La Guerra Civil Española: Actas del coloquio internacional celebrado en Göttingen del 25 al 28 de junio de 1987 9783964569820

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La Guerra Civil Española: Actas del coloquio internacional celebrado en Göttingen del 25 al 28 de junio de 1987
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Engelbert/García de María La Guerra Civil Española

Editionen der Iberoamericana Reihe III Monographien und Aufsätze Herausgegeben von Walther L. Bernecker, Frauke Gewecke, Jürgen M. Meisel, Klaus Meyer-Minnemann Band 32

El coloquio internacional celebrado en el Seminario de Filología Románica de Göttingen del 25 al 28 de junio de 1987 con el título Der Spanische Bürgerkrieg - 50 Jahre danach La Guerra Civil Española - 50 años después contó con el apoyo económico de: Stiftung Volkswagenwerk Embajada de España en Bonn Georg-August-Universität Göttingen Consulado General de España en Hannover

Manfred Engelbert, Javier García de María (eds.)

La Guerra Civil Española medio siglo después Actas del coloquio internacional celebrado en Góttingen del 25 al 28 de junio de 1987

Vervuert Verlag • Frankfurt am Main 1990

CIP-Titelaufnahme der Deutschen Bibliothek La Guerra Civil Española - medio siglo después : actas del coloquio internacional celebrado en Göttingen del 25 al 28 de junio de 1987 / Manfred Engelbert ; Javier García de María (ed.) - Frankfurt am Main : Vervuert, 1990 (Editionen der Iberoamericana : Reihe 3, Monographien und Aufsätze ; Bd. 32 ISBN 3-89354-832-7 NE: Engelbert Manfred [Hrsg.]; Editionen der Iberoamericana © Vervuert Verlag, Frankfurt am Main 1990 Alle Rechte vorbehalten Printed in West-Germany

Indice Prólogo Walther L. Bernecker, La Guerra Civil Española - una guerra social

7 11

Manuel Tuñón de Lara, La Guerra Civil Española: dos modelos de cultura en pugna

29

Javier García de María, La Guerra Civil y la crisis cultural europea

39

Francisco Caudet, La poesía española de la Guerra Civil

63

Barbara Pérez-Ramos, Poesía marginada en la Guerra Civil

91

Roswitha Strickstrack-García, El teatro en la Guerra Civil Manuel Andújar, Narrativa sobre la Guerra Civil en la España peregrina y en la España permanecida

111 123

Ursula Schmidt, La Guerra Civil en la novela

137

Angel Viñas, Las relaciones entre Franco y Alemania en la Guerra Civil

147

Marcel Oms, La Guerra Civil y su cine

157

Walther L. Bernecker, El bombardeo de Gernika. La polémica historiográfica . . .165 Apéndice A

187

Apéndice B

208

Apéndice C

213

Manfred Engelbert, La Guerra Civil Española. Libros publicados en la República Federal de Alemania (1977-1989). Una bibliografía

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Indice de onomástico

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Manfred Engelbert/Javier García de María

Prólogo »La Guerre est finie« - nunca en estos años del cincuentenario del evento parece haber tenido más actualidad el título de la conocida película de Alain Resnais. Nunca una revolución - la francesa de 1789 - ha hecho tanto para que se olvide otra. Y al escribir estas líneas en Alemania, en la República Federal, en noviembre de 1989, no deja de asombrar la índole pacífica de los cambios ocurridos en la República Democrática evitándose hasta el momento - con justeza, según parece - una situación de guerra civil. En cuanto a los españoles ya hace años que, en general, parecen preferir el olvido al recuerdo; el silencio, llamándolo ora »reconciliación« ora »mirada hacia el futuro« 1 . Tal vez fuera preciso hacer nuestra la pregunta retórica, desilusionada, que ya a mediados de los sesenta Juan Goytisolo pone en boca de su personaje Alvaro Mendiola, quien - al notar que en la mente de un clochard parisiense Queipo de Llano puede ser republicano - no puede menos de pensar: »La etema guerra civil... A nosotros, ¿qué nos importa?« 2 Los artículos reunidos en este tomo corresponden a las ponencias presentadas en el coloquio que organizamos en Góttingen en junio de 1987. Al volver sobre el mismo tema, ante todo teniendo en cuenta la rapidez del olvido de las conmemoraciones de tumo y la necesidad de preparar nuevas fiestas para el gozo de lo que se ha llamado »sociedad de información«, corremos el riesgo de cansar doblemente: por la materia y por la manera de tratar esta materia. Sin embargo creemos que vale la pena correr este riesgo. El lector se hará una mejor composición de lugar si desde el principio conoce los objetivos que nos movían al fijar la estructuración, los invitados y el contenido del coloquio. Queríamos combinar la experiencia directa y la labor investigadora posterior; queríamos acercarnos al tema de la Guerra Civil combinando simultáneamente la investigación histórica con la cultural y con la literaria. Y no menos importante: queríamos disponer del testimonio documental. Esta razón nos llevó a dedicar una amplia parte de las actividades del coloquio a la visión, al tratamiento y al análisis cinematográfico de la Guerra Civil. El éxito del coloquio fue el éxito de nuestros invitados: - por orden de intervención - Walther L. Bemecker, Manuel Tuñón de Lara, Manuel Andújar, Francisco Caudet, Ursula Schmidt, Roswitha Strickstrack-García, Barbara Pérez-Ramos, Angel Viñas y Marcel Oms. La publicación de las actas, en primer lugar, es una deuda que tenemos contraída tanto con nuestros invitados como con quienes asistieron a la parte del coloquio dedicada a las conferencias. En segundo lugar es una contribución y una muestra de las

Prólogo

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actividades llevadas a cabo por la investigación alemana con motivo del cincuentenario. Aun teniendo en cuenta las aportaciones de los últimos años documentadas en la sección bibliográfica incluida en estas actas, el número de publicaciones historiográficas alemanas en general no es muy importante - viniendo por lo demás de la pluma de un reducido grupo de investigadores - y el número de publicaciones de la Hispanística es todavía más escaso. La labor científica no corresponde realmente al papel desempeñado por Alemania en la Guerra Civil. En tercer lugar, vale la pena un esfuerzo de síntesis y de cuestionamiento al constatar que siguen teniendo vigencia las viejas fronteras, los »recuerdos irreconciliables« tan magistralmente documentados por la película excepcional, en varios aspectos, de Johann Feindt, Karl Siebig y Klaus Volkenbom. 3 La controversia acerca de Guemica y las dificultades que surgieron al intentar hermanar las ciudades de Pforzheim y de Guernica demuestran dolorosamente la persistencia de viejos y nuevos prejuicios. 4 En un momento en el que los seres humanos empiezan a formar una sociedad y una conciencia mundial para las cuales todo posible conflicto tiene ya rasgos de una guerra civil, en un momento en el que la »política interior mundial« postulada por Willy Brandt se vuelve cada día más necesaria, una reflexión científica y moral se impone para buscar y hallar una solución pacífica al conflicto social internacionalizado, solución de la cual depende nuestra propia supervivencia. Si el coloquio de Gottingen puede contribuir en algo a captar mejor este »tema de nuestro tiempo«, es muy probablemente con la cristalización del problema de la existencia y de la superación de una visión dualista del mundo manifestándose en ambos campos y caracterizada por categorías excluyentes tanto entre los republicanos como entre los insurrectos. Las bases reales de esta visión, las cuales justifican la comprensión de la Guerra Civil como »guerra social« (Bernecker) y que condicionan la formación de dos modelos culturales [cerrado/conservador contra abierto/progresista (Tuñón de Lará)\ de mezcla y ambigüedad metodológica (García de María)], también son responsables de que la práctica socio-cultural de la guerra fuera dominada, en ambos lados, por los términos de amigo/enemigo. Parece significativo que las categorías desarrolladas por Caudet (siguiendo a Ellul) para una clasificación de la lírica de propaganda (vertical contra horizontal; irracional contra racional) no se averan como unívocamente distribuidas en el Romancero de los dos lados (según la pauta »izquierdista« - siguiente: vertical + irracional = nacional; horizontal + racional = republicano). Ambos campos, además, se sirven, por lo menos en parte, de mitos idénticos - »Nurnancia« en el teatro republicano (Strickstrack-García) o en el cine de los nacionales (Oms) - y de técnicas parecidas (»animalización« en los tebeos de ambos lados documentados por Caudet). La eficacia política de tales procedimientos se vió corroborada por las investigaciones de Viñas acerca de la política exterior de los EE.UU. y de Inglaterra frente a la URSS, una política marcada por prejuicios negativos estereotipados. La difuminación

Manfred Engelbert/Javier García de María

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de deslindes ideológicos en una práctica común discutible ganó una plasticidad particular a partir del hecho de que las tomas hechas por los anarquistas en julio del 36 CReportaje del Movimiento Revolucionario) fueron reutilizadas, en parte, por los nazis, pero con intención propagandística contraria (Helden in Spanien, Im Kampf gegen den Weltfeind) - sobre todo las imágenes de esqueletos sacados de sus tumbas (»prueba« de la abominación de la Iglesia Católica por un lado, de la abominación de los comunistas, por otro). La »ambigüedad« de las imágenes como indicador posible de la »ambigüedad« de las acciones filmadas (Oms) hizo resurgir la pregunta sobre un modelo de comunicación alternativa para el presente. Algunos indicios del intento de relativizar el dualismo vigente existen ya en la época misma del conflicto bajo la forma de una autocrítica de los republicanos desde una posición marginalizada: la de los anarquistas (Pérez-Ramos). La importancia de este intento crece en la literatura de ficción de los años 60 (ponencia de Andújar, pero también su obra literaria;5 Goytisolo/Schmidt), tomando, a veces, la forma de nuevos mitos (Juan BenetISchmidt) que más bien impiden una visión histórica orientadora hacia una práctica diferente. Tal visión nos pareció - nos parece - necesaria más que nunca en una situación caracterizada por una creciente pérdida de conciencia política. Como parte de los conflictos sociales fundamentales siguen existiendo, tenemos que preguntamos cómo podemos hacer cara a dichos conflictos para resolverlos sin que nos aniquilen. Uno de los lemas del libro de Angel Viñas sobre La alemania nazi y el 18 de julio, tomado del historiador estadounidense John Weightmann, reza así: History is bunk, in the sense that it is an imaginative reconstruction which can never be verified; as Voltaire put it, history is a series of tricks we play on the dead. Peor sería »gastar una serie de bromas« con los que vivimos. Y si a fuerza de construcciones imaginativas, sean históricas, sean políticas, sean literarias, pictóricas o musicales, aprendiéramos el arte de convencer sin la necesidad de vencer, estaríamos en el buen camino saliendo de nuestra prehistoria para entrar en un futuro humano. GöttingenlHannover

Manfred Engelbert!Javier García de María

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Prólogo

Notas 1

Ver los artículos siguientes, muestras de la »bibliografía alemana« sobre la Guerra Civil de los últimos aflos: Bernecker (1988/no. 43 de la Bibliografía), García de María (1988/no.60) y Rehrmann (1988/no.92).

2

Juan Goytisolo: Señas de identidad. México 1966, p. 247, final del cap. V.

3

Unversöhnliche Erinnerungen. Ein Film von Klaus G. Volkenborn, Johann Feindt und Karl Siebig. West-Berlin 1979,16 mm, Farbe, Magnetton, 92 Minuten (Basis-Film Verleih).

4

Ver el artículo de Bernecker (Bibliografía no. 42). El hermanamiento se concretizó, tras dos años de penosos debates, con la firma de un convenio de hermanamiento en Guemica, el 29 de abril de 1989 (según información del ayuntamiento de Pforzheim). Los intentos anteriores de la pequeña ciudad de Wunstorf (Baja Sajonia) - donde se publicó un intento de estudio de historia regional tratando de demostrar el papel de la base aérea nazi en la preparación directa de la intervención alemana (ver no. 48 de la Bibliografía) - fracasaron en un debate partidista incluyendo la sospecha de apoyo a una búsqueda de autonomía vasca por la vía de la violencia. Ver Göllinger Tageblatt del lunes, 23 de noviembre de 1989 (página »Nicdersachsen«),

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El intento de objetivación mediante una perspectiva múltiple se expresa ya en el título de la obra mayor de Andújar - Historias de una historia - que no ha retenido toda la atención que merece. Tal perspectiva se confirma con las palabras siguientes del republicano catedrático de historia, don Amador: »Hasta cierto grado, me excedí. V es que en cualquier aspecto nos hemos conducido unos y otros como gallos de pelea. Usamos las presuntas razones a manera de cachiporra. Se empieza asistido de una modesta verdad, te hostigan por puntillo y respondes con la misma o mayor destemplanza, lo que nos unifica trágicamente.« A] final de la misma introducción llamada »Entre prólogo y epílogo« don Acacio, el carlista y fascista desilusionado que fue redactor del diario de la misma pequeña ciudad donde enseñó y murió don Amador, dice: »Aunque hoy se deforme lo ocurrido, se tiñan los entresijos, que ello importa para lo mostrenco y menudo, y los jóvenes alardeen de olvidarlo todo, como si ellos fueran una 'generación espontánea' y se hubieran emancipado íntimamente de nuestras taras, ignorancias y ofuscaciones, día alumbrará en que se analice aquel estallido con espíritu limpio, mente clara y propósito fraternal. ¿Se cumplirá entonces la utopía del hombre español?« La novela se terminó en 1966 (en el mismo año se publicó la novela mencionada de Goytisolo; también de este año es Cinco horas con Mario, de Delibes); las citas vienen de la primera edición del »texto íntegro« de 1986 (ed. Anthropos, Barcelona, p. 55 y IOS, respectivamente).

Walther L. Bernecker

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La Guerra Civil Española - una guerra social

Acaso no haya habido en los tiempos contemporáneos otro hecho histórico que, como la Guerra Civil Española, haya sido piedra de toque de lealtades políticas e ideológicas y divisoria de posiciones existenciales. Muchos estudiosos de la Guerra Civil tienden a hacer hincapié en el carácter internacional, o internacionalista, de la guerra de España. Pierre Vilar, conexionando los aspectos internacionales y sociales de la guerra, ha dicho que todo análisis de la Guerra de España que no sea un análisis de la lucha de clases a escala mundial carece de envergadura. No obstante, es imposible sustraerse a los perfiles domésticos peculiares de la contienda, que se prolongaron - en creciente deterioro - a lo largo del franquismo y que operan hoy todavía en la memoria histórica, ya que la Guerra Civil Española fue una guerra cuyas consecuencias marcaron la vida de millones de ciudadanos, una guerra, que hoy es considerada por la mayoría de los ciudadanos españoles como el acontecimiento más importante de la historia española para comprender la España actual. Y aunque en una encuesta del año 1983, un abrumador 76 % de las personas a quienes se preguntó respondieron que los españoles estaban mal informados, no obstante esa misma encuesta dio resultados altamente significativos con respecto a la Guerra Civil como guerra social.1 Un elevadísimo porcentaje de los encuestados (entre el 80 y el 90 %) percibía la Guerra Civil como un enfrentamiento de clases, como una guerra social en la sociedad española de 1936. Los encuestados contestaron que los empresarios, la aristocracia, los ricos, la Iglesia, las derechas, estaban con Franco; mientras que a favor de la República adjudicaron los colectivos de obreros, intelectuales, pobres, campesinos y la gente de izquierdas. En otra pregunta, las ideas de dictadura y catolicismo se asociaban netamente con la España de Franco, en tanto que las ideas de democracia y libertad se aplicaban a la España republicana. La percepción popular tiene, pues, muy claro lo que simbolizaban los dos bandos: se trataba de una perfecta guerra de clases. Para la gran mayoría de los españoles, la Guerra Civil fue menos una confrontación internacional que lo que suelen presentar los historiadores y escritores. La Guerra Civil fue un asunto bien español, contem-

La Guerra Civil Española • una guerra social

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piado en dimensiones sociales. 2 Lo de los extranjeros en los dos bandos fue sólo una anécdota, que es la que interesaba en el resto del mundo, sobre todo en los círculos intelectuales. El hecho de que la guerra de España se viese internacionalizada en alto grado no ha desdibujado, pues, su carácter fundamental de contienda civil y social. En ella se alcanzó - como ha afirmado Ramón Tamames - el punto extremo de la lucha de clases que desde mucho antes, pero especialmente desde 1931, palpitaba de forma cada vez más acusada en el tejido social hispano. 3 En el fondo del alzamiento militar del 18 de julio - y en su ulterior desarrollo ello quedó bien claro - había un instinto de conservación de las posiciones de todas las fuerzas de derecha y de la reacción que lo apoyaron desde un principio. O - como dice Manuel Tuñón de Lara - en sus orígenes se trataba de un conflicto por la hegemonía que iba perdiendo el bloque tradicionalmente dominante; la crisis de hegemonía había ahondado las grietas que cuarteaban la sociedad española. 4 Hablando sobre metodología histórica de la guerra y revolución españolas, Pierre Vilar ha subrayado que cualquier investigación sobre un cambio histórico real es superficial si no se fundamenta en el examen sistemático de las estructuras sociales y de la lucha de clases en el complejo interesado por este cambio. 5 Para el análisis de la Guerra Civil Española, el nivel de estudio es España como cuerpo político constituido. Pero este cuerpo cubre varias originalidades regionales, históricamente constituidas también. La fisionomía de la guerra ha dependido ampliamente de esta combinación - contradicción entre realidades regionales dispares, a menudo desigualmente desarrolladas. El análisis estructural debe, pues, ser una descripción concreta de las sociedades regionales, yuxtapuestas e interrelacionadas, que componían la sociedad española del 36; y una investigación sobre el funcionamiento del Estado, de las fuerzas que integra y que lo condicionan, de los vestigios del antiguo régimen, de la imperfecta adaptación del capitalismo español al liberalismo político, de la no representación política de amplias capas sociales. El análisis social exigiría, de hecho, ser tratado por regiones, comportando una estimación del grado de desarrollo de las fuerzas productivas, tanto agrícolas como industriales, presentando además un cuadro de las relaciones entre las clases sociales y un examen de la expresión política de estas relaciones. El conflicto de clases y los conflictos secundarios en el seno de las clases se complican porque sus combinaciones regionales son muy distintas. Y tomando conciencia de estas complejidades, habría que elaborar un esquema cronológico. En lo que sigue, naturalmente no se pueden abarcar todos estos temas, ni mucho menos. Se intentará, simplemente, resaltar la perspectiva social de la guerra, con algunos de sus antecedentes más o menos lejanos. No cabe duda de que la mayoría de lo que habría que decir para ser mínimamente riguroso acerca del tema, tiene que quedarse en el tintero. En la historiografía sobre la Guerra de España, se usa poco el término »guerra so-

