Historia De La Vida Privada en Chile. Tomo 1: El Chile Tradicional. De La Conquista a 1840 [1]
 9562393372, 9789562393379

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Bajo la dirección de Rafael Sagredo y Cristián Gazmuri

Historia de la vida privada en Chile El Chile tradicional De la Conquista a 1840

Historia de la vida privada en Chile

Historia de la vida privada en Chile Bajo la dirección de

Rafael Sagredo y Cristián Gazmuri

Tomo I El Chile tradicional De la Conquista a 1840

TAURUS

© De esta edición: 2005, Aguilar Chilena de Ediciones S.A. Dr. Aníbal Ariztía 1444. Providencia. Santiago de Chile. Alejandra Araya, Eduardo Cavieres, Isabel Cruz. Carmen Gloria Duhart, Cristián Gazmuri, Igor Goicovic, Leonardo León. René Millar, Juan Guillermo Muñoz. Julio Retamal A., Rafael Sagredo, Maximiliano Salinas. René Salinas, Jaime Valenzuela.





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Aguilar, Altea, Tauros, Alfaguara S.A. de Ediciones Beazley 3860. 1437 Buenos Aires, Argentina. Santillana de Ediciones S.A. Avda. Arce 2333, entre Rosendo Gutiérrez y Belisario Salinas, La Paz. Bolivia. Distribuidora y Editora Aguilar, Altea, Taurus, Alfaguara S.A. Calle 80 Núm. 10-23, Santafé de Bogotá. Colombia. Santillana, S.A. Avda. Eloy Alfaro 2277, y 6 de Diciembre. Quito. Ecuador. Grupo Santillana de Ediciones S.L. Torrelaguna 60, 28043 Madrid, España. Santillana Publishing Company Inc. 2043 N.W. 87 th Avenue, 33172, Miami, Fl., EE.UU. Aguilar, Altea, Taurus, Alfaguara S.A. de C.V. Avda. Universidad 767, Colonia del Valle. México D.F. 03100. Santillana S.A. Avda. Venezuela N° 276 e/ Mcal. López y España. Asunción. Paraguay Santillana S.A. Avda. San Felipe 731, Jesús María. Lima. Perú. Ediciones Santillana S.A. Constitución 1889, 11800 Montevideo. Uruguay. Editorial Santillana S.A. Avda. Rómulo Gallegos. Edif. Zulia Ier piso Boleita Nte.. 1071. Caracas. Venezuela. ISBN: 956-239-349-6 (Obra completa) ISBN: 956-239-337-2 (Tomo I) Inscripción N° 142.699 Impreso en Chile/Printed in Chile Primera edición: enero de 2005 Investigación iconográfica, textos y láminas: Alejandra Araya Fotografía de láminas: Carmen Gloria Escudero Cubierta: Claudia de la Vega Ilustración de Cubierta: Traje de los habitantes de Concepción, litografía, copia de Duché de Vancy Ferrario, Atlas de la Pérouse. 1797.

Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada

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Presentación de la obra

Concebida en tres volúmenes, la Historia de la vida privada en Chile aborda aquellos ámbitos de la existencia en los que, en palabras de George Duby, «uno puede abandonar las armas y las defensas de las que conviene hallarse provisto cuando se aventura al espacio público». Así, el estudio de la historia de la vida privada se ocupa de aquel espacio en el que se «encuentra encerrado lo que poseemos de más precioso, lo que sólo le pertenece a uno mismo, lo que no concierne a los demás, lo que no cabe divulgar ni mostrar, porque es algo demasiado diferente a las apariencias cuya salvaguarda pública exige el honor», . El primer volumen cubrirá el período colonial y hasta 1840, aproxi­ madamente; es decir, lo que se ha llamado el Chile tradicional. El segundo se ocupará del Chile moderno, este es el que va desde 1840 a 1925, aproximadamente. Por último, el tercer volumen tratará de la vida pri­ vada en Chile entre 1925 y el 2000; es decir, aquello que consideramos el Chile contemporáneo. Creemos que la división elegida para mostrar la historia de la vida pri­ vada en Chile representa las características esenciales de las etapas que ha vivido la nación a lo largo de su evolución histórica. Se trata de una periodización que intenta resumir en un sólo concepto los rasgos distintivos de la vida social, económica, cultural y política de las etapas mencionadas. El Chile tradicional surgió como consecuencia de la conquista euro­ pea y con la posterior formación de una sociedad marcada por los valo­ res de la cultura cristiana y occidental, de tono rural, crecientemente mestiza y con predominio absoluto de la aristocracia. El Chile moderno emergió como consecuencia de las transformaciones producidas por la Independencia y se caracteriza por su estrecha vinculación con la econo­ mía capitalista. Es el Chile en que la burguesía, luego transformada en oligarquía, impone sus valores y costumbres. El Chile contemporáneo es el del siglo XX: el del predominio de la clase media, la vida urbana, la masificación de las expresiones culturales y las angustias producidas por las crisis políticas y los diversos problemas provocados por el descontro­ lado crecimiento de los centros urbanos, entre otros fenómenos.

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HISTORIA DE LA VIDA PRIVADA EN CHILE

Como se apreciará a lo largo de la obra, el límite entre lo público y lo privado es una línea muy difusa que, además, cada sociedad y cada época se encargan de definir. De este modo, no debe extrañar al lector la desaparición o aparición, en diferentes momentos históricos, de temas y problemas que son objetos de estudio de la vida privada. Tampoco de­ bería sorprender llamar privado lo que alguna vez fue público, o, vice­ versa, la creciente publicidad que los sujetos comenzaron a dar a situaciones que alguna vez fueron propias del ámbito de lo privado. Es la dinámica de la vida de los pueblos la que provoca dichos cambios, la misma que ahora, desde el ángulo de la vida privada, esta obra preten­ de explicar para el caso chileno. Tradicionalmente, la historiografía ha orientado su interés dentro de lo que se entiende por espacio o esfera pública. Es el caso, entre otros, de la historia política, la historia militar, la historia de los movimientos sociales, la historia de las ideas y, en cierto modo, la historia de la Igle­ sia. Esta historiografía se preocupa de instituciones, espacios y situacio­ nes en que el individuo actúa como un ente público, «representando un papel» en relación a la sociedad o al Estado. Sin embargo, en la actualidad, se advierte un interés y una valida­ ción del estudio de la vida privada. Vale decir, de aquella dimensión de la existencia en la que la persona está sola o actúa en cuanto «particu­ lar» frente a otros; normalmente, en relación a parientes, objetos de amor, simples amigos o amigas, médicos, siquiatras, dentistas, compa­ ñeros de trabajo o personas varias. Entonces, el sujeto es un simple des­ conocido que entra casualmente en relación con otros. Más todavía, la vida privada estudia la intimidad del individuo en soledad: su higiene, sus costumbres y manías, sus formas de ocio, su actividad física, su reacción ante la enfermedad como sentimiento íntimo, su temor o ansia de muerte, etcétera. ¿Por qué ha existido este predominio de la historiografía de lo público? ¿Por qué el hombre —al menos colectivamente—, normalmente sólo re­ cuerda los sucedido en el plano que está abierto a todos, que tiene pu­ blicidad? Es de este ámbito que surgen los hitos, lo que la historiografía francesa ha llamado «los lugares de la memoria», lo simbólico, la efeméride, lo «destinado» a ser recordado. Sin embargo, nadie o casi nadie recuerda los ritos fundamentales, repetitivos y cotidianos, a veces in­ conscientes, del ámbito privado. ¿Quién sabe cómo era el aseo corporal —incluso entre los chilenos notables— hace solamente 190 años, en 1810? ¿Qué se hacía en las tardes de invierno o de verano por la misma época? Ciertamente no lo que se hace en el presente, podrá responder cualquiera. Pero difícilmente sabría qué se hacía entonces. Se conocen las alternativas del Cabildo Abierto de septiembre que proclamó nuestra emancipación de España, es un «lugar de la memoria» chilena; sin embargo, en la vida de los personajes que participaron en la reunión es posible que ese acto —que ahora nos parece tan trascenden­ te—, en el contexto de su vida cotidiana y en un tiempo relativamente prolongado, les haya preocupado menos que el estado de su salud, que el amor por su mujer, esposa o compañera, que la enfermedad de un hi­ jo y aun algunos problemas menores, agradables o penosos, que desde una perspectiva pública parecen absolutamente intrascendentes. De Luis XIV se recuerdan sus victorias militares, la construcción de Versal les, sus amores públicos, sus ministros, su obra como estadista.

PRESENTACIÓN

Pero, por ejemplo, que tenía piojos en la peluca y del tormento a que lo deben haber sometido esos parásitos no hay memoria histórica. Como sostiene George Duby en su breve introducción a los volúmenes de la Historia de la vida privada en Francia y Europa, «hay un área particu­ lar, netamente delimitada, asignada a esa parte de la existencia que todos los idiomas denominan como privada, una zona de inmunidad ofrecida al replie­ gue, al retiro, donde uno se distiende, donde uno se encuentra a gusto...». Por cierto que hay conductas que se realizan en ambas esferas, pero a veces difieren dependiendo de si se han hecho en público o en priva­ do. El habla privada es diferente a la pública, es coloquial y menos cui­ dada. por lo general llena de adjetivos e interjecciones; las formas de moverse, de vestirse, de comportarse, incluso fisiológicamente, son di­ ferentes. Las personas con modales no se rascan la cabeza ni hacen otras operaciones menos delicadas en público, pero sí en privado. Este ámbito privado, que puede ser tan importante para un ser huma­ no como su actuación y sus relaciones públicas, su ubicación en el es­ pacio social, su imagen y valoración pública, los acontecimientos en los cuales es actor, central o menor, se conoce poco. Por ejemplo, poco es lo que se sabe de la infancia en épocas preté­ ritas, pues el ser humano no participa en acontecimientos públicos im­ portantes siendo niño. Pero la infancia —lo dice Bertrand Russell— es la verdadera patria de todo hombre, con lo que quiere decir que ella es nuestra más importante fuente de recuerdos gratificantes, de imágenes, de amores, o, al revés, de traumas, de sufrimiento, de recuerdos horri­ bles que se proyectan en nuestra existencia. Muchos autores, en particu­ lar Sigmund Freud. se han encargado de mostrarnos cómo algunos aspectos perversos de la infancia también inciden en la actuación del adulto, privada y públicamente. Un libro estremecedor de Morton Schatzmann, El asesinato del alma, ejemplifica bien la diferencia entre lo público y lo privado. Es la historia de cómo un pedagogo, considera­ do un modelo en la Alemania guillermina, autor de varios textos sobre educación en los que recomendaba el rigor y la disciplina frente a los ni­ ños, había terminado por provocar terribles enfermedades síquicas en sus hijos. Esta última situación es propia de la vida privada. Aludiendo ahora a personas adultas que devienen en hombres públi­ cos. su vida privada —y no sólo la que no deriva de su historia infan­ til— también puede incidir en las acciones y en la imagen pública que todos ven. Nadie sabe, por ejemplo, cuánto de la conducta pública de un personaje está determinada por su situación conyugal, especialmente en ambientes católicos fundamentalistas o islámicos, o por otro problema personal, o por la conducta de parientes cercanos, el pasado privado, amores u odios ocultos, fobias y temores. Recordemos que fueron pro­ blemas puramente privados los que impidieron a Edward Kennedy llegar a ser presidente de los Estados Unidos, y los que estuvieron al borde de sacar de la Casa Blanca al presidente Bill Clinton. En Gran Bretaña, el asunto «Profumo», ciertamente una situación de vida privada, puso en jaque al Gobierno. En Chile, no se puede negar que la vida privada de Jorge Alessandri y su evidente neurosis marcaron su vida pública. Es posible que los complejos sociales que tuvieron Manuel Montt. José Manuel Balmaceda o Pedro Aguirre Cerda, también lo hicieran. Hay, pues, una «vida privada» que, sin duda, ha marcado la historia de toda sociedad de manera fundamental.

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Pasando del plano de lo privado a lo «íntimo», que normalmente se refiere a la conducta del hombre en soledad o en un círculo muy cercano, la importancia enorme de algunos actos aparentemente nimios puede lle­ varlos hasta la caricatura, pero en especial al drama. El «roncar» cuado se duerme puede ser tan importante para el destino de una persona como verse envuelta en una revolución. Puede afectar su relación de pareja, su autoestima, sus hábitos de vida, su relación con la familia, con sus con­ discípulos si es estudiante, o con sus camaradas si es militar, ser objeto de burlas, etcétera. Pensemos ahora —in crescendo— en un insomne, en un tartamudo, en un tímido, en un enfermo crónico, un alcohólico, en un depresivo, un paranoico, un sicótico, un impotente, una frígida, un o una homosexual. Para todos ellos su «problema privado» es algo funda­ mental que marca toda su existencia. Va a determinar las relaciones so­ ciales, el éxito profesional o intelectual, el sufrimiento y la felicidad del sujeto en cuestión; el que sea un solitario o un ser amistoso, alguien ca­ paz de querer mucho y a muchos o un ser incapaz de querer; un ser equi­ librado o un desequilibrado, un marginal. En suma, su relación con el mundo y su propia situación existencial. La historia de la vida privada, de personas o grupos, es, pues, funda­ mental. Pero es también muy difícil de realizar, justamente porque hay obstáculos para su conocimiento. Se estudia lo privado, algo a lo que di­ fícilmente tiene acceso «el otro» (el historiador en este caso), algo que suele ser (o simplemente considerarse) vergonzoso, que se oculta por pudor. Algo cuya huella, si es que la deja, se suele intentar disimular. La historiografía tiene dificultades evidentes para asomarse al borde de este mundo «privado» con perspectiva «científica»; vale decir, recu­ rriendo a testimonios y fuentes «históricas» ordenadas en función de una racionalidad. Existen, sin duda, los papeles íntimos, diarios de vida, co­ rrespondencia privada, libretas de notas, recuerdos de seres cercanos o re­ cuerdos propios; sin embargo, estos testimonios suelen ser mucho más escasos que los papeles públicos que, por lo general, se archivan. No obstante, para hacer la historia de la vida privada se pueden usar otros re­ cursos. El arte, y especialmente la pintura, siempre ha sido una ventana abierta al mundo de lo privado, aun de los casos límite. El grito de Munch es quizá la mejor «representación» existente de la angustia. Quizá no ha­ ya mejor biografía del conde duque de Olivares que el cuadro ecuestre que de él pintara Velázquez. Pero, creemos, superior a la pintura es la li­ teratura. Ella es una forma artística que puede dar luces en relación al tema por dos razones: la primera es que la literatura, al ser la creación de una situación artificial, sirve para comunicar una situación subjetiva en el len­ guaje de otros sin forzarla. Objetiviza así lo subjetivo, artificialmente es cierto; pero esa «artificialidad» no es libre; la imaginación creadora del escritor está condicionada por la experiencia, pero, más todavía, por su condición de hombre, que le suministra los elementos para hacer de lo que escribe literatura; vale decir, «una forma de mimesis». Así, el arte y la literatura se convierten en importantes auxiliares del método historiográfico cuando se trata de hacer la historia de la vida privada. Es por esto que el creador literario puede hacer de sus personajes casi «tipos ideales» o «modelos», los que pueden constituir una vía de ingre­ so al mundo cenado de lo privado e íntimo. En suma, por ser humano, el literato vislumbra, a partir de su intimidad propia —y propia de toda persona—, la privacidad y los problemas conectados con ésta en otros.

PRESENTACIÓN

Lo que resulta es, sin duda, incierto historiográficamente, en un sen­ tido clásico, pero puede ser en extremo sugerente. Permite, aunque sea de modo precario, tomar conciencia de problemas difícilmente aborda­ bles a partir de los testimonios históricos tradicionales. Un segundo problema vinculado al estudio histórico de lo privado es la dificultad, no ya de conocer, sino de interpretar correctamente la inti­ midad. El historiador analiza un comportamiento, en un contacto no buscado por la otra parte. En otras palabras, quien actúa públicamente, más allá de sus objetivos inmediatos, también lo está haciendo para la historia, y frecuentemente tiene en cuenta este aspecto. No así quien actúa en privado, que lo hace en la idea de que su conducta no sea estudiada históricamente. Esto, desde un punto de vista historiográfico, tiene sus ventajas y desventajas. Una persona está mucho más desnuda de defensas en un acto privado, no destinado a conocerse, pues en él se muestra tal cual es. Pero, al mismo tiempo, suele actuar saltándose pasos o etapas, usando claves conductuales personalísimas, poco matizadas, incompresibles si no es para sí mismo. Por eso, el historiador está mucho más expuesto a errar en sus interpretaciones de lo privado que de lo público. Qué tan acertada sea la interpretación de una conducta privada, aun si se le llega a conocer bien, dependerá pues, finalmente, del genio del historiador, de su sutileza interpretativa, de sus conocimientos de sico­ logía, de su intuición. Hay casos y casos donde queda la duda: ¿misti­ cismo o histeria?, ¿heroísmo o irresponsabilidad?, ¿firmeza o crueldad? De ese genio, sutileza o intuición del historiador dependerá cuán bueno sea el estudio hecho. El desafío de hacer historia de la vida pri­ vada suele ser mayor que el de hacer historia de la pública. La presente publicación aborda este desafío. Se trata de uno de los primeros intentos en Chile y, como tal, puede ser poco maduro; pero su valor está justa­ mente en su carácter precursor. Ya vendrán otros trabajos de los mismos u otros autores que ahonden en el tema. Por otra parte, en Chile, ya múltiples trabajos han tocado aspectos de la vida privada de los que han habitado esta tierra por siglos. Piénsese sólo en la bibliografía de Benjamín Vicuña Mackenna o en los tantos costumbristas que han escrito sobre Chile y sus habitantes. Incluso obras recientes han intentado hacer historia de los sectores que normal­ mente no eran estudiados por no participar activamente del ámbito pú­ blico. Pero todas ellas han sido «historia de la vida privada» hecha, a veces, sin la conciencia de estar produciéndola. O sin la noción de que es de mayor importancia historiográfica el hacerla. Este género historiográfico, hoy tan en boga en centros académicos de más tradición que los nuestros, no ha sido abordado, al menos siste­ máticamente, como una importantísima vía para conocer una cultura o una persona; en fin, toda una sociedad en un tiempo determinado. Creemos que si la obra que presentamos se limita a convencer al lector de lo impor­ tante que es el estudio de la vida privada de los individuos o grupos pequeños, que ella es necesaria para entender el conjunto la evolución de una sociedad, ya estaríamos cumpliendo con un objetivo muy importan­ te y dando un primer paso fundamental. Cristián Gazmuri Rafael Sagredo

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Población, habitación e intimidad en el Chile tradicional René Salinas

Población, familia y sociedad Desde mediados del siglo XVIII, la población chilena inicia un pro­ ceso de crecimiento sostenido que no se detendrá hasta muy avanzado el siglo XX. Sin embargo, durante el siglo XVIII y buena parte del XIX, este proceso se inserta en un régimen demográfico de «tipo antiguo», acorde con el contexto global de la sociedad tradicional en que se desa­ rrolla. Entre los elementos fundamentales que le caracterizan debemos señalar la detención del proceso de disminución de la población indíge­ na que se había iniciado con el comienzo de la conquista; el aumento de la población mestizo-blanca; un lento desplazamiento de población des­ de el campo a los antiguos y nuevos centros urbanos, y las altas tasas de natalidad y mortalidad. Los testimonios contemporáneos son abundan­ tes y unánimes para destacar ese crecimiento, que habría permitido du­ plicar el número de habitantes, y los cálculos más verosímiles estiman una tasa anual de 1,8% entre 1700 y 1835, con una aceleración en la se­ gunda mitad del siglo que habría elevado la tasa a 2,3% entre 1760 y 1785*. Algunos ejemplos pueden ser ilustrativos: la región de Quillota, cuya población se estimaba a comienzos del siglo XVIII en no más de mil habitantes, llegó a siete mil a finales de esa centuria. La aldea de La Ligua pasó de doscientos habitantes a mil en el mismo período. La ob­ servación de la población de siete «villas» entre 1748 y 1813 testimonia un crecimiento del 101%, y la ciudad de Rancagua, que tenía 1.085 ha­ bitantes en 1748, aumentó a 4.041 en 18312. Pero la población sigue siendo eminentemente rural, a pesar de to­ dos los esfuerzos realizados por el Estado borbónico para acrecentar la población urbana mediante un activo programa de fundación de ciudades. En el siglo XVIII, las únicas ciudades propiamente tales eran Santiago, que en 1778 tenía algo más de dieciocho mil habitantes, y Concepción, con cerca de seis mil. Este esfuerzo por «urbanizar» el territorio se hizo especialmente activo a partir de 1750, lo que llevó a que cerca de cien ciudades fueran fundadas, refundadas, reorganizadas o repobladas y a

El crecimiento demográfico

Un velorio chileno, primera mitad del siglo XIX. en Mariano Picón-Salas y Guillermo Feilú Cruz. Imágenes de Chile. Vida y costumbres chilenas en los siglos XVlll y XIX a través de testimonios contemporáneos. Editorial Nascimiento. Santiago, 1933.

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HISTORIA DE LA VIDA PRIVADA EN CHILE

que no menos de 1.500 familias fueran «asentadas» con un total de siete a ocho mil personas3. En general, la población del país era muy joven, ya que los menores de 15 años representaban cerca del 40% del total. Eran más abundantes en las zonas rurales (46,7% en San Felipe y 44,5% en Cauquenes a media­ dos del siglo XVIII, y 47,3% en Rancagua a comienzos del siglo XIX) y menos en los centros urbanos y asientos mineros (35% en Valparaíso en 1779 y 38% en Petorca a fines del siglo). En cambio, los «ancianos» eran pocos: los mayores de 50 años representaban sólo el 5,3% de la po­ blación de Valparaíso, el 7,1% de San Felipe, el 8,1% de La Ligua, y el 9,2% de Illapel a fines del siglo XVIII. Eran más abundantes en los cen­ tros mineros y grandes ciudades que en las regiones agrícolas. Por otra parte, las mujeres eran más numerosas que los hombres, y muy especial­ mente en los centros urbanos. En la ciudad de La Serena, en 1813, el nú­ mero de hombres y mujeres hasta los 7 años era más o menos el mismo, pero este equilibrio se rompía a favor de las mujeres a partir de los 8 años, y alcanzaba su punto álgido entre los 16 y 30 años, cuando el nú­ mero de mujeres duplicaba al de los hombres. Los centros mineros aco­ gían más hombres, especialmente de edades laborales: en 1778 había en Illapel 165 hombres por cada 100 mujeres entre 25 y 40 años, mientras que en la ciudad de Valparaíso, para la misma fecha, sólo había 72. Este excedente de población masculina en los centros mineros era casi siem­ pre soltera, como ocurre en Illapel, donde más del 55% de los mayores de 19 años no estaban casados, mientras que entre las mujeres del mismo grupo de edad sólo un 22% eran solteras. En cambio, en las áreas agrícolas la tasa de masculinidad general era muy baja: en Cauquenes sólo llegaba a 48,1% a mediados del siglo XVIII; en Melipilla a 48,9% y en Rancagua, a 48,6% en 1787. Esta re­ lación era especialmente baja entre los solteros en edad de constituir una familia, sobre todo después de los 25 años4. Un cálculo para todo el Co­ rregimiento de Santiago en 1778 arrojó un 55% de mujeres5. Los nacientes centros urbanos de fines del siglo XVIII, emplazados en las áreas rurales de gran propiedad, muestran siempre una población adulta eminentemente femenina, ya que un alto porcentaje de los hombres adultos se desarraigaban pronto del núcleo familiar para migrar a los cen­ tros mineros, para instalarse como inquilinos en las haciendas o para desempeñarse como peones rurales. Por el contrario, las mujeres abando­ naban las áreas rurales y llegaban a las ciudades para incorporarse al servicio doméstico, viéndose a menudo constreñidas a renunciar a la po­ sibilidad de constituir su propia familia porque, además, escaseaban los hombres en edades casaderas. Es muy probable que este excedente femeni­ no haya condicionado en parte ciertas conductas sexuales que se tradujeron en frecuentes relaciones extramaritales, cosa que se atenuó muchísimo en las áreas rurales, donde había un mayor equilibrio entre población femeni­ na y masculina, o incluso, como en las haciendas con familias campesinas dependientes, una neta preeminencia de hombres jóvenes y adultos6.

El hogar y el tamaño de la familia

La distinción entre hogar y familia es indispensable para compren­ der la realidad de cada uno de ellos. Así, tenemos que mientras en las zonas rurales los hogares están habitados en una alta proporción por

POBLACIÓN, HABITACIÓN E INTIMIDAD EN EL CHILE TRADICIONAL

más de una familia (50% en Cauquenes, 34% en San Felipe y 25% en Curicó en la segunda mitad del siglo XVIII), en los centros urbanos co­ mo Valparaíso, con importantes actividades de servicios, el hogar unifamiliar representa el porcentaje mayoritario (78% en 1779). De este modo, el número de moradores de un hogar puede alcanzar cifras elevadas: 12,5 en Cauquenes, 10 en La Ligua, Los Angeles y San Felipe, 7,4 en Talca, 6,7 en Curicó y 5,5 en Perquilauquén. Allí viven, junto al jefe de familia, la cónyuge, los hijos solteros y casados, los nietos, otros parien­ tes, criados y agregados con sus propios hijos'. Esta es una realidad que se modifica sustancialmente a lo largo del período estudiado, experi­ mentándose en todas partes una disminución del número de moradores en los hogares. El concepto de familia, así como las nociones que le están asociadas, tales como vida familiar, hogar, relaciones familiares, etcétera, son com­ plejas y han dado origen a una extensa bibliografía. En primer lugar, de­ bemos precisar que familia es un concepto cultural y, en consecuencia, cambia con el tiempo. Por lo tanto, lo que aquí nos interesa es el con­ cepto de familia en el pasado. Al respecto, todo hace pensar que en el Chile tradicional la familia nuclear pequeña fue predominante, tanto en los sectores populares como en los elitarios, aunque los porcentajes exactos sean difíciles de precisar. Así, al caso ya citado de Valparaíso podemos agregar el de San Felipe, que muestra como el 60% de las ca­ sas existentes en 1787 estaban habitadas por una sola familia entendida como de padres e hijos. Otro ejemplo interesante lo encontramos en la región meridional del «norte chico». Allí, en 1839, en el área de Quilimarí, había 438 casas, de las cuales el 66% (288) estaban habitadas por una sola unidad conyugal. Igual cosa ocurría en las haciendas vecinas de Pupío y Las Vacas, donde más de la mitad de las casas correspondían a familias nucleares. Incluso en otra hacienda vecina. El Arrayán, 30 de las 37 casas que había eran de este último tipo8. Así, pues, al menos dos de cada tres familias son «nucleares», aun cuando muchas de ellas incluyan «agregados», hijos de una relación ex­ traconyugal, y algún huérfano o niño excluido de su familia de origen9. Como bien ha recalcado Eduardo Cavieres, no se trata de una familia extensiva, sino de un «hogar extensivo». La casa unifamiliar es el mo­ delo básico de residencia, no obstante que un alto porcentaje de ellas al­ bergue o comparta su residencia con otras personas10. Es posible observar la realidad de la familia en cuanto tal desvincu­ lándola, hasta donde sea posible, del hogar. Esto nos lleva a concluir que el número de hijos por familia es más bien modesto: 1:4,3 en Perquilau­ quén; 1:3,9 en Valparaíso; 1:3,8 en Melipilla y Curicó. Con todo, en pro­ medio la familia nuclear tipo superaba los cuatro integrantes, lo que aseguraba un contingente de reemplazo generacional. Las familias con cuatro o más hijos suelen ser casi siempre más de la mitad en los luga­ res en que se conoce esta proporción, como Peumo (67%), Cauquenes (66%), Melipilla (59%), Talca (58%), Alhué (51%)". Otra vía para esti­ mar el número de hijos por familia es su reconstitución de acuerdo con los sofisticados métodos de la demografía histórica. Para cuatro casos observados según estos criterios tenemos cifras que no contradicen sig­ nificativamente las anteriores: las familias rancagüinas tenían alrededor de 6,4 hijos; las (iguanas, entre 5,08 y 7,06; las sanfelipeñas 6,68, y las santiaguinas, entre 6,61 y 6,38l2.

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La visión de la Rosa. Laureano Dávila, Colección del Monasterio de Dominicas de Santa Rosa de Lima, Santiago, en Santa Rosa de Lima, el tesoro americano. Pintura y escultura del período colonial, Corporación Cultural de Las Condes, Santiago, 2000.

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Sitios y acequias entre la calle San Pablo y el río Mapocho. Vicente Marcelino de la Peña, Santiago, 1764, Archivo Nacional. Mapoteca, Santiago.

El interesante estudio de Jorge Pinto realizado en 1981, a partir de informaciones documentales de variada índole, estableció una media aritmética para el Chile colonial de 3,19 hijos por familia, y aunque las muestras observadas pueden presentar familias con un elevado número de hijos, el tamaño de la mayoría de ellas en la segunda mitad del siglo XVIII era pequeño. Este mismo estudio coincide en sus estimaciones con las reconstituciones familiares conocidas, al calcularen un mínimo de seis los nacimientos por mujer a mediados del siglo XVIII en San Fe­ lipe. En efecto, las mujeres acceden a una convivencia (formal o infor­ mal) a una edad temprana: una de cada dos, antes de los 21 años, y una de cada cuatro, antes de los 23. Tal vez sea discutible su afirmación sobre el inicio temprano de la fertilidad (15 años), al menos de manera gene­ ralizada, ya que el fenómeno genético de la esterilidad de los adolescentes jugó un papel relevante en esta sociedad, como se constata en los casos de La Ligua, San Felipe y Rancagua1’. Como sea, la familia pequeña predominó en el Chile colonial (48% del total, según Jorge Pinto)14, especialmente en los centros urbanos, donde las posibilidades para favorecer la conformación de familias integradas y nu­ merosas eran muy limitadas. El período de años fértiles de una mujer pa­ rece no haber excedido los 18 años, al menos si lo calculamos desde el inicio del matrimonio, aunque tampoco es mucho mayor si lo considera­ mos desde el inicio de la vida sexual, como lo hacen Pinto y McCaa,s. Otra perspectiva de este mismo tema nos la entrega el análisis de las planillas censales que realizó para mediados del siglo XIX Ann Hagerman Johnson, diferenciando el número de personas que habitan una misma vivienda (hogar) de la unidad conyugal (familia). Según este es­ tudio, en las áreas rurales desvinculadas de los circuitos comerciales de exportación, con amplios espacios deshabitados, con economía de sub­ sistencia y sin control social de los grandes propietarios, se crearon con­ diciones favorables para el predominio de viviendas unifamiliares. En cambio, en las áreas que se insertan al mercado exterior, el hogar tien­ de a albergar una familia social extensiva. Así, en Panquehue (zona fuer­ temente impactada por la producción cerealística de exportación desde 1835), los hogares correspondientes a una sola unidad conyugal bajaron del 75% en 1843 al 33% en 1865'6. En resumen, las cifras acerca del número de hijos de. las familias tra­ dicionales son bajas en relación con la idea generalizada de una prole numerosa. Varios son los factores que nos ayudan a comprender esta realidad. Desde luego, la edad al matrimonio (incluso al «apareamien­ to»), es más alta de lo que se creyó, lo que disminuye el período repro­ ductivo. Además, este período estaba «protegido» por una lactancia prolongada que alargó los intervalos genésicos. Por otra parte, la tempra­ na interrupción definitiva de la fertilidad ligada a las duras condiciones de vida de la mujer también ayudó a reducir ese período, ya que los úl­ timos nacimientos ocurren bastante antes de los 40 años de edad en las mujeres casadas cuyos esposos siguen vivos después que éstas cumplen 50 años 7. También ejerció influencia las precarias condiciones de la vi­ da conyugal que afectaban a muchas familias con madre soltera o con viudas jóvenes. La mujer ocupó siempre un papel fundamental en el «proceso productivo» del núcleo familiar (en labores agrícolas, artesanales o domésticas), lo que dificultó el cuidado de los hijos. Por último, debemos considerar también la mala calidad de vida (miseria, falta de

POBLACIÓN, HABITACIÓN E INTIMIDAD EN EL CHILE TRADICIONAL

higiene) de estas familias, lo que acentuó los efectos de la altísima mor­ talidad infantil, llevando muchas veces a excluir a los hijos mediante la entrega o el abandono. La familia mítica de tres generaciones con el padre presente fue des­ conocida. En verdad, como ya hemos señalado, es muy complejo establecer un modelo único de familia tradicional. Más bien coexistían simultánea­ mente varias formas de vida familiar, entre las cuales la nuclear, o sea la compuesta por padres e hijos, fue, probablemente, la más extendida en número y en ideal.

¿A qué edad se constituían las familias? En Quillota, las mujeres se casaron, en promedio, a los 18,1 años en el siglo XVIII. Los hombres lo hicieron más tarde, después de los 20 años. En Cauquenes, el 65% de los hijos menores de 20 años corresponden a familias cuyos padres tie­ nen entre 35 y 54 años, y en Valparaíso, menos del 1 % de los padres con hijos de hasta 20 años, tenían menos de 25 años de edad. La proporción de hombres solteros antes de los 29 años es siempre mayor que la de las mujeres del mismo grupo de edades. Los casos en que se ha podido determinar con relativa exactitud la edad al matrimonio muestra una homogeneidad que hace atendible las cifras: Lugar

La Ligua San Felipe Casablanca Rancagua Santiago Estamento Militar Petorca

Edad

(1700-1849) (1740-1787) (1781-1820) (1786-1854) (1750-1800) (1819-1831) (Véase nota 18) (1840-1862)

promedio al matrimonio

Sexo masculino

Sexo femenino

26,9 26.2 25,9 25,8 27,4

21,5 21,1 21,1 20,9 22,7

27,0 26,8

21,0 23,0

La edad media al matrimonio difiere notoriamente de un sexo al otro y parece aumentar con el tiempo. En La Ligua, término medio, las mu­ jeres se casan por primera vez siete años más jóvenes que los hombres en la primera mitad del siglo XVIII, pero sólo cuatro cien años después. Cerca de dos tercios de los hombres se casaron estando en los grupos 20-24 años y 25-29 años. Las mujeres se concentran todavía más: tres cuartos de ellas se casaron entre los 15 y 24 años. Raramente una mujer contrae matrimonio con un hombre menor que ella. Las situaciones más comunes se dan entre hombres de 25 a 29 años con mujeres de 15 a 19 años, que representan el 36% de los casos observados. En Rancagua, estas magnitudes se atenúan: el 34,8% de los hombres y el 45,2% de las muje­ res casadas tienen entre 20 y 24 años en la primera mitad del siglo XIX. Por otra parte, la muestra utilizada por Sergio Vergara no ofrece grandes diferencias: el 65% de las novias se casaron entre los 15 y 22 años, y los

El inicio de la vida en pareja

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HISTORIA DE LA VIDA PRIVADA EN CHILE

novios fueron siempre mayores. Incluso el 52% tenía más de diez años de diferencia con sus novias18. Más allá de la exactitud de las cifras es importante señalar las dife­ renciaciones sociales en términos del contexto histórico en que se dan. Así. durante el siglo XVIII, las poblaciones de los centros más «urbani­ zados» se habrían casado más tarde que las de las áreas más plenamente ruralizadas. Por otra parte, en el largo plazo, al menos tendencialmente, la relación se habría invertido19, a veces por factores de índole climáticas, epidemiológicas, económicas o por un mayor dinamismo en las corrien­ tes migratorias, como ocurrió en el valle de Petorca20. No todos los nacimientos se gestaban al interior de la familia; un alto porcentaje de ellos correspondía a procreaciones fuera del matrimonio. Sin embargo, la familia nuclear se sustentaba como la institución bási­ ca de toda la sociedad tradicional. La estimación de los hijos nacidos fuera o antes del matrimonio es relativamente compleja, pero en ningún caso nos puede hacer ignorar su existencia. La reconstitución de fami­ lias permite precisar algunas características de este fenómeno. Así, en Rancagua el 20,8% de los matrimonios observados concibió un hijo an­ tes de celebrar el sacramento, de los cuales el 5,8% ya había nacido y el 15% restante lo hizo en los ocho meses siguientes al enlace. Esto quie­ re decir que aproximadamente una de cada cinco mujeres casadas tuvo una experiencia sexual o se embarazó antes de casarse. En La Ligua, del total de matrimonios observados, el 16,3% tuvo un hijo antes de casar­ se, y el 13% lo tuvo antes de cumplirse los ocho meses. En otras pala­ bras, una de cada tres mujeres tuvo una experiencia sexual procreativa prematrimonial. Las mujeres que se casan siendo ya madres son, obviamente, más adultas (29 años y más). En cambio, el mayor número de nacimientos ocurridos antes de los ocho meses de casadas correspondió a mujeres menores de 20 años. También hay que considerar, como ya lo señalára­ mos, el fuerte desequilibrio de los sexos en las edades adultas, que de­ terminó un importante excedente de mujeres que marginó a muchas de ellas del mercado matrimonial formal, pero no así de relaciones extrama­ ritales, dando lugar a uno de los fenómenos más claramente discernibles de las fuentes contemporáneas: las altas tasas de ilegitimidad. De hecho, el estudio de La Serena, ya citado, ha demostrado que éstas fueron el doble en la ciudad que en las áreas rurales (30 a 40% contra 10 a 20%). Paralelamente, se generó un acentuado proceso de exclusión de hijos del hogar y de abandono de recién nacidos. Sólo entre 1775 y 1815 hemos calculado que el 85% de los hijos ilegítimos fueron abandonados en la ciudad, mientras que en las áreas rurales ese fenómeno fue casi imper­ ceptible21. La realidad de La Serena se constata también en el resto del país. En Valparaíso, los bautismos ilegítimos pasaron del 36% al 41% entre 1727 y 1800. Por su parte, McCaa sostiene en su estudio de la po­ blación del valle de Petorca que el primer apareamiento se habría pro­ ducido 2,5 años antes de la edad media al matrimonio. Por lo tanto, el primer nacimiento legítimo de una pareja típica se producía cuatro años después de haberse iniciado su vida en común, cuando ya habían engen­ drado dos hijos22. No hay fechas privilegiadas para casarse, ya que los matrimonios se distribuyen proporcionalmente a lo largo de todo el año, y si hay alzas estacionales, éstas se concentran en verano coincidiendo con la «misión»,

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o sea la visita parroquial que organizan la iglesia y el hacendado y du­ rante la cual el sacerdote procede a «legitimar» las uniones espontáneas del mundo rural. Si analizamos su distribución mensual, el mayor nú­ mero de matrimonios ocurre en casi todas las parroquias observadas du­ rante el mes de mayo, y un poco menos en diciembre; es decir, cuando las labores agrícolas lo permiten, los caminos hasta las parroquias están transitables, los novios tienen los recursos para pagar la ceremonia y las festividades religiosas lo favorecen. Aquí, la obligación de respetar el tempus feriarum definido en Trento no «comandó» ios movimientos es­ tacionales como en Europa. El análisis de los datos reunidos sobre este aspecto nos permite afirmar que hay dos claras concentraciones de ma­ trimonios en los meses de verano e invierno, y dos netos descensos en otoño y primavera. Probablemente, la interdicción de Cuaresma se hizo sentir en la disminución de marzo; en cambio, la prohibición de Advien­ to se respetó muy poco. Por su parte, las siembras agrícolas explican el descenso de primavera.

