Historia de la vida privada en Chile: El Chile moderno de 1840 a 1925 [2, 1. ed.]
 9562394271, 9789562394277

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Historia de privada en moderno

TAURUS

Historia de la vida privada en Chile

Historia de la vida privada en Chile Bajo la dirección de

Rafael Sagredo y Cristián Gazmuri

Tomo II El Chile moderno De 1840 a 1925

TAURUS

© De esta edición: 2005. Agilitar Chilena de Ediciones S.A. Dr. Aníbal Ariztía 1444, Providencia, Santiago de Chile. Juan Ricardo Couyoumdjian. Carlos Donoso, María Loreto Egaña, Marcos Fernández, Cristian Gazmuri, Alvaro Góngora, Sergio González, Mateo Martinic, Mario Monsalve, Daniel Palma, Jorge Rojas E, Rafael Sagredo, Maximiliano Salinas. René Salinas, Carlos Sanhueza. Sol Serrano, Manuel Vicuña. • • • • • •

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Aguilar, Altea, Tauros, Alfaguara S.A. de Ediciones Av. Leandro N. Alem 720, C1001 AAP. Buenos Aires, Argentina Santillana de Ediciones S.A. Avda. Arce 2333, entre Rosendo Gutiérrez y Belisario Salinas. La Paz Roiiviu. Distribuidora y Editora Aguilar, Altea, Taurus, Alfaguara S.A. Calle 80 Núm. 10-23. Santafé de Bogotá. Colombia. Santillana, S.A. Avda. Eloy Alfaro 2277, y 6 de Diciembre. Quito, Ecuador. Grupo Santillana de Ediciones S.L. Torrelaguna 60, 28043 Madrid, España. Santillana Publishing Company Inc. 2043 N.W. 87 th Avenue, 33172,*Miami, Fl., EE.UU. Aguilar, Altea, Taurus, Alfaguara S.A. de C.V. Avda. Universidad 767, Colonia del Valle, México D.F. 03100. Santillana S.A. Avda. Venezuela N° 276 e/ Mcal. López y España, Asunción. Paraguay Santillana S.A. Avda. San Felipe 731, Jesús María, Lima. Perú. Ediciones Santillana S.A. Constitución 1889, 11800 Montevideo, Uruguay. Editorial Santillana S.A. Avda. Rómulo Gallegos. Edif. Zulia 1er piso, Boleita Nte., 1071, Caracas. Venezuela. ISBN: 956-239-349-6 (Obra completa) ISBN: 956-239-427-1 (Tomo II) Inscripción N° 152.458/ Impreso en Chile/Printed in Chile Primera edición: enero de 2006 Segunda edición: mayo de 2006

Fotografía de láminas: Carmen Gloria Escudero Cubierta: Ricardo Alarcón Klaussen Ilustración de Cubierta: Detalle del cuadro El paseo Atkinson, de Alfredo Helsby Hazell, 1886. Colección Museo de Bellas Artes de la I. Municipalidad de Valparaíso.

Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en o transmitida por un sistema de recuperación de infor­ mación, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de la Editorial.

Presentación Continuamos esta Historia de la vida privada en Chile presentando el volumen que abarca el Chile moderno. En la perspectiva de esta obra, el período es tratado alejados de la historia como pedagogía cívica, aque­ lla ligada a la organización de la república y a la construcción de la na­ ción. Intentamos ir más allá de la historiografía que ha hecho de la nación su objeto esencial de estudio y consagración; buscamos complementar la historia de lo político, lo institucional, lo público, del Estado y su acción. El Chile de la organización republicana y la consolidación de la na­ ción, el de la expansión nacional, el Estado docente y las reformas libe­ rales y laicas, abundantemente estudiado desde el satisfactorio ángulo de lo público e institucional, la macroeconomía, la capitalización básica, las exportaciones mineras y agrícolas, ahora es apreciado desde la perspecti­ va de los actores y sujetos que a nivel individual o colectivo experimenta­ ron en sus existencias concretas, en sus vidas más o menos privadas, los efectos de esa trayectoria destacada como singular en el contexto latinoa­ mericano. Los asuntos planteados a continuación permitirán formarse una visión más completa al sumar a lo conocido sobre la evolución na­ cional y republicana, la realidad vital, mucho menos estructurada y se­ gura, de los sujetos que la protagonizaron, cuyas vidas, mayoritariamente inciertas y vulnerables, también forman parte de la historia y, por tanto, de nuestra realidad actual. Este volumen se abre con un estudio de Rafael Sagredo sobre los en­ fermos en el siglo XIX, sus patologías y las formas de enfrentarlas, iden­ tificando algunas situaciones estructurales que condicionaron la salud de la población, transformando la vida de los pacientes en una muestra elo­ cuente de la precaria realidad sanitaria del país, aun en medio de su evidente modernidad capitalista. De este modo, la indefensión de los individuos fren­ te a la enfermedad, en un agudo contraste con la positiva evolución del Es­ tado nación, no hace más que descubrir y exhibir condiciones materiales de existencia infrahumanas y aspectos de las identidades individuales y co­ lectivas de larga duración, como la fragilidad de la existencia, en un terre­ no donde la compleja y porosa frontera entre lo público y lo privado se disuelve. La aparición del concepto de salud pública, a causa de la persis­ tente presencia de la enfermedad en buena parte de la población chilena del siglo XIX, es una buena prueba de ello. Pero la realidad material de la población también condicionó la afec­ tividad amorosa en la sociedad, y en el XIX se dio, como lo estudia René Salinas, una estrecha relación entre la calidad de vida de las personas y las características de su capacidad de amar. La agresividad, y muchas veces la violencia, aparecen en el centro de las relaciones, siendo las con­ ductas descontroladas no sólo habituales, sino también toleradas por el cuerpo social. Desde la perspectiva de las relaciones interpersonales, el Chile que entra a la modernidad aparece como una sociedad siempre en conflicto que, en el ámbito privado, se manifestó a través de numerosas

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transgresiones de orden amoroso y sexual y en relaciones familiares agre­ sivas. Si en la élite el interés de la familia prevaleció sobre la opción amo­ rosa por los hijos, entre los sectores populares la miseria fue el origen y estímulo de muchos desamores y conflictos. Ambos, rasgos reconocibles también en la actualidad. Tanto como la vida corriente de los sectores populares que, como lo ilustra Maximiliano Salinas, a lo largo del siglo XIX y primeras décadas del XX sobrevivió en medio de una sociabilidad singularmente festiva expresada, fundamentalmente, en la comida, la música y el humor. El go­ zo de vivir aparece como una de las características esenciales del pueblo mestizo, a la vez que instrumento a través del cual éste desafió a las éli­ tes que dominaban los espacios pretendidamente virtuosos del poder pú­ blico, de la «república en forma». El estudio de la ocasionalmente festiva vida del pueblo muestra que cualquier situación, ya sea de vida o de muerte, dio lugar a la celebra­ ción popular, a la actualización de la fecunda y vitalizadora relación comida, música y humor, en una mezcla enjundiosa, embriagadora y multitudinaria que no tardó en ser controlada por el poder. De este mo­ do, la desbordada vida popular fue «privatizada», pues fue apreciada como potencialmente peligrosa al ser protagonizada por un pueblo que, carente de condiciones de vivienda adecuadas, vio así restringidos los espacios de sociabilidad que le eran propios en la calle, la misma que a comienzos del siglo XX les comenzó a ser ajena. Las prácticas del pueblo, sus costumbres y usos sociales son los que, precisamente, la escuela pública buscó reeducar, como lo demuestran Loreto Egaña y Mario Monsalve. El ejercicio de la enseñanza se presenta como un ámbito adecuado para observar la confrontación que se produ­ ce entre las características psicosociales individuales y familiares con que se presenta cada sujeto en la sala de clases, y las normas de comporta­ miento determinadas como adecuadas por el sistema educacional. Así, la escuela se transformó en un espacio social en que lo privado y lo públi­ co se vincularon plenamente, a veces de forma agresiva, en especial res­ pecto de las características particulares que los alumnos arrastraban desde su mundo familiar. En este ámbito, la tensión, ahora provocada por la ree­ ducación de las costumbres y el disciplinamiento del futuro trabajador, vuelve a hacerse presente en la sociedad, esta vez expresada en la resis­ tencia a la uniformidad y a las maneras sociales impuestas por un siste­ ma educacional de evidente carácter autoritario. El progresivo repliegue de actividades que alguna vez fueron públi­ cas se observa con claridad en lo relacionado con el culto y la piedad ca­ tólica que, a lo largo del siglo XIX, y como lo estudia Sol Serrano, sufrió la estricta separación que el Estado liberal impuso entre el espacio pú­ blico y el privado. En el primero, los asuntos de Estado eran actualiza­ dos por los ciudadanos, los hombres. La esfera privada se identificó con la vida familiar, con la jerarquía, la protección y dependencia de la mu­ jer con el marido, de los hijos con los padres y de los sirvientes con los patrones. En este esquema, el catolicismo experimentó un repliegue obli­ gado que lo sacó de la vía pública, debiendo la Iglesia acatar las normas que le prohibieron o dificultaron el uso de calles y plazas como espacios donde sus fieles exteriorizaran su piedad religiosa. Protagonizado por mujeres, niños y sirvientes, el rito y culto católi­ co tendió a salir de la calle y a concentrarse en los templos, mientras la

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piedad se hizo cada vez más privada, ajena a toda solemnidad y circuns­ crita a la conciencia individual. Fue la forma en que el catolicismo se in­ sertó en una sociedad crecientemente secular. Muestra de los nuevos tiempos fue la aparición en Chile del espiritis­ mo, una forma de experiencia religiosa que estimuló vivencias espiritua­ les más interiorizadas y prescindentes del aparato externo del culto público. Instrumento de mediación entre vivos y muertos, Manuel Vicuña sostiene en su texto que el espiritismo ofreció hacer menos doloroso el impacto de las pérdidas afectivas a una sociedad crecientemente insatisfecha con la promesa de reencuentro y vida eterna que postula el catolicismo, dema­ siado lejanas y poco concretas para muchos que deseaban vivir el aquí y el ahora. AI alcance de cualquier persona, no importando su género, condi­ ción y situación, el espiritismo teóricamente democratizó la experiencia re­ ligiosa, pretendiendo así poner fin al protagonismo del clero y sus intereses profanos en la sociedad. Individualista casi por naturaleza, ajeno a las de­ finiciones rotundas, el nuevo movimiento resulta así antecedente de acti­ tudes y tendencias propias del siglo XX, en el que la necesidad de consuelo, preeminencia de la razón y base empírica, vinieron a reemplazar a la reli­ gión y sus promesas de un «cielo» algo distante para una sociedad cre­ cientemente influenciada por la cosmovisión científica y materialista. En los extremos territoriales del Chile decimonónico, en aquel que pasó y se prolongó en el siglo XX, también se dieron formas de vida ab­ solutamente contrastadas, como parece ser uno de los rasgos esenciales de nuestro país. La sociabilidad y existencia cotidiana del obrero pampi­ no del salitre, abordada por Sergio González, difirió radicalmente de la de los patrones de las estancias magallánicas que retrata Mateo Martinic. Aun considerando que el campamento salitrero era mucho mejor que la choza campesina y el conventillo urbano, como sus propios inquilinos lo declaran, lo cierto es que la vida del pampino fue extremadamente dura, obligándolo a desarrollar formas de solidaridad que también se expresa­ ron en prácticas privadas en el campamento, lo más próximo a un hogar en comparación a lo que estos hombres habían dejado atrás. Entre ellos, la vida comunitaria y los espacios públicos de sociabilidad, como las fies­ tas y la plaza, reemplazaron lo que propiamente se consideran prácticas privadas e íntimas. Por el contrario, los señores de la estepa, obligados a una existencia ligada al establecimiento que dirigían, desarrollaron modelos de vida cen­ trados casi absolutamente en la casa patronal, en la que habitaban junto a sus familias y sirvientes. Dotadas de todas las comodidades posibles, incluso el teléfono entrado el siglo XX, las viviendas estaban destinadas a hacer la vida familiar lo más grata y autosuficiente posible en un medio natural caracterizado por lo áspero y riguroso. De este modo, la lectura, la conversación, el té, las comidas en general, todas con ritos muy caracte­ rísticos, el ocio y la convivencia familiar, los juegos de salón, la interpre­ tación de una pieza musical y el baño semanal, constituyeron prácticas sociales propias de una forma de vida que, no por cómoda en términos de los medios materiales, dejaba de ser precaria, al igual que la de los pampi­ nos, en razón del aislamiento y condiciones geográficas extremas. Ejemplo de los desequilibrios de la sociedad chilena del siglo XIX fue la realidad experimentada por los principales actores que, desde el lado chi­ leno, protagonizaron la Guerra del Pacífico. En ella, y como Carlos Do­ noso y Juan Ricardo Couyoumdjian lo muestran, el pueblo volvió a sufrir

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la dureza de la vida, ahora vestido de militar, con raciones alimenticias li­ mitadas, soportando climas tórridos, la lejanía del hogar, el tedio y la dis­ ciplina militar, para no referir la violencia extrema propia de una guerra. Si alguno se enroló cautivado por el orgullo de defender a la patria, tanto las sucesivas campañas militares como la suerte final de la gran ma­ yoría de los soldados que terminaron en calidad de veteranos indigentes mientras el país explotaba la extraordinaria fuente de riquezas que fue el salitre, refleja elocuentemente que su esfuerzo no fue recompensado di­ recta y debidamente. Esto sin perjuicio de los evidentes adelantos en obras públicas que la renta de) nitrato hizo posible, todos los cuales me­ joraron la calidad de vida de la población. El pueblo fue también el principal proveedor del sistema carcelario, reproduciendo tras las rejas algunas de las formas de vida que le eran ca­ racterísticas, como lo ilustran Daniel Palma y Marcos Fernández. Ya sea a través de la habilidad de mantener escondrijos para sus objetos, el sexo furtivo, las borracheras o el uso de la violencia, los presos no renunciaron a cierta privacidad que afirmó su condición de individuos. Estigmatizados en tanto criminales una vez perpetrado su delito, centro del escarnio pú­ blico, la sentencia que los condenaba por su actitud transgresora marcaba y justificaba su ingreso en la vida carcelaria y, por tanto, a una forma de existencia prácticamente infrahumana, no demasiado lejana de la que nor­ malmente habían llevado. De espaldas a la sociedad, en la prisión co­ menzaban a sufrir la violencia, el hacinamiento, el ocio, la corrupción, el abandono y el abuso, materializándose así en los reos rematados la noción que la sociedad chilena del cambio de siglo entre el XIX y el XX tuvo de la cárcel: concebida como un lugar de castigo y martirio, un verdadero in­ fierno donde los reclusos debían sufrir en vida por sus crímenes, sin prác­ ticamente ninguna posibilidad de rehabilitación. Por otra parte, la sociedad chilena del siglo XIX no sólo desarrolló y afinó los mecanismos de control social, también los destinados al espar­ cimiento y diversión de algunos de sus miembros, en evidente contraste con la realidad cotidiana de la gran mayoría de su población. La trans­ formación de Viña del Mar de jardín privado en balneario público de la élite, que ofrece Alvaro Góngora, demuestra una vez más la potenciali­ dad de la historia de la vida privada para reflejar las características de la estructura social. La adopción de la costumbre de veranear y el modo y estilo de vida que ello hizo posible, ya sea que fuera una necesidad derivada del nuevo ritmo de la existencia, por imitación o como expresión de «buen tono», demuestra que la siempre presente diferenciación socioeconómica exis­ tente en el país tuvo múltiples formas de expresarse. Conviviendo con la precariedad, el abandono, el sufrimiento y la estigmatización de muchos, la riqueza, las oportunidades, el placer y la distinción de que disfrutaban y eran objeto las élites nacionales, muestra que la desigualdad no sólo no disminuyó a fines del siglo XIX, sino que se agudizó, como lo grafican las residencias, los espacios y las formas de sociabilidad practicadas por los privilegiados veraneantes en Viña del Mar. El veraneo se convirtió también en una costumbre donde el límite en­ tre lo privado y lo público se diluyó en medio de las relaciones sociales de un sector que no sólo estaba vinculado por múltiples formas, además, que en el balneario, en medio de los jardines, los paseos, los grandes ho­ teles, los casinos, los salones de las residencias privadas y las magnífi-

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cas fiestas, pudo desarrollar una práctica que a lo largo del siglo XX se mantuvo y se extendió a cada vez más sectores, masificándose. Pero entre las costumbres que la modernidad trajo consigo, la de via­ jar fuera del país fue una de las más novedosas y exclusivas, en especial si, como lo estudia Carlos Sanhueza, las protagonistas eran mujeres de la élite. La oportunidad de observar y valorar otras realidades y compa­ rar con la chilena de la segunda mitad del siglo XIX, estimuló las críti­ cas al papel —doméstico y privado— que en el país se tenía reservado para el género femenino, llevando a algunas a cruzar la frontera y trans­ formarse en transgresoras al postular nuevas formas de existencia para las mujeres. El contraste entre lo que se percibe como potencial de la mu­ jer y las posibilidades reales de desarrollarlo en medio de la sociedad chi­ lena es, tal vez, uno de los principales estímulos para muchas. La constatación de que en Chile la mujer estaba condenada a una po­ sición de inferioridad, pues se le habían coartado sus capacidades de desa­ rrollo sumiéndola en el letargo, la apatía y la inactividad, provocan a mujeres como Maipina de la Barra a luchar por colocar a su género en el verdadero papel que les corresponde; anticipando, como también lo ha­ ce Iris, uno de los procesos revolucionarios del siglo XX, como lo es la activa e indispensable participación de la mujer en la vida pública, eco­ nómica y cultural de la sociedad. Pero si de nuevos sujetos y papeles se trata, la creciente preocupación por la infancia que Jorge Rojas advierte a fines del siglo XIX, anticipa la aparición de los niños como actores indispensables de la sociedad moder­ na que se proyecta en el siglo XX. Estos noveles sujetos harán posible el desenvolvimiento de formas de sociabilidad y de expresión de la vida pri­ vada asociadas a fiestas y diversiones, a juegos y juguetes, a prácticas de recreación y esparcimiento que, crecientemente, los transformarán en un tema de interés social, tanto en su dimensión privada como pública. La década de 1920 acelera una tendencia que a lo largo del siglo XX, y en especial en los albores del siglo XXI, evolucionará de la preocupa­ ción por la recreación y diversión de los niños, hacia la atención sobre la calidad de su educación, su estado sanitario y sus condiciones generales de crecimiento. En la actualidad, el énfasis se centra también en el desa­ rrollo emocional de los infantes y en todo lo ligado a este aspecto consi­ derado esencial para la calidad de vida personal, pero también para el desenvolvimiento armónico de la sociedad que, alguna vez, esos sujetos, hoy niños, vivirán como adultos. Temas y problemas como los que aborda este tomo contribuyen a do­ tar de un nuevo sentido a la evolución histórica de nuestra sociedad. A transformar situaciones que hoy nos parecen inéditas, en realidades pro­ pias de la existencia individual y social apreciadas desde la perspectiva de la historia de la vida privada. Son el complemento indispensable para la historia de la realidad institucional y socioeconómica de nuestra evo­ lución republicana. Su conocimiento permitirá apreciar que tras los pro­ cesos generales y de larga duración hubo y hay personas concretas, vidas particulares que experimentaron, sufrieron y gozaron de muy distinta for­ ma la consolidación del Estado nación y el auge exportador que caracte­ rizó la entrada de Chile en la modernidad. Rafael Sagredo B. Cristián Gazmuri R.

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Nacer para morir o vivir para padecer. Los enfermos y sus patologías1 Rafael Sagredo

Introducción Entre las experiencias que condicionan la vida de una persona, las re­ lacionadas con la enfermedad, sus síntomas y evolución, representan una de las más íntimas y propias, tanto como la sexualidad y las prácticas li­ gadas a ella que, corrientemente, no se exponen. En muchas ocasiones es una dolencia la que, por ejemplo, obliga a los sujetos, o a retirarse de la vida pública, o a esconderse de la vista de los demás y sufrir, resigna­ da e íntimamente, padecimientos que limitan su existencia. En el siglo XIX, una patología tal vez no invalidaba, pero sí condi­ cionaba la existencia de los individuos en términos de forzar su replie­ gue al ámbito privado, o al menos reducir sus comportamientos públicos, obligándolos a desarrollar una nueva forma de vida, diferente, propia de un enfermo, de un paciente, de una persona postrada o limitada en sus movimientos y, por lo tanto, condenada a desenvolverse ajena al mundo que estaba más allá de la mampara de su habitación, de la entrada de su rancho o del espacio que habitaban sus cercanos. Entre otras razones, por su dependencia de terceros, tanto para los cuidados cotidianos como pa­ ra la materialización de sus necesidades más básicas. Pero también por la vulnerabilidad en que se encontraba. De este modo, y paradójicamen­ te, si bien una dolencia cualquiera podía condenar a un sujeto al mundo privado, no es menos cierto que en su condición de paciente no sólo se volvía más débil, sino que además, y como consecuencia de lo anterior, quedaba expuesto a perder cualquier posibilidad de privacidad. Salvo, naturalmente, la que su intelecto fuera capaz de proporcionarle en el ca­ so que permaneciera lúcido o no sufriera una perturbación mental. Como se comprenderá, acercarse a la situación real de los enfermos, como conjunto, no resulta una tarea fácil. Diversas limitaciones dificul­ tan la aproximación. Las condiciones de vida de un sujeto postrado en su lecho, u obligado a una convalecencia prolongada en su casa habitación, varían mucho en función de la dolencia o incapacidad, medio en que ha­ bita, edad o, incluso, el género de la persona. Por otra parte, tampoco es

Niño enfermo. Pedro Lira. 1902. Museo Nacional de Bellas Artes. La f)recariedad de la existencia, causa de a mayor parte de las patologías que azotaban a la población del siglo XIX, se muestra en esta elocuente escena de la vida privada.

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fácil obtener registros de los individuos en tal condición. La misma si­ tuación del afectado, en muchas ocasiones, le impide dejar testimonio de su realidad y, la mayoría de las veces, conspira contra las miradas ajenas y exteriores. Pero también el pudor y las costumbres sociales cohibían aludir a determinadas dolencias. Debemos conformarnos con aproxima­ ciones parciales que, sin embargo, sumadas unas con otras, nos permiti­ rán apreciar la realidad cotidiana, privada, y en ocasiones íntima, de quienes sufrieron alguna enfermedad. Aunque las más de las veces sólo podamos limitarnos a constatar la existencia y recurrencia de la patolo­ gía, así como sus principales síntomas que, imaginamos, más allá de per­ mitir la existencia cotidiana del enfermo, de todas formas deben haber alterado su vida privada. Los médicos representan una de las principales fuentes de informa­ ción sobre los enfermos. A través de sus relatos clínicos, memorias y es­ tudios, conoceremos las afecciones que padecieron los chilenos del siglo XIX. Ellos también nos informarán de los antecedentes de los males y de sus características en tanto dolencias. Incluso, y gracias a su práctica, nos ilustraremos de las aflicciones propias de una población particular o de un grupo etáreo determinado. En ocasiones, los reportes clínicos nos ayu­ darán a adquirir nociones sobre los síntomas de las dolencias, así como también respecto de los tratamientos, remedios y placebos recetados pa­ ra aliviarlas. Lo anterior, independiente de si las causas que se esgrimían para explicar las enfermedades, hacer diagnósticos, describir síntomas y recetar tratamientos y remedios eran o no adecuadas, correctas y ciertas. Al respecto, no debemos olvidar que en la época se atribuía a las influen­ cias atmosféricas, y a los humores y miasmas deletéreos o venenosos y mortíferos, muchas patologías que la ciencia y la medicina posteriormen­ te pudieron identificar, caracterizar y hasta controlar. Menos frecuentemente podremos conocer el testimonio de los pro­ pios pacientes, de sus familiares, amigos o conocidos, acerca de lo que efectivamente sentían cuando se encontraban postrados, incapacitados o, sencillamente, aquejados de una enfermedad cualquiera. De las limita­ ciones, pesares, dolores, incomodidades y sacrificios que su condición les imponía. De los consejos, remedios caseros y «secretos de naturale­ za» que les recomendaban para superar su aflicción, atenuar su dolor o moderar su angustia. Y así, sumando todo, nos aproximaremos a la rea­ lidad material, a las condiciones de existencia de los enfermos en el Chi­ le del siglo XIX. Ella nos permitirá percibir que a pesar del extraordinario progreso ex­ perimentado por el país a lo largo de la centuria, y que las estadísticas macroeconómicas reflejan elocuentemente, en el plano sanitario, en el de la microeconomía, los avances fueron muy lentos y el pueblo no sólo se mantuvo postrado en medio de la pobreza, sino que, frecuentemente, se vio expuesto a enfermedades y epidemias que lo diezmaban. Síntoma ine­ quívoco de la desigual distribución del ingreso existente. Ni el crecimiento económico del siglo, los cambios en las condi­ ciones de vida que alguna infraestructura urbana hizo posible, ni las mejoras en la alimentación que probablemente significó también la ex­ pansión económica del siglo XIX, aumentaron las defensas biológicas y psicológicas con que gran parte de la población nacional hizo frente a la enfermedad, manteniéndose de este modo la alta mortandad que ésta provocaba.

NACER PARA MORIR O VIVIR PARA PADECER. LOS ENFERMOS Y SUS PATOLOGÍAS

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Apreciaremos también como, hasta las primeras décadas del XX, la enfermedad y sus consecuencias en general permanecieron recluidas en el ámbito de lo privado, lo que no impedía que los afectados se pasearan soportando o esparciendo su mal, sin que el Estado y sus agentes mos­ traran una real preocupación por los efectos sociales que ella provocaba. Lo anterior, hasta que la lucha contra la viruela y el cólera en los años de 1880, a través de la introducción de la vacunación obligatoria y la impo­ sición al Estado de combatir la epidemia y asistir a los enfermos, no só­ lo dará origen e impulso al concepto de salud pública, sino que hará partícipe al Estado de una realidad que, hasta entonces, era casi exclusi­ va de la vida doméstica. También veremos la evolución de enfermeda­ des, remedios y tratamientos. Qué duda cabe que las actuales condiciones de diagnóstico, trata­ miento y asistencia médica en general, a las cuales todos, teóricamente, tenemos acceso, permitirán, aun sin describirlas, comprender las condi­ ciones en que los pacientes del siglo XIX enfrentaron sus males. Nos ser­ virá nuestra realidad cotidiana, la de habitaciones con servicios básicos como alcantarillado y agua potable. Pero también la experiencia de una existencia con analgésicos, penicilina, anestesia, rayos X y operaciones de los órganos internos. Por el sencillo expediente de imaginarnos un mundo sin ellos, podremos apreciar y comprender mejor las condiciones sanitarias del país en el pasado y los efectos que las enfermedades tu­ vieron sobre la población que las sufría.

Remedios para varias enfermedades, útiles donde falte el médico A comienzos del siglo XIX. específicamente en 1817, cuando Chile recién nacía a la vida independiente, todo estaba por hacerse y el cono­ cimiento práctico, forjado en la realidad cotidiana, predominaba casi sin contrapeso, Pedro Fernández Niño, un agricultor de la zona central, de­ cidió escribir una Cartilla de campo y otras curiosidades, dirijidas a la enseñanza y buen exsito de un hijo, a través de la cual esperaba legar a su heredero las herramientas, el saber adecuado para desempeñarse co­ mo propietario2. El manuscrito se ocupa con especial detención de las faenas propias del campo, pero también en distinguir los días de vigilia, témporas, fies­ tas, móviles y útiles para un propietario. Hombre temeroso de Dios, pe­ ro práctico, el hacendado también enseñó a fijar la hora en el reloj a partir de la posición del sol. a llevar las cuentas y las operaciones matemáticas básicas y, muy importante, a aplicar remedios caseros para los malesta­ res y enfermedades más frecuentes. El valor del texto de Fernández Niño, en tanto fuente de la realidad existente al momento de su composición, se apreciará mejor si se consi­ dera que la instrucción de los hacendados en Chile, afirma Gay, escri­ biendo en la segunda mitad del siglo XIX sobre una situación que conoció durante su estadía en el país entre 1828 y 1842, «no ha sido en mucho sino la que la experiencia podía a la larga hacerles adquirir». Se­ gún el naturalista, los dueños de tierras estaban «ajenos casi siempre a la ciencia y a toda clase de método», de tal forma que para sus difíciles y

El «sistema pililo» fue uno de los tantos métodos que la «sabiduría popular» implementó para combatir las epidemias de cólera. Consumir excremento de caballo, supuestamente, provocaba vómitos que quitaban «el pujo». El Padre Padilla, 19 de febrero de 1887.

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complicadas empresas se guiaban sólo «por la virtud del pueblo que se puede llamar razón práctica»3. Como en muchos otros escritos del siglo XIX, en la Cartilla de cam­ po conviven, al igual que en la sociedad de la época, el saber y la men­ talidad heredadas del período colonial con los nuevos elementos que la modernidad imponía, entre ellos el conocimiento científico. De este mo­ do, ya en el título del apartado destinado a los males y sus curas, se ad­ vierte esta relación: «Remedios para varias enfermedades, útiles donde falte el médico». En su enumeración, Fernández Niño no sigue ningún orden, jerarquía, esquema o clasificación, sencillamente va refiriendo los tratamientos pa­ ra cada dolencia, sensación aflictiva o situación molesta. Que comience con el resfrío, los dolores de muelas y de extremidades, los empachos y los cólicos, entre otros malestares, tal vez es una muestra de lo común que éstos resultaban para la población. Entre los específicos para supe­ rarlos estaban friegas, baños de agua caliente con hierbas, cocimientos y ungüentos de todo tipo de especies, vegetales y animales, muchos de ellos acompañados de yerba mate y aguardiente. Pero también tratamientos más difíciles de aceptar para nuestras costumbres, como «sorber orines propios calientes en ayunas», para calmar los dolores de muelas; o los «orines de burro tres veces al día», para el mal olfato; o, francamente, po­ co ortodoxos, como «sóbate todas las noches con sebo el ombligo y no te empacharás»; «bájate los calzones y siéntate de repente en agua fría», para el dolor; o «azótate la espalda, pantorrillas, brazos y frente con or­ tigas», para el tabardillo o insolación acompañada de letargo o delirio. Considerando el estado de la ciencia médica, pero en especial la ine­ xistencia de la industria farmacéutica, no debe extrañarnos que la mayor parte de las dolencias, como las del corazón, la gota coral, el asma, los ahogos, los nervios encogidos, la reuma, los riesgos vomitosos, la se­ quedad de régimen, el mal olfato, los cursos de frío, la vinagrera de es­ tómago y los flatos; o males como el de piedra, de ojos, de orina y de hora, así como los corrimientos, hinchazones o apostemas, las lastima­ duras o heridas, las llagas malignas, peladuras o quemaduras, hinchazo­ nes o incordios, golpes de riesgo, flucciones, dolores de cabeza, de cara, de oídos, de vientre y puntadas, cólicos, sordés, tercianas, ciática, infla­ mación de garganta, y muchos otros que sería largo enumerar, tuvieran como placebo diversas preparaciones de hierbas y cremas con los más variados ingredientes, como sebo, pulpa de carnero, cartuchos de papel blanco, estiércol de caballo y corazón de buitre. Así lo demuestra, ahora en el ámbito de la ciudad, Adriana Montt cuando, a través de una carta fechada en 1823, le ofrece a su nuera Mer­ cedes una serie de remedios: «para el corazón, toronjil, violetas, flor de azucena, claveles y alelíes blancos; para la retención de orina, cataplas­ mas de perejil frito en aceite; dolores de dientes y muelas, romero en vi­ no caliente; para las almorranas, cataplasmas de flor de bisnaga; para el flato, hormigas y semilla de albahaca; boldo para el hígado; para la apre­ tura de pecho con ahogos, radal y trique; el pezón de frutilla y la bosta de caballo para la indigestión y lepidia de calambre; para la vejez, poca comida, ninguna golosina y paciencia, mientras no tocan la puerta avi­ sándonos la partida». Hasta ese momento aguantarse, pues, como escri­ bió una matrona de más de sesenta años, «yo estoy como es natural que esté, porque al rancho viejo, ya se sabe, nunca le faltan goteras»4.

NACER PARA MORIR O VIVIR PARA PADECER. LOS ENFERMOS Y SUS PATOLOGÍAS

El manuscrito de Fernández Niño tiene el gran mérito de darnos a co­ nocer las principales dolencias existentes entre los habitantes del país que. no olvidemos, a lo largo del siglo XIX son mayoritariamente rura­ les. Cierto que no ofrece descripciones de enfermos reales, nada dice de su situación o condiciones de vida, sencillamente nombra, para conoci­ miento de su hijo, los males y los remedios que la sabiduría popular apli­ caba para contrarrestarlos. Precisamente su valor está en la identificación que hace de todos ellos, incluso de las afecciones leves y crónicas, como ponzoñas o picaduras de animales, lombrices, pidigüines, caspa y caída del pelo, tiña, sarna, comezón de la sangre, piojos y ladillas, tabardillo, verrugas, ronquera, mordeduras de perro, almorranas y pasmos. Alude también a la viruela, la epidemia que transformada en enfer­ medad endémica provocó mayor mortandad a lo largo de la centuria, sin siquiera mencionar la posibilidad de la vacuna, el único recurso efecti­ vo. Fernández Niño ofreció el remedio que entonces se aplicaba, infor­ mando de paso de las posibles etapas de la enfermedad: si daba al natural, «bebidas frescas de limonadas en agua de cebada y escorsonera»; cuan­ do brotaba, «se untan los ojos con aceite rosado»; después de madura, «se unta injundia de gallina que así seca luego»; si se siente ardiente, «darle bebidas frescas de las dichas»; si estreñido, «echarle ayudas lo mismo»; siendo superior, «tomar todos los días leche de vaca»; si co­ mienza a abrir el cutis, «se le unta en las aberturas el aceite de almendras con solimán común»; y estando mejor, «mucha dieta». Pero no sólo los males comunes o pestes recurrentes recibieron su atención, también aquellas situaciones potencialmente dolorosas, com­ plicadas o anormales, derivadas, por ejemplo, de la maternidad o la pro­ pia condición femenina. De ahí su recetario para los partos dificultosos, la escasez de leche en amas, la «detención de parez» e. incluso, la «de­ tención de sangre en menstruos». La descripción de los remedios para cada una de ellas, entre los cuales se cuentan «tomar bien colado un po­ co de estiércol de caballo fresco deshecho en vino», «abrir un pato por el espinazo», «un cocimiento de lombrices de tierra» o. finalmente y pa­ ra poner fin a la menstruación, colocar al fuego «una teja nueva, tostar en ella hojas de culen y olerías», muestran muy bien el grado de inde­ fensión en que a comienzos del siglo XIX se encontraba la población frente a la enfermedad y a los malestares físicos contingentes, condena­ da a sufrir sus dolencias con resignación o. muchas veces, sólo ampara­ da en su piedad. Considerando el tipo de males para los cuales la Canilla ele campo ofrece consuelo, muy sintomáticos y pese a todo relativamente tratables, no debe sorprendernos que en ella no existan alusiones directas a dolen­ cias de naturaleza mental o psíquica5. Éstas no estaban identificadas en la época de la forma en que serían definidas a lo largo del siglo XIX y XX, lo que naturalmente no significaba que las personas no las experi­ mentaran. Así, por ejemplo, se ha establecido que Bernardo O'Higgins sufrió problemas afectivos que se manifestaron en enfermedades. Due­ ño de un estado anímico muy especial, «psicología del desterrado» le han llamado, sufrió una «neurosis de abandono» que se expresó en angustia, desesperación y agresividad causada por la soledad6. La tristeza y la exal­ tación, la benevolencia y falta de carácter, la debilidad y la inseguridad que su origen y situación familiar le provocaron, no sólo explican el ca­ rácter autista y sin sentido del humor de O'Higgins. también sus actua­

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Publicidad de placebos para las afecciones y molestias digestivas. Revista Médica, noviembre de 1884.

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HISTORIA DE LA VIDA PRIVADA EN CHILE

¡lid. Tiene Canas Porque Quiere! Pues existiendo el "Especifico Benxuria", oo lo asa

Dr. Rafael Bcnguria B., Moneda,

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Aviso aparecido en la revista Sucesos a comienzos del siglo XX.

ciones públicas que, tras una fachada exterior y ficticia fuerte, escondía su inseguridad en la lucha por la vida. El hombre que fue O’Higgins tuvo dolencias físicas de cuidado propias de su época, como el vómito negro o fiebre amarilla que sufrió a los vein­ tiún años y que lo tuvo al borde de la muerte. También malestares que se transformaron en crónicos, como la osteomielitis aguda que lo atacó desde que en 1818, en la batalla de Cancha Rayada, sufrió una herida con fractu­ ra del húmero derecho. Esta inflamación simultánea del hueso y de la mé­ dula ósea le trajo períodos en los que ni siquiera podía usar su brazo, sufriendo fiebres altas y debilitamiento general. Incluso, sería la causa ini­ cial de la hipertensión arterial que lo aquejó, a la vez que primera manifes­ tación de su afección cardíaca. Ella convivió con otros males del procer, como neuralgia facial, reumatismo, conjuntivitis, apoplejía cerebral, dolen­ cias del hígado y cefaleas que. especialmente las molestias a la vista y la neuralgia, no lo abandonaron jamás, menoscabando su vida cotidiana, pues, como él mismo escribió, el «corrimiento» a la cara no lo dejaba vivir. Hacia 1839 presentó síntomas de arteriosclerosis y no había mes en que no sufriera fiebres e inflamaciones a los ojos, debiendo permanecer postrado frecuentemente, impedido de salir de su casa limeña y, menos, visitar su hacienda en Montalván. Hacia 1841 pasó gran parte del invierno en cama, comiendo sólo chuño, poniéndose cáusticos para provocarse «fuentes» que sacaran los malos humores, y sufriendo espasmos cardía­ cos y grandes opresiones al pecho y al corazón, síntomas de la afección coronaria grave que lo aquejaba. También en esa época sufrió de sus­ pensión de orina y de enfriamientos y reumas que atacaban su cintura, espalda, brazos y, aun, su sentido. Bernardo O’Higgins sufrió las enfermedades más comunes existen­ tes en el Santiago de la primera mitad del siglo XIX. Según el naturalis­ ta Claudio Gay, algunas de ellas eran las que afectaban al corazón y al hígado. Incluso describió algunos de sus síntomas: «algunas veces, el hí­ gado se vuelve enorme, provocando un dolor espantoso y empujando el pulmón hacia arriba; y algunas veces sucede lo contrario, el hígado se vuelve muy pequeño. Es el caso menos común, pero generalmente es mortal»7. Si bien la disentería también era motivo de preocupación, sin duda que los más expandidos eran los males venéreos, situación extre­ madamente grave si se considera que, como Gay afirma se creía hacia 1840, «la mayor cantidad de enfermedades derivan de éstos». Dolores y reumatismos eran las consecuencias más comunes. También se presen­ taba en la ciudad el tifus, especialmente luego de la campaña en Perú de 1839, y la que llama «pústula maligna» o viruela, que venía desde la Ar­ gentina vía cordillera de los Andes. En la provincia, características de La Serena eran las bronquitis y neu­ monías que, según un médico local, producían la tisis tuberculosa tan co­ mún entre sus habitantes. Las diarreas serosas eran también frecuentes, tanto como para considerarlas «endémicas de aquel clima»; las disente­ rías, las enfermedades sifilíticas y cutáneas, los reumatismos y las alte­ raciones orgánicas del corazón completaban sus males8. En el sur, en Valdivia, el facultativo local nos informa que no había enfermedades en­ démicas, que las epidemias eran muy raras, que en general las dolencias que aparecían entre sus habitantes tenían un curso benigno y que, por tan­ to, la mortalidad no era considerable9. Entre las patologías que su prác­ tica le había permitido identificar como principales estaban las neuralgias.

NACER PARA MORIR O VIVIR PARA PADECER. LOS ENFERMOS Y SUS PATOLOGÍAS

la artritis y la tos convulsiva. Comunes a todas las poblaciones de la re­ pública, especialmente en invierno, eran la «influencia catarral» y las «pleuroneumonías agudas», las que en ocasiones se presentaban con una virulencia tal que llegaban a constituir un «estado epidémico»10. Menos científicas en su identificación, aunque no por ello menos rea­ les. eran las afecciones que la observación había transformado en carac­ terísticas de una familia. Por ejemplo, la de José M. León, a quien su madre previene en carta de los años de 1820: «cuídate, niño, que la en­ fermedad del corazón les viene por lo León; el saratán (cáncer) por lo Prado, como también las enfermedades interiores»11. La población campesina sufría males coyunturales y otros estructu­ rales. Entre los primeros, y como Claudio Gay pudo comprobar, el con­ sumo de fruta verde «ocasiona enfermedades muy graves que hacen morir a un gran número de ellos». Pero también, y pese a su fuerte constitu­ ción, «se resienten de las enfermedades venéreas tan fatalmente comu­ nes en las familias, más en el norte que en el sur». Ello siempre y cuando lograran llegar a la edad adulta, pues lo corriente era que de la numero­ sa prole de los campesinos, «ocho o diez y aun más», sólo algunos so­ brevivieran. pues uno de sus vicios «reside en el poco cuidado que se da a los niños, enteramente abandonados a su suerte y a sus instintos». Con­ tribuía también a la gran mortandad «su constitución con frecuencia es­ crofulosa. sea por herencia, sea por las enfermedades venéreas de sus ascendentes». En todo caso, en el campo morían menos que en las ciu­ dades como Santiago, donde, a causa de la disentería provocada por el calor concentrado, la mortandad era muy elevada. Según el sabio, en la capital el número de niños muertos alcanzaba casi a la cuarta parte de los nacidos, «y a veces más allá». Gay informa que en 1858 nacieron 6.183 niños, y que muertos de entre uno y siete años hubo 3.315. «la mitad de éstos recién nacidos». Sin duda, una proporción escalofriante12. La mortalidad rural más baja era una realidad a pesar de que en el campo no había médicos, que la única alternativa disponible eran los cu­ randeros. y que sus ideas en medicina eran muy poco convencionales pa­ ra la cultura moderna, pues, como escribió Gay, «para el campesino, toda enfermedad proviene de frío, de calor, de una mirada, de un susto, etc.». Pese a lo dicho, los curanderos, algunos de fama incluso entre los habi­ tantes de la ciudad, en ocasiones efectivamente lograban aliviar las do­ lencias. Para curarlas hacían uso de remedios tradicionales, como lavativas de jabón, quillay, aceite y sal que, por ejemplo, «se echa de la mano izquierda, empleando la otra en hacer el signo de la cruz, y que se toman después en el nombre de la Santa Trinidad». Todo acompañado de oraciones que «son por lo ordinario algún ave o algún pater cuando la enfermedad es de calor y un credo cuando proviene de frío»13. De este modo, en el Chile de las primeras décadas de la república, la piedad, la ciencia y la naturaleza, todas por igual, intentaban disputar y sustraer a la muerte la vida de los pacientes.

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Chile, un vasto hospital Avanzado el siglo XIX, y a medida que se incrementaba el número de médicos que se formaban en la Universidad de Chile, aparecieron tam­ bién cada vez más estudios científicos sobre las enfermedades más co­

Laboratorios Biológicos Añore

PARIS

A. Bao da La Motte PlcqaaL PARÍS i

Diversos productos se ofrecían a través de la prensa nacional a comienzos del siglo XX para, también, numerosos malestares.

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HISTORIA DE LA VIDA PRIVADA EN CHILE

muñes en el país. De hecho, la proliferación de memorias relativas a la realidad sanitaria nacional buscaba conocer las patologías existentes pa­ ra poder enfrentarlas, aliviando así las precarias condiciones de salud de la población, una de cuyas causas los médicos atribuían a las pésimas condiciones de vida del pueblo. Reafirmando su condición de científicos, los facultativos realizaron una verdadera disección y anatomía de las enfermedades que asolaban a la población, buscando un conocimiento exacto y positivo de ellas que les permitiera mejorar, curar, el cuerpo doliente de los pacientes. Para lo­ grar su objetivo, por ejemplo, identificaron las hereditarias, endémicas y crónicas, de las adquiridas, pasajeras y eventuales, y clasificaron los sín­ tomas y los caracteres peculiares de cada una de las afecciones. Una de las constataciones que los médicos hicieron a mediados del siglo XIX fue que en Chile el número de enfermedades epidémicas ha­ bía disminuido considerablemente «gracias a los progresos de la civili­ zación y a los adelantos que se han hecho». De este modo, el escorbuto y las fiebres palúdicas —fiebre amarilla— causadas por influencias pan­ tanosas no existían ya en la lista de las afecciones de esa clase14. Cierto que en ocasiones se presentaban casos de paludismo u otras fiebres tro­ picales. En 1855, y luego de un viaje, Rosario Urrutia de Waddington ca­ yó «muy mala en cama de una enfermedad de fiebre que contraje en el paso de Panamá que me ha molestado mucho y en particular últimamente pues ya me hallaba en los brazos de la muerte»15. Expresión de las mejorías experimentadas desde la Colonia eran las cifras de mortalidad de la población, la cual en 1861 se estimaba en la proporción de uno por cada 39 habitantes. Harto menor que la que en­ tonces se observaba en Rusia, donde había una defunción por cada 33 in­ dividuos; en España, una por cada 34, y en Francia, una por cada 40,6. Con todo, y pese a los cambios experimentados, para algunos médi­ cos, Chile se encontraba todavía en medio de una «dolorosa situación» sanitaria que lo había transformado en un «vasto hospital». Viruela, sa­ rampión, sífilis, chavalongo o fiebre tifoidea o maligna y disentería eran los males más terribles, entre otras razones, por su naturaleza epidémi­ ca, su alta mortandad, el dolor que provocaban o lo perjudicial que re­ sultaban para la sociedad. Menos graves, aunque en conjunto contaban con igual cantidad de víctimas que los mencionados, eran las inflama­ ciones agudas y crónicas del estómago, del hígado, del corazón y del pul­ món; el reumatismo muscular y el articular; las fiebres exantemáticas; la pústula o grano transmitido por los cuadrúpedos; los cánceres del útero y de la piel, y las úlceras de distintas especies. Preocupación comenzaban a causar también las llamadas «afecciones nerviosas» que, complicadas con diferentes lesiones orgánicas, empezaban a presentarse con su «carácter siniestro a la par de misterioso». Tanto co­ mo para ser identificadas en 1853. A las señoras las atacaban el histérico vaporoso o convulsivo, la clorosis latente o confirmada, la dispepsia ner­ viosa, la jaqueca y las neurosis sintomáticas o esenciales. Entre los hom­ bres, la hipocondría, las vesanias o neurosis de los sentidos, las neuralgias y las anomalías vaporosas, también llamadas susceptibilidades nerviosas, eran las más frecuentes. La causa de estos males se atribuía a los «progre­ sos que hacían la civilización y el refinamiento sensual», asegurándose que estas enfermedades se presentaban en las personas en «razón inversa del desarrollo físico y en razón directa del intelectual»17. Es decir, y tal como

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hoy en día la vida moderna ha traído consigo el estrés y otras afecciones de carácter mental, en el Chile decimonónico, aquel que experimentó una evidente expansión, la población también sufrió las consecuencias del cre­ cimiento económico y de las nuevas expresiones de la vida social. El diagnóstico sobre las enfermedades que se manifestaban con una sintomatología física u orgánica, era confirmado algunos años después por otro galeno para el cual las más comunes entre los chilenos eran las que se localizaban en el aparato gastrointestinal y hepático, o la hepati­ tis bajo todas sus formas, las del aparato circulatorio y respiratorio y, prin­ cipalmente, las relativas al corazón y a los pulmones. Entre ellas, las afecciones al estómago e intestinos, indigestiones, diarreas, gastritis, en­ teritis, lepidia o cólera y disentería; y el reumatismo y los estados cata­ rrales, bronquitis, pleuritis y neumonías18. La caracterización a nivel nacional se veía confirmada al analizar grupos específicos; por ejemplo, los soldados transformados en pacientes. En 1867, un facultativo del Servicio de Sanidad del Ejército realizó un escrupuloso estudio de las enfermedades que atacaban a los soldados, concluyendo que las afecciones predominantes eran, en orden gradual de importancia, «las virulentas o sifilíticas y venéreas, fiebres sinocales o simples, tifus o afecciones tifoideas, reumatismo, tisis pulmonar, disen­ tería, afecciones herpéticas y escrofulosas, pulmonías, diarreas, fiebres eruptivas, otitis purulenta, úlceras crónicas, hipertrofia del corazón y eri­ sipelas y cólicos»19. Fundados en casos clínicos y en los avances de la ciencia médica, pe­ ro también en estadísticas sanitarias y en el conocimiento de las condi­ ciones socioeconómicas que su práctica a lo largo de todo el territorio nacional les daba, los médicos fueron afinando su diagnóstico sobre las enfermedades que aquejaban a la población nacional. Este proceso no só­ lo les permitió avanzar en materia de profilaxis, además, y fundamental, los dejó en situación de apreciar la dramática realidad sanitaria del país.

La representación del falte o vendedor ambulante de artículos de costura, en un puesto de licor, es la forma en que en 1872 el Chile ilustrado de Recaredo Tornero (Valparaíso, Librerías y agencias del Mercurio) mostró uno de los vicios más comunes del pueblo chileno, el alcoholismo, fuente a su vez de numerosas enfermedades.

