Lo inconsciente social

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P a id ó s B ib lio te c a E r ic h F r o m m

1 E l a rte de a m a r 2 E l m ied o a la lib e rta d 3 ¿ P o d rá so brevivir el h o m b re? 4 L a c o n d ició n h u m a n a ac tu al 5 6 7 8

Y seréis co m o dioses E l d o g m a de C risto L a crisis d el psico an álisis S o b re la d eso b e d ie n cia

9 E l a m o r a la vida 1 0 D e l te n e r al ser 11 L o in c o n sc ie n te social 12 É tic a y p olítica 13 E l a rte d e e sc u c h a r 1 4 L a p ato lo g ía d e la n o rm a lid a d 15 E s p íritu y so cied ad 1 6 E l h u m a n ism o c o m o u to p ía re al

Erich incons­

ciente Edición a cargo de Rainer Funk Obra postuma II

# PAIDÓS l/ l

Barcelona Buenos Aires México

Título original D/'e Endeckung des gesefischaft/ichen Unbewussten Publicado en alemán por Beltz Verlag, Weinheím y Basilea

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del 'Copyright", bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier método o procedimento, comprendidos la reprografia y el tratamiento informá­ tico, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o pres­ tamos públicos.

© 1990 by the Estate of Erich Fromm

Traducción Eloy Fuente Herrero

© 1990 para el prólogo de Rainer Funk, tubinga

Cubierta Mario Eskenazi y Diego Feijóo

© 1992 de todas las ediciones en castellano, Ediciones Paidós Ibérica, S.A., Mariano Cubí, 92 08021 Barcelona y Editorial Paidós, SAICF, Defensa, 599- Buenos Aires http://www.paidos.com ISBN: 84493-0862-3 Depósito legal: B-23.134/2003 Impreso en Novagráfik, s i , Vivaldi, 5 -0 8 1 1 0 Monteada i Reixac (Barcelona) Impreso en España - Printed in Spain

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SUMARIO

N

Prólogo (de Rainer Funk) .............................................

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I. SOBRE MI ORIENTACION PSICOANALITICA

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II LA REVISION DIALECTICA DEL PSICOANA­ LISIS ........................................................................... 1. La necesidad de revisión del psicoanálisis . . . . 2. Objeto y método de la revisión del psicoanálisis 3. Aspectos de una revisión teórica de los instintos 4. La revisión de la teoría de lo inconsciente y de la represión ............................................................... a) Lo inconsciente y la represión de la sexualidad b) Lo incoi\cpiente y la represión de la vincula­ ción a la m a d r e ............................................... c) La vinculación a ídolos como manifestación de lo inconsciente social ................................ d) La vinculación a ídolos y el fenómeno de la transferencia ...................................................

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e) La superación de la vinculación a ídolos .. f) Lo reprimido social y su importancia para la revisión de lo inconsciente ........................... g) La nueva idea de lo inconsciente de Ronald D. Laing ................................................................. h) Modos de superar la re p re sió n ...................... 5. La sociedad, la sexualidad y el cuerpo, en la revi­ sión del psicoanálisis ........................................... 6. Sobre la revisión de la terapéutica psicoanalítica a) En el terreno de la consulta profesional .. b) Aspectos transterapéuticos del psicoanálisis

III. LA SEXUALIDAD Y LAS PERVERSIONES SE­ XUALES ................................................................... 1. Aspectos del movimiento de liberación sexual a) La sexualidad y la sociedad de consumo . b) Sexualidad y nueva forma de vida. Sobre el movimiento de los h ip p ie s ........................... c) La sexualidad en el psicoanálisis. La impor­ tancia de Wilhelm R e ic h ............................. 2. Las perversiones sexuales y su estimación . . . a) El cambio de estimación de las perversiones sexuales ........................................................... b) La estimación psicoanalítica de las perversio­ nes ................................................................... c) La perversidad del sadismo y del carácter anal 3. Sobre la revisión de las perversiones, en el ejem­ plo del s a d is m o ................................................... a) El sadismo y sus m anifestaciones.............. b) La determinación social del s a d is m o ........ c) Sadismo y n e c ro filia .....................................

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IV. EL SUPUESTO RADICALISMO DE HERBERT MARCUSE ............................................................... 1. Marcuse y F r e u d ................................................. 2. Las perversiones, según M a rc u se .................... 3. La idealización de la d esesp eran za................

133 133 138 147

Bibliografía ........................................................................ 153 Indice a n a lític o .................................................................. 159

E l hombre es, sobre todo, un ser social. E l psicoanálisis reformado atiende especialmente a los fenóm enos psíquicos que fundan la patología de la sociedad presente en la enajenación, la angustia, la soledad, el miedo a la profundidad del sentimiento, la escasez de actividad y la falta de alegría. A estos síntomas corresponde ahora el papel principal que desempeñaba en tiempos de Freud la represión de la sexualidad. Por eso, la teoría psicoanalítica debe poder revelar los aspectos inconscientes de estos síntomas y su carácter patógeno para fam ilia y sociedad. E l psicoanálisis debe estudiar, además, la «patología de la normalidad», esa leve esquizofrenia crónica provocada p o r la actual y futura sociedad tecno-cibernética. Los impulsos pueden ser regresivos, arcaicos y autodestructivos, o pueden contribuir al pleno desarrollo del hombre, haciéndolo uno con el universo, en libertad e integridad. Entonces, sus necesidades allende la supervivencia no serán excrecencia de disgusto y «probreza», sino fru to de una plétora de posibilidades que le hagan aspirar apasionadamente a verterse en los objetos correspondientes: Este hombre deseará amar porque tiene corazón, gustará de pensar porque tiene cerebro, querrá tocar porque tiene piel.

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PROLOGO

Erich Fromm se jubiló como catedrático de Psicoanálisis de la Universidad Nacional de México en 1965, el mismo año que terminaba la investigación sobre el terreno del carácter social de Chiconcuac, población rural mexicana. Desligado de las obligaciones universitarias y libre para emprender un proyecto nuevo, solicitó fondos a varias fundaciones para una «obra sistemática sobre el psicoanálisis humanista», de tres o cuatro volúmenes, que se había propuesto escribir durante los años siguientes, tratando de todas las materias de la teo­ ría y de la práctica psicoanalíticas desde el punto de vista de su revisión dialéctica. Fromm trabajó durante años en este proyecto de una «obra sistemática y general sobre el psicoanálisis», que en princi­ pio quiso escribir sobre el fondo de su experiencia clínica de consulta psicoanalítica y de instructor y de inspector psicoa­ nalista, enriqueciéndola con casos ilustrativos; pero no lo ter­ minó, porque su interés, con el tiempo, fue desplazándose al problema de una teoría psicoanalítica explicativa de la agre­ sión, que presentó finalmente en 1973, en su extenso volu­ men Anatom ía de la destructividad humana. Otros aspectos de su propósito quedaron sin terminar, o se realizaron sólo en lo teórico. De todo ello, lo único publicado por Fromm fue el capítulo «La crisis del psicoanálisis» (E. Fromm, 1970c), que muestra en detalle cuán necesitado está de revisión el psicoanálisis, incluso en sus desarrollos: por ejem­ plo, en la llamada psicología del yo. Sin embargo, no publicó su idea propia, su reformulación y revisión del psicoanálisis.

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El presente volumen comprende las partes, redactadas por Fromm de 1968 a 1970 e inéditas hasta ahora, de su revisión humanista y dialéctica del psicoanálisis. Así, el original co­ nexo más extenso lleva el título: «La revisión dialéctica del psicoanálisis» (capítulo 2). En él expone Fromm su método del «psicoanálisis textual» con el que revisa las teorías de Freud; se ocupa con especial extensión de la importancia que tiene lo reprimido social para la redefinición de lo incons­ ciente; y ofrece interesantes explicaciones de sus ideas sobre la práctica terapéutica, hablando también por primera vez del psicoanálisis transterapéutico, que desarrolló en 1975, en Del tener al ser (E. Fromm, 1989). Toda revisión del psicoanálisis debe atender especialmen­ te a la cuestión de la importancia de la sexualidad para lo psíquico. En el capítulo «La llamada revolución sexual», ma­ nifiesta Fromm su crítica al papel que se atribuye a la sexua­ lidad, mostrando, en el ejemplo de la sexualidad pregenital, de las perversiones, y particularmente de la perversión sádi­ ca, la poca relación forzosa que hay en principio entre la se­ xualidad y las tendencias impulsivas. De manera automáti­ ca, la reformulación de la teoría psicoanalítica de las perversiones lo lleva constantemente a la crítica de Herbert Marcuse, compendiada en un final capítulo aparte, que Fromm proyectaba publicar como epílogo a La crisis del psi­ coanálisis (1970a) y que llevaba por título Infantilization and Despair Masquerading as Radicalism. La polémica con Marcuse, antiguo compañero suyo de instituto universitario, ha­ bía empezado ya en 1955 (E. Fromm, 1955b y 1956b) y con­ tinuó como crítica científica en el artículo «La crisis del psicoanálisis» (1970c, GA VIII, págs. 58-62). En el capítulo «El supuesto radicalismo de Herbert Marcuse» publicado por vez primera en este volumen, se siente bien la franqueza y el ardor de esta polémica.

PROLOGO

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En una de las solicitudes de financiación de su proyecta­ da obra en varios volúmenes sobre el psicoanálisis, informa­ ba Fromm de cómo llegó a interesarse por el método de Freud: «Mis conocimientos de sociología y mi interés por ella me llevaron primeramente a aplicar el psicoanálisis a los proble­ mas sociales y culturales. Mis primeros trabajos, publicados de 1932 a 1934, que encerraban ya las ideas esenciales de mi obra posterior, mostraban por primera vez cómo la teoría psi­ coanalítica puede aplicarse a los problemas socio-culturales... De ahí vino mi postura crítica frente a un entendimiento de­ masiado estricto de la teoría freudiana, y empecé a modifi­ carla. Quise ser fiel a los capitales descubrimientos de Freud, pero sustituyendo su filosofía material mecanicista por una filosofía humanista. El hombre no es una máquina regulada por un química de tensión y relajación. Antes bien, el funda­ mento de mi teoría es éste: el hombre es una totalidad y tiene la necesidad de estar relacionado con el mundo.» Lo que Fromm apuntaba con palabras manifiestamente sinceras quiere decir en realidad que sustituyó la idea freu­ diana del hombre, y su derivada teoría de los impulsos, por una metapsicología fundamentalmente diferente: el hombre se entiende, ante todo, como ser social; lo inconsciente inte­ resa en primer lugar como lo inconsciente social y lo repri­ mido social; los impulsos del hombre obedecen a lo contra­ dictorio, específicamente humano, de su situación, que se manifiesta en unas necesidades solamente peculiares suyas, y cuya satisfacción obtiene siempre en modo social. La opo­ sición entre individuo y sociedad, no sólo típica de la idea freudiana del hombre, se entiende como antagonismo histó­ rico entre el carácter productivo o no productivo del indivi­ duo como ser social (o, lo que viene a ser equivalente, como el antagonismo entre el carácter productivo o no productivo de la sociedad en el interior del individuo).

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De acuerdo con esta orientación, que Fromm esboza en el primer capítulo del presente volumen, ha entendido siem­ pre el psicoanálisis como psicología social analítica. Para él, se halla en primer plano de la aplicación terapéutica del psi­ coanálisis la revelación de lo inconsciente social: la vincula­ ción a ídolos y la fe en espejismos e ideologías, en que no hace sino manifestarse la «patología de la normalidad» so capa de sentido común, de la fuerza de las cosas, de lo que es normal, de lo que está claro... Los originales de este volumen, escritos en inglés, no se encontraban así reunidos y ordenados, por lo que yo he sub­ dividido el texto y le he añadido epígrafes. Las adiciones ne­ cesarias desde el punto de vista del editor, así como las omi­ siones dentro del texto, figuran entre corchetes. R a i n e r F unk Tübinga, enero de 1990

I SOBRE M I ORIENTACION PSICOANALITICA

Se encuentra difundida una idea, no sólo en los escritos científicos sobre psicoanálisis y psicología social, sino tam ­ bién entre el público, de que hay una oposición fundamental entre la orientación biológica del psicoanálisis y la social (o cultural). Es frecuente calificar de biológica la orientación freudiana y, de culturalistas, las teorías de las llamadas «es­ cuelas» neofreudianas, en particular las teorías de Harry Stack Sullivan, Karen Horney y mías, como si fuesen contrarias a una orientación biológica. Esta contraposición, además de superficial, es rotunda­ mente equivocada. Sin duda ninguna, en cuanto se refiere a mi obra, no voy hablar ahora de las ideas de Sullivan y H or­ ney, puesto que son diferentes de las mías en cuestiones fun­ damentales, como lo son también las de ellos dos entre sí. El creer que mis puntos de vista son antibiológicos, o no bio­ lógicos, se debe a dos cosas: una, a la importancia que doy a los factores sociales en la formación del carácter; y otra, a mi crítica a las teorías de Freud de los instintos y de la libido. Cierto que la teoría de la libido es biológica, como cual­ quier otra que verse sobre la vida del organismo humano, pero yo no la critico por ser biológica en cuanto tal, sino por se­ guir una orientación biológica muy particular, a saber, la del fisiologismo mecanicista en que se basa esta teoría de Freud. He criticado la teoría de la libido, no en general la orien­ tación biológica de Freud. Al contrario, no sólo he aceptado teóricamente otro aspecto de ella: su insistencia en los facto­ res constitucionales de la personalidad, sino que lo he tenido

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en cuenta en mi labor clínica, y quizá lo haya tomado mucho más en serio que la mayoría de los psicoanalistas ortodoxos. Estos, a menudo, rinden homenaje de boquilla a los factores constitucionales, pero en realidad, para todos los efectos, creen que en el paciente todo está determinado por sus primeras experiencias familiares. Fue casi inevitable que Freud llegase a su particular teo­ ría fisiológica mecanicista. Con la escasez de conocimientos que había sobre las hormonas y neurofísiología cuando Freud empezaba a escribir, apenas pudo hacer sino ofrecerse unas explicaciones basadas en la idea de unas tensiones internas de origen químico que llegan a ser dolorosas y de una libera­ ción de la tensión sexual acumulada, descarga que Freud lla­ mó «placer». Y el papel patógeno de la represión sexual hubo de parecerle tanto más evidente cuanto que hizo sus observa­ ciones clínicas entre personas de la clase media, con su rigu­ roso puritanismo. Además, según ha hecho notar Erik H. Erikson, también pudo haber sido influido por las ideas do­ minantes de la termodinámica. Reconociendo que en las neurosis representan un papel im portantísim o otras facetas aparte de lo que suele llamarse deseo sexual, Freud extendió el concepto de sexualidad al de «sexualidad pregenital», suponiendo que su teoría de la libi­ do podía explicar el origen de la energía que mueve toda la conducta pasional, comprendidos los impulsos sádicos y agresivos. E n contraste con este mecanicismo fisiológico de su teo­ ría de la libido, siguió en los años veinte una orientación bio­ lógica más general, con su idea de los instintos de vida y de muerte. Considerando la vida como una totalidad, creía que estas dos tendencias son propias de cada célula del organis­ mo humano: la inclinación a la vida, es decir, a aumentar la unificación y la integración, que llamó eros, y la inclinación

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a la muerte y a la desintegración, que llamó instinto de muerte. Esta, aun siendo discutible y muy especulativa, proponía una teoría biológica general sobre las pasiones del hombre. Des­ de el punto de vista biológico, debe observarse que su prime­ ra teoría, no obstante ser tan limitada, se basaba en el su­ puesto de que es propio del organismo viviente el querer vivir, mientras que en su teoría biológica de la segunda fase, más profunda, descartó esta primera idea, suponiendo que el fin de la desintegración es tan propio de la naturaleza del hom­ bre como el de la vida y de la supervivencia. La nueva base del pensamiento de Freud llegó a ser esta oposición entre vida y muerte, esencial a todo lo viviente, no aquel modelo hidráulico del aumento de la tensión y de la necesidad de reducirla. Pero desgraciadamente, y por muchos motivos, no aclaró nunca la fundamental contradicción en­ tre su primera y su última teoría, ni menos las concilio en una nueva síntesis. (Relacionando la necrofilia con el sadis­ mo anal, yo he tratado de asociar un elemento de la teoría de la libido de Freud con su idea del instinto de muerte.) Freud siguió manteniendo su antigua idea de que la libido es mas­ culina y evitó el paso, casi forzoso, de asociar el eros a la po­ laridad masculino-femenino, limitándolo, en su lugar, a la in­ tegración y unificación general de principio. Si bien la orientación biológica de Freud está fuera de duda, sería tergiversar su pensamiento oponerla a una orien­ tación social. En contra de esta falsa dicotomía, Freud tam ­ bién tuvo siempre una orientación social. Nunca consideró al hombre como un ser aislado, independiente de un contex­ to social. Según decía en Psicología de las masas y análisis del yo (1976, vol. 18, pág. 67): «Es verdad que la psicología individual se ciñe al ser humano singular y estudia los cami­ nos por los cuales busca alcanzar la satisfacción de sus mo­ ciones pulsionales. Pero sólo rara vez, bajo determinadas con­

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diciones de excepción, puede prescindir de los vínculos de este individuo con otros. En la vida anímica del individuo, el otro cuenta, con total regularidad, como modelo, como objeto, como auxiliar y como enemigo, y por eso desde el comienzo mismo la psicología individual es simultáneamente psicolo­ gía social...» Cierto que, al pensar en lo social, se interesaba más bien por la familia que por la sociedad en general o por las clases sociales, pero esto no quiere decir nada en contra de que toda tentativa suya de comprender el desarrollo de una persona fuese el comprender el efecto de las influencias sociales (de la familia) sobre la estructura biológica del caso. A esta falsa contraposición entre una orientación bioló­ gica y otra social se debe también la errónea estimación de que mi obra es «culturalista», en oposición a «biológica». Mi orientación ha sido siempre sociobiológica y, en este sentido, no se desvía mucho de la de Freud, pero sí es muy contraria a ese pensamiento conductista en psicología y antropología para el cual el hombre nace como una hoja de papel en blan­ co, en que la cultura escribe su texto a través del influjo om­ nipresente de la educación y de las costumbres, es decir, con otras palabras, del aprendizaje y del condicionamiento. Seguidamente, expongo en breve sumario los puntos prin­ cipales en que se manifiesta mi orientación sociobiológica (véanse también E. Fromm, 1932a, y especialmente 1941a, 1947a y 1955a): 1. Esta orientación se basa ante todo en el concepto de evolución. El pensamiento evolucionista es pensamiento historicista. Llamamos «evolucionista» al pensamiento historicista cuando nos ocupamos de las transformaciones físicas que ocurren en la historia del desarrollo de los animales. H a­ blamos de cambios históricos cuando aludimos a los que no se deben ya a modificaciones del organismo. El hombre sur­