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cial« o »guerra de clases«. Muchísimo más frecuente es hablar de revolución. Pero debajo de ese concepto de revolución hay otro, mucho más básico, el de lucha de clases. Se trataba de una guerra de clases desencadenada por la derecha, a la que respondió también una guerra de clases - al menos allí donde los militares fueron inicialmente vencidos. La reacción natural de los trabajadores fue asegurar sus bienes: las fábricas para los obreros, la tierra para los campesinos, las escuelas para los hijos y para los maestros que ellos aceptaron. En el fondo, la mayoría de los contemporáneos de la guerra, de los que la vivieron e hicieron, sabían que se trataba de una guerra social, si bien no siempre la caracterizaban con esta expresión. Dos ejemplos, uno de cada lado de la contienda: en el lado vencedor, por ejemplo Franco afirmó en Lugo, terminada la guerra: »Nuestra cruzada es la única lucha en la que los ricos que fueron a la guerra salieron más ricos.«6 Y a los pocos días de comenzada la guerra, el presidente de las Cortes, Diego Martínez Barrio, había pronunciado un discurso por la radio, diciendo entre otras cosas: Se explica que los generales sublevados busquen una justificación a su conducta. No los disculpará la Historia, ni sus conciudadanos, víctimas de la guerra civil inicuamente desatada. ¿Por qué lo han hecho? ¿Para qué lo han hecho? Los designios son tan notorios y el propósito tan evidente que sólo los ciegos de entendimiento o de malicia pueden negarlo. Simplemente se trata de sustituir la voluntad general del pueblo entero por la de una clase social deseosa de perpetuar sus privilegios.7 Ronald Fraser, parafraseando el famoso dicho de Clausewitz, ha definido la guerra civil como una continuación de la política interior de clase por otros medios. 8 El hecho de que un levantamiento militar se convirtiera inmediatamente en una guerra civil tuvo que ser, así podría concluirse, consecuencia del equilibrio de las fuerzas de clase antes de la guerra. Este equilibrio de fuerzas había precipitado la crisis de la monarquía ya en 1917. La aparición de un nuevo proletariado industrial, que entre 1910 y 1930 se había duplicado con creces hasta sumar más de dos millones y medio de personas, y su combatividad en la época de la revolución de Octubre fue uno de los factores determinantes. El sistema de la Restauración fue incapaz de evolucionar más allá de los límites de un seudo-parlamentarismo al servicio exclusivo de las clases dirigentes. Esto ya no era suficiente para contener al nuevo proletariado. La Segunda República fue la expresión de una crisis de la clase dirigente: la necesidad de legitimar su permanente dominación a través de una reforma política con dos objetivos distintos pero complementarios: modernizar las relaciones de producción capitalistas e impedir una revolución proletaria, una guerra social, o una secesión nacionalista. Esto suponía encontrar nuevas formas de legitimación que sirvieran para incorporar al sistema al proletariado y a las pequeñas burguesías nacionalistas. Con la llegada de la República, las clases dirigentes se dieron cuenta de que ya no podían continuar por el viejo camino; los trabajadores, por su parte, se dieron cuenta

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de que el nuevo camino que se abría ante ellos podría satisfacer sus aspiraciones inmediatas. El resultado de los intentos de la coalición republicano-socialista, en 193133, de reformar los tres sectores que consideraba vitales para su proyecto - el latifundismo, la Iglesia y el ejército - es de sobra conocido. Su reforma agraria asustó a la importante burguesía rural, pero en realidad no se apoderó de sus tierras, dejando insatisfechos a los que carecían de ellas.9 Su política religiosa atacó con innecesario rigor una esfera importante de la dominación ideológica de la clase dirigente y facilitó a la reacción un terreno abonado para reagrupar sus fuerzas dispersas.10 Su reforma militar, finalmente, no afectó de forma fundamental a la jerarquía del ejército.11 La coalición hizo poco por cambiar el viejo aparato de Estado monárquico, a través del cual tenía que gobernar; y aunque tenía en sus manos el poder político, el económico se le escapaba. Temporalmente incorporó a una mitad de la clase obrera organizada, gracias a la colaboración socialista, y dejó al margen a la otra mitad, la anarcosindicalista, que estaba en oposición al sistema republicano, como a todos los anteriores, e inició tres insurrecciones en el espacio de dos años. La colaboración gubernamental de los socialistas tuvo, a este respecto, dos importantes consecuencias: por un lado, la colaboración reforzó la antigua división entre las dos principales organizaciones de la clase obrera y sirvió en parte para justificar, en el seno de la CNT, una actitud ultraizquierdista, favorable a la insurrección.12 Por otro lado, la colaboración del PSOE avivó las esperanzas de una reforma desde arriba entre sus propias masas, ante todo en el sector agrario. Cuando la reforma languideció y las aspiraciones obreras se vieron frustradas, ello provocó una postura insurreccionista, compartida por los socialistas de izquierda.13 Tanto los libertarios con sus tres insurrecciones como los socialistas, ante todo en octubre de 1934, contribuyeron a desestabilizar el régimen, sin poder ofrecer al mismo tiempo una perspectiva revolucionaria viable a la desestabilización. Mientras que la situación estaba indecisa entre la colaboración del PSOE y las insurrecciones de los libertarios, la reacción tuvo tiempo de reorganizarse. Sin embargo, tardó dos años en encontrar su vía política al Estado a través de la CEDA, vía, por otra parte, poco fiable. Sus ambigüedades eran las de la masa de sus seguidores: una burguesía (rural e industrial) asustada por la revolución e insegura de si el régimen republicano fomentaría o contendría esta amenaza. Mientras pareciera contenerla, la burguesía apoyaría al menos una solución parlamentaria a la crisis. Las clases dirigentes carecían de toda práctica de gobernar a las clases dominadas mediante el consenso parlamentario: estaban acostumbradas a dominar por la fuerza. Estaban, pues, más visiblemente asustadas ante la posibilidad de perder sus poderes coercitivos que otras burguesías de la Europa occidental contemporánea. Esto era resultado de la forma específica española de la »revolución burguesa« - la alianza de la antigua clase dirigente terrateniente y la nueva gran burguesía - que culminó en la

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restauración de 1875 y produjo una seudo-democracia exclusivamente para las clases dirigentes. 14 La forma peculiar de esta revolución tuvo como efecto importante la aceptación de la ideología de la antigua clase dirigente; no hubo una nueva ideología burguesa, la burguesía no hizo su propia revolución ideológica. Para llevar a término una democracia burguesa avanzada, pues, no sólo habría que ir sin esta burguesía aliada de la antigua clase dirigente, sino además en contra de ella. 15 En este punto de la reflexión hay que introducir a la CEDA, cuyo proyecto a largo plazo era un Estado corporativista: la superación de la lucha de clases por la cooperación de las diferentes clases sociales dentro de una sola corporación. La CEDA se proponía conseguir esto por medios parlamentarios. Su paulatina adhesión a la vía parlamentaria, ante todo después de las elecciones de 1933, en las que se reveló como el partido individual más amplio, fue lo que finalmente le hizo perder votos: la burguesía desertó, cuando, tras la derrota en las elecciones frentepopulistas de 1936, la vía parlamentaria dejó de aparecer como una garantía contra lo que se vislumbraba como emergente guerra social. 16 Además, la frustrada insurrección de Asturias de 1934, que había asustado a la burguesía, le dio al mismo tiempo una nueva seguridad: de que las revoluciones todavía podían ser aplastadas por su tradicional defensor, el ejército. 17 Como es bien sabido, octubre de 1934 llevó, en poco más de un año, a la creación del Frente Popular. 18 Este pacto era esencialmente una afirmación de la postura republicana liberal y de su rechazo de las reivindicaciones socialistas; no se podía hablar, ni mucho menos, de una hegemonía del proletariado. El PCE pronto comenzó a justificar los términos de este pacto. La tarea de completar la revolución democrático-burguesa bajo la dirección de la clase obrera y del campesinado quedaba eclipsada por la lucha de la »democracia contra el fascismo«, en la que era necesario hacer todas las concesiones posibles a la pequeña burguesía y a sectores de la burguesía con el fin de atraerlos al campo antifascista. Incluso no sólo se les dió a aquellos sectores de la burguesía las mayores facilidades de participación, sino también la dirección de la lucha. La situación tras las elecciones de 1936 estaba marcada por un desarrollo desigual: relativa calma en las regiones donde predominaba el pequeño y mediano campesino, y relativa agitación y violencia en las regiones latifundistas. Parece que en las zonas de relativa violencia coexistían la duda y la esperanza entre las masas rurales: esperanza de que las elecciones significaran la puesta en marcha de auténticas reformas y duda de que el gobierno republicano las llevara a cabo por sí solo. Al mismo tiempo, la burguesía rural veía claramente que un verdadero progreso de la reforma agraria amenazaría en buena parte sus propiedades. Para ella, el que fuera una reforma »democrático-burguesa« o una reforma socialista era una cuestión académica. La democracia, en cualquier caso, no había sido nunca su solución. El ministro republicano de Agricultura, Mariano Ruiz-Funes, reconocía la situación y decía en junio de 1936: »A

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través de la reforma agraria se estaba sosteniendo una lucha de clases...«19 Esta lucha de clases había alcanzado un punto en el que las clases dominadas rurales estaban dispuestas a no seguir viviendo como antes, y las clases dirigentes rurales temían que fueran incapaces de continuar como antes. El temor de las clases dirigentes las llevó a escoger una solución que les garantizara seguir como antes: un golpe militar que trajera un Estado autoritario. Ninguno de los anteriores pronunciamientos había provocado una guerra civil. Es dudoso que las clases dirigentes esperaran tal resultado. Lo que sí deseaban, era un golpe rápido que instaurase un régimen militar capaz de proteger su posición dirigente. Esto era lo que habían estado pidiendo a su partido parlamentario, la CEDA; cuando éste fracasó en las elecciones del 36, se volvieron hacia las fuerzas extraparlamentarias: el ejército y el ejército de reserva de la Falange, los carlistas y los monárquicos, todos los que, de diferentes maneras, estaban por superar la lucha de clases a través de un Estado corporativo.20 Por citar sólo el texto programático más conocido, el programa de la Falange, cuyo punto 11 decía: El Estado Nacional-sindicalista no se inhibirá cruelmente de las luchas económicas entre los hombres, ni asistirá impasible a la dominación de la clase más débil por la más fuerte. Nuestro régimen hará radicalmente imposible la lucha de clases, por cuanto todos los que cooperan a la producción constituyen en él una totalidad orgánica. Es de sobra conocido que este concepto de organización corporatista en el sector económico fue la base del sindicalismo vertical en el franquismo.21 Las clases dirigentes (especialmente las rurales) no habían perdido pues, en la primavera del 36, ni los medios ni la determinación de imponer su dominio. Sólo un ataque coherente y constante por parte de las organizaciones de la clase obrera a los baluartes del poder durante los cinco años anteriores podría haberlo conseguido. Hubo un proceso prerrevolucionario que todavía no cristalizó en una situación revolucionaria, aunque el proletariado del Estado español estaba a la vanguardia de las masas obreras de la Europa occidental.22 Indudablemente, las divisiones entre las organizaciones de la clase obrera eran un factor importante para explicar la falta de revolución: las divisiones entre el proletariado industrial y el rural, que no se apoyaban mutuamente; y, naturalmente, las divisiones entre las dos principales organizaciones, la socialista y la libertaria, y dentro de éstas, entre sus diferentes alas y tendencias.23 Estas divisiones deben ser analizadas dentro del contexto histórico de un desarrollo capitalista desigual que ciertamente contribuyó no poco a algunas de estas divisiones y a las dificultades a la hora de forjar una respuesta proletaria coherente a la creciente ofensiva de la derecha. A medida que se enfrentaban a la prueba más crucial, las masas proletarias se ponían a la defensiva. No hubo ningún intento de repetir preventivamente las insurrecciones libertarias o socialistas para adelantarse al golpe que, como estas organizado-

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nes sabían, era inminente. Así, en un manifiesto profético, el Comité Nacional de la CNT hacía público ya el 14 de febrero del 36, es decir dos días antes de las elecciones: ¡En pie de guerra el proletariado, contra la conjura monárquica y fascista! Día por día va tomando mayores proporciones la sospecha de que los elementos derechistas están dispuestos a provocar una militarada (...) Marruecos parece ser el foco mayor y epicentro de la conjura. La acción insurreccional está supeditada al resultado de las elecciones. El plan teórico y preventivo lo pondrán en práctica si el triunfo electoral lo consiguen las izquierdas. Nosotros, que no defendemos la República, pero que combatiremos sin tregua al fascismo, pondremos a contribución todas las fuerzas de que disponemos para derrotar a los verdugos históricos del proletariado español. (...) La prestación defensiva de las masas debe derivar por derroteros de verdadera revolución social, bajo los auspicios del Comunismo Libertario. Estad todos alerta. Si los conjurados rompen el fuego, hay que llevar el gesto de oposición a las máximas consecuencias, sin tolerar que la burguesía liberal y sus aliados marxistas quieran detener el curso de los hechos en el supuesto de que la rebelión fascista sea derrotada a las primeras intentonas. Si por el contrario la lucha es dura, la recomendación resulta vana, porque nadie se detendrá hasta que una u otra potencia sea eliminada; y en trance de vencer el pueblo, las ilusiones democráticas dejarán de ser tales; y si al revés, la pesadilla dictatorial nos aniquilará. Abriendo alguien las hostilidades, en serio, la democracia sucumbirá entre dos fuegos, por inactual, por desplazada del terreno de la lucha. O fascismo o revolución social. Vencer a aquél es obligación de todo el proletariado y de los amantes de la libertad, con las armas en la mano; que la revolución sea social y libertaria debe ser la más profunda preocupación de los confederales.24 A pesar de estas y similares interpretaciones de la situación sociopolítica en la primavera del 36, la postura de las organizaciones obreras era de expectativa, más bien defensiva. En los meses siguientes a la victoria electoral del Frente Popular, los gobiernos minoritarios de los republicanos de izquierda fueron incapaces de poner freno al terror político. Entretanto, en la izquierda, fuerzas de base anarquistas, socialistas y del POUM urgían a la revolución, mientras que en la derecha los actos de violencia de extremistas fanatizados estaban a la orden del día. En este contexto de huelgas, de ocupaciones espontáneas de tierras, de sangrientos enfrentamientos en la calle y de continuos choques entre la Guardia Civil y los obreros agrícolas, se produjo el levantamiento militar.25 En las partes del país donde el levantamiento pudo ser derrotado, fue suprimido en el curso de pocas semanas, a escala local y regional, el sistema político, social y económico existente. El gobierno central de Madrid y el gobierno autónomo de Cataluña, la Generalitat, siguieron existiendo, pero el poder económico y político pasó a

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nuevos grupos sociales. El sistema tradicional de dominación experimentó un cambio radical. Había empezado lo que los anarquistas habían estado anunciando desde hacía decenios: la revolución en forma de guerra social, dirigida no sólo contra el levantamiento militar, sino, más allá, contra los fundamentos del orden capitalista, contra la gran propiedad agraria y la propiedad privada de los medios de producción. El derrocamiento de las élites tradicionales, el paso de los latifundios a propiedad colectiva de los obreros agrícolas, la incautación y autogestión de las fábricas, la puesta en pie de milicias obreras y campesinas y la extensión de la participación sociopolítica a sectores de la población hasta entonces marginados sentaron las bases para una emancipación e integración de la mayoría de la población en la vida económica, social y política de la nación; estas transformaciones que amenazaron y parcialmente modificaron las estructuras sociales y de poder establecidas, confirieron al rápido cambio socioeconómico operado en la zona republicana una dimensión revolucionaria. Inmediatamente después del levantamiento militar se produjo en algunas zonas del país, principalmente aquellas en las que la anarcosindicalista CNT era tradicionalmente predominante, un movimiento espontáneo de colectivización en la agricultura, la industria y las empresas de servicios que cobró grandes dimensiones y fue políticamente paralelo a la construcción de un sistema de autoadministración que puso en sustitución de los detentadores locales del poder un conjunto heterogéneo de órganos de poder y administración, análogo a un sistema de consejos. Fueron fundamentalmente los trabajadores organizados en la CNT y en gran medida en la UGT quienes después del 19 de julio promovieron la expropiación y la explotación colectiva de las grandes propiedades agrícolas, quienes realizaron la incautación de muchas empresas industriales y de servicios, quienes destituyeron a las autoridades locales y tomaron en sus manos la administración, poniendo de nuevo en marcha y bajo control toda la vida pública. Sin disponer de una concepción teóricamente madura, para la mayoría de los trabajadores estuvo claro desde un principio lo que luego fue repetido sin descanso por la organización anarcosindicalista: que no luchaban por la democracia burguesa, sino por su superación, no por el capitalismo, sino por el comunismo libertario - formulado éste en principio sólo como meta ideal -, no por la prosecución de la relación de dependencia salarial, sino por la incautación de las fábricas y la autoadministración en el ámbito sociopolítico. En junio de 1937, después de abandonar los cenetistas el gobierno Largo Caballero, Federica Montseny dijo en una alocución en Valencia, refiriéndose a su experiencia en el Ministerio de Sanidad y Asistencia Social: Hemos de continuar la lucha, esta guerra social, guerra de una clase contra otra, de una interpretación de las cosas contra otra. Guerra de un mundo que nace contra un mundo que muere.26 Y casi en la misma fecha, al cumplirse el primer año de guerra, escribía el también anarcosindicalista Mariano Cardona Rosell:

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Se cumple hoy un año desde que comenzó la actual guerra civil. Durante este año, la guerra civil, que se convirtió en social por la razón misma de su origen, se ha ido transformando en guerra internacional (...) El triunfo o la derrota en la guerra deciden la suerte del proletariado ibérico, y con él la suerte del proletariado mundial. Esta guerra no es una guerra más entre las guerras que se registran en los anales de la Historia. Por esto no es posible considerarla como una cualquiera de ellas ni pretender afrontarla como con aquéllas se hizo. Es un complejo tal nuestra actual guerra interior, que la caracterizan típica y fundamentalmente de primera guerra social del mundo civilizado (...) La clase privilegiada, viendo que ni aún con el ejercicio de la falsedad del sistema democrático burgués puede evitar que el proletariado siga su avance y se oriente hacia el logro de sus objetivos de clase que benefician a la sociedad entera, se subleva utilizando los resortes militares que tiene en su mano (...) Los facciosos pretenden imponer su dictadura, para instaurar el régimen fascista que asegura al capitalismo la continuación de algún modo de sus privilegios económico-sociales, a costa de la esclavitud del proletariado.27 No es necesario insistir más en que el fracasado golpe precipitó una revolución multifacética y centrífuga en grandes áreas de la zona controlada por el Frente Popular. Conviene señalar, sin embargo, que las incautaciones revolucionarias de fábricas y tierras de cultivo no fueron realizadas casi nunca por orden de partidos o sindicatos; en la mayoría de los casos, la iniciativa surgió de cuadros intermedios o de simples afiliados a las organizaciones obreras por cuenta propia. Las organizaciones cenetistas a nivel de comités regionales, por ejemplo, habían optado por colaborar con las fuerzas del Frente Popular para acabar con el alzamiento, en lugar de llevar a cabo la revolución libertaria. Es a esto a lo que se refería Federica Montseny en 1937, cuando decía: »De ahí que nosotros hayamos sabido renunciar transitoriamente a la totalidad de nuestras aspiraciones.« Esta postura ideológica de los libertarios trajo consigo muchas ambigüedades. La CNT era un poder de facto y lo ejercía, pero se negaba a tomarlo. La cuestión fundamental es que no se creó, partiendo de múltiples poderes fragmentados, un poder revolucionario y proletario que demoliera los restos del Estado burgués y movilizara todas las energías populares en la tarea de librar una guerra civil como guerra social.28 Los problemas en los frentes, hasta en la defensa de la propia capital dejaron ver, en otoño del 36, que las milicias surgidas de un vacío de poder, fueron incapaces de resistir el ataque de una fuerza de combate profesional, el ejército de Africa. Se estaba poniendo de manifiesto la necesidad de un concepto de guerra diferente, debido también a que los libertarios no habían desarrollado una estrategia revolucionaria basada en la movilidad, en una guerra irregular, de guerrillas. La creación de un poder diferente, capaz de organizar el esfuerzo bélico, era al objetivo que perseguían los comunistas, para los que la revolución social, a pesar de