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En el Chile de mediados de la década de 1870, los nacimientos eran numerosos pues alcanzaban a uno por cada 25 habitantes; en Inglaterra era de uno por cada 27. La mortalidad tenía una proporción de uno por cada 40 habitantes, exactamente igual a la inglesa de la época. Los matri­ monios no eran abundantes, lo que, sumado al alto número de nacimien­ tos, servía para explicar el considerable porcentaje de hijos ilegítimos existente. Según las estadísticas disponibles, en 1871 hubo un hijo legí­ timo por cada 2,8 nacimientos, proporción que en la época, y por los fa­ cultativos, se consideraba altísima. Entonces se producía una defunción casi por dos nacimientos. La ma­ yor parte de los muertos correspondían a niños de entre 0 y 7 años. Por ejemplo, aproximadamente el 58% de los muertos en 1868, «una cifra desconsoladora». La mayor mortalidad se producía en los meses de ve­ rano, la estación de las frutas que, como se ha dicho, frecuentemente se consumían verdes, de ahí su incidencia en la salubridad pública a través de las «colerinas» y las disenterías. Entre los niños expósitos o recién na­ cidos abandonados, la mortalidad alcanzó al 56% en los años corridos entre 1849 y 1858. Más del 80% del total de los difuntos eran «pobres de solemnidad»20. A fines del siglo XIX, y a pesar de todos los adelantos experimenta­ dos por el país, la existencia cotidiana de la gran mayoría de la población continuaba siendo miserable. Un testigo, miembro de la aristocracia que conoció los salones y el modo de vida burgués imperante entonces, lo re­ trató con toda su crudeza: «este era el anverso de la medalla. Pero el re­ verso presenta un contraste lamentable. Bastaba salir de las pocas cuadras que constituían el centro de la ciudad para encontrarse con espectáculos lastimosos y con olores repugnantes... La borrachera parecía ser general los sábados en la tarde. Me parece aún ver, en la calle San Diego, a una mujer andrajosa con un niño pequeño en brazos. Iba borracha y a cada bamboleo de sus inseguros pasos, estrellaba la cabeza de la criatura con­ tra el muro. La señales de postración física y moral que aún se ven en nuestro pueblo (1936), son pocas comparadas con el estado de cosas en los tiempos que recuerdo»2'. La ignorancia, los malos hábitos de higiene y el modo de vivir medio salvaje de la mayor parte de la población, se ofrecen como explicación para esta dramática realidad. Pero también el que los pobres viven, en pa­ labras del doctor Adolfo Murillo, en «habitaciones sucias, inmundas, mal ventiladas y donde se respira, no el aire que vivifica y estimula, sino el aire que mata y asfixia». El resultado: «la mortalidad más que diezman­ do a los pobladores, la enfermedad cebándose en organismos empobre­ cidos, el vicio haciendo su propaganda de destrucción». Pero, ¿cuáles y cómo eran las enfermedades que azotaban y causa­ ban estragos entre los chilenos?, ¿cómo se cebaban con sus cuerpos?, ¿qué dolores, sufrimientos e incapacidades provocaban? Las descripcio­ nes clínicas, los apuntes y memorias médicas del siglo XIX, los fragmen­ tos de memorias y epistolarios y, por qué no, nuestra propia experiencia de pacientes, nos darán las respuestas que inquirimos. De acuerdo con la información disponible, la enfermedad que más defunciones provocaba era la tisis o tuberculosis pulmonar, que entre 1859 y 1883 había causado 41.035 muertos de un universo de 160.038 casos registrados en los hospitales chilenos. Es decir, poco más del 25% del total 2. Ella atacaba preferentemente al bajo pueblo, y sólo por ex­

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cepción a las clases medias y acomodadas. Se presentaba en todas las re­ giones del país y en todos los climas y ambientes causando estragos, tan­ to como para ser considerada una verdadera «plaga social». Entre los afectados por esta terrible dolencia, el 34.6% de las mujeres fallecía, mientras que entre los hombres el 22.4%. sin duda proporciones bastan­ te crecidas y que se explicaban, esencialmente, por las condiciones de vi­ da y los hábitos de los pobres. Éstos, o no podían tratarse médicamente, o lo hacían una vez que la enfermedad estaba muy avanzada, y sólo des­ pués de graves dolencias provocadas por este «enemigo sordo y tenaz». Normalmente, llegaban moribundos a los hospitales y sólo para exhalar ahí su último suspiro23. Contribuía a la mortandad de los tísicos el que en Chile la enfermedad se presentaba con extrema violencia, bastándole unos pocos días para terminar con la vida del paciente, el cual, además, generalmente era abandonado debido al pánico al contagio existente en­ tre la población. Entre sus síntomas más evidentes estaba la hemoptisis, o expectoraciones —vómitos— de sangre, tiernas y secreciones, prove­ nientes de la tráquea, los bronquios o los pulmones. La segunda causa de muerte en el país eran las fiebres, en especial la tifoidea, la cual hacía su aparición generalmente en verano, en la época de las cosechas. También se presentaban las fiebres gástricas e intermi­ tentes y el tifus exantemático. Las malas condiciones sanitarias en que vivía la población explican su alta incidencia en la mortandad de los en­ fermos que se trataban en los hospitales. 13,5$ del total. Sólo la progre­ siva dotación de agua potable en las ciudades a lo largo del siglo XIX influyó en su disminución, como también en la de la disentería. Las fiebres gastrobiliosas también se presentaban con frecuencia, en­ tre otras razones, se explicaba, por la «importancia que tiene el órgano he­ pático entre nosotros». Así, eran pocas las afecciones agudas y graves en las cuales no se veía comprometido el hígado, complicando la escena morbosa o agravando el trastorno general. La dotinenteria o fiebre tifoi­ dea, comúnmente tenía un carácter bilioso atáxico o adinámico, es decir provocando desorden, irregularidad y perturbación en las funciones del sis­ tema nervioso y una extrema debilidad muscular que impedía los movi­ mientos del enfermo, el que de este modo quedaba totalmente postrado. Similares eran los caracteres clínicos del tifus fever o chavalongo (chavo = modorra) (lonco = cabeza), muy temido por la población campesina, en­ tre otras causas por los delirios, los que aparecían con mayor prontitud. La disentería, una de cuyas expresiones es la diarrea con pujos y mez­ cla de sangre, estaba entre las enfermedades infecciosas endémicas del país y contribuía con cerca del 11,5% de los fallecidos en los recintos sa­ nitarios. Solía aparecer entre la primavera y principios del verano con tal fuerza que tomaba características epidémicas. Se asociaba a las varia­ ciones de temperatura y los resfríos, al abuso de bebidas fermentadas he­ ladas y al consumo de sustancias indigestas, como frutas inmaduras y alimentos mal preparados. Se presentaba ya benigna, grave o crónica, siendo la que más llamaba la atención de los médicos la nombrada di­ sentería flegmonosa, o sea la que causaba inflamación de tejido celular en el colon y en el recto y la expulsión de mucosa intestinal. La disente­ ría aguda provocaba ulceraciones intestinales que en ocasiones se trans­ formaban en perforaciones que traían consigo mortales peritonitis24. Con frecuencia, la disentería se complicaba con inflamaciones del hí­ gado, llegando incluso a hacer supurar este órgano. También podía ter­

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G.. hipotiroídeo obeso y cryptorchide, de 66 años. 1.45 ni. de alto. De crecimiento tardío, muestra rostro redondeado, tetillas desarrolladas y colgantes, un abdomen globuloso y órganos genitales imperfectos. La Tribuna Médica, 1 de abril de 1905. A comienzos del siglo XX. las observaciones médicas se hicieron cada vez más comunes como instrumento para describir las enfermedades.

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minar en gangrena, situación que era advertida por los facultativos debi­ do al aspecto y color de las deyecciones, por los detritus intestinales que sobrenadaban en ellos y por el olor característico que presentaba. Pese a la gravedad del mal, excepcionalmente se presentaban casos de enfermos que recobraban la salud después de ir cediendo poco a poco los síntomas que amenazaban un fatal desenlace. De todas formas, en opinión de los médicos, la disentería y la hepatitis «predominaban con una crueldad de­ sesperante». Desde desórdenes funcionales hasta congestiones, desde simples hepatitis hasta los más grandes accesos hepáticos afectaban día a día a los pacientes. Accesos purulentos, escalofríos que sobrevenían en las tardes, e hinchazones de la región hipocondríaca acompañadas de ede­ mas intercostales, eran los síntomas que permitían diagnosticarlas. Entre sus causas, además de las relacionadas con el clima, deben contarse las que se atribuían a los abusos del alcohol y los resfríos25. Uno de los azotes terribles que incesantemente afectaba a la pobla­ ción chilena era la neumonía o pulmonía, por cuya causa fallecieron el 8,6% de los internados en los hospitales nacionales entre 1859 y 1882. Se presentaba en todas las épocas del año, aunque era más común en in­ vierno y primavera debido a los fríos y a los cambios bruscos de tempe­ ratura. Infecciosas, contagiosas, agudas y catarrales, provocaban fiebres que abatían al enfermo en medio de malestares musculares generaliza­ dos. Se trataba de una afección de todos los climas, todas las estaciones, todas las condiciones sociales y todas las edades. Una enfermedad que todos conocían desde niños y cuyos efectos rara vez no habían afectado a algún miembro de una familia. Conservando plena autonomía de otros males, se presentaba bajo la forma de simple neumonía, de pleura o de bronconeumonía, provocando siempre la inflamación de las membranas que cubren la cavidad torácica y la superficie de los pulmones. Los males al hígado también se hacían presentes con cierta frecuen­ cia entre los chilenos, especialmente, se decía en 1852, «en la clase de los artesanos que pasan en vigilias y bebiendo el pernicioso ponche, y entre ios gañanes que beben aguardiente puro y que pasan noches enteras a la intemperie, no teniendo más abrigo que su ligera ropa»26. La mayor parte de los afectados, en opinión del especialista, terminaría fatalmente debido a la supuración o formación de abusos en el hígado, o a las com­ plicaciones derivadas de una hipertrofia del corazón y del hígado, entre otras muchas causas de mal pronóstico. La diabetes de forma hepática, «que hace de la vida una carga pesa­ da y cruel»; una uricemia con ataques de gota, crisis calculosas de los conductos urinarios, y estados de asfixia muscular permanente, eran, en­ tre otros, algunos de los inconvenientes que provocaba una congestión hepática habitual. A ellos se sumaban los abscesos hepáticos, tal vez el principal de los padecimientos del hígado en Chile. Éstos se presentaban sobreagudos, agudos y crónicos. Los primeros implicaban la «fusión pu­ rulenta de la totalidad de la glándula, la muerte del parénquima hepático y consecutivamente, y de modo rápido, la muerte del enfermo en medio de signos de intoxicación». Menos graves eran los abscesos agudos, úni­ cos o múltiples, éstos solían pasar al estado crónico y entonces se hacían curables si es que el tratamiento prescrito se hacía de manera ordenada y seria, a la vez que enérgica y rápidamente27. Otras enfermedades que merecieron la atención de los médicos en el siglo XIX, y que por lo tanto fueron recurrentes en sus pacientes, fueron

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el reumatismo, las afecciones orgánicas del corazón, especialmente las valvulares que provocaban hipertrofias, y el bocio, una fea enfermedad que se manifestaba en hipertrofias de las tiroides. A mediados del siglo XIX. las aflicciones al corazón ocuparon la atención debido a la frecuencia con que se manifestaban, la extensión que adquirían, lo pernicioso que resultaban y. fundamental, el habérselas iden­ tificado como una patología particular, independiente de otros males. En­ tonces se atribuyó a «las pasiones de todo género que nos acompañan desde la cuna hasta la tumba una acción incontestable sobre el corazón, pues todas agitan y desordenan más o menos sus funciones». La dispo­ sición hereditaria, se afirmaba, «no es un hecho que esté bien decidido, salvo en casos muy notables», atribuyendo algunos al reumatismo ser «la causa más activa de las enfermedades del corazón»28. Otros veían en la posición geográfica del país, la configuración del terreno, los cambios de la atmósfera, la contextura torácica de la población, sus hábitos alimen­ ticios y alcohólicos o. incluso, «la costumbre de llevar un calzado muy ajustado», la razón de las afecciones orgánicas del corazón29. También se mencionaban la gota, el vicio escrofuloso, el venéreo, las inflamacio­ nes del hígado, el asma y otras tantas patologías como causas de ella. Pero, sobre todo, lo que en el futuro podría transformar la «rica y opu­ lenta capital de Chile en un hospital de incurables debido a esta aterran­ te enfermedad» eran las «afecciones morales o del alma» derivadas de las «nuevas costumbres introducidas en la sociedad». Para el doctor Juan Miquel. todas ellas se resumían en la falta de ejercicio y de diversiones, la viciosa alimentación, los placeres desordenados del amor, el abuso de bebidas heladas, los múltiples y prolongados baños, la masturbación o vicio solitario, la vida contemplativa, las impresiones aterrantes de los ejercicios espirituales, el poco y el demasiado sueño y los juegos de cre­ cido interés, entre otras. En su concepto, «una vez que el sistema ner­ vioso se halla afectado, el pasaje de las neurosis a las afecciones orgánicas del corazón es tan pronto como seguro».

«Era aquello una vasta superficie acribillada de tubérculos y ulceraciones». Un caso de lupus vorax vulgar. Según los médicos, una enfermedad frecuente en el país que. a comienzos del siglo XX. tendía a aumentar debido a la falta de tratamiento y a la miseria de los pacientes. La Tribuna Médica, 1 de junio de 1905.

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Aparato para el tratamiento de las afecciones sifilíticas de la garganta por medio de inhalaciones de calomet asociado al vapor de agua. Anales de la Sociedad de Farmacia de Santiago, N° 8. agosto de 1873.

Entre los síntomas de las enfermedades del corazón no sólo estaban las perturbaciones locales de sus funciones, o las modificaciones de sus ruidos normales, también trastornos funcionales como palpitaciones, agi­ tación y cambio en la dimensión del órgano. Los medios terapéuticos y profilácticos que en 1855 se empleaban para contrarrestar los males cardíacos prescribían, en primer término, ha­ cer desaparecer las causas determinantes bien conocidas, como los ejer­ cicios corporales, la intemperancia y las emociones morales. También se indicaban ligeras sangrías, alimentos poco nutritivos y, en moderada can­ tidad, baños tibios frecuentes a los brazos y pies, repulsivos intestinales con purgantes salinos y sustancias subácidas, el uso de diuréticos y exutorios, y el uso de yodo de mercurio y tártaro emético. Para el caso es­ pecífico de los pacientes de Santiago, el medio más directo para impedir las enfermedades hereditarias del corazón era la «asociación matrimo­ nial», en especial si se consideraba que una de las causas inmediatas de esta clase de males se atribuía a que «el hijo adquiere en el vientre de la madre el vicio sifilítico»30. Los males venéreos también fueron comunes en Chile. Entre ellos la gonorrea fue la menos grave, siendo la sífilis la que preocupó a la socie­ dad por su calidad de plaga. Conocida por todos, variaba de nombre se­ gún la calidad social del afectado. Así lo afirma Adriana Montt a su nuera cuando en 1823 la ilustra: «la enfermedad que tienen tus domésticos se llamaba en los patrones gota, en los capataces reuma y en los de otra es­ fera gálico»31. Entonces se reconocía por la aparición de un tumor blan­ do, normalmente doloroso y con pus, en la región inguinal, pero también en las axilas y el cuello. La sífilis fue, si no la principal, una de las afecciones más extendidas en el Chile del siglo XIX, tanto como para que en 1857 se advirtiera que cada día hace mayores estragos en la población, diezmando y produ­ ciendo enfermedades totalmente incurables, concluyéndose: «la genera­ ción actual parece enteramente perdida»32. Pese a no ser mortal, entre otras razones porque las expectativas de vida eran bajas, era muy temida debido a los sufrimientos y molestias que provocaba entre sus víctimas, lo anterior sin perjuicio de ser considerada una aflicción vergonzosa, es decir socialmente reprobada, tanto por su origen en el comercio sexual como por sus manifestaciones exteriores en el cuerpo33. Con una multiplicidad de síntomas, el mal venéreo era causa de nu­ merosas enfermedades que afectaban y modificaban el organismo. Cos­ tras, manchas, granos u otras formas de erupción en la piel eran algunas de las expresiones de la dermatosis por la sífilis. También, los intensos dolores de huesos, el flujo mucoso provocado por la inflamación de las membranas de la uretra, las úlceras contagiosas y los tumores purulen­ tos y voluminosos34. Las erupciones cutáneas más frecuentes que ocasionaba eran las pus­ tulosas, o sea vejiguiHas con pus, y las pústulo-ulcerosas, es decir con llagas. Por su parte, la blenorragia o inflamación de la uretra aparecía en el curso de algunas enfermedades como el resultado de afecciones inve­ teradas del aparato genital y urinario. También se presentaban afecciones como la estrechez de la uretra, a veces acompañada de fístulas urinarias, y la adenitis inguinal o inflamación de los ganglios linfáticos. Esta últi­ ma, expresión de la inflamación de la uretra o de ulceraciones sifilíticas del pene.

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Tumores, inflamaciones del tejido celular y de los ganglios, irrita­ ciones varias, focos de supuración, estrechez del orificio uretral, cambios de coloración de la piel y lesiones que en ocasiones causaban cicatrices viciosas o persistentes, eran otras de las tantas manifestaciones del mal venéreo. Incluso, ulceraciones sifilíticas del ano. Todas ellas lesiones que. supuestamente, invalidaban para el acto sexual, especialmente las que comprometían el glande y el prepucio, pero que en la práctica no lo ha­ cían de forma absoluta, como lo demuestran diversos hechos, entre ellos la alta tasa de contagios por mal venéreo existente entre la población, in­ cluidos las mujeres y los niños. Como advirtió un facultativo, «por do­ quiera no se divisa más que una predominancia del sistema linfático. El virus sifilítico es el más común y el más esparcido de todos los venenos»; desafiando a sus colegas, «hay alguno entre nosotros que no sepa, que no vea cómo reina la sífilis desde muchas generaciones atrás»35. La proporción de infectados con el Treponema pallidunu el agente causal de la sífilis moderna, constituía el 20. 30 o 40% de la población, si no más, considerando que se trata de un mal «invisible», en el sentido que se ocultaba o se confundía «médicamente» con la gota, la tubercu­ losis u otra dolencia socialmente aceptable; o bien permanecía latente en­ tre tres y treinta años, sin alcanzar a matar al infectado, el cual, dadas las expectativas de vida de no más de treinta años, fallecía a consecuencia de otra enfermedad más rápida56. Además de los males que por sí mismo provocaba, el mal venéreo o mal francés era considerado una grave amenaza para la sociedad, por la predisposición que los individuos infectados con el veneno específico mostraban a contraer otras afecciones más temibles y a menudo mortales. La tuberculosis, por ejemplo, encontraba en los sifilíticos la más fácil y se­ gura de sus conquistas. También se creía que un porcentaje importante de los abortos sin causa aparente la tenían como antecedente. Pero, sobre todo, se combatía porque era una muestra elocuente del deplorable esta­ do sanitario del país57. Reflejo de esta realidad era que Santiago se consideraba entonces una de las ciudades más mortíferas del mundo civilizado, con un promedio de defunciones para el período 1890-1898 de casi 50 por mil. en una po­ blación que en esos nueve años pasó de 266 mil habitantes a 320 mil. En­ tre los párvulos, las cifras eran todavía más impactantes, pues, por ejemplo, de 1876 a 1880, la proporción de niños entre 0 y 7 años falle­ cidos fue de casi 59 por cada cien defunciones; y para los años 1893-1895 el promedio de mortalidad de los menores de un año fue de 37,63%58. Pero la capital no era la única. A fines del siglo XIX, Concepción ri­ valizaba como la ciudad «más inhabitable del país y la primera, quizás, por su asombrosa mortalidad, del orbe entero». Las fiebres, especialmente la tuberculosis y la viruela, se tenían como los principales agentes pató­ genos o mórbidos tras las altas tasas de mortalidad de su población59. Realidades como las descritas explican que a comienzos del siglo XX la esperanza de vida al nacer de los chilenos fuera solamente de treinta años, la que se mantuvo sin variaciones hasta la década de 1920 y sólo co­ menzó a cambiar a mediados del siglo XX. cuando llegó a cincuenta y cin­ co años. En esos tiempos se inició también el descenso de la mortalidad infantil, que de 342,5 por mil nacidos vivos en 1900 había caído a 119,5 por mil en 1960. Cifras todas que demuestran que, hasta por lo menos 1950. la población estuvo muy expuesta al riesgo de enfermar y morir40.

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Pacientes con pústulas de sífilis. Grabado de 1885, Historia de la medicina. Desde la prehistoria hasta el año 2020, España. Blume. 1993.

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Junto con las enfermedades que permanentemente afectaban su sa­ lud, los chilenos ocasionalmente se veían amenazados por epidemias co­ mo la viruela, la escarlatina, la difteria y el cólera, que, a causa de la mortandad y sufrimiento que provocaban a su paso, también dejaron pro­ fundas cicatrices en el cuerpo social.

Las pestes y sus secuelas Viruela, sarampión y escarlatina, coqueluche o tos convulsiva, erisi­ pela, gripe, fiebre tifoidea, el crup, la angina membranosa y la pústula maligna o carbón, fueron algunas de las «influencias morbíficas pasaje­ ras y aún desconocidas que engendran y sostienen las epidemias» que en Chile, según el doctor Wenceslao Díaz, de cuando en cuando, producían pequeñas o grandes epidemias41. La primera de todas por su antigüedad y frecuencia, pero sobre to­ do por sus grandes estragos malignos, era la viruela, llamada vulgar­ mente por el pueblo la peste. Hacia mediados de la década de 1870 se escribió que aparecía indistintamente en el campo o las ciudades al en­ trar los fríos, especialmente en los otoños secos y prolongados, y que ce­ saba con las lluvias invernales. En el país, y pese a que la vacuna se había introducido en 1808, la viruela se presentaba con una desesperante re­ gularidad, cada tres o cinco años aproximadamente, de forma más o me­ nos grave, con notable exacerbación en los otoños y principalmente en las provincias del norte y centrales. Por eso es común encontrar en los trabajos sobre los efectos de la viruela en la época frases como la siguien­ te: «La epidemia de viruela que se desarrolló en el año se hizo notable por su carácter maligno; esto explica el crecido número de defunciones que la terrible enfermedad ocasionó»42. Su principal víctima era el pueblo, que vivía en deplorables condicio­ nes higiénicas, siempre expuesto a los contagios y ajeno totalmente a la va­ cunación. Entre ellos arrebataba millares de vidas, la mayoría en la flor de la existencia, transformándose en una «llaga social» que había llegado a ser endémica y que por eso mismo, se decía, «era una causa poderosa de despoblación, de aniquilamiento, una verdadera afrenta para un país civi­ lizado. Un azote tan brutalmente devastador, que ningún otro lo sobrepu­ ja», y que sólo en los años 1885 y 1886 mató 10.442 personas, casi el 0¿% de la población nacional. Su vigencia no sólo se mantuvo a lo largo del si­ glo XIX, pues seguía presente causando graves estragos a comienzos del XX, como lo demuestran estudios sobre la epidemia de 190543. Calificada como una «asquerosa enfermedad», la viruela se manifes­ taba a través de la erupción en la piel de gran número de pústulas infec­ ciosas acompañadas de estados febriles y malestar generalizado. Entre los afectados eran comunes la ataxia o desorden de las funciones del sis­ tema nervioso, y la extrema debilidad muscular o adinamia, las cuales afectaban la movilidad del enfermo. En algunos tipos de viruela, por ejemplo, la entonces llamada hemorrágica, los pacientes experimentaban hemorragias fulminantes por las fosas nasales, los intestinos o la mucosa útero-vaginal. Todo acompaña­ do de manchas de color rojo púrpura, redondeadas, pequeñas y disemi­ nadas irregularmente, aunque poco numerosas, en la parte inferior del cuello, en la superior del esternón y en los párpados superiores.

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En los casos de viruela grave, los infectados presentaban pústulas de supuración imperfecta que se aplanaban, arrugaban y tomaban un color violáceo; algunas incluso se llenaban de sangre negruzca, o bien se trans­ formaban en petequias o manchas debidas a la efusión interna de sangre, que daban lugar a diversas hemorragias. En ocasiones, y como se com­ prenderá. incluso para los médicos del siglo XIX resultaba repugnante apreciar, en el cuerpo de los contagiados, la viruela en toda su desnudez. Su característica de fiebre eruptiva de naturaleza pútrida y pestilente, sin duda despertaba un gran rechazo hacia los pacientes, lo que, sumado al temor a la contaminación entre los sujetos saludables, los transformaba en parias, completamente abandonados en sus habitaciones privadas o aislados en los lazaretos. En soledad, los afectados por la viruela debían sufrir una indisposición que comenzaba con malestares como fiebre, postración y debilidad, conti­ nuaba con las erupciones de las pústulas en la cara, pecho y extremidades, y seguía con la secreción de las mismas. Si la peste avanzaba sobre el cuer­ po, el paciente no sólo experimentaría gran debilidad; además, y entre otros síntomas, comenzaría a sufrir abundantes hemorragias mucosas, delirios, falta de tono y vigor, debilidad de los tejidos orgánicos, hinchazón y dolor en los párpados y labios, astricción de vientre, respiración dificultosa, vó­ mitos, escalofríos y quebrantamiento general, y así hasta sucumbir como consecuencia de los malestares multiorgánicos, la altísima temperatura y la perturbación de las funciones del sistema nervioso44. Por último, entre las epidemias que no pueden dejar de mencionarse, tanto por su gravedad como por los efectos que tuvo en orden a alentar la participación del Estado en el cuidado de la salud de la población, es­ tá el cólera. Muestra de la gravedad que se atribuía al llamado cólera asiá­ tico, índico, maligno o epidémico, incluso antes que se hiciera presente en Chile los médicos se referían a él como «cólera morbus», una enfer­ medad terrible, uno de los males «más tremendos que aquejan a la espe­ cie humana»45. Conscientes que era una enfermedad que cuando se hacía epidémica atacaba a una proporción mayor de personas que cualquier otra, provo­ cando la muerte de al menos una tercera parte de los afectados, cuando no la mitad y hasta el 90% de ellos, los médicos buscaron instruir al pueblo para evitar su propagación en el país. Desafortunadamente, y tal y como lo había previsto la Facultad de Medicina de la Universidad de Chile en 1884, no era imposible que el cólera penetrara y se propagara en Chile, situación que efectivamente ocurrió desde diciembre de 1886 en adelante46. Los primeros síntomas de la enfermedad eran, aislados o reunidos, malestar general, vértigos, dolores en los miembros, sudores fríos, an­ siedad en la boca del estómago, ruido de tripas, vómitos y diarrea en abundancia de color blanquecino, poco consistente, casi líquida; esta úl­ tima, la principal y más característica de sus manifestaciones. Si el afec­ tado se agravaba, además sufría retención de orina y enfriamiento general con sensación de calor interno. La descomposición de su semblante, el apagamiento de su voz, calambres dolorosos, enflaquecimiento rápido y, finalmente, la coloración azul de su piel, serían el anuncio de su inevita­ ble muerte. En estos casos, la enfermedad se llevaba al infectado en 48 horas aproximadamente. De este modo, lo que había comenzado con una diarrea premonitoria, todavía benigna y susceptible de ser cortada fácil­ mente antes de pasar a la etapa del cólera grave o confirmado, termina-

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joven de veintitrés años representada antes y después de contagiarse el cólera. Pedro Laín Entralgo: El médico y el enfermo, Madrid, Triacastela. 2003.

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«Todos contra el cólera». «Atrás, engendro infernal/ De las orillas del Ganges/ Atrás, cólera fatal/ Si no. con nuestras falajes/ Habrás de pasarlo mal». El Padre Padilla, 4 de enero de 1887. El periódico representa a la sociedad unida luchando contra la epidemia, todos encabezados por el presidente Balmaceda.

ba, debido a las deplorables condiciones higiénicas y de vivienda de la población, en una afección irrecuperable que. además, se propagaba de la persona enferma a la sana con una velocidad que impedía cualquier reacción47. Casos hubo en que el paciente falleció en menos de 12 horas después de presentar los primeros síntomas de cólera. Así ocurrió con un zapatero alcohólico de La Serena que por la noche tuvo vómitos, diarrea y calambres, y que en las primeras horas del día ya estaba muerto48. Para cualquiera, el principal peligro de contagio estaba en la intro­ ducción dentro de su cuerpo, por cualquier vía, pero sobre todo por la di­ gestiva, de las materias transpiradas, vomitadas o defecadas por un colérico. Y como entre las formas de contagio estaba el contacto con par­ tículas de la peste flotando en el aire que se absorbían adheridas a los lí­ quidos de la nariz, el pulmón o la boca, se comprenderán los estragos que traía consigo a una población que abrumadoramente habitaba en vivien­ das reducidas, húmedas, oscuras y sucias. En efecto, si se tiene presente que el agente causal del cólera es una bacteria acuática que habitualmente es ingerida por el intestino cuando alguien traga agua que contiene mate­ ria fecal humana infectada, se entenderán mejor las cadenas de transmisión que lo transformaron en un flagelo49. El consumo de mariscos, verduras u otros comestibles donde las moscas arrojan heces humanas infectadas eran y es una de ellas. Otra, la ingestión del sudor de una víctima a tra­ vés del simple expediente de usar su ropa, o llevarse la manga a la boca, por ejemplo. También vaciar al agua, o a los contenedores de ella que lue­ go serían ocupados, restos líquidos utilizados en lavar a los enfermos y sus prendas.

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Como todas las enfermedades y pestes, el cólera también afectó esen­ cialmente a los grupos más desposeídos de la sociedad, además de lo di­ cho, porque «todas las inmundicias de los barrios altos fluyen hacia las partes bajas de la ciudad y en ellas se acumulan y ofrecen condiciones fa­ vorables para la vegetación de los microbios». Pero también a causa de que las consecuencias que puede tener sobre una persona dependen del estado general de su salud. Así. una robusta y saludable, cuyo estómago e intesti­ no son capaces de secretar ácidos y álcalis que combaten el vibrio cholerae, se ve menos expuesta que una que ha sufrido inanición, tiene lombrices en el intestino, está enferma y abatida o. en general, tiene un mal estado físi­ co. Lo anterior, para no mencionar el «estado anímico» del enfermo, el cual, sabemos, también influye en la evolución de cualquier aflicción. No por nada, los médicos en el siglo XIX señalaban que para combatir el có­ lera eran «perjudiciales todas las causas de debilitamiento, como fatigas exageradas, trasnochadas, excesos de trabajo o de placer»50. Otra expre­ sión del carácter de la peste es que en ocasiones la población no quiso creer la presencia de una epidemia de cólera debido a que las primeras víctimas eran «gentes que habían hecho desarreglos de alimentación, o eran viejos, borrachos o debilitados por enfermedades anteriores»*'1. Ejemplo de que las condiciones geográficas, ambientales, sociales y de salubridad incidían notablemente en la malignidad del cólera es lo ocu­ rrido en La Serena con motivo de la epidemia de 1889. Una vez superado el estado crítico, a fines de febrero, el médico a cargo de la ambulancia des­ tinada a combatir la epidemia escribió que allí lo más probable era que la peste se transformara en endémica por algún tiempo debido al ardiente cli­ ma primaveral de la región, la abundancia de frutas, los miasmas palúdi­ cos que se desprenden de las vegas que rodeaban la ciudad, las acequias pestilentes que la cruzaban, y las malas condiciones de los cauces de la Alameda por las inmundas y pútridas aguas que las curtiembres de las ciudad vertían en ella. Como en la mayor parte de las poblaciones afectadas, en La Serena el «implacable flagelo» dejó una estela de muerte impresionante, uno por cada 42.5, lo que «significa una mortalidad crecidísima, comparable só­ lo a las grandes epidemias del Asia». Mayor incluso que en Santiago, donde, entre 1887 y 1888, se calcula que fallecieron cinco mil personas en total, es decir un muerto por cada 50 habitantes. Muestra de la inten­ sidad de la peste, en La Serena, con 22 mil habitantes, el cólera atacó a una persona por cada 26 habitantes: 3,8 en cien, es decir al 3,8% del to­ tal de su población, falleciendo el 2,4% de la población y el 63% de los atacados. La gravedad de la peste se aprecia también en relación a que la mortandad fue de un 100% de los infectados en los primeros ocho días de la peste, de 85% en la quincena de ascenso y de un 60% en los de es­ tado y declinación52. Según las estadísticas del Registro Civil, que no son completas ni ex­ haustivas en aquella época, debido a la epidemia de cólera que azotó Chi­ le entre 1886-1888 murieron 28.432 habitantes. Si se considera que en 1885 el país tenía 2.527.320. resulta que el cólera se llevó al 1.1% de la pobla­ ción. En la actualidad, ese porcentaje corresponde a 168.747 personas. Todo lo anterior explica que la mortalidad subiera de 31.6 por mil en 1886. una cifra de por sí altísima, a 37,6 por mil en 1891, alcanzando así proporciones nunca vistas. Junto con el cólera, la viruela también con­ tribuyó con lo suyo al provocar 19.847 muertes entre 1882 y 1888, es de­

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cir casi el 0,8% de la población del país. Hoy serían 120 mil de los 15 millones de habitantes53. La mayor parte de los fallecidos, y de los afectados por las enferme­ dades, pertenecían al pueblo. Así había sido y seguiría siendo, y las pa­ labras que Carmen Arriagada escribió en 1837 a Mauricio Rugendas no sólo lo demuestran, sino que además explican por qué: «A propósito de vida. La mía no ha sido amenazada todavía por la peste; hasta hoy, mi casa está exenta. Por fortuna (los pobres dirán de otro modo), este mal no ha atacado sino aquella clase que parece está destinada a sufrir todos los males físicos, y ha respetado, con algunas excepciones, a los que po­ dían librar sus vidas con las medicinas y cuidados»54.

Las enfermedades mentales y nerviosas

Carmen Arriagada representada por Juan Mauricio Rugendas. Con sus facciones proporcionadas, tez alba, cabellos retintos y boca menuda, además de su cultura y temperamento libertario e independiente, cautivó al pintor de origen bávaro.

En 1885, cuando el médico Manuel Segundo Beca presentó su me­ moria sobre las enfermedades mentales en Chile, hacía tiempo que el «lo­ co Estero», uno de los protagonistas de los recuerdos de la niñez que Alberto Blest Gana vivió en los años de 1830, había desaparecido55. Sin embargo, la situación del pretendido enajenado que el memorialista des­ cribió — «segregado del mundo de los vivientes en el interior de la ca­ sa», un «prisionero en un cuarto oscuro», donde «el lúgubre resonar de su cadena» aparecía «como un llamando a la compasión» — , tal vez to­ davía representaba la realidad cotidiana de la mayor parte de los enfer­ mos mentales del Chile decimonónico. O, a lo menos, la imagen que la población tenía de ellos, «un animal rabioso, que servía para dar miedo», cuya sola mención atemorizaba a los niños. La precaria situación de Julián Estero, que como sabemos no estuvo jamás loco, se aleja bastante de la realidad sufrida por la romántica Car­ men Arriagada hasta 1900. La enamorada del pintor Mauricio Rugendas, cuya existencia material fue mucho menos dramática, efectivamente ca­ yó en la locura una vez que su gran amor se alejó de Chile en 184556. Ella misma fue capaz de percibir las primeras manifestaciones de su situación cuando en 1851, en su última carta a Rugendas, escribió: «ya, mi herma­ no querido, no soy la misma, he sufrido tanto, física y moralmente, que no sólo mi cuerpo se ha destruido, sino hasta mi inteligencia se ha me­ noscabado. No, en ningún sentido soy la misma»57. Desde entonces vivió perturbada mentalmente, aunque, afortunadamente por su estado, ahora sin las depresiones y angustias que sufrió hasta 1850. En su condición, se cuenta que «Talca la vio recorrer calles y plazas con un misterioso aire de felicidad», ofreciendo así otra de las imágenes comunes que la población tenía de los dementes. Personas ajenas a la realidad, de conductas y ves­ tir extravagantes, risueñas en ocasiones, y que vagan por las calles reci­ biendo, corrientemente, la burla y asedio de los niños y los ociosos. La resignación pareció ser la actitud más común frente a los casos de locura. Así por lo menos lo demuestra Mercedes Marín en 1840 cuando, aludiendo a la de su primo, escribe a su amigo Mauricio Rugendas: «he­ mos tenido el pesar de que Rafael Echeverría haya perdido enteramente el juicio a consecuencia de una antigua enfermedad, siendo en él del to­ do inútiles los recursos de la medicina, pues hace hoy 20 días que princi­ pió su delirio sin que se le observe un solo intervalo lúcido que dé alguna esperanza de su restablecimiento» 5*.

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A lo largo del siglo XIX, la ciencia comenzó a estudiar las perturba­ ciones mentales y a identificar y nombrar las patologías que las consti­ tuían. La enajenación mental pasó a ser una aflicción, y quienes la sufrían, los locos, enfermos dignos de interés médico. A lo menos los facultati­ vos combatieron las ideas de los tiempos pasados que los trataban como endemoniados, o como seres que habían degenerado de la categoría hu­ mana. sufriendo por esto los más crueles suplicios. Cierto que la lucha era ardua, pues las concepciones estaban arraigadas y eran fruto de no­ ciones que, alojadas en la profundidad de la mente individual, pero cons­ tituyendo creencias populares, se resistían a ceder. Así lo demuestra el caso de la llamada «endemoniada de Santiago» que, en 1857, captó la atención de la ciudad entera39. Lo que para la sociedad fue una evidente muestra de posesión diabó­ lica, incluidos ataques en los cuales la posesa hablaba en lenguas ex­ tranjeras que no conocía, pronunciaba neologismos, profería blasfemias, emitía alaridos, se contorsionaba bruscamente y se golpeaba con furia contra las paredes que la contenían, sin que finalmente quedaran las más mínimas huellas de la violencia que en el trance había ejercido sobre sí misma, y menos recuerdos de sus conductas; para un médico, no fueron más que manifestaciones del subconsciente, expresiones simbólicas de instintos libidinosos, amores despechados, culpas y remordimientos que, tratados en tanto alteraciones mentales, permitieron la curación de la his­ teria de Carmen Marín. Este ejemplo, como muchos otros existentes en la sociedad de enton­ ces, muestra la conjunción del Chile tradicional y sus creencias ancestra­ les, con el Chile moderno, el «siglo de las luces», como lo llamó el doctor Beca, en el que la ciencia y su método trataban de abrirse paso, entre otras formas, a través del estudio y tratamiento de enfermedades que, como las mentales, comenzaban a tomar un considerable incremento6’’. Manifesta­ ción del fenómeno, aunque también del temor y vergüenza que inspira­ ban los dementes, y que estimuló la idea de su aislamiento y encierro, fue la fundación de la Casa de Orates de Santiago en 1852, primer estableci­ miento del país dedicado a la reclusión de enajenados mentales61. Aunque el número de internos en el nuevo manicomio debe haber si­ do ínfimo en comparación al de enfermos mentales existentes en el país, lo cierto es que los que allí se recluyeron pueden ser útiles para deducir una muestra representativa de las formas de locura más corrientes entre los alienados, entre otras razones, gracias a los médicos que se ocuparon de estas patologías62. Ya sea que se les diagnosticara a través de sus formas de delirio o a partir de los cuadros sintomáticos que presentaban, los llamados locos sufrían diferentes formas de demencia y enajenación. La manía, con casi el 50% del total, era la forma más común de lo­ cura. Presentándose de forma crónica, aguda, epiléptica, alcohólica o puerperal, es decir, luego del parto. Le seguía la demencia, ya sea que fuera simple, epiléptica, senil o alcohólica. A continuación estaban las li­ pemanías o melancolía delirante, que se presentaba simple o estúpida. La monomanía o delirio parcial se manifestaba en monomanía de grandeza o megalomanía, erotomanía, teomanía o monomanía religiosa, mono­ manía suicida y del robo o cleptomanía. También, aunque en porcenta­ jes poco significativos entre los enfermos del manicomio, estaban las que se creían eran formas congénitas de enajenación, como la imbecilidad,

Publicidad de instrumental quirúrgico y médico. Revista Médica, 1884.

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el idiotismo y el cretinismo. Por último, la parálisis general, las locuras coreica y sifilítica y la hístero-epilepsia completaban el cuadro de las aflicciones mentales63. La edad de la mayor parte de los internados era de entre treinta y cua­ renta años, seguidos por los de entre veinte y treinta. Luego venían los mayores de cuarenta hasta los setenta. Excepcionalmente se trataron ni­ ños menores de diez años, los que correspondieron a casos de idiotas e imbéciles. Casi todos los enfermos provenían de las provincias del cen­ tro del país, lo que se explica por la mayor población, el clima ardiente, las malas costumbres de alimentación, la abundancia de alcohólicos, la pobreza y, por último, en la herencia. Respecto de este último punto, el doctor Beca sostenía que una de las razones del aumento de los casos de enajenación mental era el alto número de locos que vivían al lado de sus familias. De acuerdo con los estudios científicos y positivistas basados en las estadísticas oficiales, los enfermos mentales registrados eran más hom­ bres que mujeres, y entre los primeros, los solteros ocupaban el primer rango, seguidos de los casados y viudos. Sin embargo, en la realidad co­ tidiana de la población tal vez había igual o más mujeres con aflicciones mentales que hombres, así por lo menos se deduce de la literatura sobre la mujer en la época. Al respecto, no debe olvidarse que para las concepciones existentes a lo largo del siglo XIX, la mujer era una eterna enferma. De hecho, la medicina, en lo que representa una herencia de la Ilustración, concebía las etapas de la vida femenina como una sucesión de crisis, la mayor par­ te temibles, incluso independientemente de toda patología. Además del embarazo y del parto, la pubertad y la menopausia constituían momen­ tos más o menos peligrosos. También se creía que la menstruación, con­ cebida como una herida de los ovarios, rompía el equilibrio nervioso64. En el país, una estudiosa de ellas como lo fue Eloísa Díaz, la primera médico-cirujano chilena, caracterizaba en 1887 el temperamento predo­ minante de las chilenas como «linfático, nervioso, excesivamente excita­ ble, de imaginación viva», relacionándolo así con el «estado nervioso habitual de la mujer» definido por los tratadistas65. No sobra señalar que para el siglo XIX todas las estadísticas mues­ tran que las mujeres padecían una morbilidad y una mortalidad superio­ res a las de los hombres. La opinión corriente, y la de muchos médicos, atribuía la que llaman «debilidad» de la «naturaleza femenina», a una causa biológica que se suponía eterna y universal que, también, contri­ buyó a alimentar un fatalismo difícil de superar66. Las aflicciones mentales del género femenino no se veían como pa­ tologías, sino que como el fruto de su condición sexual, de tal modo que no eran internadas a raíz de las nociones prevalecientes sobre ellas. Por otro lado, el mismo hecho de ser mujer no sólo hacía más difícil la sali­ da de su casa, sino que facilitaba su permanencia en medio de los suyos, como por lo demás ocurría con la gran mayoría de los enfermos. Esta situación comenzó a cambiar a fines del siglo XIX, cuando la ciencia médica no sólo pudo diagnosticar y tratar las enfermedades psi­ quiátricas, en especial, cuando algunas chilenas, como Inés Echeverría Bello, decidieron enfrentar sus dolencias mentales o, como ella seña­ ló, «restablecer su sistema nervioso» y, literalmente, iniciar una nueva existencia.

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Con treinta años y madre de tres hijos al momento de su tratamiento, la paciente consideraba que a pesar de «haber tenido una salud que la ha­ bía hecho sufrir terriblemente», nunca había padecido «uno de esos do­ lores que dejan huella en el alma, matando alguna esperanza o hiriendo alguna fibra muy sensible». De tal modo que, deducimos, no había sido contagiada, por ejemplo, con el mal venéreo que tantos estragos causa­ ba. «Nada de eso que troncha una vida, nada de eso que es irreparable queda atrás en mi vida», escribió. Con la perspectiva y lucidez que le dio su curación. Iris describió las manifestaciones de su patología mental, las que llamó «todas mis pesa­ dumbres nerviosas». «Yo he pasado quizá varios años fuera de mi centro, trastornada, siempre inquieta», incluso hasta llegar a «perder mi volun­ tad». Fui, escribió, «el juguete de impresiones del momento. Caminaba a tientas sin plan, deshaciendo al mediodía lo que hacía en la mañana, sin saber yo misma lo que quería, ni lo que deseaba, vivía en la oscuri­ dad y en una contradicción continua». Sufría «crisis nerviosas» duran­ te las cuales «todo se me oscureció en dudas y fue confusión en mi cabeza». Su mal se traducía en insomnios, «noches blancas en que mi cabeza trabaja con la celeridad de una locomotora desrielada. Va a gol­ pes y bruscas sacudidas. La noche es de un continuo batallar. Quedo ex­ hausta. Otras veces me hundo en horribles pesadillas. Las mañanas que siguen a estas noches tempestuosas son de terrible depresión. Amanez­ co agotada, confusa y abismada en negra melancolía. Sigue a este can­ sancio el espasmo nervioso». Su condición de desquiciada y sufriente, de neurótica, se reflejó también en su aspecto físico, «me retuerzo co­ mo una serpiente, con el rostro excavado y los ojos presos de un terror sin nombre»67. Entre las afecciones eminentemente nerviosas, la hipocondría captu­ ró la atención médica hacia fines del siglo XIX debido a su creciente ma­ nifestación entre los chilenos de la élite, pero también a la importancia que tomaban los males mentales o subjetivos en general, aunque no to­ dos pudieran tratarse de ellos. En 1877 se la describía como «desórdenes más o menos notables en las facultades afectivas y sensoriales, cuyo pun­ to de partida se halla de preferencia en una enfermedad antecedente de los órganos digestivos y sus anexos»68. Habiéndose aceptado plenamen­ te ya por esos años que «la imaginación sola, o casi sola, puede producir sobre el cuerpo estados anormales más o menos notables, más o menos graves», se caracterizaba a las personas que llevaban una causa predis­ ponente para esta enfermedad: «aquellas que no tienen con quién com­ partir un corazón excesivamente sensible y tierno; o los célibes que llegando a cierta edad encuentran el mundo como vacío y necesitan vol­ ver la vista al propio corazón para, mirándose dentro, ver a alguien». Las mujeres y los hombres nerviosos eran otros de los potenciales candidatos a contraer la afección. En especial, los «individuos pobres de sangre, debilitados por una enfermedad crónica, están al desbordarse en síntomas de hipocondría». El médico advertía: «dejadles solos con sus pensamientos, separadles de la familia, matadles con un desengaño la confianza en la amistad o en el amor y les veréis, de la noche a la maña­ na, hipocondríacos en toda forma». Los individuos intelectualmente bien dotados, los de fecunda y ar­ diente imaginación y las grandes inteligencias constituían otros tantos caracteres propensos a la hipocondría, en especial si se considera que és­

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Inés Echeverría Bello, Iris, se decidió a describir las enfermedades mentales que la aquejaron. En Inés Echeverría Bello. Memorias de Iris, 1899-1925, Santiago. Aguilar. 2005.

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ta era una manía especial, caracterizada esencialmente por la exagera­ ción del amor propio. Los ociosos, los onanistas, los que se dejaban lle­ var por las pasiones; el hastío y la inapetencia del alma o fastidio de goces materiales, también predisponían a ella. Para el especialista, los hombres eran más propensos a padecer hipocondría, pues «la sociedad se les pre­ senta como un campo abierto para entregarse en los brazos del placer», debiendo buscarse por tanto en las condiciones morales, y no en las hi­ giénicas y materiales, sus principales antecedentes. Los síntomas de la hipocondría se definían como «meramente subje­ tivos», aun cuando se aclaraba que los enfermos de esta patología mental sentían desazón e inapetencia, en lo esencial se preocupaban maniática­ mente de su salud, perdían los afectos, se juzgaban aislados en la socie­ dad, exageraban la maldad del prójimo, sentían aversión por lugares y cosas, se quejaban de dolores inexplicables y vagos en diferentes partes del cuerpo, tomaban cuanto remedio se les aconsejaba y cambiaban con volubilidad sorprendente; «para decirlo de una vez, se creen enfermos con todos los achaques que aquejan a la especie humana»69. Los tratamientos para la hipocondría iban desde «los viajes, con las mil impresiones nuevas que ofrecen al alma», hasta «una sociedad esco­ gida, instructiva y divertida», pasando por los paseos al campo entre ami­ gos, la caza, los baños fríos, una alimentación sustanciosa pero poco abundante, y la gimnasia, todos muestra del carácter elitista, si no de la enfermedad, a lo menos de los pacientes diagnosticados. Para este tipo de afección, como en muchas de origen nervioso, eran más útiles muchos remedios y pocos medicamentos. De este modo, el nacimiento de un hi­ jo, la paternidad, resultaba muy eficiente en el caso de los hombres, pues al curarlos de la enfermedad del egoísmo, también lo hacía de la hipo­ condría. En el caso de las señoras, el doctor Tobar afirmaba con toda se­ guridad, y ante la Facultad de Medicina de la Universidad de Chile: «no es raro el caso de hipocondríaca que se ha sanado completa y repentina­ mente con la muerte de su esposo». Medicina que por lo demás muchas podían aprovecharen virtud del grado de vulnerabilidad existente frente a la enfermedad.

Las enfermedades de los hombres y las mujeres Pese a las dificultades existentes para acceder a los testimonios que nos permitan adentrarnos en la intimidad de la pareja y documentar las disfunciones o alteraciones sexuales de la población nacional en el siglo XIX, muchas de las cuales probablemente persisten hasta el día de hoy, lo cierto es que en medio de los informes médicos, relatos clínicos y me­ morias, se encuentran antecedentes que permiten deducir los problemas sexuales que la aquejaban70. Además de las limitaciones que la presencia de pústulas sifilíticas en los órganos sexuales podían provocar para consumar la relación u obte­ ner una satisfactoria, o eficiente en términos de asegurar la paternidad, como la moral prevaleciente lo requería, lo cierto es que también exis­ tían dificultades de carácter orgánico y psicológico relacionadas con otras patologías.

