Pelayin Y Los Mundos Profundos

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Pelayín y los Mundos Profundos ALFREDO ÁLVAREZ ÁLVAREZ Ilustraciones: Salvador Silva

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Dirección editorial: Francisco Fuertes © Textos: Alfredo Álvarez © Ilustraciones: Salvador Silva © De esta edición: NC Comunicación

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Pelayín y los Mundos Profundos Alfredo Álvarez Álvarez Ilustraciones: Salvador Silva

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A mi padre, claro. A Merce, también.

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Es sábado, y a Pelayín le encanta levantarse temprano los días que no tiene clase porque desayuna en la cocina con su papá, con su mamá y con su hermano Diego. A sus padres, sin embargo, no les gusta nada que se despierte pronto porque dicen que, para un día que pueden quedarse en la cama un rato más, va la liebre y se levanta antes que nadie. La liebre es él, y el apodo se lo puso su abuelo un día, que le dijo: —Duermes como las liebres, que con oír una mosca ya están estirando las orejas. Pero hoy va a hacer algo que nunca ha hecho, plantar árboles con todos los niños, para que haya mucho oxígeno y se pueda respirar mejor, según les ha dicho la maestra. Por eso desayuna muy rápido para ir al colegio y, además de poner árboles, jugar con sus amigos, sobre todo con Kike y con Cundi. Cuando llegan, la maestra los reúne a su alrededor y les dice que tengan cuidado de no romper ningún brote.

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—Un brote es un árbol pequeño, lo que nosotros vamos a plantar —le explica Kike al oído. A Kike los amigos lo conocen como el Gafas porque es el que más sabe. Antes le llamaban el Cedé, pero no le gustaba mucho. Y como todos tienen un mote, Bea la Chispa le propuso el Gafas. —Es más intelectual— dijo Bea y a Kike le pareció bien. —Bueno, chicos, ¡vamos a ello! —grita la maestra. Plantan tantos árboles que Pelayín ni siquiera puede contarlos. Más que nada porque, después de regar el suyo, se pone a jugar con los demás al pillapilla, hasta que regresan a casa. Llega contento y lleno de barro por todas partes; como un gocho, según le dice siempre su abuela. Pero hoy no tiene miedo de que su madre lo regañe. Por eso queda de acuerdo con Cundi y con Kike para salir después de comer. Irán a jugar al árbol viejo, el que está junto a la laguna.

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En la comida no para de hablar; hasta que su padre le propone, después de que haya terminado de comer una manzana de postre: —Anda, culo inquieto, vete a jugar un rato, pero no tardes en volver. En realidad, casi no le da tiempo a acabar la manzana porque sale corriendo a toda velocidad hasta la laguna. Kike y Cundi lo esperan ya, lanzando piedras al agua a ver cuál alarga más. De repente, grita Kike: —¡Vamos a escondernos en el árbol viejo! Y allá se lanzan, a toda velocidad. El primero que llega es él y se mete dentro del tronco porque está vacío por dentro. Pelayín, que va detrás, entra también y trata de hacerle un hueco a Cundi, que casi vuela como un cohete y se va a chocar. Pero, antes de que eso ocurra, el suelo se hunde y se precipitan los tres por un agujero profundo hasta caer sobre una superficie húmeda.

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Tras unos segundos de desconcierto se levantan, sorprendidos y llenos de arena por todas partes. Lo que ven los deja impresionados. Es un espacio casi tan alto como el cielo, lleno de estalactitas que cuelgan de los techos y estalagmitas que salen del suelo. Tienen miles de formas y tamaños: de espada, de mano de titán con siete dedos, de gominola, de gorro de elfo, de jirafa, de rotulador gigante… —Estamos en una galería —asegura Pelayín muy serio. —¿Qué es eso? —pregunta Cundi asustado. —¡Qué va a ser! —contesta Pelayín— Un sitio subterráneo. Él conoce el nombre porque lo vio en un libro de su padre, que tiene muchos. —¡Escuchad! —interrumpe Kike poniéndose el dedo índice delante de los labios. Los tres guardan silencio. A lo lejos se oye una voz cavernosa.

