que en alarde imponente quiso dar la medida de su poder, en medio de esta planicie yerma, reino de frío y tedio. La piedra según Bachelard con su franca agresividad provoca en el hombre la voluntad de tallar, de esculpir y sobre todo engendra el pensamiento geométrico, la necesidad de precisión de ajustamiento. “La agresividad que provoca lo duro es una agresividad recta, en tanto que la agresividad de lo blando es curva”. Bachelard transcribe en el capítulo inicial de su libro estas palabras de Romé de L’Isle: “La línea recta está afectada particularmente al reino mineral. En el reino vegetal, la línea recta se encuentra todavía con bastante frecuencia, pero siempre acompañada de la línea curva. En fin, en las substancias animales la línea curva es la predominante”. Y Bachelard, llega a la conclusión siguiente: “Por las imágenes, el hombre acaba la geometría interna, la geometría material de todas las substancias”. Y eso es lo que se ve precisamente en el arte de los indios precolombinos. La tendencia hacia el realismo, el empleo en los dibujos de las líneas curvas mezcladas con las rectas aparece en las regiones en que la vegetación y fa vida animal son más abundantes, mientras que en el arte de Tiahuanacu el triunfo de la abstracción rectilínea es casi absoluto. Las esculturas son verdaderas columnas rectangulares. La cabeza, el cuerpo, los miembros inferiores de los enormes monolitos antropomorfos son cuadrados sin ninguna expresión realista. Los animales: cóndores, pumas, serpientes en los bajorrelieves tienen contornos angulosos. La textilería y la cerámica

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tiahuanacota imitan las esquematizaciones que aparecen en las piedras. En el arte tiahuanacota reina la imaginación rectilínea que impone la piedra. Dentro de la coherencia que tienen los símbolos, el abstraccionismo linear de los grafismos tiahuanacotas es complementado en su significación por el predominio del cuadro y sus derivados y por la ausencia del círculo. Es patente en el arte tiahuanacota la presencia del cuadrado en sus diferentes formas: el cuadrilátero, el losange, la cruz, que aparecen permanentemente dentro de los dibujos tiahuanacotas. El cuadrado es la figura

antidinámica

por

excelencia.

Representa

la

estabilidad.

Es

el

reconocimiento intuitivo de la extensión limitada del mundo físico. Es por eso el símbolo universal de la tierra. Está asociado al simbolismo del número cuatro, que también representa lo tangible, lo sólido. Los tiahuanacotas, como muchos otros pueblos, dividían la tierra en cuatro zonas o regiones. La figura del cuadrado está presente en los grafismos tiahuanacotas asociada a otros símbolos que le son afines. El signo escalonado, que, utilizado por todos los pueblos americanos, es predominante en Tiahuanacu. Simboliza la posición entre el cielo y la tierra, entre la región de las nubes y los cóndores y la región de los pumas y de las serpientes. El predominio de la tierra, de lo sólido y tangible que marca la presencia del cuadrado es corroborada por la ausencia del círculo en los símbolos tiahuanacotas. En el lenguaje universal de los símbolos el círculo representa al cielo. Representa el movimiento de los astros que giran por encima de la tierra, las aves, las nubes que se mueven en el aire, las lluvias y el rayo que caen de las alturas. El círculo es un símbolo dinámico. Lo que hay de cambiante, de agitación en el mundo es representado por él. Pues bien, el círculo está casi ausente en el arte tiahuanacota. Aparece como elemento secundario. Tíahuanacu tiende inclusive a encuadrar las curvas. Las cabezas son cuadradas. Las figuras son deformadas para ser

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encajadas en cuadriláteros La imagen central de la Puerta del Sol que puede ser la imagen de Viracocha es cuadrada. Para darse cuenta y apreciar en su plenitud la singularidad de la simbología tiahuanacota, basta comparar la rigidez de sus grafismos con las líneas ondulantes, flameantes, retorcidas de los grafismos mexicanos. Nada hay más opuesto al friso de la Puerta del Sol, que algunos suponen ser un calendario, que el calendario azteca, que suele también llamarse Piedra del Sol y que por sus contenidos simbólicos es una de las más importantes ‘obras del arte azteca. En ese círculo perfecto de cuatro metros de diámetro está representado uno de los ciclos cósmicos. La mitología mexicana era tan diferente de la tiahuanacota como lo es el círculo del cuadrado. El dinamismo, la agitación, la lucha, los cataclismos interminables que predominaban en aquella eran todo lo contrario de la permanencia, de la firmeza pétrea del mundo tiahuanacota

* * * El mito de la piedra no solamente configuró la religiosidad de los kollas y las manifestaciones de su arte. Daba también sentido a su vida y estaba presente en su organización social y política. Hemos visto que, como dice Bachelard el hombre encuentra en la piedra un desafío. La piedra, con su dureza, con su resistencia a la manipulación, provoca la voluntad del hombre y engendra en éste actitudes y sentimientos que toman forma en su comportamiento y hasta en sus instituciones. El kolla tiene conciencia de la permanencia, de la estabilidad de la solidez de las cosas que le rodean. Las rocas, los montes recortan sus contornos firmes y precisos, se mantienen inmutables frente a los elementos como el viento o el agua que resbalan por sus superficies. La precisión y el rigor que encuentran en las cosas la busca también el kolla en su comportamiento,

a sus actos un orden y una disciplina que le permiten

desenvolver una actividad tesonera y eficaz - 24 -

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Los kollas y todos los pueblos indios que sufrieron su influencia buscaban lo permanente. El eminente; historiador peruano Raúl Porras Barrenechea decía a este propósito en su libro Mito, tradición e historia del Perú lo siguiente: “El indio peruano, tanto de la costa como de la sierra tuvo como característica esencial, un tradicional instinto, un sentimiento de adhesión a las formas adquiridas, un horror a la mutación y al cambio, un afán de perennidad y de perpetuación que se manifiestan en todos sus actos y costumbres” y añadía: “Este sentimiento se demuestra particularmente en el culto a la pacarina o lugar de aparición —cerro, peña, lago o manantial— del cual se supone ha surgido el antecesor familiar, o en el culto de los muertos o malquis, de la momia tratada como ser viviente y de la huaca o adoratorio familiar”. Y en cuanto a la vida social y política, el mito kolla tiene su más cabal expresión en la organización política de los incas, que si trajeron en su religiosidad el culto al sol y a la tierra, tuvieron la inspiración de Viracocha y Tiahuanacu en su vida política. Luis Baudoin en su conocido libro El imperio socialista de los incas, decía: “El imperio existe en razón de la hostilidad del medio”. Los incas evidentemente, llevaron a la vida política el ideal de solidez, de permanencia que está en la esencia del mito kolla. Consiguieron en el período relativamente corto de tres siglos y medio la unificación de los pueblos situados entre el centro de Chile y el norte del Ecuador. Crearon un Estado que no sólo tenía una única lengua sino que estaba sometido a una disciplina y a un orden que no permitía ni las más mínima discrepancia. El

régimen

incaico,

con

una

estructura

rigurosamente

vertical,

gobernaba desde la cumbre. Lo preveía todo. Lo ordenaba todo. Con la supresión de cualquier forma de libertad individual eliminaba no solamente toda posibilidad de desorden sino también cualquier irrupción de la aventura y

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del azar. El imperio incaico es uno de los más notables ejemplos de gobierno monolítico que han conocido los hombres en el mundo.

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NAYJAMA En nuestros libros sobre la historia de las ideas en Bolivia, señalamos la existencia de una corriente del pensamiento que llamamos mística de la tierra, que se manifestó entre algunos de los escritores más eminentes del país en el segundo tercio del presente siglo y en la que creímos encontrar reminiscencias del culto por o telúrico que está involucrado en el mito indio. Franz Tamayo, que fue el iniciador de esa corriente, afirmaba que la geografía boliviana no solamente actuaba sobre las instituciones y el comportamiento del hombre andino, sino que sus energías estaban incorporadas en el ser mismo de éste. Tamayo decía: El alma de estos montes se hace hombre y piensa. Tamayo pensaba que el indio, producto perfecto del mundo andino, alimentado por las savias vitales de éste era el único poblador auténtico del Kollasuyo, mientras que los españoles no eran sino advenedizos, parásitos, frente a ella. Por su parte, Roberto Prudencio sostenía que el paisaje boliviano plasmaba la cultura del país. El sentimiento de la tierra se manifestaba, según él, en el alma de los individuos, y de las colectividades que los poblaban. “El paisaje modela al hombre —decía Prudencio—. La cultura, por ende, no es más que la expresión de lo telúrico”. Afirmaba que el indio estaba sujeto a las fuerzas telúricas y que al mismo tiempo era amo de ellas Abismado en la adoración mística del paisaje grandioso, terminó por arrancar de la montaña su secreto y ya en posesión de la forma, se hizo creador, plasmándola en imágenes, en representaciones y en vocablos”. En consecuencia Prudencio pensaba que Bolivia, para cumplir su destino y crear un nuevo ciclo cultural - 27 -

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“debía inspirarse en las formas de la tierra” y “arrancar al paisaje ancestral un nuevo sentido”. Ya Herman Keyserling se había referido a las influencias plasmadoras de las

tierras

andinas

sobre

el

ser

humano

en

su

libro

Meditaciones

sudamericanas. En ese libro que el filósofo estoniano escribió después del viaje que en 1929 hizo por la América Latina y que él consideraba su “obra capital y definitiva” dijo que su visita al altiplano de Bolivia había sido una de las experiencias decisivas de su vida, porque le dio “el acceso al tercer día de la creación del mundo”. Experimentó la dominación de las fuerzas telúricas. “Me sentí incorporado —escribió-— al devenir cósmico tan íntimamente como un embrión dotado de consciencia conocería que es un elemento de una evolución orgánica supraindividual. Supe entonces, entre otras cosas, que soy tierra y pura fuerza de la tierra. Soy tierra no sólo en cuanto soy material sino que ese no-yo es parte esencial de mi yo” Pero quien, en la revalorización del mito ancestral, ha llegado más cerca de éste, es Fernando Diez de Medina a cuya obra en este sentido vamos a consagrar el presente capítulo.

* * * Fernando Diez de Medina es uno de los escritores más fecundos de Bolivia y uno de sus más brillantes prosadores Ha publicado cerca de cincuenta libros, en los cuales se muestra un señor de todos los recursos del lenguaje. Su pluma se ha ejercitado en todos los géneros literarios. Ha cultivado el ensayo, la novela, la historia, la biografía, la tragedia. En sus versos su estilo se manifiesta con el mayor esplendor y belleza. Sus ideas políticas, sociales, estéticas, religiosas, forman un armonioso conjunto que merece un cuidadoso estudio, que ha comenzado ya a hacerse. En efecto, Alfredo López Camacho y Mario Portanda Ramos han publicado en 1978, los libros titulados, respectivamente. El pensamiento andino y Fernando Diez de Medina, que enfocan la totalidad de su obra. - 28 -

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No vamos a referirnos aquí sino a su libro Nayjama, con el cual Fernando Díez de Medina ha dado al tema que nos interesa las más brillantes y originales contribuciones de su pensamiento. En él ha expresado su sentimiento de la vida cósmica con la máxima limpidez y autenticidad. Comparadas con la suya, las aproximaciones al mundo andino de Franz Tamayo y Roberto Prudencio parecen cerebrales e intelectualizadas. Fernando Diez de Medina es profundamente emocional y poético. Nayjama es sin duda su obra maestra. Sus libros anteriores fueron la preparación de éste. Los posteriores son su desenvolvimiento o su proyección sobre Otros aspectos del pensamiento y de la vida de Fernando Diez de Medina. Nayjama apareció en 1950, cuando Fernando Díez de Medina tenía 24 años. Presentando el libro, Gonzalo Romero, después de referirse a su contenido, expresaba: “Parece escrito por un rapsoda de la antigua Grecia. El Nayjama es la voz de la América India, la respuesta necesaria a Papini, el incrédulo, que ha negado nuestra potencia creadora. Y qué obra más fuerte y más creadora que este Nayjama de Diez de Medina, la más honda canción de amor surgida en el suelo americano?”. En efecto en 1947, Giovanni Papini, escritor italiano famoso a mediados del presente siglo, habla publicado en Italia un artículo afirmando que la América Latina no tenía una cultura propia y que no hacía sino imitar a Europa. El artículo provocó por todas partes comentarios apasionados. Fernando Diez de Medina escribió entonces su ensayo titulado “El magnífico ignorante” en el cual, criticando al escritor italiano mostraba la originalidad de la cultura latinoamericana. Nayjama constituye una prueba de esa tesis, como dice Romero. De todos modos, el libro fue recibido en Bolivia como una revelación de la profunda realidad andina. En el excelente prefacio que escribió para la Literatura de Bolivia de Fernando Diez de Medina publicada en España, Hugo

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Bohórquez expresaba que, a su juicio “no se había escrito libro más profundo y más bello en el país”. En España, los Cuadernos Hispanoamericanos dijeron que era un canto coral en que se funden el indio y la encrespada naturaleza, obra maestra de reivindicación del alma india”. Mundo hispánico hallaba que era “una verdadera rapsodia boliviana, un excelente poema en prosa lírica impecable”. El prestigioso crítico argentino Juan Pablo Echagüe, terminaba un extenso elogio de Diez de Medina, diciendo: “por la boca de este autor habla el más remoto ayer y parece desvelarse el viejo enigma de la cosmología andina. Sus palabras asumen el significado de una verdad esencial. Por su proyección americana y por el amor con que fue concebido, por la elocuencia de su estilo y por la belleza viva que refleja, Nayjama quedará en la literatura del continente”. La publicación del libro contribuyó a que Diez de Medina recibiera en 1951 el Premio Nacional de Literatura que por primera vez fue otorgado en ese año en el país. Es un libro optimista. Está lleno de amor a las cosas y a los hombres. Respira esperanza. Despierta, inclusive, reminiscencias religiosas, cuando, por ejemplo, como viejos textos sagrados comienza con estas palabras: “Este libro es el libro de Nayjama el Buscador” o cuando acaba diciendo: “Y así termina el libro de Nayjama”. El personaje único del libro, Nayjama, no es un santo: Tampoco es un fundador religioso. El libro lo llama “El Buscador”; cualidad que es fundamental para Fernando Diez de Medina: “El hombre es una búsqueda: — dice— la búsqueda sin tregua”. Todavía en la Teogonía andina, publicada en 1973, le da a Nayjama ese título, si bien que, ha dejado ya de ser un hombre para convertirse en uno de los dioses del orbe andino, en el maestro de conducta”, que “difunde con palabra veraz la misión del hombre joven que se proyecta al porvenir”. En 1977 Diez de Medina publicó una novela titulada El

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buscador de Dios, en la que reiteraba que el “buscador es el símbolo del hombre actual, ansioso de ver claro en la tiniebla contemporánea”. Con Nayjama, Diez de Medina ha creado un personaje excepcionalmente significativo dentro de la literatura boliviana. Es el enamorado de los Andes, de sus montes, de sus planicies, de sus pobladores, de sus ciudades. Es el hombre que frente a las cordilleras siente al mismo tiempo fascinación y espanto, sentimientos que según Rodolfo Otto, están en la raíz de la religiosidad. Fernando Diez de Medina ha imaginado después otros personajes con rasgos similares, pero ninguno de ellos tiene la espontaneidad, la sinceridad, la armonía interior que posee Nayjama, lo cual hace que éste se halle más cerca del alma boliviana que cualquiera de los otros. Nayjama nace y vive a los pies del lllimani, que “señorea la cabalgata de las cumbres”. Desde niño siente su majestad. Frecuentemente la proximidad de la montaña le produce espanto. Pregunta inclusive a su padre: ¿Porqué es tan grande? Crece en la soledad y en el silencio, amando apasionadamente su morada. Joven ya y consciente de los sentimientos que despierta en su alma el mundo en que vive, quiere comprender el misterio al que corresponde esos sentimientos. Lee afanosamente. Frecuenta eruditos. Consulta historiadores. Se pierde en la arqueología cuya maraña se parece “una selva delirante”. Ve que para la ciencia la cordillera inmensa y misteriosa no es más que un accidente geográfico, una singularidad geológica. Tampoco la meditación le ayuda. Se da cuenta de que las teorías son tan versátiles como los propios hombres y que el torbellino de las circunstancias “arrastra y enreda las ideas. En cuanto a la historia, le parece “la más débil de las ciencias”. Cansado de los libros y de los sabios, Nayjama acaba comprendiendo que no encontrará en éstos sino el conocimiento de aquello que corresponde a las experiencias de puebles extraños y no a la propia. Se da cuenta de que, como escribiera más tarde

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para llegar a esta “un indio le dirá más que un libro”. Así hace Nayjama su primer descubrimiento. Entonces “cierra los libros y huye de los sabios”. Decide aproximarse a la tierra misma, auscultarle los secretos. Quiere conocerla en todas sus manifestaciones. Para ello, desdeña los medios mecánicos de locomoción, rápidos y cómodos. “El habitante sólo conoce su tierra paso a paso, suelo y planta, planta y suelo” dice. Se hace caminante. Un caminante solitario. El “hombre dé las sandalias de viento” como Verlaine llamó un día a Rimbaud. Muchos años vive Nayjama en ese ejercicio. Contempla las cordilleras, se yergue sobre las rocas, visita los caseríos indios, cruza en todas direcciones los campos pedregosos, sufre con ello. Goza también. Espera y duda. Ventura y miedo. “Estás próximo al misterio —se dice— y su cercanía te empavorece”. Poco a poco consigue que se le abran las puertas del “reino desconocido de las lejanías místicas”, aprende el “lenguaje cifrado de los montes”. El libro es la narración de la singular aventura. No es una narración ordenada. No traza el itinerario de la peregrinación. Nayjama es mostrado en los momentos más significativos de ésta. Se cruza en los campos con los indios que lo saludan sumisos: “Buenas tardes tata”. Una mañana ve en la lejanía alguien que viene hacia él. Es un punto en el horizonte que crece poco a poco. Media hora después un indio joven vigoroso pasa junto a él, sin mirarle siquiera. Se aleja como ha venido hasta perderse en la distancia. Otra vez pide pan a una india que mirándolo desde la puerta de su choza no responde. El indio vive reconcentrado, dentro de la órbita de su propia existencia. “El indio es el alejado” —dice Nayjama. Sin embargo Nayjama descubre que el indio no es hosco ni triste. Visto de lejos da la impresión de hosquedad, de impasibilidad, de dureza, hasta de hostilidad. Pero todo hombre parece serlo frente a los extraños. Todo hombre es un ser confinado en sí mismo que, por lo mismo, reprime su ternura. El indio acaso lo es más que los otros porque vive en el aislamiento. Nayjama lo

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observa tal como es entre los suyos: comunicativo, familiar. Gusta de la danza. Baila alegre y confiado, infatigablemente, a veces durante horas enteras y hasta días. Sus mantos, sus ponchos de colores vivos son “la sonrisa de la tierra”. Nayjama escucha su música. Las quenas resuenan a lo lejos, esparciendo sus quejas armoniosas. Su monotonía le hace preguntar: —¿Porqué tocas siempre lo mismo? El indio responde: —No soy yo. Es el viento. Recordemos aquí que cuando un periodista extranjero le preguntó un día a Adolfo Costa du Rels quien era, a su juicio, el mejor músico boliviano, el escritor respondió: “El viento”. El segundo descubrimiento de Nayjama el caminante, es que “el indio es el Ande y el Ande es el indio”. Este no es sólo el hijo de la montaña, abierto a la naturaleza, e identificado con ella, sino que además posee la magia de los montes. “Algo llama desde su interior indescifrable”. Nayjama comenta así su impresión: “Toda comarca dicta su genealogía y el paraje montuoso con énfasis mayor. Dios manifestó, el monte funde materia y poesía, imprime al morador su majestad subyugadora”. Y añade: “El indio es una llamarada cósmica”. Las correrías de Nayjama le cargan la mente de ideas, pero también sus ojos se llenan de las imágenes singulares ofrecidas por el extraño paisaje del altiplano. Mira las llamas recortando sus siluetas finas, elegantes, sobre el azul del cielo. Ve las vicuñas cruzando veloces las planicies o subiendo a los cerros. Admira al cóndor, señor de las alturas, que cruza solemne el espacio y se precipita veloz sobre sus presas. El cóndor es para el un trasunto espacial del ansia de inmensidad y comprende porqué el indio cuando lo ve “siente que algo ha entrado en su alma”. Nayjama visita Tiahuanacu y le parece que las piedras talladas o esculpidas cantan y comprende que su principal belleza está en el misterio que guarda en su seno. Con las espaldas apoyadas en una de

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las piedras se adormece y en sueños va la ciudad resucitada en el auge de su gloria. También excursiona por el lago Titicaca. Conoce todas sus bahías y ensenadas. Lo cruza en todas direcciones. Desembarca en sus islas. Inclusive una tarde asoleada tomó un baño en sus aguas, tibias a esa hora. Sobre todo, le impresiona la tierra extraña y solitaria, con fascinaciones lunares. Su carácter escueto le da la impresión de la veracidad, de a sobriedad. Siente que ella enseña la austeridad y el recogimiento. “Cuando se Camina por encima de estas tierras altas, se diría que avanzamos —dice— sobre un gigante, recogiendo el murmullo de los milenios”. Pero hay también la luz: “Aquí brilla más intensa, el cielo es más profundo, el aire más transparente. Es un reino de cristal: todo perfil se hace vibrante, toda masa decisiva”. Pero Nayjama, nacido a los pies del “monte de los montes” es en éstos que encuentra la revelación que viene buscando. Estaba una tarde de pie sobre un peñasco del altiplano sumido en reflexiones, cuando se le vino a la memoria el primer versículo del salmo 121 de David que comienza diciendo: “Alzaré mis ojos a los montes, de donde vendrá mi socorro”. Y al embrujo de esas palabras, Nayjama creyó ver que las montañas que estaban en su torno se agitaban “con lenguas pugnando por hablar”. Frente a la experiencia de Nayjama, parece débil aquella a la cual Holderlin se refiere en su poema titulado El Rhin: Los Alpes son siempre para mí una divina arquitectura, la morada de los dioses en el antiguo sentido, pero de donde suelen todavía provenir, en secreto, sentencias comunicadas a los hombres. Nayjama admiró siempre, como sabemos, las cordilleras. Se sentía subyugado por su majestad y su belleza. Veía también en ellas el poderío, la

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pujanza, que hizo que brotaran en ese milenario proceso que hizo de ellas “tempestades petrificadas”. Pero “las moles abismales” permanecían mudas para él. Hasta el día en que Nayjama tuvo la súbita revelación y supo que a la verdad no se llega por la experiencia vital ni por los juegos de la mente. “Comprendió —dice el libro— que la verdad no estaba en las formas cambiantes de la vida, porque brotaba de las profundidades de la tierra”. Nayjama siente entonces que “los nevados son fuerzas sagradas, dioses manifiestos”. Inconmovibles, llenos de majestad y poderío, son dioses dormidos en el sueño cósmico”. Y no se trata de simples expresiones metafóricas. Se aproxima a ellos con la veneración que inspira lo sagrado. “Un sentimiento religioso se apodera de su alma” cuando los contempla. El libro da cuenta de las visitas de Nayjama a los cuatro “dioses mayores”, los bisabuelos del paisaje, “coronados de nieve y de misterio”: el Sorata, el Illimani, el Huayna Potosí y el Illampu. Son seres sagrados, con sus personalidades propias. El Sajama, el nevado de maravillosa simetría, se divisa desde cincuenta leguas de distancia, sobre el yermo altiplánico. Su nombre significa “centellante”. Se yergue altivo, solitario. Es el indomable. El alejado lo llama Nayjama. El Huayna Potosí, es como su nombre lo expresa, el Joven Bramador, por el fragor de los aludes que continuamente baja de sus cumbres. Es el custodio, el centinela de las gargantas que llevan a los llanos orientales El Illimani, le es familiar porque es a sus pies que Nayjama vive, es el padre del misterio. “Sacra grandeza inmóvil —dice— quien la vio una vez la lleva en el corazón, quien la vio muchas veces es ya criatura de su arcano”. El Illampu es como un hacinamiento de montañas que se alinean para llegar a la cumbre resplandeciente En cuanto se lo ve se siente su misteriosa atracción y junto a él se experimenta el arrobamiento de lo divino. Es frente a él que Nayjama hace un llamado fervoroso que comienza diciendo: “Caminante: si vas por la meseta, apártate de los demás, aproxímate al monte insigne. Trémulo de admiración no podrás hablar, no podrás ni siquiera pensar. Solo, frente al

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tremendo Portento, recién comprenderás como fue el tiempo de la adoración de la naturaleza”. Y después de describir la exaltación que le producen la aterrante masa de rocas, los abismos vertiginosos el esplendor de la cumbre nevada, termina expresando que el alma vencida por la imponente grandeza “abdica de sus símbolos abstractos, y salvando en un instante los milenios, regresa a las antiguas teogonías: Esto es Dios”.

* * * Veintitrés años después de Nayjama, Fernando Diez de Medina publicó otro libro, que, de todos los que ha escrito, es el que está más cerca de aquél. Se titula Teogonía Andina. Durante su peregrinación por el orbe andino, Nayjama había conocido “la riqueza fabulosa de los mitos indígenas”, escuchó “el coro de las leyendas”. Se dio cuenta de que “los mitos no son imaginaciones pueriles sino sublimaciones de una experiencia viva”. Nayjama no se demoré entonces en ellos. Pero al final de su peregrinación, llegado ya a la comprensión del suelo y de la raza, se había enfrentado con la montaña tutelar y le había preguntado: —Madre veraz: ¿a dónde iré?”. Y la montaña le ordenó: “Cierra tu libro. Ve a servir a la muchedumbre que te espera”. Nayjama se hizo entonces un profeta. Llevó al pueblo himnos de esperanza y alegría. Pues bien, la Teogonía Andina trata de revelar aquello de que Nayjama conoció. Quiere hacer participar a las generaciones actuales de la “riqueza fabulosa de los mitos indios”. Diez de Medina no solo siente el hechizo de esos mitos. Sino que cree posible restaurar su arcaico misterio. Le parece que a través de ellos podrá la actualidad asomarse a la sabiduría de los “dioses abolidos”. Llega a imaginar que estos viven todavía y que están a la espera del Homero que los cante. Y si bien dice que no pretende “sino anunciar la llegada de éste”, la verdad es que él intenta la resurrección de los dioses indios.

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El propósito de Diez de Medina nos recuerda la experiencia del Emperador Juliano. Y nos parece todavía más temerario que éste, porque cuando Juliano propuso la restauración de los dioses olímpicos éstos estaban cerca de él, vivían aun en la conciencia del pueblo, aunque con una vida claudicante. En la pieza teatral de Ibsen titulada Emperador y Galileo, Juliano habla con Basilio de Cesarea y elogiando el mundo pagano, en el segundo acto de la primera parte de la obra, dice: —¿No era bello Alcibíades? ¿No era bello Sócrates en el simposio? Recuerda además a Edipo. a Medea, a Leda... Basilio responde: —Poesía. Poesía. Confundes la poesía con la verdad. Diez de Medina acabó llegando a la misma conclusión. Por eso presenta su Teogonía Andina como una “mezcla de poesía y realidad”. Reconoce que no existe una teogonía andina sino al modo fantástico. “No sé donde comienza — escribe--— lo que siento y donde comienza lo que invento”. Y más precisamente aún, decía a que el libro combina una “historia verdadera, memoria recreadora, mensaje que retorna, hazaña imaginaria. En la Teogonía Andina. Nayjama el personaje sencillo, el joven sensitivo que buscaba en el orbe andino e sentido de su vida encontrándolo en el sentimiento cósmico que le inspira los momentos insignes entre los cuales vive, es convertido en una deidad. Es uno de los cuatro “personajes míticos que mueven y dan sentido a las revoluciones del Ande inmemorial”, en uno de los “cuatro arquetipos primordiales que aproximan los hombres al oscuro misterio de la divinidad”.

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ETERNIDAD EN LOS ANDES Marina Núñez del Prado es una de las personalidades bolivianas de mayor proyección internacional en el mundo de las artes. Gabriela Mistral, en un artículo al cual hemos de referirnos nuevamente más adelante, dijo de ella: “La mujer más madura en su arte que he conocido en nuestra raza y también en otras”. Varias

distinciones

le

reconocieron

ese

rango?

La

II

Bienal

Interamericana de México en 1960 le otorgó el Gran Premio Internacional de Escultura. Y en la Primera Bienal Hispanoamericana de Arte de 1951 recibió el Premio Escultura. Invitada oficialmente, ha realizado exposiciones en las más importantes capitales del mundo. Y una veintena de sus obras figura en museos de Europa y América, siendo que dos de ellas pertenecen al Museo Nacional de Arte Moderno de París. Sus prolongadas permanencias en el extranjero y los viajes que hizo acompañando

sus

exposiciones

le

permitieron

relacionarse

con

altos

exponentes de la cultura mundial. En sus memorias, que nos sirven de base para el presente artículo, Marina cuenta, por ejemplo, que, por intermedio de la hija de Einstein, que era amiga suya, se relacionó con el sabio que gustaba oírle hablar de Bolivia. “Cómo me maravillaba su rostro expresivo y triste —escribe—. Los largos cabellos blancos y ondulantes formaban en torno a su cabeza como una aureola. Al despedirnos me decía: —Venga siempre, su espíritu sereno aplaca mis nervios”. Varias veces se encontró con Henry Moore, sin duda el mayor escultor inglés de nuestros tiempos. En Nueva York estuvo con Marc Chagall, a quien considera “un pintor maravilloso”, todo hecho de pureza y amor. “De no ser pintor

—dice

Marina—

habría

sido

un

músico

ambulante

y

mágico

perdiéndose en un torbellino de danzas”. En Paris conoció el taller de Otro de - 38 -

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los grandes de la escultura contemporánea, el rumano Constantino Brancusi. “Alto, delgado, de rostro fino, con una larga barba blanca, mostraba sus ochenta años y una fuerte vitalidad”. A Picasso lo visitaba todas las veces que pasaba por Europa. En cierta ocasión, él le expresó: “Siento a través de toda tu obra la fuerza, la belleza y el misterio de Bolivia. Me gustaría mucho visitar esa tierra”. También a Le Corbusier, el famoso renovador de la arquitectura, le atraía Bolivia. Marina había sido invitada al Congreso internacional de Artistas que tuvo lugar en Venecia en 1952 bajo el patrocinio de la Unesco. Le Corbusier, que tomaba parte en la reunión, le manifestó entonces que le habría agradado venir a nuestro país para crear una arquitectura apropiada a su clima y a su paisaje. Recordemos, finalmente, que en 1960 se hizo en México amiga de Diego Rivera, a quien e oyó decir en una conferencia pública que “a no haber nacido en México le habría gustado nacer en Bolivia”. Merece consideración aparte su amistad con Gabriela Mistral. Marina la había admirado desde su adolescencia, gustando sobre todo de sus poemas maternales. Ella y Santa Teresa de Jesús eran las mujeres de su preferencia. La conoció en Nueva York, donde la poetisa estaba de paso después de haber recibido en Suecia el Premio Nobel de Literatura de 1945. “Sin quererlo —dice Marina— era imponente como una montaña, sólida y serena”. Fue presentada a ella por la presidente de la Unión de Mujeres Americanas como a escultora de las manos. Gabriela al verla se puso de pie, la abrazó y salió del brazo con ella a visitar su taller. En 1952, cuando Marina fue a exponer sus obras en la Bienal de Venecia pasó una temporada en la casa de la poetisa que era entonces Cónsul Vitalicio de Chile. Es con ocasión de esa Bienal que Gabriela publicó el extenso artículo cuyo caluroso elogio constituye sin duda la suprema consagración de la escultora. Ya otra mujer universalmente conocida se había ocupado de ella. En 1941, cuando Marina presentó sus obras en la Unión Panamericana, Eleanor Roosevelt escribió para una cadena de diarios de los Estados Unidos un artículo sobre su exposición y la invitó a la Casa

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Blanca. El comentario de Gabriela Mistral apareció en la edición del 5 de octubre de 1952 en La Prensa de Buenos Aires. Señalaba la presencia fascinante del tema indígena en toda la obra de Marina. Hallaba que esa obra era realista, siendo una expresión del ámbito geográfico de los Andes y de la “prole mágica del altiplano: hombres, mujeres, niños”. De la llama decía: “El animal más bello que ha visto la luz, de cuello prerafaelista y ojos de Madona”. A su juicio, Marina seguía e igualaba a los maestros mexicanos “en la empresa de entregarnos un testimonio general de nuestra vida”. Admiraban en la que llamaba “la boliviana genial” la serenidad, la firmeza de su arte, que consideraba como hemos visto ya, el más maduro que había conocido entre las mujeres de la raza. Elogiaba su sobriedad, su vigor austero y, sobre todo, “la piedad que recorre su obra como un óleo dulce y denso”. Para

terminar

la

referencia

a

sus

relaciones

internacionales

transcribamos la última estrofa de un poema que el más fino poeta español de nuestros días, Rafael Alberti, dedicó en 1959 a la mano de la escultora: ¡Oh mano blanda y dura, jazmín y garra, delicada mano; india mansa o quien sabe si feroz criatura posible emperatriz de un Oriente lejano, saludo tu escultura grande y tan alta como tu altiplano!

* * * La vocación artística de Marina Núñez del Prado se reveló muy temprano. Tenía sólo ocho años cuando frente al Lago Titicaca que veía entonces por primera vez y cuya belleza le maravilló, pintó dos cuadros. Poco tiempo después estudió en Sucre inicialmente pintura en un colegio de religiosas y luego el tablado en yeso con un profesor particular. Allí convirtió uno de los cuartos de la casa en que vivía su familia en su primer taller - 40 -

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artístico, donde pintaba, al pastel y con tizas de colores, retratos de niños del pueblo. Terminados los cursos secundarios, regresó a La Paz y, consciente de su vocación artística, ingresó de inmediato a la recién fundada Academia de Bellas Artes. Se entregó al trabajo con entusiasmo y alegría. El manejo de la arcilla y de la greda le dio la certeza de su vocación. En el tercer año de sus estudios decidió ser exclusivamente escultora. No sólo sentía que los volúmenes y las formas le servían para expresarse sino que éstos le daban una especie de voluptuosidad, le parecía que, al contacto de su mano, vivían. Los acariciaba. Por eso, ella ha pensado siempre que los museos no debían prohibir sino pedir que los visitantes tocaran las esculturas. Recordando esta época de su vida Marina escribe: “En las aulas llenas de luz de la Academia me sentí poseída por el arte de Miguel Ángel. Yo sería una escultora. Traduciría en piedra y en madera los anhelos y los sueños de mi raza”. Era la época en que el viento del indigenismo comenzaba a soplar en nuestra América, como reflejo deL movimiento que en Europa descubría los valores del arte primitivo en todo el mundo. Sobre todo, desde México llegaban los modelos de un arte que aspiraba a ser humano y popular y que buscaba su inspiración en la escultura y la arquitectura precolombinas. Marina formé parte del grupo de intelectuales que iniciaron en La Paz el movimiento indigenista. Y la revolución mexicana —como ella misma dice— fue “su primera cátedra”. Esculpió cabezas de indios, llamas, vicuñas, danzas populares. La escultura es para Marina en gran parte una dura forma de trabajo manual. El escultor es, según ella, un “obrero poderoso” que tiene que habérselas con “densas corpulencias elementales”. También le parece un titán. Para ella el manejo del cincel y del martillo es una necesidad vital. Le habría gustado tablar esculturas monumentales únicamente. Pero por motivos de orden práctico casi nunca ha podido hacerlo. Cuida minuciosamente el trabajo

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de sus obras. Hace para cada una de ellas cinco, diez, veinte proyectos. Detesta la improvisación. Su taller está repleto de bocetos. Por eso cada escultura es para ella corno un parto en que se juntan placer y dolor. En octubre de 1930 realizó su primera exposición en el Club de La Paz. Sus obras que contrastaban vigorosamente con el academismo entonces reinante en la escultura nacional fueron recibidas con aplauso unánime y le valieron una medalla de oro de la Municipalidad. Esa fue la primera de una ininterrumpida sucesión de felices realizaciones que la llevaron a la fama internacional. Gabriela Mistral se refirió a este aspecto de su carrera cuando escribió: “El caso de Marina Núñez del Prado sigue siendo el de un éxito fulminante en cada país que tiene la gracia de recibirla”. Personalmente, Marina Núñez del Prado es una mujer introvertida. El escritor chileno Alone, que la conoció en la casa de Gabriela Mistral, la describe así: “Una mujer silenciosa, algo hermética. Habla poco pero Observaba mucho con esa fijeza ocular del artista plástico que aprecia contornos y mide volúmenes”. Y Waldo Frank que fue su amigo decía de ella en uno de sus libros: “Marina es como la roca tierna”.