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Por lo pronto es preciso señalar que la misma extensión de la sífilis tenía una de sus causas en la represión que se ejercía sobre el onanismo solitario o masturbación, considerado en la época no sólo un mal, sino que además un «vicio vergonzoso». No es difícil demostrar que enton­ ces se toleraba, pero también inculcaba, a los hombres jóvenes la noción de que, para calmar sus pulsiones sexuales, resultaba mejor utilizar los servicios de prostitutas que dedicarse al placer solitario. «La abstención obligada del comercio con las mujeres es otra de las causas eficientes de este vicio», concluyó un médico, justificando así una práctica que natu­ ralmente contribuyó a propagar el mal venéreo en la sociedad al aumen­ tar las posibilidades de contagio71. En las observaciones clínicas que describen los tratamientos contra el onanismo en los «desgraciados que se entregaban a este vicio» es, pre­ cisamente, donde aparecen disfunciones sexuales. Por ejemplo, en N.N., de veintisiete años, en 1886 casado hace nueve, de temperamento «lin­ fático», que buscó asistencia médica para «combatir una impotencia ab­ soluta que lo colocaba en la condición más peligrosa en sus relaciones conyugales»72. Para el paciente, el origen de su mal no era «otro que el excesivo uso del coito», pero el médico, luego de infructuosos tratamientos que inclu­ yeron «una razonada limitación en el placer sexual, alcanfor, nuez vómica y baños fríos», pudo obtener la confesión del «masturbador incorregible», que se había iniciado en su práctica a los doce años. Ni siquiera el matrimonio había calmado su naturaleza, gracias a lo cual, también nos enteramos de los problemas que su cónyuge presenta­ ba. La compañera que le tocó en suerte, «muy niña aún y no del todo de­ sarrollada, se resintió antes de mucho de una vida de goces sin limitación alguna». Situación que obligó a «darle descanso, tanto porque sufría ho­ rriblemente con el coito, cuanto porque temió llenarse de hijos». Según el facultativo, en su nueva situación, el paciente, de «bolsillo escuálido para gastos extraordinarios», o sea para recurrir a la prostitu­ ción, se contentó volviendo a su antiguo vicio, y durante siete años no «pa­ saba semana sin masturbarse». Así explicaba que las erecciones de N.N. no tuvieran la consistencia normal, y que su «pene fláccido ofreciera un líquido viscoso y transparente, derramado en abundancia al menor pen­ samiento erótico». Además de los síntomas señalados, N.N. comenzó a sufrir «calam­ bres repetidos, traqueteo espinal —muy semejante al ruido producido a veces por la violenta tracción de las falanges de los dedos—, dolores y tirantez de los ligamentos de la región lumbar, una saliva sucia color hez de vino que se le escurría durante el sueño y contracturas convulsivas que lo convertían en un arco de cuerda cuando se efectuaba la eyaculación onánica». Como corolario de todos sus males, también experimentó «una notable disminución en el peso de su cuerpo» que, según su doctor, era una «manifestación nada halagadora». El caso expuesto ofrece elocuente información sobre los problemas sexuales de una pareja chilena del siglo XIX. Respecto de N.N., muy probablemente impotencia o la imposibilidad de realizar el acto sexual completo; pero también eyaculación precoz, todavía una de las disfun­ ciones sexuales más comunes, y menos reconocidas, entre los chilenos. En su joven esposa, vaginismo, una alteración sexual que se caracteriza por la contracción involuntaria de los músculos perivaginales, un acto

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Examen de los genitales femeninos. En 1822, Jacques Maygnier retrató la pudorosa escena que paciente y médico debían experimentar.

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Fotografías de la enferma Claudina Váleles. de 22 años en 1904. antes y después de la operación en que se le extirpó un tumor en el ovario izquierdo, ¿z/ Tribuna Médica, N° 1. 1905.

reflejo que impide a la mujer controlar su rechazo muscular a la pene­ tración. Sus causas pueden ser de origen orgánico o psicológico. En la esposa de N.N. una de las psicológicas está identificada, y es. como lo relata el doctor Araya. el miedo a sufrir dolor o a un posible embarazo. Según la observación clínica que seguimos, el temor se debía a que no iban a bastar las entradas para el sustento de los hijos. Sin embargo, la misma fuente nos informa que la mujer había tenido ya tres hijos, dos de los cuales habían muerto. Noticias entregadas casualmente, como agregado a la realidad de N.N.. pues la mujer no es el sujeto que preo­ cupa al facultativo \ Pero el temor al embarazo podía tener múltiples razones, como lo de­ muestra la experiencia de Inés Echeverría. Esta no sólo sirve para cono­ cer las perturbaciones mentales que podía provocar, también, y gracias al reconocimiento de quien las sufrió, adentrarnos en la vida íntima y ma­ trimonial de una mujer y su marido del Chile de fines del siglo XIX y co­ mienzos del XX. Ella reconoce abiertamente que el que llama «incurable mal», es de­ cir su neurosis, se había iniciado con su primer hijo, con la maternidad. Antes de ella, «tenía un carácter jovial, dulce, confiado, sin malicia ni rencor», con él sufrió la «transformación completa de mi excelente buen genio en pésimo». Se transformó de «ángel en demonio al sobrevenirme aquel terrible mal». Por ello, una vez tratada de su dolencia mental, es­ cribió: «tenía un terror espantoso, como el mayor daño que pudiera ocurrirme. al embarazo». Para esta mujer, entonces de viaje luego de su tratamiento psiquiátrico, un niño habría sido perder «todas las chances que me ofrecía Europa, después de mi terrible cautiverio en Chile»74. El temor a quedar embarazada y sacrificar su libertad de mujer con iniciativa y vida intelectual, condicionó la vida marital de Inés Echeve­ rría. pues se le «presentaba como un terrible escollo en el amor», trans­ formándose en una «emboscada en la que el más terrible enemigo me aguardaba en la unión amorosa». Buscando «evitar el peligro de la ma­ ternidad». y dando muestra de que el sexo era algo corriente en su ma­ trimonio. «para tener relaciones con Joaquín, esperaba el número de días que me habían indicado como de absoluta esterilidad a contar desde la fecha de la regla». Las intimidades que Iris nos ofrece resultan muy valiosas, pues son prácticamente las únicas que hemos encontrado para conocer la vida matrimonial de la época en que vivió. En momentos en que la moral prevaleciente no sólo condenaba el sexo que no tuviera como fin la pro­ creación. sino que también censuraba exponer enfermedades o vicios a la mirada pública. Iris rompe las reglas, olvida el pudor y nos ilustra sobre este fundamental aspecto de la vida privada que. no por oculto, dejaba de existir. Eso sí. que muy reservadamente, tanto como para que a propósito de sus suegros escribiera: «tuvieron 1 1 hijos, no se sabe có­ mo ni cuándo, porque ella se acostaba cuando ya el caballero se estaba levantando». Gracias a su actitud podemos conocer una de las características de los matrimonios de entonces, hoy apreciada como patología, y de la que ni siquiera ella y su marido escaparon; esto es. el evidente deterioro de la vida sexual de la pareja, para no hablar de la prácticamente nula activi­ dad marital. En sus palabras, que «el amor progresivo a mi esposo, den­ tro del sacramento en que naufraga el mal llamado amor carnal», cedió

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a «medida que creció mi sentimiento conyugal», entendido éste como un cariño ajeno a la pasión sexual, más cercano a la aceptación de la casti­ dad con resignación. Entre las explicaciones del fenómeno, nuevamente podría conside­ rarse el temor al embarazo, ahora debido al trauma provocado por el do­ lor al momento del alumbramiento de las criaturas. Es el caso de la suegra de Iris, que tuvo «partos horribles y sin alivio de cloroformo, martirio que no tuvo excepción en 11 partos»75. En el terreno de la especulación, aunque fundados en la experiencia de otras latitudes en la misma época, tal vez algunas de las patologías o disfunciones sexuales de las casadas del siglo XIX tenían su origen en la «noche de bodas», cuando experimentaban, si no su primera experiencia sexual, a lo menos la más directa y, muy probablemente, más traumáti­ ca. Como se ha señalado, «la gran mayoría de las historias de las noches de bodas describen la violencia y el horror de una lucha sangrante cuer­ po a cuerpo que culmina con la innoble victoria del hombre, comparado con frecuencia a una bestia en celo, a un monstruo». Es la violación le­ gal. presumiblemente el origen de la frigidez total y definitiva de la no­ via, o de diversas enfermedades sexuales uue podían provocar esterilidad incurable en las más frágiles y amorosas . Tan sintomáticas como las provocadas por la noche de boda fueron la afecciones al útero que a mediados del siglo XIX llamaron la atención de los médicos, los cuales las describieron en memorias científicas cuya lectura nos permite vislumbrar algunas de las patologías que afectaban los órganos sexuales de las mujeres y, a causa de ellas, acercarnos a las limitaciones que sufría su actividad sexual. En un estudio sobre las «Afecciones cancerosas y carcinomatosas del útero en Chile» que data de 1853, el médico Nicanor Rojas atribuía a la sífilis la principal causa de la enfermedad que lo ocupaba, siendo la se­ gunda el «onanismo y la continencia exagerada cuando la mujer lleva en sí el germen o virus canceroso», pero también «el uso inmoderado del acto generador, el clima, los vestidos y algunos usos domésticos»77. El onanismo o masturbación lo lleva a explayarse sobre la sexualidad fe­ menina, sus condiciones, atributos y restricciones, tanto médicas como morales, y, gracias a ello, a mostrarnos sus patologías. En el caso de aquellas «en quienes la moralidad y el pudor tienen bas­ tante imperio para contenerlas dentro de ciertos límites, fuera de los cua­ les está la pérdida del honor», aunque llevando «una vida sacrificada y llena de deseos que no pueden satisfacer», sufrirían frecuentes excita­ ciones del útero y repetidas congestiones «como efecto del estímulo se­ xual no satisfecho». De ellas derivarían el histerismo, las metraljias y metritis, las amenorreas y hemorragias abundantes en cada período de menstruación, «siendo la consecuencia de todas estas enfermedades la degeneración cancerosa y carcinomatosa». En el caso de las que se en­ tregaban «a actos que reprueban la moral y la religión, cuando el horri­ ble y detestable vicio del onanismo las dominaba, las consecuencias eran todavía más fatales». Además de que su belleza se marchitaría y su natural carácter alegre se tornaría frío y taciturno, su salud, vacilante hasta entonces, vencida por el vicio, «abandonaría a la víctima a las crueles consecuencias de sus voluntarios extravíos». La primera alteración era la clorosis, con todos sus síntomas; luego, la leucorrea crónica, a la que sobrevendrían los in-

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fartos e irritaciones del cuello uterino, trayendo por precisa consecuen­ cia las degeneraciones que el doctor describía. Sin perjuicio de confirmar la práctica de la masturbación entre el género femenino, la memoria de Rojas identificaba nuevas causas que limitaban su vida sexual, como lo eran el cáncer uterino y las úlceras carcinomatosas. Ambas patologías no sólo implicaban alteraciones, irri­ taciones, grietas o aglomeraciones en el cuello y en el útero mismo, tam­ bién en la vagina, todo acompañado de secreciones abundantes y fétidas, dolores agudos o lancinantes y continuos, molestias en el vientre, hemo­ rragias y fiebres que, como se comprenderá, si no terminaban con la vi­ da de la enferma, obviamente la incapacitaban para toda actividad sexual. Mucho menos grave, pero no por eso menos invalidante en términos de la práctica sexual, era considerada la costumbre femenina de calen­ tarse con un brasero colocado debajo de los pies. Este extendido hábito, según los facultativos, no sólo provocaba las patologías señaladas, ade­ más era la principal causa del malestar llamado de las «flores blancas» o leucorrea: «una enfermedad bien interesante, tanto por la frecuencia con que se ofrece, cuanto por la excesiva molestia que experimenta la des­ graciada enferma que la sufre». El también llamado catarro uterino era el nombre que se daba a todos los flujos no sanguíneos que salen de la vagina, entonces se creía, a consecuencia de una inflamación, una con­ gestión o una irritación puramente local78. Además de la mencionada, se creía que un temperamento irritable y nervioso también disponía a la leu­ correa o flujos mórbidos de la vagina, tanto como «una lactancia pro­ longada, los desarreglos de la función menstrual, muchos partos y, lo que es peor, muchos abortos». Pero si los síntomas de las enfermedades descritas bastaban para in­ hibir prácticamente toda actividad sexual, entre otras razones por el esco­ zor, el dolor y una vagina encendida y delicada al tacto, los tratamientos a través de los cuales se las combatía, no se puede decir precisamente que la favorecían. Naturalmente, los médicos prescribían «abstinencia del coi­ to, de cuando en cuando aplicar sanguijuelas a las partes inmediatas al órgano afectado, abrir una fuente en una pierna, purgantes activos, man­ tener libre el vientre y alimentación sin excitantes». Aunque «convenci­ do de la ineficacia de todos los remedios», el doctor Rojas recomendaba algunos que, siguiendo la filosofía médica de la época, «pueden prestar más alivio a las enfermas». Cauterización de las úlceras superficiales y rescisión del cuello uterino eran sus específicos preferidos, aun cuando advertía que la «cauterización por el fuego» en ocasiones «producía gra­ ves inflamaciones, que se hacen peligrosas por la proximidad del perito­ neo». Es decir, si la paciente sobrevivía, sus órganos sexuales podrían haber quedado tan dañados, o ella tan temerosa y resentida, para no de­ cir traumada, que su vida sexual prácticamente estaba concluida, si es que alguna vez había comenzado. Con todo, si accidentalmente la paciente no quedaba con ninguna secuela que la limitara en su sexualidad, todavía debía tener la fortuna de contar con una pareja que no estuviera consumida por la sífilis que, como se ha dicho, hacía estragos horrorosos en Chile, «afectando a hombres robustos, de una constitución casi atlética», que se mostraban «extenuados por dolores terribles que destruyen sus fuerzas, o por ul­ ceraciones que corroen hasta los mismos huesos, inutilizándolos para siempre»79.

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Los enfermos y su miseria espantosa En el siglo XIX, como en la actualidad y siempre, la mayor parte de los enfermos sufrió su mal, convaleció y se recuperó en su vivienda, ro­ deado de su grupo familiar en caso de tenerlo. Al contrario de hoy, la ma­ yoría murió también allí. Otra gran diferencia son las condiciones en que los pacientes enfrentaron sus patologías. Entonces, prácticamente no ha­ bía asistencia médica, y en caso de haberla, ésta no tenía cómo aplacar la gran mayoría de las dolencias, pues, sencillamente, los médicos no po­ dían curar la enfermedad. Su papel se limitaba a ofrecer técnicas para evi­ tar la mala salud, lo que en el caso de los que ya la habían perdido era una ayuda totalmente inútil, de tal modo que su función pasaba a tratar de crear una impresión de atención a través de placebos, baños, sangrías y regímenes dietéticos80. Martina Barros relata que «en una ocasión una pobre madre llevó a un chico ciego, sordo y mudo y con sus piernas y brazos paralizados» a la consulta de los estudiantes de medicina. Que uno de éstos le dijo: «pe­ ro cómo quiere usted, señora, que le devuelva la vida a este tronco iner­ te que apenas respira», ante lo cual el profesor, su marido, el doctor Augusto Orrego, se acercó, observó al niño y le señaló a la madre: «el niño sanará, señora», y enseguida indicó la curación a que iba a some­ terlo. Luego, volviéndose a los alumnos, los instruyó diciendo: «el pri­ mer deber de un médico es alentar al paciente y a los que sufren por él, y ustedes no han debido desalentar a esa madre en ningún caso»8*. La eficacia de los remedios y tratamientos que ofrecían los médicos era tan poco confiable, o incomprensible y extraordinaria cuando sa­ naban, que no debe extrañarnos, como jocosamente lo describe Vicen­ te Pérez Rosales, «que si el enfermo se iba, los dolientes y el doctor exclamaban: “los días son contados, quién se opone a la voluntad de Dios". Mas si el enfermo, a fuerza de luchar contra los aliados médico y boticario, llegaba a sanar, nadie se acordaba de la voluntad de Dios, sino de la sabiduría del experto esculapio en cuyas manos se había puesto el venturoso paciente»8-. En caso de sobrevivir al parto, poco después de nacer las personas co­ menzaban a experimentar la enfermedad y sus consecuencias. Así por ejemplo, los niños de dos a siete años resultaban las principales víctimas de la disentería, una enfermedad intestinal altamente contagiosa que los postraba con fiebres altas, sobre los 40 grados, ansiedad, cianosis, gran­ des accesos de sofocación y de tos que se repetían durante el día, y obs­ trucción laríngea que en ocasiones llevaba a la necesidad de practicar una traqueotomía, resultando de este modo totalmente insoportable para las criaturas83. Inés Echeverría, escribiendo sobre sus padecimientos de ni­ ña con tifus, cuenta que la enfermedad la tiraba al suelo, que su sensibi­ lidad a los ruidos era extrema, la sed enorme y los dolores de cabeza horribles, todo lo cual la obligó a estar en cama con «un malestar espan­ toso que nunca he tenido comparable». Para Iris fue tan impactante su experiencia que, concluye, entonces fue que «cogí el sentido de la en­ fermedad que ignora el que no ha tenido ninguna. Es una miseria espan­ tosa. Se está fuera de sí». Más tarde, sin embargo, conocería lo que llama «el horrible y prolongado malestar de la preñez. Nueve meses de mareo en un mar sin playas. Espantoso»84.

El médico, sir Luke Filders, 1891 (Tate Collection). En actitud meditabunda, sin poder para cambiar la situación de su paciente, el médico espera el desenlace de la enfermedad del niño.

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Pero si de malestares se trata, quienes sufrían de fiebre tifoidea sien­ do adultos, los experimentaban en abundancia. Esta terrible enfermedad, por lo demás común en el Chile del siglo XIX, literalmente postraba, y también mataba, a los enfermos. Como el caso de Pedro Pérez, un gañán de veinticinco años, casado, natural de Rancagua, que en septiembre de 1884 tuvo la rara fortuna entre los de su condición de ser asistido por un doctor. Con precisión, laconismo y muy lentamente, costándole mucho trabajo, el joven relató sus dolores. Doce días antes de la entrevista sintió un malestar general, pérdida del apetito, su cabeza la sentía más grande y su cuerpo apaleado. Pocos días después, exactamente siete, se hicieron pre­ sentes los escalofríos, la fiebre, la cefalalgia y los vómitos, relata ahora el médico. Junto a ellos la sed, las anorexias y la pérdida de fuerzas, to­ dos síntomas que fueron aumentando en intensidad hasta llevarlo a la consulta médica. El paciente tosía con frecuencia, mostraba deposicio­ nes diarreicas y fétidas, lengua pastosa, saburra! y un poco húmeda, la mucosa faríngea ligeramente irritada, sensibilidad abdominal e hincha­ zón, la cara bultuosa y encendida. La piel seca y muy caliente, abundan­ tes manchas petequiales en el tórax y en casi toda la región abdominal. En especial, se quejaba de dolor de cabeza y malestar general, pero tam­ bién experimentaba delirios y somnolencia. Su temperatura al momento de su encuentro con el doctor era de 40,3 grados. Desde entonces, y junto a los malestares descritos, el doctor observó en su paciente estupor, alucinaciones, rigidez muscular, meteorismo ab­ dominal más pronunciado, diarrea más frecuente y temperaturas por so­ bre los 40 grados, y así por 15 días más, hasta llegar a «una postración extrema, con deposiciones involuntarias y frecuentes, la cara encendida y bultuosa, las conjuntivas inyectadas y movimientos de tendones. Tem­ peratura sobre los 40,5 grados, hasta llegar a los 40.8, sudores abundan­ tes al hacer cualquier movimiento y escaras o costras en la región glútea y del sacro como consecuencia de la pérdida de vitalidad»85. Según los facultativos, característico de los afectados por el tifus era un estado de agotamiento extraordinario de su virilidad y robustez, tanto como para que cualquier movimiento se les hiciera prácticamente impo­ sible; también, «una mirada triste, como atontada, fija o vaga; respuestas lentas, palabra entrecortada y trémula». Un sujeto que sólo «se queja y suspira, expresando así de un modo mudo sus padecimientos»*86. Otras afecciones comunes fueron las del corazón, las que junto con captar la atención de los médicos fueron reconociéndose a medida que la medicina en general, y la anatomía y la fisiología en particular, se desa­ rrollaban. Así es posible conocer los síntomas que experimentaban los afectados por ellas, los cuales, como en la actualidad, casi no sufrían do­ lores de ningún género, o a lo más sólo incomodidades ligeras que no se asociaban al corazón hasta que el mal se presentaba en toda su magnitud e irreversiblemente. El caso de un joven de diecinueve años de Melipi­ lla, de oficio gañán y de constitución media, resulta ejemplificador. El enfermo se quejaba frecuentemente de una puntada en el costado iz­ quierdo del pecho, con tos, dificultad para respirar o disnea, fiebre y es­ putos color rojo ladrillo, todos síntomas aparentes de una neumonía en segundo grado localizada en la parte lateral izquierda del pulmón. Sin embargo, examinado con detención por la parte anterior, ofrecía un so­ plo áspero corto y vibrante, muestra de una alteración cardiovascular avanzada que, sin embargo, el doliente no acusaba más que a través de

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ligeros padecimientos, alguna fatiga y cansancio cuando hacía ejercicios violentos o se entregaba a trabajos pesados. Destinado a sufrir patologías causadas por la debilidad de su condición vital, un enfermo del corazón experimentaría nuevas dolencias presenta­ das de día en día con un carácter alarmante. «La circulación se hace mal, la debilidad en la impulsión cardíaca aumenta cada día más, congestiones aparecen en el pulmón, hígado, riñones, la sangre se estanca en las ex­ tremidades. y el edema, la ascitis anasarca, forman el cuadro final de es­ ta enfermedad»87. Casos como el descrito llevaban a los médicos a concluir no sólo que estos enfermos sufrían sin percibir la alteración cardíaca que llevaban consigo, sino que la falta de perturbaciones emanada de ella los hacía to­ talmente ignorantes de su mal, provocándoles accidentes fatales a causa de una vida totalmente ajena a las prevenciones que un enfermo cardíaco requería. Entre éstas se encontraban higiene, medicamentos adecuados, un régimen ajeno a todo gran esfuerzo físico y una buena alimentación; todos, específicos totalmente alejados de la gran mayoría de la población na­ cional. Sin remilgos relacionados con la edad o la cercanía del afligido. Iris relata la «enfermedad cardíaca de Tatita» que, y ejemplo de la calidad de los diagnósticos que entonces se hacían, inicialmente se creyó era bron­ quitis. La forma en que el mal consumió al enfermo hasta, literalmente, hacerlo desaparecer, es elocuente. En el invierno de 1881, en sus últimos días, «tatita Pepe fue perdiendo su majestad de porte. Aquella tos lo tenía arruinado, estremecido, anonadado». Antes del final, lo recuerda apoyado siempre sobre cojines, con «su noble fisonomía estragada completamente, asfixiado y congestionado», manifestando el dolor que la dolencia le pro­ vocaba. No se podía mover, «mis tíos lo bajaron en peso la escalera de mármol». Estaba acabado, la vida se le escapaba. «Había dejado de ser él. No había más que un montón de materia doliente»88. No mucho más halagüeña resultaba la realidad que esperaba a la ma­ yor parte de los enfermos, incluso a aquellos que padecían patologías hoy inexistentes, como el «onanismo solitario». Estos, en medio de los tras­ tornos que les provocaba su «vicio», fueron advertidos de un futuro en

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Ranchos en el campo representados en la obra de Recaredo Tornero Chile ilustrado, editada en 1872. La pobreza de la existencia campesina se hace patente en la sencillez de sus habitaciones.

el que, de persistir en su empeño, «campeaban la impotencia, la esterili­ dad y las consecuencias posibles de una afección medular y de los hue­ sos» . Los específicos médicos para superar la patología no parecían tampoco muy atractivos o fáciles de cumplir; «limitación en el placer se­ xual, esfuerzos de voluntad y castigos corporales», parecían más una pro­ longación de sus pesares que la superación de ellos. Una situación muy similar vivían los contagiados con el mal venéreo. Lo cierto es que las aplicaciones de mercurio, principal remedio pa­ ra este azote, el yoduro de potasio, otro placebo introducido en el siglo XIX, o las recetas de preparaciones vegetales y minerales destinadas a mitigar los «accidentes» o afecciones cutáneas e internas que la sífilis provocaba, sólo curaban momentáneamente, o aplazaban las manifesta­ ciones del virus, pero no ponían a salvo a los enfermos que lo sufrían. N.R., por ejemplo, casada, de treinta años, linfática y de débil cons­ titución, sintió los primeros síntomas de la infección en junio de 1870 manifestados en molestias en la garganta y en la lengua provocadas por las úlceras, voz apagada y erupciones roseólicas que cubrieron su cuer­ po. Infectada por su marido, y a pesar de los tratamientos con mercurio y tisana de zarzaparrilla, murió un año después a causa de una disentería gangrenosa que no pudo soportar en su estado. Su marido V., con los mis­ mos síntomas que experimentó su mujer, aunque agravados, mostró ade­ más sifílides cutáneas que exigieron un largo y penoso tratamiento que, sin embargo, no logró sacar de su cuerpo el poroteo sifilítico. La misma situación presentó Q., de veintiocho años, agricultor, quien, afectado por antiguas enfermedades, suma a la sífilis que lo hace sufrir horriblemen­

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te a causa de una irritación hemorroidal, una faringitis eritematosa ex­ tendida al velo del paladar y su lengua, y labios cubiertos de aftas. Ape­ nas puede dormir por la noche, momento en que los pesares parecen aumentar debido a la postración notable de sus fuerzas y el abatimiento profundo que lo embarga. Todo, incrementado por molestias al estóma­ go probablemente causadas por una gastralgia derivada de las píldoras mercuriales de Dupuytren que se le habían recetado. Ni qué decir del señor X.X., de cincuenta años de edad, agricultor, que en febrero de 1870 consultó un doctor por una úlcera indurada en el prepucio que databa de diciembre anterior, pero que también mostraba placas mucosas sifilíticas en la garganta y en la lengua, y una voz ronca y apagada. El tratamiento mercurial no logró aliviar su condición y en marzo de 1870 las ulceraciones de la garganta estaban más grandes y pro­ fundas, con numerosas placas en los bordes, punta y centro de la lengua. No puede prácticamente comer, tiene falta de apetito, malestar indefinido, salivación, demacración notable y semblante pálido propio de la caquexia sifilítica, todo lo cual, además, le provoca una «intensa preocupación mo­ ral por su estado»90. La sífilis estuvo entre los males frente a los cuales la ciencia médica poco pudo hacer hasta que en el siglo XX se conoció y masificó la penici­ lina, debiendo los infectados conformarse con placebos que sólo aliviaban las consecuencias de ella y resignarse a sufrir las graves consecuencias de su incontinencia o confianza, según sea el caso. «Sangrías, sanguijuelas, sondas, inyecciones, extracción del pus por medio de operaciones, todos procedimientos desagradables y dolorosos, sólo servían para aliviar los lla­ mados “accidentes de la purgación", como retención de orina, hemorra­ gias, inflamaciones de la próstata, vesículas seminales o tumores en la superficie externa del canal, entre los más comunes»91. La existencia cotidiana y privada de una persona con afecciones men­ tales, sin duda no era mejor que la de un enfermo de un mal propiamen­ te físico, en especial si, en medio de su patología, alcanzaba a percibir una situación que por falta de tratamiento se hacía inexorable. Carmen Amagada, por ejemplo, en su extenso y notable epistolario que cubre un lapso que va desde 1835 a 1851, reiteradamente se queja de todo tipo de males, físicos y mentales. La mayor parte de ellos de origen psíquico provocados por la ausencia de su pasión, el pintor Mauricio Rugendas. «Estoy ya mucho mejor, pero el día que usted partió me hallé muy enferma, mi dolor de estómago se había hecho intolerable»; «yo puedo decir que mis penas físicas se unieron también a la moral para sen­ tirlo»; «después de muchos días se hacía sentir en mi ánimo una predis­ posición a la melancolía»; «esta cabeza, antes tan ligera en concebir, no encuentra ahora ni una idea para expresar mis sentimientos, tengo una pesadez, una apatía que me aflige sin tener recursos para vencerla»; «ha­ cía muchos días que no salía por mi fiebre»; «si usted hubiese estado aquí, mis males nunca hubieran llegado al grado en que están»92. Sin du­ da que la reiterada mención que Carmen hace de sus dolencias es una forma, claramente enfermiza, de mantener la atención de Rugendas. Ella misma lo reconoce cuando le escribe en noviembre de 1837: «usted pa­ rece tomar tanto interés por mi salud, que casi es grato sufrir por inspi­ rar interés a tan buen amigo». Sus aflicciones, cada vez más frecuentemente, la incapacitaban para llevar una vida corriente, cosiendo, leyendo y conversando como era su

Autorretrato de Juan Mauricio Rugendas. El amor que Carmen Amagada le profesó terminó por afectarla mentalmente cuando el pintor se alejó de ella.

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Fases del segundo período de la «histero-epilepsia» o «gran histeria», según la descripción nosográfica de León Martin Charcot. Pedro Laín Entralgo: El médico y el enfermo...

costumbre, reduciendo así sus oportunidades, si no de recuperación, al menos de, como lo definió en 1838, «soportar el tiempo». «Estoy triste y una especie de inquietud me agita: sin apetito, sin ganas de ocuparme en nada, en fin no estoy buena»; «tuve un fuerte ataque histérico..., éste me ha dejado muy débil»; «esta indisposición se ha prolongado, y aun ahora me siento mal, sin que pueda decir precisamente qué clase de enfermedad tengo, ánimo y cuerpo sufren, estoy débil y la cabeza me duele y la pier­ do a ratos. Ha habido momentos en que he delirado completamente». «Me siento oprimida, mi cabeza está tan cargada como la atmósfera, no soy ca­ paz de exprimir una idea, no hay en mí más que la de amarte»; «hay mo­ mentos en que sentada en mi cuarto, la frente apoyada sobre mi mano, quedo tal como si no existiese. No podré decirte qué ideas me agitan, por­ que no sé si las concibe mi mente. En estos momentos de completo ena­ jenamiento, ni aun tu recuerdo se me presenta. ¡Oh! Estos momentos dan una idea de la nada en que un día me he de convertir». Hacia 1849-1851, Carmen no sólo escribió las últimas cartas que le conocemos; además, confirmó el diagnóstico de su condición antes de sumergirse en su patológica existencia: «Rugendas, padezco de un pa­ decer que no tiene nombre, puesto que no sé si mi fantasía refleja una triste verdad, o solamente es producida por lo enfermiza de mi mente»; «yo no soy la misma. He sufrido tanto, física y moralmente, que no sólo mi cuerpo se ha destruido, sino hasta mi inteligencia se ha menoscaba­ do»; «yo no he podido ser nunca feliz. Hay en mí un germen de tristeza, una propensión tan declarada a padecer, que todo se me convierte en su­ frimiento. Luego, también estoy aislada en el mundo, nadie piensa ni siente como yo, estoy aislada, completamente aislada»93. Nada sabemos de la impresión que una enferma como Carmen pudo haber causado entre quienes la rodeaban, pero tal vez ésta no debe haber sido muy distinta de la que Inés Echeverría Bello describe a raíz de la lo­ cura de su tía Rebeca. Recordando su «primera infancia» escribió: «po­ co después, mi hermanita se hundió en la demencia y yo comprendí que esa era la peor de las muertes, esa ausencia del alma en el cuerpo vivo que se deforma y pierde la expresión de los ojos en que se asoma el es­ píritu». La que llama «transformación horrorosa de tía Rebeca, hundida en la tiniebla del delirio», se manifestó en que sus ojos «no reflejaron más que el horror de pesadillas», se volvió obesa y su «cuerpo fue el des­ pojo animado por las furias y vacía del ángel que por breves años se hos­ pedara dentro»94. Es fácil comprender que personas con aflicciones del tipo de las de Car­ men Amagada o Rebeca Bello, necesariamente afectaban el entorno del cual formaban parte. Un ejemplo, que no por menos grave deja de ser an­ gustiante para sus protagonistas.es ¡a situación que la institutriz Marie Bulling ofrece en el relato sobre su vida. Los estados depresivos que esta joven de veintiséis años comenzó a experimentar poco después de su llegada a Valparaíso en 1859, desencadenados por la soledad y la personalidad neu­ rótica de la dueña de casa donde se desempeñó, muestran cómo la convi­ vencia entre dos personas con evidentes trastornos nerviosos repercutía negativamente en la rutina de una familia, en este caso la Müller . En su diario, la joven preceptora alemana es reiterativa en describir sus momentos de desesperación y de tedio vital. Prácticamente al mes de su llegada, que coincidió con que la señora Müller estuvo enferma, con altos y bajos que la tuvieron postrada y en reposo, Marie comienza a abu­

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rrirse, a quejarse de su salud y de su mal genio. Restablecida la señora, que le parece «encantadora», y en medio de un ambiente «donde me sien­ to como en casa», la señorita Bulling se lamenta de no tener su propio ho­ gar, mostrando síntomas de desánimo y melancolía que no sabe a qué atribuir. Sólo dos días después de su arrebato de tristeza se muestra mu­ cho mejor, incluso entretenida y alegre. Las causas, según escribió el 31 de diciembre de 1850: la intensa vida social que desarrolla, la simpatía de los niños que están a su cuidado, y la jovialidad de la ahora repuesta Mary Burdon: «Mad. Müller es tan amable conmigo como una hermana, y co­ mo tal la quiero, especialmente cuando se muestra tan alegre como ahora, entonces es cuando más me gusta». Sin embargo, este auspicioso panora­ ma cambiaría, tanto como el estado de ánimo de ambas. A lo largo de más de un año éste oscila, a veces diariamente, entre la alegría y la tristeza, la felicidad y la amargura, la paz y la perturbación, la rabia y la tranquilidad, el buen y mal humor, la tensión y la placidez, el afecto y el rechazo, el fer­ vor y la melancolía, el sufrimiento y el gozo, haciendo patente la inesta­ bilidad nerviosa de estas mujeres. Pero especialmente de Marie, la que muestra claros síntomas de una personalidad bipolar. Los estados de angustia se manifiestan en la vida cotidiana en cri­ sis nerviosas, estallidos de ira, alborotos insoportables, enojos, gritos, llantos, palabras amargas, ironías, intrigas, golpes, actitudes precipita­ das, violentos intercambios de palabras y, así, una y otra vez, en «nue­ vas rabias y malestares», entre otros efectos, pues el «mal genio y llantos están a la orden del día». Pero también somáticamente, como el 26 de marzo de 1851, cuando Marie escribió: «desde hace algún tiempo me siento mal. el estómago me produce molestias, seguramente que las causas de mi malestar son tanto físicas como mentales»; o el 26 de agosto de 1852, en que describió: «el día de hoy tan triste y difícil pa­ ra mí, sólo malos ratos con los niños y también algunos con Mrs. Mü­ ller. Me puse enferma». Por su parte, la señora no se mostraba mucho mejor, pues, según la institutriz, «se retira siempre a sus aposentos», «se ve muy callada y re­ traída», «se mostró malhumorada», «ha estado últimamente nada de ama­ ble», «está muy callada y reservada conmigo y en su presencia no puedo sentirme bien». «No apareció para el desayuno y tampoco fue a la igle­ sia», «sólo la vi muy tarde, tenía los ojos rojos e hinchados», «está muy cambiante», «se mostró dura y de pésimo humor». Y así, por largo tiempo, los momentos de cordialidad, de «inespera­ da alegría», buen genio, satisfacción, optimismo, «la señora realmente encantadora», «llevamos una vida bien grata», «tengo el corazón tan lle­ no», «Mad. Müller estuvo muy afectuosa», o, como escribió en diciem­ bre de 1851, «en realidad no debo quejarme y tengo que reconocer que mi empleo es agradable», se suceden con los de tristeza, melancolía, an­ gustia y tensión, provocando discusiones y conflictos al interior del ma­ trimonio: entre la madre y la institutriz, entre ésta y los niños a su cuidado y entre algunos de ellos y los adultos. «Al sentarnos a la mesa hubo una pelea entre Mr. y Mrs. Müller», «yo le reprocho el que provoque con tan­ ta frecuencia escenas de este tipo»; «comenzó a discutir y se hizo tan de­ sagradable que Mr. Müller le dijo con palabras muy claras que callara, a consecuencia de lo cual derramó algunas lágrimas»; «cuántas horas de amargura le habrá proporcionado a su esposo con sus asperezas»; «Mrs. Müller se propasó conmigo, porque Minna salió llorando de la clase de

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Fases del tercer período de la «histero-epilepsia» o «gran histeria», según la descripción nosográfica de León Martin Charcot. Aguafuerte de Paul Richer. Pedro Laín Entralgo: El médico y el enfermo...

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piano»; «desde muy temprano Minna se portó mal, algo que hace ahora con bastante frecuencia y grita y llora armando un gran estruendo»; «Ellen armó un alboroto insoportable con gritos y llantos»; «Ellen se por­ tó muy mal y yo pensé que sería oportuno propinarle una cachetada»; «caras largas para el desayuno»; «la fiesta infantil fijada para hoy no se lleva a efecto por mala conducta de los niños». Todos, hechos que refle­ jan la alteración de la vida familiar provocada por los «nervios» de al­ gunos de sus miembros. Uno de los efectos no deseados de la enfermedad, incluso de las me­ nos graves, como el problema intestinal que afectó a Marie entre mayo y junio de 1861, era el aislamiento, el alejamiento de las amistades, las que, según ella, «se mostraron poco atentas, justo aquellos que más quie­ ro», lo que, además, «causa pena y no se olvida fácilmente». Pero tam­ bién la economía doméstica, pues, como escribió, «sobre todo sufrió mi presupuesto porque no he podido ahorrar últimamente»96. Contra lo que pudiera pensarse, Carmen Arriagada, Marie o Mad. Müller tuvieron mejor suerte que otros alienados que, por ejemplo, ter­ minaron en la Casa de Orates. Así lo demuestra la situación de Aurelio Gutiérrez, quien, en 1919, le escribe a Tinita, su mujer, a la que llama «in­ grata», contándole de sus sufrimientos en el encierro97. Gutiérrez lamen­ ta no sólo su situación, en especial la lejanía de sus hijas y el dolor que les había provocado. Acostumbrado a experimentar impresiones fuertes sin que, según él, «se alteren mis nervios», sin embargo denunciaba que ha­ bía sido «azotado, calumniado, vituperado y por cuanto puede haber pa­ sado sólo Jesuscristo», reclamando que su mujer no hacía caso de los doctores que, afirmaba, habían confirmado que estaba «sano y bueno». Pero las perturbaciones mentales que se han podido identificar entre las mujeres de la élite no eran las principales que aquejaban al género fe­ menino. Más allá de la eficiencia de los medicamentos y curas para do­ lencias específicas, entre algunos médicos existió conciencia respecto de que había grupos de la población cuyo solo nacimiento implicaba una vi­ da de sufrimientos agobiantes; por ejemplo, las mujeres del pueblo. Co­ mo lo describe Eloísa Díaz en sus memorias, este sector de la sociedad vivía en «habitaciones malsanas y en el seno de la infección», entrega­ das a un tipo de trabajo que «debilita su constitución bajo la influencia de largas y continuas veladas retribuidas con escasa alimentación», y pa­ ra las cuales «el celibato y la tisis son el premio de sus sacrificios» . La mujer trabajadora comía mal, dormía mal, vivía peor y soportaba sobre sus hombros «una carga tan pesada» que la llevaba a sufrir «notables per­ turbaciones», debiendo soportar «una vida de quejumbres y miserias sin encontrar un remedio para su situación». Pasados cuatro o cinco años en este régimen, los organismos se resentían, explica la médico cirujano, «y es entonces cuando encontramos las mujeres raquíticas, pequeñas, de as­ pecto que inspiran compasión».

Remedios y tratamientos Hasta bien entrado el siglo XIX, los pacientes debían enfrentar sus ma­ les con más fe en Dios que confianza en los remedios, curanderos o médi­ cos. Así lo afirma Adriana Montt en 1823: «teniendo fe los enfermos, con el pensamiento puesto en Dios, entregan su corazón y El les devuelve la

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Escena de una amputación en un hospital de Londres. Durante el siglo XIX, las operaciones o intervenciones quirúrgicas anteriores al uso de la anestesia tuvieron un carácter terrorífico. Pedro Laín Entralgo: El médico y el enfermo...

salud para que se arrepientan y vivan en la gracia del Señor». El consejo a su nuera Mercedes fue: «a Dios rogando y con el mazo dando, vamos re­ zando y tomando los remedios». Siendo el pollo y el cuidado de los cer­ canos los específicos más inmediatos que debían administrarse". Ungüento de sapito para las almorranas, tierra humedecida para los em­ peines, azúcar blanca de perro o leche de perra para tener buen estómago y limonadas calientes para el dolor de cabeza eran algunos de sus secretos. Para las afecciones a la vejiga y gonorreas, o personas «entrabadas de don­ de no se usa. purgante y más purgante y a pasto agua de pichi —fabiana imbrícala—, y que se laven con agua de matico repetidas veces al día». Los calenturientos también sanaban con esta infusión. Para las mujeres infec­ tadas por sus hombres con mal venéreo, la señora confiaba en los «pur­ gantes de trique, para purificar la sangre, cachanlagua —cenlaurium cachanlahuen— y que se laven con agua de toronjil cuyano bien cocido». Conocedora de la realidad y de los males que afectaban a la pobla­ ción. Adriana Montt también tenía un «remedio para las mujeres que no han tenido familia», y que, según ella, «ha dado tantos buenos re­ sultados, se llama estomaticón». Se aplicaba «colocándolo debajo del ombligo y lo venden todos los boticarios». Mientras tanto, «los mari­ dos se mandan a ejercicios para que pidan a Dios la gracia de la pro­ creación y salgan arrepentidos y no falten a la ley de Dios», pues «ésta suele ser la causa de que no se les da hijos, para que no sigan sus ma­ los ejemplos»100. Antes de los fármacos, en 1857, y para combatir una gripe que ata­ caba con una tos que en ocasiones comprometía el pulmón. Rosalía Necochea comentaba a su amiga Magdalena Vicuña que la «leche de burra y de yegua» estaban de moda. Tal vez era la desesperación la que lleva­ ba a la población a utilizar este tipo de placebos. Considerando el tipo de específicos que se prescribieron durante gran parte del siglo XIX, situa­ ciones como la experimentada por Javiera Carrera a comienzos de la cen­ turia deben haber sido frecuentes: «el lunes a las doce del día, de un modo el más violento entraron a casa, diciéndome que mi padre estaba agoni-

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NEURALGIAS-JAQUECAS-GRIPE "CIATICA REUMATISMOS Y TODO DOLOR OLL/vw wiududc ¿ítl ¿tcciúv

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O. ROLLAN D

Aviso aparecido en la revista Zig-Zag el 27 de enero de 1927.

EN TODAS

- fruncía

LAS rARMACIAS

En tubos de 20tabletas y Sobrecitos de 1y2tabletas No acepte tabletas sueltas

zando, de resultas de un insulto que le había originado una purga, que aun yo ignoraba había tomado»10'. Más fácil de percibir resulta la evolución de los tratamientos denta­ les, los que del uso de «romero en vino caliente» para el dolor de mue­ las a comienzos del siglo XIX, pasando por la extracción de la pieza dañada durante casi toda la centuria, a fines de siglo e inicios del XX lle­ gan el dentista profesional y su traumática máquina. Iris evoca como uno de sus peores sufrimientos, además sin plazo fijo, los dolores de muelas y, en especial, los que causaba el dentista Félix Sanfuentes, su doctor, quien «trabaja sobre los huesos vivos. Es un suplicio ponerse en sus ma­ nos», recuerda. Limpiaba las caries con el «redondo chico, una lima que hace saltar lágrimas de dolor cuando se acerca a los nervios vivos». An­ tes de las máquinas, menos impactante resultó el tratamiento de caries que Marie Bulling debió soportar por varios días, el cual sólo le pareció «tan desagradable como caro»102. Menos eficaces, aunque más extendidos, fueron los tratamientos con­ tra la peste de las pestes, la viruela. Si bien hacia fines del siglo XIX ha­ bían desaparecido ya casi totalmente las dudas que antes se abrigaban sobre la eficacia de las vacunaciones y revacunaciones como el medio más seguro de disminuir y aun extinguir por completo la viruela, lo cier­ to es que la mayor parte de la población se mantenía al margen de la va­ cuna103. Por ejemplo, en Santiago, entre 1857 y 1875 sólo se vacunó el 4,4% de sus habitantes, de ahí que a los contagiados se les recomendara mantener la ventilación de sus habitaciones, lavar sus pisos con solucio­ nes desinfectantes, buscar ambientes con árboles que purificaran la at­ mósfera, consumir agua pura, utilizar camas de paja y tela de colchón desinfectada, alimentación sana y abundante, incluida leche a discreción. Medidas todas, como se comprenderá, prácticamente imposibles de cum­ plir fuera de las salas de un lazareto, pues «la totalidad casi de las vícti­ mas de la viruela pertenecen a la clase pobre del pueblo» que, en su gran mayoría, o no tenían los medios para aplicar las recomendaciones médi-

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, cas, o se mostraban «ignorantes en sumo grado de las más simples no­ ciones de higiene»104. Más allá de las recomendaciones generales, el tratamiento variaba se­ gún los casos. Así, para los benignos, o viruela discreta, se aplicaban dia­ foréticos y tilo, asociado o no al acetato de amoniaco, además de éter nítrico al principio. Más tarde, un purgante suave y agua con crémor a pasto bastaban para traer, en algunos casos, la enfermedad a una termi­ nación feliz. En la viruela confluente, el salicilato de soda en la dosis de 2 gramos diarios en los casos simples y durante el período de erupción, junto a un purgante salino al principio y también agua con crémor a pasto, era lo re­ cetado por ciertos médicos. En los casos graves de viruela confluente y cenicienta, se aplicaba sulfito de soda que, supuestamente, detenía la fer­ mentación y ponía al «organismo en estado de defenderse». Se creía que dosis diarias de 4 a 6 gramos en casos muy graves, aplicadas en el perío­ do de erupción y acompañadas de vino de quina, cocción de cascarilla a pasto y leche en abundancia, podían salvar a algunos variolosos. Otro tratamiento era la medicación etéreo-opiácea, estrenada en Francia en 1881 y conocida en Chile ya en 1885. Consistía en la admi­ nistración de éter sulfúrico a través de inyecciones subcutáneas y el uso interno de extracto de opio en dosis de 0,10 a 0,20 centigramos al día. Una porción elevada que exigía la vigilancia del médico, y que por lo tanto sólo estaba al alcance de los infectados que ingresaban a algún hos­ pital o contaban con los medios para hacérselo administrar en sus do­ micilios. El éter también se aplicaba en altas cantidades, un gramo en cada inyección, dos veces al día, para obtener un efecto estimulante. Con esta cura, se esperaba, el enfermo experimentaría «un aumento de la temperatura central, de la presión arterial y de la combustión pulmonar; las secreciones se harían más fácilmente, la erupción sería favorable­ mente influenciada y el período de supuración se acortaría, atenuándo­ se todos los síntomas». Las inyecciones no provocaban dolor, o éste era insignificante, y debían aplicarse preferentemente en el abdomen, pe­ cho, espalda, nalgas y muslos105. No sobra señalar que la eficiencia de estos métodos era muy limitada, incluso para los parámetros de entonces. De acuerdo con la información disponible, «ningún tratamiento conocido hasta hoy se puede preconizar como eficaz». Los resultados variaban entre un 8% y un 67,5% para la viruela confluente, siendo nulos en la hemorrágica. Las complicaciones y malestares asociados a la viruela se trataban con específicos que intentaban calmar los padecimientos de los enfer­ mos. Para los lumbagos intensos, unturas calmantes y baños tibios; con­ tra el edema de la glotis, aceite de crotón en la garganta, insuflaciones astringentes o cauterización con nitrato de plata. Contra la angina, gar­ garismos emolientes con borato de soda o clorato de potasa. En los ca­ sos de bronquitis y bronconeumonía, los expectorantes, el benzoato de soda, los tónicos y la poción de Todd eran los específicos recetados. A los tísicos se les prescribían preparados de cal, glicerina con rhum, co­ ñac expectorante y píldoras de cinoglosa morfinadas. En casos de he­ moptisis o vómitos de sangre, agua de Rabel y ergotina. Para combatir la enteritis se usaba creta, bismuto, astringentes vegetales y opiáceos. Los abscesos y los forúnculos, tan característicos de los contagiados con vi­ ruela, se abrían con bisturí, también se hacían lavatorios desinfectantes

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Tratamiento de hidroterapia utilizado en París a mediados del siglo XIX. Pedro Laín Entralgo: El médico y el enfermo...

fenicados o con pergamanganato de potasa y curaciones con yodoformo cuando era preciso. A los sifilíticos que lograban restablecerse de la vi­ ruela. se les prescribía un régimen específico compuesto de píldoras de Ricord. jarabe Gubert o yoduro de potasio. Lavatorios cuatro veces al día con soluciones de sublimado corrosivo al 1 por mil. supuestamente evitaban las complicaciones a la vista que la viruela podía provocar en los infectados. Si las pústulas variolosas en los párpados y las conjuntivas no se habían podido omitir, debían tratarse con nitrato de plata o colirio de atropina 0,05 centigramos por 100 gramos. Para los enfermos con delirios, los polvos de Dower, el extracto tebaico en julepe gomoso con acetato de amoniaco, o la tintura de almizcle, bas­ taban para traer calma. En ocasiones se recetaba también el bromuro de potasio y el coral. Ahora, si el delirio era alcohólico, una poción de Todd con almizcle, vino de quina y agua vinosa o alcohólica a pasto eran los es­ pecíficos con que se trataba. Y así, contra la ataxia, poción calmante con almizcle; contra la adinamia, vino de quina; para procurar el sueño, poción opiada, píldoras de cinoglosa morfinadas, polvos de Dower, doral. Por último, pero no menos importante en razón de las marcas que dejaba la viruela, una vez terminada la desecación de las pústulas, y ya restablecido el enfermo, debían administrársele baños tibios para lim­ piar el cutis106. En relación con las aflicciones mentales, sólo a fines de siglo co­ menzaron a recibir tratamiento psiquiátrico. Hasta entonces, y como lo describe un facultativo en 1885, los métodos más comunes para enfren­ tarlas consistían en tratamientos higiénicos y medios como el trabajo y las distracciones, catalogados como «una ayuda eficaz y un poderoso au­ xiliar para la curación de la enajenación mental»107. Pero ya por esos años comenzaban a utilizarse algunos medicamentos y la hidroterapia. Entre los remedios que más se usaban, en primera línea figuraba el bromuro de potasio, sustancia que tenía propiedades sedantes en general y que, por eso mismo, era tan requerida para tratar ciertas neurosis como la epilep­ sia. También mostraba resultados sobre los desórdenes psíquicos como las manías y en los casos de excitación del sistema nervioso, entre ellos delirios agudos y furores. Para los casos de enajenación asociados a vi­ cios como el onanismo, el bromuro de potasio también surtía efecto, en especial asociado al bromuro de alcanfor y al lupulino, contribuyendo, gracias a su uso frecuente, a calmar o evitar el «eretismo genital». Pla­ cebo prácticamente universal, el bromuro de potasio se usaba además pa­ ra tratar los accesos de furor uterino de las ninfomanías. El hidrato de doral era otro medicamento de gran fama entre los mé­ dicos que se ocupaban de las afecciones mentales. La sustancia tenía efectos sobre el sistema nervioso gracias a su acción hipnótica y anesté­ sica, pero también sobre la movilidad voluntaria, siendo la desaparición de ésta uno de sus primeros efectos. El remedio conseguía buen éxito en los casos de delirium tremens, en los accesos de manías agudas, en la mo­ nomanía de persecución y en general en las neurosis de la ideación. Jun­ to a los mencionados, el opio fue otro de los medicamentos comunes para estas dolencias, especialmente en aquellas formas de locura depresiva o con excitabilidad nerviosa, como las manías agudas. La hidroterapia se aplicaba a través de duchas o chorros fríos, únicos o múltiples, y los baños tibios o calientes. En casos de locuras tristes o lipemaníacas, en que era preciso despertar la excitabilidad del sistema

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nervioso y estimular el organismo por medio de una reacción, se reco­ mendaban las duchas frías. El baño caliente se reservaba como sedante del sistema nervioso para casos de eretismo nervioso, manías agudas u otras formas de excitación maníaca. Perturbadas como Carmen Amagada, Rebeca Bello, Marie Bulling o Mary Burdon, sólo contaron con alivios para las manifestaciones físi­ cas de sus males, y no accedieron a las posibilidades de restablecimien­ to que, por ejemplo, aprovechó Inés Echeverría. En 1899 se internó en una clínica alemana para tratar «mi estado nervioso, mis angustias in­ motivadas, mis tristezas exageradas, mis pesadillas», sometiéndose a un régimen de clausura y a la obligación de seguir un tratamiento específi­ co que, en su caso, implicó apartarse de todo lo que la rodeaba, abun­ dantes lecturas y, en especial, las conversaciones con su doctor. Como escribió, «él me anima con unas cuantas palabras de firme aliento». Gra­ cias a ellas la paciente, que «estaba desquiciada y sufriente», evoluciona y «me hallo pronto en progresiva y suave relajación». El médico se le presenta entonces como «un incomparable amigo», un «mago armado de secretos para aliviar la angustia y devolver la paz». Tanto como para que sus sesiones diarias de psicoanálisis se le hicieran «indispensables». El tratamiento le permitió superar su «neurosis», descubrir su «yo verdadero», librarse de sus «resabios enfermizos», dar «paso al sub­ consciente» y desahogar a través de la pluma «esa tumultuosa vida in­ terior que bullía en mí». Una evolución que no sólo se materializó en su restablecimiento mental y en su determinación de romper con las «imposiciones torpes» de la sociedad chilena; también, en una trans­ formación física. «Mi facha era otra. De ser una ruina cuando partí, es­ pecie de despojo de mi espíritu en fuga, volví derechita, bien peinada, elegante y dueña de mí misma. Ya no inspiraba lástima, sino envi­ dia»108. Había nacido Iris. Pero también estaban aquellos casos irreversibles y devastadores en muchos aspectos, respecto de los cuales la ciencia médica nada podía ha­ cer, cuya existencia no era menos dramática, en especial para sus cerca­ nos. Como el padre de Martina Barros, que habiendo sufrido una «grave afección cerebral», como la llamó su hija, sin embargo logró sobrevivir por un tiempo. Aunque, cierto, sin trabajar y alejado de su familia «en busca de las brisas del mar», o para «gozar del campo». Para sus parien­ tes no sólo significó una «situación financiera muy difícil», también la triste condena de vivir esperando en el corto plazo la funesta noticia de su muerte, como finalmente ocurrió109.

