Hispanismo y espanolismo

187 110 749KB

Spanish Pages 11

Report DMCA / Copyright

DOWNLOAD FILE

Polecaj historie

Hispanismo y espanolismo

  • Commentary
  • decrypted from CE24FEE52E09B0DE9805286F05D16526 source file
Citation preview

HISPANISMO Y

ESPAÑOLISMO

POR

JULIAN MARIAS

La importante revista Books Abroad, publicada por las prensas de la Universidad de Oklahoma, y cuya misión es informar al lector de los Estados Unidos acerca de la vida intelectual extranjera, h a publicado, en su n ú m e r o de verano de 1951, u n artículo de R o b e r t G. Mead, Jr., profesor de la Universidad de Connecticut, que se titula "Dictatorship and Literature in the Spanish World". E l tema es interesante y peliagudo; la tesis general del artículo y algunos de sus detalles suscitan nuestra atención; la difusión y autoridad de la excelente revista en q u e h a aparecido aumentan su alcance; pero, sobre todo, tiene u n valor sintomático, como ejemplo de u n a actitud intelectual muy difundida. P o r eso creo que merece u n comentario sincero, apremiante y que llame por su n o m b r e a algunas cosas que en este tiempo suelen usar seudónimo. E l señor Mead se refiere j u n t a m e n t e a España y a la América española, especialmente a la Argentina. No voy a hacer yo lo mismo, sino que me voy a atener exclusivamente a E s p a ñ a : primero, porque es lo que conozco bien, y quisiera evitar ligerezas en cuestión tan delicada; en segundo lugar, p o r q u e la comunidad de lengua no basta para establecer analogías entre situaciones políticas, históricas e intelectuales que no pueden menos de ser profundamente dispares; y este error de método y de principio vicia todo el artículo en cuestión. Lo más sustancial de su contenido viene a ser lo siguiente: Desde 1939, e3 decir, desde el final de la guerra civil española y el establecimiento del régimen actual, se h a n manifestado ciertos caracteres en el desenvolvimiento intelectual de España y de Hispanoamérica, que son los resultados directos o indirectos de dicho régimen. E n España se ha impedido el desarrollo intelectual normal y se h a perdido para el país "la gran mayoría de sus principales pensadores". Se puede h a b l a r de una "generación de los emigrados", y " u n a comparación imparcial entre estos emigrados y los intelectuales que permanecen en España tiene que ser fuertemente favorable a los primeros". Más de la mitad de los catedráticos universitarios españoles h a n abandonado el país desde la 326

Revolución. "Así, España está muy atrás en la ciencia contemporánea, mientras en las h u m a n i d a d e s la situación n o es m u c h o mejor." " A p a r t e de unas pocas grandes figuras (todas las cuales son de edad muy avanzada), como el erudito Menéndez Pidal, el filósofo Ortega y Gasset y los pocos supervivientes de la "Generación del 9 8 " (un grupo con ideales esencialmente modernos), la mayoría de los intelectuales de España se encuentran dispersos p o r Europa y. el Nuevo Mundo, con su núcleo principal en Méjico." Los que han quedado en España, o h a n tenido que hacer las paces con el régimen o eliminar todos los temas de controversia, con lo cual queda descartada "la producción literaria original de interés o mérito". Las casas editoriales—afirma el señor Mead—han contribuido también a la decadencia de las letras nacionales, "colaborando con la campaña del régimen p a r a eliminar toda mención de aquellos escritores e intelectuales que estuvieron del lado de la República". La consecuencia de todo ello es "la progresiva implantación de u n a tiranía de la mediocridad en todas las esferas del pensamiento". Todo esto en España. Lo contrario ocurre—dice el señor Mead— entre los emigrados y otros españoles que viven y trabajan en el extranjero. A p a r t e de los que h a n m u e r t o en el exilio, como los hermanos (sic!) Machado, Ángel Ossorio, E n r i q u e Díez-Canedo, etcétera, el señor Mead cita u n a serie de españoles, casi todos ilustres, algunos de ellos egregios, cuyos nombres todos quiero reproducir: Americo Castro, Luis Capdevila, Pablo Picasso, Pablo Casals, Salvador de Madariaga, Rafael Altamira (que acaba de m o r i r estos meses), José M. a Ots Capdequí, José Gaos, Luis Aznar, Ramón J. Sender, Francisco Giner de los Ríos, Jacinto Grau, Alejandro Casona, José Moreno Villa, J u a n R a m ó n Jiménez, P e d r o Salinas, Tomás Navarro Tomás, Ángel del Río, Eugenio Florit (sic!), Amado Alonso. La labor intelectual de estos españoles fuera de España —para emplear la feliz expresión de Marañen—parece al señor Mead eficaz y valiosa. Finalmente, el señor Mead se pregunta—y ésta es la conclusión de su artículo—por la influencia duradera de esta situación en la orientación intelectual del m u n d o hispánico. Y su respuesta es q u e "España h a perdido para siempre cualquier preeminencia que haya tenido alguna vez en esa esfera". P o r diversas razones, es difícil una repatriación de emigrados en gran escala, pues la mayoría no querrán nunca abandonar sus nuevos hogares, y están criando u n a generación más joven, que "con toda probabilidad tendrá poco deseo de volver a una patria tan atrasada y sin desarro-