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estar parcialmente en marcha, no figuraba en el orden histórico del día. La línea del PCE a nivel nacional y la política de la Unión Soviética a nivel internacional se hallaban en perfecta armonía: alianzas antifascistas con las naciones democráticoburguesas y sus partidos nacionales. El giro de la política internacional de la Comintern, obligatorio en 1935 para todos los partidos comunistas, inició la política de frente unido y de frente popular. Ya antes del famoso VII Congreso de la Comintem, el PCE había abandonado sus planteamientos revolucionarios iniciales; en 1935 defendía un programa que podía concitar el acuerdo incluso de los republicanos liberales.29 La fundamentación teórica de la posición del PCE en aquellos años la proporcionaba Palmiro Togliatti. De acuerdo con su interpretación, el PCE luchaba no solamente por la realización de la unidad de acción de la clase obrera, sino también por un amplio frente popular antifascista como la forma original del desenvolvimiento de la revolución española en la etapa actual.30 En su valoración de la situación revolucionaria los comunistas veían claros paralelos con la interpretación leniniana de la revolución en Rusia. 31 Dado que la burguesía española no había cumplido su tarea histórica - sobre todo la solución de la cuestión agraria - y dado que, además, había sido desbordada en tanto que fuerza revolucionaria por el proletariado, correspondía a este último la realización de las tareas más importantes de la revolución burguesa. »La lucha contra las supervivencias del feudalismo«, decía Togliatti, »contra la pandilla aristocrática, contra la camarilla de oficiales monárquicos, contra los príncipes de la Iglesia, contra la esclavitud fascista« se lleva a cabo en la fase democrático-burguesa de la revolución por la defensa de »la libertad y la República«, »por salvar al pueblo y al país del yugo de la dominación extranjera«. Cuando la República, después de febrero del 36, amenazaba irse a pique bajo los golpes de derecha e izquierda, el PCE, con su interpretación democrático-burguesa, se erigió en su defensor más fiel. Y después del 19 de julio, la revolución social enfrentó al PCE con numerosos problemas tácticos e ideológicos, siendo necesario contemplar al PCE no sólo como partido comunista nacional, sino también como sección de la Comintem. Como tal, tenía que adaptarse a las indicaciones del Kremlin. Ahora bien, a mediados de los años 30, la política exterior de la URSS estaba marcada esencialmente por el cálculo y la necesidad de seguridad del Estado soviético. La manifiesta política de coexistencia y seguridad estaba interesada en una profundización de las relaciones con las potencias occidentales. El temor difundido en Moscú ante una posible confluencia de Gran Bretaña y Francia con Alemania a costa de la Unión Soviética hizo que los dirigentes rusos estuviesen dispuestos a mostrar un elevado nivel de complacencia con las potencias occidentales. Pero la Unión Soviética sólo podía perseguir el entendimiento con éstas como meta realista en la medida en que abandonase (al menos como maniobra táctica) la meta de la revolución mundial en favor de una política pragmática de moderación. Franz

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Borkenau decía: »Si Stalin quería atenerse a la política de Litvinov en la Sociedad de Naciones, no podía apoyar al mismo tiempo un auténtico movimiento soviético.«32 En consideración a esta política exterior de la URSS, la postura del PCE estuvo orientada desde el comienzo de la guerra civil a hacer aparecer los cambios en la zona republicana como la consumación de la revolución democrático-burguesa; todas las medidas que social y económicamente fuesen más allá, debían impedirse. Ya a finales de julio de 1936 declaraba el Comité Central del PCE que la lucha en España era por la defensa de la República y de la libertad y por la realización de la revolución que en Francia se había hecho »hace más de un siglo«.33 Poniendo el énfasis en la intervención germano-italiana, la guerra pronto fue interpretada por el PCE como una »guerra de liberación nacional-revolucionaria«. Además, los comunistas inscribían la lucha en la tradición del 2 de mayo de 1808, es decir contra un agresor extranjero, con lo que hacían primar su contenido nacional en detrimento del social. En contraste con esto, los anarquistas se sentían sucesores de la Comuna de París de 1871. En otoño de 1936 los problemas de las primeras milicias y la postura del PCE en tomo a la revolución le llevaron a concentrarse en la construcción de un ejército popular que compitiera con el ejército enemigo, con una estrategia similar. Ahora bien: concebir la marcha de la guerra en los mismos términos de guerra clásica del enemigo era ignorar la naturaleza de clase de la Guerra Civil en el bando republicano, y era al mismo tiempo ignorar la necesidad de traducir este fenómeno social en una estrategia diferente, revolucionaria. Si bien puede decirse, sociológicamente, que el ejército popular representaba al pueblo en armas, no obstante no desarrolló una estrategia de lucha popular, perceptible, por ejemplo, en la ausencia de una guerra de guerrillas en la retaguardia enemiga. La aplicación, por parte del Frente Popular, de una política consistente en congraciarse con la pequeña burguesía a nivel nacional y con las democracias burguesas a nivel internacional era un factor determinante que impedía el proceso revolucionario. La insistencia casi exclusiva del PCE en el frente de guerra, en la victoria militar, dio lugar a que revolución y guerra - la primera en la retaguardia, la segunda en el frente fueran si no conceptos separados, al menos prácticas separadas. La enconada polémica sobre guerra y revolución no versaba sobre la cuestión vital de la guerra revolucionaria, sino sobre la del control político de las conquistas revolucionarias en la retaguardia. Estas conquistas dieron a las masas trabajadoras la esperanza de que sus sacrificios en la guerra llevarían a una vida libre de toda opresión de clase en la posguerra. 34 Si se pregunta hasta qué punto estas conquistas revolucionarias fueron funcionales o disfuncionales para la primordial tarea revolucionaria de ganar la guerra, probablemente no se podrá dar una respuesta totalmente convincente. Existe una amplia bibliografía que insiste en que en algunos sectores libertarios la revolución y la guerra

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eran objetivos distintos, si no en la teoría al menos en la práctica y que la revolución en la retaguardia no proporcionó un apoyo a la guerra revolucionaria en el frente. Por otro lado cabe hacerse la misma pregunta con respecto a la política comunista. Los comunistas tuvieron, ciertamente, una participación esencial en la defensa de la República - constituían un ejército ordenado, llamaban sin descanso a la resistencia, movilizaban a las capas pequeño-burguesas, organizaban los suministros soviéticos de armas así como las Brigadas Internacionales -, pero con su actuación antisocialista, anticolectivista hicieron surgir muy pronto en el proletariado fundadas dudas respecto de si la victoria militar sobre los nacionalistas iba a comportar también el ansiado socialismo, y si éste iba a plasmarse en nuevas relaciones sociales. Franz Borkenau comentaba, ya en 1937, que la política del gobierno se orientaba, en último término, contra los intereses y las exigencias de las masas; si éstas no se pasaron a Franco fue porque albergaban un profundo odio contra él.35 Según la opinión de muchos dirigentes sindicales, la disposición a la acción y al sacrificio de los obreros cedió en la misma medida en que los objetivos bélicos del gobierno republicano perdían el contenido social del programa auspiciado por los trabajadores. El desplazamiento del poder de los anarquistas a los comunistas, claramente perceptible a partir de diciembre de 1936, significaba una reinterpretación de la transformación socioeconómica, que pasaba de ser una revolución social a ser una revolución democrático-burguesa. En el curso ulterior de la guerra esto generó en amplios sectores de la clase obrera y del campesinado una creciente desilusión e indiferencia, cuyas consecuencias sobre el esfuerzo militar no son cuantificables, pero que no cabe infravalorar. Hace unos años, Federica Montseny dijo: Empezamos a perder la guerra a partir del momento en que el pueblo tuvo la impresión de que se perdía el contenido social y que todo iba a volver a ser como antes. La pérdida de confianza e ilusión fue un importante factor en la derrota en la guerra.36 De no menos importancia son las consecuencias de la política comunista la cual, al inclinarse hacia los sectores reformistas de los socialistas y los republicanos liberales y tratar de contener la revolución, rechazó una alianza con la CNT, se olvidó de ese potencial revolucionario reforzando así la división histórica de la clase obrera y no siendo capaz de conseguir la unidad de propósitos tan necesaria para ganar la guerra. Este error fue, como sabemos hoy, fatal. Ello se pone tanto más de manifiesto si se contempla el lado opuesto de las trincheras, donde guerra y contrarrevolución eran sinónimos. En el momento crucial, con el decreto de unificación en abril del 37, ni falangistas ni carlistas se rebelaron; el temor a lo que ocurriría si se producía una revuelta era demasiado fuerte. Dos semanas más tarde, los sucesos de mayo de Barcelona profundizarían aún más las divisiones existentes en el bando republicano.37 Incluso la manera de llevar la guerra en el lado franquista era un síntoma de la guerra como guerra social, de clase; por un lado, la represión brutal y calculada, diri-

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gida desde el alto mando, represión eficazmente encaminada a impedir un levantamiento de los trabajadores en la retaguardia; por otro lado, la lentitud franquista de hacer la guerra, tan criticada por sus consejeros alemanes, obvió el peligro de tomar amplias zonas donde la población no hubiera sufrido una amarga derrota. Sólo la rendición incondicional, la capitulación total del lado republicano aseguraría la dominación de clase y eliminaría la amenaza de la revolución.38 El triunfo de una España sobre la otra tenía que ser total, rotundo y para siempre. Es bien sabido que durante la guerra hubo intentos de aproximación entre los dos bandos, pero sobre ellos siempre prevaleció el monolítico enfrentamiento sin fisuras. Es lo que explica la dura oposición que entre los suyos encontraron los intentos de paz negociada de Azaña, y la reacción de los franquistas ante la posibilidad de integración que en las postrimerías del conflicto ofreció el alzamiento de Casado, respaldado por la inmensa autoridad moral de Besteiro. Es obvio que los que hicieron estos intentos desconocían el proceso de simplificación y radicalización que se había verificado en la zona franquista. Decía el socialista Indalecio Prieto: Sanjurjo, vencedor, habría liquidado la guerra, por muy sañuda que hubiera sido, como se liquidaron las contiendas civiles del siglo XIX, o sea, restableciendo pronto la convivencia entre ambos bandos.39 Pero Franco no era Sanjurjo, ni probablemente le habrían dejado serlo sus seguidores. Por eso la oportunidad de integración social, históricamente única, que representaba Besteiro, se desperdició. La liquidación a que Prieto se refería habría sido la liquidación política de la guerra, pero esto, es decir, reducir la victoria a un triunfo menor, era lo que no estaban dispuestos a aceptar, ni concebían siquiera, los vencedores. El general Mola ya lo había dicho en 1937 que, si fuera necesario, estaría dispuesto a sacrificar a media España. Para que terminara la guerra, el ejército republicano tenía que estar - como decía el último parte de guerra - completamente cautivo y desarmado. Unas observaciones finales. A lo largo de esta ponencia se ha tratado de resaltar diferentes aspectos sociales de la Guerra de España. Para cada grupo, el término »social« abarcaba un sentido diferente. En muchos casos, estaba y está muy poco claro qué había que entender por »guerra de clases«. Interpretaciones más o menos sofisticadas de la formación económico-social en que se encontraba España en los años 30 o cierto vocabulario formalmente teórico - como revolución burguesa, bloque de poder, hegemonía etc. - muchas veces no facilitan la interpretación, sino que la hacen menos precisa. Para los miles y miles de trabajadores, sin embargo, que perdieron la guerra, la práctica política y social en la zona franquista durante la guerra y, ante todo, los años de la posguerra no dejaron lugar a dudas de lo que para ellos significaba en su propia came y hueso la Guerra Civil como guerra social. Pero tampoco esta versión abarca todo el espectro interpretativo, ni mucho menos. De entrada ya se mencionó que la guerra de España fue en cierta medida un prelu-

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dio del segundo gran conflicto mundial y que la influencia de los fascismos ascendentes en Italia y Alemania y la resistencia de las democracias frente a ese fenómeno se encuentran en la base y el desarrollo de la guerra civil. Pero internamente esta guerra - y el régimen que engendró - constituyó además la última ocasión en que las fuerzas dominantes en el país contribuyeron a la victoria de un proyecto contrarrevolucionario que trascendía incluso la dialéctica del comportamiento de las clases: el levantamiento del 18 de julio era el último, y exitoso, intento del Ejército español por recrearse como razón final de la existencia de la patria y nexo nucleador de la unidad nacional.40 En la operación contó con la inestimable ayuda de la Iglesia Católica y su organización jerárquica. Militares y clero, esperpento de esa españolía de individuos mitad monjes y mitad soldados, como los demandaba la Falange, trataban de devolver con ello a España la respetabilidad exigida por su propio y particular sentido de la patria. La guerra fue, por lo mismo, una lucha del Estado católico integrista contra la sociedad civil, agotada tras sus repetidos fracasos en el intento de modernizarse. O sea, que la Guerra Civil fue algo más que una batalla de las clases dominantes contra el proletariado y el campesinado - aunque también fue eso -, y algo más también que el preludio o el ensayo general del asalto de la internacional fascista a las naciones democráticas. Fue el último enfrentamiento abierto entre dos conceptos radicalmente diferentes de España, entre esas dos Españas ya casi tópicas: la Guerra Civil no llevó a una superación de esas Españas divididas; muy al contrario, ahondó los abismos existentes. El 1 de abril no se convirtió jamás en Día de la Paz, sino que siempre fue, hasta el final del franquismo, el Día de la Victoria de una clase, en su sentido lato, sobre la otra. Las libertades secuestradas desde los inicios del pronunciamiento no fueron devueltas al pueblo al terminar la contienda. El secuestro se consolidó con el régimen franquista, este régimen se asentó manteniendo hasta su fin la división del país entre vencedores y vencidos. En su última aportación al tema, Julio Aróstegui ha afirmado que la Guerra Civil introdujo en la sociedad española una cesura traumática que hace de la guerra la coyuntura decisiva de la historia española en el siglo XX. 41 Sin embargo, la Guerra Civil se presenta como culminación de un conflicto anterior ante el que se mostró la incapacidad social para su resolución. Conflicto, al que la guerra iba a dar una imagen nueva. Se desarrollaron entonces dos procesos sociales, a ambos lados de los frentes de combate, sociales en el más amplio sentido que puede darse a esta caracterización, puesto que involucraban desde la forma del Estado a las elaboraciones ideológicas pasando por las relaciones entre clases. El régimen parlamentario se vio arrastrado por la posibilidad cierta de su eliminación en plena guerra por el impulso de una revolución social que fijaba sus objetivos mucho más allá de la democracia burguesa. Pero con la insurrección antirrepublicana se alienaban no las fracciones sociales interesadas en defender la democracia burguesa, sino las que no estaban dispuestas a aceptar un proyecto de modernización gradual y democrática.

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La Guerra Civil sirvió, en definitiva, para recomponer y salvaguardar una vieja forma de dominación social que las clases que la habían impuesto creyeron peligrosamente amenazada por los movimientos sociales que la República potenció. En este sentido la guerra tuvo efectos esencialmente restauradores. La reconciliación imprescindible para reconstruir un país devastado por la guerra civil fue rechazada por los vencedores. La sustituyó una durísima represión de posguerra, que ahondó aún más las divisiones de la guerra. Una represión sin piedad, que se cifra en decenas de miles de ejecuciones, de encarcelamientos durante años, de depuraciones, de exilio exterior o de ostracismo interior, una represión, que no dejó lugar a dudas que la Guerra Civil había sido una guerra social. Recientemente, Josep Benet ha afirmado que de los muchos crímenes cometidos por Franco, el mayor fue su comportamiento al finalizar la guerra. 42 Los cautos intentos de abrir, en las décadas siguientes, el régimen franquista a los vencidos, realizados por los que progresivamente comprendieron que la reconciliación sólo podía ser efectiva en el marco de un pluralismo que les reconociera el derecho a su identidad, tropezaron con la monolítica negativa constante, rotunda y visceral del régimen, cada vez menos respaldado por la sociedad, ni siquiera por la Iglesia que se apartó cada vez más del Estado y en 1971 pidió públicamente perdón »porque no supimos a su tiempo ser verdaderos ministros de reconciliación en el seno de nuestro pueblo dividido«. Se han mencionado brevemente los intentos fallidos de acercamiento y reconciliación en la guerra. Tuvieron que pasar décadas hasta que finalmente, en una España democrática, se consiguiera esa reconciliación. Es tarea de los historiadores investigar el pasado para entender el presente y ganar el futuro; es una obligación especial llamar la atención sobre perspectivas de futuro, esbozadas por contemporáneos clarividentes, pero no observadas por los detentadores posteriores del poder. En 1938, en plena guerra, el entonces presidente de la República Manuel Azaña, en un impresionante discurso esbozó la visión de una reconciliación nacional que hiciera imposible la repetición de una guerra civil. Dijo: Es obligación moral, sobre todo de los que padecen la guerra, cuando se acabe como nosotros queremos que se acabe, sacar de la lección y de la musa del escarmiento el mayor bien posible, y cuando la antorcha pase a otras manos, a otros hombres, a otras generaciones, que se acordarán, si alguna vez sienten que les hierve la sangre iracunda y otra vez el genio español vuelve a enfurecerse con la intolerancia y con el odio y con el apetito de destrucción, que piensen en los muertos y que escuchen su lección: la de esos hombres, que han caído embravecidos en la batalla luchando magnánimamente por un ideal grandioso y que ahora, abrigados en la tierra materna, ya no tienen odio, ya no tienen rencor, y nos envían, con los destellos de su luz, tranquila y remota como la de una estrella, el mensaje de la patria eterna que dice a todos sus hijos: Paz, Piedad y Perdón. 43

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Notas 1 2

Véase la encuesta en la revista Cambio 16, número 616, del 19/9/1983. Amando de Miguel: »Memoria e inteligencia de la guerra civil«, en: Cambio 16, del 19/9/1986, p. 65.

3 4

Ramón Tamames: »La generación de 1956 y la guerra civil«, en: Cambio 16, del 19/9/1983, p. 69. Manuel Tuflón de Lara: »¿Dos Españas?«, en: Cambio 16, del 26/9/1983, p. 79.

5

Para lo que sigue, véase Pierre Bioué, Ronald Fräser, Pierre Vilan Metodología histórica de la guerra y revolución españolas. Barcelona 1980, pp. 75-80. Citado según el articulo de Bernardo Díaz Nosty: »Los que ganaron«, en: Cambio 16, del 10/10/1983, p. 88. Diego Martínez Barrio: Alocución radiofónica el 2/8/1936, reproducida en Fernando Díaz-Plaja (ed.): La guerra de España en sus documentos. Barcelona 1969, pp. 41-44.