Las posibilidades de contraer matrimonio eran diferentes para los hombres y las mujeres, ya que un alto porcentaje de estas últimas llegó a edades adultas sin casarse. La proporción de soltería entre las mujeres mayores de 50 años arroja porcentajes elevados: 26% en Valparaíso, 28% en La Ligua, 22% en San Felipe. 28% en Casablanca, 26% en Melipilla y Petorca, 28% en Santiago y 20% en Rancagua. Estas escasas probabilidades femeninas de contraer matrimonio se explican por el ba­ jo número de hombres en las edades casaderas, período en el cual la mi­ gración masculina es muy alta. Las constantes corrientes migratorias internas de la población masculina desplazaron fuertes contingentes de trabajadores en dirección de los centros mineros y de algunas ciudades como Valparaíso y Santiago. En la primera de ellas, a comienzos del si­ glo XVIII, el 89% de los maridos que se casaron ahí habían nacido en otro lugar, porcentaje que era todavía del 69% a finales del mismo siglo. En Petorca, los esposos provenientes de otros lugares fueron el 57% en­ tre 1770 y 1779, y suben al 60% entre 1790 y 1799. La realidad de los centros rurales es, en cambio, muy diferente: los matrimonios testimo­ nian una endogamia geográfica más constante. Así, en Casablanca, só­ lo uno de cada tres esposos era «afuerino» a comienzos del siglo XVIII y uno de cada cinco a finales del mismo siglo. Incluso en Quillota, don­ de la mitad de los esposos y un tercio de las esposas venían de otros lu­ gares a comienzos del mismo siglo, el porcentaje bajó a menos del 20% entre los hombres y al 2% en las mujeres a finales de él. Situaciones si­ milares ocurren en Melipilla, La Ligua y San Felipe. En todo caso, cabe hacer notar que estas migraciones masculinas se dan en áreas relativamente cercanas, al menos según los testimonios que entregan los registros matrimoniales. En Valparaíso, cerca del 45% de los esposos que no habían nacido en el puerto procedían de parroquias vecinas, y sólo uno de cada cuatro venía de lugares a más de 350 kiló­ metros de distancia. Por su pane, en Casablanca, el 74% de los esposos nacidos fuera de la parroquia procedían de lugares dentro de un radio de distancia no superior a los cien kilómetros, y en San Felipe el 80% de los contrayentes eran originarios de la «jurisdicción» o de sus entornos

El funcionamiento del mercado matrimonial

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HISTORIA DE LA VIDA PRIVADA EN CHILE

inmediatos. En otras palabras, la endogamia geográfica parece haber si­ do muy importante, lo que se manifestaba en la elección de pareja en la misma parroquia o en las vecinas o limítrofes, lo que de paso explica el alto número de casos en que fue necesario obtener una «dispensa» por diversos grados de parentesco que unían a los novios para poder casar­ se. Así, la consanguinidad es una consecuencia entendible de tan fuerte endogamia geográfica. Estas demandas de dispensa por consanguinidad nos aclaran singularmente las motivaciones y los imperativos que co­ mandaban —especialmente en el medio popular— la formación de la pareja, cuando señalan las razones por qué tal persona desea esposar a un pariente o parienta en determinado grado. Las situaciones más frecuentes se referían a matrimonios entre primos, tíos-sobrinas, sobrinos-tías, hijos de primos, etcétera. Los múltiples lazos familiares de las poblaciones ru­ rales, los elevados índices de ilegitimidad al nacimiento, las migraciones periódicas, el mestizaje y hasta la noción de amor que tiene esta sociedad explicarían las dificultades de tantas parejas para formalizar su relación23. En directa relación con lo anterior podemos señalar otra particulari­ dad de estos matrimonios tradicionales: los casamientos entre solteros sólo eran una parte del total, que parece no haber superado el 80% (75% en La Ligua, 75,7% en Melipilla y 76,5% en Casablanca). En otras pa­ labras, uno de cada cuatro matrimonios representaba para uno de sus cónyuges al menos una segunda experiencia matrimonial. Los casos ob­ servados muestran que este hecho era especialmente significativo para los hombres, pues los viudos que se casan con solteras son el doble de las mujeres viudas que se casan con hombres solteros. Así ocurrió du­ rante el período estudiado en las aldeas de La Ligua, Casablanca y Me­ lipilla. Estos datos ponen de manifiesto la costumbre, pero también testimonian la carencia de hombres solteros en las pequeñas comunidades agrícolas, los que, como ya hemos señalado, emigraban o abandonaban temporalmente el lugar, provocando un «desequilibrio de los sexos» que favorecía enormemente a los viudos para elegir a una nueva esposa sol­ tera y, consecuentemente, perjudicó a las mujeres de mayor edad, que debieron competir desfavorablemente en el mercado matrimonial. De ahí entonces los índices de soltería definitiva (calculados a partir de las personas muertas a 50 o más años de edad sin estar casadas), siempre marcadamente superiores para las mujeres.

Parroquia

Valparaíso San Felipe Casablanca La Ligua Melipilla Petorca Rancagua

Soltería

definitiva

Soltería definitiva

FEMENINA

MASCULINA

26 22 28 28 26 26 20

18 — 21 23 22 22 16

Así, pues, la viudez es un fenómeno preponderantemente femenino, ya que en cada lugar observado el número de viudas excede largamente

POBLACIÓN, HABITACIÓN E INTIMIDAD EN EL CHILE TRADICIONAL

al de viudos. Sin embargo, no se trata de que estas viudas sean necesa­ riamente mujeres ancianas, aunque sí suelen tener una familia ya forma­ da con uno, dos o más hijos a su cargo. También a menudo son las responsables de sus hogares y a veces propietarias de un patrimonio no desdeñable. Siguiendo con la misma línea de reflexión, estas cifras ponen de ma­ nifiesto una proporción de segundas nupcias (a veces incluso terceras) mucho más importante de lo que se ha creído. En todo caso, este es un fenómeno universal que encontramos en todas las sociedades con altas tasas de mortalidad, en las que «...La muerte era al matrimonio lo que hoy es el divorcio...». La baja esperanza de vida repercutía en la ruptu­ ra del matrimonio por la muerte de uno de los esposos, exponiendo la unidad familiar a una severa crisis que se intentaba paliar con un nuevo enlace restaurador de la continuidad de los miembros sobrevivientes. A diferencia de hoy, casi nunca el segundo o tercer matrimonio constituyó una «nueva aventura emocional», sino más bien actuó como un acelera­ dor o estimulante de la fecundidad. Además, muchas de estas nupcias fueron formalizadas con parientes o parientas cercanos (por ejemplo, cuñadas), lo que sin duda disminuía la incertidumbre de la restauración familiar. Estudiando los «impedimentos» que obstaculizaban el matrimo­ nio de los novios de la ciudad de Rancagua entre 1786 y 1831, y para lo cual fue necesario solicitar su respectiva «dispensa», se pudo constatar que de los 55 viudos y viudas que se volvieron a casar, 20 tenían lazos de consanguinidad con sus nuevos novios o novias, de los cuales siete habían elegido un hermano o una hermana del cónyuge anterior. Inclu­ so algunos de ellos reconocieron haber mantenido relaciones sexuales antes de decidir contraer matrimonio24. Así, pues, el recasamiento parece haber sido muy extendido en el pa­ sado, ya que cerca de un 25% de los esposos habían estado casados antes. Desgraciadamente, los datos no nos permiten saber si este fue un fenó­ meno más común entre los pobres que entre los ricos ni entre los jóvenes o los adultos. Lo que sí nos queda claro es que para una familia común, así como los hijos eran considerados «la riqueza del pobre», la esposa era también un patrimonio significativo de la producción familiar. Observando más de cerca la vida de algunas uniones matrimoniales advertimos que el 60% de ellas terminó por la muerte del esposo, lo que explicaría que en esas comunidades haya siempre más viudas que viu­ dos. En el estudio de Sergio Vergara, ya citado, se señala que del total de novias observadas el 40% eran huérfanas de padre, mientras que sólo al 18% les faltaba la madre25. Sin embargo, las posibilidades de volverse a casar eran menores para una viuda que para un viudo, ya que mientras entre estos últimos uno de cada cuatro volvía a casarse, sólo lo hacía una de cada quince viudas, como ocurrió en La Ligua y Casablanca. El se­ gundo enlace no tomaba mucho tiempo: un poco menos de la mitad de los hombres viudos observados en los dos lugares señalados anterior­ mente, se casaron antes de los tres años, y el 66% antes de los cinco. In­ cluso un 16% lo hizo antes de un año. El estudio de Rancagua, aunque sin desagregar los datos por sexo, demuestra que el 18% de los recasa­ mientos ocurrieron durante el primer año de viudez, el 42% en el segundo, y sólo un 16% después de los cinco años26. Todavía a mediados del siglo XIX, en la pequeña ciudad de San Felipe, el intervalo promedio entre el primer y segundo matrimonio fluctuó entre 18 y 24 meses, tanto

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La Dehesa, Tobalaba. Las Condes, 1708, Archivo Nacional. Mapoteca. Santiago.

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para hombres como para mujeres. Sin embargo, en Valparaíso, ciudad que había alcanzado un alto desarrollo urbano y comercial, ese interva­ lo llegó a los 4,9 años para la mujer y a los 5,7 para el hombre. Además, ningún hombre -y muy pocas mujeres— se volvieron a casar antes de los dos años de haber enviudado27. Este mismo autor ha demostrado que prácticamente no se registraron matrimonios de mujeres mayores de 47 años en San Felipe durante la segunda mitad del siglo XVIII28. Las mujeres, probablemente presionadas por la mentalidad social, conservan su viudez por más tiempo, ya que en promedio, en los mismos lugares citados anteriormente, se vuelven a casar quince meses después que los hombres. Otro factor que explica las desventajas de las viudas es la edad. Para la mentalidad de la comunidad, la edad del viudo tiene me­ nos «peso» que la de la viuda, por lo que los primeros no ven limitadas sus posibilidades para contraer un nuevo matrimonio (a menos que esté «muy viejo»). En cambio, a la mayoría de las mujeres la viudez les sor­ prende siendo ya «ancianas», lo que ciertamente les dificulta la compe­ tencia en un mercado pictórico de jovencitas. No olvidemos que en esta sociedad tradicional el concepto de ancianidad es esencialmente cultural y no guarda relación con nuestros cánones de edades modernas. De he­ cho, en ese tiempo se creía que la mujer pertenecía al marido no sola­ mente «en vida», sino también después de muerta, por lo que se miraba con malos ojos no tanto el recasamiento en sí, sino el hecho que lo hicie­ ra la mujer. A lo largo del siglo XIX se fue intensificando también una percepción negativa de la «viudez breve», lo que llevó a alargar el tiem­ po entre viudez y recasamiento. Especial rechazo recibió el conocimiento del recasamiento de una viuda con un muchacho mucho más joven, cosa que a la inversa, aunque ocasional, fue más tolerada. Hay que tener presente también otros hechos en relación con este te­ ma. Por una parte, la Iglesia era, en general, más hostil al recasamiento de las mujeres, y por otra, a causa de la división del trabajo entre los se­ xos, a un hombre se le hacía más difícil ejecutar trabajos considerados como propios de las mujeres, mientras que a la inversa no había tal in­ compatibilidad. Otro aspecto que debemos considerar era la aceptación más espontánea de la «independencia» por parte de la mujer, especial­ mente si su situación económica se lo permitía, absteniéndose de un segundo matrimonio. De hecho, muchas mujeres que lograron una inde­ pendencia económica como solteras fueron esquivas para formalizar hasta un primer enlace, como lo testimonia un reciente estudio29. La edad de los novios al momento de contraer un nuevo matrimonio no es fácil de precisar; si bien, al límite del período que nos interesa en este estudio, sabemos que en Valparaíso la edad promedio de las muje­ res al segundo matrimonio fue de 32,65 años y la de los hombres 35,35.

Patrimonios familiares, afectos y sentimientos

Hay otros aspectos que es indispensable precisar en el estudio de la rea­ lidad familiar en la sociedad tradicional: el patrimonio y los afectos. Las familias elitarias lograron resguardar y acrecentar sus bienes patrimoniales mediante alianzas, dotes y, muy especialmente, a través del mayorazgo. Más difícil resulta estimar la dimensión socioeconómica de las fami­ lias populares. Los testimonios de la vida cotidiana hablan de una po­ breza material del común de la gente durante los siglos XVIII y XIX.

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Sin embargo, muy acertadamente, Eduardo Cavieres ha llamado la aten­ ción sobre la conveniencia de precisar qué se entiende por pobreza en un momento dado, ya que en cuanto creación cultural este es un concepto cambiante con el tiempo. A nivel familiar, parece más relevante obser­ var las expectativas y las probabilidades de realización que ellas tuvieron, poniendo énfasis más en la cantidad que en la diversidad de bienes. Así, durante el siglo XVIH, las familias populares de las áreas rurales ha­ brían tenido más éxito en la acumulación (tierras, animales, bienes de labranza, etc.) que las de las áreas semiurbanas. Fundado en el análisis de dotes y aportes al matrimonio, Cavieres estima que la mitad de los casamientos de San Felipe a mediados del siglo XVIli se constituyeron con un patrimonio relativamente consolidado, acrecentándolo durante la vida conyugal. En cambio, en Valparaíso la situación fue exactamente la inversa, de tal modo que en esta última ciudad «la vida se consumía al mismo ritmo con que también se consumían los pocos medios disponi­ bles»54’. Sin embargo, este proceso se habría detenido durante el siglo XIX. especialmente como resultado de la subdivisión de los predios en las áreas rurales. Esto sería una consecuencia ineludible del sistema de transmisión de la herencia y de la concepción neolocal de residencia, fenó­ meno que se hizo sentir con igual o mayor fuerza en los centros urba­ nos, lo que dio paso a una auténtica atomización del espacio urbanizado, generando un poblamiento abigarrado y un hábitat caracterizado por el hacinamiento. Todo esto disminuyó aún más el nivel de vida de los sectores populares de las ciudades51. El predominio de la familia nu­ clear, la concepción neolocal del hogar y la división igualitaria de la he­ rencia —incluido el uso de la dote como mecanismo anticipatorio de los derechos de los hijos a los bienes de la sociedad conyugal— no hicie­ ron sino acentuar el empobrecimiento de los sectores populares rurales y, muy particularmente, de los centros urbanos. La sociedad tradicional logró garantizar por un cierto tiempo solamente los requerimientos básicos de las parejas para casarse: el espacio donde vivir a través de la

Tertulia clase inedia. Inicios del siglo XIX.

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Cabaña del cacique Penoleo en Concepción, Litografía, 1846, en Miguel Rojas Mix, La imagen artística de Chile. Editorial Universitaria, Santiago, 1970.

subdivisión del terreno o solar, el equipamiento elemental del nuevo hogar mediante la dote y los medios para el trabajo futuro, fuesen ins­ trumentos de labranza, animales de crianza o un lugar de trabajo junto a los padres. Desde una perspectiva sociológica, todos los estudios sobre el ma­ trimonio en la sociedad tradicional son coincidentes en estimar que este es, en primer lugar, un asunto de interés, y sólo secundariamente un asunto sentimental. En todo caso, buena parte de la vida social y econó­ mica se organizó en función de la pareja, y los hombres y mujeres solos tuvieron difícil cabida en esta sociedad. Pero tampoco fue fácil casarse. El matrimonio estuvo comandado por los principios religiosos, tales co­ mo la relación perpetua e indisoluble, la fidelidad y lealtad recíproca, la edad de los contrayentes y el mutuo consentimiento, entre otros. La mis­ ma ceremonia matrimonial fue un hecho que ocupó un lugar importante en la vida de la familia y del individuo, comprometiendo también acti­ tudes colectivas e inconscientes. El matrimonio no fue un asunto sola­ mente individual, sino que involucró de uno u otro modo a dos «partes» (familias), que a menudo establecieron un acuerdo para ello. Esto le dio una importancia a todos los participantes, actores u observadores y, en general, a la sociedad entera, que se integró a través del rito y, muy es­ pecialmente, a través de la publicidad previa. El casamiento era un acto festivo y ritualizado, que implicaba mani­ festaciones rituales de agregación, suspensión y marginación. Era el paso de un estado social a otro, de un grupo de edad a otro, de solteros a ca­ sados. Sin embargo, todos estos «pasos» estaban convenientemente es­ tructurados por el rito. El ritual se iniciaba con el conocimiento, seguía con el cortejo y terminaba en la celebración del sacramento, pero incluía también el ajuar y la dote, todos convenientemente publicitados y socia­ lizados por ¡a comunidad. La constitución de la pareja estaba inserta en el marco de una «es­ trategia matrimonial», de la que ya hemos-conocido sus tendencias endogámicas geográficas. En general, el espacio al interior del cual se realizaba la elección de la pareja tenía ciertos límites, más estrechos en­ tre los sectores elitarios y más amplios en los medios populares. En una sociedad estamental clásica esos límites debieran ser infranqueables para los individuos de un mismo grupo, generándose de ese modo una endogamia social u homogamia, de tal modo que esos límites impedirían la incorporación de sujetos ajenos al grupo. En una sociedad más evolu­ cionada, la búsqueda de pareja supera con mayor facilidad esos límites, introduciendo conductas aleatorias. Esta óptica de análisis ha sido esca­ samente desarrollada en la historiografía chilena. Uno de los pocos es­ tudios conocidos fue hecho para Valparaíso por Arturo Grubessich, y en él podemos ver la evolución seguida por la endogamia social durante el siglo XVIII. Así, se constata una disminución constante a lo largo de la centuria, de modo que, en general, la elección de pareja estuvo cada vez menos condicionada a la pertenencia a un grupo dado. Sin embargo, al interior de este proceso global se habrían producido tendencias contra­ puestas: mientras la élite (representada por los caballeros o «dones») ha­ bría acentuado una actitud de cierre, el grupo de los españoles asumió con fuerza conductas de apertura. Es interesante observar cómo en la élite son las mujeres las que refuerzan más categóricamente su tenden­ cia endogámica, mientras que los hombres la disminuyen. En cambio,

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entre los españoles son los hombres los que acentúan la endogamia so­ cial, mientras que las mujeres buscan cada vez más pareja entre los mes­ tizos. Este mismo autor ha ampliado el área de observación a todo el territorio del Chile tradicional, concluyendo que la tasa de exogamia más alta corresponde a los hombres españoles. Dentro de su muestra, los niveles más altos aparecen en La Serena, seguida por Valparaíso y Colchagua. Algo más atenuados son los indicadores de Santiago, Quillota, Petorca y Casablanca. Tomando como indicador la relación inter­ matrimonial, establece que en La Serena uno de cada tres matrimonios fue exogámico, uno de cada cuatro en Valparaíso y Santiago y uno de cada cinco en Colchagua, Petorca, Quillota y Casablanca. Por otra par­ te, estos datos ratifican al grupo de los «caballeros-dones» como el más consolidado de la sociedad colonial, ya que su alta endogamia testimo­ niaría que muy pocos individuos se casaron fuera del grupo. En síntesis, concluye este historiador, agrupando todos los casos (hombres y muje­ res) de las cinco áreas estudiadas y midiendo porcentualmente las pro­ pensiones exogámicas, es posible afirmar que una de cada cuatro personas se casó fuera del grupo al que pertenecía en la sociedad colonial'2. En la sociedad tradicional el matrimonio cristiano no fue la única forma de unión estable y «honesta» a que aspiró la gente. Otras formas —como el concubinato— también fueron practicadas masivamente. Estas «uniones de hecho» iban desde una convivencia con la pareja «amada» hasta la unión de un hombre con una mujer libre cuyo único patrimonio era su cuerpo (lindante con la prostitución). El tipo de unión conocida como «amancebamiento» se practicó masivamente y con un alto grado de tolerancia social, aun cuando numerosos casos fueron el resultado de la imposibilidad que tuvieron muchos solteros para superar las barreras legales, económicas y espaciales que exigía el matrimonio; tanto, que muchos transgresores reconocieron que su de­ seo era casarse y, mientras tanto, «vivían como casados». Como haya sido, numerosas parejas transgredieron los principios establecidos por la Iglesia y el Estado, y crearon patrones de convivencia marginales. Algunos historiadores han señalado como factores principales de este «desorden familiar» a la movilidad laboral y territorial de la población, al costo de la vida y a los hábitos y costumbres"; pero también es cier­ to que, a nivel del inconsciente colectivo, estas parejas no concibieron su relación como motivo de desorden. De hecho, muestran poco inte­ rés por ocultar su relación y se comportan públicamente como pareja formal con un alto grado de estabilidad, si tenemos en cuenta los mu­ chos años que pueden llevar juntos antes que sean denunciados como transgresores34. Estas conductas hay que verlas como modalidades al­ ternativas de vida familiar que en la práctica habrían sido muy iguales a las formales. La realidad analizada anteriormente nos lleva a plantearnos el lema de los afectos y sentimientos en el matrimonio y la familia de la socie­ dad tradicional. Ya hemos dicho que en su origen el matrimonio fue más un asunto de interés que de afecto, pero tampoco podemos negar la exis­ tencia de sentimientos que están en la base de la condición humana. En las «relaciones alternativas» a que hemos hecho mención anteriormen­ te, sin duda tuvieron una gran importancia los lazos afectivos. Ellas ha­ brían sido el mecanismo más estable generado en esa sociedad para superar la rigidez de las normas de comportamiento sexual. Su misma

Un machitún.

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estabilidad estaría indicando que hay pactos afectivos involucrados en estas relaciones, y no son pocos los testimonios de los mismos actores que hablan de haber encontrado allí la felicidad. Por otra parte, ni la exteriorización de los afectos en la sociedad tra­ dicional eran como los modernos, ni las fuentes que los recogen son abundantes. Pero nada de ello significa que no existieran. Emociones, sentimientos y conductas amorosas del pasado, especialmente las que se intercambiaron en la pareja, si nos atenemos a los testimonios documen­ tales, parecen haber sido muy poco frecuentes. Algunas palabras o ex­ presiones de reconocimiento recogidas, por ejemplo en los testamentos, han llevado a pensar en testimonios de afecto amoroso hacia el cónyuge sobreviviente. Pero a veces éstos parecen ser más bien meras formalidades de la época o reconocimientos tardíos que intentan mitigar, en un mo­ mento crucial de la vida, justamente la inexistencia de afecto durante la vida conyugal. Una conducta transgresora como el rapto ha sido identificada como la expresión del amor romántico. En efecto, la atracción, la seducción y, a veces, el abandono del marido nos hablarían de afectos (¿o pasión?) que habrían llevado a la pareja a transgredir el orden familiar. Pero cuan­ do son descubiertos, el término amor está ausente de sus explicaciones y no así la insistencia de que «vivían juntos como marido y mujer»35.

La casa y la comida Distribución y uso de los espacios domésticos en las casas señoriales

Con la llegada de Pedro de Valdivia se empiezan a levantar las prime­ ras construcciones con características europeas en Chile, las que tuvieron que adaptarse a las necesidades de la guerra que por ese entonces libraban españoles e indígenas. Es así como la casa en un comienzo tuvo una fun­ ción principalmente defensiva, dando como resultado una aldea rodeada de empalizadas de madera, que más tarde fueron reemplazadas por mura­ llas un poco más sólidas que resguardaban a sus habitantes del asedio de los naturales. Inmediatamente asentados, los españoles procedieron a repartir sola­ res entre los conquistadores, donde establecieron sus casas y chacras. Allí surgió el estilo básico de la llamada casa colonial del Chile tradicional que se mantendrá hasta mediados del siglo XIX. Esta casa se distinguía por es­ tar dividida en tres patios, dentro de un plano en «U», alrededor de los cua­ les (que eran bastante soleados) se distribuían, de manera longitudinal y transversal, los cuartos y habitaciones, los que variaban de función según la ubicación que tenían al interior del emplazamiento de la casa. Todo es­ to se tradujo en la creación de una configuración externa y otra interna de acuerdo a las actividades que desarrollaban los ocupantes de la vi­ vienda: hacia la calle tomó un aspecto público y masculino; hacia el fondo se hizo privado y femenino, se desarrolló el servicio y el ámbito de la servidumbre36. El espacio externo se iniciaba en el frontis y llegaba hasta el primer patio empedrado, donde se encontraba el zaguán por el cual se entraba a la casa y en el que se colocaba un asiento de piedra destinado al des­ canso de la gente. En el lado opuesto a aquél, se ubicaba la puerta que correspondía a la pieza del cuidador o portero. Además, estaban las

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habitaciones destinadas al almacenaje de las provisiones y otras piezas que eran arrendadas o utilizadas para el establecimiento de negocios. En el primer patio se desarrollaban las actividades públicas de la ca­ sa, es decir, actividades propiamente económicas, como los negocios del propietario, el almacenamiento de los granos y frutos traídos del cam­ po, el alojamiento de los animales, ensillamiento de los caballos y des­ carga de carretas que traían las mercaderías agrícolas, y a la recepción de los caiTuajes o calesas de las visitas que llegaban a la casa. También en el primer patio se desarrollaban labores tales como preparar charqui o secar frutas, y se herraban los animales, los que se mantenían en sus caballerizas o amarrados en torno al bebedero del patio. El señor de la casa dirigía todas estas actividades desde un despacho que daba a la calle, donde además se ubicaba la tienda que permitía la venta de los produc­ tos de la hacienda'7. Al final del primer patio se levantaba una edifica­ ción transversal que conducía al segundo patio y era el salón de recibo o cuadra; aquí comenzaba el espacio interno de la casa. En este salón se recibía a las visitas y se festejaban los saraos y tertulias alrededor de un brasero a carbón, que además de temperar la habitación permitía calen­ tar agua. En las tertulias, las mujeres se sentaban en un estrado que se ex­ tendía por todo el largo de un muro, y que estaba delicadamente cubierto por suaves almohadas y cojines, mientras que los hombres lo hacían en si­ llas y sillones colocados al frente del estrado, todo alumbrado por la tenue luz de velas y «chonchones». En las paredes de adobe recubiertas de cal colgaba algún arma, escudo de la familia, retrato de algún antepasado o del santo patrono de la ciudad o pueblo donde se encontraba la vivien­ da. En cuanto al piso del cuarto, éste era simplemente de tierra apisona­ da, sobre el que, según las capacidades económicas de la familia, podía ponerse una estera de totora cubierta con una alfombra. Más tarde se sustituiría el piso de tierra por los pastelones de arcilla o piedra, espe­ cialmente en las casas de los altos dignatarios coloniales. Generalmente, a la derecha de la cuadra estaba el dormitorio principal, en donde se recibía a las visitas cotidianas que llegaban cada mañana, y que eran atendidas por la «dueña de casa» siempre con algún dulce casero, yerba mate o mote. Esta pieza era la que estaba más amoblada: «Contenía muebles severos, de maderas oscuras y la gran cama con dosel, que era considerada parte importante de la dote o de los aportes del novio»38. Alrededor del segundo patio, y con ventanas y puertas que daban al mismo, se encontraban las habitaciones privadas y dormitorios con su respectivo mobiliario39. Por lo tanto, era la parte más cómoda y agrada­ ble de la casa, donde la familia se sentaba alrededor de la fuente de agua disfrutando del delicado perfume de las flores del jardín. Al final del se­ gundo patio se encontraba la cocina, que se emplazaba de forma similar a la cuadra. Era de un aspecto muy austero, con un refectorio grande y una mesa larga de madera, alrededor de la que se sentaba la familia en sillas de alto respaldo a degustar sus alimentos en vajillas de plata o por­ celana. La posición de los comensales en la mesa estaba encabezada por el dueño de casa con la «esposa a la izquierda... mientras que los niños toman sus puestos según sus edades»44’. El tercer patio estaba rodeado por las construcciones dedicadas a las actividades domésticas, al almacenaje de las provisiones de la casa y a las habitaciones de la servidumbre. También estaban ahí los gallineros, corrales, pesebreras y talleres. En este patio se encontraba el huerto de

La olleta de Chocolate. Laureano Dávila, Colección del Monasterio de Dominicas de Santa Rosa de Lima. Santiago.

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las verduras y legumbres, algunas de origen local, como el zapallo, el maíz, el ají y la calabaza, y otras importadas, como las zanahorias, len­ tejas, garbanzos, trigo, etcétera, además de uno que otro árbol frutal de limones, naranjas, manzanas, damascos y duraznos. Una acequia que atravesaba el patio regaba los cultivos. Junto a los vegetales y las frutas estaban las aves y animales de corral, es decir algunas gallinas y uno que otro cerdo. Por lo general, la mayoría de estos productos eran consumi­ dos por los propios moradores de la casa y sus eventuales invitados. En este mismo patio se secaba la fruta, se preparaba charqui, se faenaban las gallinas y cerdos, se preparaban las longanizas, se ponían en vinagre cebollas y ajíes, se hacían bebidas como la chicha, y con el maíz coci­ naban humitas y hacían mote. El aspecto externo de la casa era generalmente pobre, con el frontis blanqueado y en algunos casos coloreado de rojo, «coronado por un enor­ me alero de tejas, cuya monotonía se interrumpía... por alguna portería y escasas ventanas enrejadas»41. Esta situación llamó la atención de algunos viajeros, a quienes les producía una impresión poco grata, considerando las casas «ruines y sucias», especialmente porque muchas de ellas presen­ taban grietas y deterioros producidos por los constantes temblores42. La vivienda tenía un acceso único, consistente en un amplio y sólido portón de madera remachado con barras de hierro y clavos de gruesas cabezas flanqueadas por pilares de piedra labrada. Esta entrada era alumbrada por farolillos de hojalata que contenían un velón o utilizaban aceite. La casa era generalmente de un piso, siendo muy pocas las que superaban los dos pisos, por el temor que había a los temblores y terre­ motos. Como señala un estudioso de este tema, «obligados los construc­ tores a desarrollar las necesidades de la vivienda en un solo plano, éste se hizo mucho más extenso que lo usual en otras partes... pasando a ser una de las características de nuestras casas coloniales»4’. Las pocas ca­ sas de dos pisos tenían un balcón que daba a la calle, el que ofrecía los mejores puestos para observar las escasas diversiones de la época, como procesiones y corridas de toros. El material utilizado en la construcción de los muros era el adobe. La arcilla se usaba para las tejas, las maderas para pilastras y puertas, y la infaltable cal para el «encalado», con la excepción de la portería, que estaba construida en albañilería de piedra cuidadosamente labrada. El techo era de tejas romanas de arcilla y los pisos eran mayoritariamente de ladrillos cuadranglares o hexagonales, llamados pastelones, aunque también podían ser de madera. En cuanto a la comodidad de las casas, ésta era muy elemental, casi ca­ rentes de todo confort. En las ciudades eran pocas las casas que poseían agua potable, servicio que para el caso de Santiago sólo se logró implementar de manera generalizada durante la segunda mitad del siglo XIX. En las zonas rurales tenía que guardarse el agua en barriles o recurrir a la no­ ria. En cuanto a los servicios higiénicos éstos eran muy primitivos, siendo la regla la utilización del pozo negro. Como calefacción se empleaba el carbón en los braceros, que temperaba las habitaciones. Por lo demás, es­ te fue el único sistema de calefacción que tuvo la casa chilena hasta bien entrado el siglo XX, antes de ser reemplazado por la parañna y el gas. La casa señorial tradicional, para el caso de Santiago, tiene un dra­ mático cambio a partir de la segunda mitad del siglo XIX, con el afrancesamiento de los gustos arquitectónicos de la élite capitalina, que

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gracias a la fortunas provenientes del norte minero empiezan a levantar sus mansiones y palacios de estilos europeos, como es el caso del pala­ cio Cousiño, la mansión Errázuriz y el palacio de La Alahambra.