Los últimos momentos Pese a la cercanía de la enfermedad y de la muerte, la resignación de la población frente a la desgracia a veces era difícil, como lo demuestran las conmovedoras palabras de Eugenia Borgoño en la carta a su cuñado Diego Barros Arana de diciembre de 1859: «el 19 del pasado he tenido la desgracia de perder a mi hijita Eugenia. Solamente dos días han sido bastantes para concluir con su existencia en toda su robustez, un ataque de los más violentos al cerebro — meningitis—.Ya tú te podrás imaginar cuán será mi sentimiento y te aseguro que es tal mi desesperación que creo no poder encontrar consuelo en el mundo»110.

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Félix Vallotton: La enfermera, 1892. Sólo algunos enfermos privilegiados tuvieron la fortuna de contar con asistencia durante su convalecencia. Pedro Laín Entralgo: El médico y el enfermo...

La muerte rondaba y sorprendía a cualquiera, no sólo a los niños. Es el caso de Eduardo Undurraga V., quien, en 1871 y visitando un yaci­ miento mineral en el norte, en medio del pique «le sobrevino una hemo­ rragia que precipitó su muerte por el debilitamiento del corazón, que no podía funcionar en ese ambiente». La impotencia del prestigioso médi­ co que se llamó para asistir al afectado ejemplifica los escasos alcances de la medicina de la época. Y el relato del hermano del occiso, y acom­ pañante en la ocasión, sin mayor emoción, muestra la comprensión, si no resignación, frente a una realidad imposible de cambiar1 . El fin de la vida fue enfrentado de diversas maneras por aquellos que tuvieron conciencia de su destino. Diego Barros Arana lo hizo de una for­ ma estoica. Afectado de un mal al estómago que lo consumió rápida­ mente, el historiador rogó «que no se hiciese nada por prolongarle la vida, que se dejase obrar a la naturaleza»; oponiéndose a cualquier régimen curativo que el doctor Vicente Izquierdo insistía en imponerle. Su sobri­ na recuerda que en tales circunstancias, «nunca lo vi abatido, y pocas ho­ ras antes de expirar, en mi presencia, le explicó a mi primo la diferencia entre el barómetro y el termómetro». El doctor Orrego Luco murió con entereza y piedad. «Después de cumplir con sus deberes religiosos, ro­ deado de todos sus hijos y sus nietas, se despidió de cada uno cariñosa­ mente, hasta decirles ¡Adiós! al exhalar su último aliento»112. Hubo otros, sin embargo, que carcomidos por la enfermedad deci­ dieron anticipar su fin suicidándose, evitando así el dolor, la invalidez o la locura. Es el caso de Erasmo Vega, un joven de veinte años, quien, co­ mo relata el policía encargado del procedimiento luego de su suicidio, «se quejó de que ya no podía trabajar debido al gran dolor de espalda que sentía, considerándose un hombre inválido». También el de José Manuel Mercado, un policía de cuarenta y dos años aquejado de una prostatitis aguda supurada con retención de orina que le producía grandes dolores al evacuar, que en Arica se descerrajó un tiro en la sien tras escribir que «ante la imposibilidad médica del hospital me hace tomar extrema me­ dida, ya que para mí no hubo piedad, mis dolores fueron más grandes que mi alma»1,3. Y el de Hermógenes Acuña, un enajenado que en 1929 de­ jó una carta al juez en la que se lee: «me e quitado la vida por estar tras­ tornado de mi selebro i encontrarme con un mal que no puedo mejorar ni echarle la culpa a nadie sino la mujer que me iso este mal para que yo estubiera perdió de mi selebro». Tomando en cuenta la realidad de que frente a una enfermedad no era mucho lo que la medicina podía hacer, tal vez uno de los pocos consue­ los eficaces que los médicos pudieron ofrecer a sus pacientes fue su asis­ tencia y compañía en los momentos previos a la muerte. Agotados todos los medios que ofrecía la «medicina paliativa» que se practicaba, el doc­ tor tenía la obligación, recordaba Juan Miquel en 1856, de permanecer junto al moribundo y no abandonarlo. Entre otras razones, porque un gran número de dolencias permitían al paciente conservar hasta el final «la in­ tegridad de sus funciones». Dejarlo, por próximo que sea su final, ad­ vertía, sería una «crueldad que afectaría el alma del desgraciado, en el que se apagaría así la última esperanza». Si, como sostenía el tratadista, hasta en los últimos momentos el hom­ bre sufre y la agonía es la última lucha, el médico debía ayudar «hasta el fin con todas sus fuerzas a hacer más fácil al paciente el tránsito penoso de la vida a la muerte, ya que no lo había podido salvar»114.

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Revelador de lo que tal vez estaba ocurriendo, Miquel no sólo recor­ daba su obligación a los facultativos; además, les advertía que cualquiera fuera el grado de tormento que el dolor provocara en los enfermos en sus últimos momentos, «cuando sólo la muerte puede poner término a esta es­ cena desgarradora; al médico sin cometer crimen, no le es lícito abreviar­ la». Incluso si el paciente le pidiera la muerte «con más instancias todavía que otras veces le demandaba la vida, debe resistirse a esta súplica». Pa­ ra eso estaba el opio explica: «uno de sus más preciosos resultados con­ siste en hacer dulce la muerte, que es un deber sagrado para el médico, y su más bello triunfo, cuando no le es posible prolongar la vida». En el plano de lo que llama deberes morales, Miquel señalaba que, en los casos de muerte inevitable, al doctor no le estaba permitido hacer saber al agónico de su peligro inminente: «su benéfico ministerio le pro­ híbe toda palabra, toda manifestación que pueda causar alguna turbación en el ánimo del desgraciado enfermo». Así, una de las pocas certezas que el médico podía ofrecer al paciente en el siglo XIX, la inminencia de su muerte, le estaba vedado revelarla115. En definitiva, hasta el último momento de sus existencias, los pa­ cientes del siglo XIX permanecieron corrientemente ignorantes respec­ to de su verdadera condición de salud. Ya sea porque la ciencia médica no estaba todavía en condiciones de proporcionarles información, y por lo tanto remedios para enfrentar sus patologías y aliviar sus lesiones, co­ mo porque la mayor parte de ellos ni siquiera tuvo la oportunidad de en­ terarse del origen, características y gravedad de su afección. En el caso de haber sobrevivido al nacimiento, quienes enfermaron se limitaron a sobrellevar, resignada y privadamente, sus heridas y su dolor, diferen­ ciándose sólo en la posibilidad o no de acceder a los placebos que los mé­ dicos proporcionaban.

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En la selección y recolección de las fuentes citadas se ha contado con la valiosa colabora­ ción de la Licenciada en Historia Trinidad Larraín Donoso. Este manuscrito de más de 200 fojas se encuentra en el llamado Museo Bibliográfico de la Sala Medina de la Biblioteca Nacional. Claudio Gay: Historia física y política de Chile. Agricultura, París, en casa del autor, 1862, Tomo I, pp. 106 y 107. Sergio Vergara Quiroz: Cartas de mujeres en Chile. 1630-1885, Santiago, Editorial Andrés Bello, 1987. pp. 135-136 y p. 218. la última, una carta de Mercedes Torres a su nuera Ro­ sario Montt de diciembre de 1845. La única excepción a lo dicho podría ser la epilepsia, que el vulgo llamaba «gota coral», y que en el siglo XIX se comprendía entre las enfermedades del sistema nervioso. A. Asenjo y V. Corbalán: «Las enfermedades de don Bernardo O’Higgins y algunos aspectos de su personalidad», en Anales chilenos de historia de la medicina, VIII, 1966, pp. 113-128. Archivo Nacional. Archivo de Claudio Gay, vol. 18. doc. 31, fojas 131-132. «Influjo del temperamento de la Serena sobre las enfermedades más comunes en esta ciu­ dad». Discurso pronunciado por don Manuel Cortés ante la Facultad de Medicina en el ac­ to de su incorporación, Anales de la Universidad de Chile (AUCh), enero de 1854, pp. 21-24. Germán Schneider: «Memoria presentada ante la Facultad de Medicina de la Universidad de Chile, para obtener el grado de Licenciado». AUCh. 1853, pp. 182-189. Francisco Javier Tocornal: «Breve noticia de las enfermedades que han sido más frecuentes en 1853 en la capital». AUCh, 1854, pp. 42-43. Vergara Quiroz: op. cit., p. 173. Gay: Historia física y..., op. cit., pp. 151, 161 y 171. Hasta por lo menos mediados del siglo XIX. tanto en Europa como en América, la mortalidad infantil era tan frecuente que uno de

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cada cuatro recién nacidos nunca llegaba a cumplir un año de vida; una cuarta parte no so­ brevivía el primer año y otra cuarta parte fallecía antes de cumplir 10 años. De este modo sólo el 50% de los nacidos lograba sobrevivir y entrar en la hoy llamada adolescencia. Véan­ se Donald B. Cooper: Las epidemias en la ciudad de México. México. Instituto Mexicano del Seguro Social. 1980; y Dorothy Tanck de Estrada: «Muerte precoz. Los niños en el si­ glo XV1I1». en la Historia de la vida cotidiana en México. Tomo III: «El siglo XVIII: entre tradición y cambio». México, el Colegio de México y Fondo de Cultura Económica. 2005, pp.213-245. Gay, Historia física y...: op. cit., p. 172. Tocomal: op. cit., p. 42. Vergara Quiroz: op. cit., p. 265. Francisco Javier Tocomal: Causas de la mortalidad de los párvulos, pp. 758-764. M.A.C.: «Memoria Ia. Sobre las enfermedades que se están padeciendo en Chile, i los me­ dios que deberían emplearse, con el objeto de prevenirlas y de desterrarlas». Revista Médi­ ca. Santiago, Imprenta de Julio Belin i Ca.. junio de 1853. pp. 6-8. Francisco Javier Tocomal: Causas de la mortalidad de los párvulos, pp. 758-764. Adolfo Murillo: «Enfermedades que más comúnmente atacan al soldado en Chile; sus cau­ sas i profilaxis», AUCh, N° 2, febrero de 1869. pp. 92-135. Adolfo Murillo: «Jeografía médica. Breves apuntes para servir a la estadística médica y a la nosología chilenas». AUCh. 1875. pp. 13-40. Pedro Subercaseaux: Memorias. Santiago, Editorial del Pacífico, 1962. p. 19. Carlos Mandiola,:«Enfermedades que han producido mayor mortalidad en los hospitales de la república». Unión Médica, año I. N° 2. septiembre y octubre de 1894, p. 50. Federico Puga Borne en su artículo «Ensayo sobre demografía chilena» del Boletín de Medicina, N° 13. habla de mil tísicos muertos al año en los hospitales santiaguinos, cifra que el año 1884 re­ presentaría el 45% aproximadamente del total de fallecidos. Adolfo Murillo: «Breves apuntes para...», op. cit.. p. 30. Adolfo Murillo: «Breves apuntes para...», op. cit., pp. 31 -33 y Carlos Mandiola, op. cit., pp. 53-54. Adolfo Murillo: «Jeografía médica...», op. cit., pp. 36-37. Manuel Cortes: «Causas de la enfermedades del hígado i sus terminaciones más frecuentes en Chile», AUCh. 1852, pp. 141-147. Isaac ligarte Gutiérrez: «Enfermedades del hígado más frecuentes en Chile». Boletín de Me­ dicina. año VI, N° 64 y 65, agosto y septiembre de 1892, pp. 167-176 y 193- 203. José Ramón Elguero: «Memoria sobre la patología del corazón», AUCh, 1853, pp. 3-15. Juan Miquel. «Memoria de las enfermedades del corazón en Chile y especialmente en San­ tiago», AUCh. julio de 1855. pp. 495-501. Miquel: «Memoria de las enfermedades del corazón en Chile...», pp. 499 y 500. Vergara Quiroz: op. cit., p. 131. Ramón Elguero: «Medios que convendría emplear para contener los progresos de la sífilis», AUCh. enero-marzo de 1857. pp. 16-29. Alvaro Góngora Escobedo. en su texto La prostitución en Santiago, 1813-1931. Visión de las élites, Santiago, 1994, Centro de Investigaciones Diego Barros Arana de la Dirección de Bibliotecas. Archivos y Museos, ofrece una completa explicación de la relación entre la pros­ titución y las enfermedades venéreas, el papel de las primeras en la propagación de las se­ gundas y el impacto social de la infección. Adolfo Murillo: «Enfermedades que más comúnmente atacan al soldado...», op. cit., pp. 9699. Elguero: «Medios que convendría...», p. 19. A comienzos del siglo XX, José Santos Salas, ministro de Higiene entre 1925 y 1927, con­ cluía «que la sífilis, según estadísticas aproximadas de los hospitales, gotas de leche, cons­ cripciones militares, etc., arroja en Chile un porcentaje muy cercano a un 70% u 80% de la población». Citado por Góngora Escobedo. op. cit., p. 63. Octavio Maira: La reglamentación de la prostitución desde el punto de vista de la higiene pública, Santiago, Imprenta Nacional, 1887, pp. 14-15. Adolfo Murillo: «La mortalidad en Santiago». Revista Chilena de Higiene, pp. 8-12. En 1896. la mortalidad de Buenos Aires era de 20.1 por mil, en Río de Janeiro de 29.6 por mil. y en Chicago de 13,9 por mil. Los números que se ofrecen para Santiago tendían a repetir­ se en el resto de las ciudades del país, como el estudio del mismo doctor Murillo. La mor­ talidad urbana en Chile (Santiago. Imprenta y Encuademación Roma. 1896). lo demostraba. Egnacio A. González: «Principales causas de mortalidad en Concepción», La crónica mé­ dica, s/n, 1893-1895, pp. 345-350. Estadísticas de Chile en el siglo XX. Santiago. Instituto Nacional de Estadísticas, 1999. pp. 29-33.

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Wenceslao Díaz: «Geografía médica de Chile. Enfermedades reinantes en Chile». AUCh. 1875.p.110. 42 Daniel Carvallo: «La viruela en Valparaíso. Epidemia de 1883». Boletín de Medicina. N° 7 y 8. enero y febrero de 1885. pp. 324-331 y 366-378, y Adolfo Murillo: «Jeografía médi­ ca...». op. cit., pp. 110-112. Para el doctor Jenaro Contardo, y a la luz de las estadísticas dis­ ponibles. la viruela estaba presente en Chile de manera constante. Véase su texto «Causas de la propagación de la viruela en Chile y de la excesiva mortandad que producen sus epi­ demias en Santiago». Revista Médica de Chile. N° 6. diciembre de 1877. pp. 209-222. 43 Vicente Rojas: «La viruela en Concepción». La crónica médica. N° 50. noviembre de 1905. pp. 13-15; José Grossi: «La enseñanza de la epidemia de viruela en Valparaíso en 1905». La crónica médica. N° 51. diciembre de 1905. pp. 290-294: Adolfo Murillo: Vacunación obli­ gatoria. Discurso pronunciado en la Cámara de Diputados. Santiago. Imprenta de la Re­ pública de J. Núñez. septiembre de 1883, p. 4, y «Datos estadísticos. Defunciones por la viruela en 1885 i 1886». Revista Médica, N° 11, 1887. Hoy el 0.5% de la población chilena son 75 mil personas. 44 Jerómino Rosa: «Algunas observaciones sobre la viruela hemorraica». Revista Médica de Chile, N° 4. octubre de 1873, pp. 131-155; Adolfo Murillo: Vacunación obligatoria..., op. cit.. p. 4.; Valentín Saldías: «Causas de las epidemias»; Manuel Antonio Carmona: «Epide­ mias». ambos en AUCh, N° 3, septiembre de 1865, pp. 351-384; y Jerómino Rosa: «Algu­ nas observaciones sobre la viruela...», op. cit.. pp. 138-143, especialmente los casos tratados. 45 Domingo Pertusio: «El Colera Morbus». AÍ/C/i, julio-septiembre de 1858, pp. 42-56; y Fe­ derico Puga Borne: «Higiene del cólera». Boletín de Medicina, N° 29, noviembre de 1886. pp. 193-223. 46 A. Murillo: Precauciones que deben tomarse en caso de una epidemia de cólera (artículos publicados en El Estandarte Católico), Santiago. Imprenta de El Progreso. 1886. 47 En Chile también se presentó una enfermedad muy parecida al cólera asiático, llamada co­ lerina. cólera riostras, indígena o esporádico, o lepidio de calambre. Se diferenciaba en que no tenía su origen en la India, no se propagaba de persona a persona y era provocada por desarreglos del régimen alimenticio, en particular a la entrada del verano. Véase Puga Bor­ ne: «Higiene del cólera», op. cit., p. 214. 48 El caso de Ezequiel Rivera de 40 años, en el «Informe del Dr. Valenzuela B., sobre la epide­ mia del cólera en la Serena». Boletín de Medicina, N° 43 y 44. enero y febrero de 1889, p. 316. 49 Sheldon Watts, en Epidemias y poder. Historia, enfermedad, imperialismo. Barcelona. Edi­ torial Andrés Bello. 2000, explica el cólera como enfermedad a partir de lo que hoy sabe­ mos de ella. En el Chile de 1886 existía cierta claridad respecto de que la causa esencial del cólera era «un organismo microscópico parasitario, un microbio». Véase Federico Puga Bor­ ne: Cómo se éx ito el cólera. Estudio de higiene popular. Santiago, Imprenta Nacional, 1886. 50 Puga Borne: Cómo se evita el cólera..., op. cit., pp. 25-26. 51 «Informe del Dr. Valenzuela B. sobre la epidemia del cólera en la Serena», op. cit., p. 317. 52 «Informe del Dr. Valenzuela B. sobre la epidemia del cólera en la Serena», op. cit.. p. 319. 53 Para las cifras expuestas pueden verse las obras de María Angélica illanes: «E/i el nombre del pueblo, del Estado y de la ciencia, (...)». Historia social de la salud pública. Chile 1880/¡973. (Hacia una historia social del siglo XX), Santiago. Colectivo de Atención Pri­ maria. 1993, pp. 77-78; y Rosa Urrutia de Hazbun y Carlos Lanza Lazcano; Catástrofes en Chile, Santiago. Editorial La Noria. 1993, pp. 129-131. 54 Pinochet de la Barra: op. cit.. p. 117. 55 En El loco Estero. Recuerdos de la niñez, Blest Gana evoca en forma vivida y llena de gra­ cia los años de su niñez y juventud en el Chile de las décadas de 1830 y 1840. una época que describe magistral mente. 56 Para la situación de Carmen Arriagada seguimos el texto de Cristian Gazmuri: «Angustia y co­ rrespondencia». publicado en el Tomo I de esta obra. Santiago, Taurus, 2005, pp. 355-374. 57 Véase la recopilación de Óscar Pinochet de la Barra: Carmen Arriagada. Cartas de una mu­ jer apasionada, Santiago. Editorial Universitaria. 1989, p. 536. 58 Vergara Quiroz: op. cit., pp. 200-201. 59 Un completo análisis del caso, que incluye la reproducción de la documentación original, en Armando Roa R.: Demonio y psiquiatría. Aparición de la conciencia científica en Chile, Santiago, Editorial Andrés Bello, 1974. 60 Los alienistas chilenos del siglo XIX, inspirados en los avances de sus pares europeos, tam­ bién identificaron las principales enfermedades mentales presentes entre los habitantes del país; las distintas formas de locura y las divisiones de cada una de ellas, especificando in­ cluso el número de enajenados por sexo, estado civil, edad, procedencia y profesiones u ofi­ cios. Ejemplos son «El informe del médico de las Casas de Orates», de Ramón Eleguero, incluido en la Memoria del Interior de 1863, y la memoria de P. Manuel 2o Beca: «Algo so­ bre las enfermedades mentales en Chile. Recopilación de la estadística de la Casa de Ora­

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tes, desde su fundación en 1852 hasta la fecha. Estudios sobre ella, datos que arroja, deduc­ ciones a que da lugar, etc.». AUCh, 1885. pp. 335-371. Pablo Camus Gayan, en su trabajo «Filantropía, medicina y locura: la Casa de Orates de San­ tiago. 1852-1894», Historia, N° 27, pp. 89-140, aborda los antecedentes de la fundación de esta institución, así como su trayectoria y labor. Ejemplo del interés coyuntural en el tema, así como de los avances de la ciencia, es que en 1869 la Universidad de Chile abrió el curso de enfermedades mentales en su Facultad de Medicina. Sin embargo, y ahora como muestra de las nociones vigentes, el curso rápida­ mente fue reemplazado por uno de enfermedades infantiles. La falta de atención de los mé­ dicos se justifica en las creencias todavía presentes respecto de la locura, que la veían como un mal incurable; en ocasiones, en íntima relación con lo sobrenatural. Camus Gayan: op. cit.. pp. 109-110. P. Manuel 2o Beca: «Algo sobre las enfermedades mentales...», op. cit.. pp. 342-346. Los porcentajes que se presentaban entre los intemos no necesariamente corresponden a las do­ lencias mentales más comunes en la población. Incluso, y en el supuesto que a la Casa de Orates sólo arribaban los casos más graves o molestos, se podría elucubrar que entre la po­ blación en general las enfermedades mentales más comunes eran, precisamente, las que me­ nos incidencia tenían entre los recluidos. Véase el texto de Ivonne Knibehler: «Cuerpos y corazones», en la Historia de las mujeres. El siglo XIX. Cuerpo, trabajo y modernidad, Madrid, Taurus, Tomo 8, 1993, pp. 15-61. Eloísa Díaz: «Breves observaciones sobre la aparición de la pubertad en la mujer chilena y de las predisposiciones patológicas propias del sexo». AUCh, 1887, pp. 893-917. Como es sabido, en realidad las niñas y las mujeres se enfermaban a causa de las condicio­ nes de vida que se les imponían o en que vivían; pero en el siglo XIX fueron muy pocos los médicos que tuvieron en cuenta los factores sociales para explicar los males que el género femenino sufría. En las estadísticas que Eloísa Díaz ofrece aparecen un 25% más de muje­ res enfermas que hombres. Inés Echeverría Bello: Memorias de Iris. 1899-1925, Santiago. Aguilar, 2005. pp. 37, 140, 141 y 158. Carlos R. Tobar: «Consideraciones sobre la hipocondría». AUCh, diciembre de 1877, pp. 875-887. Carlos R. Tobar: op. cit.. pp. 883-884. Para aludir a ciertos malestares, en 1861 una señorita habla «de un absceso en una parte de­ licada de mi cuerpo», ejemplificando el pudor existente no sólo respecto de la actividad se­ xual. también sobre los órganos reproductivos. Véase Marie Bulling: Una intitutri- alemana en Valparaíso. Diario de vida, 1850-1861, Valparaíso. Editorial Puntangeles. 2004. p. 274. Watts: op. cit., pp. 175-176. se refiere a esta situación en el marco de sus planteamientos so­ bre el «autoritarismo sexual» que la sociedad ejercía a través de las campañas antimastur­ batorias en Europa y Occidente. Este y otros casos, en la memoria de Delfín Araya González: «El onanismo solitario. Del traqueo espinal i otros síntomas consecutivos a lesiones espinales en el onanismo solitario», en Revista Médica. N° 6. diciembre de 1887. pp. 241-251. Como es conocido, en el siglo XIX, y salvo para el embarazo y parto, y entre otras razones por la criatura comprometida, la atención médica sobre la mujer y su sexualidad es muy li­ mitada. María Soledad Zárate, en su estimulante y documentada tesis doctoral, «Dar a luz en Chile: la asistencia del parto, parteras, matronas y médicos, S. XIX», Santiago, Pontifi­ cia Universidad Católica de Chile. 2002. analiza esta dimensión de nuestro pasado. Inés Echeverría Bello: Memorias de Iris. 1899-1925, Santiago, Aguilar. 2005, especialmen­ te pp.126 y 127. Memorias de Iris.op. cit.. pp. 181 y 198. Este planteamiento, en la obra de Laure Adler: Secretos de alcoba. Historia de la pareja 1830-1930. Buenos Aires. Granica Ediciones, 1987. pp. 37-73. La memoria de Rojas se encuentra en los AUCh. 1853, pp. 25-36. Guillermo Duffy: «Consideraciones sobre la leucorrea, su origen i causas». AUCh, enero de 1854. pp. 25-33. Los conceptos son del doctor Nicanor Rojas, op. cit., pp. 32-36. Watts: op. cit., pp. 14-15. Martina Barros de Orrego: Recuerdos de mi vida. Santiago, Ediciones Orbe, 1942. pp. 230231. Recuerdo del pasado (1814-1860), Santiago. Editorial Andrés Bello, 1980. p. 149. «Contribución al estudio del tratamiento de la disentería por el Dr. Don Damián Miquel», Unión Médica, año 1, N° 1 .julio y agosto de 1894, pp. 5-30, y «La disentería en Chile», por Carlos Ugarte L, El Progreso Médico. Revista Mensual de Medicina i Cirugía, N° 5,6 y 7, mayo, junio y julio de 1899.

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Inés Echeverría, op. cit.. p. 24. El caso descrito, junto a otros dos del mismo tenor, en «Consideraciones clínicas sobre la fie­ bre tifoidea en Chile», de Moisés Amaral. Revista Médica, N° 6. diciembre de 1886. pp. 241 256. y cuya segunda parte apareció en el número siguiente de la publicación nombrada. Guillermo Middleton: «Observaciones sobre el modo de presentarse el tifus feber en San­ tiago». AUCh, N° 5, noviembre de 1865, pp. 485-503. Este y otros casos de malestares cardíacos, así como las conclusiones que se deducían de ellos, en la memoria de Nicanor Allende Pradel: «De la hipertrofia compensatriz en las afec­ ciones valvulares del corazón, i de la ruptura de la compensación». AUCh. febrero de 1875, pp. 171-183. Inés Echeverría: op. cit.. p. 27. Delfín Araya González: op. cit.. pp. 247-248. Casos de enfermos con el mal venéreo, en los trabajos de Adolfo Murillo: «Del tratamiento de las afecciones sifilíticas de la garganta por medio de las inhalaciones del calomel asocia­ do al vapor de agua». Anales de la Sociedad de Farmacia de Santiago, N° 8. agosto de 1873, pp. 243-269; y Diego Sancristóbal: «Del tratamiento de la sífilis por las inyecciones hipodérmicas de los preparados mercuriales». Revista Médica de Chile, N° 11 .junio de 1873. pp. 467-491. Góngora Escobedo, en su obra l¿¡ prostitución en Santiago..., ofrece una completa explica­ ción de todo lo relacionado con esta infección, entre otros, sus formas de propagación, sín­ tomas y «curación». Pinochet de la Barra: op. cit., pp. 23.48. 161,530. Pinochet de la Barra: op. cit., pp. 51, 110. 148, 152. 184.520.536. Inés Echeverría: op. cit.. p. 25. Nuestra fuente es la edición que Elisabeth von Loe realizó de Marie Bulling: Una institutriz alemana en Valparaíso. Diario de vida, 1850-186/. Marie Bulling: op. cit., p. 274. En otra oportunidad, casi un año antes, en agosto de 1860. la misma Bulling relata otra larga convalecencia, esta vez acompañada de todos sus amigos. Véase la conmovedora recopilación editada por Angélica Lavín: Cartas desde la Casa de Orates, Santiago. Dirección de Bibliotecas, Archivos y Museos. Centro Barros Arana. 2003, pp. 31-35. Díaz: «Breves observaciones...», op. cit.. pp. 909-910. Vergara Quiroz: op. cit., pp. 130. Vergara Quiroz: op. cit.. pp. 134. El estomaticón es un preparado de ingredientes aromáti­ cos que se coloca en la boca del estómago para confortarlo. Vergara Quiroz: op. cit., pp. 71.73, 173 y 278. Marie Bulling: op. cit., p. 281. Ya en 1857, el doctor José Masriera declaraba que la «la virtud preservativa de la vacuna es absoluta». Véase su discurso ante la Facultad de Medicina: «La vacuna, ¿preserva para siem­ pre de las viruelas?», en AUCh. octubre-diciembre de 1857. Daniel Carvallo: «La viruela en Valparaíso...», p. 370, y Jenaro Contardo: «Causas de la propagación de la viruela en Chile i de la excesiva mortandad que producen sus epidemias en Santiago», en Revista Médica de Chile, diciembre de 1877, N° 6, pp. 207-222. Daniel Carvallo: «La viruela en Valparaíso...», pp. 371 en adelante. Daniel Carvallo: «La viruela en Valparaíso...», pp. 371-374. Manuel 2o Beca: «Algo sobre enfermedades mentales...», op. cit., pp. 348-353. El tratamiento y la evolución de Inés Echeverría se puede apreciar en sus Memorias, op. cit., pp. 29 en adelante. Martina Barros: op. cit., pp. 67-68. En Vergara Quiroz: op. cit., pp. 174-175. Francisco R. Undurraga V.: Recuerdo de ochenta años. ¡855-1943, Santiago. Imprenta El Imparcial, 1943, pp. 42-43. Martina Barros: op. cit., pp. 76. 77 y 302. Estos y otros casos de los Archivos Judiciales de Antofagasta y Arica, en Marcos Fernández Labbé: «Ansias de tumba y de la nada: Prácticas sociales del suicidio en el mundo pampi­ no. Chile, 1874-1948». en la obra colectiva Arriba quemando el sol. Estudios de Historia Social Chilena: Experiencias populares de trabajo, revuelta y autonomía (1830-1940), San­ tiago, Lom Ediciones. 2004. pp. 195-223. Juan Miquel: «Últimos momentos de la vida», AUCh, julio y agosto de 1856, pp. 237-240.

114 115 La noción de un enfermo paciente, es decir pasivo, prevalecerá hasta el siglo XX, cuando se transformará en agente de su propia mejoría, para lo cual, obviamente, deberá estar informa­ do de su real condición. Al respecto véase «La nueva relación clínica», la presentación que Jo­ sé Lázaro y Diego García hacen a la edición de El médico y el enfermo, de Pedro Laín Entralgo, publicada en Madrid por Triacastela el 2003.

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La pareja: comportamientos, afectos, sentimientos y pasiones René Salinas

Introducción La noche del 26 de octubre de 1853, en la pequeña localidad de La Florida, provincia de Concepción, fue asesinado el comerciante de la al­ dea don Lucas Mendoza. Las indagaciones policiales y judiciales ini­ ciadas en la mañana siguiente, apuntaron desde un comienzo a su esposa, doña Carmen Pino, como la principal autora del delito. Apresada, inte­ rrogada y sometida a proceso, terminó por confesar su participación en el homicidio identificando también a sus cómplices, los hermanos Ma­ ría y José Anacleto Matamata1. Lucas y Carmen se habían casado en 1843, ella con quince años y él con treinta y nueve. El matrimonio fue la unión de dos de las principales familias del lugar, la de don Justo Mendoza, uno de los hombres de negocios más importantes, y la de don Mariano Pino, subdelegado de la jurisdicción. Ambos patriarcas esta­ blecieron las condiciones del acuerdo matrimonial e hicieron los arre­ glos necesarios, a pesar de la resistencia que insinuó la joven esposa, cuyos temores fueron acallados por la voluntad paterna que, en estas ma­ terias, era decisiva. A juzgar por la confesión de doña Carmen, no sólo la diferencia de edad y la ausencia de lazos afectivos le alejaban de su esposo. También le acusó de embriagarse constantemente, de golpearla y de acosarla con celos. Así las cosas, las dificultades matrimoniales fueron conocidas pron­ tamente por la comunidad, lo que determinó que la impetuosa mujer lle­ vara sus quejas al Obispo de la diócesis demandando que se le concediera el «divorcio», logrando sólo que se le autorizara a permanecer seis me­ ses alejada del marido. Durante ese tiempo, don Lucas debía «mejorar su vicio» y enmendar sus comportamientos agresivos. Con todo, en medio de estas tormentosas relaciones la pareja tuvo tres hijas, nacidas en 1845, 1847 y 1850. Carmen prolongó la separación por más tiempo de lo autorizado, no obstante los esfuerzos hechos por su marido para retomar la conviven­ cia matrimonial asegurando que había abandonado el consumo excesi­

Pareja chilena no identificada de mediados del siglo XIX. Las alternativas de la existencia de miles de uniones anónimas, como la retratada en este daguerrotipo que se conserva en el Museo Histórico Nacional, conforman la historia de los afectos, sentimientos y pasiones del Chile del siglo XIX.

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vo de alcohol. Ella justificaba su rechazo en «el temor» que le producía su esposo, aunque luego terminó por reconocer que durante el tiempo de separación había iniciado una nueva relación afectiva y pasional con Laureano Carrasco, con quien declaró que «efectivamente tuve actos carnales algunas veces durante el tiempo en que estuve separada de mi marido»2. Lucas, quien siempre manifestó una encendida atracción por su jo­ ven mujer, acudió a la Iglesia para que le ayudara a restablecer la con­ vivencia, consiguiendo que el cura de la parroquia les juntara para reconciliarlos, pero Carmen se negó solicitando al Obispo le concediera un «divorcio perpetuo». Sin embargo, tanto la Iglesia como la autoridad civil —que en estas materias actuaban siempre de común acuerdo— aco­ gieron la solicitud del marido. Así, la orden del Obispo, del Goberna­ dor y del párroco obligó a Carmen a volver junto a su esposo no sin antes hacer público su rechazo diciendo: «si me obligan a juntarme con mi marido, y si sucede alguna desgracia, quién sabe sobre quién re­ cae»3. No fue raro, entonces, que la convivencia doméstica se hiciese difícil para la pareja. A Lucas no le faltaban antecedentes para hacer sentir su inquietud y sus celos, y Carmen no se cuidó de terminar sus nuevos afectos, viéndose a menudo con su amante en la casa familiar. Así las cosas, el desenlace final parecía anunciado, y tras negociar con sus cómplices, dieron muerte a Lucas Mendoza ahorcándolo con una cuerda. Este crimen conyugal, en absoluto excepcional si revisamos los ar­ chivos judiciales4, nos lleva a reflexionar sobre los comportamientos se­ xuales y conyugales en particular, y sobre los sentimientos y hábitos amorosos en general. Reconociendo las dificultades de intentar una «his­ toria de los sentimientos», a través de una diversidad de testimonios li­ terarios, judiciales, religiosos, etc., podemos intentar establecer, con más o menos precisión, la forma de amar y los modos de relacionarse de las personas en un momento dado, así como los cambios en el tiempo de esas conductas. Si hoy en día se acepta que muchos comportamientos (como el matrimonio) deben estar fundados en el amor, en tiempos no muy le­ janos ello parece haber sido diferente. Mucha gente se casaba por otros motivos, probablemente más importantes para ellos que ese particular sentimiento: intereses, sobrevivencia del grupo, reforzamiento del lina­ je, relaciones políticas, inserción en redes de protección y seguridad, etc. En esa «idea» de matrimonio, la elección de pareja dependía más de los vínculos de dependencia que ataban a los jóvenes con sus padres que de las pasiones amorosas. Los sentimientos experimentados por los esposos en el Chile tradi­ cional constituyen casi todo un misterio porque nos faltan testimonios para descubrirlos. Además de ser escasos, los pocos documentos que los contienen se refieren casi siempre a conflictos o disputas, y muy po­ co a éxitos o realizaciones plenas, por lo que su observación conlleva el riesgo de reducir la visión a los aspectos patológicos de las uniones legítimas. Tal es el caso de los testimonios contenidos en los archivos judiciales. En otros documentos, como los testamentos, suelen desli­ zarse, junto a sus distintas formalidades jurídicas, expresiones de sen­ timientos de afecto, cariño o amor entre la gente. Así sabemos que muchas personas dejaron constancia de su gratitud por las atenciones y favores que recibieron de sus cónyuges. Pero estos testimonios nos

LA pareja: comportamientos, afectos, sentimientos y pasiones

parecen insuficientes para inferir una coexistencia directa entre amor y matrimonio, aunque demuestren que muchas veces amor y afecto no estuvieron ausentes de la relación conyugal. A lo más probarían, en ge­ neral, que esas uniones resultaron satisfactorias porque, ¿de qué tipo de amor estamos hablando? Es ciertamente probable que esas alusiones afectivas correspondan a deferencia y respeto, a un sentimiento espiri­ tual más que pasional o romántico. Es ese sentimiento de adhesión y complicidad forjado en la intimidad de años de compañerismo y soli­ daridad. Incluso, como lo afirmáramos anteriormente, podría tratarse más bien de un tardío reconocimiento que mitigara la ausencia de afec­ to durante la vida en común5. Por otra parte, también hay que considerar que en la sociedad tradi­ cional hubo muy poco espacio para el despliegue libre y espontáneo de la afectividad. Ni el individuo ni el grupo estaban al margen de las dis­ posiciones regulatorias del «buen amor» emanadas del Estado y de la Iglesia Católica. Sólo esa forma de sentimiento «amoroso» estaba permi­ tida y, por ende, era legítimo. Otras manifestaciones pasionales o afectivas estaban claramente indicadas en los códigos legales y en las disposiciones eclesiásticas, siendo severamente reprimidas por los organismos encar­ gados tanto del Estado como de la Iglesia. Los controles políticos im­ puestos a los afectos no se relacionaban exclusivamente con la defensa de una determinada forma de ejercitar el «correcto amor». También se encontraba involucrada la estabilidad de la sociedad tradicional, ya que del respeto irrestricto a los dictados de la Iglesia Católica dependía el conjunto del orden patriarcal defendido por ésta6.

El amor de pareja Pero la poca frecuencia con que encontramos testimonios de emo­ ciones, sentimientos y conductas amorosas no significa que ellos no existieran, sino más bien que se exteriorizaban de un modo diferente. Según la Iglesia Católica, una unión afectiva sólo podía existir si era avalada y supervisada por ella. En consecuencia, el amor de pareja úni­ camente podía realizarse dentro de la institución matrimonial, lo que transformaba al amor en el origen de la familia, célula primordial de la sociedad. Así se habrían ritualizado e institucionalizado las relaciones de pareja. Además, las relaciones afectivas al interior del matrimonio eran validadas en función de un objetivo último: la perpetuación de la especie. Sin embargo, las formalidades que reglamentaban las relaciones afec­ tivas fueron más un conjunto de expectativas oficiales que una realidad, ya que, aunque fuese soterradamente, hombres y mujeres intentaron desa­ rrollar el libre juego de los afectos, favorecidos por un conjunto de con­ diciones materiales y de factores subjetivos que dieron origen a un variado tipo de «relaciones alternativas». Los testimonios disponibles nos permiten precisar con detalle los es­ pacios que acogen el ejercicio de los afectos. El contorno de la aldea, sus inmediaciones o sus ambientes más sórdidos y oscuros, fueron los ámbitos privilegiados para los encuentros fortuitos y para las manifes­ taciones de afectividad ilícita. Por su parte, la vastedad y amplitud del espacio rural, que hacían más difícil el control social, favorecían las

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uniones prohibidas y la vida desarreglada . En general, estos espacios fueron recorridos por mujeres que por tradición cumplían funciones la­ borales fuera de casa, encontrando allí una cierta libertad para sus pri­ meros contactos con hombres, aunque quedaban expuestas a todo tipo de agresiones sexuales8. También la casa, familiar o patronal, tuvo espacios privilegiados pa­ ra el ejercicio de los afectos. La cocina se convirtió en el ámbito inicial de ejecución del cortejo, especialmente en invierno, cuando favorecía el desarrollo de una sociabilidad cotidiana articulada en torno al fuego, y en el período estival, ramadas, corredores y huertas la reemplazaban. En cambio, en las zonas más urbanizadas, las ventanas ponían en con­ tacto a los sujetos de la casa con los transeúntes de las calles. En todos estos ámbitos se generaban comunicaciones, se realizaban aproxima­ ciones, se entrecruzaban las miradas y se efectuaban los primeros co­ queteos9. Los hombres y mujeres del pasado encontraron siempre el espacio apropiado para desplegar sus afectos sin quedar sometidos a la vigilan­ cia de los otros. Montes, ríos y caminos rurales se prestaron adecuada­ mente para consumar encuentros amorosos, mientras que las aldeas, las cañadas, los terrenos baldíos y los sitios sin urbanización acogieron los amores furtivos. En todo caso, el ámbito por excelencia que acogió las expresiones amorosas de la gente fue el hogar, tanto las incubadas bajo el auspicio de la vida en común como las resultantes de «amores impacientes», hechos de uniones pasajeras y ocasionales10. Como muchas parejas se constituían más a partir de preferencias fa­ miliares que personales, era más elevado el riesgo de que la elección no garantizara ni amor ni felicidad. Esto llevó a que, en la práctica, se bus­ case con frecuencia el amor fuera del matrimonio, especialmente en las familias de la élite, favoreciendo con ello conductas transgresoras del «buen amor» (trastornos familiares, infidelidad, ilegitimidad, etc.). El ge­ neralizado ambiente de conflictividad familiar ayudó al desencadena­ miento de pasiones contenidas —aspecto del que nos ocuparemos más adelante— y acentuó las dificultades en las relaciones de la gente, per­ manentemente expuesta a frustraciones. Como la institución matrimonial estaba destinada a la procreación y a la preservación de los intereses fa­ miliares, tuvo un espacio muy restringido para el desarrollo del amor y del sexo. Especialmente este último fue enmarcado en un estrecho espa­ cio de contradicciones, lo que favoreció la existencia de hombres insa­ tisfechos que buscaron paliativos fuera del matrimonio, favorecidos por el fácil acceso a una servidumbre numerosa a la que siempre se podía abordar en espacios desiertos, oscuros o promiscuos. Las relaciones de dependencia y de poder que ligaban a los trabajadores con el patriarca eran aprovechadas por éste para crear uniones que podían transformarse en estables y ser incorporadas al hogar y la familia como otro compo­ nente más. Los afectos amorosos, y muy especialmente la práctica de la sexua­ lidad, debían ejercerse de un modo «lícito», esto es, dentro del matrimo­ nio santificado por la Iglesia. Pero la vida cotidiana daba paso a menudo a su ejercicio libre, adquiriendo así la condición de relación ilícita y sus practicantes convertidos en enemigos del Estado y de la fe. Pero la gen­ te difícilmente podía separar el sentimiento amoroso de la identificación

LA pareja: comportamientos , afectos, sentimientos y pasiones

sexual de la persona amada. Así, amor y sexo fueron considerados como una sola manifestación que, en razón de la gratificación que otorgaba, justificaba transgredir las disposiciones oficiales. Al estudiar las características de la sociedad tradicional nos sorpren­ de la frecuencia de las uniones libres, teniendo en cuenta la gran in­ fluencia social de ios dictados de la Iglesia y la estrecha vigilancia que ejercían el Estado y la comunidad sobre la pareja. Además, ello ocurría en todos los grupos étnicos y sociales. Por ejemplo, muchas parejas rom­ pieron las barreras inhibitorias de la sexualidad prematrimonial deján­ dose llevar por impulsos emotivos amorosos, pasionales o lujuriosos, aunque luego algunas mujeres argumentaran que fueron engañadas «ba­ jo palabra de casamiento». Entre los rasgos distintivos de la afectividad amorosa en la sociedad tradicional está su marcada dependencia con las condiciones materiales que la articulaban. Al parecer, se dio una estrecha relación entre las con­ diciones de vida de las personas y el desarrollo de su capacidad de amar, de tal modo que mientras en la élite el interés de las familias primó so­ bre la opción amorosa de los hijos, entre los pobres fue la miseria el ori­ gen y acicate de muchos desamores. Por ejemplo, para las mujeres el haber nacido, crecido y vivido en un medio marginal incidió significati­ vamente en la propensión a transgredir las disposiciones del matrimonio cristiano. Como lo señaláramos antes, la casa fue el ámbito básico que generó y acogió la expresión de los afectos. En la sociedad tradicional, la casa cumplió múltiples funciones. Por una parte, operó como residencia y ám­ bito de existencia del grupo corresidente, pero también fue el eje articulador de la economía familiar, de las redes de afecto y de los conflictos internos. La casa fue conquistando muy lentamente mayores espacios de intimidad, y en la misma medida que la vida comunitaria se fue hacien­ do menos cohesionada, se puede observar que los distintos estratos so­ ciales desarrollaron tendencias al resguardo de los aspectos afectivos. La casa como espacio físico y social fue, también, muchas casas. Fue la ca­ sa de la familia habitada por el matrimonio, el lugar de convivencia de un hombre y una mujer acompañados por sus hijos y parientes y a veces algunos trabajadores domésticos, etc. La casa se convirtió en un reflejo de las expresiones afectivas producidas por la articulación cultural de es­ tos grupos humanos. Si sólo prestamos atención a las expresiones afectivas, la casa fue su espacio físico básico, muchas veces abierto y cerrado a «los otros». Su conformación nuclear no estricta derivó en una participación bastante abierta de una gran cantidad de sujetos en torno a residencias elitarias y del bajo pueblo, a la vez que procura cerrarse a la tutela externa en cier­ tos momentos y a propósito de experiencias de la vitalidad más íntima de la pareja. La casa es, primordialmente, la habitación de la pareja. En ella ésta adquiere una privacidad que le permite ocultarse de los demás. La casa da pábulo, ante todo, a la consumación de un estatus de pareja matrimonial, y dentro de ella transcurrirá la «vida familiar»11. No obstante lo anterior, el mundo urbano de la aldea del siglo XIX poseía rasgos distintivos. Muchas de sus viviendas —casas, ranchos y cuartos— se insertaban en un determinado barrio o vecindad en los cua­ les se compartían callejones, patios y solares. Esta situación facilitaba la construcción de redes colectivas de solidaridad y fraternidad, pero, al mis-

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El matrimonio de Wilhem Manns y Ana Benderoth de Manns en Valdivia el año 1883. En Margarita Alavarado y Mariana Matthews, Los pioneros Valck. Un siglo de fotografía en el sur de Chile, Santiago, Pehuén Editores, 2005.