* * * La escultura de Marina Núñez del Prado tiene, a nuestro parecer, dos fases bien definidas. La primera se caracteriza por la originalidad de la temática. La segunda por el completo dominio de su propio estilo artístico. La primera fase, en que predominan los motivos indígenas, está constituida por las obras que pertenecen a los tres periodos que Marina ha bautizado con los nombres de “musical”, “de las danzas” y “social”. Son en su mayor parte tallados y bajorrelieves en madera. Estas obras tratan de penetrar en “las máscaras inmóviles” de los rostros indios, estilizan el movimiento de las danzas populares: danzas de cholas, de “sicuris”, de cóndores, etc.,

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inclusive algunas de ellas revelan intenciones políticas, como en Los mineros y la vida a cuestas. En esta fase Marina busca su propio estilo, sin haberlo logrado todavía plenamente. Muestra rigideces estereotipadas, actitudes convencionales y efectistas. Hay, sin embargo, en las obras de esta fase una aproximación a las expresiones del arte y del alma de los indios, que le permiten originales estilizaciones. Así, por ejemplo, en aquellas de la serie de las danzas en que los rostros de indios aymaras aparecen entre los picos abiertos de los cóndores. Es sorprendente la semejanza del tratamiento de ese tema con el que presenta la cultura azteca llamada El caballero águila, en la cual el rostro de un hombre de expresión firme y vigorosa asoma entre las mandíbulas de un águila. Sin embargo, Marina esculpió sus danzas de cóndores mucho antes de haber visto la famosa escultura mexicana. Estaban inspiradas en los bailarines que Marina solía encontrar en las fiestas religiosas del altiplano. Es hacia 1948 que Marina Núñez del Prado alcanza el pleno dominio de su arte que caracteriza la segunda fase de su escultura. Su permanencia de siete años en los Estados Unidos fue decisiva en este sentido. Trabajó allí. Hizo exposiciones. Pero, sobre todo, profundizó en el conocimiento del arte contemporáneo. Del Museo de Arte Moderno de Nueva York dice: “Fue el enfrentamiento

con

la

pintura

y

la

arquitectura

modernas,

fue

algo

trascendental, fue una toma de conciencia”. La deslumbraron la autenticidad, el espíritu renovador, la libertad de los artistas contemporáneos que le hicieron comprender, como ella también dice, que “no es lo mismo imaginación que creación”. Fue, sin duda, Henry Moore quien mayor influencia tuvo en la afirmación de su arte. Conoció lo fundamental de la obra del grande escultor inglés en la exposición retrospectiva que éste hizo en el Museo de Arte Moderno de Nueva York en 1946 con cincuenta y ocho esculturas y cuarenta y

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ocho dibujos. “Para mi —dice Marina— Henry Moore es el más grande escultor moderno, porque pertenece a la excelsa dinastía de Miguel Ángel”. Había ciertas afinidades artísticas entre Marina y Moore. Este era grande admirador del arte mexicano como ella. Inclusive esculpió algunos “chacmoles”. Además, Moore dedicó una serie de sus esculturas al tema de la madre y el niño que es tan importante en la obra de Marina. De todos modos, en esta segunda fase de su producción, Marina se expresa con una simplicidad, cada vez más grande, con una sobriedad de formas que llega a los límites de la abstracción en las Mujeres altiplánicas y sobre todo en los Cóndores cuyas masas pétreas adquieren tal levedad que parecen iniciar el vuelo. Radicada desde 1973 en Lima donde vive con su esposo, Marina ha producido en los últimos años una serie de esculturas a las que ha dado el nombre de Mujeres andinas al viento. De ellas dice: “El viento da a los mantos y a las polleras de las indias las formas plásticas de una coreografía”. Acaba de terminar una obra titulada Unidad andina que representa dos mujeres caminando juntas y empujadas por el viento. Fundida en bronce será enviada a la Trienal de Roma de 1980. En esta segunda fase, Marina ha conseguido dar a sus obras la vida intensa, la autonomía y el sentido-profundo del auténtico arte. Ellas tienen aquel equilibrio de las formas, aquella total armonía interior que las hace bastarse a sí mismas y las convierte en inacabables fuente de goce. Con ocasión de la Bienal de Venecia, el crítico italiano Giuseppe V. Grazini lo hizo resaltar, refiriéndose a las “exaltaciones maravillosas” que producía. Después de elogiar los bellos materiales extraídos de los Andes: granito bicolor, basalto, ónix, hallaba que éstos, en la mano de la escultora “se tornaban formas fabulosas, tiernas y fuertes al mismo tiempo”. Y terminaba afirmando que en la obra de Marina se revelaba “el soplo poderoso de una personalidad insospechable en una mujer”.

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La propia Marina se da cuenta de que ha conseguido esa trascendencia de la cual parece que todo artista es rondador. “Cada nueva escultura —dice— es para mí como levantar los cortinajes del misterio. Detrás de la cortina está la esperanza y en la lejanía la cara de Dios”. Pero la mayor singularidad de la obra de Marina esté en que ella logró la perfecta síntesis de la temática boliviana y el estilo propio. Aquí llegamos al aspecto que más nos interesa hacer resaltar en la obra de Marina Núñez del Prado. Esa obra no termina con su arte perfecto, con su originalidad estilística, con la indiscutible dignidad de sus creaciones. Hay, además, en ella la expresión indiscutible de algo que le da un contenido singular que a todos impresiona. Alberto Giacometti, otro de los grandes de la escultura contemporánea que a Marina le parece eterno, la definió cuando un día, estrechándole la mano, le dijo que sus obras “expresaban el espíritu misterioso de Tiahuanacu y la madurez de las obras de arte”. Giacometti mostró con innegable acierto un aspecto esencial de la obra de Marina al señalar la presencia en ella de Tiahuanacu al que calificó de misterioso. Evidentemente, Marina ha puesto en sus esculturas, lo que hay de más intimo en su alma. Ellas despiertan en quienes las contemplan el eco de una irreprimible sensibilidad india. Y Marina tiene plena conciencia de ello. Cuando en 1973 publicó sus memorias, en un grueso y bello volumen de más de cuatrocientas páginas, la mitad de las cuales son espléndidas fotografías de sus más importantes esculturas, les dio el título de Eternidad en los Andes. Con ese título quería indicar Marina que en su obra, de la que el libro daba cuenta, se hallaba a su juicio contenido lo que de perenne tienen los Andes, aquello que por encima de lo puramente geográfico y de su naturaleza material les confiere una mística trascendencia.

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Marina es, desde luego, una fascinada por los Andes. A lo largo de su libro se refiere a las impresiones que le producen los paisajes y los pobladores de la cordillera, de sus altiplanos y de sus valles. Su imponencia y su belleza despiertan en ella las emociones de lo sagrado. Ve en ellas la mano de lo divino: “Las montañas parecen gigantes paralizados, por el poder de Dios”. Alude también a los arcaicos mitos indios cuando, por ejemplo, mirando las aldeas altiplánicas, dice que se levantan como “catafalcos de los dioses bajo el cielo vibrante y azul” o cuando comparando los rascacielos de Nueva York con los montes andinos, encuentra que aquellos son obra de los hombres mientras que éstos “son hechos por los dioses y los genios”. Y hablando de las rocas anota: “Ante las rocas, que me parecían huesos de la tierra, me resistía a creer que el hombre hubiera sido hecho de lodo y sentía que la energía telúrica zumbaba en mí torno como un ventarrón bíblico”. Pero los Andes no sólo son para Marina una manifestación de lo sagrado sino que además, son creaciones de un arte trascendente. El paisaje y sus finuras son singulares expresiones estéticas de la naturaleza. “Las montañas bolivianas —escribe— nos están hablando día y noche con la elocuencia de sus volúmenes”. Y más concretamente todavía expresa: “El lllimani es el más acabado milagro de arquitectura y de escultura juntos”. En una de las páginas de su libro referentes a una vista qu3 hizo a Tiahuanacu dice que “frente a ese universo de piedra”, sintió que parecía revelarle un secreto inmemorial, un “mensaje conmovedor y telúrico” y declara que, desde entonces, es una convencida del lenguaje de la piedra: “Lenguaje en que vivo empapada como una esponja y tratando de expresarlo en mí arte”. Nada, pues, más natural que Marina hubiera querido transmitir ese mensaje e interpretar ese lenguaje. Hablando de su arte dice: “Los mitos, el empuje

telúrico,

fuerzas

ocultas

y

misteriosas,

sedimentos

culturales

prehistóricos, presencias cósmicas invisibles son elementos de la naturaleza

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en que vivo y mi obra escultórica quiere ser el resultado y el reflejo de todos ellos”. La crítica internacional, desde el primer momento, puso de manifiesto la novedad y la importancia que eso daba a su obra. Por ejemplo, cuando hizo su primera exposición, en Buenos Aires, en 1936 el diario La Nación dijo de ésta: “Trae un contorno inconfundible de autoctonía. Lo moderno en ella se hace contemporáneo de lo remoto”. La Prensa proclamó: “Una autenticidad que nos aleja, a Dios gracias, de toda sugerencia europea para conducirnos a las fuentes más prístinas del americanismo”. Y casi dos décadas más tarde, el catálogo de la bienal de Venecia expresaba con respecto a las esculturas que Marina exponía en ella: “Todas revelan un intenso sentimiento telúrico y la inspiración del altiplano y sus gentes, tanto en la gracia monástica de las doncellas indias, como en la ternura germinante de la Pachamama y el gesto viril de los mineros en rebelión”. Y la comentarista italiana Adriana Zarri, en un extenso artículo publicado en la misma ocasión en una revista dijo: “Tras la mediocre producción tanto del Norte como del Sur de América, emerge como un milagro la escultora boliviana Marina Núñez del Prado. Inspirándose en la antiquísima tradición india, con su sensibilidad toda moderna, ha creado en su obra una pura-esencia y una suavidad y una potencia verdaderamente admirables”. La revista Lira consignó: “Sus madonas son un canto de ternura hecho piedra”. Con justificado orgullo pudo Marina decir hacia 1950, en Nueva York: “El mensaje indoamericano de mi obra hizo brecha”. Años más tarde, y esta vez ante las ruinas de la Acrópolis en Grecia, confiesa que cree haber cumplido la misión que se impuso como artista: “Ante esa eternidad de las creaciones humanas que se siente en el Acrópolis, no pude dejar de pensar en el sino de mi obra, inspirada también en lo que es propio a mi espíritu: mi pueblo y las montañas de los Andes. Pensé, entonces, que como toda obra de arte en que se pone emoción, verdad y sinceridad, la

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mía ha de perdurar porque la siento y la creo como el mensaje do un alma para las actuales y posteriores generaciones Así, pues, el mito que fulguró en las teogonías andinas se presenta tomando formas plásticas en la obra de Marina Núñez del Prado y la mística de la tierra alcanza, con el lenguaje de sus esculturas, una innegable supervivencia en la conciencia boliviana.

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LUZ PETRIFICADA María Luisa Pacheco dejó Bolivia a mediados de 1956 para trasladarse a Nueva York. Allí ha trabajado desde entonces. “Ocho horas todos los días, como lo hacen todos mis compañeros”, le dijo a un reportero venezolano con ocasión de una de sus exposiciones en Caracas. Ahora, definitivamente establecida en la metrópoli americana, está para instalar en Manhattan su nuevo estudio. Ha realizado a lo largo del continente, unas veinticinco exposiciones individuales y ha participado en cerca de sesenta exposiciones colectivas. Dieciocho museos e instituciones públicas poseen cuadros suyos y ha recibido ocho premios, entre los cuales el de la II Bienal Hispanoamericana, en La Habana, y el de la II Bienal de Sao Paulo. Vamos a referirnos aquí no tanto a su inmensa y variada labor artística, como al proceso interno que la ha convertido no solamente en “una de las cuatro

más

prominentes

pintoras

latinoamericanas”,

según

Jacqueline

Barnitz, sino también en la artista que ha logrado una visión nueva del cosmos andino. Visión que le permite hacernos sentir que ese cosmos es una concreción de la luz. Nos serviremos para ello del conocimiento que tenemos de algunos de sus principales cuadros y, sobre todo de las confidencias, que a pedido nuestro y por correspondencia, nos ha hecho con destino al presente trabajo.

* * * Conocimos a María Luisa Pacheco cuando ella trabajaba como ilustradora de La Razón. El prestigioso diario paceño nos publicaba en la segunda mitad de la década del cuarenta, artículos que le enviábamos desde Sucre. Y todas las veces que viajábamos a La Paz hacíamos una visita a la redacción del diario donde María Luisa estaba siempre entregada a su trabajo.

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Había obtenido el puesto como ganadora del primer premio en un concurso nacional de dibujo que se realizó en La Paz. Fue en el dibujo que la vocación artística se reveló en ella. Apenas salida de la infancia, copiaba cuadros que encontraba en libros de arte o veía colgados en las paredes de su casa. “A los cinco años de edad comencé dibujando formas de animales —recuerda—. Lo hacia con mucha rapidez y seguridad. Me gustaba dibujar con una sola línea continua”. Y hablando de su labor en La Razón, cuenta: “Me encontré en el diario con gente extraordinaria. Fue la oportunidad de conocer a muchos escritores y de colaborar en su obra, interpretando en el dibujo lo que ellos decían con palabras. Ellos enriquecieron mi vida. Algún día escribiré acerca de eso. El dibujo sigue siendo parte importante de mi vida. En estos momentos estoy preparando una serie de dibujos para exhibirlos en Quito y en La Paz, en el curso de es-te año”. Todavía trabajaba en La Razón, cuando, en 1953 realizó su primera exposición de cuadros al óleo, que, según ella, eran de “dibujo con color”. La exposición tuvo muy buena acogida en La Paz. Desde entonces, la vida se convirtió para María Luisa en aquello que es la de todo artista verdadero: la búsqueda de su forma apropiada de expresión, un esfuerzo por encontrar la autenticidad. “Para mí —dice al respecto— la pintura tiene qué progresar hasta lograr la mayor fluidez y simplicidad tanto en la técnica como en la composición. Cuando llegue a esO me sentiré satisfecha. Entre tanto, un cuadro sugiere el siguiente tratando de lograr mayor impacto cada vez con menores elementos”. La conquista de esa ‘autenticidad la ha hecho Mafia Luisa lentamente. Su primer paso importante en esa dirección fue el viaje a Europa con los consiguientes estudios en la Academia de San Fernando de Madrid y el trabajo en el taller privado de Vásquez Díaz. De sus impresiones en España cuenta: “En cuanto llegué a Madrid fui al museo del Prado. Al ver los cuadros de Velázquez y el Greco me sentí a punto de desplomarme. Estaba tan conmovida

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que, tuve que salir del edificio para recobrar el aliento en un banco de la entada del museo. Hasta entonces, había visto los cuadros: en reproducciones. Los conocía casi todos. Ver los: originales fue para, mí algo verdaderamente extraordinario”. El pintor español que más le interesó fue Goya, cuyo colorismo, influyó tanto en la pintura francesa del siglo pasado, En París descubrió a Picasso. Ese descubrimiento fue decisivo. El arte tuvo un nuevo significado para mí — dice- Picasso, me mostró cómo se puede abstraer ejemplos de la realidad para lograr una creación con fuerza expresiva: la magia de la pintura abstracta. Después de visitar Italia y Francia, con el cuadernillo de dibujo en la mano, regresó a Bolivia. Participó entonces en un grupo que se formó en La Paz llamado Ocho pintores contemporáneos que realizaba exposiciones, de conjunto presentando cuadros abstractos, semi-abstractos y semi-figurativos que trataban la pintura como pintura en sí. Refiriéndose a ese grupo, Teresa Gisbert y José de Mesa en el espléndido artículo que sobre la pintura de María Luisa publicaron en el primer número de la Revista del Consejo Nacional de Arte, en 1961, decían que se caracterizaba por oponerse al extremado realismo y a la politización del arte que caracterizaba al grupo llamado de los “sociales” que seguían la inspiración de los pintores mexicanos. María Luisa se entregó de lleno a la pintura, segura de haber superado el período del dibujo colorido y del romanticismo con que se inició. Procedió al empleo plenamente consciente de los colores tratándolos en forma cubista geométrica. Conservó, sin embargo, los modos tradicionales en la composición de los cuadros.

* * * A mediados de 1956, como hemos dicho ya, María Luisa se trasladó a Nueva York. Lo que más le atrajo en la pintura norteamericana fue la escuela de Nueva York, llamada “action painting”. Ella, que no gusta filiarse a escuelas, encontró en los pintores de este grupo sobre todo una autocrítica - 51 -

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constructiva, sus obras nada tienen de casual o improvisado como parece. Son muy meditadas, cuidadosamente hechas. Inclusive las de Jackson Pollock. De este último dice: “No lo conocí porque murió antes de mi llegada a Nueva York. Admiro el coraje que tuvo de romper con la forma tradicional de la pintura, así como admiro en los pintores del Pop-Art y del Op-Art la libertad de escoger cualquier medio o materia para crear un cuadro”. María Luisa se liberó rápidamente en Nueva York de las formas y las sombras que había venido recogiendo hasta entonces en sus cuadros y su arte estalló en una sucesión de obras en las que los claros colores se ordenaban en una especie de surrealismo y sugerían ambientes extraños, pareciendo arder por dentro y en los cuales fa fantasía del espectador encontraba las vagas formas de sus propios sueños. Esa es por lo menos la impresión que me dieron los cuadros en las dos o tres veces que estuve en Nueva York en esa época: María Luisa parecía haberse independizado no sólo de la naturaleza sino también de las líneas que tan gratas le habían sido en La Paz. Composiciones ajenas a toda realidad. Hegemonía del color en que nada tiene consistencia sino éste. Pero la antigua pobladora del Ande no podía mantenerse en ese informe, en ese agitado océano de colores, sin ver de nuevo surgir con libres formas las geometrías caprichosas del universo andino. No tardaron en efecto en reaparecer en sus cuadros las montañas, las rocas, las cavernas, el altiplano. El número correspondiente a la primavera de 1975 de la revista del Centro de Relaciones Interamericanas de Nueva York, Reviéw 1975, publicó en su carátula la reproducción en colores de su tríptico titulado Catavi y en el interior cuatro reproducciones en negro y blanco de otros dos cuadros. En el comentario de la obra de María Luisa que figuraba en el texto de la revista, Jacqueline Barnifz decía de sus cuadros: “Sus abstracciones, que son collaqe en madera, en lienzo y en arena, pintados con resplandecientes colores, evocan los dramáticos picos da las montañas de su Bolivia natal”, y concluía

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refiriéndose a ella misma: “Su poderosa personalidad se ha impuesto tanto que su sólo nombre evoca las nobles y radiantes formas de sus cuadros”. Actualmente María Luisa cultiva un abstraccionismo cuyos colores puros y cuyas líneas rectas se quiebran imitando la geometría violenta de las cordilleras. Unas veces los cuadros impresionan por la transparencia de inmensos cristales- carbunclos, amatistas, ópalos— que se yerguen rígidos. Otras veces se diría que en ellos los bloques y las masas perpetúan las imágenes de arcaicos cataclismos. Resumiendo su propia evolución artística, Maria Luisa dice: “El lenguaje poético de la pintura resulta de la libertad de expresión. En el camino que se va recorriendo existen huellas de lo que se hizo y anticipos de lo que va a venir. Creo que después de toda la experiencia pasada he logrado un trabajo que me deja más o menos satisfecha en el momento actual. Es posible que la imagen vuelva una vez más a ser humana. No sólo paisaje. No lo puedo predecir, todavía tengo el largo camino “por delante”.

* * * La evolución artística de María Luisa, es, pues, un proceso de liberación paulatina. Un proceso que le hace abandonar los métodos, los procedimientos y el empleo de los materiales tradicionales y que le permite aproximarse a aquello que ella tanto desea: “la mayor fluidez y la mayor simplicidad tanto en la técnica como en la composición” Un proceso, en fin, que al familiarizarla con los recursos modernos la liberó de la sumisión a la realidad natural y le dio los medios para mostrar su personal visión de los Andes. Dos son los sentimientos que están presentes en la pintura de María Luisa: el amor por el paisaje boliviano y el amor por la luz. El amor por el paisaje boliviano y particularmente por ‘las montañas lleva a María Luisa a hacer de los temas andinos el objeto principal de su arte. Hablando, de sus cuadros de la década del cincuenta, Teresa Gisbert y José de Mesa señalan, en el trabajo que hemos citado ya, que “la tierra y lo - 53 -

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social tanto como las culturas precolombinas y en especial Tiahuanacu” preocupan a María Luisa. Posteriormente con ocasión de sus continuas exposiciones los críticos se han referido siempre a ese aspecto mostrándolo como característico de su pintura. “Las

raíces

ancestrales

emergen

en

fragmentos

de

accidentes

geográficos”, dice uno: “Seria fácil indicar vínculos con el paisaje agreste de las cordilleras sudamericanas, la inmensa soledad que circunda, aísla, anonada”, escribe otro. En la fase abstraccionista el predominio de las líneas verticales y oblicuas, junto con la economía de los recursos, hacen de las obras de María Luisa un trasunto de las cordilleras. “La composición horizontal no la siento — dice ella—. Las líneas en la composición tienen que ser diagonales o verticales. Me siento más cómoda y satisfecha en esa forma de composición. Y en cuanto a la actualidad, la propia María Luisa, en el catálogo de la exposición que ha realizado en el Museo Guill Hall de East Hampton, Nueva York, en abril y mayo del pasado año, dice lo siguiente: “Los simbolismos, los colores, las texturas que son el lenguaje de mis pinturas son la expresión de aquello que Bolivia ofrece como imagen fuerte, diferente e ineludiblemente suya. Mis estudios de arte y mis experiencias a través del tiempo me enseñaron a crear una emocional y semi-abstracta imagen de lo que siento frente al gigantesco paisaje y al antiguo arte de Bolivia. Inicialmente en la pintura de María Luisa predominó la presencia de los personajes, después la del paisaje y en la actualidad se impone la de las montañas. El interés por los personajes indios fue resultado directo de su amistad con Cecilio Guzmán de Rojas; que dirigía la Academia de Bellas Artes cuando Maria’ Luisa estudiaba en ella. Guzmán de Rojas, que fue el indiscutible

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renovador de la pintura boliviana del siglo XX, impuso el indigenismo a todos los pintores que surgieron en esa época. La vida entre las montañas le dio a María Luisa el amor por éstas y por el paisaje andino. Los siente dotados de vida. “La naturaleza tiene alma, tanto como las montañas como la tierra y los árboles —dice— Me fascina la fuerza de los elementos y la delicadeza con que responden las plantas al toque humano. La montaña me produce la admiración de lo que esta allá siempre”. La montaña a veces la asusta: “Cuando pasaba mis vacaciones en Río Abajo y podía contemplar el lllimani en una perspectiva diferente de la que da la ciudad, lo veía con una proximidad espeluznante”. Pero sobre todo la atrae: “El Illimani me fascina —dice-—. Me ha fascinado siempre como una montaña llena de sentido humano debido a las leyendas que a su respecto escuche desde niña. El Illimani es una compañía para la gente que vive en La Paz. Para mi su grandeza es un respaldo”. Sin embargo, su aproximación a la realidad andina no tiene sentido religioso. No la ve como expresión de una realidad trascendente frente a la cual debo prosternarse. El pintor no es para ella un mensajero. Su aproximación es estética. Halla más bien que los Andes son algo frente a lo cual el artista debe mostrar su propio poder. “Las montañas están ahí como un desafío —dice—. Me siento llena de humildad frente a ellas. Pero me siento también dueña de ellas. Es mi mayor’ satisfacción en el mundo del arte. Tengo un tema mío para gozarlo y para reproducirlo. El problema es tener un cuadro bien pintado. Puedo darme el gusto de ser original gracias a que tengo una clara memoria de las montañas de Bolivia. La originalidad está basada en la imagen que los pintores podemos crear. En el lenguaje noético que resulta de la libertad de expresión”. El pintor que más contribuyó a aproximarla a la visión que tiene de los montes andinos fue Paul Cézanne, quien produjo una serie de cuadros sobre la montaña Saint Victoire, la cual según alguno de sus críticos le

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impresionaba al pintor como algo sagrado. María Luisa conoció esos cuadros con ocasión dé su primer viaje a Europa. Pero fue en una exposición” retrospectiva en Nueva York que los vio juntos. “Encuentro que los cuadros que representan el monte Saint Victoire que son muchísimos —dice— son extraordinarios. Tienen luminosidad, color. La montaña se convierte en ellos en algo tan monumental que sólo la inteligencia genial de Gézanne podría haberlo concebido”. Actualmente, los cuadros de María Luisa, que representan casi todos montañas, seducen sobre todo porque, manteniendo vinculaciones con la realidad, hacen la transposición de ésta a un plano de insólitas visiones poéticas. Estructuras casi exclusivamente rectilíneas Total ausencia de vida, en la inmovilidad de los volúmenes fracturados que se levantan a veces poderosos y amenazantes y otras veces tienen la serenidad de los paisajes lunares. Hay cuadros que presentan extrañas composiciones como aquella que se titula Kinesis en el cual tres grandes bloques grises, otro granate y un último blanco se equilibran formando una especie de horqueta de piedra, sobre uní fondo oscuro. Alteraciones extrañas de la naturaleza como en Cielo Azul, en que rocas de color ocre y blanco parecen erguirse violentas, casi se diría coléricas, sobre un fondo azul claro. Raros simulacros como Composición Abstracta, en que sobre el fondo de un cielo plomizo se enfrentan dos enormes masas cúbicas rojizas de diferente altura que están unidas por una gavilla que se diría hecha de alambres de plata que cruza diagonalmente el centro

del

cuadro. Amontonamientos, como en Telúrica, en que inmensos pedrones blancos y verdosos se superponen osadamente sobre un fondo azul claro. La vivacidad de los colores, el vigor de las formas, ofrecen perfiles nítidos, agrupaciones raras y siempre nuevas. Merece especial referencia el tríptico Catavi, ya citado, por su fuerza, por sus tonalidades rojizas y grises, y por el juego de extraños espejismos que dan la impresión de lo grandioso dentro de la relativa pequeñez de los cuadros.

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La obsesión de la luz es otro de los elementos

fundamentales en la

pintura de María Luisa, se dio cuenta de su importancia cuando ingreso al país de su primer viaje al extranjero. La luminosidad —dice— la puede sentir después de haber estado fuera de Bolivia. Cuando voy al altiplano me parece recibir un baño de luz. Esas palabras nos recuerdan aquellas del pintor belga James Ensor en que hay reminiscencias goethianas: La pintura me dice: sol, cielo, luz, más luz, siempre luz. María Luisa que había pintado inicialmente cuadros que, como ella dice, “eran oscuros, tristes, más bien románticos o melancólicos de colores tímidos y suaves”, avanzó firmemente hacia un arte hecho de luz y de colores que son los despliegues de la luz. Hablando de sus cuadros actuales dice ella que “tienen más luz que color”. Las cosas del mundo nos conturban por lo que tienen de oculto, de misterioso, de oscuro: por las sombras que las componen o las envuelven. Pero nos fascinan por lo que tienen de luminosidad, de brillo, de color. Estos han sido siempre supremamente significativos para los hombres. Lo divino es resplandeciente, brillante. Dios para muchos es luz. Plotino decía que la materia es tenebrosa. Pues bien, María Luisa no siente el cosmos andino como un misterio en el cual deba ahondar. Lo siente, por el contrario, como una totalidad luminosa. El paisaje andino la envuelve en claridad y color. Su obra es un esfuerzo permanente para mostrar que’ ese paisaje es un don de la luz. Los Andes son en la pintura de María Luisa cristalizaciones de la luz en una atmósfera que, en las grandes alturas que van por encima de los cuatro mil metros, alcanza una diafanidad y una levedad prodigiosas. Sus cuadros, muestran que la luz tal-la las rocas en el espacio, que la luz las alumbra en el doble sentido de que las ilumina y les da nacimiento. En la oscuridad los montes están hundidos en la nada. La luz los evoca con sus

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fascinantes colores y. perfiles. Los muestra, no en su oscura materialidad sino en la espiritualidad de la luz, del color. La luminosidad no es algo puramente físico; María Luisa lo considera un elemento del “lenguaje poético-pictórico La luminosidad del color —dice— tiene que producir la luz interior en el cuadro. No se trata sólo de pintar en colores claros sino de lograr lo que es más difícil: la “luz interior”. Para ello la técnica debe tener la suficiente depuración y los colores deben corresponder al ambiente total; Es una luz diferente a la natural, es el resultado de los colores bien seleccionados y en proporciones balanceadas. Las montañas de María Luisa no copian, pues, las de la naturaleza. Tienen frente a ésta formas que sintetizan sus diversos aspectos, que transmutan sus estructuras y que les dan formas y geometrías que no son las de la realidad y que, sin embargo, son posibles. Las montañas en los cuadros de María Luisa acaban siendo construcciones que ponen de manifiesto lo que hay de esencial en ellas y que las hace aparecer como poéticas proezas del espacio y de la luz. En ese sentido tiene razón Leopoldo Castedo, historiador del arte y catedrático en la Universidad de Nuevo York, cuando escribe: “Quienes conocen la diafanidad del aire del altiplano entenderán la luz interior de María Luisa. En sus collages, maderas, arenas, pigmentos, superficies corrugadas ha inventado una nueva forma de “petricídad” con la que interpreta el drama físico y el alma de su patria. El arte de María Luisa corresponde a su personalidad. Es una mujer espontánea comunicativa trabaja con entusiasmo como si cada día estuviera Comenzando su carrera. Había hoy de su trabajo artístico con la misma pasión con que lo hacía veinte años atrás. Es sincera y audaz. El altiplano le da la impresión de un “baño de luz”. No se prosterna, podría decirse más bien que se desliza, cara al sol, sobre el inundo, como lo hacía sobre la nieve

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cuando era entusiasta skiadora en Chacaltaya a más de cinco mil metros de altura. No soy una introvertida —dice— aún ahora siento una energía física excepcional para disfrutar de los momentos agradables que se presentan ocasionalmente sobre todo cuando estoy en compañía de personas amigas o de mis hijos muy amados. Sus cuadros constituyen la toma de conciencia de la singular visión del mundo andino que ella tiene. Visión en la que no hay lugar para el misterio, en que las cosas se fracturan en juego de geometrías y colores, en que las ruinas de Tiahuanacu le parecen sólo elementos del paisaje, visión en que el arte es fluidez y claridad. Por eso, podemos terminar diciendo que el sentimiento cósmico que Maria Luisa muestra en su pintura pertenece, no a la mitología de Viracocha, el misterioso Dios de las piedras y hacedor de estatuas, sino más bien a la mitología inca que hizo del sol dispensador de la luz y del color, el padre de las cosas.

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EL CERRO DE POTOSI El mito que domina la Colonia, que le da a ésta sus características esenciales, hacia el cual convergen sus preocupaciones y del cual se alimentan las aspiraciones básicas de la época, es el mito del Cerro de Potosí. El cerro es el centro de la vida colonial. La perspectiva histórica nos lo muestra configurando todo lo que en ésta fue importante. Por eso, ha podido decir Fernando Díez de Medina, con ocasión de una visita que hizo a la Villa Imperial: —Aquí nació Bolivia. Aquí se encumbraron Charcas y el Alto Perú. Y el poeta español Ernesto Giménez Caballero, después de otra visita a la ciudad, afirmó también, terminando una copla de su invención, que: En Potosí nació América Y en Potosí murió España. El cerro de Potosí no es evidentemente una creación de la fantasía. Es una realidad concreta. Pero el mito sublimé esa realidad y le dio la dimensión casi mágica que llegó a tener. Arzans, en su famosa Historia de la Villa Imperial, al lamentar la decadencia del cerro y comparándola con la época de su apogeo, decía: —Entonces, cualquier piedra del cerro era todo plata y hoy todo es tierra. El poder mitificador hizo en efecto, que aquello que en realidad era sólo tierra sufriera una prodigiosa trasmutación. Todavía en el siglo XIX, decía el geólogo Hitchcok que el cerro “era una masa de pura plata”. El cerro que tiene un lugar en la geografía del planeta y que sigue produciendo minerales como otros cerros, fue convertido por el mito en un objeto de adoración y de pavor, cuyo embrujo continúa sintiéndose en nuestros días. - 60 -

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El mito de Potosí está vinculado al mito ancestral de las montañas. Pero en Potosí, a la imagen de la montaña como expresión de la vida cósmica predominante en la mitología precolombina, se sobrepuso la del misterioso poder minero. El cerro dejó de ser uña “huaca” o un “achachila” protector para convertirse en el caprichoso dispensador de los tesoros fabulosos escondidos en su seno. “Monstruo de riqueza”, lo llama Arzans. El mito que le está más próximo es el mito hispanoamericano de El Dorado, con el cual es a veces confundido y del cual, sin embargo, es muy diferente.

* * * La vida colonial ha sido una etapa por la cual casi todas las naciones de América, del África y grande parte del Asia han pasado en su historia. Las poblaciones del mundo, que durante milenios vivieron aisladas, dentro de sus propios territorios, inclusive ignorándose las unas a las otras, entraron a principios del siglo XVI en un proceso de integración. Europa, debido a! progreso científico y técnico que la capacité para ello, dio inicio entonces a la época de los grandes descubrimientos geográficos, que aproximó a los pueblos, estableció relaciones entre ellos y permitió a la humanidad conocer-se a sí misma y llegar a constituir la unidad que prácticamente es hoy en día. El, sistema colonial, tuvo casi las mismas manifestaciones en todas partes. Fue un proceso de expansión económica y política de Los países europeos, creadores de la civilización industrial, sobre tos demás países del mundo, que sometidos a una explotación organizada fueron adaptándose a su vez al saber y a la técnica europeos que les permitieron alcanzar más tarde su propia autonomía. Los colonizadores eran, por lo general, hombres que dejaban sus tierras en busca de nuevas oportunidades, para su vida. Más o menos codiciosos,

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más o menos crueles, eran como los pioneros, a los que Walt Whitman cantó en su popular poema: Dejamos atrás todo el pasado arribamos a un mundo mayor, más rico y más variado. Fresco y fuerte es el mundo que abarcamos, mundo de trabajo y de progreso. Desdeñando situaciones seguras, bajando precipicios, cruzando senderos, trepando montañas conquistando, ocupando, osando, aventurándonos, vamos por ignotos caminos. Sin embargo, por las circunstancias en que se inició, la colonización española de América tuvo características diferentes de las que se impusieron posteriormente en el mundo. Ya el propio descubrimiento del Nuevo Mundo se había producido en condiciones que le daban caracteres inesperados, fantásticos, casi irreales. Colón no fue un hombre práctico. Era un soñador. Lo arrollaron los acontecimientos que él mismo provocó. Incapaz de dirigirlos acabó siendo destruido por ellos. Fue desde luego, sorprendido por la aparición de una tierra desconocida que primero le pareció una prolongación del Asia y que después se fue mostrando como un mundo misterioso, de dimensiones inimaginables y lleno de cosas nunca vistas. A ello se sumé la presencia de pueblos con formas de vida que nada tenían de común con las hasta entonces conocidas y que por lo mismo daban rienda suelta a toda clase de fantasías. La colonización española, tuvo los contornos de una verdadera aventura. En efecto, no la hicieron inicialmente hombres que en el nuevo mundo querían encontrar nuevas oportunidades de trabajo y que deseaban instalarse en él para dar rumbos más seguros a su existencia. Los españoles se habían

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habituado al manejo de la espada durante la lucha contra los árabes que ocuparon parte de su patria durante ocho siglos. La vida era para ellos una contingencia militar, desdeñosa por lo tanto del trabajo regular y productivo. Fácilmente vieron ellos que en la América se les presentaba una nueva y gigantesca oportunidad de ensanchar los dominios del rey y sobre todo de seguir realizando hazañas semejantes a las que les exigió la expulsión de los árabes. Con esas disposiciones realizaron las depredaciones, las correrías, las violencias que tuvieron como consecuencia la destrucción de las civilizaciones aborígenes. Además, estas no fueron vistas por ellos como formas singulares de cultura sino como desafíos a su propia fe. Y, así como en España combatieron a los moros y a los judíos, se enfrentaron aquí a los dioses indios considerándolos encarnaciones del demonio que debían ser implacablemente destruidas. La trayectoria de la colonización fue tratada en la América Hispana por los

Conquistadores.