En cuanto a las casas de los sectores populares, durante todo el pe­ ríodo colonial y casi la totalidad del Chile republicano fueron simples casuchas miserables, carentes de toda comodidad, rodeadas de dese­ chos, pestilencias y miasmas, y donde las personas convivían con los animales. Sólo a fines del siglo XIX se implemento la construcción po­ pular conocida como conventillo, y diseñada para las nacientes clases obreras de la capital. Sin embargo, muy pronto estas soluciones habitacionales dieron paso al hacinamiento y terminaron por transformarse en espacios privilegiados para la aparición y diseminación de epidemias y pestes favorecidas por las deplorables condiciones higiénicas. Las casas de la aldea se constituyeron en auténticos proyectos inmo­ biliarios, cuya construcción se prolongó por mucho tiempo. Todavía en la tercera generación, los herederos seguían ampliando o «mejorando» las casas que comenzaron a levantarse al constituirse las villas. Las que se erigieron por primera vez fueron precarias habitaciones, proyectadas para ser acomodadas a lo largo de los años. Muchas parejas declararon al final de su vida que habían ampliado, restaurado y mejorado la peque­ ña habitación con que comenzaron su vida en común. El matrimonio Villanueva Figueroa, de la pequeña aldea de Illapel, declaró que al contraer matrimonio el único bien de que disponían era el sitio que les había sido asignado al momento de fundarse la villa. La mujer agregó en su testamento que «a fuerza de mi industria edifiqué la pieza de es­ quina y la accesoria que sirve de sala de mi habitación... las tres puer­ tas, a saber, la de la calle, la de la esquina que comunica a la pieza principal y la que de ésta sale al corral fueron hechas por mi marido Villanueva porque las que habían eran forradas en cuero. Del mismo mo­ do todo el demás edificio que se halla en dicho sitio, con separación de las dos piezas ya referidas han sido fabricadas durante nuestro matrimo­ nio por ambos y por nuestra industria...». Un caso parecido ocurrió en Valparaíso en 1746, con el matrimonio Jiménez Montecinos, al que la mujer ingresó como patrimonio un sitio de seis varas de frente con un edificio viejo «cuya fábrica de adobe y teja lo fabricó y mejoró el dicho mi marido con ayuda de mi trabajo durante nuestro matrimonio44». Las aldeas de comienzos del siglo XIX estaban constituidas por cua­ tro tipos de habitaciones: casas, ranchos, cuartos y chozas. «Cada una de estas viviendas o habitaciones contienen una familia o forman un do­ micilio, que se entiende contar de una persona o un matrimonio con o sin hijos, huéspedes o criados, que ocupen un hogar separado45». Específicamente en las aldeas, una casa era una vivienda con una su­ perficie construida superior a 60 m2; un rancho no sobrepasaba los 30 mt2 y un cuarto los 16 mt246. Una casa con varias piezas, patio interior, cocina separada, puertas y ventanas interiores constituía una distinción de carácter económico y social. Muy excepcionalmente, ellas podían te­ ner también ciertos lujos, como armellas, cerraduras y llaves. Pero el rasgo más característico en la visión general de la aldea era la calidad del tejado. De hecho, las construcciones rurales más importantes eran

La precariedad de la vivienda popular

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fabricadas con «doce tijerales, puerta principal con batientes de algarro­ bo y canes, sala con ventana y puerta, dos tabiques y techo de escaleri­ lla bien tratado47». En la aldea, las características básicas de la habitación popular no di­ ferían radicalmente de las rurales. Una de estas características más rele­ vantes de las viviendas populares en el Chile tradicional fue la fragilidad de los materiales que se usaron para construirlas. El elemento básico que se aplicó en la edificación de muros y tejados fue la paja, y en algunos casos, cuando los recursos lo permitían, los muros se hicieron de adobe con piedras y el techo con tejas de arcilla48. Generalmente, estas casas eran de una sola pieza, con dimensiones aproximadas de 33 a 34 m2 a lo que debía agregarse un pequeño patio que no superaba un cuarto de cua­ dra, no tenían ventanas y sus pisos eran de tierra, carecían de servicios hi­ giénicos y agua potable49. El agua necesaria para cocinar, beber y lavar se obtenía de alguna acequia cercana, la que generalmente se encontraba con algún grado de suciedad o contaminación. Conocidas bajo el nombre de ranchos, las viviendas populares se distribuían principalmente en la periferia de las ciudades, en las orillas de los ríos o a la entrada de los caminos que conducían a los poblados. Ya desde mediados del siglo XVII. los arrabales de la ciudad de Santiago vieron levantarse ranchos que albergaban a indios y negros, a peones y gañanes, que fueron creando un espacio de residencia caracterizado por la miseria, por la escasez de trabajo y la desordenada ocupación del es­ pacio habitacionaP. Desde inicios del siglo XVIII, los ranchos fueron estableciéndose en los faldeos cordilleranos y en las riberas norte y sur del río Mapocho. Cuando los sectores populares intentaron establecer sus viviendas en el centro de las ciudades, encontraron la resistencia de los vecinos adi­ nerados y de las autoridades, quienes planteaban que se atentaba contra la seguridad de sus casas y la tranquilidad de las aldeas, debido a los riesgos que significaba la proliferación de rancheríos. Posibles incen­ dios, molestia debido a malos olores y formación de focos de delincuen­ cia, eran algunos de los miedos que tenía la élite local de compartir un espacio común con la población pobre. Las viviendas de paja sufrían duramente los rigores de un invierno crudo. Un viento fuerte podía volar su tejado y un temporal de lluvia ter­ minar por destruirlas. En caso de incendio, eran fácilmente devoradas por las llamas. Tal era el problema que generaban los ranchos de paja, que las autoridades coloniales intervinieron a través de decretos que prohibían este tipo de construcciones. Así, en una ordenanza del siglo XVIII dirigida a los superintendentes de Santiago, se les encarece la or­ den de advertir a los vecinos que las casas que construyan sean de techo de tejas y no de paja51. A pesar de la oposición de las autoridades, las ne­ cesidades de vivienda en los sectores populares superó la reglamenta­ ción para la construcción de este tipo de habitaciones; tanto, que la autoridad tuvo que permitir edificar casas de adobe y teja en los sitios contiguos a la plaza, admitiendo ranchos de paja en los situados en la periferia52. De esta manera, el número de construcciones denominadas ranchos proliferó por todas partes, llegando incluso a superar al núme­ ro de casas construidas con muros de adobe y techos de teja. Por ejem­ plo, hacia 1759, en la ciudad de Los Ángeles existían 5 casas de teja y 100 ranchos de paja, y en Cauquenes, en 1761, habían 9 casas y 59

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Talcahuano en Chile, Pdppig, E.. Atlas del «Reise in Chile», Leipzig, 1835, 2. en Miguel Rojas Mix, La imagen artística...

ranchos. Por otra parte, en 1767, en la ciudad de Melipilla, el número de ranchos era de 118 y en cambio habían sólo 20 casas, y en Alhué las ca­ sas de adobe y teja eran 13 y las de paja 52”. Si bien a fines del siglo XVIII se experimentó una disminución de este tipo de viviendas, siguieron siendo numerosas en casi todas las al­ deas. A fines de ese siglo, más de la mitad de las viviendas de las ciu­ dades de Curicó, Talca y QuiIlota eran casas de tejas, pero los ranchos de paja representaban aún el 35% en cada una de estas ciudades. Por su parte, en Santiago, en 1802, una de cada cuatro residencias era un ran­ cho, e incluso en el sector noroeste lo eran un poco menos de la mitad del total54. Los ranchos, por sus características de construcción, no permitían una vida confortable, por lo que las personas vivían hacinadas y propen­ sas a todo tipo de infecciones y enfermedades, especialmente en invierno, cuando la humedad y el frío penetraban las débiles paredes afectando la vida de sus habitantes. El hacinamiento fue una de las particularidades del hogar popular. Una encuesta hecha en 1928-29 en el valle del Choapa, cuyas caracte­ rísticas de forma de vida campesina se habían mantenido inalteradas desde tiempos de la colonia, reveló que 33 familias con 246 personas vi­ vían en 33 ranchos; es decir, 7,4 personas por cada uno. Alrededor de siete personas compartían una sola habitación, que muchas veces servía, además, de cocina y bodega. En la encuesta se señala que de los 33 ran­ chos, 23 tenían una sola pieza, con una ramada anexa que servía de co­ cina, y sólo 3 tenían bodega55. Estas habitaciones eran de dimensiones muy limitadas y construidas con materiales rudimentarios. La única pieza que tenían estaba construi­ da de quinchas techadas con totora, de 5 a 6 metros de largo por 2,5 a 3 de ancho y 3 de alto, con piso de tierra sin papel ni pintura en las pare­ des. La encuesta las describe como «sin luz de sol que apenas logra pe­ netrar por la puerta y habitualmente carecen de ventanas»56. Este ambiente húmedo y sombrío era propicio para que las enfermedades res­ piratorias e infecciosas brotaran y se expandieran rápidamente a todos

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los ocupantes de la vivienda, especialmente a los niños, elevando las ta­ sas de mortalidad infantil. Además, el hacinamiento favorecía la proli­ feración de conductas inmorales, que podía llevar, por ejemplo, a que los padres o hermanos mayores abusaran sexualmente de sus hijas o her­ manas. Un testimonio de lo anterior es el caso de Juana, de 20 años de edad, víctima de su padrastro; ambos «estaban acostados en distintas ca­ mas inmediatas y en la misma choza, pero algo más retirados habían otros dos indios durmiendo, y él alargó su mano para alcanzar a su hija y provocarla a acto deshonesto; ella estaba de espalda y con dicha de­ mostración volvió el rostro y con poca o ninguna resistencia se entregó al acto de lacibia que allí cometieron, y desde entonces han estado hasta doce días viviendo amancebados»5. Por otra parte, la oscuridad de estas moradas obligaba a sus habitan­ tes a buscar algún medio de iluminación artificial, como las velas, que con mucha frecuencia producían accidentes (ya fuese porque los niños jugan­ do la volcaran o el padre borracho la tirara de la mesa). Estos accidentes terminaban incendiando la vivienda, que era consumida rápidamente por las llamas. Lo mismo ocurría con los braseros, los que no sólo provoca­ ban incendios al volcarse, sino que además eran causantes directos de he­ ridas o muertes cuando algún ocupante de la vivienda caía sobre ellos. El hacinamiento también involucraba otras incomodidades al inte­ rior de la casa, como el que los ocupantes no pudieran contar con una cama propia, teniendo que dormir la mayoría de ellos sobre el suelo, cu­ biertos por alguna manta, poncho o simplemente un saco de arpillera. Estas casas eran tan estrechas que nunca poseían más de una cama y muy excepcionalmente dos. En la misma encuesta hecha en el valle de Choapa. a que ya hemos hecho mención, se señala que en 33 habitacio­ nes sólo habían 32 catres, lo que daba un promedio de 4,7 personas por catre. El catre estaba destinado al uso del matrimonio, por lo que el res­ to de los residentes, especialmente los niños, dormían sobre el suelo. Además de la falta de camas, esta encuesta muestra que la escasez se daba también a nivel de la indumentaria propia del lecho, pues sába­ nas, almohadas y frazadas no eran suficientes para satisfacer las necesi­ dades de todos los integrantes de) núcleo familiar. De acuerdo a las cifras de la encuesta, habían 0,3 sábanas por individuo y 0.2 frazadas y almohadas. La misma carencia se daba en el mobiliario y el menaje, ya que se contabilizaban 0.3 sillas, 0,8 platos y 0.3 tazas por persona58. Un ejemplo que muestra lo precario del mobiliario de un rancho se da a conocer en un embargo realizado el año 1836 a la vivienda de Santos Espina en el valle de Aconcagua, el que sólo pudo registrar los siguientes bienes: «Cuatro silletas pequeñas, un catre muy viejo, un plato de loza blanca, un vaso de cristal de siete pulgadas de diámetro, nueve planchas de planchar ropa, una artesa de lavar ropa, trigo candial, tres chanchitos pequeños...»59. El hacinamiento también atentaba contra la intimidad familiar, ya que la única habitación del rancho tenía que cumplir la función de dor­ mitorio, comedor y bodega de alimentos, e incluso de corral cuando las inclemencias del clima obligaban a ingresar a los animales a su interior. Las personas, además de convivir con sus animales domésticos, debían compartir la habitación con todos los ocupantes de la casa, fuesen éstos adultos o niños, mujeres u hombres, parientes o allegados. De modo que la privacidad era mínima.

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En un solo lugar se ejecutaban todas las funciones de la vida familiar, como dormir, comer, conversar, amar, trabajar, etcétera. Las relaciones se complicaban debido a la heterogeneidad de las personas que formaban el hogar, ya que no todas ellas estaban vinculadas por lazos de consangui­ nidad. puesto que también podían contraerse por amistad o de palabra; en estos dos últimos casos se trataba de amigos del dueño de casa que esta­ ban de allegados o que servían de ayudantes en las labores domésticas, agrícolas o mineras. La escasez de viviendas en el ámbito rural y urbano obligó a los due­ ños de casa a arrendar alguna pieza a un pariente o conocido, lo que de pa­ so constituyó un apreciado apoyo para aumentar los pocos ingresos de la familia, que le permitían asegurar su subsistencia. Los niños que habitaban la vivienda no siempre eran hermanos de padre y madre, pues muchas ve­ ces habían hijos ilegítimos del marido o de la mujer. También podían ser niños recogidos, huérfanos e incluso hijos de los allegados. Más de una vez el hacinamiento llevó al allegado a seducir a la mujer del dueño de casa, o a este último a seducir a la mujer del compadre o a su hija. Excepcionalmente, alguna de estas habitaciones podía tener un patio que permitiera disfrutar de algunos alimentos frutales, de un momento de privacidad o sirviera de lugar de entretención para los niños. Tal fue el caso de doña Manuela Beas, residente de la ciudad de Valparaíso y propietaria de un sitio en la villa de San Martín de Quillota, quien de­ claró en su testamento tener «...un sitio, y en él. una viña frutal y árbo­ les frutales, el que está indiviso y por partir con mis hermanos, como así mismo el sitio, casas y árboles que poseemos en este almendral...»60.

El régimen alimenticio de la población del Chile tradicional se mo­ deló por la unión de tres culturas culinarias: la indígena, la española y la francesa. Esto, y la diversidad de recursos naturales, provocó que la dieta alimenticia de la población colonial fuera relativamente variada, pero con diferencias entre los distintos segmentos de la sociedad. Todas las clases compartían prácticas culturales en materias alimen­ ticias. Por ejemplo, era parte de la creencia popular asignarle propieda­ des peculiares a los alimentos fríos y calientes; por lo tanto, no podían consumirse simultáneamente, ya que de hacerlo, el individuo se expo­ nía a todo tipo de desórdenes fisiológicos. Desde fines del siglo XVIII, la realidad del acceso a una alimentación abundante para la generalidad de la población estuvo lejos de las imagi­ narias visiones de abundancia que con cierta ligereza se atribuyó a la vida de los pobres. La característica general fue una diferenciación notoria en­ tre los sectores de la sociedad colonial, tanto en variedad como en canti­ dad y calidad de los alimentos que consumían ricos y pobres. Los productos de los que generalmente se alimentaron los sectores po­ pulares en el siglo XVIII fueron: charqui, legumbres, yerba mate, ají o pi­ miento seco, cereales (trigo) y tubérculos (papas). A veces, también se incluía pescado, que era transportado hasta las ciudades en «atados» car­ gados en caballo, el que era voceado en las calles por sus vendedores. Tam­ bién se consumían algunos licores, principalmente vino y aguardiente. La alimentación diaria era bastante regular y monótona, ya que comúnmente se guardaban las sobras del almuerzo para la merienda nocturna.

La alimentación, una historia de contrastes

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Una vieja hacienda criolla.

Entre las legumbres conocidas y consumidas por la población se en­ contraban: lentejas, garbanzos y porotos. Este último era el plato de con­ sumo más cotidiano. Es común encontrar en las fuentes documentales de la época relatos de escenas domésticas donde se manifiesta la importan­ cia de los porotos en la alimentación diaria. Por ejemplo, Juana Merce­ des Pizarro declaró en un juicio que su marido llegó ebrio a su habitación y le pidió que «le sirviera comida; y como le contestara que los frijoles no estaban todavía cocidos exigió los sirviese en el estado en que se ha­ llasen»61. En otras ocasiones, lo frecuente que se hizo el consumo de este alimento pareció aburrir hasta el cansancio a algunas personas, tomando la simplicidad de la comida como justificación de agresiones físicas. Es el caso de Antonio Ramírez, que llegó incluso a asesinar a su esposa. Can­ delaria Vergara. porque ésta lo recibió con un simple plato de porotos, según relató su hija ante el juez: «Que su padre había sido el autor del asesinato de su madre, que le había pegado con el asador porque cuando llegó a la casa no le tenía comida más que unos porotos»62. El consumo de frutas se restringió a quienes tenían árboles frutales en su patio o huerta. La poca variedad de la alimentación de los sectores populares esta­ ba determinada por factores ajenos a su gusto o su preferencia, siendo más bien el resultado del bajo poder adquisitivo de sus ingresos, que les impedía acceder a alimentos de mayor riqueza nutritiva, como la leche y la carne. La sociedad colonial presentó una fuerte contradicción entre la abundancia de recursos alimenticios existentes en Chile y el alto precio que tenían6'. Esta situación fomentó en muchas personas la costumbre de hurtar alimentos, especialmente los que se encontraban en las cha­ cras y en los árboles frutales de las orillas de caminos y despoblados.

POBLACIÓN, HABITACIÓN E INTIMIDAD EN EL CHILE TRADICIONAL

A pesar de las dificultades económicas, se expandió en la sociedad colonial la costumbre de degustar el día domingo un almuerzo familiar con características especiales. Para ello se hacía un esfuerzo por mejo­ rar la cantidad y la calidad de la comida. La familia ahorraba toda la se­ mana, de tal modo que hubiese abundancia el día en que se reunían junto a la mesa, con parientes cercanos o compadres del dueño de casa, amigos o invitados. Los platos preferidos en estos almuerzos familiares eran: cazuela de ave, caldos y sopas con fideos, empanadas y sopaipi­ llas, guatitas, y pescado frito de las zonas costeras. Las carnes rojas no estaban presentes en el menú del día domingo, pero sí el charqui. Para acompañar la comida eran aderezos infaltables sobre la mesa el ají o pe­ bre, la cebolla en escabeche y el ajo. Tampoco estaba ausente, tanto en las mesas de pobres como de ricos, el mate y el azúcar. Cuando existían motivos de celebración, como bautizos, casamientos o fiestas navideñas, la alimentación se convertía en festín, en el cual generalmente se faenaba un cabrito y en invierno un porcino. La costumbre de consumir mate se propagó en Chile desde media­ dos del siglo XVI, siendo preferentemente apetecido en los sectores po­ pulares, ya que los círculos aristocráticos tuvieron acceso a bebidas más refinadas, como el chocolate caliente. El té y el café fueron introducidos en Chile a fines del período colonial64. La ausencia de un consumo cotidiano de productos derivados de ani­ males fue el resultado de que éstos se destinaban casi exclusivamente a la venta, transformándose en una fuente básica de ingresos para los sec­ tores con menos recursos. La encuesta ya citada señala que algunas fa­ milias «tienen cuatro gallinas; pero no comen nunca huevos, que los venden para comprar pan, té y azúcar. En la estación venden los trigos, duraznos y damascos para comprar alimentos... tienen dos vacas; pero la leche la hacen queso, que luego venden...»65. En los momentos libres o después de almuerzo, algunas personas te­ nían la costumbre de fumar tabaco, como lo ejemplifica el siguiente testimo­ nio de Juana Donoso, que junto a su marido, Juan Avila, «se comieron... unas empanadas y habiendo concluido la comida, Avila sacó tabaco y INVJu 0^ D C hojas y le pasó a su mujer»66. ‘ Entre las bebidas que usualmente eran ingeridas tanto por ricos como IN ST l T UT' > por pobres durante el siglo XVIII, estaban las de contenido alcohólico preparadas y comercializadas por mujeres, que eran generalmente las únicas proveedoras de vinos, chivato, mistelas, chicha, el chinchiví de maqui y aguardiente. La chicha fue la bebida de mayor consumo popu­ lar, incluso sobrepasando al vino, llegando a convertirse en la bebida ca­ racterística de la colonia. El aguardiente, aunque no fue tan popular, sí se consumía con cierta regularidad en núcleos urbanos como Coquimbo, Santiago y Cauquenes. Con ella se preparaba el ponche chivato de Cau­ quenes, compuesto de aguardiente, culén y canela. El aguardiente, en algu­ nas ocasiones, se consumía en las fiestas, reuniones familiares o en las juergas entre amigos6. La alimentación de las clases acomodadas era bastante similar en cuanto a la base de los productos que componían la dieta, pero con un menú más variado. Las comidas diarias tenían un orden regular de de­ sayuno, comida y cena. El desayuno se servía muy temprano, la comida nunca después de las dos de la tarde y la cena cuando comenzaba a caer la noche.

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BIBLIOTECA

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Espacios de intimidad en el Chile tradicional El difuso límite entre lo público y lo privado

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El desarrollo de la vida urbana se consolida en Chile a mediados del siglo XVIII, cuando la Corona decide entregar la categoría de ciudad a numerosos núcleos económicos (mineros y comerciales), que desde inicios de la colonia habían atraído nuevos pobladores. Poco a poco comenzaron a establecerse definitivamente en aquellos lugares nuevos habitantes que terminaron por transformar los primeros caseríos. Sin embargo, hubo de pasar mucho tiempo para que estas agrupaciones poblacionales se con­ virtieran en lo que hoy denominamos ciudad moderna, tiempo en el cual la organización de las villas o aldeas no respondió necesariamente a una planificación del poder central, sobre todo en lo que concierne a las es­ tructuras sociales y a las relaciones que se desarrollaron entre sus habi­ tantes. Podemos decir que durante el período de transición hacia la ciudad moderna, los espacios de intimidad fueron estableciéndose en las aldeas de forma natural, dentro o fuera del hogar, bajo relaciones inter­ personales intensas, que florecen en este complejo tejido semiurbano que requiere para sobrevivir del desarrollo de redes de solidaridad entre vecinos, las que muchas veces traspasan la vida privada del individuo. Dichas redes estrechaban el vínculo entre los habitantes, permitiendo que éstos compartieran su intimidad y expusieran parte de sus senti­ mientos, afectos y emociones. En el Chile tradicional, como en la mayoría de las sociedades prein­ dustriales, los límites de lo público y lo privado no tienen una delimita­ ción clara. En la vida desarrollada dentro de la aldea, no se nota la presencia del Estado como organizador y dominador del poder público, por lo que se conservan autoridades particulares propias de las relaciones establecidas entre sus habitantes6*. La estrechez de lazos comunitarios permite que las relaciones entre vecinos tomen gran importancia, lo que conlleva a que aspectos de la vi­ da cotidiana sean conocidos e intervenidos por personas ajenas a la fa­ milia nuclear. Quienes se tienen mayor empatia aproximan sus vínculos de diversas formas, siendo una de las más recurridas el padrinazgo69. El compadre o la comadre tienen un acceso más libre a la casa, situación que les permite conocer en profundidad los problemas que se suceden en su interior, participando ¿le la crianza de sus ahijados y, en algunas ocasiones, llegando a tomar la total responsabilidad del cuidado del ni­ ño. La unión que se produce entre los vecinos a través del padrinazgo derriba las barreras de la intimidad, llevando lo privado no sólo al co­ mentario de los individuos, sino también a una acción explícita de éstos en el escenario de la casa. La extensión de esta nueva familia política solía ser de considerables dimensiones en aquellos hogares donde la fecundi­ dad fue alta, lo que generó círculos de nuevas lealtades que compitieron con los de la familia. El honor personal y familiar fue el valor esencial que asumieron to­ dos los miembros de la sociedad colonial, independientemente de su condición económica, y su resguardo fue la tarea de cada uno de ellos. Incluso podemos decir que existió la noción de un «honor colectivo», que no debía ser mancillado por nadie so pena de ser «juzgado» por sus pares. Para guardar el honor de la aldea se debían respetar un conjunto

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de normas morales preestablecidas que, sin ser dictadas explícitamente por la autoridad civil o eclesiástica, respondían a la necesidad de buscar la «sana convivencia» entre pares. El incumplimiento de dichas normas ponía en riesgo la tranquilidad del poblado y la integración del transgresor a la comunidad. En la sociedad tradicional las emociones estaban a flor de piel y las muestras de solidaridad o los conflictos entre vecinos eran parte de lo co­ tidiano. La normativa estatal, sin estar ausente, no era esencialmente el canal de control o represión social más influyente, ya que solamente ac­ tuaba cuando los conflictos transgredían la ley y pasaban a formar parte del escándalo. Fue la propia población de la aldea la que mejor controló la conflictividad interna, y la que veló por el cumplimiento de la norma­ tiva común. Las acciones que no respondieron al código de conducta co­ lectivo fueron sancionadas por la comunidad marginando al individuo o la familia que caía en comportamientos licenciosos o «escandalosos». En las villas no existían las comodidades que presenta la ciudad mo­ derna. Algunas tareas que para nosotros resultan eminentemente domés­ ticas, como lavar la ropa, cocinar, buscar agua, etcétera, eran desarrolladas en el exterior de la casa y daban origen a la formación de espacios de sociabilidad en los que la vida privada de los individuos se comprometía con la de su comunidad. Las mujeres fueron las que reali­ zaron actividades domésticas que más les acercaron a sus vecinos, lo

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Trajes de Chile, Marie Graham, Journal of a residence in Chile. Longman, Hurst, Rees, Brown and Green, London, 1824.

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que les llevó a compartir espacios de encuentro comunitario, como la fuente, el molino o el lavadero. En estos lugares, entre el quehacer coti­ diano y la conversación amena se revelan alegrías, penas e intimidades, y surge el «chismorreo» como un poderoso canal de comunicación y control social. Bastaba con ser protagonista de las habladurías para co­ menzar a ser marginado de la comunidad, y en un espacio concentrado, donde se necesitaba mantener fuertes redes de solidaridad, esto signifi­ caba a lo menos empeorar la calidad de vida. Como portavoces del ru­ mor, las mujeres se transforman en las principales defensoras de las buenas costumbres. Ellas exponían al escándalo a quien caía en conduc­ tas ilícitas y, paradójicamente, fueron ellas mismas las que más se vieron afectadas por las habladurías. El control social que se ejerció en la aldea a través del chismorreo fue quizá, la más clara opción que tuvieron las mujeres para participar en la vida pública. En el ámbito privado, la mujer era quien pasaba la mayor parte del tiempo en la casa, y junto a los niños encarnaba el alma del hogar (por lo menos ese era el papel que le asignaba la sociedad). Era la guardiana de las buenas costumbres y símbolo de la moral cristiana. Sus tareas principales fueron, entre otras, preocuparse de la alimentación, del lava­ do de las prendas, del cuidado de los hijos y de la atención del esposo. Estas labores parecen transformarla en sirvienta más que en esposa y madre. Sin embargo, dentro del hogar, la mujer tenía espacios de auto­ ridad que le permitían compartir el gobierno de la casa. Se ha plantea­ do que en este tipo de sociedades donde existe un sistema jerárquico de valores masculinos, la esposa se encuentra sometida totalmente al poder del esposo. Esta afirmación, sin ser falsa, no considera la importancia de la mujer en aspectos tales como la economía familiar, su participación en la sociedad aldeana o el rol activo de cooperación en el trabajo del hombre. Preferimos plantear la idea de una complementariedad de gé­ neros, pero no de igualdad, pues sabemos que en este mundo colonial la mujer sufrió mucho a causa de los abusos del hombre, quien, amparado en la aceptación colectiva de conductas machistas, sometió a la pareja a su voluntad. El hombre también encontró en la aldea espacios públicos donde inter­ cambió información sobre lo privado. La cantina (pulpería, bodegón, chingana, etc.) y los lugares de diversión, como la cancha de carreras, las riñas de gallo o los juegos de naipes, y las festividades civiles o religiosas, fueron los sitios y ocasiones favoritos para contar intimidades a un amigo, o amiga, entre copa y copa. También era la oportunidad en que se genera­ ban relaciones ilícitas, disputas amorosas o conflictos entre vecinos. En la sociedad aldeana tradicional el hombre era considerado el pi­ lar de la familia, y se le veía como el representante de la autoridad di­ vina en el hogar; como una especie de delegado de Dios cuya función prioritaria era adoctrinar a sus hijos. Además, era el encargado de la ad­ ministración del patrimonio, de proveer a su familia y de velar por la honorabilidad de la casa. Ahora bien, en esta sociedad tradicional que conoció altos índices de alcoholismo y donde la práctica de abandonar a los hijos fue frecuente, estas obligaciones parecen no haberse cum­ plido a cabalidad. Ninguna legislación dio al hombre la facultad de gol­ pear a sus esposas; sin embargo, este comportamiento fue común. La sociedad patriarcal consideraba al hombre el encargado de «corregir» a su familia, y dentro de estos supuestos, la agresión se convertía en un

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medio válido para adoctrinar a la mujer y a los hijos. En un juicio por maltrato a su mujer, Nicolás Zárate declara «que le pegó por haberla en­ contrado a su mujer cantando con una amiga teniendo prohibido a ella el canto en ese día. Le pegó sólo una palmada en la cara sin causarle lesión alguna, pero luego tuvo que darle un empujón porque ella lo in­ sultaba y le tiraba la manta». El inculpado no Fue sancionado, ya que su mujer pidió su absolución, declarando que «...su marido nunca le ha dado mala vida y ahora sólo le pegó una palmada en la cara para corre­ girle la desobediencia de cantar en su casa...»70. La posición de inferioridad que asumían los otros miembros de la fa­ milia frente al jefe del hogar les sojuzgó y les hizo víctimas de maltra­ tos continuos, que en muchos casos provocaron a alguno de ellos lesiones graves e incluso la muerte. En estas ocasiones, todo el peso de la comu­ nidad y de la ley caían sobre el hombre, constituyendo a esta realidad en una situación paradojal.

El hogar guardaba lo más profundo de lo privado, pero no la totali­ dad de las vivencias que en su interior se desarrollaron. En la casa la unidad doméstica no estaba bien definida, pues el número de moradores sobrepasó lo que consideramos familia nuclear, es decir, padre, madre e hijos solteros. En los principales núcleos de población de la época proliferaron focos de miseria conocidos como rancheríos. En estos lugares, la población pobre levantó frágiles casas en las cuales solían habitar bajo el mismo techo los integrantes de la familia nuclear, más los hijo(a)s casados por la normativa eclesial o aparejados por acuerdo matrimonial, algún pa­ riente y uno que otro inquilino. Debemos recordar que la costumbre de alquilar piezas a trabajadores o forasteros estaba arraigándose con gran fuerza en aquellas familias que poseían espacio suficiente para tal efecto. Por lo tanto, en los sectores más desposeídos la vida marital y la rela­ ción íntima de la pareja encontraba obstáculos para su normal desarro­ llo, pues la alta concentración de personas en la casa, y muchas veces en la misma pieza, no permitía a los amantes disfrutar plenamente su vida se­ xual, ni silenciar las intimidades '. La cocina fue un lugar importante de reunión al interior de la casa, principalmente en invierno, cuando al calor del fuego la familia y los corresidentes pasaban largas horas esquivando el frío. La conversación cotidiana estrechaba los lazos y generaba confianzas, amistades y algún galanteo, que podía terminar en una unión más estable. * Incluso algunos espacios quedaron al límite de lo privado y lo público, como la ventana y la puerta de la casa, ambos escenarios de miradas, in­ tercambio de palabras, encuentros y hasta fugaces desahogos efusivos (abrazos, besos y caricias ). La puerta de la casa o la ventana que daba a la calzada se transformaron en un área eminentemente femenina, don­ de las amigas se reunían a observar el barrio, intercambiar secretos y re­ cibir cortejos. Esta área marcó el límite entre el hogar y la calle, pero también fue un espacio constantemente «vigilado» por el chisme y pro­ hibido para la mujer casada. La ausencia de puertas entre las habitaciones permitía que se accedie­ ra fácilmente a los espacios más reservados, aunque había una tendencia

El hogar, un espacio de privacidad inacabado

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Rejas de hierro forjado; chapas y cerraduras hispanoamericanas usadas en puertas, ventanas, cajas, cofres y alacenas. Sidos XVII y XVIII, en' Catalogo del Museo de San Francisco, Fundación Andes/Morgan Impresores, Santiago, 1996.

a resguardarlos construyendo barreras que luego serán reforzadas con trancas. La ideología de la cerradura para garantizar la privacidad de las conductas personales vino después que la búsqueda de protección ante eventuales robos o ataques físicos. Todo hace pensar que la noche era menos «temida» que el día. pues la mayoría de las transgresiones al or­ den ciudadano ocurrían a «plena luz del día»; claro, que tampoco muchos se atrevían a aventurarse en sitios oscuros y lejanos una vez terminada la luz natural. Además, la persona se sentía protegida por el constante anun­ cio del sereno que recorría cada calle cantando tan fuerte como le fuera posible un Ave María Purísima y luego la hora y el estado del tiempo. Las manifestaciones más fuertes de tensión y de desahogo emocio­ nal de hombres y mujeres se expresaron en el mundo exterior y no en la casa; los sustos, miedos, solicitudes de ayuda y hasta los castigos y gol­ pizas fueron conductas que ocurrían fuera del hogar. Es que el límite en­ tre lo privado y lo no privado todavía era muy difuso. Por eso tampoco sorprende que. a la inversa, el ámbito cotidiano está permanentemente invadido por las miradas de otros y que los propios hogares se muestren abiertos al mundo exterior72. En los sectores pudientes se encuentran mejor delimitados los espa­ cios de intimidad al interior de la casa. Existe un mayor número de habi­ taciones destinadas a los hijos, invitados o sirvientes, quedando la alcoba matrimonial bajo el dominio exclusivo de los esposos. Es en este cuarto donde la pareja encierra entre las paredes sus más escondidos secretos. También, los jardines, corredores y huertos fueron rincones predilectos para buscarse a sí mismo o encontrarse con el ser amado ■. Quizá por las características de la casa o por una mayor precaución frente a las habla­ durías, las familias aristócratas supieron esconder de mejor forma la inti­ midad que se guardaba entre los muros. La casa guardó en su interior una característica que encontramos en los hogares de todos los sectores sociales. Hablamos de la presencia de un mundo dual en el que a diario se conjugan armonía y violencia, amor y resentimiento, oscuridad y luz. En el mundo luminoso del hogar conviven las normas, las buenas costumbres, la presencia del esposo protector y la mujer honrada, mo­ delo de valores cristianos. Este ambiente luminoso es el que los indivi­ duos prefieren mostrar en el exterior. Sin embargo, el mundo oscuro también está presente en la morada, eclipsando cada día su armonía. En el ambiente de tinieblas se encuentra la violencia descarnada y acepta­ da hacia la mujer, las infidelidades, los abusos sexuales, la desatención de los niños y la soledad de los ancianos. Una conducta que parece normal en la aldea es la vinculación del hombre con dos hogares, el de la familia y el de la manceba. Este com­ portamiento, que forma parte de lo íntimo, es comentado y se difunde entre los habitantes por medio del chismorreo. En el vecindario todos saben quién tiene amante y se habla de ello, pero se acepta la práctica de forma tácita. Esta situación nos lleva, a lo menos, a sospechar que la exigencia de moralidad cristiana «tan arraigada» en la población obvia­ ba la actitud «inmoral» del varón. La familia y los mundos que habitaban la casa debieron haber sido el ámbito de expresión de los sentimientos más enérgicos. Sin embargo, como ya hemos visto, el miedo, el amor, la alegría o la tristeza, también podían expresarse fuera del hogar.

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Para los individuos que pertenecían a la élite la familia representó la cuna de los valores heredados y el santuario de los afectos, donde flore­ ció el espíritu de pertenencia a la sangre y a la clase. Ya sea por amor o por conveniencia, resultó más grato a los jóvenes aristócratas permane­ cer al amparo de los padres y proyectar su futuro desde el interior del mundo familiar.

Los niños ocuparon parte importante de los espacios de intimidad en la aldea tradicional. Sin embargo, no se conoce mucho de ellos. Quizás el me­ jor término que podamos utilizar para definir la vida de los niños en las al­ deas sea inseguridad. La miseria, el escaso desarrollo de la medicina y la visión que se tenía respecto de la crianza de los hijos llevaron a que la infan­ cia estuviera marcada por altas tasas de abandono, mortalidad y maltrato. El momento del parto era esencialmente doméstico. La mujer, recos­ tada sobre la cama, era atendida por la partera o alguna comadrona en el momento de dar a luz, mientras los familiares esperaban expectantes cer­ ca del lugar. Esta situación era extremadamente peligrosa para la salud del niño y su madre, dada la falta de conocimientos de quienes la asis­ tían. Además, las condiciones que rodeaban el nacimiento (humedad, hi­ giene, contagios, etcétera.) eran inadecuadas para favorecer las expectativas de vida de los niños. Bajo tanta incertidumbre la vida se con­ sideró un regalo de Dios; por lo tanto, el menor que sobrevivía al parto fue integrado a la comunidad cristiana a través del rito del Bautismo. La im­ portancia social del Bautismo radica en dos puntos relevantes: significa la nivelación del niño en la sociedad al ser liberado del pecado original, y permite fortalecer lazos con amigos o parientes a través del padrinazgo. Los altos índices de mortalidad infantil afectaron tanto a los sectores populares como a la aristocracia. Las diferencias se presentaban para aquellos niños que sobrevivían, pues no era lo mismo crecer en la pobre­ za que en la opulencia, como tampoco lo era ser hijo legítimo o natural. Los niños morían fácilmente a causa de enfermedades respiratorias, di­ gestivas o epidémicas. En los sectores populares, por no tener acceso a atención médica, la madre o alguna vecina se transforma en la encarga­ da de combatir las enfermedades apoyándose en la aplicación de algún remedio casero, un ritual supersticioso o simplemente encomendándose a Dios. En cambio, en los sectores con más recursos existió la posibili­ dad de asistencia médica o de recurrir a manuales de higiene y medicina doméstica que podían ser consultados por las madres que sabían leer. El abandono infantil era una práctica bastante común, que afectaba tanto a hijos legítimos como ilegítimos. Detrás de esta práctica se escon­ dían factores que iban desde un desliz amoroso a la miseria extrema. En la sociedad tradicional existieron dos formas de abandono: el parcial, mediante el cual se entrega al hijo con intenciones de recuperarlo pos­ teriormente, y el definitivo. Un hábito recurrente de la primera forma de abandono fue entregar los niños al cuidado de parientes o amigos con mejor situación económica, pero no siempre esto ayudó a los infantes, ya que por lo general terminaron siendo empleados en el trabajo y en el servicio doméstico. El servicio infantil proliferó de la mano del abando­ no. Algunos testimonios del período estudiado nos permiten apreciar es­ tas prácticas:

El espacio doméstico y la niñez

Don Ramón Martínez de Luco y su hijo José Fabián. 1816. José Gil de Castro y Morales (c. 1786-1850). Colección pintura chilena. Museo de Bellas Artes. Santiago.

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Las pinturas religiosas fueron popularizando actitudes y sensibilidades, en este caso la innegable ternura de una madre hacia su hijo. Virgen con el niño. Anónimo, Siglo XVIIL

«Tenía cinco hijos, pero que sólo la acompañaba el menor, que es una niñita como de 7 años, y de los demás, dos tenía sirviendo y los otros dos trabajaban ya por su cuenta...»74.

«Declaró también'el hijo de Ramírez, Domingo, de 12 años, quien expresó... que no sabe coómo sucedió porque luego que llegó su padre de Concepción se comenzó a enojar con él, porque se había venido de donde estaba alquilado, y temiendo que le pegase porque estaba muy ebrio se fue a un pajonal que estaba cerca de la casa...»75. Una costumbre entre los padres que abandonaron definitivamente a sus hijos fue «depositarlos» en las puertas de las iglesias o en las afue­ ras de las casas de las familias pudientes, buscando en la caridad cristia­ na de sus residentes satisfacer la esperanza de que sobreviviesen a la

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miseria. La propagación de esta práctica llevó a que se crearan institu­ ciones especializadas en acoger niños abandonados. La Casa de Huér­ fanos de Santiago comienza a recibir infantes en situación de abandono desde 1783. En una sociedad sin métodos anticonceptivos era difícil planificar la familia, por lo que un gran número de hijos llevaba a la de­ sesperación a quienes por vivir en condiciones miserables no podían ali­ mentarlos. Los factores anteriormente señalados (mala calidad de vida, abando­ no y trabajo infantil) deterioraron las relaciones afectivas entre el niño y su familia. Incluso entre los hijos de las familias pudientes, la situa­ ción en este sentido no fue mejor, pues las madres de este grupo social adoptaron la costumbre de contratar nodrizas para amamantar a sus hi­ jos, lo que le negó al niño la posibilidad de aceptar las caricias y cuida­ dos de su progenitora. generando en cambio vínculos afectivos entre la nodriza y los hijos ajenos, pero deteriorando la atención que las madres pobres daban a sus propios hijos. La crianza del niño estuvo determinada por la ambigüedad de la uni­ dad doméstica. La presencia de muchas personas al interior de la casa impidió reconocer al padre y a la madre como los únicos portadores de enseñanza o receptores de confianza. La educación se dio más por ob­ servación que por instrucción, y se desarrolló en dos ámbitos: el hogar y la calle. De este modo, la personalidad infantil estuvo condicionada por un amplio espacio en el que el niño vinculó lo aprendido en uno y otro lugar. Las niñas debían aprender las tareas domésticas, pues su ocupación futura era ser una buena esposa. Por su parte, el niño, desde pequeño, acompañó a su padre en su trabajo. Los niños participaron activamente en la vida de la aldea y en muchos casos eran quienes transmitían las intimidades de la casa al exterior, sobre todo cuando se trataba de algún hecho de violencia intrafamiliar, tan co­ mún en la sociedad aldeana. En un juicio criminal por asesinato un testi­ go declaró lo siguiente: «...cuando llegamos a unos tranqueros que están por el rancho encontramos a una niñita que estaba llorando en el patio, le preguntamos: ¿Qué ha sucedido, hijita? Y nos contestó: «mi tailita le ha roto el pecho a mi mamita con ese palo», señalando la quincha del ran­ cho...»76. Esta situación no es para nada insólita, ya que en muchos docu­ mentos de la época aparecen niños involucrados en juicios similares. Aunque la historia de la infancia en el Chile tradicional se encuen­ tre en sus primeras etapas, podemos afirmar que la vida de los niños, principalmente en los sectores populares, no fue fácil, y estuvo rodeada de inseguridades en todos sus ámbitos, especialmente en el del mundo familiar, que hoy es considerado esencial para lograr un normal desarro­ llo de las personas.