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ge en cierto momento de la evolución animal, que se caracte­ riza por la casi total desaparición de la determinación por los instintos y un incremento del desarrollo cerebral, del que nacen la conciencia, la fantasía, el proyecto y la duda. Al­ canzando cierto límite estos dos factores, ha aparecido el hom­ bre, y desde entonces mueve todos sus impulsos su deseo de sobrevivir en estas nuevas condiciones. Las transformaciones «evolutivas» de los seres vivientes ocurren por modificaciones de su estructura física, desde los organismos unicelulares hasta los mamíferos. Los «cambios históricos», es decir, la evolución del hombre, no lo son de su estructura anatómica o fisiológica, sino que son cambios mentales de adaptación al sistema social en que nace. Este sistema social, por su parte, depende de mucho factores, como el clima, los recursos naturales, la densidad de población, los medios de comunicación con otros grupos, el modo de pro­ ducción, etc. Los cambios históricos del hombre ocurren en la esfera de sus capacidades intelectuales y de su madurez sen­ timental. Debe añadirse una observación importante: aunque el hombre no haya sobrepasado la constitución anatómica y fi­ siológica que tenía al aparecer como tal, es de considerable interés para su estudio el conocer la conducta y la neurofisiología de los animales, en especial, de los mamíferos. No hará falta decir que son de poco valor científico las superfi­ ciales analogías que tanto gustan a Konrad Lorenz y que se debe tener mucho cuidado en sacar conclusiones de la con­ ducta animal para aplicarlas al hombre: precisamente por­ que éste constituye un sistema propio, caracterizado por la débil instintividad y el gran desarrollo del cerebro. Pero, sabiendo evitar estas trampas, los datos sobre la con­ ducta y la neurofisiología de los animales pueden ser muy interesantes para el estudio del hombre. Naturalmente, el es­

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tudio psicoanalítico del hombre tiene que servirse de sus pro­ pios datos neurofisiológicos. Verdad es que el psicoanálisis y la neurofisiología son ciencias con métodos del todo dife­ rentes y tampoco abordan los mismos problemas al mismo tiempo. Por tanto, cada una debe obedecer a la lógica de su propio método, no obstante deba esperarse que un día se pue­ dan sintetizar los datos de ambas. Pero, mucho antes de que esto suceda, cada una de estas ramas de la ciencia del hom ­ bre, no sólo debe saber de la otra, sino que también han de estimularse ambas mutuamente, exponiendo sus datos y plan­ teando cuestiones que contribuyan a la investigación de sus terrenos respectivos. 2. La orientación sociobiológica se centra en torno del problema de la supervivencia. Su pregunta fundamental es: en vista de su fisiología y de su neurofisiología, y dadas sus contradicciones existencíales, ¿cómo puede sobrevivir, física y mentalmente, el hombre? Que el hombre haya de sobrevivir físicamente no necesita explicación: pero la afirmación de que también haya de sobrevivir mentalmente requiere algún co­ mentario. E n prim er lugar el hombre es un animal social. Su cons­ titución física es tal que debe vivir en grupos, lo cual quiere decir que es capaz de cooperar con otros, al menos para fi­ nes de trabajo y defensa. La condición para esta cooperación es que sea cuerdo. Para seguir siendo cuerdo, es decir, para sobrevivir mentalmente (y, de modo indirecto, físicamente), el hombre tiene que estar relacionado con los demás y debe tener un marco de orientación que le permita captar la reali­ dad, de otro modo caótica, y que a la vez lo capacite para comunicarse con los demás. Debe tener también un marco de lealtades y valores que le permita unificar y encauzar su energía hacia fines deter­ minados allende la mera supervivencia física. El marco de

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orientación, en parte, es cuestión de entendimiento, adquiri­ do al aprender las formas de pensar de la sociedad propia: pero, en gran medida, es cuestión de carácter. El carácter es la forma a la que se vierte la energía hum a­ na durante la «socialización» (relación con los demás ) y la «asimilación» ( modo de apropiación de las cosas). El carác­ ter es, en realidad, un sucedáneo de los instintos que faltan. Si el hombre, por no estar determinados instintivamente sus actos, tuviese que tom ar una decisión antes de cada uno, se­ ría incapaz en absoluto de obrar propiamente: tardaría mu­ cho en tomar sus decisiones y no tendría coherencia. Al obrar de acuerdo con su carácter, actúa casi automáticamente, y con­ secuentemente, y la energía de que están cargados sus rasgos de carácter asegura un obrar más eficaz y coherente del que podría conseguirse a fuerza de aprendizaje. Freud creía que los «rasgos de carácter» se originan en la libido, y particularmente en las zonas erógenas libidinosa­ mente catectizadas. Al revisar yo este concepto de carácter, lo he considerado como un fenómeno biológicamente nece­ sario, porque asegura la supervivencia física y mental del hom­ bre. Y baso también los conceptos de socialización y asimila­ ción, en cuanto los dos aspectos de la orientación del carácter, en la consideración biológica de la doble necesidad del hom­ bre de relacionarse con los demás y de asimilar cosas. Como saben los que están familiarizados con mis escri­ tos anteriores, he aceptado por completo la descripción clí­ nica de Freud de los diversos síndromes de carácter. La dife­ rencia está precisamente en los distintos enfoques biológicos. Hay una diferencia, sin embargo, que exige ser mencionada: para Freud, la energía de que están cargados los rasgos del carácter es libidinosa, o sea, sexual, en el sentido lato en que él emplea esté término. La energía, como yo la entiendo, es la del organismo vivo en su afán de sobrevivir, encauzada por

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las diversas vías que capacitan al individuo para reaccionar adecuadamente ante esta misión. (C. Jung fue el primero que empleó «energía» en sentido general, no en el sentido estric­ to de energía sexual, pero no la relacionó con la función sociobiológica del carácter.) Esta función sociobiológica del carácter, no sólo deter­ mina la formación del carácter individual, sino también la del «carácter social». El carácter social comprende la «ma­ triz», o «núcleo», de la estructura de carácter de la mayoría de los miembros de un grupo, que se ha desarrollado como consecuencia de las experiencias fundamentales y de la for­ ma de vida común de ese grupo. La función del carácter so­ cial, desde el punto de vista sociobiológico, es moldear la ener­ gía humana de tal manera que pueda emplearse como «materia prima» para los fines de la particular estructura de una sociedad determinada. (Debemos observar en este mo­ mento que no existe la sociedad «en general», como tam po­ co hay una energía psíquica «en general», sino solamente ener­ gía psíquica encauzada por diversas vías peculiares de una estructura determinada de carácter.) El desarrollo del carácter social es necesario para la vida de una sociedad determinada, y la supervivencia de la socie­ dad es una necesidad biológica para la supervivencia del hom­ bre. Lo cual no quiere decir, naturalmente, que un carácter social garantice la estabilidad de una sociedad. Si la estruc­ tura social es demasiado contraria a las necesidades huma­ nas, y al mismo tiempo se producen nuevas posibilidades téc­ nicas y socioeconómicas, vendrán a primer plano, entre los individuos y los grupos más adelantados, elementos de ca­ rácter hasta entonces reprimidos, que contribuirán a refor­ m ar la sociedad de manera humanamente más satisfactoria. El carácter social es tanto el cimiento de la sociedad en los períodos de estabilidad socioeconómica como un explosivo en tiempos de grandes transformaciones.

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En resumen: no hay una orientación «cultural» frente a una orientación «biológica», ésta seguida por Freud y, aqué­ lla, por la «escuela cultural» de Fromm. Aparte de que yo no soy fundador de una escuela sino un psicoanalista que he tratado de mejorar la teoría de Freud mediante ciertas revi­ siones, la mía es una orientación sociobiológica por la cual entiendo el desarrollo de la personalidad como la tentativa del hombre, al haber aparecido en cierto momento preciso de la evolución de la vida animal, de sobrevivir, adaptándose dinámicamente a la estructura social en la que ha nacido. La falsa oposición entre una orientación cultural y una orientación biológica se debe, en parte, a la tendencia gene­ ral a encorsetar las ideas en cómodas clasificaciones, en vez de a comprenderlas: y en parte, a la ideología burocrática de la Sociedad Internacional de Psicoanálisis, algunos de cuyos miembros y simpatizantes parecen necesitar una fácil etique­ ta con la cual justificar su aversión a las ideas de los analis­ tas que encuentran incompatibles el psicoanálisis y el espíri­ tu burocrático.

II LA REVISION DIALECTICA DEL PSICOANALISIS

1. La necesidad de revisión del psicoanálisis La revisión es normal en la ciencia y, paradójicamente, una teoría que siga siendo la misma durante sesenta años sin ser revisada dejará de ser la misma, para convertirse en un conjunto de fórmulas estériles. Lo que cuenta no es si hay o no hay revisión, sino qué se revisa y en qué sentido va: ¿si­ gue la marcha de la teoría primitiva, aun cambiando muchas hipótesis, o vuelve atrás, aun asegurando que no hace sino continuar el pensamiento del maestro? Considerando esta cuestión del «revisionismo», tropeza­ mos con una dificultad grave: ¿quién va a decidir qué era lo esencial de la teoría primitiva? Naturalmente, la obra monu­ mental de un genio, proseguida durante más de cuarenta años, se desarrolla y se transforma, llegando a ofrecer contradic­ ciones. Resulta preciso entonces comprender cuál es su nú­ cleo, su esencia, por decirlo así, frente a la suma total de sus teorías e hipótesis. Pero, seguimos preguntando: ¿quién va a decidir cuál es esta esencia?... ¿El creador de la doctrina? Sería, desde luego, la solución más cómoda y conveniente para los discípulos posteriores: pero, desgraciadamente, casi siem­ pre es imposible. Incluso el genio más grande es hijo de su época y está in­ fluido por sus prejuicios y sus hábitos mentales. A menudo, está tan absorbido por la lucha contra las ideas antiguas, o por la expresión de ideas nuevas y originales, que él mismo pierde la perspectiva para ver qué es realmente lo esencial de

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su doctrina. Tuvo que destacar unas avanzadas antes de to­ m ar nuevas posiciones y, por eso, pudo haberles dado una importancia no considerada por quienes han aceptado sus des­ cubrimientos y, en consecuencia, no necesitan estas apoyatu­ ras o explicaciones auxiliares. ¿Quién más podría decidir qué es lo esencial de una doc­ trina? ¿Las autoridades? Esta palabra puede sonar rara si la empleamos en relación con descubrimientos científicos: sin embargo, es muy apropiada. La ciencia, a menudo, es admi­ nistrada por instituciones y por burócratas que resuelven so­ bre el empleo de los fondos, el nombramiento de los investi­ gadores, etc., y que de hecho ejercen una influencia dominante sobre el sentido del desarrollo científico. No siempre es así, naturalmente, pero, sin duda, es lo que ha ocurrido con el «movimiento» psicoanalítico. No trataré de explicar por qué, pero creo que la burocracia psicoanalítica ha querido deter­ minar qué teorías y prácticas terapéuticas merecen llamarse «psicoanálisis», y no creo que haya tenido demasiado éxito desde el punto de vista científico. Lo cual no es sorprenden­ te: la burocracia científica, como cualquier otra, pronto se crea intereses de poder, posición y prestigio y, con el domi­ nio sobre la teoría, puede adquirir dominio sobre las personas. Entonces, ¿cómo podemos determinar lo esencial de una gran estructura teórica, sea el platonismo, el espinosismo, el marxismo, o el freudismo, si ni su creador, ni la burocracia ofi­ cial pueden resolvérnoslo? La contestación a esta pregunta no puede ser muy satisfactoria, porque sigue sin darnos una re­ gla fácil y segura, pero, en mi opinión, es la única conveniente. Descubrir lo esencial de una doctrina es, fundamentalmen­ te, una tarea histórica. ¿Qué hace falta para esta tarea? El que quiera emprenderla habrá de estudiar cuál era, en esa doctri­ na, el pensamiento nuevo y creador que chocase con las ideas y opiniones generales de la época. Habrá de continuar exa­

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minando el ambiente del pensamiento y de las experiencias personales del período en que se creó la doctrina, tanto en la sociedad como en la vida del maestro. Habrá de estudiar cómo trató de expresar sus nuevas ideas de manera que man­ tuviese la comunicación con el pensamiento de su época, para que ni él ni sus discípulos fuesen tachados de «locos» o que­ dasen totalmente aislados. Después, hay que comprender cómo fueron influidos los enunciados de la doctrina primiti­ va por la tentativa de hallar un compromiso entre lo nuevo y lo recibido: y finalmente, cómo, con el cambio social y con los consiguientes cambios de las experiencias y de las formas de vida, podría ensancharse, trasladarse y revisarse el núcleo de la doctrina. Resumiendo: lo esencial de la doctrina es aquello por lo que supera el pensamiento recibido, menos el ropaje tradi­ cional con el que ha debido revestirse y enunciarse. Volviendo ahora a la doctrina de Freud, creo que sus des­ cubrimientos más importantes fueron los siguientes: 1. El hombre está determinado en gran medida por ins­ tintos que son esencialmente irracionales, que chocan con su razón, sus noím as moiales y las norm as de su sociedad. 2. La mayoría de estos instintos no le son conscientes. El se explica su acción como una consecuencia de motivos ra­ zonables (la «justifica»), mientras que obra, siente y piensa obedeciendo a las fuerzas inconscientes que mueven su conducta. 3. Toda tentativa de llevar a su conciencia la existencia y la acción (de estos impulsos inconscientes) choca con una defensa enérgica, una resistencia, que puede tom ar muchas formas. 4. Aparte de esta dotación constitucional, el desarrollo del hombre está determinado en gran medida por las circuns­ tancias de su niñez.

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5. Los móviles inconscientes del hombre pueden reconocerse por deducción (interpretación) de sus sueños, síntomas y actos triviales indeliberados. 6. Los conflictos entre la idea consciente que tiene el hom­ bre de sí mismo y de las cosas, por una parte, y las fuerzas que lo mueven inconscientemente, por otra, en caso de alcan­ zar una intensidad que pase de cierto límite, pueden provo­ car perturbaciones mentales como una neurosis, rasgos de ca­ rácter neuróticos, o un estado general, difuso, de indiferencia, angustia, depresión, etc. 7. Si las fuerzas inconscientes se hacen conscientes, este cambio tiene un efecto particularísimo: el síntoma suele de­ saparecer, hay un aumento de energía y se vive con más ale­ gría y libertad. Todos estos puntos tienen una relación especial con el tiempo en que vivió Freud. Su obra fue, a la vez, culmina­ ción y final de la era del racionalismo y de la Ilustración. El era racionalista, por cuanto creía en la capacidad de la razón para resolver los enigmas de la vida, en tanto fuesen resolu­ bles. Pero superó el racionalismo al reconocer que el hombre es movido por fuerzas irracionales, en tal medida que no ha­ bía imaginado el siglo xvm. Esta irracionalidad del hombre, y el carácter inconsciente de sus internas fuerzas irraciona­ les, constituye el descubrimiento más radical de Freud, por el cual superó, y en cierto sentido derrotó, el racionalismo op­ tim ista que dominaba el pensamiento consciente, pero, al cri­ ticarlo, proporcionó a la razón un cimiento más firme. Pudiendo explicar racionalmente lo irracional, colocó la razón sobre una base muchísimo más sólida. Pero Freud pudo haber sido un abogado de pesimismo y desesperación sí no hubiese descubierto un método para li­ berar al hombre del poder de las fuerzas irracionales hacien­ do consciente lo inconsciente. Este principio, que Freud enun­

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ció una vez así: «Lo que era “ello” debe hacerse “ yo” »,* con­ virtió la visión de la irracionalidad del hombre en un medio para su liberación. Así, no sólo dio una nueva dimensión a la verdad, sino también a la libertad. La libertad de comer­ cio, la libertad de uso de la propiedad y la libertad política significan poco si el hombre no puede liberarse de sus inter­ nas fuerzas irracionales e inconscientes. Es hombre Ubre el que se conoce a sí mismo, pero de una manera nueva: habien­ do atravesado la capa engañosa de la mera conciencia y com­ prendiendo la realidad oculta en su interior. Si, con todas estas ideas, negaba Freud el cuadro racio­ nal optimista del hombre, profundamente arraigado en el pen­ samiento y en el sentimiento de su época, en otros aspectos se ajustaba a su marco de referencia: sobre todo, al admirar y aplicar los métodos del materialismo mecanicista, cuyos principales exponentes eran un grupo de catedráticos alema­ nes: Hermann Ludwig E Heimholtz, Du Bois-Reymond y Ernst von Brücke. Este, que fue maestro y jefe de Freud como director del laboratorio de Psicología de la Universidad de Viena, dejó una impresión duradera en su discípulo, que re­ conoció con gusto su gratitud y admiración. Freud pasó de la fisiología, la neurología y la psiquiatría (tal como se la entendía entonces) a la psicología, pero llevó consigo Jos métodos y los conceptos fundamentales que le había inculcado la obra de Brücke. Buscaba el sustrato fisio­ lógico de la energía psíquica (libido). Conservó también el «neurologizar» del laboratorio de Brücke en su pensamiento sobre el nuevo terreno del psicoanálisis: «catexia» de energía, energía «libre» y «ligada» y «desplazamientos» de ener-

* Trad. de Etcheverry (1976), t. 22, pág. 74'. «Donde EUo era, Yo debo devenir.» Trad. de López-Ballesteros (1974), t. VIII, pág. 3145: «Donde era e l l O y ha de ser yo.» [7^1

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gía son conceptos que se encuentran entre los fundamentales de este nuevo pensamiento. Dicho todo esto, queda claro que los descubrimientos de Freud históricamente importantes fueron: 1) la existencia de poderosas fuerzas irracionales que mueven al hombre: 2) el carácter inconsciente de estas fuerzas: 3) su función patóge­ na (en ciertas circunstancias): y 4) el efecto de curación y li­ beración de hacer consciente lo inconsciente. Estos descubrimientos fueron atacados por los psiquia­ tras y los psicólogos que no los entendieron. Y fueron ataca­ dos también por antiguos alumnos y discípulos que sí los habían entendido, pero tomaron una postura crítica, a la vez que quisieron sacudirse el yugo de la superioridad del pa­ pel de Freud y, en ocasiones, de su rígida negativa a revisar ideas. Alfred Adler y Cari Gustav Jung son los más conoci­ dos de estos rebeldes. Sugirieron revisiones que fueron bien recibidas, y algunas de las cuales asumió Freud poste­ riormente. Adler comprendió mucho antes que Freud la importan­ cia de los impulsos agresivos y destructivos. Jung liberó la energía psíquica de su estricto entendimiento como energía sexual, convirtiéndola en concepto como tal. Tenía también una idea más rica del simbolismo y de la mitología que Freud y reconoció que el hombre no sólo es influido en su vida, y ni siquiera principalmente, por factores personales, sino que, a menudo, estos factores personales, por ejemplo, la propia madre, representan fenómenos y arquetipos universales que ejercen una influencia poderosa sobre la vida de todos, inde­ pendientemente de la personalidad de la madre particular. Por lo que se refiere a estos puntos y diferencias, no po­ dían ser causa ni motivo de ruptura. Tampoco sirven de ex­ plicación suficiente la rigidez de Freud ni las ambiciones de Adler y Jung. La causa real de una ruptura inevitable fue que