327

llar". E n lugar de u n presunto eje intelectual Madrid-Buenos Aire» el señor Mead confía en u n área dominada p o r la cultura española de Méjico y los Estados Unidos. (Los subrayados son míos.) Hasta aquí el artículo del señor Mead. H a y q u e decir q u e esta imagen de la situación intelectual española y de sus posibilidades es y será compartida por muchos. Tres razones convergen hacia ese resultado: la primera, apuntada por el autor, es que en los Estados Unidos se sabe m u y poco de esa situación, y p o r eso él se propone informar y orientar a la opinión americana; la segunda, la autoridad de la revista en que escribe, fundada " p a r a promover la comprensión internacional difundiendo información literaria"; la tercera, que el artículo del señor Mead viene a unirse a toda u n a serie de escritos parecidos, que se suman en la mente de los lectores de habla inglesa. P o r ello vale la pena preguntarse en qué medida el señor Mead está enterado, hasta q u é p u n t o son válidos sus razonamientos, cuáles son los supuestos de su actitud y, finalmente, qué se propone. Con lo cual se podrá comprobar si realmente su artículo responde a los designios de la revista Books Abroad, es decir, si difunde afectiva información literaria, si podrá servir para promover la comprensión internacional, en este mundo que tanto la necesita. Veámoslo. E n p r i m e r lugar, los hechos, que, según dicen, son los más convincentes. Es plenamente cierto que entre los españoles residentes en el extranjero los h a y de singular valor intelectual. E n su mayor p a r t e , emigrados políticos; otros no—de igual modo que la residencia en España n i implica n i permite suponer filiación política determinada—son muchos más que los que el señor Mead recuerda y cita. P a r a ampliar esa información—por supuesto sin ánimo de formar un censo, que por lo demás valdría la pena—, ahí van unos cuantos nombres ilustres: los poetas Jorge Guillén, Alberti, Cernuda, Altolaguirre, León F e l i p e ; los filósofos José Ferrater Mora, García Bacca, María Z a m b r a n o ; los escritores Bergamín, Guillermo de T o r r e , Pérez de Ayala, el recientemente fallecido Imaz y, sobre todo, R a m ó n Gómez de la S e r n a ; los filólogos Millares, González de la Calle, Corominas y Montesinos; el historiador Sánchez Albornoz; los pedagogos Zulueta y Luzuriaga y otros más, sin salir de las disciplinas de humanidades. H a b r í a que contar a fisiólogos y médicos, como P i y Súñer, Lorente de No, Mira. Castroviejo y (aunque ya muerto) Río-Hortega ; y tal vez—aunque a veces viven en España—a pintores como Salvador Dalí o Anselmo Miguel Nieto. Y la lista n o terminaría aquí. E n cambio, habría que suprimir algún n o m b r e de los que el señor Mead a p u n t a : u n o de 328