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mo tiempo, contribuía al desarrollo de relaciones de competencia —per­ sonales, económicas, etc.— que exponían a las personas a roces cotidia­ nos y, con ello, a la agresión verbal o de hecho que generalmente hería el honor personal o familiar. En este contexto, las residencias, especial­ mente los hogares populares, carecían de intimidad debido, entre otros factores, a la estrechez del espacio, a la ausencia de puertas que aislaran los cuartos interiores, a la existencia de ranuras y boquetes y a las separa­ ciones de los espacios interiores con delgados tabiques. Con ello, la vida íntima de la familia pasaba a convertirse en un fenómeno de conocimien­ to público, respecto del cual la sociedad y sus instituciones tenían mu­ cho que decir.

Las relaciones interpersonales Al estudiar las formas de interrelacionarse de los individuos llama la atención el hecho de que la agresividad, y muchas veces la violencia, apa­ rece en el centro de sus relaciones. Las conductas agresivas y violentas constituyen un comportamiento habitual de la existencia, que es admiti­ da y tolerada por el cuerpo social como normal, al menos hasta un lími­ te muy difuso. La sociedad da la impresión de estar siempre en conflicto, tanto en el espacio público (conflictos de interés) como en el privado (re­ laciones intrafamiliares agresivas). En el primer caso, los conflictos de­ rivan del dominio de bienes, préstamos o pactos incumplidos. En el segundo, en las desavenencias entre esposos y, aunque en menor medi­ da, entre padres e hijos. Muchos de estos dramas familiares se explica­ rían por la exasperación que se produce entre gente que vive en un círculo estrecho, sin medios de evasión. Al observar las conductas agresivas y violentas, advertimos que muchas de ellas se precipitan sin motivos o causas claras: el estado de embriaguez, alguna ofensa menor al «honor» o a la masculinidad, una sospecha de engaño o adulterio, deudas de di­ nero o de confianza, pueden desencadenarla. Muy a menudo, los con­ flictos que oponen a la gente terminan en hechos violentos, aunque éstos vayan en un orden gradual de intensidad desde la injuria al homicidio, pasando por la amenaza y los golpes. La violencia física es cotidiana y omnipresente y forma parte de las relaciones habituales en el hogar y en la comunidad. En los testimonios podemos también distinguir los diferentes crite­ rios que nos permiten reconocer la violencia social. En función de ello, se puede establecer que, habitualmente, los sectores populares resuelven sus conflictos con golpes de mano o con sus útiles de trabajo y algo me­ nos con armas, sobre todo de fuego. Que las relaciones interpersonales en el ámbito comunitario carecen de formas espontáneas de afecto y se expresan, fundamentalmente, a través de conductas agresivas, podría tener un mínimo grado de «nor­ malidad». Pero ésta parece ser la norma también en las relaciones in­ trafamiliares, las que debían fundarse naturalmente en el afecto y la ternura. La violencia intrafamiliar domina parte importante de la cotidianeidad en los hogares en conflicto. Así, el abandono del hogar por parte de Isidora, para mantener una relación adúltera con un funciona­ rio de ferrocarriles en San Bernardo, le significó una seria confrontación con su esposo, que conmovió incluso a los sirvientes. La nodriza decía-

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ró lo siguiente: «Sentí que (la Señora) altercó con el patrón por su sali­ da, pero ella decía que nada le importaba su marido, que ya sabía lo que debía hacer con él. Hace como quince días que la Señora salió y no vol­ vió en tres días y preguntando qué decía su marido los sirvientes le di­ jimos que estaba muy enojado. Entonces la Señora tomó un cuchillo y se puso a afilarlo en las bases de los pilares del corredor, poniéndoselo enseguida en la falda. Poco después llegó el patrón y le dijo que se fue­ ra, que aquella no era su casa puesto que se había quedado fuera. Ella, botando el cuchillo en un descuido, respondió que estaba en su casa y siguieron altercando»12. Una forma particular de desacuerdo intrafamiliar es el «conflicto con­ yugal», cuyas razones exigen un análisis profundo del tipo de relación que se da en la pareja, así como del modelo matrimonial13. Casi siempre, en los casos en que el desenlace del conflicto es la muerte de uno de los cónyuges, previamente hubo una conducta de infidelidad o una actitud descontrolada causada por los celos. Es cierto que no todos los conflictos de este tipo tuvieron ese desenlace, pero no lo es menos que éste estuvo siempre presente como alternativa de resolución de la pugna afectiva. Así se desprende del testimonio, entre muchos otros, de José Riveros, quien al denunciar el adulterio de su mujer estableció que el amante le «robó» su esposa en tres oportunidades, y que en la segunda: «(...) llegó Suárez con un puñal en las manos y agarrándome me insultó y amenazó a mi mujer diciéndole que si no le seguía la mataba y ésta así lo hizo. La ter­ cera vez la sacó de mi casa por medio de un tal Narciso Villanueva por lo que ahora pienso que mi esposa ha ido gustosa todas las veces para co­ meter adulterio»14. Las causas judiciales relativas a «malos tratos» evidencian que es­ ta es una conducta que afecta tanto a las familias constituidas en el mar­ co de) enlace conyugal como en el consensuado libremente. Este es el caso de Pilar Segura, agredida en su casa con «golpe de manos en las narices» por su amante Ascensión González. En este caso, como en mu­ chos otros, la agresión deviene de la sospecha de González respecto de la fidelidad de su amante, a la cual supone engañándolo con un antiguo conviviente. Al ser interrogado por las autoridades declaró: «Como a las once de la noche de aquél día [27 de agosto de 1842], por la amis­ tad que tenía con Pilar Segura llegué a su casa que estaba oscura y aquella al momento trató de salir para afuera y vi que estaba en su ca­ ma José García de quien me habían contado trataba a un mismo tiem­ po con dicha Segura por lo que salí para afuera y tomándola de los cabellos le comencé a dar golpes en la cabeza con el cabo de una na­ vaja pequeña y aquella por resguardarse poniendo las manos se debió cortar porque la navaja estaba abierta y luego se retiró, yendo a dicha casa un poco divertido de licor...»15. Confrontado por la situación, el juez determinó sancionar la agresión de González con ocho meses de prisión, pero también se preocupó de re­ convenir la conducta disipada de Pilar, a quien consideró el detonante de los acontecimientos. Las manifestaciones de rebeldía o desacato femenino frente a sus pa­ rejas se convierten, a su vez, en una causal importante a la hora de reco­ nocer las situaciones de violencia familiar. En el caso del labrador de Los Andes Basilio Huerta, se estableció que éste agredió a su esposa, María Gaete, con golpes de mano: «... como reacción a los insultos, difama­

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ciones y agresiones de que fue objeto por parte de la esposa. La acusa, además, de sustraerle periódicamente dinero, y de vender algunas mer­ caderías de su propiedad (trigo y harina) sin su autorización; y de tener que cancelar algunos hurtos cometidos por ella»16. De acuerdo con los dichos de la Gaete, su insubordinación habría con­ sistido en gritarle a Huerta que era un viejo sinvergüenza y flojo. Frente a lo cual, su esposo habría reaccionado airadamente y llamándole gran puta ladrona. La réplica de la Gaete no se hizo esperar y le manifestó que era un viejo hijo de una gran puta, borracho, cochino. El juego de in­ sultos precipitó en este caso la agresión. Basilio salió fuera de la vivien­ da, tomó una piedra, la envolvió en un pañuelo y comenzó a golpearla en todo el cuerpo. El juez de Los Andes, José María Bari, procedió a con­ denar a Huerta a 20 días de prisión y amonestó a María Gaete por el tra­ to injurioso que dio a su esposo17. Por su parte, el zapatero Julián Miranda agredió a su esposa, María Quesada, porque ésta comenzó a incomodarlo dándole celos. Miranda señaló que le solicitó que le sirviese la cena y como ésta se negase, él se fue a prepararla. Entonces botó la olla su esposa y le dio un puñete. Al instante le dio un puñete y la mujer lo agarró rompiéndole la camisa. El confesante trataba de contenerla dándole de empujones y bofetadas por­ que ella le acometía18. La participación de la comunidad y de las fuer­ zas de seguridad local queda de manifiesto al observar los dichos del vecino Eloy Navarro, quien declaró: «... el martes en la noche, quince del corriente, yendo el declarante para su casa, sintió mucha bulla en el cuar­ to de Julián Miranda y habiendo entrado a cerciorarse de lo que pasaba, halló a Miranda que estaba peleando con su mujer, arrastrándola y pe­ gándole. El exponente trató de contenerlo, pero Miranda insistía en pe­ garle a la mujer, hasta que llegó casi al momento la madre de Miranda y le ayudó a contenerlo... que al rato de haber sucedido esto llegó un sere­ no y acompañado de su cabo le condujeron a la cárcel. Que Miranda le da muy maltrato a su mujer pegándole continuamente y que en la noche del pleito oyó decir que se le había descompuesto un brazo que tenía que­ brado anteriormente...»19. El informe del médico encargado de constatar las heridas de la afec­ tada nos permite identificar las características de las lesiones que sufrían las víctimas de la agresión «puertas adentro», en el contexto del conflic­ to conyugal. Al respecto, el médico señaló que María se quejaba de un dolor agudo en la parte anterior y posterior del costado derecho del pe­ cho; que presentaba una tumefacción en el lugar del dolor, que la región derecha del hígado está sensible al tacto y que el pulso era débil. De acuerdo con este diagnóstico, el médico concluía: «... la referida Quesa­ da ha sido golpeada con las manos y no con instrumento más sólido; que semejante contusión ha sido la causa ocasional del estado morboso en que se encuentra y, en conclusión, que aunque la contusión parece haber sido leve, puede tener malas consecuencias, atendiendo la nobleza de los órganos afectos si no se cura oportunamente la irritación que se ha de­ sarrollado en ellos...»20. En esta oportunidad el juez de la causa, Juan Francisco Fuenzalida, condenó a Julián Miranda a 15 días de presidio urbano, contados des­ de el día que entró a la cárcel, apercibiéndolo que si en lo sucesivo vuel­ ve a cometer esta clase de falta se tomarán otras providencias más serias21.

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A lo menos tres generaciones de la familia Caballero Iturriaga se aprecian en esta fotografía tomada en Santiago en 1890. Colección Museo Histórico Nacional.

Como ya hemos señalado, las circunstancias en las cuales las agre­ siones físicas sobre las parejas desembocan en la muerte de uno de ellos no fueron una excepción. En la irreflexión de la ingesta etílica o en el desborde de la pasión celosa, el varón no mide su fortaleza física ni la capacidad destructiva de los instrumentos que porta habitualmente y que se convierten en armas mortales en el momento de la agresión. En 1830, Pedro José Figueroa, labrador de veinticuatro años, en un arran­ que de pasión que no supo explicar a las autoridades de San Felipe, de­ golló a su esposa. Mercedes Bega. la que se encontraba embarazada de seis meses: «Preguntado que motivo tuvo para haberla muerto? Res­ ponde: que no tuvo motivo alguno, que fue una tentación diabólica. Pre­ guntado con que instrumento la mató? Responde: que con una navaja... porqué fue de tan mal corazón con una pobre mujer? Responde: que porque le convendría»22. Frente a este brutal homicidio, el fiscal de la causa, Fernando Origoytía, pidió como condena para el reo la pena de seis años de destierro a la isla de Juan Fernández, destinado a trabajar en obras públicas23. Por su parte, el peón de faenas ferroviarias Lucas Muñoz asesinó a su esposa, Carmen Cáceres —en su residencia ubicada en un conventillo del centro de Santiago —, golpeándola violentamente con una pala. El golpe le hundió los huesos del cráneo en la masa cerebral, provocándole una muerte horrenda. Los soldados de la guardia municipal que llegaron al lugar del homicidio, lo hicieron siguiendo «el aviso de algunos paisa­ nos» A® que pone de manifiesto el papel vigilante que desempeñó la co­ munidad en circunstancias de este tipo. Fueron también algunos vecinos del sector los que iniciaron la persecución del agresor, que posteriormente desembocó en su captura24. El conflicto conyugal, en este caso, se arrastraba desde hacía seis meses. En esa oportunidad. Carmen y Lucas se habían separado debi­ do, precisamente, al trato violento que le daba él a su esposa. Por esa razón. Carmen se había replegado a vivir al cuarto que habitaba una de sus hermanas en las proximidades de la calle San Francisco. Hasta ese lugar llegó Lucas la tarde del 19 de julio, y tras pedirle que regresara a

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vivir con él, y ante la negativa de ésta, procedió a agredirla con la pa­ la. Frente a este crimen, la justicia actuó con celeridad y dureza. El 20 de agosto, la Corte de Apelaciones de Santiago, en fallo de segunda ins­ tancia, condenó a Lucas Muñoz a la pena de muerte, la que debía veri­ ficarse el 25 del mismo mes. Pero 24 horas antes de la ejecución, la pena le fue conmutada mediante indulto presidencial por una condena a cadena perpetua25. En otro caso, la muerte de la viuda Rosario Escobar, no fue posible identificar plenamente al autor del homicidio. Pese a ello, las sospechas de la justicia recayeron sobre el conviviente de la occisa, José Contreras, y sobre su anterior pareja, Abelino Huerta. Rosario tenía, al momento de su muerte, treinta y cinco años, era viuda y con cinco hijos, ninguno de los cuales vivía con ella, ya que se desempeñaban en diferentes oficios de servicio. La viuda vivía en el pasaje «de Victoriano», cerca de la ca­ lle Escandía —Inspección del Arenal, barrio norte de Santiago—, en el conventillo del rentista Agustín Riveros. En ese lugar compartía un cuar­ to con el peón de minas José Contreras, de cuarenta y cuatro años y tam­ bién viudo. Allí se encontraba Rosario la tarde del 2 de agosto, fecha en la cual su pareja, tras una violenta discusión, habría procedido a dego­ llarla con el cuchillo que portaba26. Las sospechas de la justicia recayeron sobre Contreras, pese a sus reiteradas negativas para reconocer el crimen, porque tanto los testimo­ nios de los hijos de la occisa como aquellos que entregaron los vecinos del conventillo daban fe de los malos tratos que el sujeto infligía a su conviviente. Pero también resultó sospechoso el antiguo conviviente de Rosario, Abelino Huerta, de quien se creía que, en un arranque de celos motivados por el abandono de que fue objeto, habría asesinado a su ex pareja. Nuevamente los celos y el estado de ebriedad, el hacinamiento y la sordidez, se convierten en la atmósfera regular que rodea la extre­ ma violencia intrafamiliar con el trágico desenlace de la muerte de la agredida27. Al cerrarse el siglo XIX, en la ciudad-puerto de Valparaíso, el co­ merciante Enrique Jiménez, de treinta años, asesinó de una certera pu­ ñalada en el pecho a su esposa, Mercedes Cueto, de veintiocho años. Enrique y Mercedes se encontraban separados desde hacía varios meses, debido a los malos tratos y al abandono del hogar que hacía el esposo. Mercedes se había ido a vivir a casa de su madre, en la calle Cumming, a pocas cuadras del centro de la ciudad, lugar en que fue asesinada. Tras el crimen, el agresor fue detenido por la guardia municipal, que había si­ do alertada por los vecinos del sector28. Inquirido el reo por las razones que tuvo para asesinar a su esposa, se limitó a señalar que se encontraba ebrio y que no recordaba nada de lo ocurrido y, con lágrimas en los ojos, manifestó que «la quería mucho». En declaraciones posteriores argumentó que se encontraba celoso porque su mujer vivía sola en una habitación de la planta baja del departamento de calle Cumming y porque, además, ésta se había negado a tener relacio­ nes sexuales con él. Por último, terminó argumentando patéticamente que su estado mental se encontraba perturbado, intentando dar a entender que había cometido el crimen en un estado de locura. En todo caso, sus ar­ gumentos no fueron eximentes y se le condenó a muerte en primera y se­ gunda instancia, pena de la que se salvó gracias al indulto presidencial, que le conmutó la ejecución por presidio perpetuo29.

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De acuerdo con las sentencias, estos agresores fueron castigados con penas heterogéneas. Relativamente benignas para los maltratadores, pe­ ro muy duras para los uxoricidas. En el caso de los malos tratos, la ad­ vertencia era un complemento normal de la sentencia y podía llegar incluso a las propias víctimas, especialmente cuando ésta había preci­ pitado —con su conducta insolente— la agresión del victimario. Situa­ ción diferente fue la de los reos cuyas agresiones terminaron con la muerte de la agredida. Considerados como actos criminales, estas ac­ ciones fueron juzgadas con mucho rigor, aunque no siempre se diera con el verdadero culpable. Esta expresión de violencia doméstica, asociable a lo que hoy cono­ cemos como «crimen pasional», debe entenderse también desde otra pers­ pectiva. Para la mentalidad de la sociedad tradicional, matar al marido era mucho más que un simple asesinato. Era un rechazo consciente del orden establecido, en el que la esposa estaba obligada a obedecer al ma­ rido sin poner en duda la legitimidad de ese poder. También se conside­ raba como un atentado al sacramento del matrimonio —consagrado por la religión —, que era la base de la sociedad. Por lo tanto, matar al mari­ do era debilitar las bases de la sociedad. Muchas veces, las causas que motivaban estos «actos pasionales» pueden parecer irracionales. La ebriedad está presente en algunos y en otros las reacciones impulsivas descontroladas. Pero las causas más evi­ dentes son racionales, e incluso a veces previsibles, como cuando la situa­ ción comienza a hacerse insoportable para uno de los cónyuges, agravada por conductas extremas como el castigo a los hijos, que afecta mucho a las madres. También podía ser una respuesta de la mujer a las agresiones furiosas de su marido y, sin duda, las más frecuentes fueron los celos y el conocimiento de una conducta ilícita. Desde un punto de vista general, la violencia social superó la capaci­ dad del Estado para imponer orden. La beligerancia de las comunidades tradicionales no pudo ser contrarrestada ni por la legislación, ni por la prédica moral, ni por los cuerpos cívicos. Así. para muchas personas, la violencia cotidiana se convirtió en una forma normal de sociabilidad o, a lo sumo, en un simple desliz de esa sociabilidad, totalmente admisible si no sobrepasaba cierto límite. En ese contexto, la violencia intrafamiliar formó parte de los comportamientos considerados como normales en la conducta del marido y del padre. El rigor paterno fue concebido, enton­ ces, como una prueba de amor y una necesidad pedagógica, y su ausencia, como una debilidad perjudicial para el niño y las madres. Esto explicaría por qué la violencia intrafamiliar sólo fue objeto de un procedimiento ju­ dicial cuando se hizo «excesiva» (heridas o muerte de la esposa) o «anor­ mal» (cuando la ejerció la mujer sobre el hombre). El conflicto intrafamiliar se ventilaba poco fuera del hogar, sea porque no alcanzaba un nivel de «desagrado» lo suficientemente intenso para hacerlo o porque la moral aconsejaba no llevar al marido o a la mujer ante los tribunales (acto consi­ derado como «escandaloso»). Las dificultades conyugales debían arre­ glarse dentro del hogar, a lo más con la intervención conciliadora de un tercero, como por ejemplo el cura. Desde otro punto de vista, la violencia cotidiana parece haber sido tan admitida en la esfera pública como lo era en el mundo doméstico, y sólo se recurría excepcionalmente a la justicia para arreglar los asuntos criminales. No así los asuntos civiles. La gente tendía a arreglar los con­

Pareja en Valdivia el año 1890. La fotografía nada muestra de las pasiones que agitaban a los individuos retratados.

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flictos violentos más espontáneamente, directamente entre ellos, sin la intervención de un agente externo. Por mucho tiempo, esta sociedad se desarrolló entre dos fuerzas: por un lado, un cuerpo social habituado a absorber y resolver sus tensiones por sí mismo, y por otro, un ordena­ miento social administrado desde arriba que trataba de impregnar y nor­ malizar al cuerpo social a través del Estado y de la justicia. La impunidad de que parecen haber gozado la mayoría de los violentos testimoniaría la distancia que hubo entre una fuerza y otra30.

Experiencia afectiva y discurso amoroso Si aceptamos que los sentimientos son hechos «naturales» que se ex­ presan culturalmente, los mecanismos que sustentan y expresan los com­ portamientos sentimentales no han permanecido invariables a través del tiempo. Se ha sostenido que el amor obedece a roles, a modelos cultura­ les encarnados en actitudes que son al mismo tiempo signos. Así, gestos y comportamientos serían los índices más seguros del amor31. A este res­ pecto, la sociedad tradicional parece haber privilegiado más el gesto que el sentimiento en sí, como queda reflejado en el ejemplo de la petición de matrimonio a una mujer a su familia, ritual que aseguraba más éxito que la total seducción de la elegida32. La importancia de gestos, ritos y simulacros debe entenderse en el contexto general en que se desenvuelven las interrelaciones sociales, manifestaciones de conductas culturales en

Matrimonio santiaguino no identificado fotografiado el año 1855. El gesto de tomarse las manos, poco frecuente en este tipo de representaciones, puede ser reflejo del cariño que se profesaban. Museo Histórico Nacional.

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las que pareciera que el sentimiento no puede traducirse de otro modo que no sea el gesto. No obstante lo anterior, en algún momento se pasa de la primacía del gesto a la del sentimiento. ¿Cuándo? ¿Cómo se materializa esa expe­ riencia afectiva? ¿Cómo se plasma el discurso amoroso? La relación de pareja, especialmente la que conduce a un fin matrimonial, es el marco básico para la observación de los comportamientos afectivos. Y entre los testimonios documentales para ello, las cartas que se intercambian son una fuente privilegiada para su conocimiento, mejor que los discursos li­ terarios, moralizadores y religiosos, que sólo permiten conocer las repre­ sentaciones sociales33. Así, se ha sostenido que en Chile, ya a mediados del siglo XIX, el epistolario de la élite testimoniaría claras manifesta­ ciones de sentimientos amorosos identificables con el «amor romántico» propio de la modernidad. «Desde el último tercio del siglo XIX... apre­ ciamos una creciente insistencia en la pareja conyugal, una religiosidad atenuada y una mayor formalidad en el trato, más burguesa, así como una vida cotidiana preocupada de la política, la moda o el teatro, actividades ciertamente más urbanas que agrarias», concluye un historiador, comen­ tando una excepcional recopilación de cartas femeninas de la élite34. Sin duda, a lo largo de la segunda mitad del siglo XIX las mujeres fueron «li­ berándose» de la tutela paterna en la elección de la pareja y establecien­ do relaciones que, en muchos casos, se fundaron en afectos y sentimientos propios del amor romántico. Pero también es cierto que muchas otras siguieron respetando el viejo privilegio patriarcal. Identificar con exactitud cronológica estos cambios es inoficioso en la medida en que corresponden a conductas y comportamientos que evolucionan muy len­ tamente, y que conviven por largo tiempo. Al parecer, ya a fines del si­ glo XVIII, y con más certeza a comienzos del XIX, algunos esposos intercambiaban cartas con expresiones directas de cariño, efusivas y es­ pontáneas'6, y hay más de un ejemplo evocador de «esposos que se casa­ ron enamorados y que, con los altibajos normales, se quisieron a lo largo de su vida matrimonial»37. Una juiciosa, sugerente y atinada síntesis so­ bre esto se puede encontrar en el reciente estudio de Manuel Vicuña, cu­ ya conclusión es que «más importante que saber si el amor está presente o no en el corazón de los novios, y cuál es su peso real en los enlaces ma­ trimoniales, es reconocer ese cambio en la sensibilidad, propio de la cul­ tura moderna...»38. Como ya hemos señalado, los intercambios epistolares constituyen una fuente excepcional para acceder al complejo mundo del discurso amoroso. A los estudios ya citados que emplean estos testimonios —pre­ ferentemente representativos de los sectores elitarios de la sociedadquisiéramos agregar algunas conclusiones extraídas a partir de un con­ junto de cartas escritas con diversos motivos por algunas parejas «no elitarias», o personas vinculadas a ellas39. La perspectiva escogida en función de estas fuentes es, por lo tanto, aquella identificable con las comunica­ ciones internas, afectivas o amorosas desarrolladas por parejas, jóvenes o adultas, en etapa de noviazgo, constituidas en matrimonio o en proce­ so de separación. Se trata, en consecuencia, de un conjunto de comuni­ caciones pertenecientes al ámbito privado, y su valor fundamental está dado por la riqueza de los discursos amorosos construidos por las perso­ nas que son parte de la comunicación epistolar. Así, resultan numerosas las referencias a las circunstancias sociales que rodean a la constitución

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de pareja, sus etapas y modalidades, los espacios físicos, y las valora­ ciones que los terceros, las instituciones y la comunidad tienen de estas vivencias. Estas cartas nos permiten identificar los sentimientos envueltos en las relaciones y el grado de profundidad que éstos alcanzan, constitu­ yéndose en un vehículo privilegiado para enterarnos de aquellos conte­ nidos más íntimos de la comunicación. En fin, son un espacio único de encuentro, muchas veces secreto, en el que los sujetos escapan del ase­ dio público, moral e institucional. Por otra parte, el análisis de este tipo de testimonio —comunicacio­ nes epistolares de parejas residentes en las zonas urbanas centrales, co­ mo Valparaíso y Santiago, o más propiamente provinciales, como Talca o Los Andes, durante el siglo XIX— nos permite medir la transición «tra­ dición-modernidad» a partir de un examen del grado de desarrollo alcan­ zado por la interioridad en las «relaciones de pareja». Para ello importa explorar la dimensión que adquiere el sentimiento amoroso, como una cuestión que se resuelve en el interior de las personas, y su significación como cambio sustantivo en la configuración de la mentalidad. De este modo, la presencia de afecto, de sentimiento como dimensiones de la ex­ periencia privada de hombres y mujeres, más allá de las presiones mora­ les o sociales, permitiría establecer un punto de partida para la constitución de una nueva mentalidad o sensibilidad histórica de los sujetos, en el con­ texto de los cambios o mutaciones que experimenta la estructura familiar «no elitaria». Un examen de las palabras utilizadas por las parejas en su comuni­ cación nos da cuenta de un particular discurso amoroso, propio del si­ glo XIX. No se trataría ni de un ideal romántico propiamente burgués, ni de una idealización estricta del amor cristiano, ni menos de una autoconsciencia del desarrollo pleno de la interioridad individual. Al pa­ recer, se trataría más bien de una experiencia inicial, tenue, cargada de temores, que apuntando a un «individualismo afectivo» criollo, posee una fuerte ambigüedad. Se percibe un discurso amoroso en plena bús­ queda de sus contenidos, reflejo de una multitud de factores de la es­ tructura que impactan las dimensiones históricas de la interioridad de los sujetos. ¿Cuál es el núcleo de estos nuevos sentimientos? Aquí se abre un aba­ nico de posibilidades: el sometimiento a las normas cristianas de la ins­ titución matrimonial; el acatamiento sumiso a los preceptos sociales de la patria potestad (la autoridad de los padres); la pasión biológica, re­ productiva y sexuada dirigida a un objeto; la consagración de un ideal ro­ mántico que expresa las ilusiones individualistas del «amor burgués»; la consumación de un interés (patriarcal) cualquiera; la realización de una necesidad interior propia de una tensión afectiva original. Para orientar mejor nuestras sugerencias intentaremos evaluar el con­ tenido de algunas cartas.

Las cartas como «espacio privado» Un aspecto sumamente valioso de estas fuentes es el hecho de que por su naturaleza las cartas resultan ser un espacio de comunicación, par­ ticularmente íntimo, cargado de expresiones afectivas. Es característico el reconocimiento de este aspecto por los propios sujetos:

LA pareja: comportamientos, afectos, sentimientos y pasiones

«... que es tanto el regocijo que experimento con escribirte, que ni de mis tormentos me acuerdo y, sobre todo, que me alucina la idea que es­ toy hablando contigo, y por tanto no quisiera dejar la pluma de la mano, y si la dejo no es por cansarme y tampoco porque no hallé que hablarte, no, nada de eso, si lo hago es porque lo más pronto posible marchen a tu presencia, y sepas... todo lo que pasa por este corazón amante y también porque me presumo que concluyendo pronto se precipita más la salida de la mía hacia ti...» . La comunicación de las cartas puede adquirir un significado particular en la construcción de la propia relación afectiva cuando las condiciones no permiten un encuentro físico en espacios concretos, reemplazándose por el encuentro epistolar. Así lo define el mismo hombre que escribe a su amante en Chillán, a mediados del siglo XIX: «... yo acepto tal convenio, pero si tu también lo observas, pues en tal caso nos consideramos como dos amantes que se conforman con escri­ birse, ya que por ningún pretexto pueden verse, por haber una prolija vi­ gilancia en el cuidado nuestro, y el único medio que nos queda, no es otro sino que esperar un tiempo más oportuno y que este infaliblemente debe llegar»41. Otro amante, al despedirse, lo ratifica aun más directamente: «(Y) no te escribo más porque no tengo más tiempo y mucho que de­ cirte, pero será hasta que la suerte nos sea más propicia, hoy te mando la otra carta para que veas que desearía hablar contigo aunque sea por es­ crito, ya que la desgracia nos permite que estemos separados, pero las cartas podrán de algún modo suplir las faltas de palabras...»42. Como lo señalan estos y numerosos otros testimonios, el espacio de unión sostenido por las cartas es expresión de fuertes afectos. No sólo es manifestación de enamoramiento, sino también sostén vital en etapas crí­ ticas para relaciones de pareja no permitidas u obstruidas. «Sin embargo de la férrea desesperación que devora mi natura y del crecido desconsuelo que mi corazón padece, he tenido valor para no exi­ mirme a examinar vuestras cartas: a ver si en el exordio de ellas podía encontrar aquella esperanza que verdaderamente debió tranquilizarme. Si dulce amor, consuelo de mi vida... en varias de ellas encuentro una existencia de gloria, el contento de mi aflicción y el amparo de mi sole­ dad... Los caracteres con que me expresas tu afecto y la dulce posibili­ dad de ellos, déjanse expresar en estos términos: tenemos un consuelo, una regla infalible para burlar la tenacidad del lado adverso y es que en­ trañablemente nos idolatramos mutuamente; esto basta para triunfar: y es la única barca de que debemos asirnos en esta tormenta terrible. El Amor todo lo vence, no hay obstáculo; no hay óbice que pueda impedir su poderío...»43. Las cartas pueden convertirse en un flujo cuya frecuencia define ini­ cialmente la relación, reemplazando cualquier otro tipo de comunicación, en el caso particular de estar aquélla prohibida o negada por terceros. De­ viene así en un espacio íntimo, cultivado por ambas partes, que cumple la función de apoyar las estrategias de enamoramiento manteniendo los afectos vividos. Para las parejas adquiere la fisonomía de una conversa­ ción de fuerte aproximación afectiva sostenida en la distancia: «... si en días pasados consideré feliz el día en que tuve el placer de re­ cibir una tuya, por la mañana ahora con más razón debo considerar más fe­ liz y dichoso el de ayer por haber tenido dos tuyas: así es que con propiedad

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La carta, óleo de Pedro Lira (Museo de Bellas Artes). El romanticismo de la representación se muestra también en el carácter furtivo, ajeno a otras miradas, que con su gesto la mujer le otorga a la carta en su mano.

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puedo asegurarte que el día de ayer no lo sentí, en ocasión al inaudito jú­ bilo que las dos tuyas me dieron y además de esto creí que con leerlas y contestarlas ya me encontraba hablándote verbalmente contigo y por con­ siguiente recibiendo de tus seductores labios las contestaciones concer­ nientes a las respectivas preguntas que yo tenía el honor de hacerte»44. Este modo de comunicación puede alcanzar una alta frecuencia, lo que permite una comunicación permanente entre los amantes. En estos casos, los contenidos de las cartas se van haciendo más íntimos, lle­ gando a explorar ámbitos difíciles de encontrar en otras fuentes, refe­ ridos a expresiones privadas del erotismo. Entre los casos observados encontramos la referencia a un sueño relatado por la mujer con un men­ saje explícito. «... pues bien, en la que ayer tuviste a bien mandarme en la tarde me dices: que has tenido un sueño en el que te figurabas estar conmigo abra­ zada, cuya relación no solo me engolfó sino que no hubo miembro en mi cuerpo que no se estremeciese de placer y sentimiento, placer por recor­ darme haber estado contigo que eres a quien adoro, y a cuyo nombre obe­ dece mi amistad y sentimiento por traerme a la memoria hechos que por ahora no puedo disfrutar sin embargo del gran cariño»45.

Los objetos amorosos

Niños en compañía de su progenitora. La preocupación por los infantes fue en aumento a lo largo del siglo XIX. En Los pioneros Valck...

En numerosas cartas aparecen objetos asociados a los ritos amorosos: imágenes del ser amado, muñecos, retratos, medallas, anillos, etc. Una carta presentada en un juicio a propósito de un rapto, registra la entrega de un retrato que aproxima la presencia del ser amado, patentizando una posesión simbólica muy interesante de destacar. En general, los objetos se convierten en «consuelo», reemplazando al ser amado. Opera en ellos una especial forma de transferencia que los hace centro de importantes significaciones afectivas para las parejas. Una carta de 1822, escrita por el hermano de una mujer a la que apoya para obtener el permiso matri­ monial de sus padres, dice: «Recibí tu retrato, y hoy mismo se lo he mandado a tu marido para que tenga ese consuelo...»46. Y en otra de 1866 leemos: «... para más consuelo, te mando ese monito que lo tenga(s), luego que llegue, cuando te fui a ver y no (me) había acordado de mandártelo, dale algunos besitos...»47. Y todavía en una tercera se dice: «A mi venida le pedí al amigo las cartas y retrato para colocarlo en una caja conforme con lo que me dijiste; las cartas estaban quemadas y solo tengo en mi poder el retrato. Tu lo has llevado en tu seno y yo no puedo separarme de él un instante, y sobre todo se unen a él tantos re­ cuerdos que no me atrevo a dejarlo y lo llevo conmigo: permíteme que no lo deje en la caja como te lo prometí, pero si quieres tener tu la llave, si te es de algún consuelo esta pequeñez inmediatamente que me avises haré lo que me mandes»48. Probablemente retratos, repertorios de cartas y cajas de secretos sean objetos que asumen un carácter privado, esencialmente reservado a la pa­ reja y/o a sus más cercanos o cómplices, generalmente hermanos de los involucrados o amigos de similar edad.

LA pareja: comportamientos, afectos, sentimientos y pasiones

En otros casos, el tratamiento dado a un objeto puede definir con­ flictos al interior de la pareja, en la medida que aquellos símbolos que porta no han sido respetados por una de las partes. Así, una disputa por celos, que conocemos por un expediente de 1860, se origina en la falta de claridad sobre el destino recibido por las trenzas de una novia. El pe­ lo de la joven fue cortado y las trenzas no aparecen. Esta parte del pro­ pio cuerpo convertido en objeto representa, en manos de un tercero, un signo de posesión efectiva equívoca que incomoda a los novios: «Me hablas de un retrato de cartas y de trenzas y de un hombre a quien no quería oír ni nombrar, de retratos y cartas es falso, las trenzas verdad que se encuentran en poder de la Manuela, pues ella misma me lo escribió ofreciéndome ponerlas en mi poder. Tal vez que no quiero mentirte por ningún motivo, cosa bien negativa son unas trenzas, pues no hay quien no tenga pelo, y sin embargo te digo que son las mías. Si su­ piera el lugar donde reside ese hombre, le escribiría para reclamarlas, pe­ ro como antes te he dicho no tengo noticias de él...»49. El hecho de cortarse el pelo aparece, en este caso, como un signo de enamoramiento de la joven. Se trata de una mujer casada que reside en la hacienda de su marido y desde allí escribe a su amante: «¡Ah!, mi buen amigo, cuantas veces habría deseado ser hombre pa­ ra defenderlo, no por esto crea que me quedo tranquila no: muy lejos de eso, con quedarme callada, y enseguida irme a mi cuarto los hago con­ tenerse, y esto me ha valido que él me diga que me he cortado el pelo porque Ud. se jacta de mi mucha amistad por Ud. como dando a enten­ der que estoy enamorada...»50. El pelo parece haber sido un objeto característico de las preocupa­ ciones de estos sujetos, pues lo encontramos en una serie de situaciones jugando importantes significados asociados a la posesión física y sim­ bólica de la pareja.

Afectividad y matrimonio También es posible evaluar, con estos documentos, la presencia de la expresión amorosa al interior del matrimonio. Desde luego están pre­ sentes los ideales cristianos, pero también podemos reconocer las pres­ cripciones o deberes que afectan la relación entre los esposos y los grados de afecto (amor y desamor) que definen la unión. Las recomendaciones sobre los deberes conyugales, propios de la doc­ trina cristiana, la obediencia de la mujer, el modelo mariano del amor y la sumisión, las actividades que la Iglesia espera de las mujeres-esposas, las actividades cristianas propias del hogar están presentes en numerosos testimonios. Es el caso de un religioso que, cumpliendo con el deber de su ejercicio y como un «testimonio del aprecio» que le profesa, «apoya» a su joven hermana, que está afectada por diferencias matrimoniales, aconsejándole el despliegue de las conductas que la Iglesia propone co­ mo deseables para la mujer: «... no dudo que tu poca edad y experiencia te hagan ignorar muchos de los sagrados deberes en tu matrimonio, yo que también cargo esta cruz veo que será de mucha importancia una pequeña instrucción que voy a darte, tu ignorancia es siempre causa de muchas disensiones que a me­ nudo se presentan y estando al cabo de ellas y poniéndolas en práctica

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Portada del Código Civil. En este texto esencial aborda la constitución de la familia, trasladando a la ley la doctrina canónica en materia de matrimonio y de familia.

no hay ninguna dificultad en ser feliz en el estado del matrimonio. No hay ser sobre la tierra que a la vez penda de otros, y de algunos más que de otros y realmente del más inmediato o con quien más ha estado en contacto, el estado del matrimonio pone a una mujer en plena depen­ dencia del marido... que debes obedecerlo y hacer en un todo su volun­ tad excepto en las cosas contrarias a nuestra religión de Cristo, estas son palabras del apóstol San Pablo, el mismo Jesucristo dejó a nuestra Madre Eva en pena justa de su grave pecado: “Estarás siempre sometida a tu ma­ rido, él te mandará y tendrá derecho sobre ti y tu vivirás bajo su potes­ tad...". El mismo santo vuelve a decir que las mujeres casadas estén sujetas a sus esposos como lo está al señor, porque el varón es la cabeza de su mujer, como Cristo lo es de su Santa Iglesia; y así como la Iglesia está sujeta a Cristo Señor nuestro, así las mujeres han de estar sujetas a sus maridos en todas las cosas». Más adelante, los consejos se hacen mucho más directos para refor­ zar la idea de que el hombre es el portador de la autoridad al interior del matrimonio: «La cabeza mística del varón es Cristo Nuestro Señor y la cabeza de la mujer es el varón, su marido, el varón imagen y gloria de Dios, la mujer es la Gloria de su varón porque el varón no se formó de la mu­ jer, sino la mujer se formó del varón; asimismo, el varón no (es) cria­ do por la mujer, sino la mujer por el varón. Toda esta Doctrina Cristiana es del Apóstol San Pablo: por esto no se le ha de consentir a la mujer mande a su marido ni querrá dominarlo en todo sino que debe obede­ cerle y callar. El ejemplo más perfecto que pueden tener en estado las señoras ca­ sadas para honrar, estimar, obedecer, asistir, amar, obsequiar, complacer y ser a sus esposos en esta vida mortal, es el de la Purísima Reina de los Angeles, María Santísima Nuestra, la cual fue verdaderamente esposa del más lis y puro de los hombres». Este modelo de virtudes que sintetiza la carta debe ser asumido por la mujer mediante una práctica que también es descrita en el documento: «Para que con mejor éxito puedas poner en práctica ese virtuoso ejemplar, es necesario te encomiendes a María Santísima te pongas en contacto con ella ofreciéndole a menudo comuniones dedicándote a la lectura de los Libros Místicos y que traten de esta importante instrucción, entre ellos que son muchos te recomiendo uno que se titula “La Familia Regulada" cuyo autor no recuerdo, que si yo lo tuviese tendría gran pla­ cer de obsequiártelo, porque de él sacarías muy grandes y virtuosas lec­ ciones, no solo para instruirte en las obligaciones para con tu esposo, sino también la conducta que debes observar en todo el régimen de tu casa y en particular con tu familia (e hijos) cuando los tengas». Por último, concluye los consejos recordando a la mujer el modelo familiar en el que ella misma ha vivido, y la necesidad de repetirlo: «Ya vez hermana querida que esta pequeña instrucción que te sumi­ nistro. está basada en nuestra religión cristiana, como tu has tenido la fe­ licidad de nacer en ella y tenido unos padres que de ello han dado testimonio público y que con gran maestría han sabido formar nuestros corazones y trasmitido esta verdadera religión, no tengo duda en creer sacarás el provecho que yo ansioso deseo, haciendo con ello tu felicidad eterna y de tu esposo y la más sublime honra a toda tu familia y en par­ ticular a tu humilde y apasionado hermano...»^1.

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La posesión de esas virtudes personales era esencial para la acepta­ ción de la pareja, por lo que en varios de estos testimonios encontramos su reconocimiento en los seres amados y los afectos que ellas irradian. Es el caso de un joven que, para fundamentar su decisión de contraer ma­ trimonio, le expresa a su curador las características que ha encontrado en una mujer, acompañadas de sus propias «cualidades». Con ello cree po­ ner de manifiesto las condiciones «ideales» para adquirir «estado», per­ mitiéndonos, de paso, identificar las «virtudes» masculinas: «Hace tiempo... que conozco y amo con todo mi corazón a la señori­ ta... en quien, observándola con imparcialidad, he encontrado un tesoro de bondad, una virgen sólida, buen carácter, un corazón de ángel, en fin, todo lo que el hombre puede buscar de recomendable en una mujer con quien piensa unir su existencia y encontrar en esta unidad la felicidad es­ table y un dulce porvenir: todo esto fue lo que me impelió al grande amor que ahora le profeso. Estando pues, plenamente seguro que con ella se­ ré feliz y que sin ella me será realmente imposible el vivir, he resuelto, previo su consentimiento, matrimoniarme con ella. Tal vez Ud. a esto me conteste que no tengo fortuna y soy joven y yo a lo primero le responde­ ré que soy hombre, que por felicidad no carezco de una pequeña capaci­ dad y que casado todo mi anhelo será trabajar y que Dios que premia al fin me ayudará, y por otra parte conozco que su carácter es ajeno de to­ da pretensión y que como yo seré contento con nuestra suerte sea cual fuere, el que sea joven tampoco creo que Ud. juzgue inconveniente para casarme, es cuando Ud. sabe muy bien es el medio de vivir en una con­ ducta arreglada y una vida bien tranquila, sin otro pensamiento que el de Dios, u esposa y el trabajo.

TÍTULO IV. DEL MATRIMONIO. Art.

102.

El matrimonio es un contrato solemne por el cual un hombre i una mujer se unen actual e indisolublemente, i por toda la vida, con el fin de vivir juntos, de procrear, i de auxiliarse mutuamente. Art. 103.

Toca a la autoridad eclesiástica decidir sobre la validez del matri­ monio que se trata de contraer o se ha contraído. La leí civil reconoce como impedimentos para el matrimonio los que han sido declarados tales por la Iglesia Católica; i toca a la au­ toridad eclesiástica decidir sobre su existencia i conceder dispensa de ellos.

El Código Civil consideró el matrimonio como un contrato que a la vez era un sacramento.

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Augusto Orrego Luco y su familia en Constitución. 1895. Museo Histórico Nacional.

En virtud de estos motivos espero, querido curador, me de con gusto su consentimiento por el primer correo sin falta y partiendo del principio que seré cual ningún hombre feliz»52. El modelo ideal de las virtudes matrimoniales ya había sido asimila­ do por una parte importante de la población, que exigía el respeto de las reglas del «bien amar». Pero, ¿qué significaba este concepto? En una car­ ta suscitada por un juicio de divorcio, la mujer expresó con mucha clari­ dad las actitudes que esperaría de su esposo: «No se que interés tienes en burlarte de mi a más que me has enga­ ñado cobardemente, un marido que se tiene por caballero no hace lo que tu has hecho, como me decías que no debías a nadie, ahora salimos con que todo lo que tienes es ajeno... ¿qué es lo que tienes?, nada, quieres arrastrarme a la miseria. ¿Con que me sostienes? Cuando ni un rincón en que vivir tienes, porqué no fuiste franco conmigo, si lo hubieras sido, agradecería tu franqueza, entonces tendría por ti aprecio que tu estás muy lejos de comprenderlo, no digas por esto que en mi reina el interés, no, no, jamás es por mi bien y el tuyo, tu me dirás que trabajando salvarás tus compromisos, pero por desgracia están los tiempos, tan y por otra par­ te tu me has desacreditado villanamente, cuando tu estás convencido que yo no soy capaz de cometer semejantes vilezas...»53.

LA pareja: comportamientos, afectos, sentimientos y pasiones

Pero todavía las relaciones de pareja pueden encontrar diversas actua­ ciones de «terceros» que intentan impedir su unión utilizando estratage­ mas variadas. Como ya hemos dicho, la oposición de los padres obstaculizó por largo tiempo la voluntad de los novios. Con todo, se abre paso una relación afectiva más cordial y plena de sentimientos que debe perfec­ cionarse con el vínculo matrimonial. Este ideal, por lo demás, es del to­ do correspondiente con las categorías teológicas del amor cristiano. Así, el matrimonio es visto como un estado final al que se accede y en el cual prima una especie de felicidad celeste: «Hijita Querida ¿cómo puede figurarse, ni por un momento, que na­ die ocupe, ni jamás pueda ocupar la más pequeña parte de mi corazón, pues Ud. lo tiene ocupado todo entero? Y si el suyo está abrigado de los mismos sentimientos, no había más que unirlos con el vínculo conyugal, para no separarlos más, y así podemos marchar con felicidad, honor, vir­ tud y libertad, hasta que nuestro Dios y Señor nos mande ir a su celestial morada, no haga la gracia de aumentar con nosotros el número de sus es­ cogidos, lo cual suplica humildemente al todopoderoso... ¡Oh amada y preciosa mitad de mi alma!, los cielos son testigos de que te amo, y los ángeles serán espectadores de nuestro feliz enlace, lo cual suplica de ve­ ras el todopoderoso»54. Estos testimonios recogen también la otra faceta de la relación de pareja. Los conflictos que se plasman en desafectos, odios, animosida­ des. Son también sentimientos engendrados en la unión matrimonial y que pueden ser interpretados como «desamor». Ciertas disputas alcan­ zaron un grado de desamor tal, que los sentimientos de odio y rencor impulsaron a los cónyuges a solicitar un «divorcio» como único medio para restablecer la quietud personal. Así resumió una mujer su conflic­ to conyugal: «... se me ha engendrado un sentimiento y odio inseparable para con él. que no puedo vencerme, y procuro y solicitar separarme de él para siempre, mediante el divorcio que en tales circunstancias debo desear pa­ ra mi sosiego, paz y quietud, y por cual no temo segues mi vida con este hombre maligno, cuya vida arrastrada, sin orden, razón y juiciosamente, es la que ejerce a que yo no pueda avenirme, ni soy obligada por el ma­ trimonio, a menos que hiciera una cuarentena de manifestaciones [y] arrepentimientos; y tales, que yo y todo el público los comprendiera por verdaderos, pero como está aquerido en impropiedades... [que] no llega­ rá jamás este caso...»55. El conflicto matrimonial implicaba, en primer lugar, la ruptura del equilibrio de las virtudes de los esposos. La pérdida de las virtudes que fundaban el nacimiento de los afectos y que garantizaban la felicidad del matrimonio es presentada como argumento para legitimar la desunión. Las cartas que testimonian este tipo de conflictos son las más representa­ tivas de sectores no elitarios de la sociedad y adquieren, en consecuencia, una mayor importancia para comprender cómo se comportaba el modelo familiar en los grupos populares. Un testigo de un pleito de divorcio es­ cribió a propósito de la mujer lo siguiente: «... esta señora que cuatro meses que ha habitado en mi casa jamás ha dado nota a su persona sirviendo a su marido como Dios manda, cuanto a su marido, digo que le daba una vida mártir, cuando no llega­ ba enojado llegaba celándola cuando se le enojaba, una noche estando en mi casa las dos se recogió ella primero estando durmiendo fue la

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agarró del pelo, le pegó de golpes a los gritos que oímos fuimos a verla, la hallamos sin habla luego que le volvió el habla le pregunté [qué] le dolía, me dijo que le había pegado [en| la boca del estómago, luego la insultaba tanto, me respondió para eso era su mujer, mas que la ma­ te, luego se mudó al barrio, a los ocho días la agarró en la calle del pe­ lo delante de todos, la llevó a la rastra a patadas le zafó las catalillas que estuvo muy mala [el marido es] hombre que saca cuchillo a cada momento...»56. Otra testigo, vecina de la esposa, que declaró conocerla bien, hizo hincapié en lo «virtuosa» que era, señalando las extremas condiciones de abandono a que la sometía el marido, sin proporcionarle lo indispensa­ ble para su mantenimiento y asistencia: «... puedo informar de esta señora como dueña de casa, que en el término de un mes que me estuvo alquilando una pieza no tuve que no­ tarle lo menor pues no le vi entrar ni salir ninguna persona, sino en suma soledad, por lo que cayó un día en desmayo por la mucha necesi-

Cuerpo y amor El último aspecto que quisiéramos tratar con estos testimonios epis­ tolares se relaciona con las experiencias que viven las personas sujetos de las cartas. En muchos casos, las referencias al cuerpo propio o al de la pareja contextualizan la vivencia de afectos cargados de pasión, placer y dolor. Así. podríamos suponer una fuerte experimentación del propio cuerpo como continente de experimentación sexual y amorosa. Cuerpo y genitalidad, compromiso de los sentidos. ¿Cuán original resulta la valo­ ración de la corporalidad en la vivencia o resulta ser apenas un giro re­ tórico, aprendido? De acuerdo a las cartas, la experiencia amorosa aparece rodeada de sujetos que viven la sensualidad de sus propios cuerpos y que a la vez tienen presente el cuerpo del otro. El afecto amoroso se presenta como una dialéctica entre la experimentación interna y un descubrimiento del cuerpo. En el testimonio de una mujer se nos presenta un particular juego de «coqueteo», en el que partes del propio cuerpo son centro de preocupa­ ción afectiva: «... no seas tan lisonjero al decirme que tengo bonita boca pues es el defecto más grande que tengo a mas que no tengo nada bonito eso se que­ da para ti que todo tienes cabal para mi...»58. La corporalidad aparece involucrada en las experiencias amorosas junto al recuerdo, a la evocación de la amada, y se expresa en un cuerpo lejano (reforzando el sentido de la memoria). Son especialmente fre­ cuentes las referencias al rostro, a los ojos, al corazón y a los labios del otro. Los ojos miran, y las miradas se convierten en una acción que co­ munica los afectos más profundos: «... no dejó de fijar los ojos en ti que eras la bondadosa para hacerle servir los deleites más recomendables que en un estado de separación puede un amante erigir de su adorada. He dicho uno de los contentos más sublimes en atención que en ella vi inscrito no solo tu afecto, al que por consiguiente debo ser igualmente sólido en su correspondencia»59.