Este

tipo

de

hombre

resultó

de

las

especiales

circunstancias que hemos señalado. Eran ante todo aventureros codiciosos y violentos. Gregorio Reynolds ha dicho de ellos: No temen el obstáculo, al evento lo buscan y dominan sin zozobras. Itinerarios fabulosos, planos descabellados, largas travesías, sobrehumanos, intrépidos afanes Proezas en derroche de energías, testarudez, locura de aventuras de gente de apostura principesca y de gente de siniestra catadura.

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Hombres crueles y fanáticos y, al mismo tiempo, obstinados y valientes fueron capaces de cruzar el continente en todas las direcciones, de llegar a vertiginosas alturas, de abrir caminos por las selvas y las ciénagas, desafiando a las enfermedades, al hambre y la soledad en busca de un reino de riqueza fabulosa que nadie sabía donde estaba y cuya imagen fascinaba a todos. La colonización de la América Hispana se hizo bajo el signo de un mito que acabó concretándose en la leyenda de El Dorado. Apenas instalados en las Antillas, impresionados por la nueva y singular belleza de las islas entre las cuales se movían, ilusionados con el oro recogido en los ríos y con las perlas pescadas en las costas, los españoles comenzaron a recibir noticias acerca de países extraños que excitaban su imaginación y su codicia. En 1515, Ponce de León dejó Puerto Rico en dos carabelas para ir en busca de la isla de Bimini donde, según decían los indios, había una fuente que hacía rejuvenecer y “convertía en mancebos a los hombres viejos” y acabó descubriendo la Florida. Más frecuentes eran las que se referían a lugares en que el oro se pescaba en redes o donde había minas de oro “tan abundantes corno el cobre en España”. A esas noticias se debieron las expediciones que condujeron a los descubrimientos de México, de Panamá y del Perú. La leyenda tomó la forma que se hizo universalmente famosa poco después de las conquistas del Perú, cuando un indio contó a Belalcázar y a sus soldados que se encontraban en Bogotá la historia de un cacique que todas las mañanas se zambullía en una laguna y salía de ella cubierto de oro de la cabeza a los pies. Era el jefe de un reino donde no había ni montañas y donde toaos los habitantes poseían inmensas riquezas y usaban ropas hechas del precioso metal. La historia se divulgó rápidamente no sólo en América sino en todo el mundo convirtiéndose en uno de los grandes mitos que estuvieron siempre presentes en el vasto y espectacular proceso de la colonia.

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El mito tuvo numerosas versiones. Dejó de referirse a un personaje para hablar de ciudades, reinos y mundos perdidos en las inmensidades del continente. Constantino Bayle en su libro titulado El dorado fantasma hace una atrayente presentación de esas versiones. Algunas de ellas colocaban El Dorado en las selvas del norte de Venezuela, otras en la cuenca del Orinoco. Para mucha gente estaba en las bandas del Río de La Plata y en las del Amazonas o en los confines del Chaco. Adoptó los más diversos nombres: Tierra de los Omaguas. Rupe Rupe, Manoa, Ciudad de los Césares, Isla del Paraíso, Paititi, Gran Moxo. Innumerables expediciones fueron organizadas para encontrar el fabuloso país. Una de las más famosas fue la que comandó Gonzalo Pizarro. En su autobiografía éste habló de ella, mostrándola en todo su dramatismo. Salió de Quito en 1539 en busca de las tierras de El Dorado y de la Canela. Estaba compuesta de 4.000 indios y 210 españoles. Después de tres años de espantosos

sufrimientos

en

que

llegaron

inclusive

a

la

antropofagia,

regresaron reducidos a la mitad de su número, no trayendo en las manos sino las espadas y los bordones que les había servido para abrirse paso en las selvas. Bayle recuerda el poema en que Barco Centenera describe el Paititi; y que comienza diciendo: Edificios fabricados Con tan gentil belleza y tanta hermosura que exceden a la humana compostura La versión más tardía del mito de El Dorado es la que Enrique de Gandía llama de la Ciudad de los Césares, que se suponía estar en la Patagonia y de cuyos orígenes hubo dos versiones. Según la primera, la ciudad fue fundada por los incas que cuando llegó Pizarro huyeron del Perú llevando consigo sus

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riquezas. Pero la segunda versión, la formaron los españoles que pertenecían a la tripulación de Magallanes y que abandonados en la Patagonia se barbarizaron. Alguien que dijo haber estado prisionero en la ciudad informó que había visto junto a ella un cerro de oro y otro de diamantes. Hernando Sanabria Fernández en su libro En busca dé Él Dorado, que no es un estudio del mito como su nombre parece indicar, sino una historia de la colonización del oriente boliviano, dice que esa colonización fue estimulada por el mito. Ñuflo Chávez, por ejemplo, “sirviéndose de la creencia en las fantasías de la Isla del Paraíso, el Candire y el Paytiti no sólo obtuvo huestes sino que penetró en las incógnitas tierras de Chiquitos y chiriguanos”. Y refiriéndose a posteriores expediciones Sanabria Fernández añade: “Al adentrarse en los dominios del Gran Moxo, no dieron con los palacios, la pedrería y el áureo metal que sus abuelos creían allí existentes, pero hallaron los vegetales que habrían de proporcionarles tanta o mayor fortuna”. Voltaire utilizó el mito de El Dorado en su famoso cuento titulado cándido corno una sátira contra el utopismo. Huyendo de los jesuitas del Paraguay y arrastrados por la impetuosa corriente de un río subterráneo, Cándido y Cácambo llegan al prodigioso país que está rodeado de montañas inaccesibles y que los llena de asombro. Ovejas rojas remplazan a los caballos y son tan ve1oces y fuertes como estos. Los campos están cubiertos de piedras de oro y de rubí. En la ciudad, las casas tienen puertas de oro y paredes revestidas del mismo metal, a veces con incrustaciones de esmeraldas y rubíes. Por todas partes se siente un perfume delicioso y, se oyen músicas delicadísimas. Todo el mundo vive feliz. No hay tribunales ni cárceles que son innecesarios Hay, en cambio, un palacio de las ciencias. Cándido y Cácambo permanecen en el país un mes. Lo dejan porque su perfección los aburre y porque no existiendo problemas, nada tienen que hacer en él. Salen cargados de oro y piedras preciosas, que van perdiendo en las peripecias del viaje a la Guayana y después en Francia

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También el poeta norteamericano Edgar Allan Poe se refirió al mito. Era todavía joven cuando fueron descubiertas las minas de oro de California que atraían gentes de todas partes del mundo. Poe tuvo la tentación de la aventura. No cayó en ella. Pero con ese motivo compuso el poema que se titula El dorado. Este termina cuando el buscador del país fabuloso, después de sus infructuosos viajes y casi desfalleciente ya, encuentra un fantasma y habla con él. “Fantasma” —le dice— “¿ Dónde puede estar la tierra de El Dorado?” “Sobre las montañas de la luna, en el valle de la sombra. Avanza, osado, avanza —responde el fantasma— si buscas El Dorado”. El mito que para Voltaire simbolizaba la utopía, alcanza en el poema de Edgar Allan Poe su definitiva y verdadera dimensión. El Dorado es el vago ensueño de realidades inalcanzables. Es una ilusión, un espejismo. El mito de Potosí es completamente diferente. No es un sueño. Corresponde a una realidad efectiva y es precisamente esa realidad que fue transfigurada hasta tomar los contornos de lo misterioso y lo divino. El mito de Potosí fue la sublimación de la fabulosa riqueza de cerro que confirió a éste las dimensiones de lo sobrenatural.

* * *

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La colonización del Alto Perú se realizó dentro del cuadro general de la colonización española de la América, pero tuvo un carácter singular dentro de la singularidad que aquella tenía ya de por sí. En efecto, la aparición del cerro de Potosí, dos décadas después de la llegada de Pizarro al Perú fue un ‘hecho deslumbrante. Su irrupción en el escenario de la Colonia que nacía tuvo un efecto tumultuoso. Excitó las codicias y las imaginaciones. Y dio lugar a una afluencia desordenada de gentes. De todas partes, venían en actitud casi predatoria. Abrían de inmediato las minas. Cada uno por su cuenta, en un ambiente de turbulencia y de aventura. Ese hecho dio a la colonización del Alto Perú, desde su inicio, modalidades psicológicas y sociológicas sui géneris que no han sido aún estudiadas y que sólo pueden compararse con las que se manifestaron en la explotación de los yacimientos de oro a fines del siglo XVII y principios del XVIII, en Vila Rica y Ouro Preto del Brasil, a mediados del siglo XIX en California primero y después en Australia e inclusive en el hallazgo de los primeros yacimientos petrolíferos de Pensylvania. En 1694, un bandeirante encontró por casualidad, las minas de oro de Vila Rica. En California el precioso metal fue descubierto en 1864, cuando se trabajaba, un aserradero en un río cercano a Sacramento. En Australia, el oro apareció también accidentalmente en 1851 en la región de Nueva Gales del Sud. Y en 1852 el metal fue encontrado en una región del Transvaal hasta entonces considerada sin valor alguno. Las

reacciones

producidas

por

esos

descubrimientos

fueron

identificadas en todas partes. Refiriéndose a las minas, brasileñas, Alvin Martins escribe: “Las haciendas en los campos fueron abandonadas, las tiendas en las ciudades quedaron desiertas, las tripulaciones en los puertos dejaron sus barcos, inclusive funcionarios del gobierno descuidaban sus puestos”. Y, con respecto a California, decía un periódico de la época:

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“Comerciantes, médicos, artesanos, empleados dejaron abandonadas sus ocupaciones. Y muchos barcos fueron abandonados en San’ Francisco”. El proceso de urbanización era el mismo. Allí donde antes no había nada, surgían abigarrados caseríos cuya población crecía vertiginosamente. En California, llegaron en un año 80.000 buscadores de oro. En Australia, la población ove era de 400.000 habitantes casi triplicó en diez años. También en todos esos lugares, a los hombres deseosos de trabajar, se juntaban. “criminales ove no temían ni a Dios ni al diablo, enjambres de aventureros” como dice Alvin Martins. Aparecían tahúres, prostitutas, ladrones, la hez de las ciudades. Reinaba por tanto el desorden, la confusión, la violencia. Las rivalidades producían sangrientos conflictos, cuando no verdaderas guerras, como la de los emboabas en el Brasil, la de los boers en el Transvaal. Gradualmente el caos daba lugar a un orden legal, de acuerdo con las peculiaridades de los respectivos países. En el Brasil fue creada una nueva capitanía - general que puso, el orden en las minas. En California, las minas pasaron a ser explotadas por corporaciones que tecnificaban la explotación. Parecido fenómeno que se llamé “golden rush o corrida del oro” se produjo en la región Este de los Estados Unidos, cuando Edward Drake abrió el primer pozo de petróleo de 21 metros profundidad en Titusville. El petróleo, como el oro, atrajo multitudes de ricos y de pobres, de obreros y de profesionales, que por todos los medios de locomoción congestionaban los caminos que conducían a él. Un diario repitiendo casi textualmente lo que ya conocemos escribía: “Los comerciantes abandonaban sus tiendas, los labradores soltaban sus arados, los abogados sus escritorios, los predicadores sus púlpitos”, para trasladarse a Titusvílle. En Bolivia tuvimos también, a mediados del siglo XIX, casi en la misma época que en California, un golden rush que, en pequeño, reprodujo todo el proceso-de los otros. Hernando Sanabria Fernández, en el libro En busca de El Dorado, a que nos hemos ya referido, cuenta que en 1847 se encontró en el río

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Sorocotó algunas pepitas de oro. La gente de las cercanías se agolpó allí en seguida. Inclusive el gobernador de Chiquitos renunció a su cargo para ir en busca del metal codiciado. Junto al río se levantó un caserío que se llamó Santa Rosa de la Mina. En 1860 el oro desapareció. Pero en 1882 hubo otro aluvión, más rico que el anterior. Familias enteras se trasladaron entonces a Santa Rosa, “sin más caudal que su buen ánimo y sin más instrumentos que una batea para manipular las pródigas arenas”. Y Sanabria Fernández anota que se había reproducido allí “en la reducida escala que es de ‘imaginar, el tráfico incesante habido en California”. Hacia 1890 el oro desapareció definitivamente. Una compañía francesa que había llevado máquinas y técnicos para hacer allí una explotación industrial, tuvo que abandonarlo todo.

* * * Pues bien, en Potosí ocurrió lo mismo que en el Brasil, en California, en Transvaal o en Santa Rosa. La Plata del cerro fue descubierta por un indio llamado Huallpa en enero de 1545. Según unos, había amarrado a unas matas su llama que, al forcejear para moverse, las arrancó de cuajo poniendo al descubierto el metal. Según otros, fue el propio indio que descuajaba las matas en la ladera del cerro. Una tercera leyenda dice que Huallpa encendió una hoguera para protegerse del frío en la noche y que al amanecer encontró la plata derretida debajo del rescoldo. El indio informó de su descubrimiento a su patrón el capitán Juan de Vallaroel que residía en Porco. Los moradores de ese asiento y los de la ciudad de Chuquisaca que estaba a veinte leguas se trasladaron al lugar tan luego como conocieron la noticia. El cerro no tiene sino unos setecientos metros de altura y está situado en uno de los lugares más desamparados de los Andes. Los primeros que llegaron allí, no teniendo donde abrigarse, sufrieron todas las agresiones del frío, del viento y de la nieve, “El furioso aire, a todas horas, procuraba echarlos de aquel sitio”, dice Arzans personificando la hostilidad del ambiente. - 70 -

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“Voló la fama”, según el propio Arzans. Los primeros en acudir fueron los españoles de Porco y de Chuquisaca que, como acabamos de decir, estaban más próximos del cerro. Después vinieron los españoles del Perú. Y pronto hasta las Antillas comenzaron a despoblarse. Dieciocho meses más tarde había al pie del cerro dos mil y quinientas casas con catorce mil habitantes, entregados a la frenética explotación de las minas que comenzaban a abrir sus bocas. Potosí nació pues, como un campamento minero-Cada uno hacía su casa donde podía. No hubo fundación de la ciudad. No había plazas ni calles. La gente se movía por callejuelas abiertas entre las casas- Sólo cuando el Virrey Toledo visitó- el asiento, comenzó éste a tener una estructura urbana. Se abrieron entonces plazas y calles, y comenzó la construcción de edificios públicos. Su población creció tanto que en 1626 llegó a tener 150.000 habitantes -haciendo de Potosí la más populosa ciudad de América y una de las más populosas del globo en esa época. Llegaron allí gentes de toda condición.

Hidalgos,

comerciantes,

obreros,

espadachines,

frailes,

tahurés,

bandidos, como ocurrió en California, en Australia y en el Transvaal- “No hay región del mundo —decía Arzans— de donde no concurran los hombres a este Potosí”. Potosí llegó a tener la vida dramática de una California medioeval. Reinaba en ella la violencia con excesos de todo género. Los hombres de las diferentes regiones de España estaban entre sí en lucha permanente. Había casas de juegos y prostíbulos, plazas de toros. Continuas procesiones recorrían sus calles. Y la superstición poblaba a ésta en las noches de demonios, fantasmas y almas en pena (*). Al mismo tiempo la ciudad realizaba fiestas suntuosas. Gustaba del fausto y los placeres. Se la llamó “la Babilonia del Perú”. Su fama se extendió rápidamente por todo el mundo. Lewis Hanke dice que una imagen colorida del cerro se descubrió recientemente en un

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manuscrito turco del siglo XVI. Un plano de la ciudad y del cerro aparece en el atlas Bertuis a principios del siglo XVII. El cerro pasó a ser un mito universal. Arzans decía en el prólogo de su Historia: “la gran riqueza que se ha sacado y se saca hoy del cerro superaba toda imaginación y comprensión”. Para Cervantes a principios del siglo XV1I, el cerro era el símbolo de una ingente riqueza. Cuando Sancho Panza le preguntó a Don Quijote cuánto le pagaría por el desencantamiento de Dulcinea, el caballero respondió: “Si te hubiera de pagar, Sancho, conforme merece la grandeza y calidad de este remedio fuera poco para pagarte las minas de Potosí”. León Pinelo escribió entre 1640 y 1650 El paraíso en el Nuevo Mundo, libro en el que adelantándose a Villamil Rada, afirmó que el Paraíso Terrenal había estado en el centro de la América del Sur(*). Describiendo las maravillas de la región, se refirió a las minas de Potosí e hizo el famoso cálculo según el cual, con la plata extraída de esta hasta entonces, podría haberse construido un puente de plata entre Potosí y Madrid, con 2.070 leguas dé extensión con 14 varas de ancho y cuatro dedos de espesor. El cerro de Potosí representó el mito del enriquecimiento rápido, de las fortunas alcanzadas como un regalo por quienes se llegaban a él. El mito de Potosí pasó a ser, de ese modo el equivalente de los viejos mitos referentes a países fabulosos, cómo las Islas Afortunadas, el país de Ofir o la isla de Ceylán, cuyos campos, según el Ramayana, estaban espolvoreados de oro y que Brahma regaló a Kuvera el Dios de las riquezas. Para los hombres que vivían junto a él y, en general, para los altoperuanos, el cerro tuvo un carácter mítico más concreto. La influencia directa que tenía en sus destinos dio lugar a que se manifestaran en ellos las más diversas disposiciones y actitudes, desde aquellas que los hacían rendirle (*)(*) La ubicación del Edén en la América fue frecuente en la época colonial. Sergio Buarque de Holanda en su documentado libro Visión del Paraíso, cuenta, por ejemplo que. en 1744, Padre de Rates Haneguim, portugués que había vivido en el Brasil veintiséis años, fue juzgado y condenado a muerte por el Santo Oficio de Lisboa, por sustentar con obstinación impávida que el Paraíso Terrenal estuvo y se conservaba en el Brasil”.

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culto como a un ídolo enigmático y terrible, generoso y cruel al mismo tiempo, hasta aquellos que, respetuosos, veían en el cerro una dádiva de Dios o un instrumento de sus misteriosos designios. Desde luego, los potosinos y los altoperuanos creían que el interior del cerro era escenario de hechos portentosos. Aparecían en él imágenes sagradas, cruces, árboles de plata. En 1575, según Arzans, “en una de sus poderosas minas hallaron una estatua de metales diferentes del tamaño de un hombre mediano. Al sacarla se le quebró el pescuezo. Los indios hicieron llanto y vocerío pues decían que aquel era el Cerro de Potosí y que los españoles le habían quitado la cabeza como lo habían hecho con sus incas”. Cierta vez un vascongado envió una piña de plata de 60 marcos al corregidor, que éste colocó sobre su mesa y que una hora después comenzó a destilar gotas de sangre. En segundo lugar, el propio cerro fue dotado de poderes sobrenaturales frente a los cuales había que tomar precauciones. Los mineros los conocían. Y aun en nuestros días éstos cumplen ritos y realizan ceremonias para ponerlos de su lado. Ciertas interdicciones no pueden ser desobedecidas impunemente. La presencia de mujeres o de frailes dentro de los socavones, por ejemplo, produce la desaparición de las vetas. Finalmente, numerosas leyendas hacían del cerro un instrumento de la voluntad divina. La más antigua de ellas era aquélla según la cual cuando los hombres del Inca Huayna Capac antes de la llegada de los españoles se aproximaron al cerro, oyeron una voz estruendosa que les ordenaba: “No toquéis este cerro. Está destinado a otros”. Esos “otros” eran naturalmente los españoles, para quienes Dios reservaba el prodigio. A lo largo del libro de Arzans, se ve las manifestaciones de la voluntad divina en la vida del cerro. En 1558, por ejemplo, escribía el famoso historiador: “La falta de riqueza que repentinamente sobrevino este año, se atribuye a que Dios Nuestro Señor quiso quitarles a los potosinos la riqueza que les había dado porque usaban

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tan mal de ella”. En 1565 decía: “Dios hace que en el cerro se descubran nuevas y ricas minas”. Los santos y las vírgenes ayudaban dentro de los socavones a sus devotos. Trabajadores sepultados por las aisas eran salvados por ellos. Mineros perdidos eran llevados de la mano hasta las salidas. El cerro era objeto de temor pero también de verdadera adoración. Los poetas hacían su elogio. El más fervoroso de sus admiradores fue sin duda Arzans, que en su Historia lo invoca diciéndole cosas como éstas: Poderoso, siempre máximo, riquísimo e inacabable cerro de Potosí. Alegría de los mortales. Imán de las voluntades Base de todos los tesoros. Monstruo de riqueza. Cuerpo de tierra y alma de plata. Unico milagro de la naturaleza Perfecta y permanente maravilla del mundo. En el escudo de armas que Carlos y dio a la Villa Imperial de Potosí figuraba la siguiente cuarteta: Soy el Rico Potosi Del mundo soy el tesoro Soy el rey de los montes Y envidia soy de los reyes.

* * * Así, pues, el cerro de Potosí no sólo era el sostén material, el soporte de la economía del Alto Perú y el objeto de la codicia de todo el mundo sino que, - 74 -

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además, fue para los altoperuanos un poder sagrado, la fuente de todas sus esperanzas, la justificación de su ser, la concreción de sus sueños de felicidad. Es natural que el mito hiciera del cerro el centro de todas las atenciones y preocupaciones de potosinos y altoperuanos y que configuraba vida económica, política y social de éstos. El cerro, en efecto, lo absorbía todo. Todo giraba en torno de él. Todo existía por él y para él. La plata de las minas compraba fuera todo cuanto era necesario para sustentarlo. Arzans se ufana de ello. Enumera con orgullo los países que proveían a La ciudad. De España venían los tejidos. De Francia los sombreros. De Flandes los espejos. De Alemania las espadas. De Venecia los cristales. De Arabia los perfumes. De China las sedas. De Panamá las perlas. Del Cuzco el azúcar. De Tucumán los cueros, etc., etc. Arzans escribe en Los Anales: Todo lo trae la plata del cerro. Por gozar de este rico cerro caminaban y navegaban los hombres con sus mercaderías conduciéndolas por ignorados y distintos mares, climas y provincias, ocupando infinita suma de navíos que los conducían de unas regiones a otras”. El poder del cerro como todos los poderes sagrados era ambiguo. Atraía, embrujaba, seducía con dádivas, despertaba esperanzas, alimentaba sueños. Y al mismo tiempo era arbitrario, despiadado y cruel. La deslumbrante plata que chorreaba de sus minas estaba frecuentemente teñida de sangre. Generoso para unos, perverso para otros. Sus riquezas estaban amasadas con sufrimientos, la opulencia de la ciudad que se levantaba sobre la miseria de los hombres que trabajaban en los socavones. Los potosinos que se daban cuenta de ello gozaban de la opulencia y tranquilizaban sus conciencias atribuyendo las desgracias, la miseria a la maldad de los demonios y a los pecados de los hombres.

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EL EMBRUJO DEL ORO Cuando Costa du Rels hizo la versión al español de sus libros que en francés se titulan La hantise de I’or, es decir La obsesión del oro, y Terres embrassées, no sólo tradujo esos títulos sino que los modificó. La obsesión del oro pasó a ser El embrujo del oro y Tierras abrasadas se convirtió en Tierras hechizadas. Los nuevos títulos eran evidentemente más atractivos que los anteriores. Pero no sólo tenían una mayor eufonía sino que además se referían a importantes aspectos de las obras que aquellos no señalaban. La “obsesión” es un hecho puramente psicológico. Es la presencia continua en la mente de una idea que absorbe la atención y configura inclusive el comportamiento. Puede llegar a ser penosa pero nunca pasa de una preocupación persistente, es decir de un fenómeno psíquico. Y el adjetivo “abrasadas” que calificaba a las tierras en el título francés, marcaba metafóricamente una condición que es característica de las regiones orientales de Bolivia. Regiones de tierras ardientes y a veces, quemadas por el sol de los trópicos. Pues bien, en las versiones españolas los dos títulos dejan de mostrar aspectos psicológicos o físicos, para referirse a atributos que son casi taumatúrgicos. Sugieren la presencia de poderes ocultos que dominan no solamente a los hombres sino que también se manifiestan en las cosas. Aluden a encantamientos, a sortilegios. El oro aparece dotado de un poder de fascinación irresistible y misterioso. Cautiva mágicamente. Las tierras atraen también, pero su atracción tiene en él titulo ciertos matices asustadores Así, pues, la mudanza de los títulos aparentemente sin importancia puso sobre todo de manifiesto la presencia en los respectivos libros, elementos que les dan el carácter singular que tienen. Hay en ellos, en efecto, como en toda la obra de Costa du Rels, algo que no se agota en los temas explícitos, en los sucesos que relatan o en las aventuras de los personajes que presentan. - 76 -

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Hay en ellos la inspiración de los viejos mitos y de los profundos sentimientos que el escritor trae en su alma y que les dan su extraña poesía y les confieren el carácter tan auténticamente boliviano que poseen. Costa du Rels tiene plena conciencia de ello. Hablando un día con la periodista francesa Claude Tilly acerca de una de sus novelas, le dijo que ésta se refería a las minas y al amor místico que une la tierra al hombre”. En la nota editorial de El embrujo del oro, que sin duda se debe a su pluma, escribió: “Los españoles deslumbrados por la plata de Potosí, acabaron por ubicar El Dorado legendario en lo que es la Bolivia actual. En el Altiplano, nadie —extranjeros o hijos del país— ha escapado en cuatro siglos al embrujo de la fortuna rápida, inverosímil. Embrujo del oro, eterno drama de la codicia humana”. Repetidamente ha dicho Costa du Rels que trabajando con su padre que era ingeniero de minas, compartió no sólo la existencia de los mineros sino también sus quimeras y que fue confidente de sus sufrimientos y de sus sueños. Su espíritu está, piles, impregnado de los mitos que vivían en ellos. Estos aparecen en todas sus obras narrativas. Pero se muestran más explícitas en El embrujo del oro. Por esa razón en el presente trabajo vamos a dedicar nuestra atención exclusivamente a ese libro. Es en él que, con mayor intensidad y con sus más típicos símbolos, se manifiestan los grandes contenidos de la mitología de nuestra época colonial.

* * * Arturo Capdevila en su bello libro sobre Rubén Darío sostiene la tesis de que el modernismo hispanoamericano tuvo sus orígenes, no en los poetas parnasianos o en los decadentes franceses como suele afirmarse, sino en la nostalgia virreinal. Piensa que en su poesía el modernismo recogió las esencias de la vida colonial hispanoamericana, el recuerdo de las fiestas de los torneos y de las elegantes ceremonias que los gobernantes españoles realizaban y los transfirió al ambiente de las cortes europeas. Sobre todo, hallaba Capdevila que esa inspiración era indiscutible en Ricardo Jaimes Freyre, cuyos - 77 -

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antecedentes potosinos hacía resaltar. Decía que retirando de los poemas de éste la superficial mitología nórdica, lo que en ellos quedaba eran las reminiscencias de la suntuosa y aristocrática vida de la Villa Imperial. Sin discutir la sugestiva y original teoría de Capdevila debernos recordar que la vida de la Colonia ha sido constantemente motivo de inspiración para los escritores iberoamericanos. Gunnar Mendoza, en su estudio sobre la Historia de Arzans, dedicó un capítulo a la influencia que tuvo esa obra en la producción literaria tanto en el siglo pasado como en el presente de la Argentina, de Bolivia y del Perú. La inspiración colonial llegó incluso a dar origen a un género literario, que tuvo en Ricardo Palme su más brillante cultivador y que se conoce con el nombre de “tradición”. Según la imaginaba el escritor peruano, la tradición era una forma de la historia a la que se había despojado de la sequedad del rigor y los elevados propósitos de ésta y se había adornado con las galas de la fantasía. “A la tradición decía Palma, le es lícito sobre una pequeña base levantar un castillo”. El tradicionista, a su juicio, “tenía que ser un poeta y un soñador”. Efectivamente, los tradicionistas daban imágenes leves, amables y frecuentemente matizadas de humor o de ironía, del pasado de sus respectivos países. Pues bien, en la obra de Costa du Rels nada encontramos de ese tradicionismo. El tema potosino está en ella presente con toda su profunda densidad humana. Costa no vuelve hacia él los ojos en busca de Lo pintoresco. Para él la Colonia es una cosa muy seria. Como lo es para los escritores bolivianos que son sensibles sobre todo a sus aspectos dramáticos y en quienes éstos han dejado una profunda huella. Así se explica, por ejemplo, el siguiente áspero juicio que Fernando Diez de Medina, en discurso pronunciado en Potosí, emitió, al hablar de Arzans, con respecto a los tradicionistas: “Todos saquearon al gran memorialista: propios y extraños. Lo mismo argentinos que peruanos y bolivianos. Y el más desvergonzado el limeño Ricardo Palma que en

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sus célebres “tradiciones peruanas” se apoderó y remodeló las leyendas sin denunciar su origen”.

* * * En el altiplano boliviano, como hemos dicho Fernando Diez de Medina es sensible sobre todo al misterio de los montes que para él tienen algo de sagrado. Marina Núñez del Prado siente la magia de las piedras en las que Viracocha esculpió las imágenes de los primeros pobladores andinos. María Luisa Pacheco vive fascinada por la luz, por los colores, por la atmósfera que se hace diáfana en las alturas. Costa du Rels en el altiplano ve de preferencia un mundo, “ávido de inaccesibles resplandores”, ávido de astros. Lo que más le fascina allí a Costa du Rels son las noches andinas donde “astros a millares y constelaciones inverosímiles lucen como en parte alguna del mundo”, donde el cielo “bruscamente agujereado, se convierte en hornero que cierne plata”. El libro habla de “los astros atizados por el viento, astros enormes de un universo recién nacido”. Las noches en los Andes no son negras. “La noche era azulada —dice uno de los cuentos—. Grandes astros resplandecían en el cielo inmaculado”. En otro lugar escribe: “Millares de estrellas se agolpaban nerviosas, afiebradas. Un enjambre de abejas fosforescentes parecía lanzarse al asalto de las colmenas de la noche”. Y sólo un hombre que como, Costa du Rels, vivió dentro de las minas o estaba habituado a la contemplación de los cielos de los Andes, pudo haber visto aquello que de estelar hay en las minas y lo que de mina hay en los cielos. Por eso, también pudo él formular esta pregunta de sorprendente originalidad y que él califica de desesperada: -¿Es esté cielo mina ideal que nunca alcanzaremos? ¿O es la mina empíreo subterráneo que con mano torpe el hombre pretende despojar de sus constelaciones? - 79 -

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Y en el último relato de El embrujo del oro. Costa du Rels refiriéndose a un minero legendario que según se decía, había entrado al socavón jurando no salir de él si no encontraba un filón perdido y que nunca más apareció, dice Costa du Rels estas palabras con que termina el libro: —Tal vez, al amparo de la noche eterna, haya encontrado su filón. Costa du Rels conocía el encantamiento de las vetas, que le parecían a veces “un filón recostado como una hermosa serpiente y con la cabeza y la cola perdida en la noche de la tierra”. Otras veces, “un bloque macizo o un enorme surtidor que viste de plata al más miserable minero”. Frecuentemente, el filón era, según él, “perseguido, hostigado como un bicho peligroso”. El embrujo del oro está constituido por siete relatos. Costa du Rels los llama también novelas breves. Aparecieron separadamente en L’ Ilustration de París y fueron después reunidos en el volumen que se publicó en 1930. No pretendemos analizar aquí el libro desde el punto de vista de su valor literario. No queremos sino mostrar lo que trae como resonancia de los mitos profundos de las épocas precolombina y colonial. En el primero de los relatos titulado El sol asistimos a la llegada de los españoles a la ciudad del Cuzco, capital del Imperio Inca, que pone en ebullición todas sus codicias y a la cual entran exactamente un año después de la emboscada de Cajamarca. La ciudad es asaltada, los templos saqueados, las mujeres ultrajadas. Los lingotes de oro obtenidos después de la fundición son exorcizados para librarlos del poder satánico que tienen y son distribuidos, con excepción de la imagen del sol, cuya posesión se juega a los dados y que finalmente acaba siendo arrojada al lago Titicaca. En el segundo relato, que es el más extenso del libro, visitarnos una “aldea fantasma” que fue un próspero centro minero y que en nuestros días, agotadas las minas, no es más que ruinas, abandono y miseria. Y allí tenemos noticia, gracias a un viejo manuscrito de páginas medio destruidas, de un tesoro oculto que hacia 1750 acumuló en Potosí la condesa de Orb, mujer del

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superintendente de la Casa de la Moneda. Sabemos que, después de innumerables aventuras en diversos países, llegaron los esposos a Potosí donde

la

condesa

se

transformó

totalmente.

El

conde

atribuyó

la

transformación a la influencia diabólica del Cerro de Potosí que despertaba en todos los que se le aproximaban ocasiones desordenadas. La condesa se dio primero al lujo y a la suntuosidad. Después fue dominada por una desenfrenada codicia. Se volvió cínica. Negoció. Robó. Acabó falsificando la moneda, sin que su marido se diera cuenta de ello. Pero una noche fue estrangulada por su cómplice, en presencia del propio conde que la enterró junto a una pirámide de lingotes y un montón de monedas de plata que se desparramaban por el suelo. A fin de que nadie se diera cuenta de lo ocurrido el conde dijo que la condesa había fallecido víctima de la viruela negra. Después facilitó la fuga del cómplice y asesino de ella, que antes de llegar a Potosí había sido pescador en Anca. “Escucha —le dijo—. Coge esta bolsa y desaparece de aquí. Vete a ejercer de nuevo tu oficio de pescador. La más pequeña escama de un pez es más pura que todo el dinero de esta montaña. ¡Vete! Olvida ¡El mar te purificará! Puedes todavía ser un hombre”. La historia de otro tesoro oculto es retomada en el cuento titulado La buena suerte. Los tesoros ocultos, los “tapados” seducen la imaginación de Costa du Rels casi tanto como las mines. Tienen algo de misterioso y mágico esas riquezas escondidas en lugares casi siempre extraños. “Bolivia —dice el cuento— es el país de los tesoros ocultados por los españoles de antaño. Sus derroteros se encuentran generalmente en algún vetusto anaquel de España. No se los descubre sino por azar en este caso, el tesoro se halla en un antiguo convento de Potosí convertido en colegio. El cuento muestra el contraste de la ciudad actual con la legendaria Villa Imperial. “Hace cinco siglos —dice— que se lo hurga y se lo taladra y el cerro dura inmutable, con su cono pardo y su aire enfurruñado de bestia de metal”. Pero los hidalgos de antaño han sido sustituidos por una multitud cosmopolita que, como aquellos ostenta “la

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insolencia de su suerte”. Y las autoridades reales han sido reemplazadas por magistrados, funcionarios, profesores que ricos de ciencia y orgullosos de sus cargos perpetúan la pompa de los antiguos gobernadores de la Colonia”. El tesoro a que se refiere el relato es encontrado en un colegio que en la época colonial había sido un convento. Lo constituyen cálices y cruces de oro, piedras preciosas y perlas. La mujer que lo encuentra ve espantada que junto a él hay una hilera de cadáveres embalsamados de prelados que, sentados en sendos sillones, parecen forma, una especie de capítulo fantástico y que cuando se aproxima caen sobre ella, que lucha derrumbándolos y acaba volviéndose loca de terror. En el relato titulado Plata del diablo aparece otro de esos ancianos por los cuales Costa du Rels manifiesta en varias de sus obras una profunda simpatía. Como el añoso párroco de la aldea fantasma de Collpa que entrega al narrador el manuscrito del conde de Orb; como el cura inteligente y compasivo de Uyuni en la novela Los Andes no creen en Dios, el viejo de La plata del diablo es un cateador retirado, oráculo viviente que las gentes vienen de todas partes a consultar acerca de las minas. Hijo de un laborero de Huanchaca, ama la tierra “que le ha dado su tez cobriza y su gravedad desconfiada”. Todavía vigoroso a pesar de sus años decide llegar hasta una mina que había encontrado hacía mucho tiempo y que sólo él sabía donde estaba. Confiando en sus fuerzas y en su buena suerte sube con el narrador de la historia y con un indio. Al llegar a cierta altura el narrador sufre un ataque de “sorochi” y es obligado a detenerse mientras que el cateador y el indio continúan la ascensión. De repente el tiempo comienza a descomponerse. El narrador siente miedo. Dispara cuatro veces su revólver. A poco el indio aparece trayéndole un pedazo de mineral que el cateador ha arrancado de la mina que ha encontrado ya y que le manda regresar a la hacienda de donde han partido. Se desencadena después una tempestad de nieve. Ni ese día ni al siguiente, ni nunca más volvieron ni el cateador ni el indio que lo acompañaba. Cuando el

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narrador muestra el pedazo de mineral que el indio le había entregado, los mineros dicen que pertenece a una mina maldita. “Uno de ellos toma la piedra y con un pequeño puñal la cortajea repetidas veces. La lame o la besa. El metal se enrojece como si insospechada sangre manara de Las heridas que acababan de hacerle”. Los mineros confirman que la piedra es de plata bronca, el metal del diablo. El último relato del libro habla de una mina abandonada, la Yellow Mine, dentro de la cual las gentes asustadas oían todas las noches el ruido de un barreno y los ladridos de un perro. Nadie osaba entrar en ella. Se con— taba que un día el dueño de la mina, desesperado por la desaparición de un filón de estaño que estaba explotando, llamó a los obreros y al capataz que habían estado trabajando con él y después de pagarles les dijo: “Muerto o vivo hallaré el filón. Nadie debe entrar a la mina hasta que yo llame o saiga”. En seguida, con una cesta de provisiones al brazo y con el barreno en la mano entró en el socavón, seguido de su perro. Se decía que la pérdida del filón se había debido a que su mujer había pasado varias horas dentro de la mina.