Una costumbre bastante común en la sociedad colonial fue la de es­ cribir el testamento antes de llegar a la vejez, pues la precariedad de la vida no daba seguridad de vivir muchos años77. La pobreza, el escaso de­ sarrollo de la ciencia médica y un constante clima de guerra serían al­ gunas de las causas que explicarían las bajas expectativas de vida. Por lo tanto, llegar a viejo no fue tarea fácil. Precisar a qué edad podríamos

La vejez, una realidad historíográfica invisible

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considerar como anciana a una persona en la sociedad tradicional es muy difícil, ya que, como hemos señalado, la noción de vejez es esen­ cialmente cultural, por lo que para esta sociedad 50 años era una etapa muy avanzada en la vida de un individuo, suficiente como para que en­ tonces fuese considerado como viejo. El lugar que ocuparon los ancianos al interior de la aldea estuvo de­ terminado principalmente por su condición social. Aquellos que eran patriarcas de familias aristocráticas, generalmente mantenían la jefatura del hogar, e incluso eran más respetados por sus parientes, ya que suma­ ban a sus años la experiencia que les había entregado la vida. Distinto fue el caso de los ancianos pobres, quienes por lo común terminaban sus días en situaciones de abandono o miseria, debiendo recurrir a la igle­ sia, amigos o parientes, con la esperanza de ser acogidos. Era más común que las mujeres llegaran a la vejez, principalmente porque a lo largo de su vida debían afrontar menos riesgos que el hom­ bre, ya que éstos, además de participar en la guerra, desarrollaban tra­ bajos de gran esfuerzo físico en el campo, en los puertos y en los centros mineros. Al parecer, en el Chile tradicional el hombre (principalmente el casado) desempeñó actividades laborales hasta edad avanzada, a di­ ferencia de la mujer que, generalmente, no tuvo un trabajo externo des­ pués de los 50 años, pues contaron con la protección de hijos, otros parientes o sirvientes. En un censo realizado el año 1779 en la ciudad de Valparaíso se estableció el número de familias que habitaban el lugar y la actividad laboral que desarrollaban los integrantes de cada una de ellas. En relación a las mujeres mayores de 50 años que tenían actividad laboral, la encuesta arrojó como resultado que solamente 4 de un total de 46 mujeres trabajaban fuera del hogar (1 pulpera, 1 sirvienta y 2 sin especificación). En cambio, en el caso de los hombres, de un total de 69, sólo 11 aparecen sin alguna actividad laboral, y todos los demás traba­ jaban. Ese era el caso, por ejemplo, de don Lázaro de Meza, de 84 años, y de don Ignacio Sánchez, de 85. quienes, a pesar de su avanzada edad, se desempeñaban como escribano el primero y como cajero de bodegas el segundo78. Los ancianos eran la «memoria histórica» de sus comunidades, eran quienes nutrían de conocimiento a los más jóvenes a través del diálogo y del relato. Sobre todo en los sectores populares, de población mayoritariamente analfabeta, el viejo «se convertía en un ser titular, en una fuente. Era quien conocía de linderos, títulos, genealogía, fechas memo­ rables y hechos inolvidables» 9. El sueño de las personas que llegaban a la vejez era morir en casa, acompañadas por los familiares y con la asistencia espiritual de un sa­ cerdote que entregara a la hora de partir el último sacramento. También hubo otros que se prepararon con antelación para asegurarse una protec­ ción básica durante los últimos años de su vida mediante la retribución patrimonial usada como práctica constante por los ancianos para crear una red de protección y seguridad para los últimos años de su vida80. Hijos, parientes cercanos y a veces hasta sirvientes acompañaron a los ancianos hasta el final de sus días, ganando el reconocimiento de éstos, expresado en la donación de parte de sus bienes.

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POBLACIÓN, HABITACIÓN E INTIMIDAD EN EL CHILE TRADICIONAL 61 Archivo Judicial de Rancagua. legajo 704. expediente 6. año 1861. 62 Archivo Judicial de Concepción, legajo 152. expediente 5. año 1865. 63 Jorge Pinto R.: Dos estudios..., p. 31. 64 Eugenio Pereira Salas: Apuntes para la historia de la cocina chilena. Santiago. Imprenta Universitaria, 1943, p. 31. 65 Atillio Macchiavello y Osvaldo Cifuentes, op. cit., p. 289. 66 Archivo Judicial de San Femando, legajo 210. expediente 1. año 1846. 67 Como cuando el patrón Diego Echeverría dio a Mercedes Vega «aguardiente para que la cu­ rasen* o embriagasen. Archivo Judicial de San Felipe, legajo 69. expediente 12. año 1830. 68 René Salinas M.: Espacio doméstico y redes..., pp. 1-19. 69 Acerca de la influencia del padrinazgo en las sociedades de Antiguo Régimen se puede consultar Charles de la Ronciére: La vida privada de los notables toscanos en el umbral del Renacimiento. Madrid, id. ant.. pp. 163-309. 70 Archivo Judicial de Rancagua. legajo 204. expediente 5. año 1852. 71 Una viajera inglesa describe las condiciones de vida de la población pobre de Valparaíso ha­ cia 1822 de la siguiente manera: «... en uno de los ranchos no había una cama; lodo el mo­ biliario consistía en dos baúles de cuero y ahí dormían once habitantes...». María Graham: Diario de residencia en Chile durante el año 1822 y de viaje de Chile al Brasil en 1823. San­ tiago. Imprenta Cervantes, Tomo I. pp. 208 y 209. Traducido de la edición inglesa de 1824. 72 René Salinas Meza: «Fama pública, rumor y sociabilidad». Santiago, Lo público y lo pri­ vado en la historia americana. Fundación Mario Góngora. 2000. pp. 133-154. 73 «...se veían unas veces en la huerta... otras, cuando salían de la chacra que tenían sus padres, y otras, cuando iban a lavar al estero» Archivo del Arzobispado de Santiago, In­ formaciones Matrimoniales, vol. 1, año 1756. 74 Archivo Judicial de Santiago, legajo 80, expediente 12. año 1874. 75 Archivo Judicial de Concepción, legajo 152. expediente 5. foja 10. año 1865. 76 Archivo Judicial de Concepción, legajo 152, expediente 5. pp. 4-5. año 1865. 77 Al revisar los testamentos que se encuentran en los Archivos Notariales de Quillota. Valpa­ raíso e Illapel, solamente encontramos tres casos de personas que testan sobre los 60 años. 78 René Salinas M.: La población de Valparaíso en la segunda mitad..., p. 46. 79 Pablo Rodríguez: Sentimiento y vida familiar en el Nuevo Reino de Granada. Bogotá. Ariel Historia, 1997, p. 124. 80 Igor Goicovic D.: «Mecanismos de solidaridad y retribución en la familia popular del Chile tradicional». Santiago, Revista de Historia Social y de las Mentalidades, Universidad de Santiago, 3. 1999, pp. 61-88.

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Fidelidad conyugal en el Chile colonial z

Julio Retamal A.

Introducción Uno de los hechos más relevantes de la vida social humana es, sin du­ da alguna, la relación íntima que existe entre personas de distinto sexo. Dicha relación se expresa básicamente en uniones sexuales, voluntarias o forzadas, que. si bien forman parte de un hecho común y cotidiano, re­ visten extraordinaria importancia porque, además de configurar la base de sustentación de la sociedad a través de la procreación de nuevas perso­ nas, permite la formulación de lazos de afectos intersexuales de corto y largo plazo, la formación de patrimonios comunes o interrelacionados y la fundación de núcleos de personas unidas por lazos de sangre o por vínculos de afinidad. La procreación ha sido y es aún un hecho fundamental en la manten­ ción o disolución de una pareja, y por ello resulta decisivo saber, al mo­ mento de asumir la cohabitación, que el fruto de la unión es producto efectivo de las relaciones habidas entre los cohabitadores. Cierto es que es posible tener certeza absoluta de la maternidad, en tanto que la paternidad puede ser cuestionada. Lo anterior, unido a la aparición de la propiedad privada, hizo que el varón sintiese la necesi­ dad de dejar sus bienes patrimoniales, al momento de su fallecimiento, en manos de sus descendientes. La búsqueda de una certeza en la paternidad del recién nacido llevó al varón a intentar asegurarse que los hijos nacidos de la mujer con la que co­ habitaba fuesen efectivamente suyos. Para ello, y porque entonces era im­ posible comprobar científicamente la paternidad, se impuso un control cultural riguroso sobre el sexo de la mujer, prohibiéndole mantener relacio­ nes sexuales con otros hombres mientras durase la convivencia entre ellos. Nació así la idea de fidelidad, entendida como la irrestricta lealtad sexual de una mujer hacia un hombre, la cual impuso, en la mayoría de las sociedades patriarcales, un dominio exclusivo del hombre sobre el sexo y el vientre de la mujer, transformando la fidelidad de la mujer en un valor fundamental de la relación de pareja.

Una tertulia en 1840. Dibujada por F. Lehnert, según Claudio Gay. Litografía de Becquet Fréres. Album d'un voyage dans la République du Chili, París, 1854.

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HISTORIA DE LA VIDA PRIVADA EN CHILE

Por esta razón, para lajnayoria.de las culturas. eLincuinpliniicnto de es­ te valor fue un delito reservado a la mujer y las sanciones siempre fueron extremadamente represivas. La ausencia de delito en la infidelidad mas­ culina dice relación con la práctica común del régimen polígamo. Una excepción a esta regla la constituye la cultura hebrea, que castigaba —se­ gún la ley mosaica— la infidelidad de ambos sexos y las sanciones re­ caían sobre hombres y mujeres; pero, con todo, la común práctica de la poligamia en parte importante de la historia hebrea hizo que existiese un doble estándar en la aplicación de la norma. Desde su instalación en Europa, el cristianismo predicó el matrimonio como la única institución capaz de hacer posible el vivir en sociedad y lo planteó, desde una base evangélica y siguiendo la tradición hebrea1, como monógamo e indisoluble, condenando de paso la poligamia, la poliandria, el divorcio y la repudiación de la mujer por parte del hombre. Tal declaración valórica, al imponerse el cristianismo como religión oficial del Imperio Romano, chocó con la costumbre del concubinato y con la existencia lógica de un divorcio que se formalizaba con el solo acuerdo de las partes. Más tarde, al ingresar en el Occidente europeo los pueblos germanos, el choque cultural se agudizó debido a que éstos practicaban la poligamia y la repudiación de la mujer. Con todo, los pueblos de la Europa de entonces, con matrimonios polígamos o con simples concubinatos, condenaban como delito grave la falta de fideli­ dad de la mujer, reputándola como adúltera2. Sin embargo, a medida que el cristianismo fue avanzando y los pue­ blos de Europa lo fueron adoptando, la idea de fidelidad fue cambiando porque en el cristianismo^ diferencia del paganismo, la infidelidad era concebida comcmn'déTito tanto para el hombre como para la mujer. La exigencia de fidelidad conyugal hizo nacer en Occidente una se­ rie de delitos relacionados con su falta, siendo el más reprochable el adulterio, porque su comisión hacía imposible definir con mediana cer­ teza quién era el progenitor de las criaturas nacidas de una mujer deter­ minada. Otros delitos conexos con la infidelidad no fueron castigados tan severamente porque en su perpetración se incluía el hecho público del yacimiento de la mujer con otro hombre y, por tanto, no había duda de que la progenie engendrada durante la comisión del mismo pertene­ cía a un determinado padre. Largo y difícil fue el camino de la Iglesia para imponer entre los ha­ bitantes de Europa occidental su concepto de matrimonio. La poligamia y el concubinato se habían adentrado fuertemente en el espíritu y en la mente de los individuos y, por tanto, la adopción de un matrimonio monó­ gamo e indisoluble que rechazara el divorcio hizo más dura la vivencia del cristianismo'. Pero, aunque legalmente el adulterio era condenado tanto en hombres como en mujeres, socialmente sólo el de éstas era oprobioso. La Iglesia se vio forzada a aceptar que el cambio de menta­ lidad en los hombres se producía más lentamente que en las mujeres, porque ellos estaban culturalmente acostumbrados a la poligamia. De esta suerte de aceptación tácita nació, en la sociedad cristiana, un doble estándar en la aplicación de la pena por adulterio. Sólo la mujer era condenada socialmente a renunciar a los placeres jieJa carne, pri­ vándosela del amor cortés. La reacción hipócrita de la sociedad a la pro­ hibición del placer sexual con cualquier individuo de otro sexo quedó reflejada en las palabras de André le Chapelain al escribir, en su Tratado

FIDELIDAD CONYUGAL EN EL CHILE COLONIAL

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del Amor, «nadie puede alegar legítimamente el estado conyugal para sustraerse del amor4». Recién en el siglo XII el .cristianismo logró imponer al Matrimonio como uno de los sacramentos de la Iglesia, y con ello se inició la incor­ poración a la mente colectiva del concepto de matrimonio sacro, monó­ gamo e indisoluble5, pese a que ya —siglos antes— san Agustín había manifestado que entre los bienes que Dios había concedido al matrimo­ nio se encontraban la prole, la fidelidad y el sacramento. Agregaba que la fidelidad consistía en que, fuera del vínculo conyugal, no se unan con otro o con otra. Esta imposición significó importantes mejoras sociales para la mu- i jer porque, al prohibirse el divorcio y la repudiación, ella fue más con-l siderada como persona toda vez que —según el cristianismo— para que 1 el matrimonio tuviese validez se requería del expreso consentimiento de | lajnujcr.Por otra parte, y como respuesta a la imposición del matrimonio in­ disoluble yi monógamo. se produjo —de acuerdo a lo manifestado por los penitenciales que han llegado hasta nosotros— un aumento de los pecados relacionados con la fidelidad: asesinatos conyugales y adulte­ rios que fueron reprimidos por la Iglesia con un fuerte aumento de sus penitencias; el primero pasó de un castigo de ayuno de catorce años a uno de ayuno perpetuo, y el segundo, de un ayuno de tres años a uno de seis. Es que, como no se pudo ya recurrir al divorcio o la repudiación, se encontró en el asesinato conyugal la fórmula para apurar la viudez que les posibilitara el acceso, sin condena pública, a una nueva pareja. Traje de bodas de una santiaguina. Paralelamente, la Iglesia estigmatizó el acto sexual al revestirlo de en Mariano Picón-Salas y Guillermo satanismo, con lo que el Demonio se hizo presente en la vida cotidiana Feilú Cruz. Imágenes de Chile... de las personan. Ya no se sabía si era lícito o no tener relaciones sexua­ les, aun con la propia y legítima mujer. La Iglesia dictó incluso normas para regular la vida conyugal y rechazó en todo momento el sexo pla­ centero. Por eso, entre las virtudes de un buen cristiano se citaban, en­ tre varias otras, la fidelidad y la castidad. Así, la virginidad de la mujer se convirtió en un preciado tesoro y los padres seTransformaron en guardianes de la pureza de sus hijas mientras^eran solteras. De ahí en adelante, la gran mayoría de los matrimo­ nios fueron concertados por las familias de los contrayentes y a la mujer sólo le cupo aceptar la decisión paterna. Naturalmente que algunas mujeres reaccionaron frente a esta medi­ da y, en respuesta a ese enclaustramienlo obligado de su voluntad, se unieron en secreto a determinados hombres (matrimonio clandestino o simple amancebamiento esporádico) o procuraron, con su venia, ser raptadas por sus pretendientes. Poco a poco, la idea de la fidelidad conyugal se fue incorporando en las mentes de las personas, especialmente en la de la mujer que sentía, de algún modo, que la norma le favorecía, ya que ahora su hombre (ma­ rido) era sólo de ella. Hay que tener en consideración que para la Iglesia, la fidelidad con­ sistía en la mutua lealtad de los cónyuges en el cumplimiento del con­ trato matrimonial, y que esa fidelidad exigía la absoluta unidad del matrimonio. La fidelidad implicaba unidad, castidad, caridad y honesta y* noble obediencia. Al insistir la Iglesia en la fidelidad conyugal y en la indisolubilidad del

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HISTORIA DE LA VIDA PRIVADA EN CHILE

matrimonio, condenaba cualquier eventual infidelidad conyugal, no separe el hombre lo que ha unido Dios; cualquiera que repudia a su mujer y se casa con otra, adultera, y el que se casa con la repudiada del marido, adul­ tera. Por ello, el Concilio de Trento declaró que, por razón de este vínculo, tan sólo dos pueden unirse y, por tanto, ya no son dos, sino una sola carne. En España, como en casi todo el mundo europeo, el papel de la mu­ jer se redujo a trabajar en la casa, perpetuar la progenie y satisfacer las necesidades afectivas del esposo. En esa sociedad patriarcal el varón era considerado un «agente activo» en tanto que la mujer era un «agente pasiyo». La vida pública estaba reservada al hombre^mientras q.ue_lamujer se recogía a la vida doméstica, donde su papel se limitaba a krcrftTy ^/cuidado de la familia y a la transmisión a sus hijos de los conocimien­ tos imperantes en la época. El matrimonio se convirtió en un fia para la mujer. Ellas se prepara­ ban para dar ese paso, y por eso idealmente debían ser obedientes, cas­ tas, retraídas, vergonzosas y modestas. Pese a las limitaciones impuestas por el matrimonio, para la mujer era mejor estar casada que ser soltera porque, después de todo, siempre quedaba abierta la puerta del adulte­ rio y la soltería era mal mirada. Obviamente, el tratamiento social y legal del adulterio era diferente dependiendo del sexo del adúltero6. Si la mujer era sorprendida, el ma­ rido podía darle muerte en el acto, siempre que también ejecutase al amante; si sólo tenía sospechas de adulterio, debía denunciar el caso an­ te los tribunales, y cuando éste era probado, los culpables eran entrega­ dos al marido para que hiciese justicia o los dejase en libertad. Al contrario de lo que ocurría en las comedias de capa y espada, el marido perdonaba habitualmente la vida a los adúlteros. Si bien el ideal de mujer reclamaba la virginidad como parte de su mayor perfección, esto no se respetaba; se extendió la liberalidad sexual y disminuyó la efectiva virginidad de las mujeres, por lo que la virgini­ dad pasó a ser un «bien escaso», según lo registra la literatura del Siglo de Oro . La Iglesia, en su atan de corregir, después del Concilio de Trento alentó la delación y por ello, en diversas regiones de la Península, exis­ tieron sujetos que oficiaron como acusadores de los delitos cometidos en la intimidad (concubinato, adulterio, prostitución ilegal), obteniendo a cambio de esa delación pagos en dinero. Ello hizo que los eventuales delincuentes tuviesen más cuidado y no se expusiesen públicamente". Durante el siglo XVI, con el Renacimiento, el español, en general, asumió el matrimonio con una visión pesimista, por lo que comúnmen­ te se exaltaba la feliz soltería y se apreciaba la posesión de muchas mu­ jeres, alimentando así el donjuanismo. El sexo ocupó un lugar destacado en la vida cotidiana de las personas y, debido al libertinaje, la Iglesia in­ tervino con métodos represivos9. Es que la Iglesia, y con ella el Estado, pensaba que era necesario construir una moral colectiva que censurara el placer por el placer y, en consecuencia, reprimió la actividad sexual. En este contexto, el adulterio fue visto como un pecado-delito, pues /lesionaba el orden civil y el orden divino y ofendía a los hombres_y a/ Dios, y por ello debía ser severamente castigado? La represión se con­ solidó absolutamente cuando, después del Concilio de Trento, se regu­ ló, paso a paso, la institución del Matrimonio, aun en sus aspectos más íntimos y personales.

FIDELIDAD CONYUGAL EN EL CHILE COLONIAL

Sin embargo, el clero, que estaba llamado a sujetar los excesos y a contener la lascivia, tampoco estuvo exento de esta fiebre sexual. El ce­ libato eclesiástico se llevaba muy mal y era frecuente la manceba que acompañaba al sacerdote, incluso a los inquisidores. La figura del.clérigo solicitante (sacerdote que demandaba sexo por la vía de la confesión) fue duramente castigada por el Santo Oficio, pese a lo cual constituyó uno de los delitos que más conoció el Tribunal de la Inquisición.

La fidelidad en el Chile colonial En este marco social y legal se movió la fidelidad en Chile. Nacido el país a la vida de Occidente antes de la celebración del Concilio de Trento (1545-1567), las primeras relaciones íntimas ocurridas en sus términos jurisdiccionales estuvieron, al igual que en la Península, casi libres de normativas férreas e inconmovibles y, por tanto, llenas de ilí­ citos producto de un gran despliegue de sexualidad. En los orígenes de la sociedad chilena se advierte nítidamente la pre­ sencia de tres tipos de etnias con sus conductas culturales interactuando al unísono y relacionándose sexualmente entre sí y con las demás etnias; son la europea, americana y africana. La europea se manifestó en un actuar sexual que puede definirse co­ mo cauto o temeroso del qué dirán en presencia de autoridades civiles y eclesiásticas, cuando existían; y de una desenfrenada lascivia cuando no había controles o cuando ellos mismos ejercían la autoridad. Las etnias americanas se hacían notar por la manera libre y desenfa­ dada con que sus integrantes se relacionaban sexualmente, desde tem­ prana edad, con integrantes de su misma etnia o con miembros de otrasr J En especial se aprecia esta forma de ser en las actitudes, comportamien­ tos y relaciones íntimas tenidas por las mujeres indígenas con los hom­ bres de las otras etnias10. La etnia africana, aunque se integra a la sociedad en formación en calidad de esclava, se manifiesta por la enorme liberalidad y profusión con que sus miembros se relacionan íntimamente con sujetos de las otras culturas, al punto que las autoridades debieron prohibirles, bajo la pena de severos castigos, la mantención de relaciones con otras etnias z para evitar así la proliferación de nacimientos de individuos predomi­ nantemente negros. Es de notar que, según cuenta la habladuría popular, las mujeres blancas preferían a los negros, al momento de elegir pareja para el sexo placentero. Ahora bien, los conquistadores que estaban casados y que vinieron solos a Chile cayeron en la tentación y cometieron adulterio. La lejanía > J de la esposa,JaLsensualidad que brotaba de las nativas, la natural atrac­ ción por lo dístiiíto-y la costumbre no'borrada del ejercicio de la poliga­ mia, hicieron que la mayoría de ellos mantuviera relaciones sexuales fuera del matrimonio. No sin razón expresaba, años después, un Obispo de Santiago que no deberían enviarse a Chile hombres casados sin sus mujeres porque, atropellando las leyes de lo divino, pasan a impedir a los que son ca­ sados el uso del matrimonio, sacándolos a vivir donde no pueden usar de él11.

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El más famoso de los casos de infidelidad conyugal ejercida al des­ cubierto y en forma pública fue el de Pedro de Valdivia. Unido en matrimo­ nio a Marina Ortiz de Gaete, viajó solo al Nuevo Mundo y aquí se unió a Inés Suárez. Con ella viajó de Perú a Chile y vivió amancebado a la vis­ ta de la autoridad civil y eclesiástica, compartiendo carpa en el viaje y ca­ sa en Santiago. Ella, indiferente al qué dirán, se comportaba como esposa, juntos en una misma cama resolvían los problemas de gobierno e Inés asu­ mía, en ocasiones, el liderazgo que Valdivia tenía sobre su hueste12. Acusado Valdivia ante la autoridad virreinal en 1548, como autor de múltiples delitos de orden político y económico, además del de público adulterio, el proceso seguido en su contra nos permite conocer la reac­ ción que la autoridad tuvo frente al delito de infidelidad conyugal. En efecto, el licenciado Pedro de La Gasea indagó, enjuició, conoció los cargos y los descargos y, finalmente, dictó sentencia. En ella absolvía al capitán de la mayor parte de las acusaciones, ordenaba pagar las deudas contraídas y recomendaba la separación definitiva de la cómplice, a fin de no dar motivo de escándalo a los gobernados13. Queda de manifiesto que para la autoridad virreinal, influida por las nuevas corrientes morales llevadas adelante por la Contrarreforma y expre­ sadas más tarde en el Concilio de Trento, resultaba más^grave vivirám-franco adulterio que -cometer delitos menores de carácter político o económico14. Por ello, conminaron a Valdivia no sólo a dejar esa relación, sino que a casar a la coautora del adulterio con un hombre que pudiera protegerla y contenerla" y, al mismo tiempo, le recomendaron traer, a la brevedad posible, a su legítima mujer desde España. Valdivia, si bien cum­ plió con el mandato —casó a Inés Suárez y mandó a buscar a su esposa—, continuó llevando una vida de público adulterio con otras mujeres16. Lo más interesante de todo es que el capitán Valdivia había llevado una vida de infidelidad conyugal a vista de todo el pueblo y, en especial, a ojos de la autoridad eclesiástica. En efecto, el bachiller Rodrigo Gon­ zález Marmolejo, cura de Santiago y primer Obispo de esta diócesis, que era su amigo y confidente, no sólo estaba en el secreto del adulte­ rio, sino que, haciendo oídos sordos a las instrucciones de la doctrina católica, se sentaba a la mesa del pecador y compartía el pan con el adúltero y su cómplice1. Claro que, importa decirlo, el propio clérigo se vio involucrado en un proceso similar, pues fue acusado de vivir en con­ cubinato abierto con la indígena cuzqueña Inés González y fue obliga­ do —pese a que no hubo pruebas de amancebamiento en su contra— a casarla con otro indígena para evitar las habladurías del pueblo18. A pocos años de fundado Santiago y cuando ya las primeras relacio­ nes sexuales íntimas entre dominadores y dominados se habían produ­ cido, se inició en Europa el Concilio de Trenftj, cuyas disposiciones se conocieron en 1563 en España y se adoptaron como parte de las leyes de Castilla y de Indias al año siguiente. La aparición de un nuevo ordenamiento legal y moral le diojl ma­ trimonio católico un nuevo sentido ético y lo transformó eiffundamen­ to de la sociedad católica, permitiendo, mediante la prédica eclesial, la adopción por parte de los creyentes de una gama de valores básicos que fundaron la emergente sociedad americana, consolidaron el dominio es­ pañol y organizaron la nueva sociedad19. El impacto de los nuevos valores hizo que los hombres, tal vez_por primera vez, se plantearan seriamente su fidelidad conyugal y evitaran

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caer enjjii falla.. como queda de manifiesto en las prevenciones que el propio monarca español, Carlos I, escribía a su hijo Felipe, señalándole: «Yo os ruego, hijo, que se os acuerde de que, pues no habréis, como es­ toy cierto que será, tocado a otra mujer que la vuestra, que no os metáis en otras bellaquerías después de casado, porque sería el mal y pecado muy mayor para con Dios y con el mundo»20. Por influencia de Trento y de la nueva moralidad vigente, el Gobier­ no español, mediante legislación especial, intentó impedir la venida al Nuevo Mundo de hombres casados solos. a no ser que su venida fuese por una buena causa y por tiempo limitado. Para justificar esa actitud, la Corona puntualizaba que no era conveniente que las mujeres permane­ cieran en la Península sin quien las protegiera y porque los esposos olvi­ dados de sus’obligaciones se entretienen ociosamente y consumen sus haciendas y causan deudas y se atreven a otras cosas más indebidas21. Poco a poco se fue imponiendo una actitud más moralista, tanto de parte de las autoridades eclesiásticas como de las civiles, aun en los pro­ pios individuos casados que, con la excusa de que hicieran vida maridal, decidían venir a Indias con sus mujeres, al tiempo que a aquellos que, teniendo mujer en España, estaban solos en estos reinos, se les conmi­ nó a traerlas22, según lo asegura Juan de Matiezo hacia 1560. El impacto que el Concilio provocó en América quedó reflejado en los acuerdos tomados por las autoridades de esta parte del territorio en 1583 al celebrarse el III Concilio Límense. En él se ordenaba a los obis­ pos velar porque cualquiera persona que tuviese noticias de vicios o pe­ cados públicos los dijera, denunciara y manifestara2-. Quien omitiera entregar esa información podía ser castigadoo con excomunión mayor. De ese modo irrumpía en.la vida privada.de las personas, aun en sus aspectos más íntimos, el e’fjQonaje y la ((elación. Cualquiera se sentía aTiora autorizado a entrometerse en ¡a intimidad del otro aunque no tu­ viese más autoridad que la de ser un vecino. Hubo quienes escalaron las tapias divisorias de sus propiedades urbanas o hicieron agujeros en las paredes de los cuartos contiguos para otear el comportamiento del otro; y hubo quienes, escondidos entre los árboles de la campiña, espiaban los movimientos de los sospechosos de delitos sexuales24. Como consecuencia de lo mismo aumentaron^ considerablemente los controles ejercidos por las autoridades civiles y eclesiásticas sobre la vida privada e fnrrmadélos integrantes de la sociedad. Los sermones en las igle­ sias y conventos se multiplicaron, y su prédica se centró en la abstinencia de la carne y en la mantención de la fidelidad conyugal; por su parte, alcal­ des y corregidores persiguieron a eventuales adúlteros en prostíbulos, quin­ tas de recreos, casas de mala fama, posadas, tugurios y chíncheles. Desde entonces se empezaron a recibir en los tribunales eclesiásti­ cos y en las justicias civiles una gran cantidad de acusaciones de delitos que atentaban contra Dios y contra el orden moral impuesto por la Igle­ sia, prueba de lo cual son los numerosos expedientes que se guardan en los archivos. El Matrimonio se encaminaba así a ser una institución férrea que afirmaba por sobre cualquier consideración su naturaleza sacra, su indi­ solubilidad y, naturalmente, el que la relación entre contrayentes se rea­ lizara sobre la base de una fidelidad irrestricta del uno respecto del otro. Pero como una cosa es proponer y otra hacer, la estricta normativa im­ puesta al desenvolvimiento de la vida afectiva y familiar en la sociedad

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Uno de los espacios de iniciación de los jóvenes en juegos, bebidas y romances. Una chingana. Dibujada por F. Lehnert, según Claudio Gay.

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Llegada del presidente Prieto a la Pampilla. 1837. J.M. Rugendas. Colección pintura chilena, Museo de Bellas Artes, Santiago.

trajo consigo, en el mismo momento de su instalación, el nacimiento de la transgresión25. Esas transgresiones se evidenciaron en Chile a través de la reiteración de los delitos de incumplimiento de palabra de matrimo­ nio (esponsales), infidelidad conyugal (adulterio), bigamia, consanguini­ dad prohibida, ceremonial clandestino, nulidad y divorcio. De ellos, el adulterio y la bigamia tenían relación con la fidelidad. La autoridad eclesiástica censuró las conductas licenciosas de la po­ blación, especialmente de la población blanca, y más específicamente aún la conducta de la élite, por ser ella prestigiosa e influyente y por creer que su modificación conductual serviría como ejemplo a las capas inferiores de la sociedad. Pese a lo anterior, se mantenía vigente la costumbre de la doble nor­ ma social que permitía excusar el adulterio masculino y justificarlo usando la frase por culpa de la debilidad de la carne. Es que, si bien en teoría hombre y mujer incurrían en el mismo delito, la costumbre social excusaba al hombre y condenaba a la mujer. Aun en materia de legisla­ ción existió una flexibilización de la ley que permitió sancionar el deli­ to a nivel general y excusarlo a nivel individual26. El concepto de matrimonio impulsado por la Iglesia pretendió ins­ talar en la mentalidad de los individuos un patrón de conducta social y personal que rigiera las relaciones entre personas de distinto sexo, ocupándose no sólo de los aspectos sacramentales, sino también de los sociales.

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En resumen, de Tremo en adelantejodo quedó estrictamente norma­ do: las relaciones previas de la pareja (cortejo, noviazgo y esponsales), el funcionamiento interno (intimidad, relaciones sexuales y fidelidad): "1 la perdurabilidad de la institución (educación de los hijos, relaciones de parentesco y enseñanza de ¡a doctrina) y las formas legítimas de ponerle término (nulidad, divorcio y-separación). Durante el siglo XVI las autoridades civiles cayeron muchas veces en tentación de no respetar los cánones tridentinos en materia de fidelidad conyugal. Así. en 1571, en Concepción, el factor Rodrigo de Vega Sar­ miento escalaba la casa de Cristóbal Sánchez para entrar a forzar una mu­ jer casada, y el delito, pese a la querella presentada por el marido burlado, quedaba sin castigo27. En Santiago, en 1574, el fiscal de la Audiencia acu­ saba de conducta licenciosa al hijo y al yerno del gobernador porque se ocupaban, decía, en difamar a muchas mujeres casadas y solteras28. El problema de la abundante infidelidad conyugal existente resulta­ ba, para algunos religiosos, un escándalo de proporciones, y por eso fray Cristóbal Núñez pedía —para Santiago— protección real con el ob­ jeto de que los vecinos no se movieran de ella, en particular los casados, porque está el estado del matrimonio «infatuadísimo» en público29. Por su parte, el Obispo fray Diego de Medellín manifestaba, en 1585, que el chantre de la catedral era dado a mujeres casadas y solteras, y del las ha tenido hijos con harto mal ejemplo y escándalo30. Si esto ocurría con los miembros de la élite, culta y vigilada, la si­ tuación entre la gente común era de permanente adulterio en los varo­ nes y de profusas muestras de infidelidad entre las mujeres. Entre los individuos más modestos, en España estaban abiertos hacia una gran li­ beralidad en las relaciones sexuales. Esto se acentuó mucho más en tie­ rras chilenas al relacionarse, en las ciudades y en el campo, en los obrajes y en los lavaderos, con mujeres indígenas y africanas que tenían respecto del sexo una mentalidad aún más liberar1. Con razón, los cabildos de las ciudades determinaron imponer a los habitantes un verdadero toque de queda, prohibiendo salir de noche, después del tañido de las campanas, cualquiera que fuese su estado o condición, so pena de castigos corporales que aumentaban según la con­ dición del castigado, recibiendo, obviamente, las mayores penas los in­ dios y especialmente los negros32. Tal castigo no parecía ser solamente producto de una imposición represiva de los dominadores, sino que se asentaba en la creencia popular que suponía en los negros una mayor ca­ pacidad sexual, producto tal vez de que los africanos tenían una idea más natural del sexo, que no era ni tabú, ni delito, ni pecado33. Ello explica por qué un negro esclavo, acusado de bigamia, declaró su inocencia diciendo que no estaba casado dos veces, sino que él tenía una mujer en Santiago y otra en Qui 1 Iota; es decir, sólo una en cada uno de sus lugares de residencia. Respecto de la sexualidad de los indígenas, escribía el Obispo de Santiago que su apetito lascivo ejajal que no perdonaba a parientes. f \& 5 hermanas o hijas . Además, como’ era de esperarse, la tentación de la i •/ cercanía al poder y la relación de dependencia hacían que las indígenas / se sintiesen atraídas por los españoles. Al cerrarse el siglo XVI. el mundo chileno, recién creado, se desmo­ rona. No sólo cayó la sociedad española, sino también la indígena, que, destruida abruptamente con la conquista, no lograba recuperarse a pesar

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de los conatos de levantamiento y de los éxitos que muchas veces alcan­ zaron esos conatos. La batalla de Curalaba no sólo puso fin al siglo y a la primera fase de la vida colonial chilena; también marcó el término de un modo de vi­ da urbano y de una economía centrada en la explotación del oro mediante la mano de obra gratuita que proporcionaba la encomienda. El siglo nuevo nació con un sello distinto. La vida se volvió rural y con ello se relajaron más los controles sociales, políticos y eclesiásticos. La rígida estamentización de la sociedad se resquebrajó y permitió el amanecer del mestizaje. La generación de espacios libres en las grandes amplitudes del campo hizo surgir hombres y mujeres de espíritus más libres, menos apegados a las normas establecidas y, sobre todo, carentes de vergüenza social porque no se exponían al escarnio público. La irrupción de gente nueva aportada por la migración de sujetos vin­ culados al naciente ejército real, la mengua de los controles sociales, las largas ausencias de los maridos de las casas de campo o de la ciudad, la vida solitaria de muchos campesinos hombres y mujeres, ayudaban al re­ lajamiento de las relaciones íntimas de aquellos matrimonios que se forma­ ban por mera conveniencia, que eran los más, y posibilitaban encuentros extraconyugales nacidos del afecto, la soledad y el abandono. La ruralidad estuvo marcada por una violencia cotidiana y por una liberalidad sexual que se expresó en el aumento sustantivo de los naci­ mientos ilegítimos y en la copiosa aparición de mezclas étnicas que per­ mitieron a más de alguien señalar que Chile era un país de color. La ausencia de autoridades centrales y las largas distancias existentes entre una habitación y otra permitieron el mantenimiento de concubinatos lar­ gos en el tiempo y la crianza de hijos habidos de ilegítimas uniones. Así, un estanciero de Curicó, al hacer su testamento y dar a conocer su prole, cuenta ocho hijos de su legítima mujer, pero señala que el quinto no es hijo suyo, aunque lo ha criado como tal, porque nació en momentos en que él se encontraba en Lima. AI regreso a casa, después de dos años de ausencia, se encontró con un hijo que tenía tres meses de edad. Lo aceptó porque tal vez comprendió —caso insólito— que su mujer también tenía necesidades sexuales. En la ciudad, envuelta en la misma atmósfera de violencia y sexua­ lidad, se hizo más profunda y reprobable la transgresión normativa porque el contacto social permitía al vecindario el conocimiento del delito-pecado y afloraba consecuentemente el comentario del mal vivir que movía al escándalo. La Iglesia, desde la promulgación de las normas tridenlinas, y la Co­ rona, desde la incorporación de esas normas en el Derecho castellano e indiano, trabajaron incansablemente por poner en las mentes de los fie­ les los conceptos de matrimonio monógamo, indisoluble, sacro y con fi­ delidad, y, por eso, intentó siempre evitar los excesos. Sabedoras de que la incorporación de ideas nuevas no era cosa fácil y de que la renovación de las mentalidades era un proceso lento, hacían vista gorda en determinadas ocasiones y manejaban comunicacionalmente situaciones complejas ocultando información, a fin de que el pue­ blo no se escandalizase ni copiase esos comportamientos. Lógicamente, si el escándalo era provocado por las élites, la Iglesia y la Corona intervenían para mostrar dureza ejemplarizado™. Con el Obispo a la cabeza, el clero se pronunciaba a través de sermones dictados

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en conventos e iglesias. Condenaba el pecado de la carne y denunciaba de modo indirecto, y a veces en forma directa, a los culpables, recayen­ do casi siempre la mayor culpabilidad en la mujer. Así lo hizo el Obispo Francisco de Salcedo al denunciar los crímenes de Catalina de los Ríos y Lisperguer, La Quintrala, a quien se acusó de adul­ terio, además de asesinato, blasfemia y sacrilegio. Ella era una mujer de la élite, casada con un importante encomendero, que llevó una conducta licen­ ciosa, sin respetar la fidelidad conyugal y practicando las relaciones se­ xuales con diversos individuos de distintas condiciones sociales y étnicas. Aunque se le sustanció un proceso, no se llegó a una sentencia definitiva porque su familia era muy importante, tanto en Santiago como en Lima. Similar situación se vivió con la conducta licenciosa mostrada por Bea­ triz de Ahumada, también perteneciente a la élite santiaguina. Ella mantu­ vo un amorío con Cristóbal de Tapia que produjo escándalo en el pueblo. Nadie se atrevía a ponerle remedio a la situación porque su hermano, Va­ leriano de Ahumada, era corregidor de Santiago. Confinada en una chacra en las afueras de la ciudad y prohibido a Tapia el acceso a ella, los aman­ tes se las arreglaron —burlando los controles— para continuar viéndose. Por su parte, en 1672, el Obispo de Santiago, fray Diego de Humanzoro, notable defensor de los derechos de los indígenas, denunciaba el comportamiento global de la sociedad señalando que nunca se había lle­ gado... a ser tantos y de tal gravedad los pecados cometidos públicamen­ te por las mismas autoridades35.