6 7 8

Para lo que sigue, véase Ronald Fräser: »Guerra civil, guerra de clases: Espafia 1936-1939«, en: Zona abierta 21, 1979, pp. 125-137. Edward Malefakis: Reforma agraria y revolución campesina en la España del siglo XX. Barcelona 1970. 9 10 José M. Sánchez: Reform and Reaciion. The politico-religious background of the Spanish Civil War. Chapel Hill 1964; Miguel Batllori, Víctor Manuel Arbeloa (eds.): Vidad i Barraquer (archivo): Església i Estat durant la segona república espanyola. Barcelona 1971-1977. 11 Michael Alpert: La reforma militar de Azaña (1931-1933). Madrid 1982; Mariano Aguilar Olivencia: El ejército español durante la Segunda República. (Claves de su actuación posterior). Madrid 1986. 12 Walther L. Bemecker: »Keiner' oder 'syndikalistischer' Anarchismus? Zum Spannungsverhältnis libertärer Organisationen in Spanien«, en: Bochumer Archiv für die Geschichte des Widerstandes und der Arbeit 8,1987, pp. 1332. 13 Santos Juliá: La izquierda del PSOE (1935-1936). Madrid 1977. 14 Acerca de la Restauración, véase José Luis García Delgado (ed.): La España de la Restauración: Política, Economía, Legislación y Cultura. Madrid 1985; José Varela Ortega: Los amigos políticos: partidos, elecciones y caciquismo en la Restauración (1875-1900). Madrid 1977. 15 Manuel TuAón de Lara: Estudios sobre el siglo XIX español. Madrid 1971; idem: La España del siglo XIX. Paris 1961. 16 Sobre la CEDA, véase Richard Robinson: Los orígenes de ta España de Franco. Barcelona 1978; J. R. Montero Gibert La CEDA. El catolicismo social y político en la Segunda República, 2 tomos. Madrid 1977; Santiago Varcla: Partidos y parlamento en la Segunda República. Barcelona 1978; Xavier Tusell: Historia de la democracia cristiana en España, 2 tomos. Madrid 1974. 17 18 19 20 21

Adrian Shubert Hacia la revolución. Orígenes sociales del movimiento obrero en Asturias, 1860-1934. Barcelona 1984; Gabriel Jackson, y otros: Octubre 1934. Cincuenta años para la reflexión. Madrid 1985. Santos Juliá: Orígenes del Frente Popular en España 1934-1936. Madrid 1979. La cita proviene del articulo de Ronald Fräser (véase nota 8). Sobre los carlistas, véase Martin Blinkhorn: Carlismo y Contrarrevolución en España, 1931-1939. Barcelona 1979. Sobre la Falange y el fascismo en la Segunda República, véase Stanley G. Payne: Falange. A History of Spanish Fascism. Stanford 1962; Bernd Nellessen: Die verbotene Revolution. Aufstieg und Niedergang der Falange. Hamburg 1963; Herbert Southworth: Antifalange. Paris 1967; Javier Jiménez Campo: El fascismo en la crisis de ¡a Segunda República Española. Madrid 1979; Ricardo L. Chueca: El fascismo en el comiemo de! régimen de Franco. Un estudio sobre la FET y de las JONS. Madrid 1983; Sheelagh M. Ellwood: Prietas las filas. Barcelona 1984; Wallher L. Bemecker: »Spaniens 'verspäteter' Faschismus und der autoritäre 'Neue Staat' Francos«, en: Geschichte und Gesellschaft 12,1986, pp. 183- 211; Josep Fontana (ed.): España bajo el franquismo. Barcelona 1986.

22 23

Fräser (nota 8). Sobre las divisiones dentro del socialismo, véase Paul Preston: »The Origins of the Socialisl Schism in Spain, 1917-31«, en: Journal of Contemporary History 12,1977, pp. 101-132; Maria Bizcarrondo: »La crisis socialista en la II República«, en: Revista del Instituto de Ciencias Sociales de la Diputación de Barcelona 21,1973, pp. 61-92; acerca de la radicalización de los socialistas de izquierda, véase Marta Bizcarrondo: Araquistáin y la crisis socialista en la II República. Leviatán (1934-1936). Madrid 1975; Andrés de Blas Guerrero: El socialismo radical en la 11 República. Madrid 1978; Ricard Viflas: La formación de las Juventudes Socialistas Unificadas (¡934-1936). Madrid 1978.

24 25

José Peirals: La CNT en la revolución española. Tomo 2, Paris 1971, pp. 112-113. Para lo que sigue, véase Walthcr L. Bcrneckcr: Colectividades y Revolución Social. El anarquismo en la guerra

Walther L. Bernecker

27

civil española, 1936-1939. Barcelona 1982. 26

Federica Moniseny: Mi experiencia en el Ministerio de Sanidad y Asistencia Social. Valencia 1937.

27

Mariano Cardona Rosell: »Tres certidumbres«, en: De julio a julio. Un año de lucha. Valencia 1937, pp. 227-231.

28

Una de las críticas más agudas al comportamiento anarquista en la Guerra Civil, proviene de un anarquista mismo: Vemon Richards: Enseñanzas de la Revolución Española. Paris 1971.

29

Véase José Díaz: Nuestra bandera del Frente Popular. Madrid 1936, p. 27.

30

Palmiro Togliatti (= M. Ercoli): »Sobre las particularidades de la revolución española«, en: Palmiro Togliatti: Escritos sobre la guerra de España. Barcelona 1980.

31

Acerca de la interpretación leniniana del carácter »peculiar« de la revolución burguesa en Rusia, véase Vladimir I. Lenin: »Zur Hinschätzung der russischen Revolution«, en: Lenin Werke, vol. 15, pp. 45 y ss.

32

Franz Bordenau: Der europäische Kommunismus. Seine Geschichte von 1917 bis zur Gegenwart. München 1952, p. 154.

33

»Sobre la situación en Espafla. Declaración del Comité Central del Partido Comunista de España«. Agosto de 1936. Cit. según Zur Geschichte der deutschen antifaschistischen Widerstandsbewegung 1933-1945. Berlin (Oriental) 1958, p. 132.

34

Fräser (nota 8).

35

Franz Borkcnau: El reñidero español. Paris 1971.

36

Entrevista con el autor, en Toulouse, el 15 de agosto de 1974.

37

Juan Tomás de Salas: »Dos primaveras y un intento de síntesis. Salamanca: abril de 1937. Barcelona: mayo de 1937«, en: Cuadernos de Ruedo Ibérico 13/14,1967, pp. 190-200.

38

Gabriel Cardona: »Las operaciones militares«, en: Manuel Tuñón de Lara y otros: La Guerra Civil Española. 50 años después. Barcelona 1985, pp. 199-274.

39

Cit. según José María García Escudero: »La EspaAa dividida«, en: Ramón Tamames (director): La guerra civil española, 50 años después. Una reflexión moral. Barcelona 1986, p. 133.

40

Juan Luis Cebrián: »La memoria histórica«, en: El País, del 18/7/1986.

41

Julio Aróstcgui: »Los componentes sociales y políticos«, en: Manuel Tuñón de Lara y otros: La Guerra Civil Española. 50 años después. Barcelona 1985, pp. 45-122.

42

Josep Bcnct: »Las libertades secuestradas«, en: Tamames (nota 39), p. 113.

43

Juan Marichal (ed.): Manuel Azaña. Obras completas, tomo 3, México 1967, p. 378.

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La Guerra Civil Española: dos modelos de cultura en pugna La sociedad española se parte en dos a mediados de 1936 en un enfrentamiento bélico que, teniendo bases sociales, se convierte por la misma razón en un enfrentamiento ideológico. El examen de los textos y documentos de la época nos revela que, en efecto, llega hasta haber dos cosmovisiones (concepciones del mundo) que se enfrentan. La inmensa carga ideológica de ambos bandos contendientes tiene inevitablemente que pesar en los respectivos modelos de cultura. En una guerra civil, el modelo de cultura de cada contendiente o bando tiene forzosamente una mayor impregnación ideológica que en tiempos de paz. En este caso, y para evitar un debate previo sobre el concepto de cultura, que nos llevaría fuera de nuestro tema, adoptamos como tal, aunque sólo sea a efectos instrumentales, la creación y transmisión de objetos elaborados de conocimiento, que se crean y se transmiten por la vía de la inteligencia o la del sentimiento, en la conflictiva España de los años 1936 a 1939. En este caso, cada modelo de cultura no sólo es diferente del otro, sino que es opuesto, yo me atrevería a decir que antagónico. Ese antagonismo responde ciertamente al de dos escalas de valores en pugna, que se expresan en unas ideas básicas y en unas construcciones categoriales sobre los que se asienta cada modelo. Así, desde que la guerra empieza (o más exactamente, desde que comienza, el 18 de julio, la sublevación militar que acabará transformándose en guerra) los mensajes de los representantes de cada bando contienen ya las ideas-base. Casi todos los jefes militares que se sublevan dicen en sus proclamas que lo hacen para restablecer el orden y el principio de autoridad, para »defender la patria« (Franco), para »defender, frente a las leyes del Estado, el derecho natural de la vieja España« (Junta Militar de Burgos). En resumen, defensa del Orden, de la Patria, contra la Anarquía, el Extranjero y sus agentes; sólo semanas después aparece el componente más importante, la Catolicidad, defensa del bien contra el mal o, para decirlo con las mismas palabras del arzobispo de Salamanca Monseñor Plá y Daniel: »Era una sublevación, sí, pero no para perturbar, sino para restablecer el orden. Reviste, sí, la forma externa de una

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guerra civil, pero en realidad es una Cruzada.« Frente a estos principios básicos, los representantes del Estado democrático republicano dirán, como el presidente Azaña, que se trata de »una agresión al poder legítimo«, o como el presidente del Parlamento, Martínez Barrio que »la Cámara es legítima, elegida bajo mandato de un gobierno adversario«. También los representantes de sindicatos y partidos obreros se apoyan en la idea básica de la legitimidad del régimen democrático-republicano que ha sido agredido. En resumen, frente a las ideas de orden, patria y religión (identificadas como un todo indisoluble) que representan los sublevados, las de democracia, legalidad y también revolución (en la componente libertaria) en todas las fuerzas que apoyan al gobierno de la República. Para unos, el alzamiento, que califican de nacional, está así legitimado; para otros, la legalidad democrática es la única que defiende las libertades humanas. Se comprende fácilmente de las dos tesis en presencia que, sobre ellas, se van a sustentar dos modelos de cultura contrapuestos. Por consiguiente la primera lucha o enfrentamiento de dos concepciones es entre el alzamiento por el Orden, la Patria, la Religión superiores a todos, o la defensa de la legalidad republicana, en nombre de la Libertad, la Igualdad, expresadas ambas en la Democracia. Esto nos lleva al terreno de a) ¿Cuáles son las raíces de la cultura? b) ¿Qué hay que saber? ¿Qué contenidos culturales hay que transmitir? Por un lado, la civilización se basa en la idea cristiana de que el hombre y la cultura están manchados por el pecado original; sólo pueden salvarse por lo trascendente, por Dios y su Iglesia. Por consiguiente, no hay otro camino para la cultura; los hombres no son iguales porque tienen que salvarse; por eso, en sociedad, necesitan un César y unas élites que manden. A partir de esta división entre el Bien y el Mal, Dios y Luzbel, el espíritu y la materia (dicotomía explicable partiendo del »pecado original« y de la maldad intrínseca del hombre desde la caída de Luzbel) se van estableciendo contraposiciones que encarnan otros tantos valores y contravalores; anarquía, miseria, sumisión al comunismo extranjero, ateísmo, frente al orden, el bienestar, el patriotismo, la religiosidad. Sin duda las ideas básicas no emanan sólo de la Iglesia. La ideología dominante en la zona de Franco acepta, como principios generales, la identidad de Patria y Religión, la necesidad histórica de »salvar a la patria« protagonizada por el ejército. Los valores profesionales y bélicos de éste (la disciplina, la obediencia, el valor, la combatividad) se elevan a la categoría de virtudes humanas. Entre estos, valores aceptados por la Iglesia, pero que no emanan de ella, se encuentran las formulaciones ideológicas de impronta falangista como el César, y el Imperio, aportaciones de carácter fascista a la panoplia ideológica de los franquistas. En síntesis, podríamos decir que hay un eje en torno al cual giran los valores esenciales que se dice defender en el campo rebelde (franquista); es el binomio ideológico

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»Religión y Patria«, que se completa por la identificación entre religión y orden social que figura en el repertorio mínimo de la ideas movilizadoras. Sobre ellas surgen algunas categorías más elaboradas como la Revolución Nacional-Sindicalista, que paradógicamente coexisten con otras como las de tradición y de contrarrevolución explicada esta última reiteradas veces por los prelados Gomá y Plá y Daniel. Pertenecen además al arsenal ideológico de los franquistas categorías como las siguientes: la trilogía Dios-César-Imperio, la Patria como Unidad, la identificación entre Civilización y Cristianismo y entre ateísmo y barbarie. En los primeros meses de la guerra, un ideólogo importante del monarquismo contrarrevolucionario, José María Pemán y Pemartín, que dirigirá la Enseñanza Superior y Media en la zona de Franco de octubre de 1936 a enero de 1938, dirá así: »El Ejército, por derecho y por conveniencia para la Nación, tiene que empuñar firmemente el Poder, para llegar a una conveniencia general, a una Síntesis perfectamente factible y convenientista entre todos los demás factores, especialmente entre otros dos más importantes: el Tradicionalismo monárquico y el Falangismo.« Más importante en el plano cultural, pero igualmente expresión de la misma ideología, es el Poema de la Bestia y el Angel, del mismo Pemán, concebido por su autor cuando acompañaba, en 1936, a las columnas de Varela y Yagüe en su marcha sobre Madrid (publicado en 1938). La guerra es santa, incluso para los soldados musulmanes que combaten por la Cruz y por España: ¡Toledo por España!... Soldados de El Mizzian, entre piedras, las uñas agarrotadas, van escalando los muros venerables. Hay páginas en que el poema parece cobrar altura. Tal es el caso del »Romance de los muertos en el campo«: Y aquellos héroes caídos - ¡que humildes entre las yerbas y entre las flores qué dulces! ¡Cómo la anchura del campo - y el cielo los disminuye! ¡Y cómo iguala la muerte - los rojos y los azules! ¡Qué amor de sol los acerca! - ¡Qué paz de tierra los une! Pero el maniqueísmo resurge al final: Pero Dios sabe los nombres - y los separa en las nubes. Para el poeta (...) la miliciana aquella de entreabiertos ojos dulces (...) muerta en la yerba, de bruces estaba condenada para la eternidad.

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El poema, muy largo, es menos hermoso y más ideológico en otras muchas partes. Y el final es también la oposición entre el Bien y el Mal, el pecado y la salvación en sentido teológico; entre el amigo y el enemigo de Cari Schmitt en sentido político. Helo aquí: Y el enemigo sigue siendo el mismo Oriente pecador. No hay más: Carne o Espíritu. No hay más: Luzbel o Dios. La trilogía Dios-César-Imperio, que no está ausente en la obra de Pemán, es explicitada en Jerarquía, La revista negra de la Falange (que dirige en Pamplona el sacerdote Fermín Izurdiaga). En ella también se elaboran las categorías de lo que quiere ser un fascismo español: El fascismo es una doctrina universal para todos los órdenes de la inteligencia y de la obra, y es entre ellos el Imperio para una mejor arquitectura del orden temporal donde la política del mundo se contiene (sic). En el regir los pueblos con Imperio se halla la razón de la fuerza de la guerra contra los bárbaros... El Barroco es una consecuencia del pecado original (...) La última etapa de la constante barroca se llama Revolución; la constante clásica se llama Fascismo. El Fascismo aparece en el momento de llegar la Revolución a sus últimas consecuencias. Es un sistema monástico y militar para mantener en el hombre y en la humanidad a su imagen la jerarquía de los valores. La obra se apoya en las ideas teológicas básicas sobre la guerra expresadas por la jerarquía eclesiástica; la lucha entre el Bien y el Mal en la guerra española tiene un »significado apocalíptico de revelación de la eterna pelea de la Bestia y el Angel«. El autor trata así de confirmar la idea de la jerarquía católica de que no era una »guerra social ni de mercados, sino de ideales, de pensamientos«. El poeta ha visto a la Bestia extranjera, la que venía enviada por los sabios siniestros de Sión, que habían maldecido la Cruz y la Espada. Poema maniqueo, no exento de belleza en algunas de sus partes, que condena despiadadamente a los »malos«, aunque aparentemente sean buenos (como »la miliciana aquella / de entreabiertos ojos dulces (...) / muerta en la yerba, de bruces (...)«) para la eternidad. La Fe cristiana y la Milicia, el monje y el soldado, »lo religioso y lo militar (que) son los únicos modos enteros y serios de entender la vida« (según el fundador de la Falange, José Antonio Primo de Rivera) están en la base de toda la construcción cultural en la España franquista.