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ni Adler, ni Jung, compartían la postura fundamental de Freud, aunque cada uno por diferentes motivos. Adler, aun con buenas dotes y gran perspicacia psicológica, no era un hombre que estuviese al borde del racionalismo contemplan­ do el abismo de la irracionalidad: pertenecía a un grupo re­ presentativo de un nuevo optimismo, relativamente superfi­ cial, característico de la nueva clase media de Alemania y Austria antes y después de la Primera Guerra Mundial. En su pensamiento no había ningún aspecto paradójico ni trági­ co. Estaban convencidos de que el mundo progresaba cada vez más y que incluso los obstáculos y los inconvenientes ha­ brían de convertirse en ventajas. (Este mismo optimismo in­ genuo era propio de los reformistas austríacos y de los socialdemócratas alemanes, uno de los cuales era Adler.) Jung mantenía una postura histórica totalmente distinta. En lo esencial, era romántico y antirracionalista. Para el ro­ manticismo, lo irracional no es algo fuera de razón que se deba comprender para superar, sino, por el contrario, la fuente de la sabiduría, que se debe estudiar, comprender y apropiar para enriquecer y profundizar la vida. Freud se interesaba por lo irracional y lo inconsciente porque quería liberar al hombre de su poder. Jung, porque quería ayudarlo y curarlo, impul­ sándolo a mantenerse en relación con su inconsciente. Freud y Jung fueron como dos hombres que, marchando en direc­ ciones contrarias, se encuentran una vez en el mismo punto y traban una conversación animada, olvidando que, en cuanto reanuden la marcha, se alejarán cada vez más uno del otro. El tercer grupo de disidentes suele llamarse el de los «neofreudianos», o « culturalistas», o «revisionistas». Sus princi­ pales representantes [en Estados Unidos] somos Harry Stack Sullivan, Karen Horney y el autor. No ha dejado de haber otros que discrepasen mucho de las ideas ortodoxas domi­ nantes, como Franz Alexander y Sándor Radó: pero, por ha­

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ber continuado dentro de la organización freudiana, no se les ha colgado nunca la etiqueta de «neofreudianos». Los «neofreudianos» de ningún modo defienden ideas idénticas. Lo que tienen en común es el afirmar los datos cul­ turales y sociales más de lo que era corriente entre los freudianos. Pero, ciertamente, esta afirmación es un desarrollo de la propia orientación social fundamental de Freud, que siempre consideró al hombre dentro de un contexto social y atribuyó a ía sociedad un papel importante en la represión. Sullivan ha dado menos importancia a la sexualidad y, más, a la evitación de inseguridad y angustia. Horney ha afirma­ do el papel de la angustia, de los temores y de la incompati­ bilidad de ideales del yo; y ha propuesto reformas fundamen­ tales de la psicología femenina de Freud. El autor fue teniendo cada vez más dudas sobre la teoría de la libido de Freud y ha propuesto otra, centrada en las ne­ cesidades que surgen de la condición existencial del hombre. H a afirmado el papel de la sociedad, no como «cultura», sino como una sociedad determinada, estructurada de acuerdo con su modo de producción y sus principales fuerzas producti­ vas. Y ha subrayado la importancia de los problemas éticos y de valores para la comprensión del hombre. Ninguno de estos tres psicoanalistas hemos negado las teo­ rías fundamentales de Freud antes citadas ni hemos tratado de form ar una nueva escuela que reemplazase a la de Freud. Abandonamos la organización freudiana, sobre todo, por la intolerancia de la burocracia hacia los disidentes, de ningún m odo por voluntad nuestra de fundar organizaciones nuevas que sirviesen de hogar a doctrinas nuevas, o antifreudianas. E n este decisivo sentido, nos distinguimos totalmente de Adler y Jung, diferencia que se manifiesta simbólicamente en que éstos diesen a sus teorías nombres nuevos (psicología in­ dividual y psicología analítica, respectivamente), mientras que

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los neofreudianos hemos insistido en conservar la palabra «psicoanálisis», no sin protestas de algunos freudianos para quienes el no obedecer las normas de la organización priva del derecho a llamarse psicoanalista. (A qué absurdos puede llevar este espíritu burocrático puede verse en que se hiciese criterios del uso de diván y de celebrarse cinco sesiones se­ manales para juzgar si uno practicaba o no psicoanálisis.) Desde el punto de vista científico, el error principal de los fundadores de escuelas nuevas, Adler y Jung, fue trivializar los grandes descubrimientos de Freud y abandonarlos des­ pués por completo, sustituyéndolos por sus propias ideas, a menudo, de calidad inferior. Se puede criticar también a los neofreudianos, comprendido yo mismo, por no haber pres­ tado a veces atención adecuada a Freud, o incluso por ha­ berlo criticado innecesariamente. Aun siendo comprensible durante una polémica, y en especial al tropezar con la franca hostilidad de los freudianos, creo que, en general, no ha sido excesiva ni injusta la crítica de los neofreudianos. A pesar de nuestras grandes diferencias, hemos atendido sobre todo a la compresión de lo inconsciente y a hacer consciente lo incons­ ciente. Pero ninguno de nosotros hemos tratado de descubrir qué expresiones habrían apaciguado a la burocracia freudia­ na, llevando quizás a que se acogiese más amablemente el pen­ samiento «neofreudiano».

2. Objeto y método de la revisión del psicoanálisis La renovación creativa del psicoanálisis sólo será posible si supera su conformismo positivista [véase E. Fromm, 1970c, GAIX, págs. 47-70] y vuelve a ser una teoría crítica y provo­ cativa en el espíritu del humanismo radical. Este psicoanáli­ sis revisado proseguirá el continuado descenso al «infierno»

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de lo inconsciente, criticando todas las formas sociales que deforman y desfiguran al hombre, y se ocupará de todo aque­ llo que pueda llevar a la adaptación de la sociedad a las ne­ cesidades del hombre, en vez de a la adaptación del hombre a la sociedad. Particularmente, examinará los fenómenos psicológicos que constituyen la patología de la sociedad contemporánea: la enajenación, la angustia, el aislamiento, el miedo a la pro­ fundidad del sentimiento, la falta de actividad y la falta de alegría. Estos síntomas han asumido el papel principal que en tiempos de Freud representaba la represión sexual, y la teo­ ría psicoanalítica debe enunciarse de tal manera que pueda i comprender los aspectos inconscientes de estos síntomas y las condiciones patógenas que ios producen en la familia y en la sociedad. El psicoanálisis estudiará especialmente la «pa­ tología de la normalidad», esa leve esquizofrenia crónica ori­ ginada por la actual y futura sociedad tecnocibernética. Entiendo que la revisión dialéctica de la teoría freudiana clásica debe hacerse —o seguir haciéndose— en seis terrenos: la teoría de los impulsos, de lo inconsciente, de la sociedad, de la sexualidad y del cuerpo, y la terapéutica psicoanalítica, con ciertos elementos comunes en todos ellos: 1. El cambio de perspectiva filosófica, del materialismo mecanicista, o bien al materialismo histórico y al pensamien­ to evolutivo, o bien a la'fenomenología y al existencialismo. 2. Entender de manera distinta lo que es conocimiento de una persona y lo que es conocimiento en ciencias natura­ les. Se trata de la diferencia fundamental entre la idea hebrea y la idea griega del conocimiento. En hebreo, «conocer» iyadd) era la vivencia activa de una persona, una relación con­ creta y personal, no una abstracción: lo cual se manifiesta también en el empleo de «conocer» en el sentido de un amor sexual penetrante y en el sentido de una comprensión pro­

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funda. (Véase E. Fromm, 1966a, GA VI, pág. 139 y sig. Harry Stack Sullivan se acerca a esta manera de entender el conoci­ miento con su idea [del terapeuta] como «observador parti­ cipante», de la que ha hecho fundamento general de su trato con el paciente.) En griego, y especialmente en Aristóteles, el conocimiento es impersonal y objetivo: y este tipo de co­ nocimiento ha llegado a ser el fundamento de las ciencias na­ turales. El terapeuta piensa también de esta manera, objeti­ vamente, al considerar muchos aspectos de los problemas de su paciente, pero su orientación principal debe ser el «cono­ cimiento por vivencia activa», que es el método científico ade­ cuado para comprender a las personas. 3. U n cambio de la idea del hombre. E n vez del «hombremáquina», aislado, sólo secundariamente social, nosotros te­ nemos la idea de un ser fundamentalmente social, que es sólo al estar relacionado, y cuyas pasiones y afanes se originan en las condiciones de su existencia humana. 4. Una orientación humanista, que supone la identidad fundamental del potencial de todos los hombres y la acepta­ ción incondicional del otro, por no ser distinto a mí. 5. U n entendimiento sociocrítico del conflicto entre el in­ terés de casi todas las sociedades en la continuidad de su sis­ tema y el interés del hombre en el máximo desarrollo de sus potencialidades; lo cual implica el no aceptar las ideologías por sí mismas, considerando, al contrario, que el buscar la verdad es liberarse de los engaños, de la conciencia errónea y de las ideologías. Los seis terrenos de evolución productiva del psicoanáli­ sis no son de ningún modo, ni deben ser, independientes uno de otro. Al contrario, constituyen un conjunto, y es de espe­ rar que una doctrina revisada del psicoanálisis los unifique en un sistema. Desgraciadamente, ha habido poco contacto hasta ahora entre algunos terrenos de éstos con otros. Por este

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motivo, convendrá tratarlos ahora independientemente, al ex­ plicar con más detalle qué quiere decirse con «revisión dia­ léctica de la teoría psicoanalítica». La revisión dialéctica sigue dos métodos: uno, examinar los datos y las conclusiones teóricas de Freud a la luz de otros datos posteriores, un nuevo marco filosófico y los cambios sociales ocurridos durante los últimos decenios; el otro es una crítica de Freud basada en lo que pudiera llamarse «psicoa­ nálisis textual». Todo pensador creativo descubre más de lo que puede darse cuenta y es capaz de expresar. Para enunciar teorías, tiene que desatender a menudo cierto terreno del co­ nocimiento, sin llegar a darse cuenta de que hay otras posibi­ lidades válidas. Naturalmente, escogerá las observaciones y las ideas de Jas que tenga más pruebas y m ejor se ajusten a su filosofía, política o religión. Si no hace tal selección, que­ dará demasiado disperso entre las varias posibilidades de con­ siderar y explicar los hechos como para poder construir una teoría sistemática. Entonces, ¿cómo sacamos la conclusión de que también piensa inconscientemente en otras posibilidades, de que, en realidad, se ha superado a s í m ism ol: de manera no muy dis­ tinta a lo que se hace en psicoanálisis, cuando, por curiosas omisiones, errores, exageraciones y subestimaciones, vacila­ ciones, bruscos cambios de tema, sueños, etc., deducimos que hay ideas inconscientes. En el caso del psicoanálisis textual, seguimos el mismo método aunque no tenemos sueños a nuestra disposición. Analizando la manera exacta como se expresa un autor, las incoherencias que no ha eliminado, la breve mención de una teoría que no vuelve a recoger, la exagerada insistencia en cier­ tos puntos y la omisión de alguna hipótesis posible, pode­ m os concluir que el autor debió de tener conciencia de otras posibilidades, pero tan ligera que sólo alguna vez les dio bre­

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ve expresión franca y casi siempre las reprimió efectivamen­ te. Desde luego, la necesidad y la validez de este psicoanálisis textual serán negadas por quienes, o bien niegan en general la validez del psicoanálisis, o bien creen que la obra del psi­ cólogo, del sociólogo, del historiador, etc., es puro producto intelectual, no influido por factores personales. A diferencia del psicoanálisis personal, el psicoanálisis tex­ tual no se ocupa sobre todo de sentimientos o deseos repri­ midos, sino de ideas reprimidas y de desviaciones del pensa­ miento del autor. Pretende examinar el pensamiento oculto y explicará las desviaciones. Ciertamente, en tal análisis re­ presentan un papel importante las consideraciones psicoló­ gicas: el caso más claro es cuando los temores del autor le impiden llegar a las conclusiones lógicas, haciéndole inter­ pretar mal sus propios datos, o cuando unos prejuicios sen­ sibles le hacen imposible ver ciertos defectos de su teoría y pensar en mejores explicaciones (el ejemplo más craso es la tendencia patriarcal de Freud). Pero lo que importa no es tanto descubrir los móviles sentimentales, sino reconstruir las ideas que, por el motivo que fuese, no entraron, o sólo entraron indirecta o transitoriamente, en el pensamiento manifiesto del autor. Naturalmente, de un autor a otro difieren mucho los mo­ tivos para reprimir ciertas ideas posibles. Como hemos di­ cho, un motivo frecuente para reprimir lo impopular, o in­ cluso peligroso, es el miedo; otro está metido muy hondo en los «complejos» afectivos; y otro es el intenso narcisismo que inhibe una autocrítica conveniente. En el caso de Freud, po­ demos suponer que ni el miedo ni el narcisismo tuvieron un papel importante. Pero hay otro motivo que sí pudo ser muy destacado: la función de Freud como jefe del «movimiento». Sus partidarios estaban unidos por la teoría común. Si Freud la hubiese reformado mucho, podría haber satisfecho su pa­

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sión por la verdad, pero también habría sembrado confusión en las filas de sus seguidores, poniendo en peligro el movi­ miento. Creo que el miedo a esto quizá moderase a veces su pasión científica. Debemos subrayar que el psicoanálisis textual no preten­ de decidir si una teoría es verdadera o falsa: sólo saca a la luz, con el supuesto de que tenga pruebas, lo que un autor pudo haber pensado en el fondo y más allá de lo que él pen­ saba que pensaba. Con otras palabras, el psicoanálisis tex­ tual puede ayudarnos, como dijo una vez Kant, a «compren­ der a un autor mejor de lo que él se comprendió a sí mismo». Pero la validez de las posibilidades que se deduzcan sólo po­ drá afirmarse en virtud de sus propios méritos científicos.

3. Aspectos de una revisión teórica de los instintos Especialmente desde 1941, he tratado en mis obras de re­ visar la teoría de los impulsos y de las pasiones que mueven la conducta del hombre, además de los que sirven a su pro­ pia conservación. He supuesto que estos impulsos no pue­ den explicarse adecuadamente como un proceso químico in­ terno de tensión y relajación, sino que deben comprenderse basándonos en la «naturaleza» del hombre. Sin embargo, esta idea de la «naturaleza» o de la «esen­ cia» del hombre, es decir, de aquello por lo cual el hombre es hombre, no postula, como tantas otras, que pueda descri­ birse en términos positivos, diciendo que es una sustancia, o una estructura fija, con ciertas cualidades invariables, como bueno o malo, amoroso u odioso, libre o no libre, etc. La «esencia» del hombre es un conflicto que sólo existe en él: la oposición entre ser de la Naturaleza, estando sujeto a to­ das sus leyes y, al mismo tiempo, trascender la Naturaleza,

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porque el hombre, y sólo él, es consciente de sí y de su exis­ tencia; es, de hecho, en la Naturaleza el único caso en que la vida se ha hecho consciente de sí. Este irresoluble conflicto existencial (existencial, a dife­ rencia de los conflictos de condicionamiento histórico, que pueden hacerse desaparecer, como la oposición entre rique­ za y pobreza) se debe a un hecho evolutivo, biológico: el hom­ bre surge en la evolución animal en el momento en que la de­ terminación por los instintos ha alcanzado un mínimo, al mismo tiempo que la parte del cerebro que es la base del pen­ samiento y de la fantasía ha alcanzado un orden de desarro­ llo mucho mayor del que se encuentra en los primates. Esto, por una parte, hace al hombre más desamparado que el ani­ mal, pero, por otra, le ofrece la posibilidad de una fortaleza nueva, aunque de tipo completamente distinto. El hombre, en cuanto hombre, ha sido arrojado de la Naturaleza y, sin embargo, está sujeto a ella: es, por decirlo así, un aborto de la Naturaleza. Objetivamente, este intrínseco conflicto biológico del hom­ bre exige soluciones, es decir, exige desarrollo humano. Sub­ jetivamente, la conciencia de haber sido arrancado de su base natural, y de ser una pieza aislada, desligada, de un mundo caótico, lo llevaría a la locura (es loco quien ha perdido su puesto en un mundo estructurado, que comparte con los de­ más y en el que puede orientarse). De ahí, que las energías del hombre se dirijan a convertir en llevadero este conflicto insoportable, buscándole cada vez las mejores soluciones po­ sibles. Todas las pasiones y anhelos del hombre, normales, neuróticos o psicóticos, son tentativas de resolver este con­ flicto esencial. Como le es vital encontrar soluciones, estas tentativas se hallan cargadas de toda la energía de que dispo­ ne y sirven más bien a la supervivencia mental que a la física, como medios para eludir la sensación de la nada y del caos

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y para encontrar cierta forma de unidad, un marco de orien­ tación y de lealtades. Son medios, en sentido lato, «espiri­ tuales», de acuerdo con la idea de «espiritualidad» de Susan Sontag (1985, pág. 11), la mejor que he encontrado: «Espiri­ tualidad = planes; terminologías; normas de conducta en­ caminadas a resolver la dolorosa contradicción estructural inherente a la situación humana, a la consumación de la con­ ciencia humana, a la trascendencia.» (Sólo, que yo, a «pla­ nes, terminologías...», antepondría «apasionado afán».) Así pues, la naturaleza o esencia del hombre, según la en­ tiende esta teoría, no es otra cosa sino la oposición inherente a su constitución biológica, que arroja soluciones diferentes. La esencia del hombre no se identifica con ninguna de estas soluciones, que, ciertamente, no son de número y calidad ar­ bitrarios e ilimitados, sino que están determinadas por las ca­ racterísticas del organismo humano y de su entorno. Los co­ nocimientos de historia, psicología infantil y psicopatología, así como, particularmente, de historia del arte, religión y mi­ tos, nos permiten enunciar ciertas hipótesis sobre las solucio­ nes posibles. Por otra parte, como la Humanidad ha vivido hasta ahora bajo el principio de la escasez y, por tanto, de la coacción y la dominación, no se ha agotado de ningún modo el número de tales soluciones, pues abre nuevas pers­ pectivas la posibilidad de que lleguemos a una vida social ba­ sada en la abundancia y, por tanto, en la desaparición de los constreñimientos. Esta teoría sobre la esencia del hombre es dialéctica, opuesta a aquellas para las cuales consiste en una sustancia o cualidad fija: pero también es opuesta a las ideas del existencialismo: de hecho, constituye una crítica del pensamien­ to existencialista. (Las ideas que exponemos se centran en tor­ no del problema de la existencia humana y, sería equívoco, pues tienen poca relación con el existencialismo como filo­

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sofía. En caso de que hiciera falta una expresión descriptiva, podría decirse que se basan en un humanismo radical.) Si la existencia precede a la esencia, ¿qué es la existencia, en cuan­ to se refiere al hombre? No puede haber más respuesta sino que su existencia está determinada por las características fi­ siológicas y anatómicas que son comunes a todos los hom­ bres desde su evolución del reino animal: de otro modo, «exis­ tencia» se queda en concepto vano y abstracto. Pues bien, si el esencial conflicto biológico del hombre, no sólo caracte­ riza su existencia físicamente, sino también tiene como con­ secuencia conflictos psíquicos que exigen solución, resulta in­ sostenible la afirmación de Sartre de que el hombre es sólo lo que él hace de sí mismo (véase J.-P. Sartre; 1957). Lo que el hombre puede hacer de sí mismo y lo que puede desear son las diversas posibilidades derivadas de su esencia, que no es otra cosa sino su conflicto existencial-biológico y psíqui­ co. Pero el existencialismo no define la existencia en este sen­ tido, sino que tiene de ella un idea abstracta y queda preso, por tanto, en una postura voluntarista. Esta idea que he esbozado de las pasiones como específi­ camente humanas es dialéctica, pues entiende los fenómenos psíquicos como consecuencia de una oposición de fuerza. Y, en mi opinión, es conveniente, porque: 1) no cae en el ahistoricismo de entender que la esencia del hombre es una sustan­ cia o cualidad determinadas; 2) evita el error de un volunta­ rismo abstracto que no caracteriza al hombre por nada más que su libertad y responsabilidad; 3) coloca la comprensión de la naturaleza del hombre sobre el fundamento real de su constitución biológica en cuanto hombre, explicando, no sólo lo que tiene en común con el animal, sino también, dialécti­ camente, qué fuerzas opuestas se liberan cuando supera la existencia animal; y 4) contribuye a explicar Jas pasiones y afanes que mueven al hombre, tanto los más arcaicos como los más ilustrados.