los hermanos Machado (Manuel), que no salió de España, y en ella murió en 1947, no en el exilio; otro, el de Eugenio Florit, excelente poeta, que lamentamos no sea español. Resulta, pues, que la emigración intelectual española es de un volumen, un valor y una importancia histórica superiores a los que el señor Mead haría pensar. Y, ni que decir tiene, representa u n problema intelectual, político, moral e histórico—no se salte el lector ningún adjetivo—-de p r i m e r a magnitud y que merece atención grave y suficiente, y, cuando ésta no fuese posible, respetuoso silencio. Lo que no se puede decir, en cambio, es que estos intelectuales estén totalmente perdidos p a r a E s p a ñ a ; su relación con ella es considerable: leen a los españoles que viven en E s p a ñ a ; son leídos por ellos y por los españoles que no escriben; la gran mayoría de los libros españoles valiosos publicados en América se encuentran en las bibliotecas y librerías españolas. Menos cierto aún es que se elimine en España "toda mención" de ellos (lo que pudo pasar h a c e diez o doce años no puede servirse como información a los lectores de 1951). P a r a buscar u n solo ejemplo, en el Diccionario de Literatura española, publicado bajo m i dirección (Revista de Occidente. Madrid, 1949), aparecen casi todos los nombres citados más arriba y otros m u c h o s ; la mayoría con artículos de tanta o m a y o r extensión que los dedicados a escritores de análoga categoría residentes en E s p a ñ a ; de m i personal redacción son los correspondientes a Machado, Salinas, Guillen, Lorca, Alberti, Gómez de la Serna, Casona, Azaña, etc. Y se habla en ellos como si se hubiesen escrito en 1933 o en 1937. P e r o este Diccionario n o es una excepción: basta leer las obras de Valbuena, T o r r e n t e Ballester, Díaz-Plaja o Blecua—desde el gran tratado al breve m a n u a l destinado a la enseñanza media—para ver que en las historias de la Literatura española n o se olvida a los escritores emigrados. Y en las revistas se habla con toda frecuencia de ellos. Será—pensará tal vez el señor Mead—-porque no hay otros. P e r o la verdad es muy distinta. La gran mayoría de los intelectuales españoles residen, como era de esperar, en España, entre los 28 millones de sus habitantes. España está en Europa, pese a quien pese. Y esto lo saben los emigrados españoles, como sabía Dantón que no se puede uno llevar la patria en la suela de los zapatos. P o r eso el tema es dramático y apasionante, y n o se puede t r a t a r sino con apasionada, insobornable veracidad o—repito—con expresivo, significativo silencio. Yo no sé si en rigor hoy se puede h a b l a r de él; quiero decir que al empezar a escribir este artículo no sé si es posible; pero tampoco veo más medio de averiguarlo que intentar 329