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Frente a las varias expresiones de ideas básicas del modelo cultural vigente en el campo de Franco, intentamos hacer un sondeo de las concepciones básicas correspondientes al campo republicano. Probablemente se parte de una larga tradición hispánica que, por un lado procede de la inmensa obra de la Institución Libre de Enseñanza y por otro de una plural tradición democrática que podemos personificar (aunque sin carácter exhaustivo, en la preocupación culturalista de Pablo Iglesias y el socialismo, de Anselmo Lorenzo y los Ateneos Libertarios, de Joaquín Costa y el regenaracionismo, de Pi y Margall y el federalismo, de Leopoldo Alas y la extensión universitaria, de Núñez de Arenas y la Escuela Nueva, de las Misiones Pedagógicas, de »La Barraca« de García Lorca, etc. No cabe la menor duda de que en todas estas actitudes subyace el convencimiento de que »el hombre se salva por la cultura«. Esta - según esa concepción - no puede ni debe ser un privilegio de clase; el derecho de acceder a la cultura, a los bienes culturales debe extenderse a todos los miembros de la sociedad sin discriminación alguna. Manuel Bartolomé Cossío, uno de los padres de la Institución (muerto en 1935 después de haber sido nombrado »ciudadano de honor de la República«) lo había dejado escrito: »El hombre del pueblo tiene derecho a gozar de los bienes espirituales de que disfrutan los privilegiados.« Un poeta y escritor que desempeña un papel de primer orden en la elaboración ideológica de alta cultura durante la gueiTa - nos referimos a Antonio Machado escribía ya en 1931: »La defensa de la cultura como privilegio de clase implica, a mi juicio, defensa inconsciente de lo ruinoso y muerto.« En su discurso ante el Congreso Internacional de Escritores (Valencia, julio, 1937) va implícita no sólo la idea de que la cultura es de todos y para todos, sino también la otra idea-clave que sustenta el modelo cultural de los republicanos: que las raíces o fuentes de la creación cultural residen en el pueblo. De esa manera, al acceder el pueblo a los bienes de cultura no hace sino recuperar aquello que en sus orígenes partió de ese mismo pueblo. Es esa idea que, también expresada por Machado, acarrea la de igualdad como valor: El señoritismo ignora, se complace en ignorar, jesuíticamente, la insuperable dignidad del hombre. El pueblo, en cambio, la conoce y la afirma, en ella tiene su cimiento más firme la ética popular. Nadie es más que nadie reza un adagio en Castilla (...) Porque - y éste es el más hondo sentido de la frase - por mucho que valga un hombre nunca tendrá valor más alto que el de ser hombre. La otra idea-clave es la del humanismo con una vertiente ética y otra política. Tal vez podría enlazar con un nuevo humanismo afirmado por la ponencia colectiva que presentaron trece escritores y artistas jóvenes y fue leída ante el Congreso Internacional por Arturo Serrano Plaja:

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Entendemos el humanismo - dicen - como el intento de restituir al hombre la conciencia de su valor, de trabajar para limpiar la civilización moderna de la barbarie capitalista (...). Creo posible relacionar la teoría machadiana de la »sentimentalidad colectiva« con ese humanismo que acierta a expresar en una conciencia individual una emoción que es también de todos; pienso que es el tipo de creación logrado por el joven Miguel Hernández en muchos de sus poemas, pudiendo servir de arquetipo »La canción del esposo soldado«. Es fácil detectar ideas-claves entre los intelectuales que más destacan en las filas republicanas; así sucede con la insistencia de José Bergamín (presidente de la Alianza de Intelectuales Antifascistas) en el tema de las raíces populares de la tradición cultural española. En la revista Hora de España tanto Bergamín, como Machado, León Felipe, María Zambrano, Gaos, Rosa Chacel y tantos otros más comparten una categoría básica que expresa así Rosa Chacel en su ensayo »Cultura y Pueblo«: »Pueblo es ese yacimiento que hoy busca la cultura para vivificar sus raíces.« La educación El enfientamiento de modelos de cultura se observa netamente cuando se trata de la reproducción de ideas básicas y escalas de valores, esto es, de lo que podríamos llamar modelos educativos. En la zona de Franco durante el periodo de la Junta Técnica (octubre 1936 - enero 1938) reinó la preocupación por asegurar la catolicidad de la enseñanza en todos sus grados. La ecuación patria=religión era incuestionable punto de partida; sirvió de pauta para los cursillos destinados a la formación rápida de maestros que ocuparían las escuelas que estaban sin proveer a causa de las depuraciones que siguieron al estallido de la guerra, o que estaban regentadas provisionalmente por curas párrocos o alcaldes del Movimiento. José María Pemán, que durante todo ese tiempo presidió la Comisión de Cultura y Enseñanza de la Junta Técnica, pronunció un discurso ante Franco, al clausurar los cursillos de maestros católicos en mayo de 1937, que es representativo del modelo cultural en cuestión: Esta formación total ha de ponerse al servicio de un concepto vertical y misional de la Cultura. Es una paradoja eso del respeto a lo espontáneo, primitivo y volitivo; incluso a la conciencia del niño. Lo espontáneo es siempre lo salvaje, lo prehistórico (...) El Nuevo Estado tiene fe en unos cuantos valores fundamentales - Fe, Patria, Autoridad -, que son la base de nuestra Civilización. Y frente a ellos no tolerará el derecho a la ignorancia, y menos a la agresión. Este texto se completa por otros tanto o más significativos emanados de las más al-

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tas autoridades de Educación del campo franquista. A saber: Pedro Sainz Rodríguez, ministro de Educación Nacional en el Gobierno que forma Franco en enero de 1938, dice en su discurso de clausura del Curso de Orientaciones Nacionales de la Enseñanza primaria, en Pamplona (junio, 1939): El liberalismo roussoniano ha sido la gran herejía de nuestro tiempo. El fundamento de su doctrina es la idea de que el hombre es naturalmente bueno y que la Pedagogía no tiene que enderezarle ni corregirle, sino que lo único que tiene que hacer es cultivarle como se cultiva una planta. Frente a este dogma del naturalismo hedonista hay que contraponer la doctrina católica de que el hombre es malo a causa del pecado original y de que la caída envileció su alma. Romualdo de Toledo, Director General de Primera Enseñanza en el mismo equipo de gobierno, escribía así en la revista Atenas de Burgos, número de febrero-marzo de 1939: Lo que nosotros ventilamos en los momentos actuales en las trincheras es la seguridad de formar una generación nueva; la generación de hoy ha sido formada desgraciadamente dentro de las miasmas venenosas de la escuela liberal del siglo XIX. El pensamiento de Rousseau ha proyectado su sombra nefasta, y el liberalismo y racionalismo tiene dominadas la mayor parte de las inteligencias de la generación actual; nosotros damos por liquidada en el orden educativo esta generación y debemos aspirar a la generación nueva. Está, pues, bien claro que el hombre no puede salvarse por sí mismo, sino redimiéndose y salvando su alma; no por la razón, sino por la revelación, la gracia por intercesión de la Iglesia y, consecuentemente, dentro de un orden jerárquico del Universo. La idea-clave de este modelo parece ser la civilización cristiana, de exaltación de la Fe, la Jerarquía y el Orden de valores trascendentes impuestos al hombre; en cambio, se considera que lo espontáneo, lo intrínsecamente humano es perverso, a causa del pecado original; y el hombre llega en su soberbia a querer comprender o discutir el misterio divino por medio de la razón. En resumen, la cultura y su modelo serían una recuperación de los valores hispánicos y del ideario de Trento - que serían todo uno - frente a la decadencia del Barroco y de la Ilustración, a la apostasía y al »sueño de la razón que produce monstruos«. *

El modelo republicano es radicalmente opuesto, aunque dentro de él quepan una variedad de submodelos. Sus raíces proceden - y no siempre de manera consciente -, del principio de que el hombre es bueno por naturaleza, es decir, de los principios de Rousseau y de la Ilustración; así se parte de valores inmanentes a la persona humana

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gracias a los cuales el hombre puede salvarse por sí solo; se salva por el poder y la razón; el saber racionalizado equivale a su cultura, a la »conciencia vigilante« de todos y cada uno que Machado equipara a la defensa de la cultura. La salvación reside, pues, en la ética intrínsecamente humanista, la del proverbio Nadie es más que nadie, porque el valor más alto es el de ser hombre. Esta cosmovisión ofrece un modelo esencialmente culturalista, que coloca la educación y la cultura de los hombres como valores supremos y como clave para reformar o cambiar la sociedad. El modelo culturalista domina ya el reformismo oficial de la II República en los años treinta; tal vez su expresión más acusada - y sin duda un tanto ingenua - es aquella frase del preámbulo a un decreto de Marcelino Domingo, Ministro de Instrucción Pública en 1931: »La República redimirá a España por la creación de escuelas.«. Cuando llega la guerra hace que la supervaloración de la cultura como un derecho exigible por cada ciudadano, haga que la difusión cultural requiera una atención especial por parte del Estado y de las organizaciones que sostienen el entramado de la sociedad civil republicana. A ello responderán también las Milicias de la Cultura, Cultura Popular, Altavoz del Frente, los diversos Servicios de la Cultura de la Generalitat de Cataluña, los rincones culturales, los clubs de educación del soldado, etc. Lo específico del culturalismo republicano en la coyuntura de la guerra toma una modalidad específica, la de estimar que el acceso a los bienes de cultura y la formación cultural son un instrumento de primer orden para lograr la victoria; según esta concepción el soldado que conoce por qué combate es mucho más eficaz en el orden militar. Cristaliza esta idea en el lema de las Milicias de la Cultura (se llamaba así al cuerpo de enseñantes dependientes del Ministerio de Instrucción, pero integrado en las unidades del Ejército republicano): »El fusil y el libro, dos armas para vencer.« Con la idea de que »es más fuerte quien sabe por qué combate«, enlazan dos básicas para la cultura y la guerra, conectadas entre sí: la primera es, »con el fusil conquistaremos los libros«, es decir, ganando la guerra accederemos a los bienes de cultura; la segunda es, »la cultura os hará libres«. En resumen: »la cultura nos ayudará a vencer«, pero sólo la conquistaremos plenamente con la victoria; »ésta nos dará la libertad al darnos la cultura.« El hombre se salva a sí mismo luchando y aprendiendo. Sin duda, este »culturalismo« republicano tenía mucho de funcional; es en ese sentido en el que puede hablarse de coincidencia o unanimidad en los varios sectores del campo republicano: »cultura como toma de conciencia por cada combatiente y como medio de realización humana individual y colectiva.« La valoración de la cultura y el derecho de todos a acceder a la misma en igualdad de condiciones, era el programa común del amplio abanico político e ideológico del campo republicano. Luego, no era lo mismo el »culturalismo« de Antonio Machado que el racionalismo libertario de los continuadores de Ferrer, la idea de »socialización de la cultura« de Rodolfo Llopis,

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que la de los comunistas como Lombardía, ni el humanismo pedagógico de eminentes progresistas como Angel Llorca y Luis Huerta. Ahora bien - e insisto en ello -: el rasgo común en la zona republicana fue que todos convenían en situar la cultura humana en la cumbre de la escala de valores y, al así hacerlo, coincidían en una concepción personalista e inmanente del hombre. Ciertamente, algunas de las expresiones de los lemas republicanos no están exentas de ingenuidad; tal vez es la ingenuidad de toda la cosmovisión que, enteramente secularizada, no admite la maldad originaria del hombre. Es fácil observar que, a fin de cuentas, el modelo de cultura de los republicanos en lucha residía en considerar una estrecha interdependencia entre las ideas de Pueblo y Cultura (en su doble vertiente concreta de derecho de todos en igualdad de condiciones de acceder a los bienes de cultura y a los servicios públicos de educación, y de aportar el pueblo las fuentes originarias de cultura); la identificación a que se llega entre las ideas de Pueblo y Patria que, con la Cultura constituyen la trilogía básica del modelo de cultura que, a su vez, reposará sobre dos ideas clave de la política: democracia y libertad. De lo que pudiera ser el modelo de cultura propuesto en la España de Franco ofrecen un testimonio de primer orden las palabras del ministro de Educación Nacional y catedrático, Pedro Sainz Rodríguez, en la clausura solemne del Curso de Enseñanza Superior de 1938: Es preciso (...) hacer comprender a los españoles cómo la cultura es lo mejor y lo peor, y cómo cuando no está dominada por un sentido de disciplina, austeridad y moralidad, la cultura no sirve más que para engendrar un espíritu luciferino. Más que la idea de cultura que supone una prioridad de los valores humanos, en la España de Franco predomina un modelo en que se identifican Religión y Patria-, con ellos enlaza el Orden, que no se concibe sin Jerarquía en la cúspide de la cual está el César {Caudillo). Este conjunto constituye más que una cultura, una civilización adjetivada cristiana. Así, enfrentados en dos campos con concepciones del mundo contrapuestas (a lo que no era ajena la cristalización de antagonismos sociales que databan de siglos) los españoles vivirán sus culturas y subculturas, atrapados en su mecanismo contradictorio durante tres años de guerra civil y muchos más en que la dictadura triunfante en 1939 perpetuó una cosmovisión apoyada en la intolerancia y permitió así la disociación de las culturas y del hombre.

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El punto de partida de esta ponencia consiste en asumir la general aceptación de que nuestro siglo es un momento histórico de crisis y que, por tanto, el decenio de los años treinta en el que tuvieron lugar la Guerra Civil y sus prolegómenos, la II República, también lo es. El segundo paso consiste en la necesidad de precisar las especificaciones desde las que efectúo el análisis de la crisis y mi concepto de cultura. La primera especificación sobre el concepto de 'crisis' es aquella por la que damos a la palabra su sentido griego: separar, distinguir, disputa, juicio, cambio o coyuntura decisiva. Si hay una crisis, ¿cómo se desarrolla?, ¿cuáles son los factores a distinguir?, ¿quiénes son los protagonistas de la disputa y qué se disputan?, ¿quiénes son las partes del juicio?, ¿en la transición entre qué fenómenos se produce el cambio decisivo? En el proceso de búsqueda de la referencia última para dar respuesta a estas preguntas acabaríamos confrontados con la naturaleza humana. Unos mantendrán que la esencia de la naturaleza humana nos es conocida. Otros afirmarán lo contrario. Yo soy partidario de la segunda postura. Pero prefiero prescindir de ese problema y que nos atengamos a realidades más aprehensibles: las actividades del hombre. Nos ceñiremos a ellas y polarizaremos, segunda especificación, las motivaciones más inmediatas de las diferentes manifestaciones de dichas actividades alrededor de dos contendientes de signo antagónico. A partir de ahí trataremos de clarificar la crisis que riñen: quizá siempre, quizá cíclicamente, quizá sólo en la historia más reciente. Dichos dos adversarios resultarían ser lo que llamo Cultura de la Ciencia y Cultura de la Creencia. Es posible que a partir de este enfoque del problema, tercera especificación, la aceptación de crisis como cambio, o de crisis como decadencia, adquiera una dimensión concreta: cambio de método en los organigramas de acción y de comportamiento del hombre con la lógica y simultánea decadencia del otro método y su séquito de esquemas. La decadencia de un método y la ascensión del otro han de pasar por etapas de equilibrio de fuerzas: arrojarán al hombre a momentos de mezclas metodológicas y de desorientación y crispación en el comportamiento.

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La Cultura de la Ciencia y la Cultura de la Creencia quieren ser dos cosmovisiones cuya oposición se basa en las diferencias existentes entre los fundamentos sobre los que se asientan. 1 Por tanto, para esta división bicultural se atiende, no al modelo desarrollado por un grupo o grupúsculo en una época u otra, esto lo ordenaríamos en algún grado de subcategoría, sino a los procedimientos que parecen informar y regir las actividades y las actitudes teórico-prácticas humanas. Nosotros clasificamos los conocimientos humanos en dos grupos siguiendo la influencia general de dos métodos cognoscitivos. Y según esos dos géneros de conocimientos, el uso que de ellos hace el hombre y las influencias que le retoman se puede llegar a la subdivisión de la civilización humana (entendiendo por civilización humana todo lo hecho por el hombre desde que es hombre) en dos Culturas. Los dos procedimientos, los dos métodos, son lo que nosotros denominamos método empírico y método fiducial.2 El método empírico exige la condición final del experimento y la comprobación repetida, escéptica y agnóstica. En el método fiducial es necesario resaltar la fe. La fe acepta como punto de partida unos postulados que han sido convertidos en 'Verdades' intocables. Esas 'Verdades' se pueden encontrar en el orden religioso, o científico, o político, o individual, o en el orden social, o en cualquier otro ámbito. La fe condiciona la investigación y la fe condiciona los resultados de la investigación al rechazarlos si nieguan lo que el investigador acepta como verdades de partida. Por investigador entendemos naturalmente toda persona que busca la solución a un problema que se le plantea, sea éste de astrofísica, de biología, de cibernética, de la aburrida y prosaica vida diaria, de sociología, teología, mística, política o de la crisis de los años treinta y la actuación de quienes vivían inmersos en ella, que es lo que aquí nos ocupa. Por lo demás, no queremos entender por método exclusivamente el camino que sigue una u otra Cultura para llegar al conocimiento. Entendemos también toda una actitud mental tanto a nivel individual como a nivel social. Los fundamentos del método impregnan los hábitos psicomentales. Y la vida diaria se analiza y se gobierna según esos hábitos. El método de investigación utilizado y la mentalidad global, que son interdependientes, dan como resultado final el tipo de Cultura.3 Cuando el hombre se rija por el método empírico tendrá lo que llamamos Cultura de la Ciencia; cuando lo haga por el método fiducial estará construyendo la Cultura de la Creencia. Ni en el contexto histórico actual ni en el contexto europeo de entreguerras en el que tuvo lugar la Guerra Civil, ni los individuos aislados ni la sociedad en general se rigen, o regían, exclusivamente por uno de los dos métodos. Ignoramos si la circunstancia contraria se dio en el pasado o se puede dar en el futuro e ignoramos igualmente si es posible la existencia de una Cultura sin la otra. La historia tiene demasiados factores como para que pretendamos presentar con precisión matemática el paralelismo o la divergencia de las dos Culturas en algún período concreto. Ahora bien las tendencias son detectables. No tenemos por qué ver las

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dos Culturas, en un ejemplo gráfico, como las dos caras de la moneda humana, sino como conjunto de puntos sobre una circunferencia: cuando fijamos nuestra perspectiva en los extremos del diámetro las posiciones parecen totalmente enfrentadas; en cuanto salimos de dichos extremos las posiciones se acercan y las rayas divisorias se diluyen progresivamente. Esto es aplicable a cualquier momento histórico y por tanto al contexto europeo y español de los años treinta. Si los extremos son señalizaciones clarificadoras para el análisis, las fronteras difusas nos pronostican que en momentos álgidos de crisis se va a producir una amalgama de elementos de una y otra Cultura en las cosmovisiones individuales, en las ideologías y en las metas de la sociedad. Por tanto, ¿en qué estadio de crisis cultural se encuentran Europa y España al estallar la Guerra Civil? En realidad es en la segunda mitad del siglo XIX cuando la crisis y las dos Culturas hacen irresistiblemente tangibles los síntomas de su presencia. La manifestación de las dos Culturas a nivel social y político, a nuestro entender, se debe perseguir temporalmente desde la Revolución Francesa. Desde el aspecto de los conocimientos, para las dos Culturas, no menos importante que el espectacular crecimiento de las ciencias desde mediados del siglo XIX es su carácter de aplicadas. Hicieron posible la Segunda Revolución Industrial y la explosión demográfica del siglo pasado. Unido a estos dos factores apareció el fenómeno de la gran ciudad. Por él la sociedad europea empezaba a dejar de ser eminentemente agrícola para convertirse en urbana. Y, hablando de las ciencias, lo que no podemos olvidar: con la teoría de la evolución, la biología (Darwin) dio un vuelco a la visión de la naturaleza tanto del propio hombre como del mundo de los seres vivos en el que existe. Sacar los orígenes del hombre de las manos de un creador divino y poder entenderlos según las exigencias de las leyes naturales era uno de los pasos más decisivos y necesarios para que la Cultura de la Ciencia pueda optar a triunfar sobre la Cultura de la Creencia. Los cambios, por lo demás, no atañen únicamente a las ciencias positivas y a sus aplicaciones. Es un momento de revulsión generalizada que se extiende a todos los campos de adquisición de conocimientos. El arrollador auge de las ciencias imbuye de las características de sus métodos a los de las humanidades: tanto a la historia, como a la sociología, la filosofía o la crítica literaria. Los maestros de las élites intelectuales que protagonizaron los acontecimientos de la República y de la Guerra Civil son de esta época. Desde aspectos como el ideológico o el sociopolítico nosotros queremos asociar con la Revolución Francesa la rebelión de Cultura de la Ciencia contra la Cultura de la Creencia. Decimos rebelión y no decimos ni momento de salida ni triunfo. Si elegimos la Revolución Francesa es porque con ella se cerró en Europa un ciclo en la evolución del poder y se abrió otro que se cerraría en la época en cuyo contexto tuvieron lugar la II República y la Guerra Civil españolas.