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El conflicto inherente ai hombre es la base de sus apasio­ nados afanes. Cuál de ellos se active y llegue a predominar en el carácter de una sociedad o de un individuo depende, en gran medida, de la estructura social, que cumple una fun­ ción selectiva mediante sus formas de vida, sus enseñanzas, castigos y recompensas. Afirmar lo específicamente humano de unas pasiones o impulsos porque deben su origen al conflicto existencia! de! hombre no significa negar que tenga impulsos debidos a su fisiología, y que comparte con todos los animales, como la necesidad de comer, de beber, dormir y, hasta cierto punto para asegurar la supervivencia de la especie, el impulso se­ xual. Corresponden al deseo, fisiológicamente condicionado, de supervivencia y, no obstante cierto grado de maleabilidad, están fijados. Freud quiso entender, y aquí está nuestra fundamental diferencia con la teoría clásica, que todas las pasiones hu­ manas se radican en necesidades fisiológicas o biológicas y construyó ingenuas interpretaciones teóricas para sostener esta postura. En el marco teórico que nosotros exponemos, los impulsos humanos más fuertes no se dirigen a la supervi­ vencia física (en condiciones normales, cuando tal super­ vivencia no está amenazada), sino a buscar una solución a su conflicto existencial, un objetivo que encauce sus energías por un camino y dé sentido a su vida, haciéndole superar aquella finalidad que tiene en común con los demás organis­ mos. Todos los datos históricos y clínicos demuestran que, con sólo la búsqueda y satisfacción de sus necesidades bioló­ gicas, el hombre queda insatisfecho y expuesto a graves tras­ tornos. Estos impulsos, o pueden ser regresivos, arcaicos y autodestructivos, o pueden servir al pleno desarrollo del hombre, uniéndolo al mundo en condiciones de libertad e integridad.

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En este caso óptimo, las necesidades del hombre allende la supervivencia no nacen del disgusto y la «escasez», sino de su riqueza de potencialidades, que tienden con fuerza a de­ rramarse en los objetos correspondientes: quiere amar por­ que tiene corazón; quiere pensar porque tiene cerebro; y quiere tocar porque tiene piel. El hombre necesita del mundo por­ que sin el mundo él no puede ser. En el acto de relación con el mundo, se hace uno con sus «objetos» y éstos dejan de ser objetos. (Véase E. Fromm 1968h, GA V, pág. 425.) Esta rela­ ción activa con el m undo es ser; el acto de conservar y ali­ mentar el propio cuerpo, la propiedad, la posición, la fama, etc., es tener o usar. El examen de estas dos formas de existencia, su relación con el concepto del ego, como sujeto del «tener» y «usar», y del yo, como sujeto del «ser»; las categorías de actividad y pasividad y la atracción hacia la vida y la atracción hacia la muerte: éstas son las cuestiones principales para la revi­ sión dialéctica del psicoanálisis. (En Psicoanálisis y Etica, 1947a, GA II, cap. 3, revisaba la teoría clásica de la sexuali­ dad pregenital, y ahí debo remitir al lector. Lo esencial de esta revisión es la tesis de que los caracteres «oral» y «anal» no son consecuencia de una excitación anal y oral, sino que m a­ nifiestan un tipo especial de relación con el mundo, que es reacción al «ambiente psíquico» de la familia y de la so­ ciedad.) Hay dos pasiones que requieren una revisión completa: la agresión y el eros. Al no distinguir entre clases cualitativamente diferentes de agresividad: por ejemplo, una agresión reactiva en defen­ sa de intereses vitales, una pasión sádica de omnipotencia y dominio absoluto, y una destructividad necrofílica, dirigida contra la vida misma, Freud y la mayoría de los autores psicoanalíticos se obstruyeron el camino a la compresión de la

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génesis y dinámica de cada una de ellas. No sólo está justifi­ cado idear teorías nuevas sobre los diversos tipos de agresivi­ dad hum ana, sino también es muy necesario, en un mundo en grave peligro de no poder enfrentarse ya a la que él mismo provoca. [Véase, especialmente, el libro, aparecido en 1973: Anatom ía de la destructividad humana, 1973a, GA VII.] Muchas observaciones clínicas desde hace pocos años, mías y de otros, han confirmado una hipótesis que expuse por prim era vez en El corazón del hombre (1964a, GA II). Me refiero a la idea de que las dos fuerzas más hondas que mueven al hombre son la biofilia, o amor a la vida, y la necrofilia, o amor a la muerte, la descomposición, etc. Es biófilo el que ama la vida, el que «vivifica» todo lo que toca, comprendido él mismo. El necrófilo, como el rey Midas, lo convierte todo en cosa muerta, sin vida, mecánica. La fuerza relativa de la biofilia y de la necrofilia es lo que más determi­ na todo el carácter de una persona o de un grupo. Esta idea es una revisión, basada en observaciones clínicas, de los ins­ tintos freudianos de vida y de muerte. Pero, a diferencia de Freud, no considera que las dos tendencias sean dos fuerzas biológicas existentes en cada célula, sino que la necrofilia es una evolución patológica ocurrida cuando, por unos cuan­ tos motivos, se ha obstruido o eliminado la biofilia. Creo que, para la revisión dialéctica del psicoanálisis, será misión im­ portante seguir investigando la biofilia y la necrofilia. La revisión de la idea freudiana del amor se asocia al exa­ men de su idea de la libido y del eros. Freud no consideró la atracción entre varón y hembra como un fenómeno fu n ­ damental al deseo sexual porque creía que éste era producido por una química de tensiones internas que exigen liberarse. A parte del atractivo de esta explicación fisiológica, quizás haya otro motivo que hiciese a Freud no considerar la polari­ dad de varón y hembra como un fenómeno fundamental: po­

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laridad significa igualdad —aunque, a la vez, diferencias—, y su rigurosa perspectiva patriarcal le impedía pensar en una igualdad entre el varón y la hembra. El concepto freudiano de la sexualidad no encierra el eros: el impulso sexual se pro­ duce por una química interna en el varón, y la hembra es el objeto adecuado de este impulso. Inesperadamente, cuando Freud ideó su teoría del eros frente al instinto de muerte, pudo haber cambiado de postu­ ra, para afirmar que el eros es la atracción específica entre el varón y la hembra, en el sentido del mito de Platón: que el varón y la hembra habían estado unidos primitivamente y que anhelaban volverse a unir. Esta idea habría tenido además la gran ventaja teórica de permitirle considerar que el eros cum­ plía su requisito al instinto, a saber, la tendencia a regresar a un estado anterior. Pero Freud no quiso avanzar por este camino, quizá, repito, porque habría significado aceptar la igualdad entre el varón y la hembra. La dificultad teórica de Freud en la cuestión del amor y del eros, efectivamente, era muy grande. Del mismo modo que, en sus primeras obras, no había considerado que la agresión fuese un impulso primario —aunque nunca la desatendió por completo—, entendía el amor como un epifenómeno, como una sexualidad «inhibida de su objeto». Creía que su sustra­ to es la sexualidad, entendida en el espíritu de su marco de referencia fisiologizante. De hecho, la idea primitiva de Freud de la sexualidad y su posterior concepto del eros no pueden concillarse. Se basan en premisas enteramente distintas: el eros —como el instinto de muerte— no está localizado en una zona erógena particular: no está regulado por tensiones químicas internas y necesidad de relajación. Además, no está sujeto a evolución, como la libido, sino que es una cualidad, esen­ cialmente fija, de toda sustancia viviente. Y tampoco cum­ ple con los requisitos que pone Freud al instinto. Hemos alu­

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dido ya a la concesión de Freud de que el eros no tiende a la conservación, lo que él había creído antes esencial para un instinto. Otto Fenichel (1953, pág. 364 sig.) ha señalado lo mismo sobre el concepto de Freud del instinto de muerte. Sin embargo, Freud no llamó la atención sobre la funda­ mental diferencia entre estas dos ideas de los impulsos y, qui­ zá, tampoco fue enteramente consciente de ella. Trató de en­ cajar la idea nueva con la antigua, de modo que el instinto de muerte ocupase el lugar del antiguo instinto agresivo y el eros sustituyese la sexualidad. Pero podemos reconocer la di­ ficultad que encontró en esta empresa. En Nuevas Conferen­ cias, habla de «las pulsiones sexuales entendidas en el senti­ do más alto», añadiendo que también pueden llamarse «eros, si prefieren esta denominación» (S. Freud, 1976, t. 22, pág. 95). En E l yo y el ello, identifica el eros con el instinto sexual y con el instinto de conservación (véase S. Freud, 1976, t. 19, pág. 41). En M ás allá del principio del placer, afirma que «la pulsión sexual se nos convirtió en Eros, que procura esforzar las partes de la sustancia viva unas hacia otras y cohesionar­ las; y las comúnmente llamadas pulsiones sexuales aparecie­ ron como la parte de este Eros vuelta hacia el objeto» (t. 18, pág. 59 n.). Y en su última obra, Esquema del psicoanálisis, dice que la libido es un «exponente» del eros (no, como an­ tes, que el eros es la libido transformada), «la cual en la con­ cepción corriente —aunque no en nuestra teoría— se super­ pone con Eros» (t. 23, pág. 149; el subrayado es mío). E n m i opinión, el «psicoanálisis textual» délas teorías de Freud sobre la sexualidad y el amor puede mostrar que su pensamiento lo llevaba a estimar de otra manera el amor, como energía vital primordial, y en su forma especial de atrac­ ción entre varón y hembra. Bajo la superficie de la teoría ex­ presa, había una idea de que el am or a la vida, el amor entre hombre y mujer, el amor a los semejantes y el amor a la N a­

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turaleza no son más que aspectos diferentes de un solo fenó­ meno. Podríamos suponer que FTeud no era del todo cons­ ciente de esta nueva idea, que únicamente se revela en ciertas incoherencias, afirmaciones sorprendentes, pero aisladas, etc. Lo siguiente puede servir de ejemplo de estas íntimas vacila­ ciones de Freud: En E l malestar en la cultura, comentaba el mandamiento «Amarás a tu prójimo como a ti mismo» con estas palabras: «¿Por qué, pues, se rodea de tanta solemni­ dad un precepto cuyo cumplimiento no puede recomendarse como racional?» (S. Freud, 1976, t. 21, págs. 106-107). Y en su carta a Einstein ¿Por qué la guerra?, escribía: «Todo cuan­ to establezca ligazones de sentimientos entre los hombres no podrá menos que ejercer un efecto contrario a la guerra... El psicoanálisis no tiene motivo para avergonzarse por hablar aquí de amor, pues la religión dice lo propio: “Ama a tu pró­ jimo como a ti mismo.” » (T. 22, pág. 195.) Esta hipótesis (de un tácito cambio de idea de Freud so­ bre el amor), por ser cosa de interpretación y conjetura, no puede «demostrarse», pero pueden alegarse muchas pruebas sobre la posibilidad de que se estuviese librando una dura ba­ talla en el pensamiento de Freud pero, como no fue plena­ mente consciente de ella, se vio obligado a negarla, declarando que no había contradicción entre la idea de la sexualidad y la nueva teoría del eros. Cualesquiera que sean los méritos de esta interpretación, creo que la revisión dialéctica debe es­ tudiar las contradicciones entre las primeras y últimas teo­ rías de Freud y buscar nuevas soluciones, algunas de las cua­ les, ciertamente, habría encontrado el mismo Freud si hubiese vivido más tiempo [En Grandeza y limites del pensamiento deFreud, 1979a, GA VIII, cap. 4, págs. 337-358, puede verse un análisis .detallado de las diversas teorías de Freud sobre los instintos.]

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4. La revisión de la teoría de lo inconsciente y de la represión a) Lo inconsciente y la represión de la sexualidad El descubrimiento más importante de Freud fue el de lo inconsciente y de la represión. Relacionó esta importante idea con su teoría de la libido y supuso que lo inconsciente es la sede de los deseos sexuales instintivos (posteriormente, afir­ mó que parte del yo y del superyó son también inconscien­ tes). Desgraciadamente, este enlace facilitó una evolución que haría atascarse el pensamiento psicoanalítico. Así ocurrió, en primer lugar, porque todo el interés se con­ centró en lo sexual, genital y pregenital. El único aspecto que interesaba de lo inconsciente era la sexualidad reprimida. Cua­ lesquiera que fuesen los méritos de la teoría de la libido, Freud creó un medio para conocerse a sí mismo que va muy allende del ámbito sexual, a todos los terrenos de lo inconsciente. Si yo soy codicioso, angustiado, narcisista, sádico, masoquista, destructivo, insincero, etc., pero tengo reprimida la concien­ cia de todas estas cualidades; si yo concentro todo mi interés en mis anhelos sexuales y eróticos reprimidos, este tipo de análisis me hace la vida muy fácil, sobre todo si creo que la sexualidad —genital y pregenital— es buena y no debe repri­ mirse ni contenerse: ya no tengo la penosa obligación de ver ese lado mío que no se corresponde con mi opinión consciente de mí mismo. Limitado a la libido, el gran descubrimiento de Freud pier­ de mucho de su carácter verdaderamente crítico y revelador, pudiéndose emplear mejor, simplemente, como un medio para analizar a otros que no se han liberado todavía de los tabúes sexuales, no como medio para conocerme a mí mismo y re­ formarme. Este tipo de psicoanálisis no puede desecharse llamándo-

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lo terapéutica^ diciendo que incumbe a la consulta del clíni­ co. La terapéutica puede tener cierto carácter técnico, pero el fenómeno mismo, la compresión de mi inconsciente y de su incompatibilidad con mi opinión consciente de mí mismo es precisamente el descubrimiento que otorga al psicoanáli­ sis su importancia como radical avance en el propio descu­ brimiento del hombre y hacia una forma nueva de sinceri­ dad. Desgraciadamente, se ha puesto de moda aplicar el concepto de represión exclusivamente a la sexualidad y creer que, si no hay represión de los deseos sexuales, lo inconsciente se ha hecho consciente. La falta de represión de los deseos sexuales no significa que la mayor parte de lo inconsciente se haya hecho cons­ ciente, como evidencia los grupos sociales que practican y ex­ perimentan libremente la sexualidad en todas su formas, sin la carga de los tradicionales sentimientos de culpa. Es éste, de hecho, uno de los cambios notables que están ocurriendo en la sociedad occidental de hoy. Es notable, además, que esta práctica libre y «sin culpa» de la sexualidad, no sólo se en­ cuentre en los grupos juveniles radicales, sino que se halle tam­ bién entre los apolíticos hippies y entre los jóvenes de clase media de Norteamérica y de Europa Occidental que son po­ líticamente radicales; así como entre ciertos círculos de me­ diana edad de la clase media acomodada. Parece que la libe­ ración sexual, cuyo defensor más ilustre fue Wilhelm Reich, está desarrollándose a un ritmo asombroso en todos los gru­ pos de la sociedad consuntiva, sin las consecuencias políti­ cas que Reich supuso se derivarían. Lo que importa es comprender la cualidad de la experien­ cia sexual. La satisfacción sexual se ha convertido, en gran medida, en un artículo de consumo, con las características de cualquier otro consumo moderno, al que mueven, sobre todo, el aburrimiento, la depresión oculta y la angustia, sien­ do el acto de la satisfacción en sí vano y superficial. I ONtVERSIOAÜ RAFAEL U N D I V aT

B 1 B L I O T £ rX

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Me parece que muchos móviles sexuales de la joven gene­ ración radical están dictados un poco por consideraciones teó­ ricas de acuerdo con Freud y Reich. La satisfacción sexual, como medio para desembarazarse de todos los «complejos» de uno, puede llegar a ser algo obsesiva, especialmente si se acompaña de un preocupado examen de si hemos tenido un orgasmo «cumplido», etc. La sexualidad de grupo, aunque pueda decirse mucho en su favor teóricamente (como el que supera el sentido de la propiedad, los celos, etc.), puede no distinguirse tanto, en realidad, de la tradicional vida sexual burguesa extraconyugal (comprendidos el voyeurismo y el ex­ hibicionismo) como creen los que participan en ella. Lo cual es cierto, en especial, de la necesidad de cambiar y alternar las parejas sexuales, por perderse muy pronto el interés por la misma pareja. El que la satisfacción sexual se haya liberado de sentimien­ tos de culpabilidad ha sido un gran avance, pero queda en pie la cuestión de hasta qué punto los jóvenes «radicales» pa­ decen el mismo defecto que sus mayores y que sus compañe­ ros más tradicionalistas: la incapacidad de intimidad huma­ na, defecto que suple como sucedáneo la intimidad sexual y política. Para la joven generación radical, el paso siguiente sería, o así me lo parece, hacerse más consciente de su miedo a la intimidad sentimental profunda y del papel de la sexua­ lidad como sucedáneo. Además, me parece, tienen la tenden­ cia a obedecer doctrinas psicoanalíticas mal digeridas, como guías de vida sexual, los mismos que con tanta firmeza re­ chazan el fanatismo en sus pensamientos políticos. El seguir a Freud, incluso bien digerido, lleva a sobreestimar la sexua­ lidad, como explicaré después, y a despreciar el eros y el amor. Amoldar la propia conducta sexual a las doctrinas de Freud resulta un poco pasado de moda, y sólo parecerá «subversi­ vo» a los mayores.