escribirlo; si el lector lo está leyendo, esto quiere decir q u e existía esa posibilidad; en caso contrario, sólo sabrá de él el cesto de loa papeles. E l señor Mead n o cita más intelectuales residentes en España que Menéndez Pidal, Ortega, Benavente y Eugenio d'Ors. Según él, los pocos que pueden contarse son " d e edad m u y avanzada"; y, en efecto, el más joven de los que n o m b r a nació en 1883. Pero más bien ocurre lo c o n t r a r i o ; quiero decir que es entre los emigrados donde se encuentra u n a mayor proporción de hombres madu> ros y ancianos, y es n a t u r a l : eran hombres en su gran mayoría hechos, conocidos y formados antes de 1936, nacidos el siglo pasado o, a lo sumo, en los primeros años de éste. Y el número de los nuevos escritores surgidos en una emigración, cuyo n ú m e r o se cuenta por millares, no puede compararse con el de los nacidos en una sociedad compuesta de 28 millones de personas. La deficiente información del señor Mead me obliga a dar algunos nombres de intelectuales que viven en E s p a ñ a ; es posible que su lectura sorprenda a muchos que de buena fe sólo creían en la existencia de media docena de barbas venerables, rari nantes in gurgite vasto, en el océano de esa universal mediocridad e ignorancia que el señor Mead describe con apresurada y mal disimulada complacencia. Quedan viejos ilustres, ciertamente. Además de los nombrados, Azorín, Baroja, Gómez Moreno, Julio Casares, entre los pertenecientes a la generación del 98. P e r o la historia n o termina aquí. Es sabido que la filosofía tiene en España u n m o m e n t o de insólito esplendor, del que se empieza a tener noticia en E u r o p a ; bastaría con citar, j u n t o a Ortega, el n o m b r e de Xavier Zubiri, autor de un libro (Naturaleza, Historia, Dios, Madrid, 1944) que se cuenta entre los primeros publicados en el m u n d o en lo que va de siglo, y aun h a b r í a que añadir otros nombres. ¿ P u e d e olvidarse la existencia de u n a escuela de arabistas, cuya figura más notoria es García Gómez, continuador de Asín Palacios, muerto recientemente? ¿Es posible pasar por alto u n grupo de filólogos e historiadores de la Literatura, en que figuran Dámaso Alonso, Salvador Fernández Ramírez—que acaba de publicar la mejor Gramática española existente—, Gili Gaya, Lapesa, Valbuena, Astrana Marín, García de Diego, Blecua, Oliver Asín, Díaz-Plaja, García Blanco y tantos otros? P o r p r i m e r a vez desde el siglo x v n empieza a h a b e r helenistas y latinistas que publican traducciones directas de los clásicos, y estudios como los de Antonio Tovar, Pabón, B. Gaya, Fernández Galiano. E n los últimos cinco o seis años se h a n publicado en Madrid dos traducciones directas de la Biblia, del hebreo y del 330

griego. La historia del arte cuenta con u n desarrollo cuyos índices podrían ser nombres como los de E n r i q u e Lafuente, Camón, Sánchez Cantón, María Luisa Caturla, María Elena Gómez Moreno. Los estudios etnológicos h a n recibido nuevo impulso de Caro B a r o j a ; la historia es cultivada por hombres como Valdeavellano, Sánchez Alonso, Aguado Bleye, Pericot; las disciplinas jurídicas y sociológicas, por Garrigues, Conde, Arboleya, Diez del Corral, Maravall o García Pelavo. Respecto a la medicina, la lista de los cultivadores de p r i m e r orden tendría que ser larga; para evitarlo nombraré, u n poco al azar, a Marañón y Lain Entralgo, que la unen con un penetrante cultivo de la historia; a Jiménez Díaz y I l e r u a n d o , Arruga y Duarte, Rof y Grande, López Ibor, Germain, Sacristán, Lafora. La matemática y la física son cultivadas por figuras como Bachiller, Flores, Catalán o Palacios. Y si se habla, más específicamente, de Literatura, habría que dar no pocos nombres de maduros y jóvenes; p o r ejemplo, los de los poetas Aleixandre, Gerardo Diego, Dámaso Alonso, Rosales, P a n e r o y otros más jóvenes; novelistas como Zunzunegui, Cela, Carmen Laforet, Suárez Carrefio, Agustí, Gironella; autores dramáticos como López Rubio, Ruiz Iriarte, Buero Vallejo, Valentín Andrés Alvarez; prosistas como Julio Camba, F e r n a n d o Vela, Marichalar... ¿ P a r a qué seguir? No es m i propósito hacer recuento de los intelectuales españoles de los dos lados del Atlántico, n i menos establecer aquí su jerarquía, que va—tanto en unos como en otros—de la genialidad a la calidad estimable. Me interesaba sólo poner de relieve dos hechos: primero, que en España existen grupos considerables que cultivan intensamente todas las disciplinas intelectuales; segundo, que 6u número—como podía anticiparse a priori—es enormemente mayor que el de los radicados en el extranjero. P e r o hay algo que no puede omitirse, p o r q u e es lo más representativo de la situación intelectual de España y, sobre todo, de sus posibilidades, que es lo que parece interesar especialmente al señor Mead. Me refiero a la fundación, en 1948, del Instituto de H u m a n i dades, organizado por Ortega, con mi colaboración, en Madrid. Porque se trata de u n a institución absolutamente privada e independiente, sin la m e n o r intervención estatal, sin ayudas económicas de ningún orden ni españolas ni extranjeras, n u t r i d a sólo con las matrículas de los oyentes de sus cursos y coloquios-discusiones. ¿Con qué resultado? Desde el punto de vista estrictamente intelectual, el Instituto de Humanidades h a tocado de u n modo sumamente original temas del más vivo interés, algunos de ellos vírgenes de todo estudio: la interpretación de la historia universal según 331