LA pareja: comportamientos, afectos, sentimientos y pasiones

El corazón se convierte en el centro generador de toda actividad amo­ rosa. al mismo tiempo en fuente de dolores y placeres intensos, y los la­ bios en el medio de transmisión de los afectos: «...jamás podrá tener complacencia mientras tanto no sea contigo, que es la amiga a quien en este mundo de miserias he entregado todo mi corazón... recibiendo de tus seductores labios las contestaciones concer­ nientes a las respectivas preguntas que yo tenía el honor de hacerte... con [mis]... labios unidos a los suyos de coral»60. Otra carta es aun más explícita para establecer los impactos afectivos explicados a través de la vivencia corporal. Aquí encontramos la identi­ ficación del corazón como permanente centro de la afectividad, a las lá­ grimas como signo de dolor y alegría, como tributo corporal a la ausencia. Hay una nítida corporización del afecto en la alusión al pecho conte­ niendo el corazón: «... esperanza mía, recibí tu muy apreciable carta la que dejó halaga­ do mi corazón y al momento redamando (sic) un gran torrente de lágri­ mas del gusto inexplicable que tuve con tu amable y generosa esquela por saber que no tengo una duda para creer que me amas y que tú amán­ dome seré feliz el que tu objeto a mucho que soy el único pensar que existe en esta desgraciada amante que ama tan de veras y que es una pa­ sión tan dulce que nunca se borrará de mi pecho pues no hallo como ex­ plicarte de la pureza de mi honor...»61. En otra carta leemos lo siguiente: «... veo tus lágrimas al tratar de hacer frases concertadas especial­ mente para darme tranquilidad, y tengo el doble sentimiento de no oír de tu boca la causa que las arranca»62. Por último, quisiéramos terminar intentando una definición de la vi­ vencia amorosa desde los propios afectos y corporalidad, como una rea­ lidad palpable que involucra a dos cuerpos, en dos vitalidades en movimiento real hacia el otro. En esta carta, el amante insiste en la di­ mensión corporal asociada al placer que se hace efectiva en la relación: «Alicia querida, mi amor no es ilusión, no es una fantasía ni una do­ rada quimera, es algo más real, más positivo, es la inspiración más pro­ funda sometida al poderío de la raza. No puedo variar ni amarte menos, porque aquí se combina, o mas bien se aúna el corazón y la cabeza. Te amo y has dicho bien que nuestros corazones se mueven con el mismo impul­ so, porque vivo en ti, y mi existencia se prolonga en ti. ¿No sientes esto mismo?... Te escribiré siempre y no dudes de mi, sin esperanza de verte mi constante pensamiento serás tu mi amor y mi única esperanza será el estrecharte nuevamente en mis brazos, el besarte hasta calmar esta sed de placer. Un beso»63.

Notas 1 2 3 4

Archivo Nacional. Colección Judicial de Concepción. Criminales. Legajo 179, pieza 26, año 1853. Ibídem. Ibídem. Rene Salinas Meza e Igor Goicovic Donoso: Amor, violencia y pasión en el Chile tradicio­ nal. 1700-1850. Bogotá, Colombia, Anuario Colombiano de Historia Social y de la Cultu­ ra. 24. 1997. pp. 237-268. René Salinas Meza: Violencia intrafamiliar en la aldea chilena tradicional. Siglo XIX. Segundo Simposio Internacional «Continuidades y rupturas urbanas

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en los siglos X VIII y XIX. Un ensayo comparativo». Consejo del Centro Histórico, Ciudad de México, septiembre 2000. René Salinas Meza: Del maltrato al uxoricidio. La violencia «puertas adentro» en la aldea chilena tradicional. Siglo XIX , XXIII International Congress of the Latin American Studies Association, Sesión HISI2: Family conflict and violence in late colonial and early national Latin America. Latin American Studies Association (LASA). Wasington DC, September 2001. José Tomás Cornejo: De amante esposa a viuda homici­ da. Un crimen conyugal en una comunidad tradicional. Pumanque, 1783. Tesis de Maestría en Historia, Universidad de Santiago. Departamento de Historia. 2002. 5 René Salinas Meza: «Los espacios de la intimidad», en Historia de la vida privada en Chi­ le, Tomo I. Taurus. Santiago. 6 René Salinas Meza e Igor Goicovic Donoso: op. cit., p. 254. 7 Pablo Rodríguez Jiménez: Casa y orden cotidiano en el Nuevo Reino de Granada. Siglo XVIII. VI Simposio de Historia de las Mentalidades, Seminario de Historia de las Mentali­ dades. México, INAH. 1998, pp. 13-50. 8 René Salinas Meza: «Violencias sexuales e interpersonales en Chile tradicional», en Revis­ ta de Contribuciones Científicas y Tecnológicas, serie Historia Social y de las Mentalidades, IV, 4, invierno 2000. pp. 13-50, Santiago. 9 René Salinas Meza: «Espacio doméstico, solidaridades y redes de sociabilidad aldeana en Chile tradicional. 1750-1880», en Revista de Contribuciones Científicas y Tecnológicas, se­ rie Historia Social y de las Mentalidades, 2, XXVI, N° 118, julio 1998, pp. 1-19. Santiago. 10 René Salinas Meza e Igor Goicovic Donoso: op. cit., p. 248. 11 René Salinas Meza: Relaciones afectivas articuladas en torno al espacio doméstico en la aldea chilena, 1750-1850. «Casa, vecindario y cultura en el siglo XVIII». VI Simposio de Historia de las Mentalidades, Seminario de Historia de las Mentalidades, México. INAH. 1998, pp. 17-34. 12 Archivo del Arzobispado de Santiago, Colección de Pleitos Matrimoniales. B-278, año 1865. 13 René Salinas Meza: Violencias sexuales..., p. 23. 14 Archivo Nacional. Archivo Judicial de Los Andes, legajo 13. pieza 40, año 1829. 15 Archivo Nacional. Archivo Judicial de Los Andes, legajo 22. pieza 23, año 1842. 16 Archivo Nacional. Archivo Judicial de Los Andes, legajo 22. pieza 3. año 1842. 17 Ibídem. 18 Archivo Nacional. Archivo Judicial de San Felipe, legajo 77. pieza 38, año 1844. 19 Ibídem. 20 Ibídem. 21 Ibídem.. 22 Archivo Nacional. Archivo Judicial de San Felipe, legajo 69, pieza 12, año 1830. 23 Ibídem. 24 Archivo Nacional, Archivo Judicial de Santiago, legajo 3, expediente 45. año 1874. 25 Ibídem. 26 Archivo Nacional. Archivo Judicial de Santiago, legajo 80, año 1874. 27 Ibídem. 28 Archivo Nacional. Archivo Judicial de Valparaíso: Criminales, año 1896. La presencia de policías deteniendo a los acusados en todos los casos analizados podría hacer creer en la existencia de un cuerpo policial eficiente y activo. Ciertamente, la policía, a través de sus rondas periódicas, recibe permanentemente los avisos de los residentes de una vecindad que sabe dónde puede encontrarlos. Ello, evidentemente, contribuye de manera significativa a la aprehensión rápida de los agresores. 29 Ibídem. 30 René Salinas Meza: Espacios de sociabilidad y desencuentro..., p. 201. 31 Maurice Daumas: La tandresse amoureuse. XVle-XVIlle siécles, París, Pluriel. 1996, p. 13. 32 íd. ant., p. 70. 33 Maurice Daumas: La tandresse..., p. 119; D. Poublan: «Les lettres font-elles les sentiments? S’écrire avant le mariage au milieu du XlXe siécle»,en C. Dauphin el A. Farge (eds.): Séduction et Sociétés. Approches historiques, París. 2001. René Salinas Meza e Igor Goicovic Donoso: «Cartas privadas», en Annie Molinié Bertrand y Pablo Rodríguez Jiménez (eds.): A través del tiempo. Diccionario de fuentes para la historia de la familia. Murcia, España. 2000, pp. 53-58. 34 Sergio Vergara Quiroz: Cartas de mujeres en Chile. 1630-1885. Santiago, Andrés Bello, 1987, p. XXII. 35 Véase, por ejemplo, la defensa de una temprana emancipación femenina que hace Lorena Loyola G. en Amor y matrimonio en el siglo XIX: la separación física de la pareja y la im­ portancia del epistolario como recreador del amado ausente. Rolando Mellafe R. (Dir.): Segundo Informe. Seminario de Historia de la Familia, la Población y las Mentalidades. Santiago, Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Chile, s/f, pp. 1-20.

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Una percepción más atenuada de este mismo aspecto nos ofrece María Elena Hernández en Parentesco y afectividadfamiliar en el siglo XIX. Tesis para optar al grado de Licencia­ do en Humanidades con mención en Historia. Dirigida por Sergio Vergara Quiroz, 1989 (inédita). Teresa Pereira Larrain: «Amor e ira. La expresión de los sentimientos en Chile. 1700-1890», en Horacio Aránguiz (ed.): Lo público y lo privado en la historia americana. Santiago. Fun­ dación Mario Góngora, 2000. p. 158. Juan Eduardo Vargas Carióla: «Amor conyugal en el siglo XIX: el caso de Mary Causten y Manuel Carvallo. 1834-1851». en Horacio Aránguiz (ed.): Lo público y lo privado en la his­ toria americana, Santiago. Fundación Mario Góngora. 2000. pp. 271-302. Manuel Vicuña: La belle époque chilena. Alta sociedad y mujeres de élite en el cambio de siglo. Santiago. Sudamericana. 2001. p. 58. Muchas de estas ideas las hemos desarrollado en nuestro trabajo inédito Experiencia afec­ tiva y discurso amoroso en los intercambios epistolares. 1820-1920, realizado mediante la observación de un cuerpo documental constituido por más de 300 cartas procedentes de los expedientes matrimoniales judiciales y parroquiales.de los fondos Real Audiencia. Capita­ nía General, de los Archivos Judiciales y del Archivo del Arzobispado de Santiago. Archivo del Arzobispado de Santiago [ A AS 1. colección de Pleitos Matrimoniales |PM|. ex­ pedientes C-24 y C-25. año 1856. Ibídem. Ibídem. AAS. PM. D-767, año 1854. AAS. PM. A-847, s/f. Ibídem. Archivo Nacional. Capitanía General. V. 335. pieza 3, año 1822. AAS. PM. A-848. año 1866. AAS, PM. D-836. año 1860. Las cartas fueron presentadas al juez por el esposo y mani­ fiestan la correspondencia sostenida por la mujer y su amante. ibídem. Ibídem. AAS. PM.B-753, años 1869-1871. AAS, PM. A-817. año 1855. AAS. PM. A-848, año 1866. AAS. PM.C-1659. año 1855. AAS. PM. A-847. s/f. AAS. PM, A-115, s/f. Ibídem. AAS. PM, D-767, año 1854.. AAS, PM, A-847, s/f. Ibídem. AAS, PM, D-767. año 1854. AAS, PM, D-836. año 1860. Ibídem.

Comida, música y humor. La desbordada vida popular Maximiliano Salinas

«Claveles y albahacas para las niñas retacas. Claveles y rosas para las niñas buenas mozas. Pelaítas están las brevas. La richa horchata bien hela. Empanaítas fritas, cuando las muerden gritan y menean la colita. El rico pescao frito». La Nochebuena en la Alameda. El Chileno. 25.12.1908

Durante el gobierno de Aníbal Pinto —entre 1876 y 1881 — , con oca­ sión de las Fiestas Patrias, un «roto», en el recién inaugurado Parque Cousiño, se acercó a la carroza del Presidente para dirigirle la palabra. Molesto y arrogante, el gobernante le espetó: «Si pronuncias más de una palabra, serás severamente castigado». El «roto» le alargó un potrillo de chicha y le dijo: «¡Sírvase!». Sorprendido, el Presidente y sus ministros celebraron la ocurrencia. Pocas palabras —casi musicales — , buen humor, y buen trago. El mundo de la sociabilidad y de las sensibilidades populares pu­ do irrumpir públicamente —y, a su modo, auspicioso— en el horizonte hostil de la aristocracia infelizmente reinante1. La vida diaria del pueblo chileno entre 1840 y 1925, que poco tenía de privada e íntima en razón de sus precarias condiciones de vida y de vivienda, circuló en medio de una sociabilidad peculiarmente festiva. Desafiando los espacios serios y virtuosos del poder público de la repú­ blica «en forma» aristocrática, el pueblo vivió un existir lleno de alegría y de regocijo vital imposible de desconocer. Esta historia entrañable del pueblo no tuvo mucho que ver con la estética de los «ingleses de Sudamérica», como le gustó autollamarse con indisimulada soberbia a las éli­ tes de la administración local. El pueblo vivió su vida fuera de los mitos urbanos y ciudadanos de la élite. Ésta reglamentó su propia «urbanidad» al ordenar meticulosa­

Nochebuena en la Cañada. La población de Santiago, caballeros y rotos, hombres y mujeres, celebran la Navidad en el principal paseo de la ciudad.

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mente los espacios reservados a lo público y a lo privado. Los «dueños de la ciudad» repartieron a su gusto la res publica bajo las concepcio­ nes de la polis desde Andrés Bello hasta Valentín Letelier. Lejos de esa metromanía y de esa taxonomía ciudadanas, el pueblo chileno, todavía rural en sus espacios públicos y privados, y aún más en su espíritu y sen­ timientos colectivos, volcó su sociabilidad festiva y «callejera» —como pudiera definirse desde el ethos republicano— a través de tres ámbitos específicos de la existencia: la comida, la música y el humorismo. Es­ tas dimensiones del vivir y del convivir —que expresan el gozo de vivir por sí mismo— se entrelazaron en los espacios de la realidad cotidiana y, sobre todo, en los espacios abiertos de la fiesta o de las ferias popu­ lares. En 1917, Canciano Rodríguez, campesino de las afueras de la ciu­ dad de Santiago, le confesó a un sacerdote sus gustos y disgustos: «Yo le tengo mieo a Santiago, porque la gente es tan picara; por eso nunca hei querío que mis niños vayan a servir allá. Agora esas casas casi tapiás por toos laos, qui a uno casi se le corta la respiración, y escuras, que me le figuran el mesmo purgatorio. Yo, cuando voy a buscar las faltas de la casa, apenas entro a las tiendas y almacenes; onde me gusta pasar es a la Vega: ¡qué lindura, mi Paire! Allí no falta ná: caldo, empanás de toas layas, picarones, sopaipillas, arrollaos, longanizas, tortillas, queso, tortas, pescao, y frutas de toda especie: l'olor no más basta aquí uno sienta hambre. Yo me comía seis empanás d'esas di antes, di a tres ceñ­ íaos; sopaipillas, un peso cuarenta, y queso uno di a cuarenta, caldo, tres jarrás, que harían lo menos dos platos di agora»2. El complemento ideal de la comida, junto a la música y el humorismo, reprodujo un modo de ser carnavalesco que la vida oficial de la aristocracia trató de silenciar o, al menos, morigerar3. Podría recorrerse un mundo de posiciones y disposiciones de la éli­ te — especialmente en los centros urbanos de Santiago, Valparaíso o Concepción— por silenciar o privatizar el mundo carnavalesco de la co­ mida, la música y el humorismo populares. Durante el carnaval de 1901, El Mercurio de Valparaíso tituló como Golpe de muerte a las chinganas el decreto del alcalde local Alfredo Lyon en contra de las diversiones plebeyas: «Deróganse desde hoy todos los permisos concedidos para canto y baile en las chinganas y demás establecimientos públicos de di­ versión»4. El alcalde de la capital Ismael Valdés Vergara, por su parte, emitió un decreto similar en 1913: «Se prohíbe el funcionamiento de fo­ nógrafos, pianos u otros instrumentos de música eléctricos o mecánicos en las piezas o departamentos abiertos directamente a la calle, de las can­ tinas y demás casas o establecimientos de diversión»5. ¿Hacia dónde marchaban los aristocráticos funcionarios municipales? Valdés Vergara intentaba, en la línea histórica del viejo cabildo colonial, distinguir en­ tre el temido espacio popular —bullicioso, jaranero y divertido— y la dominación de las calles, las plazas y, en general, de la urbe en el espí­ ritu del urbanismo burgués. Era la tradición del absolutismo ilustrado del siglo XVIII6. En el siglo XIX, este ordenamiento se tornó obsesivo. A propósito del silencio a la jarana, José Victorino Lastarria observó acerca de la celebración de la Navidad —ocasión particularmente carnavalesca— en la ciudad de Santiago: «Un bando de 21 de diciembre de 1843 qui­ so que la Pascua se celebrara en silencio y prohibió tocar en las calles pitos, cuernos, matracas, cencerros y demás instrumentos que se em-

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pleaban de ordinario para hacer ruido en las vísperas de Navidad. Igual­ mente prohibió los grupos de hombres y muchachos que se forman en las calles y Alameda de las Delicias con este objeto; y la Pascua pasó a ser desde entonces algo como un entierro, y sólo se permitió cele­ brarla en silencio y con toda compostura y estiramiento»7. La Alame­ da de las Delicias ya no sería tan de las delicias —especialmente culinarias— de todos. Continuaba denunciando Lastarria: «La Alame­ da, tan extensa como es, no puede servir a las delicias de todos los ve­ cinos, sino solamente a los caballeros que “con todo decoro y decencia" ocupan una o dos cuadras de aquel paseo de una legua. Un decreto de 3 de febrero de 1848 vino a establecerlo así prohibiendo “absoluta­ mente" vender refrescos, licor, merienda o cena, porque la libertad de vender estas cosas, dice el decreto, hacía impracticable el paseo durante la noche, a consecuencia de los “grupos de gente mal entretenida" que se instalaban allí desde las oraciones para adelante. Esos grupos eran gente del pueblo, que se creía con derecho a gozar del paseo durante sus horas de ocio, y esa mala entretención consistía en comer y refres­ car... La animación y la vida desaparecieron del paseo de las Delicias en obsequio al decoro y a la seriedad»8. No tuvo razón, sin embargo, Lastarria. La experiencia jaranera del pueblo estaba vivísima en la Ala­ meda santiaguina. En 1856 relataba el elitista El Ferrocarril: «El indi­ viduo del bajo pueblo, por su parte, el verdadero señor de la fiesta, porque es el que la goza y la apura sin cortapisas de ninguna especie, prepara su bolsillo y acumula todas las cantidades de dinero que a su mano vienen, para celebrar con ellas el nacimiento del Redentor del Mundo... Es preciso comer, es preciso beber, porque sin comida ni be­ bida no queda debidamente celebrado el nacimiento del Redentor del Mundo. ¡Guerra a los pavos, guerra a los jamones!... ¡Soberano pue­ blo: a la carga! La ley de Moisés ha terminado... y una más suave rige a la humanidad: el chancho ha dejado de ser un comestible prohibido; ¡guerra, pues, con él; fuego al arrollado! Vengan la baya y el chacolí a exhalar sus vapores sobre ti...; venga el chivato y la orchata con mali­ cia a pasearse, en espíritu, por tu cabeza soberana...»9. En 1873 se in­ tentó sin resultado prohibir el expendio de licores y la instalación de fondas en la Alameda para la Navidad10. En 1885, la élite lamentó «las orgías báquicas —de la Navidad de ese año— que tenían lugar en la Alameda, sin que el Intendente tomase medida alguna para reprimirlas, como era su deber. El hecho es, pues, que en la noche del 24 y 25 se han cometido grandes desórdenes, producidos por el libertinaje del pue­ blo que ha bebido sin tasa, haciendo caso omiso de la decencia que exijen las buenas costumbres»11. El entusiasmo de la Navidad en la Alameda de las Delicias de Santiago lo vio con sus propios ojos el gran poeta sa­ tírico Juan Rafael Allende en 1881: «A la Alameda, muchachos! / A la Alameda, muchachas! / Esta noche es Noche Buena, / Noche de gusto y jarana! / Mire usted qué concurrida. / Qué alegre está la Cañada: / Músicas, flores y luces, / Frutas hasta decir basta! / Rotos, futres, vie­ jas, niñas, / Colegiales, colegialas, / Paisanos y militares / y donosas camaradas. / Todos ríen, se codean, / Y se empujan y se atracan, / Mien­ tras que los vendedores / Su mercancía proclaman: / — Duraznitos de la Virjen! / —Brevas del Salto del Agua! / —Ponche en pisco bien helao! / —Tengo claveles y albahacas! / — A las empanadas fritas! / Pa­ sar, niñas, a probarlas! / —Caballeros, con malicia / Y sin malicia la

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«Brindo con suma dulzura / esta copa de mistela / ye) rico ponche en canela / me priva de la amargura», decía con alegría Rosa Araneda, Micaela Navarrete, Aunque no soy literaria. Rosa Araneda en la poesía popular del siglo XIX, Santiago, 1998. Grabado de la Lira Popular.

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orchata! / — Aquí está Silva, señores, / Que tiene vihuela y arpa, / po­ llos y pavos fiambres / Y lo mejor de Aconcagua! / — Ponche en coñac bien helao! / —Están como una granada: / Pasar a ver mis sandías, / Chilenas tengo y peruanas! / —El dulce, fresquito, dulce! / —Carne asada i ensalada! / —Ponche en pisco, ponche en ron, / Ponche en le­ che y ponche en agua! / —Ciruelas, damascos, niñas, / Guindas, fruti­ llas, naranjas! / Pasar a probarlo todo, / Que se acaba, que se acaba! / —Que viva Chile, muchachos! / —Chiquillas, viva la Pascua! / ...»12. La Alameda de las Delicias —al fin y al cabo durante todo el siglo XIX, cuando todavía ostentó una frondosa y envidiable vegetación— conti­ nuó siendo un lugar público de regocijo, música y danza del pueblo, como lo expresaron las letras festivas y humorísticas de la cueca: «Vi­ va Santiago de Chile / la Alameda 'e las Delicias / donde yo paso las tardes / gozando dulces caricias. / Que viva la Alameda / con su belle­ za / y la niña bonita / como princesa. / Como princesa, sí / jardín de flo­ res / parecen los vestidos / de mil colores. / Qué rica es la arboleda / de la Alameda»13.

El regocijo del mestizaje «Al frente, en la carnicería, Leoncio reía a carcajadas, hu­ moso y grasoso de costillares asándose. Y las moras calientitas zambullían sus cuerpos tripudos en los azafates hirviendo de caldos sabrosos. Guatonas botellas de chicha chispeaban campechana alegría: Así es como queda güeno / con harta harina un pigüelo; / me subo por un peral / me bajo por un cirgüelo. Rieron los circunstantes con los versos buenos, y un lazo de miradas cordiales sujetó por los hombros a ño Rucio». Juan Godoy, Angurrientos 11940], Santiago, 1996, p. 136. El texto con que encabezamos este apartado muestra el regocijo del mestizaje como gozo de vivir. El lenguaje entrevera expresiones indí­ genas y españolas. Las botellas «guatonas» de «chicha» nos remiten al habla indígena, así como la voz «pigüelo». Y las «moras» nos ilustran las morcillas españolas, conocidas también en Chile por su color como «prietas». Las palabras «azafate» y «carcajada» son de origen árabe14. La relación entre comida, música y humorismo hay que reconocerla, pues, a través de la más larga y compleja duración. Los orígenes en Chi­ le tienen que ver con el horizonte de las fiestas indígenas del norte y del sur del territorio. De un mundo «prehistórico», anterior y exterior al mundo de la escritura y de la seriedad de Occidente. La descripción del «nguillatun» que recogió Ernesto W. de Moesbach de boca del cacique Pascual Coña entre 1924 y 1927 detalla la relación entre estos elemen­ tos. El «nguillatun» —fiesta de la renovación cósmica o fiesta «pagana» de la primavera común a todos los pueblos de la Tierra—, con su abun­ dante consumo de carne y de «chicha» ritual, la regocijada música ins­ trumental y el clima de espontánea alegría, aunó los elementos que relevamos15. La preparación de la fiesta implicaba reunir tanto la carne de vacas, caballos, ovejas y chanchos para el banquete, como disponer

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de los instrumentos musicales como trutruca, tambor, flauta, trompeta lolquín, cajas y cascabeles, conocidos bajo el nombre genérico de «ayekavve», literalmente, «lo que hace reír», a fin de introducir el clima emo­ cional requerido16. Se obtenía así durante la fiesta «un confuso bullicio de sonidos», mientras «la machi golpea[ba] frenéticamente su caja, com­ pletamente extática por el exceso de alegría». Toda la concurrencia eje­ cutaba entonces las danzas de la llegada de la primavera «dando brincos, meciendo las cabezas, riéndose y mostrando su alegría de todos modos. Las mujeres lucen y hacen sonar sus prendas de plata»17. El sentido vi­ tal, social y amistoso de la comida entre los mapuche se apreció en sus variados refranes: inolu ta newengelai («el que no come no tiene fuer­ za»), inolu lakei («el que no come muere»), wedalu müten ta che ayiuche («sólo bien comido se vive contento»), korrii meu ta weni ngelu ta che («por la comida se hace la amistad»)18. A los forasteros, señaló Ruiz Aldea en 1868, los mapuche inmediatamente «le preparan una abundante comida»19. El mundo festivo mapuche del siglo XIX contuvo impor­ tantes elementos cómicos incomprensibles desde el espíritu de la serie­ dad occidental. En 1863, Claudio Gay observó en la Araucanía: «En sus borracheras se abrazan sin pudor e incluso llevan a cabo su deber de es­ posos ante todo el mundo. No temen igualmente presentarse totalmen­ te desnudos en público y en una especie de baile que llaman “racimo" se ve a algunos individuos presentarse en ese estado con su órgano en la mano haciendo mil posturas indecentes, lo cual provoca la risa de to­ dos los asistentes, tanto de los hombres como de las mujeres y de las ni­ ñas, que no participan en esa especie de bailes sino sólo como simples espectadoras»20.

El baile, la bebida y el jolgorio estaban siempre presentes en las celebraciones populares.

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El mundo de Al Andalus —la otra gran tradición que puso las bases de la sociabilidad popular chilena— también conoció y disfrutó de la combinación entusiasta de la comida, la música y el humorismo como formas de gozo vital. Este estilo de vida —reivindicación de un princi­ pio del placer contrario al ascetismo cristiano— pudo caracterizar la his­ toria cotidiana de la Sevilla arábiga aun a los ojos de los observadores musulmanes. Sevilla era «la ciudad de la poesía alegre y risueña, la ciudad de la música». La gran tradición poética popular de Sevilla fue la expresión de ese mundo vital: «Pero la población que fue el criadero más fecundo de poetas populares graciosos e inspirados fue Sevilla... Ali ben Chahdar el zejelero, que era graciosísimo, espontáneo; Abubéquer El-hasar, saladí­ simo, poeta...»21. El poeta de Al Andalus del siglo XII Ibn Quzman cul­ tivó un vasto cancionero humorístico y báquico: «En este tiempo uno ha de desenfrenarse: /... / dejadme con mi vaso, hermanos, recuperarme. / Quien me diga: "bebe y disípate" es mi amigo, / e insultaré a quien me diga que me enderece. /... /. Entre la copa, el jarro y el tazón / estoy bo­ rracho perdido, ebrio y eufórico, / llegándome un aroma de jazmín y albihar, /...»22. Ibn Quzman compuso el llamado zéjel de los diminutivos, donde el buen humor se relacionó —en un doble sentido— con los man­ jares de la comida dulce o salada de la España musulmana: «Como man­ zanas son tus pechitos, / como harina blanca son tus mejillitas, / como puro cristal son tus dientecillos, / como azúcar es tu boquita... / Eres más dulce que el alfeñique»23. El mundo de las comidas en Al Andalus fue un horizonte peculiar no desvinculado con los estados de ánimo de la alegría, del compartir y de la música. En Granada, Abd Alia, en el siglo XI, afirmaba que el origen de toda enfermedad era la indigestión, y el fundamento de toda curación era la dieta. De ahí la importancia de la comida como una forma de vi­ vir. La comida fue el arte de compartir con alegría. En cuanto al mundo de músicas y alegrías de Al Andalus, fue tan es­ pectacular que ciertamente influenció al sobrio —y algo aburrido— ho­ rizonte cristiano medieval. ¿Cómo no dejarse llevar por la alegría del «rabab» (rabel) y de la «qitara» (guitarra)? «El placer y regocijo que cau­ saba a gentes cristianas la música mora fue considerado en algunas oca­ siones por las autoridades eclesiásticas como apasionamiento excesivo o indiscreto que rayaba en escándalo»24. El lenguaje común y corriente de los españoles del siglo XVII —los inmigrantes populares que llegaron a Chile— fue un habla cómica que vinculó a todo dar la comida, la vida musical y el buen humor: «A la mu­ jer loca, más la agrada el pandero que la toca». «A la que quiere ser buena no se lo quita la mi vigüela». «Al jamón de tocino, buen golpe de vino». «Al matar de los puercos, placeres y juegos; al comer de las morcillas, placeres y risas». «Amigo por amigo, mi pan y mi vino». «Bendito sea Noé / que las viñas plantó / para quitar la sed / y alegrar el corazón». «Bien canta Marta después de harta». «Bueno es marido gaitero, y aunque sea mortero». «Canta la rana, y baila el sapo, y tañe la vigüela el largarte». «La carne pone carne, y el vino cría buena sangre, y la buena sangre bue­ na alma; la buena alma vase al cielo». «Condición de buen amigo, con­ dición de buen vino». «Cuerpo harto, a Dios alaba». «En tiempos de higos hay amigos». «Enseña tu culo tamborilero, irás a hablar, y hablará el primero»25.

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Fiesta y carnaval. La jovialidad popular «Hay animación y entusiasmo. No se puede esto negar. Pe­ ro muy lejos de la alegría chilena. Esto es opaco y triste en comparación de aquello. Más civilización, sin duda, y me­ nos vida. La chicha, entre nosotros, hace prodigios, y en este país no se conoce». Domingo Amunátegui Solar, carta a sus padres comentan­ do las fiestas de Navidad y Año Nuevo en París, 1886: Cartas inéditas sobre Europa de Domingo Amunátegui So­ lar, Santiago, 1961, p. 306.

La relación entre comida, música y humorismo se encuentra a cada paso en el mundo de la vida mestiza de Chile. En cualquier ocasión don­ de ésta se exprese habremos de advertir esta relación fecunda y vi tal izadora que proviene tanto de las tradiciones milenarias de los Andes como del antiguo Mediterráneo español. Su entrelazamiento comenzó a todo dar durante los siglos XVI, XVII y XVIII, y tuvo un vigor incuestiona­ ble en la vida popular chilena del siglo XIX y comienzos del XX. Las manifestaciones de la sociabilidad popular mestiza — más que nada fue­ ra del área de influencia de la aristocracia «civilizadora»— recogieron las expresiones renovadas de mundos tan distantes, pero al mismo tiem­ po tan semejantes, como lo fueron el espíritu indígena de América y el espíritu oriental de España. En ambos casos se halló soterradamente un común denominador «sensual místico», al decir de Gabriela Mistral26. En el sur de Chile, región denominada por siglos como la Frontera —entre las civilizaciones española e indígena—, la vitalidad popular pu­ do caracterizarse como una fiesta permanente, el «perpetuo carnaval» que definió con mezcla de entusiasmo y vergüenza Pedro Ruiz Aldea desde la ciudad de Concepción para la Pascua de Navidad de 1862. El escritor hizo un recorrido triunfal por el año agrícola chileno —de primavera a primavera— mostrando la continuidad de un mundo lleno de comidas, músicas y buen humor: «Entre nosotros, por ejemplo, ¿qué son nuestras fiestas? Úna barabúnda de músicas, repiques, cañonazos, comilonas y pe­ leas. En lugar de ejercicios útiles, de concursos literarios, de espectáculos grandiosos, nuestras fiestas son un verdadero trasunto de las Dionisíacas, de las Bacanales y de las Saturnales... Pero no nos concretemos sólo a Santiago; vamos a hablar de otras fiestas que conocemos más a fondo: las de la Frontera. Por la naturaleza de ellas se conocerá hasta qué pun­ to se hallan relacionadas con las de los griegos y romanos. La agitación de los vecinos empieza desde que soplan las primeras brisas primavera­ les. Entonces, la naturaleza se ostenta en toda su silvestre pompa, los campos están con flores, los árboles con guirnaldas, los corderos gordos. Llegan las trasquilas. El balido del ganado, la concurrencia de los esqui­ ladores, los asados saboreados debajo de sombra son otros tantos motivos de placer. Más tarde vienen las diversas Pascuas: Pascuas en el pueblo. Pascuas en el campo; nacimientos aquí, nacimientos más allá; paseos a las guindas, paseos a las peras, paseos a las brevas. Para cada fruta que sazona se tiene dispuesto un paseo: ahí están los digüeñes, las nalcas, el maqui, las sandías, y aguardiente para que no hagan daño.

«Temperamento expansivo, desborda en chistes y salidas jocosas, que se han hecho proverbiales», dijo Tomás Guevara del pueblo chileno, «La mentalidad araucana», 1916. La Revista Cómica, 65, 1896.

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«Gloria al año que entró / tan alegre y divertido / echen todos al olvido / al otro que se acabó», cantaba Rosa Araneda en un Saludo al año nuevo. Micaela Navarretc. Aunque no soy literaria...

Luego las trillas: se echan yeguas a la era, se corretea entre torbellinos de polvo y paja; se devoran las empanadas de homo, se abre la pipa de cha­ colí... ¡Zamacueca enseguida! Después de esta faena, unos se dirigen al mar, otros a las termas y otros a los ríos a refrescar la sangre. ¡Qué bulla de serenatas, de almuerzos y trasnochadas! Los mingacos, la recolección del maíz, de la papa, del fréjol, de la arveja, la chicha de manzanas... Fies­ tas y más fiestas. Lo mismo digo de los rodeos, las matanzas, las siembras, la conclusión de una casa, y hasta los vestidos que uno se estrena son un motivo de diversión. Las vendimias, ¡Jesucristo! El pavo asado, el chanchito cocido, la pitarrilla y las uvas borrachas, y el arrope por postres |...]. Durante todo el año hay festividades rumbosas: la Cruz de Mayo, el Corpus, San Antonio, el Carmen, San Juan, San Pedro y todos los santos del almanaque. Días de días en que los vecinos están ocupados en reci­ bir visitas y tarjetas, fiambres y castillos de dulce. ¡Qué felicitaciones!, ¡qué lisonjas!, ¡qué brindis en las mesas! Después de éstas vienen las de los santos patrones de los pueblos: San Miguel, el Rosario, la Purísima, San Sebastián... ¡Qué procesiones!, ¡qué ramadas!, ¡qué peleas también! Y después de éstas vienen las nacionales: el 20 de enero, el 12 de fe­ brero, el 5 de abril, el 18 de septiembre... ¡Qué dianas!, ¡qué tiros!, ¡qué discursos!... Y después de estas otras vienen las accidentales: las carre­ ras de caballos, las riñas de gallos, los bailes particulares, las maromas y todos los establecimientos de patente. ¿He concluido? Parece que no. Todavía quedan otras. ¿Se casó usted? A darle los parabienes. ¿Le nació algún niño? Bautizo y sandunga. ¿Se le murió más tarde? Angelito en la noche. ¿Falleció su señora? Velorio y refresco. ¿Le llevaron a enterrar? Vino para los cargadores [...]. ¡Qué sucesión de fiestas tan variadas! Todo el año es una tertulia, es una chacota, es un juego, es una merienda. ¡Qué feliz es el pueblo! No piensa más que en divertirse»27. Esta detalladísima descripción de la vida festiva chilena indica que to­ da ocasión celebratoria —de vida o de muerte, natural o nacional— dio lu­ gar a la irrupción de un mundo de carnaval, «auroral», lleno de referencias cómicas, gastronómicas y musicales. Dijo un periódico serio santiaguino a propósito de las fiestas patrias de 1865: «Pues han de saber que me pa­ rece muy extraño el que se celebre con tal bulla y agasajo la muerte de tan­ tos héroes que derramaron su sangre por darnos patria y libertad. Qué contraste! Mientras ellos, henchidos de entusiasmo, gritaban: libertad!, in­ dependencia!, nosotros, henchidos de picholescas ideas, sólo sabemos gri­ tar: zalagarda, jarana! Qué cambio! Cómo progresamos!»28. La verdad es que las fiestas patrias fueron siempre una ocasión de remoler a todo dar29. El pueblo interpretó la historia precisamente de una forma carnava­ lesca. La zalagarda y la jarana constituyeron su más preciada temporali­ dad. La seriedad de las guerras —fuera la guerra de la Independencia o la del Pacífico— no fue de entrada tan asimilable para la vitalidad del pue­ blo. La noción de patria —de suyo relacionada a través de la élite con un imaginario patriarcal—, hasta cierto punto resultó incomprensible duran­ te el siglo XIX. Esto lo dejó ver Antonio Acevedo Hernández en su his­ toria de un «roto» de ese siglo: «Al monte jué too el mundo, / naide quería guerriar, / toos temían quear / la barriga güelta al cielo. / ¡Recuerdo con desconsuelo / cuánto tuve que arrancar! I..J Si las reclutas venían / pa co­ rrer éramos zorras, / la patria s’iba a la porra / ¿quién la patria conocía?»30.

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Probablemente, las motivaciones y las emociones populares durante la Guerra del Pacífico alcanzaron expresiones orgiásticas y carnavalescas, como opinó el historiador italiano Tomasso Caivano en 1883. El pueblo habría reproducido, en el Perú, sus «orgías araucanas». Refiriéndose a la «orgía de Chorrillos» en el Perú, señaló este autor: «Entre tanto los vinos generosos, y los licores escogidos de los cuales las ricas bodegas estaban bien provistas, producían su efecto; y crecía la algazara, crecía la orgía y el “bacanal”»31. Las victorias de Chorrillos y Miraflores dieron lugar, cla­ ramente, a expresiones de regocijo carnavalesco. Así lo expresó el escri­ tor satírico Juan Rafael Allende: «A cada repique un doble / Pedía con regocijo; / Y por cada cañonazo / Que llegaba a mis oídos, / Echaba un trago de a cuarta / Mejorado en tercio y quinto; / Hasta que como un cos­ tal / Me quedé al fin sin sentido. /.../ Válgame Dios i la Virjen! / Qué de­ monios! siempre he sido / Tan tentado de la risa, / Que no está en mí. no resisto... / Teniendo gusto, me baja / Gana de tomar al tiro... / Si muchos errores notan / En este pequeño libro, / Perdónenme, porque estaba / Mui alegre al escribirlo. /... / Que el nuevo tomo es el quinto, / Y el quinto «no matar» manda, / Pero «no beber» ¿quién dijo?»32. En los espacios más íntimos y francamente populares de la Guerra del Pacífico tampoco faltaron elementos carnavalescos o circenses: «El Co­ quimbo tenía una compañía numerosa de circo, en cuyo elenco figuraban payasos, bailarines en la cuerda tensa y floja, con o sin balancín, maestros de trapecio que ejecutaban el vuelo de los cóndores, bufos, payasos a lo divino y a lo humano, zapateadores de sanjuriana y zamacuecas, a la usan­ za minera, con gorro, culero y ojota, cantor de tonadas y especialmente de “Ay qué mancha es la pobreza" con acompañamiento de banda»33. El mundo del pueblo fue el carnaval. Se tratara de la vida del traba­ jo, de la guerra o de la religión —ámbitos en los que fue inducido u obli­ gado en mayor o menor medida por los «caballeros» de la república—, allí estaba esa expresión de vitalidad. En los espacios laborales del siglo antepasado no escaseó el mundo de la fiesta: «Había además en cada fae­ na, grandes ramadas de baile, en las que los mineros principalmente lu­ cían su agilidad y pintorescos atavíos con la cueca que les es propia, de movimientos desaforados. El arpa y la vihuela resonaban estruendosa­ mente en aquellos teatros improvisados, de chilca y colihue, en los cua­ les veíase verdaderamente la cueca de “pata en quincha”...»34. El dominio supuestamente serio de la religión dio también lugar a for­ mas carnavalescas, particularmente durante las celebraciones rituales de origen indígena y evolución mestiza. La fiesta a la Virgen de Andacollo, en la provincia de Coquimbo, devoción masiva ya en el siglo XVIII, al­ bergó demostraciones de júbilo junto a la música, las fondas y chinga­ nas. Rabeles, guitarras, flautas y danzas expresaron un espíritu de bullicio y algazara que los santiaguinos difícilmente pudieron entender3'". Vicu­ ña Mackenna denominó a esta celebración «saturnales de Navidad»36. Hacia 1870, la fiesta era animada por lo menos con 150 cocinerías y 200 chinganas con canto y baile. Fueron populares los brindis a la Virgen. La cantora a lo humano y a lo divino Rosa Araneda compuso éstos en su ho­ nor: «Brindo también por tu trono / por lo bonito y hermoso, / alegre y llena de gozo / en mis cantares corono»37. La fiesta a la «Chinita» —mu­ jer. en quechua— de Andacollo escapó de las representaciones serias de la religión de la élite aun en 1930: «Oímos decir a un “roto” en Andaco­ llo: “Gracias a Dios que vi a la chiquilla más linda del mundo; ya puedo

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«Voy a navegar los mares / en una lancha de amor / a ver si tengo valor / para resistir pesares». Cueca de Rosa Araneda. Micaela Navarrete. Aunque no soy literaria...

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morir tranquilo". La chiquilla, naturalmente, era la Virgen... [Los chinos] ríen con risa de cobre y bailan con músculos de acero en las ceremonias... En cada casa hay un negocio: en todas partes se absorbe alcohol;... las frutas jugosas son un galardón para los labios resecos. Todos bullen, to­ dos hablan; el pueblo parece un gran colmenar... Afuera sigue el ruido: la emoción se ha evaporado de casi todos: las pasiones vuelven a domi­ nar como reinas únicas: empiezan a triunfar las redondeces de las muje­ res y los alcoholes rumorosos... El sol se va perdiendo en las lejanías. La atmósfera está saturada de polvo de oro...» . En Yumbel, en 1879, la devoción a San Sebastián se combinó con la alegría de las cantoras en fondas y ramadas, y la venta de chicha a los de­ votos, «en grandes cachos a diferentes precios, según su tamaño»39. En Illapel, en 1905, se recordaron las hermosas tonadas de Navidad escu­ chadas en medio de copas de rica «aloja» o de «orchata con malicia»: «Un gallo sintió al puntito / que sintió al niño llorar / tan vivaracho y gordito / tan buenaso pa mamar. / Le mando a mi comairita / pa que le mezca al chiquillo / una polla, una cabrita / y unos charqui de membrillo»40. En Quillota, en 1929, la Semana Santa combinó la procesión de la muer­ te de Cristo con los gritos regocijados de «¡A chaucha los churros!, ¡A veinte los churros, señorita!, o ¡Naranjitas pa la calor del pecho!»41. Las comidas y bebidas mestizas de Chile contribuyeron siempre a un clima de júbilo popular. Fueron ingredientes de la vida carnavalesca. El mundo andino aportó con los choclos, los porotos, las papas, los zapa­ llos, los tomates, el ají, los digüeñes, las nalcas; los mariscos, como los choros, los locos, los piures, las jaibas; y preparaciones sabrosas, como los chupes, el curanto, la humita, la chuchoca, el milcao, las pancutras, el pilco, el mote, el ulpo, el locro, el muday, los firfiles, los chunchules, el chercán. el merquén y el cutriaco; además de objetos imprescindibles, como las «callanas» y los «chuicos»42. El mundo mediterráneo y anda­ luz, por su parte, contribuyó con el trigo, el arroz, el ajo, el aceite, las aceitunas, las acelgas, las espinacas, las albahacas, las zanahorias, las be­ renjenas, las alcachofas, las sandías, el azafrán, las uvas, los duraznos, y preparaciones deliciosas, como el vino, las cazuelas, las albóndigas, los chicharrones, las empanadas, las hallullas, las sopaipas y sopaipillas, el arrope, el almíbar, los jarabes, las mazamorras, los escabeches; y utensi­ lios indispensables, como las «damajuanas»43. La unión de todos estos elementos del Mediterráneo con los de los Andes dieron frutos o guisos o licores de invención chilena, como las «caldúas», las «carbonadas», el «charquicán», el «cola de mono», el «chuflay», la «chupilca», el «gloriado», el «mote con huesillos», etc. Al­ gunos nombres fueron festivos, como los «firfiles». Según Manuel An­ tonio Román, en 1918: «El buen humor chileno da el nombre de pilpil, transmutado después en firfil, al despreciado y vulgar poroto»44. El «char­ quicán» dio lugar a regocijadas apologías poéticas, como la de Juan Ra­ fael Allende en 1886: «Este plato nutritivo, / Que sin rival es por cierto, / Resucitar podrá a un muerto, / Pero no matar a un vivo»45. Un plato co­ mo el «valdiviano», se decía en la época, «significa alegría y franqueza, mucho más si se le saborea con tragos de chicha»46. El mundo de las comidas tuvo su enunciación humorística en el rico acervo de la literatura oral. Innumerables adivinanzas relacionadas con el comer y el beber se articularon desde una experiencia de lo cómico y lo gozoso:

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«Soy llave que abre el apetito / las pulgas no pican donde yo pico» (El ají). «Un viejo blanco de canas / que tiene tiesa la picana» (El ajo). «No soy reina y tengo corona, / no soy casada y soy guatona / y en mi vientre caben / más de mil personas» (La granada). «En mi edad madura / vivo tan gordita / que de puro gorda / rajo mi camisa» (La breva). «Botón co­ lorado, / huesito encajado» (La guinda). «Viejecita arrugadita / y en el cu­ lo una tranquita» (La pasa y el higo). «A beso y a beso / y el palo tieso» (La bombilla del mate). «El tambor está d'espalda, / la tambora de roíllas, / y el tamborcito le está haciendo / cosquillitas, cosquillitas» (La piedra de moler). «Sin ser dama ni ser Juana / ambos nombres suelen darme, / y más bien dama guatona / es como deben llamarme» (La damajuana)47. El sentido de la temporalidad dionisíaca y festiva —el gozo de los sen­ tidos en el comer y en el hacer música— se advierte en esta composición chilena de Francisco Mesa (1834-1914), campesino del camino de Santa Rosa, cerca de la chacra de La Victoria, al sur de la ciudad de Santiago. Los versos fueron publicados por fr. Pedro Bustos, misionero de La Gran­ ja, el año 1916 en la Revista Seráfica de Chile: «Ei van preparativos / pa 1’alegría de toos, / pues qui a los esquivos / nu hay trerlos di otros mos: / Cazuela con chichoca, / charquicán, valdiviano; / I'alma se pone loca, / el seso se güelve vano; / Pero será di alegría / con el rico regalo / pa qu'en la fiesta ría, / hasta Palma de palo. / Tamién habís di añiir / las humitas sa­ brosas, / muchas cositas de frir, / pasteles de las mozas. / Tamién al paire cura / un patito bien asao; / no tenrá amargura / en su labor sagrao. / Los pavos y las gallinas, / el chancho y el cordero / venrán de la cocina / calentitos con esmero. / Longanizas con pebre, / zopaipas y morcillas / es­ torbarán la fiebre; / evitarán rencillas. / Las palomas torcazas, / las perdices ensartás, / asadas a las brasas, / darán alegría colmá. / Las empanás y tor­ tas, / la chichita despumá, / con que Palma agorta / la pena más pegá. / Con ponche de culén, / con los ricos asoliaos, / apenas dirís amén / de pu­ ro perturbaos. / Las vigüelas y rabeles, / los célebres cantores, / os saurán

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«Hay animación y entusiasmo. No se puede negar. Pero muy lejos de la alegría chilena», dijo Domingo Amunátegui comentando las fiestas de Navidad y Año Nuevo en París en 1886. Manuel Antonio Caro, Zamacueca, 1872.