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La liberación sexual no significa que sus beneficiarios ha­ yan perdido la mayoría de sus represiones, no muchas menos que las de sus abuelos. Lo que ha cambiado es lo que se re­ prime. Al buscar lo inconsciente, sobre todo, en el terreno de la sexualidad, se hace más difícil descubrir otras experiencias inconscientes. Es mucho mayor el menoscabo del concepto de lo incons­ ciente cuando se aplica en sentido abstracto y cuando se re­ fiere principalmente a ideas tan generales como el eros y el instinto de muerte. En este caso, pierde todo significado per­ sonal y deja de ser en absoluto un medio para conocerse a sí mismo. Incluso el complejo de Edipo, el eje de la represión según Freud, apenas toca lo hondo de las pasiones humanas incons­ cientes. De hecho, el deseo del niño de trato sexual con la ma­ dre, escandaloso como es desde el punto de vista tradicional, no es nada irracional en realidad. El complejo de Edipo es el triángulo amoroso de los adultos reconvertido a la situa­ ción infantil. El niño obra muy razonablemente y, de hecho, con más frecuencia que los adultos en situaciones parecidas. El niño, impulsado por su sexualidad en ciernes, desea a la madre porque es la única mujer en torno, o la más asequible. Enfrentado a la amenaza de castración del padre rival, la pro­ pia conservación prevalece sobre la pasión sexual, renuncia a la madre y se identifica con el agresor.

b) Lo inconsciente y la represión de la vinculación a la madre Tras la vinculación del niño a la madre en el plano geni­ tal, hay otra vinculación mucho más profunda y más irracio­ nal. El niño —de cualquier sexo— está vinculado a la madre

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como la figura dispensadora de vida, de total ayuda, protec­ ción y amor. La madre es vida, seguridad; protege al niño de la realidad de la situación humana, que requiere activi­ dad, decisión, aventura, soledad y muerte. Si pudiese m an­ tenerse siempre intacta la vinculación a la madre, la vida sería una gloria, no habría que afrontar el conflicto de la exis­ tencia humana. Así, el niño se aferra a la madre y se resis­ te a abandonarla. (Al mismo tiempo, su maduración físi­ ca y los influjos culturales significan una tendencia opuesta que, finalmente, en caso de desarrollo normal, hará al niño renunciar a la madre, para buscar amor e intimidad en rela­ ciones en las que obre, idealmente, como persona indepen­ diente.) El profundo anhelo de seguir siendo un niño suele ser re­ primido, o sea es inconsciente, porque es incompatible con los ideales de la madurez que se le inculcan en la sociedad patriarcal. (Los ritos de iniciación de las sociedades primiti­ vas tienen la función de cortar drásticamente esta vinculación. Debe estudiarse más, por ser cuestión complicada, hasta qué punto se corta la vinculación a la madre en la sociedad matricéntrica, de las que sigue habiendo algunas, donde son mí­ nimos la propiedad privada, el trabajo asalariado y el desa­ rrollo de la individualidad.) Sin embargo, en la forma que acabo de describir, la nega­ tiva a aceptar toda la carga de la individuación no ha perdi­ do todavía racionalidad ni contacto con la realidad. El hom­ bre puede buscar una figura o representación maternal a la que permanecer realmente apegado, que lo domine (o lo sir­ va) y lo proteja. Por ejemplo, puede apegarse a una mujer m aternal, o a una institución como un monasterio, o a otra de las muchas formas que ofrece la sociedad. Pero el rechazo a separarse de la madre puede tom ar for­ mas más extremas. Más profundo y aún más irracional que

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el deseo de ser amado y protegido por la madre durante to ­ da la vida es el anhelo de ser uno con ella, de regresar a su se­ no y, finalmente, de anular el haber nacido. Entonces, el seno materno se convierte en la tumba, la madre tierra en que «en­ terrarse», el océano en que ahogarse. No hay nada de «sim­ bólico» en esto: tales anhelos no son «disfraces» de deseos edípicos reprimidos; al contrario, los deseos incestuosos son con frecuencia un intento de salvarse de deseos de la madre más profundos y amenazadores. Cuanto más profundo y más intenso sea este deseo de la madre, tanto más reprimido esta­ rá. Unicamente en la psicosis y en los sueños se hace cons­ ciente este deseo. El psicoanálisis clásico no ha tenido en cuenta la profun­ didad de este deseo y no ha dado la importancia adecuada a que la vinculación primordial del niño —y niña— es con la madre. Freud no hizo una gran revisión de su teoría ante­ rior hasta 1931, en su trabajo Sobre la sexualidad fem enina, al afirmar que «la fase preedípica de la mujer» (el apego preedípico a la madre, que precede al apego al padre) «alcanzaba una significación que no le habíamos adscrito hasta enton­ ces» (S. Freud, 1976, t. 21, pág. 228). Es interesante que Freud compare este apego preedípico a la madre con la sociedad ma­ triarcal: «La intelección de la prehistoria preedípica de la niña tiene el efecto de una sorpresa, semejante a la que en otro campo produjo el descubrimiento de la cultura minoicomicénica tras la griega» (loe. cit.). En Esquema del psicoanálisis, Freud da un paso más, es­ cribiendo: «En estas dos relaciones (pecho y cuidado del cuer­ po) arraiga Ja significatividad única de la madre, que es in­ comparable y se fija inmutable para toda la vida, como el primero y más intenso objeto de amor, como arquetipo de todos los vínculos posteriores de amor... en ambos sexos. Y en este punto el fundam ento filogenético prevalece tanto so­

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bre el vivenciar personal accidental, que no importa diferen­ cia alguna que el niño mame efectivamente del pecho o se lo alimente con mamadera, y así nunca haya podido gozar de la ternura del cuidado materno.» (T. 23, pág. 188. El su­ brayado es mío.) Ciertamente, parece que al final de su vida Freud exponía una teoría en franca contradicción con su pos­ tura anterior. Después de describir la profundidad de la vin­ culación preedípica a la madre, afirma que se da tanto en los niños como en las niñas (en Sobre la sexualidad fem enina, de 1931, se trataba sólo de las niñas) y que se debe a causas filogenéticas, independientemente de cómo fuese la alimen­ tación y el cuidado. Sin embargo, Freud no presenta esta afir­ mación como una revisión radical, en cambio, siguen los ha­ bituales comentarios sobre cómo establece vínculos la madre con el niño alimentándolo y cuidándolo. El modo casi casual como Freud hizo esta adición sólo puede explicarse mediante el psicoanálisis textual. Creo que a Freud le preocuparía durante años la posibilidad de que an­ tiguos supuestos suyos no fuesen ciertos, por ejemplo, el sen­ tido exclusivamente sexual del complejo de Edipo y la nega­ ción de una vinculación profunda* de por vida* a la madre en niños y niñas, pero que no pudo decidirse a explicitar es­ tos cambios, aclarando qué antiguos elementos de la teoría había abandonado y por qué nuevas ideas los había sustitui­ do. Parece que ciertas ideas nuevas, como la citada, le hayan sido inconscientes y no encontrasen expresión sino en una es­ pecie de «lapso» freudiano. Al escribir esta afirmación, Freud quizá no fuese consciente de hasta qué punto se oponía a sus supuestos anteriores. Incluso después de 1931, la mayoría de los psicoanalistas no tomaron bastante en serio esta indicación de Freud para revisar su antigua teoría. John Bowlby (1958) ha publicado un estudio excelente sobre la vinculación del niño a la ma­

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dre, que comprende también una historia detallada del pen­ samiento psiconalítico sobre esta cuestión. Interpreta la afir­ mación de Freud de manera semejante, pero con la reserva de que es sólo una interpretación posible y quisiera creer «que es cierta». Cari Gustav Jung ha prestado una contribución muy im­ portante señalando la universalidad de la «madre» y que el sentido verdadero de la madre particular sólo se comprende si la consideramos como un «arquetipo». Postula un «incons­ ciente colectivo» sobre la base de mitos*, símbolos, ritos, etc., y queda obligado a suponer la herencia del psiquismo, tomán­ dose muy a la ligera la dificultad que esto encierra, y que se evita comenzando, como hacemos nosotros, con el concepto del conflicto existencial, inherente al hombre en cuanto hom­ bre, que ha originado las diversas soluciones «primordiales» en toda su historia. Lo que el psicoanálisis clásico no ha comprendido, no sólo ha sido la profundidad e irracionalidad del deseo de la ma­ dre, sino también que este deseo no es un mero anhelo «pue­ ril». Verdad es, genéticamente hablando, que el niño, por mo­ tivos biológicos, atraviesa una fase de intensa «fijación a la madre»; pero ésta no es la causa de la posterior dependen­ cia. Esta vinculación a la madre puede conservar su fuerza —o el hombre puede regresar a esta solución— precisamente porque es una de las respuestas «espirituales» a la existencia humana. Es muy cierto que puede llevar a la dependencia ab­ soluta, a la locura o al suicidio, pero es también una de las posibilidades que se ofrecen al hombre en su esfuerzo por ha­ llar una solución al conflicto existencial. El darle una expli­ cación sexual, o decir que obedece a una compulsión de re­ petición, es no entender el verdadero carácter de esta respuesta a la existencia. Todas estas consideraciones me han llevado a creer que

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lo esencial no es realmente el «apego a la madre», sino lo que bien podríamos llamar la nostalgia del «estado paradisíaco», caracterizada por la tentativa de escapar a la plena individua­ ción, para vivir, en cambio, en la fantasía de absoluta pro­ tección, seguridad y abrigo en el mundo, a expensas de la li­ bertad y la individualidad. Se trata de un estado biológico en una fase del desarrollo en que dicho anhelo es normal y responde a la realidad. Pero sería exagerar el genetismo cen­ trar m ás la atención en el apego a la madre que en la función general de este sentimiento. Hay que estudiar mucho más su estructura total: el papel del narcisismo, el miedo a darse bien cuenta de la realidad, el deseo de «invulnerabilidad» y de om­ nisciencia, la inclinación a la depresión, la sensación de total abandono cuando se ve amenazada la creencia en la invulne­ rabilidad, y muchos más elementos. (Puede mostrarse el mismo principio cuanto a otros im­ pulsos que suelen ser inconscientes. Son ejemplo los afanes anal-acumulativos. En su forma más racional, es un aferrar­ se a la posesión, que la teoría clásica interpreta como subli­ mación del deseo de retener las heces. Pero tras este anhelo hay otro menos deliberado: el de encontrar una respuesta a la existencia mediante la posesión absoluta y el dominio ab­ soluto, convirtiendo todo lo que está vivo en cosa muerta y, por último, adorando la muerte. Es ésta otra solución al pro­ blema humano, que en su forma extrema llega a ser incom­ patible con la vida. Interpretándolo como consecuencia del erotismo anal, nos cerramos la puerta a comprender la pro­ fundidad y la intensidad de esta solución. Lo mismo es cier­ to del sadismo, del masoquismo, y del narcisismo.) Después de todo, considerando la existencia humana en general, no debemos olvidar que el adulto no se distingue tan­ to del niño en su desamparo ante las fuerzas que determinan su vida. Es mucho más consciente de ellas y de lo poco que

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puede hacer por doblegarlas. Su desamparo está en un plano superior, pero, en cierto sentido, no es menor que el del niño. Unicamente el pleno desarrollo de todas sus potencialidades puede capacitarlo para encarar su real desamparo sin buscar refugio en la «fantasía paradisíaca».

c) La vinculación a ídolos como manifestación de lo inconsciente social De este desamparo del hombre se sigue un fenómeno im­ portantísimo: el hombre medio, independientemente de la pri­ mitiva relación con sus padres, alberga el profundo anhelo de creer en una figura todopoderosa, omnisciente, previsora y benevolente. Pero hay más que «fe» en esta relación. Hay también un intenso lazo afectivo con este «auxiliar mágico», que a menudo se llama «temor» o «amor», o no se le da un nombre particular. Se parece al apego del niño a sus padres por ser esencialmente pasivo, esperanzado y confiado. Pero esta pasividad de ninguna manera disminuye la intensidad del lazo; en todo caso, la incrementa, puesto que la propia vida —como ocurre en el niño— parece depender de no ser aban­ donado. Muchas veces, la intensidad de este lazo sobrepasa con mucho la del vínculo a personas íntimas en la vida coti­ diana. Desde luego, cuanta menos satisfacción haya en estos vínculos, tanto más intenso será el lazo que una al auxiliar mágico. Unicamente creyendo en el apoyo de esta figura, pue­ de uno afrontar su sensación de desamparo. Pueden ser figuras tales toda clase de ídolos religiosos, o fuerzas naturales, o instituciones y grupos (como el Estado o la nación), jefes carismáticos, o simplemente poderosos, y personas como el padre y la madre, el marido o la mujer, etc. Tampoco significa mucha diferencia si son reales o sólo ima­

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ginarias. Propongo llamar a todas estas figuras con el nom­ bre genérico de «ídolos». Porque el ídolo es la figura a la cual una persona ha transferido su fortaleza y sus capacidades. Cuanto más poderoso se haga el ídolo, tanto más se empo­ brecerá la persona. Sólo estando en relación con el ídolo puede tratar de mantenerse en relación consigo misma. El ídolo, obra de sus manos y de su fantasía, la supera y la domina. Su crea­ dor se ha convertido en cautivo suyo. La idolatría, en el sen­ tido del Antiguo Testamento y los profetas, es esencialmente el mismo concepto que el de «enajenación». (Véase E. Fromm, 1966a, GA VI, págs. 111-113.) Sólo una «idología», un estudio completo de todos los ídolos, podría ofrecernos un cuadro satisfactorio de lo fuer­ te que es esta pasión de buscar un ídolo, así como de la va­ riedad de ídolos habidos en la historia. Ahora sólo quiero mencionar dos tipos particulares de ídolos: el maternal y el paternal. El ídolo maternal, como decíamos, es la figura que otorga un amor incondicional, el apego a la cual, sin embar­ go, obsta a la plena individuación. El ídolo paternal es el pa­ triarca riguroso cuyo amor y apoyo dependen de la obedien­ cia a sus mandatos. ¿Con qué pruebas cuenta esta hipótesis de que el hombre medio está necesitado de un «ídolo»? Son tantísimas que re­ sulta difícil escogerlas. Primeramente, la mayor parte de la historia se caracteriza por haber penetrado la religión la vida del hombre. La función de casi todos los dioses ha sido la de prestar al hombre apoyo y fortaleza. Y la práctica religio­ sa ha consistido, sobre todo, en apaciguar y contentar a los ídolos. La religión profética y la cristiana fueron primitiva­ mente antiidolátricas. De hecho, entendían a Dios como el antiídolo. Pero, en la realidad, la mayoría de los creyentes ju ­ díos y cristianos lo sentían como un ídolo, como el gran po­ der cuyo sostén y ayuda podían alcanzarse mediante la ple-

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gaña, el rito, etc. No obstante, durante toda la historia de es­ tas religiones se h a estado librando una batalla contra la idoIización de Dios: filosóficamente, por los representantes de la «teología negativa», como Maimónides, y vitalmente, por grandes místicos, como el maestro Eckhart y Jakob Bóhme. Pero, al perder fuerza la religión, de ningún modo ha de­ saparecido ni se ha debilitado la idolatría. H an llegado a ser nuevos ídolos la nación, la clase, la raza, el Estado y la eco­ nomía. Sin esta necesidad de ídolos, quizá no pudiésemos comprender la intensidad sentimental del nacionalismo, del racismo y del imperialismo, el «culto a la personalidad» en sus formas diversas, etc. Por ejemplo, no podríamos compren­ der por qué atraía extáticamente a millones de personas un demagogo repulsivo como Hitler, por qué estuvieron dispues­ tas a olvidar las demandas de su conciencia y a sufrir por él penalidades extremas; por qué hay un brillo de fervor reli­ gioso en los ojos de los que ven —o tocan— a un hombre llegado a la fama y que tiene, o puede tener, poder. Pero la necesidad de ídolos no sólo está en la esfera pú­ blica. Rascando en la superficie, y a menudo sin rascar, ve­ mos que muchas personas tienen también sus ídolos «parti­ culares»: su familia (a veces, como en Japón, con culto a los antepasados), un profesor, un jefe, un actor de cine, un equi­ po de fútbol, un médico, o cualquier montón de ellos. Pueda verse el ídolo —incluso en pocas ocasiones—, o sea produc­ to de la fantasía, quien esté vinculado a él nunca se sentirá solo, nunca sentirá que no tiene un socorro a mano. Hay que plantear ahora una cuestión importante: ¿cómo es que hay grupos e individuos en los que el apego a un ídolo salta tanto a la vista que no puede negarse, mientras que en otros parece faltar, o —preferiría decir— está latente o es in­ consciente? Hay varias causas, que, en principio, pueden en­ contrarse, ya en las condiciones externas de vida, ya en la es-

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tructura psicológica de los interesados, dependiendo ésta casi siempre de aquéllas. Entre las causas externas, las más importantes son la pobreza, la miseria, la inseguridad económica y la desespe­ ranza. Entre las causas psicológicas subjetivas, están la an­ gustia, la duda, la depresión preclínica, la sensación de im­ potencia y muchos fenómenos neuróticos y semineuróticos. En estos casos, vemos a menudo que ha habido padres pro­ motores de angustia o puerilidad. Frente a estas dos categorías de personas que tienen fran­ ca y permanente necesidad de un ídolo, hay otras que sólo manifiestan esta necesidad cuando surgen ciertas condicio­ nes nuevas. Normalmente, si todo va bien, si están satisfe­ chas con sus condiciones de existencia, con su trabajo y sus ingresos, si tienen un sentido de identidad al cumplir el pa­ pel que la sociedad les atribuye, si pueden esperar ascender por la escala social, etc., su necesidad de ídolo permanece la­ tente. Pero si, de repente, unas circunstancias traumáticas rom­ pen este equilibrio de satisfacción relativa, la necesidad la­ tente se hace manifiesta. A escala social, son sucesos traumáticos tales, por ejemplo, las crisis económicas graves que provoquen un paro general, una inflación galopante, una inseguridad grande (como la crisis de 1929, que en Alemania llevó a la subida de Hitler), o la guerra. (Viene a propósito el dicho, durante la Primera Guerra Mundial, de que «no hay ateos en las trincheras».) A escala individual, tales sucesos pueden ser una enfermedad grave, un fracaso socioeconómi­ co, la muerte de una persona amada, etc. Sin embargo, estos hechos traumáticos no son lo único que activa la necesidad latente de un ídolo. No pocas veces ocurre que el deseo latente de un ídolo se despierta cuando alguien a quien conviene este papel entra en la vida particu­ lar de una persona, movilizando la «pasión idolátrica». Lo

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cual puede suceder de varias maneras: se puede ser especial­ mente amable, o sabio, o servicial, y suscitar por ello el ansia de un ídolo; o al contrario, se puede ser severo y amenazador, o tratar al otro como a un niño, lo que puede tener el mismo efec­ to. A menudo resulta muy eficaz una mezcla de estos dos tipos.

d) La vinculación a ídolos y el fenóm eno de la transferencia El caso de movilización de la «pasión idolátrica» que pue­ de observarse con más frecuencia es el fenómeno de la «trans­ ferencia». Freud descubrió que, durante el tratamiento psicoanalítico, los pacientes mostraban regularmente fuertes sentimientos de dependencia, temor o amor por él. Desde entonces, cada analista ha tenido la misma experiencia. Ver­ daderamente, es uno de los fenómenos más claros y, sin em­ bargo, más desconcertantes que, cualesquiera sean las carac­ terísticas reales del analista, muchos pacientes, no sólo tengan un concepto de él extraordinariamente idealizado e irrealis­ ta, sino que también le muestren un fuerte apego, a menudo muy difícil de perder. Una palabra amable puede producir un estado de bienestar y felicidad. La falta de una sonrisa amable, por cualquier cosa que no tenga nada que ver con el paciente, puede provocar profundos sentimientos de infe­ licidad o angustia. A menudo, parece no haber nadie, en la vida del paciente, que pueda influir tanto sobre su estado de ánimo como el psicoanalista. Y esta vinculación no se debe a deseos sexuales, como lo demuestra el ser independiente del sexo respectivo del analista y del paciente. (Cuando son de distinto sexo, el «amor» al analista, puede tener también un fuerte elemento sexual, del mismo modo que cualquier lazo afectivo fuerte suscita a menudo deseos sexuales en personas de distinto sexo y edad conveniente.)