Toynbee y su crítica, los problemas más hondos de la sociología la estructura social del precio, los modismos, el arte de Goya, el régimen mixto en la política desde Grecia, la guerra, el método histórico de las generaciones, la filosofía europea de los últimos veinticinco años, la filología arábiga, la geografía social de España, los métodos estilísticos en poesía española, la cultura de MohenjoDaro. Dos libros, uno de ellos mío—El método histórico de L·s generaciones—, otro de Dámaso Alonso—Poesía española. (Ensayo de métodos estilísticos)—, h a n aparecido ya como muestra impresa de las actividades del Instituto. ¿Y desde el p u n t o de vista social, quiero decir de la repercusión sobre la vida española? Baste u n dato estadístico: estos cursos y coloquios, relativamente caros (pues cada lección o conferencia cuesta aproximadamente como una butaca de buen teatro o concierto), h a n atraído auditorios que a veces h a n pasado de los 200; y en el caso de los cursos de Ortega, el primero no p u d o admitir más que 650 oyentes; el segundo tuvo que limitarse a 1.300—la capacidad total de u n cine madrileño, el Barceló—. De todo esto no tiene noticia el señor Mead, o si la tiene considera que es insuficiente para informar de ello a los lectores americanos, a quienes pretende explicar lo que pasa con la vida intelectual española en estos últimos años. Y todavía habría que añadir los cursos privados de Zubiri, que vienen reuniendo desde hace seis años u n centenar de personas de lo más granado en todas las profesiones intelectuales. Respecto al público del Instituto de Humanidades, convendría advertir que en él se encuentran desde los estudiantes universitarios hasta las damas de la aristocracia; desde los académicos de la Española hasta h o m b r e s de negocios; médicos y poetas, ingenieros y muchachas de veinte años, hasta algunos sacerdotes y algunos militares y algunos obreros: una España abreviada. E n cuanto a los libros publicados en este último tiempo, habría que hacer u n a larga lista de los muy importantes. E n las páginas de Books Abroad, sin ir más lejos, ce puede encontrar reseña de algunos de ellos; hasta algunos de los míos h a n llegado hasta allí. P e r o basta consultar los catálogos de las Editoriales o cualquier repertorio bibliográfico para tener información suficiente sobre este p u n t o . Resulta, pues, que el señor Mead no está enterado, y si lo está guarda su información, como sus vinos el cosechero que invitaba al rey Carlos IV, " p a r a mejor ocasión". Vale la pena echar u n a ojeada a la estructura intelectual de su artículo, es decir, a sus razonamientos. En p r i m e r lugar, para explicar lo que considera de332