Tertulia. Peter Schmidlmeyer. Traveis into Chile over the Andes inyears 1820-1821, Longman, Hurst, Rees, Londres 1824.

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A este Obispo le tocó vivir un tiempo particularmente complejo por­ que, en ese momento, la mayoría de los miembros del más alto tribunal de justicia, la Real Audiencia, llevaba una vida licenciosa que, natural­ mente, era observada por el pueblo que los tenía de modelo, por lo que las demás capas de la sociedad siguieron los malos ejemplos36. El primer oidor escandalizaba por su amistad con la mujer de un ca­ ballero bien emparentado de la ciudad y, aunque el Obispo los había amonestado, están tan ciegos que ni estas ni las demás diligencias han aprovechado cosa alguna para su remedio'7. Para colmo, el segundo oidor se encontraba pervertido por las ma­ las influencias y el tercero escandalizaba con sus sensualidades porque, sin tratar de otra cosa más que de satisfacer a sus apetitos carnales y co­ mo la deshonestidad es una hidropesía venérea, no hay número que pueda contar las mujeres de que abusa. Dos son las ordinarias y de asiento; la una es una mujer casada que tiene escondida sin querérsela restituir a su marido a título de que está criando un hijo que tuvo en ella... la segunda es una hija de un caballero notorio... y hoy la tiene afrenta­ da y perdida'8. Una de las amantes de don José Meneses, que así se llamaba el ter­ cer oidor, era doña Elvira Tello, que, además de adúltera, había abando­ nado su educación en el monasterio de Santa Clara e inventaba enfermedades y simulaba raptos para continuar con el amancebamiento. Recluida en casa de su abuela, las más de las noches dicha doña Elvira salía por una ventana de la casa y se iba a dormir con dicho don José. Por si lo anterior no bastase, el fiscal de la Audiencia, don Juan de Cárdenas y Solorzano, mantenía relaciones ilícitas con doña María de Astorga, y para poder comunicarse con ella se vestía de mujer o pedía que se le encargasen las rondas'9. El propio gobernador, don Francisco de Meneses, en tres años y más se comunica con una mujer principal hija del maestre de campo don Francisco de Saravia, de quien es público ha tenido y tiene muchos hi­ jos40. Claro que, el mismo Obispo lo dice, corre el rumor que estaba ca­ sado con ella clandestinamente. Es obvio que el suceso estaba en boca de todos y que alborotaba al pueblo. Si ésa era la situación moral en la que se encontraban las autorida­ des, cabría preguntarse cuál era la conducta de los españoles menos im­ portantes y la de los mestizos, indígenas y negros, sobre lodo cuando no era el matrimonio cristiano el único modo de constituir familia, aunque sí era el legítimo y el legal. También el concubinato, prolongado en el tiempo^ era una realidad y fue muy practicado tanto por los chilenos de la élite como por iníegrantes de los grupos subordinados, especialmente por aquellos que sidían en lugares rurales, apartados de centros eclesiásticos-(iglesias y conventos) o de estancias que eran propiedad de alguna autoridad civil (corregidor o teniente de corregidor). En el bajo pueblo predominaban las parejas inestables y las familias uniparitales, en las cuales la madre era el centro de la misma.’Ellas no sólo tenían un Kijó natural producto de su relación con un individuo, si­ no que conformaban su núcleo familiar con los resultados de diversas relaciones inestables de parejas. Un ejemplo de lo anterior es Juana Candia, mujer que vivía en Renca y que tenía hijos con diversos apelli­ dos, producto de las distintas parejas que había tenido en su vida41.

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Hubo, por cierto, distintos tipos de adulterio que practicaron indistinta­ mente los individuos pertenecientes a todo el espectro social chileno. Los hubo de larga duración (algunos cohabitaron más de 25 años) que eran ver­ daderos matrimonio paralelos, con casa instalada e hijos corriendo por los patios, tanto en el campo como en la ciudad, entre dueños de tierras o en­ tre peones agrícolas. Hubo también adulterios que duraron sólo un instante, que los hombres practicaban con sirvientas, chinas, indias, negras o mu­ latas, de manera ocasional, o con prostitutas; y las mujeres, con varones de su servicio, campesinos, esclavos negros o indígenas. Hubo adulterios donde ambos integrantes de la pareja eran casados; era este el caso más complejo porque representaba un doble delito de adulterio. También hubo, y fue el más común, el que se producía entre un hombre casado y una mujer soltera que, por lo general, no era ni de­ nunciado ni perseguido, pues se entendía que era una práctica corriente. Casi siempre en estos casos el hombre era de igual o de mayor nivel so­ cial que la mujer, y muchas veces fue producto del dominio y poder ejercido por parte del dueño de la tierra. El más denunciado, el más perseguido y, por tanto, el más documen­ tado fue el adulterio que mantenía una mujer casada con un hombre sol­ tero. Éste representaba un peligro real para el marido porque ponía en riesgo la paternidad de sus hijos y la continuidad de su línea familiar. Fue repudiado fuertemente y castigado cuando era descubierto, aunque, en ocasiones, el temor al qué dirán y el miedo a que los tildasen de cornu­ dos impidió a los maridos engañados manifestar públicamente su repu­ dio al adulterio de la mujer. Se contentaban, muchas veces, con darle una severa golpiza y poner una mayor vigilancia en lo sucesivo a la mujer. Las relaciones extraconyugales se fundaban en la propia realidad so­ cial de Chile. Los matrimonios hechos por conveniencia, verdaderos contratos económico-sociales, carentes de afectos, generaban muchas veces un fracaso en las relaciones íntimas entre los cónyuges. De los malos tratos que los maridos daban a sus mujeres hay nume­ rosas evidencias. A fines del siglo XVII se quejaba el pariente de una mujer respecto del trato de su marido: «La miró con poco respeto y me­ nos amor»42. Y agregaba: «ella le temblaba de miedo... porque la maltra­ taba mucho de obra y de palabra». El maltrato era cotidiano, el desamor era total y abundaba la falta de interés. Si a esa realidad del matrimonio se le agrega un poco de afecto mostrado por un tercero a la cónyuge he­ rida en sus sentimientos, el adulterio estaba prácticamente hecho. Las relaciones adúlteras, prolongadas en el tiempo, creaban lazos de afectos fuertes y sólidos, difíciles de superar por los implicados, al pun­ to que, en muchos, la separación provocaba depresiones y melancolías43 y, en otros, una tenaz resistencia que incluía expresiones como antes muerta que dejarlo de ven Por otra parte, la realidad de la vida social que se vivía en los distin­ tos ámbitos de la sociedad chilena invitaba, dada la escasez de controles, a llevar una vida libre de prejuicios sociales y de ataduras convenciona­ les. Los habitantes de la ruralidad residían en cohabitación permanente, haciendo vida de pareja por largos años, porque, según ellos aducían, ignoraban la doctrina católica del matrimonio y justificaban su proceder en la notoria ausencia de sacerdotes en las cercanías de su residencia. Los soldados del ejército que marchaban a la guerra lo hacían llevando consigo mujeres, y justificaban tal costumbre en que si no llevan criadas

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que hagan de comer, el servicio se pierde y también los caballos, sin los cuales no se puede hacer la guerra. Esta costumbre, que conllevaba en sí misma una conducta sexual li­ beral respecto de las normas rígidas de la Iglesia, tuvo en la época de­ tractores y defensores. El padre Rosales alegaba que esta costumbre no era necesaria, que atentaba contra la moralidad y el orden divino, por­ que los involucrados se valían de ella para satisfacer sus apetitos cama­ les, y agregaba que ello era motivo para que Dios descargara su ira contra el ejército en campaña. Decía el jesuíta que en otras partes se ha­ cía la guerra sin mujeres y sin criadas; que si solamente sirvieran de criadas fuera tolerable, pero ni ellas ni ellos se contentan con eso, sino que usan de ellas para sus apetitos desordenados, y añadía que va el ejército cargado de pecados y ofensas a Dios que obligan a su divina justicia a castigarlo con malos sucesos44. Pero tal costumbre práctica era defendida por militares de alta graduación. Santiago de Tesillo, refirién­ dose al problema, expresaba que no le parecía mal el contingente feme­ nino que acompañaba a los soldados, por ser la mujer bien del hombre y el mayor recreo de la naturaleza45. Por otra parte, las creencias de los indígenas que aceptaban la poli­ gamia conspiraron aún más contra el anhelo de los misioneros de incor­ porar en los naturales el concepto monógamo del matrimonio católico, y, aunque el esfuerzo de los sacerdotes se encaminó a su logro, desterrar la poligamia de las prácticas cotidianas debió haber sido un trabajo ex­ tremadamente difícil. Así, en los padrones indígenas levantados por las autoridades españo­ las aparece nítidamente la institución del matrimonio polígamo de manera explícita o en forma encubierta. Un ejemplo de lo anterior lo aportan los padrones de la isla Mocha y de la reducción de Arauco. El primero repre­ senta a una comunidad indígena aislada de la influencia del español, y allí el matrimonio polígamo surge como una realidad propia de los hombres más connotados y ricos; el segundo padrón representa a una comunidad controlada por los jesuítas, y, aunque de sus registros lineales sólo apare­ cen matrimonios monógamos, de la lectura detenida surge clara la ances­ tral práctica de la poligamia46 al comprobarse que los hijos de un mismo padre tenidos en distintas madres se disfrazan en una familia uniparital. Ahora bien, si en Europa la práctica de la poligamia había demorado muchos siglos en ser desterrada de la vida cotidiana de los hombres, ¿por qué en América o en Chile se iba a terminar en tan corto plazo? Obvia­ mente, la Iglesia estaba consciente de esa dificultad, pero también estaba cierta de que los indígenas americanos eran dominados por los españoles, y por ello, a través de practicas represivas, intentaban educarlos. De buenas a primeras, la práctica de la poligamia era una costumbre casi imposible de erradicar, ya que formaba parte de la realidad social y económica de los pueblos indígenas. De allí que su persistencia no fue­ ra nunca un obstáculo para los acuerdos de paz que se celebraron con ellos, pese a que en esos acuerdos tomaron parte, por el bando dominan­ te, las principales autoridades eclesiásticas del Reino. Cuando el gobernador Marín de Poveda, a fines del siglo XVII, in­ cluyó entre las cláusulas del Parlamento de Yumbel el que hicieran aban­ dono de las prácticas de tener una pluralidad de mujeres, los indígenas le replicaron que les era indispensable mantener esa práctica, porque en la tenencia de varias mujeres basaban su categoría social. El gobernador

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debió ser condescendiente con ellos y les indicó que podían casarse con una y tener a las otras como criadas47. Con esta indicación, la autoridad sólo intentaba dar respuesta al problema, replicando en la sociedad in­ dígena lo que ocurría en la sociedad española; es decir, introducía entre ellos la práctica del adulterio. La agitada vida sexual de la sociedad chilena de la época ayudaba a la liberalidad sin represión. Las normas morales implantadas por el Concilio de Tremo no se imponían fácilmente, porque los individuos que participaban de la vida social tenían otras motivaciones. Los españoles de las ciudades se interesaban más en aumentar sus caudales que en moralizar sus vidas. Mantenían matrimonios convenien­ tes desde el punto de vista económico y social y realizaban, al margen de la institución, una activa vida amorosa con mancebas y concubinas. Prueba de lo anterior es que sor Úrsula Suárez, al relatar la vida social de Santiago, recuerda en sus memorias autobiográficas que, al finalizar el siglo XVII, existían en Santiago sitios eriazos donde, al anochecer, iban parejas de jóvenes a casarse48. En Concepción, después de caída la noche, los soldados y aun las autoridades, cubiertos los rostros con sus capas negras, salían a desho­ ras y hacían visitas a señoras casadas cuyos maridos se encontraban en las estancias o en otras ciudades49. En la misma ciudad, a fines del siglo XVII, doña Gabriela de la Barra, mujer del maestre de campo don Juan de la Vega y Castillo Velasco, dio a luz una niña llamada Catalina a la que ocultó de su marido desde su naci­ miento, por haber sido hija adulterina del amorío que sostuvo mientras su marido estaba en la estancia (solía pasar allí ocho meses del año) con don Luis de Alarcón Cortés, y la dio a criar a la mulata Francisca Alarcón,

Matrimonio tridentino, popularizado por medio de representaciones de los desposorios de la Virgen, adaptados a la población local. Sin relacionarlo con la historia religiosa, esto sería una escena matrimonial de la época a la que asisten parientes, amigos e incluso un bebé. Matrimonio de la Virgen. Anónimo cuzqueño, Siglo XVIII, Colección particular.

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conocida como La Malluca, a cambio de una mesada. El escándalo no se desató porque el sigilo lo impidió, pero en el secreto se encontraba toda la sociedad penquista, que comprendía a doña Gabriela porque su marido era ya de 73 años y la abandonaba y daba mala vida50. En los campos, ios dueñas de estancias abusaban-^el xznntrol que sobre las personas les daba el dominio de la tierra y lomaban mujeres de entre sus empleados para el servicio doméstico y para su. cama*..GünJo cual aumentaban la dotación de niños que había en las estancias. Tam-* bién. con el mismo propósito de sumar mano de obra a los trabajos del campo, arreglaban emparejamientos entre sus trabajadores sin siquiera consultar acerca de cuál era la situación jurídica de los que relacionaba o si la mujer deseaba o no yacer con ese individuo51. Los dueños de esclavos intentaban aumentar sus réditos ocupando rápidamente el vientre de las mujeres esclavas (negras o indígenas) por­ que ello importaba un crecimiento de su patrimonio. Al respecto. Jeró­ nimo de Quiroga cuenta de un español que compró muchas negras para ocuparlas en su servicio y teniendo hijos en ellas los vendió todos52. Los soldadps, además de la ya relatada costumbre de llevar mujeres a la guerra, irrumpían en los poblados de indios robándose las mujeres, sin importarles si ellas eran casadas o solteras. Ya en 1605, en Paicaví, los ca­ ciques se quejaban de que a vista de los maridos y padres, los soldados forzaban a muchas doncellas y casadas, y en Arauco, ese mismo año, los jefes indígenas decían que «los agravios se reducen a lomarles sus muje­ res e hijas para el servicio personal»53. Ante este delito de rapto, que au­ mentaba el adulterio y el concubinato, la justicia eclesiástica no podía hacer mucho, porque los militares se amparaban en su propio fuero. Con razón, en 1620, el licenciado Canseco señalaba que los solda­ dos están casi todos amancebados en los tercios con las indias que les sirven, se enflaquecen los cuerpos y se enferman las almas54. Es que la mayoría de los españoles que tenían una cuota de poder abusaban de él imponiendo sus arbitrariedades^ sus dirigidos, especial­ mente en materia sexual. Interesante al respecto es el caso del estanciero maulino Andrés García de Neira, quien, a raíz de un conflicto de tierras con el también estanciero Juan Al varez de la Guarida, le robó su mujer y se negaba a entregarla am­ parado por el corregidor, con quien estaba emparentado55. Por su parte, el importante estanciero y varias veces corregidor de Maulé, Gil de Vilches, fue acusado ante la Justicia por escalar los mu­ ros de una casa y robarse a la señora de la misma, a pesar de la oposi­ ción que le puso el marido. El poder de Vilches pudo más56. El abuso de podéWambién se daba entre las autoridades superiores y las de rango menor, como el administrador del pueblo de Chada, que estaba casado y vivía malamistado con una india, que era además pa­ riente suya, cometiendo un doble delito: el de adulterio y el de incesto; siendo reprendido por el cura y apartada del pueblo la india, se arregló de tal manera que, ocultamente, continuó gozando de ella. Los indios amigos, muchos de ellos ya cristianizados, amparados en su amistad con los detentadores del poder, robaban mujeres y niñas de levos situados tierra adentro57, en tanto que los desertores del ejército se casaban al uso de los indios. Quiroga recuerda que a un anciano capitán de amigos quitó once mujeres que tenía y que lloraba entre ellas porque no podía apagar el fuego que encendía en todas ellas58.

FIDELIDAD CONYUGAL EN EL CHILE COLONIAL

La laxitud de la vida sexual no pasaba inadvertida para la autoridad, la que no siempre podía eludir la responsabilidad de castigar el adulterio. Cuando ello se producía, la más perjudicada resultaba ser siempre la mu­ jer, como ocurre ante una denuncia hecha por una mujer contra su marido en 1684; la sentencia resolvió que la cómplice del delito fuese desterrada a Chiloé y diese cuenta de su llegada dentro de 45 días59. Lógicamente, siguiendo los dictámenes del Concilio de Trento e in­ tentando introducir en las mentes de la colectividad la sana doctrina cristiana, el matrimonio debía preservarse a cualquier precio, y por ello, el marido adúltero purgaba su culpa volviendo a convivir con su mujer legítima. Era necesario, sobre todo, que los hechos delictivos no trascendieran al conocimiento público, porque ello, según señalaban las propias auto­ ridades, podía servir de mal ejemplo a los miembros de la comunidad. Más que el delito en sí, era condenable la exposición pública del mis­ mo, porque ello involucraba desobedecer a Dios y al Rey. En un juicio por adulterio, el marido que denuncia a su mujer la acusa de cometer el delito con gran escándalo, poco temor de Dios y menosprecio de la Real Justicia60. Por la misma razón, el Obispo Humanzoro, en 1670, escribía al Rey acusando a los españoles de mal proceder y con ello dar mal ejemplo a los indígenas, haciendo inútil la evangelización de los mismos. Dice el Obispo que Chile hervía en pecados públicos, ...los españoles —dice— tenían dos o tres mancebas, como señalaban los mismos indios al ser ellos reprendidos por tener más de una mujer. Y ello ocurría en un país cuyas mujeres, según el decir de otro Obispo, fray Gaspar de Villarroel, eran sumamente recatadas. «En to­ da la cristiandad —dice— no se ha visto este sexo, ni más honesto ni más detenido. Acá, si una mujercilla no tiene la opinión entera, es in­ famia de una señora hablarla una palabra». Conspiraba contra el deseo de los eclesiásticos y de las justicias del Rey el que la vida en Chile se desarrollara fundamentalmente en un marco de ruralidad. Ello dificultaba la imposición de un orden moral ideal, porque aun en las ciudades la existencia transcurría más acorde con la libertad de los campos que con la rigidez de la urbe. Los sacer­ dotes y los corregidores, los obispos y gobernadores, aunque trataron de ordenar el problema moral de los matrimonios, se encontraban con una realidad que los traspasaba y desbordaba. Sin embargo, muchas autoridades se abstenían de castigar los deli­ tos denunciados porque ellos mismos estaban involucrados o porque los culpables eran sus amigos y parientes. Hubo quienes dejaron de cono­ cer causas porque el adúltero les dio dinero a cambio de la inacción. Al corregidor de Chillán se le reprochó estar enterado del público amancebamiento del teniente don Pedro de Retamal y de haber llegado con éste a un acuerdo pecuniario para que hiciese la vista gorda. En la gran mayoría de los juicios de residencia seguidos a autoridades del Reino, uno de los cargos recurrentes fue el no haber tomado conoci­ miento de algún adulterio conocido de todos o de no haber entorpecido una conducta ilícita de conocimiento público. Con todo, a partir de la segunda mitad del siglo X VIII. tal vez por ac­ ción de un aumento de la vida en ciudades61 o porque las ideas católicas se acentuaron y profundizaron más en la mentalidad de los chilenos, el

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Talcahuano en Chile, Póppig. E.. Atlas del «Reise in Chile», Leipzig, 1835, 2, en Miguel Rojas Mix. La imagen artística...

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matrimonio monógamo, indisoluble y con fidelidad conyugal incorpora­ da, se hizo cada vez más presente en la vida cotidiana de ellos. En esas villas se crearon espacios de sociabilidad que permitieron una mayor convivencia entre hombres y mujeres y, al mismo tiempo, la apari­ ción de nuevas tentaciones de carácter afectivo. Pero el que todos fuesen vistos por todos posibilitó una mayor vigilancia de las autoridades y de los vecinos, creció la habladuría popular y, obviamente, aumentó la delación62. Ello no quiere decir que el adulterio se terminara y que la fidelidad deseada por la Iglesia se impusiera. Seguramente aumentó la cautela de las parejas de adúlteros y el temor al qué dirán se hizo cada vez más fuerte, al mismo tiempo que cobró mayor vigor la condena social. Ahora los adúlteros tenían sobre sí un mayor número de ojos y la opinión del pueblo, explicitada en continuas y mayores quejas acerca del comportamiento de las personas, emanada de verdaderas redes de opiniones callejeras y de extensos rumores y corrillos que llegaban a oí­ dos de las autoridades. Ello hizo que los eventuales adúlteros intentaran ocultar más sus relaciones. Es la degradación del honor, el escarnio que sufre la familia, el es­ cándalo público, lo que más molesta. Un ejemplo de ello es el juicio se­ guido por Juan Moreno de Ayala contra su mujer, Josefa Rojas, en el cual señala que ella, con gran escándalo y poco temor de Dios y las jus­ ticias, trabó amistad con Juan de Lamas y mandaba a una niña de 8 años y a un hijo de 11 años a llamarlo... La adúltera no sólo no escondía su delito, sino que delante de los niños y de otras personas estaba con él abrazándolo, besándolo. Tal conducta degradaba al varón porque se realizaba en público, con presencia de niños y de sirvientes que tenían opinión y que no perderían ocasión para sacarle en cara el hecho frente a los demás. La autoridad civil persiguió de oficio los delitos y ordenó sanciones y condenas degradantes. Así, la más común de ellas era el destierro del hombre, enviándolo a trabajo forzado, sin paga y sólo con raciones, a los fuertes de la frontera63, o a castigos corporales: «Que se le den dos mil azotes por las calles públicas de esta villa... y a voz de pregonero... publiquen su delito»64. También los curas aumentaron su vigilancia; un ejemplo de ello nos lo proporciona el cura de Achibueno, que. en 1752, entró de noche a una casa y sacó de allí a la hija de Agustín Basualto por vivir escandalosamente en continua ofensa de Dios65. Otro ejemplo lo aporta el cura de Loncomi11a que, cuatro años después, obligó a un adúltero, bajo pena de excomu­ nión mayor, volver a hacer vida maridable con su legítima mujer66. El adulterio continuó, como queda de manifiesto con los múltiples juicios que se siguieron en los tribunales eclesiásticos y civiles, pero ellos cada vez incluyeron menos a personas de la élite y se reservaron más a los integrantes de los grupos bajos de la sociedad, tal vez porque los casos de adulterio que ocurrían en el alto grupo social no se ponían de manifiesto, sea porque el discurso tridentino había logrado penetrar la mentalidad de la élite, sea porque ella se preocupaba de ocultar de mejor manera su delito67.

FIDELIDAD CONYUGAL EN EL CHILE COLONIAL

Conclusiones Durante el período colonial chileno, la fidelidad conyugal fue con­ virtiéndose, poco a poco, en una realidad inherente al matrimonio cató­ lico y, por tanto, de la cotidianidad de los hombres y mujeres comunes. Sin duda, esto ayudó a que el matrimonio católico se hiciese más férreo, más disciplinado y más efectivo. Atrás, en la noche de los tiempos, que­ daba el matrimonio polígamo de los indígenas y la profusión de aman­ tes de la élite, lo que no es óbice para que, de tarde en tarde, apareciese una poligamia disfrazada en el bajo pueblo o la presencia de un amante escondido en la élite. Ahora, la clase alta, celosa de la mantención de su honor y de su honra, se conduce, al menos públicamente, dentro de los límites permitidos por las autoridades eclesiástica y política. El ideal de matrimonio monógamo, indisoluble, procreativo y con fi­ delidad conyugal, se impuso como modelo de vida en la alta capa social y, por efecto imitativo, por influencia de la Iglesia y por las severas san­ ciones impuestas por las autoridades a los transgresores, descendió a los niveles medios y aun alcanzó a los estratos bajos de la sociedad. La población comenzó a vivir una etapa de mayor fidelidad conyu­ gal gracias a que los sacerdotes y religiosos pudieron ser reflejos de una vida fiel y a que las leyes civiles consagraron el matrimonio como ideal de vida en pareja y sancionaron las faltas que se cometieran contra él. En efecto, sacerdotes y religiosos católicos, merced a las reformas impuestas por la autoridad eclesiástica en la primera mitad del siglo XIX y a las sanciones anexas, mejoraron sustancialmente su comportamiento moral y aceptaron poner en práctica en sus vidas los votos de castidad que habían pronunciado al momento de su ordenación. Por otra parte, la promulgación del Código Civil, que consagraba un ideal de matrimonio monógamo, indisoluble y procreativo, y sanciona­ ba cómo delito al adulterio, contribuyó a que la idea de matrimonio ca­ tólico se adentrara definitivamente en la consciencia de la mayor parte de la sociedad chilena. En Chile, durante los tres siglos de vida colonial, operó un paulatino cambio de mentalidad que hizo que la vida íntima y privada de hombres y mujeres pasara, desele un desenfreno desatado y un exceso de liberti­ naje sexual con escándalo público, a un mayor recato en las relaciones íntimas de las personas. Ello permitió que los problemas de infidelidad conyugal, aunque no desaparecieran, al menos no se ventilaran públicamente. Y si a ello agregamos el hechotfequeet afecto, ei'amor, el cariño y el respeto por el cónyuge empezó a formar parte de la vida cotidiana co­ mo elemento constitutivo del matrimonio, podemos decir que, a fines del período colonia], la fidelidad conyugal fue mayor que al inicio de la misma época. En esa disminución de la infidelidad conyugal y en el cambio de mentalidad que se opera en las personas jugó un importante papel la en­ señanza y prédica de la Iglesia, la cual se jugó siempre por incorporar, en el inconsciente colectivo, un ideal de matrimonio monógamo, indi­ soluble. procreativo y con fidelidad conyugal.

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Según la doctrina hebrea, la monogamia era la forma pura de matrimonio; sin embargo, ellos practicaron por siglos la poligamia. Los burgundios consideraron al adulterio una pestilencia y a la culpable de ese delito la condenaban a morir estrangulada y su cuerpo era arrojado a un pantano; los galo-romanos las castigaban, si eran sorprendidas en flagrante delito, con la muerte en el acto, «de un solo golpe», y los francos consideraron al adulterio femenino como un baldón para la familia, por lo que la culpable debía ser castigada con la muerte. Es interesante señalar que entre los germanos y los galo-romanos, el divorcio y la repudia­ ción de la mujer fueron prácticas generalizadas. El divorcio resultaba ser automático entre los germanos si la mujer era acusada de adulterio por el marido, y entre los galo romanos bastaba sólo el acuerdo de las partes. La Iglesia debió aceptar estas prácticas hasta el siglo VIH porque resultaban preferibles al asesinato que el varón perpetraba contra la mujer cuando deseaba casarse con otra. Citado por Georges Duby: Leonor de Aquitania y María Magdalena. Madrid, Alianza Editorial, 1966. Cabe hacer notar que junto con declarar la indisolubilidad del matrimonio, la Iglesia pro­ hibió el casamiento entre parientes hasta el séptimo grado y ordenó la disolución inmediata de los que con ese vicio se hubiesen contraído hasta entonces. La persistencia de este doble estándar no sólo fue propio de España, sino también de Inglaterra. Véase, Lawrence Stone: La crisis de la aristocracia, 1558-1641. Madrid. Alianza Editorial, 1985. Tirso de Molina dice que «doncellas y Corte son cosas que indican contradicción»; Quevedo señala: «Solían usarse doncellas, cuéntanlo así mis abuelos. Debiéronse de gastar por ser muy pocas, muy presto»; y Alonso de Malvenda escribe: «Invisible y enfadosa sin duda es la doncellez, pues en los tiempos que corren ninguno la puede ver». José Luis Bertrán Moya y Antonio Espino López: Justicia y criminalidad en la Barcelona del Siglo XVI. Centre d’História Moderna Pierre Vi lar. Prueba de lo anterior es la gran cantidad de referencias al sexo que se encuentran en las ins­ trucciones de los confesores, en los libros de espiritualidad y en los sermones. Véase Julio Retamal Avila: Testamentos de indios en el Chile colonial. 1564-1801. San­ tiago. Universidad Nacional Andrés Bello, 2(XM). Carta del Obispo de Santiago al Rey. 30 de enero de 1702. Manuscritos Medina, vol. 17 L Crescente Errázuriz: Historia de Chile. Pedro de Valdivia. Santiago, Imprenta Cervantes 1911. Diego Barros Arana: Historia general de Chile, tomo I. Santiago, Editorial Universitaria. 24WT Al respecto conviene señalar que Felipe II. dirigiéndose al justicia de Valencia en 1565. le decía: «Hay algunas personas seglares, casadas y solteras, que viven profanamente tenien­ do concubinas públicas, mandamos que proveáis por la mejor manera que los que están en pecado sean ejemplarmente castigados». Citado por Philippe Ariés y Georges Duby: Historia de la vida privada. Buenos Aires, Taurus, 1990. El que la autoridad señalase en su sentencia la conveniencia de un matrimonio para Inés Suárez tiene que ver con la creencia arraigada en la época de que la mujer debía ser vigila­ da por un hombre (padre o marido), con el objeto de poder contener los naturales impulsos lascivos que emanaban de ellas. Después de Inés Suárez. Valdivia mantuvo relaciones adúlteras con María de Encío y con Juana Jiménez. Su mujer sólo llegó a Chile después de la muerte del capitán. Diego Barros Arana, op. cit. El caso de Inés González resulta bastante peculiar porque ella, antes de su matrimonio católico, estaba unida —según la costumbre indígena— a un aborigen peruano de quien la separaron pa­ ra casarla con Alonso de Bobadilla, también indígena peruano. Al respecto, véase Julio Reta­ mal Ávila: «La otra Inés de la conquista». Boletín de Historia y Geografía. 12. Santiago, 1996. Eduardo Cavieres y Rene Salinas: Amor, sexo y matrimonio. Universidad Católica de Valparaíso, Valparaíso, 1991. Philippe. Ariés y G. Duby. op. cit. Real Cédula de 19 de noviembre de 1616. Citada por Richard Konetzke: Colección de doc umen­ tos para la historia de la formación social de Hispanoamérica, 1493-1810. Madrid. CSIC, 1953. Sergio Villalobos: Historia del pueblo chileno, tomo I. Santiago, Ed. Zigzag. 1980. La delación debía ser secreta y ya se usaba en España, como quedó referido en nota anterior. De la actividad creciente que tuvieron los delatores es posible colegir que la autoridad ecle­ siástica chilena, a imitación de la española, pagó la delación porque, aunque toda sociedad pequeña conlleva el chisme en su interior, éste es más preciado de contar y delatar cuando por él se recibe remuneración. René Salinas Meza y Nicolás Corbalán Pino: «Transgresores sumisos, pecadores felices. Vida afectiva y vigencia del modelo matrimonial en el Chile tradicional, siglos XVIII y XIX». Cuadernos de Historia, 16. 1996.

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Eduardo Cavieres y René Salinas, op. cit. Carta de Luis de Toledo al Virrey del Perú. 23 de octubre de 1571. José Toribio Medina. Colección de documentos Inéditos para la Historia de Chile, segunda serie, tomo I. Fondo Histórico y Bibliográfico J.T. Medina, Santiago, 1959. Carta del fiscal Navia al Rey, enero de 1574, op. cit., tomo II. Carta de fray Cristóbal Núñez al Rey, op. cit., tomo III. Carta del Obispo de Santiago, fray Diego de Medellín. al Rey. 18 de febrero de 1585. op. cit., tomo III. Sergio Villalobos, op. cit.. tomo II, citando a Marino de Lobera, señala que en los lavaderos de oro había abundancia de mujeres indígenas, las que en un solo día alumbraron sesenta nacimientos. En Santiago, el Cabildo impuso en 1551 el toque de queda. Véase el acta de 31 de julio de 1551. en Colección de Historiadores de Chile y documentos relativos a la historia nacional, lomo I, Santiago, Imprenta del Ferrocarril, 1864. La maledicencia popular aseguraba que tanto las señoras blancas como las mujeres indígenas preferían, a la hora del placer de la carne, yacer con un negro porque tenían asegurado el goce. Manuscritos Medina, volumen 171. Carta del Obispo de Santiago, fray Diego de Humanzoro. al Rey, 20 de junio de 1672. En Manuscritos Medina, volumen 162. Citado por E. Cavieres y R. Salinas, op. cit. Citado por Eduardo Cavieres y René Salinas, op. cit. Carta del Obispo de Santiago, fray Diego de Humanzoro. al Rey, 20 de junio de 1672, ya citada, ídem. Carta del Obispo de Santiago, fray Diego de Humanzoro. al Rey, 6 de noviembre de 1673. Manuscritos Medina, volumen 163. Carta del Obispo de Santiago, fray Diego de Humanzoro. al Rey. 25 de agosto de 1665. Ma­ nuscritos Medina, volumen 154. Archivo Parroquial de Renca. Libros de Bautismos. Judicial de Talca, legajo 61, pieza 6. Valdivia, de regreso a Chile, sabiendo que debía casar a Inés Suárez con otro hombre, enfermó de songonana. Véase C. Errázuriz. op. cit. Diego de Rosales: Historia General del Reino de Chile. Flandes Indiano, Valparaíso. Imprenta de El Mercurio, 1877. Santiago de Tesillo: Guerras de Chile. Santiago, 1865. Julio Retamal Ávila: «Sociedad indígena chilena. Siglos XVI y XVII. Población y relaciones socia­ les», en Boletín de Historia y Geografía, n° 13. Santiago. Universidad Católica Blas Cañas, 1997. Citado por Sergio Villalobos, op. cit.. tomo IV. Ursula Suárez: Memorias autobiográficas. Publicadas por Armando de Ramón. Santiago. Real Audiencia, volumen 54. Real Audiencia, volumen 80. Rolando Mellafe: «Latifundio y poder rural en Chile de los siglos XVII y XVIII». En Cua­ dernos de Historia, n° 1, Santiago, 1981. Jerónimo de Quiroga: Memoria de los sucesos de las guerras de Chile. Santiago, Editorial Andrés Bello, 1979 Manuscritos Medina, volumen 11. Manuscritos Medina, volumen 121. Gustavo Opazo Maturana: Historia de Talca, Santiago, Imprenta Universitaria. 1942. Archivo Judicial de Talca, legajo. Sergio Villalobos, op. cit., tomo IV. ídem. Real Audiencia, volumen 1428. pieza 2. René Salinas, op. cit. A partir de 1742 se inició un profundo cambio, producto de la fundación de nuevas villas por parte del gobernador José Antonio Manso de Velasco, quien en los autos de erección de ellas no dejaba de señalar la necesidad de que los pueblos vivieran en sana política cristia­ na. La mayoría de esas villas contó con el apoyo y auxilio de los curas del lugar, siendo el ejemplo más notable el de la fundación de Cauquenes, donde la intervención del padre José de Rojas y Amasa resultó decisiva. René Salinas e Igor Goicovich: «Familia y reproducción social. Chile en el siglo XVIII». En Julio Retamal Ávila: Estudios Coloniales I. Santiago. Universidad Andrés Bello, 2000. Judicial de Talca, legajo 225. Judicial de Talca, legajo 229. Judicial de Talca, legajo 226 Judicial de Talca, legajo 229 Entre los adulterios más conocidos figuran el de la mujer de Joaquín Toesca, que ha valido aun la publicación de una novela reciente, y el de la amante que tuvo Bernardo O’Higgins, en quien procreara a su hijo Demetrio.