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Pero, si la transferencia es un fenómeno que ocurre regu­ larmente en la situación de tratamiento psicoanalítico, varía mucho de intensidad, según ciertas condiciones. En primer lugar, está el caso de las neurosis más graves (y los casos in­ termedios [borderline] psicóticos), especialmente aquellos en que ha avanzado poco el proceso de individuación y, por tan­ to, se ha desarrollado una gran necesidad de «simbiosis». Pero una transferencia intensa no tiene por qué ser síntoma de grave perturbación mental. Se manifiesta también a menudo en casos de trastornos relativamente leves, en los que puede observarse con frecuen­ cia otro factor: la puerilización del paciente, provocada por el orden de la consulta psiconalítica clásica, que hace al pa­ ciente tenderse en un diván, mientras que el analista se sienta detrás y no contesta a ninguna pregunta directa, sino que sólo profiere de cuando en cuando una «interpretación». Esta dis­ posición suele hacer que el paciente se sienta desamparado como un niñito, despertando en él todos los deseos latentes de apegarse a un ídolo. Freud no quiso esta puerilización del paciente, al menos conscientemente. Dio otras explicaciones de este procedimien­ to: por ejemplo, el no poder soportar que diversos pacientes lo estuviesen «mirando fijamente» horas y horas. Después se adujeron otros motivos, como que el paciente no debía mi­ rar al analista, para poder hablar de sus experiencias emba­ razosas con más libertad, y que el paciente no fuese influido por las reacciones del analista, visibles en sus cambios de ex­ presión facial. Yo creo que estas razones, en gran parte, no son más que justificaciones del apuro del analista ante la idea de tener que acompañar sinceramente al paciente en su des­ censo a los «infiernos». Sí puede escuchar sus «rarezas»..., pero el mirarse uno a otro a los ojos lo haría todo embarazo­ samente real; sería traspasar los límites de las «conveniencias».

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Esta peculiar actitud concuerda con que tantos psicoanalis­ tas, en sus reacciones ante personas e ideas fuera de la con­ sulta, sean tan ciegos e inauténticos como otros profesiona­ les menos ilustrados. Algunos analistas, como René Spitz, han reconocido cla­ ramente que la función real de esta disposición es la de puerilizar al paciente para poder obtener un máximo de «datos de la infancia». Yo he practicado el psicoanálisis durante mu­ chos años a la manera clásica y, después, en situación de frente a frente. Y, según mis datos comparados, la intensidad de la transferencia —no su existencia—, especialmente en los ca­ sos de transtornos mentales menos graves, depende en gran medida del grado de esta puerilización artificial. Si el psicoa­ nalista responde a un paciente como otra persona mayor, si no se esconde tras la máscara del «Gran Desconocido», y si se concede al paciente un papel más activo, queda muy dis­ minuida la intensidad de la transferencia, con lo que también ésta crea menos obstáculos. En lo terapéutico, esta situación tiene la gran ventaja de no suspender el papel de adulto del paciente. Es a él, al adul­ to, a quien se hace afrontar sus anhelos inconscientes, y este .afrontamiento es necesario para reaccionar a ellos, y aun para comprenderlos bien. Si se transforma totalmente al paciente en un niño, los datos que ofrece adquieren fácilmente la cua­ lidad de trances soñados, de algo que frecuentemente se con­ vierte en recuerdos de deseos inconscientes, sin que sean del todo vividos. Es errónea la divulgada idea de que, cara a cara, el paciente no comunicará sus pensamientos más íntimos, con frecuencia embarazosos. A veces, es más difícil al principio para el paciente, como hemos comprobado los que emplea­ mos este método, pero incluso los pensamientos más em­ barazosos se expresan con no menos claridad frente a frente que en el diván. Sin embargo, una vez expresados, se viven

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con mucha más realidad que en la disposición clásica, por­ que, en ésta, el paciente habla en un «vacío interpersonal», y así sus pensamientos le siguen siendo a menudo irreales: sólo adquieren plena realidad viva cuando se comparten ver­ daderamente con el analista como persona, no como fantas­ m a impreciso. Lo esencial es cómo se interpreta la transferencia: ¿es re­ petición de una relación infantil, o es movilización del cons­ tante deseo de un ídolo? Observaciones anteriores han dado ya a entender las razones para creer esto último, al decirse que podemos ver «transferencias» por todas partes, y sin re­ lación ninguna con la situación psicoanalítica. Pero se puede objetar que, también en aquellas situaciones, la idolatría re­ produce la relación con los padres. Expondré unas observa­ ciones en contra. Primeramente, cuando todo un grupo es aquejado de «pasión idolátrica», vemos que ésta es indepen­ diente de la particular relación con sus padres de cada indi­ viduo. Además, he comprobado que, en la situación analíti­ ca, no hay correlación precisa entre las experiencias infantiles y la intensidad de la transferencia. Puede observarse en algu­ nos pacientes que a la intensa transferencia no corresponde una primitiva fijación, igualmente intensa, al padre o a la ma­ dre. Entiéndaseme bien: no quiero decir que no haya relación entre una y otra cosa. De hecho, en muchos casos puede ver­ se claramente tal relación, pero hay excepciones suficientes para afirmar que no existe necesariamente y, por tanto, que el supuesto clásico es una simplificación exagerada. (Natu­ ralmente, quien, por razones dogmáticas, quiera ver en toda fijación primitiva la intensidad que observa clínicamente en la transferencia evitará fácilmente el problema teórico.) Afortunadamente, al apreciar este problema, no hemos de limitarnos a ese tipo de idolatría que, cuando ocurre en la situación terapéutica, se llama «transferencia». Como he­

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mos indicado antes, la vida está llena de estas «transferen­ cias». Mucho de lo que circula por ahí como «enamorarse», e incluso relaciones intensas y duraderas de matrimonio y amistad, son del mismo tipo. En muchos de estos casos, sólo una interpretación torcida podría defender que siempre se en­ contrará una fijación infantil de la misma intensidad. Pode­ mos hacer también observaciones parecidas en las reacciones individuales a un dirigente poderoso. Hallamos apegos inten­ sos, una estimación más o menos equivocada del carácter ver­ dadero del ídolo y, repito, ninguna relación necesaria con el tipo de apego a los propios padres. Puede verse un buen ejemplo en el apego de muchos no­ tables alemanes, civiles y militares, a Hitler. De todas las des­ cripciones, resulta que muchos no obraban sobre todo por miedo. Sólo puede comprenderse esa obediencia ciega, esa sordera a la propia conciencia y ese temor de Hitler por que no viesen en él a la persona verdadera: un pequeño burgués destructivo, listo, pero tremendamente aburrido y trivial, con el mal gusto del nuevo rico, como lo vieron muchos después de la catástrofe, sino como un semidiós, un ídolo todopode­ roso, cargado de magia, blanca o negra. Incluso cuando al­ gunos estaban conspirando contra él, se hallaban sometidos a su influjo hipnótico. ¿Cómo puede explicarse? ¿Será que toda esa gente tuvo un tipo especial de padre y no hacía más que repetir su experiencia primitiva? No parece probable, tra­ tándose de un grupo tan heterogéneo. ¿Sería por una insegu­ ridad anormal? Tampoco es probable, porque muchos, en es­ pecial los generales, habían tenido muy buen éxito en su carrera. ¿Fue puro oportunismo? Este sí fue un elemento en muchos, pero que no explica la intensidad del lazo afectivo. ¿Qué otra cosa pudo ser? Hitler mostraba la seguridad de sonámbulo que sólo tie­ ne una persona extremadamente narcisista. Su magia se ma-

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nifestó en el éxito de los nueve primeros años de gobierno (aunque fue facilitado en gran medida por los fondos que le concedieron los industriales, por la inclinación de Inglaterra y Francia a no contribuir a derribarlo, y por la discordia y la falta de coraje de sus oponentes). Hitler no se interesaba por nadie, de manera que estaba libre de todo cálido senti­ miento. Podía mostrar una agresividad sin límites aun con­ tra sus colaboradores principales, alternándola con gestos y sonrisas benévolas y amables. Con otras palabras, mediante esta conducta les hacía sentirse como niños pequeños, ofre­ ciéndose como el ídolo que todo lo sabe, todo lo puede y todo lo castiga. Albert Speer presenta en sus memorias (.Erinnerungeri) gran cantidad de datos sobre el carácter de esta «trans­ ferencia». Estuvo verdaderamente «enamorado» de Hitler hasta el día de su muerte. Para él, había conservado su aura de ídolo incluso hasta los últimos años, cuando se rindió a la duda y transgredió sus órdenes de destruirlo todo en Ale­ m ania antes de abandonarlo al enemigo. (Al parecer, Speer era biófilo, no necrófilo, como Hitler.) Y todavía lo adoraba al final, cuando Hitler estaba enfermo y perdido. Sin embar­ go, de la autobiografía de Speer se desprende con bastante claridad que la relación con su padre no se caracterizó por un amor ni un temor excesivos. Todas estas consideraciones no invalidan el concepto freudiano de transferencia ni su grandísima importancia. Nos lle­ van, simplemente, a una definición más lata: el fenómeno de la transferencia debe entenderse como manifestación de que, en lo hondo de su inconsciente, la mayoría de los hombres se sienten como niños y, por tanto, anhelan una figura pode­ rosa en la que confiar y a la cual rendirse. En realidad, esto es esencialmente lo que indica Freud en E l porvenir de una ilusión (1976, t. 21). La idea que exponemos se distingue sólo de la teoría clásica en que, para ella, este anhelo no es nece-

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sanamente —y nunca exclusivamente— la reproducción de una experiencia infantil, sino que forma parte de la «condi­ ción humana». La cual quiere decir que se nubla la comprensión de la «transferencia» en la situación psicoanalítica si nos centra­ mos sobre todo en la relación con los padres, en vez de consi­ derarla como un rasgo humano que se moviliza por ciertas condiciones posteriores —agudas o crónicas— y siempre de­ pendiente de la estructura total de carácter de la persona. Pa­ rece que Freud, bajo la influencia de unas primeras interpre­ taciones clínicas y, después, por la idea de la «compulsión de repetición», no amplió su concepto de la transferencia y, por tanto, no lo aplicó a algunos fenómenos de los más di­ fundidos de la conducta humana. En este caso, como ocurre tan a menudo con los conceptos de Freud, tiene una impor­ tancia mucho mayor de la que él le atribuyó si lo libramos de las limitaciones debidas a los supuestos teóricos que esta­ bleció al principio de su labor clínica. Con todo lo dicho hasta ahora, no he querido dar a en­ tender que la necesidad de ídolos sea un rasgo fijo de la na­ turaleza hum ana que no pueda superarse. He hablado de la «mayoría» de las personas y de pruebas «del pasado y del presente». Pero siempre ha habido individuos excepcionales que parecen haberse liberado del anhelo de ídolos. Además, podemos observar muchos individuos en quienes la pasión idolátrica, aun existiendo, es menos fuerte que en el hombre medio.

e) La superación de la vinculación a ídolos La cuestión, entonces, es qué condiciones explican la fal­ ta (relativa) de la necesidad de ídolos.

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De lo que he podido observar durante los muchos años en que este problema ha centrado mi atención, todo me lleva a esta conclusión: la sensación de impotencia y, por tanto, la necesidad de ídolos es menos intensa cuanto más logre una persona deber su existencia a sus propios esfuerzos activos; cuanto más desarrolle su capacidad de amor y razón; cuanto más tenga un sentimiento de identidad, no transmitido por su papel social, sino arraigado en la autenticidad de su ser; cuanto más sepa dar y más relacionado esté con otros sin per­ der su libertad e integridad; y cuanto más conozca su incons­ ciente, de m odo que nada hum ano en sí mismo y en los de­ más le sea ajeno. Q ué condiciones individuales han hecho posible a algu­ nos hombres excepcionales estar libres de idolatría es, natu­ ralmente, un asunto tan complejo que ni siquiera podemos tratar de tocarlo ahora. Pero ha habido grandes no idólatras, que han influido decisivamente en la historia del hombre: el Buda, Isaías, Sócrates, Jesús, el maestro Eckhart, Paracelso, Bóhme, Spinoza, Goethe, Marx, Schweitzer, y otros muchos, igual de conocidos o menos. Todos ellos fueron «iluminados», veían el m undo como es y no tenían miedo, por saber que el hombre puede ser libre si es hombre cabal. Unos expresaron su fe en términos teístas; otros, no. Pero, para aquéllos, Dios nunca llegó a ser un ídolo. Así, decía el m aestro Eckhart (1969, pág. 273) [en su sermón N o li timere eos]: «Cuando llego al fondo, al suelo, al río y a la fuente de la divinidad, nadie me pregunta de dónde vengo ni dónde he estado. Allí nadie me ha echado en falta, porque allí el mismo Dios desaparece.» Vieron Ja verdad, y Ja verdad ios hizo libres. Rebosaban simpatía, pero no eran sentimentales. M ostraban gran fortaleza, pero también gran ternura. Des­ cendieron al abismo de su alma y volvieron a ascender a la luz del día. No necesitaron ídolos que los salvasen, porque

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se apoyaban en sí mismos. N o tenían nada que perder y no tenían otro fin que el de alcanzar la vida más plena. Esta independencia e iluminación son infrecuentes, pero hay muchos grados menores de independencia y no idolatría que, si no son corrientes, tampoco son raros. En tales perso­ nas, la pasión idolátrica es leve y su posibilidad de establecer relaciones de «transferencia» es poca. La vida, para ellas, es un constante ensanchamiento del reino de la libertad y de la no idolatría. Aparte de las condiciones individuales: la constitución, las experiencias Infantiles, etc., las condiciones sociales son de importancia esencial, si es que la no idolatría debe dejar de ser u n fenómeno aislado. No es difícil decir cuáles son es­ tas condiciones: por citar sólo algunas de las más im portan­ tes, la falta de explotación y, por tanto, de la necesidad de promover la confusión mental mediante ideologías justifica­ doras; la posibilidad de que cada persona esté libre de coac­ ción y manipulación, franca o encubierta, empezando en la primera infancia; e influencias estimulantes que fomenten el desarrollo de todas sus facultades. La riqueza y el elevado nivel de consumo no tienen nada que ver con Ja libertad y la inde­ pendencia. La sociedad industrial, en sus versiones «capita­ lista» y «comunista», no es conducente a la desaparición de la pasión idolátrica, sino que, por el contrario, la fomenta. Freud expresó con belleza estas ideas sobre el desamparo del hombre y las posibilidades de superarlo [en E l porvenir de una ilusión, 1976, t. 21, pág. 48]: «Por eso lo contradigo a usted cuando prosigue diciendo que el hombre no puede en absoluto prescindir del consuelo de la ilusión religiosa, pues sin ella no soportaría las penas de la vida, la realidad cruel. Por cierto que no podría el hombre a quien usted ha instila­ do desde la infancia el dulce —o agridulce— veneno. Pero, ¿y el otro, el criado en la sobriedad? Quizá quien no padece

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de neurosis tampoco necesita de intoxicación alguna para atur­ dirse. Evidentemente, el hombre se encontrará así en una di­ fícil situación: tendrá que confesarse su total desvalimiento, su nimiedad dentro de la fábrica del universo; dejará de ser el centro de la creación, el objeto de los tiernos cuidados de una Providencia bondadosa. Se hallará en la misma situación que el niño que ha abandonado la casa paterna, en la que reinaba tanta calidez y bienestar. Pero, ¿no es verdad que el infantilismo está destinado a ser superado? El hombre no pue­ de permanecer enteramente niño; a la postre tiene que lan­ zarse fuera, a la “ vida hostil”. Puede llamarse a esto “ edu­ cación para la realidad” ». La diferencia entre este pasaje y las ideas expuestas arri­ ba es la siguiente: Freud no cree que el desamparo del hom­ bre se deba, en considerable medida, a la irracional e incom­ prensible estructura de su sociedad; y que en una sociedad ordenada en ventaja de todos, y comprensible para todos, dis­ minuiría muchísimo su sensación de desamparo. Además, Freud sólo piensa en el aspecto intelectual-científico, que debe desarrollarse para que otorgue al hombre un grado superior de independencia. No toma bastante en consideración el de­ sarrollo sentimental del hombre. Con otras palabras, y para­ dójicamente, no relaciona uno de sus mayores descubrimien­ tos clínicos, la transferencia, con su idea de la inclinación del hombre a la puerilidad y las posibilidades de superarla. La teoría clásica tampoco se las ha habido con otro as­ pecto de lo inconsciente, no relacionado con el que acaba­ mos de citar. Al fin y al cabo, el hombre contemporáneo pasa por bastantes pruebas que, por su misma naturaleza, no pue­ den explicarse con la libido ni con el yo; por ejemplo, la ena­ jenación inconsciente, la depresión, el sentimiento de extra­ vío, la importancia y la indiferencia ante la vida. Se trata de características vitales del mundo cibernético, y tienen que ha­

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cerse asequibles al análisis; pero, si no se tiene una actitud crítica ante la sociedad, ni siquiera pueden llegar a ser objeto de atención psicoanalítica.

f) Lo reprimido social y su importancia para la revisión de lo inconsciente El carácter de lo inconsciente y de la represión es otra ma­ teria que debe estudiarse mucho más. Aunque Freud abando­ nó, por teóricamente insatisfactorio, el concepto «sistemático» y topográfico de lo inconsciente, gran parte del pensamiento psicoanalítico y popular sigue fascinado por la idea de lo in­ consciente como un lugar o una cosa. (Muchos emplean el término «subconsciente», que se presta mejor a entenderlo como un lugar.) Sin embargo, no hay cosa ni lugar semejan­ te. (Véase también R. R. Holt, 1965.) La inconsciencia no es un lugar sino una. función. Yo puedo no estar enterado de ciertas experiencias (ideas o impulsos) porque fuertes defen­ sas les impiden entrar en la conciencia. Entonces, tales expe­ riencias pueden llamarse inconscientes. O, si no están bloquea­ das, son conscientes. (Empleamos los términos «consciente» e «inconsciente» en el sentido dinámico de Freud, no en el sentido descriptivo de que una idea no está en la concien­ cia en un momento determinado, pero puede entrar en ella sin dificultad.) Naturalmente, ciertas materias suelen ser in­ conscientes con más frecuencia que otras, pero ello no justi­ fica la idea topográfica de un sitio que se llame lo «incons­ ciente». La cuestión verdadera es por qué se reprimen ciertas co­ sas y a qué se deben las respectivas diferencias de rigor de la represión. Se escribe mucho sobre la agresividad del superyó, relacionándola con el instinto de muerte, y se hacen

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especulaciones metapsicológicas sobre el papel respectivo del yo y del superyó en la represión. Sin embargo, estas especu­ laciones no parecen arrojar mucha luz sobre los fenómenos clínicos observables. Más bien, son ejercicios teóricos abstrac­ tos que, en el mejor de los casos, perfeccionan la formula­ ción teórica y, en el peor, desvían de examinar los datos ob­ servables, cuando hacen falta muchísimos más antes de que pueda ser fecunda esta especie de teorización. Citaré brevemente sólo una orientación de la investigación que, en mi opinión, puede dar fruto. En primer lugar, el con­ cepto del «filtro social», el cual determina q u é hechos se ad­ miten en la conciencia. (Véase E. Fromm, 1960a, GA VI, págs. 323-328.) Es un «filtro», compuesto por el lenguaje, la lógi­ ca y las costumbres (ideas e impulsos permitidos o prohibi­ dos, respectivamente), y es de carácter social. Es específico de cada cultura y determina en ella lo «inconsciente social». Se impide tan rigurosamente que lo inconsciente social lle­ gue a la conciencia porque la represión de ciertos impulsos e ideas tiene una función muy real e importante para el fun­ cionamiento de la sociedad. Por tanto, todo el aparato cultu­ ral sirve al fin de mantener intacto lo inconsciente social. Pa­ rece que la represión individual, debida a las experiencias particulares del individuo es, en comparación, marginal; y además, que los factores individuales son tanto más eficaces cuando obran en el mismo sentido que los factores sociales. Cualesquiera sean los méritos de estos conceptos, hay que trabajar mucho para construir una teoría más completa de lo inconsciente social y de su relación con lo inconsciente in­ dividual. (No hará falta decir que lo inconsciente social, en el sentido en que empleamos esta expresión, no tiene nada que ver con lo inconsciente colectivo de Jung: aquél se trata de un fenómeno relacionado con la estructura social; éste, de aspiraciones arcaicas comunes a todos los hombres.)