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—Alguien viene. ¡Qué miedo! —exclama Cundi—. Vamos a escondernos. Rápidamente se ocultan detrás de una estalagmita con figura de reloj de cuco y escuchan con atención. La voz se percibe cada vez con más claridad pero no ven a nadie. Cundi parece que se va a echar a llorar de un momento a otro. Kike está pensando a toda velocidad, con los ojos cerrados. Y Pelayín, que ha logrado distinguir al que habla, se dispone a decir algo cuando lo ve apuntando con su bastón hacia donde ellos se encuentran. Es muy alto. Tiene la cara blanca y viste una larga túnica negra. —¡Eh, vosotros! ¡No os escondáis! ¡Salid y presentaos ante mí! No les queda otro remedio que dejar su improvisado escondite y avanzar en dirección al extraño personaje. Éste, al verlos, exclama: — ¡Vaya!, ya os reconozco. ¿Se puede saber qué hacéis aquí?

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—Estábamos jugando en el árbol viejo y se cayó el suelo —explica Pelayín. —Me había parecido que erais ladrones de estalactitas; hay muchos por aquí. —Ladrones, ¿de qué? —se pregunta Pelayín en voz alta. —De estalactitas, muchacho; hay quien prefiere verlas en un jardín que colgando de estas inmensidades. Pero, dejemos eso, me presentaré: soy Airón, Gran Guía de los Mundos Profundos —les toca con los nudillos en la frente a modo de saludo. —¿Por dónde saldremos? —pregunta de nuevo Pelayín. —Bueno; me temo que eso no será tan rápido. Supongo que sabéis que todo el que entra sin permiso no puede salir si no es capaz de resolver tres pruebas. —¿Tres pruebas? ¿Qué es eso? —pregunta Kike un poco alarmado.

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—Son órdenes de Radamantis, Gran Juez de los Mundos Profundos, que todo lo sabe y todo lo ve aquí abajo. Ahora sí que están un poco asustados, sobre todo Cundi, que se agarra a la mano de Pelayín. —Me acompañaréis por el Gran Sendero. Si al llegar a la Sala de las Luciérnagas, único lugar por donde se puede salir, habéis conseguido resolverlas, regresaréis arriba por el géiser Éimur. De lo contrario, acabaréis directamente en el Tártaro. —¿Y qué es el Tártaro? —pregunta Kike, a quien la situación no le gusta nada de nada. —Lo sabréis a su debido tiempo. Seguidme —contesta Airón. Apenas ha terminado de hablar, comienza a andar a grandes zancadas. Los niños se miran entre sí y echan a correr para alcanzarlo. Habla y camina al mismo tiempo, mostrándoles orgulloso los lugares por donde pasan:

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—Aquí tenéis la Galería Garg, estrecha como la garganta de una pulga; y, más allá, el Paso de las Lanzas, con estalagmitas puntiagudas como la aguja de un sastre; y por ahí transita el río Aguascalientes, vuestra primera prueba. Los niños no entienden muy bien qué quiere decir. Airón se explica: —Aunque no la veis, la corriente de este río es tan fuerte que arrastraría a cualquiera de vosotros como una pluma. Y, sin embargo, para llegar al arroyo Vita, por donde tenemos que pasar, debéis cruzarlo. Al otro lado os espero. Dicho esto, se mete en el agua y, apoyándose en su bastón, cruza a la orilla opuesta. Viéndolo, Pelayín tiene una idea que comunica rápidamente a sus amigos. —Ya sé lo que haremos, nos agarraremos de la mano y entre los tres tendremos tanta fuerza como un mayor. Así no nos llevará el agua. ¿Qué os parece?

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Kike y Cundi están de acuerdo. Sin pensarlo dos veces se agarran lo más fuerte que pueden y se lanzan al río. La corriente es muy vigorosa. Durante largos, larguísimos minutos, luchan contra ella pero consiguen avanzar hasta que Kike, que va delante, logra asirse a una estalagmita al borde del río y salen. Están empapados, pero Airón los felicita por su arrojo. —Bien muchachos, había pensado que erais unos jijas. Ya veo que me equivocaba. Por cierto, a vuestra derecha, al final de la galería, podéis ver el arroyo Vita, el de aguas cristalinas. Apenas les ha dado tiempo a llegar al famoso arroyo, Cundi descubre algo en el agua y se pone a gritar, muy alterado: —¡Hay luces en el fondo! —¡Halaaaa! —contestan a la vez Pelayín y Kike sorprendidos. —No están en el fondo, chicos, sino en el techo. Lo que veis es el reflejo en las aguas. Ya os dije que son las más limpias.