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Afán de prestigio y movilidad social: los espejos de la apariencia Jaime Valenzuela

Para una genealogía del arribismo A fines del siglo XVII, fray Juan de Meléndez, en su obra Tesoros verdaderos de las Yndias, daba cuenta de una realidad tan profunda co­ mo generalizada en los comportamientos sociales de los hispanos, ya fuesen peninsulares o criollos. Unos y otros, independientemente de su verdadero origen y calidad, «...se portan de manera que, si todos no lo son, todos, ó los mas, parecen caualleros en su trato, y en su modo». Meléndez apunta, con gran perspicacia, que esta posibilidad de «pare=^ yer caballeix>»4aLrindaba la emigración a América, «...que no passa es­ pañol a ella, que si no es cauallero no procure parecerlo, y que le tengan por tal». El Nuevo Mundo, que ha venido construyendo sus propias je­ rarquías sociales entre copias del modelo europeo, mestizajes inevita­ bles, acomodaciones locales y transgresiones de todo tipo, fue nuevo también en términos de las posibilidades brindadas a los «blancos» pe­ ninsulares y a sus descendientes para borrar antecedentes y renacer de la oscuridad socioeconómica de la que provenía la mayoría. Como se­ ñala más adelante el mismo Meléndez, «...aunque en España no aya te­ nido mas puesto que el de lacayo, o otro exercicio seruil, en entrando en el Períi en los respetos, en la urbanidad, en la cortesía, y buena cuenta de lo que tiene a su cargo, se muda en otro varón»1. Este ideal social lo encontramos presente desde el comienzo de la conquista, cuando América se presentó, justamente, como un gran tram4>4tn-pftfajLina serie de grupos-menospreciados o bloqueadosen sus as­ piraciones por una sociedad castellana donde el nacimiento determinaba el futuro. Los idealesjnédjevúfcs emigraron al mismo tiempo que los_ coloni£aclíxe>. Éstos los reimplantaron en unTerrífório dónde el pasado ' humilde podía ocultarse exitosamente gracias a la ostentación de nuevas Una tertu|¡a en ,840 ada riquezas, los honores obtenidos en la conquista militar y, sobre todo, el p Lehnert. según Claudio Gay. hecho de «valer más», de vivir noblemente. Litografía de Becquet Fréres.

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Al respecto, la discusión historiográfica clásica se sitúa en torno a si el porcentaje y calidad de la nobleza «verdadera» que emigró a Indias tuvo o no un peso significativo en la conformación de su sociedad y, so­ bre todo, de sus élites, que constituyen el objeto específico de la presen­ te colaboración. Sin duda que hubo una cierta cantidad de los llamados «hidalgos» que atravesaron el Atlántico. También es cierto que estas personas cultivaban un determinado código de comportamiento y una conciencia de su origen que los hacía adoptar una posición de distancia y de superioridad. Pero también es cierto que al interior de dicha cate­ goría existían subdivisiones que marcaban notorias diferencias de alcur­ nia. riqueza y poder. Así, muchos hidalgos eran modestos propietarios agrícolas, con una situación sólo reconocida dentro de los límites de su aldea, existiendo un gran número que vivía derechamente en la indigen­ cia. Como señala Sergio Villalobos, el gran dramaüdgjos hidalgos era su gajidad de nobles y la imposibilidad dé~ vivírcomo grandes_señores:. Ámencase les ofreció, pues, comola tierra donde podían concretároslas aspiraciones, borrar su mediocre condición y sacar a relucir sus polvo­ rientos y oxidados blasones. - No obstante, tampoco podemos decir que ellos fuesen ja mayoría; ni siquiera un porcentaje importante del total de inmigrantes hispanos. Los cronistas y los documentos son engañosos, pues América estaba lejos y las probanzas de hidalguía podían ser falseadas fácilmente por testigos amigos. Ello permitía que el hidalgo pobretón se instalase en el Nuevo Mundo como un noble de peso, y el villano, a su vez, emigrase con gran­ des posibilidades de aludir a una lejana y virtual hidalgía una vez que las riquezas americanas pudiesen sustentar la apariencia de tal situación. Con ello no pretendemos negar la existencia de un contundente cuer­ po legislativo, diseñado desde los primeros tiempos de la expansión im­ perial, y que buscaba, justamente, seleccionar a los emigrantes a partir de una serie de restricciones sociales, religiosas y políticas. Pero es evi­ dente, como en todo proceso histórico de similar magnitud, quela^con-Huista y colonizacióiute-AffiéQca fraguó sus propias reglas «de hechcfrrr paralelas-oJangenciales a la normativa oficial. ' Así, pues, la mayoría de los hispanos que llegaron a esta tierra y, en particular, a lo que más tarde sería Chile, fueron personas de origen mo­ desto, villanos o plebeyos, campesinos en buen número, escapando de la pobreza castellana o probando suerte lejos de la aún inestable Anda­ lucía. Para unos y otros, sin embargo, esta realidad socioeconómica ob­ jetiva quedaba atrás al surcar el océano. Al principio fue la aventura; pero al poco tiempo ya circulaban las noticias acerca de las riquezas fa­ bulosas y las posibilidades ilimitadas que se ofrecían al que quisiera em­ barcar. Noticias que permitían alimentar anhelos y aspiraciones irrealizables en la tierra de origen. Ya en alta mar, la ambición propia­ mente económica daba pábulo a la idea, compartida por todos, de vivir como verdaderos «señores», conforme al ideal forjado y proyectado desde el Medioevo por la alta nobleza. Una idea que, ya en el contexto americano y en la medida en que la situación material lo permitiese, pa­ saría a formar parte de las prácticas y de la propia autorrepresentación de los individuos que habían logrado posicionarse en los espacios de po­ der local, negando o simplemente olvidando el verdadero origen, aquel que era anterior al momento de la conquista y del asentamiento en el Nue­ vo Mundo. Este proceso se consolidaría en las generaciones posteriores,

AFÁN DE PRESTIGIO Y MOVILIDAD SOCIAL: LOS ESPEJOS DE LA APARIENCIA

cuando sus descendientes construirían un andamio legitimante en torno a aquel «fundador» del «linaje» respectivo, explotando el imaginario nobiliario ligado a las artes guerreras —«luchó con sus armas para ex­ tender la soberanía del rey»—. reivindicando el hecho de haber estado en­ tre los primeros pobladores —primer habitador— y ser, en consecuencia, un «benemérito». Todo ello apuntaba a afianzar la posición social de las familias respectivas, amparadas en el culto a la memoria de lo realizado por su ancestro-fundador, ya a estas alturas revestido de atri­ butos, comportamientos e ideales claramente «nobles». El-espacio social que definieron progresivamente estas élitcs-siiigéneris no estábil definido por un estatuto jurídica. como la aristocracia europea, sino rnás_bien por una serie de elementos matex¡nle$jy simbú^ licos que la llevaban a ser percibida y reconocida como el grupo domi­ nante por excelencia. Sin duda, la base esencial era la tierra I negó de la conquista, el va­ lle central de Chile se transformará, progresivamente, en el «corazón» social y económico del Reino, y sus grandes propiedades, en verdaderos modelos de organización «política» del amplio mundo agrario, encabe­ zados por su propietario, el «señor». El-hacho de tener una encomienda —independientemente del número de indígenas que la compusieran—significaba, la perte­ nencia directa e.indiscutida al seno más rancio de dicho grupo?£Lde4as_ familias fundadoras deLRejno. Por lo demás, la identiTicación^entre se­ ñor feudal —señor de vasallos— y encomendero era parte del vocabu­ lario común, cargando con ideales medievales su legitimación social. Español de Chile. Grasset D.D. Sauver. en Miguel Rojas Mix, Ciertos deberes adscritos a la asignación de la encomienda contribuían La imagen artística... a reforzar este imaginario: el cobro de un tributo a una población servil, la obligación de defender los territorios de su provincia en caso de emer­ gencia, poseer armas y un caballo, etcétera3. De esta manera, el término vecino feudatario (encomendero habitante en la ciudad) se utilizaba co­ rrientemente por oposición al de morador (ciudadano no encomendero), incluso si un buen número de documentos reagrupaban bajo el término vecinos a todo el patriciado urbano. En esta misma línea de interpretación, vemos que dichas analogías semánticas se unían a determinaciones legales, como la temprana ten­ dencia a la perpetuación de las encomiendas como «posesión» familiar, costumbre que acentuó el carácter servil de los indígenas encomendados. Si bien la legislación diseñada a mediados del siglo XVI había estipulado una herencia limitada a la primera descendencia del encomendero origi­ nal, la práctica normal fue incluirlas dentro del conjunto de posesiones que sustentaban el estatus de las principales familias. 4 El nacimiento de la «aristocracia» chilena se enmarca en est^ eje temprano y defimYtvrr-frnoma de^onci^ru^-» de que su pnGción de do­ minio. si bien carecía de una riqueza estable y abundante, similar ada de .¿tras regiones del continente, podía sustentarse en la alimentación perjnanente i.m imaginario del poder de larga tradición europea. Su origen bélico —el aporte militar y económico a la guerra de Arauco— y señorial —la repartición oligárquica y a vocación hereditaria de las tie­ rras y de los hombres— serán entonces explotados como los soportes identitarios locales de dicho grupo. De esta manera, la asociación de significado entre los conceptos de «señor» y de «vasallo», que los hispa­ nos aplican a la realidad americana, y que es común a la representación

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colonial del Nuevo Mundo, en Chile habría alcanzado proporciones es­ pecíficas. Así, a diferencia de México o Perú, donde la existencia de una aristocracia indígena prehispánica hubo de ser respetada e integrada al sistema de referencias nobiliarias europeas, nada de ello existió sobre el territorio chileno. Por otra parte, la lejanía de los centros de poder de la Monarquía (Madrid o Lima), unido a la débil presencia de asentamien­ tos urbanos, permitió elaborar desde un comienzo y por largo tiempo un sistema de poder local característico. Los indígenas vencidos se encon-. traron frente a unu-sodedad^spañola donde la imagen ideal del conquistadoLJ/ del prinieidiíibjtador reforzaba una conciencia.de_superiorkLad y de «posesión» indiscutible.nmparada por la respuesta^ue-encontraban ^aojjí a sus anhelos de^«feudos» y-«vasallos», que la realidad americana traducía cómo mercedes de tierra y encomiendas1. Hacia fines del siglo XVII, el desarrollo del inquilinaje campesino co­ mo una nueva forma de mano de obra, a partir de la pérdida de impor­ tancia económica tanto de la encomienda como de la esclavitud indígena —practicada legalmente con los araucanos entre 1608 y 1683—, manten­ drá estas categorías de representación y de dominación. Los inquilinos, sedentarizados en las grandes propiedades, adscritos por generaciones a su «inventario», reforzarán el «espíritu señorial» de los primeros tiempos y lo perpetuarán'.

Ser y parecer: las estrategias de la élite en dos épocas w

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La caída demográfica que afectó a los indígenas y la crisis de los pa­ rámetros de la economía de conquista —agotamiento de la producción de oro— que se produjeron en Chile desde fines del siglo XVI, conllevarón una reorganización en la base del sistema económico local. La élite originaria carecía ahora de los recursos que permitían asegurar su modo de vida, pues una encomienda ya no constituía en sí misma un indicador de la situación económica de su propietario, aunque el prestigio ligado a su estatuto mantenía su importancia. Así; los 1 imites-soí.áales-esH4^to^qu£j^eaablecieron en el siglo XVI para la «posesión»jie-e£taJÍLerza de trabajcuy de prestigio debieron flexibilizarseJZ«Hombres nuevos» —como les llama Mario Góngora—en­ trarona competir porda cima de la ierarquía social- ampiados riqueza obtenida a través del control del tráfico comerctaT^on el ejército asentado en la frontera del Sur y^en-su&-r^laciones corTéT ejguxiercantil Lima-Potosí. La compra de tierras y la obtención de una encomienda, requisitos básicos para acceder plenamente al estatus de élite, se perci­ ben como dos de los objetivos prioritarios de estos individuos. Y si bien esto no necesariamente se alcanza en la primera generación que hizo fortuna, sus hijos o nietos solían incorporarse rápidamente al estrato de «encomenderos», y con ello gozar del prestigio y de los privilegios sim­ bólicos asociados a dicha categoría. Otro mecanismo de integración será directamente la alianza matri­ monial con miembros de las familias «antiguas», aportando suculentas dotes provenientes de sus negocios a cambio de apellidos cargados de prestigio. De esta manera, las ambiciones de ascenso social de unos y

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las perspectivas de buenos negocios para los otros se introducían en la propia privacidad familiar, determinando relaciones de pareja y uniones de por vida «negociadas» por otros —los padres—. Esta práctica, gene­ ralizada entre la élite colonial, se unía a la perspectiva de una descen­ dencia que, nacida de dicha unión, participaría en la consolidación de las perspectivas que originaron la alianza de sus padres, conjugando apellido prestigioso y patrimonio fresco. En la intimidad del hogar, la familia se convertía en la escuela que enseñaba a reproducir estos patro­ nes en las generaciones futuras, a vivir conforme a los valores de la aris­ tocracia «antigua» y a cultivar la memoria del apellido prestigioso que vertebraba el linaje. Los límites aristocráticos se abrieron, pues, para usufructuar del es­ pío hule los negocios estabtoíiendnvmculos entre hijos de familias «aohgnas»~y de familias «nuevas». Estos últimos, ansiosos por revestirse 'CoñTossignos ennoblecedores que los empinaran a dicha cima, buscarán gustosos una ligazón de este tipo que los imbricará permanentemente con los apellidos prestigiosos enraizados con los primeros tiempos de la conquista. Las familias «antiguas», por su parte, abrirán su cerco oligár­ quico para incorporar a los nuevos arribistas a cambio de la participación en sus redes mercantiles y en sus capitales, los que ahora podrían alimen­ tar los gastos necesarios para vivir como un «noble». Incluso, llegarán a aceptar, no sin pasar por una coyuntura de resis­ tencia, la irrupción de los «hombres nuevos» en los cargos políticos lo­ cales que antes les eran prácticamente privativos. En efecto, en 1612 la Real Audiencia de Chile decidía poner a la venta en remate seis vacan­ tes de regimientos y el alferazgo mayor del Cabildo de Santiago. Mer­ caderes criollos, pero sobre todo españoles, en búsqueda de un ascenso social equivalente al poder económico que detentaban, pasaron a ofre­ cer posturas frente a las cuales los linajes tradicionales empobrecidos no pudieron competir. La reacción aristocrática fue fulminante, amparán­ dose en lo único que tenían para oponerse a esta situación: su autorrepresentación social superior y privilegiada. Sobre esta base subjetiva de exclusión alzaron su reclamo ante la Audiencia —que les dio sintomá­ ticamente la razón—, protestando porque los adquirentes de los cargos rematados «no tienen las partes y calidades que para esto se requieren y que notoriamente son indignos de ser admitidos al gobierno de tan no­ ble y leal ciudad»6. Los afectados, por su parte, contestaron con un discurso diferente, conscientes de su menor valía social, pero también del poder que les aportaba la riqueza material, señalando, en un lenguaje de mercaderes, que los oficios rematados no les producirían ganancia alguna; antes bien, estaban pagando más de lo que ellos valían . Con estas palabras desenmascaraban una estrategia meramente funcional a su ambición de ocupar los espacios asociados a la élite tradicional, pues contradecía la lógica económica que había hecho fructificar sus negocios. El objetivo de esta compra, pues, era más que el poder político otorgado por el car­ go propiamente tal, y apuntaba más bien a completar la serie de requi­ sitos «formales» que se requerían para ser parte de la élite. Pero todos sabían el «quién es quién» de la sociedad colonial, y la élite tradicional, si bien necesitaba de las posibilidades económicas que podía significar asociarse con esos grupos «inferiores», no estaba dispuesta a hacerlo a un precio tan alto: ...al menos por el momento.

Lacho santiaguino hacia 1830.

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En efecto, la élite tradicional tenía razón —desde su punto de vis­ ta— en calificar a los rematantes como «indignos»: Martín García, por ejemplo, había sido maestro sastre en las décadas de 1580 y 1590. Su tienda prosperó, y ya a finales del siglo XVI los documentos notariales lo titulan como «mercader», dedicándose al tráfico negrero, arrendando indígenas guarpes a encomenderos de Cuyo, prestando dinero, transpor­ tando mercancías a la frontera del Sur, llegando a adquirir su propio na­ vio a comienzos del siglo XVII. Su ascenso social comienza a marcarse con los signos de la élite cuando adquiere una merced de tierras en el fér­ til valle del Puangue. Luego, sigue comprando otras tierras cerca de Valpa­ raíso y a lo largo de la ruta que unía el puerto con la capital, conformando la gran estancia de Curacaví, con lo que quedaba en una posición venta­ josa para sus actividades. Convertido en rico mercader-terrateniente, intenta­ rá enseguida escalar las vías más simbólicas, pero no menos importantes, para aproximarse a la tan anhelada élite social. Desde 1609 figura con el título de tesorero general de la Santa Cruzada en el Obispado de Santia­ go, y tres años más tarde, participa en aquel frustrado intento por adqui­ rir uno de los cargos del Cabildo que fueron rematados por la Real Audiencia8. Otro caso emblemático de este afán de ascenso social vertiginoso de «hombres nuevos» es el de Manuel González Chaparro, un extremeño que también muestra orígenes modestos —en la década de 1590 se le ve con un pequeño capital invertido en el tráfico de carretas entre Santiago y Valparaíso—, pero que en pocos años ha logrado hacerlo fructificar, reinvirtiéndolo en negocios agropecuarios: arrienda una rica viña y cha­ cra en el sector de La Chimba de la capital y luego hace lo mismo con la estancia situada en el pueblo de Melipilla, la que finalmente termina por comprar. La misma operación la realiza en ricas tierras situadas al norte del río Maipo y en viñas situadas en Mendoza, todo lo cual va en­ grosando su capital gracias al buen manejo de la producción agropecua­ ria en los circuitos de consumo y de especulación. González también obtiene mercedes de tierra de mano del gobernador, coronando las mar­ cas de prestigio socioeconómico tradicional con una encomienda en la provincia de Cuyo9. Sus aspiraciones de ascenso propiamente social parecen iniciarse en 1609, al presentar a la Audiencia sus ejecutorias de hidalguía. Al poco tiempo, González intenta acceder al espacio político reservado al grupo más conspicuo de la élite, rematando uno de los cargos de regidores per­ petuos que se pusieron en venta en 1612. Frustrado este intento por los motivos señalados más arriba, intenta por otro camino. En efecto, en 1615 es designado capitán de la compañía de infantería de los mercade­ res de Santiago, accediendo, de esta forma, a uno de los campos privile­ giados de la identidad sociocultural de la élite: el mundo militar. En este mismo sentido es de destacar que su yerno, Andrés Jiménez de Lorca, que usufructuó de la contundente dote que González dejó a su hija, se empinó a la cima de la jerarquía militar —y, por lo tanto, del correspon­ diente estatus social— llegando al grado de maestre de campo10. Por su parte, el hijo, Domingo González, heredó la encomienda de Cuyo, don­ de llegó, al igual que su cuñado, a ser maestre de campo. El heredero más exitoso del «fundador» de este «linaje» fue Sebastián Sánchez Cha­ parro, puesto que, además, su ascenso lo llevó a cabo en el mismo San­ tiago. No sólo logró ingresar al círculo reservado que le había sido

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vedado a su padre, sino que su aceptación en el seno de la élite tradicio­ nal lo llevó a ocupar los cargos de procurador del Cabildo, en 1651, y de alcalde, al año siguiente. En 1660 coronaba su ascenso sociopolítico con el rango militar de maestre de campo de las milicias de la capital. Conviene detenerse por un momento aquí para analizar eí papeLque^ está cumpliendo lo militar en estas estrategias de movilidad. Sin duda que ello se basa en la presencia constante, en la historia del Chile colonial, de las prácticas, actitudes, valores y referentes militares, tanto en el campo de lo real como en el de lo ideal. La guerra contra los indígenas arauca­ nos aportaba un refuerzo simbólico a las fuentes de prestigio y de estatus de las élites hispanocriollas, realimentando el imaginario medieval de los años de conquista. La proyección sensible de la experiencia bélica del Sur facilitó la recreación de un halo de ennoblecimiento ligado al sacrificio, a los valores militares y a los servicios rendidos a la Corona por los con­ temporáneos o sus ancestros —fundadores de los «linajes» respectivos— que hechará profundas raíces en la autorrepresentación de su superiori­ dad. La calidad de (descendiente de) conquistador —como la de enco­ mendero— adquiría validez automática de hidalguía en dicho imaginario. , Prácticamente, todo miembro de laélite santiagnina poseía un gra, do miTiUlr~quFhacía relucir cada vez que se podía-^yjqiie-eiQOstentado como marca,dezpmTigioTslg^no ostensible de sil rnlW Estos grados^ _se r vían*_PQT su parte? no sólo como signo de superioridad frente al restó' Je la sociedadósino como una referencia de las jerarquías individuales en eT propio seno de dicho grupo. Las sesiones del Cabildo presentan abundantes ejemplos sobre el peso honorífico que tenía dicha gradua­ ción en la posición dentro de la jerarquía interna del patriciado urbano. El corregidor, por ejemplo, cabeza del Cabildo, portaba siempre el título de general o de maestre de campo'2.

Dama en traje de casa y dama en traje de visita. Grabado de Giovnai Fabri, en Compendio de la Historia Geográfica, civil y militar del Reino de Chile, Abate Juan Ignacio Molina, Bologna, 1776. Archivo patrimonio histórico. Biblioteca Nacional. Santiago.

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Dentro de esta jerarquizaron honorífica debemos agregar el hecho de que con los nuevos gobernadores llegaban prestigiosos oficiales desde Es­ paña, que luego acompañaban a la máxima autoridad hacia la frontera del Sur. La élite santiaguina se esmeraba por acogerlos y por mostrar explí­ citamente la similitud de sus rangos y valías con los nuevos llegados”. F.l peso-rimbálico de lo militar jugaba a favoj>por frimswken las^ perspecúva^de ascenso AüGH4-de4os^Qldados profesionales» asentados_en la frontera eon-kuAraneanía y eyoQa deTósmesrizos^eL^stado era una referencia más bien formal que un re.a4idad sociaLyJangible. «Carecen de gobierno y no tienen sujeción alguna a la ley», escribió de modo tajante el capitán-cronista Carvallo Goyeneche, «ni aun a su decantado admapu cuando no les está a cuenta».

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Entre el espacio público y el mundo privado prevalecía este último. /~no sólo por las debilidades que presentaba el Estado, sino también por­ que vivir bajo los signos y derroteros que fijaban los intereses persona­ les se había transformado, tras largos años de desidia, negligencia y marginalidad. en una sólida opción de vida. Es cierto que muchos de aquellos que insistían en vivir «fuera del sistema» eran vagos y malentretenidos que rehusaban trabajar para otros; pero muchos más eran sim­ plemente fugitivos que. acosados por las autoridades, rechazaban las nuevas formas de poder y huían del dominio de lo público para reivin­ dicar los valores que por siglos rigieron su vida privada. Incluso los sol­ dados del ejército real, verdadero símbolo de la presencia del Estado en

Modo de jugar de los indios. Grabado en cobre, anónimo siglo XVII.

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la región, abandonaban el servicio al Monarca para refugiarse en el mundo de transgresiones y delitos que prosperaban en la frontera. De­ nunciando el abuso que se hacía de las licencias otorgadas a los solda­ dos para que retornaran a Santiago, el gobernador Francisco Meneses decretó en 1664 su prohibición, «pues de este exceso sólo se sigue dar­ le mano para que lo demás del tiempo no acudan a sus compañías y ha­ gan fuga fuera del Reino, y que los vecinos de él amparen [a] dichos soldados, ocultándolos en sus casas y estancias, sólo a fin de servirse de ellos»23. Joseph del Garro, en 1682, procedió de igual manera, ordenan­ do que «todos los capitanes reformados que tienen plaza acudan a sus banderas y no salgan de los presidios sin expresa licencia de este Go­ bierno»24. Un siglo más tarde, los desertores seguían siendo un proble­ ma. «En esta Isla de Maulé, a orillas del río, se hallan albergados quince o más forajidos», escribió el juez de comisión Agustín Prado y Rojas en 1782, «unos desertores de la plaza de Baldivia con graves delitos y otros de igual clase que les acompañan en forma de pandilla, incluyéndose en ellos algunos de esta cercanía, como ser Bernardo Uribe, un mulato no conocido, Eleuterio Parra, otro alias El Piragua, Anjel Ríos, Joseph Guajardo, un Muñoz de Cuchacucha, Alejo Villanueba, Santiago Guajardo, dos Rojas con otros varios que no se conocen. Todos estos se al­ bergan en los montes sercanos, y en la casa de Josepha Ximénez con quien tiene ilícita amistad el mencionado Silba...»25. Joseph Antonio Arancibia, natural del partido de Talca, descrito como uno de los líderes de la gavilla, al momento de desertar decidió tomar el camino del ban­ dido, «llevándose completo su vestuario, bayoneta, cartuchería con on­ ce cartuchos y una camisa robada al soldado Santos Yañez...»26. Sin embargo, las acciones de estos sujetos quedaron sepultadas en los archivos judiciales bajo el rótulo de delitos y sus protagonistas en­ casillados como delincuentes. En ningún momento se pensó que su mul­ tiplicación reflejaba problemas estructurales de mayor envergadura que sintetizaban una actitud de abierto rechazo a las nuevas normativas in­ troducidas por el Gobierno borbón y respaldadas por la élite local. Po­ cos, en realidad, estaban dispuestos a interpretar estas acciones como protestas o actos políticos, reduciéndolos a meras fechorías. Como bien señaló un vecino de Maulé al referirse a las quejas de los peones, «co­ mo son pobres, sus voces son de mudo»27. Desde otro ángulo, más le­ trado quizás, un abogado anónimo denunció, en diciembre de 1793, lo que veía como un sistema judicial corrupto encabezado por la Real Au­ diencia: «Aquí es donde la corruptela, el abuso, la dependencia, son el eje que le mueven el brazo... toda la familia propincua, toda la parente­ la, todos los compadres, amigos, sirvientes, hasta el perro y el gato de casa, gozan fueros de garnachas, todos tienen su Tribunal separado, y todos juzgan según sus leyes particulares»28. Refiriéndose a uno de los ministros que componían el máximo cuerpo judicial y que se desempe­ ñaba como fiscal de todo el Reino, el gobernador Manso de Velasco ma­ nifestó en 1738 que este hombre era un sujeto «caviloso, de poca fe, de limitado talento y literatura, de una inclinación perversa, rencoroso, vengativo y aborrecible...»29. Si esa era la opinión que tenía el goberna­ dor de un destacado ministro de Real Audiencia, ¿que podrían pensar de los jueces los miembros de la plebe que sufrían su celo persecutorio? En verdad, con un sistema jurídico tan cuestionado y deslegitimado, ¿qué sentido tenía para los pobres someterse a la Justicia?

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Vida privada y bajo pueblo en la frontera mapuche >JEn oposidga^Has- autoridades que intentaban-crear el espacio pú b 1 i co yestablecer normas que rigieran para toda la población, se encontraba eT~peonaje^rgcsíízo que.disémínado por montañas, campos y quebradas, procuraba perpetuar sus modalidkles^dev^a-privada. Sin duda, lo más expresivo de estos sujetos fue la resolución de resolver sus conflictos al margen del Estado. Este accionar de afuerinos tenía funes­ tas consecuencias en el desenvolvimiento de la vida cotidiana en la cam­ paña, porque provocaba la automarginación de los autores de hechos de violencia, primer paso en la transformación de los apacibles peones en malhechores. «Me querello civil y criminalmente de Diego y Miguel Caris hermanos legítimos y hombres de mala fe y peores costumbres», dictaba un auto cabeza de proceso fechado en Quirihue en 1726, «pues ambos dos es público y notorio se mantienen de lo que hurtan, así en es­ ta estancia de Ranquel como a los demás vecinos de dicho partido»30. En la frontera, desde el momento mismo en que comenzó a definirse el límite entre lo permitido y lo criminal, se desarrolló una actitud rupturista asumida por hombres audaces que, ante la menor provocación, reaccionaban iracundos demostrando que para ellos tanto la norma como la vida humana parecían no tener un gran valor. Juan Acosta, natural de Concepción, de oficio zapatero y sin cumplir todavía los 20 años, fue una de las víctimas de ese modo de ser transgresor que cundía por el mundo rural, engendrado por las miserias y los pesares que generó la combinación trágica de un escenario bélico —la guerra de Arauco— y un cuerpo estatal inoperante. Interrogado sobre las razones que le lleva­ ron a apuñalar alevosamente al indio Pedro Guili, el improvisado asesi­ no declaró «que estando este confesante a la puerta de una ramada a pié, vio que el difunto le dio a la bestia de este confesante un garrotazo cau­ sa de haberse irritado y partido donde el difunto, y entonces le dio la pu­ ñalada»31. Para hacer aún más dramático el cuadro, el asesino confesó que se había acercado a la ramada para escuchar «tocar guitarra», por ser esa noche vísperas de Pascua. José Orellana y Nicolás Pichum, am­ bos peones en la estancia de Dichato, se vieron envueltos en una trage­ dia de similares proporciones sin que mediara una causa notable; embrollados en una discusión que lindaba entre la travesura y la trasta­ da, «le dijo José [Orellana] que callara y Nicolás [Pichum] no quiso ca­ llar y entonces José Orellana le dio un golpe con el azadón en la cabeza y dicho Nicolás cayó al suelo»32. Nicolás Pichum murió dos días des­ pués a causa del azadonazo. distancia entre la vida y la muerte era apenas perceptible en la frontera, pues en las circunstancias más inesperadas los mestizos resol­ vían sus problemas menores con acciones de incalculada violencia. Así relató un vecino de Quirihue el drama que vivió con sus amigos de juerga a fines de diciembre de 1786: «Se juntaron este declarante con el preso Diego Agurto, el fallecido José Carreño y otros varios amigos y conoci­ dos en la casa de la estancia de Gueque con objeto de tomar un trago de

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vino y divertirse por aquel rato. Y estando ya en ella bebiendo vino, se trabó de razón el citado preso Diego Agurto con Manuel Navarrete por vía de bufonada...». Expulsados de la casa por la bulla que metían, Agurto y Navarrete prosiguieron sus «quimera» hasta que José Carreño cortó el alboroto golpeando a Agurto con su rebenque, agresión que pagó con su propia muerte. «El matador... siguió el camino como a la jurisdicción de Cauquenes donde el día siguiente, cerca del mediodía, lo hallaron en rampa y junto al camino real atontado del vino que, como los demás, ha­ bía bebido y con el cuchillo en la mano en cuyo modo le prendie­ ron...»33. A fines de la centuria, durante la cabalgata que realizaron los seguidores del cacique de Bureu Agustín Ligueque para participar en las festividades que se realizaron en Santiago para recibir al nuevo gober­ nador del Reino, el indio Matheo Zúñiga acuchilló al peón Facundo Arriagada. Al dar cuenta de este homicidio, un testigo declaró: «Que sa­ be que se bufoneaban como amigos, y dice este declarante que de las bu­ fonadas resultó el que le dio Facundo Arriagada un latigazo a Matheo Zuñiga, y que entonces vio que el citado Zúñiga tiró a cargar con él, pe­ ro que no le vió arma alguna»34. Lo rutinario era que estos sujetos engendrados por la violencia en­ contraran más de una vez su camino interrumpido por una cuchillada. «Estando la celebración en casa de Polinario Gárces, sin haber tenido palabras de desafío salió afuera de la casa Gaspar Mella y a poco rato de haber ido a pitar a fuera con otro compañero, le recibió el dicho Gas­ par con una puñalada en el pecho y le ha seguido con otras dos en la cabeza y la cara, de cuyas heridas se halla hasta ahora inhábil de poder trabajar para mantenerse...»35. Por las razones más triviales, los mesti­ zos encontraban un destino aciago que pocos pudieron imaginar. Pas­ cual Mol, «indio» según el registro oficial, solamente por un entrevero de palabras que tuvo con un vecino recibió un garrotazo, «y de cuyo palo dio la alma a Dios sin haber dicho más que dos palabras antes de morir: “que dicho Joseph de Soto me dió un palo". Y no habló más el difunto»36. En otra ocasión, en medio de una fiesta, que tenía lugar en la mora­ da del mapuche Pedro Nagual, a la medianoche, Santos Gómez, natural de Quirihue, «dio muerte a Joseph María Retamal, de una feroz puñala­ da, con la que murió inmediatamente...»37. Siendo preguntados los testi­ gos sobre los motivos que llevaron a este trágico desenlace, Bitorino Hernandes declaró que «... oyó decir al dicho matador de “que le dió la puñalada de gusto"...». Históricamente, el bajo pueblo fronterizo logró construir y presgivar uihcódigo conductual que, por sobre otras cóTr^^ra^ones, consagraba Ja esfera de loprivado frente a la gestión-pública 'deFEstado y sus agen­ tes. Invariablemente? estos sujetos apelaban más a su propia fuerza y a la destreza de sus cuchillos antes que a la ley monárquica o tribal para zanjar sus conflictos y pasiones más íntimas. Describiendo el incidente en que José de la Rosa fue herido «con cuatro heridas atroces, dos en la cabeza y una de ellas le cortaron una vena», a raíz de una disputa por una acequia con un vecino, la mujer del herido afirmó que, ante las con­ tinuas provocaciones, su esposo «se armó con sus armas» 3t..LavoIuntad. de quebrar el endea jurídico se mandestaba-en tedas las_acciones de los peones rurales. Parafraseando a Foucault, eran «hombres infames de tiempo total» que proclamaban en las cuatro direcciones sus modos de

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vida transgresores y delictuales. «Que el dicho Mora no tiene ejercicio alguno con que poderse mantener», declararon en Cauquenes contra Ambrosio Mora en 1745, «sino [que anda] siempre de haragán y por los partidos y tampoco lo han visto oír misa ni confesarse»39. El propio acu­ sado confesó, entre otros múltiples robos, que «también le hurtó a María Jara unos calzones, un poncho, un sombrero y unos calzones menores de bayeta, todo servido pero bueno y los calzones eran de paño». . Xa violencijHfoméstieir^ de la consolidación-de^ un nK^do de Vida presidid^)jDLir la banalidad^-Dominados por las desa­ venencias y confíiótos Cjúecreaba una cotidianidad que naufragaba en la miseria y el desamparo, los sujetos asumían lentamente las marcas de la vida montaraz. «Dentro de una hora oyeron llorar la mujer de Alonso, que le estaba pegando su marido y en este tiempo oyó decir este decla­ rante “que me matan”, declararon en 1731 dos conchavadores de vino, luego de vender sus productos al indio Alonso de Longomilla y haberse alojado en las cercanías de su rancho40. Sin embargo, en la medida que aumentó el número de tenientes y jueces de comisión en las áreas rura­ les más alejadas, también disminuyó la impunidad en que quedaban los delitos cometidos en el ámbito hogareño. Así sucedió en el caso de Ce­ cilia Cabrera, torpemente azotada por su cuñado en 1787. «Habiendo comparecido ante mi Sicilia [sic] Cabrera, viuda, expuso criminalmen­ te queja verbal contra Calistro [sic] Arias, imponiéndome en como le dió de azotes en resulta de no haber ésta complacídole a Arias dicho sus torpes apetitos que en varias ocasiones le insinuó logrando la soledad de la montaña que allí la tenía haciéndole quesos. Y persuadido el predicho de la resistencia que hallaba le amenazó [que] había de quitarle la vida con atención a que le dijo: “Cuñado, si persevera en ejecutar tal infamia conmigo lo conseguirá violentándome, pero sea cierto que daré cuenta de su insolencia a la Justicia”. Y que pasado algunos días vino y le dió de azotes, amarrada a la cerca de un corral, con un lazo doblado, para cuyo hecho la desnudó del faldellín y levantó el cotón, dejándola sin la menor cubija y le empezó a dar de azotes y le dió hasta que la dejó toda bañada en sangre...»41. En el mundo privado de la frontera, incluso las agresiones asumían un tono doméstico, pues gran parte de los utensilios que se utilizaban para agredir o defenderse normalmente provenían del entorno íntimo del hogar. En otras palabras, pocos morían de un arcabuzazo o fruto de una herida infligida por las armas que suministraba el Estado. Interro­ gado por la muerte de su padre, un natural de la frontera declaró en 1758 que lo había asesinado un peón amigo de la familia en confabulación con la mujer del difunto, «dice que le dió con una chueca dos garrota­ zos los cuales tenía patentes, uno en la sien y otro en la cabeza»42. Aza­ dones, hachas, chuzas, rebenques y trancas adquirían una connotación mortífera cada vez que los sujetos, sobrecogidos por la ira o la desespe­ ración, cogían estas piezas de su entorno para atacar a sus enemigos. Otra manifestación que reflejaba la voluntad de los sujetos fronteri­ zos de desconocer la juridicidad estatal y mantener sus arcaicos modos de vida fue su marcada inclinación al amancebamiento y la barragane­ ría. En 1760, en Talca, Luis del Castillo sumó a su fama de ladrón y de­ sobediente, «la ilícita amistad que ha tenido y tiene en esta villa, por la que ha sido reconvenido por la Real Justicia y desterrado de esta villa»43. Así, en el núcleo de la familia peona! se situaba una grave transgresión

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Los caballos salvajes, la frontera. Concepción. Siglo XVII. Mapoteca, Sala Medina. Biblioteca Nacional, Santiago.