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a mieles / de su música las lores. / Las bailoras parejas, / las guaras muy afinas, / las roscas en bandeja / serán glori encanté» . Las fiestas de carnaval —donde se exaltó como nunca el gozo de vi­ vir porque sí— fueron celebradas a lo largo de todo el siglo XIX y du­ rante los albores del XX por todos los rincones de Chile, incluso en la capital, donde residió el poder supuestamente grave y gravitante de la éli­ te imitadora de la seriedad de Occidente49. La experiencia del carnaval permitió unir — transgresoramente de acuerdo a los cánones virtualistas del Estado católico— los gustos musicales y culinarios en un ambiente de franca alegría. En 1894, Juan Rafael Allende hizo decir a una seria y devota Cuaresma —expresión del ascético clero— en un contrapunto con el carnaval: «—Cantar, beber y bailar, / y comer carne a la bruta / es, car­ naval. sin disputa / Algo muy poco ejemplar. /.../. Vete, vete, carnaval, / con tus locuras y farsas, / y tus alegres comparsas. / de pecados arsenal! / Vete a las calles y plazas / a dar a la población / ejemplos de corrupción / con tus diabólicas trazas!»50. Claro que el carnaval siguió por las calles y las plazas de Santiago y sus alrededores desde el siglo XIX hasta el XX51. Benedicto Chuaqui recordó la fiesta de carnaval —con sus rasgos humorísticos y culinarios— en el barrio Yungay y la plaza del Roto Chi­ leno: «Allá por 1909, se celebraba con gran alegría y entusiasmo la fies­ ta del carnaval. La gente se echaba a la calle dispuesta a divertirse y a olvidar por completo sus preocupaciones... Se permitían, entonces, toda clase de bromas, y el que salía a la calle debía llevar también una buena dosis de buen humor para no molestarse por las incidencias que solían producirse durante el juego de chayas y serpentinas... El carnaval co­ menzaba el 20 de enero y culminaba el 18 de febrero... había allí [en la plaza del Roto Chileno] ventas de dulces, de helados y frituras que con­ sumían rápidamente los paseantes»52. El carnaval fue humor con música y comida, y sobre todo bebida. Pa­ ra las élites esto significó un peligro, una amenaza de caos. El poeta An­ tonio Bórquez Solar denunció en 1918 el carácter pecaminoso de la fiesta, con un acento atildado y escasamente popular: «Se estremece el salón con la algarada / de la danza, en el loco torbellino / de cien parejas que el amor y el vino / llevaron a la alegre mascarada. / La locura que pasa desatada / tiene un encanto ardiente y peregrino, / y su voz de mujer, mú­ sica y trino, / hiere a veces como una puñalada. / La orquesta sus com­ pases precipita. / Y el rojo traje de quemantes rasos / desciñe la lujuria nunca ahíta. / Y entre brindis, y flautas y timbales, / se ve la noche deli­ rante en brazos / de los siete pecados capitales»53. ¡Demasiados pecados! ¡Demasiada conciencia de culpa! La experiencia popular del carnaval fue mucho más simple y regocijada, aunque no por eso menos transgresora. En 1904, en el barrio Independencia de la capital, siete pillos liderados por «un mozo joven de no fea figura» llamado el «Tarantantan» — ¡ojo con la musicalidad de su nombre! — se robaron 30 «hermosísimas galli­ nas» para celebrar el carnaval con «una cazuela fenomenal»54. Los mundos de las fiestas populares desplegaron los componentes in­ dispensables de la comida, la música y el humorismo, reunidos en una mezcla enjundiosa, embriagadora y multitudinaria. En 1872 se contabili­ zaron 306 fondas de «tercero y cuarto orden», «repartidas en los subur­ bios de la ciudad y en los cerros» de Valparaíso55. El año 1898, el viajero Juan Gabriel Serrato observó que más allá de la Plaza de Armas de San­ tiago existía una «región de los bodegones y de casas donde se come a la

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criolla y al aire libre, las cuales son lan numerosas que seguramente no se encontrará otra ciudad en el mundo que la iguale»56. Las fiestas patrias en el Parque Cousiño de Santiago, en 1904 y 1906, fueron algo sencillamente indescriptible: «El Parque Cousiño semejaba un océano, con todas sus tempestades. Miles de miles de voces simultáneas, los gritos descompa­ sados de los vendedores ambulantes, el ruido producido por los animales y vehículos, los cantos populares, todo aquello formaba un bullicio atro­ nador, algo difícil de describir y mucho más de reproducir o imitar. | Nues­ tros] más diestros rotitos [estaban] entregados al sin rival baile para ellos, la famosa cueca, llena de toda clase de piruetas y ejecutada al compás de una desafinada guitarra, cuyos sonidos iban unidos a los cantos y huifas de las comadres y cantoras de oficio, todo lo cual se ejecutaba al calor de suculentos potrillos de rica chicha. La animación de nuestro pueblo era extraordinaria: aquí se jugaba al famoso palitroque; más allá, un entu­ siasmado hombre, provisto de un viejo acordeón, ejecutaba una cueca; acullá se sentían los acordes de un organillo que atraía hacia él a un buen número de curiosos. En fin, por todas partes sólo se veía entusiasmo y más entusiasmo»57. El cantor de cuecas Hernán Núñez Oyarce recuerda el mundo de comida y música en el Parque Cousiño, aún vivo hacia 1920 y 1930: «Y en el pasto el buen asado / dorándose a la parrilla, / las niñas cantando cuecas / pero con la pierna arriba /... / ¡Las ricas cazuelas de ave! / ¡El arrollado caliente! / ¡Con pasa y huevo las de horno! / ¡Sánguche ’e pemil a veinte! /... / La rica cabeza ’e chancho / y el perejil en la oreja, / como que se estaba riendo / adornada en la bandeja. /... / Antes de llegar al parque / se sentían los panderos, / al son de la batería, / y primaban los cuequeros. /... / Te añoro, mi lindo parque / ¿qué nos podrían contar, / si vistes tantos chilenos / con el alma zapatear?»58. Los conventillos —sombríamente evocados por muchos historiado­ res locales— fueron lugares privilegiados de la jovialidad plebeya. En 1909, los conventillos santiaguinos de la calle Morandé, entre Santo Do­ mingo y Rosas, celebraron el carnaval con «cuecas con tamboreo y huifa». Una crónica periodística explicó con detalles: «Es de advertir que en esa cuadra hay varios conventillos que son el foco o puntos de partida de las fiestas nocturnas»59. Los conventillos fueron reductos de esplendor musical cuequero: «En el Conventillo el Diablo / ya eran más achafla­ nadas [las cuecas], / con acordeón de botones / el pandero arremanga­ ba»60. Las visitas a los lugares alejados del centro civilizador fueron, por

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«Alegre y regocijado / en mi armonía y comento / brindo por el dulce acento / ya que me hallo congregado». Brindis de Rosa Araneda. Micaela Navarrete, Aunque no soy literaria...

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Estampa festiva popular, La Revista Cómica, septiembre 1897.

supuesto, espacios de diversión carnavalesca. Bcrnardino Guajardo dejó un testimonio de los paseos al Resbalón, en las afueras de Santiago, en 1886: «Al Resbalón, muchachuelas / vístanse todas de gala / si alguna cae o resbala / vaya a quejarse a su abuela. /... / Al fin, llenen damajuanas, / barriles, frascos, botellas, / y ustedes pónganse bellas / aunque sean peor que ranas. / Busquemos por las chinganas / un bailarín con culero; / si hay cariño, habrá dinero, / y los niños de Santiago / vendrán a tomar su trago / a la fonda del minero»61. El poeta y escritor costumbrista Juan Rafael Allende dejó su propia versión de los famosos paseos populares al Res­ balón: «¿Quién lleva los voladores? / — Yo los llevo. — Y la guitarra? / — Aquí viene. —¿Y el causeo? / — Aquí está. —¿Y las damajuanas? / — Aquí también. —Bueno, bueno! / Parece que nada falta. / —Pica en­ tonces, carretero, / Hasta quebrar la picana, / Que pitra el Resbalón vamos, / Y el que no cae resbala! / — ¡ Huija! Viva Chile, miéchica! /... / Con una voz de angelito / Empezó a cantar Tomasa / Una tonadita de esas / Que de pata en quincha llaman, / Mientras tanto la Petita / El segundo le llevaba / Y el tuerto Pascual Montoya / Tamboreaba en la guitarra. /... / ¡Qué haber de niñas bonitas! / ¡Si más parecen santas! / Luego busqué una pareja: / Me mancorné con la Maiga; / Pedí que una resbalosa / Las cantoras me toca­ ran; / Y empecé a escobillar fino /Ya echar guaras i más guaras»62. Los velorios fueron importantes espacios de comida, música y hu­ morismo: fue la manera vital de despedir la vida de los vivos. Los ritos funerarios con música, alearía y comida abundante también pueden te­ ner sus orígenes indígenas63. Pedro Ruiz Aldea refiere, acerca de un ve­ lorio de angelito, probablemente cercano a Chillán, a mediados del siglo XIX: «Se alquilan las cantoras del lugar, las bailarinas de más nota, y las públicas de más publicidad, y con estos personajes se arma la más de­ senfrenada y silenciosa bacanal, en la misma pieza donde se eleva el do­ sel que cubre el angelito, pues que es el héroe de la fiesta. Hay peleas y borracheras, juego y obscenidades mil, pues que todo es permitido y de cajón para celebrar al angelito. Se bebe allí, se canta, se baila y se ena­ mora...»64. Gustave Verniory describió un velorio de angelito en la Araucanía en 1896: «La atmósfera de la sala es insoportable. Hombres y mujeres fuman sin interrupción cigarrillos de muy mal tabaco. El ange­ lito parece planear en una nube de humo. En un rincón, la cantora pone nuevas cuerdas a su guitarra, interrumpiendo a cada rato este trabajo pa­ ra tomar vasitos de aguardiente que deben aclararle la voz. Hago que me indiquen a la madre del chico muerto. Me la muestran en el momento en que se lleva a la boca el potrillo recién lleno de chicha burbujeante. ¡Qué gaznate tiene esta mujer! Ella bebe, bebe y no termina nunca... No se crea, sin embargo, que la intemperancia de esta pobre madre sea una ma­ nera de ahogar en el vino la pena que ella siente por la pérdida de su hi­ jo. Estoy firmemente persuadido de que en este momento la mujer es feliz. Ella bebe, canta, ríe como todo el mundo, su risa es natural y su ale­ gría no es forzada»65. La élite se escandalizó ante los rituales cómicos relacionados con la muerte. En 1853, un periódico capitalino dijo en tono de reproche: «La gente pobre de nuestro pueblo hace mofa del dolor de los deudos, del muerto y se mofa de la Divinidad, emborrachándose y danzando sobre la cabeza del que ya es cadáver. Esta es una inmoralidad que debía extin­ guirse o tratarse de prohibir»66. Esto se volvió a repetir en 1928: «La muerte de un pequeñuelo es pretexto para celebrar una fiesta macabra

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que llaman velorio»67. Ese mismo año. un periódico talquino describió un «velorio de angelito» como una costumbre campesina «tan en desa­ cuerdo con la tremenda majestad de la muerte, que hace cantar, danzar y reír frente al pequeño ser inanimado... en medio de los cantos y de las ri­ sas nos pareció oír aquellas aterradoras palabras que ensombrecieron pa­ ra siempre la gloria del paraíso terrenal: Adán. Adán, morirás de muerte, porque has pecado...». En 1933, un periódico socialcatólico de Antofagasta dirigido por Edmundo Pérez Zujovic sentenció: «Los velorios con gloriados y cuentos colorados debieran prohibirse en honor de la cultu­ ra general»69. El carácter festivo de los velorios ha sido recordado por el cantor de cuecas Hernán Núñez Oyarce: «Persignándose decían: / éste ten­ drá vida eterna. / Lo cierto es que el velorio / se transformó en remolien­ da. / Antes se iban de este mundo / bien cantados y guitarreados, / no había tanta tristeza / pa'despedir a un finao. / Llegaban los payadores, / pa' las guaguas “a lo divino”, / pa’ los adultos la cueca / y bien rociadas con vino. / Unos reían con chistes, / otros contaban historias / como alegrando al finao / antes de irse pa' la gloria. / Al que lo agarraba el sueño / con un cor­ cho lo tiznaban, / despertaba pa' la risa / pero nadie se enojaba»70. La utopía paradisíaca de la abundancia y de la igualdad humana —un mundo de fiesta y de amistad donde podían saciarse las necesidades de co­ mida y alegría de los pobres— tuvo una importante expresión en el ideal poético mestizo de la «Ciudad Deleitosa» o «Tierra de Jauja», «suma y compendio de todas las delicias terrenales». La sensibilidad místico-sen­ sual de los mestizos de Chile asimiló la creencia de este ideal maravillo­ so que nutrió la vida espiritual de los inmigrantes españoles en la América indígena en el siglo XVI. Fue la concreción de un mundo de humor, co­ mida y buena música, que los mestizos soñaron despiertos. Era la espe­ ranza infinita del fin del trabajo y de la guerra. Un romance español anterior al siglo XVIII caracterizó este lugar como de risa y de prohibi­ ción expresa del trabajo: «Allí todo es pasatiempos, / salud, contento y regalos, / alegrías, regocijos, / placeres, gozos y aplausos. / Vívese allí comúnmente / lo menos seiscientos años / sin hacerse jamás viejos, / y mueren de risa al cabo». Allí se podía encontrar la rica cocina española y oriental, con hojaldres, buñuelos almibarados y pepinos confitados. Pa­ ra hablar de este tema paradisíaco fue preciso interpretarlo al son de la guitarra71. Los poetas populares chilenos desarrollaron el tema durante el período que presentamos. Juan Bautista Peralta, nacido en 1875, gran cantor de fondas de la calle San Diego y fundador del Centro Social Obrero en 1896, compuso una Transformación de Santiago por la ciudad deleitosa. El poeta se imaginó la conversión maravillosa de la ciudad con ríos de leche y de aguardiente, techos de almíbar, suelo de chancaca, etc.: «Por fin, voy a hacer tapiar / Con quesos la población, / Y en esta bella nación / Botado el oro va a andar. / También voy a adoquinar / Con azú­ car todo el suelo; / Por hacerlo me desvelo, / Bien lo puedo comprobar / Que por último haré un mar / Con olas de buen pigüelo»72. No olvide­ mos que la expresión «ciudad deleitosa» fue de uso común en el siglo XVI. Así se denominó a la misma ciudad de Santiago de Chile el año 1571 por sus condiciones generosas y apacibles para la vida73. Otro poeta popular del siglo XIX, Rolak, imaginó con este mismo espíritu: «Cuando yo sea Ministro / ni pobre ni rico habrá / y por el río Mapocho / sólo chi­ cha correrá»74. Una versión del tema en Las aventuras del roto Juan Gar­ cía, de Antonio Acevedo Hernández, en 1938 expresó la utopía popular:

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«Pasar a ver mis sandías, / Chilenas tengo y peruanas!»: Juan Rafael Allende. «La Noche Buena», 1881. La Revista Cómica, 1897.

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«Hay sopaipillas pasás / y caramelos renobles, / y colgando de los ro­ bles / hay ropa muy bien cortá. / Zapatos, no digo ná, / se proucen en la tierra, / allí nadie se hace guerra, / toos tienen que comer, / too allí cau­ sa placer / y ningún dolor aterra. /.../ Allí no hay tuyo ni mío, / y naide encuentra mudanzas: / quien alcanzó en sus andanzas / a esa ciudá, en­ teró viaje: / allí no hay dolor ni ultraje, / ni guapezas ni venganzas»78. Con esta imagen del paraíso terrenal el pueblo mestizo introdujo una estética de la risa capaz de relativizar el mundo de la seriedad, de la je­ rarquía y de la desigualdad propia de las élites aristocráticas coloniales y más tarde republicanas76.

El roto y los personajes del espíritu carnavalesco ¿Quiénes fueron los personajes que representaron más que nadie el espíritu festivo y carnavalesco del pueblo chileno entre 1840 y 1925? És­ tos constituyeron una multitud singular de chilenos y chilenas que pu­ dieron ser reconocidos como «rotos», «siúticos» o «niños diablos», amén de otros relacionados con características y oficios propios de la sociabi­ lidad popular, como cantores a lo humano, «tonys», payadores, cocine­ ras y mujeres de «vida alegre», que protagonizaron con sus vidas un convivir no sujeto a la ley de la gravedad aristocrática y de la república en «forma» señorial o burguesa. Tomás Guevara, relacionando al «roto» con los mapuche, lo caracte­ rizó con estas palabras, en 1916: «El concepto de felicidad se liga a su régimen de nutrición. El sumum de la alegría se reconcentra en las vian­ das que llenan la olla y en el bolsillo que se repleta. No le hacen perder el sueño los afanes económicos... Temperamento expansivo desborda en chistes y salidas jocosas, que se han hecho proverbiales»7 . Ajeno a la in­ vención de las élites nacionalistas —esto es, un subalterno «patriotizado» o patriarcalizado—, el «roto», como habitante del mundo de la vida popular, fue un ser consciente y heredero de sus propias arraigadas y an­ cestrales civilizaciones. No tenía nada que pedirle prestado a la élite go­ bernante y pacata de Santiago, Valparaíso, Talca o Iquique. De tal modo que no perteneció propiamente al mundo del trabajo, de la moral públi­ ca o de la residencia estable, como lo advirtió, desde sus prejuicios aris­ tocráticos, Diego Barros Arana78. Para los agentes diplomáticos de las potencias europeas en Chile —como el representante oficial de Inglate­ rra en Chile, Horace Rumbold. en 1877 —, los «rotos» eran, todavía más, «el azote de Chile», que en ciertas circunstancias podían llegar a ser el principal peligro para la nación79. Desde su definición dada por el Diccionario de la Real Academia Es­ pañola ya en el siglo XIX el «roto» designó al «sujeto licencioso, libre y desbaratado en las costumbres y modo de vida, y también a las mismas costumbres y vida de semejante sujeto»80. Era, por tanto, una modalidad, un estilo de vida, ajeno a los cánones de la vida civilizada81. A lo largo de todo el siglo XIX, el «roto» fue un espíritu extraño al orden predomi­ nante de la civilización occidental, un espíritu de animación vital que se enfrentó como transgresión —o travesura— ante la constitucionalidad forzada y parcelada de las identidades republicanas, un habitante, pudié­

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ramos decir, del «gran tiempo»: la fiesta de «la resurrección de los sen­ tidos», para decirlo con las categorías de Mijail Bajtín82. El «roto» no asumió las implicaciones y complicaciones de identidad del orden de la seriedad de la élite. Su mundo propio y apropiado fue el de la fiesta, la comida y el amor. Liberado de las ataduras del orden de la gravedad de la élite, se lanzó a la vida con la propulsión de sus naturales ancestros in­ dígenas e ibéricos orientales. Bernardino Guajardo, intérprete poético autorizado del mundo de la vida del pueblo, relató las aventuras de los «rotos» en las chinganas don­ de se iba a disfrutar del placer de la música y de la comida: «Yo trabajo la semana / el domingo me la tomo / el lunes planto la falla / y el martes le pongo el hombro. / Este roto convidó / a otro para ir a gustar / y en una fonda a oír cantar / el par de rotos entró. / Uno al mozo preguntó: / ¿qué vale esa damajuana? / Hasta que quite la gana / esta noche he de beber, / porque para remoler / yo trabajo la semana. / La dueña de la chingana / era una india cabezona, / retaca, fea, chascona, / que la llamaban la rana. / Uno le dijo: paisana, / seis días ha que no como. / ase un pedazo de lo­ mo / mire que el hambre me mata, / yo el sábado tengo plata / y el do­ mingo me la tomo. / Como diez pesos gastaron / en ponche, cerveza y vino, / y con un lenguaje fino / a la patrona encantaron. / Luego la plata acabaron, / después se fueron a raya, / uno al otro dijo: vaya / a pedir por su salario / yo lo que me dan el diario / el lunes planto la falla. / La ca­ sera cariñosa / les ofreció que pidieran / licor o lo que quisieran, / yo les serviré gustosa. / Una acción tan generosa / llenó a los rotos de asombro; / dijo uno de los que nombro: / eche, que pasará susto. / El lunes tomo a mi gusto / y el martes le pongo el hombro. / Al fin, metieron el clavo: / pidieron con una ficha / arroba y media de chicha / y una cazuela de pa­ vo. / No pagaron ni un centavo / y quebraron fuente y olla. / Usaron es­ ta tramoya / los pililos y se fueron. / y a la casera dijeron / vaya a que le pague Moya»83. El «roto» no tuvo una identidad fija, única. limitada o delimitada. Sus dimensiones reales adquirieron contornos familiares de acuerdo a los in­ finitos lugares de sus residencias eventuales, como lo expresa esta com­ posición festiva de Bernardino Guajardo: «En Rancagua soy Cavieres / y en el Mostazal Gallardo; / en los Graneros Guajardo / y en la Angos­ tura Paredes; / en el Principal soy Pérez, / en los Linderos Ayal, / en Pai­ ne soy Villarreal / y en Viluco soy Aranda; / en los Guindos soy Miranda / y en Maipo soy Carvajal»84. Ejemplo de que el poeta popular aprecia­ ba adecuadamente la realidad son las palabras de Valentín Letelier cuan­ do, propugnando el establecimiento de la cédula de identidad, se lamentó: «En nuestras clases inferiores, es práctica muy seneral que los hombres cambien de nombre al pasar de un lugar a otro»85. Tampoco el pueblo logró entender el trabajo como un valor en sí mis­ mo. Éste era un medio en función del principio del placer y del derroche, o del derroche del placer. En 1842 dijo Domingo Faustino Sarmiento a propósito del gusto popular por la zamacueca o «sambacueca»: «La sambacueca es el solaz del pueblo llano... Después de las duras tareas diarias a que la necesidad lo condena, lo aguarda en la chingana con los brazos abiertos la sambacueca su amiga; la esperanza de verla lo alienta en su trabajo; y a fin de poder presentarse en la chingana con el bolsillo un po­ co provisto para festejarla debida y chamuscadamente es que el pobre proletario se desvive y se afana. Si no. no trabajara, ¿para qué?...»86. Des­

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«Por último haré un mar / con olas de buen pigüelo». soñó Juan Bautista Peralta en su «Transformación de Santiago por la ciudad deleitosa» a fines del siglo XIX. Thompson. El Chichero, 1895.

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de este sentido del goce se vivió y revivió el famoso «San Lunes», tan in­ comprendido por las élites de la segunda mitad del siglo XIX87. Las élites burguesas habían comenzado a afirmar que el sentido de la vida era el trabajo. Se afianzaba la religión del productivismo. «El hombre nace para el trabajo», sentenció duramente en 1859, citando el bíblico Libro de Job, el economista francés Jean Gustave Courcelle Seneuil88. El vate de la aristocracia Guillermo Matta publicó en Alemania estos secos elogios al trabajo en 1887: «La vida es una faena. / Y hora a hora y día a día / la acción es nuestra alegría, / la ociosidad nuestra pe­ na. / El trabajo no es una cadena / de galeote o de forzado; / es gloria, es ciencia, es virtud. /.../ Pasad extraños emblemas / de la ignorancia y el vicio; / con la razón y el buen juicio / se resuelven los problemas»80. Los pedagogos elitistas precisaron inculcar el valor del trabajo por so­ bre el ocio: «En la edad en que los niños gozan de la vida y emplean mu­ chas horas en agradables pasatiempos, Amunátegui estudiaba día y noche gozando en sus trabajos más que los otros en diversiones. ¡Qué ejemplo para los niños que encuentran penoso el estudio y creen que el trabajo es un sacrificio!»90. En 1925, un elogio de la vida norteameri­ cana llevó a admirar al empresario Henry Ford: «|Henry Ford] vive en el trabajo y para el trabajo»91. ¡Nada más lejos de la mentalidad y la sensibilidad de los «rotos»! El «roto» desconoció el sentido del trabajo y de la economía monetaria. Aun en las faenas mineras, podía encender «un cigarro con un billete de cien pesos», o remoler —como los famosos hermanos Peralta— «en un año dos millones de pesos, gastando sus tesoros con más fausto que los prín­ cipes de Oriente». «Para el roto minero es su delicia gastar ruidosamen­ te en una hora lo que ha ganado con rudo esfuerzo en una quincena»92. El año 1883, el historiador italiano Tomás Caivano proporcionó una es­ tampa inconfundible del comportamiento festivo de los «rotos» que podían trabajar «pero a condición de poderse abandonar a la crápula de cuando en cuando, sea en las tabernas, sea en “jaranas", o fiestas de familia, entre­ gándose hasta donde lo permiten sus fuerzas físicas, a clamorosas orgías, que a veces se prolongan por muchos días consecutivos, hasta que se gasta el último céntimo de sus economías. El “roto", como regla gene­ ral — añadió el intelectual italiano—, no es nada económico, y no pien­ sa nunca en el día de mañana. El dinero no tiene para él más que un valor: el de facilitarle el camino de la taberna o el de la “jarana", o sea de la or­ gía, y únicamente por esta razón lo aprecia y lo busca: excluyendo este empleo no sabría qué hacer de él; y de aquí proviene su constante po­ breza, pues la orgía absorbe continuamente cuanto gana... Esta tenaz pro­ pensión a la orgía, unida a la escasa o nula educación moral, da como resultado que el roto prefiere dedicarse siempre que puede al robo más bien que al trabajo... Su economía no tiene más punto de mira que el cui­ dado de dejar a la orgía la mayor parte posible...»93. El refranero tradicional y popular chileno mostró a cabalidad los au­ ténticos valores éticos del «roto», ajenos a la historia y la moral de la ci­ vilización de la élite: «Pan una migaja, chicha una tinaja». «A las penas que matan, matarlas con alegría». «Quien tiene malas pulgas, debe ma­ tarlas». «El primer trago ha de ser largo, y los demás lo mismo». «La ver­ dad está siempre en el fondo del vaso»94. «Sólo la alegría mata las penas». «Quien guarda para el otro día en Dios desconfía». «Mucha economía es mucha porquería». «Al que ata mucho la plata, el Diablo se la desata».

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«Hoy es lunes, Santa Elena; quien trabaja se condena». «Pa poca vía [vi­ da], más vale ná»95. Otro personaje carnavalesco del siglo XIX fue el «siútico», mal mi­ rado por la gravedad pétrea de los aristócratas. Fue la identidad cultural de los grupos medios, que no tenía nada de la de aquéllos. A mediados de ese siglo, la expresión designó un comportamiento explosivamente festivo: «[Nosotros] creemos que la palabra “siútico” es una corrupción de ciudadanos cuya patria es la casa de “picholeo”, en la Chimba, en la calle de las Rosas, de San Diego, etc., etc., cuya bandera es el pañuelito blanco de la samacueca..., y cuyos tambores de guerra son la guitarra en la ciudad y el harpa en el campo... [Su cara es] sólo palpitante a media noche entre las luces de las velas, la llama del ponche, las piruetas de las muchachas, las cabezadas de las viejas, y el tamboreo de la guitarra...: él va derecho a la Chimba y dobla el Puente de Palo con pasos descompa­ sados... Él vive en medio de la samacueca perpetua como en un paraíso celestial, perfumado por el ponche y alegrado por los sonidos de las cuer­ das... [Todo] su conato es principiar la “resbalosa”; luego se desalienta por el ponche, ruge por el guachalomo, cuyo olor le pica las narices; y de emoción en emoción la imaginación del siútico vaga de placer en pla­ cer sin acordarse del tiempo, pero aprovechando sus dientes y sus ma­ nos... Las aceitunas, el “valdiviano”, el queso de Talca..., giran sin cesar de mano en mano... El siútico se vuelve todo pies para bailar, toda boca para comer... Para el campo tiene la carretil y la carreta es para él la casa de picholeo ambulante. Las frutillas de Renca, las brevas del Salto, las aguas de Colina atraen de vez en cuando, como bandadas de langostas, a esta multitud de siúticos... [La] muerte sólo se ve pasar riendo con un siútico más...»96. Cercano al «roto» en su libertad y soberanía individual, y fuera de las normas de la élite republicana, también fue un personaje carnavalesco el conocido popularmente como «niño diablo». Éste fue descrito con ca­ racteres memorables por el gran poeta popular chileno Carlos Pezoa Véliz: «Por supuesto que este niño diablo no tiene nada de común con las clases trabajadoras, ni con sus lucubraciones afiebradas sobre el capital y el trabajo... Maestro insuperable en el arte de vivir, él se reirá en vues­ tras barbas de todos los principios igualitarios, empezando por esta con­ fidencia, que es rotunda: él prefiere una cazuela de ave con aliños picantes a una doctrina tan poco sustanciosa como la del socialismo, y un valdi­ viano con huevos, a la democracia... Despojado de amor propio, libre en la suprema libertad del que no tiene ambiciones, ni esperanzas, ni en­ sueños, se gana su comida descansadamente lustrando calzado en los pa­ seos públicos, cobrando buenas propinas como criado de restaurante o limpiando ios bolsillos del prójimo en las apreturas de cualquier fiesta pública que aglomere masas de gente entusiasmada... Trabajar de seis a seis, satisfacción del deber cumplido, callosidades honrosas, sudores re­ generantes, etc., son cosas esas que, según la robusta frase de su estilo, ya los tienen barbones... El ideal inconsciente del niño diablo parece ser uno bien noble: vivir. Son sus complementos indispensables la cocine­ ría, el plato sustancioso, el buen vino. Tener dinero para gastarlo con ami­ gos, ir al circo, reír con las gracias del clown Seyssel, aplastar a medio mundo con una palabrota de efecto chusco... Parecería que su buen hu­ mor estuviera en las profundidades del estómago, en la pasmosa fabri­ cación de frases insolentes por su gracia, de conceptos grasosos a fuerza

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El anuncio de la chicha nueva. «He visto armando alborotos / en la calle a grandes piños / de regocijados rotos / que gritan (ay, qué devotos) / llegó la nacional, niños!», «¡Llegó la nacional, niños!», en El Padre Padilla, 5 de marzo de 1887.

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«Niña bella y amorosa / dueña de mi pensamiento / ¿para qué me estás amando / si no me das el contento?». Cueca amorosa de Rosa Araneda, Micaela Navarrete, Aunque no soy literaria...

de prácticos, de blasfemias humorísticas para todas las abstracciones del espíritu, para todas las intangibles recreaciones del pensamiento. Nada se escapa a la profanación de su gracia. El sacerdote de pupilas castas, el pastor evangélico, el joven de chaqué verdoso, la niña de ros­ tro pintado, la vieja de tocado cuidadoso, el galán que corteja a pleno sol, la conductora de uñas exorbitantes..., todos se verán corregidos, retoca­ dos y arremetidos por su implacable buen humor... El niño diablo es el hombre más libre. Su acción no reconoce mora­ lidad: se mofa concienzudamente de ella... Por supuesto que si puede bur­ lar la ley, se ríe tanto de ella como de los futres... Acaba por ser graciosa su manía de quitar el bulto a todas las leyes imaginables... Leyes del Es­ tado, leyes de la Iglesia, leyes de Dios... A todas se las mete en el bolsi­ llo del chaleco... El niño diablo no conoce la tristeza. ¿Sufrir? ¿Pensar? Una copa bebida al son de arpa, guitarra y piano no reconoce parentes­ cos con la melancolía. Agasajado por los amigos, querido por sus muje­ res, halagado por la vida, él se ríe de todo y por todo... Sin embargo, de ser apto para heroísmos y capaz de entusiasmos, no es un patriota. En tiempos de guerra, escabulle mañosamente el bulto a los escuadrones re­ clutadores, declarando que sólo los tontos no “raspan la bola" (huir)... Y no es que no sean valientes. Ellos miran la vida cara a cara; comen el pan de la misericordia divina, y sin pensar nunca en mañana se tienden bajo un árbol cualquiera, colgando la chaqueta raída sobre las ramas en que retoza el hálito salvaje de la hojarasca greñuda... Lo desprecian todo, y, sin perseguir nada, lo alcanzan... Tal los pájaros vagabundos viven en las selvas enmarañadas, donde la gracia de Dios tiene una brizna para los ni­ dos. una migaja para los buches exhaustos y una sombra para los idilios... Llena la boca de groserías y la imaginación de chistes, alargan esta jor­ nada que a tantos cansa v fatiga, haciendo temblar la tierra con la planta de sus talones bravos». Los «tonys» chilenos fueron también personajes carnavalescos de pri­ mera categoría. Asociados al entorno del circo expresaron un mundo aje­ no a la circunspección aristocrática de la república. Éstos se encuentran nombrados en 1892 en relación a un circo instalado en la ciudad de San­ tiago en la plazuela de los Carros Urbanos: «Los payasos hacen reír de buena gana, distinguiéndose, entre ellos, el rey de los Tony...»98. En 1896 sobresalió también en la capital el clovvn «Chorizo», que desafió la de­ cencia oficial de la ciudad con sus entradas cómicas en el Teatro Santia­ go99. Las cocineras, mujeres dedicadas a la creación de comidas y bebidas, fueron también ejemplos de la sociabilidad festiva popular. En 1896, Jus­ to Abel Rosales reivindicó la historia de una de ellas, Rosalía Hermosilla, o «La Negra Rosalía», nacida en el valle de Aconcagua, que alegró el mundo chileno con su fama de excelsa picaronera en los severos decenios de Prieto, Bulnes y Montt. Ella «todo lo hacía broma», desde sus picaro­ nes, servidos con leche caliente con pisco, ponche en leche o bizcochuelos, hasta sus conversaciones bellas y amorosas. A un Presidente de la República le dijo: «Mi amito..., estos picaros redonditos, suavecitos y dulcecitos, son los que toma el Padre Eterno cuando se encuentra de mal hu­ mor, y este ponche ha sido inventado en el cielo para consuelo en la tierra de todos los afligidos, de todos los necesitados, de todos los pobres»100. En algún sentido, desafiaron finalmente el orden de la seriedad de la república, con su cultura disipada y cómica, las mujeres de «vida alegre». Ajenas a la moralidad de la civilización se presentaron en fondas, chin-

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«La rica horchata bien helá. Empanaítas fritas, cuando las muerden gritan y menean la colita», relataba sobre la Navidad en la Alameda «El Chileno», 25 de diciembre de 1908. La Revista Cómica, diciembre 1897.

ganas, cantinas y bares como una experiencia válida y necesaria frente al mundo de la vida, a pesar de las crueles represiones del siglo XIX101. Es­ tas mujeres de «vida alegre» tuvieron un protagonismo en las fiestas de carnaval102. Existieron cuecas tradicionales con letras relativas a impor­ tantes «casas de la vida» o «casas de timbirimba», como la de la «Flor María» en la calle Eleuterio Ramírez de Santiago: «Qué es aquello que relumbra / con un faro de alegría, / y es una casa de tambo / que puso la Flor María. / Por Eleuterio Ramírez / donde está la Flor María / y es un Dieciocho ’e Septiembre / toditos los santos días. / Y es lo mejor de Chi­ le / la Flor María / porque tiene las llaves / de la alegría. / Reina de la ale­ gría / la Flor María»1.

¿El forzado repliegue del pueblo? «¿Cómo no se suicida la gente pobre? Debe ser un don muy magnífico la vida, el solo respirar, ver, oír».

Hernán Díaz Arrieta, Alone, 29 de octubre de 1917, en Diario íntimo, 1917-1927\ Santiago, 2001. Entre 1840 y 1925, las élites administrativas locales debieron reco­ nocer a cabal idad que no podían crear o consolidar una nación más o me­ nos moderna —con un Estado «en forma» oligárquica— sin poner atajo a la vitalidad popular expresada en su mundo propio de comidas, formas musicales y sentido del humor, ese mundo «auroral» proveniente de las tradiciones indígenas y del mundo ibérico nutrido de la Andalucía orien­ tal, y también de raíces gitanas. Recordemos que la palabra «jarana» es vocablo gitano104. La élite aristocrática —a cargo de la administración de la riqueza y del poder públicos— se autoproclamó como la clase he­ roica y sabia que debía imponer la identidad de su propia historia, que debía ser la forzada y forzosa historia de la seriedad, o la seriedad de la historia. En 1868, Aníbal Pinto, político de la aristocracia y futuro presi­

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dente de la república, le confesó a Miguel Luis Amunátegui, el circuns­ pecto académico de la Universidad de Chile, lo difícil que estaba resul­ tando el desarrollo de la élite en Chile: «Si queremos dejar de ser lo que somos, ex colonia española, con todos los resabios de tal..., es preciso que nos resolvamos a infiltrar nueva sangre, nuevos hábitos, otras ideas. Aunque el orden público se mantiene y el país progresa, no debemos ha­ cernos ilusiones; ni el orden ni el progreso moral y material son en Chi­ le un hecho necesario, una consecuencia necesaria de nuestro modo de ser social. El orden y el progreso es en Chile algo que se impone, un he­ cho forzado, no la consecuencia natural y espontánea de los hábitos y de las ideas del pueblo... Siempre le asistirá a usted, como a todo el que ama a Chile con desinterés, alguna desconfianza, alguna inquietud por el porvenir. Siempre sucederá que vivimos molestados por la convicción de que en Chile el orden y el progreso no son hechos normales, sino un accidente, que una combinación muy posible de circunstancias puede destruir»105. La aristocracia sabía que su historia — imitación servil de Occiden­ te— era muy accidental. Sus miembros se reconocían como una mino­ ría socialmente poco significativa, a contrapelo del sentido común de la historia realmente existente en Chile. Es probable que solamente con la Guerra Civil de 1891 —y su cantidad aplastante de víctimas humanas — la élite lograra imponer, al menos en apariencia, su propia y débil histo­ ria de seriedad. Pero también es posible que ella reconociera en lo ínti­ mo su complejo de inferioridad frente a la alegría, la música, las comidas y bebidas sabrosas, y el sentido cómico de la vida de los mestizos de Chile. Esto lo deslizó Francisco Antonio Encina en su ensayo sobre La presidencia de Balmaceda al hablar de «la delgada capa castellano-vas­ ca, que en el correr del tiempo tenía que ser supeditada por el elemento meridional o andaluz, como ocurrió en 1920, y más adelante por el pue­ blo o masa, cuya constitución étnica difiere de la de las capas superio­ res». También habló del «reemplazo de la delgada capa castellano-vasca por el elemento meridional, mucho más numeroso e intelectualmente más ágil»106. El «odio del elemento meridional al castellano, disfraza­ do de odio social, estalló durante la lucha |de 1891 ], sin producir el in­ cendio de 1920, porque el combustible estaba aún verde»107. La figura de Balmaceda, de rasgos andaluces —también de acuerdo a Encina—, no podía sino tener antipatía por la aristocracia chilena, y ésta era la úni­ ca que podía gobernar el país108. Mariano Latorre describió a la socie­ dad chilena en 1938: «[La] base del pueblo nuestro es andaluza como la clase alta y media es vasca. Baeza, el crítico español que fue ministro de la República de Chile, lo definió así: son cuatro millones de andalu­ ces gobernados por doscientos mil vascos»109. En estas vagas y ásperas reflexiones de la élite hay algo de desafiante: es la propuesta de que la historia debe ser seria, y que esa seriedad comporta al fin sacrificios hu­ manos. Todos los intelectuales elitistas desconocieron públicamente la vitalidad histórica del pueblo chileno. Sólo los serios podían hacer ver­ daderamente historia. Los mestizos o los indígenas no eran serios. Esta fue la forma — intelectual, cultural— de eliminarlos. O de hacinarlos en la vida privada. Un manual de historia de Chile de Domingo Amunáte­ gui Solar, aprobado por el Ministerio de Educación en 1933, afirmó: «No podía exigirse a los mestizos ni a los naturales del país una gran co­ rrección de vida; porque no estaban preparados para la sociedad cul­

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ta»1,(). Mientras tanto, refiriéndose a los vascos, añadió: «[A] la serie­ dad de su vida pública y privada debemos la marcha prudente que siguió la república en su primera centuria»111. Tras 1891 es posible descubrir la ofensiva de la aristocracia por im­ poner sus normas de comportamiento privatizando las formas de vida y de vitalidad del pueblo. Esto pudo comenzar a reconocerse débilmente en los años ochenta: «[Observamos] que a las once de la noche no había música en el tabladillo de la Alameda, que es donde nuestro pueblo se reúne a celebrar la Pascua... la música se ha hecho sólo para los ricos, co­ mo observaba con mucha gracia un ciudadano a quien se le preguntó por la omisión»112. Durante el gobierno de Balmaceda, sin embargo, el pue­ blo celebró aún a todo trapo la Navidad en la Alameda, con su música, sus comidas y su humor característicos1,3. Después de 1891, la aristocracia pasó a ser efectivamente excluyente y privatizante. El miedo o el pánico que le causó la episódica insubordina­ ción social o política —y probablemente cultural— de los mestizos junto a la figura de Balmaceda se convirtió en algo mucho más contundente. Esto fue visible con ocasión de las Fiestas Patrias en Santiago de acuer­ do a Juan Rafael Allende en 1896: «Éstas, de algunos años a esta parte, han perdido su carácter popular. Todas ellas llevan ahora un sello aristo­ crático, que las sustrae por completo de la legítima participación del pue­ blo... Ya en la Alameda no tienen lugar aquellos típicos y alegres bailes populares, en los cuales mineros con sus parejas lucían sus habilidades coreográficas en la paloma, el cuando, el maicito y la enloquecedora za­ macueca, bailados a son de arpa y vihuela con el inevitable tamboreo en la mesita con latas. Hoy, la Alameda la invade la aristocracia y se destie­ rra de ellos al Pueblo. Tampoco se ven ya los populares paseos en carre­ ta a la Pampa, donde tres o cuatro familias se unían para improvisar sobre la verde yerba un banquete suculento y primitivo, en que alternaban los pavos fiambres con los corderos asados, entre vasos de chispeante chi­ cha, copitas de dulce mistela y el legendario ponche en leche y ponche en agua arrimado a nieve. ¡Qué cuadro aquél!... — ¡Mira cómo le hace! — ¡Zamba que lirá! — ¡Y el Diecinueve debajo e la cama! — ¡Rico tondondoré, de cinco a tres! — ¡Aro! dijo la Pancha Lecaros, donde me canso me paro! — ¡Viva Chile ¡m...!»114. En 1898, Allende volvió a observar lo mismo con ocasión de la Na­ vidad santiaguina. El pueblo perdió la soberanía económica que en el pa­ sado le abrió las puertas del disfrute de la fiesta de Pascua1.La verdad es que por entonces el control aristocrático se hacía cada vez más estre­ cho. Las manifestaciones culturales plebeyas pasaron a ser sospechosas. Los circos y teatros que representaban día a día la vida apasionada y re­ voltosa de los grandes personajes encomiados por los mestizos fueron censurados. La aristocracia debía tener el control público sobre la me­ moria histórica oficial del país, e impedir la celebración de sujetos car­ navalescos del pueblo. En 1898, el diario conservador El Chileno se quejó de las representaciones populares de «Joaquín Murieta, aquel miserable y repugnante bandolero convertido por escritores sin conciencia en un personaje novelesco»1,6.

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«Hoy la Alameda la invade la aristocracia y se destierra de ellos al Pueblo», denunció Juan Rafael Allende en «El Jeneral Pililo», 22 de septiembre de 1896. Un roto llevado al cuartel de policía de San Pablo en Santiago. 1.a Revista Cómica, 1897.

En 1902, la Pascua en la Alameda perdía a ojos vista su carácter de jarana popular. Decía el mismo órgano conservador: «Pero ya no se oyen como antaño los rasgueos del arpa y la guitarra, las alarmantes cuecas de las cantoras con los indispensables aros, el tamboreo de las tres mitades, las pegajosas tocatas del acordeón y las brincadoras polkas de los pianos callejeros.;Las fondas se han ido!... Nos sentamos en un puesto a tomar un refresco. E interrogamos a la patrona...: — Y qué tal la Pascua? — Puf! Esto no es Pascua! Sin ná que alegre, esto es ni más ni menos que una procesión. Antes, antes, cuando había fondas, y yo tuve una, pe­ ro bien puesta; entonces, digo, esta noche era Noche Buena! Y la repolluda venteril se dio media vuelta con aire displicente, para pensar en aquellas carpas blancas que el progreso ha barrido para siem­ pre....»1 I7. Lo que quería por entonces la aristocracia era aburguesar la Navidad, reduciéndola a los espacios privados de la familia de tipo eu­ ropeo: «Deseamos sinceramente que la hermosa y poética fiesta de Na­ vidad vaya tomando entre nosotros ese carácter delicado, familiar y tierno que reviste en todas las naciones europeas... No es posible..., que esta fiesta del hogar, de la familia, de los padres y de los hijos..., tenga en San­ tiago de Chile las proporciones de una borrachera colosal»1 lx. La revis­ ta Pluma y Lápiz escribió para las Fiestas Patrias de 1903: «Uno que otro deshilacliado era el que hacía ondular a compás la falda mugrienta de la camisa, el pañuelito de colores en la cueca minera... A las topeaduras y rebencazos, que eran nuestro antiguo “sport", han venido a desalojar los “polo" y los “football". ¿La fonda y la cueca serán también desterradas por las soirées y las danzas de don Franco Zubicueta? Es de temerlo. Y a todo esto, la alegría del Dieciocho se nos va y el roto se pone triste»119. La Nochebuena en la Alameda de 1906 ya mostró un ostensible carácter desabrido: «No es ya la de antes. No es ya la de las fondas con arpa y guitarra... con el canto de la zamacueca y las tocatas del popular acor­ deón. Ya no se ven aquellos rótulos: “Aquí está Silva", “Pasarme a ver

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que aquí estoy viviendo"... La Pascua se va de la Alameda»120. En el año 1909. el tema volvió a surgir: «El pueblo se va... porque lo echan de la Alameda. Se ve ahora allí como pollo en corral ajeno... Y héteme a unos cuantos hijos del soberano pueblo, que transitaban antes por la avenida central como señor por sus estrados, acoquinados ahora en los bancos de piedra, sin atreverse a soltar por esa bocaza ni una mala ocurrencia de las que antes prodigaba a chorros»121. El año 1918, un artículo de la aristo­ crática y burguesa revista Zig-Zag dejó en claro que el conjunto de las fiestas chilenas habían perdido el protagonismo popular, el que era el al­ ma de todas ellas: «El Dieciocho, la Pascua, los Santos, etc., han pasado a convertirse en estiradas ceremonias de salón, muy lejos, por cierto, de ser algo nativo, de ser el exponente de la idiosincrasia nacional. Hasta el alma de toda fiesta, el roto locuaz y parlanchín, parece que también se nos va [...]. La Pascua de antaño, que con entusiasmo celebraban nues­ tros abuelos, constituía una fiesta popular en extremo interesante [...]. Es de figurarse el entusiasmo que despertaba la Noche Buena. El rico pon­ che en leche y con malicia a la “saló del Niño y la Virgen" no faltaba ni en el más modesto hogar plebeyo [...]. Ahora, hasta nuestro pueblo, en las fiestas de Pascua, habla de política, cuestiones sociales, flirtea y bai­ la vals... ¡Cómo se va la Pascua!»122. El mundo de las élites y los partidarios del orden público, durante las dos o tres primeras décadas del siglo XX —como un revés al mundo de la vida popular— pasaron a valorar sobremanera el «ascetismo intramundano» de los dirigentes políticos y de todos los ciudadanos. Los cu­ ras persiguieron la religión dionisíaca y la cultura democrática del pueblo. Los manuales católicos escritos por el clero advirtieron en 1902 o 1909: «Un cristiano no puede, sin responsabilidad de conciencia, más o menos grave, tener chingana, billar, cancha de bolas, despacho, trillas, minga­ cos, ventas de chancho, velorios de angelitos, novenas con canto y co­ mida, porque todas estas reuniones, tal como se hacen comúnmente, se reducen a borracheras; el entretenimiento o piedad con que se les viste, no son más que pretextos para embriagarse... También hay que agregar muchas cocinerías y choclones políticos; porque la comida en unos y la propaganda de las “buenas ideas" en los otros, degeneran en una verda­ dera bacanal»123. En 1912, un manual de higiene para los colegios del país enseñó: «El cuerpo es semejante a una máquina. Tenemos que cons­ truirla, y después suministrarle combustible o alimento para hacerla ca­ paz de trabajar... El cuerpo está siempre trabajando»124. Se estaba implantando en Occidente —en su esencia más profundauna sociedad policíaca, donde los conductores del pueblo —y no sólo el pueblo— no podían estar entregados a los placeres y a los excesos de la comida y la bebida, a los placeres y groserías de la carne, al espíritu de la fiesta. Era imprescindible generar un anticuerpo frente al cuerpo gro­ sero del pueblo*25. Citando textualmente, en un escrito de 1855, a Domingo F. Sarmien­ to, la educadora Amanda Labarca señaló en 1936: «Hay en Chile orga­ nizada una orgía nacional que principia el sábado y no concluye el lunes, en que salarios, salud y deudas contraídas no dan abasto para la necesi­ dad ardiente de esos días»126. Para acabar con esas orgías, las autorida­ des precisaron realizar una persecución policial. Las Últimas Noticias elogió las campañas policiales en contra del lenguaje grosero de la ple­ be en 1911l27. En 1929, un severo Manual del Carabinero definió las

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«Viva mi patria tan bella / Chile de nombre y dichoso / digo aquí yo con gran gozo / por estar viviendo en ella». Verso de Rosa Araneda por el Dieciocho de Septiembre. Micaela Navarrete. Aunque no soy literaria... 18 de Septiembre de 1845, acuarela de Ernesto Charton de Treville.