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El principio de la oposición entre Cultura de la Ciencia y Cultura de la Creencia al finalizar el siglo XVm está en la oposición fe-razón, que no es sino dos concepciones enfrentadas del hombre y su sociedad. La fe, que en el contexto europeo se rige por las proposiciones doctrinales del cristianismo, requiere del hombre que cumpla en este mundo los mandatos establecidos por Dios para así poder llegar a su autorealización en el Más Allá. La fe permite la existencia de una sociedad estratificada en estamentos. En la cúspide de la pirámide está el rey. Su estado y su autoridad le han sido conferidos por Dios y eso le da el poder omnímodo de dictar leyes y disponer de sus subditos. Es lo que se llama el Antiguo Régimen. La razón, desde el Renacimiento, es sinónimo del valor del hombre por sí mismo y en esta vida. Basándose en ello se exige para la sociedad un poder democrático en lugar de autocràtico, un parlamento para elaborar las leyes según los dictados de la razón, igualdad entre los individuos, sociedad laica en lugar de comunidad de los santos. La Revolución Francesa trajo consigo el derrumbamiento del Antiguo Régimen. Significó la ascensión de la burguesía y el triunfo del sistema ideológico que dominaría el siglo XIX: el liberalismo. En principio ambos perseguían una sociedad ordenada según los predicados de la razón. Si bien pensamos que la Cultura dominante en el Antiguo Régimen era la Cultura de la Creencia, no identificamos al liberalismo con la Cultura de la Ciencia. Tampoco identificamos con ella a la burguesía o al socialismo posterior. Esta Cultura pasa por un proceso de desarrollo. Lo mismo hemos de decir de las ideologías o de la clase social mencionadas. No son estáticas, sino cambiantes: porque el hombre es un ser evolutivo. Sobre esa carencia se asienta la no identificación y el hecho del simultáneo fortalecimiento que la burguesía, el liberalismo o el socialismo dispensan a la Cultura de la Ciencia. Este es precisamente otro ángulo que necesitamos para abordar la crisis, sobre todo en el período comprendido entre la Primera y la Segunda Guerra Mundial. Porque desde el hecho de la no identificación a la metodología de la Cultura de la Ciencia le van a llegar ingerencias de los métodos y espíritu de la Cultura de la Creencia. Y, con las ingerencias, las contradicciones y la falsificación. Veámoslo. La pretensión más inmediata de la burguesía y el liberalismo es la creación de un parlamento que haga de contrapeso a los poderes del monarca. El primer triunfo de la Revolución se plasma en una monarquía constitucional. Es, de cualquier modo, una forma transicional: se mantiene la institución monárquica y paralelamente se proclama, elemento de la nueva Cultura, que el poder le viene de la ley, que es elaborada por el parlamento. En el parlamento se sienta la burguesía y ya en la misma Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, en el artículo 2, eleva la propiedad a derecho natural y elimina la igualdad, que es la que posibilita la democracia.4 La división entre ciudadanos activos y pasivos y las condiciones censitarias establecidas en la Constitución de 1791 excluían a los sectores más bajos de la población a la hora de elegir y ser elegidos.

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El período abierto con la Revolución Francesa concluye en el Congreso de Viena. Este Congreso es otro hito en la historia de Europa. Es el pacto entre las fuerzas representativas del Antiguo Régimen y el poder adquirido por la burguesía tras 1789. En la formulación de Gentz y Talleyrand, era necesario »en primer lugar, restablecer la 'legitimidad', la de los soberanos. Pero, 'en el orden de las convinaciones legítimas, atenerse con preferencia a las que puedan contribuir de la manera más eficaz a establecer y mantener un verdadero equilibrio'.«5 La burguesía se alia con la monarquía y la nobleza y se distancia de los estratos más bajos de su propio Estado. Desviacionismo. Lo sucedido en Francia tras el triunfo de la revolución de Julio de 1832 es nuevamente iluminador para nuestra concepción de las dos Culturas. La burguesía y los liberales suben al trono a Luis Felipe proclamándole »roi des Français«. Con esta última fórmula se soslaya justificar por qué legitimidad se coronaba al Duque de Orléans en lugar de al legítimo heredero: si en virtud de leyes sucesorias monárquicas o en virtud de la elección del pueblo francés. Si se infligía una derrota a la monarquía, se desvirtuaba simultáneamente la democracia. En las revoluciones de 1848-50 asistimos a un punto crítico en la historia y a una nueva división a nivel social: los obreros acaban de tomar conciencia de que son una clase con intereses distintos de la burguesía. En su control del poder y en su objetivo de dirigir la sociedad según sus propia ideología, la burguesía no se enfrenta ya con el Antiguo Régimen o sus restos, sino con un movimiento ideológica y socialmente formado después de la Revolución Francesa. En la evolución política, ideológica, social y económica del período comprendido entre las revoluciones de 1848-50 y la I Guerra Mundial se aprecian dos etapas claras. Pondremos en 1871 la raya divisoria. En la primera etapa son el liberalismo y la burguesía quienes controlan el poder. En la segunda etapa aparece la oligarquía y obliga al liberalismo a decantarse por el reformismo para retener el poder. Por parte de los obreros, en la primera fase luchan por el definitivo reconocimiento de su movimiento. En la segunda fase y con un sindicalismo de masas, luchan por los seguros sociales. Para el socialismo la primera etapa consiste en la pugna por establecerse como ideología más influyente frente al liberalismo. La segunda fase es la etapa de división entre las tendencias revisionista y las revolucionarias y la llegada al parlamento. Tras ser sofocados los movimientos revolucionarios de 1848-50 se entró en la fase de la 'Realpolitik'. Por parte del poder establecido en una fase de estados fuertes en los que se trataba de gobernar mediante la falsificación de las elecciones o saltándose los procedimientos parlamentarios; en una fase en la que la »razón de estado« justificaba los medios; y en una fase en la que se estaba entrando en la Revolución Industrial. En la nueva era económica los industriales, comerciantes y banqueros entendían que la seguridad interior y exterior que necesitaban sólo se la podía ofrecer un estado y un ejecutivo fuertes. Estas tendencias estaban en contradicción con la doctrina libe-

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ral. Pero sucede que el liberalismo se había esclerotizado. Para 1871 se habían alcanzado muchos de los objetivos liberales progresistas que habían sido derrotados en 1848. En 1871 lo que salió derrotado fueron los métodos. También por parte del movimiento obrero asistimos a una etapa de realismo y 'Realpolitik'. Levantada en 1848-50 la hipoteca que le ataba a sus dirigentes y aliados intelectuales y burgueses, el movimiento obrero evoluciona hacia una organización acorde con las nuevas circunstancias económicas capitalistas. Se aparta explícitamente de la utopía y de la reforma política perseguidas por sus antiguos aliados y trata de lograr la reforma social. Buscan los seguros sociales y las negociaciones directas y colectivas con los patronos. Y otra característica del nuevo sindicalismo: comprenden la necesidad de contar con sus propios representantes en los parlamentos. Lo conseguirán en la segunda fase. El proletariado y el marxismo están en su etapa más dinámica e innovadora. Y aquí tenemos que plantear una cuestión que se dilucidará más adelante: ¿comprendieron los dirigentes intelectuales de la II República esta etapa del movimiento obrero?, ¿comprendieron la diferencia de clase que les separaba y la perspectiva con que lo veían los obreros?, ¿o creyeron que podían volver a la mentalidad y al status anteriores a 1848? Prosigamos. En la segunda reunión internacional de obreros, en 1863, nació la Asociación Internacional de Trabajadores, o I Internacional. La disolución de la I Internacional (1876) se produjo por las disensiones entre las ideas marxistas y las radicales del anarquismo de Bakunin y por el fracaso de la Comuna de París de 1871. Con el advenimiento del proletariado, en el sentido de toma de conciencia de clase, asistimos a un cambio en la evolución de la historia. Tomado desde el punto de vista de las dos Culturas, a un nuevo estadio en su enfrentamiento. En adelante tendremos al proletariado frente a la burguesía y al marxismo frente al liberalismo. Ambos binomios incursos en el proceso de la Revolución Industrial y la Revolución Científica. Y ambos encuadrables en el marco de la Cultura de la Ciencia. En la etapa 1871-1914 asistimos a la aparición del Estado del bienestar, o Estado social. Los gobiernos para su supervivencia, la oligarquía para sus intereses y los obreros para su protección, creemos que a partir de 1871 se abre una época en que todos abogan por la abierta intervención del Estado en la dirección de la comunidad. Dicha intervención se dejará sentir desde la regulación de las sociedades de carácter económico, pasando por la regulación del trabajo en las fábricas, hasta el ordenamiento de su hábitat y los servicios de las ciudades o la seguridad social. 6 La proliferación en esta época de todo tipo de sociedades derivadas, paralelas o subyacentes a la misma actitud intervencionista estatal y a las organizaciones de carácter netamente económico o político, es también una contribución a la formación del espíritu de comunidad. De todas formas las corrientes más poderosas y concretas que impelen la praxis sociopolítica hacia el Estado como comunidad las encontramos en la oligar-

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quía, en el liberalismo reformador, en el socialismo y en el sindicalismo. No importa, por ahora, que sus objetivos puedan ser contrarios y opuestos. Y, si estamos hablando de la España de la ü República y de la Guerra Civil, es inevitable que explicitemos otro aspecto que en el Estado social adquiere una gran importancia: la educación. En las mentes de los gobernantes de la n República la educación desempeñó un papel de primerísimo orden. Pero sucedía simultáneamente que buena parte de las élites que propiciaron, primero, el advenimiento de la República misma y rigieron sus destinos, después, eran ellos mismos producto de la obsesión por la reforma y por la extensión de la educación que se había apoderado del último cuarto del siglo XIX. La reforma de la educación puede tener como objetivos la mera introducción de cambios que afecten a la mayor o a la mejor adquisición de conocimientos. Por ejemplo, en esta época se plantea la necesidad de llevar la educación a amplias capas de la sociedad y se plantea también la necesidad de resolver un problema nuevo, que es un problema de métodos: el naciente enfrentamiento entre ciencias y letras (donde entre paréntesis es oportuno apuntar que los intelectuales de la II República tendrán una mentalidad más de letras que de ciencias). Pero independientemente del mero nivel de los conocimientos, la reforma puede estar encaminada a la formación, por ejemplo, de élites. Por lo que la cuestión que se plantea es saber cuál es la función político-social que se asigna a estas élites. Esto nos interesa porque ei elitismo es un objetivo explícito en el movimiento intelectual de las décadas que preceden a la II República. La extensión de la educación se entiende en el plano filantrópico como una lucha contra el analfabetismo. Sin embargo no son en absoluto de despreciar algunos de sus lados prácticos y, quizá, mucho menos idealistas. Uno es la creciente demanda de ciudadanos espacializados. Otro el indoctrinamiento. Un tercero es el lado electoralista. Vamos a asumir que el primer aspecto beneficia en último término a toda la comunidad. Ahora bien, ¿quién indoctrina, a quién indoctrina y para qué indoctrina? ¿Cuándo han sido las campañas electorales un dechado de información sobre la verdad? Los indoctrinados y los manipulados electores son 'el pueblo' o 'las masas'. Los indoctrinadores son las instituciones religiosas, los partidos, el poder político o el poder económico. Y, ¿por qué no?, las élites intelectuales. Lo que nos remite otra vez a la II República. Dejemos ya la educación para ocupamos del aspecto ideológico. Durante el período 1871-1914 asistimos a una época de reformismo por parte de los liberales. Ese reformismo lleva implícita su propia decadencia: en gran medida es la defensa frente a la presión de la oligarquía y la competencia electoral con el socialismo lo que impulsa al liberalismo a hacer concesiones. Por su parte en el área del socialismo aparece la socialdemocracia hacia 1890. Prescinde de la revolución y pretende conseguir los objetivos del marxismo participando en el marco ofrecido por el Estado liberal.

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En 1914 el SPD, el partido socialdemócrata más fuerte y más influyente en Europa, tiene 110 miembros en el 'Reichstag' y un 34% del electorado. Desde nuestra perspectiva bicultural consideramos que el Estado del bienestar es una característica de la Cultura de la Ciencia. Hemos de precisar inmediatamente que nos referimos al espíritu de comunidad que se está creando, no a los elementos conflictivos entre sí, o incluso contradictorios con dicha Cultura, que intervienen en su creación. Desde el punto de vista de la Cultura de la Ciencia no nos importan demasiado, ahora, por ejemplo, las motivaciones reales de la legislación social de un Estado. Lo que importa es establecer el progreso que la concienciación creciente de comunidad va experimentando. También importa que la legalización revela la profunda raigambre y potencia que esa conciencia ha adquirido para el período que concluye en 1914. Sí nos interesan los motivos de las concesiones si queremos apreciar en qué sentido quieren los dirigentes de un Estado llevar el espíritu de comunidad. En la época de que hablamos el poder y el gobierno están en manos del liberalismo reformista y de la oligarquía. Ambas fuerzas son defensoras del individualismo. La segunda, sin embargo, sigue las doctrinas elitistas de la ley del más fuerte y del neomaquiavelismo. Por tanto su objetivo será utilizar la fuerza de la comunidad en su provecho. Si aceptamos que en teoría el poder absoluto quedó superado en la Revolución Francesa, en la etapa de 1871 a 1914 asistimos al nacimiento de tendencias que presagian la vuelta hacia ese tipo de poder. Si la burguesía liberal defendía la república parlamentaria, la burguesía oligárquica respalda la dictadura para mejor conseguir sus objetivos. El siguiente período histórico es el de los fascismos. Con los totalitarismos se cierra un ciclo en la evolución del poder. Para permitir el florecimiento del totalitarismo antes hubo de darse el desmoronamiento de algunos presupuestos de períodos anteriores. Se hundieron el liberalismo y el sistema económico liberal-burgués y fracasaron los partidos en la tarea de ofrecer las soluciones que necesitaba la sociedad. Para mí, es aquí donde estalla definitivamente la crisis cultural europea. Se inflaron la histeria ya existente, el subjetivismo, lo irracional y la aproximación hermenéutica a la concepción del hombre, de su historia y de sus relaciones sociopolíticas. Se desembocó en una época de completa desintegración y hundimiento de las tradiciones, credos y valores anteriores. Si a la crisis ideológica añadimos la crisis económica derivada de la Guerra Mundial tendremos una visión clara de la crisis social y en conjunto de la crisis cultural. La crisis económica comenzó al acabar la guerra. Las perpectivas de nivel de bienestar que se les ofrecían a los europeos eran inferiores a las de antes del conflicto. La guerra había desplazado a Europa del epicentro industrial y comercial del mundo. Cuando concluida la conflagración se quiso volver a la 'normalidad' los europeos hubieron de comprender que la normalidad anterior a 1914 era historia pasada. El endeudamiento exterior, la destrucción sufrida, más la reordenación en función de la

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guerra no permitían a la industria atender las necesidades de la paz: ni en empleo, ni en comida, cobijo o energía. Si ya en la fase de 1871-1914 se había dado una creciente intervención del Estado en la dirección y planificación de la vida económica y social, durante la guerra esta tendencia alcanzó un punto culminante. Sus secuelas afectaron a los procesos políticos, sociales y económicos postbélicos. También la propia guerra introdujo cambios cualitativos: por primera vez, era una guerra que afectaba a la sociedad total. Ni los generales, ni la burocracia ni la administración estaban preparados para ella. Hubieron de ser los líderes industriales y obreros quienes comprendieran y organizaran las movilizaciones y la economía para la guerra moderna. Era necesario replanificar la industria y el comercio interior y exterior. Se controló la libre iniciativa y se coordinaron todos los esfuerzos en función de la guerra. A esto se denominó »socialismo de guerra«. Las tendencias igualitarias y la supresión de la anarquía económica tenían que potenciar la conciencia de bien común y comunidad y, conforme a ello, la exigencia de nuevos planteamientos para la paz. Ahora bien, cuando ésta llegó se quiso volver al status prebélico. Significaba reasumir esquemas económicos que, por una parte, habían conducido a la guerra; que, por otra, no eran los más aptos para las conveniencias de la mayor parte de la sociedad; que, en tercer lugar, defraudaban a aquellos a quienes se había exigido más sacrificios en la guerra, las clases bajas y medias, abandonándolos de nuevo al arbitrio de la libre competencia: a la ley del más fuerte... o del menos escrupuloso. Los gobiernos no supieron resolver ni las crisis económicas ni las crisis sociales que de ahí surgieron. En 1920 parecía que estaban solucionados los problemas de financiación y reindustrialización. Se produjo un boom engañoso. 1921 trajo el colapso, la depresión y el desempleo. En Italia apareció el fascismo. En Alemania ya existía desde 1920 el partido nacionalsocialista de Hitler. En 1923 Francia invade el Ruhr y desata una crisis que produce el hundimiento del marco y el desastre económico en Alemania. Hitler y el general Ludendorff intentan el golpe de Estado. En el mismo año 1923 y por este método el general Primo de Rivera ocupa el poder en España. El plan Dawes hizo recuperar la confianza, la normalidad y la seguridad por unos años. La primera etapa de la Dictadura produce en España una impresión similar. En 1927 se dejan notar síntomas de decaimiento e inestabilidad en la agricultura mundial (Primo de Rivera no lleva a cabo la deseada reforma en la española). En 1929 estalla la Gran Depresión. El desastre de Wall Street significó el colapso de la agricultura, la industria y las finanzas. Primero en EE.UU. e inmediatamente después en Europa. Los nacionalsocialistas alcanzan en Alemania en ese mismo año el 18,3% de los votos. En 1928 habían tenido un 2,6%. En lo más agudo de la crisis, tras la quiebra de los bancos 'D' y la retirada de los créditos americanos, alcanzan en julio de 1932 un 37,3%.7

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En el plano ideológico quiero reflejar la crisis haciendo una rápida referencia al fracaso de las ideologías según expresadas por los partidos. Quiero poner al partido liberal inglés y al partido socialdemócrata alemán como ejemplos. Cuando estalló la guerra en 1914 eran los liberales quienes estaban en el gobierno en Gran Bretaña. La guerra amenazaba una serie de principios liberales que iban desde el libre mercado hasta el servicio militar voluntario. El partido liberal se encontró en una posición sumamente delicada. Los pacifistas se oponían a la guerra. Los fundamentalistas aceptaban la guerra pero no estaban dispuestos a transigir desviaciones de la doctrina liberal por su causa. Una tercera corriente puso la eficacia en la dirección de la guerra por encima de los principios del liberalismo ortodoxo. Lloyd George fue el más caracterizado de esta tendencia. Su llegada al poder en diciembre de 1916 en alianza con los conservadores puso la unidad de los liberales en un punto crítico. Lo mismo sucedió acabada la guerra en las »Coupon Elections«. Pero lo que sucedía en el partido no era consecuencia del mero oportunismo personal de Lloyd George, sino reflejo de una crisis más profunda del propio liberalismo. Las elecciones de 1922 marcaron un hito en la curva del descenso liberal al ser sustituidos por el Labour Party en las funciones de primer partido de la oposición. A principios de 1924 volvieron al poder como aliados de los laboristas, pero fueron incapaces incluso de participar en los éxitos del gobierno. Rodeados de la sensación propia y ajena de ser un partido moribundo se hundieron hasta 43 diputados (desde 158 en 1923) en las elecciones, provocadas por ellos mismos, de diciembre de ese mismo año. En las elecciones de 1929, ganadas por los laboristas, consiguieron 16 diputados más. En agosto de 1931 los laboristas rechazaron la política de MacDonald. El Primer Ministro laborista llamó a los conservadores y a los liberales a un Gobierno Nacional. En diciembre los conservadores ganaron las elecciones y los liberales permanecieron en la alianza »because they had nowhere else to go«, porque no tenían nada mejor que hacer. En agosto de 1914 los miembros liberales del parlamento inglés ascendían a 261. En las elecciones de 1935 habían descendido a 21. A nivel interno es posible que fuera el enfrentamiento entre Lloyd George y Asquith el principal elemento en la desintegración del partido liberal. La incapacidad de adaptarse a nivel ideológico y social a los tiempos que corrían les había imposibilitado atraerse al mundo del trabajo y les había hecho fracasar a la hora de introducir las necesarias reformas en el sistema capitalista.8 La alternativa progresista a los liberales eran los laboristas. Como hemos apuntado, llegaron al gobierno en 1924. Duraron unos nueve meses. Aunque no lo hicieron mal, resultaron una desilusión para las esperanzas que los británicos habían puesto en ellos. Volvieron al gobierno en 1929. Estalló la bancarrota de Wall Street y la falta de soluciones y decisiones firmes les enajenó nuevamente la confianza de la población. En 1931 MacDonald sembró la división en el partido. No volvieron al gobierno hasta