contra el orden establecido que tenía profundas connotaciones sociales y morales. Al relatar cómo tuvo lugar la captura del indio Manuel Juachín en los montes cercanos a la villa de Pencahue, el juez de comisión de la localidad declaró que «el dicho indio vivía escandalosamente, ha más tiempo de cinco años con una criada». Rodeado por la cuadrilla que se dirigió a arrestarlo, Juachín salió al camino «armado con armas sos­ pechosas, como un machetón de casi tres cuartas y una macana de palo, armas que dan indicio que el dicho indio pretendía hacer resistencia a la Justicia, según el genio y atrevimiento que demuestra en su engreimien­ to»44. Embriagados con alcohol y embrutecidos por el efecto de la bebi­ da, los amantes descuidaban el poco recato que les quedaba, para desplegar públicamente la verdad de su amor que, siendo privado, no pertenecía más que a ellos. No obstante, eso era así hasta que los descu­ bría el marido. Describiendo el atroz asesinato del indio Silvestre, una testigo declaró en Tubunquen en 1751 que durante una borrachera en su rancho entró a la habitación el marido de la india Juana, «hasta que dió con su mujer que estaba borracha y dormido sobre sus faldas estaba el indio Silvestre dormido y borracho». Después de golpearlo y apuñalar­ lo, el marido abandonó la habitación dejando atrás al amante «echando sangre por la boca y las narices y agonizando»45... De acuerdo a las fuentes judiciales, el amancebamiento fue quizás una de las modalidades más comunes de emparejamiento en la región fronteriza. Incluso los soldados de las plazas se sentían atraídos por for­ mar familias y «avecindarse» en las afueras del fuerte o plaza de desti­ nación con sus mujeres mancebas. Por ese motivo, el gobernador José de Garro, interesado en «evitar los pecados públicos», ordenó a los ofi­ ciales «que no permitan en sus compañías amancebamientos escandalo­ sos ni que con pretexto de criadas tengan en los alojamientos ningún género de mujeres de mal vivir dentro de sus casas. Y si hubiere algu­ nas, las echen de las plazas dentro de ocho días de la publicación de es­ te Bando, que se les dá de término por si quisieren casarse. Y a los capitanes y lenguas de las reducciones que, no siendo casados, tuvieren indias de las usanza en sus casas con quienes estén amancebados, se las quitarán los cabos de las plazas y nos darán cuenta de las que quitasen para entregarlas a sus padres y parientes o ponerlas en libertad. Y si volvieren los dichos capitanes y lenguas al entero en sus costumbres conti­ nuada, serán desterrados a la provincia de Chiloé y privados de los honores militares»46. No obstante, como en otras instancias, la realidad probaba ser más fuerte que las prohibiciones. Así, a fines del siglo XVIII, el gobernador Ambrosio O'Higgins autorizó la repartición formal de tie­ rras a los soldados luego que el capellán de La Laja le hiciera presente «la necesidad de conceder estas licencias para remediar en pane el cri­ minal é inveterado comercio de los más de los soldados con las mujeres del país...»47. Incluso los oficiales superiores del ejército adoptaban las modalidades de vida desordenada de la plebe. «Sabe por voz común y general que el referido don Laureano», declaró un vecino de la villa en 1769 en contra del comandante de Santa Bárbara, «desde que entró de comandante a la dicha plaza tiene ilícita amistad escandalosa con la re­ ferida doña Feliziana Zapata, aun antes de que muriese don Andrés del Alcázar su marido... y lo confirma la frecuencia del dicho comandante en casa de la susodicha, asi de día como a excusadas horas de la no­ che...»48. Otro testigo declaraba de modo más perentorio: «Por ser muy

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propenso a este vicio; se le imputan varios hijos en aquella villa...»49. «Los capitanes de amigos que habitaban en los asentamientos mapu­ ches, reportó a fines del siglo XVII Gerónimo de Quiroga, «luego com­ praban pedían o quitaban muchas chinas a los indios, y [en] breve tenían tantas mujeres juntas, y lloraban durmiendo con todas porque no tenían vigor para apagar el fuego que en ellas encendían...»50. Los momentos de sociabilidad, cuando se reunían los peones prove nientes de diversas localidades en torno a la celebración de un santo pa trono o por motivo de una fiesta cívica, también se transformaron en los escenario de brutales transgresiones. Si bien esos espacios estaban regu­ lados tanto por el código estatal como por la costumbre, eso no bastó para que los sujetos más apasionados dieran rienda suelta a sus reyertas, ge­ nerando tragedias allí donde, pocos minutos antes, reinaba el jolgorio. Así ocurrió en 1732 durante el juego de chueca disputado en el paraje de Santa Rila, durante el cual «se formó una batalla entre los que juga­ ban y otras personas», que resultó en la muerte a cuchilladas del peón Juan González51. Interrogado uno de los testigos de este suceso, declaró que el asesino, al ser informado de la muerte de la víctima declaró: «Que se lo lleve el diablo», denotando con esas breves palabras no sólo el desprecio que sentía hacia el occiso, sino también la ausencia de to­ do remordimiento de su culpa pública. Como en tantas otras ocasiones y lugares, el consumo desmesurado de vino o aguardiente causaba verdaderos estragos en ermññdn peñññf. a!1a~~ nando el camino para que^e^omefiéran los peores excesos y desacatos. «Que en otra ocasión, habiéndose embriagado, se volvió loco y se dentro a la casa del expresado pero que no se acuerda los excesos que cometería por estar privado»52. El indio Juan Guerra, acusado del homicidio de su amigo de parranda, «dijo que estando en una bebida en lo de un inquilino de don Bernardo Sangueza resultó que dijeron que el declarante había da­ do una puñalada a otro indio, pero que no se acuerda de tal cosa, y no sa­ be como pudiera haberle dado aquella puñalada por estar embriagado»53. Iguales términos utilizó Juan Gutiérrez cuando fue acusado de la muerte de un peón en una ramada: «No sabe ni puede acordarse de lo que prece­ dió y así ignora haber muerto a dicho Julián Herrera, su paisano, con quien nunca tuvo enemistad ni la más leve disensión: y aunque después de haber despertado del sueño adquirido con el vino y las empanadas se halló amarrado en dicha estancia, y preguntó a los peones “¿qué hizo?, ¿por qué lo habían puesto así?”, ninguno de ellos se lo explicó»\JEste_tL po de asesinatos cubrían-con su manto de horror realidades aún másdolorosas, pues habitualmente victimarios y víctimas eran sujetos que se conocían. Provenientes dé~un rriismo"partido, amigóFde toda una vida, que por una discusión pasajera, al amparo de unos tragos, cambiaban sú­ bitamente sus destinos. «Prosiguieron juntos y dentraron a una ramada», confesó el indio Juan Cuevas al ser interrogado por el asesinato del caci­ que de Tucapel Martín Naguel en 1747, «donde bebieron aguardiente, y habiendo salido de dicha ramada el dicho don Francisco, ya difunto, car­ gó a palos con el declarante, dándole con el bastón que cargaba por sus fueros, y dice este declarante que sacó un cuchillo que tenía en su vaina para reparar los palos que estaba dando el dicho cacique»55. ¿Cuál era la fórmula ideal para que aflorara el lado más oscuro del mestizo fronterizo? Indudablemente, alcohol, comida, juegos y mujeres. En otras palabras, todo lo que desde los días más remotos de la huma­

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nidad constituyen los ingredientes perfectos para una fiesta. En el con­ texto fronterizo, sin embargo, el momento más intenso de sociabilidad se transformaba en el escenario de inesperadas tragedias porque en el roce se revivían viejos resentimientos y pendencias. Cuando se armaba la trifulca, el resto del peonaje, transformado en impávidos testigos, se limitaba a observar cómo se iba deteriorando la convivencia, hasta el momento mismo en que salían a resplandir los cuchillos y se hacía el inefable círculo para que los hombres dirimieran sus diferencias en una lucha mortal. El olor de la sangre derramada, del polvo y del humo se confundía rápidamente en el recuerdo colectivo, junto a los gritos, insultos, llantos y pesares de una comunidad que se disponía a velar a un difun­ to y a respetar a un nuevo señor de los cuchillos. JEn-U^vastedad de la frontera: la fiesta convocabajantoj^la comunidad circundante como-a-xtrjctos fi)rasteros. pnTveniciíks de disufios^ESnnosr quienes* en medio del bullicio, cometían sus fechorías. Así sucedió en el paraje del Sauce, cuando dos mozos de la doctrina de Talca fueron asaltados y muertos por una gavilla de forasteros. «La presunción del vulgo es que se hallan tres forasteros en la fiesta de malas costumbres y estos no aparecen desde que sucedió la avería»56. Un mulato esclavo de Chillán, acusado en un sinnúmero de crímenes, fue llevado preso ante el corregidor bajo la denuncia de «que continuamente en todas las celebra­ ciones de santos anda con cuadrillas de acompañados formando varias pendencias, hiriendo a varios»57. La unión de lo sagrado y lo profano en las fiestas de la campaña se materializaba del modo más dramático cuando, bajo la ingesta del alcohol y el encuentro con extraños, emer­ gían las diferencias. «Se me ha informado», escribió el juez de comisión de Itata en 1788, «que en la estancia nombrada Quirica, en casa de Jus­ to Flores, en celebración de la Santísima Cruz, entre las diez y las once de la noche, hirieron a Estevan Thorres, el cual al día siguiente murió de las dichas heridas...»58. La aglomeración que se producía durante las ce­ lebraciones religiosas daba también pábulo para que ocurrieran escenas de subido tono y picardía. En 1738, el gobernador Manso de Velasco pro­ hibió el uso «de trajes inhonestos [sic] de las mujeres» durante la festi­ vidad de la «gloriosa Asumpción [sic] de la Virgen María Nuestra Señora», instruyendo a los jueces que debían eliminar «tan desordenado abuso, nocivo y perjudicial a las almas, y que inducen deplorable ruina de ellas que como incentivos de la sensualidad estragan al pueblo, con grave y escandalosa ofensa de Dios»59. —. Un^spacio festivo típicamente fronterizo que permitía la multiplica­ ción de los «vicjosy pecados» y la reproducción del modo de vida mes­ tizo fueron los juegos de palin o chueca, metódicamente, prohibidos por las autoridades desde mediados del siglo XVII. «Por cuanto de jugar a la chueca los indios se siguen muchos inconvenientes», rezaba el bando prohibitivo emitido por el gobernador Martín de Mújica en 1646, «en deservicio de Dios nuestro Señor y en perjuicio de los mismos indios por los abusos ritos y ceremonias malas que intervienen en ellos y de que usan, con mal ejemplo de la república y de los mestizos, negros, mulatos y indios y sambahigos [sic] y otras castas que asisten a jugar y es de mucho contagio a su ociosidad. Y lo que más, es los españoles en­ viciados en él, ya no se excusan de jugarle con la dicha gente de que re­ sultan las borracheras en que se matan y las venganzas que unos de otros así las ejecutan»60.

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Las penas que se introdujeron fueron bastante severas y reflejan lo extendido y frecuentes que eran estos juegos en las capas populares. En­ carcelamiento para los asistentes, espectadores y «sabedores» del he­ cho, confiscación de los «instrumentos», privación de oficio por dos años, multas de «cien pesos de a ocho Reales, por la primera vez, y por la segunda doscientos, y por la tercera en dos años de servicio en la gue­ rra deste Reino en uno de los fuertes». Este bando fue reiterado, en si­ milares términos, durante el Gobierno de Antonio de Acuña y Cabrera, en 1655. En esa ocasión, sin embargo, se subrayó el daño que causaba a la causa pública la celebración de juegos y borracheras, «usando mal de su libertad y vagando de unas a otras partes y a poderlo hacer más a su salvo, excusando los más casarse y asimentarse con familia, los ca­ sados dejan sus mujeres y se ausentan, viviendo unos y otros en gran co­ rrupción de sus costumbres, y sin dar lugar a la educación cristiana y acierto en las cosas de nuestra santa fe católica»61. La falta de efectividad de estas prohibiciones quedó en evidencia con motivo de la guerra mapuche de 1723 que, al decir del capitán Je­ rónimo Pietas, tuvo su origen en «un juego de chuecas...»62. El Sínodo que efectuó el Obispo Alday en 1763, reconoció que el juego «sin em­ bargo de estar prohibido, no ha podido extirparse, antes sí regularmente se practica en parajes despoblados y en días de fiesta...»6-. Amenazando con la excomunión de los jugadores, el decreto prohibitivo hacía espe­ cial hincapié en que el juego se celebraba durante tres días, «motivo para que la gente de ambos sexos, que concurre, pernocte en los campos», distra­ yendo a los feligreses y alentando el ausentismo laboral del peonaje. So­ bre la persistencia del juego quedaron numerosos testimonios. En 1796, un ladrón de caballos se dejó ver durante una fiesta cabalgando la bes­ tia ajena. «Que lo que sabe y le consta», declaró en su contra un testigo, «es que habiendo tenido el dicho Rodríguez unos juegos de chueca en el granerillo, lo convidó para que fuese a jugar y que lo vió andar en un ca­ ballo tordillo de la silla de Antonio Bulnes...»64. Paramada. otro_esc^narín típico de la sociabilidadfronteriza, era un elementoinfaltable en su paisaje. No sin razón, el Obispo Manuel de Al­ day y Aspee prohibió las ramadas en los días de fiesta y amenazó con pena de «excomunión mayor» a los que desobedecieran la norma. De acuerdo a la Constitución séptima del Sínodo, las fiestas de las doctrinas rurales daban lugar a los peores abusos, «porque además de pernoctar las personas de ambos sexos y durar por muchos días, o en las ramadas que hacen o bajo de los árboles, se agregan las ventas de comidas y be­ bidas fuertes, pasándose lo más de la noche en músicas y bailes...»65. Junto con esta prohibición, se proscribieron también las procesiones, las corridas de toros y los altares domésticos que, en su conjunto, tenían lu­ gar de modo paralelo a las festividades religiosas. La frontera-mapuche. fue-w4errilorio de .múltiples amhigjiedades-y~ escasas certidumbres. ¿Podía ser de otro modo un espacio en el que se entrecruzaban diversos mundos y tradiciones sin que ninguno lograra imponer completamente su hegemonía y donde cada sujeto resignificaba las vidas de los demás a partir de sus experiencias? JUno de lasjasgos» ¿ más sobresalientes de lossujetos que pulularon por esas tignas-fue su Jlrme voluntadle vivir^nTósTñtersticios gue~3ejaba el mestizaje cultural

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División de ambos mundos en la frontera: uno incógnito poco definido, desordenado y el de los soldados con habitaciones particulares para los de mayor rango, la cocina, la parroquia. Plano del campamento de Lonquilmo en el que celebró parlamento con los indios fronterizos de los cuatro Butalmapus y los Pegüenches de la cordillera, el Brigadier y Maestre de Campo Don Ambrosio O'Higgins, el día 2 de enero de 1784. Croquis. Mapoteca, Sala Medina, Biblioteca Nacional, Santiago.

rígida legislación imperial, los abigarrados sujetos fronterizos no se so­ metían a una ni a la otra, permitiendo que en sus vidas predominara el lenguaje violento del cuchillo, la sibilina astucia de la corrupción o la mera arrogancia de la insubordinación. Es probable que en otros lugares del Reino germinaran sujetos audaces de la misma calaña, igualándoles en indisciplina y desacatos, porque la violencia social no fue patrimonio de una región ni de un grupo social específico. Sin embargo, el rasgo distintivo de los mestizos fronterizos fue que para ellos estas acciones no constituían delitos causales, sino que eran el corolario natural de un «modo de vida» acrisolado en un espacio multifacético que mezclaba la geografía abrupta del entorno físico con una guerra de asaltos y malo­ nes que no tenía frentes fijos ni enemigos definidos. González de Nájera, al referirse a estos sujetos mestizos, escribió: «Heredaron el ser no me­ nos faltos de verdad que los mismos indios, y el ser de ruines inclina­ ciones, en las cuales descubren bien a la clara el parentesco que con ellos tienen...»66. Similares expresiones utilizó el maestre de campo Ge­ rónimo de Quiroga en 1690, cuando señaló que estos sujetos eran «peor que los indios como la experiencia ha mostrado que lo son todos y es­ pecialmente los nacidos entre ellos»67. La fragmentación social, el dispersamiento territorial y la economía pastoril solamente contribuían a empeorar esta situación de crisis en que los hijos de esclavos, prisioneros y cautivos asumían totalmente su condición de marginales. El uso de apodos y^obrenombr^s-rcfte|aba uná^Tendeftcia-de^os vinestizos fronterizos ¿ desahuciad-fot insthucionalkladr-aettñando sus propias formas de ser conocidos, más allá de la tradicional lista de nom­ bres cristianos. El comandante del fuerte de Colcura, escribió Gerónimo de Quiroga en 1690, era llamado El Berrinchón «por ser arriscado, y era viejísimo, y de grandes barbas y antiguos servicios...»68. «Preguntado si sabe de un mozo que escapó el año pasado», inquiría un juez de comisión de Maulé en 1714, «llamado Naranjo y por otro nombre Curiguemu»69. «Y que de publico ha oído decir que es ladrón», declaró el capitán de milicias Juan de Morales contra el limeño Juan Bernal en 1760, «que lo llaman El Peregrino»10. Gregorio García, oriundo del asiento de Tubunquen, acusado del robo de una vaca, confesó que había llevado a cabo el hurto «en compañía del Fraile Ñañchu y que entre él y el dicho Ñañchu se la comieron»71. Vagar y cometer delitos bajo el amparo de nombres falsos encuna forma habilidosa de permanecer en el anonimatcry de evadir la justicia, dejando siempre la oportunidad para retornar alYéfruño a disfrutar del botín o simplemente para contar las aventuras que les acaecieron en tie­ rras lejanas. Pero no todo era fruto solamente de la voluntad. Muy por el contrario, gran parte de la conducta insubordinada del peonaje fron­ terizo respondía a un largo proceso de condicionamiento histórico fruto de la guerra con los naturales y de la constante evasión de las levas y de los tributos que imponía el incipiente sistema fiscal. ¿Para qué quedarse a cumplir con odiosas obligaciones, cuando más allá de los montes les esperaban las haciendas, las mujeres y las alegrías de otros? Importante en el proceso de gestación de las modalidades transgresoras de los mestizos fronterizos fue el desarrollo de una economía autárquica basada en el trueque y el regalo. Uno de los patrones más generalizados como valor de cambio fue el poncho, que era transado a lo largo y ancho de la geografía del país. De origen mapuche, el poncho

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fue incorporado como prenda de vestir por la sociedad colonial desde el siglo XVII, estimulando su producción a un grado no imaginado hasta allí. Con el paso de los años, a medida que se arraigaba el comercio en la frontera, el poncho fue universalmente aceptado. En 1766, un grupo de caciques que viajaban rumbo a la capital convenían, en las cercanías de Tinguiririca, el cambio de tres caballos por un poncho72. En otro ca­ so, un mapuche reclamaba contra Dionisio Basoaldo por el sueldo adeu­ dado a su hijo Manuel Marillanca, a quien había alquilado «para llevarlo a la ciudad de Santiago, y le prometió que le daría por su trabajo un pon­ cho»73. Sobre el valor monetario aproximado de un poncho, el proceso judicial de un vago arrestado en Talca, a mediados de febrero de 1775, en posesión de dos caballos, proporciona algunas luces. Sometido a pro­ ceso por pretender vender una de las bestias, el juez le encaró su culpa afirmando que la principal prueba acusatoria consistía en querer cambiar los animales «por un poncho: siendo asi que dichos caballos valdrán mas de treinta pesos...»74. El propio reo confesó que una de las bestias la ha­ bía adquirido de un paisano del asiento de Ningue a cambio de «un pon­ cho negro y una manta listada negra y un cuchillo grande y una faja...» 5. Cuando faltaban ponchos, cualquier otro bien era usado en su reem­ plazo, especialmente cuando los objetos transados eran de fierro. En Talca, en 1760, dos vecinos arreglaron el entuerto causado por el faenaje accidental de una res componiéndose «en dos fanegas de trigo por las di­ chas yeguas, y que en cuanto a la ternera de García Ramires, oyó de­ cir la había cogido y que le había pagado a su mujer el dicho García con un freno»76. Veinte años más tarde, en la misma localidad, dos vecinos sentaron una disputa por una vaca que había servido de «pagamento» por un conchavo 7. Los propios mapuches tasaban durante el siglo XVIII sus productos en especies. Al ser interrogado un soldado por la internación ilegal de animales hacia los pehuenches durante la guerra de 1771, «respondió que el capitanejo Curin se la vendió al declarante por un saco de trigo y una potranca...»78. Gregorio Alvarez Rubio, corregidor de la provincia de Puchacay durante la década de 1780, observó en su Informe: «Aquí acos­ tumbran generalmente el conchavo que llaman, porque no hay plata, que es cambiar una cosa por otra. Y aún los cosecheros formales de vino ha­ cen lo mismo en las ventas que hacen en la ciudad de la Concepción» 9. El tráfico-clandestino y abultado Be armas y herramientas de hierro, animales- robados y vinctque-introducían los conchavadores haciados tejiitQriQs4Hbal^constLtuyó uno de los aspectos de las relaciones fronterizas que se pretendió regular a través de los parTamentos. En ese sentido, tanto las autoridades españolas como los mapuches coincidieron en la necesidad de extirpar de raíz este mal que se hacía endémico, con sus funestas secuelas de riñas y fraudes. Tal como expresara el cacique Melita del butalmapu lafkenche a mediados del siglo XVIII, lo que per­ seguían era suplicar a los representantes del Rey que «no permitan que los españoles cansen tanto las muías en acarrear vino, pues de lo contra­ rio los caciques no podrían ser responsables de las resultas desgracias o revolución que podría originarse por el vino en la tierra...»80. En más de un sentido, el comercio hispano-mapuche se había convertido en uno de los factores más dinámicos de la economía del país, si bien el Estado no percibía ingresos por vías de impuestos o tributos y las manufacturas tri­ bales iban lentamente consolidando un proceso de mestizaje en el mundo

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Indio chileno jugando a la chueca. Grabado en cobre por Gucrard (le fils).

privado de las familias populares. Con la profusión deJaatQs productos mapuches.£n el mundo colonial ¿cómo se podía distinguii_a_un peón de junjndio? Inevitablemente, la Araucanía surgía como un mercado inter­ no de magnitud y una fuente inagotable de insumos que servían a los te­ rratenientes para mantener su control sobre los inquilinos y peones itinerantes. Ponchos, mantas y utensilios se convertían en valores de cam­ bio que permitían el enganche de peones y labradores pobres en las fae­ nas de las haciendas, al mismo tiempo que estimulaban la exportación de bienes europeos hacia el Sur, incluso de especies prohibidas/1 La pros­ peridad del comercio fronterizo puede interpretarse de diversas maneras, pero también puede ser ponderada por sus efectos. El principal consistía en proporcionar el marco informal para que cientos de sujetos sobrevi­ vieran al margen de la economía oficial, arrraigando las modalidades del vagabundaje y el trabajo estacional. Se hace necesario señalar aquí que el súbito crecimiento del número de vagabundos que como una plaga asoló a los territorios fronterizos a partir de la segunda mitad del siglo XVIII, fue un proceso que obedeció tanto a las transformaciones que experimentó la economía regional como a la determinación de miles de peones de no someterse a la autoridad del Estado. «Se me ha hecho saber que Alberto Flores y Rosauro Flores, na­ turales de este partido», rezaba un auto cabeza de proceso contra dos va­ gos de Puchacay en 1764, «andan de vida andantes, ocupados en cosas sospechosas y que no sujetan a servir a persona alguna...»82. Uno de sus acusadores, el teniente Antonio Mellado, declaró contra ellos que les co­ nocía por «mas de ocho años y en ese tiempo han sido públicos ladrones

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y que no se sujetan a servidumbre y solo andan de andantes, de partido en partido». Interrogados por el juez de comisión, Alberto Flores manifestó que su oficio era el de andar «trabajando a unos y otros», mientras Rosau­ ro declaró «que no tiene ningún oficio y siempre ha vivido con su padre». Con la consolidación de las villas y el creciente tutelaje que comenzaban a ejercer los hacendados y mayordomos sobre los gañanes transformados en inquilinos, los forasteros y afuerinos se convirtieron muy pronto en los sospechosos de siempre. «Se ha cogido reo a un mozo vagante, no cono­ cido, que según él se nombra dice llamarse Joseph Molina; y reconocién­ dose es él, como se reconoce, ser un público ladrón»83. En otro caso, registrado aquel mismo año en Puchacay, el juez del lugar anotaba: «Se me ha traído reo a un indio vagante que se cogió en casa de otro indio lla­ mado Cautao, en la estancia de Curapaligue, donde estaba aposentado di­ cho reo con una mujer española que andaba huyendo al monte...»84. El vagabundaje fue, tal vez, uno de los dispositivos más usados por el peonaje para rehuir de la acción de la Justicia y no subordinarse a la voluntad de los hacendados. Por ese mismo motivo, a partir de la segun­ da mitad del siglo XVIII este delito se convirtió en uno de los más per­ seguidos y reprimidos por las autoridades85. Desarraigo, vagabundaje, abigeato y cárcel eran los principales esla­ bones de una cadena de eventos que ataban infaliblemente la existencia de los mestizos fronterizos que deambulaban por el espacio público. Otro aspecto que sejjejaver en su historia fue su condición dejjgtoes^. «Dijo llamarse EstebarTRoá», declaiú un peón acusado de abigeato en 1758, «y que es natural del partido de Chillán y que se mantiene de su sudor y trabajo»86. Reflejando la naturaleza doméstica de estas acciones, el cómplice de Roa declaró por su parte que con cuñados y parientes formaron una gavilla para robar una casa vecina, «que dentraron aden­ tro de la casa estando sola y sacaron dos hanegas de trigo, una arroba de vino y un cántaro de arrope...»87. En el caso de los hermanos Avila de Putagán, sus acusadores reiteraron «que es voz común hurtan la carne y otras cosas en el vecindario para mantenerse»88. ¿Podía haber mejor tes­ timonio de la miseria en que vivían estos sujetos que el magro botín cap­ turado en sus andanzas? Por cierto, la naturaleza de estos hurtos quitan parte del brillo heroico con que se asocia tradicionalmente las acciones de los bandoleros rurales, pero dan una versión más exacta de las moti­ vaciones y de las condiciones materiales miserables en que se desenvol­ vía la vida de gran parte del peonaje mestizo. El indio Juan José Quezada, «natural de Talcamávida y que se mantiene de su trabajo per­ sonal», confesó que la causa de su prisión fue por hurtar «unos pedazos de charqui y un chille de aguardiente dijo que lo demás que había roba­ do había sido un pellón y unas espuelas de bronce...»89. El abigeato y los robos de animales eran tradicionales en una medio pastoril poco vigilado. No obstante, durante los períodos de crisis, los peones depredaban con mayor frecuencia los corrales ajenos, ya sea con el propósito de vender o consumir los animales. Lo más evidente en este mundo de afuerinos, jornaleros y gañanes es que su principal riqueza era nada más que su fuerza de trabajo. En Puchacay, en 1786, se recogió la siguiente declaración de un hombre acusado de homicidio: «Dijo ser su legítimo nombre Juan Gutiérrez, de edad de 50 años, poco más o menos, y natural de Yumbel, que su ejerci­ cio era el de trabajar donde y en lo que se proporcionaba, como lo había

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hecho en varias estancias de este partido como son las de Pablo de la Cruz, la de Salvador Cabrito, las del Sr San Xristobal y la de San Jo­ seph, donde últimamente sirvió de viñatero y en todas a satisfacción, sin dar el más leve motivo que haya podido acreditar lo contrario...»90. Transhumando entre estancias y villas, los peones temporeros recorrían el paisaje fronterizo llevando consigo historias y costumbres de foraste­ ros que despertaban suspicacias y temores entre los asentados, reiteran­ do la antigua rivalidad entre nómadas y agricultores. De hombres que apenas se conocían por su alias, ¿qué más podía esperarse sino el robo, el engaño o la muerte? Si la miseria acercaba a los afuerinos al mundo del delito, la distancia que separaba las habitaciones y el aislamiento en que vivían la mayoría de las unidades familiares también permitían que se multiplicara la deso­ bediencia. En medio de tanta serranía, ¿quién podía atestiguar contra los furtivos matanceros que faenaban animales robados? Con todo, siempre había ojos alertas y gente dispuesta a delatar. «Que viviendo Ramón Mo­ lina en su chácara en un rancho con su muger distante de su casa un dia», declaró la estanciera Luisa Ponce en 1758. «le avisó un indio llamado Juan de Dios, de su servicio, como habia hallado al dicho Ramón Moli­ na matando un buey con su mujer en un monte de unas Pataguas, distan­ te del rancho donde vivía cosa de cien pasos, poco más o menos»91. El posicionamiento de los ranchos no era de ninguna manera casual, sino que reflejaba la visión de mundo de sus ocupantes, que se situaban en montes y quebradas como una forma de evadir las levas, diezmos y tribu­ tos implantados por el Estado y la Iglesia. El espacio, escribió acertada­ mente Pierre Bourdieu al referirse a los campos de poder, «está construido de tal manera que los agentes, los grupos o las instituciones que en él se encuentran colocados tienen tantas más propiedades en co­ mún cuanto más próximos estén en este espacio; tantas menos cuanto más alejados»92. Y más adelante: «El espacio social tiende a funcionar co­ mo un espacio simbólico, un espacio de estilos de vida y de grupos de estatus, caracterizados por diferentes estilos de vida». En ese sentido se puede entender la denuncia formulada contra Raymundo Rodríguez de Puchacay, «que siempre ha tenido fama de ladrón y que en el monte tie­ ne ramada de matanza, donde mata lo que roba»9’. En más de un sentido, la distancia que mediaba entre las villas y la campaña era la expresión fí­ sica del abismo que separaba lo público de lo privado en la frontera. Como se desprende de múltiples declaraciones y confesiones, los mestizos fronterizos tendían a cometer sus fechorías en lugares cerca­ nos a sus residencias, que equivale a decir que Jos crímenenes cometi­ dos poE-los-peones tendían a tener lugar en los espacios dominados por ^.jxrode-pesuliar de vida. «Que sabe de pública voz y fama», declaró un testigo en un juicio por abigeato que tuvo lugar en Talca en 1760. «que el dicho Castro es ladrón en todo su vecindario y que es la ver­ dad»94. El mismo año se acusó a un peón de saquear los animales de las veranadas. «Joachin de Bobadilla. que está en reputación de hombre honrado, coge vacas de la cordillera de las que son sus vecinos sin fa­ cultad de los dichos vecinos»95. En estas acciones, declaró un testigo, el peón Bobadilla se hacía ayudar de su padre y de «un yndio llamado Ge­ rónimo Monsalve que asimismo les acompañó en las referidas sacadas de vacas...». La comisión de delitos en el entorno inmediato, bajo el constante riesgo de ser reconocido por los testigos, hace pensar que los

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malhechores eran hombres pobres que, en un acto de desesperación, se transformaban en criminales. También podría tratarse, por el contrario, de criminales consumados que cometían sus fechorías impunemente, sin recato ni respeto. Lo cierto es que cada vez que se denunciaba a un cua­ trero o a un ladrón, se producía un quiebre en la comunidad local. Para­ dójicamente. las víctimas eran parientes y vecinos, y el espacio social de sus transgresiones estaba conformado por su propia comunidad. ¿Era esta una expresión de prepotencia de sujetos temerarios o simplemente una manifestación de la domesticidad de sus delitos? Durante el siglo XVIII se registró un cambio notorio en las acciones de los bandidos, pues de la cotidianidad del delito menor se pasó a in­ fracciones más nefastas. De acciones individuales, sus delitos fueron adquiriendo el cariz de transgresiones colectivas que sumaban a varios hombres decididos a quebrar la Ley. El auto cabeza de proceso de los hermanos Caris de Quirihue en 1726 señalaba que además de ladrones, estos sujetos actuaban como aposentadores, «en sus ranchos y viviendas otros que viven y se mantienen de ejercitar los mismos crímenes y deli­ tos, los cuales llevan y traen de los demás partidos a la casa de los su­ sodichos los caballos muías y yeguas que en ellos roban»96. No se trataba de actos reivindicativos realizados a nombre de la comunidad, pe­ ro sí constituían la expresión de un nuevo concepto del bandolerismo ru­ ral dirigido a unir la capacidad delictiva y convocar, durante los días de represión, la solidaridad del resto del peonaje. «Es voz común que su ca­ sa es el paradero de muchos vagantes y ladrones», denunció un vecino de Putagán al describir las fechorías de los hermanos Avila en 1766, «que se ocupan en consorcio con ellos en robos en el vecindario de ga­ nados. chácaras y lo demás que infunde la ociosidad»97. Embrionaria­ mente, en la conformación de estas gavillas, se originaron las montoneras del siglo XIX. También creció el «profesionalismo» de los bandoleros, pues los robos ya no se limitaban al mero saqueo de las pro­ piedades vecinas, sino que se emprendían largas marchas en busca de un botín que luego negociaban en los mercados locales. Ese fue el modo de operación atribuido a Tomás de Basaes, oriundo de Talca, a quien en 1745 se le acusó de ser «hombre ladrón de fama, que sólo se ocupa en andar ro­ bando a tropas los caballos y llevándolos de un partido a otro y de este de Maulé, transitando el río de unos confines para otros, echándose a nado con los que lleva y trae hurtados»98. £n un ambiente domiiia^)jMMLÍa_vÍQleneia-e4^-^a^ nanH-aJ. (^e a^íu recieran Umibres.resuejt()s que-afmntaran sqs existencias haciendo gala de las múltiples cualidades del picaro. «Dijo que conoce a Santiago Caballero, hijo de María Osses», declaró un juez de comisión de Mau­ lé al describir las acciones de un típico malentretenido en 1754, «y que le conoce desde sus tiernos años y que sabe que su modo de vivir ha si­ do de vagante, opinado en vicios de cogerle a unos y otros el caballo o la yegua sin gusto de sus amos, armando juegos de bolas en los montes y juegos de dados, por cuyos motivos se halla siempre en cueros y con­ tinuamente ha andado más tiempo de cuatro años al monte con una mu­ jer casada, casi sin haberle visto en todo este tiempo que lo conoce oír misa, ni confesarse, ni servir al Rey y siempre acostumbrado a dar una mala educación a los motivos con quienes se juntaba y enseñándoles a jugar todos los juegos y en dos o tres ocasiones lo tuvo preso cuando era juez de esta doctrina por sus malas operaciones y que no le hizo nunca

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Pobiamiento de frontera. Tierras de los lobos, en la isla de Maulé, Loncomilla. 22/11/1755. Archivo Nacional. Mapoteca. Santiago.

sumaria por ver de que en ese tiempo era niño y sólo le daba reprensio­ nes y lo ponía al cepo preso, pero que nunca ha tenido enmienda»99. Otro elemento recurrente de la vida fronteriza fue el continuo tran­ sitar de españoles y mapuches a lo largo delinea fortificada del Bíobío^ ¿rrabiertóiñcumplímiento de las capitulaciones de los tratados de paz firmados pojUas^toridadoo do ambos mundos100. Este continuo trajinar cumplía, sin embargo, un significativo papel en el desenvolvimiento de la coexistencia fronteriza, proporcionando peones indígenas a las estancias y conchavadores españoles, con sus mercancías, a los rehues mapuches. Con todo, las autoridades no veían con buenos ojos la presencia de estos tránsfugas y refugiados en las tierra de potenciales enemigos. El oidor Santiago Aldunate utilizó en 1764 duros términos para describir los efectos negativos que tenía la entrada de españoles a los territorios tri­ bales. «Por lo regular los indios no se mueven, ni causan hostilidades a los españoles, mientras no las reciban de ellos, como en el caso presente se figura siendo digno de mayor castigo el hurto que los españoles ha­ cen a los indios, así por la inquietud que pueden causar en la tierra como por la ley de Dios que profesan...»101. Sin pretender atribuir a los tráns­ fugas un protagonismo que no tuvieron, tampoco se puede negar el pa­ pel distorsionador que jugaba su presencia en los toldos. Juan José del Risco, corregidor de Mendoza, escribió respecto de uno de estos hom­ bres: «Lo muy pernicioso que es la residencia (entre los indios de esta frontera) de don Hilario González, natural de la Concepción, quien des­ de hace algunos años que comercia entre los dichos indios y otras na­ ciones de más adentro, permaneciendo entre ellos los cuatro y seis meses, privándose de todos los ministerios de cristiano»102. La doble preocupación manifestada por el corregidor cuyano obedecía, sin duda, a un hecho indesmentible: la multiplicación espontánea de los sujetos informales que transitaban entre ambos mundos, actuando como puen­ tes entre lo que las máximas autoridades consideraban el límite entre la civilización y la barbarie. Baqueanos y expertos conocedores de los te­ rritorios tribales, los conchavadores de la talla de Hilario González tam­ bién se transformaban en confidentes y pariente rituales de los lonkos, fortaleciendo las redes paralelas y subterráneas que se contraponían a los sistemas de comunicación oficial desarrollados por el Estado a través de parlamentos y juntas fronterizas. De alguna manera, junto al mundo público brotaba soterradamente el mundo privado. La contrapartida de los renegados que entraban a la Araucanía se en­ cuentra en los peones mapuches que acudían a trabajar en las estancias situadas al norte del Biobío durante la estación estival. Temerosos de las conexiones que establecían con yanaconas e «indios amigos», en reite­ radas oportunidades las máximas autoridades fronterizas procuraron ejercer un mayor control y vigilancia sobre estos sujetos, lo que fue implementado a través de múltiples reglamentos y bandos. Ya en 1671, los miembros del Cabildo de Concepción solicitaron al gobernador del Reino suspender la licencia otorgada para que entraran los mapuches «por treinta días a la siembra pagándoles su trabajo con la tasa que Su Majestad manda», por la posible rebelión que podían llevar a cabo10'. En 1739 se instruyó a los comandantes y autoridades locales que de allí en adelante los peones migrantes debían reportarse a los comandantes de las plazas para que éste les diese certificado «con día, mes y año» para presentarlo ante el corregidor del partido «donde viniesen a residir»104.