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«casas de remolienda» en los siguientes términos: «Son generalmente burdeles clandestinos donde hay mujeres, se expende licor, se toca piano o instrumentos de cuerda, se canta y se baila y hasta suele ejercerse la pros­ titución. El carabinero que tenga conocimiento de la existencia de alguna de estas casas, debe comunicarlo inmediatamente a sus superiores, porque tanto el expendio de licor sin patente, como el ejercicio de la prostitución sin autorización de la autoridad local, constituyen infracciones penadas»128. Las fondas fueron igualmente repudiables: «Vulgarmente hablando, fon­ da significa un establecimiento donde hay mujeres, se canta, se baila y se bebe, y en tal caso equivale a una “casa de remolienda”, cuya existencia está prohibida en el territorio municipal de Santiago»129. Los dirigentes políticos modernos tenían que ser especialmente ajenos a ese pueblo orgiástico para conducirlos hacia una historia de estoicismo, hacia un futuro diferente de su propio y dionisíaco pasado. El político del «Cielito lindo», Arturo Alessandri, hizo gala de no tomar alcohol en su campaña presidencial de 1920130. Era precisamente el espíritu analco­ hólico promovido desde Estados Unidos en la década de 1920131. Decía un texto de propaganda en su favor: «[Cuando] lo invitan con el vaso [de vino] en alto, él responde con el suyo más alto y pleno de honestísima agua clara. La sola alegría chilena auténtica y que nada pide en présta­ mos al alcohol, es la de Alessandri, en esta tierra donde risas, placeres y gustos son vinosos. La sola legítima fortaleza y vivacidad intelectual, in­ fundida por espíritu puro, sin mezcla de espíritu de vino, es la del Presi­ dente... Nunca cede a la tentación del “traguito" que ha embotado a toda nuestra raza y secado la escasa imaginación criolla... Es invulnerable a la más irresistible y ancestral tentación de la raza»132. Alessandri exigió de sus más cercanos colaboradores que si querían emborracharse lo hi­ cieran en el estricto ámbito privado. Al director general de Carabineros Humberto Arriagada lo recriminó con estas palabras: «¡Hasta cuándo us­ ted, Arriagada, va a aprender a emborracharse! Por qué no le aprende al Paco Bustamante, que toma sus tragos en su casa y no lo sabe nadie. ¿No puede aprender a hacerlo así?»133. El propio Alessandri se encargó de dar una visión antialcohólica de los «padres» fundadores de la república: «Portales no bebía ni se embriagaba jamás. Es, por lo tanto, injusticia y gran error pretender presentarlo como tunante y calavera»134. Es lo que había dicho Francisco A. Encina en 1937: «Pasaban la noche al son del arpa y de la vihuela; pero la tertulia nunca degeneraba en orgía. Portales jamás bebió... Comía muy poco y no bebía...»135. En 1938, El Mercurio de Santiago alabó el espíritu moral de Adolf Hitler, el Führer europeo en­ tonces de moda, por abstenerse «del vino y del tabaco, y limitándose a ali­ mentos de una simplicidad monacal». Esto terminó siendo un lugar común imitado por los líderes dictatoriales hasta los confines del siglo XX. Augusto Pinochet confesó en 1993: «Soy refome, fome para el trago, fome para la comida, fome para las fiestas; qué más quiere que le diga»137. Al fin y al cabo, la misma figura del «roto» —con cualquiera de sus componentes de libertad existencial y autonomía cultural — comenzó a ser cuestionada políticamente desde las alturas de La Moneda en la dé­ cada de 1920. Pedro Aguirre Cerda, en su condición de ministro del In­ terior del severo y astuto líder de la Alianza Liberal Arturo Alessandri Palma, señaló, a partir del ideal de la homogeneidad modemizadora, que el «roto» debía pasar a ser sin más un obrero en la construcción de la re­ pública: «Lo malo es que entre nosotros perdura el concepto del “roto”.

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al que se considera como un ser distinto de los demás; próximo más bien a la bestia que al hombre, incapaz de convertirse en un elemento inteli­ gente. El obrero chileno ya no es eso, afortunadamente; y por el contra­ rio, sus excelentes cualidades permiten esperar que pronto se convertirá en factor de valía en el desenvolvimiento material y cultural de la repú­ blica. Los tiempos han cambiado mucho; estamos viviendo otra época; y hay ahora gobernantes que comprenden estas cosas y que sabrán mar­ char con su tiempo»138. Ya no importó la vida misma, el ser del «roto», con su exaltado gozo de vivir, sino su función en medio de la res publi­ ca. No se reparó en su ser —su apetito, su canto, su humor —, sino en su tener inteligencia, sus destrezas de adaptación al desenvolvimiento del orden público del siglo XX. Su ser debió —ajuicio de los vigías del or­ den público— limitarse a los estrictos ámbitos de lo privado. La revista humorística Topaze criticó este triste espíritu público en la década de 1930139. Con todo, los «rotos» no se resignaron de buenas a primeras a esta privatización de su gozo: «Tomemos, simplemente, el camino di­ recto a nuestro propio corazón, al corazón del roto. Y mi primera nota es su angurrientismo, un puro exceso vital. El roto no deja nada en el plato de la vida. Se lo come todo en un día. Come en exceso; bebe en exceso; ama en exceso; muere en exceso... Y no es metódico. ¿Qué método tendrá un hombre que coge entre sus dientes y sus ávidos labios, la ubre hincha­ da y goteante de la vida?... El roto ríe seguro de su inmensa verdad...»140. Las inmensas verdades del «roto» desafiaron por completo el siglo XX.

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El relato en El Chileno, Santiago. 21 de septiembre de 1904. Aníbal Pinto temió que la «ro­ tería» de arrabales y chacras vecinas irrumpieran y saquearan la ciudad de Santiago en 1878, cfr. Aníbal Pinto: «Apuntes», en Revista Chilena. XLIX, 1922, pp. 346-347. «Tipos campesinos, ¿anciano Rodríguez», en Revista Seráfica de Chile, XVII. 214. 1917. p. 469. Frente a esta gran cocina popular, el pueblo estimó que los «caballeros» se alimen­ taban de un modo deficiente: «Yo no sé por qué los caballeros se alimentan tan mal en es­ tos tiempos; comen mucho y no comen na. Todo se les va en probar de todo un poco...; todas las comías de los ricos son puros embelecos; dei que anden los caballeritos medianos todos marchitos y calenturientos, que no tienen colores pa na en los rostros. A nosotros antiguos lo que nos valió jue criamos bien alimentaos...». «Carta abierta», en Revista Seráfica de Chi­ le, XVI, 193, 1916, p. 136. El deber ser de la élite en su afán por «adecentarse» y «adecentar» el país entre 1833 y 1925, en Maximiliano Salinas: El reino de la decencia. El cuerpo intocable del orden burgués y católico de 1833. Santiago. LOM Ediciones. 2001. El Mercurio, Valparaíso, 8 de febrero de 1901. Boletín de la Policía de Santiago, XIII. 1913. p. 210. El gobernador Joaquín del Pino había ordenado en 1799: «Que no se canten en las calles, paseos, casas, sitios públicos y privados, coplas deshonestas, satíricas o mal sonantes, ni se tengan bailes indecentes o provocativos, pena de reclusión, arresto o presidio, según el sexo o condición de los que delinquieren... Que ninguna persona..., tenga pulpería ni venda vino, aguardiente y mistelas ni licores fuertes en la Plaza Mayor de esta capital ni en su recinto, pena de seis pesos de multa por la primera vez... Que en las plazuelas, alamedas, calles y lu­ gares públicos en que con motivo u ocasión de algunas fiestas suelen ponerse mesas de dul­ ces y de alojas, no se conchaven ni vendan en ellas por persona alguna, aguardiente, vino, ponche, mistela ni otros licores fuertes, pena de ser arrojados y quebradas las vasijas en que los condujeren, y de ocho días de prisión a los contraventores...». Santiago. 20 de diciembre de 1799, cfr. Revista Chilena de Historia y Geografía, 98, 1941. pp. 60-78. José Victorino Lastarria: «Situación moral de Santiago en 1868», en Miscelánea Histórica y Literaria. Valparaíso, La Patria, 1868-1870, tomo III. Ibíd. Vicente Reyes: «Revista semanal. Fiesta de Navidad», en El Ferrocarril, Santiago, 29 de di­

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ciembre de 1856. Paul Treutler observó en 1860: «Las clases populares... permanecían toda la noche en las ramadas de la Alameda, donde cantaban muchachas al son de las guitarras, y la gente bailaba, comía, jugaba y bebía en forma realmente salvaje». Paul Treutler: An­ danzas de un alemán en Chile, 1851-1863. Santiago, Editorial del Pacífico. 1958, p. 501. Acuerdo de 12 de diciembre de 1873. en Recopilación de las leyes, ordenanzas, reglamen­ tos y demás disposiciones administrativas vijentes en el departamento de Santiago. Santia­ go, Imprenta y Encuadernación Roma. 1894, p. 291. El Chileno. Santiago. 27 de diciembre de 1885. Juan Rafael Allende: «La Noche Buena», en Poesías Populares. Santiago, impreso por Pe­ dro G. Ramírez. 1881.4. pp. 66-71. Sobre este autor. Maximiliano Salinas: «Juan Rafael Allende El Pequén y los rasgos carnavalescos de la literatura popular chilena del siglo XIX», en Historia 37. 2004, pp. 207-236. El poeta popular Adolfo Reyes expresó con similares acentos: «Las ventas por la Cañada / eran en abundancia / y lucían su fragancia / frutas, flo­ res y empanadas. / Las muchachas arregladas / desechaban toda pena / de flores estaban lle­ nas / todas las damas hermosas / y paseaba deliciosa / la gente muy serena. / Las venteras y fruteros / pequeneros y fonderas / gritaban a toda esfera / su comercio por entero. / Aquí es­ tá el heladero / almuerzo, comida y cena / tengo cerveza en arena / tengo orchata con hela­ dos / para los que han paseado / toda la Noche Buena. L.J Pasar a verme, señores / que aquí yo estoy viviendo / no sean tan estupendos / pasar a tomar licores / a las niñas como flores / les tengo helado y orchata / venir los que tengan plata / al refresco con malicia / que en me­ dio de la delicia / les hace parar las patas». Adolfo Reyes, en Colección Lenz de Poesía Po­ pular. Biblioteca Nacional de Chile. Samuel Claro: Chilena o cueca tradicional. Santiago. Ediciones Universidad de Chile. 1994, p. 521. Joan Corominas: Diccionario crítico etimológico de la lengua castellana. Madrid. Gredos. 1991. passim. Pascual Coña: Memorias de un cacique mapuche |1929], capítulo XIX, «Nguillatun (fun­ ción religiosa popular)». Santiago. ICIRA, 1973, pp. 371-394. Coña. op. cit., p. 375. Sobre el sentido festivo de la música mapuche. Maximiliano Salinas: «¡Toquen flautas y tambores!: una historia social de la música desde las culturas populares en Chile, siglos XVI-XX». en Revista Musical Chilena, año LIV. número 193, enero-junio 2000, pp. 47-82. Coña, op. cit., pp. 378,382,385. Tomás Guevara: Folklore araucano. Santiago, Imprenta Cervantes. 1911. pp. 19,33,74. Pedro Ruiz Aldea: Los araucanos y sus costumbres 11868]. Concepción. Ediciones La Ciu­ dad. 1999,p.55. Claudio Gay: «Viaje a la Araucanía en 1863», en Iván Inostroza: Etnografía mapuche del siglo XIX. Santiago,Centro de Investigaciones Diego Barros Arana de la DIBAM, 1998, p. 87. Julián Ribera: Historia de la música árabe medieval y su influencia en la española. Madrid, Ediciones Voluntad S.A.. 1927, pp. 204 y 218. Poesía árabe clásica. Madrid. Grijalbo Mondadori. 1998. p. 66. Emilio García Gómez: Cinco poetas musulmanes. Buenos Aires, Espasa Calpe Argentina, 1945,pp.133-134. Julián Ribera, op. cit.. p. 235. Gonzalo Correas: Vocabulario de refranes y frases proverbiales [ 1627]. Madrid, Visor Li­ bros, 1992. passim. La poetisa rural, ella misma mestiza de cuerpo y alma, definió a nuestros pueblos como «mís­ ticos sensuales por dos sangres». Gabriela Mistral: Escritos políticos. Santiago, Fondo de Cul­ tura Económica, 1994, pp. 226-227. En 1857, Vicente Pérez Rosales había dicho: «La raza de los araucanos tiene mucha analogía con la de los moros, cuyo tipo se conserva en Anda­ lucía, de donde la mayor parte de los chilenos europeos traen su origen». Vicente Pérez Ro­ sales: Ensayo sobre Chile [1857]. Santiago, Ediciones Universidad de Chile, 1986, p. 150. Pedro Ruiz Aldea: «En perpetuo Carnaval», en La Tarántula, Concepción. 24 de diciembre de 1862, en Tipos y costumbres chilenos, Santiago, Zig-Zag, 1947, pp. 59-62. El mundo pro­ digioso de las fiestas de la Frontera, con las trillas, los asados, el vino tinto, las guitarras y las bromas, fue el que conoció Pablo Neruda a comienzos del siglo XX. Pablo Neruda: «El amor junto al trigo», en Confieso que he vivido. Barcelona. Seix Barral, 1984, pp. 34-36. El Picaflor. Santiago, 16 de septiembre de 1865. Véanse estos recuerdos de un Dieciocho celebrado por las conductoras del ferrocarril urba­ no en Valparaíso en 1885: «Y verás que es cosa linda / Remoler aquí en el puerto / Con mu­ chachas bellas... / ¿Vamos a ver a Emerlinda / Aquí donde dice usté? L.J Mas, mire usted quién llegó! / Mi Veinticinco Felicia; / Con ella voy a bailar, / A beber, a enamorar... I.J Bai­ lamos de lo mejor. / Y bailando amanecimos, / Al café después nos fuimos / A... comer, pues.

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por mayor». «El Dieziocho del Negro en Valparaíso. El Padre Padilla». 22 de septiembre de 1885. cfr. Maximiliano Salinas: Erotismo, humor y transgresión en la obra satírica de Juan Rafael Allende, en Mapocho, 57. 2005. pp. 199-248. Antonio Acevedo Hernández: Las aventuras del roto Juan García. Epopeyas nacionales en versos criollos. Santiago. Ercilla, 1938, p. 131. Tomas Caivano: Historia de la Guerra de América entre Chile. Perú y Solivia. Florencia. Tip. Dell’Arte Della Stampa, 1883, pp. 160.408. Juan Rafael Allende. El Pequén: Poesías Populares. Santiago. Imprenta de Pedro G. Ramí­ rez. I881.V. pp. 7-9. Caivano, op. cit., p. 200. Roberto Hernández: El roto chileno. Bosquejo histórico de actualidad. Valparaíso. Impren­ ta San Rafael, 1929, p. 88. «La fiesta de Andacollo»,en El Progreso. Santiago, 11 de febrero 1853. Benjamín Vicuña Mackenna: Historia de Santiago 11869]. Santiago, Dirección General de Prisiones. 1939, II. pp. 264-265. Maximiliano Salinas: «Los cantos de romería a la Virgen de Andacollo», en Canto a lo di­ vino y religión popular en Chile hacia ¡900. Santiago. LOM Ediciones, 2005. pp. 266-285. Antonio Acevedo Hernández: «El santuario de Andacollo», en Sucesos. 30 de enero de 1930. «La fiesta de San Sebastián en Yumbel 1879». en El Progreso. Melipilla, 19 de febrero de 1882. «Costumbres nacionales. La Pascua», en El Choapa. Illapel, 1 de enero de 1905. «La Semana Santa en Quillota». en Revista Católica LV1, 1929. pp. 454-463. Rodolfo Lenz: Diccionario etimológico de las voces chilenas derivadas de lenguas indíge­ nas americanas. Santiago, Cervantes. 1905-1910, passim. Pedro Armengol Valenzuela: Glo­ sario etimológico de nombres de hombres, animales, plantas, ríos y lugares, y de vocablos incorporados en el lenguaje vulgar, aborígenes de Chile, y de algún otro país americano. Santiago. Universitaria. 1918. passim. Juan Cruz: Alimentación y cultura. Antropología de la conducta alimentaria. Pamplona, 1991, p. 250. Joan Corominas: Diccionario crítico etimológico de la lengua castellana. Ma­ drid. Ed. Eunsa, 1991, passim. Manuel Antonio Román: Diccionario de chilenismos y de otras voces y locuciones viciosas. Santiago. Imprenta de la Revista Católica, 1901-1918,5 vols., passim. «¡Viva el charquicán!», en El Padre Padilla. 6 de marzo de 1886. Justo Abel Rosales: La negra Rosalía o el club de los picarones 11896). Santiago, Nascimento. 1978, p. 100. Sobre las comidas y la identidad chilena en el Chile de 1840 a 1925, véase la tesis de licenciatura en Historia de la USACH de Valeria Aravena y Carmen Gloria Zúñiga: «Cocinera sola que sepa bien la cocina chilena necesito». Comida, sociabilidad e identidad popular en Chile, 1891-1920. Santiago. 2005. Y también Daniel Palma: «De ape­ titos y cañas. El consumo de alimentos y bebidas en Santiago a fines del siglo XIX», en His­ toria. 37.11.2004, pp. 391-417. Eliodoro Flores: Adivinanzas corrientes en Chile. Santiago. Cervantes. 1911, passim. Co­ mo parte de la literatura oral festiva del siglo XIX. las mujeres trabajadoras del ferrocarril urbano tuvieron apodos relacionados con la comida, como la «Pan con Queso», la «Esca­ beche», la «Chancho Relleno», y otros. El Padre Padilla. I de noviembre de 1888. «Tipos campesinos. Ño Mesa», en Revista Seráfica de Chile, XVI. 202, 1916. pp. 497-498. Maximiliano Salinas: «¡En tiempo de chaya nadie se enoja!: la fiesta popular del Carnaval en Santiago de Chile, 1880-1910. en revista Mapocho. 50.2001. pp. 281-325. «El carnaval y la cuaresma», en Pondo Pilatos. 6 de febrero de 1894. reproducido en Ma­ ximiliano Salinas, Daniel Palma. Christian Báez, Marina Donoso: El que ríe último... Cari­ caturas y poesías en la prensa humorística chilena del siglo XIX. Santiago, Universitaria y Centro de Investigación Diego Barros Arana 2001, pp. 290-291. En todo el Cono Sur a fi­ nes de siglo XIX e inicios del siglo XX se vivió un carnaval perseguido por «pecaminoso». Como argumentara un periódico argentino en 1901: «El carnaval es ocasión de grandes pe­ cados de todas las clases sociales y en desagravio a esas ofensas a Dios la iglesia invita a los fieles del Sagrado Corazón a practicar actos piadosos que detengan los rayos de la justicia divina». Los Principios, 17 de febrero de 1901, en Sandra Cazón: «Las fiestas populares en Hispanoamérica: El carnaval en la Argentina a principios del siglo XX». en Jahrbuch fiir Geschichte von Staat, Wirtschafi und Gesellschaft Late inamerikas, 29, 1992, p. 364. Así se celebró en Ñuñoa en 1904: «A pesar de las prohibiciones municipales, la “chicha ba­

ya” era la heroína de la fiesta, enardeciendo con su sabor aun los acordes de la guitarra y las voces de las cantatrices. Las zamacuecas y los “aros” se sucedieron, indefinidamente, hasta perderse entre las penumbras de la noche, que fue imponiendo obligadamente el silencio en aquellos espíritus exaltados y hasta perturbados por el entusiasmo y el alcohol». El Mercu­ rio. Valparaíso, 17 de febrero de 1904.

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Benedicto Chuaqui: Memorias de un emigrante. Imágenes v confidencias. Santiago, 1943, pp. 232-236. Antonio Bórquez Solar: «Carnaval», en Zig-Zag, 9 de febrero de 1918. «Una cazuela fenomenal», en El Chileno, 14 de febrero de 1904. Recaredo Tornero: Chile ilustrado, Valparaíso, 1872, pp. 186-187. Juan Gabriel [Serrato]: A través de Chile. Buenos Aires, 1898. p. 44. El Chileno. Santiago, 21 de septiembre de 1906. Hernán Núñez Oyarce: Mi gran cueca. Crónicas de la cueca brava. Santiago, Edición de Rodrigo Torres. Talleres de Gráficas Andes. 2005, pp. 19-21. El Chileno. Santiago. 14 de febrero de 1909. Hernán Núñez Oyarce: Mi gran cueca. Crónicas de la cueca brava. Santiago. Edición de Rodrigo Torres, Talleres de Gráficas Andes, 2005, p. 29. Bernardino Guajardo: «El paseo al Resbalón», en Poesías populares. Santiago. Impreso por Pedro G. Ramírez, 1885, IX, pp. 30-32. Juan Rafael Allende: «Paseo al Resbalón», en Poesías populares. Santiago. 1881, III. pp. 79-90. Pascual Coña: Memorias de un cacique mapuche. Capítulo XX: «Entierro tradicional de un cacique pagano». Santiago. IC1RA. 1973, pp. 395-415. «En medio de la más completa bo­ rrachera y de un banquete opíparo principia la función..., todo aquello sazonado con la lo­ cura y los alborotos risueños de la más exaltada embriaguez en la que parecen enterrar, con las cenizas del muerto, el juicio y la sensatez de los vivos». Adolfo Favry: «Creencias de los araucanos», en Elementos de mitología. Santiago. 1860, p. 191. Pedro Ruiz Aldea: Tipos y costumbres de Chile. Santiago. Zig-Zag, 1947, pp. 203-208. Un relato de un velorio de angelito en Rancagua decía en 1880: «Mi compañero reía a más no poder con las ridiculas estrofas que entonaba la madre del angelito y no cesaba de interro­ garme admirando la alegría de la madre y la de sus hijas que, con caras de aleluyas, corte­ jaban a sus galanes de poncho y su esposo que atendía a todos con igual galantería y principalmente a los bailarines y cantoras a quienes hacía beber, comprometiéndolos mu­ tuamente. y haciendo así. según decía, saludables “aros”». «Un velorio», en El Fénix. Ran­ cagua, 10 de abril de 1880. Gustave Vemiory: Diez años en la Araucanía, 1889-1899. Santiago, Pehuén, 1975. pp. 409411. «Velorios», en El Progreso. Santiago, 5 de febrero de 1853. Agustín Edwards Mac Clure: Mi tierra [My native landf Valparaíso. Imprenta y Litografía Universo, 1928. p. 360. L.F.: «Una costumbre salvaje», en El Día. Talca. 24 de noviembre de 1928. El Debate. Antofagasta, 7 de enero de 1933. Hernán Núñez Oyarce: Mi gran cueca. Crónicas de la cueca brava. Santiago. Edición de Rodrigo Torres, Talleres de Gráficas Andes, 2005. pp. 55-56. Agustín Durán: «Romancero General», en Juan Uribe Echevarría: El tema de la tierra de Jauja en la poesía tradicional chilena. Estudio de folklore comparado, en lengua, literatu­ ra, folklore. Estudios dedicados a Rodolfo Oroz. Santiago, 1967. pp. 503-505. Uribe Echevarría: op. cit., 519-520. Armando de Ramón: Santiago de Chile, 1541-1991. Santiago. Editorial Sudamericana. 2000, p. 34. Rolak: Cantares. Colección Amunátegui de Poesía Popular. Biblioteca Nacional, I, p. 268. Antonio Acevedo Hernández: Las aventuras del roto Juan García. Santiago, Ercilla. 1938, pp. 60-62. Acerca de las raíces históricas de los mitos alimentarios de los ibéricos llegados a Indias, Ricardo Piqueras Céspedes: Entre el hambre y El Dorado: mito y contacto alimentario en las huestes de conquista del XVI. Sevilla. Diputación de Sevilla, Serie Nuestra América. N° 2. 1997. Hilário Franco Júnior: Cocanha. A história de um país imaginario. Sáo Paulo. Cia das Letras, 1998. Tomás Guevara: La mentalidad araucana. Santiago, Imprenta Barcelona, 1916, p. 245. Diego Barros Arana: Historia Jeneral de Chile. Santiago, Rafael Jover Editor, 1886, VIL p. 474. Horace Rumbold: Le Chili. Sur le progrés et la condition générale de la République. París, Typographie Láhure. 1877. p. 16. Novísimo diccionario de la lengua castellana. París, Librería de Grounier Hermanos, 1875. p. 816. En 1889. el hijo del Presidente de la República, José Manuel Balmaceda. caracterizó intui­ tivamente al «roto» como «perfectamente bochinchero, truhán, festivo, [...] siempre a la ca­ za de emociones picantes». Pedro Balmaceda Toro: Estudios y ensayos literarios. Santiago, Cervantes, 1889,p. 88.

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Cfr. Luis Beltrán: Di imaginación literaria. La seriedad y la risa en la literatura occiden­ tal. España. Ediciones de Intervención Cultural. 2002, p. 315. Bernardino Guajardo: «Los dos rotos en la chingana de la rana», en Poesías populares. San­ tiago, Impreso por Pedro G. Ramírez. 1881. V, pp. 72-74. Versos citados en Roberto Hernández: El roto chileno. Bosquejo histórico de actualidad. Valparaíso, Imprenta San Rafael. 1929. pp. 89-90. Valentín Letelier: Génesis del Estado y de sus instituciones fundamentales. Introducción al estudio del Derecho Público. Buenos Aires. Cabaut. 1917, p. 545. Domingo Faustino Sarmiento: «La sambacueca en el teatro», en El Mercurio. Valparaíso. 19 de febrero de 1842. «El San Lunes. Ya es insufrible esta maldita corruptela en nuestra clase proletaria. Jaranas y ocio por todas partes, peor que en las chinganas, porque en éstas el canto y la remolienda para a las II p.m.. y en los cuartos redondos y chíncheles donde regularmente se reúnen los celebradores del San Lunes, se amanecen en salagarda...». El pueblo de Quillota. Quillota. 23 de octubre de 1875. «No hay quien no se queje y proteste contra los San Lunes, en que los hombres de trabajo..., se entregan a todos los excesos de la bebida y del más lamentable despilfarro...». El Ferrocarril. 11 de febrero de 1890. Sobre el San Lunes. Justo Abel Rosa­ les: «San Lunes y la historia de la chicha», en La Negra Rosalía y el Club de los Picarones 11896). Santiago. Nascimento. 1978. pp. 142-176. Jean Gustave Courcelle Seneuil: Tratado teórico y práctico de la economía política. París, Guillaumin. 1859. Guillermo Matta: «El trabajo», en Nuevas poesías. Leipzig. F.A. Brokhans, 1887.1, pp. 79-80. Francisco Valdés Vergara: Historia de Chile para la enseñanza primaria. Valparaíso. Im­ prenta Universo. 1898, p. 351. Santiago Marín Vicuña: Por los Estados Unidos. Santiago. Nascimento. 1925. pp. 119-121. Roberto Hernández: El roto chileno. Bosquejo histórico de actualidad. Valparaíso. Impren­ ta Universo. 1929. 14. pp. 69-70. Tomas Caivano: Historia de la Guerra de América entre Chile. Perú v Bolivia. Florencia. 1883.pp. 142-143. Agustín Cannobbio: Refranes chilenos. Santiago. Imprenta Barcelona. 1901. passim. Ramón Laval: Paremiología chilena. Santiago. Imprenta Universo. 1928, passim. El Picaflor. Periódico de literatura y de bellas artes. Santiago. 6 de mayo de 1849. Carlos Pezoa Veliz: «El niño diablo», en Antología de Pezoa Véliz- Santiago. Zig-Zag. 1957. pp. 155-162. El Chileno. Santiago. 25 de octubre de 1892. El Chileno. Santiago. 20 de febrero de 1896, cfr. Maximiliano Salinas: «¡En tiempo de cha­ ya nadie se enoja!: la fiesta popular del Carnaval en Santiago de Chile, 1880-1910». en Mapocho, 50. 2001, p. 299. Justo Abel Rosales: La Negra Rosalía o el Club de los Picarones 11896]. Santiago. Nasci­ mento, 1978,p.33. «Centenares de mujercillas de la vida fueron arrojadas al fondo de la bahía, amarradas y amordazadas, en tiempos del R.P. Martín Mañero [párroco de la Matriz de Valparaíso des­ de 1876 a 1897). Hay en el fondo del mar un salón galante compuesto de esqueletos feme­ ninos que saludan a las jibias y los mariscos del abismo balanceando sus calaveras y sus cadenas en tanto los extremos permanecen sujetos a las barras de hierro». Joaquín Edwards Bello: Valparaíso. Fantasmas. Santiago, Nascimento. 1955. pp. 101-102. «El carnaval», en El Padre Padilla. 24 de febrero de 1887. «La chaya», en El Padre Padilla. 7 de febrero de 1888. Samuel Claro Valdés: Chilena. Santiago. Ediciones de la Universidad Católica. 1994, pp. 163. 222-223. 229. Acerca de la Flor María. Julio Barrenechea: Frutos del país. Santiago. Zig-Zag. 1965. p. 112. F.M. Pabanó: Historia y costumbres de los gitanos. Diccionario español-gitano-germanesco. Barcelona. Montaner y Simón, 1915, p. 103. También la palabra «chunga», para desig­ nar la guasa, y la palabra «zandunga». para designar el garbo, la gracia o el donaire, obra citada, pp. 91,133. La expresión «francachela», como fuese, tampoco es castellana, «tal vez hay que pensar en un mozarabismo andaluz». Joan Corominas: Diccionario crítico etimo­ lógico de la lengua castellana. Madrid. 1991.11. p. 565. Carta de Aníbal Pinto a Miguel Luis Amunátegui, Concepción, 10 de mayo de 1868. en Do­ mingo Amunátegui Solar: Archivo epistolar de don Miguel Luis Amunátegui. Santiago. Edi­ ciones Universidad de Chile, 1942,11, pp. 357-358. Francisco Antonio Encina: Di presidencia de Balmaceda. Santiago. Nascimento. 1952. II, pp. 6,38. Ibíd.. II. p. 129. Según el particular parecer de Encina,el «elemento meridional» habría lle­ gado al poder en 1920, ibíd.. II, p. 338.

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108 /¿f¿.,I,p.38. 109 Mariano Latorre: «Divagaciones alrededor de dos pueblos», en El Mercurio. Santiago. 9 de octubre de 1938. 110 Domingo Amunátegui Solar: Historia de Chile. Texto aprobado por el Ministerio de Edu­ cación. Santiago, Nascimento. 1933.1. p. 93. 111 /MV.J.p. 110. 112 El Estandarte Católico, 26 de diciembre de 1883. 113 Domingo Amunátegui Solar reconoció en 1889: «Es imposible imaginar una fiesta más ex­ clusivamente chilena que la que presenciamos todos los años con este motivo |de la Navi­ dad] en la Alameda de Santiago. Si fuera dable hacer abstracción de los principios morales a que deben sujetarse las acciones humanas, nuestros votos más ardientes serían por la con­ servación indefinida de ella, sin señalar límites a su extensión material, ni tratar de corregir sus extravíos. Representaría para nosotros la página de historia patria más elocuente y más instructiva... Hay quienes querrían que se perdiera hasta el recuerdo de una fiesta en que la clase baja se entrega a los últimos excesos. Se dice, y no sin razón, que mientras la sociedad distinguida solamente visita la parte del paseo destinada a las flores y a las frutas, el popu­ lacho convierte cada una de sus fondas en una verdadera orgía araucana». Domingo Amu­ nátegui Solar: La fiesta de Pascua, en Páginas sueltas. Santiago, Imprenta Cervantes, 1889, pp. 149-162. 114 El Jeneral Pililo. Santiago. 22 de septiembre de 1896. 115 «He recorrido el sábado en la noche todas las ventas y fondas de la Alameda. Camino de Cintura y margen del Mapocho, y no he encontrado a ningún adorador de Baco, a ningún borracho... todos se contentaban con mirar, oler y pasar; todos se volvían a sus casas con las manos, las faltriqueras y los estómagos vacíos... Recuerdo que en años anteriores, la gente de la clase media, los obreros y hasta los descamisados, en la Noche Buena, recorrían con sus pequeñuelos la Alameda de punta a cabo, y se volvían a sus hogares llevando las primi­ cias del estío ya en una sandía coloradita como sangre; ya en un cesto con brevas del Salto; duraznitos de la Virgen, damascos o frutas tropicales; ya en una pañuelada de dulces de la Antonia Tapia; ya en una sarta de ollitas perfumadas de Talagante... Un pobre vendedor de empanadas fritas, desesperado por no haber vendido una sola leste año|, se puso a ofrecer­ las de regalo a cuantos pasaban por allí...», en Pondo Pilotos. Santiago, 26 de diciembre de 1898. 116 «Los espectáculos públicos», en El Chileno. Santiago, 26 de marzo de 1898. 117 El Chileno. Santiago, 25 de diciembre de 1902. 118 El Chileno, 24 de diciembre de 1902. En 1903. para las fiestas patrias en el Parque Cousiño — decía El Chileno—, «oímos en una fonda que una vieja se quejaba a gritos de que no se permitiera el expendio de licores “aguardientosos”. como decía ella. Frente a su cantina ha­ bía un guardián». El Chileno, 19 de septiembre de 1903. 119 «Tristezas del Dieciocho», en Pluma y Lápiz, 144, 20 de septiembre de 1903. 120 El Chileno, 25 de diciembre de 1906. En 1908: «En Chile, las celebraciones de la Pascua no son ruidosas, máxime con las depreciaciones de la moneda». El Chileno, 25 de diciembre de 1908. 121 El Chileno, 26 de diciembre de 1909. 122 «La Pascua que se va...», en Zig-Zag, 5 de enero de 1918. 123 Tomás Veliz: El feligrés ilustrado. Santiago, Imprenta de la Revista Católica. 1902. p. 207. Lo mismo en Agustín Valenzuela: Manual del josefino arreglado para uso de los socios de San José de la República de Chile. Talca. Imprenta de Nuestra Señora del Buen Consejo, 1909.p.423. 124 Quiterio Tait: Sed sanos. Lector continuado de higiene para el uso de los educandos de la República. Santiago, Imprenta Industrial, 1912, pp. II, 39. 125 Esto ya había sido enunciado a mediados del siglo XIX. Carmen Díaz Orozco: «La restric­ ción de los convidados: cuerpo y fiesta en el Manual de Urbanidad de Manuel Antonio Carreño». en Caravelle, 73, 1999, pp. 219-225. Notablemente, este espíritu se prolongó entre las élites obreras de comienzos del siglo XX. Luis Emilio Recabarren se manifestó contra el Carnaval, pues allí, entre otras cosas, el pueblo se colocaba «trajes horribles, de colores alti­ sonantes y de formas propias de trajes de payasos de circo», cfr. L E. Recabarren: «Días gro­ tescos», en El Despertar de los Trabajadores. Iquique, 6 de febrero de 1913, cfr. Jorge Rivas: Civilización y barbarie en el norte minero: la prensa popular frente a la fiesta del carnaval en época del Centenario (Iquique y Antofagasta, 1907-1913), monografía para nuestra cáte­ dra La fiesta popular: el olvido de la historia de Occidente, magister de Historia USACH. Santiago 2005. En el mundo prehispánico, los dirigentes del pueblo andino se caracterizaron, al contrario, por ser excelentes bebedores de chicha, como el Inka Wayna Qhapaq. que bebía mucho más que «tres indios juntos», cfr. Pedro Pizarro: Relación del descubrimiento y con­ quista de los reinos del Perú (Lima, 1571), Universidad Católica del Perú. 1978.

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126 Amanda Labarca Hubertson: Mejoramiento de la vida campesina (México-Estados UnidosChile). Santiago, Ediciones de la Unión Republicana, 1936, p. 150. 127 «El papel de la Policía velando por la cultura popular no puede ser más simpático», en Las Últimas Noticias. Santiago. 27 de diciembre de 1911. 128 Humberto Contreras: Manual del Carabinero. Vocabulario alfabético de Delitos, Contra­ venciones, Procedimientos, Instrucciones y demás disposiciones relacionadas con Carabi­ neros. Santiago. Impr. A. Bruce y Cía., 1929, tomo II. pp. 126-127. 129 Contreras, op. cit., tomo II, p. 221. 130 Una caricatura de la revista Sucesos lo representó combatiendo al dios Baco. Sucesos, 27 de enero de 1921. 131 «La América Latina se apresta a Destronar al Rey Alcohol», en La Nueva Democracia (Nue­ va York), abril de 1921. 132 Iris: Alessandri. Evocaciones y resonancias. Santiago. Empresa Letras. 1932. pp. 93-94. 133 Luis Durand: Don Arturo. Santiago, Zig-Zag, 1952, p. 316. 134 Arturo Alessandri Palma: Chile y su historia. Santiago, Orbe. 1945,1, p. 218. 135 Francisco A. Encina: «Portales, bosquejo psicológico», en Epistolario de Diego Portales. Santiago. Imprenta Dirección General de Prisiones, 1937,1, pp. 115, 134. 136 «Estudiando a Hitler». página editorial. El Mercurio. Santiago, 30 de mayo de 1938. 137 Entrevista a Augusto Pinochet. en Caras. 6 de septiembre de 1993. 138 Cfr. Roberto Hernández: El roto chileno. Bosquejo histórico de actualidad. Valparaíso. Im­ prenta San Rafael, 1929. p. 646. 139 «Por una resolución muy absalónica de la ilustre Municipalidad no tendremos este año en la Alameda las características fondas con sus ventas de duraznos priscos, brevas curadas, claveles y albahacas, ponche en leche, etc., etc., que tanto sabor criollo le daban a nuestras Felices Pascuas. Las Pascuas de este año de superávit serán como las tristes. El pueblo ten­ drá que mantenerse en sus guaridas rascándose el exantemático o a lo sumo podrá concurrir a las cantinas y a las galerías del Club Hípico. Nuestro galán proletario no tendrá derecho a pasearse orgulloso con su china por las anchas alamedas brindándola con un ramito de cla­ veles y albahaca. o con una horchata con malicia. Nada para el roto, es la consigna del ré­ gimen. Ni siquiera en esa noche de Pascua en que los pobres hijos de los obreros se quedaban esperando ansiosos la vuelta de sus padres cargados con todo lo que tentadoramente le ofre­ cían las tradicionales fondas de la Alameda. ¡Nada para el roto es la consigna del régimen! ¡Qué felices fueron las Pascuas del año 20! ¡Qué tristes serán las del 35!». «Tristes como unas Pascuas», en Topaze. 19 de diciembre de 1935. Agradezco a Elisabet Prudant. del equi­ po Estudios Pililos Ahora, la oportunidad de esta cita. 140 Juan Godoy: «Breve ensayo sobre el roto», en Atenea. XVI. 163, 1939, pp. 34,36.

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Civilizar y moralizar en la escuela primaria popular María Loreto Egaña Mario Monsalve

La vida privada en la escuela La escuela es, en esencia, un espacio organizado para la socialización regida mediante normas públicas, ya que su finalidad es preparar al edu­ cando para su inserción en la sociedad. La escuela en sí misma no tiene lo que podríamos considerar una instancia de «vida privada». Por el con­ trario, allí todo el quehacer administrativo y técnico-pedagógico se efec­ túa de manera colectiva. Más aún, se propende en ella al predominio de lo público, mediante el ejercicio de acciones colectivas, para así asegurar el logro de conductas y hábitos uniformes, tal como se puede observar en el uso del espacio, la distribución del tiempo, los contenidos programáti­ cos y la uniformidad de comportamientos y de prácticas disciplinarias, todas las cuales, como es fácil de concluir, demuestran lo contrapuesto que puede ser el mundo escolar en relación al desarrollo de la individua­ lidad y de la expresión y, por tanto, de lo privado. Estos elementos colectivos que dan forma a la organización escolar no deben, sin embargo, inhibir el desafío de buscar lo que podría consi­ derarse como hábitos y prácticas privadas de los sujetos que en ella ac­ túan. Siguiendo algunas reflexiones que sobre la conceptualización de la historia de la vida privada y su método de elaboración se han presentado recientemente1, es factible afirmar que la escuela, en todo tiempo, se pre­ senta como espacio adecuado para indagar y conocer antecedentes de he­ chos propios del accionar privado de los individuos de una comunidad.. Esto resulta posible mediante la observación de los hechos que se suce­ den durante el proceso de confrontación que se producirá entre las ca­ racterísticas psicosociales individuales con que se expresa cada individuo, su identidad cultural familiar, y las normas de comportamiento determi­ nadas como las adecuadas para la convivencia del grupo en un proceso de aprendizaje. La escuela se transforma así en un espacio social en que lo privado y lo público se vinculan y confrontan plenamente, generando Grupo escolar. Colección Museo diferentes situaciones inclusivas o conflictivas para cada sujeto, llegán- Pedagógico de Chile.

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HISTORIA DE LA VIDA PRIVADA EN CHILE

dose a concebir que en dicha relación el predominio de lo público, por sobre las conductas y costumbres privadas, es la justificación de su con­ dición de ente socializador. De este modo, una vertiente importante para indagar sobre la vida pri­ vada de los sujetos, los niños que se integran o confrontan con el sistema escolar, se sitúa en establecer aquellos hechos que muestren las caracte­ rísticas particulares que arrastran desde su ámbito privado. Para lograr este objetivo, la indagación debe dirigirse buscando obtener respuestas a la siguiente interrogante: ¿cuáles son aquellas características privadas que busca modificar la escuela para así cumplir con su función de formar su­ jetos que adhieran y practiquen normas culturales aceptables pública y socialmente? Siguiendo esta línea de análisis en este trabajo se estudian, en el pe­ ríodo fundacional de la escuela primaria popular, las características de socialización privada que tenían los alumnos a su ingreso en la escuela primaria popular. De este modo, identificando aquello que rechazan y buscan modificar los agentes estatales para la instrucción popular, como lo eran los nuevos preceptores normalistas y, muy especialmente, los vi­ sitadores de escuelas, será posible delinear en sus rasgos gruesos expre­ siones individuales y en algunos casos grupales, que ejemplifican lo que era la cultura popular. También conocer el modo en que el Estado cooptó la práctica escolar aplicada a la enseñanza en los segmentos populares, con el objeto de ajustarla a lo que se consideraban las normas pertinentes para un proceso de enseñanza que debía lograr su pronta legitimación so­ cial y una rápida masificación.

La tarea imperativa: organizar la instrucción para el pueblo Dentro del ideario de quienes efectuaron el proceso de la Indepen­ dencia estuvo presente la necesidad de otorgar instrucción al piíeElo, co­ mo una forma concreta de superar las condiciones heredadas del régimen colonial, pero también con el ambicioso propósito de difundir la razón científica y expandir la cultura, con el objetivo de alcanzar rápidamente los niveles de civilización y bienestar económico que ostentaban las na­ ciones más adelantadas de la época, como lo eran Inglaterra y Estados Unidos. Juan Egaña. en su artículo «Educación», en La Aurora de Chile de 1812, lo expresaba diciendo: «la raíz y fundamento de todas las cien­ cias es el leer, escribir y contar, artes necesarias para civilizar a los pue­ blos, y dirigirlos a su grandeza, y con todo ignoradas, o poco sabidas de lo general de la nación. No solamente los nobles y los ricos deberían ser doctrinados en estos principios, sino los plebeyos, los artesanos, los la­ bradores, y mucha parte de las mujeres. Si estas artes se difundieran pro­ ducirían los admirables efectos de dar a toda la nación un cierto aire de civilidad, y unos modales cultos». Propósito éste que, con otros térmi­ nos, seguirán dando el tono a los sucesivos discursos de los gobernantes, O'Higgins, Pinto y Freire, durante el decenio de 1820. Preocupación que también la tuvieron los responsables de elaborar la Constitución de 1833, al dejar en ella establecidas las bases legales para la instauración de un sistema nacional y centralizado de educación bajo

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CIVILIZAR Y MORALIZAR EN LA ESCUELA PRIMARIA POPULAR

la responsabilidad del Estado, según se concluye de los artículos 153 y 154 (números originales) de dicho cuerpo legal. Hacia fines del decenio de 1830 estuvieron ya dadas las condiciones para enfrentar una tarea pendiente para la consolidación del Estado cen­ tralizado y hegemónico que había resultado triunfante con la promulga­ ción de la Constitución de 1833; dicha tarea consistía en organizar la instrucción civilizadora y moralizante de la masa popular. Con la promulgación de la Ley Orgánica de la Universidad de Chile y, junto a ella, la puesta en operaciones de la Escuela Normal de Precep­ tores en 1842, hasta la promulgación de la primera Ley de Instrucción Primaria en 1860, transcurre un período de 18 años que puede ser consi­ derado como la etapa fundacional del sistema de instrucción primaria po­ pular. Corresponde a un período en el cuati a autoridad actuó guiada por urTobjetivo estratégico cual era institucionalizar la escuela, buscando do­ tarla de normas administrativas, recursos y procedimientos pedagógicos, con la doble finalidad de generar una vía para la integración de los seg­ mentos populares y transformarla en instrumento de integración que ase­ gurara la estabilidad y posibilitara la reproducción de la estructura vigente. AI marcar el rasgo de lo popular se está haciendo referencia al sector mayoritario de la sociedad chilena, sobre el cual la autoridad estatal se propuso aplicar una organización escolar, especialmente diseñada para atender a lo que se consideraban eran sus carencia^. En otros términos, desde el ángulo de la escolaridad, lo popular comprendía aquel amplio sector social que carecía de una socialización de acuerdo a las pautas que se definían como las adecuadas para la formación de la nacionalidad y, consecuentemente, para el fortalecimiento del Estado nacional. Sólo co­ mo referencia es conveniente señalar que, en contraposición, el segmen­ to dirigente de la sociedad había resuelto sus demandas y necesidades educativas, implementando para ello un sistema de escolarización y for­ mación profesional de acceso restringido que. en la base, se iniciaba con la instrucción en el hogar, las preparatorias o el colegio, para luego se­ guir en el liceo y culminar en la universidad. Un factor que incidió para que el Estado fortaleciera su papel en es­ te ámbito de la escolarización, radicó en el hecho que la demanda por instrucción de parte de los segmentos populares resultaba ser escasa, dan­ do lugar a un lento ritmo de incremento de la tasa de escolaridad. Esta actitud de displicencia que era detectada en vastos sectores populares res­ pecto a la instrucción, e incluso de «indiferencia» hacia la escuela, como lo calificaría con posterioridad un alto funcionario del ministerio2, debe ser entendida como la lógica correspondencia que se derivaba de las re­ laciones de producción y de las condiciones de la calidad de vida a las que en ese entonces se encontraban sometidos aquellos amplios sectores populares a los cuales se proponía instruir. En 1864 el visitador de Llanquihue informaba al inspector general respecto de la incidencia que te­ nían los padres en la no concurrencia de los niños a la escuela: «no comprendiendo los beneficios de la instrucción, no palpando resultados inmediatos i positivos, consultando solamente su sórdido interés i no mi­ rando en el hijo más que un instrumento que puede ayudarle a lucrar, más que indiferencia, sienten odio por la escuela, i muchas veces él mismo enseña al hijo falsas disculpas que debe dar al maestro por sus faltas de asistencia»3.

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AÑO DE 1819. Portada del Catón Cristiano Político para el uso de los escolares chilenos en los orígenes de la república. Colección Museo Pedagógico de Chile.

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HISTORIA DE LA VIDA PRIVADA EN CHILE

Domingo Faustino Sarmiento, primer director de la Escuela Normal de Preceptores, institución destinada a la formación de los maestros chilenos. Colección Museo Pedagógico de Chile.

A la autoridad le preocupaba esta displicencia por la instrucción, no sólo por los efectos morales que ello podría provocar en dichos sectores y la repercusión de sus efectos hacia el conjunto del cuerpo social. Tam­ bién le preocupaba porque consideraba que la falta de educación era cau­ sa principal en retardar el esfuerzo del país por alcanzar prontamente los niveles de civilización que mostraban otros de mayor desarrollo en esa época, es decir Estados Unidos, Francia, Inglaterra, Suecia y Alemania, entre otros. Por tanto, el grupo dirigente actuaba para lograr su anhelo de que la sociedad chilena, en su forma, se asemejara a dichos países, a los cuales se tenía por modelo, para lo cual consideraba necesario importar desde ellos los moldes educativos con los cuales dar forma a la enseñan­ za nacional. Si bien se puede considerar que ya O'Higgins había tenido el propó­ sito de homologar al importar el sistema de enseñanza de Lancaster4, hay consenso en reconocer que fue Domingo F. Sarmiento quien ejerció la mayor y mejor influencia inicial a este respecto en el país. La civilización que admiró Sarmiento en los países de mayor desa­ rrollo capitalista de esa época, y desde los cuales importó su modelo edu­ cativo, correspondía a sociedades que estaban sustentadas sobre la base de un alto estándar tecnológico aplicado a los procesos productivos. En su obra Educación popular, él expresaba que la colonización española, al integrar a los salvajes a su seno, había dejado para los tiempos futuros una progenie bastarda, rebelde a la cultura y sin aquellas tradiciones de ciencia, arte e industria que se aprecian en la sociedad norteamericana y europea, por lo cual, guiándose por lo que observó, señalaba: «en los paí­ ses de Europa han creado una poderosa industria que da ocupación á to­ dos los individuos de la sociedad; la producción hija del trabajo, no puede hacerse hoy a escala provechosa, sino por la introducción de los medios mecánicos que ha conquistado la industria de los otros países; y si la edu­ cación no prepara á las venideras generaciones, para esta necesaria adap­ tación de los medios de trabajo, el resultado será la pobreza y oscuridad nacional»5. Sarmiento lo que planteaba era una estrategia civilizadora en lo sus­ tancial, en cuya base él ubicaba la instrucción como el instrumento que haría posible con posterioridad, cuando se introduzcan «los medios me­ cánicos», que éstos puedan ser operables por sujetos ya calificados. Es­ ta secuencia pasará a ser la lógica dominante con la que se dirigirá posteriormente el desarrollo de las políticas de escolarización del país, que se puede sintetizar en que la oferta educativa se hace prevalecer e in­ crementar independiente de la demanda de mano de obra calificada que requiere el sector productivo, dando lugar a una situación de permanen­ te desequilibrio. Esto permite afirmar que por esta causa, en el desen­ volvimiento de la educación nacional, la demanda siempre ha quedado por debajo de la oferta, haciendo que la enseñanza adquiera más un ca­ rácter ideológico que el de estar articulada al desarrollo de «la produc­ ción como hija del trabajo». Por lo tanto, la preocupación de la autoridad por extender la escola­ rización en los sectores populares, y la lentitud con que ella se fue desa­ rrollando, expresaban la confrontación entre la concepción ideológica del deber ser con que la clase dirigente aspiraba a la formación del país, y las condiciones de vida en las cuales se desenvolvía la existencia de aque­ llos sectores a los cuales se buscaba beneficiar.

CIVILIZAR Y MORALIZAR EN LA ESCUELA PRIMARIA POPULAR

Quienes tenían incidencia en la dirección de la enseñanza expresa­ ban que sus esfuerzos estaban dirigidos a hacerla funcional a las condi­ ciones vigentes. Así. Andrés Bello exhortó a las señoras a preocuparse por el problema de la educación femenina cuando expresabaf