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lám bién hay que trabajar más en el sentido de la investi­ gación que expuse en E l lenguaje olvidado (1951a, GA IX). Me refiero a la idea de que los conceptos de conciencia e in­ consciencia son, estrictamente hablando, relativos. Lo que lla­ mamos habitualmente «conciencia» es un estado mental de­ terminado por nuestra necesidad de dominar la Naturaleza para sobrevivir; y en sentido estricto, en cuanto a la produc­ ción material, de satisfacer necesidades que se han creado e'n el curso de la historia. Pero no sólo vivimos para atender a nuestras necesidades vitales y protegernos de peligros. Al dor­ mir y, con menos frecuencia, en otros estados, como la me­ ditación, el éxtasis, los inducidos por alucinógenos, etc., que­ damos liberados de la carga de atender a la supervivencia. En estas condiciones, puede funcionar otro sistema de cono­ cimiento, por el cual percibimos el mundo y nos percibimos a nosotros mismos de manera enteramente subjetiva y perso­ nal, sin tener que censurar nuestra conciencia en el interés de pensar para la supervivencia. Este modo de percepción es consciente, por ejemplo, en nuestros sueños. Cuando estamos durmiendo, la experiencia subjetiva es consciente y la expe­ riencia «objetiva» es inconsciente. Cuando estamos despier­ tos, ocurre lo contrario. Como la vida del hombre se ha dedicado sobre todo a la lucha por la existencia, se ha llamado «conciencia» la relati­ va a esta finalidad de existir y se ha considerado que la otra conciencia, la totalmente liberada de obligaciones externas, es lo inconsciente. En realidad, ambas son modos completa­ mente distintos de lógica y experiencia, que dependen de dos modos distintos de ser y actuar. Lo «inconsciente» se presen­ ta como arcaico, irracional y punitivo únicamente desde el punto de vista vulgar, o sea, del pensamiento relativo a la ac­ ción práctica. Desde el punto de vista de la libertad, no es ni una pizca menos racional ni ordenado que la conciencia.

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Al estudiar más esta cuestión, creo que se llegará a una estimación crítica del concepto freudiano de los procesos «pri­ marios» y «secundarios» y de la tradicional investigación psicoanalítica del arte, en tanto se base en tal concepto. (Des­ graciadamente, el psicoanálisis clásico se ha visto muy estorbado para idear una teoría propia del arte por su con­ cepto de los procesos «primarios», que se desenvuelven en lo inconsciente y que, por su mismo carácter, son procesos arcaicos e inestructurados dentro de ello. Con tales supues­ tos, el lenguaje del arte no puede entenderse como lo que es: otro lenguaje, con su propia lógica y estructura.) Se podrá mostrar: 1) que diversos estados de conciencia e inconsciencia, respectivamente, están determinados por fac­ tores socioeconómicos, en especial, por el grado de preocu­ pación por el dominio de la Naturaleza; y 2) que la división estricta entre lo consciente y la inconsciencia no se encuentra forzosamente en modelos individuales o culturales en los que no domine el interés por la producción material. En caso de un equilibrio diferente entre estos dos estados del ser, es pro­ bable que desaparezca su intrínseco antagonismo y, por con­ siguiente, se pueda hablar de dos formas distintas de concien­ cia, cada una con su propia lógica y estructura, y con posibilidad de combinarse. Otro ámbito por estudiar, totalmente distinto, de la in­ consciencia es el de la «conciencia errónea». Me refiero a que nuestra idea de nosotros mismos, de los demás y de las situa­ ciones es «extraviada» (equivocada) y no sabemos lo que son en realidad; o, más precisamente, lo que no son. El niño del cuento sobre el nuevo vestido del rey sabe cómo no está el rey: no está vestido. Nuestras necesidades íntimas, junto con la sugestión social, casi nunca nos informan propiamente so­ bre lo que no es una persona o una situación. No vemos, por ejemplo, que nuestros actos no están de acuerdo con nues­

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tros juicios, que nuestros dirigentes no se distinguen del hom­ bre medio, que nosotros mismos no estamos completamente despiertos, no somos razonables ni felices. No estamos ente­ rados de que el amor y la libertad son abstracciones, que no podemos «tenerlos», sino que sólo podemos amar y liberar­ nos, cosa que no hacemos. Saber lo que no somos es menos espantoso que enterar­ nos de lo caótico inconsciente, pero sigue siendo muy incó­ modo. Inconsciencia equivale a desconocimiento de la ver­ dad. Llegar a conocer lo inconsciente significa descubrir la verdad. Este concepto de la verdad no es el tradicional, de la correspondencia entre el pensamiento y aquello a lo que se refiere, sino que es un concepto dinámico, según el cual la verdad es la acción de eliminar engaños, de reconocer lo que el objeto no es. La verdad no es una afirmación definiti­ va sobre algo, sino un paso en el camino del desengaño. El conocimiento de lo inconsciente llega a ser un elemento esen­ cial de la búsqueda de la verdad y, la educación, una acción de desengaño. Lo que es normalmente inconsciente en estado de vigilia se hace consciente en el arte. El poeta expresa lo que el hom­ bre medio siente, pero de lo que es inconsciente: dándole for­ ma, puede comunicarlo a los demás. El dramaturgo hace vi­ vir un sentimiento que normalmente se reprime porque está en contra de todo lo lícito. Si Hamlet hubiese ido al psicoa­ nalista, quizá se habría quejado de una «sensación de inquie­ tud» al encontrarse en compañía de su madre y de una «inex­ plicable desconfianza hacia su padrastro». Quizás habría añadido que «estos sentimientos son bastante neuróticos, puesto que, en realidad, su madre y su padrastro son muy buenas personas y bastante amables con él». Un psicoanalis­ ta clásico podría haber tratado de mostrarle que el odio a su tío se debía a una rivalidad edípica y que la raíz de todo el

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complejo estaba en su deseo incestuoso de su madre. El aná­ lisis de Shakespeare, en cambio, consiste en revelar la incons­ ciente comprensión de Hamlet del carácter verdadero de su madre y de su tío: son unos asesinos crueles y taimados. Ham­ let no reprime un deseo incestuoso, sino su conciencia de la realidad. El recurso al espectro sirve para establecer la ver­ dad de las sospechas de Hamlet. El artista revela la verdad que se reprime por ser incom­ patible con las convenciones y con lo «pensable». Con su arte, hace lo mismo que, a escala particular, el psicoanalista: des­ cubre la verdad reprimida. Por este motivo, toda arte grande es revolucionaria. Incluso el artista «reaccionario», por ejem­ plo, Dostoievski, es revolucionario, porque revela la verdad oculta, mientras que el «artista» del «realismo socialista» es reaccionario, porque contribuye a sostener los engaños pro­ movidos por el Estado. La descripción homérica de la guerra de Troya hizo más por la paz que el «arte» pacifista maneja­ da por la propaganda política.

g) La nueva idea de lo inconsciente de Ronald D. Laing En la obra de Ronald D. Laing aparecen' nuevas y pro­ fundas ideas para comprender lo inconsciente (véase R. D. Laing, 1960, 1961, 1964, 1964a, 1966 y 1967). En teoría, Laing se incluye en el «psicoanálisis existencialista» (véase R. May y otros, 1958). Pero, aparte de algunas ideas filosóficas gene­ rales que comparte con otros existencialistas, su orientación se distingue por una profunda penetración en el detalle de la conducta y de las fantasías del paciente y por su interés y empatia. (Es una orientación muy diferente a la que mues­ tra, por ejemplo, Ludwig Binswanger, uno de los fundadores del análisis existencial, en su historial de Ellen West. No ocu-

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rre lo mismo, desde luego, con todos los psicoanalistas exis­ tencialistas, pero Binswanger no entra a comprender la expe­ riencia vital del paciente, sino que se limita a ofrecer un in­ forme muy corriente, para titular después los diversos síntomas, complejos y deseos con términos sacados del vo­ cabulario de Husserl y Heidegger. Nos quedamos sin cono­ cer al paciente, nada se nos enseña en realidad, salvo una re­ tahila de frases filosóficas, que ocultan un enfoque corriente y enajenado.) Ronald D. Laing es, ante todo, un humanista radical. La siguiente explicación es característica de este aspecto de su postura: «La Humanidad está extrañada de sus posibilida­ des auténticas. Esta idea fundamental nos impide creer ro­ tundamente en la cordura del sentido común y en la locura de los que se llaman locos... Nuestra enajenación llega hasta las raíces. Comprenderlo es la base principal de todo pensa­ miento serio sobre la presente vida interhumana. Conside­ rada desde perspectivas diferentes, interpretada de maneras diferentes y expresada con modismos diferentes, esta compren­ sión une a hombres tan diversos como Marx, Kierkegaard, Nietzsche, Freud, Heidegger, Tillich y Sartre» (R. D. Laing, 1967, pág. 10.). Su entendimiento de la terapéutica se halla en estrecha relación con esta postura humanista, como ve­ mos en la siguiente afirmación: «La psicoterapia debe ser el decidido intento de dos personas de recuperar la integri­ dad de lo humano mediante la relación entre ambas» (Op. cit, pág. 46.). Y declara: «La relación terapéutica con un ob­ jeto que modificar, en vez de con una persona que aceptar, no hace sino perpetuar la enfermedad que pretende curar» (Op. cif.). Las contribuciones más originales de Laing se refieren a los aspectos inconscientes de la vida de una persona. En The S elf and The Others, expone un análisis muy penetrante de

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fenómenos que han sido olvidados por la mayoría de los psicoanalistas. (En mi opinión, dentro de la historia del psi­ coanálisis, el pensamiento de Laing está estrechamente em­ parentado con el de H arry Stack Sullivan, en su concreta des­ cripción de las fantasías inconscientes del paciente y de su comunicación con los demás, en particular, con el analista, como «observador participante».) La riqueza y concreción de su análisis de las relaciones interpersonales hace imposi­ ble una explicación resumida, por lo que debo remitir al lec­ tor a sus escritos. Basta decir aquí que ha arrojado nueva luz sobre las experiencias interpersonales del paciente esquizo­ frénico, no sólo describiendo lo que sucede en él en cuanto hombre que adolece de esquizofrenia, sino describiendo tam­ bién la comunicación interpersonal dentro de su familia. Además de los datos sobre la vida esquizofrénica, Laing ha analizado otras experiencias importantísimas. Particular­ mente, merece citarse su exposición de los fenómenos de la «fantasía», de la «afectación», el «fraude vital», de la «iden­ tidad» y el sentido de sí mismo, y de la «conformidad», «in­ conformidad» y «connivencia» (véase R. D. Laing, 1961). La importancia del enfoque de Laing para una revisión creativa del psicoanálisis está en la profundidad de su experiencia de la vida y en su aplicación del principio de una observación y descripción minuciosas, sin lastre de pensamiento dogmá­ tico, y libre de la represión corriente, por su postura crítica ante la sociedad (véase op. cit., pág. 67). Laing ha expuesto el problema de la adaptación con una actitud humanista ra­ dical y de crítica social: «Si la formación misma se ha des­ viado, el hombre que verdaderamente quiera mantener el rum­ bo tendrá que abandonarla» (1967, pág. 108). Sólo estoy en desacuerdo con Laing sobre un aspecto esen­ cial: él mantiene que no hay una «personalidad básica», o «un solo sistema interior» {op. cit., pág. 89), sino que cada

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persona origina dentro de sí misma «diversos modos sociales interiorizados de ser». Sostiene también que no hay persona­ lidad, instintos ni sentimientos «fundamentales» fuera de la relación que tiene una persona dentro de un contexto social u otro. La discusión del asunto excedería con mucho los lí­ mites de este trabajo. Sólo quiero decir que la suposición de un carácter básico en la persona A no excluye la posibilidad de que este carácter sea influido constantemente por los ca­ racteres B, C, D..., con los que se comunica, y que, en esta relación interpersonal, diversos rasgos del carácter A se in­ tensifican y otros se debilitan. El ejemplo más sencillo es el de la persona con carácter sadomasoquista: en el encuentro con un carácter B, se activará su sadismo y, en el encuen­ tro con un carácter C, su masoquismo; y la persona que en su carácter no tenga un rasgo sadomasoquista destacado, no reaccionará de modo masoquista ni sádico al encontrarse con los caracteres B o C, respectivamente. El mayor mérito de Laing hasta ahora quizás haya sido lo que convencionalmente podríamos llamar su «contribu­ ción al estudio de la esquizofrenia». Pero sería una califica­ ción muy mezquina de su labor, porque, en la profundidad en que él ve la esquizofrenia, esta «enfermedad» deja de ser­ lo, para convertirse en un estado del ser, un viaje a las tinie­ blas del mundo interior, la dimensión del ser en comparación con la cual la vida «normal» del yo es un espejismo previo. Por cuanto sé, lo que Laing puede explicarnos va mucho más allá de lo que han dicho hasta ahora los psicoanalistas; y abre nuevos panoramas a la comprensión psicoanalítica, no sólo de la psicosis, sino también de la «normalidad» (sana y en­ ferma), y de la experiencia religiosa y artística. En mi opi­ nión, su obra representa la contribución más importante y prometedora a la revisión dialéctica del psicoanálisis.

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h) M odos de superar la represión Además de conocer las causas de la represión, también es importante descubrir los factores que permiten y fomen­ tan la desrepresión, por la cual lo inconsciente se hace cons­ ciente. Esta es, al fin y al cabo, la clave de la terapéutica psicoanalítica, pero se la ha atendido relativamente poco. Se ha estado demasiado dispuesto a tomar como explicación la tra­ dicional respuesta psicoanalítica de que, en gran medida, la superación de la represión se debe, por una parte, al padeci­ miento del síntoma y, por otra, a una relación de transferen­ cia positiva con el analista. Sin duda, esto es cierto, pero no explica de modo suficiente por qué se vence la represión en las situaciones terapéuticas. (Según mi experiencia, la fuerza de las tendencias biofílicas, frente a las necrofílicas, es una condición importante para superar la represión.) Hay que plantearse la cuestión de si el conocimiento de lo inconsciente es posible sólo como consecuencia de la tera­ pia psicoanalítica. ¿Ocurre fuera de esta situación? Y si así es, ¿qué factores tienen importancia? La revisión dialéctica del psicoanálisis habrá de prestar mucha atención a este pro­ blema, pudiéndose esperar de esta investigación muchas ideas nuevas. [Véase la exposición sobre el autoanálisis y sobre el psicoanálisis transterapéutico en E. Fromm, 1989a, págs. 85-113.] Citaré ahora sólo unos cuantos factores que me parecen importantes. Uno de ellos es social: las situaciones de cam­ bio social radical, en que empiezan a desmoronarse muchas categorías tradicionales de pensar y sentir,, parecen conducen­ tes a liberarse de la represión, al menos en ciertos terrenos. Otro factor puede ser la vivacidad de una persona, el gra­ do en que está «despierta». Resulta difícil explicar qué es estar «despierto» [véase E. Fromm, 1989a, págs. 50-54], pero

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muchas personas que son sensibles a sus estados de ánimo conocen esta experiencia. Se encuentran más vivos en unas circunstancias que en otras y hacen la misma observación en los demás. Verán también que, en realidad, la mayoría de la gente puede considerarse como semidormida, en compara­ ción con el estado de mayor vivacidad que es posible. La causa está, en gran medida, en su dependencia semihipnótica del influjo sugestivo de dirigentes, consignas, etc. O tra causa es el obsesivo ajetreo, que impide «encontrarse consigo mismo» y reduce la vivacidad al nivel necesario para atender a las ocu­ paciones. En cambio, los ejercicios de relajación física y men­ tal, de silencio y concentración, pueden hacernos más des­ piertos y, por tanto, más conscientes. En mi opinión, es equivocada la idea, hoy tan de moda, de que la gente puede descubrir su inconsciente hablando «francamente» de sí misma en grupo. Decir francamente lo que uno piensa y siente de sí mismo y de los demás no suele arrojar datos inconscientes, sino conscientes, aunque secre­ tos, esto es, que habitualmente no se comunican. Al compar­ tirlos con otros, se suelen perder los elementos verdaderamente inconscientes, los cuales son tan sutiles que el tosco recurso de la conversación en grupo más bien tenderá a ocultarlos que a revelarlos. En contra de esta moda del «hablar de», creo que el estar en silencio y concentrado, y queriendo traer lo inconsciente a la conciencia puede dar mejor resultado que el estar hablando constantemente con los demás. La solución ideal quizás esté en la posibilidad de comunicarse tranquila­ mente con otra persona, que, si dice algo, sea para hacer unas cuantas preguntas y manifestar lo que entienda de la comu­ nicación inconsciente: es como debiera ser la situación en la terapia psicoanalítica.