* * * Hemos dejado para ocuparnos separadamente de ellos, los relatos más importantes del libro, aquellos en que Costa du Rels puso toda su maestría de narrador y de poeta: Dos Jinetes y La Mískkisimi. El escenario de Dos jinetes es un solitario camino que une Potosí a Challapata. En ese camino hay un tambo en el cual pernoctan dos hombres que llegan separadamente. Uno de ellos descubre que el otro va a Potosí en busca de un tesoro, cuyo derrotero guarda en una bolsita de cuero que cuelga sobre su pecho. Decide robar la bolsita. Al amanecer sale el buscador del tesoro. Más tarde el otro parte a galope en su persecución. Se desata una tempestad. El perseguidor consigue llegar hasta el otro. Con espanto ve que está muerto Se apodera de la bolsita y satisfecho sigue el viaje hacia Potosí. La tempestad se hace más fuerte haciéndole difícil el avance entre Va nieve y el - 83 -

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viento. De pronto se da cuenta de que está siendo seguido por el muerto que detrás de él, viene firme y espectral, sobre su caballo. Presa del pánico, trata de alejarse de él. Pero, por mucho que corra sigue oyendo el galope perseguidor. El camino sobrenaturalmente se convierte en la pista de un desenfrenado galope que nunca para. Los indios dicen a quienes escuchan el ruido de los invisibles cascos: —Son dos caballos que galopan sin cesar. Uno blanco y otro negro. Sus jinetes no tienen piedad de ellos. ¡Desgraciado quien quiera detenerlos! Es la muerte que persigue a la Codicia. El camino terrorífico es el símbolo de la Colonia. El dueño del tambo dice hablando de él: —Estas regiones no pertenecen a Dios, señores. Por el camino que pasa delante de esta casa, los españoles se llevaron durante casi tres siglos los metales de Potosí. Todos los malos instintos humanos han pasado por aquí. Y alguien comenta al oírle: —Eso que creemos que es el aullido del viento, no será acaso el lamento desgarrador de los que mueren aquí, abandonados, sin absolución? El jinete del caballo blanco es un anciano de barbas y cabellos blancos, sonrisa franca y fácil palabra, El otro es un rescatador clandestino de minerales que tiene el aspecto repulsivo de un hombre-fiera. Indudablemente, Costa du Rels ha conseguido en Dos jinetes la más cabal amalgama de lo real con lo legendario, la más dramática integración de lo mítico y lo verdadero. La Mískkisimi es la historia de un joven que, seducido por el mito de las minas, deja Cochabamba, su tierra natal para

trasladarse a Uyuni, donde

acuden todos los que suenan con la riqueza rápida que aquellas parecen prometer, Pero se enamore de una mujer del pueblo. Abandona todo por ella. Se arruina y acaba, envejecido y miserable, desapareciendo en el remolino anónimo de los que nada esperan del destino.

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La crítica ha concentrado toda su atención en la personalidad de la seductora mujer cuyo nombre da el título al cuento. Encontró en éste sobre todo un caso del aplebeyamiento del hombre por el amor de una mujer, Sin embargo, el cuento tiene además, otro sentido que justifica su presencia dentro del libro destinado a mostrar las manifestaciones del “embrujo del oro”. El protagonista de La Miskkisimi es el símbolo de los hombres que fracasan en una aventura para la cual no han sido hechos. No tenía ni el temperamento ni el carácter necesarios para el éxito en las minas. Había en él más bien cierta vocación artística que en el am5iente de Uyuni acabó conduciéndolo a la ruina. Tenía una voz cálida de barítono “cuyo eco solía trastornar las almas entreabiertas” de quienes la escuchaban. Tentó5 “el trabajo fuerte y duro” que Uyuni exigía. Pero no pasó de ser uno de los jóvenes que allí, como dice el cuento, “pedían misericordia al destino”. No supo huir a tiempo. Para desgracia suya, encontró una mujer de una belleza y una sensualidad excepcional. “A pesar de sus raíces plebeyas pertenecía a la categoría de las grandes cortesanas” —dice Costa du Rels—. Para ella su voz se hizo más aterciopelada, su guitarra vibró más sonora que nunca. Le dio todo lo que tenía. Y como no podía ofrecerle una mina porque no poseía la audacia ni la energía para ello, se entregó, a fin de satisfacer sus caprichos al desfalco que al principio le dio “mucho, mucho dinero”, pero que terminó echándolo a la calle. Fue un modesto Orfeo que encantaba con su música a las mujeres y que acabó, no despedazado por éstas, sino esclavizado por una de ellas. Abandonado por la Miskkisimi que siguió a un minero rico, fue ocupando puestos cada vez más humildes hasta terminar como soldado de la policía de Uyuni. En la invisible y desenfrenada cabalgata, son el símbolo supremamente expresivo de la muerte persiguiendo a la codicia en el mundo. Finalmente, el mito se manifiesta de la obra de Costa du Rels bajo formas estéticas. Las metáforas adquieren un sentido trascendente. Así

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cuando el conde de Orb se sienta un día en la falda del cerro de Potosí y pone la mano en la costra fría y áspera de la tierra. “Ningún estremecimiento por fuera —dice Costa du Rels— pero siente que, en el interior, la bestia sojuzgada abandona sus ubres de plata a la codicia de los hombres”. Para terminar recordemos que en’ una de las primeras páginas de El embrujo del Oro, Costa du Rels dice “La puna es la tristeza hecha tierra”, Esa puna, que para algunos escritores bolivianos es inspiradora de orgullo, un estimulante de la voluntad, para Costa du Rels es fuente de melancolía. Más adelante, en el relato titulado la Condesa de Orb la imagen adquiere su amplitud cósmica: “Desolación perenne de un paisaje sobre el cual se posaba la pesada comba del cielo para impedir que la tristeza se extendiera por el resto del mundo”.

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EL METAL DEL DIABLO Nunca llegó el cerro de Potosí a agotar totalmente su producción de plata.

Su

decadencia,

comenzada

a

mediados

del

siglo

XVIII,

vino

arrastrándose prácticamente hasta fines del XIX. En esa época las minas de Colquechaca y Pulacayo superaron a las de Potosí. Por otra parte, el mundo redujo sus demandas de plata, al mismo tiempo que las cotizaciones del precioso metal bajaban debido al descubrimiento de minas de más fácil explotación y más accesibles al trabajo humano. La situación se hizo, pues, crítica para Potosí y por consiguiente también para Bolivia toda. El país que había vivido, al través de sus trescientos cincuenta años de existencia, de las minas de plata, asistía a la agonía de éstas. Sin poder hacer nada veía reducida y desvalorizada la producción que constituía su principal sustento. La catástrofe se avecinaba. Sin embargo, cuando el peligro parecía más inminente y la situación más angustiosa, se produjo, de súbito, lo inesperado. El país que se encontraba al borde del colapso económico, volvió a figurar entre los grandes productores de minerales del mundo. Esta vez ya no era la plata, sino el estaño que servía de pedestal a su grandeza. Nuevas necesidades de la industria mundial hicieron que, a principios del siglo XX, el modesto estaño comenzara a convertirse en un producto más importante que la plata. Su demanda creció vertiginosamente. Hasta 1926 sus cotizaciones no dejaron de Subir. En ese ano llego a valer 321 libras esterlinas la tonelada que en 1896 valía sólo 63. Bolivia pasó a tener la situación de segundo mayor productor de estafo en el mercado universal. Pero la buena suerte no paro ahí sino que, al mismo tiempo que se producía la valorización del estaño y haciéndola más auspiciosa, tuvo lugar la aparición de una montaña que emulaba las glorias de la de Potosí. Esta vez el descubrimiento no fue casual sino el resultado de una tesonera labor y de una - 87 -

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grande paciencia que lograron descubrir el filón prodigioso en un lugar en que los mineros desde la época colonial habían inútilmente buscado la entonces codiciada plata. La montaña se llamaba Llallagua y estaba situada cerca de Oruro. No hacemos aquí una historia de la minería boliviana. Esta nos interesa sólo en relación con los mitos que la acompañan. Y es en ese sentido que vamos a ocuparnos de Llallagua que pasó a ser la montaña mágica, que ocupó en el siglo XX el lugar que la Montaña de Plata tuvo durante la Colonia. El nuevo prodigio mineral tiene ya su propio Arzans. Roberto Querejazu Calvo ha escrito un libro de cerca de cuatrocientas páginas cuyo título es el nombre de la montaña: Llallagua. Apareció en enero de 1977, ese libro está actualmente en su tercera edición. En él Querejazu Calvo, que en 1965 publicó Masamaclay, historia política, diplomática y militar de la Guerra del Chaco y que acaba de lanzar otro sobre la Guerra del Pacífico, narra, con ejemplar probidad y con limpia objetividad, la historia de la montaña, historia sorprendente, historia que es la biografía de “un yacimiento como no hubo otros en el mundo”, como dice Mariano Baptista Gumucio al hacer la presentación del libro. Según Querejazu Calvo, Llallagua ha sido uno de los pilares de la economía de Bolivia en lo que va del siglo, y es la mina más grande del mundo. Sus instalaciones son las mejores del país. El cerro de Potosí no sólo fue admirado por ser fuente de riquezas sino también por su belleza física, por su forma armoniosa y por su color. Los indios lo llamaban Sumac Orcko, Monte Excelso. Arzans lo comparaba con un pan de azúcar o un pabellón y decía que su “grandeza y su hermosura alegraban la vista”. Et poeta potosino contemporáneo José Enrique Viaña lo elogió diciendo: De una ígnea tempestad brotó el asombro de tu esbelta figura que mostró su hermosura

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brillando bajo el cielo zafirino. Otro notable potosino Alberto Saavedra Nogales veía en el cerro un seno femenino. En su Romance de Potosí dice que las convulsiones geológicas erigieron el monte excelso. Y, con él, surgió el portento: la tierra se dio en un seno. Llallagua, en cambio, no produce emociones estéticas. Ni el propio Querejazu, biógrafo del monte, siente en su presencia lirismo alguno. Tiene más bien visiones prosaicas. Recuerda que su nombre estuvo asociado en la mitología quechua al mito de un espíritu benigno, al de una conopa cuya aparición traía la abundancia a las cosechas y que se presentaba como una patata de forma diferente de las demás. “En los tiempos del imperio —dice Querejazu Calvo— los nativos de la región llamaron Llallagua a la montaña, por su figuración parecida a la del tubérculo de la buena suerte”. Las montañas próximas a Llallagua no se le figuran “caravanas nubias’ o “tempestades petrificadas” como las cordilleras les parecían a Franz Tamayo o a Fernando Diez de Medina. Sus formas pesadas le sugieren más bien la idea de “gibosidades andinas”, como él dice. Y el socavón abierto cerca de la cima del monte y abandonado por el conquistador que buscaba plata es para él como un bostezo centenario”. Sin embargo, la mitología no tardó mucho en apoderarse de Llallagua. Desde luego, los trabajadores siguieron cultivando las viejas supersticiones dentro de los socavones. Después la propia montaña pasó a adquirir las dimensiones del símbolo, si bien que éste dejo de tener carácter religioso para aparecer como un símbolo económico y social lo que le permitió tener en la

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vida política una influencia casi tan grande como el producto de sus filones tuvo en la vida económica del país.

* * * Como hemos dicho ya, el mito de Potosí, como por lo demás ocurre con todos los mitos, une un mito ambiguo, ambivalente, que inspiró al mismo tiempo veneración y repulsión. El cerro, en efecto, fue adorado y temido. Fue objeto de admiración y de repudio. Incluso las leyendas que existían en torno a la vida de Potosí estaban teñidas de esos sentimientos contradictorios. Se cantaba la riqueza, el fausto portentoso de la “nueva Babilonia”, las fiestas, las procesiones, los torneos que realizaban los ricos mineros, pero al mismo tiempo se recordaba que en la profundidad de los socavones reinaba siempre la noche y que de las minas manaban el dolor y la sangre. Se veía en el cerro por un lado un don de Dios y se denunciaba por otro la presencia de los demonios. Arzans, en su Historia, llamaba al cerro de Potosí “precipicio dichoso”. Si elogiaba su liberalidad y ensalzaba SUS fabulosas riquezas, lo culpaba también de traer con la prosperidad y el esplendor, “guerras, disenciones, odios, pendencias, muertes y heridas”. Corno acertadamente dice Gunnar Mendoza, el cerro de Potosí era para Arzans “entidad autónoma de maravilla y de pavor”. Ahora bien, los potosinos frente a la contradictoria realidad del Cerro, sin perder por completo el sentimiento de pavor que les producía, fueron más sensibles a su fascinación. Se sentían orgullosos de él. La admiración se sobrepuso a los demás sentimientos que les inspiraba. Se ufanaban de su poder, de su influencia en el mundo, que les daba, como dice Hanke, una “conciencia imperial”, esto es, el sentimiento de influir en los destinos del mundo. En Llallagua encontramos la misma ambigüedad. Reaparecen con la montaña de estaño las actitudes equívocas. Ella provoca la emoción de lo - 90 -

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sorprendente, de lo prodigioso. Su extraordinaria riqueza es admirada. Su aparición produce la impresión de lo providencial. Asombran los resultados que su presencia tiene en la vida del país. Se reconoce que es el centro neurálgico de éste. Sus promesas de riqueza, seducen a las gentes que se mueven en torno a las minas en verdaderos enjambres. “Como un imán —dice Querejazu— el estaño atrajo a los hombres de la montaña”. Jóvenes de toda condición social acudían a ella ofreciendo sus servicios, mientras que en las ciudades las gentes sentían la llamada “fiebre de las minas”. Renacía el sueño potosino de las riquezas adquiridas rápidamente sin trabajo y estimulaba la especulación en el incipiente mercado de las acciones. Todos eran accionistas de alguna empresa minera. Se confirmaba lo que decía la nota editorial de la edición española de El embrujo del Oro: “En el Altiplano nadie —extranjeros o hijos del país— ha escapado en cuatro siglos al embrujo de la fortuna rápida, inverosímil”. Pero, a pesar de ello, en la conciencia de los bolivianos se sobrepuso el, aspecto negativo del mito de las minas. El nacimiento de una nueva mentalidad política, el prestigio creciente en el país de las ideas socialistas, hicieron que los bolivianos sintieran sobre todo el aspecto siniestro y nefasto de la vida de las minas y experimentaran una especie de remordimiento frente a ellas. Si en la época colonial el poder funesto era el de la plata. Ahora el metal maldito es el estaño. Costa du Rels en su cuento titulado La plata maldita parece darnos cuenta de la transición que se produjo en ese sentido. “Aluvión de estaño. Casiterita de setenta por ciento. El filón debe hallarse arriba. Semejante muestra sólo hay en la Salvadora de Patiño en Llallagua que fue de Pastor Sainz”, dice un cateador sopesando una piedra que encuentra en un sendero y que después se pierde en una tempestad de nieve buscando el filón. Otro minero —en el mismo cuento— dirá más tarde de otra piedra igual:

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“Metal de diablo, supay colque. La cordillera se ha tragado a muchos que lo han buscado”. El tema de la inhumanidad, la crueldad, la perversidad de las minas obsesiona la conciencia del hombre boliviano durante el siglo XX. Sergio Almaráz en su libro Réquiem para una república dice, por ejemplo: “Hay una diabólica fatalidad: el estaño al tiempo de darse destruye a los que lo toman”. Y, refiriéndose a las minas en general, escribe en el mismo libro. “La minería es el agujero por el cual se escapa la vitalidad del país. En más de tres siglos no dejó nada”. En su extraordinario Relato de la Patria, que forma parte de su libro Nubladas Nupcias, Guillermo Viscarra Fabre ensalza la tierra boliviana diciendo: “El hombre de esta tierra está arraigado, porque está por descubrir su mundo. El hombre de estas tierras quisiera hacer de la tierra una grande patria para todos los hombres”. Pero la condenación de su riqueza encuentra dentro del poema este inmenso símbolo: “En el corazón de nuestras tierras se yergue el monumento universal a la riqueza que a su vez, es el sarcófago, el catafalco más siniestro del orbe con ocho millones de “mitayos” muertos”. Augusto Céspedes, en su famosa novela Metal del diablo, recordando que de Potosí se dijo como un elogio que con el producto de sus minas pudo haberse tendido un puente de plata desde el cerro hasta España, escribe: —Un puente de plata, sí. Pero paralelo podía haber otro puente de huesos tan grande como el anterior con los cadáveres de los indios mitayos que murieron en sus minas. Podría cubrirse páginas y páginas con citas parecidas referentes a los mineros, a sus agonías en los laberintos de los socavones a su condenación en la perpetua noche de éstos apenas alumbrados por los mecheros o las bombillas eléctricas. Rafael García Rosquellas en un poema que fue premiado en un concurso de Juegos Florales de Sucre, titulado Minas y que figuran en la Antología de

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Poetas de Chuquisaca de Walter Arduz C., se dirige al minero diciéndole entre muchas otras cosas: Carne viva del estaño estaño de carne viva, minero. ....................... En cada libra de estaño hay el dolor de un año ....................... Horada, minero, horada, (Ora y horada, minero) Horada. —¿Por qué? Por nada. —¿Dónde? En nada. El mito del metal del diablo es tan profundo que podemos encontrar en él relaciones con mitos bolivianos anteriores y aún con mitos universales, que le dan una inmensa proyección humana. Está asociado en primer lugar al mito indio de Pachamama, después al mito universal de la Edad de Oro y, finalmente, al mito helénico del Prometeo Encadenado.

* * * El propio Querejazu Calvo, que es poco dado a la mitología en su libro sobre Llallagua alude a la Pachamama. En efecto, al hablar de las dificultades con que los mineros tropiezan en la iniciación de sus trabajos dice en el capítulo III del libro “¿Acaso horadar la tierra en busca de tesoros era un pecado? ¿Por qué eran tan pocos los mineros con suerte y la mayoría sufría pobreza y miseria? La Pachamama era generosa con quien busca-ha alimentos en su superficie, con el arado, con el azadón, Pero penetrar en sus entrañas con barreno y dinamita ¿acaso no era un incesto? ¿No sería por eso que la - 93 -

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vida de todos los mineros, aún de los que encontraban riqueza, era castigada con desgracias como si estuviera ‘maldecida?” Augusto Céspedes es quien ha vinculado más dramáticamente el mito del estaña al de la Pachamama dan-‘do una versión de este último en que se manifiesta nítidamente la ambivalencia del mito porque en ella lo telúrico es a la vez objeto de repulsión y de amor. Metal del Diablo, que hemos citado ya, es la obra ‘más importante de Augusto Céspedes. Publicada en 1946 y escrita con el amplio dominio que Céspedes tiene del arte de la narración es como se sabe, una sarcástica y agresiva biografía novelada de Simón Patiño, Rey del Estaño. Pertenece a la categoría de las que él llama sus “historias tendenciosas”. Ha sido traducida a varios idiomas, como lo han sido también algunos de sus cuentos, ‘de los cuales & que se titula El pozo figura en numerosas antologías del cuento hispanoamericano. Es en el capítulo tercero de la novela que Céspedes presenta la versión que da profundos y nuevos simbolismos al mito. Pachamama es la diosa de la superficie de la tierra. Bondadosa y bienhechora se manifiesta en el “cristal de la atmósfera y en el verde y el color de las montañas”. Tiene las dimensiones del cielo, porque en el altiplano se “alza hasta los espacios azules”. Su cabellera rubia corre por entre los montes y cae en trenzas ondulantes sobre los llanos tropicales Pero por debajo de la Pachamama, en las entrañas de la cordillera hay otra divinidad, oculta y maléfica: la bruja, la diosa mineral. Su morada es el centro del planeta. Sus tentáculos se extienden por entre las quiebras de la corteza terrestre, “como una ciega nebulosa, subterránea que busca órbitas perdidas”. Siniestra diosa inorgánica, odia el sol, desconoce al amor, se alimenta de sangre y de huesos. Amorfa y pérfida, desde su escondrijo subterráneo corrompe las almas de los hombres.

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Atrajo primero a los españoles en Potosí. Los embrujó con sus millares de bocaminas “abiertas en la eternidad de la piedra” y de las cuales marcaron “tres siglos de plata para el imperio español” a cambio de ocho millones de indios muertos en su ofrenda. Más tarde y esta vez con el antimonio y el estaño, seduce a los mestizos republicanos. Les da sus metales y a cambio de los cuales éstos le ofrecen indios jóvenes, que en los socavones de la bruja se arrastran en medio de las rocas, horadándolas de bruces, “como si no hubiera para ellos otra salida que el fondo de la tierra”. En las exacerbaciones de su cólera, la bruja sacude sus galerías y aplasta a quienes están en ellas. Fuera de los socavones proyecta sus maleficios, alimenta todas las codicias. Ella hace que los hombres persigan alucinados riquezas fabulosas y estén dispuestos a todos los crímenes y crueldades para conseguirlas, como ocurre con el personaje cuya grotesca vida cuenta Céspedes en la novela. En suma, la bruja da plata en sus diversas formas naturales, suelta las piedras oscuras del estaño y derrama el oro o el antimonio, pero exige, en cambio, sangre, huesos, sufrimientos, violencias, que sus míseros servidores están siempre dispuestos a ofrecerle con una repugnante y despiadada obsecuencia.

* * * La asociación del mito del estaño con el mito universal de la Edad de Oro, se produjo en torno al tema de la nacionalización de las minas. El primero que en Bolivia propuso esa nacionalización fue Gustavo A. Navarro, hacia 1926. El PIR la incluyó en 1940 en su programa como uno de sus objetivos fundamentales. Desde entonces se convirtió en uno de los más polémicos ternas de la vida del país. La idea correspondía obviamente a motivos socio-económicos y políticos. Se aspiraba, por un lado, con la nacionalización, a substraer las minas del dominio privado en que beneficiaba a un determinado número de personas en - 95 -

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perjuicio del país entero. Por otro lado, se quería eliminar esa especie de “superestado” constituido por las empresas mineras que trataban de mantener al país al servicio de sus propios intereses. Pues bien, en la lucha que se realizó en torno a la idea, ésta trasbordó sus contenidos socioeconómicos y políticos y tomó, además, las dimensiones de lo mítico. Se creyó que, con la nacionalización de sus minas, el país conseguiría su definitiva y eterna prosperidad. Ya Navarro la había presentado como una especie de panacea. Afirmaba que pasando las minas al Estado se obtendría, entre otros beneficios. “la transformación absoluta de nuestra vida nacional”, “una vida feliz narra los obreros mineros”, “grandes sumas de dinero para industrializar el país y dotarlo de caminos de hierro”. Así, pues, cuando el Movimiento Nacionalista Revolucionario nacionalizó las minas, le pareció al país que por fin había conquistado su independencia y, con ésta, el acceso a ese mundo fabuloso de riquezas que para los bolivianos, herederos del mito potosino, suelen representar las minas. En la solemne ceremonia en la cual se promulgó la respectiva ley, el presidente Paz Estenssoro dijo lo siguiente: —“Con la nacionalización, los muchos millones de dólares que antes se fugaban al exterior, beneficiarán a Bolivia formando su economía. Esos millones han de ser destinados en primer término a diversificar nuestra economía, poniendo en actividad las enormes riquezas potenciales que encierra el suelo patrio y abriendo así grandes posibilidades para el desarrollo de la industria manufacturera y el incremento del comercio. Con esos millones el Estado tendrá los medios necesarios para un arreglo efectivo de [a deuda externa a fin de recuperar nuestro crédito en el exterior. Con esos muchos millones de dólares el Estado se hallará en situación de abrir nuevos caminos y de levantar escuelas modernas, llevar la asistencia sanitaria hasta los rincones más alejados de nuestra patria

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¿Por qué el presidente Paz Estenssoro hizo esos seductores pronósticos? No era ciertamente por ignorancia. Profesor de economía política, ex-empleado de la Patiño Mines y ex-ministro de Hacienda hombre experimentado en la política del país conocía muy bien las circunstancias de la nacionalización y estaba en condiciones de prever sus reales efectos. Tampoco fue por demagogia política, pues había pasado ya el momento de las palabras y se estaba en la hora de dejar hablar a los hechos. Paz Estenssoro estaba bajo la influencia del aspecto seductor que, en su ambivalencia, tiene siempre el mito de las minas. Estas resplandecían llenas de promesas ante sus propios ojos y ante los ojos del pueblo que le escuchaba lleno de confianza y de fe. Paz Estenssoro daba expresión en esos momentos a la fascinación del viejo mito de la Edad de Oro encarnada en la minería boliviana.

* * * Existe, como dice Mircea Eliade, una geografía mitológica. En todos los tiempos y en todos los países hay regiones o lugares que tienen carácter sagrado porque se les reconoce un poder misterioso. Son refugios de bienestar o de seguridad, en torno de los cuales se extiende u mundo amenazador y peligroso del cual tienen que ser defendidos. En la cordillera de los Andes, el mito no sólo se manifestó como una divinización de la tierra, de las montañas, de las piedras, de los lagos, etc., sino también haciendo sagrado el propio espacio andino. De acuerdo con las tradiciones, Tiahuanacu fue para los kollas el centro del mundo. Después, los incas dieron ese rango al Cuzco. Recordemos que el “centro” o el “ombligo del mundo” son en la mitología universal los símbolos de los lugares en que el mundo comenzó o de los puntos de contacto entre la tierra y el cielo. En la época de la Colonia, Arzans consideraba a Potosí el “centro del Perú”. Y más explícitamente, Fernando Montesinos, citado por Lewis Hanke, decía: “Es misterioso este cerro y lo creó Dios para exaltación de la fe en su mayor oposición y lustre del imperio de España”. - 97 -

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En la época republicana debido a la situación privilegiada que tenían las minas, la región en que éstas se hallaban ubicadas fue la parte más importante de Bolivia. - Ese hecho asociado a las experiencias que el país había tenido con sus vecinos hizo que esa región, sobre todo en el presente siglo, adquiriera una especie de carácter sagrado. No en un sentido religioso, sino más bien en un sentido político. Espacio que constituía el centro vital, el propio corazón de la nacionalidad, amenazado por las codicias extranjeras, espacio que debía mantenerse exento de cualquier posible peligro. Los bolivianos conscientes de los inconvenientes de la mono producción, deseaban diversificar su vida económica. Pero no podían aventurarse fuera de las montañas ni osaban exponerse a provocar la desintegración del país. Este se estructuró de tal manera que su destino quedó unido al de aquellas. Esa situación hizo de-Bolivia un nuevo Prometeo, el titán encadenado a una roca del Cáucaso, por orden de Júpiter. En la tragedia de Esquilo que lo tiene corno protagonista, Prometeo dice, refiriéndose a su estado: —No podía imaginarme que me había de consumir en esta altiva roca teniendo por morada el solitario yermo de este monte. Una apasionada manifestación del mito en ese sentido la tuvo el país en torno a la construcción del ferrocarril Corumbá-Santa Cruz. Cuando quien estas líneas escribe, que entonces desempeñaba las funciones de Encargado de Negocios interino en Río de Janeiro, hizo saber a la Cancillería de La Paz que el gobierno brasileño estaba interesado en esa construcción, recibió una respuesta que era una auténtica y escueta expresión del mito. La nota decía terminantemente que el país no deseaba la vinculación “de la periferia al centro sino del centro a la periferia”. Y después, cuando Alberto Ostria Gutiérrez consiguió vencer las resistencias del gobierno, negoció y firmó los respectivos tratados con el Brasil, se desencadenó contra él una

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campaña en que estaban presentes todos los pavores y todas las repulsiones del mito.(*) Puede decirse, por eso, que la obra de Ostria Gutiérrez, no sólo tuvo proyecciones políticas y económicas sino que, además, inició la liberación del país hasta entonces encadenada a sus montañas, abriéndole de modo efectivo el camino de la diversificación económica que le es tan necesaria.

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Véase mi libro Alberto Ostria Gutiérrez. Ediciones Isla. La Paz. 1974.

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EL ESPECTRO ESPAÑOL En el primer capítulo correspondiente al año 1728 ce su Historia de la Villa Imperial Arzans interrumpe la narración de los sucesos referentes a ese año para hablar de los monarcas del Perú. “Si me presta el lector un poquito de más paciencia -escribe— brevemente diré toda la monarquía del Perú desde su primer inca hasta el católico don Felipe que al presente lo gobierna”. Y después de decir que “antes de los señores incas ponen algunos historiadores cuatro dilatadas edades” la enumeración de los veintidós monarcas que, según él, tuvo el Perú hasta 1728. Parte de Manco Capac “llamado el sabio”, pasando por Lloque Yupanqui “el famoso”, Maita Kapac “el melancólico” y Atahuallpa “el vencido”, sigue con Carlos V “el máximo” y llega hasta Felipe V “el piadoso”, que habiendo dejado el cetro en manos de su hijo Luis I, en enero de 1724, lo recobró ese mismo año. En pocas líneas resume lo más notable de cada uno de los respectivos gobiernos. Si alguien con el criterio de Arzans quisiera ahora enumerar los gobernantes de Bolivia, quizás comenzara con el conquistador del Kollasuyo Pachacutec, noveno inca según Arzans y a quien éste llama “el hazañoso” y terminaría con Lidia Gueiler Tejada actual presidente de la República, pasando por Bolívar, Sucre, Melgarejo y Montes. La enumeración dejaría perplejos a la mayor parte de los bolivianos. ¿Lloque Yupanqui, Carlos y, Luis 1, fueron algo para nuestro país? —se preguntarían. Sin embargo, Lloque Yupanqui fue quien descubrió la tierra de Mojos, Carlos y creó la Audiencia de Charcas en 1559 y Arzans cuenta que cuando se supo la ascensión al trono de Luis 1, “comenzaron las campanas de Potosí a regocijar la noticia en que incesantemente permanecieron tres días”. Arzans estaba en lo cierto. Una nación tiene muy lejanas raíces. El conocía la historia de España y sabía que ésta se había formado por sucesivas invasiones y conquistas que le dieron su carácter. Los cartagineses la - 100 -

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dominaron Fue provincia romana durante 600 años, lo que significó tanto el sacrificio de Numancia como la incorporación del país a la cultura latina con exponentes intelectuales tan notables como Séneca, Marcial o Lucano. Vinieron después trescientos años de gobierno visigótico. Y, finalmente, ocho siglos de ocupación musulmana, de la cual España salió para iniciar la aventura de América. Sabía Arzans la importancia del pasado y tenía respeto por él. Los pueblos, por lo general, son, a veces hasta con exceso, respetuosos para con su propio pasado. Sin embargo, eso no ocurre siempre. Hay épocas que sienten un desapego para con él, y que puede hacerse repulsión llegando inclusive hasta su total negación. Valentín Abecia Baldivieso en su Historiografía boliviana refiere, por ejemplo, que cuando el Licenciado Cristóbal Vaca de Castro gobernaba el Perú, entre 1541 y 1544, reunió a todos los ancianos indígenas del Cuzco para recoger informaciones sobre el pasado inca. Ellos le contaron que Calcuchima y Ouisquis, capitanes de Atahuallpa, vencedores de Huáscar, “mataron a todos los quipocamayos de éste y quemaron los quipos diciendo que de nuevo habían de comenzar de Ticci Kapac Inga que así lo llamaban a Ataovalpa Inga”. Abecia Baldivieso recuerda a ese propósito que también “Itzcoath, cuarto rey azteca, dispuso se hiciera de nuevo la historia. Los regímenes despóticos de todos los tiempos suelen proceder de la misma manera. Convierten la historia en instrumento de poder. No sólo se apoderan del presente y del futuro sino que tratan de hacerse dueños también del pasado. Lo tergiversan o lo deforman de modo sistemático, cuando no lo inventan cínicamente de acuerdo con sus conveniencias del momento. También las revoluciones victoriosas, casi siempre, niegan el pasado o tratan de desfigurarlo. Las lleva a ello, desde luego, la animadversión que tuvieron y tienen para con el adversario contra el cual lucharon y cuya eliminación buscaron implacablemente. Una vez vencido, necesitan borrar no

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solamente su recuerdo sino además destruir sus remanentes, sean éstos ideas, instituciones o personas. Por otra parte una necesidad de propia afirmación, de propia justificación, hace que las revoluciones triunfantes desprestigien el pasado, muestre sus deficiencias y errores, haciendo de ese modo menos probable su retorno. Finalmente, las revoluciones cuando tienen una determinada profundidad adquieren un carácter místico. Se sienten dotadas de una misión sagrada o providencial y el fanatismo consiguiente las lleva a considerar nefasto el pasado contra el cual se sublevaron. La negación del pasado es pues una reacción natural de toda revolución victoriosa. La forma en que esa reacción se produce depende de la índole de la mudanza operada. Va desde la denigración de los ex-gobernantes hasta la utilización del terror y la expulsión de pueblos enteros. Nuestra época puede observar al respecto los ejemplos más dolorosos y más crueles. Verdaderos genocidios se realizan ante sus ojos. Y ha sido necesario la creación de un organismo internacional especializado para la protección de los refugiados obligados a salir, a veces en masa, de sus propios países. Menos agresivas suelen ser las revoluciones de los pueblos colonizados contra sus colonizadores. Por lo general terminan con la retirada de los ejércitos representantes de las respectivas metrópolis. Puede, eso sí, quedar en la conciencia del pueblo liberado la repulsión por todo lo que represente a la dominación pasada y recuerde sus abusos.