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Los niños giran entonces la cabeza hacia lo alto y se quedan estupefactos. Allí hay no menos de cien o doscientas enormes telarañas luminosas pegadas al techo gigantesco. Pelayín, que está muy intrigado, pregunta al Gran Guía: —¿Qué son? —Las raíces de los árboles. Llegan hasta los Mundos Profundos y brillan porque están vivas y fuertes, como los árboles. Ahora mismo nos encontramos debajo del bosque y por eso hay tantas. Si no fuera por ellas y por las luciérnagas criptáceas esto estaría muy oscuro. Miran al techo y escuchan con atención al Gran Guía. —Esas raíces desprenden una sustancia invisible para el ojo humano. Se llama glúfur y cae sobre las aguas de aquí abajo purificándolas para que se puedan beber cuando salen por los manantiales.

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—Nunca había oído hablar del glúfur —asegura Kike con cara de interesante. —Pues ahora ya lo sabes, muchacho. Y no debes olvidar que, cuantos más árboles se planten, más glúfur producirán sus raíces y más pura será el agua que bebéis. —Y las luciérnagas, ¿por qué tienen ese nombre tan raro? —pregunta Cundi. —¿Criptáceas? Porque esa especie sólo vive en las profundi­ dades de la tierra. Y tiene una misión de grandísima importancia: mostrar la salida al exterior. —Hoy hemos plantado muchos árboles —dice Pelayín, que sigue encandilado con las raíces. —Lo sé y es posible que eso os ayude a resolver la tercera prueba —contesta Airón con aire misterioso. Están llegando a una galería muy baja, llena de estalagmitas pegadas unas a otras que les obligan a avanzar haciendo eses

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todo el tiempo para no golpearse en la cabeza. Al final de ella, el Gran Guía los detiene con un gesto de la mano y les dice: —¡Atención! Tapaos la nariz, chicos. Vamos a cruzar el lugar más nauseabundo que podáis imaginar. Se llama el Pútror. Cuidaos mucho de mirar arriba, no sea que os caiga en la cara agua corrompida y, sobre todo, caminad lo más aprisa que podáis. Pero la advertencia llega algo tarde porque Cundi y Kike ya llevan el pelo mojado de gotas negras. Huelen que apestan. Les produce tanta repugnancia que echan a correr para librarse del hedor. Pero aún así ven una corriente de agua negra hundiéndose en la oscuridad. Airón les aclara que están debajo de un río que alguien ha contaminado, y lo que llueve es precisamente el agua sucia, que se filtra de arriba. —¿Adónde va toda esta porquería? —se interesa Kike muy serio. —Al Tártaro, chico, lo más profundo de la tierra y también el

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lugar al que Radamantis condena a los que contaminan las aguas. Si un día el Tártaro se llena de agua pútrida, ésta saldrá por las alcantarillas, por los pozos, por el lavabo, por todas partes. —¡Qué asco! —exclama Cundi sacando tanto la lengua que se le ve la campanilla. —No quiero que eso ocurra —afirma Pelayín muy convencido. —No ocurrirá si los hombres dejan de contaminar los ríos, los arroyos y los mares. Y aquí está precisamente vuestra segunda prueba, chavales. Cada uno de vosotros tendrá que decirme una forma de evitar que los ríos se corrompan. Pensad bien antes de contestar. —¡Si nadie echa basura en el agua! —responde Pelayín rápidamente. —¡Si las fábricas no les arrojan sus residuos! —contesta Kike, por su parte.

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Sin embargo, Cundi está muy, pero que muy pensativo. ¡Se ha quedado mudo! Pelayín ve que no tiene respuesta... Kike también se da cuenta... Los dos lo miran ansiosos. ¿Qué va a pasar si no contesta? ¿Se van a quedar para siempre en el Tártaro? No se atreven ni a respirar… Después de unos segundos larguísimos, Cundi sonríe de oreja a oreja y dice: —¡Si nadie tira al agua latas de bebidas ni bolsas de plástico! —¡Bieeen! —gritan todos, incluido Airón, por la excelente respuesta de Cundi. En ese momento exclama Kike admirado, señalando con la mano a lo más alto: —¡Mirad! ¡Fuegos artificiales!