cadencia intelectual de España y de Hispanoamérica, se contenta con apelar al régimen político que hoy impera en España. Supuesta esa decadencia—y ya hemos visto lo que queda de esa suposición—, ¿es que no h a pasado en el m u n d o , precisamente desde 1939, nada más? ¿ P o r qué sienten entonces tan h o n d a preocupación por su vida intelectual en Francia, en Inglaterra, en Alemania y aun tal vez en los Estados Unidos? "España está muy atrás en la ciencia contemporánea—escribe el señor Mead—, mientras en las humanidades la situación no es mucho mejor." Si esta frase tiene algún sentido, será comparativo con los años anteriores; y si bien es cierto que la ciencia fisicomatemática o biológica no es cultivada en España con los medios e intensidad que en algunas otras partes —pocas en verdad—, no se puede decir que la situación fuese mejor hace veinte años; respecto a las humanidades, m e atrevo a decir y a demostrar con u n poco de espacio que la aportación española en lo que va de siglo—no interrumpida hasta hoy—puede ponerse al lado de la de cualquier país de E u r o p a o América. El señor Mead supone, además, que la situación intelectual española es cada vez peor, puesto que h a b l a de u n a "progresiva implantación de la mediocridad en todas las esferas del pensamiento", con lo cual renuncia a cuanto pudiera decir de verdadero y eficaz —y habría que decir no poco—sobre el impacto producido p o r la guex-ra civil y sus consecuencias, enorme traumatismo histórico del que España no está todavía curada, y ése es precisamente el problema. Y ocurre preguntarse a cambio de qué renuncia a ello; pero sobre esto volveré en seguida. Hay otro razonamiento del señor Mead que merece subrayarse. Considera improbable la vuelta a España d e los emigrados, aun supuestas las condiciones políticas p a r a ello, porque la mayoría no querrá volver a una patria tan atrasada. ¿Será así? ¿Estará España atrasada respecto a los países en que residen la mayor parte de los emigrados, de los cuales sólo unas pocas decenas viven en Francia, Inglaterra o los Estados Unidos, y la casi totalidad están dispersos por las Repúblicas hispanoamericanas? El supuesto básico del señor Mead, el que vicia e inutiliza su artículo entero, es lo que podríamos llamar su politicismo. Quiero decir su creencia de que lo primero, decisivo y más importante es la política. E l mismo supuesto que le llevará a considerar tal vez que los hechos que acabo de e n u m e r a r en estas páginas implican una defensa o justificación del régimen político dominante en España. Como si se le pudiese atribuir a u n régimen, n i para bien n i para mal, la sustancia profunda de lo que en u n país acontece; 333

como si no fuese la política un fenómeno relativamente super, ficial y epidérmico, cuya acción, por perturbadora que sea, es transitoria y deja además intactos los estratos más profundos de una sociedad. El señor Mead, sólo con u n cambio de signo, coincide totalmente con los panegiristas y propagandistas oficiales del régimen español, para quienes es, ni que decir tiene, lo más importante que ha sucedido en los últimos cincuenta años. Yo estoy muy lejos de pensar tal cosa, y si quiero explicarme lo que en España acontece, las causas de su grandeza o su miseria, de su esplendor intelectual o de sus deficiencias, de sus peligros y de sus esperanzas, necesito trabajar un poco más, pensar algo más en serio y, lo primero de todo, salir de España y considerar lo que pasa en Europa y en el m u n d o entero, que es donde se encuentra la razón de lo que de verdad acontece en cualquier país. Siento mucho que la vida intelectual, tal como la entendemos en España, no sea tan sencilla. Y con esto llegamos a lo más importante. Me preguntaba antes a cambio de qué renunciaba el señor Mead a investigar nada concreto y preciso q u e pudiera decirse sobre la situación actual de España para limitarse a una condenación total y en hueco, de cuya consistencia acabo de dar suficientes pruebas. El señor Mead tenía que considerar incurable la presunta dolencia de la cultura española, p o r q u e lo que se propone es darle el cese definitivo y declararla conclusa. "España ha perdido para siempre—afirma—cualquier preeminencia que haya tenido alguna vez en esa esfera." España es cosa acabada. ¡Curiosa forma de hispanismo! Y para que ello resulte menos evidente, tal vez por razones de amistad y "buena vecindad", amables elogios a los emigrados; elogios que, por cierto, se quedan por bajo de su valor efectivo. Con pretexto del régimen español, se trata de la eliminación, y para siempre, de España. Lo cual, de ser cierto, implicaría una sobreestimación del régimen político, el cual habría sido capaz, en doce años, de esterilizar u n país entero para todo el resto de la historia. Como si esto fuera posible; como si el florecimiento intelectual de los países coincidiese con los regímenes mejores; como si se hubiese esperado a establecer regímenes democráticos, elecciones, Naciones Unidas, o bien dictaduras, Estados corporativos o cualesquiera otros para pensar, soñar, escribir prosa deleitable, componer versos, pintar, levantar pirámides o catedrales góticas, estremecer el aire con música de violines o investigar la estructura del átomo o los atributos de Dios. ¿Qué consecuencia se desprende de la comparación del artículo 334