* * * Ese es el caso precisamente del mito del cual vamos a ocuparnos en el presente capitulo y que proviene de la revolución de la independencia de Bolivia. Es el mito del Espectro Español. La lucha del país contra los ejércitos peninsulares duró dieciséis años. Exigió sacrificios y abnegaciones inmensos. El altiplano y los valles adyacentes de los Andes fueron el escenario de los enfrentamientos entre los ejércitos y los - 102 -

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guerrilleros patriotas con las fuerzas extranjeras. Los sufrimientos causados por la lucha se sumaron al resentimiento que las injusticias y los abusos del régimen colonial habían acumulado en el corazón del pueblo e hicieron que, al iniciarse la República, el país sintiera repulsión por el régimen vencido y viera en él un fantasma pavoroso. El mito del Espectro Español que comienza así como franca execración de todo lo que éste representaba en la vida del país, pasó a ser un repudio de lo que quedaba en él de la Colonia. La República, bajo la influencia del Contrato Social de Rousseau, que fue el evangelio de los dirigentes de la Revolución de la independencia, comenzó a remodelar el país, dándole a éste una estructura democrática, de acuerdo con el pensamiento político de la época. FI mito con sus repulsiones y sus negaciones del pasado, contribuyó eficazmente a la realización de ese propósito. Pero la aversión y el repudio por el Espectro Español acabaron haciéndose desconocimiento, ceguera, ignorancia, que borró el recuerdo de todo el pasado colonial. Este se convirtió para los bolivianos en algo extraño: mundo confuso, oscuro, temible, cuyos únicos destellos eran las tentativas de subversión indígenas o criollas, que aparecían como precursoras de la independencia. Se abrió, de ese modo, un abismo entre el pasado colonial y la República, impidiendo toda comunicación entre ellos. El mito traspuso el siglo XIX. En efecto, todavía en 1910, Franz Tamayo, con ocasión de la polémica que tuvo sobre la creación de la pedagogía nacional, escribía: —Tenemos que librar la última batalla de la independencia y destruir definitivamente el espectro español que aún domina en nuestra historia.

* * * La actitud que está más próxima del mito del Espectro Español es la que se conoce con el nombre de la Leyenda negra, difundida no solamente en América sino en el mundo entero. El mito y la leyenda se refieren a la - 103 -

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colonización de España en América. Pero son de naturaleza completamente diferente. La leyenda negra es un enjuiciamiento que tiene su punto de partida en las críticas que el Apóstol de las Indias Fray Bartolomé de Las Casas hizo de los abusos de los conquistadores españoles. Es una contribución al conocimiento de la historia colonial de la América Hispana que se caracteriza por una predisposición negativa. Es, pues, esencialmente de carácter especulativo. En cambio, el mito del Espectro Español corresponde a una actitud vital. Es una renuncia al pasado. Constituyó, como hemos dicho, primero una pasión, después un repudio y finalmente un olvido del pasado colonial, que orientaron el comportamiento de los bolivianos durante el primer siglo de su vida republicana. El mito del Espectro Español los llevó a olvidar lo que el aporte español había significado para ellos. Y, mediante ese olvido, les hizo negar su propio pasado. Sin embargo, el pasado no está sólo en la memoria. No lo constituyen únicamente los recuerdos que se conservan de él. Es algo más profundo y permanente. El pasado está formado por todo lo que se ha hecho o dejado de hacer, por todo lo que se ha sufrido, pensando y hasta soñando. El pasado está en el interior de cada persona. Aunque lo ignore o lo niegue cada uno le debe a él su propio perfil espiritual, las características inconfundibles de su personalidad. El pasado de los pueblos está en sus costumbres, sus ideas, su lenguaje, sus aspiraciones. Es lo que desde dentro los distingue a los unos de los otros. Es irreversible e imborrable. Qué quedaría, en efecto, de los bolivianos, por ejemplo, si pudiera eliminarse lo que hay de hispánico en ellos? Los hombres pertenecen a todas las dimensiones del tiempo. Negar el pasado de un pueblo o privarlo de sus perspectivas futuras, es tratar de mutuario, es querer cortar sus raíces o sus aspiraciones.

* * * - 104 -

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El episodio más famoso de la permanencia de Bolívar en Potosí, que ninguno de sus biógrafos deja de citar, es su ascensión a la cumbre del legendario cerro. Hacía quince días que el Libertador estaba en la Villa Imperial cuando la realizó. Era una mañana llena de sol y de luz, según cuentan los historiadores. Acompañado de un numeroso séquito y seguido por una muchedumbre bulliciosa llegó a la cumbre donde se había improvisado un templete. Allí fue saludado por un grupo de lindas muchachas que, representando a los países libertados por él, hicieron el elogio de sus hazañas. Bolívar lleno de júbilo, pronunció entonces uno de sus más emocionados discursos. ¿Por qué el Libertador se interesó por esa singular actuación? ¿Era una manifestación más de la vanidad y del exhibicionismo que le atribuían sus enemigos? Bolívar quería, en primer lugar hacer efectivo un compromiso que había contraído con sus llaneros en la selvas del Orinoco. “Llevaron nuestras armas triunfantes hasta la cima del Potosí”, les había dicho. Cumplió la promesa. Ascendió a la cumbre situada a cinco mil metros de altura sobre el nivel del mar. Pero no era ese el motivo fundamental de su comportamiento. Bolívar realizó una ceremonia que tenía las dimensiones de un verdadero rito cívico. El cerro de Potosí no era la más alta cumbre de la cordillera andina. Otras más elevadas había en el continente y aún en Bolivia. No se trataba pues de dominar el paisaje. El cerro de Potosí era en este caso una realidad mítica. Era el símbolo de la vida colonial. Bolívar quiso desplegar tos pendones de un mundo que nacía sobre la pétrea mole que constituía la representación de una época histórica que se extinguía gracias a su esfuerzo. Con ello quiso consagrar la sustitución del mito colonial por los que constituían su negación. En el discurso que pronunció en la ceremonia de la cumbre, después de recordar los más importantes episodios de la gesta Libertaria, expreso:

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—Venimos venciendo, desde la costa del Atlántico y en quince años de una lucha de gigantes hemos derrotado el edificio de la tiranía formado en tres siglos de usurpación y de violencia. Y terminó diciendo: —De pie sobre esta mole de plata que se llama Potosí y cuyas venas riquísimas fueron durante trescientos años el erario de España yo no estimo en nada esa opulencia cuando la comparo con la gloria de haber traído victorioso el estandarte de la libertad desde las playas ardientes del Orinoco. Horas más tarde, agradeciendo el almuerzo que le fue ofrecido después de la ceremonia, ratificó el real significado de esta: —Hoy es el día más feliz de mi vida por haber llegado a hollar este pico clásico de los gigantes Andes. La gloria de haber conducido a estas frías regiones nuestro estandarte de libertad, deja en nada los tesoros inmensos que están a nuestros pies. Bolívar vivió la sagrada emoción de estar pisando al monstruo vencido.

* * * La primera manifestación oficial republicana del mito del Espectro Español aparece en el acta de la independencia de Bolivia. El símbolo del enemigo vencido no es, en el venerable documento, la “mole de plata”, el cerro de Potosí, representación de la Colonia que humilló Bolívar. El símbolo es aquí el león, que representa a España, es el “furioso león ibérico”. Partiendo del hecho de que el Alto Perú inició en la América Hispana la revolución de la independencia y fue el último país en obtener la libertad, el acta dice que fue “el ara donde se virtió la primera sangre de los libres y la tierra donde existe la tumba del último de los tiranos”. Señala que donde un “floreciente imperio” pudo haber existido, “la torpe y desecante mano de Iberia” no dejó sino las marcas “de la ignorancia del fanatismo, de la esclavitud” y la ~‘barbarie del poder español” perpetuó en el siglo XIX el espíritu del siglo VIII. El acta recuerda “el incendio bárbaro de más de cien pueblos, el saqueo de las ciudades”, la - 106 -

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sangre de miles de altoperuanos “ultimados con suplicios atroces”. Denuncia “las exacciones arbitrarias e inhumanas”, los ataques al honor, a la vida y la propiedad de las personas, “el sistema, en fin, inquisitorial, atroz y salvaje” impuesto al país por España. Y termina afirmando que nada de eso pudo apagar en el Alto Perú “el fuego sagrado de la libertad y el odio santo al poder de Iberia”. Redactada cuando apenas se apagaban los postreros fuegos de la guerra de la independencia, el Acta refleja la pasión y los vivos resentimientos causados por aquella. La aversión por la Colonia que arde en el Acta de la Independencia se mantuvo a lo largo de la vida republicana. Esa permanencia la puso de manifiesto Franz Tamayo en uno de Scherzos publicados en 1932, que decía: Cuando el puñal ibero L’ hubo transido, ese mundo agorero dio un alarido. Después pavura y un estupor de siglos que aun dura, aun dura. Ya hemos citado las palabras con que en 1910 el grande escritor incitaba a la lucha contra el Espectro Español, a su juicio, todavía no definitivamente vencido. Y Gregorio Reynolds en su poema Redención, publicado en 1925 y escrito con motivo del centenario de la República, se refiere a la Colonia. La maldice en una alucinante catarata de imágenes. He aquí la última estrofa del poema:

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El Coloniaje, el Coloniaje, el Coloniaje: supuración de úlceras de charco. Pestilencia de un mundo putrefacto. Y un buitre —la Codicia— con las garras sobre la inerme víctima, a la que qolusmea tras las columnas de Hérculos, el gran felino heráldico Y un puma exangüe en cuyos ojos arde el vital impulso libertario.

* * * El grave daño que el mito del Espectro Español produjo en la vida del país fue que éste acabara relegando al olvido todo lo que había contribuido a la configuración de la nacionalidad y a la formación de su espíritu. En 1870, Luis Mariano Guzmán publicó el primer texto oficial de historia de Bolivia. La segunda edición del libro que tenemos a la mano es de 1885. Consta de 243 páginas. Para Guzmán “las instituciones incaicas” y el establecimiento del “régimen colonial”, a los que dedicaba 13 páginas en total, pertenecían a la historia de América. La de Bolivia tenía, según él, sólo dos partes. “Primera la que comprende la guerra de la independencia que duró quince

años

y

segunda

la

de

los

acontecimientos

que

han

venido

desenvolviéndose desde entonces” Ya en 1861, Manuel José Cortés había publicado un Ensayo sobre la historia de Bolivia. “Es la primera historia del país”, dice de esta obra Valentín Abecia Baldivieso en su “Historiografía boliviana”. Cortés, a cuyo pensamiento filosófico dedicamos un capítulo en nuestro libro sobre la filosofía en Bolivia, pensaba que la historia de nuestro país comenzaba con la guerra de la independencia. Pero él no se limitó a seguir de ese modo el criterio dominante al respecto en su época, sino que le dio una justificación. Según él no todo lo que acontece pertenece a la historia: “Sólo los pueblos —escribía— que sin comprensión alguna se encaminan a la perfección política y social, merecen - 108 -

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lugar en los anales del género humano. La esclavitud no tiene historia. Sólo con la libertad hacen suyos los pueblos el elogio o el vituperio y cargan con la responsabilidad de sus acciones”. El derecho a la historicidad correspondía, según Cortés sólo a quienes eran responsables de sus actos. Refiriéndose a esa teoría de Cortés, Enrique Finot, en su Historia de la Literatura Boliviana emitió la opinión de que era sólo un pretexto para no tener que ocuparse de la época precolombina y de la Colonia. Pero es evidente que, al formularla, Cortés obedecía a la influencia del mito del Espectro Español que llevó a la conciencia boliviana e1 olvido de su pasado colonial(*). Y no es muy aventurado imaginar que inclusive Alcides Arguedas en su Historia General de Bolivia redujo ésta a la historia de la República obedeciendo a la misma influencia. Esa actitud excluidora del pasado anterior a la guerra de la independencia se mantuvo hasta bien entrado el presente siglo. La primera mudanza se produjo con el libro de Enrique Finot titulado Nueva historia de Bolivia, que apareció en 1946. Finot decía en el prefacio de éste: “Viciosa tendencia ha sido en algunos escritores hacer la historia patria a partir de la emancipación y limitarla al período republicano. Cómo se explican los fenómenos de SL1 vida contemporánea sin examinar los orígenes?”. Más importante en este sentido fue la obra de Te-esa Gisbert y José de Mesa que, en colaboración con Humberto Vazquez Machicado, publicaron en 1958 con el título de Manual de Historia de Bolivia. Este libro no sólo incorporaba a nuestra historia los períodos precolombino y colonial sino también la historia del oriente del país así como la de sus actividades económicas y culturales. Comentando este libro Jorge Salinas en un artículo publicado en 1973 decía que había llenado un vacío de la bibliografía didáctica boliviana. “La visión de los esposos Mesa —decía el artículo— es integral en el sentido de no omitir

Cortés no tuvo la misma actitud con respecto al pasado hispanoamericano. En su Bosquejo de los progresos de Hispanoamérica comenzaba por el estudio de la época precolombina.

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ninguna etapa de la historia boliviana y en el de incluir todas las corrientes que forman parte del proceso social”. Así, pues, el mito del Espectro Español que sólo permitía ver de nuestro pasado aquello que había en él de repulsivo, convirtió a ese pasado en un fantasma

pavoroso.

Nos

impidió

tener

conocimiento

de

todas

las

contribuciones que, a través del milenario Kollasuyo y de la Colonia trisecular, dio a la realidad económica, política y cultural de la nación. Ortega y Gasset decía que cada hombre viaja por el tiempo con el hatillo de su pasado a la espalda. Nosotros, durante la República despreciamos nuestro hatillo. Nos privamos de nuestras raíces históricas. Huérfanos de nuestro pasado, mutilados espiritualmente, tratando ser nuevos acabamos no sabiendo lo que somos.

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LA RECUPERACÍON DE LA COLONIA Entrevistados José de Mesa y Teresa Gisbert, hace ya algún tiempo, por un repórter de El Diario de La Paz que quería saber lo que los esposos venían haciendo en el campo de la investigación histórica, José de Mesa les dijo: —Recuperamos para la historia de Bolivia el arte de los siglos XVII y XVIII. Eso es, en efecto, lo fundamental del trabajo que los dos prestigiosos investigadores vienen realizando desde hace un cuarto de siglo. Son los descubridores de ese pasado olvidado y hasta repudiado que fue nuestra época colonial, particularmente en el aspecto de su actividad artística. No es que faltaran antes de ellos quienes volvieran hacia él los ojos curiosos. Los hubo, sí. Osvaldo Tapia Claure publicó, en 1966, un volumen’ de más de ciento veinte páginas y que se titulaba Los estudios de arte en Bolivia. Mostraba la labor que se hizo en ese sentido en el siglo pasado y en el actual. Pero llegaba a la conclusión de que no hubo un trabajo científico y sistemático hasta 1940. Fue realmente a partir de ese año que investigadores españoles, argentinos, peruanos y norteamericanos, que estudiaban la historia del arte en España y en América, llamaron la atención sobre los grandes tesoros artísticos de Bolivia. Fue también alrededor de esa fecha que un brillante grupo de jóvenes historiadores bolivianos comenzó a descorrer el velo que cubría nuestra época colonial e inició, con métodos nuevos, un espíritu libre de prejuicios un nuevo ciclo en el conocimiento de nuestro pasado. Sin discusiones, sin actitudes polémicas, los nuevos historiadores realizan investigaciones y traen a la luz aspectos de ese pasado que nos eran ignorados por completo. Pues bien, es dentro de ese grupo de investiga dores, que las figuras de Teresa Gisbert y José de Mesa surgen con una obra que, por SU amplitud, por su coherencia y sobre todo por los descubrimientos que realiza, es de una singular importancia para la cultura boliviana. - 111 -

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Han publicado en revistas especializadas numerosos artículos y tienen una decena de libros principalmente sobre el arte colonial en Bolivia y en la América del Sur, si bien se han ocupado también de Otros temas relacionados con la historia de la cultura en nuestro país. Nos hemos referido ya a su Manual de Historia de Bolivia. El equilibrio de su pensamiento da a sus producciones una rigurosa objetividad que se manifiesta con esa elegante sencillez que alguien, refiriéndose a su estilo, ha llamado de “sobriedad andina”. Vamos a ocuparnos aquí sólo de sus estudios sobre el arte colonial boliviano al que han consagrado sus tres libros más importantes y en los cuales su labor descubridora es más notable. Ellos son Holguín y la pintura virreynal de Bolivia, que apareció en 1956 y que en su mayor parte ha sido reescrito para su segunda edición hace dos años: Monumentos de Bolivia, publicado en 1970 en la serie de Monumentos Históricos y Arqueológicos de América del Instituto Panamericano de Geografía e Historia, reeditado también en 1978; Escultura Virreynal en Bolivia, publicado en 1972. Es también muy’ importante el libro que se titula Contribuciones a la arquitectura andina, que apareció en 1966 y en el cual figura la tesis que sostienen sobre la existencia de una arquitectura colonial mestiza, objeto de vivas discusiones entre los estudiosos del arte colonial hispanoamericano. Es con ese serio y sustancioso trabajo que José de Mesa y Teresa Gisbert han ganado el prestigio de que actualmente gozan y que los hace figurar entre los más respetados historiadores del arte colonial hispanoamericano.

* * * Después de hacer sus estudios en la Facultad de Arquitectura de la Universidad de San Andrés de La Paz, José de Mesa y Teresa Gisbert se trasladaron en 1951 a España para especializarse en la restauración de monumentos arquitectónicos y en la metodología de la investigación artística. - 112 -

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Trabajaron bajo la dirección de los profesores Enrique Marco Dorta y Diego Angulo Iñiguez, famosos por sus estudios de historia del arte hispanoamericano. Fueron ellos que los estimularon para la investigación del arte colonial boliviano. A su regreso al país, en 1956, se entregaron de lleno a esa tarea. Recorrieron el territorio nacional estudiando los monumentos, las esculturas y las pinturas que podían encontrar en él y revisando los archivos que les permitían documentarse a su respecto. Con becas Guggenheim hicieron en 1959 estudios de arte colonial en México, Ecuador, Perú y los Estados Unidos. En 1968 realizaron investigaciones acerca de los diversos artistas europeos que en el siglo XVI vinieron al Nuevo Continente y al Alto Perú, tales como Mateo Pérez de Alesio, Anelino Medoro, Bernardo Bitti, Gaspar de la Cueva y otros. Siguieron sus itinerarios en Europa y en América hasta su llegada al Alto Perú. Esas investigaciones que, en sus inicios, sólo obedecían al interés por el dato, por el hecho concreto y su ubicación histórica, fueron siendo más tarde orientados

por

algunas

concepciones

1undamentales

referentes

a

la

naturaleza del arte. En declaraciones hechas a El Diario, Teresa Gisbert decía a ese respecto: —La historia del arte objetiva y descriptiva a la manera Positivista está superada y después de las obras de Hauser y Panofsky se tiende, por un lado, a considerar el arte incluido en el contexto social y, por otro, a buscar en él el mensaje por vía iconológica del pensamiento que alienta a la comunidad en la cual el artista se desenvuelve. Es decir que el arte no es para ellos puro entretenimiento ni simple exhibición de habilidades más o menos raras sino que recoge y da forma y expresión a los dictados de la sociedad en que se produce. En los últimos tiempos José de Mesa y Teresa Gisbert han venido aproximándose al estructuralismo. Han expuesto sus ideas en ese sentido en

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los artículos titulados Los esquemas armónicos en el Virreynato peruano y Creación de estructuras arquitectónicas y urbanas en la sociedad virreynal, publicados en revistas de Caracas y Barcelona respectivamente. De todos modos, puede decirse con toda verdad que la publicación de los libros de Teresa Gisbert y José de Mesa, a partir de 1956 ha constituido una progresiva y deslumbrante revelación para el país. Este ha visto salir del largo sueño en que nuestra ignorancia la había sumido, la vigorosa producción artística colonial que tuvo, entre nosotros, su Edad de Oro en el siglo XVII. El yermo artístico en que la Colonia había sido convertido se pobló de pronto de estatuas, de monumentos, de cuadros, de cuya existencia hasta entonces casi no nos habíamos darlo cuenta. Los bolivianos, en efecto pasábamos junto a ellos como si fueran antiguallas, polvorientos trastos, cuyo único valor consistía en representar un pasado extinto. José de Mesa y Teresa Gisbert los arrancaron de la secular indiferencia en que yacían sumidos. Volvieron a tener la vida que les dieron sus creadores, haciéndonos ver que el arte de un país no está hecho solamente de obras maestras y que, por el contrario, vive y se perpetua en las creaciones de los hombres que, con frecuencia anónimos, ponen en ellas los sueños de belleza que corresponden a su tiempo. André Malraux llamó “museo imaginario” a las reproducciones de las obras magistrales del arte que el perfeccionamiento de las técnicas gráficas ofrece a todo el mundo en nuestros días. Las reproducciones que ponen bajo nuestros ojos todo aquello que ni los más ricos museos del mundo, con sus naturales limitaciones, serían capaces de reunir. José de Mesa y Teresa Gisbert han creado con sus libros, en los cuales junto a cerca de centenas de páginas de texto figuran un número mayor o igual de reproducciones de cuadros, esculturas y monumentos, el primer museo imaginario de Bolivia, que el tiempo se encargará de hacer cada vez más rico y más perfecto.

* * * - 114 -

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José de Mesa y Teresa Gisbert no han estudiado las llamadas “artes menores” de la Colonia (cerámica, textilería, orfebrería, etc.) y no por considerarlas, sin importancia. Por el contrario, para ellos esas artes son tan valiosas como las otras y a veces más aún, como ocurre con los incas, cuya cerámica y cuya textilería tenían una significación equivalente a la de su arquitectura. Nos dan, en cambio, en sus obras un panorama que, si bien ellos consideran solamente aproximativo, es ya bastante amplio para mostrar la riqueza de las tres artes “mayores” en la época colonial boliviana. La

pintura,

la

escultura,

la

arquitectura

en

su

sorprendente

abundancia, son estudiadas en las obras mismas tanto como en la personalidad de sus creadores. Los respectivos comentarios van desde tinas líneas hasta capítulos enteros como en el caso del cuadro de Holguín La entrada del Virrey Morcillo o del Retablo de Ancoraímes. Los libros hacen ver la evolución de los estilos que es parecida aunque no idéntica en las tres artes. El manierismo —que era una variedad del estilo renacimiento— está en los comienzos de todas ellas. Aparece en seguida el barroco, que en la pintura tiene una prolongada influencia mientras que en la arquitectura aparece sólo durante dos décadas. El neoclásico se manifiesta en 1780 en la pintura y diez años después en la arquitectura y casi no aparece en la escultura. En las tres artes la participación de los artistas indios se muestra principalmente en la escultura, con el ‘uso en la decoración de motivos precolombinos tomados de la fama y de la flora tropicales, al lado de los motivos tradicionales. El libro sobre la pintura colonial en Bolivia consagra una tercera parte de su contenido a la personalidad y a la obra de Melchor Pérez de Holguín, a quien el crítico francés Paul Guinart considera el más importante discípulo que Zurbarán tuvo en Hispanoamérica. El libro describe sus cuadros con personajes místicos o ascéticos, pintados con tonos fríos en que predominaba el gris plateado y que fueron muy imitados durante todo el siglo XVIII. Dice que Holguín, famoso en su época, fue totalmente olvidado por la República. Lo

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redescubrieron en 1928 Luis Subieta Sagárnaga y Cecilio Guzmán de Rojas. El libro, finalmente, encuentra en la tendencia de Holguín a achatar las figuras y en su preferencia por la expresión, los rasgos peculiares a los relieves y a las esculturas de Tíahuanacu. Y, con referencia a éstos últimos, pregunta: “¿No son acaso precursores de las cabezas majestuosas de los ascetas y evangelistas de Holguín?”. La escultura colonial altoperuana fue casi toda en madera. La piedra, el alabastro y la tierra cocida fueron empleados algunas veces. Los metales casi nunca. Los indios introdujeron el uso del maguey, liviano, fácil de manipular y apropiado para la pintura y del barnizado. Teresa Gisbert y José de Mesa destacan las personalidades de Gómez Hernández Galán, autor del Retablo de Ancoraímes. “pura obra de arte”, y la del sevillano Gaspar de la Cueva, que vivió en Potosí y en Chuquisaca y dejó numerosas y bellas estatuas en ambas ciudades. Señalan también la presencia marcante de Tito Yupanqui, el indio que a principios del siglo XVI hizo la Virgen de Copacabana y que se volvió famoso, siendo muy imitado. Junto a la escultura, el libro estudia los artesonados, los púlpitos, las sillerías, considerándolos cómo una “verdadera arquitectura en madera El volumen dedicado a la arquitectura se extiende hasta la República y estudia cronológicamente los monumentos religiosos y civiles de las cuatro regiones del país —La Paz y Oruro, Cochabamba y Chuquisaca, Potosí, el Oriente—. Muestra la inmensa variedad de templos dispersos en las ciudades y en los campos de Bolivia, algunos de ellos de una grande riqueza en cuadros y esculturas.

* * * Como la obra de José de Mesa y Teresa Gisbert nos interesa aquí, sobre todo, en cuanto constituye la expresión de una nueva visión del pasado boliviano, vamos a señalar algunas de las características que ella pone de manifiesto en ese pasado desde el punto de vista de su arte. - 116 -

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Desde luego, las investigaciones realizadas por ellos, les permiten afirmar que el arte colonial del Alto Perú fue excepcionalmente rico y valioso. Su pintura alcanzó uno de los más altos niveles dentro del arte americano. El Cuzco y México pueden superarlo en cantidad, pero la calidad a que se llegó en ciertos momentos en las escuelas de Potosí y de La Paz, le permite competir con esos importantes centros de la Colonia. Eso se debió a la prosperidad y al refinamiento cultural que alcanzaron Potosí y Chuquisaca durante los siglos XVII y XVIII, que se manifestaron en la necesidad de embellecer los templos y los monumentos cuyo número crecía continuamente. Ya en el siglo XVI el Alto Perú era la región de la América del Sur que contaba con el mayor número de cuadros flamencos. Los historiadores del arte hispanoamericano están de acuerdo en reconocer a Pérez de Holguín como el más grande pintor sudamericano de la Colonia. Y Miguel de Berrío, Luis Niño y Leonardo Flores constituyen un grupo difícilmente superable. Y nadie puede desconocer, según Mesa y Gisbert, el valor del llamado Maestro de Calamarca que pintó la deliciosa serie de ángeles que figuran en la iglesia de dicho pueblo situado a setenta kilómetros de La Paz, en el camino a Oruro. En

la

escultura

hispanoamericana

la

primacía

le

correspondía

indudablemente al Ecuador. Pero el Alto Perú posee retablos y estatuas de alta calidad. El retablo de Ancoraimes tuvo como autor a Gómez Hernández Galván que fue un maestro de primera línea, al decir de Mesa y Gisbert. El retablo es relativamente pequeño, pero puede considerarse como “algo que es puramente arte”. Y las obras de Gaspar de la Cueva que talló durante su permanencia en Potosí, donde llegó en 1963 y vivió algunos años, son de una admirable perfección y están entre las mejores del continente. La Edad de Oro del arte altoperuano, según Teresa Gisbert y José de Mesa se sitúa en 1650 y 1740. Y tiene singular importancia porque es en ese período que se produce la aproximación de las culturas española e indígena y comienza a formarse la nueva nacionalidad. Es entonces que aparece el

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barroco americano o estilo mestizo que se mantiene hasta la independencia sobre todo entre los artistas populares. Holguín está en el corazón de esa época. Otro importante aspecto del arte colonial revelado por los estudios de Mesa y Gisbert es que la influencia del arte español tanto en el Perú como en el resto del continente no fue la única ni siquiera la preponderante. Pudo suponerse que el arte de la Colonia sería un trasplante del español. Pero no es esa la verdad. El estilo manierista era una variedad del estilo renacimiento y estaba inspirado en el poderoso arte de Miguel Ángel. Los comienzos de la pintura y de la escultura en el Alto Perú tuvieron la influencia personal y directa de los artistas italianos Bernardo Bitti que era hermano jesuita, de Mateo Pérez de Alesio y de Angelino Medoro que trabajaron y enseñaron en el país. “El trío de pintores más importante existente en Sudamérica”, dicen Mesa y Gisbert. Alesio había trabajado incluso en el taller de Miguel Ángel. Pero la más duradera y poderosa influencia del arte manierista se ejerció por medio de los grabados y estampas que se importaban de Italia, de Flandes, de Alemania y de Francia, que servían de modelos a los pintores y también a los escultores, que en número continuamente creciente decoraban templos y edificios públicos y privados que se construían sin cesar, Era costumbre entonces entre las personas de la clase alta y también entre las de la clase media y hasta entre los indios hacer donaciones y legados para la construcción de capillas, altares y retablos, creándose así una permanente demanda de artistas. La influencia del arte no español en el Alto Perú se debió también a la importación de obras originales que eran imitadas en el país. Es un hecho que en el siglo XVI el Alto Perú así como importó muchos cuadros flamencos recibió también un grande número de esculturas flamencas. Y todavía en la actualidad se conservan en los museos públicos y particulares de Bolivia algunos ejemplares de estas.

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La lectura de las obras de Mesa y Gisbert pone de manifiesto otro hecho importante dentro de la historia del arte colonial y es que ya a fines del siglo XVI los indios dieron su contribución a ese arte, como en el caso admirable de Tito Yupanqui. Fue sin embargo, a partir de la segunda mitad del siglo XVII que ellos pasaron a tener iniciativa propia. No hubo evidentemente nexos de continuidad entre el arte precolombino y el colonial. Pero la sensibilidad indígena no tardó mucho en adaptar-se a las modalidades europeas. La aproximación fue más notable en la arquitectura sobre todo porque los indígenas hicieron una especialidad suya de los trabajos de decoración. Mesa y Gisbert distinguen en éstas cuatro variedades: a) la flora y la fauna tropical americana: papayas, piñas, papagayos, etc. b) motivos de ascendencia renacentista: sirenas, mascarones, etc. c) motivos precolombinos: máscaras indias, pumas, etc. d) motivos cristianos e hispánicos: águilas bicéfalas, pájaros picando uvas, harpías, etc. Fue naciendo así una decoración original en la cual algunos críticos de arte encuentran los elementos de un nuevo estilo arquitectónico mientras que otros no ven en ella sino una modalidad del barroco. El asunto es objeto de debates. Mesa y Gisbert sustentan la tesis de que existe realmente en la arquitectura colonial un estilo mestizo que se caracteriza no solo por los motivos decorativos sino también por la aparición de elementos nuevos en la construcción de las iglesias. En primer lugar las fachadas tienen una simplicidad y un planismo cuyo carácter arcaico es de indiscutible origen indígena. Hay además, la tendencia a construir torres exentas es decir separadas del cuerpo de la iglesia. Finalmente, en las plantas de las iglesias hay un retorno a la simplicidad renacentista que resulta arcaica con respecto al barroco predominante “El barroco se desarrolló en una línea diferente que en España –dicen Mesa y Gisbert— llenando a ser en algunos puntos totalmente opuesto al barroco español, por su falta de interés en el espacio interior, el estatismo de sus plantas, el arcaísmo de su estructura y la falta de claroscuro en el tratamiento del relieve”. Y finalmente, se construían

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capillas llamadas “posas” en el centro o en los ángulos de los atrios, que se utilizaban para el adoctrinamiento de las masas indígenas o como puntos de parada de las procesiones. Mesa y Gisbert reconocen que el estilo mestizo aparece en ciernes en México y en Guatemala, donde, como en el Alto Perú, los indios participaban en la construcción de las iglesias. Pero afirman que es en el altiplano altoperuano que se definió como creación de un estilo que se caracteriza por la mezcla de elementos indígenas y europeos que le dan tina fisonomía propia. Por su riqueza, por su originalidad, por su grande variedad, las manifestaciones artísticas en el Alto Perú tienen, de acuerdo con las investigaciones de Mesa y Gisbert, peculiaridades que les dan un valor propio. No fue un arte colonial en el sentido de ser dependiente exclusivamente de la metrópoli. No fue un simple trasplante del arte español. Actuaron en él, como se ha visto, influencias provenientes de los mayores centros artísticos del mundo en esa época. Y su elaboración estuvo sometida a un proceso en el cual a las contribuciones del extranjero se sumaron el trabajo y la sensibilidad indios para acabar produciendo obras de un espíritu diferente. Por ese motivo, Gisbert y Mesa piensan que el calificativo de “colonial” no debe aplicarse al arte altoperuano. Ellos prefieren el de “virreynal” que, aludiendo al sistema político que presidió la vida del Alto Perú, permite, a su juicio, el reconocimiento de la peculiaridad y la autonomía que su actividad cultural tuvo. La iniciativa de Mesa y Gisbert en ese sentido parece justificada. Pero creemos que difícilmente podrá tener aceptación. En primer lugar porque el concepto de colonial se ha impuesto por la costumbre y posee va un sentido independiente del exclusivamente político. Y en segundo lugar, porque el concepto de virreynal tiene una connotación ajena a la vida del Alto Perú. En efecto, recuerda los hábitos cortesanos que se manifestaban en torno al representante del rey de España, sobre todo en Lima, y que en el Alto Perú no se conocieron. Acaso, lo mejor sería abandonar los calificativos que presupo-

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nen referencias al extranjero y así, en vez de hablar de arte o historia “precolombinos” o “prehistóricos” o de arte e historia “colonial “o “virreynal” usar simplemente los nombres que el país tuvo en las respectivas épocas: arte o historia del Kollasuyo y arte o historia del Alto Perú.

* * * Como se vé, la recuperación del arte de la Colonia que hacen Teresa Gisbert

y

José

de

Mesa

constituye

tina

de

las

más

significativas

manifestaciones de la superación del mito del Espectro Español que se procesa en Bolivia. Contribuye al conocimiento de la realidad de la Colonia y hace la incorporación de ésta al ser de la nación en ese aspecto tan importante de su vida que es su arte. Pero antes de terminar recordemos que, corno dijimos al comenzar el presente capítulo, la obra de Teresa Gisbert y José de Mesa forma parte de la que realiza un grupo prestigioso de jóvenes investigadores bolivianos que vienen revalorizando nuestro pasado en todos sus aspectos. Así comienza a ser conocida la historia de la agricultura y del comercio en la época colonial tan importantes para la vida económica de esta. Se estudia la función de los cabildos y de las Reales Audiencia singularísimas instituciones de gobierno en todas las Indias. Refiriéndose a la actividad científica y teórica altoperuana dice Lewis Hanke: “La historia tecnológica de la minería española en América acaba de comenzar y Potosí probará ser un campo rico para el historiador de la ciencia”. Alberto Crespo Rodas hace dos años ha publicado un libro sobre los Esclavos negros en Bolivia. Miguel Bonifaz en su Derecho indiano hace algunas consideraciones que nos parece que pueden servir de conclusión al presente capítulo. Como es sabido ese derecho estaba constituido por el conjunto de normas vigentes durante la época colonial que fusionaban instituciones jurídicas indígenas y españolas. Después de expresar que en el campo del derecho son inaceptables tanto la leyenda dorada de los “portaestandartes de la moderna hispanidad” como la leyenda negra “que - 121 -

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paralogiza el justo juicio haciendo que se confundan las torpes acciones de la minoría peninsular con lo que podría llamarse lo genuinamente español”; Bonifaz dice que sólo “a través de la confrontación de nuestro pasado con el presente” se tendrá un sistema jurídico realmente nacional y que “la elaboración de nuevas normas de derecho” exige “el estudio de las antiguas como la legislación indiana”. Es decir que nuestra vida jurídica, como nuestra vida artística o nuestra vida política, sólo tendrán autenticidad poniendo sus raíces en un pasado cuya existencia con todas las cualidades y defectos, con todas sus grandezas y miserias, no puede ser ignorada.