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después de la II Guerra Mundial. Por tanto la alternativa progresista también fracasó en Gran Bretaña. Pero hemos dicho que para referirnos a la alternativa progresista que se le podía ofrecer a la sociedad europea elegíamos el ejemplo de los socialdemócratas alemanes. Las variantes que en Alemania entraban en juego eran distintas de las del Reino Unido. La historia, sin embargo, se repitió. El SPD no supo o no pudo estar a la altura ni del papel que había desempeñado anteriormente en Europa ni de las exigencias demandadas en Alemania para la defensa del progreso social y de la democracia. El socialdemócrata fue el principal partido de los que firmaron el tratado de Versalles. También fue el principal en dar vida a la República de Weimar en la revolución de noviembre de 1918. El SPD partió con un 37,9% de los votos a su favor en las elecciones de enero de 1919. Ese mismo mes estalló la revolución espartaquista. El SPD la aplastó violentamente utilizando... el ejército imperial: se enajenó radicalmente las simpatías de las tendencias revolucionarias. Aliados con la burocracia y demás fuerzas del Imperio que acababa de derrumbarse, los socialdemócratas quebrantaron el espíritu de lucha del mundo del trabajo y desilusionaron a las capas de la pequeña burguesía que habían confiado en la izquierda. Estas capas, visto que todo seguía igual, volvieron sus miradas hacia partidos autoritarios o reaccionarios. El SPD se identificaba con la República de Weimar como algo propio. Sin embargo, ante el golpe de Estado de Kapp, en marzo de 1920, el gobierno huyó y tuvieron que ser los obreros quienes salvaran la República. En las elecciones de junio les pasaron la cuenta: sus votos descendieron hasta el 21,7%: perdieron el 42,74% de sus votantes. En mayo de 1924 experimentaron un nuevo descenso. En 1925 perdieron la presidencia de la República. En mayo de 1928 consiguieron recuperarse hasta el 29,8%, pero la Gran Depresión inició su definitivo descenso. En julio de 1932 von Papen se atrevió a arrojar a los socialdemócratas, por decreto, del gobierno de Prusia. Los obreros salieron a la calle en Berlín. Los líderes del partido se entregaron sin lucha. La humillante capitulación del SPD dejó expedito el camino para la destrucción de la República de Weimar. En las elecciones generales del mismo mes los socialdemócratas descendieron al 21,6% de los votos. En las últimas elecciones libres de Alemania, noviembre del mismo año 1932, todavía descendieron al 20,4 %. En las de marzo de 1933, las últimas de la República de Weimar, tocaron fondo con un 18,3%: menos de la mitad de los votos obtenidos en 1919. En el fracaso de la socialdemocracia alemana no es de despreciar, en absoluto, el factor internacional: los Aliados proclamaron en París que había triunfado la democracia sobre el militarismo alemán, pero a la joven y democrática República de Weimar la cercaron con el irracionalismo de las reparaciones. La época entre las dos guerras mundiales, en las democracias, se resume en inestabilidad de gobiernos y gabinetes, constante recurrir a poderes de emergencia como solución, ininterrumpidas elecciones, coaliciones artificiales y falta de planificación a

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largo plazo para la recuperación y la estabilización. Todos estos factores dieron base a la creencia de que el democrático era una forma débil e ineficaz de gobierno. Pero si nos dejamos guiar por el hundimiento del liberalismo, si, contemplamos la falta de programas a la hora de la verdad del socialismo revisado y si tenemos en cuenta, por el lado de enfrente, los elementos en ascensión de comunidad y planificación, se podrá concluir que en la etapa de entreguerras lo que apreciamos son las secuelas del final de una época ideológica: el final de la cosmovisión liberal-burguesa y la falta o bien de otra cosmovisión para sustituirla o bien de la decisión necesaria para asumir las corrientes que apuntaban hacia una nueva cosmovisión. El marxismo, nacido de ideas ya presentes en el liberalismo y nacido con la explosión científica, industrial y urbana, los fenómenos configuradores de la sociedad moderna, era seguramente la ideología llamada en primer lugar a ofrecer la solución. Pero simplemente fracasó cuando le llegó la hora de asumir la dirección de la sociedad. La corriente revisionista porque perdió la onda revolucionaria y porque careció de programas y la corriente revolucionaria por las negativas características del modelo ruso en que se plasmó: porque allí el socialismo también desembocó en un régimen totalitario. La II República y la Guerra Civil Y en este contexto europeo aparecen la II República y la Guerra Civil españolas: los partidos fuertes y establecidos no ofrecen ninguna salida ideológica viable; los gobiernos democráticos pretenden contrarrestar su debilidad y controlar la situación económica y social recurriendo a decretos y a poderes de emergencia; el fascismo de Mussolini ha ocupado el poder en Italia; el aparente éxito de sus primeros momentos despierta admiradores por toda Europa, incluida España; aupados por la crisis económica los nacionalsocialista acceden al poder en Alemania en 1933; en Rusia la Revolución de Octubre ha dado paso a la dictadura staliniana. La crisis ideológica y política había comenzado en España en 1898. Ni los liberales ni los conservadores fueron capaces de ofrecer soluciones para evitar el distanciamiento entre las instituciones y las nuevas corrientes que se estaban fraguando en la sociedad española. El régimen basado en la Constitución de 1876 entró en el tramo final de crisis en 1917. En ese año las Juntas de Defensa, la Asamblea de Parlamentarios, las huelgas habidas y su represión y finalmente el ejemplo de la Revolución Rusa abren un período hasta 1923 en el que en primer lugar se elimina el decrépito sistema rotatorio del bipartidismo liberal-conservador, en el que los partidos se atomizan, se hacen imposibles las coaliciones estables de gobierno y se produce un rosario de crisis totales y parciales de gabinetes; en el que las fuertes subidas de los precios azuzan la crisis social; y en el que la creciente potencia del mundo obrero y el descontento del Ejército adquieren un papel decisivo. Todo concluye cuando en 1923 la dictadura de Primo de Rivera acaba con el régimen parlamentario.

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La solución Primo de Rivera es una imitación del modelo Mussolini italiano. Cuenta con el respaldo tácito o explícito de la mayor parte de la sociedad. Tras una primera etapa de éxito, orden, paz social y diálogo con lo obreros (con UGT y los socialistas) llega el fracaso. Pasan los años y la Dictadura no resuelve ni el problema de los campesinos y la reforma agraria ni el problema de presentar un régimen político estable que sea su sucesor. En octubre de 1929 ocurre el desastre de Wall Street y en enero de 1930 cae Primo de Rivera. Inmersos en la crisis social, política y económica, en el pensamiento de los partidos, los militares, los obreros y los intelectuales comienza a agitarse la idea de una república (Pacto de San Sebastián, pronunciamiento de Jaca). Por fin, en medio del entusiasmo general, las elecciones de 1931 motivan el advenimiento del régimen republicano y, con la salida de Alfonso XIII de España, la conclusión del monárquico. La II República española es una república burguesa, ha sido llamada una república de intelectuales y es una república que acabó en una guerra civil. La primera cuestión que esto nos plantea es la de encuadrarla en un contexto. La segunda es la de decidir cuál es la mentalidad de estos intelectuales. La tercera es buscar los motivos del fracaso. El contexto es en primer lugar el español, pero el español está encuadrado en el europeo. Del contexto es de lo que hemos venido hablando hasta ahora. En las naciones europeas de cabeza existe un fuerte impulso científico, una gran industrialización y tecnologización, unas extensas clases burguesas, una poderosa oligarquía industrial y financiera y un bien organizado y poderoso movimiento obrero. Después de la I Guerra Mundial Europa en general se encuentra envuelta en una crisis ideológica, en una crisis social y en una crisis económica. España también. Aquí la fuerza de la tecnologización, de la industrialización, de la burguesía es inferior. El poder de la oligarquía tiene una decisiva componente política (caciquismo) y agraria. España es una nación que Tuñon de Lara califica de protoindustrial,9 con una agricultura en la que tanto el aspecto de la propiedad de la tierra como el de su explotación están periclitados. El conservadurismo de la aristocracia terrateniente, el absentismo, el latifundismo y el descontento de quienes laboran la tierra hacen de la agricultura un explosivo y constante foco de tensión social. España arrastra un retraso general con respecto a las tres naciones (Gran Bretaña, Francia y Alemania) que llevan marcando la pauta del desarrollo material y la evolución europea en general desde la segunda mitad del siglo XIX, desde la Revolución Industrial y la Revolución Científica. El movimiento obrero español no obtiene su primer diputado hasta 1910.10 En términos cuantitativos es un movimiento que refleja la debilidad de la industrialización española y que, como ésta, crece a partir de 1909-1910. A diferencia de la patronal,11 sin embargo, el movimiento obrero español está europeizado y posee una decidida visión internacionalista. Hay que resaltar estas dos últimas facetas porque eso va a implicar que tanto por experiencia propia como por la de sus colegas europeos el obrero

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español tiene una larga tradición de conciencia de clase frente a la burguesía y que, nacida simultáneamente a esa conciencia, en las revoluciones de 1848-1850, también tiene otra tradición: no se deja tutelar por el intelectual burgués y desconfía de él. Hay además una tercera tradición que hemos de resaltar: la preocupación por la extensión y por el acceso de la clase obrera a la cultura que muestran las organizaciones obreras españolas. La extensión de la cultura al pueblo es también una pretensión de los intelectuales a partir de finales del siglo XIX. Ahora bien, los mismos medios no significan necesariamente los mismos ñnes. La cultura del obrero para el obrero es, al mismo tiempo que instrucción, un arma de autovalorización, de concienciación y, en último término, para la lucha de clases. La cultura que el intelectual, con conciencia de élite, ofrece al obrero lleva implícita una actitud paternalista.12 Cuando el siglo XIX se acerca a su ocaso y estamos en plena Revolución Científica, la enseñanza en España, incluida la universitaria, lleva desde Fernando VII en manos de la Iglesia Católica. Los grandes descubrimientos tecnológicos se hacen fuera de España. ¿Cuántos españoles acompañan a Ramón y Cajal entre los nombres mitológicos europeos de las ciencias positivas? El intelectual español se ve obligado en primer lugar a librar una batalla por superar las ataduras que le amarran al pasado. Luchan por una enseñanza libre y laica. Entre los intelectuales que apadrinan la II República se encuentran los primeros que han salido a Europa en busca de una educación de mayor calidad. La preocupación de los intelectuales españoles se orienta preferentemente a cuestiones de principios e ideologías. La idea global de regeneración de la vida y de la sociedad españolas y de la necesidad de una élite intelectual que la dirija crece en el caldo de cultivo de la filosofía del vitalismo y del historicismo. El maestro español, Ortega y Gasset, se convierte en figura clave a la hora de modelar corrientes de actitudes éticas e ideológicas en los intelectuales españoles. El raciovitalismo y el historicismo orteguianos están lejos del materialismo histórico marxista. Los esfuerzos de un Jaime Vera a favor de las doctrinas marxistas o su defensa del empleo de la metodología de las ciencias en la investigación y en la actuación encuentran entre los intelectuales un eco menor. Entre ellos será posible pronunciar y aceptar aquella frase de »que inventen ellos«, que es todo un compendio clasificatorio de actitudes contrarias, consciente o inconscientemente, a la ciencia y a sus implicaciones cognoscitivas o sociales. Cuando el 14 de abril de 1931 se proclamó la república los patrocinadores del nuevo régimen tenían ante sí una colosal tarea. España necesitaba todo tipo de reformas para convertirse por fin en una nación moderna. Necesitaba reformas políticas e institucionales, sociales y económicas. Necesitaba solucionar la crisis económica, reformar la agricultura, regular las relaciones en el ámbito del trabajo, reformar el ejército, reducir el poder de la aristocracia y de la Iglesia. Las necesidades eran muchas, las circunstancias históricas generales muy difíciles, los objetivos adquirieron formulaciones más quiméricas que realizables, la metodología empleada fue una me-

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todología con más dramaturgia, con más fe que realismo, las soluciones no satisficieron a ninguna de las partes. Podemos comenzar con la cuestión de la Iglesia. El tratamiento dado a este problema es aceptado como uno de los grandes errores del primer bienio republicano. El poder temporal de la Iglesia española a través de sus diversas instituciones era enorme. Era fuerte en las áreas de lo político y de lo económico; dominaba un apartado social tan importante como la educación. El anticlericalismo de los nuevos gobernantes podía estar muy justificado, pero no por ello dejaba de ser un error querer destruir de un plumazo legislativo a enemigo tan poderoso en lo económico, en lo político, en lo ideológico y en lo educacional. El objetivo económico no pudo llevarse a cabo sino de forma superficial ya que los bienes sustanciosos de la Iglesia estaban preparados para escapar a la confiscación. La separación Iglesia-Estado era necesaria, pero la sentencia de Azaña »España ha dejado de ser católica«, en términos de 'Realpolitik', no podía ser otra cosa que una malhadada frase retórica: el Estado español dejaba de ser católico, pero los españoles no. Muchos de ellos podían ser declarados anticlericales. Ahora bien, anticlerical no significa anticatólico ni, mucho menos, ateo. El español en su mayoría era creyente y esas creencias no tenían otra forma de expresión que la ofrecida por la doctrina o por las tradiciones cristiano-católicas. Pero el error más caro frente a la opinión pública fue sin duda la ley de congregaciones religiosas (2 de junio de 1933). Esta ley decretaba el cese de las actividades educativas de la Iglesia... ¡en el plazo de tres meses! Era un flagrante disparate y una crasa contradicción con la gran utopía de hacer partícipes de la educación a todos. Un tercio de la población española era analfabeta y a la llegada de la II República el 50 por ciento de la población infantil en edad escolar no disponía de escuela. En 1930 había 35.989 escuelas nacionales. Los nuevos gobernantes calcularían que era necesario construir otras 27.000. En 1933 el número de escuelas existentes se elevaba a 40.830. El esfuerzo de construcción y dotación de personal habían sido dignos de todo encomio, pero seguía siendo la realidad que de la población en edad escolar en el curso 1932-33 sólo había matriculada un 51,6 % en escuelas nacionales más un 8,2 % en escuelas privadas (que prácticamente eran del exclusivo dominio de la Iglesia).13 La impopularidad de la medida fue tal que se convirtió en una de las razones para la disolución de las Cortes y para la clara victoria electoral de los partidos de la derecha. Los objetivos eran progresistas, pero los métodos de acción habían sido puramente subjetivos y fiduciales. El segundo bienio revisó la legislación religiosa del primero, entre otras cosas por la influencia en el gobierno de los católicos de CEDA. Ahora bien, ¿no había suscitado el jacobino anticlericalismo del primer bienio un recelo definitivo contra el régimen republicano en un frente tan poderoso como la Iglesia? La segunda gran cuestión a la que podemos hacer referencia es la del problema agrario. Tanto la economía como el bienestar y la paz social llevaban ya desde el siglo XIX reclamándola como inaplazable. El 20 de julio de 1931 la comisión técnica

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encargada al efecto presenta al gobierno provisional un proyecto de reforma. »Se trataba de un proyecto de gran lucidez. En él coexistían profundidad y simplicidad, en la búsqueda de soluciones reales, que no presentaran largas tramitaciones ni dificultades financieras insalvables«.14 Cuestiones de índole política aparcan este proyecto y Alcalá Zamora presenta el suyo el 25 de agosto. El nuevo proyecto prevé el asentamiento de 60.000 a 75.000 campesinos anuales y la expropiación de tierras con indemnización. El primer problema es que no hay presupuesto para cubrir los objetivos. Con la llegada del primer gobierno de Azaña se introducen dos propuestas que convierten a la nobleza en chivo expiatorio... y en enemigo de la república: además de al precio de 1830 se le expropiarán las tierras adquiridas tras 1811. En la ley de la reforma agraria de 1932 se prevé la expropiación sin indemnización de todas las tierras de los grandes de España (que son los principales terratenientes dentro de la nobleza). Además de aumentar el encono por un lado, la ley no alcanzó sus objetivos por el otro: de los 60.000 asentamientos anuales previstos, no llegaron a los 12.500 los conseguidos en más de dos años.15 La falta de realismo era palpable a la hora de compaginar las aspiraciones con las realizaciones posibles. Pero quizá no era sólo falta de realismo y exceso de fiducialismo utópico, sino demagogia para capear la amenazante espada de Dámocles de la insurrección general campesina. Una vez que el IRA pudo funcionar eficazmente, mientras tanto estaba en el poder la derecha republicana, los asentamientos y las tierras distribuidas aumentaron notablemente, pero todavía muy lejos de las metas propuestas. El cambio radical de rumbo lo produjo la contrarreforma agraria de la ley de 1935. Al final de las disposiciones y condiciones previstas, en limpio no quedaba sino el llano escamoteo de la reforma agraria. En palabras nada menos que de José Antonio Primo de Rivera, citadas por Tamames: según lo reglamentado por la ley »... tardaremos ciento sesenta años en hacer la reforma agraria. Si decimos esto a los campesinos, tendrán razón para contestar que nos estamos burlando de ellos.«16 El Frente Popular anuló la ley de 1935 y volvió a la de 1932. El IRA, entre otras vías mediante la legalización de ocupaciones ilegales, asentó en cuatro meses más colonos (71.919) que los asentados desde 1931.17 Una vez comenzada la guerra los campesinos ocuparon las tierras por su cuenta y por su fuerza. La República burguesa, lo mismo que la Dictadura militar antes que ella y lo mismo que la Monarquía parlamentaria que precedió a ambas, había fracasado a la hora de resolver el problema de la tierra y el campesinado. A pesar de las esperanzas despertadas con el advenimiento del nuevo régimen, en el primer semestre de 1936 los parados en la agricultura ascendían a unos 522.000 sobre un total de 796.000.18 Si no se solucionó el problema del campo, ¿se consiguió resolver el de los obreros de la industria? Tampoco. La crisis general y el estancamiento de la economía, más el fin de la emigración y el regreso de los emigrados, más lo insuficiente de los presupuestos dedicados a la creación de puestos de trabajo, hicieron que el paro no dejara de crecer durante toda la vida de la II República. En