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En esa misma oportunidad, las autoridades dispusieron que todos los corregidores «hiciesen matrículas y número de los indios residentes en sus distritos», como un mecanismo para controlar los movimientos de la creciente masa peonal mapuche. ¿Cómo era la vida de estos mapuches asentados en tierras cristianas? Para la gran mayoría, nada excepcional, pues rápidamente se mimetizaban con la población mestiza, perdiéndo­ se el rastro de sus vidas. Ese fue el caso de Jacinto Navarrete, mestizo procedente del rehue Bañista de Maquegua, lonko de una extensa fami­ lia, quien vivió por «más de treinta años entre españoles christiana y legalmente»105. Otros, probablemente una minoría por la ausencia sistemática de reclamos que registran los archivos, sufrieron en carne pro­ pia la ausencia de un sistema jurídico fuerte que les defendiera contra los atropellos que cometían contra ellos los mestizos. «Y preguntándole de un salteo a unos indios de doña Rosalía Palma, que les quitaron un pon­ cho según consta de la sumaria», puntualizaba el interrogatorio contra un ladrón consuetudinario de Puchacay en 1794, «dice que no ha sido lo que es cierto, que sólo por decirle ladrón les pegó un baregonado[sic]»106. Los caciques gobernadores no fueron reacios a castigar a los tráns­ fugas que infiltraban el espacio tribal o a los propios mapuches que, con sus acciones criminales, debilitaban los frágiles acuerdos que ordenaban el mundo fronterizo. Así ocurrió en 1769 con Martín Rapimanque, acu­ sado de asesinar alevosamente a Juan Canulao, en las cercanías de Tucapel el Viejo. Si bien el caso caía dentro de la jurisdicción del cacique gobernador Juan Caticura, máxima autoridad del butalmapu lafkenche, y a pesar de que el inculpado era primo hermano de la mujer de Caticura, la autoridad mapuche le condenó a muerte y solicitó que se ejecutara la sentencia. En su argumentación, Caticura reprodujo el discurso de los corregidores de Chile central, señalando que era necesario llevar a cabo tan enérgica medida «para hacer este ejemplar en su tierra, para ejem­ plo y escarmiento de lodos los demás, y que no estén tan sobre sí... que en esta ocasión suspende la ley y costumbre que hay entre ellos de que tales muertes se satsifacen con pagas, porque conoce ser muy convenien­ te este ejemplar»107. El mismo Caticura observó que toda la comunidad aparecía dispuesta a castigar las acciones de Rapimanque, «porque ya no lo podían aguantar por tantas maldades que ejecutaba de robos, pen­ dencias y ningún respeto a sus mayores, hasta llegar a querer forzar a sus mesmas hermanas». Alegando razones, el cacique gobernador insis­ tió en la necesidad de que los españoles corroboraran su sentencia, «por­ que de no harán mal concepto de él y lo tendrán por falsario y será mucho menoscabo a su persona»108. Casos como el de Rapimanque de­ muestran que la creciente consolidación de los sistemas locales de jus­ ticia llevó a un fortalecimiento de la autoridad de los lonkos, quienes contaron con el respaldo de las autoridades españolas para proceder al castigo de los miembros de su comunidad que se convertían en malhe­ chores. En el pueblo de Puaun, morada del afamado ladrón indio Gre­ gorio Guenul, «el cacique don Juan Raiman expulsó de su pueblo al padre de éste Josef Guenul y a su familia, quienes se albergaron en el pueblo de Guambali de donde al poco tiempo fueron echados por sus continuos latrocinios»109. Alejados del territorio tribal, los renegados buscaron re­ fugio en la estancia propiedad de Isabel Santa María, quien, una vez que se puso al tanto de sus «maldades», también procedió a desalojarlos. Re­ tornados por fuerza al asentamiento del cacique Raiman, éste dio parte a

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las autoridades e informó «que quería darle fuego a la ramada que habían construido», pidiendo al mismo tiempo al corregidor «que los persiguie­ se hasta prenderlos, que él haría lo mesmo...». La coexistencia fronteriza, el floreciente comercio y la incapacidad estatabpanf eonUcdaElQ^asgsy^ádos qnr^()mu!Heüb¿tf^7niib(T^emlQz ~ OS, ~ ~ » --• - - - - -para que prosperáfañ las inMgns y-mh+4» nes qyg con tanta facilidad nacían en esos pagos^con^iis^T%a£tvnsr ^xfectQSJxobre fa-gobemabilidad w4unba¿L£j]2gSU^^ donde la guerra fue siempre una opción que podía materializarce sin mayor avi­ so, el impacto de los intereses personales por sobre las políticas de Esta­ do trascendía los límites de lo privado para convertirse en un oscuro motor de las múltiples guerras fronterizas que, esporádicamente, estalla­ ban entre españoles y mapuches. En más de una oportunidad, las desave­ nencias y malentendidos que afloraban en las relaciones fronterizas tuvieron por origen los rumores y falsedades que echaban a correr los mestizos. «Los indios estaban alborotados porque uno de los españoles que fueron a dicho conchavo, llamado Domingo Bobadilla, les había di­ cho a dichos indios que los españoles estaban juntos para entrar a matar­ los...»1 lü.Durante la guerra de 1769-1771, Ambrosio O’Higgins, jefe de la expedición que entró a los territorios pehuenches de los altos del Biobío para reprimir a los guerreros de Leviant, tuvo la oportunidad de interro­ gar a uno de los prisioneros capturados en el curso de la campaña. De acuerdo a la declaración hecha por el pehuenche, en Santa Bárbara «ha­ bía un mestizo que comunicaba cuanto pasaba en esta dicha plaza con el cacique Colgueman, su hijo Pellón, y los suyos. Y que este dicho mesti­ zo vivía junto al convento, y que su traje o vestuario era de cabrón colo­ rado y calzado. Y que en premio de esta maldad tan execrable le habían pagado un poncho, unachinillaogtteñí»1". Si bien Joseph Repocheta ne­ gó rotundamente los cargos que se le hacían, uno de los tantos testigos que declaró en su contra confirmó su fama de aventurero al apuntar que «[Repocheta] es muy altivo, y se ha oído haber dado en otros tiempos pu­ ñaladas a dos españoles sin más motivo que su mala índole...»11:. Si los hombres de los territorios dominados eran virtualmente indó­ mitos, ¿cómo serían aquellos renegados que deambulaban entre ambas sociedades sin respetar la autoridad de caciques ni corregidores? «Hay entre los indios más de cincuenta españoles fugitivos», escribió Gonzá­ lez de Nájera en 1614, «que los industrian, enseñan y amaestran en todas las cosas... destos fugitivos algunos son mestizos, y parte mulatos, y otros ilegítimos españoles...»11’. La búsqueda y represión de estos sujetos fue. sobre muchas otras situaciones, un asunto prioritario para las auto­ ridades monárquicas y tribales a lo largo del período colonial. «Remítense a los señores de la Real Audiencia», señalaba una carta del gobernador Guill y Gonzaga en 1766. justo en los momentos en que el lonko de Angol Agustín Curiñamcu protagonizaba su afamado malón, «la información recibida contra Phelipe de Zea por el grave delito de haber inducido a los indios bárbaros a que se desistiesen de la reducción a pue­ blos»1’4. Este tipo de arremetidas eran anuladas cuando los renegados estrechaban los lazos de amistad que les unían con los indios, recurrien­ do en algunos casos a formas de parentesco ritual. Describiendo una reunión sostenida con Phelipe Zea. el vecino de Penco Joseph Morales manifestaba que había acudido a la casa de éste «en solicitud del cacique nombrado Cheuquelemu, que era su compadre, para llevarlo a comer a

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mi casa»115. Durante la segunda mitad del siglo XVIII. las autoridades coloniales se esforzaron por lograr que salieran de los territorios triba­ les cientos de españoles, probablemente colonos informales, que habían logrado asentarse al sur del Biobío. Sin embargo, en la junta de Maquegua celebrada precisamente para lograr ese objetivo, no se consiguió que los caciques gobernadores entregaran a esta gente. «Querían que los tomásemos sin entregarlos ellos mismos», escribió el comisario de na­ ciones Juan Rey, «acción arriesgada y muy violenta»116. A pesar de los tratados que regulaban el comercio fronterizo con los mapuches, el interés por obtener jugosas ganancias a través del inter­ cambio con los naturales excedía el peso de las prohibiciones. En Chi­ llan. escenario de diversos bandos, el corregidor irlandés Alejandro Campbell informó durante el período más crítico de la guerra con los pehuenches que explotó a fines de 1768: «Se me dió parte de que unos maulinos pretendían pascar con porción de yeguas a sus tierras para el efecto de dicho comercio...»117. El mismo corregidor señalaba que poco tiempo después de este incidente, debió salir hacia los boquetes de Longaví y Alico «para impedir a ochenta maulinos la entrada a la tierra de indios infieles». ¿Con qué objeto entraban los mestizos fronterizos a la Araucanía, incluso durante los períodos de crisis del sistema de relacio­ nes fronterizas? Algunos a comerciar, otros a jugar, la mayoría a come­ ter las peores tropelías. «Siendo tan frecuentes las entradas que se hacían a los Yndios Ynfieles para robarles sus bienes y sus hijas por el interés que les reportaba su venta», escribió Campbell en su probanza, «me fue forzoso dar providencias para que ninguno entrase a los potre­ ros de la Cordillera sin pase y licencia mía»118. Por sobre otras conside­ raciones, lo que más urgía a las autoridades era detener el flujo de hombres hacia las tierras libres aplicando la Ley con todo su rigor. «Por cuanto Narciso Enriques y Miguel Rey», se lee en la sentencia contra dos conchavadores españoles que entraron a la Araucanía durante los críticos días de 1771, «quebrantando los tratados del parlamento y repe­ tidos bandos que se han echado que prohíben la entrada a la tierra estos ilícitos comercios con los indios, fueron cojidos tierra dentro concha­ vando una recua de caballos por ponchos siendo hurtados, de lo que si­ gue el alboroto que estos causan a los yndios con sus novedades que les llevan, destruyendo a este vecindario y dándoles armas al enemigo. Por tanto, y que los suso dichos son hombres que no se ejercitan en otra co­ sa, por escarmiento de los demás, los condeno en que vayan a las islas de Juan Fernández por cuatro años cada uno, a servir a las obras de Su Majestad, a ración y sin sueldo...»119. _F.I. desorden social en la frontera era más o menox-generalizado^inus_coterráneos. En algunas ocasiones, este ce­ lo llegó a la exageración. El uso de cepos y grillos, instalados tanto en

las cárceles, edificios edilicios y plazas, como en las residencias priva­ das de los corregidores, tenientes y jueces, se hizo cada vez más exten­ sivo. y su aplicación, en más de una oportunidad, estuvo a punto de terminar con la vida de los reos sometidos a su martirio. «Desde que lle­ gué me han mantenido sin saber por qué en el cepo con un par de gri­ llos», denunció un reo recluido en el calabozo del fuerte de Santa Juana, después de haber pasado allí diez días, «de cuya rigorosa prisión estoy tan maltratado y enfermo que es intolerable»120. Otro reo, oriundo de

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Maulé y encerrado en la cárcel de Santiago, manifestaba: «Digo que en todo el tiempo de mi prisión no se me ha hecho saber motivos algunos para ella por lo que he pasado mil necesidades como pobre forastero, sin conocimiento de persona alguna, vendiendo la poca ropa de mi vestir para las urgencias que he tenido y, sobre todo, el recelo que tengo de que no habiéndome dado la peste y habiéndola habido en esta cárcel, se me dé. No teniendo amparo ni favor alguno sería mi última ruina»121. Indiferentes a las acusaciones y denuncias que se levantaban en su con­ tra por los maltratos que imponían a los reos, lo que pretendía la mayoría de los jueces era que se les concediera la autoridad para implementar un sistema de vigilancia y castigo menos burocrático, especialmente en la represión de crímenes y delitos menores, como un medio de sofocar la crisis social que crecía en sus entornos. Así ocurrió con Alonso de la Fuente, teniente de corregidor del partido de Macaripoco, Chillán, quien en 1769 solicitó permiso para juzgar y sentenciar a los ladrones de su dis­ trito122. Después de haber ejercido el cargo de teniente de corregidor por casi veinte años, De la Fuente se quejó ante las autoridades máximas del país de que la ausencia de sentencias rigurosas estimulaba el bandidaje, «por lo que sin el menor temor se halla al presente con tantos ladrones, así de los cogidos que se han huido de la cárcel de la villa como de otros que no han podido ser aprehendidos, de modo que tienen el partido en la mayor consternación» A toda vista, era evidente que endaJ-rentera det J&obío-la construcción del espacio público y el desarrollo de h gnberpabilidadjiotenfan por pnncipal~obstáculo la resistencia militar de los mapiiche^síno laTihstinada vnhinted de Ins mestizos fronterizos, quienes insistían en reproducir sus estilos arcaicos de .vida al margen delT.stado y de la Justicia.

Coopción, motín y resistencia peonal en la frontera mapuche del siglo XVIII El esfuerzo_realizado por las autoridades para introducir las institu­ ciones estatales en la fromera mvixim inesperadotriunfa efl TalñcorpoiiliTiTi ración voiunCTla~^ejmportantes segmentos del bajo puebto áFñtievo marcodurúIIco-políticq^Especialrriente interesante fue, durante eCsigloXVIII, la integración de los mapuches «sometidos» de los distritos septentrionales, quienes comenzaron a defender sus derechos territoria­ les y de sucesión al cacicazgo utilizando los instrumentos legales que les proporcionaban las leyes de Indias. Lejos comenzaban a quedar los días en que los naturales recurrían a la violencia para defenderse de los abusos y maltratos que les infligían sus vecinos. «Se le ha presentado Domingo Mauno, indio del pueblo de Mataquito», escribió el protector de naturales en 1778, «informándole que don Juan Gárces, dueño de la hacienda nombrada El Peral i 1 lo, le mandó prender por la imputación del robo de una vaca de su dominio. Que puesto en el cepo, por no haber el indio confesado ser autor del robo, le dió multitud de azotes, de que aún ahora conserva las señales. Y que viendo que pasados tres días no le daba soltura, tuvo a bien salirse del cepo y ponerse en camino a esta capital con

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el fin de dar su queja»12’. Similares gestiones judiciales inició, una déca­ da más tarde, Josefa Pérez, «cacica del pueblo de Peumo», contra el juez de comisión de la localidad, «sobre la prisión que había efectuado en persona de Esteban Gutiérrez y la india Francisca Mora añadiendo que a dicho Esteban se le han quitado dos hijas valiéndose del poderoso favor del cura»124. Los casos, en verdad, se multiplicaron a partir de 1770, como lo pro­ bó el profesor Fernando Silva Vargas en su documentado estudio sobre tierras y pueblos de indios durante el período colonial, demostrando que en esa época, la población mapuche asumió el estatus jurídico que les otorgaba la «república de indios»125. «Señor Protector general de los indios de Chile», reza una carta re­ mitida a Santiago desde la frontera en 1781, «Doña Felis de Guechual, cacica principal de la Reducción de San Cristóbal en el Obispado de la Concepción, mujer legítima del cacique don Cristóbal Millaleb, puesta a los pies de Us. con el acatamiento que debo y parezco y declaro: Que habiendo representado a mi Protector para mi defensa y amparo sobre robo de muías y caballos que nos hicieron Sebastián Peña y Faustino Acuña, cumpliendo con el cargo de su obligación y celo dicho mi Pro­ tector al Juez de Residencia don Próspero Ruiz, como consta del escri­ to que le devolvió sin providencia, el que en debida forma le presento a Us. Para que se sirva providenciar lo que fuese de Justicia, e igualmen­ te atender a mi Protector en la demanda que en mi favor le siga. Por tanto. A Us. pido y suplico se sirva hacer como llevo pedido, que es justicia. Felis Huechuala»126.

En 1797, el cacique de la comunidad de Bureu Agustín Ligueque so­ licitó el indulto del gobernador para favorecer a su sobrino Mateo Zúñi­ ga, quien asesinó a un mestizo en las cercanías de Río Claro. Lo más significativo de esta petición es la argumentación que precedió a la so­ licitud del cacique: «Don Agustín Ligueque, cacique de Bureu, parece reverentemente ante la superioridad de Vuestra Excelencia, como mejor proceda de derecho. Que con motivo de haberse conducido desde las largas distancias de su población a tener el honor de felicitarlo por la exaltación que Su Majestad se ha dignado hacerle, elevándolo al Gobier­ no y mando de este Reino»127. Como se desprende de estas comunica­ ciones, que no son más que una muestra enjuta de los cientos de ejemplos archivados, los mapuches demostraron que estaban en condi­ ciones de utilizar hábilmente los recursos jurídicos estatales, mucho más todavía cuando las autoridades judiciales acogían y daban curso a sus reclamos, ordenaban diligencias pesquisatorias y fallaban respetan­ do sus intereses. Sin importar que las querellas contraponían, la mayor parte de las veces, a los naturales a poderosos miembros de la élite lo­ cal, la justicia monárquica operó como una eficaz mediadora entre am­ bos segmentos, afianzando el progresivo respeto que las comunidades mostraban hacia el aparato judicial. En ese contexto, la construcción del espacio público en Chile central recibió un inesperado respaldo cuando la élite cacical se integró al sistema jurídico monárquico. Aun los comandantes se mostraban proclives a legitimar las deman­ das de los caciques, testificando a su favor en sus pleitos y demandas.

«Mapa de una parte de Chile en que pasaron los famosos hechos entre españoles y araucanos». Tomás López, dedicado al señor don Ramón Rozas. 1777, copia de 1835. Mapoteca. Sala Medina, Biblioteca Nacional, Santiago.

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Otra modalidad de vivienda, la cárcel, pero también los cuartos de alquiler en torno a ella que podían ser para presos más acaudalados, o para personas en tránsito. Cárcel, capilla y cuartos de alquiler en Talca. 1769. Archivo Nacional. Mapoteca. Santiago.

En 1735, el comandante de la plaza militar de Arauco emitió la siguiente comunicación a sus subalternos: «Por quanto el cacique don Phelipe Cauipan me ha representado que el y sus antepasados han sido leales Vasallos del Rey Nuestro Señor... encargo a todos los cabos de los fuer­ tes de amigos y demás... de este Reino atiendan y le favorezcan...»128. En el mismo sentido declaró el capitán Cristóbal Sánchez durante el alegato por tierras iniciado ante la Real Audiencia por el lonko Gabriel Ancalebi, de la reducción de Talmávida: «Conoce a Gabriel Ancaleb. que es hijo legitimo de doña Juana Ancabilli y de Sebastian Ancaleb y nieto del cacique Nicolás Ynabilo, a quien asimismo conoció este declarante y a doña Juana Tubulpichun su muger y abuelos que fueron del dicho Gabriel Ancaleb...»129. De acuerdo a una presentación hecha por el pro­ tector de naturales del Reino, Ancaleb y su gente argumentaron ante las autoridades «que desde la conquista del Reino sus ascendientes y par­ cialidades han servido a Su Majestad como soldados y vivido como ta­ les soldados al abrigo de la plaza, habitando las tierras que del mismo tiempo inmemorial han poseído sin alguna contradicción. Y sucede que don Baltasar Gómez, comandante de la plaza, despojó al dicho indio y su parcialidad de estas tierras y las atribuyó en propiedad a los soldados del fuerte...»1'0. No obstante, en este caso, la reacción de la Real Audien­ cia fue negativa a la petición de Ancaleb, pues deslegitimó la base mis­ ma de su alegato: «Los indios nunca califican su derecho al cacicazgo con instrumentos, por no tener archivos de que deducirlos, pues aun la fe de éstos tienen mil consecuencias...»1'1. El paulatino proceso de acercamiento y convivencia que se registró entre mapuches y españoles en la frontera del Biobío también comenzó a materializarce, a fines de la centuria ilustrada, en eventos inesperados. «Muy Ilustre Señor», se lee en una solicitud presentada por el caci­ que gobernador de Talcamávida en 1775, «el cacique don Andrés Curipilque, de la reducción de San Rafael de Talcamavida, puesto a las plantas de Us. con el mayor rendimiento que le debe dice: Que habiendo servido a Su Majestad. Dios lo guarde, más tiempo de sesenta años de mensajero y conquistar en los mayores incendios que se han ofrecido, exponiendo mi vida y atendiendo al fuerte con mis vasa­ llos en la doctrina necesaria que es debida para con Dios Nuestro Señor, como consta a los comandantes y capitanes que han residido en esta re­ ducción. Digo que habiendo poseído mis mayores el bastón de cacique y maestre de campo de esta reducción don Pascual Quinchanaguel, y respecto de venirme a mí derecho a serlo: Pido y suplico se sirva confirme este mi pedimento con un título pa­ ra celar las demasías que son en contra de la religión cristiana y demás cosas que van en contra de Su Majestad y vecindario. Merced que espe­ ro conseguir de la poderosa mano de Usa. Andrés Curipilque, Concepción, y marzo once de 1775»1'2. El gesto de Curipilque fue significativo en varios planos. De una par­ te. invocando los servicios que habían prestado al Monarca tanto él co­ mo sus antepasados, el cacique de Talcamávida seguía el camino trazado por los capitanes y soldados españoles que demandaban a la Co­ rona un justo premio. De otra parle, su argumento tenía relación con la necesidad de velar por el orden público, asediado por «las demasías que son en contra de la religión cristiana», demostrando que Curipilque se

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comprometía con respetar y hacer respetar el espacio público creado por el Estado. Finalmente, y esto es lo más importante, se debe subrayar el hecho de que el lonko presentó su solicitud por escrito, signo de la tran­ sición que se registraba en la frontera de lo oral a lo escrito, que no era más que una réplica del terreno que perdía lo privado frente al mundo del Estado. Pero si algunos caciques buscaban a través del sistema estatal defender sus derechos, otros optaban derechamente por integrarse a la Monarquía. Ese es el sentido de la carta del rector del colegio de natura­ les, establecido en Santiago en 1774 para educar a los hijos de caciques, cuando en 1803 escribió el siguiente informe sobre uno de sus alumnos: «Don Santiago Lincoguiri, alumno de este Real Seminario de San Car­ los, hijo legítimo del cacique de Maquehue don Francisco Coñueguiri, y de doña Juana, ha cumplido la edad de veinte años. Hace diez años que vino de la Tierra, y posee una regular inteligencia de la Lengua La­ tina, a lo menos sabe lo suficiente para poder tomar el estado eclesiásti­ co, al que parece tiene vocación»153. ¿Podrían haberse imaginado los chilenos del siglo XVI o XVII que el hijo de uno de los más poderosos lonkos de la Araucanía estaría algún día a punto de transformarse en clé­ rigo después de ser educado en un seminario? Sin embargo, la_CQQpción de los naturales al sistema colonial fue un fenómeno incipiente más queunhéclíO geiieraiizadurpue^par^a_ res­ tringido a la élitéTñdígcna"—represeñtácla por lonkos, caciques y~mandunés^nna^^ al conjunto de la comunidad e implicaba la posesión de recursos financieros que permitieran costear las engorrosas causas judiciales. En la medida que ambas condiciones eran escasas, el resto de la plebe rural seguía marginada del sistema jurídico. Por esa razón, cuando las autoridades fronterizas aumentaron su celo represivo, los mestizos implementaron un proceso dejes^tenciaxolectiva que si bien ^UOLalcarizo los ribetes de la rebeliónTse manifestó a nivel individual en actos de desobediencia c insubordinación que lentamente erosionaban Ifi autoridad estatal Fn la región penqnista más que en ninguna otra provincia del Reino, el clamor contra la fiscalización propiciada desde Santiago produjo la reacción desenfrenada de los sujetos que, por todos los medios, defendían su derecho a la autonomía social. «Tuve varios informes», escribió el corregidor de Chillán en 1769, «como Joseph Balmaseda era sujeto revoltoso, tumultuante, inquietador de la paz y quietud de esta referida ciudad»134. Tomás Betancourt. encarcelado por la denuncia de un vecino que le acusó de ser «pernicioso y nocivo», al momento de su sentencia exclamó «que el saldría y se las pagarían»135. En Puchacay, en 1776, se ordenó la persecución de Luis Aguilar, de quien el fiscal de la Real Audiencia de Santiago señaló que «es un hom­ bre que ha vivido entregado al ocio, al robo y demás iniquidades como también haberse mezclado en dos sublevaciones con los presos de la cárcel de San Fernando en calidad de cabeza de Motín»136. El peón Mar­ tín Barrasa, originario de la quebrada de Ranquil. en Arauco, luego de ser capturado robando vacas en compañía de seis mapuches, al ser pre­ guntado sobre los motivos de sus fechorías, confesó «que no tubo nin­ guno más que su mala inclinación»13. La insubordinación de lajjoblación rural contra las autoridades loca­ les fue una demostración perspicua de las dificultades que enfrentaban las autoridades en la construcción del espacio público. Este fenómeno fue recurrente y endémico a la región durante gran parte del período? pero"

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Tendió a empeorarse a partir de 1770. Dando cuenta de la actitud insolen­ te que asumté-tm puípercrdeTlLsiérito minero de Quilacoya durante un pleito doméstico sobre el origen de unas piezas de oro que había com­ prado, el teniente Francisco Estrada demostró en 1772 que no estaba dispuesto a que se pasara a llevar a su autoridad: «Me volvió las espal­ das y se fue y visto tan grande desacato y falta de respeto a la real jus­ ticia lo mandé traer amarrado, a que viese pesar su oro y se llevase lo que sobrase... y lo amenacé lo enviaría al cepo de don Isidro Silba don Miguel Brevis me dijo “era lastima no tuviese un buen cepo para casti­ gar tan grandes desvergüenzas...”1'*. A comienzos del siglo XIX, la insu­ bordinación peonal proseguía. Describiendo los obstáculos que había puesto un estanciero para impedir el arresto de un peón refugiado en su casa, el intendente de Chillan describía estas acciones como la demostra­ ción de una «arrogancia reprehensible»139. Los motines y fugas de las cárceles fueron acaso uno de los mejores

irimcadores denlas debilidades-qiie presentaba el incipiente sjstejna estatal cnlarégTÓnpenquista y la expresión más clara del rechazo que pnv ducía la autoritaria intervención de la-burocracia en el mundo privado fronterizo. Cafenites de recursos, con escasas guardias, sin un abasteci­ miento-regular de víveres ni los edificios adecuados, las cárceles provin­ ciales eran lóbregos tugurios en que los prisioneros pasaban engrillados o puestos en el cepo doméstico por meses para evitar, del modo más drástico, su fuga. En 1780, el juez encargado de llevar a cabo la investi­ gación sobre la gestión del corregidor de Puchacay se refería a los gas­ tos que tenía este funcionario «para sostener cuantos reos aprehende, como porque se halla precisado a custodiarlos y mantenerlos en la casa de su habitación»140. Diego Freire, mientras se desempeñó como corre­ gidor de Chillán, dedicó parte importante de su gestión a fabricar el en­ tablado de la cárcel para asegurar la custodia de los reos, a lo que sumó la adquisición de «puertas, grillos y cepo»141. A pesar de las precauciones y esfuerzos q^uejesplegahao_las autoridades para hacer las cárceles más seguras, los prisioneros una y otra vez arriesgaban sus vidas en busca de la libertad. Relatando la fuga registra­ da a mediados de febrero de 1763 de la cárcel de Talca, el juez del dis­ trito observó que los reos lo hicieron «quebrantando para ello las prisiones que los sujetaban y quebrando los mástiles de sus pares de reforzados grillos»142. Sorprendidos por las autoridades, los reos emprendieron su huida bajo el lema de «O morir o librarnos». Exhortados a entregarse, respondieron a las súplicas de los curas del pueblo señalando con alti­ vez: «Más vale morir que no vernos mañana afrentados con azotes u horca»143. En Puchacay, a mediados de septiembre de 1786, fueron captu­ rados Esteban Flores y Andrés Riquelme, acusados de diversos hurtos. Refiriéndose a la naturaleza contumaz y reincidente del primero, un testi­ go declaró: «Que sabe el declarante lo aprehendieron en Guaipín, que lo embarcaron en la Esquadra y que habiéndolo puesto en el hospital de don­ de desertó. Y que asimismo sabe que el corregidor de la estancia del Rey lo tenía preso, de donde rompió su carcelaria y se huyó con las prisiones. Y que sabe es uno y otro ladrones de pública voz y fama. Y que también sabe andaban armados de macanas y que el día que los prehendieron le dió a uno de los que fueron a la prisión un macanazo en la boca»144. El afán- por establecer sistemas de control sobrejo^fronterizos fue dando lugar a una espiral de \ iolcncia judicial que se acercaba más a la

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venganza que a la-juwtioiQfbu objetivo tendía a producir no solo el cas­ tigo del inculpado, sinatamhién el escarmienjojie la comunidad. Era la nueva-v^fsion del castigo ejemplificador que trascendía al delincuente y se tomaba en un acto de represión colectiva y de disciplinamiento social. «Considerando los méritos del proceso y la culpa que contra el dicho reo resulta», rezaba la sentencia pasada en el caso de Martín Rapimanque, «lo debemos condenar y condenamos en pena ordinaria de muerte, la que le sea dada siendo sacado de la cárcel en un zerón arrastrado a la cola de bestia de albarda y llevado al lugar del suplicio donde está puesta la hor­ ca y en ella será izado hasta que muera y ninguna persona de estado, ca­ lidad o condición que sea, sea osado a lo quitar»145. Un tono similar adquirió la sentencia pasada contra el mapuche Juan de las Cuevas Currulauquen, cacique gobernador de Tolten, por el asesinato del cacique Martín Naguel, de Tucapel: «Le debo condenar y condeno en pena ordi­ naria de muerte: y que le sea dada, siendo para ello sacado de la cárcel en donde se halla, cabalgando en bestia de albarda, con soga de esparto en la garganta, y a voz de pregonero que manifieste su delito. Y conducido de ella al lugar del suplicio, que es la Plaza Mayor de esta ciudad [Santia­ go], en donde estará puesta una horca. Y en ella será izado y colgado has­ ta que naturalmente muera. Y fecho, le será cortada por el verdugo la mano derecha y remitida al paraje donde cometió la muerte, para que se fije en una asta. Y mando que ninguna persona sea osada de quitar o des­ colgar el cádaver de la horca sin mi orden»’46. Xas sentencias qrre pasaban las autoridades para castigarJosuissmanes del peon^i^iepresentaban un velado esfuerzo-pocincursionar en ambr_to privado, a beneficio de la creación de un-espacio público regido por una jey comúflr-Es notorio también que las sentencias se hicieron cada vez más complejas, pues cumplían diversos propósitos: sancionar un delito, servir de instrumento disciplinados obtener mano de obra gratis para las obras públicas y ejercitar sobre los reos la ferocidad del poder estatal. «Mando se le den veinte y cinco azotes en público», sentenció un juez en Puchacay en 1764, «y concurso de gente para que sirva a este de enmienda y a otros de ejemplo y asimismo pasará desterrado del Fuerte de San Pedro a servir a su costa a la obra de la iglesia. Y si no lo cumpliera o desertare del dicho tercio o fuere o fuese cojido por mí o mis ministros, será desterrado a las islas de Juan Fernández por toda su vida»14'. Siguiendo un padrón que pre­ tendía disciplinar, un elemento importante en las causas judiciales era el despliegue público del castigo y la humillación del reo frente a la comuni­ dad. «Se le den cincuenta azotes en las quatro esquinas de esta villa y se pase su persona a la ciudad de la Concepción de la Madre Santissima de la Luz», rezó la sentencia contra el cuatrero Joseph Medina de Puchacay en 1765, «se asegure su persona con grilletes o mancornas, porque es sujeto que en varias plazas de esta frontera se ha huido varias veces y castigado por varios corregidores deste Reino». El brigadier Xavier de Morales, quien se hizo cargo del Gobierno del país durante la guerra hispano-mapuche de 1769-1771, fue drástico al proceder al castigo de un peón acusado de internar animales hacia los rehues durante los peores días del conflicto. «Condeno al expresado Saenz en ocho carreras de baqueta, que se le darán en el lugar en donde se halla arrestado y en dos años de destierro al presidio de Bocachica de Cartagena de Yndias, a servir en las obras de Su Magestad, a ración y sin sueldo...»14". Igualmente rigurosas fueron las penas otorgadas a un

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\ Vista general de una ciudad fronteriza: «Demostración |sic| de la nueva población de los Angeles». Siglo XVIII. Dibujo a tinta, blanco y negro. Mapoteca. Sala Medina, Biblioteca Nacional. Santiago.

grupo de desertores que se fugaron de las plazas fronterizas con el obje­ to de refugiarse en Santiago en 1735. «Y los debo de condenar y conde­ no en doscientos azotes, que se le darán a cada uno por las calles públicas, y acostumbradas caballerías en bestia de albarda y con los desprecios que merece su delito. Y así mismo en dos años de destierro a la plaza de Arauco para servir en las obras públicas de S. M. a ración y sin suel­ do...»149. A fines de la centuria, a un grupo de soldados de la plaza de Concepción que, después de una borrachera en el cuartel, desertaron y buscaron refugio en la catedral de la ciudad, el intendente Francisco de la Mata Linares les impuso la pena de destierro al presidio de Valdivia, la remoción de sus cargos y «seis meses de prisión, de los cuales dos en­ terarán en el cepo de pies, y los quatro restantes fuera de él, sirviendo en las obras públicas dos cuartos a que se les destine...»150. Sin embargo, a iiredida~qtte40S7ÍTyq^^ del Estado aumeiitaban-xuxficienciaL también se reforzaban los, mecanismos, de ayuda .que tradicionalmente implemento el peonaje mestizo fronterizo para contrarrestar el creciente-antorjtarismn gubernamental. En más de un sentido, la solidaridad entre los perseguidos surgía de modo espontáneo en la campaña y constituía una red alternativa a la que lanzaban las au­ toridades contra los tránsfugas y renegados. «Que estaba viviendo en su rancho con un indio llamado Ñañas», declaró la india María de Gualpén, «y que todos los días el dicho Ñañas llevaba de comer al dicho Ramón Molina que estaba escondido en un monte de Dungugue»|S|. Para los funcionanos^rtátate*n-uno délos- hechos másrsobresafientes en la vida'Ue los delincuentes que perseguían era la capacidad de éstos para encentrarlílbergiicy'ser hospedados por los más inusuales-styetes. En 1765, en Pu­ chacay, el juez de comisión denunció las andanzas del famoso ladrón

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Joseph Medina, quien se encontraba «aposentado en casa de Petrona de Aliasen, donde es público y notorio que se acostumbran todas clases de maldades como son robos, amancebamientos y bebidas, de modo que to­ dos a una se privan, desde la madre vieja hasta el menor niños españo­ les, de cuyo privarse nacen mayores excesos»152. Lo más sobresaliente de esta situación fue el aparente involucramiento de todo el grupo familiar en las transgresiones que cometían sus miembros más audaces, convir­ tiendo sus apellidos en sinónimos de insubordinación, decadencia y pe­ cado. Pero esta situación no era nada excepcional. «Y siendo como es el dicho Eduardo [ Villanueva] famoso ladrón junto con su hermano Manuel Villanueba, quienes junto con varios ladrones y malhechores han conti­ nuado varias maldades de latrocinios, amancebamientos, borracheras y otras maldades en toda su vida, acompañados con sus cuñados y paren­ tela como consta de varias causas que se les ha seguido y han sido casti­ gados»153. Este fue también el caso de los hermanos Chandía, oriundos de Perquilauquen, denunciados como «públicos ladrones, de pública voz y fama y con que V.M. solo pregunte quienes son los Chandias, es bastan­ te para que los destine sin dilación...»154. Quizá porque los lazos de san­ gre que les unían eran mucho más fuertes que los vínculos de complicidad que surgían al cometer un desacato, fue común que los her­ manos se inculparan de los delitos cometidos por sus pares, asumiendo totalmente la condición de criminales que les atribuían las autoridades. La justicia en la frontera era un bien relativo, sobrepasad/) muchas

3zece¿I^£j¿rsolidaiTrfad que unía a los perseguidos y por las posibilida­ des realesde. desafiar aí poder del Estada En el mundo niraL los lazos^ privados-seámponían y tr^vmdían poFsobre las obligaciones que im­ ponían las normas jurídicas. «Dicho Antonio Ramírez», denunció en 1757 el teniente de corregidor de San Fernando al dar cuenta de la cap­ tura que había realizado de dos mujeres del lugar para remitirlas a la Casa de Recogidas, «por su conducta libertina, sin atender a la obligación de su mujer e hijos, por tener mancebía con una de las dichas mujeres, juntó gente y salió al camino a quitarlas, lo que con efecto consiguió, sin em­ bargo de la resistencia que hicieron los guardias..»155. Jara contrarrestar Igs posibilidades de levantamientos comunitarios masivos. las autoridades introdujeron como forma habitual de castigo el destierro de los reo* encausados Ese-recurso judiciaLéxtgndíá el castigo al resto de.Lgrupo familiar y terminaba quebrando los estrechOVAnrrciilos.gue unían-el tejido de snlidarid¡ÜL¿n4a^base del mundojeoiral. «Condeno a Joseph Torres», sentenciaba con rigurosldactirt juez de Puchacay en 1769, «a quien no se ha probado ninguna cosa de las que se le acumulan, Ipero] consta por la sumaria ser público ladrón y por qui­ tar de este partido a semejantes hombres se le notificara, en el término de quince días, salga de él con toda su familia»156. ¿Qué podían hacer es­ tos desterrados por la Justicia para resarcir sus delitos y enmendar sus vidas? Expuestos al escarnio público del desalojo, separados de sus respec­ tivas comunidades, arrojados violentamente a tierras foráneas y converti­ dos grupalmente en criminales, sus opciones eran igualmente miserables. Con seguridad, ellos o sus hijos fueron los que engrosaron los crecientes contingentes de desarraigados que merodeaban por la campaña, conde­ nados a su sino de afuerinos.