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RETORNO AL TAWANTINSUYO El mito que hemos llamado del Espectro Español tal como dominó en el país desde los comienzos de la República hasta el primer tercio del presente siglo, es decir como repulsión, como ignorancia de lo que no era negativo en el pasado colonial, está siendo superado, como acabamos de verlo. Habiendo cumplido la función que tuvo como estimulante del esfuerzo para la estructuración democrática de la nación y habiendo ésta alcanzado, a través de su primer siglo de convulsiva existencia, la contextura que la hace irreversible, el mito ha dejado de ser necesario. Eso no quiere decir naturalmente que se desconozca que la Conquista fue un choque brutal ni que se olvide los abusos y las injusticias del despotismo colonial. Se trata de que estamos ya en condiciones de comprender que la época colonial, con sus crímenes y sus virtudes, con sus errores y sus aciertos, forma parte de nuestro pasado. Nos damos ya cuenta de que ese pasado no puede ser repudiado y que, por el contrario, tiene que ser aceptado como elemento constitutivo de la nacionalidad del mismo modo que aceptamos nuestra vida republicana. Reconocer la existencia del pasado no es en manera alguna solidarizarse con todo lo que en él se ha hecho. Sin embargo, el mito del Espectro Español no ha muerto. Sigue rondando la Conciencia del país. Y no sólo corno un resabio de antiguos rencores, sino sobre todo corno una indagación de nuestra identidad nacional. Insustentable ya en su forma original, reaparece con nuevas y desconcertantes proyecciones que por lo mismo muestran la densidad de los problemas a los cuales corresponde En efecto, su nueva modalidad es más radical en sus negaciones que la tradicional. Repudia no solamente la Colonia sino también la República que considera nada más que como una corrupta prolongación de aquélla. Sostiene que la Conquista abrió un paréntesis en nuestra historia que debe cerrarse con el restablecimiento del Imperio de los - 123 -

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Hijos del Sol; los cuatro siglos durante los cuales la influencia española dominó no significan nada para el país. Debe ser barrido de nuestra realidad Así, pues, la nueva modalidad del mito del Espectro Español no sólo desprecia el pasado post-incaico sino que propone su total eliminación.

* * * En nuestro libro sobre El pensamiento boliviano en el siglo XX publicado en 1955, por el Fondo de Cultura Económica de México, presentamos un esquema de la evolución de este Pensamiento durante la primera mitad de nuestro siglo, que nos parece que se mantiene válido. Decíamos que el siglo había comenzado en nuestro país con el predominio del liberalismo en la Política del modernismo en la poesía y del Positivismo en la filosofía. Hicimos ver que durante la segunda década del siglo apareció un grupo de grandes escritores Alcides Arguedas, Franz Tamayo, Gustavo Navarro, Jaime Mendoza e Ignacio Prudencio Bustillo— que socavaron esas concepciones y dieron paso a otras nuevas que aún se mantienen: el nacionalismo en política, él marxismo en las ideas y el indigenismo en las letras. Pues bien, refiriéndonos concretamente al indigenismo partíamos del hecho de que a principios del siglo entre las clases dominantes de Bolivia, los indios fueron considerados como una rémora social. El ideal de los dirigentes era entonces sustituirlos con hombres de raza blanca. Se deseaba que así como la Argentina, el Uruguay y Chile habían sido transformados con el aluvión de la sangre europea traída por la emigración de italianos, franceses, españoles, etc., Bolivia lo sería también, beneficiándose con ese movimiento demográfico que parecía llamado a continuar indefinidamente. Se atribuía a Europa en esa época, una misión civilizadora y depuradora. Se creía que las sociedades indígenas estaban destinadas a desaparecer y a ser sustituidas paulatinamente por el emigrante europeo. En 1905, por ejemplo, el sabio boliviano decía: “En Bolivia ya desapareciendo gradualmente la raza india”. Y un poco más tarde, el escritor peruano Ravines, - 124 -

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recientemente fallecido, contaba: “Cuando le pregunté a Ingenieros qué era lo que el Perú necesitaba para progresar, contestó con voz ronca: —Raza blanca, hijo mío, raza blanca Pero la emigración anhelada no se produjo. Lejos de desaparecer, la población indígena vino creciendo en número y la indigenización del país no pudo ya desconocerse. En vez de la substitución del indio por la raza blanca, ésta se diluía cada vez más en aquélla. Y el país acabó descubriendo por fin que era irremediablemente mestizo. Con eso se produjo un cambio de actitud que’ consistió en el reconocimiento de las raíces indias de sus existencias y en un movimiento de aproximación hacia todas las manifestaciones de la realidad india. El indigenismo boliviano tiene naturalmente diversas formas. Pues bien ya en nuestro citado libro pudimos referirnos a la existencia de un grupo de escritores que “proclamaban la necesidad del retorno a la vida precolonial afirmando que la civilización india no estaba muerta, sino asechaba escondida en las montañas a las que no había llegado la conquista, esperando el momento de aplastar la “hipocresía jesucristiana” y “cerrar el paréntesis” que la hispanidad había abierto, para retornar triunfalmente a las formas ancestrales de la vida de los pueblos andinos”.

* * * El primero que en Bolivia y quizás en toda la América Hispana denunció de modo franco, penetrante y audaz la inconsistencia de la cultura europea entre nosotros fue Franz Tamayo. Lo hizo con ocasión del establecimiento en el país de una misión pedagógica presidida por Georges Rouma, a la que acusó de querer convertir a Bolivia en una nueva Francia o en una nueva Alemania, “como si eso fuera posible”. Tamayo no era pedagogo. Era un poeta y un pensador. Llevó de inmediato la polémica a un plano de consideraciones que constituyen una

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verdadera sociología de la colonización cultural y que inclusive bordean las fronteras de una filosofía de las civilizaciones. Afirmo, por ejemplo, las virtudes creadoras de la adversidad geográfica diciendo, mucho antes que Toynbee, que la historia muestra que “la grandeza de una raza está en proporción directa de las dificultades vencidas en su lucha con el medio” También en sus enérgicas constataciones de la autonomía de la cultura incaica y en su desdén por el humanismo que traían los pedagogos belgas, Tamayo mostraba vislumbres de las ideas de Lévi-Strauss según las cuales las sociedades humanas son estructuras que se bastan a sí mimas y crean soluciones coherentes para el problema de las relaciones de los hombres con la naturaleza. Levi-Strauss reiteradamente afirma que la “civilización mundial es una abstracción pobre y esquemática porque lo que realmente existe son culturas concretas que ponen en común sus invenciones concretas y que una humanidad convertida en un género único seria una humanidad petrificada”. En su libro sobre La creación de la pedagogía nacional Tamayo dice, en efecto: “El indio se basta. El indio vive por sí. La vida individual o colectiva demanda una suma permanente de cálculo y de acción, el indio la da de sí y para sí. Tiene, aunque en un grado primitivo e ingenuo, todo el esfuerzo combinado que demanda la vida social organizada y constante”. Y en cuanto al humanismo, he aquí las cáusticas palabras que le inspiraba el de los pedagogos belgas: “Los pedantes vienen a orientar falsamente nuestra educación y nuestra pedagogía nacional y vienen a hablarnos de un ideal de humanidad que no ha existió jamás ni se ha realizado en ninguna parte. Y más adelante añadía: “Ideal de humanidad. Esa es una irrealidad que no ha existido nunca, que no ha existido sino como un producto artificial y falso del romanticismo francés (¡Oh ingratísimo Rousseau!)”. En una época en que, como hemos dicho ya, el ideal latinoamericano era la europeización total de la vida y en que se esperaba que el indio se diluyera

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dentro de una emigración blanca, Tamayo se atrevió a afirmar categóricamente que el blanco era un advenedizo y que Bolivia era una nación india y que la medula de su vida debía buscarse en sus elementos autóctonos Consecuente con esas ideas. Tamayo hallaba “pueril y necia” la orientación que se trataba de dar a la educación nacional y consideraba “plagiarios e impotentes” a tos pedagogos que querían imponer al país, una educación que era un embuste y adormecía las energías del alma boliviana. Según él, esos pedagogos querían hacer del boliviano un intelectual, cuando él fue siempre un hombre de acción, “estratego, ingeniero, edificador de imperios”, cuyas creaciones dejaban boquiabierto a los sabios de todos los tiempos y de todas las tierras. Tamayo quería una educación de la voluntad, “una escuela de energía”. Aquí, Tamayo, que presintió a Toynbee y a LeviStrauss, se adelantaba a Mussolini. Sin embargo, el indigenismo de Tamayo no era político. Se insurgía contra las tentativas educacionales porque veía en ellas una distorsión del espíritu boliviano. Le parecía que se trataba de llevar a ésta hacia algo para lo que no estaba hecha y que por lo mismo podía perturbar el alma boliviana. Tamayo pensaba que el problema de la cultura era fundamental porque de él dependía esa armonía interior que da a los pueblos el equilibrio que necesitan para vivir una vida sana. He aquí la conclusión general a que él llegaba a ese respecto: “Uno de los signos de la depresión vital, de la pobreza interior de la vida es y será siempre una miopía intelectual en las razas o en sus representantes que les impide una clara visión y una nítida conciencia de la propia vida individual y colectiva Esa miopía puede llegar en casos hasta el extremo de negar y renegar los mismos y propios elementos de la vida de que se vive sin embargo”. Los principios llevaban a Tamayo a decir que Bolivia no estaba “enferma” de falta de europeísmo, como se creía entonces sino de infidelidad a sí misma, a su alma india: “Bolivia no está enferma de otra cosa que de

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ilogismo y del absurdo de conceder la fuerza y la superioridad a quienes no la poseen y de negar los eternos derechos de la fuerza a sus legítimos representantes”. En 1910, Franz Tamayo enjuiciaba a la civilización

* * * La actitud de Tamayo se adelanta a uno de los fenómenos más importantes de la historia de la cultura contemporánea: el resurgimiento de las culturas regionales que se produce en todas partes del mundo como una reacción contra las influencias extranjeras y que a veces tienen fosilizadas manifestaciones. Europa, como es sabido, trató de introducir en todos los países del mundo no solamente sus sistemas económicos sino también sus modos de vida. Su influencia en ese sentido fue muy grande universalizando usos y costumbres y contribuyendo a la creación de la comunidad internacional. Pero no consiguió que las culturas regionales desaparecieran. Los pueblos oponen a las influencias culturales extranjeras resistencias de diversa intensidad. Las mudanzas superficiales suelen ser aceptadas sin dificultad. En cambio aquéllas que afectan a los modos de vida encuentran obstáculos generalmente invencibles. No sólo los pueblos colonizados sino también las minorías étnicas y regionales luchan tenazmente para conservar sus culturas y su propia personalidad. Esa lucha va desde las reivindicaciones lingüísticas y religiosas hasta las revueltas populares armadas. Tamayo representó en Bolivia una reacción de carácter cultural. Proponía, como reza el título de su libro más importante en ese sentido, “la creación de una pedagogía nacional”. No incursionó en los campos de la vida política india, si bien no dejó de rendir su homenaje de admiración al régimen incaico como en el juicio a que hemos aludido ya y en este otro muy significativo que aparece en el artículo correspondiente al 23 de agosto de 1910 de su libro: “La organización política, social y religiosa del imperio incaico, el cual - 128 -

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en cuanto a ética trascendente y a una final eudemonía humana, deja a las repúblicas de Platón y de Roosevelt tan atrás y tan lejos, que la una queda como un ensueño genial y la otra como un violento y sufrido esfuerzo del hombre”. Pues bien, el movimiento de repudio radical por la hispanidad a que nos referíamos en 1955, toma en nuestros días formas concretas. El mito del Espectro Español se agiganta y adquiere un franco carácter político. Para Tamayo, la República boliviana fue creación y hechura de los mestizos. Y éstos serían, a su juicio, los responsables de su vida en el futuro. “Son ellos — escribió en su artículo del 14 de septiembre de 1910— que acabarán por ser los definitivos señores del continente sud. Históricamente es ya una realidad. Los Díaz, los Melgarejos, los Guzmán Blanco, los Castro, los Rosas y Otros más, buenos y malos, sabios o salvajes, grandes o grotescos, pero todos dominadores, vencedores, hegemónicos tienen la sangre mestiza, y la energía que representan es de origen indio, es la sangre india que resurge sobre la advenediza y aventurera”. Para la nueva modalidad del mito del Espectro Español, los mestizos no existen. Se mimetizan hacién1ose blancos o indios, según las circunstancias. El verdadero hombre andino es el indio que se ha mantenido al margen de la Colonia y de la República, cuando no se ha insurgido contra ellas. En el libro que más sistemática y más vigorosamente han sido encuestas las ideas de la nueva modalidad del mito es el que Ramiro Reinaqa Burgoa ha publicado en 1978 con el título de Tawantinsuyo. Reinaga Burgoa estudió en la Universidad de San Andrés de La Paz. Después estuvo exilado durante cinco años, habiendo regresado al país en 1973. Vivió en varios países americanos durante su exilio. En México publicó en 1972 una traducción del inglés del libro de Iván llitch Retooling society, con el título de Hacia una sociedad convivencial. El mismo año apareció en La Paz su libro Ideología y raza en América Latina. La publicación de Tawantinsuyo

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hecha en La Paz está patrocinada por el Centro de Coordinación y Promoción Campesina MINKA y es presentada como una toma de conciencia definitiva y corno un compromiso de reivindicar la “dignidad y el orgullo de Los indios”. Es, pues, un libre político. Participando de las ideas de Jaime Mendoza, de Roberto Prudencio y de otros escritores de la misma tendencia, Reinaga Burgoa se esfuerza desde las primeras páginas de su libro por mostrar que el Tawantinsuyo, es decir el imperio de los incas, no constituía una creación artificial o circunstancial de éstos sino que pertenecía al orden sagrado de la naturaleza. El Tawantinsuyo, según él, tenía la regularidad y el equilibrio que posee el cosmos andino. Su organización, sus leyes, su vida toda eran las de éste. Con intención filosófica, el libro dice al respecto: “En la armonía universal todos los seres tenemos nuestros lugares. Todos los seres del universo dependen los unos de los Otros”. El libro tiene, por eso, coma divisa la siguiente afirmación: “Orden que no es cósmico es desorden”. Pues bien, el Tawantinsuyo, esa comunidad cósmica que “llevó milenios para organizarse” fue desbaratada, según el libro, por los trescientos treinta y tres años de colonización española y convertida en un caos por los ciento cincuenta de la República. Según el libro, en los Andes dos mundos están frente a frente: el español y el queshwaymara. El mestizo no cuenta. Es un indio que se disfraza. Cuando es rico o cuando habla español se confunde con el blanco. Cuando es pobre se hace indio. El español, el blanco, que el libro llama de “criollo” vive en las ciudades. Es él que dirige el país. Es profesional, intelectual, universitario, empresario. Vive del trabajo del indio. Sin embargo, se esfuerza, sin descanso y por todos los medios, de “desindianizar” el país, de erradicar la sabiduría india y sustituiría por la ciencia y la técnica europeas. “Como no pueden cambiarnos la forma de los huesos ni el color de la piel, de los ojos, de los cabellos —dice el

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libro— nos cambian nuestra vida, los sentimientos, las creencias”. Se quiere poner máscaras blancas a los indios. “La castellanización asesina nuestro idioma y nuestro pensamiento”. Los criollos, los mestizos y los indios disfrazados de blancos “adoran servilmente la cultura europea. Las universidades andinas son túneles de inyección de la cultura extranjera, colonizante. Médicos, abogados, ingenieros, economistas, arquitectos, todos los estudiantes memorizan libros traducidos”. Mientras el criollo trata de desindianizar el país, de corromper el alma india europeizándola, de borrar todo lo que es propio del Ande, el indio, según el libro, en el silencio de las alturas andinas o acurrucado masticando coca en las ciudades, sueña COn la vieja grandeza india y siente que podrá volver a ella. El libro dice: “Somos un pueblo enorme del tamaño de los Andes, en proceso de ensamblar los fragmentos seccionados del Tawantinsuyo”. Reconoce que esa tarea será difícil y que sólo un líder indio, que hable a los indios como indio, incontaminado por la civilización podrá vincular la comunidad a sus propias raíces en los Andes y restablecer el orden cósmico destrozado por los españoles. Por eso, el libro acusa a los marxistas de no ser sino una modalidad del criollismo que importa ideas extranjeros porque no conoce la realidad boliviana y porque quiere hacer del indio un “proletario”. El libro dice que lo único que hay de auténtico anticolonialismo en Marx proviene del Kollasuyo, cuya imagen llegó hasta él a través de Tomás Morus de Campanella y de los utopistas que se inspiraron en la vida de los incas para sus elucubraciones. El libro no lo dice pero sugiere que los marxistas bolivianos importan con su ideología la imanen de un Tawantinsuyo corrompido y desfigurado por Europa. Concluye diciendo: “Ningún marxista avergonzado de ser indio podrá movilizar a los indios y menos libertarios”. En suma, el libro no propone un neoindianismo que aprovechando las experiencias adquiridas durante la Colonia y la República actualizaría el modo

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de vida inca. Pide el retorno puro y simple al viejo orden que no ha muerto y que en los montes y en los campos espera la oportunidad de expulsar lo español o exterminarlo. Es un llamado al restablecimiento de la indianidad que la llegada de los españoles puso de lado en el tiempo(*) Tawantinsuyo, como hemos dicho, pretende ser en primer lugar “una toma de conciencia del alma india” y en segundo lugar aspira a constituir el fundamento de “un compromiso de reivindicar el orgullo y la dignidad de los indios”. Por sus intenciones y por su estructura Tawantinsuyo no es, pues, un tratado de sociología ni un estudio de historia. Es más bien un manifiesto político con un propósito definido de antemano. Trata de preparar el país para el retorno al mundo incaico. “O los quechwaymaras liberamos los Andes —dice el libro— o no habrá liberación alguna. Somos la inmensa mayoría”. Naturalmente, la parte más importante del libro es la tercera que se titula Mañana y que presenta un plan de acción. Señala los objetivos concretos que deberá buscar el líder que cohesionará las masas indias cuya presencia “hará estremecer las actuales estructuras andinas” y llevará a la restauración del imperio de los incas destrozado hace cuatrocientos cincuenta años.

* * * Nuestro interés por el libro de Reinaga Burgoa no se relaciona aquí con sus contenidos sociológicos con sus interpretaciones históricas ni con sus propósitos políticos o ideológicos, sino exclusivamente con su significado como metamorfosis del mito del Espectro Español. Tawantinsuyo tiene particular importancia en ese sentido porque no sólo muestra el avatar contemporáneo de ese mito sino también su articulación con otros que se mezclan y cohesionan con él, dándole una dinámica de resonancias populares.

Comparar esta actitud con la teoría de Jean Paul Sartre sobre la “negritud” expuesta en el artículo Orfeo Negro que figura en Apéndice del presente volumen. (*)

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El

mito

de

Tawantinsuyo,

es,

desde

luego

y

ante

todo,

un

prolongamiento del mito del Espectro Español, si bien con características que como hemos visto, lo diferencian profundamente de la versión que éste tuvo durante el primer siglo de la República. Envuelve no sólo a la Colonia sino también a la República. Considera “invasora” la integración del país a la cultura occidental y pretende un retorno integral al régimen del imperio incaico. En segundo lugar, la concepción del retorno al mundo incaico, tal como aparece en Tawantinsuyo, no es más que una repetición del viejo mito universal del Paraíso Perdido. La imagen que el libro da de la vida incaica es la de un nuevo Edén. Los hombres vivían entonces libres de preocupaciones. Ignoraban el terror de la muerte. No sufrían persecuciones ni eran víctimas de las enfermedades. El trabajo era una fiesta permanente, en la cual los propios incas se mezclaban a veces con el pueblo. No había soldados ni policías. No se conocían los candados. “La felicidad crecía año tras año. Las gentes maduraban 001 la naturalidad de las plantas y de los animales”. Los venados, las vicuñas y las alpacas triscaban en paz junto a ellas en los campos. Hasta el día en que llegaron doscientos hombres extraños. Venían forrados de hierro. Traían perros feroces y armas de fuego. Mataron al Inca. Despedazaron el Tahuantínsuyo. Comenzó entonces el reinado de las humillaciones, de las enfermedades y de la muerte. Pero el paraíso perdido será recobrado. Y, de acuerdo con lo que dice el libro en uña de sus páginas finales, “otra vez como hace miles de años la cultura bajará de las montañas nevadas. Las comunidades refugiadas entre la tierra y el cielo que guardan la sabiduría cósmica guiarán hacia la reconciliación con el hogar-universo”. El libro resucita, pues, punto por punto, el viejo mito del paraíso perdido. Por último, con la referencia que el final de la frase trascrita hace al “hogar-universo”, Tawantinsuyo nos aproxima al mito primordial con el cual está estrechamente vinculado. El libro afirma incluso la vigencia del culto

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religioso inca: “El Tawantinsuyo adora —dice— las fuerzas naturales que nos crearon. Nuestro padre Inti es el sol. Nuestra madre Pachamama es la tierra”. Y reiteradamente, manifiesta la creencia en la raigambre telúrica del hombre andino. “Tenemos el color y el olor de los Andes impregnados en la carne — dice Nuestra sangre está mezclada con su suelo. Somos Andes humanizado”. Cuando se separa de la tierra, la vida del indio pierde su sentido, “suspendida grotescamente en el vacío”. El indio es una encarnación del alma de la tierra. Por eso Reinaga Burgoa sostiene, como hemos visto, que el Tawantinsuyo constituye “un engranaje cósmico funcionando con el ritmo y la eficacia silenciosa del cosmos”. Por eso cree que la Colonia y la República, negaciones del orden cósmico, fracasaron rotundamente. Y por eso, finalmente, pide el retorno al régimen incaico que restablecerá el orden cósmico dentro del cual los pobladores de los Andes darán a sus vidas el equilibrio que les hace falta para ser dichosos. El mito primordial es una expresión del sentimiento de la vida cósmica asociado en Tawantinsuyo al mito del Espectro español para dar un sentido trascendental al retorno hacia el modo de vida de los incas. El contenido mítico de Tawantinsuyo, que es evidente, no es casual. Por el contrario, Reinaga Burgoa piensa que para llevar a los pueblos a la acción no bastan las ideas sino que hay que crear en ellos una fe. Los anhelos colectivos, según él necesitan convertirse en mitos para realizarse. En el capítulo titulado Más allá de la política, Reinaga Burgoa dice que la acción que propone “tiene suficiente profundidad para alimentar mitos sin fondo”. Está seguro de que para romper la opresión centenaria nunca faltarán “herramientas místico-religiosas como corazón de las organizaciones políticas”. Sin embargo, la actitud de Reinaga Burgoa no es cínica. Más bien él cree que la mística “es pureza de alma colectiva, propósito total”. Piensa que “fuera del pueblo no hay mística”. Le parece que en los Andes los blancos carecen de ca-

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pacidad para creer. Y concluye: “El pueblo queswaymara únicamente tiene dolor, paciencia, vida suficiente para purificar su voluntad en una mística”.

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CONCLUSION Tales son los mitos cuya influencia ha caracterizado las tres grandes épocas de nuestra historia y cuyas manifestaciones estéticas, políticas e ideológicas

aparecen

en

nuestra

vida

presente.

Sus

sorprendentes

metamorfosis a través del tiempo, no sólo nos muestran la vitalidad que poseen sino que, sobre todo, nos hacen ver nuestra solidaridad con el pasado. Nos permiten una inmersión en las profundidades de nuestro subconsciente colectivo. Constituyen un retorno al fondo secreto y permanente del alma nacional. Las experiencias del pasado, al través de sus depuraciones míticas, se hacen presentes dentro de la más palpitante actualidad. Eso no quiere decir, sin embargo, que el presente no tenga también los mitos que correspondan a sus propias preocupaciones y experiencias. Cuáles son esos mitos ? Mircéa Eliade, en su libro Mitos, supersticiones y misterios, hablando del mundo moderno, dice que las imágenes, generalmente disfrazadas, hasta laicizadas, se encuentran por todas partes en la actualidad, formando una mitología difusa. El famoso historiador rumano de las religiones dice en su libro que el mundo moderno ha tenido dos mitos cuya amplitud puede compararse con la de los grandes mitos tradicionales. Ambos son de índole política. De un lado, el comunismo y de otro el nazismo. El comunismo, según Eliade, prolonga los mitos estáticos-mediterráneos del redentor, de la Edad de Oro y del fin absoluto de la historia. El nazismo tiene sus raíces en el paganismo nórdico que niega los valores cristianos sustentando los mitos de la sangre y de la raza superior. Los dos mitos han intentado el dominio del mundo en el siglo XX. El nazismo ha sido vencido, el otro sigue en pie sustentado por los gobiernos que los tienen como su fundamento ideológico. En una entrevista que le hizo este año la revista L’Express de Paris, habló Eliade de otro mito que ha influido en el comportamiento contemporáneo. El del progreso indefinido - 136 -

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que dominó el siglo XIX positivista y que ha sido destruido por las dos guerras mundiales. Ese mito hacía creer que la ciencia y la técnica salvarían al mundo. Ahora los sabios y los tecnólogos son pesimistas. De entre esos mitos, Bolivia ha sentido sobre todo la influencia de los dos primeros que agudizaron ciertas predisposiciones características de su vida política. El comunismo, por ejemplo, ha hecho que la tendencia a la subversión, que se ha manifestado a lo largo de la vida del país, tome los contornos de una exigencia de la historia. Consciente o inconscientemente, los bolivianos creen que la revolución, la mudanza violenta del orden establecido, resolverá todos los problemas del país (*). En cuanto al fascismo, vigorizó la inclinación de los bolivianos a depender para todo del gobierno, dentro de una especie de idolatría del Estado, y a justificar el culto de los “Jefes supremos”, facilitando así el establecimiento de despotismos de los más diversos aspectos. Es difícil determinar en la masa de los mitos contemporáneos de Bolivia aquellos que no siendo importados, correspondan a nuestras propias experiencias y se hallen en la raíz de nuestro comportamiento. Por lo general, los mitos en las épocas de su vigencia, siempre son considerados como tales. Su aceptación y su influencia son tan grandes que adquieren el aspecto de las evidencias. En ciertas circunstancias, los mitos parecen confundirse con las verdades de la ciencia, sólo el tiempo permite verlos en su efectiva realidad además determinar cual de ellos, en medio de los otros mitos vigentes, es el de mayores proyecciones. Sin embargo, sin pretender que sea auténticamente el más profundo, vamos a referirnos aquí a un mito que nos parece ser uno de los más importantes de nuestra época. Podríamos denominarlo el mito del sino o del destino adverso. El sino o el destino significan como es sabido, un orden inexorable en los hechos humanos impuesto por un misterioso poder superior. Los bolivianos tienen, en efecto, el sentimiento de estar condenados a un

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ineludible infortunio. No se trata sólo de una conciencia de las dificultades y problemas que el país, como todos los países del mundo con mayor o menor intensidad, tiene. Tampoco es la expresión de un desfallecimiento moral o la exacerbación de un pesimismo circunstancial. Es la creencia que el boliviano tiene de que una fuerza hostil, un poder nefasto condena al país e una penosa existencia y que lo hace su víctima inocente, impidiéndole alcanzar la plenitud de su ser. En ese mito podemos encontrar los ecos de otros que en las mitologías y en las leyendas de todos los pueblos simbolizan la inocencia perseguida por misteriosas animadversiones. Inclusive la propia humanidad en nuestros tiempos tiende a sentirse humillada por extrañas fuerzas hostiles, con profundo pesimismo, contrasta con el optimismo dominante en el siglo XIX. Osvaldo Spengler proclamaba la decadencia de las civilizaciones y lo hacía en nombre de una fatalidad que él denominaba el sino histórico. Ese pesimismo es el producto de las dramáticas experiencias de nuestro siglo. Dos guerras mundiales le han hecho ver a la civilización la fragilidad de sus estructuras y las posibilidades de su derrumbamiento. Las perturbaciones sociales y políticas provocadas por esas guerras permitieron además el establecimiento en los países más civilizados del mundo de regímenes políticos tan brutales que hicieron asomarse a los hombres a los más arcaicos y tenebrosos abismos de sus almas. En Bolivia varios factores han contribuido a la formación del mito del destino adverso. El primero y más doloroso es la experiencia que el país ha tenido en su vida internacional. La guerra del Pacífico, la guerra del Acre y la guerra del Chaco, sobre todo, le dieron el desnudo sentimiento del despojo y del desgarramiento de su heredad territorial. “Ya por tratados amigables ya con los impuestos con la guerra —escribía Jaime Mendoza en 1925— el país ha ido perdiendo durante su vida fracciones territoriales en todas sus

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fronteras”. Y, en 1946, Alberto Ostria Gutiérrez decía: “Estaban terminados los pleitos fronterizos: bien o mal, justa o injustamente, por la razón o por la fuerza, habían sido trazadas todas las fronteras y suscritos los tratados respectivos. Terrible era sin duda el balance final para la nación amputada por sus costados, empobrecida y sangrante”. Valetín Abecia Baldivieso, en la obra que acaba de publicar sobre las relaciones internacionales en la historia de Bolivia, dice que los cálculos más aproximados a la verdad indican que la extensión territorial primitiva de Bolivia era de 1.796.581 kilómetros cuadrados y que la actual es de 1.098.581 y que el total de las pérdidas es por lo tanto de 698.000 o sea más de un tercio del territorio nacional. El boliviano no ha guardado animadversión ni tiene resentimientos para con los países responsables de las sucesivas mutilaciones de su territorio. Siente en ellas la acción de una fatalidad. La única desmembración que Bolivia no olvida es la de su Litoral, por la forma inicua en que se produjo y porque la privó de ese elemento necesario para la plenitud de su vida y de su soberanía, que es la comunicación directa con el mar. De todos modos, la sucesión de los golpes súbitos e inevitables, que le dio al país la experiencia del desgarramiento y del despojo, produjo en la conciencia de éste un hondo impacto. A esa experiencia se sumó otra también de grande importancia resultante de su situación de dependencia económica en relación con otras naciones del mundo. País en desenvolvimiento e inclusive uno de los más necesitados de la ayuda financiera y técnica extranjera para la explotación de sus propias riquezas y para la venta de sus productos de exportación. Bolivia es uno de los más afectados en su vida y en su sensibilidad por los efectos de las tensiones resultantes de las desigualdades de poder internacionales. Recurrió primero al poder británico y al norteamericano después. La presencia del capital y de las empresas extranjeras fue inicialmente recibida con satisfacción como una prueba de las grandes posibilidades del país. Pero fue

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sucesiva mente provocando irritación, resentimientos y aversión por los abusos de que venía acompañada. Finalmente, pasó a tener, con la denominación de imperialismo por la cual el fenómeno es conocido en el mundo, contornos míticos. La conciencia amarga de la dominación económica y política extranjera produjo reacciones pasionales y atribuyó a esa dominación la responsabilidad de todas las dificultades con que tropezaba el país en la búsqueda de su desenvolvimiento El imperialismo se convirtió es una especie de monstruo astuto y temible que extendía sus tentáculos por todo el país para mejor explotarlo. El sentimiento de que un destino adverso preside la vida de Bolivia se manifiesta en la conciencia que actualmente tiene el país de sí mismo así como en su comportamiento El poeta Gonzalo Vázquez M. comienza su poema titulado Mi país con la siguiente estrofa: Este país tan solo en su agonía, tan desnudo en su altura. tan sufrido en su sueño, doliéndole el pasado en cada herida.

Uno de los más bellos poemas de Guillermo Viscarra Fabre llama a Bolivia “el país de petrificados llantos”. Federico Ávila, que hizo del dolor boliviano el leit mctiv de sus numerosos libros, escribió en su novela Los nuevos viracochas, dando forma a un hondo sentimiento boliviano, lo siguiente: —No parece sino que estuviéramos predestinados, yo no se por qué sino a no ser nunca alegres. Nuestros dioses tutelares se distraen en una fruición divina, enviándonos a cada hora nuevas y refinadas pruebas.

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Fernando Díez de Medina tiene un libro que es una insurgencia contra el mito. Acabamos de citarlo. Se titula precisamente Bolivia y su destino. Parte del hecho le que el boliviano se cree sujeto al “fatalismo histórico”. Habiendo perdido el sentido de su tradición y con el la posibilidad de la esperanza, no asume sus responsabilidades, se rinde ante lo que le parece “un sino colectivo de adversidad”. Las gentes andan “como resignadas a su miseria y a su tristeza”. Se sienten víctimas de la “fuerza trágica del destino”. Sin embargo, Diez de Medina tiene la seguridad de que Bolivia se sobrepondrá al abatimiento que eso le produce y “alta, pura, deslumbrante se alzará un día vencedora del destino” Bolivia se siente efectivamente a sí misma como un país perseguido. En medio de sus nativas montañas’ que, con su grandiosidad y lejanía, parecen hacer mayor su desamparo, el país alimenta el sentimiento de su propia impotencia frente al sino adverso. Se considera condenado al aislamiento, y a que se desconozca sus derechos y sus valores. “Ignorada por mucho tiempo, calumniada por algunos y comprendida por nadie’, dice Fernando Diez de Medina en el libro citado. Esa actitud contrasta con la que en la época colonial hacía que por ejemplo, los altoperuanos, miraran desde el cerro de Potosí, al mundo con un “sentido imperial”, dice Lewis Hanke, convencidos de que sustentaban la vida de España é influían con la riqueza que producían en el futuro de otros pueblos del planeta. O con’ la que tenían cuando los ejércitos bolivianos vencían a los argentinos en Zepita y a los peruanos en Ingavi y casi nadie recuerda

los

tiempos

en

que

el

Mariscal

Santa

Cruz

gobernaba

la

Confederación Perú-Boliviana, que él había conseguido crear. El mito del sino adverso tiene en el comportamiento del boliviano diversas manifestaciones. Hay, en primer lugar, las que podríamos considerar como pasivas’ y que tiene efectos deprimentes y hay, en segundo lugar, las activas que se enfrentan con el propio sino, luchando contra sus agentes.

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Las

manifestaciones

pasivas

tienen

a

su

vez

dos

modalidades.

Consisten, por una parte, en el abandono a la “fatalidad” creando una actitud de resignación, y, por otra parte, en una especie de masoquismo, de menosprecio propio, de autohumillación. El abandono al destino hace que el boliviano no confíe en sí mismo, que renuncie a la propia iniciativa y al esfuerzo creador, que resigne a su condición de víctima y acepte la imposibilidad de librarse de ella. Transfiere la responsabilidad de todo lo que le ocurre a fuerzas extrañas. No cree en el poder de su propio esfuerzo. Y, olvidando que en la vida política internacional nadie piensa ni trabaja sino para sí mismo, reclama de los Otros la solución de sus propios problemas. La reacción masoquista, en cambio, impide que el boliviano, que tiene capacidades semejantes a las de cualquier otro hombre, tenga el real conocimiento de sí mismo. Insiste en humillarlo, negándole capacidades creadoras. Exagera las deficiencias de su condición como si con ello mostrara mejor la perversidad del destino adverso. Hace que el país se sienta a sí mismo como el más terriblemente pobre, sometido a la más espantosa miseria y aplastado por las más crueles opresiones. Alcides Arguedas, después de haber hecho el estudio de la vida republicana del país y después de haber vivido las experiencias de la pérdida del Litoral y del Acre, escribió su Pueblo enfermo el cual, como hemos dicho ya, tiene el acento de las lamentaciones de los profetas hebreos. Las manifestaciones activas frente al mito del sino adverso se producen como un enfrentamiento con éste. Necesariamente, en las condiciones presente, ese enfrentamiento es con el imperialismo y con sus agentes que aparecen en la actualidad como los instrumentos del adverso destino. La lucha, por lo mismo sale del ámbito nacional. Se concentra en un combate que tiene dimensiones internacionales. En el conflicto de los agentes del imperialismo que se disputan el dominio del mundo, se produce la inevitable

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banderización contra aquél que domina el país. Se alía fraternalmente a los enemigos de éste. El triunfo en la lucha se supone que deberá constituir el triunfo sobre las propias deficiencias. La consecuencia inmediata de esa actitud es que la atención de los intereses

nacionales

queda

postergada

indefinidamente.