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enero de 1932 había 389.000 parados; en junio de 1936 las cifras habían alcanzado los 801.322.19 Por parte del Estado, el obrero carecía de seguro de desempleo.20 Los gobiernos republicanos de izquierdas y de derechas consideraron que tal seguro era una forma de fomentar la holgazanería. La crisis social latente tras estas circunstancias había de ser explosiva. En lo más agudo de la crisis económica, en 1933, las huelgas declaradas ascendieron a 1.127, que afectaron al 90 % de los obreros ocupados y supusieron la pérdida de 14.440.629 jornadas de trabajo. 21 Las huelgas, lo mismo que en el campo, estuvieron bañadas de exasperación y violencia. Fueron produciéndose sucesos cornos los de Castilblanco, Arnedo, Casas Viejas, cuenca del alto Llobregat. En 1934 se produjo la revolución de Asturias. Otro frente, otro enemigo. En primer lugar un enemigo de clase. Pero una parte de él, en segundo lugar, también un enemigo declarado del sistema y de las instituciones políticas y de gobierno republicano-burguesas. Nos referimos, claro está, al anarcosindicalismo. La falta de soluciones para la crisis no hizo sino aumentar sus filas. Los anarquistas españoles se opusieron constantemente a los gobiernos republicanos y la CNT ni siquiera participó en la alianza del Frente Popular. Participaría en las tareas de gobierno durante la guerra. Pero fue también durante la guerra cuando los comunistas, los socialistas y los republicanos se unieron para aniquilar la revolución anarquista y preservar el sistema republicano. Los gobiernos de la república de la burguesía liberal e ilustrada estaban fracasando. Por acción ante la aristocracia y ante la Iglesia; por acción y omisión ante el proletariado obrero y campesino. Nos queda todavía el Ejército. De los generales de renombre, algunos favorecieron activamente el cambio de régimen (Sanjurjo, Queipo de Llano); otros lo toleraron por el camino de no hacer nada para impedirlo (Mola). Tres características hemos de destacar del Ejército español por las alturas de 1931. La primera se refiere a una larga tradición de intervencionismo en la vida política civil. La segunda a la inadecuada organización y a los tecnológicamente anticuados materiales de guerra, que afectaban tanto al Ejército de Tierra, como a la Marina como a la Aviación. La tercera se refiere a la sobreabundancia numérica en las escalas de mandos. El Ejército necesitaba reforma y modernización. La 'Ley Azaña' (25 abril 1931) abrió el camino de una serie de disposiciones que condujeron a que el Ejército dejase en poco tiempo de protagonizar la vida política. El autoengaño de creer que los militares habían sido sometidos, la subsiguiente explotación triunfalista del éxito, algunas medidas tomadas con muy poco tacto, en un orden de cosas, las huelgas y los desórdenes públicos, en otro, volvieron a activar las suspicacias y el descontento de los militares. En 1932 tiene lugar el pronunciamiento de Sanjurjo, en 1933 se funda la Unión Militar Española. La llegada de las derechas al gobierno trajo consigo el debilitamiento de las conspiraciones militares a base de revisar las disposiciones del primer bienio y promover a puestos de poder a generales como Mola, Franco, Goded o Fanjul. Con los resultados de las elecciones de febrero

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de 1936 los militares volvieron a la escena política. Por fin llegó el pronunciamiento que se convirtió en guerra civil. Dejando de lado los considerandos aducidos por los propios rebeldes, la pregunta clave que se nos plantea desde el punto de vista de una época de crisis y su evolución es la siguiente: ¿proyectaban los rebeldes un nuevo régimen, un nuevo Estado, unas nuevas estructuras sociales? La respuesta es para nosotros de una meridiana claridad: no. Carecían de un programa ideológico e institucional y pasaron a la acción sin considerar necesario contar con un apoyo de masas. ¡Cuán distinto del cambio hacia el totalitarismo esbozado, perseguido y finalmente conseguido por el nacionalsocialismo de Adolf Hitler! Lo del alzamiento del 18 de julio de 1936 era una militarada como todas las anteriores que durante el siglo XIX y XX en España habían sido. Los militares pretendían solucionar poco menos que con el simplismo de la medicina del orden cuartelero la complejidad de las secuelas producidas por el momento crítico histórico general. Extendümonos en algunas consideraciones. En primer lugar, entre los sublevados no había un líder indiscutido que indicara el camino y recibiera el acatamiento de los demás. Una vez que el levantamiento degeneró en conflicto duradero los generales de lo primero que se preocuparon no fue de un líder de masas, sino de un mando militar único, que no es más que una condición elemental perteneciente al nivel de la estrategia y de la eficacia a la hora de ganar una guerra. Sanjurjo desapareció nada más desencadenarse los acontecimientos. Mola sólo ejercía el liderazgo indiscutido en el Norte. La presidencia de la Junta recayó en Cabanellas. Queipo de Llano conquistó el Sur, se estableció allí, dictó sus propias leyes y al final de la guerra hubo de ser destituido. Franco, sólo se incorporó al pronunciamiento en el último minuto. En segundo lugar, además de no haber un líder tampoco había unidad ideológica. Sanjurjo y Queipo eran republicanos. Mola un monárquico liberal. Franco más o menos monárquico, sin ser conspirador contra el orden republicano. Goded monárquico y de la UME. Yagüe falangista. Cabanellas además de republicano era masón. El apoyo civil recibido procedía del Tradicionalismo navarro, de la Falange, de los monárquicos y de dirigentes de la CEDA. Cuando se tomó la decisión de formar el partido único se llegó al potpurrí de la Falange Española Tradicionalista y de las Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista (19 abril 1937). El mejunje ideológico no podía ser otra cosa que la desustanciación de los contenidos de los diversos componentes, tan diferentes entre sí, para poner el partido a disposición del mando supremo. El Consejo Nacional del Movimiento reflejaría asimismo la disparidad ideológica empaquetada en el partido único. En tercer lugar, en el momento del pronunciamiento los sublevados no pretendían la abolición de la república para sustituirla por otro régimen, ya fuera monárquico o totalitario. Mola en sus conversaciones con los carlistas dio la sensación de querer una dictadura

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temporal en la que las responsabilidades serían desempeñadas en gran medida por técnicos civiles y cuyo final debía ser la convocatoria de un parlamento (...) No sólo Queipo y Cabanellas, sino también Franco, dijeron sublevarse por la República. 22 Cuando se formó la Junta, ésta tomó »las medidas más urgentes, como la propia declaración del estado de guerra, pero niguna decisión verdaderamente vital« 23 . La cuestión del líder político no se planteó hasta finales de septiembre, más de tres meses después de la sublevación. Y cuando los generales concentran en Franco el mando militar y el político siguen sin elegir ninguna fórmula jurídica concreta (...). Una primera redacción del texto de nombramiento de Franco le nombra 'jefe de Gobierno', mientras que la fórmula definitiva, que apareció el 1 de octubre, fue 'jefe del Gobierno del Estado', cuyo contenido preciso era la misma vaguedad. 24 Hasta 1938 no llegó lo que se puede llamar un gobierno propiamente dicho. Las decisiones y disposiciones que se tomaban, aunque poco a poco adquirieran un tono fascista, eran puntuales y no alcanzaban la categoría de nueva ordenación administrativa del Estado. Que un grupo de militares se amotine contra un gobierno legítimo al que achacan una incapacidad de gobernar es una cosa; que pretendan cambiar el régimen legítimo es una cosa superior a la primera; y que fracasada su intentona y embarcados en una guerra que desborda no sólo sus previsiones, sino las fronteras españolas, los impensados derroteros militares, de alianzas e ideológicos que se siguieron son una tercera dimensión totalmente distinta de las dos primeras: es otra historia. En cuarto lugar, toquemos el apartado de la alianza con la Iglesia. Las características de la religión, quizá únicamente de la religión institucionalizada, resultan una fácil, y manida, guía para clasificar las inclinaciones ideológico-culturales de sus aliados. Las tendencias de la Cultura de la Ciencia pueden contagiarse de fiducialismo, pero se alian difícilmente al fiducialismo de la religión. Y esto nos pone ya al bando que se llamó nacional en el lado de la Cultura de la Creencia. Porque su alianza con la religión fue tal que la Iglesia española dio a una guerra civil la categoría de cruzada, de guerra santa. No obstante, esto sucedió iniciado el alzamiento. Creemos que esa circunstancia apunta de forma indirecta, aunque no de forma obligada, a que los rebeldes no perseguían la erección de un nuevo estado de corte fascista. Entre el policromismo ideológico de los generales insurrectos no faltaba el elemento anticlerical. 25 Ahora bien, al menos por su antirrepublicanismo, la Iglesia española era un aliado natural, además de poderoso. Por otra parte la Iglesia de Roma hacía tiempo que se había puesto del lado de los dos regímenes totalitarios de derechas existentes. ¿Por qué no seguir el ejemplo de Mussolini y Hitler? 26 Y, sin embargo, la ayuda de la jerarquía eclesiástica

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española no fíie requerida ni durante la conjura ni durante los primeros momentos de las hostilidades. Se suele decir que si el gobierno hubiera entregado armas al pueblo los acontecimientos hubieran tenido otro desenlace. En primer lugar debemos preguntar que a qué 'pueblo', porque 'pueblo', aunque de esta casilla social se excluyan, o autoexcluyan, las élites o las clases dirigentes, es con seguridad algo más que los obreros y campesinos afiliados a CNT y UGT, que podían ser los más conscientes del peligro militar..., pero también los más peligrosos. Y en segundo lugar debemos objetar que, a posteriori, resulta fácil decirlo pero que implica y significa que se pierde de vista la situación real del momento. Los gobernantes tuvieron que tomar la decisión el 18 de julio de 1936 y no el 1 de abril de 1939, cuando las circunstancias eran diametralmente distintas. A nuestro entender, por consiguiente, la cuestión que se ha de plantear es la siguiente: ¿a qué temía más el gobierno, a la insurrección militar o a la revolución popular? La CNT ni siquiera formaba parte de la alianza del Frente Popular; desde el propio PSOE se había impedido que Indalecio Prieto ocupara la jefatura del gobierno; Largo Caballero había pasado a posiciones extremadas; con su mediación la UGT y la CNT se habían aliado, habían ido el 1 de junio a una huelga, que acababa de concluir, y habían sembrado el desorden y el caos y ensayado en las calles de Madrid lo que Tamames llama »el comunismo libertario de consumo (expoliando a los tenderos de comestibles)«27; los campesinos habían ocupado fincas y el gobierno se había visto obligado a legalizar hechos consumados. Se vivía en un ambiente prerrevolucionario. Los padrinos burgueses y la clase gobernante de la II República podían ser más o menos conservadores o más o menos progresistas y más o menos ilustrados. Pero ante todo pertenecían en bloque justamente a la burguesía. Y la burguesía no es partidaria de la revolución proletaria marxista o anarquista. Los insurrectos pertenecían, en definitiva, a la propia clase y no proclamaban ni la aniquilación de las estructuras sociales ni la del régimen político. Con los sublevados se estaba ante un intraenfrentamiento. Con los obreros y los campesinos se estaba ante un enfrentamiento interclasista. La república burguesa se encontró entre la espada de los militares y la pared de la revolución. Y ahí murió. España podía ser una sociedad más atrasada que parte de la europea, pero estaba inmersa en ella en todos los sentidos. En la guerra española se reflejaron de inmediato las tensiones a que estaba sometido el Viejo Continente: las ansias, las frustraciones, la utopía, los enfrentamientos, la inseguridad ideológica... la crisis general, en una palabra. Los regímenes totalitarios fascistas ayudaron pronto, y entonces sin remilgos, al bando de los sublevados. El gobierno tuvo otra suerte. Su homólogo francés quiso, pero chocó con la oposición interior y la de Gran Bretaña. ¿Fue la doctrina británica de la no-intervención producto de la reinante debilidad de los gobiernos democráticos, de diplomacia decadente, de ceguera, de 'Realpolitik'? En 1936 el go-

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bierno conservador de Su Magestad no podía tener mayor interés en respaldar al socialismo marxista y mucho menos al comunismo y al anarquismo. Le podía importar socorrer a la burguesía liberal, pero ésta había sido desbordada durante la paz y en la guerra no controlaba las fuerzas encuadras en su bando. El lado rebelde sin embargo, a pesar del grupo fascista de Falange, lo formaban monárquicos, republicanos conservadores, la religión y los militares mismos. Total, que mediada la guerra, en noviembre de 1937, Gran Bretaña intercambiaba ya con Franco »agentes oficiosos, Sir Robert Hodgson y el Duque de Alba, a los que no tardaron en concedérseles prerrogativas propias de embajadores« 28 . La ayuda soviética sólo llegó cuando la intervención de las potencias del Eje no le dejaba otra salida a la URSS. Entonces la canalizó a través del Partido Comunista, lo que resultó en perjuicio de los republicanos no comunistas. El ciclo abierto en la Revolución Francesa se había ramificado. Por el extremo oligárquico al que había arribado la burguesía de 1789 se estaba cerrando con la vuelta al poder absoluto en su nueva forma de poder totalitario. Lo mismo sucedía por el extremo comunista al que había llegado el proletariado de 1848-50. La concepción liberal-burguesa estaba agotada. Los gobiernos democráticos, siguiendo en su línea de indecisiones, debilidad y falta de soluciones para la sociedad europea, abandonaban por una u otra razón a aquella de las partes del conflicto español por la que se inclinaban las ideologías más progresistas y el movimiento obrero. El socialismo parlamentario no había conseguido ofrecer una vía a la sociedad europea; la revolución socialista y proletaria había sido reprimida en la, aunque destruida, moderna e industrializada Alemania; había triunfado en la feudal y atrasada Rusia, pero se estaba convirtiendo, se quisiera ver o no, en una dictadura totalitaria. Sin embargo el sucesor del liberalismo no estaba agotado: todavía no se había puesto en práctica toda la extensión de sus contenidos doctrinales. Todavía había salidas ideológicas para los progresistas europeos. En los ideales que se defendían en el bando republicano vieron no sólo la defensa de los logros conseguidos hasta entonces y la defensa contra la amenaza del fascismo totalitario, sino también una nueva oportunidad de ver realizados sus propios ideales de una nueva sociedad. Acudieron en su ayuda: no sólo en las calles de Europa, sino también en los campos de batalla de España. La guerra española, el conflicto social español, era simultáneamente la lucha por un nuevo orden. ¿También la oportunidad de salir de la crisis? No. Para salir de la crisis debe haber un dominante cultural. Las tendencias, los métodos, los conocimientos de lo que he llamado Cultura de la Ciencia habían conmovido o destruido los fundamentos de las cosmovisiones de la Cultura de la Creencia. Ahora bien, distaban leguas de ofrecer los sustitutos incontestables para todas y cada una de las partes integrantes de una cosmovisión del hombre y, por ende, de su sociedad. Ello posibilitaba a los totalitarismos aprovechar el espíritu de comunidad, pero con el objetivo de atentar contra la dignidad del individuo y de destruir a otros pueblos o utilizar el progreso

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tecnológico de la ciencia para imponer su poder; ello les liberaba de justificar su actos con verdades científicamente probadas y en su lugar les permitía la utilización de la maleable metodología fiducial. Ello posibilitaba a las democracias predicar la igualdad, potenciar el estado social y el espíritu de comunidad y simultáneamente dar libertad a intereses individuales, de grupo o de clase, que conducían repetitivamente a crisis económicas y sociales, y les permitía asimismo persistir en tipos de gobiernos y coaliciones de partidos que desembocaban a cual más rápido en el fracaso. Ello posibilitaba comprender que las soluciones a los problemas estaban en el orden de la cooperación internacional y luego permitía aplicar remedios del nivel del tribalismo nacional. El equilibrio de fuerzas entre las dos Culturas durante la veintena de años que separa las dos guerras mundiales depara a los europeos, individualmente y como sociedad, un momento de impasse cultural. El resultado fue una aguda crisis general y un fuerte estado de hipersensibilidad. La urgente necesidad de escapar del callejón sin salida propiciaba el escoramiento hacia soluciones simplistas y radicales. La Guerra Civil es producto y manifestación de la crisis europea, pero la Guerra Civil no contribuyó a salir de ella ni a evitar la bestial y denigrante salvajada humana de la II Guerra Mundial.

Notas 1

El análisis extenso de la Cultura de la Ciencia y de la Cultura de la Creencia fue expuesto en la tesis doctoral del autor »Crisis, didáctica y distopía«, Salamanca, 1983. Aquella exposición ha sido desarrollada bajo el titulo 'Evolución, crisis y cultura' en manuscrito ya concluido y que espera ser publicado.

2

No empleamos los términos 'método empírico' o 'método fiducial' según definiciones ya existentes. Ciertamente al uno lo hemos llamado empírico por las connotaciones de la palabra, pero al otro no podíamos denominarlo teórico o analítico, por ejemplo, para oponer el conocimiento empírico al conocimiento no empírico. No buscamos la oposición entre empirismo y teoría o análisis. Buscamos una iireconciliabilidad extrema: buscamos la oposición enlre experimento y fe. El método inductivo o el deductivo, aunque son opuestos, no son apropiados ni suficientes para expresar lo que nosotros deseamos. Tampoco lo son los otros métodos y denominaciones del campo de la deducción y de la reducción: axiomático, heurístico, falsacionista, etc.

3

Debemos aclarar que aunque tomamos como punto de partida el método de investigación, lo hacemos convencionalmentc. En realidad, tratar de saber cuál de ellos sustenta al otro significa volver de nuevo al problema de los orígenes: cuáles son las características esenciales de la naturaleza humana.

4

»Déclaration des droits de l'homme et du citoyen«, en: Jacques Godechot (ed.): Les Conslitutions de la France depuis 1789. Paris 1979, p. 33. La Constitución de 1791 (pp. 35 y ss.) iba encabezada por la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano.

5

Citado por Jean-Baptiste Durosclle: Europa: de 1815 a nuestros días: vida política y relaciones Barcelona 1978, p. 4.

6

Aquí debemos recordar que fue la Alemania de Bismarck, no entramos en las motivaciones del Canciller, la que marcó el paso en lo referente a los seguros sociales. Los demás países europeos siguieron las medidas sobre seguros adoptadas en Alemania.

7

Los porcentajes anteriores los hemos tomado de Werner Conze (ed.): Der Nationalsozialismus Aufl., Quellen- und Arbeitsheftc zur Geschichte und Politik. Stuttgart 1976, p. 61.

8

Sobre el liberalismo se puede consultar la obra de Trevor Wilson: The Downfall of the Liberal Party. London 1968. El el apendice I, pp. 422-425. se pueden encontrar los datos electorales aquí utilizados.

9

Manuel Tuflón de Lara: La II República, vol. I. Madrid 1976, p. 5.

internacionales.

1:1919-1934,

6.

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Pablo Iglesias como diputado por Madrid. El mismo año 1910 los laboristas británicos tenían 43 diputados. En 1914 había 76 diputados socialistas en Francia. Este aflo el SPD alemán, recordemos, tuvo 110 (cf. nota 9). Sus dos primeros diputados habían sido elegidos en 1871.

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Miguel Martínez Cuadrado: La burguesía conservadora