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5. La sociedad, la sexualidad y el cuerpo, en la revisión del psicoanálisis Freud reconoció claramente la relación entre el individuo y la sociedad y, por tanto, que la psicología individual y la social están entrelazadas. Pero, en general, solía entender que la estructura social está determinada por necesidades instin­ tivas, en vez de comprender su interacción. Inevitablemente, los psicoanalistas irían interesándose cada vez más por apli­ car sus datos a los hechos sociales. Desde el punto de vista antropológico, el mismo Freud hizo esta tentativa en Tótem y tabú (1912-1913). Geza Roheim analizó sus datos antropo­ lógicos según la teoría de Freud. Abraham Kardiner, en cola­ boración con antropólogos, estudió la «personalidad básica» de la sociedad primitiva. Wilhelm Reich y este autor hemos hecho los primeros análisis de datos sociológicos. Reich atendió particularmente a la relación entre la mo­ ral sexual, la represión y la sociedad, mientras que yo me he interesado sobre todo por el «carácter social», o sea, la «ma­ triz de carácter» común a los miembros de una sociedad y clase, mediante la cual la energía humana general se forma en la energía humana especial que es necesaria para el fun­ cionamiento de una sociedad determinada. La crisis social y humana, en constante agravación, ha he­ cho cada vez más claro que, para comprender fenómenos como la guerra, la agresividad, la enajenación, la apatía y la compulsión al consumo, hemos de comprender mejor los aspectos inconscientes de los móviles humanos y su relación con las fuerzas políticas y socioeconómicas. H an prestado unas cuantas contribuciones autores que, sin ser psicoana­ listas, han empleado conceptos psicoanalíticos. Se cuentan entre ellos David Riesman, con su obra sobre el carácter es­ tadounidense; Geoffrey Gorer, con su estudio deí carácter

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nacional ruso; y Herbert Marcuse, con sus estudios del efec­ to de la sociedad «represiva» sobre la sexualidad y el eros. Mis estudios sobre el carácter social los he expuesto prin­ cipalmente en E l miedo a la libertad (1941a), (Psicoanálisis y Etica [1947a]) y Psicoanálisis de la sociedad contemporá­ nea (1955a), así como en dos grandes estudios empíricos: uno sobre el carácter autoritario de los obreros y empleados ale­ manes, alrededor de 1930 (Arbeiter und Angestellte am Vorabend des Dritten Reiches, 1980a), y otro, en colaboración con Michael Maccoby, sobre el carácter social de una pobla­ ción mexicana (Sociopsicoanálisis del campesino mexicano, 1970b). Estoy convencido de que la investigación en el terre­ no de la psicología social analítica puede contribuir en gran manera a identificar los elementos patológicos de una socie­ dad enferma y los factores sociales patógenos que producen e incrementan la «patología de la normalidad». Paradójicamente, el psicoanálisis clásico no ha prestado atención suficiente al estudio de la sexualidad. Esta afirma­ ción puede parecer absurda a primera vista: ¿no edificó Freud toda su teoría de los instintos sobre el concepto de la se­ xualidad? Un estudio más completo de las obras de Freud, de los escritos psicoanalíticos y de la práctica ortodoxa muestra que tratan la sexualidad de manera algo abstracta o esquemática. Se cree que el niño atraviesa unas fases libidinosas. El adulto puede quedar fijado (o regresar) a una de ellas. Pero hay cierta falta de interés por las muchas facetas concretas y específicas de la conducta sexual, especialmente de la genital. Mientras que Kinsey y Masters nos han ofrecido una plétora de datos sobre la conducta sexual (pero con poca comprensión de su sentido psicológico), los escritos de psicoanálisis no han for­ mado un cuerpo comparable de datos clínicos. Esto parece deberse en parte a cierta repugnancia a hablar con demasía-

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da franqueza sobre las prácticas sexuales, repugnancia que podemos ver en Freud, y entender bien en vista de sus cir­ cunstancias, del mismo modo que en la mayoría de sus discí­ pulos, con un sentido tradicional del pudor en estas materias. La revisión del psicoanálisis tendrá que poner mucho más énfasis sobre los detalles concretos de la conducta sexual y su comprensión, lo que se refiere, en primer lugar, a la con­ ducta sexual «normal». No basta decir que un hombre o una mujer tiene un orgasmo, si se entiende por tal lo que Kinsey llama toscamente un «derrame», sino comprender la cuali­ dad de la experiencia orgásmica. El paso más importante en este sentido lo dio Wilhelm Reich, que consideraba la relaja­ ción de todo el cuerpo como condición para una «potencia orgásmica» plena y, en general, la actitud relajada, en oposi­ ción a la «coraza» corporal, relacionada con la represión y la resistencia. Debe añadirse que el concepto de Reich de la potencia orgásmica term ina por sobrepasar el problema de la pura relajación somática. La ambición, la envidia, la ira, la avaricia y la codicia (los pecados clásicos, que en la termi­ nología freudiana son consecuencia de anhelos pregenitales) estorban la plena relajación. El problema «espiritual», del ser, frente a la pasión de tener, no puede separarse del de la plena relajación. Además, especialmente en vista de la creciente tendencia a extender la igualdad a identidad entre los sexos, necesita­ mos estudiar el fenómeno de la «sexualidad erótica» (arrai­ gada en la polaridad de varón y hembra) frente a la sexuali­ dad «no erótica», basada en el deseo de distensión y de proximidad física. En ésta, las diferencias entre la homose­ xualidad y la heterosexualidad se encuentran algo difuminadas. En general, representa una combinación entre las carac­ terísticas psíquicas de la sexualidad infantil y las características de la fisiología adulta.

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El otro aspecto de la sexualidad necesitado de revisión es el de las «anormalidades» sexuales, en especial, las perver­ siones. [Véase capítulo III, epígrafe 3.] También en este caso, ha oscurecido la realidad una explicación teórica acomodati­ cia. Hemos de preguntarnos: ¿qué cualidad tiene la sensación física y mental en las perversiones, en comparación con el trato sexual genital? Además, ¿qué relación tienen las perversio­ nes con el carácter de la persona, fuera del terreno de la se­ xualidad? El hombre sádico que sólo se excita infligiendo do­ lor y humillación a una mujer, ¿ve influido por este deseo su carácter en la vida ordinaria? ¿O su sadismo sexual se debe a su carácter sádico? ¿Qué diferencia psicológica hay entre la perversión oral y la perversión anal? Hay que estudiar mu­ chas más cuestiones importantes en este sentido, lo que sólo puede hacerse dejando de tratar ya la sexualidad tan teórica­ mente y con tanta cautela. U na laguna que la teoría clásica ha dejado completamente intacta es la comprensión del cuerpo como medio para com­ prender lo inconsciente. La cual tiene dos aspectos: primero, uno teórico, siendo el cuerpo un «símbolo del alma». La for­ ma del cuerpo, la postura, el paso, los gestos, las expresiones faciales y la manera de respirar y hablar dicen tanto, o más, sobre lo inconsciente de una persona que casi cualesquiera otros datos de los que suele emplear el psicoanálisis. En sus movimientos físicos, no sólo se ve el carácter de una persona —en especial, sus aspectos inconscientes—, sino también aspectos particularmente importantes de perturba­ ciones neuróticas. U na de las mayores contribuciones de Wilhelm Reich fue haber comprendido la relación entre la postura física y la resistencia, por una parte, y la relajación corporal con la desrepresión y la salud, por otra. El único analista de la generación anterior a Reich con ideas en el mis­ mo sentido fue Georg Groddeck. Empezaba haciendo masa­

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je y, a través de toda su obra, aseguraba que lo inconsciente se comprendía mejor entendiendo el cuerpo como símbolo del alma. Cualesquiera fuesen los méritos de las teorías posteriores de Reich sobre el orgón, etc., su afirmación de lo físico como expresión de lo inconsciente es, en mi opinión, una de las con­ tribuciones más importantes a la teoría psicoanalítica. Natu­ ralmente, siendo su punto de vista tan diferente al de la ma­ yoría de los psicoanalistas, interesados sobre todo por las palabras y los conceptualismos teóricos, podemos compren­ der por qué no recibieron bien sus ideas. Sólo las tomaron en serio un pequeño grupo de discípulos. La obra de Reich influyó a otros, que desarrollaron creativamente su punto de vista. Citaré sólo un autor, Bjórn Christiansen, que ha escri­ to un libro interesantísimo sobre la expresión del cuerpo (B. Christiansen, 1963). Fuera del campo psicoanalítico, ha subrayado la impor­ tancia psicológica del cuerpo I. H. Schultz, cuyo «entrena­ miento autógeno» ha tenido una influencia muy difundida y ha estimulado a otros psiquiatras a crear métodos no. autosugestivos de relajación física. La comprensión del valor psi­ cológico de ésta ha aumentado-mucho durante los últimos decenios por el mayor conocimiento de lós'diversos métodos de yoga y por sus réplicas occidentales ealos métodos de Elsa Gindler, popularizados en Estados Unidos .por'Charlotte Selver, y otros. Creo que no hemos hecho sirio entrar apenas en el importantísimo terreno de la teoría-terapia, caracterizado por el énfasis sobre la consciencia de la experiencia, no sobre el pensar en la experiencia, y que una evolución creativa del psicoanálisis nos proporcionará grandes descubrimientos en este campo.

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6. Sobre la revisión de la terapéutica psicoanalítica a) En el terreno de la consulta profesional La necesidad de revisar la terapéutica psicoanalítica es re­ conocida por muchos profesionales. La cuestión es con qué profundidad consideran esta revisión. En las obras de Harry Stack Sullivan, Ronald D. Laing, en las mías y de otros, lo fundamental de la revisión es la transformación entera de la situación analítica: en vez del estudio de un «objeto» por un observador desinteresado, una comunicación interpersonal. Lo cual sólo es posible si el analista responde al paciente, que a su vez responde a la contestación del analista, que a su vez contesta a... Así, el analista llega a conocer unas experien­ cias de las que, en un momento determinado, el paciente pue­ de no ser consciente. Al comunicar lo que entiende, el analis­ ta promueve nuevas reacciones... Todo ello lleva a una clarificación cada vez mayor. Esta comunicación sólo es posible si él siente en sí mismo lo que sucede en el paciente, no si se enfrenta a él sólo cere­ bralmente: viendo, viendo y viendo, y pensando lo poquísi­ mo que sea absolutamente necesario; y además, si renuncia al espejismo de que él está «bien» y el paciente está «enfer­ mo». Ambos son hombres, y si la experiencia del paciente, incluso del más enfermo, no toca una fibra vital del analista, no podrá éste comprender al paciente. El analista sólo tendrá la confianza verdadera del pacien­ te si él mismo se permite ser vulnerable, y no se oculta detrás del papel de un profesional que conoce las soluciones por­ que para eso se le paga. En realidad, el paciente y él están comprometidos en una misma tarea: la común comprensión de los sentimientos del paciente y de la reacción a ellos del analista. No se trata de su reacción al «problema» del paciente.

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El paciente no «tiene» un problema: es una persona que su­ fre por su modo de ser. Otro aspecto en que creo hace falta revisar la terapéutica es el de la importancia de la niñez. El análisis clásico se incli­ na a ver en el presente «nada más» que la repetición del pa­ sado (la primera infancia), y su idea de la terapéutica es lle­ var el conflicto infantil a la conciencia, de modo que el yo reforzado del paciente pueda afrontar mejor que cuando niño lo instintivo reprimido. Freud reconocía que en muchos, si no en la mayoría de los casos, la experiencia infantil primiti­ va no se recuerda, por lo que esperaba encontrarla en una «reedición», por decirlo así, en los datos que la transferencia saca a la luz. Muchos analistas empezaron a basarse en reconstruccio­ nes de lo que «probablemente» había sucedido en la infan­ cia, creyendo que, si el paciente comprendía p o r qué había llegado a ser como es, esta misma comprensión lo curaría. Sin embargo, el conocimiento reconstruido no tiene efecto cu­ rativo, y no es más que la aceptación intelectual de hechos y teorías reales o supuestos. Desde luego, si se transmite, fran­ ca o implícitamente, la sugestión de que el conocimiento de estos hechos curará el síntoma, el poder de la sugestión —jus­ to como un exorcismo— quizá produzca una «curación», aun­ que no analítica. Tampoco podrá discutirse que las condicio­ nes para la sugestividad se refuerzan con el procedimiento clásico, en la situación, artificialmente puerilizante, del pa­ ciente frente al analista. Así, la terapéutica psicoanalítica ha degenerado a menudo en simple indagación del pasado del paciente, sin que lleve a la experiencia de descubrir lo re­ primido. Otra consecuencia de este método es que ha llevado a con­ vertir automáticamente a cualquier persona de reciente rela­ ción con el paciente en su padre, su madre, u otra persona

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significativa de su infancia, no a comprender la cualidad y la función de su sentimiento. Un hombre puede tender a sen­ tir envidia de sus colegas, por ejemplo, a considerarlos como una amenaza a su seguridad o a su éxito, y llegar a sufrir un trastorno grave por la constante necesidad de combatir a sus rivales. El analista quizá se incline a explicarlo como una re­ petición de sus celos de un hermano y a creer que esta inter­ pretación curará al paciente de sus sentimientos de rivalidad. Pero esto no basta, aun suponiendo que el paciente pueda recordar los celos que sentía por su hermano. Lo que todavía hace falta es comprender en detalle la cualidad precisa de su sentimiento de celos, tanto de niño como al presente. Enton­ ces, llegará a conocer muchos aspectos inconscientes del sen­ timiento pasado o presente, por ejemplo, su sensación de poca masculinidad, de impotencia, su dependencia de figuras protectivas, su narcisismo, sus fantasías de grandeza, y otras mu­ chas, según el caso. Y quedará claro que su rivalidad no pue­ de entenderse como una repetición, sino como consecuencia de todo un carácter, del cual es sólo un elemento. Debe tenerse presente que el objetivo de la terapéutica psi­ coanalítica no es la investigación histórica de la primera in­ fancia como fin en sí mismo, sino el descubrimiento de lo inconsciente. Mucho de lo que ahora es inconsciente fue in­ consciente en los primeros años de vida, y mucho se ha he­ cho inconsciente bastante tiempo después. No es el pasado en sí lo interesante para el psicoanálisis, sino el pasado en tanto está presente. Mirando principalmente al pasado, y es­ perando que el presente sea repetición suya, se tiende a sim­ plificar demasiado y a no tener en cuenta que mucho de lo que parece ser repetición no lo es, y que lo reprimido ahora es toda una trama, un «plan oculto» que determina la vida de una persona, no singulares hechos sensibles, como el mie­ do a la castración, el apego a la madre, etc.

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Aunque pudiésemos rescatar todas las experiencias repri­ midas de la infancia (la orientación genética), habríamos des­ cubierto una parte considerable de lo inconsciente, pero no todo, de ninguna manera, porque muchas represiones ocu­ rren después. En cambio, aun no sabiendo nada de las expe­ riencias infantiles, podríamos descubrir todo lo reprimido sa­ cando lo equivalente a una placa de rayos X, o sea, estudiando lo inconsciente «presente» a través de los fenómenos de trans­ ferencia, de los sueños, las asociaciones, los lapsos, la forma de hablar, los gestos, los movimientos, las expresiones facia­ les, el tono de voz; en resumen, todas las manifestaciones de conducta (la orientación funcional). Por otra parte, debe ob­ servarse que los fenómenos de transferencia comprenden mu­ chas más experiencias que las primitivas infantiles en relación con el padre, la madre, etc. Tanto la orientación genética como la funcional son legí­ timas. Sin embargo, siguiendo únicamente la orientación y la transferencia genéticas (como mera repetición de experien­ cias infantiles), no sólo perderemos gran cantidad de lo in­ consciente, sino que también propenderemos a emplear el des­ cubrimiento de los datos infantiles para explicar por qué el pa­ ciente ha llegado a ser la persona que ahora es. De este modo, habremos convertido en investigación histórica el principio psicoanalítico esencial de experimentar lo inconsciente; lo que quizá sea bueno (aunque no suficiente) para hacer una psicobiografía de una persona, pero no tiene valor terapéutico. Mu­ chos psicoanalistas y pacientes quedan satisfechos cuando el análisis arroja lo que parece una explicación satisfactoria de su neurosis en un plano puramente intelectual, no sensible. (Conozco, desde luego, la insistencia de la mayoría de los ana­ listas en que el análisis no debe ser solamente una experiencia cerebral. No me refiero a este postulado teórico, sino a lo que, en realidad, sucede en muchos casos, según he observado.)

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Estas breves notas tendrán más sentido recordando lo di­ cho sobre la fijación a la madre y al padre: que el anhelo de estas figuras se explica, en parte, como reproducción de aque­ llas vinculaciones primitivas, pero se arraiga en la estructura psíquica total de una persona, a menos que haya llegado a ser por completo ella misma. Desde luego, tienen razón los analistas clásicos cuando critican un enfoque superficial del presente, o de simple edu­ cación, pero se equivocan sobre el enfoque funcional en el sentido mencionado. No es nada superficial el sondear los aspectos profundamente reprimidos de la vida presente, mien­ tras que sí puede serlo el enfoque puramente cerebral de los datos infantiles. Nuestro conocimiento de estos problemas es muy insuficiente y, en mi opinión, hay que trabajar mucho para conseguir una comprensión más segura del papel cura­ tivo del evocar, revivir o reconstruir la experiencia infantil. Tales estudios habrán de examinar otro problema muy cer­ cano, sobre el que no sabemos casi nada. Me refiero a las teo­ rías sobre la relación entre la experiencia primitiva y la pos­ terior. Según la teoría clásica, la experiencia posterior es reproducción de otra primitiva a través de la fijación, o re­ gresión, a ciertos niveles pregenitales de la libido, suponién­ dose un nexo causal entre el pasado y el presente; por ejem­ plo, se cree que el mezquino ha regresado al nivel anal del desarrollo de la libido. Sin embargo, como ya he señalado, lo que vemos en la orientación anal-acumulativa y en la oral-sádica (explotado­ ra), en el sadismo y en el masoquismo, en la biofilia y la necrofilia, en el narcisismo y en la fijación incestuosa, son for­ mas de vida que tratan, aunque sea desesperadamente, de encarar el problema fundamental planteado por la existencia humana. U na de estas soluciones puede ser mejor que otras desde el punto de vista de una vida lo más plena y armónica

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posible, pero todas cumplen su función de ser un sistema de orientación y lealtades. Todas son orientaciones «espiritua­ les», en el sentido arriba indicado. Una persona adopta una de estas orientaciones, por decirlo así, como religión parti­ cular suya y vive de acuerdo con ella. La orientación es tan poderosa, no por ser una regresión a un niyel pregenital de la libido, sino por cumplir la función de ser una respuesta a la existencia, dotada de la energía del sistema entero. ¿Qué es lo que explica la orientación particular de una persona? Aparte de los factores constitucionales, la respues­ ta puede estar en el carácter social de la sociedad en la que vive y, en menor grado, en la variedad particular suya de la familia en que ha nacido. Lo cual quiere decir que entende­ mos esencialmente el desarrollo del carácter como reacción del hombre a la configuración total de la sociedad de la que forma parte, comunicada primeramente por su familia. Podríamos suponer que la infancia y la primera niñez ad­ miten la «práctica» de diversas formas de orientación, pues son indicadas por las fases del desarrollo físico. Sin embar­ go, las primeras fases biológicas no son forzosamente la cau­ sa del desarrollo ulterior, sino sólo la primera instancia de una formación de carácter, moldeado por factores interper­ sonales que se manifiestan, desde la niñez, durante toda la vida, a menos que se pongan en movimiento fuerzas nuevas y contrarias, entre ellas la fuerza de la conciencia.

b) Aspectos transterapéuticos del psicoanálisis Por último, hay otro punto importantísimo para la revi­ sión teórica y práctica de la terapéutica psicoanalítica, que, como he señalado, empezó como método para curar las en­ fermedades neuróticas, en el sentido tradicional de la pala­

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bra. Después pasó a tratar el «carácter neurótico», es decir, un carácter que se consideraba enfermo, aunque no presen­ tase los síntomas corrientes. Finalmente, empezaron a acu­ dir cada vez más al psicoanálisis las personas que no eran felices, que estaban insatisfechas de su vida y se sentían an­ gustiadas, vacías y sin alegría. Su tratamiento se «justifica­ ba» de la manera tradicional, diciendo que era para curarlas de una enfermedad crónica, pero, en realidad, lo que muchas buscaban era un grado más elevado de bienestar. Querían «manifestar sus potencialidades», ser capaces de am ar ple­ namente, vencer su narcisismo o su hostilidad; y aun si no acudían al psicoanalista con clara conciencia de estos objeti­ vos, pronto resultaba evidente que éste era el motivo verda­ dero para buscar su ayuda. ¿Qué clase de «terapia» es ésta, que ofrece más alegría y vitalidad, más conciencia de sí mismo y de los demás, ma­ yor capacidad de amar y más independencia y libertad para ser uno mismo? En efecto, no se trata ya de una «terapia» —por lo menos, en el sentido tradicional de la palabra—, sino de un método de desarrollo humano, una «terapia del alma»: lo que significa literalmente «psicoterapia». Este tipo de psicoanálisis no considera que problemas per­ sonales como el insomnio o las relaciones infortunadas con la esposa o con los hijos sean la dificultad última que resol­ ver, sino indicios de una existencia insatisfactoria en general. De hecho, queda claro que ninguno de estos «problemas» pue­ de resolverse, a menos que se produzca una reforma radical de la personalidad entera. Otra cosa queda clara también. No puede haber cambio de estado mental y sensible si no se acompaña de un cam­ bio en la forma de vida. Por poner un ejemplo sencillo: si un hijo fijado a su madre se hace consciente de esta fijación y de sus causas, tal conciencia en sí no será eficaz a menos

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