del señor Mead con la r e a l i d a d ? Justo la contraria de la que él extrae; la insólita, sorprendente vitalidad de España, y, por consiguiente, la esperanza que puede ponerse en su futuro. P o r q u e resulta que los emigrados españoles están en plena y valiosa actividad, que va desde la exquisita poesía de Guillen o los cristalinos relatos de Salinas a la ingente labor de traducción del F o n d o de Cultura Económica o la Editorial Losada; desde obra tan personal y de tanto aliento como España en su historia, de Americo Castro, hasta el Diccionario de Filosofía, de F e r r a t e r Mora, probablemente el mejor que hoy puede consultarse en cualquier lengua. Y, al mismo tiempo, en España se acometen empresas editoriales como la publicación de las obras completas de Unamuno, Ortega, Azorín, Miró, Baroja, Galdós, Luis Vives, Benavente, Valera, Quevedo, el duque de Rivas, Zorrilla; la continuación de la Historia de España, que dirige Menéndez P i d a l ; la nueva Historia de L·s Literaturas hispánicas, dirigida por Díaz-Plaja; la colección de clásicos de la medicina, realizada por Lain E n t r a l g o ; la antología La Filosofía en sus textos, que tengo que citar a pesar de ser mía, por ser la más amplia antología filosófica publicada hasta hoy, como decía hace* unos meses Books Abroad; el Diccionario de Literatura española, de la Revista de Occidente; las ediciones de clásicos griegos (Platón, Aristóteles), del Instituto de Estudios Políticos; las de filósofos, teólogos y místicos (desde San Agustín a San Buenaventura, hasta Suárez o San J u a n de la C r u z ) , de la Biblioteca de Autores Cristianos. Y todavía hay algo más significativo. Dije hace algún tiempo que el género dominante en la vida española anterior a la guerra civil era el ensayo; hoy parece haberse iniciado una etapa de producción de grandes tratados; en ellos empieza a estudiar, a la altura de los tiempos, con la mejor información y un p u n t o de vista original, en b u e n castellano, la generación que está entrando en la Historia, es decir, el inmediato porvenir de España y, ahora sí, de la América española. Son los grandes tratados médicos de Marañón o Jiménez Díaz; la Historia Clínica, de Lain Entralgo, p r i m e r estudio en serio sobre el enorme t e m a ; la Patología psicosomàtica, de Rof Carballo; la Angustia vital, de López I b o r ; los estudios sobre Dinámica cerebral, de Justo Gonzalo; la Historia de la pintura española, de Lafuente, o su Zuloaga; o la de la escultura, de M. E. Gómez Moreno; o el m o n u m e n t a l Greco, de C a m ó n ; es El liberalismo doctrinario—primer estudio de conjunto sobre este tema europeo—, de Díaz del Corral; y, por primera vez, los uni335

versitarios de lengua española se inician en la filosofía y estudian su historia y sus disciplinas capitales en libros españoles. Todo lo cual muestra q u e era acertado el diagnóstico de Ortega cuando hablaba hace poco de la "sorprendente, casi indecente sal u d " de España. Su vitalidad histórica es tal, que puede permitirse hasta el error. No hay duda de que la emigración representa una tremenda mutilación de la vida intelectual española, a u n q u e no se puede predecir si será negativo el balance que p u e d a hacerse de ella y de sus consecuencias dentro de u n p a r de siglos. P e r o lo asombroso es que, a pesar de tanta pérdida o casi pérdida—ya hemos visto que no es t a n total como se dice—, todavía queda vida intelectual en España, en u n volumen, como es lógico, aiín m u c h o mayor. H a h a b i d o u n a dolorosa, penosa, perturbadora escisión, que plantea u n problema siempre vivo, cada vez más agudo: existe una floreciente y fecunda España extramuros. (Extramuros, sí; pero no exageremos, p o r q u e ¿quién pone puertas al campo?) Y, a pesar de ello, como podía preverse, España está en Europa.

Julián Marias. Covarrubius, 14. MADRID.