La

lucha

internacional exige esfuerzos, sacrificios y abnegaciones que si fueran consagradas a los problemas del propio país traerían la solución de losmismos. Pero la vida nacional es abandonada a sí misma sin otra orientación que la subordinación a la causa internacional. La mitología boliviana, como se ve y como lo dijimos al comenzar el presente ensayo, no es una leyenda dorada. Predispone a los bolivianos a una visión dramática de su vida, dando a ésta una indiscutible densidad humana. Eso nos lleva a recordar que los mitos no son creaciones voluntarias ni tampoco fantasías irresponsables como se creyó hasta hace poco tiempo. Brotan de las profundidades del alma de los hombres. Son experiencias existenciales. Originariamente constituyeron la sabiduría de los pueblos. Y en la actualidad insertan sus certezas en el contexto del saber científico, ya que la razón no explica todo lo humano. Hay, claro está mitos que podríamos denominar demoníacos, retornos a estadios arcaicos de la humanidad, productos del fanatismo que pueden inclusive producir verdaderas catástrofes históricas. Pero por lo general, los mitos conviven con el saber racional. Dan su contribución a la solución de los problemas humanos. De todos modos, el reconocimiento de la utilidad de los mitos no exime al hombre de su primordial deber que es la racionalidad, es decir del deber de buscar ante todo la verdad que le permite afirmar la autonomía de su espíritu frente al mundo. Los mitos son generalmente invulnerables a la crítica. No suelen ser destruidos por la razón. Pierden su vigencia cuando desaparecen las circunstancias que les dieron nacimiento, cuando hay una mudanza de la sensibilidad a la que corresponden. Y son tanto más resistentes cuanto más

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profundas son las experiencias qué los sustentan. Los mitos tienen vida propia. Corresponden a una sensibilidad vital. No se nos destruye desde fuera. Mueren por dentro.

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APENDICE

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LOS SUEÑOS DE LA TIERRA Por Guillermo Francovich En 1938, Gastón Bachelard publicó un libro con un título equívoco: Psicoanálisis del fuego. ¿Puede hacerse el análisis psicológico de un elemento material? Evidentemente que no. Lo que Bachelard hacía en verdad era un análisis de las proyecciones que el fenómeno del fuego tiene en la conciencia del hombre. Y con ello iniciaba una nueva modalidad del psicoanálisis que le dio la amplia fama que tuvo. Bajo la misma inspiración escribió El agua y los sueños, El aire y los sueños y dos volúmenes sobre La tierra y los sueños de la voluntad y los sueños del reposo, aparte de El sueño del espacio, La llama de una candela y La poética del sueño. Los sueños a que Bachelard se refiere en esos libros no son aquellos que tenemos mientras dormimos, sino aquellos que son creaciones de la imaginación o representaciones de la fantasía que, cuando estamos despiertos, nos ofrecen algo más que simples reproducciones de la percepción o del recuerdo. Son los mitos. Son 1as imágenes literarias. Así concebidos, los sueños están para Bachelard en la base de la vida humana. En la página 215 de El psicoanálisis del fuego escribe: “Más que la voluntad, más que el élan vital, la imaginación es la fuerza misma de la producción psíquica. Psíquicamente somos creados por nuestros sueños. Creados y limitados por nuestros sueños”. Bachelard es, pues, uno de esos pensadores que en nuestros días vienen haciendo la revalorización de la vida imaginativa devolviendo a ésta su verdadera significación. La imaginación, menospreciada hasta hace poco, aparece ahora, gracias a ellos, como un elemento fundamental para la explicación del comportamiento humano. Según Bachelard, el hombre sueña, imagina primero y después piensa y actúa. “Soñamos antes de contemplar”. El - 146 -

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sueño, el mito, son el punto de partida de la ciencia y de la filosofía. Estas traen sus formas y sus principios abstractos para canalizarlos. La peculiaridad de Bachelard consiste en que yendo más allá de Freud que analizó los sueños del instinto y de Jung que estudió los arquetipos sociales, hizo ‘el análisis de las repercusiones que en la imaginación humana tienen los cuatro elementos que tradicionalmente se cree que constituyen la materia. Mostró que el subconsciente del hombre está abierto a la realidad exterior, a la realidad del mundo material. Según Bachelard, no sólo percibimos las cosas qué provocan nuestros sueños, sino que, sentimos su existencia “con la certeza dé la sensación inmediata, es decir escuchando las grandes lecciones cenestésicas de nuestros órganos”, como él escribe en la página 165 de El agua y los sueños Ya en la página 11 del mismo libro había dicho: “El sueño es un universo en emanación, un soplo perfumado que sale de las cosas por intermedio del soñador”. Y en cierta oportunidad, Bachelard llegó a decir que “la materia tiene un pensamiento y un sueño”. Admirador de las conchas marinas, como lo es Roger Caillois, Bachelard dijo de ellas esto que Caillois no se atrevió a afirmar: “Las formas (de las conchas) son tan numerosas y con frecuencia tan nuevas que la imaginación es vencida por la realidad. Aquí la naturaleza imagina y la naturaleza es sabia (Poética del espacio pág. 105). De todos modos, las creaciones de la imagen son para Bachelard respuestas viscerales de nuestra persona frente al mundo. Gracias a ellas entramos en contacto íntimo con las cosas. Nuestro ser fascinado escucha el llamado de éstas. Ahora bien, Bachelard encuentra que determinados aspectos de la realidad excitan nuestra imaginación mientras que ésta permanece indiferente a otros. Los hombres, en efecto, no tienen la misma sensibilidad a los elementos de la materia. Las diferencias corresponden a lo que Bachelard llama la ley de los cuatro elementos. El hombre entra, conforme a esa ley, en

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relación de intimidad con los elementos —el fuego, el agua, el aire, la tierra— a través de -sus peculiaridades temperamentales. Cada hombre de acuerdo con su propio temperamento, tiene un tipo de imaginación de la materia y recíprocamente a cada uno de los elementos corresponde un determinado temperamento personal. De esa manera, según Bachelard, la imaginación desemboca en una especie de metafísica, en una visión del universo hecha por la repercusión de las cosas en nuestra imaginación. “Es un privilegio de las imágenes primarias que estudiándolas se puede desenvolver, a propósito de cada una de ellas, todos los problemas de la metafísica de la imaginación”, dice en la página 209 de La tierra y los sueños del reposo. Obviamente, nuestros sueños dependen también de nuestra familiaridad con los respectivos elementos. Nuestras experiencias personales unidas a nuestro

temperamento

mantienen

con

la

materia

“una

especie

de

correspondencia ontológica”. En su libro El agua y los -sueños, generalizando. Bachelard dice: “El país natal es menos un espacio que una materia: es una piedra o una tierra, un viento o una sequedad, un agua o una luz. Es en él que materializamos nuestros sueños, es por él que nuestro sueño toma su canal sustancial, es a él que pedimos nuestro color fundamental”. En la introducción de El agua y los sueños dice Bachelard: “Nací en un país de arroyos y de ríos en un rincón de la ondulante Champaña”. Cuenta que no conoció el mar sino cuando tenía cerca de treinta años. Y termina sus confidencias escribiendo: “No puedo sentarme junto a un arroyo sin caer en un ensueño profundo, sin ver de nuevo mi dicha”. Bachelard que, cuando en 1962 murió con 78 años, era profesor de la Sorbona y había publicado cerca de veinticinco libros, vivió en la provincia hasta los 21 años. Nieto de un zapatero e hijo de un vendedor de revistas y diarios, fue funcionario de correos hasta los veintinueve años primeros, en Remiremont y después en París. Una vez instalado en la capital, aprovechando

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las horas que le dejaba libres su trabajo, estudió en la Facultad de Ciencias y obtuvo la licenciatura a los veintiocho años. Con humor solía alabar el valor que para una educación filosófica tiene un puesto en una oficina de correos. Tenía un profundo sentido humano. Su abundante barba y sus cabellos blancos como la nieve le daban el aire de un Papa Noel. Frecuentemente fue comparado con Sócrates por su radiante optimismo, por su buen humor y por su amor a lo concreto. Su erudición era asombrosa. Y su inspiración tenía mucho de poético. Sus ideas se entremezclaban con sus recuerdos y los impulsos líricos de su alma embellecían el rigor de su ciencia. SLIS libros sobre los sueños son singularmente atrayentes. Reunió en ellos muestras de la literatura universal que los convierten en repositorios de poesía. Tenía como uno de sus lemas: El mundo es bello antes de ser verdadero. El mundo es admirado antes de ser verificado”. No se interesó Bachelard únicamente por la fenomenología de la imaginación poética. Se preocupó al mismo tiempo por la filosofía de la ciencia. Y sobre este último aspecto de su obra, que permaneció mucho tiempo en la sombra, se vuelven ahora con vivo interés los estudiosos. La ciencia se edifica, según él, sobre un sistema de negaciones. Dice “no” a lo que está abierto a la crítica. Con cada uno de sus éxitos, cambia sus perspectivas de la realidad. La ciencia es forma y reforma. Lo único permanente en ella es “el eterno retorno de la razón”. En el prefacio de El psicoanálisis del fuego dice que la ciencia “desmiente el primer contacto con el objeto”, que está hecho de asombro. “Los ejes de la ciencia y de la poesía son inicialmente inversos”. Sin embargo no son opuestos. “Todo lo que se puede esperar de la filosofía es que haga complementarias las poesías y la ciencia. Que las unifique como dos contrarios bien hechos. Es necesario oponer al espíritu poético expansivo el espíritu científico taciturno”.

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Es que para Bachelard, es una zona menos profunda que la de los instintos primitivos, tiene el hombre -una voluntad de intelectualidad que actúa de modo decisivo en su pensamiento. Esa voluntad produce lo que él ‘llama el complejo de Prometeo que “nos lleva a saber tanto como nuestros padres, más que nuestros padres,-tanto como nuestros maestros, más que nuestros maestros” Ese complejo exige el continuo perfeccionamiento de nuestros conocimientos. “El complejo de Edipo de la vida intelectual”. Hemos dicho que Bachelard tenía una erudición ‘prodigiosa. Amaba los libros en medio de los cuales vivió siempre. Pero amaba más la naturaleza. Nunca dejó de ser el campesino de la Champaña que, como también hemos dicho ya, amaba los arroyos y los ríos tan abundantes en esa región de Francia. En El psicoanálisis del fuego escribió que “prefería perder una clase de filosofía antes que su fuego matinal junto a la chimenea”. Y terminó su libro sobre la tierra y los sueños del reposo diciendo, después de haber hablado de la vid: “El vino —es realmente un universal que suele hacerse singular cuando encuentra un filósofo que sabe beberlo”. Para él, como hemos visto ya, “los pensamientos claros y las imágenes conscientes., los sueños, están bajo la dependencia de los cuatro elementos fundamentales” y “cada uno de estos puede vincularse a un tipo de sueño que comanda las creencias, las pasiones, la filosofía de toda una vida”. En los libros que hemos enumerado al comienzo del presente artículo, Bachelard estudia las manifestaciones de la que él llama la “fuerza imaginante” de los cuatro elementos de la materia: el fuego, el aire, el agua, ‘la tierra. Vamos a referirnos aquí solamente a sus investigaciones referentes a la tierra porque las encontramos relacionadas con ciertas preocupaciones que son peculiares al pensamiento boliviano. Bachelard organizó esas investigaciones en dos grupos bien diferentes. En efecto, según él, las imágenes que brotan de las profundidades humanas frente a la materia terrestre presentan a ésta, tinas veces como resistencia y

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hasta como agresión y, por lo mismo incitando a la acción, mientras que otras veces son sueños de intimidad que ponen de manifiesto los aspectos acogedores de la tierra. Por eso el primero de sus libros sobre la tierra se refiere a los sueños de la voluntad y el segundo a los sueños del reposo. Con las imágenes de la tierra resistente, el martillo, el yunque, ‘la clava, la forja se convierten en potencias cósmicas. Nacen los mitos de los dioses herreros, de los héroes que aplastan hombres y cosas con sus clavas y derriban montañas con sus martillos gigantes o sus hondas. Los poetas ven en el universo “una inmensa forja en que se preparan nuevos mundos”. Bachelard cita a un poeta argentino. “Para Joaquín González dice— una montaña de los Andes es un yunque sobre el cual trabajan cíclopes de mitologías ignoradas”. Recuerda también que en la “cosmología violenta” de los mitos mexicanos los dioses mismos son creados en una forja cósmica”. La suprema expresión de la materia dura es la roca. Imagen de la solidez y de la resistencia, Impasible. Hostil. Amenazante. Para Novalis, “las rocas primordiales eran las más antiguas hijas de la naturaleza”. Bachelard cita también a D.H. Lawrence que decía: “Se comprende fácilmente que los hombres adoren la piedra. No es la piedra. Es el misterio de la tierra poderosa y sobrehumana que muestra su fuerza”. Goethe decía de las piedras. “Tienen una solidez que eleva mi alma y le dan solidez, expresando también que “son maestros mudos que llenan de mutismo a quien las contempla”. La imaginación es llevada fácilmente a los mitos que convierten en piedras a los hombres, los animales y las cosas. Ve paisajes cristalizados. Bosques de basalto. Figuras inmovilizadas en plena marcha. Monstruos que petrifican con solo una mirada. “Ante las ondas de granito que se llaman los Alpes, Víctor Hugo escribe: Un sueño espantoso es el pensamiento de lo que- serían el horizonte y el espíritu humano si estas enormes ondas se pusieran de súbito en movimiento”.

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Los metales, las piedras preciosas, los cristales son sueños del psiquismo terrestre en los que intervienen Otros elementos, el fuego, el agua, el aire. Las piedras preciosas aparecen como poseídas de un fuego íntimo que las anima. Llamas multicolores. Talismanes. Las perlas son imaginadas como la transposición del agua en joya. Para los mitos son rocío solidificado. Las piedras preciosas son asociadas también por la imaginación a los astros que brillan en la noche. A este propósito cita Bachelard a nuestro Padre Alonso ‘Barba que, en su Arte de los metales, dijo: “Parece que las piedras preciosas están destinadas a representar en miniatura el esplendor de ‘loé astros y qué son una imagen de ellos por su finura y por su duración. En el psicoanálisis del fuego, Bachelard recordó que también Novalis, que trabajó en las minas, dijo que el minero era “un astrólogo a la inversa” que en el seno de la tierra sueña con el cielo-que se extiende fuera. De nuestra parte podemos citar la pregunta con que Adolfo Costa du Rels termina el prefacio de su Embrujo del oro: “¿Es la mina un empíreo subterráneo que con mano torpe el hombre pretende despojar de sus constelaciones?”. Bachelard comienza el segundo de sus libros sobre la tierra, que se refiere a los sueños de intimidad, observando que el hombre es “la única criatura” que tiene la ‘necesidad de mirar en el interior de las cosas, aun a costa de destruirlas. “Caigo como un plomo en el corazón de las cosas” decía un verso de Richard Euringer. Lo oculto le atrae. El hombre siente asimismo la fascinación de lo infinitamente pequeño. Las visiones liliputienses son universales. El mundo de lo pequeño adquiere un sentido cósmico. Hamlet decía que colocado dentro de una cáscara de nuez se sentiría señor de un reino sin límites. A ese tipo de imágenes corresponden también las de los hormigueros con su agitación bulliciosa y organizada y las de la química con sus hostilidades y sus afinidades internas.

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Todas esas imágenes valorizan la intimidad sustancial de la materia terrestre. Pero ésta tiene también sus antros, sus grutas, sus cavernas, así como sus pozos y sus minas que estimulan en el hombre los sentimientos de lo secreto, de lo cerrado y sobre todo los del refugio acogedor. Todos ellos se condensan en la imagen de la casa que es por eso un arquetipo. Marie Webb decía: “Para los que no tienen casa, la noche es una verdadera bestia salvaje”. Los sueños de la casa adquieren su mayor fuerza cuando dan la conciencia de que ésta ha dominado a la noche que esta por todos lados como una amenaza universal. Por lo que tiene de refugio, de secreto, la imagen de la casa conduce a Bachelard hacia lo que el llama el complejo de Jonás, el profeta que fue tragado por una ballena y depositado en una playa. Jonás recuerda la experiencia repetida de los peces grandes devorando a los pequeños. Para algunos psicólogos significa el retorno al seno materno. Otros lo vinculan a los procesos digestivos. “Si se va a la fuente —dice Bachelard— no dejará de reconocerse que es siempre la imagen de un ser habitado por otro. Y por lo mismo tiene un lugar en la fenomenología de la cavidad”. La mitología de las cavernas es enorme. Estas tienen también el rango de imágenes fundamentales. Las grutas son miradas como templos naturales. Tienen un lenguaje. “La caverna brama sordamente como un oso sorprendido que se hunde en las últimas profundidades de su cubil” escribe Dumas. La Sibila de Cumas interpretaba los ruidos subterráneos. Y el soñador solitario que tiene la impresión de hablar con los poderes de la gruta, se confiere a sí mismo las funciones del oráculo. No podemos dejar de recordar aquí que Fernando Diez de Medina en su libro Nayjama dice esto: “Absorto en el miraje de tamaña grandeza y variedad, Nayjama oye una voz que brota de la hondura de la tierra”. Los antros parecen también mirar desde el fondo de sus sombras. “Yo soy el ojo de la caverna”, le hace decir Víctor Hugo a su Cíclope. “La caverna —escribe Bachelard—— es más que una casa, es un ser que responde

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a nuestro ser”. Morar en ella es participar en la vida de la tierra, “es entrar en el seno mismo de la tierra maternal”. Bachelard consagra un capítulo entero a las imágenes del laberinto. Este nos da la impresión de sentirnos perdidos. Recuerda las experiencias ancestrales del hombre extraviado en los bosques sombríos y en los vericuetos de las montañas. Engendra las imágenes del descenso a los infiernos mitológicos La imagen del laberinto corresponde a las exploraciones de las cavernas, de las minas, de las redes de esgoto. Todas esas imágenes intensifican según Bacherland el sentimiento de nuestra propia profundidad la conciencia de que nos ocultamos no solamente de los otros sino también de nosotros mismos. La tercera parte del libro sobre los sueños de reposo de la tierra está consagrada al estudio de la serpiente como imagen literaria y mítica. Un resumen de los mitos de la serpiente daría un libro. Ella es Otro de los arquetipos del alma humana. Sale de-la tierra y desaparece dentro de ella. Las raíces que penetran en la tierra como las serpientes son como un árbol invertido el árbol subterráneo. Víctor Hugo dice de ellas que son “el lado tenebroso de la creación”. Bachelard cita de nuevo a Joaquín González que escribe: “‘Las fuertes raíces de los antiguos árboles, ceñidas espiralmente en torno a las rocas nos parecen fabulosas serpientes sorprendidas por la luz y buscando sus cavidades profundas con las contorsiones de la fuga”. El libro termina con un capítulo sobre la uva y él vino de los alquimistas. Para éstos, el vino es la sangré de la tierra. ‘Es el jugo más puro y más sutil que las raíces recogen y que sube por el interior de los sarmientos secos. El vino madura y -envejece en las profundas bodegas. Los poetas cantaron al vino como una sangre vegetal. Para los alquimistas era una fuerza universal, era el oro del sol que entraba en los granos de uva que maduraban. Los poetas ven frecuentemente en tas uvas racimos de topacios o rubíes:

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Esa es la suscinta exposición de las ideas que sobre las imágenes de la tierras desenvuelve Gastón Bachelard, con grande acopio de datos y sobre todo de citas de poetas de todos los tiempos, en las 750 páginas de los dos libros que consagró al tema. Esa exposición, muestra que según el admirable escritor, la imagen recubre de sueños recogidos de los elementos materia— les, nuestros instintos, nuestras aspiraciones, nuestros sentimientos. Nos hacen ver que si nuestro cuerpo está sometido a dichos elementos que, en cierta forma lo modelan, también lo está nuestra alma, revelando así el poder que lo telúrico tiene sobre nuestro ser integralPresencia Literaria. La Paz, 1º de octubre de 1978.

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UNA MISTICA DE LA PIEDRA Roger Caillois es uno de los más eminentes escritores franceses de la actualidad. (*) Miembro de la Academia Francesa, es fundador y director de la revista Diógenes de la Unesco. Enseñó en la Argentina durante varios años. Ensayista brillante, ha publicado numerosos y fascinantes libros que estudian desde la poesía de Saint John Perse y la novela policial hasta las guerras y los sueños. Su libro sobre El hombre y lo sagrado es fundamental para el estudio de las religiones. En mi ensayo sobre los tipos humanos y la historia me he referido a su obra Los juegos y los hombres y a su teoría según la cual la clase de juego predominante en una sociedad define la historia de ésta. “El destino de Esparta —dice Caillois en esa obra— podía leerse en el rigor militar de los juegos de la palestra, el de Atenas en las aporías de los sofistas, la caída de Roma en los combates de los gladiadores y la decadencia de Bizancio en las disputas del hipódromo”. Algunas veces, he utilizado en mis artículos viejos poemas tomados de su voluminosa antología titulada Tesoro de la poesía universal que en 1958 publicó en colaboración con Jean Clarence Lambert. Su último libro, El río Alfeo, que es una especie de autobiografía, le ha valido el Premio Proust 1978. Por unos años la atención de Caillois se movió en torno a las conchas marinas y a las piedras. No le interesaban naturalmente como a un maracologo o a un petrografo que no era. Las estudio corno un esteta que había encontrado en ellas misteriosas combinaciones de formas y de colores y que, sobre todo, descubrió que esas combinaciones teman inquietantes semejanzas con las creaciones artísticas de los hombres. Nunca olvidaré la excursión que una tarde, después de un almuerzo en el Biltmore de La Habana, hicimos juntos por la playa del club recogiendo pequeñas conchas que el mar dejaba en la arena. Caillois me explicó entonces

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que las espirales de las conchas están siempre dirigidas hacia la derecha si bien no faltan algunas que excepcionalmente se tuercen hacia la izquierda. Más tarde, ya en París, tuve el privilegio de conocer el museo que tiene en su casa y en el cual reúne selectos ejemplares de conchas y de piedras de una originalidad y de una belleza excepcionales. En el presente artículo voy a referirme a una de las manifestaciones más interesantes de su pasión por las piedras, cuya singularidad llega a darle la oportunidad para experiencias que, según él, tienen la calidad de una mística. Caillois se ha referido a esa mística y ha hecho su descripción en dos páginas de su libro Piedras aparecido en 1966 y en el prólogo de otro titulado Piedras reflejadas que se publicó en 1975. Y creo útil recordar que tiene además un tercer libro, cuyo título es La escritura de las piedras y que trae las fotografías de una cincuentena de bellísimos ejemplares de piedras en las cuales el azar hizo milagros de líneas y colores. Piedras reflejadas es un conjunto de breves ensayos. Algunos de ellos son verdaderos poemas en prosa. Hablando de los cristales dice por ejemplo: “Los prismas abstractos de los cristales que, como las almas, no hacen sombra le aportan el milagro de una limpidez plana, rectilínea, inalterable”. Otros de esos ensayos son meditaciones en las que puede encontrarse reflexiones corno ésta: “La piedra, situada en el universo en los antípodas del hombre, habla quizás el lenguaje más persuasivo. Ella que dura más que todo lo viviente pero que no lo sabe, recuerda que la perennidad es a ese precio”. Pues bien, en el prólogo de ese libro, Caillois dice lo siguiente: “Con ocasión de una de mis meditaciones sobre las piedras, para definir los estados particulares a los que me llevaba un examen prolongado, arriesgué el término de “Mística”, apartándola de su significación religiosa y dándole como soporte la materia misma. Caíllois tiene así desde un principio el cuidado de despojar a sus experiencias de cualquier contenido religioso. Y es que realmente nada hay en - 157 -

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su espíritu que lo lleve en ese sentido. Lo que distingue su pensamiento es precisamente el hecho de que, reconociendo el carácter sorprendente e inclusive misterioso del mundo y de la existencia humana, los mantiene siempre dentro de los límites de la naturaleza. Lo importante es que, en algunas de sus experiencias con las piedras encuentra Caillois características semejantes a las de las experiencias de la mística religiosa. Inclusive para describirlas cabalmente se le hace necesario recurrir a medios de expresión semejantes a los de ésta. Caillois cree que es posible la existencia de una mística profana, de una mística que carece de sentido religioso. “Persisto, —dice en Piedras reflejadas— llevado por mi experiencia, en defender la posibilidad de una mística sin teología, sin iglesia ni divinidad. Desde luego, las piedras que Caillois le interesan no son las rocas ni los montes, aunque, como el mismo dice “habla de ellas como si se tratara de montañas, de fortalezas, de palacios”. Son las piedras sueltas las que le atraen, los fragmentos que “Caben en una mano”. No estudia sus propiedades físicas o químicas. No es, como hemos expresado ya, un petrógrafo. Las observa como un artista. Las piedras son en ese sentido, para Caillois “depósitos de sueños”. “No me canso de admirarlas una a una” dice. Descubre las policromías que guardan en su interior, con tonalidades agresivas y rutilantes o diluyéndose en extrañas

manchas

nebulosas.

Le

sorprenden

los

dibujos

que

abren

perspectivas caprichosas, simulan paisajes o parecen caligrafías árabes o chinas o escrituras salvajes. Sigue las figuras que parecen ramajes o trazan rigurosas geometrías. Con frecuencia las formas, las estructuras, las figuras alcanzan los planos de una perfección integral. Y no faltan las que tientan a la imaginación con la ambigüedad de sus figuras. Las piedras le sirven así a Caillois como “soportes de ejercicios espirituales” o como puntos de partida “fugas inmóviles pero iluminantes”. Las - 158 -

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observa tratando de explicarse cómo pudieron producir las singulares maravillas que presentan y que no parecen estar de acuerdo con su modo de ser. Los juegos de la meditación y los de los sueños alternan entonces en su espíritu, dependiendo del humor y de las circunstancias. A veces le parece que las peculiaridades de las piedras proceden de impulsos misteriosos. Tiene la impresión de que los colores y los dibujos poseen secretos que se ocultan. Que hay en las piedras “enseñanzas que una milenaria y misteriosa sedimentación ha depositado en ellas”. Que los jaspes y los granitos traen signos de alfabetos que no llegan a ser descifrados porque no se tienen la clave que contienen. Y tratando de encontrar esa clave la mente se pierde en una selva de conjeturas. Otras veces, en cambio, la contemplación de las piedras lo conduce a una especie de identificación con las mismas. “Me viene entonces una especie de excitación muy particular —escribe Caillois en Las piedras—. Me siento adquiriendo un poco de la naturaleza de las piedras”. Es entonces que se produce el estado que, según Caillois, constituye “una especie inédita y paradojal de mística”. No se trata, claro está, de un estado sobrenatural. No se producen transformaciones íntimas. Ni hay transportes inefables”. Pero evidentemente “el alma se siente introducida en la totalidad a la que pertenece”. Es “llevada a disolverse en una inmensidad inhumana” que no es divina sino materia; sólo materia activa y turbulenta, de lavas, fusiones, sismos y orgasmos, de grandes ordalias tectónicas” y a la vez “materia inmovilizada en una muy larga quietud”. Piensa Caillois que para “el vértigo y el éxtasis” es indiferente el objeto que los provoca y que lo importante es el carácter excepcional que tienen, la “privilegiada” experiencia que constituyen. En ellos se consigue “una felicidad fugitiva pero potente, una especie de embriaguez mental”. Y de ellos se

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conserva, al volver a la realidad cotidiana, recuerdos “que permanecen en la conciencia”. En el prólogo de Piedras reflejadas explica Caillois que sabe muy bien que los impulsos que, en los momentos de la contemplación, Iberia a atribuir a las piedras, no son sino proyecciones de él mismo. “No olvido que son espejismos” escribe. Pero eso no hace perder a sus experiencias lo que de específico tienen ni le impiden pensar que la imaginación del hombre es uno de los prolongamientos visibles de la que las piedras presentan en sus signos y dibujos. Por todo ello, como resumiendo su pensamiento, Caillois dice: “No me intereso demasiado en la palabra “mística”. No he encontrado otra, mejor para designar una aspiración y unos estados que me parecen desbordar el mundo de la religión, a tal punto que no estoy cierto de que la postulación que los suscita no sobrepasa a su vez el reino de lo humano, tal vez de la vida”.

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LAS MOSCAS (CUENTO) Hacía más de diez minutos que estaba yo conversando con el prestigioso escritor que tantas y tan importantes cosas ha publicado sobre nuestra época colonial sin haber conseguido de él más que algunas frases convencionales dichas sin entusiasmo ni emoción. Decepcionado iba ya a retirarme de su gabinete de trabajo, cuando se me ocurrió hablarle de algo que había leído en un diario de la mañana. —Sabe usted que acaba de aparecer en los Estados Unidos un libro de Billy Graham titubado Los ángeles, agentes secretos de Dios? El rostro moreno del escritor, lleno de salud y aureolado de abundantes cabellos grises, se animó. ¡Había conseguido por fin romper el hielo! —¿Graham, el predicador norteamericano? —preguntó con interés. —Seiscientos mil ejemplares puestos a la venta. Se espera que el libro sea el mayor best seller del año. El comentó: ¿Por qué no? Después de la boga de El exorcista y de los libros sobre el diablo que han inundado últimamente las librerías. ¿no es natural que las gentes quieran saber algo de los ángeles? —¿No le parece extraño que temas tan anacrónicos atraigan a una época corno la nuestra? —objeté. —El hombre tendrá siempre —dijo él— preocupaciones que están por encima de la ciencia y la tecnología, amigo mío. Los demonios y los ángeles son símbolos. El mal es un misterio, tan atroz para el hombre como es sorprendente la presencia de la bondad y del amor. Tras ese comentario, el escritor me confesó que precisamente en esos días estaba trabajando sobre un tema relacionado con los demonios.

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—Una novela breve. Apenas unas ciento veinte páginas. Se titulará Las moscas —explicó. Le pregunté si tenía algo que ver con la pieza teatral de Sartre del mismo título. —¡Oh, no! —dijo sonriendo—. Me he inspirado en una leyenda de los Anales de Arzans y Vela. Después, para grande satisfacción mía, que veía así tomar cuerpo a mi reportaje, me dijo: Voy a hacerle conocer a grandes rasgos el argumento. He escrito ya las primeras páginas. La acción tiene lugar primero en la sacristía de la iglesia de la Compañía de Jesús en Potosí y después en una celda del Convento. Sacó de una gaveta una pequeña hoja de papel y se puso a leerla: —Era una mañana de noviembre de 1642. En la sacristía no había nadie. Viniendo del templo, apareció un monaguillo. Vestía una sotana roja y una sobrepelliz blanca con finos encajes. Era un muchacho de unos catorce años. Tenía los ojos negros y las mejillas encarnadas por el frío. En la mano derecha traía un incensario que balanceaba para mantener encendidas las brasas. De pronto, un zumbido extraño que venía de la calle llamó su atención. Puso el incensario en una hornacina. Abrió la ventana y se asomó para mirar. Apenas pudo creer lo que veía. Una inmensa nube de moscas flotaba frente a la iglesia. Debían ser millones. Parecían furiosas. Sus ojos diminutos ardían como chispas de fuego, dando a la nube un resplandor cárdeno. El monaguillo cerró la ventana. Despavorido recogió el incensario y regresó al templo. Casi en seguida volvió con un sacerdote. Este parecía tener unos sesenta años de edad. Era alto. Tenía ojos azules y su cabellera muy rala era rubia. Caminaba con dificultad como si un defecto de los pies le impidiera pisar con firmeza. “Mire, padre, mire” dijo el monaguillo llegando a la ventana. El

padre

avanzó

con

la

rapidez

que

le

permitían

sus

pies.

Abrió

cautelosamente la ventana, y cuando puso la cabeza fuera vio la extraña nube, - 162 -

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cuyo resplandor cárdeno se avivó con su presencia como una brasa que el viento soplara. No era la primera vez que el padre se enfrentaba con las potencias infernales. Al llegar aquí, el escritor dejó caer el papel sobre la mesa. —Es todo lo que he escrito hasta el momento —-dijo y sin esperar mis comentarios, prosiguió: —La parte que sigue exigirá de mi mucho cuidado. Tendrá que dar algunas explicaciones. El sacerdote que aparece en la historia era nada menos que el famoso padre Francisco Patiño, personaje legendario de Potosí. Y la historia ocurría en una época en que los potosinos creían que los demonios andaban sueltos por las calles de la ciudad, asustando a las gentes y cometiendo fechorías. El propio padre Patiño los había encontrado varias veces en su camino. Por eso, no le sorprendió demasiado el extraño espectáculo que le ofrecían en ese momento. No pudo evitar, claro está, un estremecimiento. Un vaho fétido llegó hasta el. Pero no tuvo miedo. Sentía más bien repugnancia. “Otra vez los malditos” dijo para sí. Las moscas se movían con rapidez cada vez mayor dentro de la nube y el zumbido que producían se hacía más intenso. El padre Patiño, impaciente, les preguntó: “¿Qué queréis ahora?”. La nube se inmovilizó al oírle. El zumbido paró. Una voz extraña, sorda como si viniera de una profundidad misteriosa y que en realidad salía de los millones de bocas de las moscas, le respondió: “Buscamos al pecador que está en el convento para llevarlo a los infiernos”. El padre se sintió chocado. Tuvo un primer impulso de decir a los demonios que su pretensión era absurda. Pero miró la nube cárdena que ocultaba el cielo y que parecía palpitar y comprendió que cualquier intento de explicación sería inútil. —¡Fuera de aquí malditos! —gritó— ¡Fuera de aquí! Las moscas se arremolinaron furiosas. Insistían: —¡Es nuestro! ¡Es nuestro!