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Los tres niños se quedan atónitos, observando muy arriba una lluvia de estrellas de colores. Hasta Cundi ha perdido el miedo y dice: —¡Es fantástico! —¡Ejem! Bueno…, —interrumpe Airón— en realidad es vuestra tercera prueba. Ya empiezan a estar un poco hartos de tanta y tanta prueba. Pero eso no parece importar demasiado al Gran Guía. —Tendréis que decirme qué significan esas estrellas. Aunque, después de lo que os he enseñado, ya debéis adivinarlo —les dice poniendo cara de interesante. Pero los niños no consiguen encontrar la respuesta. Airón decide entonces darles una pequeña pista. —Puede que la solución esté arriba —dice señalando con el dedo a lo alto. Cundi se muerde las uñas, Pelayín aprieta los puños y la

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mandíbula para pensar y Kike tiene los ojos cerrados, como siempre que está muy concentrado. —¡Los árboles que plantamos por la mañana! —grita Pelayín un segundo antes que Kike, que ha tenido la misma idea. —¡Efectivamente! Mis felicitaciones, muchachos —exclama Airón—. Como hay tantos árboles, toda su fuerza produce una explosión de estrellas brillantes. En poco tiempo ayudarán a purificar grandes cantidades de agua. Ahora sí que podréis salir. Cuando ha terminado de hablar, alarga la mano hacia lo alto abriendo mucho los dedos. Después de unos segundos, varios cientos de estrellitas descienden hacia ella como si tuviera un imán. Airón las recoge y ofrece unas pocas a cada uno de ellos, que las cogen con las dos manos. —Son para vosotros —les dice. ¡Cómo molan! Hacen cosquillas en la piel y Pelayín se las pasa de una mano a otra varias veces. Después, se mete una en el

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bolsillo del pantalón para ver cómo brilla a través de la tela. Está tan entretenido que casi no se entera de que Airón pregunta, señalando con el bastón: —¿Veis, allá en lo alto, unas cuantas luciérnagas revoloteando? Al lado de las estalactitas más altas descubren montones de pequeños insectos brillantes. Hay cientos de miles. O más… —¿De qué color son? —pregunta el Gran Guía. —Verde fosforito —contesta Pelayín muy rápidamente, metiendo sus estrellitas en el bolsillo. —Son las criptáceas. Cuando se ponen de ese color significa que Éimur está despertando. Démonos prisa. Es la hora. Y, como habéis superado con éxito las tres pruebas, gozaréis de un privilegio muy especial. Ahora veréis.

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Dicho esto, apunta con el dedo índice hacia los insectos luminosos y dice: —¡CACHISPATACRÁS! ¡Una alfombra verás! ¡Y a ella te subirás! Y los miles y miles de luciérnagas se reúnen formando una superficie plana y mullida como una cama. Airón hace un gesto con la mano indicando a Pelayín, a Kike y a Cundi que suban. Ellos hacen lo que les dice justo cuando el géiser Éimur se despereza con gran estruendo y un largo estremecimiento de la tierra. Es como un gran cono hueco, con el pico hacia arriba. Echa vapor por todas partes y resopla haciendo un ruido ensordecedor, como una locomotora antigua. Airón se despide de ellos: —Adiós; y no os olvidéis de cuidar los árboles y de respetar la pureza del agua. Después, añade señalando de nuevo con su dedo índice a las luciérnagas: 42

—¡CACHISPATACRIBA! ¡Te ordeno que subas! ¡Arriba! Y todas las luciérnagas criptáceas, como una alfombra fosforescente, vuelan por el cono del géiser hasta la superficie, con Pelayín, Kike y Cundi sobre ellas. Ya en la superficie, los tres niños saludan a Airón, que les dice adiós con la mano mientras las luciérnagas brillantes regresan a los Mundos Profundos haciendo la forma de una cola de cometa.

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Por la noche, antes de acostarse, Pelayín coloca las estrellitas que le regaló el Guía de los Mundos Profundos encima de la mesilla. Las mira mucho rato, recordando las maravillas que ha vivido en los Mundos Profundos. Y se promete que cuidará el árbol que plantó por la mañana para que Airón tenga luz y las aguas no dejen nunca de purificarse.

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Otros títulos de la colección Rapacines: La luna de Pelayín Alfredo Álvarez Ilustraciones: J.M. Ferrajón

Pelayín en las nubes Alfredo Álvarez Ilustraciones: J.M. Ferrajón

Oto y el hada Asunción Carracedo Ilustraciones: Salvador Silva

Alfredo Álvarez Álvarez (Sariegos, León) es doctor en Filosofía y Letras. Profesor de la Universidad Autónoma de Madrid y escritor, ha publicado unos cuantos libros porque le gusta escribir historias y pretende ser cuentista, de mayor. Pelayín es uno de sus personajes más queridos porque de niño le hubiera gustado ser como él.

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