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Por toda respuesta el padre, con un gesto de repulsión cerró la ventana y acompañado por el monaguillo que había asistido atónito a la escena, salió de la sacristía para ir a su celda que estaba al otro lado del convento. —Ese fue un grave error del padre Patiño —comentó el escritor. ¿Error? ¿Por qué? —pregunté sorprendido—. La discusión no habría llevado sino a la confusión. Para discutir hay que tener buena fe. Se supone que los demonios no la tienen. El padre Patiño estaba en lo cierto. —Se engaña usted. El menosprecio indigna a veces más que una franca agresión. Humilla y enfurece. La actitud del padre Patiño no sólo exacerbó el odio que le tenían los demonios sino que los llevó como veremos luego al deseo de matarlo. Llegado a su cuarto, el padre abrió la ventana que daba sobre una silenciosa callejuela lateral. Una bocanada de aire fresco entró junto con un brazo de sol. Se sentó junto a su mesa de trabajo sobre la que había libros abiertos, un tintero con una pluma y papeles con anotaciones. Tenía mucho que hacer esa mañana y se puso a la tarea. El escritor interrumpió nuevamente su narración. —Antes de seguir adelante —expresé-—— es necesario que le diga a usted quien era el padre Patiño. Señaló unos libros viejos que estaban sobre su escritorio. —En estos libros se narra su vida y se da cuenta la de sus virtudes evangélicas. Parece que el propio padre escribió Otro titulado Conversión de pecadores. No he podido hallarlo. Pero, por los que están aquí, sé que fue un predicador excepcional. Dedicaré varias páginas de la novela al estudio de su personalidad y de sus ideas. Potosí era entonces llamada la Babilonia del Perú. La riqueza hacía allí todas sus ostentaciones y exhibía a la vez sus depravaciones más ominosas. Violencias, robos, asesinatos se cometían todos los días en sus calles. El mal parecía ser la condición natural de la existencia. Pues bien, el padre Patiño se abstraía de esa turbulencia. Pensaba que no debe atacarse directamente al mal porque así sólo se despierta sus impulsos. - 164 -

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La única manera, a su juicio, de mejorar a los hombres era mostrarles la imagen del bien, con hechos o con palabras. Y así, sin lamentaciones, sin invectivas, sin amenazas, el padre hablaba de la fraternidad, de la bondad, del amor. En la iglesia de la Compañía de Jesús las gentes de Potosí se apiñaban para cine cuando subía al púlpito. Sus sermones devolvían a esperanza a quienes o escuchaban y producían conversiones que todo el mundo comentaba en la ciudad. En la mañana de nuestra historia estaba justamente preparando una homilía que esa noche tenía que hacer con motivo de una festividad religiosa. Se absorbió en la consulta de los libros que se hallaban en la mesa. Tomaba notas. Iba completando el plan. Pues bien, mientras trabajaba, las moscas que él había dejado llenas de cólera frente al templo, que habían estado buscándolo y que finalmente descubrieron su paradero, comenzaron a llegar a la celda. Entraban por la ventana abierta y posándose en las paredes y en los muebles, se quedaban quietas como esperando algo que estaba en la inminencia de ocurrir. Sumergido en su trabajo, el padre no se dio cuenta de lo que sucedía hasta que en cierto momento advirtió que la luz que llegaba por la ventana se debilitaba. Era una penumbra extraña a esa hora. Puso los papeles de lado y se levantó. Los muebles y las paredes, cubiertos por millares de moscas, tenían un color parduzco. Los ojos diminutos de los insectos parecían brillar con más intensidad que nunca. Fue hacia la ventana y vio que el oscurecimiento que le había llamado la atención se debía a que la nube de moscas envolvía ahora todo el convento. El padre se sorprendió al verlas. Casi las había olvidado. Le pareció que esta vez su número era infinito. Gran parte de ellas estaba posada sobre las paredes del templo formando una especie de costra temblorosa. Cuando él apareció en la ventana, el silencio que había reinado hasta ese momento fue roto. Se produjo un zumbido ronco y en seguida la voz de las moscas que parecía venir de remotos abismos, reclamo nuevamente pero esta vez en tono amenazador: “¡Entréganos al pecador o morirás! ¡Es nuestro!”. - 165 -

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Interrumpí aquí la narración para preguntar: —El pecador reclamado por los demonios debía tener algo de muy singular para ser tan reclamado por los demonios. ¿Cuál era su culpa? —Tenía una morbosa animadversión para con su hermano menor. Lo odiaba porque desde su infancia éste se ganaba las simpatías de todo el mundo, relegándolo a él a un oscuro plano. No se contenté con quedarse con todos los bienes que el padre de ambos había dejado al morir sino que lo trataba como a un esclavo. Le dio por morada una casucha junto a uno de sus ingenios. Parecía vivir sólo para satisfacer ese rencor. No se había casado. No asistía a fiestas. Y, cuando montando en su hermoso caballo, pasaba por las calles, enhiesto, ojeroso, con la mirada perdida en la distancia, las gentes que conocían sus sentimientos, tenían la Impresión de ver al propio demonio de la envidia. Era sin duda merecedor de los infiernos. Pero en la víspera se había producido en el un cambio que precisamente lo había llevado al convento. —¿Algo relacionado con su hermano?— pregunté. —Si, referente a él. Una cosa increíble e inesperada. Poco tiempo antes lo había mandado a una mina recién descubierta en Lípez para que comenzara a explotarla. Pues bien, en la noche anterior supo que había egresado a la ciudad sin su permiso. Indignado, fue a buscarlo. Abrió de un puntapié la endeble puerta de la casucha y penetró en el cuarto apenas iluminado por una vela. En la penumbra vio al hermano levantándose’ como un fantasma y moviendo las manos para caminar como si palpara las sombras. Pensó que estuviera ebrio. Pero cuando se aproximó a él, lleno de ira y dispuesto’ a agredirla, descubrió que estaba ciego. Una explosión le había quemado los ojos, hiriéndole, además la mano izquierda. La inesperada revelación fue como un rayo. Tuvo la desnuda impresión de haber sido él el autor del terrible accidente. Le pareció que el explosivo había sido preparado por sus manos. El sentimiento de culpa se apoderó violentamente de él. Sin saber cómo se halló de repente a los pies de su hermano llorando. El pasado de odio se disolvía en - 166 -

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una mezcla de arrepentimiento y de ternura. Lo abrazó. Lo llevó a su casa. Apenas abiertas las puertas de la iglesia de la Compañía’ buscó al padre Patiño que en esos momentos estaba haciendo penitencia en una de las celdas del convento. —Si el pecador se había arrepentido, ¿cómo podían los demonios exigir su entrega? ¿Acaso ignoraban lo ocurrido? —pregunté yo. Por la obstinación con que lo reclamaban era evidente que los demonios nada sabían de lo que había pasado. Además, la actitud desdeñosa del padre los había enfurecido y estaban dispuestos a cualquier cosa para obligarlo a ceder. El padre no se intimidé con la’ amenaza. Por el contrario, imperioso, les gritó: “¡Fuera de aquí, imbéciles! ¡Ese hombre no será jamás vuestro!” La increpación del padre me como la señal del ataque. Parecía que de pronto, las paredes del templo se desmoronaban. Con un tumultuoso ruido, la nube de moscas se precipitó por la ventana abierta, sumándose a las que estaban dentro de la celda. En vertiginosa avalancha, cayeron sobre el padre sin darle tiempo para escapar. Aturdido, él trató de defenderse a manotazos. Pero el número de las moscas crecía por instantes. La masa fofa y nauseabunda de los minúsculos monstruos lo cubría con rapidez y violencia. Cerró la boca para evitar que entraran por ella. Se le metían por las narices, por los oídos. Apenas podía respirar. Sintió que no aguantaría sino unos instantes más, sofocado por la masa seca que lo envolvía. Pero en el momento en que el pánico parecía adueñarse de él, un resplandor de lucidez llegó a su cerebro. Concentró su pensamiento en Dios y mentalmente formuló la súplica desesperada: “Dios mío, no me abandones”. Súbitamente la masa que lo asfixiaba fue arrancada del cuarto, como si una gigantesca fuerza de succión la llevara fuera de un golpe. El cuarto quedó en un instante limpio de insectos. El’ padre Patiño caído en el suelo, se incorporé con dificultad. Todavía trémulo, se aproximé a la ventana y respirando a pleno pulmón el aire fresco consiguió rehacerse. Entonces pudo ver que la nube de las moscas frustradas e - 167 -

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impotentes, con una velocidad increíble, retrocedía hasta perderse en la inmensidad del cielo diáfano y tranquilo que nunca le pareció tan bello. Cuando dejé el gabinete del escritor comenzaba ya a oscurecer y llegando a casa, me puse a escribir lo que acababa de oírle a fin de ser lo más fiel posible a sus palabras. (Presencia Literaria. La Paz, 4 de julio de 1976).

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EN TORNO A RODO Escritorio en casa de Fernando. Estantes llenos de’ libros. Una mesa cubierta también de libros. Dos sillones. Un tocadiscos. Entran Fernando y su amigo Manuel, hombres ya maduros, amantes de la conversación. FERNANDO.— Siéntate. Manuel. Necesitamos un descanso después del paseo que acabamos de hacer. Manuel se pone a mirar los libros de uno de los estantes, mientras que Fernando se aproxima al tocadiscos. FERNANDO.— Oiremos un poco de música. Toma un disco y lo coloca en el tocadiscos que deja escuchar una pieza ejecutada al piano que, durante fa conversación se oirá en sordina. FERNANDO, refiriéndose a la pieza.— Es la Pavana para una Infanta Muerta de Ravel. Hace mucho tiempo, mi hermana que toca el’ piano, estudió, durante varios días, esa pieza. Precisamente en dos días yo leía las obras teatrales de Maeterlink que me habían llegado de París. Y todas las veces que oigo la pieza me siento transportado, treinta años atrás y veo de nuevo los personajes creados por el poeta belga: la princesa Malena, Tintagiles... Fernando se sienta en uno de los sillones y escucha la música. Manuel saca un libro de uno de los estantes y se vuelve hacia Fernando. MANUEL.— Voy a aprovechar la oportunidad para hacerte una pregunta que se me ocurrió cuando leí por primera vez este libro tuyo y acerca de la cual nunca pude hablarte.

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FERNANDO.— ¿Después de tanto tiempo? ¿De qué se trata? Manuel hojea el libro buscando una determinada página. Cuando la encuentra la lee para si y después se sienta en el sillón que está vacío. MANUEL.— Es algo que está contenido en pocas líneas y que parece que hubieras escrito sin darle importancia. (Abre nuevamente el libro y señala una página). Refiriéndote a la época en que dominaba entre nosotros el positivismo dices que en esa época se rendía un culto a la juventud y que todos los intelectuales anhelaban llegar a’ ser llamados maestros de la misma. FERNANDO.— ¿Qué te extraña en esa observación? MANUEL.— Me parece que hay en ella una intención’ irónica. Es como si hallaras que la juventud se convirtió en una especie de ídolo que dispensaba sus favores a quienes lo adulaban. FERNANDO, ríe.— Claro que no se trata de eso, Manuel. ¿Crees acaso que las primeras canas que aparecían en mis sienes cuando escribí esas líneas hicieron que me sintiera desdeñoso para con la juventud a la que ya había dejado de pertenecer? Sería un error. Si te empeñaras en atribuirme algún sentimiento impropio con respecto a ella podría ser quizás el de la envidia. Envidia

de

su

fuerza,

de

su

espontaneidad,

de

la

limpieza

de

su

enfrentamiento con el mundo que es cada día nuevo. Envidia, sobre todo, del tiempo que tiene por delante, que es su mayor bien, y que le ofrece la oportunidad de hacer muchas cosas. Pero ni siquiera eso siento, Manuel, porque sé que cada edad tiene sus propias riquezas. Aunque, no puedo negar que algunas veces repetí con emoción los versos que Rubén Darío escribió cuando se dio cuenta de que la vejez lo acechaba. ¿Los recuerdas?

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FERNANDO y MANUEL, al mismo tiempo.— Juventud, divino tesoro, ¡Ya te vas para no volver! Ríen ambos de la imprevista coincidencia en el recuerdo. MANUEL.— ¿Por qué entonces esas palabras que muestran tu desacuerdo con el hecho a que se refieren? FERNANDO.— No había en ellas sino la referencia a una circunstancia histórica, a una actitud que en el segundo tercio de nuestro siglo dominé no sólo en Bolivia sino en toda la América Latina y que atribuía a la juventud toda la responsabilidad de la vida pública, particularmente en el campo político. Un escritor peruano, famoso en ese tiempo, Manuel González Prada, la sintetiza en una fórmula que tuvo inmensa resonancia y que decía: “¡Los viejos a la tumba, los jóvenes a la obra!” MANUEL.— La recuerdo muy bien y te confieso que me entusiasmó cuando yo era un muchacho. FERNANDO.— Esa actitud tuvo una de sus expresiones más atrayentes y al mismo tiempo más ambiguas en el libro titulado Ariel del uruguayo José Enrique Rodó que durante un tiempo fue el evangelio de los jóvenes de la América Latina. MANUEL.— Yo sabía de memoria páginas enteras de ese libro. FERNANDO.— Rodó pensaba que la historia era un cambio constante, en que nada permanecía. “Renovarse es vivir” era uno de sus postulados. La humanidad era para él como Proteo, el hijo de Neptuno que tomaba las más variadas formas sin fijarse en ninguna. Para Rodó la vida estaba hecha de - 171 -

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esperanzas incumplidas, de promesas que no se realizaban pero que se reemplazaban incesantemente. Pues bien, los agentes, los cambios de las incesantes sustituciones eran para él los jóvenes. Eran éstos que las provocaban. Repetía la frase de Renán que decía: “La juventud es el descubrimiento de un horizonte inmenso que es la vida”. Por eso le reconocía un carácter sagrado. La juventud es “una fuerza bendita”, escribió. E inclusive hallaba que el hecho de hablarle era un género de oratoria religiosa. MANEL.— Yo creo que estaba en lo cierto. FERNANDO.— La concepción que Rodó tenía de la historia era romántica. Pero la historia no es sólo esperanza. Los hombres, claro está, ponen la mirada en el futuro hacía el cual van, pero sobre todo viven en el presente que es obra de ellos. La historia es el resultado de la acción de las generaciones que se suceden en el tiempo. El hombre maduro y también el anciano le dan sus propias contribuciones, como la juventud le da la suya. Rodó exageraba, pues, cuando quería hacer de ella el protagonista de la historia. Y él mismo se encargó de mostrarlo de manera bastante elocuente. Pues su libro Ariel llevaba a la conclusión de que la juventud no valía sino en cuanto estaba al servicio de alguien que no era ella misma. MANUEL.— ¿Al servicio de quién? FERNANDO.— Recuerda que Rodó comparaba a la juventud con una “pobre enagenada” que creía que cada día era el de su boda. A cada aurora, escribía Rodó, “ya sin el recuerdo del desencanto pasado, murmurando: ‘es hoy cuando vendrá’, volvía a ceñirse la corona y el velo y a sonreír en espera del prometido”.

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MANUEL, después de un silencio.— ¿Sabes que esa comparación que me parecía muy bella, ahora que la recuerdas me desconcierta? FERNANDO.— Es evidente que, con eso, Rodó quería hacer ver lo que en ¡a juventud había, según él, de más conmovedor, esto es la candorosa persistencia con que, a pesar de todas las decepciones, se mantenía en el ensueño, en la “sublime terquedad de la esperanza”, como él dice. Pero Rodó no se dio cuenta de que con eso mostraba que la juventud no tenía significación por sí misma. Es en esto que radica la ambigüedad que, como he dicho había en Ariel. MANUEL.— No veo la ambigüedad de que hablas. FERNANDO.— Después de haber cantado la capacidad de esperanza de la juventud, Rodó acababa haciendo ver que esa capacidad se reducía a saber aguardar, a desear, como la novia ilusa, a aquel que era el “prometido”, sin el cual la juventud no pasaría de ser un “juguete de su sueño”, según sus palabras. MANUEL.— ¿No te parece lógico que así sea? FERNANDO.— Lo único lógico en todo esto es que para Rodó lo realmente importante no era la juventud sino el advenimiento de aquel que tendría la misión de guiarla. Su valor consistía en su receptividad para el mensaje definitivo, para la palabra persuasiva, para la simiente, en fin, que aquél pondría a germinar “en el terreno generoso que es el espíritu de la juventud”. En otros términos ésta le parecía admirable por su disponibilidad para con el guía, por su sumisión al ungido. No te olvides que Otro de los

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libros importantes de Rodó que no alcanzó la fama le Ariel, se titulaba precisamente El que vendrá. MANUEL.— ¿Es que puede haber otra manera de que el saber y la cultura se difundan? FERNANDO.— Yo creo que el verdadero maestro no es aquel que trae un credo que deba ser aprendido. Ese camino desemboca en la necesidad de las ideologías que uno debe aceptar so pena de convertirse en “despreciable gusano”, digno sólo de ser eliminado. El verdadero maestro no es aquel que se considera dueño de la verdad sino el que enseña a buscarla. Es aquél que sabe que la duda es el principio de todo conocimiento. Es el que reúne a los hombres, no para adoctrinarlos y convertirlos en su propio pedestal, sino para dialogar con ellos y buscar con ellos la verdad. Manuel coloca el libro en su estante. MANUEL.— Yo creo que abultas demasiado tus recelos con respecto a las consecuencias del amor de Rodó por “el que vendrá”. Se diría que ves en él el espectro de los terrorismos intelectuales de nuestros días. La verdad es que los hombres necesitarán siempre guías. Pero de todos modos, después de tus explicaciones veo que aquello que me parecía que habías escrito descuidadamente responde a arraigadas convicciones tuyas y me he dado cuenta también de lo que hay de contradictorio en exaltar la juventud para luego mostrar que está destinada a obedecer a un guía. Vuelve a oírse nítidamente la música del tocadiscos.

Presencia Literaria. La Paz. - 174 -

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ENTREVISTA DE “EL DIARIO” DE LA PAZ 28 de abril de 1968.

Espíritu sereno, ponderado, Guillermo Francovich es un intelectual puro. Si ejerció funciones diversas, distintas a su vocación, fue accidentalmente o por imposición de las circunstancias: diplomático, Rector de la Universidad de Chuquisaca,

candidato

a

la

vice-presidencia

de

la

República.

Pero

esencialmente, Francovich es un hombre de pensamiento, un cultor de la filosofía y un escritor de renombre continental. Armonizan en él bondad diáfana e inteligencia esclarecida. En un medio de pasiones encendidas, es un raro espécimen de comprensión y tolerancia, de equilibrio juicioso y acaso por ello se sustraiga a la pasión enconada de los negadores. Vive voluntariamente alelado del país, sin que ello importe su desvinculación, pues continúa honrándolo con su talento puesto al servicio de la cultura. Cree, como Renán, que se llega a la aristocracia por el desprecio de todo lo que es bajo y vil. Estas son sus respuestas a nuestro cuestionario: ¿Es verdad que ha comenzado usted a escribir sus memorias? Estoy muy interesado en el presente y tengo demasiada curiosidad por el futuro para volverme hacia los recuerdos. Acaso lo intente más tarde. En ese caso, más que referirme a los incidentes de mi vida personal, me gustaría hacer ver en todo su deslumbrante dramatismo, el contraste entre los tiempos de mi juventud y los actuales. He visto, sin duda, cambios impresionantes. Era muchacho cuando, lleno de asombro, vi, por ejemplo, aparecer en Sucre el primer automóvil humeante y años más tarde, descender de los cielos un desorientado avión. El mundo estaba entonces manejado por Inglaterra. Francia, Rusia y Alemania. La idea de una organización internacional como las - 175 -

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Naciones Unidas era tan utópica como lo eran los vuelos a la Luna o la desintegración nuclear. El medio siglo, pasado está lleno de proezas que justifican sin duda todos los entusiasmos. Pero he sido también testigo de hecatombes y devastaciones espantosas. Millones y millones de hombres masacrados,

torturados

subversiones

de

y

desarraigados

dimensiones

antes

en

persecuciones,

inimaginables;

odios

guerras surgidos

y de

profundidades insospechadas del alma; déspotas, sanguinarios cuya crueldad ofusca a los de pasadas edades: ideologías feroces; el asesinato convertido en institución y la amenaza de la destrucción atómica flotando sobre las cabezas de todos los hombres. Es una época inmensa, en sus virtudes y en sus crímenes, espejo gigante del alma humana, desgarrada siempre por sus contradicciones. ¿Le parece a usted que el hombre está condenado a la eterna contradicción? ¿No cree usted que los pueblos pueden acabar de una vez por todas con sus problemas? Cuando era estudiante llegué a ser víctima de esa tremenda falacia. Era la época en que el liberalismo, después de haber gobernado durante veinte años, se aproximaba a la caída. Una oposición vehemente lo hacía responsable de todos los males nacionales y aseguraba que con su eliminación se salvaría el país. Con entusiasmo me puse al lado de ella. Formé inclusive’ parte de Un periódico estudiantil que se llamaba nada menos que “La Bomba”. Cuando la revolución se produjo y el último presidente liberal tuvo que asilarse en una embajada, creía que había llegado el milagro. Fue una explosión de júbilo, un revuelo de esperanzas, que compartí con todo el mundo. Pero la alegría duró poco. La aventura terminó con la implantación de un régimen de puro tipo caudillísta. De hecho el país que había vivido uno de sus más largos períodos de paz y de relativo progreso, volvió con breves intermitencias, al sistema de vida en que se había arrastrado durante el siglo anterior. Vinieron, después, - 176 -

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conspiraciones, dictaduras, violencias, cuartelazos, que unidos a la guerra del Chaco, acabaron hundiendo al país en la desmoralización y la pobreza de las cuales está penosamente tratando de salir. En realidad, la promesa apasionante se deshizo en desorden y en nuevos sufrimientos. Entonces comen-ce a comprender que los hombres tienen que ganar y merecer su pan y su libertad todos los días, que nada se hace para siempre y de una vez y que el progreso es el producto de un esfuerzo continuado y persistente. De modo que usted no cree en la eficacia de las revoluciones. La verdad es que la revolución no es factor de progreso humano, como no lo es la guerra, aunque es evidente que a veces la una y la otra, a pesar de sus

crímenes,

estimulan

ciertas

iniciativas

y

contribuyen

a

acelerar

transformaciones que estaban en potencia. La revolución, como la guerra, es indudablemente necesaria en determinadas circunstancias. Los abusos de grupos o personajes oficiales o el anacronismo intolerable de las instituciones hacen a veces inevitable el retorno de la violencia para el reajuste político y social. La violencia organizada provoca la irrupción de una violencia eventual que la elimina. Pero la revolución no constituye, ni puede convertirse en un sistema permanente de vida, como pretenden algunos en nuestros días. Es Un factor de remoción. La revolución es en lo social lo que la cirugía en la vida de los individuos. La intervención quirúrgica es indispensable en determinadas enfermedades. Pero no puede ser un tratamiento permanente. No se puede vivir con las carnes siempre abiertas. Nuestro país tiene en ese sentido una experiencia que es definitiva. Y es de esa experiencia, de su angustiante y dolorosa hondura, que nace mi repugnancia por ‘el revolucionísmo. Si las revoluciones fueran capaces de crear algo, Bolivia sería uno de los países más prósperos del mundo, pues es uno de los que más revoluciones ha realizado en la historia. - 177 -

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Sin

embargo,

los

revolucionarios

dicen

que

hay

revoluciones

y

revoluciones. Cada revolucionario se declara a sí mismo el único, el auténtico, el providencial. Para él, la suya es la efectiva y verdadera revolución. Las demás no son más que disturbios, pronunciamientos o traiciones que deberá desdeñarse o aplastarse. Por eso el cráneo de Trotski fue partido por un hacha. Siempre existe la posibilidad de ser más brutal y más radical o más mistificador o más fascinante que otro. Pero la naturaleza de la revolución es muy precisa. Es siempre un cambio violento que sustituye un grupo de dirigentes por otro dentro del Estado. Las características del grupo vencedor su capacidad de destrucción, la coherencia de su ideología, el grado de su virulencia pueden variar, el número de las víctimas puede ser mayor o menor, sin mudar la esencia del fenómeno. Una revolución es siempre la sustitución forzada de un gobierno con las consiguientes mudanzas de personas, de instituciones y de estructuras. La revolución significa pues, por eso, ante todo, violencia. Violencia en los hechos. Violencia en las pasiones. La revolución destruye, elimina, física y moralmente, todo lo que se le opone. Es una forma de guerra. Sus agentes tienen que ser despiadados. Según Bakounine el revolucionario sólo tiene un interés, una sola pasión, es enemigo implacable del orden existente y ‘sólo vive para destruirlo. Lenin decía, por su parte que la revolución como la guerra es una organización cien-‘tífica del terror. De ello se sigue que la revolución no solamente no necesita sino que repudia, la ponderación el equilibrio, la razón. El odio y la crueldad son sus resortes. Por la esencia misma de su acción tiene que ‘valerse de los violentos, de los inescrupulosos y hasta de los criminales, porque son duros y no se paran en pequeñeces para defender una situación. Consiguientemente y de modo inevitable la revolución tiene que darles a estos las correspondientes recompensas en privilegios y en influencias. Como decía el propio Bakounine, es correcto todo lo que favorece a la revolución y malo lo que puede - 178 -

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comprometerla. Es el supremo criterio moral. Se puede aceptar que tal estado de espíritu se imponga eventualmente para conseguir un cambio urgente. Pero que se trate de convertirlo en sistema político es absurdo. Las revoluciones que se vuelven permanentes dan la prueba más terminante de su fracaso. Pues una revolución efectiva y necesaria destruye el de-desorden contra el cual se insurge y establece en seguida el nuevo orden que anhela. Si la actitud revolucionaria se mantiene indefinidamente, quiere decir que ella no ‘ha logrado lo que se proponía. Si una revolución eterniza las policías políticas, las torturas, y los campos de concentración, si organiza formidables equipos militares y busca aventuras exteriores para obcecar al pueblo, si exorciza la libertad de los individuos y fomenta la intolerancia, es porque no tiene bases naturales. Privada de tales recursos se desmoronaría mostrando su carácter precario. ¿ Cree usted posible que en Bolivia desaparezcan las revoluciones? Infelizmente, creo que la ambición, la codicia y la ingenuidad tanto como los

abusos

del

poder

pueden

seguir

provocando

entre

nosotros

las

sustituciones violentas de la autoridad. Además, no es siempre la razón la que decide de los acontecimientos humanos. Pero es necesario que quienes creen todavía en las virtudes de la violencia se den cuenta de que en nuestro país el revolucionarismo no ‘ha hecho sino daño. Conocemos su ‘protervo y engañoso rostro. Sabemos cuales son los privilegios que se otorgan a sí mismos sus exponentes. Después de la abrumadora experiencia parece increíble que ‘haya todavía quienes piensen que el país necesita de más revoluciones con nuevos rótulos. No son revoluciones lo que hace falta en Bolivia sino crear trabajo, crear fuentes de producción, estimular el crecimiento de capitales, educar, dar oportunidades para que los jóvenes no tengan que cruzarse de brazos o emigrar al extranjero come lo vienen haciendo en proporciones cada vez más - 179 -

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alarmantes. Hace poco estuve en Jujuy, donde tina autoridad responsable me dijo que la mitad de la población de la provincia estaba compuesta de bolivianos. No es de más revoluciones que necesitamos. Las deficiencias del país no pueden ser corregidas por la violencia. No hay fórmulas mágicas. No hay decretos milagrosos. No se puede tener nada si no se produce. No se le puede pedir al Estado lo que no se le da. El bienestar de los pueblos se hace a base del perseverante esfuerzo de los mismos. La política no debe ser una aventura. Es el arte de armonizar los propósitos con las posibilidades reales y las posibilidades crecen con el trabajo, él estudio y la cooperación de todos. Esas son verdades de Perogrullo, que los demagogos quieren olvidar pero que se nacen cada vez mas obvias. El mundo es día a día más complejo y debe ser manejado con creciente cuidado técnico. La civilización está tomando nuevas formas que todos los hombres tienen que contribuir a precisar. Se necesita para ello audacia, imaginación y sobre todo espíritu creador. En Bolivia todo está por hacer. Nuestra juventud tiene un inmenso campo para mostrar su natural dinamismo, su capacidad creadora, no destruyendo más todavía, sino abriendo su mente a las nuevas promisoras posibilidades del mundo y desenvolviendo las potencialidades del país que aún están inexplotadas. ¿ Confía usted en el progreso de Bolivia? Los especialistas encargados de estudiar la marcha de la humanidad, no como

demagogos

o

profetas,

sino

en

términos

de

racionalización

y

planificación, basándose en cálculos científicos y datos estadísticos, prevén que en la próxima generación el desarrollo económico y social se intensificará en todo el mundo, con el consiguiente aumento de bienestar, y que habrá una integración económica cada vez mayor entre los pueblos pequeños y los grandes. Nuestro país tendrá que entrar, a pesar de sus renuencias, en ese movimiento universal. La profundidad de su participación en él, dependerá de la capacidad que habrán adquirido sus dirigentes y de la disciplina social del - 180 -

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pueblo. Los problemas serán vistos cada vez más dentro de grandes perspectivas continentales y regionales, superando nostalgias e ideologías de otros tiempos. Habrá que familiarizarse con los métodos de cooperación e integración internacionales, mirar hacia las nuevas ideas y no hacía consignas arcaicas, extender y profundizar nuestra cultura. ¿ Cómo aprecia usted la cultura boliviana? En principio, la cultura es el conjunto de los elementos por los cuales un país manifiesta la conciencia de si mismo y la razón de su ser. Es un patrimonio espiritual. Da sentido a la existencia, define los valores y las ideas de los pueblos. Por eso la cultura es tan importante. Por eso los productores de cultura son tan respetados. Cuando ella desaparece el pueblo se desmorona. Los grandes genocidios comienzan matando los ideales de los pueblos y destruyendo sus valores. La -cultura boliviana tiene sus bases en la cultura occidental, cuyos elementos esenciales provienen de Grecia de Roma y del Cristianismo. De Grecia recibimos la necesidad del saber, que le permite al hombre conocer el mundo y someterlo a sus propios fines. Roma nos enseñó que los hombres deben estar sometidos, no a la fuerza ni a la arbitrariedad despótica, sino al derecho. El cristianismo revela que el hombre es sagrado, que cada individuo tiene la dignidad de un hijo de Dios. A esos elementos fundamentales se suman en Bolivia las supervivencias indígenas, que dan a nuestra alma matices peculiares y originales. Bolivia debe madurar y profundizar su cultura mediante el conocimiento objetivo de su propia realidad la protección de las libertades individuales fundamentales, el establecimiento de una solidaridad que compense las desigualdades naturales de los hombres y sobre todo tratando de incorporar al progreso los sectores de nuestro pueblo sumidos ancestralmente en la apatía, la ausencia de aspiraciones y la sumisión.

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ORFEO NEGRO De acuerdo con el conocido mito griego, Orfeo cuya lira encantaba a los seres humanos y a las bestias, era el esposo de Eurídice. Un día ésta, cuando huía del pastor Aristeo que la perseguía, fue picada por una serpiente y murió. Orfeo obtuvo de los dioses que ella saliera de la región de los muertos, con la condición de no mirar hasta que hubiera llegado a la superficie de la tierra. Infelizmente, Orfeo no pudo resistir al deseo de verla y volvió la cabeza, perdiéndola así para siempre. Orfeo inconsolable, fue más tarde despedazado por las mujeres de Tracia furiosas por el desdén que había mostrado para con ellas. En 1959 fue famosa en el mundo una película del cineasta francés Marcel Camus titulada Orfeo negro que convirtió el mito griego en una tragedia brasileña. Para hacer la película, que fue considerada por la crítica una obra maestra del cinema poético, Camus se inspiró en la pieza teatral Orfeo da conceicao del poeta Vinicius de Moraes. La película, más que una transposición de la obra teatral, fue una apoteosis del carnaval carioca. En ella, con ocasión de una de las celebraciones de la fiesta, un Orfeo y una Eurídice negros, bajados de las fabelas al asfalto caliente de la ciudad de Río de Janeiro se enamoran. Se encuentran, se pierden, vuelven a encontrarse en el torbellino creado por la danza y la música carnavalescas, cuya intensidad crece incesantemente. Eurídice, perseguida por un hombre que lleva el disfraz de la muerte, acaba muriendo. Pero no fueron Vinicius de Moraes ni Marcel Camus quienes primero aproximaron el mito de Orfeo a la raza negra. Fue Jean Paul Sartre. En 1948, Sédar Sanghor, como es sabido, notable poeta senegalés y actualmente presidente de su patria, había organizado una antología de la nueva poesía negra de expresión francesa. Senghor presentaba esa-poesía como una contri-

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bución del África al humanismo universal y sobre todo, como una afirmación de lo que él llamaba la negritud. Jean Paul Sartre fue invitado por Senghor para hacer el prefacio del libro. Y lo hizo con el brillo y la profundidad que le son habituales, escribiendo, con el título de Orfeo Negro un estudio que tuvo grande repercusión cuando apareció y que se publicó precediendo la antología de Senghor. ¿Qué relación pudo el filósofo francés haber encontrado de común entre los poetas negros de la actualidad y el mito helénico? Hizo de Orfeo el símbolo de la poesía africana. En las cuarenta páginas de su estudio, mostró que los poetas de la antología eran orféicos porque buscando la negritud que para ello era su Eurídice la perdían, como Orfeo, precisamente en el momento de encontrarla. Tratemos de explicar la singular interpretación. Sartre comenzó señalando algunas características de la poesía africana. Observó, desde luego, que los poetas de la antología se esforzaban por escapar a la prisión en que la lengua extranjera los tenía encerrados y que con ello producían una poesía revolucionaria, “acaso la única poesía verdaderamente revolucionaria de nuestros días”. En efecto, no pudiendo prescindir de esa lengua, la modificaban, la sometían a mudanzas tales que la obligaban a convertirse en un instrumento dócil de sus ansias de liberación y de su necesidad de expresarse como seres humanos. Pero lo que a Sartre le pareció más importante fue la preocupación de los poetas negros por hallar, por definir su propio ser, el esfuerzo que hacían para descubrir y al mismo tiempo para hacer realidad aquello que constituía la negritud. En ese esfuerzo seguían, según Sartre, dos caminos. En primer lugar, el camino objetivo y más fácil que consiste en la aproximación a las peculiaridades exteriores de la raza. Al color /”Mujer - 183 -

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desnuda, mujer negra/ vestida de tu color que es vida”), a las danzas a la música, a los ritmos. Proponían el retorno a las raíces ancestrales, a las tradiciones; la vuelta a los viejos mitos, de los cuales el África estaba todavía tan cerca. Pero en ese sentido la negritud, según Sartre, no era sino una realidad desesperada, crispada, porque acababa reduciéndose a una especie de folclore sin sustancia. El otro camino era el subjetivo. Quebrando las cáscaras abigarradas trataba de llegar al fondo del alma negra. Y mostraba en ella una obsesión hecha de odios y rencores, una execración de la esclavitud, de la explotación siempre presente en todo el pasado negro. Ella “sé abría como una flor inmensa y sombría”. Pero también esta visión de la negritud era, según Sartre, superficial, porque concluía haciendo escuchar el lejano ruido del tam-tam africano. ¿Dónde hallar entonces la negritud? Sartre piensa que hay que ver en ella una actitud frente al mundo. La negritud es una manera de organizar las experiencias de la vida. Es sobre todo una tensión del alma. Sartre la caracteriza como una negación del homo faber, como una entrega a la naturaleza. Es la actitud del “encantador de pájaros”, a cuyo hombro vienen a posarse las cosas. La relación de esa actitud con el mundo tiene algo de mágico. Su poesía es una poesía de agricultores. La naturaleza es para la negritud un permanente alumbramiento. Para el blanco, Dios es un ingeniero. Para el negro es un fecundador. El negro tiene el sentido cósmico de la sexualidad. La negritud es una mezcla de alegría y de erotismo, pero es también sufrimiento porque conserva la memoria de todas las colonizaciones. Y es precisamente debido a ese sufrimiento que, según Sartre, el negro se sobrepone a sí mismo. La negritud es la conciencia del color pero no para ensoberbecerse con él. “El negro —dice Sartre— se crea un racismo antiracista. De ningún modo desea dominar el mundo: quiere más bien la - 184 -

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supresión de los privilegios étnicos, vengan de donde vinieran”. Es decir que la negritud acaba siendo una negación de sí misma. “En ese momento —dice Sartre— en que los Orfeos negros abrazan lo más apretadamente a esta Eurídice sienten que ella se disipa en sus brazos”. En suma, la negritud constituye una superación es una renuncia que, por lo mismo, es una forma de ser más profunda. Es una entrega al porvenir que es permanente creación de formas nuevas y más armoniosas de existencia en que los egoísmos en todas sus formas, individuales y sociales, tienen que disolverse. El estudio de Sartre es muy importante porque como lo señala Georges Balandíer en su libro Sentido y potencia, publicado en 1971, el mismo fenómeno se ha venido produciendo con todos los nacionalismos que reaccionan en diversas partes del mundo contra el colonialismo cultural europeo. Inicialmente adoptan ellos una actitud agresiva, tratan de imponer su propia originalidad, exaltan los rasgos específicos de su propio pasado, de su propio pensamiento, de su propia lengua, de su propio arte. Pero todos acaban dándose cuenta de que esa actitud puede ser llevada al extremo sin conducir a la fosilización. Se llega siempre a la conclusión de que esa actitud no puede ser un fin sino un medio para la integración en el proceso universal de la cultura, de que ningún pueblo puede en nuestros días crecer dentro de murallas materiales o espirituales. No se puede dar las espaldas a la civilización que es cada vez más el producto de la colaboración de todos los pueblos del mundo. El proceso realizado en Bolivia en ese sentido lo hemos señalado nosotros en nuestro diálogo Pachamama.

Presencia Literaria. La Paz 17-II-1979

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Los Mitos Profundos de Bolivia Guillermo Francovich

El

presente

Libro

LOS

MITOS

PROFUNDOS DE BOLIVIA de Guillermo Francovich, editado por Los Amigos del Libro, se terminó de imprimir el día 5 de mayo de 1980 en Imprenta y Librería ‘Renovación” Ltda. Calle Almirante Grau. Esq. Boquerón 605 La Paz — Bolivia

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Don Guillermo Francovich, nació en Sucre, el 25 de enero de 1901. Hizo sus estudios en su ciudad natal, hasta graduarse como abogado a la edad de 20 años. Fue

profesor

de

Filosofía

Jurídica de la Universidad de San Francisco Xavier, Institución en la que desde 1945, se desempeñó como su Rector. Ocupó

diversos

cargos

diplomáticos y llegó a ser Director del Centro Regional de UNESCO. Recibió de la Universidad de San Andrés de La Paz, el título de “Doctor Honoris Causa”. En la actualidad reside en el Brasil y es miembro de la Academia Boliviana de la Lengua. Lúcido boliviano,

refinado

cuyos

caracterizan búsqueda

y

por de

pensador

escritos una

se

constante

nuestra

esencia

nacional, en la herencia cultural de nuestros

antepasados

y

en

valores del pensamiento actual.

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los